La aparición de los libros plúmbeos y los modos de escribir la historia: de Pedro de Castro al Inca Garcilaso de la Vega
 9783954876853

Table of contents :
ÍNDICE
Nota preliminar
Agradecimientos
Introducción
I. Pedro de Castro, el arzobispado de Granada y la concepción del aparato crítico de los libros plúmbeos
II. El anticuario Fernández Franco y el Sacromonte: el principio de la materialidad y la instalación del lugar en la escritura histórica
III. El traductor Miguel de Luna y el cronista Abentarique: las sutilezas del aparato crítico, la guerra justa y la legitimidad arábigo-española
IV. Bernardo de Aldrete y los polemistas del Sacromonte: el castellano, el árabe y la constitución de una herramienta analítica gramatical
V. El Inca Garcilaso de la Vega, su circuito intelectual y la epistemología de los Comentarios reales
VI. Epílogo
Archivos y abreviaturas
Bibliografía

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José Cárdenas Bunsen LA APARICIÓN DE LOS LIBROS PLÚMBEOS Y LOS MODOS DE ESCRIBIR LA HISTORIA DE PEDRO DE CASTRO AL INCA GARCILASO DE LA VEGA

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Tiempo Emulado Historia de América y España 60 La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Universität, München) Jorge Cañizares Esguerra (The University of Texas at Austin) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires)

José Cárdenas Bunsen

LA APARICIÓN DE LOS LIBROS PLÚMBEOS Y LOS MODOS DE ESCRIBIR LA HISTORIA DE PEDRO DE CASTRO AL INCA GARCILASO DE LA VEGA

Iberoamericana - Vervuert - 2018

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)». Derechos reservados © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] http://www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-994-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-541-2 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-685-3 (e-book) Depósito Legal: M-5058-2018 Impreso en España Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Ilustración de cubierta: Lienzo de la Inmaculada Concepción (detalle) de la época fundacional de la Abadía del Sacromonte de Granada (ca. 1610). Contraportada: lema “A María no tocó el pecado primero” en la escritura árabe de los libros plúmbeos (Cortesía de la Abadía del Sacromonte de Granada). Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

ÍNDICE

Nota preliminar............................................................................................... 11 Agradecimientos.............................................................................................. 13 Introducción..................................................................................................... 17 I. Pedro de Castro, el arzobispado de Granada y la concepción del aparato crítico de los libros plúmbeos............................................. 33 1. El punto de partida: Pedro de Castro, sus raíces familiares y la defensa de su padre....................................................................... 37 2. El cambio de rumbo: Pedro de Castro, arzobispo de Granada...... 40 3. La intervención de Pedro de Castro frente al descubrimiento de los libros plúmbeos: el registro de la dimensión material ......... 43 4. La primera traducción y el programa escatológico e histórico de los libros plúmbeos........................................................................ 52 5. La formación de una red intelectual, la evaluación de los libros plúmbeos y el estallido de la polémica.............................................. 59 6. El reto idiomático de los libros: Pedro de Castro y el aprendizaje del árabe................................................................................................ 67 7. Alonso del Castillo, Miguel de Luna e Ignacio de las Casas en torno a la antigüedad del árabe...................................................... 74 8. La formación de un aparato crítico para los libros plúmbeos ........ 80 9. De la gramática a la teología: el comentario de las páginas de plomo............................................................................................... 89 10. Los vacíos de la historia y la validez de los libros de plomo........... 98 II. El anticuario Fernández Franco y el Sacromonte: el principio de la materialidad y la instalación del lugar en la escritura histórica.... 111 1. Antigüedades y favores: el epistolario de Fernández Franco y Ambrosio de Morales ..................................................................... 116 2. La red epistolar de Fernández Franco............................................... 121

3. La posición social del anticuario........................................................ 125 4. Cuestiones de método anticuario y versión histórica: el caso de Ambrosio de Morales........................................................ 132 5. Autoría y polémica: las anotaciones del licenciado Franco a Ambrosio de Morales....................................................................... 136 6. Discusiones anticuarias ...................................................................... 140 7. Los nombres son consecuencia de las cosas: de la correspondencia a los tratados sobre antigüedades ................ 144 8. El anticuario Fernández Franco y el Sacromonte............................ 157 9. La materia anticuaria y los polemistas del Sacromonte................... 163 10. Conclusión........................................................................................... 168 III. El traductor Miguel de Luna y el cronista Abentarique: las sutilezas del aparato crítico, la guerra justa y la legitimidad arábigo-española....................................................................................... 173 1. El pergamino de la Torre Turpiana, los criterios episcopales de traducción y la intervención de Miguel de Luna......................... 177 2. Alonso del Castillo contra Miguel de Luna: las ambivalencias de la traducción.................................................................................... 181 3. La imagen autorial de Miguel de Luna y la formación del aparato crítico de la Historia verdadera...................................... 189 4. La escatología del pergamino de la Torre Turpiana, la autoridad de Abentarique y la primera parte de la Historia verdadera .......... 202 4.1. El providencialismo del pergamino y su reflexión en la Historia verdadera.......................................................... 208 4.2. La guerra justa de los árabes y la implantación del buen gobierno de Almançor ............................................ 212 5. La segunda parte de la Historia verdadera, la legitimidad del infiel Almançor y la polémica sobre el pergamino y los plomos............. 219 5.1. La legitimidad del infiel Almançor según Alí Abençufián ........................................................................ 224 5.2. La historia como prueba ......................................................... 228 5.3. La segunda venida de los árabes y la Reconquista de España.................................................................................. 233 6. Hacia el legado de Miguel de Luna ..................................................... 237 IV. Bernardo de Aldrete y los polemistas del Sacromonte: el castellano, el árabe y la constitución de una herramienta analítica gramatical.................................................................................. 251 1. Las lenguas de la antigua España: las dudas del obispo de Segorbe, sus impugnadores y los defensorios de Gregorio López Madera................................................................ 256 1.1. Las intervenciones de Gregorio López Madera...................... 263

2. Bernardo de Aldrete, el canonicato de la catedral de Córdoba y su postura corporativa frente al Sacromonte................................. 271 3. Providencialismo y gramática en Del origen i principio.................. 276 3.1. El rostro gramatical de la mudanza histórica......................... 281 4. Pedro de Castro y Bernardo de Aldrete, corresponsales................ 290 5. Las Varias antigüedades de España y el tema del pergamino de la Torre Turpiana............................................................................ 299 6. Aldrete frente al árabe......................................................................... 308 7. La correspondencia con Pedro de Castro tras la publicación de las Varias antigüedades ................................................................. 322 V. El Inca Garcilaso de la Vega, su circuito intelectual y la epistemología de los Comentarios reales........................................... 333 1. La capilla de la Resurrección: su fundación y constituciones......... 337 2. Garcilaso, Diego de Córdoba y la capilla de la Resurrección......... 340 3. El nombramiento de Garcilaso y su vínculo formal con el cabildo eclesiástico .................................................................. 345 4. La capilla de la Resurrección, la focalización de Garcilaso y las memorias de su educación......................................................... 352 5. Gramática, música, derecho canónico y teología............................. 360 6. La limpieza de sangre, las discusiones quinientistas sobre el estatuto y la historia incaica............................................................ 373 7. Los Comentarios reales y los anticuarios.......................................... 383 8. Conclusión........................................................................................... 399 VI. Epílogo........................................................................................................ 407 Archivos y abreviaturas................................................................................. 417 Bibliografía....................................................................................................... 419

Nota preliminar

En este libro se han incluido algunas frases en árabe de los libros de plomo para cuya transcripción se han observado las equivalencias fonéticas propuestas en el Journal of Arabic Linguistics Tradition. No obstante, Pedro de Castro, Miguel de Luna, Alonso del Castillo y Bernardo de Aldrete prefirieron la mayoría de las veces acercar a sus lectores al árabe creando sus propias transcripciones del alifato. Dado que sus alternativas se asocian estrechamente con sus argumentos y posturas frente a los libros de plomo, he respetado sus decisiones y las transcribo entre corchetes angulados . Para comodidad del lector, he incluido algunas notas al pie que detallan ciertas precisiones editoriales necesarias para ciertos pasajes de estos estudiosos que presentan transcripciones, correcciones y tachaduras muy idiosincráticas.

Agradecimientos

La historia de este libro empezó antes de imaginar la posibilidad de escribirlo; se remonta a las reflexiones compartidas con maestros y compañeros de estudio sobre la búsqueda de nuevas maneras de estudiar el impacto intelectual del contacto entre América y Europa, sobre la necesidad de ampliar los temas y perspectivas, y sobre la exploración de nuevos fondos documentales. En estas conversaciones se hablaba del Sacromonte de Granada como el paradero de la documentación referente al gobernador del Perú Cristóbal Vaca de Castro. Al ingresar al archivo sacromontano, el legado de Pedro de Castro, hijo y defensor del gobernador, salió a mi encuentro en la forma de la monumental colección documental que dejaron sus múltiples desvelos relacionados a su intenso escrutinio de los libros plúmbeos. En el curso de la lectura de su epistolario con los intelectuales y las autoridades de su tiempo empezaron a aparecer los nombres de Juan de Pineda, Bernardo y Joseph de Aldrete, Gregorio López Madera, Francisco de Castro, Miguel de Luna, Antonio de Herrera y Tordesillas. Dentro de sus intercambios discutían ubicaciones antiguas, se hacían consultas sobre la historia árabe y americana, se recomendaba la lectura del trabajo anticuario de Juan Fernández Franco, se anunciaba la publicación de la crónica indiana del Inca Garcilaso de la Vega y se apelaba a la autoridad de la gramática quechua del jesuita mestizo Blas Valera. La intensidad de estas discusiones y su espectro temático hicieron que cambiara mi inicial interés en Vaca de Castro y me pusiera a estudiar la articulación del circuito intelectual de Pedro de Castro. Este estudio es el resultado de ese cambio. Su escritura me ha conducido por un camino lleno de arduas búsquedas y de numerosas felicidades que me dejan un sentido de gratitud hacia la generosidad

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personal e intelectual de quienes me han prestado su consejo y asistencia. Quiero agradecer, en primer lugar, a don Juan Sánchez Ocaña, canónigo y archivero de la Abadía del Sacromonte de Granada, por su confianza al concederme acceso al fondo don Pedro de Castro y por su entusiasmo al hablar y mirar sus viejos legajos. Sus inmediatos colaboradores María Luisa García Valverde y Antonio López Carmona, profesores de la Universidad de Granada e investigadores del Sacromonte, con igual generosidad han compartido conmigo sus conocimientos sobre la historia de la Abadía y sobre la organización y composición de sus fondos documentales. El clima de amistad con que dirigen el archivo sacromontano ha logrado constituir una comunidad investigadora de la que me han hecho sentir parte. Junto a ellos agradezco también a María Julieta Vega García Ferrer, José María Valverde y Justo Redondo. Hago constar también mi profunda gratitud hacia don Manuel Nieto Cumplido, canónigo y archivero de la Catedral de Córdoba, cuyo sabio consejo me dio la hoja de ruta para manejar el archivo del cabildo eclesiástico cordobés. Extiendo mi agradecimiento al padre Jesús Daniel Alonso Porras y a sus asistentes María Dolores Zafra y Lourdes Pérez. Vanderbilt University me ha brindado el apoyo necesario para ir por el Perú, España, Portugal y los Estados Unidos en busca de la documentación pertinente, y me ha concedido el tiempo para la redacción del libro durante el año académico 2015-2016. Como la universidad no es otra cosa que su cuerpo estudiantil y docente, mis colegas y estudiantes han sido una constante fuerte de apoyo y una inspiración en el trabajo diario. Con todos tengo una deuda de gratitud en especial. Quisiera resaltar el apoyo de Benigno Trigo, Cathy Jrade y Edward Friedman. A ellos sumó el nombre de don Enrique Pupo Walker cuyas reuniones conmigo han sido una fiesta de entusiasmo y de memorias sobre las tertulias que frecuentó en Lima cuando él escribía sobre historia y cultura coloniales. Antes de mi llegada a Vanderbilt, el programa de estudios en Granada de Bucknell University me permitió pasar un semestre en la ciudad y tomar contacto con su gente, su cultura y, sobre todo, con el rastro de don Pedro de Castro. Manuel Delgado me ha prestado su consejo tras leer un borrador del tercer capítulo; Alice Poust, Fátima Correa, Melvin González Rivera y Collin McKinney han estado siempre atentos al desarrollo de este trabajo. Sigo siendo un estudiante de Rolena Adorno cuya

Agradecimientos

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compañía intelectual ha estado presente a lo largo de la realización de este proyecto y de una visita al Sacromonte; Roberto González Echevarría apenas supo del inicio de esta pesquisa me determinó a convertirla en un libro. En la Pontificia Universidad Católica del Perú han celebrado la importancia del Sacromonte para refinar la lectura e interpretación de los textos andinos y para la reconstrucción de los círculos intelectuales que rodeaban a Valera y a Garcilaso de la Vega. Agradezco especialmente a José Antonio Rodríguez, Carlos Gálvez y Carmela Zanelli. Es imposible trazar la frontera entre la dimensión institucional y personal en las conversaciones, afanes e intereses compartidos que conducen a un libro. A lo largo de estos años de investigación, numerosos colegas y amigos me han rodeado con su interés y fervor que han expresado en la forma de preguntas, recomendaciones, visitas al Sacromonte. Les quedo muy agradecido a Aldo Ponce Ugolini, Chet van Duzer, Timothy Bertaccini, José Luis Gastañaga, Alicia Lorenzo, Marie Escalante, Lilliana Rodríguez, Hugo Aliaga, Victoria Gardner y Gabriel García Higueras. Finalmente, el apoyo de mi familia ha sido siempre la piedra de toque de todo el trabajo. A mi tía Aurora Wilson y a sus hermanos por su calor y hospitalidad de siempre. A mi hermano Eduardo y su esposa Christine y sus hijos por haberme acompañado a Granada y a visitar el Sacromonte. En esa excursión me acompañó también mi madre Rosa Margarita y después fue conmigo a Córdoba. Por esta razón, ofrezco este libro a su memoria.

Introducción

La aparición del pergamino de la Torre Turpiana y de los plomos del Sacromonte desencadenó una intensa pesquisa intelectual. Expresión de esta búsqueda fue el incansable empeño del entonces arzobispo de Granada, don Pedro de Castro y Quiñones, para calificar las reliquias descubiertas, establecer su culto y autenticar sus contenidos. Este magno esfuerzo dejó numerosas huellas, de las cuales la Abadía del Sacromonte, con su impacto en la historia y las tradiciones de Granada, es la señal más visible. Otro rastro, no menos tangible, es la masa de escritos que encierra el complejo abacial, compuesta principalmente del archivo privado de Pedro de Castro. De acuerdo con los decretos tridentinos, en el ordinario local recaía la responsabilidad de calificar las reliquias descubiertas en su jurisdicción y, de surgir dudas, de convocar a una junta aprobatoria. Por la concurrencia de estas condiciones, Pedro de Castro impulsó activamente una compleja e inacabable investigación para determinar el estatuto histórico de los hallazgos, la convivencia de sus lenguas y la ortodoxia de sus proposiciones. El camino a esta meta adquirió pronto la forma de una polémica que estalló a causa de que los libros de plomo reformulaban radicalmente la historia lingüística y religiosa de la península ibérica. Consciente del peso intelectual de su tarea, Pedro de Castro no solo inició una intensa labor de estudio, sino que consultó epistolar y personalmente con los intelectuales más acreditados de su tiempo con el fin de formarse una sólida opinión que le facilitara la aprobación plena de los hallazgos. A sus manos llegaron cartas, refutaciones y defensas que se entrecruzaban en numerosos momentos y lugares, presentaban muchas veces un efímero estado de la cuestión, cambiante al compás de los

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descubrimientos, y proporcionaban, en conjunto, una mirada caleidoscópica al Sacromonte. Este cuerpo de textos refleja el circuito intelectual de Pedro de Castro, cuyo rol preponderante en su articulación constituye, no obstante, solo una cara de la moneda. Sus corresponsales conforman la cara complementaria y representan un amplio espectro de funcionarios de la corte, miembros de la Iglesia o individuos que pugnaban por un espacio en el mundo intelectual. Cada uno aporta una determinada perspectiva en función de su posición específica en este circuito, de los presupuestos de la disciplina que practicaba y del proyecto intelectual que tenía entre manos. Su relación con Pedro de Castro canalizó su atención hacia los problemas suscitados por los plomos, modificó la concepción de sus escritos e incluso llegó a alterar las premisas de sus disciplinas. Este efecto intelectual de los libros plúmbeos se ramifica incalculablemente, alcanza las entrañas del pensamiento de estos corresponsales y amplifica la repercusión de su aparición. Ante esta comprobación, este estudio se plantea e intenta responder a la siguiente pregunta: ¿qué impacto produjeron los descubrimientos del Sacromonte de Granada en los presupuestos de las disciplinas relacionadas con la reconstrucción del pasado a finales del siglo xvi?, ¿cómo se articula la red intelectual de sus tempranos estudiosos? La investigación de este libro prueba que el descubrimiento de los libros de plomo fue el catalizador que empujó hasta sus límites las premisas disciplinarias y los criterios analíticos que venían siendo discutidos y aplicados entre los anticuarios, los traductores y los gramáticos, es decir, por los cultores de tres disciplinas importantes para evaluar la plausibilidad histórica de los hallazgos. Si bien estos saberes no se hallaban tajantemente separados, sino que se presuponían entre sí, la aparición de los plomos coincide con una época de profunda renovación en el seno de estas disciplinas y en sus modos de interpretar el pasado, lo cual se plasma en la común preocupación de los intelectuales por precisar sus métodos de trabajo. A los miembros del círculo de Pedro de Castro, el estudio de los libros de plomo puso en sus manos la oportunidad de ampliar la esfera de aplicación de sus disciplinas, transformarlas para analizar lenguas ajenas al ámbito grecolatino, adoptar los presupuestos del estudio bíblico, examinar secuencias históricas no contempladas en las fuentes conocidas y

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desarrollar una óptica analítica que no quedara confinada a un único dominio cultural. Este multifacético análisis hizo, además, circular el voluminoso y heterogéneo conocimiento requerido para sustentar los argumentos de estos intelectuales que abarcaban saberes e informaciones tan diversos como las prácticas de la Iglesia oriental, los contactos lingüísticos en las Indias, los registros estilísticos del árabe o la teoría de la guerra justa. Es en virtud de este vertiginoso intercambio erudito que la profunda revisión de la historia antigua de España, propiciada por las afirmaciones de los libros plúmbeos, creó una onda expansiva que impactó con diversa intensidad en los postulados de las disciplinas históricas supuestamente capaces de validar o refutar los contenidos de los hallazgos. Para aproximarse a este efecto epistemológico, la vía primaria de acceso es la vasta correspondencia de Pedro de Castro. A efectos de esta investigación, este epistolario se ha estudiado en su totalidad, pero se han hecho calas de forma selectiva a partir de la intervención de cinco pensadores vinculados a su red intelectual, a saber, el propio Pedro de Castro, el anticuario Juan Fernández Franco, el traductor morisco Miguel de Luna, el gramático Bernardo de Aldrete y el cronista mestizo Garcilaso Inca de la Vega. Enfocarse en este grupo limitado de intelectuales conlleva la ventaja de capturar la variedad de perspectivas y participantes, de respetar simultáneamente la posición única de cada uno de ellos, y de estudiar las columnas analíticas principales del estudio de los plomos sin descuidar el arco intelectual que las une. Es, sobre todo, el modo más adecuado para hacer justicia a la doble cara de todo epistolario, que siempre involucra a un destinatario —Pedro de Castro, en este caso— y a un remitente que directa o indirectamente entra en contacto con el primero. En su forma actual, este libro empezó como una búsqueda de la huella del Inca Garcilaso de la Vega en los papeles de Pedro de Castro por su común interés en recurrir a la escritura de la historia para restaurar la honra de sus respectivos padres; pronto se convirtió en un estudio de la laboriosa e infatigable probidad intelectual del arzobispo Castro y de sus colaboradores más destacados frente a la tarea de evaluar los libros de plomo. Por esta razón, los estudios dedicados a estas dos figuras enmarcan este estudio. El primer capítulo, en consecuencia, se concentra en analizar la formación y actuación de Pedro de Castro para comprender las premisas

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de su razonamiento, el escrutinio que realizó de algunas proposiciones fundamentales de los libros de plomo y la interrelación entre su opinión y los pareceres, traducciones e impresos de sus corresponsales y asistentes. A pesar de que Pedro de Castro nunca escribió un tratado acerca de los plomos, dejó una plétora de anotaciones a su correspondencia, desarrolló una competencia gramatical en árabe para controlar las versiones de los libros y elevó informes oficiales sobre los hallazgos, cuyos argumentos se nutren de sus cartas, reflexiones y lecturas. La aproximación a su mirada sobre los plomos descansa en la conjunción de varios factores. Este estudio defiende que la actuación de Pedro de Castro en la investigación sobre los hallazgos resulta inseparable de sus atribuciones como arzobispo de Granada y que su opinión favorable sobre su veracidad cristalizó en 1595 a consecuencia de las circunstancias de la aparición. Contemplado con los lentes de los anticuarios, el contexto del descubrimiento —la montaña, las cuevas y su excavación— concordaba con la manera en que se venían recuperando y estudiando los restos materiales del pasado ibérico. En atención a la inmediatez con el pasado que potencialmente proporcionaban los objetos desenterrados, Pedro de Castro ordenó que se les practicaran numerosas pericias y se refirió en numerosas cartas al valor probatorio del lugar, de las circunstancias de los hallazgos y de la calidad añosa de los plomos a fin de destacar los sustentos de su autenticidad. Esta dimensión material no fue el único sostén de su convencimiento; simultáneamente encomendó la traducción de los textos árabes a Miguel de Luna y a Alonso del Castillo para poder acceder, mediante sus versiones castellanas, al contenido de los libros. Estos traductores se pronunciaron a favor de la antigüedad lingüística de los textos recuperados, anticipándose a la inicial opinión positiva del jesuita morisco Ignacio de las Casas sobre la edad y procedencia idiomática de los textos. Las versiones castellanas terminaron de animar al propio Pedro de Castro a iniciar el aprendizaje del árabe, una laboriosa adquisición que le permitió, hacia 1599, controlar las traducciones, anotar sus aspectos más importantes y rastrear las expresiones de los libros plúmbeos resituándolas, sobre la premisa de su antigüedad, en un contexto histórico no relacionado con el islam. Sus notas personales y la peculiar organización de sus fragmentarias calas analíticas indican que Pedro de Castro concibió la

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elaboración de un aparato crítico para los libros plúmbeos, aferrado a su texto e inspirado en el modelo de los comentarios bíblicos consagrados primariamente a establecer el sentido histórico de las escrituras. Esta empresa inacabada, pero suficientemente insinuada en sus papeles, visitaría los plomos libro por libro y recopilaría también argumentos responsivos contra las objeciones esgrimidas en la polémica desencadenada en 1595. Con directo acceso y custodia de los plomos, la mirada analítica de Pedro de Castro se va construyendo con el prisma de las opiniones y traducciones y con el escrutinio de los mismos libros, mientras va fundándose en una consciencia del carácter complementario de sus aspectos materiales, lingüísticos y religiosos, que se presentan como de factura muy temprana (anterior al islam) y portadora de numerosas proposiciones ortodoxas, aprobadas por la tradición eclesiástica. La certidumbre de Pedro de Castro sobre los plúmbeos descansa en la interrelación de todos estos aspectos y en una indagación de elementos probatorios validada en los procedimientos analíticos de los anticuarios, gramáticos y traductores con quienes conversa y de quienes solicita una demostración racional1. Esta actitud analítica y racionalista de Pedro de Castro convive con su comprensión de la dimensión religiosa y escatológica que le muestran los libros de plomo en la forma en que los conoció y escrutó. A este respecto, Pedro de Castro aparece en sus notas personales inquiriendo escrupulosamente las frases pertinentes al estatus de Cristo y de la Inmaculada Concepción. De su interés en la aprobación de este privilegio mariano parece desprenderse un énfasis en consolidar una antigua tradición de la Iglesia que acaso tenía el potencial de disolver las fronteras entre la cristiandad y el islam, ya que, asumiendo su aceptación por parte de toda la comunidad granadina de entonces, la idea de la Inmaculada Concepción implica la aceptación de la doctrina del pecado original, la necesidad de la encarnación de Cristo, de su sacrificio, en suma, de la redención con la consiguiente desautorización de la 1. Las operaciones analíticas de Pedro de Castro revelan suficientemente esta voluntad probatoria que comparte con sus corresponsales. A Bernardo de Aldrete le declara que le complacería «que Vuestra Merced con su erudición advirtiese si auía camino para lo defender [el pergamino] sin milagro y prophecía» (AASG, leg. 6, 2.ª pte. 66v). Es decir, el arzobispo solicitaba del canónigo de Córdoba una explicación estrictamente gramatical.

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negación islámica de estos fundamentos teológicos. De ahí que Pedro de Castro se enfoque en los aspectos religiosos de los libros y admita también el carácter probatorio de los milagros que los testigos de los hallazgos juraron haber presenciado en el proceso que, como arzobispo, instituyó. De la imbricación de todos estos niveles surge la imagen completa de su mirada: expuesta a los objetos hallados, lingüísticamente mediata al principio y más inmediata después de alcanzar cierto dominio del árabe, embarcada en una larga investigación, consultada con los peritos de la época en busca de una demostración racional, pero integradora de la dimensión milagrosa que presenta, en sus múltiples aristas, la marca indeleble de sus tiempos. Dado que el contexto de los hallazgos y su cualidad material influyeron en la temprana certeza de Pedro de Castro, el segundo capítulo estudia su relación con el licenciado Juan Fernández Franco, cuya participación representa paradigmáticamente la perspectiva de los anticuarios. El licenciado Franco entró en la órbita de Pedro de Castro a través de la recomendación de Martín Maldonado, secretario de García de Loayza, defensor de los libros en la corte y futuro arzobispo de Toledo. El anticuario Franco se relacionaba con estas esferas de la élite española gracias a la circulación epistolar de sus estudios sobre antigüedades sustentados en un depurado método elaborado en colaboración con su mentor Ambrosio de Morales y apurado por las inquisiciones metodológicas de sus corresponsales. A partir del examen de su epistolario, esta sección del libro pone en evidencia que Fernández Franco había consolidado un tipo de análisis articulado a partir de una rigurosa aproximación a la materialidad de los objetos antiguos, excavados y desenterrados en diversos lugares de Andalucía. Este método procedía a leer sus inscripciones, interpretar el sentido básico de su carácter utilitario u ornamental, coordinar el objeto antiguo con los testimonios escritos del pasado, corregir discrepancias entre las fuentes y determinar la ubicación del lugar de aparición de las antiguallas en las viejas cartografías de la Bética romana. Los escritos anticuarios del licenciado Franco, organizados flexiblemente con una horma geográfica, cronológica o mixta, complementaban la visión sucesiva de la narración histórica, apostaban por un modo de lectura inseparable de la referencia material de los textos y habían logrado incorporar, en la fábrica misma de la escritura anticuaria, una reconstrucción del lugar antiguo en el que

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las villas y ciudades andaluzas funcionaban como embragues que conectaban su estado visible en el presente con la imagen restaurada de su pasado, gracias a la «antigüedad» —la colección sobreviviente de restos materiales en su acepción puramente anticuaria— preservada y racionalizada en dichos escritos. Cuando Pedro de Castro consultó al licenciado Franco sobre el alcance de las inscripciones romanas de Granada, aquel quería resolver las dudas sobre los topónimos Illipula e Illiberri, mencionados en los libros de plomo, y precisar la ubicación del Sacromonte en los viejos catálogos geográficos. Por las implicaciones de la disciplina anticuaria, la comunicación con Fernández Franco permite comprender las bases de la convicción del arzobispo en la dimensión material de los hallazgos. Antes del contacto con Pedro de Castro, el anticuario, por su parte, se había dado cuenta de la importancia de estos descubrimientos; según sus apuntes inéditos a la obra de Morales, había tenido acceso a transcripciones parciales de las láminas y del pergamino, y había procurado leer la Historia verdadera del rey don Rodrigo de Miguel de Luna. A este interesantísimo intelectual, a su activa participación en la traducción de los libros y a su afán de vincular su Historia verdadera con los hallazgos se dedica el estudio contenido en el tercer capítulo de este libro. Miguel de Luna participó activamente en todo el proceso del Sacromonte, mantuvo una correspondencia con Pedro de Castro durante sus estancias en Madrid, preparó sendas versiones castellanas de los plúmbeos y recibió fuertes críticas, principalmente del traductor Alonso del Castillo. Partiendo de la larga tradición hispana de traducciones árabes y del comportamiento general del fenómeno sacromontano de presentar los libros en traducción (Menocal 186-187; Boyano, «En busca» 121-126), este capítulo sostiene que la obra impresa de Luna muestra el impacto de los hallazgos granadinos sobre las prácticas de la traducción y sobre el instrumental crítico para autorizarla. Esta afirmación se sustenta en razonar la decisión de Luna de explicitar sus criterios de traducción y de montar un aparato crítico en los márgenes de su Historia verdadera del rey don Rodrigo para darle un efecto de realidad inventando una distancia entre el original y la traducción, y entre el autor y el traductor, que hizo colapsar estas distinciones que escrupulosamente quería mantener.

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Sus criterios de traducción y edición se superponían, complementaban y presuponían los principios que había jurado aplicar para verter del árabe al castellano los libros de plomo y que debían sujetarse al principio verbum de verbo, es decir, palabra por palabra, aprobado para la traducción bíblica y acuñado por san Jerónimo. Este criterio, que preservaba al máximo las características de la lengua original, le permitió a Luna sugerir tácitamente la cercanía entre el castellano y el árabe y convertir sus traducciones en la plataforma de acceso del arzobispo y de su círculo al texto de los libros de plomo. Frente a este riguroso criterio, Miguel de Luna optó por una vía media en su versión castellana del manuscrito ficto del historiador árabe Abentarique, que dice elaborar sensum de sensu, vale decir sentido por sentido, sin descartar el criterio complementario verbum de verbo que confina a los márgenes de las páginas, donde despliega un pequeño vocabulario con las palabras árabes presuntamente subyacentes a la versión española y procedentes del manuscrito arábigo (Drayson 71-72). El meollo de la obra de Miguel de Luna reposa en la total sustitución del manuscrito del alcaide Abentarique —nombre de un cronista conocido entre la élite morisca y citado también por Alonso del Castillo— por la versión castellana del traductor, sustentada en esta forma intermedia de traducción jeronimita rehabilitada por la traducción de los plúmbeos (AASG, Ms. B2, 33v-35r). Miguel de Luna establece, además, una intersección intencional entre la Historia verdadera y la secuencia de hallazgos granadinos en los preliminares de la primera parte de la obra y en un informe elevado a Pedro de Castro, en 1595, sobre la antigüedad de su escritura, donde cita los nombres de los autores árabes mencionados en la Historia verdadera y afirma la comunidad de estilo de esta con los libros plúmbeos (AASG, Libro rojo 752v). A la luz de esta imbricación, este capítulo defiende que la Historia verdadera se compone, en realidad, de dos libros, correspondientes a las respectivas ediciones príncipe de 1592 y 1600, que en las ediciones posteriores aparecen como la primera y segunda parte de una única obra. Al desagregarlas, la primera parte se incardina con el mensaje del pergamino de la Torre Turpiana, presenta la conquista árabe de España como una guerra justa y la convierte en la realización de la profecía del evangelista Juan transcrita en el pergamino; la segunda parte se engrana con la aparición de los libros plúmbeos e intenta definir la polémica sobre su validez mediante la inclusión

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de episodios, personajes y objetos que, apelando al lenguaje de los anticuarios y de los gramáticos, producen las pruebas históricas necesarias para demostrar la presencia de lenguas semíticas en territorio ibérico desde épocas inmemoriales, la llegada a España de un árabe no coránico y la legitimidad de los soberanos gentiles que regían Arabia al momento de la expansión occidental, dignos instrumentos de la providencia divina. Esta cuidadosa correspondencia de la construcción de la Historia verdadera con los hallazgos, con el prestigio personal de Miguel de Luna y con la metodología de la traducción tiene como último trasfondo la tensa discusión sobre los moriscos y se encamina a sustentar, en el terreno histórico, la legitimidad de la presencia en España de todos los estratos arábigo-españoles que se amparaban en su antiguo asentamiento en tiempos de la Iglesia primitiva, gracias al testimonio del pergamino, y en la guerra justa de conquista del año 711, gracias al testimonio de Abentarique, testigo de vista de la entrada musulmana, traducido rigurosamente por Miguel de Luna (Drayson 74). La Historia verdadera es, en última instancia, el vehículo a través del cual Luna participa enmascaradamente en las discusiones sobre el estatus de la comunidad morisca creando un instrumento con aspiraciones de prueba histórica que aboga por la legitimidad de las comunidades arábigo-españolas, lo cual potencialmente podría justificar sus protestas, a la vez que, al relacionarse con los libros de plomo, emerge como el puente entre la historia y la escatología. La práctica de la traducción adquiría así repercusiones insospechadas al ser la disciplina validadora de la precisión de la Historia verdadera, un libro doble y cambiante que se intersecta con los descubrimientos de Granada y se sitúa en un hechizo espacio liminal entre el castellano y el árabe. Estos recursos lograron autorizar una versión histórica revisionista, falsa en última instancia, pero situada en el lindero entre invención y realidad que hizo de la Historia verdadera un libro discutido veladamente por Bernardo de Aldrete y abiertamente citado por el anticuario Fernández Franco, el licenciado Joan de Faría, el jesuita Juan de Soria y el propio Pedro de Castro. Su pulso entre el original y la traducción muy posiblemente pasó al propio Miguel de Cervantes, quien parece referirse de forma alusiva a Miguel de Luna (García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 196; Bernabé Pons, «De los moriscos» 158-164).

