La batalla del idioma: La intelectualidad hispánica ante la lengua
 9783954870271

Table of contents :
LA CASA DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA
ÍNDICE
Agradecimientos
Prefacio
Sobre los colaboradores
1. Nacionalismo, hispanismo y cultura monoglósica
2. Antiacademicismo lingüístico y comunidad hispánica: Sarmiento y Unamuno
3. La construcción ideológica de una base empírica: selección y elaboración en la gramática de Andrés Bello
4. Lingüística histórica e historia cultural: notas sobre la polémica entre Rufino José Cuervo y Juan Valera
5. Menéndez Pidal, la regeneración nacional y la utopía lingüística
6. «Por su propio bien» La identidad española y su Gran Inquisidor, Miguel de Unamuno
7. El noble agarra la escoba: la higiene verbal de José Ortega y Gasset
8. José María Arguedas: la utopía del español quechuizado
9. «Codo con codo»: la comunidad hispánica y el espectáculo de la lengua
10. Lengua y mercado: el español en la era de la globalización económica
Obras citadas

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LA BATALLA DEL IDIOMA: LA INTELECTUALIDAD HISPÁNICA ANTE LA LENGUA JOSÉ DEL VALLE LUIS GABRIEL-STHEEMAN (EDS.)

L A C A S A DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA, 4

LA CASA DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA

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E

l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la península ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La casa de la riqueza. Estudios de Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. CONSEJO EDITORIAL: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (Southampton University) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) Chris Perriam (Newcastle-upon-Tyne University) Norbert von Prellwitz (Universitä di Roma La Sapienza) Joan Ramón Resina ( Cornell University of New York) Lia Schwartz (City University of New York) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

LA BATALLA DEL IDIOMA: LA INTELECTUALIDAD HISPÁNICA ANTE LA LENGUA

José del Valle Luis Gabriel-Stheeman (eds.)

IBEROAMERICANA •

VERVUERT •

2004

Bibliographie information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data is available in the Internet at http://dnb.ddb.de

Publicado en 2002 por Routledge José del Valle / Luis Gabriel-Stheeman (eds.): The battle over Spanish between 1800 and 2000: language ideologies and hispanic intellectuals. Authorised translation from English language edition published by Routledge, a member of the Taylor & Francis Group.

© Editorial material and selection, José del Valle and Luis Gabriel-Stheeman, individual chapters, the authors © De esta edición: Iberoamericana, 2004 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 info @ iberoamericanalibros .com www.ibero-americana.net © De esta edición: Vervuert, 2004 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 info @ iberoamericanalibros .com www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-144-5 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-141-3 (Vervuert) Ilustración de la cubierta: José Guadalupe Posada, Mexican, 1851-1913, Calavera de Don Quixote, Date Unknown, Relief engraving on metal, William McCallin McKee Memorial Collection, 1944.1052 © The Art Institute of Chicago The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

Impreso en España

ÍNDICE

Agradecimientos

7

Prefacio

9

Sobre los colaboradores

13

José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman: 1. Nacionalismo, hispanismo y cultura monoglósica

15

Barry L. Velleman: 2. Antiacademicismo lingüístico y comunidad hispánica: Sarmiento y Unamuno

35

Belford Moré: 3. La construcción ideológica de una base empírica: selección y elaboración en la gramática de Andrés Bello

67

José del Valle: 4. Lingüística histórica e historia cultural: notas sobre la polémica entre Rufino José Cuervo y Juan Valera

93

José del Valle: 5. Menéndez Pidal, la regeneración nacional y la utopía lingüística ....

109

Joan Ramón Resina: 6. «Por su propio bien». La identidad española y su Gran Inquisidor, Miguel de Unamuno..

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Luis Gabriel-Stheeman: 7. El noble agarra la escoba: la higiene verbal de José Ortega y Gasset

167

John C. Landreau: 8. José María Arguedas: la utopía del español quechuizado

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José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman: 9. «Codo con codo»: la comunidad hispánica y el espectáculo de la lengua

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José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman: 10. Lengua y mercado: el español en la era de la globalización económica

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Obras citadas

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AGRADECIMIENTOS

Queremos expresar nuestro profundo agradecimiento a nuestros colaboradores por haber aceptado el desafío que les lanzamos. Su diligencia y su voluntad de sostener un constante diálogo con nosotros nos permitió producir no una mera colección de ensayos sino un texto coherente. A Barry Velleman, gracias especiales por su valiosísima ayuda con cuestiones bibliográficas. Nos sentimos en deuda también con Tolly Taylor, profesor del College of William and Mary y autoridad incuestionable en el estudio de las ideologías lingüísticas. Su buena disposición, su confianza en la viabilidad del proyecto y sus consejos certeros fueron esenciales en el período de gestación de la versión original en inglés. Le agradecemos, por supuesto, a Routledge que nos concediera permiso para publicar la presente edición en español. Le agradecemos también al Comité SOSA del College of New Jersey la concesión de una reducción docente a Luis Gabriel-Stheeman para la realización de este trabajo. Una versión del capítulo 4 se publicó en R. Blake, D. Ranson, y R. Wright (eds.) Essays in Hispanic Linguistics Dedicated to Paul M. Lloyd, Delaware: Juan de la Cuesta, 1999. Gracias a Tom Lathrop y Juan de la Cuesta por permitir su reproducción. El capítulo 6 fue presentado en el congreso «De nuevo el 98» celebrado en UCLA entre el 29 y el 31 de octubre de 1998. Se publicó previamente en las actas de aquel congreso editadas por Jesús Torrecilla (Amsterdam: Rodopi, 2000). Gracias a Margriet Goldie y a Rodopi por darnos permiso para reproducirlo.

PREFACIO

De los procesos que han caracterizado la historia de España y de las naciones latinoamericanas en los últimos dos siglos, dos resultan particularmente relevantes para la comprensión de los temas que plantea y analiza el presente libro: la modernización de España (sin olvidar la delicada articulación administrativa del Estado que conlleva) y la construcción postcolonial de la comunidad hispánica (sin olvidar tampoco la renovada presencia de España en las economías latinoamericanas al empezar el siglo xxr). Reconocemos la complejidad y multidimensionalidad de estos procesos (sus repercusiones culturales, económicas, políticas y sociales) y por ello nuestro proyecto se centra en un aspecto concreto de la vida cultural hispánica asociado con aquellos: la discusión de asuntos lingüísticos en diversas esferas de la vida pública. En concreto, el presente libro examina las bases políticas del debate sobre lo que el español es, sobre lo que representa y sobre quién tiene autoridad para resolver dilemas y disputas lingüísticas. Es bien sabido que el debate público sobre estos temas no es de gestación reciente. Sin embargo, los capítulos que siguen exploran la forma específica que estas discusiones han adoptado en el contexto de la vida de las naciones hispánicas durante los siglos xix y xx. Esta ventana cronológica no es arbitraria: queda definida precisamente por nuestro interés en explorar el modo en que inciden sobre el debate lingüístico los mencionados fenómenos históricos: la modernidad y la comunidad hispánica postcolonial. Dado que este proyecto gira en torno a un aspecto bien definido de la relación entre el lenguaje y la política, no puede ser (y por tanto no aspira a ser) exhaustivo. Visiones de conjunto de la política del lenguaje en el mundo hispánico se pueden obtener en los libros de Miranda Stewart (1999) y Clare Mar-Molinero (2000). Estos textos ofrecen dis-

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cusiones concisas y agudas observaciones sobre el amplio espectro de polémicas en torno al español. Los debates lingüísticos (a veces latentes) que constituyen el centro de gravedad temático de este libro distan aún de estar resueltos (tal como mostrarán los capítulos 9 y 10). Todavía hoy se pueden encontrar numerosas manifestaciones de las polémicas que nos interesan en la prensa diaria, así como en publicaciones académicas: el premiado ensayo de Ángel López García El rumor de los desarraigados (1985), Lengua española y lenguas de España (1987) de Gregorio Salvador, El dardo en la palabra (1997) de Fernando Lázaro Carreter, La lengua española y sus problemas (1997) de Juan Manuel Lope Blanch, Defensa apasionada del idioma español (1998) de Alex Grijelmo, El paraíso políglota (2000) de Juan Ramón Lodares, etc. La publicación de estos ensayos y el éxito comercial de muchos de ellos prueban la actualidad del tema y subrayan la necesidad de aproximarse con espíritu crítico a textos tan influyentes. Hasta la fecha, en el contexto intelectual hispánico ha habido una notable ausencia de análisis críticos de los fundamentos e implicaciones políticas e ideológicas de la estandarización lingüística. Si bien existe una extensa tradición de trabajos que llaman al mantenimiento de un estándar unitario y uniforme en todo el mundo hispánico, se han hecho pocos intentos de estudiar las estructuras inevitablemente jerárquicas que producen las políticas de estandarización. Con este libro aspiramos a provocar y alimentar entre intelectuales latinoamericanos y españoles, así como entre hispanistas de todo el mundo, una discusión que nos conduzca a un útil análisis crítico de los debates públicos sobre la lengua. No negamos que, con este trabajo, estamos entregando a los lectores un tipo de investigación polémica, comprometida con problemas políticos y sociales. Dado el sesgo político de nuestro esfuerzo (su carácter provocador), no nos queda sino confiar en que nuestros adversarios ideológicos o intelectuales respondan a estos textos, no con rabia o desdén, sino con análisis alternativos y con cuidadosas críticas de los nuestros. Hemos aprovechado la oportunidad que nos ofrece Vervuert/Iberoamericana de publicar este trabajo en español apenas dos años después de su aparición original en inglés para añadir un décimo capítulo que ponga al día el estudio, ya desarrollado en el 9, de la política lingüística española actual. Algunos retoques le hemos dado también al capítulo 1 con el fin de aclarar el telón de fondo de las ideologías nació-

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nalistas frente al cual sugerimos se han de observar los problemas aquí estudiados, y con el fin también de matizar la concisa presentación de los conceptos de cultura monoglósica y heteroglósica. La traducción la hemos hecho los editores salvo los capítulos 3 y 8 que fueron traducidos por sus autores, respectivamente, Belford Moré y John Landreau.

SOBRE LOS COLABORADORES

José del Valle es profesor de lingüística hispánica en el Gradúate Center de la City University of New York (CUNY). Ha publicado artículos sobre temas de lingüística e historia cultural hispánica en revistas como Bulletin ofHispanic Studies, Hispanic Review, Language and Communication, Debats o Quimera. También es el autor de El trueque s/x en español antiguo: aproximaciones teóricas (Tübingen, 1996). Luis Gabriel-Stheeman es profesor de lengua y literatura española en The College of New Jersey. Ha publicado numerosos artículos sobre literatura española y latinoamericana en revistas como Inti y Estudios Orteguianos, y el libro Función retórica del recurso etimológico en la obra de José Ortega y Gasset (Coruña, 2000). John C. Landreau es profesor de español y literatura en The College of New Jersey. En la actualidad está finalizando un libro sobre la obra de José María Arguedas. Sus artículos sobre lengua y literatura andina han aparecido en publicaciones tales como Revista Iberoamericana y Latín American Essays. Belford Moré es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela). Sus investigaciones tratan de la historia y crítica literaria en Venezuela y Latinoamérica. Joan Ramón Resina es profesor de estudios románicos y literatura comparada en Comell University. Su labor de investigación se divide entre estudios visuales y literarios de la ciudad y el análisis crítico de las disciplinas académicas. Es autor de varios libros, entre los cuales se encuentra El cadáver en la cocina. La novela policíaca en la cultura del desencanto (Barcelona, 1997). Ha sido editor de cuatro volúmenes y es editor de la revista Diacritics. Barry L. Velleman es profesor de español en Marquette University. Sus investigaciones se centran en temas de historia lingüística y cultural de España y Latinoamérica. Sus publicaciones incluyen Andrés Bello y sus libros (Caracas, 1995).

1. N A C I O N A L I S M O , H I S P A N I S M O Y CULTURA MONOGLÓSICA

José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman

INTRODUCCIÓN

En la historia moderna de las culturas hispánicas, las primeras décadas del siglo xix estuvieron marcadas por los movimientos independentistas que dieron lugar a la formación de la mayoría de las naciones latinoamericanas. Conviene recordar de entrada que, como bien muestra el estudio de Carlos Rama (1982), la independencia de las colonias españolas no fue un fenómeno exclusivamente político, y que vino acompañada de proyectos de emancipación en el ámbito de la producción de ideas y la vida intelectual. El liberalismo latinoamericano se forjó, por supuesto, en contacto con intelectuales españoles, tal como señala el propio Rama (67-102); pero el fracaso del proyecto liberal español (manifiesto en la sumisión a Napoleón, entre 1808 y 1814, y el posterior retroceso, entre 1814 y 1833, durante el reinado de Fernando VII) ayudó sin duda a que los líderes intelectuales de la independencia desplazaran su atención de la antigua metrópolis hacia los mundos anglosajón y francés. Si estos países representaban el progreso y la modernidad y funcionaban como guías para las jóvenes naciones latinoamericanas, en el imaginario de aquellos americanos España seguía asociada a la Inquisición y a las estructuras reaccionarias de las sociedades tradicionales. En efecto, junto a la independencia política se produjo una suerte de cisma cultural que habría de afectar profundamente la vida intelectual española y latinoamericana, en tanto que condicionaba de un modo fundamental la visión y utilización del espacio transatlántico que dejaba vacío el desmoronado imperio.

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Naturalmente, en América Latina la independencia trajo consigo la urgente necesidad de crear las estructuras administrativas y los contenidos culturales propios que habrían de materializar las nuevas naciones. También en España, a pesar de que ésta poseía el entramado político y el pedigrí de una de las más viejas naciones-Estado europeas, intelectuales y políticos liberales se enfrentaban por su parte al reto de crear una nación moderna que sirviera los intereses de la que poco a poco se iba convirtiendo en la nueva clase social dominante, la burguesía. En este proceso de construcción nacional, resultó ser decisivo el ordenamiento postcolonial de la relación con la América hispánica, así como la incorporación de este nuevo orden transatlántico al también nuevo imaginario español (tal como apuntarán los estudios aquí incluidos de Valera, Unamuno y Menéndez Pidal). Así pues, a lo largo del xix, tanto España como sus antiguas colonias se enfrentaron a los retos de la modernidad esforzándose por constituirse y consolidarse como entidades nacionales viables y de pleno derecho. La extraordinaria diversidad de las circunstancias que determinaron (y, por supuesto, aún determinan) la evolución de cada país no debe ocultar la relevancia de un hecho por todos compartido, y que consideramos central para comprender el diseño de los muchos perfiles nacionales hispánicos y las múltiples tensiones que condicionaron su desarrollo: el pasado colonial y su descendiente moderno, la comunidad hispánica.

L A S DOS FASES DEL NACIONALISMO

Los creadores y guardianes de la ideología nacionalista tienden a concebir la nación como una entidad eterna, natural y objetiva. El mundo está naturalmente dividido en naciones, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, definidas por una serie de rasgos objetivos. Frente a esta visión (que, lo admitimos, supone una caricaturesca simplificación del lenguaje nacionalista), los estudios contemporáneos del fenómeno han tendido a enfatizar su carácter moderno y subjetivo (por ejemplo, Anderson, Gellner, Hobsbawm y, para una revisión de la historiografía del nacionalismo, Smith 2000). Las tesis modernistas sitúan el origen de la nación tras la Era de las Revoluciones, cuando el poder del Estado se desplazó de la monarquía, la aristocracia y los intereses que éstas representaban hacia la burguesía.

NACIONALISMO, HISPANISMO Y CULTURA MONOGLÓSICA

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Tan radical transformación en las fuentes del poder trajo consigo un desplazamiento paralelo de la soberanía, de Dios al pueblo. En el mismo contexto histórico en que se producían estos cambios, tenía lugar también la construcción romántica del pueblo y el diseño político del ciudadano, así como la identificación conceptual de ambos con el Estado. Sería la confluencia de estas transformaciones materiales e ideológicas en un período histórico lo que posibilitaría la irrupción de la nación en el imaginario político. De entre las visiones modernistas que asignan un papel central a la lengua en el diseño de la nación, quizá sea la de Benedict Anderson (1983) la más emblemática (pero no por ello menos disputada): la nación como comunidad imaginada, como conjunto de individuos que, sin haberse visto ni oído jamás, se imaginan, de alguna manera, iguales gracias a una lengua vernácula común y a un también común peregrinar por los caminos que traza la estructura administrativa del Estado. Es la de Anderson una visión radicalmente constructivista de la nación e ingenuamente instrumental de la lengua. Frente a ella se sitúan desde luego los discursos nacionalistas de base cultural que ven encarnado en la lengua el espíritu del pueblo. No es éste el lugar para entrar en la polémica sobre si el nacionalismo precede a la nación o viceversa; pero nos atreveremos a afirmar que la existencia conceptual de esta última posibilita el despliegue de discursos nacionalistas, que en base a tal existencia reivindican para este tipo de agrupación humana el derecho al autogobierno. Por eso, detrás de todo discurso nacionalista se encuentra un modo de concebir la nación, un modo de concebirla que, por cierto, no es constante. De ahí que hallemos concepciones primordialistas e instrumentalistas, perennialistas y modernistas, constructivistas y etnosimbólicas (véase Smith 2000 para una revisión crítica de todas ellas). Este carácter poliédrico del nacionalismo (que, en un sentido, es la condición modular que le atribuye Anderson y que le permite manifestarse en contextos diversos) se basa en la multiplicidad de elementos (con frecuencia contradictorios) disponibles para la definición de la entidad nacional. De este modo, los agentes del nacionalismo echan mano de aquellos elementos de ese amplio repertorio que en un momento dado, en un contexto concreto, más les convienen. Uno de esos elementos es sin duda la lengua, que se prestará a desempeñar múltiples funciones según los elementos que la acompañen y según las necesidades políticas concretas de los autores del discurso nacionalista en cuestión.

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Volveremos abajo al asunto lingüístico, pero detengámonos aquí para trazar a grandes rasgos la evolución de los discursos nacionalistas a lo largo del xix. Seguiremos el estudio realizado por Hobsbawm de los textos en que se manifestó la ideología nacionalista y de la concepción de la nación implícita (o explícita) en los mismos. Esta visión del fenómeno nos permite dibujar el telón de fondo histórico frente al cual desarrollaremos nuestro estudio propiamente hispánico y propiamente lingüístico. Según Hobsbawm, a lo largo del siglo xix avanzó la primera fase del nacionalismo, favorecida por la burguesía liberal y en estrecha relación con el desarrollo del capitalismo. En este período, los grandes Estados nacionales (muchos de los cuales habían surgido durante el Renacimiento) completaron su construcción. La correlación entre capitalismo y desarrollo nacional que establecían los textos estudiados por Hobsbawm tenía un claro corolario: sólo territorios en los cuales fuera posible el crecimiento económico basado en el libre mercado podrían ser considerados naciones. A esta condición se refiere Hobsbawm como el principio del umbral (el thresholdprincipie) o, en traducción que preferimos, el principio de viabilidad. La idea representada por este principio la ilustran ejemplarmente las siguientes palabras del economista liberal alemán del ochocientos Friedrich List: Una población numerosa y un territorio extenso dotado de múltiples recursos nacionales son requisitos indispensables de toda nacionalidad normal... Una nación territorial y demográficamente limitada, especialmente si tiene su propia lengua, sólo puede poseer una literatura disminuida e instituciones incapaces de promover el arte y la ciencia. Un Estado de pequeñas dimensiones no podrá jamás llevar a la perfección dentro de su territorio las diversas ramas de la producción (cit. en Hobsbawm 1992: 30-1; salvo que se indique lo contrario, las traducciones son nuestras).

Según Hobsbawm, además del principio de viabilidad, el lenguaje del liberalismo decimonónico establecía de modo implícito tres criterios adicionales para la determinación de la entidad nacional de un territorio: «Asociación histórica con un Estado... una elite cultural bien establecida y en posesión de una lengua vernácula nacional de uso administrativo y literario... y una demostrada capacidad de conquista» (37-8). Si bien notamos que uno de estos criterios es lingüístico, de nuevo siguiendo a Hobsbawm, matizamos que en el discurso nacionalista libe-

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ral decimonónico, la conexión entre lengua y nación se afirma todavía de modo poco enfático (al menos hasta 1880, época en la cual, como enseguida veremos, cobraría ímpetu la segunda fase del nacionalismo). La existencia de una lengua nacional era desde luego un criterio definitorio, pero se daba por hecho que todos los ciudadanos la adoptarían como modelo de conducta lingüística ante las obvias ventajas materiales que se derivarían de su conocimiento y uso. Es más, la presencia de otras lenguas y de otros usos lingüísticos en el territorio nacional no se percibía como una amenaza sino como una situación natural (motivo incluso de orgullo) que, de un modo igualmente natural, se iría modificando según los duros dictados de las leyes del progreso. Así se expresaba, a mediados de siglo, el reverendo galés Griffiths: «Dejémosla [la lengua galesa] morir en paz, limpia y honrosamente. Por muy ligados a ella que nos sintamos, pocos querrán posponer su eutanasia. Sin embargo no habrá sacrificio lo bastante grande para impedir su asesinato» (cit. en Hobsbawm 1992: 36). A partir de 1880, como acabamos de indicar, empezó a adquirir protagonismo un nuevo tipo de nacionalismo. Proliferaban ahora los movimientos nacionalistas para los cuales el principio de viabilidad dejaba de ser relevante y adquirían prominencia especial los criterios étnicos y lingüísticos. Las causas de este nuevo desarrollo son muchas y complejas, pero, de entre ellas, señalaremos dos que encontramos particularmente útiles para examinar las posiciones adoptadas por la filología y la lingüística moderna frente a las lenguas y el lenguaje, y para analizar el papel de estas disciplinas en los proyectos de construcción nacional que aquí nos ocupan. El primero es la democratización de la política, que redujo la distancia entre el ciudadano y las instituciones del poder político. La burguesía capitalista, para anclar su poder en el pueblo soberano, debía crear mecanismos que permitieran la intervención (o la apariencia de intervención) del pueblo en las cuestiones de Estado. Al mismo tiempo, y en parte como consecuencia de lo anterior, los defensores del Estado nacional capitalista se veían obligados a crear mecanismos de control más o menos sutiles que garantizaran la lealtad del individuo al sistema dominante. Así fue cómo el Estado moderno penetró en la vida cotidiana del ciudadano, por medio de la escuela, el ejército, la policía, el correo, el censo, el telégrafo o el ferrocarril. Esta compleja red administrativa y de comunicaciones facilitaba la propagación de ideas de arriba abajo, pero posibilitaba también la rápida difusión de

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pensamientos contrarios al orden establecido. Hacia finales del xix, los nuevos nacionalismos populares competían con los viejos estados nacionales por ganarse la lealtad de los ciudadanos. En consecuencia, aquéllos se veían obligados a hacer uso del aparato ideológico del Estado para propagar su idea de la nación y para integrar en ella al pueblo, persuadiéndolo de su pertenencia a un todo nacional, cultural y lingüístico. Se consolidaba precisamente en esta intersección (del nacionalismo cívico de las viejas naciones-Estado con el étnico de las nuevas naciones) el poder simbólico de la lengua en la elaboración de discursos nacionalistas y en su proyección sobre la praxis política. Otra de las causas de la aparición del nuevo nacionalismo fue el impacto de los grandes movimientos de población. Las migraciones pusieron en contacto a gentes que hablaban dialectos diversos y lenguas ininteligibles, y aumentaron la diversidad lingüística, social y cultural de los centros urbanos. El crecimiento y mayor protagonismo de grupos sociales tradicionalmente alejados del poder político (debido en parte a la movilidad de la sociedad liberal capitalista) parecía debilitar el orden lingüístico, cultural y político que en la primera fase del nacionalismo no había sido cuestionado. Junto a la burguesía urbana y su elite cultural crecían nuevos grupos de población, y sus usos lingüísticos (así como otros patrones de conducta) exhibían una desconcertante distancia respecto de la lengua estándar. La emergencia de estos elementos centrífugos provocó a su vez la intensificación de las actividades centrípetas homogeneizantes. Estas tendencias, como ha indicado Beatriz González-Stephan, se manifestaban con frecuencia en la elaboración de escrituras disciplinarias, es decir, textos civilizadores de la subjetividad: constituciones, manuales de urbanidad y buena conducta y, por supuesto, gramáticas: El proyecto de nación y ciudadanía fue un imaginario de minorías pero... se postuló como expansivo, y que efectivamente tuvo la capacidad de englobar-domesticar a comunidades diferenciales que ofrecían resistencia a costa de no fáciles negociaciones (1995: 25). En resumen, la emergencia de nuevos nacionalismos que daban prioridad a los elementos étnicos y lingüísticos en su diseño de la nación y el creciente protagonismo de grupos sociales marginales forzaron a los agentes del nacionalismo liberal a reaccionar intensificando la producción de discursos que, frente a aquéllos, les aseguraran la lealtad de los ciudadanos y su fe en la unidad indivisible de la nación-Estado.

NACIONALISMO, HISPANISMO Y CULTURA MONOGLÓSICA

L o s

DESAFÍOS AL NACIONALISMO

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ESPAÑOL

Si se acepta la visión del nacionalismo previamente delineada, parece razonable sugerir que la España del xix era una candidata ideal para la construcción de una de las grandes naciones-Estado europeas. Sus dimensiones garantizaban en la práctica el cumplimiento del principio de viabilidad; su asociación histórica con un aparato estatal resultaba incuestionable; su capacidad de conquista aún podía ser soñada gracias a la historia imperial (un imperio cuyos restos aún sobrevivían), así como a, según señala Raymond Carr, más recientes aventuras expansionistas: La captura de Tetuán evocó una apoteosis nacional del ejército con la reina como heredera de la Gran Isabel. La guerra no trajo consigo una expansión territorial... pero vindicó la misión española contra el infiel y sació la sed de regeneración nacional... era prueba de que el patriotismo nacional todavía podía aunar las lealtades regionales en los años sesenta (Carr 1982: 261).

Finalmente, la existencia de una elite cultural leal a la lengua vernácula de uso administrativo y literario era un hecho. Se trataba del legado natural de una larga tradición que se remontaba a la corte alfonsí y al humanismo renacentista, que había culminado en 1713 con la creación de la Real Academia Española, que tendría continuidad en el siglo xx en forma de una prestigiosa escuela de estudios filológicos y lingüísticos (como se verá en el capítulo 5) y que se mantiene en el xxi gracias a instituciones lingüísticas y culturales de gran proyección mediática patrocinadas por el Estado y por corporaciones privadas (asunto al que nos referiremos en el capítulo 9). A lo largo del siglo xix, en España se fue desarrollando un proyecto para la articulación del Estado como nación moderna: el ferrocarril, la red de oficinas y servicios de correo postal, la creación de bancos nacionales, la expansión del sistema educativo y la apertura de oficinas del gobierno en todas las provincias, fueron algunos de los logros asociados con la modernización y la construcción nacional. Según García de Cortázar y González Vesga, la Constitución de 1812 ya había sentado las bases para la unificación: Hasta el más mínimo detalle es regulado por la Constitución de 1812, cuyo diseño de Estado unitario imponía los derechos de los españoles por

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encima de los históricos de cada reino. La igualdad de los ciudadanos reclamaba una burocracia centralizada, una fiscalidad común, un ejército nacional y un mercado liberado de la rémora de aduanas interiores. Sobre estos cimientos, la burguesía construirá, a través de los resortes de la administración, la nación española, cuya idea venía siendo perfilada desde el siglo anterior (1999: 431).

Con todo, este proceso no fue fácil, y habría de enfrentarse a desafíos tanto internos como externos (muchos de los cuales aún son condicionantes de la vida política y cultural española a principios del siglo xxi). La industrialización era lenta, a pesar de lo prometedor que, según Pierre Vilar (1985: 73-5), había resultado el progreso económico y demográfico del xvm..Además, a lo largo del siglo, a las presiones de los movimientos secesionistas latinoamericanos se sumó el espectro del secesionismo en la periferia española. El carlismo, movimiento asociado con ideologías tradicionales y con el mantenimiento de los privilegios del Antiguo Régimen, exigía la preservación de las singularidades fiscales y legales del País Vasco. A finales de los sesenta, el creciente poder de los federalistas en el seno del Partido Democrático provocó la salida de los unitarios, que veían peligrar la unidad de España. El vigor de las fuerzas centrífugas se intensificó cuando, hacia el fin de siglo, los ecos del nuevo nacionalismo llegaron a España. La aparición de estos movimientos en Cataluña, País Vasco y Galicia planteaba un serio problema a la articulación política nacional y a la definición cultural unitaria de España. La historia, debido en parte a la ausencia de un sistema natural de comunicaciones, había generado un alto grado de diversidad lingüística, cultural y económica que se había vuelto aún más complejo con la industrialización y el crecimiento urbano. Desde una posición nacionalista, como veremos más abajo al discutir la monoglosia y el dogma del homogeneísmo, esta diversidad cultural y lingüística tenía que ser vencida tanto material como ideológicamente. La intervención del aparato ideológico del Estado se hacía así necesaria. Su misión sería la configuración de un espacio homogéneo que garantizara la unidad nacional, cultural y lingüística de España: «La identificación del Estado con una nación... implicaba una homogeneización y estandarización de sus habitantes, esencialmente, por medio de una lengua nacional codificada» (Hobsbawm 1992: 93). La aparición en la escena cultural y política de los movimientos centrífugos, unida a la lenta industrialización, produjeron una sensación de

NACIONALISMO, HISPANISMO Y CULTURA MONOGLÓSICA

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crisis que se vio reflejada en las polémicas intelectuales que giraban en torno al «problema de España», es decir, al atraso científico y cultural de la nación con respecto a sus vecinos europeos. La «polémica de la ciencia española» y el debate sobre la intolerancia religiosa y la Inquisición, revelaban las preocupaciones que perseguían a los intelectuales del cambio de siglo: dudas sobre la dignidad del pasado de España y desolación ante el vacío intelectual que caracterizaba su tiempo (ver Pérez Villanueva 1991: 82-5; Varela 1999). La sensación de inseguridad nacional provocada por la inestabilidad política y económica, por el peligro de desintegración, por la crisis de identidad cultural y por la apatía general, alcanzó niveles sin precedentes tras la infame derrota del 98 ante los Estados Unidos y la consiguiente pérdida de los restos del viejo imperio. El resultado de la guerra hispano-americana, inmortalizado como «El Desastre», fue escogido por la historiografía española para representar el sentimiento generalizado de crisis con el cual los intelectuales españoles se adentraron en el siglo xx.

L A PERSISTENCIA DEL IMPERIO CULTURAL

A pesar del carácter irreversible de las independencias latinoamericanas, a lo largo del xix los gobiernos españoles perseveraron en sus intentos por recuperar el control de las viejas colonias, tanto por la vía militar (Pike 1971: 3) como por la vía de la diplomacia cultural. La organización de congresos y simposios, así como la publicación de revistas tales como La Ilustración Ibérica, La Revista Española de Ambos Mundos y La Ilustración Española y Americana, perseguían crear un clima de armonía que, por un lado, preparara el terreno para el futuro establecimiento de vínculos comerciales, y por otro, promoviera la imagen de una civilización hispánica con raíces en España y extendida por las Américas. Una de las primeras revistas que asumieron esta ideología fue La Revista Española de Ambos Mundos, que en su primer número afirmaba: Destinada a España y América, pondremos particular esmero en estrechar sus relaciones. La Providencia no une a los pueblos con los lazos de un mismo origen, religión, costumbres e idioma para que se miren con desvío y se vuelvan las espaldas así en la próspera como en la adversa fortuna. Felizmente han desaparecido las causas que nos llevaron a la arena del com-

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bate, y hoy el pueblo americano y el ibero no son, ni deben ser, más que miembros de una misma familia; la gran familia española, que Dios arrojó del otro lado del océano para que, con la sangre de sus venas, con su valor e inteligencia, conquistase a la civilización un nuevo mundo (Fogelquist 1968: 13-4, el énfasis es nuestro).

El movimiento que inspiró las iniciativas de la diplomacia cultural comenzó poco después del nacimiento, en los años veinte, de las repúblicas latinoamericanas. Nos referimos, por supuesto al hispanismo, también llamado hispanoamericanismo o panhispanismo. Aunque resulta extremadamente difícil definirlo con precisión, se puede afirmar, a partir del excelente estudio ya clásico de Pike, que el hispanismo abraza al menos las siguientes ideas: la existencia de una singular cultura, forma de vida, características, tradiciones y valores, todas ellas encarnadas por la lengua-, la idea de que la cultura hispanoamericana es simplemente cultura española trasplantada al Nuevo Mundo; y la noción de que la cultura hispánica posee una jerarquía interna en la que España ocupa una posición hegemónica. Contra el telón de fondo de los ya mencionados retos a los que se enfrentaba España, el hispanismo puede ser visto a la luz de dos interpretaciones, diferentes pero complementarias. En primer lugar, para poder aspirar a presentarse como un país que se hallaba a la altura de los Estados Unidos y de las potencias europeas (los cuales establecían y representaban el carácter expansionista de la nación moderna), España tenía que demostrar alguna suerte de preeminencia sobre sus antiguas colonias, especialmente ante las políticas cada vez más intervencionistas de Estados Unidos en esas tierras. Como la hegemonía militar y económica estaban fuera de toda posibilidad, la solución cultural, que de modo latente ofrecía el hispanismo (la persistencia del imperio cultural), se convirtió en un instrumento esencial para alcanzar el deseado nivel de prestigio internacional. Es de suma importancia señalar que el efecto de este prestigio se debería sentir no sólo ante los vecinos europeos y Estados Unidos, sino también dentro de la propia España. Lo cual nos conduce a la segunda de las interpretaciones que creemos iluminan la razón de ser del hispanismo. Como ya hemos mencionado, España se enfrentó a un proyecto de construcción nacional a lo largo del ochocientos que se hubo de enfrentar al cuestionamiento de la integridad nacional por el desarrollo de movimientos nacionalistas en la periferia. En tal contexto, las nociones propuestas por el hispanismo pro-

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porcionaban las anheladas señas de identidad que España podía exhibir ante quien se atreviera a cuestionar su integridad y viabilidad como nación moderna.

L A ACEPTACIÓN DE LA LENGUA COMO SÍMBOLO NACIONAL

Como ha indicado Hobsbawm (1992: 93), el proceso de unificación que entraña el desarrollo nacional implica la homogeneización de la ciudadanía, es decir, la reducción al mínimo de las diferencias internas: las particularidades individuales y locales deben quedar subordinadas (y si es necesario sacrificadas incluso) a la identidad colectiva. A partir del Romanticismo, como ya hemos visto, la lengua tiende a concebirse como la encarnación del Volksgeist y por lo tanto como instrumento preferido por los nacionalismos para construir la identidad del grupo. Con todo, no sólo los nacionalismos de inclinación romántica echaron mano de la lengua. También otros movimientos, desde los de carácter mayormente cívico hasta aquellos en los que pesaba más el elemento étnico y cultural, debían asumir y asumían la centralidad del idioma en la legitimación de la nación: ya fuera porque se concebía como instrumento que posibilita el imaginarla (como señala Benedict Anderson), como depósito de la realidad cultural en que se funda el derecho al autogobierno (siguiendo la línea de los románticos alemanes), o como símbolo en torno al cual se construye la lealtad del pueblo y se persigue la victoria en el plebiscito cotidiano que asegura su supervivencia (del que hablaba Renán). Por ello, por la centralidad de lo lingüístico en la construcción nacional, se hacía imperativo para alcanzar la deseada igualdad ejercer un riguroso control sobre la lengua. Así surge la necesidad de asignarle a grupos de individuos selectos (el caso inglés) y a instituciones concretas (el caso francés o español) la tarea de seleccionar, codificar y elaborar el habla legítima, así como de desarrollar mecanismos que permitan influir en las prácticas y en las actitudes lingüísticas de los miembros de la comunidad en cuestión. En otras palabras, en la nación moderna, para alcanzar la deseada unidad lingüística (aunque, como sucederá sobre todo a partir de la mitad del siglo xx, no necesariamente el monolingüismo, cuidado), se diseñan estrategias y se dota a instituciones especializadas para el ejercicio de una cuidadosa planificación lingüística.

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Partamos de una definición amplia y convencional de planificación lingüística: Ideas, leyes y reglamentos (política lingüística), normas de cambio, creencias y prácticas destinadas a conseguir un cambio planificado (o a impedir que se produzca un cambio) en el uso lingüístico de una o más comunidades. Dicho de otro modo, la planificación lingüística implica un cambio orientado hacia el futuro y deliberado, aunque no siempre explícito, en los sistemas lingüísticos codificados y/o en el habla en un contexto social (Kaplan y Baldauf 1997: 3). Uno de los procesos más relevantes en los que participan los planificadores es la estandarización. Se suele aceptar, siguiendo a Haugen (1972: 237-54), que este proceso consta a su vez de cuatro subprocesos: selección, codificación, elaboración y aceptación. Durante el subproceso de selección se identifica una lengua vernácula que sirva como base al estándar que se pretende construir. La codificación por su parte consiste en la fijación de la norma, es decir, de su fonología, gramática, léxico y ortografía. La elaboración supone la expansión del estándar de modo tal que pueda desempeñar un número máximo de funciones, es decir, para que pueda ser utilizado en múltiples contextos. Finalmente, la aceptación consiste en que los planificadores traten de hacerse con la lealtad y respeto del pueblo, persuadiendo a éste de que acate y, si interesa, aprenda y use el estándar. Estos subprocesos no ocurren necesariamente en secuencia y de hecho suelen coincidir (como se verá en al capítulo 3). Las lenguas estándar desempeñan múltiples funciones: instrumental -por ser usadas para facilitar la actividad administrativa de la comunidad-, comunicativa -cuando son además el código compartido en las interacciones cotidianas- y, finalmente - y ésta es la más relevante para entender el objetivo del presente libro- simbólica, al supuestamente encarnar el espíritu de la nación y/o representar (aunque sea en una relación arbitraria) la unidad nacional. Conferir a la lengua este poder simbólico que hace innecesaria su imposición por vía coercitiva, es con frecuencia uno de los mayores retos para los planificadores: Me atrevería a sugerir que el problema más frecuente durante la instalación de una lengua nacional no tiene nada que ver con la expansión del vocabulario, la estandarización de la gramática o la ortografía, la suficien-

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cia del sistema educativo o la sólida presencia de una lengua colonial. El problema es simplemente que con frecuencia no existe una lengua que una mayoría suficiente de los ciudadanos acepte como símbolo de la identidad nacional (Fasold 1988: 185). La planificación puede desde luego concebir prácticas coercitivas: un funcionario, por ejemplo, puede tener que demostrar un determinado nivel de conocimiento de una lengua para poder acceder a ciertos puestos en la administración; un editor de prensa puede tener que comprometerse a usar una lengua dada o una variedad concreta de esa lengua para recibir ayudas públicas; un niño puede ser castigado por hablar una lengua vedada en la escuela. Pero ninguna de estas medidas garantizan (más bien al contrario) que la lengua en cuestión será aceptada como símbolo de la comunidad. En este sentido, las estrategias de persuasión suelen ser más eficaces (y eficientes) que las coercitivas: «El lingüista con su gramática y léxico ya puede proponer lo que quiera, si faltan los métodos que habrían de asegurarle la aceptación... Al final todas las decisiones las toman los hablantes» (Haugen 1972: 178). Para tener éxito, la planificación debe persuadir a la gente de que hablar de una determinada manera o albergar ciertas creencias sobre el lenguaje es beneficioso, o mejor incluso, natural. En otras palabras, el objetivo de estas estrategias es naturalizar y legitimar las prácticas y actitudes que las agencias al servicio de la planificación lingüística tratan de promover.

L A BATALLA DEL IDIOMA

Se entenderá ahora la importancia de la planificación lingüística para el proceso de construcción nacional emprendido por las nuevas naciones latinoamericanas y para el movimiento hispanista, tan estrechamente asociado con la modernización de España. Para los intelectuales latinoamericanos involucrados en el proceso de desarrollo nacional, controlar la lengua (su selección, elaboración, codificación) y establecer y propagar su valor simbólico (aceptación) eran consecuencias naturales de la independencia. Para los intelectuales involucrados en la creación de la España moderna, retener el control sobre aquellos mismos procesos se hacía necesario para demostrar la viabilidad de España como nación. El lector recordará que, al ser una de las viejas naciones-Estado, España necesitaba elevar su imagen tanto internamente como en el escenario

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internacional; y, para ello, ganarse la lealtad de sus viejas colonias se hacía imperativo. El choque entre los discursos que verbalizaban estos dos proyectos en conflicto constituye lo que Carlos Rama ha llamado «la batalla del idioma» (1982: 115-59). Aunque en ambos discursos el carácter variable de las lenguas es un tema prominente y con alta carga simbólica, el tratamiento del cambio varía con cada autor, en tanto que asumen diferentes visiones del grado y dirección en que la evolución lingüística pueda canalizarse. ¿Llevarían los cambios inevitablemente a la fragmentación del español o se podría preservar la unidad? De ser así, ¿quién debería estar a cargo de la canalización del cambio para preservar esa unidad? Éstas son las preguntas que parecen yacer bajo la batalla del idioma. Algunos autores, como Sarmiento (se verá en el capítulo 2), no temían a la fragmentación del español y la veían como un paso hacia la consumación de la autonomía cultural de las nuevas naciones latinoamericanas. Otros, como Cuervo (y se verá en el capítulo 4), veían la futura fragmentación como el resultado desafortunado pero inevitable del cambio lingüístico. Sin embargo, muchos otros, como Andrés Bello, Juan Valera o Ricardo Palma, creían que la unidad lingüística se podría mantener a pesar de la inevitable evolución (los capítulos 3 , 4 y 5 darán ejemplos de ello). Por supuesto, el mantenimiento de esta unidad requeriría estrategias de planificación lingüística bien coordinadas y ampliamente aceptadas. Pero ¿dónde residía la legitimidad de los planificadores en la comunidad hispánica post-colonial? Las diferentes respuestas dadas a esta cuestión revelaban tensiones subyacentes que entorpecían gravemente el deseado consenso lingüístico. En la sección anterior señalábamos que la función simbólica de las lenguas suele tener mayor relevancia social que las funciones instrumental y comunicativa. De hecho, tal como trataremos de mostrar en este libro, la batalla del idioma ha sido en realidad una manifestación de las luchas de poder asociadas con la elaboración moderna del mapa político y cultural de la comunidad hispánica.

L A CULTURA MONOGLÓSICA Y EL DOGMA DEL HOMOGENEÍSMO

Ya se indicó arriba que la identificación entre lengua y nación se volvió particularmente intensa hacia finales del siglo xix, cuando los viejos

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Estados nacionales sintieron el desafío de los emergentes nacionalismos de base cultural. En aquel momento, los Estados-nación intensificaron el componente cultural de su discurso nacionalista para asegurarse la lealtad de los ciudadanos por la cual tenían que competir con los nuevos aspirantes a nación. Esta era precisamente la situación en España, donde la aparición de los movimientos regionalistas catalán, gallego y vasco vino a perturbar el proceso de desarrollo de una identidad nacional española. La identificación de lengua y nación en la que se apoyan estos movimientos nacionalistas (todos ellos, catalán, español, gallego y vasco) es la formulación más sintética de los principios de la cultura lingüística dominante en los tiempos modernos: la cultura monoglósica (véase Del Valle 2000). Tomamos el término cultura lingüística del marco teórico desarrollado por Harold Schiffman en Linguistic culture and language policy (1996). Con él se hace referencia a un conjunto de ideas, relativamente abstractas y supuestamente universales, sobre conceptos generales tales como lengua, habla, comunidad lingüística, alfabetización, etc. En comunidades donde son prominentes las culturas lingüísticas heteroglósicas, por ejemplo, coexisten múltiples normas de comportamiento lingüístico y las prácticas verbales se pueden representar como un punto del que salen una serie de vectores que a su vez representan la tendencia del habla a aproximarse a las distintas normas disponibles, dependiendo de las complejidades del contexto o situación comunicativa. Si bien es posible que cada una de las normas esté asociada con una cultura diferente, su coexistencia y el modo complejo en que interactúan se consideran naturales y pueden en sí mismas constituir una fuente de identidad grupal. No es simplemente la coexistencia de múltiples normas lo que caracteriza a las culturas heteroglósicas; sino la posibilidad del uso combinado de aquellas normas y su potencial como fuente de una identidad a su vez compleja. Tal como ha mostrado Ana Celia Zentella (1997), los latinos en Nueva York usan múltiples variedades de inglés y español tanto por razones prácticas, para comunicarse, como para expresar la complejidad de su identidad. Su expresión verbal con frecuencia exhibe la combinación de elementos que proceden de esas múltiples variedades. Factores individuales (como el nivel de educación formal, por ejemplo) y situacionales (lugar de la interacción e interlocutores) inciden en estas hablas, pero todas coinciden en equipar al individuo para moverse en un entorno lingüísticamente complejo y para desarro-

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llar una relación compleja con la identidad grupal. Sus prácticas lingüísticas, como indica Zentella, deben ser representadas como un constante proceso de selección a partir de un amplio repertorio pluridialectal y plurilingüístico y no simplemente como el uso alternativo de dos gramáticas. Sin embargo, en las sociedades occidentales se ha tendido a ignorar o estigmatizar las culturas heteroglósicas. Ya anticipábamos arriba que la ideología lingüística dominante está construida sobre una conceptualización distinta de la relación entre lengua e identidad: la cultura lingüística monoglósica, que, tal como la definió Del Valle (2000), consiste en dos principios. El principio de focalización refleja la idea de que hablar es siempre usar una gramática, entendida como sistema bien definido y mínimamente variable. Las prácticas no focalizadas o altamente variables son estigmatizadas en las comunidades lingüísticas en las que la cultura monoglósica es dominante. A su vez, el principio de convergencia, equivalente diacrònico de la focalización, presupone que el comportamiento verbal de los miembros de una comunidad tiende a hacerse más y más homogéneo con el paso del tiempo. Se da por hecho que el plurilingüismo tiende a desaparecer a medida que la gente va adquiriendo la lengua dominante, y que la variación dialectal disminuye a medida que el sistema educativo transmite la variedad dominante. Se acepta, por supuesto, el bilingüismo (si bien suele haber un más o menos latente escepticismo ante su continuidad en el tiempo). Pero, en las culturas monoglósicas, y a diferencia de lo que ocurre en los entornos heteroglósicos, la coexistencia de lenguas no debe conllevar mezcla, siempre interpretada como competencia lingüística insuficiente o como deslealtad perturbadora del orden idiomàtico y cultural. La cultura monoglósica es consistente con la conceptualización de las comunidades humanas como naturalmente homogéneas, idea a la que se refieren Blommaert y Verschueren (1991, 1998) como el dogma del homogeneísmo: Una visión de la sociedad en la cual las diferencias son percibidas como peligrosas y centrífugas y en la cual se sugiere que la «mejor» sociedad es la que no presenta diferencias intergrupales.... El nacionalismo, entendido como la lucha por preservar a un grupo tan «puro» y homogéneo como sea posible, es visto como una actitud positiva desde el dogma del homogeneísmo. Las sociedades pluriétnicas o plurilingüísticas se perciben como propensas a tener problemas porque requieren formas de organización estatal

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contrarias a las características «naturales» de las agrupaciones humanas (1998: 195).

La convergencia de la cultura monoglósica con el dogma del homogeneísmo produce los fundamentos del nacionalismo cultural. Las comunidades nacionales se imaginan cultural y lingüísticamente homogéneas (o en proceso de homogeneización sometidas al principio de convergencia), y esta uniformidad justifica la exigencia política de autogobierno. Si bien los nacionalismos tienden a fundarse en la cultura monoglósica, cada movimiento produce sus propias ideologías lingüísticas. En este libro seguiremos la siguiente definición del concepto: una visión de la configuración lingüística de una comunidad concreta, así como los razonamientos que, primero, producen esa visión, y segundo, justifican su valor. Con el uso del término ideologías lingüísticas obviamente reconocemos nuestra asociación con una escuela de pensamiento que estudia los fundamentos e implicaciones culturales, económicas, políticas y sociales del lenguaje y de los discursos sobre el lenguaje (Joseph y Taylor 1990; Kroskrity 2000; Schieffelin, Woolard y Kroskrity 1998). Las ideologías lingüísticas producidas por los autores analizados en este libro están construidas predominantemente sobre las bases de la cultura lingüística monoglósica. De alguna manera, todas giran en torno al mantenimiento o desarrollo de una lengua nacional, es decir, un sistema lingüístico bien definido hacia el cual deben apuntar las prácticas verbales de los miembros de la comunidad. En consonancia con la base monoglósica de sus ideologías, la lengua se vuelve un instrumento central en las conceptualizaciones que nuestros autores desarrollan de la comunidad nacional o supernacional. Puesto que sus ideologías, con frecuencia contradictorias, se basan en la misma cultura lingüística y puesto que con frecuencia persiguen objetivos similares, en un ejercicio aparentemente paradójico, acaban recurriendo a estrategias de argumentación y autolegitimación equivalentes.

RAZONAMIENTO LINGÜÍSTICO Y LEGITIMIDAD

Las razones de la preocupación nacionalista con la homogeneidad se pueden explicar usando la visión de Bertrand Russell sobre el origen de la nación (1972). Para Russell, la nación surge en el contexto del con-

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flicto romántico entre la fe en la absoluta libertad del individuo y la innegable necesidad de vivir en comunidad. El conflicto se resuelve, según Russell, proyectando el ego individual hacia el grupo, inventando la nación. Esta proyección, añadimos nosotros, es posible gracias a la transgresión lógica entre el argumento de la calidad y el de la cantidad. Como en términos cuantitativos la suma de cinco unidades es igual a la multiplicación de una por cinco, la mente nacionalista presupone erróneamente que la multiplicación de un ciudadano ideal por el número total de miembros de la comunidad es igual a la suma de todos estos miembros. La falacia de este argumento reside en el hecho de que, para que la anterior ecuación sea correcta, las diferencias cualitativas entre individuos deben ser ocultadas. El ocultamiento es precisamente uno de los tipos de razonamiento retórico que aparecen frecuentemente en los debates lingüísticos. Irvine y Gal han definido el ocultamiento (erasure en inglés) como «el proceso en el cual la ideología, al simplificar el campo sociolingüístico, invisibiliza a ciertas personas o actividades (o fenómenos sociolingüísticos). Hechos que resultan inconsistentes con el esquema ideológico dominante o bien pasan desapercibidos o bien son minimizados razonadamente» (2000: 38). Otra estrategia usada en la legitimación de ideologías lingüísticas es la iconización. Según Irvine y Gal, este proceso consiste en la transformación de la relación semiótica entre rasgos lingüísticos (o variedades lingüísticas) y las imágenes sociales con las cuales están vinculadas. Los rasgos lingüísticos que marcan grupos sociales o actividades aparentan ser representaciones icónicas de éstos, como si, de alguna manera, un rasgo lingüístico representara o exhibiera la esencia o naturaleza inherente a un grupo social (37). Como quedará claro a lo largo del libro (o al menos eso esperamos), los intelectuales aquí estudiados han intentado establecer la hegemonía de su ideología lingüística recurriendo al ocultamiento, es decir, ignorando o minimizando fenómenos problemáticos o ideologías alternativas. Veremos también que el español (o una variedad dialectal del mismo, o su ortografía, o su historia) han sido iconizados, es decir, han sido asociados, por medio de estrategias discursivas, con rasgos que supuestamente reflejan o encarnan el espíritu de la comunidad. En los capítulos que siguen se verá que este tipo de razonamiento retórico con frecuencia va de la mano de la necesidad de usar el poder legitimador de la ciencia del lenguaje. La lingüística se desarrolló como disciplina

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académica independiente a lo largo del siglo xix asociada desde su nacimiento con los métodos y marcos conceptuales de las ciencias naturales, el paradigma científico dominante de su tiempo. Muchos de nuestros autores se aprovecharon de su asociación con la prestigiosa disciplina lingüística para intervenir en un debate tan profundamente político como es el de la batalla del idioma. La vinculación con la ciencia les otorgó a estos intelectuales la legitimidad necesaria para presentar sus ideologías lingüísticas como naturales, rodeándolas de un halo de veracidad científica. Como ya anticipamos arriba, esta naturalización es esencial para obtener el consentimiento del pueblo, un consentimiento que implica no sólo compartir una visión sino también reconocer la legitimidad del visionario.

