La Demanda De Filosofia

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BIBLIOTECA FRANCESA DE FILOSO FÍA

Director Bernardo Correa

La dem an d a de filosofía ¿Qué quiere lafilosofía y qué podemos querer de ella?

Jacques Bouveresse

Siglo del H om bre Editores

Bouveresse, lacques La demanda de filosofía: ¿qué quiere la filosofía y que podemos querer de ella? / Jacques Bouveresse; Traductores del francés Magdalena Holguín y Juan losé Botero. - Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad Nacional de Colombia, Embajada de Francia, 2001. 160 p . ; 21 cm. ISBN 958-665-041-3 1. Filosofía I. Holguín, Magdalena, 1924José, tr. III. Tít. 100 cd 20 ed AHD9547

, tr. II. Botero, )uan

CEP-Biblioteca Luis-Angel Arango

Título original: La demande philosophique. Q ue veut la philosophie et que peut-on vouloir d'elle? © Editions de L'éclat, ftiris, 1996 La presente edición, 2001 © Embajada de Francia Cra 11 N° 93-12 Santafé de Bogotá D.C. Tel.: 6180511 © Universidad Nacional de Colombia Facultad de Ciencias Humanas-Departamento de Filosofía Ciudad Universitaria Santafé de Bogotá D.C. Tel.: 3165000 Ext. 16208 © Siglo del Hombre Editores Cra 32 N° 25-46 Santafé de Bogotá D.C: Tels.: 3440042-3377738 Fax: 3377665 siglodelhombre®sky.net.co Traducción del francés de: Magdalena Holguín y Juan José Botero Diseño de carátula Ignacio Martínez Armada electrónica David Reyes ISBN: 958-665-041-3 Impresión Panamericana Formas e Impresos S.A. Calle 65 N° 94-72 Santafé de Bogotá D.C. Impreso en Colombia-Printed in Colombia

ÍNDICE

Prefacio................................................................

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I

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15

II

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III

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31

IV

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47

V

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67

VI

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79

VII

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99

VIII

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115

IX

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141

X

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Si ahora debiera retirarme, se plantea la cuestión: ¿cuál es el buen camino para la retirada? (Pues al método de la filosofía le pertenece que yo jam ás deba huir. Dicho de otro modo, no debe haber retirada en desorden). L u d w ig W i t t g e n s t e i n

PREFACIO

El texto que aparece a continuación no es exactamente el de la Lección inaugurad, dictada el 6 de octubre de 1995, de la Cátedra de Filosofía del Lenguaje y del Conocimiento del Collége de France, sino una versión preparatoria de ella, mucho más extensa, de la que fue extraído este texto mediante reducciones y modificaciones sucesivas. He aña­ dido igualmente, con posterioridad a la versión inicial, algu­ nas precisiones y complementos que consideré útiles. El resultado final, por supuesto, se asemeja mucho más a un verdadero libro escrito para eventuales lectores que al ejer­ cicio, limitado en el tiempo y sometido a condiciones dis­ cursivas y retóricas bien diferentes, que debe representar una Lección inaugural en el Collége de Frunce. Sin embargo, no he creído incurrir en un abuso al conservar la forma y la presentación de la Lección inaugural, ni al sugerir que se lo lea como si efectivamente lo fuese. La observación de Wittgenstein, que añadí como epígrafe, corresponde a una idea que tengo en gran aprecio y que guarda, como se verá, una relación directa con el contenido del libro. La manera de proceder de la filosofía se asemeja con frecuencia a una sucesión de ataques desconsiderados y temerarios, y de lastimosas retiradas llevadas a cabo en el mayor desor­ den. Como Wittgenstein, pienso que hay ocasiones en las cuales se impone la retirada en filosofía, pero que no hay en ella lugar para la huida y el “sálvese quien pueda”. En alguna ocasión critiqué una concepción, que podría­ mos llamar “heroica”, de la filosofía y de su historia, según

