La Cultura Como Concepto Semiotico

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La

c u lt u r a

como concepto semiótico

Algunas

reflexiones metodológicas

útiles al pensamiento sociológico

La

c u lt u r a

como concepto semiótico

Algunas

reflexiones metodológicas

útiles al pensamiento sociológico

Luis Humberto Méndez y Berrueta

Primera edición: noviembre 2014 ISBN: 978-607-9426-00-2 ©

Ediciones y Gráficos Eón, S.A. de C.V. Av. México-Coyoacán núm. 421 Col. Xoco, Deleg. Benito Juárez México, D.F., C.P. 03330 Tels.: 5604-1204, 5688-9112

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico

Índice

Presentación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Los objetivos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Algunas cuestiones de método . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 La cultura como ciencia de la interpretación. . . . . . . . . . . 17 Interpretación y discurso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20 Cultura, sociedad e ideología. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 i. La cultura como concepto semiótico . . . . . . . . . . . . 31 Breve historia del concepto cultura. . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Definición y objetivo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 La interpretación densa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42 Ethos y cosmovisión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 ii. Los contenidos semióticos del concepto de cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . 55 Palabra, voz, lengua, lenguaje, enunciación y discurso. . 55 Del signo al símbolo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60 La metáfora. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64 La naturaleza del símbolo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68 El origen mítico del símbolo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74

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Horacio Cerutti Guldberg

iii. Cultura e imaginario social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 Lo instituyente y lo instituido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 Institución, símbolo e imaginario. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 La institución alienada y las significaciones sociales imaginarias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 La tensión instituyente-instituido en la modernidad capitalista. . . . . . . . . . . . . . . . . 105 iV. Cultura e identidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 Identidad, cultura e interacción social. . . . . . . . . . . . . . . 117 Fortaleza y debilidad de la identidad: lo propio en oposición a lo alterno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121 Identidad y territorio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124 Otras visiones acerca de la identidad. . . . . . . . . . . . . . 126 v. Lo sagrado y la cultura. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 Lo sagrado y lo profano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 Lo sagrado como absoluto social. . . . . . . . . . . . . . . . . . 138 Lo sagrado en la cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 vi. Cultura y tiempo largo de la historia . . . . . . . . . . 145 Referencias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153

Presentación

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P r e s e n ta c i ó n

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ste libro tiene dos destinatarios específicos: uno, los alumnos que en el Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, tendrán que cursar –irremediablemente– la materia de Sociedad y Cultura en México en el siglo xx; otro, todos aquellos que a lo largo de más de un lustro la han cursado en alguno de los grupos en que me tocó impartirla. En lo general, queda abierto para todo aquel preocupado por la cultura como concepto y como expresión concreta de realidades sociales específicas. En lo particular, pretende convencer al imaginado lector de este libro sobre su utilidad en la construcción de dispositivos metodológicos que redunden en favor de la investigación sociológica y, en consecuencia, en el enriquecimiento de la reflexión sobre la sociología de la cultura. Es un trabajo teórico que pretende dotar a los alumnos de sociología de un conjunto de procedimientos, claramente delimitados, para analizar fenómenos culturales precisos desde una particular línea de investigación. Es un esfuerzo intelectual engendrado desde la práctica docente. Su originalidad radica, más que en la creación de nuevos conceptos que afinen la interpretación, en la aventurada

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articulación de algunos de ellos –aquí considerados relevantes– para una mejor comprensión del resbaladizo concepto que nos ocupa: la cultura. Agradezco en primerísimo lugar a mis alumnos. De la permanente discusión realizada con ellos sobre los contenidos que estructuran este trabajo, así como de su dificultosa aplicación a realidades concretas del mundo de la cultura en México, surgió la idea de escribir y publicar este texto. Agradezco igualmente al Licenciado en Lingüística y Maestro en Estudios sobre Medio Oriente, Luis Fernando Méndez Franco, sus valiosos comentarios sobre uno de los pilares básicos que sostienen las particularidades reflexivas de este trabajo: la lengua y el lenguaje; en particular la teoría del signo lingüístico y no lingüístico, el enunciado, el discurso, la metáfora y el símbolo. Sus observaciones críticas, sus puntillosas aclaraciones, sus indicaciones bibliográficas y su esfuerzo de revisión estilística, fueron primordiales para cumplir con esta empresa. Agradezco con igual entusiasmo a mi universidad, en particular a su Departamento de Sociología y a la División de Ciencias Sociales y Humanidades en que se inserta, instituciones que han creado el favorable entorno que me permitió, me ha permitido –y espero me seguirá permitiendo– la realización de este y otros muchos esfuerzos académicos. Por último, una vez más, agradezco a mi amigo el Maestro en Economía Rubén Leyva, Director de Editorial Eón, por atreverse a coeditar uno más de los ya varios trabajos publicados por esta casa editorial. Luis Humberto Méndez y Berrueta

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Los objetivos

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l título de este trabajo indica su pretensión: explicar por qué resulta importante entender el término cultura como un concepto semiótico. Aceptar esta consideración nos obliga, primero, a considerar el símbolo como el elemento central alrededor del cual se reflexiona sobre lo social, en este caso particular, sobre la cultura; segundo, a adherirnos al supuesto que admite la determinación de la lengua, y en general del lenguaje, en el esfuerzo por comprenderla; y tercero, a aceptar lo cultural como una estructura institucionalmente organizada, socialmente construida, históricamente determinada, semióticamente articulada,1 inestable por principio y, por tanto, siempre sujeta al cambio, aún y 1 Entendemos por articulación semiótica el conjunto de signos (lingüísticos o no) que en un infinito entrelazamiento de elementos propios del lenguaje (de cualquier tipo de lenguaje) elaboran discursos desde donde se formulan las ideas y se promueven las acciones que instituyen, desde el campo de lo simbólico, ese inmenso y contradictorio universo que llamamos sociedad.

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cuando el discurso ideológico-cultural que lo amalgama predique su permanencia. En aras de la claridad, hacemos explícito lo siguiente: para nosotros la noción de estructura es una abstracción, una construcción teórica, una herramienta mental (por tanto intangible) creada por el hombre para poner orden sobre el desorden (aparente o no) del mundo que lo rodea. No tiene una representación física, no ocupa un espacio ni tiene una masa: es una representación simbólica, sólo existe en la mente del hombre y encuentra su origen en el campo de lo simbólico-lingüístico. A través de este instrumento (lo simbólico-lingüístico), se relaciona con el mundo que lo rodea y confecciona sus particulares formas de convivencia, urdiendo enormes redes de significación a las que comúnmente llamamos mundo simbólico. Por este medio, los hombres interpretan la realidad externa, edifican sus creencias acerca del mundo, construyen sus particulares formas de vida y deciden cómo comportarse en ella. Consideraremos entonces que el gran pilar que sostiene cualquier tipo de estructura es el símbolo.2 Es evidente, sabemos, lo heterogéneo del enfoque simbólico para el análisis sobre lo social, pero igual nos percatamos de que a pesar de sus diferencias (en ocasiones grandes), existe un acuerdo, implícito y/o explícito, entre diversos pensadores para atribuirle al lenguaje el origen a esta influyente forma cognoscitiva. Consideraremos entonces que, si hablamos de símbolo, estaremos, inevitablemente, hablando de lenguaje; y que si hablamos de lenguaje, nos ubicaremos mucho más allá del universo lingüístico que comprende a cientos de lenguas habladas y/o escritas que defiEn el Capítulo 2 explicaremos con mayor detalle cómo se forma un símbolo y cuál es su naturaleza. 2

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nen a cientos de culturas; nos situaremos en el amplio mundo de la comunicación humana, allí donde los hombres interactúan empleando un sinnúmero de lenguajes, verbales y no verbales, escritos o no escritos, a través de los cuales intercambian sus formas de ser y estar en el mundo. Compartimos entonces el particular parecer que dentro de la ciencia social considera que …no hay estructura más que de lo que es lenguaje, aunque se trate de un lenguaje esotérico o incluso no verbal. No hay estructura del inconsciente más que en la medida que el inconsciente habla y es lenguaje. No hay estructura de los cuerpos más que en la medida en que los cuerpos… de algún modo hablan con un lenguaje que hace síntoma, que es el lenguaje de los síntomas. Las cosas mismas en general no tienen estructura sino en la medida en que sostienen un discurso silencioso que es el lenguaje de los signos.3

Pero el objetivo del título que significa estas notas no se detiene sólo en tratar de explicar por qué resulta sugerente entender el término cultura como un concepto semiótico; a esta intención general le acompaña otro propósito (formalmente señalado en el subtítulo de este trabajo): realizar un conjunto de reflexiones teóricas-metodológicas alrededor del concepto semiótico de cultura, útiles para el pensamiento sociológico. A este esfuerzo intelectual lo atraviesa una importante consideración que le da sentido: el análisis de las instituciones que simbólicamente articulan una particular estrucCita tomada de un artículo de Giles Deleuze, en F. Chatelet (éd.) Histoire de la Philosophie, t. VIII: le XXeme siècle, París, Hachete, 1972, pp. 299-335. 3

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tura cultural pierde fuerza interpretativa si no se ubica en los terrenos de la interacción social. Se parte entonces de que ninguna estructura puede explicarse en sí misma; no son construcciones pétreas, inamovibles, a-históricas y mucho menos originadas desde presupuestos metafísicos. A pesar de la aparente estabilidad que muestra cualquier tipo de cosmovisión o ethos (estabilidad que se muestra en su obligada inclinación a la permanencia que, advertimos a lo largo de la historia, parece eternizar sus instituciones), vistos desde la interacción social resultan ser flexibles, se encuentran en constante movimiento. Un análisis de la cultura resulta seriamente limitado si los elementos que la integran –estructuralmente organizados– no se observan desde los contradictorios espacios donde los hombres se comunican diariamente; desde los momentos de vida cotidiana en que ponen a prueba la validez simbólica de las instituciones que, de manera abstracta, les organizan la vida en común. Sin importar la definición teórica con la que sociólogos y antropólogos han intentado definir los comportamientos habituales de los individuos dentro de cualquier colectivo social,4 todas refieren a la interacción social, esto es, a las formas de comunicación que establecen en un territorio específico y un tiempo determinado, al conjunto de relaciones que instauran dentro y fuera del trabajo, con la familia, con grupos sociales o religiosos, con la autoridad; relaciones estables o inestables, simétricas o asimétricas; relaciones establecidas interna o externamente por sus habitus particulares Podemos mencionar entre algunas de las reflexiones más significativas en torno a este problema, los conceptos de representaciones colectivas (Durkheim), intersubjetividad (Schultz, Mead), territorialidad (Raffestin), habitus (Bordieu), rutinización (Guiddens), o la muy trabajada noción de vida cotidiana (Heller). 4

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–diría Bourdieu– y/o por su contradictoria relación con otros territorios más amplios (nacionales o meta-nacionales) que imponen conductas y formas de comportamiento. Es este conjunto de elementos el que da forma y substancia al término que aquí entenderemos como interacción social, y resultará vacuo, insistimos, cualquier análisis de la cultura que no tome en cuenta, como punto de partida, este concepto.5 Algunas cuestiones de método Es desde esta perspectiva que pensamos útil el análisis de la cultura para cualquier trabajo de corte sociológico, siempre y cuando no se pondere el frío dato empírico como la única fuente posible de valor científico; siempre y cuando se considere como posible la utilidad de un conocimiento que no se limita a formular leyes generales sino a interpretar hechos. Vale esta aclaración porque a lo largo del texto nos proponemos mostrar un conjunto de herramientas metodológicas que seguramente causarán molestia a cualquier investigador que tienda a priorizar para el análisis sociológico las orientaciones de corte positivista. Por supuesto, no se trata aquí de invalidarlas, sólo queremos cuestionar el carácter absoluto que con frecuencia se atribuyen como creadoras únicas de conocimiento científico. Queremos mostrar que un hecho social es más que una realidad objetiva desvinculada de toda subjetividad (aquí consideraremos que lo subjetivo integra también al hecho

Esta definición que hacemos sobre el concepto de interacción social se sustenta en el concepto de territorialidad utilizado por Raffestin en Por une géografie du pouvoir, París, litec, 1980. 5

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social y exige por tanto ser considerado en su análisis); queremos cuestionar también el juicio que postula que el conocimiento positivo debe ser considerado como definitorio, que la imaginación se subordina a la observación y que el conocimiento, para ser considerado científico, busca hechos que se repitan para formular leyes generales. A lo largo de los siguientes capítulos trataremos de dejar claro que hablar científicamente de la experiencia social no puede reducirse a lo meramente objetivo, es decir, a lo neutral, lo que se apoya en lo externo, lo que se considera que es sin necesidad de interpretarlo; rechazaremos cualquier posición teórica que considere a los conceptos que construyen nuestro pensamiento abstracto como si fueran cosas; que los considere de manera distante sin ningún tipo de implicación personal; es decir, ajenos a cualquier desliz subjetivo. Este empirismo lógico que procede de la experiencia y que se funda en la observación de los hechos desde la percepción sensorial, se asemeja a lo que dentro de la ciencia de la semiótica se considera como un signo en función denotativa cuyo significante responde unívocamente a su significado. Para nosotros, sin negar la condición anterior, resulta frecuente advertir que dicho signo se comporta también, con reiterada insistencia, connotativamente; mantiene, sí, la univocidad de su significante, pero desliza su significado y, al hacerlo, adquiere un carácter polisémico. En el primer caso estamos ante la condición de objetividad que según la ciencia positiva debe tener todo conocimiento científico; en el segundo caso, advertimos la intromisión de la subjetividad en este conocimiento; se complejiza el acercamiento al conocimiento científico cuando se introduce una variable no deseada y frecuentemente no aceptada por metodologías de corte positivista: la presencia del símbolo que, dada su

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estructura polisémica, obliga a incluir la acción de interpretar en el proceso de construcción del conocimiento. La cultura como ciencia de la interpretación En este marco, cuando aquí hablemos de cultura como un concepto semiótico, estaremos inmiscuyéndonos en la inacabada discusión sobre el rechazo o la inclusión de lo subjetivo en la creación del conocimiento científico dentro de la ciencia social. Tomando partido por la inclusión, consideraremos como punto de inicio para el análisis de la cultura la aseveración que el antropólogo norteamericano Clifford Geertz hace a partir de un juicio de Max Weber: El concepto de cultura que propugno…es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación, interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie.6

Lo simbólico se convierte entonces en el eje alrededor del cual se reflexiona sobre la cultura, y es a partir de esta reflexión (que necesariamente parte, como ya mencionamos, de la interacción social) que pretendemos aportar las herramientas metodológicas que consideramos importantes para estudios de orden sociológico. En palabras de Geertz: Cliford Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1973, p. 20. 6

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“…tratar de mantener el análisis de las formas simbólicas lo más estrechamente ligado a los hechos sociales concretos, al mundo público de la vida común”;7 o siguiendo a Weber: “…los hechos no están sencillamente presentes y ocurren, sino que tienen una significación y ocurren a causa de esa significación”.8 Dado que estas reflexiones sobre la cultura van dirigidas a los estudiantes de licenciatura en sociología de la uam-a que cursan la materia de Sociedad y Cultura en México en el siglo xx, y dado también que la obra de C. Geertz que tomamos como base de análisis es pobre en cuanto a la explicación sobre el carácter semiótico de la cultura con el que la califica, nos vemos obligados, por un lado, a reflexionar (aunque no con la profundidad deseada) sobre el término semiótico con el cual califica al concepto de cultura; esto es, problematizaremos el conjunto de elementos que le dan vida a lo que se conoce como la teoría del signo; precisar expresiones como palabra, voz, lengua y lenguaje; entender cómo se estructura un signo, en qué condiciones deviene en símbolo y cómo adquiere vida en el mundo de la comunicación cotidiana a través de la metáfora, cuestiones todas que, comúnmente, dan por sentadas lo mismo antropólogos que sociólogos; y por el otro, intentaremos asociar el análisis de la cultura (como aquí estamos entendiendo el término) con un conjunto de conceptos propios de la ciencia social (aparentemente disociados de este espacio del conocimiento llamado cultura) que nosotros pensamos lo enriquecen. Nos referimos en concreto a la semiótica que nos explica cómo se construye un símbolo, al imaginario social y

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Idem, p. 39. Citado por Geertz en idem, p. 122.

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sus expresiones instituyentes e instituidas; a los procesos de identidad que se afianzan en los llamados lugares antropológicos o a los que se fragmentan en eso que algunos llaman los no lugares; a los fenómenos sociales que representan lo sagrado (los absolutos sociales que dan orden y sentido a los colectivos humanos), y a la dificultosa ubicación de la cultura dentro de los intrincados tiempos de la historia. Por todo lo antes dicho, para nada resultaría extraño que se nos etiquetara como relativistas; relativismo que, de ser cierto, se adopta no por capricho y mucho menos por moda, sino por considerar que esta necesaria pluralización del conocimiento resulta de un particular tiempo histórico que rompió con la noción de totalidad; un universo social que se resignifica incesantemente y que, para entenderlo, no alcanzan las certidumbres teóricas que se establecen como inamovibles, ni las cuantificaciones tranquilizadoras que ofrece el dato duro; hace falta, pensamos aquí, la sensibilidad que permite advertir que ese algo que descuidadamente llamamos verdad es temporal, condicionado, mudable. Nos alineamos con aquellos que propugnan por un conocimiento plural que integre los saberes especializados; un conocimiento que se construya, reconstruya o se deshaga, si así se considera necesario, con la misma rapidez con que la sociedad cambia en este nuestro nuevo tiempo global. Creemos, con Maffesoli, que nuestro relativismo pretende proteger la creación del conocimiento del “terrorismo de la coherencia”;9 y recordamos con Weber que “Toda obra científica acabada no tiene otro sentido que el de generar nuevas preguntas; así pues, su propósito es el de ser superada

9 Michel Maffesoli, El conocimiento ordinario. Compendio de sociología, Sociología, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 23.

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y envejecer. Quien desea servir a la ciencia debe resignarse a este sino”.10 En suma, consideramos que la aportación de estas notas escritas para jóvenes estudiantes de sociología radica en comprender la enorme utilidad que tiene el uso de la interpretación en la construcción del conocimiento científico; o dicho de otra forma, en atender la carga de subjetividad que todo dato objetivo contiene. Interpretación y discurso Vale el comentario porque no podemos dejar de advertir el hecho de que el ordenado conjunto de razonamientos que se exponen a lo largo de este texto se inserta en un particular discurso científico que encuentra su sustento en la interpretación. Discurso interpretativo que se inserta a su vez en otro discurso más amplio y contradictorio que, comúnmente, reconocemos como ciencia social. Como todo discurso socialmente construido, la ciencia social expresa relaciones de poder donde, hasta la fecha, la centralidad la ocupa el discurso positivista (sobre todo en el ámbito de la sociología y de la economía). Por supuesto, repetimos, no se pretende aquí establecer una lucha sin cuartel en contra del discurso dominante dentro del ámbito de la ciencia social; se aspira, simplemente, a aligerar el carácter absoluto que el imaginario social instituido le atribuye a este particular discurso. El discurso científico que aquí nos importa (la interpretación) no pretende, como ya se dijo, construir leyes generales a partir de la repetición de datos duros, busca significaciones 10

Max Weber, citado por idem, p. 22.

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con las herramientas metodológicas propias de una ciencia interpretativa. No ambicionamos –insistimos– ponderarlo como el único discurso que soluciona los múltiples problemas que enfrenta cualquier empresa intelectual que intenta construir conocimiento científico desde la ciencia social; estamos conscientes de que es sólo una vertiente entre otras muchas más que, de diferentes formas, lo enriquecen; es un particular discurso inserto dentro del ámbito del conocimiento social, que lucha por hacer valer sus juicios en la titánica tarea de generar conocimiento científico. Por lo antes dicho, vale dejar aclarado lo siguiente: cuando hablamos de discurso vamos más allá de su sentido lingüístico (conjunto de enunciados emitidos en un contexto histórico-social, individual-colectivo, el aquí y el ahora de la enunciación); nos referimos más bien a su sentido filosófico: enunciados lingüísticos, sí, pero que por razones diversas de índole social y cultural (salpicadas siempre de intencionalidad política), en un espacio y en un tiempo preciso, se estructuran como sistemas de pensamiento, discusiones, reflexiones, tradiciones, razonamientos, etc., que constituyen una particular estirpe de conocimientos organizados, (no necesariamente homogéneos) para interpretar la realidad simbólicamente construida por los colectivos humanos. Es a este tipo de discurso al que aquí hacemos referencia, irremediablemente inserto en un ámbito de saber-poder sólo entendible desde el lenguaje, inagotable fuente de construcción de redes simbólicas. El discurso, así significado, resulta ser, pensamos, el instrumento vital de que se ha valido el hombre social para imponer respuestas específicas a las primigenias preguntas que se construyen acerca del cómo, cuándo, dónde y para qué estamos en este mundo; y desde las múltiples respuestas que se han dado a estas interrogantes es que surgen

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los diversos sistemas de creencias y normatividades que le han permitido, por miles de años, vivir colectivamente. No dudamos entonces en considerar el discurso como la más colosal herramienta con que cuenta el hombre social para construir esas gigantescas estructuras que a algunos nos da por llamar cosmovisión y ethos. Hablar de discurso es hablar de cultura, mejor dicho, de su sustento; y si como ya antes expresamos todo discurso se encuentra inmerso en particulares relaciones de poder, tenderá, inevitablemente, a imponerse sobre el orden social que el mismo crea; así, en este proceso de imposición, los discursos que detentan la centralidad (en este caso en el ámbito del conocimiento) construyen un conjunto de procedimientos de exclusión a través de los cuales aspiran a mantener socialmente vigente el conjunto de comportamientos, creencias, códigos, estatutos, normas que tienden a legitimarlo. En suma, con lo antes dicho queremos dejar establecido lo siguiente: dentro de ese gran ámbito social al que Foucault llama la voluntad de saber, el concepto semiótico de cultura que nos preocupa encuentra sus raíces en un discurso, que aquí llamamos discurso interpretativo, en el cual se inscribe la heterogénea corriente simbólica a la que nos adherimos; discurso que, en sus concreciones, enfrenta los diversos postulados de otro discurso (comúnmente llamado positivismo) que, hasta hoy, ocupa la centralidad en el ámbito del conocimiento. Así establecido el problema que nos preocupa, partimos de que todas las formulaciones teóricas que aquí se asocian al término de cultura (semiótica, imaginario social, identidad, absoluto social, historia) se distinguen por pertenecer a un discurso (el de la interpretación) que, en lo esencial, se opone al discurso positivista.

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Cultura, sociedad e ideología Por último, en aras de la claridad conceptual, valdría dejar asentado, aunque sea de manera un tanto cuanto esquemático, cómo vamos a entender tres conceptos básicos que se imbrican, a tal punto, que no es extraño que se vean como sinónimos, o bien que se les valore jerárquicamente. Nos referimos a tres voces que deben ser reconocidas en su diversidad sin dejar de reconocer su evidente unidad: cultura, sociedad e ideología. En la discusión que establece con las posiciones elaboradas desde la teoría funcionalista (es especial con Malinowsky), C. Geertz plantea que: …una de las principales razones de la incapacidad de la teoría funcional para tratar el cambio consiste en no haber tratado los procesos sociológicos y los procesos culturales en iguales términos; casi inevitablemente uno de los dos es o bien ignorado, o bien sacrificado para convertirse en un simple reflejo, en una imagen “especular” del otro. O bien la cultura es considerada como un derivado completo de las formas de organización social (el enfoque característico de los estructuralistas británicos, así como de muchos sociólogos norteamericanos) o bien las formas de organización social son consideradas como encarnaciones conductistas de esquemas culturales (el enfoque de Malinowsky y de muchos antropólogos norteamericanos). En cualquiera de los dos casos el término menor tiende a ahogarse como factor dinámico y nos quedamos con un concepto de cultura que lo abarca todo (“ese todo complejo”) o con un concepto completamente comprensivo de estructura social (“la estructura social no es un aspecto de la cultura sino que es toda la cultura de un pueblo dado manejada en un marco especial de teoría”). En semejante situación, los elementos

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dinámicos del cambio social, que surgen de la circunstancia de que los esquemas culturales no sean completamente congruentes con las formas de organización social, son casi imposibles de formular.11

Para Geertz, el problema radica en no distinguir analíticamente los aspectos culturales y los aspectos sociales de la vida de los hombres; no se les concibe como variables independientes que se ocupan de un todo que les obliga a corresponderse. Desde esta perspectiva, vamos a entender en este trabajo, y para los fines aquí determinados, que tanto sociedad como cultura son conceptos, creaciones del pensamiento abstracto, representaciones simbólicas, herramientas analíticas construidas desde el cerebro humano, para explicar una misma realidad desde diferentes perspectivas. El divorcio o la sumisión conceptual en que, con frecuencia, las mantiene el investigador o el teórico, impide contemplar los múltiples modos de interrelación a los que se obligan por el hecho de tener como referencia una misma totalidad: lo social. ¿Cómo distinguir entonces el concepto cultura del concepto sociedad?, considerándolos, de principio, como diferentes abstracciones de realidades comunes. Una, la cultura, como sistema ordenado de significaciones y de símbolos donde se da la integración social (ethos-cosmovisión); otra, lo social, como la estructura de la interacción social misma, los movimientos sociales de lo cotidiano donde establece su contradicción el imaginario social (instituyente-instituido). En un plano (cultura) está el marco de las creencias, de los símbolos expresivos y de los valores en virtud de los cuales

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C. Geertz, op. cit., p. 132.

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los individuos definen su mundo, expresan sus sentimientos e ideas y emiten sus juicios; en el otro plano (sistema social) está el proceso en marcha de la conducta interactiva, cuya forma persistente es lo que llamamos estructura social. Cultura es la urdimbre de significaciones atendiendo a las cuales los seres humanos interpretan su experiencia y orientan su acción; estructura social es la forma que toma esa acción, la red existente de relaciones humanas. De manera que cultura y estructura social no son sino diferentes abstracciones de los mismos fenómenos. La una considera a la acción social con referencia a la acción que tiene para quienes son sus ejecutores; la otra la considera con respecto a la contribución que hace al funcionamiento de algún sistema social.12

Y si es relativamente común que estructura social y cultura no definan con precisión sus campos de acción; para el caso del concepto de ideología su indeterminación resulta aún más grande. Un buen número de profesionales de la ciencia social, en especial dentro del pensamiento sociológico, ve a la ideología como el permanente saboteador del discurso científico. Viejas ideas de sociólogos famosos continúan enraizadas en el pensamiento sociológico actual. Persiste el juicio de considerar a la ideología como un pensamiento sospechoso, dudoso, algo que deberíamos superar y expulsar de nuestra mente. La ideología presenta, se afirma, …la desdichada condición de estar psicológicamente deformada (‘torcida’, ‘contaminada’, ‘falsificada’, ‘anublada’, ‘desfigurada’) por la presión de emociones personales como el odio, el deseo, la ansiedad o el miedo. La sociología del

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Idem, p. 133.

