La belle époque chilena ; alta sociedad y mujeres de élite [2. ed.] 9789563240733

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La belle époque chilena ; alta sociedad y mujeres de élite [2. ed.]
 9789563240733

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Manuel Vicuña

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La belle époque chilena Alta sociedad y mujeres de élite

LA BELLE ÉPOQUE CHILENA

Ilcolección G bicentenario L Ode Chile S La colección Dos Siglos agrupa textos fundamentales que contribuyen al entendimiento y necesaria profundización en las identidades e historias de Chile. Se propone como un aporte reflexivo indispensable ante la interpelación que nos provoca el Bicentenario de la República.

Comité Editorial: Adriana Valdés Humberto Giannini Sonia Montecino Roberto Aceituno Roberto Hozven Rolf Foerster Alfredo Jocelyn-Holt Miguel Orellana

Manuel Vicuña

LA BELLE EPOQUE CHILENA Alta

sociedad y mujeres de élite

PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE INSTITUTO DE HISTORIA BIBLIOTECA

VICUÑA, MANUEL

La belle époque chilena / Manuel Vicuña Santiago de Chile: Catalonia, 2010 320 p. 17 x 24 cm

ISBN 978-956-324-073-3

HISTORIA DE CHILE 983

Diseño de portada: Guarulo & Aloms Edición de textos: Gonzalo Pedraza Plaza Composición: Salgó Ltda. Impresión: Salesianos Impresores S.A. Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parle, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

Primera edición: julio, 2001 Segunda edición: noviembre, 2010 ISBN 978-956-324-073-3

Registro de Propiedad Intelectual N° 197.969 © Manuel Vicuña, 2010 © Catalonia Ltda., 2010 Santa Isabel 1235, Providencia Santiago de Chile www.catalonia.cl

Para Angélica Lavín

Indice

PRÓLOGO I.

II.

SANTIAGO Y LA ÉLITE NACIONAL

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El “vecindario decente” Formas de vida: maneras de ser Alta sociedad: segmentación de Santiago Rivales en el Parlamento, camaradas en el Club Los entretelones del mercado matrimonial: el poder de las madres

22 29 41 48 55

SALONES Y SALONIÉRES

65

La sesgada propagación de las luces Sociabilidad ilustrada Anfitrionas ilustres El Granel Tour criollo: alta cultura y distinción social Ocaso del salón

66 73 86 92 98

III. EL CLUB DE SEÑORAS Y EL IDEAL DE LA DOMESTICIDAD Ni lucha de clases ni guerra de sexos Parejas disparejas Los desafíos de la maternidad

IV. LA CRUZADA MORAL DE LA LIGA DE DAMAS CHILENAS

V.

11

109 110 123 140

153

La experiencia de la fe sitiada Virtudes privadas y vicios públicos La literatura como extravío

154 168 183

EL APOSTOLADO FEMENINO

195

Sociedad juvenil: nuevos márgenes de autonomía Costumbres paganas: las madres al banquillo Contra la ignorancia religiosa: la fe iluminada por la razón La “maternidad social”

196 204 214 223

EPÍLOGO

235

NOTAS

245

BIBLIOGRAFÍA

301

Prólogo

Durante el invierno de 1915, el escenario del Teatro Municipal acogió un espectá­ culo sin precedentes en su historia, consistente en la representación de tres cuadros, cada cual alusivo a una época distinta, que recreaban escenas del Santiago de las pos­ trimerías de la Colonia y los albores de la República. El elenco de Santiago antiguo, obra montada con miras a recaudar fondos para caridad, estuvo conformado íntegra­ mente por hombres y mujeres de la élite tradicional. Cerca de doscientas personas, encarnando a figuras de las más variadas ocupaciones y procedencias, salieron a esce­ na con la idea de evocar el pasado capitalino mediante la recreación costumbrista. La prensa de la época no ahorró comentarios al respecto; en vista del éxito de las presen­ taciones, se grabó una película que intercaló los cuadros de reminiscencias históricas, esta vez ambientados en el Club Hípico, con tomas de edificios coloniales y objetos de época. La empresa editorial Zig-Zag lanzó un álbum promocionado como el “más hermoso adorno de un salón”, con fotografías de las funciones, además de textos que discurrían sobre la historia de las alhajas y los trajes empleados. Llamó entonces la atención, y no deja de hacerlo ahora, que las vestimentas y los aderezos más vistosos proviniesen de los arcones, baúles, bargueños y cómodas de las casas patricias. En la revista Pacífico Magazine se hizo hincapié en que parte del elenco no vistió “trajes de copia, sino de legítima procedencia, los mismos que llevaron las altivas damas y los encumbrados magnates de los comienzos del siglo pasado”.1 Al personificar a sus ancestros luciendo atuendos suyos conservados por generaciones, la veracidad de la representación se sustentaba en la fuerza del linaje; el vínculo de sangre entre actores y actrices y sus respectivos personajes, tendía a entreverar ficción y realidad, así como a postular, al margen de la mudanza de las costumbres, la continuidad entre pasado y presente. Tal figura antigua, desempolvadas sus ropas, era revivida ahora por alguno de sus descendientes para deleite de los espectadores, en su mayoría emparentados con los vivos y los muertos convocados por la obra. Muchas transformaciones se interponían entre el Santiago antiguo y el moderno (entre el apocamiento de la Colonia y la fanfarria del Centenario), pero el grueso de las familias situadas en la cúspide de su jerarquía podían remontar su ascenso a la preeminencia social a fechas anteriores a la Independencia o, en su defecto, a las décadas inmediatamente posteriores. No andaba perdido el colaborador de Zig-Zag que escribió: “Los mismos nombres que dieron brillo” a la sociabilidad de estrados, paseos y saraos, “se dieron cita [...] en nuestro primer coliseo para remedar a los

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abuelos”,2 cuando no a ascendientes más remotos todavía. Recreando ritos y feste­ jos de un patriciado identificado con la Independencia como gesta familiar y, por extensión, nacional, Santiago antiguo proyectaba a la actualidad el resplandor de sus glorias ancestrales. Estos cuadros plásticos mostraban a una clase dirigente en el acto de reafirmar su identidad, sugiriendo los contornos de una trayectoria común. De ésta, particularidades aparte, han dado cuenta innumerables textos: los más, exami­ nando materias relativas a los hombres; los menos, indagando en aspectos de la vida de las mujeres. Este libro quisiera reducir tal disparidad y, en el intento, favorecer un entendimiento más comprehensivo de la élite.3 Sin olvidar que las mujeres expe­ rimentan de modo diferente a sus parientes varones la pertenencia a una clase social particular, he evitado tratarlas en forma aislada, por separado de los hombres y del contexto general de la época, entendido aquí como el devenir de la sociedad urbana y de las vertientes principales del cambio social.4 La no integración de la historia de las mujeres a los tópicos ya consagrados de la disciplina, ¿no perpetúa la marginalidad de la categoría de género como objeto de estudio, y de las mujeres en cuanto sujeto histórico? En términos temporales, el libro cubre todo el siglo XIX, extendiéndose además hasta el primer cuarto del XX; la década de 1910 recibe un tratamiento prefe­ rencia!, atendiendo a los importantes cambios ocurridos entonces en la vida pública y privada de las mujeres de la élite, y, en particular, al viraje observado en los objetivos y en las motivaciones que gobernaban el curso de sus vidas. El primer capítulo sirve de telón de fondo a los restantes; puesto que delimita el escenario donde se desenvolverá la narración y el análisis, es admisible tomarlo por un texto introductorio. Abarca un largo periodo: desde las postrimerías de la Colonia al cambio de siglo. Lo primero que aborda es el análisis de la familia extensa como institución social clave en la constitución y el desarrollo de la élite nacional radicada en Santiago. La hegemonía política, el poder económico y la influencia social de ésta descansaron en redes de parentesco que la facultaron para conservar su posición de preeminencia en la cima de la pirámide social. Igual de relevante para la comprensión de la historia de la élite resulta la consideración de los cambios culturales experimen­ tados por ella a lo largo del siglo XIX. Subyace a la variedad de estos fenómenos el uso, por parte de la oligarquía afincada en la capital, de múltiples recursos tendientes a dar mayor realce a su distintividad social, así como a perfilar más claramente su identidad de clase. Para tales efectos, sus miembros, lejos de limitarse a adoptar nue­ vas costumbres, convenciones y patrones de consumo, o aprender lenguas extranjeras y adquirir gustos e intereses novedosos, transformaron a Santiago como entorno material y, consecuentemente, vehículo de relaciones sociales. Dos efectos derivados de este proceso influyeron significativamente en la vida pública y privada de la élite en el último tercio del siglo; en concreto, el advenimiento de una alta sociedad y el desarrollo de un exclusivo mercado matrimonial, redefinieron el alcance y las prácti­ cas de la vida social de la urbe. La conformación de matrimonios a partir del mutuo

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consentimiento eclipsó la intervención autónoma de los padres de los contrayentes, algo prevaleciente hasta entonces. Interpretando el papel de abnegadas chapetonas, sin embargo, las madres devinieron brokers del mercado matrimonial, adquiriendo un nuevo grado de influencia en la alta sociedad. Advierto que el análisis prosopográfico de la élite chilena, tema de indudable in­ terés, no se cuenta entre mis objetivos. El retrato de la oligarquía ofrecido en el primer capítulo responde a un método que esboza rasgos de carácter, pero rehúye el conclu­ yente realismo descriptivo del positivismo que, de tan aficionado a las piezas de caza menor, declina asumir riesgos interpretativos, aduciendo razones de orden científico. He privilegiado el estudio de los varios medios de exclusión social adoptados por la élite, porque éstos también se desempeñaron como efectivas vías de incorporación de nuevos elementos. Aunque compuesta por un núcleo de familias situadas en la cús­ pide de la jerarquía social desde la época colonial, la clase alta comprendió asimismo a cuantos, a despecho de sus antecedentes, tarde o temprano ganaron para sí y sus familias una situación prominente mediante el matrimonio, el liderazgo político, el éxito económico y/o la notoriedad conquistada en el plano intelectual. Esto aconseja suscribir la visión de las clases como procesos “en constante formación y adaptación”, antes que como entidades fijas en un universo social ya asentado/ El examen de las formas de sociabilidad emerge una y otra vez en el curso del libro. Si en el primer capítulo me ocupo de la importancia del Club de la Unión como instancia de sociabilidad masculina capaz de apaciguar las rivalidades políticas, en el segundo centro casi enteramente mi atención en el salón considerado como una institución social presidida por mujeres. En tanto refugio de un particular es­ tilo de sociabilidad mixta, el salón dotó a las mujeres de un medio para enmendar, aunque sólo parcialmente, las desventajas educacionales propias de su sexo. La figura de la cultivada y gentil saloniére tiende a confundirse con un personaje de época representado, con variantes individuales, por diferentes anfitrionas. Sin negar que el cultivo del arte de la conversación entusiasmó a los hombres y a las mujeres de modos diversos, el salón instigó el desarrollo de un canon cultural mixto, abriendo así un canal de comunicación, antes inexistente, entre ambos sexos. Partiendo de esta base, la sociabilidad aristocrática se reveló aliada de la cultura; conste, eso sí, que el salón intelectual no congregó sino a un reducido círculo ilustrado de la élite. A la vista de la gradual declinación del salón, en la década de 1910 se fundó el Club de Señoras, tema del tercer capítulo. Además de diversificar sus funciones y promover la educación femenina desde una plataforma más amplia, esta institución encarnó un esfuerzo por reformular las relaciones de género y erigir sobre cimientos más sólidos la vida doméstica y marital. Como ha señalado Carroll Smith-Rosenberg, para hombres y mujeres que han crecido en “grupos sexuales relativamente homo­ géneos y segregados, [...] el matrimonio representó un problema mayor de adapta­ ción”.6 Así las cosas, en Chile la educación femenina fue percibida como la piedra de

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toque del bienestar de la familia y del matrimonio entre compañeros; se puede decir entonces que las aspiraciones culturales canalizadas a través del Club anidaban en el ámbito de los afectos -y de sus carencias. Al describir al Club como una institución proto-feminista inmersa en una narrativa emancipatoria, todos los interesados en su historia han pasado por alto, invariablemente, aspectos cardinales de la misma. A fin de corregir esta perspectiva, aquí la relación entre los sexos es evaluada en función de la sociabilidad aristocrática; junto a la vida familiar, sostengo, ésta constituye un fac­ tor determinante a la hora de explicar la búsqueda deliberada por parte de las mujeres de cambios sociales atingentes a su condición. Los dos capítulos restantes versan sobre otra institución femenina creada en los 191 Os por mujeres de clase alta. Me refiero a la Liga de Damas Chilenas, punta de lanza de una cruzada moral femenina que obedeció al deseo de derrotar a los ene­ migos de la moral católica, tanto al interior de la familia como en los meandros de una sociedad cada día más compleja. La Liga representó un combativo movimiento de vocación antimoderna y antiurbana, a la par que una forma original y seminal de activismo femenino en la esfera pública. Su estudio arroja luz sobre los vínculos entre las mujeres de la élite y la Iglesia Católica, y, principalmente, sobre su reacción concertada contra la creciente influencia de actores seculares y manifestaciones cultu­ rales profanas en la vida social de la nación. Lo anterior implicó un cuestionamiento del papel interpretado hasta entonces por las madres y los valores tradicionales en la educación y socialización de sus hijas, y, en general, de su prole. Como resultado del afianzamiento de nuevas costumbres sociales, se auguró la formación de una radical brecha generacional, la cual implicaba una catastrófica restricción de la tradicional tuición ejercida por las madres sobre la sociedad juvenil. En el fondo, las integrantes de la Liga se opusieron a la difusión de valores profanos y de modos de vida alternati­ vos. Para materializar esto, montaron una campaña contra los “males” de la sociedad moderna, establecieron mecanismos de censura y abogaron por el reforzamiento de la autoridad maternal. Por añadidura, se manifestaron favorables al desarrollo de un apostolado femeni­ no asertivo, lo cual condujo a una redefmición de lo que comportaba una experiencia religiosa apropiada para las mujeres. Se condenó la santa ignorancia de antaño, a la vez que se exaltó la ilustración ceñida a la recta doctrina. El compromiso y la expe­ riencia religiosa debían nutrirse y, simultáneamente, hundir sus raíces en el corazón y la mente. Según rezaba el argumento, era imperioso cultivar el potencial del intelecto como fuente de conquistas apostólicas y de plenitud religiosa en el plano individual, dados los beneficios que en ambos casos se desprenderían para la influencia social, presente y futura, del catolicismo. Este propósito también informó su aproximación a la “cuestión social”. Para abordar sus desafíos, crearon asociaciones de trabajadoras católicas e intentaron modernizar las organizaciones de caridad. La Liga de Damas evidenció como ninguna otra institución de la época hasta qué grado las mujeres

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aristocráticas instriimentalizaron la ideología doméstica con arreglo a sus propios intereses, en una forma no por contumazmente conservadora, menos inventiva. Sus adherentes usaron el rol culturalmente adscrito que las impulsaba a velar por el bien­ estar material y espiritual de la familia, como un vigoroso argumento en pro de su actividad pública como reformadoras morales. De una fuente de autoridad basada en criterios de género, extrajeron el sentido de misión providencial que las alentó a ampliar el alcance y el poder normativo de sus propios valores y creencias. El estudio de las mujeres en sociedades patriarcales representa un reto singular. En comparación con los documentos que registran los hechos relativos a la existencia de los hombres, las fuentes históricas a nuestra disposición, fuera de escasas, la mayoría de las veces resultan mortificantemente fragmentarias. Así, el problema de la documen­ tación parece reafirmar su eminencia entre las prácticas de la disciplina. En mi caso he recurrido a una variedad de fuentes impresas y a un número pequeño pero gratificante de documentos inéditos. Los pocos estudios que se ocupan directa o tangencialmente del salón, del Club de Señoras y de la Liga de Damas Chilenas, han descansado invaria­ blemente en una serie restringida de fuentes; las visiones divergentes presentadas aquí, son atribuibles a una reinterpretación de textos estudiados con antelación, al igual que a la interacción de una colección documental más extensa y diversa. Mención aparte merecen las revistas ilustradas creadas en las dos primeras décadas del XX. Adelanto que probaron ser fuentes particularmente informativas. Al prestar cauces de expresión a perspectivas diferentes y en ocasiones reñidas entre sí, y abordar tópicos diversos a través de medios visuales y verbales a la vez, dichas revistas permiten una fecunda “pluralidad de lecturas”, según la justa expresión de Roger Chartier. El interés que concedieron al ámbito doméstico propugnó el develamiento de cara al pú­ blico lector de temas anteriormente confinados, en lo fundamental, a la esfera privada y a la trama narrativa de las novelas costumbristas y naturalistas. Materias tales como la temprana educación de los niños; la relación entre los cónyuges; la influencia moral de la madre y su papel como confortadora al interior de la familia; la relación entre la servidumbre y las dueñas de casa; la promoción de un manejo racional de los asuntos domésticos; la publicación de artículos que aspiraban a establecer lazos de intimidad entre autor y lector, mediante el recurso a modalidades de expresión privadas y con­ fesionales, como diarios personales y cartas; los pormenorizados consejos en materias referentes al gusto, a las maneras, los arcanos de la etiqueta, la moral y la conducta per­ sonal; la definición de la decoración interior como un medio propicio a la expresión estética de la individualidad o subjetividad femenina; el elogio de la faceta doméstica de mujeres de renombre; y el análisis de temáticas sugeridas por las cartas de las mis­ mas lectoras al personal de las revistas, contribuyeron a transformar materias antes de exclusivo valor privado y personal, en asuntos de legítimo interés público. Este proceso guarda evidentes correspondencias con la creación y el funciona­ miento de la esfera pública burguesa europea, al menos en los términos postulados

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por Jürgen Habermas. Como afirma John Brewer, la “esfera pública tiene el rostro de Jano: busca inmiscuirse en materias de Estado pero también amenaza con colonizar a la esfera doméstica’’.8 Retrospectivamente, lo último es una bendición para los in­ vestigadores: permite abordar desde múltiples ángulos el mundo privado de la élite, volviendo menos evasiva la historia de las mujeres de clase alta a comienzos del siglo XX. Las revistas ilustradas revelan tanto sobre la vida de las mujeres en sus diversas facetas, tanto sobre la interacción entre la esfera pública y privada, como entre el ho­ gar elitario y la institución de la familia. No está de más apuntar que varias mujeres escribieron en estas revistas; en algunos casos, éstas se dirigieron exclusivamente a un público lector femenino, siendo incluso editadas -valga de ejemplo La Revista Azulsólo por mujeres. De lo cual se infiere que constituyeron significativos cauces de ex­ presión femenina, al tiempo que nuevas vertientes de la opinión pública. Falta decir que las revistas ilustradas ofrecen un tableau vivant de las exclusivas actividades de la alta sociedad, esto es, una mirada atenta a su desenvolvimiento justo cuando el ocio aristocrático alcanzaba sus máximos niveles de esplendor, al punto de poder hablarse con propiedad de la existencia, pasajera sin duda, de una belle époque chilena. Aunque este libro adeuda bastante a los estudios previos sobre la oligarquía, no se abstiene de cuestionar algunas de sus premisas y conclusiones. El valioso trabajo de Luis Barros y Ximena Vergara merece especial atención, puesto que representa la única investigación enteramente dedicada a la cultura patricia alrededor del 1900.9 En líneas generales, ofrece un análisis sistemático de los valores, de las creencias y costumbres de la “clase dominante”, además de llevar a cabo un esfuerzo sin antece­ dentes por ilustrar de qué forma su visión de mundo encarnó en patrones típicos de conducta y en un determinado conjunto de relaciones sociales. De acuerdo con su interpretación, este “modo de ser aristocrático” se desarrolló cuando declinaba el si­ glo XIX, cristalizando hacia 1900 en un rígido sistema normativo. En los albores del XX, en consecuencia, los oligarcas estaban a merced de una mentalidad y un modo de vida heredado de sus ancestros; los miembros de la élite, en tales circunstancias, habrían perdido la condición de creadores de su propia cultura, para devenir en me­ ras criaturas de la misma. Este cambio observado en la historia cultural de la élite se traduce en un desplazamiento en las modalidades de análisis empleadas por estos autores. La perspectiva subjetivista, en cuyo nombre los agentes bajo consideración califican como árbitros de su destino, es reemplazada por un enfoque objetivista. Este basa sus explicaciones en las estructuras sociales, en los factores económicos, en las condiciones materiales o en las lógicas culturales, antes que en los deseos, las acciones y creencias de los actores sociales, así despojados de la calidad de protagonistas res­ pecto a la definición de sus propias trayectorias vitales, y privados de toda relevancia al momento de dar sentido a los fenómenos colectivos. Después de la Guerra del Pacífico (1879-83), plantean estos autores, la fortuna salitrera canalizada a través del Estado proveyó a la élite nacional con una fuente

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inédita de riqueza, que en lo sucesivo transformó sustancialmente su cultura y su existencia cotidiana. En Santiago el dinero pasó a jugar un rol cardinal en la defi­ nición de la eminencia social; sólo aquellos visiblemente embarcados en un tren de vida mundano y rutilante, marcado por el ocio sofisticado y el consumo conspicuo, podían aspirar legítimamente al status privilegiado de genuinos aristócratas. Elemen­ tos tradicionales de la identidad de la oligarquía como el orgullo del propio linaje, su estilo de vida presumiblemente austero, su sentido de superioridad espiritual y de misión providencial en cuanto cabeza natural de la nación chilena, perdieron gravita­ ción ante el ascenso de la ostentación de la riqueza como criterio de valoración social e individual. El nuevo carácter plutocrático de la oligarquía santiaguina relegó el antiguo modo patriarcal a las élites de provincia todavía moralmente condicionadas por la organización social y la matriz cultural de la hacienda; en otras palabras, la élite nacional habría dado la espalda a sus raíces rurales, a fin de llevar una hedonista vida social en la capital. Según Barros y Vergara, su poder político, social y económico, representaba un hecho inobjetable a esas alturas; en ausencia de cualquier desafío a su hegemonía, los oligarcas podían confiar enteramente en el valor presente de sus logros pasados, sin temer por el menoscabo de su condición privilegiada. En resu­ men, no existían motivos para intentar readaptarse a cambiantes realidades sociales; carentes de apremiantes estímulos creativos, sostienen, la élite se abandonó a una “suerte de inercia social”.10 Bajo tales condiciones de suprema estabilidad, la oligarquía se abocó, con un celo narcisístico rayano en el autismo social, al apacible goce de sus exclusivos ritos mundanos. En este escenario, los vínculos de reciprocidad entre patrones e inquili­ nos y sirvientes, entre gobernantes y gobernados, se tornaron irrelevantes; las nue­ vas formas de sociabilidad imperantes y los estilos de vida cosmopolitas, concedían protagonismo a los aristócratas con radical exclusión de otros sectores sociales, los que a lo sumo intervenían a título de funcionales proveedores de servicios, nunca en calidad de interlocutores reales. De este modo, Barros y Vergara concluyen por decretar la radical alienación psicosocial de la élite con relación al resto de la comu­ nidad nacional. Esta interpretación, aunque a menudo acertada, requiere ser rectificada en varios puntos. Para comenzar, la cultura de la élite no se mantuvo a salvo de la controversia durante el cambio de siglo. De lo anterior se desprende que tampoco representó una entidad monolítica. Si bien estos autores identifican y tratan con lucidez temáticas cruciales como la “aristocratización del dinero” y la preeminencia del consumo cons­ picuo en tanto dispensador de status social, no captan la naturaleza dinámica de su objeto de estudio. Presentan una imagen congelada de un fenómeno social animado por la acción de tendencias en conflicto; de esfuerzos deliberados por replantear las relaciones sociales y de género; de un activismo femenino sin precedentes en la esfera pública; y del análisis de los méritos y deméritos de los principios y las prácticas que

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determinaban la identidad de clase y la vida cotidiana de la élite. El “modo de ser aristocrático” no correspondió a una forma de vida asumida sin más, como algo que se da por sentado; con frecuencia constituyó un tema de debate, un blanco de la críti­ ca y un motivo de desvelo para el espíritu reformista. Los significados de la identidad de clase eran múltiples, en absoluto unívocos, máxime de abiertos a la renovación cuando confrontados con nuevos fenómenos culturales, condiciones sociales y ex­ pectativas. A pesar de la atención que prestan al proceso histórico que condujo a la configuración de un particular “modo de ser aristocrático”, Barros y Vergara descri­ ben la cultura oligárquica de comienzos del XX como una estructura al margen del cambio; como un repertorio de actitudes, creencias y prácticas generadas en el pasado reciente y sin embargo inmunes a la influencia modeladora de la historia en curso. Añádase que minimizan la diversidad intrínseca a las fuentes que utilizan. Pese a recurrir con insistencia a los textos de ficción escritos por oligarcas que adoptaron posiciones críticas frente a los valores, usos y costumbres de su clase, desisten de con­ siderar sus casos como expresiones de modalidades alternativas y divergentes, pero igualmente legítimas, de “ser aristocrático”. Para Barros y Vergara los hombres y las mujeres de la oligarquía se confunden con la imagen de autómatas programados por una cultura avasalladora: nada más que seguidores pasivos, sumisos y acríticos de las usanzas y sensibilidades de la sociedad elegante, establecidas con la fuerza imperiosa del dogma y el poder atávico de la costumbre. De ahí que concluyan por calificarlos como “participantes de una comparsa que repite hasta la saciedad una misma ceremo­ nia”." En síntesis: exageran la capacidad prescriptiva de las convenciones sociales. Muy distinto es el enfoque ensayado en este texto. En adelante se intenta mostrar que las mujeres de clase alta (los hombres también), no por haber sido moldeadas por su herencia cultural dejaron de participar en la transformación de la misma. Al equipa­ rar a los tipos sociales que retratan con la élite en su conjunto, Barros y Vergara pasan por alto el carácter culturalmente heterogéneo de una clase que, no obstante poseer una distintiva identidad colectiva, estuvo conformada por un coro de voces y una gama de diferentes, aunque no siempre discordantes, perspectivas. Producto de su omnímoda definición de lo aristocrático, la condición de género es subsumida, adicionalmente, en el concepto de clase: la “imagen de la mujer aristocrática” es esbozada con referencia a un paradigma masculino.12 Más aún, postulan que en los albores del XX las mujeres aristocráticas (o sus representaciones) se circunscribían a dos tipos sociales bien defini­ dos: de un lado, la matrona piadosa y doméstica; del otro, la dama mundana y elegante. Sus retratos, otra vez, adolecen de vida y pecan de inmovilidad. No conciben la posi­ bilidad de personajes intermedios, a mitad de camino entre ambos modelos. Tampoco admiten la existencia de mujeres tensionadas por la adhesión, en su fuero interno, a los valores divergentes propugnados por cada estereotipo. En conclusión, los tipos sociales delineados por Barros y Vergara participan de una concepción de la cultura como una matriz altamente constreñidora, al interior

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de la cual los individuos se desvanecen. Siendo fieles a su método de análisis, es legí­ timo postular que las creencias y conductas de los aristócratas, sujetos encapsulados en un microcosmos cultural invariable, pueden ser descodificadas a la manera de símbolos imbuidos de un significado estable. Conforme a un punto de vista co­ mún en las ciencias sociales, los autores perciben la cultura como un sistema que es “relativamente estático y cerrado sobre sí mismo, no como una dinámica central y un factor formativo” en la vida diaria de las sociedades y en el advenimiento de los acontecimientos que jalonan su devenir.15 El estudio de las mujeres de clase alta como chapetonas, saloniéres, diletantes y personajes públicos, apunta en sentido contrario. Revela cómo en una sociedad dominada por hombres, las convenciones sociales y los patrones de comportamiento restrictivos, en la práctica pueden operar como una estructura que, pese a su carácter coercitivo, posibilita y asiste la acción de las mujeres orientada a trascender sus limi­ taciones intrínsecas. Como ha precisado Giovanni Levi, teórico y practicante de la microhistoria, todo sistema normativo, sea cual fuere su poder prescriptivo, ofrece, en razón de sus mismas inconsistencias internas, oportunidades de manipulación y negociación individual respecto al alcance y al significado de sus reglas.14 Esta in­ vestigación confirma dicho aserto. Las mujeres estudiadas en este libro no fueron víctimas pasivas de sus circunstancias vitales, sino agentes sociales capaces de adaptar venerados roles de género a la forma de sus designios particulares. Casos como los suyos ejemplifican la operación histórica -a juicio de Gilíes Lipovetsky, típica de la modernidad- que hace de las tradiciones relativas al rol di­ ferencial de los sexos parte constitutiva de la lógica del cambio social favorable a la emancipación femenina.1^ Las formas ancestrales de la identidad femenina, en la eventualidad de no obstaculizar el desenvolvimiento de este proceso, son recicladas, y aun movilizadas, en favor del mejoramiento de la condición de las mujeres. Con­ trariando la sabiduría popular, no son desechadas. Por consiguiente, las distinciones de género, aunque todo lo sólido se desvanezca en el aire, se reafirman por nuevas vías, conservando de esta manera su poder soberano en lo tocante a la construcción social de la realidad. En relación con las mujeres que protagonizan la historia que voy a narrar, los cambios antes aludidos han sido comúnmente ignorados, tal vez porque no fueron acompañados de grandes gestos contestatarios frente a las convenciones sociales. El acomodo prevaleció sobre la ruptura. Y aunque es seguro que las saloniéres, las inte­ grantes del Club de Señoras y las cruzadas de la Liga de Damas Chilenas vivieron sin contravenir mayormente las definiciones vigentes de la femineidad, así y todo se las ingeniaron para diversificar la gama de roles sociales y oportunidades al alcance de las mujeres de clase alta. Como se lee en un libro de semblanzas femeninas de 1919, par­ te de la notoriedad de las mujeres rescatadas en sus páginas -entre las cuales aparecen fundadoras del Club y al menos una saloniére- se derivaba de su presunta capacidad

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para “forzar la órbita de su esfera llegando hasta los umbrales de un feminismo más avanzado, que las ha arrastrado a introducir ciertas innovaciones en sus antiguas tareas, por cierto sin el menor desmedro de las que han tenido siempre a su cargo”.16 Obrando según estas directrices, alentaron una sutil dialéctica entre continuidad y cambio; aunando la devoción a la tradición con el abandono de viejos modelos, evi­ denciaron que incluso los más rígidos sistemas normativos admiten una flexibilidad interpretativa a veces liberadora, como atestigua la ganancia de márgenes de acción independiente.

El origen de este libro se remonta al manuscrito de mi tesis doctoral para la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge. En el proceso de investigar y escribir ambos textos, cuyas diferencias van más allá del idioma, he recibido la ayuda de muchas personas. Las observaciones y sugerencias de David Brading, mi supervisor, contribuyeron a mejorar el texto de la tesis de manera significativa. Eduardo PosadaCarbó y Charles Jones, examinadores de ésta, me hicieron indicaciones provechosas con miras a su publicación. Otros lectores de cuyos comentarios me beneficié hasta donde pude: Sofía Correa, John Hassett, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Matías Rivas, Rafael Sagredo, Patrick Lowery-Timmons, Enrique Walker y Soledad Zárate, quienes tuvieron la gentileza de revisar alguna de las versiones de este libro. Escribir (una tesis en inglés, un libro en castellano: años de trabajo) supone entusias­ mo, disciplina y, en definitiva, una forma de vida, todo lo cual habría sido difícil de sobrellevar sin la compañía de Angélica Lavín, a quien dedico el libro. El personal de las bibliotecas Nacional, del Congreso Nacional, del Museo His­ tórico Nacional, de la Facultad de Teología de la Universidad Católica y del archivo del Obispado Castrense de Chile, ayudó a que mi investigación resultara fructífera. Diego Montalva, Daniel Osorio, Claudio Rolle, María del Pilar Rodríguez y Pilar Urrutia prestaron su apoyo a este proyecto de distintas maneras, todas vitales para su desarrollo. La investigación y la tesis doctoral conducentes a este libro no habrían sido posibles sin el respaldo institucional del Museo Histórico Nacional, del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana y de la DIBAM; y sin el apoyo financiero de MIDEPLAN, del Centre of Latin American Studies (Universidad de Cambridge) y de Trinity Hall (Universidad de Cambridge).

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I SANTIAGO Y LA ÉLITE NACIONAL

En rigor la ciudadfue el indicador del cambio, y todos pusieron en ella sus miradas para descubrir si la sociedad a la que pertenecían se había incorporado al proceso desencadenado en Europa. José Luis Romero (1976)

Aunque la sociedad chilena continuó siendo predominantemente rural hasta la década de 1930, la élite que gobernó el país a partir de la Independencia pronto se transformó en una clase urbana sólidamente implantada en el centro de la capital. Durante la República Parlamentaria, se hablaba de los “dos Chiles”, o sea de la “nación en su conjunto y el Chile pequeño, consistente en un pequeño grupo de influyentes familias centradas en Santiago y su vecindad; [...] tan fuerte era la do­ minación de esta pequeña camarilla aristocrática, que no pocas veces se decía que cuatro cuadras de Santiago controlaban la nación”.1 La historia de los habitantes de este barrio, conocido como el “vecindario decente” en esos días, comprende los sucesos de familias habituadas a reunirse cada verano en sus haciendas, a fin de estrechar sus vínculos de parentesco con las amenidades del trato íntimo. Este capítulo ilustra cómo la institución de la familia aportó al perfilamiento y sustento de la oligarquía, a la vez que evidencia las correspondencias entre el desarrollo de Santiago y la constitución de una alta sociedad erigida a partir de la remodelación de la ciudad, la puesta en relieve del consumo conspicuo, la creación de institucio­ nes como el Club de la Unión y el advenimiento de un mercado matrimonial. En la mente de los contemporáneos, los lazos de parentesco entre las casas patricias homologaron a la élite nacional con una gran familia cuyas tupidas ramificaciones cubrían la mayoría de las posiciones de poder y privilegio en la sociedad. Importa consignar, antes de abordar el tema por extenso, que a las madres de posición les correspondió un papel protagónico en el escenario urbano inaugurado durante la segunda mitad del XIX: supervisar la reproducción social de su clase, mediante la conformación de alianzas matrimoniales.

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a L VECINDARIO E

DECENTE

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En su Historia critica y social de la ciudad de Santiago (1869), Benjamín Vicuña Mackenna señaló que aún en los 1860s la capital no era “una ciudad de hombres, sino de parientes”? Llamaba así la atención sobre los intrincados vínculos familiares que la élite chilena había comenzado a urdir en el siglo XVIII. A consecuencia del estímulo al comercio colonial originado en las reformas administrativas y económi­ cas de los Borbones, miles de españoles (muchos de ellos vascos) emigraron a Chile entre 1700 y 1810. Aquellos con buena fortuna pronto adquirieron una posición de privilegio entre las antiguas familias de renombre, en su mayoría descendientes de conquistadores y encomenderos castellanos. Especialmente en la segunda mitad del siglo, los representantes de estas casas ilustres tendieron a casarse con los miembros de las nuevas familias acaudaladas. De esta fusión social nació la llamada aristocracia castellano-vasca. La adquisición de títulos de nobleza y la creación de mayorazgos (en alza a partir de 1755), la compra de tierras y cargos públicos, y la incorporación a las órdenes de caballería y a las milicias coloniales, consagraron el status de sus miembros. Su prestigio social corrió a la par con una influencia política no por oblicua menos efectiva.3 De ahí que el caso chileno no confirme la clásica descripción de las reformas borbónicas como una “segunda conquista de América” a manos de una burocracia co­ lonial encargada de reducir el margen de autonomía conquistado por las élites locales, en orden a revertir el proceso de declinación del Imperio español en el concierto de las naciones europeas.4 A decir verdad, los cuadros administrativos del Imperio o sus familiares, contra­ viniendo las directrices señaladas por las reformas borbónicas, en lugar de evitar los vínculos comprometedores con la élite radicada en Santiago, contrajeron matrimo­ nio con los representantes de la sociedad local en una proporción inédita. El mismo crecimiento de la burocracia colonial generado por estas reformas de corte modernizador, al acrecentar el número de funcionarios de la Corona potencialmente cooptables, alentó el proceso de asimilación social y, simultáneamente, aumentó los cargos oficiales virtualmente a disposición de criollos prominentes, abriéndoles así nuevos canales de participación e instancias de representación política. De esta manera la élite criolla, que en teoría debería haber sido marginada de las posiciones de poder en beneficio de un Estado con pretensiones hegemónicas, adquirió un protagonismo cada vez mayor, índice éste de su consolidación como núcleo dirigente en el ámbito político-administrativo del reino.5 Esta capacidad de asimilar a los poderosos de cualquier condición no cesó de trabajar en su favor a lo largo del siglo XIX. Gracias a la continua cooptación de extranjeros o chilenos dotados de talento, influencia y/o recursos económicos, la élite asentada en Santiago hizo de su hegemonía un fenómeno histórico de largo aliento.

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Todo esto explica cómo es que el bisnieto de un inmigrante francés, sobre la base de los vínculos de parentesco forjados por sus ancestros y de su matrimonio, celebrado en 1892, con una joven de egregia familia, pudo llegar a afirmar: “completamos a tal punto nuestros parentescos, que mis hijos son parientes de casi todo Chile”.6 Es decir, de casi todas las familias de la clase dirigente. Al señalar sus lazos familiares, Julio Subercaseaux Browne además confesó no estar directamente ligado a la familia Errázuriz. Considerando la posición eminente de esta familia en la vida política de la República, semejante omisión representaba una significativa carencia en su bien dotado árbol genealógico. Al momento de eva­ luar la posición política de la familia Errázuriz durante el siglo XIX, a los nombres del presidente Federico Errázuriz Zañartu (1871-1876) y de su hijo, el presidente Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901), hay que sumar una larga lista de diputa­ dos y senadores. Junto a la familia Montt, que también ostenta dos presidentes, padre e hijo nuevamente, la familia Errázuriz ha sido definida como una dinastía parla­ mentaria. Horace Rumbold, un diplomático inglés que residió en Santiago durante los 1870s, quedó vivamente impresionado por la forma en que las redes familiares del presidente Errázuriz Zañartu, de la mano con sus lazos de amistad y patronazgo, abarcaban posiciones claves tanto en el gobierno como en el Parlamento. “La Cá­ mara de Diputados”, observó, “estaba llena de amigos personales y dependientes del presidente, y sus parientes y conexiones detentaban algunos de los más importantes cargos del Estado”.8 Dos décadas más tarde, cuando el Congreso se aprestaba a califi­ car los resultados de la reñida elección presidencial de 1896, algunos parlamentarios cuestionaron la capacidad de la institución para dirimir con imparcialidad quién debía suceder a Jorge Montt en la presidencia, considerando los numerosos parientes que uno de los candidatos, Federico Errázuriz Echaurren, tenía en el Congreso.9 Por cierto, a este último le sucedió en el cargo su cuñado, Germán Riesco (1901-1906). A la familia Errázuriz, por añadidura, tampoco le faltaron representantes en la jerar­ quía eclesiástica. Crescente Errázuriz Valdivieso, designado arzobispo de Santiago en 1918, era tío de Errázuriz Echaurren y sobrino del arzobispo más influyente del siglo XIX, Rafael Valentín Valdivieso, en cuya casa vivió y se formó después de la muerte de su padre. Estos ejemplos -apenas unos entre tantos- ponen de manifiesto la relevancia de los vínculos de parentesco en la historia de la élite y, cuando se examina la evolución de las instituciones políticas, del sistema económico y de la organización social de la República, en la historia de Chile en su conjunto. Las conexiones familiares podían abarcar no sólo los rangos superiores del aparato estatal y de la Iglesia Católica, sino además la propiedad de las grandes haciendas del valle central. De esta manera se desarrollaron redes sociales capaces de aunar posiciones de liderazgo en las principa­ les instituciones del país, con el control efectivo de fértiles provincias del territorio nacional. Así, un grupo selecto de familias tendió a acaparar el poder político y

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económico de la nación. Algunas de ellas forjaron su posición política y socioeconó­ mica durante el siglo XIX; otras, ya eran parte de la élite local con anterioridad a la Independencia. La significación política de los vínculos de parentesco fue algo crucial en la for­ mación de la República; y antes, también. Durante las últimas décadas de la Colonia, la competencia informal entre criollos que aspiraban a ejercer cargos públicos conta­ ba con el apoyo logístico de las conexiones familiares. El clan familiar de los Larraín Salas, actor protagónico del proceso de independencia, se caracterizó por luchar en favor de sus intereses colectivos con la determinación y efectividad de un cuerpo disciplinado y jerárquicamente organizado. Los miembros del clan situados en posi­ ciones de poder al interior de las instituciones seculares y religiosas de la Colonia, no trepidaron en auxiliar a sus familiares en las competencias por cargos públicos o en la asignación de créditos y prebendas económicas. A decir de sus contemporáneos, el movimiento autonomista y, a la postre, independentista chileno, obedeció en parte a las necesidades coyunturales de esta familia, por entonces en conflicto con los re­ presentantes de la administración española. Los criollos extranjeros y los líderes de provincia comprometidos con la causa independentista chilena también actuaron como agentes de los grandes clanes patriotas. En la coyuntura revolucionaria, las ac­ ciones políticas de los líderes criollos se vieron condicionadas en momentos decisivos por rivalidades y lealtades de familia, lo que hizo de éstas un factor determinante en el curso seguido por las guerras de independencia.10 Las enconadas rencillas entre los Larraín Salas y los Carrera mermaron las fuerzas patriotas y allanaron el camino a la Reconquista española. Numerosos testigos concuerdan en señalar a las luchas intes­ tinas entre ambas facciones como responsables del triunfo realista en 1814. H. M. Brackenridge se aproximaba a la verdad cuando, con la pasajera derrota de los patrio­ tas en mente, escribió que resultaba difícil dudar de que las “fuerzas combinadas de los Larraín y los Carrera habrían sido suficientes, si no para expulsar al enemigo, por lo menos para prolongar la contienda” hasta “agotar” las fuerzas realistas.” En suma: el juego político basado en el parentesco representó un legado colonial reforzado durante el periodo independentista. En tanto forma de ejercer el poder, la política del parentesco (kinship politics) sobrevivió al dominio español porque permitió la instauración de un régimen republicano propicio a los intereses de la élite nativa, la cual monopolizó el poder arrebatado a los españoles. En cierto modo, los niveles comparativamente altos de estabilidad institucional alcanzados en Chile durante el siglo XIX, responden a esta práctica política oligárquica, estructurada en torno a las más prominentes familias de la capital.12 Por razones fáciles de imaginar, los miembros de la oligarquía concordaron con este veredicto. Extranjeros familiarizados con el sistema político chileno también sostuvieron opiniones de este tipo.13 Un matrimonio oportuno podía contribuir a apaciguar las rivalidades políticas y abrir cauces de colaboración entre facciones

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anteriormente en pugna. Los esponsales entre el general Manuel Bulnes y la hija mayor de su principal contendor en la carrera presidencial, el ex presidente Francisco Antonio Pinto, reforzaron las medidas pacificadoras adoptadas por el gobierno de José Joaquín Prieto (entre paréntesis, tío de Bulnes), en orden a promover el primer relevo presidencial pacífico de la historia de Chile.14 Es así como el presidente Aníbal Pinto (1876-1881) resultó ser hijo y cuñado de antiguos presidentes. Téngase presen­ te, además, que las lealtades familiares podían ser más fuertes que las suscitadas por bandos y partidos.15 Las filiaciones partidarias de los políticos novatos respondieron a las convicciones personales, al influyo de la enseñanza y, a veces en forma perentoria, al llamado de los ancestros o a las tradiciones familiares. Con todo, las alianzas familiares formadas entre las casas prominentes de San­ tiago no lograron evitar por sí solas la inestabilidad institucional o, por ponerlo en otros términos, obtener la complaciente subordinación de los intereses provinciales a la supremacía cada vez mayor de la capital. No otra cosa quedó en evidencia con la revuelta de 1859. Liderada por importantes mineros de las provincias de Atacama y Coquimbo, ésta expresó el radical descontento de estos últimos ante los gravosos impuestos a las exportaciones mineras y la centralizada distribución de los recursos estatales. La lección no fue en vano, eso lo sabemos. Después de la victoria del go­ bierno, las principales familias aún establecidas en el norte minero trasladaron sin demora sus “actividades a la capital”, con lo que se puso término a cualquier amenaza por parte de otras regiones a la ascendente hegemonía de Santiago, convertida de esta forma en la “base del poder de la nación”. Un dato significativo: como corolario de dicho proceso de integración elitaria, “familias que habían sido enemigas durante el conflicto, resolvieron sus discrepancias previas casándose entre ellas’”.16 Luis Orrego Luco, quien en novelas y memorias retrató la vida social de la élite a finales del siglo XIX y a comienzos del XX, afirmó que antes de la Guerra Civil de 1891 no existían “advenedizos” entre el selecto público de la ópera. “Era una sociedad”, es­ cribió con un dejo de nostalgia, “exclusivamente aristocrática”.1 No pocos aristócratas, halagados con semejante tributo a la exclusividad de su medio, habrían aprobado sus palabras. No obstante, la alta sociedad de la época exhibía un grado de complejidad mayor que el señalado por Orrego Luco. El caso del Teatro Municipal resulta ilustra­ tivo. Víctima de un devastador incendio, fue reconstruido a principios de la década de 1870. La inauguración de su nuevo edificio se realizó cuando Vicuña Mackenna, en calidad de intendente de Santiago, hacía lo imposible por transformar a la capital en el “París de América”.18 Ramón Subercaseaux Vicuña, su cuñado y entusiasta acólito en esta empresa, recordó en sus memorias que el “público del nuevo teatro pasó a ser de condición entreverada, pues se perdió después de un ruidoso pleito la propiedad de los antiguos palcos que pretendían conservar las familias patricias”.19 De lo anterior se desprende que sí existía una movilidad social ascendente, a despecho de los esfuerzos por presentar a la clase dirigente como un grupo excluyente, celosamente cerrado sobre

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sí mismo. Esto obedecía posiblemente a la necesidad de reforzar su identidad de clase, puesto que las antiguas familias patricias, pese a las tensiones iniciales, aceptaron la efectiva incorporación de advenedizos a sus recintos más exclusivos. Desde temprano las antiguas familias se fundieron, como se lee en Martín Rivas (1862), novela costum­ brista de Alberto Blest Gana, con los nobles “por derecho pecuniario”.211 Por lo cual el status social, aunque en buena medida adscrito, también podía ser ocasionalmente adquirido mediante el poder económico. Instituciones como el Teatro Municipal repre­ sentaron canales informales de verificación del ascenso social y medios para la asimila­ ción cultural de los nuevos elementos. Esta misma apertura de los rangos superiores de la sociedad santiaguina desincentivó el desarrollo de élites alternativas, rivales por efecto de intereses y aspiraciones encontrados, y por tanto capaces de poner en peligro, o al menos dispuestas a socavar, la dominación de la clase dirigente tradicional.21 Desde el siglo XVIII, este proceso de integración social se llevó a cabo, de pre­ ferencia, en la capital. En la década de 1850, Santiago era la cabeza indiscutida del país y el centro urbano provisto de más vastos horizontes para cualquier persona con ambiciones sociales, económicas, políticas o intelectuales. Una alianza de circunstan­ cias socio-históricas y catástrofes naturales explica la preeminencia nacional de San­ tiago durante las primeras décadas de la República. La capital y las áreas aledañas no conocieron ni la campaña de guerrillas ni el intenso bandidaje que diezmó las zonas rurales entre Talca y La Frontera. Años de guerra civil y el generalizado e indiscrimi­ nado pillaje practicado por ambos bandos, sumieron a la región en una aguda crisis de subsistencia. En 1822, el cabildo de Concepción señalaba que los habitantes de la provincia, para sobrevivir a la catástrofe, se habían visto obligados a alimentarse de cualquier bestia de carga o animal disponible, es decir, aún no arrebatado por las fuerzas en conflicto.22 Dejando a un lado las desastrosas secuelas de la “guerra a muer­ te”, todavía visibles a una década de su término, el 20 de febrero de 1835 la acción conjunta de un terremoto y un maremoto destruyó -pequeños poblados aparte- Los Angeles, Concepción, Chillán, Cauquenes y Talca.23 Dadas estas condiciones, Santia­ go se encontró en una inmejorable posición para capitalizar sin reservas la organiza­ ción centralista consagrada por la Constitución de 1833. Las guerras civiles de 1851 y 1859 serían las últimas revueltas regionalistas contra la hegemonía de la capital, en ambos casos victoriosa. Santiago, por añadidura, sacó partido de su cercanía con el puerto de Valparaíso, aliado comercial y financiero de la capital. Por lo mismo, hay que considerar el notorio desarrollo experimentado por Valparaíso a partir de la década de 1820 como otro factor propicio a la supremacía de Santiago sobre el resto del país. Motivadas por las lucrativas perspectivas económicas abiertas con el colapso del Imperio español, prósperas colonias de comerciantes europeos y estadounidenses se establecieron a la brevedad en Valparaíso. El decidido apoyo gubernamental y la tonificante actividad de las colonias extranjeras, pronto convirtieron al puerto en el principal entrepót del Pacífico sur.24

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La élite gobernó desde la capital, pero su poder tenía una sólida base rural, además de urbana. Vastas zonas rurales estaban defacto bajo el control de la élite, que detenta­ ba un poder cuasi-soberano sobre gran parte de los territorios y la población del valle central. En la historia de Chile como nación independiente, la perdurable supremacía política de la oligarquía no se explica sin el régimen de la hacienda. Comenzando en el siglo XVIII, los mercaderes y mineros que amasaban fortuna tendieron a comprar haciendas en el valle central, con el objeto de consolidar su posición en la cima de la jerarquía social. Los títulos de propietario conllevaban la calidad de patrón, y ésta el dominio de largos contingentes de trabajadores. La expulsión de los jesuítas en 1767 ayudó a consolidar el ya notable poder social de numerosas familias de la élite local, pues la mayoría de las propiedades agrícolas de la Compañía, que a esa fecha controla­ ba más de cincuenta haciendas de primer nivel, fueron redistribuidas mediante subas­ ta pública.25 En tiempos de los Borbones, los miembros de la élite no parecen haber desestimado el uso de este poder como recurso disuasivo y forma de intimidación en contiendas con autoridades coloniales empeñadas en efectuar medidas o reformas impopulares; de hecho, a veces, con motivo de estas coyunturas críticas, en las paredes de la capital brotaron pasquines amenazando con la movilización armada de la gente de los campos aledaños o de otras zonas de organización hacendal.26 Más tarde, el control ejercido sobre la población inquilina de sus propiedades rurales, transformada así en un “electorado cautivo” a su disposición, garantizó, por décadas, el expedito acceso de terratenientes al Congreso. En 1902, por ejemplo, el 57% de los parlamentarios poseía una hacienda en el valle central. Aún mayor era su influencia política, si se considera que el poder electoral de la hacienda -vehículo de patronazgo político- también estaba al servicio de parientes y protegidos. En la déca­ da de 1900 el Banco Mobiliario, propiedad de Francisco Subercaseaux Vicuña, con­ trolaba “una enorme producción agrícola, teniendo en nuestra mano”, según refiere su hijo Julio, “cerca de tres mil votos correspondientes a los inquilinos de nuestros fundos o los que teníamos en arriendo y administración. Tal era la influencia electo­ ral que poseía el Banco ante sus clientes”.2 La función política de la hacienda se man­ tuvo vigente hasta mediados del siglo XX.28 De suerte que la hegemonía política de la élite descansaba sobre las bases del Estado y la supremacía del sistema de la hacienda, en parte importante de las zonas rurales. Al confluir ambos mecanismos gracias a las conexiones familiares, el Estado y la hacienda servían, en la práctica, idéntico fin. La misma propiedad rural latifundista, al ser una fuente de poder de alcance local y nacional, por décadas ofreció a la élite los recursos necesarios para preservarla como sistema de dominación de la población rural. Acierta Brian Loveman al definir a los hacendados como una “clase propietaria nacional cuya fuente de poder político des­ cansaba en el campo pero se extendía a la esfera urbana”.29 La institución de la familia, tan vital en la esfera política, representó a su vez un pilar de la diversificación económica. Personas emparentadas podían conformar

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redes que cubrían negocios en varias áreas de la economía, al tiempo que en dife­ rentes provincias. En definitiva, la consolidación patrimonial de las familias promi­ nentes dependía de la diversificación económica, proceso desarrollado en el curso de varias generaciones.30 Se puede decir que la familia de clase alta, en la medida que representó una efectiva organización económica, incidió de manera significativa en la integración sectorial y territorial de la economía chilena. Considérese el caso de la familia Cousiño. Mientras el líder de ésta administraba en Santiago una casa comercial con la ayuda de un sobrino, su hijo se ocupaba de las minas de carbón en las cercanías de Concepción. Parientes políticos, hijastros y sobrinos tenían a su cargo las minas del norte y las haciendas del valle central. Los bienes y productos de las propiedades familiares diseminadas a lo largo del país salían al mercado vía las casas comerciales que los Cousiño poseían en la capital.31 Una red familiar parecida a la anterior prestó soporte a las iniciativas empresariales de José Tomás Urmeneta, la gran figura de la industria cuprífera del Norte Chico, en una época, la que se extiende de 1830 a 1880, en que el cobre representaba el mayor pro­ ducto chileno de exportación.32 No sin antes sobrellevar años infructuosos colmados de privaciones, Urmeneta amasó una cuantiosa fortuna, la cual invirtió en los secto­ res más auspiciosos y dinámicos de la economía chilena de mediados del siglo XIX. Entre sus lugartenientes destacaron sus yernos, Maximiano Errázuriz Valdivieso, úni­ co hermano del futuro arzobispo de Santiago, y Adolfo Eastman, también sobrino de Urmeneta.33 La diversificación económica de la clase dirigente, manifiesta ya en el siglo XVIII, al evitar su fractura en segmentos hostiles e inhibir la formación de élites rivales, la dejó en buen pie para salir al paso del proceso de independencia y favoreció la estabi­ lidad institucional del país durante gran parte del XIX. En efecto, la élite tradicional no tuvo que afrontar el desafío de una burguesía con una madura conciencia de clase y una comunidad de propósitos tal, como para impulsarla a adueñarse del poder político y disputarle la supremacía económica.34 Los forjadores de nuevas fortunas pudieron hacerse de un lugar de privilegio en las filas de la élite, sin necesidad de recurrir a medios confrontacionales. De hecho, el heterogéneo perfil económico de la élite criolla sobrevivió a las vicisitudes de la Independencia y la organización de la Re­ pública. Perfil heterogéneo porque, sin importar la fuente original de las fortunas de sus familias, éstas tarde o temprano invirtieron sus capitales en otras áreas de la eco­ nomía. Si en la célebre lista de cincuenta y nueve millonarios chilenos publicada en 1882 por El Mercurio de Valparaíso sólo veinte individuos debían sus fortunas a acti­ vidades agrícolas, los restantes treinta y nueve (catalogados ahí como capitalistas, mi­ neros y banqueros) habían invertido sus ganancias en haciendas.35 Con la excepción de las luchas políticas de los 1850s, esa misma diversidad económica comúnmente trajo aparejada una identidad de intereses. Esta fórmula de desarrollo económico, ya consolidada en las postrimerías de la época colonial, continuó en vigor durante todo

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el XIX. Tradicionalmente, la diversificación económica sirvió a los miembros de la élite interesados en contrarrestar los riesgos inherentes a la actividad comercial, tanto como las limitaciones propias de la economía chilena.36 La imagen que presenta al oligarca como un terrateniente sin iniciativa, extraño cuando no hostil a las ramas comerciales, industriales y mineras, se desmorona a la luz de la evidencia. Pero no se comprende la necesidad de comprometerse simultáneamente en varios frentes eco­ nómicos, sin antes recordar que sólo a mediados del XIX la propiedad rural se trans­ formó en un negocio verdaderamente lucrativo. La apertura de nuevos mercados internacionales para los cereales y la harina nacionales, la inversión pública y privada en obras de infraestructura, y el progreso en los medios de transporte, impulsaron la incorporación de la antaño remota y aislada economía chilena al sistema económico mundial centrado en las naciones prósperas del Atlántico norte. Aun en sus mejores periodos, sin embargo, la agricultura nunca pudo rivalizar con el nivel de ganancias obtenido en el sector servicios y en la minería.

Formas

de vida: maneras de ser

A partir de los 1850s, las crecientes disparidades en los niveles de ingresos aumen­ taron significativamente las desigualdades entre las diferentes clases sociales. Esta distribución de los beneficios económicos derivados del desarrollo de una economía exportadora de materias primas acentuó las desigualdades congénitas a la estructura social, rígidamente estratificada, heredada de la Colonia. El desarrollo de la econo­ mía exportadora recibió el estímulo del Estado, al tiempo que se beneficiaba del dinamismo económico privado, nacional y extranjero. Las familias ya situadas en la cúspide de la sociedad chilena y un grupo de prósperos propietarios mineros del Norte Chico, dinámica zona de frontera vitalizada por el boom minero iniciado en la década de 1830, fueron los mayores beneficiarios locales de este proceso.3 Tanto los legendarios descubrimientos de ricos depósitos, como la sostenida demanda externa por metales no preciosos, aseguraron una dilatada bonanza que, fuera de convertir al sector minero en el mayor propulsor de la economía chilena, impulsó el temprano desarrollo de manufacturas. Asimismo, la creciente población de la zona minera del norte representó un nuevo mercado interno para la producción agropecuaria de la zona central, que en la década de 1840 había restablecido parcialmente sus antiguas relaciones comerciales con el mercado peruano, temporalmente perturbadas por las guerras de independencia y sus secuelas. Lo cierto es que la sucesiva apertura de nue­ vos mercados extranjeros inaugurada a mediados de siglo despertó a la agricultura chilena de su prolongado letargo. Aunque la fiebre del oro desatada en California y Australia sólo ofreció mercados pasajeros a la harina y al trigo chilenos, producto de

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la rápida aparición de competidores locales, durante diez años -a contar de mediados de los 1860s- significativos volúmenes de trigo y cebada fueron exportados al merca­ do inglés, por entonces en expansión.” Hasta 1900, cuando se inicia la declinación definitiva de la exportación de trigo, la agricultura chilena (desde 1864 beneficiada por la liberalización de las disposiciones aduaneras) expandió su producción triguera hasta doblar la cota máxima de la década de 1850, en conformidad con la demanda de los mercados europeos, particularmente el inglés.” Ante la demanda en alza por productos agrícolas experimentada a mitad del siglo XIX, los terratenientes optaron por reforzar la institución del inquilinaje; ésta los dotó con la fuerza laboral necesaria para expandir las áreas de cultivo, y con ello aumentar la producción de sus propie­ dades. Junto con engrosar las huestes de inquilinos, se agravaron sus obligaciones. Por otra parte, el control de las fuentes de crédito y del mercado laboral de tempo­ rada permitió a los hacendados desincentivar la labranza al margen del sistema de la hacienda y adquirir cierto control sobre la masa del peonaje itinerante, reforzando en consecuencia su dominio de la sociedad rural. La expansión de las tierras culti­ vadas y las ganancias sin precedentes reportadas por las exportaciones agrícolas, a su vez hicieron posible la subdivisión no onerosa de las vastas haciendas de la Colonia. Como resultado, más familias patricias pudieron llevar un estilo de vida acorde con su status social. La mayor oferta de tierras facilitó además la legítima incorporación a la élite tradicional de comerciantes, mineros y financistas acaudalados.40 En 1857, adicionalmente, la abolición de los mayorazgos y la promulgación del Código Civil crearon un marco jurídico propicio al traspaso de la propiedad y a la circulación de la riqueza, lo que favoreció a los nuevos potentados, ahora en condiciones de adquirir (como de hecho hicieron) los bienes ex vinculados.41 Fue durante este periodo cuando el consumo conspicuo irrumpió, desembo­ zadamente, en el escenario urbano. De la década de 1850 datan los orígenes de la condena, tan común y extendida hacia el cambio de siglo, de la absoluta supremacía de las modas europeas, del desmesurado entusiasmo por los bienes de lujo, y de la escenificación de los ritos sociales y de las formas de vida de la oligarquía. Si este cam­ bio en la cultura urbana cristalizó al promediar el siglo, sus antecedentes se remontan a los 1820s. Durante las primeras décadas del siglo XIX, los estándares de vida de la élite criolla carecían de pretensiones. En comparación con las riquezas de las grandes familias de los mayores virreinatos, la suya era modesta, y seguiría siéndolo mientras la bonanza exportadora no engrosara las arcas privadas. En esencia, los estilos de vida de la élite eran austeros, rústicos incluso; se vivía holgadamente, pero no con opu­ lencia. La falta de mínimos niveles de confort e higiene en sus residencias urbanas y rurales distaba de haber sido resuelta en la década de 1820.42 Aún en 1836, cuando comenzaban a construirse “casas más cómodas y bellas” en Santiago, las residencias con “algo más que murallas” eran la excepción, “ninguna” tenía chimenea y escasea­ ban las piezas dotadas de ventanas, además de puertas.43

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Hasta cierto grado, el cambio de las costumbres y actitudes sociales precedió a la transformación de las condiciones materiales de vida. Los modales observados en la mesa empezaron a ceñirse a los estándares propios de las clases media y alta inglesas; las mujeres jóvenes comenzaron a abandonar la hasta entonces extendida costumbre de escupir -y el consiguiente uso de escupideras.44 Así y todo, en los 1820s la demanda por bienes de lujo estaba ganando terreno en la capital, cuyos habitantes acaudalados ya comenzaban a perfilarse como los mayores consumidores de productos europeos de todo género desembarcados en Valparaíso. En ese tiempo, según Maria Graham, la “mayoría de los artículos finos parte de inmediato [incluso sin abrir] a Santiago”.4s John Miers, en la misma época, se mostró sorprendido ante la pasión por el consumo suntuario observado en las mujeres. Las damas compraban “cualquier cosa nueva o extraordinaria”, no habiendo precio que las disuadiera de hacerlo; y, “sin importar cuan caro sea un vestido”, anotó sorprendido, la costumbre imperante obligaba a “nunca aparecer dos veces con la misma vestimenta en públi­ co”.46 A mediados de siglo, un visitante norteamericano atribuyó al gran número de artesanos y profesionales franceses instalados en el país, el desenvuelto dominio del francés alcanzado por la mayoría de las mujeres de clase alta.47 Desde comienzos de la década de 1820, la temprana formación de un mercado local para las modas eu­ ropeas contemporáneas hizo del oficio de sastre, en la opinión de Miers, uno de los más rentables de la capital. De esta década datan los primeros avisos de peluqueros franceses promocionando sus servicios en la prensa. Sastres y modistas franceses no tardaron en radicarse en la capital y en Valparaí­ so, convirtiéndose, casi de golpe, en los árbitros indiscutidos de la moda local. En el pasado, la élite había adoptado las modas procedentes de España, lo que la llevó a consumir costosos artículos, como lujosas telas y joyas, las últimas importadas o labradas en el reino. En el siglo XVIII, sin embargo, las vestimentas femeninas no conservaban el paso de las modas en boga en España; en la Colonia se llevaba con prestancia lo que en la metrópolis ya se había desechado. Mediante semejante ar­ caísmo de los estilos, los atuendos femeninos adquirieron una expresión distintiva, conforme a las realidades locales. Las modas masculinas, por su parte, reflejaron desde temprano la influencia de los modelos franceses. Aun cuando en el siglo XVIII la mayor apertura comercial propiciada por diversas reformas borbónicas, sumada al aumento del contrabando, redujo los precios de los bienes suntuarios volviéndolos más accesibles, no se puede decir, como sí ocurre con respecto al XIX, que el consumo conspicuo haya permeado la vida cotidiana de la élite criolla. Fren­ te a las vestimentas de los estratos inferiores de Santiago, las ropas de diario de los hombres y las mujeres de elevado rango diferían en la calidad de las telas empleadas en su confección y en la riqueza de los accesorios, aunque muy poco en lo tocante a los diseños. Estos, siendo los trajes parte de las herencias familiares, sobrevivían al paso de las generaciones.

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Para continuar, criados y criadas, de preferencia negros y mulatos, se vestían según el ejemplo de sus amos e incluso lucían las vestimentas desechadas por éstos, cuya riqueza y status social también se daba a conocer mediante la apariencia atildada de sus servidores. Más aún, las donaciones de ropas, efectuadas a título personal o gracias al concurso de instituciones de caridad, contribuyeron a proveer al pueblo de indumentarias similares a las usadas por las familias prominentes. De tal modo que la sociedad colonial no fue extraña al lujo, pero el consumo conspicuo sólo desempeñó un papel restringido y modesto, en términos temporales lo mismo que sociales. Recién en las dos primeras décadas del siglo XIX, cuando las mujeres de la élite adoptaron el estilo neoclásico, el fenómeno de la moda se convirtió en un me­ dio eficaz de distinción social. En relación con los hombres, entonces se da inicio a un proceso de simplificación estilística y relativa homogeneización social, sostenida a lo largo de todo el siglo.49 Si década a década las mujeres se mantuvieron fieles a las modas parisinas, con el tiempo los hombres elegantes adoptaron como ideal al gentleman británico, cuya figura llegó a encarnar, en palabras de Joaquín Edwards Bello, “una obsesión de elegancia: la veíamos en los magazines, en los figurines o en la etiqueta del Johnny Walker’.50 Ni siquiera los chilenos trasplantados con nume­ rosos años de residencia en París renunciaron al modelo inglés. Más temprano que tarde, además, las vestimentas se convirtieron en elementos socorridos para la identi­ ficación social y jerárquica de los vecinos de la capital, tanto como de los personajes literarios con visos de realidad. No por nada Martín Rivas, retrato costumbrista de la sociedad chilena de mitad de siglo, comienza con la caracterización del protagonista, modesto joven de provincia, en función de sus atuendos y maneras. Así, Blest Gana inauguraba un tópico de una narración que pretende entregar un retrato veraz de la sociedad santiaguina hacia 1850 y 1851. Del examen de las vestimentas y maneras de los personajes, se infieren tanto las diferencias de clase como las distinciones entre capitalinos y provincianos.51 La apropiación por parte de la élite de la cultura europea (en el sentido antro­ pológico, más amplio del término), también contó con el estímulo de las relaciones entabladas con visitantes extranjeros, en su mayoría comerciantes de diversa ralea agasajados por igual en las casas patricias, donde a menudo se hospedaron, producto de la falta de una infraestructura hotelera capaz de darles albergue en forma satisfac­ toria. En los albores de la República, a juicio de Vicente Pérez Rosales, la preferente acogida que dispensaba [...] á todo lo de fuera la inconsulta hospitalidad de

nuestros estrados, aunque los tales de fuera no fuesen otra cosa que meros mercachifles engalanados con la natural desenvoltura del commis voyageur, con el arte de anudarse la

corbata y con el no menos atractivo de saber bailar y enseñar las recién llegadas cuadrillas,

hicieron creer á muchos padres de familia que la instrucción, para ser buena, sólo podía ad­ quirirse en la culta Europa; y á muchas madres y hasta entonces encogidas hijas en el campo

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de los devaneos sociales, que fuera de Francia ó Inglaterra, no podía encontrarse ni la fuente del galano decir, ni el verdadero comme il faut, padre del encanto de los salones.52

Para la oligarquía chilena, de hecho, las modas francesas e inglesas, y en general los estilos de vida privativos de las clases más encumbradas del Viejo Mundo, represen­ taron las expresiones más legítimas de la civilización moderna. A semejanza de tantos latinoamericanos de la época, los miembros de la oligarquía intentaron asimilar a cabalidad esta cultura a un tiempo aristocrática y burguesa, de raigambre generalmente parisina.53 Mediante el expediente de la imitación buscaban parecerse a sus modelos, a la par que convertirse en otros sujetos. Dicho sucintamente: vivir como otros para ser, en definitiva, otro. Abundan las evidencias al respecto. Los bailes de la Sociedad Filarmónica, pre­ cursores de aquellos realizados en las casas de la oligarquía a contar de mediados de siglo, representaron una temprana e ilustrativa faceta de este proceso de apropiación cultural. Dicha institución musical, fundada en 1826, fue el primer recinto donde se organizaron bailes de manera regular, alentando decididamente el desarrollo de la sociabilidad patricia. Algo no menos relevante: la Sociedad Filarmónica también propagó el conocimiento de compositores clásicos y promocionó la adopción de bailes europeos de moda, en claro detrimento de los bailes locales, que estaban expre­ samente prohibidos en la institución.54 Paralelamente, la venida a Chile en 1844 de la primera compañía lírica de calidad despertó en la sociedad elegante un entusiasmo desbordante por la ópera, dándose incluso el caso de mujeres que, aparte de adoptar para sí los nombres de sus personajes, bautizaron a sus hijos con nombres que les dispensaban el aura de los “héroes de romance”.55 Tarde o temprano, por otra parte, la decoración interior y la arquitectura comenzaron a ceñirse a patrones extranje­ ros. Inicialmente, el consumo conspicuo a veces se desarrolló a resguardo de una ancestral austeridad. En la década de 1850, George B. Merwin, esposa del cónsul estadounidense en Valparaíso, notó que las residencias de la clase alta capitalina se caracterizaban por una “apariencia externa muy modesta, en tanto los materiales de construcción no admiten mucho alarde arquitectónico”, pero puertas adentro “los ricos poseen cada lujo que la riqueza puede procurar”.56 A mediados de siglo, en todo caso, el advenimiento de la primera ola de intenso desarrollo urbano le concedió a la capital una apariencia más a tono con las nuevas aspiraciones de la élite. El terremoto del 2 de abril de 1851, detonó la remodelación de Santiago. A decir de Gilliss, los ciudadanos acaudalados de la ciudad, por entonces ya al tanto de las exigencias del confort moderno, estaban determinados a opacar al próspero puerto de Valparaíso.5 Triunfaron en su empeño. El 11 de octubre de 1856, en una carta dirigida a un amigo colombiano, Andrés Bello escribió: “Yo lo estoy viendo y apenas lo creo. No hay calle en que no se levanten grandes y magníficos edificios”.58 Al año siguiente, añadió:

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se encuentra hoy Santiago en un estado bastante próspero. El progreso en los últimos cin­ co años se puede llamar fabuloso. Surgen por todas partes edificios magníficos; [...] los

carruajes de los particulares son muchísimos y espléndidos. Ver el paseo de la Alameda en ciertos días del año le hace a uno imaginarse en una de las grandes ciudades europeas?4

La atmósfera europea que deleitó a Bello reflejaba, en parte, los nuevos patro­ nes de consumo satisfechos con los bienes suntuarios a la venta en las bien surtidas casas comerciales francesas de la capital e inglesas de Valparaíso, abiertas a poco de concluido el proceso de la independencia. En Martín Rivas, Blest Gana representó el cambio valórico y la consiguiente tensión entre los usos tradicionales y las nuevas costumbres, como un conflicto generacional entre jóvenes derrochadores y adultos austeros. José Luis Romero, en su estudio de las sociedades urbanas de Latinoamé­ rica, sostiene que el uso difundido del consumo conspicuo como medio de ascenso y distinción social habría generado un tipo de sociedad “más que móvil, movilizada por la aceleración que introdujo el movimiento mercantilista”. Los orígenes de este fenómeno, que “más que una obsesión individual”, llegó a encarnar “una filosofía de vida”, se remontarían a las postrimerías de la Colonia.60 Al menos en el caso chileno, esta clase particular de sociedad recién cuajó hacia mediados del siglo XIX. Contra lo esperado, el despliegue ostentoso de bienes suntuarios no fue patri­ monio exclusivo de los sectores acomodados. Aquel condicionó la vida de las capas superiores de la clase trabajadora y de los todavía ralos sectores medios y de las fami­ lias patricias al borde de la quiebra. Gilliss, aludiendo a los mecánicos y tenderos de Santiago, afirmó que en público, les apasiona vestirse elegantemente, y un forastero difícilmente podría sos­

pechar que el hombre que encuentra en una amplia capa de paño, escoltando a una mujer engalanada con sedas y joyas, ocupa en la escala social un rango no superior al de

un hojalatero, carpintero, o tendero... Llegarán a cualquier extremo con tal de obtener

finos atuendos y refinados muebles, o para asistir al teatro en los días festivos, aunque a

diario viven en la mayor incomodidad. Esta disposición no está confinada a la clase más modesta; domina a toda la sociedad, y familias de categoría empobrecidas continúan vi­ viendo en sus enormes casas con magníficos espejos, refinadas alfombras, quizá teniendo un palco en la Ópera, y apenas un sirviente para mantener la casa en orden.61

Otros visitantes registraron idéntico fenómeno. La vocación del autosacrificio para satisfacer deseos de distinción social, también caracterizó a los mecánicos y ten­ deros de Valparaíso. Merwin, refiriéndose a éstos y a sus pares de la capital, apuntó que no se arredraban ante privación doméstica alguna, con tal de poder saciar de esta manera su arrebatadora “pasión” por el despliegue público de bienes de lujo.62 En 1857, Courcelle Seneuil, el intelectual francés que formó a una generación de

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estudiantes de la Universidad de Chile en los principios del liberalismo económico, señaló que los hacendados y comerciantes enriquecidos con la apertura de los mer­ cados de California y Australia se dedicaban a gastar sus fortunas en la construcción de mansiones, en la compra de suntuosos mobiliarios, carruajes y, por lo que respecta a las mujeres, costosos atuendos.63 El liberal Pedro Félix Vicuña Aguirre, padre de Benjamín Vicuña Mackenna, sostuvo en El porvenir del hombre (1858) que dicha práctica social reflejaba la acción de una generalizada pasión aristocrática, alimentada por la insatisfactoria organización política de la República. Esto explicaría, a juicio suyo, el desmesurado renombre alcanzado por Chile entre los comerciantes parisinos especializados en la venta de artículos suntuarios.64 Marcial González escribió el análisis quizá más elaborado y extenso sobre la mate­ ria. En un texto originalmente presentado en 1874 ante la Academia de Bellas Letras, González examinó en detalle la notoria inclinación hacia el lujo, ese “gasto excesivo y de pura ostentación”, observado entre sus contemporáneos chilenos. Ya el título de su conferencia, “Nuestro enemigo el lujo”, anuncia el tono admonitorio que caracteriza a la exposición, en realidad una voz de alarma. Desde mediados de siglo, nos dice el autor, la pasión por el lujo cuenta, entre los rangos superiores de la sociedad, con un largo número de entusiastas seguidores. El ejemplo de la élite, de peso en materias concernientes al gusto, habría influenciado también los estilos de vida de los sectores medios. Dicho hedonismo compulsivo, según González, estaría asociado a la reciente emergencia, en la sociedad chilena, del moderno “espíritu de igualdad”. En su tenden­ cia a invalidar formas previas de distinción social residirían los gérmenes del consumo conspicuo censurado por el autor. Paradójicamente, escribe González, la democrati­ zación de la sociedad habría despertado el deseo de diferenciarse del resto, mediante la adopción de diversos patrones de consumo. Como resultado, las posiciones de pre­ eminencia en la sociedad ya no serían el corolario de una vida virtuosa, consagrada al bien común y al cultivo de los propios talentos, sino más bien todo lo contrario. “¿Qué aprovechan á nuestras familias ni á la sociedad esos gastos fantásticos y de pura emulación, que devoran las fortunas y á veces hasta la honra, por el vano deseo de aparentar y hacer figura?”. Moralmente deteriorada por su vida voluptuosa, “nuestra sociedad elefante” habría sucumbido al “agio por toda ocupación y [a] los hábitos de ocio y de molicie”, limitándose a reafirmar su status social mediante el alarde de sus ri­ quezas materiales. A su entender, el consumo conspicuo de la élite, mera dilapidación de la riqueza en el comercio suntuario de Santiago y Valparaíso, no encontraba paran­ gón, en términos comparativos, ni en Europa ni en el resto de América Latina. Esta “lepra social”, González advirtió a su público, tendría nefandas consecuencias. Pues nada podía esperarse de semejante modo de vida, salvo la instauración de la pobreza pública y privada, acompañada de la decadencia moral congénita a unas pasiones en abierto conflicto con el bien común y los valores cívicos. El vicio del consumo conspi­ cuo, implantado en Chile desde mediados de siglo por la clase dirigente, al erosionar

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las bases de la civilización y el progreso nacional, comprometía, en último término, el bienestar material y espiritual de toda la sociedad.65 ¿No es éste un argumento en favor de cambios radicales en la distribución del poder político? Porque a decir verdad, ¿no sería una insensatez entregarle el gobier­ no a una élite sumida en una crisis moral, a una clase dirigente desnaturalizada, al extremo de no estar capacitada para liderar efectivamente a la nación? Está lejos de su intención abogar por la deposición de la élite tradicional; lo suyo era instigar la regeneración moral de ésta, a la luz del catastrófico vaticinio esbozado en su confe­ rencia. En resumidas cuentas, ésta bosqueja un temprano intento de reflexión en torno a la ética del consumo, en una época en la cual se estaba efectuando el tránsito a una economía en cuyo seno el valor social de las actividades productivas tendía, en determinadas circunstancias, a equipararse con el del consumo. El consumo conspicuo preconiza la competencia por la distinción social entre las diferentes clases sociales, así como al interior de ellas mismas. Desde esta perspectiva, los diversos estilos de vida y particularmente las materias atingentes al gusto, hacen más que reflejar previas desigualdades de clase: también contribuyen a la estructura­ ción de las jerarquías sociales.66 En general, las sociedades poseen un sistema de clasi­ ficación social, un conjunto de criterios no necesariamente coherentes entre sí, mer­ ced a los cuales sus miembros consideran tanto la propia posición como la de otros individuos en el sistema social.67 En el siglo XIX, una vez consolidado el comercio de bienes suntuarios europeos e iniciada la acumulación de una riqueza privada sin pre­ cedentes, se vio acrecentada la relevancia del consumo conspicuo en cuanto principio constitutivo y expresión del status social. Si el desarrollo del comercio internacional y la consiguiente expansión del capitalismo definieron las condiciones materiales de este fenómeno, los procesos internos de la sociedad chilena alimentaron su dinámica. Al adoptar, con el menor retraso posible, las modas consagradas por las clases privi­ legiadas de Francia e Inglaterra, y asimilar corrientes intelectuales, arquitectónicas y urbanas en boga en las metrópolis europeas, los miembros de la oligarquía aspiraban a darle inequívoca expresión a la situación de preeminencia que, si nos atenemos a los hechos, ya ocupaban en la sociedad chilena. De ahí que el premeditado desplie­ gue público de bienes suntuarios fuera el resultado, según Marcial González, del “deseo ardiente de distinguirse, no tanto por obras grandes y buenas, [sino] por la ostentación de cosas caras [...] que dan al vulgo una alta idea de la riqueza, cultura y generosidad de los que las poseen’ .68 En efecto, pareciera ser que el consumo conspi­ cuo, por hábito considerado como un tema meramente anecdótico, en su momento interpretó un importante papel político: resaltando en forma simbólica la diferencia de rango existente entre los detentadores del poder y los desposeídos, añadió otra dimensión a la supremacía de la élite. Lo anterior nos remite a los cambios políticos que acompañaron al episodio de la Independencia. La élite criolla, si durante la Colonia pudo sacar provecho de su

posición de privilegio sin verse en la necesidad de legitimar el sistema social y la orga­ nización política imperante, una vez creada la República tuvo que buscar modos de validar su nueva condición de clase dirigente de un Estado nacional. Durante gran parte de la Colonia, la legitimación doctrinal del orden político vigente y su puesta en vigor a través del tiempo, corrió por cuenta de la Iglesia Católica, la única institución por entonces capacitada para realizar esta tarea, en virtud de su ascendiente cultural, social y económico sobre la sociedad de la época. La hegemonía cultural de la Iglesia respondía fundamentalmente a la obra de las órdenes religiosas, cuyas múltiples ac­ tividades productivas y creativas, así como su función educacional y evangelizadora, abarcaban al mundo urbano y rural, al igual que a todos los sectores sociales y a todas las etnias del reino.69 En definitiva, como práctica social destinada a objetivar la ex­ periencia subjetiva de los miembros de la élite en cuanto clase dirigente, el consumo conspicuo ayudó a intensificar su sentido de dominio sobre la sociedad chilena me­ diante la diaria expresión de diferencias adicionales entre gobernantes y gobernados. Cierto: este planteamiento parece perder pie apenas se recuerda que la élite crio­ lla, enfrentada al colapso del Imperio español, adoptó un ideario liberal-republicano como fuente de legitimación política. Pero la aplicación práctica de este ideario y la representatividad de la correspondiente institucionalidad política, fue limitada en forma severa y premeditada desde un comienzo. Los atributos de la ciudadanía efec­ tiva fueron el patrimonio de un sector reducido de la población, aunque de fuerte gravitación social. El discurso liberal-republicano, igualitario en el plano formal, fue originalmente instrumentalizado por la élite dirigente en función de sus intereses particulares, identificados, en último término, con la preservación de un orden social tradicional. Se sabe que el nacionalismo en su dimensión emotiva contribuyó a res­ tarle notoriedad a la desigual distribución del poder y la riqueza, al propiciar el tem­ prano desarrollo de sentimientos de comunidad capaces de trascender las severas di­ visiones de la sociedad chilena. En cualquier caso, dicho discurso liberal-republicano ofreció una promesa de futuro a los sectores marginados de los beneficios del sistema político y, por tanto, gérmenes de cambios conducentes a su paulatina profundización democrática. Inauguró un horizonte utópico abierto a todos los actores sociales y, por lo mismo, una dinámica de gradual pluralización del escenario político. Es así como el discurso liberal-republicano instauró un orden oligárquico, mientras su­ ministraba, con todo, los recursos necesarios para socavarlo. " Pues bien, semejante lógica vuelve pertinente la puesta en relieve de formas de legitimación veladamente políticas: a saber, el capital cultural y simbólico adquirido por la élite en el curso del siglo XIX. Voltaire enunció una máxima tan válida para el Antiguo Régimen francés como para el Chile decimonónico: “Para tener alguna autoridad sobre los hombres hay que distinguirse de ellos”. “La idea de aparecer ricos, desde que la riqueza es un poder político”, acotó Pedro Félix Vicuña, “ha invadido a todas las clases”. 1 De lo que se deduce que, cuando

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menos en la escena urbana de mediados de siglo, las formas de identidad social cons­ truidas a partir del consumo conspicuo no estaban exentas de ambigüedades. Por eso el alarde de riquezas, sólo parcialmente distintivo de la élite, fue complementado con otras instancias dispensadoras de identidad social. Hacia 1850, el “summum de la elegancia” consistía en ser “comandante de uno de los batallones de la guardia nacional”,72 con lo que al prestigio social se aunaba la puesta en escena del don de mando -presunto o real- de los hijos castres de la oligarquía. Entre las formas de di­ ferenciación social menos evidentes y, quizá por lo mismo, más efectivas, se destacaba la creciente conciencia de las gradaciones y de los matices inherentes al silencioso pero expresivo lenguaje de los gestos. A semejanza del lenguaje verbal, contribuyó a mantener a raya a los intrusos, y a favorecer la integración de la élite tradicional y la asimilación de nuevos elementos. 5 El escritor Fernando Santiván -huésped frecuen­ te, a principios del siglo XX, de las tertulias literarias de la clase alta- escribió en sus memorias con motivo del preámbulo a su primera reunión con Iris (Inés Echeverría de Larraín): ¡La vida santiaguina! ¡Aquella aristocracia desdeñosa, altiva, impenetrable para los que no pertenecen a su círculo y no poseen la palabra cabalística que puede abrir las puertas

de palacios y corazones!... Yo había conocido, de paso, algunos de sus representantes y quedábame suspenso ante aquellas gentes, por lo general hieráticas hasta dentro de la

sencillez, que poseían un lenguaje propio, aun dentro de la ignorancia, y cuyos ceremo­ niales gestos y tono de voz creaban una especie de idioma francmasónico intraducibie

para el profano. 4

Alone (Hernán Díaz Arriera), otro concurrente habitual a las exclusivas tertulias ofrecidas por mujeres de la oligarquía devotas del arte y la literatura, afirmó que los miembros de la élite tradicional no sólo se caracterizaban por sus fortunas y linajes; les distinguía, además, un “sentido de la medida, cierto equilibrio, matices y reglas de procedimiento que van desde la actitud ante el dolor, no demasiado expresiva, nunca dramática o teatral, hasta el modo de vestir y el estilo de saludar”.7S Alone hizo hinca­ pié en el carácter multifacético de la identidad social de la élite. Enunció los diversos factores que conformaron el llamado “buen tono”, así como las variadas dimensiones en las que éste se manifestaba: en las maneras sociales y en los modales de mesa, en los tipos de vestimenta y en las convenciones sociales, en el lenguaje verbal y gestual, en el pleno conocimiento de los antecedentes de las personas, y en un acceso expedito a la información de actualidad. A raíz de este misceláneo y exclusivo capital cultural, Alone creyó hallar correspondencias soterradas entre la clase alta chilena y las logias y los clubes masónicos. 6 Previsiblemente, el lenguaje gestual también dio expresión a las diferencias de género. Hacia 1860, cuando el Romanticismo reinaba en el ámbito de las costumbres y de la sensibilidad, las mujeres, en particular las “niñas solteras”,

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eran “afectadas en el sentido de ocultar y reprimir sus movimientos naturales para dar lugar a otros más estudiados y más finos. No era de buen gusto”, asegura Ramón Subercaseaux, “ni andar con discreta desenvoltura, ni hablar corrientemente, ni sen­ tarse con comodidad”. 7 El aprendizaje de lenguas extranjeras -ante todo el francés y, en menor grado, el inglés— constituyó un capital cultural gracias al cual la élite pudo en cierto modo con­ trarrestar el menoscabo a su singularidad, producto de la expansión de la alfabetización y del ascenso de la clase media en el panorama nacional. 8 La clase media profesional y comercial, nutrida en parte con miembros de las élites de provincia, vio acrecentado su número y vigor a consecuencia de la Guerra del Pacífico. Los cuantiosos ingresos fiscales derivados del salitre explotado en los territorios arrebatados a Perú y Bolivia, sustentaron una expansión sin precedentes de la burocracia estatal. El número de empleados públicos en 1919 (27.000), era nueve veces superior al de 1880.Entre 1896 y 1920 se duplicó el monto asignado al pago de salarios del sector, que así llegó a captar un 40% del presupuesto estatal.80 Con su crecimiento acelerado, el Estado se transformó en una pródiga fuente de empleos para la clase media. El nepotismo, ya al servicio de la oligarquía o de los representantes de aquella, campeaba a discreción entre las prácticas de reclutamiento y promoción de los funcionarios públicos. El caso de Alone ahorra comentarios al respecto. En la primera década del siglo XX, gracias al patronazgo de un pariente influyente, obtuvo un puesto en la burocracia estatal anteriormente ejercido en forma consecutiva por dos primos y su propio hermano. No sorprende leer los términos laudatorios con que Alone recordó ese periodo: “En aquella bendita edad, cuando era posible ingresar a la Administración Pública a los 14 años, sin concursar, sin preparación, sin título, sin estudios, sólo con parientes”.81 Por ese entonces, los intelectuales y artistas de clase media y de provincia co­ menzaban a predominar en el campo de las artes y la literatura, socavando las bases de la supremacía cultural de la oligarquía, incuestionable hasta ese momento.82 Las décadas de educación estatal en todos los niveles de la enseñanza operaban en contra de la hegemonía cultural de la élite tradicional. La Universidad de Chile, establecida en 1842 bajo la égida de Andrés Bello, alentó este proceso de relevo en tanto ofreció educación profesional a individuos ajenos a los círculos ilustrados de la élite. Así y todo, no hay que perder de vista que en esos años de transición, a la hora de ganar acceso a los autores más relevantes de la literatura extranjera contemporánea, los in­ telectuales mesocráticos aún dependían de los escritores de la oligarquía. “Es curioso anotar que los grandes novelistas como Tolstoy, Flaubert y Dostoyevsky tardaron algo más en llegar hasta nosotros,” observó Ernesto Montenegro en sus memorias, “salvo entre los pocos afortunados que habían ido a conocerlos en Europa: Orrego Luco, Federico Gana y Joaquín Díaz Garcés y sus amigos del Club de la Unión”.83 Siendo el francés el segundo idioma de muchos hombres y mujeres de la élite, ha­ cia 1911 éste se hablaba (o farfullaba) con desenvoltura en el hall, en los pasillos y en

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los palcos del Teatro Municipal, transformado este modo en vicario puesto de avan­ zada de la belle époque parisina.84 La enseñanza del francés, componente esencial de la educación recibida por las jóvenes acomodadas de Hispanoamérica, que atendía con preferencia al cultivo de gracias sociales, también podía servir propósitos ajenos a su objetivo original. Al publicar en francés, escritoras como Inés Echeverría en Chile y Victoria Ocampo en Argentina,85 hicieron de su educación convencional un vehículo de emancipación. Inés Echeverría asegura haber escrito Entre deux mondes (1914) en francés como una manera de salvar los difundidos prejuicios erigidos contra las escritoras. Tampoco se le escapaban las severas connotaciones sociales asociadas a los idiomas. En una entrevista realizada en agosto de 1915, puntualizó, sin la menor se­ ñal de embarazo, que si el castellano no era un idioma de su agrado, se debía en parte a que éste era la “lengua de la cocinera, del proveedor, de las cuentas, de la casa”.86 Para la mayoría de las mujeres de la élite, el francés representaba la lengua primordial de sus lecturas, religiosas lo mismo que profanas. En octubre de 1915, Sofía Eastman de Huneeus, presidenta de un círculo de lectura femenino de reciente creación, así promocionaba la necesidad de leer en castellano: Hasta ahora hemos consagrado particular atención a nuestro idioma, a la hermosa lengua castellana, contra la cual hemos pecado tantas veces. Porque es cosa sabida que los sud­

americanos, parte a causa de nuestros frecuentes viajes a París, y a la corriente de libros que recibimos de Francia, solemos descuidar lamentablemente nuestro idioma. Yo, por

ejemplo, he leído más en inglés y francés que en español. El caso mío es el de la mayoría. Es rara la señora piadosa que no vaya a misa sin un libro de oraciones en francés.87

Desde el reinado de Luis XIV, en efecto, el francés había sido la lengua cosmo­ polita de la civilización occidental. En el siglo XIX, era el idioma común de las clases dirigentes de Europa, la lengua franca de los diplomáticos, hablada en las cortes del Viejo Mundo, en los medios aristocráticos y en todos los círculos de la sociedad elegante.88 Los vínculos de todo orden desarrollados con Francia y la reducida pero influ­ yente colonia francesa establecida en el país, dejaron su sello distintivo en la cultura de la élite chilena. Durante la mayor parte del siglo XIX, la versión criolla del Grand Touray\i&ó a colocar a París en un supremo sitial de honor en la percepción de la élite nacional. A sus ojos, la capital francesa, encarnación cabal de la metrópolis moderna, hacía a un tiempo las veces de centro histórico y vanguardia de la civilización occi­ dental; en París se daban cita su pasado, su presente y su futuro en ciernes. No es mi intención analizar de qué manera París cobró las dimensiones de un mito secular en Chile. Prefiero subrayar lo siguiente: los habitantes de Santiago no tenían necesidad de visitar París para entablar relaciones cotidianas con la lengua y la cultura france­ sas. Con ambas podían familiarizarse a través del trato habitual con inmigrantes de

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esa nacionalidad (desde artesanos hasta religiosas de congregaciones de vida activa), o de contactos con visitantes circunstanciales como actores, actrices y cocones. En 1875, por ejemplo, el 40% del comercio minorista de la capital estaba en manos de franceses. Tampoco hay que olvidar la influencia ejercida por la literatura francesa, con la complicidad de revistas, modas y costumbres. Creada en 1850, la facultad de arquitectura de la Universidad de Chile quedó inicialmente bajo la dirección de un arquitecto francés; franceses eran, asimismo, la mayoría de los textos de enseñanza empleados en sus clases. Por décadas, muchas de las construcciones más destacadas de Santiago fueron concebidas, cuando no construidas, por arquitectos franceses. Debido a la instrucción académica de sesgo francés y a la naturaleza de los modelos erigidos en el centro de la capital, en un comienzo los arquitectos chilenos encon­ traron sus fuentes de inspiración en la arquitectura francesa. El diseño de parques, públicos y privados, en Santiago y en el campo, estuvo comúnmente a cargo de paisajistas franceses.89 En la década de 1870, los libreros franceses monopolizaron temporalmente el comercio de libros de la capital. William Howard Russell, reporte­ ro oficial de la visita efectuada a Chile en 1889 por el “rey del salitre”, John Thomas North, observó que los franceses descollaban en los más variados rubros de la moda, en el área de la gastronomía, como músicos o maestros de baile, para concluir que en “todo aquello que engalana la vida los franceses son vigorosos agentes”.90

Alta

sociedad: segmentación de

Santiago

Con todo, el más fehaciente esfuerzo por apropiarse los estilos de vida de la alta burguesía y aristocracia francesas, y así consolidar la diferencia ya existente entre los miembros de la oligarquía y el resto de los chilenos, consistió en la transformación de Santiago encabezada por autoridades públicas y ciudadanos acaudalados. El 20 de mayo de 1864, Domingo Faustino Sarmiento, sorprendido ante los cambios experi­ mentados por Santiago en los nueve años precedentes, escribió un pasaje que trae a la memoria las palabras de Bello ya citadas: “¡Qué transformación! ¡Tantos palacios! ¡Qué majestad y belleza arquitectónicas!”.91 Sin duda que en las décadas de 1850 y 1860 abundó la actividad y el espíritu renovador, pero el periodo crucial en lo con­ cerniente a las reformas urbanas corresponde a los comienzos de los 1870s, cuando se crearon nuevas instituciones y se llevó a cabo la remodelación de la capital. Sólo entonces, gracias a la intensificación del intercambio social de la oligarquía, atribuible en parte sustancial a las nuevas condiciones materiales del escenario urbano, se discierne la definitiva cristalización de la alta sociedadsantiaguina. En lo sucesivo, los pasatiempos urbanos de la élite se ajustarían a los modelos ofrecidos por las tempora­ das sociales europeas, en especial la season londinense y su símil parisina. Los cambios

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urbanos y arquitectónicos verificados en esos años, aunque a escala reducida y en su mayoría restringidos al centro histórico de la ciudad, tradicional área de residencia de la clase dirigente, transformaron la faz de Santiago. Importa definir el escenario donde se desarrollaron las nuevas formas de sociabili­ dad de la élite, pues el “espacio físico”, como señala Peter Burke, “ayuda a estructurar los eventos que tienen lugar en él”.92 Benjamín Vicuña Mackenna, intendente de Santiago entre 1872 y 1875, fue el mayor artífice de la transformación de Santiago.93 Vicuña Mackenna fue nombrado intendente en una época en que éstos detentaban significativas cuotas de poder en su calidad de agentes de un ejecutivo fuerte, todavía dotado de amplias atribuciones y recursos. Desde el comienzo, Vicuña Mackenna dejó en claro que pensaba sacarle partido a esa circunstancia. Como carta de presen­ tación, diseñó un vasto y ambicioso programa de reformas, anunciando de ese modo la febril actividad que caracterizaría a su gestión, no pocas veces tildada de delirante. Entre las numerosas medidas que pensaba implementar, se contaba la represión de la prostitución y la mendicidad; la canalización del río Mapocho y la mejora del fasti­ dioso sistema de acequias; la apertura de calles tapadas, junto a la pavimentación y creación de nuevas arterias, a fin de favorecer la circulación entre diferentes barrios de la ciudad; el embellecimiento del centro histórico, más la mejora de las condiciones sanitarias y de seguridad pública de Santiago; la destrucción de arrabales, considerados por Vicuña Mackenna y sus pares como amenazantes focos de epidemias y agitaciones sociales; el estímulo a la educación primaria y la construcción de edificios públicos. Aunque Vicuña Mackenna no pudo completar todo cuanto se había propuesto, igual lideró, con el apoyo económico de sus vecinos acaudalados, la primera remo­ delación sustancial de la ciudad de Santiago. Cuando Vicuña Mackenna asumió el cargo de intendente, ya estaba familiarizado con las mayores capitales europeas. En 1870 había podido evaluar por sí mismo, in situ, las vastas obras de reconstrucción emprendidas por el Barón von Haussmann, prefecto de París, con el respaldo de Napoleón III. Vicuña Mackenna, cuya anterior visita a París databa de 1855, quedó vivamente impresionado con los cambios efectuados. En marzo de 1870 consignó en una carta a su suegra: “París está transformado y el que yo conocí hace 15 años no es sino una sombra del presente”.94 El París del Segundo Imperio había sido ra­ dicalmente transformado con arreglo a criterios estéticos y disciplinarios: a la par de su embellecimiento, se implemento un diseño urbano concebido para intensificar el escrutinio y control de las autoridades sobre la cuantiosa -máxime potencialmente revolucionaria- población de la metrópolis francesa.95 En su actuación como inten­ dente, Vicuña Mackenna buscó emular, en cierta medida, al prefecto francés. El 7 de septiembre de 1872, Claudio Gay, escribiéndole desde París, le llamó, reveladora­ mente, un “Haussmann en miniatura”.96 Vicuña Mackenna, versado historiador de la capital, fue nombrado intendente en una época de prosperidad económica. Cuando dejó el cargo, la recesión desatada

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a mediados de la década de 1870 ya había comenzado a socavar el ánimo emprende­ dor, fruto del generalizado optimismo hasta entonces imperante. Sus proyectos, antes estimulados por la bonanza económica asociada a la mina de plata de Caracoles, ahora se vieron amenazados por los signos de la crisis inminente. A pesar de estos obstáculos, Vicuña Mackenna logró transformar el cerro Santa Lucía, en el pasado un agreste peñón de rocas al descubierto, en un original parque y paseo público. Este proyecto constituyó la expresión más acabada de sus ideas sobre el significado social del embellecimiento urbano.9 Para Vicuña Mackenna, realzar la belleza de una capi­ tal mediante la creación de monumentos, implicaba la formación de una ciudadanía comprometida con el bienestar de su ciudad, dado que a las obras de arte competía instaurar los cánones estéticos de los barrios donde estaban situadas. En la práctica, Vicuña Mackenna le concedía al arte o, para ser más exacto, al progreso material en general, la capacidad de educar a la población de Santiago, pues sus habitantes, dia­ rios testigos de las obras de adelanto edilicio, se sentirían en la obligación de ofrecer a éstas, a juicio suyo, un entorno en armonía con sus cualidades estéticas. Así, la remodelación pública de la ciudad, si bien originalmente parcial y selectiva, en úl­ timo término suscitaría un movimiento de reforma privado, igualmente progresista pero de mayor envergadura. “Ejemplo vivo de esto”, escribió en el álbum destinado a promocionar las obras del Santa Lucía, “es lo que hoi se ostenta en la capital, en cuyo vasto recinto, donde quiera que se ha erijido [...] un monumento [...], el bienestar i el adelanto comienzan a abrirse paso bajo sus múltiples formas”.98 Vicuña Mackenna pensaba que el paseo del Santa Lucía -bajo cualquier criterio su proyecto más desco­ munal, así como su obra más querida- estaba llamado a jugar un papel excelso en la historia de Santiago. En su opinión, el nuevo paseo generaría el desarrollo de formas higiénicas de recreación pública, las cuales facilitarían, a su vez, la propagación de va­ lores modernos y progresistas entre los habitantes de la ciudad “ilustrada”, vale decir, entre las clases media y alta.99 Con métodos originales, Vicuña Mackenna pretendía resolver el clásico dilema enfrentado por los liberales a partir de la generación de 1842, con José Victorino Lastarria a la cabeza. Para ellos, el mayor problema de la hora presente era el negativo legado cultural de la Colonia, consistente en valores arcaicos y creencias retrógradas, que habían sobrevivido sin mayores contratiempos a la Independencia y a la organi­ zación política de la República. Junto a la educación estatal, el desarrollo de una tra­ dición historiográfica y literaria nacionales destacaron en el programa liberal definido en la década de 1840, bajo el influjo de una nueva ola de optimismo ilustrado. Para esta nueva generación de liberales, los efectos conjuntos de la educación pública, y la creación y propagación de una cultura letrada liberal, convertirían a los chilenos en agentes del progreso y, por extensión, en artífices de una nación moderna. En parte, sus ideas y motivaciones eran el resultado de una reevaluación crítica del significado histórico y el alcance de la Independencia. A la luz del régimen autoritario instaurado

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en los 1830s con la colaboración de Diego Portales, este episodio adquirió las cua­ lidades de una obra inconclusa y, por ende, susceptible de ser completada mediante su proyección a otras esferas, toda vez que su acción se había limitado originalmente al reducido ámbito de la política, dejando incólume la opresiva herencia cultural del pasado colonial.100 Vicuña Mackenna operó con estos presupuestos pero también revivió una creencia antigua, dado que las ciudades, ya desde los tiempos de la Con­ quista, habían sido concebidas como núcleos expansivos de la civilización. Durante su intendencia, dicha idea centenaria, actualizada y fortalecida por el liberalismo en boga, adquirió un ímpetu utópico sin antecedentes en la historia de Chile. Con la re­ modelación de la poco gloriosa ciudad de Santiago, Vicuña Mackenna creyó posible dar vida al “París de América”.101 Sin embargo, la singularidad histórica de los 1870s ascendió a las inéditas accio­ nes del intendente de Santiago. La consolidación de la alta sociedad capitalina contó, también, con otros puntos de apoyo. El Teatro Municipal, inaugurado originalmente en 1857, tuvo que ser reconstruido, como ya vimos, después de sufrir un devastador incendio en 1870. A comienzos de esta década, asimismo, se creó el Parque Cousiño (hoy Parque O’Higgins), por décadas un centro de recreación aristocrática inspirado en el Bois de Boulogne y Hyde Park. El diseño del nuevo parque fue financiado por el acaudalado dandy Luis Cousiño,102 amigo íntimo de Vicuña Mackenna, quien, en su calidad de intendente, respaldó dicho proyecto. En esos años también se constru­ yó, en las inmediaciones del Parque Cousiño, el Club Hípico, la primera institución de esa especie en la capital. A comienzos de la década de 1870, en conclusión, se diseñaron todos los grandes parques decimonónicos de la ciudad; incluso la Quinta Normal de Agricultura, en el pasado un centro agrícola experimental y una locación de instituciones culturales, por entonces adquirió la condición suplementaria de pa­ seo público.103 A los adelantos públicos de la época, se añadieron los frutos del esplendor mate­ rial privado, tan inusitados como los anteriores. Peña Otaegui sostiene que durante la intendencia de Vicuña Mackenna, más de cinco millones de pesos -una suma considerable para la época— fueron invertidos en la erección de 341 construcciones particulares.10^ Previsiblemente, las familias adineradas levantaron mansiones con fa­ chadas capaces de poner de manifiesto el status social y el nivel de ingresos de sus habitantes.los Como en otras ciudades latinoamericanas, las nuevas construcciones dejaron de lado la “apariencia y estructura” de la residencia tradicional, organizada en torno a un patio interior. La casona retraída, celosa de sus secretos, dio paso a la casa volcada al exterior, que demandaba la atención de un público urbano.106 Estas sun­ tuosas residencias, a ejemplo de tantas mansiones y edificios monumentales erigidos en diversas ciudades latinoamericanas y europeas durante el siglo XIX, daban forma al historicismo de una clase dirigente que buscaba investir sus modos de vida con el lustre asociado a los estilos arquitectónicos consagrados por la tradición. En Chile se

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alzaron mansiones inspiradas en modelos góticos, neoclásicos y barrocos, llegando aun a construirse un palacio de la Alhambra, estrafalario implante de arquitectura morisca en los barrios opulentos de Santiago, donde la tónica vino dada por las resi­ dencias al estilo del petit hotel parisino.10 Los salones de las residencias construidas en Santiago desde mediados de siglo, además de prestar soporte a un mercado matrimonial en regla, albergaron eventos de sociedad que reunieron a diferentes generaciones. Pero no de un día para otro, eso es seguro. La sociabilidad cansina, aletargada, poco menos que reducida a la institu­ ción femenina de la visita, que sólo por excepción se aventuraba más allá del umbral de la familia, aún caracterizaba a la vida capitalina en 1859, cuando Alberto Blest Gana, entre desalentado e irónico, escribió en un artículo publicado en La Semana-. “Diógenes, buscando a su hombre con su famosa linterna, habría ciertamente fraca­ sado en su intento si se hubiese echado a buscar no un hombre, sino un solo placer, algo que se parezca a un pasatiempo, siquiera, en nuestra soñolienta cuanto apática capital. En Santiago [...] la ópera, los bailes, los paseos y cuanto contribuye a formar las delicias de la vida civilizada, son plantas exóticas que ningún esfuerzo consigue aclimatar”.108 Como sea, al dar paso a formas de sociabilidad más inclusivas, los sa­ lones de las casas patricias ayudaron a consolidar la posición social de las familias anfitrionas en un amplio círculo, a lo largo de varias generaciones; y los arcanos del consumo conspicuo trascendieron a un público más vasto, no obstante exhibirse en un espacio privado. Los retratos de los antepasados que en ocasiones decoraban los salones prestaban credibilidad al valor del linaje, tornando la notoriedad pasada en un capital presente que usufructuaba del lustre de la alta cultura. Los grandes bailes descollaban entre los eventos que daban pie a la exhibición del gusto y la riqueza particular; en especial los de fantasía o de disfraces, constituían auténticos hitos en la memoria colectiva de la oligarquía, indefectiblemente asociados al nombre de alguna familia ilustre. En los albores del XX, hubo familias que llegaron a techar los patios interiores de sus tradicionales casonas de estilo andaluz, adaptándolas por esta vía a los usos y costumbres de un activo, a ratos deslumbrante, mundo social. La emergencia de la alta sociedad santiaguina implicó que los eventos sociales -de la ópera a las grandes fiestas, sin omitir la función de los paseos elegantes— se hi­ cieran más frecuentes y abarcadores. Ello sin perjuicio de que, ya en los años previos a su cristalización, el auge de la etiqueta y de los requerimientos del lujo, que forzaba a las mujeres a afanarse en la elección de trajes y adornos apropiados a las circunstan­ cias, atentaban contra la sociabilidad más desaprensiva de las costumbres antiguas, esa que propendía, en expresión de Blest Gana, a la celebración de “reuniones impro­ visadas” que, carentes de aparato, no causaban desvelos por la propia apariencia.109 Sin la consolidación de la alta sociedad cuesta entender por qué el consumo conspi­ cuo cobró una importancia cada vez mayor como expresión y forma de consagración del status social; la amplia disponibilidad de bienes suntuarios europeos permitió el

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despliegue de una variada gama de matices, de gradación flexible y connotaciones inestables.110 El notorio progreso material de Santiago, de preferencia capitalizado por la élite, llamó enérgicamente la atención de los extranjeros de paso por el país. Horace Rumbold, quien antes de vivir en Santiago había residido, o, en su defecto, visitado varias cortes y capitales de Europa, recuerda de esta manera su arribo a Chile, allá por 1873: Estaba poco preparado para encontrar [...] en este remoto país una capital de semejantes proporciones, adornada con tantos edificios elegantes, residencias privadas acomodadas, y espaciosos, bien mantenidos paseos. Pero lo que menos me esperaba era el generalizado

aire de desenvoltura aristocrática y opulencia que impregna a Santiago. Calles largas y tranquilas flanqueadas por hermosas residencias, construidas principalmente a imitación del petit hotel parisino, con una buena cantidad de diseño palaciego.111

Ese era el Santiago patrimonio de la oligarquía, reflejo parcial de la realidad so­ cial, más bien cruda, de la capital en su conjunto (una ciudad, en 1875, de aproxima­ damente 150.000 habitantes). En Santiago coexistían, mal avenidas, la riqueza y la pobreza extremas. Ya en tiempos de la Colonia, la capital se había convertido en polo de atracción para los habitantes de las zonas rurales y los pueblos de provincia. Este proceso de migración interna ganó en intensidad a contar de la década de 1840, en parte a raíz de la expansión y diversificación del mercado laboral, en parte a raíz de las transformaciones sociales que la gradual comercialización de la agricultura produjo en el campo. Misérrimos suburbios, atestados de gente privada de recursos básicos, crecieron rápidamente en torno a Santiago, en cuyas calles una masa de trabajadores subempleados lidiaba precariamente por su diario sustento. La vida cotidiana de la capital ofrecía, a la vista, un espectáculo de acentuadas desigualdades; el abismo material entre pobreza y riqueza no impedía que una y otra se dieran en un estado de ominosa vecindad. Los distintos niveles de ingreso no evidencian por sí solos la radical diferencia existente entre las condiciones de vida de las clases populares y la élite. La remode­ lación pública y privada de Santiago (esta última obra de los 1870s, y la primera ya iniciada en los 1850s), acentuaron el abandono, por parte de la oligarquía, de formas de ocio y recreación antes compartidas con la mayoría de los habitantes de la capital, sin distinciones de clase. Si bien la élite criolla de la Colonia había tenido sus for­ mas privadas de solaz, como saraos y tertulias, las entretenciones públicas (carreras de caballos, peleas de gallos, corridas de toros) nunca dejaron de atraer a las capas altas y bajas de la sociedad urbana, no obstante la rígida estratificación de la últi­ ma. Estos pasatiempos colectivos, que pese a realizarse en un teatro urbano, siempre conservaron el sabor rústico distintivo de sus orígenes, representaron parte de una herencia cultural compartida por patricios y plebeyos, aun cuando no fuesen, en

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rigor, instancias de intercambio social entre unos y otros. Para citar a Vicente Pérez Rosales: “No menos democráticos que las carreras, los burdos asientos del reñidero de gallos colocaban hombro con hombro al marqués y al pollero, sin que ninguna de estas dos opuestas entidades, entusiasmadas por el ruido de las apuestas y el revuelo de los gallos, se curase de averiguar la supuesta o la real importancia de su vecino”.112 Hay más: durante las primeras décadas del XIX, los hombres y las mujeres de la oli­ garquía todavía podían participar del espíritu festivo de las chinganas, y pasear por los Tajamares coloniales, o bien, desde 1817, por la Alameda, sin que estos ritos les llevasen a rehuir los llanos de la periferia de Santiago, áreas de recreo popular en los días festivos. El Parque Cousiño fue trazado en el Campo de Marte, la explanada donde la oligarquía y el pueblo se habían reunido a partir de la década de 1840 sobre todo con el propósito de asistir a los preparativos y a la fiesta celebrada en conmemora­ ción de la Independencia. Hacia 1850, pese a lo abigarrado de la multitud duran­ te tales eventos, igual resultaban evidentes las jerarquías sociales, producto de las formas de diferenciación adoptadas por la élite. Para ese entonces, las damas ya no se paseaban en carretas, patrimonio ahora de la gente modesta, sino en “elegantes coches”; los hombres, por su parte, abandonaron los atuendos y arreos del huaso, para adoptar “sillas inglesas y caballos inglesados”.113 Con la creación del parque, la clase alta se apropió de un espacio público anteriormente frecuentado por la mayor parte de los santiaguinos. Pérez Rosales, lamentando la paulatina extinción de las “festividades expresivas y conmemoradoras” de la primera mitad del siglo XIX, recordó con nostalgia aquella del “paseo á la alegre Pampilla [sector aledaño al Campo de Marte, pero identificado con éste], hoy Parque Cousiño, totalmente despojada de su primitivo carácter democrático, [pues] sólo se destina ahora á la nobleza encarrozada, dejando puerta afuera á la humilde y nacional carreta”.114 Para resumir: un espacio originalmente abierto a todos los sectores sociales fue transformado en un territorio exclusivo, excluyente, hasta que la inauguración de un servicio de tranvías al parque hizo del paseo aristocrático un lugar de recrea­ ción mesocrática y popular. El Parque Cousiño, no menos que los selectos clubes masculinos fundados en las décadas de 1860 y 1870, representó a la perfección el decidido rechazo y abandono, por parte de la élite, del medio urbano socialmente heterogéneo y variopinto de las décadas precedentes.115 En lo sucesivo, la búsqueda de la distinción social combinó el replegamiento de la élite con la segregación popular, lo que conllevó una definición de los espacios y eventos recreacionales con arreglo a criterios de clase. La realidad material de Santia­ go y la vida cotidiana de sus habitantes cambiaron de curso a consecuencia de este proceso. El intendente Vicuña Mackenna concibió Santiago como una ciudad escin­ dida, escenario de realidades sociales opuestas, cada una el polo antagónico de la otra. De un lado, el “Santiago propio, la ciudad ilustrada, opulenta, cristiana”, es decir,

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los barrios habitados por la élite y la embrionaria clase media; del otro, el mundo primitivo e irracional de los populosos suburbios, caldo de cultivo de vicios, crímenes y epidemias.116 El Camino de Cintura, uno de sus mayores proyectos como inten­ dente, aspiró a demarcar con mayor vehemencia las fronteras que separaban ambas ciudades; aunque Vicuña Mackenna no concluyó esta obra, bastó con su implementación parcial para acrecentar aún más las diferencias entre ellas. La construcción social del espacio conforme a criterios de clase dejó su sello en la vida de los barrios acomo­ dados; la clase trabajadora a ratos pareció resignada a considerar la Alameda como el dominio exclusivo de la oligarquía, y no como la mayor avenida de la capital o como un paseo público a disposición de todos los santiaguinos. En las postrimerías de los 1880s, se observó que apenas una banda de músicos tocaba (trozos de ópera) en la Alameda (un evento frecuente), “cambia la vía publica en paseo, su acceso en una parte de su extensión queda prohibido al pueblo, no por obra de la ley sino por obra de la costumbre”.11 Recapitulando lo tratado en las dos secciones previas, se puede concluir que los espacios y las instituciones urbanas aquí estudiadas cumplieron una función de apoyo a la estructuración de una sociedad de clases, sobre la base de fac­ tores inoperantes o bien de escasa relevancia en el mundo colonial.