2. A N T I A C A D E M I C I S M O LINGÜÍSTICO Y C O M U N I D A D HISPÁNICA: SARMIENTO Y U N A M U N O

Barry L. Velleman

Toda la actividad política y cultural del siglo xix hispanoamericano está relacionada con el proyecto de construcción de las naciones, y el planteamiento de la cuestión de la lengua (dimensión simbólica de su uso, normas orales o escritas, representación gráfica, etc.) es inseparable de la problemática de la identidad nacional (Arnoux y Lois 1996: 1).

SARMIENTO, LA GENERACIÓN DE 1 8 3 7 Y ESPAÑA

La llamada Generación argentina de 1837 ha sido considerada como «probablemente el grupo de intelectuales latinoamericanos más elocuente y consciente de sí mismo» de su siglo (Katra 1996: 7). Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez, y Domingo F. Sarmiento -todos ellos nacidos entre 1805 y 1811- fueron vástagos de la independencia argentina de España (1810-6), así como testigos de los graves conflictos ocurridos durante la agitada era postcolonial de su país. Mientras Argentina trataba de convertirse en una nación moderna, sus líderes intelectuales y políticos se enfrentaban en diversos asuntos políticos y culturales. Había, por ejemplo, conflictos entre los unitarios -que estaban a favor de la centralización de la hegemonía cultural y política en Buenos Airesy los federalistas -quienes reclamaban en cambio una amplia base sociopolítica en la que las provincias interiores desempeñaran un papel de

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BARRY L . VELLEMAN

mayor importancia-. Asimismo, los defensores de los valores tradicionales hispánicos se oponían a aquellos que aspiraban a imponer los ideales liberales europeos, y en especial los franceses. Para Sarmiento, además, la revolución había servido para provocar otra confrontación, en este caso entre dos elementos opuestos que ya estaban presentes en la sociedad argentina de la preindependencia: barbarie y civilización. Habia ántes de 1810 en la República Arjentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles; dos civilizaciones diversas; la una española europea culta, i la otra bárbara, americana, casi indíjena; i la revolución de las ciudades solo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen, i despues de largos años de lucha, la una absorviese a la otra (Sarmiento 1961: 63) 1 .

El líder de la Generación del 37 fue Esteban Echeverría (1805-51), quien, durante su visita a Europa (1826-30), había absorbido la influencia del socialismo de Saint-Simon y el nacionalismo lingüístico de Herder2. El regreso de Echeverría a la Argentina marcó allí el comienzo del movimiento romántico. Durante los años treinta, los jóvenes idealistas de 1837 entraron progresivamente en conflicto con el gobierno de Juan Manuel de Rosas (1793-1877), cuyo autoritario régimen representaba, en opinión de varios de ellos, la victoria de la barbarie sobre la civilización. Como resultado, la Generación de 1837 vino a ser conocida también como la Generación de los exiliados: entre 1839 y 1841, tuvieron que huir de la Argentina de Rosas a Montevideo (Alberdi, Gutiérres, Echeverría) o a Santiago de Chile (Vicente Fidel López, Sarmiento). Aunque distaban mucho de estar de acuerdo en cada detalle de sus agendas sociales y políticas, los miembros de este grupo compartían un núcleo central de creencias. Como ha señalado Katra, tendían a considerar el progreso social como algo integral: «la condición de cualquier institución reflejaba en general el estadio o nivel de desarrollo de la

1

En este estudio, se respeta la ortografía de los documentos citados. El «socialismo», usado en este sentido, era un tipo de pensamiento «utópico», definido por Sarmiento como «la necesidad de hacer concurrir la ciencia, el arte y la política al único fin de mejorar la suerte de los pueblos, de favorecer las tendencias liberales, de combatir las preocupaciones retrógradas, de rehabilitar al pueblo, al mulato y a todos los que sufren» (Sarmiento 1842g: 218). 2

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sociedad en su totalidad» (1996: 88). Por lo tanto, en su opinión, la independencia política había de llevar a una análoga liberación de la inteligencia y, de hecho, de cualquier manifestación cultural. Esto significaba, por supuesto, romper con la tradición intelectual española, a la que todos consideraban anquilosada (Katra 1996: 88). Alberdi, en un ensayo de 1838 titulado «Reacción contra el españolismo», atribuyó a España todas las características de su cultura que le parecían regresivas. Es evidente que aun conservamos infinitos restos del régimen colonial... ya que los españoles nos habían dado el despotismo en sus costumbres obscuras y miserables... no tenemos hoy una idea, una habitud, una tendencia retrógrada que no sea de origen español (Alberdi cit. en Costa Álvarez 1922: 31).

En particular, estos escritores consideraban que la autonomía literaria y lingüística de España debía ser una consecuencia natural de la independencia política. Como escribió Echeverría: «Nos parece absurdo ser español en literatura y americano en política... La lengua argentina no es la lengua española» (cit. en Rosenblat 1960: 558). Aun cuando Echeverría proclamaría a la lengua española como el único legado de la madre patria que los latinoamericanos estarían dispuestos a aceptar, también afirmó que sólo podrían aceptarla «a condición de mejora, de transformación progresiva, es decir, de emancipación» (Echeverría 1951: 511). Rosenblat ofrece la siguiente síntesis de las ideas lingüísticas de este grupo de intelectuales: Todos ellos coinciden en un antiespañolismo cultural y lingüístico, que a veces llega a la hispanofobia; en un entusiasmo ferviente y neófito por la literatura y el pensamiento francés; en la devoción por el pueblo y la tierra; en la afirmación de la inspiración americana...; en la exaltación de las ideas y el menosprecio de las palabras; en el rechazo de toda tutela académica o academicista; en la afirmación de la libertad de la lengua, para que pueda progresar con las ideas nuevas. Sarmiento, Alberdi y Juan María Gutiérrez llegaban a proclamar la soberanía popular en materia de lenguaje (1960: 557, el énfasis es nuestro).

Es en la obra de Domingo Faustino Sarmiento (1811-88) donde se manifiestan de forma más dramática los conflictos culturales y lingüísticos asociados con la construcción nacional de la era postcolonial latinoamericana (Rosenblat 1960: 558). Como ya se ha indicado más arriba,

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Sarmiento huyó de Argentina; vivió exiliado en Chile varias veces entre 1831 y 1855. Precisamente durante este exilio en Santiago, en los años cuarenta, escribió su obra más importante, Facundo (1845; ver Sarmiento 1961), y participó de manera intensa en las famosas batallas intelectuales y lingüísticas entabladas en la prensa chilena (ver Jaksic 1994). El interés de Sarmiento por el lenguaje resultaba de la convergencia de sus preocupaciones pedagógicas y políticas; esta relación entre política y pedagogía se daba de forma inmediata en el contexto de la ya mencionada noción del progreso social integral, compartida por los miembros de la Generación de 1837. En opinión de Sarmiento, a través de los errores de sus déspotas - y especialmente de la Inquisición- España había producido una civilización inerte que, por supuesto, Latinoamérica había heredado. En su opinión, aun la barbarie de la Argentina de Rosas era reflejo de su herencia española: «Rosas es la Inquisición política de la antigua España personificada... Déspota, cruel y enemigo de todo lo que no es nacional, es decir, bárbaro, español...» (Sarmiento 1843e: 73-4). Mediados los años cuarenta, Sarmiento aún veía la influencia española en oposición diametral a las necesidades de los estados independientes latinoamericanos. En este sentido, censuró a la nueva publicación española El Observador de Ultramar por tratar de lo que él llamaba «intereses coloniales» desde la perspectiva de la metrópolis: «la sumisión a la autoridad de la madre patria, la predicación de todas las doctrinas que conducen a mantener el quietismo colonial, el vergonzoso tráfico de los negros y todos los medios de prolongar la sujeción de las colonias» (1843-1844: 105). Para Sarmiento, el español, como lengua de una cultura inerte, era necesariamente una lengua muerta, incapaz de expresar ideas modernas. En 1843 escribió: «La España no posee un solo escritor que pueda educarnos, ni tiene libros que nos sean útiles» (Sarmiento 1843c: 38). Asimismo, en 1867, Sarmiento le escribió lo siguiente al presidente Mitre de Argentina: ¡Estamos hablando un idioma muerto! Las colonias no se emanciparán, sino abandonándolo, o traduciendo entero otro. Esto último será obra de varón. Lo otro sucederá por la lenta acción de otras razas, que poblarán nuestro suelo, sirviendo nosotros de abono a la tierra (1911: 370).

Haciéndose eco de Larra, Sarmiento consideraba el español como una lengua de traducción, un «mendigo» que dependía de otras lenguas

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de la civilización moderna, como el francés y especialmente el inglés, la lengua de las instituciones libres, el comercio y el gobierno (ver Cassu11o 1962). En opinión de Sarmiento, la plétora de libros franceses en Latinoamérica había producido resultados positivos que compensaban la falta de obras escritas en español. Sin embargo, a pesar de aceptarlos, expresó también sorprendentes reservas acerca de los posibles efectos negativos de los neologismos sobre el español: En América, entre las personas que cultivan la inteligencia, circulan con más abundancia que las españolas las obras de los autores franceses en historia, bellas letras y política. Esta necesaria transformación, y aquella desviación de las antiguas tradiciones nacionales, trae, sin embargo, un inconveniente, y es la inevitable adulteración de las formas del idioma, si al mismo tiempo que se beben las ideas de otras naciones más avanzadas no se cuida de depurarlas de todo limo extraño, por el estudio de las peculiaridades de la lengua castellana (1849: 331)3. En 1849, Sarmiento acogió con alegría la noticia de la publicación en Madrid de los primeros volúmenes de la Biblioteca de autores españoles de Rivadeneyra, una colección de reediciones de obras literarias peninsulares. En un pasaje sorprendentemente conciliatorio y evocador de Bello, Sarmiento expresó su creencia de que los modelos literarios peninsulares reducirían las divergencias lingüísticas en América a través de la propagación de normas de prestigio peninsulares, «como correctivo indispensable de los vicios de lenguaje que pudiera ir deponiendo la labor del tiempo, la distancia, i aquella falta de comunidad de intereses i de vida política que ha creado la independencia americana» (Sarmiento 1849). Con todo, los beneficios debían ser mutuos, ya que aquellos autores americanos que merecieran un mayor reconocimiento en España deberían ser también incluidos en la colección, «como miembros mui distinguidos de la familia intelijente de la España» (1849: 332-3). 3

Alberdi, en 1871, expresó opiniones similares aunque con menores reservas acerca de la adulteración del español: «Menos inconvenientes, en efecto, tiene el que la lengua española se bastardece por su roce con lenguas sabias, como el francés, el inglés, el alemán, el italiano, que los tenía por su mezcla con las lenguas bárbaras de los indígenas, cuyo peligro no inquietó nunca a la Academia. Esas lenguas compensan al idioma castellano, que habla Sudamérica, en nutrición y sustancia, lo que le quitan en pureza» (Alberdi cit. en Cambours Ocampo 1983: 37).

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En apariencia, por tanto, la creencia de Sarmiento en la esterilidad de la cultura española de su tiempo coexistía con su reconocimiento de un vínculo cultural entre Latinoamérica y España («la familia intelijente de la España»), y de la necesidad de una norma de prestigio («correctivo indispensable»). Ya en 1842 había señalado la utilidad de estudiar «los vicios más frecuentes en el hablar común e [indicar] el correctivo» (1842d: 227). Más tarde, durante esa misma década, los escritos de Sarmiento revelan un tono más conciliatorio hacia la tradición literaria hispana. Como ha sugerido Verdevoye, esta transformación podría haber sido resultado de la influencia de las ideas lingüísticas más moderadas de Andrés Bello, o quizá del abandono por parte de Sarmiento de sus apasionadas convicciones previas (Verdevoye 1981: 106-7). Hay otros factores, sin embargo, que podrían explicar el suavizamiento general del tono de Sarmiento. Por una parte, Jaksic (1994: 45-6) ha señalado la importancia de un artículo de Sarmiento de 1842 titulado «Diálogo entre el editor y el escritor» (1842c: 323-9), en el cual un editor sin nombre -presumiblemente el español Manuel Rivadeneyra (1805-72)- , aconseja a un escritor no nombrado (Sarmiento) que imponga paciencia y moderación en sus polémicos escritos, en vista de la creciente sensación de aislamiento y frustración que éste tiene respecto a la prensa chilena. No se debe olvidar que ésta fue también una época de codificación e institucionalización. La recién fundada Universidad de Chile trató necesariamente de moderar tanto a los conservadores como a los liberales, reflejando lo que se ha llamado una mission civilisatrice -en la cual la cultura funciona como «un agente asimilativo que asegura la homogeneidad lingüística, política y administrativa», superando así divisiones de tipo político (ver Neave y Rhoades 1987: 225; Serrano 1994: 65; Silvert y Reissman 1976: 113-8). Por otra parte, el restablecimiento oficial de relaciones entre Chile y España en 1844 podría haber sido un factor en el suavizamiento retórico de Sarmiento. Ese mismo año, los exiliados argentinos en Chile fueron obligados a ceder en sus posturas extremas después de que se les acusara de apoyar a Francisco Bilbao (182365), quien había sido condenado por blasfemia e inmoralidad a causa de su artículo «Sociabilidad chilena» -un artículo anticatólico y antiespañol-. Especialmente tras el asunto Bilbao, Sarmiento tuvo «el cuidado... de atacar a la barbarie y no a la herencia española como causa primaria del caos político del presente» (Kristal 1993: 67-8). La moderación del tono de Sarmiento, por lo tanto, puede interpretarse más como una estrategia retórica que como un cambio radical de

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ideas. Dada la baja estima en que los argentinos tenían a los hombres de letras de España, uno no debería ignorar la innegable ironía que subyace a sus posteriores manifestaciones de 1867. Sarmiento, por entonces representante de Argentina ante los Estados Unidos, aseguró que su retórica anterior había sido malinterpretada: en realidad, había apelado a la traducción de libros extranjeros, «temeroso de que el idioma de Cervantes se pierda en América» (1867: 319).

SARMIENTO Y LA R E A L ACADEMIA ESPAÑOLA

Si el anquilosamiento de la cultura española había sido consecuencia de la Inquisición y de un gobierno autocràtico y opresivo, su principal representante lingüístico era la Real Academia Española (RAE). El papel de un cuerpo legislativo en materia lingüística fue una de las cuestiones debatidas en una polémica que tuvo lugar en la prensa chilena durante 1842. El 27 de abril de aquel año, Pedro Fernández Garfias (1805-64), profesor del Instituto Nacional de Santiago, publicó en El Mercurio la primera parte de un manual titulado Ejercicios populares de lengua castellana. Este texto, esencialmente una lista de arcaísmos léxicos a evitar, acompañada de una correspondiente enumeración de las formas «correctas», se basaba en un estudio meticuloso del diccionario de la RAE (Salas Lavaqui 1876: 459). La lista venía precedida de un breve comentario de Sarmiento, en el cual el argentino expresaba su apoyo a las obras prescriptivas de este tipo, aun si, debido a la naturaleza incontrolable del cambio lingüístico, su influencia era limitada: La soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma; l[o]s gramátic[o]s son como el senado conservador, creado para resistir a los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones. Son a nuestro juicio, si nos perdonan la mala palabra, el partido retrógrado, estacionario, de la sociedad habladora; pero, como los de su clase en política, su derecho está reducido a gritar y desternillarse contra la corrupción, contra los abusos, contra las innovaciones. El torrente los empuja y hoy admiten una palabra nueva, mañana un extranjerismo vivito, al otro día una vulgaridad chocante; pero ¿qué se ha de hacer? todos han dado en usarla, todos la escriben y la hablan, fuerza es agregarla al diccionario y quieran que no, enojados y mohínos, la agregan, y que no hay remedio, y el pueblo triunfa y lo corrompe y lo adultera todo (1842d: 226).

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Las tendencias populistas de la retórica de Sarmiento contrastan marcadamente con la fe de Andrés Bello en una elite lingüística. Bello (17811865), el moderado venezolano que había llegado a Chile en 1829, publicó una respuesta a Sarmiento en El Mercurio del 12 de mayo de 1842, bajo el seudónimo de «Un Quidam». En ésta, Bello afirmaba que las instituciones lingüísticas no tenían que ser tan conservadoras y por tanto tan inoperativas como pretendía Sarmiento: «Jamás han sido ni serán excluidas de una dicción castigada, las palabras nuevas y modismos del pueblo que sean expresivos y no pugnen de un modo chocante con las analogías e índole de nuestra lengua» (Bello 1842a: 241). Sin embargo, no es la gente común, sostenía Bello, quien introduce vocablos extranjeros, sino más bien los intelectuales, «los que iniciados en idiomas extranjeros y sin el conocimiento y estudio de los admirables modelos de nuestra rica literatura [española] se lanzan a escribir según la versión que más han leído» (1842a: 241). Bello defiende que es apropiado que los gramáticos se opongan a estos autores, «no como conservadores de tradiciones y rutinas... sino como custodios filósofos a quienes está encargado por útil convención de la sociedad fijar las palabras empleadas por la gente culta», y que condenen las «las locuciones exóticas, los giros opuestos al genio de nuestra lengua, y aquellas chocarreras vulgaridades e idiotismos del populacho» (1842a: 242). Así pues, para Bello, tanto en la lengua como en la política, es indispensable que haya un cuerpo de sabios, que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades; como las del habla en que ha de expresarlas; y no sería menos ridículo confiar al pueblo la decisión de sus leyes, que autorizarle en la formación del idioma (1842a: 242). En contraste con esta opinión, Sarmiento insistió en que «cuerpos de sabios» como el de la RAE no deberían legislar sino meramente documentar el uso común: [...] si hay en España una academia que reúna en un diccionario las palabras que el uso general del pueblo ya tiene sancionadas, no es porque ella autorice su uso, ni forme el lenguaje con sus decisiones, sino porque recoge como en un armario las palabras cuyo uso está autorizado unánimemente por el pueblo mismo y por los poetas (Sarmiento 1842f: 252)4. 4 La respuesta de Sarmiento, publicada el 19 y el 22 de mayo, refleja la noción romántica de la perfectibilidad de las instituciones políticas por medio del progreso de

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En sus escritos de 1843, Sarmiento enfatiza lo que percibe como falta de legitimidad de la RAE, aun en el contexto de España. Sus miembros, opina, son pensadores poco originales: «[...] son, no obstante ser los más notables de España, escritores subalternos, pensadores comunes que importan ideas de las naciones vecinas a su país, o como Hermosi11a y otros pobres diablos, se aferran en sostener lo pasado con dientes y uñas» (1843c: 6). Esta falta de legitimidad y por ende de autoridad justifica, en opinión de Sarmiento, el separatismo cultural respecto a España que radica en el mismísimo corazón de la nacionalidad americana: [E]l estarnos esperando que una academia impotente, sin autoridad en España mismo, sin prestigio y aletargada por la conciencia de su propia nulidad, nos dé reglas, que no nos vendrán bien después de todo, es abyección indigna de naciones que han asumido el rango de tales. (1843c: 29).

Así pues, la RAE es «destronada, real y extranjera» (1843c: 31). Carece del menor interés para los objetivos principales de Sarmiento: enseñar a los niños a leer y desarrollar intelectualmente al hombre común. De acuerdo con el argentino, al fundarse en parte en razones etimológicas y en parte en las convenciones de un estándar literario inadecuado, la ortografía de la RAE podría quizá ser útil para hombres de letras profesionales, pero nunca para el gran público. Las recomendaciones de las masas ilustradas. En una república, según el argentino, los cuerpos políticos representan la voluntad del «pueblo», un término que Bello había malinterpretado en un «sentido aristocráticamente falso» (1842f: 252). Sarmiento se pregunta si la alusión del venezolano a un «cuerpo de sabios» se había escrito en «en una república donde el dogma de la soberanía del pueblo es la base de todas las instituciones y de donde emanan las leyes y el gobierno» (1842f: 251). Achaca al venezolano una profundidad excesiva para las necesidades inmediatas del ambiente cultural de Chile (1842f: 256). Para Sarmiento, el nivel cultural de las repúblicas latinoamericanas no era lo suficientemente alto como para apoyar lo que él consideraba purismo lingüístico. «¡Mire usted, en países como los americanos, sin literatura, sin ciencias, sin arte, sin cultura, aprendiendo recién los rudimentos del saber, y ya con pretensiones de formarse un estilo castizo y correcto que sólo puede ser la flor de una civilización desarrollada y completa!» (1842f: 255). La participación de Bello en la polémica terminó en este punto: «Al hacer de un problema lingüístico una cuestión política, Sarmiento lleva la discusión a un terreno a donde el venezolano no quiere seguirlo» (Verdevoye 1981: 105). La discusión la continuó José María Núñez (1812-54) discípulo de Bello, el 28 de mayo y el 6 de junio, con sendos artículos a los que Sarmiento también respondió (ver Durán Cerda 1957: 259-80).

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la Academia son aún menos relevantes en América, donde ciertos sonidos se han perdido, «precisamente aquellos cuyos caracteres representativos más nos embarazan», esto es, c, z,b, y v (1843f: 60). Escribe Sarmiento: «[E]s ridículo estar usando la ortografía de una nación que pronuncia las palabras de distinto modo que nosotros» (1843c: 3). Por ignorante que pueda parecer esta observación, lo importante es el hecho de que la nación en cuestión es España5.

SARMIENTO Y LA REFORMA ORTOGRÁFICA

Las reclamaciones sarmentinas de una reforma ortográfica concordaban con la concepción integradora que del progreso cultural tenían los miembros de su generación. De la misma forma que razonaba con respecto al cambio lingüístico, consideraba la reforma ortográfica como algo natural en el nuevo proceso postcolonial: «Cuando la España, señores, no tuvo gobierno el año 10, nos sacamos bonitamente el dogal con que nos tenía amarrados; ¿por qué no haríamos en ortografía lo mismo [...]?» (1843c: 36). Para el argentino, no se podía argüir que la reforma ortográfica traicionaría la tradición cultural de Latinoamérica: «[L]a ortografía del castellano está abierta hoy a todas las reformas; porque no teniendo éste una literatura propia, no tiene antecedentes que destruir» (1843c: 33). Insistía en la necesidad de una ortografía americana (ver más abajo a propósito de sus argumentos pedagógicos), y en que las nuevas naciones debían sacar ventaja de este «momento de anarquía» para reconstruirla de acuerdo con la pronunciación. Al poco tiempo de su llegada a Chile en 1840 y con la idea de mejorar la educación elemental, Sarmiento propuso el establecimiento de una Escuela Normal, la primera de su tipo en el hemisferio sur (Contreras 1993: 31). En enero de 1842, Manuel Montt, ministro de Instrucción Pública, decretó la creación de la escuela, nombrando a Sarmiento

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En sus últimos años, Sarmiento empezó a pensar que la RAE había dejado de ser tan «extranjera». Había reconocido a autores americanos de la talla de Bello y Baralt (1899: 311) y les había ofrecido ser miembros a los argentinos Juan María Gutiérrez (quien rechazó el título) y Juan B. Alberdi (quien lo aceptó). En 1883, un maduro Sarmiento admitió que Bello había sido «el Quintiliano de las buenas letras»: «La verdad es que Bello tenía razón y sabía infinitamente más que todos nosotros» (cit. en Carilla 1964: 49).

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director y asignándole la tarea de evaluar los métodos utilizados para enseñar a leer en el país. El resultado de esta evaluación fue el Análisis de las cartillas, silabarios i otros métodos de lectura conocidos i practicados en Chile (1842a)6. Para Sarmiento, quedaba claro en este análisis que la enseñanza eficaz de la lectura era obstaculizada por un sistema ortográfico que no reflejaba correctamente la pronunciación de los estudiantes. El 19 de noviembre de 1842 se aprobó el plan de fundación de la Universidad de Chile, con Andrés Bello como rector y Sarmiento como miembro fundador. Una de las tareas de la nueva universidad fue la supervisión de la educación elemental. Bello, quien había escrito algunos artículos en torno a la reforma ortográfica, animó a Sarmiento a investigar más a fondo la cuestión. El 17 de octubre de 1843, exactamente un mes después de la inauguración de la universidad, Sarmiento presentó su «Memoria sobre ortografía americana» (1843c). Las reformas ortográficas propuestas en ella se basaban principalmente en otras anteriores de García del Río y Bello (1823), pero Sarmiento dio un paso más al reclamar una ortografía estrictamente latinoamericana. Por otra parte, el texto de Sarmiento reflejaba una postura fuertemente antiespañola: Eso es lo que diferencia fundamentalmente su sistema del de Bello, el cual veía con alarma todo signo de escisión lingüística, de fraccionamiento de la amplia comunidad hispánica. Sarmiento en cambio se dejaba llevar por el violento anti-españolismo que en las generaciones jóvenes había seguido a la guerra de la Independencia (Rosenblat 1981: cvii). En su «Memoria», Sarmiento defendía que existía una clara falta de uniformidad ortográfica en Latinoamérica, la cual reflejaba el vacío cultural del periodo posrevolucionario. A su vez, este vacío cultural procedía de la escasez de modelos literarios aceptables en España, una nación que desde hacía siglos le había vuelto la espalda al progreso de la civilización moderna (Sarmiento 1843c: 9-11). Sarmiento rechazaba dos de los tres criterios ortográficos tradicionales. Por una parte, aseguraba que el uso constante apenas existía en las naciones hispanas, dada la ausencia de autores eminentes que pudieran servir como modelos. Por otro lado, la etimología no se podía conside6

Para un resumen de la historia de la reforma ortográfica anterior a este periodo, ver Rosenblat 1981 y Contreras 1993.

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rar una opción práctica, ya que iba más allá del entendimiento de la gente común. Por consecuencia, la pronunciación era el único criterio viable para la reforma ortográfica (Sarmiento 1843c: 12-3). Admitía que las propuestas de Bello y García del Río de 1823 eran innovaciones importantes, pero señalaba que no habían sido puestas en práctica de forma consistente, ni siquiera por los autores mismos. Las conclusiones de Sarmiento pueden resumirse de la siguiente manera: no existe un sistema ortográfico del español basado en el uso constante; el sistema propuesto por la RAE no es apropiado para la mayor parte de los latinoamericanos, ya que implica que para escribir correctamente una carta se debe estudiar latín primero; la lengua hablada de América difiere de la de España y, por tanto, en un sistema basado en la pronunciación, los símbolos usados para representar a los diferentes sonidos deben diferir también; la adopción de un sistema simple y perfecto está al alcance de Latinoamérica; los editores europeos lo adoptarán de buena gana; finalmente, ningún cisma que se produzca entre las ortografías española y latinoamericana tendrá efectos perjudiciales ni para los españoles ni para los latinoamericanos (Sarmiento 1843c: 47). Sarmiento opinaba que su propuesta de ortografía representaría el estadio final de la independencia de España y constituiría un modelo para toda Latinoamérica: «Veinte millones de americanos nos saludarán como a quienes les ayudan a desprenderse de la única garra que tiene todavía la España entre nosotros » (Sarmiento 1843c: 48). Después de que Sarmiento presentara su «Memoria», Bello nombró un comité para que la revisara y seguidamente apoyó su publicación. Sarmiento, sin embargo, impaciente por llevar el asunto al debate público, se adelantó a publicarla él mismo, dando comienzo a meses de discusión en la prensa popular. Apenas unos días después de la aparición de la «Memoria», Rafael Minvielle (1800-87) publicó una crítica feroz del documento en El Progreso de Santiago (ver Contreras 1993: 37-40). Minvielle, español y miembro fundador de la Universidad de Chile, opinaba que la «Memoria» rechazaba injustamente la tradición literaria de España, representaba un ataque cruel al pueblo español y, al reclamar una ortografía específicamente hispanoamericana, provocaría un cisma cultural entre la madre patria y sus antiguas colonias. Sarmiento se apresuró a responder, publicando ocho cartas abiertas sobre el tema en La Gaceta del Comercio durante los meses de octubre y noviembre. En ellas repitió su afirmación de que la ortografía hispanoamericana, basada en la pronunciación, era deseable pedagógicamente, y que sus dis-

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crepancias respecto a los modelos peninsulares serían insignificantes, «porque la España no tiene libros» (1843f: 60). Sarmiento rechazó asimismo la pretensión de que había sido injusto con el pueblo español: Cuando digo España en materia de letras, incluyo a la América... La España, como pueblo que trabaja por salir de la nulidad a que la han condenado los errores de sus antiguos déspotas, es la nación más digna de respeto (1843f: 61). Los españoles de ahora, los españoles ilustrados como nosotros, combaten gloriosamente por dejar de ser españoles y hacerse europeos, es decir, franceses en sus ideas y en sus costumbres, ingleses en su forma de gobierno (1843e: 75)7.

El 18 de noviembre de 1843, El Mercurio publicó otro artículo crítico para con la «Memoria» de Sarmiento8. En el artículo, el autor se preguntaba por qué necesitaba Chile una reforma ortográfica, cuando «países cultos» como Inglaterra y Francia no la habían tenido. Sarmiento respondió a esto que la posición cultural de las repúblicas americanas -su «pequeñez de insectos»- simplemente no podía compararse con la de «colosos» como Inglaterra y Francia. La reforma era inevitable en el contexto de un vacío cultural: nosotros reformamos porque podemos, y aquellas naciones no lo hacen porque no pueden; de la misma manera que hemos adoptado el gobierno republicano porque podíamos adoptarlo sin inconveniente, y aquellas no lo adoptan por las resistencias con que tienen que luchar (Sarmiento 1843a: 90).

El 21 de noviembre de 1843, un anónimo «Profesor de gramática española y francesa» insistió en el temor de Minvielle de que una ortografía

7 Tras tomar como modelo la crítica de España que hiciera Larra («lloremos y traduzcamos»), Sarmiento se pregunta por qué no se había opuesto Minvielle a los anteriores ataques contra la cultura española del autor de Artículos de costumbres, y encuentra la respuesta en la discriminación de Minvielle contra los latinoamericanos: «Pero Larra era español, y yo que soy un americano y un paria en Chile, no debo, no puedo decir lo que los españoles dicen» (1843f: 61). 8 El autor fue probablemente el argentino Miguel Piñero, quien había reemplazado a Sarmiento como editor del periódico el año anterior (Barrenechea et al. 1997: 9). Contreras (1993: 205-6) reproduce fragmentos del artículo.

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hispanoamericana llevaría a la fragmentación de la lengua española (ver Contreras 1993: 58-61). Sarmiento comenzó su respuesta con la acusación de que su interlocutor se estaba escondiendo detrás del título de profesor, título que «sólo él sabe hasta dónde le conviene» (1843b: 97) para, a continuación, pedirle que aclarara su afirmación de que conocía a muchos americanos que pronunciaban la z -rasgo, en opinión del argentino, apropiado tan sólo en un reducido número de contextos sociales-: Sé muy bien que hay diez o doce jóvenes que se han ejercitado en imitar, en singer el habla de los castellanos; usted será uno de ellos y yo también soy otro; pero todos esos no hablan habitualmente; leen cuando más así, o cuando hablan ex-catedra; tienen, o más bien diré, tenemos dos idiomas, uno de parada, otro para el uso común (Sarmiento 1843b: 107; ver Rosenblat 1940: 52-3).

En pocas palabras, Sarmiento simplemente rechazaba la crítica de Minvielle amparándose en el argumento de la fragmentación. Aunque Sarmiento era claramente consciente de la oposición general e inmediata a sus reformas ortográficas9, tuvo buen cuidado de señalar que los primeros individuos que le habían atacado en público servían todos a intereses españoles: tanto Minvielle como el profesor de gramática eran de España y El Mercurio de Valparaíso lo publicaba Santos Tornero, otro nativo de la península. Aun cuando la mayor parte de los que escribían en El Mercurio eran latinoamericanos, en realidad estaban a favor de España porque servían «intereses ajenos» (1843d: 115). Con este argumento, Sarmiento aisló a sus detractores, evitó mencionar la reacción de la Universidad de Chile y subrayó lo apropiado del título de su «Memoria», «pues que va tomando un carácter puramente americano» (1843d: 115; énfasis en el original). El 25 de abril de 1844, la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile hizo pública su decisión respecto a la cuestión de la reforma ortográfica. Las propuestas de Sarmiento habían llegado demasiado lejos y aislarían a Chile del resto de naciones hispanohablantes 10 . A

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A propósito del sistema que había propuesto, escribió lo siguiente en una carta a Félix Frías de febrero de 1844: «Ningún literato lo apoya» (Barrenechea et al. 1997: 29). Ver también Contreras 1993: 37. 10 En concreto, la Universidad rechazó todas aquellas recomendaciones que reflejaban las inclinaciones más claramente americanistas de Sarmiento: s por c delante de

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pesar del rechazo, su propuesta de reforma allanó el camino para la adopción provisional del sistema más conservador de Bello. Y, lo que es más importante, estableció un contexto para la discusión sobre las cuestiones fundamentales de la continuidad cultural hispánica en América.

SARMIENTO Y SU CONCEPTO DE LA NORMA

El concepto integral de progreso sociocultural de Sarmiento implicaba que el progreso cultural llevaría eventual y necesariamente a la perfectibilidad: «Nosotros creemos en el progreso, es decir, creemos que el hombre, la sociedad, los idiomas, la naturaleza misma, marchan a la perfectibilidad» (1842d: 306). Con respecto a la lengua, la perfectibilidad se consideraba un reflejo del desarrollo intelectual, perceptible en un léxico amplio y estable: Un idioma es tanto más perfecto cuanto más usado ha sido para expresar mayor número de ideas, cuanto más fijo está el significado de las palabras, cuanto más elaborado está el pensamiento del pueblo que lo usa, cuantos más progresos ha hecho la inteligencia que de él se sirve para desenvolverse (1843d: 127).

Así pues, Sarmiento concebía la lengua como depositarla de las ideas de una cultura. Este concepto -que difería marcadamente de la visión más abstracta de Humboldt sobre la relación entre el espíritu de los hablantes de una lengua y la forma interna de ésta (Di Tullio 1988: 20)vocales anteriores y la eliminación de la v y la z (Guirao Massif 1957: 109; Barrenechea et al. 1997: 55, n. 6). El informe de la universidad sobre la cuestión de la ortografía, del 26 de abril de 1844, recomendó lo que esencialmente sería un retorno al sistema de Bello y García del Río (1823), con las convenciones adicionales de la exclusión de la grafía h (excepto en interjecciones como ah y oh), la simplificación de la digrafía qu a q, y el uso de la rr para representar la vibrante alveolar, excepto a principio de palabra (Barrenechea et al. 1997: 259-65; 55, n. 6; Contreras 1993: 389). A continuación siguió un periodo de aplicación inconsistente de estas convenciones en la prensa y en las instituciones educativas. En 1847 -con Sarmiento fuera del país- la revista El Araucano de Bello y los Anales de la Universidad de Chile dejaron de usar el sistema reformado, y Sarmiento mismo lo abandonó con la publicación de su libro Educación popular en 1849. En 1851, Andrés Bello recomendó la cancelación de la reforma, y el Ministerio de Educación Pública impuso un decreto a tal efecto (Contreras 1993: 132-3, Guirao Massif 1957: 56).

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justificaba su rechazo de un modelo lingüístico peninsular del español, basándose en la presunta inferioridad intelectual de éste. El concepto intensamente pragmático que Sarmiento tenía de la lengua, así como las circunstancias específicas de las nuevas naciones latinoamericanas, le impidieron otorgarle demasiado valor a la preservación de una norma bien establecida. No sorprende, pues, que El Mercurio, en el artículo anteriormente citado, acusara a Sarmiento de poder estar promulgando errores por no criticar adecuadamente formas no aceptadas por el estándar. La respuesta de Sarmiento del 23 de noviembre se enfocó en considerar qué constituye realmente un error, qué implica esto en términos de variación lingüística y cuál es la función del prescriptivismo lingüístico -temas que el autor desarrollaría en nueve importantes artículos publicados en El Progreso entre el 24 de noviembre y el 7 de diciembre-. Para el argentino, la única condición para que una expresión sea correcta es la aceptación general de todas las capas de la sociedad: Cuando una parte de la sociedad, la plebe solamente, dice quero, sordao, benío, truje, etc., pueden considerarse estos defectos como verdaderos vicios; pero cuando todos los hombres que hablan un idioma lo dicen, eso no es vicio, sino trasformación, y entra a figurar en el lenguaje correcto (1843a: 93). Bello, por ejemplo, había considerado el seseo americano como un rasgo impropio aunque inevitable. En opinión de Sarmiento, era natural que Bello, habiendo sido «educado por los autores españoles» (1843b: 106), considerara el seseo como una variedad vulgar simplemente porque divergía de las normas de prestigio peninsulares (ver capítulo 3 de este libro). El prescriptivismo de Bello era desacertado, ya que el seseo americano era un hecho: «importa poco que el que lo observa lo repute vicio o no» (1843b: 106). Finalmente, en la misma vena pragmática, la inevitabilidad del cambio lingüístico implicaba para Sarmiento que la posible fragmentación del español dependería de factores sociales e históricos, factores que se encontraban fuera del control de asociaciones e individuos cultos. La plebe es «[por más que el Mercurio suponga arbitrariamente lo que quiera,] el gran modificador, el corruptor, si se quiere, de los idiomas, pero corruptor que nadie puede contener» (Sarmiento 1843d: 122). La divergencia dialectal ocurriría por el contacto entre lenguas que resulta-

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ría de la colonización, migración e influencia en las áreas de la religión y las costumbres (Sarmiento 1843a: 95). Según esta interpretación, el mantenimiento de la lengua en Latinoamérica dependía de su contacto continuado con prácticas e instituciones culturales de la Península, situación que Sarmiento veía imposible. Para que el español se hable en América de la misma forma que se habla en España, preciso es que sus libros anden en manos de todos, y que sus leyes, sus costumbres y aun su forma de gobierno imperen aquí como en la península misma. Que esto no sucede y que no sucederá jamás, es lo que he querido probar en la segunda parte de mi Memoria (Sarmiento 1843d: 123)11.

SARMIENTO Y UNAMUNO: ALMAS GEMELAS

Más de medio siglo después de las polémicas suscitadas por Sarmiento en Chile, Miguel de Unamuno volvería en España sobre muchas de las mismas cuestiones. Es revelador que el primer nombre propio que encontremos en la biografía que Bunkley hizo de Sarmiento sea el de Unamuno (Bunkley 1966: 3). Bunkley cuenta que en una ocasión el escritor español le leyó partes de un libro a un amigo ciego, sin identificar a su autor. Su amigo, el poeta Cándido Rodríguez Pinilla, opinó que el autor era típicamente español, por haber criticado a España «como solo puede hacerlo un español». El libro en cuestión era el Facundo de Sarmiento. Unamuno se consideraba un «devoto lector y... entusiasta panegirista» de Sarmiento e incluso, en un momento dado, pensó en escribir un libro sobre el argentino (Holguín 1964: 155; Unamuno 1997: 34), quien, no en balde, era su autor favorito del siglo xix, un hombre «más español que ninguno de los españoles», a pesar - o más precisamente, por- sus ataques a España (Unamuno 1905a: 903). Si bien Sarmiento había luchado por «borrar de su patria la tradición española», al mismo tiempo - o por eso mismo- había mantenido en vida la tradición más importante:

11 Sarmiento expresó la misma opinión respecto a la diversidad lingüística de la propia Península Ibérica: «Hasta hoy existen en España varios dialectos [s/c], el vascuence, el portugués, el cántabro, y no es con la ortografía con lo que el idioma castellano los ha de incorporar al fin en su propia masa, sino con la fuerza de sus armas, de sus leyes, de sus libros y de su civilización» (1843d: 122).

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«...La tradición íntima, la de debajo de la historia, la radical, la honda, la que va agarrada a la sangre, a las costumbres, y sobre todo a la lengua, ésa la guardaba como nadie» (Unamuno 1905a: 905). Sarmiento era para Unamuno «el más español acaso de todos los pensadores y escritores sudamericanos» (Cúneo 1963: 175), un «hispanófobo... profunda y radicalmente español» (Unamuno 1908a: 588). El filósofo encontraba en la obra de Sarmiento la continuidad de lo que él veía como lo fundamentalmente español. En su estudio Sarmiento y Unamuno, Cúneo se pregunta si Sarmiento no habrá sido el precursor americano del espíritu crítico español de la generación del 98: «Rabió, en 1846, de España, tal como medio siglo después rabiaría Unamuno. Rabia a la española» (Cúneo 1963: 173-4). El mismo Unamuno parece haber coincidido en esta idea, ya que en una carta de 1907 a Agustín Klappenbach escribió: [Sarmiento] fué un precursor de nuestros censores indígenas propios. Su alma era un alma castiza y honradamente española, y su lengua, con sus negligencias y descuidos todos, me suena más a cosa nuestra que la lengua artificiosamente depurada de los juristas (Unamuno cit. en Maurín Navarro 1952: sin página).

Las circunstancias vitales de Unamuno parecen tener poco en común con las de Sarmiento: entre los dos autores se dan grandes diferencias de tiempo, lugar, situación social y formación. Unamuno tenía una licenciatura en Filología 12 . Era profesor de griego y de historia de la lengua española, y estaba familiarizado con la obra de Diez, Hermann Paul, Müller, Sievers, Brücke, Whitney, Humboldt y Menéndez Pidal. Por contraste, Sarmiento - u n autodidacta que escribió su obra veinte años antes de nacer Unamuno- ni tenía título universitario ni apenas contacto alguno con el movimiento histórico-comparativo que se estaba desarrollando en el campo de la lingüística. Con todo, había leído extensamente sobre historia social y política y conocía a Herder a través de sus traductores franceses (Rosenblat 1960: 557). A pesar de estas diferencias, el pensamiento lingüístico de Sarmiento, mayormente intuitivo, comparte notables similitudes con el del pensador español. La idea de que Unamuno encontró en Sarmiento un alma gemela (Chaves 1964: 97-9) se basa en la evidencia de un número de paralelis12 Sobre la formación lingüística de Unamuno, ver Huarte Morton 1954, Blanco Aguinaga 1954, Otero 1970, Jiménez Hernández 1973, Rabanal 1980.

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mos entre sus caracteres. Ambos eran egocéntricos -Unamuno escribió: «yo que, como Sarmiento, me distingo por mi modestia» (1920a: 435)y compartían una inclinación por lo asistemático, lo aparentemente improvisado y lo práctico por encima de lo teórico, así como un gusto por lo paradójico. Ambos rechazaban la literatura puramente ornamental y el vacuo refinamiento cultural francés. Ambos preferían la sustancia a la forma; en este sentido, Unamuno adoptó la consigna de Sarmiento: «las cosas hay que hacerlas; aunque sea mal, pero hacerlas» (García Blanco 1964: 318). Ambos compartían la doctrina romántica que Unamuno expresó con su «No quiero más método que el de la pasión» (Unamuno 1906c: 925). Mariano José de Larra fue una fuerza importante para las generaciones de ambos (Cúneo 1963: 318). Los dos autores también sufrieron el exilio. El Rosas de Sarmiento se corresponde con el Primo de Rivera de Unamuno, «a quien he de aplastar como Sarmiento a Rosas» (cit. en Cúneo 1963: 51). Ambos eran maestros que veían la educación como la base para la ansiada «regeneración» de sus países. Ambos escritores entendían la civilización como el reflejo de CIVES, la ciudad13. Finalmente, los dos estaban profundamente interesados por la lengua de sus sociedades.

LENGUA Y SOCIEDAD

Un examen de las visiones del lenguaje de Sarmiento y Unamuno revela que ninguno de los dos sentía gran interés por las investigaciones de la lingüística formal. Para nuestros autores, el saber sobre el lenguaje debe estar humanizado para tener valor. Unamuno escribió: «En mí la filología no es nunca más que un pretexto, o mejor un trampolín» (s. f.: 1374). Ambos escritores establecían una conexión inmediata entre lengua y crítica social: «La visión unamuniana de la lengua y su perplejidad acerca de los profundos conflictos de su sociedad proceden de las mismas circunstancias... Su visión de la lengua y su percepción de las disfunciones de su sociedad son simultáneas» (Lacy 1967: 120, 101). Asimismo, como hemos visto, la libertad lingüística era para el escritor argentino, en el contexto del progreso social integral, la base sobre la que la civilización debía construirse. 13 Unamuno escribió: «La civilización nació en las ciudades y es ciudadana... Sarmiento tuvo en esto, como en tantas otras cosas, visión penetrante y larga» (1907a: 305).

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Incapaz de encontrar modelos lingüísticos y culturales apropiados en la tradición hispana, Sarmiento buscó influencias externas para transformar la lengua española en el hilo conductor de las ideas modernas (Sarmiento 1899: 241). Por contraste, Unamuno buscó la base popular eterna de la lengua dentro de la lengua misma. Esta no es únicamente un vehículo de ideas sino también «la sangre del espíritu de la raza» (1911c: 600). La patria de Unamuno era, por tanto, cualquiera que hablara español: «la unidad de lengua era... un determinante suficiente de unidad de espíritu» (Huarte Morton 1954: 106). En su Rosario de sonetos líricos, Unamuno escribe lo siguiente: La sangre de mi espíritu es mi lengua y mi patria es allí donde resuene soberano su verbo, que no amengua su voz por mucho que ambos mundos llene (1910b: 375).

Las ideas de Sarmiento y Unamuno también difieren a la hora de definir la relación entre lengua y cultura. Hemos visto que, para Sarmiento, el lengua es un monumento a las ideas de una cultura y al mismo tiempo su depósito: «El idioma de un pueblo es el más completo monumento histórico de sus diversas épocas y de las ideas que lo han alimentado» (Sarmiento 1887: 220). Por tanto, la lengua es la base de todo progreso cultural, ya que hace posible el perfeccionamiento del individuo a través de la lectura de libros (Katra 1996: 168)14. Sin embargo Unamuno, reflejando la influencia de Humboldt, prefiere identificar la lengua con una raíz antes que con un depósito: Un idioma de habla es una raíz, más que depósito, de tradiciones, y lleva en sí una visión y una audición del universo mundo, una concepción de la vida y del destino humano, un arte, una filosofía y hasta una religión (1935: 652-3).

En otras palabras, mientras Sarmiento pensaba que la riqueza de una lengua se medía por su amplitud léxica y su estabilidad (Sarmiento 14

Sarmiento ve el mismo propósito en el aprendizaje de una lengua extranjera: «Una lengua extranjera, entendida como mera manifestación de una cultura escrita y como un instrumento de lectura, constituía un útil eminentemente práctico que distinguía a su usuario de aquellos que no podían leerla. De todas formas, según Sarmiento, no había nada que mereciera ser leído en español» (Altamirano y Sarlo 1994: 162).

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1843d: 127), Unamuno encontraba esta riqueza en el potencial de la lengua para la productividad futura: La riqueza de una lengua no está en el número de vocablos o giros que posee, sino en el que puede poseer: está en su fecundidad, en su facilidad para crear nuevas voces que respondan a nuevas ideas, y en su facilidad para asimilarse voces extrañas (Unamuno 1910a: 390).

SARMIENTO, U N A M U N O Y LA R A E

Sarmiento y Unamuno compartían un profundo escepticismo con respecto a la utilidad y legitimidad de la Real Academia Española: ambos se mostraban reacios a aceptar que «un cuerpo de sabios» pudiera desempeñar un papel positivo en la vida lingüística de una comunidad; veían en «la gente» al verdadero poseedor de la legitimidad lingüística e insistían en defender una visión necesariamente pragmática de la lengua. Para Sarmiento, la Academia era inútil en cuestiones prácticas: «no se ocupaba por entonces de escuelas primarias, ni del desenvolvimiento de la razón pública» (1843c: 23). De manera similar, Unamuno escribió: «La tal Academia es una institución aristocrática que no trabaja para la cultura popular» (1907c: 372). Por otra parte, en sus críticas a la Academia, ambos autores enfatizaban la imposibilidad de estabilizar una lengua viva. Unamuno afirmaba así la futilidad de tales esfuerzos: [D]ejemos a la Real Academia que fije la lengua castellana, haciéndole hipoteca inmueble, y, por nuestra parte, nosotros, los vivos heterodoxos, los que por favor de la naturaleza no somos instituciones ni tiramos a serlo, ya que tenemos que servirnos de esa lengua, procuremos, en la medida de nuestras fuerzas cada uno, movilizarla, aunque para conseguirlo tengamos que ensuciarla algo y quitarle algún esplendor (1903a: 1072).

Hemos visto también que Sarmiento se había opuesto a la opinión de Bello de que, en la lengua, era necesario un cuerpo de sabios para «dict[ar] las leyes convenientes» (Bello 1842a: 242) y había definido como la función más apropiada de la Academia la de «recoge [r] en un armario las palabras cuyo uso está autorizado unánimemente por el pueblo mismo y por los poetas» (Sarmiento 1842f: 252). Unamuno, repitiendo las palabras «legislar» y «recoger», declara: «Es un disparate que

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haya un Cuerpo legislador de la lengua. Cabe recojer lo que es la vida del lenguaje, pero no legislar sobre él» (1917a: 424)15. La aceptación del uso popular como fuente principal de legitimidad lingüística era predominante entre las nociones románticas de la lengua. Alberdi había escrito: «Las lenguas no son obra de las Academias; nacen y se forman en la boca del pueblo» (cit. en Cambours Ocampo 1983: 34). Unamuno, por su parte afirma que la «lengua la hace el pueblo, señor mío, y no los académicos» (1907c: 369). Sin embargo, a diferencia de los autores latinoamericanos, Unamuno entiende la base popular de la lengua como garantía para la unidad del español. El autor estaba familiarizado con el habla popular de España y enfatizaba sus paralelismos con la de Latinoamérica: «Nuestra lengua común y corriente se parece más a la que se habla en la Argentina o en Perú o Méjico que a la que quiere que hablemos la Academia» (1911c: 603; ver las opiniones de Pidal al respecto en el capítulo 5). El concepto que Unamuno tiene de la corrección lingüística es similar al de Sarmiento. De la misma forma que el argentino había considerado que un error se convierte en cambio cuando lo caracteriza un uso generalizado, Unamuno concluye: «[C]uando todo un pueblo adopta una forma de hablar, esta forma deja de ser patológica y pasa a ser fisiológicamente normal» (1906a: 208). Para el español, el rechazo por parte de la Academia de aquellas formas características del habla común «equivale a si la Academia de Ciencias Naturales empezase a determinar qué aves o qué coleópteros de los que viven en España son legítimos y cuáles no» (1911c: 605). Sarmiento veía en la Academia ideal un cuerpo de grandes escritores. Por tanto, dada la supuesta ausencia de autores españoles de valía, había concluido que no era necesario tener en cuenta a la Academia, especialmente en Latinoamérica. La opinión de Unamuno variaba en este punto: aunque sí hubo momentos en los que consideraba inútil una academia de la lengua, sin importar quiénes fueran sus miembros (ver 1917a: 423), en otras ocasiones expresó que, si había de existir una academia, ésta debería estar integrada por lingüistas dedicados a la produc15

Rabanal (1980: 13) ha señalado la influencia del darwinismo en el periodo formativo de Unamuno como fuente de su postura antiacadémica y de su terca oposición a cualquier intento de «estabilizar la lengua». Por su parte, Sarmiento abandonó su perspectiva popularista y romántica de los años cuarenta en favor de un evolucionismo científico durante su edad tardía (Fontanella de Weinberg 1988: 71).

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ción de «trabajos científicos» y no ser «un panteón de escritores ilustres... que pueden escribir admirablemente bien y no saben una palabra de cosas de lingüística» (cit. en Cabrera Perera 1989: 417-9). Unamuno, consecuentemente, quedó muy satisfecho con la entrada de Menéndez Pidal en la Academia en 1901 (ver García Blanco 1952: 37; ver la referencia de Del Valle a este asunto en el capítulo 5), y criticó la controversia que se produjo cuando Commelerán, un «lingüista técnico», fue elegido por encima de Galdós (1899a: 743; 1907c: 370-1) 16 . La discrepancia con la opinión de Sarmiento revela la postura profesional de Unamuno en el contexto de una «ciencia lingüística» en desarrollo en la España de la segunda mitad del siglo xix.

