La doma de la Quimera: Ensayos sobre nacionalismo y cultura en España 9783954870240

A lo largo de siete artículos, el autor analiza los más relevantes episodios culturales de la España contemporánea que r

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Spanish; Castilian Pages 360 Year 2004

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La doma de la Quimera: Ensayos sobre nacionalismo y cultura en España
 9783954870240

Table of contents :
CONTENIDO
Prólogo a la primera edición
Prólogo a la segunda edición
I. NOTAS SOBRE LA LECTURA OBRERA EN ESPAÑA (1890-1930)
II. 1898 EN LA LITERATURA: LAS HUELLAS ESPAÑOLAS DEL DESASTRE
III. UN CAPÍTULO REGENERACIONISTA: EL HISPANOAMERICANISMO (1892-1923)
IV. 1900-1910: NUEVA LITERATURA, NUEVOS PÚBLICOS
V. ORTEGA: PRIMERAS ARMAS (1902-1914)
VI. MANUEL AZAÑA Y LA CRÍTICA DE LA CULTURA
VII. CONVERSIONES: ALGUNAS IMÁGENES DEL FASCISMO
La pluralidad estética del fascismo
FASCISMO Y CONVERSION: EL VIDENTE DE GIMÉNEZ CABALLERO
Retrato del fascista de veinte años
O la nostalgia de Europa
Notas a los artículos recogidos en la primera edición
Procedencia de los trabajos recogidos
Índice de nombres

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LA DOMA DE LA QUIMERA JOSÉ-CARLOS MAINER

LA CASA DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA, 1

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LA CASA DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA 1

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la península ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo XX y principios del XXI. La colección «La casa de la riqueza. Estudios de Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

CONSEJO EDITORIAL: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (Southampton University) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) Chris Perriam (Newcastle-upon-Tyne University) Norbert von Prellwitz (Università di Roma La Sapienza) Joan Ramon Resina (Cornell University, Ithaca, NY) Lia Schwartz (City University of New York, NY) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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LA DOMA DE LA QUIMERA ENSAYOS SOBRE NACIONALISMO Y CULTURA EN ESPAÑA (Segunda edición aumentada)

José-Carlos Mainer

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data is available in the Internet at http://dnb.ddb.de

© Iberoamericana, 2004 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2004 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-148-8 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-125-1 (Vervuert) Depósito legal Ilustración de la cubierta: José Gutiérrez Solana: El Lechuga y su cuadrilla (1915/19171932), óleo sobre lienzo. © COLECCIÓN GRUPO SANTANDER © VG Bild-Kunst, Bonn 2004

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Impreso en España

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A Lola, Irene y Gabriel (y, en esta segunda edición, también a María y a Nuria)

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CONTENIDO

Prólogo a la primera edición ................................................................... Sobre Quimeras ................................................................................. Nuestra Quimera................................................................................ Sobre este libro ..................................................................................

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Prólogo a la segunda edición ..................................................................

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I. NOTAS SOBRE LA LECTURA OBRERA EN ESPAÑA (1890-1930) .................. Proletarios y literatura ....................................................................... De la literatura democrática a la literatura obrera............................. Modernismo y público obrero ........................................................... Los anarquistas, contra el modernismo ............................................. El socialismo y la lectura obrera ....................................................... Los socialistas de cátedra y la Extensión Universitaria .................... Una cultura radical: la Valencia blasquista ....................................... Divulgación y política: calendarios y almanaques............................ Una revista científica obrera.............................................................. Ofertas de libros y bibliotecas obreras .............................................. El viraje de los años treinta ...............................................................

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II. 1898 EN LA LITERATURA: LAS HUELLAS ESPAÑOLAS DEL DESASTRE ........... El mal sueño ...................................................................................... Clarín, Pardo Bazán y algún poeta.................................................... La guerra es sueño............................................................................. Los testimonios directos: López Bago, Ciges, Trigo, Nogales ......... Emigrantes y repatriados ................................................................... Guerra y toros ....................................................................................

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III. UN CAPÍTULO REGENERACIONISTA: EL HISPANOAMERICANISMO (1892-1923) El regeneracionismo: tentativa de definición .................................... España y América: la coincidencia regeneracionista ........................ Las campañas de R. M. de Labra. El congreso de 1900...................

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LA DOMA DE LA QUIMERA Universidad y americanismo ............................................................. La emigración, fermento de regeneración nacional .......................... Textiles e ideas: el americanismo catalán .........................................

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IV. 1900-1910: NUEVA LITERATURA, NUEVOS PÚBLICOS ................................ La decadencia del noventayocho....................................................... Simbolismo, modernización, modernismo ........................................ Los nuevos públicos .......................................................................... Complicidades y escándalos: la encuesta-concurso de Gente Vieja (1902)........................................................................................... El modernismo domesticado ............................................................. La búsqueda del público modernista................................................. La definición dilatada: la encuesta de El Nuevo Mercurio (1907) ...

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V. ORTEGA: PRIMERAS ARMAS (1902-1914) ............................................... Preliminar .......................................................................................... La búsqueda de un género: crítica e idealismo ................................. Una antítesis: Unamuno y Ortega ..................................................... Cultura, clasicismo y germanismo .................................................... La reforma idealista del liberalismo.................................................. La prevención antiartística ................................................................ Dos revistas: Faro y Europa .............................................................

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VI. MANUEL AZAÑA Y LA CRÍTICA DE LA CULTURA........................................ Azaña y Moratín: vidas paralelas ...................................................... La crítica de la cultura en la vida española....................................... La formación de Azaña ..................................................................... Hipólito como metáfora..................................................................... Juan Valera como modelo.................................................................. Cervantes como activo ...................................................................... El 98 como lección ............................................................................ La fundación de La Pluma, revista literaria......................................

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VII. CONVERSIONES: ALGUNAS IMÁGENES DEL FASCISMO ............................... La pluralidad estética del fascismo ................................................... Fascismo y conversión: El vidente de Giménez Caballero............... Javier Mariño: retrato del fascista de veinte años ............................ Rosa Krüger o la nostalgia de Europa ..............................................

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Notas a los artículos recogidos en la primera edición ............................ Procedencia de los trabajos recogidos .................................................... Índice de nombres ...................................................................................

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PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

SOBRE QUIMERAS... La primera noticia de la Quimera está en el libro VI de la Ilíada. Allí está escrito que era de linaje divino y que por delante era un león, por el medio una cabra y por fin, una serpiente; echaba fuego por la boca y la mató el hermoso Belerofonte, hijo de Glauco, según lo habían presagiado los dioses [...] pero la Teogonía de Hesiodo la descubre con tres cabezas, y así está figurada en el famoso bronce de Arezzo, que data del siglo v. En la mitad del lomo está la cabeza de cabra, en una extremidad la de serpiente, en otra la de león.

Eso escribió Jorge Luis Borges (Manual de zoología fantástica, 1957, en colaboración con Margarita Guerrero) del terrible animal que es parcialmente epónimo de este libro. No olvida, sin embargo, consignar que en asuntos de Quimeras resulta vana cualquier precisión y que la condición básica de esta fiera parece ser la heterogeneidad: «Mejor que imaginarla era traducirla en cualquier cosa». Por eso, precisamente, consigna que la Quimera de recuerdo más duradero es la que figura en una broma de Rabelais, la cual hallamos, en efecto, en el segundo libro del Gargantúa. Pantagruel ha llegado a París para visitar su universidad y ha hallado en la biblioteca de la Abadía de San Víctor una colección de libros que pasa a relacionar y cuyos títulos son una donosa burla de los saberes y preocupaciones académicas de entonces. Uno de ellos es la Quaestio subtilissima, utrum Chimera in vacuo bombinans possit comedere secundas intentiones, et fuit debatuta per decem hebdomedas in concilio Constantiniensi (lo que vale decir: «Cuestión muy sutil sobre si una Quimera zumbando en el vacío puede comer segundas intenciones, que fue debatida por espacio de diez semanas en el concilio de Constanza»), ejemplo descorazonador de cómo la Quimera que mató

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Belerofonte podía haber llegado a ser el referente pintoresco de un ejercicio silogístico en la Sorbona todavía bajomedieval. Pero esa Quimera, destinada a vivir en una propositio major y a ser negada por ruidosos alumnos de súmulas, va a resultar una Quimera muy frecuentada. No creo que hubieran leído a Rabelais dos autores españoles del siglo XVIII que dieron en burlarse de la misma cuestión académica y a los que unía su común aversión a los restos claudicantes de la filosofía peripatética. El uno es el Padre Isla quien en el capitulo I del Libro II del Fray Gerundio de Campazas habla de la quaestio de la Quimera como realmente defendida en Alemania y ahora propuesta al «metafisiquísimo Fray Toribio, porque, aunque no había curso tomista, escotista, suarista, occamista, nominalista ni baconista que, a su parecer, no hubiera revuelto, no hacía memoria de haber leído jamás aquella cuestión in terminis». Y es tanto el entusiasmo del cuitado por el enigma que «por el santo hábito que visto, más quisiera ser autor de esta cuestión, que si desde luego me hicieran presentado; y concluido me vea yo en las primeras sabatinas, si no la defendiera en acto público, llevando la afirmativa». El otro autor es José de Cadalso quien, con certeza, había leído al Padre Isla cuando en las Cartas Marruecas (Carta LXXVIII, de Gazel a Ben Beley) pone en boca del misántropo Nuño: «Dejémoslos gritar continuamente sobre la famosa cuestión que propone un satírico moderno, utrum Chimera, bombilians in vacuo possit comedere secundas intentiones. Trabajemos nosotros a las ciencias positivas, para que no nos llamen bárbaros los extranjeros; haga nuestra juventud los progresos que puede; procure dar obras al público sobre materias útiles, deje morir a los viejos como han vivido». Pero no son estos, y ya se verá con más detenimiento, los últimos coletazos del rabo de culebra que tenía la Quimera. Para los redactores del Diccionario de Autoridades que, al fin y a la postre, es el del siglo de los dos últimos escritores citados, Quimera es, en su primera acepción, «ficción, o engaño, o conjunto de cosas opuestas» y en su segunda, «pendencia, riña, o contienda», lo que supone en ambos casos una como contaminación del desorden arbitrario que en sí mismo calzaba el propio monstruo. Solamente la tercera acepción coincide con la más actual: «Metafóricamente se toma también por la representación o imaginación de alguna, o muchas cosas juntas, que en la realidad son imposibles, y se le proponen al entendimiento como posibles, o como verdaderas». Términos en los cuales también parece sobrenadar todavía la idea de confusión y mescolanza, tanto como la de error lógico que disipa la razón, igual que en la cuestión rabelaisiana.

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Animal de tan proteica condición parecía nacido directamente para la ciencia humana de la emblemática, y ahí tuvo vida no poco longeva. Protagoniza, en efecto, el número XIV de los Emblemata de Andrea Alciato («Consilio et virtute Chimeram superari, hoc est, fortiores et deceptores») y en la ilustración correspondiente aparece Belerofonte, montado en el caballo alado Pegaso, alanceando a un monstruo de regular tamaño que el ilustrador español de la traducción de Daza representa en los mismos términos de la Ilíada: cabeza de león, cuerpo caprino y cola de serpiente (aunque eso se aprendía en aquella sazón mucho mejor leyendo a Ovidio, Metamorfosis: «Quodque chimera iugo mediis in partibus hircum / Pectus et ora leae, cauda serpentis habebat»). Diego López, autor de una Declaración magistral de los Emblemas de Alciato con todas las historias, antigüedades, moralidad y doctrina tocante a las buenas costumbres (Nájera, 1615), concluye que, en este caso, la Quimera representa «variedad de muchos vicios y una fuerza de muchas formas», fiel a la lectura postridentina del libro y reflejo, sin duda, de una extraordinaria densidad semántica del monstruo. Porque años antes, Francisco Sánchez de las Brozas puso mucha más imaginación en sus eruditos Commentarii in Andrea Alciati Emblemata (Lyon, 1573) ya que llegó a convertir las tres cabezas de la variante hesiódica en símbolo de las tres clases de retórica: el genus judicial, el demostrativo y el deliberativo. Mientras que por las mismas calendas, Juan Pérez de Moya (en su Filosofía secreta de 1585) «declaraba el sentido» de nuestro animal ya como representación de la ira en sus tres feroces ingredientes, ya como representación de los ríos que, como el león, son bravos en su curso alto, devastadores de las hierbas de las riberas en su curso medio (como las cabras) y amigos de lo sinuoso en su curso inferior (como las serpientes). Casi tres siglos más atrás, el anónimo romanceador castellano de las Etimologías de Isidoro de Sevilla escribía de «aquella bestia de tres formas que llaman Chimera» que quieren «por ella departir las tres hedades de los hombres: e ponen por el león la primera mançebía [...], e por cabra el tiempo de enmedio de la vida, e por el dragón, que non anda enfiesto, el tiempo de la vejez» (cito por la oportuna edición que hizo del texto Joaquín González Cuenca en 1983 y en prensas salmanticenses). Sin mencionar su fuente clásica, ya Robert Graves en su inolvidable libro sobre Los mitos griegos avisó que las tres partes —o quizá cabezas— del monstruo equivalen a las tres partes del año: la primavera del león, el verano de la cabra y la sierpe del invierno.

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Tras este repaso de las Quimeras medievales y modernas que tengo más a mano en los estantes de mi biblioteca, ¿puede extrañarnos que la especie alcanzara a significar lo que hoy significa? Siendo animal poco agraciado y un tantico ingrato para el pintor o el grabador, la Quimera hubo de vivir en la imaginación de sus devotos y quizá por ello sólo la menciona al paso Juan de Mena cuando en la séptima orden, o saturniana, de sus ruedas de la Fortuna (y octava 242 de las Trescientas que hay) consigna que: [Allí] non menos falta lo que chimerino se engendra por yerro de Naturaleza.

La idea de que la Quimera significaba fundamentalmente desmesura y ansia desatentada de la fantasía fue la que tenía doña Emilia Pardo Bazán cuando, en 1905, publicó una ambiciosa novela que tiene por nombre el de nuestro monstruo. No es La Quimera un relato vulgar aunque sea de los menos leídos de su autora y aunque quiera ésta decir demasiadas o no siempre bien entendidas cosas: quiso componer un protagonista, Silvio Lago, que mejorara su «artista» de 1884, el trivial Segundo García de El cisne de Vilamorta; quiso describir las aspiraciones vagas y los gustos refinados del fin de siglo en la plástica; quiso describir los pasos de una conversión al catolicismo, tema tan de época, y quiso pergeñar, bajo las trazas de un relato simbólico, una novela de artistas y aristócratas. Y no lo hizo tan mal, ni eligió a humo de pajas el símbolo fundamental de la pasión y la destrucción de Silvio Lago: esa Quimera que significa el ensueño de lo imposible que cada creador debe vencer pero cuya muerte supondrá el final desolador de las ilusiones. La Pardo puso, a modo de prólogo de su relato, una acción teatral que titula «Sinfonía» y «tragicomedia en dos actos para marionetas» (¡qué valleinclanesco, por cierto!), donde Belerofonte, Yobates, Casandra y nuestra Quimera, entre otras personas del drama, representan la acción tan conocida. Y es Minerva la que empuja al hijo de Glauco a la acción para liberar a la tierra del monstruo que aparta a la Humanidad de la Razón. Y son Belerofonte y Casandra quienes, muerto el animal, perciben la inutilidad del sacrificio y la desazón de una vida demasiado vulgar y práctica: él se pregunta para qué ha corrido un riesgo espantoso, cuando aún le espera la traición de Yobates; ella, por qué ha abandonado su confortable palacio para presenciar una acción heroica que no le compensa del frío de la noche ni del dolor físico de los pies lastimados

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por los guijarros. (Es muy probable que Pardo Bazán hubiera leído La Temptation de Saint Antoine, el hermoso sueño que Flaubert escribió y reescribió a lo largo de más de un cuarto de siglo. En su último capítulo, el VII, aparece la Quimera entre una completa cabalgata de animales ilusorios. No es fácil olvidar su discusión con la Esfinge: la una representa el ansia desapoderada de felicidad y la otra, la rumia inmóvil del pensamiento. La una ladra y no está nunca quieta; la otra gruñe y el liquen ha crecido en su boca. Y la Esfinge busca y a la vez odia a su compañera: una ofrece al empavorecido ermitaño Antonio la fecundidad biológica, la otra el aniquilamiento mental). Pero todavía traeremos aquí un ejemplar de una nueva especie de Quimeras. Es el que viene a dar título a lo que fue el último libro de Luis Cernuda, Desolación de la Quimera, y cobra vida en el impresionante poema epónimo (seguramente escrito, como apuntan sus cuidadosos editores, Dereck Harris y Luis Maristany, en 1961): una «Quimera lamentable, piedra corroída / en su desierto» se queja del olvido de los hombres que ya no creen en ella, ni se juegan en sus acertijos el eterno destino; lo hacían antes, en un tiempo lejano del que la Quimera es insomne testigo, cuando preferían «un miraje cruel a certeza burguesa». Un rastreador de mitos acusará a Cernuda de confundir en una las dos bestias que confrontó Flaubert: la Quimera que mató Belerofonte (y que jamás preguntó nada) y la Esfinge (rostro de mujer, cuerpo de león y alas de ave) que proponía enigmas y devoraba ignorantes en las cercanías de Tebas, y sobre la que no se sabe muy bien si se suicidó o la mató Edipo. Esfinge quimerizada o Quimera injerta en Esfinge, la de Luis Cernuda viene directamente de aquel «load lament of desconsolate chimera» que todavía es dable oír al lector de «Burnt Norton», el primero de los Four Quartets de T. S. Eliot. Esa voz estentórea es, en el poema eliotiano, una de esas «shrieking voices / scolding, mocking, or merely chettering» que asaltan a la única Palabra constructora que, a su vez, quiere prevalecer y asentar ese profundo misterio de deseo que trastorna e ilumina todo el espléndido cuarteto. Porque, del mismo modo que sucede en Espacio (la «estrofa» coetánea de Juan Ramón Jiménez), el poeta descubre que no hay tiempo, ni pasado, ni futuro, ni presente, que solamente hay «el inmóvil punto del mundo que gira», el «eternamente presente» que encierra y tensa lo que llamamos tiempo, el espejismo del tiempo. El arrepentimiento de los victimarios de la Quimera en la «Sinfonía» de Pardo Bazán, la Quimera vitalista de Flaubert, la Quimera quejum-

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brosa y soberbia de Cernuda y la ronca Quimera protestona de T. S. Eliot son ya las ruinas, tenían que ser las ruinas, de una historia que había comenzado mal: monstruo inestable en lo físico, obstinado dueño de un inextinguible fuego interior que habla de causar su propia muerte, tenía que concluir, y así fue, por ser símbolo humanizado de la impotencia.

NUESTRA QUIMERA... Nuestra Quimera pertenece a otra estirpe literaria, porque es, exactamente, la misma que invocó Antonio Machado en aquellos versos, «Una España joven», que en 1915 ocuparon el primer número del semanario España, pararon luego en Campos de Castilla (en la versión ampliada de las Poesías completas de 1917) y fueron desde entonces botín propicio para los aficionados a las citas elocuentes. Conviene recordarlos y hasta repristinarlos en lo que entonces tenían de patética confesión de cansancio histórico por parte de una promoción de literatos que se expresaban tan paladinamente en la revista de una «juventud más joven», dispuesta a ir a su aventura: Fue ayer: éramos casi adolescentes, era con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios cuando montar quisimos en pelo una quimera mientras la mar dormía ahíta de naufragios.

No era la primera vez que el esfuerzo heroico de los pensadores de su tiempo se le representaba a Antonio Machado bajo las especies de alguien cabalgando nuestro imposible monstruo. Un decenio antes y en los versos consagrados «A Don Miguel de Unamuno por su libro Vida de Don Quijote y Sancho» (que deben ser de hacia 1905, por la fecha del libro unamuniano, y que figuraron en la primera versión de Campos de Castilla, 1912), escribe: Este donquijotesco Don Miguel de Unamuno, fuerte vasco, lleva el arnés grotesco y el irrisorio casco del buen manchego. Don Miguel camina, jinete de quimérica montura,

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metiendo espuela de oro a su locura, sin miedo de la lengua que malsina.

Donde es evidente que una imagen (la de Unamuno bajo la forma quijotesca) da paso, sin transición alguna, a otra que es la que tomaría vida propia en 1915: el jinete mitológico de un animal ideal, destinado a cabalgar por ámbitos de ensueño o de prodigiosa insania. Y ahí, en esa metáfora visionaria por la que el poeta siente tan manifiesta preferencia, es donde entraría nuestro mitógrafo como caballo en cacharrería para demostrar que don Antonio no andaba muy ducho en asuntos de monturas —no debía ser muy acogedor, en efecto, el lomo de un animal mestizo de cabra y de serpiente, ni es fácil poner el bocado en una cabeza de león—, ni sabía a ciencia cierta lo que era una Quimera. Porque si Eliot y Cernuda la confundían con la Esfinge, a Machado se le cruzaba, sin duda, con otro híbrido mitológico, el caballo alado Pegaso, que algo había tenido que ver, y no muy bueno, con la muerte de la Quimera, por ser, como ya se dijo, la cabalgadura usada por Belerofonte cuando el desastrado fin de aquella. Pegaso era un animal muy dilecto de los modernistas y en las páginas que siguen se citará oportunamente un libro de varios eruditos que versa sobre la literatura de principios del siglo XX y tiene el sugerente titulo de Waiting for Pegasus, lo que sin duda evoca aquellos versos de «A Roosevelt», de Rubén, donde el «pensador meditabundo / pálido de sentirse tan divino» también espera y, mientras lo hace, Un gran apocalipsis horas futuras llena, ¡Ya surgirá nuestro Pegaso blanco!

Aunque convenga recordar que el «Pegaso» más obvio de Darío es el que da nombre a ese poema en los Cantos de vida y esperanza y el más sugestivamente cercano a nuestra intención es aquel otro que surge precisamente en la «Oración por Antonio Machado», escrita en 1905 y tan estimada por su destinatario: Montado en un raro Pegaso, un día al imposible fue. Ruego por Antonio a mis dioses, ellos le salven siempre. Amén.

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Aquí el mitógrafo desengañado dejará paso al psicoanalista. ¿Fue aquella imagen de sí mismo cabalgando un imposible lo que Machado transfirió a Unamuno y, diez años después, lo que acuñó como patético emblema de toda una generación de desengañados sin fortuna, a la vez que el Pegaso originario iba desnudándose de belleza modernista y tomando las formas más hirsutas de una Quimera que nunca se acaba de describir correctamente? Seguramente fue así y lo que a fin de cuentas importaba al poeta era describir como cabalgaba en el absurdo cualquier forma de ensoñación (patriótica, religiosa o literaria), ya que había empezado por notar en sí mismo los síntomas de aquella comezón de extravío. No estará de más añadir al respecto a los Pegasos más conocidos de Antonio Machado: aquellos caballitos del tiovivo en cuya evocación se mezclaron los concretos recuerdos de la infancia sevillana, las resonancias de un poema de Verlaine en Romances sans paroles y la pertinaz preocupación del poeta por el mundo del sueño y la fantasía. Dicen así sus versos, incluidos en la sección «Varia» de Soledades. Galerías. Otros poemas (1907): Pegasos, lindos pegasos, caballitos de madera. ................................. [...] Alegrías infantiles que cuestan una moneda de cobre, lindos pegasos, caballitos de madera.

SOBRE ESTE LIBRO De una manera o de otra, se cumple siempre el destino de la Quimera que parece ser el de confundirse con otras cosas y autorizar a cada paso la acepción que hoy su nombre tiene de entelequia, de vaga aspiración, de cosas de fábula «que se propone a la imaginación sin que tenga realidad alguna». Por todo eso y por un piadoso recuerdo a Antonio Machado, ha resultado ser patrón de este libro la Quimera cabalgable del poema de 1915 y es su referente la historia del sentimiento nacionalista español como se explicita en su subtitulo. Ya lo dijo Ortega en lugar tan comprometedor como el prólogo a las Meditaciones del Quijote: «Habiendo negado una España, nos encontramos en el paso honroso de hallar otra. Esta empre-

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sa de honor no nos deja vivir». ¿Por qué el nacionalismo español de nuestro siglo ha de ser cosa de honra y de imaginación? ¿Por qué se convierte en una fiebre y una pasión que «no nos deja vivir»? ¿Por qué, un año después de aquel envite de Ortega, más de tres lustros de denuedo imaginativo y de sueños de grandeza se resumían para Antonio Machado en «una turbulencia» que batallaba sin cuartel con «la luz de las divinas ideas»? ¿De qué rara materia estaban hechos, o estaban por hacer, seguramente, el sentido y la conciencia de la nación española? Este libro no ha de dar satisfactoria respuesta a preguntas tan trascendentes, pues los artículos que lo componen —que se han ido escribiendo en el lapso de ocho años— no han pretendido otra cosa que ceder la palabra a algunos textos que, en el fondo, hablan siempre de idéntica cuestión: de la doma y montura de esa Quimera que es el contenido del nacionalismo español. El autor piensa que no hay nacionalismos buenos pues todos acaban justificando lo más mezquino de nosotros mismos: la pulsión de violencia ante el extraño, la tautología como sistema mental (somos lo que somos...), la obstinada voluntad de no cambiar. Y entre los nacionalismos que sueñan con tener un Estado al servicio de su rencor identitario y los Estados que reemplazaron en los siglos XVIII y XIX el principio de autoridad divina por una apelación al espíritu de la colectividad histórica, prefiero los últimos: al cabo, prefiero ser pacífico heredero de la suma de Hegel y Renan que el ciudadano irredento de una Nación sin Estado, acosado por los fantasmas de Hamann y Herder... Pero hay incluso nacionalismos que han tenido la suerte de no imponerse del todo... Ese es —parcialmente, claro— el caso de nuestro nacionalismo liberal. Que lo mismo surge cuando Ortega y Gasset lo disfraza de problema de cultura y pasión de Estado, que cuando Rafael Altamira aconseja qué libros han de leer los obreros socialistas de 1903. Que igualmente se plantea el Manuel Azaña que vindica para su revista La Pluma el noble y exclusivo ejercicio de la literatura, que los entusiastas patricios que pretenden convertir la emigración española a Argentina o Cuba en una acción de propaganda patriótica en América. Que —por modo menos evidente— lo mismo asistió a los programas de emancipación proletaria a través de la cultura, que anduvo presente en los peculiares argumentos mediante los que la práctica poética modernista intentó ganarse un público entre 1900 y 1910. Y en aquellos otros que, en torno a la última fecha, dieron por iniciada una España nueva y mejor: espléndida materia estética y yunque propicio de las necesarias reformas morales.

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De todas esas diversas cosas hablan, como se verá, los trabajos que siguen, aunque de su conjunto pienso que cabe extraer una lección común: la que habla de la condición esencialmente voluntarista e idealizante, patética y acongojada, del nacionalismo liberal y progresista que entre nosotros se opuso al nacionalismo falso de la derecha política. Y digo falso porque este nació de la alianza del reaccionarismo romántico y del constantinismo eclesiástico, fue hijo de la apologética francesa antirrevolucionaria y de ciertos barrios del costumbrismo artístico decimonónico (lo demostró hace años Javier Herrero por cuenta de los apologistas de fines del XVIII y de Fernán Caballero) y nunca se ha secularizado del todo. Su animal emblemático no sería la Quimera abstrusa sino algún solípedo testarudo: la mula parda de los dichos, el borrico de noria. Y ha sido quizá su fuerza maniquea lo que ha prestado ese aire quimérico y doliente, inquisitivo y vacilante, a su nacionalismo enemigo... Como arriba se apuntaba, estos escritos vieron la primera luz en varias publicaciones que se indican en su lugar y a las que agradezco las oportunas autorizaciones para reproducirlos ahora. Responden todos a estímulos de mis colegas historiadores y un par de ellos —y casi un tercero— nacieron con ocasión de aquellos míticos coloquios de Pau (Francia) y de Segovia que alentó Manuel Tuñón de Lara y que han tenido parte tan importante en los rumbos de nuestra historiografía contemporánea. Son también ejercicios de una vocación por la historia de las ideas y en su día fueron, o quisieron ser, sillares de proyectos de investigación que me parece que ya no he de concluir: una historia de la reforma universitaria en España o una reconstrucción de la vida de la cultura proletaria anterior a 1939. Los trabajos que aquí se agrupan han sido, en su totalidad, ampliados, enmendados en algún punto o, cuando menos, actualizados en su información bibliográfica. No sé si esto los habrá mejorado, pero hacerlo así era el único modo de mitigar la desazón que siempre produce releerse uno mismo. El que hubiera tenido necesidad de hacerlo es cosa que debo agradecer a Fernando Valls, el primero que pensó que estas exhumaciones valían la pena y les ofreció el acomodo de una colección de mi antigua Universidad Autónoma de Barcelona. Zaragoza, diciembre de 1986

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PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Una halagadora invitación de Klaus Vervuert y la benevolencia de otros buenos amigos alemanes ha posibilitado la segunda edición de este libro que se despide así del catálogo que lo acogió, con no menor generosidad, en 1987. He aprovechado la ocasión para revisar alguna cuestión de estilo, aunque he preferido presentar aparte la indispensable —pero sucinta— actualización bibliográfica de los capítulos que lo componían en su primera versión. Los editores querían mi trabajo un poco más grueso de lo que era hace más de quince años y por eso le he añadido otros dos artículos que me parece que se compadecen con el argumento central de entonces. En 1998 hube de escribir un montón de papeles acerca del centenario del Desastre y, si en mi libro Literatura, historia, sociedad (y una coda española), Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, incluí uno de carácter interpretativo («1898: lo nuevo»), aquí me ha parecido oportuno poner otro que examina alguna de las huellas literarias del acontecimiento y que es, sin duda, el artículo del conjunto más cercano a lo divulgativo (lo que el lector exigente sabrá excusar y quizá me agradezca el menos especialista). Desde 1971, cuando publiqué Falange y literatura, la constitución del fascismo estético es una cuestión que me preocupa y sobre la que, sin embargo, no he vuelto muy a menudo: nunca he querido reimprimir aquella antología, aunque algo de fascismo y de fascistas hay en La corona hecha trizas (19301960) (1989) y, sobre todo, en el largo prólogo que puse a la edición en dos volúmenes de la Poesía de Ramón de Basterra (el prólogo se titula «Para leer a Ramón de Basterra (Instrucciones de uso)»; el libro vio la luz por cuenta de la Fundación Santander-Central-Hispano, Madrid, 2001), que se ha completado hace poco con un trabajo sobre Vírulo y su parte aún inédita (incluido en la miscelánea Poesía lírica y progreso tecnológico, número 2 de esta misma serie «La casa de la riqueza»). Casi a la vez que esas incursiones basterranas, nacieron las páginas de «Conversiones» que es el trabajo que ahora remata este libro. La herida del 98 y la fascistización del problema nacionalista son dos dimensiones que se echaban de menos en La doma de la Quimera, aunque no sean las únicas ausencias, claro. Han querido también los editores que este libro abra una colección, «La casa de la riqueza. Estudios de Cultura de España», primera entre nosotros

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que hace profesión explícita de seguir la pauta de los Cultural Studies. No faltará quien piense que los presentes trabajos no se ajustan demasiado al modelo e incluso, quien recordará que, en fechas recientes, he manifestado cierto escepticismo y he hecho alguna broma ante el abuso del marbete (véase mi artículo «Para complicar un poco más la literatura», Saber / leer, 164, abril de 2003). Vivimos tiempos revueltos para la filología pero siempre son mejores las borrascas que la pesadumbre de los anticiclones. A la fecha, vamos leyendo en la revista barcelonesa Lateral las entregas de una polémica tan larga como interesante que, entre otras cosas, confronta (y no por primera vez) el nuevo hispanismo norteamericano y el aparente retoñar del positivismo en la nueva generación de estudiosos españoles. Yo tengo el alma un tanto dividida entre los dos estímulos pero reconozco, eso sí, que siempre me ha gustado más explorar los límites movedizos que los terrenos estables y, desde luego, que soy más curioso que sistemático. Puede que no sean exactamente «estudios culturales», pero los trabajos que recojo aquí merodean por las fronteras temáticas y metodológicas como lo hacen los que más me han interesado en el nuevo género. A fin de cuentas, lo más característico del siglo XX que acabamos de enterrar ha estado siempre en los bordes: por ejemplo, entre el yo y el ello, como entre el centro y la periferia, entre la razón y la intuición, entre el orden y el caos. La historia de la cultura podría escribirse bajo ese signo de la polaridad radical. Y sobre el paralelo designio de reducirla a armonía. Y es posible que el planteamiento «cultural» de la historia literaria española del siglo XX sea algo natural, aparte de recomendable. En donde tantas cosas han sido aprendidas de viva voz (en tertulias o magisterios socráticos) y se han quedado en deseos o ademanes (en «producciones de presencia», como diría Hans Ulrich Gumbrecht), cabe pensar que la noción de «estudios culturales» está hecha de molde para nuestras necesidades. Los venideros volúmenes de esta colección lo demostrarán sin lugar a dudas. Zaragoza, diciembre de 2003

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PROLETARIOS Y LITERATURA Conviene recordarlo. La guerra civil que afligió a España entre 1936 y 1939 —y que prolongó sus consecuencias por tanto tiempo— fue concebida, por parte de quienes la ganaron, como una lucha que solamente podía concluir el exterminio físico o moral del enemigo: había que «volver a su sitio», a quienes habían osado reemplazar la injusticia por la utopía y a quienes, hartos de los paños calientes de la reforma, reclamaban la revolución cuando menos desde el otoño de 1934. La consecuencia de aquel arrasamiento sistemático plantea no parvos problemas al futuro investigador de la cultura obrera en la España anterior a 1936. Muchos de los imprescindibles documentos y testimonios se inmolaron con sus protagonistas y con las obras que levantaron las cuotas y las fatigas, las esperanzas y la entrega de algunos millones de hombres que, desde mediados del siglo XIX, creyeron —con posturas diferentes y hasta encontradas— en el futuro de una sociedad sin clases: colecciones de revistas y periódicos, catálogos y cedularios de bibliotecas populares, archivos de editoriales, actas y programas de actividades en Casas del Pueblo y Ateneos Obreros, calendarios y almanaques..., son hoy elementos difícilmente encontrables, aunque un mínimo de ellos sea la exigua base documental en que baso las páginas que siguen. Solamente un balance completo de todos podrá dar, sin embargo, cuenta y razón de cómo una conciencia subjetiva cultural reforzó decisivamente y contribuyó a organizar la fundamental y previa conciencia de clase. Cuando un Joaquín Dicenta comenzaba su Juan José, en la polémica escena de la taberna, pintando el cotidiano hecho de la lectura colectiva del editorial de un periódico —seguramente republicano— que clama por la libertad y contra la opresión, el autor establecía la complicidad que iba a convertir un folletín en literatura obrera y a provocar las repulsas de los bienpensantes: un grupo de obreros analfabetos que se exalta, un proletario consciente que les deletrea penosamente, la gritería del mus con que se alza el telón, eran los elementos que convertirían al albañil hospiciano y tercamente enamorado de una mala hembra en sím-

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bolo de clase. Y en uno de los entusiasmos más duraderos de los auditorios obreros españoles, motivo de una reflexión del Unamuno socialista que es casi un curso abreviado de todo un sector de la crítica marxista: Juan José está idealizado, piensa Unamuno, por el oportunismo, quizá no deliberado, de Dicenta; se le reprocha la falta de tesis socialista explícita, su melodramatismo individualizante, pero hoy todo fenómeno social tiene tesis socialista [...]. La cuestión está en quien lo contempla y lo estudia: la tesis, como la ley, está en la cabeza del espectador [...]. ¿Por qué entonces se ve en el drama del señor Dicenta una cosa que la hay en todo fenómeno social? La cosa es clara: porque es una buena obra de arte y el arte abre los ojos a la tesis a los que los tienen cerrados [...]. El drama del señor Dicenta es bueno artísticamente por revelar la esencia de la vida social de hoy en uno de sus aspectos, por ser resplandor de la verdad, por revelarnos la honda significación de un mundo. No es bueno por tener una tesis socialista, sino que tiene tesis socialista por ser bueno1.

Bastaba, pues, un guiño escénico o material —aquella primera escena del Juan José— y un determinado estado de ánimo favorable a la libertad o a la rebeldía —con el que contaba Unamuno— para que una obra entrara de pleno derecho en el Parnaso proletario. El dato es importante por cuanto explica no sólo la aparente heterogeneidad de la biblioteca ideal del obrero, sino por la vigorosa incitación para la acción tantas veces provocada por un sentido reverencial de la cultura como liberación. Ramiro de Maeztu recordaba en 1908 sus trabajos como lector en una fábrica de tabacos en La Habana, y no parece que haya demasiada exageración en la hermosa historia que contaba a sus lectores de la Corres: Mientras los obreros torcían los cigarros en un salón de atmósfera asfixiante, el cronista les leía durante cuatro horas diarias, a veces libros de propaganda social, a veces dramas, a veces novelas, a veces obras de filosofía y vulgarización científica. Generalmente los libros que se habían de leer eran elegidos por un comité de lectura, porque los tabaqueros, no los patronos, pagaban directamente al lector lo que querían, unos, cinco centavos, otros, un peso, al cobrar los jornales los miércoles y los sábados [...]. Y así el cronista recuerda haber leído obra de Galdós, de D’Annunzio, de Kipling,

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«Juan José», en Obras completas, IX, Madrid, 1966, pp. 550-551.

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de Schopenhauer, de Kropotkin, de Marx, de Sudermann. Un día, apenas comenzada la lectura, observó que algunos oyentes dejaban el trabajo para escuchar mejor, y a los pocos minutos no volvió a oírse ni el chasquido de las chavetas al recortar las puntas del tabaco. En las dos horas que duró la lectura no se oyó ni una tos, ni un crujido [...]. Era en La Habana, en pleno trópico, y el público se componía de negros, de mulatos, de criollos, de españoles; muchos no sabían ni leer siquiera; otros eran ñáñigos. ¿Qué obra podía emocionar tan intensamente a aquellos hombres? Hedda Gabler, el maravilloso drama de Ibsen [...]. Nunca disfrutó Ibsen en Cristianía de público más devoto y recogido2.

Y es que, sin lugar a dudas, un escritor podía ocupar un rango excepcional en la consideración proletaria, por encima incluso de sus propios líderes, si en algún momento había puesto su pluma al servicio de la clase oprimida, así fuera a través de la conmiseración o del simple ideal democrático. El antes mentado Joaquín Dicenta conoció, quizá el primero, esa popularidad que parecía patrimonio de Hugo, Zola y Tolstoi, y ella le llevó a la dirección de una empresa como Germinal, a una concejalía republicana de Madrid y a una muerte en Alicante que tuvo loor de multitud y fragor de banderas rojas. Blasco Ibáñez fue también otro caso parecido y quien más contribuyó a aclimatar en España la reverencia por los patriarcas de la literatura popular. Así, cuando viaja a Italia, no deja de acudir a la casa del socialista Edmondo D’Amicis, el autor de Cuore, y presentarla a sus lectores de El Pueblo con el temblor sacral que debía calar hondamente en ellos. Una escenografía propicia («libros en apretadas filas hasta cerca del techo; la mesa en desorden reflejando al trabajador infatigable; fotografías de sus amigos (¡y qué amigos!): unos muertos ya, como Víctor Hugo, Dumas, Augier; otros vivos, como Zola, Daudet, Verdi»), el recuerdo de sus libros («vi agarrado a la mesa, asomando su rubia cabecita, al tierno protagonista de Cuore. Ante la cerrada puerta paseaba arma al brazo el recluta que cae herido de traidora pedrada y perdona al agresor»), sitúan adecuadamente la exaltación definitiva del gran escritor y del gran héroe ante quienes han podido leer sus obras, pero ahora sentirán además, casi religiosamente, su figura protectora y abnegada:

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«Juan José en Londres», en Autobiografía, Madrid, 1962, pp. 59-60.

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LA DOMA DE LA QUIMERA ¡Alma admirable! En él, las creencias van íntimamente ligadas con todos los actos de la vida vulgar. Si no pensase en el porvenir de la Humanidad, si creyese, como tantos Pangloss ilustres, que vivimos en el mejor de los mundos posibles, D’Amicis gozaría de todas las satisfacciones mundanales. Pero el poeta está al lado de los caídos, de los débiles, del obrero que todo lo produce y que de todo vive privado; del niño inocente que apenas abre los ojos se ve ligado a la miseria por apretado nudo que sólo corta la muerte; de la pobre mujer que por la desorganización social encuentra siempre vacías las manos de la virtud y duda y llora ante el pan que le tiende el vicio [...]. Los obreros, al verle, se ponían graves, descubriéndose con un cariñoso respeto; las mujeres se tocaban con el codo, mostrándose con muda seña al poeta; los buenos burgueses detenían el paso y le miraban por la espalda, lamentando sin duda en su interior que un cerebro tan grande se empeñe en transformar lo que para ellos está perfectamente arreglado. Y D’Amicis, sonriente, afectuoso, contestaba a los saludos sin dejar de hablar con su voz sonora y pastosa de tenor, unas veces de sus ideales, otras de sus viajes, recordando con entusiasmo la belleza de la vega valenciana3.

Las tres citas aducidas hablan por sí mismas de la trascendencia del tema y, a la vez, de algunas reflexiones previas a cualquier consideración que se haya de hacer sobre él. Todas ellas, efectivamente, demuestran en qué medida el obrero «consciente» —como se decía entonces— prohija «su» literatura a partir de demandas ideológicas muy genéricas, identificándose con todo aquello que suena a libertad y rebeldía moral e incluso aceptando de buen grado desenfocadas visiones de su propia lucha por la dignidad. En segundo lugar —y como corolario inmediato de la propuesta anterior—, se concluye la dependencia estética e ideológica —si ambas cosas pueden separarse y no remiten directamente y a la par al peculiar sujeto de la creación cultural y a su visión de la realidad— que la literatura obrera tiene con respecto a formas literarias específicamente burguesas. Y lo que es más: incluso a un concepto acumulativo y reverencial de la cultura que puede traslucir a veces una implícita voluntad de desclasamiento. Máxime cuando, en forma harto sospechosa, la cultura se transforma en alternativa puritana a la taberna y a la degradación. En las páginas que El Socialista dedicó al recuerdo de Tomás Meabe, Aníbal Olea escribe al respecto: 3 En el país del arte. Tres meses en Italia (1896), en Obras Completas, I, Madrid, 1964, p. 176.

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No pierdas el tiempo proletario, en leer folletines novelescos que nada instruyen; no malgastes las horas en leer librotes de aventuras guerreras; no emplees el tiempo en hojear historietas y biografías de bandidos, en las cuales se hallan las fechorías que cometían antaño los salteadores de camino; al contrario, lee, sí, pero en los libros de divulgación científica. Estudia, sí, con el fin de disipar las tenebrosidades de tu ignorancia y elevar tu categoría al nivel del hombre instruido. Aprende, sí, todo aquello que tienda a proporcionarte mayor suma de comodidades, sin que ello constituya malestar para tus semejantes4.

De ahí la necesidad de establecer una mínima diferenciación entre todos los elementos que concurren en el universo lector del obrero. Que podría plasmarse así: 1. Producción literaria obrera destinada a obreros. La caracterizan un cierto anacronismo estético, su casi exclusiva clave sentimental y su circulación muy restringida aun en el propio público al que se dirige: poemas que ocupan lugar secundario en las revistas y periódicos, obras de teatro en un acto que son flor de una velada, folletos impresos por tipografías cooperativas o a costa del autor5.

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«¡Estudia, proletario...!», El Socialista, 28-X-1922. Sería quizá oportuno escribir una historia de la literatura obrera española que, por su lado, estableciera una distinción ineludible: literatura «de autor» (aun siendo éste un proletario que no vive de su pluma, pero podría llegar a hacerlo) y literatura «tradicional» (anónima por principio o debida a un autor obrero ocasional). Un ejemplo de documentación, ya que no de mayores rigores críticos, es el volumen de Michel Ragon, Histoire de la littérature prolétarienne en France, París, 1974. Con todo, la nómina de una hipotética historia española no sería excesiva: algunos interesantes anarquistas (A. Lorenzo, R. Mella, J. Llunás, la familia Urales y los autores de La Novela Ideal) y muchos menos socialistas (Meliá, Ortiz, Doménech, Timoteo Orbe, Isidoro Acevedo, J. Zugazagoitia), además de algún caso aislado como Andrés Carranque de Ríos, el mejor escritor proletario español. Pero la fórmula más eficaz de acercamiento al mundo de la literatura obrera sería la que, entre la historia y la antropología, ha abordado E. P. Thompson en unas páginas inolvidables de su libro La formación histórica de la clase obrera. Inglaterra: 1780-1832, (1967), Barcelona, 1977, III, 365-414 («La conciencia de clase: la cultura radical»). Un trabajo clásico en ese orden de cosas es el de Richard Hoggart, The Uses of Literacy. Aspects of Working-Class Life with Especial Reference to Publications and Entertainments, (1958), Harmondsworth, 1967, que estudia el fenómeno de la lectura obrera y la percepción de los textos en los últimos cuarenta años de vida británica. Un acercamiento moderno al caso español viene en el volumen Culturas populares. Diferencias, divergencias, conflictos, Madrid, 1986, que recoge las actas de un coloquio celebrado en la madrileña Casa de Velázquez en el otoño de 1983. 5

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2. Productos literarios que pertenecen a otra clase social —normalmente la pequeña burguesía radical— o que responden a una idea instrumental y universal de la cultura —ciertos clásicos y, más habitualmente, la divulgación científica— que, por unas u otras características, se transforman en literatura obrera. Si pueden abundar razones para que Ibsen y Baroja sean, como fueron, lectura proletaria, la presencia reiterada de clásicos en el marco de ésta obedece a razones harto peregrinas: Homero y Lope se considerarán escritores populares; Dante y Rabelais, rebeldes precursores; Cervantes y Shakespeare, como Voltaire y Diderot, racionalistas y anticlericales. En cualquier caso, el proletario consciente hará de sus clásicos una deuda y una reivindicación: un estudio de la madrileña Librería Bergua, activa desde los años veinte, y cuyo propietario, don José Bergua, publicó y prologó a casi todos los clásicos de la literatura universal, revelaría seguramente la incidencia de estas lecturas. 3. Producción literaria de «profesionales» de la pluma —pequeñoburgueses o aun obreros— que se difunde en medios proletarios y radicales, sin que quepa establecer mayores diferencias entre ambos, al menos hasta los alrededores de 1910-1915. Las obras de Eduardo Barriobero y Herrán, Alfonso Vidal y Planas y Ángel Samblancat (por referirme a los tres más destacados mosqueteros de la especialidad) caben en ese marco: su popularidad abarcó los circuitos libertarios, socialistas, republicanos y federales con perfecta homogeneidad. Otro sería el caso de quienes, como Felipe Trigo y Joaquín Dicenta, aun partiendo de presupuestos literarios similares, tuvieron un espectro social de repercusión más amplio. O, en el marco de la difusión comercial de la obra impresa, la modalidad de las colecciones de novelas cortas (desde El Cuento Semanal, 1907-1912, hasta La Novela de Hoy, 1922-1932, pasando por La Novela Corta, 1916-1925, y muchas otras), accesibles por su baratura a todos los bolsillos y responsables de la incorporación de una respetable nómina de novelistas de todos los pelajes —rosas, verdes, casticistas, galantes y hasta «sociales»— a la práctica lectora de un público muy extenso6.

Dos trabajos tienen directa relación con lo que aquí se trata: el de J. Álvarez Junco, «La subcultura anarquista en España: racionalismo y populismo», pp. 197-208 (cf. el libro del autor que se cita en la nota 23) y el de Carlos Serrano, «Histoires ouvrières du XIXè siècle espagnol: culture populaire et culture historique», pp. 209-221. 6 Un caso marginal es el del escritor de cultura vinculado al partido y que intenta desarrollar una creación literaria para obreros. Dos casos de este tipo fueron el anar-

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4. Aunque puede parecer reñido con el principio de clasificación que se sustenta, cabría, por último, abrir un apartado en que tuvieran su lugar aquellos esbozos de política cultural obrera que se ejercen a través de una obra crítica y no creadora, de un esfuerzo orgánico y no individual, por formular una pedagogía. Programas que emanan ya de los cuadros dirigentes de los partidos y agrupaciones —incrustados a menudo de pequeño-burgueses profesionales: periodistas, catedráticos, maestros, médicos... —o, en algún caso, de instancias externas al mundo organizativo del proletariado: entidades clericales (de las que aquí no trataremos, pese a su importancia) y grupos burgueses sensibilizados hacia lo que a principios de siglo se llamaba «cuestión social» (como es el caso del grupo de socialistas de cátedra que impulsó la «extensión universitaria»). Es, precisamente, la existencia de estos grupos y sus esfuerzos de sistematización lo que nos permite asignar la condición de «lectura obrera» a una oferta cultural bastante amplia y escasamente explícita (como lo es la que puede integrarse en los tres apartados anteriores).

DE LA LITERATURA DEMOCRÁTICA A LA LITERATURA OBRERA Si dejamos al margen la reivindicación de autores clásicos como «autores del pueblo» y la más concreta asimilación de los enciclopedistas, es evidente que los orígenes de la literatura obrera son decimonónicos y que incluso —como veremos más adelante— se registra en el si-

quista Felipe Aláiz y el socialista Tomás Meabe. Procedía este último (1879-1915) de una familia burguesa (no así Aláiz) y había militado en el nacionalismo vasco hasta su ruidosa entrada en el socialismo, donde destacó como fundador de las Juventudes Socialistas. En su obra, Meabe quiso proseguir la tradición del fabulismo vasco (viva en Samaniego, Trueba, Iza Zamácola) y la del cuento fantástico tradicional, creando como artificio un personaje —el narrador de Fábulas del errabundo— que, de algún modo, procede de las versiones literarias de las narraciones populares. Meabe consiguió así un nivel de expresividad y sencillez quizá solamente comparable a la de otro escritor nacional de amplia incidencia como es Castelao: ambos demostraron implícitamente la fecundidad de una obra de tendencia cuando se incorpora a sí misma una rica tradición popular. Según Víctor Manuel Arbeloa y Miguel de Santiago (prologuistas de la edición de las Fábulas de Meabe en Bilbao, 1975), éstas aparecieron en varios periódicos socialistas y solamente se publicaron en volumen —en su casi integridad— por la biblioteca de la revista Leviatán en 1935, prefaciadas por Julián Zugazagoitia.

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glo XX una ejemplar fidelidad lectora a los grandes del anterior, fruto de una doble causa: por un lado, la explicable impermeabilidad proletaria a la moda minoritaria y, por otro, las mismas características de un mercado lector muy peculiar cuyos mitos se transmiten sacramentalmente insertos en una tradición familiar o de grupo y cuyos soportes materiales —libros y periódicos— tienen una vida mucho más dilatada que en otros medios sociales. No obstante, es posible que la causa fundamental de tal pervivencia se explique por las mismas características de la literatura del XIX. Superado el período del romanticismo conservador y latentes todavía los fermentos populares que incorporó la literatura revolucionaria de la segunda mitad del XVIII, el llamado «romanticismo liberal» se nos presenta como la primera manifestación artística de una sociedad que se quiere totalizadora y se ve traicionada por una Restauración que nuestro Espronceda traducía en «miseria y avidez, dinero y prosa»; entre nostalgias napoleónicas (es decir, de la Revolución y de la capacidad del individuo para forjarse un heroico destino), noticias liberales de España y de Italia, conspiraciones de estudiantes burgueses, brotes nacionalistas y revoluciones urbanas, surgieron los textos del socialismo utópico, los dramas y novelas de Dumas y Víctor Hugo, la himnodia y el panfleto democráticos y hasta un tipo de ficción entre fantasiosa y populista, de la que podría ser ejemplo preclaro El Diablo Mundo, de Espronceda. Sus lectores se encontraron en todas las clases sociales, pero muy particularmente entre la clase media radical, el artesanado urbano, la frustrada juventud (contumaz protagonista de la literatura del período) y, en suma, todos cuantos se reconocen en la hermandad de la barricada y en el término sacral de «pueblo soberano». Años más tarde, Antonio Gramsci vería con agudeza como buena parte del titanismo romántico —trivializado previamente por el folletín— pasó a conformar las ideologías pequeño-burguesas del «superhombre»7. Pero es evidente que, al lado de esa exaltación del héroe en inútil pugna con la degradación, el arte romántico permitió identificaciones más positivas entre sus lectores populares: el mismo titanismo, en primer lugar, pudo contribuir al carisma biográfico de los líderes; la sujeción de la idea a los principios de la emotividad justificaba la rebeldía; la destrucción de la norma se entroncaba con el sagrado principio de la igualdad; la obsesión por la historicidad afianzaba la idea del pro7

Cultura y literatura, sel. y pról. de Jordi Solé-Tura, Barcelona, 1967, páginas 189-192.

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greso y de la marcha irreversible a un mundo distinto. Cuando Henri Poulaille —caracterizado portavoz de una literatura obrera en el marco del Partido Comunista Francés de los años veinte— repasa los precursores de lo que él llama «nouvel âge littéraire», no duda en afirmar: Le préface de Cromwell, la bataille de l’Hernani c’etait la première phase du mouvement. La parade. Or si l’on fuit impressioné par la parade, il est tout de même facile de constater, que ce n’est qu’une petite fraction de sa durée, que le romantisme n’a pas vécu que d’ivresse lyrique, de mélancolie et que l’influence de Hugo, première manière, celle de Musset, Lamartine et de la gileterie rouge devait aller s’éffaçant au cours des differents stades de ce mouvement [...]. Or en réalité, ce fut un unanime affirmation de la vitalité d’une époque en réaction contre une culture desséchée, et stérilisée, moribonde [...]. Le romantisme permit la venue d’un Vallès, d’un Tillie, d’un Léon Claudel, d’un Zola et l’épanouissement de Balzac8.

La crisis revolucionaria de 1848 y, mucho más, los sucesos de 1870 determinaron la disolución del romanticismo como «arte total» al servicio de una sociedad que ya no podía ser «total». Pero la superación del modelo democrático, elaborado a partir de la sensibilidad burguesa, no fue ni mucho menos completa. Reflexionando sobre la obra de Charles Chaplin, Roland Barthes ha visto con sagacidad los límites románticos de la denuncia social, aunque también su posible extrapolación a términos auténticamente revolucionarios: «Charlot —escribe el crítico francés en términos que cabría aplicar mutatis mutandis a Los miserables, de Hugo, o Los pobres de Madrid, de Ayguals de Izco— a toujours vu le prolétaire sous les traits du pauvre [...]. Historiquement, Charlot recouvre à peu près l’ouvrier de la Restauration, le manoeuvre revolté contre la machine, désemparé par la grève, fasciné par le problème du pain (au sens litteral du mot), mais encore incapable d’accéder à la connaissance des causes politiques et à l’exigence d’une strategie collectice [...]. Seul Brecht, peut-être, a entrevue la nécessité pour l’art socialiste de prendre toujours l’homme à la veille de la révolution, c’est à dire l’homme seul encore aveugle, sur le point d’être ouvert à la lumière révolutionnaire, par l’excès «naturel» de ses malheurs»9.

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Nouvel Âge Littéraire, París, 1930, p. 50. «Le pauvre et le prolétaire», en Mythologies, París, 1970, p. 41

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Un importante sector del naturalismo narrativo perseveró en esa línea social humanitarista, incorporando nuevos títulos y mitos a la tradición lectora popular: unas veces, en la medida en que se reflejaban los sufrimientos de la clase explotada (cual podía ser el caso de Zola y de Jules Vallès); otras veces, por la presentación de un protagonismo más o menos popular y colectivo en un gran fresco histórico (lo que determinó, por ejemplo, el atractivo que los Episodios Nacionales galdosianos han tenido para públicos obreros); otras veces, por la identificación que el proletario podía realizar con personajes de otro origen social que el suyo, pero cuya peripecia revelaba melodramáticamente las injusticias de la sociedad (caso de los muy diversos esquemas argumentales de la novela erótica y lupanaria); a menudo, y para concluir, novelas como las «médico-sociales» de Eduardo López Bago y las de un Alejandro Sawa podían ser incorporadas a los circuitos de lectura popular en tanto que testimonios de la degradación moral de las clases dirigentes. El paso del naturalismo a arte social no fue ni inmediato ni completo. Normalmente, se produjo como una respuesta de algunos de sus escritores a la reacción idealista —comenzada a final de los años ochenta— y mediando previamente el fuerte impacto de las luchas sociales de fin de siglo y la mitificación a que los autores enragés sometieron su experiencia de procesos por escándalo y su misma intervención intelectual en la vida política. Por lo que hace a España, y dejando aparte la personal evolución de un Galdós hacia su regeneracionismo social de los años noventa, fue Eduardo López Bago uno de los más destacados adalides del cambio: ¿Cuál es la característica de este movimiento naturalista? —se pregunta en el epílogo a Crimen legal, novela de Sawa sobre el aborto entre aristócratas—. ¿En qué se puede distinguir el verdadero del falso naturalismo? En lo odiados que son por nuestra sociedad todos nuestros nombres, entendiéndose por sociedad el conjunto de esos poderes que están ya sostenidos con puntales, la burguesía nociva, la inútil aristocracia, el absurdo clero. No tenemos amigos entre los poderes de hoy, sino entre el ya preciso e inminente poder del mañana. No son nuestros ni están a nuestro lado los que tienen una idea política, elixir de sacamuelas, que están explotando, sino los que tienen trabajo y no tienen pan. Los otros, los ociosos, se encolerizan cada vez que aparece una de nuestras novelas, uno de esos estudios en que salen ellos copiados con sus carnes flacuchas y pálidas por la holganza, cuerpos descoloridos por vivir en la sombra, copiados tal como son, sin músculos y sin entrañas, casi babeando lujuria por sus abultados belfos y

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sudando el vino de la orgía por sus poros [...]. Ahora nuestras frentes y nuestras manos están benditas por los oprimidos. Esto es santo. Esperan y confían. Hacen bien. Nosotros no engañamos a nadie10.

La retórica apelación de López Bago a un nuevo público —llevando a sus últimas consecuencias el empeño «científico social» naturalista— puede ser muy similar a la que hubiera hecho, con argumentos diferentes, un escritor simbolista y hasta determinados partidarios del arte por el arte. Porque, de hecho y en forma muy similar a la que plantea la larga cita transcrita, también hubo escritores que identificaron la revolución a su rebeldía ante el asalariamiento y a su situación de dependencia en el mercado artístico burgués, y, como consecuencia, desde el Aventino de un arte subjetivo y visionario, obstinadamente referido a sí mismo y a su condición de belleza indemne, pretendieron subvertir el filisteísmo de la clase social acomodada de la que dependían. Y aún más: en un mismo escritor pudieron convivir el escalpelo naturalista y la lira que se zafa de la siniestra realidad, sin que nadie viera en ese singular maridaje otra cosa que la ofrenda de la literatura a un futuro que construirían a medias la ciencia más positiva y el ideal más elevado. Si un naturalista tan paradigmático como Zola alcanzaba el prestigio social, antes sólo logrado por Voltaire y Hugo, en nombre de su valerosa campaña sobre el caso Dreyfus, no hay que olvidar que quintaesenciados poetas y críticos simbolistas, como Vielé-Griffin, Laurent Tailhade o Fénéon, se consideraban anarquistas, justificaban el verso libre en términos de «verso democrático» y llevaban sus ideas literarias y sociales a revistas como La Révue Blanche, La Révue Indépendante, L’Idée Libre. Sin embargo, ni el naturalismo ni el simbolismo inventaban nada que no hubiera esbozado ya la revolución romántica, a cuyas fuentes democráticas parecen volver muchas veces los escritores de las dos décadas finales del siglo XIX. A ellas pertenece, por ejemplo, esa obsesión por el arte total —testimonio de una conciencia en armonía con todo el universo— que explica la popularidad radical y aun revolucionaria de la

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«Apéndice», en Alejandro Sawa, Crimen legal, Madrid, J. Muñoz y Cía. (1889?), pp. 264-265. Otros aspectos de la relación entre López Bago y Sawa se tratan en el artículo de Miguel Ángel Lozano, «El naturalismo radical: Eduardo López Bago. Un texto desconocido de Alejandro Sawa», Anales de Literatura Española, 2, 1983, pp. 341360.

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música de Wagner y, como ha señalado Reszler11, puede ser explicación de los caminos de Mallarmé en busca del «libro» único. Por ese camino neorromántico se llegó también a la nostalgia por lo medieval, edad dorada de la coherencia social en una idea, edad de la armonización de las artes (ejemplo lo serían las catedrales góticas) y, como vieron los prerrafaelitas ingleses y William Morris, modelo de una praxis artística consciente e iluminada que se presenta como antítesis de la alienación industrialista de la sociedad moderna. Aquella dirección llevaba, de forma natural, a una ascesis de resultados previsibles: por un lado, desembocó en el esoterismo místico que atrajo a muchos artistas de finales del XIX a la teosofía, el espiritismo e incluso a la ruidosa conversión al catolicismo, para justificar muchas veces las violentas acusaciones de «degeneración» de arte que puso de moda Max Nordau y que en España anatematizaba el catalán Pompeu Gener; por otro lado, se llegó a anular toda justificación del arte individual para afirmar como única creación posible y lícita aquella que todo un pueblo elabora desde su anonimia y como consecuencia de su propio quehacer de cada día. Ésta fue la explosiva tesis que sustentó León Tolstoi en ¿Qué es el arte? (1898), libro que fue muy pronto traducido y que llegó a España en 1902 a través de las páginas de La Revista Blanca. En llamativa vecindad del misticismo tolstoyano, Unamuno llegaba por esos mismos años a formular las bases de un arte popular español al margen del populismo romántico y más próximo a una raíz sociológica cuya plasmación más evidente fue la lenta realización de Paz en la guerra (1897). «Estética sociológica», denominó Rafael Pérez de la Dehesa al proyecto unamuniano, que surge —como demostró el malogrado in11 A. Reszler, La estética anarquista, México, 1974, pp. 92-105. Más minuciosos que este breve y no siempre hábil resumen son: Eugenia W. Herbert, The Artist and the Social Reform. France and Belgium, 1885-1898, New Haven, 1961, y, sobre todo, el importante volumen de Donald Drew Egbert, El arte y la izquierda europea. De la revolución francesa a mayo de 1968 (1970), Barcelona, 1981, quien observa al respecto —y quizá exagera— una dualidad de la expresión artística radical que aquí planteo con más cautela: «Por un lado estaba la creencia en la observación empírica de la naturaleza y su perpetuación por medio del arte: el punto de vista general de los positivistas, de los naturalistas científicos y de los realistas marxistas ortodoxos, entre otros. Por otro lado, estaba la creencia originariamente romántica, reflejada tan a menudo en l’art pour l’art, en el simbolismo y en movimientos afines, sobre la importancia de trasladar la visión personal a formas que poseyeran una realidad propia» (p. 236).

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vestigador— de su conocimiento de Ruskin y Morris, pero que también se alimenta de la preocupación por la sociología propia de la época y de su incuestionable marxismo: línea que le permite la interpretación del Martín Fierro como poema popular en 1897, la de «La regeneración del teatro español» en 1896 (estableciendo el parentesco de la comedia española del XVII con un posible drama social actual en la línea de Juan José) y sus rigurosas llamadas al estudio del folklore («Sobre el cultivo de la demótica», en 1896, y, entre las piezas no aducidas por Pérez de la Dehesa, el discurso inaugural del curso de la universidad salmantina en otoño de 1900)12. La preocupación por un arte social —en su doble sentido de reflejar ampliamente la realidad sociológica de los países industriales y de proporcionar cultura a las víctimas de aquellas formaciones— fue creándose, pues, por superposición de tendencias más que como resultado de una reflexión en profundidad sobre el problema. Ni Marx ni Engels, por ejemplo, formularon teóricamente el ideal literario que había de acompañar la emancipación de la clase obrera. En sus textos, Marx y Engels «usaron» de la literatura como documento para el estudio de concretas y lejanas formaciones económico-sociales (así hizo Engels con Esquilo), como testimonio de la penetración de ideas democráticas en el marco del liberalismo doctrinario (caso de las alabanzas a Heine), como piezas de convicción sociológica (Balzac) o como pie forzado para criticar el reformismo idealizante (caso de Sue y su crítico Szeliga, víctimas propiciatorias de La Sagrada Familia, de Marx), pero sin replantear la significación y la función del arte y más bien pareciendo admitir una cierta inmanencia de las formas artísticas13. Y aunque lo evidente sea que cabe fundamentar una crítica literaria marxista, más que por la utilización de textos concretos, por extrapolación legítima de conceptos como valor de uso, fetichización de la mercancía o, en general, la vigorosa sátira de toda forma de reformismo democrático. La herencia de Marx y Engels supuso las bases del humanismo revolucionario, que pretendió a partir de entonces recuperar para la idea socialista la apreciación y sanción de los valores literarios. Cuando 12

Política y sociedad en el primer Unamuno (1894-1904), Madrid, 1965, páginas 162-167. 13 La mejor selección de textos en el mercado español es la realizada por Valeriano Bozal: Marx y Engels, Textos sobre la producción artística, Madrid, 19672. Un excelente estudio sobre las opiniones literarias de Karl Marx es el de S. S. Prawer, Karl Marx

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Lenin escribe sus famosas páginas sobre Tolstoi, los críticos democráticos rusos de 1840 o Gorki, lo hace para cotejarlos con la distorsión populista (la del grupo Veji [Jalones], por ejemplo) y para señalar su inconsciente proximidad al umbral revolucionario, a la vez que sus argumentos —ya en presencia de un partido de masas— le sirven para rechazar cualquier estatuto de excepción para las bellas letras y cualquier pretensión de un ghetto cultural obrerista, regentado por los intelectuales del partido. Lo que en Lenin conducía a su célebre teoría de la literatura como «ruedecita» y «tornillo» del partido (y como abierta disposición hacia un realismo crítico)14, en Trotski —pugnando ya en mitad del espléndido vanguardismo soviético de los primeros años de la Revolución— se planteó mucho más hondamente. La premisa afirma que la literatura del momento ha de ser proletaria, pero la consecuencia es que la cultura política del proletariado no se corresponde todavía con su madurez artística y necesita parasitar formas burguesas. Y esa falacia es la que lleva a algunos a reclamar un nuevo Bielinski (es decir, al crítico que intenta promover valores sociales en un contexto literario burgués), olvidando que el crítico ruso pertenecía a una época en la que también Marx y Engels hubieron de revestirse de las armas críticas de la burguesía racionalista para declararle guerra a muerte15. Mientras la coherencia del proyecto cultural socialista estriba, pues, en su reconocimiento de principio a las necesidades ideológicas y políticas de la lucha de clases, a la vez que se establece mucho más en el terreno de la crítica que en el de la creación, el movimiento anarquista anticipó como generosidad sus utopías artísticas y se entusiasmó reiteradamente con los caminos que parecían afluir a ella. Eso le hizo apadrinar, sin excesivas cautelas, buena parte del período cultural que historiaba al principio de este apartado. De ahí las escasas posibilidades de reducir a una formulación concreta la honda huella recíproca de arte y anarquismo en las dos últimas décadas del XIX y la primera del xx: desde las exaltaciones de la creación artística colectiva hasta la afirmación

and World Literature, Oxford, 1978, quien afirma: «Literature, for Marx, is not simply a means of expression —it is also, to a significant degree, a means of self-constitution» (p. 404). 14 Lenin, Sobre prensa y literatura, Madrid, 1975. Sobre el caso Tolstoi pueden leerse también las sagaces páginas de A. Gramsci —quien lo contrapone a su compatriota Manzoni— en el volumen citado en nota 6, pp. 221-228. 15 Cf. la antología Sobre arte y cultura, Madrid, 1971, pp. 101-103.

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del genio artístico individual, desde la idea del arte como realización de la plenitud del individuo hasta el dirigismo científico más riguroso, todo cupo, y no sin polémicas ni lucidez, en la constitución del ideal libertario. Con todo, la doble tarea de los ideólogos políticos y los partidos planteó definitivamente las opciones y las posibilidades de un arte social, cuyos principios quedaron establecidos a finales del XIX. En lo sucesivo, las polémicas sobre ese tema no serían sino el debate, a menudo no fácilmente zanjable, de estos problemas: 1. ¿Qué debía tener preeminencia en la formación del proletariado: la formación científica e ideológica o la satisfacción artística? ¿En qué medida no se ajustaba más la primera a necesidades concretas y era, de otra parte, previa a una consciente inserción en la segunda? 2. ¿Cómo considerar la aportación del arte y el pensamiento burgueses? ¿Se superaban por continuidad, por asimilación crítica o por enfrentamiento radical desde otras tesis? 3. ¿Se aceptaba el arte como realización individual o solamente como obra de colectividades? ¿Se podía admitir la existencia del «genio»? La libertad con que se soñaba para el futuro, ¿estaba reñida con la existencia de nuevos «genios» a título individual? 4. En el terreno de la realización artística, ¿se optaba por un arte emocional e inmediato o por una racionalidad sometida a los imperativos de la historia? ¿Hasta qué punto cabían formulaciones artísticas y sociales admirables obtenidas por pura intuición y al margen de una disciplina mental revolucionaria? ¿Hasta dónde llegaba la consciencia de esa disciplina en un autor independiente? 5. Como consecuencia del planteamiento anterior, se deducía que solamente una literatura de corte realista podía satisfacer las necesidades de un análisis científico y militante de la realidad, pero tal premisa, en nombre de su apasionada apuesta por «lo vital», abría también el camino a la aceptación de formas mucho más subjetivas e intimistas, legitimadas como arte progresivo en lo que tenían de sinceridad y de arrebato. De ahí que junto a la previsible identificación con las fórmulas del realismo romántico y del naturalismo se canonizaron —no sin protestas— bastantes productos literarios modernistas (híbridos del naturalismo y del decadentismo y, en más de una ocasión, regresos al romanticismo radical).

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MODERNISMO Y PÚBLICO OBRERO Pues qué, ¿no vemos a un príncipe ruso, miembro honorífico de casi todos los centros científicos de Londres, defendiendo la revolución social y sufriendo persecución por la causa de los desheredados? Pues qué, ¿no tenemos un gran geógrafo, el más grande del mundo, catedrático de la Universidad Libre de Bruselas, que a los setenta y tantos años propaga aún la emancipación del esclavo? Pues qué, ¿no existe en la tierra Tolstoi, conde, uno de los más célebres novelistas contemporáneos, que consagra su vida en defensa de las víctimas del salario? Y en esta misma España, ¿no tenemos, entre otros, un Francisco Giner y un Pedro Dorado que, a cambio de los servicios que prestan a la clase desvalida, ni el precio de la popularidad reclaman, no ya el de los cargos públicos?16.

Así expresaba el anarquista Federico Urales, en su intervención en el debate sobre «la cuestión social» del Ateneo de Madrid (1902), su orgulloso entusiasmo por un importante hecho cultural de fin de siglo, al que ya he hecho antes varias alusiones: la activa presencia de intelectuales —periodistas, profesores universitarios, autores famosos— en las luchas obreras de la época. Para el activo fundador y director de La Revista Blanca, esa incorporación, lejos de reflejar oportunismo, expresaba, bien a las claras, la inminencia de la realización revolucionaria, y, efectivamente, sin esa suerte de vago milenarismo —que reflejaron, por ejemplo, tantas novelas utópicas del momento— resulta difícil plantear la extensión y la difusión de aquel movimiento intelectual. A la vez que el proletariado comprobaba en conatos de huelga general la fuerza de sus agrupaciones (o, en las conmemoraciones del primero de mayo, su condición de mayoría numérica en la sociedad industrial), los jóvenes escritores radicales del periódico y la revista soñaban en hallar un nuevo público entre aquellos entusiastas luchadores, y quizá de ellos la revalidación que difícilmente obtenían de otros lectores, y, por su parte, profesores y universitarios hallaban en las premisas de la nueva ciencia sociológica los síntomas de la injusticia y el alborear de cambios radicales (o, cuando menos, de su necesidad preventiva). A pesar de lo tardío y anómalo de su desarrollo industrial, la España de 18901910 no fue en este sentido una excepción a la regla, mezclándose aquí sus síntomas con la generalizada protesta del nacionalismo regenera-

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Los dos primeros personajes aludidos son, obviamente, Kropotkin y Réclus.

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cionista. Quizá ha sido la presencia de ésta —típica de una formación socioeconómica semidesarrollada— la que enmascaró en España parte del fenómeno y la que hace difícil establecer una diferencia entre el radicalismo artístico de la joven promoción de escritores (lo que se viene llamando «generación del 98») y la actitud preocupada y admonitoria de un sector de la burguesía intelectual. En todo caso, podemos concluir que se trata de dos diferentes modos de ejercicio de la nueva función del «intelectual» en la sociedad. El segundo de los grupos mencionados corresponde casi siempre a funcionarios de la docencia con un pie en los escalafones del Estado y otro en la privada Institución Libre de Enseñanza, a reserva de los sectores provincianos más conservadores —con la excepción asturiana que luego veremos— y más vinculados a las burguesías mercantiles y financieras, cuya fuerza empieza a notarse en las regiones. Su acceso a la cuestión social se produce a través de la difusión de las disciplinas sociológicas y sus variables contactos con el republicanismo sin olvidar las preocupaciones divulgadoras que orientan sus numerosas revistas del período de La España Moderna a Nuestro Tiempo, además de las interesantes revistas regionales que fueron la Revista de Andalucía, Revista de Aragón, Revista Extremeña... La presencia de un importante grupo de escritores que concilian su radicalismo estético con un más o menos efímero radicalismo social tendrían su explicación más mecánica en la peculiar formación de unas nuevas circunstancias en el mercado artístico; sobre todo, en el afianzamiento —visible desde el decenio de los ochenta— de una prensa independiente que, amén de proporcionar los mínimos ingresos económicos de una abigarrada bohemia literaria, demanda continuamente los géneros en que se consagran los nuevos hombres de pluma: la «crónica» —importación onomástica francesa— con su dosificación de impresionismo subjetivo y de afirmación doctrinal; el cuento, lógicamente abierto a lo social; el relato seriado, con antecedente en el folletín decimonónico. Las investigaciones que en los últimos diez años han realizado Carlos Blanco Aguinaga, Rafael Pérez de la Dehesa, Clara Lida y E. Inman Fox, entre otros, clarifican un panorama global de esa promoción de escritores y sitúan la habitual nómina de libros de referencia obligada —La voluntad, Camino de perfección, etc.— en su contexto real, entre las colaboraciones de prensa, los proyectos editoriales y revisteros, las tajantes tomas de posición, los escarceos cientificistas, las contribuciones a la prensa obrera..., que solamente parecen hacer definitiva crisis cuan-

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do, entre 1905 y 1910, tanto las apostasías ideológicas como la progresiva inserción de los autores en periódicos y situaciones más gratificadoras pueden dar por disuelto el «anarquismo literario». Todo ello en fechas que, además, registraron la misma desintegración de la coherencia radical: inicio de la vía electoral por parte socialista, desprestigio de los republicanos de Lerroux, configuración anarquista de la alternativa sindical y generalizado abandono —tras los fracasos de 1902-1909— de los empujes revolucionarios17. Hasta esas fechas, sin embargo, la estrecha unión del proyecto regeneracionista educativo, del proyecto estético modernista y del proyecto sociológico (con raíces naturalistas) resulta evidente. En una revista como Alma Española prevalece el primero; en otra como Helios, el segundo; en la más veterana Germinal y en el diario El Globo se combinan ambos. Bernardo Rodríguez Serra, barcelonés afincado en Madrid, y Santiago Valentí Camp, director de la editorial Henrich y Compañía, publican a la vez colecciones de novelas y libros de sociología, ya traducidos, ya obras de los pioneros de una ciencia que ha pasado a culti-

17 Carlos Blanco Aguinaga, Juventud del 98, Madrid, Siglo XXI, 1970; E. Inman Fox, «Una bibliografía anotada del periodismo de José Martínez Ruiz, 1894-1904», Revista de Literatura, XXVIII, 1965, pp. 231-244; íd., «José Martínez Ruiz (sobre el anarquismo del futuro «Azorín»)», Revista de Occidente, 36, 1966, pp. 157-174; Rafael Pérez de la Dehesa, Política y sociedad..., ed. cit., íd., El grupo Germinal: una clave del 98, Madrid, 1971; íd., «Prólogo» en F. Urales, La evolución de la filosofía en España, Barcelona, 1968, pp. 9-71; id, «Zola y la literatura española finisecular», Hispanic Review, 39, 1971, páginas 49-60; íd., «El acercamiento de la literatura finisecular a la literatura popular», en Creación literaria y público en la literatura española, Madrid, 1973, pp 156-161; Clara Lida, «Literatura anarquista y anarquismo literario», Nueva Revista de Filología Hispánica, XIX, 1970, pp. 360-380. Hay que reconocer, con todo, la precedencia en señalar algunos aspectos de esas militancias intelectuales que corresponde al volumen de Guillermo Díaz-Plaja, Modernismo frente al 98, Madrid, 19762. El caso catalán, muy sugestivo, es abordado por el espléndido libro póstumo de Eduard Valentí, El primer modernismo literario catalán y sus orígenes ideológicos, Barcelona, 1973; con él, debe verse el artículo de Jordi Castellanos, «Aspectes de les relacions entre intellectuals i anarquistes a Catalunya al segle XIX», Els Marges, 6, 1976, pp. 7-28, que es mucho más que una reseña de los interesantes Diaris i records, de Pere Coromines (uno de los redactores de Ciencia Social). Una expresión colectiva de los nuevos puntos de vista sobre los significados de esta época puede verse en el volumen de homenaje a Pérez de la Dehesa, La crisis de fin de siglo. Ideología y literatura, Barcelona, 1974, con colaboraciones de J. Marichal, E. Inman Fox, J. López Morillas, L. Litvak, A. Ramos-Gascón, A. Gil Novales y otros.

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var incluso Giner de los Ríos y otros profesores de derecho18. El popular editor Sempere, de Valencia, recoge libros sociológicos, políticos y de divulgación científica, junto a novelas naturalistas y colecciones de crónicas de los periodistas más afamados de América Latina y de España. La frecuencia de las firmas de escritores en publicaciones proletarias hace buenas las palabras de Federico Urales cuando unía a los nombres del geógrafo Réclus, del príncipe Kropotkin y de Tolstoi, los de Dorado y Giner, catedrático el primero de Salamanca y fundador el segundo de la Institución: poemas «sociales» fueron escritos por Eduardo Marquina, Salvador Rueda, Joaquín Dicenta y Juan Ramón Jiménez, émulos de los numerosos poetas proletarios que florecen en revistas y periódicos; artículos anticlericales y sociológicos los firmaron Benavente, Azorín, Maeztu y Baroja, no demasiado dispares de los que José Nákens y sus compañeros escribían para El Motín y Las Dominicales del Librepensamiento, tan gustadas del público proletario anterior a 1910. Para Ernesto Bark, curioso personaje del momento, «letón» y «radicalísimo» (según lo recuerdan las memorias de Baroja) y cofundador de Germinal, todos aquellos movimientos intelectuales se resumían bajo el rótulo de «modernismo», en una apreciación que quizá puede parecer arbitraria a la luz de cierta bibliografía, pero que dista de andar errada y que —como se ha señalado varias veces— cuadraría a la perfección con el grupo catalán que redacta L’Avenç. En su folleto Modernismo (publicado en 1901 por la «Biblioteca Germinal»), Bark comienza por afirmar que «la educación nacional es el problema tratado con predilección por los modernistas, y entre los hombres que con mayor acierto han reflejado el nuevo credo se destacan Echegaray, Dorado Montero, Posada, Unamuno y Giner de los Ríos»19. Cuatro capítulos sobre los seis que tiene el volumen están dedicados al tema en sus diferentes áreas —desde la Universidad a la escuela primaria, desde el ejército hasta el clero oscurantista—, y todo se resume en los dos hechos actuales que garantizan la continuidad del movimiento de reforma: la revista Germinal de 18 Cf. Jesús Tobío, «Biblioteca de traducciones españolas de obras sociológicas y sociales publicadas de 1870 a 1915», Revista de Estudios Políticos, XIX, 1957, pp. 347-363. Y, ahora, la espléndida síntesis de Diego Núñez Ruiz, La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis, Madrid, 1975, especialmente el último capítulo (pp. 233-278). 19 Modernismo, Biblioteca Germinal, Madrid, 1901, p. 9. Bark no inventaba, con todo, nada nuevo aunque pueda parecerlo a la vista de tanta bibliografía reciente que ha

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1897, donde «basta leer la lista de los redactores y colaboradores para comprender la profunda impresión que hizo la bandera roja del autor de Juan José»20, y el grupo de El Progreso con su líder y director, Alejandro Lerroux, «temperamento de un Danton cuya voz de trueno se impusiera a la ruda inteligencia del pueblo» y quien «conserva los acentos tribunicios del antiguo progresismo enaltecido por la nerviosidad del modernista»21. Aunque ¿cómo olvidar también —según dirá Bark más adelante— a Vicente Blasco Ibáñez y su periódico valenciano El Pueblo; a los hermanos Sawa (Alejandro y Miguel) con su revista Don Quijote, «obligada al silencio por el jesuitismo imperante»; a los «poetas de la Nueva España» Manuel Paso, Eduardo Marquina y Vicente Medina, y a la larga relación que comparten Nákens, Maeztu, Azorín, Bonafoux, Manuel Bueno, Martínez Sierra y Pere Corominas? Posiblemente, lo único que podía enlazar tantos nombres, ideas y tendencias era su comparecencia cotidiana en la prensa periódica. Aquél era el lugar donde el intelectual podía creer en la eficacia de su fuerza profética (y en su emancipación de la esclavitud ante burgueses y filisteos), pero donde también el obrero podía palpar los síntomas de la revolución: el treno nacionalista-regeneracionista se deslizaba hacia la afirmación revolucionaria; ésta se tomaba como punto de partida para el despertar nacional; la sociología se convertía en denuncia o en novela científica y la utopía como resultado del análisis de la sociedad...

olvidado los profundos nexos entre modernismo, naturalismo, sociología positivista e irracionalismo filosófico. El propio José Martínez Ruiz —aún no «Azorín»—, en su volumen Anarquistas literarios (1895), comenzaba por vincular el anarquismo «racionalista» a Platón, Carlos III, Macanaz, el conde de Toreno, el papa Gregorio el Magno y Lope de Vega, para acabar con una vigorosa apología del siglo XVIII español y la obra crítica de Larra. Ante la presente agonía del Estado español y ante la irreflevixa actitud de los escritores del país (para lo que aduce algún curioso testimonio), «el triunfo de las nuevas ideas vendrá por la ciencia. Defiéndase la instrucción. Haga la iniciativa particular lo que Estado no hace: fúndense instituciones para la enseñanza, ábranse laboratorios donde puedan estudiarse los adelantos científicos, créense escuelas donde el obrero aprenda a ser hombre y a hacer efectivos sus derechos» (Obras completas, I, Madrid, 1958, p. 171). 20 Ibíd., p. 58. 21 Ibíd., p. 59.

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LOS ANARQUISTAS, CONTRA EL MODERNISMO A pesar de la rápida extensión de esta conciencia intelectual, sus avatares no se desarrollaron sin suscitar profundas críticas. Las más llamativas son quizá las que surgen del propio movimiento, unas veces por mala conciencia revolucionaria y cientificista que llega a pensar la abolición de la «literatura» ante la «acción» o, más genérica y ambiguamente, ante la «vida», otras veces como necesaria triaca ante el exaltado romanticismo individualista en que caían a menudo los «anarquistas literarios» y como apelación a fórmulas más didascálicas y solidarias. El positivismo científico —que, como vengo señalando, se simultaneaba paradójicamente con las prácticas artísticas más decadentes— asumió esas críticas que en 1893 el alemán Max Nordau expuso en un libro leidísimo y sintomáticamente titulado Degeneración (traducción española de 1902). Antes, sin embargo, de esa versión, el catalán Pompeyo Gener, habitual colaborador luego de revistas libertarias y que a la sazón ostentaba bajo el nombre el pedante adminículo «de la Sociedad de Antropología de París», publicó su requisitoria sobre el caso: si bien las lacras de la literatura española del momento son el «gramaticismo», el «criticonismo» y el «croniconismo», la patología europea ofrece un cuadro clínico más amenazador y de inminente arribada a nuestros pagos. Así se desarrolla el «medanismo» (de la escuela naturalista de Médan), que rebaja la herencia de Zola e insulta al pueblo, que pretende reflejar con su «vulgarismo», su «criminalismo» y su «seudodarwinismo». Por París proliferan también los corifeos de la decadencia simbolista, sucesores del efectismo wagneriano y propensos a todas las evasiones misticistas, y de allá viene también la boga internacional del nihilismo ruso y sus bárbaros autores. La «terapéutica literaria» a que invita Gener en el epílogo de su libro no es, en modo alguno, ajena a elaboraciones teóricas anarquistas que veremos luego: La literatura —escribe— es el alma humana revelada, puesta de manifiesto, concreta y activa, tomable, comunicable, propagable. Es decir, un vehículo de ideas y de sentimientos, fermento anímico capaz de engendrar almas similares, modos de acción parecidos, estados de ánimo análogos [...]. En el Universo no puede haber dos leyes, ni dos tendencias. Sólo puede haber Ley y Contra Ley. La Ley es vida, crecimiento, multiplicación, evolución, progreso. Su fin es la producción de ese hombre superior que la Edad Media entrevió llamándolo caballero, o sea Gentil Homme, que la Grecia

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LA DOMA DE LA QUIMERA dignificó en su ciudadano libre, y Roma, Venecia y Nuremberg, en sus patricios. La creación de un solo pueblo de artistas, sabios y justos, cubriendo la superficie del planeta es el ideal que debe perseguir todo el que escribe22.

Todo lo cual conduce a varias conclusiones interesantes: primero, que esa elevación moral de la literatura solamente puede producirse en una sociedad igualitaria y justa, que libere al artista y a su público de la esclavitud de la originalidad y del trabajo mercantilizado; segunda, que el arte requiere un cierto nivel de idealización (su ausencia es el reproche que se formula al naturalismo de Médan) y, tercero, que «las escuelas sobran, pues el arte es hijo del Genio» y éste, a su vez, del estudio «ingenuo y desinteresado» de la Naturaleza. Una breve cala en Ciencia Social (1895-1896), interesante revista libertaria barcelonesa, nos revela la pervivencia de argumentos muy similares en una nómina asaz heterogénea de escritores —Unamuno, Verdes Montenegro, Corominas, Jaume Brossa, P. Gener, R. Mella, Anselmo Lorenzo, entre los españoles— que, sin embargo, supieron afianzar lo que había de ser patrón de las revistas ácratas posteriores. Un largo artículo de Enrique Vives, militante español residente en París, es, en el marco de Ciencia Social, el testimonio más explícito de su concepción del arte, pero también del habilidoso sincretismo de opiniones con que llega a articularse un discurso eficaz: la idea que sustenta Vives del arte como testimonio de la esclavitud y la explotación —aduciendo testimonios tan irrebatibles como El Escorial, el Vaticano, la columna Trajana y, cómo no, la columna Vendôme— tiene un claro abolengo romántico, como lo tiene su ambigua posición ante el arte medieval, destinado a mantener el fanatismo religioso, pero del que es irrebatible la «sensación misteriosa, mezcla de respeto y de terror, que inspira al indiferente y aun al escéptico». A cambio, su exaltación del arte clásico griego en tanto refleja la unión directa de la expresión y la naturaleza, unida a la lamentación antagónica del arte de hoy «descendido a la categoría de industria u oficio», domesticado por una burguesía que «obliga a los artistas a ser hipócritas», parece traslucir la influencia del movimiento prerrafaelita. Mientras, por último, la exigencia de que el arte se libere del mecenazgo y la mercantilización para hallar su verdadero destinatario en un pueblo que «no sabrá ciertamente apreciar lo secun-

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Literaturas malsanas, Madrid, Fernando Fe, 1894, p. 380.

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dario, pero intuitivamente se enamorará de lo esencial»23, remite a las fórmulas anarquistas más populares. José Verdes Montenegro, quien luego militaría en el Partido Socialista, encarna una ideología mucho más vinculada al sector modernista y pequeño-burgués que al discurso cientificista de Vives. Si el anarquismo aporta algo al arte, afirma, es su equivalencia a «individualismo artístico», y su proclamación del fin de la crítica, «obra de arte que tiene por objeto y por asunto otra obra de arte». Toda limitación al hecho creativo del artista y toda cortapisa al criterio libre de los contempladores de la obra son arbitrariedades propias de un «socialismo» que nos entrega a la «dictadura de un criterio o a la tiranía de la masa» que «pretenden anular la personalidad», solamente reconocida por «una santa y salvadora anarquía que robustezca la personalidad, la vigorice y la exalte»24. Pero no todo era tan fácil a la hora de edificar una verdadera literatura obrerista como la que reclamaba José Llunás en su prólogo a Justo Vives, de Anselmo Lorenzo, y como fue evidente en las jugosas polémicas que siguieron al estreno de El señor feudal, de Dicenta, tras el aplastante éxito de Juan José. Si, según Llunás, «literatura obrerista» era «todo lo que se escribe desde el punto de vista primordial de exponer los males que aquejan a la clase obrera y manifestar las ideas que a juicio del autor pueden regenerarla»25, este alto objetivo no se conseguía por la mera superposición de un pretendido realismo social y una vaga incondicionalidad romántica ante un héroe malaventurado de guardarropía. Esa es, por ejemplo, la tesis que se desprende de la importante reseña que Jaume Brossa —el crítico más sagaz del modernismo social

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E. Vives, «Inmoralidad del arte», Ciencia Social, 2, noviembre de 1895, pp. 5359 (sigue el trabajo en la entrega 4 de la revista). Sobre las letras anarquistas en España, debe verse el libro de José Álvarez Junco, La ideología política del anarquismo español (1868-1910), Madrid, 1976, que por lo copioso de la apoyatura bibliográfica, la coherencia de sus supuestos metodológicos y la habiblidad de su exposición puede ser considerado un clásico de la materia. La totalidad de su capítulo 3 («La fe en la razón, la ciencia y la cultura») y muchos otros apartados son de imprescindible consulta para los interesados en el tema de la lectura obrera. Más descriptivo pero no menos importante es el de Lily Litvak, Musa libertaria. Arte, literatura y vida cultural del anarquismo español (1880-1913), Barcelona, 1981. 24 «El anarquismo en el arte», Ciencia Social, 8, mayo de 1896, p. 252. 25 J. Llunás, «Literatura obrerista», en Anselmo Lorenzo, Justo Vives. Episodio dramático-social, Barcelona, 1893, citado por Clara Lida, art. cit. en n. 15, p. 365.

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catalán— hace de La festa del blat, de Ángel Guimerá, en la misma entrega de Ciencia Social, donde se publica el trabajo de Verdes Montenegro: «La miseria es lo más respetable que hay en el mundo y no se ha de jugar con ella, máxime si se trata de divertir burgueses tranquilos con dramas que demuestran un desconocimiento absoluto del alma del pueblo y de las aspiraciones revolucionarias por parte de él»26. Las afirmaciones de esta índole son mayoritarias en la primera época de La Revista Blanca (1898), fundada por Federico Urales con un cuerpo de redactores heredado de Ciencia Social. Antes que contra la literatura humanitaria naturalista —la de Zola, o, por dar casos hispánicos, Galdós y Guimerá—, los ataques van aquí contra el pretendido liderazgo modernista del arte nuevo. A petición de A. Hamon, el propio director de la publicación, Urales, escribió una interesante serie sobre «La evolución filosófica en España», donde, tras discurrir largamente sobre el lulismo, el escolasticismo, la ilustración, etc., entra en materia más reciente, y no sólo filosófica, para hacer con la necesaria perspectiva un balance del acercamiento de los intelectuales a la cuestión social. El análisis de Urales se basa en una interesantísima encuesta personal (cuyos resultados se transcriben) y sus conclusiones, teñidas de aprecio personal y de legítimo orgullo por la importancia del movimiento, resultan testimonios de una evidente distancia táctica: Unamuno —que sigue prestando su colaboración a la revista— «podrá carecer de ideas sólidas, claras y determinadas, pero es una bella persona, un corazón de niño y un talento extraordinario» malgastado, eso sí, en el misticismo; Rusiñol «afirma el arte, pero el arte de Santiago Rusiñol es [...] lánguido, quintaesenciado, suave, tranquilo, mortecino; es decir, decadente»; Pompeyo Gener es un «juguete de las impresiones, de los nervios y de los gustos refinados», y no, como él se pretende, un «ser poderoso», dominador, enérgico, inmutable; Joan Maragall, Ignasi Iglesias y Eduardo Marquina —contrariamente al gélido y cínico Jacinto Benavente— son, a despecho de su individualismo burgués, «rebeldes por amor, por ansias de vivir vida más intensa, vigorosa y fuerte que la presente»27. En la misma línea anda un Julio Camba que, antes de ser firma cotizada de ABC, lo fue, y con causa, de la prensa libertaria. Él y «Ángel

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Ciencia Social, 8, mayo de 1896, p. 254. Cito por la edición más accesible de Pérez de la Dehesa, op. cit., en n. 15, páginas 158-210. 27

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Guerra» —sustituido a fines de 1901 por J. Pérez Jorba— comparten la crítica literaria en la revista de Urales y, si bien las crónicas parisienses del segundo suelen dar cuenta puntual y objetiva de las novedades transpirenaicas, las afirmaciones del primero no ofrecen lugar a dudas sobre su condena moral del modernismo: «Sólo conozco en España un poeta de espíritu joven: Vicente Medina —escribe en un sintomático alegato antidecadente y a favor de un ya poco leído poeta dialectal—. Lleno de salud y fe, ha hecho suyo el sufrimiento de toda la humanidad desheredada y lo ha trasladado al arte, creando páginas vigorosas, por las que fluye una corriente de pasión profunda y de las que asciende al cielo un grito de rebeldía suprema. Es un Heine menos irónico y más humano que el auténtico Heine. Otro espíritu joven tenemos también: Eduardo Marquina, pero éste adolece en mi sentir de un íntegro temperamento poético»28. ¿Dónde quedaba, pues, la popularidad que no hacía más de cinco años tenían los Antonio Palomero, los Nákens, los Maeztu, los Martínez Ruiz? Parece evidente que, liquidado por derribo el reencuentro de la conciencia pequeño-burguesa y el movimiento libertario, los verdaderos líderes de éste se inclinan antes por creadores que, al margen de efímeras e interesadas militancias, suponen cimas de genialidad humanitaria y ejemplares muestras de combatida independencia: no otra cosa puede significar la insólita aparición en La Revista Blanca de un número homenaje a la muerte de Jacint Verdaguer (con colaboración de Jaume Brossa, Mariano de Cavia, J. Bo i Single, J. Pérez Jorba, Ignasi Iglésias, E. Canibell y Urales, quien resume el sentido de la conmemoración con estas palabras: «Y tú, sencillo y bueno Verdaguer, cuenta que has ganado algo con haber perdido el apoyo de los magnates de la iglesia y de los hipócritas de la beatitud, y con haber obtenido simpatías y dolores como los míos, por tus penas de poeta y tus sufrimientos de hombre»); así como la más esperable publicación de otra monografía en la muerte de Émile Zola, esta vez con contribuciones de Soledad Gustavo —esposa de Urales—, Anatole France y Juan Pérez Jorba29. Natura, revista quincenal de ciencia, sociología, literatura y arte, fundada y dirigida en Barcelona por Anselmo Lorenzo desde octubre de 28 La Revista Blanca, 120, 1903, pp. 748-750. Por esas fechas la revista ofrece en serial traducciones de París, de Zola; Los malos pastores, de Octave Mirbeau; Campos, fábricas y talleres, de Kropotkin; Se volvieron las tornas, de William Morris, etc. 29 Se trata de los números 87, 1902 y 104, 1902.

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1903, es más explícito testimonio del proceso de racionalización cultural posterior a la explosión del anarquismo literario. Al igual que en La Revista Blanca no solamente el número y extensión de los artículos de divulgación científica supera a los literarios y críticos, sino que tal propósito se inserta en una declaración de principios que deja pocas dudas sobre el escaso margen concedido a las intuiciones artísticas y, menos aún, a los estatutos de excepción para el creador: «No hay aristocracias para la ciencia —escribe el grupo editor (Anselmo Lorenzo y Ricardo Mella, con seguridad)—; no las hay para el arte. Las castas y las clases han muerto precisamente a manos del arte y de la ciencia [...]. La afirmación del hombre completo, del hombre que se desprende de la animalidad, está en todas partes, libro o periódico, pintura o poesía, aspiración científica o aspiración popular [...]. Al servicio de los tres modos de emancipación humana, económico-social, moral e intelectual, pondremos las páginas de Natura, que, en la batalla actual por el más allá de la igualdad y la justicia, no hay puesto para muertos que andan: religión, política, mística teológica o mística revolucionaria»30. La base teórica de tesis tan tajantes se encuentra quizá en un veterano texto, leído en 1887 en el Centro Obrero «La Regeneración», que, con el título «Ciencia burguesa y ciencia obrera», Anselmo Lorenzo inserta ahora en las páginas de Natura: mientras la ciencia burguesa aparece lastrada por su supeditación a la teología y, cuando no lo está, por su condición de sustento ideológico de la explotación, la ciencia obrera «igualitaria y justiciera» es «la que adquieran los que no quieren explotar a nadie y sólo pretenden librarse de la explotación». «Adquieran» y no «construyan» —la diferencia es decisiva—, pues parece salvarse el principio de unidad del conocimiento científico y, por ende, la continuidad proletaria —«de la ciencia burguesa tomaremos la verdad»— de un acervo de siglos que permite concluir, en una afirmación muy propia de 1887, que «el positivismo y el socialismo son hermanos; el uno es la revolución en el mundo de la idea; el otro es la revolución en el mundo de los hechos»31. Ricardo Mella, por su lado, ataca el mismo tema cuando, en un trabajo titulado «La hipérbole intelectualista», rebaja la consideración de los intelectuales por parte de los movimientos obreros al negar cualquier diferenciación entre «obrero intelectual» y «obrero ma-

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Natura, 1, 1 octubre de 1903, p. 3. Natura, 15, 15 junio de 1904, pp. 274-277.

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nual», incluso con respecto a la misma ciencia objeto de debate. Incluso, afirma malévolamente, si los intelectuales han realizado campañas a favor de los intereses obreros (los casos de Dreyfus y de los procesamientos de Montjuich estaban cercanos), no se ha debido a otra cosa que a la misma presión que previamente habían realizado los proletarios organizados y en tanto se han identificado con sus mismos argumentos32. No pocos artículos, por otro lado, se refieren muy críticamente a esos entusiasmos intelectuales. Para A. López Rodrigo, los escritores burgueses —incluso los que muestran su simpatía por el proletariado— son sectarios, delicuescentes y confusos, hasta el extremo de que «aconsejamos a muchos obreros que escriben, que abandonen en parte su tarea para estudiar matemáticas, química y electricidad»33. En términos semejantes se expresa Antonio Mornas («La anarquía y los artistas», núm. 33, 1 de febrero de 1905, pp. 142-143) y, dentro también de esa ofensiva, es donde cabe la reproducción de las páginas dedicadas al decadentismo por Jean-Marie Guyau en su obra, de reciente traducción, El arte desde el punto de vista sociológico («La literatura de los decadentes», en núm. 37, 1 de abril de 1905, pp. 204-206). Más sorprendente, por lo que tiene de palinodia, es hallar en ese brete la firma de Manuel Ugarte, modernista y socialista argentino que anduvo por nuestro país y nos dedicó dos curiosos libros, y quien no vacila en calificar como «Literatura de droguería» a todo el esfuerzo modernista que quiso «social» a su afirmación romántica: Lo que conviene al alma española es sinceridad y claridad. Todo lo demás es ‘literatura’, como decía Verlaine. El modernismo que consiste en resucitar lo viejo y la revolución que predica el individualismo y la indiferencia social, son simples flores de incongruencia [...]. Los escritores no pueden obstinarse en ser un fenómeno al margen de la vida, un objeto de anticuario o un pájaro aturdido [...]. Tienen que empezar a ser al fin ciudadanos que luchan, que viven, que tienen convicciones como los otros. Su arte cobrará así mayor amplitud y será más humano34.