Rivales

en el

Parlamento,

camaradas en el

Club

Si Santiago era el centro de las actividades de la élite, la ciudad desde la cual ésta controlaba el país, invirtiendo los recursos fiscales en las áreas donde residían sus intereses particulares, el Club de la Unión fundado en julio de 1864 fue el teatro principal de la sociabilidad masculina, el coto vedado de los hombres de la clase dirigente, donde las antiguas y las nuevas generaciones entraban en contacto. Ya en 1858 se había establecido un efímero Club de la Unión, que contribuyó a articular el movimiento de oposición al gobierno de Manuel Montt (1851-61). Reunió a an­ tiguos rivales políticos —liberales y conservadores clericales- comprometidos con la implementación de un programa de reformas constitucionales. Tuvo muy corta exis­ tencia. Corría diciembre de 1858, cuando una reunión convocada para dar impulso a la formación de una asamblea constituyente, fue prohibida por el intendente de Santiago. Abreviando, el Club tuvo que ser desalojado por la fuerza, después de que unas 200 personas, en su mayoría jóvenes, desobedecieran el bando de la autoridad; 157 miembros de la oposición fueron escoltados al cuartel de policía. “No había una sola familia respetable de Santiago”, Vicuña Mackenna escribió en su diario de prisión, “que no tuviera un representante en aquella reunión”.118 En parte gracias a la actitud conciliadora inaugurada bajo la presidencia de José Joaquín Pérez (1861-71), el siguiente intento por crear un club no tuvo que enfrentar

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medidas hostiles por parte del gobierno. El establecimiento del definitivo Club de la Unión obedeció, en un comienzo, a los intereses y móviles políticos de la Fusión Liberal-Conservadora, la coalición de gobierno del momento. Las elecciones parla­ mentarias de 1864 representaron para ésta la oportunidad de ganar el control del Congreso y, por añadidura, de contrarrestar la sólida posición del Partido Nacional en la judicatura y en las municipalidades (un legado de la administración anterior). Cuando los diarios encuentros de los partidarios del gobierno en casa de Rafael Larraín, destacado colaborador suyo, excedieron los límites y fines de una reunión privada, se arrendó un local -un club al decir de sus habitués- en la calle Estado. La intervención electoral del ejecutivo y sus agentes, práctica consagrada a la fecha, logró los resultados esperados. Después de los comicios, no obstante, languideció el fervor militante de ayer, y con él, la vitalidad de la asociación. Fue entonces cuando algunos de sus miembros, ya decididos a establecer el nuevo club sobre bases sólidas, no condicionadas por los avatares de la política, fundaron el primer club social de Santiago.119 Su historia ilustra con inusual claridad hasta qué grado las instituciones de la alta sociedad capitalina posibilitaron la integración de la clase dirigente, aun por sobre las diferencias políticas e ideológicas, a ratos enconadas, de sus miembros. Al nacer como un órgano político de la Fusión Liberal-Conservadora comprometido con la defensa y adelantamiento de sus intereses partidistas coyunturales, no acogió, en un comienzo, a todos los hombres de la oligarquía. Sólo en 1869 se abandonaron los procedimientos de admisión conforme a criterios políticos y religiosos, originalmen­ te estipulados por socios conservadores que desaprobaban la incorporación al Club de liberales incrédulos. “Había socios”, cuenta Abraham Kónig, “que consideraban a los liberales como impíos indignos de toda comunión social, i velaban solícitos porque se negase la entrada a jente descreída o de poca fe”.120 Antes de la reforma de los estatutos de la institución, sin embargo, el tolerante Ricardo Montaner Asenjo, quien, en su calidad de secretario y tesorero del Club de la Unión, controlaba vir­ tualmente el proceso de admisión, en varias ocasiones allanó por cuenta propia los obstáculos a la incorporación de los impíos. Como a él correspondía hacer el escru­ tinio de la rotación secreta conducente al ingreso de nuevos socios, contó con las facultades necesarias para pasar por alto los votos en contra (bastaban cuatro) de la admisión de candidatos que, en la práctica, “habían sido rechazados legalmente por herejes o por incrédulos”.121 A poco de fundada la institución, tal vez como resultado del subterfugio (o jui­ cioso fraude electoral) practicado por Montaner, noventa y seis socios abandonaron el Club abruptamente. Kónig conjeturó que los socios involucrados en esta acción no eran sino conservadores descontentos con la liberalización de la institución, a la cual en un principio se concibió como una fortaleza católico-conservadora. La verdad es que esa maniobra ayudó a transformar al Club en una institución de la clase dirigente

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en su totalidad; en septiembre de 1866, a menos de dos años de dicha deserción co­ lectiva, el Club contaba con 181 socios, la cifra más alta a la fecha.122 Comentando el giro pluralista del Club, Kónig anotó: “Vivió pues el club, pero dejó de ser una asociación política para convertirse en lo que ha sido i es: una reunión de hombres educados i de buena posición. Las ideas políticas i religiosas, las únicas a que daban entrada anteriormente, se echaron a un lado; i se abrieron las puertas a muchos caba­ lleros de distintas opiniones políticas i que no se hacían notar por su fervor religioso. La tolerancia sentó sus reales desde el primer momento” (énfasis mío).125 En rigor, el Club dejó de operar como un mero apéndice partidista, o sea excluyente, para convertirse en una sede propicia a las amenidades y virtudes del trato social entre personas -si masones o católicos, todos miembros de la oligarquía- con diferentes, y en ocasiones contrapuestas, orientaciones políticas, religiosas e ideológicas. Hacia el cambio de siglo, en los salones del Club también circulaban líderes del ejército y de la armada nacional, oficiales alemanes responsables de la modernización (o prusianización) del ejército chileno, y otros extranjeros, civiles, avecindados en el país.124 En una época de magra vida social, el Club representó un lugar de reunión a disposición de los hombres de la élite deseosos de ampliar sus relaciones sociales, antes no rara vez confinadas a los círculos familiares y, en lo tocante a la sociabilidad masculina, a la tertulia sostenida por correligionarios políticos. Recordando aquellos tiempos, Kónig escribió: t las jentes salían poco de casa, i [...] las noches se pasaban en familia. I esto más por nece­ sidad que por placer. Los cafés i hoteles eran pocos i malos, con escepción de uno o dos, i

a todos ellos concurrían solamente los jóvenes i los niños. ¿Qué hacía la jeme seria, la ju­

ventud en retirada? Ir al teatro algunas veces, pasear en los portales las primeras horas de la noche, otras hacer visitas de confianza o asistir a una tertulia política ordinariamente,

i después dormir. El club vino a ser una revelación, un sacudimiento, un medio cómodo i seguro de matar la noche. ¡Qué frase tan santiaguina!125

El Club de la Unión cumplió una función social y política. Esta resultó evi­ dente a sus socios de antaño, no así a los autores interesados en descubrir las causas de la relativa estabilidad institucional del régimen político chileno. Es necesario reconocer que la emergencia de la alta sociedad, y principalmente la creación del Club de la Unión, ayudaron a pulir las asperezas congénitas a un sistema multipartidista competitivo. El Club ofreció un dúctil canal de negociación, una instancia favorable al mutuo entendimiento entre los miembros de los diferentes partidos políticos, todos ellos liderados por hombres de la oligarquía.126 Instituciones socia­ les como el Club de la Unión evitaron la constitución (o fragmentación) de la alta sociedad capitalina en correspondencia con las lealtades políticas. Pese a la impor­ tancia del conflicto entre clericalismo y laicismo como eje articulador y piedra de

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toque del sistema de partidos, conservadores y radicales se sintieron igualmente a gusto en las dependencias del Club. En semejante foro social, también abierto a los parlamentarios independientes y a los oligarcas sin mayor interés en la cosa pública, se dieron cita los polos opuestos del espectro político. En la década de 1870, la tertulia del salón de honor del Club, bautizada como el “Senado” por los socios jóvenes de la institución, reunía a figuras de alta posición social y destacada actuación política. La nómina de los presidentes del Club de la Unión durante el siglo XIX incluye a Manuel José Irarrázaval Larraín, patriarca de los conservadores, y a Manuel Antonio Matta Goyenechea, caudillo de los radicales. Luis Orrego Luco, socio del Club desde mediados de los 1890s, observó que en su recinto las “fronteras políticas parecían borrarse”.12 Las fronteras políticas, no las sociales; pues con éstas ocurría todo lo contrario. A diferencia de instituciones masculinas como la Sociedad de la Igualdad (1850) y el segundo Club de la Reforma (186874), epígonos de los clubes republicanos franceses que alentaron la colaboración, con fines políticos circunstanciales, entre representantes de la élite comprometidos con un ideario liberal y miembros de los sectores medios,128 el Club de la Unión obstaculizó deliberada y efectivamente el contacto entre unos y otros. Cabe imaginar que el diálogo entre librepensadores y católicos promovió la dilatación del horizonte social y cultural de los hombres de la élite, antes confina­ dos, en general, al trato social con personas de convicciones políticas e ideológicas similares a las suyas.129 Cuando las relaciones personales bastaban para formarse una imagen de conjunto de quienes componían los círculos selectos de la sociedad santiaguina, los lazos de amistad entre rivales políticos -oponentes en la esfera pública, camaradas en el ámbito privado- reforzaron la función estabilizadora, o bien los hábitos no confrontacionales, ya atribuidos a la política del parentesco y al sólido entramado de los intereses económicos. Tres décadas de gobiernos auto­ ritarios, pero especialmente los conflictos civiles de 1851 y 1859, dividieron a las familias de la élite en bandos hostiles, a ratos beligerantes, cuyos sentimientos de animadversión bien podían arrancar del conflicto armado resuelto en la batalla de Lircay (1830), lo que deja pensar en una tradición de animosidad actualizada con el paso de las generaciones. Dice Kónig: A consecuencia de las convulsiones i revueltas de los últimos años del gobierno [de] Montt, del odio que enjendró la revolución i del aislamiento en que se vivía por tradición

i por hábitos, resultaba que las relaciones de amistad i aun de sociedad sólo se cultivaban

entre los hombres afiliados al mismo partido. Si todos se conocían en el sentido de que nadie ignoraba el nombre i la familia de cada cual, el conocimiento no pasaba más lejos

[...] No conociéndose, no se estimaban. Las luchas políticas habían enardecido tanto los

ánimos, que había una separación completa entre los partidos. Por el hecho de pertenecer a un partido tal, se hacía sospechoso a todos los hombres del partido contrario.130

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En efecto, el Club de la Unión ayudó a aplacar los enconados rencores heredados de las guerras civiles de la década de 1850. Reforzó, en los círculos de poder e influen­ cia, el tejido social debilitado por antiguas rencillas políticas. ¿No fue en los salones del Club donde Pedro León Gallo, uno de los líderes de la revuelta de 1859, culti­ vó la amistad de los Montt-Varistas, sus antiguos contendores políticos? Sorprende, entonces, que autores como Brian Loveman y Elizabeth Lira, pioneros en el estudio de la historia de la reconciliación política entendida como una forma pragmática de apuntalar un orden severamente cuestionado, si no violentamente repudiado, obvien la relevancia del Club respecto al acercamiento entre personajes de la élite enemistados por razones políticas coyunturales y, a un mismo tiempo, de larga data. La omisión resulta menos comprensible aun cuando se recuerda que en el siglo XIX las rupturas de esa índole respondieron principalmente a disensiones al interior de la élite, antes que a conflictos entre diferentes actores sociales. Esto hizo que la búsqueda de la con­ cordia no siempre se limitara a la elaboración de consensos en torno a los principios del sistema político vigente, sino que además supusiera un proceso de reconciliación a escala personal, emotivo más que partidista. Aludiendo al Club de la Unión, Kónig escribió cuando corrían los 1880s: “Este nombre pacífico fue en su orijen un distintivo guerrero”.131 Pocos años después volvería a adoptar la postura militante de sus inicios, por décadas inoperante, aun­ que con una notoria diferencia: a la beligerancia electoral sucedió el compromiso del Club con la revolución armada contra el gobierno de José Manuel Balmaceda (1886-91). En las vísperas de la Guerra Civil de 1891, el Club de la Unión repre­ sentó el cuartel general del sector opositor, conformado por radicales, conservado­ res y la mayoría de los liberales. Por eso, el mismo día en que se dio oficialmente inicio al conflicto armado, el 7 de enero de 1891, el intendente de Santiago ordenó la inmediata clausura del sedicioso club social.132 El Recluta, órgano del ejército, no andaba descaminado cuando designó al Club de la Unión como el “centro de la conspiración contra Balmaceda”.133 Atendiendo al gran número de socios de la institución tomados prisioneros por el gobierno, el patio de la cárcel donde estaban reunidos pasó a ser conocido como el “Club de la Unión”.134 Este episodio revo­ lucionario del Club, empero, no supuso el abandono de su función tradicional: favorecer la cohesión social de la clase dirigente, por sobre las diferencias políticas de sus agentes. A fin de cuentas, en sus salones se forjó la alianza, integrada por casi todos los sectores de la élite, contra el gobierno de Balmaceda; en tiempos de paz o de agitaciones bélicas, en sus dependencias cerraron filas los hombres de la oligarquía. Estos concibieron su oposición a Balmaceda como un gesto de defensa y desagravio ante el ascenso de políticos advenedizos (burócratas en control de los codiciados recursos del Estado enriquecido con las rentas salitreras), en teoría faltos de las virtudes cívicas, de la legitimidad y del don de mando, convencionalmente atribuidos a la élite tradicional. Cuando Guillermo Puelma Tupper afirmó, según

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refiere Orrego Luco, que “todos los caballeros figuran en la oposición, solamente los siúticos, los infelices, los empleados públicos, están con el Gobierno”,135 de seguro no hacía más que interpretar el sentir general de las familias de la élite. Este “conflicto de casta”, aparte de actuar como uno de los móviles de la Guerra Civil, suministró a los actores de la tragedia una de las claves interpretativas del aconte­ cimiento; en ocasiones, incluso los miembros del bando balmacedista percibieron sus esfuerzos como parte de una batalla librada entre la gente sin posición social y la aristocracia.136 El líder conservador Abdón Cifuentes escribió años después, re­ cordando el episodio en cuestión: “La sociedad en todo lo que representaba de más influencia y prestigio por el talento, el nacimiento, la fortuna, la ilustración, aun en el clero y en el ejército, se puso en favor del Parlamento”.13 En 1920, Edwards Bello señaló que la Guerra Civil de 1891 había sido experimentada como una lu­ cha entre el “roto” y el Club de la Unión.138 Puesto que el eje del conflicto fue el desacuerdo entre el poder ejecutivo y el Con­ greso, el Club de la Unión suministró un foro alternativo para la articulación de la oposición parlamentaria a la administración de Balmaceda. Habiendo cambiado el contexto en el que operaba el Club, también lo hizo su función: en vez de servir como válvula de escape a las presiones del sistema político, ahora contribuyó a polarizarlo. Aunque por poco tiempo. Una vez concluida la Guerra Civil, el Club de la Unión nuevamente abrió sus puertas a la clase dirigente en su conjunto, incluidos la mayoría de los pocos aristócratas balmacedistas expulsados de la institución en 1891.1 v> Al igual que en las dependencias del Banco Mobiliario, en el Club de la Unión se propendió al acercamiento entre los enemigos de la jornada previa. Se adivinan razones tácticas tras este gesto de reconciliación. Resultaba prudente incorporar a los líderes balmacedistas a la institución que, para todos los efectos prácticos, constituía una rama esencial del Congreso, tanto en periodos de estabilidad institucional como de aguda crisis política. Téngase presente que el Partido Balmacedista o Liberal-Democrático contó con repre­ sentación parlamentaria desde las elecciones de 1894 (veintidós diputados y cuatro se­ nadores), y ya en 1897 pasó a integrar un gabinete de coalición del gobierno presidido por Errázuriz Echaurren. Durante la República Parlamentaria, el Club de la Unión sirvió de teatro para las maniobras y los acuerdos políticos entre los diferentes sectores de la clase diri­ gente, a un grado sin precedentes. Dicho periodo se caracterizó por las constantes negociaciones entre partidos y facciones abocados al adelantamiento de sus inte­ reses particulares, ya sea en la forma de dividendos electorales, recursos fiscales o posiciones ventajosas en el aparato estatal. Durante esas décadas, los salones del Club parecen haber representado un foro político más compartimentalizado que antes, donde volátiles camarillas políticas, antes que partidos de férrea disciplina interna, tramaban planes y estrategias, difundían rumores, comentaban las últimas noticias, consideraban los discursos recientes y discutían los proyectos legislativos

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del momento. Carlos Vicuña Fuentes, testigo imprescindible de los entretelones de la política durante el primer tercio del siglo XX, no erraba cuando escribió que el “Congreso y la Moneda han sido muchas veces tan sólo el proscenio público del drama político real desenredado en sus salones reservados”.140 Alberto Edwards Vives refiere por su parte, en un artículo publicado en 1927, que después de la Guerra Civil de 1891 el Club constituía un “foro en miniatura de la aristocracia chilena”.141 Arturo Alessandri Palma, durante su campaña presidencial y también en su gobierno (1920-25), insistió sobre lo mismo, como lo atestiguan sus inter­ venciones públicas consignadas por la prensa. Es sabido que su rival en la elección de 1920, Luis Barros Borgoño, era el presidente del Club; motivado por esto, Alessandri comentó, cuando en gira por las provincias del sur, que sus oponentes políticos querían entronizar a un mandatario “ungido por un grupo estrecho de socios del Club de la Unión”.142 La victoria electoral de Alessandri supuso una derrota de esa influyente camarilla de socios, pero, de ninguna manera, su rendición incondicional. Desde la perspec­ tiva de la oligarquía, el gobierno de Alessandri representaba una amenaza para su centenaria hegemonía política y para el orden social identificado con sus intereses particulares. Ante las demandas por un sistema político más democrático, principal­ mente formuladas por los líderes, reformadores o revolucionarios, de las emergentes clases media y trabajadora, la élite tradicional propendió a la resistencia, sacrificando necesarias reformas sociales con el fin cortoplacista de abatir la fuerza política de sus adversarios. La estrategia usada por la camarilla denunciada por Alessandri se tradujo en la sistemática obstrucción parlamentaria a las iniciativas de su gobierno. ¿Por qué medios hicieron efectivo dicho boicot? En parte, según Gertrude M. Yeager, modificando el rol jugado por el Club, hasta entonces, en el sistema político. El tra­ dicional escenario de la competencia política desarrollada al interior de la oligarquía ahora movilizó sus fuerzas, antes divididas, contra un objetivo común, contra una amenaza que parecía comprometer los ancestrales privilegios de todos sus miembros: el gobierno de Alessandri. No sin razón, si se considera que el 31% de los diputa­ dos y el 67% de los senadores eran miembros de la institución, Alessandri atribuyó la inactividad de su gobierno a la hostilidad de los numerosos socios del Club que eran parte del Congreso. Alessandri, aunque era miembro del Club de la Unión, a partir de 1920 evitó visitar sus salones, a no ser cuando, en aras de la distensión del enfrentamiento político que maniataba a $u gobierno y minaba las aspiraciones de sus partidarios, intentó alcanzar acuerdos políticos con sus rivales. En esta lid, que no conoció más que treguas parciales, efímeras, el Senado y el Club de la Unión se alza­ ron como los mayores bastiones defensivos de la oligarquía, empeñada en mermar las fuerzas a favor del cambio.143

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LOS ENTRETELONES DEL MERCADO MATRIMONIAL: EL PODER DE LAS MADRES

Cualquier análisis histórico de la familia y de las formas de sociabilidad propias de la élite, para no pecar de parcial, debe detenerse a considerar el caso de las mujeres patricias, y discernir qué responsabilidad les cupo en las decisiones y el manejo de sus familias. En una época en la cual el poder, la riqueza y el status tendían a concentrar­ se en las mismas manos, el matrimonio ventajoso constituyó un recurso clave en la adquisición y consolidación de posiciones de privilegio. ¿Quién controlaba este vital recurso? En su estudio comparado de Chile y Ar­ gentina, Diana Balmori y Robert Oppenheimer sostienen que, al estar vedada a las mujeres la incorporación -e incluso el acceso, a no ser por el gran baile anual- a los clubes sociales decimonónicos, éstos contribuyeron a “institucionalizar el poder masculino y a excluir a las mujeres” de las instancias conducentes a la forja de las “alianzas familiares”, proceso en que hasta entonces habrían interpretado un “rol, • •importante” . 144 aunque pasivo, Faltan las razones de peso para adherir a esta interpretación. Y si se atiende a la situación de las madres de familias acomodadas, más bien abundan los motivos para desecharla. La emergencia de la alta sociedad capitalina, lejos de debilitar la posición de éstas, convirtió a las madres en agentes fundamentales de la reproducción social de la oligarquía. Pese a no formar parte del Club de la Unión, inexpugnable bastión masculino, existen numerosos testimonios que indican la activa intervención de las madres en los preámbulos a la conformación de nuevos matrimonios, lazos de pa­ rentesco y alianzas de familia. Por centrar exclusivamente su atención en la sociedad masculina recluida al interior de los clubes, Balmori y Oppenheimer desatendieron el resto de los componentes del contexto social en el cual el Club de la Unión re­ presentaba sólo uno de los factores en juego. Al proceder de esta manera, parecen insinuar que el matrimonio respondió a un trato consumado entre hombres, líderes familiares que en adelante habrían negociado sin consultar a sus esposas -y de es­ paldas a sus hijos e hijas. De su argumento se infiere que la creación del Club de la Unión habría producido un decidido giro hacia una sociedad todavía más patriarcal que la de antaño. Esta tesis pierde validez si se considera que hacia la década de 1860, cuando se fundó el Club, la conformación de las parejas con miras al matrimonio dependía cada vez más de las voluntades y deseos de los individuos directamente involucrados. En otras palabras, no tanto de los padres o familiares como de los posibles contrayen­ tes. La búsqueda de una pareja de espíritu afín comenzaba a ser considerada como una preocupación legítima, un móvil con cartas de ciudadanía, a condición de no comprometer seriamente ni el status ni la dignidad de la familia. Vicuña Mackenna,

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quien concibió su Historia crítica y social de la ciudad de Santiago como una des­ pedida a la urbe colonial y a las ancestrales costumbres de su aletargada sociedad, sostuvo en sus páginas que a mediados del siglo XIX el afecto recíproco comenzaba a imponerse a la hora de evaluar si procedía o no efectuar un matrimonio, asunto que ahora estaba crecientemente en manos de los futuros cónyuges. “El corazón, como las enfermedades de nervios, son atributos exclusivamente modernos de la sociabili­ dad chilena, i tanto, que algunos antiguos creen todavía que lo uno i lo otro no son sino una ficción a la moda’’.145 Hay que admitir que no todos los testimonios coinciden en este punto. La casi total inexistencia de estudios sobre la materia, particularmente inaprensible y difícil de documentar, obliga a considerar con especial cuidado la evidencia disponible. En la década de 1820, Gilbert Farquhar Mathison observó que en la élite chilena los “matrimonios tienen lugar a edad muy temprana, y responden principalmente [...] a la elección de los padres, quienes siempre esperan la sumisión a sus deseos”.146 Según Gilliss, al promediar el siglo las mujeres carecían del “derecho de elección”, por lo que todavía eran “frecuentemente forzadas a usarse ”.14 La madre de Luis Orrego Luco pasó por ese trance: casarse “sin amor, para acceder a la voluntad de su familia”.148 Queda claro que las mujeres estaban comúnmente marginadas de los procesos con­ ducentes a la concertación de los enlaces matrimoniales. En relación con el matrimo­ nio, como en tantos otros asuntos de vital importancia, éstas no se encontraban en pie de igualdad con los hombres. Como regla general, mientras éstos podían elegir mujeres de su gusto, y solicitarlas personalmente o por intermedio de sus padres o re­ presentantes, aquellas debían conformarse con ser seleccionadas, si bien a veces se ha­ llaban en situación de aprobar o rechazar a los candidatos interesados en casarse con ellas. Adriana Montt, en una carta dirigida a su nuera en los 1820s, acertó al escribir que “los hombres se casan con quien quieren y las mujeres con quien pueden”.149 Frente a estos testimonios contradictorios, cabe pensar que la paulatina deslegi­ timación de dicha práctica no condujo necesariamente a su extinción inmediata. Es probable, por otra parte, que en la primera mitad del siglo ni el control de los padres sobre los asuntos familiares ni los matrimonios de conversada hayan representado normas indiscutidas. ¿Qué conflicto podía generarse cuando las elecciones íntimas de los individuos -personas con perspectivas matrimoniales- no atentaban contra el bienestar colectivo o el honor de sus propias familias? Como enseñan sus tempranos cultores, el ideal romántico (a falta de un adjetivo mejor) del amor marital, no es una invención tardía del siglo XIX; en la práctica, fue cultivado desde temprano, aunque posiblemente con más frecuencia después que antes del matrimonio.1^11 La novela Martín Rivas, de Blest Gana, da cuenta del conflicto entre el matrimo­ nio por amor y aquel por conveniencia. Como institución social, este último ope­ raba en un mundo donde el grupo, en especial la familia, con frecuencia poseía una mayor gravitación que los individuos al momento de definir la trayectoria vital de

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las personas, tanto más cuando éstas eran mujeres de posición. Concebida como un estudio social, esta novela de costumbres refleja el carácter transicional del periodo. De un lado, en sus páginas el uso instrumental del matrimonio y la prevalencia del interés material en tanto criterio configurador y móvil de las relaciones sociales más diversas, es criticado en forma sistemática, satirizado incluso. Del otro, el amor, con­ cebido como un sentimiento capaz de allanar los prejuicios sociales que separan a los genuinos amantes, es celebrado y finalmente reivindicado mediante el matrimonio de Martín, modesto pero emprendedor joven de provincia, y Leonor Encina, joven de acaudalada familia. De esta manera, Martin Rivas expresa el cambio a la par que lo instiga, en cuanto concede al amor, sucedáneo de la virtud de sus protagonistas, la capacidad de reformular el orden de las familias, sobre la base de consideraciones afectivas y espirituales, más que meramente materiales y sociales. Recreando un tó­ pico ya entonces clásico de la literatura occidental -el matrimonio entre desiguales-, Blest Gana ofreció un testimonio sociológico dotado de una acentuada dimensión ética, pues junto con representar, siempre atento a la veracidad histórica del relato, a la sociedad santiaguina de mitad de siglo, dotó a su novela de un carácter edificante: los nuevos valores encarnados en el enlace entre Martín y Leonor parecen una invita­ ción a repudiar las añejas convenciones sociales. Digo parecen porque, bien mirado, este quiebre no es radical. De hecho subyace a la celebración del amor la valoración del mérito individual como medio alternativo de ascenso social; así pues, se reduce pero no se elimina necesariamente el peso de la fortuna o el nacimiento en relación con el matrimonio. Más bien se trueca la riqueza ya poseída por la capacidad de hacerla. Porque Martín Rivas, en rigor, sólo conquistó a la altanera Leonor cuando ella cobró conciencia de los beneficios económicos y la salvaguarda del honor familiar adeudados por los suyos a los diligentes servicios y gestiones del protagonista. En estos términos justifica su elección sentimental ante su familia: señalando, con el aval de la experiencia, que su probado talento y empuje en materias prácticas, le auguran un porvenir próspero. Siendo la pobreza de Martín un estado transitorio, nada fatal, desaparecen los reparos ante la relación amorosa que sostiene con Leonor. El párrafo final de la novela confirma esta interpretación: el padre de Leonor cede a Martín, ya miembro de la familia, la administración de sus negocios, para dedicarse de lleno a la política.151 Aunque el enlace entre Martín y Leonor representa una anomalía, la novela ense­ ña cuan problemáticas resultan las generalizaciones sobre los usos y costumbres atingentes al matrimonio. El reparto de los personajes y la trama de la historia narrada en Martín Rivas, comprenden un abanico de posibilidades que, en último término, remiten a los caracteres individuales. En este relato, también se da el caso de una joven que accede a renunciar a su amor por casarse con el pretendiente impuesto por su padre, quien, indiferente a la felicidad de su hija, actúa con arreglo a cálculos eco­ nómicos. Pero el móvil del amor aparece con frecuencia. Cuando de mujeres se trata,

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se hace hincapié en el rol de la novela romántica, difundida en formato de libro o vía folletines, en tanto fuente de educación sentimental que postula pautas específicas de comportamiento y evaluación, un particular género de sensibilidad y una novedosa forma de trato amoroso. Si el amor es un elemento a considerar según parámetros novelescos, a menudo las cartas de amor se ciñen a las convenciones propias de la literatura romántica. Incluso los padres ocupados en gestar matrimonios por razones materiales, finalmente consideran necesario saber si los peones de sus jugadas se aman entrañablemente. En este contexto, la autoridad paterna comienza a ceder parte de sus prerrogativas. En resumen, a la par de las mujeres “que se casan por su voluntad”, hacia 1850 al menos, todavía abundan las “obedientes y resignadas” que se pliegan a los deseos paternos.15- De cualquier modo, más importante que saber si el amor está presente o no en el corazón de los novios, y cuál es su peso real ante los enlaces matri­ moniales, es reconocer ese cambio en la sensibilidad, propio de la cultura moderna, que supone percibir a esta disposición afectiva “como parte crucial”, en expresión de Charles Taylor, “de lo que hace que una vida sea valiosa y significativa”.153 La influencia ejercida por padres y madres, si bien aún vigente en el cambio de siglo, parece haber sido sutil antes que compulsiva, un poder de veto destinado a orientar en lugar de una férrea autoridad abocada a la subordinación de las jóvenes a los dictámenes de la voluntad paterna o materna. A raíz de la emergencia de la alta sociedad santiaguina, el horizonte abierto a la intervención de padres y madres (o de los parientes mayores) en la formación de los matrimonios entre miembros de la élite, en vez de ampliarse, se redujo. La creación de un mercado matrimonial, de una temporada social dotada de eventos primordialmente destinados a favorecer la gestación de nuevos enlaces matrimoniales, mermó la legitimidad al tiempo que tornó innecesaria, si nos ceñimos al panorama general, su intromisión directa en ta­ les asuntos. Desde la creación de un mercado matrimonial en Europa, alrededor del 1700, la alta sociedad urbana contó con pasatiempos socialmente exclusivos, merced a los cuales el cortejo pudo desarrollar una dimensión afectiva: el peligro de relacio­ nes indebidas -léase: con alguien de otra condición social- quedaba excluido de an­ temano o, cuando menos, reducido al mínimo.154 Acá ocurrió algo similar. Tal como en Europa, la alta sociedad de Santiago suministró un selecto medio social donde los jóvenes de la élite podían entablar relaciones de amistad, eventualmente de noviazgo, con personas de su misma clase, pero no necesariamente cercanas a sus familias. De esta manera, los deseos de las mujeres y los hombres solteros, ya basados en el amor, ya en consideraciones materiales o en una combinación de ambos elementos, se con­ virtieron en factores de peso en las etapas preliminares del matrimonio. Ahora, el que los padres cesaran de intervenir con la desenvoltura e independen­ cia, o bien con la legitimidad incuestionable de antaño, en lo relativo al matrimonio de sus hijos, distó de implicar su exclusión de los eventos y rituales del cortejo. Los pa­ dres, a quienes los hijos solicitaban su consentimiento, podían desalentar una relación

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o precipitar los eventos conducentes a culminar en un enlace. En este esquema, los actores protagonices formaban parte de una representación colectiva cuya asignación de roles genéricos contradice la tesis esbozada por Balmori y Oppenheimer, toda vez que no eran los padres sino las madres quienes, cumpliendo devotamente el papel de chapetonas, decidían por sobre otros parientes quién podía cultivar la amistad de sus hijas. Siendo espectadoras participativas -sólo por excepción pasivas- de la escena del cortejo, las madres podían restringir el espectro de novios potenciales, con arreglo a sus propias preferencias. De no mediar la aprobación de la madre, el cortejo tendía a volverse inoperante. Valgan, como ilustración, estas palabras de una mujer de la élite, reminiscencia de su juventud publicada en 1910: “Las mamas nos seguían de cerca á las fiestas y paseos [...] Vivían pendientes de con quién estaría bailando la niña; tenía­ mos obligación de presentarles á los jóvenes con quienes bailábamos”.15S El centro de Santiago, para seguir con Edwards Bello, era el lugar donde las madres “salen a pasear sus hijas casaderas”.156 Por su parte Orrego Luco anotó en sus memorias que ellas “acompañaban siempre a sus hijas a fiestas y jamás les permitían salir solas”.1'' Dado el valor estratégico del matrimonio, todas las madres, incluso las que repudiaban la vida mundana por considerarla moralmente nociva, intentaron cumplir cabalmente su misión de chaperonas. Dicho rol, asimilado a una misión moral, garantizó una reproducción social -un tránsito de las generaciones- en armonía con el orgullo de casta que distinguió a la oligarquía. Ni siquiera Martina Barros, quien en su juventud, a inicios de los 1870s, había cometido la temeridad de traducir ese clásico del femi­ nismo liberal que es la obra de John Stuart Mili, The Subjection ofWomen, dejaría de consagrarse religiosamente al cumplimiento de sus deberes maternales.1SK Las madres se mantuvieron como brokers del mercado matrimonial hasta co­ mienzos del siglo XX.159 Ejercieron este papel en un periodo en que las familias de la élite abandonaban paulatinamente su tradicional calidad intimista, casi introvertida: una vida cotidiana que tendía a circunscribirse al ámbito doméstico y sus rutinas. El desarrollo de una alta sociedad y por extensión de una temporada formal, de una season en conformidad con modelos europeos, aumentó el tráfico social y diversificó los espacios de sociabilidad aristocrática. Se gestó así un amplio mercado matrimonial que, junto con estimular una mayor integración social de las familias tradicionales de la élite, permitió la vigorizante incorporación de nuevos elementos.160 En este contexto, las madres sobresalieron. Al ser las casas y no el Club de la Unión el esce­ nario central de las reuniones mixtas, ellas pudieron influir sobre el destino social de sus hijas. Aunque el Código Civil de 1855 consagraba la supremacía masculina -de padres y/o maridos- sobre los integrantes de sus respectivas familias,161 las mujeres casadas, situadas en una posición muy desventajosa en el plano jurídico, detentaron este importante recurso carente de sanción legal, pero avalado por la costumbre. El papel de chapetona comprendía diversas obligaciones. Cuando los bailes de sociedad con fines matrimoniales, los parques y los paseos diseñados para erradicar

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el letargo colonial, y los atractivos del comercio suntuario y las funciones de ópera, acabaron con la antigua reclusión doméstica de las jóvenes (en adelante puestas en circulación), las madres siguieron de cerca los pasos de sus hijas, atentas a cuanto ocurría en torno suyo. Esto explica que la forma canónica del cortejo haya consistido en un elaborado intercambio de miradas y sonrisas preñadas de insinuaciones, ya fue­ se en los paseos o en el circuito peatonal de la Plaza de Armas. De ahí que el retrato de las madres ejecutado por hombres, asimismo, coincida en destacar la desconfianza desmesurada, el recelo implacable y quizá por eso fácilmente caricaturizable, con que ellas montaban guardia a sus hijas. Orrego Luco refiere que a finales del siglo XIX éstas se paseaban en los bailes “bajo el fuego de las miradas inquisitoriales de las mamas”.162 En el centro de Santiago, teatro de diarios trajines femeninos, hacia 1910 Edwards Bello observó que algunas madres ponían “caras agresivas, como si les fueran a hacer peligrar sus trabajos nupciales”.163 Del otoño a la primavera, las chapetonas afanaban en la capital. El verano, época de vacaciones, no les daba mayor respiro; con el desarrollo de los balnearios del litoral central apareció una nueva temporada social, con su mercado matrimonial com­ plementario al de Santiago. Ningún pueblo rivalizó con Viña del Mar, cuyo rápido desarrollo le puso tempranamente a la cabeza de los centros de veraneo frecuentados por la clase dirigente. A partir de 1863, cuando se concluyó el ferrocarril entre San­ tiago y Valparaíso, el área aledaña al puerto empezó a atraer a los habitantes de la capital. A semejanza de las comunidades de comerciantes extranjeros de Valparaíso, que a partir de la década de 1870 comenzaron a levantar chalets en Viña del Mar, las familias de la élite santiaguina pronto adquirieron el gusto por el nuevo balneario, al cual emigraban en masa cada verano. Ya a finales de los 1870s, Viña gozaba de una sólida reputación mundana. La joven Amalia Errázuriz, atendiendo a los consejos y a las prevenciones de su institutriz inglesa, un verano, antes de viajar al nuevo balnea­ rio, realizó un retiro espiritual destinado a “fortalecer mi voluntad contra los peligros de disipación que había de encontrar en Viña del Mar”.164 En 1905, un entusiasta cronista social definió al balneario en cuestión como la “Costa Azul, la Riviera de Sud América”.165 Después de todo, allí se reunía la sociedad elegante de Santiago con veraneantes procedentes de Buenos Aires. “Es un imán [...] con un poder de atracción de largo alcance”, llegó a escribir un visitante extranjero que, a la luz del progreso de Viña del Mar, le presagió una “fama mundial”.166 A inicios del siglo XX, considerando que el presidente y sus ministros pasaban las vacaciones en Viña, hasta el gobierno trasla­ daba temporalmente sus actividades a Valparaíso.167 Durante la presidencia de Juan Luis Sanfuentes (1915-20), un vagón pullman era acoplado al expreso que viajaba los sábados al puerto, a fin de transportar al “gran número de parlamentarios” que, mientras veraneaban en Viña del Mar, durante la semana asistían a las sesiones del Congreso en la capital.168 Era de esperarse, pues, que la vida social de este balneario

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fuera, si no más, cuando menos igual de intensa y desgastadora que la de Santiago. Orrego Luco, quien en marzo de 1911 había celebrado la constitución de una agi­ tada temporada social viñamarina,169 apenas un año más tarde afirmó, esta vez en tono de desaprobación, que en Chile “se marcha al veraneo para continuar la vida de ciudad, con mayores exigencias todavía”.170 Ese mismo año, el clérigo y crítico litera­ rio francés Omer Emeth (Emilio Vaisse) amonestó sentenciosamente a sus lectores: “En las playas elegantes os veo padecer de los mismos despotismos de siempre”,171 aludiendo también a aquellos balnearios del litoral central, que, aun cuando menos cosmopolitas y más modestos que Viña del Mar, no dejaban de atraer a las familias patricias de la capital. Respecto a la presentación en sociedad de las jóvenes ya en edad de casamiento, los padres interpretaban un papel secundario. Estaba a su alcance pasearse con sus hijas, por ejemplo a la vista del selecto público del Parque Cousiño, ojalá en un lujoso coche abierto. Podían, también, llevar a sus hijas y sobrinas a las funciones de ópera. Tan importante era la introducción de las jóvenes a la sociedad mascu­ lina (hasta 1910, las luces del Municipal permanecieron encendidas durante las funciones), que, con el objeto de exponerlas debidamente ante los solteros sentados en la platea, lo común era acomodarlas en la primera fila de los palcos.172 En su diario inédito, Inés Echeverría, ponderando la función desempeñada por aquellos, llegó a escribir que “lo que se iniciaba en el Municipal, lo remataba la bendición del cura”.173 Pero no había evento capaz de eclipsar la supremacía de los bailes de etiqueta y de fantasía en la vida social de la élite. Además de representar los ma­ yores escenarios del mercado matrimonial, servían para señalar quiénes formaban parte de la alta sociedad chilena. Las listas de invitados, publicadas en la vida social de la prensa santiaguina, demarcaban claramente las fronteras de lo que entonces se conocía como el gran mundo.11 Que en las páginas sociales no se omitieran comentarios sobre el acontecer político nacional e internacional, rinde testimonio de la escasa autonomía de la política frente a la vida de sociedad, o, si se prefiere, de la vigencia de un régimen oligárquico. En el cambio de siglo, diarios y revistas contribuyeron a estructurar las jerarquías sociales en una forma tal, que trascendía la vida cotidiana y el voyerismo urbano; en virtud de sus páginas sociales, los exclusivos eventos de la oligarquía mudaron en objetos de conocimiento público. “Mediante este sistema representativo, que tanto halaga al santiaguino, no habrá acontecimiento que suceda en la familia, que no pro­ cure convertirlo en público”.1 Cuando no las imágenes, la descripción de los atuen­ dos femeninos concedió al consumo conspicuo un poder de irradiación capaz de exceder los límites del entorno inmediato. Ya en la década de 1880, el político radical Carlos Toribio Robinet, en palabras de Orrego Luco, escribió “crónicas sociales muy comentadas y aplaudidas por las damas, en las que hablaba de las grandes fiestas, que adornaba con la descripción de los grandes trajes de los concurrentes, por lo que su

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amistad era muy solicitada en los salones”.176 Es entendible que uno de los personajes secundarios de la novela Casa grande (1908), el best setter de Orrego Luco, sea un cronista social “solicitado por las damas con pequeñas amabilidades, o coqueterías, esperando llegar a las eternidades de la fama social en recortes de periódico”.1 Las portadas de un medio como La Revista Azul, que acostumbraba reproducir retratos fotográficos de jóvenes mujeres de la sociedad santiaguina (y, ocasionalmente, viñamarina y serenense), ofrecieron un medio de exposición social análogo a la primera línea de los palcos del Municipal. En esta sociedad urbana en proceso de expansión, la sección social se constituyó en un significativo vehículo de propaganda; en un medio, puede decirse, de amplificación. La publicidad del estilo de vida de la élite, el testimonio, gráfico o verbal, de sus ritos y ceremonias, alimentó la fantasía y despertó la admiración (paso por alto el resentimiento) de la clase media y de las familias de alcurnia privadas de fortuna, conquistándole un público que excedía con creces el número de los testigos presenciales de sus pasatiempos. Desde comienzos del siglo XX se observa en plena actividad esta dinámica pública, graficada en la historia de mujeres de clase media que sucumbían al hechizo de la sección social de la prensa de Santiago. Cito el relato de Marta Vergara alusivo a las seis hermanas con quienes vivió en algún momento: El alimento de sus sueños se los daba la lectura de la vida social de El Mercurio. Una leía en alta voz y las otras escuchaban. El interés les alcanzaba hasta para las largas listas de

asistentes a algún sitio. Sobre todo para eso. Sus propios nombres no aparecían nunca en éstas, pero ellas sabían quién era quién en la sociedad.' 8

Ya en tiempos de la Colonia, la familia extensa descolló en tanto agente socio­ económico en las capas superiores de las sociedades latinoamericanas. Sobre todo desde mediados del siglo XVIII, y hasta comienzos del XX, un reducido grupo de familias se elevó a una sólida posición de preeminencia social y económica; también, a veces, como resultado del proceso de cambio inaugurado por la Independencia, adquirieron el control político de sus respectivos países. En general, estas familias conquistaron sus privilegios en el curso de tres generaciones, mudando de estrate­ gias conforme a los desafíos a enfrentar. Mediante la consagración de matrimonios ventajosos, forjaron alianzas familiares y redes sociales con las cuales ganaron los aliados necesarios para ampliar el radio de su influencia, así como para sobrellevar los periodos de estrechez económica y agitación política.179 Es cierto que la familia de la élite chilena fue una versátil protagonista de la historia nacional; en su análisis, pues, radica la posibilidad de comprender no sólo los mecanismos del poder en todas sus expresiones, sino cómo se perpetuaron las condiciones de dominación propicias a la hegemonía de la clase dirigente. Respecto a la conformación de alianzas familia­ res, sin embargo, hay que tener presente que el matrimonio o el nombramiento de

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padrinos y madrinas son por naturaleza recursos limitados, que en el pasado, como ahora, se usaban, además, tanto para reforzar anteriores vínculos de parentesco como para crear nuevos lazos con otras familias. Cuando en enero de 1828, consciente ya de la inminencia de su muerte, Adriana Montt escribió una carta de despedida a su hijo José, le aconsejó lo siguiente: “Deja casar a tus hijos tan pronto puedan hacerlo; no interrumpas la costumbre de los que prefirieron parientes a extraños, se entiende no siendo demasiado parientes que den frutos pasmados”.180 En pocas palabras, la endogamia se dio con holgura en las fa­ milias de la élite, al extremo de practicarla, según refiere un testimonio de mediados del XIX, “entre los grados prohibidos de la consanguinidad”.181 Durante la Colonia y el siglo XIX, la Iglesia Católica incluso permitió el matrimonio entre primos de primer grado, y entre tíos y sobrinas, pese a contravenir las normas estipuladas en el derecho canónico que prohibía la celebración de matrimonios entre personas con lazos de consanguinidad y afinidad hasta el cuarto grado. La concesión de dispensas que eximían a los solicitantes de tales impedimentos, si bien frecuente, no estuvo al alcance de todos los interesados, producto del costo y del tiempo que demandaban las gestiones pertinentes ante el obispo, única autoridad eclesiástica facultada para aprobar enlaces que contravinieran las reglas oficiales de la Iglesia. Es muy probable que en Chile la endogamia, a semejanza de lo ocurrido en otras sociedades latinoa­ mericanas, haya obedecido en parte a estrategias patrimoniales destinadas a fortalecer la institución de la familia.182 En todo caso, los casamientos entre parientes de primer grado no despertaron mayores recelos a mediados del siglo XIX; en la novela Martín Rivas nadie objeta el matrimonio entre dos primos hermanos atendiendo al vínculo de consanguinidad entre los contrayentes. Las formas de sociabilidad vigentes, por ejemplo en la década de 1860, alentaban la formación de enlaces entre primos. Eran comunes entonces, como alguien recordó más tarde, las reuniones sociales conforma­ das por “círculos muy íntimos [...] con exclusión de todo elemento extraño, llegando a ser a veces tan numerosa la concurrencia de hermanos y primos, que resultaba animadísimo baile. Tales eran las famosas primadas [...] que se reunían en algunas de las casas de las señoras que eran troncos numerosos de numerosas familias e im­ provisaban animadísimas tertulias”.183 Aunque es probable que la constitución del mercado matrimonial haya desin­ centivado este tipo de endogamia, no se pueden formular respuestas definitivas en ausencia de trabajos prosopográficos de envergadura. Esto, con todo, es seguro: la emergencia de la alta sociedad permitió la integración de la élite en el contexto de una sociedad urbana, capitalina, cada vez más compleja. En respuesta a esta realidad, la estrategia de las alianzas familiares requirió ser complementada con los lazos crea­ dos por una sociabilidad de tempo continuo, capaz de abarcar, en sus distintas mo­ dalidades, a un mayor número de personas. La ciudad colonial de los parientes, por decirlo de algún modo, necesitaba dar paso a la utopía moderna del París americano.

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Este proceso implicó el desarrollo de una cultura urbana que, en la segunda mitad del XIX, ayudó a trazar distinciones inequívocas entre las costumbres de la élite y, por otra parte, los modos de vida populares y mesocráticos, prestando así otro pie de apoyo a la estructuración de la jerarquía social. La conciencia y sensibilidad ante las distinciones sociales reconocible en los miembros de la oligarquía, enseña con qué persistencia trataron de desarrollar, en un medio ya marcado por radicales contrastes, una serie de prácticas destinadas a validar la desigual distribución de los recursos económicos y el control oligárquico del Estado. Mediada por el exclusivo capital cultural y simbólico de la élite, que ayudaba a esencializar o naturalizar las diferencias sociales históricamente constituidas, la dominación de ésta cobraba la apariencia de un destino no susceptible de ser modificado. En pos de la distinción social, la élite alentó la segmentación territorial de los espacios urbanos en conformidad con lineamientos de clase, cambiando la fisonomía de la capital y, de paso, interviniendo en la vida diaria de sus habitantes. Objetivo central de este capítulo ha sido ilustrar a qué extremo la historia de la clase dirigente se encuentra entreverada con la de Santiago. Desde mediados del siglo XIX, el centro de la ciudad fue en buena medida reconstruido por la élite, que se empeñó en minimizar las huellas tangibles del pasado colonial, para adoptar y arraigar en su experiencia cotidiana modos de vida afines a las formas de la civilización occidental encarnadas por las clases dirigentes europeas. Sin la remodelación de Santiago, difícilmente ha­ brían podido desenvolverse los tipos de sociabilidad que dieron vida a la alta sociedad capitalina y actuaron como fuerzas motrices del mercado matrimonial.

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II SALONES Y SALONIÉRES

Las buenas maneras son el arte de hacer sentirse a gusto a la gente con quien conversamos. Jonathan Swift (Publicado postumamente, 1754)

Todas las memorias escritas por aristócratas oscilan con soltura entre la vida privada de sus protagonistas y el curso, agitado o sereno, de los asuntos públicos. Dicha es­ tructura narrativa no obedece tanto al talento literario de sus autores como al legado de un régimen oligárquico en que los salones y otros espacios de sociabilidad elitaria representaban centros exclusivos de poder e influencia. Con arreglo a las convencio­ nes del género, sus memorias hablan del acontecer público del cual fueron testigos y/o actores privilegiados; las suyas en ser voces eminentes y autorizadas de una his­ toria ilustre digna de ser recordada. Ello no obsta para que relaten, cierto es que sin penetrar a fondo en lo recóndito de la existencia, aspectos de la vida privada de sus autores, hecho que emparenta a estas obras con las autobiografías modernas, modali­ dad testimonial proclive al escrutinio del sujeto y a la exposición de su intimidad.1 Pues bien, este capítulo aborda la historia -el ascenso y la declinación- del salón decimonónico, institución social identificada con un espacio que, a semejanza de las memorias, operó como un cauce en donde lo público y lo privado mezclaron sus caudales. En concreto, analizo su función como vehículo informal de autoeducación femenina. Para comprender mejor su elusiva historia, también considero el desenvol­ vimiento del salón en contrapunto con el desarrollo del sistema educacional, de las organizaciones intelectuales creadas al margen o como apéndices de la universidad, y del Club de la Unión. Debido a que el éxito del salón como institución social y cul­ tural guardaba estrecha correspondencia con la actuación y el talento de la saloniere, le concedo especial atención al análisis de su figura; poniendo en marcha la dinámica de los intercambios intelectuales sostenidos en el salón, ella dio forma al arte de la conversación asociado, de manera casi inextricable, con su historia. Los salones chilenos suscribieron sólo parcialmente la tradición forjada por sus homólogos europeos, cuya importancia radica en haber servido de acicate a la liber­ tad intelectual, al propiciar la confrontación crítica de las doctrinas establecidas; a la libertad de las mujeres, al concederle a las anfitrionas una instancia de autoexpresión y desarrollo personal sustraída a las restricciones tradicionales; y a la libertad social,

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al formar constelaciones de personas de clases y estamentos diferentes. El salón chi­ leno desempeñó las dos primeras funciones y, más que abstenerse de interpretar la tercera, jugó en su contra, toda vez que ofreció un foro propicio al desenvolvimiento de una cultura de élite inspirada, si atendemos a lo medular, en el ideal del diletante. Sabiendo que éste también se nutrió de la versión criolla del Grand Tour, no omito palabras para la influencia de esta experiencia en la formación de las mujeres y los hombres de la élite. Concluyo con una discusión comparada de las tertulias literarias de inicios del siglo XX y el salón decimonónico, tendiente a caracterizar la singulari­ dad histórica de este último.

La sesgada propagación de las

luces

El precario desarrollo de la educación formal, lastrada por métodos anticuados, y los obstáculos a la amplia difusión de la ilustración y alfabetización entre la población local, ya concernieron a los líderes criollos durante las postrimerías del periodo colo­ nial. Originalmente, éstos aspiraron a implementar las reformas necesarias en el marco del Imperio de los Borbones, siendo su mayor inspiración las doctrinas y los ejemplos provistos por la Ilustración española. A poco de iniciado el proceso de emancipación política, el progreso de la educación se erigió en objetivo central de todo gobierno nacional y de cualquiera agenda revolucionaria. Las instituciones de enseñanza hereda­ das de la Colonia, en lugar ser desechadas a propósito de la Independencia, sirvieron de base para la construcción del sistema de educación pública acometida durante la República. Patrocinada por el cabildo de Santiago, la creación de la Real Universi­ dad de San Felipe (aunque fundada en 1738, sólo dos décadas más tarde inaugurada oficialmente) respondió a la demanda local por educación superior. El Convictorio Carolino establecido en 1778 aspiraba a subsanar los vacíos dejados por la expulsión de los jesuítas ocurrida once años atrás. Abierta en 1797, la Academia de San Luis, obra del infatigable Manuel de Salas, constituyó, por su parte, una escuela vocacional com­ prometida con el estímulo del progreso material del reino, mediante la promoción de una instrucción de corte técnico-científico. El Instituto Nacional inaugurado en 1813, primera institución educacional instaurada por los cabecillas del movimiento patriota, nació como una síntesis de las instituciones ya aludidas, más el Seminario Conciliar; de modo que el nuevo establecimiento, temporalmente cerrado a causa de la Reconquista española hasta 1835 también cumplió las funciones de un seminario eclesiástico. El Instituto Nacional encarnó como ninguna otra institución el ideario patriota relativo a la educación. Considerado como la piedra angular de una comunidad cívica basada en un orden republicano, su misión era alumbrar ciudadanos instruidos y virtuosos, a los cuales competía dar vida a la nación.2

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Las reformas y propuestas educacionales formuladas e implementadas desde el periodo de la Independencia, compartían la creencia ilustrada en el progreso de las sociedades y en la perfectibilidad del género humano, merced a la acción conjunta de la razón y la educación conforme a su espíritu. Junto a la fe en el poder normativo de la ley y en la consiguiente plasticidad de usos y costumbres, los patriotas perci­ bieron la educación, fuese ésta producto de los establecimientos de enseñanza o del diario magisterio de la prensa, como un componente insustituible en la formación de una ciudadanía comprometida con el avance y bienestar de la nación.3 Según estos parámetros, el Estado debía convertirse en el mayor agente del progreso material y social de la colectividad; balbuceos aparte, la definición efectiva del papel del Estado frente a la educación no ocurrió sino hasta las décadas de 1830 y 1840, compás de tiempo coincidente con la primera etapa de su consolidación institucional. Al res­ pecto, la creación de un apropiado marco legal posibilitó la gradual estructuración de un sistema nacional de enseñanza. En dicho escenario, el establecimiento de la Universidad de Chile contribuyó a la ampliación de los círculos ilustrados, aunque todavía sin poner en entredicho las prerrogativas básicas de la élite tradicional, habi­ tuada a incorporar nuevos elementos en su seno, a condición de que éstos asumieran su ethos aristocrático y la promoción de sus intereses. La Universidad de Chile, al ser facultada para supervisar todos los establecimientos educacionales del país, públicos y privados, alentó la formación de un sistema de educación centralizado bajo la égida del Estado, cuyo aparato, en estricto rigor, durante décadas actuó como un instru­ mento al servicio de la élite nacional radicada en Santiago. Concebida como un ente supervisor y una academia científica destinada a la in­ vestigación, la Universidad de Chile no se constituyó definitivamente en organismo de enseñanza hasta la reforma de 1879, que además de concederle mayor autonomía respecto al gobierno, estimuló el desarrollo de las profesiones. Fueron los hombres de la oligarquía y, en ausencia de una definición mejor, la incipiente clase media, quienes sacaron mayor provecho del sistema de educación pública creado en el siglo XIX. El Instituto Nacional, durante toda la centuria, destacó como vivero de líderes públicos y figuras prominentes. Por su parte, la Universidad de Chile promovió el estudio de la sociedad chilena y de recursos naturales del territorio nacional; generó nuevos canales de ascenso social mediante la formación de profesionales dotados de los conocimientos e investidos con la legitimidad necesaria para atender los reque­ rimientos de una sociedad en vías de modernización; y, por añadidura, favoreció la asimilación y la adaptación a realidades locales, tanto del patrimonio histórico como de la producción intelectual y científica de Occidente. Otra de sus particularidades consistió en operar como una entidad secularizadora; cuando en control de la ins­ titución, los intelectuales liberales aprovecharon sus amplias atribuciones sobre el sistema nacional de enseñanza para difundir su ideario entre un público más vasto que el provisto por los estudiantes de educación superior.4

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A mediados de siglo, en parte con el propósito de contrarrestar los avances del laicismo militante, los católicos tradicionalistas, políticamente movilizados por el Partido Conservador, comenzaron a darle su respaldo a los colegios masculinos de enseñanza secundaria establecidos por órdenes religiosas. Es el caso del Colegio San Ignacio fundado en los 1850s por los jesuítas, quienes a contar de 1843 habían co­ menzado a reinstalarse, al principio un poco a tientas, en Chile? Su creación respon­ dió a las crecientes tensiones entre las autoridades estatales de tinte regalista y el arzo­ bispo de Santiago, Rafael Valentín Valdivieso, combativo ultramontano. Apercibido del gradual eclipse del catolicismo en la conciencia de algunos políticos de primera fila y de los primeros indicios de secularización del sistema de enseñanza pública, Valdivieso vislumbró la indeseada erosión de la hegemonía social de la Iglesia Católi­ ca. Los jesuitas fueron los mayores colaboradores del arzobispo en la tarea destinada a prevenir la consumación de este proceso. En este contexto de rivalidad ideológica, el San Ignacio aspiraba a formar un grupo dirigente abocado a la defensa y promoción de los intereses de la Iglesia en el conjunto de la sociedad chilena.6 Móviles similares explican la creación de la Universidad Católica en 1888. En breve, el conflicto sus­ citado por las interpretaciones divergentes acerca de cuáles debían ser las legítimas atribuciones y funciones del Estado ante la sociedad civil, instigó el desarrollo de la educación pública y privada, en sus niveles secundario y superior. Si no aumentó las previas desigualdades educacionales entre hombres y mujeres, en el curso del siglo XIX este proceso al menos invalidó, en términos comparativos, los avances experimentados por la educación femenina. Hacia 1814, la enseñanza básica impartida al común de los hombres y las mujeres de las familias acomodadas, a no ser que los primeros fuesen aspirantes a eclesiásticos o abogados, poco difería respecto al tipo de materias estudiadas o destrezas adquiridas. Vicente Pérez Rosales escribió acerca de la educación escolar entonces disponible en Santiago: “la que se daba á la mujer se reducía á leer, á escribir y á rezar; la del hombre que no aspiraba ni á la iglesia ni á la toga, á leer con sonsonete, á escribir sin gramática, y á saberse sal­ tado la tabla de multiplicar ”? Después de la Independencia, es cierto, las mujeres de la élite accedieron a una educación mundana más sofisticada. Aun así, tuvieron que esperar hasta el siglo XX para recibir una consistente instrucción intelectual en los establecimientos de enseñanza. En el periodo colonial, las jóvenes criollas de elevado rango a veces eran educadas en conventos donde se les enseñaba a rezar, a escribir y a leer, además de aquellas labores de mano que, complementadas con los rudimentos de la aritmética, las capacitaban para ocuparse de los menesteres domésticos.9 Como sea, hay que precisar: si los conventos admitían jóvenes, la educación, tal como la imparten los colegios propiamente tales, en rigor no se contaba entre sus funciones.10 La observancia religiosa y el cultivo de la piedad, puntales de la formación femenina, eran condimentados con disciplinas gratas a los sentidos: la música instrumental y con menor frecuencia el canto, gracias sociales con que las mujeres, animando

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saraos y tertulias, agasajaban a los miembros de sus familias y a los invitados de la casa. Antes del establecimiento en Santiago, ocurrido a fines de la década de 1820, de maestros de música europeos, las madres solían enseñar los rudimentos de este arte a sus hijas mayores, las que, a su turno, se encargaban de la instrucción de sus hermanas menores.11 A pesar de las modestas pretensiones del modelo educacional tan sucintamente descrito, no todas las mujeres patricias gozaron de sus beneficios. George Vancouver, quien frecuentó la sociedad santiaguina en abril de 1795, aseguró que, de acuerdo “al testimonio de sus propios compatriotas (...] la educación de la parte femenina de la sociedad [...] es tan escandalosamente descuidada, que la capacidad de leer y escribir está confinada a unas pocas señoras solamente”.12 En tiempos de la Colonia, la reticencia de algunos es frente a la educación femenina, según refiere Miguel Luis Amunátegui, obedecía a que éstos “no querían que sus hijas aprendiesen a escribir por temor de que se pusieran en aptitud de dirijir cartas a algún amante”.13 De la persistencia de ese temor dejó testimonio Alberto Blest Gana, cuando, en 1859, con­ signó la existencia de “no pocos individuos [que] pretenden que la educación para la mujer es un mal, porque sabiendo escribir se inclina al momento a ejercitarse en el estilo amatorio epistolar”.14 Así y todo, la desmedrada situación educacional de las mujeres más privilegiadas de la sociedad criolla, aún vigente a inicios de la década de 1810,15 comenzó a mejorar en forma paulatina tras la Independencia. El cambio pro­ cedió a tranco lento, pero con avances no desestimables. Samuel Haigh anotó acerca de las damas de la sociedad santiaguina: “La educación está muy confinada [...] ellas no gozan, como se puede suponer, sino de unas pocas de las ventajas de la lectura. Rara vez he visto que sus bibliotecas se extiendan más allá de Don Quijote, Gil Blas, las novelas de Cervantes, Pablo y Virginia, y unos pocos libros menores de relatos, excepción hecha del misal, la historia de los mártires, y algunos libros religiosos”. 16 Hacia fines de la década de 1820, las rivalidades entre pipiólos y pelucones, tanto como la voluntad de propagar las luces, según se decía entonces, impulsaron la creación de cuatro colegios privados. El presidente Pinto (1827-29), a fin restar la educación conservadora y clerical impartida a la fecha en el todavía precario Ins­ tituto Nacional, apoyó decididamente al Liceo de Chile fundado en 1829 por el liberal español José Joaquín de Mora, subvencionándolo con la provisión de becas y la concurrencia obligada de determinado número de miembros del ejército a sus aulas. Los pelucones, al tiempo que denunciaban a la nueva institución como un bastión liberal, respaldaron la creación del Colegio de Santiago, plantel dotado con un cuerpo de profesores mayoritariamente francés, y que entre sus rectores contó al recién emigrado Andrés Bello. Aunque en grado bien menor al liceo de Mora, este colegio también recibió apoyo económico nacional. Ambos establecimientos ofrecie­ ron una educación superior a la del Instituto Nacional que, durante este periodo de inusitada competencia, tuvo que sobrellevar la disminución del respaldo financiero

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del gobierno y la desaprobación de parte de la élite, por entonces antagonizada tan­ to en el campo de la educación como en lo tocante a la organización política de la República. La misma dinámica competitiva originó dos colegios privados de mujeres. Crea­ do en 1828, el colegio regentado por la profesora francesa Fanny Delauneux, casada con Mora, gozó del respaldo conjunto del presidente Pinto, de la sociedad local y de las autoridades eclesiásticas. Fue éste el primer colegio laico femenino de Santiago. Su programa de enseñanza comprendió todos los ramos tradicionalmente asociados a los quehaceres domésticos, tales como aritmética, costura y bordado. Desde luego, tam­ poco omitió la instrucción moral y religiosa, en aquiescencia con la ortodoxia católi­ ca. Sin embargo, las pupilas del colegio de Madame Delauneux también estudiaron francés, inglés y geografía descriptiva, además de canto y clave bajo la dirección de un maestro alemán. Algunas de las mujeres social e intelectualmente más cultivadas de mediados del siglo XIX asistieron al colegio de Madame Delauneux. Entre ellas destaca Enriqueta Pinto (hija del presidente Pinto y esposa del presidente Bulnes), la cual, a semejanza de otras mujeres de ese tiempo, ejercitó sus dotes literarias ofician­ do de traductora. El segundo colegio femenino laico establecido en Santiago, obra de una argentina y su marido francés, representó una contraofensiva pelucona ante el plantel de Madame Delauneux, el cual era atendido preferentemente por las hijas de las familias pipiólas. La nueva institución, si bien no incluyó entre sus cursos la enseñanza de idiomas extranjeros, ni estudios de geografía y música instrumental, también contribuyó a enriquecer el pobre panorama educacional de la época. Así, escribió Miguel Luis Amunátegui, los “dos grandes bandos políticos, que en­ tonces se disputaban la dirección del país habían levantado, no sólo periódico contra periódico, sino también colejio contra colejio”.1 Pero sólo fugazmente. Porque la vi­ vificadora competencia educacional desarrollada entre pipiólos y pelucones conoció un abrupto final, a raíz de la victoria de estos últimos en la batalla de Lircay (1830). Como corolario de la derrota pipióla, el liberal José Joaquín de Mora fue forzado a abandonar el país. Tanto su colegio como el de Madame Delauneux, cerraron. En au­ sencia de los incentivos derivados de la apremiante contienda política, más temprano que tarde hasta los colegios patrocinados por los vencedores dejaron de existir. No pocos estudiantes y profesores del Liceo de Chile y del Colegio de Santiago debieron incorporarse al Instituto Nacional, ahora beneficiado con las becas de gobierno antes asignadas al plantel de Mora. El remozamiento, en 1832, de su anticuado programa de estudios, evidenció el afán de emular los superiores estándares instaurados por sus antiguos rivales.18 Hasta los albores del siglo XX, simplificando sin faltar a la verdad, la educación impartida a las mujeres de la élite buscaba investirlas con los atributos de una devota dama de sociedad. Los colegios privados de educación secundaria de finales de los 1820s sentaron la norma en vigor hasta mediados de siglo. Durante esas décadas, las

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hijas de las familias patricias fueron enviadas de preferencia a colegios abiertos por mujeres, chilenas o extranjeras. Estos se destacaron sin excepción, por su carácter efí­ mero y precario. Representaron empresas personales más que instituciones en regla: nunca lograron adquirir vida propia o sobrevivir a sus fundadoras, cuyo destino indi­ vidual se confundía con el de los planteles de enseñanza que presidían. Lo mismo co­ rre para los colegios privados de educación primaria; éstos reunían a niños y niñas de familias de renombre que evitaban los colegios fiscales destinados a alfabetizar a los sectores menos favorecidos. Mujeres faltas de recursos materiales, en ocasiones viudas o solteras, fácilmente se embarcaban en este tipo de empresas, no faltando entre sus gestoras la institutriz europea que, después de prestar servicios en una casa patricia, se independizaba de los empleadores que habían impulsado su inmigración a tierras chilenas. Las razones de esta presencia femenina hay que buscarlas en el sistema de valores y en los preceptos de la época: la educación de los niños ofrecía a las mujeres un oficio asociado a la maternidad, a la cual parecía prolongar bajo la forma de una vocación pública. Las ideas sobre la relación de identidad entre la madre y la maestra encontraron expresión paradigmática en los postulados educacionales del argentino Domingo Faustino Sarmiento, figura clave en el trazado de las líneas de desarrollo de la educación pública o de la función docente del Estado chileno. En un texto que data de 1549, al referirse a las ventajas comparativas de las maestras como educadoras de niños, argüyó que las “mujeres poseen aptitudes de carácter y de moral, que las hacen infinitamente superiores á los hombres, para la enseñanza de la tierna infancia. Su influencia sobre los niños tiene el mismo carácter de la madre; su inteligencia dominada por el corazón se dobla más fácilmente que la del hombre y se adapta á la capacidad infantil por una de las cualidades que son inherentes á su sexo”.19 Recién en 1841 se instaló el primer pensionado femenino en Santiago, a ini­ ciativa de las monjas de los Sagrados Corazones (SS.CC). En 1854, las religiosas del Sagrado Corazón (Sacre Coeur), cuya reputación como educadoras de las mujeres de las élites católicas no conocía parangón en Occidente, abrieron el segundo y, al igual que sus predecesoras, establecieron una escuela primaria destinada a la enseñanza de niñas de sectores populares. Décadas más tarde, ambas congregaciones fundaron externados; las religiosas del Sacré Coeur incluso establecieron una combinación de regímenes de matrícula, admitiendo alumnas internas y externas. Hasta comienzos del siglo XX, las hijas de las familias más encumbradas de la sociedad santiaguina, a menudo se educaron en los colegios de estas congregaciones originadas en Francia.20 Aunque la creación de ambas instituciones -expresiones de la implantación local de los conventos de vida activa y cauces para la difusión de nuevas formas de religiosi­ dad- constituyó un avance respecto al pasado, ellas no reformularon sustancialmente las premisas de la educación femenina en vigor. En la práctica, la educación impartida en esos establecimientos aspiraba a formar madres y esposas de sólida devoción, afa­ nosas dueñas de casa tan conformistas en lo moral como respetuosas de los preceptos

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de la Iglesia, y mujeres comprometidas con el ejercicio de la caridad y el cuidado de los suyos. También se les enseñaba lo necesario para brillar en eventos mundanos, habida cuenta su condición de aspirantes a la calidad de agraciadas damas y anfitrionas de sociedad. Sus estudios, estando subordinados a las directrices de una estricta ortodoxia religiosa, lejos de incitar en las alumnas el desarrollo de dotes intelectuales (entendidas aquí como atributos de un espíritu inquisitivo), les daban un barniz de conocimientos -rutilantes quizá, pero superficiales. Ana du Rousier, fundadora del Sagrado Corazón en Chile, en su afán por ilustrar al arzobispo Valdivieso sobre la modalidad de educación dada a las alumnas de su congregación, nos legó un testi­ monio revelador: “Se busca adornar el espíritu por conocimientos útiles, variados y dar relieve a esta instrucción por las artes del agrado, se dedica sobre todo a formar el corazón de las jóvenes a las virtudes sólidas, a los sentimientos nobles, elevados, a enderezar su carácter [...] en fin, trabaja por darles modales suaves, atrayentes, edu­ cados, que sean un día consuelo y agrado de sus familias”.21 En el fondo, lo moral primaba por sobre lo intelectual, en tanto la instrucción revestía cualidades más bien ornamentales. No hay que achacarle estas deficiencias sólo a las monjas. Aún en 1913, según confesión de una religiosa entrevistada por una publicación femenina católica, las jóvenes de la clase alta eran retiradas de los colegios con anticipación al término de su educación formal, precisamente “en la edad en que empiezan a comprender lo serio y a tomar afición a lo intelectual y a lo elevado”.22 Puesto que las jóvenes dejaban el colegio a la edad de catorce o quince años, bastante antes de culminar satisfacto­ riamente el programa estipulado, no alcanzaban a adquirir conocimientos sólidos y perdurables en ninguna materia: ni en ciencias naturales o filosofía, ni en literatura o historia universal. El propósito de esta entrevista era contrarrestar el descrédito contemporáneo de las monjas como educadoras. La deficiente educación recibida por las jóvenes de la “alta sociedad”, según el razonamiento de las defensoras de los colegios congregacionales, era imputable a la negligencia de sus propias madres antes que a la incompetencia de las religiosas. En 1917 fue necesario repetir la censura a los apoderados que sacaban a sus hijas de los internados, el regido por el Sacré Cour en este caso, “antes que terminen su educación, o más bien, cuando debiera empezar la parte más importante de ella”.23 Tanto la instrucción formal ofrecida en los colegios religiosos como la costumbre paterna y materna recién descrita, atentaban contra la educación intelectual de las jóvenes de la élite. La formación intelectual, letrada, de las mujeres, tampoco recibió, a grandes rasgos, una atención prioritaria en los primeros liceos femeninos de ense­ ñanza secundaria establecidos en Santiago hacia mediados de la década de 1890. La creación de estos liceos respondió a las necesidades de la clase alta, que veía lesiona­ dos sus intereses por la incapacidad de los colegios religiosos para satisfacer, en parte debido a su reducido cuerpo docente, la demanda educacional existente en la capital.

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Aunque el decreto gubernamental que autorizó el acceso de mujeres a la universidad data de 1877, ambos liceos públicos, en la práctica, durante décadas no condujeron a sus aulas: sólo en los 191 Os ajustaron sus planillas curriculares a los programas de estudio cursados en los liceos de hombres. Por más de medio siglo, entonces, conser­ vó vigencia la aseveración de Andrés Bello a propósito de la realidad educacional de los 1840s, según la cual la instrucción dada a las mujeres no estaba “calculada como una preparación para otros estudios’’.24 Y aun cuando sus estudiantes comenzaron a dar los exámenes requeridos para validar sus ramos de enseñanza secundaria ante comisiones universitarias, el ingreso a la educación superior no despertó mayor entu­ siasmo entre sus alumnas patricias. Estas se conformaron, en línea con los objetivos de los liceos y las expectativas de sus padres, con seguir el bachillerato y adquirir las dotes de una dama católica, de una dueña de casa aficionada a las obras de beneficen­ cia, alguien que, si bien más cultivada que antes, todavía distaba de las calificaciones profesionales.25 Así y todo, cursar el bachillerato, expresión de un ideal humanista tributario de valores republicanos, implicó un adelanto: ofreció a las jóvenes una educación intelectual más exigente.26 En síntesis, durante la mayor parte del siglo XIX la instrucción formal recibida por las mujeres de la oligarquía no se propuso reducir la brecha educacional abierta entre ellas y los hombres de su clase. Se desentendió del proceso que, al margen de los avances ocurridos en la educación femenina, tendía a aumentar tales disparida­ des, producto de los beneficios que a ellos les reportó la formación de un sistema de enseñanza secundaria y universitaria ideológicamente plural y, hasta cierto grado, competitivo.

Sociabilidad

ilustrada

Las mujeres de la élite, si bien privadas de una instrucción satisfactoria, a través del salón pudieron contrarrestar parcialmente dicha desventaja educacional. Esta institución social representó, sobre todo en el último tercio del siglo XIX, un me­ dio propicio para su desarrollo intelectual y una plataforma apta para granjearles posiciones de liderazgo en la alta sociedad santiaguina. Siendo su historia elusiva y fragmentaria, hay que conformarse con esbozar un relato a ratos más bien conjetural de su desarrollo. Esta base permite aventurar algunas ideas acerca de su significación social. Aun cuando ya se observan ciertos rasgos propios del salón en las pasajeras tertulias de mediados de siglo, todo hace creer que su consolidación no ocurrió hasta la emergencia de la alta sociedad capitalina y los consiguientes cambios en la cultura y en las prácticas sociales de la oligarquía. Para despejar dudas, de antemano aclaro que la historia de las tertulias, fuesen políticas o literarias, laicas o clericales, es más

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compleja y heterogénea que la historia del salón mixto e intelectual que ahora me ocupa en exclusiva. Este salón, al congregar un público compuesto de personas de ambos sexos y dar vida a una sociabilidad singular, se diferenció de otros tipos de reuniones sociales decimonónicas.2 Su maduración requirió que la afición al diálogo entre hombres y mujeres (no necesariamente de orden intelectual) disputara a la música instrumental y vocal, en el pasado soberana en las reuniones de las familias patricias, la preeminencia en el orden de los pasatiempos. Una vez que la música perdió protagonismo, otros intereses acapararon la aten­ ción. Tocar el piano se volvió un acto de seducción femenina complementario a la conversación. El baile tendió a emigrar a los eventos de la Sociedad Filarmónica, y luego a las grandes fiestas. Ya el paulatino abandono del estrado colonial había con­ tribuido a preparar el escenario social en el que emergería el salón; aquella tarima situada en las salas de recibo, estando reservada a las mujeres, desalentó el fluido intercambio social entre ambos sexos, hasta las primeras décadas del siglo XIX.2S “De aquí resultaba”, acertó a escribir Miguel Luis Amunátegui, “que la ignorancia primitiva de las mujeres no era destruida, siquiera a medias, por el trato social de los hombres”.29 Se entiende que su abandono propendiese a la gestación de una so­ ciabilidad caracterizada por el cultivo de conversaciones de carácter ilustrado entre hombres y mujeres. En su época culminante, el salón, término popularizado en los inicios del XIX por la escritora y saloniére Madame de Stáel, quien así rebautizó a los bureaux d’esprit de la Ilustración, alude tanto a un espacio como a un tipo de veladas en las cuales se abordaba una agenda temática que alternaba el acontecer político con los temas culturales más variados. A comienzos de los 1820s, en palabras de un viajero extranjero al tanto de las particularidades de la sociedad santiaguina, “para constituir una consumada dama de moda”, bastaba con tocar algún instrumento y saber cantar. “Los libros”, incluso aquellos de lectura más liviana, “no siendo nunca leídos, nunca pueden [...] conver­ tirse en temas de conversación”.50 Otro era el panorama veinte años después. Por una serie de razones, la década de 1840 representó una época de transición, en la que se abrieron auspiciosos horizontes en lo concerniente a la vida cultural del país. Para comenzar, la relativa distensión política y el consiguiente renacimiento de la prensa durante el primer periodo del gobierno de Manuel Bulnes, alentaron la formación de un foro político que abarcaba a las mayores ciudades de la República.51 La circu­ lación nacional de los principales periódicos de Santiago y Valparaíso, más la simul­ tánea creación de otras publicaciones del género en provincia, suministraron cauces para la articulación de una opinión pública a escala nacional. También la creación de la Universidad de Chile marcó un hito en la vida intelectual de la época. Con­ juntamente, el arribo de una serie de notables intelectuales argentinos (Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre) desterrados por la dictadura de Rosas, ayudó a vitalizar la aletargada república de las

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letras chilenas. Destacaron, en este contexto, las acaloradas controversias públicas referentes a materias culturales con resonancias políticas y la irrupción de una nueva generación de intelectuales liberales, personificada por José Victorino Lastarria.32 El mismo Lastarria recordó que, en ese tiempo, en los salones “frecuentados por los jóvenes se hacía [...] mucha música, mucho arte, mucha literatura; y el bello sexo se entusiasmaba con la poesía, y su entusiasmo estimulaba a los jóvenes chilenos a competir en brillo y en donaire con los argentinos”.33 El salón de Emilia Herrera de Toro, ex alumna del colegio de Fanny Delauneux, acogió a los exiliados argentinos. La perdurable amistad así forjada entre la anfitriona y sus invitados, demostró ser de gran utilidad pública varias décadas más tarde, cuando la intervención epistolar de Emilia Herrera precipitó la firma de los conciliatorios “Pactos de Mayo” (1902) entre Argentina y Chile, previamente envueltos en tensas disputas limítrofes.3'* Durante su agonía, por lo mismo, las “gacetas argentinas enviaban con rigurosa puntualidad a sus corresponsales obligándoles a tenerlas al corriente del estado de la señora”.33 La afición por la lectura, compartida por hombres y mujeres que hicieron de las bellas letras un tópico central de sus conversaciones, no era fácil de satisfacer en esos años. La tradicional escasez de textos no religiosos durante la Colonia distó de resolverse en las décadas inmediatamente posteriores a la Independencia. En Chile, los libros y la práctica de la lectura carecían de estimación social a comienzos del siglo XIX; los literatos se reducían a un modesto núcleo de abogados y eclesiásticos. La Biblioteca Nacional, fundada en 1813, sobresalía por su deficiente administración, por permanecer la mayor parte del tiempo cerrada y, cuando abierta al público, por encontrarse comúnmente desierta.36 Dado que sus colecciones provenían de las ins­ tituciones coloniales, entre sus obras predominaban aquellas de carácter religioso, herencia ésta de un sistema de enseñanza superior en el que reinaba la teología. El ejercicio de la censura, practicado indistintamente por las autoridades civiles y ecle­ siásticas de la Colonia, también ayudó a empobrecer el corpus de textos disponibles. En la década de 1810, debido a su escasez en el mercado local, los autores europeos modernos compartían las cualidades de los bienes de lujo.3 Durante el gobierno de Bernardo O’Higgins, Alexander Caldcleugh se topó con algunas bibliotecas privadas bien provistas, pero todas estaban en manos de españoles.38 El apoyo liberal apre­ ciable en los 1820s a la difusión de los autores de la Ilustración, fue previsiblemente desechado por el régimen conservador implantado tras Lircay. Todavía en 1832, no existía librería alguna en Santiago, la mayor cantidad de libros en venta se encontraba revuelta entre la “cuchillería y ferretería de un almacén”, e incluso el Quijote resultaba inencontrable.39 En 1833, Andrés Bello editorializó en El Araucano acerca de los males del régimen de censura imperante, alegando que el “público se queja, y no sin razón, de que el comercio de libros sufre ahora más trabas y embarazos que en las épocas precedentes”.40 Los libros producidos por el puñado de imprentas establecidas en el país a partir de 1811, eran en su mayoría textos

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de carácter utilitario, concebidos para cumplir una función específica, meramente coyuntura! a veces, cuando no el resultado de comisiones de gobierno. Muy raro era encontrarse con libros manufacturados para su venta en el mercado. Aunque la importación de libros parece haber experimentado un alza hacia fines de los 1830s, aún sobresalía la presencia de textos religiosos, como hagiografías y libros devocionales entre las obras procedentes del extranjero.41 Aquí toca recordar que sólo en las primeras décadas del XIX, impulsado en parte por el fermento revolucionario y la entrada en escena de visiones políticas rivales, empeñadas en conquistar el apoyo público para sus respectivas causas, se efectuó el rápido tránsito desde un universo textual restringido, caracterizado por la preeminencia del manuscrito como soporte material de la escritura, a otro basado en la palabra impresa. Distinguió a este último el advenimiento de la prensa como un espacio de deliberación y debate abierto a la circulación de ideas, y comprometido a la vez con la formación de un “modelo de ci­ vilidad” que otorgaba a la lectura íntima, privatizada, la capacidad de operar un cam­ bio de signo civilizador y modernizador en el espíritu, lo que en la práctica restringió el cuerpo ciudadano a una minoría ilustrada, no obstante concebir la educación del pueblo como una línea directriz del proyecto republicano.42 ¿Cómo maximizaban las personas ilustradas los escasos textos en circulación du­ rante aquel periodo? Leyéndolos en voz alta ante el auditorio mixto de los salones, hábito en conformidad con modos de apropiación y circulación colectiva de los es­ critos, que evidenciaba la coexistencia del proceso en curso de “individualización” y “privatización” de la lectura, con la pervivencia de la “comunicación oral”. Esta última -herencia cultural de la Colonia- operaba como argamasa del vínculo social y vehículo de difusión de información e ideas de variada índole, permitiendo la am­ plificación de la palabra escrita más allá del círculo estrecho de sus lectores, incluso al punto de alcanzar a la población analfabeta, mayoritaria entonces.43 La lectura en voz alta ante un auditorio de personas que de seguro también leían en silencio y a solas, constituyó una actividad con un fin práctico -aminorar la escasez de libros impresos al alcance de los más ávidos lectores chilenos- a la par que una forma de goce compartido. Pues la recepción del texto daba paso a la glosa conjunta de lo es­ crito, que así se revelaba fundamento de una sociabilidad culta, en la cual los libros ofrecían el insumo de las conversaciones al tiempo que motivaban la expresión de las sensibilidades individuales, ya fuese a través de la elección de un autor querido y por eso digno de ser compartido, o por efecto de las mismas impresiones y opiniones des­ prendidas de la lectura en público y del posterior comentario de un texto cualquiera. Mercedes Marín del Solar, no sólo renombrada poetisa de la época, sino también la mujer quizá más ilustrada de la primera mitad del siglo XIX, escribió en 1865: ¡Cuántas hermosas pájinas de Fénelon, de Cervantes, de Chateaubriand, i en suma de

Mme. de Stáel, han rodado por nuestras manos, i encantado los oídos de nuestras madres

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en algunos raeos de ocio en nuestras deliciosas veladas! Si no bascaban los libros de nues­

tras casas, los amigos traían los suyos. Su lectura daba amplia materia de conversación a la jente joven, estableciéndose así un cambio mutuo de ideas, no menos favorable al cultivo del talento, que al desarrollo de los más puros i honestos sentimientos del corazón.44

La propia Mercedes Marín presidió un salón entre cuyos invitados sobresalían Andrés Bello, el pintor bávaro Rugendas e Isidora Zegers, la cantante española que en los 1820s presentó las óperas de Rossini a la élite chilena y participó en la fun­ dación de la Sociedad Filarmónica.48 Mercedes fue educada en parte por su padre, hombre de cultura ilustrada y destacado patriota, víctima de las represalias de la Reconquista española; se benefició, asimismo, del intercambio intelectual con sus hermanos, incluido el filósofo Ventura Marín, figura prominente entre los cenáculos intelectuales de la nueva nación. A su madre, Luisa Recabarren, también le cupo un papel importante en su educación, alentándola, según parece, a leer y a hablar en francés con corrección; en la década de 1820, Mercedes Marín ya hablaba el francés con fluidez y estaba al corriente de la obra de un amplio espectro de autores galos.46 Logro notable si se considera que, en esa época, el dominio del francés era raro aun “entre los hombres”, y el clero, en ocasiones, todavía identificaba ese idioma con la lengua del pecado, llegando a darse el caso, en 1821, de un confesor que “no quiso absolver a una señorita, porque estudiaba dicho idioma”.4 Si bien Mercedes Marín, como anfitriona, posiblemente se inspiró en el ejemplo de su madre, existen significativas diferencias entre su salón y la tertulia de su progenitora. En las veladas de su madre, al igual que en aquellas presididas por Javiera Carrera, la ideología revolucionaria encontró una morada favorable para su fortalecimiento y arraigo entre los criollos de elevado rango.48 No siendo instituciones informales desti­ nadas al adelantamiento de la cultura de las mujeres, las tertulias de comienzos de siglo tampoco fueron las precursoras de los salones de la década de 1840. Desempeñaron un papel político relevante, aunque sólo gracias a una coyuntura inédita. Ambas mu­ jeres fueron anfitrionas sensibles, ofreciéndole a líderes patriotas como Fray Camilo Henríquez, Bernardo de Vera y Pintado y Antonio José de Irisarri, un refugio seguro donde ponderar y madurar sus ideas, proyectos y acciones políticas. Ante los esfuerzos posteriores, retrospectivos, por formar un panteón nacional de heroínas matrio tas,49 hay que recordar que esas mujeres singulares -Javiera Carrera, Luisa Recabarren- es­ taban emparentadas o casadas con líderes patriotas que adhirieron, desde temprano, a un curso de acción revolucionario. Esto, claro, ayuda a entender por qué sus casas se constituyeron, casi por la fuerza de las circunstancias, en el foro de las conversaciones sobre la situación política y el destino del país, donde se gestaron visiones que cuestio­ naban la legitimidad de las autoridades establecidas. Como sea, insisto: estas tertulias nunca fueron concebidas como instancias para el desarrollo del arte de la conversación y de un canon cultural compartido por hombres y mujeres de la élite.

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Mercedes Marín escribió el pasaje antes citado como un homenaje postumo a los salones de mediados de siglo que, al promediar la década de 1860, ya parecen haber sido cosa del pasado. ¿Cómo explicar la abrupta declinación de la sociabilidad mixta de tipo ilustrado? Aventuro una hipótesis plausible: el incendio, ocurrido el 8 de diciembre de 1863, de la Iglesia de la Compañía, uno de los hitos trágicos de mayor envergadura en la historia colectiva de la élite y, por esto, un tópico recurrente entre los memorialistas de la época. Se calcula que murieron más de 2.000 personas, la mayoría mujeres de clase alta -jóvenes, adultas, ancianas- que habían colmado la iglesia entonces de moda, a fin de atender el último día del Mes de María, fecha en que se celebra la fiesta de la Inmaculada Concepción. Virtualmente, todas las familias de la élite sufrieron la muerte de alguna pariente o, al menos, de una persona íntima o conocida?°¿Entonces? Las formas prescritas del luto femenino compelían a las mu­ jeres afectadas a renunciar temporalmente a las amenidades del intercambio social y de la vida mundana, mediante la reclusión en sus propios hogares. Considerando la envergadura de la tragedia y, en consecuencia, el carácter público del luto, cabe ima­ ginar que un número considerable de mujeres quedó, por así decirlo, fuera de circu­ lación. Hasta cierto punto, creo yo, esto explica el hecho de que los años posteriores al incendio hayan representado un hiato en la historia de los salones. No es fácil decir cuándo terminó este paréntesis. Por lo menos a comienzos de los 1870s, si no desde antes, Lucía Bulnes de Vergara, en lo sucesivo la más prestigiosa saloniere chilena, presidía un “hospitalario" salón sin rivales en Santiago?1 Si su salón constituye el gran ejemplo de la etapa madura de esta institución social, la memo­ ria de Martina Barros representa la mejor fuente en lo que atañe a su historia. Ella aporta información relativa a los modelos y las características principales del salón decimonónico, así como a la función ejercida por la sociabilidad mixta ilustrada en el contexto esbozado en el primer apartado de este capítulo. Los salones organizados por mujeres casadas o viudas, Martina Barros sugiere, respondían al ejemplo de los salones parisinos posteriores a la Revolución francesa. Sus opiniones en la materia son particularmente confiables: ella misma, fuera de encabezar tertulias mixtas en diferentes etapas de su vida, asistió regularmente a prestigiosos salones de la capital, en particular al de Laura Cazotte. Martina Barros admiraba entrañablemente a Louise-Germaine de Stáel (17661817), portavoz del Romanticismo y saloniere activa en varios países de Europa, no sólo en París, ciudad de la cual Napoleón la desterró para acallar sus enconadas críti­ cas contra su persona. Madame de Stáel, hija del ginebrino Jacques Necker, directeur du trésor royal de la monarquía francesa, es una figura clave de la historia cultural europea: entrelaza las pasiones aristocráticas del Antiguo Régimen con las nuevas corrientes, artísticas y políticas, que dejaron su impronta en las primeras décadas del XIX. Su novela Corina o Italia (1807) la hizo internacionalmente conocida, valién­ dole elogios de Lord Byron, aunque de adolescente había gozado de cierta celebridad

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entre los círculos eruditos de Europa por sus intervenciones en el salón de su madre (al cual asistían figuras como Diderot, Helvetius y D’Holbach) y de sus ensayos referentes al “espíritu de las leyes” y a las cartas de Jean-Jacques Rousseau. Famosas anfitrionas como Juliette Récamier (1777-1849), cuyo salón Sainte-Beuve descri­ bió como un “asilo para las personas cultas”; y Delphine de Girardin (1804-1855), alias Mademoiselle Gay, poetisa, cronista de la vida intelectual parisina que tuvo por huéspedes a Victor Hugo y Balzac, y autora de textos políticos que le granjearon la admiración de Goethe, también fueron invocadas por Barros en su recuento de in­ signes precursoras?2 Existe una anécdota reveladora acerca de las fuentes de inspiración adoptadas por las anfitrionas chilenas. El historiador Diego Barros Arana, tío de Martina, solía ironi­ zar sobre sus deseos de emular con su modesta tertulia al salón de Madame Récamier, notando que, mientras ésta departía con “hombres superiores como Chateaubriand, los Montmorency, Benjamín Constant”, Martina se limitaba a recibir a los menos memorables “Fulano, Zutano o Mengano”?3 Otros testimonios corroboran lo ante­ rior. El cuñado de Martina, Luis Orrego Luco, definió el salón de Lucía Bulnes como “una agrupación de espíritus selectos y de personalidades en torno suyo [la saloniére], como las marquesas del siglo XVIII en Francia y como lo tuvieron en el siglo último [XIX] la Princesa de Dino, Rosa Bonheure, y Madame Caillavet”?4 A su vez, Delia Matte de Izquierdo, otra anfitriona de renombre, reconoció en los tradicionales sa­ lones franceses, particularmente en el de Madame Récamier, un antecedente y un modelo de su “tertulia íntima”?5 Aun los salones literarios de la década de 1920, cuya función los distingue de los aquí estudiados, continuaban evocando el estilo de los salones franceses entre sus invitados?6 Así pues, es legítimo pensar que al menos un puñado de anfitrionas chilenas se concibieron como exponentes tardías de una prestigiosa tradición en íntimo trato con la historia intelectual de Europa. Las salonieres que suscitaron su admiración integraban una tradición cuya época de mayor esplendor se sitúa en las décadas de 1760 y 1770, en el París del Antiguo Régimen y el Siglo de las Luces. En ese tiempo los salones suministraron un foro en el cual los philosophes entablaron un comercio intelectual ceñido a las convenciones del trato social más refinado. Junto con abrir canales de ascenso social y prestar soporte al tráfico de influencias, esos salones instituyeron nuevos mecanismos de validación intelectual, científica y artística: ya en el siglo XVII, en más de una ocasión Corneille sólo dio a conocer sus obras teatrales en la Comédie Francaise tras haberlas leído en el salón de la marquesa de Rambouillet. Más tarde, los salones ofrecieron, a un gra­ do ni siquiera igualado por las academias de la época, una audiencia crítica ante la cual los autores de la Ilustración sometieron a examen sus obras e ideas, las primeras en calidad de primicia. Cada “nuevo trabajo, los musicales incluso,” escribe Jürgen Habermas, “tenía que buscar su legitimación inicialmente en este foro”?7 Como puertos de recalada para los visitantes ilustres, contribuyeron a poner en contacto a

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los intelectuales más destacados de Europa: David Hume conoció a Rousseau en casa de Julie de Lespinasse. Un dato más: los manuales sobre el arte de la conversación y otros tratados afines, también atentos, como los primeros, a la elaboración de pre­ ceptos referidos a cómo hablar y dialogar con tino en público y en privado, venían editándose desde el siglo XVII en Europa. Los salones literarios realizados en París a contar del XVII, con el tiempo ger­ minaron a través del Viejo Mundo, ofreciendo una alternativa al dominio social y cultural de las cortes europeas (centros del orden estamental), tanto como un órgano del espíritu ajeno al cuerpo de las universidades, afligido por el escolasticismo. Les era propio cierto internacionalismo europeo análogo al de los humanistas del Renaci­ miento. En las postrimerías del siglo XVIII, incluso la sociedad berlinesa, rígidamente jerarquizada y reacia a la incorporación de la comunidad hebrea, detentaba salones presididos por mujeres judías que, al margen de las prevenciones nobiliarias, sociales y religiosas, congregaban en torno suyo a cuantos demostraban interés en conversar, con espíritu crítico y maneras gentiles, sobre literatura y filosofía moral. En Francia, la conversación refinada, cortés, era considerada como un atributo distintivo de la conducta civilizada, del ingenio mundano, de los ritos de urbanidad. Debía sus vir­ tudes a un proceso de maduración histórica signado en femenino. Se pensaba que las mujeres estaban naturalmente dotadas con el carácter moderado que permitía gestar, con el auxilio de las buenas maneras y el tacto social, un tipo de diálogo e intercambio armónico y, en definitiva, una forma de sociabilidad sin aristas, próxima al goce esté­ tico reservado al arte. En uno de los horizontes abiertos por el pensamiento ilustrado, las mujeres aparecían como los mayores agentes de la civilización, dada su capacidad para actuar como una fuerza moderadora de los impulsos agresivos intrínsecos a la naturaleza masculina. El desarrollo de una red epistolar internacional complementó y también alimen­ tó las conversaciones de los salones. En conjunto, articularon una república de las letras cosmopolita, y ésta, haciendo de la carta un género literario impreso, amplió su público lector, previamente circunscrito a una selecta minoría. Aquí vale el caso de la Correspondencia literaria (1753-73) de Melchior Grimm, extranjero asiduo a los salones parisinos en su época de máximo esplendor, cuyas cartas referentes a los even­ tos de la vida cultural y social de la capital francesa, eran leídas con gran interés en toda Europa, contándose, entre sus suscriptores, soberanos con disposición favorable hacia las obras y los autores de la Ilustración, como Federico el Grande y Catalina II. Este proceso alentó la formación, a un punto sin precedentes, de una esfera pública burguesa que haría posible debatir a descubierto materias de interés común atingentes a la marcha de los asuntos públicos.58 Aunque los salones chilenos formaron parte de un contexto histórico diferente, igual ofrecieron, a semejanza de sus ancestros franceses, un medio de autoeducación a las mujeres de la élite. El salón santiaguino cuajó en una institución cultural en

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contrapunto con las tertulias convencionales, en las que predominaban pasatiempos ajenos a cualquier afán intelectual, como los juegos de naipes.Sl) Fin expreso del sa­ lón fue incitar el desarrollo intelectual de las mujeres, no así matar el tiempo en un ambiente de ocio desapercibido. La singular sociabilidad que albergó combinaba las responsabilidades del trabajo con los compromisos de la vocación, sin faltarle el tono ameno de las actividades recreacionales. A la distensión del esparcimiento, le añadió la cuota de disciplina necesaria para paladear la conversación ilustrada. Sainte-Beuve, evocando los salones de la Restauración, escribió con precisión epigramática: “cierta apariencia de estudio hasta en los pasatiempos, y de disertación hasta en los momen­ tos de solaz”.60 Lo mismo vale para el caso chileno. De esta combinación dependía el prestigio y éxito del salón. ¿De qué manera impulsó la ilustración de las mujeres? No sólo mediante un régimen de conversaciones periódicas con hombres cultivados: para funcionar sa­ tisfactoriamente, el salón también demandaba horas de estudio metódico a las mu­ jeres, que ambicionaban aportar lo suyo a las conversaciones. De este modo podían adoptar el papel de protagonistas, y no ya de meras espectadoras pasivas, siendo la primera una opción llena de desafíos y generosa en retribuciones; al interpretar este rol más activo, enriquecían su acervo cultural, al tiempo que ganaban confianza en sus propias dotes intelectuales. Como el estándar o la medida de excelencia impe­ rante en el salón correspondía a la educación recibida por los hombres, las mujeres se veían apremiadas a instruirse por sí mismas, para equipararse con sus interlocu­ tores, para no desentonar en el concierto de las conversaciones. La fortuna de los salones, y el poder de convocatoria que realzaba la gloria personal de sus anfitrionas, descansaba en esta dinámica: las mujeres difícilmente podían entusiasmar a los varones si las disparidades resultaban abrumadoras. La conversación instruida no representó un substituto del estudio, sino su semilla a la vez que su fruto maduro. Martina Barros escribió: Las señoras [...] recibían en sus casas y sabían elegir a sus [contertulios, no para tomar

té o jugar bridge, sino para cambiar ideas y comentar las cosas del día. Estas reuniones estimulaban al hombre para lucir sus facultades y a la mujer la inducían a nutrirse de la

cultura necesaria para no desmerecer en el concepto de sus [con] tertulios y para mante­ ner el interés en sus recepciones.61

La crítica a los pasatiempos convencionales sugiere la influencia de los salones franceses ilustrados, a los cuales se ha caracterizado como “lugares de trabajo”, ajenos a todo tipo de juegos.62 Todo hace presumir que los salones chilenos también partici­ paron del espíritu de los más eminentes salones de la Restauración, admirablemente descritos por Sainte-Beuve, quien, junto con Madame de Stáel, fue a lo largo del siglo XIX uno de los autores más leídos en los círculos ilustrados de la élite.

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Es cierto que por su cultura y dotes intelectuales, Martina Barros fue, desde cual­ quier punto de vista, una mujer inusual para su época y su medio. En cuanto a su perdurable amor por el estudio, mucho le debía a su tío, Diego Barros Arana, quien se hizo cargo de su educación después de la temprana muerte de su padre, y a su ma­ rido, Augusto Orrego Luco, talentoso médico que además sobresalió como político y periodista. Con todo, el conocimiento sobre la petite histoire de los salones franceses debe haber sido común entre los círculos ilustrados de la élite. Téngase presente que las obras de Sainte-Beuve y los hermanos Goncourt, autores que escribieron sobre ellos, eran debatidas en los salones chilenos en los años que precedieron a la Guerra Civil de 1891.63 Es más, a La Femme au dix-huitiéme siécle (1862) de Edmond y Jules de Goncourt, siguieron, en 1882,1897 y 1905, la publicación de biografías de saloniéres del Siglo de las Luces. Considerando que abundaban las mujeres de la élite habituadas a leer en francés, seguramente más de alguna tuvo conocimiento de estos textos, o bien de las “memorias y epistolarios de damas y philosophes' publicados después de la Revolución francesa. Una obra como el diario en cinco volúmenes de Madame Necker, editado en forma postuma por su marido, suministra un detallado registro de la vida de una prestigiosa saloniére, que reflexionó con regularidad sobre la manera adecuada de llevar su vida y su salón. Chateaubriand, a su turno, le dedicó un capítulo da sus memorias a Madame Récamier, quien puso su salón al servicio de su amante, cuyos escritos aún inéditos solían leerse en las veladas presididas por ella. También viene al caso señalar que los textos de autores europeos, desde luego los publicados por las casas editoras francesas, fueron más asequibles desde la década de 1840, cuando comenzó a desarrollarse un comercio especializado en este rubro, tanto en Santiago como en Valparaíso.64 En definitiva, dado que la historia íntima de los salones parisinos no fue extraña a los círculos ¡lustrados de la élite, es de creer que el salón como institución social y cultural, lo mismo que la actuación de las saloniéres, respondió a un esfuerzo premeditado y consciente por apropiarse y emular las formas de sociabilidad asociadas a los salones franceses. Los salones de finales del siglo XIX cumplieron una función descuidada por los establecimientos educacionales femeninos. Ni los colegios de religiosas ni las institu­ ciones culturales menos formales interpretaron el papel de los salones en lo referente a la educación de las mujeres. Las sociedades científicas y literarias, de igual manera que los clubes y las academias conservaron, a lo largo del siglo, su calidad de organi­ zaciones exclusivamente masculinas. Incluso en la Unión Católica -esa institución creada para movilizar a los católicos frente a la ofensiva laicizante del gobierno liberal de Domingo Santa María (1881-86)— a las mujeres sólo les correspondió la super­ visión de obras de caridad y la conducción de tareas de propaganda, no así, a juzgar por la evidencia disponible, participar de lleno en sus actividades culturales.65 Se sabe que, hacia 1889, varias mujeres de clase alta asistían a los eventos culturales (con­ ciertos, conferencias) organizados en el Círculo Católico, predecesor de la Unión

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Católica; pero sólo en 1899, con el restablecimiento del Ateneo de Santiago, cerrado abruptamente a raíz de la Guerra Civil de 1891, algunas mujeres comenzaron a intervenir en las labores de las instituciones culturales. El nuevo Ateneo constituyó, según su secretario, la “primera corporación literaria que tuvo asistencia femenina constante en sus mes de trabajo’’.66 Sin perjuicio de esto, las mujeres de clase alta que sacaron provecho de esta situación, representaron una minoría demasiado escueta, casi negligible, de cinco mujeres, escritoras todas ellas.6 Bien mirado, la influencia de los salones nunca excedió a un grupo selecto e ilustrado de la élite, pues no todas sus reuniones sociales procuraban el cultivo del in­ telecto. Con frecuencia, además, las conversaciones sostenidas en los salones mixtos deslucían ante los diálogos de las tertulias masculinas, fuesen éstas literarias o políti­ cas. Martina Barros, la única mujer admitida en esas veladas, lamentó que los hom­ bres doctos a quienes admiraba, cuando en presencia de mujeres, estimasen necesario desviar la atención hacia conversaciones frívolas e insulsas, creyendo así satisfacerlas. Con todas sus imperfecciones, la institución del salón de todas formas ofreció, en las últimas décadas del XIX, un medio intelectual lleno de vitalidad. La literatura, el arte, la música y la política, representaron temas habituales de discusión. El Roman­ ticismo francés, posterior al inglés y al alemán, alimentaba las conversaciones. No sorprende que varios de los autores (románticos o no) que entusiasmaban al público lector de los salones, fuesen franceses. También la ópera despertaba un gran interés entre sus concurrentes, propiciando juicios críticos y comentarios. Los poetas ro­ mánticos de España -Espronceda, Campoamor, Núñez de Arce, Bécquer- contaban con devotos seguidores entre el público de los salones; en estos círculos, igualmente apreciada era la obra de poetas chilenos como Guillermo Blest Gana, Eusebio Lillo y Guillermo Matta. Martina Barros recordó con viveza la actitud inquisitiva y el espíri­ tu efervescente imperante en los salones de las postrimerías del siglo XIX: Ministros de Estado, miembros del Congreso, escritores de nota, la “élite’ de la inteli­

gencia y la cultura, se encontraba en las reuniones diarias de aquellos salones, y los que no se inclinaban a la política, conversaban sobre teatro, letras, música, etc. La lectura de

las últimas novelas que llegaban, daba margen a conversaciones muy amenas, pasando en revista a los autores de moda como Balzac, Víctor Hugo, Chateaubriand, George Sand,

Lamartine, Musset, Théophile Gautier, Merimée, los Goncourt, Sainte-Beuve, Alfonso Karr, Alfonse Daudet y otros ya olvidados, que suscitaban hondas discusiones. Se comen­

taban con calor los problemas que en esas obras se desarrollaban, la verdad y la vida de sus

caracteres, los estudios del corazón humano que de ellas se desprendían y la personalidad misma de sus autores.68

Al contarse entre sus participantes ministros y parlamentarios, la política contin­ gente ocupaba un lugar importante en el curso de las conversaciones reclamando la

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atención de hombres y mujeres. Privadas de plenos derechos de ciudadanía y excluidas del ejercicio de las facultades políticas, ellas se interesaron por la cosa pública desde los inicios de la República. Aunque rara vez se pronunciaron en materias de interés general (a vista de todos, se entiende), en el foro privado suministrado por las tertu­ lias, ya desde fines de los 1820s se ocuparon de los temas de actualidad.69 Pese a haber sido la política, en sus vetas partidaria y parlamentaria, patrimonio masculino, en los salones las mujeres encontraron la oportunidad de conversar, entre ellas mismas, o con políticos prominentes, acerca del estado y la marcha de los asuntos públicos. La pa­ sión política de las mujeres conoció momentos culminantes. A inicios de la década de 1880, cuando se debatieron y aprobaron las polémicas “leyes laicas”, o en los agitados años del gobierno de Balmaceda, mujeres como Martina Barros asistieron a las sesio­ nes del Congreso para escuchar los discursos desde las atestadas galerías, manifestando con aplausos su aprobación ante las palabras de los oradores y su posición respecto a las materias en debate.70 En los albores de la Guerra Civil de 1891, según refiere Luis Orrego Luco, en el salón de Lucía Bulnes todas las damas “hablaban acaloradamente sobre la situación política y la próxima caída del ministerio”.71 Unas pocas anfitrionas desempeñaron un importante papel político, influyendo en el curso de acción seguido por partidos y políticos de primera línea. Después del suicidio del presidente Balmaceda, su madre, Encarnación Fernández, emergió como fuerza rectora del Partido Liberal Democrático formado por los balmacedistas: des­ de 1895, fecha en que retornó del exilio, hasta 1900, año de su muerte, los líderes de ese partido acostumbraron reunirse en su salón. 2 Pero no hubo mujer capaz de rivalizar con las maniobras políticas de Sara del Campo, casada con el presidente Pedro Montt. No escapó a sus coetáneos su influencia en la vida política de finales del siglo XIX y comienzos del XX, incluso habiendo quien le imputó ordenar, desde La Moneda, actos represivos contra la libertad de prensa y el crimen de quien mató a uno de sus hermanos en el trance de un duelo.73 Lo cierto es que la exitosa carrera política de su marido debió tanto a ella como a sus talentos en la materia. Durante la Guerra Civil de 1891, el salón de Sara del Campo albergó a las mujeres de los líderes de la oposición, perseguidos entonces por los agentes del gobierno de Balmaceda. Ni la muerte de su marido, en 1910, mermó su posición en el escenario político de la República Parlamentaria, pues continuó organizando, ahora por cuenta propia, las tertulias antes destinadas a impulsar la carrera pública de Pedro Montt.74 En 1917, en un artículo que alternaba la rememoración del gobierno de Pedro Montt con el homenaje a Sara del Campo, se reconoció la existencia de una sociedad conyugal en la que él hacía de administrador nato aficionado al detalle, y ella de genio de la política de alto vuelo o “piloto” capaz de sortear los escollos y evitar el naufragio de la nave capitaneada por su marido. “La Presidenta, aunque parezca una herejía, tenía más agudeza política que su marido; y ponía mucho más pasión que él en el desen­ volvimiento de la vida gubernamental”. 5

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Es obvio: la influencia detentada por Encarnación Fernández y Sara del Cam­ po derivaba de sus personalidades y de sus relaciones de familia; pero sigue siendo revelador que haya sido el salón el medio a través del cual incidieron en los avatares del acontecer político. A diferencia de las tertulias y los banquetes masculinos, por lo común abocados a la coordinación de los gabinetes, a la formulación de alianzas políticas y al fortalecimiento de las lealtades partidarias, los salones presididos por mujeres podían establecer puentes entre facciones rivales. Se sabe que gracias al ta­ lento de Laura Cazotte, quien, con la ayuda de su cuñada, agasajó en su salón a los líderes de la oposición, Carlos Antúnez, su marido, no tuvo que enfrentar, cuando se desempeñó como ministro del Interior, el arduo antagonismo político y parlamen­ tario que embistió al gobierno de la época.76 La función políticamente conciliadora de esas recepciones mereció el siguiente comentario de Manuel Rivas Vicuña, quien, si bien ciego al papel de Laura Cazotte, por lo menos reconoció los beneficios de su hospitalidad. Así escribió en sus memorias políticas: Antes de la revolución [Carlos Antúnez] había sido varias veces ministro de Estado, y

aún en las épocas más agitadas de la oposición asistían a sus salones los adversarios del gobierno más ardientes en sus ataques [...] Esta situación le permitió allanar muchas de

esas pequeñas dificultades que originan grandes tempestades y realizar aquella obra de

previsión, tan ignorada como ingrata, que evita los conflictos y trata de apaciguar los ánimos.

En efecto, estas mujeres actuaron en una sociedad cuya actividad política, debi­ do a su misma índole oligárquica, tendía a confundirse con la vida social de la élite. De ahí que los salones diluyeran las fronteras y restaran intensidad a las distinciones entre las esferas pública y privada. Entre paréntesis, la función conciliadora del sa­ lón de Laura Cazotte tiene antecedentes. Durante el gobierno de Bulnes, Enriqueta Pinto, madre de Lucía Bulnes, sostuvo una tertulia en la que, atendiendo al expreso deseo de su marido, se evitaba hablar de política, con el afán de ofrecer un “cam­ po neutral” donde pudieran encontrarse “pipiólos amigos del padre y los pelucones partidarios del esposo”.78 A ella, amiga de figuras de la relevancia de Claudio Gay, Ignacio Domeyko, Andrés José Joaquín de Mora y Bartolomé Mitre, se le atribuye haber promovido el giro conciliador de la administración de su marido, sobre todo en lo relativo a la ley de amnistía de 1841, que favoreció a todos los desterrados por motivos políticos.79 A excepción de la tertulia de Enriqueta Pinto (que, a pesar de sus prevenciones respecto a los temas de conversación, igual cumplió la función de ayudar a estrechar lazos entre antiguos enemigos políticos), los salones aseguraron que los asuntos de interés general, concretamente la crónica y el análisis político, también integrasen el mundo cotidiano de las mujeres de la élite; gracias a estas reuniones íntimas, estuvo

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de su parte involucrarse en la vida pública del país, sin atentar contra las costumbres y los valores tradicionales que les asignaban un papel, más que nada, doméstico. La función identificada con la anfitriona gentil les permitió colaborar al adelantamiento de las carreras políticas de sus maridos, parientes y protegidos; desde el ámbito pri­ vado, permeable como era al exterior, pudieron ejercer algún grado de influencia, no despreciable a veces, si pensamos en los ejemplos recién expuestos. Falta aclarar que si echaron mano a este recurso, lo hicieron a título personal, para asistir a los hombres de sus familias o a protegidos ocasionales, pero no con miras a propiciar, acordando voluntades en función de un proyecto femenino colectivo, cambios positivos en lo relativo a la condición social de las mujeres.

Anfitrionas ILUSTRES

Para entender el compromiso emocional de las mujeres de la élite con las vicisitu­ des de la actividad política cupular, no basta con llamar la atención sobre sus vínculos personales con los políticos prominentes de la época, las más de las veces parientes o maridos suyos. El que aquellas mujeres asistiesen al Congreso para escuchar a los grandes oradores, revela el valor concedido a la oralidad durante el siglo XIX. Igual cosa se infiere de la actitud declamatoria ante la poesía, y del difundido y perdurable gusto por las melopeas, fenómenos parcialmente atribuibles al potencial mnemotécnico de una versificación sujeta a reglas métricas. Refuerza este planteamiento el prestigio con visos de leyenda de las figuras de los más insignes oradores profanos y sagrados. Al respecto, Martina Barros ofrece un caso ilustrativo. Juzgaba la elocuencia como un “don divino ”,80 deleitándose por igual con la oratoria política y religiosa, con el discurso parlamentario y el sermón eclesiástico. La valoración de los talentos oratorios, manifestación de una elocuencia viril con resonancias clásicas en el ámbito político, constituía la faceta pública de un fenómeno social que también presentó una cara privada: el arte de la conversación desarrollado en los salones. Así considera­ dos, el discurso público y el lenguaje íntimo de la sociabilidad elitaria aparecen como dos expresiones de una sensibilidad distendida entre polos a la vez distantes y cerca­ nos. La oratoria pública, tribunicia, resaltó por su estilo confrontacional, ajustado a las imágenes de masculinidad prevalecientes; la conversación ¡lustrada de los salones mixtos, en cambio, se destacó por acogerse a las palabras amenas y cordiales, y a los gestos de asentimiento y estímulo, de las anfitrionas. El arte de la conversación -ese arte doméstico carente de estridencias- tenía sus propias reglas, no por tácitas menos efectivas. La saloniére era la persona encargada de implementarlas. A ella correspondía organizar la reunión y conducir el flujo de la conversación. De Laura Cazotte, a cuyo salón Martina Barros asistía noche a noche,

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se aseveró que “daba el tono a la conversación y su aplauso amable y oportuno esti­ mulaba los esfuerzos de cada uno por despertar interés y merecer su aprobación’’.81 Los logros sociales de Lucía Bulnes como saloniere también merecieron el elogio de Luis Orrego Luco, uno de sus invitados regulares; significativamente, sostuvo que los talentos naturales, la aguda inteligencia y refinada cultura que distinguían a Lucía Bulnes, acusaban la benéfica influencia, en cuanto a trato social, de la sociedad cor­ tesana del Segundo Imperio, que ella, viviendo en París, frecuentó junto a su marido. Semejante entrenamiento informal aclara por qué, en la percepción de Orrego Luco, su notable “don de sociabilidad’’ no representaba un ornamento externo a su persona sino parte constitutiva de la misma, a modo de una segunda naturaleza. Lucía Bulnes se destacaba por su habilidad para encauzar el curso de la conversación, en forma tan cortés y llena de tacto, que estimulaba la participación de todos sus invitados. Dándoles la oportunidad de exhibir sus dotes particulares, de dar a conocer en pú­ blico lo mejor de sí mismos, ella lograba que todos los concurrentes de su salón se sintieran a gusto y deseosos de incorporarse al diálogo y proclives a compartir sus opiniones, enriqueciendo el caudal de la conversación, al tiempo que la experiencia de sus huéspedes. Esta habilidad, particularmente en los casos de Lucía Bulnes y Laura Cazotte, en parte respondía a su preparación como saloniéres a manos y por obra del ejemplo de sus propias madres, afamadas anfitrionas las dos. Se ha escrito que Enriqueta Pinto “mantenía sus salones abiertos a la juventud más brillante de la época, a los extran­ jeros de distinción que visitaban el país”, a las amistades habituales de la familia y, como ya mencioné, a los amigos de su padre, estos últimos apegados a ideas políticas no necesariamente del gusto del presidente Bulnes, su marido. Hay que advertir que Enriqueta Pinto atendía a sus invitados con la asistencia de sus hijas.82 Este dato tras­ ciende la anécdota, si consideramos que con Lucía, la más ilustre saloniere chilena, Enriqueta hizo escuela. La madre de Laura Cazotte, María del Carmen Alcalde, obró algo similar con su hija. Resulta de interés saber que su maestra en las artes del buen trato vivió en París; ahí, a consecuencia de la posición de la familia de su marido, diplomático francés, frecuentó a la sociedad elegante, adoptando costumbres que no abandonaría a su regreso a Chile. Es así como “tuvo su salón, en donde reinó la distinción francesa; el culto del arte, de lo bello, de la literatura”, congregaban cada noche a la “juventud más culta, los hombres de más talento, las más graciosas y lina­ judas damas”, y nótese que no para jugar, sino más bien para cenar, oír y tocar música y, a veces, conversar hasta el alba.83 Por cierto, Laura Cazotte también se cuenta entre las concurrentes a las tertulias de Enriqueta Pinto.84 Recapitulando, el engranaje de la conversación funcionaba adecuadamente en la medida que la anfitriona, como escribió Wilhelm von Humboldt de la saloniere Rahel Levin, lograba hallar en cada uno de sus huéspedes “alguna peculiaridad po­ sitiva y, por tanto, atractiva”.85 Para cualquiera saloniere, era de suma importancia

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dominar esta destreza social con desaprensiva soltura. Téngase presente que, aparte de los habitúes de la casa, ellas recibían invitados ocasionales, entre los cuales no faltaban los extranjeros de paso o radicados en el país (aristócratas, diplomáticos, ar­ tistas o escritores), sin mayor conocimiento de los usos de la sociedad local, ni de los otros miembros de la concurrencia. Pensando en la actuación de Lucía Bulnes como anfitriona, Orrego Luco escribió un pasaje que describe sucintamente sus talentos in­ dividuales y, al mismo tiempo, muestra qué se esperaba de toda auténtica saloniére-. Nadie supo, en igual forma, dirigir conversaciones, dar temas, insinuar ideas, hacer sur­

gir, con varilla mágica lo que otras inteligencias ocultaban o callaban; alentar planes,

evocar mundos secretos [...] conseguía revelar nuevas inteligencias a las que dirigía con la habilidad de un director de orquesta.86

Esta función también podía ser ejercida en un salón conformado por varios gru­ pos de interlocutores, a condición de que la anfitriona tuviera el tacto para disponer a sus invitados de manera adecuada. Delia Matte de Izquierdo, presidenta del Club de Señoras inaugurado en 1916, presidía las reuniones sociales de la institución en el estilo de una gran saloniére, una destreza adquirida gracias a sus años de oficio como anfitriona privada. Se necesitaba de mucho talento para intervenir en un salón lleno de gente; de talento de sobra, para orquestar con desenvoltura reuniones fragmenta­ das en varios círculos de conversación y en diversos temas de interés. Con esmerada delicadeza, a semejanza de otras consumadas anfitrionas, Delia Matte conducía y daba forma a conversaciones caracterizadas por una dinámica de relaciones comple­ mentaria, en vez de competitiva. Según Martina Barros: ella lo organiza todo y, sin hacerlo sentir, coloca a cada uno en el medio ambiente que le es propicio. Es maravilloso ver cómo dirige la conversación, haciendo lucir las aptitudes de cada uno de los asistentes. Con su cultura superior y la lectura constante de lo últi­

mo que se publica, está siempre impuesta de lo que más llama la atención en cualquier

materia y con su finura exquisita, insinúa a cada uno aquello que domina y lo estimula a hablar de lo que sabe, ya sea literato, pintor o músico; a los extranjeros, de lo que sobre­

sale en su tierra; a las mujeres de sus aficiones.87

En vista de que el retrato de Delia Matte como anfitriona, legado de Martina Barros, presenta notorias similitudes con el de Lucía Bulnes, ejecutado por Orrego Luco, cabe pensar que la figura de la saloniére llegó a encarnar un papel histórico caracterizado por actuaciones individuales. Después de un examen detenido de este párrafo, queda en evidencia que el arte del trato social tenía como finalidad la inte­ gración de cada uno de los invitados en la corriente de la conversación. Para lograr esto se evitaba, con celo casi programático, la emergencia de posiciones confronta­

os

cionales. Respecto a la conversación, la anfitriona jugaba, por citar la apta expresión de Karl Mannheim, un “rol catalizador”.88 Adherían, en este punto, a las premisas protocolares del salón francés en su expresión clásica. En opinión de Madame Necker, madre de Madame de Stáel, lo propio de las saloniéres era suscitar la creación de lazos de intimidad y reciprocidad entre sus invitados; gracias a su atenta mediación, anotó, los “sentimientos” de cada individuo podían anidar en las “almas” de los otros contertulios.89 A decir de una estudiosa de los salones europeos, la saloniére “reduce las diferencias y genera a la vez bienestar anímico y agitación intelectual”, haciendo de sus intervenciones actos de “mediación” social y cultural.90 Saber “poner en con­ tacto a sus invitados”: he aquí un antiguo deber básico de toda anfitriona, con plena vigencia en 1915.91 Este prendimiento aseguraba, en el caso de los salones franceses y chilenos, el desenvolvimiento de una forma de sociabilidad delineada por gestos de cortesía. Las ideas que subyacen al perfil ideal de la anfitriona de sociedad, independien­ temente del talante de sus reuniones, circulaban en Chile a lo menos desde 1846, cuando Rafael Minvielle, miembro de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, publicó una traducción, adaptada a los usos y costumbres lo­ cales, de El libro de las madres y de las preceptoras, obra francesa relativa a la educación femenina premiada por la Academia de ese país en 1845. En sus páginas se aborda el tema de la urbanidad, calificándola como aquella virtud social que torna grata a la persona en sí misma, y llena de contento y satisfacción a todos cuantos tratan con ella. “Con respecto a la conversación”, se precisa a partir de la experiencia social francesa, el “medio de dar gusto a las personas que recibimos en nuestra casa, es de­ jarlas producirse con todas las ventajas que pueden deber a sus conocimientos, a su experiencia i a su especialidad; es hacer recaer naturalmente la conversación sobre las materias que les son propias”. Aunque en este libro se incita a las mujeres a callar con reverente modestia antes que a sumergirse de lleno en el raudal de las conversacio­ nes, igual se le asigna una función central a la “ama de casa”, a juzgar por la opinión según la cual a ella le “bastan algunas palabras dichas a propósito para reanimar una conversación lánguida, para sostenerla con interés i darle un jiro nuevo antes que quede agotada”.92 Debe reconocerse que las virtudes de la saloniére, y en general las de cualquiera anfitriona, se basaban en definiciones de género de fuerte gravitación social. El que la saloniére estuviera llamada a conducir el salón sin tener que reclamar para sí los derechos de una autoridad, revela hasta qué grado su rol acusaba la influencia de las ideas contemporáneas sobre la femineidad.93 “El secreto de las mujeres que se dis­ tinguen por su amabilidad”, leemos en la obra de Minvielle, “es saber olvidarse de sí para hacer valer” a las otras personas.99 La capacidad de acallar los propios deseos para prestar atención a las necesidades del otro era considerada a un tiempo una vocación y un atributo femenino, del cual dependía tanto el bienestar colectivo de la

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familia como el de cada uno de sus miembros. Nada de raro, entonces, que este rasgo también formara parte del perfil de Laura Cazotte, saloniere a quien Martina Barros describió como "generosa y siempre lista para hacer la vida agradable a cuantos de cerca la rodeaban”.98 Cuando menos en la segunda mitad del siglo XIX, además se es­ timaba que el sostenido trato social con las mujeres de la élite ejercía efectos benéficos en los modales y en la sensibilidad de sus interlocutores varones. Mercedes Marín, anticipándose en dos décadas a Pedro Balmaceda,96 consideró al salón mixto como una institución civilizadora; según su raciocinio, las relaciones sociales con mujeres educadas contribuía a refinar las maneras y el carácter de los hombres, ya que para agraciarse con ellas, ellos necesitaban gobernar y aplacar sus pasiones e impulsos. En 1865, Mercedes Marín escribió: Las mujeres bien educadas forman en ellos las maneras cultas i finas. La necesidad de

agradarlas les impone una multitud de pequeños esfuerzos sobre sí mismos [...] i la

naturaleza áspera i dominante del hombre recibe un pulimento precioso que le hace a la vez dócil a la razón i accesible a los impulsos benévolos que son el dote más distinguido

de la verdadera civilización.9

Respecto a la función del salón mixto en la historia íntima de la élite chilena, Martina Barros y Orrego Luco manifestaron opiniones análogas a la suya. La primera sostuvo que la “conversación entre personas cultas e inteligentes y cultivadas”, a la cual estimaba como el mayor de los atractivos de la vida social, no sólo instruye y despierta interés por todo lo que ocurre en el mundo que valga la pena de comentarse, sino que pule y refina el lenguaje

y las maneras en sumo grado, sacude las contrariedades y preocupaciones de la vida diaria y levanta el espíritu hacia problemas más elevados.98

Por su parte, Orrego Luco definió el salón de Lucía Bulnes como uno de aquellos “centros de cultura superior, de elegancia, de ingenio y de buen gusto que contribu­ yeron a formar el alma de nuestra sociedad antigua”.99 En otras palabras, ambos au­ tores coinciden en juzgar los salones no sólo como centros de la vida intelectual, sino también como instituciones donde se forjaba la distinción social. Después de tratar con algunos de los exponentes más representativos de las familias patricias, Fernando Santiván, advenedizo en sus reuniones, escribió: Estas familias conocieron [...] las sutilezas del buen trato social; el ingenio agudo y el

buen decir; la delicada sensibilidad psicológica, acompañada de buena intención para evitar desagrados al interlocutor; toda una complicada red de urbanidad o buenas mane­

ras que permitía hacer más agradable la convivencia humana."10

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En gran medida los salones permitieron el desarrollo de estas maneras refina­ das. Quienes frecuentaron este entorno social, pudieron someter sus conductas, sus gestos, sus disposiciones corporales y su lenguaje, a un atento y periódico escruti­ nio recíproco. Sostengo que la institución del salón preconizó el desarrollo de un ideal lo suficientemente plástico, flexible, como para resultar atractivo y apropiado a hombres y mujeres a la vez. De la institución del salón han dicho sus cronistas que ofrecía un paréntesis gozoso a la experiencia pedestre de lo cotidiano. Esta incursión al reino del espíritu alentó el ideal de la persona cultivada, un ideal que estaba al alcance de hombres y mujeres indistintamente, pues en lo sustancial coin­ cidía con la figura del diletante, del escritor amateur y del esteta, más que con la del profesional universitario. Producto del carácter mixto de la audiencia del salón y de las consiguientes disparidades educacionales entre sus miembros, se hace difícil imaginar otra instancia capaz de prestar semejante estímulo a las conversaciones de orden cultural y, por añadidura, atenuar las diferencias y desigualdades de género. Al involucrarse en debates sobre temas tales como la literatura, el arte y la música contemporánea, los hombres, pero en especial las mujeres, ampliaron la gama y la profundidad de sus conocimientos. Por esta vía, maduraron puntos de vista más reflexivos e inquisitivos. En el fondo, el salón impulsó el desarrollo y puso de relieve un determinado modelo de urbanidad y un tipo particular de edificación personal. Estos aportaron, a quienes los cultivaron con tiento, otra forma de distinción social. Esta última supuso elementos de juicio propios, con arreglo a los cuales evaluar la calidad de las personas. En otros términos, los salones suministraron un corpus de conocimientos que, pese a carecer de aplicación práctica y valor utilitario en sentido estricto, era especializado y por ende susceptible de convertirse en un índice de notoriedad, no sólo frente a sujetos de clase media o movilidad ascendente, sino también ante personas de la élite menos refinadas en punto a cultura. A diferencia de la dimen­ sión educativa del salón, que sobre todo favoreció a las mujeres, su potencial como dispositivo socialmente diferenciador resultó más pertinente para los hombres de la oligarquía. Porque los salones ayudaron a validar un modelo de excelencia cultural que difería de la formación del profesional universitario, lo que neutralizaba en cierto grado la virtualidad niveladora u homogeneizadora de la educación secunda­ ria y superior. Esto fue complementado con el desarrollo de maneras refinadas, de una conducta cortés y de un singular sentido del decoro, factores que manifestaban públicamente la vida de ocio llevada en privado. Mediante este expediente, las distinciones de clase, e incluso de status al interior de la misma oligarquía, fueron transformadas en formas de sensibilidad, en hábitos físicos y en patrones de gusto distintivos.