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Atendiendo al intenso intercambio de Pedro de Castro con sus corresponsales y a sus recíprocos consejos sobre temas y lecturas, el cuarto capítulo aborda la singular participación del canónigo Bernardo de Aldrete en el asunto del Sacromonte. Sus dos libros Del origen i principio y Varias antigüedades se concibieron como dos respuestas antagónicas, complementarias y directas a la polémica copresencia del castellano y del árabe en el pergamino y en los libros de plomo, que enfrentaron, primero, a Aldrete contra el entorno del arzobispo de Granada y, después, al propio autor contra sí mismo. Numerosos estudiosos han reconocido la importante contribución de Aldrete a la reflexión gramatical al diseñar un modelo metódico del cambio idiomático, que no consignaba ningún patrón de variación entre el latín y el español, sin documentación en Festo, Quintiliano, Varrón y otros gramáticos latinos (Nieto, «Ideas lingüísticas» 214-245; Woolard, «Bernardo de Aldrete» 272-275). A estas contribuciones, el capítulo cuarto añade que la naturaleza del modelo acuñado por Aldrete no es una construcción puramente gramatical, sino que resulta inseparable de una teología providencialista de las mudanzas políticas de la historia, alimentada por el pensamiento de Agustín de Hipona y de Salviano de Marsella, que rige, a su vez, la introducción de contingentes humanos en nuevos territorios y así pone en marcha el mecanismo de los cambios lingüísticos (Molina 190-192; Guitarte 158-160). Este fondo teológico implicaba la sucesión histórica y restaba credibilidad al castellano y al árabe del pergamino por coexistir antes de su contacto según las versiones históricas aprobadas entonces. Aldrete, no obstante, dio un paso adicional. Veladamente aludió al castellano del pergamino como una expresión del espíritu profético y, por lo tanto, no como una expresión de un desarrollo lingüístico históricamente constituido; concentró así sus esfuerzos en precisar el componente gramatical de su tesis demoliendo el castellano del pergamino con la propia demostración de la eficacia de su modelo gramatical: Aldrete comprobó sus razonamientos gramaticales con una meticulosa batería de ejemplos, dispersos a lo largo de Del origen i principio, que provenían de la sección española del pergamino de la Torre Turpiana, pero cuyo origen calló despistando al lector al declarar que se trataba de ejemplos que había elegido al azar. A todas las palabras castellanas del pergamino Aldrete les postuló una etimología latina e incluso propuso a sus lectores que constataran ellos mismos,

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siguiendo las indicaciones de su libro, las conclusiones a las que había llegado. Con esta estrategia Aldrete destroza, desde el punto de vista gramatical, la consistencia histórica de la profecía castellana del pergamino. Es así que, en manos de Aldrete, el pergamino de Granada propulsó la depuración de los procedimientos del análisis gramatical para confutar la posibilidad histórica de su castellano. En cuanto a los intelectuales a los que Aldrete se enfrenta, la investigación archivística de este libro determina que el canónigo de la catedral de Córdoba responde a los argumentos de todos los defensores del castellano del pergamino y no solo a la teoría del castellano primitivo de López Madera, como habitualmente se afirma (Mondéjar Cumpián, «la génesis» 469-471). López Madera, a su turno, tomó la idea del castellano primitivo de la defensa redactada por el jesuita Juan de Soria. El prudente silencio con que Aldrete libra su batalla intelectual se explica por la posición del cabildo eclesiástico cordobés a favor de la calificación de las reliquias; en ese contexto, una crítica abierta contra el pergamino hubiese significado contradecir la postura oficial de la corporación a la que Aldrete estaba unido por su puesto eclesiástico. Después de la publicación de Del origen i principio, los hallazgos de Granada siguieron influyendo en el pensamiento de Aldrete a través de su conversación epistolar con Pedro de Castro, cuyas consultas empujaron al gramático a concebir su segundo libro. En un fuerte pero delicado giro argumental, sus Varias antigüedades emplearon la maquinaria histórico-gramatical que Aldrete había desarrollado para refutar el pergamino en Del origen i principio; no obstante, esta segunda vez Aldrete la aplicaba al propósito de reconstruir el fondo semítico en que se insertaba el árabe de los libros plúmbeos y del pergamino. Aldrete reconstruyó estratégicamente algunas etimologías de palabras aparecidas en el pergamino y en los plomos, y las remontó a una matriz hebrea de la que, abrazando la teoría lingüística de Babel, descenderían estas palabras despojándolas de su contenido islámico. Aldrete pasó de ser un feroz crítico del pergamino a ser un defensor del fondo semítico, no islámico, de todos los hallazgos (Woolard, «Bernardo de Aldrete» 294). Fue precisamente su especialización gramatical, junto a la renovación de su método para razonar el cambio gramatical, el mecanismo que hizo posible tanto su giro radical en el asunto del Sacromonte como la presentación ante el lector de

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dos obras coherentes y aparentemente exentas de contradicciones. Su posición como canónigo de la catedral de Córdoba le había procurado su conocimiento gramatical, pues sus estatutos demandaban este saber a todos los miembros del clero (Iglesia católica, Estatutos 25v-26r). En el ejercicio del canonicato, Aldrete se desempeñó como supervisor de la cátedra de gramática y de las capillas de la mezquita. Estas funciones hicieron que entrara en contacto formal con el Inca Garcilaso de la Vega, quien a su vez había sostenido una breve correspondencia con el licenciado Franco; era traductor, como Miguel de Luna, y había sido presentado a Pedro de Castro a través de una carta de recomendación enviada desde Córdoba por el jesuita granadino Francisco de Castro. Por estos vínculos, afinidades personales e intereses intelectuales, el último capítulo de este libro estudia la participación indirecta del Inca Garcilaso de la Vega en el asunto del Sacromonte. Partiendo de la carta de presentación a favor del Inca que Francisco de Castro enviara al arzobispo de Granada, este capítulo demuestra que el cronista mestizo se encontraba exactamente en la misma posición que el prelado frente al poder del relato histórico para reivindicar la honra póstuma de sus progenitores y para consolidar sus proyectos históricos y religiosos. Este punto de encuentro entre Garcilaso y Pedro de Castro reposaba también en el trasvase del tema de Santiago y de la Inmaculada, centrales en los libros plúmbeos, a las páginas de los Comentarios reales; pero, sobre todo, descansaba en la renovación de la escritura histórica impulsada por los descubrimientos y reflejada en los enfoques de Fernández Franco y Bernardo de Aldrete que desembocan en las glosas de los Comentarios reales. Con nueva documentación, este quinto capítulo prueba que estos contactos personales y argumentales se hicieron posibles por la carrera eclesiástica que había abrazado Garcilaso y que lo había incardinado al clero de la catedral de Córdoba, cuyo cabildo había barajado la posibilidad de nombrarlo capellán de la casa de la Virgen de Fuensanta, le había confiado la mayordomía del Hospital de la Limpia Concepción, atendía a sus peticiones para pagar las curaciones de los enfermos, y escuchaba y observaba sus opiniones sobre el decoro necesario para ciertos aspectos de la renovación arquitectónica de la mezquita cordobesa (ACC, Actas capitulares, vol. 36: 168r; vol. 37: 94r; vol. 39: 154r).

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Siguiendo la pista de la contribución de Manuel Nieto Cumplido (396) referente a la sacristanía de Garcilaso, la investigación de este libro ha llevado a ubicar las perdidas constituciones fundacionales de la capilla de la Resurrección. Este importante documento permite precisar que el perfil intelectual que se le exigía a Garcilaso para ser sacristán era el de un estudiante a clérigo, obligado a conocer gramática y música para servir en el coro, además de solicitarle la certificación del origen del candidato para cumplir con el estatuto de limpieza de sangre. Sobre esta base, este capítulo prueba, combinando la nueva documentación con el comportamiento de las instituciones, que estos requerimientos moldearon la imagen personal que Garcilaso diseñó para su linaje y para sí mismo en sus Comentarios reales. A medida que narra la historia de los incas y de la conquista del Perú, Garcilaso responde al cuestionario de limpieza de sangre y en su historia acude oportuna y abiertamente a los lenguajes disciplinarios de la gramática y de la música para explicar la cultura y la lengua de los incas, mientras apela veladamente a las premisas del derecho canónico y de la teología para emitir sus opiniones sobre el defectus natalium, las enseñanzas fundacionales de Manco Cápac y los límites gnoseológicos de la razón natural. En el empleo de estos bastidores epistemológicos, Garcilaso se revela como un buen sacristán, pero discretamente exhibe también su suficiencia en el repertorio de todas las disciplinas exigidas a todos los rangos de la carrera eclesiástica según las estipulaciones del cabildo eclesiástico cordobés documentadas apropiadamente en sus actas capitulares. Estas disciplinas precedían los tiempos del humanismo y, en manos del Inca, se combinan con la renovación intelectual de los anticuarios, traductores y gramáticos. De esta conjunción de las tradicionales disciplinas de la carrera eclesiástica y de los métodos y temas recientemente renovados por los intelectuales andaluces, cuyo último impulso venía a propósito de los plomos, emana la moderna fundación intelectual de los Comentarios reales. Es la concurrencia de estas disciplinas —y no la gramática ni la traducción ni el derecho común por sí solos— lo que define la cualidad argumental de la obra y le ofrece a Garcilaso el marco apropiado para presentar la cultura nativa de los Andes. La posición de Garcilaso en el clero y sus labores como sacristán no solamente habían formalizado su contacto con los miembros del clero cordobés, sino con otros miembros de la élite intelectual

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cordobesa. En sus funciones clericales, Garcilaso sostenía una relación jerárquica con todo el clero catedralicio, con Diego de Córdoba, patrón perpetuo de la Capilla de la Resurrección, y con los plateros encargados de la conservación de sus ornamentos. Con todos estos individuos, el Inca intercambiaba libros, manuscritos y opiniones, como consta en las citas de Aldrete anteriores a la publicación de los Comentarios reales, en el préstamo de los Tratados de Bartolomé de las Casas, anotados simultáneamente por Diego de Córdoba y por el Inca, y en las críticas a las opiniones de Gómara sobre los oficios mecánicos que Garcilaso atribuye a un anónimo platero en los márgenes de su Historia general de las Indias (Gómara 9r [cap. 20], Vargas Ugarte 106-107). Los acercamientos directos o indirectos al problema del Sacromonte de estos cinco intelectuales reflejan el impacto de los hallazgos granadinos en la epistemología de la época, en los patrones de escritura y en el modo de articular los intereses intelectuales con los temas históricos, religiosos y políticos más apremiantes del momento. El desajuste entre el relato de los libros plúmbeos y la versión histórica anterior a su aparición provocó para su evaluación una exploración de las aproximaciones de los anticuarios, gramáticos y traductores. Al expresar sus opiniones en sus cartas, en sus libros o en sus anotaciones, se aprecia que los cinco intelectuales estudiados en este libro, no solo tomaron diversas posiciones frente al Sacromonte, sino que adoptaron formas oscilantes entre la adherencia a los temas destapados por los libros y la oposición a sus disonancias históricas, o cambiantes soluciones intermedias que se abrían a algunos aspectos de los plomos, se cerraban a otros, y los evaluaban e incorporaban en sus obras con distintos alcances. La consideración de las obras de estos escritores hace justicia a la naturaleza de un circuito intelectual, como hemos adelantado, en la medida en que recoge las miradas de los individuos que entran en contacto y muestra los canales a través de los cuales los temas propuestos por los libros de plomo se entretejieron con la agenda de escritura de estos intelectuales. Desde este punto de vista, este libro quiere ofrecer una visión de los intrincados mecanismos, las relaciones personales, los asuntos apremiantes y los contactos que afectaban y condicionaban la producción de cultura y el flujo de información a fines del siglo xvi. El estudio de la articulación de estas variables

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explica, por ejemplo, las coincidencias en la escritura de Miguel de Luna y del Inca Garcilaso de la Vega. Ambos eran traductores y solo le presentaron al lector las versiones castellanas de los subyacentes textos árabes o quechuas; escribieron la historia de los dominios gentiles de los árabes y de los incas con el cuño de la guerra justa. Igualmente la necesidad de responder racionalmente a las lenguas de los plúmbeos llevó a Bernardo de Aldrete a leer a Miguel de Luna y al Inca Garcilaso, así como a citar a este último para demostrar, con el caso histórico de las Indias, la precisión de su teoría y a discutir silenciosamente al primero reemplazando con sus estudios de gramática anticuaria la versión del pasado español propuesta por Abentarique. Pedro de Castro, por su parte, leyó ávidamente los escritos de estos intelectuales, cimentó sus opiniones a partir de estas lecturas e impulsó la escritura de varias de estas obras. Su campaña religiosa para aprobar los libros y el privilegio de la Inmaculada Concepción caló, a su vez, en las reflexiones de aquellos. En síntesis, la obra de los cinco eruditos analizados constituye una prueba del formidable reto hermenéutico que propusieron los descubrimientos de Granada y muestra la incalculable ramificación de su aparición, así como la dinámica del círculo intelectual de Pedro de Castro. Pedro de Castro y su corte de intelectuales y polemistas fueron los pioneros de una larga reflexión que ha perdurado a través de los siglos. La profusa bibliografía sobre el Sacromonte ha explorado numerosos aspectos relativos a la naturaleza de los libros, a la veracidad o falsedad de los hallazgos, a la reacción de las autoridades eclesiásticas, a los posibles autores de los libros y al complejo fenómeno cultural a que dieron inicio los hallazgos. La crítica moderna empezó con el trabajo de Godoy Alcántara sobre los falsos cronicones, que se apartó de una discusión comprometida con temas religiosos o de identidad local o nacional para observar el fenómeno desde un punto de vista estrictamente histórico y textual filiando apropiadamente la información histórica y criticándola en función de sus fuentes y su procedencia. La crítica reciente reconoce unánimemente la necesidad de estudiar el Sacromonte desde enfoques distintos, de analizar las múltiples aristas de los temas implicados y de hacer justicia a su compleja articulación cultural y lingüística (Barrios Aguilera, «Pedro de Castro y los plomos» 18; García Arenal, «De la autoría» 557-560, 582; Martínez Medina, «Los hallazgos» 80).

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Esta urgente necesidad de múltiples aproximaciones ha dado frutos en los libros y contribuciones de Juan Sánchez Ocaña, Manuel Barrios Aguilera, Mercedes García Arenal, Francisco Javier Martínez Medina, Luis Bernabé Pons, Katie Harris, Elizabeth Drayson, Fernando Rodríguez Mediano, María Luisa García Valverde y Antonio López Carmona, entre otros estudiosos nombrados a lo largo de este libro2. Este trabajo aspira a insertarse en el diálogo establecido por estos analistas y a ocuparse de los presupuestos epistemológicos que se encontraban en la base del diálogo epistolar que mantuvo Pedro de Castro con sus interlocutores. Asimismo, se emprendió con la voluntad de cubrir parte de la historia intelectual del Sacromonte, para lo cual se ha tratado de volver rigurosa y exhaustivamente a los archivos que han preservado y transmitido el gigantesco registro del intenso y efervescente pensamiento de don Pedro de Castro y de su red intelectual.

2. El lector puede encontrar sendos estados de la cuestión en los volúmenes Los plomos del Sacromonte y ¿La historia inventada?, editados por García Arenal y Barrios Aguilera; y también en la visión totalizadora de este último autor, incluida en su obra La invención de los libros plúmbeos.

I. Pedro de Castro, el arzobispado de Granada y la concepción del aparato

crítico de los libros plúmbeos

En 1601, el morisco Gerónimo de Rojas y el mercedario fray Hernando de Santiago compartían celda en las cárceles de la Inquisición de Toledo. Durante el proceso del primero, los inquisidores interrogaron a fray Hernando para averiguar lo que su compañero decía en la reclusión de la celda. Su testimonio retrató a un Gerónimo de Rojas fiel al islam, seguro de su salvación por medio de ese credo y convencido de la falsedad de las afirmaciones dogmáticas que la Iglesia había aprobado en los concilios para, en su opinión, ocultar la verdad3. Entre sus afirmaciones, según fray Hernando, Gerónimo de Rojas declaraba que el latín había sido inventado para que no se acabe de saber lo cierto que está en lengua arábiga hablado con boca de Dios y que todos los demás libros que escribieron auctores […] son mentiras e ynbençiones y que miren las hojas que se han hallado en Granada en arábigo en los libros que el arçobispo de allí ha descubierto en el Monte Santo donde dice Dios que él no tuvo hijo porque es engaño. Y que assí el dicho arçobispo se va enseñando el arábigo porque ha entendido esta verdad. (AHN, Inquisición, Toledo, leg. 197, expediente 5, 36r/v)

Gerónimo de Rojas aludía al hallazgo de los libros plúmbeos, cuya autoridad se había afirmado notablemente en el momento en que tenía lugar el proceso inquisitorial contra él; pues, si bien oficialmente la doctrina de los libros de plomo seguía bajo examen, las reliquias descubiertas a su lado habían sido calificadas por un sínodo 3. El proceso inquisitorial de Gerónimo de Rojas fue dado a conocer por Mercedes García Arenal y Fernando Rodríguez Mediano (Un oriente 192-196).

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provincial y admitidas al culto en abril de 1600 (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 1r/v [Granada, 30.4.1600]). Gerónimo de Rojas tomaba partido por una interpretación completamente islámica de los plomos y hacía referencia a la cuasi identidad entre algunas de sus frases y los versos coránicos con las consiguientes implicaciones sobre el estatus de Cristo. A estos detalles se sumaba la premisa de que, en el islam, la revelación no se puede separar de la lengua árabe ni de la particular forma que adopta en el Corán, de ahí que afirmara que la verdad está escrita en árabe dicha por Dios (Blachère II: 195-200; Abd-el-Jalil 7-8). Rojas aludía también a don Pedro de Castro y Quiñones, arzobispo de Granada y presidente del concilio calificador. Su caracterización del prelado es simultáneamente cierta y falsa. En efecto, Pedro de Castro emprendió el estudio del árabe y analizó en detalle las afirmaciones de los libros plúmbeos sin eludir los pasajes cuya fraseología coincidía parcialmente con el Corán; es falso, empero, que se hubiese convencido de que Cristo no era hijo de Dios. El testimonio mediado de Gerónimo de Rojas apunta a la convergencia de las dos religiones y de las lenguas que confluían en los libros plúmbeos, y a la compleja figura de Pedro de Castro, quien desempeñó un rol de colosal importancia en el proceso de calificación de las reliquias, en la constitución del Sacromonte y en la articulación de una red de estudiosos alrededor de los contenidos de los libros plúmbeos. En el momento en que estos aparecieron, regía el arzobispado de Granada y asumió la interminable tarea de validar su historicidad; en el curso de ese proceso, se acercó a la cultura árabe, estudió su lengua, examinó las afirmaciones de los plomos y sopesó los argumentos a favor y en contra de su validez. Los estudiosos unánimemente reconocen la huella de Pedro de Castro en todo el proceso sacromontano (Alonso 37; Barrios Aguilera, La invención 53-145; Drayson 114-134). No obstante, hay aún un largo camino por recorrer para lograr una comprensión clara de su obra, en especial porque algunas investigaciones sobre su figura insertan juicios referentes a sus acciones que simplifican y entorpecen la interpretación del personaje y, por lo tanto, del fenómeno4. Existe 4. Morocho Gayo, por ejemplo, cifra la trayectoria vital de Pedro de Castro en los siguientes términos: «Toda la vida de D. Pedro de Castro, representante ilustre de cristianos viejos, estaría dominada por el signo de estos patronos de su alumbramiento, por la necrofilia y el amor a cementerios» y lo retrata permanentemente

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felizmente una corriente renovadora en el análisis de su personalidad que aún espera un libro de conjunto que sustituya la antigua biografía de Heredia Barnuevo (Barrios Aguilera, «Estudio preliminar» X-XIV)5. Un paso hacia ese objetivo consiste en estudiar qué factores pudieron convencer a Pedro de Castro de la historicidad de los descubrimientos del Sacromonte. El examen de su voluminosa correspondencia y de sus numerosas anotaciones permite acercarse a los criterios que presidieron su investigación y sus intervenciones en su condición de autoridad eclesiástica competente para admitir las reliquias al culto público. Sobre la base del análisis de su epistolario, este capítulo sostiene que la actuación de Pedro de Castro se conforma de acuerdo a su posición como arzobispo de Granada y demuestra que su convicción sobre la historicidad de los libros plúmbeos brota de un largo estudio de estos objetos, de su lengua y de sus contenidos, lo cual lleva a cabo personalmente, así como con la asistencia de sus corresponsales y colaboradores. El ejercicio de sus atribuciones explica su aproximación legal al registro minucioso de los hechos, la defensa de su autoridad para calificar los hallazgos y su adquisición del árabe para examinar los libros de plomo. Este estudio sostiene también que las circunstancias y el contexto del hallazgo asentaron en Pedro de Castro una opinión favorable a la antigüedad de los libros. En su visión, el contexto del hallazgo, complementado por una serie de pericias probatorias, colocaba los libros de plomo en los tiempos de la Iglesia primitiva, en una época anterior al surgimiento del islam. Además, las opiniones tempranas de sus traductores moriscos, su descubrimiento personal de la cercanía idiomática entre el hebreo y el árabe, y el reconocimiento de las afirmaciones dogmáticas y del programa escatológico refundido en los plomos cimentaron este crédito otorgado a la ancianidad de los hallazgos. como un individuo «obcecado en su ceguera» (Morocho Gayo 218, 253). A pesar de estar inserto en un estudio serio, este tipo de juicios no solo impide la comprensión histórica, sino que, contra la evidencia documental, insinúa que este prelado no tenía razones para actuar de la manera como lo hizo. 5. Las aproximaciones biográficas recientes sobre Pedro de Castro son resultado de su estrecho vínculo con la aparición de los libros plúmbeos y el establecimiento de la Abadía del Sacromonte. Destacan las semblanzas de Barrios Aguilera (La Invención 53-145; «Estudio preliminar» IX-XLV) y Drayson (114-139), que integran la información dispersa en las aproximaciones biográficas anteriores.

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A partir de estas premisas, Pedro de Castro pudo interpretar las afirmaciones de los plomos no como la inserción enmascarada de creencias islámicas, sino como expresiones genuinamente cristianas. Complementariamente la consonancia de algunas afirmaciones dogmáticas de los libros con la tradición apostólica consolidó la certeza de Pedro de Castro por la incuestionable autoridad que dicho lugar teológico recibía según las estipulaciones de la teología española y de la historia eclesiástica en general. En consecuencia, Pedro de Castro concibe una secuencia histórica modificada, en la que caben plenamente los libros plúmbeos y que no explosiona como una convicción repentina, sino como el resultado de una larga reflexión. Su intenso estudio ha dejado huellas del acercamiento razonado a los libros de plomo y de la invención progresiva de los argumentos que sustentaron su convicción. Al iniciar sus estudios, Pedro de Castro procuró adquirir el entrenamiento gramatical e historiográfico necesario, empezó a estudiar árabe, alcanzó un dominio de su gramática, reparó en las semejanzas entre las lenguas semíticas y comenzó a reunir numerosos comentarios bíblicos autorizados que lucirá en sus citas y anotaciones. La interrelación entre la lengua de los libros y su universo de temas y personajes impulsó a Pedro de Castro a concebir la elaboración de un aparato auxiliar a los plúmbeos a semejanza de los comentarios bíblicos que consultaba. La construcción, inacabada, de ese instrumento crítico ha transmitido rastros de los pasos que Pedro de Castro dio en su imparable acercamiento analítico a los libros de plomo. Sus notas de estudio indican que nunca ignoró los argumentos contrarios, se guio por los presupuestos de la gramática para comprender el árabe y su parentesco con otras lenguas semíticas, confió en los procedimientos de los anticuarios para pasar fluidamente del texto de los libros plúmbeos al contexto de su hallazgo, se ciñó a la teología para asignar a las afirmaciones plúmbeas la autoridad merecida por su correspondencia con los lugares teológicos canónicos y para insertar el tema de los milagros en la armazón de su razonamiento. Se trata, en suma, de una mirada analítica que asume una empresa de estudio inagotable y que integra las dimensiones escatológica y doctrinal, así como los aspectos materiales, gramaticales e históricos, dentro de un marco demostrativo entendido sin fisuras epistemológicas y cuyas distintas coordenadas son partes de una larga demostración. Estos

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criterios se superponen en numerosas ocasiones, se nutren y cambian parcialmente a partir de los lineamientos que iba discutiendo con sus corresponsales. Con el propósito de comprender la interrelación de estos elementos en el pensamiento de Pedro de Castro, este capítulo revisará sumariamente los momentos centrales de su carrera antes de aceptar la mitra granadina, se concentrará en las cartas donde revela su estado de ánimo al aceptar el cargo, visitará sus acciones en el año crucial de 1595, revisará las traducciones iniciales al español de los libros, escrutará sus anotaciones a las traducciones del árabe y finalmente rastreará la génesis de sus argumentos en sus notas privadas. Como todo comenzó con su formación jurídica, la presentación de su historia intelectual empezará por este frente de su personalidad.

1. El punto de partida: Pedro de Castro, sus raíces familiares y la defensa de su padre

Antes de su nombramiento para la silla de Granada, Pedro de Castro y Quiñones (Roa, Burgos, 1534-Sevilla, 1623) había tenido una distinguida carrera legal en la que convergían su legado familiar y su desempeño como jurista de éxito. Había presidido las chancillerías reales de Granada y de Valladolid, los tribunales de justicia más altos de España (Heredia Barnuevo 14-18; Barrios Aguilera, La invención 54). Era hijo del antiguo gobernador del Perú Cristóbal Vaca de Castro (1492-1566). A su familia le debe una fuerte relación con los asuntos indianos; los inicios mismos de su carrera en el mundo de las leyes se asocian con la defensa judicial de su padre, quien desde 1545 enfrentaba un proceso en su contra, levantado por el fiscal del Consejo de Indias, Juan de Villalobos, por veintiún cargos. Según estas acusaciones, Vaca de Castro había excedido sus atribuciones en el ejercicio del gobierno y había incurrido en actividades de enriquecimiento ilícito e incumplimiento de las disposiciones reales (García, Vida 241-254). Aunque Vaca de Castro se defendió, el Consejo de Indias lo encontró culpable en once de los cargos presentados. El acusado recusó la sentencia y continuó litigando para exculparse de tales imputaciones (García, Vida 252-254).

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El proceso se agilizó y culminó satisfactoriamente, en 1556, cuando su hijo Pedro asumió la defensa con una argumentación basada en una minuciosa reconstrucción histórica. Los instrumentos del proceso indican que el joven reunió toda la documentación personal y oficial de su padre, la utilizó como elemento probatorio y redactó probanzas y relaciones que transitaban del recuento histórico a la defensa jurídica dentro de un mismo párrafo. Estas relaciones presentaban a Vaca de Castro como un funcionario impecable en todas sus acciones y fiel al encargo recibido en 1539, que aplicó mano firme para gobernar las Indias y no dudó en contribuir con su propio peculio al socorro de las necesidades de los conquistadores para inclinarlos a la causa del rey; aplastar la rebelión de Almagro, el Mozo; y entregar el mando al virrey Blasco Núñez Vela. Estas probanzas reducían las acusaciones sobre el enriquecimiento ilícito de Vaca de Castro —fundado en una carta que enviara a su esposa Magdalena de Quiñones pidiéndole disimular el volumen de sus caudales6— al dominio de las habladurías sin fundamento y a la categoría de hechos no delictivos. En la relación breve y probada de la defensa, un sintético documento histórico-legal, Pedro de Castro sostuvo que las acciones contra Vaca de Castro se comenzaron: «sin verificar primero la verdad de todo y las calidades que lo hazían delito» (AASG, leg. 1, 3.ª pte., 605v). La defensa presentó las acciones de Vaca de Castro con una lógica opuesta a la del cohecho ilícito; su decisión de apropiarse de los repartimientos vacos había sido una acción necesaria para reunir los fondos requeridos al oficio de gobernador; la cantidad de dinero mencionada en la carta a su mujer cabía dentro del salario que la Corona le había ofrecido y que la parte acusadora había interpretado erróneamente como si se refiriese a cantidades adicionales. Desde este punto de vista, la petición de secreto a su esposa no constituía un delito y la promesa de enviar más dinero «prueva no lo tener y esperallo aver por las riquezas de las minas y después no se uvo porque dexó el cargo» (AASG, leg. 1, 3.ª pte., 605v). Por si fuera poco, al momento de encarcelarlo, no se había hecho ninguna evaluación de las cuentas y no había, entonces, ningún delito probado.

6. El texto de la carta se encuentra en Porras, Cartas 510-516.

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Se desprendía que Vaca de Castro había mostrado siempre una constante lealtad al soberano, que lo había servido eficientemente y, en lugar de recompensa, solo había recibido maltratos. Pedro de Castro logró una sentencia absolutoria en favor de su padre en 1556 (Heredia Barnuevo 9-10). Dicho año, Felipe II repuso a Cristóbal Vaca de Castro en el Consejo Real (AASG, leg. 1, 1.ª pte., 63r). No obstante el fallo absolutorio, la honra del gobernador había quedado dañada durante los once años que había durado el litigio. Este descrédito no solamente cundió en el nivel de las habladurías cortesanas, sino que llegó a las letras de molde. Durante esos años (1545-1556), Francisco López de Gómara publicó su Historia general de las Indias [1552] y Agustín de Zárate, su Historia del descubrimiento y conquista del Perú [1555]. Ambas crónicas pusieron en circulación una imagen de Vaca de Castro que capturaba los momentos de su juicio y condena, pero no recogían la sentencia absolutoria final. Frente a esta situación reaccionaron fuertemente la familia Vaca de Castro y, especialmente, su hijo y defensor, Pedro, patrocinando la escritura de nuevas versiones históricas que sustituyeran la versión defectiva de Gómara y de Zárate. Se valieron primero de la pluma de Cristóbal Calvete de Estrella, cronista áulico que prodigaba elogios a numerosos personajes de la corte con el propósito de ganar su valimiento (Pérez de Tudela CVII; Calvete XXXI). Posteriormente, entre 1605 y 1609, Pedro de Castro mantendría un largo intercambio epistolar con el cronista mayor de Indias, Antonio de Herrera y Tordesillas, para conseguir que insertase en sus Décadas una versión completa y oficialmente favorable de la vida y servicios de su padre (AASG, leg. 1, 1.ª pte., 667r [Valladolid, 8.10.1605]; 669r [Valladolid, 16.6.1609]). Análogamente, en 1605, Pedro de Castro sostendría una relación mediata con el Inca Garcilaso de la Vega, quien preparaba sus Comentarios reales movido, entre otras razones, por un afán similar al del arzobispo: limpiar la memoria del capitán Garcilaso de la Vega Vargas, su padre (Miró Quesada, El Inca Garcilaso 104-107; González Echevarría 84-92). Allí incluiría una biografía sumaria de Vaca de Castro que consignaría la sentencia final y se ajustaría en sus extremos principales a las intenciones de Pedro de Castro (Cárdenas Bunsen, «Correspondencia» 424-427).