la cual ésta estaría jalonada, desde el “milagro griego” de sus orígenes, por una serie de hazañas memorables reali­ zadas en el dominio del pensamiento por individuos ex­ traordinarios y que la filosofía actual, so pena de dejar de existir realmente, debe tratar de repetir con regularidad, e incluso, si le es posible, a cada instante. También me per­ mití sugerir que, en épocas recientes, ha habido quizás tal exceso de hazañas de este tipo, que ya nadie parece dar importancia al hecho de preguntarse si son reales o imagi­ narías, y resulta difícil decidir si la palabra “heroica” no debiera más bien sustituirse, para referirse a este tema, por “heroico-cómica”. Para quienes se esfuerzan por con­ servar un mínimo de estima por la filosofía, no es agradable constatar que el triunfo de ciertas producciones filosóficas actuales (o presuntamente filosóficas) debería experimen­ tarse más bien como una humillación para la propia filo­ sofía, como tampoco ver al personaje del “gran” filósofo de hoy convertido en alguien capaz de asemejarse tan poco al investigador serio y modesto y tanto al del miles gloriosus de la comedia. Se comprende fácilmente que Wittgenstein haya podido suscitar tal escándalo por su manera de ati­ zar lo que Putnam llama “la hoguera de nuestras vanida­ des filosóficas”. No obstante, a pesar de todo, aún sigue siendo posible creer que la filosofía es una cosa, y que las vanidades filosóficas son otra. Frente a lo que demasiados ejemplos recientes autorizan a llamar las jactancias o las fanfarronadas de la filosofía, nuestra época parece vacilar constantemente entre la cre­ dulidad y la admiración ingenuas, la indulgencia escépti­ ca y divertida, y el desprecio y el resentimiento nacidos de la decepción. Y pasa, sin transición y con desconcertante rapidez, de una de estas actitudes a su contraria. David Stove, en The Plato Cultand OtherPhilosophicalFollies, no ha dudado en escribir que “todos los grandes filósofos sus­ citan una reverencia más fuerte y más extendida de la que, según cualquier estimación racional, tienen derecho a sus­ citar”. Esto puede parecer injurioso y, ante todo, exagera­ do. Pero coincido en admitir que nuestra estimación de la importancia de la filosofía y de los grandes filósofos es, en general, mucho menos racional de lo que podríamos espe­ rar. Y no considero escandaloso sugerir a la filosofía, la cual por lo regular se queja más bien de que se la ignore y

se la menosprecie, que se pregunte de vez en cuando qué es lo que ella hace realmente para justificar la considera­ ción real, y en ocasiones excesiva, con que se la beneficia. Mientras no lleguemos a una apreciación más correcta de la naturaleza exacta de la demanda de filosofía y de las posibilidades que tiene de satisfacerla con éxito, es de te­ mer que la actitud del público hacia ella continúe oscilan­ do indefinidamente entre la expectativa poco razonable y la desilusión completa, y su situación, así como la de sus representantes, oscile entre una gloria no necesariamente merecida, y el descrédito, que tampoco lo es. Casi sobra decir que, por mi parte, estoy convencido de que la de­ manda filosófica, cuando se la comprende correctamente, no es tan imposible de satisfacer como se afirma en oca­ siones, y que sus repetidos fracasos no justifican las reac­ ciones de pánico, confusión y gesticulación desordenada que observamos periódicamente. París, septiembre de 1996

Señor Administrador, Queridos Colegas, Damas y Caballeros, Es con un sentimiento de gran humildad, y una emoción que ustedes comprenderán sin dificultad, que un filósofo consciente de la modestia de la contribución que ha sido hasta ahora capaz de aportar a su disciplina, ingresa hoy oficialmente a una institución que ha contado entre sus miembros a un enorme número de predecesores ilustres, cuya obra filosófica, autoridad y prestigio no pueden dejar de hacer abrumadora la tarea que en lo sucesivo le incum­ be. Una de las características más notables de esta ilustre casa, donde se me hace el insigne honor de acogerme hoy, es sin duda la de haber manifestado siempre una sensibi­ lidad más grande que la de la mayor parte de instituciones semejantes, por lo que puede llamarse la historia subte­ rránea e invisible de una disciplina y de una época. Quiero hablar de la historia a la que aludía Schlick, el fundador del Círculo de Viena, cuando observaba que Los libros célebres, o coronados por el éxito, de los autores filosó­ ficos, son análogos a las fanfarrias y las banderas que se llevan por delante, pero las grandes fuerzas de las que dependen la vic­ toria y la derrota no son visibles la mayor parte del tiempo de manera tan evidente1.