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El Grand Tour

criollo: ALTA CULTURA Y DISTINCIÓN SOCIAL

El ideal de la persona cultivada no sólo fructificó al amparo de los salones. La versión criolla del Granel Tour europeo, junto con ofrecer la oportunidad de probar nuevos placeres mundanos y tomar contacto con las fuentes del arte y la arquitectura occidentales, tendió a complementar y reforzar el modelo de edificación personal promovido en ellos. Si originalmente la experiencia del Granel Tour estuvo solamente a disposición de los hombres, también, especialmente, a contar de fines del siglo XIX, comenzó a incidir en la vida de las mujeres de la élite. A grandes rasgos, las mu­ jeres viajaban en compañía de sus familias. Sea como esposas o hijas, su participación en el Granel Tour estuvo pocas veces supeditada a la voluntad y trayectoria vital de sus padres y maridos. Mujeres como Amalia Errázuriz y Luisa Lynch, las dos casadas con diplomáticos, e Inés Echeverría, mujer de un militar que desempeñó parte de su carrera representando a Chile en Europa, presentan casos instructivos de la influencia del Granel Tour femenino en la vida nacional. En la década de 1910 ellas destacaron en la creación y conducción de instituciones femeninas tendientes al fomento de la cultura de las mujeres y/o a la movilización de grupos de católicas, en el contexto de una cruzada social de regeneración moral. En relación con el Granel Tour, los hombres establecieron la norma a seguir por las mujeres entusiasmadas con la ¡dea de perfeccionar su cultura. Como observó el es­ critor Fernando Santiván, en Chile, hacia el cambio siglo, el “arte fue cultivado [...] casi exclusivamente por aristócratas de raza y por hombres de fortuna. [...] Viajaron por Europa y Oriente como grandes señores, en constante comercio con la cultura refinada de otros países”.101 Por lo mismo, detenerse en la evolución del Granel Tour masculino representa un paso preliminar para comprender cómo un vínculo más estrecho con Europa abrió nuevas posibilidades de autoeducación a las mujeres de la oligarquía. Al respecto, no es irrelevante que ellas, a diferencia de los hombres de su clase, se educasen, algunas veces, bajo la supervisión de institutrices europeas, al margen de cualquiera institución formal de enseñanza. Dicha instrucción pudo funcionar como preámbulo al Granel Tour, porque familiarizaba de antemano a las niñas y a las jóvenes con los idiomas e, indirectamente, con determinados aspectos referentes a las realidades del Viejo Mundo. El proceso de Independencia y el contacto más frecuente con ciudadanos de otras naciones europeas, ayudan a entender por qué la élite chilena, al buscar mo­ delos para la República, centró su atención en Francia e Inglaterra antes que en España, cuyo dominio fue sucesivamente tildado por los líderes patriotas y los in­ telectuales liberales de premeditadamente opresivo y retrógrado. Los dirigentes pa­ triotas, en parte transformados por la fuerza de las circunstancias en clase dirigente,

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pronto comprendieron que la organización institucional y el gobierno del Estado nacional conllevaban desafíos de envergadura. Su satisfactoria resolución deman­ daba una mejor educación formal y mayores capacidades organizacionales, al estilo de las grandes burocracias europeas. En un comienzo se crearon nuevas institucio­ nes y, a fin de dotarlas con el personal adecuado, se contrataron, a menudo, los servicios de intelectuales extranjeros. Las familias de la élite no tardaron, tampoco, en enviar sus hijos a Europa. Si dejamos a un lado a los pocos criollos prominen­ tes que viajaron a este continente en tiempos de la Colonia -una experiencia que proporcionó nuevos criterios para evaluar el desarrollo del país-, hubo que esperar hasta 1825 para que, con el concurso de la armada francesa, el primer grupo de jó­ venes patricios fuera enviado a París, aduciendo el propósito (según Pérez Rosales, en general fallido) de perfeccionar su educación.102 A la brevedad, otros estudiantes se sumaron al grupo pionero. Los resultados de esta experiencia fueron diversos. Algunos jóvenes, contraviniendo las expectativas y el propósito del viaje, adopta­ ron los manerismos propios del dandy; adhirieron, jactanciosamente, a posturas de porte anticlerical y renunciaron al catolicismo, convirtiéndose en ateos o deís­ tas. De regreso en Santiago, nó sólo se burlaron con desenfado del clero; además abogaron por sus nuevas ideas y convicciones en cuanto a materias religiosas.103 Empero, a no pocos de los jóvenes educados en Europa, con el tiempo les cupo una destacada participación en el desarrollo de diversas áreas del quehacer nacio­ nal; sobresalieron en el gobierno y en la diplomacia, en los rangos superiores de la administración pública, en el desarrollo de la Universidad de Chile, en la prensa política y en el movimiento literario de 1842. Quedó sentado así el patrón al cual la élite se ajustaría en el futuro. En adelante, varios patricios chilenos estudiaron en colegios y universidades europeos; en especial desde mediados del XIX, en Europa y algo menos en Estados Unidos, también buscaron nuevos horizontes para la eco­ nomía chilena y sus negocios privados. Pero lo más relevante para la cultura social de la élite, si concebimos a ésta como el elemento más distintivo de su propia identidad de clase, no consistió tanto en la educación formal como en el conocimiento mundano y en las destrezas sociales adquiridas al vivir y al viajar en Europa. Pérez Rosales, uno de los miembros de la “dorada juventud chilena” educada ahí en la década de 1820, escribió a la luz de su experiencia personal: Sólo debe pasar á Europa el joven ya formado que, habiendo adquirido en las aulas

patrias cuanto en ellas puede aprenderse, deseare perfeccionar sus conocimientos pro­

fesionales, ó aquellos otros que caracterizan al hombre de mundo y que sólo pueden adquirirse en el roce ordinario que motivan los viajes entre todo linaje de gentes, en el prolijo estudio de las costumbres y en el inmediato contacto con los hijos de las naciones más cultas del Viejo Mundo.104

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Junto a los hombres de mundo, hay que considerar a las mujeres de mundo. Es sintomático que Lucía Bulnes haya vivido en París, en trato con la sociedad cortés del Segundo Imperio, antes de convertirse en una avezada saloniére. En último término, el Grand Tour implicó prioritariamente una manera metódica de viajar, una forma­ ción literaria y artística y una educación del gusto estético, más que una carrera pro­ fesional. Además, la práctica del viaje a veces proporcionó estímulos para emprender reformas locales, como atestiguan los chilenos que, de paso o establecidos en Europa o Estados Unidos, aprovecharon de estudiar la organización y el funcionamiento de las instituciones seculares y religiosas de su interés, con el objeto de fundar otras análogas en Chile, o aunque fuese perfeccionar las ya existentes. En el imaginario de la época, París representaba a un tiempo la Babilonia contemporánea, fértil vivero del vicio y la impiedad, y la metrópolis moderna por antonomasia, encarnación con­ sumada de la cultura y la civilización reverencialmente admirada por tantos patricios chilenos. Entre ellos, el esnobismo campante no rara vez coexistió, en una misma persona incluso, con una refinada conciencia estética y una sólida cultura intelectual. La búsqueda de una “vida disipada y estéril”, como consta en un testimonio de 1885, representaba el máximo afán de la mayoría de los chilenos radicados en París.105 Lo mismo corre para comienzos del siglo XX. Es probable que el progreso de las comunicaciones y la formación de nuevas fortunas, gracias a la existencia de un mercado de valores inusitadamente favorable a la especulación, hayan contribuido a aumentar el número de turistas chilenos en Europa.106 A los viajeros chilenos de la época se les condenó, y aun ridiculizó, debido a dos razones principalmente. Por una parte, se les retrataba como meros esnobs que dilapidaban sus capitales ostentosamen­ te, en el intento por vencer las resistencias de los círculos privilegiados de la sociedad europea a los cuales aspiraban a incorporarse, tema ya novelado por Blest Gana en su obra Los trasplantados, publicada en 1904. Por otra, se les presentaba como groseros hedonistas que, en lugar de gozar del vasto patrimonio artístico y de la amplia gama de actividades culturales en oferta en París, se ocupaban de los pasatiempos de su vida mundana; así desaprovechaban la oportunidad de profundizar en su educación y, de paso, contribuir al progreso de la sociedad chilena mediante la importación y adap­ tación de ideas y proyectos innovadores.10 “Pocos son los chilenos que se consagran en el extranjero”, se escribió en 1909, “al estudio útil de las instituciones sociales, de las fábricas, de los variados aspectos del arte y de la ciencia”.105 Respecto a París, prevalecía la imagen de aquellas mujeres que, antes de embarcarse de regreso al país, se aprovisionaban de selectas prendas en las “grandes casas de confecciones”, y de una comunidad chilena que en vez de tratar con franceses, sólo se relacionaba con el “mundo cosmopolita y sudamericano” residente en la ciudad.100 Queda claro que los chilenos acaudalados que vivieron en serio la experiencia del Grand Tour no fueron más que una minoría exigua pero influyente. La institución intelectual del salón, de igual manera que el Grand Tour, debe ser considerado como

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una práctica cultural de importancia para un grupo restringido dentro de la élite. Esto no invalida su relevancia histórica. Las personas de ese círculo ilustrado, sin ser mayoría, ejercieron papeles rectores en las instituciones educacionales del país y en la sociedad chilena en su conjunto. Destacaron en el ámbito de la política, de la diplomacia, del periodismo, de la literatura, del arte y al mando de organizaciones de caridad. En suma la experiencia del viaje ilustrado suministró puntos de com­ paración que permitieron someter a análisis las falencias y ventajas de la sociedad chilena. Para las personas con inquietudes artísticas e intelectuales, el Grand Tour ofrecía la posibilidad de ensanchar sus horizontes culturales y pulir, persuadidos de sus asperezas, la educación recibida en el país. Con todo, los hombres y las mujeres de clase alta sólo buscaron identificarse con el refinado modo de vida y el gusto de las capas superiores de las sociedades europeas; esto los llevó a pasar por alto, excepción hecha de personas singulares como Vicente Huidobro, el quehacer de las corrientes artísticas más innovadoras del momento. En la década de 1910, significativamente, cuando se instaura el viaje de aprendizaje orientado a la apropiación de las vanguar­ dias europeas, predominan, entre sus cultores, los artistas de clase media."0 Vale aquí detenerse a considerar un ejemplo del Grand Tourai estilo decimonóni­ co: Domingo Amunátegui Solar, hijo del historiador liberal Miguel Luis Amunátegui. Como tantos jóvenes de la élite, Amunátegui Solar estudió en el Instituto Nacional, y después en la Universidad de Chile, descollando por su rendimiento en ambas insti­ tuciones. Se recibió como abogado en 1881. Entre 1885 y 1886, vivió en París y viajó por Europa. Dada su condición social, apenas arribó a la metrópolis francesa recibió las atenciones no sólo de uno de sus tíos sino de la amplia comunidad de residentes chilenos, de ajetreada vida social. A pesar de las distracciones en oferta, Amunátegui Solar nunca olvidó que, como escribió en una carta fechada el 22 de mayo de 1885, “la norma fija, inalterable de todos mis pasos en París es instruirme”. Durante las noches, acostumbró a asistir a funciones de ópera y a piezas teatrales. Poco después de su llegada, se ocupó en visitar el patrimonio arquitectónico de la ciudad, abarcando en sus recorridos diarios iglesias, museos, edificios públicos, monumentos. Gracias a la solicitud del embajador chileno en Francia, Alberto Blest Gana, también visitó la Sorbonne y la Cámara de Diputados, donde se interiorizó de los debates políticos del momento. Aunque no pudo asistir de manera regular a ningún curso, debido a las in­ terrupciones ocasionadas por sus viajes por Europa, mientras se encontraba en París no desperdició la oportunidad de asistir a clases sobre temas tan diversos como me­ dicina y economía. Significativamente, una de sus mayores preocupaciones durante su estadía en París consistió en estudiar in situ la enseñanza secundaria del país. En Europa obtuvo para sí o para enviar a su padre, a familiares y a conocidos, libros, re­ vistas, artículos, catálogos de librerías, así como textos legales y regulaciones concer­ nientes a la organización de instituciones públicas y del sistema electoral francés. Pese a no contar con tiempo para repetir en otras ciudades europeas el ambicioso plan de

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instrucción seguido en París, Amunátegui Solar siempre se esforzó por formarse a lo menos una imagen general, a vuelo de pájaro, de las actividades culturales, del nivel de progreso y del patrimonio artístico e histórico de los lugares visitados.111 Los frutos del Granel Tour, tal como ocurría con los del diletantismo, también estaban a disposición de las mujeres, aunque las jóvenes no disfrutasen de la liber­ tad de movimientos concedida a sus hermanos. Se sabe de padres ilustrados que, adoptando el rol de cicerones de ritmo febril en el intrincado panorama cultural de las mayores capitales europeas, alentaron personalmente la educación de sus hijas (e hijos). Así registró la hija de Eliodoro Yáñez, destacado político liberal, una visita a Londres con su padre: “Papá es un cicerone incomparable. ¡Qué actividad infatigable posee para conocer y recorrer! Es nuestro general en jefe que nos arrastra triunfante tras él. Lo seguimos felices pero rendidos y a veces caemos sobre las gradas de los mu­ seos pidiendo tregua, tregua”.112 El caso de Amalia Errázuriz prueba que una joven instruida de esta manera podía, en el futuro, oficiar de cicerone de su propia prole.113 Además de sacar provecho de la vocación pedagógica de padres y madres, los viajeros chilenos de ambos sexos, en sus peregrinaciones culturales por Europa recurrieron al auxilio provisto por libros de viaje como el Voyage en líalie, obra de Hippolyte Taine aparecida en 1866.114 El ferrocarril trasandino entre Santiago y Buenos Aires incrementó, desde su inau­ guración en 1910, la cantidad de viajeros chilenos a Europa. Las mujeres de la élite se beneficiaron enormemente con esta mejora en los medios de transporte. “Ya pasaron los tiempos ”, alguien advirtió en 1912, “en que un viaje de placer al Viejo Mundo, constituía un timbre de supremo honor, y era el comentario obligado de los círculos ociosos o de los salones de tono de la capital”. Por eso la mujer que, gracias a su antes exclusiva experiencia europea, se constituía en reina indiscutida de las modas y las costumbres de la sociedad, comenzó a adquirir los tintes de una figura añosa, amena­ zada de obsolescencia en la escena social capitalina. Las razones son obvias: su anterior autoridad mundana, cimentada en el lustre que da la exclusividad, se vio mermada cuando los viajes a Europa dejaron de ser una “rareza”.11 s Desde entonces el Grand Tour, antiguo privilegio de una minoría de mujeres de clase alta, pasó a ser un epi­ sodio menos inusual, más recurrente en sus biografías. Para una escritora como Inés Echeverría, el hecho de vivir en Europa, continente de su total predilección, suponía una experiencia emancipadora que agudizaba la conciencia, pues permitía una forma de vida más libre, más desenvuelta y “artísticamente refinada”, partícipe de cierto gozo vital no enturbiado por la chismografía, esa forma de censura pública expresada en privado. En su experiencia, incluso la publicación y “concepción” de las obras literarias resultaba más fácil en Europa.116 Producto de la carrera de su marido, Inés Echeverría tuvo la oportunidad, a inicios de la década de 1910, de asistir a las conferencias de Bergson y de conocer a Jung, dos de sus mayores héroes intelectuales.11 Su segunda residencia en Europa (1898-1902), con base en Berlín, donde su esposo oficiaba de

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adicto militar, le permitió visitar París, recorrer España y emprender un peregrinaje a Tierra Santa, experiencias que luego utilizaría como insumo para la escritura de sus libros Hacia el Oriente (1909), primera obra de la autora, y Entre dos siglos (1937), además de otros relatos de viaje.118 Aunque la costumbre del shopping en Londres o París aún continuaba siendo la mayor, si es que no la única preocupación de muchas damas acaudaladas, también hubo mujeres que, fuera de ocuparse de su autoeducación en el extranjero, adqui­ rieron la experiencia y los conocimientos necesarios para establecer y liderar, una vez de vuelta en Chile, instituciones destinadas a promover la cultura femenina. Es el caso del Círculo de Lectura y del Club de Señoras, ambos concebidos en 1915. La aristocrática presidenta del Círculo aseguró que la nueva asociación femenina se benefició de la experiencia adquirida en el pasado por aquellas fundadoras suyas que “han sido miembros de sociedades parecidas en el extranjero”,119 o sea en Estados Unidos y Europa. Según refiere Delia Matte, Inés Echeverría, después de regresar de París, donde había frecuentado una sociedad femenina, reunió en su hogar a un grupo de mujeres para debatir la posibilidad de establecer una institución análoga en Santiago (el Club de Señoras), impulsando la definitiva materialización de una idea anteriormente “latente en muchos espíritus”.120 Inés Echeverría había regresado a Europa en 1910, ingresando, tres años más tarde, al Lyceum, asociación femenina parisina presidida por la duquesa de Rohan, que buscaba instigar el desarrollo inte­ lectual de sus integrantes conforme a las nuevas aspiraciones de las mujeres, y forjar relaciones de colaboración entre aristócratas y burguesas. Esa experiencia apercibió a Iris sobre las ventajas derivadas del productivo acercamiento entre clases diferentes.121 En resumen, las mayores instituciones femeninas seculares creadas por mujeres de clase media y alta en los 191 Os, obedecieron, en parte, a motivaciones y a expectativas maduradas en el curso del Grand Tour. K la luz de estos ejemplos resulta evidente que, a pesar del reducido número de mujeres que sacaron partido de sus viajes y de su residencia en el extranjero, la experiencia del Grand Tour ejerció una significativa influencia en la vida cultural de Santiago, durante las décadas de 1910 y 1920. Varias de las dirigentes del Club de Señoras tuvieron fama de mujeres de juicio independiente, resaltando por su origi­ nalidad en el contexto de la sociedad femenina de los altos círculos sociales. Se ofrece al examen el caso de Luisa Lynch, directora del Club. Además de sus largas estadías en países como Italia y Austria, vivió en Estados Unidos, en Japón y, por más de una década, en París, una de las tantas destinaciones de su marido, el diplomático chileno Carlos Moría Vicuña. En la capital francesa, los salones de Luisa Lynch fueron fre­ cuentados por Rodin, quien hizo un busto suyo, hoy parte de la colección del museo del escultor en París. De regreso en Chile, ganó reputación como anfitriona y protec­ tora de artistas, “hombres de ciencia y de letras”, chilenos y extranjeros. Demás está decir que era una mujer desprejuiciada, excéntrica: ávida lectora de teosofía y en su

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momento cultora del espiritismo, a sus hijos y huéspedes gustaba de leer en voz alta, indistintamente, La vida deMahoma y La imitación de Cristo.'22 En vez de ajustarse a las rígidas convenciones y hábitos que ceñían la actividad de las mujeres de su medio, Luisa Lynch y sus compañeras de ruta instauraron una tradición reformista proe­ mancipación de la mujer en los rangos superiores de la sociedad chilena de comien­ zos del siglo XX. La atribución de los cambios en materia de valores y costumbres a la influencia ejercida por las mujeres con “una o más vueltas por Europa i América”, indica el valor concedido al Grand Tour como instancia de apropiación de los “aires de una civilización que [...] han dado por tierra con las usanzas de nuestros abuelos al estremo de haber pasado a la categoría de leyendas”.123 El parentesco entre el salón y el Grand Tour viene dado por el énfasis común en un modelo de edificación personal que coexistió con el desarrollo de la educación universitaria profesional y su gradual pero consistente legitimación social. En la dé­ cada de 1900, Benjamín Vicuña Subercaseaux argumentó que el “joven de sociedad” y el “hombre de salón elegante, aficionado al teatro, a las bellas artes i a las bellas le­ tras”, estaban mejor capacitados que otros chilenos para sacar provecho de una larga temporada en Europa.124 No obstante, censurar la inclinación de ambos personajes a desestimar olímpicamente, movidos por su experiencia europea, los méritos de la sociedad, realidad y cultura chilenas, Vicuña Subercaseaux sostuvo que el diletante (o “dilitantT, según su errada italianización del término), bien podía convertirse en la más acabada expresión de la civilización en Chile, si un sólido compromiso emocional con el progreso y bienestar de su país complementaba su refinamiento cultural. Su descripción del perfecto diletante nos ofrece un resumen del modelo de ilustración encarnado en la sociabilidad de los salones y en la experiencia del Grand Tour, tan válido en el caso de los hombres como en el de las mujeres: un hombre bien preparado para gustar todo el sabor literario i artístico de la Europa, una

persona que añade a su preparación cualidades personales de artista i hombre de letras, alma inclinada a deleitarse en las manifestaciones de la belleza, temperamento susceptible

a la honda poesía del pasado i á la febril elegancia contemporánea.12^

Ocaso del salón

El Grand Tour continuó nutriendo el ideal del diletante y ayudando a paliar las deficiencias de la instrucción de las mujeres hasta bien entrado el siglo XX. A co­ mienzos de éste, en cambio, la institución del salón intelectual comenzó a mostrar indesmentibles signos de declinación. En general, las más reputadas saloniéres de esas

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décadas eran aún las mismas anfitrionas que habían conducido los más prominen­ tes salones del siglo anterior; de ahí que la apertura de la temporada social de 1914 pudiera ser anunciada, convincentemente, con la siguiente noticia de sociedad: “han abierto sus salones las distinguidas señoras Lucía Bulnes de Vergara y Sara del Campo de Montt. Consideramos que basta con nombrar a tan ilustres damas, para dar una idea de la distinción, elegancia y refinada cultura que sabrán comunicar a sus recep­ ciones semanales que, necesariamente, serán el punto de reunión de nuestro mun­ do político, diplomático e intelectual ”.126 A esas alturas, todavía ninguna saloniere equiparaba la posición de supremacía detentada por Lucía Bulnes en la alta sociedad de Santiago. En el cambio de siglo, ni siquiera los extranjeros de paso omitieron comentarios favorables sobre su talento como anfitriona y sobre su salón, donde era costumbre conversar en francés o en inglés cuando los invitados no dominaban el castellano. Marie Robinson Wright, quien definió a Lucía Bulnes como una “talento­ sa anfitriona”, también escribió que “en las reuniones sociales en su casa nunca falta el ingenio y la chispa del diálogo fascinante”.12 En la década de 1910, dada su larga trayectoria como saloniere y su papel protagónico en la alta sociedad chilena, Lucía Bulnes, fuera de ser entrevistada, recibió los elogios de las revistas Familia y Zig-Zag. De su salón se dijo que era el principal centro de la alta cultura.128 En 1917 se le defi­ nió como el lugar en que “se reúne lo más significativo de la sociedad chilena’.129 En sus ochentas, aunque asistida por sus hijas, ella continuó presidiendo su salón. “Po­ líticos y militares de actualidad, diplomáticos, prelados, hombres de letras, artistas, bellas e interesantes damas y un nutrido grupo de alegre y festiva juventud”, compo­ nían, según Eduardo Balmaceda, el heterogéneo público de los suntuosos banquetes organizados cada lunes en su casa.130 Debido a la nula renovación de saloniéres en sentido tradicional, las formas de sociabilidad desarrolladas en el salón decimonónico perdieron vitalidad. Si bien las décadas iniciales del siglo XX, al menos en lo concerniente a la vida privada de la élite se caracterizaron por una vistosa y nutrida actividad social, el salón como institución intelectual comenzó a declinar. Lo mismo ocurrió con el arte de la conversación. Según Carlos Silva Vildósola, el tiempo en que los banquetes surtían pretextos para el desarrollo del “arte supremo de la conversación”, había ardido el paso a otro en que la norma era “bailar durante las comidas o aturdirse con los sones de música de negros”.131 Aunque él nunca situó este fenómeno en un marco temporal claro, sabemos, gracias a las páginas sociales de las revistas ilustradas, que a mediados de los 191 Os el baile comenzó a recuperar un lugar central en las reuniones sociales de las familias de la élite. El tango, reiterado blanco de los moralistas, ya en 1914 se había convertido en un baile de moda.132 Juegos de naipes como el bridge también contribuyeron a precipitar el eclipse del arte de la conversación. En 1916, se lamentó que la “conversación agradable y espiritual” antes sostenida en los salones, estuviera siendo reemplazada por la menos elevada afición a los juegos de cartas.133 En mayo

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de 1919, al bridge se le atribuyó la calidad de una avasalladora “pasión social”.134 “El bridge sigue reinando en los salones”, se escribió poco después, por lo que “el silencio prima sobre la palabra”.135 Quizá la única excepción a la regla fue la tertulia de Marta Walker Linares, hija del líder conservador Carlos Walker Martínez; consta que en los 1920s recibía a “muchos escritores, artistas y gentes de mundo”, lo mismo que a “mujeres que empezaban a desprenderse del amodorramiento colonial, imperante hasta entonces”.136 La declinación de las reuniones sociales mixtas y del cultivo de la conversación ilustrada advertida a inicios del siglo XX, obedeció principalmente al desarrollo del Club de la Unión, que en cosa de años pasó a convertirse en un vivaz y absorbente centro de sociabilidad masculina. Las mujeres que valoraban el arte de la conversa­ ción por saberlo vehículo de su progreso intelectual, deploraron el éxodo masculino de los salones y el auge del Club de la Unión como institución de ocio masculino. Martina Barros no sólo afirmó que el ocaso del salón era responsabilidad del Club, también señaló las consecuencias de semejante proceso para la existencia cotidiana y la cultura de las mujeres: “la vida de club que alejaba al hombre de su hogar y de la sociedad femenina, dejaba a la mujer relegada a la vida de los afanes, de la chismo­ grafía y de la frivolidad, camino de la vulgaridad”.137 Seguro que ella pensaba en el Club de la Unión al momento de escribir este pasaje. Aunque ya por entonces la actividad partidista a ratos constituía una ocupa­ ción demandante, que disputaba a la vida familiar el tiempo de los hombres de la clase dirigente, los clubes políticos abiertos por los partidos nunca amenazaron, ni remotamente siquiera, la condición del Club de la Unión como centro neurálgico de la política parlamentaria y de la sociabilidad masculina. Esto se explica por el mismo modus operandi del sistema político de la época, que favorecía las negocia­ ciones de pasillo e incitaba los regateos de trastienda, no tanto entre partidos de rigurosa disciplina interna (y por eso bien cohesionados) como entre camarillas políticas de composición a veces pasajera. El Club de la Unión, escribió con justicia un columnista anónimo en 1905, es “para Santiago lo que el foro para los antiguos romanos”.138 Según refiere Alberto Edwards, el salón rojo del Club, “sancta santorum” de la institución, representaba la arena donde los líderes políticos debatían la composición de los gabinetes ministeriales.139 Falta agregar que el prestigioso pero efímero Club de Santiago creado en 1908, a semejanza del Club Hípico, al admitir en sus salones a hombres y mujeres sí estimuló la sociabilidad mixta,140 en claro contraste con el Club de la Unión, que recién en 1925 estableció un depar­ tamento de señoras. Dicha sección femenina -hago la salvedad- nació como una entidad aparte, dotada de entrada propia, aislada de la sección masculina mediante un muro, y no como un órgano integrado al club tradicional, en vista del deseo plenamente atendido de “no romper el soberbio aislamiento preferido de muchos • ” 141 SOCIOS .**'

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Aunque la acusación según la cual el Club de la Unión constituía una amenaza para la sociedad doméstica sólo alcanzó notoriedad pública en la década de 1910, ya en los 1880s se había hecho manifiesta, de forma más bien elusiva, cierta animosidad contra la institución. Resulta reveladora la manera como Abraham Kónig concluyó su folleto sobre la historia del Club: con una reivindicación de las propiedades mo­ rales de la institución, puestas en tela de juicio, según se desprende del texto, por las esposas y las madres de sus concurrentes. Junto a la preocupación de las mujeres por la posible disipación de sus maridos y sus hijos, demasiado aficionados a un centro propicio a la autoindulgencia en materias de orden moral, las esposas resentían, en particular, la ausencia de sus cónyuges en el hogar común, debido a que “más de uno olvida a veces sus deberes o compromisos de sociedad por quedarse a orillas del fuego en sabrosa charla de compañeros”.142 Kónig hizo lo posible por mitigar la desconfianza de las mujeres de la élite respecto al Club, difundida presumiblemente a través de conversaciones y rumores de salón, en el marco de la institución femenina de la visita. De otro tenor fueron las críticas formuladas contra la institución en la década de 1910, cuando éstas saltaron finalmente a la palestra, vía las páginas de las populares revistas ilustradas. En 1910, el Club fue definido como una “sirena que atrae y con­ quista a los maridos”.143 En un artículo publicado en 1913, Alberto Edwards, agudo comentador de la intrincada vida social de la época, agregó: “Hablando en general, las señoras mujeres aborrecen cordialmente al Club de la Unión”, institución a la que consideraban, tal vez con alguna razón, como el “centro de todas las disipaciones y punto de partida de todos los vicios”.144 Es más: en 1917, una colaboradora del semanario Zig-Zag expresó concisamente la presente hostilidad femenina contra la institución: “No creo que Chile haya ganado nunca nada, y en cambio los hogares han perdido mucho, con la fundación del Club de la Unión”.145 Los autores católicos también hicieron de esta institución un blanco de sus críticas, trazando una visión catastrofista sobre los males que la vida de club deparaba al porvenir de la familia. Bernardo Gentilini, autor de libros prescriptivos destinados a guiar la conducta de las mujeres cristianas en sus diversos roles, anotó en 1917: “La buena esposa debe evitar a toda costa que el marido haga regularmente vida de club. El club es el antagonismo de la vida de hogar. Es el destructor de la vida de familia”.146 Pero si el Club de la Unión fue fundado en 1864, ¿por qué sólo a inicios del siglo XX comenzó a ser percibido como una amenaza digna de consideración a la vida familiar y a las reuniones sociales mixtas? La respuesta reside en el progreso material de la institución. A lo largo de cuatro décadas, ésta aumentó su número de socios sin perder su exclusividad social; expandió la variedad a la vez que mejoró sustancialmente la calidad de sus servicios; y elevó en forma significativa el nivel de sus instalaciones. En un comienzo, por ejemplo, los juegos de salón estaban sujetos a severas reglas, y el Club debía cerrar a las once de la noche; en caso contrario,

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existían diversas formas de señalización para los infractores. En los 1860s, ni cocina tenía: sólo un anafe para calentar té. Recién a comienzos de la década de 1870, al amparo de la bonanza económica asociada a Caracoles, se obtuvo un préstamo gra­ cias al cual se construyó una gran sala de billares y un espacioso salón. En esa lujosa y confortable institución, por primera vez a tono con sus modelos europeos, sí es posible vislumbrar un reto a la sociedad doméstica y a las formas de sociabilidad mixta. Reto fugaz, pese a todo: los excesivos gastos envueltos en la mejora de sus de­ pendencias y el desencadenamiento de una generalizada crisis económica a mediados de los 1870s, precipitaron el colapso financiero del Club. Aunque en lo sucesivo su administración tuvo que ceñirse a normas presupuestarias más austeras, la planilla de sus socios continuó creciendo.14 Otro tanto ocurrió con su prestigio social. Los planes de adelantamiento material volvieron a cobrar vuelo hacia el cambio de siglo, cuando se dotó al Club con la infraestructura adecuada (ascensores, un comedor de verano, secciones refaccionadas) para servir de escenario a los banquetes y agasajos organizados con motivo de una serie de visitas ilustres, entre las cuales se contaron el príncipe Luis de Orleáns y Braganza, los invitados a las celebraciones del Centenario nacional y el príncipe Humberto de Saboya.148Un visitante extranjero recordó, por esa época, que el Club de la Unión “posee una infraestructura de primera categoría, y un personal sumamente bien entrenado”.149 Este era el Club de la belle époque que tanto entusiasmó a los hombres de la oligarquía. En cualquier caso, la decadencia del salón mixto intelectual también coincidió con la emergencia de tertulias literarias conducidas por mujeres de la élite. Pese a la existencia de similitudes superficiales, estas tertulias no desempeñaron la función de los salones decimonónicos en lo que atañe a la ilustración femenina. Ni siquiera la tertulia sostenida a diario por Martina Barros a partir de los 1890s, tuvo como fin el adelantamiento de las capacidades intelectuales de las mujeres; todo indica que entre sus concurrentes, a excepción de Inés Echeverría, asistente ocasional, sólo se conta­ ban hombres: escritores, artistas, periodistas, políticos.1^’ Si nos concentramos en lo medular, lo mismo es válido para las tertulias menos formales. Como referencia, la de Inés Echeverría, Iris, no fue un evento organizado semana a semana, en un día fijo y a una hora predeterminada, con el propósito de congregar a una audiencia de pro­ porciones, lo que sí acontecía con el salón de Lucía Bulnes, por mencionar un caso ilustre. Contrario sensu, hay que imaginar su tertulia como un collar de reuniones desgranado día a día; no como un hito social, sino como una sucesión de encuentros. O bien como una suerte de fragmentación de la audiencia del salón antiguo. Aten­ diendo a sus relaciones sociales en forma sucesiva antes que simultánea, de hecho Iris pudo cultivar la amistad y gozar de la compañía de personajes acaso incompatibles. El trato entablado con sus relaciones era de intimidad; el tenor de las conversaciones oscilaba entre la confidencia personal, deslizada a media voz, y la divagación compar­ tida. En palabras de Fernando Santiván:

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En un mismo día veréis desfilar por sus salones, y acapararla cada cual sucesivamente

durante un par de horas, hombres de tan diverso temperamento como don Arturo Ales­

sandri y don Eliodoro Yáñez [...] Junto a los amigos de gran aparato escénico, tenía doña

Inés una especie de jardín zoológico, formado por una fauna pintoresca y desconcertante [...] Todos desfilábamos sucesivamente por su casa. Y digo sucesivamente, porque Iris, conociendo bien a su personal, tenía el tacto de recibirnos por separado o por parejas, temiendo que, si nos juntaba a todos, se produjera un cataclismo babélico, ¡tan diferentes

eran nuestros idiomas y tan desacordes los instrumentos de nuestra orquesta!1^'

Por otra parte, el hecho de que las concurrentes a dichas tertulias literarias fue­ sen en su mayoría anfitrionas a la vez que escritoras, redujo todavía más el grupo de mujeres que sacó partido de esos contactos intelectuales.152 Estas tertulias, de com­ posición social más heterogénea que la de los salones tradicionales, nunca reunieron al número de personas, menos aún al número de mujeres que asistieron a aquellos. A diferencia de los salones, no fueron ni aspiraron a ser un medio de autoeducación femenina. Todo esto hizo de aquellas tertulias un fenómeno social más restringido. Si los salones evocan a grandes orquestas bajo la dirección de las saloniéres, las tertulias literarias hacen pensar en conjuntos de cámara. Tal como ocurre con los salones tradicionales, es difícil determinar cuántas mujeres presidieron este tipo de reuniones celebradas a principios del siglo XX. Además, el aná­ lisis de la información disponible se ve perjudicado por el carácter incierto de algunas de estas veladas. Es seguro que representaron casos excepcionales. Después de someter a escrutinio memorias y revistas de la época, he encontrado sólo cuatro mujeres que, sin riesgo alguno, pueden ser catalogadas como anfitrionas de este tipo de tertulias lite­ rarias: Martina Barros de Orrego, Sara Hübner, Inés Echeverría de Larraín y Mariana Cox de Stuven (Shade). Tilda Brito podría ser incorporada a esta lista, siempre y cuan­ do se tenga presente que ella presidió no tanto su propia tertulia como la de su marido, el hombre de letras Armando Donoso. Acaso el nombre de Ana Swinburn de Jordán también deba ser recordado: por lo menos en la década de 1890, si es que no después, transformó su casa en “centro de reunión de los escritores, poetas y artistas ”, entre los cuales sobresalió Augusto D’Halmar.H3 Delia Matte, en cambio, a juicio de Wright una “encantadora anfitriona y una brillante conversadora”,154 bien puede ser conside­ rada como una saloniére en cuyo salón departieron regularmente hombres y mujeres, a condición de no olvidar el carácter anómalo de éste, habida cuenta de sus reducidas proporciones, típicas de las tertulias literarias, y no de los salones tradicionales.155 La mayoría de las tertulias literarias realizadas a inicios del siglo XX alentaron la constitución de una selectiva república de las letras, integrada principalmente por intelectuales, artistas y líderes políticos, todos hombres reunidos en torno a unas po­ cas anfitrionas, la mayoría de las cuales fueron escritoras profesionales e intelectuales de ocasión, que dieron conferencias, publicaron libros, y colaboraron con los más

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destacados diarios y revistas del periodo. Inés Echeverría y Mariana Cox deben su in­ corporación a los cenáculos literarios a sus libros y a sus artículos, no menos que a su actuación como anfitrionas, catalizadora en parte de ese mismo proceso de inserción en un mundo predominantemente masculino. Puesto que las convenciones entonces al uso censuraran la actividad literaria de las mujeres, aquellas que adoptaron el oficio público de las letras, se vieron en la necesidad de contar con un círculo afín, creati­ vamente propiciatorio, capaz de impulsar sus carreras como escritoras en un medio muchas veces adverso a sus aspiraciones. Quienes sacaron provecho de esos encuen­ tros conformaron una sociedad mixta restringida, integrada fundamentalmente a partir de afinidades intelectuales, del ejercicio periódico de la conversación ilustrada y del comercio epistolar entre sus miembros. Alone refiere que las cartas de Mariana Cox “circulaban como las de Madame de Sévigné y se convertían fácilmente en re­ liquias”.156 Ricardo Latcham, coincidentemente, afirmó que “Iris padecía la manía epistolar, y el día en que se recopilen sus innumerables misivas se descubrirá un in­ substituible documento de época, que alumbrará la petite-histoire de un instante en que hacía crisis un lapso entero de la existencia nacional”.157 Contribuía a reducir las proporciones de ese círculo, de por sí selecto, el hecho de que diferentes anfitrionas recibieran, no rara vez, a los mismos contertulios. La búsqueda de la exclusividad social y el desarrollo de una alta cultura imbuida de connotaciones de clase representaban objetivos marginales, hasta cierto grado ajenos a las preocupaciones y actividades de las tertulias literarias. Estas constituían, si se considera la heterogénea composición social de su concurrencia, un foro abierto al diálogo entre sujetos de diferente extracción social, sobre la base de intereses inte­ lectuales compartidos. Para subrayar la singularidad de esta formación social, vale recordar que el salón tradicional representó una fuente de status y, al menos para sus concurrentes, una institución que reunía las mejores cualidades de la alta sociedad. Con todo, no hay que exagerar las diferencias entre el salón tradicional y la tertulia literaria. Esta última modificó el legado jerárquico del primero, pero sin instaurar un quiebre radical con el pasado, ya que su índole meritocrática no desatendió aspectos propios del trato elegante. Latcham, quien ganó acceso a las tertulias literarias de comienzos de los 1920s, sostuvo que dichos eventos “servían para [...] aclimatarse en hábitos sociales más refinados”.158 De modo que estas tertulias no fueron tan extrañas al concepto de cultura vinculado a los salones; constituyeron un medio propicio al cultivo de maneras refinadas, tanto como una instancia de intercambio intelectual. Por añadidura, las anfitrionas patricias introdujeron a los escritores de clase media a los círculos ilustrados de la élite. Santiván consignó: “A Inés Echeverría de Larraín y a mi profesión literaria y periodística debí la oportunidad de conocer hogares santiaguinos selectos [...] Iris [...] tuvo especial cuidado en ponerme en contacto con hombres y mujeres de talento” e innumerables “personajes interesantes de la política, del gran mundo y de las finanzas”.159

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Estas tertulias también representaron un vehículo de patronazgo para los jóve­ nes escritores. Algunas anfitrionas hicieron uso de sus contactos e influencias para impulsar la carrera literaria de sus protegidos. Santiván en su calidad de joven crítico literario, accedió a escribir una reseña inmerecidamente benigna del libro Prosa y ver­ so (1909), obra conjunta de Hernán Díaz Arriera (Alone) y Jorge Hübner Bezanilla, con el objeto de satisfacer la solicitud formulada en tal sentido por Mariana Cox, a quien el libro en cuestión está dedicado. El mismo Santiván, a semejanza de varios otros escritores en circulación a comienzos del siglo XX, encontró en Inés Echeverría, a poco de haber publicado su primer libro, Palpitaciones de vida (1909), una mecenas y amiga bien dispuesta a apoyarlo en su carrera literaria. Alone opinaba que gracias a la “protección espontánea y resuelta” de Inés Echeverría, muchos talentos literarios no sucumbieron ante los obstáculos enfrentados en la fase inicial de sus vidas de es­ critores.160 Tertulias como la de Inés Echeverría, al legitimar los méritos literarios y el compromiso con la literatura por sobre la posición social como criterio de admisión y medio de validación cultural, prestaron impulso a la profesionalización en marcha de las actividades intelectuales, alentando de esta manera el diálogo entre intelectuales de generaciones y clases distintas. Las sesiones del Ateneo, las reuniones informales celebradas en bibliotecas, librerías y restaurantes, lo mismo que en las redacciones de diarios y revistas, conformaron una red intelectual que, al trascender las divisiones de clase, suministró un escenario propicio a la autonomización y especialización de la literatura de ficción como género desvinculado de la pedagogía política y moral.161 Después de la Primera Guerra Mundial, esas tertulias literarias posibilitaron, en par­ te, la apreciación polémica de los movimientos europeos de vanguardia, la irrupción del jazz y de la poesía de Vicente Huidobro y Pablo Neruda, instigando así la renova­ ción de los anticuados cánones estéticos prevalecientes, a la fecha, en Chile.

Se advierte en la historia de las mujeres y en los estudios de género la inclinación al uso (y abuso) de conceptos y términos dicotómicos. No pongo en duda su utilidad como herramientas analíticas, tampoco su potencial heurístico, a condición de en­ tenderlas como alicientes para la investigación histórica, y no como premisas incues­ tionables.162 La historia del salón, y en general la de la alta sociedad, desaconsejan el uso acrítico del popular concepto de las “esferas separadas” al momento de abordar el estudio histórico de las mujeres de la élite. Su papel como brokers en el mercado matrimonial y la preeminencia social, en algunos casos incluso política, alcanzada por las anfitrionas aquí analizadas, revelan que la “esfera pública masculina” y la “es­ fera privada femenina” no estaban divorciadas, sino involucradas en un diálogo per­ manente. Debido a su posición en el mercado matrimonial, las madres de clase alta fueron agentes activos en el mantenimiento de la sociedad oligárquica. Circularon a diario en los espacios públicos, haciendo de damas de compañía, función mundana

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con proyecciones sociales de vasto alcance. Corresponde, pues, apropiarse de las pala­ bras de Michelle Perrot, quien se ha referido a un “encabalgamiento de las fronteras” entre ambas esferas.163 A lo largo del siglo XIX, además, numerosas mujeres de la élite permanecieron al tanto del curso de los asuntos públicos, reaccionando apasio­ nadamente ante sus vicisitudes. En 1860, por ejemplo, la joven Dolores, hermana de Benjamín Vicuña Mackenna, confesó a éste, por entonces en el exilio, que ella tuvo “por su causa [el movimiento de 1859 contra el gobierno de Montt] un interés superior tal vez a mi edad y a mi sexo. El día que supe este fatal acontecimiento [la derrota de las fuerzas revolucionarias] me eché a llorar a gritos sin que nadie pudiera consolarme”.164 Las mujeres atendieron de cerca al desarrollo de los eventos políticos, y aunque raramente intervinieron en la arena pública durante el siglo XIX, no se privaron de defender sus opiniones en privado. Carmen Arriagada, pese a considerar la política como “una cuestión que no debemos tratar las mujeres”,16'’ escribió cartas en las que campeaba su preocupación por la política nacional, las relaciones exterio­ res del país y la actuación de los políticos chilenos en tanto líderes públicos. Aunque privadas de la condición de ciudadanas, la política no estuvo ausente del horizonte existencial de las mujeres. La institución del salón, no obstante funcionar en un espacio doméstico, siem­ pre estuvo abierta a la alta sociedad. Actuó como un escenario donde las esferas teóricamente separadas experimentaron, a propósito de los vínculos motivados por la sociabilidad mixta, un proceso de interpenetración. Siendo las fronteras entre dichas esferas permeables y móviles, las anfitrionas de la élite contaron con la po­ sibilidad de extender su influencia, hasta abarcar facetas del acontecer público. Dicha imbricación obligó a ocuparse de la historia del Club de la Unión, reducto masculino, para comprender la declinación del salón como institución favorable a la autoeducación femenina que, extremando el argumento, también puede ser vista como una instancia de autoafirmación de las mujeres comprometidas con su desarrollo. ¿Qué otros factores contribuyeron a diluir las fronteras entre la esfera pública masculina y el mundo doméstico de las mujeres? A través del liderazgo, gestión y sustento de organizaciones de caridad, las mujeres de la élite adquirieron la condi­ ción de genuinos agentes sociales, con decisiva participación en los esfuerzos por aliviar y disciplinar a las clases menesterosas, en circunstancias en que las mudanzas de la sociedad urbana invalidaban las viejas fórmulas de aproximación a la pobreza y, más todavía, a la indigencia. A su vez la lectura de su correspondencia enseña que no siempre restringieron su órbita de acción a ios asuntos domésticos; también se consagraron, a veces, al cuidado de negocios mineros y al manejo de haciendas, ade­ más de intervenir en actividades comerciales y efectuar gestiones ante las autoridades civiles.166 Aparte del apoyo personal a las labores de propaganda católica realizadas por varias mujeres durante la República Parlamentaria, también se guarda memoria

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de damas acaudaladas que respaldaron financieramente las campañas electorales de los conservadores, la candidatura presidencial de Barros Borgoño167 y la prensa cató­ lica,168 incidiendo de esta manera oblicua en los avatares de la política partidaria y en la formación de la opinión pública. En suma, al hacerse una distinción demasiado or­ todoxa entre la esfera pública masculina y la privada femenina, se soslayan los matices de los fenómenos históricos que, atendiendo a su carácter dinámico, no pueden ser debidamente comprendidos y conceptualizados, a menos que se evite constreñirlos en sistemas de análisis estáticos. Como sea, el lenguaje de las esferas pública y privada hundió raíces tanto en el mundo de los hábitos como de los valores sociales. De esto se infiere que sí modeló la conducta cotidiana de las mujeres (y de los hombres). Mercedes Cifuentes, en una carta de 1796, sostuvo que una joven, para aspirar a ser considerada como una novia apropiada para un “sujeto distinguido y colocado en honor”, tenía que haber sido “de un sumo recogimiento y muchacha verdadera de recámara”.169 Esto es: criada a resguardo de los peligros y ambigüedades asociados a la vida exterior al ámbito doméstico, pues la exposición de una joven a tales circunstancias, junto con restarle valor en el concepto público, atentaba contra su honor y el de su familia.10 Este pre­ cepto se mantuvo en vigencia a lo largo del siglo XIX, si bien la emergencia de la alta sociedad y el consiguiente advenimiento del papel de chapetona atenuaron sus efec­ tos. Aclaro que tampoco las mujeres adultas y casadas estuvieron exentas de este tipo de constreñimientos. En junio de 1851, una amiga argentina de Magdalena Vicuña Aguirre, le escribió una carta en la que se quejaba de las restrictivas convenciones sociales que le impedían hacer sola el viaje de Santiago a Valparaíso: “¡qué trabajo ser mujer!... algunos días me dan ganas de emanciparme de las costumbres y darme gusto en todo... pero nada puedo hacer... estoy en Chile”.1 1 Ocho años más tarde, Delfina Cruz, en una carta dirigida a su marido, el futuro presidente Aníbal Pinto, lamentaba que la “condición de la mujer es el estar siempre en su casa y no poder seguir a su marido”.1 2 En el fondo, las saloniéres sacaron partido de este patrón de conducta cultural­ mente adscrito, transformando una restricción convencional, ajena al arbitrio de las mujeres, en un medio a través del cual adquirir ilustración y, en contadas ocasiones, influir en el acontecer político-social de su tiempo. De ahí que un grupo selecto de damas, ante la declinación de los salones, haya estimado necesario instaurar la edu­ cación de las mujeres patricias sobre cimientos más sólidos: no ya como una práctica más bien privada, sino como una actividad al amparo de una institución pública en sentido estricto. Con la creación del Club de Señoras, salieron decididamente al paso de la crisis producida por la decadencia del salón, ampliando el número de seguido­ ras de la tradición que éste encarnó, al tiempo que dilataban los horizontes de sus afanes culturales.

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III EL CLUB DE SEÑORAS Y EL IDEAL DE LA DOMESTICIDAD

¡Un Club de Señoras! La primera vez que se lanzó este grito en medio del silencio de Santiago, pareció tarde de incendio. Angel Pino [Joaquín Díaz Garcés] (1916) Era en aquella época en que a toda hora y momento se ota hablar, en Santiago, sobre la evolución de la mujer; la recientefundación de un Club de Señorasy de diversos centros literarios conmovía los ánimos. Conferencias a favor o en contra, entusiastas adhesiones o crueles invectivas dividían la opinión; los unos veían esta transformación de la vida intelectual de la mujer con espanto, mientras los otros la exaltaban juzgándola propicia a sus intereses. Roxane [Elvira Santa Cruz Ossa] (1920)

Este capítulo explora el significado del Club de Señoras a la luz de la vida privada de la élite. Sostengo que el proyecto cultural materializado por el Club no representó, como ha sido costumbre argumentar hasta ahora, otro frente en la lucha de clases, sino un movimiento sociocultural orientado a la reformulación de las relaciones de género y filiales en el marco de la familia. De cara a este objetivo, la educación fe­ menina fue concebida como el componente esencial, si es que no como el principio constitutivo, de una domesticidad basada en el “matrimonio de compañerismo” y, aunque de manera menos pronunciada, en la imagen de una familia nuclear congre­ gada en torno a la figura del niño. Se aseveraba que la ilustración, al convertir a las mujeres en interlocutoras válidas de sus maridos y sus hijos, resolvería los problemas de comunicación que viciaban la vida cotidiana y afectiva de la familia. Como se escribió en 1914, “mientras más instruida es la mujer, más respetada es en su hogar y echa raíces más profundas en los vínculos de la familia”.1 Bajo los auspicios del dúctil ideal del diletante, el desarrollo intelectual de las mujeres fue definido como un in­ grediente fundamental y un prerrequisito indispensable del bienestar tanto material como emocional de las familias patricias. Por eso, a la historia institucional del Club de Señoras sucede el examen del ideal de la domesticidad y del contexto social que propició su maduración.

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Ni lucha de clases ni guerra de sexos

En abril de 1915, la educadora Amanda Labarca Hubertson publicó en la revista femenina ilustrada Familia un artículo referente a las actividades de los clubes o círculos de lectura de los “países más adelantados”. Las repercusiones de este texto serían de largo alcance. En la sección titulada “La hora de los libros”, Labarca explicó en forma somera cuáles eran los objetivos y las formas de organización de dichas instituciones, haciendo hincapié en las recompensas derivadas de una aproximación colectiva a la exégesis textual, en la que primaba el espíritu de colaboración entre las diversas lectoras de los libros estudiados. La interacción entre diversos puntos de vista, argüyó, daba origen e interpretaciones textuales de un nivel de profundidad y acuciosidad inalcanzable mediante una perspectiva individual y una lectura en soli­ tario. Según Labarca, el método de lectura empleado por esas asociaciones tornaba asequibles hasta los significados más intrincados de una obra cualquiera, revelando “en toda su amplitud” la originalidad de cada autor. Las instituciones culturales de este tipo ofrecían a sus integrantes la posibilidad de entablar un íntimo “comer­ cio espiritual” con sus pares: el principio subyacente a la asociación presuponía una sintonía de espíritus derivada de entrañables intereses comunes. Hermanadas por fuertes lazos de amistad y mutua comprensión, la conversación, libre del ripio mun­ dano que entorpece la comunión de los seres afines, prometía aventurarse en “esas profundidades de la conciencia que tantas veces desearíamos sondear con la ayuda de alguien que pudiera comprenderlas”. Labarca era de la idea de que el círculo de lectura representaba un tipo de institución particularmente apropiada para las mu­ jeres, por estimar que la monotonía de los quehaceres domésticos y de las labores de mano, las impulsaba a adoptar hábitos más gregarios que aquellos acuñados por los hombres. Apelando a estos argumentos, Labarca propuso la creación de un círculo de lectura bajo el patrocinio de Familia.2 Al poco tiempo, un reducido núcleo de entusiastas lectoras de la revista manifes­ tó su apoyo a la iniciativa. En junio, Labarca anunció la creación de dos círculos de lectura: uno en Santiago, el otro en provincia. Entre las fundadoras de este último, basado en el comercio epistolar entre sus integrantes, destaca Lucila Godoy, nombre original de Gabriela Mistral.5 La sección “La hora de los libros” se convirtió en lo su­ cesivo en el espacio donde se dieron a conocer las actividades de los nuevos círculos. El 13 de julio de 1915, el círculo de lectura instaurado en la capital aprobó sus esta­ tutos y nombró un directorio formado casi exclusivamente por prominentes mujeres de la oligarquía. A decir de Amanda Labarca, las veladas de la institución desde sus comienzos se caracterizaron por la generalizada despreocupación ante las diferencias de clase entre sus integrantes. Esta afirmación, todo lo válida que se quiera para las reuniones generales, resulta cuestionable respecto a la composición del directorio,

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pues, exceptuando a Labarca, no se incorporó a ninguna mujer de clase media. He­ cha esta salvedad, lo importante es subrayar que a las adherentes a esta asociación las animaba la perspectiva de enriquecer sus propias vidas y, según lo estipulado en el primer artículo de las regulaciones del círculo capitalino, “aumentar la cultura de la mujer chilena por todos los medios que estén a su alcance”.4 Algunas de las integrantes del Círculo, como quedó establecido en el capítu­ lo precedente, habían participado en asociaciones similares en el extranjero, lo que las facultó para liderar adecuadamente su organización. La propuesta de Amanda Labarca cuajó gracias a sus estudios previos en la Universidad de Columbia y en la Sorbonne. En 1913, poco después de su regreso a Chile, desarrolló el tema de las actividades de las mujeres en los Estados Unidos en una serie de conferencias ofre­ cidas en la Universidad de Chile, posteriormente recopiladas en el libro Actividades femeninas en los Estados Unidos (1914). No es casualidad que esta obra haya sido prologada por Lucía Bulnes, eminente saloniére, y Eliodoro Yáñez, asiduo participan­ te de las tertulias literarias por entonces en boga. En su estudio, Labarca enunció la trayectoria de las asociaciones femeninas estadounidenses, documentó la evolución de las doctrinas esgrimidas por sufragistas y feministas, y resaltó el potencial de dicha tradición reformista de cara a la emancipación de las mujeres chilenas, de quienes cabía esperar, en caso de activarse este proceso de cambio, una significativa contribu­ ción al progreso social de la nación. De esta forma, Labarca preparó el terreno para la creación del Círculo de Lectura, la primera asociación femenina secular fundada en el siglo XX por mujeres de clase alta y media, a fin de mejorar la condición de las mujeres en la sociedad chilena? Todo esto explica el promisorio comienzo del Círculo de Lectura. En 1915, con menos de un año de existencia, organizó el primer concurso literario para mujeres en Chile, entabló relaciones con el Ateneo de Santiago, y congregó bajo su alero a un grupo de mujeres decididas a instigar el desarrollo de la cultura femenina. En “La hora de los libros” las mujeres fueron estimuladas a leer autores extranjeros y nacionales. De los estudios literarios emanó el deseo de escribir: mujeres jóvenes y adultas se aventuraron a ensayar composiciones. El estudio de la poesía lírica en lengua española encontró una acogida especialmente favorable entre sus integrantes, que después de leer las Eglogas de Garcilaso de la Vega, pensaban continuar con el estudio de otros clásicos, como Fray Luis de León, Calderón de la Barca, Moratín y Santa Teresa de Jesús, sin privarse de considerar a autores contemporáneos de prime­ ra línea, como Rubén Darío.6 Sin embargo, a pesar de sus rápidos logros y conquistas, al cabo de un tiempo el Círculo de Lectura perdió protagonismo a manos de una asociación nacida de su propio seno: el Club de Señoras proyectado en 1915, aunque sólo establecido en 1916. Si bien ambas instituciones fueron concebidas como entidades separadas, lo cier­ to es que compartieron buena parte de sus objetivos y de sus integrantes, y aun

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algunas de sus directoras; por añadidura, durante cierto tiempo el Círculo de Lec­ tura celebró sus reuniones en uno de los salones del Club de Señoras.8 A diferencia del Círculo, eso sí, el Club nunca fue una institución autocontenida e introvertida, en lo posible cerrada al público externo, por lo que sus conferencias y conciertos admitieron la presencia de personas ajenas a la institución, hombres y mujeres in­ distintamente. Más amplio era también el ámbito de sus metas y actividades. Com­ prendían éstas la educación literaria, musical y artística de las mujeres, el patrocinio de las artistas y escritoras con necesidad de estímulo y apoyo, y el examen crítico de la posición de las mujeres al interior de la sociedad chilena.9 Obedeciendo a esto, el Club de Señoras instaló una biblioteca y albergó desde temprano una extensa serie de actividades culturales: conferencias, conciertos, cursos de idiomas extranjeros, de historia, de literatura y música, representaciones de teatro amateur, y, en la década de 1920, proyecciones de películas. Otra elocuente diferencia entre ambas instituciones guarda relación con sus res­ pectivas fuentes de inspiración. El Círculo de Lectura respondió con preferencia al modelo instaurado por los reading clubs estadounidenses; el Club de Señoras, a la tradición de sociabilidad ilustrada cultivada en los salones. Fue la declinación de esta última, precipitada por el auge del Club de la Unión, lo que instigó la creación del Club de Señoras por Delia Matte y sus colaboradoras.10 El Club revitalizó la socia­ bilidad privativa del salón y preconizó el diletantismo, considerado por sus socias como un ideal educacional especialmente apropiado para las mujeres de clase alta. La íntima continuidad entre el salón y el Club de Señoras queda al descubierto una vez se reconoce que, entre las integrantes y promotoras de éste, destacaron saloniéres de la talla de Lucía Bulnes y Sara del Campo. Quienes presenciaron la etapa funda­ cional del Club sabían que éste, elevado con frecuencia a la categoría de adalid del cambio social y de la reforma de costumbres anquilosadas, también despertaba ecos de antiguas tradiciones. En 1924 Roxane (Elvira Santa Cruz Ossa), testigo privilegiado de los avatares del gran mundo en su calidad de cronista social de Zig-Zag, al momento de recapitular la evolución de la vida de sociedad en las primeras décadas del siglo, afirmó que las mu­ jeres de la élite que “reunían en sus moradas al más selecto grupo de la intelectualidad chilena” en los 1900s, constituían las precursoras del movimiento cultural y artístico que años después se extendería a otras esferas y daría por resultado la fundación de centros intelectuales y clubs femeninos”.11 En otra ocasión, con el objeto de caracte­ rizar la función ejercida por el Club de Señoras en la vida cultural de Santiago en los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1920, otra colaboradora de Zig-Zag recurrió al ejemplo de las célebres anfitrionas francesas del siglo XVII. A juicio de esta autora anónima, la evolución del arte, de la literatura y la moral, obedecía al cultivo de formas de sociabilidad mixta. Sólo a través de éstas resultaba posible alcanzar la “verdadera conversación”, entendida como aquel diálogo “libre de frivolidad y de

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pesadez técnica, en una palabra lo que constituye la esencia y el mérito del arte”. El Club de Señoras revitalizó, nos dice su apologista, el “comercio espiritual entre hombres y mujeres”, mermado a causa de la declinación del arte de la conversación en las reuniones sociales de la oligarquía. Así considerado, parece lógico que el Club de Señoras evocara al “salón literario a la francesa”.12 Al concebirlo en estos términos, se daba cuenta a un tiempo de la naturaleza social e intelectual del Club de Señoras, que combinó las actividades culturales abo­ cadas al adelantamiento de la cultura de las mujeres, con las recepciones de sociedad usualmente dirigidas por su presidenta, Delia Matte, con la estancia de una talentosa saloniere. Alone, quien dictó clases de literatura en el Club, recuerda que su “ambien­ te mundano e intelectual, vino a ser para su presidenta una extensión de sus salo­ nes”.13 En materia de recepciones y actos en honor de personalidades públicas, visitas ilustres e intelectuales de relieve nacional e internacional, basta decir que rivalizó con el Club de la Unión y el Ateneo de Santiago, contándose entre sus invitados el prínci­ pe Humberto de Saboya, el presidente Arturo Alessandri Palma, ministros de Estado y parlamentarios, el cuerpo diplomático en pleno, y las familias más encumbradas de la sociedad capitalina. De ahí que Samuel Lillo, secretario del Ateneo de Santiago considerase a esta institución y al Club de Señoras como las cumbres gemelas del panorama social y cultural santiaguino de comienzos del siglo XX.14 La creación del Club de Señoras ha sido descrita como una reacción de represen­ tantes de la élite ante el creciente ascendiente cultural de las mujeres de clase media, precursoras de la incorporación masiva del sexo femenino a la educación superior.15 El texto citado para respaldar esta proposición corresponde a un extracto de un artí­ culo publicado por Iris en febrero de 1917: a nuestra mayor sorpresa, apareció una clase media que no sabíamos cuando había naci­ do, con mujeres perfectamente educadas, que tenían títulos profesionales y pedagógicos,

mientras nosotras sabíamos apenas los misterios del rosario. Entonces sentimos el terror de que si la ignorancia de nuestra clase se mantenía dos generaciones más, nuestros nietos caerían al pueblo y viceversa.16

A partir de esta evidencia, se ha argumentado que la formación del Club de Señoras obedeció a la necesidad de resguardar la posición de privilegio de la clase dirigente tradicional, amenazada entonces por la emergencia de sectores medios do­ tados de una mejor educación que la suya. Alone explicó la fundación del Círculo (y del Club, al que juzgó su “culminación fructífera”) en términos similares, o sea como una respuesta organizada de un grupo de “señoras distinguidas”, alarmadas “ante la superioridad evidente que iban conquistando por su avance intelectual las clases me­ nos afortunadas”, que así comenzaban a cimentar su futura preeminencia económica y política, la última ya a la orden del día.p

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Si bien Inés Echeverría estuvo íntimamente comprometida con la creación de la institución, y Alone con su desenvolvimiento, no creo acertado tomar al pie de la letra sus aseveraciones.18 Adelanto que el Club de Señoras no se propuso prevenir peligro alguno de movilidad social descendente, ni menos aún abrir un nuevo frente de antagonismo entre las clases alta y media. Existen varias razones para adherir a esta tesis. En primer lugar, la educación impartida en el Club de Señoras a través de me­ dios tales como conferencias, cursos y tertulias, no tenía un carácter profesionalizante ni buscaba estimular o facilitar el ingreso de las jóvenes de la élite a la universidad; al igual que en el caso de los salones decimonónicos, hay que recurrir a la figura del diletante para juzgar con tino el alcance y la orientación de sus actividades culturales. En efecto, el proyecto cultural de la institución hace pensar en una iniciativa proclive a la estetización o, si se prefiere, estilización de la vida cotidiana. Este arte del buen vivir, por llamarlo de alguna manera, estaba destinado a enriquecer la existencia de las mujeres de clase alta y, por extensión, de sus familias. Como era de público cono­ cimiento entonces, el Club de Señoras “educa e instruye a sus socias en toda clase de conocimientos prácticos para la vida de hogar y de salón”.19 Por lo demás, ni siquiera el Círculo de Lectura, en teoría una asociación com­ puesta mayoritariamente por mujeres de clase media, fue concebido como una ante­ sala a los claustros universitarios. Tal como se reconoció en 1915, las lecturas comen­ tadas y las charlas sobre literatura no tenían más propósito que dotar a las socias del Círculo con un “caudal de ilustración que servirá para alegrar el hogar, enseñar a los hijos y poblar el propio espíritu de ideas más amplias, aumentando el que posee para llegar a ser digna compañera del esposo”.20 La escritora Delie Rouge (Delia Rojas), quien como socia fundadora del Círculo asistió a su reunión inaugural, ocasión en que Amanda Labarca definió los objetivos de la nueva institución, asegura que desde un comienzo ésta tenía por objeto que las mujeres dadas a las letras se conocieran y no fueran mal interpretadas como sucedía con frecuencia, pues se les calificaba de locas o chifladas. También para que las mujeres se alivianaran la vida y pudieran olvidar un poco la prosa del menú de la comi­

da, la lista de la lavandera y tantas otras pequeñas gabelas de la existencia doméstica.21

De modo que las semillas de la ilustración femenina sembradas primero en el Círculo y luego en el Club de Señoras, esperaban ser cosechadas en el ámbito domés­ tico antes que en el mercado laboral o en el mundo profesional y académico. Roxane, ciñéndose a esta línea de argumentación, señaló a su vez que el Club de Señoras aspiraba a aliviar la monótona rutina de los quehaceres y deberes domésticos, así como a ampliar el estrecho horizonte en el que habitualmente se desenvolvía la vida de las mujeres.22 Prueba de ello es que en 1925 las conferencias ofrecidas en el Club de Señoras aún sobresalían por el carácter misceláneo de sus temas.23

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Los argumentos esgrimidos en defensa del Círculo de Lectura refuerzan la inter­ pretación adelantada aquí. Considérese el texto de una de sus integrantes. Decidida a vencer las prevenciones despertadas por el Círculo entre mujeres de clase alta, antes que a suscitar la adhesión de mujeres profesionales de clase media, no hizo mención alguna del trabajo asalariado femenino. En su opinión, las actividades del Círculo, al fomentar la cultura artística de las mujeres, entrañaban la posibilidad de ampliar el radio de acción de sus tradicionales roles domésticos, merced al desarrollo de otras facultades y habilidades. El estímulo mental derivado de la lectura y el debate les ayudaría a desarrollar su “poder creativo ”, a perfeccionar tanto su capacidad de juicio como su gusto, y a despertar su imaginación. A su vez, el desarrollo de todas estas “facultades”, la educación de la inteligencia (“gimnasia mental”) y de los sentidos, dotaría a las mujeres con una percepción más aguda de la realidad y una capacidad de autoexpresión no sólo en el ámbito literario, sino en una variedad de áreas con­ vencionalmente femeninas, tales como la práctica del bordado, la moda y -no dejó de hacer hincapié- “hasta en los pequeños detalles del hogar”. Así pues, los bienes derivados de la ilustración femenina redundarían en beneficio de “aquello que tanto interesa a las mujeres: el buen gobierno de su casa”.24 A pesar de su cariz aristocrático, evidente para sus contemporáneos, el Club de Señoras tampoco fue una institución exclusiva y selecta, en el sentido restringido y casi defensivo que tan bien calza al Club de la Unión. Sus programas de actividades intelectuales y artísticas fomentaron la colaboración entre mujeres de clase alta y media con intereses semejantes. Entre los atributos más celebrados del Club de Se­ ñoras, aparece su capacidad para aminorar las divisiones de clase y, en consecuen­ cia, dar pábulo a la mutua comprensión entre segmentos de la sociedad chilena anteriormente extraños entre sí.25 Es decidor que algunos sectores conservadores de la élite hayan condenado la falta de exclusividad social del Club de Señoras.26 Y que la caracterización de Delia Matte, salida a la luz pública al año siguiente de la creación de la institución, consignara que ella “asocia espíritus que antes parecían opuestos”, congregando “en torno a su persona [a] clases que pudieran estimarse antagónicas”.2 De hecho, a las conferencias y a los conciertos celebrados en sus salones concurría un público amplio y heterogéneo, compuesto por hombres y mujeres: estas últimas, no siempre socias del Club. Añádase que éste fue original­ mente proyectado como una entidad filantrópica destinada a proteger, socorrer y alentar a artistas y mujeres ilustradas de sectores medios, desempleadas o privadas de recursos materiales.28 La intención de establecer un sistema de becas que, según una de sus dirigentes, “permita que jóvenes de talento y aptitudes especiales, en los ramos que sean de mayor utilidad para el país, puedan ir a perfeccionarse a los cen­ tros europeos adecuados a cada caso”, con independencia de criterios de selección distintos del mérito, habla a las claras del “rol benéfico” que la institución aspiraba a desempeñar.24 En este contexto, cabe suponer que las exhibiciones patrocinadas

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por el Club abrieron un cauce de comercialización para la producción artística de las mujeres bajo su amparo. Ninguna de estas iniciativas traduce una voluntad de montar una contraofensiva ante el creciente ascendiente de los sectores medios. Hay que pensar que los integran­ tes de la clase dirigente en sentido estricto (parlamentarios, miembros del gobierno o funcionarios de alto rango en el aparato del Estado), a la fecha todavía recibían igual cuando no mejor educación que los hombres de los emergentes sectores medios. Por lo demás, el tipo de socialización e instrucción capaces de dotar a un hombre con los atributos del liderazgo y los dones del mando, eran y aún son en buena medida de orden formal y, por consiguiente, de preferencia responsabilidad de instituciones de educación secundaria y superior, no de diligentes madres ilustradas. Al someter a análisis la predicción formulada por Inés Echeverría, tampoco es prudente olvidar que el número de mujeres profesionales registradas en el censo de 1907, lejos estaba de acercarse a las proporciones alarmantes sugeridas por el párrafo antes aludido.30 Queda en evidencia, pues, que la amenaza al poder político y a la hegemonía social de la oligarquía no puede ser considerada como la fuerza motriz que propulsó la creación del Club de Señoras. La lectura de todo el artículo en cuestión revela que la fundación de la institución respondió a la iniciativa de un grupo de mujeres de clase alta que, porque “no tenían espíritu retrógrado y [...] no se pagaban de nombres huecos, sintieron la necesidad de reunirse, de trabar relación con la nueva sociedad” desarrollada al margen de los círculos compuestos por las “familias tradicionales”.31 La función original del Club, según refiere Inés Echeverría en su diario íntimo, apos­ tó, entonces, a consumar un “magnífico matrimonio [entre las clases alta y media] que cree una sociedad nueva”.32 En otros términos, el Club de Señoras se propuso estimular el diálogo y el trato social con los círculos ilustrados de la clase media, que ya comenzaban a detentar roles de liderazgo en el ámbito cultural chileno. Para los cánones de la época, en el Club de Señoras prevaleció una actitud de corte liberal, a ratos tolerante y pluralista, en ocasiones meramente contemporizado­ ra. Evitando la emergencia de posiciones confrontacionales, se garantizó el apoyo a la institución de mujeres con valores e ideas a veces discordantes.33 Según parece, el Club no estuvo exento de tensiones internas, si bien el carismático liderazgo de Delia Matte tendió a aplacar los conflictos entre sus socias, generando así un consenso en torno a los objetivos centrales de la institución, y un equilibrio entre sus integrantes de cautos intereses culturales y las otras más aventuradas, que abogaban decididamente por el estudio de la sociedad actual y de los autores contemporáneos.34 De este modo, el Club pudo albergar a devotas y severas católicas, y también mujeres de temple li­ beral. Al igual que los salones decimonónicos, el Club abrió nuevas perspectivas en el comúnmente modesto horizonte cultural de las mujeres de ese medio social. También suministró una tribuna donde algunas mujeres pudieron aprender, y luego asumir con desenvoltura, el papel de conferenciante (el público puesto a su disposición excedió a

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la reducida audiencia que conformaba las sesiones semanales del Círculo de Lectura). En sus salones se tomaron la palabra, antes materia de la escritura elaborada en el reti­ ro del hogar, a buen recaudo del público. Inés Echeverría dio conferencias en el Museo de Bellas Artes, en el Ateneo de Santiago, en el Círculo de Lectura (donde abordó las obras de Ibsen y Maupassant) y en el Club de Señoras, contribuyendo a consolidar una carrera intelectual que en 1925 le significaría convertirse en la primera académica de la Facultad de Filosofía, Humanidades y Bellas Artes de la Universidad de Chile, distinción que entrañó su definitiva incorporación al establishment cultural del país, al tiempo que se investía a su quehacer literario de una legitimidad y autoridad nunca antes alcanzadas por ninguna escritora en el país. Como plataforma intelectual, sin embargo, el Club resultó mucho más deter­ minante en el caso de Martina Barros, quien en sus dependencias se estrenó como conferenciante. La buena acogida del público del Club, predispuesto a favorecer tales iniciativas femeninas, la alentó a perseverar en esta actividad. Ante la audiencia del Club, trató, por tanto, diversos temas: el sufragio femenino, la autoría de las obras de Shakespeare, la figura histórica de Felipe II, el carácter de la escritora española Emilia Pardo Bazán y de algunas prominentes damas chilenas. Algunas de esas con­ ferencias, expresamente escritas para la ocasión, fueron publicadas. Estos textos, la misma Martina Barros sugiere, motivaron su incorporación a la academia de letras de la Universidad Católica, fundada a finales de la década de 1920.35 Gracias al estímulo inicial provisto por el Club, en su vejez se convirtió en una prestigiosa conferencista.36 No está de más decir que el Club también alentó la labor literaria de las mujeres (así el caso de Lucía Bulnes, que colaboró con Familia y La Revista Azul, en forma anónima o con seudónimo, y leyó parte de una novela inédita ante el auditorio del Club). Aún más: bajo la dirección de Inés Echeverría, el pequeño teatro de la insti­ tución, establecido en 1917, se propuso fomentar la actividad de dramaturgos na­ cionales y el teatro amateur de clase alta, puesto que la idea era montar sus obras, en palabras de Roxane, con un elenco integrado por “distinguidos miembros de nuestra sociedad”.3 Desde los inicios de su carrera como dramaturgo, Roxane, otra de las mujeres que conferenció en el Club de Señoras, presentó sus creaciones, a menudo caracterizadas por una visión cáustica de la élite, en el escenario de la institución, para cuya inauguración escribió una pieza teatral representada por socias de ésta, en conjunto con jóvenes afectos a sus reuniones y actividades. De manera que el Club también desempeñó la función que antes era casi exclusiva responsabilidad de las tertulias literarias: promover la incorporación de las escritoras, fuesen amateurs o profesionales, a la república de las letras. Para sopesar debidamente el mérito de estas iniciativas del Club, hace falta de­ cir que las mujeres de la época, a excepción de unas pocas instruidas (profesionales mesócratas y aristocráticas diletantes), por lo común se conformaron con un frugal

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régimen de lecturas, a lo más interrumpido por la afición a los folletines, tema abor­ dado en el próximo capítulo. Inés Echeverría, en respuesta a las mujeres de la oli­ garquía que se oponían a las actividades del Club de Señoras, trajo a colación, con indisimulado sarcasmo, la “abstinencia literaria que [éstas] consideran una virtud”.38 El Año cristiano, lectura intensiva de las mujeres en el siglo XIX, se encontraba en la gran mayoría de las casas patricias.39 Dijo Luisa Lynch de las mujeres chilenas: “No lee sino muy poco, y cosas banales”.40 Luis Orrego Luco comentó que las lecturas de aquellas no se aventuraban más allá del Año cristiano, de las hagiografías y otros textos de devoción cristiana.41 Librepensadores y eclesiásticos coincidieron en señalar, ya que no en censurar o celebrar, la predominancia de los textos de carácter religioso en el régimen de lecturas femenino. Otras obras y autores populares entre las mujeres de la élite fueron, según testimonio del arzobispo Crescente Errázuriz, El evangelio en triunfo de Olavide, Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de Granada y San Juan de la Cruz.42 No sólo la ortodoxia religiosa redujo el potencial de la lectura como fuente de ilustración; las diarias actividades de una dama de buen tono (asistir a misa temprano en la mañana, circular por las calles céntricas u otros paseos de moda ir de compras al comercio de lujo de la capital, realizar o devolver visitas, atender recepciones socia­ les, exhibiciones, conciertos, funciones de ópera y teatro) al consumir tanto tiempo, tampoco ayudaron a incitar el hábito, ni qué decir el vicio, de la lectura. En este escenario irrumpe el Club de Señoras. Su agenda cultural contribuyó a poner en circulación a autores profanos y contemporáneos, No siempre fue bien recibida esta política. En Familia, una revista en general comprometida con la defensa y promo­ ción del Club, el año 1917 apareció una crítica anónima a sus integrantes, a quienes se les reprochaba haber seguido un “rumbo extraviado” señalado por el estudio de “mentes desequilibradas”, mote con que se designaba a autores como Maeterlinck, Nietzsche y Bergson.43 Cuando menos en una ocasión, el flexible programa del Club de Señoras debió encarar las manifestaciones hostiles de un grupo de alrededor de cincuenta mujeres encolerizadas por el tema a desarrollar por un conferenciante ita­ liano invitado a la institución: el amor en las novelas de D’Annunzio. A raíz de este incidente, Iris escribió, iracunda: “Aún existen unas señoras empingorotadas, devotas y desconfiadas a quienes toda novedad horroriza, arrojando su maledicencia al ‘Club de Señoras’ y erguiéndose como pilares de la moral, orgullosas de su abstinencia literaria que consideran una virtud. ¡Pobre grey aristocrática!, anquilosadas momias putrefactas que por inútiles logran sólo fomentar un río de comentarios pequeños y falsos que todo espíritu alto rechaza”.44 No sorprende entonces que la fundación del Club, en parte a consecuencia de sus objetivos más ambiciosos y de su más pronunciado perfil público, despertara una oposición mayor que la suscitada en el pasado por la creación del Círculo de Lectura. Se argumentó que incitaría a las mujeres a descuidar sus sacrosantos deberes

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domésticos y maternales, lesionando de esta forma el bienestar de la institución de la familia. El batallón de sus críticos fue heterogéneo: hombres de la élite -de pre­ ferencia casados y por tanto parte directa en la causa-, damas rigoristas, e incluso miembros del clero. Los ataques fueron lanzados en privado o en público, en los salones de las casas patricias o en la prensa conservadora y clerical, destacando entre los representantes de esta última El Diario Ilustrado y, en especial, La Unión, en cuyas páginas se llegó al extremo de vincular al Club con los ardides de la francmasonería. Según Inés Echeverría, los ataques lanzados contra el Club de Señoras por La Unión, con anterioridad incluso a su fundación, en lugar de generar desánimo entre sus promotoras, fortaleció en ellas la voluntad de sobreponerse a los obstáculos y dar la batalla conducente a su establecimiento: “Tomamos bríos, sentimos que la obra valía la pena, puesto que la atacaban los espíritus retrógrados”.45 Las muestras de animadversión fueron contrarrestadas con gestos de adhesión, y no sólo en Santiago, sino también en Valparaíso.46 En 1915, la mera noticia de la fu­ tura creación del Club de Señoras, a la fecha sólo un proyecto en ciernes, fue recibida con entusiasmo. Los numerosos artículos de apoyo aparecidos en las revistas ilustra­ das, sobre todo en Familia y Zig-Zag, publicaciones que en 1917 recibieron el título de “órganos oficiales de la evolución femenina”,4 ayudaron a legitimar los fines y la existencia de la controvertida institución. Súmese al recurrente elogio de sus activida­ des e iniciativas, reseñadas en las páginas sociales y en las secciones informativas de las revistas ilustradas y femeninas, el que varias de las socias del Club escribieran en ellas con regularidad. Roxane, cronista social de Zig-Zag, destacó como una de las más resueltas defensoras de la institución; Iris también hizo lo suyo. Las mujeres asociadas con el Club de Señoras, junto con ser entrevistadas y públicamente elogiadas, fueron ubicadas en la vanguardia del movimiento por esa época abocado al desarrollo de la cultura de las mujeres y, en general, al adelantamiento de los intereses femeninos. De esta manera, se ganaron un lugar en la “galería de damas ilustres” compuesta por Familia, Zig-Zag, La Silueta, La Revista Azul y Pacífico MagazineZ Descollaron pues en el momento en que las mujeres comenzaban a figurar en la prensa; las entrevistas a “damas de la buena sociedad” incluidas a lo menos desde 1914 en varios periódicos, testimonian su transformación en personajes públicos.49 Las reacciones negativas desatadas por el proyecto y la creación del Club de Se­ ñoras deben ser consideradas a la luz del creciente ascendiente del feminismo, por entonces un tópico de debate emergente no exento de cierto protagonismo, a raíz de su mismo carácter contencioso. Con espíritu polémico, la prensa del periodo y los conferenciantes de visita en el país, sometieron a examen las propiedades del movi­ miento feminista y la pertinencia de sus demandas. Según una visión ocasionalmente sostenida en las revistas dirigidas a un público ilustrado, costumbres inmemoriales relativas a la condición social de las mujeres, en el presente estaban siendo reformula­ das mediante la decidida acción de un grupo de pioneras. Quienes refrendaban esta

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idea se consideraban a sí mismos como testigos del advenimiento de una nueva etapa en la historia de las mujeres. Los cambios que inauguraron este horizonte social, si bien no siempre conceptualizados como frutos del feminismo, fueron con frecuencia percibidos como la expresión local de un proceso global; proceso de vastas dimensio­ nes que cristalizó en la década de 1910, como corolario de los cambios sociales preci­ pitados por la Primera Guerra Mundial. A partir de este hito histórico, sentenció en 1920 el hombre de letras Paulino Alfonso, “el feminismo viene haciendo su camino a pasos agigantados”.50 Producto de su misma universalidad, este proceso se presentaba ante sus contemporáneos como un movimiento inevitable pero en absoluto mono­ lítico o unitario, ya que en la práctica su desenvolvimiento estaba condicionado por las identidades culturales y los estadios de evolución alcanzados por las diferentes so­ ciedades en las cuales operaba. Es así como el Club de Señoras, a juicio de una de sus fundadoras, representaba un “eco del movimiento mundial a favor de la mujer”.51 No obstante, tanto las líderes del Club como las del Círculo, sin perjuicio de su común búsqueda de inspiración y sustento en movimientos feministas extranjeros (sobre todo anglosajones), intentaron fundar sus acciones y demandas en la realidad social chilena, hecho que las llevó a adoptar una postura crítica ante los “excesos militantes” atribuidos a las corrientes más radicales del feminismo.52 Los movimientos feministas en Chile, observó Amanda Labarca, se distinguieron por adoptar una actitud mode­ rada y conciliatoria, la que a su entender hizo posible la fructífera colaboración entre sus integrantes y los miembros de la clase dirigente masculina.53 Para Inés Echeverría, la “evolución de la mujer” implicó necesariamente su emancipación de la secular tutela de los hombres, “en su calidad de clérigos, de padres y de maridos”.54 En una carta enviada a Martina Barros en 1918, así descri­ bió Inés Echeverría el escenario inaugurado por la emancipación intelectual de las mujeres: “Los clérigos cada día más asustados; la mujer ignorante que formaron, no les sirve para nada y la otra les es adversa”.55 No cabe duda de que el feminismo captó la atención de las mujeres, al extremo de incidir en las corrientes de la opinión pública; la redacción de la revista femenina Familia, ya en 1914, se vio colmada de cartas que abordaban el tema.56 La incorporación de las mujeres del Cono Sur al mercado laboral, desencadenada por la acelerada urbanización y el desarrollo indus­ trial experimentado en la región, motivó la emergencia, en las postrimerías del siglo XIX, de un concierto de voces críticas atingente a la condición socioeconómica, civil, política y educacional de las mujeres. Feministas argentinas, uruguayas y chilenas de ambos sexos, conformaron un movimiento heterogéneo, orientado a la promoción de reformas en diversos frentes. En un comienzo, ni las iniciativas en beneficio de la población femenina, ni los argumentos invocados en su defensa, cuestionaron seriamente el trazado de los roles sexuales heredado del pasado; en 1925, Amanda Labarca, ya una reputada líder feminista, no titubeó al escribir: “Abominamos, tan­ to del hombre que se feminiza, como de la mujer que adopta arrestos de varón”.57

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Aunque en justicia las mujeres merecían un status más elevado en la familia y en la sociedad, éstas debían preservar su “femineidad”, con el propósito de convertirse en las gentiles colaboradoras de los hombres, y no en sus contendoras o enemigas, pues no la guerra sino la alianza entre los sexos era el objetivo por entonces vislumbrado. La defensa de relaciones complementarias en lugar de competitivas, y la crítica a las desigualdades entre hombres y mujeres en nombre de consideraciones tradiciona­ les -léase: juzgar la restricción de sus derechos como contraria al buen desempeño de sus papeles de madres y esposas-, probaron ser una constante en el discurso de las feministas latinoamericanas, a la par que un factor diferenciador respecto a los planteamientos de sus homologas anglosajonas, más dadas a negar o minimizar las diferencias de género.58 Empero, a despecho de este voto a favor del gradualismo, sus demandas y pro­ puestas despertaron ansiedad entre sus coetáneos. Motivaron, asimismo, la reflexión y el debate esclarecedor. Aun el mismo significado de la palabra feminismo se constituyó en tema de polémica. Durante las primeras décadas del siglo XX, este término fue utilizado para describir una variedad de fenómenos sociales, actitudes y posiciones. No estando claro su significado, tampoco podían estarlo sus connotaciones, que fluctua­ ban en conformidad con las circunstancias descritas y la perspectiva adoptada por el comentarista. Salúdalo a veces como algo positivo, en otras ocasiones repudiado, tam­ poco le faltó la cuota de ambivalencia capaz de presentar ambas facetas a la vez.59 Por añadidura, el vocablo feminismo representó una consigna, una contraseña o una causa reivindicada por tendencias ideológicas en pugna, como lo demuestra la voluntad de demarcar tajantemente las distinciones entre el “verdadero” y el “falso feminismo”.60 Sin ir más lejos, Delia Matte se preocupó por deslindar claramente las “dos clases de feminismo” identificadles a la fecha, señalando que el Club encarnaba la vertiente po­ sitiva, a saber: no aquel que torna a las mujeres en parodia de los hombres y se afana en obtener el sufragio femenino, sino ese otro que “tiende a disputar al hombre el derecho de estudiar, de ilustrarse, de nutrirse de todos los conocimientos que forman una cultu­ ra efectiva, y el derecho también, de constituir una personalidad propia”.61 En vista de lo anterior, se entiende que el término en cuestión, a raíz de su mismo carácter controvertido, adquiriera una amplia circulación durante la segunda década del XX. Otro factor a considerar: la contienda sobre la naturaleza transicional del periodo en lo relativo a la condición de las mujeres tendió a imponerse, en parte, gracias a la fundación del Círculo de Lectura y del Club de Señoras. Aun cuando para efectos prácticos este último participó de la etapa formativa del feminismo chileno, no hay que olvidar que sus líderes inicialmente negaron cualquier vinculación entre la institución y el polémico movimiento. Para legitimar su empresa, las fundadoras del Club recalcaron que la nueva asociación, causa de alarma pública ya antes de su creación formal, respetaba y aun refrendaba las relaciones tradicionales de género; y, en particular, el rol doméstico de las mujeres. Por eso comenzaron los Estatutos del

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Club de Señoras (1915) con esta enfática declaración de principios: “Este Club no tendrá por objeto nada que se acerque a feminismo, a alejarnos de nuestras casas o a formar marisabidillas”. Su objetivo, antes bien, consistía en estimular la “reunión y acercamiento de todas nosotras en un hogar amplio”, así como el cultivo de las facultades artísticas y morales de las mujeres. El Club de Señoras, aclaraban, “no contribuirá a alejarnos de la casa, sino al contrario, hará que nuestra acción sea más efectiva dentro de ella”.62 Apenas impreso, en septiembre de 1915, el texto fue en­ viado al obispo Rafael Edwards, acompañado de una nota introductoria firmada por Delia Matte, Luisa Lynch, y la no por anticlerical menos católica Inés Echeverría.63 No era éste un gesto desinteresado de buena voluntad. Siendo el Club la primera institución femenina de clase alta atenta a los temas de género, creada sin el respal­ do institucional ni bajo la autoridad de la Iglesia Católica, resultaba más prudente avenirse con sus autoridades. La pública hostilidad de la jerarquía eclesiástica habría menoscabado seriamente su capacidad para reclutar adherentes y suscitar lealtades entre las mujeres de la oligarquía -si no colaboradoras del clero, católicas fervientes en su inmensa mayoría. Es comprensible por ende, que las líderes del Club se esfor­ zaran por ganar para su causa al obispo Edwards, autoridad eclesiástica, sea dicho de paso, profundamente comprometida con el desenvolvimiento de las iniciativas y las instituciones femeninas católicas.64 El feminismo o la “evolución de la mujer” impulsada en los 191 Os por las cola­ boradoras y las columnistas de las revistas ilustradas, e identificada con el Círculo de Lectura y el Club de Señoras, para sortear el cargo de “masculinización” elevado en su contra no se caracterizó por ser radical, ni, en estricto rigor, político. La perspectiva del sufragio femenino no sólo motivó la oposición de quienes consideraban las reformas re­ ferentes a las relaciones de género como adecuadas para los países sin raíces latinas, pero perniciosas para la sociedad chilena.65 Comúnmente, ni siquiera quienes se pronuncia­ ron partidarios de la igualdad legal, socioeconómica y educacional entre ambos sexos, adhirieron a la plena concesión de derechos políticos a las mujeres; adujeron, a favor de esta posición, que el carácter espiritual y la constitución física de éstas guardaban mayor concordancia con la esfera de la moral, de los sentimientos y la domesticidad, que con el ámbito de las pasiones habitualmente desatadas por el juego político.66 Con todo, la naturaleza intrínsecamente altruista y moral de la mujer, rasgo central de las definiciones contemporáneas de la femineidad, fue también invocada en defensa de la posición contraria. Lo que da cuenta del carácter consensual de los modelos de feminei­ dad, toda vez que éstos trascendieron las fronteras político-ideológicas de la época. La concesión del sufragio femenino, Martina Barros advirtió en tiempos de descontento, traería aparejada la redención de la política partidista esterilizada por la preponderancia de conflictos de intereses extraños o adversos al bien común.6 Nunca declinó, en la década de 1910, la índole polémica de esta reforma. Cuan­ do Martina Barros dictó una conferencia sobre sufragio femenino en el recientemente

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establecido Club de Señoras, el público asistente fue cautamente restringido a un pequeño círculo de socias de confianza.68 La reticencia de las mujeres adultas, a la distancia, contrasta con la exaltación de las jóvenes. La perspectiva del sufragio feme­ nino, abierta en 1917 por el proyecto de reforma presentado ante la Cámara por un grupo de jóvenes diputados conservadores, fue recibida por la “juventud femenina”, en expresión de Martina Barros, con “entusiasmo febril”.69 La reforma del Código Civil, que sancionaba la subordinación legal de la mujer al hombre, padre o marido, constituyó un tema sin duda menos contencioso que el del sufragio femenino. De ahí su capacidad de generar consensos y aunar voluntades. En el Club, concretamente, Arturo Alessandri conferenció sobre la situación de las mujeres en el marco legal instaurado por el Código Civil. En esta materia, dicha institución sostuvo una posición clara, exenta de ambigüedades, desde el momento en que, a semejanza del Círculo de Lectura, hizo de la reforma legal un punto central de su agenda. Si bien el Club de Señoras personificó un tipo de feminismo de salón, cauto y reformista, amante por igual del orden público y doméstico, no faltó quien lo percibiese como la institución más progresista de la sociedad chilena y, junto con el Círculo de Lectura, como la genuina vanguardia del “movimiento femenino”/0 No hay que perder de vista, en este plano, que algunas fundadoras del Club, en compa­ ñía de otras damas de la élite que incursionaron en la literatura y/o se caracterizaron por su talante iconoclasta, por su desapego frente a las convenciones sociales de la época, compartieron, a decir de Bernardo Subercaseaux, un “espiritualismo de van­ guardia”. Lo propio de esta tendencia vino dado por una sensibilidad vital y artística, antipositivista a ultranza, vinculada al desarrollo de un “feminismo aristocrático”, contestatario sin ser rupturista, así como a la validación de la expresión estética y existencial de un sujeto femenino moralmente asertivo. 1

Parejas disparejas

El estudio del Club de Señoras, excepción hecha del perceptivo artículo de Erika Kim Verba, no ha despertado mayor interés hasta ahora. Transformado en una cu­ riosidad histórica o en una viñeta en la narrativa del feminismo chileno, la particu­ laridad del Club perdura a la sombra. Importante cuota de responsabilidad le cabe en esto al enfoque feminista con que se ha querido elucidar su historia. Así mirado, el Club de Señoras aparece como una organización pionera, toda vez que, a pesar de su reducido número de adeptas, de sus limitaciones de clase y de su posición contemporizadora en materias de género, ofreció a las mujeres de clase alta la opor­ tunidad de cumplir su noviciado como líderes feministas y reformadoras sociales. Previsiblemente, esta perspectiva rígidamente teológica ha centrado su atención en la

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búsqueda de elementos susceptibles de ser presentados como antecedentes de eventos y evoluciones posteriores. El Club, en consecuencia, ha sido tácita o explícitamente concebido como la expresión de la etapa temprana de una rama particular del fe­ minismo nacional, como una organización femenina autónoma de un periodo de formación, relevante por sus gestos inaugurales y tentativos, más que por sus logros concretos. Al ceñirse a estos criterios, se ha oscurecido la singularidad del Club de Señoras, al extremo de evaluar su desempeño y sus propuestas con la medida derivada de desarrollos posteriores. Como saldo de estos empeños queda la descontextualización del Club, en el ar­ tículo de Verba, generalmente incisivo a la hora de escrutar las intrincadas relaciones entre los conceptos de clase y género, se advierte este problema. Para la autora en cuestión, la “significación histórica” del Club de Señoras (y del Círculo de Lectura) viene dada por su contribución a la erección de los cimientos a partir de los cuales se desarrollaría el “más efectivo movimiento de mujeres de los 1920s” y las décadas venideras. 2 En lo sucesivo, atendiendo a las falencias recién expuestas, se pone en práctica otra forma de abordar el tema. Esta supone que el significado histórico del Club no puede ser plenamente comprendido a menos que, mano a mano con sus actividades de corte feminista, se ponderen determinados aspectos de la vida privada y de las formas de sociabilidad propias de la élite. Basta recordar que la creación del Club respondió a la declinación del arte de la conversación y del salón como institu­ ción social; toca ahora dilucidar la conexión existente entre sus fines y, por otra parte, la reformulación del carácter de las relaciones conyugales y la articulación de un culto multifacético de la domesticidad. Desde sus inicios, el Club de Señoras acusó la influencia y prestó su apoyo a la ideología de la domesticidad al uso. En varias oportunidades las socias y las adherentes del Club hicieron hincapié en las cualidades domésticas de la institución, al cabo asimilada a un gran hogar. 3 Más que una estrategia destinada a ganarle el favor del público reacio a la innovación, esta idea reflejó una genuina convicción: no por jugar un rol táctico consistente en ayudar o invalidar los argumentos esgrimidos por sus detractores, traicionó las premisas en que se fundó la acción de sus gestoras. Resulta evidente que un modo de engrosar el número de partidarias y simpatizantes del Club pasaba por afirmar que, contra lo voceado por sus críticos, su creación no ponía en peligro la dedicación femenina al bienestar de la familia, aun cuando ofrecía a las mujeres un expediente para ausentarse momentáneamente de sus hogares. El Club de Señoras, al contrario, dotaría a las mujeres de los conocimientos y las habilidades necesarias para desempeñar satisfactoriamente la “misión que les corresponde cum­ plir en sus estados de hijas de familia, esposas y madres”. 4 La proposición según la cual una mejor educación femenina perfeccionaría el cometido de madres y esposas, evoca un leitmotiv ilustrado desarrollado a fines del siglo XVII en Inglaterra, más tarde defendido en Francia por algunos philosophes y luego adoptado, parcialmente,

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por un reducido grupo de autores hispanoamericanos, hacia las postrimerías de la Colonia.75 A mediados del XIX, autoridades en asuntos educacionales como Bello y Sarmiento, refrendaron esta visión en Chile. Bello anotó: “Formar buenas esposas y buenas madres es proveer al primero de todos los objetos en el programa de la edu­ cación nacional ”.76 Sarmiento fue más explícito y categórico: De la educación de las mujeres depende [...] la suerte de los Estados; la civilización se

detiene á las puertas del hogar doméstico cuando ellas no están preparadas para recibirla. Hay más todavía, las mujeres, en su carácter de madres, esposas, ó sirvientes, destruyen la educación que los niños reciben en las escuelas. Las costumbres y las preocupaciones se

perpetúan por ellas, y jamás podrá alterarse la manera de ser de un pueblo, sin cambiar las ideas y hábitos de las mujeres.