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Así, a través de los hechos de su padre, Pedro de Castro mantendría una relación cercana con el Perú y las Indias que se engranaría con la historia de los libros plúmbeos en el momento en que destinó los bienes del mayorazgo familiar para el sostenimiento del culto a los mártires y para la fundación de una capilla destinada a convertirse en la Abadía del Sacromonte (Heredia Barnuevo 22-98; Harris 40-45; Valverde Tercedor 169-173). En 1602, donó a los mártires Cecilio, Tesifón e Hiscio todos sus bienes muebles e inmuebles, como consta en el protocolo de donación extendido el 5 de marzo de dicho año. La dote marca la intersección de la defensa de su padre y el fenómeno sacromontano: los bienes legados constituían el patrimonio que el arzobispo había heredado del mayorazgo fundado por Cristóbal Vaca de Castro y que había recibido tras la muerte de su hermano mayor Antonio de Castro y Quiñones, según se indica en el mismo protocolo. Icónicamente las pertenencias muebles incluían «quatro reposteros hechos en Indias», que pasaron a integrar el mobiliario de la Abadía del Sacromonte7. Estos inicios profesionales en el mundo de la litigación anticipaban la carrera de Pedro de Castro en las chancillerías del rey y en las sillas arzobispales, y le aseguraban un profundo conocimiento de la dimensión legal de los procedimientos institucionales, que influiría en su relación venidera con la ciudad de Granada.

2. El cambio de rumbo: Pedro de Castro, arzobispo de Granada El año de 1562 marca el inicio de la relación entre Pedro de Castro y la ciudad de Granada con su nombramiento como visitador de su universidad, de su Hospital Real y su Capilla Real, el apéndice de la catedral consagrado a mausoleo de los Reyes Católicos (Heredia Barnuevo 11; Barrios Aguilera, La invención 53). Tras aceptar, en 1578, la presidencia de la Real Chancillería de Granada, Pedro de Castro se mudó a la ciudad y presenció el ambiente posterior a la rebelión de las Alpujarras (Heredia Barnuevo 14; Barrios Aguilera, La invención 54). Anticipando la constitución de su futuro círculo intelectual, Pedro de Castro contó entonces con los servicios del intelectual morisco 7. El instrumento de donación obra en el APNG, notario Rodrigo Dávila, 5 de marzo de 1602.

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Alonso del Castillo, que desempeñaría un rol principal en la traducción del pergamino y de los libros de plomo (BNE, Ms. 7453, 1r). La promoción de Pedro de Castro a la Chancillería de Valladolid, ocurrida en 1583, lo ausentaría de Granada durante cinco años aproximadamente. Allí desempeñaría un papel importante en la decisión de numerosos pleitos judiciales expresando su parecer o presentando informes en numerosos casos, inclusive se le pediría su opinión para casos ventilados en otros tribunales no directamente vinculados al suyo, como ocurrió en el célebre proceso contra el poeta fray Luis de León (Morocho Gayo 221-222). Tras rechazar la presentación real para los obispados de Tarragona, Calahorra y Plasencia, Pedro de Castro aceptó la mitra de Granada en 1588 (Heredia Barnuevo 19-20). En términos personales, su asunción al episcopado cambió radicalmente su estatus e impactó profundamente en la percepción de su responsabilidad. En su correspondencia, Pedro de Castro insiste en el gran peso que le supuso este cambio. En 1591, despachó una carta al licenciado Terrones del Caño de características especiales, dentro de un epistolario poblado de misivas protocolares, por retratar la mirada del nuevo arzobispo sobre la naturaleza de su misión: quando era presidente en las audiencias, pensaua que tenía un trabajo muy grande. Y así, es verdad, no acauo de dar gracias a Dios de uerme libre de un trabajo tan molesto de votar pleitos, pero todo aquello es nada con lo de agora de perlado. Es occeanus laborum et curarum abyssus. Con cuanto se lee en los santos de esta carga, no se entiende hasta que se toma al hombro. Acá se trabaja y sospecho que sin fruto, que es el mayor desconsuelo. No están las cosas en este estado que se pueda hazer nada bueno si Dios no muda los corazones. (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 260r [Granada, 6.7.1591])8

Su desconsuelo personal se refiere a la situación en la que encuentra su arquidiócesis y a la labor de allanar el camino a la catequización y a la conversión de los naturales tras la rebelión de las Alpujarras. 8. Pedro de Castro comunica su sentido de responsabilidad a numerosos corresponsales en cartas que circulan desde Valladolid a partir de 1588. La sección de su correspondencia, conservada en Lisboa e inédita para efectos de la investigación, repite su sentimiento de inconmensurable aumento de responsabilidad (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 236r [Valladolid, 29.10.1588]; Heredia Barnuevo 21-22).

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Se trata de comentarios pastorales, pues la carta se despacha mientras viaja por la costa granadina como parte de la visita periódica de su jurisdicción eclesiástica (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 261r [Alfacar, 20.10.1591]). Sus sentimientos contrastan radicalmente con el entusiasmo que le despertaría la aparición de los libros plúmbeos en 1595. El primer contacto de Pedro de Castro con los hallazgos de Granada se dio como parte de sus obligaciones; continuó así las averiguaciones sobre el pergamino de la Torre Turpiana iniciadas por su predecesor, Juan Méndez de Salvatierra, en 1588, sin mostrar mucha esperanza por llegar al fondo del asunto. Consultó con Benito Arias Montano, Mármol Carvajal y Covarrubias y Leiva (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 23r/v [Iznate, 26.1.1594]). A este último le comunicó que no se sacaba mucho en claro del estudio del pergamino y que «sería tiempo mal empleado el que se gastase en más diligencias sobre su exposición y ansí determiné excusarlas» (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 268v). Benito Arias Montano descartó la presunta antigüedad del pergamino; dictaminó que no podía tener más de cien años y que era, a todas luces, falso (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 391r [Sevilla, 4.5.1593])9. Inclusive antes de estas consultas, Pedro de Castro había llegado a archivar el asunto en 1591 (Heredia Barnuevo 24). En el gobierno episcopal, durante este periodo anterior a los descubrimientos de la montaña de Valparaíso, Pedro de Castro realizó una intensa labor administrativa, perceptible en la porción sobreviviente de su epistolario, e intercambió cartas con dignatarios e individuos particulares sobre una gran variedad de asuntos. Desde el rey, que le consulta sobre los candidatos más calificados para promoverlos a altos cargos eclesiásticos, hasta diversas personalidades locales, que le solicitan cartas de recomendación, su apoyo para obtener cátedras 9. Arias Montano fue uno de los pocos intelectuales en tener en sus manos el pergamino original; leyó también las presentaciones preparadas por Miguel de Luna para acompañar su traducción; habló con Alonso del Castillo sobre el asunto; y se mantuvo firme en negar posteriormente la antigüedad de los hallazgos. Situó los libros de plomo en la serie de descubrimientos falsos que se sucedieron en 1595 y que varios clérigos y laicos le llevaban «con opinión y ansia de tesoros» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 398r-400r [Sevilla, 3.5.1595]). Para responder a las dudas que le presentó el arzobispo se basó en sus conocimientos de las lenguas, las antigüedades y las historias profanas y eclesiásticas. Para una edición de la correspondencia entre Arias Montano y Pedro de Castro, con un estudio tendencioso contra este último, véase Morocho Gayo (213-267). También hay observaciones útiles sobre la postura de Arias Montano en el estudio de Cabanelas, «Arias Montano» 10, 41.

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o beneficios eclesiásticos, o su opinión sobre los límites de la jurisdicción civil sobre la eclesiástica (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 262r, 222r, 224r, 240r, 238r). Pedro de Castro comenzó a nombrar a los colaboradores más cercanos que lo acompañarían a lo largo de su acercamiento a los libros (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 262r, 222r [Madrid, 17.9.1594], 264r). Pedro de Castro recibe, absuelve e intercambia cartas con estos personajes sin anticipar la aparición de los libros de plomo. A medida que se familiariza y se acostumbra a dirigir el funcionamiento de su arzobispado, los descubrimientos del Sacromonte irrumpen en su administración ordinaria e intensifican el ritmo de su actividad.

3. La intervención de Pedro de Castro frente al descubrimiento de los libros plúmbeos: el registro de la dimensión material Los hallazgos del Sacromonte constituyen, en realidad, una secuencia de descubrimientos de reliquias y de discos de plomo inscritos en árabe y en latín. Habían sido preludiados con la aparición del pergamino de la Torre Turpiana, ocurrido en 1588, cuando, al derrumbar el minarete de la mezquita mayor de Granada, los operarios hallaron, dentro de una caja de plomo, reliquias atribuidas al protomártir Esteban, un pañuelo de la Virgen María y una profecía en árabe, latín y español, firmada por san Cecilio. La incompleta historia del pergamino y su profecía se articuló con las apariciones, iniciadas en 1595, de los libros de plomo y de las reliquias anejas de los mártires del Sacromonte (Barrios Aguilera, La invención 80-84). La aparición de los libros plúmbeos revitalizó el hallazgo previo del pergamino de la Torre Turpiana (Martínez Medina, «El Sacromonte» 9-10; García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 23-42). La secuencia de hallazgos se justifica por la coyuntura específica de cada descubrimiento y responde a sucesivas necesidades de verificación recíproca planteadas por los propios descubrimientos (García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 23-31)10. 10. La cadena de hallazgos comenzó entre marzo y abril de 1595, cuando aparecieron los siguientes libros y reliquias: 1. La lámina latina sobre el martirio de Mesitón, Hiscio, discípulo de Santiago, Turilo, Panucio, Maronio, Centulio, Maximino, Lupario; 2. La lámina sobre el martirio del converso árabe Tesiphón; 3. Los

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Pedro de Castro condujo un proceso de calificación que culminó en 1600 y autorizó solemnemente la veneración de todas las reliquias (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 1r). Aunque no se calificaron los libros, la entronización de las reliquias metonímicamente consolidaba su validez, pues estos artefactos contaban la historia de las venerandas cenizas y habían sido redactados por los mismos mártires11. Estos descubrimientos tenían como gran telón de fondo la difícil situación en que vivía la población morisca de Granada después de la sublevación del Albaicín y la gran rebelión de las Alpujarras, a las que sucedieron el destierro de la población morisca granadina a distintas partes de España, la prohibición de leer y hablar en árabe, la restricción de varias prácticas culturales; todo culminaría en la expulsión definitiva de los moriscos de todos los reinos españoles en 1609 y 1610 (Caro Baroja, Los moriscos 40, 50-53; Barrios Aguilera, Moriscos 11-20; La convivencia negada 280-294; Izquierdo 36-37; Carrasco Manchado 345-368). Culturalmente la Granada inmediatamente posterior a las Alpujarras seguía siendo profundamente morisca, con un significativo sector de su población perteneciente a este grupo étnico, una fuerte impronta de la industria y la artesanía árabes en su cultura material y una élite morisca que pugnaba por encontrar cuerpos calcinados de estos primitivos cristianos; 4. Los libros Fundamentum ecclessiae [22 de abril] y De essentia Dei [25 de abril] (AASG, leg. 5, 515r; Antolínez 476-484). El hallazgo de la lámina de san Cecilio, acaecida el 30 de abril de 1595, marca un hito importante porque sirve para disolver las dudas históricas provenientes del pergamino, pues la lámina liga los plomos con la vitela (Antolínez 488). En agosto de 1595, se encontraron otras dos cajas de plomo con numerosos libros, a saber, la Oración de Santiago y la Misa de Santiago; una de las cajas contenía cuatro libros; en octubre, apareció el catecismo mayor y, en noviembre, el Libro de los hechos de Jesús y María. Al año siguiente de 1596, se hallaron también las dos partes del Libro del divino poder, el Catecismo menor, las Sentencias de la fe (AASG, leg. 5, 515v; Antolínez 512-514, 716). Entre fines de 1597 y 1599, se encontraron el Libro de la certidumbre del Evangelio, el Libro del galardón de los creyentes y el Libro de los misterios grandes y el Libro mudo (Antolínez 514, 717). En las fuentes más tempranas, los nombres de los libros descubiertos no se habían fijado y hay cierta variación en su registro. Véanse el inventario de los hallazgos en los libros de Cabanelas (El morisco 262-294), Alonso (56-65, 104-115) y el estudio de Martínez Medina («El Sacromonte» 8-11). 11. Sobre la base del crédito emanado de esta solemne calificación, en 1606, una persona que decidió permanecer en el anonimato reportó a la corte el hallazgo de los dos últimos libros plúmbeos sobre los hechos del apóstol Santiago supuestamente hallado años antes —es decir, hacia 1597— en el mismo Sacromonte (AASG, leg.5, 516r; Alonso 113-115).

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las intersecciones culturales que le permitieran integrarse a la cultura cristiana hegemónica (García Arenal, «El entorno» 60-78)12. Esta fuerte impronta morisca de la cultura granadina impregnó la textura de los libros plúmbeos. Los autores del texto árabe cuidadosamente mezclaron afirmaciones dogmáticas cristianas y musulmanas, y escogieron expresiones que respetaban las creencias del islam, a la vez que, simultáneamente, designaban símbolos cristianos incuestionables y comunicaban ideas muy ortodoxas (Sánchez Ocaña, La pasión 67-73; Hagerty, «Los apócrifos» 54-55; Bernabé Pons, «Los libros plúmbeos» 80; Martínez Medina, «Los hallazgos» 79-81). Hay una línea común entre algunos corresponsales tempranos de Pedro de Castro y los estudiosos modernos que encuentra en los libros plúmbeos una respuesta morisca a este crescendo de tensiones culturales, lingüísticas y religiosas. Así, Luis del Mármol Carvajal aconsejó a Pedro de Castro que le preguntara a Alonso del Castillo lo que había oído decir a algunos moriscos antes de la rebelión alpujarreña sobre la aparición de grandes pronósticos; Gonzalo de Valcárcel veía, detrás de los textos, la mano de «algún morisco (a cuyas phrases y stilo huele mucho todo esto)» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 21v; 965r; cf. Caro Baroja, Las falsificaciones 117). Esta superposición de culturas encarnaba, entonces, en unas reliquias y unos libros de plomo cuyo espesor material y presunto origen histórico borraban potencialmente los desencuentros de entonces reintegrándolos en una cadena histórica conciliadora que requería de un profundo escrutinio analítico para validarse. El año de 1595 reviste una capital importancia por la sucesión repentina de descubrimientos, por el estallido de la polémica sobre su validez y por los procedimientos formales encargados por Pedro de Castro. Desde el primer descubrimiento en el mes de abril, el arzobispo ejerció las atribuciones de su jurisdicción episcopal y actuó de acuerdo con el Concilio de Trento, cuyos decretos otorgaban a los obispos locales la potestad de investigar, aprobar y reconocer las 12. Este contacto cultural se manifiesta en infinidad de protocolos notariales coetáneos, repletos de inventarios con listas de mochilas, colchas y sábanas moriscas, paños y tapetes moriscos, así como ventas y transferencias de esclavos moriscos «de los rebelados de este reino» (APNG, G-176, cuaderno 23, 595r [Inventario de bienes de Luisa de Adarve, 1570]; 806r-807r [Venta de esclava morisca a Hernando de Quesada, 1570]).

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reliquias que se encontraran en sus respectivas jurisdicciones (Iglesia católica, Canons and Decrees 217; AASG, Libro rojo, 612v)13. Las mismas normas disponían que el obispo convocara a un sínodo especial en el supuesto de que surgiesen dudas o controversias respecto de tales reliquias; lo que, en el caso del Sacromonte, efectivamente ocurrió. Pedro de Castro se aferró con firmeza a esta decisión tridentina que modificaba la autoridad previamente reservada a la sede de Roma para autorizar el culto público de las reliquias (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, c. 2. X. 3.45)14. La observancia de sus atribuciones y obligaciones, por su parte, define los inicios del proceso de las reliquias granadinas, explica las acciones que este siguió como prelado y que generaron la abundante documentación inicial. Pedro de Castro y sus asistentes procedieron inmediatamente a levantar actas de todos los detalles de los descubrimientos: sus circunstancias, participantes, ubicaciones y fechas. Todos los testigos convocados juramentaron delante de Pedro de Castro o de sus representantes y firmaron sus testimonios con el aval de los notarios presentes15. Si la principal implicación del relato de los libros plúmbeos y de sus ingredientes cristianos y musulmanes apuntaba a resolver las tensiones socio-religiosas de Granada, los testigos y participantes de los hallazgos empezaron a realizar estas expectativas, pues representaban a todos los segmentos de la sociedad. En primera instancia, estos declarantes aclamaron los descubrimientos; aparecen, entre otros, los testimonios de los buscadores de tesoros que seguían un mapa de Berbería y tropezaron con la lámina de san Mesitón, de los albañiles que encontraron el depósito de los libros de plomo al excavar las cavernas 13. El proceso de calificación de las reliquias se separó del proceso de calificación de los libros y, a su vez, de la validación del pergamino. Desde temprano intervinieron el nuncio y la Curia romana con una serie de documentos que limitaban a Pedro de Castro solo a la calificación de las reliquias y pedían el envío a Roma de los libros de plomo para evaluarlos en la Santa Sede (AASG, Libro rojo 8r, 12r-20v). Hay un recuento pormenorizado en el estudio de Martínez Medina, «El Sacromonte» 14-18. 14. La lectura del Panormitano ofrece los lineamientos generales de la interpretación de la decretal previa a las decisiones de Trento, los cuales restringen la potestad de entronizar reliquias solo a la sede romana (Ad c.2.X.3.45, sub Notanter quod). 15. El legajo correspondiente a estas actuaciones se conoce como el Libro rojo y recoge cuidadosamente la certificación notarial de las declaraciones juradas de todos los primeros testigos. Véanse, por ejemplo, los siguientes lugares: AASG, Libro rojo 2r, 6r, 24r, 421r.

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en busca de los cuerpos de los mártires, del arquitecto Ambrosio de Vico, que reconoció la parte de las cavernas que habían sido un brasero, de una niña de diez años que accidentalmente encontró un libro plúmbeo, de su esclava mulata y de sus acompañantes (AASG, Libro rojo 421r, 429v, 435v-436r, 437r, 2r, 23r, 15r). Todos estos testigos se encontraron repentinamente revestidos de una autoridad legitimadora al comprobar que su accidental intervención, su saber comunal o su pericia profesional resultaban necesarios para validar el proceso eclesiástico de los libros de plomo. A este respecto, la comunidad morisca experimentó un súbito interés en sus tradiciones al preguntarles a varios de sus miembros por su saber secular sobre la zona de los hallazgos. El morisco Alonso Flores declaró que el nombre árabe del cerro era y que tenía fama de guardar entierros de santos, llamados en su lengua (AASG, Libro rojo 17r). La necesidad de averiguar detalles sobre las cavernas llevó a que los oficiales de Pedro de Castro se pusieran en contacto con otros obispados de España donde residían los moriscos granadinos exiliados después de la rebelión de las Alpujarras para que les tomasen testimonio a base de un interrogatorio preparado para indagar sobre la existencia de las cavernas y sobre el nombre del lugar de los descubrimientos, así como para averiguar detalles sobre la posibilidad de que los moriscos hubiesen escondido allí joyas u objetos valiosos durante la rebelión (AASG, Libro rojo 247r). En Toledo el propio inquisidor tomó declaración a algunos cristianos nuevos que dijeron no haber visto nunca cuevas ni saber de áreas de labranza ni de entierros de objetos en el monte de Valparaíso (AASG, Libro rojo 251r-252r). La capacidad de articular el nivel de los actores populares y el nivel de la legitimación institucional, característico del fenómeno del Sacromonte, se hacía visible desde los primeros momentos del proceso (Bernabé Pons, «Los mecanismos» 387; Cabanelas, «Intento» 342-353). Conocedores de los hallazgos de reliquias ocurridos en España —como el caso de los mártires de Córdoba—, Pedro de Castro y sus colaboradores reconocían la importancia de la dimensión material de los objetos descubiertos (ASSG, leg. 4, 1.ª pte., 452r). Convocaron a numerosos peritos en los materiales de que estaban hechos los libros y las reliquias. Por ser el plomo el soporte principal, los plateros tuvieron un rol importante. Sus exámenes concluyeron que las piezas

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mostradas eran muy antiguas; fundaban su opinión en la naturaleza del plomo, metal resistente al fuego que, en este conjunto, se mostraba carcomido y con un color especial generado por su antigüedad. Las piezas, además, habían sido labradas e inscritas con piedras y acusaban una técnica antigua ajena a los procedimientos empleados en épocas más recientes (AASG, Libro rojo 294r/v [Granada, ago. 1595]). A los plateros también se les consultó sobre la naturaleza de las cenizas. El oficial Luis de Beas determinó que correspondían a huesos humanos después de realizar una experiencia consistente en quemar huesos, hacer una masa con las cenizas y vino, y volverla a quemar. Si el resultado final era un polvo blanco, como era el caso, entonces se trataba de huesos; por lo tanto, de restos óseos (AASG, Libro rojo 24-26r, 437r). Como los libros plúmbeos validaban también el pergamino de la Torre Turpiana, los libreros y notarios, cuyas labores los exponían en Granada a numerosas escrituras en pergamino, concurrieron para evaluar la calidad de la piel aparecida en 1588. Sus conclusiones proclamaron la rareza del pergamino al no conseguir identificar el animal del que había sido hecho, confirmaron su antigüedad en el rastro palpable de polillas que lo habían agujereado durante un largo periodo de tiempo y no lograron emparentarlo con otros pergaminos que habían visto procedentes de Persia (AASG, Libro rojo 437r-438r [Granada, oct. 1595]). A la lengua también se le sometió a un examen para determinar su antigüedad. Para el efecto, se llamó a Alonso del Castillo y a Miguel de Luna, que habían traducido en 1588 el pergamino de la Torre Turpiana y lo habían estudiado durante los años inmediatamente anteriores a la aparición de los libros de plomo. En virtud de su familiaridad con el pergamino, ambos recibieron el encargo de elaborar las transcripciones y traducciones más tempranas de los plomos. Estas versiones las usaría el propio Pedro de Castro en sus pesquisas y en su aprendizaje de la lengua. Consultados sobre la antigüedad del árabe, Castillo y Luna coincidieron en la gran antigüedad que el pergamino y los libros mostraban tanto por la letra en que estaban escritos como por las radicales diferencias con el árabe contemporáneo y por la unidad de estilo arábigo entre los libros y el pergamino (AASG, Libro rojo 432r-435v; 752v).

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El contexto del hallazgo y todas estas pericias centradas en su compostura material lograron persuadir a Pedro de Castro de la autenticidad de los plomos descubiertos en el Sacromonte y del pergamino de la Torre Turpiana. Consciente de su deber de evaluar las reliquias y de realizar las diligencias pertinentes para verificar su calidad, Pedro de Castro, desde sus cartas más tempranas para informar al rey de los hallazgos, fue exponiendo las razones de su convencimiento: Tienen estas láminas algunas cosas que parece que las hace carecer de sospecha: el lugar donde se hallaron, porque es muy adentro en la queba y la queba está toda terraplenada a mano con piedra y tierra mouediza; que la letra es antiquíssima y pareze que no podría darse agora al hazerla […]; que refiere las circunstancias del hecho: el tiempo lugar y provincia, príncipe, el modo, la causa, las personas por sus nombres, la excelencia de la una con decir que es discípulo de Santiago. Pareze que es uno de los siete discípulos que vinieron con Santiago a Hespaña y después se volvieron con él a Jerusalén. Y después de Santiago, fueron a Roma y los tornaron a enviar a Hespaña los apóstoles. (AASG, leg. 4.º, 1.ª pte., 520r [Granada, 27.3.1595])16

El lugar del hallazgo y el reconocimiento por parte de ciertos eclesiásticos de renombre ejercieron un profundo efecto en Pedro de Castro en pro de la veracidad de los objetos. A estas consideraciones se añadió precisamente la concordancia con las versiones recibidas de la historia. En particular, la Corónica general, escrita por Ambrosio de Morales y basada, en parte, en historias eclesiásticas y breviarios antiguos, traía una versión aprobada por la Corona del recorrido biográfico y el itinerario español de estos santos y de los vacíos informativos sobre sus actos (Morales, La corónica 228v-230r [lib. 9, cap. 7]). Este criterio de reconocer reflejos de los hallazgos en las historias acreditadas y la capacidad de estos de completar las versiones históricas conocidas lo explicita Pedro de Castro a propósito de la historia de Tesifón, discípulo árabe de Santiago, hermano de Cecilio y redactor de los libros plúmbeos, según el testimonio de las láminas martiriales: 16. Pedro de Castro alude a la tradición de los siete varones apostólicos, según la cual siete discípulos de San Pedro y San Pablo vinieron a cristianizar a España y desembarcaron en Guadix. Los autores de los libros plúmbeos innovaron este relato y convirtieron a estos siete varones en discípulos del apóstol Santiago (Sotomayor 32-33, 41-44).

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Como quiera que sea en la uariedad desta letra se a de decir que este mártir fue Ctesifón, discípulo de Santiago. Y concurre con esto que las historias dicen que este Cthesifón anduuo, predicó y enseñó en Berja, que es en la Alpujarra, y que allí fue obispo y que no se sabe la muerte que tuvo ni donde está su cuerpo. (AASG, leg. 4.º, 1.ª pte., 522v [Granada, 7.4.1595], cursiva mía)

Sobre la base de la «concurrencia» entre las láminas y las historias, Pedro de Castro iba llenando los vacíos que identificaba en las historias eclesiásticas con la información de las láminas; en cierto sentido, el proceso de calificación preparado y presidido por Pedro de Castro consistió en confirmar estas fuertes impresiones iniciales sobre los plomos. A la contundencia probatoria de la dimensión material de los libros se refirió el arzobispo a lo largo de los años en su correspondencia con el rey, así como con los estudiosos y polemistas. A Juan de Pineda le escribió que era incorrecto afirmar que aspecto alguno de los plomos sobre el rey Salomón tuviese un componente de fábula por la autoridad que emanaba de la antigüedad de los libros y, por ende, «qualquier alabança de estos libros es corta para su grandeza»; a Bernardo de Aldrete le aseguró que el pergamino de la Torre Turpiana era verdadero «por mill géneros de prouanzas que emos apurado y aueriguado para la calificación de las reliquias» (AASG, leg. 5, 585r [Granada, 8.6.1610], 605r). Con las diligencias de autenticación del pergamino y de los libros, Pedro de Castro satisfacía un principio ideal de los anticuarios de entonces: partir escrupulosamente de un acercamiento a la materialidad del objeto. El registro de sus aspectos básicos, sus medidas y su ubicación, así como su transcripción, constituían el primer paso indispensable para sus peritajes. En esta operación analítica, Pedro de Castro actuaba como los anticuarios que evaluaban y enmendaban los textos históricos con el respaldo del testimonio material. Estos insertaban, incluso, pequeños tratados sobre sus métodos para asegurarse de la historicidad de los objetos excavados e incluso se trasladaban hasta los lugares en los que se hallaban con el propósito de verlos y recogerlos in situ (Gimeno Pascual, «El despertar» 376-377). Asegurada la validez de esta materialidad, los objetos encontrados y su estudio apropiado permitían sostener y demostrar una amplia gama

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de afirmaciones, desde la precisión de las coordenadas geográficas del pasado hasta el cambio de la versión canonizada de la historia. A la luz de estos presupuestos de la disciplina anticuaria, los procedimientos variados a los que Pedro de Castro y su equipo someten los hallazgos del Sacromonte corresponden a una suerte de aplicación práctica, ajustada a la naturaleza específica de los objetos granadinos conforme a los requisitos metodológicos de los anticuarios. Si con el testimonio aportado por los objetos antiguos los anticuarios reconsideraban las versiones de la historia, Pedro de Castro definiría con los libros ciertas tesis histórico-religiosas delicadas, como la presencia de Santiago en España y el privilegio de la Inmaculada Concepción. Esa combinación de metodología anticuaria y conclusiones teológicas informa la carta enviada a Felipe III años más tarde para pedir el apoyo real a su voluntad de impulsar la aprobación del privilegio mariano. Pedro de Castro le asegura que no ay más que tratar en él [el artículo sobre la concepción inmaculada] sino satisfaçerse de la antigüedad y verdad de los libros, y yo he hecho muchas diligencias ordinarias y extraordinarias para la aueriguar y por ellas se auerigua y consta que necesariamente son uerdaderos. (AASG, leg. 5, 315r [Granada, 3.9.1602])17

Esta conjunción de criterios anticuarios, lingüísticos y teológicos en esta última carta era la meta de un largo camino que empezó con los hallazgos y que había conocido un hito importante con la calificación sinodal de las reliquias celebrada el año de 1600 tras un examen a fondo del caso. Esta misma calificación se había insinuado apenas Pedro de Castro informó a la corte y al nuncio apostólico sobre los hallazgos (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 518, 522v [Granada, 27.3.1595; 7.4.1595], 534r [Granada, 8.5.1595]). De ambas autoridades recibió instrucciones sobre la manera de proceder. En una primera instancia, el rey le solicitó no 17. Pedro de Castro reitera estos argumentos de su certeza personal a numerosos personajes a lo largo de su vasto epistolario. En carta al duque de Lerma, el arzobispo alega el proceso de calificación que aparece convertido en piedra de toque de su convicción: «contra esto no pueden los hereges dezir nada: si no es negar la realidad y verdad y antigüedad de estos libros y por eso para aueriguación della hize un proceso con muy exactas diligencias de manera que nadie en el mundo pueda negar esta verdad» (AASG, leg. 5, 437r [Granada, 23.4.1607]).

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calificar nada por tratarse de un asunto «que ha de pasar por tantas manos», pidió todo lo que se había escrito sobre las reliquias y mandó que nadie se quedase con ningún traslado de los textos (AASG, leg. 5, 67r [Madrid, 1.7.1595]). El rey se refería a la temprana circulación del texto de los plomos que se había iniciado con el impreso de Juan Rene encargado por la curia de Granada con una breve transcripción de las láminas, una fracción de la profecía de la Torre Turpiana y una descripción del Fundamentum Ecclesiae sin una traducción de su contenido. En su correspondencia, el rey pediría siempre guardar secreto de los hallazgos (AASG, leg. 5, 138r-139r [Aranjuez, 15.3.1596; Toledo, 12.6.1596]). El nuncio, por su parte, recomendó mucha cautela antes de oficializar ningún veredicto episcopal; Pedro de Castro le respondió que estaba preparado para tal reto porque «he tenido siempre officios grandes en los quales se tratan los negocios con mucha deliberación y consejo y guardando esto voy despacio haciendo las averiguaciones necesarias» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 534r [Granada, 18.5.1595]). Además de las pericias técnicas reseñadas en el Libro rojo, Pedro de Castro comisionó la traducción de los libros de plomo a los intelectuales moriscos Alonso del Castillo y Miguel de Luna, cuyas versiones castellanas le ofrecieron la primera imagen completa de los contenidos de los libros.