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conocimiento trata del elemento social en la búsqueda y percepción de la verdad… Pero el estudio de la ideología –una empresa enteramente diferente– se refiere a las causas del error intelectual.13

Y ni qué decir de la posición de un icono de la sociología norteamericana, Talcott Parsons, cuando afirma “que las desviaciones de la objetividad científica se manifiestan como los criterios esenciales de una ideología… El problema de la ideología surge cuando hay una discrepancia entre lo que se cree y lo que puede establecerse científicamente como correcto”.14 Esta idea tan difundida de falsedad, mentira, engaño o ignorancia que se atribuye a lo ideológico no es compartida en el marco conceptual que aquí se construye. Siguiendo el pensamiento de Geertz, en este trabajo las estructuras ideológicas serán entendidas, al igual que en la cultura, “como sistemas de símbolos en interacción, como estructuras entretejidas de significaciones”.15 ¿Cuál sería entonces la diferencia? En términos empíricos, ninguna. En los dos casos se trata de saber cómo los símbolos simbolizan al interior de un mismo objeto:16 lo social. En términos analíticos, si tendríamos que distinguir para desideologizar la ideologizada visión que aún permanece sobre la ideología, ésta, a diferencia de la cultura, se nos muestra no en los espacios del ethos Wemer Satark, discípulo de Mannheim, citado por Clifford Geertz, op. cit., p. 173. 14 Citado en Clifford Geertz, idem, p. 175. 15 Idem, p. 182. 16 Los contenidos de una unidad llamada símbolo se muestran en un proceso que podría llamarse simbolización, es decir, una particular manera de significar los contenidos del símbolo. 13

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y la cosmovisión, no en el estable plano del imaginario social instituido, sino directamente en la interacción social. Esto es, el elemento instituyente del imaginario social, propio de cualquier representación simbólica, lo observaremos, empíricamente, en las estructuras ideológicas. Vamos a considerar entonces a la ideología como el elemento activo en esa complicada totalidad que llamamos sociedad; y a la cultura como el elemento pasivo. Podríamos decir, aunque pequemos de esquemáticos, que en un orden institucional con fuerte legitimación simbólica el papel de la ideología será secundario (la importancia del análisis descansará en el terreno de la cultura, en las particularidades éticas y cosmovisionales que expresa un orden institucional políticamente estable); pero cuando en el mundo de lo cotidiano –de la interacción social– se cuestionen los valores culturales establecidos, nos toparemos, sin duda, con el universo de las formulaciones ideológicas. Bien podríamos afirmar, sin abandonar nuestro esquematismo, que las ideologías se fortalecen como fuentes de significación cuando las instituciones culturales pierden fuerza simbólica. Nos falta aclarar lo siguiente: no nos pelearemos aquí con el supuesto marxista según el cual las ideas no pueden explicarse a partir de sí mismas. Aceptamos (y de una u otra manera así lo sugerimos) que los sistemas de símbolos en interacción, las estructuras entretejidas de significaciones a partir de las cuales se construyen sistemas culturales o ideológicos, no pueden entenderse fuera de la estructura social que los engendra. Sin embargo, esta aceptación no nos obliga a coincidir con el otro supuesto marxista que se deriva del anterior: la falsa conciencia que se le atribuye, tanto a las estructuras ideológicas como a los procesos que la crean. En este trabajo se considerará que es erróneo aseverar que todas las ideas que urde una sociedad acerca

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de sí misma configuren una conciencia falsa. El hecho de que toda conciencia social sea reflejo de condiciones materiales no obliga, necesariamente, a considerar que detrás de toda construcción ideológica exista una conciencia falsa; razonar científicamente sobre la sociedad no exige ignorar las elaboraciones ideológicas que los hombres construyen en su interacción. Decir, como lo hizo Engels, “que se pone fin a toda ideología cuando el hombre toma conciencia de que sus condiciones de vida materiales determinan el curso de los procesos de pensamiento que se desarrollan en su cabeza”, significaría hacer de lado el centro de nuestra argumentación: el tipo de procesos de pensamiento que los hombres desarrollan en su cabeza, que, según Engels, son determinados por las condiciones materiales de vida de los sujetos, son, desde la perspectiva aquí planteada, la expresión del juego de imaginarios –instituyentes e instituidos– que construyen y hacen permanecer una totalidad institucional desde donde podemos leer tanto lo ideológico como lo cultural. Esto es, cuando hablamos de condiciones de vida materiales, estamos imaginando un espacio social más amplio que, aunque las incluye, va más allá de las relaciones de producción. Resumiendo, cultura e ideología nos remiten a un mismo objeto de estudio (lo social) visto con diferentes miradas: desde la interacción social que legitima simbólicamente las instituciones o desde la interacción social que las subvierte. Desde una perspectiva analítica, en el primer caso estaremos frente a un escenario social donde se impone el imaginario social instituido; en el segundo caso, el mismo escenario priorizaría la presencia del imaginario social instituyente. Para lo que aquí nos interesa –el análisis de la cultura– resulta de enorme importancia determinar todo lo ideológico que contiene lo cultural y, en contrapartida, todo lo cultural que contiene lo ideológico; sólo así –pensamos–, deposi-

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tando la atención en el permanente juego de lo cotidiano, deteniendo nuestra preocupación interpretativa en lo que aquí llamamos interacción social, es posible acceder a interpretaciones más finas que muestren, en contra de lo que con frecuencia se sugiere, la flexibilidad del mundo institucional, lo dúctil que resultan ser las estructuras que integran el mundo de la cultura en cualquier tipo de conglomerado social. Por último, vale dejar asentado que el conjunto de elementos teórico-metodológicos presentados en esta introducción constituyen un particular discurso que ordena, de manera poco ortodoxa, el armazón teórico-metodológico que sostiene la reflexión que aquí se hace sobre la cultura. Sin ningún pudor intelectual, y aceptando ser calificados (o etiquetados) como relativistas, miraremos el problema de la cultura no sólo desde la inconfundible vertiente teórica de lo simbólico que permite considerarla como un concepto semiótico, también, y de manera más aventurada, trataremos de relacionarla con un conjunto de conceptos que, dentro de la ciencia social, raramente se empatan; herramientas teóricas que, por lo general, se manejan con autonomía, disimulando o negando su inevitable interrelación. Ya antes lo dijimos y vale repetirlo: con este trabajo intentaremos enriquecer los contenidos del concepto de cultura, no sólo introduciendo en su definición los elementos semióticos que aquí la califican, sino interrelacionándolo además con otros conceptos que, creemos, lo consolidan. Nos referimos en especial a las relaciones que encontramos existen entre la singular concepción de cultura que aquí manejamos, con conceptos como imaginario social, identidad, absoluto social (o sagrado) e historia. El objetivo, ya lo insinuamos también, es aportar elementos que nos ayuden a construir una mirada sociológica de la cultura. Queremos dejar establecido que en el inmenso

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universo de la ciencia social, los conceptos no son propiedad de ninguna disciplina en particular; por tanto, para el caso que aquí nos importa, trataremos de dejar claro que la cultura (como concepto y como realidad empírica) no le pertenece en exclusividad a las disciplinas antropológicas, debiera estar al servicio de cualquier tipo de reflexión sobre lo social.

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i. La

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c u lt u r a

como concepto semiótico

Breve historia del concepto cultura

T

odo aquel preocupado por las incógnitas que plantea esa profunda abstracción del pensamiento humano –cargada de significados– que comúnmente llamamos sociedad, se ha topado, sin duda, en algún momento de su quehacer teórico o de investigación, con el espinoso problema de definir conceptualmente la palabra cultura; y el intento resulta a tal punto escabroso que, de atenerse uno a los principios elementales de eso que tradicionalmente conocemos como ciencia, una superficial observación sobre la historia del concepto de cultura transgrede sin remedio las reglas elementales que le permitirían ser considerado como tal: el carácter polisémico que ha adoptado el término rompe con el deseo de univocidad que, teóricamente al menos, todo concepto debe poseer. Sabemos que la palabra cultura en su sentido actual pertenece al inmenso caudal de representaciones simbólicas que ayudaron a construir el complejo imaginario social instituido al que hoy denominamos capitalismo, o sociedad capitalista,

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o formación social capitalista, o modo de producción capitalista, o simplemente modernidad. En ese privilegiado momento instituyente que hoy reconocemos como ilustración, una voz latina, tradicionalmente empleada para referir la acción de cultivar la tierra –cultura–, es retomada, metafóricamente, para significar los fenómenos de la nueva realidad social en construcción. El signo cultura deslizó su significado. Ya no representaba en ausencia solamente la acción de cultivar la tierra, ahora habría de adquirir nuevos sentidos: cultivar el espíritu, cultivar las ideas. Alegóricamente, la palabra cultura representó al nuevo tiempo. Cultivando el espíritu, cultivando las ideas, se potenciaba el carácter instituyente de la época: la transformación radical de las instituciones. El problema surge al momento en que la metáfora quiso ser concepto. En el siglo xix, a la naciente ciencia de la antropología que hizo de la cultura su principal preocupación, le resultaba insuficiente la metáfora como método explicativo; las nuevas realidades sociales creadas por el naciente capitalismo –léase colonialismo– le exigían conceptualizar el término. Algo se había avanzado, sin embargo, en términos de univocidad. La palabra cultura, desde la antropología, dejó de ser una construcción metafórica para incursionar en los terrenos de la teoría social. Intentó encauzar el análisis de la sociedad desde una amplia perspectiva que contempló las formas de ser, de pensar, de sentir, de imaginar, de actuar, de organizarse para sobrevivir, que empleaban los hombres en su largo transcurrir por la historia. Desde entonces, el nuevo concepto tratará de dar cuenta de las costumbres, de los sistemas de creencias, de las prácticas y comportamientos, códigos normas y reglas, que definen a los grupos humanos, socialmente organizados, en un espacio y en un tiempo históricamente determinado. La categoría cultura comprendió

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dos grandes conceptos que pretendían dar cuenta de las realidades que estudiaba: ethos y cosmovisión. A pesar de su innegable avance en términos conceptuales, esta nueva condición del vocablo cultura resultaba demasiado abarcadora, por tanto, imprecisa, planteándose de inmediato una serie de cuestionamientos y dudas que, todavía al día de hoy, se encuentran sujetos a debate. ¿Hablamos de la cultura o de las culturas? ¿Debemos considerar a la cultura como sinónimo de lo social o sólo como parte de? ¿Es evolutiva, funcional, estructural, estructural-funcional o estructural-simbólica? ¿Es estática y predeterminada o es flexible y en movimiento constante? ¿Se circunscribe al ámbito de lo ideológico, lo ideológico se subsume al campo de la cultura, o lo cultural y lo ideológico son momentos diferentes dentro del análisis de lo social? ¿Qué relaciones mutuas establecen la cultura y lo sagrado –laico o religioso–? De éstas y muchas interrogantes más es que comienzan a surgir diversas, y frecuentemente contradictorias, interpretaciones acerca del cómo entender la cultura y, en consecuencia, diferentes metodologías para abordar su impreciso objeto de estudio. Así, por ejemplo, influenciada por las teorías darwinistas y el positivismo spenceriano de la época, la antropología adopta en su origen el evolucionismo como su principal herramienta metodológica. Sus principales representantes (Bachofen, Morgan, Taylor1) trataban de describir, de diseccionar en detalles, las diversas culturas para acceder a Lewis Henry Morgan, La sociedad primitiva, publicado en 1877; Edward B. Tylor, Antropología: una introducción al estudio del hombre y la civilización, publicado en 1881; Johann Jacob Bachofeen, El matriarcado. Una investigación sobre la ginecocracia en el mundo antiguo según su naturaleza religiosa y jurídica, publicado en 1861. 1

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su conocimiento, y una vez reconocida había que clasificarla en una ambigua escala –construida bajo términos ideológicos– que iba de menos a más civilizada. Era evidente que una concepción de la cultura basada en la evolución lineal, y sobre todo en la idea de considerar “salvajismo” a las primeras culturas, ofrecería resistencia desde muchos otros preocupados por este problema. Una respuesta importante a esta primera línea de análisis vino de un grupo identificado como culturalistas, representado en lo esencial por la obra del alemán Franz Boas.2 Se planteaba, en lo esencial, que era incorrecto hablar, en abstracto, de cultura, que era necesario admitir la existencia no de una, sino de varias, de múltiples culturas, y que, por tanto, había que aceptar que cada una de ellas era un todo comprensible en sus propios términos; un todo comprensible que daba un particular sentido a la vida de los individuos socialmente organizados en un espacio particular y en un tiempo históricamente determinado. Y no suficiente con estos dos grandes enfoques metodológicos que no alcanzaban aún a precisar el concepto de cultura, ya entrado el siglo xx, producto de los grandes trabajos etnográficos de cientos de antropólogos, irrumpen en el campo de la discusión teórica las posiciones estructuralistas. Relevante sin duda fue, y sigue siendo, el estructuralismo funcional representado en lo fundamental por la obra de Malinowsky,3 entre otros. Desde este punto de vista, se parte de un supuesto básico: todos los elementos que estructuran una sociedad (para ellos la cultura es sólo uno de ellos) Es significativo su texto Antropología y vida moderna, publicado en 1928. 3 Bronislao, Malinowsky, Una teoría científica de la cultura, publicado en 1944. 2

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existen porque son necesarios; en este sentido, todo aquello que integra eso que se llama cultura (artefactos, bienes, procesos técnicos, ideas, hábitos, valores heredados, etc.) está fuertemente estructurado y es guiado por la necesidad. Los elementos de la cultura, afirmarán, tienen una función que les da sentido y hace posible su existencia; y más aún, plantearán que esta función no es dada únicamente por lo social, sino por la historia del grupo y su entorno geográfico. Vale destacar que uno de los discípulos de Malinowsky, Radcliffe Brown,4 subrayará un elemento esencial que ayudará en el proceso de precisión del concepto: el conjunto de elementos cosmovisionales y éticos que integran eso que llamamos cultura tiene una función prioritaria: mantener el orden social. Pero además del estructuralismo funcionalista, acomete también el enfoque simbólico, complicando aún más la posibilidad teórica de hacer unívoco el concepto que nos ocupa. Ya para este momento era prácticamente imposible hablar de cultura en general, al menos en términos antropológicos; había que precisar la corriente teórica desde la que se partía, para validar una definición que, seguramente, sería criticada por posiciones de pensamiento antagónicas. En este marco se ubica la presencia de un reconocido antropólogo, Claude Lévi-Strauss,5 que va a imponer su interpretación estructuralista más allá de la llamada ciencia de Radcliffe Brown, Estructura y función en la sociedad primitiva, publicado en 1952. 5 Es copiosa y ampliamente difundida y discutida la obra de este autor. Para lo que aquí nos interesa vale citar lo siguiente, Claude LéviStrauss, Antropología estructural 1, publicado en 1958, y Antropología estructural 2, publicado en 1973; además, uno de sus más polémicos libros, El pensamiento salvaje, publicado en 1962. 4

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la cultura, para contagiar con su pensamiento al conjunto de la ciencia social. Vale aclarar que este estructuralismo surge en el siglo xix desde la lingüística, en especial del famoso pensador francés, Ferdinand de Saussure, que afirmaba que la lengua es un sistema de signos, afirmación base para desarrollar una teoría del lenguaje que, hasta la fecha, mantiene validez en las discusiones sobre el tema. En el campo de la antropología, Lévi-Strauss hace suyo este principio y afirma que la cultura es, en lo esencial, un sistema de signos producidos por la actividad simbólica de la mente humana. En este sentido, y esto es lo novedoso, la cultura es un mensaje que puede ser decodificado, tanto en sus contenidos como en sus reglas. La riqueza de sus planteamientos marcaron un parteaguas en el desarrollo de la ciencia de la antropología, en especial en su referencia específica a la cultura; aunque también le valieron sonadas críticas que, lo mismo, ayudaron a avanzar en la consolidación del concepto desde la nueva perspectiva. En una apretada síntesis, Lévi-Strauss plantea que el enorme cúmulo de símbolos que forman la cultura son producto de la capacidad que poseen todas las mentes humanas para clasificar las cosas del mundo en grupos; partiendo de este principio, se propondrá demostrar que no existen diferencias sustantivas entre los mal llamados pueblos “primitivos” y los “civilizados”, sus culturas están hechas de la misma materia: el símbolo. Bajo esta comprensión, afirmará que no existe superioridad alguna entre una sociedad donde predomina el método científico y otra donde predomina la magia; ninguna es más rigurosa o metódica que la otra, son, simplemente, de índole distinta; son construcciones simbólicas diferentes empleadas para interpretar al mundo, las dos apoyadas en discursos lógicos, por tanto, coherentes. Este pensador estableció un principio metodológico que, a la fecha, sigue

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influyendo en el pensamiento social: la estructura se impone a la historia. A partir de este momento (sin que se desvanezcan del todo las viejas posturas metodológicas que, de muy diversas formas, se irán readecuando a los nuevos postulados teóricos e históricos), la reflexión antropológica sobre la cultura se abordará desde el eje simbólico, debatiéndose desde entonces alrededor de las problemáticas creadas en la discusión establecida entre estructura e historia. Vale recordar que este enfoque simbólico que se le da a la antropología estructural no era nuevo; además de su influencia desde la lingüística estructural de F. de Saussure,6 no podemos olvidar las aportaciones que desde la sociología hicieron Durkheim y H. Weber,7 y poco después, en la primera parte del siglo xx, las que hicieron un conjunto de pensadores que, desde la psicología social y la sociología, conformaron una corriente de pensamiento conocida como interaccionismo simbólico.8 F. de Saussure, Curso de lingüística general, publicado en 1916. Durkheim, el emblemático sociólogo positivista, empleó también los recursos de un estructuralismo simbólico en ciernes con el empleo de su concepto de significaciones sociales, importante en su libro sobre Las formas elementales de la vida religiosa, publicado en 1912; lo mismo Weber en su obra maestra Economía y sociedad, publicada hasta 1968, escribe una frase que será retomada mucho tiempo después por uno de los grandes representantes de la antropología simbólica, C. Geertz: “Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que el mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”. C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1973. 8 Nos referimos en especial a G. Mead, en su texto Espíritu, persona y sociedad, Paidós, Buenos Aires, 1968; a A. Schutz, La construcción 6 7

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Hasta aquí esta comprimida recapitulación sobre los rumbos que ha seguido la discusión sobre el concepto de cultura. Llevarla a cabo tuvo un solo sentido: mostrar, aunque sea de manera un tanto cuanto esquemática, la falta de precisión que muestra dentro de la historia del pensamiento antropológico. Es con base en esta premisa que se justifica en este trabajo, por un lado, la particular manera como se abordará el concepto en cuestión; y por el otro, los muy particulares puntos de vista que aquí se expresarán en cuanto a la utilidad metodológica del concepto cultura en la reflexión sociológica. Ante la imposibilidad de empleo de un concepto unívoco, nos vimos obligados a determinar un punto de vista mucho más específico que nos permitiera delimitar, en aras de la claridad, la reflexión sobre temas que, tradicionalmente, se han prestado a la ambigüedad analítica. Este esfuerzo metodológico por marcarle teóricamente un punto de partida único al examen sobre la cultura, generará, sin duda –es importante señalarlo–, críticas y desacuerdos de muy diversa intensidad e índole sobre lo que aquí se planteé. Por la abundante diversidad de puntos de vista que existen sobre el tema de la cultura, obviamente divergentes, es fácil entender que todo lo que aquí se exprese generará discusión y desacuerdos que, esperamos, redunden en beneficio de una comprensión más acabada sobre los problemas que aquí se exponen. En este sentido, bienvenidas sean todas las críticas.

significante del mundo social. Introducción a la sociología comprensiva, Paidós, Barcelona, 1993; y a Herbert Blumer, El interaccionismo simbólico, perspectiva y método, Hora DL, Barcelona, 1982.

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Definición y objetivo En lo general, nuestro análisis se inserta, teóricamente, en la llamada antropología estructural y, en lo particular, en la antropología interpretativa. Partimos de una definición concreta elaborada por el antropólogo norteamericano Cliffor Geertz, que estableció como determinante el carácter semiótico del concepto cultura.9 Será desde esta definición, que se discutirá a lo largo del texto sobre un conjunto amplio de conceptos relacionados con la cultura que consideramos importantes, y sobre todo útiles, para un sociólogo. De manera general, el concepto de cultura comprende las muy diversas formas en que los colectivos humanos trasmiten y aprenden un conjunto de conocimientos que les permiten mantener un orden social. Nos referimos a todas las formas de ser, de pensar, de imaginar, de actuar, de organizarse para sobrevivir, que un conjunto de individuos mantiene en un espacio y en un tiempo determinado, expresado en un mundo de costumbres, prácticas, códigos, normas, reglas, sistemas de creencias, que posibilitan no sólo la sobrevivencia, sino, de manera especial, las seguridades ontológicas que justifican la existencia de los individuos pertenecientes a tal o cual cultura. De manera particular, entenderemos en este texto como cultura lo siguiente: un complejo sistema de representaciones simbólicas a través del cual un colectivo social específico, en un tiempo y en un espacio determinado, trasmite y aprende el conjunto de conocimientos que requiere para darle orden y sentido a su existencia. Con esta definición adoptamos

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C. Geertz, op. cit., p. 20.

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una posición metodológica precisa; nos situamos, como ya antes se mencionó, dentro una corriente amplia conocida como antropología estructural que apoya su discurso en lo simbólico; y, de manera más específica, adoptamos el punto de vista C. Geertz, que considera a la cultura como un concepto semiótico. Vamos a entender entonces que las muy diversas formas de trasmisión y aprendizaje del conocimiento que realizan los colectivos humanos para sobrevivir, y que aquí entendemos como cultura, no son sino el resultado de un conjunto sistémico de representaciones simbólicas que cumplen con la función de dar orden y sentido a la existencia de un colectivo social. A la letra, dice Geertz: El concepto de cultura que propugno… es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que el mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación, interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie.10

Para nuestro caso, establecemos aquí, siguiendo a Geertz, que el análisis de la cultura consistirá en desentrañar las estructuras de significación11 que le dan coherencia ética (ethos) y ontológica (cosmovisión) a un colectivo social específico; se trata entonces de descifrar la inmensa red de

10 11

Idem. Idem, p. 24.

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representaciones simbólicas, los sistemas de interacción de signos interpretables, que integran esa amplia y compleja totalidad a la que llamamos cultura. En razón de lo antes dicho, dejemos asentado lo siguiente: si desde la perspectiva aquí planteada entendemos el análisis cultural como un ejercicio orientado a desentrañar las estructuras de significación donde interactúan sistemas de signos interpretables, aceptemos que, tanto en las estructuras de significación como en el conjunto de signos interpretables que las integran, existe un mínimo grado de coherencia, coherencia que, subrayamos, no puede ser entendida como resultado de un orden formalmente determinado, y mucho menos como construcción pre-existente de un esquema metafísicamente establecido. Dice Geertz, como ejemplo al respecto, que desde esta perspectiva analítica que busca interpretar fenómenos sociales hurgando en los campos de significación, es coherente tanto la “alucinación de un paranoide (como) el cuento de un estafador”.12 La cultura entonces no va a ser vista en este trabajo como expresión de esquemas petrificados de significación. Las estructuras de significación, nos dice Geertz, no deben su existencia a principios de orden social establecidos, abstractamente, por grandes principios cosmovisionales determinados a priori. Esa ciencia de la cultura no existe, afirma; es imaginar una realidad social que nunca podrá encontrarse; no existe un mapeado de la significación.13 Si esto es así, el análisis cultural desde este enfoque no va a tomar significaciones pre-existentes, se tendrá que conjeturarlas; será, desde este enfoque, intrínsecamente incompleto:

12 13

Idem, p. 30. Idem, p. 32.

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mientras más profundo, indica Geertz, menos completo. “Sus afirmaciones más convincentes, explica, descansan sobre las bases más trémulas. Se vive siempre bajo la sospecha de no encarar adecuadamente el problema”. Para él, abrazar un concepto semiótico de cultura con un enfoque interpretativo, siempre será esencialmente discutible. ¿Y existe alternativa? Propone: “…tratar de mantener el análisis de las formas simbólicas lo más estrechamente ligado a los hechos sociales concretos, al mundo público de la vida común…”. Pero siempre existe, nos aclara, el riesgo de que el análisis cultural pierda contacto con las realidades concretas que contienen a los hombres; por ello, insiste, antes que nada debe priorizarse el análisis de esas realidades concretas: “la vocación esencial de la antropología interpretativa, afirma, no es dar respuesta a nuestras preguntas más profundas, sino tener acceso a las respuestas de otros”.14 Es en este punto, pensamos, que nuestra reflexión sobre la cultura se conecta con la sociología. Si partimos del hecho de que cualquier tipo de análisis cultural debe partir desde la interacción social, todo lo que a continuación se analice contendrá, indiscutiblemente, elementos útiles para el análisis sociológico. La interpretación densa Aceptar que el análisis cultural debe ser efectuado desde una perspectiva semiótica significa que nuestro esfuerzo teórico o de investigación se centrará en desentrañar estructuras de significación de colectivos sociales específicos; aceptaremos entonces –ya lo dijimos– que esta particular mirada 14

Idem, p. 39.

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al mundo de la cultura no puede ser considerada como una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones. Detrás de esta aseveración teórica existe mucha historia, y, por supuesto, no es nuestra intención elaborar un estado de la cuestión al respecto; sin embargo, es importante, aunque sólo sea de manera superficial, dejar establecido cómo entenderemos aquí lo interpretativo en la ciencia de la cultura. Podríamos iniciar aseverando que, en lo general, lo interpretativo en la ciencia social lo constituye un método particular para acceder al conocimiento que, comúnmente, se asocia a una corriente de pensamiento llamada hermenéutica que data del siglo xix.15 En su esencia, hermenéutica es el arte de comprender, es la práctica o técnica de la interpretación de un texto;16 vista desde una perspectiva sociológica, Su origen, recordemos, viene de hermético, que debe su nombre a Hermes, el mensajero de los dioses e intérprete de las órdenes divinas en la mitología griega; este personaje mítico que interpreta, comunica y funge como mediador entre los dioses, fue propicio, primero, para impulsar una gran corriente de pensamiento (siglo 1 a.c. hasta el renacimiento) que hermanaba los elementos religiosos egipcios, parte de la filosofía griega y varias corrientes gnósticas en un gran Corpus Hermético; después, ya en el Renacimiento, este gran Corpus Hermético desaparece al mezclarse, a lo largo de la Edad Media, con otras tendencias de interpretación como los Oráculos Caldeos, la cábala y varias tendencias espirituales y esotéricas, agrupadas desde entonces bajo una denominación: hermetismo. Ver José Antonio Antón, “Hermética”, en Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 1998, pp. 294-296. 16 La cuestión de la hermenéutica surge por primera vez como concepto en el trabajo del filósofo alemán Friedrich Schleiermacher, en su esfuerzo por comprender e interpretar correctamente las Sagradas Escrituras. A partir de aquí, el concepto será desarrollado por filósofos 15

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podríamos entenderla como la herramienta que nos permite acceder al mundo de sentido que, subjetivamente, expresa, objetivamente, la cultura. Hablaríamos, por ejemplo, del totemismo, el carisma, el famoso fetichismo de la mercancía; el Don, los Estados-nación, las estructuras familiares, las instituciones religiosas, las organizaciones militares, todo aquello en fin que representa una objetivación o una materialización de la cultura subjetivada a través de la significación.17 En suma, de la bibliografía antes citada podemos resumir lo siguiente: el método básico de toda ciencia de la naturaleza es la observación de datos y de hechos; su significación le corresponde a la interpretación (hermenéutica). Con esta consideración no resulta aventurado decir que, desde su particular intensión, C. Geertz se inscribe en esta corriente; baste recordar tan sólo que en su definición de antropología afirma, siguiendo a Weber, que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que el mismo ha tejido; considera entonces que la cultura es esa urdimbre y que, por tanto, no la entenderá como una ciencia experimental en busca de leyes, sino como una ciencia interpretativa en busca de significados.18 Sin embargo –importa resaltarlo– no rechaza ni el dato ni los hechos, cuestión que observamos cuando

alemanes del siglo xix y del xx, en especial W. Dilthey, Husserl, Heidegger y Gadamer; ver Emerich Coreth, “Historia de la hermenéutica”, en idem, pp. 296-312. En la segunda mitad de siglo xx destacan por su gran influencia en esta disciplina, Paul Ricoeur y su Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, Siglo XXI, México, 1995, y M. Foucault con su teoría del discurso, El orden del discurso, Tusquets, México, 2009, y Arqueología del saber, Siglo XXI, México, 2010. 17 Ver Josetxo Beriain, “Hermenéutica sociológica”, en Diccionario de Hermeneútica, op. cit., p. 278. 18 Cfr., p. 34.