Cuando el 1 de junio de 1923 vuelve a aparecer La Revista Blanca, tras prolongado silencio, las circunstancias han variado bastante; por un

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Natura, 1, 1 octubre de 1903, pp. 9-12. «Literatura y acción», Natura, 16, 1 julio de 1904, p. 298. 34 «Literatura de droguería», Natura, 48, 15 septiembre de 1905, p. 380. 33

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lado, se ha consumado el distanciamiento de los intelectuales pequeñoburgueses y el esforzado matrimonio Urales puede emprender su proyecto de «literatura obrera», que se plasma en las novelas del mismo Urales y, muy particularmente, en la colección La Novela Ideal35, con la que acuden a beneficiar el filón abierto por las colecciones de relatos breves a que hacía alusión más arriba; por otra parte, esa misma práctica literaria —basada en los supuestos naturalista-didácticos— permite a Federica Montseny (hija de Urales y la Gustavo) y a «Augusto de Moncada» desarrollar una crítica literaria y artística más libre de hipotecas y rotundamente antivanguardista. Mientras Moncada —¿esconde el seudónimo al mismo Federico Urales?— cultiva la crítica de actualidad, no sin trazar interesantes balances del progresismo literario español, la Montseny prefiere planteamientos más teóricos que habitualmente se transforman en cerrados ataques al arte de las vanguardias (véanse, por ejemplo, sus trabajos «El futurismo», núm. 1, 1 de junio de 1923, y «La estética y la originalidad en la literatura», núm. 7, 15 de septiembre de 1923). Puede, sin embargo, que el aspecto más interesante de las colaboraciones de Federica Montseny esté en el largo desarrollo de la polémica sobre Vargas Vila, por cuanto en este caso se registra un significativo enfrentamiento entre la orientación «oficial» del anarquismo y la apabullante fidelidad de los lectores de base a este pintoresco y leidísimo escritor colombiano. Vargas, que había participado en su juventud en las borrascosas contiendas civiles de su país y en los albores del modernismo americano, se estableció en Madrid en 1909 y en 1914 pasó a Barcelona, donde trabajaba su editor, Ramón Sopena, y donde murió en 1933. Ególatra hasta el ridículo, cargado de una controvertida fama de homosexual, el escritor colombiano osciló siempre entre un cierto romanticismo huguesco, el satanismo modernista y el naturalismo social y confusamente libertario, manufacturando infinidad de volúmenes que dio en escribir en una suerte de versículos sin solución de continuidad que fueron muy imitados. Si su actitud exaltada fue siempre la misma, su temática rozó fórmulas muy propias de la época (desde el americanismo revolucionario y antidictatorial de Los Césares de la decadencia, al naturalismo erótico-social de 35 Sobre esta colección debe verse la monografía de Marisa Siguán Boehme, Literatura popular libertaria (1925-1938). La Novela Ideal, Barcelona, 1981, y las precisiones de Carlos Serrano, «Relato breve y literatura militante: en torno a La Novela Ideal», en A.A. V.V., Formas breves del relato, Zaragoza, 1986, páginas 221-241.

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Flor de fango, 1895, su novela más popular, y al tono autobiográfico de Alba roja, 1901) y logró en un público muy amplio el impacto quizá más considerable de los primeros veinte años de este siglo. Contra mito tan arraigado, se atrevió la Montseny: «No hay librería ni biblioteca anarquista, ni lector anarquista que no posea las obras de Vargas Vila. Y se coloca el nombre de este genio mediocre y pedante junto a hombres tan diametralmente opuestos, tan infinitamente superiores, tan profundamente fecundos y grandes en su alma y en su vida como Bakunin, Kropotkin, Réclus y el mismo France, como si fueran perfectamente compatibles el revolucionarismo de Bakunin, el anarquismo racional y científico de Kropotkin y Réclus, y la fina ironía del inimitable Anatole France, con el énfasis retórico y vacío de Vargas Vila [...]. La mediocridad se manifiesta en mil maneras, siendo una de ellas y de las más perjudiciales el vargasvilismo y el amaneramiento en la literatura libertaria y en la misma actuación y modo de ser de muchos anarquistas»36. La requisitoria dio inmediatos frutos en una interesante polémica que todavía coleaba un año más tarde y que acabó refugiándose en las páginas de actualidad que flanqueaban cada número de La Revista Blanca: a favor de Vargas escribieron Ignacio Cornejo y, sobre todo, dos feministas libertarias cubanas, Julia Acosta y Matilde de Mota, mientras Federica Montseny replicó en tres ocasiones (núms. 35, 42 y 57) rematando la discusión con una nueva y tajante apelación al santoral libertario (Bakunin, Kropotkin, Réclus, Mella, Lorenzo, Malatesta, France, Hugo y Zola, en este caso) junto al que no podía hallar lugar «ese escritorzuelo [... ] que vende sus escritos y su conciencia al mejor postor, representante de los gobiernos, vicioso y pervertido». La importancia de la polémica sobre Vargas Vila refleja, pues, dos importantes aspectos del proyecto cultural anarquista: primero, su rápido abandono de las concesiones a las subversiones modernistas y, en general, pequeño-burguesas (aunque se reproduzcan invariablemente y aún más edulcoradas en la misma praxis artística de los militantes); segundo, la acusada escisión entre la normativa «oficial» y el gusto de los lectores, cuya orientación real intentaré esbozar en los últimos apartados de este trabajo.

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«La obra de los mediocres», La Revista Blanca, 30, 1924, pp. 17-18.

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EL SOCIALISMO Y LA LECTURA OBRERA La actuación cultural de los socialistas españoles fue mucho más conservadora, y ni sus definiciones sobrepasaron el nivel de afirmaciones genéricas sobre la necesidad de instrucción ni las propias tradiciones intelectuales que incorporaron parecían permitir un vuelo teórico mayor. Como iremos viendo en este apartado, la tarea de promover y definir una acción educativa se reservó casi siempre a un grupo de socialistas de cátedra no vinculado ni al partido ni al sindicato y que, sin embargo, estaba profundamente relacionado con la Institución Libre de Enseñanza y con el Instituto de Reformas Sociales. Un rápido repaso a las páginas de La Revista Socialista (1903-1905), órgano oficioso que vino a suceder a La Nueva Era (1901-1902), de García Quejido, demuestra, más aún que esta última, la aludida dependencia. Al margen de escasos y poco relevantes artículos doctrinales (de Pablo Iglesias y del director, Matías Gómez Latorre; alguno de Kaustky, de los italianos Sergi y Ferri y del argentino Ingenieros) y de las numerosas noticias de la organización socialista en el extranjero, la casi totalidad de los trabajos de carácter cultural llevan la firma del grupo mencionado y alguno incluso, como es el caso del artículo del sociólogo Manuel Sales y Ferré sobre las «Causas de la decadencia nacional» (núms. 1 a 3, enero y febrero de 1903), se limita a reflejar las más comunes ideas sobre el regeneracionismo. Así, entre contribuciones del catedrático de Derecho internacional Aniceto Sela, de los sociólogos Adolfo A. Buylla y Constancio Bernaldo de Quirós, del penalista Dorado Montero, casi lo más relevante en nuestro campo se halla en las series que firman Adolfo G. Posada (catedrático de Oviedo y luego de Madrid) y Rafael Altamira (de idéntico curriculum académico). Posada inicia en el número 6, 15 de marzo de 1903, una serie sobre las relaciones entre la universidad y el proletariado. Tras alguna afirmación muy genérica en la primera entrega, los tres artículos que siguen se limitan a resumir otros trabajos que ya habían aparecido en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza y en La España Moderna: el aparecido en el número 7, 1 de abril de 1903, se refiere a «La Extensión Universitaria y sus métodos de enseñanza»; el del número 8, 15 de abril, a «Las Universidades Populares», ante las que manifiesta mayor recelo que ante la Extensión; el del número 12, 15 de junio, por último, trata de «Las colonias escolares y los obreros», aduciendo, como en el primer caso, su experiencia ovetense en ese campo. La serie de Rafael Altamira

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tiene un mayor interés para nosotros, pues su tema, el teatro obrero en España, refleja una de las más interesantes realidades culturales populares del momento. El primer trabajo (núm. 4, 15 de febrero de 1903) hace sucinta historia de los orígenes románticos de la literatura obrerista y censa las primeras manifestaciones madrileñas de un teatro social (Juan José, de Dicenta; La de San Quintín, de Galdós, y El pan del pobre, de Llanas Aguilaniedo), pero parte de este trabajo y del siguiente (núm. 5, 1 de marzo) se dedica a la espléndida floración de esta dramaturgia en Cataluña, donde no solamente hay autores y obras (como El cor del poble, de Iglesias, y Els dos esperits, de Torrandell, cuyas sinopsis argumentales incluye), sino una organización popular de teatros independientes que recoge las experiencias francesas y alemanas de «teatros libres». Y a un modelo de estas actividades (el parisiense Teatro de Batignolles) dedica, precisamente, su último trabajo en el número 33, conmemorativo del Primero de Mayo de 1904. La única colaboración teórica —aparte de la serie de trabajos de William Morris— que firma, en este caso, un militante de procedencia obrera pertenece a Francisco Doménech, quien publica en dos entregas un largo y retórico vaticinio sobre «El arte en la sociedad futura» (núms. 54 y 55, 15 de marzo y 1 de abril de 1905). De Doménech, vinculado a la federación madrileña del PSOE, conozco un drama histórico muy discursivo, Roger Bacon, y una novela, Lo humano, publicada por Sempere, donde cinco jóvenes (Martín, estuquista; Eloy, mecánico; Juan, tipógrafo; Esteban, estudiante de medicina, y Justo, de profesión indeterminada) discursean en forma enternecedoramente pedante sobre los más varios problemas en una suerte de diálogos renacentistas. Y algo de este método hay en el artículo que comento, donde tras las habituales vinculaciones del arte del futuro a una sociedad sin clases y —en tanto— a la clase explotada, Doménech se pronuncia por la dignidad y la pureza del arte, hasta eliminar sus exaltaciones de la violencia (que documenta con algún poema de Herrera y con la conocida oda al 2 de mayo de Bernardo López García), de la taurofilia (el ejemplo nefando es ahora la «Fiesta de toros en Madrid», de Moratín el Viejo) y de la estamentalización social (para lo que aduce un romance histórico de Zorrilla). A cambio, Espronceda y Quintana le parecen nuncios de un arte democrático y exaltador del progreso en libertad. No deja de ser significativo que la anacrónica erudición romántica de Francisco Doménech reaparezca como inspiración fundamental en los numerosos poemas de militantes que publica La Revista Socialista y que

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son especialmente frecuentes en los cuidados y extensos números del 1 de mayo. Los más narran patéticas historias de miseria; así, «Una de tantas», de Juan Almela Meliá (hijastro de Pablo Iglesias y el más activo de los poetas de La Revista Socialista), canta las desgracias de una modista a domicilio (núm. 25, 1 de enero de 1904); «Vía Crucis», de Álvaro Ortiz (núm. 49, 1 de enero de 1905), las de un obrero parado que se desmaya de inanición en plena calle, suscitando las burlas de los señoritos que pasan por su lado; «En el presidio» (núm. 50, 15 de enero de 1905), Meliá narra el encuentro en prisión de un padre y un hijo que no se han visto hace quince años. Y concluyendo con apóstrofe tan revelador como éste, puesto en boca del desventurado padre: ¡El hijo de mi dulce compañera... por quién robé y maté, por quien la vida diera gustoso, si preciso fuera! Al crimen me lancé, desesperado, porque tu boca pan no me pidiera [...]. [...] Abrazados los dos, gritemos juntos: —Horrible sociedad, ¡maldita seas!

Si cualquiera de estos poemas refleja el impacto argumental de Juan José (la miseria familiar con conciencia prerrevolucionaria, la tentación del crimen, el oprobio de los humildes), la pequeña obra teatral en un acto, ¡Víctimas! (núm. 66, 15 de septiembre de 1905), parece reproducir lejanamente el argumento del impresionante y olvidado drama de Clarín, Teresa: Rosario, tejedora, víctima de la lubricidad de su patrón, aun habiendo resistido a su señuelo, se suicida, pero antes cuenta la verdad a Claudio, su marido y minero del carbón, quien opta por morir junto a su fiel esposa. En otras ocasiones, los poemas se ajustan a los modelos de una hímnica popular de la que ya Clara Lida ha ofrecido algunas muestras libertarias. Este es el caso de «Triunfo del trabajo», original de Antonio Leyssen (núm. 11, 1 de junio de 1903); de la oda «Al pueblo», de A. Martín Callobre (núm. 52, 15 de febrero de 1905), con cierto aire de Fray Luis, o del no muy glorioso himno, con letra y música de «Veritas» (¿el propio director Gómez Latorre?), en torno al tema de la jornada de ocho horas, que evoca así: La ley de las ocho horas en esta fecha emblemática,

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no haya, pues, conducta apática, y a exigir vindicación. La ley de las ocho horas surge de un móvil simpático, ya que hoy es problemático el trabajo y la instrucción.

Ripios esdrújulos que no sé si ceden la palma de comicidad involuntaria al paradójico arranque del estribillo: ¡Alerta, proletario! ¡Alerta, vive Dios! Que sea la jornada de corta duración. Estrechamente unido, al fin conseguirás vivir cual hombre libre y revolución social.

Pero si resulta sintomático de ciertas dependencias inconscientes que se invoque al Primero de Mayo con un sincero: «¡vive Dios!», no menos significativa es una invitación a la poesía proletaria entonada por el infatigable Juan A. Meliá con residuos de versos neoclásicos y evidentes imitaciones de fray Luis de León, todo ello escanciado en alejandrinos de abolengo rubendariano: Venid las lindas musas, bajad las hechiceras diosas de la poesía, llegar a mi redor. Salid ya del Parnaso, dejad al bello Apolo y haced de vuestras liras llegar a mí el rumor. Venid al mundo infame do reina la materia, al mundo miserable do tiene asiento el mal, y tras las blancas ráfagas de vuestra poesía, dejad siquiera un rastro de amor al Ideal.

Si ahora repasamos las recomendaciones bibliográficas que aparecen en todos los números de La Revista Socialista, se verá que la originalidad tampoco es excesiva. La mayor parte de la lista la ocupan las novedades científicas de la valenciana y tan citada editorial Sempere (Darwin, Proudhon, Renan, Björnsön, Herbert Spencer, Schopenhauer, etc.), cuya producción se apostilla en alguna ocasión con frase tan reveladora como «son libros de los que basta enunciarlos para que la perso-

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na que quiera ilustrarse se apresure a adquirirlos». Muy escasos son, sin embargo, los textos políticos socialistas: algunos de la Biblioteca Socialista de Buenos Aires, que ofrece folletos de Amicis, Jaurés y Plejanov; un libro de Kaustky, La defensa de los trabajadores y la jornada de ocho horas, y dos volúmenes de Enrico Ferri y Cesare Sergi, además de la insólita inclusión de Las prisiones, de Kropotkin (que, no obstante, se justifica con estas palabras: «[Kropotkin] como todos los ácratas honrados y de talento, opone a nuestras doctrinas los argumentos que su equivocado criterio le sugiere, no injurias». En el terreno propiamente literario son aún más exiguas las menciones: los poemas del compañero de Álvaro Ortiz, Rebeldías; dos comedias alemanas «de propaganda», aptas para ser representadas en veladas obreras, con los sospechosos títulos El retorno y El pollo, y, como dato más significativo, varias novelas de Blasco Ibáñez. A propósito de La catedral se dice concretamente: «Las novelas de Blasco deben leerse siempre y El Pueblo [periódico radical que el autor dirigía en Valencia] no debe leerse nunca».

LOS SOCIALISTAS DE CÁTEDRA Y LA EXTENSIÓN UNIVERSITARIA Con todo, el texto más programático de cuantos publicó La Revista Socialista pertenece a un destacado «socialista de cátedra», Rafael Altamira. Lecturas para obreros (indicaciones bibliográficas y consejos)37 es, por lo tanto, un programa veteado de cautelas y que, si bien pudo influir en las decisiones de algún bibliotecario o vocal de cultura socialistas, entra a menudo en abierta contradicción con las más reales tendencias que arriba reseñaba. En un trabajo más extenso di a conocer lo sustancial de aquel proyecto y a sus páginas remito ahora38, por más que la cuestión no puede reducirse a comentar con benevolente sorna las recomendaciones bibliográficas del buen catedrático de la Universidad de Oviedo. Porque sucede que, para Altamira, como para otros muchos de su entorno, la cuestión de la lectura obrera no era asunto baladí, ni pasajero objeto de preocupación paternalista, sino ingrediente de capital

37 Madrid, Imprenta de Inocente Calleja, 1904 (Biblioteca de «La Revista Socialista»). 38 La Edad de Plata (1902-1939), Madrid, 1981, pp. 84-85.

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importancia en la regeneración del país. Para quien, todavía en 1918, andaba en el brete de escribir un Manual del patriota español (como confesaba a sus oyentes de la Asociación de Maestros Nacionales de Valencia), la educación del proletario formaba parte de un complejo horizonte de esperanzas por el cual —decía un significativo epígrafe de su Psicología del pueblo español— cabía considerar a «La clase obrera como elemento de reserva para la regeneración». Y esto era así porque, como demostraba la experiencia de la Extensión Universitaria británica, Habiendo conseguido despertar el interés de los obreros hacia el arte —primer movimiento elevado de su espíritu, que lo dispone a mayores satisfacciones y lo educa y perfila—, se pudo ya acudir a las «conversaciones familiares» sobre cuestiones referentes a la conducta y a la vida de cada cual, excitando la reflexión, resolviéndoles dificultades y educándolos con el mismo hecho del trato «sin cumplidos» entre el profesor y el alumno, el señorito y el obrero [...]. Con solo que la Extensión Universitaria eduque al obrero en esos respetos; le haga conocer los goces elevados del arte, que pueden endulzarle tantas veces la vida y siempre le dignificarán; le descubra las ventajas de la buena urbanidad, apartándolo así indirectamente de la taberna y del juego; y le capacite para distraerse con tantas cosas gratis o baratas (la lectura, los museos, los conciertos, las reuniones familiares, las conversaciones de asuntos serios referentes a la vida individual y social), habrá hecho por él tanto como el taller y la escuela y lo habrá preparado para la obra social, nacional, que necesita de su concurso39.

De ese modo, pensaba Rafael Altamira, se iría cumpliendo una regeneración que no tendría valor moral si no era, a la par, obra de integración intelectual de lo que la perversión del crecimiento capitalista había dispersado. Pertenecía aquella convicción al rango de las esperanzas pero, como él mismo reconocía con alborozo, la vida social contemporánea ofrecía a diario síntomas eficaces de que algo iba cambiando. ¿Cómo, por ejemplo, cabía reservar el reciente neologismo de «intelectuales» a los ceñudos profesores, a los entecos eruditos que habitaban las salas de las bibliotecas o las infecundas tribunas de las sociedades científicas? ¿Acaso no había en otros muchos lugares anónimos «intelectuales» que convertían en decisión de vida y en luz de su destino la materia de los libros y las pasiones del arte? Eran éstos, señalaba con atrevida metáfora, «los foraminíferos de la construcción intelectual y

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Psicología del pueblo español (1902), Barcelona, 1918, pp. 251-252.

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humana» y «el fondo de reserva social que nos mantiene y que hará posible la regeneración de nuestro espíritu», pues estos héroes —que veía en términos sugestivamente próximos a los del Unamuno de la misma época— tienen la rara virtud de convertir en intensidad espiritual el yerto mundo de la letra, con ventaja sobre sus rivales, los decantados miembros de una presunta intelligentsia. Y son ellos, el modesto fabricante de harinas en cuya biblioteca figuran numerosas publicaciones de mecánica que constituyen su recreo habitual; otras, un tendero de ropas que lee a Carlyle en inglés, un cosechero de vinos que estudia a Hegel y a Krause; un obrero que me enseña con aire de triunfo la edición del Quijote publicada por la Academia y que gasta parte de sus ahorros en libros que no son de su oficio; un notario lector de Hauptmann; un comerciante que rinde verdadero culto a Wagner y a Beethoven40.

No puede ser ni más reveladora la nómina de foraminíferos (clases medias, menestrales y operarios) ni más sustanciosa la de lecturas o aficiones que cultivan. Ni puede ser otro el referente ideal de una preocupación de Altamira por la lectura y educación obrera que había de inspirarle la compilación de un atractivo volumen, Cuestiones obreras, editado en Valencia por Sempere, fechado por el prólogo en 1914 y dedicado «a los obreros de Asturias y Santander, colaboradores y compañeros en la Extensión Universitaria durante catorce años». Allí tuvo ocasión de ampliar, bajo el título de Lecturas y bibliotecas para obreros, las veinte páginas de la monografía que citaba líneas más arriba (Lecturas para obreros [indicaciones bibliográficas y consejos]), convertidas en casi sesenta de apretada letra. Lo que menos se modifica es lo referente a las lecturas recreativas, lo que no deja de ser sintomático. Entonces, como ahora, la lista de recomendaciones se endereza sin apenas comentarios: El Quijote de los niños; Robinson Crusoe; Episodios Nacionales, de Pérez Galdós, y algunas de sus primeras novelas; Cuentos populares, de Fernán Caballero (escogidos, porque los hay muy ñoños); Escenas matritenses, de Mesonero Romanos; Cuentos para niños, Páginas rusas, trozos de Guerra y paz y de Resurrección, etc., de Tolstoi; Cuentos, de Daudet; Corazón, Cuentos y El tranvía, de Amicis; Aventuras maravillosas, de Poe;

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Psicología y literatura, Barcelona, 1905, p. 79.

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Cuentos, de Dickens; La revolución francesa contada por un aldeano, Historia de un hombre del pueblo, El abuelo Lebigre, La cantinera, Federico el guardabosque y Cuentos, de Erckmann Chatrian; algunos Croquis americanos (costumbres obreras) de Bret-Harte; Cuentos escogidos de Andersen y de Perrault; Mis amores (cuentos), de T. Coelho; las Obras de Julio Verne; Viajes, de Marco Polo, y algunos libros de ese mismo género; cuentos escogidos de Palacio Valdés (verbigracia, Chucho o Solo, que son el mismo), Zahonero, Blasco Ibáñez, Oller, Pereda (de las Escenas montañesas), Palma (de las Tradiciones peruanas), Goethe (los publicados por la Bibliothèque Populaire, de París, que deben traducirse), Auerbach, Sterne y otros muchos que sería fácil reunir en colecciones baratas. De Zola podían escogerse algunos pasajes de varias novelas (no de todas) y algunos cuentos (de los menos libres), y lo mismo digo de Maupassant, quien en la mayoría de sus escritos es demasiado mundano y culto para que puedan convenir, ni aun interesar, a los lectores de quienes trato41.

Mucho más interesante es la ampliación de noticias y recomendaciones sobre lecturas formativas porque nos proporciona un sugestivo escaparate (que incluye hasta la indicación de los precios a la fecha) sobre lo que era un sector editorial en manifiesta expansión desde principios de siglo y cabe pensar que por causas no ajenas a las que lo traen a la pluma de Altamira. Se congratula éste de las muchas colecciones de divulgación que se ofrecen por poco dinero y que se han sumado a los estupendos manuales de Juan Gili y de Soler que ya citó en 1903. Les acompañan ahora los libros de la Biblioteca Enciclopédica Popular Ilustrada, del madrileño impresor Estrada; la Biblioteca de las Maravillas, del barcelonés Trilla y Serra, y los tomos de la Biblioteca Científico-Recreativa, de Madrid. Y todavía cabe sumarles, por más que tengan alcance distinto, las entregas de la Biblioteca Económica Filosófica, en la que Antonio Zozaya incluye traducciones de clásicos del pensamiento; los variados volúmenes de la Biblioteca Popular de la revista catalana L’Avenç, muchos dedicados a las bellas letras, y, por supuesto, la sugestiva serie de la Biblioteca Sempere (de la que luego hablaremos con más espacio) que tiene entre sus méritos el haber publicado cuatro tomitos de Réclus muy recomendados por Altamira como iniciación a la geografía. Pero la novedad que le suscita mayor entu-

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Cuestiones obreras, Valencia, 1914, pp. 69-70.

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siasmo es la reciente aparición de la Biblioteca Sociológica Internacional que dirige en Barcelona su amigo Santiago Valentí Camp para el editor Henrich y Compañía. Allí están libros fundamentales de Gumersindo de Azcárate y Francisco Giner, de Anatole France y Pedro Dorado Montero, El siglo de los niños de Ellen Key «lleno de eso que el vulgo llama atrevimientos y que no son sino sinceridades y penetraciones hondas de los problemas de la vida» y La esencia del cristianismo de Adolf von Harnack «tan leído y discutido en Alemania e Italia». «¡Qué lluvia de ideas sobre nuestro público! —comenta exaltado—, más necesitado que ningún otro de ser sacudido por el pensamiento moderno, no para que lo siga servilmente sino para que, fecundado por él, llegue a crear por sí propio, de un modo original, cuya dirección no puede ni debe prejuzgarse»42. La última parte del trabajo de Altamira se refiere a los sistemas de lectura que puedan hacer realidad el acceso a los libros encomiados. Por descontado, lo primero y urgente es la promoción de bibliotecas que deben ser exigidas en cualquier sociedad obrera que se precie y cuyos crecimiento y utilidad deben atender ayuntamientos y organismos de la administración pública. De preferencia, han de ser aquellas «circulantes» para que el libro llegue con más comodidad a quienes —calcula Altamira— no disponen de más de dos horas diarias como promedio para dedicarlas a la lectura. Y como no siempre la voluntad de instrucción encuentra la capacidad idónea en el sujeto, ha de estimularse la lectura en alta voz ante un auditorio reducido: El de más cultura del grupo y el que lea mejor, vocalizando bien y dando sentido a las frases, debe hacer de lector. Con esto enseñará, ante todo, a «leer bien» a los compañeros. Además, cuando estos pregunten sobre el significado de una palabra, sobre el alcance de una idea, podrá explicarlos, rompiendo con la mala costumbre de leer «por máquina», entiéndase o no lo leído, cosa frecuente en obreros y no obreros [...]. Deben escogerse para las lecturas obras o trozos amenos, sugestivos, que, aunque sean de ciencia, cautiven por su belleza [...]. Para las escuelas primarias de Puerto Rico, un español de gran cultura, benemérito por muchos conceptos (don Manuel Fernández Juncos), auxiliado en parte por la señorita Isabel K. Macdermott ha redactado una serie graduada de libros de lectura [...] con excelentes grabados y que contiene escritos en prosa y verso de Andersen, Palmer, Trueba, Walter Scott, Alarcón, Giner de los Ríos, Longfellow, Balart, Sierra, Pi y

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Ibíd., p. 58.

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Margall, Moratín, Heredia, Grimm, Revilla, Castelar, Franklin, Tyndall, Bello y otros muchos autores. Una colección semejante sería lo más propio para empezar las lecturas de un grupo de obreros43.

Siempre la autonomía organizativa de los interesados debe templarse con el buen sentido de un responsable que canalice los ímpetus de conocimiento hacia lo útil y la finalidad de la lectura hacia el enriquecimiento moral. Los «círculos de lectores» que Rafael Altamira postula al final de su trabajo, podrían ser, en ese orden de propósitos, espléndidas herramientas de formación, al modo de lo que ha conseguido, desde 1889, la Extensión Universitaria londinense que edita al respecto una revista de recomendaciones bibliográficas. «¿No podríamos —sugiere el autor— solemnizar en España cualquier Primero de Mayo, el más próximo, con la inauguración de una Sociedad semejante?»44. Y es que la experiencia ovetense de la Extensión es, como veremos por extenso enseguida, el referente fundamental de las ideas de Altamira, el modo de comunión espiritual que garantiza la incorporación activa del proletariado al esfuerzo regenerador nacional que en 1898 soñaba sobre las páginas teutónicas de los Discursos a la nación alemana de Fichte. O sobre las evocaciones de sus lecturas juveniles de Zola, como cuando, a propósito de una excursión a Caldas organizada por la Extensión, recuerda por un momento la vigorosa imagen de ciento cincuenta obreros y quince profesores andando por la montaña: Un momento hubo en que, al ver desde una altura la larga teoría humana, desarrollada en la línea ondulante de un sendero, alguien recordó aquella marcha del ejército popular que Zola ha descrito tan admirablemente en La fortuna de los Rougon [...]. Yo pensé [...]: —No estamos aquí «entre dos Españas». Estamos en la España nueva, en «la otra España» que tantos hombres de buena fe buscan inútilmente en el campo de la política y de las recetas de organización del Estado45.

No todo lo expuesto —y aunque tal cosa pueda parecer peregrina— estaba reñido con la realidad de la lectura obrera. Ni Perrault ni Andersen, ni Fernán Caballero, ni siquiera el liberal y decimonónico

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Ibíd., p. 81. Ibíd., p. 85. 45 Ibíd., pp. 131-132. 44

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Ruiz Aguilera, fueron autores leídos, pero, a guisa de ejemplo, un nombre como el de Edmondo D’Amicis sí alcanzó un prestigio que ya conocemos, y otro tanto cabría decir de Cervantes y de Galdós, Víctor Hugo y Zola. Donde, sin embargo, entroncaba a la perfección la totalidad de las recomendaciones era en el peculiar mundo de la Extensión Universitaria que, desde 1898, Altamira y otros compañeros claustrales habían llevado adelante en la Universidad de Oviedo. La idea de su realización fue propuesta por vez primera en el discurso inaugural del año académico 1898-1899 por el mismo Rafael Altamira, quien contó con el inmediato apoyo de Leopoldo Alas «Clarín» y del entonces rector Aramburu. La feliz circunstancia de contar con reciente instalación de luz eléctrica permitió habilitar las aulas para las clases nocturnas y un considerable número de catedráticos (Oviedo no disponía más que de dos pequeñas facultades: Ciencias y Derecho) brindó gratuitamente sus servicios para una tarea que en los años siguientes había llegado ya a los valles mineros (Trubia, Mieres), a Avilés y a Gijón e incluso a Santander y Bilbao. El sistema incluía —según el modelo inglés de Toynbee Hall y, en parte, de la Universidad Libre de Bruselas, regida entonces por el socialista De Greef— cursillos de tipos muy diversos (divulgación científica; higiene y enseñanzas prácticas; elementos de economía, sociología y derecho; historia de España y comentarios de obras literarias), excursiones científicas y recreativas e incluso una red de colonias escolares para hijos de obreros. Por más de diez años, la empresa de la Extensión fue un insólito testimonio de colaboración entre un interesante sector de la universidad española proveniente del krausismo (o krausopositivismo) y un núcleo de organización obrera tan importante como el asturiano. Muchos años más tarde, Andrés Saborit recordaría con emoción aquellos años y aquellos afanes en los que colaboraron activamente líderes como Manuel Llaneza y Manuel Vigil, y cuyos avatares se reflejaban semanalmente en una sección especial de La Autora Social, periódico socialista de Oviedo46.

46 Sobre la Extensión Universitaria de Oviedo, pueden verse S. Melón Fernández, Un capítulo de historia de la Universidad de Oviedo (1885-1910), Oviedo, 1963; Juan Velarde Fuertes, «Primera aproximación al estudio de la Universidad de Oviedo como enlace entre la Institución Libre de Enseñanza y el Instituto de Reformas Sociales», en Movimiento obrero, político y literatura en la España contemporánea, Madrid, 1974, y Leontina Alonso y Asunción García Prendes, «La Extensión Universitaria de Oviedo, 1898-1910», Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, LXXXI, 1974, pp. 119-170.

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Con propósitos parecidos, aunque sin la continuidad y la importancia ideológica del caso asturiano, se registraron también otras Extensiones Universitarias en Sevilla (1899), Salamanca (1901), Valencia, Barcelona y Granada (las tres en 1902), e incluso en el marco del Ateneo de Madrid (1904)47. Menos extendido, sin embargo, fue el fenómeno de las «Universidades Populares», que, como se recordará, Adolfo Posada consideraba menos eficaces que las Extensiones y que suponían una gestión directa por parte de los interesados. Como ocurrió con la constitución de las Casas del Pueblo, también aquí se anticiparon los republicanos radicales (todavía con una importante base de militancia obrera): A. Ruiz Salvador habla de una Universidad Popular madrileña, gestionada por jóvenes ateneístas y por ex-alumnos de Oviedo, que funcionó a partir de 1903, y un año más veterana es la de Valencia, fundada por Vicente Blasco Ibáñez y establecida en el Centro de Fusión Republicana de aquella ciudad. Un poco conocido volumen recoge las intervenciones de su primer curso de vida, iniciado por el catedrático institucionista y presidente luego del Instituto de Reformas Sociales, Gumersindo de Azcárate, con una ardiente defensa de la «Neutralidad de la ciencia» el 8 de febrero de 1903. Siguieron hasta veinticuatro intervenciones de Luis Morote, Vicente Peset, Jesús Bartrina, Miguel Orellano, Anselmo Arenas, los hermanos Milego y Luis Simarro, entre otros, quienes trataron temas históricos (la constitución política de Aragón o la crítica histórica), médicos (la muerte, la locura, la química fisiológica, el contagio, la higiene laboral) y generales, como el propio fundamento de la Universidad Popular o la misión de la ciencia en la civilización (ciclo de tres conferencias que pronunció el doctor Simarro). Quizá la más interesante para nuestro tema sea la que expuso Saturnino Milego con el título «Literatura popular» y que es, en realidad, un curso abreviado de conceptos literarios desde el supuesto de que la mejor literatura es aquella Una visión sobre el problema en otros lugares en el trabajo muy insuficiente de A. Ruiz Salvador, «Intelectuales y obreros: la Extensión Universitaria en España», en Cuatro ensayos de historia de España, Madrid, 1975, pp. 153-206, al que debe añadirse el de Jean Louis Guereña, «La projection sociale de l’Université a la fin du XIXè siècle: L’Extension Universitaire en Espagne», Higher Education and Society. Historical Perspectives, Salamanca, 1985, I, pp. 208-218. 47 Conferencias de la Universidad Popular de Valencia. Curso de 1902 a 1903, I, Valencia, 1904. Debo la consulta de este volumen a mi compañero el profesor Manuel Aznar Soler.

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que refleja, al margen de «lo culto», «las creencias, las aspiraciones, los sentimientos, en una palabra, la vida entera de los pueblos». Esta hipótesis le permite plantear la relación de los géneros literarios y, dentro de ella, la dependencia que la novela moderna tiene con respecto a los planteamientos del drama, puesto que, fenecida la épica, al relato corresponden «los grandes problemas y las más graves cuestiones sociales». Y la más destacada función en el ámbito de la lectura obrera, mal que pese «a la cruzada que contra la novela moderna se hace calificándola de realista, considerándola altamente peligrosa para la sociedad, afirmando que la novela moderna sólo busca el crimen, el vicio, el cieno, lo monstruoso de la realidad». Ya que tenemos que considerar la novela como el pan intelectual del obrero, porque mediante ella el obrero se ilustra durante las horas de recreo y descanso [...]. Leyendo novelas, el obrero aprende también a meditar y a pensar; el obrero se ilustra, el obrero reflexiona acerca de las graves cuestiones que le interesan tan de cerca; la novela es el libro de texto del obrero [...]. Bajo este punto de vista establecemos que la verdadera novela ha de aprovechar las condiciones propias del género poético para deleitar y las del libro científico para instruir48.

UNA CULTURA RADICAL: LA VALENCIA BLASQUISTA Pero la ciudad de Valencia, donde actuó la Universidad Popular de 1903, merece un apartado propio ya que, entre 1890 y 1930, la tercera capital de España dio vida a un sugestivo fenómeno político cuyo mayor interés es, precisamente, el haber constituido un mundo de cultura popular de signo radical que fue único en su tiempo: me refiero al blasquismo, complejo fervor de masas a cuyos rasgos de mito colectivo alude tan claramente el que su mismo nombre ya apele a la personalidad que lo aglutinó, la del novelista Vicente Blasco Ibáñez. Lo cierto, empero, es que ni en la ciudad levantina era cosa nueva una tradición editorial y artística de aquella orientación, ni a su peculiar composición social —pequeños propietarios campesinos, menestralía tradicional, clase media de abolengo progresista, fuertes contingentes emigratorios muy recientes (a los que pertenecía la familia del mismo Blasco)— le faltaban motivos para generar una movilización política de aquellos caracte48

Op. cit., p. 117.

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res, ni, por último y más importante, los grandes lemas del blasquismo fueron ajenos a la incipiente constitución del progresismo político en el mundo urbano español: anticaciquismo, anticlericalismo y republicanismo, por encima de todo. Y, sin embargo, nuestro blasquismo fue, por lo amplio de sus empeños, lo masivo de su sustento humano y su perduración, algo muy especial. Su mejor conocedor actual, Ramiro Reig, ha sabido evocarlo con mucha plasticidad al imaginar lo que debió ser el recibimiento valenciano de 1933 al féretro que traía, desde Menton, los restos de Blasco (que había muerto allí en 1928): No pocos de aquellos hombres y mujeres que acompañaban su último paseo por las calles de la ciudad apenas le habían conocido. Tendrían cuatro o cinco años cuando Blasco, en plena campaña electoral, recorría las calles del barrio del Carmen acompañado de correligionarios y era invitado por una robusta patrona a tomar una copa de anís. Bien podría ser que sus ojos de niño se abrieran por primera vez con asombro para contemplar la carrera de los moros traídos de Argelia por el ayuntamiento o las divertidas comparsas de Carnaval que «desde que mandan los republicanos en el Ayuntamiento —les dirían sus padres— ya no es de los ricos» y que luego prohibió la Dictadura [...]. Aquel que está allí y que se llama Germinal es uno de aquellos niños que llevaban a inscribir en el Registro Civil en una solemne ceremonia laica. Entonces nadie preguntaba por qué le habían puesto un nombre tan raro ya que la novela de, Don Emilio, otro que decía la verdad, la conocían todos y el homenaje que le hicieron en el Principal fue apoteósico. Los padres se han encargado de transmitir estupendos recuerdos. Les han dicho que entonces los valencianos plantábamos cara a los gobernadores de Madrid y les hacíamos dimitir cuando se ponían gallitos, que Valencia era el único sitio donde los curas no mandaban, que los estandartes republicanos se paseaban por las calles al son de la Marsellesa, que entonces, siempre entonces, «los de las blusas» entraban en el Ayuntamiento como en su casa y aplaudían e interrumpían en los plenos cuando querían49.

Y así era, efectivamente, treinta y algunos años atrás de lo evocado, el abigarrado mundo de las clases populares que hicieron de Blasco y

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Blasquistas y clericales. La lucha por la ciudad en la Valencia de 1900, Valencia, 1986, pp. 9-10. Las difíciles relaciones del blasquismo y el proletariado pueden verse en otro volumen del autor, muy documentado pero menos maduro de conceptos que el ya citado: Obrers i ciutadans. Blasquisme i moviment obrer. València, 1898-1906, Valencia, 1982, especialmente el capítulo «La tradició democràtico-radical», pp. 346-370.

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sus amigos políticos mitos perdurables y sus diputados casi vitalicios. Con certeza, los menos entre aquellos eran obreros en sentido estricto y, de hecho, quienes pertenecían a esa clase social y estaban organizados desconfiaron primero y se enfrentaron después con el populismo blasquista. Pero, como arriba hemos recordado al hablar de un suelto de la Revista Socialista y al citar por extenso al propio Rafael Altamira (que fue amigo de juventud y compañero universitario de Blasco), ¿cómo podían faltar las novelas de don Vicente en una biblioteca obrera y cómo no podían estar los libros de Sempere, que valían una peseta, entre los alimentos fundamentales de una verdadera conciencia de clase? Y si la admonición socialista prevenía contra la lectura de El Pueblo, a algo debía obedecer aquella precaución contra el periódico que Reig ha definido inapelablemente: El blasquismo es impensable sin Blasco y, a su vez, éste, como político, no hubiera sido nada sin su periódico. El Pueblo es nexo de unión y activador, cohesiona, agita y educa. Es el medio de identificación partidista por el que el lector se siente militante, y es también el fin del horizonte mental de muchos de sus lectores50.

Había nacido el 12 de noviembre de 1894, tras de algunos significativos tanteos de su mentor en el mundo de la letra impresa: así, en la publicación de su Historia de la revolución española (3 vols., 1891-1892) y en una editorial, «La Propaganda Democrática», que imprimió con éxito halagüeño unas obras completas de Voltaire. Por doce años lo dirigió Blasco y mantuvo idénticos formato, objetivos y hasta secciones, pues con regular periodicidad su director estaba presente para sus lectores ya fuera en la serie editorial «Lo del día» o, en su dimensión de divulgador, esbozando caracteres en una denominada «Galería popular» que lo mismo acogía a Wagner que a Beethoven, a Zola que a Danton, a Michelet que a Lamartine. Ni faltaba el folletón que unas veces traía una novela del mismo Blasco Ibáñez y otras una de Zola (La taberna o La débacle), de Erckmann-Chatrian, Alphonse Daudet o El jorobado de París de Feval.

50 Blasquistas y clericales, ed. cit., p. 221. Sobre El Pueblo puede verse también F. León Roca, Blasco Ibáñez: política i periodisme, Valencia, 1970, que incluye (pp. 161177) relación completa de los artículos publicados por Blasco en su periódico hasta 1912.

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El 1 de enero de 1900, El Pueblo —que seguramente tiraba ya unos diez mil ejemplares que llegaban a toda España— anunciaba un significativo esfuerzo cultural: «El Pueblo publicará todos los días artículos de alguno de los siguientes autores: de política: Nicolás Salmerón, Joaquín Costa, Miguel Moya, José Nákens, Nicolás Estévanez, Manuel Troyano, Miguel Morayta, Alfredo Vicenti, E. Menéndez Pallarés, Alejandro Lerroux, Emilio Junoy, Eusebio Corominas, Fernando Gasset, Vicente Blasco, Rodrigo Soriano, Roberto Castrovido, Claudio Frollo, Rodríguez Abarrategui, José Cintora; de ciencia: Eduardo Benot, Gumersindo de Azcárate, Agustín Sardá, José Verdes Montenegro, Rafael Altamira; de literatura y arte: Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas, Mariano de Cavia, Jacinto Octavio Picón, Luis Bonafoux, Eusebio Blasco, Francisco Fernández Villegas, Ramiro de Maeztu, Pedro Corominas, Adolfo Luna, Manuel Bueno, Enrique Rodríguez Solís, Alejandro Miquis, José Estrañi, Ramón Sánchez Díaz, R. Sarmiento, I. Salaverría, Eduardo Marquina». Los números que siguen cumplieron a medias la promesa y solamente algunos de los relacionados en ese cuadro de honor del progresismo español finisecular se animaron a contribuir en las planas del rotativo valenciano. Blasco pensaba que el nuevo siglo que había de llegar merecía ser recibido con un esfuerzo de emancipación por la cultura, aunque los motivos de entusiasmo no abundaban. Por su esfuerzo y a sus expensas, El Pueblo había abierto en 1898 una modesta biblioteca, pero a la fecha de 5 de enero de 1900 todavía no se había echado de menos un solo libro. En su artículo «Pan del alma» —donde cuenta esto—, el director reclama del ayuntamiento una biblioteca pública que abra sus puertas por la noche. De ese modo, exclama, «¡cuántos jóvenes arrancados a la taberna y al escándalo para bien de la cultura y del progreso! [...]. Así, podrían las familias, en las noches de invierno y en torno a la mesa, instruirse en una continua lectura». «Que nadie —concluye— niegue al pobre el pan del alma.» Los flamantes colaboradores nuevos que anunciaba el número 1 de enero mantenían al respecto opiniones diferentes. Ramiro de Maeztu, que entrega cuatro artículos entre enero y junio de aquel año, está, como de costumbre, en contra de cualquier esfuerzo de cultura que no brote de una poderosa afirmación de voluntad de poder. Nada, en la España de 1900, le recuerda, ni de lejos, un estímulo vital de esa índole y, antes bien, le suscita el aroma inmemorial de la beatería parlera y la retórica infecunda que caracterizan a todos. «Ni viejos ni jóvenes» se titula significativamente su aportación de 9 de febrero en la que se pregunta con sarcasmo:

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LA DOMA DE LA QUIMERA ¿Qué haría Ruskin siendo socio del casino de Madrid? ¿Cómo sacar un Nietzsche de los discípulos de Giner de los Ríos? ¿Qué sería de D’Annunzio si Monte-Cristo le corrigiera las cuartillas? Y no ya los artistas solamente. Si Napoleón nace en España hace cuarenta años, para estas fechas ya le ha expulsado del ejército un tribunal de honor... y de ascensos. Si Cecil Rhodes o Pullmann o Vanderbilt son de Valladolid, se encontrarían trabajando en el bufete de don Germán Gamazo.

Pero Leopoldo Alas no ve las cosas bajo la óptica de aquel batallón prejuicio de la «lucha por la vida» que obsesionaba al camorrista Maeztu. Antes al contrario, su colaboración —que totalizó cinco artículos (hasta el 10 de septiembre de 1900)51— comenzó con uno muy sintomático titulado «El ejemplo de Valencia» (27 de febrero de 1900) en el que elogia sin reservas aquellas ciudades que, dentro del pantano de la inercia nacional, pugnan por «salirse del montón»: así sucede con Barcelona donde «hay vida espontánea, original, no en el sentido que quieren los catalanistas del separatismo sino en otro más alto, noble y perfectamente compatible con la natural subordinación al organismo nacional»; con Bilbao, que está creando una poderosa industria; con Zaragoza, que ha traído la convocatoria de la asamblea nacional de productores; con Oviedo, que puede presentar el rico acervo de su Extensión Universitaria y con Valencia, que tiene un periódico como El Pueblo y que dio muestra de su civismo consciente en la multitudinaria manifestación del homenaje postumo a Emilio Castelar. El 23 de febrero, Clarín presentó a sus lectores lo que serían sus futuras colaboraciones bajo el título común de «Como gustéis» y el 18 de mayo ofrecía la primera para recordar su encuentro con Luis Morote y la historia de aquella cátedra de Oviedo que acabó por ganar al periodista valenciano, Adolfo González Posada. El 9 de julio, una nueva colaboración trata de la impresión que le han causado el Ariel de José Enrique Rodó y los Tres ensayos de Unamuno, artículo que refunde otros dos bien conocidos. Y, el 10 de octubre, concluye su contribución con «La última noche», un recuerdo personal de Castelar. El 27 de febrero del año siguiente moría Alas en Oviedo. El Pueblo no dio la noticia de inmediato ni consagró ningún artículo a su figura;

51 Señaló su existencia pero no los localizó Yvan Lissorgues en su útil Clarín político. Leopoldo Alas, periodista, frente a la problemática política y social de la España de su tiempo (1875-1901), Toulouse, 1980, I, p. XX, nota 5.

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solamente el 9 de julio, «la víbora de Asnières», Luis Bonafoux, dedicó a su memoria un desdichado epitafio: «España debe alegrarse del homicidio de Cánovas y debe alegrarse del fallecimiento de Clarín, porque el dómine Cánovas en política y el dómine Clarín en literatura simbolizaban una represión histórica.» Pero, mal que nos pese, esos eran los estigmas y la gloria de El Pueblo. Y esos eran también los tonos de sus campañas culturales, siempre propicias al desgarro de vestiduras y a la búsqueda de culpables. El 3 de agosto de 1899, por ejemplo, una nota anónima, titulada «El país de la ignorancia», contrasta los veinticinco mil ejemplares que ha editado la Marianela galdosiana en más de veinte años de vida editorial y los cuatrocientos mil que alcanza Sapho de Daudet en sólo quince: «Bien se conoce —asevera el comentarista— que este es un país educado por frailes y jesuitas [...]. Rara es la casa donde hay un armario de libros. En cambio, la devoción brutal, irreflexiva y provocadora se desborda y, no contenta con las grotescas estampas que adornan las habitaciones, planta la enseña jesuítica, el Corazón de Jesús, en las puertas de las calles». Desde criterios tan elementales, la lectura de Zola o un filete de carne comido los viernes con público regodeo tienen idénticos efectos de afirmación y conviene entenderlos en lo que son: la pueril manifestación del dolor de una llaga cuya localización precisa señalaban bien, aunque no conocieran las causas profundas del mal que la provocaba. La cultura, claro está, se subordinaba muy a menudo a esa ética enteriza y adusta del hombre «emancipado» y «sin prejuicios». Y algo como el estreno de la Electra de Galdós en Valencia podía transformarse en un motín, con mayor motivo del que ya había significado en el resto del país52. A su representación, el 22 de mayo de 1901, acudieron Vicente Blasco Ibáñez y Rodrigo Soriano, flamantes diputados por Fusión Republicana (habían sido los más votados de la circunscripción), y las ovaciones que escucharon se fundieron a las que celebraban la victoria de Máximo y Electra sobre las maquinaciones de Salvador Pantoja. Aquel era, dice emocionado el revistero, «el pueblo más culto y artista de toda España

52 Los artículos clásicos sobre ese resonante estreno son los de Josette Blanquat, «Au temps d’Electra (documents galdosiens)», Bulletin Hispanique, LXV, 1963, pp. 253308, y E. Inman Fox, Galdós Electra: a Detailed Study of its Historical significance and the Polemic between Martínez Ruiz and Maeztu», Anales Galdosianos, I, 1966, pp. 131141, a los que se une la monografía de Fernando Hidalgo, «El estreno de Electra» de Pérez Galdós en Sevilla. Un estudio de socio-literatura, Sevilla, 1985.

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[...]. Es el mismo que mandó un mensaje de felicitación a Zola y protestó de la excomunión de Tolstoi, el que declaró hijos predilectos de Valencia a Sorolla y Benlliure, el que anoche se reunió para admirar al genial Galdós». Dos meses después, el 19 de julio de 1901, El Pueblo recoge la noticia de que se ha ganado en la Dirección General de Registros un recurso contra la decisión del juez municipal, Federico Serantes, que había querido impedir que se inscribiera con el nombre de Electra la hija del artesano José Barroso. El 25 del mismo mes, un divertido editorial de Roberto Castrovido comenta el suceso y se felicita de su final. Y es entonces, a la vez que arrecia la campaña anticlerical y cada día se descubren casos de homosexualidad en colegios religiosos, de abusos de las monjitas en los hospitales, de «provocaciones» públicas en las procesiones piadosas, cuando, el 14 de junio, la editorial Sempere lanza su serie de libros populares que, por tanto tiempo, serían los evangelios de aquella cultura radical y popular que Valencia exportó a toda España y a América. A lo largo de ese año y del siguiente puede seguirse lo que fue el despliegue de aquella colección, y la lectura de sus títulos no es mala orientación de cuanto, páginas más adelante, nos ratificarán las ofertas de libros por parte de la prensa obrera. Fue el número primero La conquista del pan de Kropotkin y le siguieron, El horla y La mancebía —La maison Tellier, imagino— de Maupassant, Sebastián Roch (la educación jesuítica) de Octave Mirbeau, Evolución y revolución de Elisée Réclus, Las flores rojas de Rodrigo Soriano, La cortesana de Alejandría (Thaïs) de Anatole France, La muerte de los dioses de Dimitri Merejowski —que se publicó para contrarrestar el éxito de la católica Quo vadis? sobre cuyos méritos habían discutido Luis Morote y Rodrigo Soriano en una interesante polémica de octubre de 1900—, El dolor universal de Sébastien Faure, las Novelas y pensamientos de Wagner, El mandato de la muerte de Zola, Epíscopo y Cía. de D’Annunzio, La verdadera vida de Tolstoi, Flor de mayo de Blasco, los Cuentos amorosos y patrióticos de Daudet, Centinela... Alerta de Matilde Serao y el Diccionario filosófico de Voltaire, que tantas veces nos hemos de volver a encontrar como cifra y compendio de la ruptura con la hipocresía y de la aurora del nuevo pensamiento.

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DIVULGACIÓN Y POLÍTICA: CALENDARIOS Y ALMANAQUES No andaba descaminado Saturnino Milego en aquella afirmación (que hemos leído páginas atrás) sobre las relaciones de la ciencia y la novela, ya que —en el contexto de la peculiar polivalencia del libro obrero— esta última fue tan leída por lo que tenía de ficción como de mera información «científica». Así, la reiterada presencia de los libros de Julio Verne en ediciones populares (como las del barcelonés Ramón Sopena) y hasta el gusto proletario por las fabulaciones utópicas con base en la ciencia (como las de H. G. Wells que aparecen tempranamente en el catálogo de Maucci) representarían esta función subsidiaria de lo narrativo, al lado de la conocida preocupación de los lectores obreros por las ciencias más «informativas» (astronomía, geografía descriptiva, zoología, fisiología, historia...). En realidad, si se quiere rastrear los inicios de la divulgación científica en el marco de la lectura obrera, habría que acudir —mucho más allá de Verne o de Wells— a los venerables folletines decimonónicos, que, contra lo que se suele creer, no solamente reprodujeron novelas «sociales» (al estilo de Los misterios de París y María, o la hija de un jornalero), sino también novelas «históricas» y, muy frecuentemente, historias (como la universal de Cesare Cantú, las de las revoluciones escritas por Pi y Margall o Castelar, la de los Borbones debida a Fernando Garrido), geografías pintorescas, libros de viajes (como el dedicado por Ayguals de Izco a la Exposición de París), diccionarios históricos (como El panteón universal, del mismo Ayguals) y, muy especialmente, enciclopedias populares53. La amplia difusión de estas obras entre 1850 y 1880, por lo menos, explicaría buena parte de esa apasionada vocación por la cultura que caracteriza a amplios sectores del proletariado español de principios del siglo XX: ya en baja la difusión por entregas —aun-

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La bibliografía sobre las «entregas» en España empieza a ser notable. Aquí no nos concierne tanto el problema ideológico literario de las narraciones que vehiculó el folletín (que han estudiado Leonardo Romero Tobar, Joaquín Marco y Juán Ignacio Ferreras, entre otros), sino la relación del mismo vehículo con la prensa y la divulgación: en suma, y por utilizar los sobados términos macluhanianos, por lo que tiene de medio y no de mensaje. A esto se acercan los artículos de Antonio Elorza, «Periodismo democrático y novela por entregas en Wenceslao Ayguals de Izco», Estudios de Información, 21-22, 1972, páginas 87-119, y Jean François Botrel, «La novela por entregas: unidad de creación y consumo», en Creación literaria y público..., pp. 111-155.

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que no muerta ni inactivos los libros que la habían sustentado—, las colecciones populares de manuales (a las que se refería Altamira en su Lectura Obrera) y el próvido catálogo de Sempere fueron los nuevos sustentáculos de esta modalidad de lectura. No debe sorprender, por lo tanto, que las revistas libertarias, a las que aludía dos epígrafes más allá, ocuparan buena parte de su espacio físico con trabajos de divulgación científica y noticias comentadas del progreso técnico, al igual que lo hacían las muy burguesas Revista Contemporánea y La España Moderna y con calidad y rigor no menores. Abonaban estas tendencias dos ideas muy arraigadas y a las que ya he hecho referencia anteriormente: de una parte, la convicción —argüida por Anselmo Lorenzo— de que el proletariado era heredero del saber y del progreso acumulado por generaciones anteriores no forzosamente proletarias; de otra, el pensamiento —esbozado, por ejemplo, en la «Literatura popular», de Saturnino Milego— de que algo, y aun todo, de popular y revolucionario alentaba en las grandes fechas y en los grandes nombres de la historia de la cultura y de la ciencia. Y, a despecho de las polémicas sobre la «genialidad» y su licitud revolucionaria, la cultura proletaria se aplicó con entusiasmo a entronizar un auténtico santoral histórico y científico del que se hicieron portavoces las revistas, los periódicos, los almanaques y los calendarios, que tanto abundaron en los años objeto de mi estudio. La segunda etapa de La Revista Blanca ofrece, a este respecto, una serie de significativas secciones fijas: «Curiosidades históricas y científicas» (por el Bachiller de Salamanca), desde el primer número, presenta una serie de anécdotas y noticias de los dos ámbitos enunciados; «El hombre y la obra» lleva el explícito subtítulo «Antología de grandes pensadores»; «La obra de la humanidad» narra la pequeña historia de los grandes inventos; «Las vidas agitadas», iniciada como sección en 1924, ofrece breves biografías de un heteróclito grupo de personalidades (Augusto Blanqui, El Empecinado, Juan Huss, el general Torrijos, pero también Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Beaumarchais, Dante, Diógenes, Sócrates, Paracelso, Petrarca, Lope de Vega, Franz Liszt, Rabelais, Quevedo, Bernat Metge, Spinoza, etc.), y, por último, «Efemérides del pueblo», redactadas por Soledad Gustavo, es una breve memoria de acontecimientos históricos al hilo del calendario. Secciones de esta índole son, precisamente, la médula del contenido de dos interesantes formas de cultura impresa, no desconocidas en el siglo XIX y sobre cuya importancia llamó la atención hace unos años el llo-

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rado Rafael Pérez de la Dehesa: los calendarios y los almanaques54. Unos y otros podían ser publicación independiente —como lo siguen siendo a la fecha: recordemos el popular «Calendario zaragozano»—, pero con más frecuencia se vinculaban, sobre todo los últimos, a una revista o periódico. Distinguirlos por algo que no sea su rótulo es difícil: unos y otros aparecían con el cambio de año y, en principio, informaban de las festividades y características del año entrante; unos y otros incluían parte gráfica y parte literaria (la primera, ausente en los calendarios «independientes»); unos y otros competían por el número y calidad de sus colaboradores, anunciando profusamente su salida; ambos, por último, servían manifiestamente de consabido y aceptado sacramento de comunidad política, pues había —como es lógico— almanaques y calendarios socialistas, republicanos, federales, carlistas, católicos y hasta «independientes». Un buen ejemplo de calendario popular no vinculado a revista alguna puede ser el Calendario del obrero para 1909 (citado por Emili Giralt et alii en su inapreciable Bibliografía)55, cuya autoría parece ser la del socialista Juan José Morato, quien los envía y vende al precio —algo elevado— de quince céntimos. El pequeño calendario ofrece las informaciones aún hoy usuales en este tipo de impresos (tabla de pesos y medidas con sus abreviaturas y las reducciones de los antiguos al sistema métrico decimal; horarios de salidas y puestas de sol y calendario de fases de la luna; normas para pronósticos meteorológicos a simple vista; tarifas de correos y telégrafos; población y extensión de diferentes países, y, como información más del caso, una tabla para reducir el jornal semanal a jornal-día), además de suministrar el calendario normal con las ya conocidas efemérides del día (a título de ejemplo, diremos que el 1 de enero corresponde a la sublevación liberal de Riego en 1820). Pero lo más sintomático es, ciertamente, el resto: las frases históricas que completan las páginas (hay dos de Marx y una de García Quejido, Pablo Iglesias, José Verdes Montenegro, Guesde, Ferri, Jaime Vera, pero también de anarquistas como Anselmo Lorenzo, Proudhon, Faure y Kropotkin, y otras de personajes tan inesperados como Iriarte, Balmes, Ramos Carrión, Campoamor y Tirso de Molina); el decálogo del obrero 54 «El acercamiento de la literatura finisecular a la literatura popular», en Creación literaria y público..., p. 160. 55 Emili Giralt, Josep Termes, Albert Balcells, Alfons Cucó, Bibliografía dels moviments socials a Catalunya, País Valencià i les Illes, Barcelona, Lavínia, 1972, p. 159.

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(completado por el «decálogo social» de Jefferson Davis); algunos cuentecillos de tono social... En esa línea, el autor del Calendario del obrero se muestra muy preocupado por la información laboral de carácter práctico: así se reproduce la reciente Ley de Accidentes de Trabajo, se facilita un amplio directorio de organismos obreros internacionales y españoles y se relaciona una larga nómina de revistas y periódicos proletarios (que incluye también la prensa libertaria). A esto responde también la reproducción de las normativas de reunión, manifestación y asociación, ilustradas todas con dechados de instancias dirigidas a la administración para usar de tales derechos. La nota chusca —y en gran manera entrañable— es que tales modelos incluyen nombres y apellidos conocidos: así, por ejemplo, se transcribe una imaginaria «acta de constitución» —en Toledo y a 4 de septiembre de 1864— de la sociedad llamada... «La Internacional», teniendo como presidente a Carlos Marx, como vicepresidente a Bakunin, tesorero a Fourier, contador a Saint-Simon, secretario a Engels y vocales a Graco Babeuf, Louise Michel, Wilhelm Liebknecht, Lavroff y Proudhon... La modalidad del almanaque es más frecuente que la del calendario, ya que de aquéllos dispusieron casi todas las revistas y todos los periódicos españoles anteriores a 1936, particularmente los vinculados al radicalismo. En ese sentido, un repaso a los publicados por El Diluvio, en Barcelona, por El Liberal, en Madrid —por citar dos órganos de prensa republicana de amplia incidencia en medios obreros—, tendría un subido interés, pero aquí, y como ejemplo, he preferido traer el modélico Almanaque para 1928, que ofreció a sus suscriptores la colección La Novela Ideal, fundada, como se sabe, por Federico Urales y vinculada a La Revista Blanca. Abre el almanaque el consabido calendario con efemérides (que ofrece pocas novedades con respecto al del Morato) y sigue una alegoría de las cuatro estaciones del año con textos de Urales, ilustrada con dibujos —más románticos que modernistas— que representan figuras de mujer de las novelas más conocidas del propagandista libertario. Las colaboraciones que completan el volumen son de lo más diverso: hay evocaciones históricas (de autores muy significados: «Un rincón de París bajo el II Imperio», de Jean Grave; «Recuerdos de la Comuna de 1871», de Carlos Malato; «Bakunin y Garibaldi en 1864», de Max Nettlau; «De mis recuerdos», de Soledad Gustavo), artículos teóricos sobre anarquismo («El sueño de Antístenes», de Hans Ryner; «El nuevo capitalismo», de Rudolf Rocker; «La novela de folletín», de Camilo Berneri) y abundantísima divulgación científica y meras curiosidades

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(«Los monumentos de Madrid», con la firma poco esperable de Manuel B. Cossío; «Cómo puede electrocutarse un hombre», de Henri Fernot; «El reloj terrestre está descompuesto», de F. Baldet, además de una respetable cantidad de notas breves y anónimas: «El arte de descubrir los manantiales», «Bruselas y sus alrededores», «Lo que tardan los huevos en digerirse», «Los cuatro países más minúsculos de Europa», «Lo que se hace con el hormigón armado», «Las expulsiones que han sufrido los jesuítas» o «Cuidados que se deben prestar a los niños», entre otras).

UNA REVISTA CIENTÍFICA OBRERA Es difícil decidir si la obsesión cientificista que venimos observando en la lectura obrera proviene de una demanda real de los sujetos, corresponde a los prejuicios teñidos de paternalismo pequeño-burgués de parte de sus dirigentes y mentores o si ambas cosas se entremezclan. Tal dilema se plantea, por ejemplo, al considerar —más allá del mundo de las revistas ideológicas y aun de calendarios y almanaques— la existencia de un número considerable de revistas exclusivamente «científicas» que, a principios de siglo, parecen heredar la pugnaz tarea divulgadora que, desde mediados del mismo, anduvo ocupando un elevado porcentaje de la difusión editorial por entregas. La revista barcelonesa La Ilustración Obrera (1904-1906) es un claro ejemplo, aunque no el único, de los límites y aspiraciones de tal tipo de publicaciones. Su mismo título remite de inmediato a la onomástica —para la fecha algo anacrónica— de los magazines que fueron pasto de las clases medias desde la época romántica: «Ilustración» hispanoamericana, «Ilustración» del clero, «Ilustración» del magisterio, «Ilustración» de los comerciantes..., son denominaciones que extraigo en una rápida ojeada a lugar tan común como el Manual de Palau y Dulcet. Como propietario y editor de esta Ilustración Obrera aparece un tal J. Masgrau y Planas, quien no debió hacer un negocio muy saneado con un semanario bien ilustrado y presentado que se vendía al módico precio de diez céntimos. Antes bien, semeja un rentista con inquietudes de mecenazgo, seguramente en la línea de algunos próceres republicanos catalanes de fortuna más que mediana que legaron a su muerte o sustentaron en vida fundaciones obreras de esta u otra índole. Así, por ejemplo, la revista que nos ocupa alentaba a sus lectores regalando, mediante el pago de la suscripción anual, boletos para el sorteo de una

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«casa higiénica» que el señor Masgrau y Planas hace construir a sus expensas en el barrio del Guinardó y que, por el aspecto que ofrecen sus fotografías, resulta un holgado chalet de dos plantas con jardín. La vivienda fue, efectivamente, sorteada en mayo de 1905 y correspondió a un menestral barcelonés que optó por aceptar el premio alternativo de cinco mil pesetas. Ratifica la impresión de encontrarnos ante un mecenazgo desinteresado el deseo de los editores de mantenerse al margen de toda opción partidaria excluyente, aunque vindicando como propias las aspiraciones de emancipación proletaria: «No nos hurtaremos nunca —expresa la proclamación inaugural— a los graves problemas que avizoran al obrero y que preparan una radicalísima transformación social». Del mismo modo, esta predisposición favorable y aun esperanzada hacia la redención de los humildes, tan típica de un sector del pensamiento radical en aquellas fechas, se expresa con conmovedora claridad en la felicitación del Año Nuevo que la revista inserta en su primer número de 1905: «La Ilustración Obrera desea a sus queridos lectores en el Año Nuevo energías para la lucha por el mejoramiento social y salud para soportar ésta sin abatimiento». Por lo mismo que se quiere independiente, pero no ajena a la movilización generalizada de la clase obrera, La Ilustración procuró erigirse en portavoz de la intelectualidad sensibilizada hacia los problemas sociales. Sus dos primeros números (correspondientes al 20 y al 27 de febrero de 1904) recogen, por ejemplo, las opiniones favorables al proyecto de una significativa nómina de hombres de parlamento y pluma —Unamuno, Eduardo Benot, Gumersindo de Azcárate, Jacinto O. Picón, Santiago Alba y Adolfo Posada— que vuelve a figurar como tal cuando un número extraordinario celebra la colocación de la primera piedra de la casa que se ha de sortear entre los lectores (núm. 12, 7 de mayo de 1904). Y los mismos colaboradores más otros afines redactan, desde el primer número, una sección con el título general de «Crónicas del sábado»: la inicia Joaquín Costa con «Los cambios y la europeización»; sigue Dicenta con un significativo artículo titulado «Fuerzas nuevas» (donde recoge sus impresiones en la inauguración de un centro cultural obrero), y, en entregas sucesivas, aparecen Unamuno, Federico Urales, Adolfo A. Buylla, Rafael Altamira, Juan José Lorente y otros. Con todo, el entusiasmo de los intelectuales parece enfriarse a la altura del número 40 y la sección pierde regularidad: la mayoría de las escasas «Crónicas del sábado» de 1905 son obra personal de Anselmo Lorenzo,

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quien ofrece a lo largo de doce números (a partir del 39, 12 de noviembre de 1904) su trabajo «El banquete de la vida», y luego (números 63 al 65, 29 de abril, 6 y 13 de mayo de 1905), la serie «El Quijote libertario», interesante interpretación de la obra de Cervantes desde la perspectiva ideológica que el propio título explicita. Quizá la más significativa —y por lo que se me alcanza, desconocida— de estas colaboraciones intelectuales sea la de Miguel de Unamuno, baja reciente en el Partido Socialista, y cuyas preocupaciones de entonces son, como él mismo declararía en las cartas de la época a Luis de Zulueta, fundamentalmente religiosas. Esto no obstante, el Unamuno de La Ilustración Obrera sigue adjudicando un papel primordial al proletariado en un vago e idealista proyecto de regeneración nacional que todavía habría de obsesionarle durante bastantes años: «El llamado pueblo —escribe, por ejemplo, en la «opinión ilustre» remitida al número inaugural de la publicación—, las clases más necesitadas, es el que lee relativamente más [...]. Si yo creo en el resurgir de España es en vista de las palpitaciones de vida que se observa en la clase obrera; en su afán de instruirse y educarse». El individualismo unamuniano de estos años le obliga, sin embargo, a rebajar el tono de afirmaciones tan rotundas y a evidenciar, en esa misma colaboración, su disentimiento con las fórmulas usuales de ideologización de la clase obrera: «¡No deleguéis! —exhorta a sus lectores en una implícita y nebulosa prevención contra los tópicos culturalistas—. Que el pueblo no delegue lo más íntimo. Porque hoy lo delegamos todos y ni tenemos sentido económico, delegándolo en el usurero, ni sentido religioso, delegándolo en el sacerdote, ni sentido alguno sano». Los artículos siguientes («Los obreros en la sociedad», núm. 4, 12 marzo de 1904; «Trabajos y trabajo», núm. 9, 16 abril de 1904; «Reconstrucción», núm. 15, 28 mayo de 1904) afianzan la idea de una redención universal obtenida a través de la clase trabajadora, que para ello no deberá reducirse a sus movimientos puramente reivindicativos, aunque tal convicción se exprese con torpeza y en términos espirituales, cuidadosamente despojados de toda contaminación marxista. Si esta visión del mundo nuevo es clara en su última colaboración («Sobre la educación del obrero», núm. 73, 8 julio de 1905, donde defiende el valor formativo de las bellas artes sobre la instrucción técnica y científica, en una pirueta irracionalista muy brillante), donde se formula más claramente es en el trabajo «La república de Dios» (núm. 20, 2 de julio de 1904), único de los textos que parece responder al proyecto de una se-

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rie formulada en su segunda colaboración: el pretexto son ahora las afirmaciones de su amigo Zulueta sobre la superioridad de la intuición popular sobre el discurso intelectual y el tema real, un intento de respuesta al anarquismo cuyas bases ideológicas rozan tantas veces los trabajos anteriores. Por eso mismo, las contradicciones son de bulto: si, por un lado, la lectura de Kropotkin «me apareció como un evangelio, más bien un apocalipsis, lleno de candor y de atractivo, pero en que no puede menos que sonreírse un lector avisado y medianamente enterado en cosas de economía política», también es cierto que esa «religiosidad anarquista» —que confiesa estudiar a fondo— le parece destinada a ser un eslabón definitivo en el desarrollo de la humanidad. Cuando, al igual que la religión católica, abandone sus andamiajes clericales y sus dogmas, se «interiorice» en la creencia individual y se haga reflexión de caridad universal en cada uno, la redención para todos estará cercana. Parece evidente, sin embargo, que tales disposiciones intelectuales sobre el futuro de la sociedad no debían ser ni la parte más leída ni la más significativa de la publicación. Mucho más debieron serlo las mayoritarias secciones fijas de divulgación y aun de creación y opinión que mantuvo la revista. Las primeras abarcan materias muy diversas: así, «Fábrica y taller» (más una pléyade de artículos sueltos copiosamente ilustrados) describen las últimas novedades tecnológicas en medios de comunicación, telegrafía, máquinas-herramientas y obras públicas; «De tejas arriba» corresponde a la inevitable concesión a la astronomía recreativa; «Para dentro de casa» incluye, por último, consejos de higiene y las instrucciones para lo que hoy denominamos bricolage (fabricación de jabones, elaboración de conservas, elementos de fotografía, trabajos de ebanistería menor, etc.). La creación literaria no es demasiado abundante, con todo y brindar algún cuento y algún poema (destacan entre éstos los de Manuel Ugarte, Eduardo Marquina y, como sorpresa máxima, el de Ricardo León en el núm. 31, 17 de septiembre de 1904). En punto a las opiniones políticas, la revista responde a sus propósitos fundacionales: ninguna toma de partido concreta pero sí una profunda vinculación a lo que cabría llamar pensamiento «avanzado». Así, la guerra ruso-japonesa, cuyas batallas coinciden con la vida activa de la revista, suscita innumerables informaciones y contundente literatura pacifista, sin que trascienda en lo más mínimo ese difuso hálito pronipón —admiración por el esfuerzo puro, realización de la venganza histórica contra la autocracia zarista— que transpiran otras publicaciones progresistas españolas de la misma época. Predomina, sin embargo, la

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información de carácter obrero que ocupa dos secciones: «La voz del obrero», que recoge las cartas a la redacción, y «Carnet de la semana» (luego llamada «Labor societaria»), que ofrece un amplio panorama de congresos, reuniones, mítines, protestas, huelgas e incluso noticias de las actividades del recién nacido Instituto de Reformas Sociales. En este orden de cosas, las ilustraciones de las portadas ofrecen aún mayor combatividad: unas veces reproducen cuadros de carácter social (Graner, Opisso, Ramón Casas); otras, fotografías de actualidad política (colocación de una placa en la casa-natal de Pi y Margall; actuación de los «Coros Clavé») o dibujos de esa índole (como el del número 27, 20 de agosto de 1904, donde el dibujante imagina los sucesos de la huelga general de Zaragoza bajo las especies de unos vigorosos lanceros de a caballo cargando contra ¡baturros con el castizo cachirulo en las cabezas!); las más, fotografías que reflejan la miseria de los oficios más duros (albañilería, guardaagujas, faenas de pesca y agricultura) con emocionados comentarios. La misma propaganda inserta en la publicación ratifica la dominante línea obrerista: así, junto al usual anuncio de la «Biblioteca Internacional de Sociología» (dirigida por Santiago Valentí Camp para la casa Henrich y Cía. que, por su precio y temática, se pretendió colección de divulgación y, como tal, se recomendaba en La Revista Socialista), se anuncia también el despacho laboralista de un tal Casimiro Llimós, especialista en cobro de indemnizaciones por accidente de trabajo. Añadiré, por último, que el tono pedagógico de la publicación se extiende también a la elección del folletín que, en tirada aparte, fue publicando a lo largo de su primer año de vida (La vida en el año 2000, novela utópica de Edward Bellamy) y que, en esa misma línea, la noticia literaria a la que se dio más relieve fue la muerte de Julio Verne (núm. 59, 1 de abril de 1905), escritor por tantos modos vinculado a las ensoñaciones cientificistas de la gran edad industrial. La repercusión en España de la narrativa utópica anglosajona y del célebre escritor francés son un tema sugestivo que algún día deberá estudiarse con detalle. A la altura del número 73 y a los dos años casi de su inicio, las finanzas de La Ilustración Obrera no debían de ser muy boyantes, y eso es lo que declara paladinamente el anuncio inserto en este número y donde se habla de fusión de nuestra revista con otra, El Mundo Científico, de los mismos autores. Aunque se aclara que no sufre variación la promesa de sortear una «casa higiénica» entre los suscriptores (que sigue siendo la primera que se ofreció, ya que, como sabemos, no

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fue lucrada por su ganador) y, por otra parte, se engolosina a los lectores con el compromiso de seguir ofreciendo folletines: ahora serán, sin embargo, las novelas de aventuras del Capitán Mayne Reyd. Pero no me consta que se editara ningún número resultante de la fusión. Antes bien, la revista desaparece en su número 73, y la entrega 74, 6 de octubre de 1906 (a catorce meses vista del anterior), presenta notables diferencias sobre la etapa anterior, explícitas en un llamativo subtítulo de «Segunda época». Se ha reducido el formato, se ha aumentado el número de páginas, se utiliza la impresión en color y, de la primitiva redacción de divulgadores (Augusto Roldán, Ángel Alcalde (director), Leocadio Martín Ruiz, doctor Martínez Vargas, Vicente Oremí, Francisco de P. Badía), solamente queda el libertario Donato Luben, síntoma claro de una aproximación a los ideales anarquistas que queda muy patente por debajo de las protestas de independencia editoriales: «Entre una monarquía decrépita, reñida con el principio de la dignidad humana, y una república democrática, con anchos horizontes de libertad y con ideales reformadores, nuestras simpatías habrán de ser siempre por la república», proclama la presentación del número 74, que todavía sigue manifestando su fundamental simpatía por el anarquismo entre los movimientos de redención social, «como ideal que es de una belleza esplendente, dejándonos entrever una sociedad compuesta de seres felices». Los destinatarios de aquellas felicidad y belleza esplendente no pudieron ver, con todo, más que tres entregas de una nueva Ilustración Obrera, cada vez menos dada a la divulgación científica fundacional y más entregada a la ideología y a la propaganda, traída ahora por figuras de mucha nota. Así, Rodrigo Soriano escribe en el número 74, 6 de octubre de 1906, sobre «Ilustración obrera»; Pablo Iglesias en el siguiente, sobre «El partido republicano y los trabajadores»; José Verdes Montenegro («La jornada de trabajo y sus consecuencias»); Paul Lafargue («La burguesía y la ciencia») y Miguel de Unamuno («La verdadera revolución»), en el número 76, 20 de octubre, que fue la penúltima salida de la revista. Por aquellos mismos días, Unamuno, uno de sus colaboradores más asiduos, andaba por Barcelona inaugurando el curso del Ateneo Obrero y amonestando, desde la tribuna del teatro Novedades, a «Solidaridad Catalana» a iniciar, con comprensión y caridad, nada menos que la reconquista espiritual de España. La Ilustración Obrera lo caricaturiza en su última contraportada en figura de «Ingenioso hidalgo don Miguel de Unamuno» y se extiende en caluro-

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sos elogios a sus intervenciones; mucho más que en los años anteriores, el escritor vasco se debía sentir en trance de Zola lanzando su «j’accuse». Pero La Ilustración no llegó a contar el final de la historia ni pudo llevar más allá su entusiasmo unamuniano.

OFERTAS DE LIBROS Y BIBLIOTECAS OBRERAS Si el hallazgo de una fórmula de éxito indiscutido, como lo son calendarios y almanaques, nos ha permitido aproximarnos a la realidad más viva de una demanda lectora, las calas que presenta este apartado —oferta de libros a través de publicaciones y el catálogo de dos bibliotecas obreras— nos deja comprobar de una vez varias de las hipótesis que hemos adelantado: primero, el interés de los cuadros dirigentes por la promoción de la lectura; segundo, la disparidad y a menudo el anacronismo —material e ideológico— de la biblioteca ideal obrera; tercero, las vías de compromiso que se establecen entre lo que cabría llamar gustos espontáneos de la base y la dirección intelectual de los grupos organizados. Veamos, de entrada, dos sintomáticos muestreos: los libros de muy diversas editoriales —las propias y, más aún, casas como Sempere, Maucci, Bauzá, Sopena— que ofrecen a sus lectores —con algún descuento y promesa de envío por correo— las respectivas administraciones de La Revista Blanca y El Socialista. La relación de El Socialista corresponde a 1923 y sucede a una campaña de suscripción —pronto abandonada— para crear una editorial propia. Los libros ofrecidos son un total de 124 y, según una división de base algo tosca, podemos clasificarlos así: 67 se refieren a socialismo (y anarquismo), actualidad política española e internacional, historia de las revoluciones y movimiento obrero en general; 34 son de literatura —o, mejor, creación literaria—; 23 son de divulgación científica y filosófica. Entre los primeros predominan los textos socialistas, aunque no siempre sean ni los más importantes ni siquiera los que en aquel momento eran accesibles al lector español: Marx, por ejemplo, está representado con dos tomos facticios —Revolución y contrarrevolución y La indiferencia en materia política—, el Manifiesto y El capital (suponemos que la conocida abreviatura de Deville); no hay oferta de Engels, pero sí dos volúmenes importantes de Kaustky, dos de Lafargue, dos de Jean Jaurés, tres de Achille Loria (de marxismo más que discutible), y

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uno de Bernstein, Labriola y Vandervelde. Más numerosos son los folletos de socialistas españoles: dos de Iglesias, tres de Besteiro, uno de Verdes Montenegro, Torralva Beci y Daniel Anguiano. Y, como dato curioso, dos famosos libros del ácrata Kropotkin (Las palabras de un rebelde y Las prisiones), otro de Carlos Malato y tres de Pi y Margall. El reciente y polémico impacto en el Partido de la constitución de la III Internacional se aprecia en el ofrecimiento de ejemplares de la Constitución soviética, de la carta de Lenin a los proletarios americanos y de algún reportaje ocasional sobre los hechos de octubre. La parte literaria no es muy brillante: nueve de los treinta y cuatro volúmenes son obra de nuestro conocido Juan Almela Meliá (obras dramáticas casi todas), y aún hay algún otro volumen de militantes (V. Lacambra, R. Mendive); Víctor Hugo, con seis títulos, y Gorki, con cinco, son los autores extranjeros más representados, al lado de un significativo bloque de enciclopedistas (dos novelas de Diderot; El contrato social, de Rousseau, y la Miscelánea filosófica, de Voltaire) y de tres obras del socialista argentino residente en España Alberto Ghiraldo, los Cuentos de D’Amicis, un Tolstoi de tercera fila (La gran tragedia) y la inevitable novela de Volney, Las ruinas de Palmyra. La divulgación y el pensamiento cuentan con los dos volúmenes dieciochescos que arriba señalaba, sendos libros de Spencer y Stuart Mill, las Palabras de un creyente de Lamennais, Darwin y Réclus (en versión Sempere, indudablemente), un Renan y luego alguna Aritmética y geometría, Leyes y derechos al alcance del obrero, el diccionario y la enciclopedia de Editorial Navas, un Tratado de contabilidad y, en general, piezas de carácter más escolar que propiamente divulgador. Una misión política de carácter identificador e inmediato lo tiene también la venta de himnos (La Internacional, La Marsellesa, La Commune y el Canto del 1° de Mayo) y de estampas y grabados (Marx, Pablo Iglesias, el Comité de huelga —de agosto de 1917, según supongo— y un álbum con retratos de Marx, Engels, Liebknecht, Bebel, Saint-Simon y Owen). La relación de títulos ofrecida por La Revista Blanca a sus suscriptores se inserta desde principios de 1924. La componen ciento sesenta y siete títulos y, de entrada, observamos dos notables variantes con respecto a la de El Socialista: una mayor elasticidad en la admisión de títulos, en primer lugar; menos didactismo, aunque más divulgación, en segundo término. La consecuencia es que las proporciones, si guardamos la división que arriba he hecho, se alteran bastante: 85 títulos son aquí de divulgación, filosofía y ciencia en su más amplio sentido; 46 ha-

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cen referencia a temas anarquistas, revolucionarios en general y de historia; otros 46, por último, son de creación literaria, frente a 23, 67 y 34 en el caso anterior. La divulgación científica se ajusta aquí mucho más al concepto genuino de tal cosa. Apenas encontramos manuales y, a cambio, abundan las obras extensas de los clásicos de las «ciencias obreras» (libros de astronomía de Camille Flammarion; El hombre y la tierra, de Réclus; los tradicionales volúmenes de los evolucionistas Haeckel y Darwin —flanqueados de muchos seguidores de sus teorías—; los conocidos libros de entomología de J. H. Fabre, y los manualitos de botánica y zoología de Dantín Cereceda y A. Cabrera). Dos temáticas muy esperables aparecen en la relación de La Revista Blanca frente a su total ausencia en El Socialista: la antirreligiosa y la sexual. A la primera corresponden diez volúmenes (que van desde la Vida de Jesús y la Vida de los apóstoles, de Renan —que califico de antirreligiosas sólo desde los supuestos de su condenación vaticana—, a un Manual del fracmasón, pasando por títulos tan inequívocos como La demostración de la inexistencia de Dios, de Carré; Jesucristo nunca ha existido, de Rossi; el anónimo Los misterios de la Inquisición en España y el volumen de la monja venezolana Sor María Ana de Gracia, Secretos del convento, cuya presencia podía relacionarse también con la oferta de obras del folletinista francés Michel Zévaco, que contabilizo en el apartado literario); a la teoría y práctica de la vida sexual —y al amor libre— pertenecen doce títulos (Hacia la unión libre, de Naquet; La educación sexual, de Maresten; El amor libre, de Albert...). En el apartado político, la casi totalidad de los cuarenta y seis libros son obra de anarquistas: hay siete títulos de Kropotkin, tres de Malatesta, dos de Fabbri y Malato, uno de Bakunin (Dios y el Estado), Grave, Rocker, Faure (el influyente El dolor universal), Proudhon y Nettlau; de anarquistas españoles, solamente Ricardo Mella (La coacción moral) y Anselmo Lorenzo (El proletariado militante), y alguna excepción a la regla libertaria, como lo son dos libros de H. G. Wells (uno es Rusia en tinieblas), Mi viaje a la Rusia sovietista, de Fernando de los Ríos, y unos estudios penales de Pedro Dorado Montero. La creación literaria cuenta con un reducido número de clásicos (Goethe, Schiller, Dante y, como siempre, los enciclopedistas D’Alembert, Diderot, D’Holbach, Voltaire y Condorcet) y, como sector más homogéneo y mejor representado, la narrativa rusa (seis Gorkis, dos de Korolenko y Dostoievski, un Gogol y un Turguenev). Aparecen dos relatos de Romain

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Rolland (cuya escasez se debe, sin duda, a la ausencia de traducciones), ¡Abajo las armas!, de la Baronesa Berta von Suttner; una novela de Panait Istrati, y nada menos que ocho de Anatole France —autor muy dilecto de Urales—, además de las inevitables Ruinas de Palmyra. La presencia española es casi inapreciable y el clamoroso refrendo va para los autores que eran moda libertaria en toda Europa; a esto se refiere la advertencia que figura al pie de la relación de títulos ofrecidos: «Se suministran además todas las obras de Zola, Tolstoi, Nietzsche, Gorki y las de la Escuela Moderna». Los catálogos de bibliotecas obreras han de constituir otro dato de relevante importancia en la reconstrucción de las tendencias de lectura, máxime si se completan con el correspondiente registro de préstamos que aclara la incidencia de títulos concretos y de géneros, la personalidad de específicos lectores y hasta un estudio cronológico de preferencias. Sin que pueda sentarse que hallazgos de ese calibre sean imposibles (Luis Monguió ha publicado unos documentos de ese tipo, misteriosamente recalados en California)56, sí conviene decir que sus deseables exploración y recogida requieren paciencia infinita, mucho tiempo y trabajo de equipo. No disponiendo, al menos, de los dos últimos requisitos, me voy a limitar aquí a glosar dos simples catálogos de obras: el del Ateneo Obrero de Barcelona, tal como fue editado en 1893, y el de la Biblioteca Circulante del Ateneo Obrero de Gijón, en 1917. El primero está citado en la Bibliografía de Giralt y colaboradores y muestra, sospecho que más que aproximadamente, lo que podía ser la biblioteca de un centro fundado diez años antes y seguramente vinculada a medios republicanos y federales. El segundo responde al ya conocido, generalizado y trascendental concepto de «biblioteca circulante» (que, en este caso, estatutariamente fijaba una cuota mínima de un real y no autorizaba más de un mes de retención por el lector) y refleja en su catálogo una progenie netamente socialista57. 56 «Una biblioteca obrera madrileña en 1912-1913», Bulletin Hispanique, LXXVII, 1975, pp. 154-173. Se trata de la biblioteca de una sociedad de ebanistas en Madrid, bastante similar a la nuestra gijonesa: a través de su cedulario, Monguió calcula que rondaría los cuatrocientos volúmenes, de los que relaciona —por su aparición en las fichas de préstamo— noventa y tres, con su correspondiente descripción bibliográfica. 57 El Ateneo gijonés se fundó en 1881 por Eladio Carreño, médico y hombre de empresa, y por el maderero noruego Magnus Blikstad. En su seno surgió una Universidad Popular y hasta 1936 tuvo una vida muy lozana como punto de referencia cultural de clases medias progresistas y grupos obreros socialistas (cf. el folleto Ateneo Obrero de Gijón (1881-1981), Gijón, 1982).

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Todo en la biblioteca del Ateneo Obrero Barcelonés refleja su anterioridad a la difusión de las ediciones populares de principios de siglo que componían, como hemos visto, el grueso de la oferta lectora de La Revista Blanca y aun de El Socialista. De sus ochocientos cuarenta y seis volúmenes, los de tema político más «avanzado» son los numerosos títulos de Fernando Garrido (Lindezas del despotismo, ¡Pobres jesuítas!, La revolución en la hacienda del Estado, La República Federal Universal y La Restauración teocrática), las Palabras de un creyente, de Lamennais (libro que ya hemos visto muy repetido); la Capacidad política de las clases jornaleras, de Proudhon; una colección de artículos de Mariano José de Larra; algo de Michelet; El regionalismo, del gallego Alfredo Brañas; una selección de discursos de Castelar, y algún folleto iberista y otro titulado, Un obrero en Fairmount Park, con reminiscencias falansterianas. En esa misma línea progresista habría que insertar también las numerosas obras de historia y las no menos abundantes novelas históricas, buena parte de las cuales —unas y otras— imagino procedían de «entregas»: así encuentro una respetable colección de populares historias de Cataluña (Víctor Balaguer, Pròsper de Bofarull y Salvador Aulèstia), la española de Modesto Lafuente, las divulgadísimas historias de Grecia y Roma de Víctor Duruy, las no menos conocidas historias de los girondinos y de 1848 por Alphonse de Lamartine, además de la Historia del movimiento republicano, de Emilio Castelar. La misma procedencia entreguística habría que asignar a los numerosos libros de viaje que conserva la biblioteca: al Nilo, al «África pintoresca», a las colonias argentinas, a América del Norte, etc. Las novelas históricas cubrieron, a lo largo del siglo XIX, misiones muy diferentes: unas veces anduvieron al servicio de nostalgias del Antiguo Régimen y su «cristiana sencillez», pero otras, esos mismos elementos se trocaban en metáfora de relaciones de libertad y afirmación democrática, a la vez que el campo histórico de referencia pasaba los límites de la Edad Media. Una novela sobre la vida en el siglo XVII podía convertirse entonces en un «actualísimo» alegato antiinquisitorial; Antonio Pérez y Juan de Lanuza, en ídolos democráticos; el caballero de origen oscuro, en un líder progresista, y el Motín de Esquilache, en una revuelta social del siglo XIX. Por esas razones, indudablemente, nuestra biblioteca presenta una amplia nómina de novelas históricas (todo Alejandro Dumas, dos obras de Walter Scott, el Fra Filippo Lippi de Castelar, la casi totalidad de los relatos de Víctor Balaguer, novelas de Vicente Boix, Torcuato Tarragó y J. M. Andueza, aunque se echan de me-

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nos las numerosas obras de Manuel Fernández y González y de R. Ortega y Frías, por no hablar de los clásicos del género español y de Víctor Hugo), además de algunas obras conexas: así, Los misterios de París y El judío errante, de Sue, y las Leyendas democráticas, de Jules Michelet. Hay poca divulgación: solamente 37 títulos, la mayoría de ciencias aplicadas y artesanía, los casi imprescindibles enciclopedistas franceses (Rousseau, Voltaire y Montesquieu) y, sobre todo, una excelente colección de periódicos que merece párrafo aparte; 62 de las suscripciones lo son a prensa barcelonesa (como periódicos diarios, y, en muestra de eclecticismo, aparecen el carlista El Correo Catalán, el conservador Diario de Barcelona y el republicano El Diluvio; como revistas, la catalanista L’Avenç, la interesante La Tramontana —de carácter libertario— y, entre otras, las cómicas y muy radicales El Campanar de Gràcia y L’Esquella de la Torratxa, su sucesora); 44 títulos son pertenecientes al resto de Cataluña (abundan revistas federales y republicanas, pero también «obreras»); 33 corresponden a la España no madrileña y 16 al extranjero (algún periódico masón o radical cubano y prensa obrera portuguesa). De Madrid, capital, solamente hay un diario (pero el más significativo: Heraldo de Madrid) y 25 publicaciones de otra periodicidad, entre las que destacan los famosos periódicos anticlericales El Motín y las Dominicales del Libre Pensamiento, el socialista Boletín de la Asociación del Arte de Imprimir y el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza. La biblioteca circulante del Ateneo Obrero de Gijón tiene mucha más envergadura (ofrece a sus lectores un total de 2.283 títulos) y, por la fecha de su catalogación, permite ver el impacto de las numerosas ediciones populares de principios de siglo. Pero ahí no acaban sus diferencias con la anterior: la relación más estrecha que cabe establecer lo sería, de cierto, con la oferta de libros de El Socialista, aunque notablemente ampliada por lo que hace a lo literario, mientras que la ausencia de divulgación científica y política la aparta de la nómina libertaria de La Revista Blanca, y la falta casi total de libros decimonónicos, de la biblioteca del Ateneo Obrero Barcelonés. Podría decirse, en suma y como iremos viendo, que la selección de libros hecha por el Ateneo Obrero Gijonés se diferencia en muy poco de lo que podría ser la coetánea biblioteca de un burgués progresista, especialmente atento a la literatura y al pensamiento españoles de 1898-1915, a las más fiables y consagradas traducciones del naturalismo foráneo, a coleccionar clásicos universales y a la teoría política y social.

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Este último apartado ofrece, por ejemplo, una buena selección de lo publicado, bastante más amplia de la que brindaba El Socialista a sus lectores: aquí hay cinco títulos importantes de Marx (El capital, en la antología de Deville, única traducida a la fecha; Miseria de la filosofía; Salario, precio y ganancia; la Introducción a la crítica de la economía política, y el Manifiesto), dos Engels (Socialismo utópico y Religión, filosofía, socialismo), tres Kaustky y, como textos anarquistas, seis obras de Kropotkin, tres de Carlos Malato y una de Nowicow y Faure, aunque —como ya vimos antes— la mayoría de los textos socialistas sean de los socialdemócratas italianos que introdujo en España la «Biblioteca Sociológica Internacional», de Henrich (dirigida por Santiago Valentí Camp). De éstos, encuentro cinco títulos de Enrico Ferri, dos de Achille Loria, dos de Cesare Sergi, uno de Chiapelli y otro de Ardigo. El pensamiento no socialista está muy bien representado a su vez por seis títulos de Nietzsche, otros tantos de Herbert Spencer, otro de Schopenhauer, ocho de Renan, las dos Críticas de Kant y hasta El ideal de la humanidad para la vida, de Krause, en traducción de Julián Sanz del Río. Más importante y completa es la representación de pensamiento regeneracionista español, que empieza por incluir veintidós volúmenes de Joaquín Costa. De otros pensadores vinculados de algún modo al institucionismo, la relación es también amplia: doce de Rafael Altamira, cuatro de Adolfo Posada y dos de Aniceto Sela, por lo que hace al grupo de la Universidad de Oviedo; ocho títulos de Azcárate, seis de Rafael María de Labra, cuatro de Francisco Giner, dos de Rafael Salillas, uno de Sales y Ferré y hasta siete de Concepción Arenal, por lo que atañe a institucionistas de Madrid y otras provincias. Más tres obras del militar regeneracionista Ricardo Burguete; una del divulgador madrileño de Henry George, Baldomero Argente, y la obra casi completa de los hermanos González Blanco (Andrés, Pedro y Edmundo), asturianos y vinculados también a la Institución. La creación literaria representa cerca del setenta por ciento de la biblioteca. Hay clásicos —lo que a estas alturas no puede sorprendernos—, tanto españoles como extranjeros, y, entre estos últimos, quizá los más abundantes sean los antiguos: dos nombres (Cicerón y Plutarco) resultan los preferidos y su destacada presencia se debe, evidentemente, al prestigio didáctico que desde el siglo XVIII y aun antes aureoló al romano y al griego. Entre los extranjeros más modernos, predominan los grandes autores del XIX (19 títulos de Balzac, 13 de Dumas, 18 de Tolstoi, 22 de Zola, 9 de Maupassant, 7 de Gorki, 7 de Eça de Queiroz,

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5 de D’Amicis, 4 de Flaubert y 3 de Dostoievski); hay menos nombres de actualidad, pero muy significativos: 7 obras de Maerterlinck, 5 de H. G. Wells, 12 de Anatole France y 6 de D’Annunzio, además de 8 relatos de aventuras de Emilio Salgari. La mejor representación de conjunto corresponde a la literatura española desde la Restauración hasta el momento presente: no falta ni una obra de los novelistas del último tercio de siglo (Alarcón, Valera, Galdós, Palacio Valdés, Clarín, Coloma), pero de Dicenta no hallamos más que las novelas. Larra, Espronceda y Campoamor completan la nómina de autores del siglo XIX. En lo que toca al siglo pasado, los únicos representados por la totalidad de su producción en libro son Baroja, Blasco Ibáñez y Benavente; más de diez títulos tienen Eduardo Marquina, Azorín (14), los hermanos Álvarez Quintero (10) y Gregorio Martínez Sierra (12). Ricardo León, con seis títulos, y el rosáceo Rafael López de Haro, con cinco, constituyen un llamativo contraste con las cinco obras de la primera época de Manuel Bueno, las cuatro de Ciges Aparicio, las cuatro del popular federalista Barriobero y las tres de Ciro Bayo. Felipe Trigo está representado por diez obras —la tercera parte de su producción—, pero hay nada menos que veintiún títulos de Vallelnclán y la totalidad de lo publicado en volumen por Unamuno (además de su colección de Ensayos, editada por la madrileña Residencia de Estudiantes). El peregrino pero valioso anticasticista Eugenio Noel está también muy representado (14 títulos), en contraste con la escasez de un naturalista «moderno» como Zamacois —que, además, fue socialista en su juventud—, con sólo dos títulos; a cambio, Jacinto Octavio Picón, mucho más demodé, cuenta diez obras. La biblioteca gijonesa no tiene muchos libros de divulgación: algunos tomos de Sempere (Darwin, Haeckel, Flammarion, Réclus, como siempre), unos pocos anticlericales, algo más de sociología (De Greef y algún otro), bastantes volúmenes sobre cuestiones gramaticales y, sobre todo, manuales elementales. No se relacionan suscripciones a periódicos, pero sí la presencia de revistas culturales, que son tres; las ya conocidas La Revista Blanca y La Revista Socialista (ambas concluyeron en 1905) y, desde 1914 (aunque llevaba ya una decena de años en la calle), la revista La Lectura, de Francisco Acebal, de información general y literaria, más o menos regeneracionista y de «izquierda» muy moderada.