REGENERACIÓN LINGÜÍSTICA Y SOCIAL

De acuerdo con la creencia de Sarmiento en la perfectibilidad integral de la sociedad, la regeneración social implica regeneración lingüística, con lo que los modelos de épocas previas quedan excluidos: «es absurdo volver los ojos atrás y buscar en un siglo pasado modelos de lenguaje... como si en una época de regeneración social, el idioma legado por el pasado había [sic] de escapar a la innovación y a la revolución» (Sarmiento 1842e: 307). Parece por tanto que, para Sarmiento, la regeneración lingüística era una consecuencia natural del progreso social. Unamuno, sin embargo, invierte los términos de la relación: una revolución de ideas es pura ilusión sin una revolución de la lengua, siendo esta última «la más honda revolución que puede hacerse» (Unamuno 1901a: 1003). A pesar de tan significativa diferencia -la cual determinó en gran medida las opiniones de estos autores sobre la fragmentación de la lengua- ambos basaban aquellas opiniones en la existencia de una estrecha conexión entre la regeneración sociocultural y la revolución lingüística. Ambos autores eran educadores que aborrecían la forma por la forma. Unamuno declaró: «Nuestra pedagogía abusa de las formas... No es de formas, sino de materia informable de lo que se necesita, y en el niño es más necesario darle léxico que no enseñarle estérilmente a decli16

En las cartas de Unamuno al escritor peruano Ricardo Palma (1833-1919) se encuentran varias referencias a esta cuestión: «El pecado original de la Academia es aspirar a ser una autoridad que define lo que es bueno y lo que es malo, y no una corporación que investigue el lenguaje» (1996: 170) :

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nar y conjugar» (Unamuno 1906b: 158). Asimismo, se opuso a las gramáticas pedagógicas (la «Gramática» era para Sarmiento una ciencia estéril: 1843c: 30), a las que consideraba recopilaciones de categorías muertas, reflejos de la tradición codificadora de lenguas que ya no se hablaban, y por tanto desprovistas de valor explicativo (Unamuno 1906b: 152-3). Unamuno, coincidiendo de nuevo con Sarmiento, consideraba a los «eruditos» -helenistas, poetas puramente decorativos- inapropiados para el estado cultural de sus respectivas naciones. Si, como Sarmiento había mantenido, Bello había sido demasiado profundo para la civilización naciente de Latinoamérica (ver nota 4), para Unamuno el estudio de la filología griega era apropiado solamente para «un país hecho»: «no era precisamente helenistas lo que necesitaba España» (Salcedo 1964: 71). Para Sarmiento, los neologismos y préstamos léxicos enriquecían una lengua porque eran señal de desarrollo cultural. La lengua es en última instancia variable y arbitraria: El que una voz no sea castellana es para nosotros objeción de poquísima importancia; en ninguna parte hemos encontrado todavía el pacto que ha hecho el hombre con la divinidad ni con la naturaleza, de usar tal o cual combinación de sílabas para entenderse; desde el momento que por mutuo acuerdo una palabra se entiende, ya es buena (Sarmiento 1842b: 302-3).

Sarmiento atribuía los neologismos de los hablantes argentinos al contacto lingüístico entre los diferentes grupos de la «activa, inteligente y progresiva cuenca del Río de la Plata» (1900: 341-42; ver Carilla 1964: 71-2). Por el contrario, el arcaísmo de ciertos dialectos era debido a su aislamiento («por falta de roce») (1900: 348; Costa Álvarez 1922: 54). El argentino creía por tanto que el primer paso hacia la creación de una presencia literaria latinoamericana sería el desarrollo de la prensa popular: «Cuando la prensa periódica, única literatura nacional, se haya desenvuelto, cuando cada provincia levante una prensa, y cada partido un periódico, entonces la Babel ha de ser más completa, como lo es en todos los países democráticos» (Sarmiento 1842f: 255). Para Alberdi, también el contacto lingüístico proporcionaría la chispa para la regeneración cultural y lingüística: ya que las lenguas, como grupos que comparten una tradición cultural común («razas»), mejoran por medio de la fertilización cruzada, América tiene un papel «providencial» que cum-

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plir: «Babel inmensa y universal, rendez-vous de todas las naciones del globo, la América tiene por papel providencial, mejorar las razas, las instituciones y las lenguas, amalgamándolas en el sentido de sus futuros y mejores destinos solidarios» (cit. en Cambours Ocampo 1983: 37). De estos momentos de anarquía emergería la lengua revitalizada que apoyaría y reflejaría más apropiadamente el progreso cultural de América. De manera similar, para Unamuno, la adopción necesaria de neologismos y préstamos extranjeros produce tan sólo una momentánea anarquía lingüística, que pronto se resuelve por adaptación («la anarquía en el lenguaje es la menos de temer, que ya procurarán los hombres entenderse» [1901b: 1006]) y en última instancia resulta en un progreso lingüístico («a una invasión de atroces barbarismos debe nuestra lengua gran parte de sus progresos» [1895: 791]). Hacia el final de su vida, Unamuno describió el papel providencial de América precisamente como el de un «crisol» cultural en el que, de cualquier forma, el español cumpliría una función esencial: «nuestro común idioma» equilibraría la transformación y la integración, mientras las lenguas extranjeras servirían como un catalizador en este proceso (Unamuno 1935: 656). La aparente coexistencia armoniosa, en el discurso de Unamuno, de la influencia externa («invasión de atroces barbarismos») y la preservación de «nuestro común idioma» atestigua el precario equilibrio entre las fuerzas centrípetas y centrífugas que subyace a la continua controversia sobre la naturaleza y el control de la lengua española.

L A POLÉMICA SOBRE LA FRAGMENTACIÓN

La primera generación de la Argentina posrevolucionaria había celebrado la independencia política, pero se mantuvo fiel a su pasado cultural y lingüístico (Rosenblat 1960: 556; Morse 1989: 17). En 1835, Florencio Várela (1807-48), miembro de aquella generación, escribió: Nada hay en nuestra patria más abandonado que el cultivo de nuestra lengua; de esta lengua, la más rica, sonora y numerosa de todas las vivas, aun en el concepto de los extranjeros sensatos... y de la cual, sin embargo, han dicho, poco hace, los diarios de Buenos Aires, que era pobre e incapaz de competir con los idiomas extranjeros; probando que no saben su habla, ni han leído los buenos libros que hay en ella (Várela cit. en Costa Álvarez 1922: 22-3).

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Por el contrario, la Generación de 1837, influida por el nacionalismo lingüístico, por las ideas revolucionarias de Francia y los Estados Unidos, y por el pesimismo crítico de Larra en España, reaccionó contra aquellas opiniones. En la controversia sobre la posible fragmentación de la lengua española en América, la postura separatista de Sarmiento mantenía que el progreso inmediato de la sociedad era lo primordial, aun si la continuidad del español acababa siendo una víctima de este empeño. En contraste, otros escritores latinoamericanos, como Andrés Bello en su Gramática, expresaron una mayor preocupación por la unidad lingüística hispana y vieron un peligroso precedente en la fragmentación del latín vulgar en las diferentes lenguas románicas: Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes... [L]a avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín (Bello 1981: 129-30).

A fines del siglo xix y comienzos del xx se produjo una intensificación del debate respecto a la cuestión de la fragmentación. El escritor español Juan Valera y el filólogo colombiano Rufino J. Cuervo se habían enzarzado en una áspera polémica (ver capítulo 4). Unamuno a su vez apoyó la postura de Valera, rechazando la idea de Cuervo de que el español se dividiría inevitablemente en muchas lenguas. Asimismo, le dedicó un buen número de páginas a la teoría fragmentacionista del escritor francés Luciano Abeille (1860-1949), cuyo libro Idioma nacional de los argentinos proponía la idea de que hablar español era para los argentinos «[contrario al] derecho inherente a un pueblo de hablar un idioma especial» (1900: 5). Abeille pensaba que «el argentino» llegaría a ser una lengua aparte porque, entre otras características, usaba más la voz pasiva, mientras el español prefería la activa (176); porque usaba más artículos en sus enumeraciones (169 y siguientes); y por el voseo y algunos otros casos de diversidad léxica respecto a la Península. Unamuno -quien probablemente sólo tenía un conocimiento indirecto del libro de Abeille (Guitarte 1980-1981: 173, n. 13)-objetó que Abeille no

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entendía ni la naturaleza del cambio lingüístico ni, sobre todo, el habla popular de España (Unamuno 1902a: 1013). Según Unamuno, no estaba mejor informado Carlos Pellegrini, fuente de muchos de los ejemplos de Abeille, que había predicho que la separación del español en varias lenguas se produciría en el espacio de un siglo (Unamuno 1902b: 636). Para Unamuno, lo que se llama en Argentina la lengua nacional «no es ni más ni menos que el español. Y saben perfectamente los argentinos doctos que casi todos los idiotismos y modismos allí populares, los del Martín Fierro, verbigracia, son de origen español» (Unamuno 1920b: 635-6). Según Unamuno, la insistencia de Abeille en la diferenciación lingüística procedía de su aversión al español -de la misma forma que el odio había fomentado el separatismo regional en la Península (Unamuno 1903b: 577)-. Unamuno describe a Abeille como «sospechoso de parcialidad y falta de serenidad científica, por su origen» (1903b: 575, nota). Como ha señalado Guitarte, Unamuno atribuyó el prejuicio antiespañol del escritor francés a su envidia del imperio lingüístico español en América, un imperio para el que el español preveía un dominio mundial: «Se le envidia [a España] su porvenir, se le envidia la imperial expansión de su verbo... se le envidia el público que llegarán a tener sus publicistas, porque esos setenta millones [de hombres desparramados por veinte naciones] doblarán, triplicarán, se multiplicarán» (Unamuno 1911b: 1306-7; Guitarte 1980-1981: 170-1); «[L]a lengua hispánica, hoy patrimonio de una veintena de naciones... es la lengua que compartirá un día con la inglesa el predominio mundial» (Unamuno 1911a: 598-9). Unamuno sostenía que la situación del latín durante y tras el Imperio Romano había sido muy diferente de la del español en América. Aparte de que éste poseía diferentes condiciones de sustrato y niveles de competencia cultural mucho más altos y amplios, la fragmentación lingüística en América se prevendría o retrasaría gracias al ascenso de la clase obrera (resultante del crecimiento del comercialismo postindustrial) y a innovaciones tecnológicas como la imprenta, que había perpetuado una norma escrita conservadora (ver Unamuno 1908b: 5913). En lugar de la desintegración del latín vulgar, la analogía histórica que Unamuno prefería evocar era la de la integración del leonés y del aragonés con el castellano durante la Reconquista, proceso cuya continuación en los tiempos modernos él percibía en los casos del gallego y el valenciano y al que en última instancia se incorporaría el catalán (1907b: 523; 1906d:1302).

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Como hemos visto, Sarmiento creía que la falta de una literatura de valor haría imposible un modelo peninsular en Latinoamérica; la postura de Cuervo era similar en el hecho de que consideraba improbable que la comunidad intelectual hispana se pusiera de acuerdo en cuanto a una norma común (ver capítulo 4). Por el contrario, Unamuno enfatizaba la centralidad de una lengua común como una tradición intrahistórica que creaba sociedad: «Sociedad no es más que le[n]guaje común» (1918: 438); «Lo que hace la continuidad de un pueblo no es tanto la tradición histórica de una literatura cuanto la tradición intra-histórica de una lengua; aún rota aquélla, vuelve a renacer merced a ésta» (cit. en Betancur 1964: 87). La tradición literaria documenta «la historia de sucesos fugaces», mientras que la lengua es un testimonio eterno, permanente de la tradición silente compartida por los miembros de la comunidad hablante. Es este testimonio, la lengua, lo que representa la sustancia del progreso (Serrano Poncela 1964: 205-6). Al defender el mantenimiento de la lengua como fuente de la continuidad cultural, más que como su resultado, Unamuno reconoce a la gente como legitimadora de la lengua e insiste en su naturaleza práctica: «La lengua es principal y primariamente para la vida y no para la literatura» (1906e: 227). Por esta razón, el español no se perderá en Latinoamérica por no haber buenos escritores en la Península: «Si así fuese, hace tiempo que hubiera desaparecido en España... Si el español persiste en América, no es por nuestros poetas, no es por nuestros escritores: es porque tienen que hacer sus pedidos los comerciantes en castellano» (Unamuno 1906e: 227-8). Unamuno encuentra la fuente de la unidad hispánica en una lengua compartida que él denomina «sobrecastellano» o «hispanoamericano» (Unamuno 1911b: 1306). Unamuno identifica al «sobrecastellano» como «el viejo romance castellano» enriquecido por su contacto con nuevas ideas y nuevas culturas. «El futuro lenguaje hispánico no puede ni debe ser una mera expansión del castizo castellano, sino una integración de hablas diferenciadas sobre su base, respetando su índole, o sin respetarla, si hace al caso» (1903a: 1065). La equívoca condición del respeto de Unamuno por la base castellana en un contexto de diferenciación refleja la tensión inherente a su teoría de integración -que Guitarte ha atribuido a su temprana devoción por Spencer, expresada dentro de una dialéctica hegeliana (1980-1981: 157-9)-. En su opinión, los hablantes y escritores peninsulares deben ceder su privilegiada posición lingüística para poder construir un futuro

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de hermandad espiritual (esto es, lingüística) con Latinoamérica. El desastre de 1898 puede considerarse en este sentido como el «comienzo de una nueva vida» para España: Creo que España, la verdadera España, la España íntima y espiritual, ha ganado mucho con verse reducida al solar de sus abuelos. Tal vez hemos perdido América para mejor ganarla, como deben ganarse los pueblos, mutuamente y comulgando en la cultura (Unamuno 1996: 201-2).

L A VISIÓN UNAMUNIANA DE LATINOAMÉRICA

Algunas de las cartas de Unamuno a sus amigos latinoamericanos reflejan una actitud altamente igualitaria respecto a la relación entre España y Latinoamérica. En 1904, por ejemplo, le escribió lo siguiente a Ricardo Rojas: Cierto también que ahí [esto es, en Buenos Aires] parece han dominado prejuicios anti-españoles, triste correspondencia de los prejuicios anti-americanistas que aquí dominaban y aún dominan. Todo eso se corregirá el día en que nosotros los españoles abandonemos la necia pretensión de seguir siendo, ni en lenguaje, ni en nada, la metrópoli, la madre patria, la que dirige y da la ley, y cesemos de ver en esas repúblicas hijuelas nuestras (cit. en García Blanco 1964: 253).

De manera similar, en una carta de 1906 al editor del periódico bonaerense La Nación, Unamuno alegó que para «la lengua no hay metrópoli ni madre patria; es por igual de todos lo que la hablan» (1996: 263). Fiddian, sin embargo, ha sugerido que, en los artículos escritos inmediatamente después de los cruciales sucesos de 1898, Unamuno valoró la literatura latinoamericana en un contexto de recolonización, considerándola como un «proyecto de nostalgia imperial» (Fiddian 1999: 119). Las cartas entre Unamuno y sus correspondientes españoles sugieren que el juicio de Fiddian es acertado. En 1908 le escribió a Menéndez Pidal: «Mi tribuna es La Nación de Buenos Aires, donde a mi modo españolizo, y sobre todo, procuro destruir ciertos aditamentos que allí iban anejos a lo español» (cit. en Unamuno 1970: 26)17.

17 Unamuno escribió unos 400 artículos para La Nación entre 1899 y 1924 (ver Unamuno 1970,1994,1997). Aunque sus artículos más tempranos tratan con frecuencia

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La actitud de Unamuno hacia Latinoamérica cambió con el tiempo. Si en 1905 todavía estaba de acuerdo con el juicio enunciado por Sarmiento en sus Viajes (1846) - a propósito de la vacuidad de la cultura literaria y académica española (1996: 207)- después de 1908, sin embargo, se advierte una actitud crecientemente negativa hacia Sarmiento. Para 1911, Unamuno ya percibía una falta de información en la conceptualización sarmentiana de la historia española: este escritor «tan profundamente español» era ahora para él una víctima del afrancesamiento. A diferencia de Vicente Fidel López (Argentina, 1815-1903), quien estudió la historia de España a través de documentos originales, Sarmiento sabía poco del tema: «[A la historia de España a]penas la conocía sino a través de las sistemáticas falsificaciones de los franceses fraguadores de nuestra leyenda calumniativa» (Unamuno 1911a: 596). Durante este periodo, los escritos de Unamuno manifiestan un creciente desinterés por los temas americanos. Si en 1899 Unamuno le había escrito a Darío que cada «día me interesa más lo americano» (1996: 71), en una carta de 1911 a Pedro Jiménez Ilundain, el mismo autor racionalizaba así su intento fallido de visitar Argentina: «Cada vez me siento más lejos de aquello. A medida que les conozco mejor, aprecio mejor el abismo que me separa de su espíritu. Soy demasiado español para aquello. Ellos son, en un cierto sentido, demasiado europeizantes» (1996: 372).

CONCLUSIÓN

Las ideas lingüísticas de Sarmiento y Unamuno se relacionan directamente con sus concepciones de la nación y con la factibilidad y deseabilidad de la unidad hispana. El Sarmiento de 1842 y 1843 rechazó los modelos peninsulares por representar a una cultura decadente, y a la lengua española por ser incapaz de expresar las ideas de la civilización moderna. En concreto, el argentino consideraba impotente a la Real Academia Española para contribuir a la formación de una cultura latinoamericana en la que el progreso social pudiera tener lugar. La RAE era de la literatura y lengua de Latinoamérica, y de las relaciones culturales (lingüísticas) hispanas, hacia 1911 su interés por estos temas ya había declinado sustancialmente. Unamuno había tratado al comienzo de usar el diario argentino para su autopromoción en Europa; sin embargo, para 1914 ya prefería presentarse directamente a sí mismo ante el continente y, especialmente ante Italia (1996: 420).

ANTIACADEMICISMO LINGÜÍSTICO Y COMUNIDAD HISPÁNICA

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para Sarmiento un símbolo de los tiempos ya pasados de «la colonia», de una cultura en decadencia. Además, en la Península no existían modelos literarios contemporáneos que fueran aceptables y la ortografía tradicional, anárquica y arcaica, representaba un obstáculo para una regeneración pedagógica fundamental en el progreso cultural de Latinoamérica. Por estas razones, las repúblicas independientes deberían volver la mirada a los modelos culturales de los «países cultos». Los viajes de Sarmiento a Europa y los Estados Unidos (1846-8) fueron cruciales en su búsqueda de modelos culturales (es decir, educacionales). Cualquiera que fuera su fuente, las nuevas ideas inevitablemente provocarían cambios lingüísticos en Latinoamérica que los individuos y las Academias serían incapaces de impedir. La unidad de la lengua española podría perderse en este proceso, pero las «necesidades inmediatas» de América debían recibir prioridad. Como Sarmiento, Unamuno quiso romper con modelos lingüísticos anticuados, ejemplificados en la RAE y en el «monopolismo casticista» de los puristas. Pero mientras que el argentino creía que la uniformidad lingüística se erosionaría necesariamente como resultado de la interrupción de las prácticas culturales e institucionales provocada por la independencia y por el depauperado ambiente cultural de España, Unamuno consideraba la uniformidad existente como la base «espiritual» de los lazos pasados, presentes y futuros establecidos entre las naciones hispanohablantes.

3. L A C O N S T R U C C I Ó N I D E O L Ó G I C A D E U N A B A S E EMPÍRICA: SELECCIÓN Y E L A B O R A C I Ó N EN LA GRAMÁTICA DE ANDRÉS BELLO

Belford Moré

PRESERVAR LA UNIDAD, PRODUCIR LA UNIDAD

Acaso existan pocas dudas de que la preocupación fundamental que explica la amplia producción de textos gramaticales del venezolano Andrés Bello, sea el problema de la unidad de la lengua. Con un ardor y una constancia tal vez no igualada, Bello asume el rol de abanderado de la «preservación de la lengua castellana» en el seno de las naciones surgidas de la crisis del imperio español. En uno de los pasajes más citados del prólogo a su obra más importante, Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), indica expresamente que el motivo principal para su composición es el riesgo de que el castellano se convirtiera «en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros» que andando el tiempo reproducirían en América el mismo fenómeno ocurrido en Europa «en el tenebroso período de la corrupción del latín» (Bello 1847: 12). Pero asumir la bandera de la unidad en contra de la fragmentación y plantear el problema de la unidad son asuntos que presentan algunas diferencias a pesar de su indudable relación. Si se atiende bien al modo en que Bello formula el problema se pueden distinguir algunas particularidades significativas. El venezolano, desde luego, no enuncia la fragmentación en términos positivos. Su intención no es afirmar o negar el hecho bajo la forma de una predicción razonable. La fragmentación se avizora más bien como un peligro que podría manifestarse o no en la

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realidad, dejando así abierta la puerta para la aplicación de correctivos que canalicen el desarrollo de los acontecimientos hacia la unidad lingüística. Sin embargo, esta unidad (que en su argumentación se da por sentada funcionando como punto de partida) no presenta la profundidad y la extensión deseables: por un lado, Bello tiene plena conciencia de la diversidad lingüística representada por una mayoría de hispanohablantes que en su opinión no saben usar «gramaticalmente su propia lengua» (1823: 71); y por otro, conoce muy bien la diversidad de lenguas indígenas en uso entre grandes sectores de la población americana. Consecuentemente, la unidad no sólo es una condición a defender frente a riesgos futuros, sino, y sobre todo, una condición a generar y expandir a través de un proceso que uniformice la praxis lingüística bajo el imperio de un solo código que, por lo menos, sea compartido por los sectores dominantes y medios. Ambos objetivos (la producción y la preservación de la unidad) confluyen en el diseño y desarrollo de un conjunto de acciones orientadas a alcanzar la uniformidad unificadora; acciones que por pretender influir conscientemente sobre los hablantes (Fasold 1987: 246) pueden interpretarse como constituyentes de un proceso de planificación lingüística. Una faceta de tal proceso es la conformación de un sistema de educación dentro del cual el estudio del «idioma que se habla en su país natal» (Bello 1823: 71) ocupa un lugar preeminente. Como es conocido y tal como queda indicado en el capítulo 2, Bello participó de manera activa en este proceso a través de la estructuración del aparato educativo chileno. Otra faceta de la planificación lingüística consiste en la producción de textos requeridos para el planteamiento de las líneas maestras de la política en cuestión, para su implementación, y para su legitimación en el campo del poder. En esta última dimensión, la contribución de Andrés Bello tuvo una resonancia continental que, dada la recepción de su obra, aún tiene vigencia para determinadas esferas del poder cultural. A pesar de la variedad de propósitos y alcances de este corpus discursivo, se puede decir que en conjunto le da cuerpo a un saber gramatical, el cual es considerado por Bello como la base de la planificación. En él (en la obra gramatical de Bello) se trazan los objetivos generales de la política lingüística, se definen las líneas de acción más idóneas, se justifica la planificación desde el campo del poder y, lo que es más importante, se organiza una serie de enunciados que, por un lado, aspiran a ser una representación de «la lengua» y, por otro, se proyectan sobre la praxis lingüística de los ciudadanos para moldearla. Por esto, el

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papel que cumple dicho saber dentro de la planificación rebasa lo meramente instrumental. El grado de racionalización de las pulsiones del poder y la autoridad social de que este saber gramatical está revestido lo convierten en la fuente privilegiada para la legitimación de la política lingüística y de cada preferencia que se pretende imponer. La gramática es la instancia en que se expresan y definen las decisiones (qué enseñar, cómo enseñar, a quién enseñar, por qué enseñar, etc.) que, bajo la forma de acciones, pretenderán hacer realidad los objetivos de la intervención del poder sobre el uso de la lengua: uniformar los hábitos lingüísticos y garantizar la unidad del código de comunicación.

L A SELECCIÓN Y EL SABER GRAMATICAL

La uniformación tiene como presupuesto un esquema de comprensión de la diversidad lingüística que se organiza bajo criterios valorativos. Para Bello hay dos tipos de variedad: por un lado, la legítima, y por otro, el conjunto multiforme que desafía el centro de legitimidad. Tal esquema está estrechamente vinculado con una operación que consiste en establecer cuál es la variedad válida y cuáles carecen de validez. En la Sociología del Lenguaje, y tal como se explicó en el capítulo 1, esta operación ha recibido el nombre de selección lingüística. La relevancia de la selección en el discurso gramatical de Andrés Bello pareciera ser secundaria. Aun en sus artículos más polémicos, no se descubre un esfuerzo sistemático para convencer a sus interlocutores de la necesidad de escoger tal o cual variedad en detrimento de otras. Ello se debe fundamentalmente a que este asunto no formaba parte del inventario de problemas debatidos en el seno del campo intelectual en el contexto histórico en el que se sitúa la obra gramatical del venezolano. Por el contrario, a lo largo del corpus textual que nos ocupa, es posible detectar sólo un acuerdo implícito, un deslinde fundamental: la variedad legítima es el castellano que es patrimonio de los sectores cultos, lo cual excluye la elección de las lenguas indígenas y de las variedades castellanas usadas por quienes se ubican en un lugar inferior en la escala cultural. De acuerdo con los presupuestos de la sociología del lenguaje, bastaría la identificación de este principio para comprender el problema de la selección: Bello, como muchos de sus contemporáneos, habría escogido entre un abanico de posibilidades claramente delimitadas, aquella que

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correspondería a las necesidades inmediatas del poder. Tal enfoque, sin embargo, resulta insuficiente. Más allá de una decisión adoptada en un nivel general (identificación de la variedad válida) la selección de la lengua abarca una infinidad de elecciones particulares que son las que confieren densidad al nivel general, es decir, las que acaban configurando el estándar. Así, la idea de que la variedad privilegiada es la que corresponde al sector culto, debe ir acompañada de la asignación de las características específicas de tal variedad. En este nivel entran a funcionar criterios más puntuales que remiten a múltiples esferas del uso y a los que se apela de manera operativa, por lo cual no es extraño que entren en colisión. Esta observación nos conduce a replantear el modo de entender la cuestión. Más que la preferencia por una alternativa cuyos contornos han sido delineados de manera precisa, la selección consiste en la escogencia de formas que circulan en diferentes ámbitos de la praxis lingüística y que se reúnen en un todo con pretensiones de sistematicidad: la «teoría particular» del sistema que es la lengua (Bello 1847: 6). En este sentido, la selección no antecede sino que acompaña la construcción de la gramática como una operación regida también por el objetivo de construir la única alternativa válida a que podrán acudir los ciudadanos para producir enunciados «correctos».

CRITERIOS DE SELECCIÓN

Del examen de las elecciones particulares que ejecuta Bello en la conformación de su discurso gramatical, se puede concluir que, en su caso, la selección se despliega a lo largo de tres ejes o planos de carácter general: socio-cultural, dialectal y semiótico-discursivo. El primero es formulado de modo explícito y la precisión de sus rasgos no reviste mayor complicación. Los dos últimos tienen una presencia subyacente y funcionan más bien de manera operativa sin llegar a condensarse explícitamente, con plena evidencia, en enunciados de carácter metatextual.

L A SELECCIÓN EN EL PLANO SOCIAL-CULTURAL

La GRAMÁTICA de una lengua es el arte de hablarla correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el de la gente educada (Bello 1847: 15).

L A CONSTRUCCIÓN IDEOLÓGICA DE UNA BASE EMPÍRICA

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En este fragmento, Bello no sólo define la gramática como un conjunto de normas racionalizadas y sistematizadas que rigen el hacer lingüístico de los hablantes. También establece que ese arte se organiza en correspondencia con una dimensión localizada en el plano de la praxis lingüística -el habla- de la cual se derivan las reglas. La gramática no es un parto arbitrario del espíritu en sus procesos imaginativos (como las endebles «especulaciones metafísicas»). Por el contrario, se apoya en fenómenos de carácter empírico sobre los que funda el conjunto de sus formulaciones. Estos fenómenos se verifican en un nivel del «uso» de la lengua, o mejor, en un territorio con fronteras que se perciben sin incertidumbre y que lo ubican en los estratos superiores de una jerarquía valorativa: «el uso de la gente educada». Así, pues, en la definición de la gramática, se deja constancia de la selección que tiene lugar: la gramática no es el arte que reúne y representa la multiplicidad de usos; sólo se refiere a uno de ellos, el de la gente educada, que garantiza, en principio, la uniformidad y constancia requeridas por la planificación. En este punto de arranque, la delimitación de la variedad legítima no se apoya en rasgos estrictamente lingüísticos. No son las peculiaridades sintácticas, ortológicas o semánticas, ni la eficiencia comunicativa las que establecen su condición de «buen uso». Lo que orienta la elección es más bien la asociación de este uso con un determinado grupo humano. Las fronteras de la variedad elegida coinciden con las fronteras del sector educado y, en este sentido, su densificación como una entidad uniforme, constante y deslindable en el conjunto de variedades lingüísticas solo es posible a partir del deslinde previo que se ha hecho en el ámbito social. Primero se distingue el grupo «educado» y, luego, las peculiaridades lingüísticas cuya posesión se le atribuyen. Esto supone que para seleccionar la variedad se han puesto en juego criterios de segmentación empleados por las esferas del poder para elaborar su representación del conjunto social. La definición de Bello refleja con claridad que tales criterios no son de carácter económico ni político, en el sentido restringido del término. Como lo demuestran las múltiples censuras que dirige al modo de hablar de quienes desarrollan su actividad en estos ámbitos, Bello excluye implícitamente la posibilidad de elegir la variedad legítima por el hecho de ser el «habla» de una clase o sector cuya preponderancia se exprese en la riqueza o en el poder político-estatal. El criterio se instituye en este caso sobre razones de tipo cultural. La gente educada se distingue por compartir patrones, creencias, repertorios informativos, etc. que, en grado diverso, se han reci-

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bido en un proceso de educación formal y en contacto más o menos intenso con la tradición letrada occidental. Esto los diferencia no sólo de los sectores mayoritarios de la población (la «ínfima plebe» o el «ínfimo vulgo», en palabras de Bello) sino también de miembros del sector económica y políticamente hegemónico que, con todo, no poseen un capital cultural equivalente y cuyas actividades dependen en menor grado de la palabra. A diferencia de los otros grupos humanos, el «educado» tiene una presencia que rebasa el plano local y que se extiende incluso a una dimensión supranacional. Debido a los medios tecnológicos de que dispone (la escritura y la reproducción impresa), las redes de relaciones que lo articulan no requieren de la copresencia de los miembros, por lo que sus distintos núcleos pueden estar, y en efecto están, dispersos en lugares separados por enormes distancias. En tal sentido, la «gente educada» no se restringe a quienes integran la representación de este grupo en una ciudad particular ni siquiera en una nación como la chilena o en un conglomerado de naciones como las hispanoamericanas. Abarca el conjunto de la comunidad cultural hispana cuyos lazos lingüísticos se intentan preservar y profundizar a través de la planificación. Justamente es esta peculiaridad (el carácter supralocal de la variedad legítima) la que hace posible «imaginar» la existencia de una homogeneidad lingüística dentro de un marco territorial tan vasto. El plano en que se desarrolla la interacción entre los miembros del «grupo educado» supone un instrumento de comunicación que conecta los núcleos dispersos por encima de la diversidad de códigos lingüísticos usados en los estratos inferiores. Por esto, es el único grupo que, en la perspectiva pragmática de Bello, está en condiciones de proveer un modelo de habla con el grado de recurrencia que exigen los objetivos de la política lingüística. El propósito es extender el uso de la lengua castellana a nivel continental y sólo los sectores ilustrados comparten a esa escala una variedad uniforme de dicha lengua. En consecuencia, se cierra cualquier otra alternativa para la selección del código que se debe promover: Se prefiere este uso porque es el más uniforme en las varias provincias y pueblos que hablan una misma lengua, y por lo tanto el que hace que más fácil y generalmente se entienda lo que se dice; al paso que las palabras y frases propias de la gente ignorante varían mucho de unos pueblos a otros, y no son fácilmente entendidas fuera de aquel recinto en que las usa el vulgo (Bello 1847:15).

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La gramática se construye así sobre una uniformidad preexistente. De esta forma, el objetivo de la planificación puede concebirse simplemente como el de consolidar esa uniformidad. El funcionamiento operativo del criterio sociocultural revela, sin embargo, sus inconsistencias. A pesar de exhibir elementos comunes, la praxis lingüística de la «gente educada» no es completamente homogénea. Sus usos varían de un lugar a otro en una forma tal que en ciertos casos llegan a desafiar la aspiración homogeneizadora concentrada en las reglas. No es extraño entonces que Bello repruebe algunas formas aunque sean empleadas habitualmente por miembros de este sector. A propósito del uso del imperativo entre los chilenos señala: Imperativo. Nada es más común, aun entre personas de buena educación, que alterar el acento de la segunda persona de singular del imperativo de casi todos lo verbos, diciendo, verbigracia, mirá, andá, levantóte, sentóte, socegáte [SÍC]. Estas palabras y sus análogas no existen, y deben evitarse con el mayor cuidado, porque prueban una ignorancia grosera de la lengua (1833-4: 148). La alteración del acento está presente también en los chilenos de «buena educación» (los predicadores, abogados, litigantes, oradores criticados una y otra vez por Bello en gesto que anticipaba el afán con que, como se verá en el capítulo 9, los académicos actuales critican a periodistas y tecnócratas). En lugar de aceptarse como correcta esta forma de imperativo por ser un hábito de quienes, de acuerdo con el criterio que aparece en la definición de la Gramática, deberían asumirse como modelo, se niega de plano su legitimidad. El estatus de «gente educada» no es, pues, condición suficiente para garantizar la validez de las formas lingüísticas.

L A SELECCIÓN EN EL PLANO DIALECTAL

El segundo criterio en importancia refiere a una jerarquía que se instituye en el plano de la variación dialectal. Su carácter es menos manifiesto dado que, como ya se ha dicho, no llega a formularse explícitamente en los escritos de Bello. Sin embargo, es posible detectar su presencia y funcionamiento implícitos sobre todo en aquellos casos en que el criterio sociocultural resulta inadecuado para cuestionar o autorizar el uso de

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determinada forma. Uno de los muchos ejemplos en que opera este principio es el siguiente: Usase en el foro [en Chile], y en el lenguaje ordinario, un verbo «transar», que creemos no hay en castellano. «Pedro y Juan se transaron, es necesario transar el asunto», son expresiones que se oyen en bocas de todos, inclusos (sic) los abogados y jueces. Pero ni el Diccionario de la Academia trae tal verbo, ni lo hemos visto en las obras de los jurisconsultos españoles, que, según lo hemos podido observar, sólo usan en este sentido el verbo «transigir» neutro. Dícese, pues, «Pedro y Juan transigieron, nadie debe transigir con el honor» (Bello 1833-4: 158).

El uso del verbo «transar» en Chile se produce en un contexto en el que interactúan «personas educadas» (jueces y abogados). Se esperaría que esto fuese suficiente para conferirle validez a la palabra. Sin embargo, hay dos razones que permiten a Bello excluirla del ámbito legítimo de la lengua. Por un lado, el verbo no está presente en el Diccionario de la Academia. Por otro, y es lo que aquí nos interesa de manera primordial, «transar» no es una palabra usada por los jurisconsultos españoles. Tras este argumento se encuentra una estratificación de la variación lingüística apreciable en las prácticas del sector ilustrado. Según ella, las formas utilizadas por los sujetos ligados al ámbito jurídico español están revestidas de un valor superior que el asignado a las que emplean los mismos sujetos en Chile. La selección de la forma correcta en este caso no depende de la condición sociocultural de los hablantes ya que es más o menos equivalente (si descartamos el componente lingüístico) en ambos conjuntos humanos. El verbo «transigir» no debe sustituir al verbo «transar» por ser utilizado por jurisconsultos, sino por el hecho de que estos jurisconsultos adicionalmente son españoles. Este supuesto no funciona únicamente para referirse a los contextos formales propios del uso de la «gente educada». En distintos pasajes de su obra, Bello esboza la idea de que en algunas regiones de España se habla una variedad de la lengua mucho más cercana a su modelo ideal. Así, al refutar a quienes en Chile consideran que el uso diario es suficiente para el aprendizaje de la lengua materna y que, en consecuencia, no se requiere del conocimiento de la gramática, sostiene: Si esto se dijese en Valladolid o en Toledo, todavía se pudiera responder que el caudal de voces y frases que andan en la circulación general no es más que una pequeña parte de las riquezas de la lengua; que su cultivo la

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uniforma entre todos los pueblos que la hablan, y hace mucho más lentas las alteraciones que produce el tiempo en esta como en todas las cosas humanas; que [...] disminuye una de las trabas más incómodas a que está sujeto el comercio entre los diferentes pueblos y se facilita asimismo el comercio entre las diferentes edades,[...]; que todas las naciones altamente civilizadas han cultivado con esmero particular su propio idioma [...] De este modo pudiera responderse, aun en los países donde se habla el idioma nacional con pureza, a los que condenan el estudio como innecesario y estéril (1832: 175-6, el énfasis es nuestro). Aunque insuficientes para cumplir las funciones de una lengua regularizada por la gramática, los dialectos usados cotidianamente en Toledo y Valladolid presentan un grado mayor de pureza que otras variedades, y particularmente, que las americanas. Algunas de las críticas más severas que hace Bello al «castellano» hablado por los hispanoamericanos se basan en tal consideración: C, Z. No hay hábito más universalmente arraigado en los americanos y más difícil de corregir, que el de dar a la z el valor de la s, de manera que en su boca no se distinguen baza y basa, caza y casa, cima y sima, cocer y coser, lazo y laso, pozo y poso, riza y risa, roza y rosa, etc. En el mismo inconveniente, caen los que dan a la s el sonido de z, que es lo que se llama ceceo, y los que emplean estos sonidos sin discernimiento, como lo hacen algunos. Es cosa ya desesperada restablecer en América los sonidos castellanos que corresponden respectivamente a la s, a la z, o a c subseguida de una de las vocales e, i (1835: 22). Esta apreciación contradice ampliamente la interpretación de la obra gramatical de Bello como un intento de constituir un «castellano americano» 1 . Si bien, buena parte de sus trabajos más importantes están dirigidos a «los hermanos» de Hispanoamérica, al determinar geográficamente la localización del uso legítimo de la lengua continúa operando con la jerarquía dialectal característica de los tiempos coloniales. Ello se reafirma y precisa al revisar el modo en que incluye los «aportes» americanos al caudal de la lengua. La jerarquización dialectal no necesariamente se traduce en un rechazo a priori de las formas lingüísticas producidas por los usuarios de los dialectos inferiores de nues-

' Como sostiene Amado Alonso (1951), no hay en Bello «la prédica de una independencia idiomàtica que viniera a completar la política» (xvi).

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tro continente. En el prólogo a la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos aclara: No se crea que recomendando la conservación del castellano sea mi ánimo tachar de vicioso y espurio todo lo que es peculiar de los americanos. Hay locuciones castizas que en la Península pasan por anticuadas y que subsisten tradicionalmente en Hispano-América ¿por qué proscribirlas? Si según la practica general de los americanos es más analógica la conjugación de algún verbo, ¿por qué razón hemos de preferir la que caprichosamente haya prevalecido en Castilla? Si de raíces castellanas hemos formado vocablos nuevos, según los procederes ordinarios de derivación que el castellano reconoce, y de que se ha servido y se sirve continuamente para aumentar su caudal, ¿qué motivos hay para que nos avergoncemos de usarlos? Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se tomen sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada (1847: 13).

Los términos en que presenta esta abierta actitud revelan, sin embargo, su limitación. Los fenómenos a que alude no suponen una ruptura radical con los presupuestos y planos en que se definen para Bello los fundamentos de la lengua. Los anacronismos son supervivencias de sus estados anteriores y en muchos casos esto los reviste de una dignidad especial. La mayor analogía en la conjugación de un verbo acerca la práctica lingüística al ideal de perfección del sistema en razón de imprimirle mayor regularidad y economía que la conjugación «caprichosa» de la Península. Las formas nuevas se acogen plenamente al principio que establece que toda renovación ha de ser controlada para que no contradiga los esquemas esenciales de la lengua. Se trata, pues, de fenómenos marginales con incidencia secundaria y que adicionalmente están validados por la condición sociocultural de sus hablantes. Un ejemplo que ilustra el funcionamiento operativo de tales criterios se encuentra en la manera como Bello enuncia la regla de acentuación de los triptongos castellanos. Todo triptongo es acentuado, y el acento cae siempre sobre su segunda vocal: cambiáis, fragüéis. De aquí se sigue que no hay dicción castellana en que se encuentre más de un triptongo. Esto, sin embargo, parece más un hecho accidental de la lengua, el cual puede variar a consecuencia de nuevas adquisiciones, que no un carácter permanente de ella, fundado en su genio y pronunciación natural; pues no creo se diga que es dura o repug-

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nante a nuestros hábitos la prolación de vocablos en que haya triptongos inacentuados. Y aún más se puede afirmar que existen tales vocablos castellanos; pues lo son verdaderamente los nombres propios de lugares o de regiones en que la lengua nativa es la castellana, y los apelativos de las tribus o razas que moran en ellos, y todos los derivados de unos y otros. El triptongo guai es frecuente en los nombres geográficos y nacionales de América, y entre ellos hay varios que, como guaireño (natural de la Guaira) y guaiquerí (raza de indios), forman excepciones a la regla anterior. Tenemos también los nombres propios Miaulina, Miauregato, formados caprichosamente, aquel por Cervantes, y éste por el fabulista Samaniego; uno y otro fáciles de pronunciar, y nada desagradables al oído (1835: 66). Lo primero que se puede destacar es la contradicción que hay entre los contenidos de los dos párrafos. Bello formula en el párrafo inicial una regla que en apariencia carece de fisuras y cuyo sentido normativo-representativo es, por tanto, riguroso. Inmediatamente después se refiere a fenómenos que no son excepciones confirmatorias, sino elementos desestabilizadores de la validez misma de la regla. Al conjugarse ambas líneas, los triptongos castellanos se definen como formas que siempre exigen el acento y que, a la vez, pueden aparecer inacentuadas. Una alternativa para resolver este contrasentido sería enunciar una nueva regla que se adecúe mejor a las características de la lengua. Sin embargo, no se elige este camino. La norma que descarta los triptongos inacentuados se reviste de un valor incuestionable aunque se señalen sus limitaciones. Si atendemos al sentido dialógico que rige la relación entre las dos partes del enunciado arriba citado podemos entender la contradicción. Lo que caracteriza a la regla general es que en su formulación no se tiene en cuenta la pronunciación particular de los hispanohablantes de América ni la presencia caprichosa de algunas formas en textos producidos por figuras paradigmáticas de la literatura2. El hecho de que el «uso americano» sea objeto de exclusión revela suficientemente que las formas lingüísticas que componen el horizonte de la regla son las que circulan en la Península. De esta manera, la contradicción reproduce las tensiones que se derivan de la jerarquía dialectal que hemos señalado. En la regla general el castellano peninsular se reviste de una centralidad que borra por completo el margen representado por las formas americanas.

2 La exclusión de estas últimas no tiene mayor relevancia para lo que estamos desarrollando pues su pertinencia no se define en el plano geopolítico.

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El segundo párrafo será precisamente un intento de problematizar esa centralidad, pues refundará el contenido de la regla al extender la atención a palabras usadas en países americanos cuya lengua nativa es la castellana. Sin embargo, los alcances de la problematización son limitados y reconfirman más bien la jerarquía dialectal. Aunque Bello asume como válidas ambas opciones, la contundencia elocutiva de la primera es superior a la de la segunda, lo cual le confiere mayor fuerza a su consistencia normativa. Por otra parte, deja claro que las formas a que se refiere no constituyen fenómenos sometidos a leyes que pongan en crisis los mecanismos esenciales del sistema. Al contrario, la legitimidad que les atribuye se asienta en el hecho de que su presencia está definida virtualmente en el genio de la lengua. Esta limitada incorporación explica el estatuto geopolítico que se les confiere a las formas lingüísticas americanas. En tanto emergen y circulan en los márgenes no pasan de tener el mismo derecho a ser reconocidas que las de las regiones sometidas todavía al eje dominante del reino de Castilla3. En la lengua se reproducen analógicamente los hilos simbólicos de filiación que durante trescientos años configuraron la red de relaciones del imperio. La centralidad de los usos lingüísticos de la antigua metrópoli convierte al conjunto de dialectos de Castilla en uno de los repertorios lingüísticos más importantes con los que se construye la variedad de prestigio cuyo sistema se representa en la gramática. Es el fundamento de buena parte de las reglas que conforman la ortología y, a pesar del cambio de nomenclatura y definición, del sistema verbal. No obstante, en este plano, como en el sociocultural, no hay una selección automática. También ciertas peculiaridades dialectales de la metrópoli pueden ser objeto de censura por alejarse de la norma establecida e, incluso, pueden entrar en el catálogo de provincialismos ilegítimos: Hay variedad [señala en los Principios de la ortología y métrica de la lengua castellana] acerca del valor de la d final, pues unos la pronuncian y otros no...; y de aquellos que la pronuncian, los unos le dan un sonido que

3

Confróntese con Julio Ramos (1993). Este autor identifica el uso al que hace referencia Bello con los circuitos dialectales de la oralidad latinoamericana. Ello lo conduce a proponer lo siguiente: «La palabra dialectal es irregular y monstruosa, demasiado pegada a las pasiones del cuerpo, pero a la vez esa palabra encarna la diferencia latinoamericana» (1993: 26).

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se acerca más o menos al de la z (virtuz, miraz), y los otros le conservan su natural valor. Virtú, mirá es un resabio de pronunciación descuidada y baja, y el valor de la z aplicado a la d final, aunque propio de algunos pueblos de Castilla, no ha sido ni aun mencionado siquiera en la Ortografía de la Real Academia Española; lo que me induce a mirarlo como un provincialismo que no debe imitarse (Bello 1835: 23).

La actitud crítica que se expresa en párrafos como éste demuestra que la jerarquía dialectal no es el único criterio operativo en la densificación de la variedad «correcta». Puede ser que en la elección entre diferentes variantes se prefiera aquellas que están impregnadas del prestigio político-territorial de sus usuarios; puede ser, incluso, que gran parte de los rasgos lingüísticos característicos de la variedad culta se correspondan con los que utilizan los habitantes de un lugar específico. Sin embargo, las fronteras lingüísticas no coinciden de manera rigurosa con fronteras de tipo geopolítico. Razones de orden sociocultural, y como veremos, semiótico y discursivo se entrelazan con el plano dialectal y funcionan también como soportes que orientan la delimitación de lo legítimo.

LA SELECCIÓN EN LA DIMENSIÓN SEMIÓTICO-DISCURSIVA

En la obra de Bello, los criterios semiótico-discursivos son todavía menos evidentes que los de carácter dialectal. No hay un solo fragmento en su obra gramatical en que se explicite claramente su intervención. Incluso, como se verá de inmediato, un examen superficial de algunos pasajes que exponen ideas relacionadas con el asunto podría conducir a conclusiones que los ignoren por completo. Sin embargo, una lectura que vaya más allá de lo verbalmente manifiesto, permite descubrir no sólo la presencia de tales criterios, sino su importancia central. La determinación de lo que tiene pertinencia para el saber lingüístico y el origen de los materiales empíricos indican que en la selección de la variedad se pone en juego una relación desigual entre la escritura alfabética4 y la 4

Por razones puramente estilísticas en adelante nos referimos a la escritura alfabética sin hacer uso del adjetivo. Reconocemos que los sistemas de escrituras son de una gran diversidad y que la postulación de la escritura alfabética como una forma «superior» de escritura tiene un costado profundamente ideológico y etnocéntrico.

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oralidad. De acuerdo con esa relación, el ámbito semiótico de la escritura y algunos campos discursivos que se organizan a partir de él constituyen el campo privilegiado sobre el cual se construye la gramática. La precisión de este aspecto de la obra del venezolano nos conduce a enfocar los matices que adopta la relación entre escritura y oralidad en sus trabajos y a presentar las características e implicaciones del inventario de textos al que refieren sus apreciaciones gramaticales.

L A ESCRITURA Y LA ORALIDAD

Si atendemos a algunas afirmaciones formuladas en sus textos sobre ortografía, podemos concluir que para Bello la escritura está subordinada a la oralidad. Se trata de una mera transposición gráfica de fenómenos que se desarrollan en el plano sonoro de la lengua, para lo cual se hace uso de un sistema de signos discretos: las letras. En sus «Indicaciones» expresa que El mayor grado de perfección de que la escritura es susceptible, y el punto a que por consiguiente deben conspirar todas las reformas, se cifra en una cabal correspondencia entre los sonidos elementales de la lengua y los signos o letras que han de representarlos, por manera que a cada sonido elemental corresponda invariablemente una letra, y a cada letra corresponda con una misma invariabilidad un sonido (1823: 78).