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insiste que si bien el análisis de la cultura consiste en descifrar estructuras de significación, este esclarecimiento sólo puede tener validez si se realiza desde la interacción social.19 En concreto, su propuesta metodológica va a llamarla interpretación densa, y la considerará como método para orientar el trabajo de investigación antropológico comúnmente llamado etnografía. La etnografía, nos advierte, es más, mucho más, que un conjunto de técnicas orientadas a la observación de los comportamientos humanos; va más allá de la tan socorrida observación directa o de la militante observación participante que tanto pregona el antropólogo cuando realiza trabajo de campo; es en realidad, nos dice, un particular tipo de esfuerzo intelectual que se apoya más en la fuerza de la interpretación que en la paciencia de la observación; es a este esfuerzo intelectual al que le dio por llamar descripción densa. Su objetivo: “…descubrir e interpretar las jerarquías estratificadas de estructuras significativas a través de las cuales se explican los comportamientos culturales”. Desde esta perspectiva, vamos a entender en este trabajo que, tanto la investigación antropológica como el análisis de la cultura expresan, más que una actividad de observación, una tarea de interpretación que busca, como ya mencionamos, desentrañar estructuras de significación, ubicarlas en su contexto e interpretarlas en su permanente y cambiante interrelación.20 No se trata pues de describir, sino de describir densamente para poder interpretar.

Cfr. p. 36. Si las estructuras de significación se encuentran en una permanente y cambiante interrelación, es fácil suponer que el esfuerzo intelectual se centrará en la interpretación y no en la experimentación que busca leyes que aprehendan fenómenos repetibles. 19

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En este sentido, la descripción etnográfica, densamente realizada, será interpretativa. Lo que se escribe, por ejemplo, en un diario de campo, no es producto de una observación, sino de una interpretación; y será del análisis de un sinnúmero de interpretaciones que surja la interpretación densa. En suma: interpretaciones de interpretaciones nos hacen avanzar en el conocimiento. Y así visto el problema, entenderemos entonces por qué Geertz es enfático cuando señala que la ciencia de la cultura no anuncia teorías; en el mejor de los casos, dice, las insinúa a través de la interpretación densa. Resumiendo, cuando afirmamos con Geertz que la cultura no es una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa, estamos reconociendo, primero, su enfoque semiótico (el análisis de las estructuras de significación para elaborar el análisis del discurso social); después, que la ciencia de la cultura no es predictiva; y, por último, que el análisis de la cultura es, desde esta perspectiva, intrínsecamente incompleto. Con base en lo anteriormente expuesto, lo que aquí se entiende como cultura no puede ser visto como el resultado de las regularidades funcionales y estructurales que se expresan a través de exigencias sociales, psicológicas o biológicas; sería incorrecto, desde la perspectiva que aquí se muestra, analizar los hechos culturales desde hechos no culturales. En el análisis del hombre como hombre, del hombre como cultura, no valen generalizaciones que vayan más allá del carácter social y público de su pensamiento, de su capacidad de abstracción, de su facultad para simbolizar la realidad. Esto es lo universal dentro de lo diverso. El hombre es un animal sumamente variado, y de ahí le viene su diversidad cultural. La definición de hombre no va a encontrarse en rasgos universales, sino en los rasgos distintivos

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que definen, en lo particular, a cada una de las culturas. Dado que, como ya se dijo, las estructuras de significación que integran lo cultural terminan también por gobernar la conducta (costumbres, prácticas, códigos, normas, reglas, sistemas de creencias), la unidad de análisis de los factores sociológicos, biológicos, psicológicos o culturales que influyen sobre los grupos humanos deben tratarse desde una unidad de análisis: la cultura. Es importante señalar, sobre todo cuando aquí se parte de que la cultura es un concepto semiótico, que la capacidad de pensar que universaliza al hombre, a lo humano, no se reduce a los procesos que suceden dentro de nuestro cráneo, contempla también, y de manera esencial, el tráfico de símbolos significativos; la circulación de todo aquello que signifique la experiencia humana (palabras, gestos, ademanes, sonidos, señales). Si no fuese así, si fuera de otra manera; si la conducta del hombre no estuviese dirigida por sistemas organizados de símbolos significativos, sería manifiestamente ingobernable. Una sucesión de comportamientos caóticos sin finalidad alguna. Estallidos incontrolables de emociones, dice Geertz. Por eso, al someterse al gobierno de estructuras simbólicas por él creadas, el hombre se creó a sí mismo. Determinó culturalmente, en un largo proceso no del todo consciente, su destino biológico. Por ello, no puede existir una naturaleza humana independiente de la cultura. Sin hombre, afirma Geertz, no hay cultura, y sin cultura no hay hombres. No podemos llegar a ser individuos sin antes ser culturalmente humanos. Llegamos a ser individuos guiados por sistemas de significación histórica y socialmente creados. Es por este mundo simbólico que formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas. Sin olvidar, y esto hay que subrayarlo, que estas abstracciones sólo tienen fruto, validez, concreción, dentro de lo diverso.

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Pero tenemos que hablar de lo obvio: ni la propuesta antropológica de C. Geertz en la que se apoya nuestro texto, ni ninguna otra, representan una verdad única, ni mucho menos puede ser calificada como lo más cercano a la objetividad que ha construido el razonamiento humano en materia de entendimiento de lo cultural; es, como toda corriente de pensamiento, un acercamiento tan sólo, una aproximación más, con sus aciertos y sus fallas, al complejo problema de la cultura; sobre todo en estos problemáticos tiempos del mundo global, en que la vida de los hombres y la existencia de sus culturas transitan en la incertidumbre, la contingencia y el riesgo. Ya antes lo dijimos, y las razones no carecen de fundamento, que por seguir esta corriente de interpretación vamos a ser etiquetados, seguramente, como relativistas, pero en un tiempo que paradójicamente pregona la aldea global sobre un mundo social enormemente fragmentado, ser relativista, con todos los defectos que se le puedan adjudicar a esta posición teórica, no deja de contener virtudes: entender desde la disgregación social de un mundo que se pretende integral, la fuerte resistencia social y cultural a la nueva modernidad capitalista que trastorna las certezas cosmovisionales y éticas que por miles de años legitimaron la existencia de las culturas. Hoy, se sabe, cualquier intento de generalización que vaya más allá de lo obvio sufre el rechazo de realidades cotidianas confrontadas con un orden social al que le cuesta trabajo legitimar simbólicamente sus instituciones. Ya tiene tiempo que los mitos resultan insuficientes para mantener resguardos ontológicos que le garanticen a los hombres seguridad y sentido a su existencia. Sin embargo, nunca como hoy es condenable (desde los grandes poderes multinacionales que hace ya varias décadas pugnan por imponer un mundo global que se construye desde el ser y del pensar occidental) asumir

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la defensa de lo relativo, de lo diferente; nunca como hoy se rechazan opiniones que defiendan el derecho a la existencia de lo desigual entre culturas de principio disímiles, e incluso al interior de ellas mismas; no se toleran sistemas de valores discordantes en la regulación de la vida cotidiana de múltiples colectivos humanos; se tiende a la universalización, a la tutela de lo absoluto social, no como diversidad culturalmente designada, sino como totalidad geopolíticamente impuesta por los grandes poderes internacionales que, por cierto, tiene tiempo ya que se integran por actores silenciosos que rebasan el poder del Estado-nación. Este extraño contexto en que hoy se desarrolla la ciencia social ha favorecido, sin duda, al menos dentro de la sociología y la antropología, los aspectos comprensivos (la significación de lo social) en el estudio de lo sociocultural, en detrimento de las posturas explicativas (el dato, el hecho, el acontecimiento, la ley social), lo cual no significa que lo explicativo, propio de la ciencia positiva, deje de tener valor en el análisis. Sucede que, ante la ausencia de un orden simbólicamente legitimado, la tendencia explicativa pierde fuerza ante la larga inestabilidad social que se vive abriéndole paso a los aspectos comprensivos del conocimiento. La construcción de leyes sociales que explican la existencia de un orden pierde fuerza cuando el orden permite que el desorden se haga socialmente visible; y, ante la inestabilidad social como constante, parece imponerse un pensamiento que lejos de sancionar, interpreta las muchas posibilidades de solución que los problemas sociales presentan. Si el problema teórico se asienta en la imposibilidad de generalización que supuestamente muestra lo relativo, habría que revisar con más cuidado las soluciones relativistas. Nadie puede negar la tendencia que existe dentro de la ciencia social en general a radicalizar posturas teórico-metodológicas

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(esto vale para el relativismo), pero no basta la radicalización de posturas para rechazar de tajo un pensamiento que, dentro de su relativismo, accede a ver o a buscar en las significaciones sociales particulares, en las representaciones simbólicas propias de colectivos humanos específicos, los comportamientos humanos que pueden ser generalizables. Se afirma que este tipo de pensamiento se ve impedido, de principio, para verificar el conocimiento (es decir, a partir de hechos, datos o acontecimientos, comparar, generalizar y establecer tendencias y, si se puede, leyes sociales). Ya apuntamos las grandes dificultades que hoy se presentan para que esto ocurra; sin embargo, a pesar de ello, consideramos limitadas este tipo de afirmaciones. Si bien es cierto que la teoría interpretativa se distingue por el análisis y la investigación de casos específicos, resulta aventurado derivar mecánicamente de esta inclinación metodológica una incapacidad de principio para verificar el conocimiento a través de la generalización. Tal afirmación podría tener sustento si suponemos que el trabajo de cada investigador, si el resultado de cada reporte etnográfico, se detuviera en el análisis de microuniversos; pero si hacemos válido, al menos en términos abstractos, lo que aquí llamamos, siguiendo a Geertz, descripción densa (modalidad antropológica del círculo hermenéutico), no existe razón para suponer que, desde la interpretación, el análisis no pueda aventurarse en los terrenos de la comparación que busca verificar el conocimiento; se puede, no existe razón para negarlo, lo único cierto es que el resultado de este tipo de análisis no puede negar los principios que establece la teoría de la interpretación.

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Ethos y cosmovisión Por último, nos faltaría explicar, desde la perspectiva de cultura que venimos desarrollando, qué vamos a entender por los dos grandes conceptos que la explican: ethos y cosmovisión. Recurriendo nuevamente a Geertz, entenderemos por ethos el conjunto de conceptos morales y estéticos de una cultura; y por cosmovisión, o visión del mundo, los aspectos cognitivos y existenciales de un pueblo. El ethos de un colectivo humano es el tono, el carácter y la calidad de su vida, su estilo moral y estético, la disposición de su ánimo; se trata de la actitud subyacente que este colectivo tiene ante sí mismo y ante el mundo que la vida refleja. El ethos, en consecuencia, es normativo. La cosmovisión, por su parte, viene a ser la imagen de la manera en que las cosas son; es su concepción de la naturaleza, de la persona, de la sociedad. Contiene las ideas más generales de orden de ese pueblo. La cosmovisión por tanto es existencial. El ethos se hace intelectualmente razonable al representar un estilo de vida implícito que la cosmovisión ofrece; la cosmovisión se hace emocionalmente aceptable al ser presentada como una imagen del estado real de cosas del cual aquel estilo de vida es una auténtica expresión. En suma: ethos y cosmovisión son fusión de lo existencial y lo normativo.21 Las significaciones estructuradas que integran lo que aquí llamamos cultura son, con frecuencia, representaciones simbólicas materializadas. Una montaña, un río, un árbol, una construcción megalítica; una cruz, una media luna, una

21 Al respecto ver el punto 5 “Ethos, cosmovisión y el análisis de los símbolos sagrados” en idem, pp. 118-130.

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serpiente emplumada; un águila devorando una serpiente sobre un nopal, un gorro frigio, un palacio o una catedral; el suntuoso edificio de una bolsa de valores; las fastuosas construcciones desde donde se ejerce el poder político en las sociedades modernas; los enormes rascacielos propiedad de los grandes poderes multinacionales; los monumentales estadios dedicados al deporte comercial concentran en su imagen, al igual que otras muchas representaciones simbólicas materializadas, el ethos y la cosmovisión de un pueblo. Aún con las dificultades que hoy le complican culturalmente la vida a los habitantes del planeta al vivir en un mundo que se define desde la incertidumbre, la contingencia y el riesgo, los colectivos humanos, con diversos grados de efectividad, continúan requiriendo del ethos y la cosmovisión para recrear las condiciones esenciales que permitan a sus integrantes creer que la vida debe o necesita ser vivida. Todavía, dentro de la enorme confusión social que expresa eso que llaman posmodernidad, continúa siendo práctica común que todo aquel miembro del grupo que viva fuera de las normas morales y estéticas simbólicamente plasmadas en sus sagrados religiosos y/o laicos, sean considerados malos, tontos, insensibles, ignorantes o locos; y serán merecedores de exclusión y castigo; sufrirán diversas formas de represión social. No olvidemos que estos símbolos sagrados, que tradicionalmente ofrecen orden social y seguridad ontológica, varían de una cultura a otra: los ethos y las cosmovisiones particulares son generalmente incompatibles entre grupos humanos diversos. Todos los símbolos sagrados afirman que el bien para el hombre consiste en vivir de una manera realista; el problema radica en que son diferentes las visiones de realidad que estos símbolos construyen al interior de las

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culturas. Pero sí podemos afirmar, siguiendo a Weber, que al margen de la visión particular de realidad que se tenga, “…los hechos no están sencillamente presentes y ocurren, sino que tienen una significación y ocurren a causa de esa significación”.22

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Citado por Geertz, idem, p. 122.

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ii. Los

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contenidos semióticos

d e l c o n c e p t o d e c u lt u r a

Palabra, voz, lengua, lenguaje, enunciado, discurso

H

asta el momento nos hemos detenido en explicar la palabra cultura entendida como un concepto semiótico; en nuestra reflexión al respecto manejamos un conjunto de conceptos que dimos por entendidos y que, consideramos, exigen ahora ser explicitados para comprender más cabalmente esta particular definición del término que nos ocupa. De inicio vale aclarar que la ciencia de la semiótica tiene como objeto el estudio del signo, en particular el signo lingüístico; daremos cuenta de su estructura para entender en qué momento este signo puede ser considerado como símbolo, y cómo el continuo e infinito entrecruzamiento de signos y símbolos construye metáforas que se constituyen en el alma de la comunicación humana; en la manifestación concreta del pensamiento abstracto en su cotidiana circulación en el mundo de los hombres. Sin embargo, si de ser precisos se trata, habría que partir en realidad de lo que rutinariamente es inmediato al pensamiento: la palabra; y, como siempre, habrá que tomar, desde

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la lingüística, un punto de vista específico para explicarla. Fonológicamente, podría ser definida como un segmento limitado por junturas o pausas que constituyen el núcleo posible de un grupo acentual; morfológicamente, consideraríamos que es la mínima forma con posibilidad de aparecer libremente en cualquier posición de la cadena hablada; funcionalmente, sería una unidad dotada de una función; y semánticamente, la asociación de un sentido dado con un conjunto de sonidos igualmente dados. Para lo que nos importa, nos detendríamos más en la palabra desde una perspectiva semántica; esto es, destacarla como un conjunto de fonemas con significado que pueden ser representados gráficamente; como una idea exteriorizada a través de un sonido o grupo de sonidos que, articulados, cobran sentido; como un símbolo arbitrario que asocia una forma con una idea. Entonces, si la palabra no es tal si no significa algo, la voz sin palabra carecería de sentido, sería algo vacío (entendiendo por voz un sonido producido desde la garganta que no necesariamente significa algo). La palabra, diríamos, existe desde antes de ser traducida en voz, aceptaremos entonces que la palabra reside en el pensamiento. Un pensamiento, se nos ocurre suponer, puede estar pletórico de palabras y carente de voz. Por supuesto, no nos referimos a la palabra como elemento fonético que contiene el carácter arbitrario de las lenguas, nos referimos a la palabra sin voz, la que anida en el pensamiento, la que se divorcia de la lengua. La palabra que anida en el pensamiento busca la voz para comunicarse con el otro en un entorno limitado por el espacio y por el tiempo. Lo anterior nos lleva a suponer entonces que la palabra, expresada en voz, no traduce mecánicamente el pensamiento; incluso, la voz, a través de diferentes recursos (entonación, modulación, gestualidad) puede falsear a la palabra: mani-

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pularla, disfrazarla, adulterarla, encubrirla, disimularla. Antes de que suene la voz en el hueco bucal, la palabra, dijimos, existe en el pensamiento, y es de alguna manera común desvirtuarla a través de la voz; sin embargo, nos debe quedar perfectamente claro que, sin ella, la comunicación lingüística resultaría imposible. Vale aclarar, aunque sólo sea de pasada, que la palabra, entendiéndola como se quiera, se encuentra indisolublemente ligada a la lengua, es decir, al complejo y arbitrario sistema de signos lingüísticos que permiten la comunicación en una comunidad y en un tiempo históricamente determinado. En esencia, la lengua expresa la naturaleza del hombre: el pensamiento abstracto; pero cuidado, aclaremos que lengua y lenguaje no son lo mismo, mal haríamos en considerarlos como sinónimos; significan realidades cercanas, íntimamente relacionadas, cierto, pero claramente diferenciadas. Mientras la lengua es un sistema complejamente organizado de signos lingüísticos, el lenguaje es una categoría más amplia que comprende a la lengua y a cualquier otro tipo de código (leguaje corporal, visual, astronómico, geográfico, sintomático, cromático, etc.) a través de los cuales el hombre se vale para llevar a cabo la comunicación. Por supuesto, es obvia la preeminencia de los sistemas lingüísticos. Para lo que aquí nos importa, destacamos lo siguiente: la palabra, la voz, la lengua y, en general, cualquier tipo de lenguaje son fenómenos propios de los hombres socialmente agrupados e históricamente determinados, que le sirven como instrumentos para representarse colectivamente el mundo, interpretar sus realidades y construir sus instituciones. Se fundan a sí mismos para simbolizarse como entes colectivos diferentes de otros, y como intimidades imprescindibles que les permiten verse y entenderse como sujetos particulares. Desde la palabra, la voz, la lengua y el

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lenguaje, se construye el ethos y la cosmovisión que le dan conocimiento, orden y seguridad a su existencia; se construye la cultura, aquí entendida como concepto semiótico, como estructuras de significación, como representaciones simbólicas, como sistemas de signos interpretables. El complejo mundo de la comunicación metafórica. Mención aparte nos merece el caso de un principalísimo fenómeno lingüístico que empíricamente expresa el carácter abstracto de la lengua: la enunciación (y de alguna manera, podríamos imaginar lo mismo para cualquier tipo de lenguaje1); Benveniste la refiere como, “…este poner a funcionar la lengua por un acto individual de utilización”2 (la referencia concreta no es al habla que sólo produce el enunciado, es al texto que es su objeto). Principalísimo porque este hecho común, miles y miles de veces repetido en la comunicación de todos los días entre los seres humanos en cualquier latitud del orbe, se constituye como el mecanismo que “…supone la conversión individual de la lengua en discurso”,3 discurso que, sabemos, aglutina y organiza las grandes estructuras de conocimiento desde donde se construyen y significan las instituciones en cualquier tipo de sociedad. Por otra parte, su enorme importancia descansa sobre un hecho irrefutable: “antes de la enunciación, la lengua no es más que la posi-

La enunciación está pensada por lingüistas para resolver problemas propios de su disciplina. Nosotros queremos pensar, sin mucho sustento, que el contenido de la enunciación también resulta útil para otro tipo de lenguajes, sobre todo cuando el problema que nos importa gira alrededor de la cultura. Por ejemplo, un tipo de lenguaje social como el rito, bien cumple, creemos, con las funciones que le atribuimos al enunciado. 2 Émile Benveniste, Problemas de lingüística general II, Siglo XXI Editores, México, 1997, p. 83. 3 Idem, p. 84. 1

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bilidad de la lengua. Después de la enunciación la lengua se efectúa en una instancia de discurso que emana de un locutor, forma sonora que espera un auditor y que suscita otra enunciación a cambio”;4 y por último, su enorme alcance se advierte en el hecho de que la enunciación contiene la idea de tiempo para el individuo que enuncia. Vuelve a decirnos Benveniste: De la enunciación procede la instauración de la categoría del presente, y de la categoría del presente nace la categoría del tiempo. El presente es propiamente la fuente del tiempo. Es esta presencia en el mundo que sólo el acto de enunciación hace posible… El presente formal no hace sino explicitar el presente inherente a la enunciación, que se renueva con cada producción de discurso, y a partir de este proceso continuo, coextensivo con nuestra presencia propia, se imprime en la consciencia el sentimiento de una continuidad que llamamos “tiempo”; continuidad y temporalidad se engendran en el presente incesante de la enunciación que es el presente del ser mismo, y se delimitan, por referencia interna, entre lo que va a volverse presente y lo que acaba de no serlo.5

Para lo que aquí nos ocupa, el enunciado adquiere sentido porque se nos presenta como el germen del discurso y, ya lo dijimos en la introducción, la construcción de discursos erige instituciones, significa al mundo, más bien mundos particulares de colectivos humanos específicos. En suma, para nosotros la cultura descansa sobre el discurso, y vale repetir lo que ya se dijo en la introducción acerca de cómo

4 5

Idem. Idem, p. 86.

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lo entenderemos: enunciados lingüísticos que por razones diversas de índole social y cultural (salpicadas siempre de intencionalidad política), en un espacio y en un tiempo preciso, se estructuran como sistemas de pensamiento, se agrupan como discusiones, reflexiones, tradiciones, razonamientos, etc., que constituyen una particular estirpe de conocimientos organizados (no necesariamente homogéneos), para interpretar la realidad simbólicamente construida por los colectivos humanos. El discurso, así significado, resulta ser, pensamos, el instrumento vital de que se ha valido el hombre social para imponer respuestas específicas a las primigenias preguntas que se construyen acerca del cómo, cuándo, dónde y para qué estamos en este mundo; y desde las múltiples respuestas que se han dado a estas interrogantes, es que surgen los diversos sistemas de creencias y normatividades que le han permitido, por miles de años, vivir colectivamente. No dudamos entonces en considerar el discurso como la más colosal herramienta con que cuenta el hombre social para construir esas gigantescas estructuras que a algunos nos da por llamar cosmovisión y ethos.6 Lengua, enunciado, discurso, sociedad y cultura, y, entreverado, el inmenso mundo en movimiento de signos, símbolos y metáforas. Del signo al símbolo Pero volviendo a nuestro asunto, la cultura como concepto semiótico, nos preguntamos: ¿qué habremos de entender estrictamente como lo semiótico? A sabiendas de que existen diversas corrientes teóricas al respecto, vamos a entender

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Cfr. Introducción, pp. 14-15.

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aquí como semiótica, tal y como lo definiera Saussure, la ciencia que estudia el signo en general, la vida de los signos en el seno de la vida social, es decir, no sólo el signo lingüístico, sino todos aquellos sistemas de signos capaces de formar sistemas de significación;7 y por signo, toda aquella representación en ausencia, lo que se pone en el lugar de otra cosa y que hace sus veces.8 Pero de más amplitud para lo que nos ocupa nos lo ofrece R. Barthes cuando afirma que “… la semiología tiene por objeto todos los sistemas de signos, cualesquiera que fuere la sustancia y los límites de estos sistemas: imágenes, gestos, sonidos melódicos, los objetos y los conjuntos de esas sustancias –que pueden encontrarse en ritos, protocolos o espectáculos– constituyen, si no lenguajes, al menos sistemas de significación”. Más adelante dice que “el lenguaje no es más que un subconjunto de los signos, pero es el más complicado y el que da la pauta para estudiar los otros sistemas;9 (y en otro texto, define a la semiología como) …ese trabajo que recoge la impureza de la lengua, el desecho de la lingüística, la corrupción inmediata del mensaje: nada menos que los deseos, los temores, las muecas, las intimidaciones, los

El sistema de signos lingüísticos es, sin duda, el más complejo y ciertamente el más importante, pero existen otros muchos sistemas de signos que van más allá de ellos y que tienen que ver sin duda con los múltiples aspectos que muestra la relación entre los hombres y entre los hombres y las cosas. 8 Partimos en lo concreto de los planteamientos de Ferdinand de Saussure, considerado como uno de los creadores de la semiótica y fundador de la lingüística estructural; su obra más reconocida es El curso de lingüística general, Fontamara, México, 1988. 9 Roland Barthes, Elementos de semiología, Madrid, Alberto Corazón, 1971, p. 13. 7

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adelantos, las ternuras, las protestas, las excusas, las agresiones, las melodías de las que está hecha la lengua activa”.10

Tomando como base este tipo de planteamientos generales, propios de la línea estructuralista de la semiótica, vamos a considerar aquí que este papel de representación en ausencia que se le adjudica al signo, es una construcción abstracta elaborada por el pensamiento del hombre como categoría de análisis –no como dato observable– para entender los diversos, enmarañados y frecuentemente discordantes procesos de significación que se dan en cualquier tipo de relación social, en un espacio y en un tiempo determinado. A este recurso inmaterial del pensamiento humano (el signo), artificialmente creado para entender el mundo de las significaciones, se le ha entendido, desde la tradición saussariana, como un concepto que expresa una dualidad de aspectos: el significante y el significado. El significante se entenderá como la materia del signo (en el caso del signo lingüístico, la materia es la imagen acústica, en el caso del signo en general, la materia puede ser cualquier tipo de imagen, señal o figura pero fuera del sistema de la lengua); el significado, por su parte, lo concebiremos aquí como la forma, el concepto, la imagen mental del objeto representada por el signo. El signo, en la dualidad que establece entre significante y significado, expresará además dos ejes de relación: uno denotativo y otro connotativo. Un signo en relación denotativa define unívocamente lo que representa en ausencia (el signo representa únicamente esto y no otra cosa); y un signo en Roland Barthes, El placer del texto, Siglo XXI, México, 1974, p. 137. 10

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relación connotativa refiere un solo significante –un sonido, una imagen, una señal, una figura– y dos o más significados (la forma del signo, su concepto, no será unívoco sino polisémico). Cuando esto sucede –nos atrevemos a interpretar–, cuando un signo pasa de ser denotativo a ser connotativo, estaremos en presencia de un símbolo. En suma, para lo que aquí nos preocupa, y tomando como apoyo la semiótica estructuralista, vamos a entender aquí como símbolo cualquier signo que en su comportamiento adquiere una función connotativa: esto es, un signo que desarrolla una función simbólica. El carácter de símbolo que potencialmente puede adquirir cualquier signo se lo da el hecho de que un solo significante tiene dos o más significados; en consecuencia, un signo transformado en símbolo tendrá por fuerza un carácter polisémico. Por otro lado, entenderemos también que el carácter de signo o de símbolo de cualquier cosa representada en el pensamiento, se lo otorgará él o los usuarios de la representación, en un espacio y tiempo determinado: lo que es signo puede pasar de inmediato a ser símbolo y viceversa, de acuerdo con el rumbo que tome el discurso de los hablantes, esto es, sólo es comprensible en el contexto de un proceso de comunicación. Para lo que aquí nos ocupa, relacionado con el carácter semiótico que le damos al concepto cultura, nos vamos a ocupar esencialmente de los signos, lingüísticos o no, funcionando connotativamente y que aquí llamaremos símbolos; nos interesará la materia del significante que, en este caso, funciona como mediador no de un significado, sino de varios significados que nos conducen al universo de la significación, al mundo de los sistemas simbólicos que forman las intricadas redes de lo que comúnmente llamamos cultura; nos preocupará el signo que al tomar forma de símbolo podrá conducirnos al abigarrado reino de las significaciones que

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construyen y destruyen identidades, que transforman o “eternizan” sagrados y que terminan por atesorar la historia del hombre.11 La metáfora Vale dejar asentado que los autores empleados en esta reflexión, integrados al campo de la investigación lingüística, no hacen explícita, como nosotros, la transformación del signo en símbolo, por lo general siguen llamándolo signo en función connotativa. La razón, nos parece, es que el signo, funcionando en relación connotativa, es una categoría analítica válida para el estudio del signo en sí mismo. Para hablar de lo simbólico hay que traspasar este umbral y colocarnos, teóricamente, en los espacios de la lengua y del lenguaje (cuando la lengua y el lenguaje dejan de ser posibilidad y se hacen realidad al momento de emitirse enunciados que al enunciar construyen discursos); ahí donde fungen como instrumentos de comunicación humana, lugar en que, arbitrariamente, se entrelazan, de mil maneras distintas, signos denotativos y connotativos que, en su continuo entrelaza-

11 Lo hasta el momento expuesto es una interpretación libre del pensamiento estructuralista de Saussure y Barthes, en especial a la singular manera como aquí se define el símbolo. Por otro lado, vale aclarar que el pensamiento estructuralista en relación con el signo como objeto de estudio de la semiótica abarca muchos más autores; incluso, es importante señalarlo también, la reflexión sobre el tema tiene un largo recorrido histórico que encuentra sus antecedentes en la Grecia clásica y en la Edad Media. Una visión condensada de este trayecto puede ser revisada en Mauricio Beuchot, La semiótica. Teorías del signo y el lenguaje en la historia, Breviario 513 del fce, México, 2008.