4. La primera traducción y el programa escatológico e histórico de los libros plúmbeos

Pedro de Castro tuvo una traducción casi completa de los libros entre julio de 1595 y marzo de 1596 gracias a la labor de Castillo, Luna e Ignacio de las Casas18. Los dos primeros traductores 18. Desafortunadamente el archivo de la Real Chancillería de Granada ha instaurado un tabú frente a los documentos relacionados con la traducción de los libros de plomo y solo deja consultar las secciones de las traducciones reseñadas más arriba. En cuatro años consecutivos (2012-2015) en que he intentado consultar el resto de fondos se me han dado excusas cambiantes: el retiro de la circulación para publicarlas oportunamente, incluso han llegado a cambiar la signatura del catálogo público para que los investigadores no puedan encontrar los materiales. Su hermetismo contrasta radicalmente con la generosa apertura de la colección documental de la Abadía del Sacromonte. No obstante este baldón contra la

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realizaron independientemente sus versiones en casa de Pedro de Castro y entregaron sus traducciones del Fundamentum ecclessiae y el De essentia Dei ante los notarios eclesiásticos en fechas próximas, respectivamente, el 23 de junio y el 8 de julio de 1595 (ARCG, caja 2432, pieza 14, 500r). Con estos mismos protocolos, ambos intérpretes elaboraron las versiones castellanas del Libro del modo de la misa [Luna: 18.2.1596; Castillo: 12.3.1596], el Fundamento de la doctrina de los apóstoles [Luna: 18.2.1596], el Libro dilucidatorio de la grandeza, misericordia y justicia [Castillo: 12.3.1596] y el Libro de las excelencias de Jesús y sus milagros [Luna: 11.3.1596] (ARCG, caja 2432, pieza 14, 510v, 515v, 529r, 541v, 559v). ¿Qué le mostraban estas versiones a Pedro de Castro? Sin entrar en los problemas de traducción que presentaba el cuerpo de textos, los libros retrotraían a la más temprana época apostólica numerosas proposiciones dogmáticas y dibujaban un programa escatológico coherente con el que Pedro de Castro fue familiarizándose primeramente a través de traducciones españolas, luego de un seguimiento asistido del texto árabe y de una serie de consultas. Los libros de plomo complementaban la historia del pergamino de la Torre Turpiana; lo había señalado la plancha que identificaba el cuerpo calcinado de san Cecilio y que lo reconocía como autor de las profecías de la Torre Turpiana (Antolínez 488). El mensaje del pergamino resulta así consustancial con la secuencia de los plomos. Pedro de Castro contaba con traducciones completas del pergamino desde, al menos, abril de 1592. Había leído en estas versiones de Luna y de Castillo una profecía ex eventu, cronológicamente precisa y presuntamente enunciada en la Iglesia primitiva, sobre el surgimiento del islam después de seis siglos, sobre la aparición de Lutero después de quince siglos y sobre las señales referentes al fin de los tiempos (AASG, Ms. B2, 90v-94r). Pedro de Castro tenía ante sí un vaticinio genuinamente escatológico con una marcada inclinación espiritualista que presentaba las grandes líneas del futuro en torno al conflicto entre el cristianismo, por un lado, y el surgimiento del islam y la división del protestantismo, por el otro. Para mayor autoridad, la profecía se atribuía al investigación, las versiones consultadas bastan para afirmar el sentido general de los libros y de sus fechas de traducción.

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apóstol Juan, es decir, al autor del Apocalipsis y figura fundacional de la tradición escatológica cristiana (Biblia Sacra, Apc. I, 1; Yarbro Collins 214-215). El comentario cifrado, atribuido a san Cecilio, hacía descender el conflicto de la esfera espiritual a la terrenal hablando de un señorío temporal que facilitaría la difusión del islam en el mundo, mencionando la división de la cristiandad y las persecuciones de la Iglesia y previendo el estado de corrupción creado por la llegada súbita de riquezas y enfermedades (AASG, Ms. B2, 93r/v). En el pergamino se condensaban así todos los componentes del discurso apocalíptico: la revelación tocante al fin de los tiempos, el combate material y espiritual entre las fuerzas de la fe y sus enemigos, las persecuciones contra la Iglesia y la inminencia de un momento climático que se anunciaría mediante una crisis cósmica19. En esta cadena de eventos históricos y cósmicos, la encarnación de Cristo articula la cronología de los sucesos; así lo precisaba el propio san Cecilio: «la verdadera cuenta de los siglos se ha de contar desde Cristo segunda persona en la potencia de la deydad» (AASG, Ms. B2, 93r). La encarnación, entonces, es el marcador cronológico que define el tiempo de este vaticinio granadino, sitúa sus prefiguraciones cerca de la época de su descubrimiento, al final del decimoquinto siglo mencionado, y lo integra a la recurrente vocación histórica del pensamiento escatológico cristiano (Travassos Valdez 3-14). En 1595, los libros plúmbeos ampliarían este marco escatológico. Aunque no es posible reseñar la compleja articulación de los plomos, es necesario brindar un sumario de su integración con el pergamino y su visión del fin de los tiempos a partir de las traducciones castellanas más tempranas con que contó Pedro de Castro. El primer libro descubierto, el Fundamentum Ecclessiae, engarzaba temáticamente con el pergamino. Si este vaticinaba el fin de los tiempos, el libro plúmbeo determinaba su pleno sentido retrotrayendo la historia cósmica y espiritual a sus comienzos y narrando la creación del mundo y del hombre, la concesión del libre albedrío, el pecado original, la encarnación de Jesús, la exclusión de María del pecado original y la naturaleza trinitaria de la persona divina.

19. Para los rasgos característicos de la tradición apocalíptica que aparecen en el pergamino, véase Collins 64, 85; Hultgard 30-41, Yarbro 206-214.

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Al explicar la encarnación, el Fundamentum ecclessiae la presentaba con la analogía de una contemplación del padre con la luz del espíritu sobre una suerte de espejo en la que se reflejaba el hijo y establecía a continuación: /Āl-ābī āwal nafs wa āl-ībn āl-nafs āl-θānī wa āl-rūħ āl-qadūs nafsā θāliθā θāliθa fī dāt waħida. Fa-marīam kanat āl-marār/ [el padre primera persona, el hijo la persona segunda y el espíritu sancto tercera persona: tres personas en essençia una y así María fue el espejo]. (ARCG, caja 2432, pieza 14, 409r/v, 433v [Transcripción árabe de Ignacio de las Casas y traducción de Miguel de Luna])

Este libro, además, insistía en la dimensión espiritual de la historia estableciendo la necesidad de creer en la doctrina de la Iglesia romana, en sus sacramentos y, en particular, en la confesión (ARCG, caja 2432, pieza 14, 434v-435r). El cierre del Fundamentum ecclesiae afirmaba que la promulgación de estas verdades estaría a cargo de un santo prelado: «en tiempo que serán enterrados los malos con los buenos dentro de los templos: y se aumentarán las malas obras y la poca verdad y los grandes serán perseguidos con la adulación y la avaricia y no administrarán justicia y se apartarán la mayor parte de la fe aquel será tiempo de necesidad muy grande cerca de la fin» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 435r). Al aludir a este estado de falta de justicia, el Fundamentum resaltaba la urgente venida del fin de los tiempos y acentuaba el mensaje del pergamino. Este gran arco alusivo al principio y al fin del mundo, afirmado en las dos piezas, hacía espacio para toda la secuencia de libros de plomo cuyos descubrimientos se precipitarían retroalimentando la necesidad de sus revelaciones y cuya autoridad se tejía en un juego de referencias internas validadoras. El libro De essentia Dei remitía al Fundamentum ecclessiae y presentaba a la persona trinitaria como la «causa primera de todas las cosas» que gobernaba el mundo y mandaba «obrar lo que mandó el evangelio assí como lo tenemos declarado en el libro de los fundamentos de la ley» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 435v-436v). Un grupo importante de libros de plomo presentaba la institución de todos los sacramentos en época apostólica. El Libro del modo de la misa confirmaba la presencia real de Cristo en el sacrificio eucarístico (ARCG, caja 2432, pieza 14, 507r-510v). El Fundamento de la doctrina de los

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apóstoles listaba los artículos de la fe, los preceptos necesarios para la salvación y la indispensable autoridad apostólica para determinar asuntos de fe: «es precepto la creençia en todo aquello que se determinó por los apóstoles por ser necessario assí como diximos en la parte segunda del fundamento de la ley» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 525v). El Libro dilucidatorio de la grandeza, misericordia y justicia acentuaba el gobierno providencial de Dios, manifiesto en la permisión de la caída en el pecado con la finalidad de mostrar luego tanto el ejercicio de su misericordia como de su justicia (ARCG, caja 2432, pieza 14, 536v-540r). En este conjunto, el Libro de las excelencias de Jesús y sus milagros reviste particular importancia porque conecta los temas teológicos de los otros libros con la historia de los hermanos árabes Tesifón y Aben al-Radi, sordos y ciegos de nacimiento. Al ser presentados a Cristo, este les devolvió la vista y el oído, y provocó una inmediata conversión de Tesifón con una espontánea profesión de fe: «confieso que no hay otro Dios sino Dios y que vos soys su hijo verdadero» y a su hermano lo llenó de sabiduría y del don de lenguas (ARCG, caja 2432, pieza 14, 545v-546r). Ante esta conversión de los dos hermanos, Jesús encomendó su formación cristiana a Santiago: Miró [Jesús] a su disçipulo Jacob el apóstol, nuestro maestro, y díxole veys a[h]y a tus discípulos obrantes para ensalçamiento de la fee, instrúyelos qual conuiene para este efecto (ARCG, caja 2432, pieza 14, 546r).

Este acto de Cristo no solo valida la historia de la escritura de los libros plúmbeos que recogen el dictado de Santiago a Cecilio, el nombre definitivo de Aben al-Radi, y Tesifón, sino que prefigura el compromiso con España, ya que empalmará con la misión que luego les encomendaría la Virgen de portar allí la verdad del evangelio (AASG, A2, 7v). El sistema de referencias internas autorizaba, entonces, los libros de plomo e indicaba que constituían un conjunto articulado de textos. La insistencia de los libros plúmbeos en la dimensión escatológica, en su asociación con el evangelio y en los signos de los últimos tiempos apelaba a la matriz del lenguaje profético abiertamente asumida en el pergamino y reformulada aquí con los protagonistas de la historia de la salvación. El Fundamentum ecclessiae, por ejemplo, asienta la relación figural entre la ley mosaica y la ley de gracia: «fue la ley

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de scriptura figura de lo figurado y se cumplió la ley de gracia con Jesús» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 435r). Esta aseveración apuntaba también a un modo de leer la escritura y los libros plúmbeos como eventos que adumbran otros eventos que repiten y actualizan los primeros (Auerbach, Figura 50-60; Mimesis 75-77). En la propia Biblia se encontraban dispersos los lineamientos para este tipo de interpretación que relacionaba el cuerpo de las escrituras con una actualización normativa en los últimos tiempos: «haec autem omnia in figura contingebant illis» [todos estos sucesos les ocurrían en figura] (Biblia Sacra, I Cor 10, 11). Como señala Auerbach, este modo de interpretación dependía de la historicidad y de la cualidad real de los eventos aludidos (Auerbach, Figura 53-57). Hagerty mostró, a este propósito, que los libros de plomo aludían a situaciones muy específicas del presente granadino (Hagerty 131 n. 53, 147 n. 59). Este tipo de codificación era, pues, un atributo del lenguaje profético y condujo al arzobispo a investigar las resonancias de los libros en el presente. Frente al carácter marcadamente doctrinal de los primeros hallazgos, los descubrimientos de 1597 y los últimos de 1599 intensificaban la llamada por la inminencia del fin de los tiempos, del concilio universal y del rol de España en estos eventos (Alonso 111-115). Pedro de Castro trabajó intensamente en desentrañar sus contenidos. A este propósito, el Libro de la verdad del evangelio interesa por conservarse una versión completamente anotada por el arzobispo y por poner en sus manos un diáfano diálogo entre la Virgen y san Pedro que preveía el descubrimiento de los libros plúmbeos en una montaña sagrada, su interpretación en un momento providencialmente prefijado, la celebración de un concilio ecuménico presidido por un rey de árabes que no sería árabe, la victoria del evangelio que lograría juntar los corazones de los hombres y de los reyes en el Oriente, la proclamación triunfal del evangelio anunciada por los árabes en su lengua y que estaba inscrito en los corazones de los hombres (AASG, Ms. A2, 6v, 19v, 22v, 24r). La intervención de los árabes en estas revelaciones escatológicas viene acompañada de una conversión de su antigua enemistad contra Cristo en una colaboración con el testimonio de la verdad del evangelio20: 20. Los criterios de edición de este fragmento se explican en la nota 32.

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5. Y digo os que los árabes los más nobles de las gentes y la lengua dellos de las mejores lenguas 6. escogiólos Dios para el ensalçamiento de la ley en los últimos tiempos después que le serán abrán sídole los maiores 7. enemigos y darles a Dios para este effecto poder y mando y sabiduría porque Dios 8 haze merced a aquel a quien le es servido de sus siervos […] 10. los árabes 11. y su lengua ensalzarán servirán, defenderán a Dios y a su ley justa y a su evangelio 12. sagrado y su iglesia santa (AASG, Ms. A2, 25v)

Todos estos acontecimientos ocurrirían en tiempos de crisis y de cierre de la historia humana. Así, los libros plúmbeos le delineaban a Pedro de Castro un programa escatológico completo: hablaban del final y del principio de los tiempos, de la crisis cósmica y social que precedería las revelaciones que se estaban leyendo. Los plomos aparecían, además, en un momento en que «los árabes y su lengua», al menos los moriscos afincados en España, atravesaban un periodo de crisis extendido por un siglo entero de pérdida del poder político. Como recurrentemente ocurría en la historia, el recurso a la escatología los exaltaba, consolaba y cambiaba su papel en aquella al descubrirse el protagonismo de este grupo de árabes que presenciaba el desmantelamiento de su cohesión social (Cohen 281-286). Para Pedro de Castro, el estudio de los plomos vino acompañado de la polémica sobre su veracidad. A este propósito realizó numerosas consultas con individuos calificados sobre diversos aspectos relacionados con el corpus plúmbeo, recibió pareceres contrarios y favorables a los descubrimientos y tejió una red intelectual en la que el conocimiento circulaba fluidamente. De este intenso intercambio, Pedro de Castro extrajo una serie de observaciones programáticas para acercarse a los hallazgos y un variado espectro de argumentos que fijarían el canon de dudas y certezas de la polémica sobre el Sacromonte.

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formación de una red intelectual, la evaluación de los

libros plúmbeos y el estallido de la polémica

Cuando los libros plúmbeos aparecieron y se entroncaron con el pergamino de la Torre Turpiana, generaron un circuito intelectual surgido alrededor de los problemas de interpretación que planteaban. El primer descubrimiento de 1588 propició el intercambio de una profusa correspondencia entre las autoridades pertinentes. Al discutirse la posible calificación de los plúmbeos, el problema de su traducción ocupó el centro del debate. Así pues, se discutió la necesidad de volver a interpretar los libros y el pergamino con traductores doctos, es decir, que no solamente conociesen la lengua, sino también la teología, pues el carácter doctrinal de los textos requería, según los propios traductores, una mayor consideración. La labor de estos era, en consecuencia, provisional: «porque es materia alta y de teología que no es su facultad [la de Miguel de Luna] y podría haber algún descuido suyo o por no saber más o por no entender bien la propiedad de los vocablos» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 437r). De entre los posibles expertos en traducción, Pedro de Castro mostró una preferencia hacia Arias Montano siguiendo el parecer del Consejo Real, que propuso al editor de la Biblia regia de Amberes como traductor principal: «por ser de los más doctos destos reynos especialmente en varias lenguas» (AASG, leg. 5, 159v [Madrid, 6.4.1596]). Si bien Arias Montano no formó parte del equipo de traductores de los plúmbeos, su epistolario con Pedro de Castro ejerció en este una gran influencia. Arias Montano trazó a contrapelo la hoja de ruta metodológica que el arzobispo usaría al ir analíticamente más allá del componente material de los descubrimientos y pasar a estudiar sus contenidos. Este derrotero llegó a manos de Pedro de Castro en una carta en la que Arias Montano explicaba su modo de proceder al evaluar textos sacros: «lo que yo he trabajado ha sido preguntar e inquirir los principios y fundamentos de las materias, y procurar de ver si conforman con la diuina scrittura, o con el sentido natural, o con ambas partes». En lo concerniente a las lenguas originales, Arias Montano anotaba: «en la lengua arábiga antigua he puesto la obra que me ha sido posible hasta entender los libros sagrados que están interpretados en ella y para esto he tenido noticia de la gramática» (AASG, leg. 2,

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64v-65r [Sevilla, 10.11.1596]). Estos principios se convirtieron en un programa en manos del arzobispo de Granada, que, en cierto sentido, practicará un montanismo in absentia del preceptor, dado el seguimiento de los pasos reseñados por este último. Ajustándose a estos lineamientos, Pedro de Castro emprenderá la confección de un aparato crítico ceñido a los plomos y decidirá aprender árabe para alcanzar las raíces de su sentido. Aunque esta caracterización parezca restringir a Arias Montano un método que pertenecía a los anticuarios y filólogos de entonces, el erudito sevillano le envió estas reflexiones a Pedro de Castro en una etapa incipiente de su estudio de los plomos y se convirtió en el filtro entre el método de la escriturística y la empresa del arzobispo. Con gran libertad de criterio, Pedro de Castro dio asimismo pasos en su investigación que el propio Benito Arias Montano no había dado al editar la Biblia regia y no se cohibió ante la opinión negativa que este último manifestó sobre el pergamino y los plúmbeos, a los que daba por falsos. Al contrario, Pedro de Castro pidió simultáneamente otros pareceres que lo pusieron en autos sobre las decisiones editoriales de Arias Montano y su oscurecimiento de las secciones arábigas de la Biblia. Así, siguiendo la tradición de la políglota de Alcalá de Henares, la Biblia regia de Amberes había borrado de la apariencia tipográfica la diversidad alfabética de los libros bíblicos en arameo normalizándolos e imprimiéndolos con el alfabeto hebreo. El licenciado Blas Galván criticó esa limitación de la políglota21 y paralelamente don Fernando de Mendoza le envió a Pedro de Castro el estudio del orientalista Teseo Ambrosio para mostrarle que los caracteres salomónicos —el alfabeto no coránico de los plúmbeos— podían ser una de las diversas variantes de letras orientales catalogadas por este gramático22. De este modo, con la autoridad de Teseo Am21. «[los caracteres de los plomos] aunque bárbaros y corruptos, son caldeos. Y no es de maravillar que el doctíssimo Arias Montano no los traduzga porque, aunque muy docto, le ha faltado este conocimiento de las Indias Orientales bien adentro del preste Joan de adonde an venido estos elementos a Lisboa. Y a Roma vienen los etíopes peregrinos cristianos que entre ellos esto es lo escolástico y letras verdaderas chaldeas […] también la Biblia regia escribe el chaldeo con letras hebreas rabinas» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 1751r [Sevilla, 18.5.1595]). 22. El libro de Teseo Ambrosio (1469-1540) facilitó el trabajo de los arabistas del Renacimiento que carecían de fuentes en esta lengua (Dannenfelt 102; García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 390). Respecto del Sacromonte, Fernando de Mendoza convenció al nuncio sobre la veracidad de los caracteres salomónicos al

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brosio, Pedro de Castro logró corroborar la declaración de Castillo y Luna sobre la presunta antigüedad de los caracteres salomónicos (Ambrosio 195v-198r, 201-213v; AASG, leg. 4, 1.ª pte., 621v [Madrid, 27.11.1595]). El efecto de esta confrontación de opiniones desembocó en la determinación de Pedro de Castro de estudiar los libros plúmbeos sin cortapisas. La polémica sobre los plomos, no obstante, se desencadenó al compás de los descubrimientos y se encauzó inicialmente a través de la corte y la nunciatura. El fiscal del Consejo Real informó oficialmente al arzobispo de Granada del arribo de las objeciones contra los libros (Antolínez 497-498 [cap. 39]). Poco después, Francisco de Valdivieso enteraba a Pedro de Castro de que las opiniones de varias personalidades notables se encontraban divididas en pro y en contra de los hallazgos: Acá han scripto algunas personas contra las reliquias y otras muchas de todos estados y señaladísimas letras; no sienten ni hablan bien dellas; y por el contrario, otras muchas, no menos graues y doctas, las defienden así de palabra como por scripto entre las quales el señor García de Loayza ha tomado esta defensa a su cargo y me ha dicho que tiene hechos algunos buenos apuntamientos sobre esto. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 509r/v [Madrid, 11.7.1595])

Además de la explosión de comentarios orales sobre los descubrimientos, Valdivieso se refería a los escritos de Gonzalo de Valcárcel y de Juan Bautista Pérez. Ninguno de estos críticos se basaba en un examen de los plomos originales, sino en las transcripciones de las láminas martiriales, el resumen de la profecía de la Torre Turpiana y la sumaria descripción de los dos primeros libros de plomo que Juan Rene había publicado por orden del cabildo eclesiástico de Granada en 1595 (BHR, A 031-168). En fecha tan temprana como el 18 de mayo de 1595, el licenciado Gonzalo de Valcárcel presentó un discurso contra los hallazgos que analizaba las afirmaciones del pergamino en relación con la historia eclesiástica autorizada. En él anotaba todas las contradicciones, a las que juzgaba de imposibles y falsas, y establecía las objeciones principales que articularían el eje de la polémica: mostrarle ciertos pasajes de Ambrosio (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 623v [Madrid, oct. 1595]).

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Resumiendo pues los impossibles y contradiziones que se colligen destas prophecías y láminas, se vee que aquí hai lengua castellana antes que fuesse inuentada, obispo granatense antes que huviesse nombre de Granada; llamarse diuos en vida; christianos moçárabes más de setecientos años antes que los huuiesse con aquel nombre; moros en España antes que naciesse Mahoma, quando auía más de otros setecientos años que era uenido; llamar a san Joan “euangelista”, más de treynta años antes de serlo; evangelio del mismo otros tantos años que lo escribiesse; traductión, antes de ser escrito el original. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 963v)

Las críticas de Valcárcel apuntaban exclusivamente contra los contenidos del pergamino y las láminas latinas sobre los martirios (no contra los textos árabes de los libros plúmbeos por no haber tenido acceso a ellos). Las distorsiones identificadas sirvieron para establecer una lista de objeciones, que apareció y reapareció en distintos momentos. Según se desprende de ellas, se trataba de las apariciones anacrónicas de la lengua castellana, la alusión de cristianos mozárabes antes de la instauración del dominio árabe en la península, la mención de Granada antes de su fundación, el empleo de la palabra divus para hablar de los santos, y la cita exacta del íncipit del Evangelio de san Juan antes de su fijación. Valcárcel se inclina a pensar que el autor es «algún morisco» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 963v)23. A la de Gonzalo de Valcárcel se sumaron las dos intervenciones de Juan Bautista Pérez, obispo de Segorbe y reputado historiador eclesiástico24. Basándose en el mismo impreso de Rene, en su primer alegato crítico, Pérez impugnó solamente las láminas de los mártires y fundó su refutación principal en la contradicción existente entre las historias eclesiásticas acreditadas y la versión de las láminas: los nombres de los mártires, el año y el lugar de su presunto martirio, la imposibilidad de que escribieran en árabe y de que fueran discípulos de Santiago (Villanueva 3: 260-279). La intención del obispo Pérez era oponerse al culto de las reliquias a causa de ciertas consideraciones teológicas de fondo apuntadas en su tratado contra el culto automático de las reliquias traídas de las catacumbas romanas a España y a sus Indias sin una calificación rigurosa. Tal descuido violaba el precepto 23. Sobre la personalidad de Valcárcel y la fortuna de sus escritos, véase Benítez Sánchez-Blanco 173-184. 24. Hay una presentación biográfica y una interpretación de la contribución de Juan Bautista Pérez al humanismo español en Ehlers (255-269).

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evangélico «Nos adoramus quod scimus» [Adoramos lo que conocemos] (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 981r; Biblia Sacra Io 4,22). Hacia octubre de 1595, Juan Bautista Pérez intervino por segunda vez en el asunto del Sacromonte. Expresó una serie de argumentos contra la veracidad del pergamino que no se basaban en un examen del artefacto original ni de su transcripción, sino en las críticas previas del canónigo lectoral de Granada Francisco Terrones del Caño. Este último, a juzgar por la precisión de su razonamiento, sí tuvo que haber visto el pergamino o la versión preparada por Luna o Castillo y concibió, además, sus objeciones en contra de la apología de los hallazgos preparada por Pedro Guerra de Lorca (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 31r-38r). Las segundas objeciones del obispo de Segorbe, efectivamente, siguen de cerca a las que expresó Terrones del Caño y añaden otras nuevas, en parte adelantadas por Gonzalo de Valcárcel, a quien había leído, como lo reconoce epistolarmente ante Pedro de Castro25. Por su autoridad como prelado de una sede densamente poblada por moriscos y como conocedor de la antigua historia eclesiástica, las críticas de Juan Bautista Pérez terminaron por fijar el repertorio de objeciones contra todos los hallazgos: los rasgos árabes de la firma ubixbu ‘obispo’ del pergamino «que es aljamía de moriscos»26, la factura pétrea de la Torre Turpiana, el desconocido dominio del hebreo de Dionisio Areopagita frente a sus escritos en griego, entre otras observaciones de menor calado (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 93r-111v)27. Frente a esta corriente crítica reaccionó un grupo de defensores de los libros plúmbeos cuya actividad rodeó a Pedro de Castro y cuyos escritos opusieron con intensidad numerosos argumentos a favor de los libros ese mismo año de 1595. En la corte madrileña, García de Loayza y Girón (1534-1599), tutor del futuro Felipe III y miembro del Consejo Real, lideró la defensa (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 509 r/v [Madrid, 11.7.1595]). A este lo motivó la autoridad que los 25. «Me duele mucho que al licenciado Valcárcel, que yo no le conozco pero son bien doctas sus obiectiones, veo que le trata el licenciado [Gregorio López] Madera con unos términos muy fuertes» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 779v [Segorbe, 18.8.1596]). 26. Terrones del Caño lo había llamado «romance amoriscado» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., f. 31r [Granada, mayo 1595]). 27. Estas objeciones se conservan dentro de la respuesta detallada que hizo el jesuita Juan de Soria al obispo de Segorbe (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 93r-111v).

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libros plúmbeos indirectamente otorgaban al Concilio de Elvira (ca. 324 d. C.), reunido en la circunscripción de Granada y considerado el primero de los concilios españoles. Gracias a los plomos, los decretos de este concilio adquirían un antecedente más antiguo y vinculado a los albores del cristianismo español. En cierta forma, los hallazgos coronaban su obra dado que, en 1593, García de Loayza había editado y anotado una colección de concilios españoles que buscaba con rigor superar la incuria de las versiones al uso de dichos textos, resaltar la unidad de la doctrina reflejada en su conjunto y recomponer los cánones del Concilio illiberritano (Loayza y Girón 3-5). Esa misma motivación provocó la intervención del jurista Fernando de Mendoza (1566-1648), que había comenzado su epistolario con Pedro de Castro, en 1594, a propósito del envío de su defensa del dicho Concilio de Elvira, escrita con el propósito de que esa antigua asamblea episcopal recibiera la confirmación papal de su catolicidad por concurrir en ella una serie de condiciones que la hacían excepcional, a saber, el lugar y la época de su celebración, los obispos que participaron y la iglesia local fundada por Cecilio, «discípulo de San Pedro». Dicha fundación automáticamente convertía a la iglesia de Granada en sede apostólica por remontarse a Cecilio, cuyo nombre había sido omitido de todos los cánones del concilio y por «la mucha autoridad que tienen y deuen tener las tradiciones apostólicas de la iglesia» (Mendoza 3v-5; AASG, leg. 4, 1.ª pte., 472r [Madrid, 5.5.1594]). Los libros plúmbeos reforzaban los argumentos de Fernando de Mendoza y revitalizaban su interés en el Concilio illiberritano, cuyos cánones tanto sobre los gentiles como sobre la idolatría le parecían muy adecuados para fundamentar los modos de instrucción religiosa de los nativos americanos en las Indias y de los moriscos en España. Más aún, los descubrimientos rebatían las opiniones de Cesare Baronio (1538-1607), que publicó en sus anales una opinión contraria a la ortodoxia del Concilio iliberritano insinuando que su autor pudo haber sido algún hereje carente de crédito (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 468r [Madrid, 20.4.1595]). Estallada la polémica, la mayor contribución de Fernando de Mendoza a las ideas de Pedro de Castro consistió en sugerirle que las respuestas a las objeciones —en ese momento lideradas por Rolando Winchelio y Gregorio López Madera (1562-1649)— no debían tomar

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el título de apología, sino de tratado o de historia eclesiástica. Este consejo, sin duda, no pasó desapercibido ya que Pedro de Castro, a través de Justino Antolínez de Burgos (1557-1637), patrocinó la escritura de la Historia eclesiástica de Granada (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 623v). La polémica sobre los libros plúmbeos, manifestada el año de su descubrimiento, se había convertido rápidamente en un semillero polémico de argumentos. Con mayor o menor autoridad, las observaciones sometidas a discusión fijaron el canon de objeciones y sus posibles respuestas dictaron algunas estrategias de acción a Pedro de Castro en camino a la calificación. Ante la explosión de argumentos sustentados a partir del impreso de Rene y de otras fuentes indirectas, Pedro de Castro sentía que se encontraba en una posición privilegiada por ser testigo de vista del proceso de los hallazgos y por tener acceso a los libros y al pergamino originales. No se cansó ni de escribir a sus corresponsales que los críticos cambiarían de opinión si hubiesen asistido a cada paso de los descubrimientos ni de expresar su asombro al leer las objeciones «sin ver lo que acá pasa» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 536v, 541r [Granada, 14.6.1595]). En el curso de la polémica, Pedro de Castro fue encontrando indicaciones sobre la manera de estudiar y conducir el asunto de los libros de plomo en preparación al sínodo calificador de las reliquias que debía realizar (Iglesia católica, Canons and Decrees 217; AASG, Libro rojo 612v). Para esta asamblea, a la que se llegó en el año 1600, Pedro de Castro se preparó meticulosamente estudiando personalmente el corpus plúmbeo. Su preparación se puede seguir en su epistolario, en sus anotaciones a las traducciones y en la circulación de numerosos pareceres. Así, la interpretación histórica del arzobispo requirió del concurso de numerosos intelectuales, que respondieron a las dudas y demás objeciones. Pedro de Castro se nutrió de la masa de informaciones que solicitaba activamente y de la que extraía argumentos, referencias e ideas. Muchas de estas respuestas se concibieron apenas se acababan de proponer las objeciones de los polemistas contrarios a la historicidad de los plomos. En medio de esa circulación de opiniones, preguntas y respuestas intercambiadas, se forjaba la mirada de Pedro de Castro sobre las materias por tratar en torno a los libros plúmbeos como resultado de los argumentos que sopesaba, descartaba y discutía. Con este intenso estudio, el arzobispo de Granada cumplía con otro de los requisitos del perfil del obispo.