Para Bello, por lo tanto, el ideal de la escritura se manifiesta en la correlación estrecha entre los elementos que componen la línea gráfica y los que componen la «línea» sonora. Por ello el diseño de cualquier sistema grafemático debe orientarse a una realizaciónrigurosade este objetivo. La formulación de tales principios refleja la concepción de la escritura que les sirve de fundamento: la lengua escrita no constituye un ámbito semiótico diferenciado que opere de acuerdo con una lógica particular; su función consiste simplemente en reproducir la oralidad, con lo cual se instituye como un sistema de carácter secundario cuyos esquemas de organización se estructuran en otro nivel constitutivo y esencial. La lengua es, ante todo, la lengua oral. La escritura la representa para los ojos y hace posible su permanencia. El carácter engañoso de esta apreciación aparece al encarar los problemas prácticos a que se enfrenta quien diseña y promueve la ortogra-

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fía. La correlación unívoca entre sonido y signo gráfico se ve interferida por un fenómeno aparentemente accidental: la diversidad de lo que en la lingüística de nuestro tiempo llamaríamos el plano fonético de la lengua. Esta diversidad es reconocida por Bello. En un artículo publicado en 1827 responde de la siguiente manera a la objeción de que las reformas ortográficas adoptadas en Chile dificultarían la localización de las palabras en el diccionario: Pero ¿no les sucede ahora lo mismo? ¿No les es necesario buscar una palabra con b o con v; con z, con c o con s; y también con h y sin hl Oye uno hablar por la primera vez de un árbol cuyo nombre suena aya\ lo busca probablemente en la a\ no lo encuentra, y tiene que buscarlo en la h. La verdadera causa de estas dobles investigaciones es a veces la incorrecta pronunciación, y otras el uso de letras inútiles o el doble valor de las letras. Lo primero no puede evitarse en ningún sistema de ortografía; lo segundo se evitaría completamente por medio de una ortografía racional y sencilla (1827: 105, el énfasis es nuestro) Por tanto, por un lado, la pronunciación no es uniforme, y por otro, hay diferentes alternativas para representar gráficamente una misma cadena de sonidos. Pero esta diversidad se comprende bajo el esquema de una correlación jerárquica que separa la pronunciación «correcta» de la pronunciación «viciosa». Se entiende, así, por qué razón, aun conociendo que hay diferentes formas de articular un mismo «sonido», se promueva con absoluta confianza la idea de que la escritura es una mera representación de la manifestación sonora de la lengua. La correlación sonido-grafema sólo es posible en tanto que el plano fonético ha sido sometido a una selección que ha determinado cuáles formas son las que monopolizan la validez. De esta manera, el diseño de un sistema de pronunciación legítimo funciona como un prerrequisito para la estabilización ortográfica. Justamente el saber gramatical organiza un ámbito específico, la ortología, que se define a partir de este propósito rector: «El objeto de la Ortología es la recta pronunciación de las palabras» (1835: 11). Ahora bien, aunque resulte paradójico, el sistema de pronunciación «correcta» se configura sobre el fundamento estabilizador del propio sistema ortográfico. Lo que permite su formulación en los términos de sencillez y regularidad que caracteriza la ortología es la simplicidad y recurrencia de los componentes de la escritura. Ello no sucede única-

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mente por el hecho de que las disciplinas gramaticales requieran del soporte de la letra para su registro discursivo y su circulación en el marco de la cultura letrada, sino fundamentalmente porque la noción de lengua se define en relación con la experiencia que genera el contacto con los textos escritos. Esto determina que la escritura se transforme en el filtro a través del cual se concibe la oralidad. Es posible afirmar, entonces, que en lugar de una subordinación de la escritura a la oralidad, es la oralidad la que se subordina a la escritura en tanto que la representación de aquella depende en gran medida del marco de pertinencia establecido por ésta. Dos ejemplos pueden ser particularmente útiles para ilustrar esta apreciación. El primero es el tratamiento que se da en los Principios de la ortología y métrica de la lengua castellana (1835) al tema de los «sonidos elementales» de la lengua. Bello asume como punto de partida una distinción estricta entre el plano de los sonidos elementales y el de los signos gráficos que los representan. Al referirse a las categorías «vocal» y «consonante» aclara: Debe notarse que los términos vocal y consonante significan no solamente las dos especies de sonidos elementales de que se componen todas las palabras, sino las letras o caracteres que los representan en la escritura. Yo procuraré siempre distinguir estas dos acepciones (1835: 13-4). Esta distinción no se sigue de manera rigurosa a lo largo del texto. En lugar de abordar el asunto siguiendo un esquema de análisis fundado en los patrones de sonoridad de la lengua castellana, Bello enfoca por separado las letras del alfabeto para establecer cuáles son sus sonidos respectivos. De esta forma llega a colocar en un primer plano aspectos que desde un punto de vista estrictamente sonoro carecerían de relevancia. Así, por ejemplo, a la letra «h» se le dedica un apartado en el que se destaca su valor grafemático, e incluso se señala el hecho de que no represente ningún sonido: H. La letra h es a veces parte material del carácter o signo complejo Ch, y otras veces figura por sí sola. En este segundo caso, se hace sentir a veces en la pronunciación, y a veces es enteramente muda (1835: 23). Este pasaje revela una de las formas en que la ortografía se impone a las consideraciones sobre el aspecto sonoro. El análisis de los compo-

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nentes elementales de la sonoridad se realiza siguiendo el esquema perceptivo que impone la escritura. El resultado es un saber que se refiere, en primera instancia, a la dimensión grafemática, y en segunda instancia, al plano que ésta representa y del cual se considera una mera transposición. En los términos preceptivos de la gramática y, en particular, de la ortología tal operación tiene una consecuencia adicional: el problema para el gramático no consiste tanto en decidir de modo preliminar qué sonidos integrarán el inventario de las formas correctas de la lengua para asignarles los signos gráficos; se trata más bien de decidir cuáles son los sonidos que se pueden asignar legítimamente a una letra particular. En lugar de proponer, por ejemplo, la determinación de dos letras distintas para representar las dos maneras de pronunciar la letra x ([gs], [ks]), Bello termina decidiendo a favor de uno de ellos: Si se me permitiera elegir entre esas diferentes opiniones, me decidiría ciertamente por la de aquellos que dan a la x en todos los casos el valor de la combinación [gs], no sólo porque este sonido lleva a otro la ventaja de la suavidad, sino porque creo que el uso está más generalmente en favor de esta práctica (1835: 21). No es la pronunciación la que controla la ortografía. Por el contrario, la ortografía se revierte para controlar la pronunciación al establecerse que sobre la base de la existencia de un solo signo gráfico se debe también articular un solo sonido. El otro elemento que revela el principio que rige la relación entre lo oral y lo escrito es la preeminencia de lo segmental sobre lo suprasegmental en la determinación de lo que tiene pertinencia ortográfica y ortológica. Como revelan los estudios contemporáneos sobre gramatología5, la escritura alfabética no es un trasunto fiel de la oralidad dado que la representación gráfica no abarca toda la gama de fenómenos involucrados en la sonoridad lingüística. El diseño de un sistema de escritura de este tipo supone un proceso de abstracción en el que se excluyen aspectos que no se consideran relevantes. Quien pretende crear o modificar una ortografía debe, pues, determinar lo que tiene pertinencia y excluir aquello que no la tiene. Bello se encuentra en una 5

Una síntesis valiosa de la diversidad de problemas y abordajes de este asunto la efectúa Walter Ong en su clásico libro Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra (1982).

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situación similar y da respuesta a cuestiones concretas relacionadas con esto. Así, refuta la proposición formulada por García del Pozo de que se debe usar el acento grave en la escritura de la lengua castellana, pues, aunque reconoce que hay palabras que disminuyen la intensidad del acento en contacto con otras, se trataría de un elemento completamente innecesario: ¿A qué [...] marcar con una señal peculiar un accidente que los que hablan no pueden menos de ejecutar en el vocablo agudo, sea que la lleve o que no? Los griegos tendrían sus razones particulares para hacerlo así; en nuestra lengua no hallamos ninguna; y si para señalar ese accidente hubiese de introducirse un signo nuevo, por qué no para tantos otros como dependen, ya del sentido, ya de la pasión de que está poseído el que habla? (1849: 137).

La economía de recursos es el criterio para la determinación de lo que debe ser registrado. Una aproximación que problematice este mecanismo de selección permite descubrir la complejidad que encubre su aspecto sencillo: tras su pragmatismo se localizan varias operaciones que aportan el «sentido común» que confiere una aparente naturalidad a las ideas expresadas en la cita. En primer lugar, está la relación entre las «afecciones» de la mente humana. Los signos sonoros de la lengua representan, en sus múltiples aspectos, los diferentes planos de la subjetividad: ideas, emociones, pasiones, etc. La escritura no está obligada a una representación tan minuciosa. En su registro tendrán preferencia los fenómenos lingüísticos que se relacionan con el plano de las ideas. Por el contrario, aquellos que están asociados con la pasión carecen de la suficiente importancia como para asignárseles un signo gráfico. Así, el mecanismo para determinar lo pertinente en el plano grafemático, se basa en una jerarquía de los procesos mentales. En tanto que a la racionalidad se le atribuye un papel de primer orden, se privilegiarán los aspectos del flujo sonoro que están en relación directa con ella. En segundo lugar, están aquellos aspectos del habla oral que dependen del sentido. Aquí encontramos una jerarquía que se despliega en el plano semántico. La escritura excluye lo vinculado con el valor fugaz de los signos en las situaciones de la oralidad cotidiana. De esta forma, podemos decir que la selección para la «reproducción» gráfica atiende a aquellos elementos sonoros que representan dimensiones del espíritu a las que se atribuye un carácter general, esta-

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ble y sistemático. Esto es determinante en la estratificación de lo que tiene pertinencia para la tarea de racionalización y control de la gramática. Los fenómenos lingüísticos estrechamente relacionados con el «significado abstracto», como los «sonidos elementales» o el acento, se convertirán en los centros de interés. Los aspectos vinculados con otras dimensiones de la subjetividad, como la cantidad y la entonación, recibirán una atención secundaria y no serán objeto de una sistematización que establezca en detalle las normas rectoras de su uso6. Paradójicamente, la discriminación de estos componentes se traduce en una actitud tolerante hacia su variación que se diferencia del rigor normativo aplicado a los elementos de «mayor importancia lingüística». Ello se puede ilustrar con la doctrina sobre el «acento nacional o provincial» que se formula en los Principios de la ortología y métrica de la lengua castellana, donde Bello destaca la correlación entre la diversidad en los patrones entonativos y la localización geográfica de los hablantes. Es evidente que los andaluces «cantan» la lengua de una manera diferente a «todas las otras provincias de España» (1835: 49). Esta particularidad del «canto» no es objeto de censura. Se da como un acontecimiento inevitable, natural, que conduce a una regla general dentro de la cual su legitimidad está garantizada: Acerca del acento nacional o provincial, puede darse una sola regla, y es que en la modulación de las frases se debe tomar por modelo la costumbre de la gente bien educada, evitando todo resabio de rusticidad o vulgarismo (1835: 49).

Mientras que en el plano segmental se pretende diluir las diferencias en un solo esquema de pronunciación (por ejemplo, la obsesión por preservar la oposición s vs. c/z), en la entonación la variación dialectal sé acepta sin mayores inconvenientes con la única condición de que se adecúe al principio de elección sociocultural que, como hemos visto, presupone cierta diversidad. En este punto, es posible establecer el modo en que la visión de la oralidad a través de la escritura controla el proceso de selección de la variedad lingüística a ser promovida. Entendida en los términos de homoge6

En esto influye lo que podríamos llamar la dificultad epistemológica. No debemos perder de vista que para la época no se cuenta con los recursos tecnológicos que hoy en día permiten un abordaje sistemático de estos procesos.

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neidad y estabilidad en que se formula en el marco de la planificación, la variedad correcta estará compuesta primordialmente por los elementos que tienen pertinencia en la escritura y/o que se conciben a partir de los esquemas perceptivos definidos por ésta. La lengua a la que se refiere Bello es primordialmente la que aparece en el registro alfabético.

L A SELECCIÓN DE LOS MODELOS TEXTUALES

Las consecuencias de las operaciones que hemos analizado en el apartado anterior no se restringen a los procesos de sistematización de las reglas (codificación y elaboración de la gramática) ni al sesgo particular que adquiere la representación de la oralidad. En un plano más concreto, también son determinantes en la selección del basamento empírico para el desarrollo del saber gramatical. En tanto la experiencia primaria de la lengua remite a la escritura alfabética, los textos escritos tienen una importancia primordial en el corpus de materiales que se asumen como paradigmáticos. Ello no quiere decir que todos los enunciados escritos sean valorados de la misma manera como modelos «del buen hablar». Aunque más uniforme que el espectro de variedades de la oralidad, la lengua escrita también presenta un amplio margen de variación detectable diacrònica y sincrónicamente. Por ello, la conformación de la variedad canónica se sostiene en una selección de un número limitado de textos paradigmáticos que hacen posible la determinación de las formas sin enfrentar los complejos problemas de la diversidad. Es la manera en que se puede comprender y configurar la lengua como un ámbito con un alto nivel de homogeneidad. La selección de los materiales está fundada en el valor que se les atribuye. Son considerados como portadores de unas cualidades textuales que constituyen las formas y los usos ideales de la lengua, la cual se expresa en ellos en toda su pureza. Su valor, sin embargo, no depende de manera exclusiva de sus propiedades inmanentes. Hay también circunstancias externas que refuerzan su importancia. Sus autores son acreedores de un prestigio históricamente reconocido; el período en que fueron producidos tiene una amplia resonancia en la representación del pasado cultural, etc. Todos estos elementos son determinantes para la autoridad que, en tanto formas modélicas, deben asumir y revelan las resonancias políticas de su elección.

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Un examen de las citas usadas por Bello para ilustrar o apoyar sus afirmaciones posibilita acercarse a la procedencia y en cierto modo a la jerarquía de los materiales que conforman el inventario. Restringir la atención a su obra fundamental, la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, quizá sea suficiente para la apreciación de este aspecto. Las citas de textos escritos que aparecen en la gramática proceden de tres tipos de fuentes fundamentales. En primer lugar, están las obras del Siglo de Oro de la literatura española. Hay referencias abundantes a autores como Lope de Vega, Calderón, Santa Teresa, Tirso de Molina, Fray Luis de León, y de manera destacada a Miguel de Cervantes y a Fray Luis de Granada. En segundo lugar, están los materiales provenientes del período contemporáneo a Bello, es decir, el comprendido entre mediados del siglo xvm y mediados del xix. La figura protagónica en este caso es Gaspar de Jovellanos, seguido por Francisco Martínez de la Rosa, Leandro Fernández de Moratín y el único texto escrito por hispanoamericanos del que se hace mención, el Resumen de la historia de Venezuela, de Rafael M. Baralt y Ramón Díaz. En tercer lugar, están los textos de la Edad Media, de los cuales el de mayor importancia es el Poema del Cid1. De modo inmediato, este inventario revela una incongruencia profunda con uno de los principios que, según el propio Bello, debe orientar la elaboración de la gramática: la actualidad del uso. «Una gramática no debe representar lo que fue, sino lo que es actualmente», señala en su artículo «Gramática castellana» (1832: 181). Conferir una autoridad central a enunciados producidos en un período histórico-cultural localizado en el pasado supone una contradicción abierta a este postulado fundamental, en tanto que formas lingüísticas de tal período vendrían a proyectarse sobre los usos del presente. Esta contradicción se explica si tomamos en consideración no sólo lo que se incluye sino también lo que se excluye en tal operación. Como cabe esperarse, Bello no es muy explícito en relación con esto último. Lo que no tiene relevancia sólo emerge a la superficie del discurso cuando es estrictamente necesario en el proceso argumentativo. Sin embargo, diversas afirmaciones ponen en evidencia algunos matices de ese proceso de exclusión. Así, por ejemplo, a propósito de las particularidades del habla de los hispanoamericanos educados, sostiene que:

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Véase al respecto Velleman 1987.

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En ellas se peca mucho menos contra la pureza y corrección del lenguaje, que en las locuciones afrancesadas, de que no dejan de estar salpicadas hoy en día aun las obras más estimables de los escritores peninsulares (1874: 13). Aquí se integran dos cuestiones. Por un lado, se establece una jerarquía de las trasgresiones con que atentan contra la pureza de la lengua. Las formas usadas por los hispanoamericanos se distancian menos del punto de referencia definido por las normas de la gramática y, por lo tanto, resultan más tolerables. En los galicismos el nivel de ruptura es superior, lo cual los convierte en objeto de mayor censura. Por otro lado, se plantea sumariamente una crítica del lenguaje que caracteriza las obras literarias de importantes escritores peninsulares, e implícitamente, de los escritores hispanoamericanos. Son producciones que incluyen formas alejadas del centro canónico de la lengua. Esto es determinante para rechazarlas como modelos y como soporte empírico de la gramática. Es lo que ocurre, por ejemplo, con Benito Jerónimo Feijóo quien, a pesar de las destacadas cualidades retórico-estilísticas de sus escritos, no podía proponerse como «modelo de un lenguaje castizo» (Bello 1830: 314). La fuerza arrolladora de la influencia del francés en la lengua castellana y la irrupción de las «chocarreras vulgaridades e idiotismos del populacho» (Bello 1842b: 438) determinan la exclusión de una gran proporción de enunciados escritos 8 del Corpus paradigmático de una lengua que es «en nuestros días» la misma «de Lope de Vega y de Cervantes» (Bello 1981: 439). Se puede observar en este punto las implicaciones que acompañan el privilegio de los clásicos sobre las producciones literarias contemporáneas que, en concordancia con el principio de actualidad, deberían ser asumidas como modelos. El carácter paradigmático que se confiere a «las grandes obras y figuras» de la literatura castellana está asociado a uno de los objetivos frontales de la política

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La crítica se dirige sobre todo a los circuitos de escritura de los países hispanoamericanos. En el fragmento que incluye la cita anterior se alude a la producción periodística de Argentina: «admitidas las locuciones exóticas, los giros opuestos al genio de nuestra lengua, y aquellas chocarreras vulgaridades e idiotismos del populacho, vendríamos a caer en la oscuridad y el embrollo, a que seguiría la degradación como no deja de notarse ya en un pueblo americano, otro tiempo tan ilustre, en cuyos periódicos se ve degenerando el castellano en un dialecto español-gálico» (1842b: 438).

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lingüística: la preservación de unos patrones culturales identificatorios, cuya conservación se considera esencial para la supervivencia histórica y cultural de la comunidad. En términos más precisos, los clásicos de la literatura castellana fungen como puntos de referencia a los que se remite y debe remitirse el uso actual de la lengua para garantizar su continuidad histórica y, en consecuencia, la de la comunidad cultural hispánica a la que está estrechamente asociada. La autoridad que se otorga a los materiales privilegiados de la escritura no tiene, sin embargo, un peso suficiente como para garantizar automáticamente la validez de sus formas. Aquí, como en los planos de la selección abordados, se opera con múltiples procedimientos selectivos. Así, por ejemplo, la conjugación del valor paradigmático de los textos del Siglo de Oro con principios como el de la actualidad del uso entre la gente educada puede conducir a descartar la vigencia de formas con una presencia extendida en aquellos materiales. El uso moderno del relativo quien es algo diferente del que vemos en los escritores castellanos hasta después de la edad de Cervantes y Lope de Vega: «Quiérate mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda valor perpetuo, porque soy el mismo Montesinos de quien la cueva toma nombre» (Cervantes). El uso del día autoriza el segundo de estos quien, porque se refiere a persona; pero no el primero, porque le falta esa circunstancia (Bello 1847: 106).

La escritura (y, dentro ella, un conjunto restringido de textos), el dialecto de Castilla, y el uso de la «gente educada»; estos tres marcos de la praxis lingüística de fronteras más o menos imprecisas constituyen las fuentes primordiales de las que se derivan las normas y pretenden erigirse en su base empírica. Han sido desgajados del universo de la producción textual (oral y escrita), cuya diversidad opone seria resistencia a la pulsión ordenadora y reguladora. En su conjunto no conforman, sin embargo, un espacio rigurosamente homogéneo. Su interior está atravesado por la proliferación y entre ellos hay desajustes significativos que se traducen también en una diversidad desafiante. Esto se traduce en una seria dificultad para las aspiraciones uniformadoras del discurso gramatical y de la política lingüística. Dada la diversidad, para alcanzar el grado de coherencia requerido, no se puede hacer una descripción exhaustiva y sistemática de las características y peculiaridades de cada uno de los ámbitos de la praxis lingüística privilegiados.

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Ello pondría sobre la superficie sus numerosas contradicciones y desajustes. La representación, pues, ha de ser parcial y dependerá de los requerimientos impuestos por los procesos argumentativos. Según sea la necesidad de validar tal o cual preferencia y de conferir un basamento empírico a un enunciado general, se apelará al uso de la gente educada, al dialecto de Castilla o a los clásicos de la literatura castellana9. De ahí que la uniformidad y coherencia que, en apariencia, distinguen la variedad elegida, más que atributos de la praxis, son el resultado de procedimientos que se desarrollan en una instancia diferente. En términos discursivos, esa instancia es la gramática. El alto nivel de generalidad que caracteriza sus enunciados y la pretensión totalizadora que ello involucra permiten articular la diversidad y dispersión en un sistema de apariencia regular y uniforme. Dado que dicho sistema se postula como «una visión intelectual de la realidad» (Bello 1841: 7), se puede presumir que tal realidad encarna una regularidad y uniformidad correspondientes. En términos extradiscursivos la instancia se define como una subjetividad culturalmente estructurada. Para la determinación de lo legítimo, las diferentes formas que son referidas a los ámbitos generales del uso, deben pasar por el filtro de la subjetividad del gramático. Es aquí donde se configuran los principios y formulaciones generales, pero también donde operan las selecciones y exclusiones primarias que decantan la uniformidad en el seno de la diversidad concreta. En él se articulan las representaciones fragmentarias y se resuelven las colisiones existentes en el interior de cada uno de los planos privilegiados de la praxis y las que se producen una vez que entran en relación. Los procedimientos de selección y exclusión se desarrollan sobre la base de mecanismos y criterios que remiten a su raíz fundacional. Como es de suponer, estos elementos participan permanentemente en la elaboración de la gramática. La mayoría de las veces lo hacen como subyacencias que se esconden tras las reglas y apreciaciones. En otros momentos se asoman durante el desarrollo enunciativo. Sea como fuere, siempre apuntan a esferas de la subjetividad que en gran medida transcienden el plano racional. Así, es frecuente que en la decisión de privi-

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Esto revela que el papel que cumplen los ámbitos del uso es más retórico que rigurosamente científico. Más que un correlato empírico, en sentido epistemológico, son una fuente de autoridad que legitima tanto las pretensiones cognoscitivas como la fuerza normativa del discurso gramatical.

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legiar una forma sobre otra no sólo se haga referencia a la localización de su uso sino también a las reacciones sensoriales o emocionales que generan en el sujeto y que se agrupan bajo el concepto del «gusto». El fragmento arriba citado sobre la correcta pronunciación de x ilustra claramente esta afirmación. La preferencia por [gs] se funda, entre otras cosas, en su «suavidad». La sinestesia no alude a una cualidad objetiva del sonido sino a la sensación que despierta en el sujeto, quien percibe en su interior una afección equivalente a la producida por las cualidades táctiles de los objetos. El cruce sensorial da como resultado la sinestesia discursiva y se le antepone como referente. No obstante, el proceso selectivo va más allá de la esfera puramente psicológica. Partiendo de los mismos procedimientos sensoriales, Bello o cualquier otro hablante podría haber llegado a preferir el sonido «duro» [ks] en lugar del «suave» [gs]. Esta probabilidad traslada el mecanismo de selección a lo que llamaríamos la configuración cultural de la subjetividad. En este plano funcionan escalas de valores que jerarquizan los procesos sensoriales y, por esta vía, los fenómenos objetivos a los que se atribuye la condición de causas. Tales escalas manifiestan un carácter de objetividad relativa: son patrimonio de un conjunto de individuos, pero no de todos. Asimismo, conforman al sujeto en un proceso de internalización que se desarrolla en marcos institucionales social e históricamente localizados. No se pueden atribuir, por lo tanto, a una condición natural, universal y primaria del ser humano. Se trata de procesos asentados en esa dimensión compleja que llamamos cultura. De esta manera, es posible comprender los mecanismos selectivos de las formas y usos lingüísticos que constituyen la base empírica y modélica de la gramática. El sujeto asume como legítimas aquellas manifestaciones que concuerden con preferencias correspondientes, en un primer plano, a la dimensión estrictamente personal. Por ello, la variedad representada por la gramática y promovida por la política lingüística se define primariamente en el nivel idiolectal del gramático. Pero como dichas preferencias son determinadas por una configuración cultural que, a pesar de condensarse en su individualidad, integra elementos de existencia transindividual y semiótica, pueden ser propuestas, imaginariamente, como decisiones congruentes con las valoraciones compartidas dentro de ciertos ámbitos comunitarios revestidos de una autoridad que no se pone en discusión. Es éste uno de los problemas retóricos más evidentes a los que se enfrenta Bello en la legitimación de su gramática y, en general, de la

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política lingüística. Debe presentar lo que en esencia es un conjunto de elecciones cuya instancia de decisión es él como individuo, como si derivara de entificaciones transindi viduales y objetivas: el uso de la gente educada, el uso de Castilla, el uso de los modelos de la literatura castellana. El problema se resuelve con la remisión permanente a estos tres planos que han sido cargados de autoridad y que son presentados como el correlato empírico que controla el diseño de las representaciones de la gramática.

4. LINGÜÍSTICA HISTÓRICA E HISTORIA CULTURAL: NOTAS SOBRE LA POLÉMICA ENTRE RUFINO JOSÉ CUERVO Y JUAN VALERA1 José del Valle

Toda ciencia o facultad ha tenido y tiene sus orates; pero una de las más peligrosas para los que poseen un cerebro poco firme y un juicio poco sólido y sentado es esta ciencia de la lingüística (Juan Valera 1869: 1103).

La lingüística, como disciplina académica autónoma, nació en el siglo xix, y los lingüistas, cada vez más convencidos del carácter científico de su empresa, se han ido aferrando a la epistemología positivista y a las metodologías clasificatorias de las ciencias naturales. Si bien los precursores de la lingüística moderna -por ejemplo, Humboldt- habían mostrado en su pensamiento la complejidad del lenguaje -dejando entrever su carácter de fenómeno tanto individual como colectivo y su entidad a la vez autónoma y heterónoma de la actividad mental humana-, los protagonistas posteriores del desarrollo histórico de la disciplina -por ejemplo, Schleicher- fueron dando prioridad a concepciones del lenguaje que enfatizan su condición de sistema formal. Su histórica predilección por el formalismo, la premisa de la objetividad y la base empírica en que necesariamente se asienta tienden a eclipsar el impacto 1

Quiero expresar mi agradecimiento al Dr. Juan M. Lope Blanch y a la Dra. Marcela Uribe por haberme facilitado los artículos publicados por Juan Valera en La Tribuna de México.

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que la ciencia del lenguaje ha tenido y tiene en otras áreas de la vida cultural e intelectual de Occidente. En este capítulo, discutiré un episodio en el que se presenta de modo cristalino la batalla en tomo al español que en este libro pretendemos analizar: la famosa polémica entre el filólogo colombiano Rufino J. Cuervo (1844-1911) y el escritor y diplomático español Juan Valera (1824-1905). Esta conocida controversia coincidió con dos momentos cruciales en la historia política e intelectual de las naciones hispánicas: empezó en 1899, el año después de que España perdiera sus últimas colonias, y se terminó en 1903, el año antes de que Ramón Menéndez Pidal publicara su emblemático Manual de gramática histórica española. La refriega entre Cuervo y Valera subraya el valor que la lingüística adquiere como fuente de legitimidad en debates culturales y políticos, y en particular en el debate sobre la naturaleza de la identidad hispánica durante los primeros años del siglo xx.

L A POLÉMICA

En 1899, veía la luz una narración en verso titulada Nastasio escrita por el poeta argentino Francisco Soto y Calvo. El poema, que relata las desventuras de un gaucho payador, venía precedido de una carta-prólogo de Rufino José Cuervo, en la cual, tras resumir y elogiar el poema, don Rufino aludía al glosario de términos regionales que lo había de acompañar. Estos provincialismos y, en especial, su cada vez más frecuente aparición en la literatura eran, para Cuervo, germen de futuras lenguas independientes y amargo presagio de la inevitable fragmentación del español, que emularía así el triste destino del latín. Esta división de la lengua la atribuía Cuervo a tres factores: la natural diferenciación a que conducen los distintos climas, estilos de vida y razas, el colapso de España como centro unificador y fuente de inspiración intelectual, y la falta de contacto entre los países hispanoamericanos. Todo esto lo expresaba Cuervo con la mayor amargura e insistiendo en que estas épocas de división «en la vida de los pueblos pueden ser muy largas» y en que «no hemos de olvidar que somos hermanos» (Cuervo 1899: x). Por aquellos años, Juan Valera colaboraba asiduamente con La Nación de Buenos Aires, con cartas que solían girar en torno a temas culturales y literarios. Hacia agosto o septiembre de 1900 debió de recibir Valera una copia del Nastasio, y tanto lo contrariaron las palabras de

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Cuervo que sin demora escribió una respuesta (titulada «Sobre la duración del habla castellana» [Valera 1900]) que habría de ser publicada el veinticuatro de septiembre en Los lunes de El Imparcial de Madrid (la reseña del Nastasio aparecería por fin en La Nación el dos de diciembre del mismo año). Esta nota de Valera, impregnada de sarcasmo valerino, rechazaba la posibilidad de diferenciación lingüística de los países hispánicos; los provincialismos, afirmaba, son comunes también en España y normales en la vida de toda lengua, y no constituyen, por sí mismos, amenaza alguna para su unidad. Es más, el mismo libro que sirve como origen anecdótico de la polémica, el Nastasio, ofrecía notable ejemplo de la incorrupta persistencia de la lengua de España en América: «Su lenguaje es castellano muy puro», decía Valera (1900: 1037). Añadía que, si la lengua persiste, es porque no son ciertas las causas de la diferenciación aducidas por Cuervo: para el español, la independencia política de las naciones hispanoamericanas no había supuesto erosión alguna de la unidad de raza, en esencia idéntica a ambos lados del Atlántico. El artículo de Valera tiene ciertamente poco de lingüístico, y los escasos argumentos de esta índole que aduce están siempre arropados por ideas culturales, filosóficas e históricas. La más sobresaliente de éstas es de hecho la que constituye el pilar ideológico central del pensamiento de Valera: frente a la decadencia económica y política experimentada por la España decimonónica, debe responder el intelectual situando, por encima de todo, el orgullo patriótico, plenamente justificado por el pasado imperial y por la salud presente de la cultura y lengua españolas. Valera respondía a las predicciones de Cuervo afirmando que se debe seguir hablando sin corrupción la lengua de Castilla; que, si sesenta millones la hablan, deberán callarse los que afirman el decaimiento de la raza; y que (y anticipándose así, como veremos, a los preceptos de Pidal) debiendo los españoles, de España y América, tener confianza en sus hombres de letras, deben estos a su vez esforzarse por merecer tal confianza (Valera 1900: 1038). La reacción de Cuervo no se hizo esperar (ver Guitarte 1981). En 1901, el volumen III del Bulletin Hispanique, incluía un artículo del colombiano titulado «El castellano en América» (citaré este artículo por Cuervo 1950: 273-332). En primer lugar, puso Cuervo a un lado la discusión sobre las fuentes culturales (ibéricas o no ibéricas) de las que bebe o ha de beber Hispanoamérica; y lo hizo con un comentario no carente de una cierta causticidad que nos recuerda al escepticismo con

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el que, como indica Velleman en el capítulo 2, Sarmiento y los miembros de su generación veían el estado de la vida intelectual española: Yo lamento también, como el que más, y sin poderlo remediar, que si en América quiere uno estar al tanto del progreso científico y literario, desde la gramática hasta la medicina, la astronomía o la teología, no se le ocurra acudir a los libros españoles, y que si tiene los recursos necesarios para trasladarse a las universidades europeas, no escoja las de Madrid o Salamanca (Cuervo 1950: 275). Dicho esto, en un intento por eludir la polémica político-cultural y con el objeto de legitimar su discurso frente al de Valera, declaró su independencia científica y su intención de responder al escritor español exclusivamente con argumentos lingüísticos (Cuervo 1950: 281). A partir de aquí, el artículo ofrece un impresionante despliegue de erudición lingüística. A lo largo del cuerpo central del texto, Cuervo insiste en la validez de la comparación entre la fragmentación del latín y la futura del español. Para ello echa mano de abundante evidencia filológica que demuestra el lento pero natural e inevitable proceso de cambio lingüístico y aporta datos dialectológicos que prueban la presencia del germen de la disgregación. Concluye que, cuando a la propia dinámica interna del organismo lingüístico se suman circunstancias geográficas e históricas que favorecen el relativo aislamiento de unas regiones de otras, es inevitable la divergencia: «es visto que todo conspira a descalabrar la unidad» (306). La lingüística le sirve a Cuervo, efectivamente, para establecer ciertos hechos con sólida base empírica. Sin embargo, no puede sostener su tesis de la fragmentación sin, solapadamente, impregnar los hechos lingüísticos de argumentos culturales, políticos y sociales que apuntan al relativo aislamiento de las naciones hispánicas. No debemos perder de vista que gran parte del artículo está destinada a demostrar que ciertos usos lingüísticos que los españoles consideran «degeneraciones americanas» son en realidad consistentes con la dinámica evolutiva del español, teniendo muchos su origen en dialectos de España; y que palabras señaladas como americanismos en el diccionario de la Academia se pueden hallar en los clásicos de la literatura española. Estos argumentos lingüístico-filológicos los aduce Cuervo muy a propósito para poner de manifiesto las discrepancias entre España e Hispanoamérica en cuestiones de «propiedad» lingüística y, por extensión, de «propiedad» cultural:

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Los españoles, al juzgar el habla de los americanos, han de despojarse de cierto invencible desdén que les ha quedado por las cosas de los criollos (Cuervo 1950: 288).

Pero este recelo, según Cuervo, no es exclusivo de los españoles. Naturalmente, las antiguas colonias, al independizarse de España, habían desarrollado cierto «desdén irresistible por todo cuanto de ella venía, inclusa la corrección gramatical» (307). Este mutuo recelo, la formación de culturas nacionales en América, el desarrollo de modelos de conducta propios, el nacionalismo literario (que hace que aparezcan reflejos del habla popular en el habla culta), y la inmigración masiva de extranjeros bien pueden constituir el cúmulo de trastornos que facilite la fragmentación (308). Tras una referencia de pasada al tema, en el prólogo al libro Reminiscencias Tudescas del colombiano Santiago Pérez Triana (Valera 1902: 1110-2), Valera volvió a la carga. La contrarréplica al artículo de Cuervo la publicaría en La Tribuna de México, el treinta y uno de agosto y el dos de septiembre de 1902 (los citaré como Valera 1902a y 1902b respectivamente). No me detendré demasiado en resumir el contenido de este artículo, pues redunda en las mismas ideas ya expresadas dos años atrás. Merece la pena señalar, sin embargo, que Valera no se arredró ante la erudición demostrada por Cuervo y que, con ardides de buen polemista, ignoró, llegando incluso a ridiculizarlos, los argumentos lingüísticos del colombiano: Yo creo que el Sr. Cuervo, en su eruditísimo artículo, a fuerza de dar razones y de emplear argumentos para demostrar la instabilidad de los idiomas, no prueba nada, porque prueba demasiado (Valera 1902a: 2).

En 1903, de nuevo en el Bulletin Hispanique, Cuervo, irritado por la incapacidad de Valera para discutir en términos lingüísticos y ofendido por la tergiversación que el español había hecho de sus palabras, pone fin a la polémica con palabras muy reveladoras del verdadero espíritu de la misma: [Valera] pretende que las naciones hispanoamericanas sean colonias literarias de España, aunque para abastecerlas sea menester tomar productos de países extranjeros, y, figurándose tener aún el imprescindible derecho a la represión violenta de las insurgentes, no puede sufrir que un ameri-

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cano ponga en duda el que las circunstancias actuales consientan tales ilusiones: esto le hace perder los estribos y la serenidad clásica. Hasta aquí llega el fraternal afecto (Cuervo 1950: 332). En síntesis, a lo largo de la polémica, Valera, haciendo gala del hispanismo que dominó su pensamiento, defendió con ahínco la unidad y uniformidad de la cultura española a ambos lados del Atlántico (por encima de la división política) y enarboló, como arma principal para su defensa, la pureza e indivisibilidad del idioma. Cuervo, por su parte, cuestionó la posibilidad de mantener esa unidad de cultura y, consecuentemente, insistió en su interpretación de las diferencias dialectales como embriones de una futura fragmentación lingüística. Las contradictorias tesis lingüístico-históricas que ambos defienden son, por tanto, producto de una diferente visión del lenguaje, pero sobre todo de las nociones incompatibles de la hispanidad que ambos intelectuales mantienen. La acritud de la polémica, desde el sarcasmo inicial de Valera hasta la brusquedad final de Cuervo, es indicio de las dificultades que atravesaba y aún habría de atravesar la reconstrucción postcolonial de la noción de cultura hispánica.

E L CONTEXTO LINGÜÍSTICO-CULTURAL: VALERA

Teniendo en cuenta la intensísima actividad literaria, periodística y política de Juan Valera, es admirable la gran familiaridad que tenía con el estado de la ciencia del lenguaje en la segunda mitad del siglo xix. Su pensamiento lingüístico se basa en una concepción romántica de la lengua, derivada de Humboldt y mediatizada quizá (dada la frecuencia con que los cita) por Steinthal y Renán: No se crea que hago por acaso, sino adrede y muy de propósito, esta especie de identificación y de unificación del espíritu nacional y del habla nacional, porque el habla es una misma con el espíritu; es su emanación, es su verbo (Valera 1862: 1055). En sus ensayos, insiste hasta la saciedad en la estrecha relación que existe entre lengua y espíritu nacional, y en que la evolución de aquélla constituye reflejo fiel del devenir de éste. Admira también el trabajo de los comparatistas, en la medida en que no se aparta de la ecuación lengua-

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pensamiento-nación. En concreto, se refiere en términos halagadores a Griram y a Bopp, que han mostrado «la virtud extraordinaria que tienen los idiomas indoeuropeos de imponerse a otros» (Valera 1869: 1108). De modo similar, afirma que «la historia de la lengua en España demuestra esta vitalidad y persistencia»(1108), al haber preservado su esencia indoeuropea rechazando préstamos semíticos, vascos y árabes y demostrando su capacidad de expansión (Valera 1869: 1109; 1905: 1176). Además de asumir la filosofía del lenguaje de Humboldt y de aceptar el potencial explicativo de la lingüística comparativa, elogia (aunque con reservas) los logros descriptivos de la lingüística histórica. Así lo hace en un breve artículo publicado en 1905 (1176-81), en el cual reseña, en términos elogiosos, las «Gramáticas históricas» de José Alemany (1903), Ramón Menéndez Pidal (1904) y Salvador Padilla (1916), publicadas en los primeros años del siglo. Acepta, como hemos dicho, el carácter descriptivo de la gramática histórica, en concreto de las llamadas leyes fonéticas, pero les niega poder explicativo alguno. Siente Valera un muy especial recelo ante la posible filosofía determinista y naturalista que podría implicar la noción de ley fonética: niega de plano el carácter mecánico y la inevitabilidad del cambio lingüístico (Valera 1905: 1176; ver 1869: 1105): A primera vista, para los profanos en gramática histórica, en cuyo número modestamente me incluyo, no hay ley fonética que valga; para la transformación de los vocablos no hay más que el uso persistente, fundado en el capricho instintivo (Valera 1905: 1179). La evolución lingüística es pues, para Valera, producto del «capricho instintivo», de la ingenuidad e inspiración de los hablantes (Valera 1869: 1106). Sin embargo, no todo cambio así producido triunfa sin más; las innovaciones deben ser sancionadas o rechazadas por el genio del pueblo (o por aquellos que lo encarnan) que discernirá cambios enriquecedores y meros vicios y corrupciones. La capacidad y voluntad de un pueblo para controlar el destino de su lengua (y consecuentemente de su espíritu) es central en el pensamiento lingüístico de Valera. Para el escritor español, el idioma, además de ser reflejo del genio de una raza (o cultura), es lazo de unión y sello de fraternidad entre todos aquellos que la conforman: «los grandes escritores son los que graban este sello» (Valera 1862: 1055), y los académicos son sus «custodios y defensores» (1055).

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Las ideas lingüísticas de Valera, así como la actitud hacia la ciencia del lenguaje que acabamos de describir, son complementarias de su visión de la realidad cultural y política de España y del mundo hispánico: sumándose a «aquella parte de España que no se resigna a la decadencia» (Tuñón de Lara 1980: 97), propone que, frente al abatimiento y decaimiento económico y político en que se encontraba España, es responsabilidad de todo español afirmar la grandeza de la civilización española y defender la unidad de esta civilización. Valera fundió y confundió su defensa de la unidad del mundo hispánico con la defensa de la uniformidad lingüística y cultural (de nuevo en un gesto propio del movimiento hispanista que anticipaba la visión pidalina de la lengua española). En un sentido, su ideología era resultado de lo que Joan Ramón Resina ha llamado «una de las grandes equivocaciones de la historia de España: la superposición de la identidad castellana como identidad del estado español» (Resina 1996: 101). Valera promovió la proyección transoceánica de la superordinación de la identidad castiza, y por eso concibió a Hispanoamérica como una simple prolongación de España. A lo largo de su obra ensayística, defendió y practicó con denuedo el fortalecimiento de vínculos y formas de comunicación entre ambos continentes: La unidad de civilización y de lengua, y en gran parte de raza también, persiste en España y en esas Repúblicas de América, a pesar de su emancipación e independencia de la metrópoli (Valera 1958: 313).

Esta unidad y uniformidad entre «españoles de España» y «españoles de América» conllevaba una latente jerarquización, e implicaba necesariamente una condena al silencio, o mejor una negación, de lo indio y lo negro como elementos de la hispanidad (en relación con esta idea está el ocultamiento al que nos referimos en el capítulo 1): Lo que yo sostengo es que ni el salvajismo de las tribus indígenas en general, ni la semicultura o semibarbarie de peruanos, aztecas y chibchas, añadió nada a esa civilización que ahí llevamos y que ustedes mantienen y quizá mejoran y magnifican (Valera 1958 [1889]: 365).

En aras de la defensa de la grandeza y unidad -que, insisto, implicaba uniformidad- de la «raza», Valera condenó la galomanía (Valera 1958: 264,424, 523) y el excesivo americanismo antiespañol en Hispa-

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noamérica (362-3,372-3). Aun así, para el escritor español, los peligros que acechaban y amenazaban la pureza y unidad de la raza no provenían sólo de América. En sus discusiones de la vida cultural y política de España, rechazó de plano el federalismo (388) y advirtió contra los excesos del regionalismo catalán y gallego (276, 412,442, 815, 819), no sólo político sino incluso filológico (Valera 1961: 907-10). Se rebeló, por las mismas razones, contra cualquier forma de naturalismo y, llegado el momento, contra cualquier expresión del pesimismo finisecular (Valera 1958: 413). La lectura de la obra ensayística de Valera nos revela, en suma, a un hombre empeñado en una misión de matices casi quijotescos: la de devolverle el orgullo a un pueblo atrasado económicamente, derrotado militarmente, convulsionado políticamente y abatido y decaído culturalmente. La solución pasaba, una vez más, por el orgullo y la defensa de la unidad, es decir, por la determinación de los españoles: Todo lo que acabo de decir, refiriéndome a un individuo, puede aplicarse también a las naciones, por donde el concepto que ellas forman de sí y el que de ellas forman los extraños importan a su valer real, a su acrecentamiento o a su caída (Valera 1958 [ 1868]: 741).

Se entenderá ahora mejor la importancia que para Valera tiene la concepción romántica del lenguaje. La fragmentación de la lengua habría sido síntoma indiscutible del colapso de la cultura española; de ahí sus alabanzas a la lengua y su defensa de la pureza e indivisibilidad de la misma. Su ciega fe en la voluntad del ser humano y en el poder de la autoestima, lo llevó a negar siempre, con la acritud y vehemencia con que fuera necesario (como en el caso de la polémica con Rufino José Cuervo), la posibilidad de división del español en múltiples lenguas.

E L CONTEXTO LINGÜÍSTICO-CULTURAL: CUERVO

El pensamiento lingüístico de Cuervo se caracteriza, primordialmente, por haber asimilado las ideas dominantes en la lingüística de la segunda mitad del siglo xix (Martínez 1954: 106-11). A raíz de la formulación del principio de la relación genealógica entre las lenguas, se fueron desarrollando el método comparativo, basado en el contraste de los elementos formales de las lenguas, y la lingüística histórica, basada en el análisis

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del sistema evolutivo de cada lengua. Ya desde su primera fase, en las primeras décadas del siglo xix, la lingüística histórica mostró una preferencia clara por el estudio de la evolución formal de las lenguas. Pero este tipo de estudio no constituía todavía un fin en sí mismo. Respondiendo aún a impulsos románticos, el cambio lingüístico era interpretado como indicador del devenir intelectual de una nación. Sin embargo, paulatinamente, la creciente acumulación de datos y las llamadas al rigor metodológico facilitaron el conocimiento de la estructura formal de las lenguas, tanto de su base fisiológica como de su base mental. Además, metáforas originalmente clarificadoras (que comparaban, por ejemplo, el lenguaje con un organismo natural o los procesos lingüísticos con leyes) pasan a estructurar el modo de concebir el objeto de estudio y por lo tanto el estudio mismo (ver Joseph 1989). Sería en el último tercio del xix cuando, de mano de los llamados neogramáticos, se llegara a estudiar el lenguaje como un fin en sí mismo (Jankowski 1972: 196) y se le confiriera independencia, no del ser humano, pero sí de la voluntad de éste (y por supuesto de la voluntad de los pueblos). Se concibe entonces el lenguaje como una entidad cambiante cuya evolución está determinada por leyes naturales: fijas, constantes e inexorables. Aunque, como se señaló arriba, Cuervo conocía bien las tendencias lingüísticas dominantes, no se puede ignorar, de cara a una caracterización completa de la actitud del colombiano hacia la lengua, el impacto que otra tradición tuvo en su modo de pensar: me refiero a la tradición que, capitaneada por Bello en América, puso su investigación lingüística al servicio del ideal cultural de la unidad del idioma. La convergencia de estas dos tradiciones en la formación intelectual de Cuervo sembró la semilla de una contradicción que marcaría la evolución del pensamiento lingüístico del gran filólogo: por un lado, el estudio objetivo del lenguaje le demostraba su naturaleza cambiante; pero por otro, la circunstancia histórica en la que vivía y sus convicciones culturales le hacían sentir la responsabilidad intelectual de defender la unidad de la lengua. La primera fase en su evolución intelectual, que se podría situar en torno a 1867 y 1872 (fechas de publicación de la primera edición de Apuntaciones), se caracteriza por la voluntad de resolver la contradicción mencionada. Consciente del peligro que entrañaba el distanciamiento entre la descripción científica de la lengua y la prescripción para su uso (especialmente en sus versiones conservadoras latinizantes), trata Cuervo de reconciliarlas (Martínez 1954: 122-6). La preservación de la unidad de una lengua, ante la presencia de «vicios», «desviaciones» o

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simples variantes, exige que se distingan las formas correctas de las incorrectas. La solución tradicional consiste en recurrir a la gramática prescriptiva. Pero frente a esta solución, Cuervo propone la elaboración de una norma basada en la investigación histórico-lingüística. Defiende una norma dinámica, pues «cada época ha de ser por fuerza neológica con respecto a las precedentes» (Cuervo 1907: x), y basada en «el uso respetable, general y actual, según se manifiesta en las obras de los más afamados escritores y en el habla de la gente de esmerada educación» (Cuervo 1907: xi). Este uso que ha de servir como modelo normativo debe tener justificación histórica «y no ha de ofrecerse regla ni teoría que no represente hechos ó no se funde en hechos comprobados» (Cuervo 1907: xii). Ante el carácter cambiante de toda lengua y los vastos territorios en que se habla la española, Cuervo reivindica el consenso lingüístico: Tal evolución se realiza por fuerza en todas partes, en España como en América, y si con sinceridad se desea mantener la unidad del habla literaria, única posible, tanto españoles como americanos han de poner algo de su parte para lograrlo (Cuervo 1907: xiii). La segunda fase del pensamiento lingüístico de Cuervo, que podríamos situar en el período en que sostiene la polémica con Valera, la domina la idea de la inevitable fragmentación del español. El cambio de dirección experimentado por Cuervo en relación con la unidad futura del español ha sido explicado de diferentes maneras. Para Fernando Antonio Martínez, «al sostener... la tesis de la disgregación del español en América Cuervo no hizo otra cosa que obrar consecuentemente con los principios y postulados de la ciencia que cultivaba» (Martínez 1954: 136). Menéndez Pidal, por su parte, y como se señalará en el capítulo 5, atribuyó el pesimismo final de Cuervo a la supuesta debilidad emocional que se apoderó del colombiano hacia la última década del xix («la naturaleza del sabio colombiano se vio prematuramente minada por los achaques de la senectud» [Menéndez Pidal 1944: 5]), que lo habría hecho susceptible de dejarse influir por las ideas «fragmentacionistas» expresadas por aquellos tiempos por el lingüista francés Louis Duvau y por el también francés, aunque emigrado a Argentina, Luciano Abeille (autor este último de El idioma nacional de los argentinos [1900]). Tal como se mostró arriba y como afirma Fernando Antonio Martínez (1954: 136), las ideas expresadas por Cuervo durante la polémica

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con Valera son consistentes con la concepción del lenguaje por él adoptada desde muy temprano en su carrera como filólogo. Esto nos obliga a desplazar a un segundo plano (si no a descartar) la teoría de Menéndez Pidal, que atribuye el cambio de criterio de Cuervo a su decaimiento o prematura senectud y a la influencia de un par de lingüistas de segunda fila. El temor a la fragmentación siempre estuvo presente en la obra de Cuervo (con la misma latencia con que lo estuvo en la Gramática de Bello); lo que perdió Cuervo, al correr los años, fue la confianza en la posibilidad de sostener en el futuro una norma lingüística común en todo el mundo hispánico. La explicación de Fernando Antonio Martínez aun si fuera correcta, sería todavía insuficiente. No debemos perder de vista cuál es exactamente el punto en que Cuervo cambió de parecer: si en las décadas de los sesenta, setenta y hasta los ochenta Cuervo creía en la posibilidad de consensuar una norma culta que llevara por cauce común la natural evolución de la lengua española en los vastos territorios donde se habla, hacia finales de siglo perdió la fe en tal posibilidad. Sin la norma común, la evolución que predice la lingüística histórica, en combinación con la diferenciación que muestra la dialectología, fuerza a Cuervo a concluir que la fragmentación del español en diversas lenguas es, si bien a muy largo plazo, ciertamente inevitable. La clave del cambio en el pensamiento de Cuervo fue, por lo tanto, la pérdida de fe en la capacidad de las clases cultas para producir una norma común, y esta pérdida de fe está, a mi modo de ver, asociada, no con la senectud, ni con el libro de Abeille, ni con cambio alguno en su orientación teórica, sino con la incapacidad de la intelectualidad hispánica finisecular para generar una actitud de tolerancia y diálogo que hiciera posible el desarrollo de un concepto integrador y plural de la hispanidad, y más concretamente, con las actitudes paternalistas y hegemónicas que desde España se proyectaban hacia América.

L A S RELACIONES CULTURALES ENTRE ESPAÑA Y AMÉRICA

Para entender plenamente las implicaciones de la polémica que aquí nos ocupa, es necesario entender la naturaleza de las relaciones culturales entre España y Latinoamérica desde la independencia hasta la primera década del siglo xx (ver los capítulos 1 y 2 y Fogelquist 1968, Pérez de Mendiola 1996, Pike 1971, C. M. Rama 1982). Como ha señalado Donald F. Fogelquist, «después de las guerras, todo tendía a la disgrega-

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ción» (1968: 11): las jóvenes naciones americanas buscaban inspiración en doctrinas filosóficas y modelos políticos europeos; y España, a su vez, se enfrentaba a los retos de su desarrollo como nación-Estado moderna en medio de una crisis económica y de conciencia. La interrupción del comercio espiritual y material entre la metrópoli y sus antiguas colonias acentuó la ignorancia y desinterés que en España había hacia lo americano: En la segunda mitad del siglo xix lo que menos interesaba al español eran los países hispánicos de allende el mar. Los periódicos traían noticias de Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y otros países europeos, pero casi nada de América o sobre América (Fogelquist 1968: 19).

Había, desde luego, esfuerzos reconciliadores que procedían de la Península Ibérica y que se materializaron en la aparición de publicaciones tales como La Revista Española de Ambos Mundos (a partir de 1853), La América (creada en 1859) o Unión Ibero-Americana (fundada en 1885 por la agrupación del mismo nombre). Fue precisamente esta institución la que organizó los congresos ibero-americanos de 1892 y 1900 con el objeto de estrechar los lazos entre España e Hispanoamérica. Estos intentos defendían, por lo general, un «hispanoamericanismo» similar al propugnado por Juan Valera, es decir, una defensa de la unidad de civilización que implica una visión de Hispanoamérica como prolongación de España. Junto al abrazo asimilador del «hispanoamericanismo», y a la ignorancia de una mayoría, había también en España actitudes abiertamente hostiles hacia la cultura americana, y en concreto, hacia sus manifestaciones literarias. Así se expresaba Julio Cejador y Frauca en Cabos Sueltos-. Es tan floja, por término general, la literatura americana, tan ligera y tan híbrida en el fondo y en la forma, en el pensamiento y en el lenguaje, ...que no hay paladar español capaz de arrostrar diez estrofas o tres capítulos de tan desaborido manjar (Cit. en Fogelquist 1968: 60).