Moritz Schlick, “Prefacio a Friedrich Waismann", Logik, Sprache, Philoso-

Schlick observaba que, cuando la mirada penetra bajo la superficie agitada por vientos turbulentos que soplan en todas direcciones hasta las corrientes tranquilas que siguen su camino en las profundidades, emerge una ima­ gen mucho más reconfortante de la filosofía que aquella a la que nos tiene acostumbrados la historia de la sucesión sin progreso perceptible de los sistemas, escuelas y mo­ das, que constituye para los filósofos una fuente perma­ nente de lamentaciones y, para los adversarios de la filo­ sofía, un objeto no menos permanente de escarnio. A pesar de todo lo que se haya podido decir sobre la imposibilidad de aplicar a la filosofía misma una noción de progreso que sea a la vez comprensible y plausible, creo que muchos filósofos continúan convencidos, como lo es­ taba Schlick, de la posibilidad y de la realidad de un pro­ greso, pero que éste no se sitúa forzosamente ni en el nivel ni en el lugar en donde se cree que se lo puede buscar y se lo espera encontrar. Después de haber observado que, por definición, es difícil citar los nombres de estos soldados desconocidos en los que pensamos, y que cayeron en el campo del conocimiento, Schlick sugiere, sin embargo, un ejemplo que podría servir para caracterizar a ese tipo de pensadores, el del “sabio Georg Christoph Lichtenberg”, de quien dice que pertenece a una especie que puede conside­ rarse “como portadora de la filosofía de la época con mayor razón que cualquier corriente de moda cuyos adeptos se componen generalmente, en una parte no despreciable, de snobs intelectuales y de espíritus inmaduros”2. Ocurre, pre­ cisamente, que la familia espiritual de la que Schlick con­ sidera a Lichtenberg como el representante más típico, es igualmente, aun cuando la historia de la filosofía proba­ blemente tenga dificultades para encontrarle un lugar y un nombre, aquella a la que me siento más cercano y a la que reconocería sin duda con mayor placer, si hubiera que indicar alguna, como la mía propia. La razón de que estemos poco acostumbrados a considerarla como una fa­

2

phie, herausgegeben von Gordon P. Baker und Brian McGuiness unter Mitwirkung von Joachim Schulte, Philipp Reklam Jun., Stuttgart, 1976, p. 11. Ibid., p. 13.

milia filosófica es, sin duda, la tendencia a considerar que las cualidades de las que más precisa la filosofía no son, por lo general, la reserva, la abstinencia, la sangre fría y la ironia, sino más bien la seguridad, la convicción, la fe y el entusiasmo. Creo, sin embargo, que aquellas de las que más cruelmente adolece la filosofía de la época reciente, incluso en sus formas más críticas, son las primeras. Y si he podido ser, a mi manera, un modesto artesano del pro­ greso en la filosofía francesa de las últimas décadas, por la escritura, y quizás mucho más por la enseñanza, es sin duda por haber sido un poco más sensible que otros a la importancia de verdades perdurables, cuyo porvenir me parecía mucho más seguro que el de las evidencias del día, y a cambios profundos y determinantes, que no eran los que se apreciaban en la superficie y que el ruido de la época impedía, la mayor parte del tiempo, incluso percibir. Uno de los problemas suscitados por el caso de pensa­ dores como Lichtenberg es el del momento en que la tenden­ cia a encontrar poco razonables, e incluso a veces franca­ mente cómicas, algunas de las pretensiones más típicas de la filosofía tradicional, deja de ser filosófica para conver­ tirse en algo verdaderamente antifilosófico. Wittgenstein, quien admiraba apasionadamente a Lichtenberg y que pro­ fesaba igualmente, según parece, un culto, de seguro rela­ cionado con ello, por la famosa novela de Sterne La vida y opiniones de Tristan Shandy, habría encontrado sin difi­ cultad una respuesta. Pero él mismo pertenece a esa cate­ goría de autores de quienes casi fatalmente nos pregunta­ mos, aunque cada vez menos hoy en día, si lo que hacen puede realmente considerarse aún como filosofía. En su carta a Marcus Hertz, Kant dice que no se puede aceptar una empresa crítica sino a condición de que ofrezca una compensación dogmática apropiada3. Si se propone limi­ tar seriamente las pretensiones del conocimiento puro del entendimiento y las de la filosofía en particular, sólo podrá hacerlo a condición de ofrecerle en contrapartida un domi­