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miento, construyen metáforas: expresión social de las representaciones simbólicas que se imbrican en las inmensas redes que integran lo que aquí concebimos como cultura. Qué mejor ejemplo al respecto que el trabajo realizado por un señalado lingüista, M. Bakhtin, empeñado en demostrar, desde su especialidad, que todo signo tiene un carácter ideológico. Todo lo ideológico, dice, posee significado, y retomando la vieja posición estructuralista de Saussure, determina que este significado que refleja, figura o simboliza algo que está fuera de él, es un signo, y concluye categórico: sin signos, no hay ideología. “Dondequiera que esté presente un signo también lo está la ideología. Todo lo ideológico posee valor semiótico… lo que coloca todos los fenómenos ideológicos bajo la misma definición es su carácter semiótico”.12 Evidentemente, por lo antes expresado, para nosotros el signo ideológico del que nos habla Bakhtin no es otra cosa que la intrincada interrelación de signos funcionando connotativamente dentro de una lengua o en cualquier lenguaje, propios de un colectivo humano históricamente determinado, que, en su relación, construye redes simbólicas. Lo simbólico aparece en el uso cotidiano de la lengua y el lenguaje, generalmente expresado como metáfora. Sistemas de signos en interacción permanente, que nos conducen a las estructuras de significación que forman el campo de la cultura. En suma, cuando en el análisis de la cultura se hable de símbolos, redes simbólicas, entramados de significación, campos semánticos, imaginarios sociales o cualquier término

Valentín N. Voloshinov (M. Batjin), El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1973, p. 21. 12

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que tenga parentesco con lo aquí expuesto, encontraremos su primera explicación dentro del campo semiótico.13 Pero, ¿qué vamos a entender por metáfora? La metáfora, nos dirá el lingüista, es un asunto del significado,14 y “…el significado puede ser definido como la abstracción que permite identificar las significaciones, intenciones, sentidos, signos y símbolos de las palabras”.15 En términos de Saussure, como ya antes se dijo, esta definición le corresponde a un significado que ha establecido una relación connotativa con el significante (un solo significante y dos o más significados). La citada lingüista ejemplifica: la palabra silla define denotativamente que se habla de un asiento, pero si a este signo se le agrega el adjetivo presidencial, este agregado convierte al signo silla en una metáfora cotidianamente empleada dentro del discurso político: “Las decisiones fueron tomadas desde la silla presidencial”; “Fox se montó en la silla presidencial durante seis años y demostró que no es buen jinete”; “A muchos les ha quedado grande la silla presidencial”.16 El signo silla mantuvo su significante (la materia acústica), pero al agregarle a la palabra un adjetivo: presidencial, el significado transformó metafóricamente su concepto. El signo silla dejó

13 Resulta bueno recordar que este juego de signos que significan a través de sistemas simbólicos que se expresan metafóricamente, los encontraremos siempre (de diferentes maneras y con muy diversos usos) en cualquier tipo de enunciación, por tanto, en cualquier tipo de discurso. 14 María de Lourdes Alaves Galán, Olfatear el poder. Un estudio lingüístico de las metáforas del discurso político actual del español de México, Tesis Doctoral, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México, 2010, p. 26. 15 Idem, p. 8. 16 Idem, pp. 12-13.

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de significar un asiento, para adoptar, ahora como metáfora, nuevos conceptos relacionados con el ejercicio del poder político. La metáfora alterará, de diversas maneras, el concepto que denotativamente porta el significado. La presencia de figuras retóricas, como la metáfora, perturbarán sin duda los significados de cualquier signo lingüístico en acción comunicativa tanto en la lengua como en el lenguaje. A sabiendas de la enorme complejidad teórica que existe en el estudio de la relación metáfora-significado, y con el enorme riesgo de simplificar demasiado el problema, para el asunto que aquí nos ocupa –la cultura como concepto semiótico–, y en razón de lo antes dicho, vamos a entender la metáfora como un proceso de variación o de cambio del significado (o, al menos, de su sentido).17 Definición compleja, y desde hace ya varios siglos discutida, que al menos da para considerar que “…nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos es fundamentalmente de naturaleza metafórica”;18 y no olvidemos que es desde este sistema conceptual ordinario (inserto en toda enunciación) que el hombre colectivo se relaciona simbólicamente con la realidad, interpreta al mundo, construye sus particulares ethos y cosmovisiones, le da forma institucional a la cultura. Cuando Geertz afirma que la cultura es un concepto semiótico, da por sentado que el lector entiende lo que él está afirmando; con lo dicho en este apartado, quisimos precisar en qué reside concretamente el carácter semiótico del concepto que nos ocupa. Ahora, creemos, contamos con

Las complejidades teóricas a que nos referimos pueden ser revisadas en idem, Capítulo 1, Metáfora y Significado, pp. 1-74. 18 Idem, p. 26. 17

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un lenguaje particular que nos hará entender de maneras más específicas a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos, por ejemplo, de que el análisis de la cultura consiste en “desentrañar estructuras de significación”; o darle sentido más específico a la cita de Weber, retomada por Geertz para su definición de cultura: el hombre es un animal inserto en tramas de significación que el mismo ha tejido. Entenderemos también a qué nos estamos refiriendo cuando, desde lo semiótico, hablamos de símbolo; a qué aludimos cuando hablamos de redes simbólicas, cómo este conjunto de conceptos encuentra explicación en ese rebuscado artificio humano que comúnmente llamamos metáfora, y cómo todo este conjunto de elementos los encontramos en el elemento central de la lingüística que llamamos enunciación. La naturaleza del símbolo Ya entendimos cómo se forma un símbolo dentro de la estructura de un signo, y también cómo, fuera del signo, dentro de los amplios espacios de la lengua y el lenguaje, se materializa en esa construcción lingüística llamada metáfora; y ya aceptamos, al menos dentro de este trabajo, que todos los elementos que integran cada cultura son representaciones simbólicas que urden una inmensa red de significados. Resulta entonces por demás evidente que el elemento central que merece ser aclarado con mucha mayor precisión es el de símbolo y su irremediable tendencia a significar. Comencemos por aceptar que no todo lo real es medible y que, en consecuencia, lo no medible también forma parte de lo real. Esto es, además de la teoría del conocimiento de corte positivista que ubica lo real en el campo de los sentidos orgánicos, sabemos que existen otros estados de la materia que no requieren estos instrumentos sensitivos

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que poseen corporalmente los hombres para aprehender lo real. Nos referimos en concreto al conjunto de elementos propios de la realidad cognoscitiva del hombre, que giran alrededor de su pensamiento abstracto, y que, dijimos, forman parte de la ciencia de la semiótica. A través del estudio de los elementos que la forman (signo, significación, metáfora y símbolo), advertimos que el conocimiento humano accede a otros estados de la materia: el imaginario por ejemplo, capaz, en su desordenado movimiento, de estructurar lógicamente sistemas ideológicos y cosmovisiones; o, de manera más amplia, el entender la cultura, según lo hace Geertz, como un concepto semiótico. En estos casos, se privilegia al pensamiento abstracto sobre la inmediatez de los sentidos anatómicamente dispuestos en el hombre, sin querer disminuir con esto el valor que tienen para la aprehensión de lo real. En sustancia, aquí consideramos que lo real, lo material, existe, para el hombre, sólo en el momento que es advertido desde un sistema de significaciones. “Nada puede llegar a ser ‘producto real’ de la praxis si no significa algo”.19 “La meta de la reflexión cultural es el difícil logro del acierto en situar las realidades resultantes de la praxis en su adecuado lugar significante, dentro del contexto sistémico adecuado”.20 El objeto propiamente dicho del conocimiento humano no es la entidad material de las ‘cosas’, sino su significado y su posición dentro de un sistema de coordenadas lógicas y simbólicas a la vez. Con ello no pretendemos decir que el objeto real o la

19 Luis Cencillo, “Realidad y Significado”, Diccionario de Hermenéutica, op. cit., p. 709. 20 Idem, p. 710.

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materia ‘no existan’, ciertamente existen, pero no emergen en el campo de la percepción y de la conciencia sino en cuanto dotados de alguna función práxica siquiera sea la de ‘obra de arte’ e integrados en un sistema significante.21

Nuestra amplia, compleja y frecuentemente contradictoria comprensión del mundo, parte siempre de la interpretación que de esta realidad se haga con la guía de un sistema significante. Y la referencia lo mismo abarca el mundo de los complejos ideológicos que las ciencias de la materia, la naturaleza o la sociedad, todos son sistemas de significación para descifrar el mundo desde el reducido espacio del hombre. Y bueno, vale recordar lo dicho al inicio, estos sistemas de significación, o estas cadenas significantes que poseen la cualidad de la interpretación, terminan por crear símbolos que a su vez crean redes simbólicas desde donde se desprenden más cadenas significantes. Llegados a este punto, se hace necesario profundizar un poco más sobre nuestro conocimiento sobre el símbolo. Si ya se aceptó considerar aquí que todos los elementos que integran cada cultura son representaciones simbólicas que forman una red de significados, ¿cómo entender para el estudio que aquí se plantea la naturaleza de este concepto? Siguiendo el pensamiento de E. Cassirer, el símbolo es la clave de la naturaleza del hombre.22 Biológicamente formamos parte de la vida animal y, como cualquiera de las especies, estamos sujetos a las leyes naturales que sujetan a los Idem. Ernest Cassirer, Antropología filosófica, 45-49. 21

22

fce,

México, 1992, pp.

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seres vivos. Sin embargo, enfatiza Cassirer, el hombre tiene una característica que lo distingue de todos los seres vivos: a lo largo de su desarrollo, su cerebro fue creando un particular método para adaptarse a su ambiente, un sistema que le permitió intermediar entre él y su realidad circundante, un mecanismo que suele denominarse sistema simbólico y cuya representación más exacta es el pensamiento abstracto. Por esta singularidad, la realidad del hombre, afirma Cassirer, va a ser más amplia, pero sobre todo, diferente: el pensamiento abstracto capaz de crear sistemas simbólicos construirá una nueva dimensión de la realidad. A diferencia de cualquier materia animada, el hombre no vive un puro universo físico, vive un universo simbólico, por lo tanto, no enfrentará la realidad de manera inmediata, siempre estará mediada por el símbolo, a tal punto que, aventura Cassirer, el hombre, al no tratar directamente con las cosas mismas, en cierto sentido termina conversando consigo mismo. “Se ha envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos o en ritos religiosos, en tal forma que no puede ver o conocer nada sino a través de la interposición de este medio artificial”; y tampoco en el mundo cotidiano de las necesidades enfrenta la realidad en su crudeza física, “vive en medio de emociones, esperanzas y temores, ilusiones y desilusiones imaginarias, en medio de sus fantasías y de sus sueños”.23 Los grandes pensadores que definieron al hombre como animal racional no eran empiristas ni trataron nunca de proporcionar una noción empírica de la naturaleza humana. Con esta definición expresaban, más bien, un imperativo ético fundamental. La

23

Idem, p. 48.

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razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad, pero todas estas formas son formas simbólicas. Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico.24

El símbolo entonces es creación del pensamiento abstracto, y el sistema simbólico es el conjunto de representaciones articuladas por este pensamiento abstracto, trasmitidas culturalmente y que utilizamos como instrumentos para relacionarnos con el mundo físico. Por eso establecimos más arriba que la cultura era un concepto semiótico, una inmensa red de significaciones que, de muy diversas maneras, determinan el comportamiento social. Hablar de sistemas simbólicos es hablar de cultura, y por lo antes dicho, es hablar de algo maravilloso, complejo y difícil: la idea del espacio abstracto. No nacemos con habilidades dadas como los animales, nuestro aprendizaje para la sobrevivencia depende de la cultura, y esto obliga a considerar también la existencia de una memoria simbólica y la idea de futuro. Símbolo y cultura no contienen exclusivamente la relación presente-pasado, contienen una tercera dimensión en el tiempo exclusivamente humana: la dimensión de futuro. Futuro irremediablemente simbólico que corresponde a un pasado igualmente simbólico. Tenemos una memoria simbólica donde se anida el imaginario, el imaginario simbólico que durante miles de años ha servido para recordar y conservar valores culturales, pero también para transformarlos y lanzarlos a un futuro simbólico que va más allá de los límites

24

Idem, p. 49.

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finitos del hombre, un futuro simbólico que bien podemos igualarlo, semánticamente, al término de utopía.25 En suma: los movimientos de cualquier cultura tienen en su base el pensamiento y la conducta simbólica. Pensamiento y conducta simbólicos que trazan los rasgos más característicos de la vida humana (siempre entendida como construcción social); pensamiento y conducta simbólicos que explican las condiciones en que se desarrolla cualquier cultura. Llegados a este punto, se hace necesario recordar lo siguiente: el carácter universal de la función simbólica y, al mismo tiempo, su irremediable variabilidad. Lo simbólico, con su universalidad, con su validez y aplicabilidad general, es la llave que da acceso al mundo específicamente humano, pero no puede explicarse desde su totalidad. Lo simbólico, a pesar de su infinidad, no deja nunca de ser finito; siempre estará lejos de lo rígido, de lo inamovible; su generalidad expresará, en lo concreto, su particularidad. El universo simbólico (lengua, lenguaje, mitos y ritos, el arte, la religión, etc.) sólo puede ser advertido desde lo local. El hombre universal, es Por lo demás, es necesario dejar asentado también el carácter de universalidad y variabilidad que todo símbolo o sistema simbólico contiene: son universales, propios de cualquier cultura, pero no son uniformes, por el contrario, son enormemente variables. El símbolo, cualquier símbolo, incluso dentro de una misma cultura, tendrá como esencia que lo define su carácter polisémico. Por otro lado, no olvidemos lo que ya antes dijimos: es desde la enunciación que el hombre adquiere conciencia del tiempo; desde un aquí y un ahora podemos ubicar nuestro discurso en un pasado o en un futuro; hablar entonces de memoria simbólica nos remite, necesariamente, a este momento de la realidad que cotidianamente realizamos para hacer real y efectivo el proceso de la comunicación: la enunciación. No hay memoria simbólica sin enunciación, no es posible ejercer la significación sin el apoyo del discurso. 25

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cierto, no puede ver ni conocer nada sin la intermediación de su aparato simbólico; mas este ver, sentir y conocer pierden, en las realidades cotidianas, su carácter integral. En este sentido, vale distinguir entre símbolos y señales: una señal es una parte del mundo físico del ser; un símbolo es parte del mundo humano del sentido; una señal es referencia a algo único y fijo; un símbolo es polisémico. El origen mítico del símbolo Por todo lo antes dicho, resulta evidente que todo símbolo contiene un sentido. Retomando a la antropología, en especial su enorme caudal de narraciones mitológicas, uno tiene por fuerza que toparse, polisémicamente, con el sentido original del símbolo: la problemática relación del Hombre consigo mismo, con Dios y con la Naturaleza. “En el principio era la plenitud, la totalidad”. Esa totalidad indolente y callada que atesora toda forma de devenir, toda potencialidad, reposa en sí misma y se percibe como oscuridad y silencio. E. Neumann la denomina Uroboros, y la presenta como el punto cero del tiempo mítico, previo a todo conocimiento y a toda acción. En ese no-lugar –dice– ‘el mundo y la psique son todavía uno’. No hay todavía distinción ni criterio, no hay todavía conciencia ni objeto (ni, evidentemente, cada uno de los atributos que presuponen tales categorías). Se trata del todo potencial y –a la vez– de la nada actual (tal vez la única forma concebible de la nada, que se insinúa como plenitud no actualizada y no como vacío).26

Patxi Lanceros, “Sentido”, Diccionario de Hermenéutica, op. cit., p. 746. 26

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Todo relato que hable del principio, todo mito de origen, parte del momento en que esta totalidad se rompe, una separación originaria de donde surge Dios, la Naturaleza y el Hombre. Por ello, explica P. Lanceros, no resulta gratuito que la primera referencia de los sistemas simbólicos más antiguos –el pensamiento y el lenguaje– sea hacia el sentido: …entendido éste como construcción eventual e inestable, como vínculo vulnerable entre aquellos tres elementos que, simultáneamente, añoran y rechazan su unidad originaria. La misma intención subyace al relato (mithos), a la palabra (logos) y al símbolo (symbolon): tender un lazo o puente, establecer una malla de relaciones (sistema) que evoque, siquiera de forma frágil y nebulosa, aquella totalidad primigenia.27

Desde esta acción de ruptura, desde este suceso mítico de separación originaria de donde surge Dios, el Hombre y la Naturaleza, el símbolo, en su proceso de significación, siempre representará, en su parte más oculta, el sentido de anhelo, y también de añoranza, por la vuelta a los orígenes, a esa totalidad primigenia. “Símbolos que no sólo tienen valor y efecto para el hombre primitivo, sino para el hombre en general en cualquier etapa de su desarrollo… El arquetipo de la ruptura está en la base del imaginario colectivo de la humanidad, y su dotación simbólica –fecunda y continuamente actualizada– se convierte en perpetua búsqueda de sentido”.28 Más adelante veremos que hablar de imaginario nos remite a dos dimensiones: una estática y la otra creativa; una,

27 28

Idem, p. 745. Idem, p. 747.

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de representaciones colectivas inmutables; la otra, de significaciones trascendentes; dos dimensiones del imaginario que concluyen en complejos institucionales que determinan el comportamiento de los colectivos humanos. Habrá que agregar, incursionando en los intrincados ámbitos de lo sagrado, cómo el imaginario, en las dos de sus manifestaciones, contiene el arquetipo de ruptura que le da sentido al símbolo y, aunque oculto, sienta precedente cuando se representa en los diversos sistemas ideológicos y en las cosmovisiones que estructura. Por supuesto, debe quedar aclarado, esta intención simbólica por recomponer la unidad rota, no entra en el campo de la razón, y la explicación es obvia: el desgarro al que se alude de la trinidad primigenia es pre-racional, forma parte, diría Braudel, del abismal fondo del tiempo largo de la historia. En suma, el símbolo, todo símbolo, “…es la pieza que garantiza la unidad pretérita, que mantiene el recuerdo en la distancia, y que asegura el reconocimiento en el futuro”.29 Y así entendido el símbolo, su sentido “…sólo puede construirse como imagen desbordando los límites de una razón que ha olvidado su traumático nacimiento y que progresivamente se ha vaciado de contenido simbólico”.30 Siguiendo a Castoriadis, se podría aventurar incluso que esta pieza que garantiza la unidad pretérita, que mantiene el recuerdo en la distancia, y que asegura el reconocimiento en el futuro, es el componente imaginario del símbolo. Las determinaciones de lo simbólico que acabamos de describir no agotan su sustancia. Queda un componente esencial, y, para

29 30

Idem, p. 748. Idem, p. 749.

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nuestro propósito, decisivo: es el componente imaginario de todo símbolo y de todo simbolismo, a cualquier nivel que se sitúen…lo imaginario debe utilizar lo simbólico, no sólo para expresarse, lo cual es evidente, sino para existir, para pasar de lo virtual a cualquier otra cosa más. El delirio más elaborado, como el fantasma más secreto y más vago, están hechos de imágenes, pero estas imágenes están ahí como representante de otra cosa, tienen pues, una función simbólica. Pero también, inversamente, el simbolismo presupone la capacidad imaginaria ya que presupone la capacidad de ver en una cosa lo que no es, de verla otra de lo que es. Sin embargo, en la medida en que lo imaginado vuelve finalmente a la facultad originaria de plantear o de darse, bajo el modo de la representación una cosa y una relación que no son (que no están dadas en la percepción o que jamás lo han sido), hablaremos de un imaginario efectivo y de lo simbólico. Es finalmente la capacidad elemental e irreductible de evocar una imagen.31

La historia es prolífica en estructuras significantes que, materialmente o no, muestran el sentido mítico del símbolo; envolturas de imaginación social que expresan el ethos y la cosmovisión de muchas culturas que, de muy diversas maneras –más o menos explícitas, con más claridad o más encubiertas–, tienden, todas, a la reconstrucción de aque-

Cornelis Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Barcelona, 1983, pp. 219-220. Nótese que la capacidad simbólica imaginaria a que alude Castoriadis de ver en una cosa lo que no es, se parece mucho a la manera en que definimos al inicio de este apartado el signo como representación de otra cosa, lo que está en lugar de otra cosa que hace sus veces. Podríamos entender que la capacidad simbólica parte, desde la semiótica, como la función paradigmática del signo. 31

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lla trinidad rota, punto de partida de todos los mitos de creación. Basten algunos casos que expresen el arquetipo universal de un gran anhelo cultural particularmente expresado. Entre miles de relatos de origen etnográficamente recogidos, recordemos, por ejemplo, la extraña e inquietante representación del ouroboros, en tiempos muy remotos de la historia del mundo de los hombres. La serpiente que muerde su propia cola. Representación cosmovisional del mundo y del universo: el círculo eterno de la vida; fuente del mito del eterno retorno. Relato de origen que anida en el tiempo largo de la historia y que, de diversas formas, adquiere sentido en varias culturas. Ya se hace referencia a este símbolo mitificado 1600 años A.C. en la cultura egipcia; aparece después en la cosmovisión fenicia y, posteriormente, es retomada por los griegos. Principio mágico-religioso (de un final siempre nace un principio, así y hasta la eternidad) representado de mil y una formas distintas por otras culturas (la serpiente emplumada en el México antiguo, por ejemplo), o desde el sufismo islámico: Hazme entrar, oh señor, en las profundidades del Océano de tu unidad infinita. Referencia simbólica al término donde todo camino conduce. De ese todo apacible e infinito al que refiere las profundidades del océano, fluye una revelación al mundo finito: hay que sumergirse en esta ola y ser devuelto a la fuente eterna e infinita. Nietzsche, cientos de años después, calificó la significación del mito del eterno retorno como una idea horrible y paralizante. A su sensibilidad le resultaba insoportable aceptar la existencia en el universo, de millones de cosas finitas que se repiten una y otra vez. Y cómo no recordar, desde la poesía, el reclamo que León Felipe le hace a Dios, y que tiene como origen también este no aceptado mito desde la modernidad: Si aquello que ha sido es lo que será,/ y lo que se ha hecho lo que se volverá

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a hacer./Señor del Génesis y el Viento te lo devuelvo todo,/ la arcilla y el soplo que me diste…/Vuélveme al silencio y a la sombra, al sueño sin retorno,/ a la Nada infinita.../No me despiertes más. Y bien entrado el siglo xx, Milan Kundera empleó también esta figura del mito del eterno retorno, para explicar una realidad de la posmodernidad europea en una de sus más reconocidas novelas: La insoportable levedad del ser. Y ni qué decir de la tradición judeo-cristiana, en especial el Evangelio de Juan: En el principio fue el verbo; y ya entrados en el mundo de la sociedad del riesgo, de la aldea global, cómo no mencionar la gran significación del mundo del consumo, el libre mercado, simbólicamente legitimada (al menos así se quisiera creer) en una estructura de significación que se representa en una metáfora: la mano invisible, en referencia, dentro de la economía, a la capacidad autorreguladora de los mercados; y cómo dejar de lado la profecía marxista, construida desde una historia teleológica, que pregonó, como un destino inevitable, el comunismo como el feliz término al largo y conflictuado camino seguido por el hombre a lo largo de su historia… Eso sí, sin Dios, y abanderado por la emblemática figura del proletariado como sujeto histórico de la transformación revolucionaria de la sociedad. En fin, bien podemos decir entonces, desde la incierta seguridad que otorgan los viejos y nuevos relatos cosmovisionales que esculpen el gran discurso de la historia del hombre, que son ancestrales sus deseos por recomponer la apacible unidad rota del Hombre con Dios y la Naturaleza; y que, hasta la fecha, continua siendo, con más o menos consciencia, fuente inagotable de seguridad ontológica para millones de hombres insertos en un gran número de culturas, por no decir que en todas.