Tal como ilustra esta cita, uno de los focos de tensión entre intelectuales españoles e hispanoamericanos (tensión que se trasladaría al seno de los círculos literarios españoles) fue la penetración del modernismo en la escena cultural española y la renovación del lenguaje que implicaba. Claro está que el modernismo literario tuvo sus detractores en todas par-

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tes; pero en España, el antimodernismo adquirió un cariz especial: el de antiamericanismo. El modernismo venía a confirmar la concepción de los americanos como saboteadores de la lengua (Fogelquist 1968: 50 y 337). Las polémicas de la lengua en la Hispanoamérica decimonónica (particularmente intensas en el Cono Sur) habían probablemente alimentado los recelos puristas de la intelectualidad española. Estas polémicas se desarrollaron en el seno del movimiento cultural de afirmación de lo americano y de proclamación de autonomía literaria (Caballero Wanguemert 1989: 180). Pero en la propia América, y por debajo del espíritu americanista dominante, habían de surgir diferencias, y muy marcadas, al tratar el espinoso tema de la emancipación lingüística. Por un lado, como se vio en el capítulo 2, figuras como Gutiérrez, Alberdi, Echeverría o Sarmiento veían la fragmentación como un hecho naturalmente vinculado al desarrollo de identidades nacionales americanas, y concebían la evolución lingüística como necesario resultado del progreso intelectual de estas naciones: «Ya que lengua y pensamiento constituyen un binomio inseparable, se aceptarán todas aquellas innovaciones lingüísticas que supongan un crecimiento intelectual» (Caballero Wanguemert 1989: 181). Por otro lado, personalidades como Florencio Varela o Andrés Bello defendían el orden idiomàtico y advertían contra el populismo lingüístico y contra la corrupción que implica la división de la lengua (ver capítulo 3). A esta tradición que defiende la unidad idiomàtica pertenece el Cuervo que, a finales de los sesenta, publicaba las Apuntaciones. Jamás abandonaría Cuervo el deseo de mantener la unidad del idioma y la comunidad hispánica. Recuérdese lo dicho arriba (al tratar del prólogo al Nastas io): Cuervo hacía con amargura su fatal profecía (que no se cumpliría sino en un futuro muy lejano) y sostenía la hermandad entre las naciones hispanas. Lo que sí desapareció del pensamiento de Cuervo, como ya se ha señalado, fue la fe en la capacidad y voluntad de las clases intelectuales rectoras de España e Hispanoamérica para consensuar una norma. A este cambio debieron de contribuir las tensiones culturales arriba mencionadas y las diferencias de tono de las declaraciones de defensa de la unidad hechas a un lado y otro del Atlántico. En conclusión, la lectura aquí propuesta de la polémica entre Cuervo y Valera sugiere varias claves para la comprensión de las relaciones culturales entre España y Latinoamérica y para la contextualización de la historia reciente de la lingüística hispánica. Primero, muestra la profunda implicación de la ciencia del lenguaje en la elaboración de discursos

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culturales de abierta orientación política; segundo, ilustra cómo, a principios del siglo xx, la tradición filológica hispánica tenía que plantearse la conveniencia ideológica de reconciliar el estudio científico del lenguaje y la concepción romántica del mismo que lo mantenía ligado a la voluntad humana (no olvidemos en los mismos años de la controversia Menéndez Pidal lanzaba su carrera filológica y adquiría la legitimidad intelectual y el apoyo institucional necesarios, como veremos en el capítulo 5, para poner en marcha la creación de la escuela filológica española); y por último, la polémica ilustra la difícil relación entre la vieja metrópoli y sus antiguas colonias en el proceso de configuración de una identidad común ajustada a la nueva realidad postcolonial: Valera insistió en la supervivencia de un espíritu panhispánico asociado con las fuerzas de la civilización e hizo un llamamiento a españoles y americanos para defenderlo. Cuervo dejó ver su escepticismo ante el glorioso futuro de una comunidad hispánica unida y su decepción ante los intentos de la intelectualidad española de retener la posición hegemónica en el concierto de naciones hispánicas.

5. MENÉNDEZ PIDAL, LA REGENERACIÓN NACIONAL Y LA UTOPÍA LINGÜÍSTICA José del Valle

La función histórica de la utopía no consiste precisamente en traducir a la realidad aquí y ahora... sus contenidos; sino en ensanchar las posibilidades históricas de un pueblo a través de un enriquecimiento de su conciencia colectiva (Jover Zamora 1991: 189).

PlDAL Y EL FIN DE SIGLO

Cuando hacia finales del siglo xix la imponente figura intelectual de Ramón Menéndez Pidal irrumpió en el panorama científico y cultural español, su muy querida patria, España, vivía una desconcertante sensación de crisis. La mayoría de las colonias americanas habían alcanzado su independencia hacía ya varias décadas y sus líderes debatían el destino político y cultural de las nuevas naciones a partir de modelos entre los cuales, por supuesto, no se hallaba la antigua metrópolis. Ahora, al tiempo que caían las últimas posesiones del Imperio, la imagen de España ante el resto del mundo se hundía hasta tocar fondo. Curiosamente, Pidal ganaba su plaza en la Universidad de Madrid en 1899, apenas meses después de la dolorosa derrota ante los Estados Unidos, el nuevo poder militar y económico que extendía su influencia hacia el sur por el continente americano. En España, por esa misma época, los movimientos regionalistas y nacionalistas, y sus proyectos políticos y culturales, iban tomando forma en el norte, en regiones como Cataluña, Galicia y

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el País Vasco. Suponían éstos un desafío a la unidad de España y a su viabilidad como nación; y herían el orgullo y aspiraciones del nacionalismo liberal español. Además del desastre colonial y del brote nacionalista, le tocó a Pidal vivir el aparente resquebrajamiento del orden social concebido por el liberalismo. España parecía hallarse al borde de una ruptura que se vislumbraba tras la creciente influencia política del anarquismo y socialismo y tras las voces de las clases bajas que, poco a poco, se abrían camino por los hasta entonces restringidos espacios discursivos de la política y la literatura. Fuera o no cierta la excepcionalidad de Estaña, real era sin duda la sensación de crisis, la percepción de la nación ibérica como un país política e intelectualmente decadente. Como muestran varios de los capítulos de este libro (especialmente 4, 6 y 7), frente a un panorama tan poco halagüeño, los intelectuales españoles del cambio de siglo (regeneracionistas, noventayochistas, etc.) parecen haberse impuesto la tarea de diagnosticar la enfermedad y encontrar remedios que ayudaran a la nación a superar el trauma. En este capítulo, pretendo precisamente leer la obra lingüística de Pidal contra el telón de fondo de esta compleja crisis. Más allá de los incuestionables y meritosísimos logros científicos de esta obra, me propongo redondear su historificación al sacar a la luz lo que en ella hay de esfuerzo por asistir a la elite cultural española (y a la nación en su conjunto) en la superación de la crisis y del trauma que ésta pudiera producir. El papel del gran filólogo fue destacado, pero sobre todo, fue singular: frente a otros pensadores que buscaban ansiosamente las causas de la crisis, el interés de don Ramón residía no tanto en hacer un diagnóstico como en minimizar los síntomas de la enfermedad y administrar con ello una muy necesaria inyección de moral al pueblo español. Apuntando precisamente en este sentido, en una entrevista realizada por su discípulo Federico de Onís, expresaba el maestro una fe optimista tanto en el espíritu del pueblo como en la capacidad de las minorías selectas para liberar a la nación de su momentánea crisis: A esta idea de la incapacidad originaria y fatal de la raza (madre de un pesimismo mortal e injustificado), sustituyen otros la de que la raza ha degenerado (pesimismo relativo, pues deja la puerta abierta a la posibilidad de regeneración). Yo, más optimista aún, no veo segura esa supuesta degeneración... La virtud, el vigor [de la nación], han quedado atenuados, sí, más bien dormidos, latentes; pero a poco que se acerque uno al pueblo encuentra vivas

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las fuentes de la energía que esperan ser suscitadas, vigorizadas, encauzadas por elementos directores capaces de representar el espíritu de todo un pueblo... nunca han faltado ni faltan ahora grandes españoles capaces de tomar las riendas y dirigir los esfuerzos espontáneos por los caminos seguros de la reconstitución nacional (cit. en Pérez Pascual 1998: 147). En consonancia con estas convicciones, Pidal, en su papel de lingüista, historiador y filólogo, asumió la responsabilidad que le correspondía para producir el liderazgo que España necesitaba con tanta urgencia. En las páginas que siguen, trataré de mostrar que entre los objetivos de su obra lingüística se encontraba contrarrestar el sentimiento antiespañol que pudiera existir en las antiguas colonias y asegurar la lealtad de la elite al proyecto de construcción de una comunidad hispánica moderna en la que se reservara un papel central a España. Más concretamente, veremos cómo, a través de sus investigaciones filológicas, Pidal intentó neutralizar el impacto de opiniones que perturbaban el orden lingüístico heredado del período colonial, un orden cuyo mantenimiento se deseaba para constituir la armazón ideológica de la nueva comunidad hispánica. Con su esfuerzo, Pidal produjo un impresionante corpus de trabajo científico, y con éste, una conceptualización monumental de la lengua en la que se daban cita, por un lado, un homenaje a la noble tradición española y, por otro, un acto simbólico de compromiso con la modernidad.

PIDAL Y LA BATALLA DEL IDIOMA

Ya hemos visto en los capítulos anteriores que la lengua se había constituido como uno de los frentes en los que los intelectuales hispánicos libraban la guerra del prestigio. Los debates sobre quiénes o qué instituciones deberían legítimamente controlar la norma lingüística y sobre lo deseable o inevitable de la fragmentación (es decir, lo que aquí, siguiendo a Carlos Rama, hemos llamado «la batalla del idioma») eran en realidad discusiones simbólicas (y a veces no tan simbólicas) sobre la modernidad de España y sobre su posible papel en el mantenimiento y desarrollo de una cultura hispánica unitaria. Tal como se dijo en el capítulo 1, a lo largo del siglo xix, la convergencia del romanticismo, el nacionalismo y la lingüística había consolidado la ecuación lengua = cultura = nación. En un contexto filosófico tal era natural que la lengua

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se hubiera convertido en terreno de cultivo para la formación de las nuevas naciones americanas y en la plataforma preferida por sectores de la intelectualidad española para lanzar el proyecto de revitalización cultural que el estado de crisis exigía. Ya hemos visto también que los participantes en esta singular batalla eran plenamente conscientes del carácter cambiante del lenguaje. Mantenían, claro está, posiciones radicalmente opuestas en relación con la medida en que el cambio podría o debería ser controlado y sobre cómo podría o debería ser canalizado. Algunos comentaristas lingüísticos, como vimos en los capítulos 2 y 4, identificaban evolución con fragmentación. Velleman señalaba que, para Sarmiento, la ruptura del español y el desarrollo de nuevas lenguas en América Latina era aceptable en tanto que supusiera la liberación del espíritu de las naciones americanas de las limitaciones de una cultura española anticuada e inútil. Para Cuervo, tal como expliqué en el capítulo anterior, la división lingüística sería la desgraciada consecuencia del decaimiento de España, de su incapacidad para servir como lazo de unión para las naciones hispánicas, y de la imposibilidad de que los intelectuales de ambos lados del Atlántico pudieran llegar a un consenso que preservara la presente unidad. En cualquier caso, la idea de la fragmentación del español, tanto si se deseaba como si no, estaba siendo interpretada como consecuencia real y como perturbador indicio de la decadencia cultural y debilidad política de España. Debe quedar claro que aceptar sin más la fragmentación era sólo una de las posibles respuestas al desafío planteado por la evolución constante del lenguaje. De hecho, numerosos intelectuales españoles y latinoamericanos deseaban y creían en la preservación de la unidad lingüística. Pero aun así éstos debían enfrentarse a dos preguntas. Primero, ¿quién ha de estar a cargo del control y canalización de los cambios, es decir, de la selección, codificación y elaboración del español? Segundo, ¿quién debe controlar el discurso público sobre la lengua y manejar con ello su potencial simbólico; quién ha de construir la compleja red de asociaciones entre la lengua y los referentes culturales y políticos; quién se ocupará de asegurar la aceptación de la norma y sus guardianes? La necesidad de preservar la unidad lingüística y cultural sólo podría ser satisfecha por medio de un acuerdo o consenso entre la intelectualidad española y latinoamericana con respecto a la estandarización y la conceptualización del español. Sin embargo, como queda dicho, las tensiones en torno al consenso lingüístico (visibles en la polémica entre Rufi-

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no J. Cuervo y Juan Valera, o en la experiencia del peruano Ricardo Palma en la Academia) eran una realidad, y con frecuencia, producto de visiones divergentes, a ambos lados del Atlántico, sobre la configuración jerárquica de la cultura hispánica. Así las cosas, los campeones de la causa española, como Pidal, tenían que librar la batalla del idioma en dos frentes. Por un lado, tenían que neutralizar el asalto de los fragmentacionistas y proteger la imagen unitaria de la comunidad hispánica. Por otro, debían defender la posición de España frente a las cargas de los nacionalismos periféricos y frente a los latinoamericanos que o bien proclamaban su independencia lingüística o bien exigían su legítima parcela de poder. En todo caso, en esta batalla estaba en juego la hegemonía de España, es decir, su viabilidad como nación y su prestigio internacional en el mapa lingüístico y cultural de la comunidad hispánica.

L A RECUPERACIÓN DE LA HEGEMONÍA

El prestigio y poder de Pidal, y por lo tanto su capacidad para hacer llegar a sus contemporáneos su visión del español, se derivaba ciertamente de los recursos que controlaba como resultado de su asociación con varias instituciones culturales del Estado. Como ya se ha dicho, ganó su plaza en la Universidad de Madrid en 1899, ingresó en la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas en 1907, dirigió el Centro de Estudios Históricos entre 1910 y 1936, e ingresó en la Real Academia española en 1902, dirigiéndola desde 1926, y en la de Historia en 1916. Sin embargo, la fuente de poder más sólido para Pidal (la razón de su pertenencia a las instituciones mencionadas) era su brillante y abundante producción científica, es decir, el capital intelectual que con tanto trabajo había ganado. Como investigador de la historia y de la lengua, reconocido nacional e internacionalmente, alcanzó un extraordinario nivel de admiración pública que le permitiría ostentar lo que Pierre Bourdieu llama poder simbólico, «ese poder invisible que puede ejercerse sólo con la complicidad de aquellos que no quieren saber que están sometidos a él o incluso que ellos mismo lo ejercen» (1991: 164). Si bien es cierto que Pidal se sumó a la batalla de la lengua atrincherado en las instituciones del poder cultural, también lo es que lo hizo provisto de las más sofisticadas armas que le proporcionaba la ciencia del lenguaje.

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Sin con ello negar la gran calidad de su obra o desmerecer su prestigio como lingüista, se debe señalar que el impulso tras sus esfuerzos científicos era en verdad intensamente patriótico. Así lo ha sugerido José Luis Abellán: Su exaltación de Castilla y su preocupación por todo lo referente al espíritu castellano le sitúan en un lugar privilegiado dentro del 98, que no sólo no le impidió, sino que de algún modo inspiró su obra científica de historiador y filólogo (cit. en Pérez Pascual 1998: 86). Pidal era consciente de las implicaciones culturales y políticas de su obra científica: «[C]onfío mucho en la eficacia del trabajo científico, que lentamente labra la conciencia de un pueblo elevando su cultura» (cit. en Pérez Pascual 1998: 244). Desde los métodos y marcos conceptuales de la lingüística histórica y la filología, y desde la privilegiada posición de poder político e intelectual que ocupaba, Pidal contribuyó no sólo al progreso técnico de esas disciplinas en España, sino también, como ya se ha dicho, a la creación de una imagen monumental de la lengua. De hecho, utilizó el poder retórico de la ciencia para producir y propagar una visión muy concreta del español: como creación perfectamente armónica de una cultura de progreso y como instrumento de civilización que sólo podría ser desdeñado o rechazado al precio de desdeñar o rechazar la cultura y civilización mismas. Veremos que, en la obra lingüística de Pidal, la narrativa del trauma que reflejaba los infortunios de España fue simplemente puesta a un lado y las injurias al honor de la patria rechazadas con elegancia pero sin piedad. El temor a la fragmentación lingüística fue superado trazando una cuidadosa imagen del español sobre el lienzo de un sistema sociocultural bien estructurado. La integridad y dignidad del sistema (la civilización hispánica) estarían garantizadas siempre y cuando una elite cultural ilustrada y leal asumiera la responsabilidad de salvaguardar las tradiciones que la definen, entre ellas, la lengua.

E L CETRO DEL PODER SIMBÓLICO

El discurso de la autoridad... ejerce su efecto específico sólo cuando es reconocido como tal: ...debe ser producido por alguien legítimamente autorizado para hacerlo, el propietario del cetro, conocido y reconocido como

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persona capaz y capacitada para producir ese tipo particular de discurso (Bourdieu 1991: 113).

La lingüística como disciplina académica independiente se fue desarrollando en Europa a lo largo del siglo xix. A medida que este nuevo campo del saber ganaba prestigio académico y que las cuestiones de la lengua adquirían más y más prominencia en los debates culturales y científicos (Robins 1990: 187-8), los intelectuales españoles veían con preocupación el retraso de su nación en incorporar esta nueva y prestigiosa ciencia a sus universidades (Mourelle Lema 1968: 155-209). Su inquietud no carecía de justificación, pues ya a principios del siglo xx, no se había producido aún una gramática histórica del español, y pocos estudios dignos desde perspectivas lingüístico-históricas, siguiendo el paradigma dominante, habían sido publicados (con la notable excepción, por supuesto, de los trabajos de Rufino J. Cuervo, un colombiano). Habría de ser precisamente Pidal quien, en 1904, llenara este vacío al publicar su Manual de Gramática Histórica Española, popular texto que habría de reeditarse en varias ocasiones hasta 1941. El desarrollo teórico de la lingüística histórica y comparativa en Europa a lo largo de la primera mitad del xix había culminado en la década de los sesenta con la formulación del programa neogramático por un grupo de investigadores alemanes: Hermann Osthoff, Karl Brugmann y sus colaboradores (Jankowsky 1972). Por fin, en 1904, con el Manual, un investigador español demostraba absoluta familiaridad con los modelos más avanzados de la lingüística histórica al seguir fielmente y con gran acierto el modelo neogramático y sus principios. En efecto, el Manual, tras una breve introducción a las lenguas que habían contribuido a la formación del léxico español, presentaba las leyes fonéticas que dieron forma a la lengua moderna, es decir, los cambios que describen la evolución del latín al español estándar. Esta sección iba seguida de otra dedicada a los cambios esporádicos, explicados principalmente como resultado de procesos analógicos. La sección final quedaba dedicada al cambio morfológico, y en ella de nuevo, siguiendo el esquema dominante la analogía jugaba un papel central. La siguiente cita (que tanto nos recuerda al principio de regularidad) no deja lugar a duda sobre la adopción del modelo neogramático: Esta historia nos ha dado a conocer leyes o direcciones que obraron sobre todos o sobre la mayoría de los casos en que cada sonido se daba en

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igualdad de condiciones dentro de palabras... El descubrimiento de esas leyes fonéticas ha sentado el estudio del origen de las palabras sobre una base firme capaz de servir al trabajo científico (1941: 175).

La organización general del libro, la metodología que adoptaba y la concepción del cambio lingüístico en que se basaba eran, por lo tanto, consistentes con la doctrina neogramática, es decir, con la ciencia del lenguaje. La configuración rígidamente académica de este texto y su respeto al programa neogramático subrayan su poder ideológico: con el Manual quedaba demostrado (en este caso a sus lectores españoles) que el español podía, y consecuentemente debía, ser estudiado científicamente. Al hacerlo (y precisamente por hacerlo tan bien) Pidal asumía el control de la escritura de su historia y daba un paso de gigante hacia la construcción de su imagen pública, moderna y científica. Pero además, la publicación del Manual demostraba (en este caso a sus lectores nacionales e internacionales) la capacidad de los investigadores españoles para producir trabajo científico de primerísima calidad. Pero como es bien sabido, Pidal no cerró aquí, con el Manual, la elaboración y documentación de la historia del español. En 1926, publicó la primera edición de la que pronto llegaría a ser reconocida como su obra maestra: Orígenes del español: estado lingüístico de la península ibérica hasta el siglo xi. El libro constaba de cuatro secciones: comenzaba con la edición crítica de una serie de textos a partir de los cuales se podría estudiar la fase preliteraria del español; continuaba con un análisis lingüístico -una gramática- de aquellos textos y de un capítulo en el que se discutía la relevancia de los datos presentados para la historia política y social de España. Finalmente, la última sección presentaba las consecuencias de estos hallazgos para la teoría del cambio lingüístico en general. Los aciertos intelectuales de Pidal en Orígenes son muchos. Por ejemplo, con este trabajo intervenía en las discusiones teóricas en que se fundaban las polémicas entre neogramáticos y dialectólogos. Tal como mencioné arriba, debido en parte a la importancia y prestigio de la escuela neogramática, el concepto de ley fonética había pasado a ser central en la teoría lingüística. El radicalismo del principio de regularidad de Osthoff y Brugmann, su supuestamente rigurosa aplicación, era producto del deseo de los lingüistas decimonónicos por asociarse con un método científico y por definir su objeto de estudio, el lenguaje, como entidad que exhibe un comportamiento sistemático. Sin embargo,

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algunos investigadores contemporáneos de los neogramáticos -sobre todo dialectólogos- habían expresado su oposición a un método basado en una concepción tan rígida de la ley fonética, en un principio tan flagrantemente falso. Frente a los neogramáticos, muchos lingüistas preferían centrarse en la heterogeneidad, como Rousselot o Gauchat, o en el protagonismo de la palabra, como Curtius o Schuchardt (ver Iordan y Orr 1970: 24-75 para una extensa discusión del asunto). En Orígenes, Pidal respondía a las objeciones de los dialectólogos: aunque aceptaba sus datos y sus argumentos, los acusaba de visión defectuosa: El espejismo... no se producirá si afirmamos la existencia de la ley fonética; se produciría si la negásemos, por no considerar el conjunto de una evolución secular sobre un territorio lingüístico de cierta unidad, y por limitarnos a la intensa contemplación de un solo instante del dialecto de una aldea (1950: 531). Pidal asumía la imperfección del principio de regularidad; sin embargo, la solución que proponía no era descartarlo sino redefinirlo. El concepto de ley fonética era válido siempre y cuando no fuera aceptado literalmente o interpretado como un hecho «natural». Según la visión del mismo ofrecida en Orígenes, la ley fonética era un fenómeno fónico que opera históricamente bajo el impulso de fuerzas culturales y sociales; es un símbolo de las tendencias lingüísticas que sólo pueden ser entendidas teniendo en cuenta la historia socio-cultural de la comunidad en cuestión. La redefinición que Pidal hizo de la ley fonética y el método histórico-dialectológico que desarrolló (en el cual la evolución de las formas lingüísticas en el tiempo se comparaba con su distribución en el espacio) lo sitúan entre los investigadores que se anticiparon a algunas de las concepciones del cambio lingüístico que habrían de ser dominantes en la disciplina tras la irrupción de la sociolingüística y de la hipótesis sobre la difusión léxica de los cambios (véase mi discusión del asunto en Del Valle 1999a). Orígenes fue, y es, una obra maestra de la lingüística, reconocida como tal por los contemporáneos del autor (en España y en el extranjero), que fortaleció la ya sólida autoridad de su autor en materia de lenguaje. Su redefinición integradora de la ley fonética y la aplicación de la misma en Orígenes a la elaboración de la historia del español le permitieron a Pidal aferrarse al cetro de la ciencia del lenguaje al tiempo que producía un discurso cargado ideológicamente en el

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que sonaban los ecos de la batalla del idioma, es decir, los intentos por parte de España de recuperar su posición hegemónica.

L A DIFUSIÓN DEL SABER LINGÜÍSTICO

Si bien la magnitud intelectual del filólogo español debe ser medida por su logros científicos (que fueron muchos), conviene subrayar también, como índice de su calibre intelectual, su conciencia de las implicaciones políticas de su empresa lingüístico-filológica. Entendía claramente la necesidad de crear un saber y una escuela de pensamiento que elevaran el prestigio de la ciencia española y que legitimaran una muy concreta visión que él mismo contribuyó a elaborar del español, de España y de la comunidad hispánica. Pero su idea del papel que le correspondía en el proceso no se acababa ahí. Como apuntamos en la primera sección de este capítulo (y en sus propias palabras), era también consciente de la relevancia política de su trabajo y veía la necesidad de intervenir personalmente en la propagación social de aquella ideología lingüística. Por lo tanto, la obra de Pidal no se limitó al ámbito universitario al que iban dirigidos libros tales como el Manual u Orígenes. Produjo también una serie de textos para un público más amplio de lectores cultos no necesariamente versados en cuestiones lingüísticas y filológicas. Eran textos popularizadores de las ideas lingüísticas de Pidal, de las conclusiones a las que había llegado en los trabajos de investigación que alcanzaban sólo a un público especializado. Uno de esos textos fue «La lengua española», publicado en 1918 en el primer número de la revista Híspanla de la American Association of Teachers of Spanish. Apareció como carta dirigida a Aurelio Espinosa y a Lawrence Wilkins, fundadores de esta asociación. Años más tarde, Pidal habría de publicar un texto muy similar a éste, La unidad del idioma, conferencia pronunciada ante la Asociación Española del Libro. Fue publicada por el mismo grupo en 1944 y reproducida un año después en Castilla, la tradición, el idioma en la serie Austral de Espasa-Calpe (colección accesible y de amplia difusión). El contenido de ambos artículos es similar: se avanzan numerosos argumentos para disipar cualquier temor de fragmentación y se describe el español como una lengua estable y uniforme que simboliza los éxitos históricos y el prometedor futuro de la civilización española. El profundo carácter retórico de estos ensayos y lo imaginativo de las tesis y argumentos que presentan son evidentes (como trataré de demos-

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trar más adelante), y parecen contrastar con la naturaleza de los textos académicos, consistentes en su contenido y estructura con las tendencias dominantes en la lingüística histórica y en la dialectología. Sin embargo, los textos académicos y los de difusión muestran una continuidad temática y una coherencia argumental que permiten a los últimos derivar legitimidad de su conexión con los primeros. Todos ellos son, de alguna manera, descripciones del español como lengua unitaria y uniforme, y de su historia como inevitable proceso de convergencia. La unidad y uniformidad lingüísticas se presentan como resultado natural de la visión superior (de un modelo civilizador) ofrecido por Castilla primero y por España más tarde a la comunidad hispánica en su conjunto. En suma, los textos de difusión están rodeados de un halo de respetabilidad y legitimidad que sólo es posible como resultado del poder simbólico del autor y de su asociación con los textos académicos.

U N I D A D Y UNIFORMIDAD: LOS TEXTOS ACADÉMICOS

La mayor parte de la obra lingüística de Pidal gira en torno a la unidad pasada, presente y futura del español. Si, por un lado, la idea de la fragmentación (aceptada, incluso con entusiasmo, por Sarmiento y predicha, con gran tristeza, por Cuervo) reflejaba una visión pesimista o negativa de la comunidad hispánica (especialmente de la cultura española), por otro lado la insistencia de Pidal en la unidad y uniformidad de la lengua era parte de su esfuerzo por frenar la posible propagación de la teoría de la fragmentación y por forjar una imagen positiva de España y de la civilización que había creado a lo largo de su historia. La existencia de diferencias dialectales en el seno del español constituía la base material de las predicciones rupturistas; sin olvidar la nueva moda estética que traía formas y variedades no estándar al ámbito de la literatura. El argumento fragmentacionista era que, si las clases educadas adoptaban formas dialectales, podrían surgir nuevas normas cultas, y consecuentemente nuevas lenguas, en cada nación hispánica (véanse las opiniones al respecto de Sarmiento y Cuervo presentadas en los capítulos 2 y 4 respectivamente). La estatura de Pidal como lingüista y filólogo, su conocimiento del español en particular y del lenguaje en general, era demasiado fino como para negar sin más la existencia de variación y de dialectos. Por lo tanto, se enfrentaba a la ardua tarea de defender la unidad al tiempo que reconocía la existencia de diversidad. Respondió a este des-

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affo abriendo dos frentes: primero, tenía que probar que la variación era mínima, es decir, que no sólo había unidad sino también un alto grado de uniformidad entre los dialectos del español. Además, debía demostrar que la variación es consistente con la vida de una lengua moderna normal y que (como ya había afirmado Juan Valera, según vimos en el capítulo 4) de ningún modo tal variación habría de ser considerada una amenaza a su unidad, una disminución de su valor o un deterioro de su imagen. La posición de Pidal ante la unidad y uniformidad estaba anclada en su labor lingiiístico-histórica. Tal como he indicado, en la elaboración de aquellos textos echaba mano de las metodologías y sistemas conceptuales más al día, y satisfacía los más exigentes criterios de valoración de la investigación lingüístico-histórica. Pero además, se aprovechó plenamente del potencial unificador de los principios filosóficos que yacían bajo el historicismo. Julia Kristeva ha sugerido que el historicismo era, al menos en parte, consecuencia de las revoluciones del siglo xvm, que crearon la necesidad de reconciliar aquellas radicales transformaciones con el concepto racionalista de un orden natural (1989: 193-5). Esta reconciliación dio lugar a que surgiera la idea de que el orden genera evolución: «El historicismo racionalizó la ruptura para encontrar continuidad tras la división» (194). Pero en el marco conceptual del historicismo, la noción de que el cambio puede ser interpretado como permanencia no es universalmente válida: la continuidad está garantizada sólo por los cambios «naturales». En otras palabras, dado que un objeto contiene dentro de sí mismo las semillas de su propia transformación, la continuidad está a salvo si los impulsos del cambio residen en la propia estructura orgánica del objeto. En el Manual, el retrato diacrònico que Pidal hace del español es consistente con los principios del historicismo. Su descripción de la lengua se centra en dos elementos: la continuidad de los rasgos heredados y su estabilidad, la cual fue alcanzada cuando, bajo el impulso de Castilla, llegó a su madurez: Sólo será objeto de nuestra atención preferente el elemento más abundante, más viejo, el que nos puede ofrecer la evolución másrica:el del latín vulgar o hablado, que forma, por decirlo así, el patrimonio hereditario de nuestro idioma (1941: 30, el énfasis es nuestro). Este idioma hispano-romano, continuado en su natural evolución, es el mismo que aparece constituido ya como lengua literaria en el Poema del Cid, el mismo que perfeccionó Alfonso el Sabio y, sustancialmente, el mismo que escribió Cervantes (1941: 8, el énfasis es nuestro).

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Para Pidal, los primeros pasos en el crecimiento del español empiezan con el colapso de la fuerza unificadora del Imperio Romano. En ese momento de la historia de la lengua, las semillas plantadas por la variación dialectal del latín empiezan a crecer. Pero tras la desaparición de la norma latina, no todas las lenguas románicas crecieron de igual manera. En el territorio iberorrománico habría sido el espíritu expansionista de Castilla y su capacidad para desarrollar una variedad literaria lo que llevó a la lengua hasta la madurez dándole la estabilidad que distingue a las lenguas saludables: El castellano, por servir de instrumento a una literatura más importante que la de otras regiones de España, y sobre todo por haber absorbido en sí otros dos romances principales hablados en la Península (el leonés y el navarro-aragonés), recibe más propiamente el nombre de lengua española (1941: 2, el énfasis es nuestro). Ya hemos visto que la estabilidad, según los principios del historicismo y de la lingüística histórica, no puede ser identificada con la inmovilidad. Las lenguas evolucionan inevitablemente. Pero si bien es cierto que evolucionan, la preservación de su esencia (p. Ej. su estabilidad manifiesta en el léxico y en la gramática) puede ser garantizada por lo que Pidal llama su «evolución natural», es decir, la evolución interna experimentada por las lenguas maduras y saludables. Para Pidal, el español claramente demuestra el poder de rechazar influencias externas, antinaturales: Lo que el español tomó de otros idiomas extranjeros fué ya en época más tardía, y por lo tanto es menos importante que lo que tomó de germanos y árabes, pues el idioma había terminado su período de mayor evolución y era menos accesible a influencias externas (1941: 24, el énfasis es nuestro). Llegarán acaso a olvidarse, como se han olvidado ya cientos de palabras que usaban los galicistas del siglo xvm...; un idioma, como un cuerpo sano, tiene facultad de eliminar las sustancias extrañas no asimiladas e inútiles (1941: 25, el énfasis es nuestro). Ya sabemos que Pidal siguió elaborando su imagen del español en Orígenes. En su comentario a los documentos del período de orígenes, afirmó que exhibían una desconcertante variedad de formas, que en ellos se intuía una lengua que carecía de autoconciencia, de personali-

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dad, de alma, de vida propia (1950: 517-29). En mitad de este caótico escenario, afirmaba, Castilla y su lengua se habían erigido como modelo de orden, como fuerza civilizadora a la cual las demás no podrían sino someterse: Ciertos países muestran una orientación más espontánea hacia la estabilización más decididamente que otros. Castilla se adelanta a todos los dialectos hermanos (1950: 529, el énfasis es nuestro). Castilla muestra un gusto acústico más certero, escogiendo desde muy temprano, y con más decidida iniciativa, las formas más eufónicas de estos sonidos vocálicos (1950: 486, el énfasis es nuestro). El dialecto castellano representa en todas esas características una nota diferencial frente a los demás dialectos de España, como una fuerza rebelde y discordante que surge en La Cantabria y regiones circunvecinas (1950: 487, el énfasis es nuestro). Vemos que, a partir de su análisis filológico, concluyó que el castellano había nacido con ciertas cualidades superiores (estabilidad, un especial sentido estético, un espíritu emprendedor) ofreciendo un modelo superior a sus vecinos. A medida que estas regiones vecinas iban adoptando el modelo, contribuyendo modestamente a su ordenada evolución, su simple superioridad funcionaba como garante de la unidad.

U N I D A D Y UNIFORMIDAD: LOS TEXTOS DE DIFUSIÓN

La unidad y uniformidad de la lengua ocupan también lugar prominente, y de un modo aún más explícito, en los textos de difusión antes mencionados. Efectivamente el objetivo de estos ensayos es la discusión del asunto con un estilo mínimamente técnico (el título La unidad del idioma habla por sí solo). Estos ensayos giran en torno a los siguientes temas: la especial lealtad de España al verdadero espíritu de la lengua, la uniformidad que caracteriza al español de ambos lados del Atlántico y el poder de las instituciones humanas para controlar el devenir de la lengua: El tipo europeo prolonga más directa y firmemente la línea evolutiva antigua; la sociedad peninsular... continúa más fielmente su mismo estilo lingüístico; ...El tipo americano pertenece a pueblos que se han formado

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previo el desgarrón de la vida peninsular...; pueblos que ...sienten con menos viveza la tradición idiomàtica (1944: 29). El español peninsular es entre las lenguas romances la más unitaria; la lengua hablada en la Península, salvo en Asturias y en Alto Aragón, no muestra verdaderas variedades dialectales (1944: 30). Ahora nos basta el hecho para comprender que las hablas populares hispano-americanas no representan una desviación extraordinaria respecto de la castellana (1918: 2). La conversación de las personas educadas de la América española es, mirada en sus más salientes rasgos, el habla culta de Andalucía (1918:6). Con los progresos de la comunicación y con los de la cultura va alcanzando nuevos caracteres lo que se llama fijación del idioma... La acción del individuo y de la colectividad sobre el idioma se va haciendo cada vez menos inconsciente (1944: 23). [L]os medios disponibles para propagar las normas lingüísticas son hoy increíblemente superiores a los de antes (1944: 23). El efecto inmediato de la insistencia de Pidal en la homogeneidad lingüística hispánica es hacer que toda descripción o referencia a la variación dialectal (ya se manifieste en un estudio científico o en un ensayo destinado a un público más amplio) esté abocada a quedar absorbida y ser doblegada por la gran narrativa de la unidad y la uniformidad. La principal estrategia que usa Pidal para anticiparse a los pesimistas efectos de la teoría de la fragmentación es integrar la variación como elemento constitutivo y natural en su imagen lingüística: La separación que media entre el español culto común, representante de la unidad, y el español popular de las varias regiones, representante de la diversidad, no puede simbolizarse en la creciente divergencia, cuya diferencia llegue a ser tanta que el español literario quede ininteligible para el pueblo, sino que debe figurarse por dos líneas ondulantes que caminan a la par en la misma dirección y cuyos altibajos tienden frecuentemente a la convergencia y se tocan muchas veces, sin llegar nunca a confundirse. El habla literaria es siempre la meta a que aspira el lenguaje popular, y, viceversa, la lengua popular es siempre fuente en que la lengua literaria gusta refrescarse (1944: 10-11).

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Esta elocuente imagen muestra que, para responder a los fragmentacionistas, Pidal recurre a una visión del lenguaje en general y del español en particular que concibe la variación (al menos cierto grado de variación) como un fenómeno consistente con la vida de cualquier lengua estable y saludable. La metáfora elegida es reveladora: la lengua se visualiza como una estructura de dos niveles en la cual el estándar ocupa el plano superior y las variedades populares o dialectos la inferior. La vida del idioma se figura por dos líneas ondulantes (que representan las variedades educadas y populares respectivamente) haciendo que la de abajo (los dialectos) corra casi paralela a la de arriba, tendiendo a acercársele sin llegar nunca a tocarla. Así, guiados por esta imagen, los lectores de Pidal tenderán a percibir la variación no como un fenómeno descontrolado y perturbador del orden idiomàtico, o como síntoma inequívoco de una inevitable fragmentación, sino como un proceso controlado por las leyes que rigen la vida normal del lenguaje. Pero quizá el aspecto más sorprendente de la imagen lingüística de Pidal es que consigue pensar la variación como elemento esencial del lenguaje: no como un mal menor, como se podría esperar, sino como un componente necesario para la salud de la lengua. Como vimos antes, uno de los legados del historicismo lingüístico es que la lengua sólo puede ser concebida como entidad dinámica que necesariamente evoluciona con el paso del tiempo. Sin embargo, en la cultura lingüística dominante en las sociedades modernas (véase la descripción de la cultura monoglósica en el capítulo 1) la variación y el cambio se suponen, por un lado, moderados y controlados, y por otro, orgánicos, es decir, internos. Las influencias externas (procedentes de otras lenguas, de otras culturas) son percibidas con sospecha y consideradas peligrosas para la preservación de la identidad de la lengua. Por lo tanto deben ser evitadas. Paralelamente, la variación interna, cuya inevitabilidad se reconoce, se acepta sólo con reservas. Pidal se enfrenta a la presencia de variación interna en los dialectos de las clases no educadas distinguiendo entre el habla popular y el habla vulgar : «Lo popular supone la compenetración del elemento culto con el pueblo en general; lo vulgar supone la mayor iniciativa del pueblo inculto» (1918: 5). Queda claro que, además de las influencias externas, las formas vulgares (las que en el habla de los no educados se desvían significativamente de la norma establecida) constituyen una seria amenaza para la integridad del idioma y de la cultura que éste representa, especialmente si son adoptadas por miembros desleales de la comunidad lingüística que pudieran, por

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la razón que fuese, alcanzar un inmerecido protagonismo social. Con todo, las lenguas, incluso las más saludables, deben cambiar. Ante este hecho incuestionable ¿qué mejor fuente de innovación para la lengua que la lengua misma? Aquí reside el valor crucial de los dialectos, de la variación, del habla popular representada por el nivel inferior en la estructura imaginaria del idioma: aún parte de la misma tradición, de la misma historia, las formas populares le ofrecen a la lengua «la fuente en que... gusta refrescarse». En otras palabras, el cambio desde dentro. Pero aún falta algo para que la imagen lingüística sea perfecta. Como se ha dicho, para Pidal la variación no debe ser temida siempre y cuando esté sujeta a las leyes que controlan la vida de una lengua sana. La evolución, el cambio desde dentro, es normal siempre y cuando sea «natural». ¿Cuáles son entonces las leyes de la gravedad lingüística que mantienen el habla popular evolucionando en paralelo a la lengua estándar, previniendo peligrosos giros bruscos?

L A LEY DE LA GRAVEDAD LINGÜÍSTICA

Pidal mantenía que, frente a la visión dominante desarrollada por la lingüística decimonónica, el lenguaje no es un fenómeno natural regido por leyes inexorables que operan con independencia de la voluntad humana: «La historia del lenguaje... pareció estar regida por leyes independientes de la voluntad humana» (1944: 17); «Debemos ahora insistir en desechar toda semejanza de los principios que rigen el lenguaje como función del espíritu, con las leyes naturales» (16). Para Pidal una lengua es una actividad social, una de las tradiciones que identifican a la comunidad. Como tal debe ser resultado de un consenso colectivo: Si volvemos nuestra consideración a la canción popular y tradicional, una actividad social también muy extensa, ...vemos que la participación del individuo es libérrima dentro de ciertos límites que la tradición le señala;... jamás un romance se repite exactamente de igual modo, sino con variaciones individuales, aunque, sin embargo, a pesar de tantas modificaciones, el texto tradicional se conserva sin esencial alteración, ajustado al patrón heredado que a todos recitadores se impone como modelo ejemplar y superior (1944: 17, el énfasis es nuestro).

La historia de la canción popular y tradicional está por lo tanto conectada con la voluntad humana. En el examen del origen de las mis-

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mas encontramos los esfuerzos de quienes crearon la tradición: el patrón, el modelo ejemplar superior. A lo largo de su vida encontramos la conformidad de los individuos que, a pesar de su «libérrima» participación, mantienen la tradición inalterada. La lengua, que es también fenómeno social y elemento definitorio de la identidad colectiva, está sometida a las mismas fuerzas que explican la historia de canciones y baladas: La lengua está en variedad continua y en permanencia esencial. Cada hablante moldea los materiales que en su memoria ha depositado la tradición...; pero a pesar de eso, la lengua permanece en su identidad esencial (1944: 17).

A estas alturas resultará claro que la imagen lingüística producida por Pidal se caracteriza por una tensión esencial; casi podríamos decir que por una contradicción interna. Si por un lado, la lengua vive en las acciones variables de individuos libres, por otro, retiene su identidad esencial. Tal concepción del lenguaje contiene una vulnerabilidad inherente: la libertad individual, por muy natural que sea, entraña un considerable peligro, pues los individuos pueden verse expuestos o adoptar usos lingüísticos indeseables (tales como influencias extranjeras o del habla vulgar). Es por lo tanto esencial que los guardianes de la identidad comunitaria los mantengan bajo control para evitar que aquellas indeseables formas se generalicen y entren en los patrones de comportamiento lingüístico habitual, transformando así la identidad esencial de la lengua: El individuo por sí solo es impotente para alterar el curso de las modificaciones que el lenguaje tienda a sufrir; pero también es evidente que los cambios que se produzcan en el lenguaje, siendo éste un hecho humano, serán siempre debidos a la iniciativa de un hombre, de un individuo que, al desviarse de lo habitual, logra la adhesión o imitación de otros, y éstos logran la de otros (1944: 17-18).

Por esta misma razón es necesario convocar a la leal elite lingüística. A estos individuos se les confiere un estatus especial, pues en la medida en que son capaces de ganarse la lealtad del pueblo, pueden vigilar la vida de la lengua: su formación, evolución y mantenimiento. Por lo tanto, para Pidal, el control de la identidad lingüística por parte de la elite no se puede dar por hecho, pues exige tener asegurada la lealtad de

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la comunidad, tanto a la norma lingüística como a sus guardianes. Retornemos a la imagen lingüística de Pidal: el poder de la elite para generar lealtad colectiva a una lengua y a la cultura que ésta representa (su capacidad de crear y extender la voluntad de preservar una cierta visión de la tradición) es la fuerza que mantiene el vigor hegemónico del estándar (del plano superior en la estructura que da forma a la imagen lingüística) que siempre ejerce una poderosa fuerza de atracción sobre las variedades populares (sobre el plano inferior). Hemos llegado aquí a un punto crucial en la disputa de Pidal con los fragmentacionistas. El prestigio y dignidad del español y las condiciones de su futura existencia dependen fundamentalmente de la voluntad de los miembros de las comunidades española e hispánica. Tras un largo viaje retórico por las tierras de la lingüística histórica, la dialectología y los romances populares, Pidal está donde empezó, junto a Juan Valera, diciéndoles a sus contemporáneos (a un grupo muy selecto de entre ellos) que nada puede ocurrir si nosotros no queremos que ocurra: Mientras la sociedad quiere conservar su lengua, la vitalidad de ésta es perdurable, y si bien la sociedad recibe de la lengua una conformación mental dada, antes la voluntad social conformó la lengua y sigue conformándola (1944: 99). El futuro del español y de la cultura que esta lengua representa depende no tanto de lo que es como de lo que decimos que es, de lo que queremos que sea. Si la elite intelectual construye una utopía lingüística, una imagen unitaria y armónica del español, y si demuestran su lealtad a la misma, el pueblo los seguirá y la unidad y armonía quedarán garantizadas.

«NOSOTROS»

¿Pero a quién se refiere ese «nosotros» de presencia implícita en la imagen lingüística pidalina? ¿Quién representa ejemplarmente la tradición que define a la comunidad? ¿Quién tiene la responsabilidad de establecer la norma y protegerla frente a posibles enfermedades sirviendo como modelo de conducta? Los criterios en base a los cuales Pidal basó su descripción del selecto grupo no difieren significativamente de los escogidos por Bello décadas antes (véase el capítulo 3). Estamos, como

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en el caso de Bello, ante una ideología lingüística en la que factores geográficos, educativos y sociales se combinan para producir un preciso retrato del hablante ideal: En Madrid la « 1 1 » suele articularse entre las clases más educadas, y el yeísmo domina completamente en las clases populares (1944: 26, el énfasis es nuestro^. Es forzoso que una reacción correctiva empiece por las clases educadas, pero de ellas se propaga a las clases que tienen menos tiempo para su educación (1944: 20-1, el énfasis es nuestro). La escuela chilena, siguiendo las enseñanzas de Bello, había conseguido que el «tú» predominase sobre el «vos» en la clase culta de la sociedad; veinte años después, el «voseo» había desaparecido por completo de la clase media y se estaba perdiendo aún entre la clase obrera: los trabajadores de Santiago, observaba un sabio lingüista alemán, se tratan de «usted» aunque a veces cuando se acaloran en disputa echan mano del «vos» (1944: 21, el énfasis es nuestro). La educación y la sofisticación intelectual son por tanto criterios cruciales para determinar quién ha de integrar la elite lingüística, el grupo que ostenta la responsabilidad de controlar el habla y liderar la «reacción correctiva» que llegue hasta las capas inferiores de la sociedad. Debemos también notar que Pidal asocia el uso del estándar no sólo con individuos que han tenido acceso a un alto nivel de educación formal; su referencia al lingüista alemán (que apunta una supuesta conexión entre el indeseable vos y el desordenado comportamiento de las clases trabajadoras) también conecta a la elite con lo que podríamos llamar comportamiento civilizado, con la conducta racional y civilizada que se espera del ciudadano ideal de la nación moderna. Ya hemos visto que, para Pidal, aunque un cierto grado de variación es normal en el habla popular, las variedades educadas deben exhibir el mayor nivel de uniformidad. En cuanto a la comunidad hispanohablante, Pidal insiste en que las diferencias en el habla de las clases educadas de España y Latinoamérica son pocas. Sin embargo, las pocas que hay bastan para constituir dos normas que podrían amenazar la unidad de la lengua. Por lo tanto, al igual que en Bello, en el modelo lingüístico de Pidal el criterio socioeconómico no basta para definir con precisión al hablante ideal, pues, por sí solo, no garantiza el nivel de uniformidad

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requerido por el estándar al que se aspira. Para resolver este problema, Pidal recurre a razones geográficas e históricas que favorecen a una de las variedades, la de Castilla: [E]l tipo etimológico [la norma castellana], valido de sus razones históricas y prácticas, hará importantes reconquistas en el terreno que le ha hecho perder el tipo derivado [la norma andaluza y americana] (1944: 28). Los motivos prácticos aducidos por Pidal para adoptar la variedad castellana como norma («multitud de homonimias enfadosas que el seseo y el yeísmo ocasionan» [27]) son en realidad pocas. Por eso permite que las razones históricas carguen con el peso de la justificación de su elección: los españoles, al habitar el suelo donde la lengua nació, tienen naturalmente vínculos más estrechos con ella y demuestran más sólida lealtad a su esencia (y así lo prueba la preservación de la variedad etimológicamente correcta). Por contraste, la norma latinoamericana surgió entre «pueblos que... sienten con menos viveza la tradición idiomàtica» (29). Las circunstancias de la colonización fueron tales que una relativa alteración del orden lingüístico en América cabía dentro de lo esperable: España llevó a América sus instituciones religiosas, sus colegios, universidades y academias, su imprenta, su literatura, su civilización entera; pero las dificultades de administrar un territorio inmenso... imponían inevitables deficiencias a la obra gigantesca. En la colonización abundaron las clases bajas (1918: 5). Finalmente, para caracterizar plena y correctamente la función desempeñada por la elite lingüística en la imagen de Pidal debemos insistir en el papel necesariamente activo que les atribuye. Acabamos de ver que seleccionó a un grupo bien especificado cuya habla debe servir de modelo para gramáticos y planificadores lingüísticos en el proceso de elaboración del estándar. Pero insistió también en que los miembros de este grupo jugaran un papel activo en la propagación y mantenimiento de la variedad seleccionada. Las españoles (esto es, los españoles cultos) deben participar activamente en el proceso, y a ellos corresponde hacer lo que haya que hacer para merecer la posición privilegiada que ocupan. La lealtad de la elite culta a la lengua y al modelo de civilización que esta representa es el primer paso hacia la consolidación del prestigio y de la continuidad:

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Castilla habría de emprender la corrección de su habla corriente, que no es modelo y guía más que cuando tiene razones para serlo (1944: 30). Todo esto [la estandarización de base castellana] implica un esfuerzo grande, ...para que no salga verdad la frase de un cineasta allá en California: «España ha perdido el control

del idioma castellano». N o pretendamos

vivir en pereza fatalista, dejando el trabajo de corrección sólo a los otros (1944: 28, el énfasis es del original).

Recapitulemos. La ideología lingüística de Pidal se basa en las siguientes premisas. En vista de la inevitabilidad del cambio lingüístico, la elite debe canalizar la evolución del español, es decir, deben ejercer control sobre la selección, codificación y elaboración del estándar. En general, los cambios deben ser mínimos: la influencia extranjera ha de ser evitada y los cambios orgánicos tolerados sólo cuando contribuyan a consolidar la uniformidad. La aceptación general del estándar en la comunidad hispánica en su conjunto es responsabilidad de la elite lingüística, que debe asegurarse el control de la lengua ganándose la lealtad del pueblo. La construcción del consenso social depende de la capacidad de este grupo selecto para crear una atractiva imagen de la lengua y para presentarse como verdaderos intérpretes de la voluntad colectiva y de la identidad lingüística de la comunidad: gramáticos, lingüistas y filólogos (poseedores del cetro de la ciencia del lenguaje) se encuentran en una posición privilegiada para reivindicar tal título. En resumidas cuentas, para Pidal, la unidad y dignidad del español descansan en último término sobre la capacidad de la elite política, cultural y lingüística para controlar el cambio creando una utopía lingüística y vendiéndosela a la comunidad, como cualquier idea política: Cabe la propaganda en favor de tal o cual uso lingüístico, lo mismo que cabe en favor de tal o cual idea política, económica, jurídica o literaria cuyo triunfo se desea; así que un individuo puede influir poderosamente en el lenguaje de la comunidad hablante lo mismo que puede influir en una propaganda electoral: captándose adhesiones (1944: 18).

DISIDENCIA Y OCULTAMIENTO

Un importante instrumento en la construcción de esta imagen de la lengua, y una estrategia central para garantizar el dominio de esta ideología

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lingüística, es la minimización del valor y del peso cultural de aquellos que perpetran actos que subvierten el orden lingüístico. Sarmiento y Cuervo (quienes, como se ha visto en los capítulos 2 y 4, se cuentan entre tales transgresores) son dos figuras que Pidal se preocupa de desprestigiar. En realidad, la posición del argentino ante la fragmentación la menciona Pidal apenas de paso, y la descarta fácilmente como simple producto del resentimiento en el contexto del amargo proceso de independencia de las colonias: «En vano Sarmiento, en quien los rencores que la emancipación dejó tras sí eran muy vivos...» (Menéndez Pidal 1944: 19). Sin embargo, era más difícil descartar sin más las ideas fragmentacionistas de Cuervo, avanzadas ya en la época del cambio de siglo, décadas después de la independencia. De hecho, su preocupación por las opiniones del colombiano tenía que ver no tanto con el contenido de las mismas como con el hecho de que las avanzara precisamente un lingüista, alguien autorizado por el cetro de la ciencia del lenguaje: No hay duda de que en esta polémica entre el sabio colombiano y el insigne don Juan Valera el mayor interés brotó bajo la pluma del gran lingüista y no bajo la del gran literato; ... los extremados conocimientos que Cuervo poseía sobre la historia lingüística de América, dan a su razonamiento una densidad que todavía pesa sobre nuestros ánimos como amenazadora nube y reclama nuestra atención después de cuarenta años (1944: 4). Vemos que a Pidal le preocupaba la legitimidad de Cuervo, una legitimidad que era resultado directo de su reputación como lingüista y filólogo. En este caso, la estrategia que usa Pidal para desacreditar a un tan respetado lingüista (y a quien él mismo tanto admiraba) es la creación retórica de dos Cuervos para enfrentarse a ellos separadamente. Primero, se deshace en alabanzas del joven Cuervo, el gran lingüista que había trabajado gloriosamente por la unidad del español y que había reconocido la preponderancia de Castilla al abrir sus Apuntaciones con las famosas palabras de Puigblanch: [E]l avance de éste [criollismo] es considerado por Cuervo con noble melancolía, sin olvidar nunca, como lema de todos sus trabajos, el dicho de Puigblanch: «Los españoles americanos, si dan todo el valor que dar se debe a la uniformidad de nuestro lenguaje en ambos hemisferios, han de hacer el sacrificio de atenerse, como a centro de unidad, al de Castilla, que le dio el ser y el nombre» (1944: 7).

