La concepción romántica del "Quijote"
 9788484326472, 8484326470

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La concepción romántica del Quijote

Anthony Cióse

La concepción romántica del Quijote

Colección dirigida por Gonzalo Pontón Gijón

La concepción romántica del Quijote

Anthony Cióse

Traducción castellana de Gonzalo G. Djembé

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copy­ right, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier procedimiento, comprendidos la reprografla y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Título original: The Romantic Approach to «Don Quixote» Cubierta: Compañía

Ilustración de la cubierta: Los Beggarstaffs, «Don Quixote» (1897) © AISA Fotocomposición: Médium Fotocomposició © Anthony Cióse, 2005 De la traducción castellana para España y América: © 2005, C r ítica , S.L. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona

e-mail: [email protected] http://www.ed-critica.es ISBN: 84-8432-647-0 Depósito legal: B. 21.326-2005 Impreso en España 2005 - A&M Gráfic, S.L., Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)

Intenta en vano el sabio — su ojo restrospectm del aparente Qué concluir un motivo, inferir de los hechos la causa y resolver que hicimos lo que al cabo queríamos hacer. A lexander Pope

Si un león supiera hablar, no sabríamos comprenderlo. L udwig Wittgenstein

AVISO PRELIMINAR DEL AUTOR

Este libro, en su versión original inglesa, fue publicado en 1978 y, como indi­ caba su subtítulo («A critical History of the Romantic Tradition in “Quixote” Criticism»), fue escrito con intención polémica. No me parece necesario referir ahora los avatares del acalorado debate, y en algunos sectores, fría hostilidad, que provocó en los años que siguieron inmediatamente a su aparición; pri­ mero porque, como veremos más adelante, esas reacciones han perdido actuali­ dad y pertenecen a la historia del cervantismo; y segundo, porque en la medida en que han resultado de valor duradero las ideas que expuse hace más de un cuarto de siglo, ya han sido asimiladas a la crítica sobre el Quijote, al menos entre los cervantistas que manejan el inglés, con lo cual han perdido su poten­ cial chocante. A este respecto conviene constatar que, entre los muchos comen­ tarios que se hicieron sobre el libro, ninguno, que yo sepa, puso en tela dejuicio su tesis principal, incluida la exposición histórica que la sustenta y documen­ ta: es decir, la de que, dentro de las interpretaciones modernas del Quijote, hay una tradición dominante de pensamiento que se deriva, por línea directa de descendencia, del romanticismo alemán. Puesto que la historia de la recepción e interpretación de un clásico, sea el que sea, es un aspecto importante de su es­ tudio — y en el caso del Quijote, que fue convertido desdefines del siglo XVill en algo así como un icono nacional, constituye un capítulo clave en la histo­ ria del pensamiento de los españoles sobre su destino y modo de ser— , considero que el libro tiene un valor que trasciende las circunstancias de su motivación y recepción originales, yjustifica su reedición en una versión asequible para los lectores hispanohablantes. No obstante, conviene que el lector entienda la inspiración polémica del libro y se dé cuenta de en qué estado se hallaba la crítica sobre la obra maestra cervantina en el periodo 1947-197'), lo cual fue la causa directa de este estu­ dio. Las directrices principales de la tesis que sostuve en 1978 se oponían a las fundamentales de la concepción romántica del Quijote, que fueron las predo­ minantes en aquel periodo. Estas están definidas en la primera página del pri­ 9

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mer capítulo. Hoy en día, o han pasado de moda o han perdido su antigua preeminencia, por motivos que se explicarán en el capítulo Vil. Sin embargo, no quisiera dar a entender que la concepción romántica del Quijote ha desapare­ cido. A l contrario, sigue teniendo un papel importante en autorizados estudios publicados en años recientes. No se extingue de la noche a la mañana una tra­ dición de ideas que ha pervivido durante dos siglos. Debo confesar que la amable invitación que me extendió la editorial Crítica para que autorizara una versión española del libro publicado en 1978, e inter­ viniera asimismo en su revisión, me ha puesto en un difícil, aunque no desa­ gradable, compromiso. ¿Hasta qué punto cabe actualizar el libro sin falsear su razón de ser original, y por ende, su misma naturaleza ? Este dilema afecta en especial a los capítulos / y Vil; más que a los intermedios, que apenas si plan­ tean problemas de este tipo, puesto que relatan históricamente el desarrollo de la concepción romántica del Quijote desde 1800 hasta 1925, fenómeno obje­ tivo y estable que presenta el mismo aspecto en 2 005 que en 1978. No ocurre lo mismo, en cambio, con los dos capítulos citados, por razones que, si bien dis­ tintas en cada caso, tienen que ver con la ya mencionada evolución de la crí­ tica cervantina desde 1978, incluidas la modificación de su ethos prevale­ ciente y renovación de su temática. Esto tiene por consecuencia, en lo que al primer capítulo se refiere, que su estilo retórico me parece ahora algofuera de tono y que el análisis de la recepción del Quijote en los siglos XVIIy XVIII debe tener en cuenta las aportaciones de investigaciones recientes, mientras que la pers­ pectiva histórica del último capítulo necesita ampliarse para cubrir el desarrollo de la concepción romántica del Quijote durante el pasado cuarto de siglo. En cuanto al primer capítulo, me resultan ahora estridentes — y en parte simplificadores— el tono desafiante de las dos o tres primeras páginas y la insistencia en el carácter burlesco del Quijote en el resto del capítulo. Esto explica las modificaciones efectuadas en este capítulo, en la medida en que afectan a su estilo, matices y puntos de énfasis más que a su fondo. Sin embar­ go, la mayor parte de los cambios se fundamentan en ampliar de modo signi­ ficativo la prehistoria de la tradición romántica: es decir, la evolución de la interpretación del Quijote desde 160y hasta 1800. En los años que han transcurrido desde la publicación de la versión original de este libro ha habi­ do importantes adelantos en nuestro conocimiento del tema; y me ha parecido imprescindible aprovecharlos, no solo para dar una versión más exacta y com­ pleta de la aludida prehistoria, sino porque nos ayudan a comprender mejor la génesis de la tradición romántica. A l ampliar este aspecto del capítulo introductorio, he abreviado la parte dedicada a defender que el Quijote es 10

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una novela burlesca, tesis que por otra parte me parece ahora demasiado sim­ plista. En cuanto al capítulo vil, la aludida ampliación de su enfoque no se limi­ ta a dar cuenta de lo sucedido después de 1978, sino que abarca también la crítica sobre el Quijote del periodo 1960 a 1975, que, por motivos particula­ res, prefería en 1978 dejar en la sombra. A l acercarme al fin de la redacción del libro a mediados de los setenta, me di cuenta de que no podía por menos de levantar polémica y tal vez herir sensibilidades de críticos y colegas aún vivos, por lo cual me parecía deseable, en aras de lograr en la medida de lo posible una perspectiva objetiva, no extender mi historia de la concepción romántica del Quijote, aparte de alguna referencia de pasada, más allá de 1960. En principio, ya que un libro no es un periódico, hubiera sido irrealizable la pre­ tensión de dar cuenta de las últimas novedades sucedidas en el mundo del cer­ vantismo; era inevitable, pues, dejar algún margen de tiempo entre el fin de la historia y la fecha de su publicación. En la práctica, en el capítulo vil, que se ocupaba de la evolución más reciente de la tradición romántica, los ejemplos principales que ofrecí eran dos ensayos de Leo Spitzer, otro de Mia Gerhardt, y los escritos cervantinos de Américo Castro posteriores a la guerra civil españo­ la; es decir, trabajos compuestos principalmente en el periodo 1940-1955. Con­ sideraba innecesario poner en primer término a críticos más recientes, porque era manifiesta la conexión entre sus ideas y las de Spitzer y Castro, sin que tu­ viera que demostrarla con todo lujo de detalles. Sin embargo, el que la solución adoptada en 1978 me pareciese incluso entonces poco satisfactoria, lo demues­ tra el hecho de que creí conveniente añadir un breve apéndice a mi historia, para cubrir aun de forma somera la evolución de la tradición romántica en años inmediatos a la fecha de publicación del libro. Por las razones expuestas más arriba, me parece ya innecesaria la estrate­ gia reticente que adopté hace más de un cuarto de siglo, por lo cual, en la pre­ sente versión castellana, he suprimido el apéndice y revisado y ampliado de raíz el último capítulo, para extender el alcance de mi historia hasta fechas razo­ nablemente cercanas a la actual.

Cambridge, febrero de 2005

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A g r a d e c im ie n t o s

del tr ad u cto r

Quisiera agradecer aquí la amable colaboración prestada por los com­ pañeros de Traducción en España, Uacinos, Tradales, los foros del Centro Virtual Cervantes y la Asociación Española de Traductores, Correctores e Intérpretes.

ABREVIATURAS

AACLE AC Ateneo III Centenario

Actas de la Asamblea Cervantina de la Lengua Española, en RFE, x x x ii (1948) Anales Cervantinos El Ateneo de Madrid en el III Centenario de la publi­ cación de «El ingenioso hidalgo D. de la M.»

B. A. E.

Biblioteca de Autores Españoles

BH BHS BJAe D Q de la M, D Q Q Forum HR Homenaje SC

Bulletin Hispanique Bulletin of Hispanic Studies British Journal of Aesthetics Don Quijote de la Mancha, Quijote Forum for Modern Language Studies Hispanic Review Homenaje a Cervantes, ed. Francisco Sánchez

Castañer, 2 vols., Mediterráneo, Valencia, 1950

M de CS, C

Miguel de Cervantes Saavedra, Cervantes

M LN MLR

Modern Language Notes Modern Language Review

N. B. A. E.

Nueva Biblioteca de Autores Españoles

NRFH PMLA

Nueva Revista de Filología Hispánica Publications of the Modern Language Association of America

RAE

Real Academia Española

RFE RFH

Revista de Filología Española Revista de Filología Hispánica

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I EL «QUIJOTE» COMO NOVELA CÓMICA

IN T R O D U C C IÓ N

Con posterioridad a 1800, buena parte de la crítica y los estudios qui­ jotescos ha continuado las líneas maestras de la aproximación adop­ tada por los románticos alemanes: es la que denomino aquí «la con­ cepción romántica del Quijote». Lo que sigue es una historia crítica de ese enfoque. A mi entender, es una concepción cuestionable en sus principios fundamentales, que podríamos resumir así: a) Se idealiza al héroe y se atenúa radicalmente el carácter cómicosatírico de la novela. b) Se considera que se trata de una novela simbólica, cuyo simbo­ lismo expresa varias ideas bien sobre la relación del alma humana y la realidad, bien sobre la naturaleza de la historia de España. c) Se interpreta el simbolismo de la novela (y, de modo más gene­ ral, el conjunto de su espíritu y estilo) de forma que refleje la ideolo­ gía, estética y sensibilidad del periodo contemporáneo. Como toda tradición intelectual coherente, esta concepción ha evolucionado a lo largo del tiempo pero sin dejar de ser fiel, en lo esencial, a sus orígenes. Ha seguido una ley evolutiva que podría defi­ nirse así: conservando la sustancia de los puntos a y b, se ha ido de­ sarrollando de acuerdo con lo indicado en c. Una historia crítica de la filología podría dar la impresión de ser un ejercicio de mera introversión negativista, pero a mi juicio tiene un propósito, o más bien una serie de propósitos, eminentemente cons­ tructivos. Antes de entrar a detallarlos, apuntaré una laguna estridente de los modernos estudios del Quijote, que pondrá de relieve la nece­ sidad de escribir esa historia. Hasta 1980 aproximadamente, cuando la influencia de las teorías de Mijáil Bajtín hizo que la crítica del Qui­ jote centrara su atención en sus raíces carnavalescas y populares, los J5

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más destacados estudios de la obra maestra cervantina se desenten­ dieron casi por completo del aspecto que para su mismo creador fue el esencial: su comicidad. De los numerosos comentarios emitidos por Cervantes sobre su sentido y propósito, tanto fuera de la obra como en su mismo seno, ninguno deja de mencionarla, y muchos la recal­ can con énfasis y orgullo. El alcalaíno no comparte en absoluto los melindres que aun hoy en día inducen a algunos estudiosos a consi­ derar una reacción de hilaridad ante el Quijote como incompatible con el aprecio de sus méritos artísticos y su grandeza. Testimonio de ello son los asertos en los que Cervantes más insiste en su risibilidad, puesto que no dejan de reclamar al mismo tiempo su alto valor esté­ tico. Veámoslo; y empecemos con las normas que, según el gracioso y discreto amigo que interviene en el prólogo a la primera parte, deben guiarle en la composición de su historia. El pasaje, verdadera teoría en miniatura de una obra de ficción cómica,' incluye lo siguiente: Procurad también que, leyendo vuestra historia, el m elancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.123

El Quijote, pues, se propone incitar a risa a un amplio público de lectores, incluidos los más discretos. Entre otros textos que pudieran citarse — y son muchos— , sin duda el más elocuente es el que Cervan­ tes pone en boca del mismo don Quijote para insistir en que, con­ trariamente a lo que se suele creer, escribir una obra cómica requiere un alto grado de discreción y de ingenio, facultades creativas relacio­ nadas, muy cotizadas en su poética personal (p. 653) ::1

1. Para la justificación de este aserto, véase el capítulo m de mi Cervantes and the Cómic Mind of his Age, Oxford University Press, Oxford, 2000. 2. En lo esencial, se repite la misma idea en el capítulo m de la segunda parte, cuando Sansón Carrasco alude al gusto universal que ha proporcionado la lectura de la primera (pp. 652-653). Cito por la edición del Quijote de Francisco Rico, 2 tomos, Crítica, Barcelona, 1998, 1, p. 18. Las citas del Quijote siempre remiten al primer tomo, no al volumen complementario con aparato crítico, etcétera. Cuando corresponde, las mayúsculas indican la parte (I: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 1605; II: Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, 1615), y las versales el capí­ tulo, p. ej. Quijote I, ni. 3. Sobre ello, Cervantes and the Comic Mind of his Age, pp. 21-24.

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EL « Q U IJO T E » C O M O NOVELA C Ó M ICA

En efeto, lo que yo alcanzo, señor bachiller, es que para com poner histo­ rias y libros, de cualquier suerte que sean, es m enester un gran ju icio y un m aduro entendim iento. D ecir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios; la más discreta figura de la com edia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple.

Aquí, de modo implícito, Cervantes rechaza el prejuicio general­ mente difundido en aquel siglo — y articulado en términos categóri­ cos por escritores como Alemán, Quevedo y Gracián— ,4 según el cual la risa, y en especial la excesiva, es un comportamiento liviano, ver­ gonzoso e indigno de un hombre maduro. Como es lógico, esta opi­ nión pesaba sobre los personajes, actos y obras que provocaban a hila­ ridad, y coincidía en parte con la jerarquización neoclásica de los géneros y estilos. Esta otorgaba la preeminencia al estilo grave, propio de los dos géneros nobles — la épica y la tragedia— y de los persona­ jes de sangre real que en ellos intervenían, y equiparaba el estilo llano y humilde con la comedia, esfera de acción de gente plebeya y ridicu­ la. Si bien es cierto que Cervantes se hace eco de esta jerarquización de los géneros — al augurar (en los preliminares de la segunda parte del Quijote) que su Persiles y Sigismundo, que es una épica en prosa de tona­ lidad trágica, ha de ser «el mejor [libro de entretenimiento] que en nuestra lengua se haya compuesto», y superior por tanto al propio Quijote— ,5 el famoso prólogo al Persiles permite inferir que un año des­ pués, pocas horas antes de su muerte, preveía que su credencial más eficaz para lograr acceso al Parnaso era su talento de escritor cómico, manifiesto sobre todo en la creación de los personajes de don Quijo­ te y Sancho.6 Este prólogo, que nada tiene que ver con la novela bizan­

4. He aquí la opinión del picaro Guzmán al respecto: «Porque aun la [risa] mode­ rada en cierto modo acusa facilidad; la mucha, imprudencia, poco entendimiento y vanidad; y la descompuesta es de locos de todo punto rematados, aunque el caso lo pida». Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache I, 1, 4, ed. S. Gili Gaya, 5 tomos, Espasa Calpe, Madrid, 1969, 1, p. 123. Véase también mi Cervantes and the Comic Mind of his Age, PP- 254-255, 290-300. 5. Lo dice en la Dedicatoria al Conde de Lemos, p. 623. 6. En el Viaje del Parnaso, capítulo 1, Mercurio, alado mensajero del dios de la poe­ sía, saluda a Cervantes en estos términos: Y sé que aquel instinto sobre humano, que de raro inventor tu pecho encierra, no te ha dado el padre Apolo en vano. !7

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tina a la que precede, contiene el saludo que le hizo un estudiante aficionadísimo a sus obras, al topar por casualidad con Cervantes en el camino de Esquivias a Madrid: «Sí, sí, este es el manco sano, el fa­ moso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las Musas»,7 elogio que el gran novelista, ya moribundo, cita sin duda porque de­ seaba que fuese su epitafio literario. Como es bien sabido, el prólogo termina con su famoso vale a la vida, que señala como aspectos más preciados las gracias, los donaires y los regocijados amigos. He citado estos textos para disipar de una vez por todas la idea de que Cervantes se habría identificado con la premisa implícita en la crítica sobre el Quijote del pasado siglo, según la cual su comicidad no es más que una capa superficial y juvenil, que oculta profundidades y sutilezas merecedoras de la más solemne reverencia y solo asequibles para las generaciones futuras. Nada de lo que escribió sobre su obra justifica semejante supuesto, lo cual no comporta, claro está, que él la considerara meramente frívola. Sin embargo, los estudios más autori­ zados de los últimos noventa años — desde las Meditaciones del «Quijote» de Ortega y Gasset (1914) hasta libros publicados en el último dece­ nio— , suelen desviar resueltamente la mirada respecto de esa faceta de la novela, recalcando su insondable complejidad, ambigüedad y seriedad. Esta actitud es tanto más injustificada cuanto que es absur­ damente contradictoria, ya que a partir de la publicación de El pensa­ miento de Cervantes (1925) de Américo Castro, el cervantismo moder­ no ha dado por sentado que la obra cervantina fue creada con suma inteligencia artística, por lo que su interpretación debe tener muy en cuenta el pensamiento que le subyace. Aquí, los críticos parecen mos-

Tus obras los rincones de la tierra, llevándolas en grupa Rocinante, descubren, y a la envidia mueven guerra. (Ed. R. Schevill y Adolfo Bonilla, Gráficas Reunidas, Madrid, 1922, p. 20). Puesto que Mercurio constata que la fama universal de las obras cervantinas alcanza los rinco­ nes de la tierra montada en el lomo de Rocinante, no tenemos que rascarnos mucho la cabeza para adivinar a cuál de sus obras, ni a cuál de los personajes pintados en ellas, se debe principalmente tal efecto. 7. Ed. R. Schevill y Adolfo Bonilla, 2 tomos, Bernardo Rodríguez, Madrid, 1914, tomo 1, p. lviii. 8. «¡A Dios, gracias; a Dios, donaires; a Dios, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!» (p. lix).

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trarse fieles al precepto cínico que declaró Sempronio en el primer acto de La Celestina: «Haz tú lo que bien digo, y no lo que mal hago».9 ¿A qué obedece esto? Obedece a que la tradición romántica — seria, sentimental, patriótica, filosófica y subjetiva— ha apartado a la crítica de la serie de preguntas que la novela plantea de la forma más clara y natural. Aunque, como veremos en el capítulo vil, esa tradición ha perdido en años recientes algo de su antigua preeminencia, hoy en día sigue influyendo poderosamente en autorizados estudios sobre la obra cervantina. Antes que detenerse en el simple hecho de que los estudios litera­ rios han perdido el rumbo, interesa conocer por qué y cómo ha suce­ dido eso. Hay una hipótesis que puede descartarse de inmediato: no hay sombra de duda respecto del valor intelectual de sus principales representantes, puesto que en la lista figuran autores como Friedrich Schlegel, Schelling, Coleridge, Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal o Américo Castro. La explicación, por tanto, debe buscarse en otro lado. Cada época tiende a amoldar los clásicos literarios a su propia imagen. Y si bien la filología se propone recuperar el sentido original y las circunstancias en que se crearon, no es menos cierto que no pue­ de sustraerse por completo a la influencia de los intereses de su pro­ pio tiempo; y ello afecta a la clase de preguntas que se escoge plantear a un libro antiguo, a los métodos de análisis y, en mayor o menor me­ dida, a la imagen que de esos textos se nos ofrece. Así pues, surge una fuerte tensión entre la persecución voluntaria de un punto de vista objetivo y el que en realidad se adopta. Sin duda, es una tensión que late en todo enfoque crítico-filológico; pero en el caso de la tradición romántica de los estudios cervantinos es interesante recalcar que se ha visto agravada por una inusual combinación de circunstancias, según se desprende del análisis de su práctica. La crítica académica empezó por resistirse a la ya mencionada tendencia al subjetivismo; luego pactó con ella; y a la postre se rindió a su fuerza, sancionada ya por la tradición. Además, esta tendencia encontró siempre apoyo en todas aquellas formas de concebir la literatura que presuponen que el verdadero sentido de los textos subyace más allá de la superficie visi­ ble; es decir, en distintas formas de crítica simbólica, en un sentido lato del término. 9. Ed. J. Cejador y Frauca, 2 tomos, Espasa Calpe, Madrid, 1968, 1, p. 43.

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Investigar la interacción de las circunstancias que llevaron a la concepción romántica del Quijote es un proceso instructivo, por cua­ tro razones. En primer lugar, porque arroja luz sobre aquellas carac­ terísticas del libro que la hicieron posible. En este trabajo, mi inten­ ción esencial es contribuir a la apreciación literaria del Quijote: al ver cómo han evolucionado nuestras ideas sobre esta novela, podremos adquirir distancia respecto de ellas; y, por tanto, podremos ejercer tam­ bién un mayor control. En segundo lugar, el análisis representa una contribución a la historia intelectual de España desde principios del siglo xix. La interpretación de la novela cervantina es un buen indi­ cador de cómo se concibieron en cada época tanto los principios teó­ ricos como los métodos de los estudios literarios; más en general, es un síntoma revelador de la sensibilidad cultural de los españoles para con las ideas europeas, y constituye una fuente básica de datos sobre la preocupación por el «problema de España» y otros temas relacio­ nados. En tercer lugar, ilustra de forma específica el modo en que la concepción del pasado literario está condicionada por las inquietudes del presente. Y en cuarto y último lugar, el estudio se integra en la his­ toria de las ideas. La interpretación de un libro importante, como la de cualquier otro aspecto significativo de nuestra cultura, representa un acto de creación tanto a nivel colectivo como histórico y, por ende, bien merece ser analizado. A su vez, el tercero de los puntos mencionados plantea preguntas fundamentales para la teoría de la crítica y los estudios literarios. Por ejemplo, ¿hasta qué punto está atado el crítico por la intención del autor y el sentido que es más probable adquiriera la obra en su con­ texto histórico? ¿En qué medida puede nuestra interpretación del pasado escapar de la influencia condicionadora del presente? ¿Acaso la pervivencia de los clásicos no se debe precisamente a su capacidad de trascender a su propio tiempo? Personalmente, ante todas estas preguntas adopto una respuesta de corte intencionalista. Aun cuando en este libro no tengo espacio para exponer una argumentación detallada,1" me parecería incorrec­ to pasar totalmente por alto las cuestiones que implica esta perspecti-10 10. I,a he expuesto en «Don Quixote and “the intentionalist fallacy”», BJAe, xn (1972), pp. 19-39; véase también mi «The Empirical Author: Salman Rushdie’s The Sníanic Verses», Philosophy and Literature, 1/| (1990), pp. 248-2(57».

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va, y de ahí que en la Conclusión haya puesto brevemente mis cartas estéticas sobre la mesa. La postura intencionalista que allí resumo y dejo aquí implícita me descalificará a los ojos de varios movimien­ tos de crítica literaria— el llamado «New Criticism», el neomarxismo, el psicoanálisis, la deconstrucción, etcétera— que o bien parten del postulado de la supuesta polisemia de los textos literarios o bien se fundan en la hipótesis de que estos brindan vías privilegiadas de acce­ so a zonas del inconsciente individual o colectivo. No obstante, sus objeciones me parecen poco perjudiciales para el argumento de este libro mientras reconozcan — como de hecho reconocen— que la comprensión de lo que el escritor quiso decir dentro de su contexto histórico-cultural es un requisito preliminar e ineludible para la tarea que ellos mismos practican. Por ejemplo, ni el psicoanálisis de raíz freudiana ni el marxismo tendrían asidero alguno para acceder al sig­ nificado inconsciente del texto sin fijar previamente su sentido deli­ berado y consciente, y explicar cómo aquel se relaciona con este. Este tipo de comprensión resulta imprescindible; y esta es la premisa des­ de la cual voy a construir mi exposición.

Esta no es una historia de todos los estudios quijotescos posteriores a 1800, sino más bien de una tradición dominante. En algunas ocasio­ nes me ocuparé también de lo que queda fuera o antes dé esa tradi­ ción, con miras a definir sus contornos o explicar su origen. Es, ade­ más, una historia de la crítica; no de tareas filológicas adicionales como la edición textual o la biografía de Cervantes. Pero circunstan­ cialmente también me ocuparé de esas cuestiones, para mostrar has­ ta qué punto condicionaron la crítica. Esta tampoco es una historia que pretenda enumerar, en orden cronológico, los nombres de todos y cada uno de los críticos — mayores y menores— de la tradición romántica, junto con los títulos y fechas de sus estudios y un breve resumen de las opiniones que suscribieron." Todo el que lea los tex-1

11. Esta clase de historia ya ha sido escrita, en lo que respecta a Francia y Alema­ nia, por Jean-Jacques Bertrand, cuya visión de conjunto me ha resultado de gran utili­ dad. Aparte de la diferencia ya mencionada, el enfoque de este libro se distingue del de Bertrand en que yo me ocuparé esencialmente de España y que mi concepto de la «tradición romántica» del cervantismo es más amplio que el suyo. A grandes rasgos,

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tos de la crítica literaria de un periodo concreto (o de varios sucesi­ vos) percibirá de inmediato una serie de modelos de opinión, clara­ mente definidos por sus semejanzas. Son, por así decir, movimientos del pensamiento, que tienen una vida a un tiempo sincrónica y diacrónica. En su origen, son compartidos por un grupo de contemporáneos de ideas similares; y persisten en tanto los críticos posteriores los re­ producen (con variaciones de mayor o menor calado), los asimilan a su concepción o los superan. Estas son las consideraciones que han determinado la estructura y el método adoptados en el presente libro. Grosso modo, cada capítulo se ocupa de uno de estos movimientos ideo­ lógicos. Los he dispuesto en orden temporal, pero también tengo en cuenta su evolución diacrónica; esto pone de manifiesto su pervivenpodría decirse que Bertrand se ocupa de las ideas y actitudes que se verán en el capí­ tulo II de este libro, pero no de las ramificaciones estudiadas en los capítulos III a VII. Véanse Cervantes el le romantisme allemand, Librairie Félix Alean, París, 1914; la serie de artículos titulada «Génesis de la concepción romántica de Don Quijote en Francia»: AC, m (1953), pp. 1-41, AC, iv (1954), pp. 41-76 y AC, v (1955), pp. 79-142; y también «Renacimiento del cervantismo romántico alemán», AC, ix (1961-1962), pp. 143-167. Por su parte, Werner Brüggemann ha analizado en Cervantes und dieFigur des Don Quijote in Kunstanschauung und Dichtung der Deutschen Romantik (Aschendorffsche Verlagsbuchhandlung, Münster, 1958) la recepción de Cervantes por parte de los ro­ mánticos alemanes en los campos literario, estético y crítico. En su capítulo final esboza el modo en que las ideas del romanticismo alemán penetraron en España a través de Francia, mencionando brevemente algunos críticos españoles del siglo x ix y princi­ pios del xx. Aparte de estas dos obras, se han publicado muchas visiones/cie conjunto del cer­ vantismo: historias de la crítica quijotesca en un periodo de tiempo, [jais o aspecto determinado; repertorios bibliográficos por categorías, en ocasiones acompañados de resúmenes; artículos periódicos tipo «Estudios cervantinos diñante los últimos x años». En la Bibliografía de este libro se hallarán algunas referencias seleccionadas. Para refe­ rencias bibliográficas detalladas, remito a la «Bibliografía final» compilada por José Montero Reguera para el volumen Cervantes, CEC, Alcalá de Henares, 1995, y la biblio­ grafía del capítulo 5 de El Quijote y la crítica contemporánea, del mismo autor, CEC, Alca­ lá de Henares, 1996, pp. 223-232. Por su parte, Peter E. Russell ha estudiado algunos de los problemas centrales de este libro en «Don Quixoteas afunny book», MLR, lxiv (1969), pp. 312-326, si bien des­ de una perspectiva distinta a la mía. A diferencia del presente libro, el artículo de Rus­ sell no hace un repaso de la crítica quijotesca, sino que estudia la recepción del Quijo­ te en el siglo xvn a la luz de los conceptos prevalecientes de lo risible, con la finalidad de llamar la atención sobre el modo en que la crítica moderna se ha alejado tanto de esas actitudes como de las intenciones explícitas del propio Cervantes. 22

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cia hasta el presente. He centrado el estudio en los textos en los que se da a conocer su estructura básica y original: las obras de los inicia­ dores, los autores más representativos. Entiendo que como comple­ mento bastará con dar unas breves referencias seleccionadas a la mu­ chedumbre de críticos que luego han defendido ideas semejantes. Antes de terminar convendrá aclarar el uso del término «romántico» en el título y cuerpo de este libro. Hay una razón obvia e ineludible para utilizarlo: la tradición crítica que analizaremos aquí deriva de los román­ ticos alemanes. Sin embargo, podría aducir también otra razón, aunque quizá más controvertida. Puede parecer extraño, e incluso sorprenden­ te, que un conjunto de ideas concebidas hace casi dos siglos no haya perdido su vigencia. La causa principal de esa pervivencia hay que bus­ carla en la huella profunda y permanente que ha dejado el movimien­ to romántico europeo (y originalmente alemán) en diversos ámbitos de nuestra sensibilidad y pensamiento; y entre ellos, en nuestra compren­ sión del Quijote. No es una coincidencia que la tradición romántica de la crítica cervantina alcanzara su plenitud precisamente en el primer cuarto del siglo xx: justo en el tiempo en el que ese movimiento influía, no sin una evidente dilación, en España, y su impacto se reactivaba en Europa. En la historia de las ideas, dos siglos es un periodo breve. Sin duda, las premisas que esta hipótesis implica hubieran reque­ rido una justificación más detallada hace unos años, cuando todo análisis general del concepto de «romanticismo» debía tomar en con­ sideración el famoso artículo en que Arthur Lovejoy apuntaba la necesidad de discriminar entre una pluralidad de «romanticismos».1,1 Lovejoy desarrolló un modo de pensamiento escéptico y nominalista que, ahora como entonces, tendía a poner en cuestión el valor de los conceptos genéricos en la historia literaria. Sin duda, esa forma de pensar es acertada; pero no más que el uso «realista» de esos concep­ tos, opuesto a lo anterior y, casualmente, más en boga hoy en día. Las dos actitudes se basan en verdades parciales sobre la cultura, que no son antitéticas, sino complementarias. Es tan inútil negar la realidad de los movimientos o los géneros literarios como negar sus variacio­ nes individuales y específicas. Algunos estudios generales sobre el12 12. Arthur O. Lovejoy, «On the discrimination of Romanticisms». El artículo se publicó originalmente en 1924, y ha sido reimpreso en Essays in the History of Ideas, Johns Hopkins Univ. Press, Baltimore, 1948, pp. 228-253.

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movimiento romántico, como los de Wellek y Schenk,1'1 y buen núme­ ro de libros y ensayos sobre aspectos concretos, han liberado a las generalizaciones sobre el romanticismo europeo del estigma apriorístico de carecer de sentido. Sería presuntuoso por mi parte, además de ajeno a mi intento, pretender dar una definición completa de ese movimiento cuando ya lo han hecho antes que yo otros historiadores intelectuales más cualificados; en esas fuentes hallará el lector una jus­ tificación más detallada de la concepción que se refleja en varias par­ tes del capítulo n de este libro.

E L S IG L O X V II

Esta historia tiene su prehistoria: la forma en que se comprendió el Quijote en los dos siglos inmediatamente posteriores a la publicación de la primera y segunda parte de la novela (1605 y 1615, respectiva­ m ente).'4 De aquí en adelante, atenderé especialmente a su recep­ ción en España, salvo cuando la opinión extranjera precedió o dirigió a la española.13 4 13. René Wellek, «The concept of Romanticismo y «Romanticism re-examined», en Concepts of Criticism, Yale Univ. Press, New Haven, 1964, y A History of Modern Criticism, II: The Romantic Age, Yale Univ. Press, New Haven, 1955. [Hay traducciones al espa­ ñol: «El concepto de romanticismo en la historia literaria» y «Revisión del romanticis­ mo», Historia literaria. Problemas y conceptos, sel. S. Beser, trad. L. López Oliver, Laia, Barcelona, 1983, pp. 123-176 y 1 77”i 931 Historia de la crítica moderna (1750-1950), II: El romanticismo, trad. J. C. Cayol de Bethencourt, Credos, Madrid, 1973]. Hans Schenk, The Mind of theEuropean Romanlics, Constable, Londres, 1966. En ambos casos, las obras contienen amplias bibliografías de estudios específicos sobre el Romanticismo. Men­ cionaré solo dos que me han resultado particularmente útiles: M. H. Abrams, TheMirror and ihe Lamp, Oxford Univ. Press, Oxford, 1953 [El espejo y la lámpara, trad. G. Aráoz, Nova, Buenos Aires, 1962; o El espejo y la lámpara, trad. M. Bustamante, Barral editores, Barcelona, 1975]; y Eric Donald Hirsch, Wordsworth and Schelling, Yale Univ. Press, New Haven, 1960. Para tratamientos más recientes del tema, consúltense: P. Lacoue-Labarthe yJean-Luc Nancy, L ’absolu littéraire: théorie de la liliérature du romantisme allemand, Seuil, París, ig78;Jerom e McGann, The Romantic Ideology, University of Chicago Press, Chicago, 1982; Charles Taylor, Sources of the Self. The Making of the Modern Identity, Cam­ bridge University Press, Cambridge, 1989; The Cambridge History of Literary Criticism, vol. 5: Romanticism, ed. Marshall Brown, Cambridge University Press, Cambridge, 2000. 14. Además de los textos originales, para este resumen de las concepciones prerro­ mánticas del Quijote he consultado las siguientes historias de la opinión crítica: Maurice

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Durante el siglo x v i i , la crítica cervantina se limita a comentarios y homenajes ocasionales, así como a algunos rasgos que podemos in­ ferir de las imitaciones de la novela, ya fuera en la escena o la prosa. En uno y otro caso, las reacciones fueron abundantes; pero pese a tal abundancia de referencias, se buscará en vano una justificación argu­ mentada de los puntos de vista que se expresan. A efectos prácticos, las imitaciones del Quijote son más ilustrativas respecto del modo en que se concebía la novela que las opiniones explícitamente formuladas. Este hecho — que los estudios cervantinos expresos o públicos sean tan escasos durante el siglo xvii— quizá no debería sorprendernos. Los principios de la crítica literaria renacentista y posrenacentista suponen una concepción de la literatura como algo que, idealmente, debería ajustarse a los modelos y las reglas clásicas de la composición literaria. Sin embargo, la Antigüedad clásica no incluye prototipos exactos de muchos de los géneros que vio florecer el Renacimien­ to: la novela de aventuras heroicas a la manera de Ariosto, la novella posterior a Boccaccio, los libros de caballerías, la novela y el teatro

Bardon, Don Quichotte en trance au xvii el au xvm siécle, Champion, París, 1931, a vols. [reimpr. Slatkine, Ginebra, 1974]; Adolfo Bonilla, Cervantes y su obra, Francisco Beltrán, Madrid, 1916, cap. 5; A. P. Burton, «Cervantes the man seen through English eyes in the seventeenth and eighteenth centuries», BHS, xlv (1968), pp. 1-15; Paolo Cherchi, Capitoli di critica cervantina, 1605-1789, Bulzoni, Roma, 1977; Miguel Herrero García, Estimaciones literarias del siglo xvn, Voluntad, Madrid, 1930; Emilio Martínez Mata, «El sentido oculto del Quijote: el origen de las interpretaciones trascendentes», Volverá Cer­ vantes. Actas del TV Conlreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, Eepanto, 1/8 de octubre de 2000, Universitat de les liles Balears, Palma de Mallorca, 2001, pp. 12011210; Franco Meregalli, «Los primeros dos siglos de recepción de la obra cervantina», Actas del III Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas (Alcalá de Henares, 12-16 de noviembre 1990), Anthropos, Barcelona, 1993, pp. 33-42; Alberto Navarro González, El Quijote español del siglo xvn, Rialp, Madrid, 1964; Ronald Paulson, Don Quixote in England, Johns I-Iopkins, Baltimore, 1998; Leopoldo Rius, Bibliografía critica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, Madrid, 1895-1904, 3 vols., vol. III, secciones vn y vm; P. E. Russell, «Don Quixote as a funny book»; Edward M. Wilson, «Cervantes and English literature o f the seventeenth century», BH, 50 (1948), pp. 27-52; Oscar Barrero Pérez, «Los imitadores y continuadores del Quijote en la novela española del siglo xv iii », Ana­ les Cervantinos, XXIV (1986), pp. 103-121; Francisco Aguilar Pinnal, «Cervantes en el siglo x v iii », Anales Cervantinos, XXI (1983), pp. 153-163. Se hallarán más referencias en la bibliografía que acompaña al capítulo 5 del ya citado trabajo de José Montero Reguera, El Quijote y la critica contemporánea.

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pastoriles y la picaresca.lr’ Consiguientemente, fue necesario un es­ fuerzo para reajustar esos nuevos géneros de suerte que cuadraran en el marco de la teoría literaria vigente. En Italia, donde a lo largo del siglo xvi se publicaron numerosos textos de teoría literaria, el rea­ juste se llevó a cabo sin demora; de ello se beneficiaron tanto las obras maestras de Dante, Ariosto, Tasso y Guarini como otros géneros me­ nores: la novella, el soneto, el madrigal, el epigrama. En España se crea­ ron muchas más formas literarias nuevas que reflexión sobre ellas y, por ende, el reajuste se realizó más tarde. La novela bizantina (como por ejemplo el Persilesy Sigismundo, de Cervantes, publicado en 1617) fue un género nuevo — o quizá un género antiguo, pero renovado— que sí atrajo la atención de los críticos españoles, por cuanto resulta­ ba moralmente edificante, era aneja a la épica (de la cual tanto Aris­ tóteles como Horacio habían teorizado por extenso) y tenía un céle­ bre modelo antiguo: las Etiópicas de Heliodoro. En cuanto a las novelle españolas (como las cervantinas Novelas ejemplares, de 1613), recibie­ ron alguna atención por razones en parte similares;' ’ lo mismo sucedió con la novela pastoril (como La Galatea, de 1585, por no salir de los ejemplos cervantinos).'7 En cambio, la ficción cómica — como la novela picaresca y el Quijote— tuvo que enfrentarse al prejuicio de ser frívola o, lo que es aún peor, moralmente peligrosa (sobre todo en el caso de la picaresca).'8 Así, en las reflexiones literarias más enjundio-15 8 7 6

15. De acuerdo con la sugerencia de E. C. Riley, Introducción al «Quijote», Crítica, Barcelona, 2000, pp. 19-24 (esp. n. 10), y «Una cuestión de género», La rara invención, Crítica, Barcelona, 2003, pp. 185-202, nos valdremos de vez en cuando del término inglés romance, en cursiva, para designar ficciones en prosa de tipo idealista (pastoriles, bizantinas, caballerescas), y marcar su diferencia respecto de, por un lado, la «moder­ na novela realista»; y por otro, la novela picaresca y la novella de origen italiano. 16. En la «Introducción a las novelas» que antepone a su Teatro popular (1622), Francisco Lugo y Dávila ofrece una historia y teoría del género; Lope de Vega emite varias opiniones teóricas en los apartes al lector esparcidos por sus Novelas a Mama Leonarda (1621, 1624). Sobre ello, Jean-Michel Laspéras, La nouvelle en Espagne au siécle d"or, Université de Montpellier, Montpellier, 1987, pp. 177-183. He manejado la obra de Lugo y Dávila eu la edición de E. Cotarelo y Mori, Viuda de Rico, Madrid, 1906, y la de Lope de Vega en la edición de Julia Barellajúcar, Madrid, 1988. 17. Véase el prólogo de Cristóbal de Suárez Figuero a El constante Amarilis (1609). He consultado la tercera edición, Madrid, 1781. 18. De ello trato extensamente en el capítulo ix de mi Cervantes and the ComicMind of his Age.

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sas se omitía el caso del Quijote. La omisión tuvo también otra causa importante: los contemporáneos de Cervantes leyeron literalmente y aceptaron su intención, variamente reiterada. Es decir, consideraban que el Quijote no inauguraba un género nuevo, sino que destruía uno antiguo. En palabras de Tirso de Molina, Cervantes fue el «ejecutor acérrimo de la expulsión de andantes aventuras».19 Ante la pregunta de a qué género pertenece el Quijote, muchos lectores del siglo xvn lo hubieran clasificado entre las propias novelas de caballerías, como sugieren las portadas de las ediciones antiguas, con grabados que muestran escenas de torneo. Según dijo «Azorín» tajantemente, «el Quijote ni fue estimado ni comprendido por los contemporáneos de Cervantes».20 ¿Es realmen­ te así? «Azorín» no hace sino emitir una opinión que comparte la mayoría de la crítica española moderna, incluidos Navarro González y Herrero García, quienes, aun cuando aceptan que es una afirma­ ción certera por lo que atañe a la opinión erudita, se esfuerzan por leer entre líneas los varios textos novelísticos y teatrales que hacen alu­ sión al Quijote, con la esperanza de encontrar huellas de una contra­ dicción entre, por un lado, los instintos artísticos y populares de los españoles del siglo x v i i y, por otro, su facultad crítica. Si nuestra com­ prensión y concepción del Quijote se asemeja a la de los románticos, entonces «Azorín» está en lo cierto. Pero eso implicaría un absurdo: achacar una insensibilidad de ese calibre a escritores tan dotados de inteligencia y talento literario como Tirso de Molina, Quevedo, Salas Barbadillo, Calderón y Guillén de Castro. Es más razonable suponer que estos autores entendían el Quijote de un modo diferente a como lo hacía «Azorín», porque, en realidad, lo comprendían mejor. No hay duda de que lo estimaban; basta observar su inmensa popularidad y la apreciativa «Aprobación» de la segunda parte, donde el licencia­ do Márquez Torres elogia a Cervantes en tanto que maestro univer­ salmente aclamado, aunque pobre. Márquez Torres pone de relieve, ante todo, el «aprovechamiento» social que se deriva de su intención

19. Tirso de Molina, Los agarrotes de Toledo (1624). Cito por la edición de Luis Váz­ quez Fernández, Castalia, Madrid, 1996, p. 236. En el mismo pasaje elogioso, Tirso cali­ fica a Cervantes de «nuestro español Bocacio». 20. En «Cervantes y sus coetáneos», Clásicos y modernos, Renacimiento, Madrid, 1913. P- H 5 -

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1,A C O N C E P C I Ó N R O M Á N T I C A OKI, « Q U I J O T E »

crítica, la naturalidad o «lisura del lenguaje castellano» y, más en es­ pecial, la sátira discreta y entretenida de las mores contemporáneas.*1 En general, Cervantes cautivaba a sus contemporáneos por su ingenio — sobre todo sus dotes de invención, de las que él mismo hace alarde en numerosas ocasiones— su «discreción» (entendida como pruden­ cia, buen juicio, y también ingenio creativo), «decoro» (sentido de lo apropiado y conveniente) y «decencia». De lo que podemos estar completamente seguros — ahí está la ya citada aprobación de Már­ quez Torres para confirmarlo— es de que ellos apreciaron aspectos de la obra cervantina que hoy en día estimamos mucho menos, como son La Calatea, las novelas cortesanas y el estilo retórico. A la inversa, nosotros privilegiamos otros aspectos en los que ellos apenas si se fi­ jaron, como el pensamiento de Cervantes, o su manera de jugar metaficcionalmente con los convencionalismos narrativos. Para precisar en qué medida está o no justificado el citado aserto de «Azorín», conviene preguntarnos cómo valoraron el Quijote los hombres del Barroco, y en qué medida se diferencia esta valoración de la de otras obras maestras del Siglo de Oro. Como ya veremos, su actitud ante la novela cervantina es ambivalente. Habrían calificado de clásicos incuestionables la poesía de Garcilaso, Góngora y Quevedo, las comedias de Lope y de Calderón, La C-elestina y Guzmán de Alfmnche,¿¿ ya que estas obras o dejaron en su estela escuelas de imitadores o suscitaron doctos comentarios similares a los dedicados a los clási­ cos de la Antigüedad. En la mayoría de los casos, produjeron ambos efectos a la vez. Y ¿qué es de Cervantes? Al autor del Quijote (si deja­ mos de lado sus demás obras en prosa), lo habrían considerado como a una especie superior de P. G. Wodehouse,* ' es decir, inmensamente divertido, entretenido y popular, un ingenioso e inventivo creador de sil. «Aprobación», en Quijote, etl. F. Rico, pp. 611-613. 22. Sobre ello, véase mi introducción «I.a.s interpretaciones del (hiijote» a la edi­ ción del Quijote de F. Rico, pp. cxlii-clxv (cxlviii). 23. Novelista humorístico muy popular en Inglaterra, cuya carrera literaria abarca el periodo 1920-1950 aproximadamente. Fue creador de los personajes Bertie Wooster yjeeves, que corresponden en cierta manera a don Quijote y Sancho, invirtiendo sus papeles respectivos. El inocente Bertie es el (supuestamente) típico señoriLo inglés de vida frívola y holgazana, Liranizado por su tía Agata y otros personajes mandones por el estilo;Jeeves es su criado extraordinariamente ingenioso, sofisticado y culto, que le res­ cata repetidamente de sus apuros.

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dos personajes legendarios, un cuendsta genial, urbano y edificante, pero tal vez un tanto ligero. El Quijote carecía de los requisitos para elevar una obra en prosa cómica al pedestal clásico que ocupaban, por ejemplo, La Celestina y Guzmán de Alfarache: sustancia moral, mez­ cla de lo grave y lo risible, agudeza (en el sentido que le atribuiría Gra­ dan) .. Aunque tal vez sí que los tuviera. La peculiar ambigüedad con que la época evaluaba el Quijote queda ejemplificada cabalmente por Baltasar Gracián, que en El Criticón — alegoría cáustica, sombría, agu­ damente sentenciosa de la peregrinación de la vida humana— prohíbe la lectura del Quijote al hombre de juicio m aduro/’junto con otros sín­ tomas de frivolidad juvenil — traer jubón verde, llevar encima espejo o retrato de dama, tocar una guitarra, silbar, ser francés— y, no obstan­ te, en la misma obra, imita continua y silenciosamente situaciones del Quijote, hasta tal punto que la inmortal pareja cervantina viene a ser el modelo principal de sus dos peregrinos de la vida: el juicioso Critilo y el impulsivo Andrenio, que lo mismo que el hidalgo y su escudero, son símbolos de dos arquetipos universales de la condición humana. Gra­ cián, en tanto moralista, niega trascendencia al Quijote; pero Gracián, en tanto novelista, lo contradice. El mismo contraste se observa entre,2 5 4 24. Aunque no le negaron ingeniosidad, como demuestra el juicio que sobre Cervantes emite el más autorizado bibliógrafo del siglo xvn español, Nicolás Antonio (en Bibliotlma Hispana Nova, 2 tomos, segunda edición basada en la primera de 1672, Madrid, 1788, donde los nombres de autores aparecen en orden alfabético): «ingenii praestantia el amoenitate, unum aut alterum habuit parem, superiorem neminem» «en la excelencia y amenidad de su ingenio, hubo alguno que otro igual, pero ninguno superior». Pero la ingeniosidad aludida en esta cita se manifestaría, para el Barroco español, en la invención de personajes y de acciones novelísticas (cualidad de que se preciaba el propio Cervantes), y no tanto en el Jipo de agudeza — ni de «agudeza com­ puesta»— de que habla Gracián en su Agudeza y arte de ingenio. Véase al respecto mi artículo «Gracián lee a Cervantes: la trascendencia de lo intrascendente», en Baltasar Gracián IVCentenario (1601— 2001), II Congreso Internacional «Baltasar Gracián en sus obras» (Zaragoza, 22-24] de noviembre de 2001), ecl. Aurora Egido, M- Carmen Marín, Luis Sánchez Vaílla, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2004, pp. 179-198. 25. Al llegar a la Aduana de las Edades, que guarda la frontera entre la juventud y la edad madura, se les pregunta a los aduaneros si está permitido leer «las obras de algunos oLros autores que habían escrito contra aquellos [los libros de caballerías]». La Cordura les replica que «de ningún modo, porque era dar del lodo en el cieno, y había sido querer sacar del mundo una necedad con otra mayor». Véase la «Reforma univer­ sal» (Criticón II, 1), en la edición de Evaristo Correa Calderón, g tomos, Espasa Calpe, Madrid, 1971, 11, p.

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por un lado, la tendencia mayoritaria de las alusiones al Quijote en la literatura española del Barroco, que rebasan con mucho las menciones de ninguna otra obra del periodo. Tienden a resaltar sus aspectos pro­ verbialmente risibles — como el lamento de Sancho por la pérdida de su asno, o la imagen estereotipada de un don Quijote ridículo desface­ dor de tuertos— y, por otro lado, el fino aprecio manifestado de modo más indirecto por escritores como Calderón, Tirso de Molina y Salas Barbadillo, cuando imitan o recrean temas del Quijote. A ojos de estos partidarios perspicaces no pasan inadvertidos los matices más sutiles de la novela, como la fantasía idealizante, escapista y literaria de algunos personajes de Tirso (La fingida Arcadia, La celosa de sí misma, El castigo del penséque, Amar por señas), inspirada evidentemente en la del hidalgo manchego, o bien el tema de lo fabuloso verdadero y la dicotomía literatura/vida, tratados tanto por el mercedario como por Calderón. Sin embargo, fuerza es confesar que algunas de las cualidades más destacadas del Quijote— como el naturalismo de su caracterización, la fina ironía con la que satiriza los clichés literarios, la famosa urbani­ dad de Cervantes— , si bien merecen la aprobación de algún partida­ rio o imitador aislado/7 no coinciden precisamente con las modas literarias dominantes del Barroco español, por lo que deben aguardar el triunfo del neoclasicismo dieciochesco para ser justamente valora­ das. Buen ejemplo al respecto es la versión del Quijote de Avellaneda (1614), el principal imitador de Cervantes en aquel periodo, cuya ver­ dadera identidad sigue envuelta en incertidumbre para los cervantis­ tas. Aunque no le falta talento como escritor, su versión es de calidad muy inferior a la cervantina, carente de su refinamiento y originali­ dad. Aquí desaparece todo el chispeante humor del estilo narrativo de2 7 6

26. Sobre ello, véanse mis trabajos «Novela y comedia de Cervantes a Calderón: el caso de La dama duende», en Lecciones calderonianas, ed. Aurora Egido, Ibercaja, Zarago­ za, 2001, pp. 33-52, y «Convergencia de novela y comedia en Tirso de Molina», en El mundo como teatro: estudios sobre Calderón de la Barca, ed. José Lara Garrido, Analecta Mala­ citana, Anejo 47, Universidad de Málaga, Málaga, 2003, pp. 131-149. 27. Pienso, por ejemplo, en la aprobación redactada por el licenciado Márquez Torres para el segundo Quijote de Cervantes. A diferencia de la tonalidad trillada y acar­ tonada de la gran mayoría de esos textos oficiales, el de Márquez Torres se distingue por su acento cálido y personal, y, sin ser ni muy largo ni muy penetrante, constituye el comentario más detallado y apreciativo sobre el Quijote escrito por un español en el siglo XVII.

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Cervantes, incluidos la ficción de Benengeli, los incansables juegos de palabras y la parodia de diversos registros; se esfuma el relieve dado a la textura de la vida cotidiana y a la psicología correspondiente; se eli­ mina el entorno pastoril o montañoso, imbuido de alusiones litera­ rias, y a la vez, las continuas interferencias entre lo cómico y la evasión romántica. Lo más llamativo de estas modificaciones es el notable empobrecimiento de las personalidades de amo y mozo. El don Qui­ jote de Avellaneda, como un niño mentalmente disminuido, no supe­ ra la etapa primitiva de la evolución del hidalgo cervantino: es decir, el ensimismado, acartonado y delirante imitador de los tópicos de la literatura caballeresca, tal como se nos presenta en los cinco primeros capítulos del primer Quijote. Por su parte, Sancho se vuelve el simple gárrulo, tosco, glotón y maloliente de la comedia del siglo xvi. La continuación de Avellaneda, sea este quien fuere, tipifica la predi­ lección del siglo x v ii en general por una sola dimensión del Quijote: la comicidad entremesil de la burla del género caballeresco/8

EL «QUIJOTE» EN LA ÉPOCA NEOCLÁSICA

La primera señal de que las cosas iban a cambiar la dieron los admi­ radores franceses de Cervantes en torno a 1670: René Rapin, PierreDaniel Huet, Saint-Evremond. Nos encontramos ya en el reinado de Luis XIV, periodo del bon goüt y del academicismo literario. Aunque todos clasifican el Quijote como una especie de sátira — opinión que no cambiará; en lo esencial, hasta fines del siglo xvm — coinciden en con­ siderarlo como una de las grandes obras de la época moderna; para Saint-Evremond es el libro más capacitado para enseñarnos «un bon goüt sur toutes choses»/9 La Lettre sur l ’origine des romans (1670) — el influyente tratado del obispo de Avranches, Pierre-Daniel Huet, reeditado varias veces y2 9 8 28. A este respecto, la recepción del Quijote en Inglaterra no difiere de la españo­ la. Sobre ello, Edward Wilson, «Cervantes and English Literature of the Seventeenth Century», Bulletin Hispavique 50 (1948), pp. 27-52, y el largo repaso a las opiniones de los ingleses, desde comienzos del siglo x vn hasta el xx, que ofrece Edwin B. Knowles en «Cervantes y la literatura inglesa», Realidad, año 1, volumen II (Buenos Aires, septiembre/octubre de 1947), pp. 268-297. 29. Véase Barden (193c Parte Illa, capítulos 3 y 4).

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conocido tanto en Alemania como en Francia— ío marca un significa­ tivo paso adelante en la elevación del género de la novela a nivel canó­ nico, ya que insiste en su dignidad potencial, con tal que cumpla las reglas de Aristóteles. Aunque Huet no clasifica el Quijote como una novela, por razones que se harán evidentes acto seguido, su nueva va­ loración del género facilita la consagración posterior de la obra maes­ tra cervantina. Pero aquí conviene apuntar dos cosas. Los franceses, al igual que los alemanes, disponían de una palabra — la misma en las dos lenguas, román— para designar ficciones en prosa de gran exten­ sión, requisito importante para que se reconociera su existencia y se afirmara su estatus canónico. En la España del siglo xvm , en cambio, los términos equivalentes eran más variables e imprecisos, alternando historia con romance, fábula, e incluso con novela. En su acepción pre­ dominante, este último término seguía designando una novela corta (cf. novel [inglés], nouvelle [francés], Novelle [alemán]), sin adquirir el sentido que tiene hoy en día hasta fines del siglo x v i i i .3' Se observa una situación muy parecida en In g la te rra .E n segundo lugar, aun­ que había imprecisión en el uso del término román, tanto los france­ ses como los alemanes lo emplearon principalmente, hasta al menos mediados del siglo xvm , en el sentido de una narración en prosa lar­ ga de tipo amoroso o heroico — como la Historia etiópica de Heliodo-3 12 0

30. Sobre el tratado de Huet, véase Nathalie Fournier, «Comment definir un genre? La Lettre sur l origine des romans», en Pie.rre.-Daniel Huet, Acles du Colloque de Caen (12-13 de noviembre de. 1993), Biblio 17, París, 1994, pp. 109-117 . En cuanto a la reper­ cusión en Alemania, Lámmert, Eberhard y otros, Romántheorie. Dokumentntion ihrer Geschichte in Deulschland 1620-1880, 2 tomos, Kiepenhauer & Witsch, Colonia/Berlín, 1, p. 29. 31. Sobre ello Rebecca Haidt, «The Enlightenment and Fictional Form», The Cambridge Companion to the Spanish Novel, Cambridge University Press, Cambridge, 2003, pp. 31-46 (33). La aludida vacilación está muy clara en la clasificación que de las obras cervantinas ofrece Gregorio Mayans y Sisear en su Vida de Ceivanles (1738), secciones 151 y ss., examinada más adelante. 32. Véase E. J. Showalter, The livolution oj the Trencli Novel, 1631-1382, Princeton University Press, Princeton, New Jersey, 1972, pp. 10, 24. Cf. la escueta definición que de novel ofrece Samuel Johnson en su gran diccionario de la lengua inglesa (1755, 1765): «a small tale, generally o f love», relacionándola etimológicamente con nouvelle. Pero para fines del siglo x vm ya se había impuesto el sentido moderno de novel, como demuestra el hecho de que la gran novelista inglesa de comienzos del siglo x ix, Jane Alisten, emplea el término corrientemente para las suyas.

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ro o L ’Astrée de Honoré d’Urfé— . ' ' De modo que en toda Europa, hasta fines del siglo xvm , se produce una situación pirandeliana en la que o tenemos un frasco — el Quijote— que anda en busca de un rótu­ lo identificador adecuado, o bien tenemos el identificador — román— pegado habitualmente a un frasco anticuado y destinado a ser reem­ plazado por otro. Mientras que en España la popularidad del Quijote decae en la segunda mitad del siglo x v i i , no sufre disminución alguna en Ingla­ terra y Francia, donde, hasta fines del siglo siguiente, hay un aluvión de traducciones nuevas o reeditadas. El entusiasmo es particularmente fervoroso en Inglaterra, '4 donde se aprecia el Quijote como modelo de comicidad lúdica y benigna; se admira a Cervantes como satírico bien educado, elegante, civilizado — imagen reforzada, a partir de la pu­ blicación de la elogiosa «Vida de Cervantes» de Mayans y Sisear, por el retrato de su vida y semblante moral— ; y se cultiva el tipo del perso­ naje extravagante pero amable — «the humourist»— , calcado sobre don Quijote, como el tío Toby del narrador de The Life and Opinions

33. Según Fournier (1994, apéndice), los principales diccionarios franceses de fines del siglo x vii — Richelet (1680), Furetiére (1690), Académie franfaise (1694)— ofrecen definiciones de román en las que resulta patente la influencia de Huet, como en esta de Richelet: «une fiction qui comprend quelque aventure amoureuse écrite en prose avec esprit et selon les regles du Poéme Épique & cela pour le plaisir et l’instruction du lecteur. Nos plus-fameux Romans sont les Amadis 8c VAstrée» («una obra de ficción que trata de alguna aventura amorosa, escrita ingeniosamente en prosa según las reglas del poema épico para el gusto y el provecho de lector. Nuestros romances más célebres son los Amadisesy la Astrée».) El tratado de Huet, mediante la traducción alemana, influye en el concepto de román en Alemania. Para el uso de román en el si­ glo xvm en Francia, véase el citado capítulo de Showalter, donde se demuestra que en la práctica román era a menudo intercambiable con nouvelte, hisloire, mémoire. No obs­ tante, a pesar de que la nouvelte, de extensión más breve, reemplazó a los voluminosos romans a partir de 1660, sin desviarse mucho de su temática amorosa y falta de realis­ mo, román siguió empleándose como término genérico a lo largo del siglo xvm . 34. Sobre la recepción del Quijote en Inglaterra durante este periodo se ha escrito mucho. Para visiones de conjunto, StuartTave, The Amiable Humourist, University of Chi­ cago Press, Chicago, 1960; Susan Staves, «Don Qxiixotein Eighteenth-Century England», Comparative Literalure XXIV (1972), pp. 193-215; Javier Pardo, «Formas de imitación del Quijote en la novela inglesa del siglo xvm : Josej>h Andrews y Tristram Shandy», Anales Cervantinos XXXIII (1995-1997), pp. 133-164. con abundante bibliografía; Ronald Paulson, Don Quixote in England: The Aeslhetics of Laughter, Johns Hopkins, Baltimore, 199^;J°hn Ardila, «Cervantes y la ‘Quixodc Fiction’», Cervantes, 21 (2001), pp. 43-65.

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ofTristram Shandy (1759), de Laurence Sterne, que demuestra su as­ cendencia quijotesca mediante su manía de jugar con una maqueta de fortificación militar que se ha hecho construir sobre un césped para la petanca. Por otra parte, este genial cuento de nunca acabar, que es una de las mejores novelas del siglo xvm y sin duda la más ori­ ginal, lleva a tal extremo el juego cervantino con los convencionalis­ mos narrativos, ya practicado por novelistas anteriores como Marivaux y Fielding, que se anticipa a los caprichos metaficcionales de la generación de Unamuno, Gide y Pirandello. Es en Inglaterra donde tienen lugar los avances más significativos en la interpretación de la obra, y en ellos observamos una sincronía fundamental entre la novelística del siglo, mayormente en sus for­ mas cómico-satíricas — Fielding, Smollett, Sterne— y la crítica y teoría literarias. El fundador de la novela cómica inglesa, Henry Fielding, al publicar su Joseph Andrews en 1742, afirma que está escrita «in imitation of the manner o f Cervantes, author of Don Quixote» (imitan­ do la manera de Cervantes, autor del Quijote) — o sea, que imita su estilo humorístico de narración— ; y en el prólogo a su novela la defi­ ne como un subgénero de la épica, calificándola de «a comic epicpoem in prose» (poema épico en prosa de tipo cómico). Con esta definición contribuye de manera significativa a elevar a nivel canó­ nico la novela, como género — y con ella el Quijote— , según las normas de la preceptiva neoclásica y siguiendo en esto las huellas de Huet, y más directamente, de Gregorio Mayans, buen conocedor del tratado del francés. Sobre el importante prólogo de Mayans al Quijote publi­ cado en Londres en 1738, volveremos a continuación. Fielding tam­ bién se basa en la novela de Cervantes para establecer su distinción clave entre lo burlesco — modalidad que considera ajena a la verosi­ militud, ya que siempre comporta una yuxtaposición monstruosa de lo alto y lo bajo— y lo cómico, que consiste en el retrato plausible y natural de manías extravagantes. Limita lo primero al discurso narra­ tivo e identifica lo segundo con el retrato de caracteres, imitando a Cervantes tanto en un caso como en el otro. Al insistir en la verosimi­ litud como requisito de la caracterización, Fielding — igual que Tobias Smollett en el prólogo a su Roderick Random, de 1748— acompasa a uno de los temas principales de la crítica cervantina del siglo xvm , que no cesa de alabar a Cervantes por este mismo mérito. Así que, a partir de 1740, en Inglaterra, Cervantes se vio ascendido de repente 34

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al nivel de autor clásico, y el tipo de narración que había inaugurado empezó a disfrutar de reconocimiento académico. Había otros factores que favorecían el mismo resultado. Para la Estética inglesa de la risa y de la sátira — a la que contribuyeron es­ critores tan eminentes como Thomas Hobbes, Lord Shaftesbury y Joseph Addison— , el Quijote es una obra fundamental, a la que ape­ laron los dos últimos para proponer una concepción benigna, lúdica y civilizada de lo cómico, que oponen a la idea de la risa maliciosa y triunfante propuesta por Hobbes en su Leviathan (1651).'''"’ En una época muy versada en el arte de lo burlesco, se notó acertadamente que el genio irónico de Cervantes se caracteriza por su tendencia a evitar la modalidad burlesca de tipo bajo (el retratar a Dido como una verdulera, pongamos) y a adoptar, por el contrario, un «aire serio» (verbigracia al atribuir una solemnidad inconsciente al protagonista o afectar jocosamente un estilo épico de narración), estrategia imitada de forma explícita por Henry Fielding en Joseph Andrews (1742). Sin embargo, a pesar del creciente aprecio por el Quijote, la mayor parte de los juicios dieciochescos no están especialmente desarrolla­ dos ni argumentados. Con dos importantes excepciones que analiza­ remos más abajo, las de Gregorio Mayans y Vicente de los Ríos, los prólogos a las ediciones de la novela — que son una de las principales formas de análisis crítico de la época— suelen contentarse con narrar, de modo entusiasta, la vida del autor, poniendo en claro su propósito principal y elogiando brevemente sus méritos.'''1’ En una época en la que se cultivaban y ridiculizaban a un tiempo el entusiasmo y la sensibilidad, el Quijote se prestaba fácilmente a ser3 * 5

35. Sobre ello, Paulson (1998), pp. ¡¡0-31, n fi-ia i, 3O. Estos son los prólogos que he consultado: a) en español: el de Mayans y Sisear a la edición londinense de 173H y los de Vicente de los Ríos y Juan Pellicer a las ediciones madrileñas de 1780 y 1798, respectivamente; b) de traducciones inglesas edi­ tadas en Londres: los del capitán John Stevens (1700), Peter Motteux (1700-1703), Charles Jarvis (174a) y Tobías Smollett (1761); y el prólogo de F. J. Bertuch a la tra­ ducción alemana de Weimar y Leipzig (1775). Otra excepción, según Meregalli, es el largo y fino estudio de Johann Jacob Bodmer sobre los caracteres de don Quijote y San­ cho Panza, incluido en su C r i t i s c h e D e t r a c li t u n g e n ü b e r ( lie p o e t is c .h m C e m / i h l d e d e r D i e h t e r (Zúrich, 1741). Véase Franco Meregalli, «Cervantes en Bodmer y Herder», en S y m b o la e P í s a m e , S t u d i i n o n o r e d i G u i d o M a n d n i , ed. Blanca Periñán y Francesco Guazzelli, Giardini, Pisa, 1989, pp. 399-410. 35

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interpretado como la caricatura última y universal de esas disposicio­ nes anímicas. En general, a lo largo del siglo xvm y en toda Europa, el loco hidalgo sirve de arquetipo paradigmático del fanatismo reli­ gioso, del conservadurismo desfasado, o de cualquier otra forma de entusiasmo extraviado o de adhesión a ideas anticuadas.373 8Así es como se leyó la novela de Cervantes en los tiempos de Voltaire, d’Alembert y Diderot en Francia, y de Fielding, Smollett, Hogarth y el doctor Johnson en Inglaterra. Ea misma opinión es típica de la Ilustración alemana, como se articula en la traducción de Bertuch (1775). Inter­ pretar de este modo la locura del héroe supone reducir la distancia entre su experiencia y la de la cordura o el sentido común, y favore­ ce, por tanto, una respuesta más empática. El doctor Johnson escribió que «son raros los lectores que, entre el gozo o la compasión, podrán afirmar que jamás han experimentado esa suerte de visiones [las de don Quijote y Sancho], aunque es probable que no esperaran sucesos tan raros ni por medios tan inadecuados».:1ÍÍ Otro paso en la misma dirección es el reconocimiento general (y por lo demás, justo) de las virtudes del personaje de don Quijote, como son su humanidad, cari­ dad y bondad. Buena prueba de este reconocimiento es el retrato del quijotesco Parson Adams en el Joseph Andrews de Fielding: un pastor docto, candoroso, generoso y valiente, y tan distraído que es capaz de caminar por el medio de una carretera inundada sin fijarse en el camino seco que tiene al lado. Indirectamente, nos vamos acercando a la concepción romántica. Hubo también estímulos más directos, como la influencia que ejerció en el cervantismo el fascinante retrato que se fue componiendo del autor a medida que avanzaba el siglo y se iban conociendo más detalles de su biografía: gallardo héroe de Lepanto, osado cautivo en Argel, genio olvidado por su tiempo y sumi­ do en la pobreza... había material sobrante para una novela sen­ timental o una ópera. Mediante una sencilla transición, las virtudes

37. Véanse Bardon (19 31, Parte V), Martínez Mata (2001, p. 1204), Bertrand (1914, capítulo i),Paulson (1998, pp. xii, 34-36). 38. «Very few readers, amidst Lheir mirth or their pity, can deny that they have admitted visions of the same kind, though they have not perhaps expected events equally strange, or by means equally inadequate», The. Rambler, n'-’ 2, 24 de marzo de 1750, en vol. VIII de The Yale Edition of the Works of SamuelJohnson, Yale Univ. Press, New Haven, 1969.

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del autor pasaron a engalanar el carácter del personaje; y ambos fueron «absorbidos en el seno del sentimentalismo», en palabras de Burton.19 Así, a partir de 1740 fue desarrollándose en Inglaterra un movimiento de opinión que anticipaba la idealización romántica de don Quijote. En cuanto a Francia y Alemania, la creencia en la noble­ za esencial del protagonista parece limitarse a Rousseau y Herder.'1'’ En España no existía por entonces. Es en este siglo cuando empieza a cundir una de las lecciones semi­ nales del Quijote para el futuro desarrollo de la novela: la perspectiva dual e irónica que contrapone el mundo social en su aspecto ordinario, prosaico y mezquino a la visión subjetiva del o de la protagonista. Desde esta perspectiva no se ve ya con los cínicos ojos del narrador desenga­ ñado; lo que se percibe es un repertorio de posibilidades atrayentes o amenazadoras, metas para el deseo, la ambición y la ilusión, obstáculos y peligros que deben superarse, apariencias enigmáticas que hay que descifrar. Así, en el primer término del cuadro, la novela suele poner a un protagonista ilusionado, cuyas ilusiones o bien se hacen eco de las quijotescas en la medida en que son de inspiración literaria — como las de los protagonistas de Don Sylvio von Rosalva de Wieland (1764), Wilhelm Meister de Goethe (1794) y Northanger Abbey de Jane Austen (1818)— o bien son afines a otros rasgos quijotescos, como el altruismo idealizante, el sentimentalismo ensimismado o la ingenuidad despreve­ nida, que encontramos en Joseph Andrews, Tristram Shandy y el Werther de Goethe (1774).3 01 Como demuestra el ejemplo de las dos grandes 4 9 novelas de Goethe, hacia fines del siglo xvm empiezan a darse ver­ siones más sombrías o trágicas del conflicto quijotesco entre ilusión y realidad (a dieferencia de las risueñas y satíricas, que predominan en el Siglo de las Luces), tendencia que llevará mucho más adelante el si­ glo xix. Sobre ello y sus causas volveremos en el capítulo siguiente.

39. Burton, «Cervantes through English eyes», p. 12. 40. Sobre ello, véase el ya citado ensayo de Meregalli, «Cervantes en Bodmer y Herder», p. 408. 41. La afición que por Cervantes sentían estos escritores o se deduce de alusiones explícitas e imitaciones evidentes en sus novelas, como ocurre en los casos de Fielding, Christoph Martin Wieland, Sterne y Jane Austen, o bien de asertos realizados en otros contextos, o bien de ambas fuentes a la vez. Sobre Goethe, véase Theodore Hubener, «Goethe and Cervantes», HispaniaXXXlll (1950), pp. 113-114.

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Y en este contexto, ¿qué es de España? Resulta curioso, pero en el siglo

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español, las novelas más meritorias — como la Vida de don

Diego Torres Villarroel (1743) o el Fray Gerundio de Campazas del pa­ dre Isla (1758 )— no imitan principalmente a Cervantes. En este siglo no hay más que un puñado de continuaciones del Quijote, y todas son insufriblemente moralizantes y de escaso interés narrativo, como la

Historia fabulosa de ... D. Pelayo Infanzón de la Vega, Quixote de la Canta­ bria (1792), de Alonso Bernardo Ribero y Larrea, cuyo héroe padece maniáticas ínfulas nobiliarias y va por esos mundos en compañía de su criado Mateo, proclamando la superioridad de su tierra y alcurnia. Entre otros factores que explican la escasez de imitaciones en España está el predominio de la concepción de don Quijote como figura ri­ dicula, extravagante y estrafalaria, lo que favorece un tratamiento limitado y acartonado del tipo quijotesco, en vez de la perspectiva más compleja, equilibrada entre la ironía y la simpatía, que encontramos en Fielding, Sterne, Wieland, Goethe y Jane Austen. Habrá que es­ perar hasta la segunda mitad del siglo x ix para que se produzca en España un giro radical, que culminará en la obra de los dos mejores novelistas de aquella época: Galdós y Clarín.

El entusiasmo de los ingleses fue responsable, al menos indirecta­ mente, de la revaloración del Quijote en España. Al patrocinar la pul­ cra edición de 1738 — en español, pero publicada en Londres— , un aristócrata inglés, lord Carteret, encomendó al valenciano Gregorio Mayans y Sisear — a la sazón bibliotecario real de España— , la tarea de escribir una introducción para el volumen. Esta «Vida de Miguel de Cervantes Saavedra» había de ser el estudio más documentado, metó­ dico y autorizado de las obras cervantinas escrito hasta entonces y marcaría las directrices de la crítica cervantina en España durante más de un siglo.4a Tuvo un éxito inmediato: fue reeditado varias veces en España, y traducido al inglés y al francés. A pesar de su título, con­ siste principalmente en un análisis penetrante y elogioso de las obras cervantinas, centrado en el Quijote.4 2

42. He manejado la edición publicada por Espasa Calpe, Madrid, 1972. Las refe­ rencias entre corchetes remiten a las secciones numeradas en que se divide la V i d a d e C erv a n tes.