Emmanuel Kant, Laform a y los principios d el mundo sensible y del inte­ ligible - Carta a Marcus Hertz, trad. de Jaime Vélez Sáenz y Guillermo Hoyos V, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Biblioteca Filosófi­ ca, 1980, p. 87.

nio bien circunscrito donde pueda operar con total seguri­ dad y obtener resultados que no estén sujetos a discusión. No es mi propósito discutir aquí si Wittgenstein ofrece o no realmente, como está convencido de hacerlo, el tipo de com­ pensación que podría exigírsele por las destrucciones que provoca (la renuncia exigida por la filosofía no es, en su concepto, del intelecto, sino únicamente del sentimiento). Solamente quisiera decir, puesto que el género de la Lección inaugural implica, al parecer, hacer algunas referencias a la historia personal del nuevo titular, que han sido precisa­ mente autores como Wittgenstein, y algunos otros de la misma familia, quienes más han contribuido a restituirme la confianza en las posibilidades de la filosofía en una época en la cual éstas parecían encontrarse seriamente comprome­ tidas y en la que era corriente decir que estaban agotadas. Fue Lichtenberg quien dijo: “Hay personas que pueden creer todo lo que quieren; son criaturas felices”4. La nues­ tra se presenta a menudo como una época que ya no cree en nada, ni siquiera en los hechos, pues creer cosas de esta índole es, para muchos, una ingenuidad positivista. No obstante, me veo obligado a decir que, personalmente, no la considero en manera alguna menos creyente o me­ nos crédula que las precedentes, y que esto me parece particularmente cierto de aquellos representantes suyos que se precian de estar mejor armados contra la creencia en general y contra las creencias obligatorias en particu­ lar, a saber: los filósofos. Considero que uno de los mayo­ res problemas que enfrenta la filosofía contemporánea es el que se siga esperando de ella, en primer lugar, que con­ tribuya a satisfacer la nostalgia de creencias, una de las características más notables de la época actual: que fun­ cione como proveedora de creencias autorizadas que sean, en lo posible, un poco más racionales, pero no necesaria­ mente mucho más, que las de la religión; mientras que, al mismo tiempo, las razones que tiene para rehusarse a ce­ der a esta exhortación se han hecho lo suficientemente fuertes como para no dejarle ninguna alternativa.

Georg Christoph Lichtenberg, Aphorísmen, Insel Verlag, 1976, p. 155.

Uno de los filósofos más eminentes que me han prece­ dido en este lugar, Merleau-Ponty, expresó perfectamente el malentendido que existe sobre este punto y que, se po­ dría agregar, no cesa de agravarse, entre lo que la filosofía puede ofrecer y lo que el público le pide, cuando dijo: “No puede esperarse de un filósofo que vaya más allá de lo que él mismo ve, ni que formule preceptos de los que no está seguro. La impaciencia de las almas no es aquí un argu­ mento. No se sirve a las almas con la aproximación y la impostura” 5. Infortunadamente, sin embargo, es precisamente de esta manera como las almas piden con la mayor espontanei­ dad y más frecuentemente que se las sirva. Si, como dice Wittgenstein, la principal dificultad en filosofía es no decir más de lo que se sabe (y, por supuesto, afortiori, no decir más de lo que se cree), nos vemos obligados a constatar que la posición de los filósofos en el mundo contemporá­ neo se hará cada vez más incómoda, pues lo que la época espera y exige de ellos casi como una deuda es, por el con­ trario, que digan más de lo que saben, y más de lo que se sienten autorizados a decir, al menos cuando dan pruebas de un mínimo de seriedad y de profesionalismo. Musil, de quien gustosamente diría, como Canetti, que representa “mi parte de sabiduría”, utilizó, para describir este malestar, la forma inversa del adagio latino “ Quod Ucet Joui non licet bovi”. “La época en que los sabios dudan de poder llegar a una visión del mundo —escribe— ha hecho de las visiones del mundo una posesión popular. Quod licet bovi non licetJom^. Es una manera de decir que puede ha­ ber situaciones en las cuales las obligaciones que se le im­ ponen tradicional e institucionalmente a la filosofía y los imperativos de la sabiduría filosófica resultan ser casi antinómicos. Nuestra época exige, como todas las demás, visiones del mundo; pero las utiliza y las desecha con la misma precipitación, ligereza, inconstancia e incoherencia