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De acuerdo con el Concilio de Trento, Pedro de Castro debía satisfacer un requisito de suficiencia doctrinal e intelectual para ocupar la cátedra para la que había sido propuesto (Iglesia católica, Canons and Decrees 153). Antes de la aparición de los libros de plomo y como parte de los trámites de su nombramiento a la silla de Granada, el rector de la Universidad de Valladolid, a petición del auditor de la Chancillería vallisoletana Antonio Bonal, extendió una constancia que consignaba el perfil intelectual de Pedro de Castro. Sobre la base del conocimiento que tenían de su persona, el rector y su claustro concluyeron que le tenían por aprobado y aprobaron en la sufficiençia de derecho canónico para poder enseñar en él conforme al santo conçilio y en la sufficiençia y lectión de la sagrada scriptura y lenguas y en la idoneydad y doctrina que para el dicho ministerio y gobernación de qualquiera yglesia latina y griega y de otras muchas partes. (AASG, leg. 1, 1.ª pte., 42r [Valladolid, 8.9.1588])

Los hallazgos del Sacromonte pusieron a prueba esta certificación. Pedro de Castro desplegó su dominio en Derecho con el ejercicio y defensa de sus atribuciones eclesiásticas y con el meticuloso procedimiento de recoger notarialmente los testimonios de los participantes en los descubrimientos. El reto más importante consistió en la demostración de su conocimiento de la lección de la sagrada escritura y de las lenguas necesarias para estudiarla. El claustro vallisoletano había indicado que Pedro de Castro mostraba suficiencia en las lenguas «latina y griega y de otras muchas partes» (AASG, leg. 1, 1.ª pte., 42r); posiblemente no previeron que las circunstancias de Granada harían a Pedro de Castro añadir a su dominio de esas lenguas «de muchas otras partes» el conocimiento del árabe para poder encarnar las cualidades de un obispo tridentino. Sus notas personales prueban que Pedro de Castro superó con creces la suficiencia prevista. Es necesario, entonces, ingresar al interior de su taller personal.

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6. El reto idiomático de los libros: Pedro de Castro y el aprendizaje del árabe

Los papeles de Pedro de Castro acusan su completa suficiencia lingüística en el dominio del latín para leer las láminas y los escritos exegéticos en esa lengua; su conocimiento del griego aflora en los pasajes en los que debe establecer correspondencias con textos evangélicos y desentrañar sus significados; finalmente, el árabe aparece profundamente anotado y contrastado con las lenguas anteriores. Esta última lengua, sin duda, le representó el desafío más difícil de remontar y condujo a Pedro de Castro a tomar una serie de decisiones que comprometían tanto su competencia personal en esa lengua —nula al principio— como su responsabilidad episcopal para evaluar los escritos plúmbeos. Si siguió la práctica de muchos humanistas de Europa, Pedro de Castro ha de haber contado con la guía de un tutor, posiblemente Luna o Castillo o algún miembro del cuerpo eclesiástico que supiera la lengua28. Acaso este aprendizaje con un hablante granadino se refleja en la documentada atención que Pedro de Castro prestaba al habla de sus asistentes, poniéndola en perspectiva histórica y observando las características fonéticas del árabe granadino y su diferencia con el árabe escrito y presuntamente antiguo de los libros plúmbeos29. El arzobispo intentaba así pasar de un modo fluido de la lengua actual a la antigua y viceversa. Al principio, Pedro de Castro no pudo emprender el estudio de los libros con independencia de su grupo de colaboradores; dependió así de la asistencia de los peritos en árabe para penetrar, por su intermediación, el contenido de los libros. La documentación conservada permite reconstruir los pasos que se siguieron para que Pedro de

28. Sobre esta práctica de los humanistas interesados en el árabe, véase Dannenfeldt 116-117. 29. Estas observaciones se revelan en sus notas. Por ejemplo, el siguiente apunte demuestra el desarrollo de su compleja conciencia lingüística sobre el árabe granadino y la consideración de los presupuestos mencionados: «Nuestros árabes Castillo y Luna no conocen más que cuatro vocales, no pronuncian la ‘o’ y las quatro vocales pronuncian muchas vezes diphtongadas. También los hebreos antiguos no tenían más que tres vocales. Genebr. In epistola ad lectorem p.9» (AASG, leg. 2, 497r).

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Castro accediera —mediatamente primero y de manera directa después— al cuerpo de escritos árabes. Las transcripciones de los libros de plomo destinadas al uso del arzobispo se hicieron cuidadosamente conservando la factura de su escritura cúfica. Esta fidelidad preservaba un rasgo importante de la materialidad de los libros —la propia invención de estos caracteres— y un recurso de su verosimilitud, porque los caracteres alejaban la apariencia visual de los libros granadinos de la normalización de la escritura árabe estándar tributaria del islam y de la norma del Corán (Versteegh 60-73). Como lo atestigua el manuscrito A2 de la colección del arzobispo, la única intervención irremediable de la transcripción consistió en insinuar una primera segmentación de las palabras que aparecían inscritas sin interrupción en las láminas originales30. Sobre este instrumento cercanísimo a la misma apariencia de los libros, Pedro de Castro realiza un exhaustivo trabajo analítico encaminado a establecer una versión personalmente supervisada. Su letra aparece frecuentemente en los márgenes anotando características gramaticales del árabe, sobrescribiendo las equivalencias alfabéticas de los caracteres árabes para aliviar la pronunciación, comentando los géneros y tiempos verbales del árabe, numerando las palabras para insertar luego una anotación sin perder el reclamo al pasaje original, juzgando las alternativas de traducción propuestas y atribuyéndolas a Castillo, a Luna o a Ignacio de las Casas (AASG, Ms. A2, 3r, 6r, 7v, 8r, 9v, 12r, 17v, 25v)31. 30. Estas afirmaciones se remiten al comportamiento del manuscrito A2 del Fondo de don Pedro de Castro de la Abadía del Sacromonte. Este valioso documento contiene borradores de las transcripciones y de las versiones preliminares preparadas por Alonso del Castillo y Miguel de Luna con numerosas notas hológrafas de Pedro de Castro. El documento no presenta fecha, pero se tuvo que realizar a partir de 1598, después del descubrimiento del Libro de la verdad del evangelio, la pieza central analizada en el manuscrito, aparecido en el Sacromonte el 31 de diciembre de 1597 (Alonso 111-112). 31. Pedro de Castro empezó su estudio del árabe en 1595, continuó aprendiéndolo a lo largo de todo el proceso y se enfrentó a las dificultades consiguientes de la adquisición de una lengua semítica. El manuscrito A2 muestra a un Pedro de Castro sólidamente preparado en la transcripción de palabras árabes y en el metalenguaje gramatical pertinente. No exageraba, hacia 1607, al hacer constar su capacidad de certificar la concordancia entre los originales hallados en el Sacromonte y una copia mandada a hacer para la Corte: «E impreso uno. Por mi mano le e visto y cotejado y podré certificar que no falta ni un punto en él a lo que mi fragilidad

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Las comparaciones del arzobispo entre las decisiones léxicas de Alonso del Castillo y de Miguel de Luna para traducir los plomos indican que los traductores moriscos contaron, para la preparación de sus versiones, con una transcripción de los libros muy parecida a esta, es decir, a la que documenta el manuscrito A2, además de que estos tuvieron acceso a los originales en 1595 (ARCG, caja 2432, pieza 14, 431v, 491v). A pesar de que el manuscrito A2 [ca. 1598] es el más temprano testimonio del trabajo intenso de Pedro de Castro con el árabe, su anotación presenta huellas de intervenciones cronológicamente sucesivas que impiden que se vea como una muestra exclusiva de un único estado del conocimiento arábigo. De hecho, al anotarlo, Pedro de Castro manejaba el alifato árabe lo suficiente como para transcribirlo, sabía que la línea inferior era necesaria para distinguir unas letras árabes de otras y en muchas ocasiones las dibuja para evitar confusiones; conocía la terminología precisa para referirse a los plurales quebrados, a los nombres duales, a las repercusiones significativas de la presencia o ausencia de artículo; comprobaba los valores de las palabras con el Vocabulista de Pedro de Alcalá y con numerosos aparatos bíblicos (AASG, Ms. A2, 11v, 19v, 24r, 25v). Este manuscrito es una suerte de llave del taller de Pedro de Castro, cuyas intervenciones conservan sus esfuerzos por mirar los libros con lentes propios y ajenos, por penetrar la inmediatez del sentido literal de las frases árabes, por decidir la palabra justa para verterlas al español, así como por averiguar e identificar las referencias de los plomos con los aparatos bíblicos a su disposición. Su escritura emerge como un mosaico de teselas en donde se superponen las lenguas, las contribuciones de los traductores, las lecturas e identificaciones con la consulta de numerosos instrumentos bibliográficos. Esta lectio se organiza militarmente de manera que cada página intenta calzar con una cara de las láminas plúmbeas estudiadas, se subdivide en líneas numeradas correspondientes a la sucesión lineal de cada cara laminaria y se margina con otras notas numeradas en función de los diversos puntos que requieren un escrutinio crítico. Tan laboriosa exégesis es una muestra fehaciente del estudio intenso al que Pedro de Castro sometió a los libros de plomo. Es pertinente puede entender. Dios sabe lo que me cuesta por ser la lengua peregrina para nosotros» (AASG, leg. 5, 437r [Granada, 23.4.1607]).

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presentar aquí algunas de sus calas para ilustrar este modo privado de trabajo. Al transcribir las líneas referentes a la llegada de Santiago a España, Pedro de Castro procede de la siguiente manera32: 4. y navegamos por el mar con el gouierno del ángel con viento suave bueno hasta que llegamos a 5. las partes orientales de Hespaña y entramos la tierra hasta que llegamos a este monte el que (8) enfrente dél tiene 6. el río de oro purísimo (9) y hezimos aposentámonos asiento en él para descansar de la fatiga del camino. [Al margen] 8. Tiene enfrente de sí, delante / 9. Hezimos, quedámonos, sentámonos, holgamonos. 10. resucitado, 11. de un descanso / 12. miserias. Parece mejor lo de Luna; lo de Castillo no, porque lo haze una dicción. Pienso que son dos [palabras]: artículo y el nombre propio, obsta que si es nombre propio no a de tener artículo. Respondo que también dio artículo a Hiscio. (AASG, Ms. A2, 7v)

En este fragmento se aprecia la concurrencia de los elementos descritos anteriormente y se puede observar que la traducción se realizaba con razonamientos justificativos a cada paso, según lo insinúa la potencial objeción y su réplica a la decisión de interpretar y traducir un presunto artículo ante un nombre propio. En otro pasaje referente a la situación de crisis moral que precederá a la revelación del evangelio, Pedro de Castro procede a elaborar una cuidadosa anotación: 1. Entre ellos la traición y la poca justicia (17) falta de justicia/ diminución y la avaricia 2. Y el substento (18)sustentarse de con lo mal adquirido y el seguimiento de las concupiscencias deleites y la (5) tiranía injusticia grave 3. A los hombres de parte de sus reyes y sus tyranos (2) sátrapas soberbios con yugo cargas, imposición pesado sobre ellos señores

32. No transcribo el texto árabe, que aparece en las páginas paralelas, por estar en los caracteres originales distintos del alifato regular. Entre corchetes aparecen mis intervenciones para indicar la posición de los distintos elementos en las páginas originales y entre paréntesis aparecen los números que remiten a los comentarios marginales de Pedro de Castro. La falta de continuidad se debe a la compleja red de los envíos originales que a veces se basa en el número de línea y otras en una numeración ad hoc que interconecta varias páginas interiores. Las letras voladas tratan de reproducir la superposición de posibilidades léxicas para la traducción.

I. PEDRO DE CASTRO, EL ARZOBISPADO DE GRANADA

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4.

En aquel tiempo todo esto en contrario de la obediencia de Dios y preceptos condiciones, ordenanças de su ley 5. Justa y para aquel tiempo guarda Dios esta verdad para amparo ensalçamiento de su ley justa [Al margen] 2. Manchados, soberbios con el mando y riquezas, hombre que tienen mando, que puede, sus gobernadores. 3. Sensualidad, voluptas, deleites. 4. Qualquier ganancia illícita, malganada 5. Transciendente. qualquier daño o ofensa del próximo, matarle, herirle, tomarle su hazienda, agravio, malos tratamientos. Más es que malos tractamientos, porque dize /āl-sadād/ psalmo 11.3, 29, 36. […] 17. Puede ser verbo y verbal usa del psalmo 11.1. 18. Comer proprie psalmo 13.9. devorare]. (AASG, Ms. A2, 30r)

Bastan, a nuestro juicio, estos ejemplos para acceder al nacimiento de la meticulosa lectura de Pedro de Castro, apreciar la ponderación de cada palabra y sus múltiples equivalencias y notar su inmediata asociación del pasaje con fragmentos bíblicos. En este caso, la pertinente comparación con los primeros salmos que lamentan la situación de desgracia personal y comunal captura el sentido de la descripción de una crisis moral a la que pondría fin la aparición de la verdad del evangelio narrada en los plomos. Esta inseparabilidad entre los aspectos gramaticales y la naturaleza del contenido anuncia la imposibilidad que se le presentó a Pedro de Castro de escrutar la superficie lingüística sin tomar en cuenta las profundas identificaciones y precisiones necesarias de lugares, situaciones y personajes. Por ejemplo, al comentar la misión que la Virgen María le encomienda a Santiago de guardar el Libro de la verdad del evangelio en España, Pedro de Castro anota: Aquí embía María a Jacob a Hespaña. Los autores dizen que [en] cumplimiento de lo que Dios mandó a sus discípulos que fuesen a pre[dicar] el euangelio y que en la división o partimiento que los apóstoles h[icieron] de el mundo le cupo Hespaña a Jacob. Todo puede ser quando a [roto] por esta división u orden, encargarle María este cuidado. Dize Garibay que vino, año de 37 de Christo. (AASG, Ms. A2, 10v)

Los «autores» a los que alude son los comentaristas de la Biblia citados cuantiosamente en sus borradores para afianzar su lectura; y entre los cuales figuran el Tostado, fray Luis de León, Arias Montano y Vatablo (AASG, Ms. A2, 11r). En este caso, además, se suma la

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contribución de la historiografía española con el recurso a la autoridad de Esteban de Garibay. Análogamente la identificación de la ciudad de Granada y del Sacromonte en las alusiones del Libro de la verdad del evangelio amerita de Pedro de Castro notas extremadamente precisas sobre referencias locales. Al establecer que el río al que se refiere el pasaje transcrito más arriba es el Darro, Pedro de Castro acude a las tradiciones de la ciudad para la aclaración del texto: es tradición que se halla oro muy fino perfectíssimo de veinte y cinco quilates más arriba d’ el monte sancto, un tiro de ballesta, hasta el avajo hasta la puente de los curtidores. De manera que la parte que aquí dize en que tiene o cría el río oro, es el mesmo lugar de la tinaja avajo y está al pie de el monte. (AASG, Ms. A2, 12v)

Los elementos escatológicos van delineándose al compás del libro. Al pasar a comentar las líneas que anuncian que la proclamación de la verdad del evangelio convocará a todas las naciones de la tierra, Pedro de Castro escruta todos los sentidos posibles: 1. 2.

Y el Occidente y el Aquilón y el mediodía de Todas las naciones para la declaración della Luna i. Entendimiento, exposición, inteligencia. Como si dixese scripto juntádose todo el poder de la tierra. (5) Es verbo compuesto era la raíz / gamʢ/ ‘juntarse’ /āgtamʢ/ ‘unirlos’ 3. Toda ella no pudiera atraerlos a concordia de las voluntades mas empero Dios los concordará [Al margen: 5. Pacificará y reducirá en una concordia y amistad. El verbo es […] juntarlos a pacíficos en amistad]. (AASG, Ms. A2, 20r)

La intención de identificar a los actores de este último concilio universal prosigue en las notas de Pedro de Castro. Al anunciar el poderoso soberano escatológico, que «será rey de los árabes y no será árabe», bajo cuyo señorío se revelará la verdad del evangelio, Pedro de Castro enumera los posibles candidatos: «puede ser el xarif, softí, turco, persa, que no son árabes que tienen algunos árabes en su subiección y el rey de Hespaña es también rey de árabes y podría venir a serlo el trassilvano» (AASG, Ms. A2 22v).

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Dejando de lado las numerosas ramificaciones por las que se extiende la anotación de Pedro de Castro, la relación de los libros y la crisis religiosa de los últimos tiempos es un asunto que queda anotado e identificado con la situación de su propio presente: «todos estos libros ellos dizen que son […] extirpar las heregías de los últimos tiempos, de el tiempo en que parecieren, el tiempo de agora quando parecen, es toda la contienda de los herejes cuál es el evangelio» (AASG, Ms. A2, 38v). Pedro de Castro termina por reconocer que la reforma luterana cuestionaba el estatus del evangelio, lo corrompía con una versión no autorizada y aludía a la similar aparición de Mahoma que siglos antes también negaba el evangelio con la excusa de que estaba corrompido. Así, Pedro de Castro cerraba el círculo abierto con la profecía del pergamino y culminado en el Libro de la verdad del evangelio. Su escrupulosa lectura de las hojas de plomo seguía formando su mirada con el rigor de los conocimientos lingüísticos e históricos para determinar su sentido y con el tratamiento de los textos con comentarios bíblicos. Todos estos elementos producen una articulación conceptual que pasa por el reconocimiento de las referencias locales e históricas, así como a los temas doctrinales y escatológicos plasmados en los plomos. Desde su transcripción, sus escrupulosas atribuciones a cada traductor de la selección castellana para verter las palabras árabes y sus intervenciones sucesivas, el manuscrito A2 pone en evidencia la estrecha relación establecida entre el acercamiento del arzobispo al cuerpo árabe de los hallazgos y el trabajo interpretativo de los intelectuales moriscos. La confianza depositada en las traducciones de Castillo y de Luna resultaba de su temprana intervención para interpretar el pergamino, la cual databa de 1588, y del método que se les había impuesto al trasladar al español los textos árabes de los hallazgos. En el desempeño de esta labor, ambos traductores se habían formado sus propias opiniones sobre la antigüedad del fondo idiomático de los plomos. Sus pareceres se incorporaron al Libro rojo, se reiteraron esencialmente en la entrega oficial de sus versiones españolas y surtieron un fuerte efecto en la argumentación a favor de la vetustez de los libros. Es pertinente, por esta razón, detenerse en la sustentación de sus pareceres.

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7. Alonso

del

Castillo, Miguel

de

Luna

e Ignacio de las

Casas

en torno a la antigüedad del árabe

Entre 1588 y 1592, Alonso del Castillo y Miguel de Luna tradujeron el pergamino de la Torre Turpiana, continuaron analizándolo independientemente y escribieron sendos reportes sobre sus contenidos33. Como hemos anotado anteriormente, en 1595, Pedro de Castro volvió a convocar a los dos traductores para que se ocuparan esta vez de los libros de plomo, sobre cuyo fondo idiomático árabe les solicitó además sus respectivas opiniones para incluirlas en el registro del proceso de los hallazgos. De cara a resolver la consulta sobre la antigüedad del árabe, Alonso del Castillo se concentró en el pergamino autorizando su opinión lingüística en su conocimiento del árabe formal, pulido con las lecciones del arabista flamenco Nicolás Clenardo, y en su continuado estudio de una copia del original (AASG, Libro rojo 435r). Castillo aseguró que dicho pergamino tenía una gran antigüedad, que se detectaba al contrastar la radical diferencia que presentaba su apariencia gráfica y sus palabras antiguas frente a las normas y usos del árabe vigentes por entonces, vale decir a fines del siglo xvi, en Granada. A mayor confirmación, el licenciado Castillo presentó un catálogo de tales diferencias lingüísticas. De la confrontación de estos detalles emergía el carácter único del pergamino y se confirmaba la imposibilidad de que el autor fuera un árabe moderno (AASG, Libro rojo 433r/v [Granada, sept. 1595]). La forma gráfica tanto del pergamino como de los libros reafirmaba la antigüedad de todos ellos y apuntaba a un origen oriental del corpus. Según Castillo, la grafía era letra levantisca de mill o dos mill años que escribía[n] desta forma los árabes antiguos y que a uisto en scriptura y pergaminos antiquíssimos 33. Véase el capítulo 3 de este libro para una exposición detenida. No obstante, hay que anticipar que Alonso del Castillo llegó a imprimir una versión de su estudio del pergamino que fue censurada (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 296r-302r [Granada, 26.4.1591]). Miguel de Luna, por su parte, no solo tradujo el pergamino, sino que escribió un prefacio —muy probablemente un anticipo del parecer sobre la antigüedad del pergamino inserto en el libro rojo en 1595— que circuló entre los intelectuales a los que se les pedía su opinión. Benito Arias Montano declaró haber leído «las prefaciones, copias y traducciones del licenciado Luna hechas con diligencia y punctualidad», pero no lo convencieron de la antigüedad del pergamino (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 391r [Sevilla, 4.5.1593]).

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scriptos con esta letra de ochocientos y mill años y que en San Lorenço el Real ay muchos libros antiquísimos desta letra. (AASG, Libro rojo 432r)

Este mismo autor declaró que le parecía que el pergamino y los libros eran de un solo estilo y de una misma manera de hablar, y que había llegado a estas conclusiones tras estudiar el pergamino durante seis años (AASG, Libro rojo 434v-435v). Por tanto, al terminar de traducir los primeros libros de plomo, Alonso del Castillo les adjudicó la misma antigüedad que al pergamino; su traducción, avalada por un cotejo de sus soluciones respaldado en los diccionarios árabes y en un seguimiento estricto de la etimología de cada palabra, le sirvió no solo para garantizar las estrategias de su traducción, sino también para demostrar la antigüedad de los libros plúmbeos (ARCG, caja 2432, pieza 14, 496v). Como en el caso del pergamino, Castillo declaraba que las palabras de los libros no provenían ni del árabe clásico islámico ni del árabe moderno, tampoco se encontraban en las entradas del diccionario autorizado de Ismail al-Yawhari (m. ca. 393/1002) ni en el comentario gramatical al Alfia (ARCG, caja 2432, pieza 14, f. 499v)34. Los procedimientos analíticos del licenciado Castillo obedecían al modo de proceder de los lexicógrafos árabes, que disponían las entradas con arreglo a las raíces consonánticas de la lengua. Por la coincidencia de la morfología léxica con el hebreo, el procedimiento correspondía también con el modo de tratar el vocabulario de los libros canónicos del Viejo Testamento. Entre los instrumentos paratextuales de la Biblia políglota de Alcalá, se imprimió un arte para encontrar los radicales trilíteros del hebreo con el fin de ayudar al estudioso que consultara el texto y trabajara luego con las palabras (Biblia Polyglotta, I: De arte inveniendi radicem). En consecuencia, Alonso del Castillo sustentaba sus opiniones en las premisas de la disciplina gramatical árabe, y su parecer a favor de la antigüedad de los hallazgos reposaba en ese marco conceptual. Por su parte, Miguel de Luna presentó un discurso sobre la antigüedad del pergamino a petición de Pedro de Castro (AASG, Libro 34. Alonso del Castillo había catalogado la colección árabe de El Escorial, entre 1574 y 1575, y se había mantenido en contacto con los directores de su biblioteca para informarles sobre nuevas adquisiciones para los fondos. En estas búsquedas, como en el ejercicio de su cargo de traductor real, el licenciado pudo estudiar y usar los tratados gramaticales que menciona (Cabanelas, El morisco 188-192, 197).

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rojo 752r). Su parecer coincidía con Alonso del Castillo en atribuir al pergamino una gran antigüedad. Los fundamentos de su opinión eran idénticos a los de Castillo, pues determinaba la antigüedad del idioma por contraste con los usos lingüísticos del momento. Miguel de Luna diferenciaba además el estilo ampuloso del árabe coránico de la sencillez lingüística del pergamino; según él, tal estilo coincidía con el que «usaron los gentiles árabes antes que tomasen la secta mahometana» (AASG, Libro rojo 752v). Miguel de Luna insertaba en su discurso los argumentos que por entonces se encontraba desarrollando en sus propios libros (cf. cap. 3). No obstante, la gran diferencia gráfica, léxica y gramatical habida entre el árabe moderno, por una parte, y el pergamino los libros plúmbeos, por otra, albergaba un fondo de similitudes, que hacían reconocible el corpus granadino. Los traductores identificaban una cierta semejanza entre sus caracteres y las letras árabes modernas que les habían permitido identificarlos, reconocer las raíces léxicas y proponer finalmente una traducción (AASG, leg. 5, 273v-274r [1600]). Esta operación analítica equivalía a admitir que el alfabeto había estado sujeto a las mudanzas del tiempo y servía también para establecer una continuidad entre ambos sistemas arábigos de transcripción, de modo que el documentado en los hallazgos podía ser un antecedente del actual, de estirpe coránica. Para la traducción de los libros, Pedro de Castro ordenó seguir unas normas de traducción muy precisas. Así, Miguel de Luna juró mantener una absoluta reserva sobre el texto y aceptó elaborar una traducción fiel procediendo «palabra por palabra, verbum ex verbo», es decir, observando el secular criterio establecido por san Jerónimo (ARCG, caja 2432, pieza 14, 431r [Granada, 20.5.1595]; Hieronymus 13)35. Hubo, no obstante, algunos escolios gramaticales al costado de las traducciones —todos firmados por los traductores— que aclaraban algunos sentidos y construcciones en los casos en que resultaba imposible una traducción literal. Junto a los pareceres de Castillo y Luna, hay que incluir la primera intervención de Ignacio de las Casas. Este jesuita granadino colaboró con los preparativos de una traducción de los libros de plomo y de un 35. El juramento de Alonso del Castillo y los criterios de traducción son exactamente los mismos (ARCG, caja 2432, pieza 14, 491r [Granada, 13.5.1595]).

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comentario palabra por palabra al Fundamentum Ecclesiae. Ignacio de las Casas trabajó independientemente sin conocer los resultados de la labor de Luna y Castillo y resolvió por su cuenta las dificultades del alfabeto hipo-distintivo de los plomos. En su conclusión, se inclinaba rotundamente a reconocer en los libros un contenido cristiano, lo cual explica su deseo por que el arzobispo lograse incluir los plomos entre los libros canónicos (ARCG, caja 2432, pieza 14, 356v)36. Para Las Casas, la lengua árabe de los plomos entroncaba con el árabe hablado por los cristianos de Oriente, cuyo número superaba en esas regiones al de los musulmanes. Además, el estilo de los libros encarnaba en expresiones muy sencillas, faltas de ornamentos superfluos, muy diferentes de la lengua rimada y medida del Corán; en consecuencia, muy próximas a un «estylo christiano llano y sin composiciones» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 357v)37, que, a su juicio, se parecía al de la sagrada escritura. Por tanto, coincidía con los dictámenes de Castillo y Luna en estar ante un árabe no islámico y de orígenes muy antiguos (ARCG, caja 2432, pieza 14, 395v). Si Miguel de Luna decía haber visto los símbolos que cerraban y lacraban los libros plúmbeos en la Clavícula de Salomón38, Ignacio de las Casas los identificaba con las estrellas con que los cristianos orientales decoraban sus iglesias y escrituras en Siria y Mesopotamia para honrar a la Santísima Trinidad (ARCG, caja 2432, pieza 14, 363r). Para sustentar su convicción en las características del árabe de los plomos, Ignacio de las Casas detalló sus argumentos sobre la antigüedad de aquel idioma: 36. Este entusiasmo superó incluso al del propio Pedro de Castro quien dirigiría una consulta a López Madera sobre el estatuto canónico de los plomos. Este último se pronunció por la imposibilidad de alcanzar tal estatus para los libros y menos en tan breve tiempo (AASG, leg. 2, 208r-209r). 37. Ignacio de las Casas se refiere al texto coránico, rimado y ritmado cuidadosamente, heredero de una koiné poética en lengua árabe preislámica y convertido en el registro prestigioso y sublime del árabe (Blachère II: 188-195, 234-236; Encyclopaedia of Islam sub al-Kur’an). A este «estilo», como lo llama Las Casas, contrapone el «estilo cristiano», es decir, un registro del árabe que también hundía sus raíces en una época anterior al islam y que entonces se hablaba en las zonas cristianas del imperio musulmán. Este registro árabe, cultivado en los escritos de autores cristianos, tenía la gramática árabe de base, pero se diferenciaba precisamente en el léxico, nutrido también de una koiné que prestaba términos específicamente cristianos del copto, griego y sirio (Tropeau 1-5, Haddad 12-20). 38. Para un análisis de las relaciones entre la literatura mágica de los moriscos y los libros plúmbeos a propósito de la Clavícula de Salomón, véase Drayson (9-37).

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Años a que estoy persuadido que es tan antigua la lengua arábiga como sus hermanas la syra y la caldea y más abundante y elegante que ellas y que su madre la hebrea. Y aun si digo que es más copiosa que la latina y tanto como la griega quiçá no me alargaré y que no es de agora después de la secta de Mahoma el ser universal sino que lo fue millares de años antes como se puede probar fácilmente y aun con textos de la scriptura. Y así fueron muchos los christianos de esta lengua antes que el pseudo propheta començase sus herrores. En tiempo de san Juan Damasceno era vulgar a los christianos de Damasco y de toda la Syria y el santo escribió carta en ella. Pero dexando esto para su ocasión y tiempo que será quando trate de cómo era esta ussadíssima y casi propria de las costas del África que corresponden a las de nuestra España, y por el trato y comercio también de nuestras costas desde Cataluña a Portugal. (ARCG, caja 2432, pieza 14, 357r)

Para afianzar su parecer sobre la semejanza entre los libros y los usos vigentes del árabe cristiano de Oriente, Ignacio de las Casas apelaba a su calidad de testigo de vista, desarrollada durante sus estudios de árabe en el Collegio Romano y sus visitas al Monte Líbano y a Jerusalén (El Alaoui 1: 101-103). Estas razones le permiten adoptar una serie de soluciones cristianas para su traducción y vierte, por ejem/āl-šarīʢa/ por ‘ley’, /xalifa/ por ‘vicario’ y / plo, āl-gamīʢ/ ‘común’ por ‘la Iglesia’ (ARCG, caja 2432, pieza 14, 363v, 392r). Es decir, Ignacio de las Casas cristianizó aún más el árabe de los plúmbeos. El entusiasmo de su primer contacto con estos libros se enmarca en la activa participación de los jesuitas en los hallazgos y en la elaboración de una temprana traducción latina para facilitar el debate teológico (AASG, Libro rojo 4v, 224r, 351r, 421r-422v; ARCG, caja 2432, pieza 14, 440v-444v). Ignacio de las Casas presumiblemente vería en los libros de plomo una solución a los intentos por utilizar el árabe para facilitar la enseñanza de la doctrina cristiana entre la población morisca. Este procedimiento evangelizador se hallaba profundamente mermado con la política castellanizadora impuesta a partir de la prohibición del árabe (Izquierdo 36-37). A primera vista, los libros de plomo podían ofrecer el camino a una vuelta a aquella política evangelizadora en árabe vernáculo que Las Casas defendía (Medina 123)39. Cuando este 39. Esta valoración positiva de los plomos pronto se tornó en una abierta oposición y un enfrentamiento a la autoridad del propio Pedro de Castro. Ignacio de las Casas

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empezó su primera traducción, Pedro de Castro había conseguido dominar el árabe hasta el punto de poder aclararle algunos pasajes oscuros. Una asistencia que el jesuita morisco agradecía, reconociendo asimismo que el arzobispo había logrado deducir su sentido con entendimiento y «mucho trabajo» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 392v). La inicial opinión favorable de Ignacio de las Casas no podía sino reafirmar la convicción de la antigüedad lingüística de los libros que el arzobispo había leído en los informes de Luna y Castillo. En efecto, estos tres traductores elevaban a Pedro de Castro, independientemente, una opinión unánime a favor de la antigüedad del árabe de los libros, de la filiación de su fondo idiomático con los usos del Oriente, en particular de Siria, y del reconocimiento de un árabe no coránico propio de los árabes gentiles, según Luna, o de los árabes cristianos, según Ignacio de las Casas. En consecuencia, Pedro de Castro podía trabajar sobre la base de estas traducciones y continuar con su aprendizaje del árabe; a medida que progresa, establece concordancias y conecta los libros plúmbeos con el canon del cristianismo (AASG, Ms. A2, 11r, 22r, 36r). Todos estos esfuerzos claramente se orientan a establecer una versión confiable de los plomos, fundamentada en una buena comprensión de los mismos. Como sus traductores, Pedro de Castro empleaba la gramática como herramienta analítica y, a través del estudio del lenguaje, intentaba penetrar en el sentido literal e histórico de los libros de plomo. En definitiva, al mandar traducirlos palabra por palabra, se acogía a los criterios de san Jerónimo y se acercaba a los fundamentos metodológicos de la interpretación bíblica (Lubac 2: 42-76). Volviendo a los papeles del arzobispo, las notas de Pedro de Castro no se limitan a aspectos puramente gramaticales. Confiado en el fondo histórico que siente detectar en los libros a partir de las opiniones de sus colaboradores, se extiende a establecer concordancias con la Biblia y con las interpretaciones de sus comentaristas autorizados. Estas últimas anotaciones dejan entrever que el estudio de la lengua era, como en la más conspicua metodología bíblica, el primer paso para insertar los libros plúmbeos en los procedimientos de los estudios de la sacra pagina. informó a varias autoridades sobre el peligro de calificar las reliquias sin haber escrutado a fondo los contenidos musulmanes de los libros plúmbeos (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 220r-221v). Véase Barrios Aguilera, «El castigo» 482-488.