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Mayans da por sentada la premisa que al siglo

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español le había

resultado tan difícil aceptar: la de que las obras en prosa cervantinas — no solo el Quijote, sino también el Persiles, las Novelas ejemplares, La

Galatea— son clásicos literarios, ya que cumplen genialmente con normas predilectas de la preceptiva neoclásica: «buena invención», «debida disposición», «lenguaje proporcionado» (párrafo 34); mez­ cla del deleite con el provecho moral (128 y passim)\ propiedad y de­ coro — o sea, verosimilitud— en la pintura de personajes (51; cf. 63); estilo «puro, natural, bien colocado, y tan emendado que en poquísi­ mos escritores españoles se hallará tan exacto» (53); universalidad (127); invención maravillosa pero verosímil (182); sátira aguda, justa y mesurada de abusos y vicios contemporáneos (72; 130 ss.). Ve en Cervantes a un brillante aliado de los humanistas de la primera mitad del siglo x v i (Juan Luis Vives, Pero M exía), que fustigaron la mez­ cla de lo fabuloso y lo histórico en los libros de caballerías (16-33). Contrasta su magnanimidad y serenidad con la malicia de Avellaneda (63-91), a quien considera el ejemplo principal de la falta de estima­ ción — e incluso manifiesto desprecio— , que hacia el alcalaíno mos­ traron los españoles del siglo x v ii, injusticia que el valenciano resalta señalando la admiración entusiasta de los extranjeros (56-58). De aquí en adelante, esta leyenda sentimental se hace un tópico de la crí­ tica cervantina, contribuyendo al mito que se va formando en torno al Quijote. La parte más significativa del ensayo es aquella (151 ss.) en que Mayans demuestra que las distintas especies de ficción en prosa de Cervantes, tanto largas como cortas, deben considerarse incluidas en los géneros de poesía canónicos, «que la épica (como dijo el mis­ mo Cervantes) tan bien puede escribirse en prosa como en verso» (158). De acuerdo con esto, decide que el Quijote es una especie de épica, que algo tiene de entremés (162), de sátira (127, 130 ss.), y, con respecto a su tonalidad graciosa y popular, de comedia (182). Cuatro años después, como hemos visto ya, Henry Fielding, confesa­ rá explícitamente su deuda con Cervantes y recogerá esta idea al cali­ ficar su Joseph Andrews (1742) de «a comic epic-poem in prose». La repercusión que logró en España la «Vida de Cervantes» de Mayans nada tiene de extraño. Los valores neoclásicos que suscribe en su ensayo son típicos del Siglo de las Luces y eran favorables a Cer­ vantes en la misma medida en que no lo eran para el Barroco espa­ ñol. En el tratado literario más influyente del siglo x v ill, la Poética 39

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de Luzán (173 7)/'' rigurosamente contemporánea del ensayo de Mayans, se fustigan los errores de la poesía del siglo anterior, caracte­ rísticos de poetas como Góngora: «imágenes desproporcionadas», «metáforas extravagantes», «hinchazón del estilo», «sutileza excesi­ va». En el libro III, capítulo xv, Luzán arremete contra los supuestos errores de Lope de Vega y de Calderón: violación de las tres unidades; mezcla de lo sacro y lo profano, o de lo fabuloso con lo histórico; falta de verosimilitud en la pintura de personajes. En suma, la mentalidad reglamentaria de Luzán, junto con su insistencia en que la represen­ tación artística no debe desviarse en un ápice respecto de la naturale­ za, le llevan a censurar cualquier infracción contra este requisito y las sacrosantas reglas en general; por ejemplo, el que don Eernando, en cierta escena de La Dorotea de Lope, prorrumpa en exclamaciones retóricas ante el desmayo de Dorotea, en vez de acudir pronto con las sales aromáticas. Si tenemos en cuenta que las normas neoclásicas que motivan las censuras de Luzán a Góngora, Lope y Calderón son muy semejantes, por un lado, a las que fundamentan el ataque del cura Pero Pérez a los supuestos disparates de la Comedia Nueva ( Qui­ jote I, x l v i i i ), y por otro, a las prevenciones formuladas en el prólo­ go al primer Quijote contra la afectación y la pedantería, vemos en seguida que el terreno era ya propicio para una nueva valoración de Cervantes. Estas tendencias culminan en el Teatro histórico-crítico de la elocuen­ cia española de Antonio Capmany (Madrid, 1786), que marca un im­ portante hito en el proceso de la institucionalización pedagógica de Cervantes y muestra una acusada preferencia por las corrientes huma­ nísticas del siglo xvi y comienzos del x v i i , frente a cuanto vino des­ pués. Los diversos fragmentos entresacados de las obras de Cervantes, presentados como modelos del buen castellano, ocupan una sección extensa del cuarto volumen y consisten generalmente en pasajes descriptivos, pintorescos o retóricos: por ejemplo, la descripción de los ejércitos imaginarios {Quijote I, xvm ); los retratos de Maritornes (I, xvi) y de Monipodio (en Rinconete y Cortadillo); la aventura del Caballero del Lago {Quijote I, l ); el discurso de la Edad de Oro (I, xi). Para Capmany, como para los hombres de su siglo, los méritos princi-4 3

43. He utilizado la edición de Russell Sebold, Labor, Barcelona, iy77-

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pales del estilo cervantino son «la pureza y la propiedad de la dicción, y la claridad y hermosura de su frase» (428). La canonización del Quijote en el siglo xvm , por tanto, se debe a la casualidad histórica de que la montaña se movió y vino a Mahoma: a aquel siglo — primeramente en Francia e Inglaterra, después en España— le dio por promocionar valores a los que se había anticipa­ do Cervantes. La entronización definitiva del autor del Quijote en España llega en las últimas dos décadas del siglo xvm y las cuatro siguientes, que fue­ ron muy importantes para la edición y el estudio del texto. En 1780 la Real Academia Española sacó una pulcra edición del Quijote en cua­ tro tomos; y un año después, en 1781, se publicó en Salisbury, Ingla­ terra, en seis tomos, la magnífica edición de John Bowle.4'1 Este oscu­ ro pastor de la parroquia del pueblo de Idmiston fue tan aficionado a Cervantes que, con el fin de aclarar los puntos oscuros del Quijote, se pasó años de su vida fatigando el Tesoro de Covarrubias, el Diccionario de Autoridades, libros de caballerías, romances viejos, crónicas españo­ las, los Oriundos italianos, y muchos otros textos españoles antiguos, tanto comunes como recónditos. Todo esto lo pone a contribución en las trescientas páginas de notas que ocupan el tomo quinto de su edi­ ción, notas que han venido aprovechando hasta hoy los editores del Quijote. Su hazaña es tanto más extraordinaria cuanto que aprendió a leer y escribir español por su propia cuenta, sin poner los pies ni una vez en España. También es valiosa la edición anotada de Juan Antonio Pellicer, que salió en Madrid en 1797-1798. La consolidación del ca­ rácter clásico tanto del Quijotecorno de su autor se acentuó en el siglo siguiente, con la publicación en 1819 de la bien documentada Vida de Cervantes de Martín de Navarrete, y la edición del Quijote de Diego Clemencín (6 tomos, Madrid, 1833-1839), que realiza el propósito incumplido de la Real Academia de anotar las alusiones burlescas a los libros de caballerías. Pero la estima en que se tiene a Cervantes no es monopolio de los estudiosos, sino que se extiende a los críticos y hombres de letras del periodo en general. Tanto en La derrota de los pedantes, de Leandro Fernández de Moratín (1789), como en las Exe-4 44. Como dice con acierto Francisco Rico, en sn sustanciosa «Historia del Lexto», incluida en los preliminares ele su edición del (>uijote, pp. clxii-ccxliii: «nos faltan pala­ bras para alabar la tarea de don juán, como gustaba llamarse» (ccxvi).

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quias de la lengua castellana, de Juan Pablo Forner (1782) — que son, en ambos casos, fantasías satíricas sobre la corrupción de la literatura nacional— , Cervantes representa lo más señero de la tradición litera­ ria española. Volvamos a la edición de la Academ ia de 1780, publicada en Madrid. Le sirve de introducción el «Análisis del Quijote» de Vicen­ te de los Ríos (pp. xliii ss.), que se cimenta sobre la obra de Mayans. En España, hasta mediados del siglo x ix , ninguna otra interpreta­ ción del Quijote superaría a esta en autoridad e influencia. Vicente de los Ríos acepta y desarrolla varias premisas sentadas ya por Mayans, empezando con la regularidad canónica del Quijote, que aunque carezca de precedentes, puede analizarse con criterios aplicables a la épica antigua, de la que es una antítesis burlesca: es decir, unidad de acción, efecto maravilloso combinado con verosimilitud, mezcla de lo deleitable y lo provechoso, estructura proporcionada, acción sem­ brada de enredos y obstáculos ingeniosamente resueltos, Para De los Ríos, la diferencia esencial entre Homero y Cervantes está en el enfo­ que heroico del primero y el cómico del segundo: «Aquel sacó a los hombres de su esfera para engrandecerlos, y este los encerró dentro de sí mismos, para mejorarlos. En Homero todo es sublime, en Cer­ vantes todo natural» (edición de la Real Academia Española, I, xliv). Además, De los Ríos insiste en la universalidad del Quijote, al que considera compuesto según principios invariables determinados por la razón, el buen gusto y la naturaleza de la psique humana (I, pp. xliii ss.). Lo que añade principalmente al libro de Mayans es un penetran­ te análisis de la dicotomía entre ilusión y realidad en que se funda la acción de la novela; y como ese estudio ha repercutido profunda­ mente en la crítica posterior — y además, nos ayuda a comprender por qué el Quijote se presta en cierta manera a la lectura romántica destinada a suplantar la del siglo x v m — , conviene que nos detenga­ mos en él. En su «Análisis» observa De los Ríos que en el Quijote Cervantes logra fundir dos obras de naturaleza muy distinta en una sola: una novela cómico-realista, y un libro de caballerías de estilo heroico y sus­ tancia fabulosa. Y a pesar de su antagonismo, los yuxtapone con genial verosimilitud. Esto se debe a que «cada aventura tiene dos aspectos muy distintos respecto al Héroe y al lector. Este no ve más que un su­ ceso casual y ordinario en lo que para don Quijote es una cosa rara y

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extraordinaria, que su imaginación le pinta con todos los colores de su locura». Y a continuación añade: Así en cada aventura hay por lo regular dos obstáculos y dos éxitos [diría­ mos ahora dos conflictos y dos desenlaces], uno efectivo en la realidad, y otro aparente en la aprehensión de don Quijote, y ambos naturales, dedu­ cidos de la acción, y verosímiles, sin embargo de ser opuestos. Porque el lector no compara las dificultades y soluciones aprehendidas por don Qui­ jote con las verdaderas, sino con la manía de este Héroe, que es preciso se las represente al revés de lo que son, de que procede que los mismos hechos que en las historias de Amadís, Belianís y demás caballeros andan­ tes son enfadosos e increíbles, son al contrario verosímiles y agradables en el Quijote, porque en este se presentan como una apariencia de su loca imaginación, y en aquellas como sucesos reales y efectivos, (p, lvi) Tal es, según De los Ríos, la perspectiva dual desde la que narrador y lector contemplan la acción del Quijote. Observemos a este respec­ to que hay un curioso parecido entre esta interpretación y la tesis cen­ tral del ya clásico Teoría de la novela en Cervantes de Ted Riley (original inglés, 1962), del que trataremos en el capítulo vu . En este libro Riley defiende que al crear una doble perspectiva sobre las aventuras de don Quijote — que para el manchego forman parte de una gesta he­ roica, aunque desde un punto de vista cuerdo y objetivo no sean más que humillantes fracasos— , Cervantes somete la mimesis épica a un proceso de ironizadonque contiene en germen otro tipo de mimesis, destinada a florecer en la novela moderna e imbuida de su realismo, ambigüedad, relativismo y carácter autocrítico o metaficcional. El parecido entre la tesis de Riley y la de su precursor nada tiene de extraordinario. A mi modo de ver, su explicación no estriba en que Riley, al formularla, tuviera presente el «Análisis» de De los Ríos, sino más bien en el simple hecho de que este repercutió profundamente en la crítica cervantina posterior. Y de esta continuidad podemos sa­ car una conclusión importante, que debe matizar la impresión que voy a dar en el resto de este libro. De ahora en adelante, voy a poner de relieve la manera en que la crítica del Quijote, en cualquier momen­ to de su evolución, está profundamente afectada por el clima cultural e intelectual contemporáneo, de modo que parece no haber medio de comunicación ni punto de contacto entre lo escrito en un momen­ to determinado y lo escrito cincuenta o cien años antes o después. 43

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Esta impresión, tal cual, sería errónea: tanto la historia de la ciencia como la de la crítica literaria la desmienten. La teoría de la circu­ lación de la sangre, propuesta a comienzos del siglo xvn, sigue sien­ do válida hoy en día a pesar de los enormes avances que la ciencia médica ha desarrollado desde entonces. Y los trabajos de cervantistas como John Bowle (1781), Diego Clemencín (1833), Menéndez Pelayo (1905) y Rodríguez Marín (de 1905 a 1947) siguen siendo impres­ cindibles aun a pesar de que sus criterios ya no son los nuestros. Esta observación no vale tan solo para la «excavación» erudita de las gene­ raciones anteriores sino para su interpretación de la obra cervantina, que ha echado los cimientos de la nuestra, por mucho que hayamos modificado o trascendido la suya. Sea ejemplo de ello Vicente de los Ríos, de quien nadie se acuerda ya, por mucho que su idea acerca de la doble perspectiva del Quijote ha sobrevivido a todos los cambios de in­ terpretación sucedidos desde su tiempo hasta el nuestro. Su «Análisis» es sumamente instructivo porque ilustra cómo las mejores interpretaciones dieciochescas se acercan a los umbrales del romanticismo, pero sin dar el paso decisivo que les permita atravesar­ los. De los Ríos se anticipa a los románticos al exagerar la medida en que don Quijote recrea auténticamente las aventuras y la perspectiva de un Amadís de Gaula. Para ver cómo lo hace, y por qué el texto se presta en cierto modo a ello, releamos la soberbia descripción del esce­ nario en que está ambientada la aventura de los batanes, junto con el discurso subsiguiente de don Quijote, en el cual este augura su glo­ riosa victoria sobre el desconocido enemigo el cual este le aguarda (Quijote I, xx, pp. 208-209): Comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado dos­ cientos pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el rui­ do en gran manera, y, parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oye­ ron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especial­ mente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, pu­ sieran pavor a cualquier otro corazón que no litera el de don Quijote. Era la noche, com o se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un 44

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temeroso y manso ruido, de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espan­ to, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban ni el viento dorm ía ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acom pañado de su intrépido corazón, saltó sobre RocinanLe y, em brazando su rodela, terció su lanzón, y dijo: «Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien eslán guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Plátires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belíanises, con toda la caterva de los lamosos caba­ lleros andanLes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y lechos de armas, que escure/.can las más claras que ellos hicieron. Bien notas, escudero liel y legal, las tinieblas desla noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el teme­ roso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrum ba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos, las cuales cosas todas juntas y cada una por sí son bastantes a infundir m iedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanlo más aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecim ientos y aventuras. Pues lodo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acom eter esta aventu­ ra, por más dificultosa que sea.»

Si leemos con atención el pasaje, nos damos cuenta de que, por mucho que don Quijote intenta reproducir los actos y las palabras de un típico caballero andante, el resultado — no solo aquí sino en otros contextos de la novela— es involuntariamente aufoparódico, ya que está viciado de fanfarronería, pomposidad altisonante, loca exube­ rancia e interferencias incongruentes. El discurso arriba citado surte un efecto ridículo por la descarada promoción del Yo y de su propio heroísmo, grotesca infracción contra el principio de buenas maneras que él mismo formula en otro lugar: «la alabanza propia envilece» {Quijote I, xvi, p. 208). El efecto cómico se subraya mediante incon­ gruencias estilísticas: las arcaicas «efes» iniciales (fechos, ficieron); la inesperada intromisión de lenguaje notarial en la frase «Bien notas, escudero fiel y legal»; y el insistente tono horrísono, grandioso, y lite­ 45

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rario, cuya pomposidad se logra por las repetidas reduplicaciones, el léxico y la referencia a «los altos montes de la Luna» (o sea, las cata­ ratas del Nilo). Sin embargo, en lo esencial, De los Ríos tiene razón. La misma inmersión viva y espontánea de la imaginación de don Qui­ jote en el mundo caballeresco, que él cree revivir y asimila a su misma manera de sentir, pensar, y actuar, contribuye eficazmente a que el lector también se sienta inmerso en él. A esto concurren tres factores significativos: primero, el que don Quijote mantenga por lo general un tono serio, plausible y elegante, como conviene a un lector culto, que conoce al dedillo el género que imita y elabora y enriquece la imitación, además, con la cita de todo tipo de tópicos cultos y géneros literarios aparte de los caballerescos: la épica antigua, la poesía pasto­ ril, Ariosto, temas humanísticos, sentencias edificantes, la Biblia, la jurisprudencia, etcétera. El segundo factor — como apuntó perspi­ cazmente Ortega en el apartado «El retablo de Maese Pedro», en la primera de sus Meditaciones del «Q uijote»— ,',!i consiste en que su pers­ pectiva sobre los libros que imita es la de un lector demasiado entu­ siasta, que lleva a un extremo delirante la actitud escapista de cual­ quier lector de novelas — incluido el mismo lector del Quijote— , al sentir como real y verdadero el mundo ficticio en que está absorto. Si volvemos al arriba citado discurso del Quijote I, xx, vemos que la pers­ pectiva del hidalgo es implícitamente la de un lector que toma ilusión por realidad. ¿En qué podemos ver eso? En la misma literariedad de las referencias iniciales a famosos héroes caballerescos conmemora­ dos por la tradición épica, en la pomposidad libresca del estilo, y, sobre todo, en la manera implícita en que el loco hidalgo se identifica con el narrador de un libro de caballerías. En un libro como Amadts de Gaula, tanto los elogios al heroísmo del héroe como las profecías de su glorioso destino por venir suelen ser emitidos por el narrador; jamás por el mismo Amadís, paradigma de la modestia. De modo implícito, don Quijote, creyendo ser en verdad el protagonista de una aventura caballeresca, se comporta como un lector que leyera men­ talmente una página de su obra predilecta, confundiendo lo imagi­ nado con lo real. El tercer factor consiste en el hecho de que Cer­ vantes suele presentar de manera ambivalente los fenómenos que4 5

45. En Obras completas, nueve tomos, Revista de Occidente, Madrid, séptima edi­ ción, 1966, 1, pp. 309-400 (380-381).

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precipitan las fantasías quijotescas, y hace que el lector se pregunte, al menos en principio, si se trata de una verdadera aventura o no. Por ejemplo, la descripción del bosque oscuro en que don Quijote y San­ cho oyen el ruido de los batanes hace que ellos no sean los únicos en verlo como un escenario espantoso, propicio para la quimera que engendra en la mente del hidalgo; también a nosostros nos ocurre. Recordemos las circunstancias. Después de la derrota del cortejo fúnebre en el capítulo xix, amo y mozo satisfacen sus estómagos va­ cíos con el abundante y suculento contenido de la despensa portátil que los clérigos llevan en su equipaje; pero no su sed, lo que les obli­ ga a adentrarse en el monte en busca de agua. La descripción del ambiente temible en que se encuentran — la oscuridad total de la no­ che, el estar rodeados de altos árboles, el suave y siniestro susurro de las hojas— crea un clima de tensión y de suspense que no podría ser más eficaz si de una aventura real y verdadera se tratara. No obstante, la intención de Cervantes es radicalmente irónica, ya que el hinchar el globo de suspense solo sirve para aumentar el efecto desinflador cuando, a la mañana siguiente, amo y mozo, y con ellos el lector, des­ cubren la verdadera causa — prosaica y totalmente inofensiva— del espantoso ruido. Los ironistas consumados, y Cervantes lo es, son ex­ pertos en el disimulo de su intención maliciosa. Cervantes solo nos deja atisbarla con un guiño rápido, que el lector poco atento podría fá­ cilmente pasar por alto: el chistoso juego de palabras «oyeron a desho­ ra otro estruendo que les aguó el contento del agua». Aparte de esto, el estilo del narrador es neutro, como si él no fuera más que un testigo objetivo de los hechos, sin conocimiento del desenlace. Hasta podría decirse que se inclina hacia el punto de vista de don Quijote, ya que al referirse a su reacción resuelta e impávida («que, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro cora­ zón que no fuera el de don Quijote»), la describe en términos de los que se hace eco el propio hidalgo manchego en su discurso fanfarrón. Así que, por lo pronto, Cervantes hace todo lo posible para que el lec­ tor se identifique con el punto de vista de don Quijote, que interpreta los fenómenos como augurio de una peligrosa aventura por venir. Vicente de los Ríos, al no fijarse en estos detalles «desinfladores» que delatan la intención irónica de Cervantes, coincide en parte con la interpretación romántica, que se desentiende de ellos por comple­ to. Y sin embargo, el prologuista está demasiado imbuido del sentido 47

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neoclásico del decoro, y por ende, del desacuerdo grotesco entre el tenor heroico del discurso y las circunstancias reales — la Sierra Mo­ rena, por salvaje que sea, no es un escenario de libro de caballerías, poblado de vestiglos y gigantes— para equivocarse respecto de esa intención. Ve muy clara la neta oposición entre la subjetividad de don Quijote y el mundo real presentado por Cervantes, y da por sentado el propósito burlesco con el que el alcalaíno insiste en ella. La inter­ pretación romántica, en cambio, se dejará arrastrar por la aparente autenticidad del papel heroico de don Quijote, así como por el aire de simpatía identificadora con el que Cervantes parece contemplarlo, y tomará esta apariencia por identificación real y verdadera. Cuando Cervantes depone la máscara del disimulo y revela su intención a las claras, la crítica romántica lo tratará de tonto (Unamuno) o de incon­ secuente consigo mismo (Madariaga), o bien intentará discriminar su «verdadera» actitud compasiva de la irreverente de Benengeli (J. J. Alien, Ruth El Saffar y tantos otros). Para matizar y corregir debidamente la tesis de Vicente de los Ríos sobre la doble perspectiva del Quijote pudiéramos redefinirla de la ma­ nera siguiente: el Quijote ocupa una situación intermedia entre la perspectiva épica propia de una novela de aventuras — evocada no solo por la experiencia del protagonista sino también, más seriamen­ te, por los episodios intercalados— y una perspectiva cómico-realista desde la que se considera quimérico un tipo determinado de aventu­ ras: las caballerescas. Este dualismo constituye lo realmente novedoso y revolucionario del Quijote, en relación con el resto de las narra­ ciones en prosa del Siglo de Oro, que suelen ocupar una u otra de estas esferas, pero nunca ambas a la vez. Por ejemplo, o tenemos nove­ las cómico-satíricas, que en el caso de las picarescas, como Guzmán de Alfarache, subrayan la sordidez del mundo ficticio que presentan, o bien novelas de tipo romántico o heroico: La Diana, El peregrino en su patria y novelas cortas sobre temas trágicos o amorosos, que hacen todo lo contrario. En ocasiones hallamos dentro de una misma obra — como Guzmán de Alfarache, o las novelas de Salas Barbadillo— un marcado contraste entre la acción principal y los episodios intercala­ dos, sin que estos se entretejan y confundan con aquella como ocurre en el Quijote. La obra maestra de Cervantes es un híbrido de ambas tendencias, y a este respecto, se anticipa al género de la novela, tal como cristaliza en los siglos xvm y xix. 48

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Así pues el Quijote, que disfrutaba de escasa popularidad y poco prestigio literario en la España de en torno a 1700, había sido ins­ talado hacia fines del siglo en la cumbre del Parnaso por un coro de distinguidos o influyentes admiradores (Mayans, Cadalso, Forner, Moratín, Capmany, De los Ríos, Pellicer, la Real Academia.. Si tene­ mos en cuenta que nuestro canon literario suele estar menos sujeto a cambios que nuestra interpretación de los textos que lo integran, la contribución del siglo x v m a la canonización literaria del Quijote debe considerarse fundamental, ya que logró establecer definitivamen­ te su estatus de clásico. Pero ¿qué tipo de clásico? ¿Sátira? ¿Parodia? ¿Epica cómica en prosa? Estas preguntas quedaban por resolver. Después de los elogios efusivos ofrecidos a Cervantes por los co­ mentaristas y editores del siglo x v i i i , tenía forzosamente que llegar una reacción, y esta se produjo en la gran edición de Diego Clemencín, publicada en seis tomos, en Madrid, de 1833 a 1839, que realiza el objetivo incumplido por la edición de la Real Academia: precisar mediante un aparato de notas las alusiones de Cervantes a los libros de caballerías. Aunque Clemencín se desvía de sus precursores die­ ciochescos, sus criterios cuadrarían perfectamente en el siglo xvm ; y aun a pesar de que reconoce el valor artístico del Quijote, le pone múl­ tiples reparos en nombre de las sacrosantas reglas y de la pureza lin­ güística, de la que tiene una concepción antihistórica, típica de la mentalidad neoclásica. En sus notas a pie de página castiga las su­ puestas torpezas gramaticales y estilísticas de Cervantes, a menudo sin tener en cuenta la evolución que había experimentado la lengua des­ de comienzos del siglo xvn, y critica también las inconsecuencias cro­ nológicas y geográficas del Quijote, sin plantearse si obedecían a moti­ vos distintos de la verosimilitud literal. Con estos reparos pedantescos, Clemencín abre un debate y una temática que han permanecido vivos hasta una época bastante reciente. Por ejemplo, Luis Murillo publica un libro en 1974, titulado The Golden Dial (La esfera de oro), que expli­ ca y justifica artísticamente los anacronismos temporales y espaciales del Quijote-, y Angel Rosenblat, con la misma finalidad, se ocupa de las supuestas incorrecciones lingüísticas de Cervantes en la tercera parte de su La lengua del «Quijote» (1971).

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LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJO T E :

EL «Q U IJO T E » C O M O N O V E L A C Ó M IC A

Partiendo ahora de algunas valoraciones características de los siglos xvii

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x v i i i , delinearé los criterios esenciales que rigen mi interpre­

tación del Quijote y subyacen a mi crítica de la concepción romántica de la novela. En su pintoresco latín, Nicolás Antonio — autor de la principal bibliografía de la literatura española del siglo x v i i — afirmó que Cervantes había sabido inventar un héroe ridículo a partir de la «innúmera» secta de los Amadises y semejantes, «eclipsando» con ello el género de los libros de caballerías.4'’ Desde luego, eso coincide con el propósito repetidamente declarado por el propio Cervantes. Juan Pellicer ofreció en 1798 una versión más precisa, aunque también más pedante, de ese mismo propósito: El fin principal que se propuso Cervantes fue, com o él dice, «deshacer la autoridad y cabida que en el m undo y el vulgo tenían los libros de caba­ llerías». Para conseguirle finge un caballero andante maniático que, agi­ tado de estas ideas caballerescas, sale ... de su casa en busca de aventuras, con la m anía de resucitar la orden ya olvidada de la caballería; y para ridiculizar más plenam ente estos mismos libros ridiculiza al mismo héroe, disponiendo que las acciones y aventuras que en los demás caballeros se representan serias y graves surtan en don Quijote un efecto ridículo y ter­ minen en un éxito jocoso. De suerte que don Quijote de la Mancha es un verdadero Amadís de Gaula, pintado a lo burlesco; o, lo que es lo mismo, una parodia o imitación ridicula de una obra seria.4 47 6 No es exagerado afirmar que la labor de la crítica y la erudición neoclásicas, por lo que al Quijote se refiere — desde la «Vida de Cer­ vantes» de Gregorio Mayans hasta las notas de Clemencín— , se redu­ ce esencialmente a justificar la opinión arriba expresada. Los prime­ ros comentarios románticos en español — como la «Refutación de la

46. «Novum Amadisio de grege heroem ridiculum confingens, universa priscarum hoc genus invendonum quae innúmera sunt, lumina obscuravit.» La cita procede de la Bibliotheca Hispana Nova, 2a edición, Madrid, 1788, 2 vols, basada en la original de 1672. Los autores se citan en orden alfabético. 47. «Discurso preliminar» a la edición que Pellicer realizó de ü(¿: Madrid, 1798, p. 50.



lil, « y U I J D T K » C O M O NOVICIA C Ó M I C A

creencia generalmente sostenida de que el Quijote fue una sátira con­ tra los libros caballerescos», de Díaz de Benjumea (1859)— "|Hsupon­ drán el intento de negar o matizar lo que habían demostrado los crí­ ticos neoclásicos, Ahora bien, aunque la postura neoclásica ante el Quijote es irrefu­ table y fue abrumadoramente documentada por la edición de Clemencín, hay que reconocer que la interpretación de la novela cervan­ tina quedaría cercenada si no pasara más allá de ese punto de partida. Probablemente, el Quijote es el primer estudio de carácter — por lo que respecta al protagonista y a Sancho, su escudero— cuyos rasgos definitorios se anticipan a la caracterización propia de la novela moder­ na. En efecto, transmite al lector la sensación de estar viviendo, de for­ ma indirecta, una fase épica de la experiencia humana individual; evoca dos personalidades fascinantes, caleidoscópicas, psicológica­ mente completas; las proyecta contra un telón de fondo repleto de una admirable diversidad de tipos humanos y clases sociales: persona­ jes y lances típicos de la ficción romántica, las cortes de los nobles, la caza, los festejos de San Juan en Barcelona, los caminos castellanos, las ventas, encuentros con eclesiásticos, convictos, actores ambulan­ tes, funcionarios del estado, soldados, pastores, y tantos otros; pre­ senta, a través de los «lúcidos intervalos» del hidalgo y los intermi­ tentes arranques de sensatez de Sancho, un comentario meditado sobre los grandes temas de la experiencia humana; concede a los dos héroes muchos momentos de dignidad y algunos de patetismo; y, ante todo, encuentra lugar — en la inusual combinación de un loco obse­ sionado por la literatura escapista y un vulgar simplón— para virtudes como la lealtad, la compasión, la generosidad, la cortesía y la serie­ dad. En suma, la visión de la vida que nos ofrece el Quijote es inmen­ samente humana; deja muy atrás la frivolidad, la insensibilidad y la exclusión. Sin duda cabe mencionar otros muchos aspectos de la novela que escapan tanto a la definición arriba citada de Pellicer como a la apro­ ximación general que representa, típica del siglo x v m . No creo per­ tinente enumerarlos ahora. Con todo, y no obstante sus evidentes limitaciones, el siglo x v m tenía razón; o mejor dicho, la tenían los lec-4 8

48. La América, 24 de octubre de 1859.

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.A C O N O I Í P C I O N R O M A N T I C A DKI, « Q U I J O T l í »

tores más perspicaces del Quijote, como Gregorio Mayans y Sisear y Vicente de los Ríos. Por arcaicos que nos parezcan hoy en día sus cri­ terios de interpretación — «imitación de la naturaleza», «decoro», «gus­ to y provecho», etc.— y su veneración por las reglas aristotélicas, las premisas fundamentales de su lectura del Quijote me parecen en el fondo más acertadas — y sin duda alguna, más verosímilmente ajus­ tadas a las del propio Cervantes— que las del cervantismo moderno. Y ¿cuáles son esas premisas? Primero, la clasificación genérica del Qui­ jote como una especie de épica cómico-burlesca en prosa, que se rige y puede ser analizada por normas neoclásicas. Segundo, la insistencia en su tonalidad popular, jocosa y alegre, propia de una comedia o un entremés. Tercero, el concepto de su benignidad satírica. Cuarto, el de su decoro, tanto en el sentido de «decencia» como en el de «pro­ piedad o verosimilitud». Quinto, el reconocimiento del relieve dado a la caracterización. Sexto, la concepción de que el estilo de Cervan­ tes es de una claridad clásica y armónica, frente al rebuscamiento culterano o ingenioso de sus coetáneos. En todos estos aspectos, menos el primero, la crítica del siglo xvin coincide plenamente con los asertos explícitos del propio Cervantes, o con los del licenciado Márquez Torres, buen conocedor de sus principios estéticos y autor del comentario más elogioso y perspicaz que sobre el Quijote e mitiera un hombre del Barroco español.'1'-1 Respecto del primero de los puntos arriba enumerados, aunque Cervantes no clasifica su novela en tales términos — ni tampoco en otros, como no sean los muy vagos e imprecisos de «libro» o «histo­ ria»— , la validez de la mencionada clasificación puede inferirse del hecho de que la forma del Quijote imita burlescamente la de un libro de caballerías, género que el mismo Cervantes concibe en principio como épica en prosa/’0Además, lo amplio y diverso del panorama de ambientes, personajes y materias que ofrece, marcados a menudo por4 0 5 9

49. Sobre la proximidad de las ¡deas de Márquez Torres a las del propio Cervan­ tes, véase Elias Rivers, «On the prefatory pages o f Don (¿uijole Parí II», Modet'n Language Notes, LXXV (1960), pp. 214-221, quien sugiere la posibilidad de que el prólogo fuese obra del propio Cervantes. 50. Hacia el final de su esbozo de una novela de caballerías ideal, escrita según las reglas de la poesía, el canónigo dice: «que la épica tan bien puede esciebirse en ¡irosa como en verso» (Quijote I, xi .vii , p. 550), con lo cual incluye potencialmenle los libios

(•'.I. « Q U IJ O T IÍ» C O M O N O V líl.A C Ó M IC A

una tonalidad épica o romántica, junto con las mismas connotaciones cómico-heroicas de la carrera del manchego, asemejan el Quijote has­ ta cierto punto al Persiles y Sigismundo,, que se encaja de lleno dentro del género épico. En segundo lugar, los criterios que, según el prólo­ go a la primera parte, rigen la composición de la novela, cuadran per­ fectamente con la concepción clásica del ethos de la comedia, tal como lo definen los preceptistas españoles de aquella época: acción pura­ mente ficticia protagonizada por un sujeto de estado social interme­ dio, estilo claro y llano, rechazo a la afectación, verosimilitud e incita­ ción a la risa.5' Tercero, como apunta con acierto Henry Fielding en el prólogo a su Joseph Andrews, la modalidad burlesca siempre com­ porta algún tipo de yuxtaposición monstruosa de lo alto y lo bajo; por ejemplo, al atribuir el lenguaje propio de una verdulera a la reina Dido. Como bien advirtieron los lectores discretos del Quijote en el siglo x v i i i , este tipo de antítesis constituye un estrato fundamental de la comicidad de la novela, que genera todo un sistema de contrastes grotescos tal que la erigen en modelo de la novela dieciochesca: castillo/venta; Dulcinea/Aldonza; yelmo/bacía; desencantamiento de Dulcinea/flagelación de las posaderas de Sancho. Por todas estas razones, pues, me parece acertado designar al Quijote como «épica cómico-burlesca en prosa», al menos en tanto que indicio de la orien­ tación original de la obra, una condición que no debemos perder de vista, por mucho que podamos refinar nuestro análisis. Con ello no quiero decir que los grandes novelistas de los siglos x v i i i y x ix se equivocaran al ver en Cervantes a un genial precursor de su propio género. No puede por menos de resultarnos impre­ sionante la unanimidad con la que escritores de la talla de Fielding, Wieland, Sterne, Stendhal, Flaubert, Dickens, Melville, George Eliot, Mark Twain, Dostoievski y Galdós reconocen su deuda con el alcalaíno, manifestándola concretamente por medio del homenaje implícito de la imitación. Pero importa no exagerar el alcance de la deuda. En su novela Cervantes desarrolló el tema del conflicto entre ilusión y rea-

caballerescos dentro del género de la poesía, tal como la había definido Aristóteles al considerar que el rasgo definí lurio de la poesía es la imitación de la naturaleza, no el verso. 51. Sobre este punto, véase el capítulo ni de mi Cervantes awl lite Cande Miad oj his Age.

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lidad de una manera tan detallada, coherente y memorable, que más de cien años después de su muerte los novelistas europeos empezaron a darse cuenta de que su tratamiento del tema — en cuanto a enfoque irónico, actitud lúdica hacia los convencionalismos narrativos, repre­ sentación de lo cotidiano, etcétera— podía adaptarse a sus propios fines, pese a la distancia que separaba estos de los cervantinos, y la mentalidad dieciochesca de la del Barroco. Es decir, la lección que Cervantes dio a la posteridad fue la viabilidad potencial de una fórmula. Y esta fórmula resultó sobremanera fecunda; primero, por la casualidad de que la estética de la Ilustración — y después, la román­ tica— promovió valores literarios que coincidían precisamente, o parecían coincidir, con los cervantinos, pero habían resultado secun­ darios para el Barroco; y segundo, porque la revolución intelectual de la modernidad — promoción del sujeto, fenómeno de la mentalidad desheredada— halló en la fórmula cervantina un vehículo muy apro­ piado para su expresión. Com o veremos en los capítulos siguientes, la concepción romántica del Quijote — y con ella la crítica moderna en general— ha asimilado sin más ni más esta obra a las inquietudes y los valores de la modernidad, sin preocuparse por el anacronismo his­ tórico.

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II

LOS ROMÁNTICOS

LO S R O M Á N T IC O S A L E M A N E S

El romanticismo alemán transformó por completo la interpretación que le había legado el neoclasicismo dieciochesco; y en muchos sen­ tidos, la invirtió. Sus autores leyeron el Quijote como una obra de arte que anticipaba, de un modo claro y directo, las inquietudes y los valo­ res románticos. Com o pioneros de esta revisión cabe citar a Friedrich y August Wilhelm Schlegel, F. W. J. Schelling, Ludwig Tieck y Jean Paul Richter. A los hermanos Schlegel, en calidad de historiadores de la literatura y teóricos de la estética; a Schelling y Jean Paul, en tanto que estéticos; y a Tieck, por último, como traductor del Quijote y críti­ co literario.1 La nueva concepción del Quijote (y otras obras maestras) forma parte de la revolución contra el neoclasicismo dieciochesco; y ha tenido una poderosísima influencia en la crítica posterior por dos razones: por la imponente estatura intelectual de quienes la empren­ dieron, y porque su interpretación del Quijote encajaba en el centro

i. Entre los años 1797 y 1805, los románticos alemanes publicaron muchas consi­ deraciones críticas del Quijote, entre las que cabe destacar las siguientes: A. W. Schlegel: reseña del primer volumen de la traducción de Tieck, publicada en AllgemeineLiteraturzeitung, 111 (n.lls 230-231), 1799, y reproducida en sus Sámmlliche Werke [Obras completas', en adelante, SHJ, 12 vols., Leipzig, 1846-1847, vol. xi, pp. 408-426; reseña de la traducción de Soltau en Athenáum, 111, 1800 (véase SVV) vol. xn, pp. 106133); sonetos sobre Cervantes y sus obras, fechados en 1800 (SVP, vol. 1, pp. 338 ss.), especialmente el titulado «Don Quijote», que contiene la idea de que la obra es el diá­ logo continuo de la Poesía Caballeresca (el protagonista) con la Prosa (su escudero); y la segunda y tercera partes de las Vorlesungen über ¡chime Liiteraiur und Kunst [Lecciones sobre la literatura y el arte], impartidas en Berlín entre 1801 y 1804 y dedicadas, respec­ tivamente, a la literatura clásica y la romántica (editadas por Jacob Minor en Deutsche Literalurdenkmale des 18. und 19. Jahrhunderis, vols. xviii - x ix , Heilbronn, 1884). 55

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mismo de la doctrina de su movimiento. Cervantes y su obra — su obra en general, no solo el Quijote— estuvieron muy en boga duran­ te muchos años; pero en lo que respecta a su gran novela, hubo un pico de intensidad más breve, entre 1798 y 1805. Los románticos ale­ manes no expresaron su interpretación en textos formales de crítica literaria, específicamente dedicados a Cervantes, sino en pasajes de sus conferencias sobre la historia literaria de Europa, en fragmentos de sus tratados sobre Estética general, en escritos ocasionales para esta o aquella revista literaria y en conversaciones que posteriormen­ te se anotaron y llevaron a la imprenta. En realidad, su interpretación puede entenderse más bien como una serie de ideas fragmentarias, preñadas de posibilidades que se fueron desarrollando durante los siguientes ciento cincuenta años. El sentido histórico de los románticos alemanes tuvo un funda­ mento seguro en la analogía orgánica que rige buena parte de su pen­ samiento estético. Consideraban que el arte de Cervantes (como el de cualquier otro gran escritor) era el producto biológico de unas con­ diciones culturales concretas, peculiares de una época y una nación. Friedrich Schlegel: reseña de la traducción de Tieck, Athenáum, 11, ii, 1799; Gesprách über die Poesie [Diálogo sobre la poesía], publicado originalmente en Athenáum, 111, i, 1800; Nachricht von den Poetischen Werhen des Johannes Boccaccio [Noticia de las obras poéticas de G. Boccaccio], en Charaklerisliken und Kriliken, de A. W. y F. Schlegel, 1801. He consulta­ do todas estas obras en la edición muniquesa de Charaklerisliken und Kriliken, I: 171)61801, ed. Hans Eichner, Ferdinand Schóningh, Múnich, 1967; véanse especialmente las pp. 281-283, 318-319 y 346. Hay traducción inglesa del Gesprách y los fragmentos estéticos en Friedrich Schlegel’s Aesthetic Wrilings, trad. E. Behlery R. Struc (Pennsylvania State Univ. Press, 1968); algunos artículos tempranos, de gran relevancia, fueron tra­ ducidos por E. J. Millington en Aesthetic and Miscellaneous Works o/F. von Schlegel, Henry G. Bohn, Londres, 1846. [En castellano pueden leerse, como ediciones recientes, las Obras selectas (1), trad. M. Á. Vega Cernuda, ed. H. Juretschke, F. U. E., Madrid, 1983; Poesía yfilosofía, trad. D. Sánchez Meca y A. Rábade, Alianza, Madrid, 1994; y Sobre el esludio de la poesía griega (1794, publ. 1797), trad. B. Raposo, Akal, Madrid, 1996.] Ludwig Tieck: referencias al Quijote en sus Briefe über Shakespeare [Cartas sobre Shakespeare], de 1801, y Die altdeutschen Minnelieder [Las antiguas canciones del Minnesang], 1803, que he consultado en Kritische Schriflen [Obras de crítica], 4 vols., Leipzig, 1848. Véanse esp. las pp. 150-153 y 207-208. Jean Paul Richter Vorschule der Aeslhetik, 1804, en Jean Pauls Samtliche Werke, Weitnar, 1927 (vol. xi, 1935); hay referencias al Quijote en 1, §§ 3, 28 y 32 y 11, §§ 63, 67 y 74. [Hay trad. cast. de Julián de Vargas: Teorías estéticas, R. Angulo, Madrid, 1884; ed. y rev. por Pedro Aullón de Haro, Introducción a la estética, Vei bum, Madrid, 1991.] 56

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Ello no obstante, creían en la existencia de la Poesía Universal, que establecía una relación de parentesco y continuidad entre las grandes obras maestras del pasado: la Divina Comedia de Dante, el Decamerón de Boccaccio, el Orlando furioso de Ariosto, el Quijote, y las obras de Sha­ kespeare y Calderón, la cual era, a su vez, un anticipo del espíritu de la edad moderna. Entendían que las tradiciones literarias nacionales, que habían nacido en la Edad Media Cristiana (es decir, el arte «ro­ mántico», según la terminología de Friedrich Schlegel) constituían un movimiento histórico que anticipaba el Romanticismo (el arte «moderno») y desembocaba en él; con ello justificaban, de paso, su tendencia antineoclasicista. Aparte, debido a una serie de razones es­ pecíficas, veneraban a Cervantes casi a la par que a Shakespeare, atri­ buyéndoles un espíritu singularmente moderno y viéndolos como precursores. Cervantes había creado el embrión de una forma literaria de la que se apropiaron los románticos: la novela. Ante todo, la novela tie­ ne que ser poética. Friedrich Schlegel afirma que el novelista tiene

F. W. J. Schelling: Philosophie der Kunst, basada en las conferencias de Jena (18021803) y Augsburgo (1804-1805), y publicada por primera vez en Sámmtliche Werke, Stuttgart y Augsburgo, 1856-1859, 14 vols. La sección tercera de la segunda parte del vol. v contiene un apartado sobre la novela, un género del cual se consideran muestras sobresalientes el Quijote y el Wilhelm Meister de Goethe. | Hay trad. esp. de V. LópezDomínguez, Filosofía del arte, Tecnos, Madrid, 1999.J También he tomado en cuenta los siguientes contextos, que pertenecen ya al perio­ do 1805-182 5: F. Schlegel, Geschichte der Alten und Neuen Lilteratur, conferencias de Viena, 1812, en la ed. de Hans Eichner, Múnich etc., 1961, sobre todo la 11 y la 12 (hay trad. ingl. de John Gibson Lockhart, Edimburgo, 1818, 2 vols., y trad. cast.: Historia de la literatura antigua y moderna, Librería d e j. Oliveres y Gavarró, Barcelona, 1843, 2 vols.). K. W. F. Solger, Vorlesungen über Aesthetik [Lecciones de estética], 1819, ed. K. Hense, Leip­ zig, 1829, pp. 233-234. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Aesthetik, escritas y leídas des­ de 1820 (aproximadamente), y publicadas en la edición de las obras completas de 1835-1838; véanse sobre todo los caps. 2 y 3 de la tercera sección de la segunda parte. He usado la traducción inglesa de F. Omaston, Londres, 1920, 4 vols. [Hay varias trads. casts.; p. ej. la de R. Gabás: Lecciones de estética, Península, Barcelona, 1989-1991, o la de A. Brotóns: Lecciones sobre estética, Akal, Madrid, 1989.] De Heinrich Heine he consul­ tado su retrospectiva del movimiento romántico, Die romantische Schule, 1833, en la tra­ ducción inglesa de G. G. Leland (Works of Heinrich Heine, Londres, 1892, 12 vols., vol. V, cap. 2); y también su prólogo a la traducción alemana del Quijote (Stuttgart, 1837), que he leído en la versión castellana de la Revista contemporánea, Madrid, 30 de septiembre de 1877.

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que «ejecutar variaciones fantásticas sobre la música de la vida», alter­ nando entre el entusiasmo y la ironía, o entre la divagación sin arte y el drama excelso, pero siempre preservando una lucidez e inteligen­ cia sublimes e imitando la pródiga creatividad de la Naturaleza primi­ tiva. Cervantes cumple a la perfección con ese requisito. Los episodios intercalados en la primera parte del Quijote (que el siglo x v m tendió a considerar como relatos agradables, pero solo eso: meras distraccio­ nes irrelevantes) son muestras sublimes del «arabesco» en el que el

Witz o «genio» romántico se revela a sí mismo en su antojadiza e inge­ niosa fertilidad. Aunque Schlegel no entra en más detalles, es proba­ ble que admirara especialmente, al igual que los otros románticos, el dramatismo del episodio de Marcela y Grisóstomo (parte I, cap. xiv), la grandeza trágica de la novella de El curioso impertinente (I, x x x m y x x x iv ) e igualmente la historia del cautivo, por su patetismo y las referencias autobiográficas a la cautividad de Cervantes (I, x l y x l i ). Además, el crítico alemán insiste en su unidad orgánica con el resto de la novela. Por otro lado, también elogia la plasticidad del estilo cer­ vantino, que, sin romper por un instante ni la armonía ni el buen gus­ to, es capaz de pasar a voluntad del ingenio elegante a la grandilo­ cuencia.23 Schelling, por su parte, entendía que la novela debía combinar las cualidades de la épica y el teatro. Su descripción de la sociedad con­ temporánea tenía que ser a un tiempo realista y pintoresca; y la obra maestra cervantina satisfacía este requisito, por cuanto ofrecía un retrato general de una época y una nación que los románticos consi­ deraban soberbiamente abigarrada: bandidos, galeotes, doncellas errantes en busca de amantes infieles, compañías de actores ambu­ lantes, nobles, venteros, prostitutas... Schelling llega casi a quejarse de que el autor del Quijote disponía de una materia prima mucho más atractiva que la que rodeaba al del Wilhelm Meister,HNo es de extrañar; el mundo representado en el Quijote reunía todos los ingredientes que atraían el ánimo romántico hacia el cálido mediodía mediterráneo: catolicismo, sensualidad, alegría, vestigios de la caballería y el islam, el romancero, pasiones intensas y vinos fuertes. Para los románticos,

2. Véanse la reseña de la traducción del pp. 318-319 y 346 de G e s p r a c h ü b e r d i e P o e s ie . 3. Schelling, P h i b s o p k i e , v, pp. 680-681. 58

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por Tieck, pp. 281-283, y las

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en el Quijote dominaban los rasgos poéticos por encima de los cómi­ cos; o, para ser más precisos, se fundían por la asimilación de los cómicos a los poéticos. Tieck quedó anonadado por la profundidad del humor de la novela, que hacía imposible determinar cuándo era parodia la poesía y viceversa. Sin embargo, a la postre decidió que el mayor logro de Cervantes consistía en haber creado un mundo de Poe­ sía firmemente asentado en la Vida y la Realidad, y no apartado de ellas como ocurría en el Am ató y sus imitaciones. Así, con respecto al Quijote, Tieck transformó las clasificaciones dieciochescas de «paro­ dia» y «sátira» en una categoría más seria y elevada: la «novela idea­ lista irónica».45 6 Si hemos visto a Vicente de los Ríos calificando el Quijote de «fábu­ la burlesca», ahora veremos ajean Paul denominarlo «épica románti­ ca»/’ En estas fechas era más probable que el nombre de Cervantes se citara junto con los de Goethe (como novelista) o Tasso, Camoens, Ariosto y Milton (como poetas épicos), que con los de Butler, Scarron, Quevedo o Luciano. En la ironía se lo equiparaba a Ariosto; y uno y otro eran considerados poetas que celebraban la materia caballeres­ ca, más que reírse de ella. Friedrich Schlegel comparó el Quijote con el Wilhelm Meister y Hamlet, en tanto que obras que, durante la com­ posición, habían trascendido con gran rapidez su primer propósito, originalmente poco ambicioso. En el caso de Cervantes, sin duda, Schlegel pensaba que ese objetivo inicial era la sátira de los libros de caballerías; pero la novela poseía tal hondura y «exquisita seriedad» que «no es un libro para leer durante la digestión, después de las comidas». Schlegel hubiera estado de acuerdo con Schelling en que la novela en general (y, por tanto, el Quijote) es el espectáculo del transcurrir de una vida entera y una época; que refleja todos los colo­ res del espectro de las emociones humanas; y que es el producto de un espíritu maduro, que se ha recogido en su interior hasta alcanzar una purificación perfecta.1’ Desde luego, las ideas resumidas hasta aquí suponen cierto fal­ seamiento del espíritu y el significado del Quijote', pero también repre­

4. Tieck, f í i e a l t d e u t s c h e n M i n n e l i e d e r , pp. «07-208. 5. V o r s c h u le d e r A e s t h e t i k , 11, §§ 63, 67 y 74. 6. Schlegel, reseña de la traducción de Tieck, p. «8a, y Schelling, p. 876. 59

P h ilo s o jM e ,

v,

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sentan un aguzamiento de la sensibilidad crítica para con la novela, y una refrescante superación de los rígidos y arcaicos conceptos («imi­ tación de la naturaleza», «entretenimiento e instrucción», «corrección de la locura» y similares) con que la analizaron los comentaristas del siglo precedente.

El movimiento romántico definió el tema del Quijote de suerte que coincidía con una de las inquietudes esenciales de su metafísica, su estética y su arte: la oposición entre sujeto y objeto, mente y naturale­ za, espíritu y materia, y las esferas de la libertad y la necesidad. Quizá el mayor descubrimiento del pensamiento romántico alemán fueron las aplicaciones que hallaron para la idea del desarrollo orgánico o biológico, una idea que afectó a la concepción romántica de la forma estética, de la psicología de la creación artística, de la historia y de la naturaleza como totalidad. Se concebía la naturaleza como un inmen­ so organismo vivo, al que daba vida y unificaba una sola corriente de energía vital que, de forma incesante y dinámica, se exteriorizaba a sí misma en la plétora de las criaturas del universo. Esta fuerza de la Naturaleza es Dios convertido en forma; hay, en efecto, una tenden­ cia panteísta en los pensadores románticos más señalados (como Herder y Schelling) y en la filosofía posromántica de Hegel y Schopenhauer. La vida humana era una más de las manifestaciones de la energía creativa de la naturaleza. Por ende, el hombre era considerado una parte constituyente del mundo natural, al cual estaba unido por una profunda afinidad empática que permitía, a quienes eran suficiente­ mente sensibles, intuir ese mundo natural como una congregación de símbolos familiares en comunión directa con su propio yo. Este es uno de los temas centrales del romanticismo, tanto en Alemania como fuera; Wordsworth, refiriéndose a la virtud casi poética de la naturaleza — capaz de producir combinaciones inusuales que simbo­ licen su armonía subyacente— , lo expresa con estas palabras: El poder que ellas muestran así al moverse, y que Natura arroja a los sentidos, es la expresa semejanza — visible en plenitud

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de sus fuerzas— , la vera simetría y hermana de la noble facultad que se alberga en las almas más excelsas. Bajo ese espíritu se relacionan con el cosmos y todos sus objelos; tales transformaciones su yo innato alcanza a proferir, tal existencia a crear por sí mismo, y donde quiera que surjan a atraparlas por instinto.7

Pero al mismo tiempo, el hombre sufre el «pecado original» de encontrarse separado de la naturaleza. Ello es porque la conciencia humana, en sus formas más limitadas, tiende a ver el mundo exterior como un objeto inerte, un ensamblaje mecánico de componentes que puede ser analizado fríamente, de modo racional; y no como una uni­ dad armónica que abarca incluso nuestro propio pensamiento. Las limitaciones humanas son, sencillamente, síntomas de que la evolu­ ción del mundo, que culmina en la historia del hombre, es un pro­ greso inacabado hacia una meta en la cual la naturaleza logrará que el espíritu humano adquiera plena consciencia de sí mismo. Este obje­ tivo es el que determina la reconciliación de las antítesis a la que nos hemos referido más arriba. Sin embargo, aun en su estadio actual, el hombre puede llegar a vislumbrar la momentánea consecución de esa meta reconciliatoria en las expresiones más señeras del espíritu: el arte, la filosofía y la reli­ gión. La facultad de crear artísticamente — Einbildungskraft o «fuerza imaginativa» para Schelling, «imaginación secundaria» para Coleridge— es la misma creatividad dinámica de la naturaleza, pero ele­ vada a su máxima potencia; como percepción, no es solamente recep­ tiva, sino productiva (no solo le afectan las cosas, sino que es capaz de influir en ellas mediante una reciprocidad activa y cooperativa); es

7. «The Power which ihese / Acknowleclge when thus moved, which Nature thus / Thrusts forth upoti the senses, is the express / Resemblance, in the fulness o f its strength / Made visible, a germine Counterpart / and Brother oí the glorious faculty / Which higher minds bear with them as their own. / That is the very spirit in which they deal / With all the objects o f the universe; / They from their native selves can send abroad / Tike transformations, for themselves create / A like existence, and, where’er it is / Created for them, catch it by an instinct», The Prelude, libro xin, w. 84-96.

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capaz de proferir «transformaciones», símbolo de la unidad de los elementos en aparencia irreconciliables; y espiritualiza alquímicamente cuanto ve, de modo que «incluso las formas y las sustancias se ven circundadas / por ese velo transparente con luz divina».8 Aquí el acto de libre creatividad es uno con la necesidad de las leyes natura­ les; la intuición y la reflexión trabajan al unísono; lo universal deviene concreto; se desvela la idealidad de lo real; el yo se funde con el otro. De aquí nace la concepción romántica del arte como una forma de juego sagrado y desinteresado que ofrece un singular consuelo para el alma, por encima de la tensión utilitaria de la existencia cotidiana. Esta es la idea central del ensayo de Friedrich Schlegel titulado «Über die Grenzen des Schónen» («Sobre los límites de lo bello», 1794); y se pueden encontrar ideas similares en obras de estética contemporá­ neas tan relevantes como la Kritik der Urteilschaft de Kant ( Crítica delju i­

cio, 1 790) y las Briefe über die asthetische Eniehung des Menschen de Schiller ( Cartas sobre la educación estética del hombre, 1795). La consagración del Quijote como obra romántica vino de la mano de la interpreta­ ción de Schelling, según el cual Cervantes es un poeta-filósofo que, a través del simbolismo de las aventuras del protagonista, refleja el con­ flicto universal entre Realidad e Idealidad: «das Them a im Ganzen ist das Reale im Kampf mit dem Idealen».9 Esta categórica afirmación de Schelling será el punto de partida de la posterior interpretación sim­ bólica del Quijote, sobre todo en sus variantes moral y metafísica: Casalduero, el «primer» y el «segundo» Américo Castro, Ortega, Unamuno, etc. Del mismo modo, podemos remontar a la insistencia de los románticos alemanes en la misteriosa profundidad del libro — un énfasis que Schelling ejemplifica de forma especialmente clara— el desarrollo de lo que Amédée Mas caracterizó en cierta ocasión como «une sorte de terreur sacrée, un parti-pris de perplexité» (una espe­ cie de terror sacro, de perplejidad apriori) en la actitud de la moder­ na crítica literaria para con el Quijote. Sin embargo, como veremos, esta actitud no es legado exclusivo del Romanticismo.

8. «even forms and substancies are circumt'used / by that transparent veil with light divine»; T h e f r e l u d e , libro v, w. tístjj-tistfí. [Se cita aquí por la traducción parcial de Anto­ nio Resines: Williain Wordsworth, l* r e lu d w (libros i-vi), Visor, Madrid, 1980.] 9. «El tema, en su conjunto, es lo real en lucha con lo ideal»: Schelling, P h i lo s o p h i e , v, p. 679.

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En el pensamiento de los románticos hay una tendencia profun­ damente subjetivista, ya que ponen en primer término de su cosmovisión al Yo del hombre, viéndolo escindido trágicamente entre razón e intuición imaginativa, espíritu y naturaleza. He aquí la clave del ses­ go sombrío que tomará en las novelas del siglo x ix el conflicto quijo­ tesco entre ilusión y realidad, tema que abordamos de pasada en el capítulo anterior. Uno de los rasgos fundamentales de la modernidad, si se compara con épocas anteriores a ella, es su promoción del pen­ samiento o experiencia individual como criterio de verdad y de valor, la cual recorre diversos hitos históricos que anteceden al Romanticis­ mo: entre ellos, la reivindicación protestante de la fe y la conciencia del cristiano individual frente a la autoridad de la iglesia romana, el cogito de Descartes, el culto dieciochesco del entusiasmo y la sensibi­ lidad, y la revolución francesa de 1789. En la segunda mitad del si­ glo x v iii — época en que Rousseau escribe sus Confesiones y Goethe su Wilhelm Meister— nace una nueva concepción del Yo, plasmada tanto en la autobiografía como en el llamado Bildungsroman, que trata la evolución de su psique, creencias, valores, y relaciones afectivas como un drama interesante y valioso en sí mismo. En épocas anteriores a la moderna, apenas si había precursores de tal concepto: en las nume­ rosas autobiografías del Siglo de Oro, por ejemplo, los modelos pre­ dominantes del Yo son los estereotipos generalizados que fijan y difunden la ideología y la literatura de la época: el pecador arrepen­ tido, común a Guzmán de Alfarachey a los Comentarios del desengañado de sí mismo de Diego Duque de Estrada; el alma iluminada y transforma­ da por su conocimiento de Dios, concepto común a las Confesiones de San Agustín y a la Vida de Santa Teresa. Esta promoción generalizada del sujeto humano va acompañada de un fenómeno descrito por Erich Heller en The Disinherited Mind (La mentalidad desheredada),1" que estudia el proceso mediante el cual, a partir del Renacimiento, se pierde la fe en la unión establecida por Dios entre el orden de la naturaleza y el espiritual. Emancipado de su cosmovisión teocéntrica, y cada vez más confiado en su capaci­ dad de comprender el cómo y por qué de la naturaleza, el hombre moderno se muestra cada vez menos seguro ante el para qué, y se ve10

10. The Disinherited, Mind, Cambridge, Bowes & Bowes, 1952.

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escindido, por tanto, entre materia y espíritu, entre el saber científico y el anhelo de certezas trascendentales. Ahora bien, todo eso se refleja en el género de la novela, tal como evoluciona desde mediados del siglo xvm en adelante. Aquí, como he­ mos visto ya, suele darse una dicotomía semejante a la doble perspec­ tiva creada por Cervantes en el Quijote, y en muchos casos, derivada directamente de esa fuente: por un lado, el mundo social presentado en su aspecto habitual y prosaico, y por otro, la perspectiva subjetiva del protagonista, con cuyos psique, sentimientos, aspiraciones e ilu­ siones nos compenetramos tan íntimamente que al terminar la nove­ la sentimos, como apuntó Ortega en sus Ideas sobre la novela, que lo conocemos personalmente. Cito a Ortega al respecto: Necesitamos [en una novela, se sobrentiende] que el autor se detenga y nos haga dar vueltas en torno a los personajes. Entonces nos com place­ mos al sentirnos im pregnados y com o saturados de ellos y de su am bien­ te, al percibirlos com o viejos amigos habituales, de quienes lo sabemos todo, y al presentarse nos revelan toda la riqueza de sus vidas. Por esto es la novela un género esencialm ente retardatario ... todo lo contrario, por tanto, que el cuento, el folletín, y el m elodram a."

En muchas de las recreaciones decimonónicas del tema quijotesco la acción se desarrolla contra un telón de fondo social pintado con un realismo que participa no solo, como apuntó Ian Watt, del empirismo filosófico y científico de la edad moderna,1112 sino, a menudo, del cinis­ mo mundano o la penetración satírica de un narrador que pretende conocer a fondo los móviles y mezquindades característicos de la sociedad. Exactamente como ocurre en el Quijote, el choque resul­ tante entre ilusión y realidad suele poner a prueba los errores del sujeto ilusionado, corrigiéndolos o destrozándolos en un lento pro­ ceso de educación o de desengaño. Este choque es el tema de múlti­ ples novelas de los siglos xvm y x ix precisamente porque en esta épo­ ca se contraponen dos tendencias antagónicas: por un lado el culto dieciochesco del entusiasmo y del sentimentalismo, exagerado poste­ riormente por el movimiento romántico, con su idealización del pri­ 11. Deshumanización del arte e ideas sobie la novela, Espasa Calpe, Madrid, 19-52, PP- 889-957 (92 b)12. The liüe oj the Novel, ChaLto and Windus, Londres, 1957.

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mitivismo, de las grandes pasiones, de los vuelos de la fantasía, y por otro lado, la reivindicación de la razón analítica efectuada por el Siglo de las Luces, que en el siglo siguiente, se aúna con la sociología cien­ tífica de Comte, Marx, Mili, y la documentación factual y exhaustiva propia del positivismo. La paradójica confluencia de estas dos corrientes eslá perfectamente ilustrada por Balzac y Flaubert.13 14 Si por un lado Balzac, en su prefacio a la Comedie humaine (1742), pretende reducir la sociedad de su tiempo al mismo tipo de síntesis completa y analítica efectuada por grandes zoólogos como Buffon y Geoffroy de Sainte Hilaire, por otro lado, se especializa en retratar a monomania­ cos abnegados, ingenuos o apasionados como don Quijote: el coronel Chabert, el viejo pintor Fienhofer, el inocente coleccionista de obras de arte Pons. Y en cuanto a Flaubert, un dicho de Irving Babbitt resu­ me certeramente la paradoja: «He portrays satirically the real and at the same time mocks at the ideal that he craves emotionally and imaginatively» (pinta satíricamente la realidad burlándose a la vez del ideal que, no obstante, anhela emocional e imaginativamente).'4 Para los grandes novelistas del siglo xix, el protagonista es a menudo un sujeto «desheredado», en el sentido del término empleado por Heller, incapaz de realizar sus anhelos en la sociedad en que le toca vivir. En la secta de los desheredados están Julien Sorel de Stendhal, Mme. Bovary de Flaubert, el primo Pons de Balzac, Ana Ozores de Clarín e Isidora Rufete de Galdós, la desheredada por antonomasia.

Como Schelling entendía que había dos ejemplos perfectos de nove­ la y uno de ellos era el Quijote — el otro, el Wilhelm Meister— , parece lícito aplicar a la obra cervantina el conjunto de las ideas del autor ale­ mán sobre este género literario. Quizá no sea necesario analizar en detalle su estudio metafisico de las características formales del géne­ ro en relación con las de la épica «antigua» y «romántica», ni sus con­ sideraciones sobre el lugar central del mito en todas las clases de arte literario; en forma simplificada, estas ideas se integraron directamen­ te en las Meditaciones de Ortega, que estudiaremos en el capítulo v. 13. Sobre ello, Harry Levin, The Gales of Horn. A Study ofFiveFrench Realists, Oxford University Press, Nueva York, 1966, pp. 175 ss. 14. Rousseau and Romanticism, Houghton Mífílin, Boston, 1919, p. 107.

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Me limitaré, por tanto, a recoger los comentarios que Schelling dedi­ có esjaecíficamente al Qxájotr, representan la más madura de las inter­ pretaciones del Romanticismo alemán por lo que respecta al periodo de 1798 a i 8o 5 .':’ El novelista, dice Schelling, debería aspirar a dotar de universali­ dad su forma de presentación. Por ende, su protagonista tenderá a ser «mehr symbolisch ais persónlicb» (un símbolo, más que una persona concreta), y sus aventuras se elevarán al grado de mitos. En el Quijote, Cervantes expresó su tema simbólicamente mediante la confronta­ ción del héroe y la sociedad. En la primera parte, el tema se trata de un modo naturalista («natürlich = realistisch»); es decir, el Ideal, en la persona del héroe, se ve sacudido por el bullicio de la vida real. En la segunda parte de la novela hay un tratamiento más elaborado: el Ideal queda atrapado en el misterio; y el mundo con el que establece contacto (por ejemplo, el de los duques y sus astutas mascaradas) no es sino un pseudo-Ideal. Hay una situación análoga a esta en el episo­ dio de la isla de Calipso, en la Odisea, cuando Ulises y sus compañeros caen en las redes mágicas de Circe. En esta segunda parte, la perple­ jidad del protagonista alcanza la profundidad del pathos, e incluso de la comedia grotesca; y el Ideal, desconcertado hasta perder el juicio, se agota y sucumbe. Ello no obstante, si se considera la novela en su conjunto, acaba triunfando y se nos muestra (incluso en esta par­ te) como moralmente superior a sus vulgares adversarios. Con tales medios Cervantes hace trascender su narración por encima de los límites de la sátira — lo que hubiera acabado por ser, en manos de un talento mediocre— e incluso muy por encima de un mero panorama de costumbres sociales — seguro que, en este pasaje, Schelling se refie­ re indirectamente a la novela cómica del siglo xvin, según la realiza­ ron Le Sage, Fielding o Smollett— . Así, la novela deviene la épica de la Vida en su plena universalidad. En estas breves páginas del tratado de Schelling se encuentra el origen de varios temas importantes del cervantismo moderno, en lo que respecta al asunto de la novela, la naturaleza de su humor y la cuestión de la desilusión del protagonista en la segunda parte; pode­ mos seguir sus ramificaciones en la crítica de Ortega, Durán, Casalduero, Madariaga, Castro y otros. 15. El análisis del Quijote, está en las pp. 679-681.

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Los románticos se veían a sí mismos como los héroes de una quéte de la Belleza, condenados a fracasar en su intento de lograrla tanto en la vida real como en el arte. Para ellos, la empresa caballeresca de don Quijote — y sobre todo su amor por Dulcinea— simbolizaba el marti­ rio en el altar del Absoluto. En cuanto a la perspectiva irónica desde la que se le retrataba, la creían una forma de ironía romántica, en la que el artista se mofa de sus ilusiones más preciadas. Su concepción ideal del género novelesco como la confesión íntima de un genio los llevaba a contemplar la obra cervantina como una especie de auto­ biografía espiritual, en la que el autor conmemora irónicamente sus ideales de juventud — como poeta y soldado— y dispensa una despe­ dida sardónica a una edad de heroísmo que se acaba. El humor del Quijote mediante el que en apariencia se burla de sí mismo, lo convir­ tió en libro de cabecera del artista hastiado de la vida. Lo dice Heinrich Heine en su retrospectiva de la generación romántica: sus lectu­ ras favoritas eran Hamlet, Fausto y el Quijote. Los jóvenes románticos veían identificado su mal-de-siécle con el héroe cervantino; los de mediana edad tendían a admirar más el arrojo intelectual de Goethe. La novela de Cervantes atraía a «los que se han dado cuenta de que todo es en vano, que todo esfuerzo del hombre es inútil ... pues ven en ella la sátira de toda inspiración; y todos nuestros caballeros, que combaten y sufren por las ideas, no muestran ser sino una suma de Qui• . I() jotes». El ennoblecimiento romántico de la gran obra cervantina no se logró solo distanciándola en parte del género cómico, sino también elevando su humor a un nivel superior. Para los románticos, a dife­ rencia de sus antecesores neoclásicos, la ironía y algunas formas de lo cómico eran modos excelsos: el humorista sublime tiene a la Vida como objeto de sus obras, y la sabe medir con una regla que se extien­ de de lo Finito a lo Infinito. Según Jean Paul Richter, el humorista observará con indulgencia este o aquel caso de locura de los hombres, puesto que el objeto de su pluma no es la necedad social («die bürgerliche Thorheit»), sino la necedad humana en su conjunto («die menschliche Thorheit»).'7 Si la aplicamos al Quijote, esta concepción ] (i. l-Ieine, Die mmantische Schule, final del cap. 2. 17. Jean Paul, Vurschule úer Aesthetik, 1, § 32. Compárese con los comentarios de Tilomas Carlyle en «Jean Paul Richter» (1827): «El verdadero humor no nace más de la

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I.A C O N C E P C I Ó N R O M Á N T I C A D EI . « Q U I J O T E »

del humor libera al hidalgo y su escudero de la picota, poniendo en su lugar a los personajes cuerdos y juiciosos y, en última instancia, tam­ bién a los lectores. Visto de otro modo, podría decirse que Richter convierte a don Quijote y Sancho en equivalentes aproximados de la Moría de Erasmo: encarnaciones de la necedad humana. En cualquier caso, borra la clara línea de división que separa, en la novela, la razón de la locura. Richter dice, en concreto, que «Cervantes — cuyo genio era excesivamente grande para prolongar la chacota sobre una locu­ ra accidental y una imbecilidad vulgar— desarrolla, si bien menos deliberadamente que Shakespeare, un paralelo humorístico entre el realismo y el idealismo, entre el cuerpo y el alma ... y su famosa pare­ ja, personificaciones gemelas de la locura, abarca toda la especie humana».'” A mi entender, el concepto de la ironía cervantina en Ortega y Castro procede directamente de las ideas de Jean Paul. Desde luego, los románticos reconocían que había un evidente efecto cómico a costa de don Quijote y Sancho; Schelling, por ejem­ plo, calificó la yuxtaposición irónica del vulgar escudero y el noble hidalgo de «fuente inagotable de recreo para el espíritu».1(1 Pero subrayaban la importancia de las facetas más sombrías y profundas del humor de la novela. Para Schelling, la ironía es, en lo primordial, un medio por el cual el novelista (aquí, Cervantes) se distancia de su ma­ teria inicial, desproveyéndola de todo lo contingente y transformán-

razón que ele) corazón; no es desprecio, su esencia es amor; no surge en la carcajada, sino en la sonrisa callada, que yace a una profundidad mucho mayor. Es una suerte de sublimidad invertida, que exalta ... en nuestros afectos lo que está por debajo de noso­ tros, en tanto que la sublimidad hace descender a nuestros afectos lo que está por enci­ ma de nosotros ... Es, de hecho, ... la más pura fluencia de una naturaleza en armonía consigo misma, reconciliada con el mundo y su mezquindad y contradicción; más aún, que encuentra en esa misma contradicción nuevos elementos tanto ele belleza como de bondad ... Cervantes es, sin duda, el más puro de los humoristas, tan gentil y tan genial, tan completo y a la vez tan etéreo en su humor»; véase Crilical and Miscvüaneous JCssays, Chapman and Hall, Londres, 1899, 5 vols., vol. 1, p. 17. 18. «Cervantes — dessen Genius zu grofí war zu einern langen SpalSe líber eine zufállige Verrückung und eine gemeine Einfalt— führt, vielleicht mit weniger Bewul.Usein ais Shakespeare, die humoristische Parallele zwischen Realismus und Idealismus, zwischen Leib und Seele vor dem Angesichte der unendlichen Gleichung durch; und sein Zwillings-Gestirn der Thorheit steht über dem ganzen Menschengeschlecht», en /. P. Sdmmtliche Werke, vol. xi (1935), p. 113. 19. J. P. Sámmtliche Werke, V, p. 280. 68

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dola en algo «objetivo» y «universal». K. W. F. Solger expresó una si­ milar concepción de la ironía en sus observaciones sobre el Witz, un estado de sublime indiferencia, en el cual el artista suspende todo sen­ timiento de parcialidad con respecto a las convicciones, emociones y personajes de su mundo creado. Es una lucidez singular, equivalente a la ironía, que el arte puede expresar cuando (después de haber tra­ zado la dialéctica de sus varios antagonismos posibles) presenta la sín­ tesis de la Idea y la Realidad. El Quijote es casi la única novela que alcanza tal cima artística. Aquí la Idea se encarna en «una grandiosa visión de la Edad Media, una visión de la caballería»; y después de una larga lucha con lo Finito, sale ennoblecida del conflicto/1’ Hay una co­ nexión directa entre estas ideas sobre la elevación irónica del artista y la exegesis perspectivista que estudiaremos en el capítulo vil.