Vale consignar que ya en el Chile decimonónico se dio el caso de una mujer patricia abocada a la promoción de esta tradición iluminista. En su prólogo a la obra de Mili, The Subjection ofWomen, Martina Barros salió en defensa de la educación intelectual femenina, aduciendo que una mujer en plena posesión de sus facultades intelectuales ejercería, en su calidad de madre y esposa, mayor (y acaso más positiva) influencia sobre los hombres. Más importante aún, la instrucción de la mujer es pre­ sentada aquí como una precondición esencial para el matrimonio entre compañeros y, por lo mismo, como una fuente de felicidad conyugal. La confianza y el respeto recíproco, a su juicio, eran el “patrimonio de ese hogar en que la mujer encontrará en su esposo quien la guíe con el cariño y el respeto de un compañero y el esposo encon­ trará en su mujer un confidente a la altura de su inteligencia, capaz de ayudarlo y ca­ paz de sostenerlo” en las coyunturas críticas. Como era de esperarse, también señaló que semejante “paso hacia la justicia i la civilización” le reportaría grandes beneficios al hombre casado, puesto que una esposa de “intelijencia tan cultivada como la suya”, acotó, “puede ayudarlo en sus tareas, comprenderlo en sus propósitos” y sostener una relación sólidamente aflatada mediante el lazo de los afectos. 8 Martina Barros: una genuina precursora. A mediados del siglo XIX, incluso Mer­ cedes Marín, por entonces la única mujer hasta cierto punto integrada al mundo de las letras, suscribió la visión tradicional según la cual las “virtudes domésticas, [...] herencia de la mujer”, constituían los componentes centrales del ideal educacional femenino: “nunca es más interesante una mujer que cuando retirada al interior de su familia regla las ocupaciones, cuida de la economía, entabla el orden en todo i aplica sus dedos industriosos a la costura i al bordado”. A juicio suyo, la formación artística e intelectual representaba un ornamento, algo no esencial para la autorrealización de las mujeres, el desarrollo de relaciones conyugales más plenas, aunque sirviese de remedio contra el propio tedio y de fuente de consuelo para los demás. La “felici­ dad duradera”, a las finales, se fundaba en las virtudes domésticas. 9 Martina Barros

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disintió de esta visión durante buena parte de su vida; la creencia en la ilustración femenina como sostén de la felicidad conyugal, adquirida en su juventud, no la abandonó en su vejez. Si algo hizo, eso fue sumar otra variante a sus argumentos originales. Porque en 1917 llegó a propugnar el sufragio femenino alegando que la mujer elevada al rango de ciudadano activo, y por tanto estimulada a interesarse en los asuntos públicos (materias de competencia masculina en el pasado), quedaba en situación de ser la “verdadera compañera” de su marido.80 En sus memorias, Recuer­ dos de mi vida, leemos que su compromiso “en favor de la independencia y mayor cultura de la mujer” nunca tuvo como finalidad “hacerla rival del hombre sino [...] constituirla en su digna compañera”.81 En su caso, el acento radicó fundamentalmen­ te en la educación femenina como promesa de una vida afectiva más plena, y no ya, a diferencia de lo ocurrido con reformadores al estilo de Sarmiento, como parte del engranaje llamado a incrementar los niveles de civilización de la sociedad y a eliminar las remoras de la barbarie, gracias a la implantación de los “gérmenes” de la primera en el hogar y en el corazón de las nuevas generaciones.82 El vínculo entre ilustración femenina y felicidad conyugal representó un pa­ pel protagónico en los argumentos de otro de los más tempranos defensores de la autoeducación femenina durante el siglo XIX. En la década de 1880, el abogado Juan Emilio Corvalán afirmó que una mujer “privada de las luces de la razón” no contaba con la fina capacidad de discernimiento requerida para elegir el marido más apropiado a su persona y, era de esperarse, sustentar una relación conyugal rica en términos afectivos. En contraste, la mujer ilustrada añadiría a su “bondad natural” y a sus “atractivos físicos”, por sí insuficientes para resguardar al marido de las “mil tentaciones” que lo acosan “en el teatro, las fiestas y el mundo”, los avasalladores “la­ zos de amor tejidos con los recursos que le proporciona su intelijencia adornada con todos los ramos de la ciencia. Con tales atributos a su haber, para resumir, ella estaría en condiciones de preservar el amor de su marido y asentar su matrimonio sobre un terreno sólido. De modo que la educación femenina, definida por Corvalán como un “manantial inagotable de seductores encantos”, constituía la piedra angular del afecto conyugal imperecedero.83 Se intuyen ideas afines -manifestación también de la mudanza en pos de otras formas de vinculación entre ambos sexos- en el siguiente texto de La Libertad Católica, fecha 6 de febrero de 1880, alusivo a la fundadora de la congregación del Sagrado Corazón en Chile, y por extensión a la instrucción formal de las mujeres: “En medio del choque de las opiniones y en el torbellino de los errores que envuelve al mundo moderno, la mujer necesita [...] cultivar su inteligencia con los principales conocimientos usuales, porque ha de ser no la sierva sino la hermana o la compañera del hombre que también ha recibido una variada instrucción”.84 En una conferencia dada en 1916, Inés Echeverría planteó básicamente lo mis­ mo que Corvalán, atribuyendo a la educación femenina la calidad de germen del amor y el compañerismo conyugal. Aun así, el rasgo más destacado de este texto

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radica en el trasfondo histórico expuesto por Echeverría, quien diríase afanada en delinear con trazo firme los efectos, a juicio suyo revolucionarios que el cultivo in­ telectual de las mujeres había generado en el marco de las relaciones maritales verifi­ cadas al interior de la alta sociedad santiaguina. La fundación del Club de la Unión, nos dice, fue precipitada por la ignorancia de las “nobles matronas de antaño ”, que en la práctica forzaron a sus maridos, “cansados de chismes de barrio, de cuentos de criados” y de su restringido, sofocante concepto de la virtud, a resarcirse de tales calamidades mediante el trato social con otros hombres, en una institución exclusi­ vamente masculina. Contra este telón de fondo, Echeverría sitúa la evolución de la mujer, expresión alusiva a su desarrollo educacional. Aquella comprendía una mayor independencia de la función reproductora y, en especial, la positiva transformación de las conyugales. El “hombre ha perdido una esclava”, afirmó, “pero en cambio ha ganado una compañera”. La emancipación de la mujer, antes ominosamente subor­ dinada a la autoridad del hombre, y el desenvolvimiento de sus facultades, en vez de alejarla de aquel, había estrechado los lazos entre ambos. Esta nueva modalidad de relaciones supuso un tipo de matrimonio caracterizado por la mutua comprensión y la gestación de un compromiso recíproco más fuerte entre los cónyuges; en el fondo, un vínculo basado en una elección consciente y libre por parte de los contrayentes, y no una institución social desprovista de sustancia emocional. Según Inés Echeverría, las mujeres contemporáneas ya estaban al tanto del lenguaje de la seducción, del afecto y del romance, que en el presente había llegado a encauzar sus vidas. De hecho la elección de marido y la constitución de los matrimonios descansaba ahora en la voluntad autónoma de la mujer cultivada, que había aprendido a atender a su propio corazón soberano, antes que a los consejos de su madre o del sacerdote amigo de la familia. De la educación femenina cabía esperar, por otra parte, mujeres conscientes y responsables, apercibidas de las maneras del mundo y de las vicisitudes de los asun­ tos económicos, lo que las facultaba para ser esposas comprensivas y solidarias, para confortar y socorrer a sus maridos en la adversidad, y servirles, en última instancia, de sostén moral ante “todos los azares de la vida”.85 Colofón de este razonamiento: las mujeres ayunas de instrucción, además de perjudicar a los hombres, coartan el desarrollo de fuertes lazos emocionales entre los cónyuges. La conferencia de Inés Echeverría ofrece una descripción en blanco y negro de un fenómeno lleno de matices. El matrimonio no era una “cárcel” durante el siglo XIX, ni las mujeres, como ella nos quiere hacer creer, “momias petrificadas en dogmas” o “autómatas movidas por resortes”. La visión de Inés Echeverría se rige por una lógica dicotómica. El antagonismo frontal entre los dos periodos reseñados, dramatiza la evolución de la mujer, así conceptuada como un proceso de cambio radical como una “revolución” liberadora que, en el curso de cincuenta años, recompuso el panorama social. Mientras la pretérita condición de las mujeres chilenas, que las integrantes de su generación todavía padecieron en su juventud, se ajusta al modelo de la leyenda

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negra, su situación presente rivaliza en esplendor con el mito de la edad de oro. Mue­ ve a engaño la retórica hiperbólica de Echeverría, deudora de la idea de progreso. Presenta la emancipación de las mujeres como una conquista irrevocable, cuando en rigor sólo representaba un proceso histórico en marcha; a comienzos del siglo XX, observamos las primeras etapas de su desarrollo, pero en ningún caso su consu­ mación. Ahora bien, el valor de este texto no reside necesariamente en la veracidad de su interpretación histórica; importan más las convicciones que escenifica. Como Martina Barros, Inés Echeverría estimó que la educación femenina podía conducir a una experiencia marital más satisfactoria que la de antaño. En este punto, sus opiniones confluyen con las de Adela Rodríguez de Rivadeneira, otra destacada socia del Club de Señoras. En una conferencia ofrecida en dicha insti­ tución, esta última analizó las repercusiones sociales de la ilustración de las mujeres. Adela Rodríguez favorecía la implementación de un ambicioso programa de instruc­ ción femenina, compuesto de ramos tales como economía doméstica y política, hi­ giene, fisiología y psicología. La idea era transformar a las mujeres en agentes capaces de velar por la salud física y mental de los miembros de sus familias, tanto como del conjunto de la sociedad. En su opinión, las mujeres formadas con arreglo a este plan estaban en mejores condiciones de encarar adecuadamente las diferentes facetas de la vida conyugal; por el hecho de ser intelectual y emocionalmente más versátiles, estaban mejor facultadas para acompañar genuinamente a sus maridos, en la prospe­ ridad como en la adversidad.86 En 1917, Elena Edwards de López, prosecretaría del Club de Señoras, también apoyó el desarrollo intelectual de las mujeres, homologado en su caso al feminismo. Ya resulta familiar su raciocinio. En una encuesta sobre el feminismo basada en las opiniones de “distinguidas señoras del alto mundo social”, se manifestó proclive a una “cultura intelectual que haga [de] la mujer no la enemiga ni la rival del hombre, sino [su] compañera tierna”. La ilustración femenina, declaró entonces, hará de la mujer “no la frívola muñeca ni la prosaica ama de llaves, sino la socia, la amiga insuperable que todo hombre desea encontrar en el hogar”.87 Su testi­ monio, sumado al de Martina Barros, Inés Echeverría y Adela Rodríguez, junto con presentar al Club de Señoras bajo otra perspectiva, obliga a reconsiderar los móviles que impulsaron las iniciativas educacionales de las mujeres de clase alta. Lo mismo co­ rre para el feminismo moderado que personificó Amanda Labarca, otra integrante de la institución. El fin supremo de las feministas chilenas, aseguró, era llevar a efecto las palabras del Génesis: dar al hombre una compañera espiritual, para lo cual hacía falta reformar el Código Civil e implementar una educación femenina más exigente.88 En la década de 1910, los hombres comprometidos con la difusión del tipo de educación femenina no profesional ofrecida en el Círculo de Lectura y en el Club de Señoras, tampoco dejaron de incluir entre sus frutos la constitución de un matrimonio asimilable a las relaciones de compañerismo. En 1910, Eliodoro Astorquiza razonó que si el hombre recibía, en su calidad de proveedor material

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de la familia, una “formación técnica” apropiada a los requerimientos del mercado laboral, la educación de la mujer identificada con el “verdadero” feminismo debía ajustarse al ideal de la “persona culta”. Con esto quería significar un conocimiento general, no especializado, de una amplia gama de materias; lo contrario del cono­ cimiento exclusivo, en profundidad, adquirido por el hombre abocado al dominio de un “arte ó profesión”. “La mujer deberá ser más ilustrada que el esposo” a fin de convertirse en su genuina “compañera”, en una esposa que, beneficiada con semejante educación, pudiera asistir a su cónyuge además de compartir sus pensa­ mientos, cualquiera fuese su naturaleza.89 Arturo Lamarca Bello expuso ideas afines en una conferencia celebrada en el Club de Señoras a 29 de noviembre de 1916. En dicha ocasión proclamó que la ilustración femenina -el desarrollo de las facultades intelectuales y morales de las mujeres- constituía un ingrediente imprescindible de la fórmula conducente a la felicidad matrimonial fundada sobre la comunión espiritual entre los esposos. A su entender la misma posibilidad del amor duradero y del sentimiento de armonía entre los cónyuges, en parte remitía a los logros de la educación femenina. A ella atribuía el poder de transformar a las mujeres -por convención “objetos de lujo” y dueñas de casa hacendosas, sin encantos ni arrestos seductores- en “amiga” solícita y “compañera modelo” para el marido, de esta suer­ te liberado del aislamiento intelectual al que antes lo había confinado la “compañía insubstancial” de la mujer inculta, sujeto de “cerebro embotado por los mil detalles domésticos”.90 Es claro que la educación femenina era considerada como el componente pri­ mordial, y a veces único, del feminismo pertinente a las mujeres de clase alta. Todos los textos ya aludidos comparten esta premisa: la instrucción femenina, pese a su afán ilustrado, debe obedecer a las definiciones de género consagradas por la tradición. La arquitectura de los roles sexuales, sólidamente implantada en la cultura por una obra secular, no debía ser turbada en sus lincamientos generales; en vez de subvertir los roles masculinos y femeninos heredados del pasado, importaba integrarlos para formar una entidad binaria gobernada por relaciones armónicas. ¿Cómo lograrlo? Fundamentalmente, reduciendo la brecha cultural que hasta entonces había separado a la mujer del marido, forzando a éste a vivir de cara a un horizonte existencial entre­ visto por su cónyuge, y a ésta, contrario sensu, a no cumplir con su papel de esposa. En 1913, Amanda Labarca estimó que esta divergencia cultural era el problema cru­ cial a enfrentar en Chile (y en todos aquellos países en fases análogas de desarrollo), donde las notorias disparidades educacionales entre ambos sexos abortaban el esta­ blecimiento de un apropiado “comercio mental i social entre el hombre i la mujer”, no sólo en el marco del matrimonio. Los hombres recibían una instrucción racional, crítica, inquisitiva, en tanto las mujeres padecían (se entiende que en términos com­ parativos) las inconsistencias de una “mezcla de cultura a la violeta i una instrucción artística de pacotilla”.91 Resultado:

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una falta de comprensión i adaptación mutua que los hace estraños el uno al otro, porque

piensan i sienten de un modo tan distinto, que hasta las palabras mismas adquieren para ambos significaciones opuestas, i que da por resultado el que no exista, sino por rarísima i singular escepción, un compañerismo profundo, una amistad íntima entre el hermano

i la hermana, el padre i la hija, el marido i la esposa.92

Desde este punto de vista, la educación femenina ilustrada prometía la inaugu­ ración de una nueva dimensión existencial, tanto en la vida colectiva de las familias como en la vida individual de las mujeres.93 Como en este preciso contexto la pers­ pectiva de iniciar una carrera profesional fuese omitida, la educación femenina no supuso una instrucción formal sino una forma de autoeducación y, por lo mismo, un objetivo en cuya prosecución cabía prescindir del sistema educacional. Porque cuanto hacía falta a la sociedad femenina chilena no era más que “esa instrucción excepcional que no se aprende en los colegios sino al salir de ellos”.94 En términos generales, la educación destinada a las integrantes de élite aspiraba a reforzar sus vín­ culos con la esfera doméstica, y esto con la idea de convertirlas, como se aprecia en un artículo de 1918, en “verdaderas esposas y madres”, en mujeres “feministas, pero perfectamente femeninas”. ¿Por qué llevar a cabo esta tarea? En la alta sociedad la mujer no es ni debe ser feminista por cuestión de tortura; sino por

educación. Está llamada a ser la compañera del hombre, es preciso que sea una compa­ ñera agradable y no un objeto de lujo. Para serlo, verdaderamente tiene que procurar por

todos los medios a su alcance ponerse a su altura intelectual.95

De no ser así, ella estaría incapacitada para aconsejar a su marido y aliviarle del peso de las responsabilidades domésticas, entre las cuales se contaba la educación de los hijos. Conforme a un razonamiento expuesto por Inés Echeverría en el artículo ya analizado, el desarrollo intelectual de las mujeres también presuponía beneficios para los maridos, puesto que la instrucción aportaba a las mujeres aquellas dotes necesa­ rias para manejar la casa eficientemente, eximiendo de este modo a los varones de los sinsabores de la vida doméstica (a juzgar por los testimonios, no siempre dispensados de tales preocupaciones). Tampoco fue Echeverría la única mujer convencida de la culpabilidad de las esposas en relación con el éxito del Club de la Unión. Conste que ya en enero de 1910 se argumentó que los maridos preferían pasar su tiempo en el Club (y en restaurantes) antes que en sus propios hogares, a fin de eludir las tediosas “crónicas de cocina” y escabullirse a otras materias domésticas, que sus esposas tenían la torpeza de compartir con ellos: “Si es exacto que la mujer es la reina del hogar, debe saber despachar los asuntos de su reino sin necesidad de príncipe consorte”.96 A juicio de otra columnista de Familia, en el Club de la Unión los hombres buscaban aquello ausente en sus hogares. El origen de esta situación remitía, en última instancia, a las

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esposas consideradas como agentes, y ya no como meras víctimas, de su destino. Para recuperar a sus maridos, las mujeres debían lograr el manejo metódico y ordenado de los asuntos domésticos, al punto de crear en sus hogares un ambiente de goce recreacional equiparable al encontrado en el Club de la Unión: Menos hogares desgraciados habría y menos odios al 'club” si las dueñas de casa com­ prendieran ese arte de atraer al marido, proporcionándole un hogar ordenado, una at­

mósfera tranquila, donde él ha de refugiarse, al lado de una esposa cariñosa, de las con­

trariedades y luchas de la vida diaria.47 «

Hay más: en 1917 el moralista católico Bernardo Gentilini, después de abogar por la racionalización del orden doméstico y consignar al Club como el “destructor de la vida de familia”, llamó a las mujeres a hacer “atractivo el hogar, procurando que brillen en él, atrayentes y seductoras [ ] la amabilidad y demás virtudes domésticas... Y como formando dosel y marco a estas virtudes -la limpieza, el orden, el confort, el arte... De este modo el hogar tendrá atracciones irresistibles, aun para esos hombres que jamás conocieron los encantos de la vida de familia”.98 Al examinar la cadena causal establecida por una serie de hombres y mujeres en­ tre educación femenina y relaciones conyugales modernas, mencioné a la pasada que se juzgaba que la madre instruida según los nuevos preceptos estaba facultada para llevar el gobierno del hogar de manera inusitadamente competente y racional. Una ama de casa adiestrada en la administración de recursos materiales y en conocimiento de las vicisitudes de la economía, bien podía comprender (y por tanto mitigar) las preocupaciones de su marido, así como implementar una austera gestión doméstica. Tras el énfasis en las bondades de una efectiva administración de la economía do­ méstica por parte de las dueñas de casa, despunta la voluntad de convertirlas en (o al menos reafirmarlas como) agentes económicos racionales, partícipes de la vocación moderna por la eficiencia. Con ello, inclusive las mujeres acomodadas, ajenas al mer­ cado laboral, eran equiparadas a sus maridos en el marco familiar, pues también apa­ recían como piedras angulares del bienestar material de los suyos.99 Esta tendencia tiene antecedentes decimonónicos: el ramo de la “economía doméstica” integró los tratados de enseñanza femenina al alcance del público lector chileno al menos desde 1846, año de la publicación del Libro de las madres de Minvielle. Urge aclarar, empero, que la promoción de la ilustración femenina en términos de sus recompensas conyugales y domésticas, por lo común tendió a favorecer un matrimonio basado en una distribución desigualitaria de las obligaciones, tanto en el plano físico como en el emocional. La relación de compañerismo avizorada entre el marido y la mujer instruida era asimétrica respecto a sus consecuencias prácticas en el ámbito de la vida familiar. A la esposa ilustrada correspondía transformar el hogar común en un espacio de reconfortante retiro, en un refugio impermeable a

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las penurias del inhóspito mundo exterior, con el objeto de permitir el reposo de su marido, a quien competía ganar el sustento material de la familia. Para garantizar el descanso ininterrumpido y, por lo mismo, efectivamente revitalizador del proveedor de la casa, éste debía ser exonerado de cualquier materia y responsabilidad de carác­ ter doméstico. Al describir los atributos de la mujer cultivada, Inés Echeverría no se olvidó de mencionar que ésta, a diferencia de su ignorante predecesora, estaba capa­ citada para “aliviarles [a sus maridos] el peso de la familia”.100 Tarea de la esposa era convertir el hogar en un ambiente agradable a los sentidos, gratificante en el plano emocional, plácido en virtud de la ausencia de conflictos y tensiones.101 El hogar a cargo de la esposa, no menos que su persona, estaban al servicio del marido, a quien debían deleitar. Como se lee en un artículo de 1914 reclamando una mayor instruc­ ción femenina, tampoco dejó de invocar en apoyo de sus planteamientos la promesa de una mejor relación conyugal, si la mujer “comprende lo que le conviene, debe hacer de su casa un Edén”.102 Esa era la manera en que, a juicio de Lamarca Bello, el don del amor conyugal podía sobrevivir al paso del tiempo. La “conquista de la felicidad futura” implicaba ante todo un desafío a enfrentar por la esposa cultivada con sus medios, y no en colaboración con su marido, beneficiario éste de los cuidados de la mujer, a la cual competía “vivir en eterna vela de su felicidad y [...] saber contribuir con su influencia moral a aligerar y ennoblecer los esfuerzos de su compañero”.103 Martina Barros tam­ bién suscribió -nada menos que en un escrito en pro del feminismo- esta relación asimétrica entre los sexos. En 1929 decretó como un deber de las mujeres, en su cali­ dad de madres y esposas, producir y preservar la felicidad doméstica. Con respecto al marido, argüyó que a la esposa tocaba estar preparada para “interesarse por sus anhe­ los, distraerlo de sus preocupaciones, hacerle la vida agradable [...] esto tiene que ser la obra de la esposa, pues para la mujer: amar es abnegarse, proteger y perdonar”.104 De suerte que la razón de ser de la educación femenina, conforme a los ideales peda­ gógicos de Rousseau, en parte consistía en asegurar la más plena satisfacción de las necesidades e intereses masculinos, materiales lo mismo que afectivos. Aduciendo los goces íntimos del amor conyugal y de la gratificante experiencia familiar modulada por cálidos afectos, este ideal de domesticidad reelaboraba el modelo convencional de la identidad femenina, sin juzgar perentorio reformular el papel asignado a los hombres en el trato mixto. El hogar como un vivero de virtudes morales y sentimientos exultantes, como un remanso de paz proveedor de una armonía emocional capaz de compensar las penurias y reparar los traumas propios de la esfera pública, tal como reclamaba arduos esfuerzos de las mujeres, nada solicitaba de sus presuntos compañeros. Tanto se esperaba de las mujeres porque su destino se confundía con el horizonte vivencia! del matrimonio y la familia; esto aclara por qué fueron las indiscutidas protagonistas de la ideología doméstica. Los hijos, al igual que el marido o el padre, generalmente aparecen en

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escena al momento de esclarecer los deberes asignados a la mujer, y ante todo a la madre, en su relación con el resto de la familia. A dichos aspectos corresponde achacar la faceta coactiva del ideal de la domesticidad basado en la educación femenina. En vista de estos antecedentes, está claro que la emancipación de la mujer ilustrada en los terruños aquí expuestos, distó de representar la antesala de la igualdad conyugal. Para recapitular: a cambio de una mayor instrucción, las mujeres debían asumir una carga emocional extrema consistente en cautelar por sí solas la felicidad de todos los miembros de sus familias, y prioritariamente de sus maridos, a quienes cabía compla­ cer con proverbial solicitud, desatendiendo sus propias necesidades íntimas con miras a colmar a sus cónyuges de constantes atenciones. De hecho, la felicidad de la mujer, incluso cuando se favoreció una educación femenina más exigente de manera sólo tan­ gencial, dependía de su capacidad para crear condiciones propicias para la felicidad de los suyos. Respecto a su relación marital, en 1915 se instigó a las mujeres a ceñirse a la “pauta” definida por los deseos, conocimientos, opciones vitales y preferencias de sus maridos, intentando secundarlos en todo cuanto a ellos resultase de interés. “La mujer actual” debía oficiar de “compañera y amiga insustituible” de su marido. “Tiene que amar el trabajo del hombre, ilusionarse con sus planes, ayudarle en sus cavilaciones, resolver sus problemas, conocer, si es posible cuanto él conoce, acompañarle y hacér­ sele tan indispensable como lo es a sus propios hijos”.105 Las mujeres y los hombres que escribieron en favor de la educación femenina, pese a descollar en su afán por movilizar a la opinión pública y ganar adeptos para su causa, fundaron sus argumentos sobre premisas compartidas con sus coetáneos. Ex­ ceptuando a la privilegiada ilustración atribuida a la mujer educada según los nuevos parámetros, lo cierto es que su constitución moral no dejaba de guardar correspon­ dencia con el antiguo modelo de la dama pobre en cultura pero rica en devoción. Las demandas seculares por una educación femenina moderna que basaron sus pre­ tensiones en la vislumbre de un matrimonio de compañerismo, evocaban un ideal tradicional con profundas raíces en el imaginario católico: la mujer que renuncia a sí misma para velar en cuerpo y alma por el bien de los demás. La fuerza moral y la capacidad normativa de este ideal se nutrieron de la cultura católica decimonónica, y en particular del culto mariano profesado con ardor por las mujeres. En consonancia con esta moral sacrificial, el éxito matrimonial era competencia de la esposa confor­ tadora, letrada o no; a ella tocaba sobrellevar en deferente silencio, con estoicismo ejemplar, la carga emocional de sus sufrimientos, sin siquiera omitir aquellos motiva­ dos por su relación conyugal, a fin de encontrarse siempre en condiciones de apoyar y deleitar a su marido. El cultivo y el cuidado del amor conyugal aparecen nuevamente como actos individuales de las mujeres, no como esfuerzos de cooperación entre ambos sexos.106 A comienzos del siglo XX, las revistas ilustradas publicaron artículos en los cuales se aconsejaba a las mujeres sobre cómo preservar el amor de sus maridos. El “juego del amor” y la seducción, Luis Orrego Luco dio a entender en 1909, les

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concernía principalmente a ellas: el nivel de ocio y la exclusiva dedicación que éste demandaba, quedaban fuera del alcance de los hombres, quienes, como proveedores materiales, estaban obligados a dispersar sus energías en la prosecución de diferentes actividades y objetivos.10 En esa época, también, se insistía en que las mujeres, en especial como madres y esposas, tenían el deber de transformar sus hogares en moradas de plenitud y sosiego, cuando no en oasis de orden moral y emocional, para goce de los miembros de la familia. En 1911, por citar un ejemplo cualquiera, se decretó que a la madre, “reina del hogar, [...] jefe de la familia”, competía hacer del hogar un “lugar de reposo, [...] refugio de las contrariedades de la vida, donde el alma se reconforta para las luchas diarias”. Para alcanzar dicho ideal de bienestar, la autora conminó a sus lectoras: La paz debe ser su lema, lo agradable, lo que reconforte el espíritu de todos esos seres que viven bajo ese sagrado techo, debe procurarlo con empeño para que [...] se desarrollen

plácidamente los caracteres de sus hijos, y florezcan y prosperen las nobles virtudes que sólo nacen de la tranquilidad, del medio moral apacible.108

Pero la evidente idealización del hogar en cuanto refugio moral no fue una pe­ culiaridad del temprano siglo XX. Ya en la década de 1880, Corvalán, en su texto en defensa de la educación femenina, había abogado porque el hogar cristiano, fuente de virtudes privadas y públicas, permaneciese herméticamente cerrado, totalmente fuera del alcance de los “bullicios del mundo” y de las “tentaciones del mal”.109 En el futuro, esta posición encontraría nuevos adeptos entre una serie de hombres y mujeres católicos comprometidos con la militancia religioso-ideológica, quienes se encargaron de sistematizarla y difundirla. Sin embargo, la exaltación moral de la tría­ da hogar-familia-mujer no fue patrimonio exclusivo de lo católicos militantes, sino más bien un leitmotiv de la cultura del periodo, y como tal, incluso un tema de inte­ rés para las revistas ilustradas de la época.110 El ideal del matrimonio afectivo, el papel de la mujer como “enfermera-esposa” que —olvidándose de sí misma- ofrece diario solaz a los suyos, y la concepción del hogar como asilo espiritual ante las presiones materiales del mundo exterior, muestra cómo en Chile varios hombres y mujeres, a despecho de las inconsistencias presentes en su articulación, ya por entonces comen­ zaban a asimilar el culto de la domesticidad desarrollado y popularizado en Europa y Estados Unidos durante los siglos XVIII y, ante todo, XIX, cuando adquiere la gravitación social de un modelo normativo capaz de suscitar la adhesión de todas las clases y corrientes ideológicas.111 El tácito llamado a replegarse desde la esfera pública hacia el entorno psicológicamente armonioso -con propiedades terapéuticas- de la familia, pone de manifiesto la percepción del hogar como el medio más propio para el cultivo de la virtud y de relaciones personales plenas. Junto a la imagen victoriana de la mujer como un ángel doméstico destinado al devoto servicio de los suyos,112 la

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definición del hogar como amparo ante las “tentaciones del pecado y de la corrup­ ción”, donde el marido podía “escapar del arduo mundo del moneymaking se convirtieron en ingredientes cardinales de la ideología de la domesticidad promocionada a inicios del siglo XX en Chile. Aquí descubrimos idéntica mística del hogar hecho partícipe de sus cualidades excelsas, y la misma veneración y exaltación religio­ sa de la madre-esposa, “culto laico” de la mujer en versión casera,114 conforme a una moral arraigada en la noción del autosacrificio como fuente de plenitud espiritual y realización personal. Tal vez el mayor medio de propagación de la doctrina de la domesticidad haya sido la revista mensual Familia. Desde su creación en 1910, apuntó a la promoción del bienestar de la familia mediante el suministro de una información miscelánea y de consejos en todo “cuanto ha menester” para el buen gobierno de la casa por parte de las mujeres. Al tanto del vasto Corpus de literatura sobre temas domésticos, especialmente disponible en los países anglosajones, Familia se abocó a la tarea de contrarrestar la carencia de ésta en la sociedad chilena, hasta entonces poco enterada de la existencia de este género, e inclusive mal dispuesta a su recepción. En resumidas cuentas, el objetivo programático de esta publicación consistió en atender las crecien­ tes necesidades domésticas de la familia."^ Hasta ahora me he dedicado a analizar textos escritos con la finalidad de crear condiciones propicias para la constitución de una sociedad conyugal más genuina. En líneas generales, la tesis arriba expuesta representa al hogar como un santuario que, mediante la diaria acción de la mujer, podía ser inmunizado ante los males del mundo exterior. Respecto a esta materia, en Chile se reprodujeron con bastante fidelidad doctrinas originalmente forjadas en sociedades donde el culto de la domes­ ticidad pretendía consagrar la división antinómica entre la vida familiar y la vida productiva, además de ofrecer un centro de gravedad llamado a contrarrestar los pro­ cesos de cambio desencadenados por fuerzas sociales centrífugas, a saber: movimien­ tos migratorios masivos, intensa movilidad social, industrialización y urbanización aceleradas. Ya en 1846, en la obra adaptada por Minvielle, El libro de las madres, se advierten esbozos del ideal de la domesticidad que en Chile se transformaría en un discurso público sólo a inicios del siglo XX. Este libro representa un primer inten­ to de apropiación indirecta de sus tópicos para uso local. La visión de las mujeres como ángeles domésticos ya está presente ahí; también la conexión entre educación femenina y felicidad doméstica, si bien el alcance de la primera es, en este caso, más restringido que el dado con posterioridad a la instrucción de las mujeres. Mayor interés comporta, en cualquier caso, despejar la siguiente interrogante: si durante la República Parlamentaria era Santiago una ciudad alienante, de vida deshumanizada, socialmente atomística y con síntomas de anomia. Por lo menos en relación con la clase alta, la respuesta es negativa. Los barrios donde residía la élite -fundamentalmente el centro histórico de la capital- conformaban un panorama

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urbano caracterizado por relaciones humanas personalizadas, por el desarrollo de estrechos lazos de vecindad, y por una red social informal al estilo de las ciudades de provincia, de preferencia responsabilidad de las mujeres de la élite que, exentas de compromisos laborales y otros requerimientos materiales absorbentes, contaban con mayor tiempo para urdirla al paso de los días. Santiago, aunque fuese la capital indiscutida de la actividad nacional y una ciudad en vías de desarrollo, distaba de pertenecer al rango de las metrópolis modernas. Pero entonces, ¿cómo explicar los pronunciamientos locales en pro de la domesticidad, cuando Chile aún se sustraía a los factores que precipitaron su maduración en el extranjero? ¿Nos encontramos frente al remedo de un modelo foráneo sin pertinencia alguna en el contexto chileno? De no ser así, como ahora me dispongo a demostrar, ¿en qué condiciones históricas se fundó la adhesión a este ideal? Mi argumento sería: tanto el ideal de la domesticidad como el establecimiento del Club de Señoras pueden ser concebidos como una respuesta ante el descontento motivado por la índole de las relaciones conyugales en los matrimonios entre sujetos de clase alta, y no como una reacción -es el caso estadounidense- ante los cambios desestabilizadores que acompañaron los procesos globales de modernización. Ahora bien, si la ilustración femenina fue conceptualizada como el principio constitutivo del amor romántico y de la intimidad entre los cónyuges, ¿es legítimo entender al Club, no total pero parcialmente, como una respuesta frente a las insatisfactorias relaciones maritales y al menguado status social de las mujeres casadas de la élite? A la luz del estado actual de la investigación en esta área, singularmente escasa, toda conclusión general resulta casi por principio debatible. La correspondencia privada, tal vez la fuente histórica más fiable en el estudio de esta elusiva materia confirma que en los matrimonios de la élite se dieron, desde temprano y con toda seguridad, las relaciones afectivas intensas y el íntimo compromiso emocional entre los cónyuges.116 Por el momento, eso sí, no es posible saber con certeza si estos casos felices constitu­ yeron la excepción a la regla, o la regla misma. De cualquier manera, hay testimonios que autorizan a concebir la fundación del Club de Señoras como una réplica a un malestar femenino real ante la condición marital de las mujeres de clase alta. A inicios del siglo XX, no faltaron las denuncias sobre la inexistencia de una auténtica sociedad doméstica. A juzgar por la evidencia, abundaban los cónyuges que, al no compartir sus momentos de ocio, en la práctica llevaban vidas paralelas. Comencemos con el testimonio de Carlos Moría Lynch, hijo de una de las fundado­ ras del Club de Señoras. En su diario personal, con fecha 11 de septiembre de 1910, consignó la costumbre capitalina, observada en la mayoría de los hombres casados, de confinar a sus esposas al desempeño de tareas domésticas, mientras ellos, “siempre solos, nunca en familia”, llevaban, cual sibaritas impenitentes, una vida social cuajada de placeres, ya en las dependencias del “club”, ya en el biógrafo o en el teatro, ya en los eventos hípicos o en los restaurantes." Luisa Lynch, madre de Carlos Moría,

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manifestó ideas similares. En 1914 sostuvo que el insatisfactorio status de las mujeres (de clase alta) era en parte atribuible al hecho de que los hombres, absorbidos por el chismorreo, la política, el turf y el Club de la Unión, carecían del tiempo necesario para conocer efectivamente a las mujeres, así desvalorizadas a ojos de los hombres.118 En 1915, cuando les salió al paso a los maridos que criticaban el proyecto del aún embrionario Club de Señoras, declaró en tono polémico y desafiante: “El argumento de los maridos es por lo general éste: que el club podría alejar a mujeres del santo re­ cinto del hogar. Pero cabe preguntarse, ¿qué hacen ellos de la santidad del hogar? La huyen”.119 Las críticas de Luisa Lynch reflejaban algo más que su posición de cara a la poco alentadora condición marital de sus pares; si elevaba la voz, lo hacía no sólo en nombre de las mujeres de su clase, sino también en representación de sí misma. Por­ que, en esta materia, le bastaba el examen de su propia vida para obtener suficientes elementos de juicio. Después de años de viudez, Luisa Lynch había contraído matri­ monio con el general Eduardo Gormaz, un bon-vivant que hacia 1915, justo cuando el Club fue concebido, ya había desbaratado su situación económica, dejándola en la ruina. Si, como apuntó su hija Carmen Moría en su diario inédito, ¡hasta la despojó de los artefactos higiénicos de su casa! Dado lo anterior, cabe suponer que la ruptura de su segundo matrimonio y el consiguiente proceso judicial con miras a estipular las condiciones económicas de la separación, reforzaron, en Luisa Lynch, la voluntad de sacar adelante al Club de Señoras. Otras mujeres abonaron el éxito de la institución. En 1915, Lucía Bulnes declaró que la apremiante frivolidad de las mujeres jóvenes de la élite se debía en parte a que los hombres “no ven en sus esposas más que la compañera de su vida material” y, como resultado, optan por no hacerlas partícipes de cuanto “puede haber de más alto y más noble en sus existencias intelectual, social o política”.120 Las mujeres casadas, podemos leer en un artículo publicado en 1918, estaban condenadas a pasarse los días “bostezando y en espera del marido que regresa del Club”.121 Inés Echeverría, a propósito de las condiciones que precipitaron la creación del Club de Señoras y de los comentarios de sus detractores, años más tarde escribió: “Ignoran aún que el Club de la Unión, lo vació [al hogar] hace tantos años... y que la mujer, aburrida de permanecer sentada en la puerta esperando al ausente -que venía encopado o displi­ cente- [...] se ha ido también”.122 Reténgase que siempre se habla de hombres que re­ huían voluntariamente la vida familiar y el trato con sus esposas; en ningún momento aparece la mención a un régimen de trabajo excesivo como meollo del problema. En esta encrucijada, vale recordar la versión de Martina Barros sobre los moti­ vos que impulsaron la formación del Club de Señoras: “la vida de club que alejaba al hombre de su hogar y de la sociedad femenina”, habría precipitado el estableci­ miento de dicha institución, concebida como un “centro de reunión culto, agra­ dable y útil”, cuya misión era “reemplazar las tertulias sociales que iban desapare­ ciendo”.123 Para Erika Maza Valenzuela, el divorcio entre los sexos advertido en el

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origen del Club de Señoras, era un fenómeno característico del sector laico, más secularizado, de las clases alta y media, y como tal, un modus vivendi que sólo con­ dicionó la existencia cotidiana de un sector particular de la élite.124 Este postulado resulta inadmisible. La autora ignora que el Club de la Unión, tan determinante en lo relativo a la escisión entre hombres y mujeres, albergó a todos los sectores políticos de la clase dirigente, incluidos los miembros del Partido Conservador. Lo anterior lleva a concluir que la carencia de importantes formas de sociabilidad mixta y doméstica, concernió a toda la élite, no sólo a un grupo de ésta circunscrito ideológicamente. Tanto la educación femenina como el cultivo de ramos asociados a la regula­ ción y eficaz gestión del ámbito doméstico -temas claves, ambos, en el ideal de la domesticidad— tuvieron cabida en el programa del Club de Señoras. Además de sus actividades culturales, en efecto, éste ofreció cursos de cocina, de economía domés­ tica, de higiene, y de labores manuales y artísticas, un poco a la manera del Centro de Artes Domésticas creado en 1911 con el patrocinio del Estado, lo que ya indicaba una tendencia de época hacia la racionalización del quehacer doméstico de las muje­ res.125 Teniendo esto en cuenta, el Club debe ser considerado como una institución orientada a satisfacer las necesidades de mujeres en busca de ilustración y, asimismo, comprometidas con el desarrollo de nuevas modalidades de relación intersexual. A fin de cuentas, las socias del Club organizaron periódicamente recepciones con sus maridos, amigos e hijos, en un esfuerzo premeditado por suscitar el desenvolvimien­ to de relaciones de genuina intimidad entre hombres y mujeres. “Pasadas son las épocas”, Delia Matte sostuvo en una entrevista, en las que los “hombres se agrupaban a la derecha y las mujeres a la izquierda”.126 Si la idea era generar un trato menos distante entre ambos sexos, las mujeres de la élite, con independencia de su estado civil, debían comenzar por estimular la sociabilidad mixta. Las formas de sociabilidad asociadas al mercado matrimonial, tal como surgió en la segunda mitad del siglo XIX, incidían negativamente en la con­ dición social de las mujeres casadas. A principios del siglo XX casi todos los eventos de sociedad estaban destinados a poner en contacto a hombres solteros y a mujeres en edad de contraer matrimonio; el propósito expreso de tales reuniones consistía en propiciar la formación de nuevos enlaces entre pares de clase, no ofrecer instancias de solaz y sociabilidad mixta a las madres o a las mujeres casadas. En un artículo de la revista Selecta publicado en 1912, se asegura que la vida social de Santiago, sin omi­ sión de los bailes, los banquetes y, hasta cierto grado, las funciones teatrales, había sido “especialmente creada para la niña soltera”; las mujeres casadas, por el contrario, padecían una forma de ostracismo social, dado que no asistían a las fiestas de socie­ dad ni circulaban en los paseos de moda.12 Es cierto que las madres, dada su función de chapetonas, atendían los grandes bailes ofrecidos en las casas patricias; pero lo hacían, habitualmente, sin la compañía

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de sus maridos. En los hechos, no participaban de manera activa ni siquiera en tales ocasiones; entre los papeles de reparto, los suyos no iban más allá de roles secun­ darios, quedando, por tanto, al margen de la dinámica que animaba los bailes. El estreno social de las jóvenes representaba un rito de paso. El momento en que se in­ tegraban a la alta sociedad constituyó un punto de inflexión en la vida de las jóvenes de oligarquía, cuando no una ordalía con ribetes traumáticos. De ahí que los padres (y hermanos) de las jóvenes debutantes asistieran a los respectivos bailes de estreno, ansiosos por sopesar la recepción dada por los jóvenes a sus hijas (y hermanas). Estos eventos señalaron coyunturas decisivas en la determinación del valor de las jóvenes en el mercado matrimonial, al cual se incorporaban desde que hacían ingreso a la fiesta -conscientes de cuánto estaba en juego, y por eso, no pocas veces, presas de un nerviosismo rayano en el pánico escénico- entre dos hileras de espectadores.128 Reconocida esta excepción, lo común era que las madres cumpliesen sus deberes de sociedad sin la asistencia de sus cónyuges. Para ellas los bailes eran un sacrificio que correspondía sobrellevar con miras a cautelar los intereses de la familia y, en parti­ cular, el futuro de sus hijas, pero en ningún caso una actividad placentera. Eran in­ vitadas outsiders, condenadas a observar pasivamente el devenir de los bailes a través de la noche y entre los salones, desde una posición tanto espacial como socialmente periférica. En los bailes de sociedad, según confesión de Amalia Errázuriz, las madres debían resignarse a velar la noche entera, desatendidas y excluidas del centro del evento, a veces dispuestas en salones alejados de la pista de baile y de la orquesta cuya música apuraba el paso de las horas.129 En Casa grande, novela naturalista de Orrego Luco que captura como ninguna otra el espíritu de la belle époque criolla, la labor de las chapetonas es condensada en la siguiente fórmula: un “eterno zarandeo de fiesta en fiesta’’.130 “No asistiendo caballeros’ a los bailes, las señoras”, comentó el cuñado de Orrego Luco, Benjamín Vicuña Subercaseaux, “no tienen con quien charlar, ni siquiera con quien pasearse”; a diferencia de Europa, concluyó, en Chile la mujer, “desde que se casa, pierde todo interés y lucimiento social”.131 Dice bastante el contraste visual entre las jóvenes que asistían a los bailes con trajes de tonalidades claras, y sus madres, que siempre iban vestidas de riguroso negro, color prescrito para el luto, que, en este contexto, indi­ caba simbólicamente el abandono de la vida social activa por parte de estas últimas. Claro que se dieron excepciones a esta regla, en especial a partir de los 1900s, cuando algunas jóvenes casadas comenzaron a llevar una desenvuelta vida social, para horror y desmayo de las damas rigoristas y los caballeros a la antigua. Pero todo indica que no eran más que una minoría, aun cuando una muy visible como resultado de las críticas que suscitaron entre quienes les reprochaban el descuidar sus deberes do­ mésticos y maternales, con miras a satisfacer su vocación mundana. Por añadidura, los pasatiempos de estas mujeres a menudo consistían en actividades exclusivamente femeninas: ir de compras o pasear y socializar en compañía de otras mujeres. Se

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infiere, pues, que en la década de 1910 la sociabilidad mixta continuaba siendo, en sus lincamientos básicos, funcional a los requerimientos del mercado matrimonial inaugurado en el siglo XIX. La declinación del salón agravó esta situación, al extremo de tornarla apremiante. Conviene considerar la fundación del Club de Señoras a la luz de estos antecedentes, pues ayudan a comprender por qué las integrantes del Círculo de Lectura pertene­ cientes a la élite se sintieron compelidas a crear una institución destinada a servir simultáneamente de centro social y cultural. Este, en concreto, representó un espacio confortable donde las mujeres podían reunirse a conversar, a expandir y profundizar su bagaje cultural y, periódicamente, a departir con hombres. En contraste con el Círculo de Lectura, institución exclusivamente intelectual, el aristocrático Club tam­ bién fue creado con la intención de reanimar la deteriorada sociabilidad mixta y, por extensión, realzar el desmedrado papel de las mujeres -o más bien de sus distinguidas líderes- en el contexto de la alta sociedad. Sus logros en la materia saltan a la vista. Delia Matte, en su condición de presidenta y anfitriona oficial del Club, ya en 1918 mereció el título (otorgado por Ga Verra, seudónimo de Lucía Bulnes) de la “figura femenina más conspicua del mundo social”.132 El Club de Señoras, por su parte, en 1923 fue considerado como el “centro social de más vasta acción”.133 Algo previsible, si se toma en cuenta que éste, no al cabo de mucho, incluso organizó bailes de socie­ dad en los que, a diferencia de sus conferencias, la audiencia estaba sólo compuesta de hombres y mujeres de la oligarquía.134 En cuanto centro social, por consiguiente, el Club benefició a las mujeres de la élite, sin distinción de edad o estado civil. Y si dotó al mercado matrimonial con otro escenario dispuesto para el expedito desarro­ llo de los rituales del cortejo, en éste las madres interpretaron el rol de anfitrionas, y no ya de invitadas de segunda categoría.

LOS DESAFÍOS DE LA MATERNIDAD

En conjunto con las alusiones al Club de la Unión, el análisis de las formas de sociabilidad propias de los círculos de clase alta, conforman los referentes necesarios para contextualizar la historia del Club de Señoras, de modo que aparezca significa­ tivamente entrelazada con la historia, más amplia y diversa, de la élite. En lo que va corrido del capítulo, esta operación ha aportado relaciones esclarecedoras entre las vidas de las mujeres y los hombres de las familias patricias. En adelante, me propongo indagar en los beneficios atribuidos a la educación femenina respecto a la esfera doméstica y a la sociedad chilena; la ¡dea es allegar razones para entender por qué la ilustración de las mujeres recibió el trato de un asunto de interés público, con efectos múltiples y de largo alcance. Aparte de la promesa de una vida conyugal más plena

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y gratificante, ¿qué otros bienes traerían consigo las madres y las esposas ilustradas? ¿De qué manera, si acaso alguna, el desarrollo intelectual de las mujeres enriquecería no sólo sus existencias individuales, sino también la vida cotidiana de sus familias y de la sociedad toda? Desde el comienzo de la polémica carrera pública del feminismo en cuanto mo­ vimiento de reforma social, su relación con los imperativos atribuidos a la mater­ nidad se convirtió en un tema de debate. En los países del Cono Sur, las diferentes corrientes feministas coincidieron en exaltar la maternidad. Para ellas ésta era el rasgo constitutivo de la femineidad, la fuente suprema de autorrealización femenina, y la condición mediante la cual las mujeres podían contribuir al progreso moral y social de sus naciones. La maternidad, ampliamente sacralizada, fue movilizada tanto para impulsar como para prevenir proyectos de reforma concernientes a los roles feme­ ninos, a la condición social de las mujeres y a la relación entre los sexos. El texto “Feminismo, feminidad y hominismo”, publicado por Zig-Zag en 1917, ilustra el caso pro-ítoíz/ quo. Aquí la posibilidad del sufragio femenino es rechazada porque a las mujeres sólo correspondía abocarse al “cuidado del hogar y [a] la atención del hijo”.135 Alternativamente a la maternidad como una función natural en conflicto con las fuerzas del cambio histórico, encontramos ejemplos en que ésta opera como fundamento y fuente legitimadora de propuestas de reforma. Quienes creían que la educación, base del “perfeccionamiento de la raza”, tenía su “génesis” en el hogar an­ tes que en los establecimientos de enseñanza, definieron a la instrucción de la mujer -de la madre- como un factor indispensable para el progresismo.136 En otras pala­ bras, los tradicionales deberes domésticos y maternales también fueron esgrimidos en defensa de posiciones reformistas, por una serie de autores y autoras que buscaron derivar el derecho a la ilustración femenina de los desafíos propios de la maternidad, haciendo de aquel una extensión casi lógica de ésta. Como en otros tópicos concernientes a la educación femenina, Juan Emilio Corvalán ofrece un caso precoz y bien articulado de la alianza entre permanencia y cambio. En su opinión, sólo una “madre ilustrada” en una amplia gama de materias, entre las que incluía la higiene, las matemáticas, la astronomía, las ciencias natura­ les, la filosofía y la historia, podía estar en condiciones de supervisar el desarrollo de las facultades intelectuales de sus hijos en forma satisfactoria y garantizar su sa­ lud y formar personas moralmente maduras, emancipadas del yugo de las pasiones mediante la acción vigilante de la razón. El cultivo del intelecto y la formación del juicio a través del estudio sistemático, estaban íntimamente asociados, a su entender, con la conducción de una vida moralmente ejemplar. Aun cuando Corvalán analizó brevemente de qué modo las esposas de clase media podían contribuir a incrementar el presupuesto de sus familias, hago notar que la adopción de su arduo programa de autoeducación femenina demandaba cuotas de tiempo libre sólo a disposición de las mujeres patricias.137

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Las propuestas adelantadas por Corvalán en la década de 1880 adquirirán una mayor circulación a inicios del siglo XX. Si la mujer estaba “naturalmente destinada á ser madre,” como se afirma en un texto de 1910, “¿no sería conveniente prepararla mejor para este rol?”.138 Astorquiza, a semejanza de Corvalán, creía que las madres pobremente instruidas estaban condenadas al aislamiento y a la marginación al inte­ rior de sus familias; producto de su ignorancia, consignó, éstas carecían de la legiti­ midad necesaria para aconsejar con la debida autoridad moral e intelectual a sus hi­ jos, beneficiarios de una educación superior a la suya. Las líderes de la Liga de Damas Chilenas también sacaron a relucir este argumento: el handicap educacional de las mujeres de la élite mermaba su capacidad para conducir debidamente la educación moral de sus hijos e hijas. Sentada esta premisa, la autoeducación a base de lecturas instructivas pretendía salvar los escollos que entorpecían la fructífera comunicación entre las madres y sus descendientes, o, según los términos de una columnista de El Eco, hacer lo correspondiente “para no quedar demasiado atrás de nuestros hijos”.139 Martina Barros expresó ideas similares al ponderar los bienes y males acarreados por la emancipación femenina en Chile. La madre ilustrada por el hecho de estar facultada para suministrar “distracciones nobles” (pensaba en la ejecución musical), y cultivar entre los suyos el gusto por el arte y la literatura, contaba con los recursos para mudar su hogar en un medio atrayente. Logro que, a su vez, la habilitaba para ejercer una retribuyente y constante tuición moral e intelectual sobre sus descendien­ tes, así puestos a resguardo de las influencias nocivas y de las tentaciones agazapadas más allá de los confines de la familia. En el caso específico de los hijos varones, educa­ ción consumada bajo la égida de la madre de sensibilidad cultural y al amparo de ios encantos del retiro doméstico, les enseñaría cómo formar sólidos hogares y construir matrimonios felices. Tales logros se basaban, en buena medida, en la capacidad ma­ ternal para inculcar en ellos sentimientos de empatia hacia el carácter femenino. Por estos medios, Martina Barros concluyó que la madre cultivada, ganaría para sí “ma­ yor prestigio entre sus hijos, su autoridad será más acatada y ella misma se sentirá más tranquila y más segura de recoger tarde el fruto de sus desvelos”.140 Inés Echeverría, a tono con las ideas de su amiga y colaboradora, postulaba que las madres ilustradas se distinguían por instigar el perfeccionamiento cultural de sus hijos gracias a la adop­ ción de un papel activo y exigente en la materia.141 Ya no sorprende saber que la educación femenina de corte ilustrado, en la opi­ nión de sus adeptos y defensoras, prometía una paternidad sin carga onerosa alguna: “Mientras más preparadas intelectualmente estén las mujeres escribió otra articulista, “mejores madres serán, y con la ayuda de éstas la tarea del padre en la educación del niño [...] será infinitamente más liviana, pues será compartida”.142 En 1920, Roxane afirmó que el “completo desarrollo cultural, de la mujer” era la única manera de tonificar la debilitada vida familiar de la élite. Las pocas damas inclinadas al estudio, a la lectura, al arte o al trabajo en sentido genérico, se destacaban entre sus pares

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por haberse mantenido apegadas al hogar. La regla eran las mujeres que, por tener la “cabeza vacía de toda preocupación intelectual”, llevaban una vida estéril de ocio y frivolidad en detrimento de la “vida doméstica”, pues su costumbre era pasar la mayor parte del día fuera de sus hogares, entregadas en cuerpo y alma a los placeres del consumo y de la actividad social.143 En otro plano, el acento puesto en el papel educacional de las madres a inicios del siglo XX, posiblemente respondió, en parte, al hecho de que los internados co­ menzaban a ser percibidos como instituciones educacionales discapacitadoras, esto es, no facultadas para emular la formación moral dada por los padres y, en especial, por las madres.144 Tampoco hay que pasar por alto que, en esa época, cobró vuelo la idea según la cual las madres provistas de conocimientos generales sobre los “úl­ timos adelantos educativos” podían optimizar el aprendizaje de sus hijos, ajustando su quehacer en la materia a los parámetros instaurados por los establecimientos de enseñanza.145 El consenso en torno a la necesidad de implementar una forma de maternidad ilustrada obedeció a algo más que a la insatisfacción respecto a la educación femenina en boga o a la exaltación cívica del rol materno.146 También respondió al desarrollo de cierta conciencia acerca de la singularidad y la complejidad psicológicas de la ni­ ñez, fenómeno del cual se derivó una concepción más demandante y desafiante de la maternidad. A pesar de su carácter natural, la función maternal exigía un profundo conocimiento de la intrincada psicología de cada niño. Era éste el único método en condiciones de garantizar su pleno desarrollo como individuo. Adela Rodríguez, mientras exponía los beneficios de su programa de educación femenina ante la con­ currencia del Club de Señoras, proclamó: Nuestro horizonte de madres también se agrandaría. Entraríamos a enseñar un plan de

conducta para los hijos; seríamos los guías inteligentes que sin imponer una voluntad dogmática comprendiéramos la necesidad de penetrar las capacidades y posibilidades de cada niño, para llevarlas al máximo de desarrollo. No estarían sujetos todos a una sola ley,

sino que habría una ley para cada niño.14

Aunque las características atribuidas a la niñez variaban bastante, oscilando entre la personificación de la inocencia impoluta y la barbarie en estado salvaje, los textos que abordaban el asunto, revelaban, de forma coincidente, la inédita voluntad de aprehender el significado último de la niñez como una etapa diferenciada del ciclo vital, en virtud de su vulnerabilidad. “La psicología de los niños es un mecanismo [...] complicado, que la mayoría de las madres ignoran. Este desconocimiento tiene consecuencias graves y casi siempre”, se adujo en 1911, “es la causa de la mayoría de los defectos [...] de nuestros hijos”.148 De ahí que las madres fuesen alentadas a comprender a los niños en sus propios términos, como habitantes de un universo

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ajeno a los patrones de conducta adulta. “La educación antigua exige que los niños se conduzcan como grandes; nuestro plan es pedir á las madres que vuelvan momentá­ neamente á su infancia para que puedan hacer suyos los deseos de sus niños”.149 Como Philippe Aries advirtió en su hoy clásico estudio sobre el tema: la “idea de la niñez [...] corresponde a la conciencia de la naturaleza particular de la niñez, esa naturaleza particular que distingue al niño del adulto”.l-,° Ante la insoslayable otredadad de la niñez, la madre comprometida con su función, de ser necesario, debía estudiar con el objeto de cumplir sus deberes a cabalidad. A la maternidad como una ocupación multifacética que requería de una extrema concentración, correspondió la definición del niño como un “ser angelical, [...] eslabón de la cadena del matri­ monio”.151 El niño, en breve, se convirtió en el rey de la casa”.152 El que los hombres -adolescentes, jóvenes, adultos- a veces fueran llamados “niños grandes”, no deno­ taba necesariamente una falta de precisión respecto a los contornos de la niñez, sino la convicción de que la ternura maternal debía confortar a todos, sin distinción de edad. La iconografía a menudo adjunta a los artículos referentes a la materia en las revistas ilustradas confirma esta interpretación: ofrecen imágenes de infantes. Resulta instructivo el contraste con la Colonia y los primeros años de la Repú­ blica. Con anterioridad a la Independencia, la ropa de los niños tendía a reproducir las vestimentas de los adultos, señal de que la niñez aún no resaltaba en el ciclo vital humano como una etapa claramente discernible. Pero la falta de distinción no se limitaba a los atuendos: también comprendía conductas y actitudes. A comienzos de la República, un testigo extranjero anotó: “Una de las costumbres más absurdas prevalentes entre las clases superiores es la extrema precocidad de los niños: encon­ tramos niños de siete u ocho años, [...] vestidos a la manera de personas adultas [...] el aire de importancia que asumen al recorrer las calles es extremadamente ridículo. Lo mismo ocurre con las niñas de seis u ocho años de edad: se visten como mujeres adultas”, remedan sus gestos, “y se suman a la conversación en curso con todo el aplomo y aire de importancia de los mayores”.153 Hay razones para estimar que la entronización del niño no constituyó un dis­ curso normativo de corte doméstico, sino un indicio de cambios sociales en el ám­ bito de la vida privada: la difusión de nuevas modalidades de relación entre adultos y niños, particularmente entre padres e hijos. En la década de 1900, los católicos tradicionalistas deploraron el estado contemporáneo de la sociedad doméstica, criti­ cando con severidad el estilo de vida observado entre las familias acomodadas. Todas sus características, a su juicio, estaban en abierto desacuerdo con las sanas prácti­ cas y métodos educacionales de la familia católica del pasado, de clara organización jerárquica y rigurosa disciplina interna. Aducían que los padres, en la actualidad, habían renunciado a ejercer su legítima autoridad en beneficio de los caprichos de sus hijos, desistiendo así de cumplir las funciones tendientes a la educación moral de los mismos. Junto a la formación de niños malcriados, carentes de respeto por sus

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mayores, lamentaban el debilitamiento del catolicismo como fuente primigenia de la conciencia moral y crisol donde se forjan las costumbres. También condenaron la tendencia contemporánea a incorporar a los niños a actividades y a los pasatiempos antes reservados a los adultos.154 Más aún, la disciplina rigurosa y en particular el cas­ tigo físico, aunque todavía vigentes en la práctica, parecen haber perdido legitimidad entre los padres la etapa inicial del siglo XX.1’’5 En 1914, por ejemplo, se formuló un llamado a penalizar con reclusiones carcelarias de hasta cinco años a cualquier adulto que golpeara a un niño, reconociéndose como “circunstancia agravante” el parentes­ co del agresor con el menor agredido.15'’ El acrecentado status de los niños en el marco de la familia y, consecuentemente, su capacidad para articular y sustentar la experiencia íntima y afectiva de ella, tam­ bién suscitó transformaciones en la actitud de los hombres hacia la crianza de sus hijos. En la década de 1910, el sacerdote y crítico literario Omer Emeth, convencido de que sólo la familia tradicional, de rígido orden jerárquico y métodos autoritarios podía corregir la naturaleza pecaminosa de los seres humanos, lamentó la presente desaparición del antiguopaterfamilias. ¿Cómo concebía a este sujeto histórico? Inves­ tido con la majestad de la autoridad y dotado con la severa disposición del juez que castiga los extravíos que amenazan con desbaratar el orden de las familias. El “amor paternal”, consignó en tono de censura, “tiene hoy rasgos desconocidos hace treinta ó cuarenta años, y manifestaciones insólitas” que comportan el “culto” de los niños, erigidos en “ídolos” de la familia. El resultado de las relaciones amistosas e íntimas entre los padres y sus hijos era la propagación de niños malcriados. “No se creía entonces como hoy en la bondad innata de los niños”.157 Frente a semejante desba­ rajuste, Omer Emeth abogó por la revalorización, por parte de los adultos, de la tra­ dicional, pero ahora impopular, “virtud educadora del castigo”.158 En sus memorias, el líder conservador Abdón Cifuentes también reprobó el desarrollo de fuertes lazos afectivos entre los padres y su progenie. A la luz de su pesimista visión, dicho cambio en las costumbres implicaba la degeneración de la “antigua autoridad paterna” en “ternura maternal”, lo que perturbaba el balance entre disciplina masculina y cariño femenino, del todo necesario, a su entender, para producir generaciones vigorosas, templadas en la austeridad y formadas con arreglo al sentido del deber.159 A juzgar por la evidencia, los católicos rigoristas resaltaron como críticos nostálgicos de un orden doméstico autoritario. En 1912, una integrante de la Liga de Damas Chilenas deploró el actual y extendido rechazo al uso de métodos punitivos como técnica educacional, tildándolo, sin más, de permisividad nociva. “Una señal característica de nuestros días”, escribió, “es la debilidad necia y perjudicial de los padres para con sus niños, y tal vez esto no es más que la reacción de la extremada severidad con que se les trataba en la generación anterior' (énfasis mío).160 Aunque durante el siglo XIX la cultura de la élite tendió a centrarse en tor­ no a la institución e imaginario de la familia extensa, cuya gravitación emocional e

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identitaria no desmereció de su relevancia política y socioeconómica, ésta no estuvo orientada hacia la figura del niño. En otras palabras, mientras permanecían en sus casas, los niños vivían habitualmente en compañía y bajo la tuición de las sirvientas (muchas veces reclutadas en las haciendas de las familias de la oligarquía), antes que bajo la tutela directa de sus progenitores. De ahí que los niños, los varones sobre todo, crecieran de preferencia al margen de la sociedad doméstica; en general, las ru­ tinas cotidianas de la vida familiar no giraron en torno a ellos. En efecto, las sirvientas situadas en los rangos más elevados de la jerarquía del servicio doméstico (“mamas” y “sirvientas de razón”), interpretaron un papel significativo en la diaria crianza de los niños. Este fenómeno ha sido definido, con justicia, como un “doble régimen de maternidad”.161 Esto permitió el desarrollo de relaciones jerárquicas no exentas de la­ zos afectivos y de reciprocidad entre los hombres y las mujeres de la oligarquía y, por otra parte, las sirvientas originalmente encargadas de su cuidado y servicio personal. Ayudó a fortalecer estos vínculos el que las sirvientas a veces criaran a dos e, incluso, a tres generaciones de la misma familia; además, si no siempre crecían en la casa de sus patrones, acostumbraban a envejecer y a morir en ellas.162 De manera que las sirvien­ tas dieron un sentido de continuidad a la familia, en virtud de su participación en la socialización de distintas generaciones, hecho reflejado en la difundida costumbre de llamarlas “mamas” (mujeres evocadas con afecto en las memorias escritas por oligar­ cas). Al examinar el rol de las madres en la crianza, corresponde advertir, asimismo, que las familias patricias tenían la costumbre de contratar nodrizas para amamantar a sus recién nacidos, una práctica aún no desechada en la década de 1920.163 Este hábito podía llegar a generar un fuerte apego emocional del niño hacia su ama de leche y, por esta vía, conducir a rivalidades abiertas o encubiertas entre ésta y la madre. Considérese el caso de Alberto Ried Silva, nacido en 1885. Si bien fur­ tivamente, durmió con su nodriza hasta los diez años de edad, uso que finalmente precipitó la expulsión de su compañera de cama por orden de su madre, con lo que terminó abruptamente su placentero régimen de “doble amor maternal”.164 Por últi­ mo, cabe recordar que las relaciones entre las madres de la élite y sus hijos también conocieron la mediación de los internados y, en menor medida, de las institutrices europeas. Todas estas prácticas incidieron especialmente en el tipo de relaciones afec­ tivas desarrolladas entre las madres y sus hijos. Durante el siglo XIX, a juzgar por el testimonio de memorias y cartas impresas, las expresiones de afecto coexistieron con la reticencia de cuño rigorista ante las muestras de cariño hacia los niños. ¿Qué prevaleció? Difícil, si no imposible, saberlo. Al menos en la década de 1850, des­ pués de observar los usos y costumbres de la élite, J. M. Gilliss reparó en la falta de intimidad existente entre madres e hijas. Atribuyó esta carencia al tipo de crianza y educación recibida por las mujeres patricias. Al ser amamantadas por nodrizas, criadas por sirvientas, y en ocasiones educadas en internados con largos periodos de reclusión (podían salir una vez al mes), disminuían, argüyó, las posibilidades de que

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se forjaran fuertes lazos afectivos entre madres e hijas.165 Habría que postular algo similar para los hombres. Quienes se manifestaron propensos a una relación más cercana entre las madres y su progenie, haciéndole honor al creciente protagonismo del niño en las represen­ taciones de la vida doméstica, aconsejaron la segregación, respecto a su crianza, de sirvientas o “personas pagadas”. En lo posible, el cuidado y la educación de los niños debía ser competencia exclusiva de las madres. En la medida en que éstas aparecieron como mejor capacitadas para percibir y atender las necesidades íntimas de sus hijos conforme a cada etapa de su desarrollo físico y psíquico, y, paralelamente, el amor maternal emergió como un factor elemental para su sana formación moral y su diaria crianza, la intervención de amas de leche y sirvientas, motejadas ahora de “manos mercenarias”, comenzó a ser percibida, y al cabo denunciada, como dañina para los niños.166 No era nueva esta tendencia a la descalificación, si bien es cierto que el ideal de la domesticidad reavivó el fuego de las antiguas aprensiones despertadas por la delegación en la crianza: el temor a que las nodrizas transmitieran la sífilis a los niños amamantados, ya movió a los médicos a condenar esta práctica en fecha tan temprana como 1813.16 Cuando no se censuró la costumbre de entregar a los niños al cuidado de personas extrañas, se insistió en la necesidad de racionalizar su crianza y profesionalizar el servicio de las “nurses”, lo que, a su manera, revelaba los nuevos imperativos de un ideal doméstico concebido como un abandono de formas ancestrales de vida.168 Es posible que el descrédito de las sirvientas haya obedecido en parte a la trans­ formación de la naturaleza del servicio doméstico. En 1907, una serie de caricaturas reflejaban el cambio en curso, consistente en el reemplazo de la antigua sirvienta por la empleada moderna, mujer asalariada en rebelión contra las jerarquías y normas del mundo señorial, que reclamaba para sí un status más elevado, tanto al interior de la casa de sus empleadores como puertas afuera.169 En 1913, asimismo, se se­ ñaló, que aquellas sirvientas deferentes del pasado (caracterizadas como huérfanas criadas en las casas patricias de sus futuros patrones), representaban una minoría en la actualidad porque ya primaba la costumbre de contratar sirvientas a través de agencias de trabajo y avisos de periódicos. Y como las sirvientas así contratadas eran extrañas a la familia en que debían desempeñar sus labores, los conflictos domésticos manifestaban una tendencia al alza.1 0 En La hora de queda (1918), Iris abordó el tema a su modo, registrando la crisis de la sociedad señorial en cuyo seno, al respeto reverencial de la servidumbre, en la teoría si es que no en la práctica, correspondía la autoridad benevolente de los patrones. Tales lazos de dependencia perdían vigor ante una servidumbre dada, a diferencia del pasado, a mudarse de domicilio con suma frecuencia. La esfera doméstica, a juzgar por su narración, comenzaba a funcionar como un teatro de la lucha de clases: “A aquella santa paz de las antiguas casas, en que oraban juntos, señores y servidores, al son de la campana del Ángelus ante algún

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viejo santo quiteño ensangrentado y de mirada más dura que el Señor de Mayo, ha­ bía seguido ahora una era de guerra entre amos y criados”.171 La mayor atención prestada a los niños, al igual que el despertar a la enigmática naturaleza de la niñez, son rasgos distintivos del culto de la domesticidad cristalizado en las primeras décadas del siglo XX.’72 Ambos rasgos constituyen, por tanto, com­ ponentes claves para entender lo subyacente al proyecto de educación femenina del Club de Señoras: los diversos aspectos del ideal de la domesticidad otorgaron legiti­ midad y significado a su empresa cultural. Con todo, no se esperaba que la influencia benéfica de la madre ilustrada limitase su radio de atención a la esfera doméstica. A la efectiva tutela de ésta sobre la educación moral y la instrucción intelectual de sus hijos, fueran éstos niños o adolescentes, se le vaticinaban efectos públicos de enver­ gadura, que trascenderían los confines de la familia. De hecho, quienes abogaban por el progreso de la educación femenina, invocaron en respaldo de sus planteamientos la responsabilidad racional derivada de la crianza y formación de futuras generacio­ nes de ciudadanos. Adela Rodríguez, sin ir más lejos, ideó un ambicioso programa de regeneración racial y redención moral del mundo popular, mediante la diligente actividad de una élite de “madres ilustradas” abocadas al ejercicio de una forma de maternidad socialmente comprehensiva. En una exposición en el Club de Señoras, incitó a las mujeres del auditorio a que en el futuro centrasen su atención en la pro­ secución de un fin humanitario, no limitándose a ser la “madre del hijo, del anciano o del desgraciado, sino las sacerdotisas del Progreso Eterno”.1 3 Tres años después, en 1920, Adela Rodríguez se manifestó en contra del sufragio femenino, aduciendo que no correspondía a la mujer emancipada inmiscuirse en los “negocios políticos”; lo suyo era desempeñar el papel de “directora de la conciencia de los hombres para darles la nobleza de sus actos en la vida moral y política”.1 4 A despecho del tono conservador de su línea de argumentación, Rodríguez con­ cedió una función pública al papel privado de las mujeres: forjar ciudadanos virtuosos y dar socorro a los necesitados. Aunque sólo tácitamente, concibió el hogar como la fuente primigenia de la que brotaba la virtud moral y el espíritu cívico. Ante todo, su definición de la mujer instruida como agente capital del progreso de la nación, trans­ formó a Rodríguez en precursora de la tendencia que ha sido definida -en su versión estatal, más tardía- como una “extensión de la maternidad al servicio de la madre patria”.1 - Lo mismo vale para Roxane, quien entendía a la mujer ilustrada como una fuerza maternal llamada a aplacar los conflictos de clase derivados de la modernización de la sociedad y la economía chilenas.176 Ya que no el poder y los derechos del ciudada­ no, la exaltación de la maternidad como pieza clave para el buen funcionamiento del engranaje social ofrecía a las mujeres el consuelo de la influencia pública mediatizada por la educación de sus hijos, así como de la acción benefactora concebida como una obra de redención espiritual y social, y como un aporte concreto al progreso de la na­ ción.1 La diaria producción de un régimen doméstico armonioso, vocación materna

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según los ideólogos de la domesticidad, encontraba de esta forma su contrapartida en la atenuación de la miseria que aquejaba a amplios sectores de la población, tanto como en la disolución de las tensiones sociales que en ese tiempo campeaban en los mayores centros urbanos y enclaves productivos del país. El ideal de la domesticidad cobró cuerpo en una época en que la maternidad comenzaba a revestir nuevas connotaciones. Los higienistas chilenos, en su mayoría varones, apercibidos de los altos índices de mortalidad infantil y de la severa despro­ tección en materias de salud de las mujeres encintas y de las madres, reclamaron y propusieron políticas públicas, reformas educacionales e innovaciones en las prácti­ cas médicas, tendientes a abordar eficientemente con arreglo a los últimos adelantos científicos, los problemas de salud pública que por entonces afectaban a la población, en especial a los estratos de menores ingresos. En las décadas iniciales del siglo XX, no sólo en Chile sino también en Argentina y Uruguay, se abrió paso la convicción relativa a la necesidad de contar con un aparato estatal activamente comprometido con el bienestar colectivo de la nación; merced a la implementación de políticas de salud, se ambicionaban parámetros de “progreso social” homologables a los avances experimentados por los países más desarrollados de Occidente. El cuidado de los niños elevado a la condición de ciencia, o puericultura, ya en los 191 Os comenzó a consolidarse como una plataforma con bases institucionales, a partir de la cual avistar perspectivas de progreso, al cabo de poco vinculadas a las promesas de es­ plendor demográfico propias de la eugenesia. Al definirse a las mujeres en su calidad de madres como los principales agentes de esta reforma a la vez privada y pública, puesto que involucraba la vida familiar y la existencia de la sociedad en su conjunto, se ensancharon los cauces para su legítima participación en el debate y en las ini­ ciativas conducentes a la reformulación de asuntos de interés general. Las reformas sociales en Chile, si bien diseñadas fundamentalmente por hombres en posiciones de liderazgo, requerían de su cooperación, sea como madres o profesionales de la salud; sus servicios debían reportarle dividendos a la nación, al ayudar a reducir las tasas de mortalidad infantil que segaban, apenas brotaban, a parte importante de las nuevas generaciones. Como esta dinámica reformista potenciaba el perfil altruista del ideal de feminei­ dad inmerso en el imaginario social de la época, la puericultura ganó adeptos rápi­ damente. El cuidado preventivo y la inculcación de hábitos higiénicos representaron dos estrategias básicas en la campaña destinada a mejorar los estándares de salud y las expectativas de vida de la población. Para tales efectos, en las primeras décadas del siglo XX se crearon instituciones como el Instituto de Puericultura (1906) abierto por orden del gobierno; doce años más tarde se estrenó el primer Código Sanitario chileno. Por añadidura, en 1912 se celebró el Congreso Nacional de Protección a la Infancia, cuyos expositores -todos hombres- centraron sus ponencias en temas lega­ les y médicos atingentes a la salud de los sectores de escasos recursos.1 8 Este escenario

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favoreció y en parte convergió con el advenimiento del ideal de la domesticidad, toda vez que también replanteó y abrió al debate el ejercicio y el sentido de la maternidad, aunque desde una perspectiva más tributaria de la medicina que de la psicología y la moral. Ser madre aún representaba una función natural con la gravitación determi­ nista de un destino, pero ya empezaba a reconocerse, en círculos cada vez más am­ plios, que esta condición requería de una preparación especial, independientemente de su contenido específico. Esto implicaba reconocer que la materia prima de los instintos, tradicionalmente invocada como principal -si no único- auxiliar de la ma­ ternidad, presentaba carencias que sólo era dable superar mediante la intervención creadora de la cultura moderna.

El Círculo de Lectura duró hasta 1919. Ese año, algunas de sus integrantes funda­ ron el Círculo o Centro Femenino de Estudios, a fin de perseverar en el “desarrollo intelectual de la mujer”;179 otras, prefirieron establecer el más militante Consejo Nacional de Mujeres, cuyo objeto también fue avanzar en lo referente a la educa­ ción de las mujeres, al tiempo que se impulsaba, eso sí, una agenda feminista de reformas en los ámbitos legal, político y socioeconómico.180 Si el Consejo Nacional de Mujeres orientó su acción hacia la conquista de objetivos deliberadamente más ambiciosos y políticos que aquellos suscritos por el Círculo de Lectura, el Centro Femenino de Estudios reivindicó el tipo de educación femenina propiciado por las líderes y socias del Club de Señoras. En 1920, la vicepresidenta del Centro Femeni­ no de Estudios declaró que el propósito de la institución era otorgar a las mujeres la educación requerida para dar una formación moral a sus hijos, preservar su salud, aconsejarlos con sabiduría, y asegurar la administración racional del presupuesto familiar. De hecho un comentario formulado por su entrevistadora sintetiza las ideas referentes a la educación femenina documentadas a lo largo de este capítulo: “bástale al hombre conocer a fondo su profesión; pero la mujer necesita una cultu­ ra múltiple”.181 El Club de Señoras, creado en parte para satisfacer esta necesidad, ofreció un ejemplo que pronto encontraría seguidores fuera de la capital; en 1918, se solicitaron sus estatutos desde “varias capitales de provincia”, con la intención de fundar instituciones análogas.182 Para 1919, clubes similares (si bien social e in­ telectualmente menos significativos) ya habían sido establecidos en San Bernardo, Talca y Concepción.185 El Club de Señoras, pese a su posición moderada, evolucionista y contempori­ zadora frente a los temas de género, contribuyó a crear conciencia entre los sectores altos sobre la desmedrada condición social de las mujeres, y el carácter histórico, o sea contingente, no natural, de las conductas y los atributos femeninos. El ideal de la domesticidad, al hacer hincapié en la posibilidad y necesidad de transformar, mediante la educación femenina, las relaciones personales en la familia, desnatu­

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ralizaba la vida de los afectos, a la cual presentaba como un fenómeno histórica­ mente condicionado; es decir, sujeto a cambio. A fin de cuentas, el tránsito desde una sociedad tradicional a otra moderna pasa por una mudanza en las principales funciones de la familia. Esta pierde relevancia como instrumento al servicio de estrategias patrimoniales, para verter sus energías, idealmente, en el cultivo de re­ laciones afectivas entre sus miembros y en la búsqueda de su propio bienestar, a espaldas antes que de frente al mundo exterior.184 Al margen de esto, no es con­ veniente considerar por separado las actividades culturales y sociales del Club de Señoras: las causas de la educación femenina y de la sociabilidad mixta diferían en método, pero convergían en el mismo objetivo. Los eventos sociales del Club, al igual que la educación de las mujeres, aspiraban a forjar una relación más estrecha, emocional y mentalmente menos distante, entre las mujeres y los hombres de la élite. A comienzos del siglo XX, recordemos, temas tales como las tensiones entre el amor romántico y las consideraciones materiales, la naturaleza desafiante de las relaciones maritales y el papel destinado a las esposas en la forja de sólidos lazos conyugales, suscitaron reflexiones.18'1 Las condiciones que precipitaron la creación del Club de Señoras, así como los argumentos esgrimidos en defensa de la emanci­ pación intelectual de las mujeres, llevan su impronta. Como sea, la fundación del Club de Señoras también obedeció a la necesidad de sanear las relaciones al interior de la sociedad femenina, abriendo un foro capaz de acercar a mujeres hasta entonces separadas por rígidas convenciones sociales y/o la mutua reticencia o franca hostilidad despertada por la difundida propensión a la maledicencia.186 La conversación ilustrada, como en los clásicos salones de Santiago, apuntaba al cultivo de una sociabilidad sofisticada. Hablando en general, las mujeres comprometidas con el Club simpatizaban con la actualidad pues en ella creían atisbar formas de emancipación femenina. El Club de Señoras, por lo mismo, se propu­ so canalizar e instigar el desenvolvimiento de este proceso en los niveles superiores de la jerarquía social. En la década de 1910, sin embargo, no todas las mujeres de la élite compartieron sus premisas y sus vaticinios. Las adherentes a la Liga de Damas Chilenas, en acuerdo con el diagnóstico formulado por las autoridades eclesiásticas; percibieron a la so­ ciedad chilena de su época como un cuerpo corrompido, y a los tiempos modernos, como una edad marcada por la decadencia y, consecuentemente, en abierto conflicto con el espíritu del cristianismo. Su movilización en defensa de los valores católicos trajo aparejada la promoción de un activo rol femenino en la esfera pública; una reflexión bastante desasosegada sobre el futuro de la familia, a la luz del estado de la sociedad moderna; y un llamado a tutelar tanto la moral pública como la incipiente industria cultural. Las iniciativas de la Liga, la ideología que sustentó sus juicios y propuestas, y el análisis de su desarrollo en el contexto de la vida privada de la élite, son los temas a tratar en el próximo capítulo.

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IV LA CRUZADA MORAL DE LA LIGA DE DAMAS CHILENAS

El gran pecado de nuestro tiempo [...] ha sido el apartamiento de la fe [...] envenenada en la juventud por las malas lecturas, los espectáculos deshonestos. Mariano Casanova, arzobispo de Santiago (1906)

Desde mediados del siglo XIX, la historia de las iglesias católicas de Europa se confunde hasta cierto grado con la historia de una serie de asociaciones.1 Lo mis­ mo se puede decir respecto a la comunidad chilena de creyentes -clero y laicado, hombres y mujeres. En Chile, a semejanza del resto del mundo occidental, la con­ solidación del Estado secular y el creciente pluralismo ideológico de sus sociedades condujo a los católicos a la adopción de formas modernas de organización y acti­ vismo político-religioso. En el Chile republicano, la percepción de las asociaciones como vehículos privilegiados de acción colectiva fue compartida por católicos y masones, conservadores y anarquistas, hombres y mujeres de muy diversa extrac­ ción social. La institución examinada a continuación, la Liga de Damas Chilenas, esa “gran cruzada femenina de los tiempos presentes”,2 representó un tipo singular entre las asociaciones católicas. En pocas palabras, constituyó una respuesta a la secularización -para el caso no importa mayormente hasta qué punto real o imagi­ nada- de la sociedad de inicios del siglo XX, y una reacción ante el anticlericalismo militante suscrito por diversos actores políticos. El análisis de estos fenómenos a escala nacional e internacional, permite sopesar debidamente su espíritu de cru­ zada como un sentimiento maduro, no extemporáneo, de compromiso religioso. Hecho lo anterior, me ocuparé de la creación de la Liga y de la posición que esta vez adoptó frente a los entretenimientos públicos de la época, la literatura contempo­ ránea de ficción, y la problemática relación entre el hogar católico y la ciudad como matriz de corrientes y prácticas irreligiosas. Este capítulo, en síntesis, documenta un ejemplo del conflicto entre autoridades tradicionales y modernas en torno a la legitimidad social de valores discordantes.

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La

experiencia de la fe sitiada

En todos los ensayos constitucionales posteriores a la consolidación de la Indepen­ dencia, al igual que en la perdurable Carta Fundamental de 1833, el catolicismo fue entronizado como la religión oficial del Estado chileno. Si bien esto se mantuvo en vigencia hasta 1925, a partir de la década de 1840 el poder civil y la jerarquía ecle­ siástica comenzaron a disentir acerca del valor de la tolerancia religiosa y del carácter de las relaciones a desarrollarse entre el Estado y la Iglesia. Cabe puntualizar que las autoridades de los gobiernos republicanos continuaron ejerciendo el derecho de patronato, antiguo conjunto de prerrogativas reales concedidas originalmente por el Papado a la Corona, pero luego ampliadas por propia iniciativa de ésta, a fin de subordinar el poder eclesiástico al temporal, y de esta manera convertir al Estado, así librado de la competencia de la Iglesia, en el máximo agente rector de la sociedad. Por efecto de estas atribuciones, correspondía a la Corona y a sus representantes decidir, o bien intervenir, en materias pertinentes al funcionamiento interno de la Iglesia en sus dominios.3 En estas circunstancias, la creciente adhesión al ideario liberal de sectores sig­ nificativos de la clase dirigente pareció vaticinar, a ojos de los líderes de la Iglesia y de prominentes católicos, la secularización de la sociedad chilena y la consecuente transformación de la Iglesia en un actor social de segundo orden. Como en el resto de América Latina, también en Chile el “gran miedo de la Iglesia en el siglo XIX fue la apostasía de las élites, no la deserción de las masas’’.4 Pero en una sociedad en extremo jerárquica como la del Chile postcolonial, la falta de observancia en la clase dirigente (masculina), o el resquebrajamiento del consenso valórico de la misma, parecía re­ vestir un peligro de consideración para toda la comunidad; como se argumentaba al calor de una sensibilidad tradicionalista, el comportamiento y la religiosidad de la élite, grupo rector en todo género de cosas, constituía el basamento de la fe pública sin cuyo aliento la moral desfallecía sofocada por la licencia, y el orden institucional cedía a los embates de la anarquía.5 Si hoy esta visión despierta justificadas suspicacias por lo tremebundo de sus proyecciones, no hay que subestimar su poder como resorte del activismo político confesional, cuyo desarrollo aparece como una reacción ante el avance del raciona­ lismo ilustrado, con su cuota imprecisable pero cierta de escepticismo religioso entre los notables de la nación. En tales condiciones, pues, se verificó el establecimiento del semanario La Revista Católica en 1843, primera publicación periódica del Ar­ zobispado de Santiago, orientada a alinear al clero tras las posiciones de la jerarquía eclesiástica en materias religiosas, y a polemizar con los portavoces del liberalismo, cuya ventaja en punto a formación de la opinión pública mediante el magisterio de la prensa, era, ya a esas alturas, conspicua. Dos décadas más tarde, los conservadores

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fundaron el efímero periódico bisemanal El Bien Público, antecesor del diario El Independiente (1865), dando curso a una corriente de opinión encauzada al sector dirigente, cuyos balbuceos se remontan a 1857, cuando el lanzamiento de El Con­ servador, periódico extinto a los pocos meses de existencia. La estrategia consistente en forjar un clero local bien capacitado y una élite católica incondicional a la Iglesia, gañó adeptos y fuerza de cara a la lucha contra las tendencias secularizadoras del siglo. En la década de 1850, junto a la inauguración de colegios católicos regentados por congregaciones religiosas como la Compañía de Jesús, el Seminario Conciliar experimentó una reforma tendiente a mejorar la disciplina interna y a perfeccionar la formación allí impartida.6 Medidas como éstas respondían al esfuerzo -liderado por Rafael Valentín Valdivieso, arzobispo de Santiago desde 1845- por fortalecer institu­ cionalmente a la Iglesia, en mal pie para hacer frente a las autoridades regalistas y al sobrepujamiento del liberalismo, luego de los trastornos sufridos con motivo de las guerras de independencia. Durante la segunda mitad del siglo, diferentes facciones de la élite nacional, sin desmerecer su amplio acuerdo en torno a las virtudes de la institucionalidad repu­ blicana, discreparon sobre cuáles debían ser los roles respectivos de la Iglesia y del Estado en la vida social, cultural y política del país. En Chile, como en el resto de Latinoamérica y en Europa occidental, la Iglesia Católica, agobiada por esas disen­ siones, suscribió una política de militancia partidaria a veces reñida con su misión espiritual.3 En último término, el conflicto entre anticlericales y clericales dejó su im­ pronta en el sistema de partidos decantado durante las presidencias de Manuel Montt y José Joaquín Pérez. En su versión original, éste comprendía dos polos ideológicos: el Partido Radical, bastión de la masonería y, en el extremo opuesto del espectro político, el Partido Conservador, vocero de los intereses clericales. El Partido Liberal, ideológica y estratégicamente más flexible, ocupaba el centro del sistema político; los liberales, al formar alianzas con radicales y conservadores, favorecieron la obtención de amplios acuerdos, contribuyendo de esta manera a la mantención de la estabilidad política e institucional del país. El otro partido de la época, conocido como Nacional o Montt-Varista, se caracterizó ante todo por sus posiciones regalistas.11 No fue sino hasta mediados de la década de 1870 cuando los liberales tuvieron la oportunidad de implementar una serie de reformas concebidas para aminorar la inje­ rencia pública de la Iglesia Católica, objetivo particularmente ansiado por los radica­ les, que se abocaron con entusiasmo a la tarea. De este modo, el laicismo se convirtió en el pendón político a cuyo amparo convergieron las huestes liberales. Ocurrido en 1873, el colapso de la coalición de gobierno formada por liberales y conservadores eximió a los primeros de la necesidad de adoptar políticas conciliatorias, dándoles así la posibilidad de avanzar en el camino de la secularización; a modo de ejemplo, los cursos de religión y latín (lengua tradicional de la Iglesia, vestigio del pasado co­ lonial), de obligatorios pasaron a optativos, tanto en la educación secundaria como

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superior del sistema público.111 A partir de esos años, la disputa en torno a las defi­ niciones divergentes de las legítimas áreas jurisdiccionales del Estado y de la Iglesia, llamaría la atención por la acrimonia pública y el creciente antagonismo de las partes en pugna. Esta confrontación política e ideológica, ventilada principalmente a través de la prensa y del Parlamento, cobró mayor intensidad tras la muerte, en junio de 1878, del arzobispo de Santiago Rafael Valentín Valdivieso. Frente a la necesidad de reemplazarlo, el gobierno de turno contempló la designación de un clérigo de perfil conciliador, propicio a sus intereses o, lo que era lo mismo, extraño a los círculos ultramontanos. Pero los militantes católicos, encabezados por el aspirante favore­ cido por el anterior arzobispo, rechazaron al principal candidato respaldado por las autoridades civiles. En 1883 la discordia entre el poder civil y la jerarquía católica adquirió una dimensión internacional, cuando producto del definitivo rechazo de la Santa Sede al candidato oficial del gobierno, el presidente Santa María suspendió las relaciones diplomáticas con el Vaticano. Nadie ignora que su administración representó el periodo de mayor polarización en la lucha entre clericales y anticlericales. En 1883 y 1884, un Congreso de sesgo liberal promulgó un conjunto de leyes que disminuyeron severamente la ancestral tutela ejercida por la Iglesia sobre la sociedad, al transferir al Estado el control legal y burocrático de los tres eventos cardinales de la existencia individual y social: el na­ cimiento, el matrimonio y la muerte. Las leyes promulgadas durante el gobierno de Santa María, ya restringieron, ya pusieron término a antiguas funciones eclesiásticas. Los efectos legales del casamiento se convirtieron en atributo exclusivo del matri­ monio civil con tales fines instaurado; la creación del Registro Civil también puso la consignación de los nacimientos y las defunciones bajo la jurisdicción del Estado; y la secularización de los cementerios públicos, hasta entonces exclusivamente cató­ licos, abrieron sus recintos a cualquiera persona difunta, sin importar cuáles fuesen sus creencias en vida.11 Si bien los más radicales defensores de las reformas secularizadoras le reprocharon al gobierno de Santa María su falta de audacia en tocante a la separación legal entre Estado e Iglesia, lo cierto es que dichas iniciativas restaron poder temporal e influencia social a la última.12 Durante la segunda mitad del siglo XIX, la consolidación del Estado Docen­ te, cuyos antecedentes remiten al dirigismo estatal de matriz ¡lustrada impulsado por los Borbones no sólo en materias culturales y educacionales, trajo aparejada la preeminencia del sistema público de educación sobre las instituciones privadas de enseñanza, la mayoría católicas. Estas quedaron sujetas a la directrices, intervención y escrutinio de funcionarios públicos con poderes de supervisión, y de autoridades de tinte liberal o, sobre todo en el último cuarto del siglo, positivista.13 A la luz de las reformas liberales y de la gravitación social conquistada por el Estado secular, la jerarquía eclesiástica y lo líderes conservadores experimentaron la necesidad de fun­ dar una universidad privada inspirada en los dogmas y doctrinas de la Iglesia. Así,

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en 1888, nació la Universidad Católica.14 En el marco de la disputa entre laicismo y clericalismo, se advierte pues una constante interacción entre el frente político y, por otra parte, el cultural. Este último comprendió las legítimas funciones educacionales que le cabía desempeñar al Estado secular, tanto como la elaboración y posterior dise­ minación de una memoria histórica en conformidad con posiciones y principios po­ líticos actuales. Esto se tradujo en la competencia entre interpretaciones divergentes, cuando no opuestas, sobre temas de estudio con evidentes ramificaciones políticas, como el papel desempeñado por la Iglesia y el catolicismo en la historia de Chile y en el devenir de la civilización occidental. En definitiva, los historiadores chilenos de tendencia liberal o clerical, enterados del potencial persuasivo de los argumentos históricos, usaron su oficio y sus obras, en cuyas páginas no escasean las digresiones sobre debates actuales, como fuentes de autoridad para la resolución, en su favor, de controversias contemporáneas.15 En el curso de esta extensa disputa, los católicos comprometidos con la causa de la Iglesia, de igual forma que sus autoridades, concibieron su ascendiente social y la educación religiosa como los principales garantes de la moralidad y del orden público. En su concepto, la campaña anticlerical liderada por figuras liberales suponía efectos de orden sobrenatural y trascendente. Siendo los objetores del poder temporal de la Iglesia hostiles, además, a su misión espiritual, cabía considerarlos como enemigos de Dios y, por consiguiente, como agentes históricos de los designios del Demonio. Los males endosados a la civilización moderna -el racionalismo moralmente estéril y el desenfrenado materialismo del siglo-, también fueron denunciados por las autorida­ des eclesiásticas chilenas, las cuales, en este punto, se ciñeron a las encíclicas papales que ya habían condenado el liberalismo en todas sus corrientes, la católica incluida.16 De acuerdo a la versión que identificaba al catolicismo con el verdadero espíritu del pueblo chileno y definía a este credo, por tanto, como la fuente primigenia de su conciencia nacional, el proyecto liberal encarnaba un empeño antipatriótico marca­ do, en estricto rigor, por el repudio de los valores republicanos que habían encauzado su tránsito hacia la autodeterminación. Haciendo contraste, los liberales chilenos, cualesquiera fuesen sus particulares afiliaciones partidarias, de ordinario entendieron las reformas secularizadoras en las esferas civil, política y educacional, como una pro­ yección fundamental del legado republicano de la Independencia. Confrontados con la consolidación del Estado secular, empero, los conservado­ res aprendieron a avenirse, diríase que forzados por la situación, con los principios liberales orientados a la restricción de la acción estatal.'7 El quiebre de la coalición de gobierno compuesta por los liberales y los conservadores, además de arrojar a estos últimos a las filas de la oposición parlamentaria, motivó su futura adhesión a los pro­ yectos de democratización y descentralización del sistema electoral.18 A ejemplo de los pioneros del catolicismo liberal europeo,19 los conservadores chilenos compren­ dieron que cierto compromiso con el liberalismo, el enemigo de la víspera, los dotaría

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con recursos políticos para promover los intereses de la Iglesia en circunstancias en que la correlación de fuerzas imperante distaba de serles favorable. Sobra decir que los círculos anticlericales, ya a esas alturas detentaban cuotas no desdeñables de poder en las naciones públicas. En su esfuerzo compartido por engrosar la base social de los conservadores y contrarrestar medidas particulares a la par que desarrollos generales lesivos para la influencia social de la Iglesia y la relevancia cultural del catolicismo, los cabecillas del Partido Conservador y del clero estimularon a los católicos a asumir una actitud de militancia incondicional en la esfera pública. Los clérigos y el laicado de ambos sexos colaboraron estrechamente en la forja de un movimiento de opinión pública bien dispuesto a los intereses de la Iglesia, coincidentes con los de dicha co­ lectividad política. Abdón Cifuentes trabajó sin descanso a fin de establecer y prestar apoyo a organizaciones y periódicos católicos, en la capital y en las provincias. En la década de 1860, creó la Sociedad de Amigos del País, cuyo principal objetivo fue for­ mar oradores y escritores confesionales facultados para neutralizar la amenaza del an­ ticlericalismo, ya fuera en calidad de políticos y/o periodistas. La elocuencia sacada a relucir en el Parlamento y en los eventos públicos, junto al desenvolvimiento de una prensa doctrinaria destinada a moldear la opinión pública, fueron medios a los cuales echó mano el partido ultramontano en el intento por defender su fe y ensanchar su base de apoyo, apelando al auxilio y al concurso de los católicos no comprometidos, previamente, con sus causas políticas.20 En respuesta a la radicalización del conflicto religioso experimentada a inicios de los 1880s, la jerarquía eclesiástica y los conservadores fundaron la Unión Católica (1883), un banco de signo confesional, y una sociedad de accionistas sin fines de lucro que tenía por objeto financiar instituciones católicas.21 En conjunto con la creación de la Universidad Católica, estas medidas señalaron la transición del movi­ miento confesional hacia una fase organizacional más ambiciosa y creativa. Duran­ te la segunda mitad del siglo, la creciente autoconciencia colectiva de los católicos también se tradujo en la creación de asociaciones de trabajadores, en la formación de jóvenes de clase alta en la escuela de la militancia político-religiosa, y en la coope­ ración entre laicos y clérigos a lo largo y ancho del país. Sin perjuicio de lo anterior, no fue sino hasta la creación de la Unión Católica cuando el movimiento confesional adquirió el temple de una verdadera cruzada, no obstante los esfuerzos por atem­ perar la beligerancia de la institución, en el afán por reclutar, también, a católicos no militantes o apolíticos, y así dar vida a un movimiento masivo con asiento en la capital y en las provincias, llamado a neutralizar al gobierno de Santa María. No por nada el banco católico recibió el nombre de Santiago, apóstol que había asistido a los españoles en su batalla secular contra los supremos enemigos de su fe: los invasores musulmanes. Los católicos chilenos, si antes habían tendido a subestimar progresos y el consiguiente peligro del liberalismo, ahora se convencieron de que era tiempo de “apercibirse para la guerra”.22

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En Chile, a diferencia de Colombia, Ecuador y México,23 esto nunca significó guerra civil o lucha armada, sino la movilización de los católicos para defender e in­ cluso “reconquistar el terreno perdido” a manos de una minoría de liberales y radica­ les bien organizados. Recurrieron a las mismas armas empleadas por sus rivales: una panoplia de diversas organizaciones políticas y económicas complementada con el uso de la palabra en el foro provisto por la prensa y las instituciones educacionales.24 La experiencia europea resultaba ejemplar, y por ende susceptible de ofrecer inspira­ ción en cada una de estas áreas. Basta considerar el caso de la belicosa prensa católica. Como aconteció en Europa occidental durante el XIX, la prensa católica nacional fusionó el pulpito y la tribuna hasta conformar una plataforma político-religiosa al servicio de clérigos y laicos empeñados en mermar las fuerzas de las publicaciones identificadas con corrientes librepensadoras. Es más, ya a finales de la década de 1860, los católicos, lo mismo que los liberales y los radicales, habían iniciado un trabajo de proselitismo político entre los rangos su­ periores de las clases trabajadoras urbanas. Mientras los católicos fundaron organiza­ ciones laborales conducidas por autoridades eclesiásticas y católicos prominentes, los masones, activos contendores en la busca de bases de sustentación política entre los trabajadores organizados, generalmente intentaron ejercer una influencia ideológica sobre aquellas. ¿De qué manera?, mediante la organización de conferencias populares y el suministro de profesores para las escuelas vespertinas de las sociedades mutuales creadas por los propios trabajadores. Hay que advertir que la estrategia católica resul­ tó algo contraproducente: sus procedimientos autoritarios y paternalistas, en pugna con las aspiraciones del movimiento popular, que propiciaba la auto-organización y la acción política independiente, suscitaron, y no pocas veces, el rechazo más que la adhesión de los miembros de la fuerza laboral. Así y todo, las organizaciones popu­ lares católicas desarrolladas después de la Guerra del Pacífico, en consonancia con el espíritu de cruzada identificado con la Unión Católica, lograron formar una red de asociaciones laborales urbanas, no por elitistas menos comprometidas con las causas clericales. Como sus rivales, el gran número de mutuales anticlericales y laicas, inten­ taron mejorar las condiciones de vida de sus miembros vía cooperación; a diferencia de éstas, buscaron adoctrinar a sus miembros con arreglo a la ortodoxia católica e inculcarles el respeto a las jerarquías sociales tradicionales.2'’ En Chile, la percepción del catolicismo romano como una fe sitiada respondió a eventos tanto nacionales como internacionales.26 Durante el siglo XIX, el progreso tecnológico en las comunicaciones y el desarrollo de la prensa, acercó a las comuni­ dades de creyentes de los distintos países y continentes del orbe católico, reforzando así el sentido de ecumene. A contar de 1892, La Revista Católica se vanaglorió de mantener bien informados a sus lectores sobre el “movimiento religioso del mundo entero”, merced a la publicación de artículos que comprendían desde los documen­ tos de la Curia romana, hasta textos referentes a las numerosas actividades de las

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comunidades católicas extranjeras.27 Así es como la amenaza presentada por las ideo­ logías modernas y los oficiales civiles adversos a la Iglesia, adquirió una dimensión universal a ojos de los católicos chilenos comprometidos. Estos, sin perjuicio de las significativas diferencias atribuibles a la diversidad de contextos nacionales, debieron encarar desafíos análogos a los de sus pares de otros países. Por lo mismo, concibieron sus problemas locales como parte de un conflicto global. El 29 de julio de 1893, La Revista Católica, vocero oficial del clero chileno, llamó a sus lectores a emprender una “lucha universal ”, censurando sin reservas a todos cuantos adoptaban posiciones neutrales de cara a la “gran contienda que divide al mundo” en dos campos rivales: los auténticos católicos versus los ateos congregados bajo la bandera del anticleri­ calismo enarbolada por los liberales.28 Es cierto que las disputas entre clericales y anticlericales entabladas en países como Francia, Alemania e Italia, incidieron en el discurso público y en las actitudes asumidas por los líderes políticos y las autoridades eclesiásticas nacionales. Pero esta influencia foránea no se tradujo necesariamente, como sostiene Gonzalo Vial en la adopción de pasiones, temáticas y medidas ex­ trañas a la realidad nacional.29 Más bien la clerecía y el laicado, atendiendo a estos referentes externos, cobraron plena conciencia del alcance internacional de la disputa que reclamaba sus esfuerzos. Asimismo, cabe recordar que por entonces los gobier­ nos latinoamericanos, ya sea inspirados por doctrinas liberales o, desde la década de 1870, motivados por un programa de reforma social derivado del ideario positivista, a menudo consideraron que la independencia y la autoridad de las iglesias locales obstruían la construcción de un Estado secular, a la vez que dificultaban la consoli­ dación de su soberanía nacional.50 En vista de lo anterior, con frecuencia intentaron erosionar el poder temporal y restringir la función educadora de la Iglesia, usando para tales efectos medios tan diversos como el compromiso juicioso y la persecución deliberada, aun con violencia de por medio. Si nuestro objetivo es vislumbrar el horizonte existencial abierto por este conflic­ to religioso en la vida de los católicos comprometidos, resulta pertinente situarlo en un contexto internacional que comprenda a Europa y a América Latina. Conviene comenzar con el caso francés, por haber sido este país la mayor fuente de inspiración de la élite chilena. En el transcurso del siglo XIX, la Iglesia Católica francesa, dada su común identificación con el Antiguo Régimen, generalmente fue juzgada adversa a la democracia liberal. Esto generó un fenómeno paradójico. Tal como ocurrió en otros países europeos, la Iglesia padeció la persecución por parte de los radicales, y el control sobre la educación devino en una materia de feroces discordias. Nada de raro que el apoyo eclesiástico al interludio dictatorial del Segundo Imperio acentuase la animosidad de los demócratas franceses. A comienzos del XX, Amalia Errázuriz, futura presidenta de la Liga de Damas Chilenas, presenció la no menguada fortaleza del ya tradicional anticlericalismo francés. El antisemitismo adoptado por gran nú­ mero de católicos durante el caso Dreyfus (1894-1906) aprovisionó a sus enemigos

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de siempre con nuevas municiones para su artillería pesada. De ahí que los líderes de la Tercera República —en especial el primer ministro y vehemente anticlerical, Emile Comber (1903-5)- impusieran a golpes de fuerza una serie de medidas concebidas con el objeto de restringir drásticamente la influencia eclesiástica en Francia. Los católicos alemanes también debieron sobrellevar las hostiles reformas instau­ radas, entre los años 1871 y 1880, por el canciller Otto von Bismarck. Los móviles de estas medidas, conocidas como Kulturkampf, difieren de aquellos que alentaron la acción de los demócratas franceses. Desde la creación del Imperio alemán (1871) bajo el liderazgo de la Prusia protestante, la participación de los católicos en la vida pública del nuevo Estado fue percibida como un obstáculo a la consolidación de la unidad nacional. Si bien la virulencia de la batalla entre el Estado prusiano y la Iglesia no tuvo contrapartida en las otras naciones de habla alemana, el propósito de dismi­ nuir el poder del clero también contó con adeptos en éstas, a partir de mediados de siglo. Por otra parte, el balance del poder europeo, que hasta las guerras napoleónicas había sido favorable al catolicismo, a corto plazo se tornó auspicioso para el protes­ tantismo. A causa del proceso de unificación italiana, por añadidura, el Papado fue privado de sus estados, lo que limitó severamente su poder temporal. Después de la toma de Roma, efectuada en 1870, el mismo Papa se transformó en el “prisionero del Vaticano”. La anexión de Roma al nuevo Estado italiano y la consiguiente restricción del poder temporal de la Santa Sede revistieron, en opinión de Pío IX, las cualidades de un problema religioso, no circunscrito a lo meramente político; en tales condicio­ nes, según su parecer, peligraba la capacidad del Papado para llevar a cabo su misión espiritual.31 La jerarquía eclesiástica chilena expresó su irrestricta lealtad a la Santa Sede, concibiendo su desmedrada posición como un asunto que incumbía a todas las naciones católicas. El 5 de febrero de 1393, el arzobispo de Santiago, Mariano Casanova, en una carta pastoral en homenaje a León XJII, proclamó que “á pesar de los esfuerzos de la impiedad, Roma será la capital del mundo católico, antes que la capital del nuevo reino de Italia”.32 A despecho de todo lo anterior, durante el siglo XIX Roma acrecentó su lideraz­ go sobre el mundo católico. A contar del pontificado de Pío IX (1846-78), la Santa Sede intentó fortalecer a las iglesias latinoamericanas, debilitadas como resultado de los efectos disruptivos de las guerras de independencia, la hostilidad de los gobiernos nacionales y la inestabilidad política prevaleciente en la mayoría de las nuevas repú­ blicas. El Vaticano recurrió a todos los medios a su disposición para reforzar las es­ tructuras institucionales, elevar los estándares intelectuales y morales del clero local, y expandir la comunidad de creyentes, dando a ésta la debida acogida. Además de un reducido grupo de representantes oficiales, el Vaticano envió a las nuevas naciones numerosos sacerdotes europeos, con la finalidad de restaurar el tejido de los trabajos pastorales y mejorar el nivel de la formación impartida en los seminarios. En conjun­ to con los esfuerzos individuales, la creación de nuevas órdenes religiosas, heraldos

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de una renovada concepción del catolicismo, contribuyó al avance de la primacía de Roma. La migración de frailes dio vida a nuevos esfuerzos de evangelización entre comunidades indígenas rurales. A su vez, el Concilio Vaticano I (1869-70) presentó a los obispos latinoamericanos la posibilidad de manifestar personalmente su lealtad a la autoridad supranacional del Vaticano. El desarrollo de una estructura jerárquica centralizada bajo la égida del Papa, ofreció a las autoridades eclesiásticas nacionales un mayor sentido de independencia respecto a los gobiernos locales, a un tiempo regalistas y secularizadores. El rechazo gradual de las tradiciones regalistas en favor de posiciones ultramontanas experimentado en Chile por la jerarquía eclesiástica, puso de manifiesto el deseo de aumentar la autonomía de la Iglesia frente al poder civil.33 A la postre, los dignatarios religiosos reconocieron en la Santa Sede una auto­ ridad suprema capaz de poner freno a las conquistas de una élite predominantemente laicizante. En Chile, a semejanza del resto de Hispanoamérica, la creación de lazos efectivos con el Vaticano y la consecuente romanización de la Iglesia local, fueron fenómenos característicos del siglo XIX. A lo largo del periodo colonial, la Corona reinó sobre la Iglesia de las Indias “sin interferencia desde Roma”, debido a una serie de concesiones papales a los monarcas españoles.34 Como resultado del desbarajuste producido por el episodio de la Independencia y sus secuelas, esta prolongada relación de dependen­ cia retardó la reconstrucción de las estructuras eclesiásticas, el restablecimiento de la disciplina interna y la revitalización de las actividades pastorales. Sólo a mediados de siglo el Vaticano comenzó a ejercer una influencia efectiva. Junto con llenar posicio­ nes vacantes, se procedió a negociar convenciones y concordatos con los gobiernos nacionales. En 1858, se fundó en Roma el Collegio Pío-Latinoamericano, siendo su propósito central la óptima formación de un clero leal a la Santa Sede. A pesar de estas medidas, sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XIX no se consumaron las expectativas referentes al despertar de la vida espiritual e insti­ tucional de las iglesias latinoamericanas: ni la inmigración de clérigos europeos ni las nuevas fundaciones de órdenes y congregaciones generaron un auténtico renacimien­ to religioso. Cabe consignar que la popularidad de las ideas liberales entre la intelligentsia y las élites políticas latinoamericanas en las postrimerías del siglo, y la amena­ za presentada por las logias masónicas, los libros profanos, la prensa librepensadora y la educación laica, fueron todos temas abordados con ocasión del Congreso Plenario Latinoamericano (1899) celebrado en Roma, bajo los auspicios de León XIII.35 En el ámbito nacional, hacia el cambio de siglo la Iglesia se encontró situada en un escenario que albergaba nuevos desafíos y, consecuentemente obligaba a replan­ tear las estrategias adoptadas para sobrellevar la secularización de la sociedad chilena. A comienzos del XX, el sistema político chileno de negociación intra-élite experi­ mentó una significativa transformación.36 La emergencia de nuevos actores sociales motivó con prontitud la recomposición de la opinión pública en torno a temas antes

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marginales o carentes de protagonismo. Las arduas controversias entre clericales y anticlericales, perdieron relevancia frente a la creciente importancia de los conflictos entre la fuerza de trabajo y el capital, y al impacto social atribuible a la conjunción del acelerado crecimiento urbano, la masiva migración interna y el desarrollo industrial en curso. Preciso: las llamadas cuestiones doctrinarias aún ocuparon las páginas de la prensa y reclamaron la atención en las sesiones del Congreso, aunque sólo ocasional­ mente, y ya no con la anterior intensidad dramática.3 Pero los cambios en el domi­ nio político -he aquí el punto- no por fuerza despejaron el terreno para la acción en el concepto de sus gestores, regenerativa de las asociaciones católicas. Desde mediados de los 1880s, Santiago se convirtió en escenario de diversos circuitos culturales, identificándose cada uno de éstos, en mayor o menor grado, con un sector particular de la población urbana, con lo cual todas las clases sociales presentaban patrones propios de producción y consumo cultural. Todavía más, se establecieron partidos representativos de los intereses de las clases media y trabaja­ dora. Aunque únicamente el Partido Democrático (1887) logró desplazarse desde la periferia hacia el centro del sistema político, no hay que subestimar la influencia ejercida por las otras agrupaciones -siempre efímeras, ya se sabe- formadas al margen del establishment político. A fin de cuentas, contribuyeron a diseminar un discur­ so antioligárquico con arrestos revolucionarios, ante todo de raigambre socialista y anarquista, en ciudades, puertos y enclaves mineros.38 Las organizaciones obreras de la época, cada vez más militantes, también ayudaron a la paulatina maduración de la conciencia política de los sectores populares. Los altos índices de urbanización, su­ mados a la expansión de la alfabetización y de la educación pública, dieron impulso al incipiente desarrollo de una industria cultural orientada, por lo menos en la capi­ tal, más al consumo de masas que de élite.39 En la década de 1910, adicionalmente, se advierte una sincronía y correspondencia entre lo cultural y lo político, pues en ambas esferas de actividad aparecen grupos e individuos que postulan una lectura crítica y contestataria del Chile oficial, al que interpelan con la intención de instigar la modernización efectiva y global de la sociedad. Estos actores sociales emergentes, de extracción mesocrática en su mayoría, sobresalieron por su compromiso con la renovación de los lenguajes artísticos y el total remozamiento del orden sociopolítico • _ 40 imperante. Como en Europa, la gradual ampliación del espectro de opiniones con represen­ tación pública, merced a una diversificada red de prensa que cubría las mayores ciu­ dades y pueblos del país, trajo aparejada la circulación de principios de tinte anticle­ rical, cuando no contrarios al cristianismo. Diarios bien establecidos y periódicos de precaria existencia conformaron la principal plataforma ideológica para la difusión de toda clase de ¡deas. El espacio público, irrigado como nunca antes por el flujo de ideologías rivales, ganó en pluralidad, lo que a su turno estimuló empeños propa­ gandísticos y misionales entre los adherentes a todas las tiendas políticas, sociales y

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religiosas. En este contexto, las autoridades eclesiásticas y los líderes conservadores resintieron el carácter laico de la educación fiscal, desafío acrecentado a raíz de la elaboración, en la primera década del siglo XX, de un proyecto legislativo en pro de la obligatoriedad de la enseñanza primaria; otro motivo de desvelos, cuyas huellas también abundan en las páginas de La Revista Católica, fue la difusión y el arrastre del positivismo, del socialismo y del anarquismo. Súmese a todo esto la alarma de la jerarquía católica frente al proselitismo de los protestantes, aunque no nuevo sí aparentemente más intenso.41 A fines del siglo XIX, la jerarquía católica captó con rapidez los peligros pro­ pios de una prensa satírica excesivamente vital, desinhibida, que se solazaba en ridiculizar por igual a los líderes conservadores, a las autoridades eclesiásticas y a las doctrinas de la Iglesia.42 Debido a que muchas de estas publicaciones consis­ tían en hojas sueltas, podían ser costeadas con relativa facilidad por los sectores menos favorecidos de la sociedad, entre los cuales gozaron de favor. El vicario capitular Joaquín Larraín Gandarillas, ya en 1886 había condenado esta “campaña de difamación”, a la cual consideraba particularmente alarmante, pues al uso de la palabra impresa como medio de expresión añadíase el de la caricatura, con lo cual ni siquiera los niños y los analfabetos quedaban a resguardo de su “influencia corruptora”. En abril de 1893 y enero de 1894, el arzobispo de Santiago, Mariano Casanova, hizo públicas dos cartas pastorales referentes al tema, en las que denun­ ciaba la audacia y el número sin precedentes de los “enemigos de la religión” y los “maestros del vicio”, tanto en la capital como en otras ciudades del país. Aparte de la popularidad de la prensa irreligiosa, comparada con una “gangrena mortífera”, condenó la propagación de las doctrinas socialistas, argumentando que la dise­ minación de principios revolucionarios, por sus efectos corrosivos, desembocaba inevitablemente en catástrofes históricas, vaticinio a su juicio refrendado por los instructivos ejemplos de la Ilustración y la Revolución francesa. De la creciente difusión de “doctrinas irreligiosas y antisociales” no cabía sino esperar la erosión de los “fundamentos en que descansa el edificio social”.43 El arzobispo Casanova, abrumado por la falta de efectividad de sus previos llama­ dos de atención, adoptó una medida más radical en agosto de 1895. Para remediar los males sociales derivados de la “publicación nauseabunda de diarios blasfemos e inmorales”, que en el último tiempo habían llegado “a un extremo nunca visto, inju­ riando por escrito o en caricaturas a la religión y a sus ministros, a los representantes del poder social y a cuanto hay de más sagrado y respetable”, decretó la excomunión de todos los que en adelante leyeran, cooperaran o favorecieran a La Ley y al Pondo Pilatos, dos eximios representantes de la “prensa impía”.44 Agravaba este cuadro el que inclusive los sectores cristianos del bajo pueblo, como atestigua la poesía popular que en las postrimerías del XIX circulaba impresa en modestas hojas de gran forma­ to, se mostrasen circunstancialmente críticos del establishment católico, censurando

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por parejo al laicado conservador y, sin menoscabo de su religiosidad, a la jerarquía eclesiástica, identificada con la defensa de los intereses de los ricos y la expoliación del pueblo.45 El clero y los líderes del Partido Conservador sabían que la prensa suministraba un instrumento capaz de servir causas negativas pero también positivas. En una época en la cual, según refiere un testimonio de 1892, “se anda á vapor y se vive deprisa”, la prensa representaba el mayor artífice de la opinión pública, un medio de “transmisión de las ideas” y “propagación de principios” que, al participar del ritmo febril de la vida moderna y, por tanto, ajustarse a los requerimientos del presente, se prestaba de lleno a la “difusión y defensa de las verdades religiosas”, a la ilustración de los “fieles acerca de los intereses de la religión”, y a la clarificación de los “errores doctrinales y morales que campean en abundancia en libros y pu­ blicaciones periódicos”.46 León XIII animó a los escritores católicos a servirse de la prensa como instrumento. Empero, a poco de concluida la Guerra Civil de 1891, se recordó que durante el periodo más agudo del conflicto doctrinal, la prensa católica había resentido la existencia de numerosos católicos que, pese a censurar las leyes laicas del gobierno de Santa María, igual se habían suscrito a los periódicos liberales que les daban aliento. Considerando que la abrumadora proliferación de exponentes de la “pren­ sa irreligiosa” no había suscitado reacción alguna por parte del poder civil, que de hecho le otorgaba su venia, los católicos sólo contaban con sus propias fuerzas, razón por la cual debían dar su apoyo irrestricto a la prensa confesional.4 Aunque la falta de compromiso de los católicos y la promoción de la prensa como medio de propaganda fueron preocupaciones constantes de conservadores como Abdón Cifuentes, recién en la década de 1890 vinieron éstos a contar con algunos perió­ dicos efectivamente dirigidos a un público de clase trabajadora, compuesto por hombres y mujeres. Si bien la creación de El Chileno se remonta a 1883, éste no conquistó un amplio público popular sino hasta mediados de los 1890s. Ni El Pue­ blo (1896), ni El Diario Popular (1902), ni La Unión (1906) de Santiago, igualaron su éxito. Es cierto: los católicos ya habían establecido periódicos dirigidos a un público popular en la década de 1860, pero esas publicaciones nunca alcanzaron una circulación de envergadura, por lo que su influencia en la formación de una élite de trabajadores comprometida con la causas clericales y conservadoras, resultó más bien insustancial.48 Esta labor de propaganda vino acompañada del retiro estratégico de la Iglesia desde la primera línea del frente político. El arzobispo Casanova, siguiendo en parte instrucciones emanadas del Vaticano, tomó las primeras medidas destinadas a suavi­ zar el perfil político de la Iglesia institucional,49 que hasta entonces había ofrecido un blanco fácil a sus críticos, producto de la desinhibida intervención de sus miembros en actividades encaminadas a propiciar el éxito electoral del Partido Conservador.

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Cuando, una vez abandonada la “porfiada lucha” que arreció durante la administra­ ción Santa María, después de 1891 se restauró la “paz entre la Iglesia y el Estado”, las autoridades eclesiásticas decidieron no restablecer la belicosa prensa clerical del pasado, conscientes como estaban de que una publicación política de esa índole pon­ dría en peligro el consenso conquistado al cabo de años de conflicto. Atrás quedaba El Estandarte Católico (1874-91), creado para reemplazar a La Revista Católica en su calidad de vocero oficial de la jerarquía eclesiástica, la cual, ante la ofensiva laicizante de los liberales, había considerado necesario pasar del semanario al diario, “arma de guerra” enderezada a contener el “desborde de la impiedad”.50 En 1892, con décadas de receso, La Revista Católica fue restablecida por las autoridades clericales, aho­ ra convencidas de que esta publicación, al acoger materias religiosas, doctrinales y eclesiásticas, resultaba más apropiada para el nuevo escenario, políticamente menos beligerante.51 La Iglesia chilena, no comprometida ya en una disputa frontal con el Estado, pudo entonces concentrarse en la resolución de nuevos problemas derivados de una sociedad urbana en tránsito a la modernidad. En la primera década del siglo XX, la ex­ pansión en curso de la “prensa irreligiosa”, a decir del arzobispo Casanova, constituía “una amenaza para la estabilidad del orden social”.52 Positiva o negativa, la influencia atribuida a la circulación de ideas a través de un universo de textos virtualmente incon­ mensurable, revistió proporciones de leyenda a ojos de los testigos contemporáneos. En 1908, un clérigo vinculado a La Revista Católica denunció el hábito consistente en la lectura de libros “animados de espíritu modernista”, enunciando los peligros que se desprendían de las “malas lecturas”, entre las cuales, por ofrecer el caso más dañi­ no, destacaba la novela moderna. En su opinión, la frecuentación de libros nocivos estaba en los orígenes de todas las sectas e ideas heréticas desarrolladas en el seno de la Cristiandad a lo largo del tiempo. ¿Acaso los philosophes no habían suministrado a los agentes de la Revolución los móviles para desbaratar el Antiguo Régimen? Este autor también descreía de la capacidad de los lectores para discernir entre el bien y el mal presentes en textos contaminados con ideas irreligiosas. Dada la velada influencia ejercida por los textos perniciosos, sostuvo, los lectores católicos experimentaban el declinar de su fe sin cobrar siquiera conciencia de este proceso, mientras aún resultaba factible aplicar algún remedio. Por el contrario, la lectura de libros que reverenciaban la moral católica y las enseñanzas de la Iglesia, se perfilaban como un medio no deses­ timable para el cuidado del alma. De suerte que los libros aparecían encarnando la fuerza que en último término prestaba movimiento a la historia humana, sea como reactualización de la caída del hombre (y de la mujer), sea como añoranza del creci­ miento espiritual conforme a las directrices de la ortodoxia católica?3 La creación de la Sociedad de la Buena Prensa (1906) por el arzobispo Casanova dio nuevos bríos a la campaña de propaganda encabezada por Cifuentes en la centuria previa. Tuvo como finalidad la promoción de la impresión y difusión de

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publicaciones católicas. Con vistas a ganarse un público lector socialmente diverso y de distintas edades, patrocinó la circulación de una gran variedad de materiales de lectura, que oscilaban entre los periódicos de nota y las hojas populares. A la zaga de las comisiones de propaganda establecidas principalmente en las parro­ quias de la arquidiócesis de Santiago, se fundaron otras en numerosas parroquias de provincia. Ya en 1909, esta sociedad promovía dieciséis revistas y veintiocho periódicos publicados a lo largo del país, en ciudades y pueblos comprendidos en­ tre Antofagasta y Ancud. El episcopado chileno concibió la prensa católica como una forma de cruzada y apostolado especialmente apropiada a las particularidades de la sociedad moderna. El foro de la prensa permitía expandir el radio social y el alcance temporal de los trabajos misionales y de la prédica religiosa, pues, en condiciones ideales, proveía al clero y a sus aliados con una audiencia nacional reconstituida todos los días. “¿Por qué la prensa no ha de ser también un eco del púlpito? Así la palabra de Dios”, escribió en 1916 una articulista católica, “tendrá auditorios más vastos”.54 En relación con este asunto, la Iglesia chilena actuó en conformidad con las di­ rectrices señaladas por el Vaticano y las enseñanzas desprendidas tanto de los éxitos como de los fracasos experimentados en la materia por las iglesias europeas. Durante buena parte del XIX -a diferencia de los liberales, fieles herederos de la Ilustración, para quienes la cultura escrita era sinónimo de civilización-, la Iglesia descansó en la práctica oral asociada al culto y a la dimensión ritual de la religión, desestimando el valor de la palabra impresa como vehículo de su magisterio, en parte porque tendía a considerarla como portadora de ideas impías, más que como herramienta suscep­ tible de ser utilizada en su provecho. Sin duda, el comienzo del proselitismo entre las comunidades protestantes de inmigrantes y la creciente gravitación pública del liberalismo, impulsaron a los dignatarios eclesiásticos y a los conservadores a entrar, con vehemencia cada vez mayor, en la competencia por el predominio ideológico a través de la formación de una prensa católica dirigida, ya en las postrimerías del XIX, no sólo a los círculos de élite sino a los sectores populares.55 Usando este ex­ pediente, el clero local intentó recristianizar una sociedad que era percibida por él como moralmente debilitada por la acción de la prensa irreligiosa. Para los católicos más ideológicamente comprometidos, el socialismo y el protestantismo encarnaban las mayores amenazas a la supremacía de su credo entre los sectores populares. En el funcionamiento del sistema de educación pública, vislumbraban la constitución de una comunidad nacional de ateos.56 A su juicio, el mensaje presuntamente licencio­ so transmitido por la literatura e iconografía pornográfica -categorías que incluían las imágenes de las revistas ilustradas y las novelas naturalistas- permeaba todo el edificio social. Sus reacciones ante tales desafíos se confundían con el cultivo de una retórica galvanizada por un entusiasmo bélico. En este contexto, las mujeres sobresa­ lieron como decididas cruzadas?