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EL VIRAJE DE LOS AÑOS TREINTA Con la llegada de los años treinta, el panorama de la lectura obrera se vio afectado por nuevos planteamientos políticos que aceleraron un trascendental cambio de rumbo: la llegada al poder de partidos obreros por la vía revolucionaria y la incidencia del comunismo entre los jóvenes intelectuales dieron como consecuencia la imbricación de la política cultural en un frente de acción unitario e inseparable. No se admitiría en lo sucesivo un prestigio intelectual, ni siquiera una profesionalización artística legítima, que no pasara por la disciplina de la célula y del partido; no se constituiría un Parnaso proletario a partir de apropiaciones del radicalismo pequeño-burgués, sino a través de una reflexión materialista sobre la función de la literatura; desaparecería, por último, la indiscriminada reverencia por la «divulgación» científica para llamar la atención sobre una praxis más rigurosamente artística que ejemplificara las razones y la razón de la revolución. En el esfuerzo de la construcción de la Unión Soviética muchos escritores vieron la realización genuina de su compromiso popular y, más de uno, la redención última de un vanguardismo que asumió la revolución y el servicio como parte coherente de su protesta. No siempre, sin embargo, ocurrió esto sin abdicaciones, ni contradicciones, ni esterilidades: para algunos resultó difícil distinguir el totalitarismo fascista de la construcción del socialismo, pues el camino de uno y de otro no pasaba de ser para ellos una vía masoquista de anacrónico protagonismo; para otros, el suicidio fue la culminación de las contradicciones entre una idea de liberación patéticamente individual y la dificultosa convicción de ser pieza de un movimiento colectivo. En España, por ejemplo, la constitución del «compromiso» de los escritores supuso unos aparentes pasos hacia atrás (cuando el joven y valioso escritor Díaz Fernández hablaba de «nuevo romanticismo» facilitaba, en realidad, la redención de algunos escritores y algunas ideas que, sensu stricto, eran modernistas, y, por el mismo camino, el primer Baroja llegaba a ser importante ingrediente en la nueva «novela social») y otros pasos hacia adelante (los que dieron los mejores poetas desde el surrealismo a la poesía de denuncia)58. Junto a estos replanteamientos, quizá revistió mayor importancia la constitución de agrupaciones políticas de escritores. El modelo más co58 Datos interesantes en José Esteban, «Editoriales y libros en la España de los años treinta», Cuadernos para el Diálogo, Extraordinario XXXII, 1972; J. Lechner, El com-

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nocido y veterano lo fueron los grupos de Proletkult constituidos en la URSS y reproducidos en Francia a través de las redacciones de Clarté (desde 1921) y L’Humanité (desde 1926, en que Henri Barbusse toma a su cargo la dirección literaria), aunque el antecedente clave es la constitución de la primera organización internacional de escritores en la URSS (Jarkov, 1930). La creación, dos años después, de la Unión de Escritores soviéticos y la promulgación del realismo socialista como única literatura revolucionaria precipitó la doble condenación de los grupos populistas y surrealistas, pero dio una irrecusable eficacia a la labor propagandística y a la difusión internacional de los nuevos conceptos de militancia artística. La primera etapa de entusiasmos correspondería en nuestro país a la fundación de editoriales de izquierda entre 1928-1930 (Zeus, Cénit, Ulises, Historia Nueva...) y, tras la crisis de éstas —y de la «novela social» que posibilitaron—, el sombrío panorama político (las derechas en el gobierno de la República, la crisis social y económica) contribuyó también a un cambio de táctica que representan fundamentalmente revistas como Octubre (fundada por Rafael Alberti) y la valenciana Nueva Cultura. El quiosco triunfaba sobre la librería... No cabe duda que la ofensiva de los nuevos intelectuales —trabajando desde los sectores de izquierda del PSOE, del PCE y de grupos de izquierda comunista— alteró sustancialmente los hábitos lectores, especialmente entre los militantes más jóvenes. En los años inmediatos a la guerra civil y durante el desarrollo de ésta, nuestro país estuvo en la avanzada mundial de tales planteamientos y —razones sentimentales aparte— la celebración en Valencia y Barcelona del II Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura vino a ratificar una vigorosa y joven realidad. Pero ya bastantes años más atrás, la preocupación por la lectura obrera aparece insertada en el programa cultural de las vanguardias literarias. Una revista como La Gaceta Literaria (1927-1932) dedicó una sección al tema, redactada por el periodista del PSOE Julián Zugazagoitia. Inclusión nada extraña, pues La Gaceta —donde su director, Giménez Caballero, formuló la primera articulación teórica de un fascismo español— demostraba muy bien las peculiares características del vanguardismo en un país de reducida capacidad lectora y afectado por el duro promiso en la poesía española del siglo XX, Universidad de Leiden, 1968, 2 vols.; Juan Cano Ballesta, La poesía española entre pureza y revolución, Madrid, Gredos, 1972 y José Luis Fortea, La obra de Andrés Carranque de Ríos, Madrid, Gredos, 1973.

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tránsito de una sociedad rural a una sociedad industrial apoyada en la oligarquía financiera: de ahí que aquellos «vanguardistas» incorporaran a su ideología un fuerte componente nacionalista y, muy a menudo, una fuerte complicidad histórica con el proceso que, desde 1898, la pequeña burguesía intelectual venía sometiendo a las deficiencias de la Restauración y que lógicamente llevaba al establecimiento de alianzas «nacionales» con la clase obrera urbana59. Y a esa tesitura debemos, por ejemplo, un curioso número de La Gaceta Literaria (núm. 42, 15 de septiembre de 1928), donde el centenario de Tolstoi es pretexto para una importante monografía sobre literatura y lectura obrera. Dentro de ella se reproduce una encuesta a obreros sobre preferencias de géneros literarios y autores; los encuestados son cuarenta y seis, de los que, a reserva de dos transportistas y dos albañiles, todos son tipógrafos (es decir, el grupo proletario de mayor tradición cultural y organizativa). Una sucinta cuantificación nos permite ver, con todo y lo adulterado del muestreo, que la novela es, en forma abrumadora, el género predilecto. En cuanto a los nombres no parece que la encuesta pueda fijar otra cosa que una galería de prestigios que no siempre correspondería a lecturas reales, pero su significación, en cuanto comprueba algunas tendencias que ya vimos en el Ateneo Gijonés, no deja de ser interesante: veinte de los cuarenta y seis sujetos citan a Galdós entre sus autores predilectos (ratificando las apreciaciones de Zugazagoitia en los artículos de La Gaceta mencionados más arriba); catorce, a Blasco Ibáñez; siete menciones las comparte el grupo formado por Pío Baroja, Pérez de Ayala y Armando Palacio Valdés; seis, Víctor Hugo; cuatro veces se cita a Pedro Mata, Alberto Insúa y Eduardo Zamacois, naturalistas «galantes» y habituales de las colecciones de novelas cortas de los años veinte; tres veces, Wenceslao Fernández Flórez (de idéntica procedencia) y Antonio Zozaya, novelista y ensayista republicano que es una suerte de D’Amicis español; dos, el heterogéneo grupo formado por Anatole France, Valle-Inclán, Juan Valera, Gorki y... Ricardo León; una sola mención tienen, entre otros, Julio Verne, Unamuno, Felipe Trigo, Dicenta, etc. 59

Sobre La Gaceta Literaria véase el librito de Miguel Ángel Hernando, La Gaceta Literaria (1927-1932). Biografía y valoración, Universidad de Valladolid, 1974. La descuidada antología de Carmen Bassolas, La ideología de los escritores, Barcelona, Fontamara, 1975, en sus pp. 285-321 reproduce parte del número dedicado a la lectura obrera en el centenario de Tolstoi.

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«Cerremos con tres llaves, sin tardanza, el sepulcro del Cid»... (¡De aquel guerrero batallador, honrado y caballero, que ganó media España con su lanza!) «Salga en cambio del suyo Sancho Panza a servirnos de guía y consejero...» (¡Mas olvide al salir que fue escudero de la Fe, la Virtud y la Esperanza!) Para exhumar a Sancho, con premura golpea el suelo el acerado pico, y ábrese, al fin, su vieja sepultura. ¡Vacía!... —exclama el pueblo. —¡Sí, borrico, replica don Quijote con voz dura, id por él a Santiago o Puerto Rico! (Marcos Zapata, «Receta para salvarnos», Poesías, Fernando Fe, Madrid, 1901, p. 91)

EL MAL SUEÑO ¿Qué quedó de los acontecimientos de 1898 en la literatura española de aquel entonces, más allá del énfasis retórico con el que tan a menudo se ha hablado del Desastre por antonomasia?1 No parece casual que cuando el dictador Francisco Franco —bajo el cursilísimo seudónimo de «Jaime de Andrade»— quiso revestir de oropel histórico la tragedia que había desencadenado en 1936 sobre su propio país, comenzara la historia de su

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Con parecida pretensión a la de estas líneas existe una antología de Julio Rodríguez Puértolas, El «Desastre» en sus textos (La crisis del 98 vista por los escritores coetáneos), Madrid, 1999. y antes, el libro de Rafael Pérez Delgado, 1898. El año del Desastre, Madrid, 1976, abundó en la reproducción de textos. Anterior a todos es el volumen de Carlos García Barrón, Cancionero del 98, Madrid, 1974, que re-

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familia protagonista, los Churruca-Andrade, en el año de 1897 y que hiciera morir al padre, Pedro Churruca, como un heroico capitán de navío en uno de los barcos hundidos por los norteamericanos en la bahía de Santiago. Días antes de volver a embarcarse, el militar comentaba con sus amigos que, en una reciente estancia en Filipinas, había comprobado que todo seguía igual. O sea, tan mal como siempre bajo la torpe gestión del régimen liberal: «Las mismas perturbaciones fomentadas por el extranjero, la perenne rebeldía de las gentes de Joló. Las intrigas extranjeras... y lo que es peor, la invasión de la masonería. Allí no puede estar quien no sea masón; ni el concepto del honor acaba con aquello. ¡Qué enemigo más difícil de vencer! No se le ve pero está en todas partes y mediatiza a las más altas jerarquías». A lo que replica un comandante de Infantería, veterano del Caribe: «Algo parecido a lo de Cuba, aunque esto es aún más serio. Los insurrectos tienen protecciones poderosas; las mismas logias, pero una nación grande detrás. Abandonados de España, mejor dicho, prisioneros de España. Yo he leído, en el Estado Mayor del Capitán General de la isla, cartas que destilaban sangre. El gobierno no quiere aventuras...; hay que contemporizar...; no se pueden enviar más hombres...; la guerra no es popular...». «¿Qué han hecho para que lo sea?», les interrumpe otro oficial, «¿sabe siquiera el país lo que aquello representa? ¡Cuánta vergüenza!». A lo que un jefe de Estado Mayor apostilla con resignación: «Y al final, sin armas, sin efectivos, sin política exterior, aislados del mundo, tendremos la culpa los militares»2. Pero no todos, ni mucho menos, vieron la guerra de Antillas y Filipinas como una infausta derrota cuya amargura solamente se mitigaría con la victoria en la «Cruzada» de 1936-1939... Ni todos tuvieron de la historia la visión conspiratoria de Franco y de las clases medias más coge parte de la abundante huella poética del Desastre. Conserva todo su valor el madrugador trabajo de Leonardo Romero Tobar, «La novela regeneracionista en la última década del siglo», en Estudios sobre la novela española del siglo XIX, Madrid, pp. 133-209, que aborda no pocos de los títulos que se revisan aquí y analiza especialmente los de óptica «regeneradora». Muchos de los episodios y juicios que repasan las presentes páginas (y que, ni de lejos, pretenden agotar el filón) se hallan también en el volumen de José Luis Calvo Carilla, La cara oculta del 98. Místicos e intelectuales en la España del fin de siglo (1895-1902), Madrid, 1998, construido —o deconstruido— en forma de puzzle intencionado de la crisis finisecular, insustituible como reportaje de aquel momento ideológico. 2 «Jaime de Andrade» (seudónimo de Francisco Franco), Raza. Anecdotario para el guión de una película, Madrid, 1945, pp. 42-43.

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conservadoras. La percepción de la sangría colonial fue, fundamentalmente, la de una injusticia con la que el Estado defendía intereses particulares y en la que se sacrificaba a los pobres soldados que no habían podido redimir en metálico un «destino» que les llevaría a morir muy lejos, más fácilmente por enfermedad que por las balas de los mambises o de los conjurados por el Katipunán. El episodio bélico apenas interrumpió una vigorosa corriente emigratoria española hacia los territorios de lo que fue el antiguo imperio español. Volveremos luego sobre el tema, pero conviene recordar aquí que casi un millón de nacidos en España vivían en la prometedora Argentina de 1900 (algunos menos, sin embargo, que los nativos de Italia en aquella sazón). No eran muchos los que buscaban acomodo en Filipinas, pero el despejado lujo de casinos como el asturiano o el gallego de La Habana, o la nómina de naturales de Cataluña en el Centro de Dependientes de la capital cubana, muestran todavía una singular paradoja (a la que aludieron repetidamente los hermosos escritos independentistas de José Martí): en la Cuba en llamas, después de 1895, convivieron quienes, como soldados, habían de sentirse (según decían las arengas) descendientes de Pizarro y Cortés y quienes, huyendo de la miseria y de las quintas, «hacían las Américas», como decía la frase popular. Antonio Machado tenía poco más de veinte años cuando acaecía aquel «Desastre» que recordó en su poema «Una España joven», escrito en 1914 y que ya hemos citado páginas atrás: fue entonces, nos diría, cuando «montar quisimos en pelo una quimera / mientras la mar dormía ahíta de naufragios»3. No mucho antes había decidido poner al frente de la colección de sus poesías completas, con el número I que conservaría siempre, el poema «El viajero» que había publicado en la revista Renacimiento, en marzo de 1907. Allí se evoca el regreso de un emigrado —el «querido hermano»— que enterró su juventud en América sin obtener fruto alguno y al que hoy recibe la rutinaria «tristeza del hogar», el monótono ruido del reloj y el silencio —cómplice o culpable— de la familia que había dejado atrás. Machado tenía, por supuesto, una experiencia personal de la emigración: de ella volvió su padre —que solicitó un destino en Puerto Rico— para morir entre los suyos, al poco de regresar, en 1893 y a Guatemala había ido para ganarse la vida su hermano Joaquín, que retornó en 1902. Pero lo que nos importa, en todo

3

Campos de Castilla (1907-1912), ed. Geoffrey W. Ribbans, Madrid, 1989, p. 239.

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caso, es que al frente de una señera experiencia poética personal —ese fue el sentido secuencial que Machado quiso dar a la colección de sus obras— figuraran la melancolía, el silencio y el fracaso como algo que estaba estrechamente vinculado a la escritura de versos pero que también nació asociado al fantasma americano en los albores de la España del siglo XX4.

CLARÍN, PARDO BAZÁN Y ALGÚN POETA Pocas impresiones son más notables al respecto que el bellísimo y breve cuento de Clarín «En el tren» (publicado en agosto de 1895, pero recogido en la colección El gallo de Sócrates, de 1901). En el departamento reservado del Duque de Pergamino y pese a sus aparatosas protestas, la administración ferroviaria ha introducido a un teniente y a una silenciosa viuda. El primero parte a su destino en Cuba —le ha tocado el «chinazo», cuenta con algún escándalo de su interlocutor— y el Duque, que va recuperando su buen humor, le da toda clase de consejos. Él fue, en sus años juveniles, Ministro de Ultramar y le consta que «tenemos que aplicar cauterio a la administración ultramarina, si ha de salvarse aquello». Luego, dejó la cartera pero no sin comprobar que «nuestros héroes defienden aquello como leones». El teniente, sin embargo, deja en la península madre y mujer enfermas y dos hijos de menos de cinco años. Pergamino le habla entonces de un capitán cuyo apellido no recuerda pero que, con su muerte heroica, supo dar testimonio de su abnegación. Y aquella viuda a la que nadie hace caso acaba por declarar, «fría, irónica, entre lágrimas», que es «la viuda del otro», de aquel capitán Fernández cuyo apellido no podía recordar el fatuo ex-ministro, que prepara su veraneo en Biarritz («aquello ya está muy visto»), el norte de Francia y las islas del canal. La actitud de Alas venía de atrás y quien hubiera leído Cuentos morales, la colección de 1896, no habría olvidado «El sustituto», un relato acerca de la inmoralidad de la compra de suplentes por quienes no querían hacer el servicio militar. Los padres de Eleuterio Miranda, vate heroico aficionado y futuro secretario municipal, han adquirido los servi-

4 Soledades. Galerías. Otros poemas, ed. Geoffrey W. Ribbans, Madrid, 1983, pp. 81-83.

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cios de uno, Ramón Pendones, que muere en los sucesos melillenses de 1893. Pero Eleuterio es un hombre de conciencia y acude, ahora como voluntario, a la guerra para encontrar también una muerte edificante: «Eleuterio fue exagerado. Pero no hay que olvidar que era poeta; y si la mayor parte de los señoritos que pagan soldado, un soldado que muera en la guerra, no hacen lo que Miranda, es porque poetas hay pocos y la mayor parte de los señoritos son prosistas»5. En «La contribución (tragicomedia en cuatro escenas)», escrita en 1896 e integrada en Siglo pasado (1901), hay mucho de las conmovidas páginas de «El sustituto», pero ahora sin una sola concesión al humor. Nicolás, un repatriado de Cuba, regresa gravemente enfermo a su casa; pierde el tren en la estación de Pinares y sólo la caridad de un aldeano, que lo lleva en su carreta, le permite proseguir hacia su pueblo, aunque muere en el camino. Su padre le espera y, en tanto, defiende su casa de una amenaza de embargo por deudas fiscales. No quiere perderla sin que pueda acoger los previsibles últimos instantes del hijo soldado. Pero cuando llega el cadáver de éste, el señor Paco ya sólo puede exclamar: «—¡Miserables, dejadme lo mío! ¡Ya pago, ya pago! ¿No me robáis porque no pagaba?... ¿Y este hijo? ¿Y esa vida? ¡Alcalde, ahí tienes la contribución! ¡Entierrámela!»6. Todavía en 1916, la colección Doctor Sutilis, incluyó otros dos cuentos sobre la guerra, escritos en 1896 y 1899, respectivamente. «El Rana» es un vivacísimo cuadro de la despedida de unos voluntarios que resultan ser la hez de la población y a los que nadie homenajea en la estación... Nadie sino «El Rana» que también fue voluntario como ellos, contra los carlistas, y que ha sentido lo mismo: «¿Qué era España? ¿Qué era la Patria? No lo sabía. Música... El himno de Riego, la tropa que pasa, un discurso que se entendió a medias, jirones de frases patrióticas en los periódicos... Pelayo... El Cid... La francesada... El Dos de Mayo»7. «Un re-

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Cuentos completos / 2, ed. Carolyn Richmond, Madrid, 2000, p. 165. Sobre el Leopoldo Alas del momento, cf. el temprano trabajo de Laureano Bonet, «Clarín ante la crisis del 98», Revista de Occidente, 73 (1969), pp. 100-116; la selección de Adolfo Sotelo, Leopoldo Alas y el fin de siglo, Barcelona, 1988 (que recoge opiniones acerca del escritor), y el artículo de Yvan Lissorgues, «Leopoldo Alas, Clarín, ante la crisis de fin de siglo», en El camino hacia el 98 (Los escritores de la Restauración y la crisis de fin de siglo), ed. Leonardo Romero Tobar, Madrid, 1998, pp. 155-205. 6 Ibíd., p. 318. 7 Ibíd., p. 364.

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patriado» es, a cambio, el sugerente esbozo de la vida de un modesto intelectual, Antonio Casero, que emigra de España por no poder soportar el peso de la derrota pero que, tiempo después, regresa cuando comprueba que no tolera el apartamiento de las tradiciones que antes había desdeñado. El personaje está forjado en la fragua donde surgieron el Zurita del cuento homónimo y el Narciso Arroyo, de Cuesta abajo; el conflicto irresoluble entre la rebeldía intelectual y la lealtad a la creencia irracional (entre el corazón y la cabeza) es lo que Clarín ilustró en muy diferentes formas a lo largo de toda su vida. La presencia de la guerra colonial en Emilia Pardo Bazán reviste formas mucho más convencionales, inevitablemente patrioteras a menudo. Su compilación de artículos De siglo a siglo 1896-1901 puede servir a modo de dietario de los acontecimientos y nos permite comprobar que su primera reacción tuvo lugar en marzo de 1897 cuando, bajo el título de «Resurrección», se extrañaba de la animación de un nuevo Carnaval madrileño, celebrado bajo signos tan agoreros: «¿De qué está formada la alegría bulliciosa cuyo espectáculo presenciamos? ¿Se condensaba en ella la espuma de la tristeza, el espectáculo de tantas amarguras no pasadas sino por desgracia, presentes y muy presentes, actualísimas? ¿Es que nuestra débil alma no puede soportar mucho tiempo seguido el dolor y pide desahogo, solaz, entretenimientos pueriles, ocupaciones gratas; es que somos niños, nunca personas de edad madura?»8. Por eso, el artículo de mayo de 1898, «Elegía», manifiesta con un poquito de histrionismo que «al caer sobre España tantas tribulaciones, se echa de menos el oasis de los monasterios retirados y ocultos en los bosques, se envidia a los camaldulenses, a los solitarios de Monte Casino, a los reclusos del convento de Bolarque, a los carmelitas que, allá en las Hurdes, en el fondo del valle de las Batuecas, en sus celdas forradas de corcho, donde ni el ruido de los pasos despertaba un eco, se arrodillaban para rezar, ignorando lo que sucedía en el mundo»9. Pero la activa señora de Pardo estaba en el mundo, un mundo donde «las Cortes de 1898 se abren sobre un abismo» y escucha con íntimo desagrado el perorar de los diputados. La terrible crisis patriótica le ha revelado su ignorancia 8

De siglo a siglo 1896-1901, Obras completas, XXIV, pp. 63-64. Cf. un repaso a alguno de estos y a otros textos en José Manuel González Herrán, «Emilia Pardo Bazán ante el 98 (1896-1905)», en El camino hacia el 98 (Los escritores de la Restauración y la crisis de fin de siglo), ed. cit. , pp. 139-153. 9 Ibíd., p. 106.

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culpable (en «Siempre la guerra», artículo de julio, lamenta lo poco que sabía de Filipinas, apenas algo sobre los vistosos mantones de Manila, «ese trapo recamado de follaje que se agrupa alrededor de un ave del Paraíso y que orlan, a guisa de arrancados y flotantes pétalos de ilang, los flecos provocativos, red de prender corazones»), pero, sobre todo, advierte la ignorancia de los demás... Y la aristócrata tiene un mohín digno de María Antonieta cuando, un mes antes, a la hora de escribir «La queja», sostiene que «no he sido jamás muy entusiasta del parlamentarismo (...). No lamento, pues, que el sistema se hunda; por mí, que las Cortes se nombren de real orden, y librémonos de los transtornos que las elecciones llevan consigo»10. En enero de 1899, la subida del precio del cacao le suscita su primer «Artículo... ex-colonial», inmediatamente posterior a otro, del más subido interés, que comenta la posición del carlismo ante el desastre: «Es —apunta— una de las formas que revisten el pesimismo y el dolor nacional, uno de los otracosismos (valga la palabra) en que vagamente se espera... ¿Recordáis la leyenda del rey Artus? Desapareció, pero se ha transformado en cuervo por los celajes tristes y brumosos del País de Gales»11. Pero quien tan certeramente diagnosticó el otracosismo de los demás, incurrió en el más vulgar y previsible de los otracosismos —el nacionalismo alicorto— al escribir una larga, aunque poco valiosa, serie de cuentos sobre 1898. La mayoría de ellos fueron a parar a la sección «Cuentos de la patria» en los Cuentos de Navidad y Reyes, de 1902. Pero alguno de los mejores es anterior, como fue el caso de «La oreja de Juan Soldado (Cuento futuro)», que figura en Un destripador de antaño: cuando al protagonista lo repatriaban enfermo de fiebres, hubo una rebatiña a bordo porque los guardias quisieron impedir que unas mujeres dieran de beber a los soldados; a nuestro Juan le rebanó la oreja un guardia y el médico, al atender la herida, comentó con zumba, «Muchacho, si no te mancaron en Cuba, ya te mancaron aquí»12. A cambio, «Por España» y «Vengadora» —que abrió los «Cuentos de la patria»— son el convencional retrato de sendas damas norteamericanas, una casada insatisfecha y una revolucionaria social, que aman a nuestro país hasta abandonar a su marido la primera y sufrir el acoso de 10

Ibíd., p. 113. Ibíd., pp. 147-148. 12 «La oreja de Juan Soldado (Cuento futuro)», Cuentos completos, ed. Juan Paredes Núñez, La Coruña, 1990, II, pp. 95-96. 11

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los lugareños, que la toman por espía, la segunda. Tampoco los norteamericanos varones quedan muy bien parados en «Entre razas», donde un negro cubano, antiguo cochero de una familia habanera, venga terriblemente el agravio que un patán norteamericano («cara imberbe, rasa, de ojos incoloros y fríos, de boca femenil») le hace al tasarlo en mil dólares como si fuera un esclavo. Lo peor, sin embargo, se reserva para los sublevados de Filipinas. «La exangüe» cuenta una rocambolesca historia de torturas a manos de los indígenas que transpira racismo: los tagalos son «hordas diabólicamente feroces que lanzaban gritos horrendos» y que son capaces de desangrar cada día a la protagonista hasta ponerla a las puertas de la muerte. Pero es que incluso cuando un recién nacido filipino es hallado por un destacamento español, la criatura —que viene a alegrar la nochebuena de los soldados— resulta ser «un muñeco amarillo que se descuajaba llorando» y cuya fealdad («—Es bien feo el condenado, mi teniente— declaró un sargento») contrasta con la «bonita sonrisa juvenil» del aludido, que lo enseña a la tropa. Y que lo entrega a una nativa «que le acercó a su seno oblongo y a la cual el capitán deslizó en la mano todo el dinero que llevaba»13. El estro de los poetas que en 1898 habían sobrepasado la cuarentena de su edad no dejó gran cosa. El recuerdo más perdurable quedó en la espléndida trilogía de poemas «Els tres cants de la guerra», de Joan Maragall, que, sin lugar a dudas y como bien sabía Unamuno, era el mayor poeta hispánico de 1900. Se recogieron en Visions i cants (1900) y son, respectivamente, «Els adéus», fechado en 1896 (que recuerda simbólicamente el ruego de la esposa de Caín: «—No vagis pas cap a Ponent!», y cómo «ell, la cara adusta y ja fatal / girada envers la posta, marxà...»); «Oda a Espanya», de 1898 (que es el poema que plantea en su más fervorosa plenitud el posible encuentro de una España perdida y la nueva Cataluña), y «Cant del retorn», el más abierto a una esperanza que transforme en risas los lloros de los hermanos que han aguardado en la costa el regreso de los derrotados14. La ya muy anciana Carolina

13 «Entre razas», ob. cit., II, pp. 283-286; «Página suelta», ibíd., p. 231. Otros cuentos tienen una naturaleza alegórica: «El catecismo» obedece a una ortodoxia militarista que desmienten a medias «El caballo blanco», «La armadura» y «El torreón de la esperanza», más desengañados y críticos; «El palacio frío», «El templo» y «El milagro de la diosa Durga» son apólogos de ambiente oriental, más próximos a la lección regeneracionista. 14 Obres completes. Obra catalana, Selecta, Barcelona, 1960, pp. 171-173.

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Coronado—que había estado casada con un diplomático norteamericano, Horace Perry— escribió una «Carta a Marta» en tercetos encadenados donde lamenta la aventura colonial del pueblo yanqui que, de ese modo, había convertido «a Washington en Sila, / y al pacífico pueblo ciudadano / en sanguinario ejército de Atila», y todo porque «quieren tener marqueses y barones / y duques y sus príncipes reales, / cual en Europa intrusos Napoleones». En «Barco fúnebre», unos solemnes cuartetos recuerdan la llegada del buque que traía a los héroes vivos y muertos de Baler, la última posición española que se rindió en el archipiélago filipino. No fue una pelea igual, piensa la escritora, y por esto lamenta el triste destino de los homenajeados: ¡Ah! Si pudiera el español soldado a quien el mundo antiguo vino estrecho, lidiar con el contrario pecho a pecho, él hubiera en la lid siempre triunfado. Mas en la lid los héroes suprimidos, ¿qué pueden los valientes corazones?... La lid es entre bárbaros cañones, que son los vencedores o vencidos15.

El poema del vate aragonés Marcos Zapata que se ha usado como exergo del presente artículo es una muestra de cómo la historia de don Quijote y Sancho acudió como socorrida metáfora nacional a la invención de los menos imaginativos. Es tema que, por sí mismo, merecía una monografía, ya que no siempre el uso de los personajes cervantinos tiene el sentido progresista que toma en el autor de La capilla de Lanuza. Una decorosa serie de seis sonetos de 1897, «Impresiones del desastre», del vallisoletano Emilio Ferrari, comienza con uno («En defensa de don Quijote») donde, a la inversa de Zapata, se lamenta que el egoísmo del escudero haya reemplazado a la virtud del caballero en la actitud general del país, «pues tras el yelmo y con tu empresa y mote, / hoy en parodia vil es Sancho Panza / quien empuña el lanzón de don Quijote». Algo mejores son, sin embargo, los otros poemas de la serie

15 Obra poética, ed. Gregorio Torres Nebrera, Mérida, 1993, II, pp. 850-852 y 855856. Algunas referencias sobre este periodo de la vida de Carolina Coronado, en el capítulo «En torno al 98», del libro de Alberto Castilla, Carolina Coronado de Perry. Biografía, poesía e historia en la España del siglo XIX, Madrid, 1987, pp. 211-232.

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(«Derrumbamiento», «Protesta», «El ambiente», «Noche en la conciencia» y «Surge et ambula») por más que abunde en ellos la tópica regeneracionista más conservadora. Sean testimonio de esa bondad retórica (y de la inania ideológica que puso en letras de molde) los dos cuartetos que abren la última composición: Más que esa España que en despojos yace, más que la ruina y que el desastre mismo, aterra el silencioso cataclismo de otra España moral que se deshace. Ni una voz indignada que rechace tamaña humillación, sólo egoísmo, que aletargado al borde del abismo sus instintos de bestia satisface16.

LA GUERRA ES SUEÑO No será del todo vano apuntar que quizá el recuerdo popular más perdurable de la contienda fue un dicho entre castizo y fatalista, «más se perdió en Cuba...», con el que entre nosotros todavía se consuela a quien lamenta con exageración su desgracia. El Desastre permaneció, por supuesto, en una toponimia urbana que se repite invariablemente en todas las capitales españolas y donde ya predomina, sin embargo, el talante regenerador del momento histórico siguiente. Es el nuestro un país que sólo tiene un único monumento colectivo a las víctimas de la guerra (está situado en Cartagena; hubo otro en Madrid, cuya historia ha contado Carlos Serrano, pero lo derribó uno de los primeros concejos franquistas17) y otro a un héroe individual (el famoso de la acción de Cascorro, Eloy Gonzalo, también en Madrid). Pero las numerosas calles dedicadas a la memoria de Isaac Peral, Joaquín Costa y Santiago Ramón y Cajal recuerdan todavía tres síntomas de la voluntad de renovación al filo de 1900. Peral fue el inventor de uno de los muchos buques subma-

16

Obras completas. I, Por mi camino. Poesías, Madrid, 1908, pp. 183-187. «Un monumento para un Desastre: un desastre de monumento», El nacimiento de Carmen. Símbolos, mitos y nación, Madrid, 1999, pp. 245-267; poco antes, algunas iconoclastas consideraciones sobre el pergeño monumental de Eloy Gonzalo, en «La fabricación de un héroe: Cascorro», pp. 203-225. 17

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rinos que se ensayaron a lo largo del XIX: las pruebas del suyo, en 1888, fueron positivas pero un dictamen del ministerio las suspendió y en 1898 el periodista Rodrigo Soriano recuerda haber visto el prototipo, cubierto de óxido y embarrancado en las playas de San Fernando. Costa fue el impulsor de la fórmula de la europeización, que tan importante fue en los años siguientes, y el líder que fracasó al articular un nuevo partido político... al margen de la política y en el marco de las que llamó «clases productoras». Ramón y Cajal que, como Peral, había servido en Cuba cuando la Guerra Grande, fue el Premio Nobel de Medicina en 1906 y quien en su libro de 1897 Reglas y consejos de la investigación científica quiso llevar a sus compatriotas por sendas de reflexión y superación más seguras que las de la violencia colonialista. Al recordar lo poco que significó la derrota de 1898 en las letras españolas, conviene tener en cuenta que la realidad y la literatura son siempre términos enlazados por una curiosa relación: no es lo mismo lo que la realidad nos comunica inapelablemente que aquella parte de nuestros propios problemas que nosotros proyectamos sobre ella. Y los de los españoles más lúcidos de fin de siglo estaban inexorablemente lejanos de los de aquellos políticos que amenazaban gastar «hasta el último hombre y la última peseta» en un pleito que política, económica e intelectualmente estaba ya perdido. Tengamos en cuenta, por otro lado, que hablamos de las letras escritas por hombres cavilosos que habían leído a Schopenhauer y que no sabían o no querían, por lo tanto, distinguir demasiado entre la realidad y la conciencia. Pío Baroja se definiría varias veces como «un fauno reumático que ha leído un poco a Kant», mezclando así un hedonismo impotente con un idealismo radical; Antonio Machado dejó transcurrir asordinadamente su vida hasta poder decantar como resumen de su experiencia aquello de que «el ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas. / Es ojo porque te ve», coplilla que revela un largo purgatorio previo en el seno del idealismo absoluto; Azorín, tan aparentemente «realista» de lo menudo y cierto, convirtió al personaje-testigo de las páginas finales de su libro Castilla en un ciego que regresa a la que fue su casa y que describe de memoria a sus acompañantes el paisaje que ha visto tantas veces. Decididamente, los mejores escritores de la España de 1898 preferían ver otras cosas, aunque no fueran mejores que el sangriento panorama de los campos de batalla. La suya, su batalla, era la de asentar la influencia intelectual en un país de escasos lectores y la de incorporar a las letras españolas el latido más vivaz del espíritu internacional del fin de siglo: el simbolismo, el nuevo naturalismo «espiri-

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tualista», la dimensión sociológica de los hechos, los brotes irracionalistas del pensamiento, la modernidad a fin de cuentas. En el comienzo del verano de 1898 (recordemos que las noticias de la batalla naval de Cavite llegaron a España a finales de abril, y las de Santiago de Cuba, a primeros de julio), Miguel de Unamuno se había retirado a Vitigudino, pueblo cercano a la Salamanca donde profesaba, y descansaba, sin querer leer un periódico (como escribía a su corresponsal Pedro Jiménez Ilundáin) y dedicado a hacer filología recreativa con las etimologías de los nombres de lugares próximos. En agosto escribió su resonante artículo «El negocio de la guerra» donde, al comparar a los burgueses españoles que habían suscrito el empréstito de guerra al seis por ciento con los empresarios norteamericanos que esperan subir el precio del azúcar por la inevitable pérdida de la zafra, deducía inapelablemente que «lo cierto es que las guerras suelen ser una sangría que alivia las crisis del capitalismo a expensas de la salud general del organismo social entero»18. En noviembre apareció en La España Moderna su trabajo «La vida es sueño (reflexiones sobre la regeneración de España)» donde se refirió a aquel pueblo español intrahistórico del que ya había hablado en las conmovedoras páginas de En torno al casticismo (1895). Siempre ha sido el gran perdedor y «cuando estalló la guerra, los españoles conscientes, los que saben de esas cosas de Historia y de Derecho, y de Honra nacionales, les quitaron muchos hijos, a quienes los padres vieron ir con relativa calma, porque era una salida, porque muchos hubieran tenido que emigrar (...). Y ahora les van con la cantinela de la regeneración, empeñados en despertarles otra vez de su sueño secular (...). Si en las naciones moribundas sueñan más tranquilos los hombres oscuros su vida, si en ellas peregrinan más pacíficos por el mundo los idiotas, mejor es que las naciones agonicen»19. No era sólo cuestión de un «socialista de cátedra», afanoso de llevar la contraria. Vicente Blasco Ibáñez, el republicano populista, pensaba algo parecido a lo que ya habían hecho constar políticos como Francisco Pi y Margall y Pablo Iglesias. En 1895 se había manifestado contra la guerra y había tenido que escapar del país, disfrazado de marinero, rumbo a Italia. Vuelto al año siguiente, sufrió un consejo de guerra y sentencia de presidio que se trocó por destierro en 1897. Ya era una figura de relieve y estaba a punto de ser diputado, cuando en el número 1 del se18 Obras completas, XI, Discursos y artículos, ed. Manuel García Blanco, Madrid, 1971, p. 751. 19 Obras completas, III, Ensayos, I, ed. Manuel García Blanco, Barcelona, 1958, p. 408.

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manario Vida Nueva, el 12 de junio de 1898, escribió unas líneas inequívocas: «En un mundo donde existe la mujer, copa de felicidad jamás vacía por mucho que se apure y cuyos ojos brillan con el ardor de la primavera; donde el vino chisporrotea en la copa de cristal con su corona de irisados brillantes; donde los bosques tienen flores que perfuman y trinos envueltos en plumajes voladores que saltan de rama en rama; donde el cielo, con las transparencias de la rosa y los cambiantes del nácar, ofrece la más hermosa de las tiendas para cubrir los delirios del amor, de la única verdad que encontró el doctor Fausto después de estudiar tanto; en un mundo tan bello, los hombres consideran como la más digna y honrosa de las profesiones hacerse polvo a cañonazos por si cuatro pedazos de tierra han de estar protegidos por una bandera de un color u otro»20. Azorín apenas escribió sobre la guerra y siempre con escepticismo. A él debemos, sin embargo, haber subrayado que un modesto poeta regional murciano, Vicente Medina, había dado en «Cansera» (poema de Aires murcianos, 1898) uno de los mejores diagnósticos de la situación: «Cansera es una diminuta obra maestra, una verdadera joya. El huertano, labriego apasionado de su pedazo de tierra, acorralado en su casa por las desgracias, por la mala cosecha, por la sequía, por el hijo que se han llevado a la guerra, se niega a salir de ella; no, no quiere salir; siente aquella alma ruda el cansancio insuperable, el tedio de quien toda la vida ha luchado reciamente y no recoge al fin más que dolores»21. Y reprodujo admirativamente los versos finales de un poema que, sin duda, hubiera fascinado también a Unamuno: Por esa sendica se marchó aquel hijo que murió en la guerra... Por esa sendica se fue la alegría... ¡Por esa sendica vinieron las penas!... No te canses, que no me remuevo; anda tú, si quieres, y éjame que duerma, ¡A ver si es pa siempre!... ¡Si no me espertara!... ¡Tengo una cansera!...22 20

«La primavera y la guerra», Vida Nueva, 1 (12 de junio de 1898), p. 1. «Un poeta» (El Progreso, 5 de marzo de 1898), en Artículos anarquistas, ed. José María Valverde, Barcelona, 1992, p. 88. 22 El poema completo, que dio título a una sección de Aires murcianos (1898), puede verse en la edición del volumen preparada por Francisco J. Díez de Revenga, Murcia, 1981, pp. 69-70. 21

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El itinerario de los mejores escritores nuevos revela el mismo desinterés por la guerra. En 1898 Baroja acababa de abandonar el negocio de panadería de su tía Juana Nessi para dedicarse por completo a la literatura y escribir los espléndidos cuentos de Vidas sombrías (1900) donde casi no asoma la guerra (algo de su sombra se proyecta en el tono de «Nihil», cuya primera versión se llamaba «Los regeneradores», publicada en diciembre de 1898, y en «El carbonero», donde Garraiz ha de ir como soldado). De Azorín ya queda dicho que apenas en tres trabajos periodísticos menciona los acontecimientos bélicos. En 1901 publicó Diario de un enfermo, primero de sus empeños novelescos, que es el testimonio de un enfermo de la voluntad y que empieza ¡el 15 de noviembre de 1898! con estas frases: «¿Qué es la vida? ¿Qué fin tiene la vida? ¿Qué hacemos aquí abajo? ¿Para qué vivimos? No lo sé; esto es imbécil, abrumadoramente imbécil. Hoy siento más que nunca la eterna y anonadante tristeza de vivir. No tengo plan, no tengo idea, no tengo finalidad alguna. Mi porvenir va frustrándose lentamente, fríamente, sigilosamente. ¡Ah, mis veinte años! ¿Dónde está la ansiada y soñada gloria? Larra se suicidó a los veintisiete años; su obra estaba hecha...»23. Cinco días antes de estas cavilaciones se había firmado el Tratado de París que ponía fin al colonialismo español en América y Asia, pero no era ésta, por supuesto, la causa del desasosiego del personaje...

LOS TESTIMONIOS DIRECTOS: LÓPEZ BAGO, CIGES, TRIGO, NOGALES Hubo excepciones, claro. El veterano mosquetero del naturalismo Eduardo López Bago publicó en 1895 El separatista, «novela médicosocial», a la que deberían haber seguido las anunciadas El bandolero, La gente de color y Gobernador General que no vieron la luz y que hubieran compuesto un políptico sobre la guerra hispano-cubana. Lico Godínez, su protagonista, es un señorito habanero de familia separatista que se enamora como un colegial de Solita Valiente, viuda de un militar español muerto en combate y profesora de piano de la hermana de su adorador. Al iniciarse las hostilidades de 1895, la muchacha es expulsada de su trabajo y Lico huye de la casa paterna. Mantiene un af-

23 Obras escogidas, I, Novelas completas, ed. Miguel Ángel Lozano Marco, Madrid, 1898, p. 171.

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faire con Marie, conocida mesalina habanera, pero también sustenta opiniones sobre la guerra que le llevan a un duelo con su amigo Pepe Martín: Lico no acaba de ver la necesidad del conflicto y le asusta que en él lleven la voz cantante antiguos esclavos negros y bandoleros. Herido en el desafío, el muchacho reencuentra a Solita que queda embarazada. Una cosa y otra propician la reconciliación familiar, tras de que el padre regrese decepcionado de la manigua y todos vuelvan los ojos con esperanza al general Martínez Campos que acaba de llegar como gobernador general, con todo su prestigio de pacificador de Zanjón. La novela es un mediocre canto a la esperanza autonomista cuyas ideas encarna el médico criollo doctor Pérez. Éste, como los burgueses que visita, no quiere otra república hispanoamericana inestable: «Voy a decirle a usted lo que me parece América y con qué la comparo (...). A estas repúblicas han emigrado gentes de todas las razas y de todas las naciones. Los buenos, los malos, y... los peores. Se han efectuado cruzamientos de castas de los cuales no se sabe aún el resultado. En una palabra, los americanos son para mí como una persona que se encontrase de pronto delante de una magnífica olla puesta a la lumbre, una persona que tuviese muchas ganas de comer y que no supiese guisar. Acababan de despedir a la cocinera. La cocinera era España, que al fin y al cabo les hacía platos caseros muy ricos. Estofados, bacalao a la vizcaína, paellas, ropa vieja, patatas guisadas, gazpacho y migas con torreznos. Pues bueno, a estos hambrientos no se les ha ocurrido cosa mejor que ir echando en la olla todo lo que encuentran a mano, verduras, carne, pescado, raíces, ¡demonios coronados! ¿Qué saldrá de ahí? ¡Vaya usted a saberlo!»24. Ni el diagnóstico del doctor era un portento científico, ni López Bago se reveló un buen profeta al soñar con una pacificación inmediata. El impresionante testimonio de Manuel Ciges Aparicio es de muy distinta naturaleza. Su autor fue un suboficial español sin vocación militar alguna, vinculado a medios radicales, que fue condenado a riguro-

24 El separatista. ed. Francisco Gutiérrez Carbajo, Madrid, 1997, pp. 250-251. Previamente, López Bago había recogido en otro relato, Carne importada (1891), sobre el nada halagüeño destino de las mujeres españolas que emigran a América y allí se ven obligadas a ejercer la prostitución; su fuerte crítica de las nuevas repúblicas enlaza con el pintoresco lenguaje histórico de El separatista, como ha visto con agudeza el libro de Pura Fernández, Eduardo López Bago y el naturalismo radical. La novela y el mercado literario en el siglo XIX, Amsterdam-Atlanta, 1995, pp. 216-227.

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sa prisión en La Cabaña habanera por haber publicado en L’Intransigeant de París un artículo que criticaba las decisiones militares del general Blanco. Las apasionantes páginas de Ciges aparecieron en Vida Nueva (1899) con el título de Impresiones de La Cabaña (memorias de veintiocho meses) y luego, ampliadas, formaron el volumen Del cautiverio en 1903: en ellas encontramos el horror de los «reconcentrados» por Weyler, el salvaje incendio de un bohío donde arde una mujer intentando rescatar sus enseres, las vejaciones de los presos, la miseria de los soldados enfermos, el banquete de aquellos desdichados que devoran un gato con arroz... Ciges —que continuó su testimonio personal en tres libros más— fue un Gorki a la española que no olvida consignar las jactancias de españolistas e independentistas en la «acera del Louvre» o describir, sin un adarme de emoción patriótica, la llegada de los buques norteamericanos al puerto de La Habana. Para él han supuesto la libertad y ahora los contempla desde el barco que le lleva a la península como repatriado. Y no deja de observar cómo en sus cubiertas «los soldados se mueven automáticamente y regularmente, obedeciendo a toques periódicos de corneta. De aquella gente había dicho nuestra prensa que eran vagabundos reclutados por algunos dólares y que carecían de disciplina y de hábitos militares»25. El famoso novelista Felipe Trigo fue otro de los escritores con experiencia directa de la vida en las colonias. Médico militar, fue destinado a Filipinas y publicó en 1897 La campaña filipina (impresiones de un soldado), muy favorable a la intervención militar (sobre todo, al general Blanco) y muy crítico con la influencia clerical. Siendo médico del destacamento penitenciario de Fuerte Victoria, presenció una sublevación de los prisioneros tagalos, fue macheteado salvajemente y logró salvarse de milagro. El caso alcanzó gran popularidad, fue repatriado y, a su regreso, desdeñó un puesto más importante en Cuba. Aquella dura experiencia pasó a Las ingenuas (1901), su primera novela, pero lo curioso es que el episodio atribuido al protagonista, Luciano, se da como sucedido en una explotación industrial de Ceilán. Y, sin embargo, las noticias de lo acaecido en las colonias van jalonando el curso de la morosa narración que presenta la adúltera relación de Luciano con su cuñada Flora. En Alajara, prototípico poblachón extremeño de donde proceden los personajes, Jacinto —un señorito rural que pronuncia «Vasin ton» y

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El libro de la vida trágica. Del cautiverio, ed. Cecilio Alonso, Alicante, 1985, p. 432.

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«Biró»— jalea un artículo del periódico provincial que significativamente se titula «¡Sus! ¡A los cerdos!»: «—¡Eso! —dejó caer con voz enérgica y rodando los ojos al cacique—. No debe ser otra la conducta de los herederos de Felipe II en cuyos reinos ya sabéis todos que no se ponía el sol. ¡Fuera consideraciones a puercos! ¡Al mar, de cabeza! ¡El ejército a la bayoneta a Nueva York...! ¿Pues qué se habían creído?»26. Pero, cuando Luciano y su esposa embarcan en la estación, contemplan—a los sones de la inevitable Marcha de Cádiz— el contraste entre las fantasías de una prensa irresponsable y «aquel convoy de coches de tercera, con quintos apiñados como borregos, recién pelados, los gorrillos separándoles las orejas... y parecidos, más que a guerreros, a hospicianos, sin armas ni correas, dentro de los trajes de rayadillo, que a todos les resultaban grandes y se les arrugaban encima con el apresto de la tela nueva»27. Más tarde, en el barco donde regresa de Colombo el matrimonio, el «Alfonso XIII», se les presenta la otra cara de la guerra en forma de «viudas que tornaban de Filipinas, quedando allí a sus maridos asesinados por la insurrección, y enfermos que ante los horrores de los tagalos vieron agravarse su mal. Un cargamento de dolor y de muerte, por entre el que gritaban veinte o treinta niños vestidos de luto»28. La noticia de la muerte de Cánovas suscita una lágrima a Luciano, «porque veía caer a manos de la fatalidad al único gobernante español capaz de dominar en un momento dado, que iba a presentarse, todas las bélicas arrogancias de la ignorante España»29. No tardará mucho, sin embargo, en llegar la nueva de la derrota en Cavite y las vacilaciones del almirante Cervera con su escuadra antillana surta en Cabo Verde. Luciano no quiere leer los gratuitos insultos del periódico al marino porque le «parecían los gritos de un público borracho pidiendo en una corrida: «¡caballos! ¡caballos!». Y vuelve a llorar el día de la derrota definitiva: «Era el remordimiento de hijo ingrato de la Nación desdichadísima (...). Que había asistido al largo y triste espectáculo de aquella insensatez pública que a través de la patriotería empujó al principio, contemplándolo todo con desdeñosa sonrisa de extraño espectador dolido por diletantismo (...). No tenía derecho a indignarse. Él no había sabido ser siquiera de los pocos hombres que lan26

Las ingenuas (1901), Madrid, 1916, I, p. 43. Ibíd., I, p. 207. 28 Ibíd., II, p. 79. 29 Ibíd., II, p. 204. 27

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zaron su protesta contra la tempestad, arrostrando la impopularidad y el odio... Él no había sabido emular a Pablo Iglesias, a Pi Margall»30. No es gratuito relacionar esta congoja personal con la visión final de Alajara, el pueblo miserable y temeroso, entregado a los ricos y a los caciques, en una briosa descripción que no hubieran vacilado en firmar el Azorín de La voluntad y el Baroja de César o nada: «Eran los campanarios los que dominaban el mezquino caserío; la torre de la parroquia, allá arriba, ancha y terminada por almenas, como desconchado y viejo castillo que aguardara un cañonazo de aquellos de la civilización americana para desplomarse; el cimborrio de las Descalzas, sobre el largo tejado, en mitad del pálido verde del huerto que cual mancha parásita cogía un tercio del pueblo; la cupulita nueva de San Antón, el campanario de la Magdalena... más abajo de todo lo cual, casi huyendo en protesta o en fuga, disparando negra su humareda recta, levantábase la chimenea de la fundición; y a su derecha, al extremo alto, descubría Luciano el hotelito de Flora, riente en su ramillete de árboles, parecido a un exótico viajero que hubiese llegado al horroroso aldeón una mañana, y que se hubiera clavado allí, sin atreverse a entrar»31. También se publicó en 1901 una sabrosa novela de José Nogales, El último patriota, que acertó a narrar con humor algo grueso pero eficaz la vivencia provinciana de los días de la guerra, en tonos muy próximos a los de Trigo. No describían ambos ambientes muy lejanos: éste tenía como referentes las ciudades pacenses; Nogales ya se había inventado la población de Venusta (en su relato Mariquita León) y ahora describía una imaginaria ciudad de Oblita en la novela de 1901, ambas inspiradas en su Huelva natal: «Esto es Oblita. ¡Magna et prudens! Osada y tímida, valiente y prudentísima, heroica y desalentada, altiva y humilde... recostada siglos y siglos en las colinas arcillosas, sin más horizonte que la marisma gris, eterna y uniforme, sintiendo fermentar el mosto nuevo en el lecho de la antigua Hélice, bajo un sol implacablemente amoroso que en diciembre saca flores a los almendros y en febrero empuja hacia la sombra a la gente que lleva otro sol metido en la cabeza... y que no tiene dos reales para mandar rezar a un ciego»32. 30

Ibíd., II, p. 358. Ibíd., II, pp. 364-365. 32 El último patriota, pról. de Ángel Manuel Rodríguez Castillo, Huebra (Ayuntamiento de Aracena), 2001, p. 21. En 1900, Nogales alcanzó notable repercusión al ganar el premio de cuentos convocado por El Liberal y dotado con 500 pesetas. 31

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Ese poblachón retórico, soñador y ridículo, cuyas fuerzas vivas capitanea don César Paniagua, presidente del Casino y de todo lo presidible, se enfrenta con patriótico entusiasmo a la guerra con los Estados Unidos. Y organiza una suscripción (motivo de una pelea con los rivales venustinos) y hasta una manifestación contra... los viceconsulados locales de Honduras y Guatemala, entre «jaculatorias patrióticas y Marcha de Cádiz», pero que no llegan a más «porque los cónsules, nacidos y criados en Oblita, salieron a su respectivo balcón y declararon, del modo más terminante, que ellos no estaban de acuerdo con la doctrina de Monroe»33. Prueban un cañón de costa, perfeccionado por el inventor local Carlanza (en una escena que recuerda inevitablemente otros episodios bélico-cómicos: las pruebas del toxpiro en La voluntad, de Martínez Ruiz, y antes, las del submarino con vejiga natatoria, ingeniado por Avelino Diz de la Iglesia, en Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, de Baroja), despiden a los soldados en la estación de ferrocarril (aunque son doce y todos excedentes de cupo, que van a guarniciones peninsulares), preparan un hospital de campaña que no ha de servir para nada, y hasta sostienen una escaramuza a tiros por culpa de un barco de arribada, cuya tripulación, algo curda, ha lanzado unos cohetes. La única verdad la proporciona la muerte en ultramar de un hijo del pueblo, cuya última carta lee su madre, delante del omnipresente caudillo, César Paniagua: «—¡Ay, mi José! ¡Ay, mi José!— seguía gimiendo la triste aldeana, con un balido de oveja agonizante. Ante aquellos dolores, Paniagua comenzó a sentir aquel timor et tremor de que habla la Escritura. —Y, al fin, perdimos a Cuba y a Puerto Rico y a

Desbancó a Emilia Pardo Bazán que hubo de contentarse con el accésit, obtenido por «Chucha», y a Ramón del Valle-Inclán, que presentó su relato «Satanás». El cuento premiado, «Las tres cosas del tío Juan», es una parábola regeracionista: las tres demandas del viejo labrador a su futuro yerno son que madrugue, que cultive la tierra y que le salgan callos en las manos. Del mismo año 1900 es un artículo, «La nueva Covadonga» (El Liberal, 7 de agosto) en que se burla del recibimiento triunfal que Almería ha rendido al almirante Cervera, el derrotado de Santiago: «No sé de qué diantres nos sirve la Historia. Yo recuerdo que concedieron honores triunfales a Augusto, que amarró pueblos y razas al tronco de la higuera Ruminal; que después tributaron los mismos honores a Curcio Rufo, por descubrir una minucia de plata en los campos Matiacos (...). Lo que no se le ocurrió a nadie fue votar el triunfo para Varo» (Antología de escritos periodísticos, ed. Ángel Manuel Rodríguez Castillo, 2000; cf. del mismo autor de la selección, Vida y obra de José Nogales, 1999). 33 Ibíd., p. 53.

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Filipinas, de seguro. —¡Mejor! Así los hijos de los probes no irán a más cimenterio que al suyo propio. ¡Cuanti ha que se hubiesen perdío!»34. Muy adecuadamente, la novela se cierra con un Paniagua contrito y desengañado que ronda por los alrededores del pueblo, mientras sus convecinos agotan las flores retóricas de una «regeneración» para la que se preparan: «Y allá por la marisma oscura llena de hierbajos salados que se movían como fantasmas a la luz de las estrellas, en dirección de aquella franja de nubes tormentosas que los relámpagos rasgaban, iba caminando el último patriota, mojado por las lágrimas del relente, azotado por el húmedo matorral, rígido e impasible como un sonámbulo que marcha con la vista puesta en algún nuevo ideal que relumbra en el horizonte...»35.

EMIGRANTES Y REPATRIADOS Conviene recordar ahora que, como ya se ha avanzado, América era para muchos sinónimo de emigración, lo que significaba huir de la miseria o escapar de las quintas militares. Desde 1880 corrieron los años dorados —o siniestros, según se mire— de una sangría demográfica que haría la fortuna de empresas como la Compañía Transatlántica, del Marqués de Comillas: un antiguo negrero que hizo negocio con las tropas que llevó a combatir y lo continuó con las repatriaciones. No hubo mayor ni más humano mentís a la ruptura entre España y sus antiguas colonias americanas (la corriente migratoria a Filipinas fue escasa): entre julio de 1899 y junio de 1900, apenas un año después de los combates, llegaron a Cuba casi 18.000 emigrantes españoles; los quinquenios posteriores a 1902 arrojan un promedio anual cercano a 25.000 personas que llega a superar los 40.000 en el momento de la guerra europea y solamente remite en los años finales de la Dictadura de Primo de Rivera, a favor del vigoroso repunte de las obras públicas en España, y luego en los años de la República. Esa era la clamorosa respuesta del pueblo real a la guerra... En el libro de Manuel Bueno, Almas y paisajes (1900), el precioso cuento homónimo tiene el valor de una metáfora: Gabriel, un emigrante fracasado, vuelve a su tierra y oye en la diligen-

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Ibíd., p. 149. Ibíd., pp. 164-165.

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cia que le lleva a su pueblecito vasco una animada disputa entre un comisionista y un cura a propósito de las responsabilidades de la derrota: que si han sido los masones, que si hay que incrementar la exportación, que si debe construirse un ferrocarril, que si hay que rehacer la marina de guerra, que si la culpa ha sido de los liberales... Pero él sólo puede pensar en la amargura del reencuentro que le deparará la visión de su padre, inválido e idiotizado, como todo un símbolo, al fin, de la única España que quedaba36. Pero, para algunos otros, la guerra fue una forma distinta de emigración. Tonet, el protagonista de La barraca (1902) de Vicente Blasco Ibáñez, era un muchacho pendenciero que, por una disputa con su padre, «sienta plaza» en un cuartel de Valencia y va destinado Cuba por todo el tiempo de la guerra. Regresa con un poblado bigote —le llaman «el Bigot» por apodo—, atributo de hombría, pero en tanto ha perdido a su novia Neleta que se ha casado con el viejo tabernero Cañamel; su futura tragedia tiene, por tanto, como remoto motivo una escapada que no ha remediado ni la miseria de su casa ni el despecho por su ambición burlada. Tonet vino a ser un símbolo involuntario de la inutilidad, primero, de las falsas promesas de fácil victoria y, después, de los retóricos augurios de regeneración. Entre tanta demagogia como cundió a la hora de la derrota, había una latente ambigüedad. Unamuno había visto con meridiana claridad que los regeneracionistas tenían por costumbre zaherir al mismo pueblo que creían inocente de toda culpa histórica. Para él, como antes para su amigo Ángel Ganivet, la verdadera España estaba dentro, oculta, en una intrahistoria de esfuerzos, rutinas y ensoñaciones que se oponía a la historia de las batallas y los heroismos. El libro más «noventayochesco» de cuantos vieron la luz en el bienio 1898-1899 fue Hacia otra España de Ramiro de Maeztu y, en rigor, necesitó hablar muy poco de la guerra y ni siquiera aludir a que él mismo había sido uno de aquellos innumerables emigrantes a Cuba, donde había ganado su pan siendo lector de una fábrica de tabacos. Prefiere hacerlo de una política fracasada, de una clase media sin nervio (el proletariado de cuello duro del que el autor había querido zafarse) y, al cabo, de una esperanza que lo mismo puede ser el humo fabril de Bilbao que las orondas caderas de unas mozas de Calatayud, capaces de albergar en ellas una España nueva... Aquel re-

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Almas y paisajes, Madrid, 1900, pp. 12-24.

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generacionismo más vitalista y menos campanudo venía de atrás. Benito Pérez Galdós —que comenzó precisamente en 1898 la Tercera Serie de sus Episodios nacionales— fue, como todos los hombres de su generación, profundamente afectado por el conflicto. Pero el tema americano solamente compareció en su obra de una forma indirecta aunque harto significativa: en su teatro, América fue un lugar de referencia para emprender una nueva vida. En La loca de la casa (1892) y en Mariucha (1903), los protagonistas masculinos son indianos que han construido su fortuna y han forjado su voluntad al otro lado del mar. En La de San Quintín (1893), los personajes centrales —Víctor y Rosario— abandonarán el viejo mundo buscando en el nuevo menos hipocresía y ruindad que la que les rodea en Ficóbriga37. Desde Cataluña, donde tan importantes fueron la emigración y los negocios transatlánticos, también se vio así: el dinero era mucho más importante, al cabo, que los prejuicios de honra. El héroe (1903), drama de Santiago Rusiñol, es una pieza maestra al respecto. Un soldado que se ha batido en Filipinas llega a su pueblo lleno de condecoraciones y, como reza la acotación al final de la escena VI del primer acto, «vestit de «rayadillo», gorra de paisà tirada enrradera amb dos clavells, porta quatre o cinc medalles al pit, el canó de la llicència, un bastó a la espatlla amb un gran farcell, moltes corones i una guitarra». Animado por sus amigotes y por el comandante del puesto de la Guardia Civil que lo escoltan a todas partes, «el héroe» se convierte en un indeseable: menosprecia a sus padres, modestos tejedores domésticos; se hace un permanente mal ejemplo para su hermano, el Andreuet, y además galantea a la mujer de Joan, su amigo, que también ha sido «repatriado» pero que ha vuelto enfermo para morir en su hogar. Al final, cuando el héroe ha logrado sus innobles propósitos y ha logrado quedarse con el dinero que sus padres atesoraban para rescatar a su hermano de la milicia, Joan lo mata con el sable de honor que le habían regalado. Pero, a la vista de tanta desolación, todavía tiene la última palabra cuando el señor Tomás le reprocha haber muerto al «héroe» del pueblo: «I què he de haver mort al héroe! He mort el gandul del poble! Míreu-los allí! Els del telar són 37

Apunta esa conexión americana el imprescindible trabajo de Carmen Menéndez Onrubia, Introducción al teatro de Benito Pérez Galdós, Madrid, 1983, particularmente pp. 221-251, aunque no acabe de encontrar encaje en sus complejos cuadros sinópticos, ni en su oportuna diferencia entre «dramas de renovación», «dramas de redención» y «dramas de regeneración».

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els héroes!»38. Aquella defensa del espíritu menestral y emprendedor debió sonar muy bien a la burguesía que asistió al estreno en el Romea, el 17 de enero de 1903. Eran los mismos que un par de años después entenderían el famoso chiste de Junceda en el Cu-Cut del 23 de noviembre de 1905: a la vista del jolgorio que brotaba de la carpa donde se celebra el Banquete de la Victoria electoral catalanista de 1905, un oficial pregunta a un paisano qué conmemoran y cuando le responden que la victoria, dice, «¡Bah!, serán paisanos...». Días después, refrendarían su ruptura con la vieja España al saber que unos oficiales de la guarnición habían asaltado las oficinas del periódico satírico39. El tono farsesco, que en la pieza de Rusiñol convive con ciertos toques de teatralidad simbolista, se encuentra ya muy cercano de la explícita burla de Ramón del Valle-Inclán en las piezas que componen Martes de Carnaval, donde vio con distancia esperpéntica el significado de la guerra. En torno al 1898, su obra fue casi tan muda como la de los demás al propósito de los acontecimientos. Solamente merece la pena destacar la presencia en «La niña Chole», cuento de Femeninas (1895), de unos «rostros pecosos y bermejos, caballos azafranados y ojos perjuros. ¡Yanquis en el comedor; yanquis en el puente; yanquis en la cámara!... Cualquiera tendría para desesperarse»40, que el altivo Marqués de Bradomín encuentra en el barco que le lleva a Veracruz. En la Sonata de estío (1904), conseguido rifaciamento del cuento de diez años antes, los yanquis se transforman, sin embargo, en ingleses: «La raza sajona es la más despreciable de la tierra. Yo, contemplando sus pugilatos grotescos y pueriles sobre la cubierta de la fragata, he sentido un nuevo matiz de la vergüenza: la vergüenza zoológica (...). Herejes y mercaderes en el puente, herejes y mercaderes en la cámara, ¡Cualquiera tendría para desesperarse!»41. La herida del 98, mezclada a la polémica de latinos contra anglosajones, escocía todavía... Pero donde el texto gana significación nacionalista es cuando se esboza la tradición conquistadora que ha dado entre los Bradomín de otros tiempos un funda-

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Obres completes, Barcelona, 1947, p. 1.036. Sobre el episodio, cf. el trabajo de Cecilio Alonso, «Los intelectuales «revisionistas» en la crisis de 1905», en Intelectuales en crisis. Pío Baroja, militante radical (19051911), Alicante, 1985, pp. 15-54. 40 Epitalamio. Femeninas, ed. Joaquín del Valle-Inclán, Madrid, 1992, p. 119. 41 Sonata de primavera. Sonata de estío, pról. de Pere Gimferrer, Madrid, 1983, pp. 85-86. 39

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dor del reino de Nueva Galicia y un Inquisidor General, nada menos. Por eso, confiesa Xavier que «al desembarcar en Veracruz, mi alma se llenó de sentimientos heroicos». Y poco más tarde, mencionará a los «plateados», célebres bandidos políticos del fugaz imperio de Maximiliano; con ellos Brión, el mayordomo carlista, quiere construir un nuevo imperio para Carlos V, anticipo de la corona de España: «Más difícil cosa fue ganarlas en los tiempos antiguos de Hernán Cortés. Yo tengo el libro de esa historia»42. Los textos contrastan casi brutalmente en 1930, con los que leemos en Martes de Carnaval, conjunto presidido por el recuerdo de las campañas coloniales y por el vejamen de un ejército grotesco (a eso alude el título: «Martes» es también el plural de «Marte», «soldado» en sentido figurado). En Las galas del difunto, el «pistolo repatriado» Juanito Ventolera se exhibe de rayadillo por los burdeles, mendiga y profana el sepulcro de un boticario para robarle el terno con que lo enterraron. El capitán «Chuletas de Sargento», en La hija del capitán, recibe ese apodo porque se cuenta que en la guerra hizo servir como rancho a la tropa filetes de los suboficiales mambises muertos. Los militares de Los cuernos de Don Friolera que juzgan —constituidos en tribunal de honor— la culpable mansedumbre del teniente Pascual Astete, engañado por su mujer, hablan de sus años de servicio en Ultramar. Para el teniente Cardona todo fue bueno: «—Yo he pasado cinco años en Joló. ¡Los mejores de mi vida!». E incluso se jacta de hablar tagalo: «—Tanbú, que quiere decir puta. Nital budila, hijo de mala madre. Bede tuki pan pan bata: voy a romperte los cuernos. —¡Al parecer posee usted a la perfección el tagalo! —¡Lo más indispensable para la vida!». Pero el teniente Rovirosa no tiene tan grata experiencia: —«No todos podemos decir lo mismo. Ultramar ha sido negocio para los altos mandos y para los sargentos de oficinas... Mindanao tiene para mí mal recuerdo: enviudé y perdí el ojo derecho por la picadura de un mosquito»43. Años después, en Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos, un autor que seguramente había leído a Valle-Inclán, la abuela de Dorita recuerda también que su marido fue oficial en Filipinas, donde «él que era muy hombre y que no podía retenerse tuvo que ver con una tagala convencido de que era una jovencita pura y de que estaba limpia, pero le tuvo que pegar la in-

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Ibíd., p. 159. Martes de Carnaval, ed. Ricardo Senabre, Madrid, 1990, p. 186.

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fección la muy sucia y se la pasó toda a caballo, sin lavados y sin cuidado ninguno hasta que se le emberrenchinó y le llegó a tupir los conductos, y aunque luego hizo lo que pudo y el médico naval de la fragata que era tan amigo suyo le quiso corregir, como a otros que habían ido con él y habían caído por ser hombres con otras tagalas, pero no hubo nada que hacer y nos quedamos sólo con mi Carmencita que ya tenía veintiocho años cuando el cayó definitivamente a manos de moros, cuando la catástrofe»44. De Filipinas a Annual —que es la última fecha evocada por la abuela— transcurrió la sórdida historia de un colonialismo de pobres, visto aquí por la clase media que ni siquiera sabe que es la víctima de aquellos sueños imperiales...

GUERRA Y TOROS «Almas y paisajes», el cuento de Manuel Bueno que se evocaba al principio del apartado precedente, está dedicado a Rodrigo Soriano y no por causalidad, como veremos enseguida. La visión de la guerra de este compañero de luchas —y luego rival— de Blasco Ibáñez se plasmó en algunos artículos muy brillantes y hoy olvidados. Muchos se agruparon en su libro Las flores rojas (1904) que es uno de los mejores conjuntos de crónicas —así se decía entonces— de la España de principios de siglo. «Pierre Loti en Madrid» se escribió el mismo día en que llegaba la noticia del desastre de Cavite y evoca el recorrido triunfal por España del que las derechas intelectuales llamaban el «sucesor de Zola», a vueltas de campañas flamencas y corridas de toros en las que era inevitable invitado. «Corpus de Sangre» describe la procesión toledana del 9 de junio, al hilo de las noticias aciagas que ahora llegan de las colonias: «Tan sólo rubios campos, anegados en sangrientos mares de amapolas, nos recordaban la jornada de primavera y luto, de vida fecunda y tremenda muerte (...). Allá muy lejos, en Filipinas se celebraba el Corpus, ¡pero qué Corpus! ¡El Corpus de sangre! El sol español declinaba... Nuestra nación perecía en otro crepúsculo polar, de indiferencia, de egoísmo, de fatalismo... Y en aquel cuadro primaveral, oíamos las voces de unos toreros: —¡Eh! ¡Malegro de verlo güeno! ¡Buen morlaco está el quinto! 44 Tiempo de silencio (1961), ed. Alfonso Rey, Barcelona, 2000, p. 19. Poco antes, otro escritor de su generación, Jesús Fernández Santos, incluyó un cuento sobre la guerra de Cuba, «El sargento», en la colección Cabeza rapada, Barcelona, 1958, pp. 65-76.

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El Minuto y su cuadrilla iban a Toledo. ¡Seis miuras! ¡Un Corpus de sangre... torera!»45. Otro conjunto de artículos, El triunfo de Don Carlos (1902), lo encabeza la historia de ficción política que le da título: cómo serían las cosas en nuestro país si ganase la facción carlista. Y siguen crónicas tan desgarradas y atractivas como «¡Viva España!», sobre la venta de industrias españolas al extranjero; «¡Pobre Zorrilla», sobre el final del mundo legendario y castizo del escritor; «¡Ya tenemos escuadra!», donde cuenta que en San Sebastián unos oficiales de la Armada han apaleado a unos periodistas que pusieron en solfa su eficacia guerrera (el general dice al reportero: «Sépalo usted. Para tener escuadra no hay más que un medio: apalear periodistas»). La entrada de Nozaleda (1904) comienza con el sabroso artículo homónimo: una fantasía sobre los pasos del antiguo arzobispo de Manila al que el Vaticano acaba de nombrar como titular de la sede de Valencia. El dominico Nozaleda había sido acusado de ser uno de los factores del descrédito de los españoles en Filipinas y ahora era entronizado en sede más conflictiva y anticlerical del país. Soriano subraya la inoportunidad de la medida: «A su voz cayó Rizal acribillado por las balas; el pobre indio se prosternaba ante el fraile revestido de oro, al modo de los primitivos habitantes de América cuando Colón puso su pie en el Nuevo Mundo. Los capitanes generales de Filipinas le rendían acatamiento. Si alguno le molestaba pronto volvía a España bajo partida de registro. Empleado que interrumpiera su paz caía bajo el látigo del arzobispo (...). El frailote recorría las calles de Manila a modo de rey dahomeyano: temblorosos, sumisos, los pobres habitantes del país hincaban su rodilla al paso del gran pontífice forrado de oro, del castila deslumbrador como el sol (...). Tumbado en su hamaca, envuelto en el humo azul que despedía como incensario el largo habano, daba órdenes, disponía de vidas y haciendas, recibía ofrendas, cortaba cabezas y deshacía honras»46. Soriano no es un militarista ni un nostálgico de la colonia, pero su actitud tiene algo de contradictorio populismo; es, a fin de cuentas, un patriota de izquierdas que siente el resquemor de la vergüenza histórica. Su revelador artículo «3 de mayo de 1899» compara los cantos bélicos de distintos pueblos: 45

Las flores rojas, Valencia, s.f., pp. 127-128. Sobre el autor, cf. mi artículo «Bohemios, periodistas, intelectuales: acerca de la obra de Rodrigo Soriano», En el país del arte. 2º Encuentro Internacional Literatura y Arte en el entresiglos XIX-XX (2001), ed. Facundo Tomás, Valencia, 2002, pp. 231-247. 46 La entrada de Nozaleda, Madrid, 1904, p. 11.

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«Venció Francia con la sublime Marsellesa; al son del trágico Ça ira cayó la nobleza. Los hugonotes luchaban con el lúgubre canto luterano en los labios. La secta anabaptista moría al son de la colosal estrofa mística. Los vascos peleaban con el solemne Gernikako Arbola. Nuestra decadente España moría en un café cantante, entre chulos y golfas, escuchando el odioso chín, chín de la odiosa Marcha de Cádiz»47. Casi al final del volumen, «El héroe», artículo de 1902, glosa el multitudinario entierro del diestro Dominguín, en el que fueron profanadas tumbas por las masas y del que huyó hasta el cura. El autor clama: «¡Pan y toros! ¿Por qué indignarse? Venga la Inquisición y acabaremos el siglo dignamente. ¡Viva el mondongo nacional! ¡Nómbrense de una vez ministros a esas bailarinas vestidas de seda, disfrazadas con alamares de Virgen y medias de afeminados danzarines! ¿Acaso la península española no tiene la forma de una piel de toro! ¡Hipócritas, no indignarse! El Dominguín es un héroe dentro de su profesión. Es el único español que ha sabido cumplir con su deber muriendo en la plaza. ¡Ah, si nuestros generales hubieran sabido ser Dominguines en los ruedos de Filipinas y Cuba! El público paga para ver sangre. El torero que no muere o es herido, le estafa»48. La asociación de la tauromaquia y la guerra provino, sin duda, de las famosas «corridas patrióticas» que se celebraron desde el momento en que se conoció el ultimátum del presidente MacKinley. No cabe olvidar que 1898 fue el año de la muerte de Frascuelo, el que había sido legendario rival de Lagartijo: Lagartijo y Frascuelo en los toros, como Calvo y Vico en el teatro, como Cánovas y Sagasta en la política, habían sido las parejas que habían animado la modorra nacional de los últimos años... El 1 de mayo los periódicos trajeron en ediciones especiales la derrota de Cavite, cuando acababan de torear en Madrid Rafael Guerra, Antonio Fuentes y Bombita unos astados de la ganadería de Pérez de la Concha. Pero la más famosa «corrida patriótica» fue la de 12 de mayo: cuenta José Francos Rodríguez que a la entrada del coso ofrecían claveles las duquesas de Bailén, Plasencia y Conquista, las marquesas de la Romana e Ivanrey, las condesas de Agrela, Villagonzalo, San Román y Torre Arias, la vizcondesa de Torre de Luzón, la baronesa de Hortega y otras distinguidas señoritas. Habían decorado la plaza nada menos que

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Ibíd., p. 54. Ibíd., p. 74.

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Benlliure, Moreno Carbonero, Cecilio Pla, Sorolla, Querol y Domínguez, entre otros. Y lidiaron morlacos regalados por sus ganaderos hasta diez matadores: entre ellos estuvieron Mazzantini, el Guerra, Reverte, Lagartijillo, Minuto, Bombita y Villita, el mejor cartel posible49. Quizá ninguna otra imagen diera tal impresión de frivolidad culpable y, a la vez, explicitara tanto la asociación providencial de dos desatinos nacionales, toros y guerra: por eso, sin duda, quedó tan profundamente hincada en la imaginación de quienes años después recordaron aquellos hechos. Todavía el 13 de noviembre de 1914 se estrenaba en el Teatro Español de Madrid el drama de Federico Oliver Los semidioses, que recordó el caso. Juan es un muchacho sevillano que hizo la guerra en el crucero «Vizcaya» y que resultó gravemente herido en Santiago de Cuba. Ha regresado a su casa, sin esperanza de curación, aunque con su esfuerzo se ha hecho maestro de párvulos, pero ha de contemplar cómo su familia, llena de deudas, vive en permanente obsesión por la tauromaquia y su hermano Molinete no desea otra cosa que ser matador. Cuando en la escena XII del acto I cuenta Juan cómo fue herido en combate, Fígaro le interrumpe: «—¿Y qué día fue ése? —El 3 de julio de 1898. —Oiga usté, don Martínez, ¿no fue ese día cuando Miguel Báez, “el Litri”, tomó la alternativa en la plaza de toros de Huerva?». A lo que el aludido, veterano abonado, todavía apostilla: «—Por cierto que es la misma efeméride en que Rafael Guerra, toreando de muleta en Algeciras un toro de Atanasio, negro, listón, bien puesto de pitones, lo consintió tanto con la izquierda...»50. En la última escena, aunque Juan agoniza, su padre y su hermano deciden acudir a la corrida. Y en su delirio, el protagonista cree que los gritos de los aficionados que aclaman el triunfo de Juan Belmonte «son vítores que anuncian una patria nueva». Y se exalta: «¡Jóvenes generaciones que vais al porvenir, pasad sobre mi cuerpo! ¡Mi comandante, con mi deber he cumplido! ¡La vida por España!... ¡La vida por España!...¡España!...¡España!...»51. Pero lo cierto es que España y Madrid también eran, o empezaban a ser, algo más que un mundo familiar y promiscuo que consolaba sus amarguras y deficiencias con zarzuelas. El 28 de noviembre de 1898, por cierto, se estrenó Gigantes y cabezudos, de Miguel Echegaray y Manuel 49

El año de la derrota 1898. De las memorias de un gacetillero, 1930, pp. 152-159. Joaquín Dicenta, Federico Oliver, Juan José. Los semidioses, Madrid, 1965, pp. 119-120. 51 Ibíd., p. 172. 50

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Fernández Caballero, la primera obra del género chico que basó su argumento en la guerra de Cuba y el actualísimo regreso de los repatriados. En ella se habla, por supuesto, de la impopular subida de los arbitrios municipales y de la zozobra por los ausentes. Uno de ellos, Jesús, tiene una novia, Pilar, a la que galantea un sargento dispuesto a conquistarla haciéndole creer que su prometido se ha casado en Cuba. Pero el soldado aparece en el segundo acto, rodeado de sus compañeros y en trance de cantar todos un animado coro que ha sobrevivido a 1898 en la memoria popular: «Por fin te miro, / Ebro famoso, / hoy es más ancho / y es más hermoso». Y tampoco parece casual que las acotaciones de la escena reclamen la zaragozana vista de «las torres de La Seo y las cúpulas del Pilar» (tan asociadas a la crónica heroica del país en la francesada de 1808) y una significativa mezcla de regionalismo castizo y uniformidad militar en los atuendos (los miembros del coro irán «todos con traje de aragonés y algún distintivo de haber sido soldados, que puede ser la gorrilla»)52. Algo se modernizaba, no obstante, también aquí y allá... La crónica del año 1898 registra el inicio de la pavimentación y ordenación de la madrileña plaza de la Cibeles, la salida de los primeros tranvías eléctricos en el mes de octubre, el triunfal estreno de La bohème de Puccini y la admiración pública por la marcialidad de la policía municipal montada (los «romanones», del nombre del entonces alcalde) que empezó a patrullar las calles de Madrid. Sólo aparentemente la historia es contradictoria, como se complacieron en creer muchos de estos testimonios literarios, inspirados por el masoquismo, la demagogia patriótica y los manes del populismo, signos de una mala conciencia —o exorcismos también de una culpa difusa— más que diagnósticos. Sea nuestro último convocado un texto muy revelador de Eugenio Noel: El mil ochocientos noventayocho no ha tenido aún su historiador (...). Sería preciso poseer el entendimiento de un Michelet, el alma de Costa, la serenidad de Macaulay, la ironía de Cervantes, el escalpelo de Ferrero, el vientre de Rabelais, el análisis de un Maudsley, la paciencia de Mommsem y el genio de Victor Hugo, con la franqueza sublime y clara de Tolstoi (...). Yo algún día intentaré ese estudio53.

52 Carlos Arniches, Miguel Echegaray, El santo de la Isidra. Gigantes y cabezudos, ed. María del Pilar Espín, notas de José Luis Alonso de Santos, Madrid, 1998, pp. 89141. 53 Nervios de la raza (1915), Barcelona, 1947, p. 229.

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Así exageraba el autor en una larga y hermosa crónica, «Puente de Vallecas, 1898», que viene en su libro España, nervio a nervio, de 1915. Sin ser ninguno de tan ilustres ingenios, también Noel cifró su recuerdo de aquellos días en la brutal descripción de una corrida popular en la vieja plaza de Vallecas. El público berreaba sin cesar mientras «los ruidos, el sol, el ambiente, incendiaban la sangre y la llevaban a la boca. —Aquí debían estar los yanquis... ¡Maldita sea su madre! —Ante un toro le ponía yo a ese Sampson o Sansón. —¡A un toro le iba a ir ese tío con el «Iowa» y los cañones de la puñeta!... ¡Cara a cara y hombre a hombre!...». Y el escritor apostilla, no sin razón: «Antes que en la bahía de Santiago, la escuadra había naufragado en el Abroñigal, en el Manzanares, en el Tajo, en las costas españolas»54.

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Ibíd., p. 229.

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EL REGENERACIONISMO: TENTATIVA DE DEFINICIÓN Las más recientes aportaciones bibliográficas vienen precisando progresivamente el proceso ideológico y cultural de la España de finales del siglo XIX. La veterana referencia a la generación del 98 y al noventayochismo —y no digamos la arbitraria oposición de éste al modernismo— ha cedido el puesto a una más cautelosa consideración de la «crisis de fin de siglo», concepto que se ha formulado al hacer comparecer en él no solamente los conocidos libros de una nómina restringida de escritores sino también fenómenos hasta ahora no censados por los historiadores de la literatura: la trayectoria intelectual iniciada por el krausismo y el positivismo, la producción teórica vinculada a los partidos proletarios, los nuevos contenidos del republicanismo y, por descontado, la recepción española de las ideologías que configuraron la crisis finisecular con dimensiones geográficamente universales. El concepto de «regeneracionismo» puede parecer, a primera vista, anegado por estas consideraciones y menesteroso quizá de una clarificación. «Modernismo» por lo que atañe al plano lietrario y «regeneracionismo» por lo que hace a lo ideológico fueron, de hecho, los dos únicos términos que conocieron los contemporáneos de aquella crisis. Ambos, por más señas, utilizados a menudo en un tono contaminado de parodia. Un poco afortunado comediógrafo, Felipe Pérez Capo, en la obrilla de circunstancias Sinibaldo Campánula, poeta modernista, hacía salir a escena a su héroe profiriendo un párrafo de inequívoca rechifla, revelador de todo un estado de opinión respecto a la condición de «modernista» que el cuitado hacía constar en su tarjeta de visita: Atardecía. La noche extendía su manto de azabache etrusco por la candente tierra, la chicharra saludaba a la oscuridad con sus argentíferos trinos, la virginal madreselva acostaba a los niños [...]. Un viajero de ojos glaucos, de crenchas de oro, de purpuríneos labios, de células vibrantes y cédula de indécima clase, sigue su camino, ávido de delicias desconocidas1. 1 Felipe Pérez Capo, Sinibaldo Campánula, poeta modernista (Monólogo disparatado), estrenado en el Teatro Pizarro de Valencia el 1l-VIII-1905, Madrid, 1914, p. 5.

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Un novelista, Pío Baroja, no dudaba en bautizar como «El regenerador del calzado» a la botica de un remendón de La busca, mientras, poco antes, el catedrático regeneracionista Eduardo Ibarra, fundador de la Revista de Aragón, titulaba una sección de ésta —que redactaba con el anagrama de «Dr. Bráyer»— «Artículos antirregenerativos»2. El entonces muy joven Ramón Pérez de Ayala en una reseña desconocida aprovechaba a su vez para protestar del maleficio regeneracionista que esterilizaba en agraz las vocaciones literarias del país a comienzos de siglo: En la vida intelectual española de tout à l’heure pueden distinguirse dos corrientes claramente diferenciadas, opuestas en cierto modo. Una, la de los regeneradores, los patrioteros, ganosos de fama populachera, apóstoles de su propio encumbramiento. Escriben todos estos señores de una manera semejante y soporífera, con un vocabulario aprendido en catálogos de arboricultura y en manuales de perfecto cabrero: son agrícolas y pecuarios. Hablan del surco, de la semilla, de la morera, de las hazas interiores, de las entrañas yermas, del derramamiento, de la irrigación, etc. [...]. Por otro lado, están los artistas, los que cultivan el arte puro, sin arrière pensée, y se les da un bledo de las sandalias de Themis [...]. Yo no me atrevo a definir el arte, por mi cuenta, sino ad absurdum, diciendo: arte es lo contrario de lo que hacen esas buenas gentes (los agrícolas), y artista la persona que menos se parezca a ellos3.

En cualquier caso, las dos fórmulas literarias de las que habla Ayala aparecieron en la sociedad española de fin de siglo como evidente testimonio de beligerancia artística e intelectual, como plasmación de un nuevo concepto de la producción ideológica. La actitud modernista —la que Ayala identifica, sin más, con lo específicamente «artístico»— acusaba las modificaciones del mercado literario (el aumento de su demanda a través de las publicaciones periódicas y el de su oferta que incorporaba a diario ambiciosos jovencitos de provincias que, huyendo de los escritorios y oficinas, acababan en la bohemia) y reaccionaba de algún modo contra la mercantilización tiránica de su profesionalidad (problema que, en el plano moral, podía solucionarse por la vía del escapismo o por la del compromiso revolucionario, cuando no por ambas dos). El regenera-

2 Cf. mi libro Regionalismo, burguesía y cultura. «Revista de Aragón» (1900-1905) y «Hermes» (1917-1922), Zaragoza, 1983, p. 94. 3 «Sombras de vida, por Melchor Almagro», La Lectura, V, 1904, pp. 99-100.

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cionismo —que destiñó también sobre muchas páginas de abolengo modernista— pudo ser más bien el crónico desencanto de los ideales y de los efectivos humanos burgueses ante la hegemonía del tradicional bloque nobiliario-territorial-financiero, desencanto y angustia que —ideologizados por los grupos intelectuales— apelaron a unas hipotéticas fuerzas «nacionales» e interclasistas al margen de las irrestañables fracturas que ya presentaba la sociedad española. Uno y otro movimiento, pues, respondieron a una sociedad semidesarrollada, pero en proceso de cambio acelarado (cambio que sobrevenía por la coincidencia del gran estirón proletario, el incremento de la agricultura industrial, el auge del capital financiero y los albores de la plenitud industrializadora). Modernismo y regeneracionismo fueron, como consecuencia de ese semidesarrollo, dos formas de distorsión pequeño-burguesa de la realidad sociológica española: en el caso del primero, por la identificación de subversión moral con revolución social e incluso —como afirmaría el joven Azorín— con la vanguardia de esta última; en el caso del segundo, por el protagonismo concedido a una burguesía precaria, por la idílica tosquedad de sus sistemas políticos (arbitros cuando no dictadores de una estructura social de reminiscencias estamentales) y por la tardía configuración de una visión nacionalista de la realidad española. Conocidos trabajos de Tierno Galván4, López Morillas5 y, recientemente, Tuñón de Lara6 han precisado el concepto de «regeneracionismo» en el confuso marco de apocaliptismos y esperanzas que vivió nuestro país al asomarse al siglo xx. Su sustrato social —que ya apuntábamos unas líneas más arriba— parece claro. El proceso económico determinado por el incremento de las comunicaciones, el paulatino ascenso del nivel de consumo y de concentración urbana, dio entidad a un amplio espectro de clases medias cada vez más distanciadas de la oligarquía tradicional. No se plantearon en conflicto con ésta sino en una forma a menudo subsidiaria y a veces dependiente. De ahí que su misma implantación geográfica regional revele estas características: me refiero a la significativa alianza regional —y frecuentemente regionalista— del capital mercantil, la pequeña industria y la burguesía 4

Costa y el regeneracionismo, Barcelona, 1961. «Preludio del 98 y literatura del desastre», en Hacia el 98. Literatura, sociedad, ideología, Barcelona, 1972, pp. 225-253. 6 Cosía y Unamuno en la crisis de fin de siglo, Madrid, 1974, especialmente pp. 68-99. 5

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profesional que fueron, como es bien sabido, los sectores actuantes en Cámaras de Comercio y en los congresos económicos que proliferaron a partir de estos años. Salvo excepciones, fue la burguesía profesional quien actuó como punta de lanza ideológica en el «regeneracionismo». Fue una clase social de límites imprecisos cuyos intereses económicos —ahorros a veces nada desdeñables— podían incorporarla de hecho al sector económicamente dominante y que compartía frecuentemente el poder político local (ayuntamientos, diputaciones). Su configuración se remontaba en buena parte de los casos a las ya lejanas décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo XIX: la Ley Moyano de 1857 había reconocido la estabilidad de los cuerpos docentes universitarios y de segunda enseñanza; en 1861 y 1862, respectivamente, la Ley Hipotecaria y la Ley Orgánica del Notariado habían dado carta de naturaleza a registradores de la propiedad y a notarios, mientras que el progreso económico —construcción de obras públicas, higienización de las ciudades— confirió poder social a profesionales de la ingeniería, de la medicina o del derecho frecuentemente agrupados en Colegios Profesionales y testigos privilegiados de las circunstancias y a menudo de los defectos económicos o sociales del desarrollo capitalista, así como de un atraso que revestiría a final de siglo los caracteres de mito predilecto del regeneracionismo. El positivismo confirió unidad e identidad al impulso ideológico de estos grupos. Con un punto de partida krausista —tan reconocible en Costa y Macías Picavea, por ejemplo—, al desarrollo de aquella ideología auspició, como ha visto un trabajo ejemplar de Diego Núñez7, muchas cosas aparentemente dispares: las primeras consideraciones sociológicas sobre el país; la preocupación criminalista que, a la larga, afluyó en el complicado río de la sociología naciente; la reflexión constitucionalista; la afición a las interpretaciones de psicología social ya regional, ya nacional, a la moda francesa de Taine; la recepción de los clásicos —italianos y franceses— del catastrofismo latino, que tanta y tan contradictoria tinta hizo correr sobre la incapacidad congenial de los pueblos mediterráneos en su struggle for life con los pueblos del Norte8. En la medida en que la nueva burguesía hincó sus raíces en un proceso de desarrollo económico natural antes que se sintiera llamada a una si7

La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis, Madrid, 1975. Cf. al respecto la escueta monografía de Lily Litvak, Latinos y anglosajones: orígenes de una polémica, Barcelona, 1980. 8

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tuación de hegemonía política, se suscitó en su seno una suerte de entusiasmo biológico por lo que podría llamarse «privatización» de su impulso histórico entendido como opuesto a la marcha claudicante de las instituciones políticas tradicionales. Cámaras de Comercio y de Industria, Ligas de Exportadores, asociaciones como el Fomento de Trabajo Nacional desbordaron a menudo su condición de grupos de presión económica en las conocidas pugnas proteccionistas de los años noventa para proponer programas regeneradores de alcance más vasto. En el terreno de la acción cultural, se aprecia lo mismo frente al culpable descuido de la Administración. Rafael María de Labra, político y catedrático, que fuera, como veremos, uno de los adalides del americanismo, llegó a esta conclusión en lugar tan significativo como el banquete de 19 de noviembre de 1892 con que se clausuraron las actividades del Congreso Pedagógico Hispano-Portugués-Americano. Bajo el título «La acción particular en el movimiento pedagógico de la España contemporánea», Labra podía afirmar —sin grandes márgenes de error— que todo cuanto había tenido algún interés educativo en la España de los últimos cien años se había debido al vigoroso impulso de unas minorías, a veces en abierta fricción con la ideología oficial, desde los conatos pestalozzianos y lancasterianos de finales del siglo XVIII (y antes las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País) hasta la reciente Institución Libre de Enseñanza —de la que fue miembro destacado— pasando por el Ateneo de Madrid y el Fomento de las Artes —sociedades de las que fue presidente—. El hecho de que el vasto movimiento de reforma universitaria se iniciara a partir de núcleos institucionistas a finales de siglo —en Oviedo, Sevilla, Valencia, etc.— venía de algún modo a ratificar las palabras del veterano luchador anti-esclavista y americanista; tanto más cuanto el regeneracionismo universitario planteó sus posiciones desde la batalla por la autonomía académica y se intentó proyectar —con la Extensión Universitaria o con las tajantes afirmaciones políticas de tantos Discursos Inaugurales de 1898-1901— fuera de las sombrías paredes de los paraninfos escolares. Los planteamientos de la «privatización» y las consideraciones positivistas de la sociedad a las que aludía más arriba confirieron al regeneracionismo otra de sus características: el deliberado apartamiento de las pugnas políticas en nombre de la unidad de acción modernizadora. Aunque tal suspensión de la actividad partidista fue muchas veces el río revuelto donde pescadores de mala fe extranjeron consignas dictatoriales y antiparlamentarias, la realidad fue que el regeneracionismo tuvo

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más de crítica contra una práctica política degradada y concreta que de hostilidad a los principios democráticos. En todo caso, se pensó que la comparecencia de los intereses que descubría el positivismo sociológico —la psicología colectiva de naciones o regiones, los intereses de clase— no eran reductibles al juego de partidos políticos tal y como se venía practicando. No es difícil espigar en las páginas de Costa, de Macías Picavea o de Altamira y Maeztu, esta enemiga a la que el último de los citados llamaba «partidos doctrinarios». La consigna valió incluso para publicaciones como Alma Española (1903-1904) cuyos redactores pertenecían en su mayoría al equipo más radical y a quienes no faltaban contactos con grupos políticos republicanos o proletarios. Y, sin embargo, secciones gráficas como la de «Celebridades españolas», literarias como la de «Almas», regionales (la valenciana escrita por Blasco Ibáñez, la asturiana por Francisco Acebal, la murciana por Vicente Medina, la vasca por Unamuno, etc.) y, más aún, la dedicación de la contracubierta a una galería de uniformes militares de la España reciente, revelan la primacía de una voluntad nacionalista que no entendía de partidos o que, mejor aún, buscaba la integración de todos. Por eso, si el número 12, 24 de enero de 1904, aparecía Nicolás Salmerón en la cubierta y en el interior un artículo de Luis Morote sobre la figura del insigne republicano, la entrega siguiente dedica su ilustración de cubierta a Montero Ríos, veterano liberal. Y si Maeztu, Azorín y Baroja se llevan la mayor parte del espacio impreso, también se abren las páginas de Alma Española para que Galdós escriba su artículo programático del número 1 («Soñemos, alma, soñemos»), Francisco Giner su trabajo «Mi pesimismo» (núm. 13, 7 de febrero de 1904), o para considerar ejemplos de la «España nueva», la obra de la Institución Libre de Enseñanza (cubierta y páginas centrales del número 7, 20 de diciembre de 1903) y la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, fundada por Fernando de Castro (núm. 11, 17 de enero de 1904). La idea de nación —el nacionalismo español está surgiendo entonces— es el objetivo fundamental del regeneracionismo; ya no es el concepto popular-romántico que invocaba Espronceda, sino el concepto sociológico que intentan manejar Costa, Ganivet y Unamuno, idea que debe prevalecer sobre un Estado causante de la decadencia y la derrota (y detentado por una clase social incapaz). Pesimismos y optimismos sobre el porvenir de España se esterilizarían sobre ese mismo concepto, manejado con más o menos ingenio: «Yo no soy pesimista en el diag-

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nóstico de la enfermedad de España», escribía Salvador Canals en el número primero de su revista Nuestro Tiempo (1901-1920), poco frecuentado repertorio de una amplia convocatoria regeneracionista algo virada a lo conservador, porque «moral y materialmente tiene nuestro país tesoros vírgenes que pueden enriquecerle en cuanto entren en explotación. Creo que España no se «ha usado» nunca como nación. Me parece que nunca ha sido ni es todavía una nación. En nuestra historia, hay glorias de Aragón y glorias de Castilla, vida intensa y fecunda de los reinos diversos y separados con que se hizo España; pero vida de España como nación, como el conjunto armonioso de un pueblo y un Estado animados de un solo espíritu y encaminados a un solo fin, ¿dónde está ni quién lo ve por ninguna parte ni en época alguna?». En el fondo del regeneracionismo y de esa concreta polémica entre Estado y Nación (que, por otra parte, argumentaron Luis Morote en La moral de la derrota y Ramiro de Maeztu en Hacia otra España en términos muy semejantes), late un problema de fondo que venía a replantear toda la historia española del siglo XIX: el de esta burguesía tardía, precaria y sectorial que se ve a sí misma como protagonista de una «revolución burguesa» que quiere cortar amarras con el «feudalismo» de los financieros y los terratenientes (detentadores de la fantasmagoría estatal) y que quiere abrir el camino de nuevo régimen y una nueva sociedad. La idea de que el siglo XIX no había presenciado una verdadera revolución burguesa y sólo un reajuste jurídico de la vieja formación económico-social dominó en el pensamiento regeneracionista. Unas veces —como ocurrió en el caso de los ideólogos del proteccionismo vasco y catalán: Pablo de Alzola y Guillermo Graell, por citar a dos de los más fecundos— la vindicación de la revolución burguesa se dio químicamente pura y sin coartadas interclasistas. Otras veces, como en el caso de los regeneracionistas conservadores afectos al maurismo, en nombre de los sacrificios de una clase media que es víctima de la irracionalidad del Estado y del egoísmo de los grandes. Otras veces aún, la lamentación por la oportunidad perdida intenta enmascarar una realidad social (que, a la fuerza, no era la de una transición al capitalismo ni la de una sociedad dual) en fórmulas populistas y nacionalistas que conciliaban la decepción burguesa, la radicalización de las clases medias y el auge asociativo proletario: tal ocurría, por ejemplo, en la apasionada encuesta galdosiana a la realidad política y social finisecular (últimas series de Episodios y obras teatrales) y en los mejores momentos del propio Joaquín Costa.

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Como ocurrió en la Italia del Risorgimento, en la Rusia de Nicolás II y, en parte, en la Alemania guillermina, el pensamiento burgués más independiente pensó que algo había fallado en el proceso histórico del XIX, cuando sus resultados se cotejaban con los de otros países: ni había imperio colonial que explotar, ni industrialización, ni laicismo, ni educación nacional, ni unidad en un solo espíritu patriótico. A cambio, había —como ocurría en Italia y España— un catolicismo antiliberal y amenazador, financieros que no invertían en la industria, terratenientes sin iniciativa comercial, burocracia inútil típica de un Antiguo Régimen, populacho desorganizado. No se habían dado los resultados de la revolución burguesa cuando se planteaban ya las bases de la revolución proletaria, cuyo lugar histórico en el cambio fue el tema fundamental de una juventud radical contaminada, sin embargo, por el regeneracionismo. Y la reflexión sobre esa carencia —y la nostalgia de 1789— fue una duradera herencia que reavivó Ortega entre 1913 y 1920, que encarnaron algunos partidos en 1931 y que, como debate historiográfico, ha llegado hasta hoy. En ese contexto intelectual —privatización y nacionalización, sociedad frente a Estado, recuperación del tiempo perdido— es donde vamos a hallar la campaña americanista finisecular. Vinculada a muchos de los grupos que se han ido mencionando, quiso ser —según principios regeneracionistas paradigmáticos— la vindicación de una historia que no había tenido continuidad económica «natural» —la de la colonia—, el testimonio de una realidad sociológica que tendió a verse con ojos favorables en sus fines (la presencia americana de fuertes contingentes emigratorios españoles), la urgencia de una afirmación de latinidad creadora (que, como se verá pronto, tuvo el concurso interesado de muchos intelectuales transatlánticos) y la posibilidad de una expansión económica para una industria en crisis de superproducción. La guerra de Cuba y la humillación de la derrota ante los Estados Unidos no modificaron los términos del problema. En todo caso, agudizaron como se ha de ver, la necesidad imperiosa de dar contenido espiritual y ambición creadora a aquello que la mano del destino había privado de sustento material. Incluso antes del Desastre por antonomasia, algunos vieron ya que el remedio de tantas malandanzas no podía ser sino el restablecimiento de una profunda hermandad entre los pueblos de ascendencia hispánica. Un curioso y conservador escritor catalán, Nilo María Fabra, lo consignó así en premonitorio relato que publicó en enero de 1897 bajo el peregrino título —a la fecha— de «La guerra de

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España con los Estados Unidos». Cuando la contienda todavía parecía conjurable, Fabra imaginaba al vecino del Norte maquinando su estallido y por razones buscadas con ingenio: la extremada politización de la vida norteamericana que obligaba a realizar quiméricas promesas a los candidatos; la urgencia de cubrir las numerosas deudas que el Estado aún conservaba de la guerra de Secesión, y la posibilidad de resolver el problema negro, promoviendo la emigración a unas Antillas recién conquistadas. Se suceden así las provocaciones: un día, el gobierno de los Estados Unidos envía a La Habana una comisión que pretende acreditarse como embajada ante los insurrectos cubanos; otro, arma un vapor, el «Estrella Solitaria», y lo convierte en buque insignia de una armada republicana de Cuba. La captura de ese barco pirata por los españoles y su internamiento es, precisamente, la causa del estallido de la guerra, pues, liberado por un crucero yanqui, éste logra ser hundido por el torpedo de un heroico cañonero nuestro. A la declaración de guerra suceden las batallas: en la naval de Santa Cruz, los buques nacionales logran la dispersión de la escuadra norteamericana; en la acción de Jaruco, tropas de tierra españolas baten a las divisiones enemigas que, desembarcadas en Matanzas, pretendían acercarse a La Habana. Tan brillantes victorias provocan disturbios y motines entre los efectivos invasores que son, en su mayoría, mercenarios, así como considerables trastornos en un país de escaso vigor nacional: se hunde la Bolsa, se insurreccionan los obreros. «¿Era de extrañar —se pregunta Fabra con regocijo— aquella pavorosa revolución del proletariado, consecuencia lógica de aquella guerra infausta, recordando el ejemplo de la Commune de París, en los albores del socialismo contemporáneo?»9. Dominada la rebelión interna, Estados Unidos se apresura a firmar la paz por la que cede la posesión de Cayo Hueso, aunque España decide cederlo a su vez a México, ya que «si hubiera dependido de su voluntad, arrancara los territorios de Tejas y California de manos del usurpador para devolverlos a su legítimo dueño, pues ambicionaba únicamente la prosperidad y engrandecimiento de la América Latina, y verla a cubierto de la perfidia y rapacidad de la moderna Cartago» (op. cit., p. 82). Pero no es ésta la única consecuencia de significación panamericana del conflicto tan brillantemente resuelto, porque, a la vista de la personalidad del verdadero enemigo, se decide establecer con las repúbli-

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Nilo M.a Fabra, Presente y futuro. Nuevos cuentos, Barcelona, 1897, p. 79.