Entre 1805 y 1825 no desapareció la admiración por el Quijote, pero la atención se centró en otros aspectos de la vida y la obra de Cervan­ tes: en su tragedia La Numancia, que retrata la legendaria resistencia de la ciudad frente a los romanos, y en sus logros como heroico hom­ bre de acción. También pasó a prestarse más atención a Calderón, Lope de Vega y el romancero tradicional. En sus famosas conferencias vienesas de 1808 ( Uber dramatische Kunst und Litteratur: Sobre el arte y la literatura dramática, publicadas entre 1809 y 1811), August Wilhelm Schlegel ensalzó el teatro del Siglo de Oro español, junto con las obras de Shakespeare, como la quintaesencia del arte romántico. Schlegel lo define como un arte «cristiano» y «caballeresco», distinto del antiguo arte «clásico». Donde los griegos exaltaban el mundo natural y creaban una belleza armoniosa y sensual, las razas románti­ cas expresan el anhelo por lo infinito, la melancolía y la percepción de la discordia entre el espíritu y la necesidad. El arte de estas últimas imita el feraz y heterogéneo desorden de la naturaleza, desprecia las reglas racionalistas y es fantasioso, indefinido, sugerente. Estas confe­ rencias, traducidas al francés en 1814 (y accesibles a los españoles por esa vía), fueron esenciales en la difusión de la estética de los románti­ cos alemanes.2 0

20. Solger, Vorlfsungen i'tber din Aeslhetik, pp. 223-234; rila en p. 233.

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1,A C O N C l í f C T Ó N R O M Á N T I C A U1ÍI. « Q U IJ O T U :

(Contra el credo neoclásico, según el cual la razón y el buen gusto son idénticos siempre y en todas partes, el romanticismo alemán defendió la diversidad cultural y, con ella, cualesquiera formas de arte que expresaran con vigor la identidad nacional. El tema central de las conferencias que Friedrich Schlegel dedicó en Viena, en 1X12, a la literatura antigua y moderna, es que la vitalidad e importancia cultu­ ral de una nación, e incluso su independencia política — las conse­ cuencias de este razonamiento las aplica Schlegel, antes que nada, a la Alemania moderna— , dependen del grado en que sus escritores sepan mantener el contacto con las tradiciones y sentimientos nacio­ nales. Esta es la razón de la antigua grandeza de la literatura españo­ la. Según afirma en la conferencia vm, el Cid, tan puramente caste­ llano, resulta más valioso para su país que una biblioteca entera; y el Quijote revive la caballería hispánica medieval y retrata con brillantez las costumbres y la sensibilidad de la España de Felipe II (conferen­ cias xi y xn). ]. G. Flerder, el precursor del Romanticismo, había desarrollado ya en su filosofía de la historia conceptos tan influyentes como el de Volksgeisto Volkssede [«espíritu, alma del pueblo»], un prin­ cipio organizador del desarrollo de las naciones, que se manifiesta en un estilo de vida único. La expresión original de la Volkssede godoarábiga de España sería el romancero; y su expresión más madura es el Quijote que, con su poder de resonancia colectiva, es a un tiempo la épica, la mitología y la tradición baladística nacional. Poco después de que Hegel formulara estas ideas, Jacob Grimm y G. B. Depping se dedicaron al estudio erudito del romancero tradicional español, con­ cibiéndolo como un poema comunitario, escrito por la raza medi­ terránea en su periodo de nacimiento (la Edad M edia)/1 Un tipo similar de interpretación nacionalista — que vincula la novela cervan­ tina con el romancero y el espíritu de la antigua Castilla— fue una de las primeras concepciones románticas del Quijote en instalarse en España y, desde entonces, ha sido la predominante en el cervantismo español. Esta es, a grandes rasgos, la concepción romántica del Quijote. Durante mucho tiempo, la crítica española la conoció con un notable2 1 21. Jacob Gi imm, Silva de. romances viejos, Schmidt, Viena, 18 15, y (J. IV Depping, Sammlmifr riel beslen alten S/ianischen Ni.storisrhe.n, Rille.r- tintl Maurischen Romanzen, s. n., Allenburg y 1 .cip/.ig, 1817.

IO S ROM ANTICOS

grado de dilución y modificación; tuvieron que transcurrir muchos años para que empezara a ser asimilada de un modo mínimamente puro y completo.2"

G É N E SIS DE EA IN T E R P R E T A C IÓ N R O M Á N T IC A FU ER A DE A L E M A N IA

Los principales motores de la difusión de las ideas del romanticismo alemán en los otros países europeos fueron, en lo que respecta al Quijote, Friedrich Bouterwek y Jenn Charles Simonde de Sismondi; Bouterwek con su historia de la literatura española y portuguesa (1804), tercer volumen de la Geschichte der Poesie und Bemlsamkdt seil Aem Ende des xíii Jahrhunderls (Cotinga, 1 8ot-i 809), y Sismondi con De la littérature du midi de VEurope (París, 1814, 4 vols.), cuyos dos últimos volúmenes se centran en la literatura española. La historia de la lite­ ratura ibérica de Bouterwek fue sucesivamente traducida al francés (1812), inglés (1823) y español (i8 2 g );2;i la de Sismondi fue vertida al inglés en 1823 y al español en 184 1-1842.2,1 El historiador alemán era un hombre inlelectualmente próximo a la Ilustración y el neocla­ sicismo; pero era abierto de miras y en su interpretación del Quijote supo hacer amplias concesiones a la concepción romántica entonces vigente. El historiador francés, por su parte, venía a ser un interme­ diario cultural entre Francia y el Romanticismo alemán, al igual que2 *4

22. Eos españoles del siglo x ix, aun 110 sabiendo alemán, pudieron familiarizarse en pane con las ideas de los románticos germanos gracias a la ya citada traducción de la Historia de la literatura antigua y moderna (Barcelona, 184.3) J prólogo de Ileine mencionado en la noLa 1 ( l'nosta contemperónea. 1877). No se produjo una tiansmisión íntegra y dicaz basta la publicación en 1914 de Cla vantes el le rmnanlisme allemaud, de Jean [aeques Bertrand. a3. I.a veisión española irte la Histmia de la literatura española, traducida y adi­ cionada [mi' José Gómez de la G01 lina y Nicolás Mugalde y Mollinedo, Macli id, 1829 |hay una reedición moderna editada por G. Valcárcel y S. Navarro: Verbunt, Madrid, 2002]. Por mi parle Iré utilizado la versión inglesa de Tliomasina Ross, Londres, t 823, 2 vols. 24. Eos volúmenes relevantes fueron traducidos como Historia de la literatura espa­ ñola desde mediados del siglo XII hasta nuestros días por ). Lor enzo de Figueroa y J. Amador de los Ríos, Álvarez y Cía., Sevilla, 184 1-1842, 2 vols. 71

LA C O N C E P C I Ó N R O M Á N T I C A D E L « Q U I J O T E »

Madame de Staél; todo cuanto esta enseñó a sus compatriotas sobre el arte y el pensamiento alemanes ayudó a insuflar en ellos la pasión ger­ mana por las literaturas del cálido Mediterráneo. En Inglaterra, John Gibson Lockhart, el editor de romances que, entre otras tareas, tra­ dujo en 1818 las conferencias de Friedrich Schlegel sobre la literatu­ ra antigua y moderna, también escribió un comentario sobre el Qui­ jote como prefacio a una reedición de la traducción de Motteux (1822). Volveré sobre estos tres críticos, porque sus ideas son un com­ pendio de lo esencial de las actitudes románticas hacia la novela, que han pervivido sin transformaciones hasta el presente.

Sería erróneo atribuir toda la revisión romántica de la concepción del Quijote a la influencia alemana: el Romanticismo fue un movimiento europeo. La génesis del romanticismo inglés, paralelo y coetáneo del alemán, trajo consigo una nueva apreciación del Quijote que, sin embargo, no supuso tanto una revolución como la culminación de la tendencia prerromántica inglesa de veneración del hidalgo cervanti­ no. Esta tendencia fue resultado indirecto de un rasgo característico de la Inglaterra del siglo xvm : el culto a la sensibilidad y el gusto por las excentricidades cómicas en la literatura. Ya en 1744, Corbyn Morris había atribuido a don Quijote el mismo arrojo, honor, gene­ rosidad y humanidad que discernía en la biografía de su autor; lo hizo en su Essay towardsfixing the True Standards ofWit, Humour, Raille.ry, Satire andRidicule.¿:' Otro ejemplo de esa tendencia sería el siguiente pasa­ je de Henry Brooke, el novelista sentimental, cuya efusividad sentimentaloide no ha tenido parangón en ninguno de los posteriores arranques emotivos de la crítica romántica: ¡Cuán excelsa, cuán glo riosa, cuán d ivin am en te su p e rio r fu e n u estro h é ro e de La M an ch a, qu e a co m etió la tarea de e n d e re za r en tu erto s, e n m e n d ar injurias, levantar a los caídos y arrojar al suelo a cuantos exal­ tó la in iqu id ad ! En esta su m aravillosa em presa, ¿qué em bates, qué en cu en tro s, qué vap u leo de las costillas, qu é varapalo de bastonadas no sufrieron sus huesos? ... Pero el d e n u e d o era para él un lech o de p lum ó n , 2 5

25. Ensayo de. fijación de los verdaderos modelos del ingenio, el humor, la chanza, la sátira y el ridículo. Véase Burton, «Cervantes the man», p. 12. 72

LOS R O M A N T I C O S

y la casa del d o lo r érale un ce n a d o r d eleitoso, pues q u e se co n sideraba co m p ro m etid o en dar a los dem ás alivio, p ro ve ch o y fe licid a d ,Jb

t Sin embargo, mientras que en la Inglaterra dieciochesca es proba­ ble que esa opinión fuera minoritaria — aunque el peso de esa mino­ ría fue creciendo desde mediados de siglo— , a principios del xix el cervantismo inglés empezó a dar cabida, de forma insistente, al culto romántico a la imaginación, el genio, la pasión y la sensibilidad, en tanto que pasiones opuestas o superiores a la razón. Era un culto poderoso y cosmopolita, que se expresaba en obras maestras del arte y se defendía en autorizados tratados de estética. Entre quienes des­ cubrieron por primera vez un significado romántico en el Quijote pre­ dominan los adalides del movimiento romántico o personas influyen­ tes allegadas a él. Así, en Inglaterra compusieron obras importantes sobre la novela cervantina William Hazlitt (1815), Samuel T. Coleridge (1818), J. G. Lockhart (1822) y Charles Lamb (1833)/7 En el libro v del Preludio (1805), Wordsworth reconoció la influencia que tuvo el Quijote en su formación intelectual, durante sus días de estudiante en Cambridge; y lord Byron dedicó varias célebres estrofas del canto xm de su Don Juan (1821) a confesar cuánto admiraba al héroe de Cer­ vantes y deploraba su trágico destino. Con posterioridad, se arraigó2 7 6

26. «How greatly, how gloriously, how divinely superior was our hero of l.a Mancha who went about righting ofwrongs, and redressing o f injuries, lifting up the fallen, and pulling down those whom iniquity had exalted! In this his marvellous undertaking, what buffetings, what bruisings, what trampling of ribs, what pounding o f pack-staves did his bones not endure? ... But, toil was his bed o f down, and the house of pain, was to him a bower o f delight, while he considered himself as engaged in giving ease, advantage, and happiness to others», en The Pool of Quality [El inocente de calidad] (1766t77o), citado por Burton, p. 12. 27. W. Hazlitt, «Standard novéis and romances», lídinburgh Revino, febrero de 1815 (reproducido en The. Collected Works..., ed. A. R. Waller y Arnold Waller, J. M. Dent, Lon­ dres, 1902-1904, 12 vols., vol. x, pp. 25-44); (’h. Lamb, «Barrermess o f the imaginative faculty in the productions o f modern art», The Alhenaeum, enero-febrero de 1833 (reimpreso en TheEssays ofElia, ed. A. Ainger, Macinillan, Londres, 1921, pp. 303-315); S. T. Coleridge, «Gonference vm (on Don Qttixole)», en Miscellaneous Criiicism, ed. T. Raysor, Constable, Londres, 1936, pp. 98-110; y J. G. Lockhart, introducción al Don (¿uixote de Motteux, Edimburgo, 1822. Las ideas de Hazlitt y Lamb pueden considerarse ejem­ plificadas por las de Lockhart, a quien veremos en la próxima sección; y en cuanto a Coleridge, véase Cap. IV, n. 62.

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LA C O N C E P C I O N R O M A N TICA D E L « Q U I J O T E

una versión moderada de la concepción romántica en la historia lite­ raria que más contribuyó) al conocimiento de la literatura española dentro del mundo anglosajón del siglo xix: la del americano George Ticknor (1849). Ticknor, experto hispanista, ofreció una visión más bien conservadora del (¿uijote, que fue suscrita por las autoridades más reconocidas del cervantismo español contemporáneo. Sin em­ bargo, su interpretación idealizada del protagonista evidencia una deuda clara con la moda prevaleciente en la crítica británica y ame­ ricana y, más específicamente, con los escritos de Bouterwek y Sismondi.'8 Lo mismo que ocurriera en Inglaterra ocurrió) en Francia. Víctor Hugo, Chateaubriand, Alfred de Vigny, Théophile Gautier, Stendhal y Flaubert exjgusieron una concepción romántica del Quijote/'* Solo Hugo y Gautier lo hicieron en obras de crítica literaria como tal, y eso ya entrado el siglo (en 1864 y 1863-1864, respectivamente); pero es probable que sus ideas ya estuvieran en vigor unos treinta años antes. El párrafo que dedica Stendhal a don Quijole y Sancho en De l ’amoiir (1822), los comentarios parciales que se recogen en la correspon-2 9 8 28. Ticknor, History oj Spanish Lilera.tu.re, Londres, 1849, 3 vols., vol. n, pp. 97-1 12. [Historia d.e La literatura española, Iinducida con adiciones y notas crílicas por Pascual de Cayancos y Enrique de Vedia, M. Rivadeneyra, Madrid, i 851-1856, 4 vols. ] 29. Ilugo, William Shakespeare, I.acroix Vci boeckoven, París, 1 864, libro 11, cap. 2; ulilizo la trad. inglesa de Melville Anderson, Londres, s. f., pp. 59-62 [hay trad. casi, de J. López y López, Agilitar, Madrid, 1959, 2“ cd.]. Chateaubriand, Ménmires d ’oulretomhe, primera parle, libro v, ed. Edinond Biré, París, 1947, 3 vols., vol. 1, p. 204 [hay trads. casts. de J. Núñcz de Prado, ]. Zamaeois, ]. García Tolsá y, en cuanto al siglo x ix, de A. de Castro (1898) y E. de Gironella (1848-1950) |, Vigny, pan nal d’un poete, entradas de abril de 1839 y lebrero-marzo de 1840; ulilizo la ed. de F. Baldensperger, Londres, 1928, pp. 145-146 y 152. [Alfredo de Vigny, Diario de. un poeta, trac!. C. A. Comet, Madrid, s. n. (Imprenta Helénica), ¿ hjl SPJ. Stendhal, De l'amour (publicado por pri­ mera vez en 1822), fragmento del Apéndice sobre el sentido de «Prosaíque»; Garnier, París, 1959, p. 243 [hay trad. de Consuelo Berges: Del amor, Alianza, Madrid, 1968, val ias reed.J. Flaubert, Correspo11.dan.ee, Conard, París, vol. 11 (1926), pp. 50, 258 y 442, y vol. 111 (1927), pp. 53, 143 y 344; la observación de que «Je relrouve loules mes ori­ gines dans le livrc que je savais par co'iu avanL de savoir lire, Don (¿1lichotle» aparece en la carta n'-’ 326, dirigida a Louise Golet (vol. 11, p. 442). |Véase Cmrespondentia íntima (Cartas a Louise Colcl.), trad. limnia Calalayud, Ediciones B, Barcelona, 1988.] Gautier expresó su punto de visla en tres artículos publicados en el Moriileur Univer.sel (22 de diciembre de 1863 y 5 y 13 de enero de 1864), según Beitrand, «Génesis de la con­ cepción romántica de don Quijote en Francia», AC, 111 (1953), pp. 22-26. 74

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dt-ncia de Flaubert (desde 1847) y el melodramático y portentoso panegírico a Cervantes que incluyó Ilugo en su William Shakespeare, (1864) son relevantes porque muestran una afinidad específica con las ideas de los románticos alemanes. Stendhal, al caracterizar lo Pro­ saico por contraste con lo Caballeresco, desarrolla, de hecho, la críp­ tica antítesis de Prosa y Poesiecn el soneto de A. W. Schlegel sobre don Quijote: por un lado «héroisme», «courtoisie», «imaginations romanesques et touchantes» [«heroísmo», «cortesía», «imaginaciones no­ velescas y emotivas»]; por el otro, «égoisme», «servilité» y «un recueil de proverbes bien sages» [«egoísmo», «servilismo», «una antología de sabios proverbios»]. l" Tanto Flaubert como Hugo, por su parte, ensal­ zan la imaginación poética de Cervantes, su alegría melancólica, su inmensa hondura y su gran capacidad de crear personajes arquetípicos de validez universal. Flaubert admiraba a Cervantes en tanto que coloso que supo realizar de forma fácil e instintiva lo que a él y otros talentos menores les exigía un esfuerzo penoso; y confesó que sus orí­ genes artísticos radicaban por entero en el Quijote. ¿Debemos enten­ der aquí que el autor de Emma Bovaryveía en Cervantes a un ironista hermano, a costa del idealismo romántico? En cuanto a Hugo, recal­ ca la significación histórica del Quijotey, en 1 864, repite la afirmación que ya incluyera en su famoso prefacio a Cromwell (1 8 üy ), según la cual Cervantes es, junto con Rabelais, un «Homero cómico», destina­ do a poner fin a la barbarie feudal con su épica burlesca. Asimismo le parece detectar en el autor alcalaíno la típica reserva que cultivaron los grandes ingenios del siglo xvi para escapar de la persecución inte­ lectual (con lo que se anticipa a la controvertida tesis de Américo Cas­ tro). Hay que aprender a leer sus obras entre líneas, porque con fre­ cuencia guardan secretos de los que se ha perdido la clave. Hugo admira la ironía con que Cervantes monta al Sentido Común en el asno de la ignorancia y lo convierte en compañero del Heroísmo a lomos de la fatiga. El ideal, Dulcinea, está tan presente en el Quijote3 0

30. La antítesis de Schlegel se halla en el primer cuarlelo: «Auf seineni Pegasus, dem magern Rappen / Reil’l in die Ritlerpoesie Quixolc / Und halt aninulhiglich, in Glück und Nolhe, / Gespráche mit der Prosa seines Iínappen»; .VW, vol. 1, p. 342. [«Quijote, en su esquelético Pegaso, / es caballero andante del Poema, / y conversa gentil, en duelos como en tiestas, / con la prosa de Sancho, su criado.» Traducción de G. G. D. y Carlos Gancedo.l 75

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como lo pudiera estar en Dante; pero en el primero es objeto de la mofa. Aunque ¿lo es en realidad? ¡Mirémoslo bien: al que se está mo­ fando le rueda una lágrima por el rostro! Lo más interesante de todo es que Hugo descubre en Cervantes un dinamismo imaginativo situa­ do en el polo opuesto a la serenidad y el equilibrio que elogiaran los estudiosos neoclásicos: «Los personajes siguen siendo fieles a sí mis­ mos, pero a su alrededor se arremolinan los hechos y las ideas, con una renovación perpetua de la Idea original y un soplo constante del viento que trae los relámpagos; y tal es la ley de las obras maestras». Es una idea análoga al concepto de los «arabescos» en F. Schlegel y a las ilustraciones de Gustave Doré. La traducción de Louis Viardot, publicada en 1836 — la «Vulgata» de las versiones francesas del siglo x ix , según la ha denominado J.-J. Bertrand— , también ayudó mucho a promover el interés por la novela cervantina. En las conversaciones de salón se aireaban las opi­ niones de Bouterwek, Sismondi y A. W. Schlegel y circulaban ideas similares a las ejemplificadas en la cita de Hugo. Poco después comen­ zaron a ver la luz artículos y conferencias críticas sobre el Quijote, con una orientación marcadamente romántica: por ejemplo, los dos artículos sobre la caballería y los caballeros insertados por Jean Jacques Ampére en la Revue des Deux Mondes (1838), o la disertación x ix de Edouard Mennechet (sobre la España de los Siglos de Oro), como parte de su serie de conferencias sobre la historia literaria europea (una serie concebida en fecha imprecisa, pero antes de 1846)?'1 Otros dos hitos importantes en la evolución de la exegesis romántica en Francia fueron, primero, la conferencia que impartió Iván Turgueniev sobre Hamlet y el Quijote en cierta soirée parisina de 1860; y3

3 1. Ampére, Revue des Deux Mondes, xm , febrero de 1838, pp. 265-304 y 423-457; Mennechet, Matinces lilléraires: Eludes sur les litléraíures modernes, Langlois et Leclercq, París, 1846, 4 vols., vol. n, pp. 40-49. Ampére suele utilizar el Quijote como ejemplificación de las características de la noble institución de la caballería; parte de la idea de que Cervantes parodió la caballería andante, pero conservando fielmente su esencia. Los estudios de Mennechet se publicaron postumamente; como recogen una serie de conferencias que impartió repetidamente, es obvio que sus ideas eran conocidas bas­ tante antes de 1846. Sobre el Quijote afirma que Cervantes satirizó los libros de caba­ llerías mediante las locas confusiones del protagonista, pero preservó el espíritu ca­ balleresco al dotarlo de una gran nobleza de carácter. Eso supone explicitar las ideas implícitas en Ampére, y se corresponde con las ideas que veremos en el capítulo III.

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.OS R O M A N T I C O S

después, las ilustraciones de Doré con que se adornó la reedición en jHGg de la versión de Viardot. La disertación del novelista ruso (publicada en castellano por la Revista Contemporánea en i 879) traza un contraste entre los dos personajes, siendo el uno paradigma del frío egocentrismo y el otro del idealismo desinteresado; y las ilustra­ ciones de Doré suponen una espléndida representación visual de la interpretación romántica, y despertaron tanto interés como el que mereció la publicación original de la traducción de Viardot. Después de 1863 la concepción romántica quedó firmemente establecida en Francia y se convirtió, incluso, en tópico de las enciclopedias y manua­ les de historia literaria.

Así pues, en Inglaterra y Francia pasó como en Alemania: los artistas y los tratadistas estéticos marcaron el camino y los eruditos termina­ ron por seguirlo (aunque en determinados casos lo siguieron con cau­ tela y unos pocos se negaron a hacerlo). En Alemania, la interpreta­ ción romántica tuvo que lidiar primero con los exponentes de la concepción neoclásica; entre ellos Soltau, cuya traducción, publicada a principios del siglo xix, competía con la de Tieck. En Francia hubo una corriente crítica que supo mantener con solidez el buen juicio de los galos: los que no rechazaron de plano la exegesis romántica se limitaron a admitir con matices la idea de la nobleza del héroe, y todos ellos se apartaron decididamente de cuanto pudiera asemejar­ se a una lectura simbólica del texto. En esa corriente se incluyen Louis Viardot (1835), Charles Magnin (1847), Charles Augustin de Sainte-Beuve (1864), Alfred Morel-Fatio (1895) y, ya en el siglo xx, la importante historia de la literatura española de Ernest Merimée (1908).32 32. La actitud de estos críticos podría resumirse en aquella observación de SainteBeuve, según la cual «Cervantes ha creado una obra maestra, de claridad perfecta, libre de toda oscuridad, tan agradable como juiciosa; uno de esos libros que hubiera disfru­ tado Horacio, tanto como lo disfrutó el señor de Saint-Evremond» («Cervantes a fait un chef d'oeuvre sans obscurité, d ’une ciarte parfaite, agréable, sensé, un de ces livres qu’eut gouté Horace comme le goutait Saint-Evremond»); véase Nouvenux Eundis, vol. v iii , Lévy, París, 1872, p. 39. Este comentario aparece en una serie de tres artícu­ los publicados por vez primera en 1864, en los que se reseñaban las ilustraciones de Gustave Doré. Véanse también L. Viardot, Eludes sur Vhistoire des ¿nsfitulians, de. la littéra-

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Donde la interpretación romántica tuvo menos eco fue en España. ¿Fue quizá por la sólida y poderosa autoridad establecida por los edi­ tores y comentaristas neoclásicos? ¿O tal vez se debió a que los román­ ticos españoles cultivaron la novela histórica al estilo de Walter Scott, pero no parece que emprendieran una revisión del concepto de nove­ la como género literario? Es decir, esa tan escasa repercusión ¿obede­ ció a que los prosistas no revisaron el valor de la tradición novelística española, como sí hicieron el duque de Rivas y AgusLín Durán con los romances y el teatro del Siglo de O ro ?1’’ ¿Quizá porque el Romanti­ cismo español fue, en varios sentidos, de corte conservador, porque se mostró deferente con el Neoclasicismo hasta en la cronología de su apogeo (1833-1837), y porque a la postre no produjo sino un eclecti­ cismo ambivalente? ¿O fue acaso porque existía en España— si pode­ mos tomar un término de Unamuno para rebatir su propia teoría— una concepción popular e «intrahistórica» de don Quijote y Sancho como personajes cómicos? (Esta era la concepción prevaleciente entre los lectores menos instruidos del Quijote aun mucho después de que arraigara en España el modelo exegético de los románticos, a pesar de que por entonces había sido atacada repetidamente por la ture, du théalrc el des beaux-arls en Expugne, Dezauche, París, 1835, pp. 277-287 [Estudias sobre la historia de las instituciones, literatura, teatro y bellas artes en España, tracl. Manuel del Crislo Varela, Ruiz, Logroño, 1841]; Gil, Magnin, «De la chevalerie en Espagne et le romancero», Revue des fíeux Mondes, x ix (1847), pp. 494-520; A. Morel-Falio, «Le Don Quiehotte envisagé comme peinture et critique de la société espagnole du x v f el du x v i f siécle», en Eludes sur l ’Espagne: premiere série, Bouillon, París, 1895, cap. 5; Ernest Mérimée, Précis d'liistoire de la littérature espagnole, Garnier, París, 1908 (he utilizado la traducción inglesa de S. Griswold Morley, Holt & Co., Nueva York, 1931, pp. 30(3-313) [Compendio de Historia de la Literatura Española, Lrad. Feo. Gamoneda, s. n. (lnip. Regis), México, 1931]. Merimée no descarta la posibilidad de un simbolismo histórico no intencionado, por el cual los sueños de grandeza de don Quijote serían un paralelo de los de España. 33. La reinLerpretación romántica del Quijote— al menos en Alemania— coincidió con una revalorización de la novela como género literario. En España, casi basta los tiempos de Galdós, la novela l'ue considerada como una forma artística más bien frívo­ la. En parte, la inmensa admiración que despertó el Quijote entre 1780 y 1850 se debía a que lo admiraban por ser una «antinovela» moralmente saludable: la destrucción de la vieja moda de los triviales libros de caballerías. Como es lógico, también se la elogia­ ba por ser una novela excelente, pero los críticos españoles se preguntaron en varias ocasiones si no deberían integrarla en alguna categoría lileraria más sublime. Véase José F. Montesinos, «Cervantes, anti-novelista», NRI'IL, vil (1953), pp. 499-314.

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crítica; en 1972 pude escuchar uno de estos ataques en una emisora de radio.) Fuera cual fuese la razón o razones de esa tardanza, lo cier­ to es que, hasta donde yo sé, en España no se publicó ninguna obra de crítica literaria de corte romántico hasta 1856. En esa fecha salió a luz en Madrid una edición abreviada, de nombre El «Quijote» para indos, cuyo prólogo de Fernando de Castro integraba varias ideas de origen romántico con otras opiniones más tradicionales. Para la pri­ mera interpretación sustancialmente romántica hay que esperar a una serie de artículos de Díaz de Benjumea, publicados en La América entre el 8 de agosto y el 24 de diciembre de 1859. Ello no obstante, ya antes de 1856 circulaban en España las ideas de los románticos sobre el Quijote, ’ 1 de no haber sido así, resultaría incomprensible la rapidez con que arraigó la concepción romántica a lo largo de la década siguiente. Sin embargo, se trata en gran medida de ecos ocasionales de algunas frases llamativas y de cierta atenua­ ción de la actitud que se mantiene respecto del protagonista, parale­ la a la misma apreciación de su integridad, veracidad y humanidad que hemos hallado en algunos comentaristas de finales del siglo xvm o en Clerncncín. Estas nociones románticas aparecen en contextos que, en lo esencial, permanecen fieles a la posición neoclásica o, lo que es lo mismo, ponen el énfasis en la naturaleza satírica y burlesca de la novela cervantina; no constituyen ninguna exposición sólidamente razonada ni, por tanto, merecieron respuesta o atención por parte de las autoridades de la crítica hispánica.5 4

54. Véanse Amonio Alcalá Galiano, Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo KVltt, Imp. de Ja Sociedad Literaria y Tipográfica, Madrid, 1845, con­ ferencia xii, pp. 167-185; Vicente Salva, «¿Ha sido juzgado el Quijote según esta obra merece?», en Apuntes para una biblioteca de escritores españoles contemporáneos, ed. Eugenio Oclioa, Garnier, París, 1840, 2 vols., vol. 11, pp. 725-740; Bartolomé José Gallardo, El criticón: papel volante de literatura y bellas artes, Sandia, Madrid, 1855, pp. 54-56; y en el vol. v de Ja edición del Quijote de Barcelona, 1852-1854, véanse José Mor de Fuentes, «Elogio de Miguel cié Cervantes Saavedi a», Vicente de los Ríos, «Análisis», y Fernández de Navarrete, «Vida». Mor de Fuentes se lamen la del exceso de castigos físicos que sufre el protagonista y admira su integridad moral (p. 21). De un modo similar, Buenaven­ tura Ciarlos Aribau dispensa las locuras de don Quijote como reconocimiento de su generosa intención (prólogo al vol. 1 de la Biblioteca de Autores Españoles, 1846, que contiene las obras de Cervantes; véase la p. x x j v ). Por su pai te, Salva anticipa la Lesis de que el Quijote es una sátira de la caballería, pero constructiva. Alcalá Galiano y José

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La forma en que Pablo Piferrer evalúa el Quijote en sus Clásicos espa­ ñoles (1846) es una excepción parcial al conservadurismo imperante; parcial, porque en determinados aspectos lo refleja con exactitud.M Piferrer representa la que, a mi juicio, es la más válida y productiva de las tendencias exegéticas del Romanticismo; pero, irónicamente, no era su sino imponerse en España. Aunque no creo que hubiera leído a Friedrich Schlegel, Tieck, o Lockhart, su interpretación contiene algunos puntos de vista análogos a los de estos autores. Así, pondera entre raptos de placer la belleza del estilo quijotesco que, a su modo de ver, es un intermedio entre la poesía y la prosa. Es una obra acor­ de con la sensibilidad moderna, en tanto que realza el mundo de la realidad ordinaria y los personajes puramente verosímiles: los perso­ najes de baja extracción, por ejemplo, hablan con un decoro consi­ derable, pero que no resulta antinatural. Son deliciosas las descrip­ ciones del paisaje, que, con una gran economía de recursos, saben evocar el espacio, la luz, la verdura de los árboles o la hermosura de los valles solitarios. Los grandes sentimientos se expresan con un es­ tilo majestuoso; y los diálogos son insuperables: vivaces, impredeci­ bles y repletos de acertadas transiciones, observaciones y bromas. Se podría considerar paradójico que se impusiera una forma tan bella sobre una materia tan heterogénea, que alterna entre lo banal y lo extraordinario, entre la codicia de los campesinos y «la sed de lo im­ posible que aqueja a los más elevados entendimientos». Sin embargo,

Gallardo hacen referencias al paso a la antítesis de poesía y prosa en el Quijote (pp. 169 y 36, respectivamente). Si miramos también los textos publicados fuera de España, el «Discurso preliminar» de las lecciones de filosofía moral y elocuencia de José Marchena (Imp. de Pedro Beaume, Burdeos, 1820, 2 vols.) contiene la que es la primera interpretación española en idea­ lizar románticamente al personaje de don Quijote. El «¿fe'Marchena, un republicano exiliado en Francia, se ríe del cervantismo de los académicos españoles y, al igual que Sismondi, afirma que don Quijote es un dechado de idealismo, sacrificio personal y virtud; véase el vol. 1, pp. xi.vir-i.vii. Sus Lecciones son una antología de textos escogidos como modelos para la imitación retórica. 35. Como indica su título (Clásicos españoles. Colección de trozos de. nuestros autores anti­ guos y modernos, que pueden servir de muestras para la lectura y el análisis en el curso de retórica adoptada por la Facultad de Filosofía en la Universidad literaria de Barcelona, 1846) se Lrata de una antología de textos para la imitación retórica y el análisis de los estudiantes uni­ versitarios; véanse especialmente las pp. 95-104.

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la paradoja se explica por el hecho de que el esdlo nace de una visión poética de la realidad, que permite que la agudeza no degenere nun­ ca en sal gorda; y esa gravedad sirve para poner de relieve la cómica locura de los personajes. La interpretación de Piferrer podría resumirse en esta frase de Lockhart: «Nunca la evanescente esencia del ingenio había sido em­ balsamada para la eternidad con tal riqueza».i(>Sin embargo, tenemos que prestar especial atención a las diferencias que la separan de los primeros enfoques románticos: no comprende ni la idealización líri­ ca del héroe, ni la omisión del carácter esencialmente cómico del Qui­ jote, ni la búsqueda de un simbolismo histórico o metafísico. El esteti­ cismo de Piferrer, al igual que su aprecio por la concepción sintética de Cervantes de la naturaleza humana, lo hermanan con los románti­ cos; pero el énfasis en el ingenio, naturalismo y ejemplaridad moral y retórica del alcalaíno lo emplaza inequívocamente como un coetáneo de Clemencín. En general, la crítica española parece haberse retirado a echar una siesta en el periodo que media entre la gran edición de Clemencín ( 1833-1839) y la serie de artículos de Benjumea (1859); parece como si se hubiera sentido satisfecha, pero exhausta, después de haber lle­ vado a término los dos objetivos básicos del cervantismo neoclásico: poner orden en la biografía del autor y rendirle los honores de un clá­ sico. En ese lapso aparecieron varias ediciones del Quijote, pero con meros resúmenes de los prólogos y notas de Pellicer, de Vicente de los Ríos, de Clemencín, y de Arrieta, Bastús y Carrera; la historia de la literatura española de Gil de Zárate (1844) no debe nada a las obras de Bouterwek y Sismondi, pese a que por entonces ya podían leerse en español; y tampoco se percibe su influencia en las interpretaciones que publicaron a mediados de siglo Hartzenbusch, Ochoa, Agustín Durán y Manuel José Quintana.'17 El conservadurismo de Durán resul-3 7 6

36. J. G. Lockhart, prefacio a la traducción del Quijote por Motteux, p. l x . 37. A lo largo del siglo x ix fueron apareciendo en España ediciones «clásicas» del Qiiijote, en intervalos de aproximadamente diez años. Tomaban prestadas y abreviaban las notas de cuatro fuentes primordiales: la cuarta edición de la Academia, Madrid, 1819, 4 vols.; los vols. it a vi (ambos inclusive) de las Obras escogidas de Cervantes, ed. Agustín García de Arrieta, París, 10 vols., 1827; la edición barcelonesa de 1832-1834, en seis volúmenes: el vol. v (según se ha detallado en la nota 29, arriba) y el vi (con las

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td significativo porque él fue quien encabezó la revisión de las ideas establecidas en torno a la tradición de los romances y el teatro del Siglo de Oro; era, por tanto, la clase de crítico de quien cabía esperar más receptividad a las ideas que venían de Alemania. Lo mismo puede decirse del conservadurismo de Hartzenbusch y Ochoa, puesto que los dos contribuyeron al Romanticismo español con sus creaciones artísticas, y Ochoa fue además el espíritu rector del periódico román­ tico El Artista (desde 1835). Cabía esperar que se sintieran cercanos a la sensibilidad característica del Romanticismo y hubieran acordado a ella sus interpretaciones; pero lo cierto es que no lo hicieron. Esta imagen de serena impermeabilidad de la crítica española de 1830-1860 a los movimientos de opinión del extranjero no es plenamente preci­ sa, pero sí correcta en tanto que impresión general.

notas de Has tus y Carreras); y la edición de Diego Clemeneín, s. n. (E. Aguado), Madrid, 1833-18^9, 0 vols. Véase también Ilarlzeiibusch, «Comentario del (¿nejóle por D. Diego Clemeneín», El Enberhiío, Madrid, 1 y iG de noviembre de 1843; el prefacio de Ochoa a su edición del Tesoro de novelistas españoles antiguos y modnnos, París, 1847, vol. 1, pp. v i - i x ; la inlroducción de Duran a su Romancero General, Biblioteca de Autores Españoles, vol. x, Madrid, 1849, pp. xiv-xx; Quinlana, «Miguel de Cervantes», en Olmas completas de Manuel José (hiintana, Biblioteca de Autores Españoles, vol. xix, Madrid, 185G, pp. 87ioo (la versión revisada, escrita ya entrado en años, del ensayo que figuró como prefa­ cio a la edición del (¿n.ijotedc Madiicl, 1797). g8. Véase el capítulo Til. Hay aquí dos ejemplos de la lejanía de la filología española respecto del Romanticismo alemán. Los polémicos artículos de Hartzenbusch contra las notas de Clemeneín (véase la nota anterior) se basan en la premisa — compaitida por Clemeneín— de que el (¿nejóte era una obra burlesca, escrita de forma improvisada por un genio carente de sentido crítico y reflexivo. A partir de aquí, se pregunta Hartzenbusch, ¿por qué juzgar la obra de acuerdo con los mismos modelos de estricta cohe­ rencia y meticulosidad que se aplican a «una Cábula regular y rigorosamente concerta­ da»? (]). ‘478); y llega a afirmar que el Quijote no debe consideiarse siquiera un texto escrito, sino «el discurso improvisado de un festivo orador, que en el tono lámiliai de la conversación sabe hacerse bien entendei de lodos» (pp. ,^78-379). Nada más dia­ metralmente opuesto a las ideas de un Friedrich Schlegel, para quien la novela cer­ vantina es un prodigio de sublimidad artísLica, relevancia y honda inteligencia. El segundo ejemplo es la referencia de Mor de Fuentes, en su Elogio, al entusiasmo que el (¿uijote ha desperlado entre las más eminentes autoridades inglesas y alemanas «a pesa] de la imposibilidad insupe] able [para esos críticosj de situarse al debido alcance de los modismos, chistes y primores castellanos» (p. 37). 82

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Considerando la cuestión en términos generales, la concepción ro­ mántica del Quijote ha continuado como empezó: a impulsos de la ins­ piración de los no especialistas, más que de los especialistas. En sus casos más típicos han sido coinparatistas, filósofos, estéticos o pensa­ dores centrados en la civilización e historia de España; es decir, per­ sonas con una formación intelectual más amplia o menos restringida que la de los eruditos cervantistas. Precisaré que el término de «no especialista» debe ser entendido en un sentido amplio y nada despec­ tivo; me refiero a críticos de tanta inteligencia y vastedad de lecturas como Friedrich y August Schlegel, Coleridge, Unamuno y Ortega. La etiqueta no pretende describir sino su conocimiento de la prehistoria española del Quijote y su contexto cultural contemporáneo. ¿Cuál ha sido, entonces, la función histórica de los especialistas? A lo largo de la historia, los cervantistas especializados han ido asumiendo los puntos moderados de la perspectiva de los no especialistas, sin dejar de mos­ trarse escépticos respecto de sus concepciones más audaces. Es un modelo que se ha repetido en todas las etapas de la evolución españo­ la de la concepción romántica. Se muestra, por ejemplo, en la relativa indiferencia de la opinión académica para con las ideas extranjeras de la primera mitad del siglo xix; en el menosprecio que Menéndez Pelayo sentía por Benjumea; en las pullas irónicas que Rodríguez Ma­ rín dirige a la generación del 98; y, en tiempos más recientes, en la señalada distancia que separa las ideas y el método de cervantistas como Martín de Riquer o González Amezúa respecto de los de Américo Castro. Hasta 1859, el conservadurismo dominó ampliamente entre los críticos más académicos; de ahí hasta 1925 siguió siendo pre­ dominante, aunque con ciertas concesiones; desde 1925 se ha con­ vertido en un punto de vista minoritario.

Después de 1800, todos los cambios significativos en la concepción del Quijote se produjeron en momentos en que, desde la perspectiva del siglo xix, la novela de Cervantes parecía reflejar la más reciente evo­ lución de la sensibilidad, tal cual se expresaba en los nuevos leit7notifs del arte decimonónico. Así pues, para comprender el origen mismo de la interpretación romántica, deberemos contemplar el Quijotes tra­ vés de la atmósfera del Romanticismo europeo.

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La revolución romántica se define, al menos en parte, por nega­ ción; en concreto, por negar la serie de valores defendidos por el racinalismo del siglo xvn, el empirismo británico del xvm y la Ilustración francesa. Me refiero a la alta estima en que estos movimientos tuvie­ ron las sanciones de la Convención y la Razón; a su fe en la existencia de leyes morales y artísticas universales; a su concepción de la natu­ raleza como realidad organizada mecánicamente; y del pensamiento más como un espejo pasivo que como el creador de su propio mun­ do. Contra todo ello, los románticos exaltaron muchos otros valores; pero, por encima de todos, la imaginación. La primacía de la ima­ ginación en el proceso creativo fue el principio fundamental de la estética de los poetas románticos ingleses, como Blake, Coleridge, Wordsworth, Keats y Shelley. Era una facultad casi divina, que capaci­ taba al poeta para producir imágenes y símbolos poéticos mediante los cuales (según cita de Blake) «conversar con las Realidades Eter­ nas». En el libro v del Preludio, Wordsworth refiere su visión de un ermitaño del desierto, medio árabe y medio Quijote, que sería para­ digma del poder meditativo y el anhelo de trascendencia del yo espi­ ritual de los hombres: M uy a m en u d o , to m an d o del m u n d o de los sueños este fantasm a árabe qu e vio m i am igo, este sem i-quijote, le he dado un a sustancia, he im agin ad o que era un h o m bre vivo, un gen til h abitan te del d esierto , e n lo q u e cid o p o r el am o r y el sen tim ien to, y el p en sam ien to in terio r e x te n d id o en tre so ledades in term in ables; le he dad o fo rm a, en la op resión de su cerebro , vagan do en su m isión, y así equ ipado. Y casi n o he sen tido p en a p o r él, he sen tido un a reveren cia p o r un ser así em pleado; y he p en sado que, en el cie g o y espantoso cubil de tal locura, d e b e yacer acostada la razón . ’93 9

39. «Full often, taking from the world of sleep / This Arab Phantom, which m friend beheld, / This Semi-Quixote, I to him have given / A substance, fancied him a living man, / A gentle Dweller in the Desert, crazed / By love and feeling and internal thought, / Protracted among endless solitudes; / Have shaped him, in the oppresion o f his brain, / Wandering upon this quest, and thus equipped. / And I have scarcely

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Salta a la vista que ese «he pensado» es de carácter creativo, no un simple fruto de la razón. Es más bien un delirio, imbuido de «amor» y «sentimiento»; es, en suma, la imaginación, y don Quijote es su arquetipo. Si en los siglos xvu y xvm el exceso de capacidad imagi­ nativa podía ser considerado una especie de lacra, para los román­ ticos, por el contrario, era un mérito sublime. Y no lo fue más para Wordsworth que para Ortega, Unamuno o Madariaga, quienes (junto con muchos otros) han considerado que don Quijote representaba la viva encarnación de una actitud existencial: la imaginativa. En parti­ cular, la evaluación española del Quijote ha permanecido fiel a una tra­ dición ética que, a través de Nietzsche, Kierkegaard y Schopenhauer, se remonta a la filosofía romántica alemana. Es una tradición que podríamos calificar, grosso modo, de «existencialista», y que ha servido de base a varias éticas inconformistas en cuya epistemología priman la imaginación, la fe, la voluntad y la energía creativa. Sin embargo, para los románticos, la imaginación era un privilegio de doble filo, puesto que imponía al artista una grave y dolorosa car­ ga, en tanto que lo separaba de los demás seres humanos y perturba­ ba su juicio y sus emociones. En consecuencia, el héroe típicamente romántico tendía a ser tanto un Hombre de extrema sensibilidad como un Desarraigado: así son el Quijote árabe de Wordsworth, el Chatterton de Vigny, el Werther de Goethe, Baudelaire visto por Baudelaire. En la perspectiva romántica no había contradicción entre estar dotado de cualidades espirituales sublimes y resultar grotesco, risible o incluso perverso. Por consiguiente, en los nichos del panteón romántico hay todo un conjunto de sustituciones peculiares: Caín toma el lugar de Abel, Satanás el de Dios, Prometeo el de Hércules. Las ilustraciones de Gustave Doré suponen una interpretación perso­ nal, según la cual se encarna en el héroe una síntesis de elementos contradictorios, tanto nobles como grotescos. Entre los atributos del héroe figuran a un tiempo la santidad, la caballerosidad, los raptos de locura y la comicidad de un inepto; y se va moviendo en un ambiente que alterna entre lo fantasmagórico, heroico, farsesco y humanamenpitiecl him; have felt / A reverence for a Being thus employed; / And thought dial, in the blind and awful lair / O fsnch a madness, reason did lie couched»; The Prelude, li­ bro v, w. 140-152. [Traducción de A. Resines; William Wordsworth, Preludio (libros i-vi), Visor, Madrid, 1980.] 85

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te realista. En uno de los grabados, el rostro de don Quijote aparece vendado después de una paliza, como paradigma del sufrimiento ino­ cente; en otro el hidalgo parte de su aldea bajo un cielo poblado de gigantes, monstruos y doncellas en apuros (inversión grotesca de la esfera celestial que puede verse en «El entierro del conde de Orgaz», del Greco); en un tercero se muestra su silueta cabalgando al caer la tarde en un heroico escenario montañoso. En un extraordinario gra­ bado de Smirke, unos cincuenta años anterior, se ve a don Quijote en Sierra Morena, imitando la penitencia de Beltenebros.'1" El caballero está sentado en un saliente de roca, bajo un cielo tormentoso, con los pies colgando en el abismo. Nariz aguileña, tez morena, bigote pobla­ do, adopta una enérgica postura de desafío, con la cabeza echada atrás y la mano derecha apretada sobre una camisa desabrochada con descuido. ¿Qué hay en la imagen, un héroe byroniano o un lunático? (El grabado se ha reproducido en la página 8 de este libro.) En este contexto adquieren especial interés un buen número de personajes señeros de la literatura decimonónica; todos ellos exhiben esta misma mezcla de cualidades opuestas y, casi con certeza, fueron modelados a partir de la figura de don Quijote: los ya mencionados Julien Sorel, Emma Bovary, Pons, el Cyrano de Edmond Rostand, el Idiota de Dostoievski, el capitán Ahab de Melville, y toda una galería de personajes galdosianos.'11 Ahora bien, en la misma medida en que estos personajes están basados en don Quijote pueden darnos una idea de cómo concebían sus autores al hidalgo cervantino. Su concep­ ción está teñida por entero de la sensibilidad y el pensamiento del si­ glo xix; en realidad, sería muy de extrañar que estos artistas creativos hubieran podido inspirarse en don Quijote si no les hubiese sido dado reinterpretarlo a su manera. Si volvemos la vista hacia algunos4 1 0 40. Incluido en la edición de Mary Smirke, Londres, 1818, 4 vols. 41. Sin intentar dar una bibliografía exhaustiva sobre la genealogía cervantina de estos y otros muchos personajes, véanse, como botón de muestra, los siguientes Lrabajos. Sobre Rostand y don Quijote, Jean-Jacques Berlrand, «Génesis y desarrollo tle la concepción romántica de don Quijote en Francia», AC, v, 1955, p. 84; sobre Dos­ toievski y , I.udmilla Turkevich, Cervantes in liussia, Princcton llniv. Press, Princelon, 1954, pp. 124-125; sobre Melville y I)(¿ Ilarry Levin, «The example ot CervanLes», Contexli uf Critiásm, Harvard Univ. Press, Cambridge (Massacluisetts), 1957, pp. 79-96; sobre los personajes de Caldos, Rubén Benítez, Cervantes en Calilos, Universidad de Murcia, Murcia, 1990. 86

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críticos del siglo x x como Duran o Casalduero, hallaremos que su idea del héroe está influenciada por unos hábitos de sensibilidad muy similares a los anteriores. Piénsese por ejemplo en cómo interpreta Durán la conversación que mantienen don Quijote y los duques en II, xxxu , sentados a la mesa. Duran encuentra en el caballero una ambi­ gua mezcla de romanticismo sublime, ineptitud grotesca, inteligencia, ridiculez y humanidad, que despiertan en el lector una respuesta no menos ambigua y heterogénea: sentimiento, admiración y diversión.4' Si eliminamos la referencia a la ambigüedad, tan característica de la crítica del siglo xx, veremos que la interpretación de Agustín Durán es, en lo esencial, pareja a las de Doré y Víctor Hugo. En tanto que idealistas exiliados en la selva de lo Real, los román­ ticos llevaban, como insignia de identificación compartida, el malde-siecle. Al analizar los comentarios que los artistas románticos de­ dicaron a don Quijote veremos dos formas típicas de esta moda de la melancolía, que se convirtieron muy pronto en tópicos del cervantismo decimonónico. Una de ellas la ejemplifica bien Alfred de Vigny: Moribundo Ccrvuntes, se le preguntó a quién había querido retratar en su Quijote: «A mí — les respondió— . Es el infortunio de la imaginación y del entusiasmo, malamente emplazados en el seno de una sociedad mate­ rialista y vulgar».4'1 Vigny concede a Cervantes el mérito de haber acertado a narrar, en un tono apropiadamente melancólico, la derrota del idealismo ro­ mántico. Podríamos encontrar sus paralelos en la crítica del siglo xx: por ejemplo, Durán, cuando cita unos bien conocidos versos de Alfred de Musset sobre Moliere y los aplica a don Quijote,11 o Entwistle, cuando caracteriza la novela cervantina como una obra «fuerte, real,4 3 2 42. La ambigüedad en el «Quijote», Universidad Veracruzana, Xalapa, 1960, pp. 159-162. 43. «Lorsque Cervantes mourut, un luí demanda qui il avail voulout peindre dans Don Quicliotte: “Moi”, dil-il. “C ’est le malheur de I’imaginalion et de l’enthousiasme déplacé dans une société vulgaire et tnatenclU:"», Jminml d'uu poete, lebrero-marzo de 1840, p. 152. 44. «Cette mále gaité, si triste el si profunde, / Que, quand 011 vicnt d’en rire, on devrait en pleurer» («Esta alegría varonil, tan trisLe y tan profunda que, cuando acaba­ mos de reírnos por ella, sentimos que deberíamos haber llorado»), La ambigüedad en el «Quijote», p. 162.

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trágica, triunfante».'15 La segunda versión no le otorga ese mérito, sino que reprueba a Cervantes por ser un iconoclasta cínico e irres­ ponsable. Su portavoz más conocido es lord Byron: D e todas las historias, la más triste; más triste aún: nos m ueve a sonreír un h éro e jusLo en m o r de la justicia. Frenar a los aviesos es su m eta, llevar las de perder, su recom pen sa: ¡su lo cu ra radica en la virtud! P ero si es aventura que entristece, más nos contrista la lecció n m oral de esa ep o p eya real en nuestras m en tes.4(>

La «moraleja» es que todo idealismo es vano. Esta idea no fue la mayoritaria en el siglo xix, pero sí tuvo una cifra relativamente apre­ ciable de seguidores. En cuanto a nuestra época, según entiendo, se ha extinguido. El Romanticismo trajo consigo un reavivamiento apasionado del interés por la época en que se originaron los pueblos de la Europa occidental: la Edad Media; y este se acompañó tanto del culto artís­ tico y el estudio erudito de las instituciones medievales — como la caballería o los romances y baladas— , como de la veneración de Espa­ ña, un país en el que todo lo medieval parecía haber prosperado con singular intensidad. Hay indicios de todo ello en las novelas de sir Walter Scott y de La Motte Fouqué, en las ediciones del Corpus romanceril por Rodd, Herder, Lockhart y Grimm, en el Roderick de Southey ( 1814) y en la traducción de dos libros de caballerías ibéricos, el Ama-4 6 5

45. William James Entwistle, Cervantes, Clarendon Press, Oxford, 1940, p. 157. 46. «Of all tales ’tis the saddest — and more sad / Because it makes us smile: his hero’s right, / And still pursues the right, — to curb the bad / His only object, and ’gainst odds to fight / His guerdon: ’tis his virtue makes him mad! / But his adventures form a sorry sight; / A sorrier still is the great moral taught / By that real epic unto all who have thought», Don Juan, canto xm , estrofa 9. El repudio más directo en este sen­ tido lo expresó John Ruskin, quien otorgaba a Cervantes el mérito de ser el escritor que más daño había causado a la raza humana, al haber favorecido «el terrible cambio del espíritu de Bayard al espíritu de Bonaparte» y de haber convertido «la lealtad en licen­ cia, la protección en rapiña, la verdad en traición, la caballerosidad en egoísmo», Dec­ lares on Architeclure and Painting (1853), citado por Efron, Satire Denied, p. 157. 88

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dís de Gaula (1803) y el Palmerín de Inglaterra (1807). Los románticos sintieron con fuerza la tentación de creer que Cervantes compartía sus intereses. Lockhart, por ejemplo, reconoce que el primer y más evidente objetivo de la novela cervantina (aunque no el primordial) fue la parodia de los libros de caballerías, pero excluye que el autor hubiera querido satirizar también el Amadís y el Palmerín, «que se cuentan entre los más interesantes vestigios del rico, fabuloso y ele­ vado genio de los tiempos medievales».474 8No, fue más bien la necia raza de sus imitadores la que Cervantes quiso aniquilar; Lockhart pre­ cisa que en ciertos momentos él mismo había acariciado la posibi­ lidad de escribir «no una parodia humorística, sino una imitación seria del Amadís». En realidad, aunque Cervantes alaba de manera jus­ ta y equilibrada los méritos de esos dos libros (y el Tirant lo Blanc), sus elogios distan mucho de participar de la evidente nostalgia idealiza­ dora que embargaba a Lockhart, y además no dudó en parodiarlos en el Quijote como representantes máximos de una secta generalmente perniciosa. De hecho, se burla de ellos más que de ningún otro.

F U N D A M E N T O S DE LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A

Volvamos ahora a Bouterwek, Sismondi y Lockhart, para ver cómo la reinterpretación romántica del Quijote se fue asimilando a estudios de crítica literaria propiamente dichos a principios del siglo xix. En com­ paración con las ideas de los románticos alemanes (mentores prime­ ros de Bouterwerk y Sismondi), estos comentarios críticos incremen­ tan el componente sentimental y simplifican el intelectual. Los tres críticos coinciden en considerar que el Quijote no debe ser concebido principalmente como una sátira o una parodia — puesto que tal ánimo sería indigno de una gran obra— y en que el protago­ nista de la novela es un arquetipo universal del idealista y altruista heroico, «símbolo de la Imaginación, en perpetua lucha y contraste con la Realidad» (Lockhart) ,4KEn este punto, se ha dado un paso más

47. J. G. Lockhart, prefacio a la traducción del Quijote por Motteux, p. l x i i . 48. Lockhart, p. Liv. En los siguientes párrafos hago referencia al prefacio de Lockhart, pp. L x n - L X i n , a Bouterwek (según la traducción de Thomasina Ross, 1823, pp. 333-338), y a Sismondi (1814). 89

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I.A C O N C E P C I Ó N R O M Á N T I C A D EL « Q U I J O T E »

en el proceso de generalización por el cual el siglo xvm transformó una sátira de los libros de caballerías en una sátira del Entusiasmo. El entusiasmo ha pasado a ser la quintaesencia de lo espiritual; y el pun­ to de vista no se considera el propio de un satírico, sino de quien ve las cosas de color de rosa. En consecuencia, los libros de caballerías han pasado a un segundo plano. Aunque Sismondi reconoce que son el objeto de la sátira de Cervantes, e incluso ofrece una explicación histórica, Bouterwek y Lockhart se limitan a mencionarlo al paso; y ni aquel ni estos le dedican una atención señalada. Bouterwek afirma que «el hecho de que se nos muestre una locura individual, la de un entusiasta que igual hubiera podido perder el juicio con el estudio de las obras de Platón o Aristóteles», apunta a que Cervantes carecía de una verdadera intención satírica. No, «la semilla de su inspiración» debe buscarse en otro lado: consiste en la idea de un entusiasta atra­ pado hasta tal punto por el sentimiento heroico «que desea restaurar la edad de las caballerías»/19 Con ello, los románces caballerescos dejan de ser el centro y origen de la motivación del héroe y se convierten en un modificador accidental. Sismondi es más deferente que Bouterwek para con la postura de los neoclásicos españoles. Sin embargo, abre camino a la posterior idea romántica según la cual Cervantes es consciente de que en el fon­ do de un personaje ridículo subyace una nobleza latente. Afirma que la literatura caballeresca (ya sean novelas, romances o epopeyas) es la forma de «mito» más orientada a inspirar en los lectores los senti­ mientos de honor, moralidad y amor espiritual. Ahora bien, en Espa­ ña el género terminó por caer en manos equivocadas, que permitie­ ron que la fantasía corriera sin freno; y así, aunque el género podía ser muy beneficioso para les mamrs, se demostró fatal para le goút en una nación inclinada por naturaleza a los excesos imaginativos. La moda de los libros de caballerías provocó entonces un culto de la ingeniosidad eufuista, tanto en la literatura como en las costumbres, que socavó la capacidad de los historiadores de distinguir entre la ver-

j(). Bouterwek, pp. 334-335. * La referencia al eufuismo es ligeramente anacrónica, puesto que este estilo sin­ gularmente concejnuoso y artificioso triunfó en la jmtsa inglesa después de la publica­ ción cu 1578 de la novela Hnphues o la anatomía fiel ingenio de John l.yly. (N. del I.)



LOS R O M Á N T I C O S

dad y la fa lse d a d ;co m o ejemplo lamentable de este último fenóme­ no se cita la biografía imaginaria de Marco Aurelio por fray Antonio de Guevara (1529). Así pues, Cervantes servía a la patria cuando emprendió la sátira del género. Pero este satírico — que a lo largo de su vida fue aventurero, héroe militar y víctima del infortunio— demuestra estar aún enamorado a medias del objeto de su sátira: «En realidad había en el carácter de Cervantes un espíritu de caballero andante, cuyo amor por la gloria militar lo arrastró lejos de sus estu­ dios y de la consecución de los placeres».1’1 La corriente de afecto que subyace a la burla de Cervantes modera la tremenda depresión que nos causa cuando pone en la picota al idealismo. En realidad, ese afecto es tan fuerte que la novela, sin dejar de ser burlesca, se convierte en una exaltación de las perfectas virtudes caba­ llerescas. Don Quijote es «el amante más leal y respetuoso, el soldado más humano, el profesor más sabio, el más instruido de los caballeros ... muy superior a otros paladines como Amadís y Roldán».5"1 Detrás de Sismondi han sido muchos los críticos que se han hecho eco de esa idea. Para Rodríguez Marín (19 11), don Quijote es «espejo y flor de caballeros, de alma delicadísima», y Dulcinea, su señora imaginaria, es una creación exquisita, «bellísima representación del ideal».5-1 Por su parte, Lockhart entiende que la sátira resulta trascendida «por tal retra­ to de la vida y las costumbres nacionales que es, con mucho, el más per­ fecto y brillante que jamás se ha integrado en una obra literaria». Don Quijote no es una parodia de Belianís, sino «un caballero español, po­ seído por una locura española» (pp. i.vn-i.vin). Esta idea también re­ verberará al unísono en la crítica posterior, sobre todo en la española. Es obvio que, para desarrollar esa concepción del carácter de don Quijote, Sismondi y Lockhart han tenido que interpretar buena par­ te de los discursos del caballero a la letra, y no satíricamente.5'1 Sis-5 4 3 *2 0 50. EsU: tipo de ideas fueron muy populares en el cervantismo del periodo 18601910. ót. Sismondi, p. 342. 52. Sismondi, pp. 341-342. 53. Francisco Rodríguez Marín, El «C¿uijote» y don (¿uijote en América (conferencias leí­ das en el Centro Cultural Hispano-Americano los días 10 y iy de marzo de rijc 1), Sucesores de Hernando, Madrid, 191 i, p. 62. 54. José Marchena (véase la nota 34, arriba) es un caso ejemplar de esta dase de interpretaciones románticas erróneas. I.os pasajes quijotescos antologados en sus I.ec91

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mondi confiesa admirar su estilo de gravedad sin afectación, que según entiende evoca la noble sencillez de los antiguos libros de caba­ llerías. Se pasa por alto el hecho de que los discursos de don Quijote caricaturizan, aunque sea con sutileza, el estilo, los arcaísmos, la hi­ pérbole, la conceptuosidad y, sobre todo, las actitudes de los caballe­ ros andantes de ficción; esta omisión es una consecuencia esperable en quienes han perdido el interés por el objeto primordial de la sá­ tira cervantina. Lockhart no tuvo reparo en aplicar la referencia de Alexander Pope al «aire de seriedad» cervantino a lo que consideró intrínseca seriedad de los dos personajes principales: «el solemne, apasionado y elocuente don Quijote», quien «jamás pierde de vista el alto destino al cual se ha entregado», y Sancho Panza, que vaga «por entre las sierras y los bosques iluminados por la luna, que surca la her­ mosa corriente del Ebro sin olvidar ni por un momento la esperanza de medro que lo ha arrancado de su pueblo».r,r>Luego añade que el contraste cómico de uno y otro sería comparativamente débil e inefi­ caz «de no ser por el contraste permanente entre la idea del libro y el estilo en que ha sido escrito. Nunca la evanescente esencia del ingenio había sido embalsamada para la eternidad con tal riqueza» (p. l x ). Aquí hallamos de nuevo la alta estima en que los románticos tenían la «poesía» de Cervantes; y recordamos que la sensibilidad que demos­ traron para con esta se acompañaba de la intuición de que latía una poesía espiritual en la música, los colores y las asociaciones líricas de las palabras. Sin embargo, cuando Pope, Charles Jarvis y otros autores ingleses del siglo x v i i i aludían al «aire de seriedad» de Cervantes (con ese o con otros sintagmas similares) se referían más bien a una técnica de solemnidad aparente que disimula con destreza la intención socarro­ na; la consideraban una forma sofisticada de la parodia, distinta de otras menos refinadas. No se referían, desde luego, a la seriedad in­ trínseca en la que pensaban Lockhart y Sismondi. Es inevitable, pues, que los dos críticos románticos ofrecieran una formulación del humor cervantino muy diferente a la que había imperado en el siglo prece-

(ionr.s son caricaturas evidentes de los tópicos caballerescos; entre ellos está el famoso soliloquio de I, II, cuando don Quijote emprende su primer viaje. 55. Lockhart, p. l x .

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dente. Los dos admiten que contiene elementos de comedia; pero entienden que esta nace, en palabras de Sismondi, de una «oposición bufonesca» entre la nobleza de un personaje y la vulgaridad de su compañía y circunstancias, con lo cual esa nobleza no resulta conta­ minada. El efecto de esta transformación de la actitud crítica tuvo un impacto decisivo en la posterior crítica romántica, que, en gran me­ dida, ha interpretado las palabras de don Quijote como un auténtico libro caballeresco situado de modo incongruente en un escenario prosaico. Así es como Navarro y Ledesma, en su biografía de Cer­ vantes (1905), ha podido escribir lo siguiente respecto del parla­ mento que pronuncia el hidalgo entre unos castaños, en la oscura noche que precede a la aventura de los mazos de batán (I, xx): «¿No es esto un verdadero libro de caballerías? ¿No es don Quijote un real y efectivo caballero andante, quizá el único efectivo y real? ¿No se pone [fíe] a los peligros con tanta valentía como la necesaria para vencerlos?»r,b Este cambio se acompaña de otro, no menos decisivo: la negación de la diferencia radical (e irrisoria) que separa los motivos que ani­ man al loco don Quijote de los que puedan mover a una persona en sus cabales. No se concibe ya el caso de don Quijote como el de un demente que ha perdido el juicio por un exceso de fantasía literaria, sino como el de quien siente con intensidad lo que el resto experi­ menta débilmente: el Entusiasmo, la Poesía, el Ideal. Ortega y Gasset lo expresó así en sus Meditaciones del «Quijote» (1914): «Lo que en él es anormal, ha sido y seguirá siendo normal en la humanidad». ’7 Es Sismondi quien había articulado la versión original de este — a mi jui­ cio— error interpretativo cuando afirmó que el exceso de idealismo conduce a don Quijote a adoptar un punto de vista ineficaz respecto del mundo que lo rodea y, en consecuencia, a cometer los «errores» que despiertan la risa de los lectores (p. 340). Menéndez Pelayo pulió la idea en su conferencia «Cultura literaria de Miguel de Cervantes» (1905), al aseverar que la locura de don Quijote se compone de simples alucinaciones sobre el mundo exterior, en tanto que en el fondo de5 7 6

56. Francisco Navarro y Ledesma, El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra, s. n. (Imprenta Alemana), Madrid, 1905, p. 431. 57. José Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», Calpe, Madrid, 1921”, p. 178. 93

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su inmaculado raciocinio resplandecen las puras ideas platónicas.r>K De hecho, la mayoría de los críticos románticos limitaron la demen­ cia del hidalgo al reino de la percepción y los datos sensibles, ponde­ rando la excelente salud de la vida psíquica que, desde el interior, lo impulsa a actuar. De esta fuente deriva la constante diferenciación romántica entre los «objetivos» del héroe (nobles) y los «medios» que emplea para realizarlos (cómicos), o entre la nobleza de sus ideales y el orgullo que los vicia. Estos tópicos serán repetidos luego por una larga hilera de críticos, desde Teodomiro Ibáñez (1861) a Menéndez Pelayo (1905) y Leopoldo Eulogio Palacios (ig48).-w Sin embargo, no es cierto que don Quijote difiera de nosotros por el simple accidente óptico de percibir gigantes allí donde nosotros vemos molinos, ni solo por la lamentable arrogancia con la que exhi­ be sus reconfortantes aspiraciones. Si su alucinación es torpe, no lo son menos sus metas caballerescas (socorrer a viudas y doncellas, dar muerte a gigantes y amar a la más noble de las mujeres), porque las me­ tas, al igual que las alucinaciones, nacen del mismo impulso demencial: la rígida y en absoluto natural imitación de los libros de caballe­ rías. Por lo que atañe a su soberbia, es solo el síntoma más evidente del hecho de que Cervantes da a su personaje, en tanto que caballero, un trato burlesco. Y no es poco incorrecto afirmar que el orgullo vicia los ideales; como si estos pudieran ser evaluados de acuerdo con un modelo ético normal y corriente, cuando la conducta de don Quijote no despierta problemas que deba atender un moralista, sino un médi­ co frenópata. Está claro que Cervantes retrata a un personaje inocente y, aunque de forma confusa, bien intencionado. Cuando en II, x xxu , don Quijote replica al capellán del conde que «mis intenciones siem­ pre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno», está repitiendo tanto lo que otros personajes han afirma­ do de él como lo que Avellaneda había dicho en el prólogo a su con­ tinuación. Pero eso no cambia el hecho de que su actitud caballeres-5 9 8

58. Menéndez Pelayo, San Isidoro, Cervantes y otros estudios, Espasa-Calpe (col. Aus­ tral), Madrid, 1941, p. 109. 59. Ibáñez, Don Quijote de la Mancha en el siglo XIX, s. n. (Imprenta y Litografía de la Revista Médica), Cádiz, 18tí 1, pp. 10-12; Menéndez Pelayo, «Cultura literaria de Miguel de Cervantes», pp. 75-114 (véanse en concreto las pj). 109-110); Palacios, «La signifi­ cación doctrinal del Quijote», Itl'I'., x x x ii , 1948, p. 309.

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ca es la propia de un loco, por cuanto es esencialmente ficticia y deri­ va de unos modelos novelescos ridículos.’11 Al difuminar la distinción existente entre la demencia de don Qui­ jote y la cordura del resto de seres humanos, la crítica romántica difumina también la diferencia entre su locura y cuanto afirma en sus intervalos de lucidez. Ya hemos visto más arriba cómo Sismondi con­ funde al loco («el amante más leal y respetuoso, el soldado más huma­ no») con el juicioso («el profesor más sabio»). Los modernos críticos perspectivistas (véase el capítulo vn) llegan al mismo corolario al pos­ tular que Cervantes ha escrito una especie de «novela abierta» que invita a considerar el comportamiento del protagonista desde una multiplicidad de puntos de vista, sin excluir ninguno.

Bouterwerk, Sismondi y Lockhart legaron a la tradición romántica no solo una serie de ideas germinales, sino también de quebraderos de cabeza interpretativos. La principal de estas dificultades radica en el hecho de que el Quijote pretende ser, de forma innegable, alguna cla­ se de sátira. Buena parte de la crítica romántica (como la conferencia de Menéndez Pidal «Un aspecto en la elaboración del Quijote», de 1920, por poner un ejem plo)11 se ha dedicado a justificar una idea en apariencia tan paradójica como la de que Cervantes desarrolla una actitud de idealización parcial con respecto al objeto de su ridiculización satírica. El problema se simplifica si uno considera que el objeto de la sáti­ ra cervantina es algo más trascendental que los meros libros de caba­ llerías; es decir, si no ubicamos al Quijote en la categoría de la sátira, sino en la de alguna clase de humor más significativo. Sismondi ade­ lantó el proceso al convertir los romances (las novelas idealistas) en una subclase del «mito», en la que se incluirían asimismo la épica y las baladas y romances (en el sentido propio del término castellano). Ortega fue más grandilocuente y optó por definir como blanco de6 *

6o. Lo observa acertadamente Martín de Riquer en su Aproximarían al «Quijote», Teide, Barcelona, 19 ti 7, p, i (57 (edición revisada del original Cervantes y el «Quijole", Tel­ ele, Barcelona, iq(io). O í. Recogida finalmente en De Cei van tes y /, ope. de Vega, Espasa-Calpe (col. Austral), Madrid, 1958, pp. 9-51 (pata más detalles, véase la nota 14 del próximo capítulo).

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Cervantes la imaginación épica y la correspondiente visión del mun­ do. Menéndez Pelayo describe el Quijote como una parodia de los idea­ les caballerescos, pero teñida de afecto y motivada por la consciencia de que resultaban históricamente inadecuados a finales del Renaci­ miento. Con posterioridad a 1945, los críticos existencialistas (por ejemplo, el «segundo» Américo Castro) ignoran casi por completo la intención satírica de la novela, a la que consideran desde una perspectiva existencialista un estudio empático de diversos programas de vida. En semejante estratosfera, el mencionado problema esencial de la interpretación romántica se evapora completamente. Ello no obstan­ te, supongamos ahora que el crítico siente un respeto más pragmáti­ co por los datos textuales. A este nivel, las soluciones más tradiciona­ les han tendido a dividir en dos mitades tanto los libros de caballerías como la personalidad de don Quijote y postular que una de esas mita­ des es noble y la otra, ridicula. Eso suele acompañarse de conjeturas sobre la psicología de Cervantes, para hacer más convincente la afir­ mación de que, con el paso del tiempo, el autor desarrolló una acti­ tud ambivalente para con los unos y el otro. Sismondi, por ejemplo, defiende que la novela comenzó siendo una sátira literaria, pero ter­ minó por ser una celebración parcial de lo que el autor se había dis­ puesto ridiculizar. La explicación psicológica de este cambio debe buscarse en la biografía de Cervantes, según este punto de vista. Si el autor vivió como un héroe y un aventurero y fue víctima del infortu­ nio, ¿cómo pensar que se limitara a burlarse de don Quijote? “ La Guía del lector del «Quijote», de Salvador de Madariaga (1926) representa un ejemplo perfecto de esta clase de solución pragmática. No en vano el libro se tradujo al inglés como Don Quixote: An Introductory Essay in Psychology (1935); el método psicológico al que alude ese título no se aplica solo a los personajes, sino también al propio autor.1’3 Madariaga pretende con ello sacar a la luz la contradicción existente entre la empatia subconsciente y los escrúpulos conscientes, una contradicción que movió a Cervantes a maltratar a un héroe de especial nobleza haciéndole experimentar aventuras falsas y arbitra-6 3 2 62. Véase el próximo capítulo, especialmente las pp. 113 ss. 63. Véanse especialmente las pp. 10-37 del texto inglés (Clarendon Press, Oxford, 1935). [Hay reediciones del texto original en Espasa-Calpe, Madrid, 1987.]