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Procede entonces a criticar al Cuervo viejo, asociando su pesimista actitud hacia la lengua, por una lado, con un prematuro envejecimiento («La naturaleza del sabio colombiano se vio minada prematuramente por los achaques de la senectud» [5]), y por otro, con la posible influencia de El idioma nacional de los argentinos, inquietante libro escrito por Lucien Abeille, inmigrante francés afincado en Argentina. En su libro, Abeille realizaba una descripción del español de Argentina que enfatizaba los rasgos diferenciales de este dialecto. Señalaba también, ya desde su sugerente título, que tales diferencias justificaban el hablar del posible desarrollo de la lengua argentina. Pues bien, de este libro dijo Pidal que estaba «muerto al nacer»; y del autor que «en todo se mostraba falto de los conocimientos científicos y prácticos pertinentes, y sobre todo, falto de buen gusto» (1944: 7). Pero la crítica crucial con la cual Pidal respondió a la tesis de Cuervo fue la concepción del lenguaje supuestamente adoptada por el colombiano, es decir, la teoría lingüística que informaba su trabajo. Según Pidal, «Cuervo, en la senectud, erró su camino científico sumándose a una teoría de 'fatal evolución' que ya entonces comenzaba a caer en descrédito» (1944: 10). Volvamos brevemente sobre la prognosis pesimista de Cuervo sobre la lengua española. Aunque, fiel a las tendencias dominantes de la lingüística decimonónica, el colombiano reconocía la inevitabilidad del cambio lingüístico, nunca afirmó que la constante evolución necesariamente llevara a la fragmentación. Su pesimismo era producto de una pérdida de fe en la capacidad de los intelectuales españoles y latinoamericanos para construir el consenso necesario para preservar la norma común. Para Cuervo, la fuerza que habría de mantener los dialectos populares evolucionando paralelamente, aunque tendiendo a acercarse, a la norma culta simplemente había desaparecido. Su moderada posición fragmentacionista estaba basada en su convicción de que las concepciones de la cultura hispánica y las actitudes hacia su construcción que proponían españoles por un lado y latinoamericanos por otro eran simple y llanamente irreconciliables. En consecuencia, Cuervo y Pidal (en contra de lo afirmado por el último) compartían una misma concepción del lenguaje y discrepaban sólo en su fe sobre la preservación de la voluntad social común. Cuando Pidal afirmaba que respondería a los argumentos lingüísticos de Cuervo desde una perspectiva lingüística estaba manipulando tanto el discurso de aquél como el suyo propio. Por un lado, distorsionaba la posición del colombiano al afirmar que estaba basada en una

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teoría del lenguaje obsoleta. Y por otro, usaba exactamente los mismos argumentos que Valera había usado en su famosa polémica con Cuervo, si bien, es cierto, camuflados en la retórica de la ciencia lingüística. Vemos entonces que las posiciones discrepantes de Sarmiento y Cuervo fueron descartadas al ser atribuidas a circunstancias singulares: Sarmiento estaba rabioso por la fiebre postcolonial y Cuervo bajo los efectos de una prematura senectud. ¿Cuál es entonces el lugar que ocupan en la obra lingüística pidalina las afirmaciones de intelectuales latinoamericanos, como Sarmiento, Gutiérrez, Arguedas o González Prada, de que España no ofrecía ya un modelo lingüístico y cultural apropiado para las jóvenes naciones? ¿Y qué hay de las quejas de autores como Ricardo Palma y Cuervo, quienes, deseosos de construir un futuro panhispánico común, cayeron en el escepticismo como resultado de las actitudes dominantes y paternalistas de los españoles? Para sostener la utopía lingüística estas afirmaciones debían ser rechazadas y relegadas a los márgenes del discurso lingüístico.

E L ESPAÑOL, LENGUA MODERNA

La centralidad de la noción de progreso en el discurso de la modernidad ha dado a este modo de organización social una incuestionable proyección de futuro. A finales del xix, la condición moderna debe de haber supuesto un serio problema para una nación como España cuya gloria parecía ser ya una cuestión del pasado. Con todo, Pidal (demostrando una lúcida intuición de las exigencias de la modernidad) no respondió a la crisis de su tiempo regodeándose sin más en la gloriosa historia de la nación, construyendo un monumento a su pasado. Al contrario, constantemente proyectó la historia nacional hacia el futuro, describiendo la lengua española no sólo como símbolo de una vieja y grandiosa civilización sino como instrumento que facilitaría la construcción del puente hacia el progreso de la comunidad hispánica. Por ejemplo, mientras respondía a la analogía propuesta por Cuervo entre el colapso del latín y la posible fragmentación del español, sutilmente retrataba su lengua como instrumento que abriría para la comunidad hispánica las puertas a la participación en los tiempos modernos: [Cjuando la intercomunicación de las Repúblicas americanas llegue a hacerse tan difícil que para los negocios importantes se practique con intervalos de un año, cuando en ellas la producción literaria enmudezca por

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espacio de un siglo o más, entonces podremos entristecernos sobre una suerte de la lengua, semejante a la del latín... Cabe en lo posible que la Humanidad caiga otra vez en la barbarie, que pierda la universalidad de su ciencia y de su comercio, que el aeroplano se olvide y la locomoción se reduzca al asno. Pero estamos tan lejos de esto que no es sensato pensar en ello más que en el enfriamiento del sol y el apocamiento de la vitalidad en la especie humana (1944: 14-15, el énfasis es nuestro).

De modo similar, mientras justificaba la distinción jerárquica entre el habla culta y popular, les recordaba a sus lectores de nuevo que deben aceptar la norma si desean tener acceso al pensamiento universal de la modernidad: «La lengua culta y literaria es tan connatural al hombre cuando quiere unlversalizar sus pensamientos, como la lengua local lo es cuando piensa las cosas más cotidianas y caseras» (1944: 20). En su elaboración de la historia del español, Pidal establece la antigüedad de la asociación del español con las fuerzas de la civilización y con tendencias universalizadoras. La historia de la lengua demuestra la presencia del valeroso espíritu de España (específicamente, de Castilla) desde muy pronto. Tal como se indicó antes, en sus obras lingüísticohistóricas, Pidal mantenía que el español tenía sus raíces en el habla de Castilla, que había emergido históricamente cuando este reino, rebelde y enérgico, le ofreció a sus vecinos un futuro, un ambicioso proyecto político y el espíritu para llevarlo adelante. En la obra lingüística de Pidal, el nacimiento del español en la España medieval se presenta como la aparición de una combinación paradójica de estabilidad sociocultural y rebeldía que habría de proporcionar a la comunidad hispánica una identidad, un hecho diferencial. El nacimiento del español simbolizó el establecimiento de una identidad sólida que habría de dar impulso a una inexorable marcha hacia la modernidad: La falta de una norma romance sentida con gran eficacia por los hablantes es falta de un alma o principio personal en la lengua nueva, falta de un vivir propio, apartado del de la lengua latina. Ese espíritu propio va formándose lentamente en la lucha de las varias tendencias o fuerzas. Ciertos países muestran una orientación espontánea hacia la estabilización más decididamente que otros. Castilla se adelanta a todos los dialectos hermanos...; también fue la que primero desarrolló una literatura propia (1950: 529, el énfasis es nuestro). El dialecto castellano representa en todas esas características una nota diferencial frente a los demás dialectos de España, como una fuerza rebelde

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y discordante que surge en La Cantabria y regiones circunvecinas (1950: 487, el énfasis es nuestro). En la ideología lingüística de Pidal, las cualidades superiores del dialecto de Castilla explican su proyección no sólo en el tiempo sino también en el espacio, habiéndose propagado más allá de sus fronteras originales. El español, arraigado en un lugar y un tiempo, estableció su naturaleza verdaderamente moderna precisamente al superar limitaciones temporales y espaciales, al demostrar estar dotada de la cualidad superlativamente moderna de la universalidad: La lengua culta... se difunde donde quiera que llega la actividad de los hombres de acción o el brillo de las inteligencias más eficaces que se sirven del mismo idioma. Aventureros, comerciantes, magistrados, capitanes, tri-

bunos, pensadores... cualquiera que necesita hacer vivir una idea, útil y bella, ...se esfuerza en crear y conservar ese lenguaje de más poderosa virtud... logrando el mayor alcance en el espacio y en el tiempo (1918: 2, el énfasis es nuestro). El espíritu emprendedor («aventureros»), el comercio («comerciantes»), el orden («magistrados, capitanes, tribunos»), el saber («pensadores»)... claves de la modernidad, actividades y aspiraciones universalmente admiradas que el español posibilita y simboliza. A lo largo de la historia, ha sido costumbre de los grandes poderes militares y políticos exhibir simbólicamente su fuerza construyendo obras maestras de la arquitectura y maravillas de la ingeniería. Estas exhibiciones de disciplina nacional, poderío tecnológico y, con frecuencia, sensibilidad estética se hicieron particularmente conspicuas en los tiempos modernos cuando la tecnología alcanzó cotas sin precedentes y cuando las comunicaciones expandieron el potencial impacto ideológico de estas sorprendentes estructuras. ¿Podría ser que la construcción pidalina de la imagen del español haya desempeñado una función análoga a la de aquellos logros de la arquitectura y de la ingeniería? Pidal, como intelectual español de las generaciones del cambio de siglo, no se entregó a la mera descripción objetiva de la lengua, sino a la construcción de un espectacular icono: símbolo glorioso del pasado de la nación y sofisticado vehículo en su carrera hacia un brillante futuro. La tarea que históricamente nos toca es, primero, la de no menoscabar, por desidia, la vigencia de esa forma [la norma del español peninsular];

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después, el llevarla constantemente a nueva perfección literaria, con el oído siempre atento a los pueblos hermanos... tendiendo a un futuro en que aparezca más espléndida la magnífica unidad lingüística creada a un lado y otro de los mares, una de las más grandiosas construcciones humanas que ha visto la historia (Menéndez Pidal 1944: 33).

6. «POR SU PROPIO BIEN». LA IDENTIDAD ESPAÑOLA Y SU GRAN INQUISIDOR, MIGUEL DE UNAMUNO Joan Ramon Resina

Sean cuales fueren las deficiencias que para la vida de la cultura moderna tenga el pueblo castellano, es preciso confesar que a su generosidad, a su sentido impositivo, a su empeño por imponer a otros sus creencias, debió su predominancia... Gran generosidad implica el ir a salvar almas, aunque sea a tizonazos (Unamuno 1905b: 1293). En bien espiritual de Cataluña, en bien de su mayor cultura, hay que mantener la oficialidad irrestringida e incompartida de la lengua española, de la única lengua nacional de España (Unamuno 1908d: 377). El inquisidor es más caritativo que el anacoreta (Unamuno 1908d: 375).

Los centenarios, parece, son función de la historia: un retorno, un momento de conciencia sobre el paso del tiempo, una rememoración de elementos que se han dispersado y que la piadosa evocación nos devuelve mientras dura el ritual. Historia es, sin embargo, una palabra de doble filo. Tiene el poder de remitirnos tanto a una acción del pasado como a la conciencia retrospectiva de aquella acción tal como persiste en la memoria de los que han sufrido sus consecuencias; de los que son consecuencias de la misma, y a la vez, agentes del recuerdo. Pero la conciencia no es simplemente residuo de antiguos hechos o impresiones; es

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también factor constitutivo de la historia. La historia emerge, muy a propósito, precisamente en la producción de las condiciones de las acciones humanas, actuando a sabiendas de los efectos de las tales acciones. Por tanto, el discurso histórico nunca es puramente retrospectivo, nunca registra o rastrea el pasado simplemente porque sí. Se produce más bien para establecer las condiciones en que se ha de percibir el presente. Los centenarios, organizados para honrar o recordar el pasado, pueden también servir para ampliar su ámbito de acción, al tender hacia el futuro un puente anclado en la retórica del presente. Pueden también contribuir a estabilizar un orden inaugurado por el agente histórico a quien se conmemora o recuerda. En estos casos, un centenario puede legitimar una opción conservadora ideológicamente estancada, aun cuando se reconozca el salto temporal y se enfaticen las diferencias contextúales. Sospecho que el gran centenario de la Generación del 98 -activado, financiado y, en parte, organizado por el gobierno españolasume este objetivo. Entre 1997 y 1998 España fue un gran escenario para el retorno ideológico del pasado. No sólo por la celebración de centenarios, sino, y especialmente, por la reivindicación de la cultura política de un siglo atrás. Estas reivindicaciones empezaron durante la campaña electoral de 1996, cuando el líder del Partido Popular, José María Aznar, declaró en el curso de una entrevista que Castilla es la vanguardia de España. Esta singular noción (tan cargada de implicaciones estéticas y políticas) sólo puede ser entendida como una herencia ideológica de la Generación del 98 vía Falange Española y el Movimiento Nacional. Cuando los hombres del 98 trataron de imaginar la nación española, la concibieron, metonímicamente, a imagen y semejanza de Castilla. Para ellos, Castilla era, sin duda, la esencia de España; pero ¿bastaba esto para convertirla en su vanguardia? Los hombres del 98 se enfrentaban al problema de la decadencia histórica; de ahí que, en su visión, el atraso de Castilla, su estatus como tierra profunda, confiriera prioridad a su imagen y dibujara un aura algo difusa en torno a ciertos valores que habían demostrado ser refractarios a la modernidad. Aznar, sin embargo, parecía reclamar esos valores como si su mera confrontación con la modernidad los hiciera ya modernos, ultramodernos incluso, por analogía con el desafío que la vanguardia artística lanzaba a la modernidad. Tras las elecciones que devolvieron a los conservadores el poder, Aznar, buscando un referente histórico para su gobierno (y al no poder identificarse con el régimen franquista de cuyos restos había nacido su partido), ensalzó aquel

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periodo de democracia corrupta conocido como la Restauración. Aquellos largos años de gobiernos conservadores nos recuerdan, en cierta manera, a la actual restauración. Al empezar el último cuarto del siglo xix, y de nuevo en 1975, una situación de fuerza (un golpe de Estado y una larga dictadura, respectivamente) era legitimada por una monarquía constitucional y una democracia formal rigurosamente controlada por la clase política y marcada por el crecimiento económico. La cultura política de la Restauración (al igual que la actual) se basaba en una hegemonía bipartidista moderadamente influida (algunos podrían decir dificultada) por la molesta interferencia de un frente político catalán. Cierto, así señalados, estos paralelismos pueden resultar crudos; pero el incuestionable deseo de reconectar con el pasado en un momento en que los centros de gravedad económica y política se dispersan debe de tener alguna relevancia; especialmente cuando las referencias son tan generales y difusas que llegan a incluir elementos tan variados como un sistema parlamentario condenado por sus manipulaciones electorales, el reformismo catalán y la mística castellana de los hombres del 98. Ante tal ambigüedad y sus inherentes contradicciones, podemos preguntarnos qué gana quien arriesga su capital ideológico en la producción de una visión tan irregular del pasado. Al comentar el concepto marxista de Eskamotage, Derrida apunta que este tipo de juego de manos consiste en hacer que algo desaparezca por medio de la producción de «apariciones» o visiones (Derrida 1993: 204). Si bien más moderadas que los entusiasmos posmodernos de los ochenta, las recientes celebraciones de la política española del cambio de siglo son continuación de los excesos de lo espectacular de la era socialista. Ambos regímenes sabían producir visiones que ocuparan el lugar de los hechos, precisamente porque los propios hechos (entre los cuales destacan el desmantelamiento de la economía nacional y el largo recorrido hacia la liberalización del mercado de trabajo) debían quedar difuminados y, a poder ser, invisibilizados. Los socialistas produjeron imágenes de cambio para enmascarar la medida en que, en su concepción del Estado, se habían preservado las relaciones de poder heredadas. Los conservadores, bajo cuya dirección se ha ido implementando la moneda única europea y otras transferencias del poder del Estado, disfrazan los desplazamientos políticos y económicos creando un espejismo de estabilidad y desplegando una política de identidad: el decreto sobre el himno nacional, un plan de estudios unitario para las humanidades centrado en una versión obligatoria de la «historia nacional», una

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intensa política lingüística destinada a desafiar la hegemonía del inglés como lengua internacional (política que se analiza en el capítulo 9) y, finalmente, una renovada oposición al restablecimiento del catalán como vehículo de comunicación habitual en las áreas donde es lengua nativa. Esta oposición no se manifiesta sólo en el voto contrario a la muy moderada ley que perseguía paridad en el uso del catalán en Cataluña, o en la promoción del secesionismo lingüístico en Valencia con respecto a las tierras de habla catalana; sino también en una serie de acusaciones, manipulaciones y alarmantes declaraciones aireadas en los medios de comunicación españoles. Los miedos ante el posible restablecimiento de la situación lingüística que vivía Cataluña antes del 39 son difíciles de entender en una España que está lejos de encontrarse políticamente circunscrita y culturalmente sellada. Dada ya no solo la vecindad geográfica sino la interrelación con otras comunidades lingüísticas europeas en un espacio político y económico convergente, no parece haber razón alguna para no tolerar un grupo lingüístico transicional situado entre el centro castellano de España y la realidad plurilingüe más allá de las cada vez más tenues fronteras del Estado. La cuestión se basa en el Eskamotage, en hacer que el objeto político real desaparezca tras las apariciones. Estas apariciones o espectros, que Derrida explica con cautivador estilo en Specters ofMarx, son sombras en busca de un cuerpo, de un cuerpo social. Social por naturaleza, el espectro se halla en estado de competición y guerra desde su primera aparición (Derrida 1993: 241). Aunque el espectro es siempre una pluralidad (tal como declara el título del libro de Derrida) permítaseme decir de entrada que la sombra que aquí me ocupa es la identidad española forjada por la Generación del 98. Esta sombra se cierne sobre el siglo xx, no como visión continua, sino cual fantasma, en intervalos concatenados, como una vieja cadena amontonada en un sótano oscuro, coincidiendo en el tiempo con diversas crisis. El carácter intermitente de esta revelación es consistente con la estrategia de auto-producción del fantasma. Me refiero, por encima de todo, al fantasma de la ideología, pero también al pasado como espíritu que regresa del más allá. ¿Tiene el pasado colectivo una forma preferida de retorno? Supongo que la respuesta depende de una serie de factores, entre los cuales no han de ser menores el tiempo y el espacio. Depende también de qué versión del pasado se da la vuelta y regresa desde Hades. Pero para nosotros, testigos de la sociedad española de este cambio de siglo, hay una respuesta inequívoca: los muertos son espectáculo para los vivos en los rituales profanos de las instituciones.

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En rituales como el centenario, nos encontramos ante una política de identidades deliberadamente anacrónica. Al hablar de anacronismo no me refiero al hecho obvio de que la política de identidad depende necesariamente de un tiempo que no es este tiempo, de que depende de la memoria, personal y colectiva. Me refiero más bien a la importación hacia el presente de un pasado que ya de por sí estaba dislocado, desplazado, descorporeizado, por así decir; una aparición desde otro lugar, desde otro tiempo. La ucronía es la forma extrema del anacronismo, y la ausencia del tiempo en sus múltiples formas (valores eternos, intrahistoria, suspensión, determinismo geográfico, universalidad) ha sido invocada para fundar la identidad española. Hay algo de cósmico en esta creciente atemporalidad que se nutre del tiempo. ¿No es este modo de auto-producción equivalente al fenómeno que en Física se conoce como agujero negro? Y sin embargo, existe una crucial diferencia entre ambos fenómenos: mientras que el agujero negro es la negación de la aparición, la atemporalidad ideológica depende del ineludible retorno de una suerte de fantasma, la epifanía de un pasado espectral que continúa viviendo del presente. Si esta reaparición se asemejara a algún fenómeno cósmico, la comparación pertinente sería con esas estrellas ya extinguidas que desde millones de años de distancia siguen brillando sobre seres terrestres, mientras la fría luz estelar los ciega a la percepción de otras estrellas que podrían estar emitiendo su primer brillo. Una identidad española construida a partir de las memorias deshistorizadas y descorporeizadas de un pasado castellano estaba ya desubicada en su formulación original. Ya era flagrantemente anacrónica la idea de que la identidad unitaria precedía a su construcción, de que se remontaba a un tiempo en que las formaciones nacionales no habían surgido como concepto clave de la organización social y el poder. Pero entonces aquellas tesis historiográficas eran parte de un entramado que disipaba historias y hacía desaparecer realidades. La misma generalización del nombre «español» para la lengua castellana (una generalización que es parte del juego de manos ideológico), aunque tiene varios siglos de edad en el imaginario castellano, es, desde el punto de vista institucional, un desarrollo del siglo xx. Prueba de que esta extensión no se correspondía con una realidad lingüística son las numerosas leyes contra el uso del catalán decretadas por los gobiernos españoles desde 1715, y el hecho de que su amplio uso social en los años treinta hubiera de ser suprimido manu militari. Tal como sugiere Dionisio Ridruejo en su versión de la operación propagandística organizada ante la inminente toma de Barce-

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lona, la supresión no fue casual ni improvisada. El ataque contra el catalán es explícito en la doctrina fascista y fue lanzado al principio de la Guerra Civil. Por esta razón, afectó en primer lugar a los catalanes de derechas que huyeron hacia el sector franquista e incluso a los que participaron en la cruzada fascista. Con mucha menos razón habrían de albergar los catalanes republicanos ilusión alguna sobre la posible tolerancia de sus adversarios. El historiador Miquel Tarradell pasó parte de la guerra leyendo libros en catalán en el Ateneu de Barcelona, obsesionado con la idea de que los «nacionales» habrían de quemar todo lo que encontraran en su camino (Roig 1978: 169). Los hechos posteriores habrían de justificar sus temores. Los nacionalistas españoles actuaban desde principios que habían sido formulados por la Generación del 98; los mismos principios que un siglo más tarde siguen impidiendo el reconocimiento de la composición pluricultural de España y la implícita pluralidad de derechos nacionales. Las interferencias legales frente al uso del catalán durante los siglos xvm y xix carecían de una ideología sistemática. Esta base ideológica aparecerá por primera vez en la época del cambio de siglo y recibirá su más pura expresión en Miguel de Unamuno. A partir de entonces se propagará por la vida política e intelectual y a lo largo y ancho del espectro político español; se convertirá en dogma para los nacionalistas liberales del Centro de Estudios Históricos en Madrid y para los falangistas, y saltará desde ahí hacia las políticas de aniquilación de la época de Franco y las campañas del diario ABC y de la cadena COPE en los años noventa. En esta década, el anticatalanismo fue deliberadamente espoleado y utilizado con fines electoralistas; primero, por los conservadores, en un asalto continuo que culminó en la campaña de 1996; y más recientemente por la llamada oposición de izquierdas, tentada, por el éxito de la estrategia, a probar su utilidad ejerciendo a cada paso menos autocontrol. La actitud de Unamuno hacia las lenguas no castellanas de España estuvo determinada por su temprana desilusión con las posibilidades culturales de la lengua vasca, la cual en su opinión no era adecuada para la expresión de la cultura moderna. Es posible, por supuesto, que Unamuno hiciera alusión, al referirse a las limitaciones inherentes a la lengua vasca, a lo que en realidad eran impedimentos sociales objetivos, y puede quizá que el eusquera le pareciera intelectualmente empobrecedor porque su exclusión institucional y su escaso uso entre las clases altas y medias impedían su avance social. Transferencias como éstas son comunes. De joven, Unamuno aspiró sin éxito a una cátedra de lin-

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güística vasca en un instituto de Bilbao. Competía por esa cátedra con Sabino Arana, fundador del movimiento nacionalista vasco. Aunque no se puede excluir por completo el resentimiento como fuente de la posterior aversión de Unamuno al eusquera, su condición de funcionario del Estado (como rector de la Universidad de Salamanca) sirve para explicar su alienación con respecto a la lengua de su región natal. Como explica Rafael Ninyoles, los funcionarios tienden a asumir el punto de vista totalizador de la burocracia del Estado, percibiendo así la heterogeneidad cultural e histórica como un obstáculo para el despliegue del poder de éste y, consecuentemente, para la movilidad (social y geográfica) que a ellos tal poder les conferiría (1997: 91). Pero no es superfluo recordar, en vista de las posiciones posteriores de Unamuno, que en los ochenta mostró su apoyo a alguna forma de autonomía para los vascos, aunque se tratara de un apoyo impregnado de su característico individualismo. En una conferencia pronunciada en Bilbao el 3 de enero de 1887, defiende, con su típica ambigüedad, la autodeterminación personal más que la colectiva: «El que combatió contra el derecho divino, justo es combata contra lo que llaman soberanía nacional; ni el despotismo de un hombre, ni el despotismo de la masa» (Unamuno 1887: 174). En aquella misma ocasión, advirtió a los vascos que la derrota de Cataluña a manos de las tropas castellanas en 1715 supuso no sólo la destrucción de las instituciones catalanas sino también la libertad española en general. La unidad política se había alcanzado, pero se trataba de una unidad despótica (Unamuno 1887: 172). Efectivamente, estas posiciones están muy lejos del Unamuno que adoptará un estridente nacionalismo español impulsado por el antimodernismo, el autoritarismo y una profunda antipatía por las otras culturas ibéricas. Tracemos ahora esta evolución. En 1896, durante la guerra de Cuba, Unamuno afirmó que la expresión libre de la realidad plurilingüe de España facilitaría la comunicación y crearía una base segura para la libertad y la integración política. En un artículo sobre el uso del catalán, publicado en el Diario Moderno de Barcelona, Unamuno afirma: Todo castellano, y llamo aquí castellano al que piensa en lengua de Castilla, todo castellano de espíritu abierto e inteligencia sesuda y franca debe desear que los catalanes escriban en catalán, porque produciéndose más como ellos son, nos darán más, y obligándonos a esfuerzos para entenderlos, nos arrancarán a las solicitaciones de la pereza mental y del exclusivis-

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m o . Sacan más uno de otro los pueblos autónomos en absoluto libre cambio que sometidos a una unidad centralizadora, vejatoria para u n o y otro, aun en el caso en que sea uno de ellos aparentemente el unificador y el otro el unificado (Unamuno 1896b: 5 0 3 ) .

Repitámoslo: todo castellano abierto de mente debe, ya no tolerar, sino desear la expansión del catalán literario, y no como fenómeno marginal y, en el mejor de los casos, indiferente, sino por la siguiente razón: los castellanos ganarán en cultura y tolerancia gracias al reconocimiento y conocimiento de esta otra cultura. Unamuno exige absoluta libertad de cambio, y esto sólo puede significar que el conocimiento recíproco no puede estar basado en la obligación unilateralmente impuesta de hablar la lengua del vencedor. Pero esto no es todo. Unamuno se refiere al catalán escrito. Si no dice nada de la práctica oral, es porque en 1896 el catalán era todavía la lengua de uso diario en Cataluña. Harían falta una Guerra Civil y un genocidio cultural para que la situación lingüística cambiara. Con todo, como veremos, Unamuno llegaría a cuestionar el derecho de los catalanes a oficializar su lengua, es decir, a usarla como lengua nacional y, por lo tanto, como la lengua de la política. Y esto no tardaría en ocurrir. El título de un artículo publicado en 1908 es en sí una declaración de principios: «Su majestad la lengua española». Si bien Unamuno había defendido anteriormente la completa autonomía étnica y la libertad lingüística, declaraba ahora al castellano pieza clave de una política lingüística autoritaria que, en este momento, se inspiraba en el principio monárquico. La siguiente anécdota le proporcionó el pretexto perfecto para declarar su nueva postura: el alcalde de Barcelona había usado el catalán al dar la bienvenida al Rey afirmando que sólo la lengua vernácula podía transmitir las más sinceras aspiraciones y sentimientos de los ciudadanos. Algo similar había expresado Unamuno en 1896, cuando observaba que la traducción deforma el pensamiento original. Ahora, sin embargo, denuncia esta idea como «una de entre muchas pedanterías catalanistas»1. Los catalanes, dice, saben expresarse perfectamente en español, sobre todo cuando quieren pedir algo (Unamuno 1908d: 1

El contexto deja claro que al decir «catalanistas» Unamuno quiere en realidad decir «catalanas», pues el hablar preferencialmente la lengua materna no equivale a aceptar un credo político. Al extender el catalanismo a la simple demanda de derechos lingüísticos Unamuno politiza automáticamente la condición de ser catalán.

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374). Los catalanes, parece, muestran su excelente conocimiento del español en el mismo acto que declara su dependencia. Para 1908 el libre intercambio y la comunicación se han caído por la borda. Con la castellanización Unamuno cae en el fanatismo. Además de condenar el atrevimiento del alcalde, critica la afirmación del Rey de que todas las lenguas nacionales le resultan agradables al oído y de que prefiere en cada ocasión la lengua que mejor transmita los sentimientos de sus subditos. ¿Una lengua nacional el catalán? se sorprende un airado Unamuno. ¡De ninguna manera! En España sólo hay una lengua nacional: el castellano o español (Unamuno 1908d: 375). Puede que Su Majestad el Rey se equivocara, pero Su Majestad la Lengua Española sabe bien cuáles son sus privilegios: En esta cuestión de la lengua nacional hay que ser inflexibles. Cobren toda la autonomía municipal y provincial que quieran, puertos francos, libertades y privilegios y fueros de toda clase; pero todo lo oficial, en español, en español las leyes, en español los contratos que obliguen, en español cuanto tenga fuerza legal civil, en español, sobre todo y ante todo, la enseñanza pública en sus grados todos (Unamuno 1908d: 377). Para Unamuno el discurso del alcalde es un crimen de lesa majestad contra la patria, tal como él la entiende, y contra la cultura, que él considera inseparable del aparato del Estado: No puede haber más que una lengua para dirijirse [st'c] pública y oficialmente al jefe del estado, que es órgano de cultura, y esta lengua es la lengua de cultura, la única lengua de cultura moderna que hay en España, su única lengua nacional, la lengua española (378). La relevancia de estas opiniones no estriba en su correspondencia con la realidad (por ejemplo, afirmar que el español es el único vehículo posible de la cultura moderna es simple y llanamente reaccionario, especialmente, cuando el movimiento modernista catalán ha sido saludado en el extranjero como la vanguardia de la modernización española). Su más relevante efecto reside en recurrir a tópicos políticos (que nos remiten a una concepción del estado centralista ya pasada de moda) en lugar de a un pensamiento riguroso basado en evidencia sólida. La verificación queda para una generación de activistas más jóvenes que se tomarán muy a pecho la intransigencia del maestro. En los años treinta,

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jóvenes intelectuales castellanos harán buena la afirmación de Unamuno de que el inquisidor es más caritativo que el anacoreta (Unamuno 1908d: 375). Unamuno no se aproxima al lenguaje como filólogo, sino que se empeña en un Kulturkampf. Al insistir agresivamente en la hegemonía cultural, se convierte en pionero de un patrioterismo cultural, y aclimata una nueva forma de intolerancia que había venido ganando fuerza en el último cuarto del siglo xix: Porque es en nombre de la cultura, no sólo del patriotismo, es en nombre de la cultura como debemos pelear por que no haya en España más lengua oficial, más lengua de cultura nacional, que la lengua española que hablan más de veinte naciones. Y esto, sean cuales fueren las hermosuras, los méritos y las glorias de otros lenguajes españoles, a los que se debe dejar a su vida doméstica (Unamuno 1907e: 522).

Unamuno es el ejemplo español más claro de un nuevo tipo de intelectual europeo que reacciona ante la supuesta destrucción del viejo orden oponiéndose fanáticamente al cambio. Es, en muchos sentidos, un producto del resquebrajamiento de las certezas tradicionales que trajo consigo el siglo xix: un cristiano que no cree pero desea creer, un ferviente nacionalista que no puede asumir la nacionalidad de su comunidad de origen. La desesperación tiñe su fanatismo. Cuando se queja de las lenguas no castellanas, uno siente su abatimiento, provocado por su falta de fe en el renacer del vasco. Al principio, el deseo de comunidad volvía a Unamuno hacia sus raíces vascas. Pero la lengua vasca, todavía en las primeras fases de su revitalización, no le ofrecía las recompensas que sus ambiciones exigían. Creyendo que el vasco agonizaba, Unamuno recomendó la eutanasia. La actitud moral y racional, decía, era desearle una muerte rápida. Para él hasta el bilingüismo era nocivo. Como el lenguaje está sometido a leyes darwinianas, una vez que el vasco ha sido desplazado por el español de la comunicación cotidiana, no puede ya ser resucitado (Unamuno 1902b: 1060-1). Pero ansioso ante la posibilidad de quedar en evidencia, se opone a los esfuerzos de revitalización al tiempo que racionaliza su necesaria extinción: Es absolutamente imposible hablar hoy en vascuence vivo y verdadero de proyectos ningunos de Hacienda. Y mañana, más imposible aún, merced a los enterradores de esa lengua milenaria y ahistórica que son los que se

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empeñan en galvanizarla con trabajos de gabinete para impedir su muerte inevitable (Unamuno 1917b: 546). Tras renunciar a esta fuente de identidad, Unamuno se vuelve hacia la lengua española en busca de una fuente de supervivencia cultural, y abraza la mediatizada conciencia de la identidad con el fanatismo del converso: «Por mi parte declaro que siento cada vez mayor fanatismo por la lengua en que hablo, escribo, pienso y siento» (Unamuno 191 Id: 598). Como consecuencia de esta conversión, transfiere su deseo de comunidad a una raza hispana abstracta y espectral, y por esta razón extensible. La descorporeización le confiere al espectro una existencia inflacionaria en el curso de la cual acecha a otros cuerpos. Al no ser ni carne ni sangre, el cuerpo hispánico no está circunscrito por límites «naturales». Esto lo deja Unamuno muy claro. Para que él, un vasco, pueda comulgar con esta presencia sacramental, la nación no puede limitarse físicamente a Castilla; ni puede ser tampoco la simple suma de las varias nacionalidades del Estado español. Quiere una Hispania muy por encima de las mezquinas determinaciones de origen, una unión mística en un cuerpo espectral irrigado por sangre espiritual (en palabras del propio Unamuno): la lengua castellana. Transmutadas en metáforas del alma, la lengua y el paisaje, ambas castellanas, buscan la existencia absoluta en una pleonàstica España hispánica. Pero para que exista la identidad, debe haber un retorno, una parusía o revelación de semejanza en el tiempo. Y sin embargo, el tiempo deshace el cuerpo y destruye la semejanza. Unamuno concibe la identidad como el retorno de una entidad política descorporeizada: la hispanidad, el fantasma del imperio español. Como dice Derrida, «[p]ara que haya un fantasma, se requiere un retorno al cuerpo, pero a un cuerpo más abstracto que nunca» (Derrida 1993: 202)2. Para ser, el fantasma del imperio vampiriza a los incipientes patriotismos de las nuevas naciones; las cuales Unamuno pretende reclutar para la lucha por el dominio mundial de y por la lengua española (Unamuno 191 Id: 599). Un ídolo, en el sentido etimológico de aparición, persigue a los nuevos cuerpos políticos de América, apropiándose de su carne aborigen. Puesto que el nacimiento es condición de los cuerpos, el fantasma se alimenta de todo aquello que es nativo: la etnicidad, 2

«For there to be a ghost, a return to the body is required, but to a body more abstract than e ver before».

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las lenguas indígenas, las antiguas identidades, la oralidad. No para incorporarlo, sino para ocupar su descarnado caparazón. El canibalismo, que entraña la incorporación del cuerpo del otro bajo la ley de la afinidad y el consumo de la diferencia real como posible identidad, es el pecado original sobre el cual el imperio se autolegitima. Construido sobre el dogma de la transubstanciación de la carne, el imperio comulga en un cuerpo místico cuya presencia real es la palabra. Manipulando al ídolo, hablando a través de él, se encuentran las almas de los muertos, la comunidad intrahistórica frente a la cual Unamuno se llenaba de lirismo hacia el fin de su vida. Uno recuerda el doblar de las campanas en la sumergida aldea en San Manuel Bueno, mártir, un osario de la historia resonando en el alma perseguida de Manuel (Unamuno 1995: 140). Esta aldea fantasmal cobra vida en el reflejo de la aldea viva sobre la superficie especular del agua. Esta imagen, en la cual presencia y ausencia se encuentran, ilusoria como un trompe l'oeil (y, por lo tanto, no imagen), captura la tangible intangibilidad del fantasma. Los fantasmas se reconocen porque su imagen no se ve reflejada en los espejos. Como retratos autónomos y difuminados fantasmas del tiempo que son, no re-presentan, no evocan la co-presencia de un objeto. Al contrario que el pueblo de los vivos, cuyo reflejo en la superficie del lago lo convierte en objeto de representación, el pueblo de los muertos es invisible. Presente sólo para el oído cuando sopla el viento (spiritus), existe, como Atlantis, en mito y poesía. Su continuidad con el pueblo de los vivos es artículo de fe, la fe de San Manuel. Esta fe en una vida fosforescente que irradia de los huesos de la historia trueca realidades sociales y políticas por una mezcla onírica de poder y poesía. Uno de los partícipes de este sueño, Américo Castro, llamó a esta fe el Evangelio Hispánico de Unamuno (1948: 640)3. Oportuna expresión, pues el legado de Unamuno elevó el nacionalismo español al estatus de religión, una metafísica de la identidad cuyos mecanismos internos se revelan en su última novela. Inseparable de la sensación de crisis histórica, la teología nacional de Unamuno contiene ideas de herejías, causas sagradas y la llegada de un redentor: 3 Hacia el final de su vida, Castro reconoció explícitamente el carácter imperialista de la actitud de Unamuno hacia la lengua: «a Unamuno le interesaba la extensión y 'soberanía' de la lengua, horizontal y verticalmente» (1973: 384). Sin embargo, Castro no llegó a reconocer que la actitud imperialista no es nunca una simple cuestión lingüística, pues la dominación simbólica no se ejerce en el éter platónico.

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Se habla mucho de la religión del patriotismo; pero esa religión está, en España por lo menos, por hacer. El patriotismo español no tiene aún carácter religioso, y no lo tiene, entre otras razones, por una, la más poderosa de todas ellas, y es que le falta base de sinceridad religiosa... Es la raíz de las raíces de la triste crisis por que está pasando España, nuestra patria (Unamuno 1905b: 1296).

Fiel al tipo de intelectual surgido en la década de los ochenta y que incluía a Charles Maurras, Maurice Barres, Knut Hamsun y Juluis Lanbehm, Unamuno desconfiaba de la capacidad de la razón para desarrollar la comunidad que él deseaba. Pero donde falla la razón, interviene la autoridad. Que quede claro, Unamuno insiste en la autoridad espiritual, «el imperio espiritual sobre las almas», que Lázaro admira en San Manuel. Pero este imperio es simplemente el anverso de la imposición elevada a principio espiritual. Aunque Unamuno no discute los medios para implementar su religión patriótica, su vehemencia sugiere coerción a cada paso. Llamamientos a las restricciones e imposiciones inflexibles alternan con burlas y ridiculizaciones pronunciadas con ansiosa intensidad. Ya hemos visto su oposición a la evolución filológica del vasco, lengua que consideraba ahistórica porque así lo quería él. El gallego lo descalificaba en base a su incapacidad para reconquistar a la clase media urbana. A pesar de que su uso literario no podía ser negado, se limitaba a los estilos más bajos, como marca característica de ignorancia: Y La Veu de Catalunya, por su parte, cuando trata del movimiento lingüístico en otras regiones españolas, pierde los estribos y da aire a los mayores absurdos. Hace poco traía una carta de Galicia llena de ridiculas consideraciones sobre el uso de la lengua gallega. Si lo hubieran leído en la tierra de la Pardo Bazán y de Valle-Inclán, ¡no se habrían reído poco de ello! Porque en Galicia tampoco hay, digan lo que quieran cuatro exaltados, cuestión del gallego. El gallego mismo que cultivan, sobre todo en el género festivo, algunos escritores gallegos no pasa de ser algo artificial. Es como esos trajes regionales que cuando van desapareciendo o cuando han desaparecido, los visten los señoritos en Carnavales. En Galicia no volverá a ser el gallego la lengua corriente de las clases medias e instruidas de las ciudades (Unamuno 1917b: 548-9).

Dejando a un lado el prejuicio clasista y la limitada concepción de la cultura que demuestra este juicio, es imposible no percibir la aplicación de un doble rasero: mientras que Unamuno desprecia aquí la lengua aún

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viva de la Galicia rural, en otros lugares predica la revitalización del español por medio de la difusión de expresiones recogidas entre el campesinado castellano. ¿Por qué ese doble rasero? ¿Por qué la impaciencia con las lenguas periféricas que se niegan a renunciar y a rendirse al fantasma? Alguna pista nos da al insistir en su identidad vasca, pero afirmando una y otra vez que tal identidad sólo puede ser expresada en español. Unamuno teme que la historia lo contradiga. Por lo tanto, lucha con uñas y dientes ante cualquier sugerencia de que el vasco o el gallego lleguen a afirmar su presencia en el medio escrito y, a través de éste, en la cultura tal como se entendía en el siglo xix. Debe negar la posibilidad para rechazar lo que más teme: en los términos religiosos que él mismo usa, el pecado contra el espíritu, contra el espíritu vasco. Y como la negación requiere de la connivencia universal, los catalanes son amonestados ostensiblemente por exagerar la relevancia de estas lenguas (en realidad, por estimularlas a través de su ejemplar renacimiento literario). El revivir de lenguas que él considera y desea históricamente condenadas debe ser neutralizado a cualquier precio. Para ello niega y ridiculiza, ataca y se mofa: los llamamientos al pragmatismo y a la aceptación de lo inevitable alternan con apasionadas diatribas e inflexibles tácticas de deslegitimación; incita al uso de formas dialectales con la idea de fragmentar y atomizar; denuncia las derivaciones y neologismos como falsificaciones; y ataca el desarrollo de variedades estándar calificándolas de arcaísmos rudimentarios motivados por el reaccionarismo político (Unamuno 1902b: 1060; 1905b: 1296). El Eskamotage juega un papel decisivo en la visión unamuniana tiene de la evolución cultural. En primer lugar, Eskamotage de la función política del Estado, que construye en términos esencialmente culturales. Eskamotage también del hecho de que las lenguas, llegadas a un cierto punto en su historia, no mueren por causas naturales sino asesinadas por medios legales e ideológicos. Y Eskamotage, por último, del hecho de que las lenguas oprimidas pueden resistir prolongadas presiones imperiales si consiguen conservar o recuperar un cierto espacio político. Ha sido necesaria la caída de dos imperios (el Tercer Reich y la Unión Soviética) para dejar en evidencia el ideologema escondido en la liquidación que hace Unamuno, por analogía con otra lengua oprimida, de la cuestión lingüística vasca: Que se vaya hoy a los habitantes de la antigua Lituania y se les pregunte si quieren volver a hablar lituánico [s/c], dejando el alemán, y se verá lo que contestan. Así sucederá con los vascos de mañana, cuando hayan aban-

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donado por completo el vascuence. Por mi parte me compensa de los torpes insultos que algunos de mis paisanos me hayan dirigido el pensar que sus nietos me darán la razón algún día (Unamuno 1902b: 1061).

Unamuno se congratula ante la idea de que algún día no quedarán hablantes de vasco. Queda así velada y marginada no sólo la relevancia política de las lenguas, sino también el estatus de los factores lingüísticos utilizados. En 1908, en el ya mencionado artículo «Su Majestad la lengua española», Unamuno le había atribuido al catalán los mismos defectos que le atribuiría en 1917 al vasco y al gallego: artificialidad o distancia entre la lengua vernácula y la alta cultura, la cual, en una flagrante manipulación del asunto, identifica naturalmente con la cultura administrativa del Estado. El vasco carece de un término apropiado para «Hacienda», el gallego es lengua de campesinos, el catalán es ajeno a la dignidad monárquica del español. Y aun así el Eskamotage fracasa cuando se manipulan al mismo tiempo todos los objetos del encubrimiento. El pañuelo de seda no puede ocultar el juego de manos y, a la vez,prestissimo, desaparecer tras de sí. Ese truco, así, no sale; algo debe distraer al público mientras el objeto es alejado de la vista de todos. El catalán -que después de todo posee una cultura escrita (y moderna además) y cuyo uso es extenso entre la clase media urbana- no puede ser despreciado y a la vez elevado como ejemplar frente a las otras lenguas. ¿Cómo sale Unamuno de este aprieto? La treta consiste en exagerar la paradoja tomando al catalán como cabeza de turco. Se le supone regionalizado y aislado, y se le hace cargar con los pecados de la artificialidad y la condición subcultural imputada a las otras lenguas periféricas. Se le denuncia por estar socialmente fracturado, y se le odia por producir naturalmente una división antinatural en la identidad española. Un mal ejemplo, cuyo carácter excepcional se acepta para mantener a otras lenguas posiblemente renacientes en el camino hacia la desaparición: No, en eso de la lengua regional - o si quieren nacional; por una u otra palabra no hemos de reñir- los catalanes están solos. Ni los valencianos están con ellos, porque en Valencia, en la ciudad, todas las personas cultas se expresan y piensan en castellano. Los versos valencianos de Vicente Wenceslao Querol, tan exquisito poeta en castellano, suenan a falso y a artificio de erudito (Unamuno 1917b: 549).

El juego de prestidigitación incluye la regionalización del catalán por, medio de la división de sus territorios. Sin embargo, «regional» es un tér-

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mino conflictivo. ¿De qué circunscripción lingüística sería el catalán una variedad regional? ¿Qué mapa lo incluiría como dialecto de una lengua dominante? No es una variedad del español, ni tampoco se circunscribe a una sola de las divisiones administrativas en que se dividen los mapas políticos. En el pasado esta lengua se benefició de la soberanía política de sus hablantes; hoy se habla dentro de varios territorios dentro y fuera del Estado español. Lengua nacional, por tanto, concede Unamuno (una palabra más o menos no cambia nada). Sin embargo, unos años antes Unamuno había sido claro: las palabras lo son todo. Sólo Su Majestad la Lengua Española merece ser llamada lengua nacional; no había salivación nacional, cultura, educación o ley fuera de esta lengua. Unamuno arrebata con una mano lo que parece dar con la otra. Él (que como filólogo debía conocer bien la materia de la que trataba) habla de una supuesta lengua valenciana independiente, sólo para declararla inútil para la vida social y cultural. Y sin embargo esta lengua está bien viva en Cataluña. Llamarle valenciano no cambia ni el código ni su ámbito de uso. Pero el reconocimiento de que el catalán y el valenciano son variedades regionales de la misma lengua nacional está implícito en la afirmación triunfalista de Unamuno de que «ni los valencianos» («ni» ratifica una presunción contraria) siguen a los catalanes en su esfuerzo por conservar su lengua. El dilema de Unamuno es que, como todo prestidigitador, debe mostrar lo que va a hacer desaparecer y dar nombre a aquello cuya existencia pronto negará. Fiel a la táctica de otorgar para negar, e invirtiendo la relación entre acción y reacción, denuncia a los catalanes como exportadores de la rebelión lingüística. Quizá ellos tengan una lengua vernácula útil, pero otros no la tienen. Si responden solidariamente ante el despertar de otras lenguas nacionales, es porque actúan de mala voluntad, pues no hay nada a lo que responder donde el español es rey. Al presentar al catalán como el problema lingüístico de los catalanes, Unamuno encubre el hecho de que los problemas experimentados por éstos con su lengua tienen su origen en la intransigencia castellana. En otras palabras, el problema lingüístico de los catalanes oculta en realidad el problema que a Unamuno (y al Estado) le plantean las otras lenguas: No sé si es un bien o un mal para los catalanes el que en eso de la lengua regional se encuentren solos, pero es así. Su problema lingüístico es único en España, y querer transferirlo a otras regiones es algo así como si quisieran predicar en Chile los derechos del araucano, en el Perú los del quechua o en Paraguay los del guaraní (Unamuno 1917b: 549).

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Unamuno se levantaría de su tumba si supiera que casi un siglo más tarde al menos el quechua y el guaraní, lenta pero firmemente, aseguran sus derechos y reconquistan espacios sociales. La patriotería de Unamuno se debía, en parte al menos, al «Desastre» colonial de España4. Antes del fin de la guerra, se había declarado de un golpe partidario del libre comercio, del humanismo y del materialismo dialéctico (Unamuno 1896a: 980-1). Como suele ocurrir con Unamuno, mejor saltarse el confuso razonamiento y centrarse en el clamor emocional. Es 1896 y el pathos es todavía libertario: «Libertad, libertad ante todo, verdadera libertad. Que cada cual se desarrolle como él es y todos nos entenderemos. La unión fecunda es la unión espontánea, la del libre agrupamiento de los pueblos» (Unamuno 1896a: 982). Pero esto pronto habría de cambiar. Con todo, su respuesta inicial a la derrota militar en Cuba no fue una reacción nacionalista sino una condena de la historia y una huida del tiempo. En aquel momento el escepticismo ante la idea nacional aliviaba el dolor de la herida infligida por la historia. En su artículo «La vida es sueño», publicado en La España moderna en noviembre de 1898, afirma que la gente «lo que tiene no es nación, es patria, tierra difusa y tangible» (Unamuno 1898: 941). Mientras el pueblo tenga una cultura material propia, el problema de la identidad no se plantea. ¿Por qué? Porque la patria tangible define una comunidad natural, que de acuerdo con la distinción establecida por Ferdinand Tónnies entre Gemeinschaft y Gesellschaft, garantiza una conciencia de pertenencia orgánica, en contraste con las relaciones abstractas que surgen en una sociedad nacional, en la cual el individuo anónimo y desarraigado descubre por primera vez el problema de la identidad. Entonces, sacrificar al individuo por la idea de la nación le parecía a Unamuno una idolatría pagana, más cercana a la mente germánica que a la hispánica (Unamuno 1898: 942). Podía todavía evaluar con sobriedad la utilización política de la cultura como asunto espectral, y considerar la obsesión con la expansión cultural en función del egoísmo metafísico del que participaría plenamente el Unamuno posterior:

4 Años más tarde, al hablar de su crisis religiosa en marzo de 1897, dice que desde aquel tiempo se ha convencido de que era «un instrumento en la mano de Dios y un instrumento para la renovación de España» (carta a Mújica de 2 de diciembre de 1908; Fernández Larrain 1972: 291). Quiero expresar mi agradecimiento a Javier Herrero por proporcionarme esta referencia.

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Y por debajo de tales ideas palpita su alma oculta, el deseo de que nuestra nacionalidad cobre relieve y se extiendan nuestra lengua y nuestra literatura, se lean más nuestros libros, los de cada cual de los que así sentimos, y duren más nuestros nombres en los anales y los calendarios... [H]ay que inmortalizar nuestro fantasma aquí abajo, tenemos que pasar a la Historia. ¡Hay que alcanzar los favores de la sin par Dulcinea, la Gloria! (Unamuno 1898: 945). En el mismo artículo, nota que el pueblo español parece no sentirse afectado por el colapso del imperio, y ve esta indiferencia como una fuente de fortaleza. ¿Pero es éste el verdadero significado de la apatía? ¿Es fuerza lo que de verdad yace bajo esta indiferente actitud? ¿Era posible acaso que las masas que habían vibrado en su chovinismo apenas unos meses antes fueran ahora insensibles a las humillantes experiencias de Cavite y Santiago? Fingiendo rechazar el orgullo nacional (pero ocultando, en efecto, el orgullo nacional herido), Unamuno proclama que el espíritu étnico debe continuar durmiendo y soñando el lento y oscuro sueño de su saludable y terapéutica rutina (Unamuno 1898: 943). Tal reacción no es infrecuente tras experiencias traumáticas. Un estado de suspensión e insensibilidad ante el dolor es típico del trauma. A causa del exceso de dolor, el hecho traumático impacta la psique por debajo del umbral de la conciencia. El dolor, sin embargo, no se mantiene apagado indefinidamente, sino que se reproduce en forma de una fantasmagórica y constantemente desplazada imitación del episodio original. Geoffrey Hartman habla de «una especie de recuerdo del episodio, en forma de perpetua reproducción trópica del mismo, vivido por la ignorada y radicalmente dividida (disociada) psique» (Hartman 1995: 537, la traducción es nuestra) 5 . Unamuno, al igual que las masas de españoles que él describe, parece no sentirse afectado por la imagen traumática; pero ésta vela, sin borrarla, la experiencia de la pérdida que ya empieza a entreverse en su retórica. El día después de la derrota, el fantasma colectivo («nuestro fantasma») del nacionalismo español empieza a acechar al país desposeído de su imperio. Excluido del ámbito de la conciencia, el significado histórico del imperio y su caída vuelve, cual fantasma, para llevar una existencia disociada como ideologema lírico. El significado de un imperio ya irreal asume una identidad 5 «a kind of memory of the event, in the form of a perpetual troping of it by the bypassed or severely split (dissociated psyche)».