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i i i . C u lt u r a e imaginario social

Lo instituyente y lo instituido

P

or todo lo hasta el momento expuesto, nos parece incuestionable el hecho de que el hombre se relaciona con la realidad exterior a través de símbolos: formas excepcionales de pensamiento, dijimos, que permiten los procesos de abstracción y que dotan al individuo de la capacidad de interpretar el mundo que lo rodea. Esta forma única de relación del hombre con su entorno contiene, nos indica Castoriadis, un componente esencial y decisivo: “el componente imaginario de todo símbolo y de todo simbolismo, a cualquier nivel que se sitúen”.1 Como ya se verá más adelante, se está haciendo referencia a las formas colectivas e individuales de creación radical y trascendente desde las cuales se construye no sólo a la sociedad y sus instituciones, sino más bien, y de manera

En este trabajo, el concepto de imaginario social se entenderá desde la perspectiva de Cornelius Castoriadis, en particular para entender la muy particular manera en que relaciona lo simbólico y lo imaginario. Ver idem. 1

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principalísima, a las culturas y también sus instituciones, con todas las características que hasta el momento le hemos otorgado al concepto. Vamos a tratar entonces, en este apartado, de enriquecer los contenidos de nuestro particular concepto de cultura, retomando del análisis que Castoriadis elaboró alrededor del concepto de imaginario social, un conjunto de elementos que consideramos relevantes para este fin. De momento, adelantamos, parte del extenso análisis que Castoriadis hace alrededor de lo que llamó imaginario social instituido, será revalorado por nosotros para precisar con mayor rigor los contenidos con que, hasta este momento, hemos definido el concepto que nos ocupa y nos preocupa. Veamos. Sintetizando el pensamiento de Castoriadis, advertimos que, para él, la historia de la humanidad es la historia del imaginario humano y de sus obras: del imaginario social instituyente que crea la forma institución; de un imaginario radical, colectivo e individual, concebido como poder de creación que, hasta hoy, no ha logrado imponer a la sociedad un imaginario social instituido que no pierda, en su creación institucional, la creatividad de lo instituyente; un imaginario instituido-instituyente capaz de darle orden a colectivos humanos autónomos y libres de la alienación de la burocracia institucional. Alrededor de esta utopía generó Castoriadis su pensamiento.2 Vale recordar que dentro del pensamiento filosófico la noción de imaginario ha sido prácticamente ignorada o desdeñada; aparece y se encubre a lo largo de su historia, pero hablar de imaginario social instituyente es algo nuevo que surge de la reflexión de Castoriadis, y que alude al hecho de que cualquier tipo de colectividad humana posee un poder de creación que deriva en la construcción de la sociedad instituida. Sobre esta problemática ver el contenido de la conferencia Imaginario e 2

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…no se puede explicar ni el nacimiento de la sociedad ni las evoluciones de la historia por factores naturales, biológicos u otros, tampoco a través de una actividad racional de un ser racional (el hombre). En la historia, desde el origen, constatamos la emergencia de lo nuevo radical, y si no podemos recurrir a factores trascendentes para dar cuenta de eso, tenemos que postular necesariamente un poder de creación, un vis formandi, inmanente tanto a las colectividades humanas como a los seres humanos singulares. Por lo tanto, resulta absolutamente natural llamar a esta facultad de innovación radical, de creación y de formación, imaginario e imaginación. El lenguaje, las costumbres, las normas, la técnica, no pueden ser explicados por factores exteriores a las colectividades humanas. Ningún factor natural, biológico o lógico puede dar cuenta de ellos. A lo sumo, pueden constituir las condiciones necesarias para esta innovación (la mayoría de las veces, exteriores y triviales), pero nunca serán suficientes. Debemos, pues, admitir que existe en las colectividades humanas un poder de creación, una vis formandi, que llamo el imaginario social instituyente.3

Hablar entonces de imaginario colectivo y de imaginación radical del ser humano singular es aceptar la existencia de un poder de creación que le pertenece al ser socio-histórico, entendiendo por creación “…un hacer-ser de una forma que no estaba allí… Creación ontológica: de formas como el lenguaje, la institución, la música, la pintura…”;4 y hablar

Imaginación en la encrucijada, que dictó este pensador en Abrantes, Portugal, en 1996, recogida en Cornelius Castoriadis, Figuras de lo pensable (Las encrucijadas del laberinto vi), fce, México, 2001, pp. 93-113. 3 Idem, p. 94. 4 Idem, p. 95.

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de imaginario social instituyente se refiere en concreto a la creación de instituciones animadas o portadoras de …significaciones que no se refieren ni a la realidad ni a la lógica: por ese motivo las llamo significaciones imaginarias sociales. De modo que Dios, el Dios de las religiones monoteístas, es una significación imaginaria social, sostenida por múltiples instituciones como, por ejemplo, la Iglesia. Pero también son significaciones los dioses de las religiones politeístas, o los héroes fundadores, los tótems, tabúes, los fetiches, etcétera. Cuando hablamos del Estado, se trata de una institución animada por significaciones imaginarias. Del mismo modo, el capital, la mercancía (el jeroglífico social de Marx), el interés, etcétera.5

Sin embargo, es importante aclararlo, al momento en que este imaginario social instituyente, creador de significaciones sociales imaginarias, consolida instituciones, abandona su condición de instituyente para transformarse en un imaginario social instituido. Esto es, cuando el incesante, creativo, radical y desorganizado movimiento del imaginario instituyente, termina por construir un imaginario instituido, el primero pierde su capacidad de creación y de radicalidad y el segundo garantiza la continuidad de la sociedad reproduciendo y repitiendo las formas creadas por el primero, “…formas que de ahora en más regulan la vida de los hombres y permanecen allí hasta que un cambio histórico lento o una creación masiva venga a modificarlas o a reemplazarlas radicalmente por otras formas”.6 Para Castoriadis este es, en

5 6

Idem. Idem, p. 96.

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resumen, el comportamiento del imaginario social en cualquier espacio socio-histórico; y estos son los dos momentos, o los dos campos, en que se manifiesta. Lo instituyente y lo instituido sólo pueden entenderse como unidad divergente del imaginario; no encuentran explicación en sí mismos, se necesitan para existir. Lo instituyente se manifiesta en razón de lo instituido, y desde lo instituido se recrea lo instituyente. Sin instituyente no hay instituido y viceversa. Dicho de otra manera: el ser humano –como ente particular colectivamente determinado– está definido esencialmente por la imaginación; imaginación radical en el sentido que contiene un movimiento inagotable de representaciones: deseos, afectos, recuerdos, anhelos, temores, miedos y un sinfin de estados de ánimo. En esta permanente convulsión del pensamiento –determinación esencial de la psique humana, nos dice Castoriadis–, esta ola imparable de representaciones no contiene –más que en forma discontinua o excepcional– un pensamiento lógico. Los elementos que contiene el imaginario no se relacionan de manera racional ni siquiera razonable, pero sobre todo, sus representaciones carecen de funcionalidad. Un hombre puede dejarse matar por la gloria o por el honor y en esto no existe funcionalidad, sino valores sociales imaginarios; y lo mismo puede decirse de los afectos, del enamoramiento, del odio, del deseo de matar, de poseer, de mandar, etcétera. Este agolpamiento de representaciones imaginarias radicales sobre el pensamiento no se relaciona necesariamente ni con la lógica ni con la “realidad”, y por supuesto, el cúmulo de deseos que se desprende de este imaginario radical generalmente cohíbe la vida en común del sujeto. Para que cualquier grupo humano subsista y tenga la posibilidad de reproducirse, la imaginación radical del ser particular tiene que ser dominada a través de la regulación normativa de la vida social; debe ser domada y convertirla en

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apta para la vida social, sujeta a esa construcción simbólica imaginaria a la que comúnmente llamamos realidad y a la que Castoriadis denomina imaginario social instituido.7 Este proceso de socialización, resultado de un imaginario instituyente que logró consolidar las instituciones de un particular grupo humano, terminará controlando el imaginario radical del individuo y lo interiorizará en las nuevas creaciones instituidas. Los individuos particulares …aprenden el lenguaje, la categorización de las cosas, lo que es justo e injusto, lo que se puede hacer y lo que no se debe hacer, lo que hay que adorar y lo que hay que odiar. Cuando esta socialización opera, la imaginación radical, hasta cierto punto, se encuentra ahogada en sus manifestaciones más importantes y su expresión adquiere un carácter de conformidad y de repetición.8

En lo general, el individuo particular creerá que juzga sus conductas y comportamientos según criterios propios, cuando en realidad sus juicios son guiados por criterios sociales a través de convenciones predeterminadas casi siempre reforzadas por la llamada opinión pública. Resulta evidente que en esta dialéctica establecida entre el imaginario instituyente y el imaginario instituido es el segundo de éstos el que expresa claramente su permanencia dentro de lo social, mientras que el primero, por las caracteEl término realidad social será entendido como una construcción simbólica específica que sólo se comprende en un tiempo y en un espacio históricamente determinado. Es a esta realidad social a la que Castoriadis califica como sociedad instituida producto de significaciones sociales instituyentes. 8 Castoriadis, op. cit., p. 97. 7

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rísticas que lo definen, es esporádico, tanto que, si queremos creerle a Castoriadis, la historia occidental registra sólo dos grandes momentos en que desde lo social y desde el individuo particular se manifiesta la posibilidad de subvertir el mundo instituido: la Grecia antigua (con el nacimiento de la democracia, la filosofía, la tragedia, las artes y la ciencia), y la modernidad capitalista en la Europa occidental, con su propuesta revolucionaria luego del largo periodo heterónomo de la Edad Media (la idea de razón y progreso que guió el desarrollo de la ciencia e impulsó un acelerado proceso de innovación tecnológica, la consolidación de la forma Estado a través de las revoluciones políticas y sociales, la aparición de dos nuevas clases sociales y el mantenimiento, por casi dos siglos, de la llamada sociedad industrial). De acuerdo con lo que se ha venido exponiendo, estos dos grandes momentos de la historia de la humanidad surgen gracias al poder de creación del imaginario instituyente; sin embargo, al consolidarse las nuevas instituciones, terminó por imponerse el imaginario instituido. Vale aclarar, no obstante, que a pesar del enorme peso que adquirió lo instituido en estos dos largos periodos de la historia del mundo occidental, lo instituyente nunca ha desaparecido del todo, y en no pocas ocasiones, coyunturalmente o con un aliento de más largo alcance, subvierte el orden instituido dándole fuerza al enorme caudal de una muy larga historia que, en extensos lapsos de tiempo, pareció agotarse ante la enorme fuerza de la tradición. Con altibajos y de manera enormemente desigual, se puede afirmar, interpretando a Castoriadis, que la relación entre lo instituido y lo instituyente no es otra cosa que la lucha entre la hasta hoy inevitable burocratización de las instituciones y el sentido de autonomía que, vitalmente, contiene lo social. Más claramente: el imaginario instituyen-

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te encierra el gran anhelo del individuo social en busca de su autonomía, mientras que el imaginario instituido admite dentro de sí el germen de la burocratización alienada que, en la búsqueda de la permanencia del orden social, tiende a congelar lo instituyente. Instituido e instituyente, instituyente e instituido, lucha enormemente desigual en que, a lo largo de la historia, el hombre todavía no sabe cómo lograr construir un mundo de instituciones autónomas, un mundo de instituciones no alienadas.9 A pesar de ello, el caso es que, a riesgo de reconocer como ciertos los vaticinios sobre el fin de la historia, se debe tener claro que nunca podrá entenderse a cabalidad un orden social sin rastrear los elementos instituyentes que contiene, lo que necesariamente obliga a nuestro pensamiento analítico o interpretativo a ir más allá de los tiempos cortos de la historia. Para terminar con esta primera parte de nuestro tercer apartado, nos hace falta dejar claramente establecido el porqué de esta incursión sobre el imaginario social en nuestro jugueteo intelectual alrededor de la cultura. Si al hablar de imaginario social instituyente e instituido nos referimos, siguiendo a Castoriadis, a la creación de un inmenso conjunto de instituciones que llama significaciones sociales imaginarias, vamos a entender, para el caso que nos ocupa, que estas significaciones sociales imaginarias, expresadas en instituciones, no son otra cosa que esa inmensa red de representaciones simbólicas, de estructuras de significación en espera de ser desentrañadas, que definen lo que Geertz entiende por cultura. Bien podemos interpretar entonces, desde una perspectiva analítica, que el movimiento que genera la irrupción del imaginario social instituyente se ubica 9

Más adelante se verá la relación entre alienación e institución.

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en el espacio de lo social, ahí donde se da en concreto la acción de los colectivos humanos; y que el conjunto de instituciones creadas por su impulso transformador, expresión de los ethos y cosmovisiones que ordenan y dan sentido a los colectivos humanos, integran la compleja red institucional que aquí llamamos cultura. ¿Cómo sostener este tipo de interpretación?: considerando como válido, metodológicamente hablando, el hecho de que, dentro de cualquier símbolo o estructura simbólica, encontraremos siempre como elemento determinante de la estructura, la presencia del imaginario social en sus dos grandes acepciones. Así, cuando Castoriadis afirma, como ya antes se informó, que es el imaginario instituido el que garantiza la continuidad de la sociedad reproduciendo y repitiendo lo creado por el instituyente, nosotros estaremos entendiendo que estamos frente al mundo de la cultura. Reproducir y repetir lo creado nos lleva, necesariamente, ante la presencia del ethos y la cosmovisión de una particular colectividad humana, en un tiempo y en un espacio históricamente determinado. No olvidemos, sin embargo (ya lo enfatizamos en la introducción a este trabajo), que esta estructura institucional que reproduce y repite lo creado, no puede ser considerada como una construcción predeterminada, rígida, petrificada; por el contrario, es flexible y en permanente movimiento, lo que no le quita su cualidad de estructura. En este sentido, cuando desde la perspectiva aquí señalada se pretenda hacer el análisis de la cultura, debemos colocarnos en el ámbito de lo social, ahí donde se ejerce la acción de los hombres; ahí donde, en lo concreto, puede advertirse con mayor claridad de qué manera un individuo, o un grupo de individuos, está expresando empíricamente cualquier tipo de representación simbólica relacionada con el ethos o la cosmovisión propia

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de un imaginario instituido. En suma: las expresiones simbólicas que construyen estructuras de significación que, a su vez, constituyen el mundo del imaginario social instituido, el universo de la cultura, no responden a esquemas inalterables; sus variaciones, creemos, tienen que ver con el movimiento del instituyente. Sabemos, por ejemplo, que el cúmulo de emociones, caóticamente expresadas en cualquier sujeto histórico socialmente determinado, inhibe, necesariamente, el orden de la vida social. La incontrolable fuerza de las emociones individuales –ausente de lógica, privada de razón– tendrá, necesariamente, que someterse al mundo de las instituciones que regulan la vida social; orden institucional creado, paradójicamente, por el imaginario instituyente. Sin embargo, en este cotidiano proceso de sometimiento a un orden institucional con el fin de regular la vida social, las formas de respuesta empleadas por el individuo no son únicas, repetibles y mucho menos inquebrantables; por lo contrario, son transfiguradas y complejas, y es por ello que manifestamos aquí el carácter flexible de las estructuras de significación que integran lo cultural; y es por ello también que mencionamos que las estructuras simbólicas no están petrificadas y, mucho menos, predeterminadas; y es por ello además, creemos, que las muy diversas maneras como los individuos de un colectivo social responden a los ordenamientos institucionales garantes del orden social, tienen que ver, frecuentemente de manera difusa, con el comportamiento del imaginario instituyente de los individuos. Y el mismo razonamiento debe ser aplicado cuando la referencia es hacia el comportamiento de un colectivo social específico. Esta forma dúctil de entender el carácter estructural de la cultura nunca tendrá por qué estar reñido con la historia.

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Institución, símbolo e imaginario Resulta evidente, dentro de la lógica empleada en nuestro análisis, que el concepto de institución juega un papel destacado. Vale, pues, detenerse un poco en la reflexión simbólica-funcional que contiene este concepto. Desde el punto de vista etimológico, institución significa estar de pie, y este cultismo parece aludir, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, al establecimiento o fundación de una cosa, y, en consecuencia, también a la misma cosa establecida o fundada. En términos de la ciencia social, el Diccionario unesco de Ciencias Sociales, Tomo II, p. 1122, define institución como la consolidación permanente, uniforme y sistemática de conductas, usos e ideas, mediante instrumentos que aseguran el control y el cumplimiento de una función social. En la Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales, Ediciones Aguilar, Tomo 6, pp. 85-101, Shmuel N. Eisenstad entiende por instituciones a aquellos principios reguladores que organizan la mayoría de las actividades de los individuos de una sociedad en pautas organizacionales definidas. La referencia es a un conjunto de esferas institucionales que le dan coherencia a un colectivo social; se habla, por ejemplo, de la esfera de la familia y del parentesco, de la educación, de la economía, de la política, de la religión, de las instituciones culturales, de la estratificación social, entre otras muchas, tantas como el colectivo humano requiera para actuar socialmente. Qué mejor ejemplo de reflexión funcionalista que la que, desde la antropología, hace B. Malinowsky: …la explicación de los hechos antropológicos, a todos los niveles de desarrollo, (se explica) por su función, por el papel que representan en el sistema integrado de la cultura, por la

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manera en que están vinculados en el interior del sistema y por la manera en que este sistema está ligado al medio natural […] La visión funcionalista de la cultura insiste, pues, sobre el principio de que, en todo tipo de civilización, cada costumbre, cada objeto material, cada idea y cada creencia cumplen una función vital, tiene una tarea que realizar, representa una parte indispensable en el seno de un todo que funciona.10

No es difícil advertir el perfil funcionalista que las definiciones antes citadas muestran sobre el concepto de institución, sin embargo, y sin desdeñar lo valioso que este enfoque tiene para la comprensión del fenómeno, tampoco es difícil advertir cómo el elemento simbólico que Castoriadis introduce para el entendimiento del concepto limita, de manera importante, la validez explicativa del punto de vista funcional. No cuestionamos, afirma, la visión funcionalista en la medida en que llama nuestra atención sobre el hecho evidente, pero capital, de que las instituciones cumplen unas funciones vitales, sin las cuales la existencia de una sociedad es inconcebible. Pero sí la cuestionamos en la medida en que pretende que las sociedades se reduzcan a esto, y que son perfectamente comprensibles a partir de este papel.11

O dicho de otra manera, una institución no se reduce a las tareas que realiza, ni mucho menos estas tareas enfrentarán Ver Enciclopedia Británica, Vol. 1, pp. 132-133, y para tener una visión más amplia de este punto de vista, revisar Bronislaw Malinowsky, Una teoría científica de la cultura, Colección Perspectivas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1970, en especial el capítulo VII “Análisis funcional de la cultura”. 11 Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad 1, op. cit., p. 199. 10

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siempre los mismos problemas; la sociedad, de manera permanente, inventa nuevos modos de responder a las mismas o a otras nuevas necesidades. Es cierto que todo el sinnúmero de instituciones, sin las cuales sería poco probable que una sociedad existiera, no pueden ser consideradas directamente como símbolos, sin embargo, nos recuerda Castoriadis, su existencia resulta imposible fuera de una red simbólica. Las instituciones no se reducen a lo simbólico, pero no pueden existir más que en lo simbólico, son imposibles fuera de un simbólico […] y constituyen cada una su red simbólica. Una organización dada de la economía, un sistema de derecho, un poder instituido, una religión, existen socialmente como sistemas simbólicos sancionados.12

Pero vale aclarar que tanto para el individuo como para la sociedad, la construcción de lo simbólico no es libre, toma su materia de lo que ya existe, de las particularidades naturales y culturales que definen el entorno específico de un colectivo humano, en un lugar y un tiempo determinados. Cuántas veces, nos relata la historia, los hombres en sus múltiples reacomodos sociales, algunas veces revolucionarios, crean, desde el lenguaje, nuevas palabras para nombrar nuevas instituciones que, con demasiada frecuencia, terminan por significar lo mismo que antes significaban. Toda nueva institución creada establece de inmediato contradicciones entre su carácter funcional y su carácter simbólico. El carácter real o racional que desde una perspectiva funcionalista se le otorga a cualquier institución no coincide, necesariamente, con la lógica simbólica de esta misma institución. 12

Idem, p. 201.

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Narra Castoriadis, siguiendo la autobiografía de Trotsky, cómo la triunfante revolución bolchevique requería de un nombre que designara la nueva institución que representaría al pueblo. Lenin rechazó utilizar el viejo membrete de ministro o consejo de ministros porque simbólicamente le representaba el viejo orden burgués; Trotsky propuso, y fue felizmente aceptado, la designación de comisarios del pueblo y Soviet de los comisarios del pueblo. Una lectura funcionalista que partiera de la formalidad del lenguaje expresaría un nuevo contenido social para definir a las nuevas instituciones revolucionarias, pero una lectura simbólica habría de descubrir muy pronto que “la revolución creaba un nuevo lenguaje, y tenía cosas nuevas que decir; pero los dirigentes querían decir con palabras nuevas cosas antiguas”.13 En suma, en un imaginario instituido es inaceptable considerar que el simbolismo institucional pueda ser una expresión neutra relacionada sin contradicción alguna con su funcionalidad. La relación de lo simbólico con el carácter funcional de la institución está marcada por la historia; las relaciones sociales que subyacen a cualquier institución no están predeterminadas, existen incluso antes de ser sancionadas institucionalmente como tales. Sólo el carácter instituyente del imaginario podría cambiar esta situación: “una nueva sociedad, afirma Castoriadis, creará con toda evidencia un nuevo simbolismo institucional, y el simbolismo institucional de una sociedad autónoma tendrá poca relación con lo que hemos conocido hasta aquí”.14 Para este pensador, es indudable que la utopía que subyace a su pensamiento –el imaginario instituyente– tiene sus

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Idem, p. 211. Idem, p. 218.

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raíces en la posibilidad de existir de una sociedad autónomamente instituida, esto es, libre de la burocracia alienada que, desde su perspectiva, determina el carácter instituido de cualquier sociedad. No es gratuita entonces su preocupación por explicar la relación que se da entre lo simbólico y lo imaginario, sobre todo dar cuenta que el elemento simbólico que toda institución expresa no agota su substancia en legitimar lo instituido, tiene un componente esencial, decisivo, que lo determina: el componente imaginario que le confiere al símbolo su condición de instituyente. Esto es, un desplazamiento de sentido del dispositivo simbólico que acompaña a toda institución, una disposición simbólica que rompe con el sentido dominante dado al símbolo y le confiere otro tipo de significaciones diferentes a las que le otorga su carácter institutivo. Las relaciones profundas y oscuras entre lo simbólico y lo imaginario aparecen enseguida si se reflexiona en este hecho: lo imaginario debe utilizar lo simbólico, no sólo para expresarse, lo cual es evidente, sino para existir, para pasar de lo virtual a otra cosa más […] Pero también, inversamente, el simbolismo presupone la capacidad imaginaria, ya que presupone la capacidad de ver en una cosa lo que no es, de verla otra de lo que es. Sin embargo, en la medida en que lo imaginario vuelve finalmente a la facultad originaria de plantear o de darse, bajo el modo de la representación, una cosa y una relación que no son (que no están dadas en la percepción o que jamás lo han sido), hablaremos de un imaginario efectivo y de lo simbólico. Es finalmente la capacidad elemental e irreductible de evocar una imagen.15

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Idem, p. 220.

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En suma, para Castoriadis todo simbolismo, aunque manifieste un componente racional-real, siempre estará vinculado con el imaginario efectivo, siempre será contenido de cualquier símbolo.16 Hablar de Dios, por ejemplo, es hablar del imaginario que contiene un símbolo donde, real y funcionalmente, se expresa una institución social que ordena y sanciona a través de leyes. Por necesidad, la sociedad produce este tipo de imaginario para su funcionamiento. Sin tener muy claro por qué es en lo imaginario en lo que la sociedad busca su orden, es este núcleo del símbolo el que legitima los factores reales y funcionales que facilitan la racionalidad de su funcionamiento. Es este imaginario efectivo, o radical, el que estabiliza o subvierte el orden social. Y lo mismo podemos decir de otro tipo de representaciones laicas como Estado, nación, territorio; o de los valores axiomáticos que los legitiman (democracia, justicia y libertad). En suma: todo símbolo instituido estará centrado sobre un imaginario; en consecuencia, resulta ser sólo parcialmente cierto afirmar, como comúnmente se hace, que la institución se explica desde sus aspectos funcionales. Si aceptamos la explicación de Castoriadis, los aspectos funcionales de cualquier institución resultarían ser sólo una proyección: la institución proyecta sobre la historia una idea tomada no de lo que sus aspectos funcionales expresan, sino de lo que la diversidad social quisiera que fueran sus instituciones.

En cuanto al término imaginario efectivo, Castoriadis aclara que “podría intentarse distinguir, en la terminología, lo que llamamos lo imaginario último o radical, la capacidad de hacer surgir como imagen algo que no es, ni fue […] (y) que podría designarse como lo imaginado. Pero la forma gramatical de este término puede prestarse a confusión, y preferimos hablar de imaginario efectivo”, Idem, nota 21. 16

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A manera de resumen, dos indicaciones metodológicas: una, la institución es una construcción simbólica que mantiene en su centro el imaginario social; otra, desde este centro imaginario que contiene simbólicamente toda institución se facilita, tanto la identidad social en torno a uno o varios valores legitimantes o disruptivos como el movimiento de los elementos funcionales que permiten, dentro de lo realsocial, la sobrevivencia de la institución. En suma, va a entenderse la institución como “una red simbólica, socialmente sancionada, en la que se combinan, en proporción y relación variables, un componente funcional y un componente imaginario”,17 y son los resultados de este movimiento dialéctico quienes terminan por definir, dentro de la institución, el nivel de predominancia de lo imaginario instituido; esto es, sus niveles de legitimad simbólica. Y es desde aquí que conectamos la reflexión de Castoriadis con nuestro asunto: la cultura como concepto semiótico. Si hemos venido afirmando que, para nosotros, la cultura es un inacabable horizonte de estructuras de significación urgidas de ser desentrañadas; una enorme urdimbre de representaciones simbólicas desde las cuales el hombre edifica sus instituciones (fácilmente identificadas y, por tanto, expuestas a la explicación histórica), le agregamos ahora a nuestra comprensión el elemento de imaginario social como clave que determina y explica, tanto a la representación simbólica como a la institución que crea, y que, además, define los juegos dialécticos que establece entre sus aspectos funcionales y simbólicos, ya lo indicamos en el apartado anterior, y en este lo reafirmamos: el carácter semiótico del concepto cultura debe contener el imaginario social (con sus dos inseparables 17

Idem, pp. 227-228.