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riamente cómicas. El crítico observa la coexistencia de, por un lado, un clasicismo pedante (el que se observa en los juicios literarios del autor) y, por otro, el amor instintivo de los artistas creativos por la pro­ ducción de obras de un romanticismo irrestricto. El yo crítico de Cer­ vantes ocupa un espacio muy diferente al que ocupan sus instintos artísticos; como resultado, las objeciones «clásicas» que formuló el autor alcalaíno se consideran superficiales: rasgos meramente super­ ficiales de la novela, que poco tienen que ver con el impulso profundo que provocó su creación. Este impulso se percibe claramente cuando, en I, xlviii , el canónigo de Toledo revela que él mismo ha escrito un centenar de páginas de un libro de caballerías. ¿Acaso no está confe­ sando Cervantes un secreto? De principio, el Quijote fue concebido como un romance en serio; luego, por la razón que fuera— y, sin duda, porque el autor se dejó arrastrar por su irresistible sentido del humor— el idealismo se transformó en una parodia.1’4 Para Madariaga, la dog­ mática teoría literaria de la novela (que se expresa tanto en los capí­ tulos I, xlvii - xlviii como en la inquisitorial quema de libros de I, vi) puede obviarse sin más, pues no pasa de ser un intento poco entu­ siasta de justificar ante sí mismo y los demás el haber emprendido una empresa tan poco grave. El Cervantes «real» emerge en la «apreciación casi sin reservas» que sus dos portavoces de I, vi (el párroco y el barbero, no menos esquizofrénicos que el autor) demuestran sentir por los libros de Palmerín de Inglaterra, Amadís de Gaula y Tirant lo Blanc. Aquí, junto con la pedante exigencia neoclásica de sentido común, orden, verosimilitud y ejemplaridad moral, se percibe netamente la simpatía del artista por cuanto sea poético, extraordinario, espontáneo y acorde tanto al6 4

64. La noción madariaguesca de que la parodia cervantina siente amor por su ob­ jeto, al igual que su división del autor en dos mitades (la «creativa» y la «crítica»), se re­ montan, a través de Menéndez Pidal y Menéndez Pelayo, hasta una conferencia de Juan Valera «Sobre el Quijote» (1864). Por un lado, Valera afirmaba que, en manos de un auténtico poeta, la parodia se aplica solo sobre objetos que «infunden al parodiador amor y entusiasmo espontáneos, vehementes, impremeditados y como instintivos, a los cuales o bien la reflexión fría niega su asentimiento, o bien la parte escéptica de nues­ tro ser se opone»; luego añadió que esa clase de objetos aparecen «cual un bello ideal que enamora el alma y arrebata el entendimiento, pero que no responde, o por ana­ crónico, o por ilógico, a la realidad del mundo». Véase Obras escogidas de Juan Valera, vol. xiv: Ensayos: segunda parte, Calpe, Madrid, 1928, pp. 22-23.

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gusto popular como al genio de la nación. Solo después de este paso previo, por el que se aparta a un lado las facetas de Cervantes como satírico y crítico literario, expone Madariaga la esencia de su inter­ pretación del Quijote.l>5 Desde su perspectiva, la novela es un romance tragicómico sobre la batalla espiritual de un hombre consigo mismo: la historia de un Hombre de Fe que, mediante un esfuerzo heroico de autoengaño deliberado, acaricia un noble ideal en el que cree ciega­ mente y lo protege de la corrosión de la duda (el enemigo interior) hasta que, al cabo de un largo proceso de desilusión, lo abandona en el lecho de muerte. Esta es una versión simplificada del argumento de la Vida de don Quijote y Sancho, de Unamuno, sin los componentes metafísicos y de psicología racial y con una mayor atención específica al texto cervantino. Por desgracia, la interpretación tiene pies de barro. Si en lugar de transformar los matices de Cervantes en burdas contradicciones y postular que muchos pasajes de la novela no cua­ dran con otros tantos, Madariaga hubiera intentado extraer un sen­ tido más natural y coherente del texto tal cual nos lo ha dejado Cer­ vantes, no le habría hecho falta cimentar su exegesis en una oscura selva de motivos esquizofrénicos.

Por lo general, los críticos que consideran que Cervantes se movió con un objetivo esencialmente satírico o didáctico y correctivo (inde­ pendientemente de cómo definan ese objetivo) se encuentran fuera de la tradición romántica o, a lo sumo, en su periferia. Martín de Riquer, que se lm acercado al texto desde la historia de la literatura y de las instituciones caballerescas medievales, entiende que la novela es, fundamentalmente, una sátira de los libros de caballerías.” Algu­ nos críticos católicos, como Hatzfeld o Parker, alinean a Cervantes6 5

65. Los argumentos con que Madariaga hace a un lado al Cervantes satírico son fundados solo en apariencia. El hecho de que Cervantes reconozca que, excepcional­ mente, hay dos o tres libros de caballerías buenos en su clase no entra en conflicto con la condena del conjunto del género. Por tanto, no hay datos que aboguen por una esci­ sión subyacente de su motivación; se trata más bien de una demostración de lo equili­ brado y razonado de su criterio literario. 66. Véase la nota 60, arriba, y su artículo «Don Quijote: caballero por escarnio», Clavileño, vil, 1956, n“ 41, pp. 47-50. En DerSinn der Parodie im «Don Quijote>• (Cari Winter 98

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con la ideología de la Contrarreforma española y le atribuyen una intención predominantemente didáctica. El primero ha interpretado la novela como una sátira del erasmismo y el iluminismo, y el segun­ do como una fábula ingeniosamente graduada que advierte de los pecados del engaño y el autoengaño.1’7 Otis Oreen examina el Quijote a la luz del ¡'Mimen de ingenios fiara las ciencias, del doctor Hilarte de San Juan, y lo considera como el estudio imaginario de un monoma­ niaco colérico, claramente delineado de acuerdo con la teoría de los humores; nada más lejos del heroísmo, pues.1'8 En su excelente capí­ tulo sobre «La Dulcinea encamada»,l'!’ Auerbach parte con la predis­ posición de considerar el Quijote desde un punto de vista romántico, pero encuentra que la interpretación no resiste el análisis estilístico. Mimesis es un libro destinado a investigar el modo en que la literatura europea llegó a un estadio de representación de la realidad ora de for­ ma seria, ora problemática, ora trágica; es, en suma, la respuesta a la pregunta de qué ha hecho posible la novela moderna. Auerbach

Universitátsverlag, Heidelberg, 1963), H ansjórg Neuscháfer se ha acercado a la nove­ la desde la misma dirección que Riquer; pero Neuscháfer parte de una concepción hegeliana de la estructura y el desarrollo histórico de los libros de caballerías. Según su definición técnica de parodia, se trata de un estadio de disolución de los géneros lite­ rarios, en el que se retienen al tiempo que se critican sus elementos constitutivos esen­ ciales. En el Quijote, la disolución está representada por la transferencia de las «aventu­ ras» — átomo estructural de los romances caballerescos— desde el plano de los designios de la providencia a los de la voluntad humana; y por la acentuación de las tendencias solipsistas y socialmente irresponsables de algunos romances tardíos como Amadís y Floramán. La «locura» de don Quijote — aquí Neuscháfer se acerca a Parker, al cual cita en su párrafo— consiste en una deliberada e ingeniosa interpretación errónea de la reali­ dad, que a lo largo de la segunda parte termina por rendirse a la discreción. 67. Véase Helmut Hatzfeld, «¿Don Quijote asceta?», NRFH, ir, 1948, pp. 57-70; y de A. A. Parker, véanse «El concepto de la verdad en el Quijote», LUE, xx xii , 1948, pp. 287-305 y «Fielding and the structure of Don Quixote», BHS, x x x m , 1956, pp. 1-16. 68. «El ingenioso hidalgo», HR, x x v , 1957, pp. 175-193. Green ofrece una lectu­ ra análoga a la de Parker en otro artículo: «Realidad, voluntad y gracia en Cervantes», publicado por primera vez en 1961, y luego incorporado en lo sustancial a su Spain and the Western Tradition, Madison (Wisconsin), 4 vols., 1963-1968, vol. iv, pp. 60-73. [Hay versión española de C. Sánchez Gil: España y la tradición occidental. El espíritu castellano en la literatura, desde «el Cid» hasta Calderón, Gredos, Madrid, 1969, 4 vols.] 69. Publicado originalmente por A. Francke, Berna, 1946. [Hay traducción caste­ llana de I. Viilanueva y E. Imaz: Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occi­ dental, F.C.E., México, 1950, varias reimpresiones.]

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entiende que el Quijote incluye todos los elementos propios de esa cla­ se de representación de la realidad (un héroe de gran nobleza, en conflicto con la realidad y la sociedad, y un desarrollo de tal amplitud que multiplica las ocasiones de enfrentamiento), pero que Cervantes no los explota como los escritores de la modernidad, sobre todo por su concepción, distanciada y sin fisuras, de la vida como «alegre diver­ sión». El caso de Auerbach demuestra que son muy pocos los críticos modernos que logran sustraerse por completo a la influencia de la tra­ dición romántica.

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III

CERVANTES Y EL IDEAL CABALLERESCO

¿ E S C R IB IÓ C E R V A N T E S U N A S Á T IR A C O N Á N IM O D E S T R U C T IV O ?

El título general de este capítulo III reproduce el de una disertación de Ramón Menéndez Pidal en 1948.' Los estudios de Menéndez Pidal sobre el Quijote, de los cuales la mencionada conferencia es en lo esen­ cial una mera recapitulación, son el punto terminal y más maduro de una tradición ideológica que comenzó a arraigar en España en el se­ gundo cuarto del siglo x ix y que se refiere a la actitud que mantenía Cervantes respecto de la caballería (y sobre todo de la caballería me­ dieval española). Esta tradición había descubierto una solución que, siendo acorde con los principios románticos, permitía responder a una pregunta que había aquejado a los estudiosos desde finales del siglo x v i i : ¿fue Cervantes un satírico destructivo, o no lo fue? Sería exagerado pretender que esa solución se ha convertido en la pers­ pectiva más autorizada de los estudios quijotescos — en realidad, el cervantismo no ha visto nada similar desde el triunfo del Neoclasicis­ mo— , pero sí se ha establecido, al menos en España, como un punto de vista autorizado y punto de partida común a críticos cuyo camino pos­ terior los conduce a conclusiones muy diversas entre sí. En sus Réflexions sur la poétique d Aristote et sur les ouvrages des poetes anciens et modernes (París, 1674), el padre Rapin afirmaba que el Qui­ jote era una sátira de carácter a un tiempo personal y social. Se aducía

1. [Discurso leído en la sesión de clausura de la Asamblea Cervantina de la Lengua Española, 23 de abril de 1948: Actas de la Asamblea Cervantina.,., Patronato del IV Cen­ tenario del Nacimiento de Cervantes-Revista de Filología Española, Madrid, 1948, pp. 7-29. Puede leerse luego en Miscelánea histórico literaria, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1952; De Cervantes y Lope de Vega, Espasa-Calpe, Madrid, 1958, pp. 9-56; y Mis páginas pre­ feridas, Credos, Madrid, 1973, pp. 270-297.]

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que Cervantes estaba resentido por no haber logrado el patrocinio del duque de Lerma, valido y primer ministro de Felipe III; y que habría escrito la novela para ridiculizar a este noble y, más en general, «a toda la nobleza de España, que se había entregado por entero a la Caballería»/ La idea reaparece en el Grand dictionnaire historique de Moréri (3a ed., París, 1683) y se trasladó rápidamente a Inglaterra, donde se publicaron sendas traducciones de las obras de Rapin y Moréri. Con un poco más de adorno era fácil dotar de una grandeza aún mayor al objeto de la parodia cervantina. Así, sir William Temple consideró en 1690 que el Quijote «había arruinado a la monarquía española, puesto que antes de ese tiempo, el amor y el valor eran con­ siderados lo más romántico y atractivo; no había caballero que no entrara en escena dedicando el servicio de su vida primero a su Hon­ rosa Majestad, y luego a su señora... Pero tras la aparición del Quijote, con su inimitable ingenio y humor, todo el honor y el amor román­ ticos se volvieron ridículos, y los españoles empezaron a sentir ver­ güenza de ambos ... esto (fue) una importante causa de la decadencia de España, de su grandeza y su poder».2 3 Esta cita evidencia que, para 1821, cuando lord Byron tacha a Cervantes de iconoclasta irrespon­ sable, la idea era un tópico más bien vetusto. Lo que es más, mucho antes de esta famosa acusación, la supuesta frivolidad de Cervantes podía contar con el agravante de haber dirigido su parodia no solo contra la caballería española, sino contra el entusiasmo, el altruismo y el espíritu de la poesía. Quien así lo deseara podía achacar a Cer­ vantes las culpas tanto de la ruina de España como de haber intentado destruir el idealismo. La mayoría de críticos se resistieron a adoptar una concepción tan negra tanto de la motivación de Cervantes como de su responsabili­ dad en los acontecimientos posteriores. Partiendo de la biografía del autor, los eruditos del siglo xvm señalaban con indignación su ex­ periencia como cautivo y sus hazañas como soldado para negar que sus «viriles páginas» pudieran haber sido escritas con la intención de socavar el valor de los españoles. Los críticos ingleses, franceses y espa­

2. «Toute la noblesse d’Espagne, [qui] s’était entétée de Chevalerie», citado en Burton, «Cervantes seen through English eyes», pp. 2-3. 3. Miscellanea: The Second Part (1690, 2a ed.), p. 73; citado por Burton, «Cervantes seen through English eyes», p. 3.

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ñoles del siglo x ix agregaron que Cervantes había apuntado sus bur­ las contra la forma degradada (las bravuconadas de sus coetáneos, la extravagante pseudocaballería de la aristocracia, los libros de caballe­ rías), pero no contra la esencia pura (la caballería medieval y las ges­ tas que la celebraban). O lo que podía resultar aún más convincente: que fue justamente la voluntad de preservar la verdadera caballería la razón por la que Cervantes atacó su prostitución literaria. Este fue el argumento defendido por Gil de Zárate en su Resumen histórico de la literatura española, de 1844, la primera historia decimonónica de la literatura española que no era fruto de la traducción o adaptación de obras extranjeras.4 Sin embargo, mientras la mayoría de los críticos persistiera en presentar a Cervantes com o un satírico de las mores so­ ciales (ya fuesen presentes o pasadas), era probable que se le acabara reprochando el haber colaborado (aunque fuera de un modo invo­ luntario) a subvertir una de las más nobles instituciones de España y Europa. Antes del siglo xix, solo una minoría de los críticos de fuera de España rechazaba la acusación con el argumento certero de que la diatriba de Cervantes se dirigía contra un género literario, y no con­ tra los usos sociales. Lord Shaftesbury, por ejemplo, defendió a Cer­ vantes al mantener que había reformado no «las costumbres», sino «el gusto imperante por la caballería gótica y morisca, sobre todo en lite­ ratura».5 Las voces más autorizadas de la erudición española adop­ taron una actitud similar, pero aun así, tendieron a añadir una di­ mensión social a las metas de la sátira cervantina, afirmando que el alcalaíno pretendió poner coto a la impetuosidad militar que genera­ ba la lectura de los libros de caballerías (Mayans y Sisear) o al exten­ dido culto social al «falso pundonor de la caballería andante» (Vicen­ te de los Ríos). Esta tendencia era una derivación natural de la forma 4. Resumen histórico... es el subtítulo del Manual de literatura: segunda parte de Anto­ nio Gil de Zárate; véase el vol. ni, Madrid, 1844, pp. 264-265. Este argumento era bas­ tante habitual en la critica de fuera de España. Edouard Mennechet lo expuso así en sus Matinées littéraires: Eludes sur les liltératures modernes (París, 1846, 4 vols.): «Le Don Quichotte n'est point une satire de la chevalerie, mais une critique des romans de chevalerie, ce qui est bien different» (véase la lección x ix, sobre la literatura española de los Siglos de Oro: vol. 11, p. 43). 5. Characteristicks (1 7 1 1 ), vol. m , p. 253; citado por Burton, «Cervantes seen through English eyes», p. 4.

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en que los cervantistas autorizados procedieron a explicar el ascenso y declive de los libros de caballerías en la España del siglo xvi: situa­ ron la moda en un contexto histórico más amplio — el desarrollo de la caballería como institución— y dieron por sentado que la literatu­ ra marchaba parí passu con el desarrollo de las costumbres sociales. Mayans y Sisear, Vicente de los Ríos y, más tarde, Clemencín adu­ jeron el siguiente argumento. La orden de la caballería tenía justifi­ cación en su forma original, pero fue perdiendo relevancia para las necesidades de la sociedad con el advenimiento del estado moderno, donde la estabilidad política era asegurada por fuerzas de orden pú­ blico. Además, implicaba una huida hacia terrenos fantásticos, con sus torneos teatrales, duelos por meras trivialidades, la realización de estrafalarios votos caballerescos y la mística adúltera y afectada del amor cortés. Los romances caballerescos rodearon de glamour esta dege­ neración tardía de la caballería; como forma literaria, supusieron un florecimiento exótico que resultaba anacrónico y perjudicial para el gusto y la moralidad. Así pues, Cervantes tenía buenas razones para combatirlos, y su novela debe ser encomiada en tanto que «un libro moral de los más notables que ha producido el ingenio humano».1’ Sin embargo, añade Clemencín sombríamente, «no ha faltado quien diga que lo fuerte del remedio produjo el exceso contrario, y que la irrisión que hizo nuestro autor de los libros comunes de la caballería andante contribuyó a debilitar las ideas y máximas del antiguo pun­ donor castellano».6 7 Y lo que es más, según Clemencín, Cervantes cau­ só un daño adicional a la caballería al concentrar el pensamiento de sus lectores en la simple y absurda exageración del amor y las bravu­ conadas, llevándonos a olvidar cuanto de noble y beneficioso había en los orígenes de la orden. En la Dédicace de su famoso libro sobre la caballería andante {La chevalerie, 1884), Léon Gautier expresó un la­ mento similar.

6. Prólogo de Clemencín a su edición del Quijote, vol. i, s. n. (E. Aguado), Madrid, 1833, p. v. La idea de que el género de los libros de caballerías se hizo popular en par­ te porque reflejaba y en parte porque idealizaba el componente teatral de la caballería de finales de la Edad Media me parece históricamente plausible. 7. Clemencín, prólogo, pp. x x-xx i.

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Como medio de distanciarse de las sombrías consideraciones de Cle­ mencín, los eruditos españoles optaron por demostrar que Cervantes había rescatado a la cultura española de la contaminación extranjera. La solución provino en primera instancia de un ámbito inesperado: la investigación sobre la tradición europea de la épica, las baladas y los ro­ mances. En un ambiente tan favorable como el del Romanticismo, esos estudios hicieron notables avances en las dos primeras décadas del siglo xix. Para los románticos, la pasión por la épica y los roman­ ces era un aspecto más de su odio por el Neoclasicismo, que tan cos­ mopolita, exangüe, legalista, imitativo, académico y pulido les pare­ cía. El romance era la canción del pueblo llano; expresaba el crudo espíritu guerrero y la sencilla fe religiosa de la Edad Media. Era una forma de Naturpoesie comunitaria, de origen primitivo, inconsciente e incluso divino; era muy distinta, por tanto, de la posterior Kunstpoesíe, expresión de la sensibilidad consciente de artistas individuales. Según postuló Hegel en sus conferencias de estética, en la tradición épica, romanceril y baladística se articulaban los ideales de la nación y su peculiar modo de ser. Cuando se trataba del romancero español, los críticos daban por sentado que era la muestra más rica de la baladís­ tica europea; y no solo eso, sino que era también una manifestación palpable del espíritu esencialmente «romántico» del pueblo español. En España el primer representante destacado del renovado interés por el romancero medieval fue Agustín Durán, quien además lo apo­ yó con una teoría de la literatura de marcado corte romántico, deri­ vada de A. W. Schlegel — probablemente, por mediación de Bóhl de Faber— y Madame de Staél. En su Discurso de 1828 — el más celebra­ do de sus posicionamieiitos estéticos— Duran se centró en rehabilitar el teatro español de los Siglos de Oro; pero su apología en favor de los ciclos dramáticos de Lope de Vega y Calderón es consonante con las ideas que, sobre la tradición romanceril, expresó en sendos prólo-8

8. Discurso sobre el influjo que ha tenido la mítica moderna en la decadencia del antiguo tea­ tro español, Ortega y Compañía, Madrid, 1828; se ha reimpreso como volumen IV de los Kxeter Hispanic Texis, Universidad de Exeter, 1973, con introducción y notas de D. L. Shaw [y más recientemente en Librería Agora, Málaga, 1994, ed. R. Martín Lorenzo).

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gos a su Romancero de romances castellanos e históricos anteriores al siglo XVIII (1828-1832) y su Romancero general (1849-1851). En el Discurso esta­ blece una diferenciación entre la literatura «romántica» y la «clásica». Esta última es un reflejo de las instituciones y la sensibilidad de la An­ tigüedad Clásica (los mitos, el republicanismo romano, la concepción «materialista» que el pensamiento clásico tiene de la realidad, etc.); la primera, por el contrario, es fiel al espíritu de las sociedades caballe­ rescas, cristianas y monárquicas que se desarrollaron en la Europa medieval y dieron lugar a la moderna civilización europea. De un modo implícito, Durán identifica «lo romántico» con la civi­ lización española: de todos los países europeos, España sería la que exhibió los rasgos «románticos» en su forma más pura u original. El teatro de Lope de Vega es la apoteosis de esas características; es, por así decirlo, la épica nacional; es la destilación del alma y la materia de la tradición del romancero hispánico, adaptándola y tomándola «por base de su creación ... conservándola ... al alcance del pueblo como hija suya y como depósito de sus nociones históricas, civiles y religio­ sas, donde debía encontrar consignado el tipo original e indeleble de su carácter».9 La tesis principal de Durán es que los críticos españoles del siglo x v i i i , al imponer al teatro español el gusto neoclásico, traicio­ naron las verdaderas tendencias de la cultura hispánica y desobede­ cieron con ello la ley universal por la cual la literatura de cada nación debe ser «la expresión ideal del modo de ser, sentir, juzgar y existir de sus habitantes».1" En realidad, la deuda contraída con la estética romántica no va mucho más allá de esta ley, que se repite una y otra vez, como una fórmula de virtudes mágicas, junto con el corolario de que los modelos adecuados para las culturas «clásicas» no lo son en absoluto para las «románticas», y viceversa. El Romanticismo de Durán es patriótico y nostálgico; es una actitud típica tanto de varios críticos e historiadores literarios contemporáneos (Gil de Zárate o Miláy Fontanals, por ejemplo), como del inmediatamente posterior movimien-

Véase también el artículo de Durán «Poesía popular: drama novelesco: Lope de Vega», publicado originalmente en la Revista de Madrid (diciembre de 1839) y reeditado lue­ go como prefacio al vol. 1 de las Obras de Lope de Vega, Real Academia Española, Madrid, 1890, pp. 7-16. 9. Durán, «Poesía popular», pp. 7-8. 10. Discurso sobre el influjo, ed. Shaw, p. 7 y passim.

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to romántico español. Dejó asimismo una huella evidente en la tradi­ ción cervantista que va de Juan Valera a Menéndez Pidal, y que es el tema principal de este capítulo. Esta clase de casticismo o patriotismo cultural llevó a los críticos españoles a pensar que quizá Cervantes no fuese un satírico hostil a la literatura o la institución caballeresca, sino más bien su paladín; y los llevó asimismo a concebir la caballería como un patrimonio nacio­ nal. Poco antes de 1840, Vicente Salvá y Pérez publicó un artículo llamativamente titulado «¿Ha sido juzgado el Quijote según esta obra merece?».11 No es, sin embargo, tan radical como pudiera parecer. En realidad, Salvá y Pérez acata obedientemente lo afirmado por los prin­ cipales críticos y comentaristas neoclásicos, de Mayans y Sisear a Clemencín; en algunos aspectos revela incluso una apreciación muy con­ servadora de la novela, como cuando, al modo de Capmany, elogia la ingeniosidad de las bromas e inversiones de Cervantes. Su originali­ dad radica en haber sugerido que Cervantes no pretendía aniquilar los libros de caballerías, sino purgarlos de sus defectos. Como tantos otros coetáneos suyos — Lope de Vega, Vélez de Guevara, Tirso de Moli­ na— , Cervantes admiraba intuitivamente el «pundonor» de la antigua caballería castellana. Yjustamente por esa razón es por lo que quiso crear un género novelístico que, al igual que el teatro áureo, mantu­ viera el código vivo al tiempo que descontaminado de adulteraciones y excesos. Por desgracia, la sátira tuvo un efecto mayor del deseado, y a los libros de caballerías sucedieron otras obras (se menciona aquí la poco decente obra maestra de Lacios, Las relaciones peligrosas) que po­ seían los mismos defectos de los anteriores pero «sin compensarlos con estímulos de valentía y pundonor» (p. 731). Según concluye Salvá, los novelistas contemporáneos deben extraer una lección que honre la verdadera intención de Cervantes; por ejemplo, trasladando a España la buena labor iniciada en Gran Bretaña por sir Walter Scott. El ar­ tículo representa, en definitiva, un punto de transición entre la pers­ pectiva neoclásica de un Vicente de los Ríos y la postura romántica de

11. Publicado originalmente en el Liceo Valenciano y reimpreso luego en Apuntes para una biblioteca de escritores españoles contemporáneos, ed. Eugenio Ochoa, Garnier, París, 1840, 2 vols., vol. 11, pp. 723-740. Como el artículo menciona a Clemencín, cabe suponer que es posterior a 1833 (fecha en que comenzó a publicarse su edición del Quijote).

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un Juan Valera (1864). Salva y Pérez no idealiza a don Quijote; pero el medievalismo nostálgico lo lleva a diluir la hostilidad de Cervantes para con los libros de caballerías. Según el parecer de este crítico, el autor alcalaíno respeta «la esencia y el fondo de los libros caballe­ rescos», cuyo espíritu se asocia, de forma instintiva, con las virtudes ancestrales de Castilla.

Hasta donde he podido averiguar, Agustín Durán y Charles Magnin fueron los primeros en postular la existencia de una vinculación entre la historia del romancero hispánico y el Qidjote. El primero lo hizo en la introducción a su gran antología Romancero general (1849-1851); el crítico francés, en un artículo titulado «De la chevalerie en Espagne et le Romancero», publicado por la Revue des Deux Mondes en 1847.18 Resultará innecesario analizar en detalle los argumentos aporta­ dos por Magnin y Durán, puesto que fueron asimilados y trascendidos por la crítica de Valera, Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal; nos limi­ taremos, por tanto, a un breve resumen. Los dos críticos consideran que, mientras que en la tradición del romancero se encarna la verda­ dera mentalidad de la nación española, los libros de caballerías fue­ ron un injerto de materiales extranjeros. Durán considera la caba­ llería en general como algo propio del feudalismo noreuropeo, y extraño al genio democrático del pueblo español; y entiende que la moda quinientista de las novelas caballerescas está relacionada con la instauración de la autoritaria monarquía de los Reyes Católicos. Como consecuencia del injerto se debilitó la fibra moral de los hidal­ gos y la nobleza española, que se convirtieron en cortesanos sumisos y canalizaron su valor hacia el culto de los héroes al estilo de Amadís. Surgió entonces una caballería degenerada, casi tan extravagante como los rocambolescos romances, hasta que Cervantes, «admirador de los antiguos héroes, hirió de muerte a los nuevos, y a guisa de des­ truir los libros caballerescos, encarnó el puñal de la sátira, ya seria, ya festiva, en el corazón corruptor y corrompido del siglo x v i» .'1 De he-12 3 12. De Durán véase el «Prólogo» al Romancero general, B. A. E., vol. x, 1849, esp. pp. x-xx; el artículo de Magnin está en el vol. x ix de la Revue des Deux Mondes, 1847, pp. 494-520. 13. Duran, «Prólogo», pp. xii-xm .

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cho, Durán transforma a Cervantes en un liberal de clase media que se rebela contra el afrancesamiento cultural y una autocracia monár­ quica no muy diferente a la de Fernando VII. En cierto sentido, con­ trarresta la acusación de que «Cervantes aniquiló a la caballería» aña­ diéndole las palabras «y de buena nos libramos». En síntesis, el argumento de Durán y Magnin pasó a las obras de tres críticos — Valera, Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal— que enca­ bezaron el cervantismo de sus respectivas épocas.1'1 Sus interpretacio­ nes se solapan en parte; y donde no, son continuas, por lo que pue­ den ser analizadas en su conjunto. Todas ellas descartan la idea de que el Quijote sea una sátira de la caballería aristocrática; pero además, dan un giro nuevo a las tesis de Durán y Magnin al entender que el personaje de don Quijote tiene dos caras (véase al respecto la p. 96 de este libro). Una es cómica, y la otra noble; la primera corresponde a la caballería «falsa», y la segunda a la «auténtica». Por consiguiente, a don Quijote «se le contempla a un tiempo con respeto y con risa, como héroe verdadero y como parodia del heroísmo».1’’ Valera, Menéndez. Pelayo y Menéndez Pidal (aunque este último en menor medida) sostienen que existe una diferencia de clase entre14 5

14. Juan Valera, «Sobre el Qrlijóle y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle», conferencia leída ante la Academia en 1864, y publicada el mismo año; la he consultado en Obras escogidas de Juan Valera, vol. xiv: Ensayos: segunda parle, Calpe, Madrid, 1928, pp. 9-74. Véase también Menéndez Pelayo, «Interpretaciones del Qui­ jote», conferencia leída ante la R. A. E. en 1904 (e impresa en sus Estudios de crítica literaria. Quinta serie, s. n. [Sucesores de Rivadeneyra], Madrid, 1908, pp. 193-228); y «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Qriijote», conferencia pro­ nunciada en 1905 en la Universidad Central de Madrid, impresa en sus Estudios de crí­ tica literaria. Guaría serie (s. n., Madrid, 1907, pp. 1-64) y reeditada en el volumen que be manejado aquí: San Isidoro, Cervantes y otros estudios, Espasa-Calpe (col. Austral), Madrid, 1941, pp. 75-114. Véase asimismo Ramón Mendénez Pidal, «Un aspecto en la elaboración del Qriijote», conferencia del Ateneo de Madrid (1920), publicada por pri­ mera vez ese mismo año, revisada y ampliada en una segunda edición de 1924 y pos­ teriormente incluida en su recopilatorio de ensayos fíe Cervantes y Lope de Vega, EspasaCalpe (col. Austral), Buenos Aires, s. f., y Madrid, 1958, pp. 9-51 (he utilizado esta edición). Las generalizaciones de Menéndez Pelayo sobre los libros de caballerías, tal como aparecen en los dos artículos mencionados, son una condensación de las ideas que expresa su introducción a la serie de Orígenes de la novela, Nueva Biblioteca de Auto­ res Españoles, vol. 1, Madrid, 1905, pp. ccxii - c c x c i x . 15. Menéndez Pelayo, «Cultura literaria», p. 108.

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la literatura caballeresca española — la épica y los romances— y la de los países del norte de Europa. Por su mentalidad y sus detalles so­ ciales, los poemas españoles están estrechamente vinculados con la realidad de la historia nacional; en cambio, los poemas y romances en prosa de los ciclos bretón-artúrico y carolingio retratan proezas fabu­ losas, carentes de todo propósito social. Menéndez Pelayo, el más melindroso del trío, entiende que el ciclo bretón-artúrico (del que derivan tanto el Amadís como sus imitadores) es un árbol tentador, pero de efecto desnervante, cuyos frutos son la magia, la pasión ro­ mántica y las sofisterías del amor cortés. Por tanto, las leyendas que durante la Edad Media se importaron desde Francia eran ajenas al genio español; ajenas, ajuicio de Valera, al arraigado sentido de em­ presa comunitaria, al catolicismo patriótico y a las austeras virtudes que se habían forjado en los combates de la Reconquista.Ih Esas leyen­ das eran la degeneración de la antigua épica medieval y reflejaban un ideal social amanerado: el de la extravagante caballería que se popu­ larizó en las cortes europeas del siglo xv y que, muy pronto, entrado ya el siglo xvi, resultaba completamente anacrónica. Y aunque España conoció una moda febril por los libros de caballerías, esta resulta­ ba artificial, pues era «una literatura falsa, sin razón de ser y fuera de sazón».'7 Al rebelarse en su contra, Cervantes prestó servicio tanto a la necesidad histórica como a las inclinaciones innatas de la cultura española. Menéndez Pidal es bastante más moderado que sus dos anteceso­ res en la valoración de los libros caballerescos españoles, sobre todo por lo que atañe al Amadís. Considera que el Amadís es una feliz adap­ tación de una moda francesa, por cuanto es muy próxima al genio his-16 7

16. «Este pueblo es el español y, en las primeras, indígenas y naturales manifesta­ ciones de su espíritu poético, hay una sobriedad tan rara de lo sobrenatural y fantásti­ co, tal solidez, tanta precisión y firmeza en las figuras y en los caracteres, tan poca exa­ geración y ninguna extravagancia en los amores, y una rectitud tan sana en las demás pasiones y afectos, que forman del todo una poesía naciente, caballeresca también pero que se opone a la fantástica, libertina y afectada poesía caballeresca de otros países ... [sus héroes] no se ven envueltos en aquel nimbo misterioso ... de los héroes de la Tabla Redonda: todos van a un fin, todos llevan un propósito fijo; no es vano el término de sus proezas sino que es el triunfo de la civilización católica y de la patria»; Valera, «Sobre el Quijote», pp. 29-30. 17. Valera, «Sobre el Quijote», p. 32.

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pánico. En el retrato del héroe, y sobre todo en el del tierno amor que siente por Oriana, el autor habría recreado el ideal caballeresco con más delicadeza de la usual. Para Menéndez Pidal, desde el momento en que don Quijote decide imitar a Amadís en todos sus actos (I, x x v i), Cervantes ha puesto término al proceso — prolongado, e inclu­ so vacilante en ocasiones— por el cual se eleva de lo burlesco a lo sublime el carácter del héroe. Desde este punto en adelante, la carre­ ra caballeresca de don Quijote irradia tierna pureza y lealtad en el amor, una abnegación casi de mártir, sacrificio personal, compasión y fe mesiánica, todo lo cual contribuye a ennoblecerla desde dentro (pp. 34-36). Así, al presentar el conflicto entre los valores caballeres­ cos y la realidad vulgar no destruye a los primeros, sino que pone en entredicho las inadecuaciones de la segunda, «que no acierta a ser como la anhela el alma heroica». Don Quijote es la encarnación de un elemento común tanto al ideal caballeresco como al carácter hispáni­ co: el espíritu de abnegación y la ética del honor. Y fue justo el hecho de haberse inspirado en el Amadís lo que condujo a Cervantes a la unión de esos dos factores.'8 Valera apunta también hacia otra ley histórica a la que habría ser­ vido Cervantes. En el Renacimiento, Europa alcanzó su madurez, y a partir de entonces, sus sistemas políticos y sus hábitos de pensamien­ to empírico convirtieron la épica en algo obsoleto. En ese punto, por bellos que pudieran parecer los ideales heroicos, la épica tenía todo el aspecto de ser un vestigio de una fase primitiva de la civilización. Eran tiempos idóneos para la brillante fantasía de Ariosto, cuyo Orlan­ dofurioso es a la vez una celebración afectuosa y una ridiculización iró­ nica de «tutta la romanzeria». Eran tiempos idóneos, asimismo, para Cervantes, cuyo Quijote es tanto la última y más brillante de las obras épicas como la primera y más brillante de las novelas, siendo la novela la forma más propia de la Edad Moderna. Es probable que estas ideas18 18. Véanse las pp. 10-11, 34 y 50-51. No comprendo cómo puede considerar Menéndez Pidal que Amadís sea el dechado de la espiritualidad y castidad de don Qui­ jote, cuando antes de casarse con Oriana la pareja disfrutó de todo un año de placer. En cambio, me parece plenamente justificado que Menéndez Pidal afirme que, tal como es descrito en la novela, Amadís es modelo tanto de la caballería (por su valor, honor, y tantas otras virtudes) como de la fidelidad a la señora amada. Esta interpreta­ ción del Amadís, en la que se perciben las simpatías de Pidal para con el héroe, es simi­ lar a la que expresa Menéndez Pelayo en Orígenes de la novela, pp. ccxxn -cc’. xxxv.

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procedan de Hegel; según sus conferencias de Estética (que sabemos que Valera había leído), Ariosto y Cervantes firmaron la despedida de un género superado ya por la dialéctica de la historia.19 Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal recogieron el tema y lo trataron de una for­ ma similar. A modo de conclusión, Pidal afirmó que el conserva­ durismo tradicionalista, típico de la cultura áurea española, llevó a Cervantes a entonar un canto melancólico, pero consolador, sobre la incompatibilidad de los ideales caballerescos y la realidad moderna. Los tres críticos son unánimes al considerar que Cervantes se mofó de los excesos de la caballería, pero respetando sinceramente el espí­ ritu que esta atesoraba; o, dicho en otras palabras, que Cervantes rechazó la «falsa» caballería manteniendo su esencia «verdadera»: «lo que había de quimérico, inmoral y falso, no precisamente en el ideal caballeresco, sino en las degeneraciones de él, se disipó ante la bené­ vola ironía del más sano de los ingenios del Renacimiento».2" Los tres críticos expresan esa esencia verdadera en términos patrióticos: «¡Con qué amor y respeto habló siempre de los héroes de nuestras gestas nacionales! ¡Con qué hechizo se entretejen en su prosa las reminiscencias de los romances viejos!»21 En su conferencia de 1905, Menéndez Pelayo esboza la idea de que la comicidad del primer volumen del Quijote evoluciona siguien­ do un proceso de rectificación: la antítesis, negativa, se transforma en síntesis, positiva. Amadís revive de tal modo en don Quijote que las imperfecciones de su leyenda son expuestas a la luz de la ironía, en tanto que la nobleza épica que en él subyace permanece intacta o, aún más, es ensalzada.22 Menéndez Pidal, por su parte, acogió la idea

19. G. W. F. Hegel, Vorlesurgen über die Aesthetik, parte III, subsección m, capítulo 3, § m.a.3.(c). 20. Menéndez Pelayo, «Interpretaciones del Quijote», p. 214. 21. Menéndez Pelayo, «Interpretaciones del Quijote», p. 217. 22. «Así como la crítica de los libros de caballería fue ocasión o motivo, de ningún modo causa formal ni eficiente, para la creación de la fábula del Quijote, así el prota­ gonista mismo comenzó por ser una parodia benévola de Amadís de Gaula, pero muy pronto se alzó sobre tal representación. En don Quijote revive Amadís, pero destruyén­ dose a sí mismo en lo que tiene de convencional, afirmándose en lo que tiene de eter­ no. Queda incólume la alta idea que pone el brazo armado al servicio del orden moral y de la justicia, pero desaparece su envoltura transitoria, desgarrada en mil pedazos por el áspero contacto de la realidad.» Menéndez Pelayo, «Cultura literaria», p. 109. 11

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en su conferencia de 1920 y construyó en torno de ella una teoría ciertamente ingeniosa, destinada a explicar cómo se llevó a cabo esa «depuración» gradual de los elementos cómicos del Quijote. Esta teoría — al igual que el primer capítulo de la Guia del lector del «Quijote», de Madariaga (véase la p. 96 y siguientes, más arriba)— es una compleja hipótesis psicológica respecto de Cervantes, que par­ te de la convicción de que el autor llevó la broma demasiado lejos e intenta averiguar el porqué. Madariaga defendía que Cervantes te­ nía motivos contradictorios: la admiración apenas contenida por los libros de caballerías queda en un segundo plano, ante la impulsiva picardía de burlarse de ellos y bajo el tapiz de teorías neoclásicas con que se quiere justificar, aunque tibiamente, la farsa. La explicación de Menéndez Pidal es algo disímil: supone que Cervantes cambió de idea o, para ser más precisos, que partiendo de una concepción limitada del protagonista acabó por atinar, paso a paso, con una concepción más madura. El proceso de autocorrección se extiende desde el ca­ pítulo siete de la primera parte hasta el treinta y uno. De modo sutil y latente, el romancero ejerce una influencia constante sobre esta evo­ lución. El germen de la creación de don Quijote, según Menéndez Pidal, hay que buscarlo en las formas «populares» del relato y el teatro. Entre sus posibles antecedentes se incluyen una novella del siglo xiv, obra de Franco Sacchetd, sobre un caballero extravagante llamado Agnolo di Ser Gherardo; la historia de un estudiante de Salamanca cuya adicción a los libros de caballerías le hace sufrir alucinaciones semejantes a las de don Quijote; y, sobre todo, el anónimo Entremés de los romances, una farsa de la que se conoce la fecha más probable de su primera publicación (ifii 1), pero no la de su com p osición.M enén­ dez Pidal defendió con énfasis que el entremés fue anterior a la pri-2 3 23. Los posibles precedentes del personaje de don Quijote, tanto del ámbito lite­ rario como del de las anécdotas, han sido enumerados y analizados por muchos críti­ cos autorizados: por Menéndez Pelayo, «Cultura literaria», pp. 107-108; por Cotárelo y Morí; por Rodríguez Marín; y por Schevill y Bonilla (véase la próxima nota). De entre los varios prototipos similares, es probable que Cervantes conociera a algunos de los que circulaban en cuentos y anécdotas (por ejemplo, el estudiante de Salamanca) y menos probable que supiera de los pertenecientes a obras de ficción literaria (p. ej., el personaje de Sacchetti); en cualquier caso, no se ha demostrado que la inspiración pro­ cediera de ningún ejemplo concreto. 113

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mera parte del Quijote, y llama la atención sobre los varios paralelos existentes entre aquel y los capítulos I, iv-v (la aventura de los merca­ deres toledanos y sus consecuencias). Entre estos paralelos se cuentan los siguientes: que el protagonista del entremés — Bartolo, un campe­ sino pobre— enloquece por la lectura constante de los romances caballerescos, y decide imitar el mundo de estos poemas; que Bartolo, como don Quijote en el capítulo v, se ve a sí mismo como el Baldovinos herido del romance del Marqués de Mantua y, movido por esta quimera, recita los mismos versos que el hidalgo cervantino; y que Bartolo, de nuevo como don Quijote, pasa bruscamente del papel de Baldovinos al de Abindarráez, protagonista de un célebre romance morisco del siglo xvi y un buen número de romances adicionales. Tras argumentar que Cervantes se inspiró inicialmente en esta bre­ ve sátira del rom ancero,M enéndez Pidal añade que Cervantes se dio cuenta, a la altura del capítulo v, de que había cometido un grave

24. Es una hipótesis controvertida; además, parece sospechosamente necesaria para la tesis que le sigue. Se formuló en una época en la que el cervantismo se ocupa­ ba de la problemática identificación de la fuente que debió llevar a la concepción origi­ nal del personaje de don Quijote. Hacia 1920, la mayoría de los críticos españoles creían en la existencia de un «modelo vivo», de alguna persona real. A mi juicio, la hipótesis de Menéndez Pidal representa el intento (muy bienvenido, por cierto) de buscar esa fuente, si es que existió, en el terreno propiamente literario. Sin embargo, en la balan­ za, la suma de los argumentos a favor y en contra de que el Entremés de los romances pre­ cediera al Quijote se decanta del lado contrario al de Menéndez Pidal. Cuenta con el apoyo relevante de Juan Millé y Giménez y con la no menos significativa oposición de Cotarelo y Mori, Rodríguez Marín, Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla. Véanse Juan Millé y Giménez, Sobre la génesis del «Quijote»: Cervantes, Lope, Góngora, el «Romancero generab, el «Entremés de los Romances», etc., Araluce, Barcelona, 1930, pp. 131-140 y 144-145; Emi­ lio Cotarelo y Mori, Últimos estudios cervantinos, Tipografía de la «Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos» [RABM], Madrid, 1920, pp. 45-bo; de la «edición crítica» de Rodríguez Marín (6 vols., Tipografía de la RABM, Madrid, 191 b-i 9 1 7 ), véase el vol. 1, pp. 199-202, y de su «nueva edición crítica» (7 vols., Tip. de la RABM, Madrid, 19271928), el vol. vil, pp. 159-163; Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, vol. 1 de su edición del Quijote (4 vols., Gráficas Reunidas, Madrid, 1928-1941), pp. 415-418. (Apostilla del autor. Esta nota fue redactada antes de 1978, y la crítica cervantina no ha dejado la controvertida cuestión en vilo desde entonces. Para una bibliografía actua­ lizada, que también hace referencia a trabajos recientes que defienden la precedencia del Entremés y su influencia en los capítulos tempranos del Quijote, consúltese José Mon­ tero Reguera, El «Quijote» y la crítica contemporánea, CEC, Alcalá de Henares, 1996, pp. 125-126.)

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error al introducir una parodia de los romances caballerescos en el marco de una sátira sobre los libros de caballerías. Este error consistía, en parte, en desviarse del propósito principal de la novela; pero sobre todo, en una impropiedad del gusto. Cervantes sentía un gran respeto artístico por el Romancero y veneraba su espíritu épico-castellano. ¡Hu­ biera sido un sacrilegio mofarse de los romances! Así pues, pasado el capítulo v, Cervantes evita cuidadosamente cualquier otra mención paródica de los romances/5 Por lo menos en lo que respecta a la pri­ mera parte, puesto que en la segunda — y especialmente en el episo­ dio de la Cueva de Montesinos— volverá a chacotearse del romancero; pero en este caso, el humor trata a su objeto con respeto y admiración. ¿Qué motivó este «error» de Cervantes? Según Menéndez Pidal, que en el capítulo v su imaginación seguía presa del influjo ejercido por el Entremés de los romances. Cuando se liberó de su atracción co­ menzó a liberarse también, progresivamente, de la forma simplista y vulgar de esa clase de comicidad; y desarrolló una especie de humor más elaborado, que implicaba presentar al protagonista como un carácter complejo, merecedor de la simpatía y la admiración de sus lectores (pp. 36-38). Don Quijote deviene entonces un personaje ambivalente, un loco-cuerdo, cuya fragilidad física y cuyos torpes engaños quedan compensados por la extraordinaria sabiduría y el sin­ gular idealismo que reluce a través de él. Quizá, según conjetura Me­ néndez Pidal, fue precisamente el contacto inicial con el romancero el que llevó a Cervantes a percibir más claramente el trasfondo de idea­ lismo épico que este comparte con los libros de caballerías; y a partir de ahí, a concebir a su loco como un Arnadís regenerado/'’2 6 5

25. «Cervantes también, en cuanto dio fin a la aventura sugerida por el Entremés de los romances, sintió con toda evidencia que esa manera de comicidad buscada, según el arte popular de SaccheLti o del entremesista, en el choque de una alocada fantasía con la realidad cruel, no podía llegar a perfección humorística fundándola en los ideales heroicos y nacionales del Romancero. Cierto que este y los libros de caballerías son medio hermanos, hijos ambos de la epopeya medieval; pero el Romancero, como hijo legítimo, quedóse en su heredad patrimonial del mundo heroico, mientras el bastardo se fue a buscar las aventuras y perdió tras ellas el juicio», en «Un aspecto en la elabora­ ción», p. 29. 26. «Acaso la primera mezcla equivocada del Romancero sirvió a Cervantes para salvar la parte heroica que había en los libros de caballerías. Coincidían estos con la epopeya ... en el tipo de perfección caballeresca, y don Quijote va cumpliendo en sí

£.A C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJO T E :

Ninguno de los tres predecesores de Menéndez Pidal — ni Durán, ni Valera, ni Menéndez Pelayo— parecen estar convencidos de que la supuesta distinción cervantina entre las caballerías «falsa» y «verda­ dera» fuera fruto de un acto consciente. Durán dejó abierta la cues­ tión, aunque se inclinaba a creer en «el instinto obrando sobre el ingenio divino del poeta». Valera y Menéndez Pelayo hablan de inspi­ ración o intuición. Solo Menéndez Pidal, que considera que el proce­ so de depuración fue sistemático y ofrece una imagen general de Cer­ vantes como un artista consciente y de gran cultura, parece sostener que el alcalaíno sabía perfectamente lo que hacía.

De los muchos libros y artículos que podrían citarse para mostrar la influencia continuada que ha tenido la tradición crítica que hemos analizado aquí, baste mencionar tres: Juan Millé y Giménez, Solrre la génesis del «Qiiijote» (1930); Amado Alonso, «Don Quijote no asceta, pero ejemplar caballero y cristiano» (1948); y Alberto Navarro Gon­ zález, El Quijote español del siglo xvii (1964) / 7 Aunque sería absurdo atribuir un significado político determina­ do a tales etiquetas clasificatorias, sí es cierto que gran parte de la crí­ tica del Quijote puede calificarse bien de «conservadora», bien de «liberal», según el punto de vista que se adopte con respecto a la his­ toria cultural española. La tradición que hemos analizado en el pre­ sente capítulo pertenece al grupo «conservador». A grandes rasgos podría decirse que los «liberales» tienden a desarrollar un enfoque más intuitivo, en tanto que el de los «conservadores» es más erudito. Cjt o s s o modo, esta dicotomía se corresponde con la de cervantistas especializados / no especializados (véase el capítulo II, p. 83). Como en los próximos capítulos se acentuarán las diferencias entre los dos

tanto el ideal de esta como el de aquellos, cuando va afirmándose en su amor a la glo­ ria, en su esfuerzo inquebrantable ante el peligro, en su lealtad ajena a todo desagra­ decimiento», «Un aspecto en la elaboración», p. 33. 27. Millé y Giménez, Solrre la génesis del«Quijote»; A. Alonso, «Don Quijote no asce­ ta, pero ejemplar caballero y cristiano», NRFH, n, 194b, pp. 333-359; Navarro Gonzá­ lez, El (juijote español del úglo xvii, Rialp, Madrid, 1964. El artículo de Alonso es una refu­ tación del «¿Don Quijote asceta?» de Helmul Hatzfeld, que había visto la luz en un número anterior de la misma revista (Nlil'H, 1, 1948, pp. 57-70).

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grupos, debemos señalar alun a una semejan/.a básica. La línea crítica que acabamos de estudiar aquí pretendía definir el carácter nacional a partir de su historia literaria; en lo esencial, no hay diferencia con los objetivos de la generación del 98 y los de Américo Castro. Quizá por el hecho de compartir una base común, el primer grupo (el de los liberales) no ha sido nunca definitivamente refutado por el segun­ do; en realidad, es frecuente que los conservadores no muestren una oposición radical. Además, en tiempos más recientes, uno y otro han tendido a fundirse. Así, en el citado libro de Navarro González, se per­ ciben huellas de la mística emocional de Unamuno en el marco del intento, paralelo al de Menéndez Pelayo, de situar el Quijote en su con­ texto ideológico y literario. Menéndez Pidal representa el punto de confluencia de las dos corrientes. El conjunto de su obra como historiador literario responde a la convicción de que existe una tendencia homogénea en la cultura española, que se mantiene a lo largo de los siglos; una tendencia que le permite referirse, en la introducción a su monumental Historia de España (1947), a un único «pueblo actor de su historia». Es una pre­ misa que comparte con Américo Castro, y que influencia en ambos casos las respectivas interpretaciones del Quijote. Cuando leemos los ensayos quijotescos de Menéndez Pidal y establecemos una relación con su concepción general de la historia cultural española, no cabe duda de que en su visión global de los Siglos de Oro hubiera encon­ trado un lugar central para la novela cervantina .M Gracias al tradi­ cionalismo de la raza castellana, el periodo clásico de la cultura espa­ ñola no representa sino la madurez tardía de los frutos de la Edad Media, ya sea en la política, la música, el derecho, la literatura y el tea­ tro, la filosofía o el resto de disciplinas. En ese marco global, el Quijote sería otro «fruto tardío» y una nueva reafirmación de la tradición es­ pañola: el catolicismo, el estoicismo, el individualismo en cuanto ata­ ñe a la justicia, el idealismo y el sentido de ser partícipes de una empresa colectiva y democrática; también sería un signo claro del des­ tino ideal de la España moderna que, tal como lo evoca Menéndez Pidal, más bien por sugerencia que por formulación explícita, se pare-2 8 28. Esta concepción general no se expresa solo en la supracitacla introducción, titulada «Los españoles en la historia*», sino que es también el marco implícito de las ideas que movieron su ingente producción como historiador, filólogo y medievalista.

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ce más o menos a una eternización del «veranillo de San Martín» de su periodo clásico.

UN PROBLEMA QUE NO ES TAL

¿Qué validez tiene la solución que propusieron Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal para el problema con el que hemos abierto este capí­ tulo? A mi modo de ver, el defecto principal de esta solución es que pretende dar respuesta a lo que, en realidad, es un falso problema. A las afirmaciones del padre Rapin han seguido tres siglos de discu­ sión sobre si Cervantes se burlaba de la «caballería» o del «ideal caba­ lleresco», considerados como modos de conducta históricos. Pero la pregunta es irrelevante, porque uno de los puntos de partida de la sá­ tira cervantina es que la rama de la ficción que causa la demencia de don Quijote no tiene nada que ver ni con la historia ni con la vida real: ¿Ycómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises y aquella tur­ bamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sier­ pes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto gé­ nero de encantamentos, tantas batallas ... y, finalmente, tantos y tan dis­ paratados casos como los libros de caballerías contienen? (I, xlix) — Lo que yo quiero decir — dijo don Lorenzo— es que dudo que haya habido, ni que los hay ahora, caballeros andantes y adornados de virtudes tantas. (II, xvm) Así pues, es incorrecto afirmar que Cervantes se burlaba de la caballería española (o europea, o medieval) y, por tanto, resulta inne­ cesario intentar librarlo de la acusación. Con ese intento de rescate, me parece que los críticos cometen el mismo error que don Quijote al perder de vista la distinción entre la historia y la ficción. Por otro lado, no hay duda de que es erróneo atribuir a una percepción sub­ yacente de las diferencias entre la «falsa» caballería y la «verdadera» tanto el rumbo principal de la sátira cervantina como el equilibro de cualidades nobles y risibles en el protagonista. Para Cervantes, los libros de caballerías son un género literario completo en sí mismo. 118

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Desde su punto de vista — recordemos que estamos en 1605— no representan una subespecie degradada de una «verdadera» tradición literaria caballeresca; ni son tampoco el reflejo de la degeneración de la mentalidad caballeresca en las costumbres sociales. Menéndez Pela­ yo afirmó que, «por necesidad lógica», la sátira que dirigió Cervantes contra una determinada rama de la literatura caballeresca forzosa­ mente tenía que ampliarse hasta convertirse en una sátira de los idea­ les caballerescos que esas obras reflejaban; y que Cervantes demostró su amor por la verdadera caballería al satirizar exclusivamente las impurezas que se habían congregado en torno de ella/9 Esa necesi­ dad lógica puede ser evidente para el moderno historiador literario, pero no lo era para Cervantes. Además, es muy poco probable que, por muy bien que pudiera conocer la tradición del romancero, compar­ tiera la noción de Menéndez Pidal, para quien los romances eran depositarios del heroísmo épico español; y, por ende, es igualmente poco probable que sintiera resquemor de conciencia una vez redac­ tado el capítulo I, v. Un patriota no escribiría nunca una burla desca­ rada de lo que considera el himno épico de su país; y si lo hace, le consta ya desde el principio qué está haciendo. La idea de que Cer­ vantes, afligido por el remordimiento, dedica la mitad de la primera parte a rectificar su irreverencia inicial es una muestra más de una de las tendencias de la tradición romántica: atribuir a un error del autor lo que, en realidad, es un error de ella misma.2 9

29. «Cultura literaria», p. 10.

iif)

IV

CRÍTICA SIMBÓLICA Y ALEGÓRICA

REACCIÓN CONTRA LOS PANEGIRISTAS Y ESOTÉRICOS

En el presente capítulo examinaré el periodo comprendido entre 1859 y 1905, al que considero la fase más productiva y decisiva de la etapa i 859-1925; en el capítulo v analizaré las opiniones de la generación del 98, que forman una especie de movimiento cerrado entre 1895 y 1915. La mayoría de los críticos estudiados en este capítulo han sido merecidamente olvidados. ¿Por qué entrar en detalles respecto de su obra crítica, entonces? Porque eso permite comprender mucho mejor algunas de las interpretaciones más influyentes del Quijote en el si­ glo x x — las de Unamuno, de Ortega y Gasset, y de Américo Castro en El pensamiento de Cervantes (1925)— , en tanto que estas son, en algunos aspectos, una reacción, y en otros una continuación de las ideas pre­ cedentes. La mayor parte de las corrientes de la moderna crítica qui­ jotesca nacieron entonces; algunas incluso han sobrevivido hasta el presente. Un buen punto de partida de nuestro análisis serán la intro­ ducción y el preámbulo al capítulo 1 del libro de Castro. Según revela la introducción, el motivo principal de escribir El pen­ samiento fue la impaciencia que sentía Castro al considerar la imagen de vulgaridad intelectual que habían impuesto a Cervantes los cervan­ tistas más prestigiosos durante los cincuenta años anteriores.1 Eran dos

1. «Nos hallamos, pues, ante un Cervantes vulgar en cuanto al intelecto o a la cul­ tura, pero inconscientemente genial. Con tal prejuicio, destacado el Quijote de las res­ tantes obras cervantinas, era realmente difícil darse cuenta de si en efecto el autor tenía alguna concepción peculiar de la vida, tal cual suele hallarse incluso en personalidades de menos relieve histórico», El pensamiento de Cervantes (Anejo vi de la Revista de Filo­ logía Española, Madrid, 1925), pp. 16-17. [Hay una reedición facsimilar en Crítica, Barcelona, 1987.]

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LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJ O T E

las clases de críticos que, desde direcciones muy diferentes, habían defendido la idea de un «Cervantes, ingenio lego». Por un lado esta­ ban los que, como Federico de Castro y Unamuno, se decantaban por lina interpretación simbólica del Quijoteal tiempo que postulaban que el autor no fue consciente (o lo fue en poco grado) de tal significado profundo. Luego estaban los representantes tanto del sentido común escéptico como de la erudición más imponente y prestigiosa —juan Valera, Menéndez Pelayo, Morel-Falio, Rodríguez Marín— , quienes, de acuerdo con una tendencia tradicional desde los tiempos de Clemencín, consideraban que Cervantes fue un autor inocente, falto de capacidad crítica, carente de originalidad en sus opiniones, negligen­ te en el estilo y la construcción de la trama y dado a contradecirse a sí mismo en cuestiones abstractas, como las relativas a la teoría literaria. Esta opinión surgió en gran medida como reacción a los elogios des­ medidos que otras dos clases de críticos (si es que se les puede aplicar este término) habían vertido respecto de las virtudes intelectuales del autor alcalaíno. Se trata, por un lado, de la que podemos llamar «es­ cuela panegirista»; por otro, de la «esotérica». Los panegiristas rendían homenaje a Cervantes seleccionando citas concretas del Quijote (y, en algunas ocasiones, de otras obras cer­ vantinas) con miras a demostrar hasta qué punto dominaba el autor tal o cual técnica especializada o rama de la ciencia. En la lista se in­ cluyeron la psiquiatría, la medicina, la jurisprudencia, la navegación, el arte militar, la geografía, la economía y la teología, por ejemplo. Así nacieron panfletos como Cervantes marino, Pericia geográfica de Miguel de Cervantes o Bellezas de medicina práctica descubiertas en el «Quijote»; en su mayoría se trata de obras de aficionados (no propiamente filólogos ni cervantistas, sino historiadores, geógrafos o abogados, entre otros), que intentan incrementar la ya colosal reputación del maestro demos­ trando su sabiduría enciclopédica .‘ Los precedentes históricos de la

a. He aquí una lista de los panegíricos, en orden cronológico: Antonio Hernández Morejón, H u t lm i í d e m e d i c i n a ¡ m i é l i c a d e s c u b ie r t a s e n e l n Q u i j o t e » , Tomás Jordán, Madrid, 1836; Fermín (¿aballen), P e r i c i a g e o g r á f ic a d e M i g u e l d e C e r v a n t e s d e m o s t r a d a t o n la historia d e D o n Q u i j o t e d e la M a n c h a , Imp. de Yenes, Madrid, 1840; Cesáreo Fernández, C e r u a n t e s m a r i n a , s. n. (Tip. Cregorio Estrada), Madrid, l8(k); José María Sbarbi, (.'a rr ia n te s le ó la g i 1, Cea, Toledo, 1870; Antonio Martin Camero, J u r i s p e r i c i a d e C e r v a n t e s , Pando e Hijo. Tole­ do, 1870 [reeditado por el Colegio de Abogados de Madrid, 2002); José M. Piernas y

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C R ÍT IC A S IM B Ó L IC A Y A L E G Ó R IC A

escuela panegírica son los escoliastas medievales que, durante años, se esforzaban penosamente en demostrar que no hay mejor resumen de la ciencia hortícola que las Geórgicas de Virgilio. Hubo ofrendas de todas clases, desde las más irracionales a las más obstinadamente con­ cienzudas; desde un Hernández Morejón — para quien Cervantes se anticipó dos siglos al método Pinel de curación de las enfermedades mentales— a un Cesáreo Fernández — que sistematiza todas las afir­ maciones de Cervantes relacionadas con la náutica— . Vista en su con­ junto, no deberíamos despreciar a la ligera a esta corriente panegíri­ ca, pues no representa tanto un punto de vista lunático y puramente marginal, como la versión extrema de un enfoque que fue bastante popular en todo este periodo. La actitud panegirista, o una muy simi­ lar, ha inspirado obras tan diversas y valiosas como Vida de don Quijote y Sancho, de Unamuno; Intraducibilidad del «Quijote», de Sbarbi;3 y La filosofía del derecho en el «Quijote», de Carreras Artau. En cuanto a la escuela «esotérica», fue liderada por Nicolás y Díaz de Benjumea. Sostenía que el Quijote era una ingeniosa alegoría tan­ to de varios acontecimientos de la vida de Cervantes como del estado general de la sociedad española.4 Benjumea analizó este sentido «ocul­ to» o «esotérico» en la mayoría de ensayos que siguieron a la publica­ ción de sus artículos en La América (1859): se trata de sus opúsculos

Hurtado, Ideas y notidas económicas del «Quijote», Juan Aguado, Madrid, 1874; Emilio Pi y Molist, Primores del Don Quijote en el concepto médico-psicológico y consideraáones generales sobre la locura para un nuevo comentario de la inmortal novela, s. n. (Imp. Barcelona), Bar­ celona, 1886. 3. El refranero español, vol. vi, A. Gómez Fuentenebro, Madrid, 1876. Este libro nace de una controversia literaria y es una respuesta amable contra las tesis de J. Ms Asensio; para Sbarbi, el Quijote es intraducibie por cuanto explota unos recursos estilísticos que son, por su propia naturaleza, propiamente españoles: los juegos de palabras, los pro­ verbios, las elipsis ingeniosas, el uso burlesco de la asonancia, etc. Sus metódicos lista­ dos de tales recursos guardan aún cierta utilidad. 4. Los seguidores de la tradición «esotérica» de Benjumea incluyen a «Polinous» (seudónimo de Benigno Pallo!), Interpretaáón del «Quijote», Dionisio de los Ríos, Ma­ drid, 1893; Baldomero Villegas, Estudio tropológlco sobre el «Don Quijote», s. n. (Imp. del Correo de Burgos), Burgos, 1899; o M. Cortacero y Velasco, Cervantes y el evangelio, Hijos de Gómez Fuentenebro, Madrid, 1915. «Polinous» y Villegas coinciden con Ben­ jumea en el método y el sesgo ideológico; Cortacero y Velasco aprueba el método, pero no la ideología, puesto que entiende que el Quijote es una imitación sistemática del Evangelio (Dulcinea es la Virgen María, etc.).

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polémicos La estafeta de Urganda (1861 ), El correo de Alquife (1866) y El mensaje de Merlín (1875); partes del libro La verdad sobre el «Quijote» (1878); muchas de las copiosas notas que contenía su edición del Qui­ jote (1880-1883); y, por último, artículos aparecidos en revistase’ Benjumea tenía una facilidad para detectar supuestos anagramas de la que se hubiera enorgullecido un creador de pasatiempos; y ese talento fue aplicado al texto cervantino de manera implacable, y a veces humo­ rística. A su modo de ver, los temas centrales del Quijote son el viaje espiritual de Cervantes desde el idealismo juvenil hasta la desilusión de la madurez; la persecución que sufrió por obra de sus enemigos eclesiásticos y sus rivales literarios; y su denuncia de la represión ejercida por las instituciones políticas españolas. Don Quijote es el propio Cervantes, y se caracteriza por una ideología librepensadora y democrático-republicana. En el discurso de la Edad de Oro, el hidal­ go está proclamando la vigencia de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad; Dulcinea del Toboso es la encarnación del Librepensa­ miento; el bachiller Sansón Carrasco se identifica con el fraile domi­ nico Juan Blanco de Paz, enemigo de Cervantes en Argel; Casildea de Vandalia (la dama del Caballero de los Espejos) representa la tiranía de la Inquisición y el catolicismo; Avellaneda, el autor de la continua­ ción apócrifa de 1614, no es más que el alias usado por un conciliábu­ lo que, integrado por Lope de Vega, Ruiz de Alarcón, Blanco de Paz y López de Úbeda, conspiraba para enfrentar al caballero de izquierdas cervantino con un impostor devoto de los curas. Los contemporáneos de Benjumea lo acusaron de haber trivializado el Quijote, transfor­ mándolo en el diario de una mortificación personal; y de haberlo ter­ giversado para que se ajustara a las cuestiones políticas de la época. En realidad, son pocos los incriminadores que puedan ser eximidos de la misma acusación, aun cuando no fueran culpables en el mismo gra­ do. Hasta aquí me he referido tan solo a la parte más controvertida5 5. La Estafeta de Urganda, o Aviso de Cid Asam-Ouzad Benenjeli sobre el desencanto del Quijote, s. n. (Imp. J. Wertheimer), Londres, 1861. El correo de Alquife, o Segundo aviso de Cid Asam-Ouzad..., Alón Hermanos, Barcelona, 1866. El mensaje de Merlín, o Tercer aviso..., s. n. (J. Holthusen), Londres, 1875. La verdad sobre el Quijote: Novísima historia crítica de la vida de Cervantes, s. n. (Gaspar, editores), Madrid, 1878 [reeditada por Lib. París-Valencia, Valencia, 2002]. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ed. anotada por Don Nicolás Díaz de Benjumea, Montaner y Simón, Barcelona, 1880-1883 [reeditada enjover, Barcelona, 1988].

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de los escritos de Benjumea; la menos contestable influyó a todos los cervantistas del periodo. Panegirismo y esoterismo no fueron especies confinadas al ámbito del cervantismo. En el siglo xix, el estado adolescente de los estudios literarios de tipo histórico, unido a la fascinación que sentía la mayo­ ría de los críticos por el hombre que hay detrás de la obra de arte, hizo que la especie floreciera dondequiera que se estuviese prestando atención al Genio. En el caso del Quijote, había un incentivo adicional: el propio género y la forma de la novela parecen invitar a esa clase de enfoques. Es una sátira, y de proporciones épicas; incluye comenta­ rios sobre las más variadas cuestiones de la vida y la sociedad; y de­ sarrolla un argumento que, en lo esencial, da la impresión de poder ser una parábola. Será instructivo apartarnos por un momento del Quijote para considerar dos casos relativamente similares, como los Gargantúa y Pantagruel de Rabelais y la Divina comedia de Dante. Si repasamos la compilación de artículos críticos y eruditos que, con ocasión del sexto centenario del nacimiento de Dante, se publicó en Florencia en 1865, hallaremos que un buen número de los ensayos son panegíricos y encomian al autor por poseer un curioso conoci­ miento científico de disciplinas tan diversas como la geología, la juris­ prudencia penal y la medicina. Por las mismas fechas, Aldo Vallone, que ha escrito una historia de la crítica dantista en el siglo xix, obser­ va una tendencia paralela a politizar al autor, atribuyéndole el patro­ cinio de tal o cual ideología contemporánea. El paralelo con Rabelais es todavía más llamativo. En 1910, Plattard comenzaba su estudio sobre las fuentes del autor francés (una obra todavía autorizada en su campo) con una admonición idéntica, por su contenido, a otra de Menéndez Pelayo que citaré en breve: los dos atacan la falta de rigor de las escuelas panegírica y esotérica. En el caso de Plattard, defiende que Gargantúa y Pantagruel no son parábolas; y que no contienen ni un sistema oculto de corte filosófico o moral, ni una sátira social dis­ frazada detrás de una serie de alusiones ingeniosas.6 7

6. Aldo Vallone, La critica dantesca nell' ottocento, Leo S. Olschki, Florencia, 1958, pp. 175-176. 7. «Est-il encore besoin d’avertir, au début d’un ouvrage sur Rabelais, qu’on ne s’y occupera pas de l’ “énigme”, philosophique ou polidque, que trop longtemps les commentateurs ont voulu découvrir dans son livre ? ... Le Gargantúa et le Pantagruel ne sont 1!*5

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Américo Castro tenía razón al considerar que los críticos más repu­ tados de la época habían exagerado en su reacción ante las elucubra­ ciones de los exegetas panegiristas y esotéricos. Estos críticos pasaron a proclamar, de forma insistente y repetitiva, tanto la clara limpidez de la obra cervantina como la irrelevancia de sus ideas en el marco gene­ ral de su contexto histórico; el verdadero valor del Quijote, según ellos, debía percibirse en el nivel de la intuición estética, más que en el de la intelección. El debate sobre la capacidad intelectual de Cervantes y cuestiones relacionadas (como sus descuidos de composición) cons­ tituye un abultado Corpus de crítica literaria a lo largo de nuestro periodo y del anterior: las notas editoriales de Clemencín, que son en parte, de modo implícito, una réplica al «Análisis» de Vicente de los Ríos; las refutaciones de Clemencín por Hartzenbusch, Juan Calde­ rón yjuan Valera,8 así como la crítica de sus notas en las de Cortejón y Rodríguez Marín; la censura de Menéndez Pelayo a los panegiristas y esotéricos; la posterior censura de Ortega y Gasset y Américo Castro a las ideas de Menéndez Pelayo... La polémica fue siguiendo la ley del péndulo: la veneración entusiasta fue contrarrestada por la correc­ ción de las afirmaciones más exageradas de esos adoradores; pero a su vez, esa corrección fue contrarrestada por nuevas correcciones. En la fase de 1905 a 1925, esos antagonismos son perceptibles en la opo­ sición que enfrentaba a, por un lado, la generación del 98 y, por el otro, cervantistas profesionales como Rodríguez Marín, Rudolph Schevill y Francisco Icaza.9 Mientras que los noven tayochistas insistían

point de paraboles. lis ne contiennent ni un systéme de raorale ou de philosophie, ni une satire sociale déguisée sous de laborieuses descriptions ou de trop subtiles allusions», Jean Plattard, L ’ceuvre de Rabelais. Sources, invention et composition, Champion, París, 1910, p. ix. 8. Hartzenbusch, «Comentario del Quijote por Don Diego Clemencín», El Laberin­ to, vol. 1, Madrid, 1843-1844 (en concreto, aparecieron un «artículo primero» el 1 de noviembre y un «artículo segundo» el 16 de noviembre de 1843). Juan Calderón, Cer­ vantes vindicado en 115 pasajes del texto que no han entendido o que han entendido mal algu­ nos de sus comentaristas, Imp. d e j. Martín Alegría, Madrid, 1854. Valera, «Sobre el Qui­ jote->, pp. 15-19. 9. Véase el prólogo a la «edición crítica» de Rodríguez Marín (Tip. de la RABM, Madrid, 1917, 6 vols.); el prólogo de Schevill a su edición conjunta con Bonilla (Gráfi­ cas Reunidas, Madrid, 1928-1941, 4 vols.); y «Al margen del Quijote», el capítulo final de El «Quijote» durante tres siglos, de Francisco Icaza (Fortanet, Madrid, 1918).