Maurice Merleau-Ponty, Éloge de laphüosophie. Lección inaugural en el Collége deFrance, 5 de enero de 1953, París, Gallimard, 1953, p. 53. Robert Musil, Gesammelte Werke in neuen Bánden, Reinbeck bei Hamburg, Rowohlt Verlag, 1978, Band 7, p. 7.

que caracterizan actualmente a todos los asuntos humanos y, al mismo tiempo, se sorprende de no obtener en este punto el tipo de cooperación que se cree con derecho a exigir a la filosofía y que ésta, precisamente, sólo puede rehusarle. Aunque se refiera a una época ya lejana (la de los años que precedieron inmediatamente a la primera guerra mun­ dial), creo que el diagnóstico más pertinente que se haya formulado sobre la situación paradójica de la filosofía en el mundo de hoy es el de Musil: “[...] Hoy se ofrece dema­ siada filosofía, pero en recipientes pequeños; incluso hay comercios que la sirven a granel; en cambio, tratándose de grandes tomos filosóficos, se manifiesta una declarada desconfianza. A esta filosofía se la considera absurda” 1. Hablando de la manera en que el dinero y los propios ne­ gocios conducen casi inevitablemente a la filosofía, Musil constata también que “sólo los criminales se atreven hoy día a hacer daño a los demás hombres sin filosofar”8. Si regresara entre nosotros, no hay duda que se sorprendería de haberse quedado tan corto respecto a la verdad. En estos momentos no queda ya, por decirlo así, nadie que ejerza cualquier actividad, sobre todo si se trata de una actividad un tanto dudosa o inmoral, que no sea capaz de justificarla apelando a lo que se ha dado en llamar una “filosofía”, y que no se considere obligado a hacer que el mayor número posible de sus contemporáneos se benefi­ cie de ella, o a infligírsela, si el sistema editorial y mediático se lo permiten. Es probable que la demanda filosófica ja­ más haya sido tan fuerte, pero es cada vez menos a los productores especializados de filosofía “de peso” a quienes se pide satisfacerla. Sus trabajos se consideran, con razón, excesivamente serios y profesionales o, como dicen los dia­ rios (para quienes esto significa más o menos la misma cosa), demasiado “académicos”. Los verdaderos herederos de Sócrates, según se dice, no son quienes enseñan filoso­ fía en la universidad, sino quienes la hacen por televisión o en los bares.

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Robert Musil, E l hombre sin atributos, trad. de José M. Sáenz, Barcelona, Seix Barral, 1969, Tomo I, p. 308. Ibid., p. 235.

Cierto es que la novedad del fenómeno es más relativa de lo que se cree. Hume, en un famoso pasaje de la introduc­ ción al Tratado déla naturaleza humana, cuya sorprendente actualidad ha sido subrayada por Musil, observaba: En medio de todo este bullicio, no es la razón la que se lleva el premio, sino la elocuencia: no hay hombre que desespere de ga­ nar prosélitos para las más extravagantes hipótesis con tal de que se dé la maña suficiente para presentarla con colores favora­ bles. No son los guerreros, los que manejan la pica y la espada, quienes se alzan con la victoria, sino los trompetas, los tambores y los músicos del ejército9.

Musil habla a este respecto de una especie de filosofía de “colores favorables”, o de “iluminación ventajosa” que se practica esencialmente en los periódicos y revistas y que, por razones que lamentablemente no son del todo in­ comprensibles, tiende a sustituir a la filosofía de los espe­ cialistas, escrita para especialistas. Sobra decir que, por su parte, los diarios son perfectamente capaces de deplorar periódicamente este desarrollo, el cual, sin embargo, propi­ cian al mismo tiempo de todas las formas posibles, y tienden sistemáticamente a culpar a los especialistas, quienes, se­ gún ellos, contrariamente a lo que creen que ha sido la actitud de los grandes filósofos del pasado, incumplen hoy de manera grave con sus obligaciones para con el público. El poder de los medios, del que habitualmente nos queja­ mos, no ha hecho, en suma, nada distinto a poner de ma­ nifiesto y a acentuar de manera espectacular la tendencia general de nuestro tiempo a reemplazar la realidad por la representación, la importancia real por la visibilidad y, como dice Musil, la “cantidad del efecto” por el “efecto de la can­ tidad”. Sería preciso haber sido singularmente ingenuo para imaginar que la filosofía podría escapar a esta ley: hoy en día su prestigio y su desprestigio, sus decadencias y reno­ vaciones se aprecian esencialmente, como todas las cosas de esta índole, en términos de número de ejemplares ven­ didos y de presencia mediática. Basta con que haya dos o