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cas hermanas un «inquebrantable pacto de alianza ofensiva y defensiva, precursora de la gran Confederación del Sur. Así y sólo así opusieron firme valladar a la pujanza invasora y absorbente de los yankees, que trataron de difundir el recelo y la desconfianza contra Europa» (ibíd., p. 83). Apenas unos meses más tarde, el sueño de Nilo María Fabra quedó enteramente desmentido por la realidad. Y de aquella mar «ahíta de naufragios» —que imaginó Antonio Machado— no brotó ninguna «alianza ofensiva y defensiva»: solamente lo hicieron más sueños como el suyo, aunque estos desarmados y retóricos.

ESPAÑA Y AMÉRICA: LA COINCIDENCIA REGENERACIONISTA Pese a la mucha tinta que hizo correr en su día, el americanismo español de la época regeneracionista no parece haber suscitado mucho interés entre los investigadores. Hace ya años, Kurt Levy llamó la atención sobre el tema en unas calas hemerográficas que cubrían casi todo el siglo XIX, pero su empeño ha sido muy mejorado por las más recientes y sólidas monografías de Frederik B. Pike y, sobre todo, Carlos M. Rama en libro desdichadamente póstumo. El profesor de Lille Guy Alain Dugast abordó el problema con un marco conceptual más ambicioso, pero limitó su esfuerzo al estudio del congreso de 1900 aunque suscitando en torno a él un sugestivo coro de las voces españolas y americanas que echaron su cuarto a espadas en la cuestión10. El aspecto literario de aquellas relaciones ha ocupado en varias ocasiones a Donald Fogelquist y ha sido censado con buena voluntad pero poca imaginación por una monografía de Anna Wayne Ashhurst11. Levy abandonaba precisamente su investigación en el punto donde comenzaba a tener un interés que Dugast vio con claridad, como sesen10

K. Levy, «Hispanoamérica y el periodismo peninsular del siglo XIX: tendencias, querencias, pendencias», Actas del I Congreso Internacional de Hispanistas, Oxford, 1964, pp. 343-348; F. B. Pike, Hispanismo 1898-1936. Spanish Conservative and Liberals and their Relations with Spanish-America, Indiana, 1971; Carlos M. Rama, Historia de las relaciones culturales entre España y la América Latina. Siglo XIX, México, 1982; Guy Alain Dugast, Les idées sur I’Amérique Latine dans la presse espagnole autour de 1900, Lille, 1971. 11 D. Fogelquist, Españoles de América y americanos de España, Madrid, 1968; A. Wayne Ashhurst, La literatura hispanoamericana en la crítica española, Madrid, 1980.

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ta años antes lo hiciera su compatriota Angel Marvaud al dedicar a este tema el último capítulo de su L’Espagne au XXème siécle y al vincular sin vacilación el movimiento americanista a las preocupaciones regeneradoras: Ce mouvement hispano-américain est, en lui-même, la meilleure preuve de l’existence d’une Espagne nouvelle, qu’il n’est plus permis d’ignorer. Il marque une réaction remarquable contre le pessimisme qui est encore aujourd’hui de mode chez nes voisins, dans les classes les plus cultivées de la société. Ces «américanistes» —Labra, Altamira, Posada, pour ne citer que trois noms— pourrait donc être justement appelés, au regard de leurs compatriotes, des «professeurs d’energie». Et ces hommes voient juste sans doute, quand ils déclarent que l’avenir de leur pays est en Amérique12.

Pero como tampoco se escapa a Dugast, la nueva actitud española arraigó en la medida en que coincidió con un desconocido interés latinoamericano por su progenie española. Hasta los años noventa el desentendimiento había sido mutuo. A partir de 1836 España había iniciado los reconocimientos diplomáticos de las nuevas repúblicas (México en ese mismo año, Chile en 1844, Argentina en 1859, pero Paraguay y Colombia en fechas tan tardías como 1880 y 1881, respectivamente) y mantenido una política de no injerencia que sólo rompieron la frustrada intervención franco-española en el México de Maximiliano, el episodio de reincorporación de Santo Domingo (1861-1865) y la guerra del Pacífico; actitud que fue recompensada con la discutible inhibición americana a propósito del pleito colonial hispano-cubano. Tampoco dio más de sí el movimiento de curiosidad intelectual: al erial censado por Levy —en lo que afecta a España—, cabría añadir que, si bien románticos como Larra y Espronceda dejaron su huella en el pensamiento crítico de los años cuarenta —Chile y Argentina, muy particularmente—, no faltaron resquemores ante la antigua metrópoli. En los Viajes europeos de Sarmiento no sale muy bien parado nuestro país, ni en su Facundo se deja de acusar la ominosa heren-

12

L’Espagne au XXème siècle, París, 1922, p. 478. Cf. también al capítulo correspondiente en Albert Mousset, L’Espagne dans la politique mondiale, París, 1923. Alguna referencia a los orígenes del problema diplomático puede verse en el trabajo de J. M. Jover zamora, «Caracteres de la política exterior de España en el siglo XIX» Homenaje a Johannes Vincke, II, Madrid, 1963. pp 751-794.

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cia hispana ni aun de estigmatizar el mundo colonial encarnado para el autor en la caprichosa imagen de la «gótica» Córdoba frente a la liberal y europea Buenos Aires. Ni, por otro lado, el «colonialismo» de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma deja de traslucir un sesgo crítico que no pasó inadvertido a su compatriota —y marxista— José Carlos Mariátegui. Las aportaciones españolas más interesantes se acumulan en los años finales de siglo y en una época inmediata a la que aquí estudiamos. Dentro de ellas, más que textos como las Cartas americanas de Juan Valera —ejemplo de prolijidad a menudo vacua y las más de las veces respuesta cortés a heterogéneos envíos de libros ultramarinos—, habría que referirse a trabajos eruditos y de archivo sobre la época colonial: tales fueron los cuatro volúmenes de Relaciones Geográficas de Indias (1881-1897) que, bajo el patrocinio del Ministerio de Fomento (y según voto expresado en el Congreso Americanista de Madrid en 1881) fueron editados por Marcos Jiménez de la Espada; la monumental —y polémica en su día— Antología de la poesía hispanoamericana que confeccionó y prologó Menéndez Pelayo en 1892 como aportación de la Real Academia Española a las celebraciones del Centenario (y en la que suscitó resquemores la eliminación de los poetas vivos); la Bibliografía española de los idiomas indígenas de América del Conde de la Viñaza; los trabajos colombinos de Adolfo de Castro y de marinos como Pedro Novo y Colson. Por los mismos años, algunas revistas culturales —género de publicación que desde los años setenta venía siendo el mejor testimonio de la progresiva complejidad de la vida intelectual española— comenzaron a insertar secciones americanas e incluso a programar sus actividades como intercontinentales. El primer caso fue el de La España Moderna, que venía publicándose desde 1889 gracias al mecenazgo de José Lázaro Galdeano, donde se sucedieron como secciones fijas una «Revista ultramarina», de Vicente Barrantes (1889-1890), una «Revista hispanoamericana» de «Iob» (Juan Pérez de Guzmán) (18981901), las «Lecturas hispanoamericanas» de «Hispanus» (1901-1905) y, desde 1910 hasta la desaparición de la publicación en 1914, la sección «La América Moderna» que redactaba el catedrático vallisoletano y futuro precursor del fascismo español Vicente Gay. Muestra insigne del segundo caso fue la Revista Crítica de Historia y Literatura españolas, portuguesas e hispanoamericanas fundada en diciembre de 1895 por el infatigable Rafael Altamira, todavía entonces Secretario del Museo Pedagógico de Madrid y muy vinculado al insti-

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tucionismo. A lo largo de sus siete años de actividad, la Revista (que desde 1899 codirigió Antonio Elías de Molins) fue la primera publicación bibliográfica de España —y avanzada nada desdeñable de la urgente reforma universitaria— aunque la presencia de temas americanos fue algo menor de la que el director buscaba. Fue Altamira casi el único colaborador que rompió lanzas en el tema (a destacar su importante reseña del Ariel de Rodó), dentro de una nómina que juntaba los mejores universitarios españoles (Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Codera, Giménez Soler, Unamuno, Mélida), con destacados valedores del regionalismo literario (Ramón D. Perés por lo catalán, Carré Aldao por lo gallego) y con la primera presencia masiva de los hispanistas europeos del momento (Farinelli, Savj-López, Morel-Fatio, Hübner, Michaelis de Vasconcelos, etc.). La respuesta americana a estas inquietudes fue muy favorable y abonada por causas políticas y económicas en las que había alguna similitud con los condicionantes españoles. Hacia los años ochenta, América Latina se había incorporado de hecho al mercado internacional con las hipotecas propias de un continente productor de nuevas materias primas: del cobre precisado por la industria eléctrica, de los productos agrarios tropicales que precisaba un consumo acelerado, de la carne de vacuno tratada en frigoríficos, del petróleo y del caucho amazónico que demandaría hacia los años diez la industria automovilística. Todo ello en un contexto de progresiva dependencia respecto al mercado norteamericano y de irreversible decadencia de los intercambios con Europa. Problemas diplomáticos como el suscitado por el Canal de Panamá revelaron a los sudamericanos las dimensiones reales de ese cambio, mientras las campañas panameristas alentadas por Washington suscitaron las primeras relaciones de recelo y desconfianza de las que Martí, por ejemplo, fue lúcido alertador. La complicación de las relaciones económicas y el incremento demográfico de las ciudades ampliaron el espectro sociológico de las clases medias en una estructura todavía muy estamentalizada; la conflictividad de éstas —que entre 1910 y 1920 protagonizarían el importante movimiento de Reforma Universitaria— se vio multiplicada por el aluvión demográfico latino (italiano y español) que, desde los años ochenta, significó el trasvase de actitudes políticas radicales, socialdemócratas y libertarias que, durante bastantes años, se desarrollaron en llamativo paralelo y frecuente contacto personal con sus homólogas españolas e italianas. El mismo trasvase emigratorio —forzoso o volunta-

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rio— de los líderes, la decisiva, pero todavía no estudiada, difusión de la prensa y la edición izquierdista española en América, la colaboración de sociólogos y políticos de allá en publicaciones transatlánticas, son significativos episodios que merecían por sí mismos una monografía y que, en cualquier caso, son de inexcusable presencia en el panorama que esbozo. La ideología que justificó ambos procesos fue el positivismo13, a menudo trocado —como el caso ejemplar de México bajo el «porfiriato»— en la religión oficial de dictaduras paternalistas, reconstructoras y, a la larga, vendedoras del país al capital extranjero que caracterizaron la transición de los dos siglos y a las que Alejo Carpentier ha retratado en una singular «novela de tiranos»14. La aparición del positivismo sociológico más crítico (y vinculado, como el naturalismo y el modernismo, a los problemas urgentes de las nuevas burguesías) fue el síntoma de nuevos enfrentamientos que en los países de desarrollo mayor y en circunstancias desiguales acabaron por destronar el liberalismo oligárquico y abrir la hegemonía de los partidos radicales de masas: el caso más conocido es el argentino donde la Unión Cívica Radical e Hipólito Yrigoyen llegan al poder en 1916, tras varias tentativas revolucionarias frustradas; el caso más polémico es el mexicano, enmascarado en parte por la dinámica de la revolución, pero iniciado por Madero en las líneas de moderación burguesa más típica. La recepción del positivismo sociológico, al calor de las nuevas condiciones históricas, desarrolló una suerte de 98 o de regeneracionismo americano, preocupado por los problemas de la psicología colectiva de los pueblos, por la crisis del latinismo y por los primeros esbozos de sociología nacional crítica. Unas cosas y otras trajeron a primer plano el problema de los orígenes coloniales, la pugna de las razas y, como telón de fondo no siempre explícito, la desazón nacionalista ante la nueva emigración y, más claramente, ante el reto económico-político del panamericanismo alentado por los Estados Unidos como máscara fácil de un nuevo espíritu colonial. La derrota española ante el coloso yanqui y el problema nacionalista latente supusieron un reacercamiento hispanoamericano que pudo ca13 Véase al respecto, Leopoldo Zea, El positivismo en México, México, 1942. Una breve síntesis del problema y de las líneas de la reacción antipositivista en José Luis Abellán, La idea de América. Orígenes y evolución, Madrid, 1972, pp. 87-109. 14 El recurso del método, Madrid, 1974.

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nalizarse a su sabor en las nuevas ideologías y aun en las nuevas fórmulas literarias. La búsqueda de una identidad cultural —a través del análisis ideológico o de la innovación artística— llevó al encuentro de las minorías culturales que compartían su condición de tales en ámbitos sociológicos y morales muy similares a veces. Las nuevas editoriales españolas descubrieron el mercado cultural de la nueva América e incorporaron a sus catálogos autores que, como Vargas Vila, José Santos Chocano, Manuel Ugarte, Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo, alcanzaron gran popularidad, y, a cambio, colocaron buena parte de sus fondos en América Latina. París fue, por otro lado, un centro de convivencia literaria hispanoamericana y un nada desdeñable centro editor en lengua castellana. Las dos respuestas nacionalistas descubrieron, pues, su tronco de hermandad y utilizaron métodos y temas muy similares: Ramsden15, por ejemplo, ha llamado la atención sobre el estrecho parentesco del Ariel de José Enrique Rodó con libros muy poco anteriores de Unamuno (En torno al casticismo) y Ángel Ganivet (Idearium español). Pero el paralelo desarrollo de dos literaturas similares en sus circunstancias contextuales no se limita seguramente a esas interpretaciones globales de naciones o continentes (reminiscentes además de una misma bibliografía francesa): también los novelistas y dramaturgos americanos (pensemos en Florencio Sánchez, el primer Carlos Reyles o el grupo naturalista chileno) se mostraron preocupados por el choque campo-ciudad y se sintieron obligados a identificar al primero con fuerzas oscuras y hostiles que conducían inevitablemente al incesto, a la tragedia, a la ruina, ni más ni menos que ocurrió con sus contemporáneos peninsulares igualmente atenazados por el peso muerto de la España castiza y rural. El caso argentino —país hacia el que, como se irá viendo, se orientó buena parte de la campaña americanista española— es ejemplar en ese sentido. El alud inmigratorio y la consiguiente pugna política revistieron en la República características más virulentas que en otros países y, como consecuencia inmediata, la gama de actitudes nacionalistas y de interpretaciones sociológicas fue más amplia. Del grupo universitario de La Plata (centro fundado en 1905 e interesante promotor de una amplia reforma educativa) surgieron muchos nombres y libros: desde un nacio-

15 H. Ramsden, «Ariel, ¿libro del 98?», Cuadernos Hispanoamericanos, CI, 1975, pp. 446-454.

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nalista como Joaquín V. González que supone la continuidad del pensamiento liberal doctrinario que ya expresaron Sarmiento y Alberdi, hasta los tonos más críticos de Carlos Octavio Bunge o los socialistas de José Ingenieros. Raro fue el autor que no dedicó —Rojas, Ghiraldo, Ugarte, Ingenieros— un libro a su experiencia española; como Rubén había saludado en sus Cantos de vida y esperanza de 1905 a la vieja España heroica y, a la vez, a la España nueva, los argentinos combinaron hábilmente el «exotismo» español con su entusiasmo y hasta su complicidad en el regeneracionismo latino. Sin olvidar la inserción del problema colonial pretérito en sus intentos de explicar el problema nacional argentino: para Bunge —a quien prologa Rafael Altamira16—, América del Norte partió de una base demográfica homogénea mientras que la América española se formó por «soldadotes que se amancebaban a indias». La herencia biológica resultante ha incorporado la pereza del indio, el histrionismo y el desequilibrio del esclavo negro y el decoro acartonado del hidalgo español. De todo ello no cabía esperar sino la pobreza, la altanería y la inmoralidad (representadas por un dictador como Rosas «degenerado superior, atávico, misterioso intermediario del heroísmo y la locura»), áspero patrimonio en suma para el que Bunge —como Rodó en su Ariel— propone en el prólogo una salida individual y moral que haga de la necesidad, virtud. Desde sus posiciones socialistas y desde los presupuestos teóricos de lo que llamó «sociología genética», el psiquiatra y criminalista Ingenieros acusa igualmente la hipoteca colonial: América fue colonizada por un país decadente y la concreta pugna argentina entre unitarismo —mercantil y urbano— y federalismo —pecuario y campesino— fue la liquidación del lastre español tal y como lo concibiera Sarmiento. Más tarde, el colono emigrante —desplazando al gaucho nativo— introdujo una fuerza nueva y auspició el mapa político de la Argentina moderna: la vieja oligarquía

16

Nuestra América (1900), Barcelona, 1902. El propio Bunge ratifica en el prefacio el valor ensayístico y hasta confesional de su meditación americana: a lo largo de su redacción —nos dice, en palabras harto frecuentes en el ensayismo americano posterior—, el autor ha encontrado la paz y la reconstrucción ideal de los tres baluartes de su vida (el Mundo, el Bien y su mismo Yo). Señalemos, por otro lado, que el libro aparece editado en España por uno de los tres grandes del publicismo sociológico español de primeros de siglo: Santiago Valentí Camp (director de Henrich). Los otros eran —ambos en Madrid—, Daniel Jorro (editor de la Sociología argentina de Ingenieros) y el también catalán Bernardo Rodríguez Serra.

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patrimonial —nacionalista y federal—, la burguesía mercantil —unitaria y liberal—, los colonos rurales y el proletariado industrial —radical o socialista—, amalgamados todos por un común nacionalismo, secuela del auge económico y demográfico17. La perduración de estos esquemas explicativos de la realidad argentina —y, por extensión, americana— se convirtió en un tema obsesivo de la literatura rioplatense posterior. Desde el Leopoldo Lugones de La guerra gaucha hasta el Borges de El libro de arena, pasando por el Martínez Estrada de Radiografía de la Pampa y por Eduardo Mallea, el gaucho viejo se convirtió en decantada esencia de la identidad nacional, para bien o para mal de un maniqueísmo nacional cuyo antagonista pasó a ser el amenazador aluvión inmigratorio18. Para el frente ideológico que va de Florencio Sánchez al último Cortázar, para Roberto Arlt y para Leopoldo Marechal, el problema, sin embargo, fue el de hacer carne propia esa misma tendencia hacia la desnacionalización y trocarla en verdadera y última instancia de la dificultosa identidad argentina. Años adelante, el mismo debate intelectual sobre el peronismo se plantearía en términos que no ocultaban una explícita referencia a la pugna de Rosas y los unitarios —civilización frente a barbarie—, aunque se hubieran cambiado los papeles (el campo y la ciudad marginal de los orilleros en pugna con el fantasma alienador del inmigrante urbano). No hace falta repetir la llamativa similitud de muchos aspectos de la polémica intelectual española que vivió los problemas del cambio social en la península: de cómo la apelación a la tradición castiza —y rural— se hizo arma arrojadiza contra la «descasticización» de las ciudades industriales y de cómo el pensamiento liberal pequeño-burgués acuñó como modelo explicativo la dualidad española entre liberalismo y tradicionalismo. E incluso, de cómo la dialéctica campo-ciudad trocó también el reparto de papeles y acabó por vincular la tradición positiva al primero, tras haber encarnado en él los factores negativos de una modernización cuyo valor degradó el neotradicionalismo.

17

Sociología argentina, Madrid, 1914. Cf. sobre una posible y sugestiva interpretación del proceso literario argentino, David Viñas, Literatura argentina y realidad política, Buenos Aires, 1964 (hay ediciones posteriores aumentadas), uno de los libros más polémicos y estimulantes de aquellos años muy fecundos en ese campo. Cf. también Gladys Onega, La inmigración en la literatura argentina, Santa Fe, 1965, que estudia el reflejo literario del alud migratorio entre 1880 y 1910. 18

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De todos los escritores españoles preocupados por el problema americano, seguramente fue Unamuno quien con más claridad advirtió lo que de experiencia admonitoria y ejemplar tenía el debate americano en su proyección peninsular. Una afortunada casualidad lo convirtió, entre 1901 y 1906, en crítico de literatura hispanoamericana para la revista La Lectura, fundada por Francisco Acebal, y le facilitó un acercamiento a los escritores americanos que a menudo se trocó en amistad profunda y no desmentida influencia, pese a que tres intentos de viaje americano —en el centenario argentino de 1910, en el cervantino de 1916 y en otra ocasión en 1922, según su mejor biógrafo— no se llevaran a efecto19. La primera referencia a literatura americana en la obra de Unamuno es bastante anterior a 1901 y muy al margen de las actividades que historiamos. Se trata del artículo «El gaucho Martín Fierro» y apareció en el número primero de Revista Española (1894), paradójicamente dedicado a Valera. Su visión del poema de Hernández está condicionada por la recién aprendida teoría marxista y, más claramente todavía, por los prejuicios demóticos o folkloristas que habría de formular en su conferencia sevillana de 1896 «Sobre la demótica» y que anduvieron en la concepción de Paz en la guerra. Desde estos supuestos —citados luego en su prólogo a las Querellas del ciego de Robliza del salmantino Luis Maldonado—, el Martín Fierro se le presentaba como realización lingüística y temática de un arte popular que nada tenía que ver con la degradación populachera de la manera culta que encarnaba culpablemente el «sainete», a la vez que se oponía en nombre de la verdadera literatura hispanoamericana a la turba ultramarina de «tantos neogongoristas, culteranos, coloristas y decadentistas, parnasianos, victorhuguistas y otras especies de estofas venidas de ultramar con su cargamento de terminachos quichuas, guaranís, araucanos, aztecas, toltecas e chichimecas»20. De aquella postura inicial, dos ideas sobrevivieron en su tarea posterior: en primer lugar, la convicción bastante discutible de que la esencia lingüística de América era lo español y que no era lícito al americano enmascarar esa realidad ni trayéndola del lado precolombino ni del lado cosmopolita, sin que una y otra cosa pasaran por la aduana de la tradición hispánica; en segundo lugar, una pugnaz inquina a «la

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Abundantes datos en Manuel García Blanco, América y Unamuno, Madrid, 1964. Obras completas, VIII, Madrid, 1958, pp. 49-50.

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fascinación que sobre ellos [los americanos] ejerce París, como si no hubiera otra cosa en el mundo»21 y —como consecuencia de su aversión a la sociología positivista— la negativa a «creer que los pueblos llamados latinos son inferiores a los germánicos y anglosajones». «Ni esos sociólogos traducidos», escribe pensando en la turbamulta de zahoríes nacionalistas, ni «esos poetas en un tiempo modernistas»22, dejando bien clara una militancia que cabría llamar antimodernista si no se produjera desde creencias y actitudes que cupieron dentro del mismo modernismo a quien soñaba combatir. El mismo «criollismo» que afecta americanismo a ultranza, dirá comentando al peruano RivaAgüero, no es sino la evolución por debilitación y afeminamiento del casticismo castellano de los siglos XVI y XVII. Bien es cierto que de tanta elucubración nativista se salvan Domingo Faustino Sarmiento —predilecto de Unamuno— y, condicionalmente, las Páginas libres de Manuel González Prada —aunque se resientan de un jacobinismo que, a la moda francesa, resulta ser «catolicismo incrédulo»— y el Ariel de Rodó, así lo aqueje cierto «literatismo»23. Pero del modernismo parisién no acepta nada. Con tenacidad inquisitorial, las reseñas de La Lectura van dando cuenta y razón de los libros más típicamente modernistas que llegan a su mesa de trabajo: El castillo de Elsinor del venezolano Pedro Emilio Coll, El alma encantada de París del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, las Crónicas de bulevar del argentino Manuel Ugarte, La ciudad de las ciudades de la chilena Virginia Subercaseaux, llegando en la polémica hasta Rubén Darío, víctima mucho menos fácil de descalificación tan inapelable. A la hora de proponer un cambio de valores, las veteranas preocupaciones demóticas comparecen de nuevo, máxime cuando las novelas del emigrado Francisco Grandmontagne le enfrentaron duramente con el escéptico Rubén: Unamuno espera de América no solamente obras como el Martín Fierro, sino también bravos relatos que hablen de «los afanes del estanciero, de los trabajos del colono, de las luchas civiles, de la eflorescencia industrial, de todo, en fin, lo que constituye la vida americana, y no de delicuescencias traducidas del francés», a que «no me negará usted que son por allá no pocos jóvenes en exceso aficionados»24. 21

«Algo sobre la crítica», en Contra esto y aquello, Madrid, 1957, p. 15. Ibíd., p. 16. 23 «Sobre la literatura hispanoamericana», ibíd., pp. 102-110. 24 «Sobre la literatura hispanoamericana», Obras completas, VIII, ed. cit., página 77. 22

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Una literatura, en resumen, que anticipa el ideal criollista que los autores americanos abordaron tras la liquidación del modernismo —las novelas de Rómulo Gallegos y los ensayos de Luis Alberto Sánchez y Pedro Henríquez Ureña son reveladoras muestras del cambio—, en términos no muy dispares de los que Unamuno enunciaba veinte años antes: «Pocos se arrestan —lamentaba— a hacer lo que Brett Harte en California, Rudyard Kipling con la India, Olivia Schreibner con el África del Sur, lo que un tiempo Cooper con Norteamérica»25. Es decir, escribir acerca de las contradicciones y las esperanzas de una reflexión moralista sobre el semidesarrollo y la realidad dual de sus países; un programa que, como es lógico, transparentaba el proyecto personal de la propia literatura unamuniana y que nos puede establecer con claridad suficiente las razones de una coincidencía cultural: la del americanismo español y la del hispanismo americano. Sobre esas bases, Unamuno creyó posible una verdadera intimidad cultural, bien que las afirmaciones de hermandad camuflen a veces intereses crematísticos poco confesables y nada positivos; «Hay que decir las cosas claras y sin rodeos —afirma quien, por propia experiencia, sabía de lo rentable de colaboraciones periodísticas americanas y escribía precisamente estas líneas en La Nación de Buenos Aires—. Cuando oigáis a algún joven literato o publicista español decir que es una vergüenza el que no conozcamos mejor a América y sus escritores o publicistas es que está buscando recíproca correspondencia, es que quiere colocar sus trabajos en América»26. Porque la realidad es un desconocimiento total y, pese a las retóricas, mutuo: el propio Unamuno ha de prestar su edición del Facundo a Ricardo Rojas ya que el libro no está en la biblioteca del Ateneo de Madrid y el argentino lo precisa con urgencia para su conferencia en el caserón de la calle del Prado; convertido en insólito agente teatral, tampoco ha conseguido que una compañía dramática española incorpore a su repertorio Los derechos de la salud del uruguayo-argentino Florencio Sánchez. En justa correspondencia, «el hecho de que los Estados Unidos derrotaran a España, arrebatándole sus últimas colonias en Asia y América, significaba que un químico, un filósofo o un poeta cualquiera yanqui vale más que un español»27.

25

«Preámbulo», ibíd., p. 98. «Algo de unión iberoamericana», ibíd., p. 457. 27 «El pedestal», en Soliloquios y conversaciones, Madrid, pp. 115-116. 26

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Quizá el propio Unamuno no distaba de pensarlo en alguno de los bandazos anímicos que parecen consustanciales al nacionalismo. Si en el artículo que citaba arriba, Anatole France no le parece superior a Valera, ni Hauptmann a Benavente, ni Macaulay y Carlyle a Oliveira Martins, cuando se debate la posible erección de una universidad hispanoamericana en Salamanca, la oposición al proyecto es total al menos en la carta que escribe al curioso federalista peruano Mariano J. Madueño, tan reveladora de las distancias que el rector salmantino quiso guardar respecto al movimiento de reforma universitaria: Lo que aquí hace falta no es crear una cosa que se llame pomposamente Universidad Hispanoamericana, corriendo el riesgo de hacer el ridículo, pues el mayor mal sería inaugurarla con semejante nombre presuntuoso; lo que hace falta es mejorar nuestras universidades, reduciéndolas en número si para ello fuera preciso, porque vale más tres o cinco regulares que diez malas, y luego, si resultaban a la altura de las mejores del extranjero, no faltarían americanos que vinieran a ellas28.

LAS CAMPAÑAS DE R. M. DE LABRA. EL CONGRESO DE 1900 Como decía más arriba, la figura de Rafael María de Labra destacó como el precursor de las actividades americanistas. Su amplia huella en la vida intelectual española entrañó el engarce del liberalismo democrático de más pura estirpe decimonónica e individualista y la actuación cultural y política desde el marco de las minorías intelectuales, en un modo que inicia ya la moderna presencia de la intelligentsia en la vida española; dos fechas —la septembrina de 1868 y su muerte en 1918, en la plenitud de su compromiso con la causa aliadófila— encierran simbólicamente la totalidad de sus campañas de propaganda: en la primera de ellas, figura como líder de la causa antiesclavista y, al poco, como fundador de la Institución Libre de Enseñanza; en la última, es ya sólo un ilustre firmante de manifiestos y un republicano histórico, desbordado por la nueva izquierda y al margen de la dinámica del propio movimiento. La actividad americanista en Labra es temprana y lógicamente influida por su condición de cubano y partidario de una amplia autonomía 28

«Carta a M. J. Madueño», Obras completas, VIII, ed. cit., p. 365.

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para la isla. Desde su escaño parlamentario y, lograda la independencia de Cuba, en su condición de senador por las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País, Labra fue un promotor incansable de lo que llamó «intimidad iberoamericana» y protagonista inveterado de la «acción particular» en este empeño. Su primer logro importante fue la celebración, al calor de las fiestas del IV Centenario del Descubrimiento en 1892, del Congreso Pedagógico Hispano-Portugués-Americano de ese mismo año, convocatoria que, en forma muy sintomática, reúne dos grandes campañas de Labra: la promoción educativa y la hispanoamericanista. Por lo que atañe a la primera, el Congreso era en realidad el tercero de los nacionales con tal denominación: el primero se había celebrado en Madrid diez años antes como testimonio, en buena parte, de la vida pública que la Institución Libre de Enseñanza había iniciado en el año anterior y como consecuencia de la arribada al poder de los liberales fusionistas. El segundo tuvo como marco la Barcelona de la Exposición Universal de 1888 y como entidad organizadora a la Asociación de Maestros Públicos de aquella ciudad. Con carácter más restringido, pero objetivos similares, la convocatoria de este tercer congreso nacional y primero internacional contaba también con el precedente del Congreso Regional Pedagógico de Pontevedra (1887), el Congreso de las Sociedades de Educación Popular y Mejoramiento Social (Madrid, 1890) promovido por el Fomento de las Artes (que preside Labra) y la Asamblea Nacional de Maestros (Madrid, 1891), donde se planteó como objetivo inmediato el Congreso del que nos venimos ocupando29. Sobre la convocatoria del III Congreso Pedagógico actuaban, pues, una vigorosa tradición de reforma educativa y la inminencia del centenario de la reconciliación hispanoamericana, a la que se sumó, muestra de la nostalgia iberista de los grupos republicanos, el interés por lo portugués. En abril de 189230 tuvo lugar la primera reunión preparatoria en la que intervinieron las dos entidades anfitrionas: el Fomento de las Artes (que como sociedad de educación popular se había constituido en 1859 y había organizado ya el congreso de 1882) y una Junta de Profesores, emanada de la ya citada Asamblea de 1891. El 15 de junio 29 Y. Turín, La educación y la escuela en España (1874-1902), Madrid, 1967, páginas 257-263. 30 Estos datos y los que siguen están tomados de R. M.a de Labra, El Congreso Hispano-Portugués-Americano de 1892, Madrid, 1893.

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de 1892 se da a conocer la primera circular del Congreso, cuya nómina de firmantes es sintomáticamente idéntica a la de socios protectores de la Institución, como una suerte de orla honorífica del progresismo de la Regencia: Labra figura como Presidente del Congreso; Valentín Morán y Agustín Sardá como vicepresidentes: Rafael Salillas y Manuel Díaz de Ocaña como secretarios. Y tras éstos, una larga lista de adherentes entre los que contamos a Eugenio Montero Ríos, Nicolás Salmerón, Eduardo Benot, Germán Gamazo, Laureano Figuerola, Francisco Pi y Margall, Segismundo Moret, Miguel Moya, José Canalejas, Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán, Marcelino Menéndez Pelayo, Francisco Giner de los Ríos, Aniceto Sela, Rafael Altamira, Manuel B. Cossío, etc. La condición y calidad de los firmantes impide, de todos modos, deslindar con claridad lo que Labra llamaba «iniciativa particular» de lo que revestía a todas luces un aspecto oficial, y no solamente porque la Junta del IV Centenario contribuyera con unas ocho mil pesetas —más que simbólicas— a los gastos de organización. La mesa definitiva —bajo presidencia de Labra— habla muy claro al respecto: ocupan las vicepresidencias efectivas el portugués Bernardino Machado, el poeta uruguayo José Zorrilla San Martín y el español Valentín Morán mientras se ha de formar una mesa de honor que preside el Ministro de Fomento, Aureliano Linares Rivas, con vicepresidencias que recaen en el economista Manuel Colmeiro, Rector de la Central, en Vicente de La Riva Palacio, embajador de México, y Antonio Augusto da Costa Simoes, Rector de Coimbra, más un comité en el que figuran, con Concepción Arenal, Francisco Giner y Mariano Cardedera, los grandes escritores portugueses João de Deus y Teófilo Braga. Las actividades de ese masivo congreso —casi dos mil quinientos participantes— desbordaron el exclusivo interés por la educación primaria que caracterizó a sus dos precedentes. El trabajo se distribuyó en cinco secciones (educación primaria, segunda enseñanza, carácter y extensión de la enseñanza técnica, organización universitaria y concepto y límites de la educación de la mujer) y las conclusiones y peticiones se incorporaron con toda coherencia al largo pleito que, años más adelante, asumió la reforma universitaria: como demandas conjuntas de las secciones se solicitó un ministerio de instrucción separado de la cartera de Fomento (cosa que se logró nueve años más tarde) y una mayor extensión de los principios de educación intuitiva o froebeliana (que ratificaban conclusiones del congreso del 82); la sección primera pidió la unificación de escuelas y la limitación del número de alumnos por cla-

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se a cincuenta; la sección tercera, la formación del profesorado; la cuarta, universitaria, planteó el viejo y nunca resuelto problema de la autonomía institucional, futuro caballo de batalla de la reforma de principios de siglo. Una rápida visión de las deliberaciones del congreso muestra que tuvo mucho más de pedagógico que de hispano-portugués-americano. De hecho, el banquete final —con asistencia de doscientos comensales, según recoge el diario La Justicia, tan vinculado a los institucionistas y pour cause la mejor fuente de información— se cerró con un discurso de Labra, «La acción particular en el movimiento pedagógico de la España contemporánea», al que ya antes hemos hecho alusión como nómina y exaltación de una tradición pedagógica que el presente congreso venía a coronar con sus peticiones. Solamente trece días antes, el 6 de noviembre de 1892, los asistentes vivieron el momento político más significativo del congreso con un nuevo banquete, esta vez en Fornos, y un nuevo discurso programático de Rafael María de Labra, titulado «La intimidad iberoamericana». Dos notas de polémica actualidad abrieron el discurso: una paladina demanda de libertad para Cuba y Puerto Rico —a la sazón en inminenciada guerra— y una insólita afirmación de solidaridad con la política colonial portuguesa, amenazada por el ultimátum inglés de 1890 que coartaba la expansión lusa en el África Austral entre sus territorios de Angola y Mozambique. Tales afirmaciones de apoyo e igualdad apoyaban la necesidad de quebrar el distanciamiento decimonónico entre España y sus antiguas colonias e imaginar un futuro que acabaría por convertirse en inevitable panoplia retórica de futuros congresos: A riesgo de pasar por candoroso, no os quiero ocultar que yo muchas veces me he complacido imaginando lo que podía ser esa sociedad de cultura general iberoamericana, con sus congresos ideales celebrados en Madrid, Lisboa, Porto, Barcelona, Coimbra y Sevilla; con sus conferencias públicas y sistematizadas en las principales capitales de la península ibérica; con sus grandes meetings para determinar a los gobiernos a la celebración de convenios mercantiles, postales, monetarios, de derecho internacional y de propiedad intelectual; con sus grandes fiestas internacionales para comprobar los adelantos de la industria en los países concertados o para conmemorar las empresas comunes de esos mismos pueblos, meros matices de una vida fundamentalmente idéntica; con sus periódicos especialmente dedicados a difundir la idea de la inteligencia y la cooperación [...] nuevo imperio de Occidente [...] cuya robusta voz y cuya acción disciplinada, en armonía con

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las exigencias de expansión y solidaridad de la época novísima, requieren tantos intereses comprometidos en la laboriosa crisis con que se despide el siglo XIX31.

El citado congreso fue el más importante, pero no el único de los celebrados en España con motivo del Centenario32. En fechas casi coincidentes, Madrid vio también el desarrollo de otras cinco manifestaciones americanistas: entre el 7 y el 11 de octubre tuvo lugar el IX Congreso Ordinario de la Asociación Internacional de Americanistas, bajo la presidencia de Antonio María Fabié; entre el 24 de octubre y el 10 del mes siguiente, el Congreso Jurídico Iberoamericano, bajo presidencia de Antonio Cánovas del Castillo y organizado por la Academia Matritense de Legislación y Jurisprudencia; entre el 7 y el 19 de noviembre, el Mercantil Hispano-americano-portugués, organizado por la Unión Mercantil e Industrial de la capital, que aprobó peticiones que se harían rutina en celebraciones de esta índole (subvención a las líneas de navegación, acuerdos postales, creación de un museo comercial permanente, suavización de aranceles y aplicación a Cuba de la Constitución española); del 17 de octubre al 4 de noviembre, la Sociedad Geográfica de Madrid auspició el Congreso Geográfico Portugués-Americano cuyas conclusiones afirman la existencia de la raza ibérica «la más homogénea de Europa» y la no inferioridad racial del mestizaje americano; el Congreso Literario Hispano-americano, por último, se celebró entre el 31 de octubre y el 13 de noviembre, bajo la tutela de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles y la presidencia de Gaspar Núñez de Arce, y propuso, entre otras cosas, la defensa de la integridad del idioma, la necesidad de firmar tratados internacionales de propiedad intelectual, la franquicia postal de los libros e impresos y la constitución de una Sala Americana en la Biblioteca Nacional de Madrid. Desde bastantes años antes, sin embargo, la Unión Iberoamericana venía apoyando el movimiento de unión entre la metrópoli y sus antiguas colonias. La entidad citada se constituyó en 1884 y el 22 de abril del año siguiente se presentó en una sesión solemne que tuvo lugar en el Paraninfo de la Universidad de Madrid. El mismo año comenzó la publicación de una revista con ese título y abundante colaboración oficial ultramarina; en 1890, la Unión se fusionó con la Unión Hispanoamericana 31 32

Ibíd., p. 289. Ibíd., pp. 307 y ss.

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y dos años más tarde inauguró su sede social madrileña en el Paseo de Recoletos, 1033. En forma mucho más patente que el Congreso Pedagógico de 1892, la Unión Iberoamericana testimonió sus vinculaciones oficiales y su talante conservador, determinados unas y otro por la presencia de conocidos políticos en su ejecutiva y su reiterada simpatía y colaboración con las «dictaduras reconstructoras» —Porfirio Díaz, muy especialmente— que, como sabemos, dieron la tónica americana en estos años de transición. Pese a todo, el año de 1900 la Unión patrocinó la convocatoria del Congreso Social y Económico Iberoamericano que, no sin motivo, pasa por ser la más importante de las actividades americanistas en las fechas que enmarcan este trabajo. La ya citada monografía de Guy-Alain Dugast sobre el Congreso de 1900 excusa que nos detengamos en su descripción. Gravitaba sobre él la ominosa y aún próxima fecha de 1898 y posibilitó su celebración la coincidencia con la Exposición Internacional de París que trajo a Europa lucidas representaciones oficiales americanas. Razones suficientes para que la convocatoria del Congreso figure como Real Decreto en la Gaceta de Madrid de 17 de abril y firmada por Silvela, quien, como Ministro de Estado, preside también la Junta de Patronato. El 10 de noviembre comienzan las sesiones con los habituales discursos de bienvenida, a los que responde, en nombre de los pueblos americanos, Justo Sierra, fundador de la Universidad Nacional Autónoma de México e ideólogo del porfiriato. Su alusión a los recientes acontecimientos coloniales españoles y sus afirmaciones latinistas explican claramente aquel reencuentro de dos regeneracionismos —y de dos crisis: americana y española— que antes veíamos como telón de fondo del movimiento de fraternidad: Señores: nos convoca una gran voz triste —empieza su parlamento— que parece venir de lo pasado para hablarnos de lo porvenir, y un sentimiento de piedad filial nos impulsa a oír ese llamamiento: henos aquí [...] no nos habríamos congregado, mientras no nos hubiésemos sentido absolutamente dueños de nosotros mismos, no habríamos venido aquí alborozados si no supiésemos que la mano ensangrentada y dolorosa que aquí estrechamos había dejado caer en el mar hasta el último eslabón de la cadena34.

33 Datos según folleto s. a. y s. 1. en la Biblioteca de Catalunya (sign. 23-12°. C 17/14). Cf. también el libro de G. A. Dugast citado en núm. 10. 34 Apud G. A. Dugast. op. cit., p. 238.

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Las tareas del Congreso se repartieron en once comisiones de trabajo. Labra —que en su intervención inaugural, tras Justo Sierra, expresó el carácter de asamblea libre que debía tener el Congreso— presidió la de arbitrajes internacionales (una de las pocas que dio fruto en varias misiones que actuaron en los años siguientes); Antonio Groizard la de jurisprudencia y legislación; José Canalejas, la de Economía; José Calvo Martín, la de Ciencias; Núñez de Arce, la de Letras y Artes; Alberto Aguilera, la de enseñanza; el Duque de Almodóvar, la de relaciones mercantiles; Eduardo Herrera, la de Transportes, Correos y Telégrafos; Mariano Sabas, la de Exposiciones; Jaume Girona, la de relaciones bancarias; Miguel Moya, la de Prensa. El 18 de noviembre se celebró la sesión de clausura y se dio lectura a las conclusiones de las comisiones de trabajo que abordaban desde los problemas de protección a la emigración a los derivados de la propiedad intelectual, pasando por las tarifas postales y la colaboración científica. El éxito y la repercusión del Congreso Social se convirtió en hito fundamental del hispanoamericanismo y dio la fórmula idónea para manifestaciones de esta índole donde las grandes palabras históricas acogían intereses de política internacional y búsqueda de mercados —comerciales o literarios—. En ese sentido, no sería descabellado pensar que los tres Congresos Africanistas (1907, Barcelona; 1908, Zaragoza; 1909, Valencia) se debieron al mismo intento de recomponer, así fuera al margen de la realidad, una imagen imperialista para la regeneración nacional. La impronta de este espíritu fue profunda y, aunque los resultados se hicieron esperar, la pesada armazón administrativa fue dando cuerpo a algunas de las aspiraciones consignadas: Alfonso XIII no viajó nunca a América, pese a sus reiteradas promesas de hacerlo, pero sí se envió a la Infanta Isabel a presidir las conmemoraciones del Centenario argentino de 1910 y al Infante don Fernando a hacer lo propio en las chilenas de 1914 y en las magallánicas de 1920, a la vez que Madrid recibió, en agosto de 1922, la visita del presidente argentino Alvear. La Dictadura primorriverista significó un momento culminante en tales relaciones: por una parte, al asumir —en una dirección progresivamente reaccionaria— la labor de años anteriores; por otra, al ser testigo de una reaproximación intelectual que vio sus mejores logros en la década siguiente. En 1926, José Antonio de Sangróniz, diligente funcionario del Ministerio de Estado (y futuro organizador de las relaciones exteriores del franquismo durante la guerra civil), planteaba el problema de la propagan-

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da internacional española con realismo no exento de crítica35: a reserva de la Junta para Ampliación de Estudios y del Centro de Estudios Históricos dependiente de aquélla, España no había logrado unos frutos comparables a los de las Alliances francesas de 1883. Unas pocas y mal dotadas instituciones en Europa (el Colegio de Bolonia, la Academia de Roma y las escuelas de Tánger, Lisboa, Oporto y Perpignan) eran toda la ejecutoria cultural española en el exterior. Unas pocas disposiciones legislativas (Real Orden de 21 de enero de 1921 sobre becas de estudios universitarios para estudiantes americanos —con un máximo de 3 anuales para México y Argentina— y otro Real Decreto de 13 de abril de 1922 sobre becas militares) era todo cuanto habían conseguido las presiones reformistas, además de algunas subvenciones para entidades privadas hispanoamericanistas: 25.000 pesetas para la Unión Iberoamericana (que en 1926 comenzó a publicar su interesante Revista de las Américas36); 20.000 al Centro Internacional de Investigaciones Hispanoamericanas; 15.000 al Centro Oficial de Cultura Hispanoamericana; 12.500 al Instituto Iberoamericano de Derecho Comparado; 5.000 al Centro Iberoamericano de Cultura Popular y otras tantas a la Junta de Fomento de las Relaciones Artísticas y Literarias Hispanoamericanas. Casi nada, en definitiva, que oponer a la ofensiva cultural francesa e italiana que —una por su veterano prestigio y otra por el peso de su emigración— se aprestan a desbancar la hegemonía de nuestro país. Y todo ello —lamenta Sangróniz, con una observación que veremos repetida— pese al potencial humano de tantos centros de emigrantes españoles que pudieran ser avanzada en esta batalla de prestigios. Tal línea de actuación se plasmó en la conversión de la ciudad de Sevilla en una suerte de capital española del americanismo, hecho consumado con la celebración en la ciudad andaluza de la Exposición Iberoamericana de 1929. En abril de 1914, coincidiendo con el IV Centenario del Descubrimiento del Pacífico, se celebró allí el I Congreso de Historia y Geografía Hispanoamericanas, organizado en parte por la Real Academia de la Historia y bajo la presidencia honoraria del Marqués de Lema, ministro de Estado y asistente a las sesiones. 35 La expansión cultural de España en el extranjero y principalmente en Hispanoamérica, Madrid, 1926. 36 El Comité de Redacción está integrado por Florestán Aguilar, José Casares Gil, Américo Castro, Ramiro de Maeztu, Enrique Mariné, Luis Olariaga, Eugenio D’Ors, F. Rodríguez de San Pedro, José María Salaverría. Figuran como redactores: José Antonio de Sangróniz, Andrés Pando González del Busto y Lorenzo Luzuriaga.

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Las intervenciones más destacadas lo fueron por su exigencia en reclamar mayor atención pública y mejores medios para la investigación americanista: Rafael Altamira pidió un catálogo de fuentes y repertorios bibliográficos (tarea que, pocos años después, él mismo realizaría bajo los auspicios del millonario Ignacio Bauer) y el argentino Roberto Levillier solicitó la creación de un Centro Internacional de Investigaciones sobre el período colonial, radicado en Madrid o en Sevilla. No faltaron, al lado de éstas, las manifestaciones de nacionalismo que siempre anduvieron por debajo de las actividades que censamos: por un lado, Ángel María de Camacho presentó una ponencia que pretendía exculpar a España de posibles excesos en la Conquista, aduciendo en descargo de la vieja metrópoli el reciente genocidio perpetrado por los «siringueiros» y el gobierno brasileño en el Amazonas (afirmaciones que otros congresistas quisieron borrar del acta en medio de explicable rebatiña); por otro lado, Ricardo Manjarrés argumentó contra la denominación «Latinoamérica», aunque el francés Ernest Martinenche defendiera moderadamente su subsistencia en nombre a una referencia dual europea que ya conocemos (lo «latino» y lo «germánico»). Las conclusiones aprobadas recogen varios de estos temas: público reconocimiento de que la nación española no fue responsable de los posibles desmanes de la Conquista, petición urgente a los gobiernos sobre mejoras en la condición social de las tribus indígenas y creación de un centro internacional de estudios americanistas. En mayo de 1921 tuvo lugar el segundo Congreso sevillano, aplazado por cinco años a causa de la guerra europea y coincidiendo ahora con el centenario de la expedición de Magallanes y Elcano. Ni los nombres de los participantes, ni la temática de las ponencias, ni la significación ideológica de los trabajos aportan novedades sobre lo que había sido el primer Congreso. La reiteración de bastantes de las conclusiones, en todo caso, habla elocuentemente de la escasa receptividad oficial para las bien intencionadas propuestas americanistas: vuelve la demanda de un Centro de Estudios, se insta a catalogar los fondos americanos de los archivos españoles, se solicita la asignatura de «Historia de América» para la enseñanza media y la creación de Escuelas de Geografía en las Facultades de Letras, se recuerda el interés de la arqueología precolombina... En distinto orden de cosas, y al margen de los habituales y protocolarios votos de gratitud, el Congreso formuló otros ruegos con idéntica fortuna: que el Rey realizara una visita a América, que se unificaran las legislaciones internacional y mercantil en España y América, que se

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ratificara el uso de la locución «América Española» por «América Latina», etc. Quizá sea también éste el lugar de otro congreso que tuvo sus sesiones en Madrid y en mayo de 1920 bajo el epígrafe de I Congreso de Juventudes Hispanoamericanas. La idea fue de Rodrigo Zárate37, capitán del ejército peruano, y en su realización intervinieron entidades muy diversas. Correspondió al rey la presidencia honoraria y la de organización al inevitable Duque de Veragua en su condición de descendiente del Descubridor; la comisión que éste presidía reunió nombres muy dispares: prestigiosos artísticos tradicionales como Benlliure, nobles ilustrados como el duque de Alba, políticos como Gabriel Maura y educadores como Altamira y Alberto Jiménez Fraud.

UNIVERSIDAD Y AMERICANISMO En octubre de 1900, un grupo de catedráticos de la Universidad de Oviedo —entre los que se contaban Adolfo Buylla, Adolfo Posada, Leopoldo Alas, Aniceto Sela, Rafael Altamira y Melquiades Álvarez— elevaba un escrito de proposiciones al Congreso Social Hispanoamericano de Madrid que, entre otras cosas, pedía el establecimiento de una enseñanza superior internacional (para la que «pudiera servir de norma el Centro Internacional de enseñanza de las ciencias sociales, recientemente proyectado en París»), la «completa reciprocidad de títulos profesionales», el establecimiento de cátedras de Geografía e Historia de Portugal y América y la organización de un intercambio de publicaciones (que la Universidad de Oviedo había iniciado ya con una carta circular dirigida a los centros docentes americanos el 13 de julio de aquel mismo año)38. Dos razones de peso habían convertido a la pequeña universidad asturiana —que sólo tenía facultades de Ciencias y Derecho— en la adelantada del americanismo universitario y paralelamente en el centro impulsor de la reforma académica39: la primera, era la tradicional vinculación 37

La propuesta del congreso figura en su libro España y América. Proyecciones y problemas derivados de la guerra, Madrid, 1917. 38 Apud G. A. Dugast. op. cit., apéndice 13, pp. 318-320. 39 Sobre este período de la Universidad, y al margen de la ya copiosa bibliografía dedicada a la Extensión Universitaria, cf. Santiago Melón Fernández, Un capítulo de his-

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emigratoria de Asturias y el nuevo continente, reforzada por una burguesía indiana que ejerció en ocasiones un interesante mecenazgo cultural; la segunda y más importante, por la afortunada coincidencia en Oviedo de un selecto grupo de institucionistas que, por consejo de Giner, se habían presentado a oposiciones cuando, por los años ochenta, apuntaron los primeros resquicios liberales en la Restauración. Uno de aquellos catedráticos y firmantes de las propuestas al Congreso, el alicantino Rafael Altamira, había anticipado aquella política cuando, recién llegado a Oviedo, se vio ante la responsabilidad de pronunciar el discurso de apertura del por tantas cosas histórico curso 1898-1899. En su parlamento —sintomáticamente titulado «La universidad y el patriotismo»— se formuló todo el programa del regeneracionismo universitario, bajo la doble advocación de sus predilectos «Discursos a la nación alemana» de Fichte y del diagnóstico sobre la abulia emitido por Turguenev en su Demetrio Rudin. A favor del primero y como superación del doloroso estado del segundo, Altamira proponía a sus oyentes una verdadera reinserción de la universidad en la sociedad (convirtiéndola en «factor vivo del movimiento social»); para ello, la universidad debía replantear críticamente la tradición científica nacional, tutelar —mediante una Extensión Universitaria— la formación del pueblo sin acceso a la educación, renovar —mediante pensiones en el extranjero e intercambios de profesores— los sistemas y los contenidos de la enseñanza: Pero la Universidad no debe olvidar, al enaltecer la preferencia de la obra interior en los pueblos, que España no es una personalidad aislada en el mundo, último vastago de una familia agotada, sino que, por el contrario, tiene descendencia en numerosos pueblos, hijos de ella por la sangre y por la civilización, en quienes alienta el mismo espíritu fundamental de la gente española y que tienen de común con ella cualidades útiles que desarrollar, defectos que corregir e intereses que poner a cubierto de absorciones extrañas40.

Tales palabras recogían los atisbos de una ejecutoria anterior —a la que ya hemos aludido— y abrían una preocupación americanista, plasmada en

toria de la Universidad de Oviedo (1883-1910), Oviedo, 1963. Para la biografía de R. Altamira, Vicente Ramos, Rafael Altamira, Madrid, 1968; para la de Posada, Francisco. Laporta, Adolfo Posada: política y sociología en la crisis del liberalismo español, Madrid. 1974. 40 Reproducido en Itinerario pedagógico, Madrid, 1923, p. 302.

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una cuantiosa bibliografía que al año siguiente se iniciaba con el volumen Cuestiones hispanoamericanas donde Altamira recogió algunos fragmentos de su resonante discurso inaugural, y la reseña del Ariel de Rodó publicada en su Revista Crítica. Uno y otro emplazan perfectamente la reflexión de Altamira sobre las relaciones reanudadas: si la lección de Ariel debe ser intercontinental («la juventud española [...] ganará con sentir sobre su alma el vivificante contacto de la atmósfera de idealidad y orden, de noble aspiración en el pensamiento, de desinterés en la moral»)4I, también es cierto que la España nueva puede ofrecer a la América del novecientos que descubre la inquietud educativa una importante guía intelectual. «¿Quién duda que la redacción de una Enciclopedia Jurídica —exhorta Altamira— hallaría hoy en España elementos bastantes para su realización, y que esta obra expresiva del pensamiento, en no pocos puntos original de la escuela española, sustituiría con ventaja aquí y en América la ya vieja, aunque meritísima, de Ahrens? ¿Quién dudará que los estudios demóticos y de economía social, orientados según la originalísima y potente iniciativa del señor Costa por el camino de la realidad consuetudinaria, han de ser riquísimo venero para nosotros y para los americanos, que no podrán hallar en ningún libro extranjero esta corriente genuinamente española?»42 Española y krausista, diríamos nosotros, pues, no por casualidad, Altamira había ido a ejemplificar con dos proyectos de abolengo institucionista y presentes en su propia bibliografía juvenil, ya fuera en su contribución —sobre Alicante— a la compilación de derecho consuetudinario realizada por Joaquín Costa, ya en su Historia de la propiedad comunal, encomiásticamente prologada por Gumersindo de Azcárate. Era, pues, el humanismo sociológico, desarrollado en los aledaños institucionistas, la ciencia «exportable» en tanto afirmaba una originalidad hispánica que Altamira —y, con él, Posada— veían florecer con complacencia en los sociólogos ultramarinos cuyas ideas se glosaban páginas más atrás. Y a su propaganda consagraron Posada y Altamira sus respectivos esfuerzos en sendas campañas que vieron la luz en los periódicos Diario Español y España (ambos de Buenos Aires), respectivamente. Adolfo Posada es, incluso, mucho más explícito en su exaltación nacionalista y en su interés por galvanizar a los estudiosos de América en un proyecto cultural panhispánico: 41

Cuestiones hispanoamericanas, Madrid, 1900, p. 62. Ibíd., p. 17 (la cita pertenece, en realidad, a un fragmento del discurso de 1899 que ha pasado a formar un capítulo de este libro). 42

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España no ha muerto [...]. Hoy es un artículo de Ortega y Gasset, otro día un discurso de Unamuno, o un estudio de Dorado Montero, otro la crónica de Londres de Maeztu, otro la noticia de la labor de Altamira en Berlín, otro un pequeño trabajo del criminalista Bernaldo de Quirós, o una interesante correspondencia de Castillejo, el profesor de «primera», desde Escocia, o los ecos de la obra del economista Flores de Lemus y referencias que a diario recojo de los trabajos de Barnés y de Navarro Flores pensionados en Londres, de Leopoldo Palacios en su retiro veraniego de Palencia, de Sangro dirigiendo la fecunda labor de la sección española de la Asociación Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores, de Rivera y de Fernando del Río, dos filósofos, de Julián Juderías, un trabajador incansable... más los rumores de las fiestas intelectuales de Oviedo donde acude, atraída por el nombre que aquella querida universidad ha sabido conquistar con una labor de veinte años, una lucida representación de las principales universidades del mundo43.

Esa y no otra debe ser la faz que la España derrotada presente a la hora de la reconciliación, de cara a las singladuras de aquel «nuevo imperio» espiritual del que hablaba Labra. Y, coincidiendo con el Unamuno de 1905 («el crédito de que goza el país [...] se basa ante todo y sobre todo en sus acorazados, sus cañones y su riqueza material») y con el citado Altamira de 1898, Posada nos proporciona también la clave del «regeneracionismo» español en términos «idealizados» del imperialismo más canónico: «Es inútil pensar en una nación rica, sana, fuerte, progresiva, sin ‘sabios’. La Alemania de Bismarck no habría sido, sin ser antes la Alemania de Kant, de Fichte, de Hegel, de Goethe... La Inglaterra de hoy con sus colonias inmensas, su gran poderío marítimo, su peso como civilización es, al propio tiempo, la Inglaterra de Darwin, de Mill, de Bentham, de Huxley, de Arnold, de Ruskin, de Spencer»44. La celebración del Centenario de la Universidad de Oviedo en 1908 fue un excelente pretexto para que aquel centro docente comenzara su proyección americana. La asistencia a los actos conmemorativos del representante cubano, doctor Juan Manuel Dihigo, y los brindis americanistas del banquete de clausura fueron factores determinantes en la decisión de que el profesor Altamira viajara como conferenciante a América,

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Para América. Desde España, París, 1910, pp. 4-5. Ibíd., p. 17.

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en previsión de un fecundo intercambio profesoral que así quedaba abierto. En nombre de la universidad, el rector Fermín Canella dirigió una circular a los Ministros americanos de Instrucción, centros docentes, prensa y organizaciones españolas en aquel continente, anunciando una visita que cobraba toda su significación en vísperas del centenario de la Independencia. No se pudo mantener oculta la noticia, como era designio de la universidad, y un artículo de El Imparcial madrileño («El intercambio universitario», 14 de marzo de 1909) provocó una campaña de adhesiones y hasta un conato de suscripción pública (alentado por Segismundo Moret) que rechazó dignamente el claustro ovetense. Provisto, pues, de los magros fondos universitarios y de su personal dosis de buena voluntad, Rafael Altamira embarcó para América el 3 de julio de 1909 y no regresó hasta finales de febrero del año siguiente. La primera visita fue para las repúblicas del Plata cuya reciente vida universitaria era bien conocida de los sociólogos institucionistas españoles. El 22 de noviembre, el conferenciante llegó al Perú y entre diciembre y febrero (de 1909 a 1910) residió en un México netamente prerrevolucionario donde, entre otros lugares, habló en el Ateneo de la Juventud —tan decisivo en la ruptura ideológica maderista— invitado por su egregia junta (Alfonso Reyes, Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña). De allí pasó a Cuba, última etapa del viaje, antes de regresar a España, donde fue recibido con no pequeño entusiasmo: dos entrevistas con el Rey —gestionadas por el oficioso Romanones— dieron carta de naturaleza a su preocupación cultural y le granjearon, sin lugar a dudas, la confianza regia cuando Altamira, pese a sus muy institucionistas reservas, fue nombrado Director General de Enseñanza Primaria45. Por lo que atañe a América, el impacto del viaje fue considerable, en tanto revelaba las razones ideológicas de una fraternidad que no dejarían de sentir ni las clases medias emigrantes (a quienes se ratificaba en su identidad española) ni los núcleos universitarios criollos implicados en una crisis nacionalista (y en una acelerada espiral de cambio socioeconómico) que ya hemos esbozado más arriba. A unas y a otros se refiere continuamente el catedrático de Oviedo: a los emigrantes por lo que tienen de «demostración viva de que todo español es capaz de las más altas actividades económicas» y hasta por lo que entrañan como «uno de los

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1911.

Una crónica del viaje en Mi viaje a América. (Libro de documentos), Madrid,

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factores de nuestra regeneración»; a los nuevos americanos por lo que de mutuamente aleccionador tienen las dos empresas intelectuales —española y criolla— de reconstrucción social y espiritual de lo hispánico. La apelación bicontinental a un futuro de grandeza —que es la idea rodoniana de Ariel, pero que no carece de ilustres antecedentes decimonónicos— comienza a perfilarse como ese esperanzado emplazamiento en un utópico futuro que vendrían a asumir y desarrollar muchos ensayistas y videntes posteriores: desde el mexicano Vasconcelos en La raza cósmica hasta el exiliado español Juan Larrea. Así lo planteaba Altamira a su auditorio habanero de 1910: ¿En nombre de quien venimos a hacer esta obra? Venimos a hacerla aparentemente en nombre de una modesta universidad provincial de España que piensa en una patria nueva, la patria que todos llevamos en el fondo de nuestra alma, y que, por llevarla, la haremos —porque no hay fuerza más grande que la fuerza del querer— con un espíritu que siente, además, con desinterés absoluto, el bien colectivo del mañana, porque acaso no seamos nosotros los que recojamos los frutos. Pero, por eso mismo, nuestra representación excede de la universidad misma y es, propiamente, la de la España nueva y al mismo tiempo castiza y tradicional en lo más sano de su alma: la España trabajadora, la España abierta de espíritu, la España generosa, la España del programa quijotesco en lo más alto que ella tiene, la España que ha olvidado en absoluto, que quiere olvidar completamente (porque recuerda que ella es la patria de Vitoria y Concepción Arenal) aquella enfermedad que sufrió en su día, como otras naciones la están sufriendo hoy, de la dominación y el imperialismo del mundo46.

En los mismos momentos en que se gestaba el viaje de Altamira, otro catedrático de la misma Universidad de Oviedo, Adolfo Posada, fue invitado por la Universidad Nacional de La Plata a impartir un curso de Derecho Político. El propio Altamira, a su paso por aquel centro, confirmó la aceptación, y, en el verano de 1910, el animoso catedrático embarcó para Buenos Aires. El viaje tuvo motivaciones mucho más profesionales y se limitó el recorrido de Argentina, Uruguay y Paraguay, aunque Posada tampoco fue ajeno a la dimensión solidaria de su decisión ya que llevó a América sendas representaciones de su Universidad y, lo que es más importante, de la Junta para Ampliación de Estudios

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Ibíd., p. 433.

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(por R. O. de 4 de mayo de 1910, extendida en considerandos que dan al caso su dimensión americanista). La memoria que Posada redactó47 a la vuelta de su viaje refleja un espíritu más crítico que el de su predecesor. Como sociólogo, se muestra fascinado por la realidad argentina en el momento culminante de la emigración latina. En el incesante proceso de acumulación de riquezas y de expansión demográfica, Posada ve la razón del ejemplar civismo argentino, pero también de un nacionalismo pujante. Éste y la preponderancia emigratoria italiana son hechos a tener en cuenta al plantear el futuro hispánico de la gran república del Plata: si España no cuida su emigración —elevando el nivel de sus involuntarios representantes— y si los mismos núcleos de emigrantes no unifican sus esfuerzos, ese futuro parece seriamente amenazado. Desde tales supuestos, Posada orienta sus intervenciones a temas muy concretos en los que la experiencia española podía brindarse como modelo a América: en La Plata, por ejemplo, habló de «La transformación del ideal universitario» al ser nombrado Doctor Honoris Causa; en el Colegio Nacional Mariano Moreno de Buenos Aires planteó el tema de la extensión universitaria; en La Plata, de nuevo, presentó a la opinión intelectual argentina —muy sensibilizada para el problema obrero por mor de las recientes Leyes de Residencia— las tareas de la Asociación Internacional de Protección Legal a los Trabajadores, una faceta que ocupó buena parte de la obra y la actividad de Posada en estos años. La memoria que el catedrático asturiano eleva a la Junta para Ampliación de Estudios recoge, en todo caso, un programa mínimo y nacedero a corto plazo: distribución de publicaciones científicas españolas, ofrecimiento de servicios en centros como el de Estudios Históricos y la Residencia de Estudiantes, fomento de relaciones con los universitarios americanos que acuden a Europa, intercambio de experiencias científicas, envío de misiones culturales y de pensionados, relaciones con los centros de emigrantes. Es significativo que el proyecto de Posada excluya un tema largamente aireado en años anteriores: la erección de una universidad hispanoamericana en España, propuesta que ya hemos encontrado en esta relación de actividades en otras ocasiones. Parece que el primer padrino de tal idea fue un cubano de origen catalán, Güell y Renté, quien for-

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En América. Una campaña, Madrid, 1912.

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muló su posibilidad en 1888; el Congreso Pedagógico del 92 acogió la propuesta en sus ya citadas conclusiones, pero hasta 1904, año en que la Unión Iberoamericana acoge el proyecto del argentino Francisco de los Cobos48, no se volvió a hablar del tema, aunque en este caso se hiciera con referencia a posibles emplazamientos del nuevo centro: Madrid o Salamanca. Páginas más arriba he recogido la oposición de Unamuno al proyecto en cortés polémica con el peruano Mariano Madueño, quien, por su parte, era habitual empresario de Quimeras panamericanas: dos de las más peregrinas lo fueron una llamada a los industriales y comerciantes catalanes para establecerse en la selva amazónica al calor de la fiebre cauchera y otra convocatoria para crear una suerte de «Times ibérico» o periódico intercontinental titulado El Universo Español y en cuya junta promotora andarían Pi y Margall, Salmerón, Esquerdo, Odón de Buen... junto a Núñez de Arce, Menéndez Pelayo y Campoamor49. Pero, si eran evidentes las razones de los regeneradores universitarios españoles para rechazar quijotescos imperios docentes, no fue menos su interés por ejercer cierta tutela cultural y aprovechar el posible flujo de remesas procedentes de emigrantes enriquecidos. En este orden, la Universidad de Oviedo no vaciló en solicitar a las muchas colonias asturianas de América (circular de 1900) subvenciones para sus tres grandes fundaciones (la Escuela Práctica de Estudios Sociales y Jurídicos, las colonias escolares de vacaciones y la Extensión Universitaria); por su lado, la fundación en Buenos Aires de la Institución Cultural Española (1910) y el mantenimiento, a sus expensas, de la cátedra «Menéndez Pelayo» en la Universidad de La Plata fue otro evidente logro que permitió el paso por las aulas americanas de Menéndez Pidal, Ortega, Blas Cabrera, Gómez Moreno, Gonzalo R. Lafora, Rey Pastor y otros. Desintegrado el núcleo fundamental de las actividades universitarias ovetenses —Posada inició en 1904 sus actividades en el Instituto de Reformas Sociales; Altamira, las de Director General de Enseñanza

48 La conferencia de Francisco de los Cobos en el Ateneo de Madrid, origen de la propuesta, viene reproducida en la revista Unión Iberoamericana, XVII, 31 de diciembre de 1904, pp. 52-57. Un resumen de las tentativas de su creación, en R. Altamira, y «Sobre la universidad hispanoamericana», en España en América, Valencia, 1910, pp. 40-54. 49 Mariano J. Madueño, Asuntos hispanoamericanos. Dos proyectos de actualidad, Barcelona, 1898.

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Primaria en 1910—, el centro de hispanoamericanismo más activo pasó a serlo la Junta para Ampliación de Estudios y su organismo especializado, el Centro de Estudios Históricos. La actividad de una y otro hasta 1936 es, sin embargo, tema distinto del que aquí trato. Baste señalar, con todo, que al segundo se debió la creación en la Universidad de Buenos Aires de un centro de estudios cuya brillante sobrevivencia hasta hoy y cuya ilustre ejecutoria no tienen parangón posible: me refiero al Instituto de Filología, creado en 1925 por Américo Castro y hoy denominado «Amado Alonso» en memoria de su segundo director que lo fue hasta su expulsión por el gobierno de Perón.

LA EMIGRACIÓN, FERMENTO DE REGENERACIÓN NACIONAL La emigración española a América condicionó la demografía durante las tres últimas décadas de nuestro siglo XIX y la primera del XX. Jordi Nadal registra hacia mediados de aquel siglo las primeras inflexiones favorables en materia emigratoria (previo abandono de una política poblacionista que, en rigor, continuaba el ideal de los regeneradores ilustrados) y, pocos años más tarde, el comienzo de un éxodo que sólo pareció refluir en 1914. Las cifras son elocuentes. Usando como criterio la diferencia entre entradas y salidas por vía marítima, se aprecia como estas últimas alcanzan su primer saldo acusadamente favorable a aquellas en 1882 (72.404 individuos); tras un descenso, vuelven a remontarse en los años 1893-1896 (98.864 de superávit ese último año), descienden lógicamente con las repatriaciones de los años siguientes y se disparan entre 1904 y 1912, hasta alcanzar los 133.994 individuos de este último año. Solamente en Argentina, y para el censo de 1914, se podía dar la cifra de 829.701 españoles sobre una población total de cerca de ocho millones de habitantes, cifra únicamente superada por la colonia italiana que casi alcanzaba un millón de individuos50. A «hacer la América» acudieron los pueblos ribereños del Mediterráneo —occidental y oriental— con algún retraso sobre las ya moderadas emigraciones inglesa y francesa, luego alemana y escandi50 J. Nadal Oller, La población española (siglos XVI al XX), Barcelona, pp. 155-172. Como reflejo vivido de la emigración, puede verse el importante libro testimonio del sociólogo Juan F. Marsal, Hacer la América (Biografía de un emigrante), Barcelona, que recoge la amarga autobiografía de un catalán en Argentina.

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nava. Las crisis agrarias del último cuarto de siglo y los fuertes incrementos poblacionales (por bajas mortalidades) fueron las causas de este penoso episodio demográfico que, además, acabó siendo saneado negocio para los agentes de embarque (como los que pintaron Felipe Trigo en Jarrapellejos, 1914, y Wenceslao Fernández Flórez en «Luz de luna», 1915) y para las compañías de navegación subvencionadas como la Transatlántica del Marqués de Comillas, cuyos barcos («María Cristina», «Satrústegui», «Antonio López», «San Agustín», «Covadonga») trasvasaron las masas humanas de la emigración. Escasas veces aquellos hombres realizaron el ideal agrario —terratenientes en la frontera— que era objeto de las propagandas que luego veremos; la mayor parte de las veces permanecieron en las grandes ciudades portuarias, eventualmente dedicados a los servicios, se integraron en la naciente industria latinoamericana o constituyeron el peonaje explotado de los grandes cultivos tropicales o de la minería. La imagen de la emigración no careció, como es lógico, de denuncias tanto en lo que hacía a sus causas como por lo que afectaba a las condiciones de los viajes y los precarios resultados del traslado. En ese sentido, el Boletín del Instituto de Reformas Sociales desarrolló una interesante tarea que, a la larga, provocó mejoras legislativas como la de 1907, aunque no pudiera evitar la actitud de desaprensivos que actuaron siempre sobre el viajero más desvalido: quien huía de las quintas o de la Justicia. Rafael María de Labra, por su lado, fue también adalid de estas campañas y a su iniciativa se debió el que la Cámara de Comercio de Santiago y las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País (a las que representaba en el Senado) convocaran en la ciudad gallega el Primer Congreso de la Emigración que se celebró entre el 6 y el 8 de septiembre de 190951. La vicepresidencia primera recayó precisamente en Julio Puyol, secretario del Instituto de Reformas Sociales, y las demás en el cónsul de Guatemala en Madrid, en Luis Palomo (vicepresidente de Unión Iberoamericana) y Pedro Sangro y Ros de Olano, vocal del Consejo Superior de Emigración. El secretario fue el industrial catalán Federico Rahola, figura de la que hablaremos por extenso. Las conclusiones del Congreso apuntan en cierta medida a lo que va a ser intolerable óptica regeneracionista del fenómeno: se reconoce

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1910.

Datos según R. M.ª de Labra, Primer Congreso Nacional de Emigración, Madrid,

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como derecho inalienable la libertad de emigrar, sus beneficios en el intercambio amistoso entre los pueblos y su conveniencia para elevar el nivel de vida del país en general y del emigrante en particular. En cambio, los congresistas parecen entender también las falacias de tan genéricas declaraciones: el Estado debe intervenir activamente para garantizar la libertad, el honor y la eficacia de la emigración, debe limitarla actuando sobre sus causas, debe suscribir tratados internacionales de protección a sus subditos en el exterior. A la hora de los acuerdos, las decimonónicas ideas de Labra —como la de constituir una «Sociedad Libre de Protección a los Españoles que viven fuera de su Patria»— se mezclan a otras más sensatas —aunque tan poco revolucionarias como la creación de agencias americanas del Banco de España para canalizar las remesas y la convocatoria de una conferencia internacional de legislación social— e incluso a un acuerdo que daba en la diana de los cambios necesarios: la abolición de los ominosos «foros» gallegos, frecuentes responsables de la lacra. Con todo, el compromiso de celebrar en 1910 un segundo congreso en Oviedo —capital de región emigratoria y, a la sazón, de la sociología académica española— no tuvo efecto, al menos en lo que alcanzan mis investigaciones. Pero la visión regeneracionista del fenómeno emigratorio anduvo muy lejana de estas preocupaciones. Como el mismo Congreso de Santiago reconocía, se tendió a ver en la emigración la realización de un derecho inalienable del ciudadano y una forma de trocar el mal social en bienestar individual (con especial acento en el término final del trueque) por obra de un esfuerzo que enaltece a quien lo realiza. Recordemos que, en el propio Rafael Altamira, esta implícita argumentación —emanada del más tosco liberalismo económico— se presentaba ya íntimamente imbricada al voluntarismo nacionalista y regeneracionista en una mescolanza que, como veremos, fue típica en el tratamiento del problema: Los que van a América —escribe el profesor de Oviedo—, los que han consumido allí las fuerzas de su juventud, son la demostración viva de que todo español es capaz de las más altas actividades económicas y de que, cuando se encuentra en un medio favorable, vale tanto como cualquier hombre de cualquier raza. Son, por esto, a la vez, una contestación afirmativa y elocuente a la pregunta de si hay en el alma española condiciones fundamentales para la vida moderna, y un argumento indiscutible de reivindicación de nuestro nombre, frente a la leyenda que en el extranjero todavía mantienen algunos. Por eso y por lo que luego, vueltos a la patria, reflejan

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de esas condiciones en nuestra vida nacional, yo los estimo y sostengo que son uno de los factores de nuestra regeneración52.

El catalán Federico Rahola, que en nombre del Fomento del Trabajo Nacional realizó un viaje al Plata en 1902, dejó de la emigración española un testimonio donde la argumentación es todavía más cruda hasta convertir el fenómeno en una suerte de biología de admirable funcionamiento: Cuando poso la mirada en ese hato de emigrantes sucios, miserables, hacinados como un rebaño, empujados por la brutal necesidad hacia lejanos países, quisiera descubrir a los futuros triunfadores. ¡Cuántos y cuántos sucumbirán en la cruenta lucha! Pero, en cambio, ¡cuántos volverán transformados, con provechosa experiencia, enriquecidos, a alegrar sus humildes hogares, y a llevar el bienestar y aires nuevos a sus aldeas! [...]. Entre estas pobres mujeres harapientas, va quizá la madre de algún ciudadano que será gloria de las jóvenes repúblicas. En los camarotes de lujo regresan de Europa los argentinos derrochadores, los hijos de los emancipadores que ven aumentar las rentas de sus tierras heredadas [...] mientras que en la bodega vienen los que han de renovar la sangre y acrecentar la riqueza de la república los que pueden vigorizar su cuerpo y atacar la precoz decrepitud que la corroe53.

Esa es, piensa Rahola, la verdadera España y ese camino es el de la colaboración fecunda entre los pueblos, argumenta después aproximándose a las tesis del nuevo nacionalismo: «Hoy España ya no puede enviar a América militares y empleados [... ]. Sólo cuenta para proseguir su obra con el emigrante y con el producto; la literatura indigesta de la Gaceta ha dejado el campo libre a la producción literaria y artística y el poder de expansión ha llenado el sitio que ocupaba el pie dominador, entrando triunfante la Nacionalidad allí de donde salió vencido el Estado»54. Si esa pugna entre Nacionalidad y Estado fue, como sabemos, el mito regeneracionista, la consecuencia inmediata es la descalificación de toda una historia y la justificación —en términos reminiscentes de la sociología americana del momento— de los recelos 52

España en América, ed. cit., p. 24. Sangre Nueva. Impresiones de un viaje a la América del Sur, Barcelona, 1905, pp. 50-51. 54 Ibíd., p. 165. 53

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ultramarinos: «lo que combatía Sarmiento y combate la actual América, es la supervivencia de los conquistadores, de los hidalgos, de la España imperial, completamente reñida con el espíritu mercantil; de esa España que excluyó de la obra colonizadora a los vascos y a los catalanes, a los representantes de la energía reproductora, de los hábitos comerciales, del sentido moderno de la vida»55. Testimonio elocuente de la victoria moral obtenida por la emigración eran, a juicio de sus intérpretes, las numerosas sociedades constituidas por las colonias españolas en América y a las que, desde España, se llamaba a figurar en primera línea de la batalla por la «intimidad iberoamericana». Constituidas a partir de los años setenta, primero en una Cuba aún española y después en Argentina y México principalmente, tales sociedades —como el Casino Español (1870) de La Habana, los Centros Gallego y Asturiano de aquella localidad y de Buenos Aires, el importante Centro de Dependientes (1880) también habanero—56 reunían preferentemente a la burguesía mercantil y profesional y ejercían, marginalmente a su condición de grupo de presión, una tarea benéfica de cierta entidad. La mayoría de aquellas asociaciones participaron de buen grado en la campaña americanista y nacionalista, a pesar de los orígenes regionales de la mayor parte de los centros, y creyeron ser parte de aquella misión que Labra llamó «reconquista de la América libre»: esa hazaña —decía el senador en su discurso «El programa de la futura campaña hispanoamericana» de 1911— «está encomendada principalmente a los dos millones y medio de españoles que allá viven íntimamente unidos con aquella tierra y necesita una política exterior de nuestro gobierno, atenta a todas las susceptibilidades y a todos los intereses de España y de América», pero requería también una «federación de sociedades españolas en América» que Adolfo Posada había solicitado también durante su periplo latinoamericano57. La literatura exaltadora del valor social del emigrante surgió, pues, como reflejo de un orgullo nacional con cierta base real y, más aún, como vulgarización de temas regeneracionistas que, a su vez, remontaban a una vaga mescolanza ideológica de sociología darwinista y nietzscheanismo. La difusión de tales ideas explica, por ejemplo, el crédito 55

Ibíd., p. 447. Una relación de centros en Rafael M.ª de Labra y Martínez (hijo), Los españoles contemporáneos en América, Madrid, 1915. 57 El programa de la futura campaña iberoamericana, Madrid, 1911. 56

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que durante mucho tiempo los grandes intelectuales españoles concedieron al novelista burgalés Francisco Grandmontagne. En 1887, éste había emigrado a Argentina donde ejerció varios empleos antes de dedicarse al periodismo y desarrollar, desde La Prensa de Buenos Aires, una interesante campaña sobre las condiciones de la emigración. Fueron Maeztu y sobre todo Unamuno, los descubridores de su primer relato, Teodoro Foronda (1896), reflejo de la vida de un emigrante que triunfa, pero cuya tosquedad le enfrenta con la segunda generación, ya criolla. A esta novela siguió La Maldonada (1898) donde se traza un crudo retrato de las burguesías porteñas con el marco de la frustrada revolución radical del 90. En 1902 Grandmontagne regresó a España y fue, por unos años, una suerte de ídolo —y hasta de mito compensatorio— de la intelectualidad española; en 1921, con su popularidad ya en baja, recibió un homenaje nacional promovido por Azorín y del que ha quedado el testimonio de unos conocidos versos machadianos (los que concluyen invocando a «Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente», «rompeolas de las cuarenta y nueve provincias, españolas») y de otros menos conocidos de Ramón Pérez de Ayala («Epístola de los Pablos al hermano peregrino»). No fue éste el único caso de escritor que convirtió la emigración en mitología propia, adecuada a los conceptos y entusiasmos que vio la literatura finisecular. Maeztu, que vivió en su juventud una efímera experiencia cubana, aludió a ella en muchas ocasiones, y un caso importante —por lo que tuvo de ruidoso escándalo —lo fue el de Vicente Blasco Ibáñez en su viaje argentino de 1909. Entusiasmado con las campañas agraristas y lógicamente goloso de algunos millones de pesos, aceptó una concesión de tierras en las cercanías de Corrientes. Expropiadas por el gobierno, él pagaba los predios por su coste, se hacía cargo de los riesgos y revendía una mitad del terreno a emigrantes valencianos que formarían la colonia «Nueva Valencia». Tras dejar la administración en manos de un banquero que quebró, Blasco hubo de abandonar la empresa en 1914, no sin haber dejado en algunos libros su peculiar visión del tesón emigrante y de la vida argentina: Los argonautas (1919) y La tierra de todos (1922), más el consabido volumen de propaganda La Argentina y sus grandezas (1910). En 1918, a cierta distancia de sus poco halagüeños recuerdos americanos, Blasco todavía lamentaba no haber podido escribir el ciclo narrativo de una época en que «veía la vida con líneas más seguras y vigorosas» y soñaba «un bloque novelesco con personajes que paseasen toda la América de origen

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hispánico; algo semejante a los personajes de La comedia humana de Balzac [...]. Deber de patriota y de artista»58. Parejo fue el caso de José María de Salaverría, olvidado escritor que llevó los rasgos de la moral fin de siglo por derroteros de un nacionalismo reaccionario no ajenos a los de Ramiro de Maeztu o Manuel Bueno59. En 1909 —y en medio de una profunda crisis personal— el escritor parte para Argentina donde escribe artículos para ABC —«Crónicas hacia el Nuevo Mundo» y «Crónicas desde el Nuevo Mundo»— y un primer libro Tierra argentina (1910), al que ha de reservarse lugar de honor en la galería de tópicos voluntaristas sobre la emigración. Entusiasmado por los afanes laborales de la joven república, Salaverría se indigna contra la mala fama de los españoles y el descuido gubernamental por nuestro crédito exterior: «La emigración española va mal dispuesta, pésimamente dirigida, carece de plan y orientación». Frente a la febril actividad de los italianos, «tiénese en España como artículo de fe la opinión de que los gañanes del campo son quienes deben emigrar, y no los jóvenes de clase media, los ingenieros y los capitalistas», y, como un eco del Maeztu finisecular, apostrofa: «hombres despiertos y cultos es lo que requiere enviar España»60. En 1911, tras un viaje a España que aprovecha para contraer matrimonio, Salaverría y su mujer vuelven a América con ánimo de establecerse, aunque, igual que en el caso de Blasco, la guerra europea —que siguió en su condición de corresponsal germanófilo para la revista bonaerense Caras y Caretas— les trajo de nuevo a Europa. Con todo, el tema americano siguió vigente en obras como El poema de la Pampa, Paisajes argentinos, Los conquistadores (todas ellas de 1918), Bolívar (1930), Vida de Martín Fierro (1931), además de insertarse en el programa nacionalista reaccionario que formularon sus libros en torno a la crisis española de 1914-1917. Su volumen La afirmación española (1917), el más significativo de todos ellos, no olvida, por ejemplo, incluir bajo el título «España y América» un capítulo-apología de la conquista de América que se ofrece como ejemplo de heroísmo colectivo, seguridad ideológica y noble expansionismo, en el contexto de una confusa y torrencial selva de argumentos ideológicos y reaccionarios y de apelaciones al instinto mercantil que llenan el libro.

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Carta a J. Cejador, en «Prólogo» a Obras completas, I, Madrid, p. 19. Cf. F. Caudet Roca, Vida y obra de José María de Salaverría, Madrid, 1972. 60 Tierra argentina, Madrid, 1910, pp. 174-175. 59

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El periodista catalán Carlos Martí publicó, por su parte, numerosos artículos sobre la emigración cubana e incluso emprendió un vasto proyecto historiográfico sobre Los catalanes en América del que solamente se publicó un primer tomo dedicado a Cuba61. Su tono, a la vez cubanista y catalanista, quedó recogido y subrayado en la carta prólogo de Francesc Cambó que abre el volumen y donde se habla del interés por la aportación «indiana» al proceso regionalista. Tampoco faltaron aportaciones vascas a la exaltación de los valores emigrantes: a título de significativo ejemplo, señalaré que la revista Hermes incluyó en su galería fotográfica de vascos ilustres al presidente argentino Hipólito Yrigoyen, primer político radical que ocupó la más alta magistratura de la república. Por lo que toca a los asturianos, el más tenaz propagandista fue Constantino Suárez «Españolito», frecuente colaborador en la prensa cubana y autor de numerosos libros sobre el tema de la emigración: ¡Emigrantes...!, Oros son triunfo, novelas, y dos ensayos de tono polémico, La des-unión hispano-americana y otras cosas (bombos y palos a diestra y siniestra) (1919), y La verdad desnuda (Estudio crítico sobre las relaciones de España y América) (1924). Uno y otro, de los dos últimos citados, son claro ejemplo de la trivialización de que era susceptible el tema: el primero recoge trabajos habaneros que lamentan la incomprensión de ciertos estamentos americanos respecto a los emigrantes, censuran la inoperancia de las instituciones españolas en el nuevo continente y denuncian sin vigor la explotación del recién llegado; el segundo, prologado por el ex ministro monárquico José Francos Rodríguez y ofrecido entusiásticamente a la consideración del Directorio Militar, recoge una extensa historia de las actividades americanistas hasta el momento y un largo memorial de iniciativas, elaborado sobre la actividad de congresos y trabajos que ya hemos venido comentando. Pese a todo, los testimonios regeneracionistas no fueron los únicos respecto al hecho emigratorio. El día en que alguien establezca su interesante historia cultural deberá contar no solamente las denuncias que se hicieron de su radical injusticia —capítulo que había que dejar al margen en nuestro proyecto—, sino también el fascinante hecho de cómo buena parte del radicalismo anticlerical americano, del anarquismo y del socialismo en el Nuevo Mundo se nutrió de fuentes españolas e italia-

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Barcelona, s. a. (¿1921?).

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nas, y aun llegó a América con los mismos barcos que trasladaban a los emigrantes ya económicos ya políticos (en no pocos casos) de las dos penínsulas mediterráneas. De hecho, la colaboración de hispanoamericanos en revistas libertarias y socialistas españolas de principios de siglo y el generalizado interés de unas y otras por las noticias de América refleja la amplitud de unas relaciones más importantes de lo que a primera vista puede parecer.

TEXTILES E IDEAS: EL AMERICANISMO CATALÁN Entre todo este coro de platonismos americanos convocados por el fermento regeneracionista, solamente el hispanoamericanismo catalán mantuvo con ahínco la primacía de unos intereses económicos y, por esto mismo, una mayor contención en las expansiones retóricas. No quiere decir esto, naturalmente, que no faltaran a la cita los argumentos ya conocidos: por la peculiar textura de la formación del mercado nacional y de sus alianzas, por la peculiar ejecutoria política decimonónica del Principado, por la propia composición de sus clases dominantes, el camino hacia la formulación política catalanista pasó obligadamente por los trenos regeneracionistas; luego fue, por un largo período, un capítulo obligado y aun ejemplar para los mismos y, durante mucho tiempo, fue testimonio casi único de su pervivencia. La apelación hispanoamericanista ocupó, por lo tanto, un lugar muy revelador en el proceso ideológico de la burguesía catalana de la Restauración, no en balde promotora del gran monumento al descubridor que todavía hoy es testimonio de los fastos de la Exposición Universal de 1888. Identificada esta burguesía con los ideales —moderados y, a la vez, «modernos»— de 1876, su evolución política anduvo al compás de sus relaciones con los grupos políticos dominantes en el marco del Estado y de las alternativas económicas del período, condicionadas tanto por el mercado colonial que garantizó el proteccionismo (así fuera al caro precio del descontento criollo) como por un mercado interno igualmente protegido, pero duramente afectado por las circunstancias de su subdesarrollo. Para controlar uno y otro, la burguesía catalana hubo de disponer de alianzas proteccionistas y, en forma progresiva, de un mecanismo de acción política que no podía ser —en modo alguno— la rica tradición radical —ya unitaria, ya federal— de la Cataluña decimonónica: de ahí que la participación caciquil en el gran

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pastel del Congreso de los Diputados se vaya haciendo progresivamente insatisfactoria y, tras un momento de aguda crisis, se presente como amalgama sociológica —grandes industriales del Fomento, pero también profesionales y pequeños comerciantes— en el pintoresco episodio polaviejista de 1899 y, a partir de su fracaso, por la vía francamente nacionalista. En ese contexto, el hispanoamericanismo catalán fue secuela todavía españolista de las ideologías burguesas anteriores al nacionalismo y vino a responder, con la elementalidad del caso, al particular memorial de greuges de la historiografía romántica. Castilla había negado a Cataluña un puesto en la tarea histórica de formar el Estado español; en nombre de esa marginación, Cataluña había estado ausente de la empresa conquistadora (aunque el mismo Colón, como afirmará cierta pertinaz erudición catalana, era de la tierra) y solamente había podido incorporarse a ella en el siglo XVIII por la fuerza de su expansión mercantil. Y en el siglo XX —centuria que se abre con la perdida del Imperio— tanto sus emigrantes como sus arriesgados armadores y marinos de mitad de siglo (historiados con entusiasmo por Pedro Estasén) han ganado la nueva batalla americana y se han convertido en el factor determinante de la futura unión —realista y económica— de la totalidad del Estado y de sus antiguas colonias. Hacia final del siglo anterior, y tras la consecución del favorable arancel de 1892 (mantenido incluso tras el Tratado de París en 1898 por lo que afectaba a Cuba), las exportaciones de textiles catalanes al extranjero representaban la quinta parte de las ventas interiores y solamente la latente amenaza —y luego, la realidad— de una sobreproducción suscitó a fin de siglo la inquietud exportadora. El francés Edouard Escarra, buen conocedor del problema, lo planteaba en estos términos: «Un tercio de la misma (la producción exportada por valor de unos cincuenta millones de pesetas) se encamina hacia las antiguas colonias españolas, principalmente Cuba y Filipinas. Otro tercio se encamina hacia Argentina, Colombia y Uruguay. El resto se reparte entre los diversos países de la cuenca mediterránea y del Mar Negro: Marruecos, Egipto, Turquía»62. Y quizá el reparto haya de ser rectificado a favor de ese último resto que para un hombre como Pedro Estasén le parecía de mejor porvenir que el 62 El desarrollo industrial de Cataluña (1900-1908), (1908), Barcelona, 1970, p. 81. Aportaciones más recientes son las de Jordi Nadal Oller, El fracaso de la revolución industrial en España, 1814-1913, Barcelona, 1975 (dedica un capítulo a la industria algo-

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aleatorio mercado americano63. No tanto para el escéptico Escarra quien señala: «No está fuera de lo posible que siga aumentando durante un tiempo la clientela sudamericana de Cataluña, en especial si la exportación es alentada con primas y estimulada con la creación de líneas de navegación directas, la baja de los fletes, el engrandecimiento del puerto, la organización comercial de exportación a través de la ayuda de bancos especiales [...] y, por fin, la creación de un puerto franco»64. Esas, precisamente, venían siendo las peticiones formuladas por el Fomento del Trabajo Nacional desde que con la pérdida de las colonias se había cernido una clara amenaza sobre el porvenir del comercio ultramarino. Y así, poco antes de emprender un viaje oficial a Argentina con Federico Rahola (expedición de la que hemos hablado en el epígrafe anterior), Josep Puigdollers i Macià —uno de los más activos americanistas— presenta un informe ante la subcomisión permanente en Barcelona del Congreso Social Hispanoamericano, reunida en sesión ordinaria el 1 de febrero de 190265. El tema único del discurso, tras una clarividente y documentada exposición de actividades americanistas en el contexto nacional, fue las dificultades a la exportación y la desprotección a los navieros españoles. Ni los puertos reúnen condiciones, ni se modernizan los trámites de pasaporte y cuarentena, ni la red de ferrocarriles sirve adecuadamente a los centros marítimos; con tales situaciones se debe acabar cuanto antes, pero además se deben suprimir los impuestos sobre pasajes y el actual sistema de pasaportes, crear un puerto franco atlántico y otro mediterráneo, suprimir impuestos a las mercancías extranjeras en tránsito por la península y cargarlos a las americanas que llegan en barcos no españoles, simplificar los trámites sanitarios y de aduanas, mejorar las representaciones consulares en América, admitir temporalmente materias primas americanas susceptibles de transformación industrial en España, etc. donera catalana) y, por lo que hace a nuestro tema concreto, Jordi Maluquer de Motes, «El mercado comercial antillano en el siglo XIX», en Agricultura, comercio colonial y crecimiento económico en la España contemporánea (ed. de J. Nadal y G. Tortellá), Barcelona, 1974. Sobre el proteccionismo y su ideología justificatoria, Antonio Elorza, «Sobre el proteccionismo catalán», Anuario de Historia Económica y Social, I, 1968, páginas 528-566. 63 Cataluña. Estudio acerca de las condiciones de su engrandecimiento y riqueza, Barcelona, 1900, p. 816. 64 El desarrollo..., ed. cit., pp. 167-168. 65 Las relaciones entre España y América, Barcelona, 1902.

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El viaje subsiguiente a América lo fue de exploración mercantil, pero también de propaganda ante el gobierno madrileño. Como tal lo entendió Ramiro de Maeztu quien en su artículo «¡Vaya una embajada!» zahirió duramente a los viajeros, quizá en nombre de intereses navieros e industriales vascos en colisión con los representados por la embajada económica del Fomento. Ni zonas neutrales para favorecer la industria harinera (sobre trigos argentinos) ni subvenciones camufladas a la Transatlántica: «Ustedes, sabios economistas del Fomento, se figuran que los vecinos del resto de España somos tontos [...]. Eso de que en España se hallen protegidas contra la concurrencia extranjera las telas de algodón, y no esté protegido el algodón, que puede y debe producirse en nuestra patria; eso de que protejamos las industrias, pero no las materias primas, cuando hay tantos terrenos baldíos que sólo aguardan para ser fértiles los millones que yacen inactivos en los bancos y los hombres que buscan trabajo por las calles de las grandes ciudades; eso, señores Rahola y Zulueta, es una monstruosidad que no ha de prolongarse mucho tiempo [...]. Ampararse en las diecisiete banderas de las repúblicas hispanoamericanas para gestionar las peticiones del Fomento y ocultar los pecadillos de la Transatlántica, es empresa más vistosa y pintoresca que de resultados positivos»66. Pese a los escasos resultados prácticos obtenidos, la preocupación americanista continuó en los años sucesivos. En 1910 tomó al fin cuerpo en una institución barcelonesa, la Casa de América, procedente de la fusión de dos instituciones anteriores, la Sociedad Libre de Estudios Americanistas y el Círculo Americano, además de la aportación de la revista comercial Mercurio (1901-1926), portavoz de los intereses económicos del Fomento y a la que estaba vinculado Rafael Vehils, uno de los más activos promotores de la Casa67. Su estructura incluía una Presidencia colegiada, una dirección general (asistida por un Consejo de Gobierno al que pertenecían honorariamente todos los cónsules americanos acreditados en Barcelona), unas comisiones de trabajo (de Comercio, Finanzas y Comunicaciones, de Trabajo y Previsión y de Legislación Comparada) más una Junta Consultiva delegada en Madrid. La vida de la Casa de América fue larga aunque languideció mucho en

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Alma Española, 31 de enero de 1904, p. 3. Cf. también la revista badalonesa Cataluña Textil. Revista mensual hispanoamericana (1907-1937). 67

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los años veinte —jamás llegó a inaugurar, por ejemplo, el edificio que proyectó en plena Puerta de la Paz— y se acabó transformando, en 1928, en Instituto de Economía Americana68. En 1914, la Casa elevó al Gobierno una Exposición —de la pluma de Vehils seguramente— que refleja muy bien la crítica catalana al programa americanista, su asimilación de ciertos tópicos que ya conocemos y hasta el explícito talante regeneracionista del proyecto: «No se puede depender —argumenta— del sentimentalismo del pequeño comerciante emigrado que vende productos españoles, ni tolerar el piratismo del que han sido víctimas alguno editores o los fabricantes catalanes del Anís del Mono», ya que «el problema iberoamericano es político, civil, en su sentido estricto, pero es también interestatal, y su solución afortunada entraña, sino la única vía, sin disputa la más segura para una conducta exterior del Reino [...]. La base en esta cuestión es económica, la necesidad de expansión consiguiente al desarrollo industrial y agrícola del país y de defensa ante las rudas concurrencias en vislumbre; la cúspide es ideal, las aspiraciones nobilísimas de la cultura ibérica»69. Respondiendo a ideales privatizados que ya recordamos, la Casa de América «constituye un grupo mixto, lonja de iniciativas e informaciones útiles, en cuyo seno la colaboración de los Estados, de las colectividades e individual podrá ejercerse libremente». En ese sentido, y a diez años vista del apogeo regeneracionista, la Casa quiere dar realidad a «una de las aspiraciones fundamentales que pueden arrancar el pesimismo del alma española, crear una técnica para las relaciones económicas con América y las demás cuestiones congruentes con ellas, proclamadas necesidad social del país desde 1900, en el alerta de la Liga Nacional de Productores»70. Necesidad que no excluye, al parecer, la mano tendida a los harineros castellanos que exportan a las Antillas... Unos años antes, en los días 16 al 19 de abril de 1911, la Casa patrocinó una Asamblea Española de Sociedades y Corporaciones Americanistas que nos permite contemplar el auge de estos fervores71.

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La Casa de América. Orientación, estructura, organización, Barcelona, 1919. Exposición que el Consejo de Gobierno de la Casa de América eleva al Gobierno de S. M. sobre su organización de servicios y la necesidad de una cooperación activa del Estado, Barcelona, 1915, p. 50. 70 Ibíd., pp. 54-55. 71 Memoria de la Asamblea de Sociedades y Corporaciones americanistas, Barcelona, 1912. 69

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La lista de adherentes personales incluye políticos como Dato, Maura, Moret, Romanones, Amós Salvador e incluso el presidente mexicano Porfirio Díaz; intelectuales y escritores como Pérez Galdós, Altamira, Morote, Azcárate, Aniceto Sela, Baldomero Argente y aun Amado Nervo y Rubén Darío, a la sazón en España por razones diplomáticas. Las asociaciones representadas son, además de muchas Sociedades Económicas de Amigos del País y Cámaras de Comercio, la Unión Iberoamericana, el madrileño Centro de Cultura Hispanoamericana, la Agrupación Americanista Valentina, la Sociedad Americanista Malacitana, la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias y Letras de Cádiz, etc. La idea originaria del Congreso era, precisamente, intentar una federación de sociedades con la explícita imagen de la que Labra había propuesto a las sociedades de emigrantes. La Asamblea trató todos los temas del americanismo: desarrollo de la «intimidad iberoamericana» (homenaje al término acuñado por Labra, quien fue presidente de honor de la reunión); estudios sobre emigración y preparación del emigrante; reforma de las prácticas y reglamentos marítimos españoles; unificación postal hispanoamericana; aumento de las importaciones de materias primas americanas; incrementos de los estudios sobre el nuevo continente. Las conclusiones fueron las esperables: se acordó el principio de federar las sociedades americanistas; se propuso la creación de centros de formación profesional para el emigrante y la aceleración de las obras del ferrocarril Zamora-OrenseVigo como salida natural de las emigraciones castellanas; se apremió la aprobación de nuevos convenios postales, etc. Hasta 1920, por lo menos, las actividades de la Casa de América tuvieron amplia repercusión: por ejemplo, en las ponencias presentadas al importante II Congreso de Economía Nacional, celebrado en Barcelona en 1917. Auspició también nuevos viajes de propaganda a América como el llevado a cabo por su director general, Vehils, en 1912-1913: «La Casa de América —diría el viajero en su discurso de despedida—, que mirando atrás ha podido percatarse de la evolución sufrida por el americanismo español, pasando del romanticismo a la especulación doctrinal, aspira a ser la Covadonga de la nueva orientación»72. *** 72 Los fundamentos de americanismo y la misión oficial de la Casa de América de Barcelona, Barcelona, 1913, p. 16.