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en la profundidad del Quijote, los cervandstas miraban con recelo los intentos de destilar sutilezas por medio de «la fina alquitara filo­ sófica». Sin duda el blanco principal de la crítica de Américo Castro, en su citada introducción, son las aseveraciones contundentes y devastado­ ras de Menéndez Pelayo en su Historia de las ideas estéticas en España (publicada por primera vez en 1883), sobre la total falta de originali­ dad del pensamiento de Cervantes: Entre las varias y extravagantes formas que en estos últimos tiempos ha tomado el fetichismo cervantista ... debe contarse por una de las más risibles la de atribuir al Quijote singulares ideas científicas, y estudio positivo de todas ciencias y artes, liberales y mecánicas, claras y oscuras, con muchas marañas y trascendencias filosóficas que, a ser ciertas, convertirían el Qui­ jote, de libro tan terso y llano como es, en la más enojosa de las enciclope­ dias. En vano se les dice que las ideas científicas de Cervantes, si es que tal nombre merecen, casi nunca traspasan los límites del buen sentido, ni se elevan un punto sobre el nivel (ciertamente muy alto) de la cultura espa­ ñola en el siglo xvi ... En vano se les pone delante de los ojos que Cer­ vantes es grande por ser un gran novelista o, lo que es lo mismo, un gran poeta ... y que no necesita más que esto para que su gloria llene el mun­ do; es más, que esta gloria sufriría no leve detrimento y menoscabo si se apoyase en la trascendencia dogmática de su obra, puesto que de tal apa­ rato docente habría de resentirse por fuerza la concepción artística, tor­ pemente afeada por alegorías, enigmas e interpretaciones simbólicas."’ Unos veinte años después, Menéndez Pelayo modificó un tanto sus ideas en la conferencia «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote». En ese momento ya no describe a Cervantes como un «ingenio lego»; se opone a las consideraciones de Unamuno, para quien el alcalaíno era intelectualmente mediocre; y destaca la vastedad de la cultura literaria de Cervantes y el cuidado de sus hábitos de composición. Aun así, en muchos aspectos el núcleo cen­ tral de sus ideas permanece inalterado. “ 10 10. Cito por la Edición nacional de las obras completas de Menéndez Pelayo, s. n. (Aldus), Santander, 1947-, vol. 11, pp. 264-265. 11. San Isidoro, Cervantes y otros estudios, Espasa-Calpe (col. Austral), Madrid, 1941, pp. 80-82, 88, 92-93 y 96.

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Cuando denuncia la incapacidad e ignorancia estética del «fetichismo cervantista», Menéndez Pelayo acierta de pleno. Lo que afirma no es aplicable únicamente a las escuelas esotérica y panegirista, sino a la mayor parte de la crítica cervantina desde 1859, que, con su implaca­ ble empeño de hallar en el Quijote una filosofía ora existencial, ora nacional, ha conseguido justamente lo que el maestro temía. Ello no obstante, Menéndez Pelayo no hace justicia al hecho de que las opi­ niones de Cervantes sobre cuestiones sociales como el honor o la expulsión de los moriscos, su metafísica y psicología del amor y, ante todo, sus teorías y juicios prácticos sobre temas literarios, muestran no poca inteligencia y deben considerarse como un pensamiento indivi­ dual, aun cuando sus puntos de partida no sean invenciones origina­ les. Esta injusticia importaría poco si las ideas de Cervantes fueran un elemento separable de sus obras de arte; pero no lo son. Ese es justa­ mente el mayor mérito de El pensamiento de Cervantes: haber obligado a la crítica a tomar conciencia de ese hecho. Por su preparación intelectual, Menéndez Pelayo habría podido ser un estudioso perfecto del sistema ideológico de Cervantes; pero su estética lo predisponía en contra de esa clase de tareas. Ello era así incluso con respecto a Calderón, cuya profundidad filosófica se re­ conoce en sus conferencias sobre el teatro calderoniano (1881), pero no se analiza a fondo. Aun a pesar de ello, habría podido orientar con­ venientemente al cervantismo con solo haber emplazado a Cervantes en el mapa de sus conexiones, fuentes y precedentes literarios: su eru­ dición en el campo de la literatura española y comparada no tenía rival, y le permitió desarrollar esa clase de trabajos en relación con Lope de Vega, los poetas líricos, los orígenes de la novela y tantos otros temas. Pero a Cervantes no le dedicó esa atención hasta 1905, y solo dentro de los estrechos límites de una conferencia, de manera que su aportación resultó demasiado tardía y demasiado aislada como para redundar en la buena salud del cervantismo. Es mucha la distancia que separa esa conferencia («Cultura litera­ ria de Miguel de Cervantes...») del cervantismo de su tiempo. La atención de Menéndez Pelayo es la propia de un amante de la litera­ tura, que intenta explicar una experiencia literaria desde el ángulo 128

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más apropiado: entroncando la elegancia ciceroniana, el ritmo y la amplitud del estilo de Cervantes con Boccaccio; el ingenio, la ironía y la fantasía de su sátira, con Luciano y los erasmistas españoles; su realismo cómico y el arte de sus diálogos, con don Juan Manuel, el Arcipreste de Talayera y Fernando de Rojas. Así considerado, el arte cervantino queda puesto a buen resguardo: en la esfera de la contem­ plación, que es donde le corresponde estar, a salvo de la crítica sim­ bólica y alegórica. Las implicaciones negativas de esta conferencia fueron absorbidas por los críticos más autorizados, a quienes, en cual­ quier caso, la formación tradicional predisponía a compartirlas; pero por desgracia, las ideas más positivas — las que invitaban a estudiar a Cervantes como un maestro de la novela o un poeta de la prosa— no tuvieron el mismo eco. Para comprender el porqué debemos atender primero a las características de la erudición de la época; eso ayudará a explicar, asimismo, por qué los cervantistas más reputados descui­ daron el estudio del universo mental de Cervantes.

La carrera de Menéndez Pelayo, desde la publicación de sus polémi­ cas cartas sobre la ciencia y la filosofía en España (Revista Europea, 1876) hasta su muerte en 1912, se extiende a lo largo del periodo en el cual se puso en marcha el estudio coordinado y metódico de la lite­ ratura española. Anteriormente se había abierto camino con apor­ taciones admirables: las de bibliógrafos como Gallardo y Gayangos, algunas décadas atrás; de varios colaboradores de la Biblioteca de Autores Españoles;12 de Pedro José Pidal y de Milá y Fontanals, pro­ fesor de Menéndez Pelayo en la Universidad de Barcelona. En el transcurso de su erudita defensa de «la ciencia española», contra quienes denunciaban su plena decadencia desde los Siglos de Oro, un Menéndez Pelayo sorprendentemente precoz (pues por enton­ ces contaba solo veinte años) diseñó un ambicioso proyecto de in-

12. Me refiero particularmente al prólogo de González Pedroso a su colección de autos sacramentales (Biblioteca de Autores Españoles, nu 58, Madrid, 1865); a la his­ toria de la poesía lírica del siglo xvm , por Gueto, en el primero de sus tres volúmenes al respecto (B. A. E., n“ 61, 1869); y en cuanto a Duran y Aureliano Fernández-Guerra, a sus respectivas ediciones del Romancero y Quevedo (B. A. E. 10 y 1(i, 1849-1851; B. A. E. 23, 48 y 69, 1852-1859).

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vestigación destinado a redescubrir a ojos de sus contemporáneos buen número de tesoros literarios e intelectuales. Luego dedicó el resto de su vida a desarrollar él solo gran parte de esas tareas, sobre todo mediante una sucesión de estudios monumentales, dedicados a los heterodoxos españoles, las ideas estéticas, la poesía lírica, los orígenes de la novela y el teatro de Lope de Vega.1,1 Todos esos es­ tudios se ocupan de sus respectivos temas trazando un sistema de rela­ ciones de lo más ambicioso, con el que se arroja luz sobre ellos tanto directa como indirectamente, y desde todos los rincones de la lite­ ratura y el pensamiento, no solo españoles, sino de la Europa occi­ dental: de la Antigüedad clásica en adelante, desde los heterodoxos enterrados en el Corpus Haereseologicum de Oehler hasta el recorrido de las tradiciones narrativas orientales en el laberinto de la literatura medieval. Esta gran labor se inspira en el espíritu casticista común entre los eruditos coetáneos. Entiendo aquí por casticismo la idealización de la pureza cultural de una casia o raza; ya hemos visto qué reflejo tiene esa actitud en la crítica del Quijote. Las primeras obras del maestro santanderino — La ciencia española (1876), Historia de los heterodoxos españoles (desde 1880) e Historia de las ideas estéticas en España (desde 1883)— son una exaltación animosa del genio de la cultura españo­ la, diferenciándolo de las otras culturas europeas y proponiéndolo como modelo e inspiración para la España moderna. Este es el casti­ cismo que atacarían más adelante Unamuno y Ortega. Se apoya en una idea de Taine, según la cual la salud intelectual de una nación depende de si al mirar atrás encuentra un impulso de progreso soste­ nido; pero esta no es su fuente principal. Su origen radica más bien en la ideología casticista que ocupa el corazón mismo de la erudición española decimonónica: comienza en Agustín Duran, pasa por Valera, Milá y Fumaríais y muchos de los editores de la Biblioteca de Auto­ res Españoles, y llega hasta Menéndez. Pídal. Cuando Unamuno y Or­ tega reprueban la estrechez de miras del nacionalismo de Menéndez

13. l.us tu s ánimos lemas corresponden a los prólogos que antepuso a su Antvlofriti de ¡mHas líricos castellnvus (1 3 vols. publicados a partir de 1Hijo, Viuda tic Hernando, Madrid), a la antología de Ihrniax novelísticas primitivas (Orígenes de la novela, N. B. A. K.. vols, 1, vil, xiv y xxi, de 1por, en adelante) y a la edición de lies obras de Lope de Vega por la Real Academia Española (desde 1890).

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Pelayo le están haciendo una injusticia, porque en ningún punto de su carrera — ni siquiera en la polémica de la ciencia española o en su desafiantemente católica Historia de los heterodoxos— puede conside­ rarse que su casticismo sea exclusivista. Sus historias literarias e in­ telectuales tienden a resaltar la individualidad de España dentro del contexto europeo, es cierto; pero nunca la sitúan en un lugar separa­ do. Antes al contrario: el conjunto de su método, en tanto que comparatista, responde a su convicción primordial de que España no había dejado de ser ni por un momento parte integral de Europa, con la cual intercambió libremente las influencias culturales. Y lo que es más, su honradez intelectual impidió, en gran medida, que sus creen­ cias sociales y religiosas — derechista conservador, nacionalista y cató­ lico— nublaran su buen criterio como crítico e historiador. Los eruditos coetáneos de Menéndez Pelayo (como Eduardo Hinojosa, Cotarelo y Mori o Rodríguez Marín), así como sus alumnos y sucesores (como Menéndez Pidal y Adolfo Bonilla), compartieron sus virtudes como investigador, pero en general carecían de la vastedad de su cultura literaria, su interés por la filosofía y su esteticismo. Me­ néndez Pidal lo superó ampliamente en el método y la imaginación científica: aparentaba dominar una gran cantidad de datos y los en­ marcó en una teoría lúcida y unos proyectos históricos de gran calado y meticulosa documentación. Esa era la modernidad europeísta por la cual expresaron su admiración tanto «Azorín» como Ortega. En cier­ to sentido, y en comparación con Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal fue un producto más típico de su época: era el tiempo de los historia­ dores, los paleógrafos, los filólogos. Eso se vio reflejado en la actividad erudita en torno al Quijote.'4 Fue entonces cuando se realizaron tres14

14. Las obras a las que me refiero en adelante son: Cristóbal Pérez Pastor, Docu­ mentos cervantinos, Fortanet, Madrid, 1897-1902, 2 vols.; Julio Cejadory Frauca, La len­ gua de Cervantes, 2 vols., Jaime Ratés, Madrid, 1905-1906; la edición del Quijote por Cle­ mente Cortejón, Imp. Victoriano Suárez, Madrid, 1905-1913, 6 vols.; F. Rodríguez Marín, Nuevos documentos cervantinos, Tipografía de la RABM, Madrid, 1914, y su ya mencionada edición del Quijote en 6 vols. (1916-1917), reeditada en 7 vols. con adi­ ciones (Madrid, 1927-1928); y la también referida edición de Schevill y Bonilla (19281941), como parte de las Obras completas de Cervantes. También se publicaron muchos estudios sobre la biografía del autor alcalaíno, por obra de Narciso Alonso Cortés, Cota­ relo y Mori, Rodríguez Marín y otros, con títulos como Cervantes en Valladolid, Efemérides cervantinas, etc.

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ediciones críticas de excelente calidad: las de Cortejón, Rodríguez Marín y, con un tanto de margen cronológico, de Schevill y Bonilla. La lengua de Cervantes, de Julio Cejador y Frauca, contiene una gra­ mática histórica de los usos cervantinos en el primer tomo, y un útil glosario en el segundo, que recopila la sabiduría acumulada por los anteriores editores del Quijote. La investigación biográfica había alcanzado una cima a principios del siglo xix, con la publicación de la Vida de Fernández de Navarrete en 1819; esta obra apuntala las in­ teligentes conjeturas de Mayans y Sisear con datos más sólidos y recientes, tomados de los Archivos de Simancas y los registros parro­ quiales de Alcalá de Henares. Tras un periodo de unos cuarenta años de poca actividad, Cayetano Alberto de la Barrera, J. Ma Asensio y algunos otros eruditos regresaron a los archivos e iniciaron un flujo constante de nueva información documental. Los descubrimientos más notables se dieron a conocer en sendas obras de Cristóbal Pérez Pastor y Rodríguez Marín, publicadas en 1897-1902 y 1914, respecti­ vamente. En parte como producto de esas investigaciones; en parte por las leyendas semieruditas que, desde Argamasilla de Alba, Alcázar de San Juan y Esquivias relacionaban la concepción primera del Qui­ jote con uno de estos lugares; y en parte porque así lo quiso el Zeitgeist, lo cierto es que la crítica quijotesca del periodo gravitó de forma obse­ siva alrededor de la biografía de Cervantes y varias cuestiones anejas, como las identidades del supuesto «modelo vivo» del hidalgo demen­ te y de quien, con el pseudónimo de Avellaneda, dio a la imprenta el Quijote de 1614. Es evidente que esta clase de investigación es y siempre ha sido un fundamento o acompañamiento imprescindible de los estudios litera­ rios; y que, hasta cierto punto, procede con independencia de las modas críticas. Así, ha sido una tarea acometida por los cervantistas desde mediados del siglo xvm , en una tradición ininterrumpida de paciente acumulación. Pero no es menos evidente que en ocasiones tiende a confundirse con la crítica literaria. En cierto sentido, Corte­ jón, Cejador y Rodríguez Marín, que se centran casi exclusivamente en el plano más literal del texto, son los últimos representantes de una línea exegética que se remonta hasta Clemencín pasando por Sbarbi, Urdaneta, Hartzenbusch y Juan Calderón, y que mantiene encendidas las brasas del Neoclasicismo; por ejemplo, en su empe­ ño de fijar un estadio clásico de la Edad de Oro española y su insis-

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tencia en subrayar la ingeniosidad verbal y el dominio estilístico de Cervantes. En otros aspectos son fieles a su tiempo. Las notas de la edición de Rodríguez Marín buscan dilucidar sobre todo los usos lin­ güísticos y su trasfondo de costumbres sociales, y son reflejo de los intereses filológicos de un periodo particularmente atento a los hechos: cuanto más numerosos y menudos, mejor. Sus notas también exhi­ ben, con su énfasis en los (supuestos) andalucismos de Cervantes, el placer con el que el casticismo decimonónico contemplaba todo lo pintoresco, nacional, tradicional y folclórico. En las ediciones neoclá­ sicas se prestaba atención predominante a la literatura caballeresca; en la de Bowle, a otras fuentes literarias; pero eso se reduce de forma proporcional en la de Rodríguez Marín. Su gran edición contiene unos modos de anotación naturales y propios, pero no son los únicos que cabe concebir. Si imaginamos que pudiera ser un modelo de crí­ tica literaria, tendería a fomentar la atención sobre los aspectos lexi­ cográficos, biográficos y del medio social, y a desalentar, por el con­ trario, toda curiosidad sobre las conexiones literarias e ideológicas del arte cervantino.

Esta falta de curiosidad que acabamos de describir ayudó al triunfo de la crítica simbólica y alegórica; pero también colaboraron otros facto­ res. Ya antes del siglo xix circulaba la suposición de que el Quijote debía ser una parábola portentosa. Así lo indicó Cadalso en la carta l x i de s u s Cartas marruecas (1789); y lo m i s m o h i z o Bartolomé José Gallardo en su opúsculo El criticón (1835).':>Gallardo — y sin duda, también Cadalso antes que él— se limitó a hacerse eco de una idea muy extendida en su tiempo: si el Quijote es una sátira, tiene que afec­ tar a alguna persona o institución, y no solo a otros libros. El prota­ gonista es una caricatura, pero ¿de quién? ¿Del duque de Lerma? ¿De15

15. «El Quijote encierra en sí gran misterio; aún no se ha descifrado bien el primor de su artificio: lo menos es ridiculizar los devaneos de la Caballería Andante: esa, ya tan sabrosa, ¡no es sino la corteza de esta fruta sazonada del árbol provechoso de la sabi­ duría!»; B. J. Gallardo, El criticón: papel volante (le literatura y bellas arles, Sancha, Madrid, 1835, p. 35. Este anuncio conduce luego a una revelación tan decepcionante como la de que el Quijote ridiculiza el fantasioso estilo de la caballería, que toda Europa estaba cultivando en la época de Cervantes. 133

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Garlos V o Felipe II? ¿De Don Rodrigo de Pacheco?'*’ ¿Quizá de don Alonso de Quijada y Salazar?17 Y la novela, ¿qué institución satiriza? ¿La aristocracia española? ¿El Santo Oficio, quizá? ¿La caballería española? A finales del siglo xvm y principios del xix, eran muchos los que pen­ saban que todas esas cuestiones se resolverían cuando se encontrara, si al fin se encontraba, el perdido texto de El buscapié. Según pretendía la leyenda, este era un panfleto escrito por el propio Cervantes al poco de publicarse la primera parte del Quijote, con el ánimo tanto de despertar del letargo al interés público como de aclarar las alusiones.'8 Buena parte de los trabajos preparatorios de los anticuarios y bibliógrafos del periodo 1890-1925 se dedicó a investigar esta clase de cuestiones.'9 Lo mismo cabe decir de las conjeturas de la escuela esotérica. Toda esta clase de especulaciones apunta a una concepción del Quijote como sátira alegórica/0 En 1849, en el prólogo al Romancero general, Agustín Durán sugirió que el Quijote quizá pudiera ser consi-

16. Según cuenta una de las leyendas, carente de todo fundamento, Pacheco fue el influyente caballero de Argamasilla de Alba que hizo que se encerrara a Cervantes en la prisión de la «Casa de Medrano» y, con ello, lo incitó a escribir el Quijote. 17. Según una leyenda adicional, el caballero Pacheco era pariente de Catalina de Salazar y, al parecer, se habría ganado el resentimiento de Cervantes al poner objecio­ nes a su matrimonio con ella. Sobre las varias leyendas que, a finales de siglo x vm y principios del xix, identificaban a don Quijote con tal o cual «modelo vivo» puede con­ sultarse un resumen imparcial en la biografía de Navarrete (1819). En cierto sentido, las biografías cervantinas de los cien años posteriores fueron poco más que una exLensa nota al pie de la de Navarrete. 18. Adolfo de Castro dio materia a la leyenda al publicar en 1848 una obra con ese título; Cervantistas descubrió pronto que se trataba de una falsificación erudita. 19. El intento de darles respuesta — en una suerte de comentarios «esotéricos»— ha continuado hasta nuestros días, con Lope de Vega como principal sospechoso. Véan­ se, por ejemplo, Millé y Giménez, Sobre la génesis del«Quijote’>, Araluce, Barcelona, 1930, y jo s é López Navio, «Génesis y desarrollo del Quijote», AC, vil (1958), pp. 157-235. 20. A principios del siglo x ix , un catalán residente en Londres — Antoni Puigblanch— dio a la imprenta La Inquisiáón sin máscara (Josef Niel, Cádiz, 1811-1813). Esta historia de la crueldad inquisitorial contiene una interpretación detallada del Qui­ jote, que resulta ser la primera exegesis alegórico-satírica de la que tengo noticia. En ella se afirma que ciertos episodios de la segunda parte — los de la cabeza encantada y el fu­ neral de Altisidora— son parodias sistemáticas de las prácticas del Santo Oficio. He utili­ zado la traducción inglesa, The¡nquisition Unmasked, 2 vols., Imp. Baldwin, Cradock & Joy, Londres, 1816, vol. 1, pp. 339-350. [Hay una reedición del original en Altafulla, Bar­ celona, 1988].

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derado una caricatura de la aristocracia española del siglo xvi, tan dó­ cilmente sometida a la monarquía autocrática. Durán elogió al cura como representante del liberalismo cristiano de clase media, e iden­ tificó los intereses de este grupo con las instituciones democráticas y descentralizadas de la Castilla medieval/1 Este tipo de interpretacio­ nes, en las que la retrospectiva histórica aparece tan obviamente te­ ñida por los prejuicios políticos decimonónicos, se transmitió direc­ tamente a la crítica quijotesca de autores como Benjumea, Tubino, Teodomiro Ibáñez, Maínez y Navarro o Ledesma. La tradición satírico-alegórica, al igual que la actitud panegírica, precedió al Romanticismo. No se relaciona necesariamente con la concepción romántica del Quijote, ni tampoco con las clases de sim­ bolismo histórico que esta promovió. Su relevancia para la instaura­ ción final de la concepción romántica en España puede describirse como sigue: por su sesgo simbólico, las dos formas de crítica se ayu­ daron mutuamente; y, pese a sus diferencias, terminaron por interre­ lacionarse. Del mismo modo, la creencia tradicional en la misteriosa profundidad del Quijote era fácilmente asimilable a la exaltación romántica de las capacidades del genio creador.

EL MÉTODO «FILOSÓFICO» DE BENJUMEA

En España, el paso de la concepción neoclásica a otra tan radical­ mente dispar como la romántica se debe, en gran medida, a Nicolás Díaz de Benjumea. Benjumea fue poeta; director de revistas; escritor de artículos sobre cuestiones sociales, políticas y literarias; encargado del negocio familiar de «Benjumea Hermanos», en Londres; y cer­ vantista prolífico. En realidad, es el modelo arquetípico del cervantis­ ta no especializado. Su crítica alegórica es ciertamente ingenua y pue-2 1 2 1. «Cervantes caricaturó en su obra el espíritu ridiculamente exagerado de las altas clases, contraponiéndole el sesudo y razonable de las medias, y el prosaico de la gente vulgar, cuyo carácter tímido, receloso, desconfiado y egoísta, se formó bajo el despotis­ mo y la Inquisición. Don Quijote, el cura y Sancho Panza forman la unidad compleja de la sociedad española de aquel tiempo ... Nadie ha dicho que don Quijote fuese el conde Fernán-González, ni el Cid Campeador; y muchos han creído que representaba a Carlos V, a Francisco I, a Felipe II o a sus guerreros cortesanos»; Romancero general, pp. XII-XIII.

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ril, pero quedó compensada por una imaginación capaz de doblegar el peso de la opinión tradicional e imponer la nueva concepción romántica, e igualmente por una tal agudeza de percepción que anti­ cipó muchas de las ideas centrales de críticos como Valera, Menéndez Pelayo, Navarro y Ledesma, Américo Castro y Salvador de Madariaga. Consciente del gran poder de la publicidad, Benjumea afirmó que su contribución a la crítica quijotesca era radicalmente innova­ dora, y capaz de rejuvenecerla por la vía de importar las últimas ideas del extranjero, una vez filtrado su inevitable alejamiento de la cultu­ ra española. Pero en realidad fue menos revolucionario de lo que pre­ tendía: buena parte de sus novedades se limitan a afirmar ya de forma estridente, ya de un modo sistemático, lo que la crítica precedente había aseverado más vacilante o esquemáticamente. Más que en nin­ gún otro aspecto, eso es lo que ocurrió con la concepción alegóricosatírica del Quijote. La obra de Benjumea transformó la crítica española de dos mane­ ras principales/¿ En primer lugar, la convenció para que aceptara los fundamentos de la actitud romántica, tal cual se han descrito en el capítulo II. Asume la idea, expresada ya antes por Sismondi y Marchena, de que don Quijote es la personificación del idealismo moral (véase el cap. II, p. 91 y p. 79, nota 34); siguiendo a Coleridge (véase el cap. IV, p. 164, nota 62), convierte al hidalgo en un arquetipo abs­ tracto — del Alma, el Idealismo, la Fe y la sed de Justicia— , del cual Sancho es la antítesis simbólica; de acuerdo con Hernández Morejón (véase la nota 2 del presente capítulo), identifica la psicología del protagonista con la de un «idealista monomaniaco», cuyos rasgos se2

22. Sus ideas se expresaron primero en una serie de artículos aparecidos en el periódico madrileño La América, entre agosto y diciembre de 1859. Fueron recapitula­ das y ampliadas en sus posteriores publicaciones: las notas a su ya mencionada edición del Quijote (1880-1883) pueden considerarse un resumen de su pensamiento. Los artículos de La América se imprimieron por este orden y con estos títulos: 8 de agosto, «La significación histórica de Cervantes»; 8 de septiembre, «Comentarios filosóficos del Quijote»', 24 de septiembre: «Comentarios filosóficos del Quijote: Refutación de la creen­ cia, sostenida hasta nuestros días, de que el Quijote fue una sátira contra los libros caba­ llerescos»; 8 y 24 de octubre, continuación del anLerior; 8 de noviembre, «Comentarios filosóficos del Quijote»; 24 de noviembre y 8 y 24 de diciembre, continuación del ante­ rior. No indico los números de página porque la edición media de La América (Crónica Hispano-Americana) no consta más que de unas diez páginas.

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corresponden punto por punto con los historiales clínicos de los visio­ narios religiosos; postula la existencia de una influencia recíproca entre amo y escudero, anticipando así la teoría de Madariaga, quien habló de la quijotización de Sancho y la sanchificación de don,Quijote; por último, esboza la teoría de la «rectificación», expuesta luego por Menéndez Pelayo (véase el cap. III, p. 1 12 ss.). Por otro lado, no alte­ ró el caudal de los encomios tradicionales: valoró el naturalismo, la energía, la variedad e imaginación de las caracterizaciones y diálogos cervantinos, el decoro de su descripción cómica de los tipos vulgares, la riqueza de su retrato de la España contemporánea y lo edificante y provechoso de su actitud moral. La segunda innovación de Benjumea radica en el comentario «filosófico» del Quijote. En sus artículos de La América defendió las siguientes tesis: El Quijote es una novela con un mensaje profético que presagia el advenimiento de los ideales liberales y humanitarios de la edad moderna. A Cervantes le aguardaba un destino providencial: instruir a la humanidad en su progreso histórico hacia esos ideales. Su meta no era en absoluto (Benjumea dedica mucho espacio a esta idea) satirizar los libros de caballerías ni destruir el espíritu caballe­ resco, sino ridiculizar el empleo de medios violentos, al cual — aun­ que fuese para fines nobles— habían recurrido tanto la caballería como la sociedad en su conjunto. El genio alcalaíno deseaba la llegada de una «nueva caballería» que, armada de la razón y no la fuerza, lu­ chara por reformar cuantas instituciones no fuesen igualitarias y de­ mocráticas. El tema que unifica su novela es el combate universal entre las dos tendencias básicas del hombre — el idealismo y el alma frente al sensualismo y la materia— , combate que culminaría en la redención de estos últimos por obra de los primeros. Esas ideas son las que constituyen el sentido «simbólico», «esoté­ rico», «oculto», «tropológico» o «filosófico» de la novela. He reunido aquí los varios términos con los que Benjumea caracterizó su propio método a lo largo de su carrera; por mor de la claridad, aunque parez­ can ser para él términos intercambiables, deberíamos definirnos al respecto. La interpretación que acabamos de describir es alegórica, puesto que considera los personajes y acontecimientos del Quijote como encarnaciones deliberadas de ideas abstractas. En otro nivel, que aun así no se distingue netamente del primero, se trata de una exegesis simbólica, por cuanto acepta que parte del sentido profético i3 7

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y universal de la novela es un símbolo creado por la intuición artísti­ ca. Los artículos posteriores a los de La América (1859) son ante todo esotéricos: sin abandonar las ideas precedentes, tienden a subrayar la importancia de las alusiones ocultas del Quijote a diversas personas y hechos de la biografía de Cervantes. En adelante, utilizaré el término «simbólico» como un concepto general e incluyente, y especificaré «alegórico», «propiamente simbólico» o «esotérico» cuando sea ne­ cesario. Los artículos de La América (a los que siguió en 1861 el opúsculo La estafeta de Urganda) despertaron un interés muy vivo y no poca po­ lémica. La controversia se desarrolló en periódicos madrileños como El Contemporáneo y La España literaria (1862) y en el sevillano El Por­ venir (1863-1864). Francisco María Tubino se sintió impulsado a escribir un libro (véase la nota 24 de este capítulo) que refutaba La estafeta, que en realidad se había contentado con anunciar la futura publicación de una serie de comentarios «filosóficos» (en este caso, alegóricos y esotéricos) y dar bombo a la novedad del método. Aun­ que muchos mostraron su desacuerdo con varios detalles de la inter­ pretación de Benjumea, sobre todo en los aspectos esotéricos, la mayoría entendió que el método «filosófico» era fructífero y debía distinguirse de la «anotación literaria», tal cual había sido puesta en práctica por los autores neoclásicos. Clemencín pasó a ser considera­ do el «coco» de la crítica. Se le reprochaba que con sus pedantes notas gramaticales, su documentación de las fuentes de Cervantes en la lite­ ratura caballeresca, su análisis retórico de los pasajes de mayor belle­ za estilística y, en general, el análisis de la forma artística, estaba des­ atendiendo lo que realmente importaba: la inmortal profundidad del Quijote. La indiferencia total ante todo eso se puede resumir en esta frase de Tubino: «como artista, Cervantes pertenece a su siglo; como pensador, a la posteridad». ¿Dónde estribaba esa «profundidad»? En primer lugar, en la universalidad de su simbolismo humano; en segun­ do lugar, en su aguda comprensión del carácter de España y la socie­ dad del siglo xvi; por último, en la experiencia biográfica del autor, que proporcionaba los materiales para los dos puntos anteriores. Entre la tendencia a la generalización insulsa y el sesgo histórico, esta crítica solió pecar casi sin excepción de una notable incapacidad esté­ tica. Las páginas que más cerca están de apreciar el arte literario de Cervantes (y sobre todo la caracterización de los personajes) son las 138

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de Valera y Hartzenbusch;'11 no en vano era el uno novelista y el otro había sido dramaturgo.

La interpretación simbólica de la novela cervantina se vuelve ver­ daderamente sistemática con los «comentarios filosóficos» de Benjumea. Desde entonces ha ido permeando la crítica quijotesca con formas cada vez más desarrolladas; es por ello por lo que vale la pena determinar la fuente de la concepción benjumeica del comentario «filosófico». La noción de que el Quijote contiene un simbolismo uni­ versal (el de la Idea frente a la Realidad) procede claramente de Bouterwek y Sismondi. Sin embargo, la de la crítica «filosófica», en tanto que método de estudio de la literatura, deriva de una fuente más general. En los ensayos de Benjumea se la relaciona con una elevada con­ cepción del Poeta-Visionario, que escudriña el futuro, divisa la Idea dominante en una nueva era y guía a la humanidad hacia ella (como Galileo, Cromwell o Newton). Esta noción tiene precedentes en Víctor Hugo, en la Introduction á l ’histoire de la philosophie de Víctor Cousin (1828) y en algunos poetas románticos españoles. Sin duda se inspiraría también en tópicos popularizados por maestros como A. W. Schlegel y S. T. Coleridge, sobre la capacidad del genio tanto de per­ cibir los principios dinámicos y universales de la naturaleza humana como de encarnarlos luego en una forma singular. Un crítico de mediados del siglo x ix que hubiera leído los estudios de, pongamos, Coleridge sobre Shakespeare o Schlegel sobre la tragedia griega, habría percibido una importante diferencia en el nivel y la calidez de esa interpretación respecto de las exegesis que, del genio español por antonomasia, habían propuesto Aribau, Clemencín, Ochoa o Hart­ zenbusch; es muy probable que hubiera querido imitar a los primeros. En el caso de Benjumea no son conjeturas vanas, puesto que sabemos que conoció la crítica de esos dos autores, o por lo menos tuvo noti­ cias de ella. Entre 1810 y 1860 se aplicó el término de «filosófico» a todas las clases de crítica que rompieron con los métodos neoclásicos. Así es2 3 23. Me refiero a la conferencia de Valera «Sobre el Quijote» (1864) y al prólogo de Hartzenbusch a la edición argamasillense del Quijote (1863). 139

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como describió su propia obra Coleridge, con su particular aptitud para trazar análisis psicológicos de gran sutileza. Lo mismo hicieron va­ rios críticos franceses después de 1820 — Villemain, Ozanam, SainteBeuve, Magnin o Ampére— , aun cuando su atención se dirige a una meta muy diferente, como son las causas históricamente determinables de la literatura: la biografía del autor, el milieu social, la ideología predominante en un periodo. Francia fue el modelo inmediato de la generación de Benjumea. Lo que une a todos estos hombres es, por un lado, la creencia en que todos los sistemas culturales son, por su propia naturaleza, capaces de producir grandes obras de arte y, por tanto, merecen ser objeto de un estudio inteligente; por otro lado, la estética ecuménica que, junto con A. W. Schlegel, declara que «nadie debería ser juzgado sino por el tribunal que le corresponde». Estas actitudes representan el gran avance que, en el ámbito de la com­ prensión del pasado, ayudó a producir el movimiento romántico. La característica más extraña y anticuada de la crítica filosófica, des­ de nuestro punto de vista actual, no es tanto que se dé rienda suelta a las conjeturas de un Benjumea como lo contrario: que sus defensores reivindiquen la exactitud científica del método. En su prefacio a La Fontaine et ses fables (1861'), Taine nos invita a contemplar una colme­ na. ¿Cómo se la podría describir? Podemos exclamar, como un littérateur. «¡Qué inteligencia la de estas hermosas y diminutas criaturas!». Podemos recurrir al lenguaje de los moralistas y decir: «Aprovechen el modelo que les brindan tan industriosos insectos». Por último, pode­ mos expresarnos como el naturalista: «Vamos a diseccionar una abeja, a examinar las alas, las mandíbulas, la bolsa de la miel...» Taine conti­ núa por este camino y considera que las conclusiones del naturalista pueden abarcar no solo a las abejas, sino a todo el reino animal. Así pues, la principal aberración de Benjumea consiste en aplicar de forma acrítica un método útil. Su negativa a ajustar su imagen de Cervantes a la típica actitud mental de los españoles de los Siglos de Oro fue objeto de una acalorada polémica: ¿cómo se podían salvar esas apariencias — es decir, respetar la verosimilitud histórica— sin retroceder a un literalismo «afilosófico»? Algunos se ampararon en la idea de que, de algún modo, la historia había acabado por reflejarse en el Quijote, gracias a la conexión necesaria que vincula toda obra de arte con el espíritu de su tiempo; otros buscaron remedio en la fe en el subconsciente; otros, por último, sostuvieron que Cervantes había 140

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buscado una alegoría de un dpo más bien vago o general. Francisco María Tubino es un buen ejemplo de las opciones primera y tercera. Según este crítico, Cervantes no quiso satirizar exclusivamente los libros de caballería, sino también el quijotismo de las clases superio­ res españolas: su adicción a los duelos, su gusto por la ostentación, su culto a las aventuras militares. Acontecía que todas estas deficiencias de clase eran parte de un complejo de males históricos, entre los que se incluyen igualmente el imperialismo de los Habsburgo y los defec­ tos típicos de la personalidad española: la arrogancia, la inconstancia y la falta de sentido práctico. Frente a todo ello, Cervantes exalta a la burguesía, cuyo comportamiento de clase está destinado a gobernar la edad moderna mediante las armas de la ciencia y la investigación libre. ¡Da un paso adelante, Sancho Panza! Así pues, aunque apun­ tara inicialmente hacía «un mal grave y pasajero del periodo», Cer­ vantes terminó retratando la lucha entre el feudalismo y la democra­ cia de la clase media y, con eso, llegó a definir «lo más constante y castizo de nuestra personalidad»/0 Como una piedra en un lago, el tema inicial despertó una serie de ondas cada vez más extensas; si algunas ya fueron perceptibles en su tiempo, otras solo lo han sido más adelante. La exegesis de Tubino establece un paradigma que ha sido copiado por los críticos españoles de los últimos cien años.

En su Literary Cnticism: A Short History, Wimsatt y Brooks atribuyen el peculiar tono de los estudios literarios ingleses del siglo x ix a la unión de dos energías aparentemente dispares: «la fuerza de la erudición an­ ticuaría, de carácter pragmático, escéptico, factualista, textual, biblio-2 5 4

24. Me refiero al cap. 5 de El «Quijote» y la estafeta de Urganda, de F. M. Tubino (Imp. La Andalucía, Sevilla, 1862), y sobre todo a su ensayo «¿Necesita el Quijote comentarios?», recogido en Cervantes y el «Quijote»: Estudios críticos, Librería de A. Du­ ran, Madrid, 1872, pp. 197-218. El que sigue es un pasaje central en su argumentación: «Frente a frente de don Quijote, como su correctivo y a la vez su complemento, había puesto el vate una segunda figura de tosco modelado, aunque de admirable, fina y elocuente expresión. Bajo el mugriento coleto de Sancho alentaba ... el burgués, que aherrojado y escarnecido por la gente autocrática, aprestábase a disputarle el imperio social, antes que con las antiguas armas de la fuerza, con las modernas de la ciencia y del libre examen» (pp. 200-201). 25. Cervantes y el «Quijote*, p . 191.

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gráfico y biográfico» y «la fuerza de la devoción al genio poético, a la personalidad, la originalidad, el alma y la emoción, las virtudes y los vicios, la vida, el sufrimiento y la muerte de los creadores literarios». Luego precisan la relación entre una y otra: «El concepto de la vida y los padecimientos incluía todas las clases posibles de influencia sobre el creador; por ende, no había contradicción entre el estudio perso­ nal y otras concepciones más deterministas de la historia natural, la sociología y la política »/b Estas generalizaciones son igualmente váli­ das para la crítica quijotesca del periodo. Los biógrafos de Cervantes — «factualistas», aunque quizá no siempre «pragmáticos» ni «escépti­ cos»— proporcionaron a los críticos — que, muchas veces, eran los biógrafos en otra guisa— el material necesario para una interpreta­ ción imaginativa del Quijote, en la que la novela se concibe como resul­ tado de dos factores complementarios: por un lado, «la vida y los pa­ decimientos» de Cervantes; por el otro, la historia española de los Siglos de Oro.2 2 67 Hay dos premisas, habitualmente interrelacionadas, que represen­ tan el punto de partida de esta concepción crítica: que entre la evo­ lución de don Quijote y la de su creador hay una semejanza demasia­ do llamativa como para ser fruto de una mera coincidencia; y que hay otra analogía similar entre la vida de Cervantes y el transcurso de la historia española de su tiempo. El extenso ensayo de Ramiro de Maeztu en Don Quijote, don Juan y la Celestina (1926), cuya idea germinal se había publicado ya en 1903,28 es típico del modo de proceder de estos críticos: Maeztu pasa de «La vida de Cervantes» (sección 3) a «La España de Cervantes» (sección 4) y «La concepción del Quijote» (sec­ ción 5).29 La narración de la biografía de Cervantes gira sin cesar en torno a contrastes recurrentes: entre la juventud y la edad madura, entre la

26. William K. Wimsatt y Cleanth Brooks, IJíerary Criticism: A Short History, Knopf, Nueva York, 1959 [1957], p. 533. 27. El enorme tomo de R. León Maínez, Cervantes y su época (Litografía Jerezana, Jerez de la Frontera, 1901) es típico de este periodo, tanto por su título como por su contenido. 28. En «Ante las fiestas del Quijote», Alma Española, vi, 13 de diciembre de 1903. 29. Don Quijote, donJuan y la Celestina: Ensayos en simpatía, Calpe, Madrid, 1926. He consultado la edición de la Colección Contemporánea, Madrid, s. f.

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gloria y las penurias, entre la valentía y la posterior falta de reconoci­ miento material, entre los favores de que disfrutó su rival Lope de Vega (tanto de los mecenas como de las mujeres y el público) y la carencia cervantina. Es por ello, argüían, que uno puede preguntarse qué diferencia existe entre dos idealistas tan parejamente baquetea­ dos por la fortuna como don Quijote y Cervantes. La historia perso­ nal del alcalaíno posee un gran potencial patético, que podía ser fá­ cilmente explotado por quienes estuvieran dotados de una buena imaginación novelística; es el caso, por ejemplo, de Navarro y Ledesma, cuya biografía, de unas seiscientas páginas, considera el Quijote como la autobiografía espiritual de Cervantes. El título mismo ya lo apunta: El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra. Es una obra que no pone freno a la sentimentalidad (Cervantes es nombrado siempre como Miguel), escrita con buen estilo y bien informada. Como botón de muestra del método de Ledesma valdrá citar un pasa­ je de una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid y titulada «Cómo se hizo el Quijote», en la cual el autor medita sobre la transi­ ción de la gloria militar — en Lepanto, Cervantes había sido Amadís de Gaula, Roldán y Aquiles— a la degradación picaresca: Todo esto m erecía meditarse largam ente, y m editándolo se hallaba un día Miguel cuando, tal vez en un cacho de espejo roto, tal vez en una bacía de agua clara, vio reproducida su figura, larga, amarilla y ojerosa, con una expresión m elancólica y desengañada que jam ás antes tuvo, y rom piendo en una bella, en una heroica y hom érica risa, se le ocurrió llamarse a sí mismo el caballero de la Triste Figura, en m em oria del caballero de la Ardiente Espada y de los demás sobrenom bres y altísonas apelaciones de los hijos descendientes de Amadís.3'1

Este es un ejemplo claro de una falacia crítica recurrente: la que consiste en dar por sentado que la literatura es la expresión cándida y directa de la vida y experiencia reales del autor. Es un error en el que cae una y otra vez la tradición crítica que estudiamos en el presente capítulo (la que se acerca al Quijote por el camino de la biografía y la historia). Véase otra muestra más, en este caso de Ramiro de Maeztu:3 0

30. Ateneo III Centenario, Madrid, 1905, p. 14. «El Caballero de la Triste Figura» es el título que adopta don Quijote a instancias de Sancho en I, xix. 143

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Cuando se piensa en la vida de Cervantes es cuando se siente mejor el Q u i ­ ... Y don Quijote es el mismo Cervantes, desposeído de circunstancias baladíes; pero abstracto, idealizado, elevándose por encim a del tiempo y del espacio hasta tocar en el corazón de cuantos hombres han puesto sus sueños más arriba que sus medios de realizarlos.1'

jo te

A continuación se describe un panorama general de los tiempos de Cervantes. Una versión representativa acentuaría los síntomas de decadencia (reales o imaginarios) del reinado de Felipe III. Se re­ cordaba la Edad de Oro de España que, según sea el punto de vista histórico de cada autor, se identifica bien con la Edad Media, bien con el reinado de los Reyes Católicos, bien con el imperio de Carlos El reinado de Felipe II solía describirse como el de una fortaleza apa­ rente, una fachada en la que las debilidades y fracasos van abriendo fisuras: la expedición de la Invencible, el coste de las guerras en Flandes, el embotamiento intelectual provocado por la Contrarreforma, la despoblación, las amenazas de insurrección morisca o invasión turca... Cuando se inició el reinado de Felipe III, la indignación fluía ya sin reservas, puesto que se tenía la sensación de haber identificado el origen de una decadencia de tres siglos. Así, se describía la frivoli­ dad y suntuosidad de la vida de la corte madrileña, cuyo paralelo en el Quijote sería el palacio de los duques. Del mismo modo, se hacía alu­ sión a la histérica religiosidad de una sociedad dominada por la Inqui­ sición y los frailes, monjas y curas (véanse aquí las alucinaciones de don Quijote); a la transformación de una tierra de conquistadores en otra de cortesanos oportunistas y echacantos de clase media (como3 12

3 1. Don Quijote, don Juan y la Celestina, p. 64. 32. El siguiente pasaje, tomado del artículo publicado por Benjumea en La Améri­ ca el 24 de octubre de 1859, es típico tanto por su tono de nostalgia como por acusar a la Casa de Austria de vivir prisionera de los delirios de grandeza: «¡Ojalá que pudié­ semos hacer parte del gran todo que, en época más remota, y comprendiendo perfec­ tamente la grandeza de España, ideó un gran talento político con la cualidad del ver­ dadero españoll Todo conspiraba en aquella época: las riquezas, la unidad nacional ... el descubrimiento del Nuevo Mundo, el esplendor nacional, la reciente conquista sobre los sectarios de Mahoma, la unión de las dos coronas de Aragón y Castilla, los grandes héroes y los sabios distinguidos. Sin embargo, la dinastía austríaca, dedicada única­ mente al mal entendido orden moral, no sin grandes ímpetus de ambición, consumió nuestras fuerzas y agotó los tesoros de la nación en guerras injustas».

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Sansón Carrasco, don Diego de Miranda, don Antonio Moreno); y a la teatralidad escapista del siglo x v i i , con el gongorismo, las batallas navales en el lago del Buen Retiro y la pasión popular por el teatro (véanse de nuevo las fantasías y engaños de don Quijote).:,s En suma, se relega la idea de que la novela cervantina es, antes que nada, una sátira literaria, pero se compensa considerándola una sátira de las cos­ tumbres sociales.'^ La melancolía que (según estos críticos) embargaba a Cervantes en su contemplación de la sociedad española del siglo x v i i era luego intensificada o aliviada por un contraste adicional; intensificada por cuantos expresaban su añoranza de lo que España había sido en otros tiempos, y aliviada por los que insistían más bien en lo que aún podía llegar a ser. Este contraste está particularmente claro en el caso del ideal caballeresco. Al optar entre una de las dos alternativas, la crítica se hacía eco de la antigua polémica sobre si el mensaje de Cervantes era constructivo o destructivo. En esta época no hubo defensores de las ideas de Byron o Ruskin, para quienes Cervantes fue un icono­ clasta irresponsable; aunque puede considerarse que siguieron en parte a Byron quienes postulaban que Cervantes se había entregado al derrotismo (Ramiro de Maeztu, Ramón y Cajal, Adolfo Bonilla) .'M Las nociones de los antibyronistas, por su parte, son recogidas por el primer Unamuno y por Navarro y Ledesma, en tanto que afirman que la novela ofrece cierta promesa de regeneración.3 5 4 33. Véanse por ejemplo Navarro y Ledesma, El ingenioso hidalgo MCS, Imprenta Ale­ mana, Madrid, 1905, capítulo 45; o Maínez, Cervantes y su época, libro 111, cap. 3. Esta imagen de una sociedad intimidada por la Inquisición, que se entrega al arte para olvi­ dar que el país está en llamas, fue tópica entre los cervantistas decimonónicos poste­ riores a Sismondi. 34. Con lo cual se rinde tributo, aunque sea de forma indirecta, a la idea de que se trata de una sátira literaria. Navarro y Ledesma consideraba esencial la tarea de atacar a los libros de caballerías, por cuanto la moda estaba vinculada con «el eterno mal crónico de los españoles». Este mal crónico consistiría en rendirse a la ensoñación perezosa después de una explosión de energía heroica; véase la p. 409. 35. Santiago Ramón y Cajal, «Psicología de don Quijote y el Quijotismo», confe­ rencia pronunciada el 9 de mayo de 1905 y publicada el mismo año (Nicolás Moya, Madrid); Adolfo Bonilla, «Don Quijote y el pensamiento español», conferencia impar­ tida con ocasión de los festejos que por el tercer centenario de la publicación del Qui­ jote organizó el Ateneo de Madrid (abril-mayo de 1905) e incluida luego en A. Bonilla, Cervantes y su obra, Francisco Beltrán, Madrid, 1916.

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Leer el Quijote como una sátira de España en una época de inmi­ nente decadencia implica, por fuerza, concebirla como una sátira de lo castizo. Desde principios del siglo x ix la historiografía española ha venido repitiendo el tópico de que el siglo xvi marcó un hito en la his­ toria de España; fue entonces cuando se formaron las características propias de lo castizo nacional. La mayoría de los críticos del periodo habría coincidido con Fernando de Castro en que nadie «podrá poner en duda ... que el trascurso de tres siglos no ha bastado para alterar la fisonomía, el carácter, las costumbres, las preocupaciones y los hábitos del original pueblo español»;:,(>y lo que es más, en que Cervantes ofre­ ció el análisis definitivo de tales características en su retrato de don Quijote y Sancho. Las versiones que proporciona cada crítico varían solo ligeramente respecto de un estereotipo general cuyos componen­ tes acabaron por incorporarse a En torno al casticismo, de Unamuno. Lina vez descrita la transición de la grandeza a la decadencia, los críticos pasaban a compararla con la trayectoria de Cervantes — del idealismo de la juventud a la desilusión de la madurez— y a recalcar que la cronología tanto de la carrera como de las experiencias prin­ cipales de la vida del alcalaíno coincidió con la cronología y las crisis del conjunto del proceso histórico. Cervantes comenzó por experi­ mentar el Renacimiento italiano; combatió en Lepanto; vivió cautivo de los moros, enemigos tradicionales de la nación y religión espa­ ñolas; ayudó a abastecer a la Armada Invencible y lloró por su des­ trucción; conoció España palmo a palmo, desde los barrios de la delincuencia sevillana a la ostentosa corte de Felipe III; y trabó con­ tacto con sus personalidades sociales y literarias, como Mateo Váz­ quez, el arzobispo de Toledo don Bernardo Sandoval y Rojas, el conde de Lemos, Lope de Vega, Góngora... ¿Acaso no es obvio que la ex­ periencia de Cervantes es como un microcosmos de la experiencia nacional, y que su corazón palpitaba en perfecta sincronía con el de España?17 Por tanto, el sentido del Quijote debe buscarse necesaria­ mente en las grandes tendencias históricas de la España del siglo xvi, 3 7 6

36. «Prólogo» a El «Quijote» para lodos, s. n. (Imp. José Rodríguez), Madrid, 1856, p. XI. 37. «Procuremos leer en el Quijotee\ estado del alma de su autor, que era un genio, pero era también un español lleno de amor patrio; procuremos descubrir el estado de la nación en aquellos tiempos, y lo que acerca de sus triunfos y de sus reveses y calami-

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tal cual son observadas, o intuidas, por un genio y patriota que las ha­ bía sentido en su propia carne. Ahí es donde debe buscarse, y no en otra parte: «Más ayuda a la comprensión del Quijotela contemplación de un cuadro del Greco o las vidas de los Claros varones de Castilla que la lectura de los libros de caballerías, porque así como el complejo his­ tórico no puede comprenderse más que por sus elementos, tampoco pueden entenderse las partes más que por el todo».:lHValga la cita como expresión llamativa de la indiferencia de la crítica simbólica tanto para con la historia intelectual como con el aspecto propia­ mente literario de los estudios literarios. ¿Qué objeción cabe plantear a esta clase de afirmaciones? El pro­ blema no está tanto en el principio de que la literatura reciba la influencia de su entorno histórico, o de la biografía del autor, o del «espíritu de la época»; radica sobre todo en la simpleza y carencia de sentido crítico con que suele aplicarse ese principio. A la hora de apli­ carlo al Quijote lo habitual ha sido dar por sentado, sin molestarse en demostrarlo, que los fundamentos de la actitud romántica son válidos. Así, los críticos que parten de que la novela es un símbolo de la his­ toria contemporánea tienden a pasar por alto el hecho de que, en lo esencial, el libro es una parodia literaria. Una vez superado este pun­ to, los críticos se han sentido autorizados a buscar en la novela signos de todas aquellas tendencias históricas que ora la experiencia de los siglos, ora la nostalgia patriótica, ora los prejuicios políticos han selec­ cionado como singularmente relevantes; pero sin calibrar si tales ten­ dencias forman parte (ni que sea mínima) del credo empíricamen­ te demostrable como cervantino, o si son coherentes con el sentido contextual del conjunto de la novela. Además, la doctrina según la cual «la épica» consagra el espíritu de su tiempo excluye toda esta serie de dades pensaban sus hijos. Desde este punto de vista elevado, verdaderamente filosófi­ co, se ensanchan los horizontes de la contemplación ... partiendo de datos fijos, cuales son la influencia directa que sobre todos los hombres ejercen los sucesos en que toman parte.» José María Asensio, «Sentido oculto del Quijote-), conferencia de admisión en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras (abril de 1871), recogida luego en su Cer­ vantes y sus obras, F. Seix, Barcelona, 1902, p. 525. En esta conferencia, Asensio se opo­ ne al enfoque esotérico de Benjumea. 38. Ramiro de Maeztu, Don Quijote, don Juan y la Celestina, p. 102. Claros varones de Castilla, de Fernando de Pulgar (1492), es una colección de retratos biográficos de castellanos ilustres del siglo xv. 147

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problemas. En el caso del Quijote, el enfoque histórico (y no digamos el biográfico) adolece de una terrible circularidad. Buena parte de las consideraciones de un crítico como Maeztu, cuando evalúa cuáles debieron de ser los impulsos mentales y psicológicos que motivaron la escritura del Quijote, no pasan de ser simples conjeturas aventuradas; en realidad, son una especie de novela secundaria, basada en una insuficiente secuencia de hechos (pues no sabemos más, de la vida de Cervantes) e inspirada por una cuestión tácita e impropia: ¿Qué tem­ peramento parece más idóneo y elogioso para un hombre cuya vida, a nuestro entender, resultó coronada por esta obra maestra? Se em­ pieza por imaginar la existencia de una personalidad irreal, inventa­ da a la luz de la más señalada de sus obras, y luego se la utiliza como clave para la interpretación de esa obra.

P E R V IV E N C IA D E L N E O C L A S IC IS M O

La crítica española ha reaccionado de varias formas ante la concep­ ción romántica del Quijote, pero en cada etapa ha tendido a responder de un modo directamente vinculado, en lo general, con su punto de vista intelectivo, y en lo concreto, con su filosofía estética. Como en la primera mitad del siglo x ix la vida intelectual española vivió en un ais­ lamiento insular, y además los efectos de su breve revolución román­ tica quedaron diluidos por la pervivencia del Neoclasicismo, la con­ cepción romántica no prosperó apenas hasta 1859. Si la tradición ideológica que hemos analizado en el capítulo anterior («Cervantes y el ideal caballeresco») le prestó un punto de apoyo temprano, ello obedeció a que la consolidación anterior de una cierta clase de casti­ cismo romántico le aseguraba una buena recepción. La generación de Benjumea ¿hasta qué punto asimiló el enfoque romántico? Y esa incorporación de ideas ¿qué revela sobre sus tendencias intelectuales y estéticas? Podemos formular la pregunta de otro modo: la revolu­ ción de Benjumea ¿por qué se produjo justo en ese momento, y por qué adoptó esa y no otra forma? Entre los años 1855 y 1880 se generó tal aluvión de actividad crí­ tica y erudita en el ámbito del cervantismo que recuerda el resurgir de cien años atrás. Con un dramático ademán de patriotismo cultural, muy propio del editor de la Biblioteca de Autores Españoles, Rivade148

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neyra hizo transportar las prensas de la B. A. E. de Madrid a la prisión de Argamasilla de Alba donde, según la leyenda, fue encarcelado Cer­ vantes; y allí se imprimió, en 1863, edición de Hartzenbusch, tan controvertidamente enmendada. Un año más tarde, en 1864, Valera pronunció en la Real Academia Española su importante conferencia «Sobre el Quijote». También se avanzaba en el terreno biográfico, gra­ cias a los artículos de Cayetano Alberto de la Barrera (1856-1859), a la Vida de Cervantes, de Jerónimo Moran (1863), y a los Nuevos docu­ mentos para ilustrar la vida..., d e j. MaAsensio (1864). R. León Maínez inauguró y dirigió en Cádiz una Crónica de los cervantistas (1871-1879) > revista académicamente seria y respetable, que atrajo contribuciones de los cervantistas más señeros del momento: Asensio, Benjumea, Tubino, Sbarbi, Hartzenbusch y muchos otros (incluidos los extranje­ ros) . La Academia, por su parte, mandó celebrar misas en honor de Cervantes y otros ingenios españoles. Todo este homenaje, tan enfer­ vorizado, se prestaba fácilmente a la sátira; y encontró a su satirista en Mariano Pardo de Figueroa, que entre 1862 y 1869 llevó un diario de a bordo del cervantismo mediante las epístolas intercambiadas por cierto «M. Droap» y el cervantófilo alemán «doctor Thebussem». '9 Después de 1859 (fecha, recordemos, de la publicación en La Amé­ rica de los artículos de Benjumea), el cervantismo español mostró un grado de cosmopolitismo que no había conocido hasta el momento. Benjumea estaba familiarizado con la obra de Bouterwek, Sismondi, Coleridge, Magnin y Montégut. Por su parte, Francisco Giner de los Ríos, al tomar partido por Benjumea en su reseña de la polémica que lo había enfrentado a Tubino (1861-1862), cita como precedentes prácticos del método «filosófico» tanto las ideas de Hegel como el libro de Ozanam sobre Dante;4" diez años más tarde declara a Cer­ vantes representante del humor tragicómico característico de Byron, Leopardi y Shakespeare, y lo hace apoyándose al paso en la estética de Jean Paul Richter, Hegel y Schopenhauer.4' Aunque la mayoría de los3 1 0 4 9

39. Estas epístolas, junto con otros varios artículos cervantinos del autor, fueron recogidas en su Segunda ración de artículos, Rivacleneyra, Madrid, 1894. 40. Véanse las Obras completas de Francisco Giner de los Ríos, vol. ni: Estudios de litera­ tura y arte, s. n. (Imp. Clásica Española), Madrid, 1919, pp. 289-302. 41. Véase al respecto el ensayo «¿Qué es lo cómico?», de 1872 (en Estudios de lite­ ratura y arte, pp. 31-42).

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críticos no podían competir con Giner de los Ríos en amplitud de referencias (y, en lo que respecta a las ideas extranjeras, tuvieron que conformarse con los canales más popularmente accesibles de la opi­ nión romántica), sí lograron trascender la estrecha definición neo­ clásica del Quijote c orno «una fábula de ameno entretenimiento». En esa época se generalizó el considerarlo una epopeya — del mismo alcance y aun la misma seriedad que la Iliada, la Divina comedia y el Paraíso perdido— , capaz de reproducir en toda su variedad el espectro de la emoción humana, por cuanto Cervantes es un representante de la humanidad. La revolución de Benjumea y este mayor cosmopolitismo son fenó­ menos interrelacionados; los dos son fruto de la reactivación de la his­ toria de la literatura española — acaecida a mediados del siglo xix, por obra de autores como Duran, J. Pidal, Milá y Fontanals y el equipo de editores de la B. A. E.— y la consiguiente expansión del conoci­ miento de las tendencias críticas y eruditas extranjeras. El simple hecho de familiarizarse con los contenidos típicos de una edición cualquiera de la Revue des Deux Mondes, con la obra de Villemain, Guizot, Puibusque o Magnin y las traducciones al francés de A. W. Schlegel, ya habría bastado para poner en circulación la idea de una «críti­ ca filosófica». En realidad, los mejores críticos españoles de mediados de siglo ya la estaban aplicando con mesura bastantes años antes de las audacias de Benjumea.'1'1 La doctrina estética de Lessing, Herder y A. W. Schlegel no resultaba ya desconocida para los eruditos españo­ les — aunque fuese en forma simplificada y limitada a los aspectos más obviamente significativos para la cultura española— porque formaba parte del bagaje intelectual de los hispanistas alemanes, que, como Bóhl de Faber, Schack y Ferdinand Wolf, dominaron el estudio de las letras españolas hasta el último cuarto de siglo. Ya hemos visto en el capítulo anterior que ejercieron una influencia muy eficaz a la hora de ayudar a Durán a liberarse de las constricciones del Neoclasicismo francés. Schack, Schmidt (en sus estudios sobre Calderón) y Wolf esta­ ban ofreciendo lecciones prácticas del funcionamiento del método4 2

4 2. Un buen ejemplo de la práctica del método filosófico es el ensayo de Durán sobre El condenado por desconfiado, de Tirso de Molina, donde se dilucidan los supuestos teológicos de la obra. Véase el apéndice iv al vol. 5 de la Biblioteca de Autores Espa­ ñoles.

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positivista; en un momento en el que España estaba aprendiendo de los críticos foráneos a interpretar tantas otras parcelas de su patrimo­ nio literario, era casi imposible mantener el aislamiento en la inter­ pretación del más destacado de sus clásicos. Aun así, hubo una suma de factores que se combinaron para man­ tener las tendencias más propiamente románticas de la revolución de Benjumea dentro de unos límites más bien moderados. Los dos más relevantes fueron, por un lado, el carácter positivista de los tiempos; por otro, la pervivencia de ciertos restos de una actitud estética clásica en los críticos más señalados del periodo. Desde aproximadamente 1875, en armonía con la investigación de Menéndez Pelayo y sus coe­ táneos, floreció la novela naturalista; y además se produjo una reac­ ción en contra del idealismo místico de los krausistas, por la cual se dio la bienvenida a ideas tan opuestas a este como las de John Stuart-Mill, Darwin, Haeckel y el neokantismo. En el periodo de la Restauración, España se mantuvo al corriente de las novedades de Europa gracias a publicaciones tan destacadas como Revista de España, Revista Europea, Revista Contemporánea y La Ilustración Española y Americana', y con ello pudo atisbar una realidad muy diferente a la que hubiera podido ver, sobre todo en Alemania, en las primeras décadas del siglo xix. Este clasicismo residual no quedó restringido a los cervantistas más autorizados del momento, como Juan Valera, Manuel de la Revi­ lla y Menéndez Pelayo; pero en sus obras encontramos una racionali­ zación reflexiva que, según entiendo, proporciona la explicación esencial de por qué recibieron con escepticismo los fundamentos de la concepción romántica del Quijote. Fuera del ámbito cervantino se puede observar también en los prólogos de varios volúmenes de la Biblioteca de Autores Españoles (un buen ejemplo es el análisis de Pedroso sobre los autos sacramentales, en el ne 58 de la colección). En la obra de otros tantos críticos del Quijote— y de un modo singular en E l «Quijote» y la estafeta de Urganda, de Tubino (1862)— se integra en una mezcolanza heterogénea, pugnando por convivir con la asi­ milación de las nuevas ideas románticas.4'*4 3

43. El libro de Tubino pretende defender una perspectiva tradicionalista frente a los comentarios esotéricos que publicó Benjumea en su opúsculo La estafeta de. Urganda (1861). La línea central de su argumentación recupera el punto de vista neoclásico según el cual el Quijote es un «libro de ameno entretenimiento, liso, llano y sencillo» y

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En la conferencia de Valera «Sobre el Quijote...» (1864) hallaremos una fusión más armónica. Hay en ella los siguientes componentes románticos: la idealización del héroe protagonista; un considerable rebajamiento de la tendencia fundamental de las notas de Clemencín, que habían demostrado la intención paródica de Cervantes; una afi­ liación casticista del Quijote con la tradición épica y romanceril espa­ ñola; y la tímida sugerencia final de que el Quijote supone una refe­ rencia simbólica a un momento de cambio en la historia cultural europea. Estos son, por otro lado, los elementos clásicos: una postura antialegórica y mayoritariamente antisimbólica (tomando a chacota los misterios de Benjumea y la noción del «simbolismo universal» de la novela); el hincapié tanto en la sencillez y transparencia de la tex­ tura novelística como en la intención deliberada de satirizar los libros de caballerías; y la imagen de Cervantes como un genio intuitivo, un «ingenio lego». Denomino «clásicas» a estas características porque se ajustan a la tendencia neoclásica de atribuir el éxito de las grandes obras artísticas (las revolucionarias e inconformistas) al triunfo oca­ sional de un genio montaraz sobre las reglas. Esta actitud tiene un paralelo idéntico en la de los críticos ingleses del siglo xvm para con Shakespeare. La actitud con que Valera se acerca al Quijote es un refle­ jo, en un nivel práctico, del eclecticismo estético que había primado en España con posterioridad a la revolución romántica. En este «espí­ ritu helénico y serenamente optimista» (como describió Menéndez Pelayo a su amigo y mentor), el clasicismo pervive de un modo seña­ lado y abiertamente reconocido.4'1 Esta cerca contenedora de la posición romántica, erigida aquí por Valera, fue luego reforzada por Manuel de la Revilla. Revilla fue un erudito y crítico notable, que en esta época, además de ser el princi­ pal contrincante de Menéndez Pelayo en la ya mencionada contro­ versia sobre la ciencia española (1876), se hizo cotitular de la cátedra

una sátira de los libros de caballerías. Sin embargo, como advirtió ya Giner de los Ríos en su reseña de la controversia Tubino-Benjumea (véase la nota 40), en las tesis del pri­ mero hay una contradicción, porque acepta que el Quijote incluye un simbolismo de Prosa frente a Poesía y, lo que es más, un presagio simbólico del surgimiento de una nueva caballería, similar a la que había descrito Benjumea. 44. Véase Manuel Bermejo Marcos, DonJuan Valera, crítico literario, Credos, Madrid, 1968, pp. 49-59.

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de Literatura Española en la Universidad de Madrid. En 1875 (el 23 de abril, por más señas) publicó en La Ilustración Española y Americana un importante artículo sobre «La interpretación simbólica del Quijo­ te», al que siguió (cuatro años más tarde y en el mismo periódico) una larga y hostil reseña de La verdad sobre d «Quijote», de Benjumea.15 Sus ideas son enérgicas, precisas y conservadoras. En su artículo de 1875 propuso una lectura del Quijote en dos estratos. El primero corres­ pondería a la intención consciente de Cervantes, excluye cualquier clase de exegesis alegórica y se opone incluso a la idealización del pro­ tagonista. La idea de que la novela es expresión ya del desencanto de una Ironía romántica, ya del conflicto entre Idealidad y Realidad, es descartada con el argumento de que implica adscribir a Cervantes el escepticismo, el relativismo y la pasión por las grandes síntesis simbó­ licas de los tiempos de Byron, Leopardi y Goethe (como en efecto implica). En el segundo estrato habitan las concesiones de Revilla a la revolución antineoclásica: se admite que Cervantes, por un acto de intuición subconsciente, formuló una advertencia «eterna» contra los irracionalistas (tanto los de corte idealista como los adeptos del mate­ rialismo); este sería el profundo mensaje simbólico de la novela. Apar­ te de estas concesiones, lo cierto es que el respeto con el que Revilla trata al «Quijote histórico», su hincapié en la límpida claridad de la novela y sus encomios del ingenio, el gusto y firme buen sentido de Cervantes nos retrotraen, desde un punto de vista histórico, hasta la época de Clemencín. Por otro lado, su prosaica sensatez hace que estos juicios no desmerezcan unos tiempos de subida de la bolsa y ten­ dido de nuevas líneas férreas. Cuando hago referencia al clasicismo de Menéndez Pelayo no pre­ tendo ni subestimar la importancia que, en el marco de sus principios estéticos, adquirieron las ideas recibidas de Schiller, los Schlegel, Goe­ the, Kanty Hegel (que o son posteriores a la Ilustración neoclásica o ayudaron a romper con ella), ni sugerir que, por su pensamiento, per­ tenezca al siglo x v i i i . Pero sí deseo ilustrar la parte del retrato que explica su oposición — no inflexible— a la interpretación simbólica del Quijote. Su educación clásica le proporcionó una patria intelectual4 5 45. Estos artículos pueden leerse en las Obras de Don Manuel de la Revilla, Víctor Saez, Madrid, 1883, pp. 365-393 y 395-430. Debo esta referencia bibliográfica a la ama­ bilidad del doctor R. A. Cardwell, de la Universidad de Notdnghani.

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en la Antigüedad, que no en vano dejó una huella obvia en su con­ cepción de la historia de la cultura española: para Menéndez Pelayo, esta tiene su verdadero origen en la fase tardía del imperio romano, después de la conversión al catolicismo. Por otro lado, siempre que trazó una historia general, ya fuera de una tradición intelectual o un género literario, la comenzó en la Antigüedad. En su Historia de las ideas estéticas buscó conciliar la estética antigua (la clásica) con la más moderna (la alemana). Cabe señalar asimismo que su periodo favo­ rito de la historia cultural española fue el Renacimiento clásico: la época de Luis Vives y fray Luis de León. En su conferencia «Interpre­ taciones del Quijote» (1904) se refirió a Cervantes como «el más sano de los espíritus del Renacimiento», y al año siguiente, en su ya citada disertación sobre la «Cultura literaria de Miguel de Cervantes», volvió a caracterizar su genio como la quintaesencia de la cultura renacen­ tista: no por poseer la colosal erudición clásica de un Quevedo, sino por dar muestras de haber recibido una influencia menos tangible, pero más profunda y eficaz. Menéndez Pelayo menciona aquí valores como «lo claro y armónico de la composición», «el buen gusto que rara vez falla», «cierta pureza estética que sobrenada en la descripción de lo más abyecto y trivial», «cierta grave, consoladora y optimista filo­ sofía» y «la olímpica serenidad de su alma, no sabemos si regocijada o resignada».‘|h Este homenaje resulta significativo porque coincide con las cualidades estéticas que señala a continuación en los escritores que más admira, como fray Luis, donjuán Manuel, los arciprestes de Hita y Talavera y Fernando de Rojas. Para este crítico existió, a la par del histórico, una especie de clasicismo eterno, desligado de cualesquie­ ra épocas y modas. Esta clase de actitud no corre el riesgo de exage­ rar la modernidad de los escritores de los Siglos de Oro y, por ende, se opone frontalmente a las tendencias de la generación del 98. Para Menéndez Pelayo, al igual que para Valera, la belleza no era una cualidad intelectual, sino formal y sensitiva; era la actualización material de la Idea que habían defendido Plotino, san Agustín y Hegel. Se le rendía culto desinteresadamente, como insinuó Aristóteles y enseñó Kant; y cualquier propósito didáctico o doctrinal resulta aje­ no a su esencia. De aquí que Menéndez Pelayo (y, de nuevo, Valera)4 6 46. «Cultura literaria de Miguel de Cervantes», en San Isidoro, Cervantes y otros estu­ dios, Espasa-Calpe (col. Austral), Madrid, 1941, pp. 80-81. 154

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se opusiera por principio, y no solo por su escepticismo innato, a la imposición de estructuras simbólicas sobre el Quijote. La nobleza espi­ ritual que caracteriza el alma del protagonista basta para conceder a Cervantes una tal visión de la belleza, que supera con mucho el valor de la gran cantidad de añadidos ideológicos con que los críticos gus­ tan de cargar a la novela. Por esta misma serie de razones, Menéndez Pelayo logró escapar en gran medida a la moda contemporánea de considerar el arte como un espejo de la historia y la sociedad. En lo esencial, consideraba a Cervantes un poeta «ingenuo» — o «heléni­ co», podría decirse— , que se enfrentó a la realidad con una entrega cándidamente objetiva, tal que nos mueve a preguntar: «Entre la na­ turaleza y Cervantes, ¿quién ha imitado a quién?» ¿Cervantes a la naturaleza, o quizá a la inversa?

EN LA ESTELA DE TAINE

Donde Valera y Revilla habían fracasado, Menéndez Pelayo tuvo mejor éxito: supo contener la marea de la crítica simbólica. Lo consi­ guió durante dos décadas, al menos por lo que respecta a la crítica erudita y académica. Pero mientras estas tres autoridades de la opi­ nión académica fueron apuntalando los bastiones tradicionales de la crítica cervantista, otra clase de historiadores culturales iba desarro­ llando un trabajo que, a la larga, terminaría por derribar ese puntal. El movimiento krausista ejerció una influencia muy profunda sobre el estudio de la historia literaria española.47 Los krausistas dis­ tinguieron entre la historia «interna» o espiritual y la «externa» o política, y consideraban a los clásicos como representantes sensibles de su época, de las tradiciones nacionales y de las fuerzas de la trans­ formación histórica. Más adelante veremos el impacto que tuvieron sus ideas en Unamuno, «Azorín» y Ortega. Entre sus incursiones en el

47. El alemán K. C. F. Krause (1781-1832) fue un filósofo menor, sucesor de Kant y contemporáneo de Schelling, Fichte y Hegel. Su sistema del «racionalismo armónico» pretendía armonizar una teosofía cuasimística con un análisis racional y científico del universo, y ejerció una gran influencia en España a través de las enseñanzas de Julián Sanz del Río, profesor de la Universidad de Madrid desde 1857. Véase al respecto Juan López Morillas, El krmisismo español, F. C. E., México, 1956.