David Hume, “Introducción", en Tratado de la naturaleza humana, trad. y prólogo de Félix Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977, 2 vols, p. XVIII.

tres ensayos filosóficos, o presuntamente tales, juzgados por los medios como dignos de sus esfuerzos de promo­ ción y que consigan convertirse en best seüers, para que renazca la filosofía; y basta con que no encuentren más obras de esta clase durante cierto tiempo, o que su aten­ ción se vea acaparada por otras cosas, para que se mar­ chite. En todo ello, por supuesto, la salud y la vitalidad reales de la filosofía y de la producción filosófica, las que sólo pueden juzgarse con criterios completamente distin­ tos, no son tenidas en cuenta. Como habría dicho Musil, en filosofía lo mismo que en otros ámbitos “se busca lo nuevo pero sólo se encuentra lo último”10, así como, en lugar de revolución, no encontra­ mos más que a “los autores revolucionarios de profesión” a quienes los diarios y los medios han decidido integrar por el momento a su repertorio de celebridades. En un capítulo de Elhombre sin atributostitulado “Arnheim, amigo de periodistas”, Musil trata de imaginar lo que sucedería si Platón viviera hoy entre nosotros, si se presentara súbi­ tamente en la seda de redacción de un gran periódico y consiguiera probar que él sí es el gran pensador muerto hace más de dos mil años. Se convertiría, sin duda, en una sensación, y durante algún tiempo obtendría excelen­ tes contratos. Pero, en cuanto la actualidad de su regreso hubiera pasado, si el señor Platón insistiera en tratar de poner en práctica alguna de sus famosas ideas, no tarda­ rían en proponerle que se limitara a escribir un lindo folle­ to para la página recreativa del periódico, de ser posible en un estilo ligero y brillante, o en todo caso (por considera­ ción con sus lectores) ciertamente menos farragoso que el que le conocemos. Y probablemente se añadiría que, por desgracia, es imposible aceptar una colaboración como la suya más de una vez al mes, dada la obligación de satisfa­ cer las exigencias legítimas de un elevado número de es­ critores de talento. Dicho de otro modo, el redactor en jefe y el redactor de la página recreativa

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Robert Musil, “La decadencia del teatro”, en Ensayos y conferencias, tra­ ducción de José L. Arántegui, Madrid, Visor, 1992, p. 154.

|...| quedarían tan anchos, con la sensación de haber hecho un gran favor a un hombre que es, en efecto, el decano de todos los publicistas europeos, pero algo pasado y, en cuanto a valor de actualidad, insignificante al lado de un hombre como Paul Arnheim11.

Hoy en día, por supuesto, se le pediría además al gran pensador cuidar mejor su imagen y sus presentaciones televisivas y, sin duda, se llegaría rápidamente a conside­ rar sus reticencias y su torpeza como expresión de una actitud elitista y desdeñosa frente al gran público. Como a nuestra época, que se lamenta regularmente del hecho de que actualmente no haya filósofos tan grandes como los de otros tiempos, ciertamente no le han faltado en ningún momento celebridades filosóficas cuyos nombres podrían sustituir, en la frase de Musil, al de su gran escritor-filóso­ fo, e incluso los ha producido y continúa, a pesar de lo que se diga, produciéndolos en abundancia, podría preguntár­ sele de qué se queja exactamente. No es exagerado pensar que si tuviera los grandes filósofos que reclama, se vería obligada a hacerles comprender rápidamente que también dispone de muchos otros que los su-peran claramente en importancia y, en todo caso, en actualidad. Musil de segu­ ro está en lo cierto cuando habla de una “desesperada ne­ cesidad de idealismo” que hace que “uno se pase su tiem­ po buscando los hombres para sus epítetos”, en este caso, epítetos que en épocas anteriores se aplicaron a escritores y pensadores realmente grandes. Por una parte, el siste­ ma mediático actual descubre a cada instante una gran cantidad de ellos y, probablemente, muchos más de los que harían falta para que nuestra época pueda sentirse satisfecha. Por otro lado, un resto de lucidez, o de remor­ dimiento de consciencia, lleva sin duda a nuestros con­ temporáneos a sospechar de vez en cuando que las cosas no están del todo bien, y que el cambio que se le ha intro­ ducido a la palabra “grandeza” por parte de la industria y la “periodistización” (la palabra es del propio Musil) de las producciones intelectuales quizás no constituya realmen­