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8. La formación de un aparato crítico para los libros plúmbeos Las notas de Pedro de Castro, sumadas a la labor intelectual y hermenéutica de sus colaboradores próximos qué él mismo supervisa, admite o rechaza en un permanente diálogo, delinean un conjunto de pasos preliminares, encaminados a la construcción de un aparato crítico para el corpus del Sacromonte al modo de los que comentaban los libros del canon bíblico. En efecto, la lectura de la Biblia podía realizarse con la asistencia de estos instrumentos cuya elaboración resultaba relativamente cercana a Pedro de Castro gracias a la comunicación mantenida con autores como Benito Arias Montano o Juan de Pineda, los cuales habían compuesto o estaban componiendo precisamente aparatos bíblicos40. La importancia de estos volúmenes enciclopédicos radicaba en la necesidad de precisar el sentido histórico de la escritura, que era el primer nivel de interpretación necesario para proceder luego a realizar interpretaciones morales, anagógicas o alegóricas (Dahan 238-253, Lubac 2: 42-76). Con su proyectado aparato, Pedro de Castro aspiraba a alcanzar una traducción y una primera interpretación de los libros plúmbeos digna de ser aprobada, a autorizarlos mostrando de forma erudita su correspondencia con el cuerpo de textos canónicos y posiblemente también a disolver los cuestionamientos que estallaron en 1595. Por la magnitud de la empresa, Pedro de Castro y sus colaboradores no llegaron a terminar tal comentario, pero sí emprendieron su confección. Las huellas más palpables de este intento sobreviven en el actual legajo segundo del Fondo don Pedro de Castro41.

40. Para los vaivenes editoriales de Arias Montano, véase Rekers (45-69). Pineda, por su parte, escribió unos comentarios integrales al Libro de Job y al Eclesiastés. Sus estudios sobre el rey Salomón y sus escritos están íntimamente vinculados a la necesidad de defender los plomos, tal como se lo declara a Pedro de Castro al enviarle un ejemplar recién salido de la imprenta: «hallará a[h]y Vuestra Illustrísima a su Salomón tan defendido como me ha sido posible» (AASG, leg. 5, 578v [Sevilla, 4.1.1610]). Véase Olivares, IV: 3138 sub Pineda. 41. En el orden de la actual catalogación de este legajo, desafortunadamente muy maltratado, se le ha asignado el segundo lugar en la colección del arzobispo, mientras se ha reservado el estatus de primer legajo a toda la documentación personal y familiar sin relación directa con los problemas históricos, religiosos y lingüísticos del Sacromonte. Desde un punto de vista temático, el legajo segundo es, en realidad, el primer legajo del proceso de los libros y reliquias.

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Esta colección de papeles permite complementar la imagen intelectual del arzobispo de Granada, que transmite su estudio del árabe reflejado en el manuscrito A2; contiene anotaciones concentradas en los asuntos doctrinales e históricos que se reformulan en los libros de plomo; en la forma en que subsiste aparece como un compendio en borrador de uso personal, anotado muchas veces al desgaire (sin ocupar necesariamente todo un folio de principio a fin; con referencias precisas en unos casos; en otros, con abreviaturas o con muy pocas palabras que recogen una idea surgida durante la consulta de algún volumen de historia religiosa o de alguna carta de sus corresponsales). Esta especie de summa personal se empezó en los momentos anteriores a la calificación y se continuó, por lo menos, hasta 1609; así lo acusan algunas fechas que se pueden establecer gracias a que Pedro de Castro reutiliza, al confeccionarla, las porciones en blanco de las cartas que recibe. Estas misivas apuntan al periodo comprendido entre los años de 1600 y 160942. Estos papeles confirman a un Pedro de Castro siempre asistido por sus colaboradores, los cuales realizan diversas tareas para facilitarle el trabajo: le organizan sintéticamente los argumentos a favor y en contra del corpus, le transcriben pasajes pertinentes de aparatos bíblicos, siguen sus indicaciones a través de notas consignadas en estos mismos borradores sobre la transcripción de los nombres árabes, o le preparan versiones preliminares de sus conclusiones, sobre las que Pedro de Castro introduce luego nuevas correcciones (AASG, leg. 2, 299r, 329v, 319r, 185r/v, 229r/v)43. A pesar del maltrato del tiempo y de las intervenciones que ha sufrido, el ordenamiento de esta colección de papeles presenta rastros 42. Estas cartas muestran a contraluz el trabajo continuado del arzobispo con el corpus plúmbeo y su concurrencia con las obligaciones normales del gobierno episcopal. Así la mayoría de cartas reutilizadas como papel se refieren al manejo cotidiano de su diócesis y remiten a las fechas extremas anotadas (AASG, leg. 2, 242r, 319v). Varias misivas no llevan fecha, pero traen como destinatario a Pedro de Castro (AASG, leg. 2, 490v). 43. Aparte de la mano de Pedro de Castro, hay un cercano colaborador suyo encargado de redactar numerosas páginas del legajo sobre cuyo trabajo repasa hológrafamente el arzobispo. Lamentablemente no he logrado establecer su identidad. Su cercanía con Pedro de Castro se deduce de las repetidas ocasiones en que desempeña la misma labor de secretaría a lo largo del fondo conservado de don Pedro, particularmente en las diligencias contra Ignacio de las Casas. Véase a este respecto su repetida intervención en AASG, leg. 6 suelto, 303r-309r.

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de su coherencia y se adhiere al cuerpo de descubrimientos: el texto del pergamino y la secuencia de libros plúmbeos dictaron el criterio para la organización del volumen. Las divisiones de las secciones mejor conservadas se marcan por títulos que corresponden al pergamino y a los nombres de cada uno de los libros plúmbeos. Según la necesidad de espacio para tratar los temas y según la cantidad de argumentos y autoridades pertinentes, Pedro de Castro reserva folios enteros —incluso sin llenarlos— para el pergamino, el libro del sello de Salomón, el libro mudo, la oración de Santiago, el fundamentum ecclessiae, etc. (AASG, leg. 2, 125r, 163r, 188r, 177r). Como la aparición del pergamino precedió al hallazgo de los libros plúmbeos, el orden elegido se ajusta a esa prelación y afecta al tratamiento de los diversos problemas históricos que suelen empezar a tratarse a propósito del pergamino, aunque afecten también a los libros plúmbeos. En cada uno de estos folios, Pedro de Castro enumera sus anotaciones y remite, en los lugares pertinentes, a los propios libros plúmbeos con reclamos numéricos similares a los del manuscrito A2 con el propósito de lograr un sistema preciso de referencias a los libros plúmbeos, ceñirse al curso de su flujo narrativo y doctrinal, escrutar las palabras pertinentes, seguir cada problema histórico o teológico en detalle y, sin duda, poder ubicar y usar estas notas para sus consultas sin perder tiempo. Pedro de Castro es, con seguridad, el autor de este ordenamiento para su uso personal: la pauta organizacional seguida repite exactamente el criterio con que estructuró sus Apuntaciones sobre Philosophia, Iurisprudentia, moral (AASG, arm. 3, est. 1, n.º 4). Esta colección de casos jurídicos, lugares de autores y definiciones de diversos conceptos se separa también por títulos temáticos que anuncian los asuntos tratados —por ejemplo, de dialectica, de genere, de specie, rethorica— y luego se ponen bajo tales rúbricas las anotaciones o citas elegidas de diversas autoridades para disponer de esta selección como un material de consulta (AASG, arm. 3, est. 1, n.º 4, 103r, 105r, 108r)44. 44. Además de predecir la pauta de ordenamiento del proto-aparato crítico, este libro de mano es un indicador de los intereses intelectuales de Pedro de Castro antes de la aparición de los plomos. Las entradas de la compilación concuerdan genéricamente con la composición temática de su biblioteca personal en 1589. Ollero Pina (272) reconoce en su composición «el peso de la literatura humanística filosófica, histórica y hasta otras ramas del conocimiento».

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Sobre la base de estas comprobaciones, el legajo segundo constituye otra vía inmediata de ingreso a la oficina de Pedro de Castro y a su modo peculiar de trabajo, a las operaciones conceptuales que realizó al enfrentarse con los problemas históricos y lingüísticos, así como a las ideas que tomó de su correspondencia. A diferencia del manuscrito A2, orientado a establecer una traducción crítica, este legajo se especializa en los contenidos de los hallazgos. En ese fluido movimiento de fuentes, temas, cartas e ideas dispersas se puede observar in nuce el desarrollo de las opiniones de Pedro de Castro45. Sus anotaciones más personales demuestran que no desoyó las voces críticas, contrarias tanto a la veracidad de los objetos como a la validez de las afirmaciones del pergamino y de los libros. Al contrario, de su propia mano y de la de sus más cercanos colaboradores, Pedro de Castro enumera exhaustivamente los problemas históricos y doctrinales que debe enfrentar para calificar las reliquias y establecer el sentido de los libros. Por esta causa, muchas de sus notas adquieren un carácter dialéctico inseparable de la polémica que se había desatado con los descubrimientos del Sacromonte. Pedro de Castro aparece en sus anotaciones recogiendo las objeciones, consignando referencias de autores y acuñando argumentos para aclararlas. Al ser su espectro temático muy amplio, estas notas no se pueden reducir a un sistema, pero, aun así, muchas de estas calas transparentan el impacto de los temas que la polémica había destacado. En consecuencia, el problema del castellano, la cuestión de la antigüedad del árabe y las significaciones de sus vocablos, así como el contenido teológico de las proposiciones plúmbeas, laten persistentemente bajo la mayor parte de estas anotaciones que, antes que a resolver definitivamente estos asuntos, se abocan a crear el espacio conceptual 45. Resulta de interés anotar que, aparte de la voluminosa correspondencia, los primeros pasos de esta colección se dieron en Granada y sus cercanías. Lo acusan así los comentarios de que el licenciado Serrano es dueño de una cronología sobre Dionisio Areopagita, disponible también en el convento carmelita de Baeza (AASG, leg. 2, 327v). Asimismo, Pedro de Castro y sus colaboradores intuían que un asunto tan serio requería de un orden bien sustentado y una temprana catalogación para poder manejarlo; y, así, junto a las notas filológicas sobre la traducción, deslizaron, en ocasiones, referencias a otros legajos con las consultas respectivas a las instancias romanas pertinentes: «Para la traducción de los libros y escriuir sobre ello a Roma, se van las cartas de Roma del Doctor Pedro de la Mata de 25 de hebrero de 97 y de Francisco Duarte de 26 de febrero de Roma. Están en el legajo de las cartas» (AASG, leg. 2, 333v).

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desde el que poder garantizar una futura solución. Una revista a algunas anotaciones echará algunas luces al procedimiento de Pedro de Castro. La insólita aparición del castellano en el pergamino demandó numerosas anotaciones y consultas, con las que se busca documentar el vocabulario o concebir el sentido de una «lengua española» antes de la época habitualmente admitida para su nacimiento. Así, la firma del pergamino sorprendía por el empleo de la palabra «obispo», lo que provoca la siguiente investigación y comentario: «dize Genebrardo allí que usaron los 70 intérpretes de la dicción ‘Επισκοπω’ luego no repugna ser aquí la lengua hespañola prophética ni la dictión obispo» (AASG, leg. 2, 301r). Sin duda, la intención de la apostilla es resolver, mediante la documentación de la palabra «obispo» en escritos coevos, la persistente objeción señalada por Valcárcel y Juan Bautista Pérez sobre la adjudicación de la dignidad episcopal en el pergamino (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 960v-963v; leg. 6, 1.ª pte., 87r, 93r). Fuera de la documentación de las palabras, la especulación sobre la existencia de una entidad pasible de identificarse con una lengua hablada ancestralmente en España propicia varias averiguaciones teóricas. Tras consultar las teorías del lingüista holandés Goropius Becanus (1519-1572), se suceden anotaciones significativas: «Hespaña lengua tenía antes que entrasen los romanos, griegos, ni árabes. Goropius, Gallicorum lib. 1 pág. 3 línea final» (AASG, leg. 2, 301r). Al contextualizar esta nota a la luz de los razonamientos de Goropius, se infiere que el objetivo no es precisar una específica «lengua española», sino apropiarse del principio teórico que admite el desarrollo natural de una lengua para cualquier comunidad humana y que Goropius construía sobre la base del De anima aristotélico, que refiere la predisposición universal para aprender una lengua (Goropius 2). Considerando estas notas de Pedro de Castro como una búsqueda de argumentos, la entidad a la que designa como «lengua española» o «lingua hispánica» es, en una de sus acepciones, simplemente la lengua hablada naturalmente en el territorio de España. Además, Pedro de Castro superpone notas sobre la historia del idioma, su filiación con el latín, la ubicación en España de la primera lengua del mundo, los distintos pueblos que se habían arraigado en España desde el norte de África, la presencia sucesiva de la lengua púnica, el árabe y el hebreo, y las corrupciones —vale decir, transformaciones— a las que

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estas lenguas se sometieron sucesivamente con el paso del tiempo y con su mutua interacción (AASG, leg. 2, 299v-303r, 307r, 309r). Este espinoso asunto nunca fue una materia finiquitada y los intelectuales del círculo arzobispal propusieron diversas soluciones (cf. cap. 4). La centralidad del árabe en el pergamino y en los plomos activó una minuciosa pesquisa para averiguar los vínculos de esta lengua con los escritos sacros del cristianismo. Las notas ponen en evidencia que Pedro de Castro empezó a extractar datos sobre el árabe de los aparatos bíblicos, no se detuvo ante las opiniones negativas sobre el uso de esta lengua para revelaciones evangélicas y, por encima de todo, convirtió en el foco de la reflexión algunas afirmaciones referentes a ella, aceptadas en la interpretación bíblica, aunque relativamente marginales. Con el aparato del orientalista Gilberto Genebrardo (1535-1597) a los salmos, Pedro de Castro descartó que la presencia del árabe en los libros plúmbeos fortaleciera al islam: alguno se offende en lo que dize de la lengua árabe pareciéndole que favorece a los Mahometanos sin porqué. De la árabe se pueden decir muchos loores […] la sagrada escritura y sus psalmos tienen muchos arabismos de la phrasis y poesía antigua. Genebrardus in Psalm ad lectorem mbr vers quinto & vers. (AASG, leg. 2, 259v)46

Al compulsar su anotación con su fuente, se desprenden algunas implicaciones importantes. Genebrardo, cuyos comentarios a los salmos se basaban en numerosos códices antiguos —algunos de los cuales estaban escritos en árabe—, hacía numerosas referencias a la geografía arábiga y a su cultura material aludida en los salmos para aclarar el sentido literal de sus versos (Genebrardus 5, 167, 219). Además, introducía una distinción entre la lengua árabe incorporada a la poesía salmista —«Iam autem docuimus Poetas et Prophetas affectare saepiuscule Syriaca et Arabica»— y la religión mahometana posterior, cuya doctrina considera contraria a la Iglesia (Genebrardus 249, 186, 232). Es decir, le ofrecía a Pedro de Castro una distinción cronológico-lingüística que concordaba con la finalidad de su pesquisa: 46. El libro de Genebrardo sobre los salmos, así como numerosas gramáticas árabes, hebreas y griegas, además de comentarios bíblicos, figuran entre los libros que el arzobispo mantuvo consigo hasta su muerte, Entre otros autores, aparecen asimismo el ya citado Genebrardo, Arias Montano y Vatablo (AAS, Sección IX, Fondo Histórico General, leg. 200, n.º 6 20r-23v).

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los plomos, datados en el siglo i, eran anteriores al islam y, por tanto, su lengua, no afectada por sus ideas religiosas, podía provenir de ese árabe documentado en diversos lugares bíblicos. Genebrardo señalaba también que, para entender el sentido de la escritura hebrea, se necesitaba aclarar el sentido de las palabras semíticas originales sobre la base del conocimiento de la antigua poesía y de los modos de hablar, sin olvidar la propiedad de los hebraísmos, arabismos y sirianismos (Genebrardus, Ad lectorem s. n.). Pedro de Castro pudo reforzar estas observaciones con su descubrimiento personal, atestado en sus páginas, de la profunda correspondencia léxica entre el hebreo y el árabe, hecho que lo autoriza a comparar frecuentemente las palabras de estas dos lenguas (AASG, leg. 2, 159r, 171r/v, 489r/v). Esta delicada y poderosa operación conceptual para entender los libros plúmbeos la pudo sustentar, además, en las lecturas de la gramática siria de Georgius Michael Amira (1596) y en la teoría de Goropius. Este último filiaba claramente las lenguas semíticas: «Harum enim linguarum tanta est concordia ut alia ab alia parum differat, maxime in vocabulis antiquis» (Goropius 95 [Hispanica, lib. 6]) [Pues tanta es la concordancia de estas lenguas que poco difieren una de otra, máxime en los vocablos antiguos]. Por su parte, la gramática siria de Georgeus Michael Amira le mostró al arzobispo de Granada que este no solo consultaba manuscritos árabes de la Biblia, también los consideraba muy antiguos y capaces de enmendar corruptelas modernas en el textus receptus (Amira, s. n [praeludia]; s. n [de chaldaicae lingua utilitate]; 20-21). La gramática de Amira comprobaba, como habían sostenido Las Casas y Castillo, que el árabe era lengua de los cristianos de Oriente y que derivaba del caldeo: «certissimum est linguam Arabicam nunc se habere ad chaldaicam ut Italicam ad Latinam» (Amira 22-23) [es certísimo que la lengua árabe se atiene al caldeo como el italiano al latín]. La importancia de subrayar esta relación genética es que, en el mismo libro, se hallaban los argumentos para sostener que el caldeo era una lengua más antigua que el hebreo y el árabe, madre de estas y la lengua vernáculamente hablada por Cristo, la Virgen y los apóstoles. Es decir, Pedro de Castro pudo leer en sus páginas una postulación de las relaciones entre las lenguas semíticas, así como una posible explicación para el idiosincrático alfabeto de los plomos, que, según algunos

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corresponsales, presentaba rasgos caldeos (Amira 22-23; «De linguae chaldaicae siue syriacae dignitate» s. n.; AASG, leg. 4, 1.ª pte., 1751r [Sevilla, 8.5.1595], 621v [Madrid, 27.11.1595]). Pedro de Castro también se ocupó de esclarecer diversos aspectos históricos sobre los eventos y personajes que aparecían en los hallazgos. Por ejemplo, ante la dificultad de que la profecía atribuida a san Dionisio Areopagita en el pergamino se pudiera incluir en el canon aceptado de sus obras, Pedro de Castro argumentaba en sus anotaciones que el breviario admitía la existencia de otros escritos no muy conocidos del santo: Oponen que esta prophecía no se halla en las obras de Dionysio. Respondo que faltan obras suyas. Rezamos en sus lectiones lectio.6. en 9 de otubre, que escribió libros mirabiles De divinis nominibus et Ecclesiastica hierarchia, De mystica theologia y alios quosdam. (AASG, leg. 2, 391v, cursivas mías)

Ese alios quosdam ‘algunos otros’, autorizado por la lección del breviario, le permite proponer que la profecía mencionada en el pergamino pueda considerarse una obra desconocida de san Dionisio. Análogamente, la defensa de la Historia del sello de Salomón requiere de Pedro de Castro una indagación de los lugares bíblicos vinculados a este rey para hacer frente a las discordancias surgidas con la historia que sobre él refería el comentario autorizado de Alonso de Madrigal, el Tostado (1410-1455)47. Pedro de Castro refuerza la lectura de este peculiar libro plúmbeo con los lugares apropiados de la Biblia: dize aquí [en el libro plúmbeo]48 que [Salomón] pidió la sabiduría a Dios y el Tostado en todos los lugares dichos dize que no pidió nada. Respondo que también en el texto sagrado dize que la pidió lib. 3 Regum c. 3. (AASG, leg. 2, 125r)

47. Para un estudio de la ascendencia judeo-morisca de este libro plúmbeo, véase la monografía de Roisse (142-151). 48. Pedro de Castro tiene en mente el siguiente pasaje: «dixo [Salomón] embiadme un ángel que me enseñe no cosas bajas y deprenderé esta ciencia y sabré esta doctrina. Respondióle a su petición y diole el anillo con sus secretos» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 406v [traducción de Ignacio de las Casas]).

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Pedro de Castro se remitía, en este caso, a la autoridad suprema de la Biblia, que, efectivamente, al narrar la concesión del poder temporal de Israel a Salomón, afirmaba la petición de sabiduría, por parte de este último, para gobernar (Biblia Sacra, III Rg. 3, 7-12). Estos ejemplos sobre Dionisio Areopagita y Salomón retratan el afán del arzobispo de refutar polémicamente las afirmaciones contrarias apoyándose en numerosas fuentes autorizadas para ir dando cabida a los testimonios de los libros plúmbeos. Estas apostillas capturan el interés de Pedro de Castro por dotar a los libros plúmbeos y sus afirmaciones de una historia coherente de la que carecían en el momento de su aparición y del estallido de la polémica. El tenor de estas glosas registra la repercusión que tuvieron en el seno de su taller los temas que articulaban la polémica sobre los plomos desde sus inicios y que el arzobispo escrutaba con sus anotaciones sobre el estatus de las lenguas, su antigüedad, la historia de sus hablantes, su presencia en España así como sobre temas disconexos pero unidos por su aparición en los libros tales como los dos nombres de la ciudad: Granada e Illipula, su ubicación cartográfica, la naturaleza de los ángeles, el significado de los sellos de Salomón con que se habían lacrado los libros plúmbeos, la venida de Santiago, las frases árabes que aludían a Cristo y las sentencias que confirmaban el privilegio mariano de la Inmaculada Concepción (AASG, leg. 2, 295r, 299v, 301r/v, 143r, 459r, 549r, 229r). Al ocuparse de estos asuntos, Pedro de Castro había emprendido una vasta labor de reconsideración histórica. Las múltiples consultas que realizó a diversos intelectuales, las fuertes dudas que le expresaron algunos de ellos y los argumentos sustentados que le enviaban recalan en este repertorio temático del legajo segundo que fue guardando, ampliando y acumulando con miras a la calificación y a sus ulteriores repercusiones. La reconstrucción histórica que validaría los libros plúmbeos aparentemente se concentraba en Granada; pero afectaba, en realidad, a toda la imagen histórica de la Iglesia primitiva española y al alcance de sus proyecciones hasta el presente. Para hacer frente a este formidable reto, las apostillas reunidas fueron adquiriendo la forma de un aparato crítico para los libros y el pergamino, lo cual se ordenaba según un programa temático identificado a partir del reconocimiento de los asuntos más problemáticos, hecho por el propio Pedro de

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Castro, por sus colaboradores y, a contracorriente, por los opositores de la veracidad del conjunto. La elaboración de un instrumento hermenéutico para los libros de plomo se empezaba a delinear en el manuscrito A2, en los escolios a la transcripción y a la traducción, donde comienza a apoyarse en Vatablo, Arias Montano, el Tostado y fray Luis de León (AASG, Ms. A2, 34r, 11r). En este legajo, se ratifica ese propósito de fabricar un aparato concreto ajustado a los artefactos hallados en Granada y a su revelación arábiga49. Sus notas revelan en conjunto una economía bien manejada de los recursos intelectuales a su disposición y el respeto de los principios analíticos de las disciplinas del estudio bíblico que pretendía aplicar para llevar a término su gran proyecto intelectual. Habiendo diseñado ese proyecto, Pedro de Castro estableció ciertos puntos de partida para su trabajo, los cuales, en conjunto, se enfilaban a aceptar que la lengua y los eventos consignados en los libros transmitían ideas consecuentes con la ortodoxia católica. Sobre estas bases, numerosas apostillas de Pedro de Castro lidiaron con el sentido de las proposiciones teológicas de los libros de plomo.

9. De

la gramática a la teología: el comentario de las páginas

de plomo

Pedro de Castro no solamente emprendió la composición de su aparato crítico para un corpus sin precedentes, sino que estudió el árabe en medio de una gran escasez, en España, de herramientas eruditas para estudiarlo (García Arenal, «The Religious» 507). Como primer paso, su búsqueda atendía al componente gramatical del árabe, pero sin amputar este nivel formal de su historia geográfica, religiosa y cultural. Hacia 1598, había aprendido suficiente árabe como para tomar decisiones sobre las traducciones españolas de los plomos y comprender la estructura del original. Paralelamente, como hemos visto, fue identificando los problemas nacidos de las distorsiones 49. La atribución de esta decisión a Pedro de Castro, a partir del comportamiento sistemático del legajo segundo, se robustece con la constatación de sus adquisiciones bibliográficas, consignadas en los inventarios de su biblioteca de los años 1610 a 1612. En estos se registra un incremento de las obras teológicas, así como la compra de libros árabes. Véase el importante estudio de Ollero Pina (275-276).

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históricas del pergamino y de los libros de plomo, mientras emprendía una cuidadosa lectura de los textos canónicos del cristianismo y de sus interpretaciones más autorizadas para averiguar las correspondencias con las láminas. Pedro de Castro observaba la metodología más conspicua para estudiar la sacra pagina, la cual se concentraba en una lectura literal y en el establecimiento del sentido histórico de los textos. Premunido de estas herramientas, convencido del uso bíblico del árabe y seguro de la antigüedad de los libros, Pedro de Castro imprime en sus apostillas su voluntad de pasar a considerar asuntos de fondo y escrutar las proposiciones teológicas de los plomos; en otras palabras, transitaba de la gramática a la teología. Los fragmentos de los libros plúmbeos que se referían a Dios, a Cristo y a la Virgen recibieron su atención pormenorizada porque marcaban la frontera entre la cristiandad y el islam. A este propósito, el examen de los casos que el arzobispo comentó pone en evidencia la cadena de operaciones conceptuales que informan sus conclusiones. Al analizar el libro de la Oración de Santiago, Pedro de Castro se topó con la expresión «la ilaha illallah», es decir, /lā ālla īlā ālla/ [No hay otro Dios sino Dios] (AASG, leg. 2, 332r)50. La interpretación del fragmento reviste una gran importancia para entender la comprensión del prelado. Dicha expresión desempeñaba un rol capital en el islam; estaba en el Corán y cifraba el primer pilar de la fe al condensar la doctrina de la absoluta unidad divina (tawhid) (Al Bayhaqi 1998, 31-32; Husseini 2014, 22-23). Este verso coránico, además, se usaba para llamar a la oración. Benito Arias Montano, respondiendo a una consulta del arzobispo, le había advertido que la fórmula era común «entre los árabes y moros» en sus devocionarios y monedas, y que la cantaban dos veces al día como llamada a su oración (AASG, leg. 2, 35r [Sevilla, 3.5.1597])51. Sin embargo, en sus notas, Pedro de Castro no se detiene en esta consideración, se concentra en el sentido de la frase y equipara la fórmula con 50. Aclaro que esta expresión ocurre en varios lugares de los libros de plomo, pero la anotación más extensa de Pedro de Castro al respecto quedó en su proto-comentario a la Oración de Santiago. 51. Este verso será también un importante argumento contrario a los libros plúmbeos para varios impugnadores, como Ignacio de las Casas (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 222r). Hay que notar, sin embargo, que la frase, en las láminas, aparece cortada, ya que solo declara la unidad divina, pero suprime la segunda parte de la expresión musulmana referente al estatus de Mahoma como mensajero de Dios.

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el versículo del Deuteronomio «ego sim solus et non sit alius Deus praeter me» [solo yo soy y no hay otro Dios sino yo] (Biblia Sacra, Dt. 32, 39). La operación conceptual de Pedro de Castro limpia el texto de cualquier rastro islámico, le encuentra una cuasi identidad en el Antiguo Testamento y se concentra únicamente en su valor semántico, que se concibe como una proclamación del monoteísmo; lo era efectivamente, pero según el contexto religioso dentro del que se interpretara podía adquirir peligrosamente un sentido islámico contrario a la concepción de la Trinidad. No obstante, al ubicar conceptualmente el libro de plomo siglos antes del surgimiento del islam y al tener en cuenta la primera opinión de Ignacio de las Casas de que el árabe de los plúmbeos correspondía a los usos de la Iglesia oriental, Pedro de Castro encontró la fundamentación para continuar su análisis y su interpretación no islámica de la sentencia (ARCG, caja 2432, pieza 14, 356v-357v)52. A mayor confirmación, reunió varios pasajes veterotestamentarios en los que se enunciaba la unidad de Dios, transcribió cuidadosamente el texto hebreo original, ponderó los alcances de la lectura de la Vulgata, se pronunció por la eficaz concisión expresiva de la frase y concluyó: eso dize admirablemente el árabe . ‘Non sit alius deus’ es vago y general. scilicet Deus alius luego «le illa» contrae con artículo el nombre lo que quiere decir ‘el que verdaderamente es Dios,’ ‘el que solo es Dios,’ ‘el que no ay otro sino él’. Como en el éxodo v.5 puso ‫ יהוה‬aquí el árabe puso . Declara admirablemente en una palabra lo que estaba más derramado en Moysés en Éxodo y en Deuteronomio. (AASG, leg. 2, 550r)

En efecto, Pedro de Castro considera que la fórmula se derivaba originalmente de una frase cristiana más antigua que coincidía con la que preservaban los libros plúmbeos y que era ajena por completo al credo de Mahoma (AASG, leg. 2, 337r). Solo esta presunción 52. El análisis de Pedro de Castro destejía una historia de contactos entre la cristiandad y el islam. Durante el primer siglo de la expansión de los abasidas, el cristianismo de Siria y Palestina produjo literatura religiosa en árabe en forma de libros litúrgicos y de polémica religiosa que se desarrollaba paralelamente a la arabización lingüística de la región. En estos escritos, el Corán suele tener una fuerte presencia intertextual y, por lo tanto, los nombres divinos, las referencias a los personajes bíblicos y la misma fraseología de los versos aparecen idénticamente escritas, pero recontextualizadas en un contexto cristiano (Griffith 1988, 5-20; Swanson 1998, 319).