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ámbito de los estudios literarios y su filosofía se incluyen los Estudios literarios de Francisco Giner de los Ríos ( 1866),18 Cervantes y la filosofía española, de Federico de Castro (1870) y Poesía popular española, de Joaquín Costa. La concepción literaria que acabamos de esbozar deriva de la filo­ sofía histórica de los románticos alemanes, en una tradición que corre de Herder a Hegel. No fue el krausismo el único camino por el que esas ideas penetraron en España: otra vía de entrada fueron los estu­ dios de Hippolyte Taine, como La Fontaine et ses Jabíes (en la edición ampliada de 1861), Philosophie de Vart (1865) e Historie de la littérature anglaise (1866). Con la obra de Taine, los estudios literarios se con­ virtieron en una nueva clase de historia, de carácter específico, cuyo objeto último no es ya el arte en sí mismo, sino el ethos de las nacio­ nes. Esta mentalidad nacional se compone de sus impulsos colectivos, de sus ideas y aspiraciones comunes, que adquieren coherencia en un sistema unificado; el motor básico del ethos es la Idea colectiva de Dios o el universo; y, como cualquier otro organismo vivo, está determina­ do por la herencia racial (la race), el entorno (le milieu) y el impulso evolutivo adquirido (le mornent). Potencialmente, esta concepción de la literatura permite el saqueo por parte de manos aún más profanas que las del historiador: las de los sociólogos, los jurisperitos e incluso los políticos. Este proceso de ex­ poliación estaba ya en marcha, en Francia y Alemania, desde media­ dos del siglo xix, pero en España no comenzó hasta la publicación de Poesía popular española y mitología y literatura celto-hispanas, de Joaquín Costa (1881), que lleva un subtítulo tan significativo como Introduc­ ción a un tratado de política sacado textualmente de los refraneros, romanceros y gestas de la Península. Aunque no es una obra centrada en el Quijote,

este libro resulta aquí de interés porque contiene una definición auto­ rizada de las premisas sobre las cuales una parte de la generación de Benjumea (y, tras ella, la generación del 98) basó su concepción del clásico cervantino. El estudio de la «poesía popular española» que Costa proyectó rea­ lizar con su obra comprende todo aquel «poema» (ya sea un refrán, un romance, una obra épica o teatral) en el cual el autor funde o sumerge4 8 48. (1876).

Ampliados diez años más tarde en sus ya citados Estudios de literatura y arte

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su personalidad individual en la mentalidad colectiva de la comuni­ dad nacional. La categoría de «popular» es muy general; no excluye necesariamente a los autores más eruditos, con tal que el atractivo principal de su obra no sea especialmente exclusivo o esotérico. Costa tiene un concepto claramente racionalista de cómo las formas litera­ rias populares han ido evolucionando en un orden de complejidad ascendiente, desde los refranes hasta la épica. Este orden se corres­ ponde, a su vez, con la transición que, de la infancia a la madurez, caracteriza el ciclo vital de una nación. El poeta épico — y en este pun­ to Costa distingue una forma sublime, la epopeya, de otra más primiti­ va, la épica— es quien corona la jerarquía y habla en nombre del con­ junto de la raza: C o lo ca d o en aqu el altísim o ápice, p u n to de co n flu e n cia de todas las e n e r­ gías, de todas las ideas, de todos los sen tim ien tos, qu e alien tan en u n a sociedad y d eterm in a n una civilización, la abarca de un a sola ojeada, la restituye al o rden esen cial de la id ea que en su seno late ... b o rra en ella toda lim itació n , a gran d an d o lo fin ito y lo tem p oral, hasta to car los co n fi­ nes de lo in fin ito y de lo e te rn o .495 1 0

Para comprender correctamente las implicaciones de estas ideas debemos tener presente que, hacia esa fecha, todos los críticos espa­ ñoles coincidían en considerar el Quijote c orno «una novela elevada a epopeya»/’" Costa reconoce de entrada que el objetivo último de este proyecto de estudio no es literario; para ello cita con aprobación un pasaje de la respuesta que el marqués de Pidal dio a la conferencia de ingreso de José Caveda en la Real Academia Española, en 1852: «El literato solo busca en las obras literarias bellezas artísticas absolutas: el histo­ riador y el filósofo indicaciones ... para la historia especial de un pue­ blo»/’ 1 Según su propia declaración de intereses, estos se centran en el pensamiento jurídico del pueblo español, es decir, su jurispruden­ cia tradicional, tal cual se refleja en la poesía del pueblo, sin llegar a

49. Ponía popular española..., Imprenta de la Revista de Legislación, Madrid, 1888, p. 154. 50. Véase Luis Vidart, E l«Qttijote» y la clasificación de las obras literarias, Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1882. 51. Poesía popular española, p. 19. 57

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ser formalmente conceptualizada: «Será, pues, dado a la crítica jurí­ dica recoger esos elementos de derecho esparcidos en la literatura, máximas y principios ideales, costumbres y fazañas, procedimientos, críticas, litigios, alegatos, episodios simbólicos, personificaciones de ideas, etc. para aplicarlos a sus diversos fin e s» .C o sta también pre­ tende «sorprender y fijar el ideal político del pueblo español, tal como lo ha manifestado directa o indirectamente en sus refranes, romances y poemas primitivos o cantares de gesta durante los siglos medios, des­ de la aparición del estado llano hasta últimos de la centuria xvi, y en el paréntesis mortal del siglo x v i i , y deducir ... el sentido ideal de nuestra historia».-’3 De su investigación no puede afirmarse en abso­ luto que sea políticamente imparcial. Su análisis de las creencias jurí­ dicas tradicionales — y, en otra obra famosa, de las costumbres legales del antiguo Aragón— representaba solo el aspecto teórico e históri­ co de su campaña política en pro de una estructura social descentra­ lizada que, a su juicio, iba a redundar en una vigorización de la vieja autonomía con que las regiones españolas solían administrar justicia. También interpretó las leyendas poéticas del pasado — y, sobre todo, la del Cid— de suerte que se transformaran en símbolos inspiradores de la regeneración nacional.34 A su modo de ver, el Cid era una per­ sonificación del respeto por la ley, del gobierno antiabsolutista, del equilibrio del poder (así como entre las clases sociales y las regiones), y de la unidad e independencia nacionales. De aquí procede la forma en que Unamuno trata la figura simbólica de don Quijote. La actitud con que Costa se acerca a la literatura es una subespe­ cie, desarrollada metódicamente, de la crítica «filosófica» (entendida como una especie distinta de la meramente «literaria»). Entre i8go y 1910 se produjo una gran actividad crítica en este ámbito, que explo­ tó las posibilidades del método en el análisis del Quijote. Se trata del único avance verdaderamente novedoso del cervantismo de nuestro periodo posterior a Benjumea, y adoptó dos formas principales: una de corte positivista, la otra más bien poética o intuitiva. Examinemos primero la variante positivista.5 4 3 2

52. Poesía popular española, p. 10. 53. Poesía popular española, pp. 18-19. 54. Véase Raf ael Pérez de la Dehesa, El pensamiento de Costa y su influencia en el , en «La invención del «Quijote>» y otros ensayos, Espasa-Calpe, Madrid, 1934; Ayala, «Cervantes y la invención del Quijote', en la revista bonaerense Realidad, 11 ( 1 947 )> PP- 183-200; Maldonado de Guevara, «La espiritualidad cesárea de la cultura española y el Quijote', Revista de Estudios Políticos, x vm (1947), pp. 1-22; Maravall, El humanismo de las armas en «Don Quijote', Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1948; Salcedo, «Cervantismo y Quijotismo», AC, in (1953), pp. 309-328; Navarro González, conclusión de El Quijote español, Rialp, Madrid, 1964.

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que el (¿uijote es un símbolo o una alegoría de la crisis, que abarca desde el preludio a la materialización y primeras consecuencias. Apar­ te de las coincidencias básicas, el modo concreto en que la novela refleja esa crisis — ¿desde qué perspectiva se contempla la historia española?, ¿a qué medios simbólicos se recurre?— constituye ya un complejo de cuestiones sobre el que cada crítico tiene sus propias con­ vicciones. Sentido y forma del «(¿uijote», el extenso e influyente estudio de Joa­ quín Casalduero,1’4 puede considerarse dentro del ciclo simbólico y alegórico; pero merece ser analizado aparte por el refinamiento de su método. Casalduero opta por comentar la novela capítulo a capítulo, con la intención de poner de relieve de forma sistemática la estruc­ tura artística de la novela; en este sentido, es un heredero de la tra­ dición romántica, pero mucho más fiel a ella que los autores conside­ rados en páginas anteriores de este capítulo. Su lectura de la segunda parte, por ejemplo, es muy cercana a la de Schelling. La trata como una novela independiente de la primera parte, y postula que se carac­ teriza en ella el mundo del siglo x v ii como una sociedad de «represen­ tación», cuyo director de orquesta no es Dios, sino la razón humana. El sentimiento prevaleciente es el del desengaño barroco. Se describe a un héroe que persigue la realización social de sus ideales hasta que descubre que, una vez integrados en el mundo real, se transforman y deforman paródicamente. Por encima de la Libertad triunfa la Necesidad, como vemos en el falso encantamiento de Dulcinea (debi­ do a un engaño de Sancho), en la metamorfosis de la misma Dulcinea (en el episodio de la cueva de Montesinos) o en los desconcertantes engaños que sufre don Quijote en el palacio de los duques.(’ñEn todas estas aventuras, el Hombre de Fe es un espectador cautivo, privado del poder de intervención. Casalduero también es heredero de la tradición romántica, aun­ que más distante, en lo que atañe a su sensibilidad estética. Pertenece a la escuela de la crítica estilística — de Vossler, Hatzfeld o Amado Alonso— y se aproxima al (¿uijote como haría un crítico musical ante6 5 4 64. Sentido y forma del «(¿uijote», ínsula, Madrid, 1949. 65. Casalduero habla del «forcejeo continuo entre ideal y social, cómo lo relativo se siente agobiado por lo absoluto; cómo el ideal se siente encadenado, disminuido y deformado por lo social»; Sentido yforma, p. 209.

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una partitura sinfónica: prestando especial atención a la atmósfera emocional, al emplazamiento físico, a los ritmos, las masas y los agol­ pamientos, a las relaciones y simetrías temáticas. Estas últimas tien­ den a ser evocadas con un absurdo exceso de ingenuidad” y se con­ ciben como elementos subordinados a todo un diseño arquitectónico de leitm.otifs simbólicos titulados, por ejemplo, «Reflejo de las esencias puras en la sociedad», «El mundo como representación» o «El triun­ fo esencial no se obtiene en el mundo». El Quijote es considerado como una intrincada alegoría, poéticamente análoga a El criticón, de Gracián. También deriva de la estilística alemana su confianza en la capaci­ dad explicativa de los conceptos de «periodo histórico». Así, la pri­ mera parte del Quijote es un ejemplo de Barroco temprano; la segun­ da, publicada ya en 1615, de la plenitud del Barroco. A cada uno de estos periodos corresponde un conjunto inconfundible de caracte­ rísticas unifícadoras; y los dos forman parte de la mentalidad del si­ glo x v i i , con sus propias leyes de la sensibilidad y el pensamiento, cuyas huellas se pueden percibir en la ética, la teoría política y la reli­ gión, pero se manifiestan de un modo singularmente claro en las obras maestras del arte. La percepción de que las épocas culturales se comportan de una forma similar aun en ámbitos diferentes se repro­ duce aquí con la más sistemática de las rigideces: «Un artista barroco procedía así, necesariamente», «el siglo x v i i no podía pensar asá», etc. El concepto de periodo, tal cual fue introducido por Wólflin, Strich y Walzel hacia la época de la primera guerra mundial, se integra en la familia genérica del Zeitgeist y, por tanto, puede alinearse junto con otras nociones como «pensamiento colectivo» o «filosofía del pue­ blo». Ello no obstante, en lo esencial se concibe como medio de reve­ lar cómo se objetiva el espíritu humano en el arte, más bien que en las instituciones sociales. La forma en que Casalduero lo aplica es una6

66. Casalduero parte de que uno de los rasgos esenciales del arte barroco es la complicación sistemática de la estructura. Considera que en la primera parte Cervan­ tes dispone los motivos en grupos secuenciales de cuatro, cinco y dos, lo cual sería una forma característica del Barroco temprano (p. 65); en la segunda parte de la novela, el episodio del león equilibra el de las Bodas de Camacho, por cuanto este último es una metamorfosis de la hisLoria de Píramo yTisbe, en la que Basilio/Píramo vence al «león» Camacho con el «arma» del «ingenio» barroco (pp. 259-269).

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demostración clara de esa tendencia y, al mismo tiempo, un indicati­ vo de hasta qué punto había cambiado la crítica quijotesca entre 1900

y i95°La transformación, sin embargo, no alteró los principios tradicio­ nales. Así, Casalduero atribuye la génesis de la primera parte del Qui­ jote a «un sentimiento histórico-cultural»: la nostalgia por los valores del pasado reciente, acompañada por la percepción de que estos de­ ben ser ya reemplazados por los de los nuevos tiempos. Aquí, el pa­ sado se identifica con el periodo «gótico» y renacentista, en tanto que el presente es el barroco temprano. La novela de 1605 trataría, en lo esencial, de la quete de un héroe cultural del Barroco en pos de los Absolutos de su tiempo: la realidad que hay tras las apariencias; la jus­ ticia; la belleza. Ese «sentimiento histórico-cultural» habría nacido de las circunstancias históricamente representativas de la vida de Cer­ vantes y es la fuente de los temas simbólicos de la primera parte: «La polaridad entre el ser y el parecer, el caballero y el burgués, el ideal y la realidad, el espíritu y la sociedad, es sentida intensamente a través de su experiencia personal y se transforma en materia poélica en la Historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» Son polarida­ des que ya hemos encontrado anteriormente, en las formulaciones de Federico de Castro (1870), Tubino (1872), Benjumeay los demás crí­ ticos de su generación.

Aquella generación había puesto en marcha una revolución románti­ ca en el campo de la crítica del Quijote, pero no logró completarla. Aceptó la interpretación romántica entre 1860 y 1865, con una re­ pentina explosión de entusiasmo; pero las ideas que asimiló pasaron a concebirse en forma simplificada, se cruzaron con corrientes exter­ nas (como la esotérica y la panegírica), se les dio un toque prosaico e histórico (por obra de la mentalidad positivista de la época) y, por úl­ timo, fueron contrarrestadas en parte por el juicioso escepticismo de críticos como Valera, Revilla o Menéndez Pelayo. Como la estética de estas autoridades (y de la mayoría de cervantistas) era parcialmente clásica, el espíritu de la tradición neoclásica se mantuvo con vida aun6 7

67. Senlidoy forma, pp. 22-23.

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mucho después de que su cuerpo hubiera sido oficialmente enterra­ do. Lo que sí logró la generación de Benjumea fue agrietar esa fir­ meza y obligar a críticos tan autorizados como Menéndez Pelayo a realizar concesiones de principio, aun a regañadientes, en lo que res­ pecta a la crítica simbólica, las cuales, con el tiempo, acabaron por ser significativas. Cuando Menéndez Pelayo dicta su veredicto ex cathedra sobre el cervantismo del periodo (en su conferencia de 1904, «Inter­ pretaciones del Quijote») se ha desplazado ya o se ha dejado desplazar, un tanto más allá de otro resumen igualmente magistral: la conferen­ cia de Valera «Sobre el Quijote» (1864), que contiene una exegesis similar a la de Menéndez Pelayo. En efecto, mientras que Valera no se mueve un ápice de la lectura literalista, Menéndez Pelayo sanciona, al menos de modo vago e impreciso, los tipos principales de simbolismo que propugnaba la generación de Benjumea, aun cuando considere con un disgusto a todas luces evidente su manía de la interpretación simbólica. Llegados a este punto ya estamos en condiciones de dar una res­ puesta parcial a la pregunta que planteábamos al comenzar el primer capítulo: ¿cómo y por qué ha llegado el cervantismo español a deri­ var hasta una posición exegética tan contraria a los datos históricos y textuales? Ocurrió por una serie diversa y complicada de procesos. A finales del siglo xvm el Quijote se había convertido en el clásico nacional por antonomasia. Se estaba de acuerdo en que la novela con­ tenía un retrato perfecto de las mores de este gran periodo de la his­ toria española. Según la autorizada tradición exegética que inició Agustín Durán a mediados del siglo x ix y desarrollaron luego Valera, Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, la obra cervantina representaba —junto con el romancero y el teatro de Lope de Vega— lo más selec­ to del eje nacionalista de la cultura de los Siglos de Oro, que supo per­ petuar mediante nuevas formas artísticas el vigoroso espíritu de la añeja épica castellana. Desde los primeros tiempos circulaba también el rumor de que era una parábola satírica, dotada de un mensaje de capital importancia; esta creencia fue reforzada por la corriente pane­ girista y alimentó al esoterismo y sus correlatos. La curiosidad esotéri­ ca mereció la desaprobación de los críticos responsables, pero aun así terminó encontrando una válvula de escape a través de la concepción «filosófica» que, con cierta moderación, fue introducida por Benju­ mea en sus artículos de La América. A la crítica «filosófica» se alió 168

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pronto un ayudante sofisticado: los estudios literarios de corte socio­ lógico y político, cuyo mejor ejemplo son las obras de Joaquín Costa. A lo largo de nuestro periodo de análisis la interpretación simbólica fue disfrutando no solo la de autorización tácita, sino incluso de la ayu­ da material, de parte del cervantismo profesional, gracias a su orienta­ ción predominantemente factual y filológica y a su falta de curiosidad intelectual, actitud que adoptó como reacción a los escritos de los eso­ téricos y panegiristas. Gracias a esta combinación de factores, el Quijote acabó por ser considerado la obra del desengaño nacional: una novela en la cual la histórica actitud de melancolía por el lamentable rumbo que había adquirido la historia nacional desde el reinado de Felipe III podía encontrar un eco de confirmación o, mejor todavía, de clarificación y consuelo. Al cabo de muchas metamorfosis, el viejo tópico según el cual el libro había causado la decadencia de España se convirtió en el de que el autor había visto con lucidez la naturaleza de esa decadencia, había advertido del peligro y tal vez incluso propuesto una solución.

V

UNAMUNO, «AZORÍN» Y ORTEGA

L A G E N E R A C IÓ N D E L

98

Unamuno fue catedrático de griego en la Universidad de Salamanca, ensayista, filósofo, novelista y poeta; «Azorín» (José Martínez Ruiz) fue periodista y adquirió fama con sus descripciones impresionistas del paisaje castellano; y en cuanto a Ortega y Gasset, fue filósofo y catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Madrid. Estos breves retratos a vuelapluma no pretenden tanto describir qué fueron estos hombres como lo que no fueron: cervantistas ni hispanistas pro­ fesionales. Es más: se enorgullecían de ello. Hasta 1925, y aun algu­ nos años después, las autoridades académicas lograron dejar de lado sus interpretaciones (sobre todo las de Unamuno y Ortega), alegan­ do que eran excesivamente sutiles e idiosincrásicas. Hoy en día per­ siste esa actitud — al menos en lo que concierne a Unamuno— aun­ que de una forma más moderada. Merecen un capítulo aparte en esta historia porque ejercieron una influencia decisiva sobre el «primer» y «segundo» Américo Castro y, con ello, sobre el rumbo general de los estudios quijotescos posteriores a 1925. La etiqueta grupal de «generación del 98», con la que he designa­ do a este trío en algunas de las páginas precedentes, es notoriamente elástica: se ha aplicado a media docena de personajes, a más, y a me­ nos, según los criterios de cada historiador de la literatura.1 La media docena a la que acabo de aludir estaría formada por Miguel de Una­ muno, «Azorín», Angel Ganivet, Antonio Machado, Pío Barojay Rami-

1. Para repertorios bibliográficos recientes sobre la generación del 98, pueden consultarse las bibliografías al final de José Alvarez Junco, Más se perdió en Cuba, Alian­ za, Madrid, 1998, y Spain’s 1898 Crisis: Regenerationism, Modernism, Post-colonialism, ed. Joseph Harrison, Alan Hoyle, Manchester University Press, Manchester, 2000.

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ro de Maeztu. Ortega, que nació en 1883, es demasiado joven para ser incluido en el grupo; pero si prescindimos de estas consideraciones cronológicas, veremos que los temas de su primer periodo filosófico — que transcurre entre 1908 y 1916, aproximadamente, e incluye las Meditaciones del « Quijote»— son muy afines a las aspiraciones de la ge­ neración del 98; es por ello por lo que lo estudiaré juntamente con Unamuno y «Azorín». Los tres racionalizaron la fascinación genera­ cional por la obra de Cervantes y, ante todo, por su protagonista; el «hidalgo» loco es una referencia constante en sus poemas, novelas, ensayos y artículos periodísticos, además de un modelo para la imita­ ción y la caracterización del propio yo. Ortega satirizó esa fascinación con elegancia en sus Meditaciones: Es él [don Quijote] un cristo gótico, macerado en angustias modernas, un cristo ridículo de nuestro barrio, creado por una im aginación dolorida que perdió su inocencia y voluntad y anda buscando otras nuevas. Cuan­ do se reúnen unos cuantos españoles sensibilizados por la miseria ideal de su pasado, la sordidez de su presente y la acre hostilidad de su porvenir, desciende entre ellos don Q uijote.2

Pero aun así, sucumbió a ella. ¿Por qué razón? La «generación del 98» recibe este nombre porque comparte de­ terminadas afinidades artísticas, intelectuales y emocionales, que nacieron como fruto de la ansiedad patriótica que les provocaba «el problema de España» (la pertinacia de la decadencia española y sus posibles razones y remedios). El mayor logro del grupo fue expresar ese problema en una forma articulada e impresionante: lo convirtie­ ron en el foco de atención de sus escritos en una atmósfera de catás­ trofe general, identificada sobre todo con la derrota frente a Estados Unidos y la pérdida de Cuba, la última colonia americana. Al igual que Joaquín Costa (su predecesor), los noventayochistas se dedicaron a desarrollar toda una serie de proyectos políticos y sociales. Sin embargo, como su talento colectivo se orientaba preferentemente en la dirección del arte y la filosofía, fueron estas las válvulas de escape natural de su inquietud. Las interpretaciones del Quijote que analiza­

2. Meditaciones del «Quijote», Calpe, Madrid, 1921, 2a edición, p. 44.

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remos en breve son más bien, en realidad, reflexiones sobre el senti­ do profundo de la historia cultural de España e intentos de establecer una comunión poética con este. La actitud de los noventayochistas se formó en la tradición hegeliana de la filosofía de la historia. Pienso concretamente en Unamuno y Ganivet, pero sus premisas también son discernibles en «Azorín» y Ortega. Creen en la realidad del «espíritu nacional» y dan por senta­ do que este ha influido de forma determinante en el pasado de la nación. Por tanto, no explican esa evolución histórica recurriendo a un catálogo de hechos, sino sacando a relucir la ley subyacente y demostrando cómo los hechos han cumplido la ley o, lo que no es me­ nos relevante, cómo han frustrado su cumplimiento. Por tratarse de una ley espiritual, que comprende la mentalidad colectiva de una raza, exige un modo de cognición psicológico, o incluso poético, cuya primera fuente de datos deben ser los clásicos nacionales. Ganivet, Unamuno, «Azorín» y Ortega sometieron a los clásicos — y singular­ mente al Quijote— a la misma clase de análisis que había recomenda­ do Costa en su Poesía popular española y había puesto en práctica Fede­ rico de Castro en su Cervantes y la filosofía española. Como se ha visto, la elección del Quijote como centro de sus conjeturas estaba histórica­ mente predeterminada. La obra de la generación del 98 tuvo dos efectos principales sobre el cervantismo posterior, que se interrelacionan de una forma para­ dójica (como podrá percibirse mejor cuando examinemos los escritos de Américo Castro). Entre 1880 y 1920, aproximadamente, se pro­ dujo una reacción a escala europea en contra de la edad del positivis­ mo (la segunda mitad del siglo xix), por su sesgo cómodamente ma­ terialista y su obsesión por los hechos. Lo mismo ocurrió, de un modo más o menos simultáneo, en los ámbitos de la novela, la estética, la filosofía y la crítica y los estudios literarios. La generación del 98 estu­ vo a la par de los tiempos en esta y otras muchas cuestiones, y buscó el modo de arrancar a sus lectores de los prosaicos canales de pensa­ miento y crítica literaria con los que se habían contentado los coetá­ neos de Menéndez Pelayo y llevarlos a otros más imaginativos y más atentos al contenido tanto espiritual como intelectual del arte. Pero a la misma vez, su inquietud por «el problema de España» garantizó la pervivencia de las corrientes simbólicas de aquel periodo, con su fuer­ te sesgo histórico y latentemente político. ‘73

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UNAM UNO

Unamuno utiliza a don Quijote — al personaje, más que al libro— como una alquitara en la que destilar la esencia de su filosofía. No intentaré aquí analizar el símbolo en todas sus ramificaciones, porque eso duplicaría los estudios ya realizados por los unamunistas y, ade­ más, nos llevaría lejos de las preguntas en que se centra aquí nuestra atención. Estas son: ¿Hasta qué punto puede decirse que Vida de don Quijote y Sancho (en adelante, Vida) es una interpretación del Quijote? ¿Cómo podría valorarse el resultado de acuerdo con los criterios de la crítica literaria? ¿Qué lugar cabe atribuirle en la corriente exegética romántica? Unamuno demostró, a lo largo de toda su carrera, un interés cons­ tante por el tema de don Quijote.s Aparece en los cinco ensayos de En torno al casticismo (1895; abreviado en adelante como En torno), en los ensayos de «El caballero de la triste figura» (1896), «La vida es sueño» (1898) y «Sobre la lectura e interpretación del Quijote» (1905), en los libros Vida (1905) y Del sentimiento trágico de la vida (1913), en los pró­ logos a Tres novelas ejemplares (1920) y la tercera edición de Niebla (1 9 3 5 ) ’ en partes de Cómo se hace una novela (1927) y aun en muchos otros lugares.3 4 Por mi parte restringiré el examen a En torno y Vida, que contienen la esencia del pensamiento de Unamuno sobre la nove­ la de Cervantes. 3. Todos cuantos han realizado estudios generales sobre el pensamiento de Unamu­ no han abordado la cuestión: por ejemplo, Ferrater Mora, Serrano Poncela, Sánchez Barbudo y Blanco Aguinaga. El estudio especializado más completo es el de F. Vicén González, «La figura de don Quijote y el donquijotismo en el pensamiento de Unamu­ no», RomanischeForschungen, lvii (1943), pp. 192-227. Sería demasiado prolijo enume­ rar aquí el resto de estudios especializados; puede verse una buena muestra en la anto­ logía editada por Germán Bleiberg y E. Inman Fox con ocasión del centenario de Unamuno: Spanish Thought and Letlers in the Twentieth Century, Vanderbilt University Press, Nashville (Tennesse), 1966. Pedro Cerezo Galán, Las máscaras de lo trágico. Filoso­ fía y tragedia en Miguel de Unamuno, Editorial Trotta, Madrid, 1996, con un largo capí­ tulo sobre el tema quijotesco, y Bénédicte Vauthier, Niebla de Miguel de Unamuno: a favor de Cervantes, en contra de los «cervantófilos». Estudio de nanatología estilística, Peter Lang, Berna, 1999. 4. Excepto donde se indique de otra forma, todas las referencias a los ensayos de Unamuno (incluyendo En torno al casticismo) se remiten a la colección Ensayos Publica-

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En En torno, Unamuno asume la doctrina de la interrelación exis­ tente entre la mentalidad colectiva de una nación y las obras maestras de su literatura, y atribuye a estas últimas un lugar central en sus conjeturas sobre la casta castellana. A grandes rasgos, los ensayos de En torno analizan la misma clase de objetos que estudió Taine en su Histoire de la littérature anglaise, a saber: «le caractére de la race», que después de «des oscillations diverses ... s’est manifesté par la conception d ’un modéle idéal propre», que desde entonces ha venido sien­ do «le moteur du reste»/’ En el segundo de los ensayos Unamuno recuerda al lector que todo cuanto es fiel a la casta y tradicional en la sociedad española ha tenido origen castellano. Fue Castilla la que, en el siglo xv, dotó del carácter propio de una nación a la hasta enton­ ces difusa amalgama de pueblos iberos; Castilla la que infundió en ellos su Idea histórica: por un lado, el «unitarismo conquistador» y por el otro, «la catolización del mundo». El estado así naciente se con­ virtió en paladín de una ortodoxia religiosa que, concebida con muy escaso margen de tolerancia, pretendía aniquilar a «los bárbaros del norte» (la Reforma protestante). De ahí surgió la mentalidad de sitio ideológico que, según Unamuno, derivó en la continuada decadencia de España; una decadencia que comienza en la época en que Castilla se retiró de la acción y que alcanza su madurez y se define a sí misma en los Siglos de Oro de su literalura.1’ En torno ataca a los tradicionalistas que idealizan y quisieran res­ guardar la pureza de las formas e instituciones de lo castizo español; ese es el casticismo. Unamuno caricaturiza a los «entomólogos eru­ ditos» que, por el hecho de conservar un cadáver, creen estar pre­ servando su espíritu; con ello alude a la época (y con frecuencia a la propia persona) de Menéndez Pelayo, al régimen de la Restauración

dones de la Residencia de Estudiantes, Madrid, 1916-1917, 7 vols. Cito la Vida de don Quijote y Sancho por la edición de la antigua colección Austral, pero indicando los números de parte y capítulo, no de página. 5. Taine, Histoire de la littérature anglaise, Hachette, París, 4 vols., 1866; vol. iv, pp. 473-474. «El carácter de la raza, que, después de varias oscilaciones, se manifiesta en la concepción de un cierto modelo colectivo, que se convierte en el motor de su his­ toria». 6. Todos los miembros de la generación del 98 coincidieron en esta explicación general de los orígenes de la decadencia de España.

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borbónica y al «espíritu de la vieja España», endémico en la vida na­ cional contemporánea. Su principal argumento en contra de los cas­ ticistas es que, al singularizar las características de la casta, están fijan­ do límites al alma eterna de la humanidad, un pecado tal que debería ser implacablemente purgado. Aquí es donde encontramos el con­ cepto de intrahistoria, un escalpelo sutil con el cual Unamuno desvela la existencia de una contra-tradición por entre los intersticios de la his­ toria y la cultura española tal cual son públicamente manifiestas.

Aunque se trata de una idea definida sin demasiada precisión y utili­ zada con sentidos variables, es innegable su poder sugerente. Además, resultó de gran influencia, sobre todo por proporcionar algún tipo de justificación filosófica para la confianza de su generación en una España ideal que, pese a no haberse realizado hasta el momento, aguardaba a ser rescatada de la España histórica y real. Como se pue­ de ver, es un concepto inspirado en parte en la doctrina krausista. Tanto Giner de los Ríos, en sus Estudios de literatura y arte, como Cos­ ta, en su Poesía popular española, parten de la existencia de dos niveles en todo momento histórico: el uno es fluido, transitorio, superficial, y el otro es la corriente subterránea, lenta y profunda del eterno espí­ ritu humano. La idea tiene asimismo un precedente en la noción hegeliana de la dialéctica, por la cual todas las transformaciones ante­ riores al estado presente de un Espíritu se subsumen como la sustan­ cia oculta de cualquiera de sus determinaciones. La intrahistoria pue­ de ser definida, en pocas palabras, como la experiencia acumulada del pasado, que fluye aportando vida, como si de sangre se tratara, a todas las manifestaciones culturales del presente: el arte, la ciencia, la vida colectiva de la nación... Veamos con más detalle de qué forma aplica Unamuno este concepto. Cuando se elogian los estudios de los filólogos extranjeros, según Unamuno, los tradicionalistas sacan a la palestra la figura de Hervás y Panduro — un filólogo español (1735-1809)— , como si fuera sacrile­ gio sugerir que se haya descubierto nada de valor desde esa fecha.7 Se 7. Ensayos, vol. 1, p. 47. Unamuno alude aquí al ferviente elogio que dedicó Menéndez Pelayo a este jesuíta en la primera carta de su polémica serie «La ciencia española». 176

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trata de una actitud absurda, porque cuanto había de valioso en sus obras ha sido ya asimilado por la crítica posterior, como un ingre­ diente activo. Unamuno insiste, en muchos pasajes de En torno, en la universalidad de estos vestigios intrahistóricos, que pertenecen al Hombre, y no a Hervás ni a España. Se ocupa ante todo de la intra­ historia de la comunidad nacional: de la conciencia oscura e inorgá­ nica que subyace a la corteza de la clase dirigente (una corteza cons­ ciente de su propio ser, que ha sido determinada por la historia y consolidada por la tradición). La misión que aguarda a los intelec­ tuales españoles es la de expresar, articular esa conciencia. Este acer­ vo reposa en el pueblo, cuyos hábitos y tradiciones, cotidianos y a la vez intemporales, sienten menos la influencia de la historia pública y la imagen consciente de la nación. Unamuno propone entonces un proyecto de regeneración que consiste en «europeizarnos» y «cha­ puzarnos en pueblo». Para fomentar este examen de la conciencia nacional opta por analizar la mentalidad colectiva de la casta castellana (en «El espíritu castellano», el tercer ensayo de En torno); en el cuar­ to de los ensayos, «De mística y humanismo», estudia a un puñado selecto de Hombres Universales del siglo xvi (incluyendo asimismo a una Mujer Universal, santa Teresa), en los que las virtudes castellanas relucen libres de sus habituales restricciones.8 9 El retrato que esboza Unamuno del espíritu castellano es tan cono­ cido, que necesitará poco más que un breve resumen. La tendencia básica de los castellanos, a su modo de ver, es realizar disociaciones abruptas entre dos planos de la experiencia, el conceptual y el prag­ mático, el ideal y el material. (En el marco de la tradición inglesa, cabe señalar que a efectos prácticos es la misma acusación que realizó T. S. Eliot contra la poesía posterior a Milton; en realidad, tanto Una­ muno como Eliot beben de la estética romántica y su ideal de la sen­ sibilidad orgánicamente unificada.) Don Quijote y Sancho, con su interminable diálogo de sordos, son un ejemplo manifiesto. A este de­ fecto de la inteligencia corresponde otro en el plano de la voluntad:

8. Ensayos, vol. i, p. 214. 9. El siglo xvi representó el hito principal del desarrollo de Castilla y el periodo en el que la «filosofía» intrahistórica de España debía haber florecido: fue derrotada por la mentalidad inquisitorial antes de alcanzar la madurez. Así es como se interpreta la derrota de don Quijote en «Sobre la filosofía española» (1904), Ensayos, vol. v, p. 56.

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frente a las circunstancias externas (las leyes, la sociedad, el mundo) se produce o bien una sumisión abúlica o bien una vigorosa afirma­ ción del yo, pero nunca un acuerdo empático. Estos rasgos funda­ mentales, acompañados de sus frutos culturales y éticos, se perciben muy claramente en los dramaturgos de los Siglos de Oro (los repre­ sentantes más auténticos de lo castizo), el Quijote, la tradición de los refranes, la épica y los romances españoles y el paisaje y paisanaje de Castilla. A ellos se alude también más tarde, en Vida, aunque el patrón por el cual se miden, el que determina que son defectuosos, ha variado; lo mismo cabe decir de la caracterización de los defectos. Sus repre­ sentantes, en el Quijote, son ahora todos los personajes prudentes: el cura, el barbero, Antonia Quijana (la sobrina de don Quijote), los duques, Sansón Carrasco, el canónigo de Toledo, don Antonio More­ no; por desgracia, la España moderna está a rebosar de sus descen­ dientes. Su defecto principal — visto desde la atalaya de Unamuno en 1905— es una indiferencia serena al problema de la vida más allá de la muerte; o, lo que no es mejor, una aceptación irreflexiva, por la mera costumbre, del catolicismo tradicional. Las consecuencias de ello no son muy diferentes de las que había diagnosticado En torno en 1895: la observancia de los cautos tópicos morales del sentido común (el paradigma sería Antonia Quijana, según Unamuno);111 un sistema de valores groseramente materialista (un buen ejemplo del cual es la «pasión» que sufre don Quijote en la burguesa Barcelona);10 1112confor­ mismo respetuoso con el orden social, con sus hipócritas dictados del buen gusto y las apariencias convencionales, su amoral sistema de jus­ ticia y su concepción del trabajo como un esclavismo a jornal (véanse aquí los episodios «políticos», como la liberación de los galeotes, el retablo de Maese Pedro, el encuentro con el bandido Roque Guinart);la el estrecho intelectualismo del diálogo literario entre el cura y el canónigo de Toledo (parte I, caps, xlvh y xlviii). Sancho Panza encarna muchos de estos rasgos, pero representa un caso diferente a los anteriores: como escudero de su señor, experimenta un titubean­ te, pero gradual, proceso de instrucción en la fe; ello culmina en la 10. Vida, 11, §§ 6 y 74. 11. Vida, 11, §§ 61-62. 12. Vida, 1, §§ 1 y 22, y n, §§ 26 y 60.

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plena «quijodzación» de Sancho y ofrece al lector el consuelo de que el heroísmo de don Quijote no resulta incomprensible para el común de los hombres.13 Con frecuencia, la caracterización que establece Unamuno del es­ píritu español, al igual que la de Ganivet o «Azorín», parece ser poco más que la proyección de la figura del hidalgo desquiciado sobre una pantalla más grande. En el Idearium español, de Ganivet (1897), se había señalado la abulia como defecto esencial de la mentalidad española: la apatía, la paralización de la capacidad de síntesis intelectual; para Ga­ nivet, la vida intelectual de los españoles consta, cuando no de «la idea fija» — que produce «la determinación arrebatada, violenta, que alguien confunde con la del alucinado»— , de «la idea ya vieja», que en­ gendra «el deseo débil, impotente, irrealizable».14 Aunque Ganivet no menciona a don Quijote, parece muy probable que su descripción se hubiera basado tanto en la observación literaria (la de la conducta del enajenado protagonista cervantino) como en la empírica (la de sus coetáneos). Otro es el caso de La ruta de don Quijote, de «Azorín», donde se entremezclan de forma deliberada los datos provinentes de una y otra clase de observación. El objetivo de su recorrido por La Mancha de don Quijote, publicado en 1905, es encontrarse cara a cara con este microcosmos de la personalidad castellana, el mismo que fue modelo de la novela de Cervantes trescientos años antes. Para la generación del g8, don Quijote era el ejemplo más claro de la personalidad española en su historia. Para ellos era imposible leer la novela haciendo abstracción del «problema de España», de cómo había sido esa mentalidad y cómo podía transformarse; y tampoco eran capaces de contemplarla sino a través de la ventana de su socie­ dad española contemporánea. Cuando se adopta esa perspectiva re­ sulta fácil llegar a juicios de valor tan categóricos (y con frecuencia, burdamente preconcebidos) como los que formula En torno al casti­ cismo-, aunque en realidad se pretenda que alcancemos la conclusión contraria: que se ha estudiado la mentalidad española con total sosie­ go, tal cual es, sin preconcepción alguna de que los rasgos definito13. Véase, por ejemplo, Vida, n, §§ 10, 44, 55 y 74. El tema de la «quijotización» de Sancho, desarrollado por Madariaga en su Guía del lector del «Quijote», aparece dise­ minado por toda la Vida. 14. Véase Idearium español, Espasa-Calpe (col. Austral), Madrid, 1957, p. 143.

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rios de su siglo xvn iban a ser considerados la raíz de la irresponsa­ bilidad cívica, el dogmatismo y la mutua intolerancia de los españo­ les de ig o o .lr> El hecho de que la generación del 98 convirtiera al Quijote en un mito político carecería de relevancia para nuestro análi­ sis, de no ser por su concomitancia con la crítica literaria: esa mitificación tiene su origen en la crítica y, a la postre, esta la acoge de nue­ vo en su seno. Aunque En torno ensalza las figuras de san Juan de la Cruz, santa Teresa y el humanista fray Luis de León como Espíritus Universales, es obvio que no se pretende animar a los españoles a convertirse en carmelitas ni unirse a la orden agustina. Se trata, por el contrario, de la esperanza de que las virtudes del intelecto y el sentimiento místico — el amor, la intuición, la creatividad idealizadora— , al igual que su descubrimiento de la libertad espiritual y el inconformismo social y religioso, puedan revivir tanto en nuevas formas de la fe como en un nuevo ideal colectivo del arte, la ciencia, la industria y la reconstruc­ ción social. Es por esa razón por la que se cruza el ejemplo de los mís­ ticos con el de fray Luis, a quien se evoca en términos vagamente krausistas: se le considera modelo de la Razón, el Humanismo cos­ mopolita, la curiosidad por la naturaleza (es decir, un espíritu protocientífico), la creencia en la solidaridad universal (un espíritu, en este caso, protosocialista) y la purificación cristiana de las instituciones sociales. Si estos personajes ocupan el primer plano, don Quijote está situado en el segundo; pero es un lugar de vital importancia. El mo­ mento final de la novela, cuando don Quijote renuncia a la caballería en su lecho de muerte, se interpreta en varios pasajes esenciales de En torno como un símbolo de la renuncia al imperialismo castellano y del deseo de volver al redil cultural de Europa. En realidad, estos ensayos, aunque contribuyeron en mucho a insuflar en la generación del 98 el ideal de una España renacida como encarnación de don Quijote,15

15. El espíritu de estos juicios de valor no es completamente ahistórico, como es lógico. De hecho, están muy influidos (al igual que la concepción azoriniana del teatro áureo español) por las conferencias de Menéndez Pelayo sobre Calderón, que frente a los panegíricos de sus adoradores alemanes, hacían hincapié en las limitaciones del dramaturgo, y lo consideraban representativo del teatro y la sociedad españolas del si­ glo xvn. Tanto Unamuno como «Azorín» utilizaron las armas de Menéndez Pelayo con­ tra su propia postura casticista.

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no dan valor ejemplar al caballero, sino al hidalgo contrito, a un Alon­ so Quijano que latiría en don Quijote de un modo esquizofrénico: Alonso Quijano el Bueno, el discreto, el que hablaba a los cabreros del siglo de la paz, el generoso libertador de los galeotes, el que, libre de las som­ bras caliginosas de la ignorancia que sobre él pusieron su amarga y conti­ nua leyenda de los libros de caballerías y sintiéndose a punto de muerte quería hacerla de tal m odo que diese a entender que no había sido su vida tan m ala.'1'

Al cabo de diez años y una crisis religiosa, en Vida de don Quijote y San­ cho, el caballero cervantino ha pasado a dominar el primer plano de la galería de héroes de la cultura española; y no lo hace en tanto que Quijano, sino como don Quijote (aunque eso es cierto solo en la medi­ da en que se puedan diferenciar estos dos niveles de la personalidad, que para Unamuno forman un todo complejo). El cambio obedece, ante todo, a un notable giro en la perspectiva social y filosófica de Unamuno. El regeneracionista europeizante, el socialista y no cre­ yente ha dado paso a un filósofo «humanista» y «contemplativo».'7 El humanista se muestra alarmado ante la tendencia de la sociedad mo­ derna a considerar al Hombre como un simple instrumento de la ciencia o una teoría social abstracta. Al igual que haría Ortega unos años más tarde, Unamuno insiste en que la razón tiene que estar al16 7 16. Ensayos, vol. i, p. 183. (Como es sabido, Alonso Quijano era el nombre que lle­ vaba don Quijote antes de perder el juicio y el que recupera cuando recobra la salud mental.) 17. Esto supone una obvia simplificación, pero entrar a matizar la cuestión nos ocuparía demasiado tiempo y, además, implicaría adentrarse en un dominio ajeno al nuestro: el de los especialistas en Unamuno. Entre los matices que se pueden aducir está el de que el cambio no es radical. I/as prioridades del Unamuno anterior a 1897 no dejan de ser consideradas importantes después de esa fecha, sino que pasan a ser vistas como instrumentos o frutos de otras más urgentes. De un modo similar, el giro que adopta entonces su pensamiento se percibe claramente en muchos de sus escritos anteriores. Para un estudio de la crisis de Unamuno véase Sánchez Barbudo, Estudios sobre CJnamunoy Machado (Guadarrama, Madrid, 1959), y confróntese con López Mori­ llas, Intelectuales y espirituales (Revista de Occidente, Madrid, 1961). Por decirlo breve­ mente, la crisis fue una forma intensa de Angst. la experiencia del terror de la muerte acompañado de la convicción de la vanidad de la vida. Esta experiencia sería el punto de partida de toda su filosofía posterior a 1897.

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servicio de la Vida, y no a la inversa. En cuanto al contemplativo, cree que es imposible desarrollar una vida de plena realización salvo bajo la forma de una inquietud trágica por la cuestión de la inmortalidad. Unamuno sostiene asimismo que esa inquietud se corresponde con la filosofía eterna (o intrahistórica) de España, y él mismo se considera designado para formularla. Es también más nacionalista que antaño, y se ve como el defensor de esa filosofía patria frente al racionalismo europeo. A España aguarda, como destino, lograr que la moderna Europa materialista recobre el sentido religioso, predicando «la filo­ sofía de Dulcinea, la de no morir, la de creer, la de crear la verdad».'8 En otras palabras, el evangelio de España se identifica con el existencialismo del propio Unamuno, que será esbozado en Vida y expuesto formalmente en su principal obra filosófica: Del sentimiento trágico de la vida (1915). Vida es un comentario sobre la obra literaria en la que con más perfección se expresa la «filosofía» de España, la actitud intuitiva con que esta se enfrenta a la existencia y el mundo. Volvamos por un momento a la concepción exaltada del poeta «épico», tal cual la formuló Joaquín Costa en su Poesía popular españo­ la. En aquel confluyen todas las corrientes de la vida intelectual del país; él es quien expresa su Idea colectiva; él quien anula cuanto hay de finito o limitado en su concepción del mundo. Pues bien, para Unamuno Cervantes es un ejemplo claro de todo ello. A través de un medio en apariencia tan inapropiado como «una obra de burlas» nos ha ofrecido la épica historia — -trágica al tiempo que reconfortante— de la peregrinación vital del Hombre, y en especial del Español. Es una «epopeya profundamente cristiana», de una capacidad de suge­ rencia gnómica que la asemeja al Evangelio. La vida del protagonista es como una lección ofrecida a nuestras meditaciones, puesto que, pese a no ser sistemática, comprende «todo un método, toda una epis­ temología, toda una estética, toda una lógica, toda una ética, toda una religión, toda una esperanza en lo absurdo racional».1(1 Don Quijote es el héroe de España, en el sentido que Carlyle dio a este concepto/1’18 0 2 9

18. Vida, n, § 67. 19. Epílogo a Del sentimiento trágico de la vida. 20. Véase Thomas Carlyle, On Heroes and Hero-Worship, 1840 (manejo la edición de Chapman Hill, Londres, 1901, pp. 258-300); y compárese con Carlos Clavería, Témasele Unamuno, capítulo 1 (Credos, Madrid, 1953).

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No es tanto un símbolo como una hipóstasis viviente, que supo expre­ sar ordenadamente las intuiciones espirituales de la raza/1 Una vez formulada, ha sido puesta en práctica, verificada y revisada en la expe­ riencia del pueblo. Así, Unamuno recalca que don Quijote es una rea­ lidad viva y, por ende, es legítimo buscar el sentido de la novela tanto «fuera» como «dentro» de sus páginas: por ejemplo, en el testimonio paralelo de otros héroes españoles, como san Ignacio de Loyola y san­ ta Teresa de Avila. Hay muchas referencias a la biografía de aquel y la autobiografía de esta en Vida, e igualmente en el testimonio de cómo vivió la fe un hombre español del siglo xx, el propio Unamuno/2 La buena nueva fue transmitida a Cervantes por medio de un mi­ lagro, de una revelación: el alma de su pueblo se comunicó con su subconsciente. Ello queda de manifiesto al comprobar la mediocri­ dad del resto de sus obras, con la única salvedad del Quijote-, al ver su propia insensibilidad a cuanto en la novela hay de noble y profundo, incomprensible para su pedestre sentido común; y al constatar que sus gustos literarios, tal cual son formulados racionalmente, no apun­ tan sino a las formas más insípidas y anticuadas de los Siglos de Oro. Para Unamuno solo hay una obra relevante en todo el Corpus cer­ vantino; en realidad, solo una parte de una obra: la «crónica» que escribe Cide Hamete Benengeli de las aventuras de don Quijote y Sancho. El resto, por desgracia, obedece a lo que Cervantes preten­ dió escribir de un modo consciente. Por lo tanto, Unamuno pres­ cinde en su comentario de buena parte del texto del Quijote: de los relatos intercalados, de las polémicas literarias e incluso (aun en con­ tra de sus propios principios exegéticos) de algunos incidentes de la vida del protagonista y de algunas de las facetas de su compor­ tamiento/32 13 21. «El héroe leyendario y novelesco son, como el hisLórico, individualización del alma de un pueblo y comoquiera que obran existen. Del alma castellana brotó don Qui­ jote, vivo como ella»: «El caballero de la triste figura» (i 896), en Ensayos, vol. 11, p. 115. 22. La base racional de estas premisas se detalla en Vida, 1, §§ 6, 11 y 33; y n, § 62. Véase además «Sobre la lectura e interpretación del Quijote», Ensayos, vol. v, pp. 215 y ss. 23. Véase Vida, 1, §§ 6, 11 y 33; y 11, § 62. Respecto del discurso de la Edad de Oro, analizado en Vida, 1, § 11, Unamuno dice lo siguiente: «No valen las palabras del Caba­ llero sino en cuanto son comentarios a sus obras y repercusión de ellas». Con ello, admite un recorte del Quijote aún mayor del que ya implicaba el título de su comentario.

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He entrecomillado la voz «crónica» unas líneas más arriba porque tanto la existencia del cronista Benengeli como la del manuscrito «verídico» son meras ficciones de Cervantes, destinadas a parodiar la pseudohistoricidad típica de los libros de caballerías. Pero Unamuno opta por complicar la ironía del original cervantino eliminando esas comillas y dando al relato la misma condición, en lo que respecta a su veracidad histórica, que la que ostenta la biografía de san Ignacio por Rivadeneyra (1572). Escojo esta última referencia porque es una de las que Unamuno cita con frecuencia. Es obvio que el filósofo bilbaíno es consciente del reparo que pondría el sentido común: el de que don Quijote no tuvo una existencia real, y san Ignacio sí. Sin embargo, cree en un principio epistemológico más elevado que el sentido co­ mún: la voluntad creativa, que requiere la existencia de tal o cual obje­ to de creencia porque su propia vida depende de ello. Apela a ese principio al asignar a don Quijote y san Ignacio a un mismo plano de realidad: el de la realidad intemporal, viva y sustantiva; el del alma española intrahistórica.24 En última instancia, este es también el principio que invoca Una­ muno para justificar su desinterés por la intención consciente de Cervantes. A su entender, la verdadera comunicación humana solo puede realizarse en tanto en cuanto el «sentido individual» consigue romper la cáscara de los conceptos estereotipados del «sentido co­ mún» y llenarla de «sentido individual», único y volitivo. «Si mi pró­ jimo entendiese por lo que dice lo mismo que entiendo yo, ni sus pala­ bras me enriquecerían el espíritu ni las mías enriquecerían el suyo».25 La poesía más sublime está cargada de esa clase de sentido individual; así ocurre con las palabras de don Quijote y el modo en que Unamu­ no las interpreta. Como dirá en el prólogo a Tres novelas ejemplares, «El que goza de una obra de arte es porque la crea en sí, la recrea y se recrea con ella». El método «re-creativo» de lectura que intentan justificar las citadas palabras tiene una demostración práctica en su comentario al Quijote, el cual no es verdadero porque satisfaga un criterio de significación histórica ni porque cuadre, verosímilmente, con lo que Cervantes quiso decir, sino porque ha hecho vivir a Una­ muno: 24. Véase la nota 21, arriba. 25. Vida, 1, § 31.

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¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cer­ vantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponem os allí todos. Quise allí rastrear nuestra filosofía.'' ’

Está expresado con admirable fuerza y claridad: la realidad de algo, de un libro, de una persona, no es sino su idealidad: la impre­ sión que causa en el alma humana, reavivándola. El auténtico Sócra­ tes no es el personaje histórico y contingente, hoy desaparecido, sino la imagen que de él tiene la posteridad como una figura activa, vivien­ te y magistral; y el auténtico Alonso Quijano es el ideal sublime que se propuso ser y todavía es hoy en día: don Quijote. En la novela de Cervantes podemos observar, con una ironía obje­ tiva y desenfadada, cómo el protagonista avanza de un infortunio a otro, aislado de la realidad en un mundo descabelladamente loco y ridículo. Nuestro punto de vista — el que Cervantes quiere que adop­ temos— es el de los personajes cuerdos. Pero en la versión de Una­ muno la perspectiva es la inversa. Por un lado, mantenemos una rela­ ción íntima con un protagonista con quien nos identificamos; nos dirigimos a él en vocativo, sintiendo una veneración sentimental. Por el otro lado, los personajes juiciosos viven aislados en un mundo des­ cabelladamente ridículo: el del más burdo sentido común. Para no dar una impresión equivocada de Vida, deberíamos añadir que esta inversión se acompaña de una gracia irónica y una alegre ingenuidad fingida que no desmerecen al objeto de su comentario. En efecto, Unamuno disfruta con la paradoja de adscribir una condición tan portentosa al héroe de una novela cómica, y aun la borda socarrona­ mente, al desacreditar de forma insistente la «falacia» según la cual don Quijote y Sancho son figuras ahistóricas, producto de la fantasía, y al reprender asimismo al «cronista» (Cervantes, en este caso) por la insensibilidad con que se burla. De todos los comentarios del Quijote, Vida de don Quijote y Sancho es el más legible, a un tiempo divertido y apasionado. Ello no obstante, ¿puede decirse que sea un comentario propia­ mente literario, en un sentido más o menos académico del término? Esa pregunta fue respondida categóricamente por el propio Unamuno:2 6 26. Epílogo a D e l

s e n t i m i e n t o tr á g ic o d e l a v i d a .

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no, en absoluto.27 Don Quijote, el héroe, es el protagonista de un mito; como tal, puede ser reinterpretado libremente (es decir, creado de nuevo) por la posteridad; y la verdad del mito, como la de cual­ quier acontecimiento o personaje histórico, es el vestigio ideal que deja en la mente de quienes lo reviven. La verosimilitud histórica, tal cual podía ser concebida por un Clemencín, no despierta el interés de Unamuno. La presente caracterización de Vida cobra aún más peso si tenemos en cuenta las flagrantes impropiedades en que incurriría si la tomáramos por un comentario normal. Como lector, Unamuno se interesa tan solo por algunos pasajes significativos de la novela, desga­ jados de su contexto; y como exegeta, los parafrasea y glosa tenden­ ciosamente. Su Quijote abreviado representa el núcleo de una novela muy diferente a la original, algo parecido a su propia San Manuel bue­ no, mártir. Al recubrir luego ese núcleo con una glosa filosófica utiliza una leyenda preexistente de un modo que recuerda a las meditacio­ nes de Kierkegaard sobre el sacrificio de Abraham o la recreación del profeta Zaratustra por obra de Nietzsche. Esa es la clase de interpre­ tación a la que entiendo que corresponde Vida de don Quijote y Sancho, y esa es, asimismo, la que el propio Unamuno reconoce/8 Sin embargo, los primeros lectores de Vida — que la valoraron y criticaron como si se tratara de una exegesis corriente— no van tan desencaminados, a pesar de lo que afirmara Unamuno. En primer lugar, su recreación implica, inseparablemente, la comprensión y el análisis literario. En segundo lugar, la significación del mito quijotes­ co no es tan arbitrariamente indeterminada como sugieren algunas de las afirmaciones de Unamuno, sino que sigue un trayectoria ideal, con variaciones, cuya mejor definición hasta la fecha es la del propio filósofo bilbaíno: tiene solidez y coherencia dentro del texto, y puede ser desvelada por el comentario/11 La veracidad de estos dos puntos se2 9 8 7

27. Véanse tanto el ensayo «Sobre la erudición y la crítica», en sus Obras completas, edición de M. García Blanco, Escelicer, Madrid, 1966, vol. 1, pp. 1264-1278 (cita en p. 1269), como las observaciones dispersas en sus ensayos misceláneos sobre el tema del Quijote, recogidos en el vol. vil de las Obras completas, y especialmente las pp. 1201 y 1204. 28. «Sobre la erudición y la crítica», p. 1270. 29. De aquí que Unamuno se defienda a sí mismo de la acusación de haber inter­ pretado numerosos pasajes de la novela sin tener en cuenta su contexto; véase por

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sigue del hecho de que la moderna crídca española del Quijote ha. sido bien capaz de udlizar Vida como una obra de filología. Son muchas las obras, en efecto, que se apoyan en las ideas de Unamuno como una columna en su base; bastará citar aquí la Guía del lector del «Quijote», de Madariaga, El pensamiento de Cervantes y Hacia Cervantes, de Américo Castro, o Sentido y forma del «Quijote», de Casalduero.

Llegamos ahora a la interpretación unamunesca del personaje de don Quijote. El quid de su empresa estriba «en esto de cobrar eterno nombre y fama», lo cual equivale a «un ensancharse en espacio y pro­ longarse en tiempo la personalidad».1" Hay una definición más con­ creta en un pasaje en el que Unamuno parodia, por así decir, la frase fundamental con la que se define la locura del protagonista. La paro­ dia disloca el sentido y espíritu de la frase, y transforma las implica­ ciones, que pasan del menosprecio a la sublimidad y el anhelo unamuniano de la inmortalidad: «Llenósele la fantasía de hermosos desatinos, y creyó ser verdad lo que es solo hermosura. Y lo creyó con fe tan viva, con fe tan engendradora de obras, que acordó poner en hecho lo que su desatino le mostraba, y en puro creerlo hízolo ver­ dad».1' Se trata de un móvil fundamental en la vida del hombre. Es el que subyace por igual a la carrera caballeresca de don Quijote, inter­ pretada como símbolo de toda acción «heroica» (es decir, generosa e idealista) en un contexto secular, y a la vida retirada y ascética de los místicos españoles, hermanos espirituales del hidalgo. La característi-

ejemplo Vida, n, § 16. En el fondo, se trata de afirmar «los hechos son sagrados, pero el comentario es libre». La crónica que escribe Benengeli sobre la vida y actos de don Quijote es un evangelio que Unamuno, el comentarista, se compromete a respetar; y cualquier comentario de autor, al igual que los materiales que no se relacionan direc­ tamente con el protagonista, son intrusiones impertinentes. Sin embargo, la defensa resulta socavada por la desobediencia de Unamuno a sus propias reglas. 30. Vida, 1, § 1. Es el pasaje del primer capítulo del Quijote que reza: «Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de penden­ cias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo» (p. 39). 31. Vida, 1, § 1. 187

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ca más relevante del héroe es su bondad, una bondad que se desbor­ da en oleadas de altruismo y le otorga la inmortalidad. ^ Su defecto principal, lo mismo en Vida que en En torno, es la arrogante confian­ za en que la razón está del lado del más fuerte;'1’ es uno de los vicios típicos de su pueblo. La historia de su vida — y aquí también simboli­ za a su pueblo— es la de quien, movido por el amor purificante de Dulcinea, abandona la empresa caballeresca en las playas de Barcelo­ na para dedicarse a una vida pastoril y de amor espiritual. ’'1 Ajuicio de Unamuno, quien sea sincero consigo mismo — aunque en su mayoría, no lo somos— llegará tarde o temprano, por el simple impulso a pervivir eternamente, a la terrible conciencia de ser mor­ tal. Este es el umbral que cruza don Quijote, y a su vez la experiencia crucial de la filosofía de Unamuno: el Angstde Kierkegaard o, por uti­ lizar el término del bilbaíno, la congoja. Al igual que todos los exegetas románticos, Unamuno concede una gran importancia a la prehis­ toria psicológica de don Quijote, es decir, a la condición mental que precedió a su demencia. Los románticos anteriores lo hicieron por­ que consideraban que la naturaleza caballeresca y literaria de su locu­ ra era una salida meramente accidental de un preexistente anhelo de acción heroica, que no había encontrado otra válvula de escape. Una­ muno pretende más bien ofrecer un análisis existencialista del origen de la decisión de convertirse en caballero andante; y entiende que, si Cervantes omite mucha información al respecto, lo hace deliberada­ mente, como signo de que don Quijote «se va haciendo según vive y obra» (en el sentido existencialista de «hacerse»). Es decir, el hidalgo se apercibe de que nuestro ser verdadero no nos llega preconcedi­ do, sino que es algo que debemos buscar activamente, un proyecto de vida que debemos realizar. Más adelante Unamuno suple el silencio de Cervantes al inferir que, si tenemos en cuenta los detalles que nos da el autor, Alonso Quijano había cruzado ya el umbral del existencialismo: Era pobre y ocioso; ocioso estaba los más ratos del año. Y nada hay en el mundo más ingenioso que la pobreza en la ociosidad. La pobreza le hacía 3 4 2

32. Véase Vida, n, §§ 25 y 74. 33. Véase Vida, 1, § 15 y 11, § 64. 34. Véase Vida, n, § 67.

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amar la vida, apartándole de todo hartazgo y nutriéndole de esperanzas, y la ociosidad debió de hacerle pensar en la vida inacabable, en la vida per­ turbadora.1'’

En la filosofía de Unamuno, podemos ascender por la escalera de la fe mediante diversos peldaños; uno de ellos es la congoja, pero otro puede ser, como en el caso de Augusto Pérez en Niebla, el amor. El amor es la raíz de toda acción heroica voluntaria, y en su forma origi­ nal une a un hombre y una mujer o a una madre y su hijo. Así, la acti­ tud de don Quijote para con Aldonza Lorenzo, según es interpretada por Unamuno, cobra mucha importancia en la ya mencionada pre­ historia psicológica del hidalgo. En lugar de la tibia y superficial re­ lación que conocemos por el diálogo de caballero y escudero en I, xxv, Unamuno nos presenta una pasión conmovedoramente senti­ mental, que por pudor, el caballero no se atreve a confesar durante doce años.1*’ Al encontrar cerrado el paso, la pasión se sublima y se transforma en un amor más elevado, en el que Dulcinea es la Gloria concebida como Mujer y la personificación de la memoria eterna de don Quijote. La declaración del caballero de que todo su valor es debido a Dulcinea («Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respi­ ro en ella, y tengo vida y ser»),17 tiene la misma relación fundamental con el quijotismo que la de san Pablo: «Estoy crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» ( Cálalas, 2, 19-20) con el cristianismo tradicional.3 7 6 5

35. Vida, 1, § 1. 36. He expuesto las razones por las que considero que se trata de una relación tibia y superficial en el artículo «Don Quixote’s love for Dulcinea», 111IS, 50 (1973), pp. 237255; las razones de Unamuno pueden leerse en Vida, 1, §§ 14 y 30. Unamuno se basa en el pasaje de I, xxv, en el que don Quijote confiesa a Sancho que Dulcinea es Aldon­ za Lorenzo, que «mis amores y los suyos han sido siempre platónicos» y que «en doce años ... no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba». Unamuno entiende que es una afirmación conmovedora, que nos revela cómo es don Quijote; por mi parte entiendo que es una afirmación irónica, que traiciona al propio don Quijote. 37. Véanse Quijote, I, x x x y Vida, 1, § 30. * «Christo confixus sum cruci; vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus.» Se cita por la traducción de Nácar y Colunga, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1963' '. (N. del t.)

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Si en cierto sentido la interpretación unamuniana de la vida amo­ rosa de don Quijote resulta vulgarmente sentimental, en otro senti­ do se caracteriza por una gran sutileza psicológica. En este punto, tan­ to si estamos de acuerdo con sus ideas como si no, es donde Unamuno está más cerca de plantear una exegesis penetrante del texto de la novela. Una de las cuestiones más arduas que se plantean a un cer­ vantista es la de la relación entre el personaje de don Quijote y la per­ sonalidad juiciosa de Alonso Quijano (brevemente esbozada en los capítulos primero y último). ¿Cómo la concibe Cervantes? ¿Como una relación de continuidad y mutua interpenetración? Hay algún indicio que apunta a que sí, y que se presta de un modo tentador, aunque cir­ cunstancial, a la aplicación de las nociones modernas de interacción entre el consciente y el subconsciente o entre los diversos niveles de la personalidad. Esos indicios constan, en primer lugar, de los «lúci­ dos intervalos» del personaje, que parecen ser intervalos de la lucidez perdida y, en segundo lugar, de un acuerdo aparentemente delibe­ rado con la realidad, cuando esta amenaza la esencia de su ilusión.38 A partir de esta clase de datos, y siguiendo la pista dejada por Una­ muno, Madariaga construyó su retrato psicológico de don Quijote como un Hombre de Fe, ceñido al ideal que acaricia a pesar de sus dudas que, si empiezan por ser reprimidas de una forma semiconsciente, acaban por vencer. El libro de Madariaga conllevó una mejora de la calidad de los estudios cervantinos, porque los críticos se vieron obligados a descender del nivel de la generalización al de los detalles concretos. El mismo crédito se debe, por extensión, a Unamuno. En Vida re­ trata a un don Quijote muy cercano al modelo de sus propias criatu­ ras novelísticas: personajes complejos y paradójicos, cuya dinámica interior encuentra su expresión en formas engañosas de conducta. El 38. Afirmo que esos flecos se prestan acüdentalmenle a la moderna interpretación psicológica porque entiendo, en primer lugar, que Cervantes les hubiera dado un mayor peso de haberlos juzgado más relevantes, y en segundo lugar, porque no hay nin­ guna duda de que, Cervantes — que nada sabía de Freud— daba por sentado que la locura provoca muchos actos que quedan fuera de los límites de lo interpretable por la psicología normal. Así, su héroe puede realizar un acto que guarde las apariencias o una concesión defensiva (como no someter el yelmo de Mambrino a una segunda prueba, admitiendo así la irrealidad de Dulcinea), y sin embargo no ver las implica­ ciones. 190

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escepticismo tan heroicamente callado por don Manuel Bueno, ¿no es, en cierto sentido, una forma eterna de fe? La violenta envidia de Joaquín por su hermano Abel, en Abel Sánchez, ¿es realmente una pasión estéril, cuyo único fruto es la ruina de una vida? ¿No podía haber sido, entre otras cosas, una pasión fecunda y creativa y, posible­ mente, una forma de amor? En estos dos casos, el personaje no llega a conocer la naturaleza última de su propia motivación; la imagen que reconoce de sí mismo, con sus tormentos y aspiraciones, no refleja con exactitud sus verdaderos motivos; y esta se corresponde aún en menor grado con lo que el mundo exterior ve y considera. Hay un ras­ go común a todos los agonistas de Unamuno (que, en otros aspectos, tanto se resisten a cualquier definición categórica, sobre todo en lo que atañe a la moral de tipo «o blanco o negro»); son almas acongo­ jadas, divididas en su propio seno, cuya energía y cuyos propósitos derivan justo de esa tensión interior. Su identidad es un enigma. Más propiamente, es un flujo fantasmagórico, porque su identidad esencial no es lo que son, sino lo que quieren ser; lo mismo ocurre con don Quijote. El secreto de su idealismo, el que no se atreve a confesar a los demás y a duras penas a sí mismo, es que su forma interior es su anti­ guo amor (en realidad, el antiguo amor de Alonso Quijano) por Aldonza Lorenzo. El patetismo de su empresa caballeresca consiste en que, si en algún momento el amor hubiera sido correspondido, el héroe habría renunciado a su quite de la fama a cambio del heroísmo del amor en brazos de Aldonza. Para Unamuno, los pasajes más con­ movedores son aquellos en los que, por un instante, el héroe se quita la máscara de la locura (la de caballero andante) y revela su cara ocul­ ta, la de un amante tímido y cuerdo, Alonso Quijano «el Bueno». Uno de esos pasajes es la brutal y dolorosa derrota de los sueños de Alon­ so en el episodio del «encantamiento» de Dulcinea (II, x). Otro es el encuentro del protagonista con los labradores que tras­ ladan a su pueblo cuatro imágenes para un retablo: las de san Jorge, san Martín, Santiago y san Pablo (II, lvii i ). Don Quijote compara el éxito espiritual de los cuatro caballeros «de la milicia divina» con sus propios logros, y concluye: «Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si Dulcinea del Toboso sa­ liese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que

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llevo».:t!) Unamuno glosa el episodio como sigue: ¿Qué se sigue de intentar cambiar el mundo? ¿Acaso no son las injusticias que en él vemos la proyección de nuestras malas intenciones? He perseguido la fama mundana renunciando a la contemplación religiosa, pero ¿ha valido la pena? Detrás de todas estas preguntas acecha otra, inspirada por «el aletazo del ángel del misterio». ¿Qué será de mí cuando mue­ ra? En ese pasaje encontramos al héroe en un momento de congoja. Ahora bien, todas estas preguntas tienen mucho que ver con la agonía espiritual de Unamuno, pero no guardan relación alguna con la intención de Cervantes. A grandes rasgos, son el lamento de quien ha desarrollado un existencialismo agnóstico a la sombra del catolicis­ mo ortodoxo, ha convertido la acción y la fama mundanas en sustituto de la piedad tradicional y mira hacia atrás con nostalgia, añorando la sosegada e ingenua confianza de la fe infantil. Por muy agnóstica que pueda ser esta filosofía, es a la vez indudablemente «religiosa», en un sentido amplio del término. Unamuno cree que nuestra conciencia alberga un plano de intuición espiritual, situado por encima de las formas de conocimiento que regulan el mundo fenomenológico. Es una intuición volitiva, creativa, inspirada por el amor y adaptada al ser interior de las cosas; se manifiesta en modos muy próximos a la fe, la esperanza y la caridad de las que hablaba san Pablo.4'1 Es la revelación de lo divino de la que es capaz el hombre; para «salvarnos» debemos apropiarnos de ella y emplearla como base de nuestra vida. Desde el punto de vista católico, es una «salvación» plenamente heterodoxa, que consiste en tener fe, aunque imprecisa y desesperadamente, en que la personalidad individual sobrevivirá a la muerte en tanto que «idea» recordada en la consciencia divina. Como se afirma en Vida, I, § i: «El pobre e ingenioso hidalgo ... sometióse a su propia idea, al don Quijote eterno, a la memoria que de él quedase». Los comenta-3 0 4 9 39. Unamuno reconstruye así la última parte del pasaje: «Si Aklonza Lorenzo se compadeciera de mi timidez y aceptara mi amor, sacrificaría gozoso el sacrificio heroico de mi razón, a cambio de la bendición de vivir con ella». Personalmente, no creo que un sintagma como «adobándoseme el juicio» sea indicativo de que don Quijote es consciente de su locura; al igual que en la penitencia de Sierra Morena, las referencias a la locura se refieren al delirio de un amante, que pena en este caso por el encanta­ miento de Dulcinea. 40. Me refiero aquí a las ideas desarrolladas formalmente en Del sentimiento trágico de la vida, capítulos 2, 7 y 9. A grandes rasgos, habían sido anticipadas en Vida.

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rios a la muerte de don Quijote, con los que se redondea este tema recurrente, nos confortan afirmando que nada se pierde por entero en esta prisión del espacio y el tiempo; que todo hunde sus raíces eter­ nas «en Dios, Conciencia del Universo». Sin embargo, en ese consue­ lo hay una circularidad ambigua y acuciante. Dios, el garante de la inmortalidad, pasa a ser identificado a la práctica con la tradición familiar del alma humana, en tanto que lucha a lo largo de la historia para liberarse de la materia, espiritualizando a la naturaleza en el pro­ ceso. La fe revela creativamente a Dios, pero sin disipar la duda de que pueda haber creado nada más que fe .1' Paradójicamente, es la desesperanza de la congoja la que propor­ ciona la base epistemológica de ese consuelo. Así, nos pone en alerta sobre el gran descubrimiento del Segismundo calderoniano: la vida es sueño, entre otras muchas razones, porque el mundo no significaría nada si no fuera percibido, modelado y deseado en la conciencia. Si aceptamos ese punto de partida veremos, con Schopenhauer, que todas las formas de conocimiento son, en su origen, formas de la voluntad de ser, y que el alma humana es un determinante de la rea­ lidad, y no un mero espejo p as i vo . E l l o no obstante, esta revelación no deriva, como en Schopenhauer, en un apaciguamiento o una nega­ ción de la voluntad. El comentario del encuentro de don Quijote con los portadores del retablo adquiere una importancia capital en Vida porque explica cómo puede convertirse la congoja en punto de des­ pegue del salto unamuniano a la esfera de la intuición sustantiva. De quedar absorbido en la reflexión sobre la vanidad de la vida pasa a actuar inspirado por la fe; por ejemplo, cuando realiza la galante ofer­ ta de sustentar «en mitad de ese camino real que va a Zaragoza» la belleza de las hermosas pastoras disfrazadas (II, l v i i i ). Del conjunto de su carrera — y, sobre todo, de episodios como el ultimátum de los mercaderes de Toledo (Vida, I, § 4), el ataque a los molinos de viento4 12 41. Véase Vida, 1, §§ 1 y 31, y 11, § 67. 42. Véase Del sentimiento trágico de la vida, capítulos 2 y 7; hay una anticipación ele esos argumentos en Vida, n, § 58, y sobre todo en este pasaje: «Y en esta angustia, en esa suprema congoja del ahogo espiritual, cuando se te escurran las ideas, te alzarás de un vuelo congojoso para recobrarlas al conocimiento sustancial. Yverás que el mundo es tu creación, no tu representación, como decía el tudesco. A fuerza de ese supremo trabajo de congoja conquistarás la verdad que no es, no, el reflejo del Universo en la mente, sino su asienLo en el corazón».