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Pese al calor de tales convicciones, el americanismo posterior —patrocinado ampliamente por la Dictadura primorriverista—, siguió, como Vehils decía «a los acordes de una fanfarria que a mí, ahora y de lejos, aun cuando la respeto, me recuerda la Marcha de Cádiz». Los ideales de Hispanidad, acuñados por Zacarías de Vizcarra y Ramiro de Maeztu sobre modelos del integralismo lusitano, vinieron a incorporarse a una tradición americana que adoptaron los reflujos autoritarios de los años veinte: en Perú, Colombia y entre los católicos mexicanos, muy particularmente. En los años cuarenta, la espesa trama de hispanismo reaccionario estaba perfectamente organizado y aun potenciado por la propaganda bélica alemana y por las actividades del Instituto de Cultura Hispánica franquista. Al margen, prevalecía la «otra» tradición hispanoamericanista: la fraternidad de los escritores e intelectuales de izquierda que, tras algún mal entendimiento en los años veinte, habían estrechado sus relaciones con la guerra y derrota de la república española y, después, con el exilio. La guerra civil de España había traído a su Congreso de Cultura a escritores de la talla de Pablo Neruda, Octavio Paz, Raúl González Tuñón, César Vallejo, Vicente Huidobro, Nicolás Guillén, unos desde París, otros desde la misma España en armas; el obligado exilio llevó a América a muchos intelectuales peninsulares que en los años treinta habían comenzado a ver en el continente los problemas de la revolución y el subdesarrollo más que las alharacas de la «intimidad iberoamericana».

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LA DECADENCIA DEL NOVENTAYOCHO Llevamos ya bastantes años intentando salir del círculo vicioso al que nos ha conducido el dilema modernismo-generación del 98 en su estéril pugna por definir y explicar una renovación literaria cuyas fechas no registran siquiera un mínimo acuerdo. Y todavía diré más: si ha habido dos empresas significativas y frecuentadas en la historiografía literaria de los últimos veinte años, éstas han sido la nueva delimitación y la lectura de los libros de pícaros y, en lo que nos concierne, el empeño de concebir como un todo (a expensas de los viejos términos de la aporía noventayochismo-modernismo) el inicio de la literatura contemporánea española. No han sido años ni empresa baldíos pues, con mayores o menores reservas, casi todos aceptamos ya una serie de principios de partida. De entrada, la inconveniencia de reducir a la fecha de 1898 (y a la frustración histórica por la pérdida del pequeño imperio colonial) lo que hubo de reconocer más amplios motivos. En segundo y derivado lugar, la necesidad de replantear los términos de la crisis social e ideológica que movilizó la renovación artística: términos como anarquismo literario, producción pequeño-burguesa, radicalismo... fueron los primeros síntomas de que análisis muy parciales y sustancialmente políticos ampliaban considerablemente, sin embargo, las líneas de un estudio futuro. A la par que, con más intuición que solidez, se apreciaba que el fenómeno español no parecía muy distinto que otros europeos y que, en cualquier caso, ni los veteranos marbetes indígenas ni las circunstancias que aquí se observaban podían (o debían) ser ajenos a cuanto ocurría allende los Pirineos. Por último, la nueva bibliografía sobre el modernismo latinoamericano (y, en menor medida, la dedicada al ámbito catalán) estimuló la necesidad de un cotejo, tanto más atractivo cuanto allí había prevalecido la denominación «modernismo/modernistas» sobre el enojoso binomio nuestro1. 1 Los intentos de ver unitariamente la renovación literaria finisecular son ya veteranos: Juan Ramón Jiménez sostuvo ya esa tesis que, en rigurosa continuidad con su pro-

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Que un nuevo término (el de «crisis de fin de siglo») se fuera abriendo camino reflejaba a la par perplejidad y cautela en los investigadores. Posiblemente no pasa de ser una fórmula de compromiso, pero ya revela la urgencia de dos necesidades: por un lado, la de dilatar las fechas de observación ante y post aquel quem que perseveraba contradictorio e inasible; por otro lado, la de valorar los síntomas más allá de quienes, siguiendo al Azorín de 1913, remontaban a Quevedo, Gracián o Larra la conformación de una suerte de vago ectoplasma noventayochesco de descontento. Sucedía, entre otras cosas, que había que leer mejor al bautista interesado de la asendereada generación y observar en qué medida su hallazgo suponía el recuerdo de una hermandad que, a quince años vista, daba ya por caducada, a la vez que su valoración del pasado cercano resultaba una idealizada autoidentificación presentada como prenda de alianza ante los nuevos escritores (los que con Ortega y Juan Ramón a la cabeza, le ofrendan el homenaje de Aranjuez en el otoño de ese mismo año). Como es bien sabido, a partir de tal precedente vino todo lo demás. E inevitablemente el regreso a hipótesis más simples y resueltamente enemigas de cualquier bipolaridad o «conflicto entre dos

pósito, han ilustrado después Ricardo Gullón y Lily Litvak en volúmenes muy conocidos y alguno de los cuales se citará más abajo, a la vez que desde supuestos muy personales —y bastante elementales— la defendía Rafael Ferreres. «La insuficiente caracterización crítica del Modernismo literario en España» se refleja muy bien en agudísimo prólogo de mi malogrado amigo Ignacio Prat a su Poesía modernista española (Madrid, 1978, páginas IX-LI), quien no pasa de apuntar la necesaria superación del binomio noventayocho-modernismo, algo más de lo que hacen meritorios trabajos recientes de F. López Estrada, J. M. Martínez Cachero o el libro de Giovanni Allegra, Il regno interiore. Premese e sembianti del modernismo in Spagna, Milán, 1982. Desde el libro capital de Eduard Valentí Fiol, El primer modernismo literario catalán y sus fundamentos ideológicos, Barcelona, 1973, los estudiosos del caso catalán prefieren usar una cronología específica de su ámbito y relacionar unas características que ya Valentí veía explícitamente distintas de las del resto de España. Así el libro de Joan Lluis Marfany, Aspectes del modernisme, Barcelona, 1975; Jordi Castellanos, Raimon Casellas i el modernisme, Barcelona, 1983, 2 vols., o Vicente Cacho Viu en su antología Els modernistes i el nacionalisme cultural, Barcelona, 1984, pp. V-XLII. El problema de la relación entre los dos modernismos se plantea en la útil y sensata síntesis «El modernisme literari a Catalunya» de Joaquim Marco, en El modernisme literari i d’altres assaigs, Barcelona, 1983, pp. 11-74, pero sin ir más lejos. Hay, por supuesto, diferencias de ámbito social y significado político, amén de un desajuste cronológico básico, pero también hay interinfluencias y similitudes que no agotan las meras menciones de cortesía a la trayectoria vecina.

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espíritus». En esto andamos, aunque todavía con cierta dificultad, para responder cabalmente a dos preguntas más sustanciales que las anteriores: determinar con rigor la dimensión estética de la nueva literatura por una parte; por la otra, fijar las expectativas, las rebatiñas y, a la larga, la alianza sellada entre aquella y su público potencial, que nunca reconoció la distinción de modernistas y noventayochos y poco se le alcanzó de la que podía diferenciar a bohemios de intelectuales incluso. Y no es fácil, por cierto, apreciar qué modo de novela, de poemas, de crónica o evocación, refleja esa nueva sensibilidad que reconocemos también en el uso de unos colores (el azul para la infinitud, lo amarillo para las estridencias), en el aprecio por ciertos ritmos o en el entusiasmo por ciertos objetos. Las denominaciones posibles —y de ámbito internacional— se entremezclan: An entire book —escriben los compiladores de un volumen que pretende recoger la presencia del simbolismo y del decadentismo en las letras finiseculares hispánicas— could be written solely to gather and sift trougth the varied, conflicting and overlapping meanings attached to such major labels as «naturalist», «impressionist», «pre-Raphaelite», «Parnassian», «Symbolist», «decadent», «modernista», «generation of 1898», and «expressionist», as well as to many less precise or minor ones: «mystic», «aesthete» or «aestheticist», «idealist», «hermeticist», «saudosista», «romaniste», «instrumentiste», «byzantine» 2.

Repárese que no es solamente un problema de variedad sino de conflicto y solapamiento (como ya señalan Grass y Risley): poco hay en común y casi lo hay de contradictorio entre la unción prerrafaelita y el hieratismo bizantino que, sin embargo, son dos horizontes posibles de la estética finisecular; nada hay más disímil que el naturalismo y el «idealismo» o la «mística» y todos recordaremos en Camino de perfección de Baroja la precisa fundamentación naturalista de una «pasión mística» (como reza el subtítulo de la primera edición del relato); nada más antagónico que calificar de impresionista y expresionista una misma cosa y, sin embargo, el arte de Valle-Inclán transitó con total coherencia por los dos ámbitos.

2 Roland Grass y William R. Risley, «Introduction», en Waiting for Pegasus. Studies on the Presence of Symbolism and Decadence in Hispanic Letters, Macomb, 1979, p. 10.

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Y si es difícil la delimitación de formas, aún puede serlo más la apreciación de los objetivos que parecen ajustarse a esa renovación, si cabe partir del supuesto de que hubiera alguno de índole general. Lo apuntaba, con sencillez no exenta de profundidad, Nöel Salomon al observar que «el modernismo venezolano une lo racional y lo cosmopolita, con él aparece la nota criolla», mientras que «en Puerto Rico el fenómeno es más tardío, cristaliza formas de resistencia cultural frente a la dominación norteamericana»3, por otra parte, a la vez que percibe el progresismo implícito en el cosmopolitismo de Darío en su etapa chilena —la de Azul...—, prefiere reservar el calificativo más positivo de internacionalista al peculiar cosmopolitismo de Martí y Mariátegui. Pero, ¿qué términos hubiera aplicado el hispanista francés si hubiera considerado las crónicas de Julián del Casal en La Habana Elegante, el hispanismo interesado de los Cantos de vida y esperanza de Darío, o si hubiera contrastado los oropeles de Chocano con el nativismo que ya apunta en Valdelomar y se desarrolla plenamente en López Velarde o en el primer Vallejo? Y en el caso español, ¿acaso no es el modernista «cosmopolita» Valle-Inclán quien disfraza Galicia de un atuendo prerrafaelita y el «nacionalista» Baroja quien llena de sombras maeterlinckianas la Vasconia de La casa de Alzgorri y de un vago shakespereanismo —pasado por el simbolismo— el ámbito de El mayorazgo de Labraz? Nacionalismo y cosmopolitismo, insurrección y resignación, modestia localista y ambición sideral, se entrecruzan también como lo hacían los términos definitorios arriba evocados. La dilatación de fechas ha sido una premisa necesaria pero por sí misma tampoco ha venido a ser resolutiva. Su necesidad ha tenido como causa eficiente el reconocimiento de más ingredientes —y más dispares— en el panorama literario y se ha plasmado en aquella corriente crítica que, en palabras de Ned Davison, postulaba una «epocal view» del modernismo frente a consideraciones más restrictivas4. Con no poca razón, un trabajo reciente de Joan-Lluis Marfany ha fustigado las contradicciones y la pereza mental inherentes a esa vaga consideración que,

3 «América Latina y el cosmopolitismo en algunos cuentos de Azul», Actas del Simposio Internacional de Estudios Hispánicos, ed. Mátyás Horányi, Budapest, 1978, p. 36 n. 4 El concepto de modernismo en la crítica hispánica, Buenos Aires, 1971, pp. 8598, donde el autor precisa: «La interpretación epocal presenta tantos problemas que tal vez no es adecuada para los propósitos de la crítica» (página 97).

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entre nosotros, tuvo como primer y destacado valedor a Federico de Onís5. Pero esto no obstante, la fecha a quo propuesta por el erudito (la de 1885) ha demostrado singular persistencia, por más que se atienda menos al vago término de conclusión que Onís fijaba en «nuestros días» (los de 1932, que son los de la redacción de su trabajo). En un libro de 1983, Miguel Enguídanos se hace acreedor destacado de las descalificaciones de Marfany pues aún incrementa el lapso temporal que, a su entender, correría entre la muerte de Bécquer (1870) y 1930 (en las inmediaciones de obras como Viva mi dueño, Poeta en Nueva York y La rebelión de las masas). En este caso, el nexo de tan larguísimo «fin de siglo» y tan insólito ciclo modernista vendría a ser la discutible ecuación «modernismo era sencillamente innovacionismo» que, amén de su chocante troquelación léxica, apenas justifica el disculpable propósito de amparar a un mismo volumen ensayos sobre Galdós, Rubén y Ortega6. Con mayor fundamento operan los que, sin las cautelas de otros, acogen el caso hispánico a la amplia plaza que les brinda la más reciente conceptualización del simbolismo. Y así, en el volumen correspondiente de la inconclusa A Comparative History of Literature in European Languages, los colaboradores de temas hispánicos acogen como propia la tercera acepción sentada por la autoridad de Rene Wellek (quien distingue cuatro círculos concéntricos en el ámbito simbolista: «The cote5 «Algunas consideraciones sobre el modernismo hispanoamericano», Cuadernos Hispanoamericanos, 382, 1982, pp. 82-124. Las hipótesis de Marfany («el modernismo sería, a la vez, producto de cierto desarrollo socioeconómico y del sentimiento de las limitaciones y la insuficiencia de ese mismo desarrollo», p. 96; «hay que relacionar el modernismo con la emergencia de una pequeña burguesía ciudadana y con la expansión misma de las aglomeraciones urbanas», p. 102) no son, sin embargo, incompatibles con la zaherida «epocal view» y, en el segundo párrafo apuntado, corrigen con tino los presupuestos circulantes en la crítica marxista latinoamericana. 6 Fin de siglo. Estudios literarios sobre el período 1870-1930 en España, Madrid, 1983, p. 3. Pese a la homonimia de los títulos, el libro tiene poco que ver con la sagaz dilucidación de Hans Hinterhäuser, Fin de siglo. Figuras y mitos, Madrid, 1980, uno de cuyos capítulos, «Ciudades muertas», al repasar el prestigio finisecular de Brujas, Venecia y Toledo, proporciona una explicación que coincide con las postuladas por la nueva crítica hispánica: esa proclividad se podría ver como un «desahogo [...] del odio impotente de los artistas de fin de siglo hacia una nueva era que escapaba a su dominio. Destruían unas ciudades que se habían vuelto incomprensibles y hostiles, al mismo tiempo que creaban pálidas contrafiguras de decadencia en las que pudiesen sublimar su marginación social —¡yo, únicamente yo, soy el hombre!— y desempeñar con resentimiento el papel de amos» (p. 64).

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rie in París in the eighteen-eigthies and -nineties; the French movement from Baudelaire to Valéry; the international movements that spans the continents and included all or almost literatures between 1880 and 1920; and the symbolism of all ages and places»7) y comparten de cierto la prolongación de lo simbolista que Anna Balakian postula hasta la serie poética que forman Valéry, Yeats, Ugo Betti, Rilke, Wallace Stevens... y Juan Ramón y Lorca. De hecho, el libro mencionado recoge un trabajo de Gicovate sobre Juan Ramón Jiménez y otro de Andrew Debicki sobre Jorge Guillén. Pero es evidente que simbolismo es algo menos que modernismo y también algo más... Por lo menos, lo es que cuando en el caso español se menciona tal denominación lo hacemos para abarcar una gavilla de elementos que incluyen unas prácticas estéticas pero también unos objetivos ideológicos, unas pautas temáticas pero también su propia discusión, rechazos y adecuaciones a una determinada sociedad literaria y a un público potencial, cosas todas que tampoco son ajenas al caso internacional pero que, en el nuestro, se muestran más urgentes y también más precisas. La perduración del término modernismo para abarcar tantos propósitos obedece seguramente a lo bien que se acomoda su laxitud conceptual al informe montón de elementos que con él se quieren definir y que términos artísticamente más precisos dejarían irremediablemente al margen.

SIMBOLISMO, MODERNIZACIÓN, MODERNISMO No parece, sin embargo, que debamos excluir al simbolismo de una futura definición del modernismo que se atenga a la dimensión estética del movimiento. Antes al contrario, su lección iluminará decisivamente cualquier pesquisa en este campo, porque si algo trajo la epifanía simbolista en las artes, o si alguna lección dejó ésta, fue la tensa experiencia de llegar a los límites de la expresividad, de ser en sí mismo una ardorosa tentativa de trascenderlos y una acongojada reflexión sobre la imposibilidad de llevarla a la práctica. Un modo de hacer novelas que rompiera con las convenciones inherentes a la herencia naturalista, a la

7 «What is Symbolism?», en The Symbolist Movement in the Literatures of European Languages, ed. Anna Balakian, Budapest, 1982 (A Comparative History of Literature in European Languages), p. 28.

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vez que una teorización del relato que se apoyara en aquella; un intento de escribir poemas que rivalizaran con las formas musicales y de formas musicales que no lo fueran, o que se convertían en vagos asedios a la inorganicidad de la música; una idea de la pintura que pudiera ser permutada por poesía y la plasmación de una arquitectura que se confundiera adrede con la decoración; la posibilidad de una versificación confiada a su expansión semántica (el verso libre que defendieron Gustave Kahn y René Ghil) y, a la vez, la añoranza de un ritmo que suena en los herederos de Carducci, de Unamuno, de José Asunción Silva o de Martí. Todo lo cual es simbolismo, en un sentido ampliado pero que el término acoge sin violencia, pero, a la vez, lleva camino de ser otra cosa: una experiencia global, una «epocal view» (mal que nos pese), aunque necesitada de las precisiones que solamente puede otorgarle una inquisición de motivos; una indagación, en suma, de los correlatos (si se quiere evitar la palabra «causas») que sustentaron por unos cuantos decenios esa operación artística. Ahí es donde puede entrar en liza la segunda pregunta que formulaba páginas atrás. Si la primera cuestión —establecer un censo cabal de la dimensión estética de la nueva literatura— no tiene, a lo que se me alcanza, respuesta unívoca y suficiente, ¿la tendrá el remitir la explicación última a un problema que, en términos de rezeptionsästhetik, podría formularse como reconstrucción de un horizonte de expectación en el público finisecular y paralela propuesta de una distancia estética común a la creación artística de 1900? Pero tampoco parece fácil que sea hacedero remitir la explicación toda al exclusivo supuesto de una formación social nueva en nombre de la cual se ofician nuevas funciones y nuevos ritos del arte. En un reciente volumen, valioso como suyo aunque algo atropellado (y, sobre todo, tocado del achaque tan hispánico de repartir estopa sobre presuntos secuestradores de la verdad absoluta), Rafael Gutiérrez Girardot ha intentado reformular hipótesis explicativas desde los dos supuestos: la inquisición intra-artística —donde la secularización del oficio del artista y su rebeldía contra el orden burgués se convierten en tesis básica— y la apreciación extra-artística, donde ese mismo «orden burgués» proporcionaría resonador y mercado, a la par que marginación y temática, a las nuevas formas8. Algo, en resumidas cuentas, muy cer-

8 Modernismo, Barcelona, 1983. La cronología final, que mezcla datos hispánicos y universales, abarca de 1835 (Lecciones sobre estética de Hegel) a 1910 (fecha del so-

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tero y que, como el propio autor subraya, retoma la sagaz adivinación de Pedro Henríquez Ureña9. Pero que, a la par, coincide con las propuestas de la nueva bibliografía hispanoamericana sobre el tema y, en gran medida, con alguna de las más fecundas adelantadas por la catalana. Y es que tanto uno como otro parecen pintiparados para formular una teoría de esta índole. El catalán porque la suma de la tensión política nacionalista, deseosa de replantear los términos del regionalismo propio de los Juegos Florales, y la plasmación de una sociedad sobre bases industriales en franca prosperidad desde fin de siglo pueden explicar satisfactoriamente casi todo: la búsqueda de un modelo internacional y, por ende, no español; la configuración de una idea de la literatura y del arte como trascendencia suprema, respuesta a las consecuencias de la división del trabajo o al generalizado pragmatismo social; la comparecencia, en ese mismo ámbito creador, de una misión romántica de armonización social y aun de utopía, formulada como radicalismo político del bohemio o como agresión moral del snob, del débauché o del dandy; la presencia trágica de lo rural como consecuencia de un orden que privilegia a lo urbano... Más complicado es el caso latinoamericano, aunque tampoco falten —y antes bien proliferen, tras la revolución cubana— intentos de explicación del modernismo en función y, valga la redundancia, del proceso de modernización —incompleto, desigual, falsificado— de la sociedad americana desde 1880. Aquí el problema apenas camufla otro que, muy neto de Enrique González Martínez «Tuércele el cuello al cisne»), lo que propone un lapso temporal muy dispar de los hasta aquí considerados. 9 Henríquez Ureña vio el modernismo como consecuencia de un período de prosperidad económica y, por ende, de una «división del trabajo» por la que «los hombres de letras se convirtieron en periodistas o en maestros, cuando no en ambas cosas» (Las corrientes literarias en la América Hispánica, México, 19693 —la primera ed., en inglés, de 1945—, p. 165). Distingue dos períodos: uno de formación que va de 1882 a 1896; uno, bajo la égida de Darío, que llega hasta 1920 que ya abarca todos los países, aunque tuvo su centro de difusión «al sur, entre Buenos Aires y Montevideo» (p. 172). Un historiador de hoy añadiría que arraigó en aquellos países que mostraron mayor madurez en el proceso político de construcción de opciones partidistas para la nueva clase media urbana (el batllismo uruguayo, la Unión Cívica Radical argentina...) y que el proceso modernista se fundió con otros horizontes estéticos cuando también se hizo más complejo el ciclo histórico iniciado en 1900 (la Reforma Universitaria de 1919, la constitucionalización de la revolución mexicana, los intentos chilenos y argentinos de una economía estatal, la expansión cauchera, etc.).

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a menudo, vicia el planteo y los resultados mismos: otorgar, en resumidas cuentas, al modernismo la calificación de movimiento progresista o, al contrario, la descalificación de falsamente avanzado o francamente reaccionario. Que tal cosa no es cuestión baladí lo demuestra el ingenio, la documentación y la pugnacidad con que se ha acudido al envite: más allá de lo que Henríquez Ureña adivinó a la perfección (que el modernismo reemplazó como ideología al panzudo positivismo de las construcciones nacionales; que supuso la primera conciencia unitaria de América; que su despligue fue consustancial al de la red urbana del subcontinente; que tuvo estrecha vinculación con la oleada inmigratoria europea y la apertura internacional de los mercados), rondaban matizaciones de más peso. Términos como «dependencia» o «clientelazgo» referidos a la oligarquía local, primer público modernista, obligan, por ejemplo, a Alejandro Losada a exponer, no sin razón, la inviabilidad de cualquier formulación artística de progreso si no se alteraban los puntos de partida: tal «clientelazgo» (valga el de Darío en Santiago de Chile o el más impersonal que le ofrecieron los lectores porteños de La Nación), genera «una cultura moderna, de tipo aproblemático, efectista y espectacular, que llama la atención del público sin cuestionar el sistema». Pero si, por alguna razón, el escritor quiere hacer suya una afirmación de independencia «se trata de producir actitudes radicales, críticas, contestatarias, utilizando la prédica emotiva más cercana a la retórica que al análisis racional». Y aún hay más: pues si «este estrato» (el artista «puro») se encuentra cooptado, o sea, incorporado a la élite dirigente, «se dará una cultura reprimida, interiorizada, referida a la vida privada, con tendencia al aristocraticismo purista y espiritualista»10. Lo que viene a decir, al fin y a la postre, o que se es Rubén Darío («efectista y espectacular») en tanto se es cliente, o se es el vacilante Leopoldo Lugones, transitando sin rumbo del anarquismo de relumbrón al nacionalismo de La guerra gaucha, o se toma el destino de Julio Herrera y Reissig o de José María Eguren, cuando ser escritor está más o menos aceptado por la clase dominante. La postura es sustancialmente la misma que ha sustentado Françoise Pérus, aunque rebajando lo apocalíptico de las conclusiones de Losada (que, por lo demás, éste hace extensivas a un proceso iniciado en 1780

10 «Estructura social y producción cultural en América Latina. Las literaturas dependientes», Actas del Simposio Internacional de Estudios Hispánicos, ed. cit., p. 107.

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con la emancipación)11. El modernismo, se concede ahora, sería el terreno de lucha de un ajuste y alianza entre la boyante oligarquía de final de siglo y los nuevos intelectuales que, por lo pronto, ya no son los patricios ligados orgánicamente a la oligarquía (como ilustra muy bien el caso del porfiriato mexicano o incluso los dengues snobs de la generación argentina de 1880). Los «nuevos» buscan, antes bien, un lugar de precaria independencia para el escritor y una temática que secularice la apelación a lo ideal a la par que niegue el rahez pragmatismo de la vida social. No deja de ser llamativo que tales intepretaciones proliferen en momentos que parecían reproducir idénticos contextos históricos: cuando la Alianza por el Progreso recuerda tan sospechosamente la Conferencia Panamericana de 1885 en Río de Janeiro, cuando triunfa una nueva literatura que auna la inspiración nacional y la cotización extranjera, cuando un alborear de situaciones «democráticas» da constancia del auge de una nueva burguesía... No había de faltar ni la desconfianza por el abandono de la sustancia nacional ante el buen éxito del negocio; y así, el excelente historiador argentino Noé Jitrik formuló la especie por la que el modernismo había sido una suerte de «burguesía literaria» —más hipotética que real— que concibió su producción como una analogía de la producción capitalista de la era industrial: a partir del convencionalismo de sus referentes artísticos y del abuso de códigos similares a los utilizados por la producción maquinista12.

LOS NUEVOS PÚBLICOS Algo de muy certero hay en todo esto, por más que sospecho que los exegetas olvidan con demasiada facilidad a una porción de emigrantes socialistas genoveses, anarquistas gallegos, federalistas catalanes, que componen algo más que un friso que en el Ariel de Rodó amenaza con desnaturalizar el sueño americano de hermosura frente al Calibán septentrional. Ellos también fueron público de periódicos radicales, padres de los estudiantes que hicieron la Reforma Universitaria, lectores de Manuel Ugarte y José Ingenieros, asiduos del Círculo peruano de 11

Literatura y sociedad en la América Latina. El modernismo, La Habana, 1976. Las contradicciones del modernismo. Productividad poética y situación sociológica, México, 1978; algunas observaciones discrepantes en Aníbal González, La crónica modernista hispanoamericana, Madrid, 1983, pp. 28-29. 12

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Manuel González Prada, etc. Pues algo evidente es la superposición cronológica de la difusión del modernismo y la expansión del radicalismo laicista y aun socialdemócrata al calor de la proliferación de las clases medias. Y no es simplificación aventurar que el lenguaje espiritual de esa postura —su necesidad de pureza, su vitalismo, su juvenilismo, su apelación a los sentimientos...— fue, en gran medida, el que fraguó el modernismo. Aunque también lo usaran, como un atuendo a la moda, los señoritos de La Habana, Bogotá y Buenos Aires. A esto también apuntábamos al decir que el enunciado «modernismo» representa, en el caso español, más que lo que abarca una modalidad artística: en lo que ahora nos concierne, significa también nuevos lectores, posibilidades abiertas de lectura en una sociedad más dilatada y más compleja, cosa que entraña una nueva alianza de autores y audiencia sellada sobre intereses y prejuicios, rechazos y entusiasmos que cabe suponer comunes. Y algunas cosas más, aparte de esta elemental suposición de complicidad: por una parte, una modulación nueva en la conciencia profesional del escritor o una distinta concepción de su oficio; por otra, la presencia de nuevos vehículos de reproducción y difusión adecuados al incremento —pero también a las características— de los nuevos lectores. Resulta bastante obvio comprobar que todos esos ingredientes comparecen en la ancha cronología que se ha acotado: tiempo en el que la configuración de la bohemia o la comparecencia de la actitud intelectual denotan concepciones nuevas de la actividad artística; donde la conformación de un bullente proletariado de la pluma —en el ejercicio periodístico o en el suministro del teatro plebeyo— habla con elocuencia del estableciminto de un obligado noviciado del que saldrán, claro, los brillantes plumíferos del futuro o los pintores de grandes salones, y donde, en último, pero quizá más importante lugar, también se modifican las prácticas de difusión y mercantilización de la producción. Cierto es que, como ha resaltado a menudo la nueva pasión hemerográfica, la prensa de opinión (impresa en rotativas, sufragada por anuncios breves, llevada a la calle por las voces de los canillitas argentinos o los mozos españoles de la calle Sevilla, de Madrid) parece llevarse la parte del león, junto a las revistas de polémica o los lujosos magazines ilustrados. Pero no menos significativa es la progresiva diferenciación de las funciones de impresores, libreros y editores, y la definitiva confirmación profesional de los últimos: el español Gregorio Pueyo —aquel Zaratustra retratado inolvidablemente por el Valle-Inclán de Luces de bohemia— fue ejemplo notable de cómo un librero pasaba a ser editor. Y, por mucho que sus coetáneos se hicieran

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lenguas de su incultura y su avaricia, fue el primero en presentar aquel inencontrable catálogo de libros modernistas de 1907 que testimonia, entre otras cosas útiles, la conversión de un problema literario en algo más fácil de entender: un negocio cultural que, tres años después, la Biblioteca Renacimiento hacía cumplidamente lucrativo. Todos los datos que nos proporciona la historiografía entre 1890 y 1910 conducen, en efecto, a afirmar la existencia —cuando menos potencial— de un público nuevo en España. Repasemos algunos de ellos: 1. Sea el primero la importancia de lo urbano, tan destacada por los estudiosos americanos. No nos resulta ajeno al fenómeno, aunque quepa redargüir con las reiteradas acusaciones que se formulan contra Madrid —medio millón de habitantes aproximadamente— como espacio ciudadano insatisfactorio, proyecto a medio hacer donde ofende la pobreza de sus suburbios y el aire rural de sus desmontes, por más que convenga recordar que la fascinación positiva por la megalópolis es solamente un tema «modernista», y quizá cuantitativamente menos importante que la denuncia de la miseria urbana. Lo pertinente de la ciudad —a efectos de la nueva literatura— estriba en dos cosas: la consideración de su magnitud (que lleva aparejados los contrastes, los misterios, los dolorosos anonimatos de vidas y muertes) y la corroboración de ser un nuevo mercado del arte (con toda su arbitrariedad, crueldad y, a cambio, rendimiento incondicional cuando acompaña la suerte). Pero, al recordar la trascendencia de la urbe —tema y mercado—, conviene no olvidar que también la provincia es modernista: para lamentar la distancia de la gran ciudad, para considerar con tierna melancolía su decadencia, para oficiar en ella un cenáculo de alambicamientos y tristezas. Es, en fin, la existencia y la irradiación de la metrópoli la que crea la conciencia de provincia y la condición de provinciano. Y conviene no olvidar que, en España, el problema político de hostilidad a la Restauración y a su forma de vida, pasa precisamente por un orgullo provincial que afecta a los dos aspectos señalados: a una temática que será vigorosamente provinciana (Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Azorín, Tomás Morales...) y a una obligada y todavía incipiente consideración de los núcleos locales como fermento de difusión y afirmación del modernismo13.

13 Alguna cosa dije sobre este tema en mi trabajo «Casi un siglo de letras provincianas (1833-1920)», Las Nuevas Letras, 1, 1984, pp. 9-22. La importancia del tema de

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2. La vigorosa remoción de la conciencia de las clases medias que han de plasmar su frustración histórica en una tripleta de sentimientos muy conocida: el anticaciquismo, el anticlericalismo y, en un grado menor, el antimilitarismo (que, en cierto modo, es una aversión a la esclerosis burocrática, a la inanidad amenazante del Estado). Junto a esto, ocupa su lugar la sensación de irremediable distancia moral respecto a Europa. Conviene advertir en qué medida estas dimensiones del espíritu radical son metonimias de una insatisfacción más global que no halla formulación doctrinal precisa; por ese camino de retórica jeremiaca y de autocompasión enlazan directamente con formas artísticas que, a su vez, presentan una fragmentación estética de la realidad: la paleta y la temática menor del impresionismo; la crónica como género periodístico; la novela corta como tranche de vie sin más pretensión que su fugaz sinceridad. 3. La incorporación efectiva al censo potencial de lectores de dos ingredientes de la sociedad nacional que, con ciertas reservas, pueden considerarse un alta sustancialmente nueva: la clase media baja (masa de maniobra de los republicanismos urbanos de Barcelona y Valencia) y el proletariado «consciente», cuya organización política y sindical experimenta rápida cristalización en los años de referencia. Como se ha señalado en los dos apartados precedentes, es atractivamente simultánea su presencia como temática y su acción como estímulo renovador en la conciencia artística: vale decir, en el espléndido retablo barojiano de «La lucha por la vida» y en las premoniciones del primer Maeztu sobre el destino obligado de la joven producción intelectual, en la larga recepción del Juan José de Dicenta y en la inquisición libertaria que practica la primera La Revista Blanca con respecto al arte burgués (y, aunque pueda parecer contradictorio con lo dicho, en las prevenciones «sociales» al mismísimo modernismo tal como las formulan los seguidores de Max Nordau, los vitalistas ácratas que juran por ¿Qué es el arte? de León Tolstoi o los enemigos de la frivolidad parisiense que pueden representarse en Unamuno: nada más descabellado que esgrimir como «crítica antimodernista» la opinión —tan modernista a su pesar— de los citados y, a la vez, las descalificaciones sainetescas del Madrid Cómico y de don Emilio Ferrari). Madrid-capital en los escritores finiseculares lo apuntó ya Pedro Laín Entralgo en su monografía La generación del 98; más cumplido desarrollo en el capítulo «La visión de Madrid» de Lily Litvak, Transformación industrial y literatura en España 1895-1905, Madrid, 1980, pp. 75-106.

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COMPLICIDADES Y ESCÁNDALOS: LA ENCUESTA-CONCURSO DE GENTE VIEJA (1902) Como puede verse, tampoco la configuración de las expectativas de una audiencia potencial soporta definiciones unívocas del fenómeno. Ni, por supuesto, cabe confiarle la íntegra determinación del movimiento: este existe en la medida en que entrelaza la oportunidad de un público favorable, la posibilidad de unos medios de difusión idóneos, la configuración de una conciencia de autoría y, lógicamente, algo que leer, difundir y escribir. ¿Una «epocal view» solamente? Diría que no, en tanto los párrafos precedentes han intentado conferir alguna precisión al término: nada, empero, que se empeñara, ni de lejos, en imponer a la fluida realidad un rimero de «características». Nadie lo vio así, ni los enemigos, que reiteradamente —y como se verá— le achacaban la confusión como primero de sus deméritos; ni quienes, autores o lectores, reconocieron el vago término de modernismo como marbete mejor de lo que reconocían como propio; ni los escritores más acreditados. Durtal, el protagonista de Là-bas (1891) de J. K. Huysmans, quiere escribir una novela: es —y la observación tiene importancia— una «novela en la novela», porque lo nuevo es inevitablemente «Arte sobre Arte», arte de segundo grado, mise en abîme. Ha descubierto la fascinación de un tema —la historia de Gilles du Retz, mariscal de Francia, compañero de Juana de Arco y depravado asesino sexual— pero, fundamentalmente, sabe lo que no quiere hacer. El naturalismo —comenta su compañero Des Hermies—, «parece nacido de una cópula de Lisa, la salchichera de Le ventre de París, con el boticario Homais», porque, como apostilla Durtal, solamente quedan ya dos bandos en las letras francesas: el bando liberal que pone el naturalismo al alcance de todos los salones, escamondándolo de todo asunto audaz, de todo lenguaje nuevo, y el bando decadente, más absoluto, que desecha el marco, el ambiente, incluso los cuerpos, y, bajo pretexto de ahondar en las almas, divaga en la impenetrable jerga de los telegramas [...] y esos presuntos psicólogos que jamás exploraron un distrito desconocido del espíritu. Se limitaban a echar en los julepes de Feuillet las sales secas de Stendhal y eran como pastilla, por mitad saladas y por mitad dulces, de la literatura de Vichy14.

14 Cito por la traducción española de Germán Gómez de la Mata: Allá lejos, Valencia, 1918 (La Novela Literaria), pp. 51-52.

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El propósito no parece muy explícito, pero la intención es patente: lo que Durtal busca es una literatura de pasiones fuertes, de sinceridad cruda y vitalismo en carne viva. Y por eso ha descubierto un nuevo naturalismo (y diríase también que un nuevo espiritualismo) en un primitivo cuando le impresionó profundamente la «Crucifixión» de Grünewald en el museo de Kassel y vio en aquel Cristo de los pobres, abandonado y escarnecido, la «divina abyección». Allí fue donde la historia de Gilles se le reveló también en toda su terrible mescolanza de criminalidad absoluta y absoluto arrepentimiento: inocencia y corrupción, espontaneidad y alambicamiento en estado de pureza, que la novela Là-bas quiere contrastar implícitamente con la realidad grandilocuente y ruín del satanismo en el París de fin de siglo. Y que no pasa de ser un simulacro de horror significativamente vivido por el protagonista a la vez que las voluntades políticas de la ciudad son conquistadas por la prédica reaccionaria y nacionalista del general Boulanger. ¿Cómo no iban a entusiasmarse los lectores españoles de aquella novela, si su Boulanger era la triste realidad política del turno de partidos, si tenían su Feuillet en cualquier narrador naturalista más o menos edulcorado —pongamos con reservas a Jacinto Octavio Picón—, su Paul Bourget en el ceño intelectual de Clarín? Todo movimiento necesita para autorreconocerse un enemigo —que proveerá abundantemente la evocación del público filisteo y del crítico conformista y panzudo—, un motivo de aborrecimiento —el empacho de retórica, el exceso de hipocresía— y un signo biológico de identidad —lo joven contra lo viejo—. Lo demás será confusión más bien deliberada, en la que, sorprendentemente, coincidirán sus propios enemigos. Por esto, cabe pensar que los incipientes modernistas españoles de 1900 debieron sentirse sumamente halagados por algunas sátiras de Madrid Cómico y casi fotografiados cuando leyeron el resultado del famoso concurso que Gente Vieja convocó en enero de 1902 para responder a la pregunta «¿Qué es el modernismo y qué significa como escuela dentro del arte en general y de la literatura en particular?», cuyo jurado estuvo constituido por Manuel del Palacio, Benito Pérez Galdós y Jacinto Benavente. Ni el título de la revista ofrecía lugar a dudas sobre su significado, ni, a mayor abundamiento, lo presentaba el resto de su contenido, de tan ralo mérito por otra parte: a la vez que se publicaban los escritos remitidos al concurso, otros plumíferos llenaban una «información especial» que Gente Vieja había convocado bajo título tan edificante como «En presencia de las corrientes socialistas, ¿cuál es el deber de los gobiernos, de los publicistas, de la

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industria y el comercio, considerados legítimamente como clases directoras de la sociedad?». Y es que no faltaron los concursantes que pusieron en relación una y otra cosa, como fue el caso de Cecilio Benítez (trabajo en el núm. 72, 20 de diciembre de 1902) quien piensa que el modernismo es un condenable «deseo de libertad de espíritu» en el que coinciden «escépticos y místicos, individualistas encerrados en el culto de sí mismos y socialistas olvidados de su yo para confundirlo en la masa total humana». En rigor, a lo mismo apuntan los varios que, con notable sagacidad, ven en el movimiento un regreso a lo romántico, cuando todavía sonaban en los oídos los ecos malditos de Espronceda: así, para Manuel Cidrón (núm. 70, 30 de noviembre de 1902) el modernismo es «un romanticismo adulterado, ecléctico a su manera» (aunque, sin equivocarse demasiado, lo vea en otros momentos de su trabajo como «impresionista y efectista», «parnasiano»... y «vastago de la escuela naturalista»), mientras que para Bernardino Martínez Mínguez (núm. 49, 20 de abril de 1902) «es, en lo religioso, una negación práctica de Dios; una negación del valor de las leyes; una negación de la autoridad; una negación de lo honesto; una negación de la virtud; una negación de la hermosura y belleza y, por ende, una negación de las Bellas Artes», cuando no sucede —como en el escrito de José Buxadé (núm. 59, 30 de julio de 1902)— que su origen está en la neurosis, el histerismo y el afán desapoderado de dinero que asaltó un día a los contertulios barceloneses de «Els Quatre Gats», germen del veneno hispánico modernista. Mucho menor interés tienen quienes se defienden de la insurrección achacándola a afán de originalidad, retoricismo que oculta la vacuidad de las ideas, etc. Aciertan más los apocalípticos que, como se ha visto, asocian el nuevo arte a los términos de una conjura universal, a la resurrección de viejos radicalismos o a la explosiva confusión de ideas de nuestro tiempo. Porque los contadísimos defensores de lo nuevo también intentan demostrar que su movimiento es rebeldía generalizada contra los moldes caducos y obligada mescolanza de fórmulas y vagos deseos de libertad. Y es que para Gonzalo Guasp (núm. 56, 30 de junio de 1902) los anatematizadores hablan de lo que no conocen. Pero, a la vista de su exposición, puede que los hodiernos dictaminadores de las esencias modernistas (y, más aún, los sustentadores del dilema modernismo-noventayochismo) subrayaran que también el exegeta ignora los verdaderos límites del movimiento, pues para Guasp, más que la poesía (donde «sólo los nombres de escritores simbolistas [tienen] dotes sufi-

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cientes para ostentar ese título: Francisco Villaespesa, cuya escritura, nos parece, ha pasado por el tamiz de Rubén Darío, y Manuel Machado, escritor cultísimo que en su último libro, Alma, [...] nos recuerda el de Paul Fort») es el teatro el lugar de la transformación: «¿Cuándo podremos conocer en España toda la extensión de la admirable obra de Ibsen? ¿No son Brand, Peer Gynt y Solness, creaciones universalmente sancionadas?», cuya repercusión cree, sin embargo, advertir en Galdós y Echegaray, aunque la definitiva victoria sólo podrá llegar con «un Teatro Libre español que, a semejanza del de Antoine en París, nos emancipe del tartufismo, del lirismo anticuado y de las bufonadas repugnantes». Porque, entre tanto, «la tendencia que impera es la impresionista» que percibe en la «obsesión por la palabra y la imagen» de una nómina que alguien tildaría de heterogénea: Benavente, Baroja, ValleInclán, Manuel Bueno, Alejandro Sawa... No es tan abiertamente favorable a las novedades José Deleito y Piñuela, quien escribe en el número 50, 30 de abril de 1902. En su opinión, el modernismo es el fruto de la decadencia del espíritu contemporáneo, aunque también lo es del idealismo juvenil; cosas que, en todo caso, se resuelven en la consabida —y certera— ringlera de opósitos: «Lo patético, lo infantil, lo altisonante, lo trivial, escepticismo y fe, ilusiones y desesperanzas, realidades y ensueños, atávicas reminiscencias y profecías, tedio y angustia, sentimentalismo y crueldad, ironía y candor», unificada, empero, por «el simbolismo, velado de discreta penumbra» y la «aspiración a descubrir el alma de las cosas haciendo vibrar al unísono con ella su alma propia, unidas ambas por misteriosa correlación». Apreciación tan afortunada, cuando menos, como las del trabajo que mereció el premio discernido por el jurado y que correspondió a unas cuartillas de Eduardo López Chávarri, muy citadas y reproducidas pero, sospecho, que tenidas menos en cuenta de lo que merecen15. El primer propósito del ganador y ferviente partidario de la novedad es quitar hierro a un asunto que han envenenado con sus dicterios los antimodernistas: no es el modernismo —apunta— «una reac-

15 Así, en Lily Litvak ed., El modernismo, Madrid, 1975, pp. 21-27, y Ricardo Gullón, El modernismo visto por los modernistas, Barcelona, 1981, pp. 91-98. López Chávarri (1875-1970), valenciano, era músico y ejercía la crítica en el diario Las Provincias. Con el tiempo, fue el autor de unas memorables Acuarelas valencianas (1925) y de un todavía estimable libro sobre Música popular española (1927), en la colección de Manuales de Editorial Labor.

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ción contra el naturalismo» sino un «renacimiento» o una añoranza a la «noción de arte» que ha brotado de un nuevo tipo de artista «influida por aquel vago malestar que produce el vivir tan aprisa y tan materialmente». Que achaque su nacimiento a las «doctrinas artísticas de Ruskin» y, aquí y allá, cite como sus representantes a destacados decoradores y artesanos modern-style, músicos como Grieg y Glazunov, dramaturgos como Chejov, indica su visión de un regreso general a la sensibilidad romántica y a una nostalgia por las condiciones de producción artística anteriores al «pleno industrialismo»: Nuestro espíritu encuéntrase agarrotado por un progreso que atendió al instinto antes que al sentimiento; adormecióse la imaginación y huyó la poesía; desaparecen las leyendas misteriosas profundamente humanas en su íntimo significado; el canto popular libre, impregnado de naturaleza, va enmudeciendo; en las ciudades, las casas de seis pisos impiden ver el centelleo de las estrellas, y los alambres del teléfono no dejan a la mirada perderse en la profundidad azul; el piano callejero mata a la música popular.

Pero lo que, así planteado, cabría ver como una reducción del modernismo a uno de sus componentes —lo prerrafaelita o nazareno, la lección artística de Arts and Crafts de Morris— es bastante más, según la concepción de Chávarri: Es una palpitación más del romanticismo [y es, sobre todo, la búsqueda de] la expresión: hacer de la obra de arte algo más que un producto de receta; hacer un trozo de vida; dar a la música un calor sentimental en vez de considerarla como arquitectura sonora; pintar el alma de las cosas para no reducirse al papel de un fotógrafo; hacer que la palabra sea la emoción íntima que pasa de una conciencia a otra. Se trata, pues, de la simplicidad, de llegar a la mayor emoción posible sólo con los medios indispensables para no desvirtuarla; en definitiva, se buscan los medios para el fin y no al contrario, o sea la fórmula de conseguir el efecto por el efecto (Gente Vieja, núm. 48, 10 de abril de 1902).

Lo que traducido a términos más concisos quiere decir simbolismo como punto de partida y, frente a la imputación de retorcimiento retórico y rebuscamiento temático que esgrimen los antimodernistas, demostrar que la verdadera sencillez está del lado modernista. Es fácil conjeturar que esta mano tendida de Chávarri debió ser desdeñada por los suscriptores —que no debieron ser muchos— de Gente

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Vieja. Pero su tono conciliador y persuasivo, su voluntad de proporcionar una explicación simple y lógica, su camuflar la innovación tras las especies del «renacimiento» o del retorno de la pureza perdida, hablan con elocuencia de la seguridad de tener ganada una batalla en la que interesaba más sumar fuerzas vencedoras que proponer estrechas definiciones de escuela, ganar ánimos tibios más que zaherir a los irreconciliables, así fuera a costa de difuminar mucho los perfiles de la aventura originaria. La idea de la «epocal view» no ha resultado, en fin, un expediente de la pereza crítica de los eruditos de hogaño sino algo consustancial al propio modernismo. O, si se prefiere, una habilísima trinchera de defensa que, a la altura de 1902, no carecía de antecedentes, sobre todo franceses. Aquel público al que me refería páginas atrás era ya mucho más que una audiencia potencial; aquellos jóvenes de diez o quince años antes ya tenían obra granada y, lo que es más importante, el simbolismo había abierto otros caminos. En un libro de consulta obligada y título harto revelador, Michel Décaudin consigna que en la Francia de 1895 (cinco años después de la salida de Le Mercure de la France y siete después de la intervención de Brunetière en la polémica sobre Paul Bourget): «Les mots clefs ont changé: on parle moins de Rêve, d’Ideal, on proclame les beautés de la Nature, les splendeurs de la Vie»16. Y así era, en efecto, porque la nueva orientación, justo en el quicio de los dos siglos, venía de Les nourritures terrestres de Gide, de De l’Angelus de l’aube à l’Angelus du soir de Francis Jammes o de la poética de Claudel, lo mismo que de la difusión internacional de aquel grupo de belgas francófonos —Maeterlinck, Rodenbach, Verhaeren— que habían traído a la literatura la participación sensual y casi mística en los ciclos de la vida. Estos son, sin lugar a duda, los modelos espirituales y temáticos de una literatura española de 19021910 cuyas fuentes no han de buscarse en presuntos talantes noventayochescos o en la continuidad de un «realismo» español refractario a las vaguedades de simbolismo de estricta observancia: traducidos a términos españoles, esos nuevos horizontes se llaman las galerías del alma machadianas, los demorados «primores de lo vulgar» de Azorín, el benévolo cinismo de Manuel Machado, la comunión dolorida con el paisaje de Gabriel Miró, la evocación de la infancia provinciana de Tomás Morales y Ramón Pérez de Ayala, los parques melancólicos de Juan Ramón Jiménez y hasta la lucha de Unamuno por una teología natural y viva. 16 La crise des valeurs symbolistes. Vingt ans de poésie française 1895-1914, París, 1960, p. 94.

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EL MODERNISMO DOMESTICADO Todo aquello, en resumidas cuentas, que Octavio Paz tildaba, con rara sagacidad, de postmodernista al reflexionar sobre los logros del modernismo español17. No sabría decir, sin embargo, si merece la pena mantener el discutible prefijo; diríase, más bien, que se trata de un modernismo tardío, consecuencia de un buen tramo de innovación ya recorrido, y, sobre todo, determinado por dos alianzas necesarias: la que establece con el talante regenerador y nacionalista y la que impone la necesidad de construir un público (que, por otro lado, están brindando las circunstancias sociales e históricas que ya repasamos). Modernismo ampliado (por la temática vitalista, los tonos reflexivos, la indagación del alma del país) y modernismo con público: esa parece ser la realidad contable que ya alboreaba cuando Gente Vieja lanza a los cuatro vientos su concurso. Aunque, seguramente, al denominarla modernismo debamos de prescindir de cualquier intento de definirla como programa estético y conformarnos, lo que ya es mucho, con acogerla como definición aproximativa de una mutación en la sociedad literaria española. Mutación que, entre otras cosas, anda menesterosa del establecimiento de una cronología interna, establecida en función de variables tan diversas como las que vengo apuntando en lo que precede. Un intento de formularla viene, al hilo de otras consideraciones, en un valioso trabajo de Celma Valero y Blasco quienes, proponiéndose apuntar unas fases temporales en la recepción crítica del modernismo, de hecho y por lo que toca a sus dos primeros apartados, pienso que aciertan a discernir dos momentos muy significativos: el primero, «modernismo polémico» correría entre 1894 (primera «Festa modernista» de Sitges) y 1904 (final de la revista Helios, que ya Díaz-Plaja consideró la publicación del «modernismo militante»); el segundo, «deslinde», comprendería entre 1904 y 1914, punto de llegada que coincidiría con la fecha epónima de una

17 «El modernismo español propiamente dicho —pienso sobre todo en Antonio Machado y en Juan Ramón Jiménez, no en los epígonos de Darío— tiene más de un punto de contacto con el llamado postmodernismo hispanoamericano: crítica de las actitudes estereotipadas y de los clisés preciosistas, repugnancia ante el lenguaje falsamente refinado, reticencia ante un simbolismo, búsqueda de antigüedades, búsqueda de una poesía esencial», Los hijos del limo. Del Romanticismo a la vanguardia, Barcelona, 1974, p. 138.

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nueva «generación»18. Blasco y Celma se hacen cargo de cierta disolución de la previa unidad que registra la etapa anterior y, junto a la perduración de la corriente decadentista y swendeborgiana (la de Valle-Inclán), enumeran el vitalismo opuesto al pesimismo fin-de-siècle, el violento erotismo que anticipa ciertos aspectos de la primera vanguardia, la corriente neonacionalista que encarna el Machado de Campos de Castilla. De ahí también su certera opinión sobre el libro de Manuel Machado que presentan: La guerra literaria sería un intento de reducir la polémica modernista a una periclitada disputa formal, ya zanjada. Lo que sí, desde luego, tiene que ver con la instalación escalafonaria del testigo y sus pujos neopopularistas, también tendría que ver —apunto yo— con la prosecución de la línea crítica que ya esbozaba Chávarri —modernismo como «renacimiento» y búsqueda multívoca de «expresión»—, demostrada, a mayor abundamiento, por el despliegue temático de los años 1904-1914, en el que, sin lugar a dudas, no hallaríase mayor inconveniente para introducir, junto a las líneas citadas, las que puede encarnar la primera época de Baroja, los comienzos de Gabriel Miró, el violento autodiálogo unamuniano entre su progresismo y su teología, el paisajismo veteado de humor y melancolía de Azorín..., todo lo que arriba se postulaba como consecuencia de la «crisis de valores simbolistas»19. Llegar a esto era una simple cuestión de tiempo. Y esto parecía haber corrido más de lo esperable cuando un joven mosquetero del perio18 María Pilar Celma Valero y Francisco Javier Blasco, «Estudio crítico», en Manuel Machado, La guerra literaria, Madrid, 1981, pp. 74-79. 19 Un libro de 1913 vino a ser un afortunado referente de esa gama de valores: aludo a la antología de Enrique Díez Canedo y Fernando Fortún, Poesía francesa moderna, publicada ¡como no! por Renacimiento. Con mucho acierto, Ignacio Prat señala que ya en 1907 la edición por Pueyo del libro de Martínez Sierra, La casa de la primavera, con poemas «invitados» de Rubén, A. Machado, Juan Ramón Jiménez y Marquina «convirtieron al poemario en el libro de actas de la brotherhood simbolista española» (Poesía modernista española, ed. cit., p. XL) y, por otro lado, en la carta de navegación de las nuevas tendencias (visibles en las antologías de Carrere, La corte de los Poetas, 1904, Eduardo de Ory, La musa nueva, 1908, y José Brisa, Parnaso español contemporáneo, 1914, estudiadas por J. M. Martínez Cachero, «Noticia de la primera antología del modernismo hispánico», Archivum, XXVI, 1976, pp. 33-42 y «Noticia de La musa nueva... (1908), segunda antología del modernismo español», 1616, II, 1979, pp. 39-40). Sobre la personalidad de Díez Canedo y Fortún, compiladores de la antología de 1913, puede verse ahora: José María Fernández Gutiérrez, Enrique Díez Canedo: su tiempo y su obra, Badajoz, 1984; y la nota de Juan Manuel Bonet «Tras la sombra de Fernando Fortún», Fin de Siglo, 9-10, 1985, pp. 41-52.

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dismo literario, Bernardo G. de Candamo, llegó a ostentar la primera secretaría de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid. Con él, ha llegado a una «institución» —que, desde luego, no tiene nada de antimodernista, ni tampoco de modernista; la gobierna una Junta moderadamente interesada por las novedades y que intenta y consigue ser una adecuada palestra de éstas— un representante de la «nueva literatura». En diciembre de 1905 lee su primera memoria, obligación del cargo, que, al poco, reproduce la revista Nuestro Tiempo y que ahora nos ha de servir para documentar la continuidad de una línea tranquilizadora, cautamente apologética y decididamente ecléctica que inició Chávarri en Gente Vieja. Ya es de suyo sorprendente que el propio término de «modernismo» no aparezca sino para consignar que esa fue «la vaga denominación que le aplicaron los infelices que no saben de nada», o para sustentar —con la complicidad de una cita de Unamuno— que, siendo «ajeno a nuestras costumbres el grupo o escuela literaria», tampoco puede ofrecer demasiado el vertiginoso carrusel ultrapirenaico donde «cada semana aparece una bandera nueva, a cuya sombra hay un revuelo de melenas juveniles. Así nacieron el parnasianismo rígido e impasible, el simbolismo hermético y enigmático, el naturalismo, el naturismo, el humanismo, todos con sus estéticas respectivas y sus respectivos manifiestos»20. «El arte —reza el arranque mismo del trabajo de Candamo— es la más fuerte, la más honda manifestación de la vida: es como una resultante de la vida misma. Por él se revela el espíritu de las sociedades y su ambiente intelectual. Para Guyau, la emoción estética es esencialmente «simpática»; el arte no tiene otro fin que la sociabilidad.» Que el mérito del arte nuevo era volver la «expresión» a la «vida», era ya cosa oída; lo relativamente original es fundamentar en un famoso título postumo de Guyau la legitimidad de todo arte, por más que todavía Candamo reserve a sus oficiantes, los artistas, aquel privilegio de ser «los hombres capaces de todas las heroicidades, de todas las locuras, de todas las noblezas. En la complejidad de sus espíritus laten anhelos místicos y ansias amorosas, y afanes de posesión e instintos de generosidad»21. Pero este último párrafo apenas pasa de ser una concesión neorromántica a la guardarropía del efímero modernismo radical: una inexpli-

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«Opiniones literarias», Nuestro Tiempo, III, 1905, p. 508. Ibíd., pp. 504-505.

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cable traición de la retórica a un discurso muy medido en donde no volverán a aparecer las «torres de Dios», tan caras a Rubén, ni siquiera los «sabios maleducados de los que nos habla el infatigable creador Pío Cid». La consigna de los nuevos —de los definitivos, tras un «período de extravagancia, de exageración, de épater le bourgeois»— es la sencillez, la inteligencia emotiva, la renuncia a la elocuencia: El secreto está en la humildad, en la humildad que crea religiones, en la humildad que hace al seráfico Francisco de Asís escribir por primera vez en idioma italiano para que el pueblo comprenda su fragante himno de bienaventuranzas por el hermano Sol, por la hermana agua, por los hermanos pájaros y por nuestra hermana la Muerte. A la amorosa humildad se debe esa plegaria de luz y color que es La Anunciación, de Fra Angélico. Ella dio vida a los versos de Francis Jammes e inspiró la dulcedumbre de unos cantos compuestos en portugués por el alto poeta Guerra Junqueiro. Y la humildad de los maestros castellanos ostenta en el tesoro de la mística todo el orgullo de su lujuriante florecer22.

Por ese camino, que reconoce hitos tan significativos, van los nuevos escritores de la España de 1905: «Pocas veces —advierte con jactancia Candamo— fue el arte tan íntimo, tan lírico, tan subjetivo como en este tiempo; hay para su expresión una extensa gama de matices tenues, apagados. Si es doliente y amoroso, dice con suavidad su queja, sin caer jamás en sentimentalismos melodramáticos y folletinescos. Sonríe comprensivo e irónico y no le preocupa nada el gesto avinagrado y hosco de la moral. Ama a Bécquer más que a Quintana y, más que a Bécquer, a Campoamor»23. Y es que estos revoltosos no quieren romper con el pasado inmediato. Cuando menos con aquellos que fueron «figuras excepcionales alzadas en ese período de vulgaridad y ramplonería. He citado a los autores de las Ideas estéticas en España, de Ángel Guerra, de Los pazos de Ulloa, de Marta y María, de Pepita Jiménez, de La barraca, de Tierra de Campos y al buen viejo sonriente que escribió las breves maravillas de Los pequeños poemas»24, lo que vale decir Menéndez Pelayo, Galdós, la Pardo, Palacio Valdés, Valera, Blasco Ibáñez, Macías Picavea

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Ibíd., p. 508. Ibíd., p. 511. 24 Ibíd., p. 505. 23

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y, de nuevo, el predilecto Campoamor. Páginas antes, recordando una conversación de viejos ateneístas indignados por la iconoclastia de los jóvenes, también ha convenido con ellos «en la admiración al genial inspirado que se llamó Espronceda, y a Zorrilla, el mágico prodigioso, cuyas estrofas constituyen uno de los mayores encantos de la vida [...]. Y fue mi admiración cordial hacia la sentimentalidad amarga de Fígaro [...]. Y puse sobre mi corazón las Elegías de Ventura Ruiz Aguilera, y puse sobre mi cabeza El sombrero de tres picos»25. ¿Desvarios en busca de una conciliación imposible o culpable tibieza en la defensa de un modernismo que ni siquiera se cita por su nombre? Ante la lectura de las opiniones de Candamo no cabe pensar que la solución sea tan fácil como la que propone esa alternativa. Sentimos la misma perplejidad que cuando desde un reputado «manifiesto» del romanticismo liberal español —me refiero a «Literatura» de Larra, el artículo en El Español de 1836— se tiende una mano a la tarea ideológica de la Ilustración y se ofrece la superación del dilema clasicismo-romanticismo al albedrío del creador; o que cuando Emilia Pardo Bazán ilustra la ejecutoria del naturalismo con una pegadiza progenie hispana más de dos siglos anterior y echa mano de Galdós y de Pereda para motejarlos de inconscientes puntales del movimiento. Posiblemente, lo que hace Candamo —como lo hicieron Larra y Pardo Bazán, sin que cuenten mucho ni la lección de Lista y el repliegue político del primero, ni la condición del periódico La Época en la segunda— es una suerte de ley natural de las innovaciones que, en su fase de estabilización, se niegan sus antecedentes insurreccionales y tienden a verse como «renacimientos» y como «armonizaciones» antes que como rupturas o como indómitos fortines. Pero también hay —y la he señalado en otra parte 26— una significativa tradición española que busca la «nacionalización» de lo que, en principio, es exógeno y el «eclecticismo» de lo que partió como vanguardista: parias pagadas —y creo que este es el caso del recién escudillado secretario de la sección de Literatura— a una dificultosa relación con un público que tiende a la inercia, que ha de ser «educado» por el escritor, que debe reconocer en la obra literaria un fruto de la generosidad pedagógica.

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Ibíd., p. 506. «Del romanticismo en Aragón: La Aurora (1839-1841)», Serta Philologica Fernando Lázaro Carreter, II, Cátedra, Madrid, 1983, p. 303. 26

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LA BÚSQUEDA DEL PÚBLICO MODERNISTA Ahí le duele a nuestro Candamo y por mor de la resistencia jactanciosa que oponen a las novedades quienes, gracias a su ventajosa situación, podrían ser su público natural. Bueno es que «el pueblo [tenga] sus coplas, y sus romances, y sus cuentos. Son los cantares de amor, de sangre y de muerte en Andalucía, las jotas rudas en Aragón y en Asturias y en Galicia, dulces melopeas nostálgicas y misteriosas, como sus paisajes y como su cielo»; lo que no puede tolerarse es que la burguesía tenga como autores propios a «Jorge Ohnet, López Bago, Pérez Escrich» y se resista a salir de ellos. Y es que «no hay, no puede haber un arte para la burguesía». De hecho, prosigue, solamente dos públicos merecen nombre de tal: aquel popular de coplas y romances al que aluden las líneas arriba transcritas y la «aristocracia del pensamiento» o los «espíritus cultos» que tienen sus poetas «de Homero a Rubén Darío; sus dramaturgos de Aristófanes a Benavente; sus novelistas de Longo a Pío Baroja; sus pensadores de Platón a Ángel Ganivet o Miguel de Unamuno»27. No hace falta subrayar que en los términos ad quem va cifrada la línea más representativa de lo que venimos entendiendo por plenitud modernista. De haber un periodista en la antigüedad remota, es indudable que Azorín hubiera engrosado la lista... No son unos desconocidos al Rubén de los Cantos de vida y esperanza, el Benavente de Rosas de otoño y Los malhechores del bien, el Baroja de La feria de los discretos, el Unamuno de La vida de Don Quijote y Sancho (por citar obras todas de 1905) y hasta el Ganivet cuyo Epistolario dio a la luz Navarro Ledesma un año antes. Pero todavía andaba remisa y cicatera cierta crítica y, más aún, lo andaban las liquidaciones de las librerías28. Dos años antes de que Candamo dejara estas líneas, Juan Ramón Jiménez y Gregorio Martínez Sierra habían mantenido unas jugosa conversación al respecto de estos problemas que, en opinión del último, vendría a resolver, en gran medida, la revista Helios que iban a fundar. Testigo de sus palabras fue Rafael Cansinos Assens, quien nos lo cuenta en un texto muy alejado cronológicamente 27

Loc. cit., p. 507. Desde otro punto de vista, cf. la consideración de esta fecha en el atractivo trabajo de Cecilio alonso, «Los intelectuales revisionistas en la crisis de 1905», Instituto de Bachillerato Cervantes. Miscelánea en su Cincuentenario, Servicio de Publicaciones del Ministerio de Educación y Ciencia, 1981, páginas 359-388. 28

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de los hechos y seguramente repensado y rehecho a tenor de su visión posterior de aquel proceso. Pero se non é vero..., por lo menos es verosímil. Y es que, nos cuenta el joven modernista sevillano, Gregorio es optimista. Piensa que el arte nuevo, lo que llaman modernismo —el subrayado es mío, J.-C.M.— ha de triunfar. Ya se notan indicios. Valle-Inclán publica en Los Lunes. Y se anuncia la salida de un diario España en el que colaborará Azorín [...] Surgen críticos comprensivos corno ese Navarro Ledesma que es redactor jefe de ABC, catedrático de literatura y que, en su libro de texto, cita ya a los escritores del día. La otra noche, en un periódico, la Pardo Bazán elogiaba la Sonatina de Rubén Darío... Helios contribuirá a ganar la batalla, convencerá a los señores viejos de que los modernistas no somos unos desequilibrados, que tenemos talento y sabemos escribir como los clásicos, sólo que decimos cosas nuevas.

Juan Ramón Jiménez no ve tan halagüeño el porvenir inmediato. Está amostazado porque el propio Navarro Ledesma se ha permitido enmendar «flores amarillas» por «flores secas» en un poema suyo que le publica Blanco y Negro (la enmienda abrevia casi un tratado de léxico modernista)29. Pero Martínez Sierra es tenaz e insiste: Hay que ir al público... Hay que demostrarle a esa gente que los modernistas no somos como nos pinta el Madrid Cómico, unos melenudos estrafalarios y grotescos... Necesitamos que nos lea la gente. No podemos seguir escribiendo para leernos los unos a los otros. Debemos hacer que nos lean los empleados y las señoritas que ahora leen a Pérez Nieva y Ortega Munilla, y los obreros que se entusiasman con Dicenta y su Juan José... y las modistillas y las porteras que aún siguen devorando los folletines de Ortega y Frías y Ponson du Terrail. Yo quisiera llevar la poesía como los sacerdotes llevan la sagrada forma, hasta las porterías y las boardillas... Hay que organizar el apostolado de la buena literatura [...] Hay que unir los números a las letras. Los números son también poesía. Hay que tener sentido práctico30.

He ahí lo que se venía gestando y he ahí lo que se puso por obra. Helios fue una lección, entre otras cosas, de modernismo práctico y, en

29 El dato completa los muy bien traídos por Claudio Guillén en una reflexión sobre el amarillo «color fin-de-siècle» en Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada, Barcelona, 1985, pp. 284-286. 30 La novela de un literato. I (1882-1914), Madrid, 1982, pp. 153-154.

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gran medida, accesible; en 1907. Renacimiento, obra personal de Martínez Sierra, representó la madurez de ese esfuerzo y hasta su propio título encarnó la nueva conciencia literaria: no un esnobismo fugaz y violento sino un «renacimiento», el término que venía rondando desde 1900 las autodefiniciones de los jóvenes ante su público potencial. Y poco después, la utilización del mismo nombre como reclamo de una empresa editorial señala el éxito del empeño; con los cuidados libros de Renacimiento y sus atractivos catálogos culmina un proceso doble: por una parte, quienes firman un sonado contrato exclusivo con Felipe Trigo y ofrecen a Juan Ramón Jiménez, Baroja y Unamuno cifras muy estimables, significan la aclimatación definitiva de una «política de autores», que va mucho más lejos de la de Pueyo y que sólo tiene parangón —y quizá antecedente— con la de El Cuento Semanal y Los Contemporáneos; por otra parte, el cuidado y la personalidad de los libros de Renacimiento suponen el arraigo de una concepción de la edición como objeto de consumo particularmente cualificado. Aquí, como en su teatro, como en su colaboración con los nuevos músicos (Turina, Usandizaga, Falla...), Martínez Sierra demostró ser aquel «empresariopoeta» del que hablaba Enrique de Mesa y haber sabido aliar muy bien «los números a las letras», como recordaba, casi cincuenta años después, el algo malévolo Cansinos Assens31.

LA DEFINICIÓN DILATADA: LA ENCUESTA DE EL NUEVO MERCURIO (1907) Todas las fechas aducidas sitúan entre 1905 y 1910 el triunfo del modernismo... y, de forma inevitable, lo pírrico de una victoria lograda mediante definiciones de extrema vaguedad, supresiones del propio nombre y bandera de combate, apelaciones a un renacimiento. Y es entonces cuando una nueva encuesta, mucho más ilustrativa que el concurso de noveles convocado por Gente Vieja, evidencia el camino recorrido: me refiero a la promovida por el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo en su revista El Nuevo Mercurio y que cubrió, desde el número 2 (febrero de 1907), la casi totalidad del período temporal cubierto por la publica31 Amplío estas opiniones y añado datos en dos trabajos recientes: mi estudio preliminar a la edición facsímil del catálogo de Biblioteca Renacimiento, 1915, Madrid, 1984, pp. 11-19, y «El Cuento Semanal (1907-1912), texto y contexto», en Formas breves del relato, ed. A. Egido e Yves R. Fonquerne, Zaragoza, 1986, pp. 207-220.

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ción, amén de una buena parte de su espacio físico. El activo redactor de la sección «Lettres espagnoles» del Mercure de France no era nuevo en estas lides. Ya en 1900 (XX, 17 de febrero) había publicado un suelto en el Madrid Cómico solicitando opiniones sobre cinco extremos de la nueva literatura «que en el transcurso de estos diez años ha modificado el gusto y la moda en Inglaterra, Alemania, Bélgica y Francia», planteando, entre otras cosas, la equiparación de los inquietos jóvenes españoles a «las corrientes modernistas (simbolistas, prerrafaelistas, decadentistas, impresionistas)» e inquiriendo si «la nueva generación es superior o inferior a la generación de nuestros padres, los hombres que, como Pereda, son hoy ilustres ancianos». La justificación de su interés por el caso es ad pedem litterae la misma en 1900 que en 1907: «Si, en las épocas en que Zorrilla y Galdós tuvieron veinte años, un escritor hubiera reunido y publicado las opiniones de cien contemporáneos sobre las tendencias literarias que tales autores representaron, tendríamos hoy elementos para estudiar el estado de alma de la generación romántica y de la generación naturalista», escribía en la primera fecha. Y en 1907 asegura que si alguien escribiera «una obra que tuviera, para nuestra actual evolución, la misma importancia que tuvo La cuestión palpitante de la señora Pardo Bazán para el naturalismo», la hubiera encargado32. El silencio que siguió —al menos por lo que toca al Madrid Cómico— en la primera convocatoria contrasta significativamente con la buena acogida de la segunda, a la que contribuyen españoles y americanos para echar su cuarto a espadas en cuatro preguntas muy simples: «1. ¿Cree usted que existe una nueva escuela literaria o una nueva tendencia intelectual y artística? 2. ¿Qué idea tiene usted de lo que se llama modernismo? 3. ¿Cuáles son, entre los modernistas, los que usted prefiere? 4. En una palabra, ¿qué piensa usted de la literatura joven, de la orientación nueva del gusto y del porvenir inmediato de nuestras letras?». En lo que sigue, mi tarea se limitará a agrupar y explicitar en algún caso opiniones que, con pocas excepciones, muestran un singular

32 La encuesta de Gómez Carrillo ha sido citada con mucha frecuencia: cf. Guillermo Díaz-Plaja, Modernismo frente a 98, Madrid, 19662, pp. 147-148; Ivan A. Shulman, «Reflexiones en torno a una definición del modernismo» (Cuadernos Americanos, 1966), en H. Castillo ed., Estudios críticos sobre el modernismo, Madrid, 1968, pp. 331334; Donald Fogelquist, Españoles de América y americanos de España, Madrid, 1968, pp. 163-165, y Allen W. Phillips, «Manuel Machado y el modernismo», Cuadernos Hispanoamericanos, 407, 1984, páginas 88-91.

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consenso y que casi nunca desmienten las líneas de interpretación que vengo esbozando. Notable es el acuerdo, por ejemplo, con el que se suscribe lo que vengo apuntando como «definición dilatada» del modernismo. La parva y cautelosa intervención de la Pardo Bazán, primera de las encuestadas, apunta una vieja filiación: «Creo que, en conjunto, es una prolongación y reacción del romanticismo» (núm. 3, marzo de 1907, página 336), y a su vez que el periodista Rodrigo Soriano (núm. 4, abril de 1907, p. 407) ensaya una definición de altos vuelos que incluye referencias europeas: «Pálido rayo prerrafaelista fundido en el crisol del batallar moderno: Monet, Manet, Degas, Paul Adam, Huysmens (sic), Mirbeau». Pero casi son los únicos en restringir los límites del fenómeno... Francisco Contreras, autor de la intervención más larga y fundamentada de todas, cifra la raíz del arte nuevo en un deseo muy simple: si el lema del simbolismo pudo ser «la sinceridad por la libertad», el del modernismo, su superador, sería «la libertad por la sinceridad», lo que le ha llevado a armonizar espontáneamente una herencia tan diversa («de Zola ha heredado el sentido de la tierra sana, de Tolstoi la simpatía por el altruismo, de Ibsen el gusto por los tipos generales o colectivos, de Verlaine el amor por la espontaneidad lírica y la ingenuidad sentimental», [núm. 6, junio de 1907, p. 641]). Opinión que sustenta en su turno R. Brenes Mesén, también americano, al volver por los fueros del eclecticismo y la «inocencia» modernistas: «El modernismo no pretende arruinar ni destruir nada. Su sensibilidad más viva y más extensa, su visión más amplia y a la vez más profunda, no siempre caben en los ritmos clásicos; por eso se ha ingeniado los medios de amplificarlos, pero no se ha propuesto la tarea insensata de destruirlos» (ibíd., p. 666). Con mayor laconismo, también Manuel Machado alude a la simplicidad fundamental de la fórmula modernista: gracias a ella, la literatura española «es más personal, más humana y más íntima de lo que ha sido nunca» (número 3, marzo de 1907, p. 337). Incluso los más críticos concuerdan en la vaguedad del término de referencia. Para el argentino Manuel Ugarte, otrora modernista militante y ahora socialista, «la palabra modernista no debiera servir para designar una escuela determinada, sino para delimitar una situación temporal y común a los diversos movimientos [...]. Fue la resultante de la mentalidad de una generación que podemos situar entre 1880 y 1890», que ahora goza de amplia difusión, pero de la que únicamente quisiera retener a aquellos modernistas «que más se acercan a la naturaleza»

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(núm. 3, marzo de 1907, p. 342). Más negativo se muestra Emilio Bobadilla, Fray Candil, que contrapone el modernismo («dominio de la patología» y «gongorismo recalentado») a «lo moderno» que fue su fundamento y debía haber sido su continuacíon. Porque la modernidad sí presupone «una visión amplia y compleja de la vida, una sensibilidad aguda, una instrucción literaria y científica y, a la vez, una imaginación pictórica sensible a los matices más sugestivos de las cosas» (ibíd., p. 399), lo que nos conduce de nuevo a la laxitud definitoria que ilustramos. Y que aún cabría rastrear en el exabrupto de Unamuno (núm. 4, abril de 1907, pp. 504-505), la más conocida de las respuestas a la «enquête» de Gómez Carrillo, cuando abomina de «la molicie, indecisión, vaguedad, desorientación» de aquellos «a los que me parece se refiere lo de modernistas». Pero esto no es, como a veces se concluye, antimodernismo sino —como en el caso de Ugarte y Fray Candil— una queja ante lo feble y gregario de quienes asocian el arte con delicuescencias. Porque Unamuno también arremete contra los antimodernistas, entre quienes abundan «los majaderos ahitos de sentido común»33. Y cuando afirma de los titulados «modernistas» que «no creo en su alegría, no creo en su tristeza, no creo en su escepticismo, no creo en su fe, no creo en sus pecados ni en sus arrepentimientos, no creo en su sensualidad. Todo ello ha sido hasta asentarse», conviene advertir que la denuncia de una insinceridad no excluye —antes afirma— que la alegría y la tristeza, la pelea de la fe y el escepticismo (ya que no la sensualidad y los pecados de ella) puedan ser temas literarios: de hecho lo eran en su mejor literatura. Las respuestas a la pregunta sobre los escritores modernistas predilectos aclaran, quizá todavía más, la amplitud de la concepción del movimiento. Por descontado, el propio Unamuno no falta en el escrito de Manuel Machado (loc. cit., pp. 338-339) por ser «la figura más exaltada e inquietante entre nuestros pensadores [...] que ha impreso su sello a multitud de espíritus, rara mezcla de naturalidad y paradojismo, de

33 Sobre la crítica antimodernista hay ya copiosa bibliografía (Carlos Lozano, J. M. Martínez Cachero, G. Sobejano...): cf. el trabajo de Lily Litvak, «La idea de decadencia en la crítica antimodernista en España (1888-1910)», Hispanic Review, 45, 1977, pp. 397-412, y el de Lisa E. Davis, «Max Nordau, “degeneración” y la decadencia de España», Cuadernos Hispanoamericanos, 326-327 (1977), pp. 307-323, aunque no comparto su identificación del presunto «noventayochismo» con los partidarios de Nordau.

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misticismo y práctica de la realidad, de fervor y escepticismo, único en España y tan absolutamente español, sin embargo». Junto a él, y entre los prosistas, no faltan Valle-Inclán, comparable a los mejores de Francia, y Baroja «que en medio de su descuido ha roto también con la pesadez antigua». Lo que en el verso ha sido tarea de Villaespesa, Juan Ramón Jiménez y Eduardo Marquina, bien escoltados por Carrere, Ortiz de Pinedo, Enrique de Mesa y Díez Canedo, aunque el mejor poeta, a su entender, es Antonio Machado, su hermano, ya que «para usted, que conoce tanto a Francis Jammes, no pueden tener novedad los versos de Pérez de Ayala»... Pero enumerar todas las listas de preferencias sería tarea aburrida y diría poco más de lo ya dicho sobre la vana pretensión de: aislar un elenco de modernistas frente a otro de noventayochistas. Para Rafael López de Haro las palmas del verso se las llevan Villaespesa y José Santos Chocano, mientras que las de la prosa tocan a Azorín y Felipe Trigo; Miguel Ángel Ródenas proporciona una lista más extensa que tiene «estilistas» (Valle-Inclán y Martínez Sierra), poetas (los Machado, Jiménez, Villaespesa, Díez Canedo y Marquina), pensadores (Azorín y Maeztu), novelistas (Baroja y Francisco Acebal) y críticos (Pérez de Ayala, Candamo y González Blanco, suponemos que; Andrés); Felipe Sassone postula a «el orfebre magnífico Valle-Inclán, el tórrido Chocano, los melancólicos Machado, Juan Ramón y Villaespesa, la culta y amable Doña Emilia Pardo Bazán, Zamacois el novelista, Martínez Sierra el soñador, y Benavente y los Quintero en el teatro, y nada más» (núm. 6, junio de 1907, p. 656)... El más tajante en la selección y en la opinión es Ramiro de Maeztu quien, al modo de Unamuno y con más violencia, considera todo aquello cosa, de capillitas, bien ajenas a, la fuerza y la energía que requiere la reconstrucción de España. A su entender, el modernismo en España es simplemente la tenaz tarea de Valle-Inclán, quien, desde 1895, viene «dedicando a esta causa doce o catorce horas diarias de charlas, discusiones y pendencias... e ilustrando su tesis con algunos escritos» (núm. 4, abril de 1907, p. 507). Más significativo que todo esto resulta la acusada proclividad de todos los encuestados a explicar la nueva literatura en términos de una pugna por la conquista de los lectores, una batalla —ya ganada, por cierto— para incorporar la sensibilidad joven a la audiencia potencial española. Haber usado de malas artes para conseguirlo es precisamente lo que les reprocha Miguel de Unamuno: «Y todo por el terrible deseo de agradar, de dar gusto al público...» Lo que no quiere decir que el artista no tenga una misión de ennoblecimiento, como argüiría cualquier modernista; quiere

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decir que ha fracasado este empeño alicorto que ignora el hecho de que «ser desagradable puede llegar a ser en casos una función estética y hoy en España, dada la horrenda ramplonería; del gusto reinante, lo es» (loc. cit., p. 505). Pero no todos piensan de ese modo, ni creen inútil una dedicación que F. Michel de Champourcin fecha con significativa precisión en su origen: ¡Ah, este es el modernista de la casa! Esta frase la oí por vez primera hace cuatro años. La pronunciaba don Alfredo Vicenti [...]. Tuve la impresión de que constituía una definición y casi un elogio para la persona a la que iba dirigida. —¡Ese es un modernista! Esta vez la exclamación iba subrayada de un encogimiento de hombros y de un rictus irónico. Quién tal decía formaba parte de El Liberal de Madrid. Era don Antonio Zozaya. Equivalía a una patente de imbecilidad otorgada al autor del libro discutido (núm. 2, febrero de 1907, p. 406).

Sin embargo, aquellos imbéciles habían devuelto la literatura a su verdadero lugar y librado una batalla sin cuartel contra su trivialización. Antes que ellos, señala Miguel Ángel Ródenas, Núñez de Arce cantaba sonoramente, desde su despacho del Banco Hipotecario, dudas que jamás le inquietaron y en las que nadie podía creer por falta de sinceridad; Balart lloraba correctamente la muerte de su esposa, cuidando muy mucho que las lágrimas no manchasen su nítida pechera, y tan pulcro gemir no arrancó una sola palabra de compasión hacia el doliente; Marcos Zapata sonríe aún satisfecho del éxito de La capilla de Lanuza, y únicamente le inquietaba un discurso en verso que años después había de declamar ante la corte de unos juegos florales; otro poeta —el más grande de los poetas modernos, según sus panegiristas— tallaba burdos romances para celebrar las fiestas onomásticas de las acaudaladas marquesitas; Leopoldo Cano alternaba entre la prosa «brillante» y sus «brillantes» versos.

Y aquellas voces —la hipocresía, la insinceridad, la banalidad, la mercantilización— apenas dejaban recordar que aún existían «los versos de Campoamor, recrearse con la prosa de Valera y la Pardo Bazán, admirar a Clarín y leer a Palacio Valdés y elogiar a Galdós [...] escuchando el eco que dejaran al morir Zorrilla, Bécquer y Espronceda» (núm. 6, junio de 1907, p. 648). Cautela que, como ya vimos, prevenía también Bernardo G. de Candamo en su texto de 1905, pero que no cumple en su declaración Alfonso Hernández Catá al escribir:

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Sólo definiré los gustos de aquella generación cuyos supervivientes nos ridiculizan y nos motejan de iconoclastas: en música cumplían sus aspiraciones Il trovatore y Rigoletto, cuando no El salto del pasiego y Marina; en poesía, Quintana, Núñez de Arce y los imbéciles escribidores del Madrid Cómico; en pintura medraron los estultos Viniegras, Caviades, Pradillas y aun se alzan indignaciones al «spacer», el genio caricaturesco de Goya, o al máximo misticismo de Theotocopulos, contra la empalagosa suavidad de Murillo (ibíd., p. 661).

Rafael López de Haro va un punto más lejos: el modernismo ha sido «el final de los indiscutibles»: Cánovas y Sagasta, Zorrilla y Campoamor, Echegaray... Ha sido la venganza de la sensibilidad pero también la de la libertad de creación: «La nueva tendencia, no escuela, modernista ha hecho algo redentor: proclamar la república de las letras» (ibíd., p. 672). Importa, pues, algo: se ha incrementado copiosamente la nómina de pretendientes al Parnaso, se ha proclamado la libertad de escritura. José Francés recuerda así el proceso: «En años no muy lejanos burláronse de nosotros [...]. El Padre, el Redentor, que tiene nombre sonoro y áureo de hombre bíblico, decía en tierras extranjeras palabras españolas. Poco a poco, las gentes volvieron la cabeza. La indiferencia murió y su hija, la curiosidad, engendró el entusiasmo» (ibíd., p. 659). Lo cual sirve a Miguel Ángel Ródenas para proclamar una reveladora paradoja, la misma que vienen rondando otras declaraciones y que, en rigor, vertebra mis propios argumentos: «Ya no hay modernismo ni modernistas; únicamente puede hablarse ahora de escritores buenos y malos» (ibíd., p. 652). El humorista Emiliano Ramírez Ángel piensa lo mismo. Cómicamente perplejo ante las preguntas de la encuesta, ha decidido ir a casa del librero Pueyo, editor de un catálogo de obras modernistas, y el propio D. Gregorio es incapaz de explicarle qué cosa sea el modernismo. Y el compungido Ramírez se pregunta: ¿Será el sombrero, cucamente ladeado, de Manuel Machado? ¿Los desafíos de Villaespesa? ¿La barbita y los versitos llorones de Juan Ramón Jiménez? ¿El hálito de sacristía que exhala el semblante de Répide? ¿La mugre que fuma en pipa Carrere? ¿El ¡¡adiós... muy buenas!! estornudesco de Candamo? ¿El tupé y el chaleco de Francés? ¿El ir y venir infecundo de Mesa por el Ateneo? ¿El «con Maura me acuesto, con Maura me levanto» de Azorín? ¿Los tres escritores distintos y la única lata verdadera de E., P. y A. González Blanco? ¿El chaqué impecable de Antonio Machado? ¿La

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mirada ardiente y las almas, más o menos paralíticas, de Pérez de Ayala? ¿Los calcetines azul celeste y el monóculo de Hoyos? ¿Los cuellos de pajarita de Martínez Sierra? ¿La relativa aprensión de Carretero? ¿Las innumerables, fantásticas citas de Zamacois? ¿El establecimiento de coches de Trigo? ¿La novela que sale mañana y que no sale nunca de Hernández Cata? ¿La británica manía de Bueno y Maeztu? ¿El Calvario de Acebal?

La relación, amén de divertida y malévola, es más que eso: es la fehaciente demostración de la pluralidad de modernismos y la evidencia de que pueden ser explicados y resumidos como una afortunada operación de mercado literario, como una realización de lo que, más arriba y a propósito de El Cuento Semanal y Renacimiento, tildaba de «política de autores». Lo discutible, piensa el escéptico humorista, es lo que verdaderamente importa: «Aseguran que es una corriente literaria. Tenemos una importante y oscura casa editorial. Tenemos un catálogo y tenemos también la completa seguridad de que no se vende una sola de las obras que Pueyo anuncia en su catálogo» (núm. 5, mayo de 1907, pp. 517-519).

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PRELIMINAR El centenario de Ortega y Gasset no tuvo el signo hipercrítico que caracterizó a los más lejanos centenarios noventayochescos. Éste de 1983 y los que lo flanquearon —los de Ramón Pérez de Ayala, Manuel Azaña y Juan Ramón Jiménez, más los cincuentenarios de la «generación del 27» y de la Segunda República— nacieron bajo el signo de la admiración y aun de la secreta envidia por lo que fueron empresas culturales de alto bordo y testimonios de un optimismo histórico que contrastaba con los lamentos finiseculares. Tanto que diríase que medió una rara oportunidad entre las fechas celebradas y las fechas rememoratorias. Aquellos centenarios del 98 —que apenas rescataron al Valle-Inclán tardío— fueron los adecuados a los amenes del franquismo, cuando urgía exorcizar fantasmas nacionalistas, inquirir los orígenes radicales, estigmatizar las vacilaciones del idealismo pequeño-burgués. Los centenarios reformistas de nuestro decenio, en cambio, acompasan su contenido normativo al de una esperanza democrática que quiere mirarse en el espejo de la tradición intelectual más conspicua: la prosa retoricista de Ayala, la tenaz vocación lírica (y el abolengo krausista) de Juan Ramón, el radicalismo liberal de Azaña. Seguramente estamos también en un momento de alta cotización de Ortega, tantas veces esgrimido explícita e implícitamente cuando se habló de un partido radical o de aquella entelequia que hiciera de «bisagra» entre socialdemócratas y conservadores. Tales añoranzas se referían, por supuesto, a un léxico feliz y a un estilo persuasivo, tanto como lo hacían a una impresión a la que es difícil sustraerse hablando de Ortega: el aplomo, la casi petulante seguridad, la bienhumorada arrogancia con que irrumpe en la vida cultural. Claro está que, en buena parte, eso es cuestión de pedigree. No otra cosa es nacer en el corazón mismo de la burguesía más vivaz de la Restauración: política liberal y periodismo «independiente», o lo que resume el nombre de El Imparcial, estrechamente unido desde 1906 a El Liberal de los Moya y al Heraldo de Madrid de Canalejas. Suerte es nacer también en un momento que permite perspec-

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tiva sobre el legado inmediato del radicalismo modernista y más sosegada visión del liberalismo institucionista. Pocos se lo perdonaron. En 1920, Manuel Azaña, tan vinculado cinco años atrás a la plataforma refomista de Melquiades Álvarez (como lo estaba Ortega), apuntaba en sus cuadernillos: Ortega ha puesto al alcance de las damas y de los periodistas el vocabulario de la filosofía. Una cosa es pensar; otra, tener ocurrencias. Iba a ser el genio tutelar de la España actual; lo que fue el apóstol Santiago en la España antigua. Quédase en revistero de salones. Su originalidad consiste en haber tomado la metafísica por trampolín de su arribismo y de sus ambiciones de señorito. Como prometió aprender enseguida el alemán, le hicieron catedrático1.

Resulta obvio que Azaña experimentó hacia Ortega esa instintiva aversión que se produce a menudo entre personas de edad similar y objetivos comunes (y hasta de roce social asiduo) y que está hecha de insalvables diferencias de gustos, formación y, sobre todo, ética. Por eso no debe extrañarnos que el diagnóstico tan injusto del futuro Presidente de la República coincida con la descalificación personal y filosófica que, años después y en plena polémica sobre la idoneidad orteguiana como «filósofo de la modernidad española», argumenta un libro (rara mezcla de maledicencia resentida y sagaces adivinaciones), cuyo título es todo un hallazgo: Ortega, filósofo «mondain». Los términos referenciales de Vicente Marrero son, como se observará, muy parecidos a los de los íntimos desahogos de Azaña: La misma Revista de Occidente da la sensación de una auténtica casa de modas, con un modisto de genio que se encuentra a gusto entre los de su boutique, un Christian Dior de la filosofía, disfrazado de Rey Sol en la danza del siglo con una corte asombrosa de maniquíes: que sabe traer las novedades a tiempo y sabe escoger los figurines que las luzcan2.

La lista de impugnadores aún podría prolongarse bajo el mismo denominador común: la trivialidad de una filosofía que camufla su inania tras la brillantez y su asistematismo tras la excusa del ejercicio del periodismo in partibus infidelium. Podría incluir a un sólido pensador del

1 2

Obras completas, México, 1967, III, p. 866. Ortega, filósofo «mondain», Madrid, 1961, p. 37.

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exilio español de 1939, como Eduardo Nicol, a un vehemente reformador de la novela social, como el Luis Martín-Santos de 1962, y a un coherente teórico marxista como Manuel Sacristán, que, en un modo u otro, unen sus críticas al conmilitón de Ortega en 1914 y al polemista del Opus Dei en 1961. Pero no son éstas el motivo de este estudio, aunque su fundamento sea muy similar al que las justificaba: la insolente seguridad con la que Ortega comparece en la vida cultural española entre las fechas que, usando de título orteguiano, se han llamado mocedades del escritor3. Entre unas fechas que corren desde 1902 —primer artículo del pensador en la revista Vida Nueva— hasta las vísperas de 1914, que es el año capital en la vida pública de Ortega: incluyen, por lo tanto, el descubrimiento de Alemania, la consiguiente clarificación vocacional (vacilante entre las ciencias, la filología clásica y la filosofía), la «ocupación» de El Imparcial (casi un artículo por semana desde 1904), la contribución muy directa a la fundación de las revistas Faro y Europa y, entre dos viajes germánicos, la instalación administrativa y escalafonaria en la vida nacional mediante la obtención de la cátedra de Filosofía en la Normal de Maestras (1908) y la más decisiva cátedra universitaria de Metafísica en la Central (1910). Ya para entonces su fascinación y su aplomo debían ser reflejo adquirido. Sólo así puede explicarse que su primera clase en la vieja Normal femenina se iniciara —en vez de con la esperable lección sobre la «importancia de la asignatura»— con unos comentarios improvisados a la lectura del Teeteto platónico. Lo cuenta Julián Marías, sin citar la fuente que es —me parece— un breve apunte de María de Maeztu, asistente de excepción a aquellas clases: «La palabra del maestro, clara, precisa, elegante, produce una extraña emoción. Los alumnos intentan tomar notas en sus cuadernos, más al punto quedan absortos»4. Memorias parecidas se registran entre quienes acudieron a su primera lección universitaria. Pero, en este caso, lo sorprendente era la titulación misma de la cátedra de Metafísica, cuyo simple enunciado es tan ajeno al pensamiento de Ortega que, en rigor, es una introducción antropológica a la Epistemología y quizá a la Ética. Que 1914 es año trascendente lo han reiterado todos los estudiosos del orteguismo y con precisión total el último libro de Marías: «En él se da de alta en la vida, se presenta plenamente en público, y como repre-

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Fernando Salmerón, Las mocedades de Ortega y Gasset, México, 1959. Antología. Siglo XX. Prosistas españoles, Buenos Aires, 1943, p. 86.

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sentante de su propia generación —Vieja y nueva política—, publica su primer libro —Meditaciones del Quijote—, donde llega a inequívoca posesión de su filosofía»5. La dimensión política del primer aserto es evidente si se recuenta el cúmulo de coincidencias que suscita el simple título del discurso del Teatro de la Comedia: Ortega es, a la vez, el más destacado paladín de la campaña de protesta contra la destitución de Unamuno del rectorado de Salamanca; es quien utiliza para la formación de su Liga para la Educación Política Española el ya total desmantelamiento de la Conjunción Republicano-Socialista de 1909 y la nómina de afectos al reformismo de Melquiades Álvarez. La proyección filosófica de la fecha es también indiscutible, máxime si se lee con la debida atención el prefacio «Lector...» de las Meditaciones, verdadero «prólogo general» de la obra toda de Ortega. La idea de amor intellectualis a lo Spinoza alude todavía a aquella voluntad de idealismo filosófico que quiso satisfacer en tierras alemanas, mientras que la célebre apelación a las «circunstancias» coincide —aunque más superficialmente de lo que quieren sus valedores— con el impulso fenomenológico. Pero, como puede comprobarse, aquel propósito es empeño trunco: un prólogo, una meditación preliminar y otra primera es todo cuanto resta de lo que enuncia el prefacio. Lo demás pasó a las páginas de El espectador o se redujo a un par de títulos anunciados como inminentes en la segunda edición del volumen de 1914: La superación del subjetivismo e Introducción a la estimativa o ciencia de los valores. Huelga precisar que tampoco llegaron a tomar cuerpo escrito dos propósitos tan sugestivos por cuanto corresponden cabalmente al doble programa de las Meditaciones: llevar a derroteros postkantianos la gran lección del idealismo (en mala hora reducido a subjetivismo hasta la regeneración husserliana) y suministrar una dimensión ética-antropológica a la nueva filosofía (misión que parece abordar, a la vista del enunciado, en coincidencia o divulgación de su amigo y condiscípulo Max Scheler). 5

Ortega. Las trayectorias, Madrid, 1983, p. 41. Parecidas consideraciones en J. Ferrater Mora, Ortega y Gasset. Etapas de una filosofía. Barcelona, 1958, página 18, quien postula el año de 1914 como final del período juvenil, y en Franco Díaz de Cervo, José Ortega y Gasset y la conquista de la conciencia histórica. Mocedad: 1902-1915, Barcelona, 1961, quien sigue cronológicamente y con bastante ingenuidad la producción orteguiana entre esas fechas. Son reveladores al respecto los títulos elegidos para los capítulos finales del libro: «30 años. Presentimientos de liberación (1913)», «31 años. Consagración del hombre político (1914)», «32 años. Su semanario España (1915)», «33 años. Nueva etapa (1916)».

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Sin embargo, parece que a Ortega le importan más los enunciados programáticos que su previsible desarrollo. De ahí que la fecha de 1916 sea un adecuado complemento de la de 1914. Para Marías, su significado estriba en ser el momento en que antologa parte de su obra anterior bajo el feliz rótulo de Personas, obras, cosas: «Hace una pausa y se vuelve sobre su pasado, que acaba de terminar [...]. O hace por primera vez lo que llamará muchas veces un balance vital»6. Pero la fecha es algo más que todo eso. Ortega ha fundado España en 1915 con la misma idea de canalizar el nuevo liberalismo que venía desde Faro y Europa y que había aconsejado a Luis García Bilbao poner en sus manos la herencia recién recibida para que hiciera una revista, portavoz de las ideas de «Vieja y nueva política». Sin embargo, razones de conciencia —relacionadas con la subvención de las Embajadas francesa e inglesa al aliadófilo Semanario de la vida nacional— le habían hecho trocar la empresa de ésta por la más personal de El Espectador, nacida también en 1916. La urgencia de la acción pedagógica aplaza una vez más, como siempre, el compromiso de la filosofía...

LA BÚSQUEDA DE UN GÉNERO: CRÍTICA E IDEALISMO Una palabra parece clave en el nuevo léxico que Ortega entronizó desde 1902: el término crítica. Sin ir más allá, helo en su primera colaboración periodística —tiene veinte años escasos cuando lo hace en Vida Nueva— bajo el título, con aire de preliminar de colaboración más dilatada, de «Glosas. De la crítica personal». Y lo usa para excluir cualquier pretensión de imparcialidad (que es «impersonalidad») y conjurar toda tentación de justicia definitoria, «divinidad aburrida, de culto tan poco ameno»; formas que placen a pueblos que son «pobres enfermos de voluntad y no creen en sí mismos». Porque «hay que ser personalísimo en la crítica si se han de crear afirmaciones o negaciones poderosas; personal, fuerte y buen justador. Así, las palabras son creídas; así se hacen rebotar en el tiempo y en el espacio los grandes amores y los grandes odios»7. 6

Ibíd., p. 42. «Glosas. De la crítica personal» (Vida Nueva, 1 de diciembre de 1902), Obras completas, Madrid, 19667, I, p. 16 (en lo sucesivo se citan como OC con indicación del volumen correspondiente y página). 7

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En este caso importa menos el desparpajo de las afirmaciones y lo que tengan de premonitorias de la arbitrariedad orteguiana, que el relieve otorgado a la expresión «crítica» y quizá más aún el evidente cambio semántico que implícitamente ha recogido el joven pensador. Mutación que, por supuesto, no es suya, sino de los tiempos. Porque a principios del siglo XVIII —y como consecuencia del aún activísimo legado humanístico— «crítica» y «crítico» eran términos adjetivos: requisito indispensable de la obra científica en tanto ponderaba la sustancia real y la ganga de perjuicios de un aserto, tanto como para un novator significaba la pureza filológica de un texto o su recta interpretación a la luz de la historia. Con cierta sorna muy suya, Feijoo comentaba que «cincuenta años ha, y aún menos, que ni en las más cultas asambleas se oían jamás las voces de crítica, sistema y fenómeno, y hoy están atestados los pueblos de críticos, sistemáticos y fenomenistas»8. El buen benedictino resumía en tres términos la revolución idealista: crítica es el final de las Súmulas como lógica universal (recuérdese el dialoguillo entre «dialéctico» y «crítico» que remata su «desenredo de sofismas» en el Teatro)9; sistema significa la introducción de estructuras trabadas como forma de epistemología; decir fenómeno supone la prevención científica contra el realismo rahez del filósofo tomista. Pero sólo a final de siglo el término crítica ha pasado, imperceptiblemente casi, de designar un instrumento ad cautelam a denominar la íntegra operación de pensamiento: sentido que tiene ya plenamente en tres títulos de Kant, uno de Fichte y otro de Marx, además de sustancia semántica que se conservará —aunque con cierta perversión trivial del significado— en la literatura de ideas del siglo XIX. Particularmente en aquella positivista francesa —Renán, Taine, Fouillé—, que ha sido el primer alimento orteguiano y, a la fecha de 1902, previsiblemente el único, junto a Nietzsche. Ese ámbito decimonónico —«crítica» en su sentido de reflexión idealista; «literatura de ideas», en uso más polémico— es, pues, el lugar elegido por el veinteañero en una primera manifestación que, sin embargo, no tiene continuidad en los dos años siguientes. Aunque sí persistía el afán de delimitar el alcance de su vocación y precisamente en lucha abierta con lo que tal cosa ha supuesto en la España de la Restauración (una aversión que solamente estará madura al final del tra-

8 9

«De la crítica», Obras escogidas, BAE, LXVI, Madrid, 1952, p. 598. Ibíd., pp. 432-438.