Robert Musil, E l hombre sin atributos, trad. de José M. Sáenz, Barcelo­ na, Seix Barral, 1969, Tomo II, p. 40.

te el tipo de progreso que parece ser. “Es muy difícil, cons­ tata Musil, medir con exactitud el valor de un hombre o de una idea”12. Evidetemente es mucho más fácil medir su éxito una vez que éste es un hecho, y con mayor razón si es un hecho cuantificable. Pero si, como es de temer, nues­ tra época sueña con pensadores que tengan a la vez el genio filosófico de Platón y el talento, la retórica, el des­ parpajo, el manejo mediático y el público de uno de nues­ tros “nuevos filósofos”, va a ser muy difícil ayudarla: lo único que podemos decirle es que en realidad no sabe qué es lo que quiere. Merleau-Ponty dijo alguna vez, en una célebre y muy citada fórmula, “no se puede negar que la filosofía cojea”13. Y, precisamente, uno de los aspectos bajo los cuales pue­ de parecer cada vez más coja, en especial cuando se la practica en el espíritu de la filosofía analítica, consiste en su manera de proponerle a quienes piden respuestas a preguntas profundas que, a primera vista, tienen una im­ portancia crucial para la comprensión del mundo y de la vida, consideraciones y análisis, a menudo bastante técni­ cos, sobre temas que aparentemente no guardan ninguna relación o, en el mejor de los casos, sólo una relación le­ jana e indirecta, con las cosas importantes de las que pre­ suntamente debiera ocuparse. Las protestas y lamentos que se escuchan regularmente a este respecto, y a las que gustosamente hacen eco los medios, son, ciertamente, comprensibles; pero eso no significa que las considere jus­ tificadas en manera alguna, aunque admita incluso que, probablemente, no haya ninguna manera satisfactoria de resolver el problema que plantean, y con el cual, hoy más que nunca, la filosofía debe resignarse a aprender a vivir. A quienes reprochaban a los filósofos tradicionales el ha­ cer de la filosofía algo abstruso, árido, abstracto y repulsi­ vo, Peirce responde: “algunas ramas de la ciencia no gozan de buena salud si no son abstrusas, áridas y abstractas”14. Aun cuando no compartamos su convicción de que la filo-

12 13 14

Ibid., p. 31. Maurice Merleau-Ponty, op. c it, p. 92. CP. vol. 5, § 537.

Mofla se puede y se debe practicar de manera científica, es difícil discutir el hecho de que, al menos ciertas ramas de lu filosofía, que son quizás, justamente, las más funda­ mentales, no gozan de buena salud si no son abstrusas, áridas y abstractas. Es éste un punto sobre el cual, en mi opinión, un filósofo no tendría por qué excusarse ante su público más de lo que deberían hacerlo un matemático o un físico ante los suyos15.

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Desde luego, no es ésta la manera de considerar generalmente las cosas. Si no se comprende lo que dicen un matemático o un físico, generalmen­ te se admitirá que esto se debe a que no se dispone de la formación y los conocimientos técnicos requeridos. Pero si no se comprende lo que dice un filósofo, eso sólo puede ocurrir porque él no ha hecho lo que tenemos derecho a esperar que haga. Para una ilustración típica de esta reacción, véase el sorprendente comentario aparecido en La Recherche sobre esta Lección inaugural bajo el titulo “Divulgar la filosofia”. Su autor confiesa con candor que lo que escuchó le es casi tan inaccesible como lo seria la mecánica cuántica para un campesino; pero no considera ni por un ins­ tante, como sí lo haría seguramente un campesino (pero aparentemente no un científico, sobre todo si es, como se dice, “cultivado*), que quizás ello se deba a que la filosofia también exige competencias especiales. A diferencia de la mayor parte de los filósofos, que vacilarían en suscribir tal pretensión, La Recherche se considera capaz de divulgar la filosofia (aunque se creyera que se ocupaba, ante todo, de divulgar la ciencia, lo cual ya plantea problemas difíciles). Nos vemos entonces obligados a preguntarnos si habría que admitir que lo que los colaboradores de esta revista no están en capacidad de comprender (lo cual parece ser lo minimo que se requiere para pretender divulgar) es simple y llanamente la filosofia. En todo caso, me alegra haber obtenido una confirmación tan inmediata y explícita de lo que había tratado de decir.