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(I, § 8), la aventura de los batanes (I, § 18) y la corrección hiperbó­ lica de la vulgar descripción que Sancho había dado de Dulcinea (I, § 3 ° )— se extrae como lección el triunfo de la máxima de don Qui­ jote («así es, si así lo quiero») sobre la de Sancho («así es, en tanto así lo dicten la razón y el sentido común»), Don Quijote es un paladín singularmente inspirador del pragmatismo espiritual de la época mo­ derna, porque puede contagiarnos el valor de hacer a sabiendas el papel de un payaso ridículo. Su locura no nace de un desorden cere­ bral, o no solo; fue un heroico sacrificio de la razón, como fruto del reconocimiento consciente de que esta ha descartado las afirmaciones de la voluntad, como si carecieran de sentido. Para ser un Guardián de la Fe, como Kierkegaard, hay que ser un filósofo del absurdo, escépti­ co y consciente de sí, además de «un héroe de íntima y resignada des­ esperanza». Don Quijote fue, en suma, un «comediante profundo».41

Vida de don Quijote y Sancho es una soberbia declaración temprana de la filosofía de Unamuno. No es una obra de crítica ni exegesis litera­ ria, a pesar de lo que dijera el autor y de la deuda que con ella ha con­ traído la posterior filología española. Pero esa predisposición a favor de las ideas de Unamuno obedece, ante todo, a que en la raíz de su interpretación está la concepción romántica del héroe como un hom­ bre de Fe, Poesía e Ideal (aunque orientada de tal suerte que se aco­ moda con su filosofía). Es por ello por lo que incluso los críticos que más han sentido la influencia de Unamuno han expresado igualmen­ te sus reservas, que tienen que ver con el hecho de que llevara la idea­ lización y subjetividad romántica más allá de los límites permisibles por la crítica literaria ortodoxa. Aun así, cabe decir que esas trans­ gresiones son, en lo esencial, coherentes con la obra de muchos críti­ cos respetados. En efecto, su versión selectiva y abreviada del Quijote no hace sino culminar la tendencia de los críticos románticos a fingir que no ven cuanto no cuadra con sus objetivos; al tildar a Cervantes de escritorzuelo de pacotilla refleja la eterna dualidad romántica del enfrentamiento de los lados creativo y crítico de la mente cervantina; y el evidente placer con que gusta de paradojas tan iconoclastas como la anterior sugiere que se está dando cuenta, al menos en parte, de4 3 43. Véase Vida, 11, § 10.

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que pretende dar al Quijote un significado que no tiene (y, con ello, desarma por adelantado cualquier posible crítica de su comentario entendido como una exegesis filológica). Vida se escribió con un ánimo antierudito. Su objetivo era volver a meditar, en el marco de la más amplia perspectiva filosófica e históri­ ca, sobre una profunda «epopeya» nacional que el cervantismo eru­ dito había enterrado (casi sin excepción) bajo el fárrago de la pedan­ tería y el literalismo. Antes de la guerra civil, su peculiar combinación de audacia intelectual e imprudencia metodológica — ¡cuánto hubie­ ra odiado Unamuno que lo consideraran prudente en ese aspecto!— le valió una recepción muy poco cordial por parte de los cervantistas más autorizados.44 Pero no cabía esperar una bienvenida menos géli­ da justo de mano de la clase de críticos contra la cual se había escrito Vida. Ahora bien, después de la guerra, cuando El pensamiento de Cer­ vantes había hecho mella profunda en el cervantismo, se vio clara su verdadera valía; y el tremendo prestigio de Unamuno en España con­ tribuyó a reforzar su impacto. Entre los más autorizados representan­ tes de la filología española posterior a 1940, Francisco Maldonado de Guevara y Luis Rosales ofrecieron interpretaciones del Quijote par­ ticularmente unamunianas; pero son pocos los autores que, de uno u otro modo, no muestran la influencia del bilbaíno. El síntoma más relevante es el hecho de que, desde la publicación de las Meditaciones del «Quijote», de Ortega, se ha prestado una atención general a la psi­ cología del compromiso existencialista en la novela cervantina. El axioma fundamental de la concepción de Unamuno — según el cual don Quijote es una figura mítica y simbólica, que encarna tanto los anhelos inmortales del hombre como la esencia de la personalidad española— ha ejercido una profunda influencia, pero con efectos de­ safortunados. El sesgo político latente en el cervantismo español se ha visto reforzado hasta el punto de favorecer la escritura de toda una serie de «meditaciones sobre el Quijote», de corte abstracto, en las que la agilidad intelectual de Unamuno degenera en un conjunto de ge­ neralizaciones pedestres, cuando no se evapora sin dejar rastro. Y si esta censura tan rigurosa no afecta a las Meditaciones orteguianas, es más 44. Por ejemplo Rodríguez Marín, quien se burla de la práctica de alquitarar del Quijote sutilezas filosóficas; véase tanto el prólogo a su Nueva edición crítica como Fran­ cisco Icaza, El «Quijote» durante tres siglos, Fortanet, Madrid, 1918, capítulo final.

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difícil valorar positivamente obras como el Don Quijote, don Juan y la Celestina, de Maeztu, o La filosofía del «Quijote», de David Rubio,4'’ en las que se compara la significación moral del mito de don Quijote con la de otros mitos y la actitud vital que simboliza el hidalgo con otras similares. El axioma fundamental de Unamuno ha sido el punto de partida, más o menos obvio, de un buen número de obras que pre­ sentaban un tipo de crítica más específico que las que acabamos de mencionar — es el caso, por ejemplo, de la Guía del lector del «Quijote», de Madariaga— , pero también un motivo ineludible en toda suerte de meditaciones histórico-políticas sobre el destino de España — por ejemplo, las de apologistas católicos como Maeztu y García Moren te.'11’ Con el comentario de Unamuno, la crítica romántica alcanza en España una madurez parcial. Representa la exposición más clásica de la concepción literaria de Costa, arraigada en Taine, Hegel y Herder. Desarrolla, en el contexto de un sistema metafísico trazado a grandes rasgos, el simbolismo dual que los románticos alemanes habían en­ contrado en el Quijote: el conflicto entre los anhelos del alma humana y su encarcelamiento en la materia. Coincide con la filosofía del Ro­ manticismo alemán en creer que el gran arte crea símbolos y mitos de especial lucidez, que permiten intuir la naturaleza metafísica de ese conflicto, apaciguarlo momentáneamente e incluso atisbar lo divino. En la sección 4 de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche describe cómo Rafael, uno de los artistas «ingenuos», ha capturado en el símbolo inmortal de su Transfiguración el proceso por el cual la naturaleza sal­ va su contradicción eterna con la creación de «un nuevo mundo apa­ rencial ... el mundo apolíneo de la belleza», e igualmente el proceso paralelo, por el cual el hombre repite en su propio arte la acción de la naturaleza. Para Unamuno, Cervantes es el mismo tipo de artista; y su tema principal es la lucha del hombre por redimirse del velo de Maya, que envuelve su ser histórico contingente.4 6 5 45. El libro de Rubio se publicó pi uñero como ¿Hay uva filosofía en el «(hiijole» ? (Carranza: Instituto de las Espadas, Nueva York, 1924), y supone una refutación anti­ cipada de la imagen secular que de don Quijote ofrecerá Américo Castro en 1U pensa­ miento de Cervantes (1925). En 1943 se reimprimió con el título que be citado en el tex­ to (Losada, Buenos Aires). 46. Me refiero a Defensa de la hispanidad, de Ramiro de Maeztu (Gráf. Universal, Madrid, 1934), e Idea de la hispanidad, de Manuel García Moren te (Espasa-Calpe, Bue­ nos Aires, 1938).

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Aunque los juicios de «Azorín», en materia de estudios literarios, fue­ ron siempre los de un aficionado confeso — un título tan desenfadado como Con permiso de los cervantistas es una buena muestra de su actitud para con los cenáculos de la erudición— , son numerosos los críticos más académicos que, a su estela, han optado por revisar su concep­ ción tradicional respecto de los clásicos.474 0Las ideas de «Azorín» sobre 5 9 8 el Quijote se definen, en lo esencial, en cuatro recopilaciones de ensa­ yos literarios publicadas entre 1912 y 1915: Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1913) y A l margen de los clásicos (19 15 ).|X Las primeras incursiones en el ámbito de la novela cervantina fueron una introducción llamada «Génesis del Quijote», para la compilación Iconografía de las ediciones del «Quijote» (1905), y una serie de artículos de prensa, del mismo año, en los que describe sus viajes a lo largo de la ruta de don Quijote.'19 Muchos de sus ensayos de tema cervantino pertenecen a una época posterior, entre 1930 y 1947. Se trata de colecciones como Con Cervantes (1947) y la ya cita­ da Con permiso de los cervantistas (i948);:>° esta última es la que contie­ ne más material novedoso y la que más se acerca a la crítica literaria, propiamente entendida. En este último periodo la prosa de «Azorín» se despreocupa un tanto de la relación entre el Quijote y el «problema de España»; con ello pierde buena parte de su polémico trasfondo

47. Como ha puesto de relieve Carlos Clavería en «“Azorín", intérprete de los clá­ sicos», Insula, 15 de octubre de 1953. 48. Lecturas españolas, [s. n.] (Imp. de la Revista de Archivos), Madrid, 1912 (utili­ zo la segunda edición: Rafael Caro Raggio, Madrid, 1920). Clásicos y modernos, Renaci­ miento, Madrid, 1913. Los valores literarios, Renacimiento, Madrid, 1913. Al margen de los clásicos, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Madrid, 1915. 49. Manuel Henrich (dir.), Iconografía de las ediciones del «Quijote» de Miguel de Cer­ vantes Saavedra: Reproducción en facsímile de las portadas de 6 11 ediciones con notas biblio­ gráficas lomadas ... de los respectivos ejemplares (Del año ¡605 al 1905), Henrich y Cía., Bar­ celona, 1905. Los artículos se publicaron como libro en el mismo 1905, con el título de La rula de don Quijote (Leonardo Williams, Madrid). He utilizado la edición de H. Ramsden, Manchester Univ. Press, 1966. 50. Con Cervantes, Espasa-Calpe (col. Austral), Madrid, 1947; Con permiso de los cer­ vantistas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1948.

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social. En general, los escritos cervantinos de «Azorín» oscilan entre la crítica literaria formal, la divagación caprichosamente irónica so­ bre las cuestiones que le inspiraba la lectura del Quijote (es el caso de La ruta de don Quijote), e incluso los textos de fantasía, en los que in­ venta una continuación para algún episodio quijotesco (así acontece con muchas de las piezas de Con Cervantes). No hay un límite claro entre las tres clases de enfoque. Unamuno, «Azorín» y Ortega comparten un mismo objetivo bási­ co: desvelar el alma intrahistórica que palpita en el Quijote por debajo del documento histórico, carente de vida; pero proceden de modos diversos. Así, «Azorín» y Ortega habrían secundado la máxima unamuniana de que «lo vivo es lo que yo aquí descubro», pero no su des­ preocupada continuación, ese «pusiéralo o no Cervantes» que cierra la puerta a cualquier acercamiento intelectualmente argumentado.1,1 La importancia de «Azorín» en esta historia estriba en que él abrió la puerta de nuevo, adjuntando razones y pruebas a un método de en­ contrar en la novela un sentido vital. Su obra más temprana conjuga dos de las premisas que domina­ ban el panorama cervantista de hacia 1900: «El Quijote es un reflejo de su época» y «La génesis del Quijote debe buscarse en la biografía de su autor». Son puntos de partida a los que no renunció en sus textos posteriores. «Azorín» admiraba a Sainte-Beuve y Taine, y creía que, del mismo modo que en la vida real podemos llegar a conocer la per­ sonalidad de un hombre excepcional, así podemos conocer la de un autor clásico, a través de sus escritos; para ello debemos experimentar (ya sea imaginativamente o de hecho) las circunstancias de su vida: el entorno, las costumbres, los amigos, la familia, la psicología y las con­ diciones de creación. Estas dos premisas enlazaban luego con una ter­ cera, típica de la ideología de la generación del 98: «El mundo del Quijote se puede revivir en nuestro tiempo, en las regiones de España y entre el común de sus gentes». Por eso en La ruta de don Quijote tien­ de a desdibujar la frontera entre la ficción y la realidad, entre el en­ tonces y el ahora. Al traqueteante paso de un carruaje que se dirige a Puerto Lápice desde Argamasilla de Alba, mientras aspiramos el olor de las hierbas silvestres y contemplamos la transformación del cielo,5 1

51. Para la cita de Unamuno, véase cap. V, p. 185, más arriba.

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de la grisura del alba al cerúleo mediodía, establecemos una comu­ nión con aquel noble pensador que antaño cabalgaba pensativo, las riendas flojas, por las mismas barbecheras. Pero ¿de qué noble pensa­ dor se trata? ¿De Cervantes, o acaso de don Quijote? ¿De cualquier hombre de La Mancha, formado en el mismo medio? Toda la crítica de «Azorín» aparta al lector de la superficie transitoria del tiempo, para ayudarle a comulgar con el alma eterna de España y a vivir una experiencia que el cervantismo académico no hace sino momificar en tomos y tomos de notas al pie: Leer a Cervantes, a Garcilaso, a santa Teresa de Jesús o a Tirso de Moli­ na. Leer un libro clásico y asociar calladamente su espíritu, su intensidad de los sabores españoles al azul purísimo del cielo, a los sentimientos y afectos de los moradores de España, y a la Eternidad, maravillosa Eterni­ dad, de todo lo español.525 3

Tanto en Clásicos y modernos como en Los valores literarios, es fre­ cuente que «Azorín» reproche la falta de sensibilidad estética de la erudición española en general, de Menéndez Pelayo y Cejador y Frauca en particular, e igualmente de los panegiristas y los editores del Quijote. Menéndez Pelayo no veía más allá de los hechos; los panegi­ ristas, haciendo gala de ingenuidad, convirtieron el arte de Cervantes en una enciclopedia; «los comentaristas» se dedican a plantear cues­ tiones lo más áridas posible sobre la gramática, la filosofía y la histo­ ria. «Azorín» postula que la crítica española debería acercarse a los clásicos con un enfoque «psicológico», «interno» e «interpretativo»?’5 Estos son términos clave en su vocabulario crítico; preguntémonos, entonces, cómo debemos entenderlos.

52. Del artículo «En España», de 1939, citado por Edward Inman Fox en «Azorín» as a Literary Critic, Hispanic Institute in the United States, Nueva York, 1962, p. 145. 53. En el siguiente pasaje, por ejemplo, ataca la corriente crítica que elogia La Celestina., ante todo, por su conclusión moral edificante: «Proyectada esta luz equívoca sobre la obra, el lector desprevenido ve en ella las conclusiones, los resultados ele los procesos psicológicos, los actas, en suma, considerados desde un punto de vista, no eso­ térico, sino ético; y no ve en ella, o lo ve secundariamente ... los matices, las transicio­ nes sutiles que componen esos mismos procesos de psicología, los cambiantes aspectos de la sendmentalidad del autor — reflejada en las cosas, en el paisaje— ; todo, en fin, lo que constituye lo alado, lo impalpable del arte». Véase «I.a Celestina», reseña de la edi­ ción de Cejador y Frauca en Clásicos Castellanos, en Los valares literarios, pp. 94-95. 1 99

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Clásicos y modernos contiene un ensayo sobre Menéndez Pelayo, en el que se le compara desfavorablemente con Sainte-Beuve y Taine.5'1 La diferencia radica, según «Azorín», en que los críticos franceses no se limitaban a acumular hechos, sino que además los interpretaban. Concebían las épocas como un sistema orgánico en el cual los innú­ meros fenómenos culturales se explican por el funcionamiento de unos pocos principios dinámicos. Entre los críticos españoles sobre­ sale Menéndez Pidal, al cual se le atribuye una similar capacidad de ver a un tiempo los árboles y el bosque. Aquí es donde se identifica el enfoque «psicológico» con el llegar a intuir la mentalidad colectiva de una época, la tendencia básica de un movimiento cultural; también, por implicación, con saber establecer correlatos de la literatura con la historia, la ética, la política, la religión y las artes plásticas. En sus pri­ meras obras, «Azorín» pone en práctica esas ideas. Comparte la volun­ tad de Unamuno de encontrar en el pasado la raíz tanto de las enfer­ medades de la sociedad española moderna como de las virtudes que pueden llegar a salvarla; por esa misma razón se interesa por deter­ minar qué sensibilidad tenía el castizo de los Siglos de Oro. Al igual que Unamuno, de nuevo, tiende a dividir los clásicos en categorías de blanco y negro. En el lado «negro» estarían los dramaturgos y los no­ velistas de la picaresca; en el «blanco», Fernando de Rojas, santa Tere­ sa, fray Luis, Cervantes, Saavedra Fajardo y Gracián. Para «Azorín», el teatro clásico español incluye un ajetreo irracional de personajes no más humanos que una marioneta, reflejo exacto de la vida social y política de su tiempo. La inmoralidad se disculpa con frecuencia; la barbarie — el asesinato de la esposa, por ejemplo— se condona fácil­ mente... ¡Qué diferencia con Cervantes! El alcalaíno encabeza una lista de españoles que se extendería desde aproximadamente 1600 has­ ta nuestro presente, e incluiría a Saavedra Fajardo, Cadalso, Jovellanos, Cabarrús, Rosalía de Castro, Fernando de Castro y Joaquín Costa. Todos ellos comparten las mismas cualidades: patriotismo, amor a la naturaleza, compasión por la gente ordinaria, tolerancia, humanita­ rismo, pacifismo, curiosidad intelectual y hostilidad para con la intransigencia de la vieja España imperial.5 55 4 54. Véase Clásicos y modernos, pp. 279-284. 55. Véanse por ejemplo «El genio castellano» (sobre santa Teresa y Cervantes), en Lecturas españolas; «Cervantes y sus coetáneos» y «El teatro clásico», en Clásicos y moder-

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A diferencia de Unamuno, «Azorín» veía posible que la crítica eru­ dita se acercara a los clásicos españoles con los mismos intereses de su generación. En un ensayo titulado «La evolución de la sensibilidad», en el que reseña el cuarto volumen de la edición del Quijote por Ro­ dríguez Marín (en la serie de «Clásicos Castellanos»), lamenta que ninguno de los comentaristas de la novela haya emprendido una in­ vestigación sobre la ironía y el sentido del humor de los españoles del siglo x v i i . Si contáramos con esa clase de estudios, prosigue, «tendría­ mos hecha la [historia] de la sensibilidad humana, y, consiguiente­ mente, la del progreso, la de la civilización»/’ ’ Resulta obvio que «Azo­ rín» esperaba que de tales estudios emergiera una lección de reforma social. ¿En qué se fundamenta esta concepción de la historia literaria? «Azorín» expone sus bases en el ensayo final de CMsicos y modernos, que contiene la esencia de su filosofía crítica.57 En ese artículo se cita un pasaje del Manual de literatura de Gil de Zárate/’8 según el cual los españoles de los Siglos de Oro estaban satis­ fechos con pensar en el marco de unas premisas heredadas de la Anti­ güedad, las Escrituras, los Padres de la Iglesia y la escolástica medie­ val. Típico, dice «Azorín», de la forma en que el academicismo sofoca cualquier noción que pudiera tener el lector moderno sobre la rele­ vancia de los clásicos para su propia experiencia personal: Tal es el juicio de uno de los preceptistas e historiógrafos más en uso, durante m ucho tiempo, en nuestra universidad. Habría que hacer algunas observaciones a esa crítica. En general, sin entrar a discutirla, podrem os decir que la concepción que el autor se forma de los clásicos es definida, terminantemente e s t á t i c a . Y venimos al tema fundam ental de nuestro ar­ tículo: ¿no es, por el contrario, d i n á m i c a nuestra concepción de la vida? ¿Hasta qué punto l o s c l á s i c o s , así genéricam ente, armonizan con nuestros sentimientos e ideas? Y luego — tarea larga, tarea del crítico— , ¿cuáles son, entre ellos, los que más se adaptan a nuestro am biente y los que menos se adaptan?,w

nos-, «Heine y Cervantes», «El teatro y la novela» y «Más del teatro clásico castellano», en Los valores literarios. 56. Clásicos y modernos, p. 51. 57. «Los clásicos», en Clásicos y modernos, pp. 315-323. 58. Véase al respecto la p. 103, nota 4. 59. «Los clásicos», pp. 322-323.

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El «tema fundamental» del artículo resulta ser un retrato evolu­ cionista de la vida, esencial en la filosofía de «Azorín». La historia de la cultura y la política nos ofrece un espectáculo continuado de cam­ bio y transformación. ¿Por qué razón, entonces, deberían quedar las evaluaciones literarias excluidas de esa ley? Es curioso que, justo en esta esfera, se manifieste con gran fuerza una extrema reticencia a la novedad. El fenómeno lleva a pensar que esa clase de valores no son, como podríamos creer, una consecuencia de otros ideales culturales; serían más bien su base. De ello se sigue que, si modificamos la jerar­ quía tradicional de los clásicos, las nuevas generaciones de escritores sí tendrán en sus manos el socavar la ideología dominante, la que apo­ yaba la generación precedente de intelectuales y políticos: Los clásicos son un tópico fundam ental en la cátedra, en el discurso polí­ tico, en el artículo de periódico, en las charlas privadas; sobre ese valor convenido (arbitrariamente convenido) reposa todo un aspecto im por­ tante de toda una ideología de clase; supongamos que un crítico trans­ forma la concepción de X; una generación nueva de escritores acoge esa enseñanza y sobre ella edifica una nueva tendencia estética. Com o en rea­ lidad los escritores grandes de un país son su mismo espíritu — sea como sea ese espíritu— , tendremos que apoyados los nuevos escritores en una nueva manera de ver la tradición, todo el espíritu del pasado habrá de cambiar y toda la generación anterior que en una falsa tradición se apo­ yaba (oradores, periodistas, catedráticos, etc.) queda com o en el aire, sin apoyo ninguno en la realidad.

He citado estos dos pasajes por extenso porque desarrollan una actitud con respecto a los clásicos que adquiriría un peso decisivo en la corriente de la interpretación romántica del Quijote y que, a la pos­ tre, se impondría a una ideología estética tan diferente como la que implica la valoración de Cervantes en la Historia de las ideas estéticas de Menéndez Pelayo.'11 Entre las líneas de esos fragmentos puede leerse la idea de que, quien ataque la ortodoxia literaria del periodo posterior a la Restau­ ración borbónica de 1874, estará atacando todo lo que esta represen­ taba en la vida de España. Esta convicción resulta ya explícita en las6 1 0 60. «Los clásicos», pp. 318-319, 61. Citada en el cap. IV, p. 106. ‘¿ 02

UN A M U N O , «A ZO R ÍN » Y ORTEGA

Meditaciones de Ortega, quien señala el periodo de la Restauración como el momento de la historia de España en que más débil fue el pulso de la nación: el Quijote apenas se leía, y las autoridades más re­ conocidas (como Menéndez Pelayo) se contentaban con elogiar fatua­ mente el buen sentido de la novela.1’* La actitud de Unamuno es simi­ lar a la de Ortega y «Azorín». Para él, la interpretación iconoclasta del Quijote es uno más de los medios de emprender la cruzada social. Para los tres, la lucha por una determinada exegesis del Quijote era una lucha por el alma de España. «Azorín» insta a sus contemporáneos a dejar que sean sus prefe­ rencias y aversiones espontáneas las que dicten las jerarquías del méri­ to literario. Cita a Nietzsche, cuando reclama que se juzgue a los muertos con referencia a los vivos. La valoración de un clásico litera­ rio no es como la de un político del pasado. En este último caso, toma­ remos en consideración, ante todo, los criterios éticos y políticos de antaño; pero en el caso de la literatura, el examen es la capacidad del artista de apelar a nuestra forma de ver y experimentar la realidad. No vale actuar de buena fe y adoptar una actitud como la de Gil de Zárate, quien elogia los clásicos al tiempo que aísla su concepción del mundo como una amalgama de tópicos antiguos y medievales. Otro ejemplo deplorable de esa actitud son las antologías literarias al uso — como las de Capmany, Silvela, Gil de Zárate o Piferrer— , en las que se exhiben los textos por su estilo o por su retórica. ¿Acaso fueron escritos por gentes sin ideas?1’3 Sin apercibirse, «Azorín» está re­ pitiendo la misma crítica que, cincuenta años atrás, había formulado la generación de Benjumea contra la de Clemencín. Sin embargo, la motivación subyacente, aunque no de otro género, sí es mucho más madura. «Azorín» busca el desarrollo de una historia literaria que sea, a su vez, una historia de las ideas sesgada de acuerdo con los intereses del siglo xx. La filosofía evolucionista, y especialmente Brunetiére, le habían enseñado a concebir las épocas pasadas como fases de un pro­ ceso orgánico de evolución hacia el futuro; y los clásicos le interesa­ ban solo en la medida en que pudiera considerarlos así.

6¡>. Ortega, Meditaciones del •057, pp. 1 75-193: A. A. Parker, -Id roncepiti de la verdad en el ( h t i j a t e », R e v i s t a d e /•YMegiVi K s p t t f w h i XXXII ( 1948), pp. 287-305. 7. Personajes y temas del «Quijote-, p. 147.

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era exagerado, resume con acierto un supuesto común al cervantismo del último cuarto del siglo xx, no restringido a los herederos de la con­ cepción romántica: lo encontramos tanto en la crítica bajtiniana como en la freudiana o lacaniana, que o caen fuera de esa tradición o bien ocupan su periferia. No obstante, no rabí' duda de que ese supuesto fue engendrado en el seno de tlicha tradición, y que debe su actual condición do axio­ ma autorizado a El pensamiento de Cervantes. Hoy la lectura simbólica del Quijote (es decir, la que da por sentado que su significado esencial debe buscarse entre líneas y bajo la superficie) se ha impuesto como moda irresistible. Suele ir acompañada del corolario — reforzado con creces por los movimientos teóricos asociados al posmodernismo— , de que ese significado es infinitamente sutil y complejo, subvierte la ortodoxia dominante, y supone una concepción introvertida y auto­ crítica del arte, entre otros aspectos que se anticipan a la moderni­ dad. Uno de los exponentes más reconocidos de este tipo de interpre­ tación se confiesa discípulo de Américo Castro; me refiero a Alban K. Forcione, quien en su Cervantes, Aristotle and thePensiles (pp. 1 29-130), se maravilla de la deslumbrante multiplicidad de la ironía cervantina, capaz de abarcarlo y disolverlo todo, y de incluir dentro de una paro­ dia de los libros caballerescos — el Quijote— una defensa razonada de esos mismos libros, cuyo mundo fabuloso va preservando y recreando contra el trasfondo de la fría realidad. En el mismo contexto afirma que esa ironía se anticipa al Witz postulado por Friedrich Schlegel (adalid del movimiento romántico alemán) como fundamento de la Universalpoesie. En un libro posterior, Cervantes and the Humanist Vision (1982), el mismo estudioso norteamericano se alza contra la tesis de Castro según la cual en los últimos años de su vida el autor de las Nove­ las ejemplares optó por pactar con el orden establecido y la ortodoxia contrarreformista, y sostiene que, al contrario, las novelas cervantinas recuperan íntegramente el programa ético de Erasmo, anterior y con­ trario a la Contrarreforma, con un arte tan fino y original que los lectores contemporáneos no fueron capaces de percatarse del mensa­ je. Solo pudo entenderse correctamente después del colapso de la 8. Como ha apuntado E. Martínez Mata (véase el cap. I, n. 14), hay anticipos ais­ lados de dicho supuesto en el siglo xvm , pero la idea no adquiere estatus normativo hasta mucho tiempo después.

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estética neoclásica, acaecido hacia fines del siglo xvm , que hizo posi­ ble la comprensión de la naturaleza simbólica de la ficción/1 En el siglo xx la literatura de imaginación, y en especial la novela, se volvió radicalmente metadiscursiva, pronta a convertir en materia novelable su propia naturaleza y relación con el lector, y esta tenden­ cia se ha mantenido con vigor en la época posmoderna. Esto ha teni­ do por consecuencia una eclosión de la reflexión teórica, que no ha de­ jado de repercutir en la lectura simbólica del Quijote, tal como queda definida más arriba. Esta ha sido reforzada, directa o indirectamen­ te, por las diversas escuelas teóricas que insisten en la naturaleza polisémica de la palabra poética, o más en general, literaria. Dentro del campo de la semiótica, Román Jakobson señala como rasgo diferen­ cial de la poesía, en contraposición a la prosa, su mayor interés por el aspecto paradigmático del lenguaje (frente al sintagmático) y por su tex­ tura (antes que por su función comunicativa)."’ En la misma premisa se funda el ensayo programático con el que W. K. Wimsalt y M. C. lieardsley, figuras señeras de la New Criticism, empiezan su libro The Veibftl ¡con, negando que la interpretación del tcxLo deba o pueda alar­ se a las intenciones de su autor, y defendiendo que el significado de un poema debe buscarse en la química de su hechura verbal, pluriva­ lente por naturaleza." Jacques Derrida, padre de la «leconstrucción, nos asegura que «lodo texto puede citarse, ponerse entre comillas; al serlo, rompe con todo contexto determinado, generando una infi­ nidad de contextos nuevos de una manera completamente ilimita­ da»." Por la misma época, desarrollando la consigna postestructuralista de «la muerte del autor», Michel Foucault afirma que este no es más que «un cierto principio funcional mediante el que, en nuestra cultura, se limita, excluye, y selecciona; en suma, un principio por el c). «Tbey could be understood properly only with the development o f the profound insights into the symbolic nature of fiction following the breakdown in the eighteenth century o f traditional rhetorical modes of criticism and the neo-classical theories that formulated them so persuasively». Cervantes and the Humanist Vision, Princeton University Press, Princeton, 1982, p. 21. 10. «Linguisdcs and Poetics», Siyle in Language, ed. Thomas A. Sebeok, MIT Press, Massachusetts, 1960, p. 354. 11. Lexington University Press, Kentucky, 1954. Véanse los capítulos «The Intentional Fallacy», «The Concrete Universal», «Symbol and Metaphor». 12. «Signature Event Contexl», Glyph I (1977), pp. 172-197 (185). 256

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cual se impide la libre circulación, la libre manipulación, la libre com­ posición, descomposición y recomposición de la ficción».'!l En cuanto a la escuela psicoanalítica, las editoras de Quixotir. Detire. Pyrhoanalytic Perspectives in Cervantes (1993) nos dicen que el objeto simbólico per­ seguido por los ensayos reunidos en el volumen no es identificable con el sentido patente y manifiesto de la obra, sino con «ese Otro invocado tan a menudo en los textos cervantinos», es decir, «el juego del deseo inconsciente que se asoma de modo escurridizo en sus silen­ cios, elisiones y quiebras».'4 Como atestigua un repaso al contenido de los sucesivos números de la revista Cervantes, iniciada en 1980, los diversos -ismos asociados a las teorías postestructuralistas (decons­ trucción, corrientes lacanianas y freudianas, feminismo, estudios de identidad sexual o racial) han repercutido profundamente en las aproximaciones norteamericanas al Quijote.'* No obstante la contribución indudable de las aludidas teorías a la interpretación simbólica del Quijote, esta les antecede y, por tanto, no depende necesariamente de ellas. Así ocurre en el tipo de lectura «entre líneas» practicado por Américo Castro en El pensamiento de Cer­ vantes, y posteriormente, por estudiosos como Joaquín Casalduero (véase el capítulo iv de este libro, pp. 165-167) y Alban Forcione. En estos casos hallamos poco más que excesos de sutileza o exageracio­ nes altisonantes. Por ejemplo, cuando la fregona de una farsa cuenta un chiste con un doble sentido picante, el crítico proclama que la Apariencia Ilusoria ha sido reemplazada a posteriori por la Realidad. Cuando don Quijote acuchilla los cueros de vino, el ventero se enco- 13 5 4

13. La cita viene del ensayo «Qu’est-ce que c’est qu’un auteur?», que he leído en la traducción inglesa «What is an Author», en Textual Slrategies: Perspectives in Post-Structuralist Criticism, ed. Josué Harari, Gornell University Press, Ithaca, 1979, pp. 141-160 [159b

14. Cornell University Press, Ithaca, 1993, p. 3. 15. La influencia de las teorías de vanguardia ha sido mayor en Estados Unidos que en Europa. Sobre ello, véanse mi «La crítica del Quijote desde 1925 hasta ahora», en Cervantes, CEO, Alcalá de Henares, 1995, pp. 311-333 (329-332), y para una pers­ pectiva norteamericana, en el mismo volumen, Carroll Johnson, «Cómo se lee hoy el Quijote-, pp. 335-348. Vuelvo sobre el tema de modo más específico en mi «Theory vs the Humanist Tradition stemming from Américo Castro», Cervantes and his Postmodern Constituencies, ed. AnneJ. Cruz and Carroll B. Johnson (Garland, Nueva York, 1999), pp. 1-21.

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leriza; su mujer, ayudada por Maritornes, maldice al hidalgo, y su hija calla y sonríe. De ello se concluye que para Cervantes el mundo está dividido en una multiplicidad de perspectivas y ningún observador percibe exactamente lo mismo que los demás. Si el novelista reúne a todos los personajes en una venta, de forma que se puedan resolver simultáneamente las diversas tramas, de ello se colige que en la Gran Taberna del Mundo se cruzan los Destinos de la Vida, etcétera. No es una tendencia nueva. Se origina en Benjumea y sus premisas acerca de la elevada seriedad y significación ideológica del Quijote; y ha sido responsable de un buen número de sandeces solemnes e ingeniosidadades mal encaminadas. Quedan por examinar dos aproximaciones simbólicas que han influido profundamente en la interpretación del Quijote: la primera desde la publicación de las Meditaciones del Quijote de Ortega (1914), la segunda desde mediada la década de los sesenta. La primera con­ siste en el intento de caracterizar la mentalidad desarraigada propia del género de la novela moderna. Poco después de que Ortega des­ brozara el camino, Lukács publicó su Teoría de la novela (1920), que ejerció gran influencia en Europa, aunque tardó bastante tiempo en llegar a conocimiento de los estudiosos del Quijote.'u Igual que las Meditaciones orteguianas, el libro de Lukács parte de la tesis hegeliana de que en la épica cristaliza la cosmovisión de la Antigüedad, al pre­ sentar un cuadro idealizado y heroico de un pasado en el que había armonía y comunicación entre las esferas humana y divina; al perder­ se la fe primitiva en la realidad del mundo trascendental nace la nove­ la moderna, con el Quijote. Para ambos pensadores, esta perpetúa resi­ dualmente los temas de la épica, y aspira a la misma forma y visión totalizadora, pero expresa una visión irónica del esfuerzo del prota­ gonista — presentado como un ser «demoniaco» y solitario— por superar la distancia entre lo ideal y lo real. Mientras que Ortega expo­ ne una concepción heroica del potencial creativo de este esfuerzo, viéndolo como el fundamento mismo de la cultura, Lukács halla que, en el mundo desintegrado de la época moderna, el novelista está con-16

16. He utilizado la edición francesa: Tkéorie du román, Gonthier, París, 1963. [Ed. original alemana: Die Theorie des Romans. Ein geschichlsphilosophischer Versuch über die Formen der grofien Epik, Berlín, 1920. Hay trad. cast. de Manuel Sacristán, El alma y las formas. La teoría de la novela, Grijalbo, Barcelona, 1975.] 258

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denado a cantar la tragedia de su fracaso, refugiándose en un senti­ miento superior de ironía. En definitiva, es una fórmula que se corres­ ponde aproximadamente con la visión del mundo expresada en nove­ las como El árbol de la ciencia de Pío Baroja; se vincula con las filosofías existencialistas de Unamuno, Ortega, Sartre, Heidegger y Camus; y desciende directamente del romanticismo alemán. Comoveremos más adelante, por su carácter existencialista, puede relacionarse con el enfoque del Quijote de Américo Castro en su segundo periodo. Este tipo de aproximación al Quijote es, en esencia, comparativa. Se analiza más de una novela, se las compara, la correlación desvela semejanzas, y se detecta una conexión profunda con una mentalidad «problemática», típica de todo un periodo. Entre las interpretaciones del Quijote que muestran una deuda directa con el tratado de Lukács, las más tempranas, relevantes e influyentes provienen de Francia: me refiero a Mensonge romantique et vérité romanesque, de René Girard (Grasset, París, 1961) y L ’ancien et le nouveau de Marthe Robert (Grasset, París, 1963), seguido de Román des origines et origines du román, de la misma autora (Grasset, París, 197a).17 Después podemos rastrear las huellas de la tradición Iukacsiana en Mimesis conflictiva de Cesáreo Bandera (Gredos, Madrid, 1975) y Beyond Fiction. The Recovery of the Feminine in the Novéis of Cervantes de Ruth El Saffar (1984); en ambos casos es muy acusada la influencia del concepto de «deseo triangular» expuesto por Girard; también en Georges Güntert, Cervantes. Novelar el mundo desintegrado (Puvill, Barcelona, 1993), cuyo mismo título delata la herencia, aunque no se cite a Lukács en el libro; y en Anthony Cascardi, The Subject of Modernity (Cambridge University Press, Cambridge, 1992), estudio filosófico de la construcción del sujeto de la modernidad, desde el Quijote hasta Habermas, Lyotard y Baudrillard. Aquí, Lukács sirve de punto de partida fundamental. Paso ahora a la otra aproximación simbólica: los estudios cervanti­ nos en que se manifiesta la influencia del teórico ruso Mijáil Bajtín. Se iniciaron con la publicación de Prologhi al «Don Chisdotte», de Mario Socrate (Marsilio, Venecia, 1974), J han proliferado después, desta­ cándose entre sus numerosos partidarios Agustín Redondo, F. Lázaro Carreter, Elias Rivers y James Iffland. Caen fuera de la tradición ro­ 17. En cuanto al libro de Girard, hay trad. cast. de Joaquín Jordá, Mentira román­ tica y verdad novelesca, Anagrama, Barcelona, 1985. 259

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mántica, porque no se corresponden ni con el primero ni con el segundo de los criterios asentados en la primera página del capítulo introductorio; pero aun así debemos tomarlos en cuenta porque cum­ plen plenamente con el tercero. Lo mismo que la honda repercusión de El pensamiento de Cervantes de Castro se debió en parte a su conso­ nancia con los -ismos prevalecientes entre 1920 y 1960, la enorme eclosión de lecturas bajtinianas del Quijote a lo largo de los últimos veinticinco años debe atribuirse a su coincidencia con las modas teó­ ricas y literarias del posmodernismo.1819Igual que Ortega y Lukács, Bajtín piensa que la transición de la épica a la novela marca el paso de la cosmovisión de la Antigüedad a la moderna; pero se desvía de ellos al considerar que ya existían en la Antigüedad y la Edad Media formas embrionarias de novela — los diálogos socráticos, la sátira menipea, los diversos géneros burlescos de la Edad Media— que cuestionaban, subvirtiéndolos paródicamente, los supuestos inherentes a la épica y los demás géneros elevados (lírica y tragedia), los cuales daban por sentada la unión indisoluble entre el significante y el significado, el lenguaje y el mensaje, las palabras y las cosas.'9 En sintonía con el Barthes de Mythologies (1957), Bajtín sostiene que el aire de incuestiona­ ble naturalidad que el poeta atribuye a esta unión es un engaño ten­ dente a camuflar la verdadera función de su lenguaje: ser medio de difusión de la ideología de las clases dominantes. Al carácter unívoco y monoglota de los géneros serios, la novela y sus precursores oponen irónicamente un mundo en el que reina una polifonía de voces y dis­ cursos, sin preeminencia entre ellos; a la uniformidad lingüística y racial, las diferencias dialectales y étnicas; a la unión transparente entre significante y significado, su divorcio problemático. Ni que

18. La eclosión se refleja en el ensayo de Carroll Johnson citado en nota anterior (1995), que, desde una perspectiva postestructuralista, da por sentado que una aproxi­ mación bajtiniana es «cómo se lee hoy el Quijote». En los párrafos siguientes, me refiero a Mijáil Bajtín: Problemas de la poética de Dostoievski (original ruso, 1929; trad. española, FCE, México, 198(1); 'Peoría y estética de la novela, Tauros, Madrid 1989, que recoge ensa­ yos escritos entre 1930 y 1940, en la misma línea que el libro anterior; Im cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de Eranfois Rabelais, original ruso, 1965; trad. cast., Barral, Barcelona, 1974. 19. Aquí resumo el argumento de los ensayos recogidos en Bajtín (1989), en espe­ cial, «Discurso de la novela», «La prehistoria del discurso novelesco», y «La épica y la novela: sobre una metodología para el estudio de la novela».

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decirse tiene que estos temas tuvieron una poderosa resonancia en la cultura occidental desde aproximadamente 1968, ya que coincidie­ ron con diversas corrientes a la vez: deconstrucción, feminismo, pos­ colonialismo. La coincidencia poco tiene de casual: las teorías de hicieron con diversas corrientes entre 1929 y 1965 y los movimientos postestructuralistas que surgieron en París hacia 1968 comparten un punto de partida semejante, pues los dos se inspiran, implícitamente, en un afán utópico de liberación anárquica frente a dos tipos de ti­ ranía ideológica: la del comunismo ruso en el primer caso, y la del capitalismo occidental en el segundo, con el consabido equipaje ideo­ lógico que le atribuía el grupo Tel Quel: el patriarcalismo, el impe­ rialismo financiero y colonial disfrazado de libertad democrática, la llamada «tiranía del signo». Según Bajtín, a comienzos del siglo x ix los diversos precursores prenovelescos cuajaron en un género nuevo — la novela— cuyo rasgo distintivo será el predominio de la tendencia heteroglota, que antes guardaba una relación meramente parasitaria con su antítesis monoglota. Entre los precursores, tanto Gargantúade Rabelais como el Qui­ jote de Cervantes, pero sobre todo Rebeláis, marcan hitos decisivos en el proceso de evolución. En La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, publicada en 1965 (después de los estudios sobre el dialogismo, aunque es estrictamente complementaria de ellos), Bajtín ve la obra de Rabelais como la culminación del espíritu burlesco y sub­ versivo del Carnaval, con su celebración de los apetitos sensuales des­ mesurados, su cultivo del lenguaje de la taberna, del mercado y de la calle, así como su práctica de los ritos del mundo al revés; todo ello, destinado a burlarse del orden político establecido y de la autoridad eclesiástica. Las connotaciones posmodernistas del pensamiento de Bajtín se demuestran en su estrecha afinidad con la llamada «novela posmoder­ na», las reflexiones teóricas que ha suscitado por parte de Linda Hutcheon, Brian McHale y Christine Brooke-Rose (que es también una distinguida novelista)/" y las novelas en que estas se inspiran: inclui­

do. Linda Hutcheon, Narússislic Narralive - The. Mela-Fictional Paradox, Methuen, Nueva York/Londres, 1980; Brian McHale, Poslmodernisl Ficlion, Methuen, Londres, 1987; Christine Brooke-Rose, Slories, Thearies and Things, Cambridge University Press, Cambridge, 1991.

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das Terra Nostra de Carlos Fuentes, Cien años de soledad de García Már­ quez, Los hijas de Medianoche y Los versos satánicos de Salinan Rushdie, La reivindicadón del Conde Don Julián de Juan Goytisolo, El libro de la risa y del olvido y La insajmrtabk levedad del ser de Milán Kimdera. Puesto que el detenernos en este punto nos llevaría demasiado lejos de nuestro camino, dejemos la última palabra a Carlos Fuentes. El mismo título de su Cervantes y la critica de la lectura ( 1976), que parte de la premi­ sa de que Cervantes es el fundador tanto del género de la novela como de la postura crítica y subversiva que le es intrínseca, da a enten­ der que esta surge de una actitud autocrítica y metaliccional. Igual que otros novelistas de su generación — incluirlos los arriba mencio­ nados— atribuye al género de la novela la doble función de expresar una alternativa contestataria e inconformista a la ideología dominan­ te, y de disolver el lenguaje serio y unívoco, único depósito de la ver­ dad, en una polifonía heterogénea de voces y discursos, portadores de verdades relativas y conflictivas. He aquí lo que afirmó Carlos Fuentes con motivo de la fatwa pronunciada contra Salman Rushdie por el ayatolá Jomeini a raíz de la publicación de Los versos satánicos'. «Mijáil Bajón fue, probablemente, el más grande teórico de la novela en nues­ tro siglo ... lie pensarlo mucho en Bajón estos días [comienzos de la década de 1990], al pensar en mi amigo Salman Rushdie. La obra de Rushdie encaja perfectamente en la definición bajtiniana de nuestro tiempo como una era de lenguajes en competencia. La novela es la are­ na privilegiada donde los lenguajes en conflicto pueden encontrarse, reuniendo, en tensión y en diálogo, no solo a personajes opuestos, sino a civilizaciones enteras, épocas históricas distantes, niveles sociales diferentes y otras realidades emergentes de la vida humana».21

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Lo que he denominado aquí movimiento «perspecóvista» se inicia con dos estudios fundamentales de Leo Spitzer, fechados en 1947-1qjNSimultáneamente, Américo Castro publica su ensayo «La palabra es­ crita y el Quijote», que, junto con otros recogidos más tarde en Haría

21. Geografía de la novela, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p- 15®'

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Cervantes, sigue una línea algo parecida a la spitzeriana.2* El perspecdvismo dene antecedentes en las Meditaciones de Ortega, El pensamiento de Cervantes de Castro, y el ensayo «Meerfahrt mit Don Quixote», de Thomas Mann (1934); y entre sus sucesores cabe destacar a Ted Riley, ya que a través de su Teoría de la novela en Cervantes (1962; trad. esp. 1966), ha condicionado fundamentalmente la interpretación del Qui­ jote en años re cien te s.E n otro orden de cosas, el auge de los estudios bajtinianos en su aspecto «dialógico» (véase el apartado anterior) se debe en parte a la evidente semejanza entre su enfoque del Quijote y el perspectivismo lingüístico detectado en él por Leo Spitzer. El ensayo en el que expone esta última tesis pertenece a un volu­ men en el cual el autor se propone demostrar la eficacia de la estilís­ tica como método de análisis literario; y como este tipo de enfoque disfrutó de una gran aceptación entre los cervantistas en los años cin­ cuenta y sesenta — contándose entre sus eminentes partidarios a Helmut Hatzfeld, Dámaso Alonso, Joaquín Casalduero o Mia Gerhardt, por ejemplo— conviene que sepamos en qué consiste.

22. Véase Castro, «La palabra escrita y el Quijote», impreso en varios lugares, como p. ej. en el ya citado número especial de Cuadernos de Insula (Homenaje a Cervantes, pp. 9-44; véase cap. VII, n. 1, para más detalles), y también, junto con el resto de los artículos mencionados más adelante, en Hacia Cervantes (Taurus, Madrid, 1957). Cito por la edición de Insula. Véase también Spitzer, «Perspectivismo lingüístico en el Qui­ jote», en Lingüistica e historia literaria, trad. José Pérez Riesco, Credos, Madrid, 1955, pp. 161-225. La versión inglesa de este libro, Linguistics and Ijterary History: Kssays in Stylistics, fue publicada por Princeton University Press, Princeton, 1948. El menciona­ do ensayo debe ser leído conjuntamente con «On the significarme of Don Quixote’>, que fue publicado de forma postuma en MLN, lxxvii (1962), pp. 113-129, pero recoge una conferencia impartida mucho antes, en 1948. 23. Thomas Mann, «Meerfahrt mit Don Quixote», Leiilen und Grósse der Meister, Fischer, Berlín, 1935. Hay traducción castellana en Revista de Ocádente, c x u i (1935); he utilizado la traducción inglesa «Voyage with Don Quixote», publicada en la antolo­ gía crítica de Lowry Nelson, Cervantes: A Cotleclion of Critical Essays, Prentice Hall, Englewood Cliffs (NuevaJersey), 1969, pp. 49-72. Mia Gerhardt, «Don Quijote: la vie et les livres», Mededelingen der Koninklijke Nederland.se Akademie van Welenschappen, xvtll (1955), pp. 17-57. E. C. Riley, Cervantes's Theory of the Novel, Clarendon Press, Oxford, 1962, capítulo 1, sección iv: «I.iterature and life in Don Quixote». Harry I.evin, «Don Quijote y Moby Dick», en Realidad: Homenaje a Cervantes (véase la nota 1 de este capí­ tulo), pp. 254-267, y «The example o f Cervantes», en Contexts of Cntirisrn, Harvard Univ. Press, Cambridge (Massachusetts), 1957, pp. 79-96. Manuel Duran, La ambigüe­ dad, passim. 263

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Como su nombre indica, la estilística se centra en la hechura ver­ bal del texto literario, con la finalidad de indagar minuciosamente los principios estructurantes que lo informan y organizan. Dado que estos yacen por debajo de la superficie, el método se presta fácilmen­ te a la lectura simbólica. Hatzfeld, en su muy influyente «Don Quijote» ais Wortkunstwerk (1927; trad. esp., 1949; reed., 1966), propuso una concepción orgánica — no lineal ni mecánica— de la estructura del Quijote/ 4 A través del organismo corre una serie de leitmotifs que, a modo de temas musicales, son desarrollados, retomados y resumidos, y se complementan recíprocamente, como contrapuntos y variacio­ nes. En última instancia, reflejan el tema básico y unificador: el con­ traste entre lo ideal y lo real. La analogía musical de Hatzfeld, al igual que sus otras analogías con la arquitectura y la pintura, supone el intento de alejarse de una lectura literalista del texto en pro de otra más sutil, atenta a la ambientación física, la composición, las agrupa­ ciones y las metáforas, considerándolas como medios poéticos de esta­ blecer ecos y de matizar o enriquecer el tema principal. Como hemos visto en el capítulo iv, por lo que a la crítica del Quijote se refiere ha sido Casalduero quien ha continuado la obra empezada por Hatzfeld. Podría establecerse un paralelo aproximado entre estos métodos y los de los estudios shakespearianos de G. Wilson Knight, publicados de 1930 en adelante/0 Me refiero en concreto a la concepción de la tra­ gedia como metáfora expandida: de la forma «espacial» (es decir, orgánica) frente a la «temporal», y de una densa atmósfera poética, que embebe las acciones y los personajes y nace a partir de un tema central. En Hatzfeld y Casalduero, el estilo del artista individual corre parejo al del periodo en que vive, y tanto este como aquel reflejan la concepción del mundo prevaleciente. Pasemos ya a Leo Spitzer. Los ensayos recopilados en Lingüística e historia literaria (1948) analizan los manierismos expresivos del autor como indicio revelador de una idea dominante o una impresión sobre2 5 4

24. Hatzfeld, «Don Quijote» ais Wortkunstwerk: Die einzelnen Stilmittel und ihr Sinn, Teubner, Leipzig, 1927. [Trad. cast. de M. Cardenal: E l«Quijote•>como obra de arte del len­ guaje, Patronato del IV Centenario del nacimiento de Cervantes, Madrid, 1949; segunda ed. española refundida y aumentada, CSIC, Madrid, RFE, anejo 83, 1966.] 25. Véase George Wilson Knight, The Wheel ofFire: Interjmlations of Shakespearian Trageds, Methuen, Londres, 1930, 1949, capítulo 1.

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la vida, que el crítico capta por intuición empática. Una vez captada esta idea, el crítico muestra cómo todos los detalles artísticos y técni­ cos obedecen a la misma ley fundamental. En la práctica, el método permite a Spitzer transferir los temas tradicionales de los estudios sim­ bólicos del Quijote de un nivel a otro: del nivel de los personajes al de la mente del escritor. Así, Spitzer no afirma que don Quijote repre­ sente el Ideal y Sancho la Realidad, sino que Cervantes está escindi­ do en una mitad que ama la ilusión y otra que la destruye. El método «mentalista» de Spitzer encontró una acogida natural en los estudios románticos del Quijote, que ya hacía tiempo habían adquirido un ses­ go psicológico y biográfico. Lo han adoptado asimismo, con pocas variaciones, la mayoría de las interpretaciones perspectivistas y existencialistas; véase cuánto hincapié hacen estas dos escuelas en la am­ bigüedad de la mentalidad cervantina. En lugar de hablar de un ar­ tista en el cual la intuición triunfa a expensas de la razón — como hicieran Valera, Menéndez Pelayo y Madariaga— , con posterioridad a 1925 la crítica adopta un punto de vista más sofisticado, al referirse a un temperamento ambiguo, dispuesto a adoptar posiciones mutua­ mente exclusivas, sin decidirse ni por la una ni por la otra. ¿Cuáles son, pues, las idiosincrasias lingüísticas de Cervantes, y qué nos revelan acerca de su pensamiento? Spitzer llama la atención sobre la desconcertante inestabilidad y fluctuación que reviste para los per­ sonajes del Quijote el lenguaje en sus múltiples aspectos: los nombres propios y comunes; las etimologías; los registros o dialectos. Es por eso que la esposa de Sancho Panza recibe diversos nombres: «Juana Gutiérrez mi oíslo», Mari Gutiérrez, Teresa Casacajo, Teresa Panza, Teresaina, Teresona. Spitzer contrasta este procedimiento con el de los exegetas medievales, para quienes la diversidad de los nombres y etimologías era un medio de revelar distintas facetas de la naturaleza divina. Si bien para la Edad Media los nombres fluctuantes eran receptáculos de verdades, para Cervantes, en cambio, la polinomasia y polietimología tienen un sentido muy distinto. Revelan la polivalen­ cia de que están dotadas las palabras — y a través de ellas, la realidad— para las diversas mentes humanas, y delatan, además, el desengaño propio del espíritu barroco frente a la autoridad del Libro, conside­ rado por el Renacimiento como depósito de verdad y de saber. En últi­ mo término, para Spitzer, el Quijote es una glorificación del poder del artista, quien, a imitación de Dios, autor del polifacético mundo real, 265

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crea y preside con enigmática sabiduría un universo ficticio de múl­ tiples perspectivas. No nos hemos de extrañar de que el ensayo de Spitzer haya seguido resonando en la época posmodernista, que ha aprendido de Derrida a ser muy consciente de la siempre frustrada persecución del significante en pos del significado, y de Bajtín, a con­ siderar la novela como escenario en el que el escritor pone enjuego, irónica e imparcialmente, los registros, lenguajes e ideologías de su propio tiempo.' ’ Se anticipa también a la interpretación que del Qui­ jote ofrecerá Michel Foucault en el capítulo m de Les mots et les choses (Gallimard, París, 1966), como símbolo del derrumbe de la cosmovisión renacentista, fundada en la convicción de que existe una íntima relación entre el sentido de las palabras y la esencia de las cosas. La afiliación romántica de la interpretación spitzeriana (y como hemos visto ya, de varios estudios cervantinos posteriores) radica en su deuda con el concepto de la ironía «objetiva» o «trascendental», según fue formulado por Friedrich Schlegel. Para este y otros román­ ticos, el dechado práctico de ese modo de ironía era Goethe. En el siglo x x ha influido visiblemente en Joyce (Retrato del artista adolescen­ te), Lukács ( Teoría de la novela) y las novelas de Thomas Mann; este último adquiere aquí una especial relevancia, porque Spitzer selec­ ciona un pasaje de José y sus hermanos como clave para la comprensión de la ironía cervantina. Schlegel afirma que la ironía arraiga en la sensación del artista de que la vida es una paradoja, un conflicto insalvable entre lo absoluto y lo relativo/7 De aquí que, como Goethe en Fausto o Shakespeare en Hamlet, el autor presente la vida como un juego irónico, adoptando la postura socrática del disimulo sistemático y alzándose por encima de las varias perspectivas que en el poema se expresan. Así se logra que el lector sienta que la creación artística obedece a un ritmo de inspi­ ración seguida de una negación crítica; y esta impresión nacerá de la2 7 6 26. Bastan tres ejemplos de la influencia de Spitzer: Ruth El Saffar, Beyond Piclion. The Recovery of the Feminine in the Novéis of Cervantes, University of California Press, Berkeley, 1984; Cesare Segre, «Costruzioni rettilinee e costruzione a spirale nel Don Chisciolte», Le strutture e il tempo, Einaudi, Turín, 1974, pp. 183-2 19; E. C. Riley, Don Quixule, Alien and Unwin, Londres, 1986, pp. 165, 180. Trad. esp. de Enrique Torner Montoya, Introducción al «Quijote», Crítica, Barcelona, 1990. 27. Véase, por ejemplo, el Gesprách üher die Poesie [Diálogo sobre la poesía], citado en la nota 1 del capítulo II.

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sutil autoparodia del poeta, su meditación sobre la naturaleza del arte y su reconocimiento del abismo 4. «La palabra escrita y el Quijote», p. 34.

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Si se compara este párrafo con los pasajes del capítulo u de La rea­ lidad histórica de España en los que Castro resume la esencia de la filo­ sofía vital de Dilthey, se verá que el fondo de uno y otro contexto es el mismo.'1,5 En el mundo del Quijote, todo está empapado de «vida».b(i Su pai­ saje es una metáfora de «las colinas y valles de lo elemental humano». Cervantes no pretende tanto ofrecernos una galería de tipos y perso­ nalidades individuales como presentar el máximo número posible de casos de existencia humana que llegan a la plenitud. Es un proceso que sigue varios estadios claramente definidos, y ejemplificados, en su forma más típica, en el retrato del héroe. Primero se nos muestra a un personaje que vive una existencia gris y convencional (Alonso Quijano, el hidalgo de provincias); luego su vida se transforma por obra de una «incitación venida del exterior», que libera su individualidad y volición (en el caso de don Quijote, los libros de caballerías). Bajo el impacto de esta, el protagonista se for­ ma una visión poética de su entorno, una visión que pasa a situar en el centro de su vida; en ese punto, su vida deviene «auténtica», capaz de crearse a sí misma, impredecible, libre: El paso de la manera borrosa y estática al existir dinámico y encendido (personalizado) se origina en una incitación venida del exterior, y que súbitamente transmuta la figura típica en una persona animada por los más inesperados propósitos ... La ilusión de un ensueño, la adhesión a una creencia — lo anhelable en cualquier forma— se ingieren en la exis­ tencia de quien sueña, crea o anhela, y se tornará así contenido real y efec­ tivo de vida lo que antes era una transcendencia desarticulada del proce­ so de vivir.1’7 La naturaleza existencialista de esta interpretación es implícita, pero evidente. Es más explícita en las exegesis similares que los segui­ dores de Castro han dedicado al Quijote. Durán, por ejemplo, analiza6 7 5

65. Véase La realidad histórica de España, p. 61. 66. En este y el próximo párrafo sigo ante todo «La estructura del Quijote», pero las ideas aparecen libremente dispersas a lo largo de sus otros dos artículos mayores sobre el Quijote. 67. «La estructura del Quijote», pp. 148 y 149.

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el carácter del héroe en función de la respuesta tripartita que un existencialista como Ortega dio al enigma de la vida: angustia, ensi­ mismamiento, alteración.'’8 Luis Rosales, por su parte, encajona su análisis cervantino entre una disertación filosófica sobre la libertad — repleta de alusiones a Karl Jaspers, Heidegger, Sartre, Bergson, Gabriel Marcel y Ortega— y, al final del libro, una Fundamentación que resume la doctrina orteguiana de la libertad moral. ¿Qué conexión cabe establecer entre esos discursos y la parte II de Cervantes y la liber­ tad, que se ocupa ya propiamente de Cervantes? Para Rosales, el de Alcalá había dicho «poéticamente» lo mismo que el existencialismo del siglo x x había expresado de forma articulada.

Los mismos comentarios que dedicamos a Unamuno pueden aplicar­ se, mutatis mutandis, a las obras del «segundo» Castro. La crítica cer­ vantina que escribió Castro a partir de 1940 es una recreación poética del Quijote a la luz de la filosofía vital del existencialismo, con un re­ flejo indirecto de su concepción histórica, de corte romántico, de la España dividida racialmente en su «edad conflictiva». Si lo tomamos como un logro creativo — que nos dice mucho más del hombre que lo escribió y el momento en que lo produjo, que no del autor y el pe­ riodo a los que supuestamente describe— , su cervantismo tiene un notable valor por sí mismo. Su concepción del Quijote posee noble­ za lírica: meteoros cruzan el cielo cervantino como cohetes; los personajes siguen la pista de su proyecto vital cual cazadores en per­ secución de un jabalí; la lluvia de la «incitación» fertiliza la tierra, y en respuesta se levantan las nieblas. Si las metáforas del El pensamiento eran abstractas y científicas, las de ahora siguen siendo abstractas, pero son poéticas, reflejo de la metamorfosis diltheyana que ha expe­ rimentado Cervantes. En la peculiar medida de los sistemas existencialistas, cabe decir de este que resulta apasionado y atractivo. Si Cervantes, o España-en-su-historia, tienen que ser existencialistas, ¿por qué no al modo diltheyano? Aun así, no entiendo por qué afir­ ma Castro que la cultura española solo puede ser justamente com­ prendida en el marco del sistema de valores españoles, cuando, al6 8

68. Duran, La ambigüedad en e l«(¿uijote», pp. 245-247.

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parecer, su verdadero y último formulador es un filósofo alemán de finales del siglo xix. Pero en tanto que crítica literaria, los estudios de Castro tienen un valor desigual. El sesgo existencialista los aparta en mucho del senti­ do y el espíritu del Quijote. Casi nunca se ofrece confirmación textual en apoyo de lo afirmado; sin duda, porque no existe. Con frecuencia, además, los juicios literarios en los que se quiere basar la descripción del existencialismo literario cervantino no pasan de ser simplificacio­ nes pueriles; y son tan absurdos como la insistencia ciega en la signi­ ficación del factor racial en la historia de España: se nos dice, por ejemplo, que el Quijote conlleva el descubrimiento del yo humano ele­ mental; que antes de Cervantes, los personajes eran simples personi­ ficaciones de una abstracción moral, una pasión o un ideal; o que la novela pastoril, la picaresca y la experiencia mística eran válvulas de seguridad por donde escapaba la angustia de los conversos españoles del siglo xvi. Pero como es facilísimo apuntar los defectos de sus ensa­ yos, quiero terminar con una nota más constructiva. Las observaciones de Castro en «La palabra escrita y el Quijote», cuando expone la literariedad del mundo del Quijote, representan una intuición original y muy valiosa. Para aprovecharla basta con de­ senredarla de la teoría castriana del integralismo (la teoría de que el Yo del español se identifica, de un modo simbiótico, con el «Otro»), El desenredo podría proceder del siguiente modo: considerándolo ge­ néricamente, el Quijote es un híbrido extraordinario. Por su estructu­ ra, se encuentra en algún lugar intermedio entre la novela pastoril y la picaresca; por la forma de las aventuras del protagonista, es una pie­ za burlesca, pero en lo que atañe a los pasajes teóricos y críticos es una sátira; se ramifica en episodios que ahora se acercan a la farsa teatral, ahora al exemplum, ahora a la novela corta (en varios modos), ahora al género bucólico, ahora al cuento folclórico o a la novela picaresca; los discursos del protagonista sacan a relucir un buen número de tópoi del humanismo. Si miramos la novela desde el punto de vista del estilo ha­ llaremos igualmente un amplísimo espectro de alusiones literarias. Parte de esas alusiones se explican por el hecho de que el Quijote es una parodia. Sin embargo, ese carácter no basta para explicar su rápi­ da transformación en una pieza burlesca de gran alcance, que se bur­ la de los modos heroico, romántico o académico en general (mediante el estilo del héroe y el narrador) al tiempo que no ceja en el empeño 288

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primero de su sátira (mediante la personalidad del protagonista y la forma de sus aventuras). Esta fenomenología del Quijote parece indicar que su creador era muy receptivo a la literatura, que la vivía y le preocupaba, que era crí­ ticamente sensible a ella en un grado inusual incluso entre los es­ critores profesionales. Es una cualidad que lo conecta, espiritualmen­ te, con Proust y Joyce, y que sabe transmitir a sus personajes: estos también viven obsesionados por la imprenta y el papel; leen libros, escriben manuscritos, interpretan églogas o libros caballerescos y cri­ tican las obras de los otros (en realidad, de su mismo autor). Sería ir demasiado lejos si afirmáramos, como hacen los críticos perspectivistas, que el tema central del Quijote es la «Literatura» con L mayúscula; pero es importante señalar ese fenómeno, que dota al arte de Cervan­ tes de su fascinante introspección, y a sus personajes, de su peculiar sensibilidad. Es, por otro lado, un rasgo definitorio de Cervantes, que no exhibe ningún otro escritor de los Siglos de Oro. Visto así, nuestro «desenredo» consiste en ubicar la original per­ cepción de Castro en un marco interpretativo que no sea pseudofilosófico, sino propiamente literario. También otra de las ideas de Cas­ tro — la que se refiere a la realización existencial del yo— contiene un componente de verdad que merece ser desenmarañado, pues pone el dedo sobre lo que podríamos denominar la «cualidad de la vida» en el Quijote. Nuestro viaje por los caminos reales y las sierras, acompa­ ñados de un loco y un necio, se interrumpe continuamente por una serie de acontecimientos que pertenecen a la especie de la «aventu­ ra». ¿Qué son, en realidad, esas aventuras? En ocasiones es una fanta­ sía burlesca, nacida de la demencia del héroe; otras veces se trata de una farsa igualmente burlesca, hábilmente preparada por unos bro­ mistas; pueden originarse en el encuentro con el protagonista de una escapada romántica, aún no resuelta, o bien con cualquier otra perso­ na (como sucede con especial frecuencia en la segunda parte). L ’aventure, c’est les autres. Habitualmente, son personas escogidas por alguna razón concreta; son poéticas, o estrafalarias, o ajenas a lo convencio­ nal. Es el caso, por ejemplo, del ex convicto que se esconde bajo la profesión de titiritero y un seudónimo, con un parche verde en un ojo y un mono adivino sobre el hombro. La principal fuente de «aventu­ ras» es, claro está, la misma pareja de don Quijote y Sancho, que supo­ ne un refrescante manantial de placer y maravilla para todos cuantos

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con ellos se cruzan. El Quijote nos presenta, en consecuencia, un mun­ do variopinto, cuyo modo predominante es la alegría permitida por un grado prudente de tolerancia; cuyo lugar natural son los campos y los caminos abiertos; y en el cual el ingenio, la cortesía y la huma­ nidad rigen la relación entre los bufones protagonistas y los maravi­ llados y maravillosos extraños con quienes se encuentran. Es una visión cómica al tiempo que poética. Hay espacio para las afirmacio­ nes dichas en serio, por supuesto; y buena parte de ellas, así como de la visión en general, se pueden aplicar al mundo real que hay fuera del libro. Aun así, el conjunto de la visión no es del mismo calado que esa realidad, ni es aplicable a ella, ni tampoco se puede traducir direc­ tamente a tal o cual aseveración de Cervantes sobre ella: el objetivo esencial del arte no es otro que sí mismo.

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Hasta aquí llegué — es decir, hasta 1960 aproximadamente— con mi historia de la concepción romántica del Quijote, publicada en inglés en 1978. Por motivos que he expuesto en el aviso preliminar de esta traducción, y que ya a comienzos del siglo x x i me parecen desfasados, en su momento preferí tratar algo someramente su evolución poste­ rior, resumiéndola en un apéndice. Dejando de lado, pues, la reti­ cencia que adopté en 1978, ¿cómo ha evolucionado la concepción romántica del Quijote desde 1960 hasta hoy en día? Lo primero que conviene constatar es que sus temas principales han perdido la preeminencia de la que disfrutaban hace unos treinta años; y en algunos casos, han pasado de moda. Al mismo tiempo ha decaído el «culto a la personalidad de Cervantes», que era su acom­ pañamiento ineludible; es decir, el énfasis puesto en su perfil vital, emotivo e intelectual— , y su identificación afectiva con el personaje de don Quijote. El cambio de rumbo de la crítica cervantina se debe a una serie de factores, entre los que se cuenta el impacto que tuvo The Romantic Approach to «Don Quixote», junto con otros estudios que pertenecen igualmente a la llamada escuela «dura» — Parker (1948), Auerbach (1950), Mandel (1958), Riquer (1960, revisado en 1967 y 1989), Russell (1969), Socrate (1974), Maravall (1976), Joly (1982), 290

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Parr (1988), Redondo (1998), Iffland (1999)1,9— y que denden a re­ calcar la comicidad de la obra, la naturaleza de su recepción contem­ poránea, su finalidad satírica y correctiva y también los asertos del propio Cervantes sobre todas estas cuestiones. Estos factores han sido reforzados y complementados por otros, tal vez no menos importan­ tes. En primer lugar, por la influencia generalizada que sobre el cer­ vantismo (incluidos varios críticos arriba mencionados) han tenido des­ de mediados de los años setenta las teorías de Mijáil Bajtín, que entre otros aspectos descuidados por la crítica de antaño van poniendo de relieve la comicidad del Quijote y sus raíces en la cultura popular. En segundo lugar, cabe mencionar la reacción generalizada contra el for­ malismo estético de los años cincuenta y sesenta, que ha llevado a los cervantistas a ocuparse de la dimensión sociohistórica del texto o a ver­ lo como producto de sociolectos y códigos de tipo colectivo — Máxime Chevalier (1975, y otros trabajos), Maurice Molho (1976), Michel Moner (1989), Agustín Redondo (1998), Carroll Johnson (200o)6 70— 9 más que como vehículo para la subjetividad de Cervantes y su relación afectiva con don Quijote, que eran preocupaciones típicas de la con­ cepción romántica. Como tercer factor podemos señalar la populari­ dad de estudios que tratan el texto del Quijote como fenómeno más o

69. Aparte de Parker, Auerbach, Riquer, Russell, ya mencionados en notas anterio­ res (véanse, respectivamente, la nota 6 de este capítulo, las notas finales del capítulo II y las notas 11 y 14 del capítulo I), me refiero a Oscar Mandel, «The Function o f the Norm in Don Quixote», Modern Philology LV (1957), pp. 154-163; Mario Socrate, Prologhi al «Don Chisciotte», Marsilio, Venecia, ig74;J. A. Maravall, Utopia y contrautopía en el Quijote, Pico Sacro, Santiago de Compostela, 1976 (versión sustancialmente modificada de su ante­ rior El humanismo de las armas en «Don Quijote», Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1948); Monique Joly, La bcmrle et son interprétation, Atelier National de Reproduction des Tliéses, Université de Lille III, ig82;James Parr, Don Quixote; An Anatomy ofSubversive Discourse, Juan de la Cuesta, Newark, 1988; Agustín Redondo, Otra manera de leer el Qui­ jote, Castalia, Madrid, 1998; James Iffland, De fiestas y aguafiestas: risa, locura e ideología en Cervantes y Avellaneda, Iberoamericana, Vervuert, Universidad de Navarra, 1999. 70. Me refiero a Máxime Chevalier, Cuenteados tradicionales en la España del Siglo de Oro, Credos, Madrid, 1975 (más referencias a trabajos de Chevalier sobre el folklore en la Bibliografía al final del segundo volumen del Quijote, ed. Francisco Rico, Crítica, Bar­ celona, 1998, re-ed. 2004); Maurice Molho, Cervantes: raícesfolklóricas, Gredos, Madrid, 1976; Michel Moner, Cervantes conteur. Écrits et paroles, Casa de Velázquez, Madrid, 1989; Agustín Redondo, Otra manera de leer el «Quijote», Castalia, Madrid, 1998; Carroll John­ son, Cervantes and the Material World, University of Illinois, Urbana, 2000.