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mo temporal que ahora consideramos). Fácil víctima de tal encono es don Juan Valera (larga afición, en cambio, de Manuel Azaña), a cuenta, en este caso, de su polémica con Campoamor sobre La metafísica y la poesía: La crítica de Valera es una crítica de rebajamiento: movíale a ella un inconsciente positivismo, un positivismo cazurro y extraintelectual, que solemos hallar en los hombres de nuestra raza cuando hollamos un poco su epidermis. Así en Valera había primero un ropaje exquisito de hombre moderno, una amplísima lección, una apostura elegantísima, una ironía gramatical deliciosa; mas tras ello solía aparecer un cortijero andaluz, buen recibidor, anchamente simpático, lleno de fecundia y malicia bondadosa10.

En lo que merece la pena retener, cuando menos, dos órdenes de descalificación: la que atañe a la «raza» (pues Valera es un «celtíbero») y la que toca a lo mezquino de las ideas de un «positivismo cazurro». Ortega ha intuido ya que la solución de la «literatura de ideas» va obligadamente por otro rumbo, el de la tradición racionalista europea, y por eso —como decía con gracejo— fuese a llenar en Alemania «unos tonelillos de idealismo». Y tal cosa no ha existido en nuestros lares, aunque quepa registrar una excepción parcial: aquel krausismo, que fue injerto fecundo de lo alemán pero al que movió guerra «aquella hueste de eruditos almogávares que tenían plantados sus castros ante los desvanes de la memoria étnica»11. Bueno es reparar ahora en lo distante del demostrativo «aquella» porque para Ortega aquel injerto —pronto mezclado con el positivismo filosófico y la urgencia de una pedagogía social— es evidentemente agua pasada y no sólo en este texto de 1911. El objeto de su pelea autodefinitoria anda más próximo y se identifica con el empeño común que solemos denominar «generación del 98». Por sus aledaños es donde Ortega ve desarrollarse un fenómeno nuevo, ausente hasta entonces de nuestro desastrado siglo XIX, y que respondería a lo que el Ángel Ganivet de España filosófica contemporánea llamaba «filosofía vulgar» (esto es, equipaje de ideas que inspiran el comportamiento colectivo de un pueblo) por oposición a la «filosofía científica» (que es aquella que

10

«Una polémica» (El Imparcial, 6 de octubre de 1910), OC, I, pp. 161-162. «Una respuesta a una pregunta» (El Imparcial, 13 de noviembre de 1911), OC, I, p. 215. 11

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se enseña en la Universidad y se acoge a sistemas orgánicos y elaborados). Pero obvio es decir que aquel impulsivo granadino no es santo de la devoción de Ortega (como aún lo fue menos de Azaña), lo que es fácil percibir en más de una alusión de esta etapa juvenil. Con más perspectiva y con el pretexto de un prólogo de encargo a las Cartas finlandesas y Hombres del Norte expresaría su opinión de siempre sobre lo que llama «generación de 1857» (en la que incluye a Unamuno, Barrès y Shaw junto a Ganivet): Fueron los primeros literatos que, sin dejar de serlo, penetran en el mundo de las ideas, como otros después habían de hacer inversamente filosofía con la literatura [...]. Nótese que tanto ellos (Unamuno y Ganivet) como los otros dos hacen consistir la literatura principalmente en «opinar» [...]. Alguna vez se dejan ganar por los viejos moldes y hacen, como Shaw, Cándida, que es un drama admirable, o como Ganivet, Los trabajos de Pio Cid, que es una novela magnífica. Pero el caso es excepcional: Barrès llama a sus escritos «ideologías apasionadas»; Shaw se derrite de delicia en los prólogos doctrinales a sus obras de teatro y Ganivet escribe su Idearium español. Súbitamente brota en ellos un delirio de opinar; opinan sobre todo, sobre lo grande y sobre lo mínimo12.

Resulta obvio que «opinar» con pretexto literario y por mor del «afán de distinguirse o, como tópicamente se dice, de ser originales»13 no es tampoco el camino más idóneo para la instauración que Ortega pretende en el alma hispánica. Más cercano a su ideal (y, como se apuntaba más arriba, a su bagaje cultural anterior a 1905) está el mundo de la crítica francesa. Si Taine nunca le merece mayor atención que el desdén, Ernest Renan resulta ser un test muy significativo del primer Ortega. «Los libros de Renan me acompañan desde niño»14, confiesa ex abundantia cordis en su acercamiento de 1909. Y es que lo que fascina del autor de L’avenir de la Science no son sus descubrimientos, pues en rigor no los hay, sino la actitud espiritual de «aquel alma felina»15, que vive en zig zag, llevada por «la fruición de lo verosímil»16 y que define una suerte de sinceridad de la razón que está en las antípodas de la sin12

OC, VI, pp. 371-372. OC, VI, p. 369. 14 «Renan», OC, I, p. 443. 15 Ibíd., p. 450. 16 Ibíd., p. 453. 13

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ceridad sentimental. «Un síntoma extremo de achabacanamiento puede descubrirse en ese afán de sinceridad que ahora sentimos todos; es una moda que se nos ha impuesto —comenta a propósito del escurridizo pensador francés—, a cuyo éxito ha contribuido no poco don Miguel de Unamuno, morabito máximo, que entre las piedras reverberantes de Salamanca inicia a una tórrida juventud en el energumenismo»17. Y al propio morabito le había escrito desde Marburgo en 1906: Lo clásico es, pues, lo sincero y lo sincero no es preocuparse en ser por fuera lo que se es individualmente por dentro, sino en no preocuparse de nada que no sea la idea18.

La limitación de Renan es, pues, el escaso vuelo de la idea. Su enseñanza —como la de un Nietzsche que cita menos de lo debido— reside en la formulación de una actitud intelectual, horra de debilidades emocionales, que siendo personalísima no tiene la incómoda inmediatez de lo confesional: o que supone, si se prefiere, la interposición de un yo más ágil, agresivo y aun mendaz del que comparece en la «generación de 1857». Dos puntos de partida resultan, pues, muy patentes a estas alturas: la imperiosa necesidad de «hacer idealismo» en forma de crítica y la paralela necesidad de hallar un lugar espiritual donde —quizá al modo de Goethe, otra cita frecuente— la experiencia personal precisa no esté contaminada de patología. Una singular seguridad en qué decir y, más aún, en cómo decirlo acompañan, pues, la entrada de Ortega en una nueva literatura española donde esas dos preguntas se habían contestado por dos afirmativas que no le son gratas: espiritualismo e intimidad confesional.

UNA ANTÍTESIS: UNAMUNO Y ORTEGA Naturalmente que con esto último hablo de Miguel de Unamuno. El enfrentamiento del joven pensador madrileño y el ya maduro catedrático de Salamanca no es, en rigor, un problema de jefatura espiritual discutida —o discutible— en términos de talante generacional, pues ésta 17

Ibíd., p. 461. «Epistolario entre Unamuno y Ortega», Revista de Occidente, 19, 1964, p. 7 (en lo sucesivo se cita como Epistolario U. O. con indicación de página). 18

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sería simplificación falsa de una cuestión cuyo dato es Unamuno y cuya solución quiere ser Ortega. Así al menos lo ve este último, que es quien busca ardorosamente la pelea, contrastando entonces con la escasa combatividad del vasco. Parece, además, que la delimitación del objetivo es muy precoz. Tras una rápida lectura de la Vida de Don Quijote y Sancho, el jovencísimo Ortega de 1905 escribe en estos desenvueltos términos a su corresponsal Francisco Navarro Ledesma: He leído el libro de don Unamuno de Vizcaya: casi todas las ideas de dicha obra me parecen bien, tanto que en un ensayo que había yo aquí compuesto y terminado aún no hace una semana, se hallan casi todas [...]. Dice muchas cosas valientes, pero muchas más y bien fructíferas escribieron un tal Renan y un nommé Taine y no dieron en gritar, ni en sudar, ni en hacer en público todas sus necesidades [...]. Pero, en fin, todo esto de Unamuno carece de importancia: ese hombre cree que se funda una religión así, en dos paletas sin más ni más, haciendo media docena de cabriolas y pegando cuatro gritos y diciendo retuso, remejer y desentonar19.

Estaría tentado de decir que el autor de este vejamen no es el mismo que algo más de un año después confía al propio Unamuno, desde Marburgo, que solamente recibe cartas de su familia, de su novia... y de él. Pero aún en una misiva que rezuma sentimentalismo de trasterrado y admiración respetuosa por el corresponsal, Ortega halla pretexto de volver por sus fueros: En algunos momentos —dice— siento vergüenza étnica; vergüenza de pensar que hace siglos que mi raza vive sin contribuir lo más mínimo a la tarea humana. Africanos somos, Don Miguel, y lo que es lo mismo enemigos de la humanidad y de la cultura, odiadores de la Idea20. 19 Carmen de Zulueta, Navarro Ledesma, Madrid, Alfaguara, 1968, p. 336. En rigor, las dos primeras referencias de la relación Ortega-Unamuno son las dos cartas del primero que el profesor de Salamanca reprodujo (como hizo con otra de Antonio Machado) en el ensayo «Almas de jóvenes» (Nuestro Tiempo, 41, 1904, recogido en OC, Madrid, 1958, III, pp. 718-736). Las epístolas del Ortega veinteañero mezclan la patología juvenil («tengo un verdadero lío en la cabeza: la consabida sopa de letras, hirviendo») con los primeros síntomas de algún tema que luego tendría vasto desarrollo: así, a propósito de Humo de Turguenev, se alza contra la vanidad de «esperar un genio» redentor del país porque antes hay «que alentar los pasos mesurados y poco rápidos del talento». Lo que anticipa términos de la polémica con Maeztu de cuatro o cinco años más tarde. 20 Epistolario U. O., p. 7.

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Lo que debe entenderse como respuesta discrepante de una confidencia unamuniana al neokantiano, que tiene fecha de mayo de ese año: Cada día me importan menos las ideas y las cosas, cada día me importan más los sentimientos y los hombres [...]. Mi vieja desconfianza hacia la ciencia va pasando a odio. Odio la ciencia, y echo de menos la sabiduría21.

Es significativo que a la bipolaridad ciencia-sabiduría, Ortega responda en términos de cultura no solamente en el párrafo precedente, sino cuando retoma el tema para prevenir cualquier patología nacionalista: Si acertamos a ser españoles en función del universo, seremos cultos. No, si queremos ser españoles en función de los españoles, aunque éstos sean los españoles del siglo XVI. Ahí tiene usted algunas serias razones que muestran lo insostenible y aterrador de la labor cultural de Menéndez Pelayo. En ella tiene usted una cultura que nace muerta por nacer con el prejuicio nacional22.

Y porque, a su modo de ver, también Unamuno está librando «una segunda guerra de la Independencia Espiritual» le amonesta: Creo que hace falta a usted, mi buen don Miguel, una continencia, una cejuela, un cilicillo; si no, nos vamos de cabeza al misticismo energuménico y por ese mero hecho nos colocamos fuera de Europa, flor del Universo23.

La polémica se hace pública pocos años después. Y curiosamente surge como un argumento adicional de la respuesta que Ortega endereza a Ramiro de Maeztu, cuyo apasionamiento europeo y nostalgias kantianas de entonces le parecen a nuestro autor mercancía algo averiada por el voluntarismo nacionalista24. El futuro destinatario de la dedicato-

21

Epistolario U. O., p. 3. Epistolario U. O., p. 8. 23 Epistolario U. O., p. 9. 24 Sobre la importante relación del joven Ortega con el algo menos joven Maeztu conviene ver ahora el epistolario que ha dado a conocer Inman Fox en «Sobre el liberalismo socialista (cartas inéditas de Maeztu a Ortega, 1908-1915)», en Homenaje a Juan López Morillas. De Cadalso a Aleixandre, Madrid, 1982, pp. 221-236. Comenta algu22

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ria de las Meditaciones no le parece a Ortega, evidentemente, presa polémica tan grata como un Unamuno a quien parece encomendada por una divinidad sórdida la labor luciferina —Aufklärung— que en el siglo XVIII realizaron para Alemania un Lessing, un Klopstok, un Amman, un Jacobi, un Herder, un Mendelssohn. Y aunque no esté conforme con su método, soy el primero en admirar el extraño atractivo de su figura, silueta desacompasada de místico energúmeno que se lanza sobre el fondo siniestro y estéril del achabacanamiento peninsular martilleando con el tronco de encina de su yo sobre las testas celtíberas25.

Unamuno debió leer entre líneas lo que hay de elogio en estas palabras y no contestó por vía directa. Al poco, sin embargo, Ortega decidía sentirse aludido por un desahogo unamuniano —llamar «papanatas» a los europeístas— y respondía con inusitada violencia en las páginas de su Imparcial. En primer término, para hacerse solidario explícito del epíteto («Apenas si he escrito, desde que escribo para el público, una sola cuartilla en la que no aparezca con agresividad simbólica esta palabra: Europa»)26, y líneas más abajo, para retornar a los privados dicterios de la carta de 1905 a Navarro Ledesma: El señor Unamuno ha elevado a la dignidad universitaria los usos jaquescos que el señor La Cierva, tan ingenuamente se dedica a perseguir por las tabernas [...]. En los bailes de los pueblos castizos no suele faltar un mozo que, cerca de la medianoche, se siente impulsado a dar un trancazo sobre el candil que ilumina la danza [...]. El señor Unamuno acostumbra a representar ese papel en nuestra república intelectual.

Para concluir: No es la primera vez que hemos pensado si el matiz rojo y encendido de las torres salmantinas les vendrá de que las piedras venerables aquellas se ruborizan oyendo lo que usted les dice cuando a la tarde pasea entre ellas27. nas de esas cartas Antonio Elorza en su libro La razón y su sombra. Una lectura política de Ortega y Gasset, Barcelona, 1984, pp. 51-70, en el marco de un sagacísimo análisis de las relaciones entre el pensador y el Partido Socialista Obrero Español. 25 «Sobre una apología de la inexactitud» (1908), OC, I, p. 118. 26 «Unamuno y Europa. Fábula» (El Imparcial, 27 de noviembre de 1909), OC, I, p. 129. 27 Ibíd., p. 130.

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Pero es significativo que la diatriba concluya con una cita del Poema del Cid —«¡Dios, qué buen vasallo si oviese buen Señor!»— que parece, cuando menos, atenuar la indignación que ha trocado el habitual «don Miguel» por un distante «señor Unamuno». Y es que Ortega sigue pensando en un Aufklärung hispánica —o quizá un Kulturkampf, mejor— en el que un universitario preparado, lector de filósofos alemanes, nutrido de experiencia intelectual europea, señalara mejor camino que aquel regreso al «misticismo» cavernícola, que es negación de la Idea por suplantación. Con bastante gracejo y no pocas deudas a Ortega, Pérez de Ayala hace de su Alberto Díaz de Guzmán (en Troteras y danzaderas, novela de 1913) un adalid contra «místicos» y por parecidos modos, el propio pensador exuda su tentación mística en su imaginario semiheterónimo Rubín de Cendoya a propósito del páramo soriano, del libro de Philippon sobre los iberos, o de la política nacional. Porque Rubín sería un Ortega solipsista y autónomo, que no va seguido de acción y al que falta la experiencia vivida de Europa. Un «místico», en fin, de estirpe berberisca, susceptible de curación como Unamuno. Que no renuncia a ésta se hace patente en ocasión tan significada como la conferencia «La pedagogía social como programa político» que pronuncia ante los paisanos del vasco en la Sociedad «El Sitio», de Bilbao. En este texto, al que hemos de volver por su importancia, las palabras finales suponen una reconciliadora mano tendida a cinco meses de los vituperios. Porque Unamuno, aunque se nos presenta como africanizador, es, quiera o no, por el poder de su espíritu y su densa religiosidad cultural, uno de los directores de nuestros afanes europeos28.

Términos en los que cumple notar la atrevida troquelación —«religiosidad cultural»—, donde Ortega arriesga atraer a su gavilla —cultura— lo que es motor fundamental del pensamiento ajeno —religión—. Y donde, de otra parte, Unamuno hace compañía a otra deuda fundamental, otro legado críticamente absorbido, cual es el de Joaquín Costa que ha orientado durante doce años nuestra voluntad, a la vez que en él aprendíamos el estilo político, la sensibilidad histórica y el mejor castellano29. 28 29

«La pedagogía social como programa político» (1911), OC, I, p. 520. Ibíd., p. 521.

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El 21 de noviembre de 1912, Unamuno escribía a Ortega, al poco de haberle enviado el Rosario de sonetos líricos: Pasemos por alto nuestras pequeñas diferencias; usted y yo estamos sobre ellas. Yo procuraré contenerme en mis paradojas —¿qué es esto?— y en mis insidias, y usted pese el valor de las palabras, v. gr., patraña, impertinente, etc., etc. Y basta de esto, puesto que ambos coincidimos en lo fundamental y nos estimamos y queremos30.

Pero el 20 de agosto de 1914 se cruza en la amistad de ambos un hecho de resonantes consecuencias: un decreto del Ministerio de Instrucción Pública, Francisco Bergamín, destituye a Unamuno del rectorado salmantino31. La respuesta de Ortega no se hace esperar, y el 2 de septiembre una brevísima esquela escrita desde Vitoria inquiere si hay en el agravio «lo más mínimo de atropello, injusticia o simplemente desdén u odiosidad a la Kultura», para, en ese caso, poner a disposición del destituido «mi pluma» y «mi mal genio». A vuelta de correo, Unamuno contesta por extenso con los pormenores de la cuestión y, en epístola del 12 de septiembre, el infatigable Ortega le expone todo un plan de batalla que resulta casi un manual —bien significativo por las fechas— de actuación intelectual, ya que tiendo mucho a creer que debemos dar a esta protesta el carácter genérico de intelligentsia, como dicen en Rusia, y no el particular de universitarios32.

Para lo que propone, en primer lugar, «una campaña de guerrillas —artículos impersonales— para ir levantando presión en toda España»; luego, propiciar el silencio del interesado, pues lo contrario «es, por el momento, antiestratégico»; en lo inmediato, llevar la protesta a los periódicos de pro-

30

Epistolario U. O., p. 19. Sobre este tema véase la minuciosa información de Yvonne Turin, Miguel de Unamuno, universitaire. París, 1962, pp. 81-97, completada en algunos extremos por Emilio Salcedo, Vida de don Miguel, Salamanca, 1964, pp. 187-195. Sobre la actuación de Ortega, cf. Manuel García Blanco, «Unamuno y Ortega (aportación a un tema)», en En torno a Unamuno, Madrid, 1965, páginas 351-361. Acertadas reflexiones sobre el encuentro de los dos pensadores en el capítulo «El sentido jovial de la vida (la confrontación Ortega y Unamuno)» del libro de Pedro Cerezo Galán, La voluntad de aventura, Barcelona, 1984, pp. 84-133. 32 Epistolario U. O., p. 24. 31

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vincias; más adelante, seguir con conferencias y, cuando proceda, quizá a primeros de octubre, realizar «un viaje colectivo a Salamanca», dejando para el final una posible intervención personal de Unamuno ante el auditorio de Madrid. A despecho de polémicas anteriores —a las que Ortega alude cariñosamente—, Unamuno se ha convertido en el Dreyfus de una movilización intelectual que es justo el prólogo de las muchas y más significativas que encendería la guerra de Europa (hostilidades que habían comenzado entre primeros de julio y el mes de agosto de aquel año). Hasta el otoño de 1921 no retornaría Unamuno a puestos de responsabilidad académica, primero como vicerrector y al poco como decano de la Facultad de Letras. Pero la reparación iba a ser efímera, por llegar, a los dos años de los hechos, el famoso confinamiento en Fuerteventura por parte de la Dictadura primorriverista. Poco antes de esto, en junio de 1923, Ortega solicita del discutido catedrático salmantino un artículo sobre Pascal, «que le consta que va a publicar»33. La versión española de aquel trabajo apareció al fin entre los que recoge La agonía del cristianismo, pero no en las páginas de Revista de Occidente —lugar al que se refería Ortega en su carta—, donde la casualidad, más que recíprocos desvíos, hizo que nunca se incorporara el nombre de Unamuno. Cuidóse, empero, que la publicación de Rimas de dentro y de la versión francesa (por Jean Cassou) de La agonía tuvieran como reseñistas de excepción a Gerardo Diego y a Luis de Zulueta.

CULTURA, CLASICISMO Y GERMANISMO Hemos hecho hasta aquí un camino cuyas posadas conviene recapitular: en primer lugar, he abordado la designación de crítica como modo de actividad intelectual conscientemente elegido y en cuanto propia del idealismo filosófico que se debía implantar con toda urgencia en la endeblísima tradición española, más dada al realismo rahez que al vuelo de la razón; en segundo término, la polémica con Unamuno (y la implícita con la «generación de 1857») ha precisado la importancia de la impersonalidad en la reflexión, ya que la sinceridad (mal «femenino» de tiempos débiles) es inferior a la veracidad, condición masculina del pensamiento; en último y decisivo rango, ha interesado ver cómo el tér-

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Epistolario U. O., p. 27.

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mino cultura tiene la suprema misión de desplazar a las formas inmediatas de vida espiritual y, sobre todo, a esa teratología gnoseológica que Ortega ha dado en llamar misticismo, tan paradójicamente afín, de otra parte, al realismo hispano34. No es difícil, pues, ahora acotar los límites que el concepto de cultura tiene en el pensamiento del joven Ortega. Una afirmación ocasional de un artículo de 1910 puede ser buen punto de partida: La historia universal —escribe en El Radical— se diferencia de la zoología o historia natural en que se considera a aquella como línea de desenvolvimiento de un personaje perfectamente concretado y caracterizado: la cultura. Actos que no pertenezcan al henchimiento cultural no pertenecen a la historia humana: si se quiere, puede tejerse con ellos la historia de los orangutanes35.

De lo que es hacedero concluir un par de corolarios interesantes: en primer lugar, que cultura se opone antropológicamente al estado de naturaleza y obedece a una radical urgencia de despegarse de un medio que tiende a la inercia evolutiva del mundo animal; en segundo término, que se trata de una dimensión colectiva, obra de una comunidad, pero que no por ello es espontánea, sino producto de un esfuerzo deliberado hacia un fin. Y puede decirse esto porque cultura no es la obtención de un repertorio de comodidades técnicas (o no lo es solamente), sino la fuerza inquisitiva permanente que hay tras aquellas. Contra la opinión común de que la grandeza de Europa es su bienestar material, anota que reside en la virtud de la ciencia sin la cual el europeo sería una bestia rubia junto a la bestias más pálidas y de bruno pelo que pueblan el Asia, junto a la bestia negra y rizada de Goa y el Victoria-Nyanza36.

O, como se recuerda a propósito del centenario de la Universidad de Leipzig, frente al desprecio habitual por lo especualtivo conviene tener presente que 34 Cf. las consideraciones que el libro de F. Salmerón citado en nota 3 dedica a «El tema de la cultura», pp. 81-96. Por su lado, también F. Díaz de Cerio anota que «cultura es el concepto clave que explica los afanes todos del Ortega joven» (op. cit. en nota 5, p. 59). 35 «Venerables ironías» (El Radical, 23 de junio de 1910), OC, X, páginas 148-149. 36 «Asamblea para el Progreso de las Ciencias» (El Imparcial, 27 de julio de 1908), OC, I, p. 102.

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de aquellas meditaciones académicas proviene el ejército más fuerte de Europa, de aquéllos físicos y químicos que vivían austeramente la enorme riqueza del made in Germany37.

Edificar cultura es algo que requiere una cierta rebeldía frente al medio, la suprema renuncia al éxito cercano y, sobre todo, una disposición de ánimo que impregne aquella colectividad que ha optado por ello. Y que, lógicamente, supone la dimensión individual de una necesaria ascesis. Este ingreso apasionado en el comercio de la Idea es lo que Ortega asocia en sus iuvenilia con el clasicismo. Si, a la altura de 1906, confidenciaba a Unamuno que clásico es el espíritu que, nazca cuando naciere, está soterráneamente en comunicación con la corriente soberana de la eterna tarea humana [...]. La Humanidad es Idea; el hombre —lo único importante que existe en el universo— es Idea38,

apenas un año más tarde, y en conversación con su igual y antípoda Rubín de Cendoya, desvela un sintomático esquema de autobiografía intelectual que va por ese mismo camino: Cual todos los españoles mozos de esta hora, he movido yo larga guerra a mi «yo» para arrojarlo, como un mal can, de los fanos consagrados a la lógica y la ética, a la vida especulativa y la vida moral; aullando el canecillo de mí mismo, ha ido a acogerse a la espléndida democracia de la estética y me temo muy mucho, amigo Rubín, que no ha de ser fácil arrojarlo también de allí39,

porque, en suma, y pese a su inclinación a lo literario, no se trata al clasicismo por la senda florida e incierta de lo bello, sino por el severo camino de las matemáticas y la dialéctica40.

La última frase apenas camufla un conocido paso de Platón (el lema de la Academia) e ilumina mucho sobre la idea de Grecia, que rezuman 37

«Una fiesta de paz» (El Imparcial, 5 de julio de 1908), OC, I, p. 107. Epistolario U. O., p. 7. 39 «Teoría del clasicismo» (El Imparcial, 18 de noviembre de 1907), OC, I, p. 70. 40 Ibíd., p. 71. 38

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tantos escritos de la primera estancia en Alemania, coincidentes, por otro lado, con la tentación de proseguir estudios de filología clásica. Pero la Grecia que puso en pie al pensamiento humano por un acto de generosidad colectiva, ya no existe hogaño. La Grecia de hoy es la universidad alemana, al menos desde principios del XIX, y por esto se rebela contra la tradicional sumisión a lo francés. La Francia del pasado siglo ha sido conservadora, timorata, certera en lo estético que ande tocado de cierto decadentismo (ahí están Flaubert y Manet), «pero la cultura es algo más que eso, más que la forma de las pasiones e ideas humanas; es creación de pasiones e ideas nuevas»41. Lo más innovador de su intelectualidad ha crecido a la sombra de Inglaterra (Taine) o a la más fecunda de Alemania (Renan), al igual —señala en una respuesta de 1909 a Pío Baroja— que la gloria de Carducci en Italia ha venido de su proximidad a lo germánico: «La cultura germánica es la única introducción a la vida esencial»42. Hay que notar, sin embargo, que la admiración de Ortega por lo alemán se mantiene en el plano de una norma abstracta —tan caro a quien ha hecho profesión de fe idealista— y tiene poco que ver con la experiencia cotidiana. Admira una universidad e incluso la gracia de una ciudad menuda, Nuremberg, que ha sabido conservar su pasado jocundo, gremial y menor junto al humo de altivas chimeneas fabriles43, pero reiteradamente critica la realidad alemana de sus días, esa Germania del filisteo que convive con la del filósofo: «Alemania ha creado más grandes almas que el resto del mundo y, sin embargo, tengo para mí que el alemán es el europeo de menos valor»44, escribe en 1908, como tres años más tarde abomina de «la patética protestante, la pedantería, la pobreza intuitiva, la insensibilidad plástica y literaria, la insensibilidad política del alemán medio»45. Por descontado, las razones son de índole 41 «Alemán, latín y griego» (El Imparcial, 10 de septiembre de 1911), OC, I, pp. 208-209. 42 Ibíd., p. 210. 43 «Las fuentecitas de Nuremberg» (1906), OC, I, pp. 425-429. No es casual que este texto sea el segundo de los seleccionados para la autoantología Personas, obras, cosas (1916) (después del significativo «Las ermitas de Córdoba») y, sin embargo, figure como obertura en la dispositio de las Notas de 1928: la insistencia revela el interés de Ortega por estas páginas, más definidoras de su concepto de cultura (atención a lo mínimo, humor e ironía, respeto a la tradición y aceptación de la modernidad industrial) que las páginas «vitalistas» de fechas posteriores. 44 «Las dos Alemanias» (El Imparcial, 19 de enero de 1908), OC, X, p. 24. 45 OC, I, p. 209.

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política más que otra cosa: en 1907 cuenta a Unamuno que «esta gente es un rebaño imbécil» y con cierto orgullo añade que «los señores en cuya casa vivo —un director de Gimnasio— han llegado a odiarme porque soy socialista»46. Se trata, en fin, de la Alemania donde el nuevo liberalismo, suscitado por Von Bülow frente a católicos y socialistas, es una vulgarísima unión sagrada de burócratas y nacionalistas que acuden en apoyo del Reich: «Desde los jardines de infancia hasta los seminarios de las Universidades hállase montada una gigantesca industria para falsificar hombres y convertirlos en servidores del Imperio»47. Nada más aborrecible, añade comentando ideas de Meier-Graefe, que los modos por los que esa autofagia se ha apoderado de la nación. Porque entre ellos están, por ejemplo, los cuadros de Arnold Böcklin. dulces, ingeniosos, pintados, más que con sus colores, con ideas generales, con blandos lugares comunes espumados del hervor romántico. Las doncellitas bárbaras, de carnes blancas y tan quietas, de almas góticas y hacendosas que llevan miel sobre las pestañas y una abeja en el corazón, se han conmovido suavemente y han soñado otro mundo más vago, más fácil, más lleno de casualidades que el verdadero, un mundo, en fin, donde reine perennemente el feudalismo [...]. Porque, a la postre, lector, son los cuadros de Böcklin una enorme pantalla con la que se intenta tapar el socialismo48.

LA REFORMA IDEALISTA DEL LIBERALISMO Pero esta irritación tan explícita contra un estado de cosas nos lleva a una última vocación del pensamiento orteguiano en esta etapa juvenil: la reflexión política. Su experiencia alemana debió tener una estrecha relación con la conformación de su proyecto hispánico que, hasta 1914, tiene tres horizontes determinantes: la inserción del caso español en la órbita europea; la regeneración del liberalismo; el entendimiento pedagógico de la idea socialista. En un orden lógico, empero, el punto de partida y primer centro de reflexión es la misma noción de democracia, víctima paciente de un malentendido que la ha hecho equivalente a la de igualitarismo. Puede que, aun a riesgo de usar abusivamente de la pro-

46

Epistolario U. O., p. 11. «Julius Meier-Graefe» (El Imparcial, 19 de julio de 1908), OC, I, p. 96. 48 Ibíd., pp. 97-98. 47

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pia terminología de Ortega, cupiera decir que democracia es una idea e igualitarismo (su traducción práctica y desviada), una forma de realismo político (en el sentido peyorativo del primer concepto) y, por ende, la vía muerta y contradictoria en que se ha encenegado el horizonte abierto en 1789. Por descontado, esta aprensión por el principio generalizador de la democracia es achaque común a muchos pensadores de la generación de Ortega y, en su concreto caso, sería quicio de un pensamiento político que fundamentalmente va desde El tema de nuestro tiempo en 1923 a la controvertida La rebelión de las masas: para las fechas de 1905-1914 es todavía un criterio que arropan y mitigan otros como cultura, educación e incluso socialismo (en su peculiar interpretación). Del mismo modo, liberalismo comparece como otra Idea capital que por su naturaleza misma de motor cultural entra en pugna con su encarnación práctica y restrictiva: la de Partido Liberal. Con la consideración de éste llegamos, en efecto, al punto de arranque de la incomodidad orteguiana con el rumbo histórico de su tiempo. Su experiencia incluye, en efecto, dos vivencias personales: la europea —adquirida en Alemania y bajo las poco dignas andanzas de Von Bülow y su bloque de Zentrum y liberales que siguió a las «elecciones de los hotentotes» en 190749— y la española que hubo de proveerle de material informativo mucho más directo en su misma familia, tanto por el lado Ortega cuanto por el lado 49 La lección de los comicios alemanes llamados «de los hotentotes» (1907) fue importante para un Ortega que era testigo, en su propio país, de otro problema colonial —el de Marruecos—, caricatura casi del germano (cf. las ambiguas ironías con que trata la incompetencia diplomática y administrativa española en la serie «Libros de andar y ver», publicada en El Imparcial entre el 31 de mayo y el 14 de julio de 1911). Efectivamente, las elecciones del año siete se convocaron como una prueba de fuerza entre el disuelto Reichstag (con fuerte implantación socialdemócrata) y la política imperialista (la Weltpolitik) del Kaiser. Von Bülow pretende explícitamente proteger la autoridad gubernamental y salvaguardarla de la acción de los partidos, para lo que desarrolla una campaña muy moderna en la que ligas navales y asociaciones colonialistas remedan la actividad socialista en las legislativas de 1903 y consiguen una brillante victoria para el Zentrum. Como decía el Norddeutsche Allgemeine Zeitung de 21 de enero de 1907, «cuando se trata de la cuestión nacional, el pueblo alemán pasa por encima de todo. No tolera el mínimo debilitamiento de su poder, aunque se trate de una colonia africana y de algunos miles de hombres [...]. La idea nacional, imperial y mundialista ha obtenido un brillante triunfo» (citado por G. D. Crothers, The German elections of 1907, Nueva York, Columbia University Press, 1941, p. 167, cuya consulta debo a la amabilidad de mi compañero J. J. Carreras, de la Universidad de Zaragoza).

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Gasset. Lo mezquino de las rebatiñas por el poder y lo indecoroso de los líderes que —con la excepción de Canalejas— lo disputaron a la muerte de Sagasta explica que Ortega llegue a calificar de «estorbo nacional» al Partido Liberal, aunque no fuera mejor su opinión de aquella secuencia conservadora que va de Silvela a Maura y que dominó la vida española hasta las elecciones del año diez. No tiene, pues, nada de extraño que Ortega haga gravitar sobre la reforma liberal su llamada a la renovación política. En el primer número (1908) de la revista Faro (cuya ejecutoria consideramos globalmente luego), afirma: Los partidos liberales son partidos fronterizos de la revolución o no son nada [...]. El sentido que su tradición y origen le marca es indudable y preciso: donde se proclame un nuevo derecho del hombre, allí debe estar [...]. ¿Qué afirmación de un nuevo derecho original destaca sobre la parca historia contemporánea? La idea socialista. Luego no hay otro posible liberalismo que el liberalismo socialista50.

La reducción de aquel brillante artículo a su mondo esqueleto lógico (premisa asertiva mayor, introducción de un rango menor, conclusión lógica: en rigor, es un silogismo en darii) permite observar a nuestro sabor dos ingredientes esenciales: en primer lugar, la idea de liberalismo como agitación y disposición de ánimo que modifica sus supuestos por incorporación de otros nuevos, al igual que ocurría con la cultura; en segundo término, nos introduce en una restrictiva consideración del socialismo como nuevo horizonte espiritual y, por ende, como cultura que comporta una pedagogía previa. A esta última se refiere explícitamente una conferencia bilbaína de 1910 que antes citaba a propósito de Unamuno y que tiene el sintomático título de «La pedagogía social como programa político». Toda su argumentación inicial estriba en diferenciar el patriotismo complacido y fundado en el pasado y aquel otro que es «pura acción sin descanso, duro y penoso afán por realizar la idea de mejora que nos propongan los maestros de la conciencia nacional»51. Lo cual implica una esmerada atención a la labor de socialización de los ciudadanos y motiva una ardiente defensa de la escuela única y laica, pues «la confesional» (y lo sa50 51

«La reforma liberal» (Faro, 23 de febrero de 1908), OC, X, p. 37. OC, I, p. 506.

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bía muy bien el antiguo educando de los jesuitas y entusiasta lector de A.M.D.G., la novela de Ayala52) «es principio de anarquía porque es disociadora»53. «No compete a la familia —añade al poco—, ese presunto derecho de educar a los hijos [...]. Para un estado idealmente socializado lo privado no existe, todo es público, popular, laico»54. Obviamente, la vigorosa y polémica rotundidad de estas líneas condicionan el corolario final. Cuando leemos que «es hoy una verdad científica adquirida para in aeternum que el único estado social y moralmente admisible es el estado socialista», no hace falta que apostille que «no he de afirmar que el verdadero socialismo sea el de Carlos Marx, ni mucho menos que los partidos obreros sean los únicos partidos altamente éticos»55: porque sabemos ya muy bien que socialismo es otra idea que a su vez realiza en grado de perfección la idea de Estado, organizando la sociedad dispersa, disciplinando hacia la cultura la inquietud colectiva, armonizando las fuerzas productivas e incorporando al individuo a su verdadera condición de microcosmos de la Idea. Un Estado regido por la geometría social, con inevitables reminiscencias platónicas y alguna resonancia fabiana, como las que inspiraron en el Ateneo madrileño y hacia 1907 un conato de asociación en el que Ortega tuvo parte activa. Así se entiende mejor la tarea que el pensador asigna al existente y realísimo partido socialista español: que abandone su digno «recato»56 y que proceda a una «nacionalización» de su mensaje ético, pues «los partidos socialistas tienen que ser tanto más nacionales cuanto menos construidas están sus respectivas naciones»57. Conviene prevenir, sin embargo, el alcance de una «nacionalización» que todavía no tiene nada en común con el narcisismo nacionalista o realismomisticismo de acervos nacionales concretos. Ya en 1907 —y parece que los términos de entonces tienen aún vigencia, al menos hasta 1917— precisaba Unamuno que

52

«Al margen del libro AMDG» (diciembre de 1910), OC, I, pp. 532-535. OC, I, p. 519. 54 OC, I, p. 520. 55 OC, I, p. 518. 56 «El recato socialista» (El Imparcial, 11 de septiembre de 1908), OC, X, página 187. 57 «Miscelánea socialista» (El Imparcial, 30 de septiembre de 1911), OC, X, p. 206. 53

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cuando he escrito Nación en algún artículo debí poner Pueblo [...]. Cuando le decía: España tiene que morir como pueblo si ha de sobrevivir como cultura —léase: tiene que morir como nación [...]. Pueblo y cultura son sinónimos o cuando menos mutuos conceptos58.

Porque «pueblo» es una «idea» que se constituye no por mero agregado de individuos, sino por mor de un destino que estos individuos agrupados quieren (y que a su vez les modifica); «nación» es, simplemente, la confusión de ese destino creador de cultura con la regresión de una colectividad sobre su propio pasado.

LA PREVENCIÓN ANTIARTÍSTICA He exagerado adrede el platonismo de ciertas articulaciones orteguianas porque aún hay otra aprensión u otro prejuicio que parece contagiado del autor de La República: la prevención ante el arte, si éste se considera como forma más elevada de la producción espiritual. Párrafos más arriba reproducía, a otro propósito, unas líneas en las que Ortega confesaba haber recalado en la meditación estética como forma de huir de la meramente ética (la sinceridad peligrosa del autoanálisis y la confesión), pero, a la vez, reconocía su pecado original con respecto al «severo camino de las matemáticas y la dialéctica» (o de la ciencia), forma superior del espíritu. Y algunas páginas antes se recordará a un Ortega que daba por unos gramos de racionalismo alemán toda la riqueza literaria y artística de la Francia del siglo XIX. Y es cierto que cuanto ofrecía el panorama cultural de la España de su tiempo se presentaba bajo especies artísticas. No era, por supuesto, insensible a ellas: las conocidas opiniones sobre Unamuno revelan una admiración profunda, lo mismo que su interés por el entonces «caso Zuloaga» o el que se percibe cuando, en una precocísima reseña de la valleinclanesca Sonata de estío, declara sentirse tan ganado por el arte del autor... cuanto beligerante contra «ese enfermismo imaginario y musical»59, que no es tanto el de Valle como el de la legión de sus ignaros imitadores. Porque, como diría polemizando con su amigo Maeztu en 1908, 58

Epistolario U. O., p. 11. «La Sonata de estío de D. Ramón del Valle-Inclán» (La Lectura, febrero de 1904), OC., I, p. 23. 59

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los señores Valle-Inclán y Rubén Darío tienen su puesto asegurado en el cielo, como pueden tenerlo Cajal y don Eduardo Hinojosa. Los que probablemente se irán al infierno —el infierno de la frivolidad, único que hay— son los jóvenes que, sin ser Valle-Inclán ni Rubén Darío, les imitan malamente en lugar de barajar los archivos y reconstruir la historia de España o de comentar a Esquilo o a San Agustín. O se hace literatura, o se hace precisión o se calla uno60.

El objetivo de esa destemplada iteración disyuntiva está muy claro. Trátase de los dengues modernistas que contempla como fruto tardío —y no se equivoca en nada— del talante romántico y, por extensión, como ya vio al referirse a la Sonata de estío, del falso democratismo decimonónico, cuando «se escribía para ganar; se ganaba, es natural, cuanto mayor número de ciudadanos leyera lo escrito». El compositor lograba esto halagando a la mayoría de los hombres, «sirviéndoles un ideal, que diría Unamuno, deseado por ellos mas previamente creado por el público»61. Es fácil comprobar que en estos términos está in nuce la posterior y famosa contraposición entre el arte romántico y el arte nuevo: entre la Sexta sinfonía de Beethoven y La siesta del fauno, de Debussy, tal como se explicará por extenso en «Musicalia» (1916), o entre el jugueteo de ironías vanguardistas y la llorona trascendencia del arte antiguo, tal como se dice en La deshumanización del arte. La diferencia sustancial es que ahora, en esta etapa juvenil, no se contenta con que la estética exhiba lúcidamente su musculatura al margen de lo sentimental. O, por lo menos, no ha encontrado en la gratuidad sonriente de lo vanguardista una impensada ratificación del paradigma de una razón vital como filosofía del esfuerzo puro. Antes al contrario, cuando hace actuar a su «crítica bárbara» frente a la antología modernista La corte de los poetas pide, nada menos, al artista que «el secreto de las energías humanas que guarda el arte dentro de sus místicos arcaces»62. Y apela a la responsabilidad porque, en tanto que España cruje de angustia, casi todos estos poetas vagan inocentemente en torno de los poetas de la decadencia actual francesa y con las piedras de sillería del verbo castellano quieren fingir fuentecillas versallescas, semioscuras meriendas a lo Watteau, lindezas eróticas y derretimientos nerviosos de la vida deshuesada, sonámbula y femenina de Madrid63. 60

«Algunas notas» (Faro, 1908), OC, I, p. 113. OC, I, p. 22. 62 «Moralejas. Crítica bárbara» (El Imparcial, 6 de agosto de 1906), OC, I, p. 48. 63 Ibíd., p. 50. 61

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Parece altamente significativo que, al margen de Unamuno, los artistas más citados y gustados de esa época juvenil sean Zuloaga y Azorín. Ambos comparten, a su modo de ver, dos rasgos comunes: por un lado, y casi in anima vili, presentan el pecado capital del alma hispánica (la gnoseología directa y brutal de la realidad en el caso del pintor; la terquedad estática del pasado, en el del escritor), pero, por otro lado, y quizá por su misma fidelidad a este principio, son grandes y consistentes creadores. Un artículo como «La estética de Gregorio el botero» (1911) —referido a Zuloaga— es, en ese orden, una perfecta muestra del deliberado vaivén entre la fascinación estética y un rechazo intelectual que casi no llega a serlo por la evidencia brutal con que los rasgos abominados se han trocado en original pintura. El caso de Azorín es más complejo porque, entre la admiración por el autor de Los pueblos y su utilización como espejo de la nulidad especulativa de lo español, median las opiniones del Azorín maurista y ciervista. Por eso, al hablar del «realismo mediterráneo», desde Altamira y la Farsalia hasta Velázquez, consigna con dolorida ironía que lo mejor que ha traído la literatura española en los últimos diez años han sido los ensayos de salvación [...] que compuso un admirable escritor, desaparecido hace cuatro años, y que se firmaba con el seudónimo Azorín64.

Pero cuando en 1912 el alicantino vuelva por sus fueros con Castilla y Lecturas españolas, la recepción es condigna de una acrisolada admiración: «Uno de los libros mejores que yo he leído en castellano»65, opina del segundo. Lo que tampoco impide la «rebaja» intelectual de la pleitesía estética rendida: tal viene en el mismo brindis de la fiesta ofrecida a Azorín en Aranjuez (1913) o, algo más adelante, en un trabajo de El espectador, cuyo contenido se anticipa por extenso en el prólogo de las Meditaciones del Quijote. Si en el texto de 1913 el escritor levantino es calificado de «romántico», en el redactado en 1916 (e integrado años después en El espectador) se le califica del «poeta de la costumbre» y se contrasta su sensibilidad proclive a la mineralización con aquella que aprecia fundamentalmente los rasgos del progreso (en la que el propio Ortega se cuenta).

64 65

«Arte de este mundo y del otro» (El Imparcial, 15 de agosto de 1911), OC, I, p. 200. «Nuevo libro de Azorín» (El Imparcial, 11 de julio de 1912), OC, I, p. 239.

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Pero la trastienda de política intelectual que hubo tras la fiesta azoriniana de 1913 es harina de otro costal: tan atentos anduvieron los oferentes —Juan Ramón Jiménez y Ortega; con ellos, Antonio Machado, Baroja, Basterra, etc.— a ratificar los términos de una incipiente acción cultural crítica que se pretendía limpiamente hegemónica en la vida nacional, como anduvo astutísimo el propio Azorín para poner pulcramente límites literarios al acto (donde todo el mundo le perdonó lo conservador: «Azorín, reaccionario por asco de la greña jacobina») y para vindicar como al paso su primogenitura en la preocupación por España66. No puede olvidarse que la definición de la «generación del 98» en los famosos artículos de ABC es casi simultánea a la Fiesta de Aranjuez y, como ha observado Vicente Cacho Víu67, puede provenir de un estímulo de Ortega, quien así se convertiría en el verdadero bautista de la asenderada generación. Porque toda manera de expresión artística, pensaba y pensó siempre éste, es inevitablemente política, es decir ética, y toda ética remite a función antropológica: a proyección de ese ser complejo, admirable y preguntón que abre sus ojos para estrenar el mundo, su incitante patrimonio. Porque esa es quizá la raíz de la filosofía de Ortega: una secularización del mito del paraíso terrenal y del primer hombre, o una antropología en la que el análisis del arte —entendido como intelección y disfrute del mundo— ocupa una posición privilegiada. La alusión al Edén hace inevitable referirse aquí a la importante serie de artículos orteguianos que, bajo el título común «Adán en el Paraíso», se incluyeron entre los meses de mayo y agosto de 1910 en El Imparcial, porque si puede resultar discutible que sean la primera formulación madura del raciovitalismo68, lo evidente es que allí hay un paladino y bri66 Azorín interpreta el propósito general como el de «afirmar, reiterar, corroborar, renovar una tendencia», Fiesta de Aranjuez..., Madrid, 1915, p. 44. 67 «Ortega elabora muy tempranamente, y con extraordinaria belleza retórica, la imagen de los teenagers del Desastre, de los españoles que, como él mismo, habían abierto los ojos de la curiosidad al tiempo de los fracasos», «Ortega y el espíritu del 98», Revista de Occidente, 48-49, 1985, p. 16. A la Fiesta de Aranjuez en honor de Azorín, breve opúsculo editado por la Residencia de Estudiantes, se refirió en términos muy certeros, por lo que hace a la constitución de la opinión intelectual española, Luis Fernández Cifuentes en Teoría y mercado de la novela en España: del 98 a la República, Madrid, 1982, pp. 25-31. 68 Nelson Orringer ha precisado las fuentes alemanas del ensayo: «Las ideas principales de «Adán en el Paraíso» provienen con toda probabilidad de Kants Begründung der

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llante esfuerzo por adjudicar al arte un lugar de privilegio en la antropología de nuestro escritor: «Lógica, ética y estética —nos dice allí, en claro eco de lo que leímos en «Teoría del clasicismo», apenas tres años antes— son literalmente tres pre-juicios, merced a los cuales se mantiene el hombre a flote sobre la superficie de la zoología»69. Porque, como dejará argüir después a un imaginario Dr. Vulpius, las tres surgen de la necesidad humana, de un problema (el conocer) que ha creado una necesidad, la cual, a su vez, ha creado una función, como ésta ha concluido por promover un órgano específico que la satisfaga. Ese problema de relación con el mundo —que es un problema de gnoseología pero también de voluntad de apropiación física— ha sido seccionado tácticamente por el ser humano, primero y único de todos los demás que «viviendo, se sintió vivir» y concibió por eso la vida como problema. Y que, por ende, procedió a buscar metódicamente los órganos idóneos para adecuarse a esa división de la incógnita: «La ciencia es la solución del primer estadio del problema; la moral es la solución del segundo. El arte es el ensayo para resolver el último rincón del problema»70. Pero es evidente que el aserto final no significa, en este caso, un voto favorable a la mayor penetración del órgano artístico en comparación con los otros dos. Antes al contrario, este kantiano que considera previa la conciencia a la realidad misma, vuelve al poco por los fueros de Platón. Porque De la tragedia de la ciencia, nace el arte. Cuando los medios científicos nos abandonan, comienzan los métodos artísticos. Y si llamamos al cientí-

Ästhetik de Hermann Cohen» (Ortega y sus fuentes germánicas, Madrid, 1979, cap. «Adán en el Paraíso: Cohen y la estética del joven Ortega», pp. 49-74), en explícita polémica con Julián Marías (Ortega: circunstancia y vocación) que ve el ensayo como prenda de la emancipación del neokantianismo y en rectificación de Ciriaco Morón Arroyo (El sistema de Ortega y Gasset) que se limita a señalar la deuda sin precisar la fuente. Sobre este período de gestación son muy brillantes las consideraciones de Philip Silver, Fenomenología y razón vital. Génesis de las «Meditaciones del Quijote» de Ortega y Gasset, Madrid, 1979, especialmente en lo que se refiere al prestigio de la «ciudadela inexpugnable» de Marburgo en tiempo del joven Ortega (pp. 49-74). Un término intermedio entre la tesis de Silver (que relaciona a Ortega con los tanteos del primer Husserl), la autonomista de Marías y las dependencias señaladas por Orringer es el capítulo «El mundo de la vida (Ortega y la fenomenología)» del libro de Pedro Cerezo Galán, La voluntad de aventura, ed. cit., pp. 302-338. 69 OC, I. p. 473. 70 OC, I, p. 479.

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fico, método de abstracción y generalización, llamaremos al del arte método de individualización y concretación71.

Lo cual entraña, de paso, invertir las acreditadas consideraciones de la poética aristotélica por la cual la historia —conocimiento científico de los hechos acaecidos— era el reino de lo particular mientras que la poesía lo era de lo general. Porque, en este caso, individualizar y concretar supone traer al terreno de la intuición, de la afectividad que selecciona y de la emoción que articula un sentido para lo elegido, lo que busca, en fin, todo conocimiento: imperar sobre la totalidad. Pues lo que la ciencia separa estratégicamente (naturaleza y espíritu), lo sabe fundir la acción del arte que, de esa forma, puede ofrecernos reintegrada «la ficción de la totalidad». No el ser mismo de la totalidad, por supuesto, pero sí «la forma de la totalidad» y «la forma de la vida». Pero conviene no olvidar que el ensayo «Adán en el Paraíso» ha comenzado por enunciar cierta emoción —y cierta incomodidad— ante los cuadros de Ignacio Zuloaga que Ortega quería aclararse. Y que ahora son más evidentes que antes. Si la suprema misión del arte es reflejar un mundo de relaciones entre las cosas y de estas con su observador («una piedra al borde del camino necesita para existir del resto del universo»), parece patente que ese realismo atónito de Zuloaga, esa condición hosca e impetuosa de los objetos que refleja, es un flaco servicio a una epistemología que reclama intercomunicación, simpatía, facilidades de tránsito hacia las categorías superiores del pensamiento. Y ese es el estigma del arte español, Azorín y Baroja incluidos: haber convertido la representación de la realidad —como nos dice de «Gregorio el botero»— en un «trabucazo», en vez de ser el espejo de «las condiciones perpetuas de vitalidad» que ofrece la contemplación del hombre en la naturaleza, del ingenioso Adán en el tentador Paraíso. Pese a lo cual, Vulpius y, con él, Ortega, juzgan que si la ciencia surgió de Italia y Francia, la ética de Alemania y la política de Inglaterra, de España ha de nacer la futura estética como órgano de comprensión del universo.

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OC, I, p. 483.

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DOS REVISTAS: FARO Y EUROPA Páginas atrás recordaba algo muy obvio: la importancia de la fundación de revistas y periódicos como jalones obligados de la trayectoria orteguiana. Así, la España de 1915 recoge —aunque sea tan efímeramente por lo que hace a su inspirador— la marea ascendente de Vieja y nueva política; El Sol, la política conciliadora y reformista que surge tras la crisis de 1917, su año fundacional; Revista de Occidente, la cauta retirada a la acción cultural y el afianzamiento de las nociones antropológicas del raciovitalismo. Las dos publicaciones del período inicial —Faro y Europa— no tienen, por descontado, el alcance de aquéllas, pero sirven con rotundidad a los ideales —reforma liberal y europeísmo— que hemos presentado y, además, son estimables muestras del periodismo político, por más que su recuerdo deba más a los artículos —escasos— que Ortega les dio que a su propia entidad que, como veremos, no es desdeñable. Faro se fundó como semanario dominical y, al parecer, a expensas de Ramón Gasset, aunque aparezca como su director-gerente Bernardo Rengifo y Tercero. Tiraba sus planas (que fueron de 12 hasta 16 en su último período) en las prensas de El Liberal, y editó 54 números entre el 23 de febrero de 1908 y el 28 del mismo mes de 1909. En su manifiesto editorial «Razón de Vida», Manuel Troyano expone los motivos de su fundación en términos de una curiosa acotación funcional de su hipotético público. Pues se presenta como una superación del periodismo de partido y, a la par, como un género intermedio entre la densidad del libro y la liviandad de la prensa diaria: instrumento, pues, de vigorización cerebral del país y época en que ese vigor es tan necesario; término obligado de la serie evolutiva que comienza en la hoja diaria y termina en el libro voluminoso, complemento provechoso del periodismo para ventilar los asuntos en relación con su importancia; medio proporcional entre la fugaz impresión diaria y la meditada y definitiva72.

Los términos son muy similares a los que usó El Cuento Semanal para presentarse a su público, también como promedio de la frivolidad de la 72 Faro, 1, 22 de febrero de 1908, p. 1. A esta revista y a Europa dedica unas breves páginas Vicente Romano García en José Ortega y Gasset, publicista, Madrid, 1976, pp. 91-110.

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revista ilustrada y la dimensión física de la novela, porque en ambos casos hay una evidente búsqueda de la clase media. Ese mismo alcance puede inferirse del repertorio de secciones fijas: hay una crónica social que desempeña el infatigable Adolfo González Posada, catedrático de Oviedo y templadísimo social-liberal; una crónica judicial; una sección financiera (con un «carnet del capitalista»), que completan «La semana bursátil» y las cotizaciones de bolsa; sendas secciones «De Francia» y «De Alemania»; otra de información política y, en el curso de la publicación, aún aparecieron (entre el número 22 y el 40) unas «Parletas militares» bastante críticas que firmaban «Ein Schwarzwälder», el apartado «Desde provincias» (desde la entrega 36) y una interesante sección de «Teatro» en la que es redactor fijo Luis Bello y colabora a menudo José López Pinillos «Parmeno». El espíritu de la publicación es muy claro. Lo enuncia, a mayor abundamiento, el ensayo de Ortega, que campea en la primera plana del número inaugural, «La reforma liberal», que fue objeto de polémica extensa con Gabriel Maura73. La ratifica la siguiente rebatiña orteguiana con Ramiro de Maeztu a propósito de «¿Hombres o ideas?», y, con ella, artículos tan explícitos como el de Manuel Troyano, «La reorganización del Partido Liberal como labor de las izquierdas» (núm. 20, 5 de julio de 1908, p. 1) o la serie de Luis Bello, «Lo que España no tiene», que comienza en la entrega 19, 28 de junio de 1908, con «Socialismo parlamentario», en línea inequívocamente orteguiana. Como lo está también el trabajo del mismo Bello, «La revolución del 68. ¡Aceptemos nuestra historia!», que, con honores de primera plana, ofrece el número 30, del 13 de septiembre, o la apelación editorial a celebrar con dignidad y sin patriotería el centenario de la guerra de la Independencia que se formula el 3 de mayo en el número 11. Casi parece como si todos los temas que, seis años después, recoge el discurso «Vieja y nueva política» (incluida la depuración del patriotismo) se fueran esbozando en varias voces y con el nexo común de la desafección por el maurismo gobernante. A la altura del número 31, 20 de septiembre, una entrada editorial ya precisa algo más: «Lo que debe ser el bloque» (ante los próximos comicios) postula un conglomerado de izquierda, pero en torno al «núcleo 73 En el número 2, 1 de marzo de 1908, el futuro conde de la Mortera responde a Ortega con su artículo «La reforma conservadora», rebatido por éste (núm. 3, 8 de marzo de 1908) con «La conservación de la cultura» y aun apostillado por Maura en «Liberales, radicales y socialistas» (núm. 5, 22 de marzo de 1908).

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de fuerzas afines en el campo liberal», a la vez que se demandan «sinceras elecciones que engendren unas Cortes constituyentes», pretensión que estaba muy lejos del futuro decreto de disolución. Unos meses después, y ya en el pleno y aciago 1909, la redacción manifiesta en «Comentarios» algo que tiene arranque orteguiano, pero una resolución que, a decir verdad, no parece propia del inspirador de la revista: Nuestro periódico nació con una preocupación cardinal y obsesionante: existe un desnivel secular entre España y Europa. ¿Qué camino es el más corto, qué idea la más emotiva para corregir ese desnivel? Y la respuesta que hallábamos cada vez más luminosa, cada día más llena de promesas, era ésta: la organización del pueblo español en un partido radical, poderoso, capaz de imponer sacrificios a la tibieza y de romper todas las resistencias egoístas (núm. 52, 14 de febrero de 1909, p. 1).

¿O habrá que relacionar este texto —que me parece de Luis Bello— con aquella cautelosa fenomenología del lerrouxismo que Ortega publica en El Radical (22 de octubre de 1910) y donde califica al Emperador del Paralelo como «formidable arquitecto de pasiones colectivas»?74. Pero esta toma de postura precede sólo en un par de números al último de la revista: «Como el héroe cervantesco —dice un suelto anónimo—, somos vencidos por flaquezas de la cabalgadura, que no por cobarde desmayo del espíritu». Lo que Ortega quiso de su revista estuvo seguramente mucho más cerca de los tres espléndidos artículos que su «enemigo» Unamuno le brindó para sus páginas: «Por el Estado a la cultura. Clasicismo del Estado y romanticismo de la región» (núm. 5, 22 de marzo de 1908), «Su Majestad la lengua española» (número 37, 1 de noviembre de 1908) y «El problema político-religioso en España» (núm. 48, 17 de enero de 1909). Porque siendo inequívocamente unamunianos son también como un brindis a la apertura espiritual propiciada por Ortega, casi como una prenda de reconciliación anterior a la futura rebatiña de 1909. Del primero, por ejemplo, consigna el joven «Pepe Ortega», que, tras haberlo leído, «casi se me saltan las lágrimas. Así haremos España. Eso es renaniano con aquella quietud inconmovible del que sabe lo que es la continuidad clásica de la humanidad»75. Y ya sabemos el alto concepto que le merecía Renan como pensador... 74 75

«Lerroux o la eficacia» (El Radical. 22 de julio de 1910), OC, X, p. 156. Epistolario U. O., p. 17.

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Europa. Revista de Cultura Popular vio aparecer su primer número el 20 de febrero de 1910, llegando —en lo que se me alcanza— hasta su decimotercera aparición, que tuvo lugar el 22 de mayo de ese mismo año. Así como Faro tenía el formato y presentación de un periódico diario, el semanario Europa tiene el empaque de una revista: desde su atractiva cabecera, donde la palabra titular es flanqueada por las viñetas de un sembrador y la silueta de una catedral entre andamies, hasta las páginas gráficas, donde, bajo el título común «Maestros jóvenes», se reproducen y comentan obras de pintores. Una nómina que, por cierto, es muy significativa de los gustos reales de Ortega y de su grupo: el ceramista Daniel Zuloaga (núm. 1, 20 de febrero de 1910), Ricardo Baroja (núm. 4, 3 de marzo de 1910), Manuel Benedito (núm. 5, 20 de marzo), Ignacio Zuloaga (núm. 6, 27 de marzo), Julio Antonio (núm. 7, 3 de abril), Julio Romero de Torres (núm. 8, 10 de abril), los hermanos Zubiaurre (núm. 9, 17 de abril) y Zuloaga, el pintor, en las entregas 10 y 11 (24 de abril y 1 de mayo), en el último caso comentado por Luis Araquistáin, bajo el sintomático epígrafe «Un siglo de quinientos años». Esta dedicación a la pintura que concilia la modernidad relativa de las formas con el propósito de expresar ciertas profundidades hispánicas parece que es el mismo motivo que rige la introducción de la serie «Viajes por España», por la que cada número recoge una selección de una exploración extranjera de nuestro país: la sección se inicia en el número 1 con el viaje de George Borrow; en el 2 se presentan textos de Maurice Barrès; en el 3, Ramón Sánchez Díaz; en el 6, Arthur Symons; en el 8, Cunninghame Graham... Pero esa melodía nacionalista —a la que aún debería añadirse la cuidadosa evocación por P. García Morales de un concierto de Ricardo Viñes, donde el pianista interpretó a Falla y Turina (núm. 13, 22 de mayo)— no sirve sino para resaltar aún más el propósito que aparece en la presentación «Al público» de la revista: Este semanario que hemos titulado con alguna prosopopeya Europa, Revista de Cultura Popular tiene la ambición de atraerse un núcleo de lectores entre las personas que, estimuladas por la lectura de los diarios y de las revistas gráficas, no han llegado aún a trazarse por sí mismas, en los libros, el camino de la ilustración76.

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Europa, 1, 20 de febrero de 1910, p. 3.

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Es decir, como en Faro, pedagogía persuasiva de la revista y europeísmo. Éste todavía es más explícito en el editorial anónimo del número 2 (que puede ser del director de la publicación, Luis Bello) y que viene bajo el rótulo de «La conquista de Europa»: «¿Cuál puede ser nuestro ideal de europeización? Ramiro de Maeztu y Ortega y Gasset han respondido a esas preguntas afirmando que España es inculta y necesita un ideal de cultura». Ideal que el columnista no vacila en comparar, líneas más abajo, con aquel que inspiró en el Japón meiji la revolucionaria reforma del país oriental. Pero, pese a este reconocimiento de Maeztu y Ortega como máximos adalides de la europeización (y de Costa, a quien se han pedido infructuosamente unas líneas con destino al núm. 2), ninguno de los dos colaboró mucho en la revista. Ortega hizo alguna reseña y, en el número 5, de 20 de marzo, dio una transcripción por mano ajena de la ya comentada conferencia bilbaína «La pedagogía social como programa político». De Maeztu únicamente aparece —pero a doble plana central y con gran relieve tipográfico —una síntesis de su conferencia «Don Quijote», pronunciada en París (núm. 9, 17 de abril de 1910). En ese orden de cosas, el colaborador más fiel resulta ser Pío Baroja, ante quien Ortega y sus amigos experimentaban esa mezcla de admiración estética y curiosidad casi entomológica que ya conocemos respecto a Zuloaga y Azorín: así, el novelista vasco serió entre los números 2 y 8 una larga y divertida relación de viaje bajo el título «Florencia y Roma o la gracia y la fuerza, por un cronista iletrado». Pero, como ya era evidente en las páginas de Faro, el joven Luis Bello es quien da más que ningún otro el tono «orteguiano» de la publicación. A él he atribuido las declaraciones editoriales y se debe achacar el curioso interés de Europa por la rudimentaria aviación de aquellas fechas. Y al director, que fuera cronista de teatros en Faro, habría de deberse también el relieve otorgado al teatro: ya la portada del primer número reproduce una fotografía de Oscar Wilde con motivo del estreno español de la Salomé, y el segundo, la de Galdós, por su ruidosa première de Casandra. Pero la crónica es en este caso de un «Plotino Cuevas», seudónimo que ya no esconde a Ramón Pérez de Ayala, quien había firmado bajo tal nombre Tinieblas en las cumbres. Al activísimo asturiano se debe, pues, la reseña de la citada Casandra (núm. 3, 6 de marzo) y la de Cuento de Abril, de Valle-Inclán (núm. 6, 27 de marzo), así como otros artículos de gran relieve que no figuran en sus obras completas: «Un brindis del presidente: el orto del optimismo» (núm. 4,

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Se tiene la impresión de que Iglesias es también para Ortega y su grupo esa excepcionalidad filosófica que, en otro orden, pueden ser Zuloaga o Azorín: una Idea deslumbrante y certera a la que se deben perdonar sus adherentes hispánicos y depurar de su realismo práctico.

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Sospechamos, en fin, que es poco más que un capricho pasajero, aureolado por el entusiasmo del descubrimiento, que el tiempo —y otras «circunstancias»— colocaron en su definitivo lugar. Esas nuevas circunstancias —como más arriba se recordaba— no fueron ni la breve adhesión al Partido Reformista ni el proyecto de la Liga de Educación Política (tan reminiscente de las fuentes germánicas), pues ambos siguen perteneciendo a la fase idealista y, digámoslo así, desinteresada de una pedagogía que es liberal y antiigualitaria, tanto como es socializadora e individualista y es europeísta y nacionalista. El cambio de actitud orteguiano fue hijo legítimo de la crisis de 1917 que, en el promedio de la treintena de su edad, el ya influyente intelectual vio como una manifestación del atroz cuadro clínico de una vida española sin integración espiritual ni jerarquía moral: taifas de funcionarios alzados contra la administración que les paga, masas obreras entregadas a la agitación, políticos incompetentes. Es entonces cuando ha podido decirse que «en más de una ocasión, y singularmente en 1917-1919 y 1930-1933, Ortega ofrece la imagen de aspirante a intelectual orgánico de un capitalismo nacional»77. Antonio Elorza es quien se ha atrevido a enunciarlo, aunque con explicables cautelas, y no puedo sino suscribirlo, por más que afirmaciones de ese jaez susciten escándalos farisaicos. No es una simplificación malévola sino una hipótesis fecunda que requiere, desde luego, pruebas que desbordan las intenciones y los límites cronológicos del presente trabajo. Pero, de hecho, conviene recordar que los grandes hallazgos y los más sistemáticos de Ortega se acompasan a las fechas y eventos de ese horizonte de convicciones: así, la definitiva formulación del raciovitalismo como ética de la armonía y también del dominio del mundo circunstante; así, la incorporación de la sociología al análisis de la historia y de las expresiones artísticas; así, la definición del arte —pienso en La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela— como libre ejercicio de la inteligencia.

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La razón y su sombra. Una lectura política de Ortega y Gasset, ed. cit., página 12.

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AZAÑA Y MORATÍN: VIDAS PARALELAS Los cuatro volúmenes de Obras completas de Manuel Azaña1, que debemos al celo de Juan Marichal, reclaman nuestro agradecimiento por dos motivos de índole muy diferente: porque no es frecuente la aplicación de tanto rigor filológico al conocimiento de un autor contemporáneo y, en mayor medida quizá, porque aún lo es menos disponer de la obra verdaderamente completa de un escritor. Sospecho, sin embargo, que, con todo y tratarse de volúmenes muy citados, los historiadores de la literatura aún no han beneficiado con exhaustividad las posibilidades de filón tan rico, desidia tanto más lamentable cuanto que muchos de los problemas de mayor urgencia en su campo (los que se refieren a la condición del ejercicio intelectual de España) hallan sugestivas proposiciones y aun cumplidas respuestas en su lectura. De las tres mil y pico páginas publicadas, algo más de la cuarta parte corresponde a escritos de índole personal y casi la mitad de lo que resta cabe bajo el epígrafe de crítica de la cultura. No puede darse, por tanto, relación más desfavorable a la creación pura ni más sugestiva para quien busque la reflexión de una conciencia especialmente cualificada y permanentemente situada en el umbral de la escritura. Diríase, por lo que hace a tales porcentajes, que nos encontramos ante un escritor de las postrimerías del siglo XVIII, igualmente indeciso ante los nuevos senderos y prolijo a la hora de conjeturar sobre sus riesgos, ante teóricos puros que tienen la manía de la práctica. Por caso, ante un Leandro Fernández de Moratín de quien, no por casualidad, nuestro Manuel Azaña prevenía que «si Moratín no comprendió a Shakespeare, evitemos —guardadas las distancias— el riesgo de no comprender a Moratín»2. No evitaré yo ahora el de esbozar un paralelo entre ambos, Moratín el Joven y Azaña, que quizá venga autorizado por la frase del último y 1 Manuel Azaña, Obras completas, México, 1966-1968, 4 vols. En lo sucesivo, las citas textuales se harán por esta edición, siglada OC, con indicación de volumen. 2 OC, III, p. 797.

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quizá también por el tiempo entre tormentoso y esperanzado, ilustrado y amedrentado, que ambos vivieron. En uno y otro caso, la obra creativa es mínima (cinco comedias y una cincuentena de poemas por dos novelas y una pieza teatral) y además bruscamente abandonada por mor del despecho que es explícito en Moratín y meramente apuntado en Azaña. Uno y otro buscaron en la sátira (sea La derrota de los pedantes o sean los divertidísimos trabajos que, bajo el cervantino seudónimo de Cardenio, publicó Azaña en La Pluma, revista vinculada al Ateneo de Madrid, en 1921) un género particularmente atractivo a su intolerancia ante el ridículo ajeno y supieron de la ironía como el mejor remedio a esa enfermedad (léanse, como piezas de convicción, los comentarios moratinianos al auto de fe logroñés de 1609 o los recuerdos de matonerías noventayochescas con que Azaña celebró la erección de un monumento conmemorativo en Cartagena). Tanto el dieciochesco como el contemporáneo empeñaron una parte de sus vidas en esfuerzos eruditos que, al margen de su condición de tal cosa, fueron dos significativos reveladores de su vocación o de su carácter: Moratín a la conclusión de los Orígenes del teatro español. Azaña a la investigación de la personalidad y actitudes de don Juan Valera. Y si uno dejó un copioso epistolario —alguien ha dicho con razón que no hay mejor viaje a los amenes de siglo ilustrado que aquellas cartas, más las Letters from Spain, de Blanco, y los Caprichos, de Goya—, el otro nos ha legado un diario íntimo que, en palabras de Marichal, no conocía parangón en tierras ibéricas desde la Guerra de Granada, de Hurtado de Mendoza, por mor de «conjunción equiparable de suceso y testigo» (y añadiría yo que por limpia nobleza de prosa). Pero aún hay más coincidencias. Fueron Moratín y Azaña dos burócratas sin vocación pero eficaces, en tanto eran conscientes de que este su país necesitaba, entre otras cosas, servidores públicos en el más genuino sentido de la expresión. Tuvieron ambos la maldición de la fealdad física en lugar que se paga tanto de lo contrario. Y si Moratín encontró a un Goya que supo dar a su cara picada de viruelas toda la dignidad de un hombre de bien, la fotografía y el cinematógrafo fueron implacables con Manuel Azaña y contribuyeron a una leyenda negra que descalifica a quienes la alentaron aunque no por eso hayan dejado de sobrevivirles sus maledicencias (la posible homosexualidad del solterón, el resentimiento alentado por la falta de atractivo, la tortuosidad del covachuelista...). Pero tras aquellos dos rostros grandes, abotargados, cuya inmovilidad apenas corrige la profundidad de la mirada, había dos

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órdenes de sentimientos que tienen poco que ver con el despecho: la altivez y la capacidad de ternura, la autodisciplina y la afectividad, la conciencia de la propia valía y la enfermiza certeza —una forma de resistencia creada por el orgullo— de no ser nunca rectamente entendidos. En ambos alcanzó igual intensidad el patriotismo crítico. Veintisiete años tenía Moratín cuando, gracias a la munificencia de Cabarrús, recorría Francia por vez primera, asaeteando de epístolas algo pedantes a sus amigos y guías intelectuales. Y a la vista del plácido canal de Languedoc que le había permitido ir en barquito desde Toulouse hasta Narbonne, no podía menos que recordar a Jovellanos el infausto destino del español canal de Tierra de Campos «que se empezó, como todo lo bueno que se empieza en España, para no concluirse jamás». Y, al hilo de la consideración, fantaseaba con ironía: «En odio del conde de Aranda se abandona el canal de Manzanares; en odio del mismo se prohibieron las máscaras, y aún nos han querido dar a entender que nadie puede ser cristiano católico si una noche se viste de molinero o se pone una caperuza de polichinela. No extrañaría que en odio del mismo volviesen los padres jesuitas con sus orillos, su probabilismo y su buen chocolate. Mucho tardan en restablecerse los colegios mayores, en odio de don Manuel de Roda; y, entre tanto, se ha logrado acabar, en odio a Grimaldi, con los teatros de los Reales Sitios, lo único que teníamos en este género decente y regular»3. Treinta y dos años tenía Manuel Azaña cuando consignaba en un cuadernillo de apuntes (1912-1913) una observación asombrosamente similar (aunque quizá lo asombroso es que tales cosas se pudieran seguir escribiendo y, por lo que hace al caso de marras, todavía hoy tengan triste vigencia): «Carlos III o sus hombres crean el Jardín Botánico, el Museo de Historia Natural. Bajo un Burell cualquiera, las colecciones han llegado a la última etapa de su destierro. El Jardín Botánico se arrendará cualquier día para cantar coplas o se levantará sobre él una manzana de casas»4. Casi las mismas palabras con que Moratín auguraba a la Academia de Ciencias un ingrato porvenir de «cuartel de inválidos o almacén de aceite»... Y, por supuesto, una misma sensibilidad para ese ingrediente de la vida humana que define como lo público, que no es tanto como lo ofi3 Epistolario de Leandro Fernández de Moratín, ed. de René Andioc, Madrid, 1973, p. 100. El avisado editor de las cartas conjetura que éstas y otras pudieron ser escritas mucho después de la fecha indicada. 4 OC, III, p. 794.

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cial ni es lo opuesto a lo privado. Para uno o para otro —se tratará de la creación de una Junta de Teatros en Madrid o de la necesidad de que el gobierno provisional de la república luciera el chaqué en los actos oficiales—, una decorosa vida pública era la antítesis de la improvisación y la garantía de lo razonable, la imagen de la seriedad y la mejor apoyatura del esfuerzo individual. Pero no era, como alguien puede pensar, el sueño ordenancista que se incuba con los manguitos calados tras la mesa de una oficina del Estado. En términos de «Estado» pensaron siempre Moratín y Azaña. El primero, con las limitaciones lógicas de tal cosa cuando se vivía bajo el antiguo régimen y su condición oscilaba entre la de criado de la casa real y funcionario público; el segundo, con las no menores trabas de un sistema de administración arcaico, proclive al compadrazgo (que el mismo Azaña nunca supo evitar del todo) y poco o nada profesional. De esas limitaciones nacieron precisamente sus dos «errores» paralelos: Moratín creyó que su «Estado» podía llegar con José Bonaparte, y su miedo cerval o su irresolución hicieron el resto; Azaña resignó prematuramente la última sombra de su autoridad en 1939, no sin motivos pero sí cuando las circunstancias exigían aquella capacidad de renuncia que el pensador pintaba en algunos dialogantes de La velada de Benicarló. En patética similitud final, Azaña y Moratín siguieron soñando en bellos árboles públicos y Estados providentes mientras rugían cañones que, en el fondo, les eran ajenos: en 1812, Moratín cantaba en delicadas estancias el plantío de álamos que el mariscal Suchet regalara a los vecinos de la Valencia que ocupaba militarmente; en 1937, visitando como presidente de la república española el Madrid sitiado por el fascismo, Azaña confiaba a Juan Negrín que sólo quisiera ser ya «guarda mayor y conservador perpetuo del monte del Pardo» (una propiedad que la república hizo nacional y a la que los años reservaban ingrato destino).

LA CRÍTICA DE LA CULTURA EN LA VIDA ESPAÑOLA Hora es ya de que empecemos a preocuparnos por la realidad que existe tras el marbete «crítica de la cultura» que, como se recordaba páginas atrás, recoge con holgura una buena parte de la obra de Manuel Azaña y quizá la de memoria más necesaria. Máxime cuando bastante de lo más vivaz de la literatura española del siglo XX ha sido, precisamente, crítica de la cultura: una obstinada reflexión del intelectual sobre el sentido de su

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tarea —y de sus poderes y de sus frustraciones—, inserta en una dinámica social de modernización y a la que los años previos al Desastre (y el propio Desastre de 1898) permiten calificar ya de «vida nacional». Lo que vale decir vida de una comunidad que se siente a sí misma como tal y a la que los síntomas de la modernidad —comunicaciones, difusión de la realidad administrativa, existencia de un mercado nacional— ratifican esa conciencia que, además, moviliza —aunque con signos dispares— a todos los elementos del cuerpo social. Ésta, al menos, fue la urgencia que sintieron agudamente los escritores e intelectuales de nuestro tiempo y que se incardinó como tema preferencial en todos ellos. El tradicional uso de la periodización generacional en la historia literaria española refleja —cuando no es pura manía entomológica y reprobable falta de imaginación— la vieja convicción de que existen tramos muy perceptibles en ese proceso, llámeselos o no generaciones. El mundo en torno a 1898 descubrió las carencias de la vida nacional como temática, comprobó —a su costa— el cambio cualitativo en las apacibles relaciones del escritor y el público, soñó con un auditorio universal que incorporara al naciente proletariado industrial y que se identificara con el ideal nacionalista. El mundo intelectual de 1914 se corresponde con una coyuntura de expansión económica en la que actúa una organización obrera dispuesta a la transacción: consecuentemente, su horizonte de actuación se cifra en quitar apasionamiento al radicalismo individualista de quienes les precedieron, establecer las bases morales de la convergencia de intereses de clase y, paralelamente, añorar por una burguesía moderna y consciente de sus deberes como «clase nacional». El mundo de 1927 nació bajo el signo del optimismo y de la confianza en unos dispositivos de relación autor-público que, aunque minoritarios, podían parecer óptimos. Entre 1930 y 1936, sin embargo, la crisis política, económica y social vino a demostrar la fragilidad de tal situación y el último año citado emplazó a todos a tomas de postura que debían replantear casi ab ovo todos los términos del problema. Tratóse, obviamente, de una reflexión que se hizo muy a menudo —si se me tolera la simplificación— a expensas de la universalidad y aun de la calidad de la literatura. Se fundamentó buscando la adecuación de la escritura a las necesidades de una sociedad en transformación, pero tomó como punto de partida una vaga mística nacionalista y casi nunca sobrepasó las bardas de un problema de conciencia moral. Y fue, a menudo, egoísta, pues tendió a preguntarse antes que otra cosa por el destino de la sensibilidad

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pequeño-burguesa y sus referencias inmediatas: prefirió el campesino al nuevo obrero industrial; apeló al sentimiento antes que a la razón; dio vueltas y revueltas a lo castizo y se comprometió en un dilema irresoluble entre africanidad y europeidad; casi nunca admitió un concepto laico de la cultura y convirtió el anticlericalismo en una obsesión tan legítima —dadas las circunstancias— como arcaica. Algún día se reconocerá sin apasionamientos en qué medida buena parte de este acuciante programa se expresó de una forma harto inmediata, no poco declamatoria y más voluntarista que eficaz: cómo las urgencias de hallar un destinatario hecho a su imagen malbarataron frecuentemente las mejores posibilidades de Unamuno y aun de Machado; cómo la doctrina explícita y la prosa castiza arruinan muchas páginas de Pérez de Ayala, no menos que las buenas intenciones y la estilización del «pueblo» triunfan a veces sobre el espléndido poeta que era García Lorca. Tampoco debe inducir a un excesivo pesimismo el resultado práctico de aquellos años literarios. Muy a menudo se hizo de la necesidad virtud y muchas novelas anticlericales —por ejemplo, Nuestro Padre San Daniel y El convidado de papel, A.M.D.G. y el Nocturno del hermano Beltrán— son complejos mundos narrativos que se interrogan fértilmente sobre el sentido de una vocación, la libertad y la espontaneidad de los instintos, la victoria de lo vital sobre la represión, y, por ende, son algo más que ilustraciones estereotipadas de una triste realidad nacional. Del mismo modo, el Lorca imaginativo y desamparado, afectivo y hondo, logra triunfar casi siempre del voluntarioso populista de las esencias andaluzas, incluso en el mismísimo Romancero gitano. Y estas victorias —compendio de las cuales pudo ser la obtenida en San Manuel Bueno, mártir sobre la angustiada y hasta reaccionaria reflexión de la que parte— demuestran que el problema no era el de la «politización» de la literatura, sino, precisamente, el del funcionamiento artístico de la vida política.

LA FORMACIÓN DE AZAÑA Uno de los más singulares méritos de Azaña fue haberse apercibido de bastantes de estos problemas, al menos en lo que entrañaban de sobrevivencias romanticoides y personalistas en la vida literaria nacional. Más arriba se indicaba que parte de esta sensibilización era una cuestión de temperamento —el privilegio o la condena de resistir visceralmente a la hipérbole y de poseer un agudo sentido del ridículo—, pero también se debía a razones de naturaleza más práctica. Por ejemplo, Azaña pudo

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evitar la esclavitud del artículo periodístico diario que, además de ser una ominosa servidumbre crematística, tendía a convertir al escritor en una suerte de predicador laico y le proporcionaba una idea ilusoria de su influencia como intelectual. Algunos bienes familiares y la condición de funcionario público vedaron a Manuel Azaña cualquier tentación en ese sentido y, aunque quizá concibiera una carrera literaria de mayor extensión y audiencia, no parece que envidiara el estatuto social y las forzosas dependencias de sus contertulios más famosos. Pudo Azaña, por la naturaleza de su educación, tener un espíritu universitario. Pero ni la experiencia escurialense ni los estudios de Derecho eran los más propicios para tal cosa. Su idea de la institución académica como una oficina estatal de expedición de títulos5 es una de las más comunes en su época y así la repitieron desde Maeztu —con la violencia caricaturesca de quien soñaba en la experiencia inglesa como ideal de educación práctica— hasta los mismos catedráticos vinculados a la Institución Libre de Enseñanza, que solían confiar más en la iniciativa de un grupo marginal que en la reforma de la integridad de la Universidad. Un abogado en la España de su tiempo era —y Azaña lo sabía muy bien— poca cosa más que un técnico (casi el único tipo de «técnico» que conocía la sociedad nacional) en las relaciones sociales estatuidas por una codificación asombrosamente tardía y, por tanto, un servidor potencial de la estructura política. No se zafó a esa tentación y anduvo mezclado en el grupo de intelectuales que Melquiades Álvarez y, al poco, Ortega quisieron ofrecer a una hipotética burguesía emprendedora y reformista en los años críticos que van de 1914 a 1920, cuando las circunstancias más externas parecían prometedoras: estirón financiero e industrial, inminente —e ilusorio— hundimiento del fantasma de los dos viejos partidos de turno, buena disposición socialista a colaborar en eventuales pactos políticos, estabilización y «aburguesamiento» del ideal republicano... De su experiencia, Azaña conservó muy mal recuerdo y hasta un cierto malestar, muy similar al que Machado expresaba a Unamuno a propósito de Melquiades Álvarez. En ese mismo sentido, las anotaciones del diario de Azaña, a casi veinte años de los hechos, tampoco dejaron de consignar el triste papel del político asturiano en las Cortes de la república, definitivamente emplazado en la derecha más beligerante, y de evocar, al paso, el espejismo que en su día supuso; serias

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discrepancias de opinión separaban a uno y a otro pero la hostilidad reconocía también una razón de decoro político que podría cifrarse en dos órdenes de razones: el repudio del oportunismo de entonces y las serias reservas que le inspiraba el optimismo pedantuelo y apodíctico de los «intelectuales» de 1914. Los mismos que, con mano maestra y no poca malevolencia, retrató Ayala en Troteras y danzaderas. «El Ateneo fue para Azaña todo»6, aseveraba Giménez Caballero en un libro que mezcla sorprendentes adivinaciones a alguna que otra sandez. La afirmación pertenece, en este caso, al orden de las verdades a medias. Azaña fue hombre de tertulia, como cualquier español cultivado de entonces, y ateneísta que desempeñó cargos de relieve en el caserón de la calle del Prado: en eso, como en el desorden de los horarios o como en la falta de método para el trabajo —cosas que se infieren sin esfuerzo de la lectura de sus textos memorialísticos—, nada le distinguía del típico intelectual español de su tiempo que no cultivara el heroico puritanismo del Centro de Estudios Históricos. No obstante lo cual, Azaña sabía lo que aquella casa tenía de síntoma de un país sin vida académica digna de tal nombre, de realización de aquel concepto de «lo público» en sus dimensiones más primitivas y vocingleras, de aquel exhibicionismo y superficialidad con el que el Ateneo logró contaminar incluso a los dos mayores movimientos intelectuales que fueran consecuencia de 1868, el krausismo y el positivismo. Por eso, la anotación de 12 de febrero de 1932 en sus diarios consigna que el Ateneo «tiene un prestigio muy superior a su utilidad», y, respondiendo precozmente a una leyenda de largo alcance, niega que «yo me he formado en el Ateneo. Disparate. El Ateneo es incapaz de formar a nadie, pero sí de deformar y destruir toda disciplina mental»7. Poco antes (el 9 de octubre del 31) asiste a una junta general para confirmar que —tras la recluta política de ministros, gobernadores y subsecretarios entre los miembros de la casa— quedan sólo «los inútiles y fracasados que en todo tiempo se han refugiado en el Ateneo [...]. Si yo no lo sostuviera, un poco por rutina y otro poco por lástima [...], no se quién podría manejar aquello»8. No es de extrañar que Azaña soportara muy mal a las gentes que tenían algo de esta condición, quizá en tanto eran espejos de la peor parte de sí mismo y su acusado componente psíquico de autoexigencia ja6

Manuel Azaña (profecías españolas) (1932), Madrid, 1975, p. 89. OC, IV, pp. 394-395. 8 OC, IV, pp. 163-164. 7

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más llegó a ser de verdadera autocrítica. Todo lo más, llegó al descontento y la depresión como en aquel año de 1925 en que «estuvo a punto de hacer una tontería», número agorero que recordó seis años después como «el más triste de mi vida»9. No cuesta trabajo espigar, en los cuadernos íntimos que hacen referencia al primer bienio republicano, una cumplida antología de quejas, sarcasmos y aun vejámenes a propósito de sus compañeros de gobierno, la mayoría de los cuales tenían la misma ejecutoria sociológica que él mismo. Por esas páginas desfilan la retórica fácil, la susceptibilidad enfermiza y la chabacanería de Niceto Alcalá Zamora; el engolamiento, la buena fe y la incompetencia administrativa de Fernando de los Ríos; la banalidad de Miguel Maura; la incapacidad de Álvaro de Albornoz... en breves apuntes que durante muchos años han contribuido —mediando la famosa antología de Joaquín Arrarás— al descrédito de los gobernantes republicanos españoles. No parece necesario insistir en lo sabido. Con todo lo que tienen de parcialidad y aun de injusticia, los juicios de Manuel Azaña revelan, más que su carácter descontentadizo, toda una concepción del decoro intelectual y de la ética política, que no por eso carecía de contradicciones: el fascinante proceso de acercamiento y comprensión a la figura de Indalecio Prieto entre 1931 y 1939 refleja que Azaña no era insensible a un político pragmático e imaginativo y a un hombre de inusual inteligencia natural, aunque su carácter y formación estuvieran en las antípodas de los suyos. En otro orden de cosas, que Jaume Carner le atrajera grandemente era un fenómeno natural, pero que perdonara a Santiago Casares Quiroga las debilidades y errores que no toleraba en los colegas de ministerio, pertenece a ese peculiar y huidizo resorte de sentimentalidad y fidelidad que más de una vez justifica los hechos de Azaña.

HIPÓLITO COMO METÁFORA Es viejo lugar común achacar al resentimiento y la frustración el peculiar talante de Manuel Azaña y, por supuesto, desahogos como los que se acaban de recordar. Y, sin embargo, hay una importante diferencia, a mi modo de ver, entre el despecho del resentido y el pertinaz descontento del orgulloso, aunque las consecuencias epidérmicas —la morda9

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cidad, la alterabilidad, la egolatría— puedan ser muy similares. En Azaña, cuando menos, ese reiterativo despego por el triunfo parcial, esa permanente insatisfacción ante la vida social, no parecen obedecer a la frustración. La citada crisis de 1925 tiene como causas para su protagonista «la soledad y la absoluta carencia de ambición». El 11 de octubre de 1931 todos los tráfagos y afanes del nuevo régimen político le suscitan una cierta nostalgia del divagar de antaño y su realidad de hoy se cifra en una singular subordinada adversativa: «pero esta experiencia de la revolución y del gobierno primero de la república valía la pena vivirla por dentro»10. Y unos meses después, el 12 de febrero de 1932, otra reflexión del mismo orden le hace echar de menos «la tristeza antigua, que se parecía tanto a la esperanza [...]. Entonces, cuando yo no era nadie, era íntimamente más que ahora»11. Alguien puede pensar que todas estas frases pertenecen a la panoplia común a todas las biografías de hombres públicos. Pero no se debe olvidar que en este caso pertenecen a unas notas íntimas que, si bien no carecen de galanura literaria, tampoco intentan engañar a nadie: a lo sumo, el propio autor —y esto es achaque viejo— intenta engañarse a sí mismo, sin por eso dejar de traslucir una forma de ser. Una «manera», hubiera dicho con más precisión don Juan Manuel, que diferenciaba aquellos reflejos adquiridos de las «costumbres» innatas. No se equivocaba del todo Carlos Rojas cuando en una premiada, y sospecho que ya olvidada, novela evocaba la figura del presidente como el hombre que, llegadas las turbaciones de 1939, ya no era capaz de recordar el nombre de su país: como si tanto dolor y tanta decepción fueran un sueño del que se obstinaba en no despertar. Ni Corpus Barga puso mal título a aquel fragmento de sus recuerdos que se llamó «Edipo, presidente de la república» y que esbozaba también los últimos momentos de aquel régimen. Porque hubo de siempre en Azaña un deseo de distancia con respecto a los hechos, de vivir en la razón de estos y no en su realidad, que, a menudo, se confunde con una subconsciente nostalgia de inocencia, con una patética voluntad que no es de apartamiento sino de aplazamiento de la acción: condiciones de ánimo que explican tanto su desbordante actividad de 1930-1932 y las vísperas de febrero de 1936 —momentos de expectativa— como su hundimiento moral de 19381940 —tiempo de resistencia. 10 11

OC, IV, p. 173. OC, IV, p. 327.

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Un texto de 1929, en el primer volumen de las Obras completas, resulta extraordinariamente revelador al respecto y sorprende que no haya llamado la atención de los críticos. Debió ser apunte de algo de mayor desarrollo potencial, quizá una novela, y, como tal, podría haber sido hermana gemela de algunas importantes confesiones narrativas del «Azorín» coetáneo, como Félix Vargas (luego titulada El caballero inactual): eliminación de toda acción que no sea movimiento del ánimo, prosa enunciativa y casi puntillista, proximidad al discurso indirecto libre, etc. El título del fragmento de Azaña, «Viaje de Hipólito»12, parece pintiparado para un pequeño apunte sobre mitología aplicada en relación con las observaciones que se hacían poco más arriba: porque Hipólito, el griego, es una forma universal de inocencia —de inocencia culpable—, flanqueada por su culpa-amor —Fedra— y su amor-castigo —Teseo—. Hipólito es el hombre que llega de lejos y actúa en su nueva realidad como si no existiera la prohibición que, de otra parte, conoce; Hipólito no ha cambiado, ejerce su espontaneidad afectiva en forma natural y acepta, en fin, un destino absurdo, porque los que han cambiado son los otros, quienes, por otra parte, ostentan con mejores motivos la titularidad de la tragedia. De los varios elementos de la leyenda pocos son visibles en el fragmentario texto de Azaña: el más destacado puede ser el tema del regreso a la patria tras un largo viaje; el meramente apuntado, el de unas relaciones amorosas clandestinas (con Regina: ¿la «reina» Fedra?) que sus amigos y paisanos madrileños toleran con benevolencia. Pero lo que resulta decisivamente importante es que Azaña disfrace de coturnos trágicos —y, más aún, en ese grado de sugestiva identificación— lo que, en resumidas cuentas, viene a resultar una pieza autobiográfica, con no menos títulos para ello que El jardín de los frailes, y cuya riqueza de elementos hace lamentar su enigmática condición de apunte. Decía pocas líneas atrás que el motivo esencial de Viaje de Hipólito es el regreso a la patria tras una estancia en el extranjero y es revelador que esta situación de provisionalidad, de recién venido y aun de escisión moral entre los mundos sea tan obsesiva en Azaña. Esa duda en el umbral de España es el objeto permanente de la reflexión de Azaña, como lo es que, en estos años y aun siempre, el escritor tenga la necesidad de interponer entre el tema y su sensibilidad una cierta neblina de distancia y un discreto artificio de literatura.

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La relación del escritor con su tema es, como la de Hipólito, una forma embrionaria de incesto y Azaña había dedicado ya mucha ironía a descalificar los arrebatos sentimentales de la cáfila noventayochesca como para incurrir en ellos. El Hipólito azañesco confiesa haberlos vivido pero también haberse curado, y todo el texto respira, en fin, la convicción de que la disponibilidad presente de su ánimo es una forma de plenitud que nunca tuvo: «Le divertía —escribe en un tono que conoce muy bien el lector de sus posteriores diarios íntimos—, siendo tan zángano y desdeñoso en mostrar su condición verdadera, imaginarse donde lo encasillaban [...]. Los entrometidos padecían su reserva como un desaire; sentíanse amenazados los tontos, vanamente, porque nunca se le vio arremeter contra ellos; humillaba a los más fútiles su ejemplo silencioso»13. Y al hilo de ese rictus de desdén, que convive con un espíritu enfermizamente inquisitivo, surgen los temas españoles del fragmento: la distancia que media entre la realidad nacional como recuerdo que cultivó el trasterrado y la misma realidad ya «real» como inminencia, a la hora del regreso; la diferencia entre la esclerótica España de los profesionales del patriotismo y la España «natural»; la lucha de lo libresco de lo vivido... En resumidas cuentas, el gran tema de la mejor literatura española de la época moderna: la pugna entre la erudición y la inmediatez, lo real y lo soñado, lo espontáneo y el artificio... que Azaña, por su parte, no resuelve ni en forma de síntesis ni —pese a invocar el recuerdo de Hipólito— en tragedia.

JUAN VALERA COMO MODELO Al discurrir más arriba sobre las vidas paralelas de Azaña y Moratín el Joven, reparábamos en que ambos dedicaron bastante de su tiempo a sendos trabajos eruditos —la historia del teatro español, la figura de Juan Valera— cuyo designio y desarrollo revela, como pocas otras cosas, aspectos de sus dos biografías intelectuales. Es evidente que en Manuel Azaña la atracción primordial por Valera residía en la integridad de su persona, antes que en parcelas concretas de sus actividades. Y no parece que haya mejor forma que esta global de acercarse al escritor andaluz, razón por la cual la dedicación del alcalaí-

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no fue, sobre significativa, particularmente fecunda. Pero, a la vez que el Valera de Azaña se iba haciendo carne a partir de un afortunado pretexto material (los papeles personales del novelista), el tiempo del personaje se densificaba igualmente en la imaginación del biógrafo. No fueron los años que mediaron entre la adolescencia de Valera y su consagración como novelista en 1876 —primer año de la Restauración— una época atractiva, y en el diagnóstico coincidieron personas tan dispares como el Pereda de Pedro Sánchez, o el Galdós de los Episodios de la cuarta serie. Cabe sospechar a veces que Azaña vio aquellos años de rutina moderada —apenas quebrada por las «tormentas del 48» y la revolución de julio del 54— como una premonición del tiempo lento de los suyos propios: no era un jovenzuelo Juan Valera cuando en su artículo «Del romanticismo en España y de Espronceda» (1854) puso las peras a cuarto a los últimos rescoldos de una subversión político-literaria que era ya banalidad pura, y tampoco lo era Manuel Azaña cuando daba por muertos los romanticismos noventayochescos en las páginas de un semanario España ya agonizante y veía también los grandes lemas regeneradores bien digeridos por las orondas barrigas del Directorio de Primo de Rivera. En su tiempo, Valera fue —y nuestro Hipólito-Azaña era muy sensible a tales cosas— el español más cultivado e inconforme, y todo esto en un país que tenía bibliófilos cicateros y oradores de Ateneo que, a la vez, se permitían laísmos y leísmos, no sabían el uso correcto del adjetivo sendos y escribían madrigales de abanico. Por añadidura, fue un tiempo de castizos —consecuencias del quiste costumbrista—, achaque al que Valera se había zafado de milagro. A pesar de don Juan Fresco —el suministrador imaginario de muchos de sus relatos—, de los aromáticos guisos de Juanita la Larga y de las tertulias patriarcales en doña Mencía, y aun de los penosos y tardíos Cuentos y chascarrillos andaluces, Valera fue relativamente inmune al mal de su siglo y su personalidad más auténtica, en ese orden de cosas, anduvo en las estilizaciones intencionadas como «El bermejino prehistórico» o en la sapientísima evocación dieciochesca de El comendador Mendoza. Azaña agradeció a su biografiado esa virtud, máxime cuando comparaba la burlona y universal condición de su andalucismo con el casticismo de un ingenio nada vulgar, el de Serafín Estébanez Calderón, destinatario de las más regocijantes cartas de Valera, que tanto había sacrificado en el ara votiva de las esencias andaluzas: «Proponerse lo castizo —escribe Azaña en sentencia inapelable—, dirigirse a cazarlo en lo pintoresco y en lo fútil, es abnegación involuntaria, sin recompensa en

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el mundo del arte», porque de ese modo, recuerda líneas más arriba, Estébanez «se jugó el talento literario que tuviese en el albur de la tradición españolista»14. Pero la victoria de Valera contra el casticismo no era la única que obtuvo contra los maleficios de su tiempo. En un tiempo de doctrinarios, transidos —como recordaba Fernández Montesinos— de preocupación por lo absoluto, el escritor andaluz encarnó el espíritu de contradicción a tantas limitaciones por mor de aquel resorte espiritual que Azaña definió impecablemente como la tendencia de «oposición a lo contiguo»: [Valera] —recordaba su exegeta— nunca es más racionalista que frente a Donoso Cortés, ni más conservador que frente a Pi y Margall, ni más despegado de la tradición que ante Menéndez Pelayo, ni atenúa tanto el influjo del Santo Oficio como al «hundir» a Núñez de Arce, ni fue más patriota al rebatir los juicios de un extranjero despectivos para España, ni menos iberista que viviendo en Portugal, ni más acérrimo madrileño que a quinientas leguas de la Carrera de San Jerónimo, aunque la encontrase mal viéndola de nuevo15.