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Virtudes

privadas y vicios públicos

Desde los albores del conflicto religioso, las mujeres patricias a veces se plegaron autónomamente a posiciones pro-eclesiásticas durante coyunturas críticas; en otras ocasiones, fueron movilizadas por el partido clerical como medio de ejercer presión sobre oficiales civiles y parlamentarios hostiles a los intereses de la Iglesia. Por de pronto, ya en 1865 fundaron el primer periódico femenino chileno, el semanario El Eco de las Señoras de Santiago, con el fin de oponerse al proyecto parlamentario que aspiraba a conceder a los practicantes de credos disidentes los derechos legales tradi­ cionalmente asociados a la tolerancia civil y religiosa. En virtud de su apoyo econó­ mico, las mujeres de la élite también contribuyeron, aunque es difícil establecer con qué efectividad y alcance, al fortalecimiento institucional de la Iglesia. Al otorgarle una fuente de financiamiento complementaria a las asignaciones presupuestarias del Estado secular, aumentaron su autonomía frente a éste, para mayor tranquilidad de clérigos y laicos ultramontanos. Voceros de la Sociedad de la Buena Prensa como el diario La Unión recibieron, por ejemplo, legados de mujeres adineradas. Por aña­ didura, bajo los auspicios de dignatarios eclesiásticos y el ejemplo instructivo de las congregaciones de vida activa radicadas en Chile, desde la década de 1850 las muje­ res de posición establecieron numerosas organizaciones educacionales y de caridad, que respondían a tipos de activismo más acordes con los desafíos de una sociedad en vías de secularización, al tiempo que tensionada por las presiones congénitas a la urbanización acelerada y a la puesta en marcha de la industrialización.58 A la vista de este cuadro, es de interés consignar una tesis propuesta por Erika Maza Valenzuela. A diferencia de las formas de sociabilidad de los sectores anticleri­ cales, que al girar en torno a agrupaciones como partidos políticos, logias masónicas y compañías de bomberos, se destacaron por ser exclusivamente masculinas, las ce­ remonias, procesiones y rituales religiosos, así como las obras de caridad realizadas por ambos sexos de modo conjunto, en cuanto impulsaron instancias de sociabilidad mixta y el desenvolvimiento de experiencias compartidas, ayudaron a forjar estrechas relaciones de colaboración entre los hombres y las mujeres de las huestes católicas.59 Esta interpretación, valiosa como es en términos generales, pierde pie apenas se reco­ noce -cosa que la autora no hace- que durante el siglo XIX y comienzos del XX, la observancia religiosa formal por parte de los hombres, con prescindencia de su clase social, fue notablemente inferior a la verificada en el caso de las mujeres. En la catolicidad de las mujeres, así pues, hallamos indicios de por qué fueron los conservadores, y no otros miembros de la clase dirigente, los primeros defensores del sufragio femenino, medida progresista que, como los sectores anticlericales recelaron con razón, casi de seguro respondió al deseo inconfesable de expandir la base de apo­ yo electoral de la colectividad.60 Los conservadores bien podían abrigar esperanzas

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respecto a los dividendos electorales derivados del voto femenino, siendo su partido el representante político de la Iglesia, en circunstancias que ésta gozaba del respaldo, a menudo irrestricto, de las mujeres de clase alta. Cito, a título ilustrativo, la protesta efectuada en la Alameda, el 16 de septiembre de 1906, por un grupo de damas de sociedad que deseaban manifestar su categórico apoyo a la Iglesia, con motivo de las “procaces blasfemias que, ya en las calles, ya en la prensa y hasta en el mismo Parla­ mento, se lanzan contra nuestro Dios”. Más de 470 mujeres, en su mayoría casadas e integrantes de prominentes familias santiaguinas, firmaron un documento público en el cual proclamaron (presumo que sabiendo cuánto media entre dicho y hecho) estar determinadas a “sellar con nuestra sangre”, si así fuera necesario, sus esfuerzos incondicionales en defensa de su fe.61 En general, las mujeres de clase alta desarrollaron inicialmente sus capacidades organizacionales, y cobraron conciencia de las virtudes de la acción colectiva, me­ diante su participación en obras de caridad cristiana. Sólo en la década de 1910, sin embargo, sintieron la necesidad de expandir su acción organizada allende el ámbito de la educación y la beneficencia. Con la creación en 1912 de la Liga de Damas Chi­ lenas, las mujeres de la élite asumieron el papel de censoras de la moralidad pública y de las entretenciones urbanas, arrogándose el derecho y el deber de ejercer la tutela moral de la sociedad chilena.62 Adela Edwards de Salas, en virtud de sus numerosos artículos publicados en La Revista Católica o en otras publicaciones de la capital, no conoció competidoras como promotora pública de la Liga. Es legítimo preguntarse qué razones adujeron, primero ella y más tarde sus compañeras de ruta, para enca­ bezar un movimiento femenino católico tendiente a contrarrestar los aspectos de la cultura moderna que, en su concepto, resultaban moralmente corrosivos. Edwards consignó sus ideas a este respecto en un artículo seminal publicado en La Revista Católica, el 20 de abril de 1912.63 Ahí postula, y esto es lo central, la degeneración valórica del teatro moderno y su negativa influencia en la moralidad y en las cos­ tumbres públicas. A su entender, el teatro como manifestación artística expresaba las condiciones morales de la sociedad, a la par que incidía en ellas. El teatro que no cumplía un papel edificante, por consiguiente, inevitablemente generaba la decaden­ cia de la sociedad, proceso perfectamente ejemplificado por el caso francés. Puesto que la inmoralidad sin freno prevalecía sobre las virtudes en el panorama del teatro contemporáneo, estimó necesario evitar la concurrencia a sus funciones, no otra cosa en la práctica que escuelas del vicio. Las conductas adúlteras y las ideas irreligiosas ofrecían quizá los elementos más claros del carácter licencioso de sus enseñanzas. Dado que a las representaciones de teatro moderno francés (y en menor medida italiano) asistían en masa las jóvenes de clase alta, Adela Edwards, atendiendo a la gravedad de la situación, concluyó dando la “voz de alarma” a sus madres. Mirado en perspectiva, la moralidad de las mujeres chilenas -e incluso del país- corría peligro, habida cuenta de que a éstas competía, en su calidad de madres, la educación moral

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de las futuras generaciones. La situación ameritaba medidas prontas y enérgicas. La misma Adela Edwards se encargó de proponer el remedio: una asociación de mujeres conforme al modelo de una liga femenina ya establecida en Montevideo. Su propo­ sición desembocó sin tardanza en la creación de la Liga.64 Entre agosto de 1912 y diciembre de 1917, la nueva institución publicó un pe­ riódico en el cual se publicitaron sus objetivos y sus realizaciones, y cuyo lema no fue otro que “Dios, Patria y Familia Bautizado originalmente como El Eco de la Liga de Damas Chilenas, el 1 de junio de 1915 recibió otro título más acorde con el princi­ pio rector de la organización: La Cruzada.65 Desde su creación, la Liga contó con el respaldo de destacados miembros del Partido Conservador, quienes, advertidos del carácter -según su particular cosmovisión- disoluto de la civilización contemporá­ nea, vieron en el activismo femenino un desarrollo lógico y coherente de sus deberes maternales. En un discurso ante una concurrencia integrada por 450 mujeres, el líder conservador Walker Martínez celebró de buena gana, al tiempo que las arengaba, su toma de “posiciones para apercibiros a la defensa de los intereses sociales, que a mi juicio imponen a las mujeres obligaciones tan serias como las que pesan sobre los hombres [...] Dilatado es el campo de la labor del hombre; pero la esfera de acción de la mujer es no menos amplia, y ofrece, en los días que alcanzamos, perspectivas que se extienden más allá del horizonte que en otros tiempos y con otras costumbres, divisaron las madres de anteriores generaciones”. También tocaba a las mujeres aten­ der los “vicios y las calamidades de nuestra comunidad”, en cuyo caso era recomen­ dable que practicasen -previa desestimación del “feminismo político” mundialmente célebre por el activismo de las sufragistas anglosajonas- un “feminismo que se ajusta a la razón [y] no contraría sino que secunda las leyes de la naturaleza”. Consignada la misión más trascendental de las mujeres como la formación de “hijas puras y vir­ tuosos hijos”, después de referirse al hogar como un “[t]emplo” y un “altar”, Walker Martínez precisó: “Pero la labor del hogar es apenas la primera parte de la que ha de realizar una madre para cumplir su misión sacrosanta. La segunda parte, la más difícil, es aquella en que sus hijos entran en contacto con el mundo exterior, y le será tanto más difícil y penosa, cuanto más olvidadas estén a su alrededor las nociones de moral pública”. Es fácil colegir de dónde provenían los peligros que amenazaban con invalidar el trabajo de las madres a quienes decía representar, cuando, en nombre de todas las concurrentes, preguntó: ¿qué consistencia tendrá nuestra acción educadora si los maestros no la secundan; si la

prensa, que penetra por todas partes hace novela de los escándalos; héroes de los patibula­ rios; si los escaparates del comercio son museos pornográficos, si los espectáculos teatrales conviértense en cátedras del grosero naturalismo; si el vicio insolente se exhibe en los

paseos públicos; si la sociedad en suma, no coopera a su propia defensa, defendiendo el

decoro y la pureza de costumbres?

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Dijo no requerir mayores esfuerzos para validar sus planteamientos en pro del “feminismo social éste ya había cuajado en la iniciativa de las fundadoras de la Liga y de sus seguidoras. En resumidas cuentas, la protección de la “moralidad doméstica” -responsabilidad de las madres- implicaba el legítimo derecho, perentorio por la situación presente, de tomar bajo su cuidado la “moralidad pública”.66 En este punto vale la pena mencionar el antecedente representado por El Eco de las Señoras de Santiago, primera publicación femenina chilena, brotada al calor de la polémica suscitada en 1865 por la discusión referente a la libertad de cultos, que entonces se ventilaba en el Congreso. Las mujeres que escribieron para dicho órga­ no de prensa, aparte de intercalar sus voces en el concierto masculino por muchos identificado con la opinión pública sin más, adoptaron una posición de militantismo católico, pro-clerical, aduciendo como justificación de su actividad periodística la necesidad de cautelar los valores que, a juicio suyo, sustentaban el orden doméstico y social. Estos no eran otros que los asociados a sus roles de madres y esposas católicas. De ahí que se plantearan esta incursión fuera del ámbito privado como una campaña en defensa de la familia tradicional, que creían amenazada por la aceptación de cierta pluralidad religiosa, entendida como preludio a la disolución del consenso valórico sin cuyo concurso -eran de la idea- ni la familia, ni la sociedad, podían librarse del desgarro de las querellas internas. En este ambiente de confrontación político-ideoló­ gica y de vaticinios catastrofistas, el obispo de Concepción, José Hipólito Salas, afir­ mó que la “vida o la muerte de la sociedad doméstica y civil depende de las mujeres”, a las cuales concernía, junto con preservar y propagar la fe, “reformar las costumbres públicas hondamente debilitadas, rehabilitar y salvar a la sociedad del abismo a que camina empujada por la indiferencia religiosa y atraída por la sed devorante de goces materiales”.6 Los símiles con las integrantes de la Liga respecto a las formas empleadas para le­ gitimarse como agentes públicamente deliberantes, resultan más que evidentes. Me­ nos obvias son sus diferencias: mayor, entonces, la conveniencia de apuntarlas. En lo fundamental, éstas pasan por el tenor feminista de la Liga, institución que, además de perseguir la defensa de sus valores y de los intereses de la Iglesia, realizó esfuerzos encaminados a mitigar tribulaciones propias de la condición social de las mujeres. Desde un principio la Liga presentó una clara correspondencia con el “feminismo doméstico”. Y ello porque sin perjuicio de sus particularidades, validó su acción pú­ blica en función de consideraciones domésticas; recurriendo a un tópico común, ése que estatuía la superioridad moral de las mujeres, sus integrantes se sintieron autorizadas a erigirse en custodias de la moralidad pública. Por otros derroteros que los del Club de Señoras, entidad igualmente susceptible de ser tratada como una variante del “feminismo doméstico”, la Liga amplió el radio de acción de las mujeres. Lo notable es que efectuó este cambio sin contravenir el guión asignado a su papel de madres y esposas, pues éste, al subrayarse la trascendencia social inherente a sus

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funciones tradicionales, se vio reafirmado como fuente de identidad femenina, y mó­ vil de los afanes incluso menos convencionales de las mujeres. Del tradicionalismo de la Liga es dable decir, entonces, que era retardatario a la vez que propulsor de cambios modernizadores, pese a inscribirse en la línea de un conservadurismo agraviado y, por ende, militante. La Liga recibió el apoyo de la Iglesia Católica, la cual ocasionalmente le asistió con recursos económicos.68 Aún más, la estructura jerárquica de la asociación estuvo formalmente subordinada al mando de los jerarcas de la Iglesia. El alma mater de la Liga -el consejo central con asiento en la capital- operaba bajo la autoridad del arzobispo de Santiago,69 mientras sus sedes de provincia, encabezadas por consejos locales dependientes de Santiago, estaban subordinadas a los obispos, las mayores au­ toridades religiosas de sus respectivas diócesis. El arzobispo y los obispos podían ha­ cerse representar ante la Liga por algún sacerdote designado como delegado eclesiás­ tico. 0 Este esquema benefició la rápida expansión territorial de la institución. Martín Rücker, vicario general del arzobispo de Santiago, lideró personalmente la fase inicial de su extensión a otras ciudades y pueblos del arzobispado/' Ya en diciembre de 1914, cuando en Santiago se realizó la primera asamblea general de la Liga, ésta tenía ramas en Iquique, Copiapó, La Serena, Valparaíso, Viña del Mar, Limache, Quillota, San Felipe, Putaendo, Rancagua, Peumo, Curicó, Talca, Concepción y Temuco, si bien, como era de esperarse, no todas poseían números similares de adherentes: si en Concepción la Liga contaba 200 integrantes, en Quillota sólo alcanzaba a cuarenta y siete.72 En enero de 1915, las integrantes de la Liga fueron alentadas a publicitar sus actividades y objetivos durante las vacaciones en curso, con el propósito da extender otro tanto la red de la organización. 3 Ese mismo año, la secretaria general de la Liga, Adela Edwards, realizó una gira por el sur del país con miras a organizar nuevas ramas locales y evaluar los logros pasados y definir el futuro programa de acción para los centros ya existentes.74 Tales empeños parecen haber rendido frutos. En 1918, la jun­ ta central encabezaba una red organizacional integrada por treinta y cuatro comités provinciales que trabajaban bajo la tutela del correspondiente prelado o párroco.75 La estructura institucional de la Liga estaba basada en los ejemplos provistos por asociaciones femeninas ya establecidas en Europa y en otras naciones de Amé­ rica Latina. De 1910 data la federación internacional de organizaciones femeninas católicas constituida en Europa. Gracias a El Eco, las adherentes de la Liga pudieron familiarizarse con sus obras e incluso leer artículos extraídos de sus publicaciones, al igual que documentos pontificios y textos concernientes a las actividades de las autoridades eclesiásticas, sin distingo entre el Papa y los jerarcas locales. Desde tem­ prano, adicionalmente, la Liga chilera mantuvo intercambio epistolar con algunos de sus pares extranjeros; ya en sus primeros números, El Eco hizo presente que la Liga se inspiraba en una serie de instituciones femeninas católicas extranjeras. Así y todo, a diferencia de las asociaciones análogas de Brasil, Uruguay y Argentina, no

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logró afiliarse oficialmente a la organización internacional de instituciones femeninas católicas con anterioridad a la temporal disolución de ésta, precipitada por la Primera Guerra Mundial.76 La cooperación entre organizaciones de esta índole, de diversos países e inclusive de continentes diferentes, no habría sido posible sin el concurso del marco institucional supranacional suministrado por la Iglesia. En efecto, la estructu­ ra jerárquica sometida al poder de las respectivas autoridades eclesiásticas culminaba en la figura del Papa, quien se reservó para sí el derecho a designar a la presidenta general de la organización internacional antes aludida. En especial durante los primeros años de su pontificado, Pío X (1903-14) pro­ movió y llevó a cabo una serie de reformas institucionales orientadas a fortalecer a la Iglesia y, particularmente, a la Santa Sede. La racionalización del funcionamiento y de la estructura de la Curia romana, dotó a la administración central de la Iglesia de un aparato burocrático que la facultaba para capitalizar su centralización decimo­ nónica, y emprender proyectos más ambiciosos en el área de los trabajos pastorales. Al corriente de la conveniencia de contar con organizaciones laicas comprometidas con obras de apostolado a disposición del clero, Pío X también alentó el desarrollo de la acción católica. 8 Desde temprano el clero chileno adhirió a esta propuesta. En 1908, el sacerdote Rafael Edwards, futuro delegado del arzobispo ante la Liga, defi­ nió las condiciones fundamentales para el adecuado desarrollo de la acción católica. A semejanza de otros autores del periodo, sostuvo que desde mediados del siglo XIX una forma encubierta del antiguo paganismo contaminaba todos los estratos y todas las facetas de la vida social, incluida la familia, unidad básica de la sociedad. Los es­ fuerzos para recristianizar a esta última, advirtió, serían estériles y contraproductivos, en caso de no adoptarse la estructura jerárquica y la disciplina interna propias de un ejército. Como “soldados de un ejército que pelea la eterna batalla de la verdad y del bien contra el error y la maldad”, tanto el clero como el laicado le debían una obe­ diencia incondicional a los líderes de la Iglesia.79 En cualquier caso, la supervisión y el control ejercido por las autoridades ecle­ siásticas no debe ser exagerado. La lectura de las cartas entre el obispo Edwards y las líderes de la Liga dan cuenta de una relación de colaboración a menudo caracterizada por cierto sentimiento de camaradería, a título del cual éstas contaron con márgenes de acción independiente. Basta pensar en Amalia Errázuriz. Aun después de haber abandonado la presi­ dencia de la Liga, aleccionó al obispo Edwards para que promoviera la designación de sus candidatas a los cargos vacantes de la institución.80 Amalia Errázuriz perso­ nificó ese tipo de líder que conduce y trabaja arduamente, pero de preferencia tras bambalinas, sin ocupar el centro de la escena. De hecho participó activamente en la organización de la Liga y en su expansión a otros puntos del país, estableció un comercio epistolar y trato personal con las directivas de instituciones extranjeras aná­ logas, mantuvo relaciones cordiales con los obispos chilenos, escribió copiosamente

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para la publicación de la Liga, y organizó actividades tales como conferencias y el Congreso Mariano Femenino. Tal como sucede con tantos aspectos de la historia de la élite, las conexiones fa­ miliares también contribuyeron al desarrollo de relaciones de confianza, con visos de intimidad, entre ella y los miembros del clero, chileno o extranjero. Partamos por lo evidente: su tío Crescente Errázuriz, figura intelectual de peso en la Iglesia chilena, fue nombrado arzobispo de Santiago en 1918. Cuanto sigue es menos conocido: lo anterior sólo se consumó tras una reunión entre Amalia Errázuriz, el embajador chileno ante el Vaticano y Benedicto XV, que ayudó a disipar las aprensiones de la Santa Sede frente a la designación de su pariente, a quien inicialmente se estimó demasiado anciano para sobrellevar esa responsabilidad.81 Añádase que el aludido embajador, anfitrión de la aristocracia italiana y de prominentes dignatarios de la Iglesia, era hermano de Amalia. Hay más: después de la muerte de éste, ocurrida en diciembre de 1923, el marido de Amalia, Ramón Subercaseaux Vicuña, asumió el cargo en su reemplazo. Dado que su hermano y su marido ocuparon en conjunto la embajada ante la Santa Sede por más de dos décadas, Amalia Errázuriz pudo tratar a mujeres católicas con papeles de liderazgo en Europa, a miembros de la Curia romana, e incluso, si bien sólo ocasionalmente, a los Papas Pío X, Benedicto XV y Pío XI.82 Falta agregar que Ramón Subercaseaux había sido embajador chileno ante el Quirinal durante el cambio de siglo, con lo cual su familia quedó en situación de entablar relaciones con la sociedad romana, laica y clerical. Atendiendo a lo anterior, no es de extrañarse que ya en enero de 1914 Amalia y su cuñada intercedieran con éxito ante Pío X (de quien la primera llevó por años una reliquia consistente en un trozo de sotana), a fin de su bendición para la Liga y la publicación oficial de la misma. Amalia también representó a la institución ante Benedicto XV, quien la incitó a buscar, a través de sus conexiones romanas, la incor­ poración de la Liga chilena al cuerpo nacional de organizaciones femeninas católi­ cas.83 Su devoción por Benedicto XV se volvió enérgica a partir de 1918. Ese año, en el Congreso Mariano Femenino organizado para homenajear a la Virgen del Carmen en el centenario de su proclamación como santa patrona del ejército chileno, leyó un texto apologético referente al Papa, en el cual sostuvo: “Debemos servir, obedecer y amar al Papa”.84 En Roma, poco tiempo después, intentó dar vida a este programa personal, promoviendo la organización de una liga femenina internacional destinada a rendir honores y defender al Papa en diferentes países.8'’ Ni las bendiciones de Pío X y Benedicto XV, ni los vínculos informales con líde­ res católicas de otras naciones, fueron factores de peso en la evolución institucional de la Liga chilena. Son dignos de atención por otro motivo: revelan que el activismo femenino encarnado en la Liga se nutrió de fuentes diversas, emanadas tanto de contextos locales como internacionales. A semejanza de los conflictos entre el Estado laico y la Iglesia, la colaboración entre las mujeres católicas y el clero presentó una

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dimensión internacional favorecida por el ascendiente logrado por Roma sobre las iglesias nacionales en el curso del siglo XIX. Según rezaba una opinión ampliamente sustentada por las católicas chilenas, su alianza con la Iglesia obedecía a la necesidad de saldar una deuda histórica contraída a raíz del crucial aporte de ésta al proceso de redención moral y enaltecimiento social de las mujeres.86 La emancipación femenina de las trabas y los males endilgados al mundo pagano de la antigüedad clásica, se habría nutrido de las enseñanzas de Cristo y de los “sublimes ejemplos” de María; éstos, al igual que las palabras de su hijo, habrían sembrado las “más hermosas virtu­ des que florecen en el corazón femenino”.8 Pero si el conocimiento de la alianza fue unánime, las razones invocadas para explicar su fortaleza secular variaron notable­ mente. Luis Emilio Recabarren, en el polo opuesto del espectro ideológico, definió esta relación ancestral como una forma premeditada de explotación, tan beneficiosa para la Iglesia como para las mujeres: sólo la ignorancia de éstas, mantenida delibe­ radamente por el clero mediante su oposición al progreso de la enseñanza femenina, explicaba el respaldo de las mujeres a la Iglesia Católica.88 Las mujeres católicas y la Iglesia unieron sus fuerzas en el plano internacional porque los desafíos que la sociedad moderna presentaba a sus creencias eran, si nos atenemos a las líneas gruesas, comunes a todo Occidente. Las integrantes de la Liga concibieron sus empeños a la luz de esta idea. En el primer número de El Eco, la nueva institución femenina fue definida como “una cruzada grande y necesaria” orientada a la defensa de los valores y las familias de sus integrantes, no menos que a la de su país y el “mundo entero”. Este número de El Eco representó un genuino manifiesto basa­ do en la formulación de un diagnóstico negativo sobre la condición de la civilización moderna. Se argumentó entonces que sus productos negativos, aun cuando origi­ nalmente incubados en Europa, ya no restringían su acción ruinosa a sus sociedades solamente. “Esta corriente desmoralizadora salida desde los centros mismos de una civilización que ya degenera, viene llegando hasta nosotros, y se presenta en forma de libros, publicaciones y espectáculos”. Al principio, la mayor preocupación de la Liga consistió en combatir la “licencia teatral” de todos aquellos entretenimientos “que tienden a prostituir el arte y la belleza, haciéndolos degenerar en una manifestación desvergonzada del vicio y del impudor”. Mediante la orquestación de una campaña pública centrada en el deliberado boicot de obras y óperas consideradas como inmo­ rales, la Liga aspiró a erradicar de los escenarios nacionales todo rastro de costumbres, actitudes, conductas e ideas en discordancia con la moralidad católica. Con este fin, la Liga estableció un comité de censura compuesto por “señoras distinguidas por su ilustración y buen sentido, apoyadas [inicialmente al menos] por otros tantos caballeros de los más prestigiosos de nuestra sociedad”.89 Las obras examinadas por este jurado eran evaluadas conforme a un sistema de clasificación, si bien originalmente desarrollado por la liga uruguaya, adoptado en 1911 por las otras instituciones que integraban el cuerpo internacional de asociaciones católicas

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femeninas. En general, las obras sometidas a escrutinio podían ser calificadas según tres categorías: como indudablemente mala, y por consiguiente rechazada de plano; como indudablemente buena, y por consiguiente aprobada sin reservas; o como re­ gular o inconveniente, esto es, aunque no diametralmente opuesta a los preceptos católicos, abierta a duda en cuanto a su calidad moral. Cuando se daban estos casos ambiguos, la Liga recomendaba a las madres que igual decidían asistir a las funciones, el no hacerse acompañar de sus hijas. El comité de censura sólo revisó aquellas obras y óperas no examinadas previamente por la infatigable liga uruguaya, la cual ya en 1916 publicó un libro con más de 6.500 piezas registradas y clasificadas.90 Desde luego, no faltaron las voces críticas a la labor desempeñada por el comité de censura. A juicio de sus detractores, sus afanes disuadían a las prestigiosas compa­ ñías extranjeras de realizar giras en el país, con el consecuente empobrecimiento de la vida cultural de la capital; frente a esa aseveración, la Liga replicó argumentando que era el cierre de los pasos cordilleranos debido al mal tiempo, lo que hacía que las compañías teatrales a veces desistieran de viajar desde Argentina a Chile.91 Otra crítica, formulada en forma anónima en Familia, llamaba la atención sobre la hipo­ cresía de las integrantes de la Liga. Durante las vacaciones de verano, se afirmaba, éstas se iban a Europa “a presenciar risueñas lo que mañana condenarán aquí”, o bien se retiraban a Viña del Mar para “consolarse de los largos meses de estrictez forzada”. Se deploraba, además, que desearan someter el juicio independiente de una “sociedad culta”, sin siquiera poseer la “autoridad suficiente” para tales efectos.92 No era éste un juicio errado, pues incluso las censoras de la Liga demostraron, al menos en privado, cierto escepticismo respecto a su competencia como calificadoras de obras teatrales. Rosa Figueroa de Echeverría, en una carta enviada al delegado eclesiástico del arzo­ bispo ante la Liga, confesó: yo poseo una gran cualidad para ser censora de moralidad teatral [...] mi gran ignorancia

literaria. Si así no fuese, más de una vez habría disculpado actos reprensibles magistral­ mente descritos, como que en varias ocasiones he estado tentada de pasarlos por alto,

encantada con la gracia aguda y picaresca con que se les presenta.95

Considerando todo lo anterior, cabe preguntarse por qué los dictados de la co­ misión de censura publicados en El Eco, La Revista Católica y otras publicaciones, tenían como únicas destinatarias a las mujeres y, en particular las madres. Para co­ menzar, porque las integrantes de la Liga se comprometieron a ceñirse estrictamente a los criterios enunciados por el comité en cuestión. Mediante el rechazo colectivo a las representaciones condenadas y, como contrapartida, la asistencia en masa a las obras libres de toda sospecha, intentar ejercer presión sobre artistas, autores y empresarios de espectáculos, para que éstos, atendiendo a cálculos económicos, sólo representaran, escribieran y financiaran obras a todas luces virtuosas. En segundo

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término, porque eran mujeres, sobre todo las jóvenes y las adolescentes, las perso­ nas del auditorio por principio más vulnerables, según la opinión de la época, a la amenaza moral planteada por el teatro disoluto; de consiguiente, correspondía a las madres extender el alcance de sus tradicionales labores de chaperonaje al área de los entretenimientos urbanos. Desde el siglo XIX las madres de clase alta, aunque sólo a título personal, a menudo no ahorraron esfuerzos a la hora de censurar las obras y las óperas que sus hijas solteras atendían. Al no contar con los recursos organizacionales ni con la determinación militante de la Liga, pudieron reaccionar ante las representa­ ciones que contravenían sus principios, pero no incidir en la definición de la agenda cultural. ¿Cuáles eran los métodos de censura empleados por las madres? En la déca­ da de 1880, no dejaban que sus hijas presenciasen la actuación de las bailarinas que mostraban, contrariando sus normas de pudor, las piernas desnudas; 94 en los 1890s, peor aún, las jóvenes debían girar sus asientos de cara a la pared cada vez que el ballet irrumpía en el escenario.95 Las madres pusieron en práctica un nuevo método de censura a comienzos del siglo XX: hablar deliberadamente “cualquier bagatela” al oído de sus hijas, justo cuando transcurrían los parlamentos censurables de las obras, manera ésta de editar los textos con arreglo a sus propios criterios morales.96 Pero si los estándares morales de las óperas y las obras teatrales rara vez se ceñían a la definición ortodoxa de la moral católica a la cual se plegaban tantas madres de clase alta, ¿por qué no privarse, lisa y llanamente, de llevar a sus hijas a las funciones del Teatro Municipal? Básicamente, porque en aras a encontrar o, mejor, a ser en­ contrada por un “buen partido”, las jóvenes debían ser exhibidas en el Municipal. Los palcos de éste, como mencioné en el primer capítulo, constituyeron importantes escenarios del mercado matrimonial llamado a favorecer la reproducción social de la élite tradicional. Nada de raro que las censoras de la Liga centrasen su atención en el escrutinio de las obras dramáticas a estrenarse en el Municipal, el único teatro frecuentado por la clase alta y, en consecuencia, por las integrantes de la Liga. De he­ cho, los teatros más pequeños rara vez merecieron la atención del comité de censura. El sinnúmero de tandas y operetas representadas en los recintos menos exclusivos, tendían a ser reputadas, casi por principio, como inapropiadas. Tales obras, por lo de­ más, tampoco podían ser evaluadas con certeza, ya que el tenor de las piezas dependía de la actuación concreta de elencos caracterizados por una gran latitud interpretativa, por una mudanza del énfasis que restringía la posibilidad de emitir juicios certeros de antemano.97 Insisto. En el caso de las jóvenes solteras de familias patricias, además de un lugar donde presenciar obras, el Teatro Municipal constituía un espacio en el cual podían ser, más que miradas de reojo, apreciadas con detenimiento y, en lo posible, admi­ radas sin reservas. Siendo ésta, tal como se reconoció en 1912, la principal función social del teatro, no sorprende que sus “padres”, persuadidos de la necesidad de mos­ trar a sus hijas en sociedad, hayan padecido “cuando se representa alguna comedia un

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tanto verde”, en atención a cuyo contenido se veían forzados a no usar los palcos,98 subutilizando de esta manera una inversión cuantiosa. La problemática naturaleza de las representaciones dramáticas y la exposición de las jóvenes a una experiencia mundana opuesta a su estrecha y recatada formación, preocupó hasta a los miembros menos conformistas de la élite. El escritor Luis Orrego Luco lo dijo sin retruécanos. Las jóvenes [n]ecesitan ver y ser vistas —en eso estriba su porvenir y esa es su función natural. La mujer nace [...] para encantar y para seducir, para conquistarse un marido, formar un hogar y una familia. De aquí los sacrificios á menudo inmensos que los padres hacen para

procurarles un abono de teatro."

En su opinión, tales sacrificios económicos corrían el peligro de ser dilapidados como resultado de obras y óperas concebidas con el objeto de satisfacer a las per­ misivas audiencias parisinas, pero contrarias a la “delicadeza moral” de las jóvenes solteras chilenas. No obstante sus prevenciones respecto al carácter nocivo de cierto teatro contemporáneo, hay que puntualizar que Orrego Luco lamentó, en lo que es legítimo entender como una crítica encubierta a la liga, la compulsión fanática de quienes deseaban suprimir la “mitad del teatro contemporáneo, sobre todo el francés”.100 Orrego Luco propuso como solución a la tensión creada entre la nece­ sidad de presentar a las jóvenes a la sociedad adulta y las indeseadas revelaciones ofrecidas por las piezas teatrales modernas, el establecimiento de un teatro abocado exclusivamente a la representación de obras y óperas compatibles con un auditorio de mujeres jóvenes, lo que pone de manifiesto la magnitud del problema a ojos de los voceros de la oligarquía. Una colaboradora de Familia especializada en reseñas teatrales también abogó por la sensatez. Aunque en principio aprobaba la censura capaz de reportar beneficios a la educación moral de las jóvenes, consideraba que los criterios en boga resultaban demasiado estrechos y anticuados, pues ayudaban a mantener a las jóvenes en una “completa ignorancia de lo que es la vida”. Y la ig­ norancia en semejantes materias implicaba la existencia de jóvenes mal preparadas para enfrentar los desafíos propios de una sociedad “socavada desde los cimientos fundamentales del pasado”.101 Como sea, ninguna opción demostró ser más viable que el ejercicio de la cen­ sura sostenido por la Liga, la cual no limitó sus empeños al escrutinio de las obras presentadas en el Teatro Municipal. Antes de analizar el caso de la literatura, quiero ocuparme de la amenaza encarnada por el advenimiento del cine como espectá­ culo de consumo masivo. Sus primeras funciones regulares se remontan a la dé­ cada de 1900. En un comienzo, representaron un prodigio tecnológico exhibido como parte del variado repertorio de entretenciones ofrecidas habitualmente por los teatros de los mayores centros urbanos. El carácter informativo de la mayoría

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de estas películas nacionales e internacionales, de valor principalmente documental y embrionario formato de netusreel, difícilmente podían despertar el ardor moral de las católicas rigoristas o de las autoridades civiles. No ocurrió lo mismo con los dignatarios eclesiásticos. Ya en 1909, el episcopado chileno ordenó a los sacerdotes que instruyeran a sus feligreses sobre la conveniencia de evitar las proyecciones de películas, a menos que pudiesen evaluar anticipadamente si éstas transmitían cual­ quier mensaje “contrario á la decencia y á la moral”.102 En la década posterior al Centenario las inofensivas imágenes de personajes públicos, eventos diplomáticos y escenas de la vida cotidiana, cedieron su lugar a las películas arguméntales, con una trama narrativa de ficción.103 Recién entonces la industria cinematográfica se convirtió en motivo de preocupación para las integrantes de la Liga. Aun cuando ya en 1912 el comité de censura había empezado a revisar algunos teatros que da­ ban películas en Santiago, inicialmente su mayor desvelo consistió en el escrutinio de representaciones teatrales, no de funciones cinematográficas. Más temprano que tarde, sin embargo, el cine se convertiría en la mayor fuente de desasosiego para sus líderes.104 El 14 de diciembre de 1914, durante la primera asamblea general de la Liga, se declaró: “Más que el teatro es el Cinematógrafo el espectáculo frecuentado en estos tiempos; hacia él tuvo la Liga que encaminar su atención”. En apenas dos años, las integrantes de la Liga llegaron a clasificar 766 películas exhibidas en el Teatro Unión Central solamente. Otros teatros fueron supervisados de manera ocasional, pero los dictámenes de la comisión no fueron necesariamente respetados por los empresarios a cargo de sus programas.10’’ Así, las censoras aprendieron que el aura de controversia con que investían a los blancos de sus críticas, antes que servir a su causa, bien podía transformarse en una óptima forma de publicitar las películas condenadas, al punto de convertirlas en éxitos de taquilla. Tanto la alegada inmoralidad del grueso de los entretenimientos públicos, como los contraproducentes efectos de un sistema de censura incapacitado para implementar sus resoluciones, explican por qué la Liga solicitó con insistencia la intervención de las autoridades públicas, del presidente para abajo.106 Aunque el intendente de Santiago Pablo Urzúa alabó con prontitud la cruzada de la Liga, no usó sus faculta­ des para suprimir los focos de corrupción moral denunciados por la institución. La primera autoridad que respondió efectivamente a las voces de alarma proferidas por la Liga fue el alcalde de Santiago, quien en 1914 hizo revisar los programas de los teatros de la ciudad.10 En este sentido, se debe tener en cuenta que la ley que regía a las municipalidades chilenas establecía que a éstas correspondía cautelar la moralidad y el orden general, y efectuar por tanto el escrutinio de los entretenimientos públi­ cos. Sin embargo, como esta ley antecedió al nacimiento del cine, no suministró a las municipalidades los recursos legales adecuados para controlar su desarrollo; en la práctica, la actuación de las muncipalidades distó de ceñirse a una política consisten­ te en lo relativo a la censura de los espectáculos públicos.108

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Con posterioridad a 1914, el ejercicio de la censura se complicó notoriamen­ te. A consecuencia de la Primera Guerra Mundial, un número sin precedente de compañías teatrales, artistas y películas europeas buscaron públicos alternativos en Chile. El cinematógrafo, al principio un fenómeno típicamente urbano, devino por entonces en una experiencia al alcance, también, de las poblaciones rurales.109 Por añadidura, en 1909 ya apareció promocionada en la prensa obrera de Iquique una muestra de cine itinerante que prometía recorrer los pueblos y las oficinas salitreras de la pampa.110 Al cabo de unos pocos años, para desgracia de las compañías teatrales que antes habían contado con un público mesocrático urbano, el cine se convirtió en una entretención muy popular, atendida semanalmente en Santiago y Valparaíso. En la capital, su éxito de público propició la diversificación social y territorial de los tea­ tros: mientras la élite prefería los del centro histórico de Santiago, tradicional lugar de residencia de sus familias, otros sectores de la población urbana favorecían los de barrio. Adicionalmente, las películas no sólo eran proyectadas en teatros, sino tam­ bién en simples barracas improvisadas como tales.111 Según Zig-Zag, ya en marzo de 1914 existían cines en todos los barrios de la capital.112 Tampoco faltaron las funcio­ nes de biógrafo al aire libre, como la realizada ese mismo año en la terraza del Santa Lucía con la concurrencia masiva de la sociedad elegante de la capital, ni el festejo de efemérides nacionales amenizado con la proyección gratuita de películas.113 Las casas importadoras de filmes, trenzadas en una ardua competencia comer­ cial, aprovisionaban a los teatros de la capital y las provincias, de Arica al sur. Por lo demás, la experiencia del cine también podía ser disfrutada, a juzgar por los avisos publicitarios aparecidos en Zig-Zag durante la década de 1910, en el confortable retiro del hogar, previa adquisición de películas y equipos de proyección importados. La creencia que atribuía al cine la capacidad -insuperable en cuanto al alcance de su acción- de dejar su impronta en la psique de los espectadores, aumentó la ansiedad despertada por sus presuntos efectos negativos.114 El sistema nervioso y la condición moral tanto de los niños como de los jóvenes eran juzgados particularmente vulnera­ bles a los efectos nocivos de la exposición sensorial a estímulos intensos de una fuerte carga erótica, estímulos de los cuales cabía esperar “manifestaciones anormales del instinto sexual” y “desequilibrios mentales” achacables a la “sobreexcitación mórbida de la fantasía”.115 En 1912, Joaquín Walker Martínez, con ocasión de su presentación ante la primera reunión masiva de la Liga, ya había condenado las “aberraciones de aquellos biógrafos que día a día se llenan con cabecitas de cuatro a cinco años, cuyos cerebros, antes que por las letras del silabario, excitados son por las escenas de celos y riñas conyugales”.116 En 1916, por consiguiente, la Alcaldía de Santiago decidió con­ centrarse en el escrutinio de las funciones de mariné programadas para los domingos y los días festivos. Esta resolución obedecía al hecho de que en dichas “funciones infantiles” se exhibían “vistas sobre escenas de amoríos, crímenes u otros argumen­ tos perjudiciales a la educación moral de los niños”, según consta en una circular

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remitida a los biógrafos de la capital, en la que se consignan las repetidas denuncias formuladas, en tal sentido, por la prensa y la Dirección de Obras Municipales." Para las integrantes de la Liga, tanto el cine como el teatro constituían una amena­ za moral que acechaba a las personas y a la sociedad doméstica, si bien sólo el primero ponía directamente en peligro el orden social. Las películas reprensibles contaban historias y mostraban imágenes que iban más allá del retrato de padres y madres que, haciendo caso omiso de los ideales morales de la vida familiar, descuidaban a su proge­ nie con el fin de satisfacer sus incontinentes deseos personales. En 1914, se argüyó que la presentación de los delincuentes bajo una luz favorable, sumada a la caracterización de los policías como inefectivos defensores del reinado de la ley, ayudaba a minar los fundamentos jerárquicos en los cuales descansaba el orden social."8 Este tema de actualidad, considerando sus implicancias a la luz de cierta óptica contemporánea, ya el 7 de agosto de 1912 hizo su estreno en las sesiones del Senado, cuando Gonzalo Bulnes solicitó al ministro del Interior que instruyera al intendente de Santiago para que adoptase medidas pertinentes contra los “espectáculos desmoralizadores '. En caso contrario, estimó, las películas exhibidas en Santiago no harían más que preparar los “delitos i crímenes del futuro”, afirmación fundada en la siguiente apreciación: He tenido oportunidad de asistir a uno que otro espectáculo de biógrafo i he visto las salas llenas esclusivamente de niños i de jente del pueblo. En ellas casi siempre se desarro­

llan crímenes i delitos cuya ejecución se engrandece y rodea de cierta simpatía. De mane­ ra que los niños i demás espectadores asisten a una verdadera escuela del crimen."9

La Liga celebró que el senador Bulnes hiciera del cine una materia digna de con­ sideración parlamentaria. En todo caso, el asunto de la conveniencia y el alcance de la censura cinematográfica, al cabo de unos años se transformó en una materia de deba­ te con tribuna en la prensa. En 1918 se denunció que un gran número de los filmes dados en Chile, al igual que en el resto de Latinoamérica, correspondía a los ya con­ denados en países cuyos gobiernos, persuadidos de los peligros morales y sociales de la cueva industria, habían implementado, con previsión y prontitud, sus respectivos sistemas de censura.120 En cuanto al cine francés, estos postulados resultan plausibles. Una vez en marcha la Primera Guerra Mundial, la censura de hecho se transformó en un “tema crucial para la producción cinematográfica”; además, los circuitos de dis­ tribución del cine francés se vieron “severamente restringidos: el mercado de Europa central fue inmediatamente clausurado, y el mercado británico fue crecientemente abandonado a merced de la producción fílmica de Hollywood”.121 Entre paréntesis, en Chile también se advirtió el ascenso del cine estadounidense a la calidad de líder mundial de la industria cinematográfica. La perspectiva de la consecuente deposición del cine francés alegró a quienes criticaban su afición por las tramas urdidas con “vi­ cios sociales” y “malas pasiones”, tales como el adulterio y el robo.122

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Desde el momento en que la industria del cine comenzó a ser considerada como la gran escuela de las masas, algunos miembros del Congreso juzgaron necesario so­ meter su desarrollo al control de la ley. Recién en 1921, eso sí, un proyecto tendiente a establecer un mecanismo nacional de censura fue presentado en el Parlamento. De­ bido al carácter de las películas importadas por empresarios inescrupulosos, entonces se argumentó, las proyecciones cinematográficas estaban erosionando la moral, abo­ nando la criminalidad y azuzando la guerra de clases.123 Resulta paradójico constatar la creciente conciencia sobre el potencial socialmente disruptivo del cine; en la pri­ mera década del XX, después de todo, se había saludado su advenimiento en cuanto medio de integración social. Como evidencia, ahí sigue esa escena de Casa grande en la cual Leónidas Sandoval, prototipo del hacendado, con motivo de una función de cine celebrada en el hall de su mansión campestre, congrega, haciendo gala de un gesto patriarcal, a sus huéspedes de clase alta con los inquilinos de su propiedad y los pobres de la vecindad. A juicio de las integrantes de la Liga, el cine también socavaba los fundamentos de las jerarquías sociales y de las definiciones de género, tanto por la excusa que ofre­ cía para la mezcla de mujeres y hombres al margen de cualquier supervisión moral, como por la narrativa ficcional de las películas. En 1918, Amalia Errázuriz denunció la negligencia de las madres que no acompañaban a sus hijas a las funciones de bió­ grafo. Aparte de la incontrolada exposición de estas últimas a “escenas de la mayor inmoralidad y la más repugnante indecencia” lamentaba que las jóvenes de la clase alta fueran dejadas a su libre albedrío “en esos locales obscurecidos para la represen­ tación y de libre acceso para quien quiera”.124 Este pasaje expresa el temor ante la idea del contacto entre jóvenes desprovistas de chapetona y hombres de la élite o, algo todavía más censurable, de otros estratos sociales. En el público de los cines, a diferencia de lo acontecido con la concurrencia del aristocrático Teatro Municipal, no se daban formas patentes de diferenciación social entre sus integrantes, dado que recintos donde se proyectaban películas no ofrecían palcos monopolizados, mediante el expediente de un significativo desembolso económico, por parte de las familias acaudaladas de Santiago. No había forma segura de permanecer a salvo de contactos indeseables, ni de captar con un simple golpe de vista, por efecto de la sola ubicación espacial en los recintos, la posición social de cada cual. La experiencia compartida del cine, más anónima y homogeneizadora, contrastaba notoriamente con el énfasis en la autopresentación, típica del público de la ópera, empeñado en acentuar las distinciones sociales con la abierta escenificación del consumo conspicuo. Los bajos precios de las entradas contribuyeron a reforzar el carácter democratizante del cine. Como si esto fuera poco, la obligada penumbra de la sala podía resultar tan nociva para la moralidad como las proyecciones mismas. Si Amalia Errázuriz apenas insinuó esta posibilidad, en Zig-Zag no faltó quien enunciara lo anterior sin medias palabras, proclamando en 1921 que el cine, esencialmente, constaba de “dos escándalos: uno

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que se ve en la pantalla blanca y otro, que no se ve, en la sala obscurecida donde están los espectadores y las espectadoras”.125 A pesar de que en Santiago existían teatros de clase alta donde se exhibían pelí­ culas, el énfasis puesto en el examen de sus programas por el comité de censura de la Liga, a la postre perjudicó económicamente a sus empresarios. En el Congreso Mariano, Amalia Errázuriz lamentó que las madres, al igual que sus hijas, hubiesen renunciado a frecuentar el Teatro Unión Central, conducta que evidenciaba su inca­ pacidad para disfrutar, producto de una dieta demasiado prolongada de emociones fuertemente sazonadas, las escenas “sencillas a inocentes” de los filmes aprobados por la Liga.126 Sus afanes en la materia no alcanzaron su objetivo -la moralización de los espectáculos públicos- porque muchas mujeres desistieron de boicotear las obras condenadas por la institución. Tal vez esto explique el que las resoluciones del comité, si inicialmente publicitadas a través de periódicos santiaguinos, al cabo de un tiempo sólo quedasen a disposición, en las dependencias de la Liga, de las madres de veras interesadas en seguir sus dictámenes. Fueron éstas una minoría irrelevante. ¿Cómo entender, si no, el abrupto final de la censura cinematográfica a cargo de la Liga, a escasos años de su entusiasta comienzo? En 1918, Amalia Errázuriz adujo que el carácter generalmente pernicioso de las películas, así como los deficientes estánda­ res morales de la juventud, restó efectividad y aun privó de sentido a los trabajos de censura emprendidos por la institución. Errázuriz concluyó por rechazar de plano la viabilidad de cualquier solución contemporizadora -sujeta a negociaciones- ante la amenaza moral presentada por el fenómeno social del cine: “O se obra con rectitud y se prohíbe todo, o se tolera y acepta lo que sólo la costumbre y la familiaridad pueden hacer tolerable y aceptable a la conciencia”.12

La

literatura como extravío

El advenimiento del cine como forma de entretención masiva durante la segunda década del siglo XX, y el escaso apoyo prestado por las mujeres de clase alta al comité de censura, dan cuenta de la sensación de impotencia manifestada por la presidenta de la Liga. Si bien la censura de las representaciones teatrales aún entusiasmaba a sus integrantes en 1918, ningún afán relativo al ámbito cultural resultó más persistente que la diseminación de una cosmovisión y cuerpo literario conforme a la moral ca­ tólica y a las enseñanzas de la Iglesia. De ahora en adelante quiero tratar otra fuente de acuciante preocupación para la Liga: la literatura moderna. Su lectura constituyó una forma de amenaza moral bastante más evasiva y huidiza que la planteada por el teatro y el cine. A diferencia de estas entretenciones, el consumo de sus productos no estaba circunscrito a determinados edificios públicos, ni tampoco temporalmente

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confinado al marco de programas prefijados. Involucraba por tanto a un público de proporciones, aunque éste consistiera en una constelación de individuos dispersos. Los moralistas católicos estaban convencidos de que el material impreso que tildaban de inmoral -o más bien su influencia- obraba, en este contexto, casi a la manera de un virus transportado por el flujo sanguíneo, a través del “sistema comunicacional” de la sociedad chilena.128 La lectura de novelas, ya en formato de libro o folletín, era habitualmente consi­ derada como un voraz vicio femenino, no del gusto de los hombres graves, adustos. Según Edwards Bello, los hombres de la oligarquía, en contraste con las mujeres de su medio, “no leían novelas y tenían el pudor de no parecer sentimentales”.129 Si hasta un escritor como Alberto Blest Gana, heredero de la concepción liberal de la literatura como un medio para el desarrollo de una mentalidad acorde con los idea­ les del progreso, definió su ininterrumpido apego a la lectura de novelas, al menos en privado, como una frivolidad.130 En Martín Rivas, él mismo retrató a Edelmira como una joven cuyos sentimientos, pensamientos y valores, respondían al influjo de las novelas románticas publicadas, a modo de folletín, por los periódicos chilenos. Ya en la década de 1840 el folletín se había convertido en un ítem bien establecido de la prensa nacional, gozando de la mayor popularidad entre el público lector del país. Las autoridades eclesiásticas, alertadas por su desarrollo y arraigo en el medio local, motejaron al folletín como factor moralmente nocivo, al extremo de juzgarlo merecedor de la intervención del gobierno. Los periódicos y los impresores inde­ pendientes aumentaron su circulación y/o ganancias, merced a la publicación de literatura europea, sobre todo francesa, traducida en España o en Chile. De ahí que el advenimiento de la sensibilidad romántica, verificada en los 1840s, cobrase impulso con la publicación en folletines, por parte de los diarios, de la obra de los autores más insignes de dicha corriente.131 Otro dato a considerar: entre las décadas de 1840 y 1880, el número de periódicos se elevó de cinco a más de cien. Esto a la vez estimuló y posibilitó la constitución en las urbes de un público lector masivo, de clase media predominantemente. En la última década del siglo XIX, la publicación de folletines en los periódicos y el regalo de novelas a sus suscriptores, se convirtieron en estrate­ gias comerciales ampliamente usadas tanto en la capital como se provincias. A fin de abarcar a un público masivo, incluso el conservador El Chileno formó una colección de folletines y novelas.132 Aunque la mayoría de los autores así popularizados pue­ dan ser excluidos del canon de la literatura occidental sin generar controversias, sus obras condicionaron la sensibilidad literaria prevaleciente en el Chile finisecular, al extremo de retardar la formación de un público proclive a la sensibilidad congénita al criollismo.133 Poco antes de la Guerra Civil de 1891, a decir de un visitante extranjero, las librerías de la capital estaban bien surtidas de “obras francesas, [...] incluidas las más escandalosas del género”.134 En 1916, un articulista afecto a las jeremiadas, en parte

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atribuyó la corrupción de la moralidad pública a las librerías, algunas de las cuales no titubeó en tildar de “cloacas literarias”.135 Junto a los folletines de los periódicos y a las librerías, la creación de revistas ilustradas y/o femeninas, a inicios del siglo XX, incrementó aún más la disponibilidad de textos de ficción europeos. Zig-Zag, pun­ tualmente, publicó a autores como M. A. Fleming, Pierre Loti, Gabriel Clou, Alexis Martin, Jacques Freneuse y Herid Houssaye; en varias oportunidades, la traducción de sus textos fue encomendada a sus mismos colaboradores. Por cierto, la revista extranjera más leída entre las familias de la élite, la Revue de deux mondes, funcionó como una plataforma literaria y una instauradora de tendencias, gracias a su trabajo de difusión de la literatura romántica en formato de folletín.136 En las primeras dé­ cadas del XX, además, en Chile se tuvo acceso a las historias de autores latinoameri­ canos, difundidas, vía folletín, por revistas argentinas. Estas ficciones siguieron paso a paso las convenciones literarias de los populares roman-feuilleton\ la adhesión casi ritual a un esquema narrativo convencional, en aras de capturar hasta la atención de los lectores menos sofisticados; la descripción, en una lenguaje libre de innovaciones estilísticas, de la ordalía del amor romántico en virtud de las trabas impuestas a su de­ sarrollo por las convenciones sociales y la moral tradicional; y el retrato de personajes -héroes, heroínas y villanos- a merced de las pasiones. En fin, un mundo ficcional gobernado por el “imperio de los sentimientos”.13 Las historias por lo común melodramáticas, moralmente maniqueas, de los pa­ ladines de esta almibarada sensibilidad romántica, contaban con un público vasto e incondicional hacia el cambio de siglo. Las mujeres con hambre de lectura, en cuyas conversaciones podían entreverarse los asuntos cotidianos con comentarios relativos a episodios novelescos, descollaban como las más devotas lectoras de esta “literatura emocional”.138 Las novelas por entrega eran el gran cebo, al cual, a ejemplo de los pe­ riódicos, recurrieron hasta los libreros. En los albores del siglo XX -refiere José San­ tos González Vera- existía una “librería cuyos repartidores iban a todas las casas [de su barrio], una vez por semana, a dejar un cuadernillo”. Las pausas que espaciaban las entregas contribuían a generar un clima de expectación electrizante. Las ávidas lecto­ ras, en espera del pliego que resolvería el suspenso que daba pábulo, entre las mujeres de ocio más holgado, a mortificantes conjeturas, releían el último cuadernillo, no habiendo ninguna que “pudiera reprimir las lágrimas”.139 En su Raza chilena (1904), obra estrafalaria, el médico Nicolás Palacios invocó como prueba de la “decadencia moral” de la aristocracia el gusto de sus mujeres por la lectura de folletines inmorales, los que “se sirven a domicilio o pregonan en las calles y paseos”.140 Por lo que atañe a la élite, las jóvenes parecen haber conformado el sector mayoritario de sus lectoras. Recelaban las madres de sus gustos literarios. En uno de sus artículos de prensa, el crítico literario Omer Emeth hizo alusión a una carta enviada a él por una madre atribulada. Esta le responsabilizaba, si bien no exclusivamente, por la afición apasionada y excluyeme que la lectura de novelas motivaba en sus

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hijas. Pese a haber logrado mantenerlas a salvo del trato con las obras de la escuela naturalista encabezada por Zola, la lectura de autores franceses como Marcel Prévost y Bourget, las tenía obnubiladas. De acuerdo a la reproducción de Emeth, la madre en cuestión sostuvo que, a consecuencia de estas lecturas, sus tres hijas “empiezan á perder el juicio. Todo su hablar es de vanidades mundanas, de lujo, de sport y de amores elegantes. Pierden poco á poco la devoción”.141 La cita anterior ejemplifica aprensiones compartidas por las madres de clase alta, los clérigos, e incluso los escritores, respecto a la imbatible popularidad de las novelas entre las jóvenes. Desde el siglo XIX, la función de las lecturas literarias en su educa­ ción sentimental, en su percepción del complejo “móvil de las acciones humanas”,142 nunca estuvo libre de connotaciones negativas. Con independencia de los criterios aplicados en la evaluación de la calidad de los relatos, éstos fueron habitualmente percibidos como medios insatisfactorios, si es que no francamente inadecuados, para la apta formación de las jóvenes. En diferentes contextos, se argüyó que la lectura de novelas (o cuentos) informaba las expectativas que ellas abrigaban respecto a la naturaleza del amor, e instauraba en sus conciencias un modelo idealizado de marido y una idea engañosa de la experiencia marital.143 La creencia en la capacidad de la palabra escrita -positiva o negativa según la condición particular de cada texto- para moldear unívocamente la mentalidad de los lectores y determinar soberanamente sus conductas y costumbres, constituía un tópico ya tradicional, al cual se plegaban todos los sectores sociales y todas las camarillas ideológicas, como queda de relieve una vez se presta atención al supremo valor asignado a la palabra impresa en la lucha por la hegemonía cultural y política. En esta encrucijada, es posible aventurar algunas ideas sobre cómo se leía en el siglo XIX y en los albores del XX, tomando como punto de partida el análisis de las premisas que entonces se tenían acerca de los efectos psicológicos de la lectura. La creencia en el impacto avasallador de una mala lectura y, a la inversa, redentor de una buena, resulta de por sí instructiva. Otro tanto ocurre con el examen de algunos ejemplos emblemáticos referentes a la convergencia entre literatura y vida. Hacia me­ diados del XIX, las jóvenes de la élite vivían bajo el hechizo de las novelas románticas, al punto de buscar identificarle con sus heroínas.144 Aunque, a causa de su “naturaleza impresionable”, se las juzgase más propensas a ser subyugadas por el poder de las ficciones románticas (y de las representaciones del teatro lírico), no se crea que sólo las mujeres desarrollaron hábitos de lectura que confundían el ámbito pedestre de la vida real con el cautivante universo de lo imaginario, haciendo de éste, a la paradig­ mática manera de Emma Bovary, un espejo donde, en expresión de Rita Felski, los lectores “simultáneamente descubren y reconfirman su propia subjetividad”.145 De hecho el célebre episodio de los “girondinos chilenos” organizados en la So­ ciedad de la Igualdad, invocado por más de un historiador conservador como prueba del servil y extemporáneo mimetismo del liberalismo nacional frente a las influencias

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ideológicas foráneas, en particular francesas,146 se presta a una interpretación dife­ rente, más acertada creo yo, apenas se reconoce que la lectura, en tanto práctica cultural, también posee una historia. Como es sabido, un grupo de liberales chile­ nos, arrebatado, como tantos franceses, por la lectura de la Historia de los girondinos (1847), obra de Alphonse de Lamartine que mitiga los vicios de la historiografía romántica con las virtudes de la ficción novelesca, adoptaron los nombres de con­ notados protagonistas de la Revolución francesa, encarnando cada cual un personaje de su elección o, en su defecto, asignado por sus compañeros, en un claro indicio de la tendencia a configurar la propia vida de acuerdo a lo leído y a fundir destinos diferentes en una trama significativa común.Tras los pasos de madame Bovary, las novelas eran juzgadas a un tiempo como fuentes de ensoñaciones íntimas y -lo que causaba desvelos- pautas de conducta. No carece de importancia, entonces, que la Historia de los girondinos haya sido definida como un libro en el cual se “ha alzado” -según Alejandro Dumas, que de este modo se explicaba su éxito desmesurado- “la historia al nivel de la novela”.148 Para concluir, Luis Orrego Luco invocó la ola de suicidios desatada por Las tribulaciones deljoven Werther de Goethe, y el caso de los transgresores de la ley inspirados en Los bandidos de Schiller, sin olvidarse de apuntar a la figura emblemática de Don Quijote, en tanto ejemplos de la relación de causali­ dad existente entre literatura y acción humana. Dada esta evidencia, recomendó a los padres adoptar medidas preventivas.149 No era común asignar a los padres, antes que a las madres, la tarea de poner en vigor la censura doméstica del material de lectura de las jóvenes a menudo recomen­ dada a sus progenitores. “Parece que sólo la propia madre puede elegir los libros de su hija”, afirmó en 1915 una autora acorde con el sentir general al respecto.150 Al reclamar la responsabilidad de las madres sobre la condición moral de la sociedad doméstica, las integrantes de la Liga consideraron la censura de libros como un de­ ber que correspondía desempeñar a aquellas, conforme a la edad y al carácter de las lectoras y los lectores bajo su tutela.151 De tal suerte, no es aventurado proponer, buscaban sistematizar una práctica antigua e institucionalizar una tradición en de­ cadencia. Usualmente las lecturas de las jóvenes solteras demandaron de las madres, y en general de las autoridades familiares, tanta atención como las representaciones teatrales. Varios de los autores europeos contemporáneos más leídos en el siglo XIX, en atención a la imagen idealizada de la constitución moral de las jóvenes, aparecían a ojos de sus mayores como inapropiados para ellas, razón por la cual sus obras no “eran dejadas en manos de las niñas, naturalmente”.152 Como sea, los criterios de censura tendieron a relajarse con el tiempo. Ya en 1846 Rafael Minvielle, facultativo de la Universidad de Chile, en una nota ai pie de página inserta en su traducción a El libro de las madres y de las preceptoras, se lamentaba de la reciente permisividad de padres y madres en relación con la lectura de sus hijas. Entendía esta actitud como una reacción desmedida a la costumbre previa de prohibir a sus “hijas toda lectura

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que no fuese la de unos pocos libros de devoción”. Pensando en las novelas que las jóvenes solteras devoraban, y en el peligro que el “venenoso brebaje’ contenido en la mayoría de éstas representaba para las mujeres en tránsito por esa edad en que la “seducción se abre anchurosa entrada en su pecho”, advirtió sobre la necesidad de oponer “robusta valla a ese torrente devastador que prepara al bello sexo males sin cuento i a la moral su ruina”.153 Sin perjuicio de lo anterior, no hay que descartar la posibilidad de retrocesos en dicho proceso de liberalización; esto explicaría la vigencia del control de la lectura de las jóvenes, debidamente documentada en los textos escritos por los testigos de la época. Resulta revelador que aún en 1913 la Liga celebrase la creación de Pacífico Magazine, señalando que representaba una revista que incluso la madre más vigilante y precavida podía “dejar sobre la mesa de familia, sin tener antes que arrancarle pági­ nas escabrosas de cuentos o dibujos inconvenientes”.1'' A su vez, la autocontención verbal de los hombres y las personas adultas en presencia de las jóvenes, con miras a resguardar su “delicadeza”, permite comprender por qué se atribuyó a la sociabilidad mixta el poder de refinar las maneras de los varones. Según recuerda Martina Barros, la conversación sostenida ante jóvenes mujeres “llegaba a ser ridicula con el exceso de precauciones que se gastaban para que no llegarafn] a sus oídos los rumores del mundo exterior, mucho menos un lenguaje inconveniente”.15> Todavía a comienzos del siglo XX, como sostiene una de sus nietas, las jóvenes de clase alta solían tener autorización para leer periódicos, siempre y cuando se abstuvieran de las páginas relativas a los hechos delictivos, y concentraran su atención en las editoriales y en la sección social.156 En cuanto a los colegios congregacionales, a tal extremo alcan­ zaba su empeño por resguardar la “inocencia” de sus pupilas, que a ellas les podía escandalizar -Iris escribió en 1922, con ilustrativa exageración- hasta el “mensaje del Arcángel Gabriel a la madre de Cristo”.15 Se hablaba entonces, y con razón, de cuan perjudicial resultaba para las mujeres el sometimiento a un régimen de “ignorancias protectoras” de una “injustificada inocencia”.158 Junto con promocionar la censura literaria, en julio de 1913 la Liga abrió una bi­ blioteca de préstamo destinada a proveer de lecturas beneficiosas a sus integrantes, lo mismo que a hijos e hijas bajo su cuidado directo, cualquiera fuese su edad. Las voce­ ras de la institución favorable a la censura en el dominio de los espectáculos públicos, abogaron asimismo por el escrutinio del comercio de libros para prevenir la venta, e incluso la misma exhibición en las vitrinas de las librerías, de publicaciones moteja­ das de inmorales. Esta labor, a diferencia del control sobre las funciones teatrales y cinematográficas, también podía ejercerse en los pueblos, pues la comercialización de libros resultaba una actividad menos centralizada. Pasaba algo similar con los es­ fuerzos tendientes a aumentar la circulación de la prensa católica local y a promover la difusión de textos en consonancia con las doctrinas oficiales de la Iglesia. Ya en 1912, por otra parte, la Liga sustentó una sociedad literaria formada en Santiago por

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jóvenes solteras atraídas por la perspectiva de ampliar su cultura bajo las directrices de la ortodoxia católica; el estímulo a la lectura derivado de tales medidas, se ajustó al conocimiento de obras escogidas con sumo cuidado, en prevención de la difusión de textos moralmente reprobables. Estos, a grandes rasgos, podían clasificarse según dos categorías: flagrante o subrepticiamente nocivos. De estos últimos, que a menudo disfrazaban sus mensajes negativos con los encantadores atuendos del arte, se advertía que ofrecían “el veneno en copas hábilmente cinceladas”.159 Las novelas descollaban en esta problemática categoría. Como en el caso del teatro, del cine y de otros tipos de textos, el desafío de las novelas contemporáneas consistía en el contenido de sus tramas. La literatura moderna, para resumir, con demasiada frecuencia exploraba temas convencionalmente excluidos de la vida de las jóvenes de posición, sobreprotegidas las más de las veces debido a la creencia, común entonces, según la cual la “inocencia” femenina correspondía sin más a la virtud, y la ignorancia mundana restringía tanto el número como la intensidad de las tentacio­ nes. Pese a su creciente popularidad y a las oleadas de sentimentalismo que en el siglo XVIII desencadenaron las novelas de Richardson, Lessing y Rousseau, la imagen de éstas como un “peligro moral, en especial cuando hablaban del amor y sus lectoras eran señoras jóvenes”,160 no amainó durante la Ilustración. En esa época, muchos autores evitaron que sus nombres aparecieran en las portadas de sus novelas: éstas todavía eran tenidas por un género menor dentro de la jerarquía de las belles-lettres. En lo tocante a Chile, las obras del Naturalismo constituyeron un blanco predi­ lecto de las moralistas católicas, para las cuales no representaban sino ejemplos de un realismo sin reservas, de frentón impúdico, que destilaba la sensualidad y el hedonis­ mo que permeaba y corrompía a la sociedad moderna. Sin hacer mayores distingos, la escuela literaria del Naturalismo, cuyos frutos prohibidos habían sido degustados en secreto durante la última década del XIX, comprendía virtualmente a todos los autores que describían escenas discordantes con su estricto sentido del decoro, re­ tratando a personajes indiferentes o incapaces de plegarse a sus normas morales. Al aludirse a los autores de la “literatura pornográfica española moderna”, no sólo se mencionó a un escritor como Trigo, sino también a Pío Batoja.161 En otra instancia, se tildó a Zola y a sus seguidores de “maestros del realismo crudo y del materialismo brutal”.162 Abogando por los derechos soberanos de la moralidad sobre los relatos, intentaron fijar límites más claros entre arte y obscenidad. El narrador omnisciente, desdeñando la virtud convencional de la reticencia, abría a lectores y lectoras las puertas de las piezas, violaba el sello que resguardaba sentimientos y pensamientos íntimos, y documentaba acciones de personas a merced de instintos básicos. Para peor, la trama de los relatos que versaban sobre el adulterio u otros temas reñidos con las convenciones morales, sirvió de base, en el contexto de la temprana adaptación cinematográfica de novelas y cuentos, a la historia narrada por más de una película francesa exhibida en Chile.

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En las primeras décadas del siglo XX, las novelas de autores españoles como Eduardo Zamacais, comprometidos con el “comercialismo voluptuoso” también re­ presentado por escritores como Felipe Trigo y Alberto Insúa, gozaban de popularidad entre el “elemento femenino”.163 No sólo los discípulos de Zola fueron repudiados; en 1909, La Revista Católica caracterizó a éste como el “más inmundo de los literatos franceses de algún valer”.164 El problema del modernismo literario”, a juicio del clero, se originaba en su tendencia a “asilarse en el campo de la literatura, creyéndose de esta manera inmune de toda censura eclesiástica por ser éste un campo neutral”.165 En la literatura contemporánea -hay quien afirmó en 1916- “se ha atrincherado en modo particular el enemigo que estamos combatiendo, la concupiscencia”.166 En la medida en que las novelas diseminaban ideas y moldeaban la conciencia de los lectores, las posiciones proclives a la autonomía del campo literario, al cultivo de un arte narrati­ vo emancipado del yugo de la moral, debían ser denunciadas -y así lo fueron en los hechos- como meras maniobras encubiertas de propaganda inmoral. Este principio subyace a las advertencias formuladas por Adela Edwards ante los “libros y la prensa neutra”. En su opinión, sus páginas eran “mímicamente más pe­ ligrosas” que los textos “abiertamente malos e impíos”, porque a diferencia de éstos, los ejemplares de su género eran consumidos por lectores inermes, desprevenidos. “Los libros neutros”, señaló ante el auditorio del Congreso Mariano, “disimulan sus ataques, guardan todas las apariencias de las buenas costumbres e ideas que preten­ den defender y causan mayor daño por ser más pérfidos”.167 El poder atribuido a los libros neutros en tanto fuerzas condicionantes de la conciencia humana, representó sin duda una de las aristas más amenazantes de la novela moderna. Peligro agravado, se pensaba en la época, por el perfil de la mayor parte de sus lectores: jóvenes en pleno proceso formativo, esto es, personas singularmente expuestas a influencias externas de cualquiera especie. En concordancia con las ¡deas sobre la femineidad imperantes, se consideraba a las mujeres como sujetos más vulnerables, en comparación con los hombres, al influjo de tales estímulos. Viene al caso señalar, aquí, que las mujeres católicas adhirieron a la ideología victoriana que percibía a las “mujeres como más sensibles, más pasivas, más receptivas que los hombres”.168 En 1916, por ejemplo, una integrante de la Liga, preocupada de la educación de las mujeres, sentenció que la “naturaleza femenina es muy dúctil y blanda para recibir las influencias exteriores, y el más leve acto hiere profundamente su sensibilidad”.169 Tanto la Sociedad de la Buena Prensa como la biblioteca de la Liga reflejaban la disposición a contrarrestar los efectos de la prensa reñida con los principios de la Iglesia, mediante la influencia de otra positiva, ajustada a sus posturas, y no sólo por recurso a medidas de corte autoritario. A partir de la creencia en la corrupción casi indiscriminada de las novelas modernas, se verificó, en ocasiones, la devaluación de la novela como género literario, argumentando la falta de auténticas recompen­ sas intelectuales derivadas de su lectura; en vez de reforzar el discernimiento moral

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atribuido a la razón, desataba los poderes virtualmente peligrosos de la imagina­ ción.1 0 No todos los católicos desestimaron el valor potencial de la novela en el marco de la cruzada accionada por el episcopado chileno; ya en 1912 surge quien, enterado de que la novela constituía el género literario más moderno, recomendaba utilizarla como vehículo de adoctrinamiento moral masivo.1 1 Permaneció como una voz aislada hasta 1918. Para entonces, aun quienes no creían en el futuro de la novela podían encontrar evidencias de su popularidad entre las integrantes de la Liga; una de sus adherentes informó que el “libro ameno en su acepción general, y la novela en particular, es lo que más se lee” entre las usuarias de su librería. Consciente de la mala reputación de la novela entre las huestes católicas, en el Congreso Mariano propuso abandonar la denuncia frontal, sin matices, de la lectura de novelas. “No podemos desterrar el gusto de la novela”, declaró; es posible, en cambio, “escogerla, y presentar la verdad y el bien, en la forma que se quiere recibir”. Así, los beneficios privativos de la lectura sana alcanzarían a un público más amplio y, por qué no, la afición a las novelas conduciría “lentamente a la lectura seria”.172 Por lo que dice relación a niños y niñas, se reconoció que la grata experiencia de la lectura de obras de ficción podía servir como un efectivo instrumento de enseñanzas morales.173 Parafraseando a Eu­ genio Móntale, la idea era discurrir desde una “lectura de consumo”, evanescente, a otra de “estudio”, perdurable.174 La disponibilidad de novelas y textos en general agravaba los peligros de la libre lectura, dando a la palabra escrita múltiples posibilidades de burlar las fronteras del hogar y, por lo mismo, viciar la fuente misma de la moralidad pública y privada. Las medidas de la Liga encaminadas a impulsar la vida moral de la familia y de la socie­ dad, revisten tal complejidad que merecen ser tratadas con detención en el próximo capítulo. Ahora me limito a considerar a la más defensiva de sus respuestas. En 1918, Adela Edwards sostuvo: Espanta pensar con qué ligereza se abren las puertas de nuestros hogares a libros, revistas y diarios, sin averiguar su contenido y que son a veces o casi siempre la causa de los mayo­

res desastres morales en la familia. Es un desconocido a quien se le permite enseñar todo lo que contiene, convenga o no, instruya o desmoralice, sin que nadie le vaya a la mano.

Puede robar la inocencia de un corazón puro en un instante y hacer sacudir el yugo de los sagrados deberes de la familia.175

La solución, afirmó taxativamente ante las mujeres reunidas en el Congreso Mariano, consistía en “ejercer nuestras facultades prohibitivas”. En lo sustancial, esto significaba proscribir de sus hogares, y destruir cuando cayera en sus manos, todo ejemplar de periódicos, revistas y libros neutrales, inmorales e irreligiosos. A la deriva en una sociedad urbana percibida como un medio hostil, las mujeres de la Liga a veces abogaron por la clausura preventiva de la sociedad doméstica,

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mediante el desarrollo de una autoridad maternal soberana “vigilemos los libros, los periódicos y los entretenimientos de nuestra familia, [...] cuidemos de su limpieza moral ”, una madre proclamó en 1912 desde la plataforma de El Eco}76 Menos de dos años después, el llamado a ejercer una autoridad maternal de vasto alcance comprendió también los deberes de las madres en tanto principales educadoras morales de sus descendientes. Su deber es vigilar siempre lo que el niño lee, lo que ve y lo que oye en casa; vigilar, asi­ mismo, a sus compañeros, dándose cuenta de las influencias que esté expuesto a recibir

fuera de casa. Toda esa vigilancia y el cuidado de ocultarles el peligro tiene eficacia du­

rante algún tiempo. Pero lo único que servirá para después es haber educado al niño de

modo que sepa defenderse de las seducciones del mundo.1

En 1918, otra integrante de la Liga alentó a las madres católicas no sólo a vedar de sus hogares el material impreso reñido con la moral, sino cualquiera canción, imagen u ornamento que no transmitiera un mensaje religioso y moralizante. La caracterización de la vida urbana que traslucen estos textos rinde tributo a una ve­ nerada tradición cristiana de condena y renuncia a la realidad profana del mundo. Otra lectura posible consiste en tratarla como una variante de la literatura pastoral, o acaso como una versión adulterada de la misma, por cuanto el retiro benigno a la Naturaleza, aquí es suplantado por el retiro, de análogas bondades, a la esfera priva­ da, transformada de tal suerte en una Arcadia al alcance de los habitantes urbanos. Joaquín Díaz Garcés, en el discurso pronunciado a propósito de la creación de la Liga, percibió su nueva “misión”, indistinguible por cierto de una “verdadera voca­ ción y un deber”, como a protección del hogar, que definió como “un asilo contra el mal”, contra “las dudas, las querellas, las divisiones”.178 La imagen que las integrantes de la Liga se hacían del hogar, se corresponde con el retrato idealizado de éste, ya presentado en el capítulo previo al momento de tratar el ideal de la domesticidad. Nuevamente, las mujeres resaltan como reinas benévolas, casi beatíficas, que se ocupan con devoción de la conservación del orden, de la paz, la armonía y la moralidad de su reino: la sociedad doméstica. Mención hecha de estas semejanzas, toca enunciar el rasgo distintivo de la ideología doméstica de las adherentes de la Liga. Como resultado de las amenazas morales, según su particular apreciación, consustanciales a la vida urbana de la época, se pronunciaron a favor de un hogar capacitado para hacerle el peso a los entretenimientos públicos de la ciudad y a las actividades recreacionales asociadas a la alta sociedad. En tanto espacio de solaz alternativo a la urbe, el hogar cristiano debía ofrecer amparo frente a las nocivas influencias externas, que incluían desde “libros, revistas y periódicos”, hasta amista­ des y conversaciones inconvenientes. El replegamiento desde espacios e instituciones públicas hacia el ambiente más seguro del hogar, implicaba la subordinación a la

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autoridad moral de las mujeres; lo ideal sería, como se advirtió a las lectoras de La Cruzada, que “los miembros de su hogar nunca salieran más que a sus quehaceres obligados”, pues “el goce del hogar, el goce de la familia unida”, excedía con creces los placeres del arte, el intelecto, el intercambio social y los espectáculos públicos.1 9 La Cruzada no estaba sola en esta campaña. Así lo prueba un artículo, extraído de otra publicación católica para ser reproducido en sus páginas, donde se deplora el ocaso del hogar acomodado como fuente de gratificantes actividades sociales, producto del diverso panorama cultural a disposición de los santiaguinos. La familia carecía de recursos propios de entretención. Ha sido entonces en vano que las niñas y jóvenes han

estudiado música, dibujo e idiomas, que han sido instruidas para poder seguir [...] una conversación brillante, y que se han llenado en casa estantes de revistas y de libros, eu­ ropeos y chilenos con material, en letras y láminas, capaz de amenizar las veladas enteras

del invierno y del verano. No es de agrado tampoco recibir las visitas de amigos conver­ sadores, instruidos, ingeniosos y sabedores de toda noticia política y social. Hay que salir a divertirse fuera del hogar.180

Este pasaje evoca la crisis de las formas de sociabilidad desarrolladas durante el siglo XIX en los salones de las casas patricias de Santiago. Quien así escribió, juzgó la decadencia de esta tradición como un proceso histórico irreversible. La familia como núcleo de la sociabilidad doméstica se había disgregado bajo las fuerzas centrífugas desatadas por entretenciones urbanas como el teatro y el cine. Los valores abrigados en el hogar se veían forzados, pues, a enfrentar los desafíos planteados por orientacio­ nes ideológicas diferentes, a menudo adversas a las suyas. Al estilo de la Liga, la única propuesta estimada pertinente consistía en someter los entretenimientos públicos al correctivo de los valores tradicionales, esto es, de la moral católica ortodoxa.

La opción por reforzar la autoridad maternal, adoptada por las integrantes de la Liga y los hombres que respaldaron sus iniciativas, suponía restringir los superiores niveles de autonomía personal al alcance de sus hijas durante los albores del siglo XX. Sin duda el conocimiento de los riesgos a los que, en opinión de mujeres y hombres adultos, quedaban expuestas sus hijas en caso de apreciar las revelaciones de directores, dramaturgos y narradores, apenas permite imaginar la respuesta interior de las espectadoras y lectoras ante esos estímulos; esa respuesta, al estar condicionada por factores de diversa índole, ya difíciles de comprender en sí mismos y aun por separado, resulta esquiva a cualquiera teoría de la recepción, por más sofisticada que sea. Como ha escrito George Steiner, toda “lectura es el resultado de presupuestos personales, de contextos culturales, de circunstancias históricas y sociales, de instan­ táneas fugaces, de azares determinados y determinantes, cuya interacción es de una

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variedad, de una complicación fenomenológica tal que se resiste a cualquier análisis que no sea él mismo una lectura”.181 Con independencia de esto, el teatro, el cine y la literatura pusieron en entredicho el papel de las madres y las religiosas en la formación de las jóvenes: dilataron el hasta entonces restringido dominio de su experiencia. Las integrantes de la Liga se alarma­ ron ante la emergencia de fuentes de identidad personal discordantes con el ideal de la dama católica, esa mujer tan piadosa como sumisa a la autoridad paterna y marital, esa tierna y dedicada madre forjada en la escuela cristiana de la autorrenuncia. En términos históricos, la ampliación de los horizontes mentales, la confron­ tación entre las ideas y las costumbres heredadas y, por otra parte, diferentes y aun opuestas visiones de mundo y estilos de vida, ha sido convencionalmente un fenó­ meno urbano, así como una experiencia madurada en el curso de viajes y residencias en países extranjeros, cuando no en el trato con otros medios sociales. En la época moderna, el examen crítico de los valores inculcados por la familia e instituciones que congenian ideológicamente con ésta, aparece como un rasgo sociológico distinti­ vo de la juventud en tanto fase transicional caracterizada por la búsqueda de la propia identidad.182 En la década de 1910, algunas madres adquirieron la convicción de que la lectura y los entretenimientos públicos, de no verse sometidos a su escrutinio, re­ presentaban una amenaza moral a la internalización de las autoridades tradicionales por parte de las jóvenes, entonces expuestas a la influencia de otros roles modélicos y, peor aún, a la tentación de emularlos de manera irreflexiva. A lo largo de este capítulo me he dedicado a ilustrar la parte defensiva del progra­ ma de la Liga y las mudanzas que conformaron el trasfondo de sus medidas autorita­ rias. Pero a fin de hacer justicia a la compleja historia de esta entidad, también merece atención su intento por formular un ideal de apostolado femenino a la medida de los desafíos presentes, en cuyo trazado se verificó el advenimiento de una estrategia ofensiva. Pues toda cruzada que se precie de tal, ¿no clama, acaso, por reconquistar los dominios arrebatados por el enemigo?

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V EL APOSTOLADO FEMENINO

La familia entera no es otra cosa que lo que la mujer la hace, no es otra cosa que un espejo fiel de sus buenas cualidades o de sus defectos, de sus virtudes o de sus vicios. Amanda Quiroz Muñoz (1918)

“Desde la familia, base de la ordenación social”, Rafael Edwards consignó en 1908, “todo ha sido adulterado por un espíritu nuevo, que no es más que la resurrección del viejo sensualismo pagano”.1 Las integrantes de la Liga también sintieron que su mun­ do valórico zozobraba; concretamente, que el debilitamiento del catolicismo, relegado del entramado de las costumbres, hacía peligrar los fundamentos morales de la familia y, a mayor escala, de la sociedad. En su concepto, a las mujeres católicas, y en parti­ cular a las madres, correspondía revertir esta situación que comprendía problemas de diversa índole, aunque, en último término, de idéntico origen. Recurrieron a diversas estrategias para tales efectos. Comenzaré examinando el desarrollo de nuevas formas de sociabilidad mixta y juvenil, a fin de comprender por qué la Liga, comulgando con un ethos autoritario, se mostró proclive a la revitalización de prerrogativas maternales refractarias a la autonomía de la juventud. A continuación me ocuparé de las críticas morales formuladas a propósito de los estilos de vida de la élite, en el afán por saber a qué obedeció la percepción de las mujeres de las familias más prominentes como las mayores víctimas del revival pagano denunciado por los líderes católicos de ambos sexos. Adelanto que la sistemática censura de dichas mujeres respondió parcialmente a la convicción según la cual la moralización de la sociedad, tarea perentoria a la vista de los males desatados en su interior, dependía de su desempeño como madres. De la importancia concedida a la participación de las mujeres en la cruzada católica brota­ ron los esfuerzos por transformar su educación en un medio apropiado para sortear las propias crisis de fe, ayudar a superar las ajenas, y persuadir a sus interlocutores acerca de la verdad intrínseca de su religión. Sostengo que el apostolado femenino promocionado por la Liga reclamó de las mujeres, aparte de una fe sólida, un compromiso intelectual profundo con los múltiples aspectos, doctrinales o históricos, de su credo. Al igual que esta forma de experiencia religiosa, el tipo de acción suscrito por las di­ rigentes de la Liga marcó un distanciamiento frente a las prácticas convencionales de las organizaciones católicas de caridad, así como una manera de neutralizar el proselitismo de sus rivales ideológicos, patente en el esfuerzo por reclutar para su causa al 195

creciente número de mujeres incorporadas al mercado laboral. De ahí la pertinencia de concluir este capítulo con el estudio de las posiciones y estrategias adoptadas por las mujeres católicas a impulsos de la apremiante “cuestión social”.

Sociedad

juvenil: nuevos márgenes de autonomía

A lo largo de la década de 1910, junto a la voluntad de derrotar a los enemigos seculares del catolicismo y aumentar la comunidad de los creyentes a través del apos­ tolado femenino, se advierte el insistente llamado a reforzar los patrones ancestrales de autoridad al interior de la familia. A los tradicionalistas católicos, hombres o mujeres, los cambios culturales experimentados a principios del siglo XX se les antojaron perni­ ciosos para la familia y el conjunto de la sociedad. La relativa emancipación adquirida por las jóvenes se cuenta entre las costumbres modernas que se granjearon su condena, mientras lamentaban la correspondiente limitación de la tutela materna sobre la juven­ tud, aduciendo que este giro en las prácticas entrañaba riesgos para su moralidad. Ya en 1913, una integrante de la Liga denunció la progresiva independencia de las jóvenes respecto a sus madres, atribuyendo tal fenómeno al influjo de tendencias hedonistas provenientes de las naciones civilizadas. El pecaminoso amor al placer, sostuvo la au­ tora en cuestión, estaba debilitando a la familia en tanto institución jerárquicamente constituida. En el presente, la juventud organizaba sus pasatiempos con exclusión de personas adultas. Las jóvenes, de tal forma privadas del sabio consejo de sus madres, quedaban expuestas a padecer contrariedades atribuibles a su propia inexperiencia.2 La declinación de la institución del chaperonaje auguraba repercusiones de largo alcance, todas profundamente perniciosas. En 1915, las seguidoras de la Liga recibieron la si­ guiente admonición: “si son inteligentes y tienen algún conocimiento de la vida, com­ prenderán los gravísimos inconvenientes que trae esta moda de emancipación completa de nuestras jóvenes”. Las consecuencias previstas por la autora apuntaban a una debacle moral de la familia, de manifiesto en la “destrucción de la obediencia filial, de la unión y la paz en la familia y de todas las tradiciones santas y hermosas de la integridad del hogar”.3 Según el órgano oficial de la Liga, la búsqueda de independencia por parte de la juventud daba cuenta de una “febril disipación” que desbarataba todo lo venerado desde antiguo, sin exceptuar siquiera costumbres sacrosantas como el respeto filial y el sentido del decoro. Nada de raro que la ciudad -a menudo estigmatizada por los adeptos y las adherentes al ideal de la domesticidad, alegando peligros morales vincula­ dos a la vida urbana- haya sido concebida como una de las fuerzas propulsoras de este proceso, toda vez que empezó a ofrecer a las jóvenes un número inédito de pasatiempos o entretenciones fuera de sus hogares, a las que, conculcando lo acostumbrado en la materia, asistían “sin vigilancia alguna, sin protección de ninguna especie”.4

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La ampliación del espectro de actividades recreacionales disponibles en Santiago durante el primer cuarto del siglo XX, modificó las condiciones y el funcionamiento del mercado matrimonial gestado en la centuria previa. Varios factores propiciaron la reunión de mujeres y hombres solteros sin la mediación o interferencia de damas de compañía, esto es, de las madres y sus representantes. Como ya hemos visto, nu­ merosas jóvenes de la clase alta acostumbraban ir al cine sin chapetona, a despecho de los consejos en sentido contrario pronunciados por la Liga. En 1919, Roxane, cronista social de Zig-Zag y socia del Club de Señoras, alertada por cartas de lectoras de la revista acerca de la escandalosa conducta observada en los cines por las jóvenes libres de tutela, decidió recorrer personalmente los establecimientos en cuestión, a fin de formular un juicio ecuánime sobre el asunto. Concluyó que la “familiaridad” que hombres y mujeres jóvenes se permitían en las salas en penumbra, sin duda re­ sultaba reprobable, afirmando de paso que el cine El Biógrafo “ha pasado a ser una sala de rendez-vous autorizada por el público”.5 Otras transformaciones, de naturaleza muy distinta, confluyeron con la progre­ siva obsolescencia de las damas de compañía. La canalización del río Mapocho, efec­ tuada entre 1888 y 1891, abrió al desarrollo urbano un área antes devaluada a causa de la constante amenaza de inundaciones; de esta manera el Parque Forestal, paseo elegante situado en las proximidades del centro y de los barrios más pudientes de la ciudad, fue diseñado e inaugurado en la década de 1900. La Plaza de Armas, en su momento un espacio de sociabilidad popular, fue gradualmente transformándose, en el curso del siglo XIX, en un paseo de moda frecuentado por la élite; la creación, allá por los 1890s, de un circuito pedestre flanqueado por bancos, confirmó a la plaza como espacio público de ocio aristocrático.6 Las noches de los jueves, sábados y domingos, cuando una banda tocaba para la gente congregada después de la hora de comida, la plaza “se convertía en un salón de recepciones”. Mientras las madres y los viejos reposaban en las bancas laterales, las jóvenes circulaban en sentido opuesto al de sus admiradores, de modo que con “cada vuelta el deseo de acariciarse con la mirada” cobraba mayor fuerza. Benjamín Vicuña Subercaseaux atinó a definir la Plaza de Armas como el “eje alrededor del cual, a los acordes de Los manaderos o de la marcha del Tanhauser, jira nuestra vida social”.8 En el primer cuarto del siglo XX, la vida social de la élite ganó en intensidad y diversidad, como bien atestigua la prensa de la época. Las reuniones sociales mixtas comprendieron una amplia gama de posibilidades, que variaba conforme a factores como el nivel de intimidad y etiqueta, el número y la edad de los invitados, y la respectiva función que la música, la conversación y el baile, desempeñaban en tales eventos. Las organizaciones de caridad, no pocas de ellas creadas en este periodo, de tiempo en tiempo solían realizar conciertos y funciones de teatro amateur, kermesses y bazares en la Quinta Normal, corsos de flores, bailes de gala y eventos equivalentes, con el propósito de recaudar fondos para sus obras, contribuyendo así a dar realce a

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la temporada de la alta sociedad. No faltaron las instituciones que complementaron los escenarios tradicionales del mercado matrimonial decimonónico. Junto al Club de Señoras, el fugaz pero legendario Club de Santiago, el Club Hípico, los salones de té del Hotel Savoy y de la célebre tienda de departamentos Gath y Chávez, surtieron otros tantos lugares de moda. En la década de 1910, por añadidura, a la pista de patinaje del Magestic Palace concurrían diariamente hombres y mujeres jóvenes sin la compañía de sus progenitores, como si “por un tácito convenio el estado mayor de suegras y suegros”, leemos en un texto de 1912, “se ha impuesto la consigna de no penetrar ahí”.9 Incluso el automovilismo prestó apoyo a la emancipación de la juventud reprobada por la Liga. En 1902 arribó el primer auto al país; en los años sucesivos, el automovilismo rápidamente devino en un pasatiempo de moda y, oca­ sionalmente, en un deporte de competencia. De los 191 Os data la incorporación de automóviles a los sistemas de transporte público de Santiago, Valparaíso, Viña del Mar y Concepción; en 1916, según un testimonio de la época, más de 1.300 automóviles circulaban en la capital.10 Apenas dos años más tarde, Amalia Errázuriz comentó que las excursiones automovilísticas a las afueras de Santiago se habían convertido en el “placer por excelencia de las niñas y jóvenes elegantes de nuestra alta sociedad”, en detrimento de los clásicos paseos pedestres. Las madres eran siempre excluidas de este nuevo género de panoramas galantes, cediendo a los “engaños” y a las “ingeniosas razones” desplegadas por sus hijas para aplacar sus aprensiones." Por último, la costumbre de remar en la laguna del Parque Cousiño, de moda hacia fines de la década de 1910, suministró otra ocasión para el cultivo de una sociabilidad juvenil más íntima, no sujeta a la supervisión de chapetona alguna. Por cierto, el desarrollo de formas de sociabilidad mixta, juveniles, debe bastante a la práctica de deportes. Principalmente introducidos en Chile por las colonias euro­ peas y norteamericanas, los deportes conquistaron, durante el primer cuarto del siglo XX, crecientes números de adherentes, entre sujetos de diferentes clases sociales. Los deportes ofrecieron nuevos medios de diferenciación social; inauguraron, asimismo, una dimensión inédita de la vida en sociedad. Es así como la práctica deportiva, pa­ satiempo privado en sus orígenes, a la brevedad cobró las dimensiones de un evento público. Los periódicos y las revistas ilustradas -Zig-Zag al frente- estimularon y documentaron su emergente popularidad, la temprana organización de campeonatos y contiendas nacionales e incluso internacionales, las actividades de los clubes locales, la pronta creación de federaciones nacionales y el desarrollo de una infraestructura acorde con los requerimientos del medio. Un dato revelador: ya en 1905 se vinculó la afición a los deportes con el embriónico “feminismo” de las jóvenes pudientes que, justo por entonces, comenzaban a obtener grados mayores de autonomía personal.12 A contar de los 1900s, el tenis se convirtió en el deporte más popular entre las mu­ jeres de la élite, y también en el más femenino, dado que su ejercicio requería una gracia de movimientos que, según se creía, armonizaba con la delicada naturaleza de

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las mujeres; más importante aún, brindaba un “pretexto para las citas amables y un estimulante para la proverbial galantería de nuestra raza latina. Permite crear encan­ tadoras relaciones, y seguramente más de una novela terminada en el altar se inició” en la cancha de tenis.13 Sin ir más lejos, la fundación del Santiago Lawn Tennis Club en terrenos del Parque Cousiño, evidencia con suma claridad el rol desempeñado por los deportes en la gestación de una sociabilidad más desenvuelta, menos ceremonio­ sa. La comunidad diplomática y las familias prominentes de la capital, los adultos y los jóvenes de ambos sexos, usufructuaron de la atmósfera relajada del club, el cual se destacó por carecer del “fúnebre estiramiento que caracteriza casi todos nuestros pa­ seos. Allí”, comentó uno de sus visitantes, “florece la amistad en medio de un alegre triunfo del feminismo”.14 Como era de esperar, no todos los contemporáneos se plegaron a la alarma susci­ tada por la decadencia del chaperonaje maternal. Debido a la ausencia de adultos, las reuniones de la juventud ganaron en espontaneidad y soltura, volviéndose, en conse­ cuencia, más animadas. Mientras la libertad de las jóvenes para salir sin la compañía de sus madres cobraba impulso, la conformación de una sociedad exclusivamente juvenil fue celebrada desde temprano por algunas mujeres.15 Qué decir de los hom­ bres. Aunque Alberto Edwards no captó los cambios reseñados hasta ahora, tiene el mérito de haber reconocido que las rígidas formas de sociabilidad identificadas con el mercado matrimonial elitario, desalentaban el desenvolvimiento de un trato social íntimo y regular entre hombres y mujeres. En la práctica, el cortejo consistía en un ritual confinado a un número reducido de eventos sociales de carácter formal (“bailes suntuosos”, “tertulias de etiqueta” y funciones de ópera), que no resultaban propicios para la conversación. A su entender, las reuniones sociales íntimas que favorecían el genuino conocimiento entre hombres y mujeres, y acaso el nacimiento del amor, escaseaban en la alta sociedad chilena. Las costumbres de la época, por el contrario, “hacen de la mujer un artículo de fantasía que como las joyas o los encajes de Ingla­ terra, sólo pueden ser exhibidas en las grandes ocasiones, y rodeadas de un ceremo­ nial rigurosamente prescrito”.16 Ahorra comentarios decir que escribió lo anterior en 1915. Pero no fue ésta la primera vez que Edwards criticó las formas de sociabilidad corrientes entre la élite. Ya en 1914 había censurado la divulgada creencia según la cual, en caso de desear introducir adecuadamente a las jóvenes en sociedad, su estre­ no debía reservarse para un baile celebrado en sus propios hogares, pues a causa de semejante procedimiento, apuntó, ellas “suelen pasar los mejores años de su adoles­ cencia sin saber lo que es una tertulia”. ¿Cuáles eran las consecuencias de mantener separada a la “juventud de ambos sexos”? En tanto los jóvenes adquirían afición por la “taberna y el comercio con gente baja e innoble”, llevando una vida licenciosa no templada por el contacto con las mujeres de su medio, las jóvenes crecían en la igno­ rancia de la vida real, quedando así “expuestas a ser víctimas de su inexperiencia y a contraer un matrimonio desgraciado”.1

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Eduardo Balmaceda Valdés ha rememorado la vida bohemia llevada por la “ju­ ventud alegre” -entiéndase vastagos de familias patricias- durante la década de 1910. En el célebre Casino del Portal Edwards, situado en pleno centro de la ciudad, la “ju­ ventud alegre” acostumbraba a reunirse con las “damiselas del barrio latino”. Artistas, periodistas bohemios y cortesanas de fuste, resaltaban entre el elenco variopinto de los encuentros en el Portal. A continuación de las reuniones en el Casino, lo común era buscar refugio en alguno de los muchos burdeles desperdigados por Santiago. Los había miserables y también con alardes de grandeza, aunque en nada rutilantes. En uno de los más selectos, que se distinguía entre otras razones por servir una sobre­ saliente comida peruana, la “concurrencia de cortesanas era de selección y en la de clientes varones se podían contar con frecuencia grandes señores ministros de Estado, parlamentarios”.18 Es probable que los riesgos inherentes a dicho estilo de vida no hayan pasado desapercibidos para Alberto Edwards, en circunstancias que la sífilis causaba estragos entre la juventud, sin hacer distingos de clase. De la creciente autonomía obtenida por la sociedad juvenil y el descontento ante las formas tradicionales de sociabilidad de manifiesto en los albores del siglo XX, se infiere que las condiciones originales del mercado matrimonial distaban de satisfacer a todos sus protagonistas y espectadores. Como se reconoció entonces, el ocaso del chaperonaje respondía en cierto modo a una determinación adoptada por las hijas, ahora inclinadas a excluir a sus madres de sus propias actividades sociales.19 La perspectiva de una vida marital desgraciada suministró un argumento de peso contra las convenciones de la alta sociedad. A juicio de una colaboradora de Familia, correspondía achacar a la escasez de reuniones y actividades la formación de matri­ monios predestinados al fracaso, pues el conocimiento superficial de la otra persona -del cónyuge potencial- reducía las posibilidades de casarse con el sujeto adecuado.20 Amalia Errázuriz brindó un testimonio que refrenda lo anterior: “[n]o eran bien vistos [...] los noviazgos largos; las madres cuidadosas de sus hijas no permitían la menor libertad en esas condiciones y, por lo tanto, era muy engorroso para la familia el tener en la casa a un par de novios”.21 También Martina Barros aportó luces a este asunto al momento de enunciar los beneficios derivados de la emancipación de las jóvenes acaecida durante la década de 1910. En 1929, al tiempo que ponderaba los relevantes cambios experimentados por la condición social de las mujeres en los cincuenta años precedentes, contrastó las imágenes arquetípicas de la joven tradicional y de la joven moderna. En el pasado caduco, las jóvenes eran idealmente conservadas en estado de ignorancia beatífica y vivían fundamentalmente retiradas en el ámbito doméstico, sin independencia para determinar sus lecturas y, para peor, privadas de tener una vida social autónoma y activa; en contraste, las jóvenes modernas recibían una mejor educación, llevaban una vida social intensa, prestaban gran atención al cuidado de sus toilettes, leían todo cuanto deseaban, veían filmes indiscretos a su antojo y, cuando sus progenitores

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manifestaban reparos ante sus estilos de vida más audaces, sencillamente los desacre­ ditaban tildándolos de anticuados. Como definición de tipologías sociales, este retrato histórico simplifica, soslayando aspectos de importancia, una realidad más compleja. Sin embargo, las razones esgri­ midas por Martina Barros para explicar los móviles del cambio, resultan tan acertadas como iluminadoras. La emancipación femenina, escribió, fue el resultado de una protesta por la reclusión absurda en que se las mantenía, siendo que el matrimonio era su único porvenir. Comprendieron instintivamente que tenían que conocer más a fondo y darse a conocer ellas mismas a los jóvenes que podían tocarles en suerte [...] Hoy la niña

que se casa no está obligada a aceptar al primer pretendiente que la solicita, ni va a ciegas al matrimonio [...] El trato frecuente con jóvenes les permite conocerse mutuamente.22

De ahí que las posibilidades de elegir un marido errado fueran bastante menores. En otras palabras, las jóvenes habían adoptado un papel más activo en lo concernien­ te al cortejo y a la sociabilidad mixta, rechazando, de este modo, el rol pasivo que antes habían debido asumir por fuerza, no obstante la trascendencia vital de tales ma­ terias. No por ello quedaron las mujeres en pie de igualdad con los hombres, pero la liberalización parcial de las convenciones sociales, patente en los 191 Os, de seguro les reportó ganancias. De partida tenían más oportunidades de encontrar un compañero satisfactorio mediante un proceso sujeto a menos trabas y de una manera, también, menos precipitada. En buena medida, las jóvenes se libraron de la aguda ansiedad despertada por el pensamiento de no ser bien atendidas por los hombres en los ritualizados bailes de etiqueta. Y es que la vida social, si ayer algo así como una prueba trascendental, devino gradualmente en una rutina diaria, en un hábito grato e inclu­ so desaprensivo, viéndose relegada a la memoria esa severa ordalía pública, en la que se habían jugado, con desigual fortuna, parte crucial de su destino. Para las jóvenes, el matrimonio continuó siendo el expediente a través del cual se convertían en genuinas mujeres a ojos de la sociedad elegante, pero cada paso en pos de este umbral perdió dramatismo en comparación con el pasado. Si los bailes de la década de 1900, como rememoró en 1924 la cronista social de Zig-Zag, “constituían ocasiones casi únicas para estrechar amistad”, los realizados en los 1920s, a la inversa, ya no representaban hitos demarcatorios en el flujo de la vida cotidiana,23 sino sólo otras instancias que sancionaban y operaban la efectiva, incorporación de jóvenes a la alta sociedad. Las nuevas formas de sociabilidad elitaria, proclives según consta al recíproco entendimiento y conocimiento de jóvenes de ambos sexos, por lo común contaron con la aprobación de las líderes de la Liga, indiferentes, si no hostiles, a sus efectos positivos. En los 1920s, Amalia Errázuriz deploró que las “jóvenes modernas”, adu­ ciendo la necesidad de conocer mejor a sus “futuros maridos”, actuaran de modo autoindulgente, tomándose “inauditas libertades”.24 No todas las integrantes de la

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Liga, aclaro desde ya, concibieron la sociabilidad juvenil más intensa y desenvuelta como intrínsecamente licenciosa. Existe a lo menos una excepción, la de una cola­ boradora anónima de La Cruzada que en 1917, así como celebró los cambios en curso, insinuó, en un lenguaje ajeno a la retórica alarmista y belicosa del gusto de sus correligionarias, la conveniencia de evitar los excesos de la “vanidosa ostentación”. En su apreciación, la reuniones sociales “entre amigos de ambos sexos” favorecían el conocimiento entre hombres y mujeres jóvenes, la celebración de matrimonios acertados (habla de “un porvenir feliz”), y un grado de “libertad” beneficioso para el intercambio social.25 El definitivo establecimiento de las nuevas costumbres en cuanto convenciones no sujetas ya al cuestionamiento frontal de las mujeres tradicionalistas, tardó años. Entretanto, los nuevos usos coexistieron con los antiguos, trabados en una disputa por la supremacía. De modo durante el primer cuarto del siglo XX sólo se advierte el retroceso de unos y el avance de los otros, no el abandono definitivo de la institución social personificada por las damas de compañía. En la alta sociedad chilena, a prin­ cipios de la década de 1920, las hijas [...] aún permanecen influenciadas por la tradición latina del chaperonaje. Estas son vigiladas asiduamente en las funciones sociales del Estado, en los bailes en el Club Hípico, y en casi todos los eventos posteriores al anochecer. Pero el día les pertenece cada

vez más. Van a donde quieren por su propia cuenta.26

Nótese que fue a las “señoritas” a quienes se les atribuyó “derribar el muro de reserva entre muchachos y muchachas”. Los deportes, ya se sabe, alentaron el “libre, fácil, abierto encuentro entre los sexos”,2 hecho que no dejaría de llamar la atención de las cronistas sociales durante los 1920s. Roxane, en 1924, así sintetizó la evolución de las costumbres en las dos décadas previas: hoy nuestra sociedad, con las libertades que se les permiten a las niñas, no precisa como

antes reunirlas en salones, ni en bailes, donde reinaba el más estricto formulismo y la más absurda etiqueta... Hoy día los deportes les han dado toda clase de oportunidades para

trabar amistad con los jóvenes de su edad, y los compromisos matrimoniales se verifican en la penumbra de los biógrafos o de paseos vespertinos igualmente penumbrosos. Ya las

madres no tienen sobre sus hijas la autoridad suprema de antaño.28

Roxane, con todo, no aplaudió lo acontecido. A su parecer, las jóvenes de clase alta, al reclamar para sí los derechos de la libertad personal, sencillamente habían claudicado ante el “libertinaje”.29 Por el hecho de tener esperanzas en el desarrollo de un proceso de emancipación femenina basado en una mejor educación antes que en

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la pasión por la vida mundana, el baile, el cine y las modas audaces, su juicio negativo no hacía sino reflejar su descontento frente a evolución actual de las costumbres. Las adherentes de la Liga, Roxane incluida, no esperaron hasta 1925 para reac­ cionar contra el eclipse de la autoridad materna. Tampoco se limitaron a culpar a las jóvenes por las innovaciones que censuraban con tanta decisión. En su opinión, a las madres tocaba buena parte de la responsabilidad por la merma de la tutela y el control tradicionalmente ejercido sobre sus hijas; la declinación de su autoridad constituía una batalla en vías de perderse, a causa de su negligente e irresponsable pu­ silanimidad.30 Tanto en los pronunciamientos oficiales del Congreso Mariano como en los textos leídos a título personal ante su numerosa audiencia, se reclamó la mo­ vilización de las madres a fin de restringir la creciente autonomía adquirida por sus hijas. Una de las resoluciones oficiales del congreso llamaba a las madres a cumplir su función de chapetonas de manera comprensiva, esto es, no sólo acompañando a sus hijas a los paseos, a los espectáculos públicos y a los eventos sociales, sino también luchando contra la “disipación del espíritu, el lujo inmoderado, la falta de pudor en los vestidos, modales y conversaciones, y el espíritu de nerviosa frivolidad y de sen­ sualismo, con que no pocas jóvenes se entregan a los pasatiempos sociales”.31 Merce­ des Santa Cruz, creyendo que la redención moral de la alta sociedad dependía de la decisiva acción de las madres cristianas, solicitó la urgente formación de un “ejército de madres que no se resignen con las nuevas costumbres que las separan de sus hijas completamente, apenas ellas entran en la época de los paseos”.32 En una tácita admisión de la irreversibilidad de la evolución de las costumbres, a veces se enfatizó la pertinencia de reforzar, mediante el concurso de las madres, la educación moral de las jóvenes. Esta estrategia realista contó con el apoyo de la presi­ denta de la Liga, Amalia Errázuriz. Si las madres brindaban a sus hijas, cuando niñas y adolescentes, una educación consistente, la internalización de una autoridad antes externa les permitiría influir positivamente en su existencia moral, sin necesidad de custodiarlas en persona. Esas jóvenes disciplinadas para ejercer la piedad y discernir el bien y el mal, provistas de una educación refinada, conscientes de sus responsabilida­ des sociales ante los desposeídos y dotadas de los sólidos principios de una formación religiosa, no quedarían ya a merced del narcisismo que, estimulando la pesquisa de placeres mundanos carente de toda recompensa espiritual, daba curso al descuido de las almas. Así el “ángel de inocencia, de candor y de piedad” que toda mujer era, a juicio de Amalia Errázuriz, durante su protegida infancia y adolescencia, declinaría renunciar a su condición angelical para transformarse, una vez traspuesto el umbral de la sociedad, en un “ídolo” que no vive “sino para adornarse y parecer bien”.33 Pocos años después, presumo que en respuesta al mismo carácter avasallador de las transformaciones culturales ligadas a la relativa emancipación de las muje­ res, Amalia Errázuriz desechó esta estrategia educacional. El feble poder normativo de antiguas convenciones -según el parecer de las católicas tradicionalistas, esencia­

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les para la vigencia de formas de vida ajustadas a la recta moral- ameritaba probar otras medidas. De hecho, en 1923 se estableció una Liga de Madres cuya función se reducía a “detener la ola de libertad y de excesiva independencia que se están toman­ do las jovencitas de nuestra sociedadAmalia Errázuriz, además de participar en su fundación, habló ante las mujeres congregadas cuando se decidió crear la institución. Cabe sospechar que, persuadidas de los costos que implicaría restringir radicalmente los grados de libertad personal ya paladeados por sus hijas, las madres agrupadas en dicha organización acordaron adoptar una posición cauta frente a la reforma de las costumbres.34 La Liga de Madres distó de cumplir su cometido. Como muchas de sus adherentes también integraban la Liga de Damas Chilenas, pronto quedó en claro que no se justificaba mantener dos instituciones paralelas, lo que llevó a que la misma Amalia Errázuriz propusiese transformar la nueva asociación en una sección de la Liga de Damas.35 Los tradicionalistas católicos de ambos sexos, pese a lo adverso del panorama, en los 1920s no cesaron de condenar la evolución de las costumbres. Hubo, entre las lectoras de Zig-Zag, quienes compartieron sus temores. En 1925, aún encontramos mujeres lamentando la emancipación femenina juvenil; ilusiona­ das con la posibilidad de restaurar el pasado, le escribieron a la cronista social de Zig-Ziag, solicitándole que condenara los modernos estilos de vida adoptados con en­ tusiasmo por las jóvenes. Roxane, consecuente consigo misma, en vez de amonestar a las jóvenes prendadas de una riesgosa independencia, arremetió contra las madres, por haber “abdicado de su autoridad” en favor de sus hijas. Visto así, las madres eran, más que víctimas, artífices de su destino.36

Costumbres

paganas: las madres al banquillo

La sola concepción de una institución o sección comprometida de plano con el deliberado restablecimiento de costumbres en peligro de extinción, evidencia cuan disruptivos eran los efectos atribuidos por los tradicionalistas católicos a la subver­ sión en curso de los roles de género venerados y acatados desde antaño. Junto a la crisis de la autoridad maternal, el sentimiento de camaradería entre la juventud de ambos sexos y la paulatina adopción de usos percibidos como sucedáneos de estilos de vida norteamericanos, representaron una declinación de patrones domésticos de sociabilidad, declinación favorable, a su vez, al desarrollo de una vida social realizada afuera de los hogares, en escenarios urbanos o rurales, cuando no en instituciones sociales de diversa índole. Desde una perspectiva católica advertida con regularidad en los documentos de la época, semejante proceso implicaba el abandono del hogar y la deserción de la familia por parte de mujeres avasalladas por las entretenciones, la agitada vida social y los espectáculos distintivos de la ciudad. La deficiente educación

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moral de las jóvenes aparecía por tanto como una falta achacable a las madres, puesto que en lugar de atender al cumplimiento de sus tradicionales deberes domésticos, ellas se entregaban de lleno a la búsqueda y al goce de placeres mundanos. Privada de sólidas bases morales, la familia católica descuidada por las madres se encontraba bajo amenaza, a semejanza de la sociedad que, por cierto, no hacía otra cosa que reproducir a gran escala, en el plano moral, cuanto ocurría en aquella. Pero si las madres padecían los males que les tocaba erradicar, ¿cómo harían para convertirse en eficaces paladines de la reforma social y, más aún, de la cruzada contra el renaci­ miento del paganismo? La entronización de la moda como un componente central de las preocupaciones femeninas, al igual que el culto del lujo como símbolo de status y medio propicio al “impío” realce de la belleza física, motivaron, ya durante la Colonia, la severa re­ probación de las autoridades eclesiásticas.3 Alrededor del 1900, sin embargo, dichas inclinaciones se volvieron tópicos discutidos y denunciados con una sistematicidad inaudita. Las mujeres de clase alta fueron el blanco principal de los moralistas propugnadores de reformas. En 1890, el arzobispo Casanova aconsejó a los curas párro­ cos que prestaran atención a las vestimentas con que las mujeres asistían a las iglesias, para evitar su concurrencia a los servicios religiosos con atuendos mundanos sólo apropiados para eventos sociales; como era costumbre, las mujeres debían persistir en cubrirse la cabeza con mantos y en llevar ropas negras al momento de visitar los recintos sagrados.38 De cualquier manera, los sacerdotes no esperaron el consejo del arzobispo para forzar a las mujeres, chilenas o extranjeras, a usar el traje femenino tradicional en las iglesias. En 1889, la esposa del visitante William Howard Russell, pese a ir vestida de riguroso negro, fue expulsada de la Catedral por un sacerdote contrariado porque no llevaba manto.39 En tiempos de la controversia referente a la competencia de atribuciones entre la Iglesia y el Estado, hubo periodistas liberales que incluso hicieron campaña contra del manto, y un círculo de mujeres intentó des­ echarlo definitivamente, aunque sin éxito, producto de la fuerte oposición del clero, que le salió al paso con decisión. La misma Delia Matte, después de una temporada en Europa, adoptó la moda consistente en ir a la iglesia con sombrero (en lugar de manto), audacia intolerable para los curas chilenos, quienes la expulsaron, sin vacilar, de la Catedral de Santiago.40 Desde las postrimerías del siglo XIX, el clero y los tradicionalistas católicos in­ sistieron en señalar que el “mal” del consumo conspicuo estaba alcanzando, o había alcanzado ya, proporciones epidémicas entre los rangos superiores de la sociedad chilena. En 1903, La Revista Católica patrocinó un concurso literario conducente a la elaboración de un diagnóstico moral de la condición de la familia contemporánea y, dado que se sobrentendió que ella atravesaba por una crisis de cuidado, a la for­ mulación de los remedios correspondientes. Junto con examinar el potencial para la redención moral implícito en el culto mariano, los ganadores de la versión de 1904

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criticaron con rigor a las mujeres de clase alta. Los trabajos premiados en 1903 y 1904 coincidieron en condenar los estilos de vida de las familias acaudaladas. Su irrestricta inclinación a la persecución de placeres mundanos bajo la forma de acti­ vidades sociales y entretenciones varias; el culto narcisístico del yo en detrimento de la familia y las obligaciones sociales femeninas; el temple en estricto rigor licencioso de la sociedad juvenil, también extensivo a los eventos infantiles, en nombre de la libertad y del progreso conforme al espíritu de los tiempos modernos; y el despliegue ostentoso de la riqueza para dar público realce al propio status, representaron algu­ nos de los fenómenos que, según lo planteado en los trabajos premiados, atentaban alevosamente contra los fundamentos morales de la familia. En líneas gruesas, se percibía a las mujeres como los sujetos más vulnerables a las tentaciones del lujo excesivo, de la moda como fuente última del valer personal y de la vanidad, en tanto las madres se perfilaban como las mayores responsables de la propagación de tales estragos.41 La generalizada afición por las modas provocativas -vestidos más ceñidos al cuerpo, escotados- entre las mujeres jóvenes, respondía a la incapacidad o bien a la resistencia de sus madres a reprimir con la debida energía sus “instintos de lujo y de licencia”; así privadas de la “severidad de los principios cristianos”, las jóvenes se encontraban inermes ante la tentación de “dar golpe en sociedad”, ofreciendo una “función poco más que en paños menores”. No era admisible excusar las prácticas licenciosas de una joven apelando a su necesidad de seducir eventuales novios para evitar el ominoso destino de la soltería.42 Se consideraba el lujo desmedido como un vicio profundamente compenetrado con la trama de la vida cotidiana de la élite.43 Y tal vez ese fuese el mayor desafío para la refor­ ma moral auspiciada por católicos tradicionalistas como el doctor Moraga Porras. En un ensayo suyo, galardonado en el concurso literario de 1903, sostuvo que, de querer ven­ cer en la batalla contra el lujo, resultaba imprescindible montar una cruzada colectiva, reconociendo como vanos, de este modo, los esfuerzos individuales. Para eso propuso a la jerarquía eclesiástica, y en particular al arzobispo, alentar la creación de una asociación o liga femenina “contra el lujo”.44 Aunque su proyecto no Ríe adoptado por la Iglesia durante la primera década del siglo XX, sus dignatarios se manifestaron genuinamente preocupados por la plutocratización de la alta sociedad. En una carta pastoral escrita en forma de comentario social y teológico al devastador terremoto que asoló Valparaíso el 16 de agosto de 1906, el arzobispo Casanova dio a entender que esta catástrofe natural constituía una admonición divina al otrora católico, pero ahora mayoritariamente irre­ ligioso, pueblo chileno. Consideraba el terremoto como una benevolente advertencia divina y como un oportuno llamado a efectuar una penitencia general. Debido a que el lujo había interpretado un papel central en el socavamiento de los pilares cristianos de la sociedad, compelió a las mujeres a liderar el regreso a las adustas costumbres del pasado, obligado preámbulo de su compromiso -también perentorio- con la “santificación” de sus hogares y la moralización de la sociedad en su conjunto.45

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Similares solicitudes fueron formuladas a las madres católicas en los años pos­ teriores. Siendo la educación religiosa y moral de las nuevas generaciones una tarea convencionalmente atribuida a las madres, a ellas competía lograr la constitución y perpetuación de una sociedad de veras cristiana. A las mujeres, como retribución a su redención espiritual por obra del catolicismo, correspondía alimentar la devoción indi­ vidual y colectiva. A la vista del manifiesto rechazo de los valores cristianos y de la indi­ ferencia ante las enseñanzas de La Iglesia, no es extraño que se hayan achacado dichos males a las madres (en falta). Afanadas en conquistar el renombre mundano concedido a las mujeres de tono o de legendaria elegancia, las madres se habían rendido, arrastran­ do cuesta abajo a sus hijas y a sus familias, al dominio de la vanidad, del hedonismo, del materialismo, fuerzas anímicas que permeaban la vida social de la época, sin exclusión de los eventos de caridad celebrados en nombre de los principios cristianos.46 La condena moral de las madres afluentes a menudo tuvo como contrapartida el llamado a perfeccionar su conducta, con miras a impulsar la reforma de las costum­ bres de sus familias y, todavía más, de su medio social. Atendiendo a estas razones, en 1911 se reclamó otra vez el establecimiento de una institución femenina destinada a luchar contra la “plaga social” del lujo, responsable en el fondo de la “ruina de las familias, la corrupción de las costumbres”, y el “odio de clases”. La veneración de la riqueza mundana, dañina para el crecimiento espiritual, no se condecía con las enseñanzas de los Evangelios, por lo que sus adoradores, prendados de falsos ídolos, vivían como católicos meramente nominales. Tomando en cuenta las vastas repercu­ siones de esta plaga social, el clero se pronunció a favor de la fundación de una “Liga contra el lujo” encomendada al cuidado de las mujeres.47 Habría que añadir que la condena del lujo en tanto plaga moral especialmente difundida entre las mujeres occidentales, ya había preocupado a León XIII. Desde su creación, la Liga de Damas Chilenas asumió resueltamente el liderazgo en la cruzada contra el lujo y la tiranía ejercida sobre el elemento femenino por las audaces modas de procedencia europea, ante todo parisina. Las integrantes de la Liga, al ponderar el radio de su legítima esfera de acción, reconocieron que la “plaga” del “lujo excesivo” y de la “vanidosa ostentación” reclamaba de su parte la erección de “diques” de contención.48 De ahí que la lucha contra las “costumbres y modas indecorosas” fuese definida, ya en los estatutos de la institución, como uno de sus ob­ jetivos oficiales.49 Por de pronto, se reconoció, como era previsible, que a causa de las necesidades inherentes a la posición social de las mujeres de familias prominentes, la denuncia del lujo y el consiguiente movimiento en pos de la restricción del consumo conspicuo, debían ajustarse a normas estrictas, pero en ningún caso draconianas. En reacción a las modas y costumbres motejadas de indecentes, se alentó a las adherentes de la Liga, mediando inclusive el estímulo del arzobispo, a que instauraran un ejem­ plo positivo e instructivo a través del cultivo de una elegancia sobria, austera, acorde con el sentido del decoro privativo de una dama piadosa, y que desviaran su atención

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de los esclavizantes pormenores de la moda, para concentrarse en la prosecución de fines loables, como el socorro de los pobres y el propio desarrollo intelectual.50 En el Congreso Mariano, la urgente necesidad de refrenar el “lujo inmoderado, la falta de pudor en los vestidos”,51 fue suscrita tanto colectiva come individualmente. Para Elvira Santa Cruz, el lujo constituía una de las tres fuerzas que hacían peligrar la organización de los hogares, la moralidad de las costumbres y la vida espiritual de los individuos. Ella creía que la pasión anticristiana del lujo, así como atentaba contra quienes poseían riqueza, también podía afectar a mujeres de bajos ingresos. Arrebatadas por el poder de seducción que irradiaba, a ellas las rondaba la tentación de prostituirse para satisfacer sus deseos, mientras las mujeres de alcurnia corrían el riesgo de tornarse en personas casi indistinguibles de cocottes y demimondaines.^ Es más, desde mediados del siglo XIX, intelectuales interesados en dilucidar las causas de la prostitución, ocasionalmente señalaron la desmedida pasión por el lujo como una fuente de conductas licenciosas en las mujeres.53 En esta línea, una expositora del congreso deploró la progresiva paganización de la alta sociedad, proceso suscitado en no poca medida, a su juicio, por efecto del lujo y el culto obsesivo a la belleza corporal.54 Aquellas mujeres que adherían a las modas lesivas del recato y el pudor -otra cruzada se atrevió a proclamar en un rapto de furor apocalíptico- no eran sino católicas desnaturalizadas, íntimamente estragadas por “costumbres paganas” que “nos harán lamentar la ruina del Estado, de los hogares y las familias”, máxime un castigo divino de aleccionadora severidad, que no trepidó en vaticinar como un “nuevo diluvio o un azote como el de Sodoma y Gomorra”.55 Según el clero, las mujeres lucían vestidos osados (para los cánones de la época) con el objeto de granjearse el homenaje de hombres movidos por deseos sexuales. Esto, para colmo, no ocurría solamente en el contexto de los eventos mundanos, sino en medio de las ceremonias religiosas. En 1911, el arzobispo de Santiago deploró que algunas mujeres fuesen a la iglesia con el mismo tipo de indumentarias con que asistían a los bailes, al teatro y a otros entretenimientos públicos. Era éste un acto de profanación que contrariaba las disposiciones eclesiásticas. Instruyó al clero de con­ formidad con ese diagnóstico, a ver si adoptando las severas medidas que el asunto ameritaba, se lograba erradicar tales prácticas de las iglesias.56 A sabiendas de que las mujeres de clase alta habían sido leales aliadas y colaboradoras de la Iglesia, aproblemó al clero la aparente indiferencia que ahora mostraban hacia sus dictados sobre el de­ coro femenino. “Las modas provocativas”, llegó a declarar un sacerdote en 1915, “son resabios del paganismo, conservados en el seno de la Iglesia por la mujer cristiana”.5 En su empeño por remediar esta embarazosa situación, las integrantes de la Liga com­ prendieron que la deseada moralización de la moda formaba un todo coherente con la reforma de las costumbres; éstas, a semejanza de los valores, las actitudes y todo cuanto constituía la cultura moderna, llevaban la impronta del hedonismo, de la sensualidad y del materialismo. Planteada la cuestión de esta manera, las reacciones contra el cine,