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componentes) como dispositivo metodológico esencial para el estudio de lo cultural. La historia de la sociedad con su enorme cauda de culturas muestra, desde su inicio, la presencia de un imaginario radical que forma parte determinante de cualquier tipo de representación o red simbólica; imaginario creativo que, por exigencia cultural proveniente de la necesidad de orden, termina subsumiéndose a una institución o a un sistema institucional. El imaginario instituyente se subordina al imaginario instituido. Las instituciones creadas desde lo instituyente tienden a burocratizarse, se hacen rígidas y construyen un orden social que, desde los elementos culturales que lo legitiman (ethos y cosmovisión), se pretenderá siempre como inamovible, imperecedero, estático, a veces metafísico, eterno. La funcionalidad de las instituciones se impone simbólicamente a través de este imaginario instituido que las legitima. Valores, normas y conductas adquieren fuerza axiomática, obligatoriedad social que disminuye –a veces hasta lo individual– la radicalidad del imaginario instituyente. La institución alienada y las significaciones sociales imaginarias ¿Por qué a lo largo de la historia ocurre reiteradamente este fenómeno? Según Castoriadis, porque al formarse un sistema institucional que da orden a un colectivo social tiende a burocratizarse, y en este proceso de burocratización las instituciones se alienan. Es decir, se autonomizan de la sociedad y se encarnan en la materialidad de su vida sin que los colectivos humanos que la integran se reconozcan en el imaginario de las instituciones: los hombres socio-históricos no reconocen en el imaginario de las instituciones su propia creación; aceptan, sin cuestionamiento, los contenidos

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simbólicos del imaginario instituido. La sociedad aliena su relación con el mundo de las instituciones y, en consecuencia, las instituciones se autonomizan de la sociedad. Más concretamente: desde el momento en que los hombres consideraron que la institución es obra de Dios, o más cercano, históricamente hablando, al inicio de la modernidad capitalista, cuando imaginaron que la sociedad era fruto de la razón o de la lógica de la historia, se colocaron en estado de alienación, al separar su ser y su sentir del acto de creación institucional. A lo largo de la historia, en dilatados trances de embeleso, el hombre ha sido seducido, fascinado, embrujado, turbado, amenazado por el imaginario que contienen las instituciones que él mismo creó. Y es este elemento de alienación en la relación sociedad-institución el que le quita fuerza al elemento funcional. En contra de lo que establece cualquier explicación de corte económico-funcional, la institución se entiende más allá de la función que cumple en la sociedad, conocerla obliga a introducirse en el mundo de lo simbólico, más concretamente, en su núcleo imaginario. Castoriadis recurre a la reflexión marxista sobre el fetichismo de la mercancía para entender mejor el carácter de alienación que adoptan las instituciones burocratizadas, simbólicamente determinadas por un imaginario instituido: La relación social determinada que existe entre los hombres mismos […] toma aquí a sus ojos la forma fantasmagórica de una relación entre objetos. Tenemos que apelar a las nebulosas regiones del mundo religioso para encontrar algo análogo. Allí, los productos del cerebro humano parecen animados de vida propia y constituir entidades independientes, en relación entre sí y con los hombres. Sucede lo mismo, en el mundo de las mercancías, con los productos del trabajo humano. Esto es lo que

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llamo el fetichismo que se agarra a los productos del trabajo a partir del momento en que figuran como mercancías.18

Esto es, la mercancía como institución fundamental de la economía capitalista va más allá de su carácter funcional y se explica mejor desde lo simbólico, mejor dicho, desde el núcleo imaginario de lo simbólico. Y vuelve a recurrir a Marx Cuando subrayaba que el recuerdo de las generaciones pasadas pesa mucho en la conciencia de los vivos, indicaba también ese modo de lo imaginario que es lo pasado vivido como presente, los fantasmas más poderosos que los hombres de carne y hueso, lo muerto que recoge a lo vivo […] Y, cuando Lukács dice, en otro contexto, retomando a Hegel, que la conciencia mistificada de los capitalistas es la condición del funcionamiento adecuado de la economía capitalista, dicho de otro modo, que las leyes no pueden realizarse más que utilizando las ilusiones de los individuos, muestra una vez más, en un imaginario específico, una de las condiciones de la funcionalidad.19

Y colocados ya en esta línea de análisis, vale recordar que son muchos los pensadores que a través de sus obras –y a pesar de las contradicciones que sus discursos expresan entre sí– hablan, a su manera, sobre el fenómeno social al que Castoriadis llama imaginario. Merecerían ser traídos a la memoria, por ejemplo, Durkheim y su concepto de significaciones sociales, o Weber y su concepto de significación, particularmente empleado para el estudio de la sociedad;

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Citado por Castoriadis en idem. Idem.

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o más reciente, el análisis de vida cotidiana realizado por Heller, o el concepto de habitus construido por Bordieu, o el de rutinización empleado por Giddens, sólo por citar algunos, todos ellos reconociendo el carácter simbólico que toda institución requiere para legitimarse y funcionar adecuadamente como tal. En suma, volviendo a nuestro particular interés, podríamos considerar, apoyándonos en el pensamiento de Castoriadis, que cualquier cosmovisión, cualquier ethos, cualquier sistema cultural entendido como una inmensa red de significaciones, domina y manipula las fuerzas de la naturaleza desde el imaginario; elemento simbólico que encontraremos lo mismo en la alienación burocrática de las instituciones como en la creación misma de la historia. Hablamos entonces, por un lado, del instituido alienado, simbólicamente legitimado, que se separa de la sociedad; y por el otro, del instituyente creativo y radical que se constituye en lo nuevo –constitución activa que responde a la emergencia de crear, no de descubrir, nuevas instituciones y nuevas maneras de vivir–.20 En el primer caso (lo instituido alienado), se discurre sobre lo imaginario de la sociedad en una época específica: […] su manera singular de vivir, de ver, y de hacer su propia existencia, su mundo y sus propias relaciones; (se razona sobre su) estructurante originario, su significado-significante central, fuente de lo que se da cada vez como sentido indiscutible e indiscutido, soporte de las articulaciones y de las distinciones de lo que importa y de lo que no importa; (se argumenta sobre el) origen del exceso de ser de los objetos de inversión práctica, afectiva e intelectual, individuales y colectivos […].21 Creación, dice Castoriadis, no es descubrimiento, sino constitución de lo nuevo, idem, p. 231. 21 Idem, p. 252. 20

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En el segundo caso (el instituyente creativo y radical) se razona acerca del distanciamiento y la crítica, en los hechos y en los actos, de lo instituido alienado; es, dice Castoriadis, la primera emergencia de la autonomía, la primera grieta de lo imaginario instituido: Lo que era hasta entonces reabsorción inmediata de la colectividad en sus instituciones, sumisión simple de los hombres a sus creaciones imaginarias, unidad que no era más que marginalmente perturbada por la desviación o la infracción, se convierte ahora en totalidad desgarrada y conflictiva, autocuestionamiento de la sociedad […].22

Este complejo entramado de significaciones interactuantes será reconocido en el pensamiento de Castoriadis como significaciones sociales imaginarias: redes inmensas de representaciones que instituyen y crean un orden social específico, pero que también lo mantienen y justifican, del mismo modo que lo cuestionan y critican. En este sentido, las significaciones sociales imaginarias fundan el sentido del mundo, entendiendo que éste no es reflejo mecánico de una realidad ajena a ellas. Desde esta perspectiva, la institución sociedad debe ser comprendida como un conjunto de significaciones sociales imaginarias a las que Castoriadis denominó magma. El imaginario social es entonces un magma de significaciones sociales imaginarias que, del mismo modo que crean instituciones desde el instituyente radical, las mantienen también y las justifican desde el instituido burocratizado y alienado. Sólo desde la dialéctica que manifiesta este mundo de significaciones que transita entre lo instituyente y lo instituido 22

Idem, p. 270.

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puede entenderse la institución de la sociedad. Sólo desde esta tensión cargada de violencia simbólica se puede distinguir la historia hecha de la historia que se hace y también de la que se vive. Sólo dentro de este entramado contradictorio de significaciones puede entenderse lo socio-histórico. Y en este marco de interpretación introduciremos un desliz metodológico, una particular herramienta analítica, para analizar la cultura desde la percepción que aquí venimos desarrollando: en el mundo de las significaciones sociales imaginarias ubicaremos, por un lado, a la cultura dentro de ese tiempo y de ese espacio históricamente determinados, donde el imaginario social se afianza como instituido; en ese momento socio-histórico, donde un colectivo social específico afirma una singular manera de vivir, de ver y hacer su propia existencia; repitiendo a Castoriadis, ahí donde se responde socialmente a un estructurante originario, a un significado-significante central desde donde se establece lo indiscutible y lo indiscutido; desde donde se articula lo que importa y lo que no importa. Y por el otro lado, colocaremos en el espacio de lo social, para fines de análisis, al elemento instituyente de cualquier significación social imaginaria. Para nosotros lo instituido, ya antes lo dijimos, es el campo de la cultura (del ethos y la cosmovisión) y lo instituyente el territorio de lo social, el lugar donde los individuos sociohistóricos actúan, ahí donde, cotidianamente, se gesta la acción social. No es ocioso hacer notar que, a excepción de nuestro desliz teórico, lo antes dicho es el marco dentro del cual Castoriadis construye su utopía: en este interminable ir y venir entre lo instituyente y lo instituido en algún momento se romperá, al menos por tiempos largos, la heteronomía de las instituciones para dar paso a la autonomía de la sociedad: búsqueda del movimiento histórico de los hombres por

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llegar a una autoinstitución consciente de la sociedad –por tanto desalienada– sin mitos, ni dogmas, ni obligatoriedades normadas no reconocibles por ellos. Un darse la propia ley sin reconocer fundamentos extrasociales. La historia, por supuesto, no da cuenta de fenómenos de tal magnitud. Hasta el día de hoy, lo instituido termina siempre por subsumir a lo instituyente, y este último sólo se nos aparece como momento fugaz, como privilegiado instante del tiempo largo de la historia, como inquietante coyuntura capaz de trastocar el tiempo social y cultural de los hombres, y que nos hace saber, que nos obliga a no olvidar, y en esto radica su enorme importancia, que en el mundo del hombre no existe lo inmutable, lo invariable, lo inflexible, lo inalterable. Orden y desorden. Orden y caos. Vínculo indivisible, relación compleja y contradictoria. Correspondencia vital que impulsa el cambio: lo invariable, una ilusión; lo inalterable, una quimera; un despropósito, lo fijo. Lo estático, un engaño; lo indestructible un espejismo; lo eterno, una ficción. No existen equilibrios sociales que perduren por siempre: permanencias imperecederas. Orden y desorden. Orden y caos. Reciprocidad trascendente que presiona el movimiento, mudanza necesaria. Inagotable fuente de crisis, vicisitudes varias, alteraciones recurrentes, inquietantes trastornos, panoramas inciertos que, de muy diversas formas, concluyen en una nueva estabilidad siempre contingente, irregular, catastrófica; siempre en rumbo a una nueva y perturbadora transformación.23

23 Luis H. Méndez B. y Miriam Alfie Cohen, “Orden y caos. Transición política o pertenencia obligada. El caso de México”, El Cotidiano, N° 102, julio-agosto, 2000.

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Retomemos la voz del gran poeta peruano, César Vallejo, para recordar que, como hombres, nos determina lo inestable: Murió mi eternidad y estoy velándola.24 La tensión instituyente-instituido en la modernidad capitalista Castoriadis consideró que son excepcionales los momentos históricos en que se han expresado posibilidades de cuestionamiento institucional orientadas a lo que él llama la autoinstitución consciente de la sociedad. En realidad, nos dice, sólo podemos acceder a dos ejemplos: el de la Grecia antigua, con el nacimiento de la democracia y la filosofía, y el de la Europa occidental después del largo periodo heterónomo de la Edad Media, transcurso histórico sobre el cual centraremos nuestra atención. Luego de Grecia, nos explica, un nuevo ímpetu autonómico se manifiesta con el nacimiento de la burguesía en la Europa occidental alrededor de los siglos xi y xii y que alcanzará su cumbre en dos siglos: 1750-1950. Tiempo histórico sobresaliente que bien puede definirse por un revolucionario cambio cultural y por un alto grado de subversión política: […] el proyecto sociohistórico autónomo invade la sociedad y la moldea en todos sus aspectos. Adquiere la forma del movimiento democrático, de las revoluciones de los siglos xvii, xviii y xx, del movimiento obrero y, más recientemente, del movimientos de los jóvenes y las mujeres… Asistimos a

24 César Vallejo, “La violencia de las horas”, Obra Poética de César Vallejo, Ediciones peisa, Lima, 2002.

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la creación de formas nuevas y nuevos contenidos con una intención explícitamente de cambio, siendo éste un aspecto prácticamente desconocido hasta este momento de la historia, salvo quizá en la Grecia antigua durante el periodo que transcurre alrededor del siglo v.25

Pero en este largo proceso de lo que hoy conocemos como modernidad capitalista, el juego dialéctico entre lo instituyente y lo instituido terminó por fortalecer un orden social que, paulatinamente, fue diluyendo la posibilidad de consolidar formas autónomas de organización de la sociedad: se impuso la burocracia política sobre el impulso autónomo de la sociedad. Lo instituido doblegó lo instituyente. La lucha autonómica contra el viejo sagrado religioso creó nuevas instituciones que, mientras más se consolidaban, más se separaban de la conciencia de los hombres alienando su relación con la sociedad. El orden social capitalista interpretó la nueva realidad social, podemos decir que al menos desde el siglo xviii, como estática y de naturaleza lógica sólo percibida por la razón. Resultado, una nueva base ontológica de la sociedad instituida que se estructuró alrededor de la categoría determinación: “lo que realmente es, está determinado, y lo que no está determinado no es o es algo menor, o tiene una calidad inferior de ser”.26 En este sentido, dentro de esta lógica de pensamiento, el imaginario instituyente, como ya antes se mencionó, no está determinado ni por la lógica ni

Cornelius Castoriadis, “Imaginario e imaginación en la encrucijada”, en Figuras de lo pensable (Las encrucijadas del laberinto VI), op. cit., p. 101. 26 Cornelius Castoriadis, Dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto II, Gedisa, Barcelona, 1988, p. 198. 25

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por la razón, y al no estarlo no es, o es algo menor, o tiene una calidad inferior de ser. Esta representación ontológica propia de la sociedad capitalista obliga a suponer que el ser se diluye en ese momento lógico, identitario y objetivante que es la razón; nos constriñe a admitir que el ser se agota, se pierde, se diluye en las nuevas instituciones que expresa la razón como valor supremo de la nueva sociedad: la ciencia, el Estado, el nacimiento de la sociedad civil, el establecimiento de la sociedad industrial, la idea de progreso, así como el conjunto de valores axiomáticos que de este todo emana. Se erigió un nuevo absoluto social, un nuevo sagrado –ahora laico27 que terminó por convertirse en ese momento lógico, identitario y objetivante de lo real que, al subsumir el ser a la razón, habría de negar, disminuir o ignorar el valor del imaginario instituyente a través de la determinación. A esta dimensión de lo imaginario, lo instituido, Castoriadis le llamó también conjuntista-identitaria, refiriéndose al conjunto de representaciones colectivas derivadas de instituciones precisas que encontraron su sustento en el absoluto social, en el nuevo sagrado que generó la sociedad capitalista: la razón. Por supuesto, vale repetirlo, el nuevo orden social instituido no eliminó al imaginario instituyente, el uno y el otro convivieron en permanente lucha y en diferentes y cambiantes formas de desigualdad en la relación que obligadamente establecían. Al mismo tiempo en que 27 Respecto al problema de cómo el mundo laico surgido de la modernidad capitalista mantuvo un carácter sagrado, ver Isidoro Moreno “¿Proceso de secularización o pluralidad de sacralidades en el mundo contemporáneo?”, en Arnaldo Nesti (coordinador), Potenza e impotenza della memoria. Scritti in onore de Vittorio Dinni, Tibergraph Editrice, Italia, 1998, p. 173.

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las instituciones creadas por la modernidad capitalista se consolidaban, se favorecían también las condiciones para la creación de un mundo de expresiones instituyentes. Si esto es así, bien podemos afirmar que el hombre social no sólo es determinado, axiomática y lógicamente, por las nuevas estructuras de significación y sus instituciones. Las nuevas significaciones imaginarias sociales, del mismo modo que legitimaban, subvertían el nuevo orden, oponiéndose al carácter estático de las instituciones; y del mismo modo, lo social se zambullía también en un mundo de significaciones trascendentes que se remitían unas a otras, sin orden ni razón aparente, proponiendo un algo alternativo a la sociedad instituida; un algo que de una u otra forma reclamaba la autonomía como sustento de una nueva institucionalización simbólica, no burocratizada, de estructuras de conciencia individual y colectiva.28 Desde esta perspectiva reafirmamos lo dicho: imaginario, para nuestro caso, es mucho más que imagen de, comprende el elemento de creación incesante y esencialmente indeterminada, de figuras-formas-imágenes, a partir de las cuales se pone en entredicho lo instituido. Qué mejor ejemplo acerca de este interminable y discordante juego de imaginarios que el apresurado e inquietante crecimiento de la sociedad capitalista. La razón y el progreso, valores esenciales de la modernidad, no son sino culminación de un mundo nuevo de significaciones sociales imaginarias que, iniciadas alrededor del siglo xii, terminaron a partir del xviii por formar una intrincada red que posi28 Acerca de la permanente lucha entre autonomía y burocratización se puede revisar varios de los artículos que Castoriadis dio a conocer en la revista Socialismo o Barbarie, recopilados en dos volúmenes con el título La experiencia del movimiento obrero, Tusquets Editores, Barcelona, 1979.

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bilitó la consolidación de las nuevas instituciones que le dieron vida a la sociedad industrial; instituciones que al llegar a la última etapa de este periodo largo de la historia (modernidad tardía, baja modernidad o sociedad del riesgo entre algunas de sus denominaciones) manifiestan ya, nos dirá Castoriadis, un evidente agotamiento del imaginario instituyente en el mundo occidental. El gran movimiento creativo que inició con la Revolución Industrial en el siglo xviii, comienza a empobrecerse, afirma, alrededor de los años 50 del siglo xx. Existe, pues, este agotamiento de la imaginación y del imaginario en los dominios de la filosofía y de la ciencia, y de un modo manifiesto existe el agotamiento de la imaginación y del imaginario político. Tenemos que reconocer la decadencia del movimiento obrero y, de un modo más general, la del movimiento democrático. El discurso político actual, tanto el de derecha como el de izquierda, es completamente estéril y repetitivo; incluso, no se sabe en qué difieren entre sí derecha e izquierda.29 El inestable equilibrio entre lo instituyente y lo instituido, se inclina en esta época hacia el segundo de los elementos del imaginario, ahora vestido de neoliberalismo o de sociedad de mercado. El imaginario capitalista impone sus valores axiomáticos a la sociedad aun en contra de lo que proclaman sus instituciones. Se advierte en estos años un marcado retroceso del movimiento democrático, suplantado ahora por una aparente democracia política-electoral. Caducaron, al menos de momento, las experiencias autonomistas, y se impusieron fuerzas ocultas que, al margen de los llamados estados democráticos, 29 Cornelius Castoriadis, “Imaginario e imaginación en la encrucijada”, op. cit., p. 103.

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concentran como nunca el poder económico y político en el mundo; y más inquietante aún: se percibe un rompimiento, de enorme peligro para la humanidad, entre la creación teórica en el dominio científico y el desarrollo autónomo de la tecnología. Las grandes creaciones de la ciencia se transforman en tecnologías con valor de cambio que favorecen la existencia de un mercado elitista y controlador que encarcela las fuerzas creativas de la sociedad.

En estas condiciones, nos dirá Castoriadis, el imaginario capitalista instituido también se debilita. Por miles y miles de años de historia, cualquier tipo de orden social siempre construyó controles simbólicos eficaces que le permitieron no sólo consolidar sus instituciones, sino legitimarlas socialmente. Dispositivos simbólicos expresados en mitos y ritos que le permitieron al hombre socio-histórico la transformación del desorden en orden. La fuerza del mito y su constitución fundante, la presencia de una identidad colectiva y la fuerza de una enorme red de significaciones con gran capacidad de unión, mostraron siempre la potencia simbólica que el hombre social usó para someter al desorden. Es el pensamiento moderno, la sociedad instituida, especialmente al momento de su agotamiento, el que realiza las rupturas a la llamada sociedad de la tradición, el que la vacía de sus elementos de permanencia, el que envuelve todas las expresiones sociales bajo la apariencia del movimiento. La sociedad industrial, y de manera más evidente la llamada sociedad del riesgo, construyeron una nueva simbolización dirigidas por instancias de poder divorciadas de lo social. Se advierte claramente una escisión entre el pensamiento mítico y el pensamiento lógico, escisión que agudamente define G. Balandier como un ardid de la razón que se vuelve contra

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el sujeto mismo; y agrega: la vida intelectual de los últimos años es un “ingreso en la era del vacío”.30 El último tercio del siglo xx, con la derrota del Estado benefactor, con el derrumbe de la burocracia socialista, con el debilitamiento de los cada vez menos frecuentes intentos de resistencia autonomista y, sobre todo, con el arribo de un nuevo absoluto social a la centralidad en el ámbito de lo sagrado, el libre mercado, se advierte no sólo un claro agotamiento de lo instituyente, sino también un dramático desmoronamiento de lo instituido: el desorden se impone al orden, las redes simbólicas ni controlan ni legitiman y se pierde cualquier certeza cosmovisional ante el incontrolable movimiento de lo social donde parece disolverse el orden en la excesiva sucesión de cambios de la llamada sociedad del riesgo. Bien puede afirmarse que en estas primeras décadas de crisis del orden capitalista es el desorden el elemento que define a la modernidad: desorden de lo instituido en la sociedad y en las cabezas de cada uno de los individuos que en ella viven. Los casos son muchos y variados, ¡tantos!, que terminan no sólo por incrementar nuestro escepticismo, sino también por aumentar las dudas existenciales en cuanto al sentido de la sociedad y la historia. De manera general, este tipo de perplejidades históricas preñadas de incertidumbre las venimos advirtiendo, desde hace al menos tres décadas, en el conflictivo y violento enfrentamiento (ideológico, político y militar) de un mundo occidental que se pretende global (en el amplio sentido del término global), en contra de

30 Ver George Balandier, El desorden. La teoría del caos y las ciencias sociales. Elogio a la fecundidad del movimiento, Gedisa Editorial, Barcelona, 1999, pp. 143-146.

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decenas de Estados-nación que, con diversos niveles de autoritarismo político, defienden una identidad cultural y una soberanía económica, seriamente amenazada por un nuevo esquema de reproducción económico, propio de una nueva etapa de modernidad del sistema capitalista, que agudiza la crisis de valores de un orden que se sustentó, desde hace más de dos siglos, sobre la razón y el progreso. Crisis de valores de la sociedad industrial y crisis, también, de una sociedad de consumo que no termina por imponer los suyos. Momento liminal de un mundo social que, ni ética ni cosmovisionalmente, encuentra el rumbo. Prácticamente cualquier tipo de expresión social, con más o menos violencia, expresa un sentido de crisis que se traduce, en primerísimo lugar, en un acelerado desvanecimiento de la idea de orden: en unos pocos años, pensemos desde mediados de los años 70 del siglo pasado, se deshizo la alianza entre modernización económica y justicia social que, aunque por poco tiempo, logró restituir el orden mundial después de la segunda gran guerra. Las consecuencias fueron graves: se diluyó el Estado benefactor (los instrumentos globalizadores construidos desde los centros de poder, al igual que la impresionante revolución tecnológica, han incrementado, a pasos agigantados, desigualdades y crisis alrededor del mundo); la vieja idea de desarrollo se transformó en liberalismo económico y la todavía más vieja idea de razón fue eclipsada por una nueva representación simbólica de desorden social, de caos. Por supuesto, en este entorno, se debilitaron también las ideologías progresistas que, antes de su sometimiento al nuevo sagrado mercado, sus sistemas simbólicos, es decir su imaginario social, contenían su elemento instituyente; hablamos, con muy diversos grados de solidez, de las ideologías socialistas, de los nacionalismos

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revolucionarios, de los empeños socialdemócratas, lo mismo que de no pocos esquemas laboristas. Para varios pensadores de este tiempo de crisis de lo instituido y de lo instituyente, la solución es el llamado sujeto reflexivo: actor social ¡sí!, nos explican, pero construido desde lo individual.31 Es el personaje, aseguran, que desde las particularidades de su existencia se construye a sí mismo como sujeto; es la persona que comparte una nueva identidad social que, según sus estudios, se cimienta en identidades particulares. Touraine lo define como el individuo que reconoce y ama el esfuerzo hecho por los otros para constituirse como sujeto, para de este esfuerzo individual partir en la formación de redes, de colectivo cuyo núcleo es el sujeto individual. Las nuevas identidades sociales, afirma, se forman de identidades particulares.32 Este proceso de individualización del sujeto social se constituye en el elemento central de lo que llaman reflexividad. Para ellos, con matices por supuesto, es éste el único esfuerzo que merece ser universalizado. La lucha hoy es por escapar de determinismos sociales y comienzan a fantasear con la idea del agotamiento, incluso con la desaparición del hombre social. Si el ser humano ya no se identifica desde lo social, hay que acabar entonces, plantean, con los poderes

La referencia es a importantes sociólogos europeos que se han dado a la tarea de investigar los efectos de lo que llaman modernidad tardía, baja modernidad o sociedad del riesgo, de un nuevo fenómeno: la reflexividad y de un nuevo actor al que generalmente denominan sujeto reflexivo. Se habla, entre otros muchos, de Alain Touraine, U. Beck, A. Giddens, S. Lash, N. Luhmann, J. Stiglitz. 32 Ver Alain Touraine, ¿Podremos vivir juntos? La discusión pendiente: el destino del hombre en la Aldea Global, F.C.E., México, 1998, pp. 148153. 31

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comunitarios y con la dominación de los mercados. Esto es, el sujeto reflexivo pierde cualquier tipo de identificación con un ser colectivo, llámese éste nación, clase o iglesia, y desde su nueva posición ontológica se plantea, como prioritaria, la lucha por la libertad a la libre elección del consumidor. No va a discutirse aquí sobre la validez o no de estos planteamientos, lo que se quiere hacer notar es cómo, en esta etapa de la modernidad capitalista, la crisis del instituyente también es crisis de lo instituido. Hoy la realidad social y el pensamiento que la interpreta rompe con los grandes valores de la modernidad capitalista afianzada con los procesos socio-históricos que se iniciaron en el siglo xviii. La razón, el orden y el progreso, junto con los grandes valores axiomáticos que le daban certidumbre a la sociedad industrial, se sustituyen por la incertidumbre, la contingencia y el riesgo. Tanto, que es usual en estos tiempos hablar del fin de las ideologías y, sin ningún pudor, del fin de la historia. No es extraño, entonces, advertir cómo desde principios del siglo xxi, más bien desde antes, todas las cosmovisiones creadoras de sistemas ideológicos son puestas en entredicho. En este escenario mundial de fragilidad ideológica, bien vale recordar a Touraine cuando, reflexionando sobre Hannah Arendt, asegura: “que cuanto más avanza la modernidad menos social es el actor humano”;33 o a Marc Augé, afirmando que “nunca las historias individuales habían tenido que ver tan explícitamente con la historia colectiva, pero nunca tampoco los puntos de referencia de la identidad colectiva habían sido tan fluctuantes”.34

Idem, p. 143. Marc Augé, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 2000, p. 43. 33

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Para Castoriadis, este momento crítico de la modernidad capitalista muestra una encrucijada de la historia, de la gran historia: Un camino ya aparece claramente trazado […] Es el camino de la pérdida del sentido, de la repetición de formas vacías, del conformismo, de la apatía, de la irresponsabilidad y del cinismo, junto con el creciente dominio del imaginario capitalista de expansión ilimitada de un control racional, seudo control seudo racional de la expansión sin límites del consumo por el consumo, o sea, por nada, y de la tecnociencia autónoma en su curso, que forma parte, evidentemente, de la dominación de este imaginario capitalista. Otro camino debería abrirse: no está trazado de ningún modo. Puede abrirse únicamente a través de un despertar social y político […] un nuevo resurgir del proyecto de autonomía individual y colectiva, es decir, de la voluntad de libertad. Esto exigiría un despertar de la imaginación y del imaginario creador […] tal despertar es por definición imprevisible. Es sinónimo de un despertar social y político; tienen que producirse inevitablemente juntos […]35.