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puede explicar el corolario del arzobispo. Como se puede apreciar, Pedro de Castro se detiene en las palabras teológicamente más sensieran los nombres de la esencia divina en el bles. Tanto ‫ יהוה‬como ّ judaísmo y el islam, respectivamente; y se consideraban tan sagrados que, si el primero no se podía pronunciar, el segundo era el primero de los nombres y atributos divinos (Brownlee 44-45, Dhorme 18, Al-Bayhaqi 55). Además de las consideraciones cronológicas y los usos orientales señalados más arriba como presupuestos por Pedro de Castro, su comparación contenía en ciernes su argumento a favor de la historicidad de los libros plúmbeos. Al igualar los nombres divinos en árabe y en hebreo, se debilitaba la posibilidad de que se arguyera que negase la Trinidad, pues se aplicaría el mismo argumento contra la palabra hebrea equivalente, que era capital en el Antiguo Testamento y de un incuestionable estatus canónico y ortodoxo. Con el mismo fin de aclarar los nombres divinos, Pedro de Castro dedica una serie de notas a analizar el sentido de los términos árabes utilizados para referirse a Jesús en los libros plúmbeos. Al elaborarlas, Pedro de Castro emprende una lectura sistemática del Corán. Disperso en varios de los libros de plomos, el vocabulario cristológico se había anticipado en el Fundamentum ecclessiae, cuya invocación, según la transcripción de Ignacio de las Casas, unía la fórmula del tawhid con el nombre de Jesús y añadía la aposición «espíritu de Dios». El / lā ālla īlā ālla yeșūʢ rūħ āllai/ texto leía: [No hay otro Dios sino Dios, Jesús, espíritu de Dios] (ARCG, caja 2432, pieza 14, 364v). Este epíteto dedicado a Jesús se acercaba demasiado a los versos coránicos de la cuarta sura que hablaban de Cristo en los siguientes términos: / ʢīsā ībn marīam rasūl ālla wa-kalimatuhu, ālqhā īlā marīam wa-rūħ minhu/ [Jesús, hijo de María, mensajero de Dios y su palabra que comunicó a María un espíritu de él]. (Corán 4:171)

El texto del libro de plomo /yeșūʢ rūħ āllai/ ‘Jesús, / espíritu de Dios’ se mimetizaba con la expresión coránica rūħ minhu/ ‘un espíritu de él [Dios]’, pero al mismo tiempo se aparta/ʢīsā/ con ba sustituyendo la denominación coránica para Jesús

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un /yeșūʢ/ más cercano al hebreo y al sonido del español Jesús y ciertamente procedente de una forma árabe distinta de la consignada en el Corán53. La cercanía con el texto coránico comportaba, no obstante, una serie de problemas. En primer lugar, Cristo aparecía claramente como una criatura y no como hijo de Dios ni como segunda persona de una trinidad sagrada (Corán 2: 171; Merad 81-82). El propio Jesús aparecía negando su filiación divina y se le presentaba solo como un profeta (Corán 2: 136, 5:116); aunque, sin embargo, no era un hombre común. No tenía padre terrenal y había tenido un nacimiento especial sin intervención masculina, solo comparable al nacimiento de Adán (Michaud, Jésus 18-28; Encyclopedia of Islam sub Maryam). En segundo lugar, la semejanza expresiva con el Corán podía restar peso a la posibilidad de un árabe cristiano subyacente a los libros y podía, al contrario, reforzar las creencias musulmanas debido a que, según este credo, al transcribir el Corán, Mahoma no está inspirado como los evangelistas, sino que literalmente transcribe el dictado de Dios. Es este último el que elige la lengua y las palabras (Zilio Grandi 59-60). Las anotaciones indican que Pedro de Castro se inclina por descartar el contenido islámico de las expresiones asociadas a Jesús en los libros de plomo, pero que tiene una clara consciencia de que resultan muy delicadas por la mencionada coincidencia parcial con las fórmulas coránicas contrarias a la Trinidad y a la filiación divina de Jesús. Estas notas esbozan, entonces, una investigación en marcha sobre la expresión ‘espíritu de Dios’, referida a Jesús, que se despliega como una enumeración de potenciales argumentos aún desordenados y sin articular, cuyo conjunto desvela las premisas subyacentes a su razonamiento (AASG, leg. 2, 171r). /rūħ/ Pedro de Castro se apresura a acercar la palabra árabe ‘espíritu’ con la palabra hebrea ‫‘ רוח‬espíritu’; revisa luego los significados de estas palabras y subraya uno de los valores propios del árabe: «significa germen en el árabe» (AASG, leg. 2, 171r/v). Estos apuntes insinúan que en su recolección Pedro de Castro tenía en mente el problema de la concepción de Cristo y que, posiblemente, no podía pronunciarse por un sentido puramente cristiano, pues «germen» 53. Para una discusión de las distintas formas semíticas del nombre de Jesús, véase Michaud, Jésus 15-16.

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portaba ciertamente la idea de una creación y no aludía inequívocamente a la encarnación del hijo de Dios, aunque más adelante aclarará que en Dios no hay accidentes, de lo cual se sobreentendería que «germen» habla de una filiación divina (AASG, leg. 2, 187r). No obstante, al cerrar la página, Pedro de Castro niega que la fórmula «espíritu de Dios» implique, en los libros plúmbeos, que Cristo no sea Dios: «Espíritu de Dios no excluye ser Dios pues [la Oración de Santiago] le da siempre todo lo que nuestros artículos de la fe» (AASG, leg. 2, 171v). Esta conclusión termina por confirmar que el arzobispo tiene al Corán como intertexto, pues solamente sobre la base de esa premisa se podría pensar que la frase «espíritu de Dios» negara la divinidad de Cristo (Corán 4: 171). El paso analítico final se concentró en identificar los atributos enteramente ortodoxos que se predicaban de Cristo en la Oración de Santiago y que no correspondían con las creencias islámicas, en particular, la crucifixión, negada explícitamente en el Corán (4: 157; cf. Hagerty 95-96). En su lectura, Pedro de Castro se asiste del Antialcorán, de Martín García, que insiste en encontrar la afirmación de la divinidad de Cristo en el mismo texto sagrado del islam. Pedro de Castro anota, en ese sentido, que Martín García interpretaba la frase de estirpe coránica «espíritu de Dios» como una confirmación de su divinidad, porque «espíritu no es accidente. Que no lo es en Dios» (AASG, leg. 2, 187r). Al asistirse de las reflexiones del Antialcorán, Pedro de Castro entra en la larga tradición de la polémica religiosa en la que los opositores buscan reforzar sus creencias y refutar las ajenas, aunque al hacerlo identifiquen también en las creencias contrarias elementos de la propia fe y, más aun, autoricen y presupongan porciones de dicho credo (Szpiech 218-219). Es así que, en estos pasajes de los libros plúmbeos, coincidentes con las expresiones coránicas sobre Jesús, culmina una larga tradición de polémica religiosa, iniciada en la época temprana del surgimiento del islam, que reconocía en esas expresiones alternativamente una confirmación o una negación del estatuto divino de Cristo (Beaumont 195-199). Su averiguación sobre el estatus de Jesús en los plomos cargaba consigo una larga historia de confrontación teológica entre el cristianismo y el islam, centrada precisamente en la unicidad radical de la persona divina y la condición meramente profética de Jesús versus la concepción trinitaria de Dios y la posición de Jesús como hijo encarnado del Padre (Husseini 2014, 11-46).

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Pedro de Castro se concentra también en la segunda expresión reservada a Jesús y observa que, en el Corán, se le llama también , es decir, ‘la palabra de Dios’ (AASG, leg. 2, 187r). Esta segunda denominación le sirve como punto de encuentro con el tipo de interpretación que está tratando de dar a los libros plúmbeos. se puede asociar al logos del inicio del evangelio de Juan: “In principio erat Verbum” [En el principio era el Verbo] (Biblia Sacra, Io. I, 1). Efectivamente, Pedro de Castro transfiere el sentido de /kalima/ ‘palabra’ a /rūħ/ ‘espíritu’ y anota sobre esta última: «podríamos interpretar scilicet logos, ratio, verbum, ratio est verbum» (AASG, leg. 2, 171v). De esta manera, Pedro de Castro logra unir las significaciones de las dos palabras plúmbeas para Cristo, define un marco cristiano para estas expresiones e incluso lee el mismo Corán identificando restos de frases cristianas en su interior54. Convencido de la historicidad de los plomos, Pedro de Castro dirige su mirada fluidamente a distintos momentos del pasado religioso, sitúa los libros en un momento previo al nacimiento del islam, pero adopta una focalización desde la que dialoga con los presupuestos del cristianismo y del islam. Si bien busca negar este último credo y descartarlo del sustrato de los libros, el conocimiento de sus postulados esenciales aparece en sus aproximaciones analíticas para contrarrestar posibles argumentos en contra. Solo esta cadena constituida por los presupuestos descritos, con precisiones concretas según cada caso, explica que Pedro de Castro detecte sentidos cristianos en el árabe de los plomos y acepte que pueda ser un vehículo de textos sagrados en los momentos en que esta lengua se halla seriamente cuestionada en España. Si Pedro de Castro había despojado analíticamente a las expresiones cuasi coránicas de sus contenidos mahometanos, entonces podía aceptar que las proposiciones teológicas en esa lengua detentaran el mismo rigor que tendrían en latín, griego o hebreo. Sus apuntes relativos a las palabras referentes a Cristo atañen a las consideraciones 54. Aunque Pedro de Castro no operaba con los instrumentos de la crítica moderna, el Corán se construyó con un sustrato bíblico que, en el caso de la expresión «calimatu alai», provenía del inicio del Evangelio de Juan a través de la transmisión aramea de los evangelios y de numerosos contactos interreligiosos en la Arabia del temprano islam. En el Corán, kalima es una palabra exclusivamente reservada a Jesús (El-Badawi 157-159, O’Shaughnessy 1-25).

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teológicas más sensibles de los plomos y reflejan el cumplimiento del deber episcopal y el ejercicio de esta autoridad: Pedro de Castro, como obispo, era responsable de vigilar los asuntos de fe en la jurisdicción a su cargo. El tema complementario a la concepción de Cristo es ciertamente la concepción de María. En el Fundamentum ecclesiae se explicaba la unidad trinitaria con la comparación de una visión beatífica según la cual el padre se había mirado como en un espejo, de modo que con la luz del espíritu santo apareció el hijo reflejado en esta superficie que era María (ARCG, caja 2432, pieza 14, 433v). Al narrar la encarnación, el Fundamentum ecclesiae precisaba que Jesús había sido formado con madre y sin padre y remataba afirmando que a María no la había tocado el pecado original (ARCG, caja 2432, pieza 14, 434r). Esta fracción del libro plúmbeo se convirtió para Pedro de Castro en la proposición definitiva del privilegio de la Inmaculada Concepción y sometió su formulación a un intenso estudio, al tiempo que ensayó distintas formas de traducción. Según la transcripción de Ignacio de las Casas, en el libro se leía: /Marīam lam darkahā āl-dinab āl-āwal/ [A María no tocó el pecado primero]. (ARCG, caja 2432, pieza 14, 386r)

Este estatus mariano, largamente discutido en la Iglesia, ocupó los desvelos del arzobispo de Granada. El nacimiento pulquérrimo de María, libre de contacto con el mal, era también un tema religioso coincidente y no contradictorio con el islam (Martínez Medina, «Los hallazgos» 106-109; Cristianos 341-345). Al-Bukhari transmitió un hadith, basado en el verso 31 de la tercera sura, que presentaba a Mahoma enseñando que solamente Jesús y María no habían sido tocados por el diablo en su nacimiento (Corán 3: 31, Robson 42; Encyclopaedia of Islam, sub Maryam). Aunque Pedro de Castro no confiara al papel las razones de su militancia por este privilegio, puede haber una profunda meditación detrás de su elección de la Inmaculada Concepción como el presupuesto teológico que defendería y aprobaría en su diócesis sevillana. Por un lado, contaba desde antiguo con la aprobación de un sector importante de los teólogos cristianos y, por otro lado, su admisión desarticulaba las diferencias radicales entre la cristiandad y el islam.

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En primer lugar, la exclusión de María del pecado original presuponía la aceptación de la doctrina del pecado original, inexistente en el islam. En segundo lugar, este pecado primero justificaba la necesidad del sacrificio de la cruz, también negado en el Corán, para lograr la redención. En tercer lugar, el estatus divino de Cristo se reforzaba, pues devenía en un redentor y no quedaba como un mero profeta. Así, los ecos de la concepción virginal de María presentes en el Corán (3: 42) se reconfiguraban con una significación sacra diferente de la doctrina propiamente musulmana, en la que el nacimiento de Cristo sin intervención paterna es una señal de la potencia suprema de Dios, pero no la encarnación de un hijo suyo ni de un redentor55. Posiblemente, además del depurado análisis sobre la antigüedad de los libros, la ausencia de la idea de pecado original en el islam y la mención explícita del pecado primero en el libro de plomo convencieron a Pedro de Castro del carácter puramente cristiano de esta sección sobre la que no mostró duda alguna. Como es obvio, desplegó todo su conocimiento del árabe en analizar los aspectos verbales de la frase. Luna y Castillo explicaron detalladamente que, en ella, «María» tomaba el acusativo y «pecado original» el nominativo (ARCG, caja / 2432, pieza 14, 434r)56. Pedro de Castro se detuvo en el verbo /lam/ ‘no’. daraka/ ‘tocar’ y la partícula negativa del pasado árabe Estos elementos encapsulaban la porción más importante, pues la interpretación del tiempo verbal adecuado y el alcance de la negación componían la sustancia del privilegio. Tras su análisis Pedro de Castro concluyó sintéticamente:

55. Sobre los privilegios de María en el islam, véase Jablanovic 361-366, Testa 404-409 y Anawati 457-461. 56. Inclusive los traductores moriscos empezaron a ensayar traducciones al español que iban perfilando la frase con que Pedro de Castro expresaría la formulación definitiva del privilegio mariano. Luna tradujo «A María no la alcanzó el pecado original» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 434r). Castillo, por su parte, omitió la preposición inicial y vertió: «María no la alcançó el peccado primer» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 493v). El jesuita Andrés Rodríguez Montes inmediatamente tradujo al latín la versión de Miguel de Luna con la cuidadosa supervisión del traductor morisco y acuñó la primera formulación latina del privilegio: «Similiter Mariam originalem peccatum non tetigit» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 444r). En la formulación final latina «Mariam non tetigit primum peccatum» convergen las tres versiones de Castillo, Luna y Rodríguez Montes.

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El verbo árabe es aquí pretérito de la segunda conjugación. Significa ‘parar’ o ‘no alcanzar’ o ‘no llegar la acción’; como si hay una matanza general, si se dixese “para, no llegueis a tal parte” o fuesse un fuego poderoso general que le abrasse todo y llegando a una parte le mandasse “parad, no llegue aquí”. Con el dicho verbo está junta la partícula lam que es negativo y se traduce ‘no alcanzó’ y no impide que para que esta dicción lam sea negativa que la juntan los modernos con el presente siempre porque puede ser aquí uso antiguo, ser negativa, juntando con el pretérito como aquí se ve. Ni tampoco impide que se quiera leer lama que significa en el que como afirmación porque para ser lama auía de estar escripta la ma con la letra de duplicación y aquí no ay duplicación. (AASG, leg. 2, 229r)

Como se puede apreciar, la escritura de este tipo de comentarios por parte de Pedro de Castro era la meta de un largo camino intelectual que había implicado el estudio del árabe, su historia idiomática y sus vínculos con el hebreo en los pasajes disponibles en los aparatos autorizados de la Biblia. Es decir, Pedro de Castro procede con estrictos criterios hermenéuticos, idénticos a los de los comentaristas de la sacra pagina, que partían rigurosamente de la letra para elevarse luego a escrutar el sentido teológico (Poirel 265). Sus investigaciones lingüísticas y el gran marco anticuario explican, entonces, los dos criterios esenciales de su certeza: la antigüedad del árabe y la antigüedad de los artefactos de plomo. Sin embargo, las aristas históricas por escrutar trascendían el marco de estudio del árabe.

10. Los vacíos de la historia y la validez de los libros de plomo Habiendo superado el escollo conceptual relativo al tratamiento del árabe en los libros plúmbeos, Pedro de Castro se dispuso a explicar el fondo histórico que daría sentido a su aparición y a la constitución de su texto. Esta construcción de una versión histórica racional para insertar los plomos y el pergamino en una cadena temporal que hiciera aceptables sus afirmaciones quedó inconclusa en lo que respecta a la escritura de un libro definitivo, firmado por él mismo. En general, su aproximación a los problemas históricos asociados a los libros plúmbeos tomó la forma de una colección de argumentos y datos sobre los principales asuntos que ameritan su atención.

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No obstante, en contadas ocasiones, Pedro de Castro articuló su pensamiento sobre el trasfondo histórico de los libros; se revela en esos casos el empleo de los argumentos acuñados por él mismo, pero especialmente el recurso a la cantera argumental que sus corresponsales habían puesto a su disposición. Así, su visión de conjunto, dotada de un sustento preliminar, cristalizó tempranamente en un documento de noviembre de 1596 en respuesta a las dudas levantadas durante el año anterior principalmente tras recibir la carta del obispo de Segorbe, Juan Bautista Pérez, en la que este pedía a Pedro de Castro informar a Roma sobre sus incertidumbres (AASG, leg. 4, 1.ª pte. 765r-768v, 779r-782r; Heredia Barnuevo 38). El arzobispo de Granada las mandó acompañadas de una refutación para cada duda propuesta, lo cual retrata un aspecto de su manera de trabajar complementario al que hemos venido desentrañando en el legajo segundo, precisa asimismo los argumentos que espigó de su correspondencia y sus lecturas, y, a su vez, representa una sistematización temprana de su línea argumental, la cual iría expandiendo e incluso modificando apoyándose en la obra de los estudiosos que integran su red intelectual. Este documento es, entonces, un estado de la cuestión oficialmente sancionado y presentado ante las autoridades romanas por el propio Pedro de Castro. El cuerpo del informe da respuesta a las incongruencias lingüísticas y a la falta de correspondencia con la historia eclesiástica canónica que presentaba el pergamino en el sentido señalado por el obispo de Segorbe. Como primera cuestión, abordó el lenguaje aljamiado del castellano de san Cecilio, cuya firma en el pergamino adoptaba la forma bixbu con rasgos moriscos en vez de obispo. Pedro de Castro respondió con un argumento comparativo: es uso y hecho común en el que saue muchas lenguas no hablarlas todas tan pura y perfectamente como si una supiera si no tomando algo corrupto tomando de una y de otra lengua. Y, como se usauan las dos lenguas aráuiga y castellana, como está dicho, firmó Sant Cecilio usando deste vocablo aljamiado ‘arbixbu’. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 765v)

Pedro de Castro refundía en su respuesta la explicación del jesuita Juan de Soria para quien, en las situaciones de contacto de lenguas, las consonantes con gran correspondencia solían intercambiarse y, como

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el árabe carecía de

, san Cecilio la suplía en su firma con la , que sí existía en árabe (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 87r, 93r). Sobre la presencia de los «moros» en la España del siglo i, Pedro de Castro, apoyado en el Calepino y Estrabón, respondió que «ubo en España gran concurso de moros mauritanos cartagineses los quales siempre repararon en el Andaluzía» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 765v). Esta asociación de los moros del pergamino con los pueblos del norte de África para identificar la referencia del pergamino le había llegado a través de los escritos de Joan de Faría y del jesuita Isidoro García, el primer traductor de la lámina de Mesitón, quien apuntaba en un informe dirigido a Pedro de Castro que existían mármoles en España que documentaban la presencia de estos moros norafricanos en la Iglesia primitiva (AASG, leg. 4, 1.ª pte. 436r-440r; leg. 6, 1.ª pte., 57v-58r). En los informes entregados a Pedro de Castro, Isidoro García y Joan de Faría habían construido, con respecto a dichos moros, una genealogía colectiva diferente que involucraba a caldeos, fenicios y turcos, al tiempo que les concedía el estatus de gentiles —«Mahoma no hizo los moros y moros se llamaron los de Mauritania, prouincia vezina a España», afirma Faría— y reconocía su paso al sur de España en numerosas ocasiones (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 440r). Estos argumentos reforzaban la convicción de que el árabe del pergamino era muy antiguo y no cuadraba con el de la época en que los Reyes Católicos tomaron Granada. Así, tratando de lograr una vecindad geográfica con el árabe que presuntamente encontraría san Cecilio, Pedro de Castro anota que este era «africano y no oriental» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 767r). El responsorio conjunto de Fernando de Mendoza y García de Loayza había puesto en manos de Pedro de Castro este último argumento al indicarle que el árabe era una de las lenguas más antiguas tanto en Oriente como en Occidente; y que el contacto entre el sur de España y la Mauritania siempre había sido intenso, por lo que, como resultado de esta secular relación, se pudo haber comunicado y transmitido la lengua (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 774r). La respuesta de Pedro de Castro a Roma incidía también en varios aspectos biográficos sobre san Cecilio y san Dionisio Areopagita sacados de su correspondencia (e. g., AASG, leg. 6, 1.ª pte., 67r-71v). En consecuencia, la confrontación de las respuestas enviadas a Roma con las cartas y defensorios que llegaron a sus manos

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comprueba que, desde el inicio de la polémica, Pedro de Castro actúa en el centro de una red de traductores e intelectuales que le alcanzan sus razonamientos y los resultados de sus investigaciones. De este cuerpo de textos, el arzobispo de Granada selecciona aquellos argumentos que juzga pertinentes y a todos ellos les agrega conclusiones y sustentos que elicita de su propia investigación. Las notas hológrafas de su legajo segundo, en parte, son extractos de esta correspondencia temprana, acumulada rápidamente en 1595 y 1596, que, sin embargo, aumenta a medida que los nuevos descubrimientos se suceden, al ritmo de la discusión sobre los libros plúmbeos. Dentro de este gran trasfondo de investigación, no exento de polémica, Pedro de Castro se encamina a la construcción de un aparato crítico para los libros por medio de la identificación de los problemas principales, de la anotación paciente de potenciales soluciones, de la búsqueda de informaciones pertinentes por medio de lecturas y de su erudita correspondencia. Aunque las notas que han sobrevivido al tiempo proyectan la imagen de una sucesión ad hoc de temas históricos, en realidad, se unifican en el marco de la identificación de los problemas que se habían ido planteando desde la aparición del corpus plúmbeo y obedecen a una cronología que atiende a la dinámica de la polémica sobre sus contenidos. Por esta razón, la sucesión de temas anotados por Pedro de Castro cubre y expande los mismos temas que habían definido la primera polémica de los años 1595 y 1596 (AASG, leg. 2, 391v, 297v, 301v). Las enzarzadas ramificaciones de estos temas fueron ocupando más espacio y su organización le fue presentando más retos. Este problema práctico empujó a Pedro de Castro a optar por un criterio de organización maleable, inspirado en la tradición de comentarios bíblicos y ahormado de acuerdo con los contenidos de los propios libros plúmbeos. El comentario bíblico y su adscripción a la letra y la secuencia del texto sacro ofrecían la solución al problema de organizar las notas temáticamente heterogéneas, pero unificadas por su asociación al contenido de los libros plúmbeos. Anclaba, además, en la intención de crear un aparato para dirigir la lectura y discusión de los contenidos de los libros (AASG, leg. 2, 125r-343r). Si bien cada nueva sección de este proyectado aparato se marca con un encabezamiento dictado por el nombre del libro plúmbeo correspondiente, la extensión de las notas resulta variable

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y parece depender de la importancia de aclarar determinados temas antes que otros. Dentro de la documentación que sobrevive, las notas, por ejemplo, concernientes al Libro de la verdad del evangelio y a la Historia del sello de Salomón ocupan muchos más folios que los que se dedican a comentar el indescifrable libro mudo (AASG, leg. 2, 255r-271r). Esta longitud no solamente refleja la extensión del libro, sino el impacto de las observaciones contrarias a sus contenidos destapadas en 1597 a raíz de las cartas de Ignacio de las Casas al inquisidor general Pedro Guerrero y al nuncio apostólico. Precisamente Las Casas declaraba haber creído primero en el contenido ortodoxo de los libros de plomo a partir de su conocimiento del Fundamentum Ecclesiae y del De essentia Dei, aunque confesaba haber cambiado radicalmente de opinión con el Libro de la verdad del evangelio y la Historia del sello de Salomón. El primero le parece un trasunto del Libro de la Escala de Mahoma y el segundo una historia sin sustancia contraria a las enseñanzas de la Iglesia (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 221r, 229r). La forma maleable y la extensión de las notas de Pedro de Castro están, entonces, muy ligadas al vaivén de la discusión, cuyo impacto le demanda mayor atención y abulta la cantidad de aquellas. En consecuencia, esta masa heterogénea de anotaciones no es azarosa, sino el resultado de una selección de temas importantes y de los escarceos argumentales para enfrentar los asuntos abiertos por los libros del Sacromonte. Convencido de su historicidad, Pedro de Castro repetidamente insiste en que los plomos vienen a llenar los vacíos de la historia de la Iglesia primitiva y sirven como eslabón entre esa época y las creencias católicas de su tiempo. Así, anota al paso: «se han perdido muchas cosas de los apóstoles»; en otro lugar se refiere a la doctrina no escrita de Jesús e indica: «entre las cosas que pone en el c. 3 que Christo hizo y no están escritas pongo yo la Oración de Santiago». Al señalar que los libros comprueban la predicación de Santiago en España, Pedro de Castro anticipa una reformulación potencial que completaría el texto de Baronio: «de la muerte no hay cosa asentada. Baronio. Tomo I e refiere varias opiniones». Pedro de Castro se convence así de que muchos asuntos, temas y enseñanzas que no están en las escrituras canónicas aparecen en los libros (AASG, leg. 2, 319r, 291r, 549r, 347r).

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La consciencia de enfrentarse ante hechos históricos no documentados hizo que Pedro de Castro explicitara en pocas pero importantes ocasiones las premisas de las que provenía la sustancia de sus afirmaciones. Una de estas instancias se da al encontrarse con la falta de elementos probatorios, fuera de los libros plúmbeos, para refrendar la genealogía de Jesús incluida en el Libro de los actos de nuestro señor Jesucristo y sus milagros. En un comentario, Pedro de Castro escribe: [esta] no es sólo historia de Thesiphón y lo a comprobado Dios con milagros y huele este mismo libro y sus cubiertas y refiere verdad lo que concuerda y sabemos del Evangelio assí será verdad lo demás que dizen que no sabemos. (AASG, leg. 2, 141r, cursivas mías)

El razonamiento de Pedro de Castro se asienta en varias premisas. En primer lugar, el mismo tenor de la anotación acusa la intención de demostrar que el texto atribuido al santo árabe Tesifón no es un testimonio único y aislado. En segundo lugar, el arzobispo apela a la concordancia de esta genealogía plúmbea con el canon del evangelio, que es la fuente más autorizada para sustentar proposiciones religiosas por ser el fundamento de la fe y tener una autoridad incuestionable (Cano 9r, 23v [lib. 2, caps. 1 y 6]). En tercer lugar, recurre a la autoridad de los milagros como criterio validador dentro de las premisas de su pensamiento. Sobre estas bases, listadas como lugares teológicos por Melchor Cano, Pedro de Castro llega a la conclusión de que la parte desconocida de la genealogía de estos santos, revelada en el libro plúmbeo, ha de ser cierta por estar engarzada y concordar con la parte conocida y, además, plenamente autorizada por su coherencia con el evangelio y su comprobación milagrosa. Esta invocación de los lugares más autorizados de la teología, es decir, de las fuentes autorizadas para elaborar razonamientos exegéticos y teológicos, hace que Pedro de Castro respalde sus observaciones en la tradición apostólica, vale decir, en otro lugar teológico de extrema autoridad. A este respecto el arzobispo señaló repetidamente la concordancia de los libros con la tradición de la Iglesia y la contribución probatoria que los plomos comportan a la misma: «la tradición que es de tanta fuerza en la Iglesia se probase por estos libros y por el [libro] que no se lee» (AASG, leg. 2, 507r).

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La tradición apostólica y la tradición de la Iglesia eran dos lugares teológicos firmemente establecidos para formular proposiciones religiosas y su validez había sido razonada cuidadosamente por teólogos e historiadores eclesiásticos. El propio Pedro de Castro había incluido entre sus notas una serie de lugares sobre la tradición y la costumbre extractados de autoridades eclesiásticas (AASG, leg. 2, 223r). La tradición apostólica se concebía como un depósito de prácticas nacidas en época de la Iglesia primitiva, no consignadas en la escritura, sino transmitidas de palabra y obra (Baronio, Annales I: 458). Era, además, un lugar teológico históricamente anterior al establecimiento del canon de la escritura bíblica, emanado del mandato de Cristo de ir a predicar el evangelio —no de ir a escribirlo—, y conservaba la forma de argumentar más antigua de la Iglesia, pues durante su época primitiva la doctrina se autorizaba en la tradición y no en la escritura (Cano 95r/v [lib. 3, cap. 3]). Su pertinencia para estudiar los libros de plomo era capital porque estos últimos pretendían documentar en la Iglesia primitiva el ejercicio de los sacramentos, el rito de la misa y muchos cánones que se habían aprobado en los sucesivos concilios universales (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 505r-509r). De aprobarse su historicidad, los libros comprobaban fehacientemente las prácticas católicas en la más temprana época apostólica y las blindaban así de cualquier crítica o intención reformista. Según se desprende de sus notas privadas, complementariamente a sus anotaciones de índole gramatical e histórica, Pedro de Castro piensa en las proposiciones de los plomos dentro de este marco conceptual definido por los lugares de la teología. De ahí que invoque la coincidencia de los plomos con los artículos de la fe y la tradición apostólica, y que quiera integrar estos libros dentro de una secuencia concordante con el canon aprobado, compuesto por las versiones históricas de la Iglesia primitiva y de la historia de España. A este objetivo apunta su inacabada, aunque minuciosa, elaboración de un aparato crítico completo para los libros de plomo. Esta búsqueda de la concordancia de los plomos con el cuerpo histórico autorizado la había mandado observar, además, el propio Felipe II al pedirle a Pedro de Castro «escudriñar el fundamento de lo que pasó y concordar muchas cosas» (AASG, Libro rojo 711r [Madrid, 6.7.1595]). La recomendación real y la intención de Pedro de Castro coincidieron debido a que respondían a un criterio de

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comprobación bien definido y de hondas raíces en el pensamiento crítico. La concordancia apuntaba a disolver, a partir de una serie de pasos interpretativos, las aparentes contradicciones entre los textos canónicos, sacros, teológicos y jurídicos (De Lang 38-49; Erdo 3133; Kuttner I, 10-16). Así habían procedido san Agustín en su De consensu evangelistarum y Graciano en su Concordia discordantium canonum. Ambos se proponían armonizar los cánones y los evangelios mostrando los principios que deshacían las contradicciones entre los elementos aparentemente dispares entre sí de las leyes y de los evangelios, pues teóricamente no podían contradecirse (Agustín, De consensu 5-6; Corpus iuris canonici c. 1, 2, 3. D. 29; Evans 2). Hay un elemento adicional que aparentemente se aparta de los estrictos procedimientos analíticos que Pedro de Castro observa al seguir los lineamientos de la gramática, de la historia y de la teología, el cual asimismo compromete la dimensión milagrosa de los hallazgos. Con la consideración de los milagros, Pedro de Castro se atenía a otro criterio de la teología y de la historia eclesiástica secularmente justificado y gravemente defendido frente a la reforma protestante. Los milagros se constituyeron en un criterio adicional en la consolidación de la opinión de Pedro de Castro sobre la verdad de los libros y fungieron como uno de los vínculos más fuertes a la hora de articular la intervención popular de los granadinos en los hallazgos. El registro inicial de la aparición de los libros plúmbeos contiene una larga sección sobre los milagros atribuidos a los mártires cuyas reliquias se descubrían entonces. Numerosos testigos declararon haber recuperado la salud luego de haberse encomendado a los mártires del Sacromonte y el sumario de sus testimonios se envió a Roma para abogar por la certificación de las reliquias (AASG, Libro rojo 770r-771r). En el mismo proceso, el doctor Gonzalo de Luján fundamentó la racionalidad de los milagros con la teología de Tomás de Aquino, de acuerdo con la cual estos consistían en un efecto sobre la naturaleza que salía del orden usual de las causas naturales y del arte humano para manipularlas (AASG, Libro rojo 99r/v). En la visión tomista, los milagros se sujetaban a una graduación establecida de acuerdo con la distancia entre el funcionamiento regular de la naturaleza y la magnitud de su modificación. Así la recuperación de la vista, en realidad, restauraba una habilidad emanada de la propia naturaleza, pero en un orden no natural. No obstante, la realización

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de hechos que la naturaleza por sí misma no obraría, como el paralizar el movimiento solar o abrir el mar, mostraba el grado más alto de la intervención milagrosa. Todas estas modificaciones se concebían como una intervención de la mano divina (Aquino, Summa contra gentiles 60-61 [lib. 3, cap. 101-102]). Los testigos del Sacromonte juraron haber presenciado ambas clases de eventos extraordinarios; el doctor Gonzalo de Luján certificó la restauración milagrosa del cuerpo de una enferma que no había podido caminar por largo tiempo como prueba de la intervención divina en los hallazgos de las reliquias; las monjas del convento de Santa Catalina de Zafra, Miguel de Luna y el mercader de seda Diego de Angulo declararon haber visto desde las faldas del Albaicín señales luminosas en el cielo alrededor del Sacromonte durante la noche y que no eran obra del sol ni de la luna ni del fuego (AASG, Libro rojo 28v, 32v, 61v-66v). Además de que la ideología de la época y la accidentada situación social que vivía Granada —en especial su comunidad morisca— ofrecieran el clima adecuado para que la colectividad abrazara la emergencia de los milagros como un vehículo de alivio a sus tensiones sociales, la dimensión milagrosa tenía también un valor probatorio en las disciplinas que informaban la visión de Pedro de Castro. En el contexto postridentino, Pedro de Castro y los diferentes testigos recurren a un criterio de extrema relevancia para distinguir a la Iglesia católica de los credos nacidos de la reforma protestante. La historia eclesiástica de Baronio afirmaba que la Iglesia había recibido dos dones especiales: la inteligencia de la escritura y la realización de milagros. Estos últimos constituían signos que distinguían a la Iglesia de otros credos, los cuales no administraban estos hechos sobrenaturales, canalizadores de un testimonio propiamente divino que confirmaba las verdades de la fe (Baronio, Annales I: 242-243). La admisión de los milagros, señalada numerosas veces por Pedro de Castro en su correspondencia y elevada a sanción validadora en la calificación de las reliquias, es un criterio que no cancela, sino que convive con toda la reunión de argumentos gramaticales e históricos interrelacionados en la formación de su opinión (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 1r). En otras palabras, la inclusión de los milagros podría parecer determinante, pero no lo es, en el sentido en que no anula la investigación rigurosa a la que Pedro de Castro sometió el corpus del Sacromonte.