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el teatro, las novelas, la emancipación de la juventud, el lujo ostentoso y las modas provocativas, conformaban distintos frentes de la misma batalla moral. Ninguno de estos desafíos ofrecía un blanco fácil. Hacia la época del Centenario las modas parisinas, supremo índice de modernidad para muchas mujeres y hombres de la élite, prendían en Santiago con la misma celeridad, al decir de un visitante norteamericano, que en Nueva York, razón por la cual la Alameda y los parques de la capital, a la hora del paseo vespertino de rigor, brindaban al espectador una visión “tan hermosa y atractiva como Rotten Row en Londres o Central Park en Nueva York”.58 Los nuevos estilos de vida y formas de sociabilidad censurados por los espíri­ tus rigoristas, reflejaban algo más que la existencia de un conflicto generacional, más o menos explícito, entre madres anticuadas y jóvenes poco convencionales; a su ma­ nera, también testimoniaban la emancipación personal de madres constreñidas, no por autoridades mayores, sino por el mandato de los deberes tradicionalmente iden­ tificados con la maternidad. Por décadas, las madres sobrellevaron una vida social en gran parte subsidiaria de los eventos y de las actividades concebidas con el propósito de presentar a sus hijas a la sociedad masculina. Ejerciendo de chapetonas y brokers del mercado matrimonial, las madres, ya sabemos, incidieron en la formación de nuevos enlaces matrimoniales y alianzas familiares, si bien al precio de convertirse en sombras de sus hijas solteras. En la década de 1910, en contraste, comenzaron a brillar por cuenta propia. En rigor, tanto da si promovieron o simplemente acep­ taron, de buena gana o con manifiesta reticencia, los mayores grados de libertad experimentados por sus hijas solteras. Lo importante es que de este modo dispusie­ ron de mayores cuotas de ocio, merced a las cuales pudieron emprender actividades recreativas de su exclusivo gusto, al interior de sus hogares o en cualquier otro lugar. Al igual que a sus hijas, se les criticó por su creciente tendencia a abandonar y, en su caso particular, descuidar sus hogares, siguiendo las “costumbres del varón sin tener la misma necesidad”.59 El ansia hedonista de autogratificación, anotó una cruzada en 1913, estaba socavando las cualidades morales femeninas, las mismas que hacían de la mujer el sostén del bienestar de la familia, peligrando, en tales circunstancias, su “espíritu de abnegación, de conformidad cristiana, de renuncia absoluta de sí misma en bien de los demás”.60 Es cierto que la lectura de las críticas a las madres mundanas hace pensar que los males denunciados por el sector católico tradicionalista estaban arrasando con la vida moral de la mayoría de las mujeres de clase alta, pero la verdad es que aun las más vociferantes integrantes de la Liga reconocieron que el círculo de mujeres mun­ danas en la mira de su cruzada moral, “no es hasta hoy muy numeroso”.61 A pesar de constituir una minoría, Alberto Edwards anotó, estas frívolas damas de sociedad eran quienes establecían las tendencias a seguir, hecho que las convertía en actores sociales altamente visibles.62 La pulsión hedonista podía resultar particularmente perniciosa en el caso de las mujeres casadas. Embriagadas por el gusto de los placeres mundanos,

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se argüyó, ellas percibían sus deberes maternales como cargas de las cuales, por serles molestas e indeseables, convenía desembarazarse, delegando el cuidado de los niños a “manos mercenarias” y el gobierno de la casa a un ama de llaves. Por esta vía las mujeres casadas quedaban facultadas para llevar una intensa vida social, en la cual primaban los afanes por captar la atenta admiración de los varones. Dado que este estilo de vida sólo estaba al alcance de personas acaudaladas, la mujer presa de pulsio­ nes hedonistas corría el riesgo de desechar a su marido y a sus familiares, si éstos no contaban con la fortuna para costear su particular modo de vida, privándose así de las bondades propias de sentimientos como el amor y la solidaridad.63 La descripción de las mujeres de clase alta como consumidoras irracionales y dilapidadoras, reacias a restringir sus presupuestos no obstante las súplicas, en tal sen­ tido, de sus atribulados padres y maridos, gozó de cierta popularidad a fines del siglo XIX y a comienzos del XX. No rara vez, a semejanza de lo ocurrido en otros países de Occidente, la cuasi-adicción del consumo conspicuo y el lujo excesivo fue conce­ bida como un vicio femenino, mientras los hombres aparecían caracterizados como simples víctimas del descabellado consumismo de las mujeres.64 Una caracterización arquetípica de las mujeres aristocráticas como despilfarradoras natas, se halla en la obra narrativa de Luis Orrego Luco; Gabriela Sandoval, protagonista de Casa grande, emerge de sus páginas como una mujer a merced del consumismo, al extremo de ignorar olímpicamente los llamados a la prudencia de su marido. Como se aconsejó en 1919, quienes desearan interiorizarse sobre el ser más íntimo de las damas de so­ ciedad, debían consultar preferentemente a los “comerciantes en artículos de lujo”.65 Al respecto, cabe suponer que las revistas ilustradas de la época, al asociar u homolo­ gar iconográficamente a hombres y mujeres, o a cualidades culturalmente adscritas a cada sexo, con productos publicitados en sus páginas, estimularon la definición de los hábitos de consumo como rasgos de carácter masculino o femenino, impulsando así la construcción social de las identidades de género conforme a dichas prácticas.66 El papel desempeñado por el dinero en la vida social de la República Parlamen­ taria merece especial atención. Las reformas legales emprendidas por el bando ven­ cedor de la Guerra Civil de 1891, transformaron la naturaleza del sistema político. El control del proceso electoral, antes fundamentalmente en manos del ejecutivo y sus representantes, quedó a partir de entonces bajo la tuición de las municipalida­ des. Con ello, los notables locales se convirtieron en prominentes actores políticos, cortejados por parlamentarios y partidos políticos; estos últimos, en respuesta a la descentralización del poder, se vieron competidos a moverse hacia estructuras a escala nacional. En la práctica, las luchas electorales a menudo devinieron en competencias decididas en función del alcance del cohecho practicado y del monto de los fondos invertidos en las campañas. La inclinación a gastar dispendiosamente en tales oca­ siones, estimuló el desarrollo de relaciones de patronazgo entre la élite racional y los notables locales, tanto como entre éstos y sus respectivas clientelas.6 El carácter

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plutocrático del sistema político no pasó desapercibido a sus contemporáneos: “Los politiqueros se reparten por el país, van al Norte o al Sur a trabajar sus candidaturas, llevando como el más decisivo argumento para ser elegidos, las bolsas llenas de dine­ ro que es el más persuasivo argumento para sus electores”.68 Paralelamente, el malestar despertado por la intensificación del despliegue de bienes suntuarios (parafernalia proclive a la transformación de los rituales de socie­ dad en sucedáneos de espectáculos teatrales) y la plena identificación de las tempora­ das sociales de Santiago y Viña con rutilantes ferias de vanidades, halló más cauces de expresión que La Revista Católica, y más exponentes que las mujeres con vocación de cruzadas.69 Algunos intelectuales de la época deploraron las modalidades de consumo conspicuo imperantes, puesto que, requiriendo de costosas importaciones suntuarias para su satisfacción, desalentaban el desarrollo industrial del país. Parafraseando a un autor que en las postrimerías del siglo XIX captó el meollo del asunto, los miembros de la élite, con ser todo lo refinados que se quiera a la hora de consumir, poco honor hacían a la civilización cuando llegaba el momento de producir. 0 Así pues, los estilos de vida de la élite fueron percibidos como un preludio habitual a la bancarrota fa­ miliar y a la movilidad social descendente. La compulsión a brindar a lo menos una apariencia de prosperidad, marcó la vida de las familias empobrecidas; durante el verano, con la esperanza de preservar su renombre, a veces optaron por clausurar sus hogares en la capital y llevar una vida de retiro, para hacer creer al resto de la alta so­ ciedad, que ellos también pasaban las vacaciones en Viña del Mar o en cualquier otro balneario prestigioso, antes que en Santiago. 1 Esta actitud ilustra, con patetismo, la existencia de un fenómeno social de mayor envergadura, conocido en aquel tiempo como la “mentira del lujo”, a saber: el afán por mantener en público un tren de vida que proyectase una imagen de desaprensivo bienestar material, a fuerza de constantes autosacrificios sobrellevados en secreto. ’ Resultaba evidente que la riqueza material ahora sustentaba, como nunca antes, el rápido ascenso a sitiales de preeminencia social y política; y también su posterior conservación. ’ Atendiendo al rol ejercido por el consumo conspicuo en la sutil gra­ dación de la jerarquía social, no se escatimaría elogios para aquella dueña de casa ca­ paz de hacer “milagros de economía”, cada vez que el arte de “aparentar” representaba la manera de conservar la consideración del “medio social en que se vive, acentuar la situación del marido, colocar ventajosamente á los hijos, ó simplemente satisfacer sus propias aspiraciones”. 4 Para las mujeres, los dictados de la elegancia se hicieron sentir hasta en la vida campestre, cuando en los 191 Os entró en desuso el hábito de elevar al “campo los vestidos y calzados más viejos y toda la indumentaria inútil”.75 En todo caso, el consumo conspicuo como criterio de distinción social había permeado el mercado matrimonial desde sus orígenes; ya Marcial González, autor de la conferencia “Nuestro enemigo el lujo” (1874), había reprobado a aquellos padres que desatendían la racionalidad económica para “dar a sus esposas é hijas carruajes,

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muebles de seda, ricos vestidos y palcos en el teatro”.76 Pensando en incrementar y mejorar las opciones maritales de sus hijas, en ocasiones los padres dilapidaron sus capitales, en el afán de montar una imagen pública de radiante prosperidad, capaz de seducir a los oligarcas al aceche de ricas herederas. 7 No pocos contemporáneos indicaron la constitución, normal o irregular según la particular apreciación de los testigos, de matrimonios erigidos sobre desnudos intereses materiales, bien por parte del hombre, bien de la mujer.78 Producto de la Guerra del Pacífico, habría que añadir, las rentas fiscales comen­ zaron a depender en forma considerable de los derechos aduaneros sobra las ex­ portaciones de salitre, y no del sistema impositivo interno, con lo cual se instauró un escenario económico propicio a una mayor expansión y difusión del consumo conspicuo. Efectivamente, en las décadas posteriores a la ocupación militar de las provincias salitreras, los ciudadanos acaudalados quedaron virtualmente exentos de cargas impositivas; en el primer tercio del siglo XX, el grueso de las entradas y gastos fiscales provino del sector salitrero, cuyas riquezas aliviaron del peso de los tributos a la industria, a la agricultura y al rubro servicios. En suma, el impuesto a la exporta­ ción de salitre permitió al Estado financiar planes de modernización en diversas áreas sin necesidad de aumentar la carga impositiva interna, e incluso casi prescindiendo de esta fuente de ingresos, dado que a partir de 1888 derogó una serie de impues­ tos. En tiempos de bonanza las importaciones de vino francés superaron a las de maquinaria.79 El programa de reforma de la Liga, en la medida en que promovía la sobriedad en los estilos de vida y en los patrones de consumo, aspiraba a introducir cambios ma­ yores en aspectos claves de la alta sociedad, como lo eran sus formas de sociabilidad características y el papel desempeñado por las mujeres como símbolos de status social e iconos de prosperidad material. Desde el siglo XIX, en efecto, las mujeres casadas y solteras de posición exhibieron ostensiblemente, en eventos mundanos y lugares de moda, signos de opulencia como valiosas joyas y vestidos. Tales accesorios y atuen­ dos (a los cuales cabe sumar, por cumplir funciones análogas, destrezas sociales y artísticas como el manejo de idiomas extranjeros y la ejecución musical), fuera de servir para engalanar sus personas, manifestaban la identidad social de sus familias. Con la lectura de Martín Rivas, nos enteramos de que “entre las señoras, sobre todo, no se admite el paseo por sus fines higiénicos, sino como una ocasión de mostrarse cada cual los progresos de la moda y el poder del bolsillo del padre o del marido para costear los magníficos vestidos que las adornan en estas ocasiones”; hacia 1850, al menos según refiere Blest Gana, para las mujeres “sería un crimen de lesa moda el presentarse al paseo [de la Alameda] dos domingos seguidos con el mismo traje”, por lo que gozaban de sus placeres con menos frecuencia que los hombres.80 Si hasta una persona de costumbres austeras como Abdón Cifuentes (figura pública influyente, sin descender de ninguna familia linajuda), ya en la década de 1860 había estimado

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necesario posponer su matrimonio, en espera de poder costear las “obligaciones y las exigencias cada día más exageradas que las insensateces de la moda han creado al jefe de la familia”. Motivaba su conducta el deseo de evitarle a su mujer el riesgo de “descender en la condición social”.81 En 1874, por último, Marcial González había atribuido al consumo conspicuo cultivado en pos de la distinción social, nada menos que la “disminución de los matrimonios de gentes de calidad”. “Para la inmensa ma­ yoría”, sentenció con malestar, “el matrimonio ha venido á ser un verdadero objeto de lujo y por eso se retrocede ante las obligaciones que él impone, sin estimar en lo que valen las alegrías ni los goces de la familia”.82 Las mujeres que se tomaron la palabra, y proclamaron el derecho femenino a la educación y a un papel activo en la sociedad, deploraron la comodificación de las mujeres de clase alta; de hecho concibieron sus esfuerzos emancipatorios como un antídoto contra su condición tradicional de objetos decorativos destinados a la apreciación estética.83 A la vista de lo ya hecho por el feminismo, en 1921 alguien escribió, con evidente atolondramiento, que los tiempos en que las mujeres de la élite debían conformarse con un “puesto de espectable figuración social que reducía sus actividades en el interior del hogar a la categoría de un mueble fino -una curiosidad más que exhibir a los visitantes- y en el exterior a la fastuosa condición de un mani­ quí brillante”, eran cosa del pasado.84 En una sociedad de clases donde los patrones y estilos de consumo condicionaban el status social, amén de incidir en la calidad de las familias y en la conformación de la identidad personal, las mujeres, en particular las madres, tenían la misión de comprar los bienes requeridos para la adecuada decora­ ción de sus hogares, de sí mismas, y de sus hijas solteras. Los comerciantes capitalinos de prendas lujosas, por otra parte, hacían lo posible por vender sus productos, al pun­ to de trasladarse a Viña durante el verano en calidad de “tentadores ambulantes” que, debido a la buena acogida que tenían sus productos entre las mujeres, hicieron “crujir los dientes” de más de algún padre o marido.85 La caracterización de las mujeres como asiduas consumidoras, la creación de revistas femeninas que pretendían darles consejos en materias concernientes al gusto y la moda, y la reificación de las jóvenes en el mercado matrimonial, constituían facetas distintas de un fenómeno singular: el desarrollo temprano de una sociedad de consumo en Chile. Católicos tradicionalistas de ambos sexos se manifestaron contrarios a sus carac­ terísticas más sobresalientes (piénsese en el consumo conspicuo), arguyendo que la riqueza dilapidada en bienes de lujo podía ayudar a socorrer al pobre y a propagar los principios del catolicismo.86 Las integrantes de la Liga subrayaron los efectos negativos de los mecanismos tradicionales de recaudación de fondos para las obras de caridad. Las instituciones católicas de beneficencia a cargo de mujeres, desde el siglo XIX acostumbraron a celebrar eventos sociales como una manera de recabar recursos económicos; a inicios del XX, las organizaciones de caridad ofrecieron bai­ les, gardenpartiesen parques aristocráticos, corsos de flores, exhibiciones, conciertos,

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rifas y representaciones de teatro amateur con elencos de clase alta, a fin de obtener, año a año, el apoyo financiero de las familias más acaudaladas de Santiago. Estas actividades animaron la temporada social de la capital, gozando de permanente tri­ buna en las páginas sociales de la prensa. Puesto que poco o nada se distinguían de los eventos mundanos corrientes, presentando por tanto muchas de las características de una feria de vanidades, las voceras de la Liga y las autoridades eclesiásticas coincidie­ ron en tildarlas de vehículos proclives a la diseminación de los males que intentaban erradicar. Los fines buenos debían conseguirse mediante medios igualmente buenos. De esto se desprendía que la caridad cristiana no podía depender de prácticas contra­ rias a las enseñanzas de la Iglesia.87 Lo anterior, al igual que las objeciones morales al estilo de vida de las mujeres de la élite, tuvo como finalidad dotar al catolicismo del poder para gobernar y moldear el curso de la vida cotidiana.

Contra

la ignorancia religiosa:

LA FE ILUMINADA POR LA RAZON

Las mujeres que merecieron la reprobación de los sectores tradicionalistas por entre­ garse con indulgencia al goce de placeres mundanos, eran católicas afectas, como era la costumbre, a la dimensión ceremonial de su religión. Si no cada mañana, asistían a misa al menos una vez por semana y, cuando correspondía, participaban de los rituales y sacramentos cristianos que periódicamente definen, confirman y fortalecen la identidad espiritual y el sentido de pertenencia propios de la comunidad de los creyentes. Previsiblemente, sus críticos -hombres y mujeres- insistieron en el carác­ ter nominal de su catolicismo, llegando a sostener que la conducta de estas mujeres no se ajustaba a las enseñanzas y doctrinas de la Iglesia. En este contexto, cuantos promovieron reformas morales instigaron a sus lectores a subordinar sus conciencias y costumbres a los principios del catolicismo, tanto como a llevar una vida genuinamente cristiana.88 La problemática disonancia o dislocación entre las prácticas y las doctrinas, suscitó movimientos de reforma religiosa ya desde los tiempos de la cris­ tiandad primitiva. Durante la década de 1910, el convencional llamado a difundir las virtudes del catolicismo mediante el ejemplo brotado de una vida en armonía con sus principios, en Chile fue complementado y aun a veces opacado por la convocatoria a gestar un apostolado femenino equipado para enfrentar los desafíos que la sociedad contemporánea planteaba a la pervivencia del catolicismo como credo nacional, más allá del mero formalismo ritual. Tradicionalmente, las madres interpretaron un papel central en la temprana edu­ cación religiosa de sus hijos. Dado que las mujeres de la élite tendían a ser educadas en colegios de monjas o, si permanecían en sus hogares, por profesores privados o

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institutrices, su instrucción formal no divergía, y por ende tampoco rivalizaba, con las enseñanzas impartidas por sus madres, ratificándola más bien. La educación de las mujeres patricias, desde el advenimiento del laicismo, cobró un elevado valor estra­ tégico para la Iglesia, en el entendido de que su ministerio religioso sólo fructificaría con el auxilio doméstico de las madres como baluarte de los principios cristianos en el ámbito privado. Hasta inicios del siglo XX, así pues, los valores y los modos de vida inculcados a las jóvenes en sus casas, se vieron rara vez amenazados por la enseñanza de costumbres y cosmovisiones diferentes, puesto que las lecciones de las institu­ ciones externas a la familia, en lo medular no difirieron de las suyas. Las fuentes de conocimiento y los modelos de identidad alternativos, en el caso de las niñas y las jóvenes, fueron sometidos a un estricto control por parte de las madres y, en general, de los adultos. Durante décadas, volviendo a algo ya comentado, esto conllevó la existencia de tabúes referentes al tópico y alcance de las conversaciones, y la censura de las lecturas y de las representaciones teatrales y operáticas. Respecto a los varones, el asunto resultaba más problemático, porque ellos sí estaban expuestos a la influen­ cia formativa de instituciones y entornos sociales que no necesariamente reproducían la mentalidad de sus devotas madres. Establecimientos estatales como el Instituto Nacional, ya tenían fama de refugio de profesores irreligiosos y propagadores del an­ ticlericalismo con anterioridad a 1873, cuando el curso de religión se convirtió en un ramo optativo en el sistema de enseñanza pública. En el marco del conflicto religioso decimonónico, los alumnos de secundaria de las instituciones públicas y los colegios congregacionales, se trenzaron incidentalmente en episodios de violencia callejera; al menos en el caso de los pupilos del Instituto Nacional, ni siquiera se desestimó el re­ curso al vandalismo.89 Madres católicas casadas con liberales, sin duda atemorizadas ante la posibilidad de distanciarse de sus hijos adolescentes, en ocasiones se opusieron a su matriculación en establecimientos fiscales; en 1883, un periódico prorradical deploró el hecho de que un número de mujeres católicas, instigadas por el clero, es­ tuvieran convenciendo a sus maridos, hombres liberales pero irresolutos, para educar a sus hijos en colegios de congregaciones religiosas.90 Durante la República Parlamentaria, el clero condenó constantemente el rango secundario de la educación religiosa al interior del sistema de educación fiscal. La­ mentó con insistencia el deliberado esfuerzo por transformar a sus pupilos en indivi­ duos incrédulos, en retoños del anticlericalismo carentes de respeto por las costum­ bres y creencias que, actuando como soporte de atávicas jerarquías sociales, hacían posible la vida social civilizada. Privados de la guía espiritual y práctica suministrada por el catolicismo, los eclesiásticos argüían, sus estudiantes no contaban con los me­ dios necesarios para llevar una vida moralmente satisfactoria y, por consiguiente, so­ breponerse a las debilidades y limitaciones inherentes a la naturaleza humana. Desde esta perspectiva, una moral desvinculada de la religión les resultaba una aberración que presagiaba la ruina del consenso básico que posibilita la vida social.91 Durante el

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rectorado de Diego Barros Arana (1893-97), gran arquitecto e impulsor del Estado Docente, el clero denunció la diseminación y el arraigo de doctrinas seculares como el positivismo, el darwinismo y el materialismo, en las aulas de la Universidad de Chile.92 En la misma línea de argumentación, el proyecto de educación primaria obligatoria presentado al Congreso por un senador radical en 1902, se granjeó la irrestricta condena de la Iglesia. Para sus representantes, esa propuesta suponía una violación de los derechos naturales y por tanto inalienables de los padres y las ma­ dres sobre la instrucción de sus hijos; también evidenciaba una ofensiva anticatólica al descubierto en la voluntad de acrecentar las facultades y extender el alcance del sistema de educación pública, bastión tradicional y mayor canal de adoctrinamiento del radicalismo.93 En la década de 1910, la prominencia política adquirida por los estudiantes de la universidad estatal (quienes desde 1906 contaban con una federación) en tanto crí­ ticos del régimen oligárquico imperante, militantes del anticlericalismo y genuinos aliados mesocráticos de la clase trabajadora, refrendó la visión de los católicos que percibían al Estado Docente como un caballo de Troya al servicio de los enemigos de su fe.94 Por eso la creación de la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos obe­ deció a la necesidad de neutralizar a la Federación de Estudiantes de Chile (FECH); su objetivo fue venerar a las autoridades tradicionales, no poner en entredicho los cimientos del orden social. Por otra parte, con la aparición en escena de profesoras de manifiesto anticlericalismo, evidenciada con motivo del congreso de educación secundaria celebrado en 1912, el clero comprendió que ya no podía dar por descon­ tada la “natural religiosidad de nuestra mujer”, pues las ideas profanas comenzaban a conquistar entusiastas partidarias entre ellas también. Dadas estas condiciones, la educación católica de las mujeres debía convertirse en un importante frente en la lucha contra la difusión de “doctrinas contrarias a la Iglesia”.95 Antes de ocuparme de la educación femenina, creo oportuno evaluar de qué modo la instrucción pública presentó un desafío a las doctrinas de la Iglesia. La sala de clases constituyó el foro donde se batieron la fe en la verdad revelada y el escep­ ticismo en materias religiosas, reclamando cada cual, para sí, en forma exclusiva, el poder y el acervo del auténtico conocimiento. El clero deploraba el divorcio entre ciencia y teología, entre el conocimiento humano, falible por definición, y la ver­ dad revelada, reputada, contrario sensu, como absoluta.96 Sirviéndose de las ciencias naturales, de la historia y de la geografía como fundamentos incontrovertibles del conocimiento racional, los profesores anticlericales, según lo referido en la prensa confesional, invalidaban la veracidad histórica de la Biblia y cuestionaban dogmas de fe elementales. El catolicismo así apreciado se confundía con un sistema de supers­ ticiones sustraído al escrutinio de la razón por una institución obscurantista, reñida con la ilustración humana. Partiendo de este diagnóstico, el clero realizó cuantiosos intentos por reconciliar el conocimiento científico y la verdad revelada, arguyendo

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que la razón humana no podía conquistar certezas cardinales y progresos valiosos, a menos que se confiara a la solvente guía de la fe. En vez de representar el máximo antagonista de la cultura occidental, insistían en proclamar al catolicismo como la fuerza motriz de los logros artísticos, intelectuales y científicos, tanto del pasado como del presente. En términos históricos, el catolicismo había interpretado un rol progresista, en ningún caso retrógrado, en el desenvolvimiento de la civilización oc­ cidental; la Iglesia había asistido, y continuaba haciéndolo, al nacimiento de todo progreso.9 Al margen del esfuerzo realizado, es improbable que estos argumentos hayan sido capaces de persuadir, en caso de haber sido ésta su intención final, a los escépticos más blandos, ni qué decir a los consumados; en tales empeños, se advierte más bien el propósito de revitalizar las creencias de los propios católicos, tal vez algo zarandeadas por las corrientes ideológicas profanas. En Chile, como en el resto de Latinoamérica, la Iglesia Católica “confió, no en la nueva expresión filosófica de los dogmas religiosos, sino en la reafirmación dogmática de antiguas creencias”.98 Aunque originada en Europa, la impugnación de los dogmas y las creencias cris­ tianas derivada del progreso de las ciencias naturales, de la exégesis bíblica y del desarrollo de filosofías secularizadoras como el marxismo y el positivismo, con el tiempo alimentó agudos debates y sembró la inquietud acerca de la suerte a correr en Occidente por aspectos capitales del cristianismo. Se estila ver en estos tópicos elementos de un fenómeno más amplio, conocido como “tendencia general de se­ cularización”, a cuya luz se los estudia. Al respecto, hay que decir que muchas de las explicaciones postuladas por los estudiosos del tema se reducen a hipótesis basadas en un cuerpo de evidencia fragmentaria, del cual no se pueden inferir conclusiones inobjetables. Una compleja interacción entre factores socioeconómicos, políticos y culturales, a menudo de carácter elusivo aun cuando considerados por separado, da cuenta de la secularización de la “mente europea” durante el siglo XIX. Cabe consig­ nar que el conflicto entre fe y razón fue más agudo en el mundo católico romano. Sus autoridades se mostraron particularmente conservadoras en lo concerniente a la definición de los dogmas; en la línea del Syllabus (1864) de Pío IX, la condena incondicional a los postulados heterodoxos o heréticos, antes que el compromiso juicioso y la adaptación creativa, marcaron la pauta de acción oficial. Además, las órdenes religiosas, generalmente recargadas con labores pastorales, no estuvieron en condiciones de enfrentar con la requerida celeridad los nuevos desafíos y suscitar un grado mayor de entendimiento del mundo moderno por parte del clero, así como un nivel superior de acomodo a sus condiciones de existencia.99 Contra este telón de fondo, el eclesiástico Carlos Casanueva, nombrado rector de la Universidad Católica en 1920, preconizó la formación de una moderna “cosmovisión conciliadora de la razón y la fe” como el desafío y la función central de aquella institución.100 Dada la diseminación de ideologías rivales, las autoridades eclesiásticas estimula­ ron el desarrollo de una prensa capaz de permear la sociedad alfabetizada. Tal como

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los enemigos del catolicismo hacían uso de la prensa y la educación pública para conquistar la supremacía ideológica, así los católicos militantes debían fiarse a la palabra escrita y hablada, a fin de prevalecer en el libre mercado de las ideas. Hay que advertir, eso sí, que la merma de la fe no obedecía solamente a la acción corrosiva de abiertos competidores: las dudas existenciales también tenían su cuota de responsa­ bilidad en la erosión de las más íntimas certezas religiosas. La ciencia moderna, irres­ petuosa frente a la suprema verdad de la revelación divina y la acuciante realidad del alma, no representaba la causa principal del debilitamiento de la fe. En este plano, lo más determinante era la falta de esa “ilustración religiosa” requerida para invalidar o prevenir la acción de influencias perniciosas.101 La Revista Católica, sin los resultados esperados, aspiró a ¡lustrar a sus lectores, fuesen miembros del clero o del laicado. Con este fin publicó textos y estableció secciones referentes a materias doctrinales, morales y litúrgicas; a la historia de la Iglesia y a su desarrollo presente en el plano nacional e internacional; a controversias religiosas y al desarrollo de posturas católicas frente a temas de orden político y socioeconómico; y a documentos oficiales de sus autoridades radicadas en Chile o en el Vaticano, los últimos siendo especialmente traducidos por sus colaboradores. Esta revista fue deliberadamente concebida como otro púlpito a disposición del clero, como una extensión del ministerio pastoral con­ ducente a remediar la “ignorancia religiosa”, la que ya en 1892 había sido motejada por la máxima autoridad de la Iglesia chilena como uno de los “más lamentables males de nuestra época”.102 Para peor, se pensaba que la ignorancia religiosa de las mujeres hacía peligrar la educación católica de sus hijos, de tal suerte inerme ante el asalto de su naturaleza caída.103 De ahí que la consistente educación religiosa de las mujeres fuese conside­ rada como una condición previa a la moralización de la sociedad, de sus costumbres y de sus instituciones. La hegemonía social del catolicismo dependía del apostolado femenino ejercido en el hogar. Siendo la familia la unidad básica o el núcleo irre­ ductible del organismo social, este último se limitaba a reproducir, amplificándolo, su conjunto de sentimientos, valores y creencias. Pues bien, a las mujeres católicas correspondía, en su condición de esposas y madres, la tuición sobre la vida y el des­ tino espiritual de sus maridos y su prole, así como el establecimiento del “reino de Dios” en la sociedad doméstica. Habida cuenta esta misión, necesitaban contar con una “instrucción sólida” y una fe religiosa, antes que tributaria de factores externos a cada persona, abismada en el propio ser. Debían, en consecuencia, superar la fe superficial alentada por sentimientos emotivos, porque ésta, además de responder a condiciones fluctuantes, erráticas, carecía del vigor moral para sobrellevar sacrificios y conducir una vida auténticamente virtuosa. Después de todo, dicha forma de pie­ dad se acercaba demasiado al espíritu volátil del “sentimentalismo ó sensiblería”.104 Como dictaba un lugar común de la época: si los hombres forjan leyes inspiradas en las costumbres, son las mujeres quienes dan forma a estas últimas, atributo que las

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erige, descorrido el velo de las apariencias, en supremas legisladoras de la vida social. Atendiendo a cuanto estaba en juego a ojos de los católicos, hay que calificar de ardua la tarea encomendada a las mujeres, toda vez que en Santiago y en el resto del país, aun entre los jóvenes comprometidos con las causas confesionales, predominaba la ignorancia en temas religiosos, lo que disminuía drásticamente las posibilidades de éxito de la acción social y de las obras de evangelización. Esos jóvenes, que con tanta abnegación cooperan en las obras católicas y colaboran en nuestra prensa y sirven á nuestra causa con tanta energía y entusiasmo, no siempre tienen -se lamentó en 1909- aquella preparación que corresponde á las primeras filas en que

militan y en donde tendrán necesariamente que sostener muchas veces los asaltos de los

enemigos de la fe.105

Los fundamentos de la fe no podían asentarse exclusivamente en las tradiciones familiares y en los sentimientos religiosos. La fe con arraigo en el “corazón” pero privada de las “luces del entendimiento”, ofrecía flancos descubiertos al ataque del escepticismo y de las ideas antirreligiosas, que así hallaban fácil presa en ella. De perpetuarse tales condiciones adversas, resultaba improbable “restaurar” el espíritu cristiano de la sociedad. “Edificamos [...] sobre arena, si no echamos por base la instrucción religiosa”.106 Esta voz solitaria devino en coro mixto durante la próxima década. Ya en 1910, Adela Edwards de Salas, destacada fundadora de la Liga y artífice de su expansión nacional, deploró la “falta de instrucción religiosa” observada en las “clases altas”, añadiendo a renglón seguido: “son pocos los padres que hacen que sus hijos se ins­ truyan como deben en su religión”. Convencida de que la élite tenía el deber de propagar los principios del catolicismo, escribió: “las niñas deben prepararse más, porque deben saber responder cuando se les impugne en aquello que tienen de más sagrado; y a su vez, al formar otros hogares, formar otros tantos corazones dispues­ tos á levantar la sociedad, si desgraciadamente decae; pues son los de arriba mucho más culpables si no dan el ejemplo que deben”.10 De manera similar, en 1912, el vicario general Martín Rücker, en una conferencia ofrecida a un grupo de obreros en la Universidad Católica, abordó el tema de la ignorancia religiosa, mal que causaba estragos en sociedad chilena, lo mismo que en el resto del mundo. Para dimensionar la magnitud de semejante problema y establecer sus consecuencias venideras (de tal alcance, que llegaban a confundirse con la eternidad), Rücker invocó su propia experiencia, los trabajos de autores europeos, y la encíclica Acerbo nimis, de Pío X. Las mayores causas de la “ignorancia religiosa” aducidas por Rücker ya resultan fa­ miliares; comprenden factores tales como la crisis de la familia católica, el carácter de la educación pública, la difusión del positivismo, del socialismo y del anarquismo, además de la vital prensa profana. La generalizada “corrupción de las costumbres” y

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el consiguiente colapso de la estructura de la sociedad: no otra cosa cabía esperar de la actual ignorancia religiosa. Esta, argüyó, era “en la actualidad el peor enemigo de la Iglesia, porque es el que más víctimas produce en las filas de los católicos”. Este tipo de “enfermedad” demandaba medidas tan rápidas como radicales, que iban desde el estímulo a la prensa católica, hasta la implementación de reformas educaciona­ les. Toda su argumentación trasluce un cambio respecto a las formas de religiosidad juzgadas hasta entonces como legítimas, engranada a su vez con una crítica larvada a la aproximación tradicional a la religión. Para Rücker, esta última no se reducía a “algo puramente sentimental”, como tantos católicos creían, en atención a su propia experiencia. La religión no consistía en una excusa para poner de manifiesto los pro­ pios sentimientos, sino en una fe asentada en un cuerpo doctrinal, que hundía sus raíces en el “corazón” no menos que en la “cabeza”, comportando así un credo tan emocional como intelectual.108 La organización de círculos de estudio y conferencias en instituciones católicas que aglutinaban y convocaban a personas de ambos sexos y diferentes clases sociales, evidenciaba un consenso en torno a la necesidad de formar un grupo de católicos religiosamente ilustrados y, por ende, capaces de defender y propagar sus creencias. A fin de cuentas, como se afirmó en 1912, un crecido número de católicos de la capital, no estando al corriente de las “cuestiones actuales”, carecían de la preparación de rigor para “resistir a los asaltos de la impiedad, y menos todavía para pulverizar sus argumentos. Es necesario instruirlos”.109 La Liga, vanguardia de las organizaciones femeninas católicas, fue una de las principales aliadas de la Iglesia en su afán por tonificar la religiosidad y las prácticas católicas de la familia y, por extensión, de la sociedad entera. A sus adherentes no se les escapaban las implicancias domésticas derivadas del desafío ideológico inherente al Estado Docente. El vocero oficial de la Liga advirtió sobre los efectos negativos que la educación fiscal laicizante acarrearía respecto a la relación de las madres con sus descendientes. La juventud de ambos sexos, desprovista de una educación católica y adoctrinada en ideas irreligiosas, terminaría por desechar la fe de sus madres, argu­ mentando que ésta representaba un desdeñable vestigio de primitivas supersticiones preservadas por efecto de la ignorancia. Como corolario de este divorcio cultural, las madres serían despojadas de cualquiera autoridad moral legítima sobre su escéptica prole, moldeada a imagen y semejanza de los impíos principios del radicalismo.110 A partir de estas premisas, las integrantes de la Liga abogaron sistemáticamente por una mejor instrucción femenina, y en particular por una más acabada educación religio­ sa, aduciendo que de estos logros dependía la formación de la base de apoyo para el desenvolvimiento del apostolado femenino. La fe simple, humilde, intuitiva y sentimental, antes cultivada por las mujeres, aunque apropiada para el carácter dócil y acrítico de los infantes, no podía aspirar a disipar las dudas e incertidumbres de la mente adolescente, peligrosamente sus­ picaz de las autoridades tradicionales y las creencias heredadas. Las madres debían

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interiorizarse sobre las doctrinas y los dogmas católicos y adiestrarse en la historia de la Iglesia, con miras a premunirse de los recursos necesarios para apaciguar la conciencia de sus hijos e hijas y, de paso, liberar sus almas de las tribulaciones del es­ cepticismo. Mediante la reducción de la brecha generacional, la educación femenina en sintonía con el presente forjaría sólidos vínculos afectivos entre las madres y sus hijos, incrementando por esta vía su capacidad orientarlos y prevenir su apostasía al momento de encarar el horizonte, moral e intelectualmente más diverso, de la juven­ tud y la adultez. Reconocido el imperativo de realizar la defensa del propio credo en términos que apelaran por parejo a la inteligencia y al corazón, a la fe del carbonario tocaba sumar el conocimiento. La cruzada contra las doctrinas antirreligiosas no sólo requería de un conocimien­ to satisfactorio sobre las diversas dimensiones del catolicismo; demandaba, también, cierta familiaridad con los argumentos esgrimidos por sus enemigos. Una apreciación comprehensiva de las fuerzas en pugna redundaría en beneficio del bando católico, de este modo mejor habilitado para responder y rescindir los ataques a su credo. Era menester reconciliar fe y razón, al punto de movilizarlas en pos de objetivos comunes: el cultivo de una experiencia religiosa profunda y el aumento de la comunidad de los creyentes. En conformidad con la literatura contemporánea que abordaba el tema de la domesticidad, uno de los fines de la educación femenina consistía en transformar a las esposas católicas en consejeras morales y confortadoras de sus maridos. Subyacía a este apostolado ilustrado la convicción de que la fe religiosa necesitaba ser reforzada y vitalizada con el conocimiento y la comprensión de los entresijos del catolicismo al alcance de los seres humanos. Como el intelecto también interpretaba un papel en la vida del espíritu, las madres no podían desatender sus solicitudes y apremios, en caso de aspirar a ser efectivas guías del peregrinaje terrenal de sus hijos, y convincen­ tes defensoras del catolicismo. La sustancia de la religión ya no podía reducirse a las emociones desencadenadas por formas ostentosas de piedad, ni al esplendor de los rituales y las ceremonias, ni, en general, a la parafernalia tradicional del catolicismo. Fuera de actuar como antídoto de la frivolidad de las mujeres acomodadas, de su afición por los pasatiempos mundanos, la moda y la lectura de novelas, el cultivo de la inteligencia femenina, según se infiere de los textos relativos al asunto, dejaba atrás su imagen de aliado insidioso de la incredulidad, convirtiéndose ahora en una fuente de compromiso religioso.111 Tanto en sus conclusiones generales como en las expo­ siciones individuales de sus participantes, el Congreso Mariano suscribió la urgente necesidad de mejorar la educación femenina, a fin de contrarrestar la creciente in­ fluencia social alcanzada por las ideas y tendencias opuestas a las enseñanzas católicas y a la supremacía de la Iglesia.112 “La instrucción religiosa de la mujer”, una cruzada aseveró en 1918, “debe ser la piedra angular que sostiene firme e inconmovible el edificio social”.113 De esto se des­ prende que el radio de acción de las mujeres ilustradas con vocación apostólica tras­

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cendía la guía espiritual de su progenie. A las mujeres católicas también correspondía dejar su impronta en las costumbres y creencias de sus maridos, empleados y sirvientes.114 Esta había sido, y hasta cierto grado aún era, una tarea tradicionalmente femenina, que implicaba una forma de colaboración con la Iglesia subsidiaria de la posición social de las mujeres de clase alta y en especial de su condición de patronas. Junto a la organización anual de misiones en las haciendas (o propiedades) de sus fa­ milias, las mujeres de la élite -a menudo madres asistidas por sus hijas- favorecieron la difusión de prácticas y creencias católicas a través de la enseñanza del catecismo, inculcado en sus sirvientes los principios de su credo, y encabezando a diario el rezo del rosario por parte de la sociedad doméstica, que, para el caso, incluía tanto a los familiares como a la servidumbre.116 Como he adelantado, al promover un apostolado femenino de corte ilustrado, las voceras de la Liga a veces estimaron prudente estudiar tópicos profanos, si bien bajo la ortodoxa tutela de maestros y autores católicos. La intención era “formar nuestro criterio en todo lo que se refiere al movimiento del mundo en sus tiempos pasados y en su actualidad”. Ningún tema podía resultar inteligible, a menos que fuese ponderado a la luz de la herencia del catolicismo y las sagradas enseñanzas de la Biblia. El “estudio serio y concienzudo” emprendido por las mujeres había de “contrarrestar” los efectos nocivos derivados del menoscabo de la religión al interior del sistema de enseñanza pública, y la consecuente adulteración de las letras y las ciencias en tanto ramas del conocimiento humano. En este escenario, el verdadero saber (organizado desde una perspectiva dogmática) revestía las cualidades de un “arma poderosa en la defensa de nuestra fe”.116 En la actualidad, la mujer católica debía estar familiarizada con las materias de orden religioso, lo mismo que con las “ciencias i letras profanas, para poder tener así más influencia sobre los demás; y gozando de mayor prestigio ante aquellos mismos que condenan su creencia, podrá convencerlos más fácilmente de las verdades en que está tan penetrada y disipar sus falsos razonamientos”.11 Gracias al desarrollo de una prensa pluralista y dinámica a través del país, según lo expuesto en el capítulo previo, hacia 1900 la sociedad chilena alcanzó niveles in­ éditos de diversidad ideológica. La contraofensiva encabezada por la prensa católi­ ca, que para tales efectos recurrió a todos los medios impresos disponibles, a fin de captar una audiencia vasta y socialmente heterogénea, corrió a la par con la promo­ ción de un apostolado femenino asertivo, al cual, por lo demás, no dejó de prestarle estímulo. Durante la década de 1910, tanto la Liga como las otras instituciones católicas lograron dar expresión práctica a sus ideas. La Universidad Católica orga­ nizó conferencias públicas. La sede capitalina de la Liga sostuvo, bajo la dirección de un sacerdote jesuíta, seminarios orientados a ilustrar a mujeres adultas y jóve­ nes. La institución también impartió cursos de religión en ciudades y pueblos de provincia, al tiempo que sus integrantes locales catequizaban en los barrios pobres.

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En los seminarios organizados en Santiago, se abordaron géneros apologéticos, a la vez que se trataban temas referentes a la familia, a la relación entre la Iglesia y el Estado, y al modo de afrontar las miserables y expoliadoras condiciones de vida de los sectores populares. Este último asunto representaba una materia política candente, y un tópico crucial en la agenda reformista de la Liga. Sin ir más lejos, su curso de estudios sociales tenía como finalidad instruir a las mujeres “en la forma moderna y científica [...] de practicar la caridad y el apostolado”."8 El alivio de la pobreza reclamaba ahora medios y métodos no convencionales. A las organizacio­ nes de caridad les hacía falta un remozamiento urgente. Reconocida esta necesidad, se llamó a las mujeres a sanar las heridas del cuerpo social y a prevenir un mayor deterioro de su esqueleto por obra de la lucha de clases y las irrisorias desigualdades sociales. El Eco, obedeciendo a esta tendencia, el 1 de febrero de 1915 cambió su subtítulo “Dios, Patria, y Familia”, por “Periódico de Acción Social Femenina”. La Liga encabezó los primeros esfuerzos femeninos tendientes a instaurar un orden social cristiano, no sólo al interior de la familia, sino también en el conjunto de la sociedad chilena.

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maternidad social

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En la segunda mitad del siglo XIX, los rangos superiores de las clases populares urba­ nas crearon una serie de organizaciones destinadas a mejorar sus condiciones de vida y de trabajo. Durante este periodo, los líderes del movimiento asociativo empezaron a desarrollar una identidad política autónoma y una conciencia de clase distintiva. Desde la década de 1870, la clase trabajadora urbana condujo un número creciente de campañas de reforma político-económica y movimientos de protesta social, implementando acciones conjuntas o coordinadas entre organizaciones laborales de di­ ferentes ocupaciones y ciudades. A continuación de la Guerra del Pacífico, la red de asociaciones laborales se fortaleció y se expandió; la prensa popular hizo suyas las causas de la democracia política y la justicia social. Periódicas huelgas masivas dieron cuenta de las crecientes capacidades organizacionales del movimiento popular, y de su confianza en la movilización como forma de acción colectiva. En las postrimerías de los 1880s, se estableció la primera sociedad mutual femenina. Después de la primera huelga general (1890), los tradicionales artesanos de corte reformista fueron gradual­ mente desplazados de la vanguardia del movimiento popular organizado, en adelante copada por los líderes de un proletariado moderno, heraldos de doctrinas socialistas y anarquistas. Bajo su influencia, crecientes sectores de las clases trabajadoras fueron derivando hacia posiciones confrontacionales de cara a sus empleadores y al Estado. Las autoridades públicas, alarmadas por las amenazas a su concepción del orden pú-

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blico, en varias ocasiones dieron curso a la represión armada de sus protestas, lo que desembocó en una serie de masacres en la década inaugural del siglo XX. Fue en esta época de lucha de clases y radicalismo obrero en alza, cuando las organizaciones laborales anarco-sindicalistas de Santiago y Valparaíso irrumpieron como punta de lanza del movimiento popular. En los 1900s, líderes obreros como Luis Emilio Recabarren, miembro del Partido Demócrata, sirvieron de inspiración y prestaron apoyo a la organización de mujeres en sociedades de resistencia propias, y a su incorporación a otras mixtas; todo lo cual repercutió en una actitud más confrontacional hacia el Estado y sus empleadores. Como sea, la movilización de las mujeres trabajadoras estuvo habitualmente subordinada a un liderazgo y a unos objetivos masculinos, dado que los temas de género rara vez adquirieron prominencia en la agenda reivindicativa del movimiento laboral y en el discurso crítico de la prensa obrera. Después de un breve episodio de énfasis en tópicos feministas (1905-8), la prensa y las organizaciones obreras tendieron a ignorar el tema de la discriminación de género. Excepciones aparte, sus líderes y voceros -hombres en su inmensa mayo­ ría- compartieron valores tributarios de concepciones de género tradicionales, cuyos lincamientos generales no cuestionaron. Los componentes básicos de la ideología referente a materias domésticas gozaron de entusiasta respaldo en todos los niveles de la jerarquía social. En último término, la definición de la esfera doméstica como el dominio primordial de las mujeres, y de la fuerza laboral femenina como una secuela deplorable de la lógica deshumanizadora del capitalismo, restringieron severamente la viabilidad del “feminismo obrero” en tanto fuerza motriz del cambio social, ya en el lugar de trabajo, ya en el hogar, ya en el mismo movimiento popular organizado. En pos del desarrollo económico y el control social, los empleadores y las auto­ ridades públicas decimonónicas a menudo intentaron forjar una fuerza laboral disci­ plinada, a través de una comprehensiva y autoritaria regimentación de la vida de los trabajadores. Si bien la primera condena de la explotación de los sectores populares nos retrotrae a 1811, recién en las tres últimas décadas del siglo la denuncia de su aflicción material y espiritual alcanzó la notoriedad de un tema de interés público, crecientemente tratado en la prensa, analizado en conferencias, debatido en clubes políticos, abordado en el parlamento, considerado por funcionarios de Estado y es­ tudiado en las universidades. Sólo una minoría de las cúpulas políticas, desde demó­ cratas a conservadores, prestó la debida atención a la “cuestión social”, no obstante la alarmante evidencia a la mano en los principales centros urbanos, particularmente en la capital. Durante el siglo XIX, un éxodo rural masivo transformó en forma sus­ tancial el cariz de Santiago. Los arrabales sobrepoblados, las viviendas desprovistas de mínimas condiciones higiénicas, y la polución medioambiental de esos sectores de la ciudad, presentaban un contraste ominoso con el esplendor material del “vecindario decente”. El crecimiento urbano fue rara vez sometido a la supervisión racional y efectiva de las autoridades municipales. Las regulaciones estatales orientadas a me­

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jorar la calidad de las viviendas populares y aliviar el pauperismo urbano, por lo general no se llevaron a la práctica. Durante la República Parlamentaria, en síntesis, una importante proporción de los sectores populares sobrevivía expuesta a la miseria extrema, padeciendo por los magros servicios urbanos, la inestabilidad laboral, el permanente subempleo, los bajos salarios y los regímenes de trabajo draconianos, en condiciones inseguras e insalubres. Los habitantes acomodados de Santiago percibieron en los barrios pobres, atesta­ dos de gente, una amenaza al orden social, un foco de corrupción sanitaria y moral. Sobre todo a contar de la década de 1880, instituciones públicas, y en especial aso­ ciaciones privadas formadas principalmente por sectores católicos, implementaron medidas que buscaban atenuar los padecimientos de las clases trabajadoras urbanas y reducir su distanciamiento político-ideológico, inducido por la propaganda socialista y anarquista. Sin restarle valor a estas iniciativas pioneras pero aisladas, cabe precisar que sólo significaron paliativos temporales, que beneficiaron únicamente, conforme al designio de sus artífices, a un reducido número de trabajadores católicos; lejos de su intención hallar soluciones definitivas y globales a las penurias de las clases desti­ tuidas, al margen de cualquiera discriminación. El diligente núcleo de políticos comprometidos con la “cuestión social”, intentó despertar cierta conciencia social entre sus pares y redefinir las caducas agendas polí­ ticas de sus respectivos partidos, para dar cabida a los nuevos desafíos. Contravinien­ do los axiomas básicos del liberalismo clásico, predicaron, si bien en grados diversos, la necesidad de que el Estado asumiese un papel más activo en la promoción del bien­ estar material de los sectores menos favorecidos de la población. Las magras reformas sociales consentidas por la clase dirigente, respondieron, en gran medida, a la presión ejercida por las numerosas huelgas efectuadas en Santiago y en Valparaíso, más que al convencimiento obrado por las solicitudes y los argumentos de sus colegas políticos, de los profesionales de la salud o de las autoridades eclesiásticas. A comienzos del siglo XX, las huelgas y los disturbios suministraron evidencia de primera mano sobre la radicalización experimentada por el movimiento laboral, explicable por la hostili­ dad de los empleadores nativos y extranjeros a la organización de los trabajadores y, asimismo, por la ausencia de un sistema de relaciones industriales capaz de resolver los conflictos entre la fuerza laboral y el capital. Por añadidura, la legislación sobre la materia aprobada durante la República Parlamentaria, no sólo fue insuficiente desde todo punto de vista, además de rara vez implementada, sino inefectiva, porque los empleadores a menudo sortearon o simplemente ignoraron sus disposiciones. Hacia el cambio de siglo, la visibilidad del empleo femenino en las áreas de servicios, comercial y manufacturera, daba fe de la importante participación de las mujeres en la fuerza de trabajo urbana. Conste que en 1907 casi un tercio de la po­ blación económicamente activa estaba conformada por mujeres. Sus aflicciones ma­ teriales superaban las de los hombres y por razones que excedían al rol subordinado

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que a éstas cupo en suerte en el seno del movimiento laboral. Aparte de contar con menos oportunidades de trabajo, las mujeres recibían remuneraciones inferiores a las percibidas por los hombres, aun si realizaban el mismo trabajo. La devaluación eco­ nómica de los oficios feminizados agravaba su situación. No era raro que las mujeres del pueblo, abrumadas por las penurias económicas, recurriesen por necesidad a la prostitución, con mayor o menor asiduidad. Junto a los niños, las mujeres integraban el grupo más vulnerable del mercado laboral; por ende, el más necesitado de decisiva ayuda y protección, fuese pública o privada. La explotación laboral de las mujeres concernía a la sociedad en su conjunto, pues ellas eran vistas como naturalmente res­ ponsables de la crianza y el bienestar de la familia. Percibidas como las administrado­ ras innatas del capital humano de la nación, se estimó que en su cuidado residía parte de la clave para revertir la declinación nacional generada, entre otros factores, por las altísimas tasas de mortalidad infantil y las deterioradas condiciones de salud de las clases trabajadoras. La temprana definición de las mujeres como agentes y objeto de políticas eugenésicas data de este periodo. De ahí que se juzgara el empleo femenino no regulado como un tópico clave de la decadencia social tenida por axiomática en­ tre ciertos sectores; en virtud de esta relación sombría, existía consenso respecto a la pertinencia de hacerlas destinatarias prioritarias de las reformas sociales.119 Ya durante la segunda mitad del siglo XIX, conviene tener presente, los médicos habían comenzado a definir la maternidad como un asunto de interés público, no circunscrito al ámbito familiar ni al orden individual, sino dotado de una dimensión social. Ante el flagelo de la mortalidad infantil y las deficiencias en la crianza, pro­ movieron la enseñanza de la puericultura, con miras a socializar a las mujeres en las virtudes de una “maternidad científica” que reportara dividendos en la formación de las futuras generaciones del país. Reclamaron, con este fin, la intervención del Esta­ do y el compromiso de la sociedad civil, logrando, de hecho, concientizar a diversos sectores de la población, y en especial de la clase dirigente, sobre la necesidad de dar protección legal y atención sanitaria a madres y párvulos, para progresar en la reso­ lución de la “cuestión social”. Fue la mujer popular la principal protagonista de este discurso referente a la maternidad, así como el objeto central de las medidas e ini­ ciativas inspiradas en sus planteamientos.120 A la zaga de la seminal encíclica Rerum novarum (1891) de León XIII, algunas mujeres de clase alta pusieron en marcha ini­ ciativas tendientes a proteger, educar y organizar a las trabajadoras, con la esperanza de mitigar, en ausencia de un Estado benefactor, las dislocaciones suscitadas por la industrialización y el crecimiento urbano en el entramado de los roles de género y en la organización de las familias. Al suscribir la doctrina social de la Iglesia conforme a los postulados de León XIII, las autoridades eclesiásticas chilenas validaron oficialmente, al tiempo que les otorgaban nuevo ímpetu, las actividades de una vanguardia reducida pero muy activa de católicos ya fogueados en la organización de asociaciones de trabajadores. Durante

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la República Parlamentaria, el clero y los miembros del laicado preocupados de la materia, en general concibieron la “cuestión social” como un síntoma y una secuela de la declinación moral (o secularización) de la sociedad chilena, desencadenada por la difusión de la propaganda irreligiosa y la renuncia de la clase alta a ejercer sus de­ beres cristianos para con sus subordinados. Según esta corriente de argumentación, los sectores populares urbanos, faltos de principios religiosos, desecharon la resigna­ ción cristiana, empezando luego a codiciar los bienes de los ricos. Instigados por las doctrinas socialista y anarquista, los trabajadores se entregaron de lleno a la lucha de clases (o el activismo laboral). El trabajo se transformó en una carga odiosa, dejando de representar una fuente de gratificaciones espirituales y eternas, por remisión a otra vida. Las autoridades políticas y sociales, privadas de legitimidad sagrada a ojos del pueblo así descuidado, de agentes terrenales de un orden divino y natural, com­ prometidos con la búsqueda del bien común, habrían degenerado en gobernantes y empleadores con estigma de opresores. Asunto de importancia no menor este último, ya que el debilitamiento de la moralidad católica en la cúspide de la jerarquía social constituía un elemento de peso en el marco explicativo del catolicismo social. De acuerdo a sus premisas, la generalizada indigencia de la clase alta ante las aflicciones de los pobres de la ciudad, explicaba i buena parte la beligerancia de los trabajadores, comprensiblemente irritados por haber sido abandonados a su propia suerte. Los patrones debían ocuparse de las cuitas de sus sumisos inquilinos impulsados por la caridad cristiana, no menos que por la debida ponderación de sus intereses económi­ cos y el miedo a la irradiación del socialismo al mundo rural. Desde este punto de vista, los conflictos sociales, la militancia laboral, la explota­ ción económica y la miseria deshumanizadora, aparecían casi invariablemente como los efectos materiales de una enfermedad espiritual, antes que como las consecuen­ cias de un desarrollo industrial desenfrenado, de desigualdades sociales extremas y del acelerado crecimiento urbano. No es raro, entonces, que las soluciones concebi­ das hayan descansado fuertemente en la instrucción religiosa, la caridad privada, la magnanimidad de empleadores y latifundistas, y la existencia de sociedades mutuales (bajo la tuición de clérigos y prominentes católicos). Si la legislación de bienestar social fue vista como una forma de moderar el proceder de los empleadores rapaces, a la mediación estatal en las relaciones entre capital y trabajo tocaba reproducir, a una escala mayor, el rol paternal asociado al tradicional patrón cristiano. En la auténtica sociedad católica, abierta o veladamente identificada con una imagen idealizada de la hacienda, se conjugaba la existencia de una rígida estructura jerárquica con las bon­ dades de la armonía social: la resignación y deferencia del necesitado tenía como con­ trapartida la benevolencia y protección del privilegiado. Así entendida, la “cuestión social” provenía de las falencias de la élite; y este diagnóstico urgía de sus integrantes un vigor moral renovado y su redención personal como benefactores naturales del pueblo chileno, en las ciudades y en el campo.121

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Inclusive la conservadora agenda de reformas elaborada por los católicos “progre­ sistas”, encontró detractores que la juzgaban una amenaza para el orden social (o, si se prefiere, el statu quó). La mayoría de los católicos de posición se opusieron a ella -algunos frontalmente, otros en forma oblicua. El líder conservador Juan Enrique Concha, pertinaz defensor de las clases desvalidas, les mereció sospechas a sus corre­ ligionarios políticos y sus pares sociales; a muchos les inspiraban desagrado y descon­ fianza los postulados del catolicismo social, al cual encontraban demasiado cercano al socialismo. En este contexto, la Iglesia se esmeró en crear conciencia entre los feligre­ ses pudientes respecto a sus responsabilidades históricas frente a la trágica situación de los destituidos, urbanos y rurales, así como ante los urgentes desafíos a encarar producto de semejante orden de cosas. Siendo elitista su aproximación al tema, re­ sultaba crucial, para maximizar los esfuerzos, orquestar y ponderar las iniciativas ya en marcha, evaluar el estado actual de su acción social, sopesar sus desafíos y, a partir de esta base, definir líneas de acción orientadas a impulsar su futura diversificación y expansión territorial En síntesis, la integración de las organizaciones y empresas católicas debía generar un sistema de apoyo mutuo, en el cual cada entidad partici­ pante prestara apoyo al funcionamiento global del entramado institucional y orga­ nizativo.1’2 La Liga desempeñó esta tarea en el campo de las asociaciones femeninas, incorporando a su junta central a la mayoría de sus presidentas o representantes.125 En esta materia, no puede obviarse el carácter precursor del primer Congre­ so Eucarístico (1904). En éste se reconoció la apremiante necesidad de contar con un “centro común” capaz de proveer, en palabras del presidente del congreso, una “dirección uniforme” a los directores de “obras católicas”, a fin de “evitar que se multipliquen innecesariamente obras análogas con desmedro de las existentes, ó que se desperdicien recursos no despreciables, iniciando algunas de dudosa utilidad”.124 Significativamente, la sección de “obras sociales” fue considerada la más importante del congreso, en cuyas reuniones se acordó iniciar un curso de economía social en la Universidad Católica, como una forma de asentar la acción social católica sobre una comprensión más acabada de los diferentes aspectos de la “cuestión social”. El 1 de julio de 1909, adicionalmente, La Revista Católica inauguró una nueva sección titulada “Acción social”, con el objeto de ofrecer al clero la información requerida para asumir un papel protagónico en las obras de perfeccionamiento social, econó­ mico y moral de la sociedad chilena. Con arreglo a estas premisas, el arzobispo de Santiago estableció un curso de sociología en el seminario. Siguiendo el ejemplo del Congreso Eucarístico, en 1910 se organizó un Congreso Social Católico con la finalidad de contribuir de manera constructiva a las actividades del Centenario. Este congreso operó como una plataforma para la expansión de la acción social católica a las provincias, de manifiesto en la fundación de asambleas provinciales, sociedades de temperancia, ramas de la Federación de Obras Católicas y patronatos.

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La Liga también hizo lo suyo, al punto de abrir otra brecha para el avance de la acción social de los católicos. En agosto de 1914 estableció el primer sindicato femenino católico del país. Este quedó integrado, originalmente, por empleadas de oficinas de correo y de casas comerciales. Aun cuando las integrantes de la Liga toda­ vía consideraban que el lugar más apropiado para las mujeres era el hogar, el trabajo asalariado femenino constituía un dato de la realidad contemporánea y, por eso, un asunto que reclamaba atención. Al principio, el sindicato tuvo un carácter patronal, esto es, quedó subordinado a la autoridad de Amalia Errázuriz, presidenta de la Liga, y a un directorio compuesto por integrantes de la misma. Recién en la década de 1920, las trabajadoras del sindicato en cuestión se libraron de la tutela de las mu­ jeres de clase alta, si bien conservaron sus vínculos con las autoridades eclesiásticas. En concreto, el sindicato les ofreció cuidados médicos, servicios legales, ayuda en tiempos de desempleo, cursos sobre ramos como lenguas extranjeras y mecanografía, conferencias, actividades recreacionales y una librería. Contó, desde temprano, con su propia publicación mensual, La Sindicada Católica. Aunque respondió básica­ mente al modelo de las sociedades mutuales, también buscó promover cambios en las relaciones entre capital y trabajo, a través de medios legales o de otra índole. Junto con velar por la puesta en práctica de la legislación laboral existente, intentó mejorar las condiciones laborales de sus integrantes. Con el propósito de resolver conflictos laborales, las líderes de la Liga ocasionalmente sacaron provecho de su ventajosa posición social y de sus consiguientes conexiones. Después de la fundación de otros dos sindicatos, las tres instituciones laborales patrocinadas por la Liga en Santiago, sumaron un total de ochocientas afiliadas en noviembre de 1916. Este año, además, se fundaron sindicatos femeninos católicos en Valparaíso y Concepción. 125 Para las líderes de la Liga, los sindicatos representaban la forma más efectiva de organización laboral y, en consecuencia, instrumentos adecuados para elevar el nivel de vida de las trabajadoras y de sus familias. La organización y movilización de la fuerza laboral femenina tenía como finalidad contrarrestar el apoyo popular conci­ tado por las sociedades de resistencia socialistas; del éxito de esta iniciativa dependía la posibilidad de instaurar una dinámica de cambio social sin efectos disruptivos. A diferencia del caos y de las ganancias de corto plazo del socialismo, el activismo cató­ lico pregonado por la Liga prometía, ajuicio de sus integrantes, un progreso de largo aliento, ceñido a un orden social cristiano.126 El compromiso de las adherentes de la Liga con la mejoría de las condiciones laborales de las mujeres, las impulsó a desarrollar una discusión acerca del trabajo femenino con referencia al tema de los derechos, introduciendo, por esta vía, reno­ vados puntos de vista en el debate en curso sobre la “cuestión social”.12 Su preocu­ pación ante la incorporación masiva de mujeres a la fuerza laboral urbana, también respondió a la existencia de mujeres de clase alta que, empobrecidas por una u otra razón, se encontraban necesitadas de trabajo remunerado, tanto para mantenerse a

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sí mismas como para solventar los gastos de sus familias. Es plausible que la pau­ latina declinación o deslegitimación de ancestrales formas de solidaridad familiar hayan tornado indispensable el socorro a personas hasta entonces descuidadas por las organizaciones de caridad. Otra hipótesis no desestimable supone postular que la confluencia del régimen de gastos impuesto por el tren de vida aristocrático, haya aumentado a tal grado el flujo de movilidad social descendente, que el afán de las “señoras de Santiago” por “proteger a familias ‘decentes’ que han caído en la miseria”, distara de resultar suficiente.128 Como sea, la Liga constituyó la primera institución que promovió resueltamente la ayuda solidaria a las familias de la élite caídas “en la abyección de la pobreza' (énfasis mío).129 La estigmatización del trabajo remunerado, que supuestamente degradaba a las mujeres de clases media y alta, fue un prejuicio tan popular como difícil de erradicar: a pesar de haber sido criticado una y otra vez durante la década de 1910, a veces incluso siguió afectando a las personas comprometidas con la protección del trabajo femenino y el auxilio de las trabajadoras.130 Excepción hecha de las mujeres de clase baja, no era bien visto que las de clase alta y, en menor grado, de clase media, se ocu­ paran en el mercado laboral; en consecuencia, ante la eventualidad de verse privadas de ingresos adecuados, y por ende compelidas a emprender trabajos remunerados fuera de sus hogares, arriesgaban su dignidad y su status. De ahí que en 1913 la Liga abriera una tienda donde podían venderse sus labores de mano en términos favora­ bles, y esto en circunstancias que las eximían de los costos sociales derivados de una relación comercial abierta, cara-a-cara.131 En 1916, año en que la Liga creó una bolsa de trabajo, la suma nada despreciable de 149 familias vendían sus productos en la tienda de la institución; dos años más tarde, Amalia Errázuriz afirmó que la tienda “ayuda muy eficazmente a un gran número de familias honorables que se encuentran en situación aflictiva”, ofreciéndoles los “medios de ganar dignamente el pan, sin te­ ner que acudir a la humillación de la limosna”.132 A semejanza de las otras iniciativas de la Liga, las únicas mujeres con derecho a gozar de sus servicios fueron las que com­ partieron plenamente sus “ideales religiosos”.133 En 1917, la tienda sería catalogada, a partir de un catastro limitado a las empresas de las mujeres acomodadas, como la “obra más grande y de más trascendencia social que se ha iniciado en Chile”.13'’ La creación de sindicatos cristianos durante la década de 1910 ilustra la dimen­ sión pública de la acción social de la Liga. La transición a formas modernas de or­ ganización implicó una sustancial redefinición de las premisas que sustentaban los esfuerzos de los católicos encaminados a encarar las aflicciones económicas y las des­ igualdades sociales en el marco de la “cuestión social”. La adopción de nuevos méto­ dos demandaba perspectivas y propuestas originales a fin de garantizar su éxito en el largo plazo. En opinión de las líderes de la Liga el proceso de la toma de decisiones debía responder a criterios sociológicos y a la razón instrumental, en vez de obedecer a los sentimientos de compasión y solidaridad, a menudo inconsistentes y, aunque

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loables, inefectivos. Durante los 191 Os, una serie de conferencias y cursos dictados en instituciones católicas como la Liga, el colegio San Ignacio, el Teatro Unión Central y la Universidad Católica, compartieron la intención de ilustrar a los católicos de ambos sexos acerca de la lógica interna de la “cuestión social ”, con la idea de otorgar­ les herramientas intelectuales para abordar con eficacia dichos problemas. Antes que conformarse con aliviar la miseria moral y económica, la acción social católica buscó más bien prevenir el desarrollo de estos problemas sociales, concentrando su atención en atacar sus causas y no sólo sus efectos, como era la costumbre de la beneficencia ajustada a patrones tradicionales. En 1915, así pues, se reconoció que “no basta con la buena voluntad, ni el dinero, ni el entusiasmo, ni la actividad, si no se pone por fundamento un exacto conocimiento de la materia”.135 Para instruir a las mujeres acerca del carácter de la acción social católica, la Liga estableció, bajo la dirección de un jesuíta, un curso de estudios sociales para adultas y, poco después, un círculo de estudios para jóvenes; a juzgar por su funcionamiento, ambos grupos representaron una variante del seminario académico. El año 1916 la Liga también realizó, en las filiales de Iquique, Copiapó, La Serena y Concepción, grupos de estudio destinados a introducir a las mujeres católicas en los arcanos de la acción social con arreglo a directrices modernas.136 En el Congreso Mariano, asi­ mismo, se insistió en que ésta requería de sus practicantes un estudio sistemático del carácter multifacético de los problemas del día, concordándose que la creación de círculos constituía una forma de estimular la producción de monografías relativas a temas sociales relevantes.13 Esta forma embrionaria de ingeniería social se nutriría tanto del espíritu de caridad como de la avidez de justicia.138 En conjunto con la creación de organizaciones llamadas a forjar movimientos colectivos de acción social, las líderes de la Liga hicieron hincapié en la necesidad de formar una élite dotada del conocimiento y las convicciones necesarias para encabezar con éxito actividades de este tipo en todos los frentes. Si, en última instancia, la “cuestión social” era un asun­ to de orden moral, era de esperarse que la educación religiosa cumpliese un papel protagónico en este esquema.139 Pero los mandatos de la doctrina social de la Iglesia no se dirigieron solamente a una directiva de activistas católicos. Los principios cristianos también debían modi­ ficar las relaciones sociales al nivel micro propio del trato personal, más individua­ lizado, que se verifica en la esfera de lo cotidiano. Las mujeres de clase alta podían mejorar las condiciones de vida de las trabajadoras con sólo cobrar conciencia de sus deberes, y sacar partido de su poder como prominentes consumidoras y empleadoras. Es así como se les solicitó, en su calidad de consumidoras, que evitaran comprar en establecimientos donde se explotara la mano de obra femenina, privilegiando, a la inversa, locales donde las condiciones de trabajo se estimaran satisfactorias. Tal como ya había acontecido en Francia, mediante este expediente se anhelaba mudar el con­ sumo desde la esfera de la utilidad individual, al campo de la acción moral, con miras

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a reformar el esquema productivo de la sociedad. Importa recordar que a principios del siglo XX, las mujeres que realizaban trabajo a domicilio conformaban un porcen­ taje significativo de la fuerza laboral femenina, así como una fuente de mano de obra en extremo barata y particularmente explotada, que prestaba servicios a proletarios de fábricas y a clientes individuales. Habitualmente, estas costureras domésticas se veían forzadas a trabajar sin respiro durante meses, con el objeto de aprovisionar el mercado estacional de las vestimentas inspiradas en las modas francesas de la tempo­ rada, para luego derivar, no rara vez, a la prostitución, durante el “periodo muerto” del verano.140 Considerando la responsabilidad que se le achacaba a las mujeres de la élite en esta situación, se argüyó que estaba en sus manos el convertirse en consu­ midoras socialmente sensibles, y hacer cuanto estuviera de su parte para remediar la aflicción de las costureras.141 Lo mismo corría para la servidumbre doméstica (y los empleados de sus maridos). Se aconsejó a las mujeres acomodadas que tratasen a esas personas como integrantes de sus familias con derecho a recibir una atención mater­ nal, incitándolas a preocuparse de su bienestar material y de su educación religiosa, tanto como a ejercer un estrecho tutelaje moral sobre sus vidas privadas y el uso de su tiempo libre.142 Esta mezcla de promesas de desahogo económico y vislumbres de control jerárquico, se ceñía a la noción de “maternidad social”, función asignada a las mujeres pudientes en vista de la “cuestión social”, que estipulaba asistir no sólo a sus familias, “sino a toda la sociedad”.143

A semejanza de otras iniciativas católicas del periodo, la añoranza de justicia y los es­ fuerzos para la atenuación de los padecimientos de las clases desheredadas, tanto en las esferas pública como privada, apuntaban en cierta medida al afianzamiento o revitalización de ancestrales formas jerárquicas, antes que al deseo de promover el desarrollo de tipos inéditos de relaciones sociales. Se entendían los males contemporáneos como desviaciones de modelos tradicionales, y la acción social católica, como un giro hacia una sociedad orgánica, casi holística, identificada con una visión idealizada del pasado. A cambio de sus gestos magnánimos, los hombres y las mujeres de la clase alta espera­ ban deferencia de parte de cuantos estimaban como su gente: hombres y mujeres con derecho a recibir su protección, así como obligados a acatar y a reconocer su autoridad. La Liga ilustra la ambigüedad de este fenómeno con claridad de mediodía: expone a un tiempo sus dos caras contrapuestas, como ninguna otra institución femenina de la época. No obstante representar la vanguardia o la punta de lanza de la acción femenina católica durante la década de 1910, sus obras y su misión histórica fueron concebidas como un eminente esfuerzo de restauración, llevado a cabo por las supremas custodias de la tradición, entendiéndose por tales a las mujeres y, en especial, a las madres ca­ tólicas. Por consiguiente, el fortalecimiento y la extensión del alcance de la autoridad

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materna operó como un principio rector subyacente a las ideas, propuestas y acciones, desarrolladas y respaldadas por la Liga durante este periodo. Los intentos deliberados por reducir, a través de la educación femenina, la brecha generacional y cultural abierta entre las madres y sus hijos, empalmó con el deseo de unir a ricos y pobres en una comunidad espiritual católica, liberada de conflictos de clase. Haciéndose partícipes de una premisa de género muy difundida entonces, se­ gún la cual la caridad y la abnegación altruista constituían cualidades intrínsecamen­ te femeninas, con frecuencia hombres y mujeres abrigaron la esperanza de que las católicas más adelantadas resolviesen la “cuestión social”. Debido a que los católicos en general, y en especial las líderes de la Liga, se inclinaron a ver en la “cuestión so­ cial” un corolario del descuido, por parte de la clase alta, de sus obligaciones morales hacia los desvalidos, la dinámica del cambio, fuese positiva o negativa, respondía, en último término, a las actitudes, los valores y comportamientos de las mujeres privile­ giadas de la sociedad. Enfrentadas a una encrucijada clave del prolongado proceso de abandono de la sociedad tradicional, se les endosó la tarea de atemperar las tensiones anidadas en la nación chilena (una responsabilidad abrumante dado el vivo temor a que las disensiones internas acabasen por desgarrar su tejido social). Planteada así la cosa, cabe preguntarse si las mujeres, privadas de vitales derechos políticos, econó­ micos y legales, estaban habilitadas para cumplir esa misión. Por cierto, semejante paradoja, no exenta de ironía, reforzó los argumentos en favor del mejoramiento de la condición social de las mujeres.

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EPÍLOGO

Al escribir sobre la historia de la élite chilena, historiadores, sociólogos, antropólo­ gos y escritores, a menudo han coincidido en resaltar la significativa gravitación de la hacienda como fuente de poder socioeconómico, sin pasar por alto su alcance como matriz de relaciones jerárquicas, de modelos de autoridad y de formas de identidad dispensadoras de sentido, tanto a nivel individual como grupal. La hacienda es una pieza clave del imaginario histórico del país y, por lo mismo, un tema recurrente­ mente evocado por la memoria colectiva de su población. Institución con siglos de historia, la organización de la hacienda chilena precede al propio Estado republicano, perdurando, incluso cuando éste ya se consolidó, como vehículo complementario del ascendiente de la élite sobre la sociedad chilena. En cualquier caso, desde temprano la élite nacional y los círculos provincianos de notables cultivaron fuertes lazos con la ciudad. En la primera mitad del siglo XIX, según relata un extranjero, los “ricos pro­ pietarios residen con sus familias en Santiago, o en la capital de la provincia donde se hallan sus propiedades, qué sólo visitan en determinados periodos, en compañía de sus familias y unos pocos amigos, para hacer su permanencia más agradable ”.1 En adelante, el desarrollo de la capital en tanto centro burocrático y comercial, prestaría aun mayor estímulo al ausentismo patronal. Ya al promediar el XIX, se observó que para los chilenos el “gran objeto de la vida es acumular riquezas, y mudarse a la capi­ tal para gastarlas en costosos muebles, carruajes, y en vivir espléndidamente”.2 Las familias prominentes y acaudaladas de Santiago acostumbraban vivir en unas pocas cuadras ubicadas en las inmediaciones de la Plaza de Armas, corazón histórico y exclusivo barrio residencial, al tiempo que reducto de las principales actividades admi­ nistrativas, comerciales y relativas al sector servicios, efectuadas en la ciudad. El creci­ miento y desarrollo de la capital condicionó los modos de vida de sus habitantes más acomodados. La alta sociedad y el mercado matrimonial se asentaron en instituciones urbanas y en espacios nuevos o, al menos, readaptados con miras a servir funciones inéditas. A medida que la circulación social y las diarias relaciones de interacción cara-a-cara descansaron sobre una base más amplia y adquirieron un tempo más re­ gular, las familias de clase alta se vieron impelidas a llevar una existencia social menos autocontenida y ensimismada. Desde las postrimerías del siglo XIX, no escasearon los hombres y las mujeres de la élite que condujeron sus vidas, no sólo en público, sino además ante una audiencia. El “carácter teatral” de la vida social santiaguina, como

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alguien escribió en la década de 1880, puede que pase desapercibido por lo habitual que resulta, pero lo cierto es que sus participantes no se distinguen de los actores y las actrices, acostumbrados como están a salir a escena -los salones, el Municipal, los paseos públicos- a dar “representaciones”.3 Con seguridad, esto maximizó los efectos psicosociales del consumo conspicuo, lo que en algo explica su notable y rutilante desarrollo hacia el cambio de siglo. Nada de raro que Iris escribiera en 1917: “en San­ tiago se sacrifican los gastos de primera necesidad a los gastos de ostentación”.4 Pero la condición de la alta sociedad como teatro mundano plural y sin embargo unificado, no sobrevivió a la década de 1920. En 1924, Roxane declaró su incapaci­ dad para seguir reporteando con precisión el diversificado panorama de la vida social contemporánea. Esta claudicación, viniendo de la experimentada cronista social de Zig-Zag, resulta particularmente reveladora. Sobrepasada por la fragmentación veri­ ficada en la hasta ayer integrada alta sociedad de la capital, Roxane escribió: la juventud no se congrega como antaño, en un solo sitio, [...] sino que cada cual se

independiza a su manera y sigue sus aficiones sin pensar si aquello es moda o no [...] De ahí que el cronista no puede, como en años anteriores, reunir en un solo haz, en una recepción o en un baile de etiqueta toda la nota social de la semana... En Santiago cada

día la buena sociedad se divide más en grupos, casi podríamos decir íntimos, y de ellos sólo sale en las grandes ocasiones o sea en esas fiestas ruidosas y brillantes en que por

excepción se congrega toda la sociedad santiaguina. Hoy día hay paseos de barrios, teatro de barrio, amistad de barrio, y hasta matrimonios de barrio.5

El desarrollo de Santiago que una vez hiciera posible la emergencia de la alta sociedad, excedía ahora la capacidad de la ciudad para abarcar las diferentes manifes­ taciones de la sociabilidad oligárquica al interior de un marco único. Desde inicios del siglo XX, la expansión física de la capital había comenzado a sobrepasar los lími­ tes establecidos por Vicuña Mackenna en la década de 1870. En 1891, la ley de la comuna autónoma instauró el gobierno local en áreas urbanas y rurales otrora sujetas a la jurisdicción de los mayores centros administrativos; la descentralización burocrá­ tica estimuló el desarrollo de nuevos suburbios en la periferia de la capital. Comunas como Ñuñoa (1891) y Providencia (1897) ilustran sobre la decisiva injerencia de las nuevas municipalidades en la rápida urbanización de sus respectivas áreas de juris­ dicción. Otros factores también incidieron en el crecimiento de Santiago. En Ñuñoa y Providencia, se adujo en 1914, los precios de los alimentos eran menores que en el centro histórico, los impuestos y los arriendos más bajos, y el medio ambiente más saludable y placentero. Localizadas al oriente de la ciudad, estas comunas pronto se convirtieron en prósperas zonas residenciales de estratos medios y altos. Entonces, ningún otro sector de Santiago alcanzó el nivel de las inversiones en infraestructura y obras públicas realizadas ahí; no tardaron en habilitarse facilidades de transporte;

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y clubes exclusivos, provistos de vastos campos deportivos, se establecieron en su territorio o en sus cercanías. El centro de la capital devino en área residencial en declinación, debido al paulatino traslado de sus moradores hacia sectores que les brindaban mayores ventajas.6 Tomando estos cambios en consideración, la función ejercida por el Club de Se­ ñoras debe ser reexaminada. En definitiva, el Club representó una actualización del salón decimonónico de conformidad con una sociedad urbana cada vez más hetero­ génea y socialmente diferenciada, que al momento de su establecimiento se hallaba sujeta a un proceso de paulatina masificación (Santiago superó el medio millón de habitantes en 1920). Gracias a su continua inclusión en la prensa del periodo y a su eminente posición social en cuanto centro de prestigiosos eventos culturales, el Club de Señoras dotó de una dimensión pública al legado intimista, privado y excluyente del salón. De manera similar, su creación implicó la centralización de una práctica social antes dispersa, y esto justo cuando un mayor número y una mayor diversidad de entretenimientos urbanos, separaba entre sí los hilos que tradicionalmente habían conformado la trama de la vida social. Sin perjuicio de lo anterior, la influencia del Club como medio de educación femenina fue materia de controversia. Ya en 1917 se alegó que su actividad social menguaba su función cultural. Demasiadas de sus socias -reproduzco el argumento- veían la cultura como un mero ornamento social, como una gracia accesoria más, sacada a relucir con el frívolo afán de despertar la pública admiración de los hombres, a quienes se ansiaba seducir. Por ser su interés en la cultura cuestión de orden trivial más que ilustrado, se les retrató como ejemplares modernos de las femmes savantes de Moliere. Lo definitivo, al margen de toda con­ troversia, es que los logros educacionales del Club fueron capitalizados por un núme­ ro reducido, pero no insignificante, de mujeres cultivadas con sensibilidades afines. Por lo demás, la aparente desviación mundana del Club de Señoras, que al cabo de los años llevó a Iris a retirarse de la institución, aduciendo que a ésta ya sólo concu­ rrían “unas cuantas solteronas” despechadas, tan ávidas de relaciones como necesitadas de un “escenario para lucir sus vestidos ya condenados a la polilla de los baúles”,8 no significó por fuerza una falencia o una derrota. Y esto porque entre los objetivos ori­ ginales del Club se contaba asistir a la sociabilidad mixta, entendida ésta como una precondición para una mayor comprensión entre ambos sexos. Frente a este anhelo, la cultura femenina no era percibida, en rigor, como un fin en sí mismo, sino como un instrumento al servicio del mejoramiento de las relaciones maritales y filiales, al interior de las familias de la élite. Para esto se requería una educación femenina de inspiración secular, en cuyo potencial se cifraba la esperanza de un contacto más es­ trecho, previo acercamiento cultural, entre hombres y mujeres -entre la esposa y su cónyuge, entre la madre y su hijo. Sin restarle importancia a las diferencias de género, suscribieron una forma de diletantismo femenino orientado a fortalecer sus vínculos con sus hijos y sus maridos. Dicho llanamente, al lenguaje de la cultura secular, no a

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la religión, tocaba convertirse en la lengua franca de la familia y, por consiguiente, en la voz llamada a modular los afectos. La educación femenina recibió el mismo tratamiento instrumental de parte de las integrantes de la Liga de Damas Chilenas, si bien se aprecian diferencias: pun­ tualmente, ellas siempre miraron con indisimulado recelo los méritos de la cultura profana. En su propia ilustración, de preferencia vislumbraron la perspectiva de un apostolado eficaz, aun cuando no dejaron de invocar la posibilidad de un fluido entendimiento filial y marital, a la hora de validar una instrucción femenina más exigente. Presentaron el estudio como una vocación ajustada a los desafíos de la mo­ dernidad pagana, a la par que como un remedio a los males morales de la sociedad elegante de la cual formaban parte. Del estudio cabía esperar un retraimiento social y personal, esto es, un impulso a prescindir de los oropeles de la sociedad mundana y, por extensión, un ejercicio introspectivo conducente a una profundización espiritual. Reclamando deliberadamente la asistencia de la razón, quisieron dotar a sus creencias religiosas con el poder de persuasión que la fe desnuda rara vez puede esgrimir en presencia de los no creyentes. A diferencia de las fundadoras del Club, las líderes de la Liga concebían la vida mundana de su clase como algo profundamente anticristiano, cuyo trato más valía rehuir. Tanto así que Amalia Errázuriz se propuso a sí misma “alejar el espíritu del mundo del hogar. El mundo es Satanás; el hogar mundano es hogar pagano”.9 Consideraba perentorio emprender, en nombre de Dios, una batalla religiosa contra el mundo profano. A la luz de esto, se entiende que para las integran­ tes de la Liga, tanto la diversidad cultural como las alternativas vitales a disposición de los habitantes de la ciudad, comportasen, casi en forma axiomática, la calidad de peligrosos enemigos. El ansioso activismo de las madres católicas y la “liberalización” de las costum­ bres esbozan un cuadro de época con las siguientes características: tradiciones hasta ayer transmitidas sin sobresaltos de generación en generación, que hoy -léase co­ mienzos del XX- ya no son asumidas irreflexivamente, como ocurre con algo que se da por sentado. Importa recordar que por entonces las jóvenes de clase alta pudieron entrar en contacto con diversos modos de vida, fuese en forma vicaria o mediante experiencias de primera mano, como nunca antes habían tenido oportunidad de hacerlo (sin perjuicio de que el teatro, la literatura y el cine, tal como abren el aba­ nico de los prototipos femeninos, proyectan, no pocas veces, imágenes que exaltan roles convencionales). Sin duda que su capacidad para imaginar -si no forzosamente llevar- nuevas formas de vida, se vio acrecentada merced a su confrontación media­ tizada con otras posibilidades de existencia, plasmadas en el cine, el teatro y la lite­ ratura que consumían. Con ello no quiero insinuar que estilos de vida “modernos” reemplazasen de modo concluyente, inapelable, a formas de vida “tradicionales”, si bien, en la segunda y la tercera décadas del XX, abunda la evidencia que trasluce el abandono de antiguas costumbres.

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Aunque las adherentes de la Liga insistieron en interpretar todas estas trans­ formaciones como manifestaciones particulares de un único fenómeno general de naturaleza religiosa, es difícil desentrañar la relación entre el desarrollo de los media, y las nuevas actitudes y hábitos adoptados por las jóvenes. Seguro es que la diversificación de la vida urbana suscitó un cambio en la condición histórica y en la función de la tradición. Como la misma campaña lanzada por la Liga revela, las tradiciones veneradas por sus integrantes conformaban una herencia del pasado que en el pre­ sente demandaba ser reafirmada en aras de convertirse en parte constitutiva de la vida contemporánea. De esto se desprende que las tradiciones ahora requerían ser apun­ taladas por una defensa concertada y una justificación articulada. En palabras de John B. Thompson, cuando las “tradiciones son llamadas a defenderse a sí mismas, éstas pierden su status de verdades incuestionables”.10 En efecto, las tradiciones que prestaban sostén a la identidad individual y colectiva de las mujeres de la Liga, ya no pudieron sustraerse al simultáneo cuestionamiento de sus aspectos “hermenéuticos” y “normativos”, esto es, a su aptitud como marcos intelectuales prerreflexivos que posibilitan y condicionan nuestra comprensión del mundo y, por otra parte, como una serie a menudo “rutinizada” y prescriptiva de códigos de conducta, constela­ ciones de creencias y conjuntos de prácticas sociales.11 Los sectores tradicionalistas católicos llevaban décadas defendiendo la integridad de sus creencias, al momento en que el mundo culturalmente enclaustrado y relativamente estable de las jóvenes de la élite, comenzó a verse infiltrado por influencias externas. Esto puso en guardia a un grupo de mujeres católicas convencidas de que en tales circunstancias peligraba la transmisión y la sobrevivencia de sus propios valores.12 En caso de que la diversidad cultural haya atenuado la significación de sus tradiciones, el nuevo escenario también impulsaba a las integrantes de la Liga, y por regla general a todos cuantos se sintie­ ran particularmente comprometidos con el catolicismo, a buscar su revitalización y adaptación a realidades cambiantes, abrazando formas asociativas y modalidades de acción social que implicaban una creciente racionalización de las organizaciones católicas con inclinación a las posturas militantes. El cálculo utilitario, en términos de costo y beneficio, debía convertirse en factor a considerar, tanto en el proceso de la toma de decisiones como en la coordinación de las diversas iniciativas, a fin de maximizar los recursos económicos, políticos y culturales, movilizados en pro de la defensa de la Iglesia y el catolicismo. Guardo, por las razones recién expuestas, ciertos reparos ante los planteamientos que Bernardo Subercaseaux ha elaborado sobre el tema. Este autor caracteriza a la Liga de Damas como un exponente más -por tanto, no acreedor de otra calificaciónde la “postura tradicionalista” de filiación católico-conservadora, empeñada en “con­ trolar y regir”, en los albores del siglo XX, la “conciencia moral del país”. En su opi­ nión, la Liga habría participado del esfuerzo, compartido por los jerarcas de la Iglesia y un sector significativo de la aristocracia, tendiente a perpetuar, a contracorriente

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de los procesos de modernización en marcha, el “statu quo” y el “peso de la noche”, aplicando medidas autoritarias ceñidas a un orden de las familias retardatario.13 Con­ cuerdo con este planteamiento, aunque con una salvedad. Subercaseaux tiende a minimizar u obviar la voluntad de renovación, la veta modernizadora y, aún más, secularizante, de la Liga. Esta carencia refleja su adhesión, deliberada o inconsciente, a una definición del binomio conceptual tradición-modernidad que entiende estos fenómenos como fuerzas en permanente pugna, sin vasos comunicantes entre sí. Casos como el de la Liga permiten sostener lo contrario. El tradicionalismo mili­ tante también operó a favor del cambio, por paradójico que parezca. El impulso a restaurar o preservar el orden tradicional, si bien validado en función de costumbres ancestrales y de un pasado frecuentemente revestido de cualidades míticas, inauguró horizontes con perspectivas modernizadoras. Aun cuando en grados disímiles y por razones diferentes, tanto el Club de Se­ ñoras como la Liga de Damas representaron esfuerzos por aminorar el aislamiento social de la clase alta vis-á-vis el resto de la población. Sus adherentes compartieron la conciencia de los costos que suponía llevar una vida social excluyente y autosuficiente. La prescindencia del intercambio social más allá de las fronteras de su clase, les pareció una actitud peligrosa y autocomplaciente. Las fundadoras del Club, según Inés Echeverría, estaban al tanto del progresivo ascendiente de la clase media urbana, no sólo como actor político dotado de líderes sobresalientes, sino como vital agente cultural premunido de talentosos escritores y estudiantes.14 Como afirmara en La Nación hacia 1918 (con su habitual inclinación a apuntar en la dirección correcta, señalando una tendencia veraz, y sin embargo errando el tiro al conceder un carác­ ter absoluto a un fenómeno relativo), las “personas verdaderamente instruidas” de Santiago se encontraban en la clase media.1S El exclusivismo social aparecía entonces como un anacronismo responsable del empobrecimiento de la vida cultural de la éli­ te. Al consagrarse al cultivo de estilos de vida aristocráticos, sus representantes habían perdido contacto con el desarrollo interno de la república de las letras. Una de las miras del Club fue surtir un foro donde los círculos ilustrados de la capital pudiesen, en lo posible al margen de las diferencias derivadas de su procedencia social, entablar un diálogo fructífero.16 En cuanto a la Liga, el afán de fraguar relaciones más estrechas con otros sectores sociales excedió a la clase media ilustrada. En vista del desarrollo de una corriente de feminismo secular e incluso anticlerical, sus organizaciones laborales femeninas y otras instancias anexas, buscaron establecer vínculos institucionales con las tra­ bajadoras, con el objeto de prevenir su movilización al servicio de causas rivales. En este sentido, vale reparar en la gira de charlas realizada en 1913 por la librepen­ sadora Belén de Sárraga. Dando muestras de un inusitado poder de convocatoria y trascendencia pública, la conferenciante española expuso sus ideas en Santiago y en provincia, ante auditorios compuestos por hombres y mujeres. En virtud de las

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iniciativas gestadas a propósito de su prédica, es costumbre calificar su visita como un episodio clave en la conformación de una vertiente de feminismo anticlerical, situada a la izquierda del espectro político. De ahí que el Congreso Mariano Femenino fuese percibido como un evento seminal del feminismo católico, movimiento de reforma definido por oposición al feminismo “revolucionario” y “sin Dios”.1 A la zaga de los pioneros del catolicismo social en Chile, las líderes de la Liga también sintieron la necesidad de fomentar modalidades de intercambio entre perso­ nas de estratos altos y bajos, con miras a prevenir la irrupción de conflictos de clase. Desde la década de 1890, la necesidad de instruir a los miembros de la clase alta acer­ ca de sus deberes sociales jugó un papel importante en el marco de la acción social católica. Esto significó el estudio formal y el debate sobre el carácter y la posible solu­ ción de la “cuestión social”, así como la promoción de una socialización tendiente a familiarizar a los vástagos de la oligarquía con la experiencia desmedrada del pueblo. Las Conferencias de San Vicente de Paul creadas en los 1850s, se mostraron pioneras en este último sentido,18 toda vez que incitaron a los hombres de clase alta a visitar a “familias indigentes y miserables”, con la manifiesta finalidad de “enseñar al rico el ejercicio de la caridad”. En los patronatos fundados en 1890, se fomentó la actividad social entre sectores muy distantes en términos jerárquicos, en orden a inhibir de an­ temano posibles fricciones de clase; los encuentros de los domingos entre niños ricos y pobres eran concebidos como instancias para prevenir futuras discordias entre los privilegiados y los desamparados de la fortuna. Confrontados con la amenaza presen­ tada por la secularización, las ideologías profanas y los credos cristianos rivales, los ca­ tólicos debían permanecer unidos en la fe, a despecho de sus diferencias de posición social y recursos materiales. Carlos Casanueva, pionero en la materia, sostuvo que las conferencias y los patronatos aspiraban a “poner al niño rico en contacto amigable con el niño del pueblo, para que crecieran conociéndose, amándose y trabajando juntos en la misma obra”, es decir, en la acción social católica.19 La Liga apuntó al mismo objetivo, pero sirviéndose de métodos diferentes. En el Congreso Mariano Femenino, se recomendó a las madres católicas educar a su proge­ nie en el ejercicio de la caridad cara-a-cara.20 Antiguamente, acierta quien así presu­ me, esto constituyó la excepción a la regla. “De niña”, refiere Martina Barros, “no me ocupé jamás de beneficencia porque no era el hábito que una niña hiciese nada”.21 Es sintomático que las Damas de la Caridad -asociación de élite vinculada a la congre­ gación de la Hijas de la Caridad, y equivalente femenino de las Conferencias de San Vicente de Paul- no se concentraran en el “contacto directo con los pobres”, sino en la recolección de “fondos para la obra”.22 De cualquier manera, en la década de 1910, un mensaje enviado en 1904 por Pío X a una liga francesa de mujeres católicas, se transformó en un referente clave y en una fuente de autoridad para las reformadoras sociales empeñadas en cambiar el enfoque convencional de la beneficencia femenina en Chile.23 En este documento, el Papa exhortaba a las mujeres a implementar un

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tipo de quehacer social capaz de neutralizar las diferencias jerárquicas que, al crear distancias insalvables entre las partes en juego, obstruían la acción de las prácticas caritativas tradicionales; en definitiva, instaba a las mujeres acomodadas a cancelar las distinciones de clase, en un intento por erigir una genuina comunidad cristiana, basada en el espíritu de los Evangelios. Se suponía que esta tarea le reportaría bene­ ficios a pobres y a ricos. Como la nuera de Amalia Errázuriz, Elvira Lyon, acotó en el Congreso Mariano, las viejas formas de beneficencia resultaban insuficientes para “conquistarse a las masas populares [y] ganarlas para la defensa del orden social”, así como “para establecer la armonía de las clases”.24 A fin de cuentas, la necesidad de entablar vínculos entre la ciudad “bárbara” y la ciudad “ilustrada” (los términos de Vicuña Mackenna), además de integrar la agenda de la Liga, se contó entre las directrices del catolicismo social. Así es como los estilos de vida aristocráticos, en su momento un recurso para acentuar la distinción entre gobernantes y gobernados, acabaron por convertirse en un asunto político de acuciante actualidad. En Chile, a diferencia de Francia, la belle époque no conoció un final abrupto con motivo de la Primera Guerra Mundial. Aquí la crisis del Estado oligárquico y el tér­ mino de la República Parlamentaria a mediados de los 1920s, representaron un punto de inflexión bastante menos dramático. En esos años, la expansión de Santiago y la consiguiente compartimentación de la vida social, marcaron el fin de la previa cohesión de la alta sociedad. El gran cuadro de la vida mundana dio paso a una perspectiva frag­ mentada, discontinua, ya no susceptible de ser captada en una vista panorámica. En esa misma década, por añadidura, el Club de Señoras, largamente desplazado del centro del escenario por la creación de instituciones femeninas de franca orientación política, dejó de ser considerado como el heraldo de una nueva época colmada de promesas; confrontada con la realidad, la esperanza acerca del florecimiento de la cultura feme­ nina perdió su pujanza utópica inicial.25 En cuanto a la Liga de Damas, ésta continuó desempeñándose como vehículo de la acción social femenina, si bien otras institucio­ nes la relevaron en la vanguardia del movimiento. En 1921, el obispo Rafael Edwards estableció la Asociación de la Juventud Femenina, que ya en 1922 fundó su primera filial en provincia; en 1924, al cabo de dos congresos institucionales, contaba con 6.123 integrantes organizadas en 174 centros. En 1924, adicionalmente, se abrió un Curso Superior de Estudios Femeninos; dos años más tarde, éste fue reemplazado por el Ins­ tituto Femenino de Estudios Superiores y Prácticos. Amalia Errázuriz participó en la fundación de este último; Blanca Subercaseaux, hija y biógrafa suya, integró su primera junta directiva. A grandes rasgos, estas iniciativas profundizaron y ampliaron la agenda de la Liga, asumiendo el liderazgo respecto al desarrollo del feminismo católico.26

Para concluir, el estudio del Club y de la Liga enseña que la belle époque chilena, ese periodo de esplendor social circunscrito a los eventos de la alta sociedad, distó de

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representar un tiempo libre de problemas aun para muchas mujeres de la élite, en teoría las máximas beneficiarías de esa presunta edad de oro con pulsiones hedonistas. Después de todo, los placeres de la sociedad mundana no estaban necesariamente al alcance, ni contaron por fuerza con la aprobación, de todas ellas. No pocas veces, las costumbres asociadas al “modo de ser aristocrático” iban en contra de su realización como personas, o sencillamente contravenían sus más entrañables valores y creencias. De ahí que las adherentes del Club y de la Liga no quedasen a merced de la corriente identificada con una despreocupada vida de ocio, embarcándose, en cambio, en la ejecución de proyectos femeninos de reforma cultural y social. Fuere como advenedizas del mundo (masculino) de las letras o como decididas defensoras de un programa de reforma conforme a perspectivas de género, las mu­ jeres que formaron el Club y la Liga contribuyeron a la “creación de un mercado de ideas a disposición de las mujeres y de una tribuna para su autoexpresión”,2 pues también aportaron lo suyo a la prensa del periodo. En lo medular, escribir para un público lector compuesto por personas que respondían a la descripción de parti­ darias, detractoras o aliadas potenciales, representó un componente central de sus iniciativas. Lo antedicho es de suma importancia para cualquier persona interesada en abordar la historia de las mujeres. Esta, hay quien ha asegurado, “es como un eco, percibido con la ayuda [...] de información masculina, a pesar de los esfuerzos de los historiadores (tanto hombres como mujeres) por dar alcance a las palabras de las mujeres más directamente”.28 Las protagonistas de esta historia parecen desmentir esa premisa, concediéndonos, a ratos, el inusitado privilegio de escuchar sus voces, por así decirlo, sin interferencias.

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NOTAS PRÓLOGO

Pacífico Magazine, agosto de 1915, 142. 2 Fernando Bruner Prieto, “Santiago Antiguo”, Zig-Zag, 15 de enero de 1916. 1 “Santiago Antiguo”,

3 Para un examen de la historiografía sobre el tema, remito a Rafael Sagredo Baeza, “Élites chilenas

del siglo XIX. Historiografía”,

Cuadernos de Historia, 16 (1996), 103-32.

4 Para una crítica a los enfoques no relaciónales en la materia, véase Asunción Lavrin, “Género e historia: una conjunción a finales del siglo XX”, Nomadías, n° 1 serie monográfica (Santiago, 1999), 16. 5 Gerda Lerner, Why History Matters: Life and Thought (Nueva York, 1997), xvi. Prefiero adelan­ tarme a las críticas, legítimas de no mediar estas aclaraciones, que podría despertar el uso indistinto de los sustantivos “aristocracia”, “patriciado” y “oligarquía”, al momento de referirme a la élite tradicional. Desde sus formulaciones más tempranas -pienso en los Systémes socialistes (1902) de Vilfredo Pareto-, la teoría de las élites, reconociendo como hecho social primordial la existencia de una minoría o clase dirigente que detenta el poder en todas sus variantes, ha admitido el empleo alternativo de la voz “aris­ tocracia”, entendiéndola como el grupo que reúne en sus manos preeminencia política y económica, y ya no solamente como la condición privilegiada por derecho de sangre, al modo de la nobleza, o bien como el gobierno de los mejores, en caso que nos remitamos al pensamiento político griego. En este plano teórico, es válido hablar de aristocracia cuando se alude a la élite chilena, aún más si sus propios miembros, e incluso personas ajenas a sus círculos, acostumbraban a referirse a ésta con ese término. Respecto a la noción de “patriciado”, familiar para los asiduos a la historia romana, la utilizo en su acep­ ción más general, a saber: como designación de un conjunto de personas ilustres, en tanto se distinguen del resto de sus conciudadanos a causa de su posición y/o de sus funciones. A primera vista, el recurso al rótulo “oligarquía", que etimológicamente significa el “gobierno de pocos”, aparece como el más cues­ tionable, dadas las connotaciones negativas que han acompañado a esta expresión, desde la Antigüedad en adelante. Con el transcurso del siglo XX, sin embargo, “ha entrado ampliamente en el lenguaje de la ciencia política perdiendo por otra parte poco a poco su primitivo significado de valoración negativa y adquiriendo uno axiológicamente neutral”: Norberto Bobbio, “Oligarquía”, en Diccionario de política: l-z (7a ed., México, 1991), 1068. Lo anterior, para concluir, ha propiciado su identificación con el voca­ blo “élite”, restándole pertinencia a su uso polémico, en favor de su función descriptiva.

6 Carroll Smith-Rosenberg, “The Female World of Love and Ritual: Relations between Women in Nineteenth-Century America”, Signs: Journal of Women in Culture and Society, 1: 1 (1975), 28.

Roger Chartier, “Las prácticas de lo escrito”, en Philippe Ariés y Georges Duby, eds., Historia de la vida privada, vol. 5: El proceso de cambio en la sociedad de los siglos XVI-XVIII [ 1989] (Madrid, 1992), 156.

8 John Brewer, “‘The most Polite Age and the most Vicious’. Attitudes towards Culture as a Commodity, 1660-1800”, en Ann Bermingham y John Brewer, eds., The Consumption of Culture, 1600-1800: Image, Object, Text (Londres, 1995), 344. ’ Luis Barros Lezaeta y Ximena Vergara Johnson, chilena hacia 1900 (Santiago, 1978).

El modo de ser aristocrático: el caso de la oligarquía

10 Ibid., 47.

" Ibid., 67. 12 Luis Barros y Ximena Vergara, “La imagen de la mujer aristocrática hacia el novecientos”, en Paz Covarrubias y Rolando Franco, eds., Chile: mujer y sociedad (Santiago, 1978), 229-47.

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13 Hans Medick, ‘“Missionaries in che Rowboat?’: Ethnological Ways of Knowing as a Challenge to Social History”, en Alf Lüdtke, ed., The History ofEveryday Life: Reconstructing Historical Experiences and Ways ofLife (Princeton, 1995), 44.

14 Giovanni Levi, “Sobre microhistoria”, en Peter Burke, ed., 1993), 121, 124, 137-38.

Formas de hacer historia (Madrid,

La tercera mujer. Permanencia y revolución de lo femenino (Barcelona, 1999). 16 Francisco Javier Ovalle Castillo, La sociedad chilena: retratos de mujeres ilustres (Santiago, 1919), 15 Gilíes Lipovetsky,

11-12.

CAPÍTULO I

Chile: LandandSociety [1936] (Port Washington, 1971), 207. 2 Benjamín Vicuña Mackenna, Historia crítica y social de la ciudad de Santiago desde su fundación hasta nuestros dias (1541-1868), 2 vols. (Valparaíso, 1869), II, 74. 3Simon Collier y William F. Sater, A History of Chile, 1808-1994 (Cambridge, 1996), 18-19. 4 John Lynch, The Spanish American Revolutions 1808-1826 (2* ed., Nueva York, 1986), 1-7. En 1 George McCutchen McBride,

cuanto a las reformas borbónicas en Chile y los paradójicos medios a través de los cuales la élite local sacó provecho de las medidas concebidas para reforzar la hegemonía de la administración colonial sobre las sociedades criollas, véase Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, La independencia de Chile: tradición, moder­ nización y mito (Madrid, 1992), 43-91. 5 Jacques A. Barbier, Reform and Politics in Bourbon Chile, 1755-1796 (Ottawa 1980); ídem, “Elite and Cadres in Bourbon Chile”, Híspanle American Historical Review, 52: 3 (1972), 416-35; y Jocelyn-Holt Letelier, La independencia, 57-58, 72-75, 79-80, 91, 118.

6 Julio Subercaseaux Browne,

Reminiscencias (Santiago, 1976), 10.

Gabriel Marcella, “The Structure of Politics in Nineteenth-Century Spanish America: the Chilean Oligarchy, 1833-1891” (tesis doctoral en historia inédita, Universidad de Notre Dame, 1973), 108. Acerca de la posición política de la familia Errázuriz a comienzos del siglo XX, véase Gertrude M. Yeager, “The Club de la Unión and Kinship: Social Aspects of Politice Obstructionism in the Chilean Senate, 1920-1924”, Hispanic American Historical Review, 35: 4 (1979), 555-57.

Further Recollections ofa Diplomatist (Londres, 1903), 32. 9 Manuel Rivas Vicuña, Historia política y parlamentaria de Chile, 3 vols. (Santiago, 1964), I, 43; Luis Orrego Luco, Memorias del tiempo viejo (Santiago, 1984), 578-79:7 Subercaseaux Browne, Remi­ niscencias, 249-50. Para el caso de la administración de Errázuriz Echaurren, véase Jaime Eyzaguirre, Chile durante el gobierno de Errázuriz Echaurren 1896-1901 (Santiago, 1957). 10 Simón Collier, Ideas and Politics of Chilean Independence 1808-1833 (Cambridge, 1967), 101, 111, 122-25; y Jocelyn-Holt Letelier, La independencia, 152-9, 170-71, 173-75, 177-78. 11 H. M. Brackenridge, Voyage to South America, Performed by Order ofthe American Government in the Years 1817and 1818, in the Frigate Congress, 2 vols. (Londres, 1820), I, 324. 12 Mary Lowenthal Felstiner, “Kinship Politics in the Chilean Independence Movement”, Hispanic American HistoricalReview, 56: 1 (1976), 58-80. 13 Rumbold, Further Recollections, 26. 14 Brian Loveman, Chile: the Legacy ofHispanic Capitalism (2o ed., Nueva York 1988), 128; Brian Loveman y Elizabeth Lira, Las suaves cenizas del olvido. Vía chilena de reconciliación política 1814-1932 (Santiago, 1999), 142-48; y Collier y Sater, A History of Chile, 69. 8 Horace Rumbold,

15 Diana Balmori y Roben Oppenheimer, “Family Clusters: Generation Nucleation in Nineteen­ th-Century Argentina and Chile”, Comparative Studies in Society and History, 21 (1979), 239. Desde

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luego, los vínculos familiares no siempre previnieron las radicales disensiones políticas entre parientes. Existen algunos casos célebres, con visos de leyenda debido a su misma excepcionalidad. Manuel Bulnes adhirió al bando patriota, mientras su padre integró las filas realistas. En 1851, Manuel Bulnes volvió a enfrentarse con un pariente cercano, esta vez un primo hermano, el general José María de la Cruz, candidato de la oposición a la presidencia, quien al mando de las fuerzas del sur intentó evitar el ascenso al poder de Manuel Montt, candidato oficialista recién electo. 16 Balmori y Oppenheimer, “Family Clusters”, 253. Para un polémico pero incisivo análisis de las gue­ rras civiles de los 1850s, en tanto abortadas revoluciones burguesas detonadas por conflictos entre diferentes segmentos de la clase alta, véase Maurice Zeitlin, The Civil Wars in Chile (or the bourgeois revolutions that never were) (Princeton, 1984), 21-70. 17 Orrego Luco,

Memorias, 189.

18 Hernán Rodríguez Villegas, “El intendente Vicuña Mackenna. Génesis y proyección de su labor edilicia”, Boletín de la Academia Chilena de Historia y Geografía, 95 (1984), 115; y Thomas McLeod Bader, “A Willingness to War: a Portrait of the Republic of Chile during the Years Preceding the War of the Pacific” (tesis doctoral en historia inédita, Universidad de California, 1967), 85. 19 Ramón Subercaseaux Vicuña, Memorias de ochenta años: recuerdos personales, históricas, viajes, anécdotas, 2 vols. (2aed., Santiago, 1936), I, 202.

20 Alberto Blest Gana,

críticas, reminiscencias

Martín Rivas [1862] (Buenos Aires, 1977), 11.

21 Sin duda, los advenedizos enriquecidos y con afanes de ascenso social a menudo conocieron el desprecio y padecieron la gratuita humillación a manos de una oligarquía arrogante. En reiteradas oca­ siones, las grandes fiestas ofrecidas por aquellos no contaron con el favor de la alta sociedad santiaguina y, por lo mismo, en tanto eventos destinados a consagrar su incorporación al Olimpo del “gran mundo”, fracasaron estrepitosamente. Escribe Orrego Luco, Memorias, 60: “Diéronse casos de familias adinera­ das, con grandes fortunas obtenidas en el comercio, que ofrecieron fiestas y bailes a los cuales nuestra sociedad se negó a concurrir, formándoseles un vacío desesperante”.

22 Loveman,

Chile, 129.

23 Armando de Ramón Folch, “Oligarquía santiaguina y nación chilena. Una relación compro­ metedora”, en Pedro Bannen Lanata, ed., Santiago de Chile: quince escritos y cien imágenes (Santiago, 1995), 66.

ria

24 Eduardo Cavieres Figueroa, Comercio chileno y comerciantes ingleses económica (Valparaíso, 1988), 103-38.

1820-1880: un ciclo de histo­

La independencia, 65, 79. 26 Barbier, Reform and Politics, 34, 66-67. 27 Subercaseaux Browne, Reminiscencias, 282-83. 28 José Bengoa, Elpodery la subordinación: acerca del origen rural delpoder (Santiago, 1988), 11-14, 85-101; Arnold J. Bauer, La sociedad rural chilena: desde la conquista española a nuestros días (Santiago, 1994), 60-62, 244-47, 265-69; Brian Loveman, Struggle in the Countryside: Politics and Rural Labor in Chile, 1919-1973 (Bioomington, 1976), xxvii-xxviii; y Leonardo Castillo Ramírez, “The Oligarchic 25 Jocelyn-Holt Letelier,

State in Chile: Stability and Decline in a Period of Social Change” (tesis doctoral en historia inédita, Universidad de Cambridge, 1981). 29 Loveman,

Struggle in the Countryside, 60.

30 Balmori y Oppenheimer, “Family Clusters”, 234-39, 242-46. Las familias acomodadas chilenas reprodujeron un patrón de desarrollo económico típicamente latinoamericano. Las empresas familiares han representado una característica común de las fases tempranas del desarrollo industrial. En Latino­ américa ésta ha resultado inusualmente persistente”: Larissa Adler Lomnitz y Marisol Pérez-Lizaur, A Mexican Elite Family, 1820-1980: Kinship Class, and Culture (Princeton, 1987), 123. 31 Balmori y Oppenheimer, “Family Clusters”, 236.

247

32 Para un estudio del periodo conocido como el “primer ciclo de expansión” de la economía chilena, véase Carmen Carióla y Osvaldo Sunkel, Un siglo de historia económica de Chile, 1830-1930 (Santiago, 1991), 23-60. 33 Ricardo Nazer Ahumada, José

Tomás Urmeneta: un empresario del siglo XIX (Santiago, 1993).

34 Sobre el perfil económico de la élite y/o sus consecuencias políticas, consúltense Fredrick B.

Chile and the United States, 1880-1962: the Emergence of Chile’s Social Crisis and the Challenge to United States Diplomacy (Notre Dame, 1963), 121; Markos J. Mamalakis, The Growth and Structure of the Chilean Economy: from Independence to Allende (New Haven, 1976), 125; J. Samuel Valenzuela, Democratización vía reforma: la expansión del sufragio en Chile (Buenos Aires, 1985), 91 -93; Timothy R. Scully, Rethinking the Center: Party Politics in Nineteenth- and Twentieth-Century Chile (Stanford, 1992), 29-30, 206; Bauer, La sociedad rural chilena, 48, 267; ídem, “Industry and the Missing Bourgeoisie: Consumption and Development in Chile, 1850-1950”, Hispanic American Historical Revietu, 70: 2 Pike,

(1990), 239-44; Aníbal Pinto, “Desarrollo económico y relaciones sociales”, en Víctor Brodersohn, ed., Chile, hoy (4‘ ed., México, 1972), 8-9; Simón Collier, “From Independence to the War of the Pacific”, en Leslie Bethell, ed., Chile since Independence (Nueva York, 1993), 21; Jocelyn-Holt Letelier, La inde­ pendencia, 83, 86-90, 175-77, 271-73; y Loveman, Struggle in the Countryside, 59-60. 35 Bauer, “Industry and the Missing Bourgeoisie”, 242-43.

36 Martha Lamar, “The Merchants of Chile, 1795-1823: Family and Business in the Transition from Colony to Nation” (tesis doctoral en historia inédita, Universidad de Texas, 1993), 2-3; y JocelynHolt Letelier, La independencia, 80-83. 3 El promedio anual de la producción de plata, que en los 1830s era de aproximadamente 33.000 kilogramos, superó los 123.000 kilogramos en los 1870s. A su vez, la producción anual de cobre, de alrededor de 14.000 toneladas métricas en los 1840s, aumentó amas de 46.000 en la década de 1870, cuando la producción chilena usualmente representaba entre un tercio y la mitad de la producción mundial. Véase Collier y Sater, A History of Chile, 76-77.

38 En 1874, las exportaciones de cereales alcanzaron un máximo de alrededor de dos millones de quintales métricos, es decir, una cifra cuatro veces superior a la de 1855, el año de mayores exportacio­ nes a los mercados de California y del Pacífico. Véanse Collier y Sater, A History of Chile, 82; y Bengoa, El poder y la subordinación, 196.

The Growth and Structure, 36-37. 40 José Bengoa, Haciendas y campesinos (Santiago, 1990), 7-11; ídem, El poder y la subordinación, 18-27, 117-71, 195-218; y Bauer, La sociedad rural chilena, 79, 86-89, 91-97, 111-26,135-37, 148-49, 39 Mamalakis,

171-79, 184-93, 202-07, 258-64, 273-74. Sobre los orígenes y el desarrollo del inquilinaje durante la Colonia, y sus relaciones con la historia agraria y social del periodo, consúltese Mario Góngora, Ori­ gen de los "inquilinos" de Chile central (Santiago, 1960). En cuanto al poder normativo de la hacienda respecto a la instauración de un modelo familiar determinado, y a la vida “privada” de su población inquilina conforme a los deseos de la familia patronal y la Iglesia Católica, véase Ximena Valdés S., “Fa­ milia, matrimonio e ilegitimidad en la hacienda del siglo XX”, en Andrea Rodó y Ximena Valdés, eds., Proposiciones 26: aproximaciones a la familia (Santiago, 1995), 150-65. 41 Julio Heise González, 1974-82), I, 65-66.