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literaria, la de Don Quijote (un espíritu del pasado feudal), y retorna tenebrosamente a la historia por autorización religiosa6. Al inventar la jerarquía entre lo fenomenológico y lo ontológico, Unamuno sustituye la historia por la poética y disfraza a la política de religión. Y lo más misterioso es el previsible retorno de lo reprimido a la sombra de lo desaparecido. La visión pesadillesca de los muertos vivientes que regresan del imperio agotado, los «cadáveres vivientes» (en palabras de Unamuno) que llegan a los puertos españoles tras un miserable viaje por las aguas del olvido apela a la fantasía para aliviar la agonía de la vista (Unamuno 1898: 941). La fantasía calma el dolor transformando la aflicción por medio de un tropo, es decir, provocando la reaparición del impacto traumático (phantasia significa literalmente «aparición») como síntoma y no como hecho. Los que de verdad regresan, heridos, lisiados y enfermos de malaria, desaparecen tras un desfile de sombras del más allá histórico. Son los tiempos de los espectros y Unamuno, como otros, busca en una fantasmagoría de Segismundos y Quijotes consuelo para la herida provocada por la historia: A medida que se pierde la fe cristiana en la realidad eterna, búscase un remedo de inmortalidad en la Historia, en esos Campos Elíseos en que vagan las sobras de los que fueron. Perdida la visión cordial y atormentados por la lógica, buscamos en la fantasía menguado consuelo. Esclavos del tiempo, nos esforzamos por dar realidad de presente al porvenir y al pasado (Unamuno 1898: 946).

La historia como pretexto para la poesía. Los dioses -dice, tras Cavite y Santiago, mientras recuerda la Odisea- planean la destrucción del hombre para que pueda haber poesía (Unamuno 1898: 946). La herida de la historia no es reconocida como histórica sino que es transformada en un fracaso metafísico -una pérdida de fe en la eternidad- o en unfatum mítico - e l capricho de los dioses insondables-. Entonces la herida da un siniestro giro cuando la conciencia imperial extiende una venda sobre las llagas del tiempo. Desde las profundidades de la humillación militar y con una España sin peso político, económico y científico mirándole a la cara, la lengua se le presenta a Unamuno como el único instrumento de 6

Esta elevación de Don Quijote a la santidad nacional es programática. El idealista pretendido caballero pasa a ser redentor en la religión patriótica de la cual Unamuno, en 1905, se consideraba profeta y precursor (Unamuno 1905b: 1296).

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afirmación patriótica. Así, la historia regresa bajo un nuevo disfraz. Sólo un año después de la derrota española en Santiago de Cuba, Unamuno, en el diario de Buenos Aires El Sol, vincula el final de un imperio político con la fundación de un imperio lingüístico y con el gran logro de la supremacía lingüística sobre las contingencias geográficas e históricas: Recluidos de nuevo a nuestra Península, después del gloriosísimo ensueño de nuestra expansión colonial, volvemos a vernos como Segismundo, vuelto a su cueva, según decía Ganivet. Y ahora es cuando nos acordamos de nuestra raza. Mas esta nuestra raza no puede pretender consanguinidad; no la hay en España misma. Nuestra unidad es, o más bien será, la lengua, el viejo romance castellano convertido en la gran lengua española, sangre que puede más que el agua, verbo que domina el océano (Unamuno 1899b: 571). La raza, la sangre y el viejo sueño de un dominio ultramarino adquieren nueva forma al ver salvada de las ruinas de la historia esa forma de hegemonía a la que Pierre Bourdieu ha llamado dominación simbólica. En una mezcla fatal de conquistador y teólogo nacionalista7, Unamuno exige Lebensraum para el espíritu español: «Una tierra no agota la potencialidad de una casta» (Unamuno 1899b: 572). El destino histórico de España, que él mismo había desafiado un año antes - « A todas horas oímos de la realización de nuestro destino (¿cuál?)» (Unamuno 1898: 945)- se cumplirá ahora cuando toda lengua se someta al acento de Castilla en homenaje al imperio al que España no se resigna a renunciar: En tan vastos y variados dominios se cumplirá una diferenciación mayor de nuestra raza histórica, y la lengua integrará las diferencias así logradas. Italianos, alemanes, franceses, cuantos concurren a formar las repúblicas hispanoamericanas, serán absorbidos por nuestra sangre espiritual, por nuestro idioma, y dirán mi tierra, así, en robusta entonación castellana, al continente que oyó ¡tierra! Como saludo de otro mundo (Unamuno 1899b: 572). Aunque otras formas de nacionalismo son igualmente inseparables del culto a la lengua nacional, ninguna -con la posible excepción del 7

El modelo probablemente seguido por Unamuno es Paul de Lagarde, el padre de la religión nacionalista alemana y teorizador de la expansión germánica más allá de las fronteras de Alemania. Lagarde había afirmado que «el germanismo no es cuestión de sangre sino de espíritu» (Stern 1965: 91, la traducción es nuestra).

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nacionalismo francés- ha vivido con tal obsesión su expansión imperial. El eslogan falangista «Por la lengua hacia el Imperio» se limitó a dar forma programática al concepto darwinista del lenguaje que, en el caso del español, surgió del choque entre un imperio que nacía y otro que moría. Un imperio derrotado puede aspirar a recuperar alguna de sus pérdidas a través de la autoafirmación simbólica, y Unamuno se convirtió en profeta y cruzado de la reparación por la lengua. El 14 de octubre de 1914, en el diario bonaerense La Nación, ensalza «nuestro español, que tiene en sí, por inermes que seamos los que le hablamos, tantas y tan excelentes cualidades, no ya para resistir, sino hasta para imponerse» (Unamuno 1914b: 535). ¿Tienen estas metáforas militares un valor exclusivamente metafórico? Improbable. La lengua es, para Unamuno, la continuación de la guerra por otros medios: En el fondo los pueblos que pelean unos con otros no pelean, aunque ellos ni lo sepan ni lo crean, sino por el predominio de una lengua. Que A conquiste a B o B conquiste a A sólo significa que los de A hablen la lengua B o los de B hablen la lengua A» (Unamuno 1914a: 528).

Y en cuanto la guerra deja de ser de palabras para ser una guerra por las palabras, en cuanto lo religioso y lo político son desplazados por lo cultural, la puerta está franca para la nueva experiencia del siglo xx: el genocidio cultural programado. La idea de la lengua como arma y objeto de agresión fue un elemento clave en el arsenal fascista durante la Guerra Civil española8. Esta idea todavía alimenta la carrera lingüística en la que muchos filólogos y políticos españoles se comprometen, tanto en el ámbito ibérico como en el global. En 1898, la concluyente derrota y la irreparable pérdida no rompieron el encanto del pasado sobre aquella parte de España que acostumbraba identificarse con una historia de dominio. De los remolinos que formaron los barcos españoles al hundirse en la bahía de Santiago surgió el fantasma de la supremacía cultural, el fantasma del imperio fantasmagórico. Desde aquel momento el español se convirtió para Unamuno en «la lengua que compartirá un día con la inglesa el predominio mundial. Y quién sabe... Quién sabe..., digo» (Unamuno 191 Id: 598-9). 8

El 16 de abril de 1937 el Diario Vasco advierte que el castellano «es un arma contra el enemigo. No emplearla en estos momentos es señal de tibieza patriótica» (Solé i Sabaté 1994: 35).

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Ante la ausencia del necesario duelo, la melancolía se apoderó del alma española dejándola a la merced de visiones de poder atormentadas por la conciencia de la derrota. En su cueva, Segismundo sueña nuevas conquistas: pero sabe ahora que la épica de oro y sangre se ha convertido en leyenda y puede regresar tan solo como poesía. Al prometer una segunda liberación de la cueva, la poesía transfigura el deseo de poder de los soñadores Segismundos y nuestro señor Don Quijote guía su desesperación histórica en busca de gloriosas Dulcineas. Durante la Guerra Civil española, los sirvientes del nuevo Estado franquista tenían que jurar lealtad sobre esta Biblia hispánica. ¿Pero qué significa jurar por Don Quijote? ¿Qué sagrado principio se invoca? ¿A qué compromiso interior apela el juramento? Unamuno lo había dejado claro: la fe performativa, la fe en las propias ficciones, fe irracional en la fe. O más bien, como la fe es inherentemente tautológica, como afirmaba Unamuno incesantemente, el principio quijotesco representaba la fe en lo irracional, en la autoafirmación impertérrita ante la violencia que pueda ejercer sobre el mundo material. La confianza alucinada en el retorno de una era pasada justificaba de antemano los poetas-guerreros que pronto se alzarían en armas en los pueblos históricamente insolventes de la Castilla rural. Si Falange Española se concebía a sí misma, en palabras de su fundador, como un «movimiento poético», no era en virtud de un rechazo vanguardista del pasado, sino porque la imaginación del movimiento estaba poseída por el fantasma de antaño. Los fascistas españoles escribieron sonetos al estilo de Garcilaso y dieron por título a su principal revista literaria Escorial. Referencia, sin duda, al emblema de la arquitectura imperial española, pero sobre todo al cementerio de los reyes españoles, quienes, como afirmó Unamuno, nunca llegan a estar enterrados, a descansar (Unamuno 1923: 638). Tal como observó agudamente Werner Krauss: La raíz de esta confusión entre poética y política ya estaba en las posibilidades de la Generación del 98. El rechazo de la retórica política condujo a la doble afirmación de la voz lírica y de la acción pura, el acto no mediado, a una transfiguración, ya estética ya emocional, de una voluntad dinámica de acción (Krauss 1997b: 50-1). La senda de la desesperación cultural tiene un origen traumático que se halla en el choque entre dos formas distintas de experimentar el tiempo. Como en el siglo xvi, pero al revés, el anacronismo asigna sus respectivos roles históricos a España y América. En 1898, la modernidad

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ideológica y la superioridad tecnológica estaban claramente del lado americano, mientras que España era apenas un vestigio del pasado. Un posible modo de liberarse de la fricción traumática entre ciclos culturales radicalmente diferentes es huir del tiempo y refugiarse en la intemporalidad. En 1898, Unamuno firmó sus primeros ataques contra el progreso y la modernidad. Pero la huida es sólo la primera defensa contra la historia. En un segundo momento, la cultura, disfrazada de naturaleza en el proceso cuasi-biológico de la intrahistoria, es convocada para curar la herida histórica y asegurarse alguna forma de hegemonía. ¿Por qué seguir el camino cultural? ¿Y por qué a través de la desesperación? La respuesta es Cataluña, la gran obsesión política de Unamuno. Admirada y atacada (y lo último a causa de lo primero) Cataluña había emergido del 1898 no hacia la intemporalidad sino hacia la modernidad. En las dos décadas que siguieron al desastre colonial, forjó una cultura nacional propia, que Unamuno, al igual que otros intelectuales de inclinaciones castellanas, admiraba, y contra la cual, a la vez, albergaba profundo resentimiento. En 1901 la ambivalencia se convirtió en aprensión cuando el catalanismo político derrotó a la alianza liberal-conservadora de partidos españoles en las elecciones municipales de Barcelona. Y llegó a la ansiedad cuando en abril de 1907 un amplio frente catalán, Solidarität Catalana, arrasó a aquellos partidos en Cataluña. La reacción fue predecible: España, la España castellana, no puede ser humillada de nuevo. Cataluña no debe ser una Segunda Cuba 9 . ¿Cómo era posible? Cataluña no era deseada por ningún imperio y, al contrario que Cuba, no se enfrentaba al resto de España con un ejército insurreccional sino con una cultura civil que exigía una mayor cuota de poder político. Pero esto, no; esto no lo podría sufrir la sangrante conciencia imperial. Una cosa era ser derrotado por un imperio tecnológico y económico en alza, pero algo muy distinto era ser desafiado por una región dos veces derrotada en los dos siglos y medio anteriores y forzada a suplicar por sus derechos elementales. Una región cuya cultura asciende o desciende con su lengua, mantenida a raya por medio de ordenanzas como la que en 1896 prohibió su uso en conversaciones telefónicas. 9 El fantasma de Cuba empezó a atormentar al imaginario español después de 1901, y más aún desde la creación de Solidarität Catalana en 1905. El periódico madrileño El Imparcial comparó este hecho con el movimiento independentista cubano: «Exactamente así se hizo en Cuba la propaganda separatista». Cit. en La Correspondencia Militar, 10 de diciembre de 1907 (Solé i Sabaté 1994: 98).

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A Unamuno se le ocurrieron dos soluciones para lo que ya algunos llamaban entonces «el problema catalán». La primera era convertir a España en una gran Cataluña expurgada del elemento catalán, de tal modo que el problema desapareciera junto con la diferencia cultural. En carta a su amigo Joan Maragall, Unamuno menciona su temor (y por tanto su abatida esperanza) de que Solidarität Catalana (el recientemente unificado frente político catalán) no habría de asumir su papel de liderazgo en España (Unamuno 1907d: 514). Una y otra vez Unamuno anima a los catalanes a catalanizar España, si bien plantea como condición necesaria la renuncia a la clave de su identidad: la lengua catalana. La segunda solución, más práctica, era reclamar el desarrollo de una cultura reactiva: «A los esfuerzos de Cataluña por crearse una cultura propia no ha sabido responder el resto de España con una cultura española» (Unamuno 1916: 437). Ambas soluciones, basadas en la desconfianza en el poder de influencia mutua entre culturas independientes, se fundían a la perfección con el sueño de ajustar cuentas con el rival imperial angloamericano. La respuesta hispano-castellana a los esfuerzos vascos y catalanes por definir sus respectivas culturas nacionales vino, a principios de los años treinta, de la mano de Ernesto Giménez Caballero con su llamamiento a la salvación nacional a través de la afirmación del genio español. Al mismo tiempo, las Juntas Castellanas de Acción Hispánica de Onésimo Redondo y otros micro grupos promovían agitaciones en favor de un nacionalismo español reactivo que se proponía destruir a las nacionalidades periféricas y al liberalismo, a la economía burguesa y al peso político de las ciudades industriales. El veintinueve de octubre de 1933 Falange Española reunió las ramas de varias de estas formaciones, fusionando la visión unamuniana del imperio cultural con su visión unitaria de las culturas ibéricas10. La constante presión ejercida por Unamuno contra los nacionalismos periféricos desde un exaltado nacionalismo español reaparece (vía Ortega y Gasset) en la definición de España como unidad de destino en 10 El eco de la opinión de Unamuno de que Portugal era una nación artificial cuya escisión de España era un error histórico se oye en la confianza con que José Antonio Primo de Rivera veía la pronta reabsorción de Portugal (Payne 1961: 44). «Me pongo a pensar en la agorera suerte de esta nación [Portugal] tan poco naturalmente formada, y a la vez agólpanseme a las mientes dolorosos pensamientos sobre lo que en nuestra España está ocurriendo. ¡Portugal y Cataluña! ¡Qué mundo de reflexiones no provoca en un español el juntar estos dos nombres!» (Unamuno 1908c: 211).

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lo universal que habría de proponer José Antonio Primo de Rivera. Al igual que Unamuno en su tiempo (y que muchos intelectuales españoles contemporáneos), el fundador de la Falange llenó su doctrina de contenido nacionalista al tiempo que rechazaba el concepto de nacionalismo -movimiento que aparecía como desprestigiado por las demandas de las tan detestadas nacionalidades vasca y catalana-. Así surgió una forma de supernacionalismo cuya expresión política era el estado corporativo. José Antonio proclamó que el nacionalismo era «una completa estupidez» y declaró: «No somos nacionalistas, porque el nacionalismo es solo el individualismo de los pueblos. Somos españoles ¡una de las pocas cosas serias que se puede ser en este mundo!» (cit. en Krauss 1997a: 433). Y, pronto, la única cosa que se podría ser en la nueva España. Para los falangistas, al igual que para Unamuno, las nacionalidades periféricas las definían factores antropológicos como costumbres arcaicas y lenguas residuales. De ahí que, pese a ser aceptables como fundamentos naturales del espíritu de la patria, las nacionalidades históricas fueran detestables como expresión de una voluntad política autónoma. En este antinacionalismo ultra nacionalista está en juego la distinción unamuniana entre intuición y concepto, sentimiento y mente, una antítesis cuya traducción política contrapone «la patria sensible», definida por el horizonte físico propio, a «la patria mental o histórica», producto de la educación nacional y la más elevada de las dos en el orden espiritual (Unamuno 1905b: 1288-9). Aplicando los mismos criterios, José Antonio criticó el amor por lo inmediato y contingente en nombre de una idea nacional purificada de la basura de la historia: «Los que aman su patria porque les gusta la aman física y sensualmente... Amamos la metafísica inamovible y eterna de España (cit. en Payne 1961: 80). El neoimperialismo de la Falange, atrapado entre la esperanza de la hegemonía absoluta de Castilla y los sueños de un expansionismo español, encontró una fuente de inspiración en el curioso imperialismo de Unamuno, indeterminado también entre la aserción de la intrínseca generosidad de la conquista y una difusa e infinita autoafirmación a través de la lengua española11. Esta mezcla de libre ambición y desinterés por las " «Oponen en Inglaterra al pobre sentido de la little England el vasto imperialismo del pueblo que habla inglés, the English speaking Folk; tengamos también los vascos nuestro imperialismo, un imperialismo sin emperador, difusivo y pacífico, no agresivo y guerrero. Rebasemos de la patria chica, chica siempre, para agrandar la grande y empujarla a la máxima, a la única, a la gran Patria humana» (Unamuno 1901c: 240).

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formas concretas y limitadas de la vida social explica la poco convincente integración de la historia en la doctrina falangista, su sustitución de las complejidades de la existencia pasada y presente en la Península Ibérica por un siniestro compendio de tópicos históricos. En este contexto el imperialismo significa la confusión de los límites entre los espacios políticos concretos y la proyección ideal de los sueños de grandeza. Desde la cumbre de una cordillera, contemplando las anchas tierras de Castilla, Unamuno afirma que la escena se desmaterializa ante sus ojos convirtiéndose así en el escenario predestinado para «los más excelsos personajes de la tragedia de la Historia» (Unamuno 1915: 432). En una vena similar, los Falangistas pelearon una trascendental batalla más allá de las miserias de la realidad circunstancial. Para ellos, como observa Werner Krauss, «el escenario de la historia de España no tiene fronteras. Es el Universo» (Krauss 1997a: 434, la traducción es nuestra). El Universo como escenario histórico-trágico reclama una lista de personajes y un guión 12 . Alarmado por el espectáculo de las culturas resurgentes, Unamuno cayó presa de los espectros de la tradición y de las ilusiones del destino revelado. Sus descripciones del paisaje castellano están pobladas por las glorias del pasado y por veladas alusiones a una misión nacionalista. Desde lo más alto de las santificadas montañas castellanas, como Moisés en el Sinaí, recibe la revelación de su Dios nacional: «Viendo ceñir los relámpagos a los picachos de Gredos se me reveló el Dios de mi Patria, el Dios de España, como Jehová se les reveló a los israelitas tronando y relampagueando en las cimas del Sinaí» (Unamuno 1909: 285). Es una deidad trascendental. La España supuestamente perenne de la elegida tradición castellana le habla a Unamuno desde el más allá histórico con voz inaudible para los que viven distraídos por acontecimientos del presente 13 . No sólo los árboles vivos, 12

Unamuno explica la transición desde su nacionalismo vasco intuitivo a su nacionalismo español conceptual como producto de su consideración de la historia de España (Unamuno 1905b: 1288-9). Obviamente no es consciente de que el triunfo de lo que él llama nacionalismo conceptual presupone una concepción nacionalista de la historia de España. La oposición entre «patriotismo intuitivo» y «patriotismo conceptual», junto a las connotaciones implícitas de naturaleza frente a cultura, primario frente a complejo, etc, no es sólo un pilar principal de la doctrina nacionalista sino una consecuencia del nacionalismo hegemónico. 13

«¡La sugestión de estos viejos claustros en que se cree uno liberado del peso de los siglos! Al llegar a Torrelavega nos encontramos con un periodista madrileño, que empezó a darnos noticias de los sucesos de Barcelona y de Melilla [la referencia es a la

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«espejo de nuestra vida y de nuestro pensar», le enseñan una lección ideal (Unamuno 1915: 433), sino que hasta la madera muerta, paradigma de la materia en la metafísica occidental (hyl?, el concepto raíz de la doctrina hilemorfista aristotélica, significa «madera» en griego), le transmite mensajes metafísicos: Las dos veces que he visitado Yuste... sentí adentrárseme el corazón patrio al contemplar aquella caja de madera que guardó una docena de años el cuerpo del que fue emperador antes que le trasladaran a ese horrendo panteón del Escorial. Mejor allí, entre seis tablas de madera de la sierra, de árboles que arraigaron entre rocas españolas. ¡ Ah, ser enterrado entre seis tablas de una de estas robustas encinas castellanas, de hoja perenne inmoble al viento de la tormenta, de flor que se esconde entre las hojas y de rojo corazón con que hacen melodiosas chirimías los zagales! Pero a los reyes propiamente no se les entierra; ni muertos se les deja tener contacto íntimo con la madre tierra (Unamuno 1923: 638). Como la mesa del espiritista, las «tablas» de este ataúd vacío -que es por tanto no un ataúd sino una caja de resonancia para los espíritus- le hablan al médium patriótico. Y el mensaje que esta caja le envía -como el espíritu que informa a la madera en la doctrina hilemorfista- es el instinto de la muerte como conclusión y logro. La muerte como fusión mística con el paisaje castellano y con la tradición de Castilla. Una fusión favorecida e impedida a la vez por el ataúd, cuyas tablas le recuerdan al imperio: la madera ciñe el cuerpo -al igual que el cuerpo ciñe al alma en el neo-Orfismo de Unamuno- al tiempo que metonímicamente lo une al bosque y a la montaña, donde los espíritus errantes de los reyes le comunican la universalidad del imperio al paisaje. Sin embargo, para fines místicos, la metonimia es un tropo imperfecto. La materia no puede sellar totalmente al espíritu. Por medio de su «materia» (lat. materia > esp. madera) las tablas asimilan el cuerpo (el cadáver imaginado de Unamuno) a la tierra. Sólo a través de su forma, a través de su función simbólica como ataúd (vacío), interrumpen el flujo entre el cuerpo y la tierra. Esta interrupción crea una diferencia en la Semana Trágica de Barcelona]. ¡El sempiterno suceso! ¡Ladevoradora actualidad! Todo anecdótico, todo fragmentario, sin que haya modo de sacar sustancia ni contenido a nada. ¡Cuánto más no me decían del alma de la patria el sombrío silencio del valle de Pas y la quietud soleada del viejo claustro de la colegiata de Santillana! (Unamuno 1909: 284).

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materia, un significativo umbral cuya marca histórica (Yuste) sólo puede ser cruzado patrióticamente, con un corazón vuelto hacia dentro o (en términos geopolíticos) auto-centralizador. Un corazón que Unamuno siente «adentrárse[l]e», buscando los más profundos nichos del cuerpo, donde materia se hace sinónimo de mater, la madre tierra de piedra española y roble castellano cuyas hojas perennes permanecerán inmóviles, y en cuyo tronco, convertido en tabla corpórea pero sin cuerpo, resuena el espíritu. Así, despojado de su espíritu, el cuerpo no está ni aquí ni allá, mucho menos en el panteón que más tarde inspirará tanta retórica fascista. Los reyes no pueden ser enterrados como mandan los cánones, no pueden fundirse con la tierra o descansar en un lugar. Sólo como fantasmas deambulando por el paisaje pueden realizar la labor patriótica que les corresponde por designio divino. Tal como insistió Unamuno, y como repitieron sus discípulos fascistas, España estaba más allá de las contingencias temporales, materiales y sensuales de tradiciones particulares. España era una entidad universal, una esencia metafísica desplegándose en el ámbito del espíritu. Una década más tarde, Ernesto Giménez Caballero recibía su «Evangelio Hispánico» cuando se hallaba en su Tabor, El Pardo en Madrid, contemplando la transfiguración del mundo a través del renacer del genio español (Giménez Caballero 1971: 213). En un radiante crepúsculo castellano (otro tópico fascista) oye la orden que proviene de los muertos: «¡Sed católicos e imperiales! ¡César y Dios!», y entiende que el genio, como las nubes, como los fantasmas, es forma vaporosa idéntica a sí misma. No se mueren, en verdad, sino que retornan sin falta en indumentaria de batalla (Giménez Caballero 1971: 212). Lo que Unamuno intentó enterrar, asimilar a una parcela de tierra en cuarentena, fueron las lenguas y culturas ibéricas no estatales. Combatió los esfuerzos por restablecer el uso social del vasco desde la posición de autoproclamado enterrador: «Más daño le hacen los curanderos que le asisten en su lecho de agonía que los que nos disponemos a cantarle los funerales y a embalsamarlo» (Unamuno 1902b: 1061). Sin embargo, hacía su diagnóstico de enfermedad terminal con menos confianza que la que admitía. Mientras que por un lado fingía preocupación por la inviabilidad de las lenguas no castellanas como vehículos de una cultura moderna o de una cultura tout court, por otro se alarmaba ante la posible revitalización de estas lenguas postradas y por el efecto restrictivo que pudieran tener sobre el español, a pesar del ámbito post-imperial de este último:

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Creo entender, siquiera por mi cargo, en cosas de enseñanza un poquito menos mal que en otras cosas, y le digo a usted, mi querido don Telesforo, que si se descentralizase en España la enseñanza, dejando a los Municipios, o siquiera a las regiones, o provincias, el proveer a ella, sufriría gravísima herida la causa de la cultura -de la cultura, no del patriotismo solamente-, y la sufriría hasta en las regiones que se creen más capacitadas para la autonomía pedagógica y probablemente más en estas que en las otras. Pueblo habría en que no se enseñara más que lo de «eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante...» y lo que sigue. Y nuestro órgano de cultura, la lengua, no ya nacional, sino internacional de España, sufriría rudo golpe. Porque nuestra lengua es internacional, como lo son el inglés y el alemán y el francés (Unamuno 1907e: 523). La lógica de Unamuno es más instintiva que razonable. ¿Cómo podría una lengua con la proyección política y demográfica del español estar amenazada por lenguas que vivían y aún viven acorraladas ideológica, demográfica y legalmente? ¿Por qué el «órgano de cultura» debería sentirse disminuido por una rival interna y en desventaja si no por un sentimiento de inseguridad ante la cultura que transmite? ¿Y cómo hemos de interpretar la ansiosa afirmación de que el español, como el inglés, el francés y el alemán, es también una lengua internacional? Unamuno escribe desde la debilidad de un nacionalismo post-imperial en la edad gloriosa de los imperios europeos. No era la lengua de Castilla sino la nación española post-imperial la que constituía un asunto incompleto y débil. Concebida, nostálgicamente, a imagen del imperio perdido y, celosamente, a imagen de los modernos imperios que no podía emular, España -la idea que de España proyectaban los noventayochistas- milita contra el moderno concepto del Estado plurilingüístico y plurinacional avanzado por ciertos intelectuales y políticos con una presciente visión del futuro de Europa. Después de 1898, las viejas simpatías unamunianas por el libre mercado desaparecieron, dejando paso a un rígido estatalismo: «Lo que más falta hace es robustecer el poder central, que si de algo peca es de débil; robustecerlo y a la vez flexibilizarlo y enriquecerle con los jugos de la vida toda difusa de la nación» (Unamuno 1907e: 523). La filosofía política post-noventayochista de Unamuno se podría caracterizar como un mal hegelismo en el que el Estado, o mejor dicho, el Estado centralista, dirige el proceso civilizador: «El Estado ha venido a ser el supremo órgano de la cultura» (Unamuno 1907e: 525). Unamuno concibió este proceso como una extensión de la experiencia histórica

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de Castilla. Con esta afirmación hizo algo más que documentar un hecho político. Sancionó una noción de la cultura como regulación centralizada y de la civilización como dominación expansiva. Trató así de mantener la vieja ruta de los conquistadores abierta para el amanecer de la era de las comunicaciones, plenamente consciente de que las luchas post-imperiales del siglo xx se librarían por la creación de un sistema mundial cultural y por la definición de las totalidades post-históricas: Necesitamos hablar castellano, ante todo y sobre todo, para imponer nuestro sentido a los demás pueblos de lengua castellana primero, y a través de ellos, a la vida toda histórica de la Humanidad (Unamuno 1905b: 1292).

7. EL N O B L E A G A R R A L A ESCOBA: L A HIGIENE V E R B A L D E JOSÉ ORTEGA Y GASSET

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La gente habla muy mal, y cuando habla bien no se le entiende nada. José Luis Coll (cit. en El País 28/9/00) ORTEGA COMO EXPERTO EN LENGUAJE

En 1910, el joven espectador José Ortega y Gasset le dedica un corto ensayo al estilo verbal de Pío Baroja. Enfocándose específicamente en El árbol de la ciencia, el pensador español señala al principio de su análisis que, no importa dónde, por qué página abramos dicho libro, no se habrá de esperar mucho antes de que de ella salten al menos tres o cuatro palabrotas. llegándonos a la [página] 68 tenemos que «aquel petulante idiota... era un macaco cruel este tipo» y «Aracil no podía soportar la bestialidad de aquel idiota». Pasemos a la 69: «"¡Canalla! ¡Idiota!" -exclamó Aracil, acercándose al médico con el puño levantado-: "Sí, me voy, por no patear las tripas a ese idiota miserable"». En la página 87: «Julio le presentó a un sainetero, un hombre estúpido, fúnebre»... En la 89: «El amante de Pura, además de un acreditado imbécil, fabricante de chistes estúpidos... En fin, en la página 100: «Pero usted es un imbécil, una mala bestia». (Ortega 1910: 104).

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De acuerdo con Ortega, «los vocablos que significan la máxima irritación son característicos de la literatura de Baraja» (105) y, como para «fijar la individualidad de un artista literario» e identificar sus fuentes de inspiración es harto importante «la determinación de su vocabulario predilecto», al crítico le queda claro que, en este caso, el artista va a buscar esas fuentes nada menos que a «los barrios bajos del Diccionario». Esta constatación deja perplejo al ensayista: ¿Cómo es posible que un escritor manipule preferentemente palabras de este linaje -canalla, estúpido, imbécil, repugnante-, que tienen significado tan poco concreto, y, por otro lado, tan... excesivas que no permiten claroscuro, entonación, perspectiva ni matiz? (Ibíd.).

En busca de respuestas para estas preguntas, Ortega perfila una «teoría del improperio», según la cual toda palabra constituye un compromiso entre dos tendencias: la que pretende la pura expresión de una idea y la que aspira en cambio a expresar un estado pasional (107). De un cabo de la cuerda tira el tecnicismo, «forma extrema de lenguaje... que... expresa un máximo de idea y un mínimo de emoción» (106). Del otro, en cambio, se agarra la interjección, esto es, «un mínimo de idea y un máximo de afectividad» (107). La oposición entre estos dos polos le proporciona a Ortega el marco para una metáfora biológica del lenguaje: «Entre ambos extremos flota la vida del idioma; la interjección es su germen, el término técnico es su momia». Por su naturaleza interjectiva, los improperios pertenecen a los estadios más tempranos, primitivos del lenguaje, si bien el filósofo se asegura de señalar que la sobrecarga emocional no se debe a las palabras en sí, sino a sus usuarios: los improperios son palabras que significan realidades objetivas determinadas, pero que empleamos, no en cuanto expresan éstas, sino para manifestar nuestros sentimientos personales. Cuando Baroja dice o escribe «imbécil», no quiere decir que se trate de alguien débil, sine báculo, que es su valencia original... Lo que quiere expresar es su desprecio apasionado hacia esa persona. Los improperios son vocablos complejos usados como interjecciones; es decir, son palabras al revés (107).

No voy a explicar aquí a qué conclusiones llega Ortega sobre el caso específico de Baroja; se imaginará el lector que no son muy halagadoras para el vasco. Más importancia tiene para mi estudio el hecho de que, según Ortega, los españoles en general tienden a echar mano del impro-

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perio con excesiva frecuencia: «[E]s sabido que no existe pueblo en Europa que posea caudal tan rico de vocablos injuriosos, de juramentos e intelecciones, como el nuestro» (108). Puesto que, según Ortega, «la abundancia de improperios es el síntoma de la regresión de un vocabulario hacia su infancia, o cuando menos, de una puericia persistente» (107), cabe inferir que para nuestro autor España es algo así como una enorme y revoltosa guardería: «Como para Baroja, suele ser para nosotros los demás iberos cada palabra un jaulón, donde aprisionamos una fiera, quiero decir un apasionamiento nuestro» (111). Las ideas e inquietudes expresadas por Ortega en el artículo de 1910 coinciden en tono y sustancia con un amplio número de afirmaciones que a propósito del lenguaje y del uso del lenguaje realizó el autor a lo largo de su vida. Atenidas mayormente a cuestiones léxicas, estas observaciones son por lo general de limitado alcance, tales como relaciones del destino sufrido por ciertas palabras o expresiones, o juicios acerca de la incorrección gramatical o léxica de otras: La palabra 'amoralismo', usada por algunos escritores en los últimos años, no es sólo un vocablo bárbaramente compuesto, sino que carece de sentido (1908a: 93). La palabra 'encanto', tan trivializada, es, no obstante, la que mejor expresa la clase de actuación que sobre el que ama ejerce lo amado. Conviene, pues, restaurar su uso resucitando el sentido mágico que en su origen tuvo (1925: 472). Es irritante la degeneración sufrida en el vocabulario usual por una palabra tan inspiradora como 'nobleza' (1930: 182). La palabra 'típico', 'típica' se ha desviado en nuestro idioma e importa mucho corregir su uso que es un abuso (1939a: 425). Todas las demás especies viven adscritas a un restringido 'habitat', para emplear esta palabra que han dado en usar todos los biólogos, que me parece una palabra ridicula tomada del alemán, el cual no hace sino emplear torpemente un vocablo latino (1948: 183). Y digo españolía porque no logro acomodarme al erudito término que funciona estos últimos años y que suena 'hispanidad', el cual me parece un error desde el punto de vista de la lengua castellana (1948: 226).

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Con frecuencia, sin embargo, los comentarios que le inspiran determinadas palabras le llevan a declaraciones de mayor trascendencia a propósito de la eficacia comunicativa en general de nuestro vocabulario: No es indiferente que en el repertorio de los nombres con que aludimos a las cosas llegue a ser demasiado grande el número de ellos que no designan con precisión y fuerza denominativa sus objetos... [N]uestra habla reclama una reforma a fondo (1939b: 358-60). [N]o es posible... seguir usando el habla a la buena de Dios. Urge ya una higiene y una técnica del hablar (1939a: 434). [Cjonversar sobre cualquier tema importante es hoy sobremanera difícil, porque las palabras mismas han perdido su sentido eficaz. Como acontece siempre al fin de un ciclo cultural, los vocablos de las lenguas están todos envilecidos y se han vuelto equívocos (1949: 249). [L]as palabras, como los navios, necesitan de cuando en cuando limpiar fondos (1950b: 510). [E]l vocablo 'individuo' se ha convertido en una palabra opaca, sin vivacidad expresiva. Si esto aconteciese sólo con ella, el mal no sería digno de atención, pero me he servido de este caso como ejemplo de lo que acontece hoy con casi todas las palabras más importantes de la lengua. Todo el que hoy se ocupa en pensar y se arriesga a escribir, se siente deprimido al advertir que la parte más decisiva del vocabulario se ha hecho inservible porque sus vocablos están demasiado cargados de sentidos anticuados, cadavéricos y no corresponden ni a nuestras ideas ni a nuestra sensibilidad (1953b: 676-7). Todas estas observaciones comparten tres características esenciales: (a) se trata, muy obviamente, de comentarios valorativos; (b) traen a la mente una imagen de decadencia lingüística, un retrato que sugiere la existencia de un pasado mejor; y (c) reclaman una inmediata acción correctiva que impida cierto colapso cultural inminente. Considerados en conjunto, estos rasgos comunes deberían bastar para inscribir al filósofo español en lo que James y Leslie Milroy han llamado «la tradición del descontento», esto es, una línea de pensamiento según la cual el lenguaje «va siempre cuesta abajo» y para cuyos defensores es misión de «los expertos (como los autores de diccionarios) el detener e invertir el declive» (Milroy y Milroy 1999: 4). Aparte de los lexicógrafos precep-

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tistas, es muy normal encontrar entre estos «expertos» a un número de «escritores... que se declaran a sí mismos guardianes públicos del uso» (1999: 10), y que han recibido nombres tales como mavens (vocablo del yiddish que significa «experto» y que se otorga a sí mismo William Safire, columnista del New York Times - v e r Pinker 2003: 410; Cameron 1995: vii) o chamanes del lenguaje (Bolinger 1980: 1)-. Debido probablemente a la impresionante variedad de sus empresas intelectuales, Ortega y Gasset no mostró ni mucho menos la misma dedicación a esta tarea que el mencionado Safire o que Fernando Lázaro Carreter, el más celebre guardián del español de nuestros días (ver capítulo 9). No obstante, opiniones como las citadas más arriba, sumadas a la siguiente auto-descripción, parecen suficientes para otorgarle a Ortega, cuando menos, el título de experto a tiempo parcial: [L]os señores del tópico quieren reducir la política a problemas particulares o parciales; por lo tanto, abstractos; pero les llaman 'problemas concretos', maltratando el idioma como podía hacerlo un carabinero, sea dicho sin enojo para este Cuerpo, ya que su misión se limita a evitar el contrabando de cosas, como la mía es a ratos evitar el contrabando de palabras (Ortega 1931: 149).

FORMAS DE ENTENDER LA HIGIENE VERBAL DE ORTEGA

Existen varios modelos a disposición del crítico que quiera interpretar las opiniones de Ortega sobre el lenguaje y su uso. Uno puede, por ejemplo, alinearse con la posición de Steven Pinker, quien rechaza de plano y con sorna el concepto de «experto en lenguaje» (2003: 410). Este acercamiento, por excesivo e irreverente que resulte (Pinker mantiene intencionadamente un tono informal y no académico a lo largo de su libro), puede parecer del todo comprensible si uno comparte la opinión de la mayoría de los lingüistas contemporáneos y apoya el descriptivismo («las gramáticas y diccionarios deberían describir cómo habla la gente») contra el prescriptivismo («las gramáticas y diccionarios prescriben cómo debería hablar la gente»). A fin de cuentas, los mismos lingüistas para quienes censurar el «uso inapropiado» de evidentemente tiene tan poco sentido como amonestar a los herrerillos por construir incorrectamente sus nidos (Pinker 2003: 407), han sido con frecuencia objeto de la ira de los expertos (ver Bolinger 1980; 164; Milroy y Mil-

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roy 1999: 7; Cameron 1995: xi), o cuando menos de sus mofas: «Los lingüistas... son, después de los aviadores, los hombres menos dispuestos a asustarse de cosa alguna» (Ortega 1937a: 129). En cualquier caso, no se puede ignorar que desde la ciencia lingüística de hoy se recibirían con bastante escepticismo las urgentes llamadas de Ortega a la restauración del lenguaje. Más bien al contrario, la tendencia ha sido la de «concebir a los hablantes como seres sujetos a la acción del lenguaje, prácticamente incapaces de modificarlo» (Cameron 1995: 18). Un lector atento podrá, por otro lado, considerar la perspectiva ofrecida por diferentes estudiosos de Ortega que le tienen bastante mayor aprecio a sus observaciones sobre el lenguaje. Estos críticos -quienes, por cierto, preferirían llamarlo «reformador del lenguaje» en lugar de experto o «chamán» (ver Rosenblat 1958: 3 2 ) - se inclinan más por interpretar la preocupación de Ortega por el lenguaje a la luz del contexto socio-histórico del filósofo. Nacido en 1883, Ortega perteneció a una generación de intelectuales - l o s «novecentistas»- que se autoimpusieron y exigieron de su sociedad un «doble imperativo de rigor y precisión» (Senabre 1964: 29) para poder superar la crisis generalizada del cambio de siglo. A sus ojos, para alcanzar este objetivo España necesitaba drásticas mejoras en todas las áreas -desde la ciencia y la tecnología hasta la misma manera de hablar de la gente-. Vistos desde este punto de vista, por tanto, los esfuerzos de Ortega por modernizar a España no pueden interpretarse como una misión meramente higiénica sino también patriótica: [Ortega] revitaliza el valor originario de algunas palabras y expresiones desgastadas atendiendo a su etimología, ya que «la vida del lenguaje, por uno de sus lados, es continua degeneración de las palabras», [Ortega 1943: 355] y hay que evitar la desaparición de lo que en ellas haya de castizo y positivo (Senabre 1964: 36; ver también Huerta 1956 y Rosenblat 1958: 33-4).

El crítico pinkeriano, probablemente, se impondría la tarea de desarticular minuciosamente los lamentos y advertencias orteguianos, manteniendo una perspectiva estrictamente lingüística para finalmente rechazar las pretensiones del experto. Sus lectores más benévolos, en cambio, no han observado el mismo rigor a la hora de verificar la legitimidad de los asertos específicos de su maestro. Al contrario, han tendido más bien a ser acríticos en su acercamiento, limitando sus exhaustivos y detallados estudios al recuento descriptivo de las ideas orteguianas sobre el len-

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guaje. Su propósito principal ha sido la explicación de estas opiniones lingüísticas dentro del marco de la filosofía general del autor y en el contexto de su entorno cultural. Determinar la validez de las quejas de Ortega, sin embargo, se ha considerado labor secundaria o aun irrelevante para comprender lo que estas personas perciben como la misión principal del pensador: «hacer apto el castellano para la faena filosófica» (Maldonado 1957: 125; ver también Senabre 1964: 35 y Pascual 1985: 74). Existe, finalmente, una tercera posibilidad de análisis, una lectura que siga la misma línea de las ideas desarrolladas por Deborah Cameron en su libro Higiene verbal (Verbal Hygiene, 1995; nótese la afortunada coincidencia entre el título y las palabras de Ortega previamente citadas [1939a: 434]). Esta «tercera vía» se sitúa en algún lugar entre las dos posiciones precedentes. En contraste con Pinker y la tradición descriptivista, por ejemplo, Cameron se muestra reacia a censurar toda consideración valorativa del lenguaje. En lugar de ello, la autora se alinea con otros lingüistas y filósofos como Baker y Hacker (1984), Harris (1980, 1981) o Taylor (1990), y denuncia la «inestabilidad de la oposición entre lo descriptivo y lo prescriptivo» (Cameron 1995: 8). La creencia en esta polaridad es lo que permite definir la lingüística como ciencia que se ocupa de «hechos objetivos y no juicios subjetivos de valor» (5). Sin embargo, como demuestra Cameron, los juicios de valor son comunes a ambos lados de la disputa y ninguno de los dos es «neutral con respecto a lo que es 'bueno' desde el punto de vista lingüístico», ya se hable de la perfección como virtud a la que se debe aspirar o a la que hay que proteger (en el caso de los prescriptivistas) o de lo natural -esto es, la variabilidad no controlada- como concepto incompatible con la manipulación o la protección (en el caso de los prescriptivistas) (4). En segundo lugar, Cameron y los autores mencionados más arriba tienen serias dudas de que los hechos objetivos que los lingüistas investigan puedan reducirse a «reglas descriptivas». Como ha señalado Talbot Taylor, hay un error crítico en identificar la aserción de la verdad de declaraciones normativas tales como «'Soporífico' significa que tiende a producir sueño» con la aserción de la verdad de una declaración descriptiva como «los osos pardos hibernan en el invierno». Afirmar la verdad de una declaración normativa es afirmar que ésta se hace cumplir (en determinado contexto, por determinados individuos o grupos)... Tales declaraciones no son descripciones factuales sino más bien observaciones de normas (Taylor 1990: 24).

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Lo que se deduce de este argumento es que si las premisas de Pinker no son tan sólidas como parecen, su desprecio hacia los expertos en lenguaje necesitará de otras razones con que justificarse. Para Deborah Cameron, por otro lado, la difuminación de los límites entre descriptivismo y prescriptivismo reclama un análisis cuidadoso de la higiene verbal: «prácticas como éstas, nacidas del deseo de 'limpiar' el lenguaje... pertenecen al uso de la lengua tanto como las vocales a su estructura fonética, y son tan merecedoras como éstas de un estudio serio» (Cameron 1995: 1). Es más, el apoyo al principio de lo natural-el valor fundamental de los descriptivistas- no deja de constituir otra buena razón para tomar en serio al prescriptivismo: «Si por 'natural' entendemos aquí aquello que "se observe, en mayor o menor medida, en todas las comunidades de hablantes", resultará entonces que la creación y manipulación de normas que los lingüistas califican de 'prescriptivas' es 'natural' también» (5). Desde esta última perspectiva, por tanto, habría que rechazar cualquier descalificación sumaria de los comentarios valorativos que Ortega hizo sobre el lenguaje y apelar, en cambio, a un detenido estudio de sus escritos a este respecto. Por contraste con aquellos críticos más cercanos a Ortega, sin embargo, se rechazaría asimismo cualquier tipo de atención acrítica. Si es verdad que, como advierte Cameron, no podemos deshacernos de las tendencias normativas (1995: 10), tampoco podremos evitar aquellas cuestiones ideológicas y de autoridad que las impulsan. ¿Quién decide e impone o trata de imponer estas normas? ¿Qué las justifica? ¿Porqué deberíamos aceptarlas y obedecerlas? (ver Taylor 1990: 24-5). El hecho de que haya diferentes respuestas para cada una de estas preguntas no es sino prueba de que «toda postura respecto al lenguaje y al cambio lingüístico es fundamentalmente ideológica» (Cameron 1995: 4) y de que, en consecuencia, no hay razón para aceptar como incuestionable ningún conjunto de normas (11). Por esto precisamente es tan importante analizar con atención toda práctica de higiene verbal, así como buscar activa y críticamente lo que Cameron llama sus «asunciones tácitas» (11), sus «presuposiciones ideológicas ocultas» (232). Toda afirmación sobre lo que esté «mal» en el lenguaje (o en una lengua), así como cualquier idea sobre cómo «arreglarlo», están basadas en una particular visión de lo que es o debería ser la sociedad. Los autores de estas afirmaciones asumen que hay una porción de esa sociedad que es más proclive a hacer lo que está «mal» y otro sector

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que o no es apto o no está bien preparado para hacer lo que se necesita para «arreglarlo» (ver también Kroskrity 2000: 8). Inevitablemente, por tanto, estas afirmaciones lingüísticas delinean un discurso que favorece una cierta estructura social. El tipo de investigación crítica que esta «tercera vía» propone es muy semejante al postulado por los estudiosos de las ideologías de lenguaje. Para Bauman y Briggs, el objetivo es «identificar las formas en que determinados textos clave tratan de deslegitimar ciertos modos de producción y recepción discursiva, favoreciendo o promoviendo otros» (2000: 139-40). Y ése es, precisamente, el propósito del presente capítulo. En las páginas que siguen, llevaré a cabo una aproximación crítica al razonamiento lingüístico orteguiano y su posible relación con las llamadas del filósofo a la higiene verbal. Muchas de estas apelaciones están expresadas de forma más bien impersonal: «conviene, pues, restaurar» (1925: 472), «importa mucho corregir» (1939a: 425). Mediante el análisis del entramado ideológico que las sustenta, pretendo dar mayor concreción a los rasgos que Ortega imaginaba en los rostros de quienes según él podrían realizar los cambios que proponía, así como a las caras de quienes pintaba como «culpables» del deterioro verbal. Por otra parte, este estudio también tratará de calibrar la solidez de la argumentación orteguiana. Si es verdad que «hay un margen -aunque no ilimitado- para la intervención efectiva sobre el lenguaje» (Cameron 1995: 18), la valoración de las quejas de Ortega y de la viabilidad de las soluciones que éste propuso debería servir para esclarecer la situación actual en nuestro propio país; no se puede olvidar que Ortega es uno de los modelos de las autoridades y expertos lingüísticos de hoy (ver capítulo 9).

E L RAZONAMIENTO LINGÜÍSTICO DE ORTEGA

Desde hace tiempo - y aunque de lingüística sé poco más que nada- procuro, al desgaire de mis temas, ir subrayando aciertos y fallos del lenguaje, porque, aun no siendo lingüista, tengo, acaso, algunas cosas que decir no del todo triviales (Ortega 1943: 357).

Una de las carencias de las que los lingüistas acusan a los expertos en lenguaje es la de su dominio inadecuado de la materia, siendo como son en su mayor parte aficionados o profesionales cuya especialidad no está directamente relacionada con la lingüística -«usuarios profesionales del

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idioma», los llama Cameron (1995: 14; ver también ix, xi y Bolinger 1980: 5-6; Milroy y Milroy 1999: 10; Pinker 2003: 409-10, 439-40). Tamaño reproche, sin embargo, no es válido en el caso de José Ortega y Gasset. Cuando era estudiante de postgrado en Alemania, después de haber recibido una larga y muy sólida formación filológica tanto en latín como en griego (ver Diez del Corral 1968), decidió dedicarse profesionalmente a la lingüística (Ortega 1991: 599-601). Bien es verdad que esta resolución no superó la prueba del tiempo - e l autor renunció a la idea después de tan sólo unos meses (Diez del Corral 1968: 275)- pero también es verdad que marcó el comienzo de un estrecho y prolongado contacto con la disciplina. La larga lista de lingüistas que aparecen por las páginas de sus obras completas debería constituir evidencia suficiente de su interés vitalicio por la materia: Bréal, Bühler, Brugmann, Hronzny, Humboldt, Lapesa, Lerch, Meillet, Menéndez Pidal, Paul, Saussure, Sievers, Trubetzkoy, Vendryés... (ver Araya 1971: 83; Pascual 1985: 79; y Martín 1999: 303). Este estrecho contacto, con todo, no estuvo acompañado por un respeto constante hacia la profesión. Antes incluso de ser admitido en el seminario que dirigía Brugmann en Leipzig, el joven Ortega ya sabía que había elegido la lingüística como un «trampolín científico hacia posteriores ejercicios intelectuales» (Diez del Corral 1968: 276) y no tenía la intención de pasarse la vida absorto en sus entresijos. «[E]l filósofo tiene que buscar su materia en una ciencia especial... Ahora que hace falta mantener siempre el espíritu a temperatura filosófica y no ser un erudito o un mero botánico o geólogo» (Ortega 1991: 600). El estudio de las leyes fonéticas y otros principios neogramáticos, por tanto, no debieron de impresionarle particularmente. Desde este momento, el incesante interés de Ortega por la cuestión del lenguaje coexistió con un creciente escepticismo respecto a la ciencia lingüística, un desapego progresivo que le duró hasta el final de su vida. Diez años después de escribir la frase recién citada, el todavía joven profesor universitario puso en cuestión durante una de sus lecciones los límites entre su disciplina y la lingüística, dejando entender con ello que el enfoque empírico del lingüista se quedaba corto a la hora de tratar el problema cabal del lenguaje y reclamando así su derecho a entrar en la materia: «¿Hasta dónde llega en el fenómeno 'lenguaje' la jurisdicción del lingüista y dónde empieza la del filósofo?» (Ortega 1915: 445). Doce años después de plantear esta pregunta, en una reseña de los Orígenes del español de Menéndez Pidal, el crítico advirtió una

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vez más sobre la futilidad de la mera erudición, reclamó una reforma de la lingüística y expresó un ápice de esperanza que enfatizaba más que nada la gran discrepancia entre su punto de vista y los postulados de la mencionada disciplina: Al complicar con la evolución de cada sonido en el tiempo su traslación en el espacio, la vieja lingüística renace convertida en cinemática o ciencia de movimientos. Ya está, pues, más cerca de lo que debe ser una ciencia de realidades. Sólo le falta un paso para transformarse en la física del lenguaje. Ese paso consistirá en añadir a la determinación de los movimientos o cambios tempoespaciales del lenguaje la investigación de las fuerzas que los engendran. La lingüística cinemática de este libro demanda, como su coronación, una lingüística dinámica. (Algún que otro germen de ella asoma en las postreras páginas.) (Ortega 1927: 517; el subrayado es mío).