¡Lástima que un espíritu tan afín al de Valera no dedicara unas páginas a Las ilusiones del doctor Faustino, la más intencionada y deliciosa de las purgas valerianas con respecto al espíritu de su tiempo y en la que Azaña pudo haber encontrado un buen modelo de ese bildungsroman que nunca acabó de escribir! Como su Hipólito de ficción, Juan Valera fue para nuestro escritor el hombre que vivió fuera de su país y regresó periódicamente para entenderlo más con la razón que con el sentimiento. Azaña conoció ese privilegiado observatorio de las andanzas del andaluz que es su epistolario y no fue inmune a su encanto: al cabo de los años, él mismo habría de dejar cumplido testimonio de la amplitud de perspectiva y el tonificante estímulo espiritual que halló en sus estancias parisinas. Su diario de 1911 consigna —el primer día de su estancia: 24 de noviembre— una frase que, con toda su ingenuidad, es casi un lema: «La rue Royale, la Madeleine, los boulevards: enorme emoción»16... Una emoción que suscita, por añadidura, el París del siglo pasado, capital de Europa y modelo de un urba-

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OC, I, p. 980. OC, I, pp. 930-931. 16 OC, III, p. 717. 15

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nismo decimonónico, que tanto contrasta con la chabacanería madrileña. El 11 de diciembre la admiración un tantico pueblerina —visitas al Louvre, clases en la Sorbonne, vanidosos apuntes sobre relaciones (sospecho que superficiales) con genuinas cocottes— se trueca en la ya conocida intolerancia: «Se empeña Juanito en hablarme de los tipos españoles más grotescos. Va a destruir el encanto de no acordarme de nada. ¿No es bueno romper, aunque sea temporalmente, con aquello?»17. Pero los cuadernillos de 1911 hacen flaco favor a Azaña pues casi todo es tan pueril como lo transcrito. Mas nos ayuda a entender su encendida galofilia el comentario poco posterior que, a la elección de Henri de Régnier como académico, se publicó en Las Cortes del 16 de enero de 1912. Tratábase de un acto no poco polémico pues si con Régnier entraba en la Institución un simbolista confeso (aunque pasado por agua), había de contestar a su discurso un militar, el conde Albert De Mun, que no ocultaba su aversión a tales novedades. No llegó la sangre al río y, anota Azaña con admiración, es que en Francia «literatura quiere decir estudio, experiencia, desinterés, ideas generales [...]. Sobre este ideal perdurable están de fijo acordes Henri Régnier y el conde De Mun. Este ideal se cifra para todos en una institución, en una jerarquía o en una solemnidad que lo patentizan y veneran»18. Un problema de espíritu público, en suma, y de mínima organización de la vida social: algo que Larra intuyó, en el umbral de la revolución burguesa, cuando procedió a definir qué podía ser literatura en 1836, y un reflejo que conocemos en Azaña desde las primeras líneas de este trabajo. Esa envidia de una manera «nacional» de ser se entrevera, años más tarde, en la ardorosa campaña aliadófila de Azaña, cuando llega una de las más significativas convocatorias de la vida española contemporánea: la ruptura de las hostilidades... platónicas por uno de los dos contendientes en la guerra europea de 1914. Que la principal aportación del escritor a esta campaña sea una conferencia titulada «Los motivos de la germanofilia» 19 (y no, por ejemplo, «Las ventajas del progermanismo» o «Los inconvenientes de la francofobia») ilustra cumplidamente sobre el sentido del galicismo de Azaña: no se trata de un dengue pedantuelo, ni aun de una admiración incondicional, sino del uso de un revelador de las carencias cívicas de la sociedad española que, en cuanto tales, alumbraban el

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OC, III, p. 722. OC, I, p. 100. 19 OC, I, pp. 140-157. 18

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conocido fantasmón germanófilo. Y, sin embargo, al margen de la dimensión profundamente española de la galofilia, Francia era algo más que un modelo. Una carta a Indalecio Prieto, escrita en 1935 tras las bochornosas escenas del juicio político que le incoara el gobierno del bienio negro, incluye todavía una frase que, pese a su campechana ligereza, dice mucho: «Le envidio a usted. París ‘que es mi pueblo’. Si pudiera me iría a divagar por sus rincones»20. Rincones que, esta vez, ya debían serlo más propiamente y no los esplendores del tiralíneas que descubría emocionado el provinciano de 1911 en el París de los dos Imperios. Ya no parece necesario decir que este afecto por lo extranjero no excluía —ni en Azaña excluye— una fibra muy viva de patriotismo, ni siquiera un nacionalismo de buena ley. El linaje del patriotismo de nuestro escritor tampoco era muy distinto del de Juan Valera. Además de «iberoamericanistas», ambos se sintieron «iberistas», pero igualmente lejanos de una admiración indiscriminada por aquellos países como hipersensibles a la mala retórica que suele acompañar esos sentimientos. Con respecto a su propio país, fueron de los contados españoles que tuvieron conciencia clara de los hechos diferenciales de las regiones históricas, y la noble actitud de Azaña a la hora de la discusión del estatuto catalán de 1932 o ante los problemas de la autonomía universitaria en Barcelona acreditaron su visión política. Sin embargo, como se recordaba más arriba, el último presidente de la república española pensaba en términos de Estado y, por consiguiente, no aceptaba una división del país ya fuera por arcaicas remisiones al «pacto sinalagmático» de Pi y Margall o por la presencia del fanatismo separatista mondo y lirondo. No podía admitir que el largo proceso de constitución de un Estado moderno europeo retrocediera a sus orígenes medievales y, en algún caso, protohistóricos. Un sentimiento de patria no puede sustentarse en un vago universal de resistencia a lo extraño que no conoce fronteras temporales en su delirio: si Azaña odiaba el recuerdo ominoso de Cavite, sus grandes frases vacías y su irremediable sonsonete de marcha de Cádiz, experimentaba idéntica aversión por los abundantes recuerdos nacionales de la mitología resistencial colectiva. «Debemos España —escribía en La Pluma— a la destrucción de las Numancias —soñadas o no— por el romano»21. Porque, de ser algo, la idea de España era la resultante de la labor inteligente de españoles de

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OC, III, p. 597. OC, I, p. 502.

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varios siglos, aunados por la idea común de convivencia. Lo recordó el 13 de noviembre de 1937, ante el Ayuntamiento del Madrid sitiado por los fascistas, en uno de aquellos discursos «en campo abierto» que contienen las más nobles expresiones formuladas por español alguno ante el descalabro de su país: Invocar el nombre de la patria para suscitar una guerra civil es ilegítimo, como no se crea que la patria es una especie de deidad remota, sanguinaria, delante de la cual, periódicamente, hay que sacrificar unos cuantos cientos de miles de sus hijos para tenerla contenta. Nosotros creemos que la patria no es eso; nuestra patria no es distinta de los españoles22.

Por lo cual, menos aún podía pensar que Cataluña o el País Vasco fueran entes de razón distintos de la voluntad común de los pueblos españoles que luchaban en la guerra: los diarios de guerra hacen constar a menudo su desesperación ante aquellas taifas egoístas, morbosamente aficionadas al papeleo con membrete vernáculo y, en su opinión (a la que no faltaba mucha razón), responsables destacados de la poco halagüeña marcha de la guerra. Los lamentables altercados por cuestiones de protocolo o de soberanía, la doblez de algunos políticos, el desbordamiento, en suma, de la estructura del Estado sumieron a Azaña en la sombría depresión de sus últimos años: vio la ruina de aquel organismo político y moral al que había dedicado el solitario —y cierto que insuficiente— esfuerzo de su razón. Esta —y no otra causa— inspiró el 22 de abril de 1939 la negativa a estampar su firma al pie de un manifiesto que le remitía Augusto Barcia y que hablaba de «españoles, catalanes y vascos»23. Azaña no era partidario de ese terne masoquismo que ha hecho bueno el penoso circunloquio «los pueblos del Estado español».

CERVANTES COMO ACTIVO El nacionalismo de Azaña tiene, empero, poco que ver con el apasionado y ciego voluntarismo tan frecuente en la España contemporánea. Más bien, y como se ha venido señalando, se elaboró a partir de un rechazo violentísimo de las gesticulaciones del nacionalismo reacciona22 23

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rio e inmemorial, con una cierta distancia del nacionalismo liberal y en agudo contraste crítico con el nacionalismo noventayochista. En rigor, tales sentimientos fueron en España muy tardíos. Lo enteco del Estado liberal español del siglo XIX, lo superficial de la ilustración del XVIII (obra de clérigos, nobles y funcionarios reales bien intencionados pero poco burgueses), y la carencia, en los siglos XVI y XVII, de guerras de religión abiertas, explican —de acuerdo con la genealogía idealista del liberalismo— esa no-modernidad de la vida española. El grupo social al que correspondió el protagonismo moral de la República fue consciente de las razones históricas de aquellas deficiencias y parece altamente significativo que, bajo auspicios más o menos republicanos, los investigadores de entonces hicieran hincapié en fenómenos como el erasmismo, la ilustración o la vida de los españoles más relevantes del XIX, con ánimo de encontrar su propia progenie o de establecer el inventario de las oportunidades perdidas. No es difícil encontrar en las intervenciones parlamentarias de Azaña las referencias oportunas a aquella preocupación que, a la larga, deseaba convertirse en una forma de nacionalismo crítico. En algo que arrumbara al desván a sus pintorescos enemigos: la pervivencia, en primer lugar, de un nacionalismo asilvestrado y sometido, a una imagen neoconstantiniana del binomio ReligiónEstado; la anomalía de unas burguesías periféricas entregadas al patrioterismo local, por más que sus intereses de clase anduvieran vinculados a la totalidad del país como mercado de sus productos; la singular sobrevivencia del jacobinismo liberal, morrión e himno de Riego incluidos, que encarnaba la Milicia Nacional, «caso patológico que probablemente no se da más que en la clínica española y que todavía permanece sin estudiar»24. Con toda evidencia, la más aprovechable y la más cercana a Azaña de todas las tradiciones nacionalistas españolas era la que arrancaba del krausismo. Por razones de educación, conoció tarde a los herederos de Sanz del Río pero cuando lo hizo, se sintió atraído por ellos y sus apuntes de 1912 dejaron al propósito un estimable diagnóstico: «La Institución me recuerda a Port Royal; Giner ha sido su Saint-Cyran»25. La expresión no es en absoluto errónea y aun diría que excelente punto de partida para un entendimiento cabal de lo que pudo significar en la

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vida nacional la secuencia krausismo-positivismo-Institución Libre de Enseñanza-fundaciones estatales-institucionistas de nuestro siglo. Lo digo porque, a veces, tienden a privilegiarse los síntomas sobre las causas, cuando unos y otras se enredan en una trama inextricable cuyas manifestaciones pueden parecer contradictorias, pues en España idéntica estirpe conocen el monismo filosófico idealista y el cultivo de la sociología positivista, la propensión al círculo de iniciados y la campaña de reforma escolar, el iusnaturalismo y el respeto historicista por lo popular, el liberalismo y el socialismo de cátedra, la actitud más negativa en la polémica de la ciencia española y el nacionalismo filológico de Menéndez Pidal y el Centro de Estudios Históricos. Acertaba Azaña cuando veía en un fundamento de autoexigencia religiosa, de puritanismo moral, la raíz de cosas tan dispares y de un comportamiento social que definió, al margen de etiquetas filosóficas, un importante sector de la sociedad española entre 1854 y 1939. Pero también es cierto que esa identidad ética pertenece al terreno de los síntomas a que aludía más arriba. La realidad —y, por lo tanto, las causas— deben buscarse en la formación tardía y anómala de la conciencia liberal de la burguesía española y, más específicamente, en la peculiar situación sociológica de la clase media profesional —funcionarios universitarios, médicos, ingenieros, abogados...— ante la organización ya irreversible de un país moderno. Ante esa deficiente y casi caricatural realidad, el intelectual krausista o institucionista no se había limitado al ofrecimiento de sus servicos profesionales, siempre mal retribuidos o sepultados por una burocracia ignara y mecánica, sino que, al elaborar la ideología moral que le justificaba como pieza clave de la maquinaria social, intentaba a la vez edificar una teoría total de la sociedad a la que servía. Nada de esto podía resultar ajeno a Manuel Azaña cuya situación personal y aun cuyo talante coinciden con los de las promociones que puede definir aproximativamente aquella secuencia citada más arriba. Como ocurre en las mejores cabezas de aquellas, el nacionalismo de Azaña responde a la necesidad de buscar una tradición de reflexión española y un paraje espiritual habitable. Bordeó con habilidad el primer y más sutil peligro del nacionalismo liberal en países de estructuras arcaicas: hablar de las «dos Españas» y acabar por refugiarse en una de ellas, en apacible conversación con erasmistas, místicos incomprendidos, ilustrados melancólicos o caballeros solitarios del XIX. El pasado de su país tuvo para Azaña un superior y casi obsesionante atractivo; lo conoció muy bien —la «cultura» española de Azaña es infrecuente, única,

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en un intelectual que no es profesional— y, desde luego, prefirió unas épocas a otras con personal criterio selectivo, pero el relativismo comprensivo del historiador pudo siempre con la arbitrariedad sentimental del nacionalista típico. Un contraste privilegiado de tales actitudes nos lo ofrece su visión de Cervantes y del Quijote, tal como la enunció en su conferencia de 1930 en el Lyceum Club de Madrid. Nada era, sobre el papel, más propicio a la identificación interesada por parte de un liberal, ni nada, por otra parte, venía de mayores vericuetos polémicos: si la encarnación radical de Maeztu había urgido el final del quijotismo como breviario de la impotencia nacional, Unamuno había reclamado una singular romería nacional al sepulcro del hidalgo manchego; si Cesare de Lollis había argumentado el reaccionarismo de Cervantes y el mismo Unamuno su manifiesta inferioridad ante su criatura de ficción, Américo Castro acababa de consagrar un libro fundamental a la vindicación del «ingenio lego», nutrido de la mejor savia renacentista. Y todo ello además del cervantinismo oficial que había hecho del escritor miembro de honor del cuerpo de mutilados por la patria y que le consagraba monografías sobre sus conocimientos marineros. Por todo esto, sorprende agradablemente que un profano reivindique, por encima de los muchos Cervantes de la leyenda, al Cervantes escritor: «No digo el prosista, ni el estilista, ni siquiera el inventor de novelas; sino la operación del talento que, mediante la materia literaria, y con sus signos, implanta ante mis ojos unas formas de vida no expresadas antes por nadie», porque «tengo la pretensión de que la verdadera vida de un escritor está en sus obras»26. No se puede, en menos palabras, cancelar con más eficacia lo que un estudio muy notable ha llamado «la aproximación romántica a don Quijote»27 y abrir camino a un entendimiento nada mítico del significado de la obra y del autor. Pero no sería Azaña un nacionalista español sino hubiera intentado cifrar en su lectura de la obra algo de lo que pulcramente llama «materia española» en Cervantes y no hubiera echado su

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OC, I, p. 1114. Anthony Close, The Romantic Approach to Don Quixote, Cambridge University Press, 1977. Close, que presenta un demorado y sagaz estudio del libro de Américo Castro, El pensamiento de Cervantes (1925), sólo menciona a Azaña de pasada (p. 128) en una relación algo arbitraria de «interpretations of the biographical-cum-historical species», junto a las de Millé Jiménez, Francisco Ayala, Maldonado de Guevara y José Antonio Maravall. 27

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cuarto a espadas en orden a la «contemporaneidad» del mensaje quijotesco. Su mesura al respecto es, pese a todo, ejemplar y comienza con un rechazo explícito de las extrapolaciones unamunianas que hacen de don Quijote «el Cristo de una religión sin fe, manantial del ánimo heroico»28. Antes al contrario, para Azaña el punto de partida de la novela cervantina es una piadosa y comprensiva observación de la vida española, sorprendida por un hombre ya viejo, inteligente y fracasado, en una tesitura que abandona el camino del ideal heroico y está a punto de despeñarse entre ademanes barrocos. Si Quevedo se hubiera topado con el oidor que es padre de doña Clara, con Ginés de Pasamente, con el hijo del caballero del Verde Gabán, «los habría hecho ceniza con tales dicterios y sentencias de su prodigiosa imaginación verbal, que les quitarían literalmente la vida, lejos de soltarlos en la blanda atmósfera en que Cervantes los dejó respirar»29. Y no se equivoca Azaña que aquí anticipa la diferencia esencial entre la novela picaresca y la cervantina, amén de lo que hoy —después de trabajos muy recientes— viene siendo la opinión más común sobre la máquina de escarnecer que era Quevedo y aun sobre su medular reaccionarismo. Un poco a bulto, Azaña acertaba también cuando veía en el «realismo» (que así se llamaba) el punto de partida del Quijote: «Los incontables objetos en que la acción se apoya, como si no pudiera tenerse en pie lejos de aquella universidad de cuerpos: brocal del pozo, cueros de vino, dornajo de un cabrero, puño de bellotas, enjalmas de una recua, la cola del buey barroso, la bacía que refulge al sol, la nariz de Cecial, un león que se espolvorea las fauces, un gabán, la mula muerta de Cardenio»30. Ni el mismo don Quijote debió ser ajeno a algún Alonso Quijano más o menos real que Cervantes conociera en su largo peregrinar y puede que antes aun conocido por el escritor en sí mismo cuando contrastó sus ideales primeros con las sombrías premoniciones de su edad avanzada y de su tiempo histórico. Por eso, piensa Azaña, su obra supone la más alta conciencia de decepción de un hombre de su tiempo y, a la vez, el máximo de libertad analítica: la expresión de un desencanto a través de la ambigüedad que se divierte en dar el mismo plano de efectividad al sueño heroico y a la mezquindad de cada día. Ante aquel tema profundamente humano, amorosa-

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mente apoyado en la materia cotidiana, es evidente que importa mucho menos aquella filosofía quijotil que tanta letra ha hecho correr y que Foucault definiría, algo pedante, como «soberanía de la mismidad» de don Quijote. Que Manuel Azaña supiera intuir la realidad artística del quehacer cervantino como verdadera «realidad» del Quijote linda —dadas la época y la condición del conferenciante— con lo verdaderamente milagroso. Pero lo es más todavía que la charla concluya, y muy deliberadamente, cuando el escritor deja «para otra ocasión mostrar los hallazgos de mi viaje, en qué medida, proporción y parte, un español de nuestro tiempo puede reconocerse en Cervantes y ser expresado e interpretado por él»31. Es obvio que aquella segunda parte no tuvo posibilidad alguna de demostrar la verdad de un conocido dicho. Ni creo que Azaña pensara —al margen del efecto de suspensión oratorio (por lo demás, tan cervantino)— darnos cuenta cabal de «su Cervantes»: en realidad, la enseñanza contemporánea del autor y de la obra venían ya dadas en esa hipotética primera parte y se refería a propósitos tan sugestivos como el de no abandonar la realidad a la hora de intentar cambiarla, a la ironía y la comprensión como modos de conocimiento, a la importancia entitativa de la profesión de escritor y, en fin, a la inconveniencia de los mitos nacionales. Y es que —como habría de recordar años después en frase que ya he estampado— una nación (y un nacionalismo) no es diferente de los hombres (en este caso, egregios) que la componen. Por eso, tras afirmar la «raíz autobiográfica» del Quijote, Azaña no puede evitar ver continuamente a Alonso Quijano —el simpático y humanísimo subdito manchego de Felipe II— por debajo del quimérico caballero andante de tierras ucrónicas y utópicas: el hombre real que lucha por su ideal antes que un ideal que anula al hombre real.

EL 98 COMO LECCIÓN Resulta hondamente significativo que la conferencia de Azaña sobre el Quijote se apoye en un explícito rechazo de la interpretación de Unamuno. No se trata de un mero disentimiento en materia opinable sino del repudio de lo que era toda una actitud ante la obra ajena a la que

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el vasco convertía en mero vehículo de sus propias desazones. Y ello por un doble motivo: por lo que tenía de falta de respeto al enterizo ser humano que fuera Cervantes y por lo que tenía, en lo que tocaba a Unamuno, de desaforada práctica de egotismo literario. La madurez intelectual de Manuel Azaña se produjo en pleno declive de la promoción finisecular de escritores. Aunque todos ellos siguieron escribiendo por varios lustros, el conocido bautismo azoriniano de 1913 —el polémico nombre de «generación del 98»— tenía mucho de postumo en orden a lo que representaba y no poco de nostalgia de «juventud menguante» por parte del bautista. A la altura de aquella fecha, no quedaba un ápice del radicalismo político y literario que agrupó parte de la nómina habitual de la generación y, empezando por el propio «Azorín», la mayoría de sus más destacados componentes eran sabedores de que la rabia finisecular había terminado. Antonio Machado expresó aquel acre recuerdo con una frase feliz («cuando montar quisimos en pelo una quimera») que, no por casualidad, figuraba en su poema «Una España joven» en el primer número del semanario España (1915), cifra de una actitud, de una «juventud más joven». Ya hacía años para entonces que «Azorín» había cancelado su anarquismo y teñía de melancolía regeneradora su visión impresionista de la literatura y los paisajes españoles; que Baroja había refugiado en su propiedad de Itzea su rebeldía menor de «fauno reumático que ha leído un poco a Kant»; que Unamuno rompía sus últimas amarras con el progresismo batallón y que Maeztu precipitaba su caricatura nietzscheana por las trochas más reaccionarias. El desvío de Azaña ante saldo tan singular de las viejas actitudes revolucionarias no era único en su generación. Sustancialmente era el mismo que Ortega y Gasset sintió ante la «estética del improperio» barojiana, ante el energumenismo de Unamuno o ante el proteico esteticismo de Valle-Inclán. En forma aún más acusada, Manuel Azaña pareció considerar un imperativo ético urgente fijar su posición personal ante los polvos que trajeran estos lodos y penetrar en el oscuro clima espiritual que conducía a tamañas abjuraciones. Intuía con meridiana claridad que lo ocurrido reflejaba serias deficiencias de conciencia social y hasta una cierta falta de decoro intelectual, que, por otro lado, eran hipotecas usuales en el escritor hispánico y que incluso pudo conocer como tentación propia. En todo caso, eran tendencias a lo anárquico, a la egolatría, a la irreflexión, al olímpico desprecio por la información minuciosa y el pensamiento analítico, que chocan frontalmente con una

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disposición intelectual y un grado de autoexigencia que conocemos suficientemente. El diagnóstico de Azaña resultaba muy similar al que Pérez de Ayala (un escritor por cuyo moralismo narrativo sintió un afecto muy especial) había formulado en Troteras y danzaderas: los males de la vida y el pensamiento español eran la carencia de sensibilidad para todo aquello que no viniera avalado por la letra impresa (y ésta, si era de lectura rápida y tenía fecha de ayer), la insolidaridad que era fruto de una sociabilidad superficial y cicatera, la egolatría como actitud sistemática del escritor, el desprecio por toda actividad superficial que no fuera susceptible de ser plasmada en forma de artículos de periódico. Las opuestas recomendaciones de Alberto Díaz de Guzmán —el protagonista-testigo del relato de 1913— eran, por el contrario, cultivar la sensibilidad primaria, abandonar la pedantería, disfrutar los dones de la amistad y de la comprensión, ser abnegado, trabajar sin la esperanza de fáciles triunfos inmediatos. Lo que, a su vez, podía aplicarse punto por punto la chillona galería de bohemios, arbitristas y parásitos de unos u otros que pueblan —con su clave a cuestas— las páginas de Troteras: desde los modernistas confesos como el inocente de Teófilo Pajares a los regeneradores iluminados como Raniero Mazorral, desde el ambicioso Arsenio Bériz al filósofo Antón Tejero (lo que vale decir, Villaespesa, Maeztu, García Sanchiz, Ortega y Gasset...), sin olvidar al anarquista giboso Homobono Santoja. Es decir: los resultados de las fiebres finiseculares, pero observados desde la expectativa que abría la segunda década del siglo, cuando la Semana Trágica había acabado con el fantasma radical y la Conjunción contra Maura ofrecía la realización de un programa de reformas con la aquiescencia socialista. Páginas atrás indicaba la importancia trascendente de esa tesitura histórica en la configuración del pensamiento de la promoción de Azaña, llamémosla «generación de 1914» o, como quiere el feo término traducido no sé si del catalán o del italiano, «novecentismo». No pienso, sin embargo, que haya demasiada necesidad de acuñar un marbete nuevo para comprobar que las nuevas actitudes al respecto precisaban con toda urgencia descalificar a las precedentes, mucho más allá incluso de la crítica moral de que les hacía objeto Pérez de Ayala: eliminar aquella incómoda espuma romanticoide que tuvo el fin de siglo, suponía regresar a formas de raciocinio más regular y trocar el irracionalismo trascendental por un vitalismo más optimista; abandonar las trágicas escisiones de aquel mundo (individuo frente a sociedad, instintos frente

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a razón, sinceridad frente a hipocresía), obligaba al cultivo de un realismo crítico y nacional, más apoyado en la realidad externa que en la conciencia de la propia impotencia. Escribir no podía seguir siendo alzar un grito de rebeldía sino participar «liberalmente» en la reforma moral de la sociedad: lo que viene a ser, a fin de cuentas, el verdadero mensaje de los espléndidos ensayos sobre teatro que escribiera Pérez de Ayala y, en no pequeña medida, el fundamento ético de la crítica cultural y literaria de Manuel Azaña. Una larga anotación de los cuadernillos parisinos de 1912 —bajo el título (¿de Azaña o de Marichal?) de «La literatura del desastre»— me parece enormemente sugestiva al respecto32. Parece inferirse del texto que Azaña pensó alguna vez dedicar un trabajo de alguna extensión a las diversas vertientes del pensamiento regenerador de 1898: el que significaba poco más que un burdo arbitrismo positivista, hijo de la «decadencia de las razas latinas»; el que entroncaba con la nostalgia de la nunca concluida revolución burguesa (Pi y Margall, Giner y Alfredo Calderón, según la tríada que cita explícitamente nuestro escritor), y, por último, las proyecciones del Desastre en la literatura de creación. Y resulta evidente que los estímulos inmediatos de Azaña provenían de la necesidad de tomar distancias sobre aquella tormenta de letra impresa que tanto contrastaba con la pasividad del resto del organismo nacional: ¿Debemos felicitarnos —se preguntaba— de que el trastorno no se produjera? ¿Qué hubiéramos hecho con un pueblo ignorante, con revolucionarios inmorales, con una casta de políticos no más instruidos que el pueblo, pero devorados por la pequeña ambición, con unas clases directoras insustituibles, petrificadas por el egoísmo y con una juventud que hasta ahora no se ha distinguido por el desinterés ni la elevación de miras?33.

Y, no obstante lo negativo de su diagnóstico, Azaña creía que la remoción de la charca nacional había aportado algo: «La reacción instintiva no se produjo; en cambio, ha fructificado la reflexión. El resultado inmediato de esa reflexión tenía que ser un liberalismo»34. Y es lógico pensar que ese liberalismo era la mirada comprensiva, la voluntad de educación social, la supresión de todo voluntarismo anarquizante, que 32

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Azaña veía en sí mismo y que, en algún momento, pensó que podía ser divisa de quienes se asomaron a la vida española después de 1909. Quizá por mor de aquella «oposición a lo contiguo» que tan agudamente detectó en Juan Valera, el teratológico caso de la literatura regeneracionista española le resultó enormemente atractivo. Algunas de las mejores páginas de Azaña en cuanto al rigor del pensamiento y puede que las mejores por lo que hace al uso del sarcasmo están dedicadas a Joaquín Costa y Ángel Ganivet, los dos regeneracionistas que se habían convertido además en fáciles tópicos del culto nacional por los grandes hombres. Es notable, sin embargo, la diferencia del trato que dispensa a uno y a otro. Costa le inspira respeto por lo que alienta en él de la buena progenie del pensamiento español: liberalismo, krausismo, voluntad de saber, noble indignación por el estado de cosas, capacidad poética de sintetizar..., lo que, en definitiva, había tenido en grado de excelencia «la generación republicana de la segunda mitad del siglo último » que había aprendido en «Michelet y en Proudhon, en Mill y en los radicales ingleses»35, más de lo que «hubiesen aprendido pescando cangrejos en el Duero». Lo condenable de Costa estaba en la tentación de la hipérbole, en el conservadurismo camuflado de trenos, en la desmesura de sus diagnósticos, en su recelo de la democracia parlamentaria y, por encima de toda otra cosa, en los «costistas» que caricaturizaban la tendencia a la simplificación de su maestro. En Ganivet este maleficio de la inteligencia española se incrementa y es muy poco lo que puede salvarse de su recuerdo. Quizá sólo, piensa el sagaz intérprete de la conciencia de Valera, la fascinante crisis espiritual que reflejan las cartas que envió a Francisco Navarro Ledesma, Pero Navarro, que las publicó, desdeñó escribir una biografía del granadino y prefirió dejarnos... una biografía de Cervantes, como lamenta con sorna Azaña. Lo demás es deleznable: Ganivet es el «tipo acabado del autodidacto, de cultura desordenada y retrasada, mente sin disciplina»36 que, para colmo de males en la particular escala estimativa de su crítico, es «en rigor, poco sensible: eso es lo que le faltó para ser un gran artista»37. Pero si estas son impresiones que cualquiera puede sustentar ante los trabajos más conocidos del malogrado escritor, también es cier-

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to que es difícil sustraerse a la sensación de que no faltaba aliento e interés al empeño ganivetiano. Pero Azaña tampoco se perdona ese sentimiento de indulgencia. Experimentarlo hubiera sido absolver a aquel público ignaro de la Baja Restauración que gustaba de que «Costa les llamara brutos, puercos, eunucos y se hundía el firmamento con los aplausos»38. La obra de Ganivet se enderezaba también al complejo masoquismo de aquel público «semiculto», pero por causas totalmente opuestas. Tras la penitencia regeneracionista venían muy bien algunas lindezas nacionalistas y, en suma, el «medalaganismo» que rezumaba el Idearium español. Por eso, la causa profunda de la exaltación de Ganivet al rango de guía y maestro de una España venidera consiste acaso, más que en la sustancia ideal de sus escritos, en una coincidencia de problemas de juventud. Todo Ganivet es un afanoso tanteo de la vocación. La España de principio de siglo, inorientada, empezaba por preguntarse qué podría hacer, y los jóvenes, sobre todo los jóvenes, los que aún no sabían a qué generación iban a pertenecer, se revolvían, como Ganivet se revolvió, en un enredijo de cuestiones previas39.

Tanto en el caso de Costa como en el que acabamos de ver, la crítica literaria de Azaña tiene una dimensión que supera ese mero sintagma: nos hallamos ante una verdadera crítica de la cultura. Porque el análisis de la obra o del autor criticado son inseparables del juicio de su público potencial y el resultado se ordena a valorar la adecuación de un elemento a otro: al ejercicio, en definitiva, de un magisterio cívico que considera que el fundamento de la literatura es su función social, derivada, claro está, de su peculiar grado de eficacia artística. Por lo cual, su posición frente a la literatura finisecular sobreviviente era especialmente delicada. Si, por un lado, representaban los males de insociabilidad propios de la crisis espiritual del Desastre, por otro eran figuras cimeras en orden a la definitiva modernización de la vida cultural del país y ofrecían un alto grado de valor estético. Unamuno impresionó a Azaña sobre cualquier otro y, aunque hoy sea difícil explicarse tal ascendiente, raro fue el español de entonces que no admirara los aspectos más deleznables de don Miguel (el tono de predicador, la irreprimible tendencia a confesar nimiedades trascendentales, la arbitrariedad hecha sistema, las 38 39

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manías lingüísticas...) y olvidara sus rasgos más perdurables en lo literario (su condición lírica, su capacidad de percepción del infierno de lo cotidiano, su sensibilidad para asociar imágenes y, en general, para lo inconsciente). Pero ni Azaña estaba dotado para tales apreciaciones (percibía muy bien lo confesional intelectual y muy poco o nada lo confesional poético), ni la inercia que creaba en su tiempo el victorhuguismo unamuniano autorizaba la admisión de este tipo de valores. Por esto, el Unamuno de Azaña está teñido de respeto, incluso en los disentimientos, ya sean de índole literaria (los que conocemos ante la Vida de Don Quijote y Sancho), ya sean de naturaleza política (como los que apunta el artículo «El león, Don Quijote y el leonero», donde se glosa la polémica visita de Unamuno al rey). Otro cantar es el caso de Baroja cuya visceral francofobia era suficiente motivo de descrédito para un ilustrado como Azaña. En los Andrés Hurtado o en los Fernando Ossorio barojianos pensaba seguramente nuestro autor al denostar «lo que se llamó la juventud» del primer decenio del siglo XX: egolatría y exhibicionismo: he aquí los grandes móviles de una generación. Los más apáticos se titularon decadentes; los más irritables, iconoclastas. En un sálvese quien pueda general obró maravillas la vanidad40.

Lo mismo podía valer para Antonio Azorín y, de rechazo, para su creador, de no ser porque el Azorín que conoció Azaña había abandonado hacía tiempo cualquier veleidad radical y cultivaba un barresismo puntillista. Con todo y lo cual, Lecturas españolas no merecía seguramente el negativo apunte de Azaña en su cuadernillo de 1912: «Azorín explota siempre los mismos recursos: no se renueva [...]. Todo lo empequeñece cuando quiere explicar algo»41. En ambos casos, los de Baroja y Azorín, la crítica cultural de Azaña acertaba al bulto pero erraba en la literatura. Tenía cierta razón cuando se irritaba ante el peregrinar sin sentido de los personajes barojianos, ante las peroratas radicales de aquellos incurables contemplativos, y ciertamente que no hay cosa más fácil (Ortega lo practicó con fortuna) que describir fenomenológicamente una novela-tipo de Baroja (harina de otro costal es escribirla, o hallar la misteriosa alquimia que hace in40 41

OC, I, p. 85. O.C., III, p. 794.

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olvidables algunos relatos del vasco). Tampoco le faltaba razón cuando intuía la estrecha relación del pasmado descriptivismo azoriniano con el indigente mundo espiritual del lector de ABC, pero olvidaba la indeleble huella que la prosa de Azorín estaba dejando en la educación de la sensibilidad española para su literatura y su paisaje. Muy otro era el caso de Valle-Inclán. La promoción de Azaña le había otorgado una valoración muy alta: Pérez de Ayala lo había puesto como explícito modelo de una literatura nacional y crítica, mientras que el propio Azaña reunía las firmas más destacadas de entre sus amigos para consagrarle en La Pluma, revista del Ateneo de Madrid, un número monográfico que supone la entusiasta aceptación de un escritor finisecular por parte de los nuevos pensadores. Pero una cosa era la creación literaria y otra el hombre. Y si Azaña escribía con condescendiente ironía en el citado número de La Pluma un trabajo sobre «El secreto de Valle-Inclán» que se extendía en conocidas anécdotas quijotescas, a su final prevenía que «es probable que Valle-Inclán está destinado a soportar una desfiguración grosera, popular, y que dure en la memoria del vulgo como un carácter terrible, agrio. ¿No padece Quevedo una reputación de procaz deslenguado?»42. Y lo cierto es que aún hoy es difícil cohonestar el progresismo vehemente y la clara conciencia política y artística que algunos ven en ValleInclán con su figura de «extravagante ciudadano» (que por una vez tenía que acertar Miguel Primo de Rivera) y menos aún con los enrevesamientos gnósticos de La lámpara maravillosa. Azaña fue consciente de la contradicción y, si no la revelan sus escritos públicos, la plasma —y en forma muy poco favorable a Valle— su diario personal: «De Valle-Inclán, como no lo fundan de nuevo, nunca podrá hacerse un hombre respetable»43, consigna escuetamente en mayo de 1931. Y es que ni siquiera la ostensible protección que el nuevo gobierno dispensó al escritor, puede evitar, al decir de Azaña, que ande murmurando de él y coqueteando con Lerroux quien, por muchos conceptos, no era personaje recomendable ni menos aún sensible a las bellas letras. Pese a todo, cuando Valle amenaza con irse a América «a mendigar» (como hicieron Zorrilla o Villaespesa), Azaña remueve influencias y le consigue un puesto de Conservador General del Patrimonio (que, más tarde, se tro-

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cará por el más ostentoso de Director de la Academia en Roma). Y es que buena parte de aquella política, a veces ingenua, de reconocimiento público de la valía artística por parte del gobierno republicano tuvo en Azaña un valedor destacado. Cuesta poco imaginar, conociendo al responsable, que la tentativa tenía un doble alcance: se trataba de dignificar la obra de gobierno pero quizá también de civilizar la natural rustiquez del escritor español. Para Azaña actuar de maestro de ceremonias del nuevo régimen era un empeño de no menor importancia que otros. Cuando la República ofrece el 4 de enero de 1932 su primer banquete oficial, muestra su orgullo al consignar que a los postres ofreció un concierto la Orquesta Sinfónica de Madrid («el rey no lo hizo nunca») y que ha logrado que Largo Caballero se presente de frac44. Pero su gozo va al pozo porque el yantar no es muy bueno. «Don Juan Valera —confiesa muy mohíno— hubiera criticado mucho esta comida.» Valle-Inclán, añadiríamos nosotros, hubiera desentonado en la fiesta, y este tipo de cosas eran insoportables para Azaña. Esta hipercrítica actitud ante la promoción finisecular no supone una sistemática adhesión a los valores de la llamada «generación de 1914». Arriba señalaba que los años de entusiasmo liberal-burgués que iniciaron las polémicas del segundo decenio de este siglo no significaron, precisamente, un buen recuerdo para el político republicano. Azaña fue, por ejemplo, uno de los contados intelectuales que no aceptó la Dictadura como mal menor, ni siquiera como tregua de reflexión y limpieza en la vida española. Estuvo contra ella desde un principio por razones que iban desde la decencia intelectual a una seria —y justificada— desconfianza con respecto a los vagos propósitos de aquellos militares de salón y de aquellos civiles que se vieron reflejados en la retórica ruin de la Unión Patriótica. Ya en 1920, Ortega le parecía un personaje «cuya originalidad consiste en haber tomado la metafísica por trampolín de su arribismo y de sus ambiciones de señorito». Y malévolamente anotaba que «una cosa es pensar y otra enhebrar ocurrencias. Ortega enhebra ocurrencias»45. Las monsergas brillantes y apodícticas, si no las acompañaba un alto grado de integridad intelectual, le parecían tan condenables como las lamentaciones finiseculares: en el fondo, unas y otras ocultaban el mismo desprecio por la capacidad intelectual del ciudada-

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no de a pie, la misma falsa convicción de superioridad que otorga la facilidad de palabra. Así pudo dedicar a Eugenio D’Ors en su avatar madrileño uno de los más venenosos vejámenes que se grangeó el singular pensador catalán: «Si España fuese una colonia o un país protegido, la metrópoli o el estado protector nos enviaría por filósofo a Eugenio D’Ors»46. Pero las piruetas del glosador le importaban menos que las de Ortega y sus camaradas. La actitud de este en las cortes republicanas, la pervivencia del singular grupo «al servicio de la República», las inocentes campanadas de Ortega en la prensa o la manía de acumular cargos que se desató en Pérez de Ayala, le hirieron, a lo largo del primer bienio republicano, con más intensidad que otras cosas. Es cierto que rodeaban a Azaña personajes de talla no mayor que los citados: contrariamente a lo que afirma la leyenda, aquel hombre huraño y mordaz era demasiado sensible a la opinión ajena (y se tiene la impresión de que buscaba obtener información al respecto con rara afición) y, como ya se ha indicado, no estaba exento de alguno de los vicios menores que criticaba agudamente en los demás. Pero también es cierto que la evolución del pensamiento de Azaña le distanció precozmente de sus camaradas de 1914: su ideal republicano tuvo un contenido mucho más explícito y profundo y no se limitó a un puro optimismo historicista. No supo muy bien qué cosa eran las «masas» a las que Ortega afrentó en momento particularmente inoportuno, pero es cierto que nunca las temió porque sólo vio en ellas un número de ciudadanos mayor que el habitual y, como tal, sujeto de derechos y objeto posible de educación moral. Lo que quiere decir, desde luego, que tampoco supo que aquellos ciudadanos no solamente podían subsistir de laicismo y Estado, de decoro público y precisión oratoria. Pero, a la altura de 1935, tras su encarcelamiento, las «masas» encontraron a Azaña «en campo abierto» y fueron ellas, en gran medida, quienes le invistieron como nueva esperanza republicana. Azaña naufragó, a la larga, en tal responsabilidad histórica, pero es evidente que la asumió con dignidad ejemplar y que sacrificó muchas cosas —la principal, su distancia «intelectual»— a aquel cometido imposible.

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LA FUNDACIÓN DE LA PLUMA, REVISTA LITERARIA Pero el Manuel Azaña que se enfrenta a las responsabilidades y al horror de la guerra civil (y que escribe ese patético descargo que es La velada de Benicarló) no pertenece, en puridad, al campo que acota el título del presente trabajo. Conviene volver ahora a aquel otro Azaña, secretario del Ateneo madrileño, tan consciente de las limitaciones de aquella acción de cultura oral y desmedida, que a la sazón repartía su alma entre la fidelidad castellana —lector de clásicos curiosos, erudito de fruslerías de bibliófilo, gustoso de ciertas miserias veniales de la vida madrileña— y su vocación francesa y parisina que le evocaba el don de la mesura y el de la ironía, la fuerza del Estado y el impulso jacobino del radicalismo burgués. Se trata de un Manuel Azaña disponible que va entrando en la cuarentena de su edad y que ha de fundar una de las revistas más significativas de las letras de su tiempo: La Pluma, cuyos treinta y siete números de periodicidad aproximadamente mensual se espaciaron entre junio de 1920 y el mismo mes de 1923, tres años antes del golpe de estado del general Primo de Rivera. En una emotiva biografía de Azaña, su cuñado Cipriano de Rivas Cherif ha recordado el momento personal de aquella invención. Sobreviene en el momento optimista del final de la guerra europea (la noticia ha llegado a los dos futuros parientes en Segovia) y al poco del traspiés —no excesivamente amargo— del fracaso de su candidatura como reformista en los comicios de 1918, cuando se presentó por Puente del Arzobispo. Aprovechando alguna corresponsalía y fiados en la venta de alguna traducción, los dos amigos curaron los pocos enojos y satisficieron la punzante curiosidad en una larga estancia en Francia, el país vencedor. Los artículos que la edición de Obras completas ha rescatado de El Fígaro son muy reveladores de la ponderación del veterano aliadófilo: pésimos servicios ferroviarios, encallecidos poilus jactanciosos, ciudades oscurecidas y ciudadanos hechos a las privaciones... pero también la solemne inauguración de la universidad francesa de Estrasburgo, gozne de la nacionalización de Alsacia tras cuarenta y ocho años de dominio germánico. Pero el final de aquel periódico y el del numerario hizo regresar a los curiosos. Fue entonces cuando la dieta de quinientas pesetas que el Congreso de los Diputados abonó a Amós Salvador posibilitó el primer activo de La Pluma, ya que, como reconoce Rivas Cherif,

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el título fue invención de mi compañero que también encontró el lema que presidía la publicación en el archivo de la memoria de tantas sentencias castizas: «la pluma es la que asegura —castillos, coronas, reyes— y la que sustenta leyes». Suyos fueron el designio y la traza interior, la disposición de títulos y de páginas y sobre todo la punta de humor, el toque de ironía que aliviaba el empaque literario de la publicación47.

Nunca más certero lo de «empaque literario» porque ese fue el tono de una revista de literatura, cuando quizá alguien pudo pensar que Azaña habría de abordar empeños de alcance más polémico. Pero es que la literatura que quiere auspiciar La Pluma se incorpora sin ambages al proyecto de pedagogía nacional, autoexigencia moral y densidad de pensamiento estético que comenzó a apuntar tras el descrédito de un modernismo demasiado ácrata y chillón, cuando no huero. Por eso, las «Dos palabras que no están de más» que leemos a guisa de editorial en la primera entrega no dejan duda al respecto: La Pluma será un refugio donde la vocación literaria pueda vivir en la plenitud de su independencia, sin transigir con el ambiente; agrupará en torno suyo un corto número de escritores que, sin constituir escuela o capilla aparte, están unidos por su hostilidad a los agentes de corrupción del gusto y propenden a encontrarse dentro del mismo giro del pensamiento contemporáneo [...]. La Pluma no es otra torre de marfil como se usaban —de alquiler las había— hace años; lejos de eso, sueña con adquirir una difusión proporcional al ímpetu de que nace. Si La Pluma vive, la unidad de su obra será más que aparente y mostrará esa faceta de la sensibilidad española que, al adoptar el modo literario, enfrena los retozos del temperamento y ve en la sobriedad, pureza de líneas y claridad, los estigmas inconfundibles de la obra del talento acendrado por la disciplina (La Pluma, 1, junio de 1920, pp. 5-6).

El lenguaje usado por Azaña tiene indudables parientes de época: sin la lección de Ortega sería impensable ese curioso circunloquio («al adoptar el modo literario») que suena a la idea de arte como epistemología; sin la proximidad de Pérez de Ayala tienen menos sentido términos como «disciplina» o la abominación de los «retozos del temperamento»; sin que fueran patentes tales inspiraciones, difícil sería hablar como se hace de que «la unidad» de las obras acopiadas «será más que aparente». La Pluma surge en un momento de la vida literaria española 47

Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña, Barcelona, 1980, p. 97.

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lleno de atentas expectativas: con versos que se hacen familiares, admonitorios y hasta un tanto gnósticos (pensamos en el primer León Felipe, en el Machado de las Nuevas canciones, en el Madariaga de Romances de ciego); con novelas que se visten de fantasías proféticas sobre el porvenir del país (caso de Las columnas de Hércules de Araquistáin, El rey Nicéforo de Salaverría o La jirafa sagrada de Madariaga) cuando no se presentan como parábolas moralizantes (Belarmino y Apolonio de Pérez de Ayala), pero, a la vez, el acervo de 1920 presenta también atrevidas incursiones hacia el futuro y es el tiempo en el que Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna apadrinan jóvenes escritores más levantiscos, mientras Valle-Inclán se aventura por los senderos del esperpento. Pero ni los modernos están por los «retozos del temperamento» que les veda la deportiva profesionalidad con que abordan su trabajo, ni los escritores cavilosos están por otra cosa que no sea «el talento acendrado por la disciplina». Todos los citados y alguno más cupieron en las páginas creadas por Azaña y Rivas Cherif al arrimo de las tertulias ateneístas; todos salvo aquellos que señalaba la «Palinodia» jocosa que hicieron incluir: «Esta revista no cuenta con la colaboración de don Mariano de Cavia, don Jacinto Benavente, don Pío Baroja, don José Ortega y Gasset, don Ricardo León, don Julio Camba, don Eugenio D’Ors, don José Martínez Ruiz (Azorín), la condesa de Pardo Bazán ni, probablemente, la de don Gregorio Martínez Sierra. Imponiéndonos sacrificios, hemos adquirido la seguridad de que no colaborarán en La Pluma». Pero, a cambio, Unamuno publicó poemas e incluyó su drama Fedra entre los números 8 a 10, enero a marzo de 1921; Ramón del Valle-Inclán dio a conocer allí Los cuernos de Don Friolera (cinco entregas entre el número 11 y 15, de mayo a agosto de 1921) y Cara de Plata (seis entregas entre el 26 y 31, de julio a diciembre de 1922), y el más fecundo colaborador, Ramón Gómez de la Serna, ocupó buena parte de los números 19 a 29 (de diciembre de 1921 a septiembre de 1922) y 33 al 27 (de febrero a junio de 1923) para anticipar El novelista y La quinta de Palmyra, respectivamente. De entre estas colaboraciones extensas, la más significativa fue la del aquel rejuvenecido Valle-Inclán para el que la revista reservó su mejor aprecio: testimonio de éste fue el número 32, de enero de 1923, que se dedicó íntegramente a su estudio por las plumas de los promotores, las de Díez Canedo y «Andrenio», Pérez de Ayala y Madariaga, Jorge Guillén y «Corpus Barga», entre otros. Pocas veces demostró la revista que fueran más reales aquellos propósitos de que «la unidad de su obra» prevaleciera: el homenaje de La Pluma a Valle-Inclán fue

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un ajuste de cuentas a las vaguedades modernistas (disfrazadas de noventayocho) y una entusiasta recepción de la ironía crítica nacional y del triunfo de la estética sobre el sentimentalismo. Abundó la poesía y, en manera más amplia que el coetáneo semanario España, nuestra revista fue un termómetro fiel de los cambios que apuntaban. Colaboró muy a menudo Juan Ramón Jiménez y una sola vez Antonio Machado, quien no andaba muy fecundo en esas fechas. Mostraron el progresivo desasimiento de las pautas modernistas los poemas del malogrado Fernando González y, sobre todo, los que, en reiteradas ocasiones, publicó el canario «Alonso Quesada» y los de su compatriota (nada joven de años pero muy moderno de concepciones) Domingo Rivero que incluyó algunos de los mejores suyos en el número 26, julio de 1922. Pero la plenitud del cambio aparece en unos hai-kais de Díez Canedo, en un «Biombo japonés» de Antonio Espina (tocado de ultraísmo, como lo están las contribuciones de Rogelio Buendía) y, sobre todo, en el futuro que esperaba —y ya se percibía— en los versos de noveles tan prometedores como Pedro Salinas, Jorge Guillén, José Moreno Villa, Juan José Domenchina, Federico García Lorca o Gerardo Diego. Que la renovación no era privativa de las letras españolas ni algo anómalo con respecto a la vida europea, lo certificaban en casi todos los números las secciones «Letras francesas» (a cargo de Jules Bertaut), «Letras italianas» (Mario Puccini) «Letras alemanas» (Paul Colin, que también desempeñaba las «Letras belgas»), «Letras portuguesas» (Alfredo Pimenta) y «Letras inglesas» (Douglas Goldring) que en el número 26, julio de 1922, confluyeron con la crítica de teatros (que redactaba Rivas Cherif bajo el seudónimo «Un crítico incipiente») en una sólida sección de «Crónicas literarias» que, sumada a la de reseñas de libros y a las páginas musicológicas de Adolfo Salazar, componen una privilegiada fuente de información y opinión sobre la época. Manuel Azaña se reservó una importante parcela de la revista. Entre los números 16 y 25 espació algunas generosas entregas de su novela El jardín de los frailes y, por supuesto, suya fue la idea de incluir en cada número, a partir del 25, una antología de fragmentos de escritores clásicos poco conocidos: Guevara, Hurtado de Mendoza, Ginés Pérez de Hita, Ribadeneyra, Villalón, Diego de Simancas y Francisco Manuel de Melo apostillaron, más o menos crípticamente reflexiones de actualidad con retóricas de ayer. Pero la misión más destacada de su contribución fue aquella «punta de humor» que recordaba el cofundador y que Azaña refugió en un par de seudónimos: el cervantino de Cardenio, al que ya he aludido más arriba, y el de «El paseante en Corte» que usó para las

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cuatro entregas sobre Madrid que encabeza el título «...Castillo famoso» (se reproducen en OC, I, páginas 805-825, pero sin ese título y sin indicación de procedencia, incrementadas con otro texto paralelo pero de 1930). Es evidente que en el ejercicio del sarcasmo y la descalificación encontraba Azaña su verdadera talla de gran escritor y, lo que es más significativo de su talante, hallaba su pensamiento la dimensión más certera. Un par de espléndidas reflexiones en ese registro dedicó a la exaltación contra el moro («Almanzor», núm. 26, abril de 1922, y «Si el alarbe tornase vencedor», núm. 16, septiembre de 1921), propiciadas por la digestión del desastre de Annual, y, secundariamente, por el afán de demostrar lo rahez del nacionalismo español que se esgrimía en aquellas calendas sangrientas. Aquí, como en el vejamen «En torno a Ganivet» que más arriba he citado, echa chispas fulgurantes el nacionalista liberal ante el mero contacto con los oropeles de un nacionalismo degradado que cayendo de bruces en los desengaños, que no puede negarlos, se recobra y dice: «Pero la raza es sana; y muy inteligente, la más inteligente de Europa». En suma: es tan recio y duradero como el muro ciclópeo de Tarragona. Están al unísono con este tipo: el rentista, si ha leído a Villoslada y los deportes no le han vuelto tarumba; el erudito local, conocedor del punto de la muralla que aportillaron las huestes de Alfonso VI48.

¡Valiente enemigo son unas cábilas desharrapadas, inciertas herederas de aquellos moros de otro tiempo! Con paladina ingenuidad, Cardenio-Azaña, que no es africanista pero tampoco, por descontado, un anticolonialista de convición, señala que «el inglés no se declara enemigo hereditario del zulú ni del birmano a quien oprime» porque en esos pagos colonizar es negocio y policía, no sonrojantes prédicas de orgullo herido, misiones civilizadoras y administración corrompida. Y si los países de Europa mantienen entre sí enemistades, estas son, a la larga, fecundos estímulos creadores, rivalidades que engendran propósitos de superación, mientras que el nacionalismo español que vive de recuerdos de la Reconquista manifiesta su incompetencia cuando retoña a la vista del Rif insurrecto. No hay más remedio: «O crearse un enemigo de igual condición, o sufrir la que el enemigo nos imponga». Y esta, por la que concierne a la índole del sentimiento nacional, es lamentable. 48

OC, I, p. 454.

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Lo mejor de estos escritos son las hiperbólicas fantasías que ilustran el escarnio. En «Si el alarbe tornase vencedor», no es fácil olvidar la imagen de veinticinco mil capuchinos que, en trance de defender la península de una invasión marroquí, logran fabricar trescientas toneladas de escapularios mientras todas las fábricas de armamento del norte se dedican a acuñar las medallas que premiarán los hechos heroicos que han de producirse. En el «Auto de las Cortes de Burgos, o triple llave al sepulcro del Cid y divino zancarrón» (número 15, agosto de 1921), el artículo se transforma en parodia teatral: una titulada Comisión de Desenterradores Honorarios obtiene del ministro del ramo autorización para exhumar los restos del Cid y rendirles así el culto debido, pero de la fosa no sale sino un largo fémur que resulta ser del caballo Babieca, acabando la farsa con todo el jolgorio del caso y hasta con una oportuna aparición de Fernando III el Santo. En «La muerte de Lepe» (8, enero de 1921) se repite también la convención escénica del «Auto» pero aquí para escenificar unas oposiciones universitarias a la antigua usanza, donde un miembro del tribunal —erudito tradicional y campanudo— solicita ser ahorcado para ceder su plaza a un coopositor de su calaña que la merece. Ante tan rara solicitud, solamente se presenta un voluntario de entre el público: quien ofrece como identidad ser «Análisis Objetivo, del Centro de Estudios Históricos». Pero, al lado de vejámenes tan jocosos, anda siempre la lección intelectual que algunas veces se hace muy patente. Este es el caso ejemplar de «Los curas oprimidos» (28, septiembre de 1922) que una lectura superficial puede catalogar como una ingeniosa manifestación de la aversión anticlerical. Pero es mucho más que eso. Tras la minuciosa galería de recuerdos personales de curas que el narrador ha conocido y que se resumen en «zafiedad, palabrería, ignorante engreimiento: eso vi en tantas almas de pazguato», hay toda la rebeldía de quien, en términos gramscianos, cabría llamar «intelectual orgánico» (de una clase media secularizada y progresista) frente al «intelectual tradicional». Y quizá haya más: la impotencia de la nueva inteligencia crítica frente al poderío de una rutina que sancionan pastores y rebaños. Nunca más evidente esa rivalidad que en estas palabras: El clero es un cuerpo inmune, con más predicamento e imperio que pudieran tener el médico, el maestro y el militar, si los fundiesen en una pieza. Único tronco venerable de España, puede probar que a su amparo y costa han vivido, como el muérdago en la encina, las clases españolas49. 49

OC, I, p. 463.

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En 1937 estas palabras resultaron ser una ominosa profecía. El 6 de octubre de aquel año infausto y a la vista de «una carta larguísima dirigida por un monárquico falangista desengañado» (que le ha prestado su amigo José Giral), comenta con sarcasmo que «no sé de ningún anarquista que haya querido justificar el derramamiento de sangre invocando el nombre de España», mientras que lo hacen por sistema —y así lo había consignado el machadiano Juan de Mairena— los asustados monaguillos de la reacción. Y es que, a la vista de tanta autojustificación abyecta, no puede por menos de recordar que Cuando se hablaba de fascismo en España, mi opinión era esta: hay o puede haber en España todos los fascistas que se quiera. Pero un régimen fascista no lo habrá. Si triunfara un movimiento de fuerza contra la República, recaeríamos en una dictadura militar y eclesiástica, de tipo español tradicional. Por muchas consignas que traduzcan y muchos motes que se pongan. Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar50.

Poco más cabía decir... En esa clarividente contumacia se resumía el legado de toda una vida en la que su titular vio alguna vez el símbolo de la tragedia íntima que es inherente a todo el liberalismo español. Ahora que debemos a José María Marco y a Enrique de Rivas la tarea impagable de haber restituido a la tradición intelectual de todos cuanto queda de Fresdeval —la novela más ambiciosa de Azaña y su mejor texto literario—, sabemos claramente porqué la escribía con tanto afán tras el fracaso de la sublevación de Jaca en 1931 y tras la rota de la izquierda en 1933: Fresdeval era el modo de unir su biografía a la historia nacional, de enlazar el destino de su Alcalá de Henares y de su país entero, de entender en un plano superior su lealtad amistosa al bueno —y conservador— José María Vicario...51 La fórmula, en fin, de trocar una contradicción en una emoción estética: destino común del radicalismo liberal y nacionalista en España.

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OC, IV, p. 813. Manuel Azaña, Fresdeval. Novela, ed. a cargo de E. Rivas, introd. por J. M. Marco, Valencia, 1987. El nuevo texto añade un capítulo (de redacción incompleta) a los dos que ya había dado a conocer Manchal; el estudio de Marco, verdaderamente de mérito, ratifica algunos aspectos que ya subrayó la sagacidad de Jean Bécarud («Una novela inacabada de Manuel Azaña: Fresdeval» en Azaña, ed. V. Serrano y J. M. San Luciano, Madrid, 1980, páginas 337-356). 51

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Esa iluminación, que tan claramente recuerdo, tuvo lugar en la Alterstrasse. Era de noche; me llamó la atención el reflejo rojizo de la ciudad en el cielo, que iba mirando con la cabeza erguida. Al caminar despreocupadamente tropecé varias veces, y en uno de esos traspiés, con la cabeza vuelta hacia arriba y el cielo rojo ante mis ojos, me vino la idea de que había un instinto de masa en permanente oposición al sentido individualista, y que la lucha de ambos permitía explicar el curso de la historia humana. Puede que no fuera una idea nueva, pero para mí lo era, por la violencia inaudita con que me subyugó. Tuve la impresión de que todo cuanto estaba ocurriendo en el mundo podía deducirse de ella. Elias Canetti, La antorcha al oído. Historia de una vida (1921-1931), traducción de J.J. del Solar.

Los componentes de las muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo número de personas existía hace quince años. Después de la guerra parecía natural que ese número fuese menor. Aquí topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual —individuo o pequeño grupo— ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad. Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías. José Ortega y Gasset, «El hecho de la aglomeraciones», La rebelión de las masas (1928).

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LA PLURALIDAD ESTÉTICA DEL FASCISMO El fascismo anida en muchos lugares de la historia literaria. Por su carácter irracional y violento, no es ajeno a la insolencia vanguardista, como ha demostrado la crónica de la facción marinettiana del futurismo y por más que se registre paradójicamente lo contrario —la cercanía a la propaganda izquierdista— en el caso ruso y hasta en una significativa parte del italiano. La guerra como higiene del mundo y la superioridad de la máquina sobre la belleza tradicional pudieron compatibilizarse, al cabo, con la patética sumisión del «credere, obbedire, combattere» o con la grosería feroz del «me ne frego» para justificar de ese modo una guerra colonial o la administración de aceite de ricino a los enemigos políticos. Y no fue de otro modo entre nosotros, como lo demostró la trayectoria de Ernesto Giménez Caballero entre Notas marruecas de un soldado y Arte y Estado, pasando por Hércules jugando a los dados y Circuito imperial. Pero, en los mismos territorios de la irracionalidad, aunque al margen de cualquier pretensión moderna, tampoco el fascismo se encuentra mal entre creencias esotéricas y vagas fidelidades al espíritu espontáneo de las razas, que suelen expresarse en formas artísticas convencionales y nauseabundamente kitsch, incluso. Lo manifestó la afición de los jerarcas nazis por la mitología germánica y por el desnudo escultórico, o nos lo enseñó la alianza de reaccionarismo y creencias mágicas en un libro que fue muy popular hace treinta años (me refiero al de Louis Pauwels y Jacques Bergier, Los nuevos brujos) o lo advertiremos, sin ir más lejos, en la programación que hogaño ofrecen a sus clientes las sedes de la secta «Nueva Acrópolis». En los antípodas de cualquier vanguardismo, el fascismo puede encarnarse en formas de rotundo abolengo clasicista, como muestran las desmesuradas arquitecturas con las que los arquitectos del nazismo mancillaron el urbanismo de Nuremberg (o como enseñan las pesadillas que Albert Speer concebía para el futuro Berlín). Así se nos presentan (en maneras más modestas) los sonetos en los que se afanaba Dionisio Ridruejo en plena guerra civil, pero ni los sonetos ni el clasicismo eran culpables de la identidad que aventuraba: la necesidad de volver al abrigo de los paradigmas clásicos presidió también las inquietudes de poetas que iban a perder la contienda, como el Germán Bleiberg de los Sonetos amorosos, el Cernuda de las primeras Elegías españolas y el Arturo Serrano Plaja de «Virginia, el amor en la guerra», que cierra los muy clasicistas poemas de El hombre y el trabajo. Y lo mismo hallamos, después

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de 1940, en poetas que acababan de perder la guerra como Ildefonso Manuel Gil, Rafael Morales y José Luis Cano y que creyeron en el soneto como disciplina y en el endecasílabo como armonía superior. Es fácil y previsible hallar al fascismo como parásito natural de lo neorromántico y no ha de olvidarse al respecto que en las Mémoires de Dirk Raspe, Pierre Drieu la Rochelle se identificó con Vincent Van Gogh. Ningún muchacho de izquierda dejó de los turbulentos años treinta un testimonio tan punzante como el fascista Robert Brasillach al escribir Notre avant-guerre (1941), un libro lleno de brillantes sugestiones cinematográficas y lecturas novelescas que remata su viaje a la España franquista de 1939, al poco de haber publicado con Maurice Bardèche una madrugadora Histoire de la guerre d’Espagne. Nada puede ser más ilustrativo de la diferencia (y las similitudes) de dos sensibilidades juveniles que la confrontación de los menús literarios que presentan dos compilaciones excelentes: Situations I, donde Jean Paul Sartre recogió en 1947 sus notas literarias de 1938-1945 (Nizan, Mauriac, Bataille, Giraudoux, Camus... pero también Faulkner, Dos Passos, Husserl, Nabokov...), y Les quatre jeudis (Images d’avant-guerre), donde Brasillach agrupó en 1944 sus crónicas en el folletón de Action Française, que presentan a Péguy y a Bergson, a Claudel y a Gide, a Maurras y Simenon, a Benda y Drieu la Rochelle, a Mauriac y Céline... También en España la convocatoria por un nuevo romanticismo, entre 1930 y 1936, fue inequívocamente de izquierdas y solamente el grupito que publicó Los crepúsculos (capitaneado por Mariano Rodríguez de Rivas) cultivó un romanticismo de sabor neomodernista y tono evocativo que se halló a sus anchas en la poesía de algunos fascistas españoles de los años siguientes (pensemos, por ejemplo, en Agustín de Foxá). Pero lo cierto es que las ácidas novelas de Baroja, tan románticas y rebeldes, fueron leídas con la misma pasión por Sender y Carranque de Ríos, por García Serrano y por José María Alfaro. Tampoco el fascismo ocupa un lugar demasiado estable en la tectónica social. En las Memorias de mi amigo Oscar Perea, escritas por el ex-comunista Oscar Pérez Solís que luego fue pistolero falangista, leemos que «he tenido yo, alternativamente afanes de aristócrata y afanes de plebeyo. Jamás me he sentido en la clase media, en esa gris y pusilánime comparsa de los de arriba que sólo acierta a estar abajo. Eso sí, con mucho empaque. De algo han de servirle los sueños»1. Por supuesto que 1 Memorias de mi amigo Oscar Perea, 1930, p. 15. En fechas más recientes, leo en la curiosa Memoria de un triunviro de Juan Arias Andreu (nacido en 1919, hijo de mili-

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leyendo el Voyage au bout de la nuit se puede tener noticia más impresionante y certera de la maldición moral del pequeño-burgués que no quiere serlo, pero difícilmente será más efectiva que la del seudorrevolucionario español que acabó como cronista del cerco de Oviedo durante la guerra civil. Sin embargo, no todos los fascistas estuvieron hechos de la sustancia de resentimiento y vanidad de un Jacques Doriot, un Lucien Rebatet o un Marcel Déat, por citar una dramática galería de traidores a sus ideales de izquierda. Lo más parecido a esto quedó, entre nosotros, en un personaje tan abyecto como el hidalgo Kinito, de Bajo la luna nueva, de Guillén Salaya: chulo convicto y confeso, vago de profesión, español a machamartillo2. Pero no otra cosa que ensueños aristocráticos de un hombre a medio camino entre el primer estado y la burguesía acomodada fueron los sentimientos que llevaron al fascismo a Rafael Sánchez Mazas. Y seguramente que sólo la inmadurez del señorito de linajuda familia hizo del infantiloide Agustín de Foxá un fascista bastante sui generis. En otros casos, la tentación del fascismo pudo forjarse como una apelación a la vida espontánea del campo que es expresión del malestar con el final de una clase de propietarios, como sucede en Alphonse de Châteaubriant y como podría haber ocurrido con Ramón del Valle-Inclán si hubiera perseverado en las ideas de 19071912 que reflejaron parcialmente los ciclos de las Comedias bárbaras y de La guerra carlista (la rectificación de ese camino se halló en El embrujado, Divinas palabras y Cara de Plata). Es fácil y hasta común que el fascismo venga de desclasados de la pequeña burguesía, convertidos en seudorrevolucionarios obreros (como fue el caso de un Ramiro Ledesma Ramos, intelectual autodidacto y unamuniano, condenado a ser empleado de Correos) o que sea más explícitamente la barrera de defensa de esa clase media frente a las pretensiones de un proletariado «no tar y dirigente de los pistoleros estudiantiles en 1934): «Para mí no había horizonte previsto (...). Me rompía el corazón algo... Algo. Ante todo, el de la Patria. En las J.O.N.S. y en la Falange me encontré a mí mismo. Fuera de lo mío. Y de los míos. Pero habría que encontrar algo más. Rotundo, definitivo. Para siempre. Nadie, absolutamente nadie, me lo enseñaba. Me lo deparaba. Todo era mediocridad. Era y... Por eso me crispaba —no la burguesía, sólo (...) y sí la estrofa del himno de las J.O.N.S.: —«Sobre un mundo cobarde y avaro». «Sin justicia, belleza ni Dios» (Madrid, 1976, p. 153). 2 A Francisco Guillén Salaya me he referido con mayor extensión en otros dos trabajos, «Literatura y fascismo: la obra de Guillén Salaya», La corona hecha trizas (19301960), Barcelona, 1989, pp. 67-100, y «Presagios de tormenta: la revista Atlántico (1929-1933)», en Voces de vanguardia, ed. Fidel López Criado, 1995, pp. 123-144.

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nacional». Por eso mismo, también pudo estar cercano del anarquismo pacifista (como sucedió en el el caso de Knut Hamsun) y de una visión pesimista y apocalíptica del orden capitalista (como sucedió en El trabajador de Ernst Jünger o en el equívoco guión literario que escribió Thea von Harbou para Metrópolis de Fritz Lang). Aquí conviene advertir, una vez más, que el fascismo no es incompatible con la calidad artística. O, por mejor decirlo, que en más de una ocasión han de formularse por separado los juicios estéticos y los juicios morales: el caso de Louis Ferdinand Céline exime de cualquier desarrollo mayor de esta elemental cuestión táctica. Otra cosa es que la fascinación por lo perverso comporte la debilidad de admirarlo en su irracionalidad porque siempre su ademán de descontento será más brillante que nuestra vulgaridad. Pero existe una lectura de Céline que, sin traicionarlo como escritura, puede seguir denunciando el odio a los judíos o la trampa sentimental de su repugnancia por la clase media: no se trata de perdonarlo en gracia a una bella prosa, o de privar al escritor de su contexto necesario, sino que se trata de saber que, entre las opciones del ser humano, se halla la maldad y que la maldad o el error de los débiles suelen llamarse a veces literatura. La literatura —por extensión, el arte— suele ser la expresión de la debilidad porque tampoco pasa de proponer la formulación de un deseo. Los otros, los malvados fuertes que pueden hacerlo, matan o violan pero no escriben ni pintan y si lo hacen, sus obras tienen el adocenamiento de los paisajes alemanes de Adolf Hitler o el hieratismo torpe de las marinas de Francisco Franco. Un ejemplo musical nos ayudará a entender la convivencia de la vergüenza moral con la excelencia artística: en 1942 se estrenó en Munich Capriccio, la última de las óperas de Richard Strauss y puede que una de las más bellas. Ese mismo año se suicidó en Brasil su antiguo amigo Stefan Zweig —el libretista de La mujer silenciosa— quien en 1934 le había sugerido la idea de la nueva obra aunque, como judío, su presencia como autor nunca hubiera sido aceptada por los nazis. El Strauss de 1934 había hecho suyo el veto y encargó al ario Clemens Kraus el trabajo de Zweig, pero también había admitido antes ser el director de la Cámara Musical del Reich y hasta recibió y cumplimentó el encargo de componer el himno de los juegos olímpicos de Berlín en 1936. Tan turbios antecedentes no quitan, sin embargo, ni un ápice de su límpida belleza a una deliciosa ópera ambientada en 1775 y donde se discute sobre el eterno tema de la primacía de la música o de la palabra, hasta que el criado de la condesa Madeleine anuncia que la

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cena está servida. ¿Dramática inoportunidad de tal discusión cuando los ejércitos alemanes asolaban Europa y no había más música que la militar ni más palabras que las consignas? ¿Acaso es forzosamente más bella la música del Cuarteto para el final de los tiempos, que Olivier Messiaen compuso y estrenó en un campo de concentración alemán en Silesia, que los prodigiosos cuatro últimos Lieder que el viejo Strauss hizo en 1947 sobre poemas de Hesse y Eichendorff poco antes de morir? ¿No suena en ellos (tanto como en aquel concierto de 1941) la añoranza del ciclo de la naturaleza indemne, la más hermosa entrega al destino común de los seres, sin que afee las notas de Strauss el humo de las chimeneas de los hornos crematorios ni se mezcle a las de Messiaen la legítima indignación por la injusticia (ni siquiera la inspiración apocalíptica que apunta el título y sólo se explicita en tres de sus ocho movimientos)?

FASCISMO Y CONVERSION: EL VIDENTE DE GIMÉNEZ CABALLERO En un libro de 1971 ya necesitado de revisión3, intenté establecer una genealogía del fascismo español: incluía ésta el D’Ors posterior a 1912, la bilbaína Escuela Romana del Pirineo, la fundación de La Gaceta Literaria, la literatura colonialista en torno a la guerra de África, el organicismo político de Ortega, el nacionalismo espiritual de Unamuno, el despecho burgués antirrepublicano... Ya entonces y todavía más hoy,

3 Falange y literatura, Labor, Barcelona, 1971 (Textos Hispánicos Modernos, 13). Con posterioridad, al margen del discutible y simplista trabajo de Julio Rodríguez Puértolas, Literatura fascista española, Madrid, 2 vols., 1986-1987, conviene tener en cuenta las precisiones teóricas de los trabajos contenidos en Fascismo y experiencia literaria: reflexiones para una recanonización, ed. Hernán Vidal, Minneapolis, Monographic Series of The Society for the Study of Contemporary Spanish and Lusophone Revolutionary Literatures, 2, 1985, y, sobre todo, un par de análisis más recientes, de notable fuste teórico el primero y de inteligente propósito panorámico el segundo: el libro de Mechthild Albert, Vanguardistas de camisa azul. La trayectoria de los escritores Tomás Borrás, Felipe Ximénez de Sandoval, Samuel Ros y Antonio de Obregón entre 1925 y 1940, Madrid, 2003, y el de Mónica y Pablo Carbajosa, La corte literaria de José Antonio. La primera generación cultural de la Falange, Barcelona, 2003, que centra su interés en Sánchez Mazas, Giménez Caballero, Montes, Foxá, Miquelarena, Mourlane, Alfaro, Santa Marina, Ros y Ridruejo, lo que lo convierte en involuntariamente complementario del primero.

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percibí que aquella colección de ingredientes heterogéneos no podía ser presentada en orden rigurosamente genético, lo que, entre otras cosas, comportaba el implícito reproche de culpabilidad a toda una espléndida literatura que había jalonado los pasos de la modernización española. El atrevido intento de Giménez Caballero de apropiarse como antecedente del fascismo de la tradición liberal española (desde Costa y Menéndez Pidal hasta Unamuno, Baroja y Azorín) no podía ser suscrito sin más4; no se trata, al cabo, de una cuestión de genética darwiniana —con sus adaptaciones y sus monstruosidades— sino de una manifestación de polimorfismo en la que cada ingrediente o un conjunto de ellos podían ser entendidos de un modo u otro. El desarrollo del fascismo se parece mucho a lo que sabemos de la etiología del cáncer: pervierte la secuencia vital de algunas células inocentes en sí pero señaladas por ciertos genes que, por sí solos, tampoco desarrollan forzosamente la enfermedad. Es, en suma, una compleja red de predisposiciones y convicciones, de antecedentes más o menos forzosos y de mutaciones violentas: crece donde la angustia individual se sobrepone a la esperanza, donde el colectivismo aparece como remedio de la insuficiencia del yo, pero también donde la afirmación de la identidad personal se hace urgente contra la amenaza de la anomia. Suele sobrevenir donde hay vacíos de convivencia civil, aunque sean de naturaleza muy dispar. No tuvieron el mismo signo las reacciones fascistas que se encarnizaron con regímenes democráticos de sensibilidad social (casos de las repúblicas de Weimar y de España), los fascismos que actuaron contra parlamentarismos declinantes acosados por reivindicaciones sociales (caso de Italia) o contra dictaduras arcaicas e insuficientes (casos centroeuropeos), o los fascismos que activaron viejas reservas de reaccionarismo al enfrentarse a la derrota militar y al hundimiento de un estado desprestigiado (como fue el caso de Francia)... El fascismo tuvo siempre algo de revancha ciega y de búsqueda de una coherencia perdida. El siglo de las masas (ahí estuvo el problema que vieron de formas tan distintas Ortega y Gasset y Elias Canetti: el primero como una ame-

4 Así lo hizo en el texto de su prólogo «Carta a un compañero de la joven España», La Gaceta Literaria, 52, 15 de octubre de 1929, prefacio de su traducción de En torno al casticismo de Italia de Curzio Malaparte (el título unamuniano era de Giménez; el original se llamaba L’Italie contre l’Europe). Sobre la trayectoria de Gecé, es imprescindible la monografía de Enrique Selva Roca de Togores, Ernesto Giménez Caballero. Entre la vanguardia y el fascismo, Valencia, 2001.

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naza política, el segundo como una maldición antropológica; se ha recordado en el largo exergo de este trabajo) fue también el de desagregación, el de la inseguridad privada que llevaba consigo la constitución de lo que el citado Canetti llamaría «masas de acoso»5. El siglo de la industria fue un siglo de búsqueda de la inocencia pastoral por parte de gentes muy poco inocentes que, de hecho, debían su existencia social al mal del que abominaban. Por todo esto, el fascismo se presenta casi siempre como un descubrimiento o revelación de la autenticidad perdida: la recuperación de un valor asociado a la dinámica de un grupo. Y la novela fascista se configura como la historia de una conversión que viene a establecer la verdad eficaz tras siglos de confusión doctrinaria. En tal sentido, el más ejemplar de sus modelos es la confesión de Mein Kampf, de Adolf Hitler (1925). Su enemigo es la tibieza que distingue a las dubitativas conciencias liberales; su ideal, la vitalidad que afirma o niega sin consideración racional alguna. El fascismo literario es, sobre todo, una tentación de resolver contradicciones y se llega a él por muchos caminos que exigirían la exploración de protofascismos y parafascismos de fecha muy anterior al momento político en que alcanzaron el poder6. Pero la dilatada gestación del sentimiento totalitario no quiere decir que no haya fascismos diversos y, a la vez, que sea imposible una definición unitaria de los mismos. La polémica revisionista acerca de la naturaleza del totalitarismo es terreno minado pero debe dejar indemne alguna certeza7: el fascismo ita5

Elias Canetti, Masa y poder, Madrid, I, pp. 43-47. Un análisis certero del desarrollo moral de la actitud fascista, aunque quizá demasiado complaciente, en Tarmo Kunnas, Drieu la Rochelle, Céline, Brasillach et la tentation fasciste, París, 1972. 7 Los casos más llamativos de una suerte de «síndrome de Estocolmo» acerca del objeto de su estudio han sido los del alemán Ernst Nolte y Renzo di Felice. El primero, desde los años sesenta, había sido autor de algunos de los libros de referencia sobre el fenómeno. Pero en los ochenta, pasó a considerar la Segunda Guerra Mundial como una guerra civil europea y al fascismo como una respuesta al bolchevismo, a la vez que postulaba un entendimiento «alemán» del nazismo, al margen del propio Hitler y, en cierto modo, del holocausto (cf. su fascinante discusión con el historiador francés François Furet, a su vez autor en 1995 de Le passé d’une illusion, libro capital sobre el desengaño del comunismo: Ernst Nolte y François Furet, Fascisme et communisme, París, 1998). Di Felice inició en 1966 una vasta biografía de Mussolini —que remató en los años noventa— que hubo de replantearse los orígenes revolucionarios del fascismo y, a la altura de 1984, «gli anni del consenso (1929-1936)». Ya su libro Intervista sul fascismo, a cura de Michael A. Ledeen, Laterza, Bari, 1975, ocasionó notable polémica al dis6

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liano no es un radicalismo de base revolucionaria y optimista, que se malogró al constituirse en régimen, mientras que el nazismo o la Guardia de Hierro son formas de racismo de tono pesimista. Todos se originan en los mismos miedos y comparten prejuicios e ideas. Todos son pesimistas y apocalípticos, aunque postulen la exaltación: de hecho, lo que convirtió al reaccionarismo en fascismo fue ese plus de empresa colectiva que tomó en préstamo de la ética de la revolución progresista. A partir de ese presupuesto, el mundo se puede dividir ya en amigos —pocos— y enemigos —los más— y se justifica la acción por la acción que llega sin vacilar al sacrificio o a la muerte: la muerte del individuo importa poco cuando la respalda la solidez pétrea de la masa de leales. Y precisamente ese culto de la muerte es común a todos los fascismos, por más que el vitalismo y la exaltación sean su superficie más obvia en cuadros y escenografías; quizá es porque los extremos se atraen y su juego de contrastes es particularmente grato a una mentalidad de naturaleza marcadamente esquizofrénica. Hace algunos años señalé que el momento más sintomático del culto de la muerte y quizá el texto clave de todo el fascismo español era el capítulo titulado «Pedagogía de la pistola» en Eugenio o proclamación de la primavera, de Rafael García Serrano, un texto en cuyo título se cruza el de otro título capital —Proclamación de la sonrisa de Ramón J. Sender— del izquierdismo español. «Uno se explica todo cuando dispara el primer tiro», afirma Eugenio. El suyo ha servido para «tumbar a un comunista que me ofendía»8 y para que, en ese momento, se redimiera de cuatro incómodos recuerdos de infancia sobre el temor, la hipocresía, el convencionalismo burgués y la indefinición sexual adolescente. Pero el final de la obsesión fascista es siempre una oscura tinguir entre el movimiento ideológico y el régimen subsiguiente y al analizar sin ambages la innegable asistencia popular del Duce; más polémico todavía resultó, un año antes de la muerte del gran investigador, en 1995, el volumen Rosso e nero (hay traducción española, Rojo y negro, Barcelona, 1996, con prefacio de Óscar Costa y Jordi Cassassas) que replantea los juicios históricos en vigor sobre el armisticio de 1943, el alcance y legitimidad de la Resistencia y la existencia de la República de Salò. 8 Eugenio o proclamación de la primavera, en La guerra, Madrid, 1964, p. 63. Sobre el «culto a la muerte» en la literatura fascista española, cf. el ensayo «Espero morir despacio... El rito de la muerte en el ideario colectivo de Falange», en el libro de Piotr Sawicki, Las plumas que valieron por pistolas. Las letras en pugna con la historia reciente de España, Wroclaw, 2001, pp. 97-105 (las cursivas del título están tomadas de una novela de Pedro García Suárez, Legión 1936).

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atracción de abismo: no conoce mejor ratificación ideológica que la muerte —ajena o propia— y buena parte del fascismo es celebración de sus víctimas tanto como liturgia de sus muertos que se transforma en semillero de la venganza. En la misma novela Eugenio o proclamación de la primavera, el narrador ofrece a su admirado héroe «un muestrario de muertes bastante completo» como pedagogía elemental de su desprecio por la propia vida: la «muerte de circunstancias» (producida por atropello o por tiro casual en algarada), la «muerte burguesa» (que recoge la piadosa nota periodística como producida «tras penosa enfermedad»), la «muerte de deber» y la «muerte de voluntad» que, por último, «sí que es bella porque la buscas tú y te la impones con voluntad. Mueres bajo el sol o bajo las estrellas. Pero mueres en combate y tu sangre se hace fértil como la primavera. Nadie dice nada. Sólo tus camaradas alzan el brazo, escriben tu nombre en letras de oro y gritan: «Presente». Tienen los ojos brillantes y no lloran porque han de honrarte con fiesta de pólvora y asalto»9. El día que se estudie sistemáticamente la ideología del fascismo español se verá con detalle su obsesión por los héroes muertos (muere Eugenio, pese a que su modelo real —Eugenio Lostau— salvó la vida en la guerra civil; muere el Víctor Alcázar de Camisa azul, de Felipe Ximénez de Sandoval; muere el Leoncio Pancorbo de la novela homónima de José María Alfaro), lo que se une a la enfermiza continuidad de la obsesión falangista por los rituales mortuorios, la permanente apelación a la superioridad del camarada muerto (que tanto contribuyó a la mitificación de José Antonio y a la descabellada peregrinación fúnebre de sus restos por la España de 1939), la obsesión por un santoral de caídos en combate... Todas estas cosas fueron un signo de identidad que, no por casualidad, se repite ante nuestros ojos cuando el integrismo independentista vasco de hoy muestra las fotografías de sus pistoleros muertos, prolonga la exhibición de sus cadáveres obligando a velarlos en los ayuntamientos o celebra a sus caídos con el fuego purificador de pacíficos autobuses, cabinas telefónicas o contenedores de basura que arden como quisieran que ardiera el incendio de sus almas tan fervorosas como obtusas. En otra ocasión repasé el clima espiritual de algunas de esas historias de conversión que ratifica a menudo la muerte: conversiones a una verdad que siempre aparece como un ademán grandioso y olvidado, di-

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fícil de ser puesto en palabras, intuíble sin embargo en gestos de rebeldía precursora y que, a la postre, se transforma en la feliz llegada, en el añorado encuentro, con la plenitud tácita de un sujeto colectivo (la raza, el espíritu). En plena guerra civil, el inventor del fascismo español dio a la luz muchos folletos de propaganda, ganó el premio internacional del fascismo con Roma risorta nel mondo (Hoepli, Milán, 1937; traducción española como Roma madre, Jerarquía, Pamplona, 1939) y, tras un fugaz periodo como ayudante del general Millán Astray en los servicios de propaganda, hizo los cursillos de oficial provisional y se incorporó a la guerra. Para entonces, Giménez Caballero ha encontrado como alférez de la IV de Navarra la profunda y humilde verdad de lo español y ha roto definitivamente con cualquier esnobismo extranjerizante. En ¡Hay Pirineos! (1939) cuenta la llegada de las tropas franquistas a Port-Bou y el restablecimiento de una frontera que es física y espiritual: su falta de vigilancia había permitido «meternos de matute, y sin frontera, la filosofía francesa, y la lírica francesa, y el romanticismo francés, y las pelucas, trajes, amores, libros, periódicos y perfumes de París. Y que se concibiera España como una simple prolongación espiritual y política de Francia. Primero, con el centralismo borbónico y monárquico; luego, con el separatismo republicano y demócrata»10. Pero hay más. En las escenas finales del librito, el propio autor rechaza con indignación las insinuaciones de una francesa, esposa de militar, que pretende de su cortesía que le regale unas medias de seda. Y, al poco, pone en fuga a tres muchachitas galas que coquetean con soldados españoles: «—Estáis haciendo lo mismo —increpa a los hombres— que hizo la generación pasada, y la otra, y la otra, y la otra de España... La mujer en casa y la amiguita de París. La religión en casa. Y para la calle, la cultura, francesa; la política, inglesa, laica... ¡Bobos! ¡Viejos! Mucho gritar, y combatir, y sufrir, y conquistar palmo a palmo esta frontera y ya habéis caído en las eternas redes de la dulce Francia»11. En idéntico estado de trance espiritual y en el mismo año —tercero de los Triunfales—, firmó otro libro que tiene mucho de itinerario hacia la verdad y que ilustra muy bien esa peculiaridad del fascismo español que fue su reencuentro iluminado con lo más granado del reaccionaris-

10 ¡Hay Pirineos! Notas de un alférez en la IV de Navarra sobre la conquista de Port-Bou, Barcelona, 1939, p. 13. 11 Ibíd., p. 86.

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mo español: se trata de El vidente, publicada en primeros de 1939 y que fue el número 7 de la colección «La Novela del Sábado», ofrenda a la veterana tradición de series de relatos cortos y que se había iniciado con una reimpresión del Diario de una bandera de Francisco Franco. El vidente comienza con una larga entrevista biográfica al autor firmada por J.P.M. pero que sospechamos nada ajena al propósito general del volumen. En ella Giménez desmiente sentir fobia alguna por Madrid12 y evoca su infancia y su adolescencia en la capital hasta llegar a su instalación en su casa de la calle de Canarias «al pie de la tumba de Larra. Entre la miseria y la brutalidad proletarias, que la vivía a fondo, con una piedad enorme. Yo sólo soñaba y sueño en el pueblo. Por eso me hice fascista y abominé del socialismo, traidor a las masas». Allí fundó La Gaceta Literaria «y con aquella revista, las dos ramas de juventud que van a decidir el porvenir de España, la comunista y la falangista». De entonces nos cuenta que databa ya su entusiasmo por Roma: «Tuve que idear, para sacar algunas bolsas de viaje a las relaciones culturales de la Institución, el estudiar a los sefardíes de los Balcanes. Porque para ir a mi objetivo, la Roma de Mussolini, no podía ni darlo a entender (...). Al fin y al cabo, pagué con la misma moneda a la Institución lo que ella hizo con la monarquía. La monarquía mandaba a aquellos profesores e intelectuales a traer la cultura europea... y le trajeron el marxismo. A mí me mandaron los institucionistas a estudiar la cultura laica y filosófica, la cultura sefardí... y les traje el fascismo. Y mi entusiasmo por el nazismo, por la eterna Alemania, guerrera y antijudía»13. Pero ahora ya no tiene ninguna ambi-

12 En el segundo número de Jerarquía (1937), la «revista negra de la Falange», Giménez publicó una «Exaltación sobre Madrid» en la que reprochaba a la ciudad sitiada su responsabilidad histórica en los males del país. Debió parecer excesivo a algunos, pese a que lo reprodujo, al lado de otros textos de sentido contrario, en Madrid nuestro (Vicesecretaría de Educación Popular, Madrid, 1944), en cuyo prólogo leo: «Me veis en este libro —1937— a las puertas de un Madrid desgarrado, perdido, moribundo (...). A veces me pareció su conquista como la de una de esas feroces pero arrebatadoras hembras madrileñas que sólo se vencen de veras cuando se va por lo flamenco: por la violencia y por la sangre» (pp. 14-15). Sobre la visión del Madrid republicano en el bando fascista, cf. mi trabajo «De Madrid a Madridgrado: la ciudad vista por sus sitiadores», en Vencer no es convencer. Literatura e ideología del fascismo español, ed. Mechthild Albert, Frankfurt, 1998, pp. 181-198 (previamente publicado como «Madridgrad ou le régard des autres», en Madrid 1936-1939. Un peuple en résistance ou l’épopée ambigüe, ed. Carlos Serrano, París, 1991, pp. 102-122). 13 El vidente, «La Novela del Sábado», Madrid, 1939, p. 12-14.

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ción que sea intelectual; solamente quisiera ser «héroe de laureada. Pero mi acción se que está en algo mucho más oscuro y anónimo: en acudir como un fraile, lleno de amor y de misión, lo mismo junto al soldado de parapeto, que a la cama del herido, que a predicar por el periódico, el libro, la radio (...). Y si la vida no la pierdo militarmente, y la desgracia quisiera descargar sobre mi destino, mi misticismo seguiría íntegro en la celda de una cárcel o de un convento, donde pudiese poner en práctica pura hacia Dios, los ejercicios de devoción y disciplina que hoy sueño con ofrecer a mi Caudillo»14. Ese es el clima moral del relato de su encuentro con la figura y la obra de Juan Donoso Cortés, «el vidente», a través de la antología que había preparado Antonio Tovar para los «Breviarios del Pensamiento Español». Pero las etapas de la peregrinación son, por otro lado, un reportaje atractivo de la vida de retaguardia en la España nacionalista que arranca de un café de la Plaza Mayor de Salamanca donde conoce a Tovar, sigue por el archivo de Simancas que visita con el filólogo falangista, pasa por Valladolid («en el Cantábrico, el bar castellano que siguiendo la tradición de la meseta reunía los mejores mariscos»), por Burgos (con una divertida presentación de los paseantes del Paseo del Espolón y de las tertulias del Hotel Condestable, donde el autor lee la antología donosiana de un tirón y toma un refrigerio militar de su propia maleta: chocolate, galletas y cognac) y llega, por último, a un Don Benito, la ciudad natal de Donoso Cortés, que acaba de ser tomado por los franquistas y donde se descubren las ruinas de la casa del tribuno decimonónico. Allí, cerca del Guadiana, Tovar y Giménez queman en ofrenda al escritor romántico sus propios libros más representativos —Genio de España y El Imperio español— junto a unos pocos manuscritos que han podido rescatar de entre los restos quemados de los papeles de Donoso. El plácido curso del río recoge al final las cenizas de todos los textos. Entremezclándose con esa agitada realidad, Giménez proporciona noticias de la fama internacional que tuvo Donoso en la Europa reaccionaria de mediados del XIX (su amistad con Louis Veuillot) y narra su personal redescubrimiento de un escritor que hacía un siglo había profetizado el porvenir de Europa: el hundimiento de Francia como nación, la vocación africana de España, la llegada de las dictaduras como soluciones de sociedades decadentes y envejecidas, la putrefacción del im-

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Ibíd., p. 16.

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perio ruso... Y todo ello mezclado con dos imágenes que representan, en cierto modo, los dos polos de la sensibilidad de Giménez. La primera corresponde al cine. A Giménez las dotes proféticas de Donoso, siempre relacionadas con desgracias familiares, le recuerdan un filme reciente, The Vident de Élie Lothar, en el que un falso vidente de circo llega a serlo de verdad por el influjo de la mirada de una bella desconocida. La segunda imagen proviene de la recuperación del siglo XIX romántico. Una vez será gracias al retrato que Valentín Carderera hizo de Donoso «de significación lunar, nocturna e ilimitada. Una obsesión de luna, de noche, de agorería. Su rostro sin bigote, pálido, pálido (...). El pelo, con una onda apasionada, le caía en aladares por las sienes, dejando orillada la frente, y orillado el óvalo lunático de la faz»15. En otro momento, Giménez y Tovar jugarán —en un pugilato que parece evocar los juegos de «jitanjáforas» de la vanguardia— a enumerar rasgos decimonónicos «con ráfagas de ametralladora evocativa» como ambiente ideal para evocar a su vidente: «—¡Teatro de los Caños del Peral! ¡Olor a gas y a polvos de mujer! ¡Sensación de peluche en los pasamanos, como lomos royos de gato! —¡Viaje en la Compañía de Reales Diligencias! Se cae una caballería antes de llegar a Aranda. Un fraile saca higos secos. Se los ofrece a una damisela que no habló en todo el viaje. Los rechaza con un suspiro. Se los come un caballero con perilla y bastón con bola de oro. — ¡Congreso! ¡Calle de Alcalá! ¡Fuente de las Cuatro Estaciones! ¡Prado! — Eso evoca poco. Mejor. ¡Baile de lechuguinos en la platería de Martínez! ¡Banquete de los caballeros de la cuchara en la Fonda Genieys! ¡Chistes y palabrotas con Pepa la Naranjera, esquina al Príncipe! ¡Romanza de piano! ¡Yedra! ¡Pronunciamiento! ¡Olor a boñiga en la Puerta del Sol tras la carga a caballo!»16. Resulta evidente que estos fuegos artificiales vanguardistas acerca de la edad romántica son una ilustración más del descubrimiento que en los años treinta se hizo de la época y un tardío tributo a una dimensión de la sensibilidad española de 1930-1935. Pero hay algo más. En abril de 1937 Franco había ordenado la fusión de Falange Española —movimiento, al fin, procedente del fascismo «moderno» alzado contra las democracias— y la Comunión Tradicionalista que hundía sus raíces en las frondas antiliberales y milenaristas del siglo XIX. Giménez había sido, pese a la actitud

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contraria de algunos dirigentes significados, uno de los más activos propagandistas de la «Unificación» y, sin duda, esta novela de reencuentro y conversión era una ofrenda más a aquella política de guerra en la que el oportunista autor de Genio de España había visto —con el consiguiente temor— a algunos falangistas dar con sus huesos en las cárceles de Franco.

JAVIER MARIÑO: RETRATO DEL FASCISTA DE VEINTE AÑOS Pero es que uno de los problemas de la emotividad fascista era precisamente maquillar como sentimiento revolucionario el regreso a la sociedad tradicional. El caso de la novela Madrid de corte a cheka, de Agustín de Foxá, lo ilustra de modo casi patético en su elementalidad: toda la fuerza emocional de la novela reside en la necesidad de volver al pasado anterior a 1931, roto por la irrupción de los ambiciosos republicanos pequeño-burgueses a los que se moteja despectivamente de ateneístas resentidos (Azaña), catedráticos institucionistas y esnobs (De los Ríos), maestros de escuela tocados de demagogia (Domingo), boticarios estúpidos (el catedrático de Farmacia José Giral), estuquistas sin cultura (Largo Caballero), etc. El protagonista, José Félix, es un desclasado, hijo de militar, que lo mismo participa en la verbena vanguardista que en la vela de armas falangista pero que, a la postre, se suma a la sublevación y se casa con una muchacha aristocrática17. En otros casos, la situación de partida era algo más compleja. Uno de los textos más reveladores (y menos citados) del momento espiritual de la guerra es el Discurso a los universitarios españoles (1938), que las gentes de Acción Española editaron a Juan José López Ibor, un jovencísimo catedrático de Psiquiatría, recién escudillado en los primeros meses de 1936 gracias a la protección de Carlos Jiménez Díaz. No es un texto vulgar, aunque exhiba con pedantería sus fuentes muy obvias: las lecturas apresuradas de filosofía alemana, la obra de Ortega y de Huizinga y, al fondo, la sugestión de Oswald Spengler. Pero López Ibor habla con desenvoltura muy convincente de cómo el ideal de cultura ha 17 Sobre esta dimensión de Madrid, de corte a cheka pueden verse mis observaciones en «La retórica de la obviedad: ideología e intimidad en algunas novelas de guerra», en La corona hecha trizas (1930-1960), ed. cit., pp. 141-170 (especialmente, 142-146), artículo que es, en cierto modo, complementario del presente.

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desplazado a la hegemonía de lo filosófico y de cómo, a la par, «la doctrina de la vuelta a la vida primitiva y natural encierra en sí un propósito de redención de este hombre seco y frío como una máquina, sólo preocupado de su rendimiento, jamás atento a la razón fundamental de su existencia. Se trata de un escorzo violento de la cultura, que tiene sus peligros; pero ofrece, en cambio, por su misma violencia, un ímpetu extraordinario». Y es que, advierte en una acuñación que es algo más que un síntoma (es toda la enfermedad), «decir irracional significa estas dos cosas: estar debajo de la razón, o sea la vida en su impulso primitivo, y estar por encima, o sea, lo intemporal y lo eterno». En cualquier caso, una fuerte conciencia religiosa ha de ser capaz de subordinarlo y por eso cualquier universidad del futuro ha de estar presidida, como antaño, por una Facultad de Teología: «Para el español no hay más que una posible escala de valores, aquella que tenga valor de eternidad. No desconoce lo que hay fuera de ella: sabe ser primitivo, instintivo y bestial pero a ello no le concede valor de norma». El intelectual del futuro ha de olvidar el modelo de Erasmo, discursivo y ajeno a otro combate que no fuera el de las ideas, para adoptar el de Dante, «enfrentándose con el máximo tema del destino cósmico y ultracósmico del hombre». En suma, «que nuestros universitarios lancen ideas, que ya las recogerán nuestros capitanes en la punta de su espada»18. Si no hubiera sido tan botarate (y aún siéndolo), hubiera suscrito toda esta apología del irracionalismo el héroe de la primera novela de Gonzalo Torrente Ballester, Javier Mariño. Historia de una conversión (1943), que está significativamente dedicada a Dionisio Ridruejo. Como sucedió con La fiel infantería de García Serrano, publicada el mismo año, ni el premio nacional que obtuvo ésta ni los méritos políticos de su autor en el de la nuestra las salvaron de los rigores de la censura. Torrente ha escrito que, en su caso, la obra fue rechazada por la franqueza con que se aborda la relación sexual de los protagonistas y por lo insatisfactorio de su final que se vio obligado a modificar precautoriamente: en una primera versión pa-

18 Discurso a los universitarios españoles, Cultura Española, 1938, pp. 61-62, 47, 144 y 148, respectivamente. A propósito del autor (y de su posterior carrera profesional en la España de Franco) son impagables las consideraciones de su discípulo Carlos Castilla del Pino, Pretérito imperfecto, Barcelona, 1997, pp. 355 y ss. En 1957 el autor volvió a editar su libro, con otros ensayos sobre tema universitario, en la «Biblioteca del Pensamiento Contemporáneo», de Editorial Rialp, entonces bajo la égida de Rafael Calvo Serer y muy frecuentada por los seguidores de la llamada «tercera fuerza».