42 Eduard Poeppig,

Historia de Chile: el período parlamentario, 1861-1925, 2 vols. (Santiago,

Un testigo en la alborada de Chile (1826-1829) (Santiago, 1960), 71.

43 “Mary Causten de Carvallo a sus padres James H. Causten y señora, en Washington. Santiago, 3 de noviembre de 1836”, en Sergio Vergara Quiroz, ed., Cartas de mujeres en Chile, 1630-1885 (San­ tiago, 1987), 189. 44 María Graham, Journal ofa Residente in Chile, duringthe Year 1822 (Londres, 1824), 209; W. B. Stevenson, A Historical and Descriptive Narrative ofTwenty Years Residente in South America, 3 vols. (Londres, 1825), III, 175-76; y John Miers, Travels in Chile and La Plata, 2 vols. (Londres, 1826), II, 236.

248

45 Graham, Journal, 130.

Travels in Chile, II, 238. 47 Lieut. J. M. Gilliss, The U.S. Naval Astronomical Expedition to the Southern Hemisphere, during the Years 1849-50-51-52, vol. 1: Chile (Washington, 1855), 143-44. 48 Jean-Pierre Blancpain, Francia y los franceses en Chile (1700-1980) (Santiago, 1987), 79-80. 49 Isabel Cruz de Amenábar, El traje: transformaciones de una segunda piel (Santiago, 1996). ,0 Joaquín Edwards Bello, Andando por Madridy otras páginas (Santiago, 1969), 94. 46 Miers,

51 El “culto metropolitano de la elegancia y la superioridad que de él derivan”,según, la lectura que Cedomil Goic hace de la novela, traducen “normas de valoración que definen parcialmente esa sociedad por el culto exterior de las personas”: Cedomil Goic, La novela chilena: los mitos degradados (5a ed., Santiago, 1991), 55. Por otra parte, cuenta Luis Orrego Luco que hacia 1870 los cucuruchos (legenda­ rios penitentes de Semana Santa que, vestidos de negro y oculta su identidad por bonetes y antifaces, penetraban en las casas patricias), apenas transponían el umbral, eran sometidos por el dueño de casa a un examen esclarecedor, concebido “para defenderse de los siúticos o cursis de aquellos tiempos [...] el cucurucho debía alzar un tanto el largo ropón que le arrastraba y mostrar el pie. Así, por la ilación inmediata del calzado, se sabía si era persona bien o simplemente siútico, caso en el cual era arrojado de la casa ignominiosamente”: Orrego Luco, Memorias, 6.

52 Vicente Pérez Rosales,

Recuerdos delpasado (1814-1860) (3a ed., Santiago, 1910), 73.

53 Para el caso de Río de Janeiro, remito al bien documentado estudio de Jeffrey D. Needell, A Tro­ pical Belle Époque: Elite Culture and Society in Turn-of-the-Century Rio de Janeiro (Cambridge, 1987). 54 William S. W. Ruschenberg, Noticias de Chile (1831-1832) por un oficial de marina de EE. UU. de América (Santiago, 1956), 91-92; Armando Donoso, Recuerdos de cincuenta años (Santiago, 1947), 218; y Gilliss, The U.S. NavalAstronomical Expedition, 146.

La vida santiaguina (Santiago, 1879), 115-16. 56 Mrs. George B. Merwin, Three Years in Chile [1863] (Illinois, 1966), 54-55. 57 Gilliss, The U.S. Naval Astronomical Expedition, 180. Fue en 1852, como consta en una obra de 55 Vicente Grez,

autoglorificación nacional publicada durante la administración de Errázuriz Zañartu, cuando “comen­ zó en Santiago la construcción de edificios de gran lujo”, de residencias que “hoi adornan la ciudad”: Recaredo Santos Tornero, Chile ilustrado [1872] (Santiago, 1996), 8.

Cartas chilenas (siglos XVIIIy XIX) (Santiago, 1954), 107. 59 Citado en Domingo Amunátegui Solar, La democracia en Chile (Santiago, 1946), 132. 60 José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (Buenos Aires, 1976), 141. 61 Gilliss, The U.S. NavalAstronomicalExpedition, 219. 62 Merwin, Threeyears, 89. 63 Francisco A. Encina, Nuestra inferioridad económica (7a ed., Santiago, 1986), 91. 64 Pedro Félix Vicuña Aguirre, El porvenir del hombre o relación íntima entre la justa apreciación del trabajo y la democracia (Valparaíso, 1858), 101. No todo fueron críticas al lujo, sin embargo. Al menos 58 Raúl Silva Castro, ed.,

en la etapa inicial del consumo conspicuo como hábito generalizado, Andrés Bello expuso, saliéndole al paso a los adalides de la austeridad, los dones inherentes al lujo en determinado estadio de evolución social. En 1839, publicó en El Araucano un artículo relativo al tema, calificando al lujo, en ciertas con­ diciones de propaso material y moral, de las cuales Chile, a su entender, participaba entonces, como un medio de elevación de los estándares de vida, de dulcificación de las costumbres y de refinamiento social e intelectual; en breve, como un fructífero abono para el desarrollo de “todo lo que forma la civilización y cultura de un pueblo”: Andrés Bello, “El lujo”, en Obras completas de Andrés Bello, 26 vols. (2a ed., Caracas, 1981-84), XVIII, 120.

65 Marcial González,

Estudios económicos (Santiago, 1889), 429-61.

249

66 Pierre Bourdieu, Distinction: a Social Critique ofthe Judgement ofTaste (Londres, 1984). Para una discusión general sobre el concepto de status en las ciencias sociales, remito a Bryan S. Turner, Status (Stony Stratford, 1988).

6 Rosalind H. Williams, Dream Worlds: Mass Consumption in Late Nineteenth Century France (Berkeley y Los Angeles, 1982), 182-83; y James S. Amelang, Honored Citizens ofBarcelona: Patrician Culture and Class Relations, 1490-1714 (Princeton, 1986), 127. 68 González,

Estudios económicos, 433.

69 Durante el siglo XVIII, sin embargo, las reformas ilustradas de los Borbones debilitaron la posi­ ción de la Iglesia Católica, toda vez que el Estado colonial le disputó la supremacía sobre las sociedades que componían el Imperio. La Ilustración española, tradicional en lo tocante a la política y a la religión, pero progresista en el ámbito económico y administrativo, instauró una definición instrumental y en consecuencia secular del poder político, desde entonces caracterizado por su capacidad para perfeccio­ nar la sociedad bajo su dirección por medios racionales. A pesar de la doctrina del derecho divino del rey sustentada por los Borbones, dicha perspectiva utilitaria dio cabida a la concepción teleológica e inmanente del rol histórico del Estado, que abonó el terreno ideológico en el cual se cimentó el orden republicano posterior a la Independencia. Véase Jocelyn-Holt Letelier, La independencia, esp. 62-65, 93-110, 134-38, 181-221, 267-73, 276-77. 70 Ibid.

El porvenir del hombre, 101. 72 Justo y Domingo Arteaga Alemparte, Los constituyentes de 1870 [1870] (Santiago, 1910), 260. 3 Manuel Vicuña Urrutia, El París americano: la oligarquía chilena como actor urbano en el siglo XIX 71 Vicuña Aguirre,

(Santiago, 1996), 15-57. 1 Fernando Santiván, “Confesiones de Santiván: recuerdos literarios”, en nando Santiván, 2 vols. (Santiago, 1965), II, 1643.

Obras completas de Fer­

75 Alone (Hernán Díaz Arrieta), Pretérito imperfecto: memorias de un crítico literario (Santiago, 1976), 119. El énfasis en el autocontrol, considerado como el principio rector de una conducta civi­ lizada, representó un ideal para los miembros de la élite, dejando huellas en memorias y cartas de la época. Consúltense Blanca Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz de Subercaseaux (Santiago, 1934), 18; Ximena Cruzar A. y Ana Tironi B., eds., Cartas de Ignacio Santa María y su hija Elisa (Santiago, 1991), 80-82; y Orrego Luco, Memorias, 407, quien resumió de esta manera las enseñanzas maternas: “La verdadera elegancia reside en la discreción de las actitudes y ademanes, la mesura y la gracia de la expresión, en la sobriedad de las confesiones, en el dominio de las emociones”. 6 Alone, “La alta sociedad y la literatura en Chile”, Atenea, 219 (1943), 239.

Subercaseaux Vicuña,

Memorias, I, 84-85.

78 En la actualidad, incluso el lenguaje verbal, tanto oral como escrito, se ha convertido a un mis­ mo tiempo en sujeto y objeto histórico. Considerando que el lenguaje a la vez refleja y da forma a la realidad, los historiadores sociales han comenzado a concederle un papel activo en la constitución de las sociedades. Véanse Peter Burke y Roy Porter, eds., The Social History ofLanguage (Cambridge, 1987); y Penelope J. Corfield, ed., Language, History and Class (Oxford, 1991).

79 Collier y Sater, A

History of Chile, 172. 80 Julio Faúndez, Marxism and Democracy in Chile. From 1932 to the Fall of Allende (Londres, 1988), 6. 81 Alone,

Pretérito imperfecto, 17.

82 En José Joaquín Brunner y Gonzalo Catalán, Cinco estudios sobre cultura y sociedad (Santiago, 1985), remito a José Joaquín Brunner, “Cultura y crisis de hegemonías” 13-36; y Gonzalo Catalán, “Antecedentes sobre la transformación del campo literario en Chile entre 1890 y 1920”, 69-175. Tam­ bién puede consultarse Bernardo Subercaseaux S., Genealogía de la vanguardia en Chile [La década del Centenario) (Santiago, s/fecha), 93, 97-98, 105-09; y Alone, “La alta sociedad”, 234-36, 240-41.

250

Memorias de un desmemoriado (Santiago, 1969), 46. 84 En Muguet, “En el gran mundo”, Familia, septiembre de 1911, 11, se lee: “Cada, noche el Mu­

83 Ernesto Montenegro,

nicipal presentó un aspecto parisiense. En realidad había allí algo de París; en los palcos y pasillos y en el hall, casi todos hablaban francés”. 85 Beatriz Sarlo,

Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920-1930 (Buenos Aires, 1988), 85-93.

86 Amanda Labarca Hubertson, “La vida del espíritu: conversando con la señora Inés Echeverría de Larraín”, Familia, agosto de 1915, 4. 87 María Cenicienta, “Con la presidenta del ‘Círculo de Lectura de señoras, la señora Sofía East­ man de Huneeus”, Familia, octubre de 1915, 4.

Barricades and Borders: Europe 1800-1914 (Oxford, 1987), 104-05. 89 Carlos Peña Otaegui, Santiago de siglo en siglo (Santiago, 1944), 235-36; y Jorge; Aguirre Silva, “Presencia francesa en los modos de la vida y la arquitectura local”, en Bannen Lanata, ed., Santiago de Chile, 86, 88-90. 90 William Howard Russell, A Visit to Chile and the Nitrate Fields ofTarapacá (Londres, 1890), 75. 91 Citado en Collier y Sater, A History of Chile, 99. 92 Peter Burke, Popular Culture in Early Modern Europe (2' ed., Cambridge, 1994), 108. 93 Ricardo Donoso, Don Benjamín Vicuña Mackenna. Su vida, sus escritos y su tiempo, 1831-1886 (Santiago, 1925), esp. 288-318; Armando de Ramón, Santiago de Chile (1541-1991): historia de una sociedad urbana (Madrid, 1992), 174-77; Hernán Rodríguez Villegas, “Benjamín Vicuña Mackenna y el paseo del Santa Lucía”, en La montaña mágica! El cerro Santa Lucia y la ciudad de Santiago (Santiago, 1993), 8-19; ídem, “El intendente Vicuña Mackenna", 103-60; y Peña Otaegui, Santiago, 263-86. 94 Citado en Donoso, Don Benjamín Vicuña Mackenna, 267-68. 95 Marshall Berman, All that is Solid Melts into Air: the Experience of Modemity (Nueva York, 1982), 131-71; y Mark Girouard, Cides ScPeople: a Social and Architectural History (New Haven, 1985), 285-300. 88 Robert Gildea,

Para un estudio que considere las relaciones entre la historia de París y las representaciones de la metrópolis, véanse Walter Benjamín, Charles Baudelaire: a Lyric Poet in the Era ofHigh Capitalism (Londres, 1973); y Christopher Prendergast, Paris and the Nineteenth Century (Oxford, 1992). Hasta comienzos del siglo XX, el ejemplo de Haussmann continuó representando la principal fuente de inspiración de las mayores remodela­ ciones urbanas realizadas en Latinoamérica. Al respecto, consúltese Romero, Latinoamérica, 274-83. 96 Citado en Alfonso Calderón, Memorial del viejo Santiago (Santiago, 1996), 39. En esta carta revela­ dora, Gay también anuncia el envío a Chile de la obra de Jean Charles Adolphe Alphand, Les Promenades des Paris, comisionada por Haussmann con el propósito de ilustrar y celebrar los modernos parques y paseos de París. Véase M. Christine Boyer, The City of Collective Memory: its Historical Imagery and Architectural Entertainments (Cambridge, Mass., 1994), 240-41. 97 A decir del líder conservador Abdón Cifuentes, el arzobispo de Santiago Rafael Valentín Valdi­ vieso concibió originalmente la idea de transformar el Santa Lucía en un parque y paseo recreacional. Según Cifuentes, Vicuña Mackenna habría tenido una entrevista con el arzobispo, en la cual éste le comunicó al intendente su proyecto; Cifuentes acusa a Vicuña Mackenna de no reconocerle a Valdi­ vieso la autoría de las ideas que inspiraron su actuación como intendente. Véanse Abdón Cifuentes, Memorias, 2 vols. (Santiago, 1936), II, 48-52; e ídem, “Reparación de un olvido”, Revista Católica, 5 de noviembre de 1904, 441-44. En descargo de Vicuña Mackenna hay que señalar que a mediados de la década de 1850 él ya estaba consciente de la necesidad de remodelar Santiago; de hecho el paseo del Santa Lucía era uno de los tantos proyectos de embellecimiento de la capital esbozados por él en una serie de artículos publicados en 1856 y 1857, a poco de haber retornado de su exilio en Europa. Véase Vicuña Urrutia, El París americano, 93-94. 98 Benjamín Vicuña Mackenna, “Álbum del Santa Lucía”, en

La montaña mágica, 27.

99 Vicuña Urrutia, El París americano, 85-105. Los pronunciamientos de Vicuña Mackenna y otros publicistas liberales de la época eran de naturaleza ideológica, no teórica, por lo que no han de ser sometidos

251

al análisis riguroso que requieren los enunciadas de esta última especie. “La prueba de la ideología es prag­ mática, no lógica”: M. I. Finley, Politics in theAncient World (3a ed., Cambridge, 1991), 136.

Recuerdos literarios [1874] (Santiago, 1968); Bernardo Subercaseaux S., Cultura y sociedad liberal en el siglo XIX (Lastarria, ideología y literatura) (Santiago, 1981); ídem, Historia del libro en Chile (alma y cuerpo) (Santiago, 1993), 43-51; Alien Woli, A Functional Past: the Uses of History in Nineteentb-Century Chile (Baton Rouge, La., 1982), 19-48; y Jocelyn-Holt Letelier, La independencia, 303-06. 101 Vicuña Mackenna reveló este objetivo en sus Breves indicaciones para un plan general de mejoras de la capital, texto leído originalmente el 20 de abril de 1872, el día en que asumió formalmente su cargo de intendente de Santiago. Véase Vicuña Urrutia, El París americano, 87. 102 Sergio Martínez Baeza, “El actual parque O’Higgins, antiguo parque Cousiño”, Revista chilena de historia y geografía, 160 (1992-93), 281-85. Cousiño, después de completar sus estudios en el Instituto 100 José Victorino Lastarria,

Nacional, se instaló en París con el objeto de profundizar su educación.

Santiago, 167-70, 175, 207-11; y Calderón, Memorial, 203-12. 104 Peña Otaegui, Santiago, Til. 105 Benjamín Vicuña Mackenna, Un año en la intendencia de Santiago. Lo que es la capital y lo que debería ser (Santiago, 1873), 17; y Subercaseaux Vicuña, Memorias, I, 239. 103 De Ramón,

The

106 James R. Scobie, “The Growth of Latin American Cities, 1870-1930”, en Leslie Bethell, ed., Cambridge History ofLatin America, vol. 4: c. 1870 to 1930 (Cambridge, 1986), 257-58.

10 Eduardo Balmaceda Valdés, Del presente y del pasado (Santiago, 1941), 97-124; ídem. Un mundo quesejue... (Santiago, 1969), 352-55; Sergio Villalobos, Origen y ascenso de la burguesía chilena (2* ed., Santiago, 1987), 89-95; y Peña Otaegui, Santiago, 235, 240-41.

Eljefe de la familia y otras páginas (Santiago, 1956), 125. 109 Ibid., 176. El texto aludido corresponde a un artículo de La Semana, fecha 27 de agosto de 1859. 108 Alberto Blest Gana,

110 La expansión de la población santiaguina también incidió en la creciente significación del con­ sumo conspicuo entre las familias acomodadas de la capital, en tanto puso a su disposición un amplio público capaz de dar testimonio de su encumbrada posición social. Para un análisis general de esta di­ námica urbana, véase Thorstein The Theory ofthe Leisure Class: an Economic Study ofInstitutions [ 1899] (Londres, 1949), 85-89. Respecto del análisis de la cultura material, los arqueólogos contemporáneos han redescubierto el valor de las reflexiones de Veblen. Para un acercamiento interdisciplinario a la cultura material, remito a Arjun Appadurai, ed., The Social Life ofThings: Commodities in Cultural Perspective (Cambridge, 1986)'.

Further Recollections, 22. 112 Pérez Rosales, Recuerdos, 12. 113 Blest Gana, Martín Rivas, 160. 114 Pérez Rosales, Recuerdos, 63. Nótese que el primer contratista que tuvo a su cargo la administra­ 111 Rumbold,

ción del parque, el inglés Warthon Peers Jones, con “una parte de la ganancia" obtenida por concepto de entradas y patentes, según él mismo refirió en una entrevista, compró en 1878 “diez mil cuadras de terreno en la provincia de Llanquihue”, campo en el cual muy pronto reunió “algunos miles de vaqui­ llas": Donoso, Recuerdos, 62.

El París americano, 46-57. Luis Alberto Romero, ¿Qué hacer con los pobres? Elite y sectores populares en Santiago de Chile, 1840-1895 (Buenos Aires, 1997), también hace hincapié en la cons­ 115 Vicuña Urrutia,

titución de una ciudad escindida en dos áreas radicalmente diferentes, incluso opuestas. Con todo, pasa por alto las connotaciones políticas y sociales de la búsqueda de la distinción social por parte de la élite, en la medida en que explica la separación espacial y cultural entre ésta y los sectores populares urbanos como una medida principalmente sanitaria y preventiva de la oligarquía, en respuesta a los problemas derivados de la rápida y caótica expansión demográfica de Santiago y a la declinación del tipo de relaciones sociales patriarcales que, a su entender, en el pasado habrían caracterizado a la sociedad urbana del país. En otras

252

palabras, Romero considera que la redefmición de la identidad de clase, de ios valores y de las costumbres de la élite, representó una reacción ante la formación de un sector popular extraño al orden tradicional, vale decir, de un sujeto social amenazante. Comparto la tesis de Romero, pero con una salvedad. Si que­ remos comprender la historia decimonónica de la cultura elitaria, ésta no puede quedar reducida a la condición de un fenómeno en el fondo subsidiario del desarrollo del mundo popular.

La transformación de Santiago (Santiago, 1872) 24-25. 11 Citado en Domingo Melfi, El viaje literario (Santiago, 1945), 82-83. 118 Benjamín Vicuña Mackenna, “Mi diario de prisión”, Revista chilena de historia y geografía, 22 (1916), 153-204; e ídem, “El sitio del 12 de diciembre de 1858”, Revista chilena de historia y geografía, 116 Benjamín Vicuña Mackenna,

54 (1924), 5-28.

1,9 Abraham Kónig,

Reseña histórica del Club de la Unión (Santiago, 1886). 6

120 Ibíd., 11.

121 Ibid., 11.

122 Ibid., 14. En relación con el papel de Ricardo Montaner en el proceso de admisión al Club, consúltese también Federico Gana, “Crónicas de antaño: Club de la Unión”, Silueta Magazine, sep­ tiembre de 1917. 123 Kónig, Reseña histórica, 7. En 1872, Santos Tornero definió a esta institución como el “club de la aristocracia” compuesto por las “personas más ricas i distinguidas de Santiago”: Santos Tornero, Chile ilustrado, 95.

Reminiscencias, 240. 125 Kónig, Reseña histórica, 6. Véase también Gana, “Crónicas de antaño”. 124 Subercaseaux Browne,

126 Incluso Bernardino Bravo Lira, quien advierte en el establecimiento de los partidos Conservador, Liberal y Nacional, el advenimiento de una nueva forma de sociabilidad parece no reconocer la función ejercida por el Club de la Unión en el sistema político chileno al acotar su análisis a los meses inmediata­ mente posteriores a la creación de estas colectividades. Si bien alude a temas relativos a la formación de los primeros partidos en regla, este autor no da mayores pistas acerca del posible significado de esta forma de sociabilidad a la cual se refiere con insistencia, no obstante nunca abordarla. En rigor, postula su existencia y esboza el contexto en que se gesta, pero no arroja luz sobre su singularidad histórica. Véase Bernardino Bravo Lira, “Una nueva forma de sociabilidad en Chile a mediados del siglo XIX: los primeros partidos políticos”, en Formas de sociabilidad en Chile, 1840-1940 (Santiago, 1992), 11-34. 127 Orrego Luco,

Memorias, 562.

128 Cristián Gazmuri, El “48” chileno: igualitarios, reformistas, radicales, masones y bomberos (Santiago, 1992). 129 Al hacer el elogio del Club, Kónig escribió: “el roce continuo con extranjeros, con jentes de diversas profesiones, ideas i creencias, arraiga en cada entendimiento la santa virtud de la tolerancia. Cuando se ha visto tanto, se ha oído tanto, el hombre más obstinado desconfía de su infalibilidad”: Kónig, Reseña histórica, 30. 130 Ibid., 7.

131 Ibid., 7. 132 Guillermo Edwards Matte, El Club de la Unión en sus ochenta años (1864-1944) (Santiago, 1944), 39-41. El Club permaneció cerrado hasta la victoria del Congreso. Entonces, ofreció un baile en honor del gobierno de la junta. Los miembros de ésta (Jorge Montt, Ramón Barros Luco y Waldo Silva), así como los militares que lideraron las fuerzas revolucionarias (Emil Kórner, Estalisnao del Canto y Adolfo Holley), fueron nombrados socios honorarios del Club. 133 Citado en Bernardo Subercaseaux, Historia, literatura y sociedad. Ensayos de hermenéutica cultu­ ral (Santiago, 1991), 50. El número de El Recluta corresponde al 1 de marzo de 1891.

134 Alberto Ried Silva,

El mar trajo mi sangre (Santiago, 1956), 28.

253

135 Orrego Luco,

Memorias, 214.

136 Sobre el particular, consúltense Bernardo Subercaseaux S., Fin de siglo: la época de Balmaceda. Modernización y cultura en Chile (Santiago, 1988), 33-43; e ídem, Historia, literatura y sociedad, 45-51. 137 Cifuentes,

Memorias, II, 292-94.

138 Yeager, “El Club de la Unión”, 549.

El Club de la Unión, 41. 140 Carlos Vicuña, La tiranía en Chile. Libro escrito en el destierro en 1928, 2 vols. (Santiago, 1938139 Edwards Matte, 39), I, 64. 141 Alberto Edwards Vives,

La fronda aristocrática en Chile (14J ed., Santiago, 1992), 191.

142 Citado en Yeager, “El Club de la Unión”, 546. 143 Ibid, 539-72.

144 Balmori y Oppenheimer, “Family Clusters”, 249.

Historia crítica, I, 399. 146 Gilbert Farquhar Mathison, Narrative of a Visit to BraziL Chile, Perú, and the Sandwich Islands, during the Years 1821 and 1822 (Londres, 1825), 201. En lo tocante a los matrimonios contraídos por 145 Vicuña Mackenna,

militares en los albores de la República -casos particulares, no representativos, debido a que se regían por ordenanzas especiales-, véase Sergio Vergara Quiroz, “Noviazgo y matrimonio en Chile durante el siglo XIX; mujer y sociedad en los años 1519-1831”, Cuadernos de historia, 2 (1982), 135-40. Es de notar, no obstante, que los oficiales de alto rango a menudo se casaron con mujeres de la élite; que la voluntad paterna de parte de la mujer prevaleció a la hora de concertar los enlaces; y que los militares rara vez ma­ nifestaron deseos de casarse en respuesta a motivos de orden afectivo.

The U.S. NavalAstronomical Expedition, 146. 148 Orrego Luco, Memorias, 45. 14 Gilliss,

149 “Adriana Montt a su nuera Mercedes, en Codigua. Santiago, 182...”, en Vergara Quiroz, ed., Cartas, 172. 150 Remito a Juan Eduardo Vargas Carióla, “Amor conyugal en el siglo XIX: el caso de Mary Caus­ ten y Manuel Carvallo, 1834-1851”, en Horacio Aránguiz, ed., Lo público y lo privado en la historia americana (Santiago, 2000), 271-302; y Nazer Ahumada, José Tomás Urmeneta, 260. En Vergara Qui­ roz, ed., Cartas, véanse “Agustina de la Barra a su Antonio Varas, en Santiago. Talca, 11 de febrero de 1847”, 222; “Delfina Cruz a su esposo Aníbal Pinto, en Santiago. Concepción, TI de agosto de 1857”, 286-87; y “Delfina Cruz a su esposo Aníbal Pinto, en Los Angeles. Concepción, marzo de 1858”, 288-89. Apoyándose en el análisis de solicitudes de dispensa de grados de consanguinidad y afinidad elevados a las autoridades eclesiásticas, con el objeto de anular las prohibiciones del derecho canónico en esta materia, Pablo Artaza Barrios ha sostenido que los móviles para contraer matrimonio en el siglo XIX fueron preferentemente económicos, en segundo término sociales, y minoritariamente afectivos. Pablo Artaza Barrios, “La formación de la pareja y sus conflictos. Chile en el siglo XIX”, Nomadías, n° 1 serie monográfica (1999), 155-58. Pero cómo no objetar la representatividad de una muestra que sólo considera casos excepcionales. Tanto más si éstos no son examinados a la luz de la categoría de clase que, producto de su comprobado valor heurístico en el ámbito de la historia social, resulta imprescindible al momento de abordar el estudio de la formación de la pareja en el Chile decimonónico. En esta área, toda conclusión demanda una calificación en función de criterios sociales, debido, entre otros factores, a la muy diversa incidencia que el discurso normativo de la Iglesia relativo al matrimonio tuvo en los dis­ tintos sectores de la población. Tampoco, por lo demás, debe darse por sentado el conflicto de intereses entre consideraciones materiales y motivos afectivos: ambos móviles bien podían confluir en la figura de un “buen partido”. Es oportuno consignar, también, la posible influencia ejercida por la ópera -ve­ hículo de difusión, sobre todo entre las mujeres, de una sensibilidad romántica- en el advenimiento de mayores expectativas frente a las relaciones afectivas entre hombres y mujeres. No está de más recordar que hacia mediados del XIX, por lo menos según refiere Vicente Grez, las mujeres, arrebatadas por el

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arte lírico de tan reciente introducción en el país, “trataron de identificarse con las heroínas que veían sobre las tablas, quisieron ser amadas de una manera distinta de lo que habían sido hasta entonces”. Grez, La vida santiaguina, 113-14. 151 Para una interpretación diferente de la novela, referida esta vez al valor de intercambio del mé­ rito según patrones ilustrados, remito a Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, "El peso de la noche'. Nuestra frágil fortaleza histórica (Buenos Aires, 1997), 35-36.

152 Blest Gana, Martin Rivas, 252. Ya en 1859 el autor había abordado este tema u otros afines en algunos artículos de prensa, de los cuales se desprende la gravitación amor y la coexistencia de matrimo­ nios concertados con arreglo a razones pecuniarias tanto como sentimentales, variedad en las prácticas a propósito de la cual no cabe sino insistir en la complejidad, tal vez en último término irreductible, de la materia. Remito a Blest Gana,jefe de la familia, 181-204.

Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (Barcelona, 1996), 310. 154 Lawrence Stone, The Family, Sex and Marriage in England 1500-1800 (2o ed, Londres, 1990), 213-14; y Dominic Lieven, The Aristocracy in Europe, 1815-1914 (Londres, 1992), 135. 155 Pepita Jiménez, “Diario de una mujer chilena”, Familia, marzo de 1910, 16. 156 Joaquín Edwards Bello, Crónicas del Centenario (Santiago, 1968), 80. 157 Orrego Luco, Memorias, 570. 158 Martina Barros de Orrego, Recuerdos de mi vida (Santiago, 1942), 227. 153 Charles Taylor,

159 El ascendiente materno en lo referente al proceso conducente a los casamientos nunca fue, desde luego, absoluto. Habida cuenta del margen de autonomía que es prudente conceder a las jóvenes, cabe reconocer que las regulaciones concernientes al matrimonio, junto con prohibir el enlace matrimonial entre personas de diferente rango social -lo que abría cauces a la intervención familiar en la conforma­ ción de las parejas-, estipulaba que los menores de veinticinco años no podían contraer matrimonio sin la autorización paterna (o el consentimiento de un tutor o, en último término, de un juez). Como sea, ante la oposición paterna se dieron casos de jóvenes que, sin transar en sus opciones, buscaron salvar o soslayar, no siempre con éxito o mediante vías estrictamente legales, los obstáculos fórmales a la reali­ zación de sus matrimonios. Véanse Eduardo Cavieres E y René Salinas M., Amor, sexo y matrimonio en Chile tradicional (Valparaíso, 1991), 97-99; y Artaza Barrios, “La formación de la pareja”, 147. En estas materias, sin embargo, mejor sería no dejar la última palabra al estudio de los archivos judiciales civiles o al examen de los documentos del tribunal eclesiástico, sin perjuicio de considerarlos fuentes muy relevantes para el estudio del matrimonio como institución social. Quien busque ahí, hallará registros de disputas que envuelven a los padres antes que a las madres, pero no porque éstos fueran de por sí más determinantes sino más bien porque una disputa llevada a tales instancias por ley sólo involucraba, salvo casos excepcionales, a los padres. Por otra parte, poco o nada sabemos de la vitalidad o declinación de la dote, la que, manejada por los padres, en algún momento constituyó un factor clave en la consu­ mación de nuevos enlaces, y una plataforma económica para el eventual desarrollo patrimonial de las nuevas familias. Sobre el particular, remito a dos artículos publicados en Revista de historia social y de las mentalidades, 3 (1999): René Salinas Meza, “Lo público y lo no confesado. Vida familiar en Chile tradicional. 1700-1880”, 49-55; y Catalina Policzer Boisier, “El matrimonio, la dote y el testamento: un estudio del poder económico de la mujer colonial en el siglo XVIII”, 117-135. De ser cierto que las mujeres de la oligarquía, según indicios hallados en la prensa, se casaban sin dote a fines del XIX, quizá resulte productivo entender los gastos de ostentación como un sucedáneo de la misma. 160 Abordo el tema del mercado matrimonial desde un punto de vista que difiere sustancialmente de las aproximaciones de corte demográfico y estadístico. Estas, al no ocuparse de las formas de sociabi­ lidad, de los valores y espacios que lo conforman y condicionan, prácticamente soslayan todo lo relativo a su funcionamiento, no obstante presentarse a sí mismas como esfuerzos encaminados a comprender su lógica interna. Ejemplo palmario de lo anterior es el artículo de René Salinas Meza, “Nupcialidad, familia y funcionamiento del mercado en Valparaíso durante el siglo XIX”, en Valparaíso 1536-1986 (Viña del Mar, 1987), 77-84.

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161 Para una discusión comparada de las reformas de los códigos civiles a fin de mejorar la condición civil de las mujeres en el Cono Sur, remito a Asunción Lavrin, Women, Feminism, and Social Change in Argentina, Chile, and Uruguay, 1890-1940 (Lincoln, 1995), 192-226. Para un estudio de la condición jurídica de la mujer en Chile al momento en que las reivindicaciones feministas comenzaban a surtir efectos, véase Elena Caffarena Morice, “Situación jurídica de la mujer chilena”, en Actividadesfemeninas en Chile (Santiago, 1928), 75-84.

Memorias, 569. 163 Edwards Bello, Crónicas del Centenario, 80. 164 Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 44. 165 Gentleman, “Notas de veraneo”, Zig-Zag, marzo de 1905, 31. 166 W. H. Koebel, Modem Chile (Londres, 1913), 42-43. 167 Marie Robinson Wright, The Republic ofChile: the Growth, Resources, and Industrial conditions of a Great Nation (Filadelfia, 1904), 207; y Carlos Moría Lynch (Almor), El año del Centenario (Santiago, 162 Orrego Luco,

1922), 42-43.

168 Rivas Vicuña,

Historia política, II, 34.

Selecta, marzo de 1911,456-57. 170 Luis Orrego Luco, “Hechos y notas”, Selecta, febrero de 1912, 324. 171 Omer Emeth, “Veraneo y veraneantes”, Familia, enero de 1912, 1. 172 Benjamín Vicuña Subercaseaux (Tarín), Recopilación de artículos sueltos (Santiago, 918), 13944; Inés Echeverría de Larraín, “Evolución de la mujer”, Zig-Zag, 18 de noviembre de 1916; y Orrego Luco, Memorias, 167-90. En Joaquín Edwards Bello, El marqués de Cuevas y su tiempo (Santiago, 1974), 169 Luis Orrego Luco, “Hechos y notas”,

59, se lee: “La función estaba más en la sala que en el proscenio. Hasta 1910, no apagaban las luces durante la función”. 173 Citado en Josefina Lecaros C, “Una semblanza de Iris (Inés Echeverría de Larraín) a los 50 años de su muerte (1949-1999)” (tesis de licenciatura en historia inédita, Universidad FinisTerrae, 1999), 13.

174 Alone,

Pretérito imperfecto, 119.

175 Enrique Gaona, “Perfiles santiaguinos”,

La Lectura, tomo II (julio de 1884-junio 1555), 52.

Memorias, 33-34. 177 Luis Orrego Luco, Casa grande [1908] (Santiago, 1993), 101. Para una visión crítica de la vida 176 Orrego Luco,

social en tanto “sección dedicada a lisonjear a la buena sociedad”, véase Dr. J. Valdés Cange (Alejandro Venegas), Sinceridad: Chile íntimo en 1910 [1910] (Santiago 1998), 232-33.

Memorias de una mujer irreverente (2’ ed, Santiago, 1961), 15. 179 Diana Balmori, Stuart F. Voss y Miles Wortman, Las alianzas de familia y la formación del país en América Latina (México, 1990). 180 Silva Castro, ed., Cartas chilenas, 49-50. 181 Merwin, Three Years, 83. 182 Cavieres F. y Salinas M, Amor, sexo y matrimonio, 11, 51-52, 78-79; y Artaza Barrios, “La for­ mación de la pareja”, 147-51. Para el caso de ciudad de México, consúltese Silvia Marina Arrom, The Women ofMéxico City, 1790-1857 (Stanford, 1985), 143. 183 “La sociabilidad chilena alrededor de 1860 a 1870”, La Revista Azul, n° 21, marzo de 1917, 178 Marta Vergara,

31-32.

256

CAPÍTULO II 1 Sobre las diferencias entre las memorias y las autobiografías como géneros literarios, consúltese Jean Marie Goulemot, “Las prácticas literarias o la publicidad de lo privado”, en Philippe Aries y Georges Duby, eds., Historia de la vida privada, vol. 5: El proceso de cambio en la sociedad de los siglos XVI-XVIII [1989] (Madrid, 1992), 390-92, 399-402. 2 Amanda Labarca H., Historia de la enseñanza en Chile (Santiago, 1939), 41-58, 71-81; Fernando Campos Harriet, Desarrollo educacional 1810-1960 (Santiago, 1960), 9-14: Simón Collier, Ideas and Politics ofChilean Independence 1808-1833 (Cambridge, 1967), 16-17, 33-34, 197-98; Alfredo JocelynHolt Letelier, La independencia de Chile: tradición, modernización y mito (Madrid, 1992), 98-105, 276; Sol Serrano, Universidad y nación: Chile en el siglo XIX (Santiago, 1993), 23-59; ídem, “La revolución francesa y la formación del sistema nacional de educación en Chile”, en Ricardo Krebs y Cristian Gazmuri, eds., La revolución francesa y Chile (Santiago, 1990), 247-75; Iván Jaksic y Sol Serrano, “In the Service of the Nation: the Establishment and Consolidation of the Universidad de Chile, 1842-79”, Hispanic American Historical Review, 70: 1 (1990), 141-44; y Gertrude M. Yeager, “Elite Education in Nineteenth-Century Chile”, Hispanic American Historical Review, 71: 1 (1991), 73-105. 3 En cuanto al valor social y a la función atribuida por los patriotas ilustrados a la alfabetización, a la palabra impresa y a la prensa durante los periodos de la Independencia y de la organización política de la República, véase Bernardo Subercaseaux S., Historia del libro en Chile (alma y cuerpo) (Santiago, 1993), 1-28. 4 Para una historia de la Universidad de Chile y del Instituto Nacional, y un análisis de la relevan­ cia de ambas instituciones vis-á-vis la historia de la República, de la élite nacional y del Estado Docente en el curso del siglo XIX, consúltense Rolando Mellafe, Antonia Rebolledo y Mario Cárdenas, Historia de la Universidad de Chile (Santiago, 1992); Serrano, Universidad y nación-, ídem, “La revolución fran­ cesa”, 260-65, 269-71; Labarca H., Historia de la enseñanza, 78-81, 108-12, 169-76, 194-96, 205-09; Campos Harriet, Desarrollo educacional, 53-63, 113-75; Jaksic y Serrano, “In the Service of the Nation”, 139-71; y Yeager, “Elite Education”, 73-105.

5 Brian Loveman y Elizabeth Lira, 1814-1932 (Santiago, 1999), 148.

Las suaves cenizas del olvido. Via chilena de reconciliación política

6 Timothy R. Scully, Rethinking Chile (Stanford, 1992), 33-34, 214.

the Center: Party Politics in Nineteenth- and Twentieth-Century

Para un breve examen de las relaciones entre la Iglesia Católica y la Universidad de Chile al promediar el siglo XIX, remito a Serrano, Universidady nación, 89-95. Sobre el trasfondo histórico de la creación de la Universidad Católica, véase Ricardo Krebs, M. Angélica Muñoz y Patricio Valdivieso, Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1888-1988, 2 vols. (Santiago, 1994), I, 3-35.

Recuerdos del pasado (1814-1860) (3J ed., Santiago, 1910). 9 Luisa Zanelli López, Mujeres chilenas de letras (Santiago, 1917), 12-13; Teresa Pereira, “La mujer en el siglo XIX”, en Lucía Santa Cruz, Teresa Pereira, Isabel Zegers y Valeria Maino, Tres ensayos sobre la mujer chilena: siglos xviii-xix-xx (Santiago, 1978” 62, 123; Sergio Vergara Quiroz, ed., Cartas de mujeres en Chile, 1630-1885 (Santiago. 1987), XXX; y Labarca H., Historia de la enseñanza, 63-65. 10 Sol Serrano P., “Estudio preliminar” a Sol Serrano P, ed., Vírgenes viajeras: diarios de religiosas francesas en su ruta a Chile, 1837-1874 (Santiago, 2000), 29. 11 Alexander Caldcleugh, Travels in South America, duringthe Years 1819-20-21, 2 vols. (Londres, 1825), I, 363; y Jean-Pierre Blancpain, Francia y los franceses en Chile (1700-1980) (Santiago, 1987), 8 Vicente Pérez Rosales,

80, 100. 12 George Vancouver, A (Londres, 1798), III, 434.

Voyage ofDiscovery to the North Pacific Ocean, and round the World, 3 vols.

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13 Miguel Luis Amunátegui, (Santiago, 1892), 482.

La alborada poética en Chile después del 18 de septiembre de 1810

14 Alberto Blest Gana, Eljefe de la familia y otras páginas (Santiago, 1956), 178. El pasaje corres­ ponde a un artículo publicado en La Semana, con fecha 27 de agosto de 1859.

Cartas de un tipógrafo yanqui (Buenos Aires, 1967), 218. 16 Samuel Haigh, Sketches ofBuenos Ayres and Chile (Londres, 1829), 148. 17 Miguel Luis Amunátegui, Don José Joaquín de Mora. Apuntes biográficos (Santiago, 1888), 212. 18 Julio Heise, Años de formación y aprendizaje político, 7570-/533 (Santiago 1978), 183, 227-28, 230; María Eugenia Martínez, “La enseñanza femenina particular en Chile”, en Actividades femeninas en Chile (Santiago, 1928), 370; Amunátegui, Don JoséJoaquín de Mora, 132-263; Serrano, Universidad y nación, 51, 169; Labarca H., Historia de la enseñanza, 81-84, 90-92; Campos Harriet, Desarrollo educacional, 14-17; Mellafe, et al., Historia de la Universidad, 45-50; Pereira, “La mujer”, 126; y Yeager, 15 Samuel B. Johnston,

“Elite education”, 75-76, 96. 19 Domingo Faustino Sarmiento, De la educación popular, correspondiente al volumen XI de las Obras de D.FSarmiento (Buenos Aires, 1896), 125.

20 Ana Díaz Garcés, “Contribución de las congregaciones y sociedades católicas a la educación de la mujer”, en Actividades femeninas, 307-08, 314-20; Labarca H., Historia de la enseñanza, 129-30; Campos Harriet, Desarrollo educacional, 78, 93-94; y Serrano P, “Estudio preliminar”. 21 Citado en Serrano P., “Estudio preliminar”, 78. Aunque las cita, Serrano parece no reparar en las implicaciones de estas palabras, toda vez que restan fuerza y aconsejan reserva frente al intento por presentar a las congregaciones educacionistas aludidas en este capítulo, como instancias formadoras de una élite femenina ilustrada en sentido estricto.

22 Verónica, “Algo sobre educación”, El Eco de la Liga de Damas Chilenas, 1 de septiembre de 1913, 1. De ahora en adelante citado como El Eco. La explicación más probable a esta conducta dice relación con la inclinación de los adultos a introducir cuanto antes a las jóvenes a la vida de sociedad y, en par­ ticular, al mercado matrimonial.

23 L’Ombra, “Lamentable ceguera”, La Cruzada, 1 de mayo de 1917, 2. Ejemplos de críticas a la magra instrucción intelectual ofrecida por los internados de las congregaciones religiosas, se encuentran en: “¿Qué piensan las grandes damas sobre nuestros hábitos de vida?, Familia, junio de 1915, 5; y Sombra, “Como quisiera que fueran”, Zig-Zag, 28 de julio de 1917. 24 Andrés Bello, “Memoria correspondiente al curso de la instrucción pública en el quinquenio 1844-1848”, en Obras completas de Andrés Bello, 26 vols. (2‘ ed., Caracas, 1981-84), XXI, 42.

25 En Actividades femeninas, véanse Amanda Labarca, “Desarrollo de los liceos de niñas”, 192-207; Fresia Escobar, “Liceo de niñas ‘Javiera Carrera’ N° 1”, 208-23; e Ida Corbat, “Liceo de niñas ‘Antonia Salas de Errázuriz’ N° 2”, 224-36. 26 Marie Robinson Wright, The Republic of Chile: the Growth, Resources, and Industrial Conditions ofa Great Nation (Filadelfia, 1904), 167-68; Labarca H., Historia de la enseñanza, 167; y Martínez, “La enseñanza femenina particular”, 388-93. En el pasado, esa educación intelectual más desafiante tal vez sólo se hallaba en el Santiago College, plantel fundado en 1880 por metodistas norteamericanas, que pronto se ganó la confianza de numerosas familias liberales de la alta sociedad santiaguina.

27 Las tertulias, a semejanza de otras formas de sociabilidad, no llamaron la atención de los histo­ riadores nacionales sino hasta los 1980s, cuando en Chile comenzó a seguirse el ejemplo del historiador francés Maurice Agulhon. En el caso particular de los salones y de las tertulias, existen tres artículos publicados en el libro colectivo Formas de sociabilidad en Chile, 1840-1940 (Santiago, 1992). Hernán Godoy Urzúa, “Salones literarios y tertulias intelectuales en Chile, trayectoria y significación sociológi­ ca”, 137-51; y María Angélica Muñoz Soma, “Tertulias y salones literarios chilenos: su función sociocultural”, 237-53, ofrecen exámenes panorámicos de todos los tipos de salones y tertulias realizadas in­ distintamente por hombres y mujeres, en los siglos XIX y XX. A pesar de ostentar títulos prometedores,

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ambos artículos constituyen meros esbozos antes que estudios monográficos; ni Godoy Urzúa ni Muñoz Goma, como era de esperarse en tales circunstancias, reconocen la relevancia del salón en lo referente a la ilustración de las mujeres. En contraste, Cristián M. Jara J., “Los filones literarios en su vida interna. Paralelo entre la experiencia chilena y la francesa”, 177-204, sostiene de manera convincente que el salón literario, al alentar la asimilación de patrones modernos de pensamiento, extraños a los valores y hábitos tradicionales, permitió el desarrollo de una cultura más liberal y tolerante que la de antaño. Con todo, Jara también pasa por alto la función educacional de los salones, acaso porque omite trazar cualquiera distinción, contrariamente a lo que se hace en este capítulo, entre el salón intelectual nacido en el siglo XIX y la tertulia literaria en boga, sobre todo, a comienzos del XX. 28 Manuel Vicuña Urruria, (Santiago, 1996), 15-34.

El París americano: la oligarquía chilena como actor urbano en el siglo XIX

La alborada poética, 485. 30 Gilbert Farquhar Mathison, Narrative ofa Visit to Brasil, Chile, Perú, and the Sandwich Islands, duringthe Years 1821 and 1822 (Londres, 1825), 200. 29 Amunátegui,

31 Para un análisis de las medidas de reconciliación política implementadas durante la administra­ ción Bulnes, véase Loveman y Lira, Las suaves cenizas del olvido, 142-48.

La seducción de un orden. Las elitesy la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX (Santiago, 2000); Alien Woll, A Functional Past: the Uses of History in Nineteenth-Century Chile (Baton Rouge, La., 1982), 7-66; e Iván Jaksic, “Sarmiento and the Chilean 32 Ana María Stuven V.,

press, 1841 -1851”, en Tulio Halperín Donghi, Iván Jaksic, Gwen Kirkpatrick y Francine Masiello, eds., Sarmiento: Author ofa Nation (Berkeley y Los Angeles, 1994), 31-60.

Recuerdos literarios [1874] (Santiago, 1968), 127. 34 Javier Vial Solar, Tapices viejos (2a ed., Santiago, 1982), 186; Eduardo Balmaceda Valdés, Un mundo que se fue... (Santiago, 1969), 322; “Nuestra portada”, La Revista Azul. n° 32, julio de 1918, 4; 33 José Victorino Lastarria,

y Pereira, “La mujer”, 91-92,176-77. La hospitalidad fuera de lo común de la acaudalada suegra del presidente Balmaceda, Emilia Herrera, descolló a comienzos del siglo XX, época en la que llegó a reunir a alrededor de 150 invitados en su hacienda, según se lee en Joaquín Yrarrázaval Larraín, Para mis hijos (Santiago, 1946), 81-82.

La Revista Azul, n° 19, febrero de 1917, 33. 36 John Miers, Travels in Chile and La Plata, 2 vols. (Londres, 1826), II, 256-57; y Eduard Poeppig, Un testigo en la alborada de Chile (1826-1829) (Santiago, 1960), 217. 37 José Zapiola, Recuerdos de treinta años (1810-1840) (8a ed., Santiago, 1945), 73. 38 Caldcleugh, Travels in South America, I, 367. 39 William S. W. Ruschenberg, Noticias de Chile (1831-1832) por un oficial de marina de EE. UU. de América (Santiago, 1956), 82. 40 Andrés Bello, “La introducción de libros perniciosos”, en Obras completas de Andrés Bello, 26 35 “Doña Emilia Herrera de Toro”,

vols. (2a ed., Caracas, 1981-84), IX, 720. 41 Subercaseaux S.,

Historia del libro, 1-41.

42 Céline Desramé, “La comunidad de lectores y la formación del espacio público en el Chile revolucionario: de la cultura del manuscrito al reino de la prensa (1808-1833)”, en Francois-Xavier Guerra, Annick Lempériére et al., Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX (México, 1998), 273-99. 43 Ibid. Sobre el proceso de la “privatización de la lectura” y otros temas referentes a las relaciones entre las sociedades occidentales y la cultura escrita, del siglo XVI al XVIII, remito a Roger Chartier, “Las prácticas de lo escrito”, en Aries y Duby, eds., Historia de la vida privada, vol. 5.

La alborada poética, 519-20. 45 Vial Solar, Tapices viejos, 187-97; y Zapiola, Recuerdos, 56, 91. 44 Citado en Amunátegui,

259

46 María Graham, Journal of a Residence in Chile, during the Year 1822 (Londres 1824), 209. Décadas más tarde, Vial Solar, Tapices viejos, 188, tuvo acceso a su biblioteca, en la que recuerda ha­ ber encontrado obras de Rollin, Segur, Villemain, Lamartine, Buffon, Molina, Fénelon, Bossuet, San Agustín y San Jerónimo; las páginas de sus libros -refiere Vial Solar- estaban meticulosamente anotadas con comentarios.

La alborada poética, 503. 48 Vicente Grez, Las mujeres de la independencia (Santiago, 1966), 53-57, 63-66; Amunátegui, La alborada poética, 477-556; y Zanelli López, Mujeres chilenas, 24-26, 34-35. 49 Hernán Díaz Arrieta, “Las mujeres de la independencia”, Zig-Zag, 17 de septiembre de 1910; Carlos Vicuña Mackenna, “La mujer chilena en la historia”, Pacífico Magazine septiembre de 1918, 312-14; Grez, Las mujeres-, y Zanelli López, Mujeres chilenas, 24-28. I. 50 Abdón Cifuentes, Memorias, 2 vols. (Santiago, 1936), 1,82-89; Ramón Subercaseaux Vicuña, Memorias de ochenta años: recuerdos personales, críticas, reminiscencias históricas, viajes, anécdotas, 2 vols. (2a ed., Santiago, 1936J, I, 75-80; y Martina Barros de Orrego, Recuerdos de mi vida (Santiago, 1942), 47 Amunátegui,

77-85.

Further Recollections ofa Diplomatist (Londres, 1903), 27. 52 La información sobre estas salóniéres corresponde a Verena von der Heyder -Rynsch, Los salones europeos. Las cimas de una cultura femenina desaparecida (Barcelona, 1998), 111-22, 183-84. 53 Barros de Orrego, Recuerdos, 71. 54 Luis Orrego Luco, Memorias del tiempo viejo (Santiago, 1984), 73. 51 Horace Rumbold,

” T. Gatica Martínez, “En qué ocupan un día las damas chilenas. Con la señora Delia Matte de Izquierdo”, Zig-Zag, 17 de junio de 1916. 56 Marta Vergara, Memorias de una mujer irreverente (2a ed., Santiago, 1961), 25; y Ricardo A. Latcham, Páginas escogidas (Santiago, 1969), 256. 5 Jürgen Habermas, The Structural Transformation of the Public Sphere: of Bourgeois Society (2a ed., Cambridge, Mass., 1989), 34.

an Inquiry into a Category

58 Elinor G. Barber, The Bourgeoisie in 18th Century France [1955J (Princeton, 1967), 131-32, 135-36; Joan B. Landes, Women and the Public Sphere in the Age ofthe French Revolution (Ithaca, 1988), 22-31; Rosalind H. Williams, Dream Worlds: Mass Consumption in Late Nineteenth-Century France (Berkeley y Los Angeles, 1991), 36-37; Roger Chartier, The Cultural Origins of the French Revolution (Durham, 1992), 156-57; Karl Mannheim, Essays on the Sociology of Culture (2a ed., Londres, 1992), 135-42; Merry E. Wiesner, Women and Gender in Early Modern Europe (Cambridge, 1993), 139-40; Peter Burke, The Art of Conversarían (Ithaca, 1993), 89-122; Daniel Gordon, Citizens without Sovereignty: Equality andSociability in French Thought, 1670-1789 (Princeton, 1994), 39,191-92; Dena Goodman, The Republic ofLetters: a Cultural History ofthe French Enlightenment (Ithaca, 1994); idem, “Governing the Republic of Letters: the Politics of Culture in the French Enlightenment”, History of European Ideas, 13: 3 (1991), 183-99; idem, “Enlightenment Salons: the Convergence of Female and Philosophic Ambitions”, Eighteenth-Century Studies, 22: 3 (1989), 329-50; Ulrich Im Hof, The Enlightenment (Oxford, 1994), 113-17,166, 207; Dorinda Outram, The Enlightenment (Cambridge, 1995), 91-93; Jonathan Dewald, The European Nobility, 1400-1800 (Cambridge, 1996), 51, 133, 156-57, 172; Von der Heyden-Rynsch, Los salones europeos-, y Habermas, The Structural Transformation, 51-56.

59 Los juegos de naipes, considerados como fútiles pasatiempos por los partidarios del salón intelec­ tual, fueron componentes centrales de las numerosas tertulias organizadas, hacia mediados del siglo XIX, por mujeres de la élite. En opinión de Martina Barros, la popularidad de este tipo de reuniones se debía a la falta de entretenimientos públicos tales como el teatro. Véase Barros de Orrego, Recuerdos, 102-03.

Retratos de mujeres (Buenos Aires, s/fecha), 66. 61 Barros de Orrego, Recuerdos, 169. 62 Goodman, The Republic of Letters, 74. 60 C. A. Sainte-Beuve,

260

Recuerdos, 171. 64 Subercaseaux S., Historia del libro, 78-81. 65 Cifúentes, Memorias, II, 175-81, 185-204, 215-30, 238-39, 263-65. 66 Samuel A. Lillo, Espejo del pasado: memorias literarias (Santiago, 1947), 157-58. 63 Barros de Orrego,

67 Ibid., 167-71. Me refiero a Inés Echeverría de Larraín (Iris), Sara Hübner, Elvira Santa Cruz Ossa (Roxane), Graciela Sotomayor de Concha y Berta Lastarria. Me asaltan dudas al momento de establecer la extracción social de otras escritoras que leyeron sus trabajos y dieron conferencias ante el auditorio del Ateneo; éste es el caso, por ejemplo, de Tilda Brito (María Monvel).

Recuerdos, 171. Poeppig, Un testigo, 208. Barros de Orrego, Recuerdos, 171. Orrego Luco, Memorias, 300. Balmaceda Valdés, Un mundo, 39-45, 49. Carlos Vicuña, La tiranta en Chile. Libro escrito en el destierro en 1928, 2 vols. Santiago, 1938-

68 Barros de Orrego,

69 70 71

72

73 39), I, 45.

74 Roxane, “Con la señora Sara del Campo de Montt”, Zig-Zag, 11 de octubre de 1919; Manuel Rivas Vicuña, Historia política y parlamentaria de Chile, 3 vols. (Santiago, 1564), II, 2, 306; Joaquín Edwards Bello, Crónicas del Centenario (Santiago, 1968), 152; Barros de Orrego, Recuerdos, 188-89, 312-15; y Balmaceda Valdés, Un mundo, 348. 75 Maltrana, “Doña Sara”,

La Tribuna Ilustrada, n° 4, julio de 1917, 8.

Memorias, 124, 135, 215. Rivas Vicuña, Historia política, I, 49. 78 “Enriqueta Pinto de Bulnes”, La Revista Azul, n° 22, octubre de 1917, 31. 79 Stuven V, La seducción de un orden, 74. 80 Barros de Orrego, Recuerdos, 383.

76 Orrego Luco,

81 Ibid., 170.

82 “La sociabilidad chilena alrededor de 1860 a 1870”,

La Revista Azul, n° 20, marzo de 1917, 26.

83 Ibid, 25.

La Revista Azul, n° 21, marzo de 1917, 32. Citado en Von der Heyden-Rynsch, Los salones europeos, 141. Orrego Luco, Memorias, Barros de Orrego, Recuerdos, 346-47. Mannheim, Essays, 137. Theodore Zeldin, An Intímate History of Humanity (Londres, 1994), 36. Von der Heyden-Rynsch, Los salones europeos, 18. “Cómo se debe recibir. Organización de una tertulia”, La Revista Azul, n° 4, enero de 1915, 122. Rafael Minvielle, El libro de las madres y de las preceptoras (Santiago, 1846). 70-71.

84 “La sociabilidad chilena alrededor de 1860 a 1870”,

85

86 87 88 89 90 91

92

93 Para un análisis de la concepción tradicional de la femineidad en Chile y en el mundo occiden­ tal durante el siglo XIX y comienzos del XX, consúltese Diana Veneros R-T. “Continuidad, cambio y reacción 1900-1930”, en Diana Veneros Ruiz-Tagle, ed., Perfiles revelados: historia de mujeres en Chile, siglos XVIII-XX (Santiago, 1997), 22-30.

El libro de las madres, 71. 95 Barros de Orrego, Recuerdos, 196.

94 Minvielle,

261

Estudios i ensayos literarios (Santiago, 1889), 292. 97 Citado en Amunátegui, La alborada poética., 520. 98 Barros de Orrego, Recuerdos, 175. 99 Orrego Luco, Memorias, 73. 100 Fernando Santiván, “Confesiones de Santiván: recuerdos literarios”, en Obras completas de Fernando Santiván, 2 vols. (Santiago, 1965), II, 1711. 96 Pedro Balmaceda Toro (A. De Gilbert),

101 Ibid, 1711. Los viajes a Oriente, generalmente motivados por las peregrinaciones a Tierra Santa, fueron siempre poco comunes, aunque no del todo excepcionales. También hay que considerar los viajes al Viejo Mundo por razones de salud. Desde temprano los hombres y las mujeres de la élite aquejados de alguna enfermedad, no rara vez de ambiguo diagnóstico, atendiendo a los consejos de sus médicos (o de familiares y conocidos) emprendieron peregrinajes en busca de baños termales, sanatorios y climas benignos capaces de obrar prodigios. O bien visitaron las ciudades donde residía alguna auto­ ridad médica de reputación internacional, a fin de encontrar alguna solución a males desconcertantes y, por lo mismo difíciles de tratar.

Recuerdos, 71-74. 103 Ruschenberg, Noticias de Chile, 72. 104 Pérez Rosales, Recuerdos, 74. 102 Pérez Rosales,

105 Guillermo Feliú Cruz, ed., “Cartas inéditas sobre Europa de Domingo Amunátegui Solar”, Anales de la Universidad de Chile, 121-22 (1961), 279. 106 L. O. (presumiblemente Luis Orrego Luco), “Hechos y notas: los viajeros”, 1909, 70.

Selecta, junio de

1(1 Benjamín Vicuña Subercaseaux (Tatín), Recopilación de artículos sueltos (Santiago, 1918), 11322; Juan de Avila, “¿Cuánto cuesta un viaje a Europa?”, Pacífico Magazine, enero de 1913, 115-25; Juan de Arias, “De Santiago a Río de Janeiro”, Pacífico Magazine, marzo de 1913, 363-81; y “Julio”, Familia, julio de 1914, 2. En la década de 1910, según Alberto Edwards, el consumo conspicuo comenzaba a ceder su primacía a la manía nobiliaria en cuanto principal recurso utilizado por los latinoamericanos en general, y los chilenos en particular, para forzar su incorporación a la alta sociedad europea. Consúltese su “La felicidad en la vida modesta: apuntes sobre el rastacuerismo”, Pacífico Magazine, junio de 1914, 726-30.

Selecta, junio de 1909, 70. 109 N., “Correspondencia de París”, La Revista Azul, n° 8, marzo de 1915, 260-61 110 Bernardo Subercaseaux S., Genealogía de la vanguardia en Chile (La década del Centenario) (San­ 108 L. O., “Hechos y notas”,

tiago, s/fecha), 75,129,157-62,176-77. El viaje iniciático a París resultó especialmente relevante en el campo de la plástica, dada la enorme gravitación, retardaría en sus efectos, ejercida por las instituciones culturales oficiales de la época. 111 Feliú Cruz, ed., “Cartas inéditas”. 112 María Flora Yáñez, Historia de mi vida (Santiago, 1980), 111. Otro ejemplo de padre-cicerone se encuentra en Blanca Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz de Subercaseaux (Santiago, 1934), 27-28. El Grand Tour no estaba exento de sinsabores. Demandaba de sus practicantes una energía a veces titánica. Durante su tercer viaje a Europa, Benjamín Vicuña Mackenna, en el pasado un viajero de curiosidad voraz y energía avasalladora, escribió: “esto de visitar en cada ciudad a que se llega, el museo, las iglesias tales, el palacio cual, y ésta, aquella y la otra curiosidad que os apuntan los guías o los ociosos ciceroni de los hoteles, es tarea para los santos y para los tontos; y por lo que a mi toca más bien preferiría que me dejasen en la primera cama vacante del hospital vecino a la estación del ferrocarril, que el que me lleven al trote y con la lengua de fuera, como suelen andar algunos fieles ingleses, visitando lo que maldita la gana tengo de ver”: citado en Ricardo Donoso, Don Benjamín Vicuña Mackenna. Su vida, sus escritos y su tiempo, 1831-1886 (Santiago, 1925), 272.

262

Errázuriz, 131-34. 1.4 Flora Yáñez de Echeverría, “Naturaleza y arte”, Pacífico Magazine, octubre de 1916, 290; e ídem, Historia de mi vida, 127. 1.5 “Comentarios de familia”, Familia, junio de 1912, 1. Gracias al tren Trasandino, la vida cultural 113 Subercaseaux de Valdés, Amalia

de Santiago se vio enriquecida. Desde entonces los intelectuales, actores, actrices y cantantes de Europa que se encontraban de gira en Buenos Aires, contaron con un medio de transporte que facilitaba y alen­ taba su viaje a Chile. Véase “Hechos y notas”, Selecta, noviembre de 1910, 294. 116 Amanda Labarca Hubertson, “La vida del espíritu: conversando con la señora Inés Echeverría de Larraín”, Familia, agosto de 1915, 4. 117 Mónica Echeverría Yáñez,

Agonía de una irreverente (Santiago, 1996), 123-24.

118 Josefina Lecaros C, “Una semblanza de Iris (Inés Echeverría de Larraín) a los 50 años de su muerte (1949-1999)” (tesis de licenciatura inédita, Universidad FinisTerrae, 1999), 17-25. 119 María Cenicienta, “Con la presidenta del ‘Círculo de Lectura’ de señoras, la señora Sofía East­ man de Huneeus”, Familia, octubre de 1915, 3.

120 Roxane, “Roxane conversa con la señora Delia Marte de Izquierdo”, 1917.

Zig-Zag, 28 junio de

121 Lecaros C., “Una semblanza de Iris”, 27-30.

122 “Doña Luisa Lynch de Gormaz, semblanza por el Curioso Impertinente”, Pacífico Magazine, septiembre de 1920, 200-02; y Pilar Subercaseaux, Las Moría. Huellas sobre la arena (Santiago, 1999), 40-42, 46.

123 Francisco Javier Ovalle Castillo,

La sociedad chilena: retratos de mujeres ilustres (Santiago, 1919),

12.

124 Vicuña Subercaseaux (Tarín),

Recopilación, 117-18.

125 Ibid, 114.

Zig-Zag, 20 de junio de 1914. 127 Wright, The Republic of Chile, 121. 126 Roxane, “Vida social”,

128 Véanse el poema de Ricardo Ahumada Maturana, “A la señora Lucía Bulnes de Vergara”, ZigZag, 7 de septiembre de 1912; y “¿Qué piensan las grandes damas sobre nuestros hábitos sociales?”, Familia, junio de 1915, 3-4.

Familia, julio de 1917, 2. 130 Eduardo Balmaceda Valdés, Del presente y del pasado (Santiago, 1941), 152. 131 Carlos Silva Vildósola, Retratos y recuerdos (Santiago, 1916), 103. 132 “El tango en Santiago”, Zig-Zag, 2 de mayo de 1914. No es de admirarse, entonces, que fuera bailado en las prestigiosas recepciones de Ana Bello de Balmaceda. Véase Roxane, “Vida social”, ZigZag, 25 de julio de 1914. 133 “Junio”, Familia, junio de 1916, 1. 134 “Mayo”, Familia, mayo de 1919, 1. 135 “Agosto”, Familia, agosto de 1919, 1. 136 Latcham, Páginas escogidas, 256. 137 Barros de Orrego, Recuerdos, 342. 138 “Club de la Unión”, Zig-Zag, 19 de noviembre de 1905. 139 Alberto Edwards, “La felicidad en la vida doméstica”, Pacífico Magazine, mayo de 1913, 684. 140 “Club Santiago”, Zig-Zag, 9 de agosto de 1908; Roxane, “Año social”, Zig-Zag, 29 de diciembre de 1917; Balmaceda Valdés, Un mundo, 124-25; ídem, Del presente, 112-14; yEdwards Bello, Crónicas del Centenario, 44, 65-68. 129 “La señora Lucía Bulnes de Vergara”,

263

141 Guillermo Edwards Marte, 1944), 61.

El Club de la Unión en sus ochenta años (1864-1944) (Santiago,

Reseña histórica del Club de la Unión (Santiago, 1886), 29. 143 Gloria, “¿Por qué algunos maridos prefieren el club á su hogar”, Familia, junio de 1910, 27. 142 Abraham Kónig,

144 Edwards, “La felicidad”, mayo de 1913, 683. 145 Sombra, “Como quisiera que fuesen”, Zig-Zag, 28 de julio de 1917. En una de sus crónicas, Vicuña Subercaseaux (Tarín), Recopilación, 132, sostuvo que el “club ha muerto las antiguas charlas familiares”. 146 Bernardo Gentilini, El libro de la mujer: como cristiana, esposa, madre, educadora y apóstol (San­ tiago, 1917), 97. Crescente Errázuriz, en un pasaje de sus memorias donde contrasta los años de su juventud, época en que a su nostálgico parecer reinaba la virtud, con la decadencia contemporánea de las costumbres, señaló: “Por suerte, [los hombres] no tenían el club, en donde hoy el esposo va a vivir entre sus amigos, cuando el tapete verde no lo atrae; en donde, muchas veces, apenas exceptuando los ratos que se conceden al almuerzo y la comida -y esto no siempre- pasa allí lo demás del día y gran parte de la noche”, renunciando así a presidir en cuerpo y alma la vida cotidiana de su familia. Véase Crescente Errázuriz, Algo de lo que he visto (Santiago, 1934), 23. 147 Esta política financiera más austera no implicó necesariamente falta de confort y carencia de entretenimientos. Un extranjero que visitó el Club de la Unión en 1889, así recordó a la insti­ tución: “Una buena casa, bien iluminada, salones cómodos, una sala de lectura bien aprovisionada de periódicos y otras materias de lectura, en torno a un amplio patio, la mejor sala de billares que nunca he visto, con una gran formación de mesas, por lo menos seis u ocho, separadas unas de otras por un amplio espacio”: William Howard Russell, A visit to Chile and the Nitrate Fields ofTarapacá (Londres, 1890), 90.

Reseña histórica-, y Edwards Matte, El Club de la Unión. 149 W. H. Koebel, Modem Chile (Londres, 1913), 67. 148 Kónig,

150 Ni la misma Martina Barros, ni los participantes de la tertulia que ella presidiera a lo largo de varias décadas, mencionan, en caso de haber dejado testimonio de tales veladas la presencia de mujeres entre la concurrencia. Véanse Barros de Orrego, Recuerda Balmaceda Valdés, Un mundo, 322-23; y Latcham, Páginas escogidas, 258. En contraste, la tertulia de su marido, generalmente celebrada más temprano que la de Martina, sí era frecuentada por unas pocas mujeres. Remito a Orrego Luco, Me­ morias, 587. 151 Santiván, “Confesiones”, 1648-50. 152 Por ejemplo, la tertulia de Sara Hübner, además de frecuentada por Vicente Huidobro y Ma­ nuel Magallanes Moure, contó habitualmente con la presencia de la esposa de Armando Donoso, María Monvel -ella misma poetisa y anfitriona- y de la escritora Marta Brunet; asimismo, Inés Echeverría y la escritora Ginés de Alcántara (Juana Quindos Montalva) asistían a la tertulia de Marta Walker Linares. Véanse Latcham, Páginas escogidas, 256, 265; y Vergara, Memorias, 25-27 153 María Cenicienta, “Un momento de conversación con la señora Ana Swinburn de Jordán, presiden­ ta de la Asociación de Señoras contra la Tuberculosis”, Familia, diciembre de 1915, 4. 154 Wright,

The Republic of Chile, 124.

155 T Gatica Martínez, “En que ocupan un día las damas chilenas. III. Con la señora Delia Matte de Izquierdo”, Zig-Zag, 17 de junio de 1916. A decir de Delia Matte, su “tertulia íntima” se componía de cuatro o cinco hombres, y dos o tres mujeres. 156 Alone (Hernán Díaz Arriera), 1976), 68.

157 Latcham,

Pretérito imperfecto: memorias de un crítico literario (Santiago,

Páginas escogidas, 257.

138 Ibid, 256.

264

159 Santiván, “Confesiones”, 1711-12. 160 Alone, Pretérito imperfecto, 165. Teniendo este último testimonio en mente, resulta difícil expli­ carse cómo Cristián M. Jara, quien sí consultó la memoria de Alone en su estudio sobre la materia, pudo desestimar el rol ejercido por las tertulias de la época en cuanto medios propicios al adelantamiento de la carrera literaria de sus miembros.

161 El detenido análisis de este proceso ya ha sido realizado, desde una perspectiva sociológica tributaria de la obra de Pierre Bourdieu, por Gonzalo Catalán, “Antecedentes sobre la transformación del campo literario en Chile entre 1890 y 1920”, en José Joaquín Brunner y Gonzalo Catalán, Cinco estudios sobre cultura y sociedad (Santiago, 1985), 69-175. 162 Existen dos valiosos ensayos teóricos en los cuales se examina, desde una perspectiva crítica, el desarrollo de la historia de las mujeres y de los estudios de género como disciplinas académicas: Joan Wallach Scott, Gender and the Politics of History (NuevaYork, 1988), 28-50; y Amanda Vickery, “Golden Age to Separare Spheres? A Review of the Categories and Chronology of English Women’s History”, The HistoricalJournal, 36: 2 (1993), 383-414. 163 Michelle Perrot,

Mujeres en la ciudad (Santiago, s/fecha), 10.

164 “Dolores Vicuña a su hermano Benjamín, trozos de cartas entre 1854 y abril de 1860”, en Vergara Quiroz, ed., Cartas, 263.

Cartas de una mujer apasionada (Santiago, 1990), 195. 166 Vergara Quiroz, ed., Cartas. Es caso aparte el de las viudas, y esto por haber tenido la ventaja 165 Carmen Amagada,

respecto a las mujeres casadas y solteras (y por tanto subordinadas a la autoridad de sus respectivos maridos o padres), de contar con mayores posibilidades de reprender acciones autónomas en lo to­ cante a sus familias u otros asuntos. Es así como durante el siglo XVIII, por ejemplo, junto a la Iglesia como fuente de crédito, aparecen las viudas de mercaderes y oficiales como prestamistas. Véanse Jacques A. Barbier, Reform and Politics in Bourbon Chile, 1755-1796 (Ottawa, 1980), 38; y Eduardo Cavieres F. y René Salinas M., Amor, sexo y matrimonio en Chile tradicional (Valparaíso, 1991), 136.

Historia política, I, 556, II, 192. 168 Alone, Pretérito imperfecto, 97. 167 Rivas Vicuña,

169 “Mercedes Cifuentes a don Francisco Borja de Aráoz, en Valparaíso. Santiago, 12 de febrero de 1796”, en Vergara Quiroz, ed., Cartas, 46.

170 El énfasis en la reclusión doméstica obedecía en buena medida al considerable valor asignado a la virginidad femenina en cuanto componente cardinal de la reputación personal de las mujeres solteras, y del honor público de sus familias y de sus parientes varones. Remito a M. Consuelo Figueroa G, “El honor femenino: ideario colectivo y práctica cotidiana”, en Veneros Ruiz-Tagle, ed., Perfiles revelados, 65-81. En relación con el concepto del honor y las prácticas sociales asociadas a él durante la Colonia, consúltese, para el caso hispanoamericano, Asunción Lavrin, “Women in Spanish American Colonial Society”, en Leslie Bethell, ed, The Cambridge History of Latin America, vol. 2: Colonial Latin America Cambridge, 1984), 331-32.

171 “Rosalía Necochea a su amiga Magdalena Vicuña, en Valparaíso. Santiago, 7 de junio de 1851”, en Vergara Quiroz, ed., Cartas, 237. 172 “Delfina Cruz a su esposo Aníbal Pinto, en Santiago. Concepción, 25 de diciembre de 1859”, en Vergara Quiroz, ed., Cartas, 304.

265

CAPÍTULO III 1 “El rol de la mujer en la prosperidad del hogar y en la economía doméstica”, 2, diciembre de 1914, 60.

La Revista Azul, n°

2 Amanda Labarca Hubertson, “La hora de los libros: los círculos de lectura”, 1915, 10. Amanda Labarca se desempeñó como directora de esta revista femenina.

Familia, abril de

Familia, junio de 1915, 12. 4 Amanda Labarca Hubertson, “La hora de los libros”, Familia, agosto de 1915, 8. Este artículo 3 Amanda Labarca Hubertson, “La hora de los libros”,

da a conocer los estatutos de la asociación, así como los nombres de las integrantes de su directorio original: Sofía Eastman de Huneeus (presidenta); Amanda Labarca Hubertson (secretaria); Elvira Santa Cruz Ossa (tesorera); Delia Marte de Izquierdo, Inés Echeverría de Larraín, Ana Swinburn de Jordán, Luisa Lynch de Gormaz, Delfina Pinto de Montt y Ana Prieto de Amenábar (directoras). El círculo establecido en Santiago fue conocido como Círculo de Lectura de Familia, o bien Círculo de Lectura de Señoras. ' Amanda Labarca Hubertson, Actividades femeninas en los Estados Unidos (Santiago, 1914). Véanse también Luisa Zanelli López, Mujeres chilenas de letras (Santiago, 1917), 164; Foemina, “Una sociedad de cultura femenina”, Zig-Zag, 10 de julio de 1915; Elena Arredondo, “Liceo de niñas ‘Rosario Orrego’ N.° 5”, en Actividades femeninas en Chile (Santiago, 1928), 270-71; y Ericka Kim Verba, “The Círculo de Lectura de Señoras [Ladies’ Reading Circle] and the Club de Señoras [Ladies’ Club] of Santiago, Chile: Middle Upper-Class Feminist Conversations (1915-1920)”, Journal ofWomens History, 7: 3(1995), 8,1213. Para un estudio sobre el rol jugado por los clubes de mujeres, en especial los literarios, en las etapas iniciales del feminismo en Estados Unidos, véase Karen J. Blair, The Clubwoman as Feminist. True Womanhood Redefined, 1868-1914 (Nueva York, 1988).

6 Amanda Labarca Hubertson, “La hora de los libros”, Familia, septiembre de 1915, 5; ídem, “Lec­ tura y libros”, Familia, diciembre de 1915, 1; ídem, “Concurso de navidad del Círculo de Lectura de Señoras”, Familia, enero de 1916, 1; Eliel, “La hora de los libros”, Familia, octubre de 1915, 10; “19151916”, La Revista Azul, n° 16, enero de 1916, 582; y “Reseña del mes”, La Revista Azul, n° 18, julio de 1916, 3. Como señalé en el primer capítulo, desde el siglo XIX las mujeres de la élite acostumbraron a leer más en francés que en castellano, por lo que tendían a no estar familiarizadas con los autores de lengua castellana, ya españoles o latinoamericanos, lo que explica el plan de lectura instaurado inicial­ mente en el Círculo de Lectura. Al parecer, el Club de Señoras de la capital fue antecedido por una institución análoga, fundada en Valparaíso. Véase Labarca Hubertson, “La hora de los libros”, septiembre de 1915, 6. Me inclino a pensar, aunque ignoro cualquiera evidencia que corrobore mi sospecha, que dicha institución puede haber sido creada por algún grupo de mujeres pertenecientes a las colonias establecidas en el puerto. En febrero de 1917, por otra parte, el directorio del Club de Señoras estaba compuesto por Luisa Lynch de Gormaz (presidenta honoraria); Delia Marte de Izquierdo (presidenta); Fresia Manterola de Serrano, Raquel Délano de Sierra, Flora Yáñez de Echeverría y Beatriz Bravo de Larraín (directoras); Adela Rodríguez de Rivadeneira (secreta­ ria); Manuela Herboso de Vicuña (tesorera); y Elena Edwards de López (pto-secretaria). Consúltese Roxane, “Centro social moderno”, La Silueta, febrero de 1917, 14. Habitualmente, tanto el Círculo de Lectura como el Club de Señoras han sido definidos como las primeras instituciones femeninas seculares de clase media y alta, no subordinadas a la tutela de las autoridades eclesiásticas; un estudio reciente, sin embargo, ha pro­ puesto la existencia de una institución femenina decimonónica formada ai margen de la Iglesia Católica. Véase Erika Maza Valenzuela, “Liberales, radicales y la ciudadanía de la mujer en Chile: 1872-1930”, Estudios públicos, 69 (1998), 332,339-40. 8 Delie Rouge (Deiia Rojas), Mis memorias de escritora (Santiago, 1943), 27; María Cenicienta, “Con la señora Luisa Lynch de Gormaz, directora del Club de Señoras”, Familia, noviembre de 1915, 3-4; y Silvestre Paradox, “Club de Señoras”, Familia, septiembre de 1916, 7-8. El Círculo de Lectura no contó con un lugar fijo de reunión hasta que arrendó una pieza al Club de Señoras; por el mero

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hecho de funcionar en las dependencias de esta institución, sin duda creció el poder de convocatoria del Círculo de Lectura. 9 Lo más probable es que tanto el Club de Señoras como el Círculo de Lectura fuesen responsables de la “conferenciomanía” sin precedentes advertida en 1916. A decir del columnista (o colaboradora) que llamó la atención sobre este fenómeno, el tema de moda en tales eventos era la “evolución de la mujer”: “Vida social”, Zig-Zag, 6 de enero de 1917.

Recuerdos de mi vida (Santiago, 1942), 342-43. 11 Roxane, “Veinte años de vida social a través de ‘Zig-Zag’”, Zig-Zag, 19 de abril de 1924. En los términos establecidos en el capítulo previo, entre estas damas se contaban saloniéres al estilo tradicional 10 Martina Barros de Orrego,

(Sara del Campo de Montt, Delia Marte de Izquierdo y Lucía Bulnes de Vergara) y anfitrionas de tertu­ lias literarias (Inés Echeverría de Larraín). En el caso de Luisa Lynch de Gormaz, la evidencia disponible no permite definir con certeza a qué categoría pertenecía.

Zig-Zag, 13 de agosto de 1921. 13 Alone (Hernán Díaz Arriera), Pretérito imperfecto: memorias de un critico literario (Santiago, 12 Ever, “El Club de Señoras en su nueva casa",

1976), 129. 14 Samuel A. Lillo, Espejo del pasado: memorias literarias (Santiago, 1947), 280. El éxito social del Club de Señoras, que contó con el respaldo financiero de mujeres acaudaladas, se debió en parte a la elevada calidad de sus sedes. En 1916, el Club fue establecido en una confortable y bien equipada casa en la calle Huérfanos, próxima al Congreso. En 1921, se trasladó a un edificio más espacioso y suntuoso, en la calle Compañía, considerado en aquel entonces como un “verdadero palacio antiguo y señorial”: Ever, “El Club de Señoras”. 15 Julieta Kirkwood, Ser política en Chile: los nudos de la sabiduría femenina (2a ed., Santiago, 1990), 114, 116; Teresa Valdés y Marisa Weinstein, Mujeres que sueñan. Las organizaciones de pobladoras en Chile: 1973-1989 (Santiago, 1993), 38-39; y Paz Covarrubias, “El movimiento feminista chileno”, en Paz Covarrubias y Rolando Franco, eds., Chile: mujer y sociedad (Santiago, 1978), 624-25.

16 Iris, “¿Cómo se formó el Club de Señoras?”, texto ha sido siempre citado con alteraciones. 17 Alone,

La Silueta, febrero de 1911, 15. En el pasado, este

Pretérito imperfecto, 128.

18 La versión más difundida sobre la creación del Club de Señoras, presenta a Delia Matte como la mayor responsable. No obstante, la misma Delia Matte declaró que el proyecto había sido inicialmente propuesto, hasta donde podía recordar, por Inés Echeverría, en una reunión celebrada en la casa de esta última. La idea entonces maduró al calor de los oportunos encuentros del Círculo de Lectura. Así y todo, la perspectiva de fundar una institución femenina al estilo del Club, Delia Matte argüyó, en el pasado también había rodado, de algún modo, a otras mujeres de la élite. Remito a Roxane, “Roxane conversa con la señora Delia Matte de Izquierdo”, Zig-Zag, 28 de julio de 1917. Existe otro testimo­ nio que apunta en ese sentido: la creación del Club de Señoras como la consumación de una antigua aspiración de algunas mujeres de la élite. Como se lee en la obra de un visitante extranjero: “en orden a mostrar su completa independencia, hace algún tiempo las damas de Santiago determinaron establecer su propio club. Desafortunadamente, el asunto no llegó a nada”: W. H. Koebel, Modern Chile (Londres, 1913), 19.

La Tribuna Literaria, 18 de septiembre de 1917, 13. 20 “El Salón de Lectura y el proyectado Club de Señoras”, La Revista Azul, n° 12, 1915, 429. No 19 A. B. S.» “El Club de Señoras”,

se menciona el mes. 21 Rouge,

Mis memorias, 27.

22 Roxane, “Centro social moderno”, 24-25. 23 Primera serie de conferencias dadas en el Club de Señoras (Santiago, 1926). En efecto, este libro es una compilación de conferencias sobre una amplia variedad de temas. Contiene textos sobre apicultura, la influencia femenina en las sociedades modernas, las relaciones internacionales entre Chile y Panamá, y entre Chile y los Estados Unidos, las poetisas argentinas y Giacomo Puccini, amén de relatos de viajes.

267

24 Eliel, “La hora de los libros”.

25 Antonio Bórquez Solar, “Energías femeninas en el año 1917”, Zig-Zag, 29 de diciembre de 1917; Alone, “Lo que significa el Club de Señoras”, Zig-Zag, 20 de abril de 1918; y Luis Orrego Luco, Memorias del tiempo viejo (Santiago, 1984), 173. 26 Augusto Iglesias, “El feminismo intelectual en Chile durante la primera mitad del siglo XX y unas veladas inolvidables”, Atenea, 150: 400 (1963), 110. 27 Maltrana, “En el Club de Señoras: Doña Delia”, La Tribuna Ilustrada, n° 1, julio de 1917. Sobra decir que apreciaciones de este orden deben considerarse en términos relativos, como cambios signifi­ cativos respecto al pasado, de consiguiente apreciables en el presente, pero no como transformaciones ponderadas en función de una norma ideal, la de una convergencia absoluta entre clases distintas, a impulsos de una sociabilidad sin resabios jerárquicos y de una plena comunidad de intereses. 28 “Club de Señoras”, Familia, septiembre de 1915, 13; Zanelli López, Mujeres chilenas, 193; “El Salón de Lectura y el proyectado Club de Señoras”, 430-31; y Cenicienta, “Con la señora Luisa Lynch”.

29 “¿Qué persigue el Club de Señoras? Conversando con la secretaria”, La Tribuna Ilustrada, n° 3, julio de 1917, 9. También se alude a este proyecto en R., “El Club de Señoras, lo que hace y lo que proyecta: habla su presidenta, señora Matte de Izquierdo”, Silueta Magazine, junio de 1917, 19.

30 En efecto, este censo registra tres abogadas, siete doctoras, diez dentistas y diez farmacéuticas, más 3.980 profesoras (principalmente, cabe pensar, profesoras de primaria) y 1.070 matronas; las dos últimas categorías incluían a mujeres instruidas, pero también a otras escasamente letradas. Consúltese Gonzalo Vial Correa, Historia de Chile (1891-1973), vol. 1, n° 1: La sociedad chilena en el cambio de siglo (1891-1921) (Santiago, 1981), 280. 31 Iris, “¿Cómo se formó?”, 15.

32 Citado en Josefina Lecaros O., “Una semblanza de Iris (Inés Echeverría de Larraín) a los 50 años de su muerte (1949-1999)” (tesis de licenciatura en historia inédita, Universidad FinisTerrae, 1999), 32.

33 Existe una anécdota reveladora, que ejemplifica nítidamente el carácter no confrontacional de la política cultural promovida por Delia Matte. Según Alone, antes de estrenar su cátedra de literatura francesa en el Club de Señoras, la presidenta de la institución le pidió que evitara hablar sobre Dios (“porque todos comprenderían -le habría dicho- que era por reírse de Él”), así como citar a Renán, por

Pretérito imperfecto, 131. 34 “Notas sociales”, Zig-Zag, 3 de septiembre de 1921; Alone, Pretérito imperfecto, 129; y “Roxane

ser temas que podían suscitar algún tipo de conflicto. Remito a Alone, conversa con la señora Delia Matte”.

35 Barros de Orrego,

Recuerdos, 289-97, 345.

36 Graciela Sotomayor de Concha, “La labor literaria de las mujeres chilenas”, en femeninas, 726-27.

Actividades

Zig-Zag, 28 de abril de 1917. 38 Citado en Ménica Echeverría Yáñez, Agonía de una irreverente (Santiago, 1996), 148. 39 Carlos Ossandon Guzmán,/M«ío a mi padre (Recuerdos) (Santiago, 1951), 18; y Teresa Pereira, “La mujer en el siglo XIX”, en Lucía Santa Cruz, Teresa Pereira y Valeria Maino, Tres ensayos sobre la mujer chilena: siglos xviii-xix-xx (Santiago, 1978), 90. 40 Claudio de Alas, “Entrevista con una gran dama”, Zig-Zag, 1 de agosto de 1914. 41 Orrego Luco, Memorias, 47. 42 Crescente Errázuriz, Algo de lo que he visto (Santiago, 1934), 28. 43 “Junio”, Familia, junio de 1917, 1. 44 Citado en Echeverría Yáñez, Agonía de una irreverente, 148-49. 37 Roxane, “Vida social”,

45 Iris, “¿Cómo se formó?”, 16.

268

46 Es el caso de El Mercurio de Valparaíso, que el día 15 de octubre de 1915, se manifestó a favor del Club de Señoras y del Círculo de Lectura, a su juicio legítimas y positivas iniciativas femeninas. Consúltese Edda Gavióla Artigas, Ximena Jiles Moreno, Lorella Lopresti Martínez y Claudia Rojas Mira, “Queremos votar en las próximas elecciones”: historia del movimiento femenino chileno, 1913-1952 (Santiago, 1986), 34. 47 Shade, “Para ‘Familia’”,

Familia, febrero de 1917, 5.

48 La expresión “galería de damas ilustres” aparece en María Cenicienta, “Con la presidenta del ‘Círculo de Lectura’ de Señoras, la señora Sofía Eastman de Huneeus”, Familia, octubre de 1915, 3. En conjunto con las entrevistas ya citadas, conforman esta “galería” textos como las “Semblanzas por el Curioso Impertinente”, publicadas en Pacífico Magazine: “Doña Delia Matte de Izquierdo”, mayo de 1920,373-76; “Doña Inés Echeverría de Larraín”, julio de 1920, 1-4; y “Doña Luisa Lynch de Gormaz”, septiembre de 1920, 200-02. 49 Ángel Pino, “Actividades femeninas”, Pacífico de Ángel Pino corresponde a Joaquín Díaz Garcés. 50 “Una encuesta sobre el sufragio femenino”,

Magazine, agosto de 1916, 49-52. El seudónimo

Revista chilena (Matta-Vial), 10 (1920), 63.

51 Cenicienta, “Con la señora Luisa Lynch”, 4. Consúltense también Roxane, “Feminismo”, La Silueta, abril de 1917, 12-17; e Iris, “¿Cómo se formó?”, 14. El Club de Señoras fue considerado como una institución análoga a Les Dames de France, al Consejo Nacional de Mujeres argentino, al Entre Nous fundado en Uruguay, y a cientos de clubes femeninos norteamericanos. Véase Roxane, “Centro social moderno”, 23-24.

52 Verba, “The Círculo “Una semblanza de Iris”, 77.

de Lectura”, 16; De Alas, “Entrevista con una gran dama”; y Lecaros C.

53 Amanda Labarca H., ¿A dónde va la mujer? (Santiago, 1934), 167-72. Este libro complementa­ rio en varios sentidos a Actividades femeninas en los Estados Unidos, reúne artículos escritos entre 1914 y 1934. 54 Inés Echeverría de Larraín, “Evolución de la mujer”, Zig-Zag, 18 de noviembre de 1916. Resulta evidente el contraste con anteriores proclamas en favor de una mejor educación femenina. Pienso en el tratado de enseñanza de Rafael Minvielle, El libro de las madres y de las preceptoras (Santiago, 1846). Pese a las ocasionales declaraciones de buenas intenciones respecto a la autonomía de las mujeres (cuya formación, aquí se nos dice, no debe ceñirse al trazado de los deseos masculinos) y al carácter ilustrado de la obra para los estándares de mediados del siglo XIX en Chile, a la postre compete a los hombres redimirlas de su desmedrada condición educacional, como se desprende de la siguiente pregunta retó­ rica dirigida a estos últimos: “¿No debe provenir de vosotros ese impulso noble i poderosos que puede mejorar la condición de aquellas que estáis encargados de proteger?”(17).

55 Citado en Isabel Zegers y Valeria Maino, “La mujer en el siglo XX”, en Santa Cruz ensayos, 190.

et al., Tres

Familia, septiembre de 1914, 9. 57 Labarca H., ¿A dónde va la mujer?, 170. 58 Francesca Miller, Latin American Women and the Search for SocialJustice (Hanover, 1991), 74-76; y Asunción Lavrin, Women, feminism, and Social Change in Argentina, Chile and Uruguay 1890-1940 (Lincoln, 1995). En sus artículos del diario La Nación (1971-27), Iris desarrolló argumentos afines a esta 56 “Feminismo y feministas”,

postura. Remito a Lecaros C. “Una semblanza de Iris”, 73-81. 59 Tal es el caso de los siguientes artículos: “Feminismo”, Zig-Zag, 1A de diciembre de 1905; “Los avances del feminismo”, Zig-Zag, 18 de junio de 1910; y “Feminismo”, Zig-Zag, 18 de junio de 1910.

60 Eliodoro Astorquiza, “Del verdadero y del falso feminismo”, Selecta, julio de 1910, 129-31. Las informaciones procedentes de Europa que consignaban las actividades conducidas por feministas radicales con frecuencia suscitaron comentarios acerca de la legitimidad (o carencia de ésta) de sus de­ mandas. En este artículo, por ejemplo, el “hominismo” o masculinización fue definido como un mal

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social que aquejaba a las feministas europeas, pero que aún no se había propagado a Chile. El objetivo del texto, en consecuencia, era fijar de antemano las características propias del verdadero feminismo, a fin de prevenir el potencial desarrollo en Chile del “hominismo”, una “plaga” alimentada, a juicio del autor, por solteronas empeñadas en promover la incorporación femenina a dominios tradicionalmente masculinos, como era el caso de la actividad política. Esta lucha semántica entre tendencias diferentes y en ocasiones contrapuestas, también cobró forma en la distinción realizada, merced a la patologización de la opción rechazada, entre un feminismo “sano” y otro “enfermo”. Véase Diana Veneros R-T y Paulina Ayala L., “Dos vertientes del movimiento proemancipación de la mujer en Chile: feminismo cristiano y feminismo laico”, en Diana Veneros Ruiz-Tagle, ed., Perfiles revelados: historia de mujeres en Chile, siglos XVIII-XX (Santiago, 1997), 61-62. 61 R., “El Club de Señoras. Lo que hace y lo que proyecta”, 18.

62 Estatutos del Club de Señoras (Santiago, 1915). En septiembre de 1915 se argüyó que las bases de la futura institución serían una adaptación de los estatutos de la Sociedad Nacional ya establecida en Buenos Aires con el mismo propósito. Remito a “Club de Señoras”, Familia, septiembre de 1915, 13. Por otra parte, Carmen Moría, hija de Luisa Lynch, consignó en su diario, con fecha 13 de abril de 1915, una reunión sostenida en la casa de su madre, en la que un conferenciante español de paso por el país llamó la atención sobre la necesidad de crear en Santiago un “círculo femenino”, un “club de intelectuales”, a ejemplo del centro de ese tipo ya creado en Buenos Aires. 63 Archivo n° 76 de los Documentos del Obispo de Dodona, Primer Vicario Castrense. Sección Liga de Damas, Acción Católica, en Archivo del Obispado Castrense de Chile (AOCCh), Santiago. De ahora en adelante citado como Archivo n° 76. 64 Delia Marte, además, lo invitó a ofrecer una conferencia en el Club de Señoras sobre algún tema de orden religioso; tampoco perdió la oportunidad de confesarle su profundo apego al catolicismo.

Familia, octubre de 1918, 6. 66 Sombra, “Feminismo, feminidad y hominismo”, Zig-Zag, 17 de noviembre de 1917; y “Abril”, Familia, abril de 1920, 1. 6 Martina Barros de Orrego, “El voto femenino”, Revista chilena (Matta-Vial), 2 (Santiago, 1917), 65 Madre, “Contra el feminismo”,

394. Este texto fue leído en el Club de Señoras. En Chile, especialmente en las décadas de 1920 y 1930, tanto las feministas católicas como las laicas, al momento de solicitar la reforma del Código Civil y la concesión de derechos políticos a las mujeres, adujeren que el carácter intrínsecamente moral y sensible de ellas, fruto éste de su condición materna, redundaría en beneficio de la vida cívica, política y socioeconómica de la nación. Comsúltese Veneros R-T y Ayala L., “Dos vertientes”, 43-62. 68 Barros de Orrego,

Recuerdos, 291.

69 Barros de Orrego, “El voto femenino”, 391. Martina Barros era una vieja defensora de causas de tinte feminista. En fecha tan temprana como 1873, realizó la primera traducción al castellano del clásico del feminismo liberal, el ensayo de John Stuart Mili, The Subjection ofWomen (1869), publicado en la revista literaria de su novio, Augusto Orrego Luco, y de Fanor Velasco. Precedió a la traducción una introducción (en buena medida redactada por Orrego Luco) en la que Martina Barros, a la sazón una joven veinteañera, no se privó de emitir juicios críticos sobre las ideas de Mili. Véase Martina Barros Borgoño, “Prólogo a la traducción de la obra de J. Stuart Mili, La esclavitud de la mujer”, Revista de Santiago, 2 (Santiago, 1872-73), 112-24. La reacción ante su traducción fue variada. Por una parte, hombres de letras como Benjamín Vicuña Mackenna y Miguel Luis Amunátegui elogiaron su iniciativa y su trabajo; por otra, las mujeres de su clase, jóvenes y adultas, la condenaron al ostracismo social. Consúltense Barros de Orrego, “El voto femenino”, 390; e ídem, Recuerdos, 126-27. En los 191 Os su condición de pionera fue finalmente reconocida, nombrándosele entonces “precursora del feminismo en Chile”: “Damas chilenas ilustres: la señora Martina Barros de Orrego”, Familia, agosto de 1917, 2.

" Labarca H. ¿A

dónde va la mujer?, 130. El artículo en cuestión data de 1917. ' Bernardo Subercaseaux S., Genealogía de la vanguardia en Chile (La década del Centenario)

(Santiago, s/fecha), 56-70, 89, 91-92.

270

72 Verba, “The Círculo de Lectura”, 11.

73 Estatutos del Club-, “Junio”, Familia, junio de 1916,1; R., “El Club de Señoras. Lo que hace y lo que proyecta”, 18; Roxane, “Roxane conversa con la señora Delia Matte”; e ídem “Centro social moder­ no”, 24. Véase también Barros de Orrego, Recuerdos, 290. 74 Shade, “Para ‘Familia’”.

75 Johanna S. R. Mendelson, “The Feminine Press: the View of Women in the Colonial Journals ofSpanish America, 1790-1810”, en Asunción Lavrin, ed., Latin American Women:Historical Perspectives (Westport, 1978), 198-218. Las publicaciones revisadas por Mendelson fueron editadas en las ciudades de Lima, México y Buenos Aires. Remito también a Lawrence Stone, The Family, Sex and Marriage in England 1500-1800, (2a ed., Londres), 228-33.

76 Andrés Bello, “Memoria correspondiente al curso de la instrucción pública en el quinquenio 1844-1848”, en Obras completas de Andrés Bello, 26 vols. (2a ed., Caracas, 1981-84), XXI, 42.

Domingo Faustino Sarmiento, De la educación popular, correspondiente al volumen XI de las Obras de D. E Sarmiento (Buenos Aires, 1896), 122-23. 78 Barros Borgoño, “Prólogo”, 121-22.

79 Miguel Luis Amunátegui, (Santiago, 1892), 517-19.

La alborada poética en Chile después del 18 de septiembre de 1810

80 Barros de Orrego, “El voto femenino”, 399.

Recuerdos, 296. 82 Sarmiento, De la educación popular, 123. 83 Juan Emilio Corvalán A., Importancia de la educación científica de la mujer (2a ed., Valparaíso, 81 Barros de Orrego,

1887), 21-26. 84 Citado en Sol Serrano R, “Estudio preliminar” a Sol Serrano P, ed., religiosas francesas en su ruta a Chile, 1837-1874 (Santiago, 2000), 75.

Vírgenes viajeras: diarios de

85 Echeverría de Larraín, “Evolución de la mujer”.

86 Adela Rodríguez de Rivadeneira, “La acción de la mujer en los destinos de la raza”, Zig-Zag, 6 de enero de 1917. Infiero que esta conferencia fue ofrecida en el Club de Señoras por la manera en que Adela Rodríguez se dirigió al auditorio. 87 Elena Edwards de López, “Feminismo. Lo que dicen ellas”, 88 Labarca H., ¿A

Silueta Magazine, junio de 1917, 11.

dónde va la mujer?, 170-71.

89 Astorquiza, “Del verdadero y del falso feminismo”, 131. 90 Arturo Lamarca Bello, “El rol femenino ante el movimiento social”, Zig-Zag, 16 de diciembre de 1916. Aun cuando las mujeres de clase media fueron las primeras en cursar carreras universitarias y ejercer como profesionales, en general las disparidades educacionales entre los hombres y las mujeres de los estratos medios todavía eran considerables hacia el cambio de siglo. Cabe pensar, por lo mismo, que la brecha cultural entre los cónyuges de clase media también jugó en contra de sus relaciones maritales y del desarrollo de una socia sociabilidad doméstica. “La carencia de educación superior o de hábitos de lectura entre las mujeres de las clases medias”, observó un extranjero, “impide cualquier cosa cercana a la de hogar, y compele a los hombres a pasar sus tardes afuera”: William Anderson Smith, Températe Chile: a Progressive Spain (Londres, 1899), 39. 91 Labarca Hubertson,

Actividades femeninas, 3.

92 Ibid., 4.

93 En el caso de la mujer con “bienes de fortuna”, en efecto, la “Cultura Intelectual” resultaba in­ dispensable para “asegurar su propia felicidad”, tanto como para hacer feliz a su marido. Al “estudiar sus gustos [y] encariñarse con sus ideales”, la mujer se compenetraría de aquello que “es de su agrado”, cons­ tituyéndose así en “su compañera intelectual que sabe alentarlo y ayudarlo”, manera ésta de retenerlo

271

voluntariamente en el hogar. “Y por último, ¿qué mujer podrá modelar y educar mejor el espíritu de los hijos, la mujer culta de corazón y de inteligencia o la que no lo es?”: Amelia, “Carta”, La Revista Azul, n° 10, 1915, 344-45. No se menciona el mes. 94 Lamarca Bello, “El rol femenino”. Lamarca Bello también se manifestó a favor del trabajo feme­ nino asalariado al momento de considerar el caso de las mujeres de clase media, aunque sin mencionar la posibilidad de una carrera profesional. Pero ya hacia 1923, a decir de Amanda Labarca, en la clase media “ha arraigado profundamente la idea de que es necesario educar a la niña no sólo para desempe­ ñar sus funciones tradicionales domésticas, sino también para luchar con éxito en la diaria tarea de la lucha económica”: Labarca H., ¿A dónde va la mujerl, 143.

Familia, diciembre de 1918, 6. 96 Doña Pabla, “Consejos a una novia”, Familia, enero de 1910, 7. 95 Constancia, “Feminismo”,

97 Gloria, “¿Por qué algunos maridos prefieren el club á su hogar?”, Familia, junio de 1910, 27. Es decidor que este artículo fuese reproducido años más tarde por otra revista ilustrada, aunque bajo otro título y con otro seudónimo. Véase Ailimaf, “El modo de evitar que el marido viva en el Club”, La Revista Azul, n° 5, febrero de 1915, 175-76.

98 Bernardo Gentilini, tiago, 1917), 97.

El libro de la mujer: como cristiana, esposa, madre, educadora y apóstol (San­

99 “El rol de la mujer en la prosperidad del hogar”, 60-61.

100 Echeverría de Larraín, “Evolución de la mujer”. 101 Predeciblemente, esta imagen del hogar también encontró aceptación entre autoras que no estaban comprometidas con la promoción del desarrollo intelectual de la mujer. Es el caso de Lorani, “El hogar”, Zig-Zag, 23 de enero de 1909; e Isabel Peyton, “Lo que ofreceré a mi novio: confidencias de una mujer idealmente enamorada”, Familia, abril de 1919, 11.

102 “El rol de la mujer en la prosperidad del hogar”, 60. 103 Lamarca Bello, “El rol de la mujer”. 104 Martina Barros de Orrego, “El desarrollo del feminismo en Chile”, (1929), 1186.

Revista Universitaria, 9

La Revista Azul, n° 6, febrero de 1915, 206-07. 106 “El amor en el matrimonio”, Familia, febrero de 1911, 34. 107 Luis Orrego Luco, “La mujer moderna”, Zig-Zag, 6 de febrero de 1909. 108 Gloria, “La música en el hogar”, Familia, octubre de 1911,2. Otros ejemplos del hogar como 105 “La mujer feliz”,

santuario y/o de las mujeres como figuras confortadoras, se encuentran en Ónix, “El matrimonio, su éxito o su fracaso”, Familia, octubre de 1911, 4; “Feminismo y feministas”; y Labarca Hubertson, Ac­ tividades femeninas, 85-86. 109 Corvalán A.,

Importancia de la educación, 6.

110 Como referencia, véanse R. Sanhueza Lizardi, “Siluetas filosóficas: la mujer”, Selecta, diciembre de 1909, 286-87; E. Beaupin, “Las cualidades morales de la buena dueña de casa”, Pacífico Magazine, marzo de 1914, 345-48; Gloria, “Para las novias. Alejandra, ex reina de Inglaterra y reina del hogar”, Familia, mayo de 1911, 2-3, 50; Sombra, “Emerson y la mujer”, Zig-Zag, 15 de septiembre de 1917; “La casa y sus habitantes”, Familia, marzo de 1918, 15; y Ga Verra, “El papel de la mujer en la familia”, Familia, diciembre de 1921, 2, 44 (conste que Ga Verra era seudónimo de Lucía Bulnes). En relación con este tema, también puede consultarse Benjamín Vicuña Subercaseaux (Tatín), Recopilación de artículos sueltos (Santiago, 1918), 22, 29.

111 Richard Sennett, The Fall of Public Man [1977] (Londres, 1993), 20, 32, 91-92, 178-83; Mary P. Ryan, The Empire of the Mother: American Writing about Domesticity. 1830-1860 (Nueva York, 1982); ídem, “Gender and Public Access: Women’s Politics in Nineteenth-Century America”, en Craig Calhoun, ed., Habermas and the Public Sphere (Cambridge, Mass., 1992), 267, 272-74; Adrián Shubert, A Social

272

History ofModern Spain (Londres, 1990), 36-37; Laura L. Frader y Sonya O. Rose, “Introducción: Gender and the Reconstrucción of European Working-Class History”, en Laura L. Frader y Sonya O. Rose, eds., Gender and Class in Modem Europe (Ithaca, 1996), 12-13, 25; Isabel Morant Deusa y Mónica Bolufer Peruga, Amor, matrimonio yfamilia. La construcción histórica de la familia moderna (Madrid, 1998); Gilíes Lipovetsky, La tercera mujer. Permanencia y revolución de lo femenino (Barcelona, 1999), 190-200; Barbara Welter, “The Cult ofTrue Womanhood: 1820-1860”, American Quarterly, 18: 2 (1966), 151-74; y Alain Corbin, *”A Sex in Mourning’: the History of Women in the Nineteenth Century”, en Michelle Perrot, ed., Writing Women’s History (Oxford, 1992), 113. Este ideal Victoriano, también conocido como “cult of true womanhood”, fue igualmente adoptado en otros países latinoamericanos, a contar de mediados del siglo XIX. Véanse Silvia Marina Arrom, The Women ofMéxico City, 1790-1857 (Stanford, 1985), 259-60; y Dain Borges, The Family in Bahía, Brazil 1870-1945 (Stanford, 1992), 66.

1,2 Joan Perkin, Victorian Women (Londres, 1993), 86. Borges, The Family in Babia, 57, al discutir la influencia de este rol prescriptivo en la vida de las mujeres brasileñas casadas, señala, acertadamente, que el “rol de santa apuntaló la familia: enfatizó la autorrenuncia y altruismo en beneficio de la familia, además de atenuar los conflictos”. 113 Gertrude Himmelfarb, (Nueva York, 1996), 54-55.

114 Lipovetsky,

The De-Moralization ofSociety: from Victorian Virtues to Modern Valúes

La tercera mujer, 198.

115 Véase el editorial (sin título) del primer número de Familia, aparecido en enero de 1910. Familia representa una invaluable fuente histórica en lo relativo al estudio de los estratos altos de la sociedad chi­ lena y, en particular, de sus mujeres. De hecho, la mayoría de sus artículos son obra de mujeres letradas, y el público lector de la revista era mayoritariamente femenino y de clase alta. Por cierto, La Revista Azul también hizo lo suyo en la materia, manifestándose favorable, además, al movimiento mundial “en pro de la realización del ideal de procurar al sexo débil el lote de dicha o de felicidad que le corresponde en la existencia”. Su contribución a este proceso, ilustrativo de todo lo expuesto hasta ahora, consistía en llenar en parte el vacío que se advierte en materia de fuentes de informaciones para que la dama chilena pueda cumplir satisfactoriamente el programa que la naturaleza le ha trazado de hacer la vida del hogar brillante y atractiva, hasta donde le sea posible, y siempre confortable y amena dentro de los recursos del presupuesto de cada cual”. Esta revista tuvo como finalidad ofrecer “conocimientos prácticos y consejos útiles en todo lo referente al radio de acción de la mujer y especialmente de la dueña de casa”: “Nuestra primera palabra”, La Revista Azul, n° 1, noviembre de 1914,1. Nótese que, a pesar de no abogar por la ilustración femenina, también contó entre sus prioridades “enseñar a la mujer chilena” cómo “hacerle a su marido una vida agradable”: “Cómo se puede vivir cómodamente con $500 mensuales y economi­ zar”, La Revista Azul, n° 1, noviembre de 1914, 18.

116 Valga como ejemplo Benjamín Valdés Alfonso, ed., 1891 (Buenos Aires, 1972).

Una familia bajo la dictadura: epistolario

117 Carlos Moría Lynch (Almor), El año del Centenario (Santiago, 1922), 272-73. Ya en 1903 encon­ tramos opiniones similares, con idéntico tono de desaprobación. Los padres, escribió un católico militante, generalmente se pasan la mayor parte de sus vidas fuera del hogar, en las carreras, en los teatros, en los cafés o en el Club, abandonando en consecuencia a sus familias y descuidando la educación de sus hijos. Véase Santiago Carlos Gómez (Jaime de Aragón), “Vicios y defectos de la sociedad doméstica”, La Revista Católica, 19 de septiembre de 1903, 222-23.

118 De Alas, “Entrevista con una gran dama”. 119 Cenicienta, “Con la señora Luisa Lynch”, 3.

Familia, junio de 1915, 3. 121 Andrea del Santo, “La perfecta soltera (consejos a las mujeres)”, Silueta Magazine, enero de 1918. 122 Iris (Inés Echeverría de Larraín), Cuando mi tierra fue moza: amanecer (Santiago, 1943), 217-18. 123 Barros de Orrego, Recuerdos, 342. 120 “¿Qué piensan las grandes damas sobre nuestros hábitos de vida?,

273

124 Maza Valenzuela, “Liberales”, 340.

125 “Visita al Centro de Artes Domésticas”,

La Revista Azul, n° 1, noviembre de 1914, 29-30.

126 Roxane, “Roxane conversa con la señora Delia Matte”.

127 “Bellezas primaverales”,

Selecta, diciembre de 1912, 253.

128 “Vida social”, Zig-Zag, 25 de junio de 1905; Muguet, “En el gran mundo”, Familia, julio de 1911, 12; Roxane, “Vida social”, Zig-Zag, 27 de junio de 1914; ídem, “Vida social”, Zig-Zag, 18 de julio de 1914; t'dem, “Notas sociales”, Zig-Zag, 6 de noviembre de 1920; Eduardo Balmaceda Valdés, Un mundo que se fue... (Santiago, 1969), 141-43; y Alone, Pretérito imperfecto, 121-22,494-95. 129 Amalia Errázuriz de Subercaseaux, “Los deberes de las madres en sociedad”, en documentos del Congreso Mariano Femenino (Santiago, 1918), 223.

Relaciones y

130 Luis Orrego Luco, Casa grande [1908] (Santiago, 1993), 115. Respecto al uso de esta novela como fuente histórica alusiva a la condición de las mujeres, véase María Angélica Muñoz Goma, “La mujer de hogar en ‘Casa Grande’ de Orrego Luco y en documentos históricos de su época”, Historia, 18 (1983), 103-33. 131 Vicuña Subercaseaux (Tarín),

Recopilación, 137-38.

132 Ga Verra, “Siluetas santiaguinas. La señora Delia Matte de Izquierdo”, Familia, septiembre de 1918, 8. Dos años después, en otra semblanza de Delia Matte, se dijo de ella categóricamente: “es la primera figura femenina del país”: Curioso Impertinente, “Doña Delia Matte”, 374. 133 “El Club de Señoras”,

Zig-Zag, 15 de septiembre de 1923.

134 Entrevista a Marta Rodríguez Orrego, nieta de Martina Barros nacida en 1904, realizada el 10 de mayo de 1997. 135 Sombra, “Feminismo, feminidad y hominismo”. 136 Roberto Mario, “La educación del hombre y la educación de la mujer”, diciembre de 1914, 53.

La Revista Azul, n° 2,

137 Corvalán A., Importancia de la educación. Aunque a nivel propositivo haya tenido poco que ofrecer, otro autor que anuncia los temas y enfoques del ideal de la domesticidad, viendo en la falta de educación de las mujeres un impedimento para su desempeño como madres y una traba al amor conyugal, es Víctor Torres Arce, autor de “La mujer”, La Lectura, tomo I (julio de 1883-junio de 1884), 57-58,65-66, 161-62.

138 Astorquiza, “Del verdadero y del falso feminismo”, 130. 139 Verónica, “La lectura”,

El Eco, 13 de octubre de 1912, 1.

140 Barros de Orrego, “El desarrollo del feminismo”, 1178, 1187.

141 Echeverría de Larraín, “Evolución de la mujer”. 142 Constancia, “Feminismo”.

143 Roxane, “Ideales femeninos”,

Familia, julio de 1920, 9.

144 “Notas y hechos ”, Selecta, marzo de 1910, 384; Gloria, “Observaciones sobre la educación de las niñas según su carácter”, Familia, agosto de 1910, 15; Amanda Labarca Hubertson, “¿En dónde edu­ car a las hijas? ¿En la casa o en los liceos?”, La Revista Azul, n°7, marzo de 1915, 252-53; y “A propósito de la vuelta al colegio”, Familia, marzo de 1925, 12. 145 “El niño, su madre y su maestro ”, Familia, marzo de 1910, 18, 58-59. Este argumento ya había sido desarrollado en la década de 1880. Remito a Corvalán A., Importancia de la educación, 18. 146 Cito, a modo de ejemplo, un artículo que llama a las mujeres a retornar en cuerpo y alma a sus funciones domésticas, por ser el hogar donde reside su obra magna: “educar á los hombres que han de figurar más tarde”, manera ésta de “contribuir al progreso, al engrandecimiento de su país”, a la vez que al “verdadero beneficio [de] la humanidad ”: Gloria, “Para las madres”, Familia, diciembre de 1910, 3. 14

Rodríguez de Rivadeneira, “La acción de la mujer ”.

274

148 N. N. V., “Psicología de los niños”,

Familia, febrero de 1911, 2.

Familia, abril de 1910, 16. 150 Philippe Aries, Centuries of childhood [1962] (Londres, 1996), 125. Sobre el particular, tam­ 149 “Los deberes maternales”,

bién resulta de interés el ensayo de Jacques Gélis, “La individualización del niño”, en Philippe Aries y Georges Duby, eds., Historia de la vida privada, vol. 5: El proceso de cambio en la sociedad de los siglos XVLXVIII [1989] (Madrid, 1992), 311-29. 151 Thelma, “El niño”, Zig-Zag, 2 de enero de 1915. Para otro ejemplo de la idealización del niño, consúltese “La mente de los niños”, Familia, noviembre de 1917, 8.

Familia, marzo de 1920, 6. 153 John Miers, Travels in Chile and La Plata, 2 vols. (Londres, 1826), II, 239. 154 En La Revista Católica, consúltense Dr. A. Moraga Porras, “Nuestro certamen”, 19 de septiem­ 152 “El cuidado del rey de la casa”,

bre de 1903, 214-19,3 de octubre de 1903, 292-93,17 de octubre de 1903, 338-41; y Gómez (Jaime de Aragón), “Vicios y defectos”, 220-32. 155 “Los deberes maternales”, 16.

La Revista Azul, n° 2, diciembre de 1914, 20. 157 Omer Emeth, “La autoridad en el hogar”, Familia, abril de 1912, 1, 40. 158 Omer Emeth, “La varilla mágica”, Familia, junio de 1914, 1. 159 Abdón Cifuentes, Memorias, 2 vols. (Santiago, 1936), I, 225. Cifuentes comenzó a escribir sus 156 “El niño y sus derechos”,

memorias en 1916, para terminarlas poco antes de su muerte (1928).

El Eco, 1 de noviembre de 1912, 1. 161 Adriana Valdés, Composición de lugar: escritos sobre cultura (Santiago, 1996), 257. Los hijos de 160 “La Liga y la educación de los niños”,

familias acomodadas de clase media también fueron sometidos a este “doble régimen de maternidad”. Remito a Augusto D’Halmar, Recuerdos olvidados (Santiago, 1975), 184, 205. 162 Sobre el particular, consúltense especialmente Amanda Labarca Hubertson, “Evolución feme­ nina”, en Amanda Labarca Hubertson, ed., Desarrollo de Chile en la primera mitad del siglo XX (Santiago, 1951), 109; Armando Donoso, Recuerdos de cincuenta años (Santiago, 1947), 233-34; Joaquín Edwards Bello, El marqués de Cuevas y su tiempo (Santiago, 1974), 22-23; Javier Vial Solar, Tapices viejos (2a ed., Santiago, 1982), 49-50, 93-97; María Besa de Díaz, “Consideraciones sobre el servicio doméstico”, en Relaciones y documentos, 257; Amunátegui, La alborada poética, 498-99; Balmaceda Valdés, Un mundo, 20; y Barros de Orrego, Recuerdos, 42-44. Respecto a las formas de reclutamiento forzado de servidum­ bre femenina alegando razones de orden moral, en vigencia durante el siglo XIX, consúltese Gabriel Salazar Vergara, Labradores, peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX (Santiago, 1985), 257, 287-92.