Como lo dije antes, cuando me pregunto sobre las razones que hayan podido motivar su decisión de acogerme en este templo del saber y de la libre investigación, me agradaría pensar que sin duda han querido honrar en mí a un repre­ sentante de la filosofía de la época, en un sentido que no es el de lo que comúnmente se llama la actualidad, sino en el sentido de que habla Schlick. Agradezco el honor que me hacen, y que a través de mí hacen a la disciplina que repre­ sento, en primer lugar a Pierre Bourdieu, por la decisión con la que suscribió, en su momento, la causa de la filoso­ fía, y consideró que era indispensable que, después de un período de casi cinco años de ausencia, regresara al CoUége de France. Quienes piensan que la filosofía, de un lado, y la sociología y las ciencias humanas en generad, del otro, sólo pueden tener el tipo de relaciones conflictivas característi­ co de la lucha por la preeminencia y la hegemonía, verán en ello, sin duda, una paradoja, o bien el indicio de una complicidad un poco sospechosa y que no augura nada bueno para la verdadera filosofía. No obstante, siempre he considerado como totalmente extraña la idea habitual se­ gún la cual el saber científico y técnico, en todas sus for­ mas, y la investigación filosófica, sólo pueden prosperar, en cierta forma, en detrimento mutuo. Éste es, por lo de­ más, uno de los puntos sobre los que estoy en desacuerdo con Wittgenstein, quien pensaba que nuestra época, que es la época de la ciencia, no puede ser al mismo tiempo la época de la filosofía, o en todo caso la de la “gran” filosofía. No creo en absoluto que la especificidad y autonomía de la

filosofía se vean amenazadas en mciñera alguna por los pro­ gresos del conocimiento científico y por la necesidad a la que está sometida de tener en cuenta, en cada época, el estado real del saber científico y, de manera más general, extrafilosófico, sobre los problemas de que se ocupa. Leibniz actúa como un verdadero filósofo cuando escribe: En una palabra, tengo en gran estima toda clase de descubri­ mientos, en cualquier materia que sea, y veo que de ordinario es por ignorancia de las consecuencias y relaciones entre las cosas que se menosprecian los trabajos de otros, [lo cual] es la marca más segura de la mezquindad de espíritu'.

Es lamentable que los discursos apologéticos que ha­ cen parte de lo que podría llamarse la defensa de la filosofía “pura” o “auténtica” no expresen, en muchos casos, más que egocentrismo y narcisismo filosóficos, falta de interés por la realidad concreta considerada en sus aspectos más empíricos —aquellos que, por el contrario, siempre fueron del más alto interés para Leibniz, el gran metafisico, e in­ cluso llegaron a apasionarlo—, ausencia de curiosidad teóri­ ca y, para terminar, pura y simple mezquindad de espíritu. Leibniz, a quien nadie acusaría de rebajar la filosofía o minimizar su importancia, dice en el Discurso de metafiszca que las discusiones referentes a las “grandes” cuestio­ nes filosóficas, tienen un estatuto comparable al de las formas sustanciales de la escolástica. Las necesitamos para llegar a la comprensión última y acabada de la realidad, pero no debemos, so pena de verbalismo puro y llano, in­ vocarlas para explicar fenómenos y efectos particulares. Del mismo modo, un geómetra no tiene necesidad de preo­ cuparse por el famoso laberinto de la composición del con­ tinuo, así como ningún filósofo moral, y aún menos un ju­ risconsulto o político, debe inquietarse por el problema de conciliar el libre albedrío con la Providencia divina, puesto que el geómetra puede concluir todas sus demostraciones y el político sus deliberaciones sin entrar en esas discusio­ nes, las cuales, nos dice Leibniz, “no dejan de ser impor­ tantes en la filosofía y en la teología”2. G.W. Leibniz, Opusculesetfragm ente inédits, publiés par Louis Couturat, Hildesheim, Georg Olms, 1966, p. 226. G.W. Leibniz, Discurso de m etafisico, X, trad. de Vicente Quintero, Bue­ nos Aires, Editorial Losada, 1946. p. 105.

I íloho de otro modo, las cuestiones y discusiones que non importantes para la filosofia no tienen necesariamenIr