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rece que Javier emigraba a Argentina y que Magdalena se suicidaba, con lo que la trayectoria del primero quedaba muy poco ejemplar y bastante lejos de la «conversión» del subtítulo, que fue otro de los añadidos de la versión definitiva. No es cuestión de negar los términos de esta historia ni me parece mal que Torrente y sus críticos más benévolos integren la novela en el resto de la obra del autor como un primer planteamiento del tema del intelectual dubitativo frente al enigma de la mujer... Algo de ello hay pero ni siquiera la existencia de una versión desconocida, un UrJavier Mariño, disminuye el fuerte sabor fascista de la experiencia del protagonista: no cabe pensar que su autor rectificara en un brindis a los censores todos los elementos de la novela ni, por supuesto, es hacedero imaginar un Gonzalo Torrente que escribiera en 1940 una novela poco complaciente con las ideas que había defendido en la guerra. Mariño de Lobeira, su protagonista, es un señorito que va a París por vagas razones generacionales —romper con la rutina provinciana y apartarse de dos amores agobiantes: María Victoria y María de las Mercedes, la cara virtuosa y la cara complicada del eros más tradicional— pero ya en el andén se despide brazo en alto de sus amigos y en París se pasa la vida haciendo gala de racismo fascista: en la Ciudad Universitaria advierte «jetas negroides» y pelea con unos americanos que le parecen «un pueblo de salvajes que aprendieron a conducir automóvil». Su primer amigo, el comunista cubano Carlos Bernárdez, es un rufián consumado, mientras que su compañera Irene es rusa, procaz, cínica y propietaria de un «desnudo blanquecino y maloliente», «grandota y mantecosa». Nada le gusta en el París convulso de 1936 y menos todavía en el mundillo cosmopolita de la Ciudad Universitaria cuyo Colegio de España frecuenta. Tampoco parece tener otra ocupación que manifestar su desagrado y su suspicacia ante cualquier personalidad que menoscabe la suya. Rivaliza con Lord Arturo, el inglés más tontamente tópico que cabe imaginar, a lo largo de una partida de póquer y luego por la atención de Magdalena que muy pronto se convierte —pese a sus frecuentes encontronazos— en su acompañante más asidua. Pero con ella tampoco mejora su desagrado por casi todo. En un café cantante manifiesta que «tenía por el tango un odio irracional, quizá porque era la música de su generación y cada recuerdo adolescente se acompañaba de la música de un tango»19. Y, no contento con ello, le dice a

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Javier Mariño. Historia de una conversión, Madrid, 1943, p. 229

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Magdalena, «huele mal la multitud, su contacto me asquea y a tí te mancha». Acude a un mitín de Jean Cassou en la Sala Wagram favorable a la república y, al hacer ruidosa su protesta, lo salvan unos caballerosos «camelots du Roi» a los que el autor presenta como ejemplo de valentía y virtudes cívicas. Pero no acaban ahí sus preferencias políticas, ya que su gran admiración es el rumano que mató a los rusos y judíos que violaron a su mujer y que quiere ir a España porque «he leído que los españoles mueren con el nombre de Dios en los labios. Quiero mezclarme a ellos en el momento de la muerte para que me contagien su entusiasmo y recobrar la fe»20. ¿Cabe más completo retrato del fascista de veintitantos años, por más que no sea un verdadero creyente y finja ante los demás la condición de falangista (e incluso presuma de haber muerto a un socialista)? Mariño es un hijo de su época que dice escribir unas «memorias oníricas» (es, al cabo, el tiempo del surrealismo...), que colecciona libros que no lee, que hace deporte, que es fanfarrón y agresivo y —con mucha razón, por cierto— «a veces le asaltaba el temor de ser un pedante, un esnob y un advenedizo». En las primeras páginas hay una suerte de retrato robot de Javier Mariño de Lobeira (que imagina trazado por un policía francés) que lo refleja muy bien a través de sus lecturas. En su Leoncio Pancorbo, José María Alfaro había atribuido a su héroe la pasión adolescente por los libros de aventuras (Dumas, Conan Doyle, Wells, Stevenson...) y afirmó que su primera revelación fue la lectura de Del sentimiento trágico de la vida. Valle-Inclán, a cambio, no le había gustado y solamente en Pío Baroja halló que «aquella nostálgica vocación por la acción satisfacía sus sentimientos alucinados. Y conducido por esa misma nostalgia heroica devoró la Vida de Cellini y el Memorial de Santa Helena»21. El pedante Mariño exhibe en su maleta una bibliografía mucho más pretenciosa e inconsistente: «Una Ilíada, un Píndaro y un Nuevo Testamento editados en lengua y caracteres griegos, indican equivocadamente aficiones y conocimientos humanísticos. Un Goethe, editado en lengua y caracteres alemanes, hacen suponer un conocimiento, igualmente falso, del alemán. (...) Las obras de Nietzsche en castellano, manoseadas y anotadas hasta denunciar una lectura asidua. En el bolsillo derecho de su chaleco guarda un Cristo de gran tamaño, regalo

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Ibíd., p. 278. Leoncio Pancorbo, Madrid, 1942, p. 34.

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de su madre, y que ha prometido no abandonar. Entre sus libros hay un Breviario romano en lengua latina, una Biblia, un tomo de poesías místicas, otro conteniendo las obras completas de San Dionisio Areopagita y una reproducción a todo color de «La Virgen y el Niño», de Ghirlandaio»22. Su candidez es siempre patética y conviene advertir que ama a Magdalena, la mujer enigma que es burguesa (casi aristócrata) y comunista, porque le recuerda a Greta Garbo, Katharine Hepburn y Joan Crawford («como las tres, no era hermosa y como ellas le venía el encanto del alma que a veces a su pesar revelaban las facciones, y no de las facciones mismas»). El secreto de la muchacha resulta ser un tópico de relato edificante: ella se ha hecho comunista a pesar de ser de buena familia y no es virgen porque fue amante del padre de una amiga. Conviene no olvidar, por último, que la conversión se da con todos los agravantes. Toda la novela que leyeron sus admiradores de 1943 y años sucesivos se ha convertido en una vasta analepsis que parte de un sillón de ruedas donde el héroe está postrado por heridas de guerra, al lado de Magdalena, convertida de amante en fiel esposa. Aquel presunto Eneas que salió de Madrid (en un arranque que recuerda mucho el de las no-

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Javier Mariño, ed. cit., p. 54. Para acercarse al universo de las lecturas fascistas, resulta indispensable el capítulo 2 de la obra de George L. Mosse, Masses and Man. Nationalist and Fascist Perceptions of Reality, New York, 1980, con agudas observaciones sobre los libros de Elisabeth Marlitt y Karl May. La de Javier Mariño no es la única «biblioteca ideal» del momento. Eugenio D’Ors, que era muy aficionado a este juego bibliográfico, propuso una «Biblioteca del Falangista» en su Nuevo glosario. La Tradición, Buenos Aires, 1939; quizá lo vio Torrente porque, entre los libros comentados por el pensador catalán (Gianbattista Vico, San Agustín, Carl Schmitt, Alfredo Oriani.), se encuentran también las obras del Seudo Dionisio Areopagita, que, a su entender, «es el filósofo por excelencia del Orden y la Jerarquía» (loc. cit., p. 209). Sobre la ideología de Torrente en los primeros años cuarenta, véanse las certeras páginas de Javier Cercas, «Torrente Ballester falangista: 1937-1942», Cuadernos Interdisciplinarios de Estudios Literarios, 5, 1 (1994), pp. 163-178, que despejan las nieblas de ambigüedad cultivadas por el autor y sus estudiosos más recientes con la ayuda de oportunas citas de los artículos de aquél; Eduardo Iáñez Pareja aborda el contenido de nuestra novela en «El fascismo literario español: Javier Mariño de Torrente Ballester», Letras Peninsulares, V, 2.3 (1989), pp. 313321, quien acertadamente propone estudiar el relato «a la sombra» —y no a la luz— del fascismo: como producto y no como base de su ideología. En tal sentido, su trabajo tiene alguna coincidencia con el presente estudio pero no estoy muy seguro de su interpretación —que, en parte, coincide con la del propio Torrente— sobre el significado del encuentro amoroso de los dos personajes centrales.

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velas jarnesianas, por cierto) ha hallado a la postre lo que buscaba. La imagen final, tan decididamente kitsch, es uno más de los tributos pagados por el desnortamiento europeo de una generación española. La novela acaba nada menos que así: «Y la historia se calzaba coturnos de tragedia y encima de los hombres lanzaba sus gemidos»23.

ROSA KRÜGER O LA NOSTALGIA DE EUROPA Porque la Historia es siempre la gran coartada de la crueldad. Lo he señalado en otro lugar a propósito de las novelas españolas inspiradas por la Segunda Guerra Mundial pero es muy fácil encontrar testimonios de lo mismo en novelas de la contienda civil, aunque no tengan las pretensiones intelectuales de Javier Mariño o de Leoncio Pancorbo24. Cumple reconocer aquí que la idea de Europa (una Europa sin comunistas, ungida de fervor cristiano y de lemas raciales unitarios) fue un invento fascista que ha sobrevivido largamente a la derrota del fascismo y que está presente en nuestros días. El censo de la aportación española a esa imagen está todavía por hacer e implicaría la dimensión fascista de personajes que luego fueron tan inequívocos como José María Castroviejo y Álvaro Cunqueiro, por no hablar de Vicente Risco y Eugenio Montes (curiosamente, todos gallegos y alguno —Risco muy especialmente— comprometido originariamente con el galleguismo político, del mismo modo que Castroviejo pudo combinar el ardoroso jonsismo personal y la militancia carlista familiar). Sin duda, la vocación europeísta fue siempre muy poderosa en Rafael Sánchez Mazas, curioso personaje de la «Escuela Romana del Pirineo» que aprendió de ella mucho de ese sentimiento. Pero Sánchez Mazas era —como Foxá— un fascista que provenía de la alta burguesía con tintes aristocráticos. Para uno y otro, el estilo fue siempre el modernismo rezagado (y algo postmodernista), nunca la vanguardia, y ambos profesaron el mismo desdén por la vulgaridad; ganada la guerra, el

23

Ibíd., p. 597. Cf. «La Segunda Guerra Mundial y la literatura española: algunos libros de 19401945», en La corona hecha trizas (1930-1960), ed. cit., pp. 171-201. Más bibliografía en el asistemático volumen propagandístico de Carlos Caballero y Rafael Ibáñez, Escritores en la trincheras. La División Azul en sus libros, publicaciones periódicas y filmografía (1941-1988), Alicante, 1989. 24

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uno escribió un capricho decimonónico tan encantador como Baile en Capitanía y el otro confesó su nostalgia indisimulada por el Bilbao de los años veinte en Vaga memoria de cien años, texto precursor de La vida nueva de Pedrito de Andía. Y mientras uno hacía circular celebradas mordacidades respecto a la cohorte clerical-pretoriana del franquismo, el otro se apartaba orgullosamente de la política diaria y renunciaba al cargo de ministro sin cartera de uno de los primeros gabinetes del dictador. De la figura tan singular de Sánchez Mazas conviene tener en cuenta sus madrugadores artículos italianos de ABC, en los que saludó el afianzamiento del fascismo, pero también un libro único, casi inencontrable en el mercado de anticuarios y muy poco citado, fechado en 1932 y titulado La política religiosa. España-Vaticano. Encuentros con el capuchino. Lo firmó como «Persiles» y supone una insólita actitud neojansenista, muy crítica con la mezquindad de la iglesia española y no menos con la política de subordinación del Estado practicada por la diplomacia vaticana. No es, ni por asomo, un libro vulgar éste, que se concibió como un diálogo, más humanista que socrático, entre el autor y el fraile Hilario Le Kock de Roscanvel, capuchino belga, nada menos que en plena saison de la Costa Azul, y que remataron unas amplias notas al texto, de muy copiosa erudición de teólogo y canonista. Lo domina el recuerdo luminoso de los Reyes Católicos, que supieron tenérselas con las ambiciones vaticanas, y la mala opinión acerca de la política pontificia, tan blanda con la República francesa o con Mussolini y que, sin embargo, en España alentaba la querella carlista o el antirrepublicanismo. Claro es que tampoco el Estado ha sabido ponerse a la altura de las circunstancias. Tuvimos un cardenal, Merry del Val, muy dilecto de Pío X, y jamás hizo nada por su país de origen. En Francia, añora Sánchez Mazas, el presidente Herriot ha inaugurado con un gran discurso el centenario de Bossuet pero, sin embargo, entre nosotros, nadie recurre a Unamuno «una conciencia lúcida, infatigable y ardiente» que «ha fraguado la inteligencia viva de una historia en el Estado, en la Nación, en la Cristiandad española». Quizá lo más revelador y personal del libro se halle en los veintiséis puntos (¡el mismo número de los que tendría el programa de la Falange, dos años después!) que vertebran la «Profesión de fe» que abre el volumen, tras una significativa invocación a «Catalina, amazona de Cristo capitán, virgen sienesa» que figura como dedicatoria al pie de una cruz: «Este libro —leo en la consideración decimoquinta— me ha servido

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para reafirmarme en catolicidad: al tratar del Estado, ¡cuánto me he desligado de la idolatría del Estado! Al tratar de partidos, ¡cuánto me he desligado de los partidos! Al tratar de los errores de la política temporal o de la administración de la Iglesia, ¡qué pequeño me ha parecido todo en comparación con la grandeza divina de la Iglesia!». Un año después de los regocijos del 14 de abril, este hombre que niega que el catolicismo pueda ser sólo un partido político, se pregunta; «¿Eres monárquico? Me pongo a sonreír ante la intención. Todo católico es monárquico necesariamente de la Ciudad de Dios, que es la monarquía de Cristo Rey. Todo católico es monárquico necesariamente de la Iglesia Católica, que es también una monarquía. Todo católico tiene grandes posibilidades de ser monárquico —y en este sentido, yo lo soy— por su modo de entender la Historia Universal [...]. Pero esto puede no tener nada que ver con el trono de Alfonso XIII». Ya habían ardido en Madrid y otros lugares colegios e iglesias (hay un recuerdo emocionado al centro jesuita de Areneros), pero sigue pensando que «no hay problema político para los católicos en España. No hay sino problema de incremento en la fe, en la esperanza y en la caridad. Es ridículo lo de los que dicen: El catolicismo en España lo ha perdido todo». Y, sin embargo, «antes se le secara al autor la mano que atacar a la Iglesia» (punto tercero), ya que este libro se ha escrito «de la primera a la última página [...] en provecho y defensa de la Iglesia Católica y del Vicario de Cristo»25. Los dos contrastes más enriquecedores del pensamiento de Sánchez Mazas habrían de buscarse en el delirante discurso nacionalista-imperialista de Ramón de Basterra (y quizá en el de Eugenio D’Ors, al fondo de todo) y en las dramáticas reflexiones editoriales de José Bergamín en la revista Cruz y Raya que nacería un año más tarde de EspañaVaticano. Sus dos polos son el «catolicismo nacional» de los primeros y el «laicismo creyente» que buscaba el segundo. Pero la armonía del catolicismo y el Estado en España ha sido siempre un pleito perdido, como sabía en el fondo Sánchez Mazas: la Iglesia siempre ha desconfiado de un Estado fuerte y el estatalismo ha sido siempre jacobino y anticlerical. Su sueño era que una visión organicista y muy arcaica del Estado con25

La política religiosa. España-Vaticano. Encuentros con el capuchino, Madrid, 1932, pp. 17-31. El mejor acercamiento a la biografía del escritor son las sabrosas páginas de Andrés Trapiello, «Iluminaciones de ***», Clásicos de traje gris (1978-1990), 1990, pp. 335-371, que se usan por extenso en la segunda parte de Soldados de Salamina (2001), la conocida novela de Javier Cercas.

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viviera con la noción tradicional de la Comunión de los Santos; algo parecido a lo que Charles Maurras había proclamado con abrupta sinceridad al escribir «je suis athée, mais je suis catholique», pero que, en el caso de Sánchez Mazas, aumentaba la dificultad... porque también él era católico a título personal. Como es sabido, nuestro escritor reapareció al final de la guerra civil tras una peripecia bastante rocambolesca. Y desde entonces, mantuvo una distancia de seguridad con la vida política que solamente llenó una explícita certificación de lealtad a sus principios, tan reveladora como insuficiente. En todo esto se ha basado su leyenda que incluye la existencia de una larga novela, Rosa Krüger, que Sánchez Mazas comenzó a escribir en su confinamiento de la embajada de Chile durante los días del asedio franquista a Madrid y que leyó a sus compañeros de voluntaria reclusión. Siguió escribiéndola después y parece que a comienzos de los años cincuenta el viejo escritor y su hijo Rafael Sánchez Ferlosio se leían mutuamente capítulos de Rosa Krüger y de El testimonio de Yarfoz, vasta crónica de las guerras barcialeas que no vería la luz tampoco hasta 1986. El origen remoto de la primera debió estar en el viaje de 1918 por el valle de Arán que dejó la huella de dos poemas «Las estancias del Monte Pirineo» y «Los adioses de Catalina d’Isbaï» en las Poesías compiladas por Andrés Trapiello26. El primero de ellos está dedicado a Eduardo Aunós quien en Discurso de la vida (autobiografía) cuenta que ambos leían en El Escorial la antología de poesía francesa simbolista de Enrique Díez Canedo y Fernando Fortún27 y soñaban con la restauración política de un «Imperium Mundi» cristiano, lo que no andaba muy lejos del alegato de 1932 que ya hemos conocido28. En el citado año de 1918 los dos amigos fueron a Lérida —de donde era natural Aunós— y luego al valle de Arán donde Rafael Sánchez Mazas se repuso de unas fiebres palúdicas (sic, presumo que más bien tifoideas)29. Pero conviene resistir la tentación de leer este relato como la invención de una nueva Scherezada pródiga en historias y como una deliciosa excursión por la vida europea —grandes expresos, palacios señoriales, comidas suntuosas— de los años inmediatamente posteriores a la guerra europea. Su atractivo, sin duda, está ahí, en el terso estilo que 26

Poesías, ed. Andrés Trapiello, Granada, 1990, pp. 201-210. Discurso de la vida (autobiografía), Madrid, 1945, p. 187. 28 Ibíd., p. 214. 29 Ibíd., pp. 293-298. 27

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desgrana la historia casi bizantina de Teodoro Castells y en la facundia con que se entremezclan las historias, todas narradas por nuevos interlocutores, al modo de las rondas decameronianas de las ventas cervantinas. No se olvide que el mismo libro es la historia que Castells (que «se parecía mucho al autorretrato de Durero que hay en el Prado, vestido a la moda de Venecia») narra, «a lo largo de cinco noches» y «como antiguamente se usaba», al firmante del relato. Esa complacencia en la costumbre arcaica y esa ruptura de cualquier convención de novela moderna ya nos ponen sobre la pista de una convicción y no de una simple arbitrariedad: la idea de un arte a la vez primitivo y actual, a la vez religioso y laico, reñido en todo caso con la modernidad más llamativa. Pero hay más: la arcaizante división del libro en partes bajo la advocación de las musas y de estas en breves capítulos con títulos sintéticos y, sobre todo, las notas finales del autor sobre el sentido simbólico de la novela no son un elemento pegadizo y a posteriori de la realidad textual, sino la explicación veraz de este relato. Una novela de gracejo narrativo barojiano pero que parece que hubiera sido concebida por el Eugenio D’Ors más reacionario de las angelofanías. Rosa Krüger pretende nada menos que ser una parábola del destino humano y, en cierto modo, de la Historia, en la relación de uno y otra con la conquista del ideal; es, por otro lado, la crónica de la instalación del individuo en la vida productiva porque su personaje es siempre un mercader, esto es, un elemento conjuntivo de deseos y necesidades que satisface con sus buenos oficios. En tal sentido, el encuentro de Castells con Henri Girard es muy significativo: el muchacho entusiasta pero desorientado aprende de la ciencia positivista y del sentido de la obligación del veterano comerciante, lo que parece una ilustración de la relación que Max Weber había establecido entre rigorismo calvinista y probidad mercantil («il faut» es su frase predilecta, como se repite varias veces). Pero, por otro lado, Castells busca también —aconsejado por Girard— la instalación afectiva en el matrimonio. A lo largo de la novela, la búsqueda del amor le ha llevado desde la oscura pasión por su hermana Coloma (el horror al incesto provoca la salida de la edad primitiva, «símbolo de la tierra recién salida del caos, entregada a las fuerzas telúricas y demoníacas»), a la decepción de la española Ángela («amor carnal y domesticidad egoísta, propios de la edad técnica, estado patriarcal cerrado»), al fugaz escarceo con la griega Persephone («dualismo plotiniano, ilusión espiritualista») y al reencuentro con Rosa Krüger, la alsaciana que el protagonista conoció niña en la estación de Toulouse cuan-

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do el realizaba su primera inmersión en Europa, y que encarna «la idea cristiana, universal y europea del amor». No es cosa baladí. Momentos antes del reencuentro de Castells y la muchacha de la que se enamoró siendo un niño, leemos: «Había para mí cuatro grados en las cuatro mujeres que habían dejado impresión en mi vida: Coloma era la invitación trágica y embriagadora a un pecado infame; Ángela era el pecado latente bajo las apariencias de virtud, pero el pecado porque había negación del espíritu en mi entrega a las apariencias, en mi engaño y en su pasión carnal; Persephone era, en cierto modo, lo contrario, bajo la invitación malsana al pecado, bajo la tentación culpable, acababa por ser la renuncia al pecado y el arrepentimiento; Rosa Krüger era la gloriosa plenitud del amor como virtud, era la carne transfigurada por el espíritu, la criatura corpórea, la rosa humana, a través de cuya contemplación yo veía relacionarse la tierra con el cielo»30. El desencanto de Ángela, el más significativo, entraña la decepción con respecto a la vida española tradicional: en su entorno aparecen los celos furiosos de la hembra pero también la ambición posesiva y lúgubre en el marco del negocio familiar, la espesa red de intereses en la que prevalece «la ley de su naturaleza contra la naturaleza de la ley». Y la decepción del novio se consuma con el fondo árabe de Granada en el viaje de novios: «Granada fue para ella la ciudad de sus noches de amor [...]. Entonces comprendí hasta que punto ella era una especie de odalisca cristiana. La presentía puesta en versos árabes. El delirio, el desmayo y la dulzura trágica de su entrega estaban bien con el secreto de embriaguez y melancolía de los jardines andaluces. Ella podía haberme abierto un mundo con esto pero aquel mundo no era el mío»31. A cambio, Rosa «podía ser la ilusión poética de una Europa de leyendas y de canciones presentida más que conocida»32 que, mucho antes, ya se había prefigurado en los misteriosos objetos centroeuropeos que decoran el viejo hostal de la Bonaigua donde nació Teodoro: «Rosa Krüger era para mí todo esto: era ya Europa, pero una Europa fresca y antiquísima, carnal y angélica a la vez, si lo hubiera podido y sabido entonces decir en una palabra [...]. Era, al fin, la Europa de las blancas cigüeñas que vuelan con el júbilo matinal de las campanas sobre las agujas de la ca-

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Rosa Krüger, Madrid, 1984, p. 299. Ibíd., p. 195. 32 Ibíd., p. 125. 31

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tedral de Estrasburgo y traen niños rubios y sonrosados a los matrimonios burgueses y felices, mientras silban los trenes entre neblina y sol de primavera las distancias alegres de la mañana»33. Y es que «el mundo estaba para mí dividido desde que me marché de la Bonaigua en dos hemisferios, en dos imantaciones, una positiva y otra negativa. Nadie me podrá quitar la convicción de que en este mundo todo va a parar a lo diabólico o a lo angélico. El universo como realidad espiritual y hasta como realidad física se dividía para mí en el lado de la pasión horrenda por Coloma y de las historias de Pepet y el lado de la canción de la Virgen de la Artiga y la aparición de Rosa Krüger»34. Claro está que mucho de la elaboración de Rosa Krüger, desde su aparición como niña rubia vestida de alsaciana hasta su epifanía definitiva entre las rosas admirables que cultiva su padre tiene mucho y aun muchísimo de mito prerrafaelita (y, por ende, petrarquista) de la MujerVirgen. Y, en tal sentido, enlaza a las mil maravillas con la historia del joven protagonista de La vida nueva de Pedrito de Andía en su relación con Isabel. Pero esta invención de amor no es inocente, como tampoco lo es que en 1938 se evoque Estrasburgo como la ciudad de Rosa y como «corazón ferroviario de Europa». La capital de Alsacia es un lugar de litigio y, a la par, de encuentro en la cultura alemana y la francesa. Y, desdichadamente, los cabellos rubios, los trajes regionales, los jardines floridos, apenas ocultaban ya la podredumbre moral del sueño del reaccionarismo europeo, vigente como imagen de Estado en la Alemania nazi. Ese era, sin duda, el mundo de Rafael Sánchez Mazas. Todavía en 1957 publicaría recogidos en un libro, Fundación, Hermandad y Destino, sus trabajos para la prensa falangista anterior a la sublevación militar de 1936 con un significativo autógrafo, «Ni me arrepiento ni me olvido», con una carta de José Antonio Primo al frente (donde se recuerda a Mourlane, Alfaro y Montes) y con un escrito de este último que recuerda el regreso del escritor en 1939. No hay sino que hojear aquellos trabajos para hallar el humus intelectual del que surge la bella rosa europea de la novela: allí están sus reflexiones sobre la actualidad del pensamiento de Tommaso Campanella y sus conexiones con Charles Maurras, su aborrecimiento de los partidos políticos como tales, su obsesión por la obediencia y el servicio, su idea de una «políti-

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Ibíd., p. 93. Ibíd., p. 123.

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ca de aldea» que lleve —por medio de la «salud-trabajo-milicia-cultura-religión»— a la idea de Imperio. Todo transpira el talante arcaicamente organicista que se hizo literatura en Rosa Krüger. Incluso la bellísima apología del coche de caballos en que se desplaza Coloma, convertida en una elegía del Segundo Imperio francés (y, a su través, de la vida burguesa y saintsimoniana)35, aparece en pugna con el encendido idilio germánico y acaba vencida por él: de hecho, es como si lo hubiera sido por aquellas «formas biológicas óptimas» que el arte oficial del III Reich contrapuso al Entartete Kunst (arte degenerado). Tantos años después, el sueño de Rosa Krüger hoy ya no es otra cosa que su tentador encanto de unas Mil y una noches cosmopolitas a ratos algo cursis, a veces suavemente irónicas pero no sé si definitivamente desactivadas de su aliento interior. Y ese aliento interior conserva aún el terrible hedor de aquellas «idee senza parole» de las que hablaba en 1919 Oswald Spengler y cuyo perverso eco Furio Jesi ha rastreado en el fondo del pensamiento derechista europeo36. Toda conversión es, en rigor, la aceptación de ese lenguaje sin palabras y, por eso mismo, cerrado al matiz y solamente dispuesto a la obediencia ciega, a la consigna, a la muerte.

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Ibíd., pp. 177-178. Furio Jesi, Cultura di destra, Milano, 1979, pp. 6-7.

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A la hora de revisar los artículos que compusieron la primera edición de La doma de la Quimera, reparo en que quizá el nexo de unidad más llamativo —pero sólo parcialmente explícito— fue entonces (y sigue siendo ahora) la reflexión sobre la cuestión intelectual en España. Un intelectual, como he señalado en alguna otra ocasión, se entiende mejor en su plural —intelectuales— que en singular y se define por una función más que por una ontología. Al intelectual (dejemos el énfasis de la cursiva) lo determina un papel de mediador social que, por un lado, depende estrechamente de una particular división del trabajo profesional y, por otro, de la coherencia de la sociedad en la que se mueve, de los grados de flexibilidad del poder constituido y de la fuerza y penetración de los medios que utiliza. No es una categoría estable sino movediza (a tenor de la versatilidad de sus condicionantes) y de ahí su debilidad y su fuerza, también su popularidad y su vulnerabilidad. Seguramente, es una figura a extinguir tal como lo hemos conocido desde mediados del siglo XIX y, sobre todo, desde los años noventa del siglo antepasado; en la centuria que acabamos de dejar atrás, no superó con facilidad el descrédito de los años del compromiso (19301960), y ahora se enfrenta con el agudizamiento de sus contradicciones constitutivas —la principal es su independencia profesional, cada vez más turbia y compleja— y, sobre todo, con el desplazamiento general de la opinión autorizada, que él representaba, por la información indiscriminada que hoy se ofrece próvida y directamente al consumidor. Quiero decir que las formas de protesta y de ruptura de hoy parecen gestarse por sí mismas entre una bulimia de imágenes y noticias y como una reacción espontánea y colectiva ante ellas: insumisiones, compromisos y conciencias se generan directamente a partir de los hechos mismos, sin que la opinión intelectual parezca cubrir otro papel que el de comparsa.

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Puede que, por eso, la reciente bibliografía sobre la función intelectual tenga algo de réquiem. Cuando yo redacté estos trabajos no conocía aún los brillantes análisis sociológicos de Pierre Bourdieu, ni los más recientes estudios de historia de las ideas publicados por Christophe Charle, Jean François Sirinelli o Michel Winock, todos referidos a la vida intelectual francesa del siglo XX. Algunos de estos fueron leídos con provecho por mi desaparecido amigo Vicente Cacho Víu que, ya en los primeros sesenta, había madrugado para escribir su libro inacabado sobre la Institución Libre de Enseñanza, que fue el primer y lejano jalón de un temple liberal (pese a su fe y sus convicciones) y de una preocupación que nunca abandonó. Octavio Ruiz Manjón, en el prólogo de un libro póstumo de Cacho, Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, nos recuerda que a su muerte tenía bien organizado un proyecto que hubiera titulado «Los intelectuales en la España de entresiglos». No fue el único... Desde otros supuestos, me consta que muchos trabajos de Juan Marichal (a la cabeza, su inmarcesible indagación sobre Azaña, también en los ya lejanos sesenta) iban por ese camino; sea testigo su libro reciente Los intelectuales y la política en España (1898-1936), Residencia de Estudiantes, Madrid, 1990. Otros han recorrido la senda casi entera. Aunque tampoco concluyó un posible libro sobre el caso, mi inolvidable amigo Carlos Serrano dejó numerosas huellas de su interés (pienso en sus aportaciones a 1900 en Espagne y a Más se perdió en Cuba. España, 1898 y la crisis de fin de siglo) y dirigió (y prefació) un monográfico de la revista Ayer (40, 2000, «El nacimiento de los intelectuales en España») que vale la pena repasar. Un año antes, Javier Varela (La novela de España. Los intelectuales y el problema español, Taurus, Madrid, 1999) narraba con brío lo que propone su subtítulo, casi a la vez que el catalán Jordi Casassas y su equipo de colaboradores entregaban un cumplido y sugerente esquema acerca de Els intel.lectuals i el poder a Catalunya. Materials per a un assaig d´història cultural del món catalá contemporani (1808-1975) (Pòrtic, Barcelona, 1999). Y a la fecha, Santos Juliá me cuenta que tiene en preparación otro volumen sobre la cuestión española. El número monográfico «Intelectuales y política en la España contemporánea», de la revista Historia y Política (8, 2002), que codirigen Juliá y Mercedes Cabrera, debe ser un anticipo de tal propósito; allí hay, además de un artículo del citado, un excelente trabajo de Eric Storm que el lector consultará con tanto provecho como su libro La perspectiva del progreso. El pensamiento político en la España del cambio de siglo (1890-1914). Biblioteca Nueva, Madrid, 2001.

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Parece, por tanto, que la perspectiva de escribir una nueva monografía sobre el caso está desahuciada de antemano, al menos para mí. Casi lo mismo cabría decir de otro que se refiera a un término que formaba (y forma) parte de mi título, no muy frecuente en 1988 pero que está ahora en la agenda de muchos investigadores: nacionalismo. Por supuesto, hablo del nacionalismo español, ya que los llamados «nacionalismos periféricos» han abundado —desde los primeros setenta— en bibliografía de todos los tonos, aunque con predominio de los «bucles melancólicos» (como dice tan certeramente Jon Juaristi). A mí no me gustan los nacionalismos como opción política pero quizá por eso precisamente me interesan como objeto de trabajo. Hace treinta años, al abordar la dramaturgia galdosiana y hace veinte, cuando hablé de la percepción de lo español por los filólogos de nuestro país —entre las obras hercúleas de Menéndez Pelayo y del Centro de Estudios Históricos— usé la fórmula «nacionalismo liberal» que reaparece en el primer prólogo de este libro. Por esas mismas fechas, se estaba escribiendo mucho y bueno sobre el nacionalismo como ideología, en un saludable empeño de desinfección y desintoxicación intelectual que yo conocí mejor después de publicar este libro: pienso en títulos tan luminosos como los de G. L. Mosse, The Nacionalization of the Masses (1975); Hobsbawn y Ranger eds., The Invention of Tradition (1983); Benedict Anderson, Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (1983); Ernest Gellner, Nations and Nationalism (1983), y otra vez, por supuesto, Eric Hobsbawn, Nations and Nationalism since 1780 (1990). La cosecha española no ha sido mala: a Justo Beramendi y a Andrés de Blas Guerrero se deben, por ejemplo, estupendos acercamientos al tema y al último citado la dirección de una copiosa Enciclopedia del nacionalismo (1997 y 1999), con entradas generales, internacionales y españolas (algunas tan sugerentes como «Krausismo, Institución Libre de Enseñanza y nacionalismo español», «Generación del 98 y el nacionalismo español», «Pérez Galdós», «D’Ors» y «Unamuno»). Y el libro posible, el ensayo extenso acerca del «nacionalismo liberal», está ya hecho en lo que concierne al siglo XIX: me refiero a la obra de José Álvarez Junco, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2001, texto al que puede que los filólogos hubiéramos añadido más datos pero en el que hay poco que pedir en orden a su hipótesis de trabajo. Carácter algo diferente, por la menor pasión ensayística y el propósito más descriptivo, tiene la obra de Juan Pablo Fusi, La patria lejana. El nacionalismo español en el siglo XX, Taurus, Madrid, 2003.

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Y ahora pasemos a apostillar lo que concierne a unos trabajos que han visto llover mucho (y a veces muy bueno) desde la fecha de su redacción.

NOTAS SOBRE LA LECTURA OBRERA EN ESPAÑA Al releer este artículo, echo de menos en su última parte una referencia al universo de lecturas e intereses que alumbró la Revolución de Octubre y que, entre nosotros, conoció su apogeo en la Dictadura de Primo de Rivera. Repasando viejas anotaciones, hallo, por ejemplo, que la revista Post-guerra (1927-1928) ofreció a sus lectores una «Biblioteca de Post-guerra» que ocupaba la parte interior de la contracubierta. Los libros se ofrecían libres de gastos de franqueo y luego con un quince por ciento de descuento. En el número 2, una nota editorial en grandes caracteres nos ayuda a definir la configuración del público potencial: «Si a usted le preocupan sinceramente los problemas políticos y sociales es indispensable que lea unos cuantos libros. Todos los que le interesan están incluidos en la «Biblioteca de Post-guerra» cuyas listas puede leer en la última plana». Aunque más explícito todavía es el llamamiento a «Obreros, estudiantes» (ahora pasando a un significativo tuteo) en el número 8, para brindar por 90 céntimos (la quinta parte de su precio en librería) una oferta especial constituida por La caballería roja, de Isaac Babel; Los de abajo, de Mariano Azuela, y Barbas de estopa, de Dostoievski. Los directores, José Antonio Balbontín y Rafael Giménez Siles, proclamaron en el editorial del número primero (25 de junio de 1927) que «nos hallamos en un momento crítico de la historia humana. La vorágine horrenda de la reciente guerra imperialista, todavía en rescoldos, ha removido los cimientos del mundo, y todo crepita en convulsión, como al borde de un cráter. Por un lado, la lucha sangrienta de los diferentes nacionalismos en pugna, que tiene actualmente su teatro más vivo en el estadio inmenso de la China, y por otro, la sublevación victoriosa en Rusia, y en los demás sitios latente, del proletariado oprimido contra la burguesía dominante, la decadencia en fin del régimen capitalista que ha sido por alguien confundida con la agonía de la cultura occidental». A tan apocalíptica visión del mundo, se ofrecían como lenitivos un centenar largo de libros en que abundaban, sobre todo, los de doctrina marxista: traducciones de Marx, Lenin (La victoria proletaria y el renega-

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do Kaustky), Stalin (El leninismo teórico y práctico) y Trotsky (Terrorismo y comunismo, Literatura y revolución), además de los conocidos digestos de Bujarin (El ABC del comunismo y El programa de los bolcheviques), entre otros muchos. No faltaban los reportajes de los viajeros españoles a la nueva Roma (Isidoro Acevedo, La nueva Rusia, y Julio Álvarez del Vayo, Impresiones de un viaje a Rusia, ambos terceristas entusiastas), aunque se advierta la exclusión de los textos más críticos del anarquista Pestaña y del socialista Fernando de los Ríos. Las obras de Gorki y de Henri Barbusse son la única aportación más específicamente literaria en la primera entrega. En el número 2, bajo el título «Polémica», se recoge una nota redaccional curiosa. Algún anarquista ha protestado por la inclusión de la obra Entre los lobos, de Lorulot, muy crítica con el movimiento. Y la revista aclara, no sin ironía: «Queda expulsada esta obra de nuestra Biblioteca desde el momento en que pueda lastimar —contra nuestra voluntad más decidida— a un sector obrero, cualquiera que sea, de reconocida idealidad. Ni siquiera nos pararemos a discutir, escolásticamente, sobre si la libertad anárquica consiente o no la crítica del anarquismo». Y el hecho es que el número siguiente incorpora a la lista obras de Bakunin, Réclus, Malatesta, Rudolf Rocker y Sebastien Faure. Pero también a partir de la segunda entrega se ha incrementado la oferta literaria: hasta seis títulos de Leónidas Andreiev, tres de Dostoievski, uno de Vladimir Korolenko y Hambre, de Knut Hamsun. Los números posteriores mantienen el predominio del corpus marxista-leninista pero siempre atienden a la parte recreativa: así llegan a los lectores algunas novelas de Joaquín Arderíus (La espuela se anuncia en todos los números con mucho relieve); Los de abajo, del mexicano Azuela, títulos de las nuevas letras soviéticas (Fedin, Babel...), más novelas de Barbusse e incluso la biografía de Charlot, por Henri Poulaille. Los nuevos trabajos sobre mi tema han sido numerosos. Dos años después de la aparición de La doma de la Quimera, vieron la luz las actas de congreso Peuple, mouvement ouvrier, culture dans l’Espagne contemporaine. Cultures populaires, cultures ouvrières en Espagne de 1840 à 1936, eds. Jacques Maurice, Brigitte Magnien y Danièlle BussyGenevoix, Presses Universitaires de Vincennes, Saint-Dénis, 1990. Y al poco, los libros de Alejandro Tiana Ferrer, Maestros, misioneros y militantes, La educación de la clase obrera madrileña, 1898-1917, CIDE, Madrid, 1992, y de Pilar Bellido, Literatura e ideología en la prensa socialista (1885-1917), Alfar, Sevilla, 1993. El profesor hispanofrancés

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Jean Louis Guereña ha abordado un vasto proyecto de indagaciones sobre la vida social y cultural que, muy a menudo, interesa a nuestros efectos (por ejemplo, en su artículo «Hacia una historia socio-cultural de las clases populares en España (1840-1929)», Historia Social, 11 (1991), pp. 147-164), lo mismo que sucede con las búsquedas de Jorge Uría. Por ejemplo, Una historia social del ocio. Asturias 1898-1914, UGT, Oviedo, 1996, donde dedica su segunda parte a nuestro tema, con notas sobre el Ateneo Obrero gijonés y una «Aproximación a la lectura obrera en Asturias» (pp. 235-251). Sobre el mundo del anarquismo, hay que reseñar también el libro compilado por Bert Hoffmann, Pere Joan i Tous y Manfred Tietz, El anarquismo español y sus tradiciones culturales, Vervuert, Frankfurt, 1995. Pero quien más intensa y directamente ha trabajado en el campo de la cultura obrera, con tesón e inteligencia admirables, ha sido Francisco de Luis Martín, ya por sí mismo como en La cultura socialista en España, 1923-1939, Universidad de Salamanca-CSIC, Salamanca, 1993 (monografía para la que me pidió un prólogo), y en Cincuenta años de cultura obrera en España, 1890-1940, Fundación Pablo Iglesias, Madrid, 1994, ya en colaboración con Luis Arias González, como ha sucedido en Las Casas del Pueblo socialistas en España (1890-1936), Ariel, Barcelona, 1997, y en Catálogo de la biblioteca de la Casa del Pueblo de Madrid (1908-1939). Estudio, Comunidad de MadridFundación Largo Caballero, Madrid, 1998. Muy particular interés tiene su trabajo metodológico «“Mentalidad” y “cultura obrera” en la España de entresiglos: vindicaciones, planteamientos e incertidumbres historiográficas», Historia Contemporánea, 24 (2002), pp. 389-427.

UN CAPÍTULO REGENERACIONISTA: EL HISPANOAMERICANISMO Me hubiera gustado entonces rematar este trabajo —donde ya se hablaba de la interesante recepción española de Ariel, del uruguayo Rodó— con unas citas del gran antropólogo cubano Fernando Ortiz, en las dos cartas abiertas a Unamuno que inician su libro Entre cubanos. Psicología tropical (1913; lo cito por la reedición en Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1993, que lleva prólogo de Julio Le Riverend). Ortiz ha leído con pasión el último capítulo —«oportuno, viril y noble»— de la Vida de don Quijote y Sancho y piensa que «vuestros lamentos llegan como un eco lastimero a esta porción de las Indias

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hiriendo nuestro ánimo, porque vuestras desdichas y las desdichas nuestras, son notas de un mismo acorde en el triste ritmo de la gente ibera». También en Cuba «nos hace falta, como a vosotros, resucitar a don Quijote, a nuestro ideal, que anda a tajos y mandobles con la farándula. Porque si de miseria, de completa miseria calificáis la vida espiritual de vuestra tierra, la de ésta llega hasta el raquitismo (...). Nos faltan caballeros andantes que nos sacudan, que nos despierten de esta modorra tropical en que la victoria nos ha sumido, y que nos conduzcan, como caudillos de la fe, a la conquista de nuevos lauros, que los laureles mambises no deben servirnos de adormideras». Pero, a la vez que yo, Carlos Serrano reparaba en el mismo texto y lo comentaba con sagacidad en su artículo «Miguel de Unamuno y Fernando Ortiz. Un caso de regeneracionismo transatlántico», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXV (1987), pp. 299-310. No me pareció oportuno reiterarlo en mis páginas y confirmar a mi vez que Entre cubanos es un libro fuertemente nacionalista, donde la afirmación de que «Cuba, en no pocos aspectos, es más española que España» no ha de llamarnos a engaño. En ese orden de cosas, el volumen anterior de Fernando Ortiz, La conquista de América. Reflexiones sobre el panhispanismo, Ollendorf, París, 1911, puso los puntos sobre las íes a las consideraciones que Rafael Altamira había hecho en su viaje cubano, al que mi trabajo se refiere con largueza. Pero no tanta como la usada ahora en una notable monografía de Eva María Valero Juan, Rafael Altamira y la «reconquista espiritual» de América, Universidad de Alicante, 2003 (Cuadernos de América sin nombre, 8), que reproduce en sus pp. 151233 lo más sustancial del debate Ortiz-Altamira. Los centenarios de 1992 y de 1998 trajeron un aluvión bibliográfico notable. Abundaron las reimpresiones facsimilares de los congresos del 92, aunque no vio la luz la excelente tesis doctoral de Palmira Vélez, El nacimiento del americanisno en España (1900-1936), Universidad de Zaragoza, 1989, dirigida por Juan José Carreras en el marco de una línea de amplia investigación sobre la historiografía nacional que ha dado otros excelentes frutos. Gracias a Elena Hernández Sandoica conocimos mejor a uno de los protagonistas del periodo, «Rafael María de Labra y Cadrana (1841-1919): una biografía política», Revista de Indias, 200 (1994), pp. 107-136, y Salvador Bernabéu Albert estudió con exhaustividad el año 1892. El IV Centenario del Descubrimiento de América en España: coyuntura y conmemoraciones, CSIC, Madrid, 1987. Y otra cuestión que abordo tangencialmente —la reacción de los americanos

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ante el Desastre, tan sorprendentemente piadosa hacia la Madre Patria— registra hoy nuevas e importantes contribuciones, entre las que destacan las actas del congreso Fuera del olvido: los escritores hispanoamericanos frente a 1898, ed. Lourdes Royano, Universidad de Cantabria, Santander, 2000. Todo, en general, me hubiese gustado releerlo en 1988 a la luz de un libro que salió con motivo del V Centenario, el del chileno Miguel Rojas Mix, Los cien nombres de América. Eso que descubrió Colón (1991), que cito por la edición centroamericana (Editorial Universidad de Costa Rica, San José, 1997) que su autor me regaló en Cuba, en enero de 1998.

1900-1910: NUEVA LITERATURA, NUEVOS PÚBLICOS La aversión por el uso del término «generación del 98» —que reflejan los arranques de mis trabajos de 1988 y éste en particular— siempre ha corrido paralela de la necesidad de ilustrar mejor el alcance del modernismo, pero esta consecuencia reviste a la fecha implicaciones historiográficas (y un consecuente alud de fichas bibliográficas) de las que sería imposible dar cuenta aquí. Bastantes se recogen ya en los dos primeros capítulos del volumen 6.1 de la Historia y crítica de la literatura española, dirigida por Francisco Rico (Crítica, Barcelona, 1994), a pesar de arrastrar el marbete de Modernismo y 98. En sus páginas ya figuran, por ejemplo, los trabajos del volumen de conjunto compilado por Richard A. Cardwell y Bernard McGuirk, ¿Qué es el modernismo? Nueva encuesta, nuevas lecturas, Society of Spanish and Spanish American Studies, Boulder, 1993, algunos de los cuales proponían —y no por vez primera— la consideración del modernismo español a la luz del modernism de cuño anglosajón y resonancia internacional. Hallo una buena puesta al día del asunto en las sensatas consideraciones que a título de «Estado de la cuestión y orientación bibliográfica» escoltan cada uno de los cuatro primeros capítulos (dedicados a La lámpara maravillosa, Cómo se hace una novela, La intuición y el estilo y El escritor) en la obra de Rosa Fernández Urtasun, Poéticas del modernismo español, EUNSA, Pamplona, 2002. Y una más polémica pero muy sugerente visión del modernismo como fenómeno globalizador, desde la teoría de los polisistemas, en el volumen de Dolores Romero López, Una relectura del «fin de siglo» en el marco de la literatura comparada: teoría y praxis, Peter Lang, Bern, 1998. Su frase final es

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todo un acierto, que tiene el mérito de devolvernos al punto de partida, lo que suele ser buena profilaxis: «La búsqueda de la modernidad es un fenómeno complejo y continuo; el modernismo se configura como un sistema literario en constante movimiento que se resiste a la acotación y al límite». Tiene tanta razón que Nil Santiáñez ha dedicado todo un libro denso e inspirado a repartir estopa sobre los convencionalismos de cualquier signo y a defender una consideración —cronológica y genética— del movimiento moderno mucho más extensa que la habitual. Su volumen es una de las aportaciones a la cuestión disputada que vale la pena leer, más allá del interés que se pueda experimentar por ésta: Investigaciones literarias. Modernidad, historia de la literatura y modernismo, Crítica, Barcelona, 2001. Entre tanto, y a pesar del centenario reciente y de su aluvión bibliográfico, lo de «generación del 98» ha perdido mucho terreno, a pesar de lo cual —con buen humor muy suyo— Luis Iglesias Feijoo lo echa de menos y nos amonesta a quienes firmamos un no menos jocoso «Manifiesto de Valladolid» contra el uso del término (que puede ver el lector en el libro En el 98 (los nuevos escritores), ed. Jordi Gracia y José-Carlos Mainer, Visor-Fundación Duques de Soria, Madrid, 1999): el artículo se titula «Sobre la invención del 98» y está en un libro de interés harto desigual, Del 98 al 98. Literatura e historia literaria en el siglo XX hispánico, eds. Víctor García Ruiz, Rosa Fernández Urtasun y David K. Herzberger, RILCE, 15, 1 (1999), pp. 3-12. El eclipse del noventayochismo es evidente en la monografía de María Pilar Celma Valero, La pluma ante el espejo (Visión autocrítica del «fin de siglo», 1888-1907), Universidad de Salamanca, 1989, lo mismo que en algunos títulos (de José Luis Calvo Carilla o de Leonardo Romero Tobar, como editor) que se citan en las notas a «1898 en la literatura: las huellas españolas del desastre», en este mismo volumen.

ORTEGA: PRIMERAS ARMAS Me hubiera gustado iniciar este trabajo con una larga cita de la carta que el 9 de agosto de 1902 el joven Ortega dirigía a su padre para hablarle de «un proyecto, magno, tal vez, heroico». Consistía nada menos que en concluir las carreras de Derecho y Filosofía, lucrar todos los títulos de Ingeniería que se cursaban en la Escuela de Bilbao, «asistir a ciertas clases, como Fisiología, Biología o la de Ramón y Cajal en San

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Carlos, y me encontraba a los veintiséis años con una cantidad de conocimientos prodigiosa y sería uno de los españoles con más puntos de vista. Ya podía en ese momento comenzar a escribir; ya podía entonces ser un catedrático, un pensador, un crítico o un político (...). ¿El origen? ¿La sugestión? Las conferencias de Maeztu. Para ser fuerte hay que renunciar a los placeres. Me he prometido cuidar mi médula y mis sesos» (Cartas de un joven español (1891-1908), ed. Soledad Ortega, El Arquero, Madrid, 1991, pp. 89-90). A don José Ortega Munilla no le faltaba alguna razón en desconfiar de su hijo, que nunca acabaría su aborrecida carrera de Derecho. Pero cualquier padre se hubiera sentido desarmado ante el candor y la fantasía de un hijo de diecinueve años que escribía en términos tan contundentes. La carta se fecha en 1902 que, no por casualidad, es el annus mirabilis de la nueva novela. Las más de las memorables de las que se publicaron entonces hablan de problemas de vocación juvenil: Amor y pedagogía, sobre la ineptitud vital del programa krausista-positivista; Camino de perfección, acerca del exceso de sensibilidad y la debilidad del carácter en la edad juvenil; La voluntad, sobre la vulnerabilidad de los proyectos del hombre-inteligencia y las miserias del periodismo de actualidad (sobre estas novelas vale la pena ver el ensayo de Jorge Urrutia, La pasión del desánimo. La renovación narrativa de 1902, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002). En ese mismo año, Ortega habla de «misticismo» vocacional, promete una castidad digna de Parsifal, admira a Maeztu y a Cajal, y se sueña alguien en el revuelto panorama hispano: hay testimonios que, en rigor, valen por todo un libro. Han comentado y situado ese texto juvenil Carmen Asenjo e Iñaki Gabarain en el artículo, copiosamente ilustrado, «1902-1904: el comienzo de un proyecto intelectual», Revista de Estudios Orteguianos, 5, (2002), pp. 45-81. Y el prologuista de la edición que se cita, Vicente Cacho Víu, ha consagrado a la juventud de Ortega la mayoría de las penetrantes páginas de su libro Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset (Biblioteca Nueva, Madrid, 2000) que se ha citado oportunamente al comienzo de estas (allí se glosan, además de este epistolario, las primeras campañas orteguianas entre 1908 y 1917). Y a propósito de una de ellas, algo digo en mi artículo (que aprovecha materiales excedentes de éste) sobre «Europa (1910): síntomas de una crisis», en Le discours de la presse. Actes du 2º Colloque de PILAR 2, ed. Jean François Botrel, Université de Rennes, 1989, pp. 93-100; allí se plantea de modo más satisfactorio lo que significaron las elecciones de

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1910 y el inicio del «gobierno largo» de Canalejas, como alternativa al otro (y denostado) «gobierno largo» de Maura. Por lo demás, la bibliografía orteguiana se ha incrementado mucho (et pour cause, creo yo) en el apartado biográfico. Se tradujo el libro de Rockwell Gray, José Ortega y Gasset: el imperativo de la modernidad (1989), Espasa-Calpe, Madrid, 1994 y son todavía más recientes los recuerdos familiares de su hijo José Ortega Spottorno, Los Ortega, Taurus, Madrid, 2002, y la cumplida y meticulosa biografía de Javier Zamora Bonilla, Ortega y Gasset, Plaza y Janés, Barcelona, 2002.

MANUEL AZAÑA Y LA CRÍTICA DE LA CULTURA En el origen de este trabajo está la convicción de que el periodo de 1909-1918 fue trascendental en la constitución de la conciencia intelectual española: significó la entronización de una franca deriva reformista que sustituyó al radicalismo finisecular, asentó las bases del nacionalismo liberal y, en el terreno de la creación intelectual y artística, esbozó un paradigma mucho más completo y atrayente que el de fin de siglo (sobre esta cuestión remito al lector a mi artículo «Entre Madrid y Barcelona: la invención del novecentismo», en Historia, literatura, sociedad (y una coda española), Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 295-330). Debía haber manejado en 1988 el libro de Manuel Suárez Cortina, El reformismo en España. Republicanos y reformistas bajo la monarquía de Alfonso XIII, Siglo XXI, Madrid, 1986, que explica muy bien en que medida las huestes de Melquíades Álvarez fueron un «partido de intelectuales» (especialmente, pp. 108-131). Luego han venido estudios acerca de otros dos políticos liberales que también tuvieron que ver con el mundo intelectual: Salvador Forner Muñoz, Canalejas y el Partido Liberal Democrático, Cátedra, Madrid, 1993, y Javier Moreno Luzón, Romanones. Caciquismo y política liberal, Alianza, Madrid, 1998, sobre quien fue lugarteniente de Canalejas como Presidente de las Cortes en 1910. En 1997, Santos Juliá prologaba la edición de los tres cuadernos del diario de Azaña que un diplomático infiel, Antonio Espinosa San Martín, robó a un cónsul descuidado, Cipriano Rivas Cherif, y que Joaquín Arrarás, un periodista venal, había convertido por cuenta de la propaganda franquista en las Memorias íntimas de Azaña (1939)

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(Diarios, 1932-1933. «Los cuadernos robados», Crítica, Barcelona, 1997). Los trascendentales documentos estaban en poder de la familia Franco, que los había denegado al Gobierno en varias ocasiones, y fue Carmen Franco Polo quien los entregó a la Ministra de Cultura del primer gabinete del Partido Popular, Esperanza Aguirre (bien está lo que bien acaba...). Si yo hubiera conocido el fascinante texto, habría comentado algunas de las anotaciones de agosto de 1932 acerca de la crisis de El Sol, bajo la dirección de Manuel Aznar Zubigaray y con el fondo de la sanjurjada. O las frecuentes irritaciones contra Unamuno y su profetismo (el 18 de enero de 1933, por ejemplo), que todavía hallan un eco en la larga nota de 19 de junio de 1933, cuando Azaña asiste al estreno de la Fedra unamuniana en el teatro romano de Mérida (signo muy llamativo de una política cultural de Estado, por cierto). «Todo estuvo muy bien», comenta el presidente del consejo, pese a las «reverberaciones calderonianas y sabores del terruño» que Unamuno había incluido en el texto. Pero lo mejor ha sido que «anochecido, y estando el cielo tenue y transparente, volaban sobre el teatro las cigüeñas». Así era Azaña... Como también era quien comenta con melancolía la muerte de Corina Saavedra, hija del Duque de Rivas, cuya esquela ha visto en la prensa el 11 de enero de 1933 y que le trae a la memoria su predilecto mundo de Juan Valera: la hermana de «la Culebrosa» (no de la Culebrona, como han transcrito los editores) era «la única superviviente de aquella sociedad del 50 al 60 del siglo pasado. Y el mismo día que se murió Corina, se representaba en el Español el Don Álvaro, no más joven que su hermana... espiritual. Estuve en la representación del sábado. La obra no me gusta, ni por su hechura teatral ni por su letra». Azaña ha sido uno de los grandes descubrimientos de los últimos años y su figura ha sido abordada reiteradamente, casi siempre en forma global (política, literaria, personal, todo a la par) como parece exigir su pergeño. Son importantes al propósito los materiales que publicó su sobrino Enrique de Rivas en 1990 (Guerra civil. Cartas) y en 1991 (Manuel Azaña-Cipriano Rivas Cherif. Cartas [1917-1935]), ambos en Pre-Textos, Valencia, con los comentarios del transcriptor en volumen aparte. Dejando aparte algunos textos oportunistas y de aficionados al plagio, la mejor biografía es la de Santos Juliá, Manuel Azaña. Una biografía política. Del Ateneo al Palacio Nacional, Alianza, Madrid, 1990. Y añadiré, por último, dos libros de conjunto: el que recoge las actas del coloquio celebrado en Montauban en 1991

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NOTAS A LOS ARTÍCULOS RECOGIDOS EN LA PRIMERA EDICIÓN

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(Azaña et son temps, ed. Jean Pierre Amalric y Paul Aubert, Casa de Velázquez-Ville de Montauban, Madrid, 1993) y el editado por Alicia Alted, Ángeles Egido y María Fernanda Mancebo, Manuel Azaña: pensamiento y acción, Alianza, Madrid, 1996, ambos con contribuciones de los mejores especialistas.

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PROCEDENCIA DE LOS TRABAJOS RECOGIDOS

«Notas sobre la lectura obrera en España (1890-1930)» se publicó por vez primera en el volumen coordinado por Albert Balcells, Teoría y práctica del movimiento obrero en España (1900-1936), Fernando Torres Editor, Valencia, 1977, pp. 173-239, y se ha reproducido casi literalmente en la miscelánea Literatura popular y proletaria, Universidad de Sevilla, 1986 (Colección de Bolsillo, 95), pp. 53-123. La presente versión está notablemente ampliada. «1898 en la literatura: las huellas españolas del desastre», que es el primero de los dos trabajos nuevos en esta compilación, ha conocido dos versiones reducidas que se publicaron en la revista habanera Casa de las Américas, 211 (1998), donde lo dediqué a mi buen amigo Roberto Fernández Retamar, y en el volumen El 98 a la luz de la literatura y la filosofía. Coloquio Internacional de Szeged. 16-17 de octubre de 1998, Szeged (Hungría), 1999. La versión definitiva, que aquí se presenta con algún nuevo retoque, está en el libro de conjunto Crise intellectuelle et politique en Espagne à la fin du XIXè siècle.» En torno al casticismo» (Miguel de Unamuno). «Idearium español» (Ángel Ganivet), ed. Jean Claude Rabaté, Éditions du Temps, Paris, 1999, pp. 9-28. «Un capítulo regeneracionista: el hispanoamericanismo (1892-1923)» se incluyó en el volumen colectivo Ideología y sociedad en la España contemporánea. VII Coloquio de Pau. De la crisis del Antiguo Régimen al franquismo, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1977, pp. 149-203. «1900-1910: nueva literatura, nuevos públicos» se publicó en Eutopías, 3 (1987) y antes fue expuesto oralmente en el coloquio «Literatura comparada: la crisis de la institucionalización de la literatura» (Segovia, di-

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ciembre de 1985), organizado por la Universidad de Minnesota, la Fundación Ortega y Gasset y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Y antes todavía fue dictado como conferencia en el Departamento de Español de la Universidad de Kentucky, en Lexington (octubre de 1985). Las intervenciones de mis atentos oyentes han mejorado, creo, el esquema preliminar. «Ortega: primeras armas (1902-1914)» apareció en el volumen editado por José Luis García Delgado, La España de la Restauración. Política, economía, legislación y cultura, Siglo XXI de España, Madrid, 1985, pp. 437-468, que recogía las actas del seminario segoviano convocado por Tuñón de Lara en el año anterior. «Manuel Azaña y la crítica de la cultura» —que tiene, como el precedente, bastantes apartados enteramente nuevos— se publicó en el volumen Azaña, ed. Vicente-Alberto Serrano y José María San Luciano, Edascal, Madrid, 1980, pp. 357-393. «Conversiones. Algunas imágenes del fascismo» no figuró en la primera edición de La doma de la Quimera y vio la luz (con otro subtítulo más largo: «Sobre la imagen del fascismo en algunas novelas de la primera postguerra») en el libro La novela en España (siglos XIX-XX), ed. Paul Aubert, Casa de Velázquez, Madrid, 2001, pp. 175-192, que recogía las intervenciones en el curso de ese título, desarrollado en Madrid en junio de 1998. En esta nueva versión añado alguna cita y amplío las consideraciones iniciales.

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ÍNDICE DE NOMBRES

Acebal, Francisco 88, 134, 146, 215, 218 Acevedo, Isidoro 333 Acosta, Julia 51 Aguilera, Alberto 155 Aguirre, Esperanza 340 Ahrens, Heinrich 160 Alarcón, Pedro A. de 60, 88 Alas, Leopoldo 54, 62, 67, 68, 69, 88, 98, 100, 158, 199, 216 Alba, Santiago 76 Alberdi, Juan B. 144 Alberti, Rafael 90 Albornoz, Álvaro de 269 Alcalá Zamora, Niceto 269 Alcalde, Ángel 80 Alciato, Andrea 11 Alembert, Jean Baptiste le Rond d’ 83 Alfaro, José María 303, 310, 318 Alfonso XIII 155 Almela Meliá, Juan 54, 55, 82 Almodóvar, Duque de 155 Altamira, Rafael 17, 52, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 66, 67, 72, 76, 87, 134, 139, 140, 141, 144, 151, 157, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 165, 168, 179, 247, 335 Alted, Alicia 341 Álvarez, Melquiades 158, 224, 226, 267, 339

Álvarez del Vayo, Julio 333 Álvarez Junco, José 331 Álvarez Quintero, Joaquín y Serafín 88, 215 Alzola, Pablo de 135 Amalric, Jean Pierre 341 Amicis, Edmondo d’ 25, 26, 56, 58, 62, 82, 88, 91 Andersen, Hans Ch. 59, 60, 61 Anderson, Benedict 331 Andreiev, Leónidas 333 «Andrenio» (Gómez de Baquero, Eduardo) 294 Andueza, J. M. 85 Anguiano, Daniel 82 Annunzio, Gabriele d’ 24, 68, 70, 88 Antonio, Julio 254 Aramburu, Félix 62 Araquistáin, Luis 254, 294 Arderíus, Joaquin 333 Arenal, Concepción 87, 151, 163 Arenas, Anselmo 63 Argente, Baldomero 87, 179 Arias González, Luis 334 Aristófanes 209 Arlt, Roberto 145 Arnold, Matthew 161 Arrarás, Joaquín 269, 339 Asenjo, Carmen 338 Aubert, Paul 341, 344

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Augier, Guillaume-Víctor-Émile 25 Aulèstia, Salvador 85 Aunós, Eduardo 323 Ayguals de Izco, Wenceslao 71 Azaña, Manuel 17, 223, 224, 229, 230, 261, 262, 263, 264, 266, 267, 268, 269, 270, 271, 272, 273, 274, 275, 276, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 285, 286, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 293, 294, 295, 296, 298, 315, 330, 339, 340 Azcárate, Gumersindo 60, 63, 67, 76, 87, 160, 179 Aznar Zubigaray, Manuel 340 Azorín (Martínez Ruíz, José) 41, 42, 88, 105, 107, 108, 112, 131, 134, 171, 186, 196, 203, 205, 209, 210, 215, 217, 247, 248, 250, 255, 256, 283, 288, 289, 307 Azuela, Mariano 332 Babel, Isaac 332 Babeuf, Graco 74 Badía, Francisco de P. 80 Bakunin, Mijaíl 51, 74, 83, 333 Balaguer, Víctor 85 Balakian, Anna 190 Balart, Federico 60, 216 Balbontín, José Antonio 332 Balcells, Albert 343 Baldet, F. 75 Balmes, Jaime 73 Balzac, Honoré de 35, 87, 172 Barbusse, Henri 90, 333 Barcia, Augusto 277 Bardèche, Maurice 303 Bark, Ernesto 41, 42 Barnés, Francisco 161 Baroja, Pío 28, 41, 88, 91, 105, 108, 112, 113, 130, 134, 187, 188, 201, 205, 209, 211, 215, 240, 248, 250, 255, 283, 288, 294, 303, 307, 318

Baroja, Ricardo 254 Barrantes, Vicente 140 Barrès, Maurice 230, 254 Barriobero y Herrán, Eduardo 28, 88 Barthes, Roland 31 Bartrina, Jesús 63 Basterra, Ramón de 19, 248, 322 Baudelaire, Charles 190 Bauer, Ignacio 157 Bayo, Ciro 88 Bebel, August 82 Bécquer, Gustavo Adolfo 189, 207, 216 Beethoven, Ludwig van 58, 66, 246 Bellamy, Edward 79 Bellido, Pilar 333 Bello, Andrés 61 Bello, Luis 252, 253, 255, 256 Benavente, Jacinto 41, 46, 88, 149, 199, 201, 209, 215, 294 Benda, J. 303 Benedito, Manuel 254 Benlliure, Mariano 70, 122, 158 Benot, Eduardo 67, 76, 151 Bentham, Jeremy 161 Beramendi, Justo 331 Bergamín, Francisco 236 Bergamín, José 322 Bergier, Jacques 302 Bergson, Henri 303 Bergua, José 28 Bernabéu Albert, Salvador 335 Bernaldo de Quirós, Constancio 52, 161 Berneri, Camilo 74 Bernstein, Eduard 82 Bertaut, Jules 295 Besteiro, Julián 82 Betti, Ugo 190 Bielinski, Vissarion 36 Bismarck, Otto von 161 Björnsön, B. 55

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ÍNDICE DE NOMBRES Blanco Aguinaga, Carlos 39 Blanco White, J. M. 262 Blas Guerrero, Andres de 331 Blasco, Eusebio 67 Blasco, Francisco J. 204, 205 Blasco Ibáñez, Vicente 25, 42, 56, 59, 63, 64, 65, 66, 67, 69, 70, 88, 91, 106, 119, 134, 171, 172, 207 Bleiberg, Germán 302 Bo i Single, J. 47 Bobadilla, Emilio 214 Böcklin, Arnold 241 Bofarull, Prosper de 85 Boix, Vicente 85 «Bombita» (Torres, Ricardo) 122 Bonafoux, Luis 42, 67, 69 Borges, Jorge Luis 9, 145 Borrow, George 254 Botrel, Jean François 338 Bourdieu, Pierre 330 Bourget, Paul 199, 203 Braga, Teófilo 151 Brañas, Alfredo 85 Brasillach, Robert 303 Brenes Mesén, R. 213 Bret-Harte, F. 59 Brossa, Jaume 44, 45, 47 Brunetière, Ferdinand 203 Buen, Odón de 165 Buendía, Rogelio 295 Bueno, Manuel 42, 67, 88, 114, 119, 172, 201, 218 Bujarin, N. 333 Bülow, Bernhard Heinrich von 241, 242 Bunge, Carlos Octavio 144 Burguete, Ricardo 87 Bussy-Genevoix, D. 333 Buylla, Adolfo A. 52, 76, 158 Caballero, Fernán (Böhl de Faber, Cecilia) 18, 58, 61 Cabarrús, Francisco 263

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Cabrera, A. 83 Cabrera, Blas 165 Cabrera, Mercedes 330 Cacho Víu, Vicente 248, 330, 338 Cadalso, José de 10 Calderón, Alfredo 285 Calvo Carilla, José Luis 337 Calvo Martín, José 155 Camacho, Ángel María de 157 Camba, Julio 46, 294 Cambó, Francesc 173 Campanella, Tommaso 326 Campoamor y Campoosorio, Ramón de 73, 88, 165, 207, 208, 216, 217, 229 Camus, Albert 303 Canalejas, José 151, 155, 223, 243, 339 Canals, Salvador 135 Candamo, Bernardo G. de 206, 207, 208, 209, 215, 216, 217 Candil, Fray 214 Canella, Fermín 162 Canetti, Elias 301, 307, 308 Canibell, E. 47 Cano, José Luis 303 Cano, Leopoldo 216 Cánovas del Castillo, Antonio 69, 111, 121, 153, 217 Cansinos Assens, Rafael 209, 211 Cantú, Cesare 71 Cardedera, Mariano 151 Carderera, Valentín 314 Cardenio-Azaña 296 Carducci, Giosué 191, 240 Cardwell, Richard A. 336 Carlos V 118 Carlyle, Thomas 58, 149 Carner, Jaume 269 Carpentier, Alejo 142 Carranque de Ríos, A. 303 Carré Aldao, Eugenio 141

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Carreras, Juan José 335 Carrere, Emilio 215, 217 Carretero, José M.ª (El Caballero Audaz) 218 Casal, Julián del 188 Casares Quiroga, Santiago 269 Casas, Ramón 79 Casassas, Jordi 330 Caso, Antonio 162 Cassou, Jean 237, 318 Castelar, Emilio 61, 68, 71, 85 Castillejo, José 161 Castro, Adolfo de 140 Castro, Américo 166, 280 Castro, Fernando de 134 Castrovido, Roberto 67, 70 Castroviejo, José María 320 Cavia, Mariano de 47, 67, 294 Céline, Louis-Ferdinand 303, 305 Cellini, B. 318 Celma Valero, María Pilar 204, 205, 337 Cernuda, Luis 13, 14, 15, 302 Cervantes Saavedra, Miguel de 28, 62, 77, 123, 277, 281, 282, 280, 283, 286 Champourcin, F. Michel 216 Chaplin, Charles 31 Charle, Christophe 330 Châteaubriant, Alfonse de 304 Chávarri, Eduardo L. 201, 202, 205, 206 Chejov, Antón Pavlovich 202 Chocano, José Santos 143, 188, 215 Churruca, Pedro 96 Cicerón, Marco Tulio 87 Cierva, Juan de la 234, 256 Ciges Aparicio, Manuel 88, 108, 109, 110 Cintora, José 67 Claudel, Paul 203, 303 Cobos, Francisco de los 165 Codera, Francisco 141

Coelho, Trinidade 59 Colin, Paul 295 Coll, Pedro Emilio 147 Colmeiro, Manuel 151 Coloma, Luis 88 Colón, Cristóbal 120, 175 Conan Doyle, Arthur, Sir 318 Condorcet, Antoine Caritat, Marqués de 83 Contreras, Francisco 213 Cooper, Fenimore 148 Cornejo, Ignacio 51 Corominas, Eusebio 67 Corominas, Pere 42, 44, 67 «Corpus Barga» (García de la Barga, Andrés) 270, 294 Cortázar, Julio 145 Cossío, Manuel B. 75, 151 Costa, Joaquín 67, 76, 87, 104, 105, 123, 132, 134, 135, 160, 235, 255, 286, 287, 307 Costa Simoes, Antonio Augusto da 151 Crawford, Joan 319 Cunninghame Graham, J. 254 Cunqueiro, Álvaro 320 Dante Alighieri 28, 83, 316 Dantín Cereceda, J. 83 Danton, Georges Jacques 66 Darío, Rubén 15, 143, 147, 179, 188, 189, 193, 201, 209, 210, 246 Darwin, Charles 55, 82, 83, 88, 161 Dato, Eduardo 179 Daudet, Alphonse 25, 58, 66, 69, 70 Davis, Jefferson 74 Davison, Ned 188 Déat, Marcel 304 Debicki, Andrew 190 Debussy, Claude Achille 246 Décaudin, Michel 203 Deleito y Piñuela, José 201

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ÍNDICE DE NOMBRES Deus, João de 151 Deville, Gabriel 81, 87 Díaz, Porfirio 154, 179 Díaz de Guzmán, Alberto 284 Díaz de Ocaña, Manuel 151 Díaz Fernández, José 89 Díaz-Plaja, Guillermo 204 Dicenta, Joaquín 23, 24, 25, 28, 41, 53, 76, 88, 91, 197, 210 Dickens, Charles 59 Diderot, Dénis 28, 82, 83 Diego, Gerardo 237, 295 Díez Canedo, Enrique 215, 294, 295, 323 Dihigo, Juan Manuel 161 Domenchina, Juan José 295 Doménech, Francisco 53 Donoso Cortés, Juan 274, 313, 314 Dorado Montero, Pedro 38, 41, 52, 60, 83, 161 Doriot, Jacques 304 Dos Passos, John 303 Dostoievski, Fedor 83, 88, 332, 333 Drieu la Rochelle, Pierre 303 Dugast, Guy Alain 138, 139, 154 Dumas, Alejandro 25, 30, 85, 87, 318 Duruy, Víctor 85 Echegaray, José de 41, 201, 217 Echegaray, Miguel 122 Egido, Ángeles 341 Eguren, José María 193 Eichendorff, J. F. von 306 Elías de Molins, Antonio 141 Eliot, T. S. 13, 14, 15 Elorza, Antonio 221, 257 Engels, Friedrich 35, 36, 74, 81, 82, 87 Enguídanos, Miguel 189 Erasmo de Rotterdam 316 Erckmann Chatrian 59, 66 Escarra, Edouard 175, 176 Espina, Antonio 295

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Espinosa San Martín, Antonio 339 Espronceda, José de 30, 53, 88, 139, 200, 208, 216 Esquerdo, José María 165 Esquilo 35 Estasén, Pedro 175 Estébanez Calderón, Serafín 273, 274 Estévanez, Nicolás 67 Estrañi, José 67 Fabié, Antonio María 153 Fabra, Nilo María 136, 137, 138 Fabre, J. H. 83 Farinelli, Arturo 141 Faulkner, William 303 Faure, Sébastien 70, 73, 83, 87, 333 Feijoo, Benito 228 Felipe II 282 Fénéon, Félix 33 Fernández Caballero, Manuel 123 Fernández de Moratín, Leandro 261, 262, 263, 264, 272 Fernández de Moratín, Nicolás 53, 61 Fernández Flórez, Wenceslao 91, 167 Fernández Juncos, Manuel 60 Fernández Montesinos, José 274 Fernández Retamar, Roberto 343 Fernández Urtasun, Rosa 336, 337 Fernández Villegas, Francisco 67 Fernández y González, Manuel 86 Fernot, Henri 75 Ferrari, Emilio 103, 197 Ferri, Enrico 52, 56, 73, 87 Feval, Paul 66 Fichte, Johann Gottlieb 61, 159, 161, 228 Figuerola, Laureano 151 Flammarion, Camille 83, 88 Flaubert, Gustave 13, 88, 240 Flores de Lemus, Antonio 161 Fogelquist, Donald 138 Forner Muñoz, Salvador 339

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Fortún, Fernando 323 Foucault, Michel 282 Fouillé, Alfred 228 Fourier, Charles 74 Fox, E. Inman 39 Foxá, Agustín de 303, 304, 315, 320 France, Anatole 47, 51, 60, 70, 84, 88, 91, 149 Francés, José 217 Franco, Francisco 95, 96, 305, 312, 315 Franco Polo, Carmen 340 Francos Rodríguez, José 121, 173 Franklin, Benjamin 61 Frollo, Claudio 67 Fuentes, Antonio 121 Fusi, Juan Pablo 331 Gabarain, Iñaki 338 Gallegos, Rómulo 148 Gamazo, Germán 68, 151 Ganivet, Ángel 115, 134, 143, 209, 229, 230, 286, 287, 296 Garbo, Greta 319 García Bilbao, Luis 227 García Delgado, José Luis 344 García Lorca, Federico 190, 266, 295 García Morales, P. 254 García Quejido, Antonio 52, 73 García Ruiz, Víctor 337 García Sanchiz, Federico 284 García Serrano, Rafael 303, 309, 316 Garrido, Fernando 71, 85 Gasset, Fernando 67 Gasset, Ramón 251 Gay, Vicente 140 Gellner, Ernest 331 Gener, Pompeu 34, 43, 44, 46 George, Henry 87 Ghil, René 191 Ghiraldo, Alberto 82, 144 Gicovate, Bernardo 190 Gide, André 203, 303

Gil, Ildefonso Manuel 303 Giménez Caballero, Ernesto 90, 268, 302, 306, 307, 311, 312, 313, 314 Giménez Siles, Rafael 332 Giménez Soler, Andrés 141 Giner de los Ríos, Francisco 38, 41, 60, 68, 87, 134, 151, 159, 278, 285 Giral, José 298, 315 Giralt, Emili 73, 84 Giraudoux, Jean 303 Girona, Jaume 155 Glazunov, Aleksandr 202 Goethe, J. W. 59, 83, 161, 231 Gogh, Vincent van 303 Gogol, Nicolai 83 Goldring, Douglas 295 Gómez Carrillo, Enrique 143, 147, 211, 214 Gómez de la Serna, Ramón 294 Gómez Latorre, Matías 52, 54 Gómez Moreno, Manuel 165 González, Fernando 295 González, Joaquín V. 144 González Blanco, Andrés 87, 217 González Blanco, Edmundo 87, 215 González Blanco, Pedro 87 González Cuenca, Joaquín 11 González Posada, Adolfo 68, 252 González Prada, Manuel 147, 195 González Tuñón, Raúl 180 Gonzalo, Eloy 104 Gorki, Máximo 36, 82, 83, 84, 87, 91, 110, 333 Goya, Francisco de 262 Gracia, Jordi 337 Gracia, Sor Ana María de 83 Gracián, Baltasar 186 Graell, Guillermo 135 Gramsci, Antonio 30 Grandmontagne, Francisco 147, 171 Grave, Jean 74, 83 Graves, Robert 11

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ÍNDICE DE NOMBRES Gray, Rockwell 339 Greef, Leon de 62, 88 Grieg, Edward 202 Grimm, Hermanos 61 Groizard, Antonio 155 Güell y Renté, E. 164 Guereña, Jean Louis 334 Guerra, Ángel (en el texto «Ángel Guerra») 47 Guerra, Rafael 121 Guerrero, Margarita 9 Guesde, Jules 73 Guevara, Fray Antonio de 295 Guillén, Jorge 190, 294, 295 Guillén, Nicolás 180 Guillén Salaya, F. 304 Guimerá, Ángel 46 Gumbrecht, Hans Ulrich 20 Gustavo, Soledad 50, 72, 74 Gutiérrez Girardot, Rafael 191 Guyau, Jean Marie 49, 206 Haeckel, Ernst 83, 88 Hamon, A. 46 Hamsun, Knut 305, 333 Harbou, Thea von 305 Harnack, Adolf von 60 Harris, Dereck 13 Harte, Brett 148 Hauptmann, Gerhart 58, 149 Hegel, G. F. W. 17, 58, 161 Heine, Henrich 35, 47 Henríquez Ureña, Pedro 148, 162, 192, 193 Hepburn, Katharine 319 Herder, Johann Gottfried von 17, 234 Heredia, José María de 61 Hernández, José 146 Hernández Catá, Alfonso 216, 218 Hernández Sandoica, Elena 335 Herrera, Eduardo 155 Herrera, Fernando de 53

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Herrera y Reissig, Julio 193 Herrero, Javier 18 Herzberger, David K. 337 Hesse, Hermann 306 Hinojosa, Eduardo de 246 Hitler, Adolf 305, 308 Hobsbawn, Eric 331 Hoffmann, Bert 334 Holbach, Paul Henri d’83 Homero 28, 209 Hoyos y Vinent, Antonio de 218 Hübner, Emil 141 Hugo, Víctor 25, 30, 31, 33, 51, 62, 82, 86, 91, 123 Huidobro, Vicente 180 Huizinga, Johan 315 Hurtado de Mendoza, Diego 262, 295 Husserl, Edmund 303 Huxley, Aldous 161 Huysmans, J. K. 198 Ibarra, Eduardo 130 Ibsen, Henrik Johan 25, 28, 201 Iglésias, Ignasi 46, 47 Iglesias, Pablo 52, 53, 54, 73, 80, 82, 106, 112, 256 Iglesias Feijoo, Luis 337 Ingenieros, José 52, 144, 194 Insúa, Alberto 91 Iriarte, Tomás de 73 Isidoro de Sevilla 11 Isla, José Francisco 10 Istrati, Panait 84 Jacobi, Friedrich Heinrich 234 Jammes, Francis 203, 207, 215 Jaurés, Jean 56, 81 Jesi, Furio 327 Jiménez, Juan Ramón 13, 41, 185, 186, 190, 203, 209, 210, 211, 215, 217, 223, 248, 294, 295 Jiménez de la Espada, Marcos 140

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Jiménez Díaz, Carlos 315 Jiménez Fraud, Alberto 158 Jiménez Ilundáin, Pedro 106 Jitrik, Noé 194 Joan i Tous, Pere 334 Jovellanos, Gaspar Melchor de 263 Juaristi, Jon 331 Juderías, Julián 161 Juliá, Santos 330, 339, 340 Jünger, Ernst 305 Junoy, Emilio 67 Kahn, Gustave 191 Kant, Imanuel 87, 105, 161, 228, 283 Kaustky, Karl 52, 56, 81, 87 Key, Ellen 60 Kipling, Rudyard 24, 148 Klopstok, Friedrich Gottlieb 234 Korolenko, Vladimir 83, 333 Kraus, Clemens 305 Krause, K. Ch. 58, 87 Kropotkin, Piotr Alexeievich 25, 41, 51, 56, 70, 73, 78, 82, 83 La Riva Palacio, Vicente 151 Labra, Rafael María de 87, 133, 139, 149-152, 161, 167, 168, 179 Labriola, Antonio 82 Lacambra, V. 82 Lafargue, Paul 80, 81 Lafora, Gonzalo R. 165 Lafuente, Modesto 85 Lagartijillo 122 Lamartine, Alphonse de 66, 85 Lamennais, Hugues-Félicité Robert de 82, 85 Lang, Fritz 305 Lanuza, Juan de 85 Largo Caballero, Francisco 290, 315 Larra, Mariano José de 85, 88, 139, 186, 208, 275, 312 Larrea, Juan 163

Lázaro Galdeano, José 140 Le Riverend, Julio 334 Ledesma Ramos, Ramiro 304 Lenin, Vladimir Ilich 36, 82, 332 León Felipe 294 León, Fray Luis de 54, 55 León, Ricardo 78, 88, 91, 294 Lerroux, Alejandro 40, 42, 67, 289 Lessing, Efraim 234 Levillier, Roberto 157 Levy, Kurt 138, 139 Leyssen, Antonio 54 Lida, Clara 39, 54 Liebknecht, Wilhelm 74, 82 Linares Rivas, Aureliano 151 Llanas Aguilaniedo, José M.ª 53 Llaneza, Manuel 62 Llunás, José 45 Lollis, Cesare de 280 Longfellow, H. F. 60 Longo 209 Lope de Vega, Félix, 28 López, Diego 11 López Bago, Eduardo 32, 33, 108, 109, 209 López de Haro, Rafael 88, 215, 217 López García, Bernardo 53 López Ibor, Juan José 315 López Morillas, Juan 131 López Pinillos, José 252 López Rodrigo, A. 49 López Velarde, Ramón 188 Lorente, Juan José 76 Lorenzo, Anselmo 44, 45, 47, 48, 51, 72, 73, 76, 83 Loria, Achille 81, 87 Losada, Alejandro 193 Lostau, Eugenio 310 Luben, Donato 80 Lugones, Leopoldo 145, 193 Luis Martín, Francisco de 334 Luna, Adolfo 67

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ÍNDICE DE NOMBRES Mac Kinley, William 121 Macaulay, Lord 123, 149 Macdermott, Isabel K. 60 Machado, Antonio 14, 15, 16, 17, 97, 98, 105, 138, 215, 217, 248, 266, 267, 283, 294, 295 Machado, Bernardino 151 Machado, Manuel 201, 203, 205, 213, 214, 217 Macías Picavea, Ricardo 132, 134, 207 Madariaga, Salvador de 294 Madueño, Mariano J. 165, 149 Maeterlinck, Maurice 88, 203 Maeztu, María de 225 Maeztu, Ramiro de 24, 41, 42, 47, 67, 68, 115, 134, 135, 161, 171, 172, 177, 180, 197, 215, 218, 233, 245, 252, 255, 267, 280, 283, 284, 338 Magnien, B. 333 Malatesta, C. 51, 83, 333 Malato, Carlos 74, 82, 83, 87 Maldonado, Luis 146 Mallarmé, Stéphane 34 Mallea, Eduardo 145 Mancebo, María Fernanda 341 Manet, Edouard 240 Manjarrés, Ricardo 157 Maragall, Joan 46, 102 Marco Polo 59 Marco, José María 298 Marechal, Leopoldo 145 Marfany, Joan-Lluís 188 Marías, Julián 225, 227 Mariátegui, José Carlos 140, 188 Marichal, Juan 261, 262, 285, 330 Maristany, Luis 13 Marquina, Eduardo 41, 42, 46, 47, 67, 78, 88, 215 Marrero, Vicente 224 Martí, Carlos 173 Martí, José 97, 141, 188, 191

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Martín Callobre, A. 54 Martín Ruiz, Leocadio 80 Martín-Santos, Luis 118, 225 Martinenche, Ernest 157 Martínez Estrada, Ezequiel 145 Martínez Ruiz, José 47, 113, 256 Martínez Sierra, Gregorio 42, 88, 209, 210, 211, 215, 218, 294 Marvaud, Ángel 139 Marx, Karl 25, 35, 36, 73, 74, 81, 82, 87, 228, 244, 332 Mata, Pedro 91 Maudsley, H. 123 Maupassant, Guy de 59, 70, 87 Maura, Gabriel 158, 179, 252, 256, 339 Maura, Miguel 243, 269, 284 Mauriac, F. 303 Maurice, J. 333 Maurras, Ch. 303, 323, 326 Mayne Reyd, Capitán 80 Maximiliano de México 118, 139 Mazorral, Raniero 284 Mazzantini, Luis 122 McGuirk, Bernard 336 Meabe, Tomás 26 Medina, Vicente 42, 47, 107, 134 Meier-Graefe, Julius 241 Mélida, José Ramón 141 Mella, Ricardo 44, 48, 83 Melo, Francisco Manuel 295 Mena, Juan de 12 Mendive, R. 82 Menéndez Pallarés, E. 67 Menéndez Pelayo, Marcelino 140, 141, 151, 165, 207, 233, 274, 331 Menéndez Pidal, Ramón 141, 165, 279, 307 Merejowski, Dimitri 70 Mesa, Enrique de 211, 215, 217 Mesonero Romanos, Ramón 58 Messiaen, Olivier 306

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Michaelis de Vasconcelos, Carolina 141 Michel, Louise 74 Michelet, Jules 66, 85, 86, 123, 286 Milego, Saturnino 63, 71, 72 Mill, John Stuart 82, 161, 286 Millán Astray, J. 311 Mirbeau, Octave 70 Miró, Gabriel 196, 203, 205 Mommsen, Theodor 123 Moncada, Augusto 50 Monguió, Luis 84 Montero Ríos, Eugenio 134, 151 Montes, Eugenio 320 Montesquieu (Secondat, Charles Louis de) 86 Montseny, Federica 50, 51 Morales, Rafael 303 Morales, Tomás 196, 203 Morán, Valentín 151 Morato, Juan José 73, 74 Morayta, Miguel 67 Morel-Fatio, Alfred 141 Moreno Carbonero, J. 122 Moreno Luzón, Javier 339 Moreno Villa, José 295 Moret, Segismundo 151, 162, 179 Mornas, Antonio 49 Morote, Luis 63, 68, 70, 134, 135, 179 Morris, William 34, 35, 53 Mosse, G. L. 331 Mota, Matilde de 51 Moya, Miguel 67, 151, 155 Mun, Albert de 275 Mussolini, Benito 321 Nabokov, Vladimir 303 Nadal, Jordi 166 Nákens, José 41, 42, 47, 67 Navarro Flores, M. 161 Navarro Ledesma, Francisco 209, 210, 232, 234, 286

Neruda, Pablo 180 Nervo, Amado 179 Nessi, Juana 108 Nettlau, Max 74 Nicol, Eduardo 225 Nicolás II 136 Nietzsche, Friedrich W. 68, 84, 87, 228, 231 Nizan, Paul 303 Noel, Eugenio 88, 123, 124 Nogales, José 112 Nordau, Max 34, 43, 83, 197 Novo y Colson, Pedro 140 Núñez de Arce, Gaspar 153, 155, 165, 216, 217, 274 Núñez, Diego 132 Octavio Picón, Jacinto 67 Ohnet, Jorge 209 Olea, Aníbal 26 Oliveira Martins, J. 149 Oliver, Federico 122 Oller, Narcis 59 Onís, Federico de 189 Opisso, Alfredo 79 Orellano, Miguel 63 Oremí, Vicente 80 Ors, Eugenio d’ 291, 294, 306, 322, 324 Ortega, Soledad 338 Ortega Munilla, José 210, 338 Ortega Spottorno, José 339 Ortega y Frías, R. 86, 210 Ortega y Gasset, José 16, 17, 136, 161, 165, 186, 189, 223, 224, 225, 226, 227, 229, 230, 231, 232, 233, 234, 235, 236, 237, 238, 239, 242, 244, 245, 247, 248, 250, 251, 252, 253, 254, 255, 256, 257, 267, 283, 284, 288, 290, 291, 293, 294, 301, 306, 307, 315, 337 Ortiz, Álvaro 54, 56

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ÍNDICE DE NOMBRES Ortiz, Fernando 334, 335 Ortiz de Pinedo, J. 215 Ovidio 11 Owen, Robert 82 Palacio, Manuel del 199 Palacio Valdés, Armando 59, 88, 91, 207, 216 Palacios, Leopoldo 161 Palau y Dulcet, Antonio 75 Palma, Ricardo 59, 140 Palomero, Antonio 47 Palomo, Luis 167 Pardo Bazán, Emilia 12, 13, 98, 100, 151, 207, 208, 210, 212, 213, 215, 216, 294 Paso, Manuel 42 Pauwels, Louis 302 Paz, Octavio 180, 204 Péguy, Ch. 303 Peral, Isaac 104, 105 Pereda, José María de 59, 208, 212, 273 Perés, Ramón D. 141 Pérez, Antonio 85 Pérez Capo, Felipe 129 Pérez de Ayala, Ramón 91, 130, 171, 196, 203, 215, 218, 223, 235, 244, 255, 256, 266, 268, 284, 285, 289, 291, 293, 294 Pérez de Guzmán, Juan 140 Pérez de Hita, Ginés 295 Pérez de Moya, Juan 11 Pérez de la Dehesa, Rafael 34, 35, 39, 73 Pérez Escrich, Enrique 209 Pérez Galdós, Benito 24, 32, 46, 58, 62, 67, 69, 70, 88, 91, 116, 134, 179, 189, 199, 201, 207, 208, 212, 216, 255, 273 Pérez Jorba, Juan 47 Pérez Nieva, Alfonso 210

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Pérez Solís, Óscar 303 Perrault, Charles 59, 61 Pérus, Françoise 193 Peset, Vicente 63 Pi y Margall, Francisco 60, 71, 79, 82, 106, 112, 151, 165, 274, 276, 285 Picón, Jacinto Octavio 76, 88, 199 Pike, Frederik B. 138 Pimenta, Alfredo 295 Pla, Cecilio 122 Platón 209, 239, 249 Plejanov, Yuri 56 Plutarco 87 Poe, Edgar Allan 58 Posada, Adolfo G. 41, 52, 63, 76, 87, 139, 158, 160, 161, 163, 164, 170 Poulaille, Henri 31, 333 Prat, Ignacio 183 Prieto, Indalecio 269, 276 Primo de Rivera, José Antonio 326 Primo de Rivera, Miguel 114, 273, 289, 292 Proudhon, P. J. 55, 73, 74, 83, 85, 286 Puccini, Mario 123, 295 Pueyo, Gregorio 195, 211, 217, 218 Puigdollers i Macià, Josep 176 Puyol, Julio 167 Queiroz, Eça de 87 Querol, Agustín 122 Quevedo, Francisco de 186, 281, 289 Quintana, Manuel José 53, 207, 217 Rabaté, Jean Claude 343 Rabelais, François 9, 10, 28, 123 Rahola, Federico 167, 169, 176, 177 Rama, Carlos M. 127, 138 Ramírez Ángel, Emiliano 217 Ramón y Cajal, Santiago 104, 105, 246, 337, 338 Ramos Carrión, Miguel 73 Rebatet, Lucien 304

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Réclus, Elisée 41, 51, 59, 70, 82, 83, 88, 333 Régnier, Henri de 275 Reig, Ramiro 65, 66 Renan, Ernest 17, 55, 82, 83, 87, 228, 230, 231, 232, 240, 253 Rengifo y Tercero, Bernardo 251 Répide, Pedro de 217 Reszler, André 34 Reverte, Manuel 122 Revilla, Manuel de la 61 Rey Pastor, Julio 165 Reyes, Alfonso 162 Reyles, Carlos 143 Ribadeneyra, Pedro 295 Rico, Francisco 336 Ridruejo, Dionisio 302, 316 Rilke, Rainer Maria 190 Río, Fernando del 161 Ríos, Fernando de los 83, 269, 315, 333 Risco, Vicente 320 Riva-Agüero y Osma, José de la 147 Rivas Cherif, Cipriano 292, 294, 295, 339 Rivas, Duque de 340 Rivas, Enrique de 298, 340 Rivero, Domingo 295 Rocker, Rudolf 74, 83, 333 Roda, Manuel de 263 Ródenas, Miguel Ángel 215, 216, 217 Rodenbach, Georges 203 Rodó, José Enrique 68, 141, 143, 144, 147, 160, 194, 334 Rodríguez de Rivas, Mariano 303 Rodríguez Serra, Bernardo 40 Rodríguez Solís, Enrique 67 Rojas, Carlos 270 Rojas, Ricardo 148 Rojas Mix, Miguel 336 Roldán, Augusto 80 Rolland, Romain 84

Romanones, Conde de 162, 179 Romero de Torres, Julio 254 Romero López, Dolores 336 Romero Tobar, Leonardo 337 Rousseau, Jean Jacques 82, 86 Royano, Lourdes 336 Rueda, Salvador 41 Ruiz Aguilera, Ventura 62, 208 Ruiz Manjón, Octavio 330 Ruiz Salvador, Antonio 63 Rusiñol, Santiago 46, 116, 117 Ruskin, John 35, 68, 161, 202 Ryner, Hans 74 Saavedra, Corina 340 Sabas, Mariano 155 Saborit, Andrés 62 Sacristán, Manuel 225 Sagasta, Práxedes M. 121, 217, 243 Saint-Simon, Claude Henry Conde de 74, 82 Salaverría, I. 67 Salaverría, José María 172, 294 Salazar, Adolfo 295 Sales y Ferré, Manuel 52, 87 Salgari, Emilio 88 Salillas, Rafael 87, 151 Salinas, Pedro 295 Salmerón, Nicolás 67, 134, 151, 165 Salomon, Nöel 188 Salvador, Amós 179, 292 Samblancat, Ángel 28 San Luciano, José María 344 Sánchez, Florencio 143, 145, 148 Sánchez, Luis Alberto 148 Sánchez de las Brozas, Francisco 11 Sánchez Díaz, Ramón 67, 254 Sánchez Ferlosio, Rafael 323 Sánchez Mazas, Rafael 304, 320, 321, 322, 323, 326 Sangro, Pedro 161, 167 Sangróniz, José Antonio 155, 156

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ÍNDICE DE NOMBRES Santiáñez, Nil 337 Sanz del Río, Julián 87, 278 Sardá, Agustín 67, 151 Sarmiento, Domingo Faustino 139, 144, 147, 170 Sarmiento, R. 67 Sartre, Jean Paul 303 Sassone, Felipe 215 Savj-López, Paolo 141 Sawa, Alejandro 32, 42, 201 Sawa, Miguel 42 Scheler, Max 226 Schiller, Friedrich 83 Schopenhauer, Arthur 25, 55, 87, 105 Schreibner, Olivia 148 Scott, Walter 60, 85 Sela, Aniceto 52, 87, 151, 158, 179 Sender, Ramon J. 303, 309 Serantes, Federico 70 Serao, Matilde 70 Sergi, Cesare 52, 56, 87 Serrano Plaja, Arturo 302 Serrano, Carlos 104, 330, 335 Serrano, Vicente-Alberto 344 Shakespeare, William 28, 261 Shaw, Bernard 230 Sierra, Justo 60, 154, 155 Silva, José Asunción 191 Silvela, F. 243 Simancas, Diego de 295 Simarro, Luis 63 Simenon, G. 303 Sirinelli, J. F. 330 Sopena, Ramón 50, 71, 81 Soriano, Rodrigo 67, 69, 70, 80, 105, 119, 120, 213 Sorolla, Joaquín 70, 122 Speer, Albert 302 Spencer, Herbert 55, 82, 87, 161 Spengler, Oswald 315, 327 Spinoza, Baruch 226 Stalin, J. 333

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Sterne, Lawrence 59 Stevens, Wallace 190 Stevenson, R. L. 318 Storm, Eric 330 Strauss, Richard 305, 306 Suárez, Constantino 173 Suárez Cortina, Manuel 339 Subercaseaux, Virginia 147 Sudermann, H. 25 Sue, Eugenio 35, 86 Suttner, Baronesa Berta von 84 Symons, Arthur 254 Tailhade, Laurent 33 Taine, Hyppolite 132, 228, 232, 240 Tarragó, Torcuato 85 Tiana Ferrer, Alejandro 333 Tierno Galván, Enrique 131 Tietz, Manfred 334 Tirso de Molina (Téllez, fray Gabriel) 73 Tolstoi, León 25, 34, 36, 41, 58, 70, 82, 87, 91, 123, 197, 213 Torralva Beci, F. 82 Torrandell, J. 53 Torrente Ballester, Gonzalo 316, 317 Tovar, Antonio 313, 314 Trigo, Felipe 28, 88, 91, 108, 110, 112, 167, 211, 215, 218 Trotski, León 36, 38, 84, 333 Troyano, Manuel 67, 251, 252 Trueba, Antonio de 60 Tuñón de Lara, Manuel 18, 131 Turguenev, Iván 83, 159 Tyndall, John 61 Ugarte, Manuel 49, 78, 143, 144, 147, 194, 213, 214 Unamuno, Miguel de 14, 15, 16, 24, 34, 41, 44, 46, 58, 68, 76, 77, 80, 88, 91, 102, 106, 107, 115, 134, 141, 143, 146, 147, 148, 149, 161,

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LA DOMA DE LA QUIMERA

171, 191, 197, 203, 206, 209, 211, 214, 230, 231, 232, 233, 234, 235, 236, 237, 239, 241, 243, 244, 245, 246, 247, 253, 266, 280, 282, 283, 287, 288, 294, 306, 307, 334, 340 Urales, Federico 38, 41, 46, 47, 50, 74, 76, 84 Uría, Jorge 334 Urrutia, Jorge 338 Valdelomar, Abraham 188 Valentí Camp, Santiago 40, 60, 79, 87 Valera, Juan 88, 91, 140, 146, 149, 207, 216, 229, 262, 272, 273, 274, 276, 286, 290, 340 Valero, Eva María 335 Valéry, Paul 190 Valle-lnclán, Ramón del 88, 91, 117, 118, 187, 188, 195, 196, 201, 205, 210, 215, 223, 246, 283, 289, 290, 294, 304, 318 Vallejo, César 180, 188 Vallès, Jules 32 Valls, Fernando 18 Vandervelde, Emile 82 Varela, Javier 330 Vargas Vila, José María 50, 51, 143 Vasconcelos, José 163 Vehils, Rafael 177, 178, 179, 180 Velázquez, Diego 247 Vélez, Palmira 335 Vera, Jaime 73 Verdaguer, Jacint 47 Verdes Montenegro, José 44, 45, 46, 67, 73, 80, 82 Verdi, Giuseppe 25 Verhaeren, Émile 203 Verlaine, Paul 16, 49, 213 Verne, Jules 59, 71, 79, 91 Vervuert, Klaus D. 19 Veuillot, Louis 313 Vicario, José María 298

Vicenti, Alfredo 67 Vidal y Planas, Alfonso 28 Vielé-Griffin, François 33 Vigil, Manuel 62 Villaespesa, Francisco 201, 215, 217, 284, 289 Villalón, Fernando 295 Villita, Nicanor Villa 122 Viñaza, Conde de la 140 Viñes, Ricardo 254 Vives, Enrique 44, 45 Vizcarra, Zacarías de 180 Volney, Conde de 82 Voltaire, Françoise M. Aronet 28, 33, 66, 70, 82, 83, 86 Wagner, Richard 34, 58, 66, 70 Wayne Ashhurst, Anna 138 Weber, Max 324 Wellek, Rene 189 Wells, H. G. 71, 83, 88, 318 Wilde, Oscar 255 Winock, Michel 330 Ximénez de Sandoval, Felipe 310 Yeats, William Butler 190 Yrigoyen, Hipólito 142, 173 Zahonero, José 59 Zamacois, Eduardo 88, 91, 215, 218 Zamora Bonilla, Javier 339 Zapata, Marcos 103, 216 Zárate, Rodrigo 158 Zévaco, Michel 83 Zola, Émile 25, 32, 33, 43, 46, 47, 51, 59, 61, 62, 66, 69, 70, 81, 84, 87, 119, 213 Zorrilla, José 53, 208, 212, 216, 217, 289 Zorrilla San Martín, José 151 Zozaya, Antonio 59, 91, 216

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ÍNDICE DE NOMBRES Zubiaurre, Ramón y Valentín de 254 Zugazagoitia, Julián 90, 91 Zuloaga, Daniel 245, 247, 250, 254, 255, 256

Zuloaga, Ignacio 254 Zulueta, Luis de 77, 78, 177, 237 Zweig, Stefan 305

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