163 Mrs. George B. Merwin, Three Years in Chile [1863] (Illinois, 1966), 84-85; Julio Subercaseaux Browne, Reminiscencias (Santiago, 1976), 18; y “El cuidado del rey”, 6.

El mar trajo mi sangre (Santiago, 1956), 26. 165 Lieut. J. M. Gilliss, The U. S. NavalAstronomicalExpedition to the Southern Hemisphere, during the Years 1849-50-51-52, vol. 1: Chile (Washington, 1855), 150-51. 166 Dr. A. Moraga Porras, “Nuestro certamen”, La Revista Católica, 19 de septiembre de 1903, 214; Gloria, “Maternidad”, Familia, noviembre de 1911, 2,40; Doctora Emilia Foncke, “Consejos de una doctora sobre la crianza de los niños”, Familia, noviembre 1914, 8; “Los niños y sus libros”, Familia, 164 Alberto Ried Silva,

enero de 1923, 7; y Thelma, “El niño”. 16 Alvaro Góngora Escobedo, 1994), 79.

La prostitución en Santiago, 1813-1931: visión de las élites (Santiago,

Familia, noviembre de 1918, 8. 169 “Las sirvientas”, Zig-Zag, 25 de agosto de 1907. 168 “Los niños y su vida”,

275

Pacífico Magazine, enero de 1913, 127-29. 171 Iris (Inés Echeverría de Larraín), La hora de queda (Santiago, 1918), 109-10. 170 M. J. Ortega, “Las sirvientas”,

172 El ideal de la domesticidad analizado en el curso de este capítulo adquiere contornos definidos y se abre paso en la opinión pública sólo a comienzos del siglo XX. Como hemos visto, antecedentes decimonónicos sí existen, pero no constituyen más que voces aisladas, precursores solitarios. Corrobora lo anterior el caso de la revista La Familia (189-91). Si bien sus páginas albergaron secciones como el “Manual de la dueña de casa” y “La educación del nene”, además de asignarle espacio al tratamiento de temas relativos a la economía doméstica, no se advierte en ellas indicio alguno del culto de la domestici­ dad articulado en torno a la promoción de un “matrimonio de compañerismo” con arreglo a una mayor cercanía cultural entre los cónyuges, así como a una apreciación empática de la singularidad de la niñez. Hay que reconocer, sin embargo, que esta publicación abonó el terreno para el advenimiento del culto de la domesticidad asociado a las revistas ilustradas de comienzos del XX, por cuanto, “separándose un poco del rumbo seguido por los demás órganos de la prensa diaria”, se propuso, entre otras cosas, llevar al “seno del hogar doméstico informaciones útiles, relativas a todos los ramos de la actividad de la fami­ lia”, aportando las primeras luces en el proceso de develamiento de la vida privada circunscrita al ámbito doméstico. Véase “Nuestra primera palabra”, La Familia, 15 de agosto de 1890, 2. 173 Rodríguez de Rivadeneira, “La acción de la mujer”.

174 “Una encuesta”, 74. 175 “Introduction”, en Lavrin, ed.,

Latín American Women, 12.

176 Roxane, “Ideales femeninos”. Retornaré a este tema en el siguiente capítulo.

1 Este tópico, por ejemplo, revistió un carácter programático para La Revista Azul. Su directora y propietaria sostuvo que la revista, además de rendirle tributo a la “santidad del hogar”, aspiraba a instruir a las mujeres acerca de sus deberes relativos a la “educación que preparará ciudadanos que en­ grandecerán el país”, misión ésta que respondería al “Dios, Patria y Hogar”: Lucía Vergara de Smitt, “La quincena”, La Revista Azul, n° 30, abril de 1918, 1.

178 Lavrin,

Women, Feminism, and Social Change, 97-124.

1 9 Gabriela M. de Valdés, “El Centro Femenino de Estudios. Conversando con la vicepresidenta y una de sus fundadoras, señora Jesús Palacios de Díaz”, Zig-Zag, 30 de octubre de 1920.

¿A dónde va la mujer?, 135,137-38, 145-46, 162; “Consejo Nacional de Mujeres”, en Actividadesfemeninas, 630-34; y Verba, “ The Círculo de Lectura”, 10-11. A pesar de su carácter local, el 180 Labarca H.,

Consejo Nacional de Mujeres chileno formó parte de un movimiento internacional, con ramificaciones en América (Uruguay, Argentina, Canadá y los Estados Unidos), Europa (Inglaterra, Francia, Bélgica e Italia) y Oceanía (Australia y Nueva Zelanda). 181 M. de Valdés, “El Centro Femenino de Estudios”.

La Revista Azul, n° 32, julio de 1918, 2. 183 Labarca H. ¿A dónde va la mujer?, 135. En los años venideros, se crearon clubes inspirados en el 182 “La quincena”,

ejemplo precursor del Club de Señoras; por lo menos los establecidos en Talca y Chillán, tomaron como base los estatutos de aquél. Véase “El Club de Señoras”, Zig-Zag, 15 de septiembre de 1923. 184 Rene Salinas Meza, “La familia tradicional en Chile: moralidad y realidad. Siglos XVI a XIX”, Proposiciones 24: problemas históricos de la modernidad en Chile contemporáneo (Santiago, 1994), 274.

185 Dos ejemplos no mencionados hasta ahora, ambos de La Revista Azul, son: “Matrimonio y pur­ gatorio”, n° 7, marzo de 1915, 238-39; y “Acerca del matrimonio”, n° 15, diciembre de 1915, 551.

186 Gypsi, “Comentarios sociales”, La Silueta, enero de 1917, 6; R., “El Club de Señoras. Lo que hace y lo que proyecta”, 18. Aunque sólo implícitamente, este tema también aparece en “Mayo”, Fami­ lia, mayo de 1917,1. Para comentarios explícitos sobre la maledicencia en tanto vicio que socavaba las bases de la sociedad femenina, consúltense “liga contra la maledicencia”, la cruzada, 15 de septiembre de 1917, 3; Elvira Santa Cruz Ossa, “la disipación del espíritu como defecto principal en la actual vida de sociedad”, en relaciones y documentos, 232-38; y Barros de orrego, Recuerdos, 342.

276

CAPÍTULO IV 1 Oskar Kóhler, “Catholicism in Society as a Whole”, en Hubert Jedin, ed., The Church in Modem World: an Abridgment ofHistory ofthe Church, volumes 7 to 10 (Nueva York, 1993), 506.

the

2 “Liga de damas chilenas”, La Revista Católica, 20 de noviembre de 1915,742. Ocasionalmente, la Liga de Damas fue llamada Liga de Señoras. A partir del siglo XIX, varias naciones del mundo occiden­ tal presenciaron el desenvolvimiento de una serie de cruzadas morales, encabezadas tanto por hombres como por mujeres. Véanse, a modo de ejemplos, Judith R. Walkowitz, “Male Vice and Feminist Virtue: Feminism and the Politics of Prostitution in Nineteenth-Century Britain”, History Workshop Journal, 13 (1982), 79-93; Beth Irwin lewis, “Lustmord: Inside the Windows of the Metrópolis”, en Katharina Von Ankum, ed., Women in the Metrópolis: Gender and Modernity in Weimar Culture (Berkeley y Los Ángeles, 1997), 208, 210; y Nicola Beisel, “Censorship, Audiences, and the Victorian Nude”, en Philip Smith, ed., The New American Cultural Sociology (Cambridge, 1998), 109-25.

3 Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, drid, 1992), 63-65, 99-101, 277-78.

La independencia de Chile: tradición, modernización y mito (Ma­

4 John Lynch, “The Catholic Church in Latín America, 1830-1930”, en Leslie Bethell, ed., Cambridge History ofLatín America, vol. 4: c. 1870 to 1930 (Cambridge, 1986), 527.

The

5 El tema del anhelo de orden y, por oposición, del miedo a los brotes de inestabilidad, como dos componentes sustantivos del discurso político y de la cultura ilustrada de los inicios de la República, que condicionaron los márgenes concedidos al disenso, es extensamente analizado en Ana María Stuven V., La seducción de un orden. Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX (Santiago, 2000).

6 Crescente Errázuriz, Algo de lo que he visto (Santiago, 1934), 47-55. También, en La Revista Católica, se pueden consultar dos breves artículos sobre la historia institucional y la vida cotidiana del Seminario: Domingo Benigno Cruz, “Recuerdos de la juventud”, 6 de octubre de 1906, 324-42; y José Luis Fermandoiz C, “Cincuenta años”, 16 de noviembre de 1907, 561-71.

Sol Serrano e Iván Jaksic, “El poder de las palabras: la Iglesia y el Estado liberal ante la difusión de la escritura en el Chile del siglo XIX”, Historia, 33 (2000), 449-50.

The Church and Politics in Chile (Princeton, 1982), 24, 67-68. 9 Timothy R. Scully, Rethinking the Center: Party Politics in Nineteenth- and Twentieth-Century Chile (Stanford, 1992), 20-61; y J. Samuel Valenzueia, “Orígenes y transformaciones del sistema de partidos en Chile”, Estudios públicos, 58 (1995), 14-21. 8 Brian H. Smith,

10 Respecto al conflicto entre el Estado chileno y la Iglesia Católica en el siglo XIX. remito a Ri­ cardo Donoso, Las ideas políticas en Chile (México, 1946), 174-343.

Catolicismo y laicismo. Las bases doctrinarias del conflicto entre la iglesia y el estado en Chile, 1875-1885 (Santiago, 1981), ofrecen información indis­ 11 Los artículos reunidos en Ricardo Krebs, ed.,

pensable acerca de los principales actores políticos del conflicto entre clericales y anticlericales, durante su época más beligerante. Para un estudio de las posiciones oficiales del Partido Conservador vis-a-vis las controvertidas leyes laicas de la administración Santa María y el pensamiento ecléctico, hasta cierto grado heterodoxo, de Zorobabel Rodríguez, el más destacado periodista conservador del siglo XIX, con­ súltese Sofía Correa Sutil, “El partido conservador ante las leyes laicas, 1881-1884”, 77-118; para un análisis de las ideas del líder conservador Abdón Cifuentes, principal artífice de la movilización política de los católicos durante el XIX, véase Alfredo Riquelme Segovia, “Abdón Cifuentes frente a la laiciza­ ción de la sociedad. Las bases ideológicas”, 121-51; Sol Serrano, “Fundamentos liberales de la separa­ ción del estado y la iglesia, 1881-1884”, 155-182, se ocupa de los diferentes puntos de vista suscritos por los liberales del gobierno y los liberales “doctrinarios respecto del alcance de las reformas orientadas a la redefinición de las relaciones entre el Estado nacional y la Iglesia Católica; finalmente, Patricia Arancibia Clavel, “El pensamiento radical frente al estado y a la iglesia, 1881-1884”, 185-209, estudia las fuentes ideológicas de las doctrinas sustentadas por los radicales -principios liberales condicionados

277

por el pensamiento social del positivismo-, y las posiciones que éstos adoptaron frente a una serie de asuntos claves como la función de las leyes en cuanto vehículos de progreso social y la relación adecuada entre Estado e Iglesia en una sociedad moderna. 12 Además de Donoso, Las ideas políticas, 233-326, véase Ricardo Krebs, “El pensamiento de la iglesia frente a la laicización del estado en Chile, 1875-1885”, en Krebs, ed., Catolicismo y laicismo, 9-74. 13 Sobre la recepción de las doctrinas positivistas en Chile, y su heterogénea influencia en las actitu­ des, trabajos y pensamiento de los intelectuales y líderes políticos del país consúltense Julio Heise Gonzá­ lez, Historia de Chile: el periodo parlamentario, 1861 -1925, 2 vols. (Santiago, 1974-82), 1,146-49; Alien Woll, A FunctionalPast: the Uses ofHistory: Nineteenth-Century Chile (Baton Rouge, La., 1982), 172-88; Bernardo Subercaseaux S., Fin de siglo: la época de Balmaceda. Modernización y cultura en Chile (Santiago, 1985) 208-22; ídem, Historia del libro en Chile (almay cuerpo) (Santiago, 1993), 95-107; y María Eugenia Pinto Passi, “El positivismo chileno y la laicización de la sociedad, 1874-1854” en Krebs, ed., Catolicismo y laicismo, 213-54.

14 Amanda Labarca H., Historia de la enseñanza en Chile (Santiago, 1939), 355-57; Rolando Mellafe, Antonia Rebolledo y Mario Cárdenas, Historia de la Universidad de Chile (Santiago, 1992), 139-40; Ricardo Krebs, M. Angélica Muñoz y Patricio Valdivieso, Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1888-1988, 2 vols. (Santiago, 1994), 1,13-22; y Abdón Cifuentes, Memorias, 2 vols. (Santia­ go, 1936), 11,265-77. 15 Woll, A

Functional Past, 85-104, 150-71.

16 Krebs, “El pensamiento de la iglesia”, 12-17.

1 La defensa de la libertad de educación -esto es, de la autonomía frente al aparato supervisor del Estado Docente- ofrece un ejemplo significativo. Las Memorias de Cifuentes, quien fuera el mayor defensor de la libertad de educación y acérrimo enemigo del Estado Docente, son de sumo interés en la materia. Para un análisis detallado de las tensiones entre la Iglesia Católica y el Estado Docente, así como de las consecuencias desprendidas de la organización de la Universidad de Chile, consúltese Sol Serrano, Universidad y nación: Chile en el siglo XIX (Santiago, 1993), 222-50. Zorobabel Rodríguez abogó como nadie en las huestes conservadoras por la fusión entre catolicismo y liberalismo, lo que a la postre le significó el ostracismo entre sus correligionarios políticos. También resulta provechoso con­ sultar, junto al texto ya mencionado de Sofía Correa Sutil, su artículo “Zorobabel Rodríguez, católico liberal”, Estudios públicos, 66 (1997), 387-426. 18 Scully,

Rethinking the Center, 50-53.

19 Para un examen sobre los orígenes del liberalismo católico en Europa y el papel desempeñado por Lamennais en dicho proceso, véanse, siempre en Jedin, ed., The Church in the Modern World, Roger Aubert, “The First Phase of Catholic Liberalism”, 144-45; ídem, “From Belgium Unionism to the Campaign of L Avenir”, 146-52; e ídem, “The Román Reaction”, 152-57.

20 Cifuentes, Memorias, I, 67-68, 90-103, 127-39, 171-79, 203-04, 207-08, 404; y II, 112-121, 134-35, 144-53, 156, 189-90, 193-95, 203-04, 208-11, 249-50.

21 Cifuentes, Memorias, II, 175-204, 211-27, 238-39, 244-47, 249-55, 263-65, 277-78, 326-28. Respecto a la Unión Católica, consúltese también Erika Maza Valenzuela, “Catolicismo, anticlericalis­ mo y extensión del sufragio a la mujer en Chile”, Estudios públicos, 58 (1995), 163-64.

El patronato de Santa Filomena. Recuerdos íntimos (Santiago, 1921), 7. 23 Hannah W. Steward-Gambino, The Church and Politics in the Chilean Countryside (Boulder, 22 Carlos Casanueva Opazo,

1992), 15-21; y Lynch, “The Catholic Church”, 575-77, 581-82.

El patronato, 8. 25 Sergio Grez Toso, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general: génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890) (Santiago, 1997), 527-52, 641-54. 24 Casanueva Opazo,

26 Krebs, “El pensamiento de la iglesia”, 10-11.

278

La Revista Católica, 4 de agosto de 1894, 1. 28 “Los dos campos: el liberalismo y el catolicismo”, La Revista Católica, 29 de julio de 1893, 27 “Cumple-años”,

1269-71. 29 Gonzalo Vial Correa, Historia de Chile (1891-1973), vol. 1, n° 1: de siglo (1891-1921) (Santiago, 1981), 81-87.

La sociedad chilena en el cambio

30 Lynch, “The Catholic Church”, 558-84. 31 No obstante, sólo en 1929 el catolicismo se convirtió en la religión oficial de Italia y se reconoció a la ciudad del Vaticano el estatuto de Estado. Véase Owen Chadwick, “Great Britain and Europe”, en John McManners, ed., The OxfordIllustratedHistory ofChristianity (Oxford, 1990), 341 -60. Para mayor detalle, en Jedin, ed., The Church in the Modern World, consúltense especialmente Roger Aubert, “The Alliance of Throne and Altar in France”, 65-69; ídem, “The Román Question”, 329-33; ídem, “Inter­ nal Catholic Controversies in Connection with Liberalism”, 357-61; Rudolf Lili, “Preliminary Phases of the Kulturkampf \n Austria, Bavaria, Zuien, and Switzerland”, 344-50; ídem, “The Kulturkampf in Prussia and in the Germán Empire until 1878”, 403-14; ídem, “The Conclusión of the Kulturkampfin Prussia and in the Germán Empire”, 420-30; Jacques Gadille, “The Failure to Reconcile Catholics and the Republic in France”, 442-48; y Oskar Kóhler, “Catholicism in Society”, 504-05.

32 Mariano Casanova, “Pastoral”,

La Revista Católica, 15 de febrero de 1893, 934.

33 Krebs, “El pensamiento de la iglesia”, 45-57. 34 J. H. Elliott, “Spain and America in the Sixteenth and Seventeenth Centuries”, en Leslie Bethell, ed., The Cambridge History of Latín America, vol. 1: Colonial Spanish America (Cambridge, 1984), 300.

35 Fredrick B. Pike, “Latin America”, en McManners, The Oxford Illustrated History,426-31', y Lynch, “The Catholic Church”, 527-49. En Jedin, ed., The Church in the Modern World, véanse Roger Aubert, “The Rejuvenated Position of the Holy See within the Church” 59-60; ídem, “The Churches of America”, 90-94; ídem, “The Easing of Tensions in the Iberian World”, 270-74; y Oskar Kóhler, “The Church of the Iberian World between Revolution and Reaction”, 461-65.

timing de este proceso, su carácter y sus consecuencias a largo Center, 62-105. 37 René Millar Carvacho, La elección presidencial de 1920 (Santiago, 1982), 16-66.

36 Para un agudo análisis sobre el plazo, consúltese Scully, Rethinking the

38 Sobre la diseminación de ideas socialistas y anarquistas a través de diversos documentos impresos y contactos personales, véase Peter DeShazo, Urban Workers and Labor Unions in Chile, 1902-1927 (Madison, 1983), 91-94. 39 Las transformaciones culturales recién mencionadas corresponden a Subercaseaux S., 71-314; e ídem, Historia del libro, 83-122.

40 Bernardo Subercaseaux S., tiago, s/fecha).

Fin de siglo,

Genealogía de la vanguardia en Chile (La década del Centenario) (San­

41 E. F. Pbo., “El verdadero cristianismo, dónde está y dónde no está, o sea los evangélicos desen­ mascarados”, La Revista Católica, 2 de junio de 1906, 647-61, 16 de junio de 1906, 719-31, 7 de julio de 1906, 810-21, 21 de julio de 1906, 890-901, 4 de agosto de 1906, 14-23, 18 de agosto de 1906, 91-101, 1 de septiembre de 1906, 169-80, y 15 de septiembre 1906, 271-83, son ejemplos de la reac­ ción doctrinal ante el alza del proselitismo protestante en Latinoamérica. Véanse también “El ejército de salvación”, La Revista Católica, 2 de diciembre de 1911,737-40; “El peligro protestante”, La Revista Católica, 3 de junio de 1916, 835-38; Arzobispo de Santiago, “Junta de defensa de la fe”, La Revista Ca­ tólica, 5 de agosto de 1916, 162-63; y Casanueva Opazo, Elpatronato, 165. También las mujeres dieron la voz de alarma. Al respecto, consúltese Paulina, “El avance del protestantismo en Chile”, La Cruzada, 15 de abril de 1916, 6. Para una breve exposición sobre la creciente significación y diversificación del protestantismo en Latinoamérica a finales del XIX y comienzos del XX remito a Lynch, “The Catholic Church”, 557-58.

279

42 A causa del notable papel político desempeñado por las autoridades eclesiásticas éstas ya fueron blanco de la prensa satírica a contar de la década de 1860, si no desde antes. Por cieno, los católicos tam­ bién tuvieron su propia prensa satírica, para desgracia de prominentes liberales y radicales. Véanse Ricardo Donoso, La sátira política Chile (Santiago, 1950); y Vial Correa, Historia de Chile, vol. 1, n° 1,77-81. 4i En La Revista Católica, véanse Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, “Pastoral sobre la pro­ paganda de doctrinas irreligiosas y anti-sociales”, 1 de mayo de 1893, 1052-57; e ídem, “Pastoral sobre la prensa irreligiosa”, 20 de enero de 1894, 350-54. Casanova, en orden a reforzar el argumento expuesto en la última cana pastoral, citó parte del edicto del vicario capitular.

La sátira política, 115-16. 45 Micaela Navarrete Araya, Balmaceda en la poesía popular, ¡886-1896 (Santiago, 1993), 24, 2744 Citado en Donoso, 30, 79-81, 116.

46 Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, “Circular: al clero y fieles de la arquidiócesis”, Revista Católica, 15 de septiembre de 1892, 686-87.

La

47 “La prensa irreligiosa”, La Revista Católica, 6 de mayo de 1893, 1065-67. El llamado a los creyen­ tes para que prestaran su apoyo incondicional a la prensa católica en detrimento de la prensa irreligiosa y neutral, también se dio a principios del siglo XX, según consta en el artículo “En buen camino”, La Revista Católica, 6 de agosto de 1904, 1-3. 48 Carlos Silva Vildósola, Retratos y recuerdos (Santiago, 1916), 175-79; Vial Correa, Historia Chile, vol. 1, n° 1, 276; Subercaseaux 5., Fin de siglo, 122-23; e idem, Historia del libro, 113-15.

de

Historia de Chile, vol. 1, n° 1,67-68. 50 “Nuestra Obra”, El Estandarte Católico, 29 de julio de 1874. Citado en Serrano y Jaksic, “El

49 Vial Correa,

poder de las palabras”, 459.

51 “Restablecimiento de la ‘Revista Católica’”, La Revista Católica, 1 de agosto de 1892, 621-23. Véase también Cifuentes, Memorias, I, 93-94. La Revista Católica reapareció como una revista quince­ nal; el 1 de mayo de 1893 se convirtió en semanal.

La

52 Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, “Circular a los párrocos sobre la prensa irreligiosa”, Revista Católica, 20 de junio de 1903, 602.

53 P. Samuel de Sta. Teresa, “Conferencias sobre la familia y la patria”, abril de 1908, 425-31, y 16 de mayo de 1908, 577-84.

54 Clara, “Hay que ir al hogar”,

La Revista Católica, 18 de

La Cruzada, 15 de julio de 1916, 2.

55 Serrano y Jaksic, “El poder de las palabras ”, 435-60.

56 Aunque el anarquismo no cundió en Chile sino hasta el primer cuarto del siglo XX, en fecha tan temprana como 1894 éste ya se había convertido en motivo de alarma para el clero, que no tardó en condenarlo. En La Revista Católica, consúltense “Reseña histórica del anarquismo”, 21 de abril de 1894, 555-56; y José María Caro, “Catolicismo o anarquismo”, de junio de 1894, 655-58. 57 En La Revista Católica, véanse “La prensa”, 17 de julio de 1909, 898-904; “Sociedad de la buena prensa”, 21 de agosto de 1909, 164-65; “La buena prensa”, 4 de septiembre de 1909,178-91; “Con­ ferencias del episcopado chileno celebradas en el palacio arzobispal de Santiago”, 18 de septiembre de 1909, 260-61; “Resoluciones del episcopado chileno”, 16 de Julio de 1910, 986-87; A. S., Pbo., “La sociedad de la buena prensa”, 16 de julio de 1910, 993-96; “Una necesidad urgente”, 20 de abril de 1912, 605-07; y “La asamblea de la buena prensa”, 6 de julio de 1912, 104-15. 58 Alone (Hernán Díaz Arriera), Pretérito imperfecto: memorias de un crítico literario (Santiago, 1976), 97; Luis Orrego Luco, Memorias del tiempo viejo (Santiago, 1984), 57; Errázuriz, Algo de lo que he visto, 116-17, 271; Cifuentes, Memorias, II, 172; Donoso, Las ideas políticas, 208, 213, 215, 307;Teresa Pereira, “La mujer en el siglo XIX”, en Lucía Santa Cruz, Teresa Pereira, Isabel Zegers y Valeria Maino, Tres ensayos sobre la mujer chilena: siglos xviii-xix-xx (Santiago, 1978), 123,154-56; Sol Serrano P., “Estudio preliminar” a Sol Serrano P., ed., Vírgenes viajeras: diarios de religiosasfrancesas en su ruta a Chile, 1837-1874 (Santiago, 2000); y Maza Valenzuela, “Catolicismo”, 141,143,145-47,151-52, 155-61.

280

w Erika Maza Valenzuela, “Liberales, radicales y la ciudadanía de la mujer en Chile: 1872-1930”, Estudios públicos, 69 (1998), 321-22.

60 Maza Valenzuela, “Catolicismo”; e

ídem, “Liberales”.

61 Este documento fue publicado poco tiempo después bajo el título “Protesta católica”, Católica, 19 de enero de 1907, 924-29.

La Revista

62 Bernardo Subercaseaux S., Chile, ¿un país moderno? (Sabadell, 1996), 27-41. El autor se refiere brevemente a los afanes censuradores de la Liga y, de paso, arroja luz sobre las diversas estrategias desa­ rrolladas por la Iglesia y los católicos, en orden a resolver los desafíos propios de la modernidad.

63 Adela Edwards de Salas, “Teatro antiguo y moderno. Su influencia en la sociedad. Necesidad de combatir su inmoralidad actual”, La Revista Católica, 20 de abril de 1912, 608-11. Según parece, este artículo habría precipitado la creación de la Liga. No obstante, Adela Edwards sostuvo que ella sólo ac­ tuó en representación de una amiga, posiblemente Amalia Errázuriz, cuya preocupación por los “males” morales de la sociedad chilena y admiración por la cruzada moral emprendida por la liga uruguaya, lo más probable es que hayan antecedido la publicación de este artículo. Remito a Blanca Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz de Subercaseaux (Santiago, 1934), 256-57. 64 La primera reunión data del 10 de julio, y fue realizada en la casa de Adela Edwards Salas. Las autori­ dades de la nueva institución fueron entonces designadas: Amalia Errázuriz Subercaseaux (presidenta); Ana Ortúzar de Valdés, Sofía Linares de Walker, Elena Calvo Bulnes y Rosa Puelma de Rodríguez (integrantes del comité de censura); Amelia Fernández Undurraga, Adela Edwards de Salas y Rosa Figueroa de Echeverría (secretarias). Al menos en el papel, el comité de censura también estuvo originalmente integrado por Ramón Subercaseaux Vicuña, Ismael Valdés Vergara, Antonio Huneeus y Francisco Concha Castillo. Véanse “La pri­ mera reunión”, El Eco, 1 de agosto de 1912, 2; La presidenta general, “A las Gerentes”, El Eco, 15 de julio de 1913, 1; y Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 257. Para una completa descripción de su organización institucional definitiva, incluidos los nombres de las integrantes del consejo superior, la junta central y las otras secciones, consúltese “Crónica de la Liga”, El Eco, 1 de junio de 1913, 3-4.

65 Amalia Errázuriz, con la ayuda de su nuera, Elvira Lyon, organizó y escribió, usando diferentes seudónimos, una gran cantidad de artículos publicados en el órgano de la Liga. Véase Subercaseaux Errázuriz, Amalia Errázuriz, 237, 261-62. Desde el 1 de julio de 1917, La Cruzada se convirtió en una publicación mensual; antes, como El Eco, había sido quincenal.

66 Joaquín Díaz Garcés, uno de los periodistas más destacados del periodo, planteó argumento similar al de Walker Martínez: el propósito fundamental de la censura moral a cargo de las mujeres consistía en la “defensa del hogar". Ambos discursos fueron reproducidos en el primer número de El Eco, correspondiente al 1 de agosto de 1912, bajo el título “Discursos pronunciados en la gran asamblea con asistencia de 450 señoras”, 3-6. Ideas análogas se encuentran, para citar otro ejemplo, en Enrique del Canto, Pbo., “La Liga de dama chilenas en el teatro”, La Revista Católica, 3 de abril de 1915, 526-29. 67 Citado en Ana María Stuven Vattier, “El Eco de las Señoras de Santiago de 1865. El surgimiento de una opinión pública femenina”, en Horacio Aránguiz, ed., Lo público y lo privado en la historia ame­ ricana (Santiago, 2000), 325. 68 Carta de Elena Roberts de Correa al obispo Rafael Edwards, 22 de enero de 1920, Graneros, Ar­ chivo n° 76; en el mismo archivo se encuentra un texto sin fecha y sin autor, en el cual se menciona una donación del arzobispo Errázuriz a la Liga, con el fin de financiar la construcción de un auditorio para ésta. Véase también Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 259. Rafael Edwards fue nombrado obispo en 1915. En 1918, se le designó como delegado eclesiástico del arzobispo de Santiago ante la Liga; por eso su archivo contiene valiosa información acerca de las obras y los asuntos internos de aquella. Para una nota biográfica sobre Edwards, consúltese Carlos Oviedo Cavada, Los obispos de Chile (Santiago, 1996), 111-12.

69 Resulta de interés señalar que, en un diario de familia, Amalia Errázuriz se refirió al arzobispo González como el “verdadero padre de la Liga”: citado en Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 258.

281

70 “Estatutos de la Liga de damas chilenas”,

El Eco, 15 de mayo de 1913, 1.

71 “Reunión de la Liga de damas chilenas en el palacio arzobispal, el lunes 16 de junio”, La Revista Católica, 5 de julio de 1913, 81. En esta reunión, el arzobispo presentó oficialmente a su delegado ecle­ siástico, el sacerdote Rafael Lira Infante, ante las autoridades de la Liga.

72 “Memorias de las juntas locales o sucursales de la Liga en diversas ciudades”, de 1915, 6-8.

El Eco, 1 de enero

73 “Propaganda de vacaciones”, El Eco, 15 de enero de 1915, 1. El Eco, ya en julio de 1914, tenía 1.800 suscriptoras. Véase La presidenta general, “2o aniversario de la Liga de damas chilenas”, El Eco, 15 de julio de 1914, 2. 74 Roxane, “Vida social”, Zig-Zag, 13 de noviembre de 1915; y " Liga de damas chilenas ”, 74245. Las más prominentes integrantes de la Liga viajaban periódicamente a provincia con el objeto de coordinar los trabajos de la junta central y las juntas locales. Consúltese también Luisa Zanelli López, Mujeres chilenas de letras (Santiago, 1917), 162. 75 Amalia Errázuriz de Subercaseaux, “La Liga de damas chilenas”, en Congreso Mariano Femenino (Santiago, 1918), 319.

Relaciones y documentos del

76 Errázuriz de Subercaseaux, “La Liga de damas”, 318. Véanse además tres cartas de Amalia Errázuriz al obispo Edwards, escritas en las siguientes fechas: 20 de mayo de 1919 (Roma), 13 de abril de 1921 (Roma), y 3 de enero de 1922 (La chacra, propiedad familiar en los afueras de Santiago), Archivo n° 76. Consúltese también, en el mismo archivo, una carta de Amalia Errázuriz, Elena Roberts y Juana Solar, al obispo Edwards, con fecha 9 de enero de 1922. En los 1920s, la Liga finalmente logró incorporarse al bureau central de la Unión Internacional de Ligas Católicas Femeninas, según consta en Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 259. 7 Carta de Amalia Errázuriz al obispo Edwards, 20 de mayo de 1919, Roma, Archivo n° 76; y “La unión internacional de ligas católicas femeninas”, El Eco, 1 de enero de 1914, 1.

78 En Jedin, ed., The Church in the Modern World, Roger Aubert, “Reorganization of the Román Curia and Codification of Canon Law”, 591-96; ídem, “Eucharistic Decrees and Litúrgica! Renewal”, 597-602; e ídem, “Concern for Pastoral Improvements: Seminaries, Catechetical Instruction, Catholic Action”, 602-05. 9 Rafael Edwards, “La acción social católica: dos normas indispensables”. de marzo de 1908, 241-45.

La Revista Católica, 21

80 Carta de Amalia Errázuriz al obispo Edwards, 21 de octubre de 1921, La chacra, Archivo n° 76. 81 Subercaseaux de Valdés, Amalia

Errázuriz, 274-75-

82 Existen algunas anécdotas reveladoras respecto a las estrechas relaciones desarrolladas a lo largo de los años entre la familia de Amalia y algunos dignatarios de la Curia romana, incluidos los Papas Pío X, Benedicto XV y Pío XI. Una de las más decidoras: en 1911 Pío X, gracias a la intercesión del marido de Amalia ante el Vaticano, posó en tres ocasiones para Pedro, su hijo artista que en la década de 1920, des­ pués de una audiencia en que pidió consejo a Benedicto XV, decidió ingresar a un monasterio benedictino. Adicionalmente, Juan, su hijo sacerdote, estudió en el Collegio Pío-Latinoamericano. Consúltense, sobre todo, Pedro Subercaseaux, Memorias (Santiago, 1962), 135-40,168,175-76,258; Ramón Subercaseaux Vicuña, Memorias de ochenta años: recuerdos personales, críticas, reminiscencias históricas, viajes, anécdotas, 2 vols. (2* ed., Santiago, 1936), II, 228, 248, 254-56, 287; y Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 148, 151, 228-29, 237, 267, 273-79, 293-306, 316-327, 336-37, 342-70. 83 De Amalia Errázuriz al obispo Edwards, 20 de mayo de 1919, Roma; y 13 de abril de 1921, Roma, Archivo n° 76. En 1922, la cuñada de Amalia Errázuriz, Elvira Valdés de Errázuriz, casada con el embajador chileno ante la Santa Sede, fue una de las representantes de la Liga en el congreso internacio­ nal realizado en Roma. Para el congreso internacional de 1925, la misma Amalia Errázuriz, atendiendo al hecho de que para entonces ya era su marido el embajador chileno en el Vaticano, representó a la Liga en compañía de su hija Elizabeth. Véase Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 259.

282

84 Amalia Errázuriz de Subercaseaux, “Devoción al Papa”, en Relaciones y documentos, 55. Su devo­ ción cristalizó después que la de su marido, quien escribió, con el expreso apoyo de Pío X, una historia del Papado, e, independientemente de la naturaleza de sus preocupaciones, sostuvo que “siempre encon­ traba las puertas [del Vaticano! abiertas”: Subercaseaux Vicuña, Memorias, II, 228.

85 De Amalia Errázuriz al obispo Edwards, 26 de diciembre de 1918, Roma; 2 de enero de 1919, Roma; 19 de enero de 1919, Roma; 13 de abril de 1919, Roma; y 29 de junio de 1919, Roma, Archivo n° 76.

86 Mónica, “La iglesia y la instrucción de la mujer”, La Cruzada, 15 de junio de 1915. Este argumento encontró entusiastas partidarias entre las conferencistas del Congreso Mariano. En sus Relaciones y docu­ mentos, consúltense Rosa Rodríguez de la Sotta, “El congreso mariano”, 1-3; Julia Chadwick de Solar, “La mujer pagana y la mujer cristiana a través de la historia”, 82-86; Matilde Piderit de Allard, “Lo que debe la humanidad al cristianismo”, 93-94; Domitila Huneeus Gana, “Conveniencia de proponer a las jóvenes el ejemplo de María en la vida de sociedad”, 97-98; Avelina Romero Hodges, “María, como el modelo más perfecto en la vida social”, 99-100; e Isabel Irarrázaval de Pereira, “Sobre algunos derechos a que la mujer debe aspirar”, 276. Las participantes extranjeras también adhirieron a esta tesis. Véanse Ana Julia Sagastume, “Ennoblecimiento de la mujer por la dignidad y culto de María”, 75-79; y María Magdalena Maglioni Petit, “Ennoblecimiento de la mujer por la religión”, 80-82. Naturalmente, este argumento con­ tó con partidarios entre el clero. Un ejemplo notable de lo anterior se encuentra en el texto del sacerdote Luis Felipe Contardo, La mujer y la iglesia (Chillán, 1918), que nació como una conferencia dada en las sesiones de preparación para el Congreso Mariano. 87 Inés Jara Valenzuela, “La mujer ensalzada por el cristianismo”, en

Relaciones y documentos, 92.

La mujer y su educación (Punta Arenas, 1916), 11. 89 “Lo que hará la Liga”, El Eco, 1 de agosto de 1912, 1. 90 La presidenta general, “La Liga y los teatros”, El Eco, 1 de mayo de 1913, 1; “Memoria que presenta el consejo superior a la Liga de damas chilenas (1912-1914)”, El Eco, 1 de enero de 1915, 2-3; y “Pro-arte dramático”, La Cruzada, 15 de octubre de 1916, 2. 88 Luis E. Recabarren S.,

91 “Memoria que presenta el consejo superior”, 2-3.

92 “Febrero”,

Familia, febrero de 1914, 2.

93 De Rosa Figueroa de Echeverría al obispo Edwards, 11 de junio de 1919, Santiago, Archivo n° 76.

Memorias, 186. 95 Julio Subercaseaux Browne, Reminiscencias (Santiago, 1976), 215. %Muguet, “En el gran mundo”, Familia, septiembre de 1911, 11. Para una historia de las funcio­ nes de ópera en los escenarios chilenos, consúltese Mario Cánepa Guzmán, La ópera en Chile (18391930) (Santiago, 1976). 94 Orrego Luco,

97 “Memoria que presenta el consejo superior”, 2-3. Para otro examen de los géneros teatrales res­ pecto a las prescripciones morales, remito a Rosa Figueroa de Echeverría, “De la influencia del teatro en la sociedad y en el hogar”, en Estudios sociales. Trabajos leídos por las señoras de la Liga de damas chilenas, en el curso de estudios sociales (Santiago, 1916), 82-83.

Selecta, diciembre de 1912, 253. 99 Luis Orrego Luco, “Hechos y notas”, Selecta, agosto de 1912, 124. 98 “Bellezas primaverales”,

100 Ibid. 101 Tuderina, “Abril”,

Familia, abril de 1916, 1.

102 “Conferencias del episcopado chileno”, 258. 103 Para los comienzos del cine nacional y de las proyecciones cinematográficas en Chile, véanse Mario Godoy Quezada, Historia del cine chileno (Santiago, 1966), 13-105; y Carlos Ossa Coo, Historia del cine chileno (Santiago, 1971), 9-30.

283

104 Como era de esperarse, el cine francés prevaleció. A comienzos de los 191 Os, después de todo, la industria fílmica francesa “podía producir y comercializar sus filmes y equipos casi en cualquier lugar del mundo a través de sus propias oficinas extranjeras de intercambio”: Richard Abel, French Cinema. The First Wave, 1915-1929(Pnnce.ton, 1984), 9. 105 “Memoria que presenta el consejo superior”, 2-3. 106 “Los cines”, El Eco, 1 de mayo de 1914, 2; “Acción social”, en Relaciones y documentos, 4T, “Me­ moria que presenta el consejo superior”, 3; Figueroa de Echeverría, “De la influencia”, 81; y Errázuriz de Subercaseaux, “La Liga de damas chilenas”, 316. Solicitudes similares fueron hechas por el periódico conservador La Unión, en un artículo reproducido y refrendado por el vocero de la Liga. Véase “El biógrafo desmoralizador”, La Cruzada, 15 de mayo de 1916, 2-3. Solicitudes parecidas también fueron hechas en otras publicaciones del periodo. A modo de ejemplo, consúltese “En el cinematógrafo”, ZigZag, 6 de septiembre de 1913. Una breve referencia al llamado formulado por las “señoras de Santiago” al presidente a propósito de la necesidad de establecer un marco legal para la censura cinematográfica, se encuentra en Manelik, “El arte y la industria del biógrafo”, Zig-Zag, T7 de abril de 1918.

El Eco, 1 de julio de 1914, 3. 108 Cámara de senadores, Boletín de las sesiones ordinarias en 1922 (Santiago, 1922), 1285. 109 “Discurso de introducción de la presidenta general”, La Cruzada, 15 de noviembre de 1916, 2. 107 “La revisión de los biógrafos por la alcaldía”,

Otro testimonio de la temprana expansión del cine al campo se encuentra en Figueroa de Echeverría, “De la influencia”, 80-81. 110 Pedro Bravo Elizondo, 1986), 14.

Cultura y teatro obreros en Chile, 1900-1930 (Norte Grande) (Madrid,

111 Osvaldo Fuenzalida y Guillermo Rosende, “Arquitectura de los cines de Santiago”(tesis de licen­ ciatura en arquitectura inédita, Universidad de Chile, 1980), 7-10.

Zig-Zag 14 de marzo de 1914. 113 “La quincena social”, La Revista Azul, n° 2, diciembre de 1914, 38; y n° 6, febrero de 1915, 112 A. Díaz Mena, “Teatros y artistas”,

186.

Relaciones y documentos, 312. 115 Gabriel de la Paz, “Por la moral pública, las más ‘palpitantes cuestiones’ de hoy día”, La Revista Católica, 21 de octubre de 1916, 587-89. 114 Adela Edwards de Salas, “La lucha contra la pornografía”, en

116 “Discursos pronunciados”, 4. 1,7 Citado en De la Paz, “Por la moral pública, 21 de octubre de 1916, 595. Dicho sea de paso, las moralistas católicas también censuraron a los progenitores que no sometían a escrutinio los filmes vistos por sus descendientes. Véase, por ejemplo, “De cinematógrafo: ¿nos llegará la reacción?”, La Cruzada, 1 de septiembre de 1916, 2. El vocero de la Liga también publicó artículos extraídos de otras publica­ ciones que se referían al impacto físico y psicológico del cine sobre los niños. Es el caso del texto (ori­ ginalmente publicado en la Revista Popular) “El cine y la infancia”, La Cruzada, 15 de agosto de 1917, 9-10. Para una crítica a los intentos de las autoridades edilicias de Santiago por establecer un comité de censura, consúltese “La censura cinematográfica”, La Tribuna Ilustrada, 20 de octubre de 1917, 17. 118 “Los cines”. Otras voces de alarma ante los peligros sociales derivados de las películas policiales aparecen en A. Díaz Mena, “Teatros y artistas” (ya citado); ídem, “Teatros y artistas”, Zig-Zag, 21 de marzo de 1914; y Manelik, “El arte y la industria”. 1,9 Cámara de senadores, Boletín de las sesiones ordinarias en 1912 (Santiago, 1912), 569. Un argu­ mento muy similar a éste aparece en Figueroa de Echeverría. “De la influencia”, 80-81. 120 Edwards de Salas, “La lucha contra la pornografía”, 313-14; y Manelik, “El arte y la industria”.

121 Michael Scriven, Nicholas Hewitt, Michael Kelly y Margaret Atack, “Wars and Class Wars (19141944)”, en Jill Forbes y Michael Kelly, eds., French Cultural Studies: an Introduction (Nueva York, 1995), 58. Respecto a la próspera situación del cine francés a comienzos de la década de 1910, la crisis padecida

284

por su industria entre 1914 y finales de los 1920s, y el sistema de control de la distribución y exhibición cinematográfica originalmente desarrollado en Francia, consúltese Abel, French Cinema, 6-65.

Zig-Zag, 25 de mayo de 1918. 123 Cámara de senadores, Boletín de las sesiones ordinarias en 1921 (Santiago, 1921), 983-84. La

122 Manelik, “Espectáculos de biógrafo”,

primera ley creada para ejercer control sobre el cine data de 1925. Véase David Vásquez, “La legislación sobre censura cinematográfica en Chile”, documento manuscrito de la Unidad de estudios y publicacio­ nes de la Biblioteca del Congreso Nacional, 4-5. Para una opinión contemporánea sobre este proyecto de censura, remito a “La censura cinematográfica”, Zig-Zag, 3 de octubre de 1925. En este artículo se mencionan otros proyectos orientados a la definición de un sistema de censura.

124 Amalia Errázuriz de Subercaseaux, “Los deberes de las madres en sociedad”, en documentos, 223. 125 “El biógrafo escandaloso”,

Relaciones y

Zig-Zag, U de agosto de 1921.

126 Errázuriz de Subercaseaux, “Los deberes de las madres”, 223. 127 Errázuriz de Subercaseaux, “La Liga de damas”, 316. Después del final de La Cruzada, otras publi­ caciones o autores parecen haber tomado a su cargo, aunque sólo ocasionalmente, la tarea de denunciar las películas consideradas focos de corrupción moral que amenazaban con arrumar la “inmaculada pureza”, como se publicó en Zig-Zagen 1919, de los “vírgenes corazones” de las jóvenes. Véase “Mayo”. Los colum­ nistas que no se sentían inclinados ni a los métodos de la censura ni a la promoción indiscriminada de los intereses comerciales de la industria fílmica, intentaron formar al público a través del ejercicio de una críti­ ca cinematográfica más atenta a razones de orden estético que a criterios morales y a cálculos económicos. Ejemplos de esto se hallan en La Tribuna Ilustrada, a partir del número correspondiente al 6 de octubre de 1917, y en Zig-Zag, a contar del número correspondiente al 27 de enero de 1923.

128 Para un modelo de análisis de la composición y funcionamiento de las “redes común icacionales”, capaz de comprender la interacción de una serie de factores individuales y sociales, intelectuales y materiales, tales como el papel de impresores, autores y lectores, remito a Robert Darnton, The Forbidden Best-Sellers of Pre-Revolutionary France (Londres, 1997), 181-87. Téngase presente, además, que hacia 1900 la producción, distribución y comercio de material impreso experimentó un proceso de modernización evidenciado por la ciencia de la empresa editorial orientada, a diferencia del impresor tradicional, no sólo a satisfacer las necesidades del público lector, sino también a diversificar y formar sus gustos. Véase Subercaseaux S„ Historia del libro, 107-25.

Crónicas del Centenario (Santiago, 1968), 53. 130 Silva Vildósola, Retratos y recuerdos, 81-82. 131 Vicente Grez, La vida santiaguina (Santiago, 1879), 116. 132 Jean-Pierre Blancpain, Francia y los franceses en Chile (1700-1980) (Santiago, 1987), 151; y Su­ bercaseaux S., Historia del libro, 56-60, 76-77,112-15,119-21. Algunos de los autores publicados en los 129 Joaquín Edwards Bello,

periódicos chilenos durante el siglo XIX fueron Eugéne Sue, Dumas, George Sand, Javier de Montepin, M. G. de la Tour, P. A. Alarcón, Vizconde Jonson de Tenail, Jules Verne, Féval, Scribe, Daudet, Octavio Feuillet, Imbert de Saint Arnand, Jorge Ohnet, Manuel Ibo-Alfaro, Maupassant y Zola. 133 Samuel A. Lillo,

Espejo del pasado: memorias literarias (Santiago, 1947), 166.

134Theodoro Child, “Santiago en 1890”, Pacifico Magazine, diciembre de 1914, 751. Este artículo fue originalmente publicado en The Harper’s Magazine.

135 Gabriel de la Paz, “Por la moral pública, las más ‘palpitantes cuestiones’ de hoy día”, Católica, 7 de octubre de 1916, 504.

136 Peter Gay, 98, 235.

Revista

The Bourgeois Experience: Victoria to Freud, vol. 4: The Naked Heart (Londres, 1996),

13 Beatriz Sarlo, El imperio de los sentimientos. Narraciones de circulación periódica en la Argenti­ na (1917-1927) (Buenos Aires, 1985). Al respecto, véase también Alfonso Calderón, 1900 (Santiago, 1979), 164-72.

285

138 Fernando Santiván, “Confesiones de Santiván: recuerdos literarios”, en Femando Santiván, 2 vols. (Santiago, 1965), II, 1598.

Obras completas de

Cuando era muchacho (Santiago, 1951), 86-87. 140 Citado en Gonzalo Vial Correa, Historia de Chile (1891-1973), vol. 1, n° 2: La sociedad chilena en el cambio de siglo (1891-1921) (Santiago, 1981), 921. 141 Omer Emeth, “Lecturas femeninas”, Familia, febrero de 1910, 1. 142 Juan Emilio Corvalán A., Importancia de la educación científica de la mujer (2' ed., Valparaíso, 139 José Santos González Vera,

1887), 23.

143 Gloria, “El problema del matrimonio”, Familia, mayo de 1912, 4; y “¿Qué piensan las grandes damas sobre nuestros hábitos de vida?, Familia, junio de 1915, 3. Es probable que Ramón Subercaseaux haya estado pensando en algo similar cuando definió a las novelas como textos que “falsean la vida y pintan a la sociedad ofreciendo por modelo a sus excepciones”: Subercaseaux Vicuña, Memorias, I, 244. (El autor comenzó a escribir sus memorias en torno al año 1900.) Existen otros testimonios que caracte­ rizan a la lectura de novelas, ya explícita o implícitamente, como la fuente primera de las fantasías feme­ ninas. Véase, por ejemplo, Carlos Moría Lynch (Almor), El año del Centenario (Santiago, 1922), 37.

Memorias, I, 84-85. 145 Rita Felski, The Gender ofModernity (Cambridge, Mass., 1995), 85. 144 Subercaseaux Vicuña,

146 Para una crítica a esta postura, que aboga por una comprensión matizada del liberalismo chileno en cuanto agente modernizador, remito a Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, “‘Los girondinos chilenos’: una reinterpretación”, Mapocho, 29 (1991), 46-55. 147 La fuente básica en esta materia corresponde al texto de Benjamín Vicuña Mackenna, “Los girondinos chilenos”, publicado originalmente en la prensa en 1876.

148 Citado en “Los girondinos chilenos y su época”, prólogo de Cristián Gazmuri a Benjamín Vi­ cuña Mackenna, Los girondinos chilenos (2* ed., Santiago, 1989).

Selecta, enero de 1912, 291. 150 Corinne, “Lo que puede leer una joven”, La Revista Azul, n° 9, abril de 1915, 319. 151 Verónica, “Espíritu de la Liga”, El Eco, 1 de octubre de 1912, 1; e idem, “La lectura”, El Eco, 149 Luis Orrego Luco, “Hechos y notas”,

13 de octubre de 1912, 1.

Memorias, I, 85. Véanse también Eduardo Poirier, Chile en 1910. Edición del centenario de la independencia (Santiago, 1910), 132; e Inés Echeverría de Larraín, “Evolución de la mujer”, Zig-Zag, 18 de noviembre de 1916. Al menos respecto a inicios del siglo XX, cabe pensar que 152 Subercaseaux Vicuña,

las jóvenes deseosas de aventurarse en la lectura de obras prohibidas sí lograron violar las restricciones del caso, leyendo furtivamente libros contrabandeados entre gente joven o bien tomados a escondidas de las bibliotecas de sus mayores. Véase Luisa Besa de Donoso, “La lectura en los hogares”, en Relaciones y documentos, 244-45.

El libro de las madres y de las preceptoras (Santiago, 1846), 208-09. 154 “El Pacífico Magazine", El Eco, 15 de febrero de 1913, 4. 155 Martina Barros de Orrego, “El desarrollo del feminismo en Chile”, Revista universitaria, 9 153 Rafael Minvielle,

(1929), 1180. Sobre la ignorancia femenina referente a los signos externos del embarazo, véase Suber­ caseaux Browne, Reminiscencias, 224. 156 Entrevista a Marta Rodríguez Orrego mencionada en capítulo previo. 157 Citado en Josefina Lecaros O, “Una semblanza de Iris (Inés Echeverría de Larraín) a los 50 años de su muerte (1949-1999)” (tesis de licenciatura en historia inédita, Universidad Finís Terrae, 1999), 73. 1,8 “La mujer feliz”,

La Revista Azul, n° 6, febrero de 1915, 205.

159 “La buena prensa”, 181. Se argüyó lo mismo respecto al teatro francés. Sus obras, a diferencia del teatro español, ostentaban formas hermosas y atractivas, por lo que las madres católicas debían poner

286

suma atención y adoptar una actitud en extremo vigilante, a fin de no sucumbir al hechizo de su arte. Véase Figueroa de Echeverría, “De la influencia”, 83. 160 Robert Darnton, (México, 1987), 230.

La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa

161 Edwards de Salas, “La lucha contra la pornografía”, 309-10.

162 “Crónica”,

La Cruzada, 15 de octubre de 1917, 8.

163 Santiván, “Confesiones”, 1767. Zamacais estuvo en Santiago como conferenciante. 164 “Blasco Ibáñez”, La Revista Católica, 20 de noviembre de 1909, 650. Producto de las conferencias que ofreció en Santiago, Vicente Blasco Ibáñez se convirtió en el centro de una acalorada controversia en los periódicos. A pesar del carácter polémico de sus obras, ideas y personalidad; un gran número de mujeres de clase alta asistió a sus conferencias. Para un comentario de la época acerca de los positivos efectos culturales derivados de la visita al país de conferenciantes extranjeros, remito a Luis Orrego Luco, “Hechos y notas”. Selecta, diciembre de 1909, 279-80.

165 “El modernismo literario”,

La Revista Católica, 18 de febrero de 1911, 159.

166 De la Paz, “Por la moral pública”, 7 de octubre de 1916, 417. 167 Edwards de Salas, “La lucha contra la pornografía”, 310-11.

168 Gay,

The Burgeois Experience, 33.

169 L’ Ombra, “La educación católica”,

La Cruzada, 1 de agosto de 1916, 3.

170 Verónica, “La lectura”, El Eco, 13 de octubre de 1912,1; Ménica, “Importancia de la instruc­ ción religiosa en la mujer”, El Eco, 15 de mayo de 1913, 4; “Conferencia”, La Cruzada, 1 de septiembre de 1915, 2; y De la Paz, “Por la moral pública”, 7 de octubre de 1916, 417.

171 “Una necesidad urgente”, 607.

172 Josefina Solar de Benavides, “Bibliotecas y acción bibliográfica cristiana”, en Relaciones y docu­ mentos, 198. Un argumento similar a éste se encuentra en Besa de Donoso, “La lectura”, 245-46.

173 Emma Délano de Langlois, “Importancia de la literatura infantil”, en 174 Armando Petrucci, “Los clásicos refutados”,

Relaciones y documentos, 241.

Letra Internacional, 59 (1998), 60.

175 Edwards de Salas, “La lucha contra la pornografía”, 311. 176 Verónica, “Espíritu de la Liga”,

El Eco, 1 de octubre de 1912, 1.

1 “A las madres”. El Eco, 15 de febrero de 1914, 2. Blanca Subercaseaux de Valdés, “Misión de la esposa y de la madre de familia”, en Relaciones y documentos, 213. 1 8 “Discursos pronunciados”, 6.

La Cruzada, 15 de septiembre de 1915, 1. 180 “Sobre teatro”, La Cruzada, 1 de agosto de 1916, 5. 181 George Steiner, “Una lectura bien hecha”, Letra Internacional, 59 (1998), 29. Un planteamien­ 179 Marcela, “El hogar”,

to que sienta las bases para una historia de la lectura empíricamente sólida e interpretativamente aguda, se encuentra en Robert Darnton, The Kiss of Lamourette: Reflections in Cultural History (Nueva York, 1990), 154-87.

182 Michael Mitterauer, A

History ofYouth (Oxford, 1992), 23-31.

CAPÍTULO V 1 Rafael Edwards, “La acción social católica: dos normas indispensables”, de marzo de 1908, 241. Mónica, “Teorías modernistas: sed de placer y de dinero”,

287

La Revista Católica, 21

El Eco, 15 de septiembre de 1913, 3.

La Cruzada, 15 de septiembre de 1915, 6. 4 “Las niñas”, La Cruzada, 15 de agosto de 1916,2. 5 Roxane, “Vida social”, Zig-Zag, 28 de junio de 1919. 6 Patricio Gross, Armando de Ramón y Enrique Vial, Imagen ambiental de Santiago, 1880-1930 (Santiago, 1984), 20, 48, 164, 166; Armando de Ramón Folch, Santiago de Chile (1541-1991): historia de una sociedad urbana (Madrid, 1992), 214-16; Alfonso Calderón, Memorial del viejo Santiago (San­ 3 “Las niñas solas”,

tiago, 1996), 195-201; Jorge Aguirre Silva, “Presencia francesa en los modos de la vida y la arquitectura local”, en Pedro Bannen Lañara, ed., Santiago de Chile: quince escritos y cien imágenes (Santiago, 1995), 90; y, en el mismo libro, Patricio Gross Fuentes, “Utopías haussmannianas y planes de transformación 1894-1925”, 95-96. Para un estudio de las transformaciones decimonónicas de la Plaza de Armas, atento a sus connotaciones sociales, véase Miguel Rojas Mix, “Un día en Santiago al terminar la época colonial”, en La grande ville en Amérique Latine (París, 1988), 29-51. 7 Ricardo Puelma L., Arenas delMapocho (3a ed., Santiago, 1998), 86-87. 8 Benjamín Vicuña Subercaseaux (Tarín),

Recopilación de artículos sueltos (Santiago, 1918), 131.

9 “Comentarios de Familia”, Familia, 30 de junio de 1912, 1. Si bien algunas instituciones asistían al Magestic Palace, ellas encarnaban, según sugiere este texto, una forma de autoridad menos estricta que la representada por las madres. 10 “El automovilismo en Chile”, bre de 1917, 1.

Zig-Zag, 25 de marzo de 1916; y “Noviembre”, Familia, noviem­

11 Amalia Errázuriz de Subercaseaux, “Los deberes de las madres en sociedad”, en Relaciones y docu­ mentos del Congreso Mariano Femenino (Santiago, 1918), 224. Ya en 1907, Julio Zegers se refirió al au­ tomóvil, símbolo de status social en el cual tomó cuerpo la modernidad, como parcialmente responsable de la “sed de lujo” padecida por sus contemporáneos. Citado en Gonzalo Vial Correa, Historia de Chile (1891-1973), vol. 1, n° 2: La sociedad chilena en el cambio de siglo (1891-1921) (Santiago, 1981), 647.

Zig-Zag, 24 de diciembre de 1905. 13 “El tennis y la mujer”, Zig-Zag, 17 de septiembre de 1910. 12 “Feminismo”,

14 “Sobre el lawn tennis: a propósito del campeonato de Chile”, Pacífico Magazine, enero de 1916, 26. Ya en 1905, si no antes, tanto el Parque Forestal como el Club Hípico contaban con clubes de tenis.

15 Muguet, “En el gran mundo”, Familia, agosto de 1911, 2; y “¿Qué piensan las grandes damas sobre nuestros hábitos de vida?”, Familia, junio de 1915, 4-5.

Pacífico Magazine, septiembre de 1915, 322. 17 Alberto Edwards, “La felicidad en la vida modesta”, Pacífico Magazine, agosto de 1914, 176. 18 Eduardo Balmaceda Valdés, Un mundo que sefue... (Santiago, 1969), 154-58. 19 “¿A dónde vamos?”, La Cruzada, 15 de octubre de 1915, 1. El “ostracismo” de las madres desde los paseos fue conceptualizado como un viraje hacia el “americanismo”: “Mayo”. Familia, mayo de 1914, 2. 20 Gloria, “Para los jóvenes”, Familia, octubre de 1910, 20. 21 Blanca Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz de Subercaseaux (Santiago. 1934), 59. 22 Martina Barros de Orrego, “El desarrollo del feminismo en Chile”, Revista Universitaria, 9 16 Alberto Edwards, “La felicidad en la vida modesta”.

(1929), 1180-81. 23 Roxane, “Veinte años de vida social a través de 'Zig-Zag”, Zig-Zag, 19 de abril de 1924. 24 Amalia Errázuriz de Subercaseaux, ejemplar (Santiago, 1924), 68.

La bienaventurada Ana María Taigi, hija, esposa y madre

La Cruzada, 15 de agosto de 1917, 1. 26 Earl Chapin May, 2,000 Miles through Chile: the Land ofmore or less (Nueva York, 1924), 383. 25 “Las fiestas”,

27 Ibid., 387-88.

288

Zig-Zag, 29 de noviembre de 1924. 29 Roxane, “Notas sociales”, Zig-Zag, 31 de octubre de 1925. 28 Roxane, “Notas sociales”,

30 Estas opiniones fueron públicamente expresadas en el Congreso Mariano. En Recopilaciones y do­ cumentos, consúltense Rosa Figueroa de Echeverría, “Necesidad de restablecer, donde se hubiera perdido el criterio y el espíritu cristiano”, 240; y Santa Cruz Ossa. “La disipación del espíritu como defecto prin­ cipal en la actual vida de sociedad”, 234. Elvira Santa Cruz (Roxane) fue una activa socia del Club de Señoras y, en la medida en que colaboró con el Congreso Mariano patrocinado por la Liga, una recluta de la cruzada moral emprendida por esta última. Debido a su trabajo como cronista social de Zig-Zag, sus testimonios acerca de las vicisitudes de la vida social son muy reveladores y, presumiblemente, más confiables que los de otras personas de la época. 31 “Hogar”, en

Recopilaciones y documentos, 40.

32 Mercedes Santa Cruz de Vergara, “La salvación de la sociedad depende de las madres”, en ciones y documentos, 228.

Rela­

33 Errázuriz de Subercaseaux, “Los deberes de las madres”, 224-25. El tema de la educación moral sobre sólidos cimientos como “remedio preventivo” o forma de sobrellevar los desafíos de la vida de sociedad, se discutió en las publicaciones de la Liga en fecha tan temprana como el 15 de agosto de 1916. Véase “Las niñas”, 2. 34 Roxane, “Notas sociales”,

Zig-Zag, 14 de julio de 1923.

35 Amalia Errázuriz al obispo Edwards, 8 de febrero de 1925, Roma, Archivo n° 76. Según parece, no prosperó esta insinuación, ya que poco después la Liga de Madres fue relevada por la Archicofradía de Madres Cristianas, reemplazada a su vez en 1935 por la Asociación General de Madres de Familia. En Diana Veneros Ruiz-Tagle, ed., Perfiles revelados: historia de mujeres en Chile, siglos XVIII-XX (San­ tiago, 1997), consúltense Diana Veneros R-T., “Continuidad, cambio y reacción 1900-1930”, 34; y Diana Veneros R-T. y Paulina Ayala L., “Dos vertientes del movimiento proemancipación de la mujer en Chile: feminismo cristiano y feminismo laico”, 46.

36 Roxane, “Notas sociales”, Zig-Zaig, 28 de noviembre de 1925. 37 Isabel Cruz de Amenábar, 96-99, 101, 171-76.

lica,

El traje: transformaciones de una segunda piel (Santiago, 1996), 40, 45,

38 Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, “Traje de las señoras en el templo”, 1 noviembre de 1892, 765-66.

La Revista Cató­

Visit to Chile and the Nitrate Fields ofTarapacá (Londres, 1890), 118. 40 Luis Orrego Luco, Memorias del tiempo viejo (Santiago, 1984), 333. 41 En La Revista Católica, consúltense Santiago Carlos Gómez (Jaime de Aragón), “Vicios y defec­ 39 William Howard Russell, A

tos de la sociedad doméstica”, 19 de septiembre de 1903, 220-32; A. Moraga Porras, “Nuestro certa­ men”, 19 de septiembre de 1903, 214-19, y 3 de octubre de 1903, 271-94; Crux et coelum, “Educación doméstica”, 21 de noviembre de 1903, 460-77; Mercedes C. Echeverría de Vargas, “Conversaciones íntimas de Marta y Laura”, 4 de febrero de 1905, 34-43,18 de febrero de 1905, 90-96, y 4 de marzo de 1905,174-83; y Juan Ramón Ramírez (Sofía del Campo), “María y la mujer chilena”, 4 de marzo de 1905, 185-205. Para una advertencia decimonónica acerca de las repercusiones morales de la hegemo­ nía ejercida por la moda sobre la vida de las mujeres, remito a Juan Emilio Corvalán A., Importancia de la educación científica de la mujer (2‘ ed., Valparaíso, 1887), 13. 42 Jethró, “Modas femeninas”,

La Revista Católica, 1 de noviembre de 1913, 766-67.

43 Aun cuando este tópico fuese tratado con cierta profundidad en el capítulo inicial, es conve­ niente agregar que ya en 1884 el vicario capitular Gandarillas, al dirigirse a la primera asamblea general de la Unión Católica, había señalado: “El lujo, la sed de placeres y de riquezas acarrean lamentables desórdenes en las clases acomodadas”: citado en Ricardo Krebs, “El pensamiento de la iglesia frente a la laicización del estado en Chile, 1875-1885”, en Ricardo Krebs, ed., Catolicismo y laicismo. Las bases doctrinarias del conflicto entre la iglesia y el estado en Chile, 1875-1885 (Santiago, 1981), 17.

289

44 A. Moraga Porras, “Nuestro certamen”,

La Revista Católica, 17 de octubre de 1903, 339, 346.

45 Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, “Pastoral dirigida al clero y pueblo de la arquidiócesis, con ocasión del reciente terremoto”, La Revista Católica, 15 de septiembre 1906, 241-51.

La Revista Católica, 20 de noviembre de 1909, 577-79. 47 “A las señoras cristianas”, La Revista Católica, 15 de abril de 1911, 433-36. 48 “Ecos de la gran asamblea”, El Eco, 1 de agosto de 1912, 3. 49 “Estatutos de la Liga de Damas Chilenas”, El Eco, 15 de mayo de 1913,1. Respecto a las fraca­ 46 “A las madres cristianas”,

sadas “cruzadas contra la moda indecente” lanzadas en Europa por organizaciones católicas femeninas después de la Primera Guerra Mundial, véase Michela De Giorgio, “El modelo católico", en GeorgesDuby y Michelle Perrot, eds., Historia de las mujeres en Occidente, vol. 7: El siglo XIX: la ruptura política y los nuevos modelos sociales (Madrid, 1993), 207. 50 En El Eco, remito a Verónica, “La vuelta de vacaciones”, 15 de abril de 1913, 1; “A las niñas: una simpática asociación”, 1 de mayo de 1913, 3; La presidenta general, “A las adherentes”, 15 de junio de 1913, 1; Sombra, “El lujo material y el lujo intelectual”, 15 de junio de 1913, 4; “Crónica de la Liga”, 15 de octubre de 1913, 3; La presidenta general, “A las adherentes”, 1 de noviembre de 1913, 1; “La úl­ tima circular del señor arzobispo”, 15 de noviembre de 1913, 2; Apis, “Sobre modas”, 15 de noviembre de 1913, 7; Una adherente, “Modas”, 15 de diciembre de 1913, 6; y “Siempre la moda”, 1 de marzo de 1914, 2. En La Cruzada, véase Paulina, “La moda”, 1 de enero de 1916, 4. Consúltese también Rosa Figueroa de Echeverría al obispo Edwards, 7 de mayo de 1921, Archivo n° 76, referente a la continua lucha de la Liga con el propósito de “moralizar los trajes y bailes de actualidad”.

51 “Hogar”, 40.

52 Santa Cruz Ossa, “La disipación del espíritu”, 233. En el caso de las mujeres modestas, se refirió al sacrificio de su honor; en el de las mujeres de la élite, deploró sus deseos de rivalizar con mujeres carentes de respetabilidad. En relación con esto último, consúltense también Alberto Edwards, “La felicidad en la vida modesta”, Pacífico Magazine, enero de 1913, 50; Elias Lizana M., Pbro., “Las modas indecentes condenadas por los obispos de Santiago, La Revista Católica, 18 de septiembre de 1915, 418; y Vicuña Subercaseaux (Tatín), Recopilación, 117. 53 Alvaro Góngora Escobedo, 1994), 125-26, 128, 130.

La prostitución en Santiago, 1813-1931: visión de las elites (Santiago,

54 Figueroa de Echeverría, “Necesidad de restablecer”, 239. 55 Amanda Quiroz Muñoz, “El feminismo sin Dios y sus resultados”, en

Relaciones y documentos,

366. 56 Juan Ignacio González, arzobispo de Santiago, “Circular á los rectores de iglesia el traje de las mujeres en el templo”, La Revista Católica, 16 de diciembre de 1911, 797-99. En el mismo número, consúltese también “Por dignidad y por patriotismo”, 844-48.

57 Lizana M., Pbo., “Las modas indecentes”, 417. No es de sorprenderse que la condena clerical a las modas provocadoras y a la falta de modestia femenina haya sido sostenida a lo largo de la década de 1910. A modo de ejemplo, remito a Gabriel de la Paz, “Por la moral pública, las más ‘palpitantes cuestiones’ de hoy día”, La Revista Católica, 4 de noviembre de 1916, 667-78. 58 Citado en Bernardo Subercaseaux S., nario) (Santiago, s/fecha), 12.

Genealogía de la vanguardia en Chile (La década del Cente­

59 Marcela, “El mes de marzo”, El Eco, 1 de marzo de 1913, 2. Otra crítica a las madres mundanas (y por ende negligentes) se encuentra en Gloria, “Coquetería y frivolidad”. Familia, junio de 1911,2. Para una descripción del agitado itinerario diario de una mujer a la moda que gastaba la mayor parte de su tiempo fuera de su casa, véanse en Familia, “La vida elegante santiaguina”, junio de 1915, 33-34; y “La buena vida”, julio de 1925, 9.

60 Ménica, “Teorías modernistas”, 15 de septiembre de 1913. Una crítica similar se encuentra en “El hogar de antaño y el de hogaño”, La Revista Azul, n° 31, julio de 1918, 6-7.

290

61 Figueroa de Echeverría, “Necesidad de restablecer”, 240.

62 Alberto Edwards, “La felicidad en la vida modesta”, Pacífico Magazine, junio de 1914, 728-29. A este respecto, conviene no perder de vista el siguiente consejo: “Al intentar estimar la magnitud de la alienación respecto a los valores tradicionales, es necesario recordar que la evidencia de alienación resulta más visible para el historiador que la evidencia de la continua devoción a éstos. Porque la alienación es expresada en registros escritos accesibles al historiador, mientras que la devoción es expresada con más frecuencia en conductas; actuales antes que en la escritura”: Elinor G. Barber, The Bourgeoisie in 18,h Century France [1955] (Princeton, 1967), 52-53.

63 Mónica, “Teorías modernistas”. El Eco, 1 de octubre de 1913, 6. Irónicamente hasta las revistas de moda se ocuparon de presentar a la mujer como una “esclava de la moda”, cuya principal actividad diaria consistía en recorrer el comercio del centro de Santiago. Remito a Kismet, “Crónica social”, La Silueta, abril de 1917, 3. 64 Vicente Grez, La vida santiaguina (Santiago, 1879), 43; Francisco A. Encina, Nuestra inferio­ ridad económica (7a ed., Santiago, 1986), 92; Vicuña Subercaseaux (Tarín), Recopilación, 126; Teresa Pereira, “La mujer en el siglo XIX”, en Lucía Santa Cruz, Teresa Pereira, Isabel Zegers y Valeria Maino, Tres ensayos sobre la mujer chilena: siglos xviii-xix-xx (Santiago, 1978), 98; Omer Emeth, “El hombre que asesinó”, Familia, julio de 1910. 1; y Jethró, “Modas femeninas”, 766. Alberto Edwards tenía una visión particular de esta materia: culpó a los hombres por las falencias de sus esposas. ¿Qué razón invocó para atribuir a ellos la responsabilidad del consumismo, por decirlo de alguna manera, adictivo de las muje­ res? Acusando a los hombres de ofrecerles un pésimo ejemplo, que no otra cosa era su despilfarradora afición al juego y a los banquetes pantagruélicos, a consecuencia de los cuales evitaban involucrarse en la educación económica (o velado control) de sus esposas. Sea como fuere, esto no le impidió manifestar, en tono irónico, que las mujeres “gustan mucho de comprar. Es el verbo que más conjugan”: Alberto Edwards, “La felicidad en la vida doméstica”, Pacífico Magazine, febrero de 1913, 219-22. 65 “Las damas chilenas: conversando con don Higinio Otero”,

Pacífico Magazine, abril de 1919,412.

66 El “estudio genérico del consumo”, y en general del consumo como un fenómeno cultural con­ sustancial a la modernidad, se ha transformado últimamente en fértil campo de indagación histórica. Al respecto, notables resultan los siguientes libros: Rosalind H. Williams; Dream Worlds: Mass Consumption in Late Nineteenth-Century France (Berkeley y Los Angeles, 1991); Rita Felski, The Gender of Modernity (Cambridge, Mass., 1995), 61-90; y Victoria de Grazia y Ellen Furlough, The Sex ofThings: Gender and Consumption in Historical Perspective (Berkeley y Los Angeles, 1996).

6 Arturo Valenzuela, Political Brokers in Chile: Local Government in a Centralized Polity (Durham, N.C., 1977), 193-97, 200; y Karen L. Remmer, “TheTiming, Pace and Sequence of Political Change in Chile, 1891-1925”, Hispanic American Historical Review, 57‘.2 (1977), 205-30. 68 “La quincena”, La Revista Azul, n° 27, diciembre de 1917, 1. Una aguda visión del papel avasa­ llador de la riqueza en la vida política de la República Parlamentaria, se encuentra en la obra memorialística del alguna vez ministro de gobierno y destacado parlamentario, Manuel Rivas Vicuña, Historia política y parlamentaria de Chile, 3 vols. (Santiago, 1964), 1.63-64,170,263-64,275, 560; y II, 192,264, 399-401. Existe, asimismo, un artículo iluminador acerca de los pros y contras del sistema parlamen­ tario (así como del descontento manifestado en ese tiempo por algunos políticos respecto al régimen operante), escrito por un académico estadounidense de visita en Chile durante la primera década del siglo XX. Me refiero a Paul S. Reinsch, “Parliamentary Government in Chile”, The American Political Science Review, 4: 4 (1909), 507-38. 69 Muguet, “En el gran mundo", Familia, septiembre de 1911,11; Omer Emeth, “Veraneo y ve­ raneantes”, Familia, enero de 1912,1; Luis Orrego Luco, “Hechos y notas”, Selecta, febrero de 1912, 324, y abril de 1912, 4-5. En La Revista Católica, véase “Crónica de la quincena”, 15 de enero de 1916, 151-52.

" Para un análisis de la literatura referente a este tópico y materias afines, consúltese Arnold J. Bauer, “Industry and the Missing Bourgeoisie: Consumption and Development in Chile, 1850-1950”, Hispanic American Historical Review, 70: 2 (1990), 244-49.

291

71 Luis E. Zañartu, “Comentarios de ‘Familia’”,

Familia, noviembre de 1912, 1.

Familia, enero de 1911,2. 73 Iris, “¿Cómo se formó el Club de Señoras?”, La Silueta, febrero de 1917, 15; y Edwards, “La 72 Omer Emeth, “Mentiras”,

felicidad”, febrero de 1914, 220-21.

Familia, febrero de 1910, 43. 75 “El arte de la dueña de casa”, La Revista Azul, n° 8, marzo de 1915, 264. 76 Marcial González, Estudios económicos (Santiago, 1889), 454. 77 Vicuña Subercaseaux (Tatín), Recopilación, 129; Errázuriz de Subercaseaux, “Los deberes de las 74 “Sección de modas”,

madres”, 223; y Edwards, “La felicidad”, septiembre de 1915, 321-22. Ya en los 1880s se formularon apreciaciones similares. Consúltese Orrego Luco, Memorias, 77, 156.

78 “El amor en el matrimonio”, Familia, febrero de 1911, 34; Gloria, “El problema del matrimo­ nio”, Familia, mayo de 1912, 4; Andrea del Santo, “La perfecta soltera (Consejos a las mujeres)”, La Silueta, enero de 1918; y “Confidencias de una esposa. El primer año de casada”, Familia, noviembre de 1922, 4. También las madres, en su calidad de damas de compañía, fueron acusadas de actuar prestando atención a la situación económica de los potenciales maridos de sus hijas. Véase Vicuña Subercaseaux (Tatín), Recopilaciones, 138. Para una condena general del rol interpretado por los “padres” en la for­ mación de matrimonios de conveniencia en las sociedades contemporáneas, remito a Jotavé, “¿Tienen derecho los padres de familia para imponer á sus hijos la elección de estado?”, La Revista Católica, 4 de mayo de 1912, 693. 79 Markos J. Mamalakis, The Growth and Structure of the Chiban Economy: from Independence to Allende (New Haven, 1976), 38-39; Brian Loveman, Chile: the Legacy of Hispanic Capitalism (2’ ed., Nueva York, 1988), 189, 206; Brian Loveman y Elizabeth Lira, Las suaves cenizas del olvido. Vía chilena de reconciliación política 1814-1932 (Santiago, 1999), 211; y Valenzuela, Political Brokers, 197-98.

Martín Rivas [1862] (Buenos Aires, 1977), 160-61. 81 Abdón Cifuentes, Memorias, 2 vols. (Santiago, 1936), I, 63. 82 González, Estudios económicos, 448. 80 Alberto Blest Gana,

83 ¿Cómo percibían las mujeres de la época su propia condición social en el marco del “gran mun­ do”? Las expresiones empleadas resultan reveladoras. Constancia, “Feminismo”, Familia, diciembre de 1918, 6, acuñó la expresión “objeto de lujo”. También en Familia, Roxane, “Ideales femeninos”, julio de 1920, 9, caracterizó a la mujer mundana como un “juguete de lujo”. Barros de Orrego, “El desarro­ llo del feminismo”, 1178, describió a la mujer de la élite como una “muñeca o bibelot de exposición”. En la misma línea, Inés Echeverría de Larraín, “Evolución de la mujer”, Zig-Zag, 18 de noviembre de 1916, al referirse al destino de las mujeres de clase alta en los tiempos anteriores al advenimiento de los cambios por ella cebrados, sentenció: “cosas... finas u ordinarias, objetos de lujo o de simple pacotilla”. Para concluir, la más importante revista ilustrada del periodo, al publicitar la publicación de retratos de mujeres socialmente distinguidas (por lo común esposas de diplomáticos y linajudas damas chilenas), las describió como el “mejor ornato de los salones de Santiago”: Zig-Zag, 19 de febrero de 1905, 3. 84 “Doña Lucrecia Valdés de Barros Borgoño: semblanza por el Curioso Impertinente, Pacífico Magazine, enero de 1921, 3. Dos años después, por ejemplo, se recomendó a las mujeres que eligieran el mobiliario de sus casas y sus “toilettes”, de manera tal que guardaran estricta correspondencia con su personal “género de belleza”: J. L. V., “La belleza y el secar”, Familia, abril de 1923, 10. 85 “Reseña del mes”,

La Revista Azul, n° 17, marzo de 1916, 1.

86 Echeverría de Vargas, “Conversaciones íntimas”, 4 de febrero 1905, 37, 39, y 18 de febrero de 1905, 91; Ramírez (Sofía del Campo), “María y la mujer chilena”, 198-99; “A las señoras cristianas”, 43435; y Casanova, arzobispo de Santiago, “Pastoral dirigida al clero”. 247. “Dos cartas y un pensamiento", La Revista Católica, 7 de abril de 1906, 360-64, trata también, aunque a su modo, las tensiones experimen­ tadas por las mujeres católicas en relación con el consumo conspicuo como actividad inextricablemente asociada a la identidad de clase, y el apoyo económico que prestaban a las organizaciones de caridad.

292

87 “La gran fiesta de beneficencia”, La Cruzada, 15 de agosto de 1917, 5. Ejemplos tempranos de esto se encuentran en La Revista Católica. Véanse Miguel Claro y Santiago Vial Guzmán, “Los bailes infantiles”, 19 de septiembre de 1903,195-97; y Echeverría de Vargas. “Conversaciones íntimas”, 4 de febrero de 1905, 40. Amalia Errázuriz rechazó la organización de eventos sociales caracterizados por su “mundanidad” y “paganismo”, aun cuando tuvieran por finalidad recolectar fondos para el ejercicio de la “sanca caridad”. Véase la carta suya citada en Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 203. A fin de proveer una alternativa atractiva para las familias de la élite y, por lo mismo, todavía funcional al sentido de los eventos de caridad, la Liga organizó funciones de teatro amateur y conciertos. Asimismo, la creación de un coro femenino dependiente de la Liga tuvo como objetivo solemnizar las funciones de caridad. Todo lo anterior no logró distinguir cabalmente las iniciativas de la Liga de los eventos de caridad tradicionales. En definitiva, la Liga no parece haber transformado significativamente las prácticas convencionales, pues de persistir en esta línea, arriesgaba la solvencia económica de las organizaciones de caridad.

La

88 Resulta paradigmático, en tal sentido, el caso de Margarita, “¿Como cristiana y como mujer?”, Cruzada, 1 de julio de 1917, 5-6.

89 “Carácter irreligioso de la educación oficial”, La Revista Católica, 22 de julio de 1893,1243; Ramón Subercaseaux Vicuña, Memorias de ochenta años: recuerdos personales, criticas, reminiscencias his­ tóricas, viajes, anécdotas, 2 vols. (2‘ ed., Santiago, 1936] I, 173; y Alberto Ried Silva, El mar trajo mi sangre (Santiago, 1956), 44-45. 90 Patricia Arancibia Clavel, “El pensamiento radical frente al estado y a la iglesia 1881-1884”, en Krebs, ed., Catolicismo y laicismo, 201. 91 En La Revista Católica, véanse “Los estudios religiosos en los colegios del Estado”, 15 de marzo de 1893, 977-81; Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, “Pastoral sobre la necesidad de la enseñanza re­ ligiosa en las escuelas y colegios públicos”, 17 de enero de 1903, 705-15; ídem, “Circular á los párrocos del arzobispado y á los eclesiásticos profesores de religión en los colegios del Estado sobre enseñanza religiosa”, 7 de marzo de 1903,145-49; ídem, “Discurso de clausura del primer congreso eucarístico de Santiago”, 17 de diciembre de 1904, 705-06; “Los ecos de la pastoral sobre ‘la enseñanza religiosa’”, 7 de enero de 1903, 72-79; Plácido Labarca, obispo de Concepción, “Pastoral sobre la enseñanza religiosa”, 21 de febrero de 1903, 87-91; P. Samuel de Sta. Teresa, “Conferencias sobre la familia y la patria”, 15 de febrero de 1908, 92-99; “Después de la tempestad”, 21 de junio de 1913, 1063-68; y “Carácter irreligioso”, 1241-43.

92 “El positivismo en la universidad oficial”,

La Revista Católica, 28 de octubre ce 1893, 179-83.

93 En La Revista Católica, véanse “La instrucción obligatoria”, 5 de julio de 1902, 520-27; y L.R.L. “A propósito de la ley de instrucción primaria obligatoria”, 5 de julio de 1902, 535-39, 19 de julio de 1902, 577-81, y 2 de agosto de 1902, 9-17. 99 En La Revista Católica, véanse “Crónica de la quincena”, 17 de octubre de 1914, 633-34; “De aquellos polvos, estos lodos", 1 de mayo de 1915, 641 -44; y “¿Pueden los padres de familia enviar sus hi­ jos a los colegios fiscales de instrucción secundaria?”, 2 de diciembre de 1916, 811. Consúltese también Mónica, “Avances de la instrucción femenina”, La Cruzada, 1 de julio de 1915, 1. Para un estudio de la fundación de la FECH y su radicalización política después de la Primera Guerra Mundial, consúltense Frank Bonilla y Myron Glazer, Student Politics in Chile (Nueva York, 1970), 31-78; Mario Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de estado en Chile en los siglos XIXy XX (Santiago, 1986), 108-26; y Su­ bercaseaux S., Genealogía de la vanguardia, 45-56.

95 “Lecciones que hay necesidad de aprovechar”,

La Revista Católica, 19 de octubre de 1912, 651.

96 En La Revista Católica, remito a “Los dos campos: el liberalismo y el catolicismo”, 29 de julio de 1893,1269-1271; L.R.L., “A propósito de la ley”, 5 de julio de 1902, 539; “Carácter irreligioso”, 1242; “El positivismo”, 182; y “¿Pueden los padres de familia...?”, 810, 814. 97 Como era de suponerse, en La Revista Católica abundan los artículos de controversia religio­ sa que tratan estas materias. Consúltense, por ejemplo, Rodolfo Vergara, “El clero y las letras”, 1 de agosto de 1892, 623-26,15 de agosto de 1892, 651-54, y 1 de septiembre de 1892, 664-68; “El clero y las ciencias naturales”, 15 de diciembre de 1892, 848-49; “Si es verdad que los descubrimientos de

293

la ciencia hayan demostrado la imposibilidad de las relaciones entre Dios y los hombres”, 15 de abril de 1893, 1035-40,1 de mayo de 1893,1058-60, 6 de mayo de 1893, 1067-74, y 13 de mayo de 1893, 1089-90; “La conferencia sobre la descendencia del hombre y Darwinismo de don Alfonso Francisco Nogués”, 27 de mayo de 1893, 1115-19, 3 de junio de 1893, 1131-34,10 de junio, 1148-51, 17 de junio de 1893,1164-68,24 de junio de 1893,1178-83,1 de julio de 1893,1195-99, 8 de julio de 1893,1210-14, y 16 de julio de 1893, 1225-31; “El racionalismo”, 19 de agosto de 1893, 1315-18,2 de septiembre de 1893, 3-5, 9 de septiembre de 1893, 21-25, y 16 de septiembre de 1893, 41-43; “Las ciencias naturales y exactas en el catolicismo”, 10 de febrero de 1894, 393-99; “La iglesia propagadora de la ilustración”, 17 de febrero de 1894, 409-15; Antonio Carmona, “Supuesto antagonismo entre la religión y la ciencia”, 1 de septiembre de 1894, 74-78; idem, “Antigüedad del hombre”, 8 de septiembre de 1894, 96-100, y 15 de septiembre de 1894, 108-11; “Investigación científica de la fe. La fe católica ¿es impedimento para la ciencia?”, 17 de noviembre de 1906, 607-09; Manuel Aedo C, “Brunetiére y la bancarrota de la ciencia”, 2 de marzo de 1907, 198-203, y 6 de abril de 1907, 336-42; Carlos Degenhardt, “Los fundamentos de la fe, ó apologética del Cristianismo”, 1 de junio de 1907, 651-58, 15 de junio de 1907, 730-38, 6 de julio de 1907, 806-13, y 20 de julio de 1907, 885-91; Alejandro Vicuña, “Conferencias sobre la ciencia y la fe”, 6 de febrero de 1915, 205-17, 20 de febrero de 1915, 263-75, 6 de marzo de 1915, 344-61, 20 de marzo de 1915,416-24,3 de abril de 1915,498-506, y 17 de abril de 1915, 578-93; y Martín Rücker S., “El cristianismo y las aspiraciones del hombre”, 15 de abril de 1916, 576-88. Por otra parte, la creación en 1900 de una academia eclesiástica presidida por los rectores de la Universidad Católica y del Seminario Conciliar, dan cuenta de la necesidad de remozar los conocimien­ tos de los clérigos y de facultarlos, a su vez, para desempeñarse como consistentes polemistas. 98 John Lynch, “The Catholic Church in Latin America, 1830-1930”, en Leslie Bethell, ed., Cambridge History ofLatinAmerica, vol. 4: c. 1870 to 1930 (Cambridge, 1986), 541.

The

99 Owen Chadwick, The Secularizaron ofthe European Mind in the Nineteenth Century (Cambrid­ ge, 1975); ídem, “Great Britain and Europe”, en John McManners, ed., The Oxford Illustrated History of Christianity (Oxford, 1990), 341-59; y Roben Gildea, Barricades and Borders: Europe 1800-1914 (Oxford, 1987), 255-66, 379-84. 100 Ricardo Krebs, M. Angélica Muñoz y Patricio Valdivieso, Católica de Chile, 1888-1988, 2 vols. (Santiago, 1994), I, 199. 101 M.R.S., Pbo., “La duda”,

Historia de la Pontificia Universidad

La Revista Católica, 1 de julio de 1905, 808-09.

102 Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, “Circular: al clero y fieles de la arquidiócesis”, La Revista Católica, 15 de septiembre de 1892, 687. Véase también “Un año más”, La Revista Católica, 5 de agosto de 1905, 5-9.

103 P. Samuel de Sta. Teresa, “Conferencias sobre la mujer cristiana”, ciembre de 1905, 839-49.

La Revista Católica, 2 de di­

104 P. Samuel de Sta. Teresa, “Conferencias sobre la mujer cristiana”, enero de 1906, 1058-61. 105 “La enseñanza de la religión”,

La Revista Católica, 20 de

La Revista Católica, 2 de octubre de 1909, 384.

106 Ibid., 385. 10 Adela Edwards de Salas, “Estudios en favor del pueblo. Nuestros pobres y sus hijos”, Católica, 19 de marzo de 1910, 355.

108 Martín Rücker S.» “La ignorancia religiosa en los tiempos actuales”, noviembre de 1912, 885-95. 109 “Charlas del domingo para círculos católicos”,

La Revista

La Revista Católica, 16 de

La Revista Católica, 21 de diciembre de 1912, 1234.

110 En La Cruzada, véanse “El colegio”, 1 de marzo de 1916, 1; y Ménica, “La escuela neutra y las madres cristianas”, 15 de septiembre de 1917, 5-6.

111 En El Eco, consúltense Mónica, “Importancia de la instrucción religiosa de la mujer”, 15 de mayo de 1913,4,1 de junio de 1913, 6, y 15 de junio de 1913, 2; y “A las madres: la base de la educación

294

cristiana”, 15 de julio de 1913, 3. En La Cruzada, véanse Adela Edwards de Salas, “Memoria de la junta central de Santiago”, 15 de diciembre de 1915, 3: “¿Para qué tenemos inteligencia?”, 15 de septiembre de 1916, 2; A., “Contestación a Violeta”. 15 de octubre de 1916, 7; y Maud, “¿La mujer debe instruir­ se?”, 1 de diciembre de 1916, 7. 112 En Relaciones y documentos, remito a Amelia Fagalde de Rojas, “Del profundo estudio de la religión católica”, 135-38; Ana Luisa Prats Bello, “La enseñanza y educación religiosa en los colegios y escuelas”, 179-81; Enriqueta Carvallo de Merino B., “Deberes especiales que impone la misión de esposa y madre cristiana”, 209-10; Rosa Prats de Ortúzar, “La causa de Dios pide actividades intensas, denodadas e inteligencia”, 359-61; Rosa Rodríguez de la Sotta, “El Congreso Mariano”, 6; “Hogar”, 39-40; “Educación”, 43-44; Errázuriz de Subercaseaux, “Los deberes de las madres”, 225; Santa Cruz de Vergara, “La salvación de la sociedad”, 226-29; y Santa Cruz Ossa, “La disipación del espíritu”, 236-37.

113 Rafaela Casas Cordero, “La instrucción religiosa de la mujer debe ser práctica”, en documentos, 184. 114 Une Vieille Filie, “Instrucción religiosa de la mujer”,

Relaciones y

El Eco, 15 de noviembre de 1913, 1.

1,5 Iris (Inés Echeverría de Larraín), La hora de queda (Santiago, 1918), 109-10: “Nuestras responsa­ bilidades sociales”, El Eco, 15 de mayo de 1915, 1; Roxane, “Vida social”. Zig-Zag, 24 de marzo de 1917; Blanca Subercaseaux de Valdés, “Misión de la esposa y de la madre de familia”, en Relaciones y documentos, 214; Ximena Valdés S., Loreto Rebolledo G. y Angélica Willson A., Masculino y femenino en la hacienda chilena del siglo XX (Santiago, 1995), 98-99; Margarita Valdés Subercaseaux, “Recuerdos de la chacra Subercaseaux”. Boletín de la Academia Chilena de la Historia, 99 (1988), 314; Joaquín Yrarrázaval Larraín, Para mis hijos (Santiago, 1946), 31; Subercaseaux Vicuña, Memorias, 1,45-47; Orrego Luco, Memorias, 22; Balmaceda Valdés, Un mundo, 22; y Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, 8, 12-13, 105.

La Cruzada, 1 de abril de 1916, 1. " C., “Del círculo de estudios”, La Cruzada, 15 de diciembre de 1916, 5. 118 “Nuevo libro”, La Cruzada, 15 de junio de 1916, 2. 119 James O. Morris, Elites, Intellectuals, and Consensus. A Study ofthe Social Question and the In­ dustrial Relations System in Chile (Nueva York, 1966); Alan Angelí, Politics and the Labour Movement in Chile (Londres, 1972), 11-41; Peter DeShazo, Urban Workers and Labor Unions in Chile, 1902-1927 (Madison, 1983); Sergio Grez Toso, ed., La “cuestión social” en Chile: ideas y debates precursores (18041902) (Santiago, 1995); ídem, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general: génesis y evolución his­ tórica del movimiento popular en Chile (1810-1890) (Santiago, 1997); Luis Alberto Romero, ¿Qué hacer con los pobres? Élite y sectores populares en Santiago de Chile, 1840-1895 (Buenos Aires, 1997); Gabriel Salazar Vergara, Labradores, peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX (Santiago, 1985); ídem, “La mujer de ‘bajo pueblo’ en Chile: bosquejo histórico”, Proposiciones 21: 116 “Fuego y luz”,

género, mujer y sociedad (1992), 89-107; Fernando Silva Vargas, “Notas sobre el pensamiento social católico a fines del siglo XIX”, Historia, 4 (1965), 237-62; y Nancy Nicholls Lopeandía, “Intelectuales liberales relevantes frente a la cuestión social en Chile (1890-1920): una minoría a favor del cambio”, Historia, 29 (1995-96), 295-356. Para una historia social del movimiento laboral y de la fuerza de traba­ jo femenina igualmente sensible a los aspectos de clase y de género, véanse Elizabeth Quay Hutchison, “El feminismo en el movimiento obrero chileno: la emancipación de la mujer en la prensa obrera femi­ nista, 1905-1908”, Proposiciones 21: género, mujer y sociedad (1992), 50-64; ídem, “La defensa de las ‘hi­ jas del pueblo’. Género y política obrera en Santiago a principios de siglo”, en Lorena Godoy, Elizabeth Hutchison, Karin Rosemblatt y M. Soledad Zárate, eds., Disciplina y desacato. Construcción de identidad en Chile, siglos XIXy XX (Santiago, 1995), 257-85; ídem, “Working Women of Santiago: Gender and Social Transformation in Urban Chile, 1887-1927” (tesis doctoral en historia inédita, Universidad de California en Berkeley, 1995); y Alejandra Brito P. “La mujer popular en Santiago (1850-1920)”, Propo­ siciones 24: problemas históricos de la modernidad en Chile contemporáneo (Santiago, 1994), 280-86. 120 María Soledad Zarate C, “Proteger a las madres: origen de un debate público. 1870-1920”, Nomadías, n° 1 serie monográfica (1999), 163-82.

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121 Las ideas católicas relativas a la “cuestión social” conformaron un verdadero paradigma, que dio forma y permeó la casi totalidad de los textos que abordaron la materia. La Revista Católica ofrece palmaria evidencia de lo antedicho. Para ejemplos previos a la creación de la Liga, véanse “El socialismo en Chile”, 1 de mayo de 1893, 1049-52; Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, “Pastoral sobre la propaganda de doctrinas irreligiosas y antisociales”, 1 de mayo de 1893, 1052-57; ídem, “Pastoral acerca de la necesidad de mejorar la condición social del pueblo”, 7 de octubre de 1905, 421-30; “Necesidad de conservar la fe en el pueblo”, 12 de agosto de 1893, 1297-99; N.N, Presbítero, “Indicaciones prácti­ cas para la acción social de la juventud católica”, 1 de noviembre de 1901,316; M.R.U., Presbítero, “La institución León XIII”, 15 de noviembre de 1901,379; Raphael, Presbítero, “Necesidad de los patrona­ tos como complemento de la escuela”, 1 de diciembre de 1901,413-17; Carlos Casanueva Opazo, Pbo., “Una obra urgente de caridad”, 15 de febrero de 1902, 7378, y 1 de marzo de 1902, 151-61; Rodolfo Vergara Antúnez, “Influencia social de la eucaristía”, 3 de diciembre de 1904, 645-46; “La sociedad de obreros de San José”, 7 de agosto de 1909, 15-21; La asociación popular entre nosotros”, 15 de enero de 1910, 912-15; ‘”Los inquilinos’ en Chile”, 5 de marzo de 1910,185-90, 21 de mayo de 1910, 681-87, 4 de junio de 1910, 729-33, y 18 de junio de 1910, 825-30; Adela Edwards de Salas, “Estudios en favor del pueblo. Nuestros pobres y sus hijos”, 18 de febrero de 1910, 170-74, y 19 de marzo de 1910, 35356; “Acción social y habitaciones para obreros”, 16 de abril de 1910,454-59; Juan Ignacio González, arzobispo de Santiago, “Pastoral sobre la cuestión social”, 7 de mayo de 1910, 550-61; y A.S., Pbo., “Remedios a algunos males de los inquilinos”, 16 de julio de 1910, 996-99, y 6 de agosto de 1910, 17-23; Ángel León, Pbo., “Reglamento de los sindicatos agrícolas”, 18 de junio de 1910, 813-23; ídem, “Sindicato agrícola con las secciones de socorros mutuos, jurado mixto, bolsa del trabajo, secretaría del pueblo, periódico y círculo”, 17 de diciembre de 1910, 952-6o; “El patronato del Sagrado Corazón”, 15 de octubre de 1910, 602-06; “La campaña antialcohólica”, 19 de noviembre de 1910, 767-70; “Asocia­ ción católica de temperancia”, 4 de febrero de 1911, 19-20; y Jorge Fernández Pradel, S.J., “Reflexiones sociales”, 2 de diciembre de 1911,732-37. En GrezToso, ed., La "cuestión social", consúltense “Pastoral que el Illmo, y Rvmo. Doctor Don Mariano Casanova, Arzobispo de Santiago de Chile, dirige al clero Y fieles al publicar la encíclica de nuestro Santísimo Padre León XIII sobre la condición de los obreros”, 379-87; y “Cuestiones obreras por Juan Enrique Concha”, 457-517. Para una discusión detallada acerca de las ideas suscritas por “católicos sociales” como el líder conservador Juan Enrique Concha, principal arquitecto del proyecto conservador de código del trabajo de 1919, véase Morris, Élites, 114-15,122-43, 178-80, 270-71. Respecto a la acción social de los católicos en el mundo rural a comienzos del siglo XX, remito a José Bengoa, Haciendas y campesinos (Santiago, 1990), 36-37, 90-93. 122 En La Revista Católica, véanse “El primer congreso eucarístico de Chile”, 3 de diciembre de 1904, 638; “La iglesia y la acción social”, 1 de julio de 1909, 816-20; Juan Ignacio González, arzobispo de Santiago, “Federación de obras sociales”, 1 de enero de 1910, 829-30; Raimundo Larraín C, et al., “Circular dirigida por el Consejo de la Federación á los católicos con motivo de la comunicación del Illmo. y Rmo. señor Arzobispo”, 1 de enero de 1910, 830-31; “El centenario y los católicos”, 5 de fe­ brero de 1910, 8-12, y 18 de febrero de 1910, 98-101; “Congreso Social Católico”, 4 de junio de 1910, 793-94; “Asambleas provinciales”, 16 de septiembre de 1911, 336-38; y Claro, “La obra del congreso”, 699. La primera Semana Social Agrícola (1913) cumplió la misma función de los congresos previos, aun cuando centró su atención en la sociedad rural. Véanse “La semana social agrícola”, La Revista Católica, 4 de octubre de 1913,516-18; y Bengoa, Haciendas y campesinos, 91-93. Tanto la Sociedad de la Buena Prensa como la Federación de Obras Católicas, descollaron por su liderazgo en la coordinación de la acción social católica.

123 “Crónica de la Liga”, El Eco, 1 de junio de 1913, 3; y “Memoria que presenta el consejo superior a la Liga de Damas Chilenas”, El Eco, 1 de enero de 1915, 4. La Liga continuó actuando como instancia articuladora de diversas iniciativas institucionales durante la década de 1920. Véase “Liga de Damas Chilenas”, en Actividades femeninas en Chile (Santiago, 1928), 585-86. 124 Pbo., Miguel Claro, “La obra del congreso católico”, 1904, 700.

296

La Revista Católica, 17 de diciembre de

125 En El Eco, consúltense “Crónica”, 1 de septiembre de 1914, 6; “Los sindicatos femeninos ca­ tólicos”, 1 de abril de 1915, 2; y “Memoria de la sección protectora de sindicatos”, 5 de diciembre de 1915, 8-9. En La Cruzada, véanse “Crónica”, 1 de julio de 1916,6-7; “Memoria de la secretaria general, 1916”, 15 de noviembre de 1916, 5; “Memoria de las juntas locales”, 15 de noviembre de 1916, 6-8; “Memoria de los sindicatos”, 15 de noviembre de 1916,10-12; y “Memoria general. De los trabajos y desarrollo de ‘La Liga de Damas Chilenas’ durante el año 1917”, 15 de diciembre de 1917, 3-5. En Actividadesfemeninas, véanse “Sindicato ‘Aguja, costura y moda’”, 588-89; y “Sindicato de empleadas de comercio y oficinas”, 589-91. Consúltense también Marta Walker, “Los sindicatos”, en Estudios sociales. Trabajos leídos por señoras de la Liga de Damas Chilenas, en el curso de estudios sociales (Santiago, 1916), 39-49; Luisa Zanelli López, Mujeres chilenas de letras (Santiago. 1917), 160; y Memoria de la Liga de Damas Chilenas correspondiente al año 1929 (Santiago, 1929), 14-15.

126 “Instituciones necesarias”, La Cruzada, 15 de septiembre de 1917, 9-10. La apología de los sindicatos católicos, consistente en definirlos como una solución apropiada a los múltiples aspectos de la “cuestión social”, fue desarrollada de modo sistemático en el Congreso Mariano. En Relaciones y documentos, consúltense “Acción social”, 45; Elvira Lyon de Subercaseaux, “Orientaciones de la acción social de la mujer cristiana en Chile”, 271-72: Erna González M., “Manera práctica de organizar un sindicato”, 292-93; y Marta Walker Linares; “Sindicato femenino”, 294-95. Véase también D., “Por el mejoramiento social de la mujer”. Zig-Zag, 22 de septiembre de 1917. 127 Hutchison, “Working Women of Santiago”, 259. 128 Roberto Mario, “Protección al trabajo femenino a domicilio: algunos procedimientos”, vista Azul, n° 10, 1915, 347. No se menciona el mes. 129 “Nobleza obliga”,

La Re­

El Eco, 1 de octubre de 1912, 2.

130 De su persistencia al interior de la Liga dan cuenta textos como “Memoria que presenta el con­ sejo superior”, El Eco, 1 de enero de 1915, 4; y “Discurso leído por la presidenta general”, La Cruzada, 15 de diciembre de 1915,2. En relación con los esfuerzos encaminados a transformar el trabajo remu­ nerado de las mujeres en una actividad socialmente honorable, así como individual y colectivamente gratificante, véase Hutchison, “Working Women of Santiago”, 260-71. 131 Varias integrantes de la Liga subsidiaron la Tienda de Protección al Trabajo de la Mujer, la cual recibió artículos producidos por mujeres de diferentes clases sociales y antecedentes educacionales, tanto de Santiago como de provincias. (Ya en 1917, varias filiales de la Liga contaban con sus propias tiendas.) También se hicieron esfuerzos por hacer de la tienda un lugar en el que fuera agradable comprar, con miras a convertirla en una empresa comercial exitosa. A las integrantes de la Liga se les incitó a comprar ahí; se organizaron fiestas de sociedad en el Club Hípico y en el Teatro Municipal para recolectar fondos con que solventarla, el dinero reunido a través de estos eventos sociales fue utilizado para suministrar materiales a aquellas mujeres incapaces de costearlos por sí mismas. María Luisa Mac-Clure de Edwards fue la primera presidenta de la tienda y una de sus mayores financistas. Adicionalmente, los directores de El Mercurio, El Diario Ilustrado, La Unión y Zig-Zag dieron facilidades para la promoción de los pro­ ductos ofrecidos en la tienda de la Liga. La información relativa a ésta se encuentra, por lo general, en la crónica de las actividades de la Liga, que aparece en El Eco y en La Cruzada, y en los reportes anuales de la institución, presentados durante las asambleas generales celebradas en Santiago.

132 Amalia Errázuriz de Subercaseaux, “La Liga de damas chilenas”, en Relaciones y documentos, 317. Hago notar que en abril de 1925 el Club de Señoras estableció su propia Tienda de Protección al Trabajo Femenino. Esta tienda fue abierta para vender el trabajo de “señoras”, aunque no con el fin de dar sustento a las familias de éstas, sino para recolectar fondos destinados a beneficencia. Véase G. V, “Abril”, Familia, abril de 1925, 1. 133 Zanelli López,

Mujeres chilenas, 159.

1,4 “Movimiento femenino social de la quincena”,

135 “Crónica”,

El Eco, 1 de mayo de 1915, 2.

1,6 “Memoria de las juntas locales”, 7.

297

La Revista Azul, n° 26, diciembre de 1917, 30.

1,7 En Relaciones y documentos, véanse “Acción social”, 45; Lyon de Subercaseaux, “Orientaciones de la acción social”, 269-76; y Errázuriz de Subercaseaux, “La Liga de damas”, 315.

138 Esta postura encontró una tenaz promotora en una de las más consistentes defensoras de la ac­ ción social moderna, Elvira Lyon de Subercaseaux, nuera de Amalia Errázuriz con mucha influencia al interior de la Liga. Consúltese Elvira Lyon de Subercaseaux, “La diferencia entre la obra social y la obra de beneficencia”, en Estudios sociales, 18-31. 139 Amalia Errázuriz de Subercaseaux, “La formación de l’elite o grupo escogido”, en Estudios socia­ les, 1-6. Se consideró a los círculos de estudio como los mejores instrumentos para la instrucción de esta élite. Véanse María, “Los círculos de estudio”, La Cruzada, 15 de octubre de 1915, 2; y Ester Pellé de Serrano, “Círculos de estudio”, en Estudios sociales, 7-17. Las ideas en favor de la formación de una élite católica militante y la creación de círculos de estudio como resultado de la convicción de que no existía mejor manera de entrenarla, bien pueden haber sido tomadas de autores europeos de la época como el sacerdote A. Leleu (Les Cercles d’Etudes) y H. Ducornet (Pourquoi les Cercles d’ Etudes?). Resulta revela­ dor que La Revista Católica haya traducido el texto de Pablo Normand D’Authon, “Un grupo escogido”, 16 de octubre de 1915, 588-95, y 6 de noviembre de 1915, 656-67. El autor en cuestión define los círculos de estudio como la “llave maestra” en la generación de este cuerpo apostólico de vanguardia. La invitación o el llamado a descansar en una bien entrenada élite de activistas católicos ya gozó de aproba­ ción entre el clero chileno a comienzos del siglo XX, si no desde antes. En 1901, se argüyó que la acción social católica debía comenzar con un “núcleo de individuos poco numerosos, pero bien formados, que sean como la semilla arrojada al campo, que nace y fructifica”: N. N., Presbítero, “Indicaciones prácticas para la acción social de la juventud católica”, La Revista Católica, 15 de noviembre de 1901, 367. 140 Hutchison, “Working Women of Santiago”, 58, 66, 70-75,172-73,178, 302-06, 334-46, 35153. Véase también Roberto Mario, “Protección del trabajo femenino: labores a domicilio”, La Revista Azul, n° 9, abril de 1915, 317.

141 En La Cruzada, véanse Catalina, “Que se pague mejor el trabajo”, 15 de diciembre de 1916, 2-3; “Las modistillas”, 17 de diciembre de 1917, 9-10; y “Errores en las ideas sociales”, 17 de diciembre de 1917,10-11. Consúltese también Lyon de Subercaseaux, “Orientaciones de la acción social”, 272.

142 Cruzada, “Las sirvientas”, El Eco, 1 de abril de 1913, 3; Una adherente a la Liga, “Interesantí­ sima obra”, El Eco, 15 de agosto de 1913, 3; y “Errores en las ideas sociales”. En Relaciones y documen­ tos, véanse Amelia Valdés de Huidobro, “Servicio doméstico”, 246-49; Isabel Pérez de Errázuriz, “El cuidado moral y económico de las empleadas del servicio doméstico”, 249-53; María Besa de Díaz, “Consideraciones sobre el servicio doméstico”, 253-59; y “Hogar”, 40-4. 143 Verónica, “La maternidad social”, El Eco, 1 de agosto de 1913, 1. En El Eco, consúltense tam­ bién Une Vieille Filie, “Las niñas solteras”, 1 de marzo de 1913, 1; e ídem, “Apostolado social”, 1 de junio de 1913, 1.

EPÍLOGO

Sixteen Years in Chile and Perú from 1822 to 1839 (Londres, 1841), 322-23. 2 Mrs. George B. Merwin, Three Years in Chile [1863] (Illinois, 1966), 63. 3 Enrique Gaona, “Perfiles santiaguinos”, La Lectura, tomo II (julio de 1884-junio de 1885), 51-52. 4 Iris, “Snobismo, tradicionalismo y sinceridad”, La Nación, 24 de junio de 1917, 3. 5 Roxane, “Notas sociales”, Zig-Zag, 3 de mayo de 1924. 6 Patricio Gross, Armando de Ramón y Enrique Vial, Imagen ambiental de Santiago, 1880-1930 (Santiago, 1984), 20-22, 123, 130-33; y Armando de Ramón Folch, Santiago de Chile (1541-1991): historia de una sociedad urbana (Madrid, 1992), 227-29, 243-45, 247-53. En las décadas venideras, 1 Thomas Sutcliffe,

las mansiones de la oligarquía que sobrevivieron al afán demoledor de los capitalinos, generalmente

298

albergaron clubes sociales, empresas y tiendas comerciales, instituciones públicas, sedes de organismos de beneficencia, bares, restaurantes, cabarets y pensiones. Véase Joaquín Edwards Bello, Andando por Madrid y otras páginas (Santiago, 1969), 98-99.

En Zig-Zag, consúltense Sombra, “Lejos de las obscuridades sectarias y de las limitaciones estúpi­ das”, 7 de julio de 1917; y “Como quisiera que fuesen”, 28 de julio de 1917. 8 Citado en Josefina Lecaros C, “Una semblanza de Iris (Inés Echeverría de larraín) a los 50 años de su muerte (1949-1999)” (tesis de licenciatura en historia inédita, Universidad Finís Terrae, 1999), 36.

9 Citado en Blanca Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz de Subercaseaux (Santiago, 1934), 202.

10 John B. Thompson,

The Media and Modemity: a Social Theory ofthe Media (Stanford, 1995), 183.

11 En este asunto, me ciño a la discusión de Thompson referente a los diversos “aspectos” de la tradición, analizados entre las páginas 184-86 de su obra ya citada.

12 No está de más recordar que la “disrupción de la suave transmisión intergeneracional de ideales y sistemas de significado, y la consecuente experiencia de internalizaciones conflictivas”, distingue a las fases tempranas de la modernización. Al respecto, consúltese Drew Westen, Selfand Society: Narcissism, Collectivism, and the Development ofMoráis (Nueva York, 1987), 349. 13 Bernardo Subercaseaux S., tiago, si fecha), 89-92.

Genealogía de la vanguardia en Chile (La década del Centenario) (San­

14 Iris, “¿Cómo se formó el Club de Señoras?”,

La Silueta, febrero de 1917, 15.

15 Citado en Lecaros C, “Una semblanza de Iris”, 73.

16 Este hecho supone un desperfilamiento de los rasgos decimonónicos de la élite tradicional, toda vez que los puntales de su preeminencia comenzaban a ceder ante la presión y competencia de nuevos actores sociales. Tal vez antes que la mengua de su poder político y económico, la oligarquía experi­ mentó el declinar de su ascendiente cultural, a manos de los representantes ilustrados de la clase media. A mi entender, recién entonces resulta enteramente válido hablar de élites -así, en plural- respecto a los estudios sobre minorías en posición de supremacía en esferas de alcance nacional, en el entendido de que previamente también hubo variedad de élites, pero sólo en relación con áreas de competencia circunscritas a saberes muy especializados, cuyo campo de acción no se correspondía con la imagen glo­ bal de la sociedad. En principio, nada que objetar a la definición de la élite como un grupo selecto que sobresale en determinado ámbito de competencia; tampoco con la ¡dea anexa que reconoce la existencia de una pluralidad de élites, conforme a la variedad de actividades intrínseca a cualquier sociedad. Pero el vuelo de la abstracción, elevándose hasta la formulación de conceptos de aplicación universal, corre el riesgo de pasar por alto lo particular, tema propio de la historiografía. Hasta inicios del XX, el poder político, la riqueza, el prestigio social y los mayores dones de la educación, tendieron a concentrarse en las familias de la aristocracia; historiadores como Diego Barros Arana, Miguel Luis Amunátegui y Benjamín Vicuña Mackenna, más que miembros de una élite intelectual diferenciable de la oligarquía, fueron ejemplo de quienes sustentaron e hicieron posible el predominio cultural de la misma. De ahí que sea legítimo y conveniente referirse a la élite -así, en singular- cuando se alude al periodo y a los asuntos abordados en este libro. 17 En Relaciones y documentos del Congreso Mariano Femenino (Santiago, 1918), véanse Julia Chadwick de Solar, “La mujer pagana y la mujer cristiana a través de la historia”, 82-86; Amanda Quiroz Muñoz, “El feminismo sin Dios y sus resultados”, 361-67; y Rosa Rodríguez de la Sotta, “El Congreso Mariano”, 1-6. 18 Luis Alberto Romero, ¿Qué hacer con los pobres? 1840-1895 (Buenos Aires, 1997), 152-53, 178-79.

Elite y sectores populares en Santiago de Chile,

19 Carlos Casanueva Opazo, El patronato de santa Filomena. Recuerdos íntimos (Santiago, 1921), 9. Varias de las figuras más connotadas del catolicismo social en tiempos de la República Parlamentaria, originalmente prestaron decidido apoyo a las conferencias y a los patronatos.

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20 Enriqueta Carvallo de Merino B., “Deberes especiales que impone la misión de esposa y madre cristiana”, en Relaciones y documentos, 210.

Recuerdos de mi vida (Santiago, 1942), 167. 22 Sol Serrano P„ “Estudio preliminar” a Sol Serrano P, ed„ Vírgenes viajeras: diarios de religiosas francesas en su ruta a Chile, 1837-1874 (Santiago, 2000), 85. 21 Martina Barros de Orrego,

23 Este llamado a reformar las prácticas de la beneficencia representó una fuente de inspiración no sólo para las integrantes de la Liga sino también para reformadoras sociales como Amanda Labarca, según consta en su obra Actividades femeninas en los Estados Unidos (Santiago, 1914), 142-43. 24 Elvira Lyon de Subercaseaux, “Orientaciones de la acción social de la mujer cristiana en Chile”, en Relaciones y documentos, 269.

Zig-Zag, 2 de julio de 1921. 26 Ricardo Krebs, M. Angélica Muñoz y Patricio Valdivieso, Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1888-1988, 2 vols. (Santiago, 1994), I, 245-49, 399-403; Ninon de Suttner, “La convención de la Juventud Católica Femenina y el fin que persigue”, Zig-Zag, 20 de mayo de 1922; “La Asociación de la Juventud Católica Femenina de Chile”, en Actividades femeninas en Chile (Santiago, 1928), 601-04; y Carlos Casanueva, “Prólogo”, en Subercaseaux de Valdés, Amalia Errázuriz, iii. 25 Consúltese, por ejemplo, Roxane, “Notas sociales”,

27 Asunción Lavrin, “Women in Twentieth-Century Latín American Society”, en Leslie Bethell, ed., The Cambridge History of Latín America, vol. 6: Latín America since 1930: Economy, Politics and Society (Nueva York, 1994), 520. 28 Alain Corbin, ‘”A Sex in Mourning”’: the History of Women in the Nineteenth Century”, en Michelle Perrot, ed., Writing Womens History (Oxford, 1992), 106.

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Este ensayo indaga en profundidad y documentadamente en los valores

y las formas de sociabilidad de la élite chilena en su época de apogeo

oligárquico: las décadas en torno al Centenario. En esos años marcados por el contraste entre la opulencia de esa minoría y la miseria mayoritaria, explora los ámbitos en donde se fraguaba el poder nacional y se

redefinía la articulación entre tradición y modernidad. Con el talento narrativo que imprime a toda su obra, el historiador Manuel Vicuña penetra en el mundo intimo de la sociedad aristocrática,

exponiendo el significado político de las relaciones de parentesco, la

penumbra de las insatisfacciones afectivas, el efecto del matrimonio como vehículo de supremacía, la ciudad como laboratorio social, los malestares de la cultura moderna, y las tensiones entre generaciones

divididas por el hechizo de la autonomía individual y la fidelidad a las

tradiciones jerárquicas.

Vicuña reconstruye como nadie la vida privada de esa élite

extinta, prestando particular atención a sus mujeres, figuras ha­ bitualmente descuidadas por la historiografía de las élites. Como historia sociocultural de la belle époque chilena, este libro se ha

transformado en referencia clave para todos quienes aspiran a comprender esa época insoslayable de nuestra historia.

ISBN 978-956-324-073-3

9 789563 240733