Es evidente que en este conflictivo entorno plagado de contradicciones, contrasentidos y sinsentidos, se resiente el marco conceptual que hemos venido construyendo alrededor del término cultura. El solo hecho de advertir, a través de muy diversas experiencias empíricamente demostrables, el agotamiento de lo instituyente y de lo instituido, nos lleva a considerar, por todo lo hasta el momento expuesto, que existe una profunda crisis cultural en los colectivos humanos

35 Cornelius Castoriadis, “Imaginario e imaginación en la encrucijada”, op. cit., p. 109.

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organizados, con diversos grados de intensidad, y, generalmente, agrupados en la emblemática figura del Estadonación, imagen representativa de la modernidad capitalista que, por cierto, también hoy se encuentra en crisis. A lo largo de miles de años, el rasgo fundamental que definió a cualquier cultura y que nos hizo comprender la fuerza de su permanencia provenía de las seguridades ontológicas que proporcionaban a las comunidades humanas una enorme diversidad de ethos y cosmovisiones. Hoy, ese mundo de seguridades simbólicamente construidas parece agrietarse. Sin un instituyente actuante y con un instituido débil y, por tanto, fuertemente deslegitimado, lo menos que se nos podría ocurrir pensar –resulta casi obvio decirlo– es la existencia de un sacudimiento cultural, de tales proporciones, que no alcanzamos aún a comprender sus profundidades. ¿Lo social dejará de ser lo que de él se piensa y tomará otro tipo de representación simbólica? ¿Lo cultural dejará de preocuparse por el mantenimiento del orden social a través de la sacralidad de las seguridades ontológicas que otorgan sus instituciones? ¿Comenzará a transformarse el contenido semiótico de la percepción humana en su relación con el mundo de lo real? ¿Se reducirá el valor polisémico del símbolo? Imposible saberlo de cierto, el proceso parece ser corto, indefinido y confuso, todavía, pero las consecuencias ya son múltiples y graves: para el mundo de los hombres, para el mundo natural y para la inmensidad de sus interrelaciones.

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i v. C u lt u r a

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Identidad, cultura e interacción social

E

n un sentido laxo, hablar de identidad refiere a las formas en que un individuo o un colectivo social se entienden dentro de un mundo institucional comúnmente llamado cultura. Reducida a su mínima expresión, la identidad pretende responder al milenario cuestionamiento “¿quién soy yo?”; interrogante perpetua en cualquier cosmovisión que, invariablemente, tiende a resolverse procurando (desde la construcción de discursos que derivan en significaciones sociales imaginarias) certezas ontológicas, certidumbres de existencia, preexistencia o pos-existencia, que se expresan en multitud de mitos, desde donde se edifican absolutos sociales (laicos o religiosos) que se refuerzan y se reproducen en un incontable número de ritos, de ahí su pertenencia, como problema social, al mundo de la cultura. Desde las identidades adquiridas, socialmente renovadas, los individuos y los colectivos sociales pretenden exorcizar las amenazas de la realidad, de una realidad simbólicamente construida y, de igual manera, simbólicamente legitimada, tergiversada, negada o subvertida.

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Hoy nos resulta poco eficiente, en términos explicativos, el viejo principio filosófico de identidad sustentado en la unión del sujeto y el predicado: lo mismo es siempre lo mismo, lo que es, es, y es imposible pensar que una cosa sea y no sea al mismo tiempo.1 Sabemos que el problema de las identidades no responde a juicios tan definitivos. Basta observar, con un poco de atención, los complejos espacios de la interacción social para cambiar nuestra apreciación al respecto. Hoy más que nunca advertimos lo fluctuante que resultan ser las identidades: a veces se expresan sólidamente arraigadas a raíces que se nutren de la tradición; a veces, se debilitan y les da por cambiar, y, una vez transformadas, no resulta extraño que los vericuetos sociales traten de regresarlas nuevamente al origen; a veces son difusas y confusas; a veces oportunistas y, casi siempre, frágiles. Incluso, en la actualidad, observamos cada vez con mayor frecuencia casos que nos obligan a analizar los fenómenos identitarios desde la no identidad.2 Pero sea como fuere, la particular forma como se expresen las identidades en el ámbito de lo social o de lo individual, para lo que aquí nos importa, subrayamos la estrecha relación que establecen con la cultura, entendida, claro está, en su sentido semiótico. Es fácil entender el porqué de esta obligada vinculación: si la cultura, venimos repitiendo, es una compleja red simbólica, dentro de esta urdimbre –inevitablemente– habremos de toparnos con el fenómeno de

1 Joaquín Xirau, Escritos sobre historia de la filosofía, Volumen 1, Caja Madrid Fundación-Anthropos, 2000, p. 12. 2 Véase por ejemplo el libro escrito por el antropólogo francés Marc Auge, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Barcelona, Gedisa, 2000.

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la identidad, dado que sólo podemos entenderla como un fenómeno de interacción simbólica con los otros. Gilberto Giménez considera: […] nuestra identidad sólo puede consistir en la apropiación distintiva de ciertos repertorios culturales que se encuentran en nuestro entorno social, en nuestro grupo o en nuestra sociedad. Lo cual resulta más claro todavía si se considera que la primera función de la identidad es marcar fronteras entre un nosotros y los “otros”, y no se ve de qué otra manera podríamos diferenciarnos de los demás si no es a través de una constelación de rasgos culturales distintivos. Por eso suelo repetir siempre que la identidad no es más que el lado subjetivo (o, mejor, intersubjetivo) de la cultura, la cultura interiorizada en forma específica, distintiva y contrastiva por los actores sociales en relación con otros actores […]3

Pero advierte: […] la cultura no debe entenderse nunca como un repertorio homogéneo, estático e inmodificable de significados. Por el contrario, puede tener a la vez “zonas de estabilidad y persistencia” y “zonas de movilidad” y cambio. Algunos de sus sectores pueden estar sometidos a fuerzas centrípetas que le confieran mayor solidez, vigor y vitalidad, mientras que otros sectores pueden obedecer a tendencias centrífugas que los tornan, por ejemplo, más cambiantes y poco estables en las personas, inmotivados, contextualmente limitados y muy poco compartidos por la gente dentro de una sociedad. Pero lo

3 Gilberto Giménez, “La cultura como identidad y la identidad como cultura”, estudioscultura.wordpress.com, 13/03/2012, p. 1.

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importante aquí, como ya señalamos, es tener en cuenta que no todos los repertorios de significados son culturales, sino sólo aquellos que son compartidos y relativamente duraderos.4

Resulta evidente entonces que los complejos sistemas de representación simbólica que definen a una cultura en específico influyen, fuertemente, en la formación de identidades (individuales o colectivas); sin embargo, sería un craso error establecer de manera mecánica la inevitable relación que establecen. Ciertamente, la cultura es la fuente de donde surgen, pero esto no significa que el movimiento de las identidades comparta la supuesta inmovilidad que tiende a expresar. Dentro de este pesado complejo institucional al que llamamos cultura, las identidades muestran una gran flexibilidad, tanta, que no siempre tienden a fortalecer sus instituciones, por el contrario, es frecuente que su movimiento se oriente a alterarlas, a confundir sus creencias, a trasgredir sus valores y, en casos extremos, a destruirlas. Si la identidad se asocia a la cultura, también puede asociarse a la ideología, es decir, a ese particular tipo de fenómenos que en algún momento y en algún lugar tienden a negar alguna parte del entramado institucional de la cultura y, en casos extremos, al entramado en su totalidad. Dentro del armado conceptual que venimos construyendo, cabe expresar que este aparentemente caprichoso comportamiento de las identidades termina siendo un juego Idem, p. 3. Sobre el mismo tema revisar Gilberto Giménez, “La identidad social o el retorno del sujeto en sociología”, en Leticia Irene Méndez y Mercado (coordinadora), Identidad: análisis y teoría, simbolismo, sociedades complejas, nacionalismo y etnicidad, 111 Coloquio Paul Kirchhoff, unam, Instituto de Investigaciones Antropológicas, México, 1996, pp. 11-24. 4

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simbólico, y, como tal, bien podemos ubicarlo dentro del mundo humano de las significaciones sociales imaginarias, dentro del enorme espacio del imaginario social. Si creemos en la flexibilidad de las identidades, bien podemos afirmar que su carácter cambiante puede encontrar explicaciones dentro de la inacabada relación establecida entre el imaginario social instituyente y el imaginario social instituido; y así como en su momento subrayamos la importancia que tiene para el análisis de la cultura partir desde la interacción social, asimismo subrayamos que el flexible comportamiento de las identidades que ininterrumpidamente se crean y se recrean deben también ser observadas, para su análisis, desde ese mundo cotidiano donde los hombres se comunican, mundo donde se concretan, en ideas y en acciones, las modalidades del imaginario social. Fortaleza y debilidad de la identidad: lo propio en oposición a lo alterno Es importante hacer notar el hecho de que la identidad como expresión sociocultural, en cualquier espacio o tiempo, se afirma a partir de la diferencia: lo propio en oposición a lo alterno. La identidad se afirma en la relación con el otro; sin el otro, o sin los otros, no hay identidad. Dicha en abstracto, es cierta esta aseveración; sin embargo, ubicados en el mundo de la interacción social, la identidad no sólo se define en relación al otro; la identidad del grupo, por ejemplo, también se afirma en el contraste dentro de sí. La alteridad se exhibe lo mismo al interior, y puede ser leída a través de las relaciones económicas, políticas o religiosas expresadas en mitos y ritos que señalan diferencias en lo interno. Más aún, la identidad que se afianza por lazos afectivos preñados de un fuerte contenido emocional señala también la

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existencia de un yo y de un otro generalizado afectivamente próximo, de una identidad emocionalmente encadenada, pero no por eso carente de conflictos. “[…] los otros generalizados que forman parte de mi grupo no son sólo afectivamente próximos en términos positivos, sino también el más cercano y potencial grupo de conflicto”.5 Para Marc Augé, el problema del otro se complica todavía más en algunas sociedades inadecuadamente nombradas sociedades cerradas.6 La identidad en estos casos no sólo no se advierte a través del otro externo, ni por medio del otro interno, ni tampoco cuando la identidad es producto de lazos afectivos, en ciertas sociedades el yo es al mismo tiempo el otro, el yo se encarna en su ancestro, en un Dios heredado, en un Dios construido por los adivinos, en un hombre de los primeros tiempos. La identidad siempre se remite a algún otro cuya singularidad sigue siendo siempre problemática. El yo es otro: “el que se hereda, con el que uno se casa, al que se arremete, al que se teme, al que se saluda, el que os saluda”. El lugar de la alteridad se desplaza y, en cierto modo, se interioriza: el problema del otro no está fuera, está en el yo. “El secreto de los otros, si es que existe, residiría más bien en la idea que ellos mismos se hacen del otro (o que no se hacen, o que se hacen con dificultad) porque aún constituye el medio más simple de pensar en lo mismo y lo idéntico”.7 Miguel Alberto Bartolomé, Gente de costumbre y gente de razón. Las identidades étnicas en México, Siglo XXI-Instituto Nacional Indigenista, México, 1997, p. 50. 6 Término inadecuado porque este tipo de colectivos coexisten hoy con otros colectivos, en un mismo espacio nacional, y determinados en última instancia por los contenidos y valores de las sociedades abiertas propias de la modernidad. 7 Marc Augé, El sentido de los otros, Barcelona, Paidós, 1996, véase el capítulo 1, “¿Quién es el otro?”, pp. 13-33. 5

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Y podríamos agregar además un elemento que resulta crucial en este, a veces, caprichoso comportamiento de las identidades: las expresiones corporales como elementos de diferenciación. Gestualmente marcamos límites con el otro, definimos fronteras […] formas de distinción identitaria que permiten señalar quién está adentro y quién afuera de los criterios de identidad en disputa […] Atravesar las fronteras territoriales o simbólicas en la interacción entre anónimos tiene consecuencias sensibles y afectivas. Dichas acciones quiebran la seguridad, la comodidad, la indiferencia o la noción del yo, generan desasosiego, confusión, enfado, miedo, rechazo y en ocasiones extremas repulsión, asco y odio.8

Y agrega […] da asco todo aquel que pueda tocarnos y mancharnos con su impureza moral, racial, de clase o incluso con su comportamiento a contracorriente del estilo de vida predominante. La revoltura que producen el estómago quien violenta el canon de sensibilidad, es la misma que genera en la cabeza al sacudir el orden de nuestros esquemas clasificatorios que han prescrito y jerarquizado lo que consideramos limpio y sucio, bueno y malo, decente e indecente, bellos y feos, refinado y obsceno.9

Por lo antes expuesto, valdría la pena ponerse a pensar que, así como los seres humanos pueden tener una o varias 8 Olga Sabido Ramos, El cuerpo como recurso de sentido en la construcción del extraño, una perspectiva sociológica, uam-a-Sequitur, México, 2012, p. 228. 9 Idem, p. 233.

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identidades, de la misma manera van a compartir diferentes representaciones colectivas, diferentes sistemas de pensamiento que, frecuentemente, derivan en diferentes construcciones ideológicas, todas ellas enfrentadas, algunas veces de manera irreconciliable. Con esto queremos decir que el hecho de advertir la presencia de diferentes identidades sociales en un mismo individuo manifiesta la debilidad de las representaciones colectivas que las generaron. Podemos hablar de encuentros culturales desiguales, favorecidos por el desarrollo histórico de la sociedad que, como tendencia, desdibujan las muchas o pocas identidades sociales que un individuo puede verse obligado a adquirir en el curso de su existencia. Es en este sentido que podemos hablar de identidades subordinadas e incluso de identidades negativas o también de identidades instrumentales para explicar estos encuentros culturales. Sin embargo, debemos aceptar que un individuo “x”, por circunstancias “y”, puede volver a su identidad original después de abandonar cualquier tipo de identidades coyunturalmente adquiridas; pero el retorno al origen, de igual manera, modificará la identidad primaria. Identidad y territorio Desde nuestra percepción, consideramos adecuado realizar la reflexión sobre las identidades analizando la relación identidad-territorio. Si definimos el territorio como un espacio culturalmente ocupado que contiene un sistema territorial (la particular forma como se reparte el espacio, los lugares físicos que lo determinan y las redes establecidas para su comunicación) y una territorialidad, habitualmente entendida como la vida cotidiana de los habitantes del territorio (sus relaciones dentro y fuera del trabajo, sus relaciones familiares, sus relaciones con grupos sociales, religiosos o políticos,

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sus relaciones con la autoridad, etc.), resulta evidente que la o las identidades de un territorio específico se construyen a partir de la territorialidad bajo el amparo de un sistema territorial. La territorialidad genera identidades desde sus habitus particulares, pero también en la contradictoria relación que el territorio establece con otros territorios que tratan de imponerle conductas y formas de comportamiento ajenas a sus representaciones sociales. Las particularidades de los equilibrios establecidos a partir de un privativo tipo de relaciones generadas desde la territorialidad permitirán definir el grado de estabilidad que vive el territorio y, en consecuencia, la fortaleza de sus identidades colectivas. La territorialidad se convierte, entonces, en el principal ordenador de la vida social, en el elemento central que afianza o diluye las identidades colectivas.10 Podríamos agregar, para afianzar esta idea, lo siguiente: si consideramos que la identidad es un fenómeno no estático, referente a territorios específicos y expresión particular de territorialidades empíricamente establecidas que, por principio, tienen la cualidad de la transformación, del movimiento, entonces tendríamos que aceptar, y aceptamos, que la identidad se encuentra estrechamente vinculada con la historia. En este sentido, cuando se hable de identidad, la referencia obligada será a colectividades concretas, y no a armazones identitarias abstractas, ideológicamente construidas desde cualquier tipo de poder. No se hará alusión entonces, por ejemplo, a la identidad nacional, ni mucho menos a una mítica

10 Estos conceptos de sistema territorial y territorialidad son parte de la reflexión de C. Raffestin, Por une géografie du pouvoir, París, litec, 1980, la relación que aquí se establece entre la identidad y el imaginario social y el territorio es un atrevimiento nuestro.

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identidad continental o planetaria surgida de las resonancias globalizadoras en el mundo, salvo cuando se adviertan como parte de significaciones sociales imaginarias concretas.11 Otras visiones acerca de la identidad Llegados a este punto, se hace necesario explicar lo siguiente: el hecho de que aquí entendamos la identidad como un fenómeno ligado al sistema territorial y, especialmente, a la territorialidad, no nos autoriza a invalidar otras varias formas en que la ciencia social la ha entendido. La reflexión alrededor del problema de la identidad ha sido abundante; desde fines del siglo xix se han construido varios conceptos que la interpretan; un conjunto de razonamientos que, si no ponemos atención, parecería que se entreveran de manera natural, a tal grado que a veces resulta fácil caer en la tentación de minimizar sus contenidos y emplearlos, de manera errónea, como sinónimos. Si decimos que las identidades colectivas se forjan desde la territorialidad y que ésta se entiende de manera abstracta como vida cotidiana, ¿qué sentido se le dará a este concepto? Por otro lado, territorialidad, vida cotidiana y representaciones colectivas, ¿son la misma cosa? ¿Y de qué nos sirve el concepto de habitus? ¿Y qué puede hacerse con el término de rutinización? ¿Y qué tiene que ver la territorialidad con el ethos y la cosmovisión de los colectivos sociales?, esto por mencionar sólo algunas casos que ejemplifican esta problemática. 11 Son muchos los ejemplos al respecto. En particular podemos mencionar el caso de los trabajadores de la maquila en la frontera norte del país, ver Luis H. Méndez B. Ritos de paso truncos: el territorio simbólico maquilador fronterizo, Ediciones Eón- uam-a, México, 2005, en particular el capítulo 5 “Territorio simbólico e identidades difusas”, pp. 169-210.

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Por lo antes dicho, en este trabajo tomaremos distancia de ciertas posturas teóricas, reconociendo, sin embargo, que sería incorrecto invalidarlas, dado que, todavía, es mucho lo que aportan a un mundo donde es común la convivencia social y cultural entre lo viejo y lo nuevo. Tomar distancia no es igual a rechazo; es considerar que a veces resultan problemáticas para la explicación de las identidades en este tiempo de modernidad capitalista instalada en el mítico entorno de un mundo global. La referencia obligada en este sentido es a Durkheim y su concepto de representaciones colectivas;12 pero también al concepto de vida cotidiana creado por la marxista húngara Agnes Heller desde mediados del siglo pasado.13 Respecto al primero, entiende por representaciones colectivas […] las formas en que una sociedad se representa los objetos de su experiencia; son contenidos de consciencia que reflejan la experiencia colectiva y añaden a la biografía individual el conocimiento generado por la sociedad. Por lo tanto serían el producto vivencial de la larga asociación espacial y temporal de un grupo humano que se manifiestan como formas de pensamiento no explícitas que incluso subyacen a las creencias.14 12 Ver E. Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Colofón S.A., México. 13 Cuando hablamos de vida cotidiana nos estamos refiriendo al concepto empleado por Agnes Heller en su obra teórica; en especial nos referimos a los siguientes textos: Sociología de la vida cotidiana; La revolución de la vida cotidiana; Teoría de las necesidades en Marx e Historia de la vida cotidiana, todos publicados en Barcelona, Península, 1998, 1982, 1998 y 1992, respectivamente. 14 Tomado de Miguel Alberto Bartolomé, Gente de costumbre y gente de razón. Las identidades étnicas en México.

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Otro reconocido antropólogo, Hallpike, advierte que Durkheim se refiere al hablar de representaciones colectivas a […] percepciones, emociones, evaluaciones del bien y del mal, ideas acerca de las causas y los sucesos –en pocas palabras, sistemas completos de pensamiento y de sentimiento– [que] existen de modo trascendental, independientes del individuo en el cual aparezcan [...] pasan de una generación a otra; se aprenden con la conducta; están contenidas en proverbios y preceptos; en la tecnología, la convención y el ritual; y, cuando el desarrollo de la escritura, en los libros.15

En cuanto a Agnes Heller, su concepto de vida cotidiana hace referencia a los fenómenos propios de la reproducción social; nos habla de las diversas formas en que las colectividades humanas satisfacen sus necesidades básicas; necesidades creadas de antemano y que cumplen con la función de reproducir una particular configuración de la sociedad. Afirma, y no sin razón, que la vida cotidiana es el reino de la necesidad, sin embargo, no puede dejar de advertirse que en esta afirmación pueden contenerse elementos teleológicos y utilitaristas que obliguen a considerar que todo acontecimiento cotidiano tenga una función, apunte a una finalidad y que esta finalidad sea la de mantener las relaciones establecidas. Estas dos acepciones, de dos destacados teóricos, podrían asimilarse sin mucha dificultad al concepto de territorialidad del cual partimos, si este último compartiera el elemento de absoluto que los otros dos conceptos contemplan. Pensamos

C. R. Hallpike, Fundamentos del pensamiento primitivo, México, fce, 1986, p. 48. 15

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que no es así: las relaciones sociales que expresa el concepto de territorialidad están definidas por el movimiento y por la contradicción, tanto al interior como al exterior del territorio. No son por necesidad estables. Dependiendo de situaciones concretas, el grado de armonía social que manifieste el territorio siempre será variable e inconsistente, y aunque las estructuras simbólicas creadas desde el poder a través de particulares ideologías pretendan la reproducción estable de un particular orden, las relaciones que se establecen expresarán siempre un equilibrio precario. Si desde el inicio de este trabajo consideramos la cultura como una inmensa red de representaciones simbólicas, como un conjunto de estructuras institucionales flexibles que sólo pueden comprenderse desde la interacción social, lo mismo cabe decir cuando nos refiramos a cualquier tipo de fenómeno relacionado con la identidad. Desde esta perspectiva, la identidad no puede entenderse como algo estáticamente integrado a una estructura; si queremos saber de ella fuera de cualquier tipo de formalidad teórica, tenemos por fuerza que reconocerla, empíricamente, en los contradictorios espacios de la interacción social. La identidad no es apéndice de estructuras pétreas, inamovibles y mucho menos, como ya antes dijimos, metafísicamente determinadas; la identidad (aun aquella fuertemente enraizada, por ejemplo, en la clase, en la etnia o en la religión) siempre tenderá a la movilidad; persistentemente la advertiremos cambiante, resbaladiza; en momentos vacilante e inconsistente y, con frecuencia, frágil, sobre todo en estos inciertos y riesgosos tiempos de modernidad globalizada. Los comportamientos humanos relacionados con la identidad responden, más que a las exigencias de la reproducción social (sin dejar de aceptar que este aspecto influye de manera importante), a los inciertos movimientos de los individuos ubicados en un

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entorno ideológico de estabilidad, de orden institucional éticamente sancionado. Repetimos, lo que aquí se entiende por estructura es una formulación abstracta más relacionada (al menos para nosotros) con el movimiento, que con la estabilidad. En suma, con el concepto de territorialidad se expresan tanto las relaciones orientadas a fines estabilizadores como aquellas disruptivas que el mismo territorio engendra. Cambio, violencia y ruptura conviven con los fenómenos propios de la reproducción social. En este trabajo no se entenderá únicamente el concepto de territorialidad como una tranquila sucesión de rutinas preestablecidas, sino como un espacio donde se originan también insatisfacciones y comportamientos perturbadores que generan inestabilidad. La territorialidad manifiesta tanto el movimiento hacia el orden como el que se orienta al rompimiento de los contrapesos sociales. Representaciones colectivas, vida cotidiana y territorialidad, como conceptos, pueden ser vistos como ordenadores de la vida social, sólo que mientras los dos primeros se asumen como expresiones de estabilidad reproductiva generadora de identidades permanentes, el tercero admite el movimiento en las relaciones sociales, esto es, acepta el elemento de disrupción; por tanto, las identidades que genera lo mismo se afianzan, se debilitan o se diluyen en un ininterrumpido proceso que se escapa a cualquier determinación teleológicamente construida.16 Vale aclarar que en el caso de Heller la estabilidad de la vida cotidiana sí está sujeta al cambio, siempre y cuando el cambio se ajuste a ciertas condiciones predeterminadas que conducen a la revolución social; respecto al caso de Durkheim, las representaciones colectivas expresan, desde la vida cotidiana, la más tradicional manera de percibir cómo se construyen las identidades sociales en colectivos humanos cerrados, en 16

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Quizá los conceptos que más se acercan al concepto de territorialidad que aquí empleamos para entender la identidad (esencialmente por considerarla como un algo en movimiento, como un algo no estático) sean el de habitus, empleado por Bordieu, y el de rutinización, utilizado por Guiddens, cuando enfrentan los problemas señalados por las representaciones colectivas o por la llamada vida cotidiana. Habitus y rutinización comparten, en lo esencial, el sentido que se le ha dado al concepto de representaciones colectivas o de vida cotidiana, sin embargo, al igual que el concepto de territorialidad, los creadores de estos conceptos no los pensaron en términos absolutos, tanto que, de manera explícita, nos hablan de cómo pueden llegar a ser desarticulados por el desarrollo social. Bordieu nos advierte: cuando por diversas razones alguien se ve obligado a abandonar su habitus (el juego y el sentido del juego, así llama a lo cotidiano) arroja al absurdo el mundo y las acciones que en él se desarrollan, elabora preguntas sobre el sentido de la existencia que nunca antes se había formulado. Las representaciones colectivas pierden mucho de su influencia y el individuo ensombrece su identidad. El conocimiento, la creencia y la fe que le otorgaba su habitus pierden eficacia simbólica.17 sociedades insulares, culturalmente homogéneas, asentadas en territorios bien demarcados y ocupados por grupos definidos, integradas simbólicamente y claramente diferenciadas de otras sociedades. En los dos casos, aunque de diferente manera, tienen el mismo fin: fomentar la solidaridad social para reproducir los equilibrios que perpetúan el orden. 17 Bordieu entiende por habitus “[…] sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la búsqueda consciente de fines y el dominio de las operaciones ne-

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[…] el sentido del juego es lo que hace que el juego tenga un sentido subjetivo, es decir, una significación y una razón de ser, pero también una dirección, una orientación, un porvenir […] basta con suspender la adhesión al juego que implica el sentido del juego para arrojar al absurdo el mundo y las acciones que en él se desarrollan, y para desencadenar unas preguntas sobre el sentido del mundo y de la existencia que uno no se hace cuando está entregado al juego, atrapado por el juego.18

Lo mismo sucede con las representaciones sociales cuando las observamos, al igual que Giddens, como procesos de rutinización: certezas básicas, confianza existencial, fe en la continuidad del mundo de los objetos y convicción en la trama de la actividad social. Conjunto de actividades que habitualmente ocurren en la vida cotidiana, predominio de conductas y comportamientos comunes, que se dan por supuestos, y que ofrecen un sentimiento de seguridad ontológica en el cual se apoyan las identidades sociales creadas.19 La ruptura y el ataque deliberado sobre estas rutinas, dice Giddens, producen un alto grado de angustia que se expresa en modos regresivos de conducta que atacan los fundamentos del sistema de seguridad básica, es decir, socavan las bases de la identidad.20 cesarias para alcanzarlos, objetivamente ‘reguladas’ y ‘regulares’ sin ser el producto de la obediencia a reglas, y […] colectivamente orquestadas sin ser producto de la acción organizadora de un director de orquesta”, Pierre Bordieu, El sentido práctico, Madrid, Taurus, 1991, p. 92. 18 Idem, p. 38. 19 Para el problema de la rutinización, ver Anthony Guiddens, La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1998, pp. 77-142. 20 Ibid, p. 97.