Claramente, pues, a Ortega no le interesaba el relato descriptivo de la historia de una lengua: como afirmó el autor en el mismo artículo, «la laboriosidad de un erudito empieza a ser ciencia cuando moviliza los hechos y los saberes hacia una teoría» (516). Los lingüistas, por tanto, no se comportarían como verdaderos científicos mientras no se enfocaran en teorizar, esto es, en ir más allá de la evolución fonética y léxica y estudiar las fuerzas que generan el cambio lingüístico. Bajo esta luz, Pidal representaba para Ortega un caso prometedor si bien aún incierto. Por un lado, el filósofo reconocía en el lingüista «un gran talento combinatorio, compuesto en dosis compensatorias de rigor y de audacia» (516), y lo felicitaba por tal arrojo cada vez que éste se manifestaba (519). Por otro lado, sin embargo, no sólo se quedaba esta audacia todavía un poco corta -«Desearíamos, sin embargo, que Menéndez Pidal se explayase un poco más» (519)- sino que la contrarrestaba una cualidad bien poco científica: la falta de curiosidad. Habiendo hecho hincapié en el hecho de que una teoría debe poner en cuestión todo conocimiento recibido (516-7), Ortega se aseguró de señalar que al propio Pidal le sorprendía menos que a él lo que éste entendía como un hecho chocante: la relativa uniformidad lingüística de la Península Ibérica durante el siglo ix (518). Más tarde volveré sobre este punto concreto, pero por ahora la siguiente cita debería bastar para ilustrar las reservas de Ortega a propósito del lingüista: Un hombre tan cuidadoso, tan rigoroso, tan científico en el tratamiento del detalle, parte siempre de dos enormes supuestos que contrajo en la vaga

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atmósfera intelectual de su juventud, y que usa sin previo examen, sin precisión (Ortega 1927: 519). Desgraciadamente, para Ortega, las escasas semillas de esperanza que había percibido en la obra de Pidal no parecieron crecer ni fructificar. Diez años después de su reseña, Ortega escribió el ya mencionado chiste sobre la incapacidad de los lingüistas para sorprenderse (1937a: 129). La razón que dio para equiparar la «intrepidez» de los lingüistas a la de los aviadores fue que ninguno de aquellos había palidecido frente a la apabullante falta de diversidad del latín en todo el territorio del Bajo Imperio Romano. Esta homogeneidad era, según Ortega, una de las características más estremecedoras del latín vulgar (veremos el resto más tarde), así como un síntoma de su súbita incapacidad de renovación. De nuevo, el hecho de que los lingüistas no se hubieran molestado en determinar qué era lo que había paralizado aquellas fuerzas renovadoras los hacía merecedores del desprecio intelectual de Ortega. Así pues, la naturaleza del cambio lingüístico, sus causas, son nucleares en el interés de Ortega por el lenguaje y explican en última instancia la mayor parte de los reproches que les dedicó a los miembros de la disciplina lingüística. Con los años, y espoleado por la indiferencia de los especialistas, Ortega pasó de simplemente sugerir la creación de una nueva lingüística a establecer él mismo los principios sobre los que se podría construir esta ciencia reformada. Alentado por su redescubrimiento de las ideas lingüísticas de Humboldt (fuente de inspiración que muchos críticos han señalado -ver Martín 1999: 302-9-), el filósofo español intensificó sus reflexiones al respecto a partir de 1937, lo cual resultó en una creciente producción culminada por El hombre y la gente, curso que impartió entre 1949 y 1950. Las dos últimas lecciones o capítulos del que más tarde sería su tratado sociológico postumo contienen un número de propuestas lingüísticas, derivadas generalmente de previas andanadas contra los lingüistas. Como ya supondrá el lector que me haya seguido hasta aquí, la primera de estas cargas vuelve sobre la incapacidad que Ortega percibía en los profesionales del lenguaje para comprender la materia de su estudio como algo esencialmente dinámico: La lingüística... ha estudiado bajo el nombre de lenguaje una abstracción que llama la «lengua»... [Pero] eso que llama lengua no existe en rigor, . es una figura utópica y artificial creada por la lingüística misma. En efecto, la lengua no es nunca «hecho» por la sencilla razón de que no está nunca

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«hecha», sino que está siempre haciéndose, o, dicho en otros términos, es una creación permanente y una incesante destrucción... [La] llamada «historia de la lengua» no es, en verdad, sino una serie de gramáticas y léxicos del aspecto que, en cada estado pretérito, la lengua hecha ya en aquella fecha mostraba. La historia de la lengua nos muestra una serie de lenguas sucesivas, pero no su hacerse (Ortega 1950a: 247-8).

El postulado del lenguaje como proceso y no como producto -concepto que está en cabal sintonía con la oposición humboldtiana entre enérgeia y érgon- llevó a Ortega a proponer que la lingüística estudiara su objeto a un mayor nivel de profundidad, esto es, «antes de estar hecha la palabra, en sus raíces, en sus causas genéticas» (248). Naturalmente, estas raíces se remontan a los orígenes del lenguaje, tema cuya consideración habían desechado hacía ya mucho tiempo los lingüistas. Sin embargo, como el mismo Ortega se encargaba de señalar, esta renuncia se basaba en la errónea comprensión del lenguaje como datum - a falta de datos suficientemente primitivos, los lingüistas habían decidido que sería imposible identificar su origen-. En cambio, si se consideraba el lenguaje como proceso, lo lógico sería asumir que las mismas fuerzas que lo originaron seguirían en funcionamiento (251). La percepción de estas «potencias genitrices» llevó a Ortega a disociar la idea del lenguaje en dos conceptos diferentes: hablar y decir. Hablar, para Ortega, es «usar de una lengua en cuanto que está hecha y nos es impuesta por el contorno social» (248). Cuando hablamos, nos servimos de un «ingente sistema de usos verbales establecido en una colectividad» (253). Absorbemos ese sistema desde la infancia, escuchando a los demás, adquiriéndolo inconscientemente y, por tanto, también lo usamos de manera muy mecánica, más o menos «como una serie de discos gramofónicos» a nuestra disposición (259). Decir, por otra parte, es inventar «nuevos modos de la lengua porque los que hay y ella tiene ya no satisfacen, no bastan para decir lo que se tiene que decir» (248). Cuando decimos, tratamos de sacar al exterior algo que llevamos dentro y buscamos para ello cualquier medio que tengamos a mano; para Ortega, «todas las bellas artes... son maneras de decir» (259, el énfasis es mío). Decir representa, así pues, la fuerza creativa, innovadora del lenguaje: «es un estrato más profundo que el habla y a ese estrato profundo debe hoy dirigirse la lingüística» (248). De hecho, arguye Ortega, esta energía pone constantemente en evidencia la insuficiencia de las gramáticas, ya que para decir algo debemos hallar modos expre-

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sivos todavía no recogidos por tales textos. En otras palabras, no podemos decir nada nuevo sin «faltar a la gramática y exorbitar el diccionario» (246). Aunque Ortega no lo menciona explícitamente aquí, está claro que con «exorbitar el diccionario» el autor no se refiere a la descuidada expresión de un solecismo, sino a un acto más elegante y deliberadamente creativo. Para ilustrarlo, nos ofrece el ejemplo de mandamás, expresión cuyo origen fecha el autor en la reciente Guerra Civil, cuando alguien decidió señalar irónicamente la abundancia y diversidad de gente «al mando» (260). Para Ortega, con todo, hay muchos modos diferentes de decir y un simple compuesto como el recién citado no se encontraba entre sus favoritos. Más de veinticinco años antes de El hombre y la gente, el autor ya había definido la metáfora como «uso impropio» de un vocablo ya acuñado, usado «impropiamente a sabiendas de que es impropio» para comunicar un concepto nuevo, una idea difícil no solamente de expresar sino aun de pensar sin la ayuda del tropo (1924: 390). Ortega, pues, no solamente consideraba la metáfora como un útil inapreciable en ciencia y filosofía sino también como el motor más potente del lenguaje. De otra manera no se habría referido a ella como «la comparación menuda y latente que dio origen a casi todas las palabras» (1909: 454), ni habría hablado de «esas venerables metáforas que se han convertido ya en palabras del idioma» (1929: 418-9), ni tampoco habría afirmado que «toda la lengua es metáfora, ...toda lengua está en continuo proceso de metaforización» (1947: 284). La disociación conceptual entre hablar y decir proporcionó a Ortega un poderoso argumento contra otro principio incuestionable para los lingüistas: la igualdad entre todas las lenguas. Concretamente, Ortega utiliza este argumento para refutar una afirmación hecha por Meillet en 1922: «Toda lengua expresa cuanto es necesario a la sociedad de que es órgano... Con cualquier fonetismo, con cualquier gramática se puede expresar cualquier cosa» (Meillet cit. en Ortega 1950a: 250). De acuerdo con Ortega, el error de esta aserción estriba en dar por supuesto que el lenguaje es «la expresión de lo que queremos comunicar y manifestar, siendo así que una parte muy grande de lo que queremos manifestar y comunicar queda inexpreso» (248-9). Dicho de otra forma, los lingüistas toman las palabras que la gente usa al hablar por lo que realmente se quiere decir, dejándose escapar con ello la verdadera cuestión: determinar si todas las lenguas pueden formular todo pensamiento «con la misma facilidad e inmediatez» (250). Para Ortega, la respuesta a esta

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pregunta es rotundamente negativa. El lenguaje no nos deja decir todo lo que queremos y, ya que es imposible decirlo todo, «cada pueblo calla unas cosas para poder decir otras». Esta «ecuación... entre manifestaciones y silencios» otorga a cada lengua su propia y peculiar forma, y constituye una espléndida fuente de información acerca de la colectividad que la usa (250). La línea de pensamiento seguida por Ortega apunta consecuentemente a la identificación entre lengua y cultura, otra idea que el autor compartía con Humboldt y que sostuvo desde el comienzo de su carrera: «Como no se abren todas las puertas con la misma llave, no todos los pensamientos se pueden pensar en una lengua... Un espíritu de gran potencialidad se creará un idioma multiforme y sugestivo; un espíritu pobre, un idioma enteco, reptante, sin moralidad ni energía» (1911: 548; ver Pascual 1985: 74-5). Decir y hablar son, a los ojos del filósofo, dos aspectos del lenguaje interrelacionados en un ciclo aparentemente inacabable. Lo que alguien logra decir solamente entra en una lengua después de ser aceptado por la comunidad hablante, esto es, después de convertirse en uso mecánico (1950a: 252). El sistema dinámico que así se revela funciona como el motor que mantiene viva una lengua y que constituye «la forma normal de existir el lenguaje» (254). Esta «forma normal», sin embargo, no está exactamente equilibrada: El individuo, prisionero de su sociedad, aspira con alguna frecuencia a evadirse de ella intentando vivir con formas de vida propias suyas. Esto se produce a veces con buen éxito, y la sociedad modifica tales o cuales de sus usos adoptando formas nuevas, pero lo más frecuente es el fracaso del intento individual. Así tenemos en el lenguaje un paradigma de lo que es el hecho social (254).

Para Ortega, la desproporcionada tensión entre las fuerzas del decir y las del hablar implicaba que la interrupción eventual de la evolución lingüística no era inconcebible. De hecho y según él, algo así ya había ocurrido en la Historia. Como he señalado antes, la uniformidad generalizada que el autor percibía en el latín del Bajo Imperio Romano era evidencia de que sus hablantes habían perdido la capacidad de renovarlo. De acuerdo con Ortega, esto solamente podía tener un motivo: «los hombres se han vuelto estúpidos» (1937a: 128). En otras palabras, a la gente se le habían acabado las ideas y, no teniendo nada nuevo que decir, todos habían caído en la mera repetición y el estereotipo, atasca-

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dos en un persistente estado de estupor del que no se salvaba nadie: «¿Cómo podían venir a coincidencia el celtíbero y el belga, el vecino de Hipona y el de Lutetia, el mauretano y el dacio, sino en virtud de un achatamiento general, reduciendo la existencia a su base, nulificando sus vidas?» (1937a: 129-30). En realidad, no tenemos que llegar a una situación tan extrema para que el filósofo nos trate de estúpidos, puesto que el mismísimo acto de hablar ya es, según él, estúpido: «La vida del lenguaje, por uno de sus lados, es continua degeneración de las palabras. Esta degeneración, como casi todo en el lenguaje, se produce mecánicamente, es decir, estúpidamente» (1943: 355). Cuando hablamos, usamos las palabras con cada vez menor conciencia del significado que éstas tenían cuando alguien las dijo. Esta creciente distancia rompe finalmente la conexión entre el vocablo y su origen y reduce nuestro uso a una ignorante y mecánica repetición (1950: 260). Nuestra estupidez, por tanto, no reside tan sólo en la incapacidad de innovar sino también en no darnos cuenta cabal del tesoro de sabiduría dejado por aquellos que a través de los tiempos tuvieron algo que decir: «Como buenos herederos, solemos ser bastante estúpidos» (1937b: 445). A estas alturas, no nos puede sorprender el hecho de que las acusaciones de estupidez realizadas por Ortega también se dirijan contra los que se dedican al estudio de la lingüística. En primer lugar, por mostrarse críticamente indiferentes respecto a una de las peores consecuencias de la degeneración verbal que acabo de describir: «el fenómeno de la equivocidad, multiplicidad de significaciones de las palabras o polisemia» (1946: 763). A los ojos del autor, la polisemia constituye una enfermedad congènita del lenguaje, mientras que, por contraste, los lingüistas consideran su ubicua presencia como la cosa más natural del mundo, tan normal de hecho como la metasemia o cambio de significado (763). En segundo y aún peor lugar, los lingüistas no pueden siquiera admitir que las palabras tienen un significado «verdadero»: «Es increíble que la lingüística actual ignore todavía que las cosas tienen, en efecto, un 'nombre auténtico'» (1943: 386; ver también 1953a: 637). Para Ortega, el único significado merecedor de tal designación es el que recibió la palabra cuando alguien la dijo por primera vez, cuando designó «una creación que tenía sentido para el que la inventó y para sus inmediatos receptores» (1950a: 260). A sus ojos, por tanto, la búsqueda y rescate de este significado auténtico o etimología representa una valió-

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sísima labor, no sólo en el marco de la investigación filosófica o histórica1, sino también, y de forma más importante en el contexto del presente capítulo, para la higiene verbal: Todo el que lea a Heidegger [otro conocido amigo de las etimologías; ver Adkins 1962: 236] tiene que haber sentido la delicia de encontrar ante sí la palabra vulgar transfigurada al hacer revivir en ella esa su significación más antigua. Delicia, porque nos parece como si sorprendiésemos al vocablo en su statu nascendi, todavía caliente de la situación vital que lo engendró. Y al mismo tiempo recibimos la impresión de que en su sentido actual la palabra apenas tiene sentido, significa cosas triviales y está como vacía... Más aún, nos parece que su uso cotidiano traicionaba a la palabra, la envilecía. y que ahora vuelve a su verdadero sentido (Ortega 1953a: 636-7; el subrayado es mío).

Para nuestro experto en lenguaje, por tanto, no todo lo dicho quedaba irremediablemente manchado una vez se usaba al hablar. A pesar de los lingüistas, la etimología todavía podía proporcionar ese profundo lavado que se necesitaba para devolverle el brillo a las palabras.

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Como en el mencionado diagnóstico de la polisemia, las declaraciones valorativas de Ortega sobre el lenguaje frecuentemente parecen referirse a éste como una entidad autónoma, con sus propias virtudes y defectos (ver también, por ejemplo, 1943: 355). En estos casos, consecuentemente, se hace responsable a la humanidad entera, y no únicamente a una parte, de la naturaleza inherentemente degenerativa del hablar. De ahí el uso orteguiano de la primera persona de plural al referirse a «nosotros los herederos» (ver 1937b: 445), o al explicar que «nuestro ordinario lenguaje [usa las palabras] sumaria y mecánicamente, sin entenderlas apenas... las manejamos por de fuera, resbalando sobre ellas velozmente, sin sumergirnos en su interior abismo» (1935: 210; el énfasis es mío). A la luz de otros comentarios hechos por Ortega, sin embar-

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«La historia universal [se aparece] como una gigantesca etimología: Etimología es el nombre concreto de lo que más abstractamente suelo llamar 'razón histórica'» (1950a: 220)

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go, habría que reconsiderar el alcance real de ese «nosotros». De hecho, después de leer las siguientes afirmaciones, tomadas tanto del comienzo como del final de su carrera, debería quedar claro que, en opinión del autor, algunos de «nosotros» tendemos a usar el lenguaje más estúpidamente que otros: El hombre vulgar e ineducado acentúa preferentemente, al conversar, las partes semimuertas, casi inorgánicas de la oración, adverbios, negaciones, conjunciones, al paso que el discreto y culto subraya los sustantivos y el verbo (1908b: 99). [H]ay los que hablan sin reflexionar sobre su modo de hablar, en puro abandono y a como salga; es el grupo popular. Hay los que reflexionan sobre su propio hablar, pero reflexionan erróneamente, lo que da lugar a deformaciones cómicas del idioma... Hay, en fin, el grupo superior que reflexiona acertadamente... Lerch nos hace ver cómo el 'culto', que suele pertenecer a las clases superiores, habla desde una 'norma' lingüística, desde un ideal de su lenguaje y del lenguaje en general. El plebeyo, en cambio, habla a la buena de Dios... [L]os selectos, las aristocracias, al ser fieles a aquella norma fijan y conservan el idioma impidiendo que éste, entregado al mecanismo de las leyes fonéticas que rigen sin reservas el hablar popular, llegue a las últimas degeneraciones (1950a: 240).

De completo acuerdo con Lerch, Ortega vincula el cambio «degenerativo» -tanto en su dimensión semántica como en la fonética- con un hábito que atribuye mayormente al individuo común, no educado: el descuido, la falta de atención. La articulación negligente de las ideas conlleva una pronunciación abandonada, la cual a su vez conduce a «un lenguaje de monosílabos equívocos, muchos de ellos entre sí idénticos» (1950a: 241). El menosprecio lingüístico de la gente común también se encuentra en la descripción que hace Ortega de la decadencia del latín a lo largo del Bajo Imperio Romano. En este caso, el autor los responsabiliza de lo que él percibe como una gramática rudimentaria, rasgo éste que completa el retrato del plebeyo como individuo verbalmente inepto: La sabrosa complejidad indo-europea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo como la

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infantil. Es, en efecto, una lengua pueril o gaga que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles (1937a: 129, el subrayado es mío). Esta representación de las clases bajas, incultas, como lingüísticamente inmaduras e irresponsables, constituye un complemento muy adecuado para la idea orteguiana del decir como creación preciosa e invalorable. Las brillantes metáforas que transfiguran viejos vocablos, las estructuras deliciosamente complicadas que permiten un pensamiento sutil y penetrante, son gemas que no se debería dejar en las imprudentes manos de un niño. Los plebeyos, como los infantes, aún no están lo suficientemente lejos del primitivismo animal -de ahí su apego a las partes «casi inorgánicas» de la oración, o su inclinación hacia los monosílabos-, Como los niños, también, deben ser vigilados por individuos maduros y bien preparados, guardianes que los guíen con el ejemplo al tiempo que protegen la integridad de su lengua. Como el lector habrá apreciado en las citas anteriores, Ortega atribuye a las minorías cultas, refinadas, y usualmente aristocráticas el poder de combatir y contener el allanamiento popular de la lengua, precisamente mediante su actuación como custodios: por medio del uso escrupuloso de las palabras y un compromiso ejemplar con la norma establecida. Para ser justos, no obstante, hay que hacer una precisión respecto al papel que Ortega concede al individuo común en la vida del lenguaje. Como los niños, de nuevo, el pueblo llano puede ser muy creativo. Aun siendo incapaz de elaborar una lengua adecuada para el pensamiento y la poesía, tal y como vimos anteriormente (1937a: 129), de vez en cuando tiene inspiradas vislumbres de la realidad que le llevan a decir algo, creando con ello un nuevo vocablo o expresión. Los poetas (1918: 16-7) y los filósofos (1943: 384) son los sublimes decidores, pero es la «mente anónima» (1926b: 584), la «Humanidad» entera quien pone en palabras la experiencia de la vida, reuniendo así el tesoro de una lengua (1947: 292). Tesoro que, naturalmente, ha de ser guardado por unos pocos elegidos. Los juicios valorativos de Ortega sobre el lenguaje, y en particular su atribución de energías positivas y negativas a hablantes socialmente definidos, concuerda con los principios sociales que formuló en su obra más destacada, La rebelión de las masas (1926-8). De acuerdo con el autor, toda sociedad, tanto la democrática como la autoritaria, «es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas» (1998: 132). Las minorías, identificadas aquí como «individuos o grupos de individuos especialmente cualificados» se destacan en sus comunidades

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por aspirar constantemente a la auto-superación, esto es, por imponerse a sí mismos objetivos y pautas de conducta especialmente elevados. Las masas, por contraste, se definen como un conjunto uniforme, tan uniforme, de hecho, que Ortega se refiere a ellos como la masa: «Masa es 'el hombre medio'... el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres sino que repite en sí un tipo genérico» (132). Para resumir esta falta de distinción personal de forma efectiva y decididamente peyorativa, Ortega dedica a la gente común un término cargado de connotaciones negativas: «lo mostrenco social» (132, el énfasis es mío). Expresión de desdeño que coincide en tono con la siguiente cita: Y es indudable que la división más radical que cabe hacer en la humanidad es esta en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva (1998: 133, el énfasis es mío). En principio, Ortega niega que haya correspondencia alguna entre la división en masas y minorías selectas, por una parte, y la división social entre clases altas y bajas por otra. Según él, se pueden encontrar «seudointelectuales incualificados» entre las capas superiores de la sociedad, mientras que también es posible identificar «almas egregiamente disciplinadas» entre los obreros (134). Sin embargo, como se apresura a admitir el propio autor, es más fácil encontrar estas almas entre las clases «superiores, cuando llegan a serlo y mientras lo fueron de verdad... mientras las inferiores están normalmente constituidas por individuos sin calidad» (133), hecho éste que necesariamente las excluye de responsabilidades sociales elevadas. En efecto, bajo circunstancias normales, las masas deberían comprender que existen en la sociedad operaciones, actividades, funciones del más diverso orden, que son, por su misma naturaleza, especiales, y, consecuentemente, no pueden ser bien ejecutadas sin dotes también especiales. Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos (1998: 134). Si se considera lo que se ha visto hasta el momento del razonamiento lingüístico de Ortega, no debería caber ninguna duda de que el cuidado y salvaguarda de la lengua de una sociedad es una de esas funciones especiales que deberían estarles reservadas a las minorías cualificadas.

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Uno se puede dar cuenta fácilmente de que, desde la perspectiva de Ortega, aquellos individuos selectos que se exijan más a sí mismos y tengan un propósito más alto en la vida experimentarán con mucha mayor frecuencia que los demás la necesidad de decir algo, convirtiéndose así en el principal sustento de su lengua: en palabras de Francisco José Martín, el espíritu selecto de Ortega está constantemente «remontando la caída de la lengua en hablar para portarla al decir» (1999: 398). Por el contrario, la masa de gente ordinaria que vive tan felizmente, sintiéndose «como todo el mundo» (Ortega 1998: 133), tendrá menos probabilidades de sentir esa misma necesidad de decir. Lejos de forzar los límites de la lengua, por tanto, estos hablantes pasivos representan la colectividad homogénea que, si se la deja sola, podría detener el progreso de aquélla.

L A DIMENSIÓN ESPAÑOLA: SOCIEDAD

En La rebelión de las masas, la oposición entre masa y minorías le proporcionó a Ortega un marco teórico para su interpretación de la crisis del mundo moderno. Dicho en pocas palabras, el autor percibió y señaló un alarmante cambio de actitud en las masas. Tradicionalmente, éstas habían reconocido y aceptado su modesto papel en las funciones más importantes de la sociedad, y comprendían que, si querían participar en ellas, tendrían que cualificarse - y dejar por tanto de ser «masa»-. Sin embargo, la democracia moderna y el progreso económico que la acompañó durante el siglo xix, habían alterado esa «saludable dinámica social» (134). Al serles permitido el acceso a la seguridad, comodidades y placeres reservados hasta entonces a las selectas minorías, las masas habían pasado por alto las responsabilidades y obligaciones morales que históricamente habían conllevado aquellos privilegios. Como resultado de esta negligencia, la masa, sin dejar de serlo, estaba suplantando a las minorías e imponiéndoles, «por medio de materiales presiones» no solamente sus aspiraciones sociopolíticas sino también sus preferencias estéticas e intelectuales, amén de sus superficiales opiniones acerca de todos los temas imaginables (134-6). Más aún, las masas creían en su derecho a imponerse en la sociedad: «Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera» (136, el énfasis es

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del original). En este contexto, el libro de Ortega debía entenderse como una llamada urgente a la restauración de la cordura social a las puertas de un inminente desastre2. Los conceptos orteguianos de «masa» y minorías no aparecen por primera vez en La rebelión de las masas. Ya en 1921, el filósofo español los usa en España invertebrada para ofrecer su diagnóstico respecto a una crisis anterior y más inmediata: la de su propio país. El panorama que se adivina en este primer análisis es sustancialmente más sombrío que el del estudio que le seguirá en 1926. En efecto, mientras la crisis delineada en La rebelión de las masas es históricamente reciente -producto de la democracia moderna- la que aflige al país de Ortega no es solamente mucho más antigua: es un mal endémico. El pueblo español es «aristofóbico» (1921: 108), esto es, siempre ha sentido «puro odio y torva suspicacia frente a todo el que se presente con la ambición de valer más que la masa y, en consecuencia, de dirigirla» (122). Este odio, frecuentemente confundido con un impulso democrático (122), tiene su origen en la ausencia o extremada escasez de «los mejores». Privado de la oportunidad de tratar con una minoría realmente selecta, el pueblo se ha quedado ciego respecto a este concepto y no es capaz de reconocer a los mejores individuos, quienes, consecuentemente, han sufrido frecuentes aniquilaciones (121). La razón dada por Ortega para la «ausencia de los mejores» puede calificarse, como mínimo, de extraña: la «embriogenia» de la nación española fue, en su opinión, defectuosa (119). Según Ortega, la génesis de las naciones europeas no fue producto de la fusión entre pueblos diferentes sino el resultado de la conquista de las poblaciones autóctonas por diferentes tribus germánicas tras la caída del Imperio Romano. Estas tribus impusieron su «estilo social» sobre la «masa subyugada», constituyendo el «molde» que dio forma a la «informe materia» indígena. Son las diferencias cualitativas que se daban entre los diferentes conquistadores, y no entre sus respectivos pueblos sometidos, las que determinaron por tanto la diferente naturaleza de las naciones europeas (1921: 112). En este reparto, la Península Ibérica no podría haber salido peor. Mientras los francos que se asentaron en la vieja Galia poseían el más alto grado de «vitalidad histórica», los visi-

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Naturalmente, la argumentación de La rebelión de las masas es mucho más rica y elaborada de lo que mi tosca síntesis sugiere. Ver la introducción de Thomas Mermall en Ortega 1998.

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godos que entraron en la antigua Hispania ya habían convivido lado a lado con los romanos, compartiendo con ellos su «más corrupta hora» y quedando irreparablemente contaminados: «Eran, pues, los visigodos germanos alcoholizados de romanismo, un pueblo decadente que venía dando tumbos por el espacio y por el tiempo cuando llega a España, último rincón de Europa donde encuentra algún reposo» (113). Ortega percibe una marcada similitud entre lo que la minoría feudal representó durante las horas germinales de las naciones europeas y lo que la minoría intelectualmente superior representa para su propia época (117). Mientras la enérgica naturaleza de los francos produjo una miríada de poderosos señores feudales -prefigurando así, deducimos, la grandeur de la France- los degenerados y exhaustos visigodos no fueron capaces de engendrar una fuerte, selecta minoría. Barridos de la Península por una mera «brisa africana», dejaron detrás un puñado de reinos cristianos que nunca llegó a producir la tan necesaria minoría - l o que explica, en opinión de Ortega, por qué duró la Reconquista casi ocho siglos (118)-. Después de esto, el período que se extiende entre la desconcertante gestación de España y la época presente se puede resumir en una sola frase: «[L]a historia de España entera, y salvas fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia» (118). La conclusión inmediata que se desprende de esta interpretación histórica es que, en España, «lo ha hecho todo el 'pueblo', y lo que el 'pueblo' no ha podido hacer se ha quedado sin hacer» (1921: 109). Y como, según razona el filósofo, «el pueblo» es incapaz de sofisticadas gestas como la ciencia, las bellas artes, la tecnología avanzada o los estados políticos sólidos y cohesivos, no debe sorprender a nadie que ninguna de éstas se haya dado en suelo español (110). Desde el punto de vista lingüístico, tampoco se necesita mucho tiempo para comprender las implicaciones que este razonamiento tiene en relación con el nacimiento y desarrollo de la lengua española. En su condición de lengua románica, fue concebida en el seno del latín vulgar -lengua ridiculizada por Ortega, ya vimos, como infantil, rudimentaria y estereotípica-; mientras que, como dialecto medieval, fue inseminado por vástagos de los extenuados, impotentes visigodos. Palabras dejadas por una lengua plebeya e intelectualmente vacía, pronunciadas a su vez por un pueblo privado de mentes ejemplares y emprendedoras: a eso y no más se reduce el habla hispano-visigoda del siglo ix, ese mismo dialecto cuya uniformidad tan cándidamente había señalado Menéndez Pidal. No sorprende,

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pues, que Ortega celebrara los hallazgos filológicos de Pidal en 1926 como una corroboración de su propia teoría, y tampoco que, al mismo tiempo, lamentara la falta de curiosidad del lingüista: este rasgo, a ojos de Ortega, no solamente habría hecho de Pidal un verdadero científico, sino que también habría puesto a ambos de acuerdo en cuanto al problema de España. Más aún, esa curiosidad al estilo de Ortega habría animado al lingüista a replantearse lo que el ensayista consideraba una de sus dos infundadas creencias: «la sobreestima de lo 'popular'» (1927: 519)3. En efecto, desde el punto de vista de Ortega, la representación de la lengua española como monumento y símbolo de la grandeza moderna de España (ver capítulo 5) no tiene ningún sentido: si todo en España lo ha hecho el pueblo, y si lo que el pueblo no ha podido hacer no se ha hecho, esto implica que todo lo que se ha dicho en español lo ha dicho el pueblo y lo que el pueblo no ha podido decir no ha sido dicho. Dada la falta de confianza de Ortega en lo que la gente puede decir, su fatalismo acerca de lo que le sucede a lo dicho por la gente en cuanto ésta empieza a hablar, y dado que, para el autor, la historia de España entera ha sido la de una constante decadencia, su descripción del país como guardería verbal - y a mencionada al comienzo de este capítulo- no puede sorprender a nadie. Aun siendo tan sombrío, el panorama de España dibujado por Ortega no era totalmente desesperado. De acuerdo con el filósofo, la Historia es un proceso impulsado por la perpetua sucesión de dos ciclos, uno que genera las aristocracias - y durante el que, por tanto, la sociedad se forma- y otro en el que esas mismas aristocracias degeneran -acarreando la parálisis y disolución de la sociedad-. En este último período, las masas se rebelan contra la envejecida minoría e, identificando a esa aristocracia en particular con cualquier tipo de aristocracia, trata de vivir sin líderes ejemplares. Una vez queda probada la «positiva imposibilidad» de este tipo de vida, las masas, desengañadas por su propio fracaso, reconocen de nuevo la necesidad de seguir a los mejores y una nueva minoría ejemplar aparece (1921: 97-8). En las últimas páginas de España invertebrada, Ortega afirma haber observado algunas - e s o sí, frágiles y esporádicas- señales de «espontáneo arrepentimiento» en la «masa» española. Si esto es cierto, aventura el autor, todavía hay espe-

3 La otra, menos importante para Ortega, era «la creencia, perfectamente arbitraria, de que lo español en arte es el realismo» (1927: 519).

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ranzas de una «conversión radical» del pueblo y una rápida y gloriosa recuperación de España (125-6). Aunque Ortega no ofrece información alguna que pueda ayudarnos a identificar las «señales» en que está pensando, la contundente advertencia al final de su libro concuerda con su constante pensamiento patriótico: que la recuperación de la nación española sólo se puede lograr a través de la creación de una minoría selecta, sólida y admirada, un grupo de individuos excelentes que a su vez eduquen, con su ejemplo, al resto de la población. De lo hasta aquí expuesto debería quedar claro que una de las responsabilidades que la minoría dirigente orteguiana debería asumir es la mejora y protección de la lengua española. Como miembro distinguido de esa minoría, el mismo Ortega se veía tanto en la obligación de servir de modelo -dando ejemplo mediante su propio uso del lenguaje 4 - como en la de mantener una mirada alerta de pastor sobre el rebaño de los hablantes: de ahí sus contribuciones como experto en lenguaje.

L A DIMENSIÓN ESPAÑOLA: GEOGRAFÍA

El análisis orteguiano de la crisis española y el proyecto que propuso para su solución, no se limitaban a la esfera sociopolítica. Como ha declarado Andrew Dobson, el filósofo «era perfectamente consciente de que la desintegración de España no era solamente social sino también geográfica» (1989: 91). España invertebrada, de hecho, empieza con una lectura histórica del separatismo periférico que amenazaba cada día más la unidad nacional. Inspirado por el historiador alemán Theodor Mommsen, Ortega postula dos principios complementarios: si, por un lado, la historia de una nación se puede comprender como un vasto proceso de incorporación, por el otro - y ésta es la aportación del españolla historia de su decadencia se puede leer como un proceso de desintegración (Ortega 1921: 51-4). Una nación, por tanto, no ha de construirse necesariamente sobre ningún tipo de identidad étnica, sino que depende más bien de lo que Ortega llama el «talento nacionalizador» de un pueblo (55): una cualidad no intelectual que el filósofo reconoce en Roma y que define como la habilidad que algunos pueblos tienen de

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El exhaustivo inventario que Ricardo Senabre realizó sobre la «lengua y estilo» de Ortega (1964) ilustra de sobra las apabullantes dotes del autor a este respecto.

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presentarse ante sus vecinos con un «proyecto sugestivo de vida en común» (56, el énfasis es del original). Por muy atractivo que sea, sin embargo, dicho proyecto no excluye en opinión de Ortega el uso de la fuerza. Sin hacer la más mínima mención a hechos como la opresión, la injusticia, la destrucción masiva, etc., el autor ofrece la explicación siguiente: Por profunda que sea la necesidad histórica de la unión entre dos pueblos, se oponen a ella intereses particulares, caprichos, vilezas, pasiones, y más que todo esto, prejuicios instalados en la superficie del alma popular que va a aparecer como sometida. Vano fuera el intento de vencer tales rémoras con la persuasión que emana de los razonamientos. Contra ellas sólo es eficaz el poder de la fuerza, la gran cirugía histórica (Ortega 1921: 57).

La aplicación de estas ideas a la historia de España tiene notorias implicaciones para Ortega. Según él, no solamente es España obra exclusiva de Castilla sino que, al no tener ningún otro pueblo en suelo español el «talento nacionalizador» de aquélla, hay que concluir que, en general, «sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral» (61). Es más, de la misma manera que Castilla es la única responsable de la creación de España, es ella también responsable de su perdición (69). Poco después de su momento más glorioso -el siglo xvi-, Castilla cayó en una «perdurable modorra de idiotez y egoísmo» (70) y prácticamente abandonó su «sugestivo proyecto». Si Cataluña y el País Vasco hubieran sido realmente las «razas formidables» que hoy dicen ser, escribe Ortega, habrían aprovechado esa oportunidad para apartarse de Castilla e iniciar sus propios proyectos nacionales (70). El hecho de que no lo hicieran prueba que el nacionalismo periférico no es realmente el problema sino tan sólo un síntoma específico del mal que aqueja a la nación española: el «particularismo». Con este término, Ortega se refiere al fenómeno generalizado por virtud del que «cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y, en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los demás» (68). Nótese que la expresión «cada grupo» abarca a todos los que se puedan percibir en una gran comunidad: territoriales, étnicos, sociales, políticos e incluso profesionales. El desafío planteado por el nacionalismo regional resulta con esto disminuido, disuelto en la argumentación de Ortega y, en consecuencia, su auto-justificación queda efectivamente descartada. Esto a su vez permite al filósofo presentar su

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propio antídoto contra el problema español - l a «nacionalización»como un proceso que se debe realizar por encima de cualquier tipo de diferencia, ya sea ésta social, política o territorial. Inspirada en la definición que hace Renán de la nación como plebiscito cotidiano (71), la «nacionalización» ha de ser el proceso mediante el cual todos esos grupos diferentes participen activamente en la reanudación del «proyecto sugestivo de vida en común» que se ha abandonado. Y tamaña empresa, como ya hemos visto, no puede ponerse en marcha en tanto no se cree una minoría ejemplar fuerte y respetada. Una vez más, el razonamiento de Ortega, tal y como se acaba de sintetizar, permite ciertas inferencias clave para la interpretación de su ideología lingüística. Si, en general, solamente las «cabezas castellanas» son aptas para comprender el problema de España en su totalidad, y si la formación de una conciencia nacional verdaderamente motivada y comprometida sólo es posible bajo la dirección ejemplar de una minoría, ha de concluirse necesariamente que, en general al menos, esa minoría debe tener una mentalidad castellana. De la misma forma, la lengua en la que el proyecto de nacionalización español se articule deberá ser necesariamente la del castellano, y ésa será la lengua que deberá usar quien quiera contribuir significativamente al proyecto. La palabra 'significativamente' es especialmente relevante dentro de lo que en la argumentación de Ortega se refiere a la diversidad lingüística. De hecho, después de reducir los inquietantes rasgos del nacionalismo periférico al concepto de «particularismo» -fenómeno que, recordemos, Ortega percibe en todos los niveles de la vida de su país-, el ensayista añade la siguiente observación: Lo demás, la afirmación de la diferencia étnica, el entusiasmo por sus idiomas, la crítica de la política central, me parece que, o no tiene importancia, o si la tiene, podría aprovecharse en sentido favorable (1921: 71; el énfasis es nuestro).

De lo dicho por Ortega en La redención de las provincias (1927-8), así como en un gran número de artículos que se remontan hasta 1917 (ver Dobson 1989: 91), queda claro que el filósofo consideraba la descentralización política como una de las formas más rápidas de comprometer a los individuos de todas las regiones en la reanimación de la nación española: la participación en la política local, aun si «su influencia en la política nacional era mínima» (Dobson 1989: 93), sería espe-

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cialmente efectiva en la creación de un sentido de responsabilidad civil del que el país carecía. Por contraste, las diferencias étnicas y -de mayor trascendencia para este capítulo- el amor por la propia lengua autóctona, no parecían ser de ninguna importancia en la construcción de un proyecto nacional. Una confirmación posterior de esta idea en la obra de Ortega se encuentra en su enérgica oposición al establecimiento de una universidad bilingüe en Cataluña: [E]l Estado no puede abandonar en ninguna región el idioma español; puede inclusive, si le parece oportuno, aunque se juzgue paradójico, permitir y hasta fomentar el uso de lenguas extranjeras o vernaculares, es decir caseras (eso es lo que significa la palabra), ...pero lo que no puede es abandonar el español en ninguno de los órdenes, y menos que en ninguno en aquel que es el que tiene mayor eficacia pública, como el científico y profesional; es decir, en el orden universitario (1932b: 505).

Para el autor, el monopolio del castellano como la lengua del Estado debería ser incuestionable: «el Estado español, que es el Poder prevaleciente, tiene una sola lengua, la española» (505). Puesto que la elite intelectual era la pieza fundamental del proceso de nacionalización que España debería emprender para curarse, y puesto que el vehículo lingüístico de dicha nacionalización era el español, era imperativo que las elites futuras de cualquier rincón de la península recibieran su educación en español. Investir a una lengua regional de una importancia mayor de la que merecía (en opinión de Ortega) obstruiría necesariamente el proyecto nacional que el filósofo español defendía con tanta firmeza. La atenta consideración de las declaraciones de Ortega sobre la cuestión de la lengua catalana nos puede proporcionar otra perspectiva desde la que interpretar la argumentación lingüística del autor. El adjetivo que usa para aludir a la lengua mediterránea -casera- tiene casi el mismo significado que la palabra vernacular tenía en su origen: Vernaculus en latín era el esclavo nacido en la casa de sus amos (Corominas 1983: 603), y casero/a es todo aquello que sea «hecho en casa» o se relacione con el hogar. Sin embargo, como ya he recordado en otro lugar (ver Gabriel 2000a: 129), el calificativo casero/a está teñido de fuertes connotaciones que no es posible sustraer a su significado y que, en cambio, no se hallan en vernacular. Mientras esta palabra significa «doméstico, nativo» y se refiere simplemente a la lengua original de nuestro país, la anterior evoca automáticamente recetas de cocina, tareas domésticas,

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batas y zapatillas. Llamar al catalán, por tanto, «lengua casera» - e n lugar de «autóctona» o «nativa»- al discutir la posibilidad de su coexistencia universitaria con el castellano, reduce significativamente -anula incluso- su talla frente a «la lengua del Estado español». Dicho de otra manera, la elección de los términos que usa Ortega cumple una clara función retórica. Con ella, el filósofo equipara las aspiraciones lingüísticas catalanas con los «intereses particulares, caprichos [y] vilezas» de los que son demasiado miopes para comprender la nación española, tratando así de neutralizarlas, si no con el poder de la fuerza (1921: 57), al menos con un argumento forzado.

E L FACTOR RETÓRICO

El fragmento recién citado (la referencia de Ortega al catalán como «lengua casera») pertenece a una de sus alocuciones parlamentarias, esto es, a un tipo de discurso en el que es normal, esperable incluso, encontrarse con estratagemas persuasivas como la que hemos analizado. Aun así, no se trata en modo alguno de un rasgo exclusivo de los escritos políticos de nuestro autor. Todo lo contrario: la retórica permea toda su obra, hasta tal punto que ésta no se puede comprender cabalmente sin tomar en consideración aquélla. Como ha indicado Thomas Mermall (1994: 73-4), en la obra de Ortega se percibe una tensión constante entre epísteme y doxa, esto es, una ambivalencia entre su aspiración a crear un discurso rigurosamente científico y la vocación que lo llamaba a promover empresas culturales y fomentar la reanimación intelectual de su país. El propio autor proporciona una clave fundamental para comprender su legado impreso desde esta perspectiva: He aceptado la circunstancia de mi nación y de mi tiempo. España padecía y padece un déficit de orden intelectual... Era preciso enseñarla a enfrontarse con la realidad y transmutar ésta en pensamiento, con la menor pérdida posible... Ahora bien, este ensayo de aprendizaje intelectual había que hacerlo allí donde estaba el español: en la charla amistosa, en el periódico, en la conferencia. Era preciso atraerle hacia la exactitud de la idea con la gracia del giro. En España para persuadir es menester antes seducir (Ortega 1932a: 367).

Una lectura retórica que limite su enfoque a la grácil expresión de Ortega, sin embargo, no hará más que entrar superficialmente en el

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asunto y al cabo solamente servirá para confirmar la misión patriótica que el filósofo alegaba seguir. Para evitar esto, el lector debería resistirse a sacar ninguna conclusión antes de analizar no sólo la elocución sino también la invención y disposición de los argumentos de Ortega. Esto es, para ser mínimamente perspicaz, uno debería tratar de identificar la manera en que el autor organiza y/o manipula aquellas opiniones e ideas que, sin apoyarse en última instancia en la evidencia empírica, son susceptibles de aprobación por parte de la comunidad a la que el autor pertenece (ver Mermall 1994: 75). Tomando esto como punto de partida, el análisis retórico puede ofrecer resultados muy similares a los que buscan los estudiosos de las ideologías de lenguaje. De hecho, gran parte del razonamiento lingüístico de Ortega le debe su aparente coherencia a dos procesos semióticos mencionados en la introducción a este libro, y definidos por Irvine y Gal como ocultamiento (erasuré) e iconización (iconization) (2000: 378). Los efectos del ocultamiento son claramente visibles en la descripción orteguiana del Bajo Imperio Romano como territorio estancado lingüísticamente. Irvine y Gal señalan que, mediante la supresión o tergiversación de «hechos discordantes con la orientación ideológica [del intérprete]... un grupo social o una lengua puede imaginarse como homogéneo, desprovisto de variación interna» (2000: 38). Esto es exactamente lo que hace el filósofo español con el latín vulgar. Para Thomas Mermall, la interpretación tendenciosa o distorsionada de Ortega ignora abiertamente que la rápida transformación de aquella lengua en las diferentes lenguas románicas es precisamente «testimonio de su naturaleza heterogénea» (Mermall 1996: 188; el énfasis es del original). De la misma manera, para poder achacar la uniformidad lingüística a una presunta y generalizada estupefacción social (Ortega 1937a: 128), el filósofo español hace caso omiso de «las diferencias entre el idioma oral y el escrito, entre clases sociales, de formación intelectual, etc.» (Mermall 1996: 188). La totalizadora visión que tiene Ortega del lenguaje requiere otras notables omisiones. Su disociación conceptual entre decir y hablar, por ejemplo, pasa por alto la mayor parte de las posibilidades de decir algo nuevo. En efecto, para poder afirmar que uno sólo puede decir algo nuevo mediante la creación de una expresión totalmente nueva (Ortega 1950a: 246), uno tiene antes que ignorar una característica tan esencial del lenguaje como su naturaleza combinatoria: el poder que tiene de generar per-

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mutaciones virtualmente infinitas un número limitado de elementos. Pero la hiperbólica distinción de Ortega no es sino un paso necesario para realizar otra maniobra retórica. A través de la iconización, «los rasgos lingüísticos que remiten a ciertos grupos o actividades sociales aparecen como representaciones icónicas de éstos, como si un rasgo lingüístico representara o expusiera de alguna manera la naturaleza o esencia inherente de un grupo social» (Irvine y Gal 2000: 37). La identificación de vectores «positivos» y «negativos» en el cambio lingüístico y, subsecuentemente, su respectiva atribución a nobles (intelectuales) y plebeyos, permite a Ortega representar la negligencia fonética y semántica (1950a: 240) -así como el primitivismo gramatical (1937a: 129)- como iconos de la plebe. Asimismo, justifica en última instancia la imagen de la minoría selecta, creativa y competente como cuerpo de guardia de la lengua. Ya he dicho anteriormente que, como miembro prominente de la minoría ilustrada de España, Ortega y Gasset se consideraba a sí mismo un usuario modélico del idioma y que, como tal, sentía la responsabilidad de mejorar y salvaguardar la lengua española al sentar ejemplo con su propia obra. En este sentido, y aparte de su impresionante dominio de la lengua (ver Senabre 1964), fueron los abundantes usos y argumentos etimológicos del filósofo los que le dieron prestigio como renovador. La etimología, recordará el lector, es para Ortega el significado verdadero, auténtico de cualquier palabra (1943: 386), un significado que es falsificado, envilecido aun por el uso actual del vocablo (1953a: 636-7). No puede sorprender a nadie, pues, que el autor considerara la etimología como la forma de devolverle a la lengua española su claridad y autenticidad; o, en otras palabras, como el útil idóneo para la higiene verbal. Una consideración atenta de la labor etimológica de Ortega, sin embargo, revela junto a su búsqueda de rigor y claridad una aspiración harto más mundana: la determinación de persuadir a sus interlocutores. Esta inclinación, en efecto, es tan poderosa que con frecuencia anula el propósito explícito del autor, llegando a contradecir sus propias premisas teóricas. Retóricamente, la etimología actúa como un legitimador. Su presencia refuerza la validez aparente de un argumento al ofrecer como evidencia una «partida de nacimiento» conceptual: [D]oxa significa la opinión pública... ¿No parece más verosímil que el intelectual existe para llevar la contraria a la opinión pública, a la doxa, descubriendo, sosteniendo frente al lugar común la opinión verdadera, la paradoxa? (Ortega 1937b: 441).

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Al mismo tiempo, mediante la revelación de la disparidad entre la raíz del vocablo y su significado presente, la etimología pone en evidencia la «degradación» sufrida por la palabra, su pérdida de autenticidad a manos del uso. Movidos por esta combinación de argumentos, los lectores se sentirán fuertemente inclinados a coincidir con lo que el texto afirma, obrando de manera muy similar a la señalada por Ortega cuando describe lo que la lectura de Heidegger provoca en él (algo ya mencionado en este capítulo -ver Ortega 1953a: 636-7-). De manera más que ocasional, sin embargo, el filósofo español emplea la técnica legitimadora recién descrita para reforzar argumentos no tan legítimos. Ocurre, por ejemplo, que el uso común - e l malo en la ideología lingüística de Ortega- le puede servir explícitamente como objeto de escarnio e implícitamente como un valioso aliado. Ya hemos visto, por ejemplo, que la descripción orteguiana del catalán como «lengua casera» es en realidad una taimada manipulación connotativa del significado etimológico de vernacular. Pero valga como ejemplo adicional el párrafo que se cita a continuación: [L]as gentes protestan inmediatamente contra la verbosidad parlamentaria, obstáculo a todo mejoramiento nacional. Porque estaba reservado a la perspicacia española descubrir que es intolerable que el Parlamento parle. Por lo visto, la misión de los parlamentarios es más bien hacer gimnasia sueca o cualquier otro mudo menester (1922: 15).

Con el objeto de refutar contundentemente la acusación de «la gente» contra la verbosidad parlamentaria -esto es, contra el hábito de hablar en exceso- , Ortega recurre a la conexión etimológica que se da entre parlar y parlamento. Para ser estrictos, sin embargo, el parlar que dio luz a parlamento significaba sencillamente «hablar», que es lo que todavía significa en francés, su lengua de origen (Corominas 1983: 434). Por contraste, el sentido que le da Ortega a parlar -«hablar mucho y sin sustancia» según el diccionario de la RAE- lo adquirió este vocablo mucho más tarde, precisamente a través del uso que la gente hizo de él una vez entró en la lengua española (Corominas 1983: 433). Resulta por tanto que Ortega desmantela el argumento de la gente ofreciendo como «auténtico» un sentido que -desde el punto de vista de su propia teoría- no es sino fruto de la «degeneración», del uso. Esto es, si, de acuerdo con lo que la palabra parlamento «dice», sus miembros se reúnen para hablar (parler) y no para parlotear {parlar), hay que concluir que el filósofo no refuta propiamente la acusación popular.

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Hay evidencia más que suficiente de que el abierto desprecio de Ortega por el uso corre al lado de un usufructo encubierto del mismo (Gabriel 2000b: 199-203). Es más, su enérgica reivindicación del sentido original de las palabras contrasta marcadamente con el buen número de pseudo-etimologías que aparecen a lo largo de su obra (Gabriel 2000b: 203-8). El apego que sentía Ortega por palabras con raíces claramente reconocibles le llevó a seguir con demasiada confianza su propia intuición, cayendo de esta manera en la etimología popular: Pero si todo es importante, no lo es en la misma medida. Vayamos alegremente, pero con seriedad. No hay contradicción. Seriedad no es lo que suele decirse. Seriedad, como el vocablo indica, es sencillamente la virtud de poner las cosas en serie, en orden, dando a cada problema su rango y dignidad (Ortega 1926a: 94).

La afirmación precedente ofrece un punto de vista perfectamente razonable y coherente: la seriedad no implica falta de alegría, un espíritu organizado no se encuentra necesariamente desprovisto de jovialidad. No obstante, esta perspectiva -que, si se postulara como opinión, tan sólo cuestionaría las austeras connotaciones del vocablo- no nos es ofrecida como razonable sino impuesta como necesaria y legitimada por su propio «origen». Sucede, sin embargo, que no existe relación etimológica alguna entre «serio» (