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menos objetivo y autónomo, desmenuzando su estructura, o reconsti­ tuyendo minuciosamente el proceso de su impresión o composición — Stagg (1959), Flores (1975), Martín Morán (19 9 1)717 — , a menudo 2 sin meterse en cuestiones de interpretación global. En consonancia con esta tendencia, y también con la anterior, la estilística ha cedido su lugar privilegiado a la semiótica — Segre (1974), Parr (1988), Paz Gago (i99 5)7!¡— , que en vez de buscar el yo del autor a través de sus manierismos expresivos, analiza de modo impersonal los mecanismos y el engranaje del texto considerado como medio de comunicación. En cuarto lugar, está el efecto de los diversos movimientos asociados al posmodernismo, que ven la obra literaria como un espacio que aco­ ge una pluralidad fluida, inestable y pululante de voces y sentidos; entre ellos, los impulsos anárquicos del subconsciente, que tienden a minar el sistema de valores establecidos y desbordar el control inten­ cional del autor. Como demuestra un ensayo de Carroll Johnson, esta manera de leer el Quijote, que coincide en parte con un destacado aspecto del pensamiento de Bajtín, disfruta de mucha aceptación en Estados Unidos;73 y por lo que a la dimensión bajtiniana se refiere también tiene partidarios entre distinguidos novelistas modernos, muy aficionados a Cervantes: Milán Kundera, Carlos Fuentes, Salman Rushdie. No quisiera dar a entender que la concepción romántica del Qui­ jote haya desaparecido. Al contrario, sigue teniendo un papel impor­ tante en autorizados estudios publicados en años recientes. No se 71. Geoffrey Stagg, «Revisión in D o n Q u i x o t e Part I», Hispanic Studies in Honour o f I. González-Llubera, ed. Frank Pierce, Dolphin, Oxford, 1959, pp. 347-366 (trad. esp., «Cervantes revisa su novela ( D o n Q u ijo t e , I Parte)», Anales de la Universidad de Chile, CXXIV (1966), pp. 5-33; Roberto Flores, The Compositors opf the First and Second Madrid Editions o f «Don Quixote» Part I, The Modern Huinanities Research Association, Londres, 1975 (para más referencias a trabajos en esta línea del mismo estudioso, véase la Bibliografía al final de la ed. del Q u i j o t e citada en la nota anterior); José Manuel Martín Morán, E l «Q u i j o t e » e n c ie r n e s . L o s d e s c u id o s d e C e r v a n t e s y la s f a s e s d e e la b o r a c i ó n t e x t u a l, Dell’Orso, Turín, 1990. 72. José María Paz Gago, S e m i ó t i c a d e l « Q u ijo t e » . T e o r ía y p r á c t i c a d e l a f i c á ó n c e r v a n t i ­ n a , Rodopi, Amsterdam, 1995. Para Parr y Segre, véanse las notas 69 y 26 más arriba. 73. «Cómo se lee hoy el Q u i j o t e », C e r v a n t e s , Alcalá de Henares, CEC, 1995, pp. 335348. Estos tipos de interpretación están extensamente representados por la revista nor­ teamericana C e r v a n t e s . Véase también C e r v a n t e s o la c r ít ic a d e l a le c t u r a (1976) de Carlos Fuentes. 292

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extingue de la noche a la mañana una tradición de ideas que ha per­ vivido durante dos siglos. Con posterioridad a 1960, el cervantista que mayor influencia ha ejercido sobre la interpretación de Cervantes es, sin duda alguna, Ted Riley; principalmente mediante su primer libro, Teoría de la novela en Cervantes (original inglés, 1962; traducción española, 1966), aunque el segundo, Introducción al «Quijote» (1986; traducción española, 1990), también ha disfrutado de gran aceptación. Aquel, citado innume­ rables veces desde su primera aparición, debe su profundo impacto a la mezcla de erudición y claridad con la que sitúa la reflexión teóri­ ca de Cervantes en su contexto renacentista, a la perspicacia con la que la explica, y, ante todo, a la manera en que demuestra cómo se trans­ forma en la materia misma de la ficción cervantina. Numerosos argu­ mentos desarrollados en el libro no solo fueron originales, sino que han resultado sólidos, fundados y de valor duradero. Por ejemplo, Riley fue el primero en aclarar qué entiende Cervantes por verosimi­ litud (o su sinónimo «la imitación»), y cómo concibe su paradójica relación con lo maravilloso; el primero en deslindar y definir con detalle la teoría de la épica en prosa de Cervantes; el primero en pre­ cisar la función del narrador ficticio del Quijote', el primero en anali­ zar de modo penetrante la actitud cervantina, a menudo frívola y vagamente expresada, ante conceptos clave de la preceptiva neoclá­ sica, y a la vez, escollos potenciales para el estudioso, como son el epi­ sodio, el decoro y la imitación (ya sea de la naturaleza o de los mode­ los literarios). He aquí un resumen de los temas destacados del libro que han repercutido de modo insistente en la crítica posterior: 1) la dicotomía Literatura/Vida {cf. R. El Saffar, 1975, 1984;^ B. Avalle-Arce, 1976, capítulo 5; A. Rey Hazas y Florencio Sevilla, 1993);747 5 2) la función del narrador del Quijote (G. Haley, 1965; El Saffar, 1968, ig75;J. Alien, 1969, 1979; H. Mancing, 1982; Riley, 1986, capí­ tulo 13);73 74. Ruth El Saffar, D i s l a n c e a n d C o n t r o l i n «D o n Q u i x o t e ». A S lu d y i n N a r r a t i v e T e c h n iUniversity of North Carolina, Chapel Hill, 1975; J. B. Avalle-Arce, D o n Q u i j o t e c o m o f o r m a d e v i d a , Fundación Juan March-Castalia, Valencia, 1976; la introducción de A ReyHazas y Florencio Sevilla a su ed. de Miguel de Cervantes Saavedra, O b r a s c o m p le t a s I . E l i n g e n i o s o h i d a l g o d o n Q u i j o t e d e la M a n c h a , CEC, Alcalá de Henares, 1993, pp. xi-xciii. 75. George Haley, «The Narrator in D o n Q u ix o t e '. Maese Pedro's Puppet-Show», M o d e r n ¡ . a n g u a g e N o t e s , LXXX (1965), pp. 145-165 (trad. esp., «El narrador en D o n Q u i que,

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3) la relación de la poesía o la ficción con la historia (B. Wardropper, 1965; A. Forcione, 1970), y de la interioridad subjetiva con la realidad (H. Percas de Ponseü, 1975; Avalle-Arce, 197!}, capítulo 6; El Siiffar, 1984; Riley, 1986, capítulo 11; G. Gíintert, i()93);7b 4) la actitud ambivalente o irónica de Cervantes ante la preceptiva renacentista (Forcione, 1970; C. Segre, 1974; Percas de Ponseti, 1975; E. Orozco Díaz, ig g 2 );77 5) la metaficcionalidad del Quijote, incluida su relación con el autor y el lector (Haley, 1965; Forcione, 1970; R. Alter, 1975) y la na­ turaleza problemática de la mimesis literaria (C. Guillén, 1971, pp. 135158; El Saffar, 1975).78 Ahora bien, tanto en el primer libro de Riley como en el segundo, las premisas de la concepción romántica son fundamentales; y su difu­ sión en la crítica cervantina posterior queda suficientemente indicada por las referencias entre paréntesis a cervantistas que han trabajado las áreas de investigación por él deslindadas. Sería demasiado prolijo ex­ plicar con detalle cómo precisamente esos estudiosos han matizado o desarrollado los temas que él puso sobre el tapete. En las dos seccio­ nes finales del capítulo introductorio de Teoría de la novela en Cervan­ tes, donde se asientan los principios rectores del libro, se desarrollan

el retablo de maese Pedro», en E l « Q u i j o t e » d e C e r v a n t e s , ed. G. Haley, Taurus, Madrid, 1980, pp. 269-287); Ruth El Saffar, «The Function o f the Fictional Narrator in Don Quixote», Modern Language Notes LXXXIII (1968), pp 164-177 (trad. esp., «La función del narrador ficticio en el Q u ijo t e » , en E l «Q u i j o t e » d e C e r v a n t e s , ed G. Haley, pp. 288-299); J. J. Alien, D o n Q u i j o t e : H e r o o r F o o l t A S t u d y i n N a r r a t i v e T e c h n iq u e , Part I, University of Florida Press, Gainesville, ig6g; Part II, 1979; Howard Mancing, T h e C h iv a l r i c W o r ld o f «D o n Q u i x o t e »: S ty le , S t r u c t u r e a n d N a r r a t i v e T e c h n iq u e , University of Mis­ souri Press, Columbia, 1982. 76. «D o n Q u ix o t e : Story or History?», M o d e r n P h ü o l o g y LXIII (1965), pp. 1-11; trad. esp., «D o n Q u i j o t e : ¿ficción o historia?», en E l « Q iiijo t e » d e C e r v a n t e s , ed. G. Haley, pp. 237252; Helena Percas de Ponseti, C e r v a n t e s y s u c o n c e p t o d e l a r te , 2 vols, Credos, Madrid, 1975; para El Saffar véase la nota 26; Georges Güntert, N o v e l a r e l m u n d o d e s in t e g r a d o , Puvill, Barcelona, 1993. 77. Emilio Orozco Díaz, C e r v a n t e s y la n o v e l a d e l b a r r o c o , ed. J. Lara Garrido, Uni­ versidad de Granada, 1992. 78. Robert Alter, Partial Magic: T h e N o v e l a s a S e lf - C o n s c i o u s G e n r e , University o f Cali­ fornia Press, Berkeley, 1975; Claudio Guillén, el capítulo «Genre and Counter-Genre: The Discovery of the Picaresque», en L i t e r a t u r e a s S y stem . E s s a y s to w a r d t h e T h e o r y o f L i t e r a r y H is t o r y , Princeton University Press, Princeton, 1971, pp. 135-158.

jo te ,

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dos que adquirirán en lo sucesivo una importancia capital. El prime­ ro concierne al conflicto que sentía Cervantes entre el impulso crea­ tivo y el creador, un concepto con profundas raíces históricas dentro de la tradición romántica, que fue desarrollado, por ejemplo, por Sal­ vador de Madariagaen su Guía del lector del «Quijote» (1923, con nume­ rosas reediciones), y después, en dos trabajos clave ya estudiados en este capítulo, por Spitzer. Para Riley, esto sirve para explicar diversas facetas del pensamiento estético de Cervantes: su ambigüedad, ten­ dencia a la autocrítica, manera de yuxtaponer opiniones contrarias sin afirmar preferencia por ninguna, presentación imparcial de diver­ sos puntos de vista, e ironización respecto de la preceptiva renacentista (que en el fondo respeta). Todo ello radica en la «ironía romántica» de Cervantes, a la que Riley otorga tanta importancia como lo hiciera Spitzer, considerándola, igual que su precursor, un anticipo de la de Friedrich Schlegel. Es un concepto que, con posterioridad a Riley, ha tenido larga fortuna en la crítica perspectivista y ha repercutido, entre otros, en los estudios cervantinos de Forcione (1970), Segre (1974), Márquez Villanueva (1975), Güntert (1993) y Rey Hazas y F. Sevilla ( 1 9 9 3 )En el segundo tema rector introducido por Riley queda patente su deuda con Mia Gerhardt. Es el de la dicotomía Literatura/Vida, fru­ to del mencionado dualismo cervantino y de su ironía. Se manifiesta en su original manera de plasmar en forma artística los motivos que le llevan a atacar los libros caballerescos: en vez de parodiarlos él mismo, crea a un personaje que, confundiendo locamente literatura con vida, los toma como modelo concreto de todos sus actos y pensamientos, parodiándolos involuntariamente. Se comprende mejor la compleji­ dad potencial de este planteamiento de la fábula si se tiene en cuen­ ta que el intento quijotesco de vivir la ficción es el tema de una obra de ficción centrada en la vida de don Quijote. De ahí que el Quijote se parezca a un vertiginoso juego de perspectivas practicado en una sala de espejos, donde se multiplican variaciones reversibles de este tipo de dicotomía. No se trata de meros trucos y juegos inspirados por el capricho, sino que están relacionados con dos preocupaciones cen­ trales en la teoría literaria de Cervantes: la relación de la ficción con la historia, y el efecto de la literatura de imaginación sobre el lector. En todo caso, para Riley los dos temas arriba resumidos determinan la orientación de Cervantes con respecto a la preceptiva renacentista,

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en sus diversas facetas: sobre todo, el concepto del decoro, la doctri­ na de los estilos y la reconciliación de la unidad con la variedad y de lo verosímil con lo maravilloso. Para explicar cómo adquieren este efecto, conviene aclarar una ambigüedad potencial en el título de su libro. La teoría en cuestión no versa sobre la novela en el sentido moderno del término sino sobre el tipo de épica en prosa que, dise­ ñado de acuerdo con la preceptiva aristotélica, expone el canónigo de Toledo en Quijotel, 47 y realiza posteriormente Cervantes en Persilesy Sigismundo,. Y entonces ¿qué es de la novela en el sentido actual del término? Según Riley, a través de la experiencia de don Quijote y San­ cho, Cervantes somete la mimesis épica, junto con la doctrina aris­ totélica que la fundamenta, a un proceso de ironización que contiene en germen otro tipo de mimesis, destinado a florecer en la novela moderna. Tomemos como ejemplo el famoso monólogo interior de cuando don Quijote cabalga por el campo de Montiel (I, 2); se em­ plea un estilo heroico en circunstancias sumamente inapropiadas, lo que constituye, por lo tanto, una clara infracción al precepto del de­ coro. En este pasaje, igual que en otros de la misma obra que de un modo u otro plantean los temas de la preceptiva aristotélica, Cervan­ tes resalta su enajenación de la vida cotidiana y de la historia, zonas de la experiencia humana que serán privilegiadas por la novela moder­ na. Para Riley, la aportación fundamental del Quijote a la evolución del género de la novela, que a su vez anticipa en cierta manera la revolu­ ción científica y filosófica del siglo xvn, consiste en iniciar el divorcio entre la poesía y la verdad, pareja uncida de antiguo por el yugo aris­ totélico de la verosimilitud. Aunque el autor del Quijote entiende «la verdad» en más de un sentido, su pensamiento al respecto suele orien­ tarse por el norte de la histórica, incompatible con la idealización poética. Más bien que efectuar él mismo el divorcio, lo intuye, al de­ mostrar la fragilidad de esa unión a la luz de una ironía que se inspi­ ra fundamentalmente en su conciencia de la relación paradójica de Literatura y Vida, y pone de manifiesto la fusión de su temperamento crítico y su impulso creador. Conviene considerar brevemente algunas otras tendencias impor­ tantes de la concepción romántica, que o bien faltan en el primer libro de Riley, o bien no están plenamente representadas en él. Entre ellas se destaca en primer lugar su premisa original: la idealización del héroe y la negación de la naturaleza esencialmente risible del Quijote. 296

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Tradicionalmente esa idealización ha cristalizado en la distinción entre dos aspectos del comportamiento del héroe, a quien Cervantes, al decir de Menéndez Pidal, pinta «grande en sus propósitos y fallido en la ejecución de ellos».798 0La pervivencia de esta idea salta a la vista en el título del capítulo 1 2 del segundo libro de Riley, «Ideales e ilusio­ nes»; y la negación o atenuación de la comicidad del Quijote se mani­ fiesta en numerosos estudios que polemizan con la llamada escuela «dura», por ejemplo, Mancing (1982, pp. 122-125). En segundo lu­ gar, una de las tendencias más viejas de la concepción romántica — y la primera en arraigar en España— fue la idea de que la actitud de Cervantes ante la literatura caballeresca es más ambivalente de lo que parece a primera vista, pues comporta su identificación afectiva con una tradición noble y auténtica, que él diferencia intuitivamente de su progenie bastarda, los libros de caballerías. Esta noción, cuya evo­ lución histórica hemos analizado en el capítulo m, fue defendida en el siglo x ix por Agustín Durán o Juan Valera, y a comienzos del siglo x x por Menéndez Pelayo; con posterioridad alcanza su formulación clá­ sica en el muy influyente estudio de Menéndez Pidal, «Un aspecto en la elaboración del Quijote» (1920), reeditado numerosas veces, cuya te­ sis ha contado después con numerosos valedores españoles, entre ellos Juan Millé y Giménez (1930) y Alberto Navarro González (1964).8,1 Entre los sucesores más recientes de esta tradición, aunque su rela­ ción con ella es más bien indirecta, se cuentan Edwin Williamson (1984), Daniel Eisenberg (1987) y Edward Dudley (1997). Para Eisenberg, Cervantes no es un mero adversario del género caballe­ resco, sino su auténtico continuador, que nos ha dejado en el Quijote un libro de caballerías ejemplar, de naturaleza cómica, y tendría la intención de escribir otro de tipo heroico, el «famoso Bernardo»,81 de no habérselo impedido la muerte. Los libros de Williamson y Dudley coinciden en poner el Quijote en relación con las gestas medievales francesas, aunque difieren en casi todo lo demás. Cada uno a su ma­ nera, pero ambos se desvían del modelo tradicional bajo la influencia

79. «Un aspecto en la elaboración del Quijote», De Cervantes y Lope de Vega, ed. Aus­ tral, p. 33. 80. Véase la nota 27 del capítulo III. 81. Obra inacabada que se menciona de pasada en la dedicatoria al Conde de Lemos de Persiles y Sigismundo, sin que se precise qué tipo de obra es.

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de modas recientes: la de la «escuela dura» en el caso de Williamson, para quien el potencial trágico de don Quijote, al igual que su pleno desarrollo como protagonista de una novela moderna, resultan siem­ pre frustrados por la perspectiva de burla y de farsa bajo la que Cer­ vantes lo presenta; la del posmodernismo en el caso de Dudley, que ve en el Quijote el planteamiento clásico de la contienda histórica entre una cosmovisión logocéntrica, racionalista y patriarcal y otra margi­ nada, intuitiva e imaginativa, favorecedora de la deconstrucción y de la escritura femenina. Respecto de la tercera gran tendencia románti­ ca, aunque se han agotado los estudios del Quijote orientados implíci­ ta o explícitamente por el «problema de España», como Cervantes y los casticismos españoles de Américo Castro, esta línea de interpretación ha sido apoyada por destacados novelistas hispánicos de la segunda mitad del siglo xx, como Luis Martín Santos, Juan Goytisolo y Carlos Fuentes, cuyas ideas han repercutido en trabajos académicos. Véase al respecto la conclusión del prólogo a la edición del Quijote de A. Rey Hazas y Florencio Sevilla (1993). La cuarta y última tendencia es la más significativa. Aunque las lec­ turas existencialistas del Quijote han pasado de moda a la par que el movimiento filosófico europeo en que se inspiraban, esta manera de leer el Quijote, que entronca con las Meditaciones orteguianas y El pen­ samiento de Américo Castro, sigue influyendo indirectamente en estu­ dios recientes. Ya en 1925 {El pensamiento de Cervantes, pp. 232-233), Castro había contrapuesto de modo tajante la visión cervantina del mundo a la propia de la novela picaresca, calificando esta de cínica, rencorosa y apegada a la materia, y aquella de generosa, sintética y acogedora de las formas ideales, a la vez que de las materiales. Unos treinta años después, en un artículo que tuvo mucha repercusión, Carlos Blanco Aguinaga desarrolló este contraste oponiendo el «realis­ mo» de Cervantes al de Alemán.8* Según este crítico, la autobiografía ficticia de Alemán presenta una vida y un mundo de monocroma de­ gradación, contemplados desde una perspectiva trascendental, monó­ dica, desengañada e inapelable, que los descifra y condena conforme a los criterios del catolicismo contrarreformista. Cervantes, en cam­ bio, presenta no una vida sino varias vidas haciéndose y entrecru82.

«Cervantes y la picaresca: notas sobre dos tipos de realismo», NRFH11 (1957),

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zándose en el presente; no las contempla desde una atalaya eterna, sino desde un punto de vista adecuado a la cualidad prismática y vario­ pinta de la existencia; sin predestinar ni juzgar a sus personajes, los deja errar por un mundo donde los caminos y horizones quedan siem­ pre abiertos. Esta concepción de un Cervantes libertario, opuesto a todo tipo de naturalismo determinista o de conservadurismo represi­ vo, y contrastado habitualmente con Alemán, está desarrollada exten­ samente por Américo Castro en Cervantes y los casticismos españoles, y luego se transmite a las influyentes interpretaciones que de la novela picaresca publicaron Francisco Rico, Claudio Guillén y Fernando Lázaro Carreter en torno a 1970. Después se convierte en lugar común de la crítica cervantina. Ha engendrado lo que José Montero Reguera ha llamado la «poética de la libertad» en Cervantes, aunque a mi modo de ver sería más adecuado denominarla «poética de la anar­ quía»: la idea de que Cervantes, al haber creado un mundo de múlti­ ples puntos de vista, otorga a sus lectores los mismos derechos de libertad de interpretación frente a su obra que los que disfrutan los personajes de la propia novela. Entre los partidarios de esta noción se cuentan Percas de Ponseti (1975,1, p. 24), Forcione (1982, pp. 3-30), Rey Hazas y Florencio Sevilla (prólogo a su edición del Quijote, 1993, pp. xci-xcii). Equipados de semejante escudo, nos encontraríamos indefensos ante el esoterismo de Benjumea u otros disparates por el estilo. Desde mi punto de vista actual, algunos aspectos de The Romantic Approach to «Don Quixote», en su versión original inglesa, me parecen cuestionables, incluido el calificar tajantemente de erróneas — «misguided» (descaminadas) en la versión original inglesa— las directrices fundamentales de la concepción romántica. Si lo fueran, serían inex­ plicables el valor duradero y la condición clásica de interpretaciones como las de Ted Riley, a quien reconozco como maestro. Estas confe­ siones no deben interpretarse como la palinodia de un arrepentido; en lo esencial, no me retracto de nada de lo dicho en 1978, aunque sí prefiero ahora un estilo más matizado y mesurado, por considerar ya innecesario el sacrificio de la precisión en aras del impacto retóri­ co. Si el tachar de erróneas las aludidas directrices me parece ya inad­ misible, esto no es porque haya dejado de considerarlas equivocadas, sino más bien porque su cuestionabilidad no obedece a una falacia sencilla y evidente como sería afirmar, por ejemplo, que Nueva Gui­ 299

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nea forma parte de Europa. En el caso de los grandes intérpretes, el «error» no impide ver con claridad aspectos esenciales del arte cer­ vantino, y a veces se reduce a meras cuestiones de énfasis: por ejem­ plo, en el caso de Riley, solo discrepo con él en la medida en que con­ sidero que exagera la modernidad potencial del concepto cervantino de la verdad novelesca o del malestar que sentiría frente a la precep­ tiva neoclásica. En cambio, en el otro extremo de la escala debo situar a Benjumea. Allí donde The Romantic Approach to «Don Quixote» me parece ahora más cuestionable es en el intento de excluir apriori todo intento de ir más allá del sentido literal y manifiesto del Quijote para atribuirle un sentido simbólico. Esta era una tendencia implícita del libro, aun cuando no se expresara literalmente; pero tropieza con la dificultad, entre otras, de que el estilo de Cervantes es notoriamente denso y sugerente, por lo cual numerosos episodios y aventuras de la obra — por ejemplo el gobierno de Sancho y la Cueva de Montesi­ nos— están imbuidos de un amplio y rico potencial de significación. Reconocerlo así no comporta dar un cheque en blanco a la interpre­ tación esotérica del Quijote, ya que esta concesión es perfectamente compatible con la insistencia en que tales interpretaciones respeten la coherencia interna del pensamiento cervantino, y cuadren de for­ ma plausible con su contexto histórico-cultural, requisitos estos que la concepción romántica —junto con algunos tipos de crítica posmo­ dernista, que se desvían en parte de ese modelo— tienden a pasar por alto con alegre despreocupación. Todavía sigue pareciéndome valio­ sa la demostración concreta de las raíces históricas tanto de esta falta de escrúpulos, como del afán de modernizar el significado del Quijote que la motiva.

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CONCLUSION

La tradición romántica de los estudios cervantinos ha ido evolucio­ nando a lo largo de estos últimos ciento setenta años hasta cobrar una fidelidad cada vez mayor con respecto a la concepción romántica ori­ ginal. Entre 1800 y 1925 la idea neoclásica del Quijote ha permane­ cido viva: hasta 1860, en España, con gran vigor; desde esa fecha, bajo las diferentes metamorfosis con que quiso disfrazarla la edad del posi­ tivismo (y del compromiso estético). Podemos ver sus contornos en el trabajo lexicográfico de Rodríguez Marín y en la actitud antiesotérica de Menéndez Pelayo. El equilibrio entre las ideas románticas y neo­ clásicas se rompió a favor de las primeras por obra de Unamuno y Ortega, aunque sus comentarios tuvieron un impacto retardado y fue­ ron transmitidos por intermediación de Américo Castro en El pensa­ miento de Cervantes. Pretender que Unamuno y Ortega restauraron una interpretación romántica intacta sería una simplificación excesi­ va; pero sí alteraron firmemente hacia esa dirección el rumbo del pensamiento sobre el Quijote. La erudición de Castro, científicamente organizada, invierte tanto la tendencia antihistórica de Unamuno como la tendencia especulati­ va y no erudita de Ortega; al mismo tiempo, su estética antipositivista le permite crear un vacío entre Cervantes y sus circunstancias ideoló­ gicas, al acentuar el grado en que el artista selecciona a partir de las circunstancias, en lugar de ser moldeado por ellas. Este recurso per­ mite encontrar acomodo para el peculiar Cervantes de Unamuno y Ortega en el contexto del Renacimiento. En El pensamiento de Cervan­ tes está implícita la determinación de analizar la cultura española del siglo x vi con una mirada particularmente atenta a cuantos signos pudieran tener relevancia para los problemas del siglo xx. Aquí ejer­ ció «Azorín», probablemente, una influencia muy destacada. «Azorín» se había preguntado, junto con Ortega y Unamuno, si los clásicos

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podían apuntar a una salida progresista y liberal del laberinto espa­ ñol; y había mostrado y racionalizado el método de búsqueda. Castro utilizó la erudición de suerte que parece estar respondiendo a esa pre­ gunta, puesto que reveló la existencia de dos Españas frontalmente opuestas en la literatura de los Siglos de Oro y situó a Cervantes en la vanguardia del bando progresista. La concepción tradicional de Cervantes como un «ingenio lego» es reemplazada ahora por la de un héroe cultural idóneo para la llegada de la inminente Segunda Repú­ blica: un Cervantes que acude a misa, pero solo por mor de las apa­ riencias, y que repite los tópicos reaccionarios, pero con una reserva izquierdista en su corazón; un Cervantes que tiene más elementos en común con el humanismo mundano de Castiglione, el fatalismo na­ turalista de Montaigne y el panteísmo de Giordano Bruno que con la ideología de Lope de Vega. En este proceso, Castro reaviva los viejos temas del Romanticismo; y los rescata, entre otras razones, porque estos habían nacido de la convicción de que el Quijote no es un libro sencillo ni frívolo (cuya utilidad ideal sería despertar la carcajada des­ pués de una buena comida), sino una obra hondamente cercana a la sensibilidad moderna. Si contemplamos la crítica quijotesca de Castro en su conjunto, y le añadimos la de sus continuadores perspectivistas y existencialistas, hallaremos que se han asimilado (aunque en forma evolucionada y compleja) todas las tendencias interpretativas de la generación de Friedrich Schlegel y todas las variantes de crítica sim­ bólica que esta prefiguró desde la distancia. Los fundamentos de la concepción romántica permanecen prístinos. Así, se descubre de nue­ vo la ironía romántica. El simbolismo de lo ideal y lo real pervive transformado en el tema de la perspectiva y la realidad; el de la liber­ tad y la necesidad, por su parte, fluye en el nuevo cauce de la medita­ ción existencialista. No han perdido fuerza los lazos profundos que vinculan el Quijote con el Volksgeist, el Zeitgeist, la biografía del autor, la historia nacional o la esencia metafísica del ser, entre otros. Los vie­ jos temas se visten de siglo xx, pero esa actualización es coherente con la tendencia original de la concepción romántica. Responden a nuevos tipos y nuevas técnicas exegédcas; la sutileza del siglo x x ha hecho inútil la insistencia decimonónica en el misterioso arcano del símbolo poético y ha dejado atrás (con algunas excepciones) su afi­ ción por la lectura alegórica. La concepción romántica fue fundada por críticos no especialistas en el cervantismo, aunque sí especial302

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mente dotados; pero hoy en día la están desarrollando los cervantis­ tas propiamente dichos. Con esta observación no pretendo dar a entender que la crítica mo­ derna esté empleando ideas anacrónicas o anticuadas; solo quiero poner de relieve la continuidad de una tradición que, desde sus oríge­ nes, ha sido ahistórica e infiel a Cervantes, por muchas otras virtudes — y no son pocas— que haya podido tener. Sigue abierta esta cuestión: ¿por qué se ha dispensado ese trato al Quijote en particular, y no, pongamos, al Guzmán de Alfarache o al tea­ tro de Lope de Vega? Aun estando de acuerdo en el buen juicio que muestra el Quijote, en la amplitud de su descripción social, su comi­ cidad genuinamente humana, etcétera, no logro comprender por qué esta novela — que es, a fin de cuentas, una parodia burlesca— ha teni­ do que convertirse en objeto privilegiado de la interpretación román­ tica — seria, sentimental y filosófica— y en Biblia nacional. ¿Es fruto de un accidente? ¿Hay componentes de la novela que justifiquen, en cierto sentido, la interpretación que le han dado los modernos estu­ dios literarios? Aunque una pregunta parezca excluir a la otra, la res­ puesta es, en ambos casos, que sí. En mucho mayor grado que por efecto de la sátira cervantina, fue­ ron las vicisitudes de la historia literaria las que decretaron que, mucho antes de 1800, los lectores dejaran de estar familiarizados con la tradi­ ción española de los libros de caballerías. En consecuencia, perdieron la comprensión intuitiva, propia de los coetáneos de Cervantes, de que el comportamiento del héroe nacía de una imitación literaria y funcio­ naba paródicamente. Es diferente tener una noción, en abstracto, de qué satiriza el Quijote, que ver de un modo casi natural la relación bur­ lesca que guarda la conducta del héroe con respecto de los romances caballerescos. El siglo xvm , fuera de España, fue una época de sátiras y parodias, de tal forma que el debilitamiento de esa comprensión no afectó demasiado a la interpretación de la novela. En el siglo xvm español todavía se recordaba y se podía leer la ficción caballeresca y, por ende, la merma fue mucho menor. Sin embargo, dado el clima cul­ tural del Romanticismo, tan diferente al de los tiempos de Cervantes, el desamarre del atracadero caballeresco hizo que el Quijote flotara len­ tamente hasta el nuevo puerto del idealismo y el simbolismo. También es accidental, por lo que atañe al Quijote, que España entrara en una tremenda decadencia política pocas décadas después 3°3

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de la publicación de la novela. Dados entonces tres factores — la pro­ digiosa y repentina ruina del imperio, el colosal éxito de la sátira cer­ vantina y la vaguedad con que en el extranjero se determinaba el obje­ to de esa parodia— , no es de extrañar que desde finales del siglo xvn se empezara a relacionar un factor con otro. Este es quizá el hecho que mejor evidencia el tradicionalismo de los hábitos de pensamien­ to con que se ha leído el Quijote: la terca persistencia de esa supuesta relación, desde los tiempos de Luis XIV de Francia hasta Cervantes y los casticismos españoles, de Castro (ig66). Es obvio que la idea ha adqui­ rido formas diversas, unas más inteligentes que otras; pero ninguna de ellas es, en lo esencial, relevante para el Quijote. Ninguna se le hubiera ocurrido a Cervantes. Aun así, esta idea ha sido la que más ha condicionado la interpretación española del Quijote desde mediados del siglo xix, y el punto de partida de la crítica europea desde los tiempos del padre Rapin. Aunque no careciera de méritos para ser un clásico, es igualmen­ te accidental que el Quijote adquiriera esa condición en el siglo xvm . La España neoclásica lo aclamó como el clásico nacional; y su presti­ gio, unido a la proliferación de versiones de su intención satírica (en España y fuera de ella), lo dotó de un cierto misterio y atractivo. Así surgió la idea de que se trataba de una parábola o una alegoría con un sentido profundo (compárese con los casos de Rabelais o Dante). Parajosé Cadalso, al igual que para Gallardo unos años más tarde, ese sentido no dejaba de ser satírico; pero se había creado ya un vacío en el cual se precipitaría luego el simbolismo romántico. Y eso es lo que aconteció a resultas de otro accidente, de importancia decisiva: el que la primera generación de los románticos alemanes escogiera el Qui­ jote como una de las obras cumbre de la Poesía Universal: antecesor ejemplar de su propio arte y novela mucho más seria y relevante de lo que se había aceptado hasta el momento. También es accidental que la cultura española, unos dos siglos des­ pués de la muerte de Cervantes, rompiera con el Neoclasicismo de raigambre francesa, bajo la bandera de una nueva ideología román­ tica y nacionalista. Los historiadores literarios emprendieron la bús­ queda tanto de una mentalidad nacional como de las obras o tradi­ ciones que más fielmente la reflejaran. Era inevitable, entonces, que el Quijote se uniera a la tradición de los romances y el teatro de Lope de Vega en un grupo de tótems que, al poco, terminaría por enca-

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bezar: había nacido el casticismo. Muy pronto la novela de Cervantes quedó atrapada en la vieja polémica sobre las causas y la naturaleza de la decadencia española. Todos consideraban que encarnaba los va­ lores que la decadencia había traicionado. A medida que la polémica se fue complicando e intensificando, ya en tiempos de Menéndez Pelayo, y a medida que aparecían en Alemania, Francia e Inglaterra nuevas teorías, más elaboradas, sobre la relación entre la literatura y el carácter nacional, la interpretación del Quijote fue cobrando mati­ ces cada vez más políticos. El camino fue desbrozado por críticos como Benjumea, a los que siguieron filósofos de la historia nacional como Federico de Castro yjoaquín Costa. Tras ellos vinieron la ge­ neración del 98 y Américo Castro. Así pues, cabe afirmar que si el Quijote hubiera sido escrito en 1587; si Felipe III y Felipe IV hubieran hecho gala de más prudencia en sus reinados; si Lope de Vega y Calderón hubiesen sido más apreciados por los críticos del Neoclasicismo y los románticos alemanes no se hu­ bieran enamorado de la cultura española; si la España del siglo x ix hubiera mantenido la recuperación que se había iniciado en la segun­ da mitad del setecientos; y si los libros de caballerías no hubieran perdido su colosal popularidad, en tal caso todo habría resultado muy diferente. Pero como es obvio, esta conclusión es demasiado simple.

Es evidente que la concepción romántica del Quijote tiene que funda­ mentarse, en parte al menos, en la naturaleza del libro que romantiza. Los ingleses del siglo xvm ya habían advertido el «aire de seriedad» de Cervantes y la ironía que, disfrazada con elegancia, es inherente a su método burlesco. Veamos un pequeño ejemplo: Don Quijote rechaza así las exclamaciones de Sancho, que no comprende por qué rehúsa casarse con la princesa Micomicona: Ella [Dulcinea] pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y ten­ go vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo sois desagradecido, que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo! (parte I, cap. xxx) La declaración inicial de lealtad a Dulcinea, que Unamuno em­ pleó como piedra angular de su Cristianismo Quijotesco, despierta 3 °5 1

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una pequeña onda casi sublime, por las connotaciones de orgullo, fe inquebrantable y júbilo, así como por la vaga reminiscencia estilística del lenguaje de san Pablo: véase «Porque en Él vivimos y nos movemos y existimos...» (Hechos, 17, 28) o lambién «Estoy cmcilicado con Cristo; y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi» ((jálalas, 2, 19-20). Parece claro que Cervantes generó esa onda con intención irónica, con miras a subrayar la repentina inmersión en lo trivial que causan tanto el grosero vituperio de don Quijote como Sancho con su cuen­ to de la lechera. Ello no obstante, es de notar que Cervantes acerca mucho la copia irónica al modelo de las afirmaciones serias. Quevedo hubiera optado por marcar sin sombra de duda la caricatura bíblica; pero Cervantes prefiere la alusión velada y, con ello, aparta por un momento de la burla esta comedia de sentimientos exagerados, lle­ vándola al terreno de la ironía casi imperceptible, de la ironía retar­ dada y disfrazada. Esta estrategia irónica da también otros frutos, como es la capaci­ dad que tienen las afirmaciones del héroe de despertar reverberacio­ nes. Al despertar esos ecos lejanos — de Ovidio, de Petrarca, de Garcilaso, de Virgilio, del lenguaje de Jesús— , que aun aguzando el oído terminan por escapársenos, el Quijote parece tener siempre un senti­ do oculto un punto más allá de su significado real. Añádase a ello que, en su forma exterior, la carrera de nuestro protagonista es épica; que por su motivación original, don Quijote es una especie de poeta; y que la locura suele dificultar la evaluación de sus actos, sobre todo porque aparece ricamente engalanada con una argumentación cuya sofistería, a ojos de los lectores posteriores al siglo xvn , no siempre se distingue de sus intervalos de lucidez. Añádase igualmente que Cer­ vantes recurrió muy raras veces a las fórmulas cómicas del caballero fanfarrón y el miles gloriosus, puesto que escogió una clase de comedia más madura, basada en el hecho de que el héroe es razonablemente capaz de verse a sí mismo, desde su propio punto de vista (el de un demente), como un héroe. Y añádase aún, por último, el hecho curio­ so de que la inspiración de Cervantes es, poéticamente, menos genuina en sus intentos de escribir ficciones seriamente románticas, líricas o heroicas que en su imitación burlesca en el Quijote. En efecto, nin-* * Traducción de Nácar y Colunga, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1963'4. (N. del t.)

T

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gún pasaje cervantino de prosa bucólica supera, en belleza, al absur­ do preciosismo con que don Quijote propone a Sancho que se dedi­ quen a la vida pastoril «en tanto que se pasaba el año de su promesa» de dejar por ese tiempo la caballería andante (parte II, cap. l x v i i ) . Ninguna descripción de la naturaleza compite, en cuanto a la capaci­ dad de crear y sugerir ambientes, con el temible y oscuro valle en que se desarrolla la aventura de los batanes, cuya descripción es parte de la lenta y habilidosa concentración que termina en un anticlímax cómico (parte I, cap. xx). Sería fácil argüir que la hermosura de esos fragmentos procede de la identificación empática con el objeto de la burla, pero en realidad apunta más bien a la complacencia en su pro­ pio arte de un gran artista cómico que sabe lograr que las pompas del preciosismo, la vanidad o la bravuconería tiemblen, torpes pero iridis­ centes, antes de explotar. Si analizamos todas esas circunstancias con­ juntamente, se comprende que la época moderna haya preferido extraer el Quijote del género burlesco, e incluso del cómico, para in­ corporarlo a la categoría de la épica: una epopeya irónica, pero amar­ ga, sobre el Poeta marginado, el Paria heroico, la figura de Cristo como víctima; o bien una epopeya filosófica sobre la realidad y el es­ píritu que idealiza o la mente que conceptualiza; para otros, una epo­ peya nacional sobre una España hundida por su historia o resurgente en potencia. Afirmo que lo «ha preferido» porque, para adecuar la no­ vela a esos modelos y esas inquietudes contemporáneas, los exegetas románticos han tenido que cerrar los ojos (en cierto sentido, volun­ tariamente) a todos aquellos aspectos de la novela que se prestan mal a ese acomodo. Como si de la argumentación del propio don Quijote se tratara, se ha asistido a una constante apología defensiva, siempre en la órbita, por su propia naturaleza, de cuantos métodos de análisis literario distraen la atención de lo que la literatura dice realmente para prestar oídos a supuestas causas profundas. La crítica se ha pregunta­ do siempre por qué Cervantes dijo tal cuando quería decir cuál. Pero se diría más natural y verosímil creer que un artista de su importancia sabía qué estaba haciendo y procedió según su voluntad.

En la crítica y los estudios literarios nos preguntamos, básicamente, qué significa la literatura. Partimos de que su significado se corres­ ponde con lo que se quiso decir, porque somos congénitamente inca3 °7

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paces de hacer otra cosa. Comprender la literatura equivale a com­ prender sus porqués; y entre ellos figuran todos los propósitos estéti­ cos que son propios de lo literario, y no solo el núcleo parafraseable de su sentido. El término de «literatura» es innegablemente ambiguo, e igualmente otros rodeos como «literatura imaginativa» o «de fic­ ción», o «arte literario». Son muchas las variantes literarias que, sin ser consideradas habitualmente como artísticas, lo son hondamente; y a la inversa, son numerosas las muestras del «arte literario» que se solapan con textos que en teoría le son ajenos, como los discursos, la anécdota, los sermones, los chistes y las bromas, los eslóganes publi­ citarios... Será obvio, por tanto, que no porque un texto caiga dentro de los imprecisos límites de lo literario hay que pensar que se encuen­ tra dentro de un círculo mágico en el que no se aplican ya las reglas fundamentales del significado y la intelección. Por lo que respecta a esta última, las reglas consisten en referir lo que se afirma a un siste­ ma de relaciones humanas, vigente hoy o en el pasado, dentro del cual adquiere su función. La luz roja de los semáforos no tiene un sig­ nificado en abstracto, independientemente de una sociedad en la que existe tal tráfico rodado que necesita una regulación. Su sentido no es una creación mía; pero tampoco es algo que posea el semáforo, de for­ ma autónoma. En realidad, su sentido es el uso que se le da. Comprender el arte literario consiste en referir los textos a dos sis­ temas similares, encajado el uno dentro del otro, del mismo modo en que el «habla» individual encaja en el sistema de la «lengua» comuni­ taria. El primero es el conjunto del estilo y la perspectiva del escritor; el segundo, el sistema cultural o la serie de sistemas en los que el autor se ha formado. Aun así, la metáfora del «encaje» o la «envoltura» tie­ ne connotaciones poco acertadas; sería más adecuado decir que la segunda impregna a la primera como una suerte de atmósfera bioló­ gica. Partiendo de esta otra analogía podemos añadir varias conse­ cuencias y asimismo varios matices. Primero, se sigue que resulta absurdo intentar comprender un sistema sin el otro; pero también que la información sobre la «atmósfera» ya está implícita — y es con frecuencia explícita— en lo que ella envuelve. El poema, la novela, la obra teatral, señalan tácitamente hacia las reglas de su comprensión; basta con que miremos. Lina lectura atenta, por ende, basta para hacer estéril mucha de la erudición posterior. En segundo lugar: los sistemas culturales que constituyen la «atmósfera» de una obra artís308

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tica se corresponden, en parte, con una nación y una época históri­ ca; pero solo en parte. Para entender las películas de Misoguchi es mucho más importante conocer el lenguaje del cine (que es interna­ cional) que la cultura del Japón posterior a la segunda guerra mun­ dial; y para ver y apreciar su cualidad elegiaca, el primer tipo de cono­ cimiento es mucho menos relevante que el poseer una sensibilidad artística general, pero bien desarrollada. En tercer lugar, la actividad intencional del ser humano, en cualquier cultura, es siempre mucho más rica que su capacidad de racionalizarla. Monsieur Jordain habla­ ba en prosa sin saberlo; el hombre ha usado la retórica mucho antes de analizarla; Cervantes no menciona nunca el término «ironía» (has­ ta donde se me alcanza), pero es un maestro sin igual en la práctica de lo que denota esa palabra. Por tanto, no estamos limitados a racio­ nalizar esa actividad con los términos que emplean sus autores. Es probable que la estudiemos bajo tal o cual luz — por ejemplo, que consideremos la comedia de Cervantes como un ejemplo de sátira, parodia o ironía— porque los desarrollos posteriores han puesto de moda ese enfoque o han demostrado su utilidad. Sin embargo de lo anterior, la racionalización que ofrezcamos esta­ rá siempre sujeta a criterios como el de su mayor o menor sentido o su grado de probabilidad. Tiene que parecer el complemento natural, a lo sumo el refinamiento, de la del artista; debemos imaginar que el autor asentiría, una vez comprendidos los términos y resueltas las po­ sibles dudas. Asimismo, tiene que cuadrar con los datos. Como la comprensión implica, básicamente, la comparación de elementos semejantes (por ejemplo, el cine de Misoguchi con lo elegiaco), pero a la práctica podemos reconocer también la semejanza de cosas diferentes'entre sí, nuestras explicaciones cuadrarán con los datos de un modo más o menos satisfactorio. No hay razón para pretender que es sencillo encontrar explicaciones suficientemente satisfactorias. Para disfrutar del juego del arte literario nos hará falta, por un lado, cono­ cer sus reglas, pero además deberemos esforzarnos en comprender la «atmósfera» global de las costumbres, los valores o las ideas a las que se refieren las acciones de los jugadores, ya sea fantástica o fortuita­ mente. Las variantes de juego que — como las comedias al estilo del Quijote o las novelas picarescas— dan por sentada mucha más informa­ ción que otras — los autos sacramentales de Calderón, por ejemplo— resultan mucho más difíciles de comprender. El lenguaje simbólico 3°9

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de algunos poetas modernos — Mallarmé, Wallace Stevens, César Vallejo— es una especie de código privado que solo empieza a ser visi­ ble para el que está familiarizado con el conjunto de su producción literaria. Pero es innegable que puede devenir más visible y que, como lectores, lo deseamos. «A poem should not mean / But be»; * pero por mucho que intentemos tratar los poemas como entidades abstractas, resulta imposible. Tampoco es posible, aunque lo procuremos, mirar a la literatura de un modo que no sea histórico; no hay forma de concebir una per­ sonalidad artística individual sin incluirla en alguna clase de atmós­ fera cultural. Es decir: los procesos de comprensión que requiere un contemporáneo no son diferentes, por su clase, de los que requiere un escritor fallecido varios siglos atrás. La moderna crítica del Quijote se ha movido, de una forma más o menos explícita, por el principio de que «solo nos resultan de interés aquellas grandes obras de arte que podemos sentir como propias de nuestro tiempo»; pero es una pre­ misa falsa, sin lugar a dudas. Se da por descontado que existe una zona temporal — «nuestro tiempo»— libre de las ataduras de la histo­ ria, dentro de la cual se dispone de un acceso fácil y natural a todo cuanto es y ha sido creado. Pero en realidad, el pasado empieza hace tan solo un segundo; incluso la más reciente de las obras literarias, teatrales o cinematográficas exige, para su comprensión, de un cierto esfuerzo de imaginación histórica. El esfuerzo de familiarizarnos con el difícil lenguaje de un compositor contemporáneo no implica un proceso diferente al de acercarnos a la polifonía del Renacimiento. Si investigamos las borrosas fronteras de «nuestro tiempo» e incluimos algunos de los maestros más reconocidos de la literatura y el pensa­ miento del siglo x x — Proust o Cassirer, por mencionar solo dos— , se percibe de inmediato que no supondremos haber comprendido sus obras sin la ayuda de alguna clase de explicación histórica. Tampoco los autores o escritores más de moda carecen de una raíz vigorosa en el pasado: Marcuse en Hegel, Marx o Freud; el nouveau román francés en Gide, Woolf o Faulkner. Y aun otro matiz: cuando se afirma que «solo nos resultan de interés aquellas grandes obras de arte...» se

* «Un poema no debe significar, / sino ser», Archibald MacLeish, «Ars Poética». (N. del t.) 3 10

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pierde de vista el impulso de generosidad que, en origen, motivó el desarrollo de los estudios literarios, paralelamente a la historia, la filo­ logía, el análisis de las baladas y romances o el folclorismo, a princi­ pios del siglo xix. Ese impulso — que pervive hoy en la antropología y la sociología— nace de la percepción de que todas las culturas son una rama única de un árbol en permanente proceso de renuevo: el del espíritu humano; y que es justo por esa razón por lo que son valio­ sas y merecen ser comprendidas empáticamente.

BIBLIOGRAFIA

Ofrezco aquí una lista de las obras que han sido citadas en este libro, han influido significativamente sobre sus ideas o han demostrado ser útiles como repertorios de fuentes. Omito algunas obras, sobre todo en la sección D, que únicamente han sido mencionadas al paso.

a

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r e v is t a s

c e r v a n t in a s

,

c e n t e n a r io s

,

b ib l io g r a f ía s

Y A N T O L O G ÍA S D E LA C R ÍT IC A

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B IB L IO G R A F ÍA

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c) CRÍTICA

c e r v a n t in a

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;

o bras

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co n su lta d a s

van tes

po r

( v é a s e t a m b ié n

s u s o p in io n e s

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LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJ O T E »

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LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJ O T E »

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— , véase también la sección C. Watt, Ian, The Rise of the Novel, Chatto and Windus, Londres, 1957. Wellek, Rene, A History of IJterary Criticism, Yale Univ. Press, New Haven, 1955 “ , 4 v°b. [Hay trad. cast. de J. C. Cayol de Bethencourt: Historia de la crítica moderna (1750-1950), Gredos, Madrid, 1959-.] — , Concepts of Criticism, Yale Univ. Press, New Haven, 1963. [Hay trad. parcial: Historia literaria. Problemas y conceptos, sel. S. Beser, trad. L. López Oliver, Laia, Barcelona, 1983.] Wimsatt, William K., y Cleanth Brooks, IJterary Criticism: A Short History, Knopf, Nueva York, 1959 [1957]. Wimsatt, W. K., y Beardsley, Monroe, The Verbal Icón, Lexington University Press, Kentucky, 1954. Wolf, Ferdinand J., y C. Hofmann (eds.), Primavera y flor de romances, reed. como vols. viii -x de la Antología de poetas líricos castellanos, de Menéndez Pelayo.

336

ÍNDICE ALFABÉTICO

Abreviatura: C = Cervantes; DQ = Quijote Abrams, H., 2411 abulia, 179 Addison.J., 35 agonistas (Unamuno), 191 Agustín, san, 63, 154, 159 Alas, Leopoldo («Clarín»), 38, 65, 206, 207 Albérés, R. M., 2bgn Alcalá Galiano, A., 7gn Alemán, Mateo, 17, 28, 29, 48, 231, 272 Alemania: crítica, 15o, 151, 154, 156, i8on, 214, 219, 223, 227; crítica de D Q 37, 77, 82; véase también Romanti­ cismo Alonso, Amado, 116, 226, 2 5ín Alonso, Dámaso, 226, 228, 229, 2 5tn Alonso Cortés, N., i3 in Amadís de Gaula, 59, 89, 110, 112, 143; C y, 89, 97; DQ como burla de, 50, 51,

5 2>9 8 amor intelleclualis, 210, 212 Ampére.J.J., 76, 140 angustia, 220; en la filosofía de Unamu­ no (congoja), 189, 192, 193 Antigüedad clásica, 25, 28, 69-70, 106, 201, 202, 210, 212, 214; Menéndez Pelayo y, 153; Renacimiento y, 25, 245-246 antropología, ís g n Antonio, Nicolás, 50 Araya, G., 276n, 28tn

Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, 154, 272, 284 Arcipreste de Talavera, 129, 154 Aribau, B. C., 79n, 139 Ariosto, L., 25, 26, 46, 57, 59, 111, 247 Aristóteles, 26, 32; aristotelismo, 154, 161 Armas, J. de, 164 arte, 226; antipositivismo, idealismo y, 173, 26g, 301; Azorín y, tgg, 203; espejo de la historia o la sociedad, 155, 159; estilística y, 228; Ortega y, 209, 210, 214, 221-223; perspectivismo y, 262, 272; Romanticismo y, 57, 60, 62, 69-70, 266; Unamuno y, 184, 196; véase también estética Asensio, E., 2760, 278n Asensio.J. M., 1230, 132, 1460, 149, 163 Auerbach, E., gg-ioo Austen, J., 37, 38 autognosis, 2850 Avalle-Arce, J. B., 223, 242, 276 Avellaneda, Alonso Fernández de, 30, 31, 94, 124, 273-274 Ayala, F., 164 Azaña, M., 164 Azcárate, P., i6on «Azorín», urásrjosé Martínez Ruiz

Bacon, Francis, 24on Bajtín, Mijáil, 15

337

LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJ O T E »

Balzac, H. de, 65 Bardon, M., 2411 Baraja, Pío, 171, 208, 21711, 233 Barrera, C. A., 132, 149 Barroco, 28, 30, 165, 166, 167 Bastús y Carrera, J., 81 Bataillon, M., 229, 249, 25111 Baudelaire, Ch., 85 belleza: Menéndez Pelayo sobre, 154; Ortega sobre, 216 Bembo, P., 234, 247, 248 Benardete, M. J., 25111 Benjumea, véase Díaz de Benjumea, N. Bergson, H., 218, 241, 283, 284 Bermejo Marcos, M., I52n Bertrand, J.-J., 2111, 7111, 7411, 8611 Bertuch, F. J., 36 Biblioteca de Autores Españoles, 129, 130, 148, 150, 151 Blake, W., 84 Blanco Aguinaga, C., 1740 Blanco de Paz,J., 124 Boccaccio, G., 25, 57, 272 Bóhl de Faber, J., 105, 150 Bonilla, A., i8n, 24n, íu jn , ii4 n , i26n, 131, 132, i45n Booth, W., 2750 Bouterwek, F., 71, 74, 76, 81,89, 90, 95,

.

1 3 9 149

Bowle,J., 4 1,4 4 , 133 Brémond, abate, 228 Brooke, H., 72 Brooks, C., 141 Brüggemann, W., 2in Brunetiére, F., 203 Bruno, G., 234, 24jn, 247, 250, 302 burlesca, novela, 50, 52, 92, 50, 5 1,5 9 , 81, 9 1,9 2 , 94, 98, 114-115, 119, 298, 303, 306, 307, véase laminen sátira, parodia Burton, A. P, 240, 37, 72n, 730, iü2n, logn Buscapié, El, supuesto panfleto de C, 134 Butler, S., 59 Byron, lord, 73, 88, 102, 145, 149, 153

caballerías, libros de: Benjumea sobre, 137; D(¿corno burla o sátira de, 90-91, 184; en la época de Menéndez Pelayo, 140, 15111, 153; Madariaga y, 95-98; Menéndez Pidal y, 112-115; opinión anterior a 1800 sobre, 89, 102-103; Ortega y, 216, 2i7n; Riquery, 98; Romanticismo y, 59, 60, 69, 70, 76 y 760, 88, 89-91; tradición del «ideal caballeresco», 101-119 Caballero, F., 12 2n Cadalso, J., 133, 200, 304 Calderón, J., 126, 132 Calderón de la Barca, P, 27, 28, 30, 40, 57, 69, 105, 128, 150, i8on, 305, 309 Campanella, T., 247, 250 Campoamor, R. de, i6on Capmany, A., 40, 107, 203 Cardano, 2430, 247 Carlyle, T., 3811, iÓ4n, 182 Carreras y Artau, T., 123, 159 Casalduero, J., 62, 66, 87, 162-167, 187, 230, 251 n, 253 Cassirer, E., 228, 246 casta española, 141, 145-146, 174, 175, 176, 200, 231 casticismo, 107, 129-130, 133, 148, 152, 175, 177, i8on, 223, 304, 305 Casdglione, B., 234, 247, 302 Castilla, 108, 135, i7 i;A z o r ín y , 179; el ‘segundo’ Castro y, 279, 280-282; épi­ ca de, 168; Unamuno y, 175, 176-177, 180, i83n Castro, Adolfo de, i34n Castro, Américo, 11, íp jyA zo rín , 207, 248; crítica de los académicos españo­ les, 83, 116-117, 195; y la crítica pos­ terior a 1925, 163, 204, 249, 251-252, 262; y los escritores existencialistas tar­ díos, 276-300, 302; y la generación del '98, 171, 173, 227, 230, 277, 305; y Ortega, 216, 223, 233, 237, 240-242, 2780, 283; El pensamiento de Cervantes, 18, 121, 128, 19611, 204, 207, 225-250, 338

ÍN D IC E A L F A B É T IC O

a g í, 276-277, 301-302; precursores del siglo x ix de, 136, 161; y el Roman­ ticismo, 62, 66; y la sátira, 96; y Unamuno, 187 Castro, Federico, 122, 156, 160-162, 173,

305 Castro, Fernando, 79, 146, 200 catolicismo, 161, 175, 178, 196, 219; y C, 238, 247, 268; y Unamuno, 192 Caveda, J., 157 Cejador y Frauca, J., ign, i3 in , 132, 199 Centro de Estudios Históricos, 226 Cervantes, Miguel de: biografía de, 67, 81, 102, 132, 142-148, 149, 167, 198, 222, 283n, 302; y la burguesía, 141; capacidad intelectual de, 127, 152-162 (época de Menéndez Pelayo); 121, 126-128, 231, 233-250 (Castro); 96-98 (Madariaga); 116, 226 (Menéndez Pidal); 214 (Ortega); 182-184 (Unamuno); contemporáneos de, 27, 28; y el concepto de autoridad, 240; determinismo y, 243, 276-277; y la escritura de D Q 118-119; y lo liberal, 162, 302; y Madariaga, 96; y Menéndez Pidal, 113-116; y Valera y Revilla, 152; véase también Quijote, La Galatea, Novelas Ejemplares, La Numancia, Persiles y Sigismundo, Viaje del Parnaso cervantistas, 127, 132, 148-149, 169, 171, 195, 227, 236, 2 5in Charron, P., 240n, 245 Chateaubriand, F. R. de, 74n Cicerón, 244, 247 Cid, El, jo , 158, 281 Cirot, G., 229, 24gn «Clarín», véase Alas, Leopoldo clásicos: Azorín sobre, 197, 201-203; Cas­ tro y, 231, 302; crítica posterior a 1925 y, 250; DQcomo, 168, 304; krausistas sobre, 155 Clavería, C., i82n, ig7n Clemencín, D.: 44, 49, 50, 51, 79, 104, 107, 122, 126, 133, 138, 139, 151; edi­

ción de DQ por (1833), 41, 81, 82n, 107, 126 Glose, A., 2on Coleridge, S, T., ig , 61, 73, 83, 84, 136, 139, 149, i64n Collingwood, R., 227 comedia, DQcomo, 16, 306, 309; Castro y, 237; Ortega y, 216, 221; Romanticis­ mo y, 68, 92 congoja, véase angustia consciencia, 61, 192, 193, 275, 284 conversos, 276n, 279, 283, 288 Cortacero y Velasco, M., i23n Cortejón, C., 126, 132 Costa, J., 172, 196, 200, 305; Poesía popu­ lar española (1881), 156-158, 160, 173, 176, 182 Cotarelo y Morí, E., 1 ign, 1 i4n, 131 y

13 ln Cousin, V., 139 Covarrubias, S. de, 41, 243n crítica literaria: académica, 15, 83, 101, 108, 122, 126, 151, 171, 250; america­ na, 25n, 74, 251; Azorín y los académi­ cos, 197, 201,202-203, 207; contraía crítica ‘filosófica’, 138, 158; especialis­ tas versus no especialistas, 83, 116, 135, 171, 195, 197; filosofía de la, 20, 21, 232; francesa, 139-140, 150, 200, 245; historias de la, 2in, 24, 141; del siglo x ix , 125, 141; del siglo x x, 223, 227, 228-230, 249-250; véase también Quijote Croce, B., 222, 227, 232, 237 Crónica de los cervantistas, periódico (1871), 149 cronística medieval española, 226 Cueto, L., i2gn cultura: Dilthey sobre, 227; Ortega sobre, 210, 212-215, 216, 219, 223

Dante, 26, 57, 76, 150, 240, 304; y la crí­ tica, 12 5,14 9 Darwin, C., 151, 218

339

LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJ O T E

deconstruccionismo, 21 De Lollis, C., 23511 Depping, G. B., 70 Descartes, R., 217, 240 Díaz de Benjumea, N.: Azorín y, 204; crítica ‘filosófica’ de 0(¿por, 79, 135141, i44n, 149, 150, 168; y la crítica esotérica, 123-124, 163; época o gene­ ración de, 148, 156, 158, 164, 168, 203, 249; oposición a, 83, 1460, i5 in ,

>53 Diderot, D., 36 Dilthey, W., 228, 283, 284-285, 287 Dios, 156; y Unamuno, 193 Doré, G., 76, 77 y 7711, 85, 87 Dostoievski, F., 86 Dulcinea, 91, 124, 165, 189, iQ2n, 194,

3«ñ Duran, Agustín, 78, 81, 87, 105, 108-109, 12911, 130, 134-135, 150, 168 Duran, Manuel, 87, 223, 27on, 276, 28O

Edad Media: caballería, 69, 70, 88, 106, 107, 110, 118, 119; crónistica, 226; literatura, 129, 2i7n; pensamiento, 201, 203; sociedad, 135, 281 Efron, A., 8811 Eliot, T. S., 177 empirismo, 84, 161, 217 Entremés ríe los romances, 115 entusiasmo, 8711, 90, 93, 102 Entwistle, W., 87 épica, 17 ,6 5 , 105, 156, 216; DQcomo, 39, 58, 66, 150, 157, 162, 182, 195, 307; D(¿como sátira de la, 42, 112; españolado, 106, 110, 112, 152, 158, 168, 178, 226 epistemología: de G (según Castro), 240-241; de Ortega, 210-211, 216; de Unamuno, 182, 184, 193 Erasmo, 68, 234, 240, 247; movimiento erasmista, 129, 161, 240, 2540 escolástica, 161

esotérica, escuela crítica de DQ, 123, 125, 128, 134, 137-138, 163, 167, 168, 169; Azorín y, 205; Castro y, 277 España: cultura: Azorín sobre, 200-202; Castro sobre, 231, 232, 276, 279; y la cul­ tura europea, pensamiento o erudi­ ción, 105, 108, 130, 150, 176, 181, 214, 223, 230, 245-248; decadencia de, 129, 144-147, 231; C y, 101-103, 169; persistencia de, 172, 175, 179, 214, 219; Menéndez Pelayo sobre, 130, 154; Menéndez Pidal sobre, 117; naturaleza romántica de, 106; Orte­ ga sobre, 212, 214, 217, 221, 223 historia: teoría de Castro de, 276-282; visión de Menéndez Pelayo de, 281; posguerra, 251-252, 280; periodo de restauración borbónica, 175, 202,

213 historia literaria: 71, 73, 77, 78, 81, 103, 107, 116-117, 1*8-131, 150,

153 . 155 . *« i- 24 . 225-227, 233, 251, 304; periódicos del siglo xix, 82, i31 5 ln poética, Renacimiento y, 26; C y, 2350, 236, 238 345

LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJ O T E

evolución en España, 2in, 71-72, 101, 135-137, 139, 149, 150, 194, 196, 198, 202, 222, 223, 249-250, 301; evolución en Francia, 74-77; evolución en Inglaterra, 73; funda­ mentos, 2 ín, 71-72, 89-98, 112-115, 135, 152; resistencia en España, 78-84, 151-152, 167, 194; narrador: Castro sobre, 283, 285; Ortega sobre, 220 personajes: Benengeli, Cide Hamete, en DQ, 31, 144, i86n, 268, 272, 274 traducciones: 33, 350, 36, 76, i23n véase también crítica literaria, Cervan­ tes, generación del '98, neoclasicis­ mo, lexicografía, perspectivismo, política, Romanticismo Quijote, don: Azorín y, 204-205; Castro y, 244, 286; idealización romántica de, 67-68, 72, 73, 91, 151, 172; Madariaga y, 98, 190; Menéndez Pidal y, 111, 115, Ortega y, 220-221; Unamuno y, 181, 183, 187-193; naturaleza de la locura, 93, 95, 188, 190; véase también Sancho Panza quijotización de Sancho Panza, 137,

179 Quintana, M. J., 81

Rabelais, F., 75, 125, 245 Rafael, 196 Ramón y Cajal, S., 145 Rapin, Padre, 31, 101, 102, 118, 304 raza: Castro sobre, 288; Ortega sobre, 209, 213; y Unamuno, 175, 183 razón, 165, 180, 194, 240, 241, 244 Real Academia Española, 8in , 149, 157, i6on realidad, perspectivismo y, 219, 240, 250, 302; símbolos de, en DQ, 210, 212; véase también idealismo realismo, 210; en DQ, 216, 217; en la novela, 269, 271

‘rectificación’, en DQ, 112, 137 relativismo, 216, 219, 266; Castro y, 234, 239, 241, 245, 277 religión, 61, 164, 227; Castro y, 232, 243, 245; Unamuno y, 182, 192 Renacimiento, 25, 111, 112; Castro sobre C y, 232, 233, 237, 240, 243, 246-247, 250; C y, 146, 167, 233, 235n, 301; en España, 154; filosofía de, 161; lite­ ratura y crítica literaria de, 217n; poé­ tica de, 235n, 236; véase también huma­ nismo Revilla, M, de la, 151, 152, 155, 167 Richter, J. P., 55, 56, 67, 68, 149 Riley, E. C., 26n, 236, 23gn, 251 Rinconetey Cortadillo, 40 Río, Ángel del, 276 Ríos, Vicente de los, 35, 42, 44, 46, 47, 48, 52, 59, 81, 103, 104, 107, 126 Riquer, M., 83, 95n, 98 Rius, L., 25n Rivadeneyra, P., 184 Rivas, Duque de, 78 Rodríguez Marín, F., 44, 83, 91, 11311, 1 i4n, 122, 131, íg sn , 201, 253,; su edición de DQ, 126, 132, 133, 200 Rojas, F. de, Celestina, La, 19, 28, 29, 200, 205 Roma, en la cultura española, 154 romancero: 129, 156, 157, 177, A. Duran y, 78, 81, 105-106, 108; en DQ, 114; Romanticismo y, 69, 70, 88, 105; Valera, Menéndez Pelayo, y Menéndez Pidal y, 108-119, *5 2>*68’ 226,

305 Romanticismo: en Alemania: 9, 15; 62, 196, 215-216, 223, 250 (estética); 60 (filosofía); 67, 238, 250 (ironía); 70 (nacionalismo); en Inglaterra, 72-73; movimiento español, 78, 82, 106, 139, 148, 152; movimiento europeo: 140, 311 (comprensión del pasado); 105-106 (romancero y épica); 61, 73, 84-85 (imaginación); 78, 106-107, 148, 149, 150, 152, 196, 223, 250,

r IN D IC E A L F A B E T IC O

301, 304, 305 (influencia en España); 60 (sobre la naturaleza); 72-77, 83-89

(y DQ) Rosales, L., 195, 223, 242, 287 Rostand, E., 86 Rousseau, J.-J., 37, 63 Rubio, D., 196 Ruiz de Alarcón, J., 124 Ruskin,J., 88n, 145 Russell, P., 2 ín

Saavedra Fajardo, D., 200 Sacchetti, F,, 113 Sainte-Beuve, C., 77, 200 Saint-Evremond, 31 Salas Barbadillo, J., 27, 30, 48 Salcedo, E., 164 y i64n Salcedo Ruiz, A., 1 ijgn Salillas, R., i59n Salvá, V., 7gn, 107 Sánchez, F., 24on Sánchez Barbudo, A., i74n, i8 in Sánchez Castañer, F., 2 5ín Sancho Panza, 51, 68, 146, 151, 165, 194, 265, 273, 274, 282, 305; como figura cómica, 78; quijotización de, 137, 179; y don Quijote, 51, 177, 235, 238; como símbolo, I3gn, 136, 141, 146, 177, 238; vulgaridad de, i35n, 194 Sanz del Río,J., 1550 Sartre,J.-P., 220 sátira: y D Q 89, 95-96, 98-99, 129, toi-102, 108, 169, 108, 124, 134-135, 144-146; a C, 149; y el Romanticismo, 58, 59, 67, 89, 90, 96, 137, 138, 151; véase también burlesca, novela; caballe­ rías, novela de Savj-Lopez, P., 23511 Sbarbi.J. M., 123, 132, 149 Scarron, P., 59 Schack, A. F., 150 Schelling, F. W.J., 19, 55, 57n, 58, 60, 6 1,6 5 , 66, 68, 1550, 165, 209, 216; Ortega y, 209, 216

Schenk, H., 24 Schevill, R., i8n, 126, 132 Schiller, J. C. F. von, 62, 153 Schlegel, A. W., 55, 69, 75, 83, 105, 139,

140, 150 Schlegel, F„ 19, 55, 57, 59, 62, 70, 72, 76, 80, 83 Schopenhauer, A., 60, 85, 149, 244 Scott, W., 78, 88, 107 semíticas, razas en España, 276-285 Séneca, 240, 244 Shaftesbury, lord, 35 Shakespeare, W., 57, 68, 69, 139, 149, 152; críticos sobre, 77, 139 Shelley, P„ 84 Simonde de Sismondi, J. C., 71, 74, 76, 81, 89, 90, 91, 93, 95, 96, 136, 139, *45 n >149 Smirke, R., 86n Smollett, T., 34, 350, 36, 66 sociología, 227, 311 sociológica o sociohistórica, literatura, 156, 159, 169, 222 Sócrates, 185 Solger, K., 55n, 69 Soltau, traductor del D Q 55n, 77 Southney, R., 88 Spitzer, L., 11, 228, 230, 251, 253 Staél, Mme. de, 72, 105 Stendhal, 65, 74, 75 Sterne, L., 34, 38 Stevens, capitán John, 35n subjetivismo, 283, 284; Castro y el, 240, 241, 247

Taine, H., 130, 140, 156, 196, 200, 209,

233 Tasso, T., 26, 59 teatro del Siglo de Oro, 69, 78, 82, 105, 178, 180, 200; véase también Calderón, Lope de Vega Telesio, 243n, 247 Teresa, santa, 63, 162, 180, 200 y 200n, 284

347

LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJ O T E

lleresco, 109-110, 111; y la parodia,

Ticknor, G-, 74 Tieck, J. P., 55 y 5511, 59, 77, 80, 268 Tirant lo Blanc, 89, 97 Tirso de Molina (o Fray Gabriel Téllez), 27, 30, 107, 230 Toffanin, G., 2350, 238 y 23811, 2460 Torres Villarroel, Diego don, 38 tradicionalismo: español, 111, 117, 219, 223, 230; en el pensamiento literario, 202, 304; Unamuno sobre, 175, 176 tragedia, 17 Tubino, F,, 135, 138, 141, 149, 151, 167 Turgeniev, I., 76 Turkevich, L., 86n

Unamuno, M. de, 34, 48, 85, 121, 122, 123, 130, 171, 173-176, 182, 183, 186, 187, 188, 189, 192, 201, 207, 241; antibyronista, i45;A zoríny, 198, 200, 203, 204; y Castro, 245, 250, 277, 279; y Costa, 158; y la crítica no especialista, 83; En torno al casticismo, 146, 160, 174-181; y el krausismo, 155, 177; Madariaga y, 98, 1790, 190; Menéndez Pelayo y, 130; y la novela del siglo xx, 190-191; Ortega y, 208, 209, 214, 215, 218, 222, 223; y los panegiristas, 123; Vida, 181-195, 301 universalidad: y D Q 89, 137, 162; en Schelling, 66; en Ortega, 212, 215; en Unamuno, 177-178, 179 Urdaneta, A., 132 Urfé, Honoré de, 33

Valera.J., 107, 108, 109, 116, 122, 126, 130, 136, 139, 149, 151, 152, 154, 155, 163, 167, i68;yel ideal caba­

97 n Vallone, A., 125 Vega, Lope de, 26n, 28, 40, 107, 124, 128, 1340, 143, 146, 206, 225, 230, 231, 240; siglo x ix y, 69, 105 y 1050, 106, 130, 168 verosimilitud, en C, 239, 269, 271 Viaje del Parnaso, 170, 272 Viardot, L „ 76, 77 y 77n Vicén González, F., i74n Vidart, L., ¡57n Vigny, A. de, 74, 85, 87 Villegas, B., 1 23n Villey, P., 245 Virgilio, 123 visión del mundo: de un autor, 203, 230; española, 182; de un género literario, 215-216, 218, 222; de un periodo, 222, 227, 231-232, 233, 250; del rena­ cimiento, 233, 237, 246 vitalismo, 208, 218, 241, 244 Vives, L „ 39, 154, 159, 234, 240, 247 volksgeist, 70, 302 Voltaire, 36 Vossler, K., 228, 229

Weinrich, H., 253 Wellek, R., 24 Wieland, Ch., 37, 38 Wilson, E, M., 24n Wimsatt, W. K., 141 Wolf, F„ 150 Wodehouse, P. G., 28 Wordsworth, W., 60, 73, 84, 85

Zabaleta.J., 231

348

INDICE

Aviso preliminar del autor

9

Abreviaturas I.

E

l

13

«Q u ij o t e » c o m o

n o v e l a c ó m ic a

Introducción El siglo x v ii El Quijote en la época neoclásica El Quijote como novela cómica II. Los

Los románticos alemanes Génesis de la interpretación romántica fuera de Alemania Fundamentos de la concepción romántica y e l id e a l c a b a l l e r e s c o

¿Escribió Cervantes una sátira con ánimo destructivo? El Quijote y la mentalidad del romancero Un problema que no es tal IV. C r ít ic a

15 24 31 50 55

r o m á n t ic o s

III. C e r v a n t e s

15

s im b ó l ic a y a l e g ó r ic a

Reacción contra los panegiristas y esotéricos La época de Menéndez Pelayo El método «filosófico» de Benjumea Pervivencia del Neoclasicismo En la estela de Taine Casalduero 349

55 71 89 101

101 105 118 121

121 128 135 148 155 162

LA C O N C E P C IÓ N R O M Á N T IC A D E L « Q U IJ O T E '

V.

U n a m u n o , «Az o r ín » y O r t e g a

171

La generación del 98 Unamuno «Azorín» Ortega y Gasset

171 174 197 208

VI. «El

p e n s a m ie n t o de

C ervan tes»

El trasfondo intelectual «Supuestos primarios» de El pensamiento de Cervantes «Como las venas de una estatua de mármol»

VII. P e r s p e c t iv is m o

225

225 232 245

y e x is t e n c ia l is m o

251

La crítica simbólica, con posterioridad a i g 2 5 Perspectivismo El existencialismo del «segundo» Castro La concepción romántica del Quijote después de 1960

251 262 276 290

Conclusión Bibliografía

301 313 337

Indice alfabético

350

ii m i l u t Cuatrocientos años después de su aparición, el Q u ijo t e es asediado desde innumerables pers­ pectivas críticas, sin que parezca agotarse su capacidad de revelar nuevos sentidos. Pero ¿pretendió Cervantes escribir algo más que una obra burlesca? ¿De dónde provienen las lectu­ ras que han ¡do aposentándose en nuestro áni­ mo y que han convertido a esta novela en una de las cumbres absolutas de la literatura uni­ versal? Anthony J. Cióse, catedrático de la Universidad de Cambridge, publicó en 1978 un ensayo que ha hecho época en el cervantismo; en él sigue la pista a las interpretaciones, forja­ das en la fragua del Romanticismo alemán e inglés, que destacan, más allá de la comicidad de la novela, uno o varios sentidos profundos: la representación simbólica de la lucha entre el ideal y la realidad, la plasmación del espíritu de una nación, una promesa de regeneración social y política. De los hermanos Schlegel a Unamuno, de Coleridge a Ortega, de Stendhal y Flaubert a Castro y Madariaga, una serie de grandes lec­ tores, siempre en la estela de la:«concepción romántica», contribuyó a transformar el Q u ijo te en el clásico que hoy es. Para la esperada tra­ ducción del libro al español, el profesor Cióse ha revisado su trabajo y ha prolongado su análisis hasta las puertas del siglo xxi.

crítica letras de humanidad

969320-3