Cultura e identidad

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Es en estos momentos de crisis social, de desencanto cultural, de tiempos cortos en la historia, donde se ubican y adquieren sentido las identidades subordinadas, negativas o instrumentales de las que nos habla Bartolomé. Identidades en tránsito que, a mayor o menor velocidad, desdibujan su perfil original y producen un híbrido. El ethos y la cosmovisión propias de una determinada cultura, que daban cobijo a las representaciones colectivas, habitus o rutinizaciones de diversos grupos sociales, comienzan también a perder sentido y, en consecuencia, utilidad. Y aun en los casos, a veces heroicos, en que las tradiciones, la religión y el lenguaje se mantienen fuera del territorio que los procreó, las identidades sociales ya no pueden ser las mismas. El contacto con un otro que le impone conductas y comportamientos las desvanece, las transforma, a veces las elimina. En resumen: cualquier tipo de identidad nace de las instituciones culturales, pero sólo podemos acercarnos a la comprensión de sus comportamientos, si se observan desde lo cotidiano, desde la interacción social, desde lo vivenciado. Repetimos: es necesario escarbar en los hechos que expresan la relación que socialmente se establece entre el imaginario social instituyente y el imaginario social instituido. Es correcto entender las representaciones colectivas como sistemas completos de pensamiento y de sentimiento, pero no lo es tanto adjudicarles un carácter trascendental al margen de los individuos y, sobre todo, de la acción social: no es posible asignarles un carácter absoluto. En este sentido, afirmamos aquí que es la acción del hombre la que ejerce una influencia vital y profunda en el modo de comprender el mundo. Ni el individuo ni los colectivos sociales imitarán, copiarán u observarán pasivamente sus representaciones, las asimilarán, por tanto, estarán en condiciones de transformarlas. Por esto consideramos que es un error ver

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las representaciones colectivas como modelos ideales, las variaciones concretas a que permanentemente se sujetan las hacen sufrir alteraciones directamente relacionadas con la acción social. Las representaciones colectivas, como modelo general, no sirven para explicar situaciones concretas; por eso consideramos que para acceder a los problemas que plantea la identidad es adecuado referirse a ella, más que como representaciones colectivas, desde los conceptos de territorialidad, habitus o rutinizaciones; conceptos a los que importan las formas de pensamiento y sentimiento tornadizas, inestables, mudables, donde se combina lo viejo con lo nuevo en una intrincada red que produce identidades sociales difusas, en tránsito, siempre en movimiento hacia ninguna parte.

Lo sagrado y la cultura

v. L o

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s a g r a d o y l a c u lt u r a

Lo sagrado y lo profano

E

s imposible hablar de cultura y de su relación con los conceptos antes citados sin considerar el elemento central que los atraviesa: lo sagrado. Sagrado: lo que se distingue de lo profano; profano: lo que discrepa de lo sagrado; se definen rigurosamente el uno por el otro, son polos opuestos que se excluyen, pero se suponen recíprocamente. Sagrado y profano, presencias inmarcesibles en el lento y largo caminar del hombre a través de la historia.1 Es necesario, sin embargo, ser cautos con esta dialéctica. La manera más simple y engañosa de entender lo sagrado consiste en reducirlo a lo estrictamente religioso y suponer, erróneamente, que la oposición con lo profano la establece no el primero de los conceptos, sino el segundo de ellos. Por otro lado, es común también, y de igual manera falsa, pensar Respecto al problema de lo sagrado y lo profano, ver entre otros a Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Paidós Orientalia, España, 1998, y Roger Caillois, El hombre y lo sagrado, fce, México, 2006. 1

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como iguales lo profano, lo laico y lo secular, y establecer sin distinción, desde este grupo terminológico, la oposición con lo sagrado. La obligada coexistencia y la permanente exclusión entre lo sagrado y lo profano no debe alterarse con el empleo inadecuado de los otros conceptos; otros son los roles que juegan en esta problemática relación. La discordante e indisoluble relación entre lo sagrado y lo profano no le compete en exclusiva al mundo religioso, incluye también a los universos laicos creados por los procesos de modernización capitalista en el mundo desde hace casi tres siglos. Así planteado el problema de lo sagrado y lo profano, ¿cómo se entenderán aquí los dos polos de esta contradicción que atraviesa la historia del mundo y cómo entran en ella los conceptos de laicidad y secularización? Un primer reconocimiento esencial para iniciar el desciframiento de esta relación parte del establecimiento del siguiente hecho: “lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia”,2 dos maneras de permanencia que se oponen pero que, con diversas intensidades, se viven de manera simultánea. En este sentido, lo profano no necesariamente niega a lo sagrado, pero lo sagrado, al menos como principio nunca históricamente realizable, siempre pretenderá imponerse como totalidad absoluta. No resulta extraño entonces advertir cómo, en no pocos casos, lo profano, por circunstancias múltiples, puede devenir en sagrado y viceversa. Al respecto, M. Eliade reflexiona:

2

Mircea Eliade, op. cit, p. 17.

Lo sagrado y la cultura

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[…] en qué medida lo “profano” puede convertirse, de por sí, en “sagrado”; en qué medida una existencia radicalmente secularizada, sin Dios ni dioses, es susceptible de construir el punto de partida de un tipo nuevo de religión […] las consecuencias virtuales de lo que se podía llamar las teologías contemporáneas de la “muerte de Dios”, que después de haber mostrado hasta la saciedad la inanidad de todos los conceptos, los símbolos y los ritos de las Iglesias cristianas, parecen esperar que una toma de consciencia del carácter radicalmente profano del mundo y de la existencia humana sea, con todo, capaz de fundar, gracias a una misteriosa y paradójica coincidencia oppositorum, un nuevo tipo de experiencia religiosa.3

Y un poco más adelante asegura: La desaparición de las “religiones” no implica en modo alguno la desaparición de la “religiosidad”; la secularización de un valor religioso constituye simplemente un fenómeno religioso que ilustra, a fin de cuentas, la ley de la transformación universal de los valores humanos; el carácter “profano” de un comportamiento anteriormente “sagrado” no presupone una solución de continuidad: lo “profano” no es sino una nueva manifestación de la misma estructura constitutiva del hombre que, antes, se manifestaba con expresiones “sagradas”.4

De la misma manera, aunque en forma más amplia, Caillois afirma que la palabra sagrado se emplea “fuera del terreno propiamente religioso para designar aquello a lo que cada uno consagra lo mejor de su ser, lo que cada uno considera

3 4

Idem, p. 11. Idem, p. 12.

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como valor supremo, lo que venera y a lo que sacrificaría incluso su existencia”.5 Y nos habla acerca de la existencia de un sagrado no religioso, o de un profano transformado en sagrado: […] los que regulan su conducta según la adhesión de todo su ser a algún principio tienden a reconstituir en torno de éste una especie de ambiente sagrado, que suscita emociones violentas de naturaleza específica, capaces de adquirir un aspecto religioso caracterizado, éxtasis, fanatismo o misticismo, y que en el plano social da origen, de manera más o menos clara, a dogmas y ritos, a una mitología y un culto. Buscando ejemplos contemporáneos, bastaría citar la ceremonia de la llama renovada todos los días en el sepulcro del soldado desconocido bajo el Arco del Triunfo y ciertos aspectos de movimiento nacionalsocialista en Alemania: de un modo general, los diferentes valores que obtienen una abnegación total y que se sitúan por encima de toda discusión tienen sus héroes y sus mártires, que sirven de modelo a los que creen en ellos.6

Lo sagrado como absoluto social Pensar lo sagrado desde esta perspectiva nos obliga a darle un sesgo histórico, hay que aceptar que el espacio de lo sagrado no sólo se transforma, sino que se fragmenta. Ya no se definirá entonces lo sagrado desde lo religioso, su valor se lo dará su carácter de absoluto social.

5 6

Roger Caillois, op. cit., p. 142. Idem, p. 143.

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[…] las nuevas condiciones en que se encuentra lo sagrado lo han impulsado a presentarse bajo nuevas formas: por eso ha invadido el terreno de la ética, transformando en valores absolutos nociones como las de honradez, fidelidad, justicia, respeto a la verdad o a la palabra empeñada. En el fondo, todo sucede como si bastara para hacer sagrados un objeto, una causa o un ser, el considerarlos como fin supremo y consagrarles la vida, es decir, consagrarles nuestro tiempo y nuestras fuerzas, nuestros intereses y ambiciones, sacrificarles en caso de necesidad la existencia misma.7

Queda claro que, al menos hasta el siglo xviii, la relación sagrado-profano mantuvo en lo esencial un marcado sesgo religioso; pero, a partir de los procesos de modernización económica (la Revolución Industrial), política (la Revolución Francesa) y de pensamiento (la Ilustración), que consolidaron el sistema capitalista, se advierte una fragmentación en el ámbito de lo sagrado y cambios significativos en el mundo de lo profano. Una nueva figura política incide en esta vieja dialéctica, lo laico: pensado no sólo como una nueva manifestación de lo profano contrario a lo sagrado, sino como un elemento que ya no le es recíproco y al que, por tanto, niega. Se establece entonces una nueva correspondencia: lo secular-laico, que en las nuevas relaciones sociales tratará de imponer el principio de la razón sobre el principio religioso, pensándolo –erróneamente– como el poseedor de lo sagrado. No fue así. Es cierto que la sacralidad quedó sujeta a un fuerte proceso de laicismo, pero no significó la desaparición de lo sacro, por el contrario, lo laico incursionó también en 7

Idem, p. 144.

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el ámbito de lo sagrado, haciendo irreal la existencia de lo secular. La fórmula secular-laico se convierte en una utopía y se consolida, en cambio, la relación sagrado-laico. Lo laico se presenta como una nueva investidura histórica de lo profano y lo sagrado, al incluir las expresiones laicas, se fragmenta, deja de ser propiedad exclusiva de lo religioso. ¿Cómo entender entonces lo sagrado? ¿Qué lo define y le permite contener tanto lo religioso como lo laico?: su carácter de realidad absoluta. Durkheim estableció que […] lo sagrado es, precisamente, lo absoluto. Y nada hay que obligue a considerar […] que siempre lo absoluto haya de referir a fuerzas sobrenaturales inconmensurables, ajenas al mundo de los humanos y separado de éste, sean estas representadas por un Dios único, principio y fin de todas las cosas, o por un panteón de dioses y espíritus más o menos jerarquizados.8

Y, por su parte, muchos años después, Bordieu señalaba “[…] que la experiencia de lo sacro puede ser una cosa distinta a la experiencia de Dios”,9 señalamiento certero porque da cuenta de la presencia de lo laico dentro de lo sagrado y, en consecuencia, obliga a suponer su fragmentación al dejar de pertenecer en exclusiva a lo religioso, aunque considere indistintamente la experiencia sacra individual de la social. Vale aclarar por tanto que, en estas notas, lo sagrado será entendido en su dimensión social, y en lugar de llamarle experiencia se le denominará ámbito de lo sagrado, y al concepto se le concebirá como absoluto social. Citado por Isidoro Moreno, “¿Proceso de secularización o pluralidad de sacralidades en el mundo contemporáneo”, en Arnaldo Nesti (coordinador), Potenza e impotenza della memoria. Scritti in Onore di Vittorio Dini, Citta Di Castello, Tibergraph Editrice, 1988, p. 174. 9 Idem. 8

Lo sagrado y la cultura

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Desde esta perspectiva, lo que caracteriza mejor a nuestro mundo actual (occidental) no es el supuesto triunfo de la secularización racionalista sino la fragmentación del ámbito de lo sagrado, ahora repartido entre contenidos religiosos y noreligiosos que se disputan (o se reparten consensuadamente, según los casos y situaciones) el predominio o centralidad en el ámbito de lo sagrado, que es el ámbito de los absolutos sociales, aquel cuyos contenidos se auto-legitiman sin cuestionamiento racional posible.10

No ha sido entonces el proceso de secularización uno de los elementos que definen la modernidad capitalista. A partir del siglo xviii se advierte no el vaciamiento de lo sagrado, sino el debilitamiento de lo religioso como absoluto que legitima el orden social. Se asiste a procesos donde lo laico se opone a lo religioso, pero no a lo sagrado, y donde lo secular no puede considerarse como sinónimo de lo laico. El laicismo no equivale a secularización por la carga de sagrado que contiene. Los nuevos polos irreductibles que se establecen son entre lo religioso y lo laico y entre lo secular y lo sagrado. Lo laico y lo religioso compiten simbólicamente por la centralidad en el ámbito de lo sagrado. Lo secular, entendido como la negación absoluta de lo sagrado, sigue hasta la fecha moviéndose dentro de la esfera de la utopía. Lo sagrado en la cultura Hablar de sagrado o absoluto social es hablar de cultura. Las instituciones que integran cualquier cultura no se entienden sin este elemento. Decir, como ya se dijo, que la 10

Idem, p. 173.

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alienación emana de todo imaginario instituido, es afirmar que la legitimación simbólica de cualquier estructura cultural emana de lo sagrado. Lo sagrado como un absoluto legitima simbólicamente a un todo social; y si así se concibe, tendrá que aceptarse su inevitable y determinante presencia en cosmovisiones, ethos, mitos y ritos, así como en los sistemas ideológicos que toda sociedad genera; dicho de manera más abstracta, lo sagrado traducido en absoluto social se encuentra inmerso en las intricadas redes de significación que estructuran lo que aquí se piensa como cultura. En la dualidad de lo imaginario, en su laberíntico movimiento, siempre nos toparemos con lo sagrado. De él se alimenta la enorme fuerza que el imaginario manifiesta, ya sea para mantener una realidad social específica, ya sea para transformarla: del conjunto de valores axiomáticos, mitos y ritos que, posteriormente, ya como discurso elaborado aparecerán en complejos ideológicos particularmente prescritos. En suma, a lo sagrado, al absoluto social, al que precede el mundo del imaginario […] le pertenecen las ideas, doctrinas, objetivos y normas que funcionen, en cada sociedad y época, como motores de la reproducción social y como bases sobre las que los sujetos sociales cimientan su sentido del mundo y de la vida legitimando […] o deslegitimando, el orden social dominante […] En cada sociedad ocupa el ámbito central de lo sagrado aquello que funciona como núcleo de la integración social y elemento central de legitimación de la sociedad misma, del Nosotros societario […] lo sagrado es el núcleo del sistema moral y de la ética social. Y en sociedades fuertemente fragmentadas –en clases sociales, en culturas del trabajo, en identidades de género, en grupos etnonacionales y en diversos colectivos con

Lo sagrado y la cultura

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referentes de identificación fuertes– no es de sorprender que el ámbito de lo sagrado se encuentre también fragmentado, sin unanimidad, aunque sí exista un contenido sacralizado dominante: aquel que es referencia, legitimación y motor de reproducción del orden dominante en lo económico, lo social, lo político y lo ideológico […] lo sagrado es […] el núcleo duro que estructura la sociedad y moviliza emocionalmente a los individuos hacia objetivos determinados, que son percibidos como los centrales a conseguir y respecto a los que la vida cotidiana cobra un sentido, a pesar de sus incoherencias y aparentes absurdos.11

Y por supuesto, en esta lucha simbólica por la centralidad en el ámbito de lo sagrado encontraremos siempre, como participantes activos en esta batalla, a los símbolos del imaginario, a ese mundo simbólico primigenio que terminará manifestándose, en palabras de Castoriadis, tanto en la sociedad instituida como en la sociedad instituyente.

11

Idem, pp. 174-175.

Cultura y tiempo largo de la historia

v i . C u lt u r a

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y tiempo largo

de la historia

D

e manera implícita queda claro, a lo largo de estas notas, que ninguno de los conceptos aquí abordados es considerado de manera a-histórica, por el contrario, hemos venido repitiendo que no existe estructura que contenga redes significativas estáticas, sin movimiento y mucho menos teleológicamente predeterminadas; para nosotros, toda estructura, al margen de sus aspectos funcionales, es un conjunto sistémico de símbolos en permanente movimiento; estructuras cambiantes que transitan, a diferente velocidad, el largo tiempo de la historia; armazones totalmente ajenas a la metafísica visión de un futuro anticipadamente instituido por sagrados religiosos, laicos o combinados. Es en este contexto donde ubicamos los procesos que facilitan la creación y reproducción de sistemas culturales; es en esta trama simbólica donde se propagan creando, manteniendo, fragmentando o destruyendo complejos institucionales que se mueven, al igual que ellos, en tiempos y velocidades diversas dentro del amplio espectro de la historia. Para F. Braudel, el gran problema de la historia, y por tanto su utilidad, radica en la dialéctica de la duración social, entendiendo por ella

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[…] esos tiempos múltiples y contradictorios de la vida de los hombres que no son únicamente la sustancia del pasado, sino también la materia de la vida social actual […] Nada hay más importante en el centro de la realidad social que esta viva e íntima oposición, infinitamente repetida, entre el instante y el tiempo lento en transcurrir.1

Se propone hablar “de la historia del tiempo de la historia”, con el fin de ofrecerles algo importante a las ciencias sociales: “una noción cada vez más precisa de la multiplicidad del tiempo y del valor excepcional del tiempo largo”.2 Para lograrlo va a centrar su reflexión, en lo esencial, sobre la dialéctica que se establece entre los tiempos cortos y largos de la historia. En cuanto a los primeros, los apresa en el término de acontecimiento, esto es, esos pequeños tiempos episódicos, tiempo de lo instantáneo, hechos a la “medida de los individuos, de la vida cotidiana, de nuestras ilusiones, de nuestras rápidas tomas de conciencia; el tiempo por excelencia del cronista, del periodista”.3 El pasado está […] constituido, en una primera aprehensión, por esta masa de hechos menudos, los unos resplandecientes, los otros oscuros e indefinidamente repetidos […] pero esta masa no constituye toda la realidad, todo el espesor de la historia […] el tiempo corto es la más caprichosa, la más engañosa de las duraciones. Éste es el motivo de que exista entre nosotros, los historiadores, una fuerte desconfianza hacia una historia tradicional, llamada historia de los acontecimienFernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, Alianza Editorial, México, 1989, p. 63 2 Idem. 3 Idem. pp. 64-65. 1

Cultura y tiempo largo de la historia

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tos […] la historia de estos últimos cien años, centrada en su conjunto sobre el drama de “los grandes acontecimientos”, ha trabajado en y sobre el tiempo corto.4

Y no es que el tiempo corto sea un estorbo para el entendimiento de la historia, el problema radica cuando se olvida la relación que establece con esa densa estructura que él mismo ayuda a construir. Esto es, el tiempo corto pierde su sentido si no se inserta en el tiempo largo, si no busca su explicación en lo que Braudel llama “el espesor de la historia”, en la estructura que domina los problemas de la larga duración. Los observadores de lo social entienden por estructura una organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y masas sociales. Para nosotros, los historiadores, una estructura es indudablemente un ensamblaje, una arquitectura; pero, más aún, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transportar. Ciertas estructuras están dotadas de tan larga vida que se convierten en elementos estables de una infinidad de generaciones: obstruyen la historia, la entorpecen y, por tanto, determinan su transcurrir. Otras, por el contrario, se desintegran más rápidamente. Pero todas ellas constituyen, al mismo tiempo, sostenes y obstáculos.5

La existencia de estas estructuras formadas por el tiempo largo de la historia, alimentadas desde luego por esos hechos menudos que se constituyen en una primera aprehensión del pasado y a los que Braudel denomina tiempos cortos, 4 5

Idem, p. 66. Idem, p. 70.

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nos habla, en no pocas ocasiones, de la presencia dentro del insondable ámbito de la historia de tiempos frenados, a veces incluso en el límite de lo móvil. Por supuesto que no sólo es posible, sino necesario, desprenderse de las exigencias que imponen los tiempos largos, las estructuras de la larga duración, para el análisis de la historia. Es ineludible recurrir a los tiempos cortos, pero siempre con una obligación: volver al tiempo largo con otra mirada, con otras inquietudes, con otras preguntas. “Todos los niveles, todos los miles de niveles, todas las miles de fragmentaciones del tiempo de la historia, se comprenden a partir de esta profundidad, de esta semiinmovilidad; todo gravita en torno a ella”.6 Evidentemente, es importante dejarlo claro, las estructuras que se construyen desde los tiempos largos, que en no pocas ocasiones expresan una aparente inmovilidad de lo histórico, no pueden ser pensadas como sinónimo de eternidad. Por la ciencia política se constata que todos los equilibrios históricos son inestables –catastróficos afirmaría Gramsci–, proclives a las rupturas y, si bien es cierto que estas engañosas armonías sociales, en el fondo desequilibradas, pueden ser explicadas desde la densidad de la historia, no menos cierto es que, con más o menos frecuencia, los acontecimientos del tiempo corto suelen confabularse contra el tiempo largo, dejan de explicarse del todo en él, y surge la posibilidad de su desgaste; florece la contingencia de que la sólida estructura de la historia comience a resquebrajarse; crece la eventualidad de que, desde lo social, se inicie la construcción de un nuevo tiempo, de una nueva estructura histórica, sin saber qué nivel de densidad puede llegar a alcanzar. El equilibrio social lentamente construido 6

Idem, p. 74.

Cultura y tiempo largo de la historia

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y registrado a través de la historia, la estructura que simula interrumpir el paso del tiempo, puede ser alterado por acontecimientos, tiempos cortos, que obligan a poner todo en tela de juicio. Braudel ejemplifica con la historia del capitalismo. Menciona que a partir del siglo xiv, el desarrollo del capitalismo comercial construyó una sólida estructura histórica que explicó, por más de cuatro siglos, los acontecimientos propios del tiempo corto. Su eficiencia como orden social estable e inamovible duró hasta que, en el siglo xviii, la Revolución Industrial generó un sinnúmero de acontecimientos, “una masa de hechos menudos, los unos resplandecientes, los otros oscuros e indefinidamente repetidos”, que, al no inscribirse ni explicarse desde el tiempo largo, fueron más allá de lo instantáneo, lograron permanencia e iniciaron la construcción de un nuevo tiempo histórico: la sociedad industrial, que integró y descifró los nuevos acontecimientos, el nuevo tiempo corto hasta casi finales del siglo xx. No se requiere de un gran esfuerzo intelectual para advertir las múltiples formas en que las estructuras de la cultura se expresan en los diversos tiempos de la historia. Tratar de entender cualquier conjunto sistémico de representaciones simbólicas que den vida a cada cultura exige la inserción del análisis de lo cultural, lo mismo en las profundidades casi inmovilizadas del gran río de la historia (en esos inicios en que los símbolos predominantes son pre-lingüísticos y los arquetipos determinan las estructuras simbólicas de la sociedad), que en sus tiempos cortos, sobre todo en aquellos momentos definitorios en que los acontecimientos, al no reconocerse en la estructura histórica vigente, comienzan a construir un nuevo tiempo largo. De estas estructuras dotadas, como dice Braudel, de tan larga vida que el tiempo tarda enormemente en desgastar,

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proviene la cultura; después de miles de años, un sinfín de representaciones simbólicas significan (consciente o inconscientemente, individual o colectivamente) nuestra existencia determinando aun muchos de los comportamientos propios de la vida cotidiana; estructuras proveídas de tan larga vida, y proveedoras de tal cantidad de símbolos imaginarios, que han terminado por convertirse en elementos estables de infinidad de generaciones, de un no cuantificable número de tiempos largos que, en cierto modo, obstruyen la historia, la entorpecen y, de muchas maneras, siguen redelineando, a pesar de las diversas velocidades de sus tiempos históricos, los perfiles culturales de miles de colectivos humanos en el mundo. De estos imaginarios que permanecen en el fondo oscuro de la historia se alimenta el mundo de las representaciones colectivas que buscan la estabilidad del orden sociocultural históricamente establecido. Hablamos del ethos, de las cosmovisiones, de las determinaciones geográficas, de la religión y del arte. Hablamos de ese conjunto de valores normativos, axiomáticos y todavía en uso, que comparte desde hace miles de años la humanidad. Hablamos del incesto, del no matarás, del enterrar a los muertos, de las múltiples creencias acerca de lo sobrenatural, del vasto panteón de dioses, de la mujer como elemento social disruptivo, de la tierra, de la familia y de los hijos, del castigo y del perdón, de la culpa, de la violencia y la guerra, del odio racista, de la amenazante otredad, del respeto al pasado y el temor al futuro, del premio y del castigo, y de todo aquello que se constituyó como lo sacro, como el absoluto social necesario para la estabilidad social. Y de entonces para acá, muchos, infinidad de tiempos largos caminando a velocidades históricas diversas, largas duraciones construidas en cualquier punto del planeta que

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contenga un colectivo humano culturalmente organizado. Los hechos menudos que se constituyen en la primera aprehensión del pasado, los acontecimientos que forman parte de la inmediatez de lo cotidiano, los tiempos cortos que, de principio, responden a un tiempo de larga duración, de pronto comienzan a subvertir las estructuras históricas que los determinan y terminan edificando otro nuevo tiempo largo más, otra nueva época histórica que crea nuevos entendimientos sociales, pero que no olvida muchos de los primigenios sacros que, como bien afirma Braudel, tardan mucho, mucho tiempo en desgastarse; viejos fantasmas cargados de historia, antiquísima memoria social, sobreviviente recuerdo de olvidados tiempos, que aún nos advierten sobre el cómo y el porqué de nuestro ser social, sobre el cómo y el porqué de nuestra esencia metafísica. Hablamos hasta aquí de esa semiinmovilidad de la historia alimentada por el imaginario de la estabilidad, de la permanencia, firmemente puesta a prueba cada vez que la sociedad engendra un nuevo tiempo largo; pero nos percatamos también, y esto es definitivo, cómo dentro de esta semiinmovilidad se fecunda la otra cara del imaginario: la creativa, la incrédula, la transformadora, la revolucionaria, la que contiene ese pensamiento utópico que permite que la historia jamás pueda ser entendida como una fatalidad, como un destino manifiesto; el también remoto imaginario que, para bien o para mal, hace posible su contradictorio e inevitable movimiento. La dialéctica de los tiempos de la historia contiene entonces los dos modos en que, retomando a Castoriadis, acostumbra a expresarse el imaginario: el de la sociedad instituida y el de la sociedad instituyente, conjuntos imaginarios que dan vida a cualquier sistema simbólico.

Referencias

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La cultura como concepto semiótico. Algunas reflexiones metodológicas útiles al pensamiento sociológico se terminó de imprimir el 19 de diciembre de 2014 en los talleres de Ediciones Verbolibre, S.A. de C.V., 1o. de mayo núm. 161-A, Col. Santa Anita, Deleg. Iztacalco, México, D.F., C.P. 08300. Tel.: 3182-0035. . El tiraje consta de 1,000 ejemplares.