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Como hemos mostrado a lo largo de este capítulo, Pedro de Castro trabajó sin reposo para consolidar su opinión a favor de la autenticidad de las reliquias, el pergamino y los libros de plomo. Su opinión resulta de una secuencia de operaciones conceptuales que incluyen las pericias practicadas sobre la materialidad de los objetos, las pautas de traducción palabra por palabra de los plomos, la búsqueda personal y la de sus colaboradores de una base histórica congruente con los relatos inscritos en los plomos, la documentación de los milagros y el análisis de las proposiciones de los libros refundido en notas dispersas. El comportamiento textual de estas apostillas, prendido del texto de los plomos, conduce a postular la intención de Pedro de Castro de construir un aparato crítico válido a la vez para crear los argumentos a favor de los plomos y dotar al corpus de una herramienta de lectura lo suficientemente fuerte como para allanar las dudas en su contra. Todas las aristas de este proyecto se engranan de forma compleja, tienen distintos pesos probatorios y se informan de varias disciplinas asentadas en la época. El contexto del hallazgo y el análisis material de los objetos apelaban a las prácticas de los anticuarios que habían creado una fluida lectura entre la cultura material y los contextos de su aparición; los criterios de traducción repetían las decisiones de san Jerónimo para traducir la Biblia con una fidelidad máxima a la forma del texto con el fin de entender su sentido literal; la reconstrucción del pasado histórico pretendía servir al método de los intérpretes de las escrituras canónicas, fundado en el sentido histórico de la pagina sacra; el valor probatorio de la concordancia de la versión de los plúmbeos con la historia recibida apuntaba a un criterio analítico consagrado en la teología y el derecho canónico que postulaba una coherencia histórica y doctrinal subyacente, o a primera vista invisible, que debía ser restituida y puesta en evidencia en textos que no podían teóricamente oponerse. En particular, la coincidencia entre el texto de los libros plúmbeos y la tradición apostólica probaba con los criterios de la teología y la historia eclesiástica la veracidad de las proposiciones de los libros de plomo e incluso podía asimilar, en la visión de Pedro de Castro, sus proposiciones heterodoxas, así como comprobar los hechos desconocidos hasta entonces y revelados en los libros al hacer calzar su porción reconocible con las escrituras canónicas.

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Esta armazón conceptual le permitió a Pedro de Castro romper todos los límites del momento en su modo de analizar los libros de plomo. Después de desarrollar cierta competencia en árabe, el arzobispo de Granada estudió y ponderó el contenido teológico de las proposiciones de los libros de plomo, sin que las asociaciones islámicas que hallaba, y contra las que recibía advertencias de Arias Montano e Ignacio de las Casas, limitaran su búsqueda. Al ubicar los libros en la Iglesia primitiva, Pedro de Castro descartaba cronológicamente que se tratase de textos islámicos y los ubicaba conceptualmente en un tiempo y lugar fundacionales, anteriores a toda herejía y previos al islam. Los libros de plomo generaban una secuencia histórica más completa respecto de Santiago, la Virgen y sus discípulos en España. Era, no obstante, una versión diferente de la conocida, que exigía la necesidad de concordar los libros con las escrituras canónicas. Sobre estas bases, Pedro de Castro consideró la formulación de la declaración de la fe musulmana, refundida en los libros plúmbeos, como una declaración de la unidad divina y la comparó con pasajes equivalentes del Deuteronomio y con palabras hebreas que resultaban afines; lo mismo hizo con el análisis de las designaciones de Jesús y sus equivalentes en el Corán. Concentrado únicamente en el texto de los libros de plomo y en las materias propiamente dogmáticas, Pedro de Castro analizaba proposiciones que habían recorrido un largo camino con anterioridad al hallazgo de los libros de plomo, las cuales se remontaban a las confrontaciones más tempranas surgidas entre la cristiandad y el islam que, mucho antes de llegar a sus manos, habían coincidido en los mismos asuntos tocantes a la naturaleza de Dios, el estatus divino de Cristo y su encarnación. De todo este recorrido se puede concluir que Pedro de Castro mira los libros plúmbeos desde todas las perspectivas posibles, consulta con todas las instancias, considera objeciones y, asimismo, jerarquiza su convicción de tal modo que sus razonamientos se fortalecen al conectarse con los principios autorizados de los anticuarios, traductores, gramáticos y teólogos. Su mirada estudiosa es tensa, inacabada y se halla trajinada por diversos criterios. Convencido de la materialidad de los hallazgos, el arzobispo se embarca en una investigación que trasciende los límites de su capacidad personal. A todos estos factores se suma el programa escatológico que leyó en los libros

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de plomo y que insinuaba una fuerte relación con el presente de Granada para el que anticipaba el advenimiento de señales mensajeras de la inminencia de la comprensión de los textos plúmbeos. Este componente se integra a los otros elementos probatorios dentro de la epistemología en que opera Pedro de Castro e informa su complejo parecer anclado rigurosamente en las disciplinas históricas y la admisión de la intervención providencial. Finalmente hay que volver a insistir en la posición oficial de Pedro de Castro como arzobispo de Granada. Su autoridad y su deber episcopal de calificar las reliquias y los libros encontrados en su jurisdicción diocesana impulsan todos los pasos que dio, incluida la actuación concreta en defensa de sus prerrogativas para calificar las reliquias. A pesar de que sus búsquedas personales fueron muy intensas y continuadas en el curso de unos cuantos años, Pedro de Castro tuvo que trabajar asistido por numerosos intelectuales. A algunos de estos estudiosos los convocó personalmente por conocer su obra o siguiendo la recomendación de algún personaje de la corte o de la jerarquía eclesiástica, otros ofrecieron sus escritos como parte activa de las labores de traducción, interpretación y estudio del Sacromonte, pero también hubo quienes presentaron sus dudas y cuestionamientos motivados por una vasta gama de intereses y deberes. Pedro de Castro cohesionó este circuito intelectual nacido de la profunda repercusión intelectual que tuvieron los libros plúmbeos, la cual traspasó los límites de Granada. Sus consecuencias comprometían la comprobación arqueológica de la presencia del apóstol Santiago y de la institución de la Iglesia española en la etapa más temprana del cristianismo. Los plomos confirmaban el prestigio de España en la historia de los orígenes del cristianismo y cerraban una larga polémica anterior a estos libros, animada a fines del siglo xvi por la autorizada historia eclesiástica y el martirologio romano de Cesare Baronio, que reducían la predicación ibérica de Santiago a una tradición local carente de fundamento histórico (Baronio, Martyrologium 464-465). En su acercamiento a los libros de plomo, Pedro de Castro se comportó como un estudioso que buscaba llegar al fondo del sentido y del origen de los libros con las disciplinas y los criterios de su tiempo. Al hacerlo, Pedro de Castro aprendió árabe y ponderó los alcances cristianos de las proposiciones dogmáticas más arraigadas del

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islam. Pasaba así de uno a otro credo, de una a otra lengua y de una a otra cultura. A pesar de que las notas de su investigación intelectual nunca se publicaron, la intensa averiguación de Pedro de Castro fue de conocimiento público. Solamente de esta manera se explica que el morisco Gerónimo de Rojas, cuyo testimonio abre este capítulo, declarase que el arzobispo de Granada se había persuadido de las verdades del islam. En el proceso de Rojas, el fiscal incluiría tal afirmación como uno de los cargos que demostraban su pertinacia islámica y que lo hacían merecedor de la condena inquisitorial (AHN, Inquisición, Toledo, leg. 197, expediente 5, 191v). El fiscal juzgó que las afirmaciones de Gerónimo de Rojas eran falsas. Al margen de ese proceso, las percepciones opuestas del morisco y del fiscal sobre el arzobispo granadino indican claramente que la personalidad de Pedro de Castro era compleja incluso a los ojos de sus contemporáneos y que, como efecto de su análisis de textos acuñados en la encrucijada de dos culturas, podía generar impresiones sobre su personalidad radicalmente enfrentadas. En la medida en que Pedro de Castro centralizaba una red de intelectuales, las piezas de su epistolario comprometen siempre sus presupuestos y los de sus interlocutores. Esta conjunción de criterios no siempre fue estable y, en el caso de muchos corresponsales, procedía de un trabajo intelectual anterior a la aparición de los libros de plomo. Es el caso del método anticuario, varios de cuyos cultores participaron en el circuito de Pedro de Castro. Entre estos, el licenciado Juan Fernández Franco desempeñó un rol aparentemente marginal, aunque importante, en tanto que había adquirido y madurado su pericia profesional de la mano de Ambrosio de Morales y en el curso de su ejercicio había acuñado una metodología anticuaria capaz de aclarar numerosos aspectos de los hallazgos del Sacromonte, pues estudiaba las antigüedades en su dimensión material y en su inserción en la constelación de escritos del pasado.

II. El anticuario Fernández Franco y el S acromonte: el principio de la materialidad y la instalación del lugar en la escritura histórica

En 1596, un año después del hallazgo de los libros plúmbeos, el licenciado Martín Maldonado, secretario de García de Loayza, le enviaba a Pedro de Castro una copia de un libro sobre las antigüedades de España, compuesto por el licenciado Juan Fernández Franco con la siguiente presentación: Por mostrar al señor García de Loaysa estos papeles no los e enviado antes a vuestra señoría que, como anda con su magestad, no a sido pusible verlos. Y ahora el licenciado Franco le a inviado un libro que a estado trabajando de las antigüedades de España. Dirigiólo al señor García de Loaysa y con él mostró muncho contento; entiendo le a de premiar bien. Vuestra señoría sea servido de ver lo que en estos papeles el licenciado Franco dice y holgara ser yo quien los llevara por si, para servir a Vuestra Señoría, fuera de algún provecho, que lo deseo en el alma. Nuestro Señor dé a Vuestra Señoría lo muncho que merece como éste, su criado de Vuestra Señoría, lo desea. De Madrid y julio a seis de 1596 años. Criado de Vuestra Señoría, Martín Maldonado. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 410r)

Esta carta cifra en su brevedad los mecanismos de circulación intelectual en los que había logrado insertarse el anticuario Fernández Franco57. Martín Maldonado actúa de intermediario entre el anticua57. La biografía de Juan Fernández Franco (Montoro, ca. 1520 - Bujalance, 1601) necesita una profunda investigación. Hasta la fecha la obra de José López de Cárdenas sigue siendo el recuento biográfico más completo, pero no consigna la información del Sacromonte ni la de la colección Cadaval que se analiza en este capítulo. Las síntesis biográficas posteriores dependen principalmente de López de Cárdenas. El licenciado Franco se desempeñó como gobernador en la jurisdicción del marqués del Carpio. Su educación formal la cursó en Alcalá de Henares bajo la tutela de Ambrosio de Morales; posteriormente se trasladó a Salamanca

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rio y García de Loayza y Pedro de Castro. Al estallar la controversia sobre los libros, los dos últimos intensificaron su relación epistolar para discutir sus circunstancias, sus semejanzas con los patrones funerarios de las catacumbas romanas, la ocurrencia de los martirios en el año segundo de Nerón y las tempranas traducciones de Miguel de Luna y Alonso del Castillo. García de Loayza asumió la defensa de los libros en la corte en 1595 (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 513r/v [Madrid, 7.5.1595], 515r/v [Madrid, 19.4.1595], 1199r/v [El Pardo, 28.10.1595])58. En 1593, García de Loayza había editado una versión expurgada de los concilios españoles y supo ver en los dos primeros libros de plomo la confirmación tangible de la ortodoxia católica, pues constituían un objeto indiscutiblemente probatorio de las proposiciones teológicas afirmadas en Trento contra las reformas religiosas de entonces (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 513r/v [Madrid, 7.5.1595]). García de Loayza empezó a reunir argumentos para defenderlos e hizo numerosas consultas a entendidos en la materia como Jerónimo Román de la Higuera y Fernando de Mendoza (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 621r [Madrid, 27.11.1595], leg. 5, 622r [Toledo, 7.12.1595]). La circulación de los escritos del licenciado Franco forma parte de este rápido movimiento de la información pertinente para establecer la cronología de los hechos, la ubicación de los hallazgos y la validez de sus contenidos. Oportunamente García de Loayza había recibido una copia del Itinerario e discurso de la vía pública que los romanos dexaron edificada en España, despachada desde Bujalance, el 10 de febrero de 1596. Con este tratado el licenciado Franco se ponía al servicio de los intereses anticuarios de García de Loayza, evidentes a partir del aparato de notas de su edición de los concilios españoles, en el que se identificaban los lugares y las fechas de estos últimos con para realizar allí sus estudios de derecho. En 1550, ya tenía el título de bachiller en leyes (López de Cárdenas 9, Ramírez de Arellano I: 203-204). Dado que los fragmentos conocidos de su epistolario llegan hasta 1601, su vida intelectual cubre un arco de 66 años. Su correspondencia es actualmente la mejor fuente documental para conocer sus actividades. Su obra no se conoce en profundidad, pero circuló profusamente en forma manuscrita entre numerosos intelectuales; en la actualidad, los investigadores de epigrafía reconocen la necesidad de estudiarla de manera pormenorizada (Gimeno Pascual, Historia 232; Beltrán Fortes 113-116). 58. García de Loayza conoció los hallazgos granadinos desde sus comienzos; el arzobispo Méndez de Salvatierra le había escrito para informarle del descubrimiento de la Torre Turpiana (AASG, leg. 5, 15r [Granada, 20.4.1595]).

II. El anticuario Fernández Franco

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disquisiciones anticuarias e históricas, con lecturas de Plinio, de Ptolomeo y de numerosas obras manuscritas invocadas para solventar sus lecturas (Fernández Franco, Discurso 88r; Loayza y Girón 21-30). A este Itinerario se refiere la carta del licenciado Maldonado que reconoce el prestigio del licenciado Fernández Franco como autoridad en materia anticuaria. Frente al arzobispo de Granada, sus conocimientos y escritos constituyeron también su carta de presentación. Así, entre 1596 y 1600, debido a la especialización del licenciado Franco, Pedro de Castro le inquirió epistolarmente por la cartografía antigua de Granada, por sus nombres viejos y por la calidad de las inscripciones antiguas que los confirmaban59. Los propios hallazgos propiciaban —y apelaban a— los conocimientos de los anticuarios, pues las láminas se referían a Illipula y el pergamino, al obispo de Granada. Estas precisiones toponímicas motivaron las investigaciones para confirmar estas ubicaciones y coordinarlas con otras inscripciones antiguas, relatos cartográficos y otras fuentes admitidas por los anticuarios. Preocupado por entender el pasado con todas las aproximaciones posibles a su disposición, al consultar con el licenciado Franco, Pedro de Castro se dirigía al representante más calificado del gremio de los anticuarios y lo insertaba en el grupo de corresponsales con los que consultó y de los que se asesoró para impulsar la compleja autenticación de las reliquias del Sacromonte. Este capítulo trata de comprender el significado de la participación del licenciado Franco en este circuito intelectual. ¿Cómo constituyó este anticuario sus credenciales para ser consultado por las autoridades civiles y eclesiásticas? ¿Qué criterios comparte con los otros intelectuales especializados en la determinación de las ubicaciones y objetos antiguos? ¿Qué fuentes y qué método le sirvieron para procesar sus informaciones? ¿Por qué es pertinente el estudio anticuario en el caso de los libros de plomo? El acercamiento a estas preguntas partirá del análisis de la correspondencia privada de Fernández Franco 59. La carta de Pedro de Castro al licenciado Franco se ha perdido. Sin embargo, su contenido se puede deducir tanto de la enviada por Fernández Franco a Pablo de Céspedes como de las anotaciones de Franco a la Corónica de Morales. Posiblemente la carta castriana se encontraba en un códice que había pertenecido al licenciado Franco, cuyo último rastro se detectó en Coria; contenía epístolas de Ambrosio de Morales, Martín Pérez de Oliván, Gaspar de Castro y del arzobispo Pedro de Castro (García Serrano y Valverde López 35, n8).

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y de sus anotaciones inéditas a la Crónica general de España, de Ambrosio de Morales, por tratarse de un conjunto documental que, en su mayor parte, ha permanecido ajeno a la crítica moderna. Este capítulo sostiene que el licenciado Fernández Franco practica una escritura anticuaria fundada en un método que traslada la materialidad de los objetos antiguos a sus calas analíticas y que, en virtud de su adherencia al plano material, adquiere un valor probatorio y reconstructivo capaz de competir en autoridad con los textos escritos del pasado. Su aproximación nace de una serie de reflexiones exploratorias entre los anticuarios españoles que se ventila en su correspondencia y que aflora en la obra de Ambrosio de Morales. Es necesario, no obstante, desagregar los componentes de esta hipótesis. Este estudio mostrará que el circuito de Fernández Franco se construye en torno al reconocimiento de su prestigio y a sus aspiraciones profesionales. Estos componentes se entrelazaban en la elaboración y circulación de sus escritos anticuarios, sustentados por la aplicación de un método para el tratamiento de las antigüedades que el licenciado Franco había meditado largamente. En un principio, la promoción social e intelectual de Fernández Franco dependió de la autoridad de Ambrosio de Morales. Con el patrocinio de este en la corte y con el reconocimiento público a su discípulo en sus impresos, el licenciado Franco ingresó en la red intelectual de las élites cortesanas y andaluzas. El instrumento de esta interacción fue su epistolario especializado en materia anticuaria, a través del cual puso en circulación sus reconstrucciones y opiniones sobre la antigua cultura material. Además, Fernández Franco ventilaba en esta correspondencia —y también aplicaba— los criterios y métodos que informaban su escritura anticuaria. Sus tratados se ordenan con un criterio predominantemente geográfico y, en ocasiones, cronológico. Esta plantilla geocronológica se proyecta al propio presente del anticuario al identificar y correlacionar los nombres atestiguados en las antigüedades con los que entonces denominaban los pueblos andaluces donde Fernández Franco realizaba sus estudios. Dentro de los tratados, cada testimonio de la antigua cultura material se analiza primariamente en su materialidad. El licenciado Franco prefiere acceder directamente a los restos moviéndose por Andalucía, el área de su especialización (aunque muchas veces conoce y da a conocer las antiguallas en su erudita correspondencia) y levantando rigurosas autopsias de los restos

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antiguos. Su corpus material, eminentemente fragmentario, se compone de diversos restos —piedras miliarias, peanas de esculturas, losas funerarias, inscripciones conmemorativas de antiguas efemérides— desenterrados en residencias de amigos y patrones, en excavaciones y en tumbas. Estos objetos emergen en el presente del anticuario cuya tarea consistirá en devolverles su contexto y sentido originales. Posteriormente, coordinando las fuentes históricas y literarias con estas autopsias eruditas, el anticuario creará una interpretación nueva ajustada a cada uno de los objetos rescatados que le permitirá reescribir y corregir las ediciones de autores clásicos, las opiniones de otros anticuarios y las versiones históricas del pasado andaluz. La comunidad de anticuarios podía ver facilitada su propia labor al reconocer en los tratados de Fernández Franco la aclaración de sus búsquedas sobre los sitios donde se habían reunido los concilios, los límites territoriales de sus jurisdicciones nobiliarias o el valor de sus colecciones anticuarias. Aunque los tratados de Fernández Franco parezcan una colección sucesiva de calas analíticas, tienen una organización subyacente espacial o temporal que desemboca en la instalación textual de la dimensión material y geográfica en la reconstrucción casi física de los lugares antiguos elaborada a partir del análisis de la «antigüedad», una de cuyas acepciones remitía a los restos materiales del pasado. En el trabajo de Fernández Franco convergen los patrones de una carrera profesional quinientista, la circulación de las antigüedades, la restauración del pasado y la discusión de las pesquisas anticuarias de los corresponsales. La carta de recomendación del licenciado Maldonado a favor de Fernández Franco presupone la vigencia de este tipo de escritura y de interacción social, y presupone también la naturaleza del análisis que se requería practicar a las láminas de plomo halladas en el Sacromonte. Pedro de Castro tomó conciencia de la importancia de identificar los lugares de los hallazgos con las herramientas de los anticuarios e inscribir así la montaña de Valparaíso en la cartografía del pasado. Este convencimiento impulsó el examen de los objetos y llevó al arzobispo a ponerse en contacto con este anticuario. La exposición fundamentada de estas afirmaciones empezará por un estudio de la correspondencia entre Fernández Franco y Ambrosio de Morales, seguirá por un análisis de la posición que ocupaba un anticuario frente a la escritura histórica, se detendrá en los presupuestos

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de la obra de Ambrosio de Morales y en las anotaciones privadas de Franco a los escritos de su maestro, procederá luego a realizar una cala en la escritura y ordenación del licenciado Franco para ponderar finalmente el impacto de esta práctica disciplinaria en el contexto de los descubrimientos del Sacromonte.

1. Antigüedades y favores: el epistolario de Fernández Franco y Ambrosio de Morales La larga correspondencia entre Juan Fernández Franco y Ambrosio de Morales precede a los descubrimientos granadinos y la caracterizan el intercambio de conocimiento y antigüedades, las aspiraciones laborales del primero y la labor de mentor del segundo. El inicio de su relación se remontaba a la cátedra de retórica que Ambrosio de Morales asumiera en 1535 en Alcalá de Henares y cuyas lecciones cursara Fernández Franco entre 1539 y 154160. Desde entonces permanecieron en contacto como lo plasma la correspondencia que mantuvieron entre 1563 y 1589. Las cartas dan fe de una colaboración intelectual recíproca e insisten en dos aspectos inextricablemente unidos: el intercambio de sus pesquisas anticuarias y la construcción de una red de contactos a través de los cuales Ambrosio de Morales ejerce su mentoría y Fernández Franco expresa sus aspiraciones y dificultades por mantener en actividad sus intereses intelectuales frente a sus constantes apremios económicos. En la mayoría de los casos, solo sobrevive la respuesta de Morales a partir de la cual se ha de deducir el contenido de la carta de su discípulo. Gracias a los vínculos que Morales le facilita, Fernández Franco presenta su trabajo anticuario como un servicio ofrecido a la mayoría de sus destinatarios, que se corporiza con el envío de sus tratados, transcripciones u opiniones anticuarias. Los corresponsales 60. Establezco estas fechas con las notas autobiográficas dispersas en la obra del licenciado Franco. Al glosar a Ambrosio de Morales, Fernández Franco celebra el elogio al capellán Luis Manrique: «Ay gran razón de lo alabar y póngalo Dios en su gloria que yo le fui mui deudor y vezino puerta a puerta en Alcalá de Henares año 1540 y se halló a la cabezera de mi padre en su fallecimiento» (Fernández Franco, Notas 151r; ad Morales, La corónica 175r [lib. 12, cap. 50]). En 1596, el anticuario recordó sus estudios de retórica del año 1541 (Fernández Franco, Itinerario 14v).

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de Fernández Franco, por su parte, aprecian el conocimiento enviado epistolarmente e intentan favorecer sus aspiraciones. Ambrosio de Morales encauza ante los intelectuales de la corte y ante su público lector las pretensiones y méritos de su discípulo. Así, su primera carta anuncia y determina el tono de las siguientes misivas. Fernández Franco había comunicado su interés por encontrar un mecenas que le pagara lo justo por su asesoría jurídica y apreciara su conocimiento de las letras. Morales le respondió con realismo discutiendo la posición profesional del licenciado Franco, a quien alertó respecto a la dificultad de encontrar tal patrón y, en cambio, le recomendó ejercer el derecho, pensar en un puesto de alcalde o de corregidor y establecerse en Córdoba. Para ese tipo de puesto, dijo, «podría yo buscar y poner en ello mis señores y amigos; mas esso se haze mal con sola la aprouación, sino que se requiere conocimiento de la persona» (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 142r [Alcalá de Henares, 26.10.1563]). Ambrosio de Morales cumplió su palabra y recomendó personalmente al licenciado Franco; se reunió con Diego Fernández de Córdoba, de quien obtuvo la promesa de escribir a Pedro Fernández de Córdoba para recomendar al joven Franco (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 144r [Alcalá de Henares, 1.12.1563]). Este último, por su parte, se apresuró a complementar las gestiones de su mentor y dedicó a Diego Fernández de Córdoba, marqués de Comares, su Tratado de varias medallas antiguas, en 1564, y a Pedro Fernández de Córdoba, marqués de Priego, su Monumento de inscripciones romanas, en 1565 (Fernández Franco, Tratado 2r; Monumento, 98r; López de Cárdenas 19). Esta diplomacia erudita ante la nobleza local rindió sus frutos: Fernández Franco se desempeñó como gobernador y corregidor del estado del marqués del Carpio y ejerció el derecho en Bujalance, Espejo, El Carpio, Baza, Chillón y Montilla (Ramírez de Arellano I: 203-204; López de Cárdenas 6; Sánchez Cantón 276). El ascenso del maestro y la promoción del discípulo iban de la mano. Fernández Franco progresivamente se dio a conocer entre los miembros de la corte; no es coincidencia que la correspondencia entre Ambrosio de Morales y Fernández Franco se intensifique en 1563, cuando el primero obtuvo el puesto de cronista regio (Redel 124). Siguiendo el consejo sobre la conveniencia de que lo conocieran en persona, en 1570, Fernández Franco visitó la corte y estableció contactos

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con numerosos eruditos entre los cuales destaca el presidente del Consejo de Flandes Joachim Hoppers. Mostrando su beneplácito, Morales le escribió a Franco y anticipó su próxima conversación con Hoppers: e holgado mucho con la buena jornada a la corte y con el conocimiento de los doctos en ella. Todos lo son mucho, sin duda, los que Vuestra merced nombra. Y en esto y en summa bondad eçede mucho el presidente Opero. Es mucho mi señor y, quando plaziendo a nuestro señor acá buelua, ternemos algún buen rato con acordarnos de Vuestra merced. (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 138r [Alcalá de Henares, 18.5.1570])

El perfil de Fernández Franco interesó al ministro belga, que era jurista, anticuario y partícipe de educar a los príncipes con el Timeo de Platón, cuya teoría de la virtud el licenciado Franco cita (Delvenne I: 528-530 sub «Hoppers (Joachim)»; Fernández Franco, Demarcación 1r/v). Fernández Franco le envío su descripción de la Andalucía romana y consiguió que Hoppers intentara imprimirla en Flandes y la mostrara a Antonio Gracián Dantisco y a Miguel Ruiz de Azagra (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 162r [Alcalá de Henares, 1.12.1570], 180v [Madrid, 4.12.1570]). Esta visita a la corte madrileña resultó decisiva en la constitución de la red intelectual del licenciado Franco; sus corresponsales expresaron epistolarmente su interés en apoyarlo y servirlo, y actuaron como impulsores de su crédito intelectual. No obstante, el anticuario no consiguió un lugar en dicha corte. Así se lo comunicó Gracián Dantisco: si por acá estuviessen las cosas de suerte que pudiessemos traer a vuestra merced a estas partes con provecho suyo, crea vuestra merced que lo procuraríamos con todo calor y que el señor Hopperus por su parte y yo por la mía no faltaríamos en ello, y el señor secretario, que era de los príncipes, Ruiz de Azagra; porque muchas veces he hallado en los dos mucho desseo de ello y yo no le tengo menos. Los tiempos son míseros y aquí más que en parte ninguna. (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 96r/v [Madrid, 31.1.1572])61 61. Como en el caso de Joachim Hoppers, Gracián Dantisco y Ruiz de Azagra compartían afinidades intelectuales con Fernández Franco. El primero, además de desempeñarse como secretario de Felipe II, fue bibliotecario de El Escorial y

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Simultáneamente, el licenciado Franco expandía su correspondencia erudita y ramificaba su interacción con funcionarios civiles y eclesiásticos para explorar otras alternativas de promoción laboral. Al anticuario Frías de Albornoz le mandó una selección transcrita de antigüedades por medio de Ruiz de Azagra y le escribió contándole que, en su visita a la corte, había oído hablar elogiosamente de su persona (Sánchez Cantón 285). Además de anticuario, Bartolomé Frías de Albornoz era autor de un Arte de los contratos (1573) y había sido catedrático de la Universidad de México (Soto Kloss 163). El licenciado Franco le pidió frustradamente ayuda para mejorar su situación laboral, según se infiere de que este lamentara que Fernández Franco estuviera dispuesto a padecer «un destierro» en Galicia por apremios laborales (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 112r [Santa Olalla, 2.1.1574]). Esta exploración de una oportunidad laboral en Galicia queda confirmada por la correspondencia con Diego de Torquemada, obispo de Tui. Usando de la misma estrategia de enviar su trabajo intelectual por carta, le mandó al prelado su estudio numismático para acompañar sus respuestas a las frecuentes consultas jurídicas que el obispo le planteaba (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 53r [Bujalance, 24.9.1573]). Como se desprende de su actividad epistolar, el licenciado Franco procuraba activamente la expansión de su red intelectual, la circulación de sus opiniones anticuarias y la expresión de sus aspiraciones de mejoría laboral. En esta empresa, Ambrosio de Morales no solo lo favoreció en la esfera privada de la correspondencia y en la recomendación personal a los miembros de la corte, sino que respaldó públicamente al licenciado Franco consolidando su prestigio en los libros que entregó a las prensas y que firmaba con la autoridad que le confería su estatus de cronista del rey. En sus Antigüedades, Morales reconoció la deuda intelectual que mantenía con su antiguo estudiante: nombraré alguna vez al licenciado Iuan Fernández Franco, natural de Montoro, cerca de Córdoua, assí porque su ingenio, letras, amor y juyzio de antigüedad y mucha diligencia en darle luz, lo merecen: como porque proyectaba escribir una historia de los concilios españoles, para lo cual requeriría una gran preparación en antigüedades españolas. Ruiz de Azagra, secretario de Rodolfo y Ernesto de Austria, editó a Justino y a Draconcio (Llamas 6-7, Latassa 1: 492).

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yo me he ayudado mucho en todo esto de su diligencia grande que a hecho en saber toda la Antigüedad de muchos lugares del Andaluzía. (Morales, Antigüedades 9r)

Morales elogió especialmente la enmienda que introdujo Fernández Franco a un pasaje de Plinio el Viejo cuya lección tradicional leía Melliartensis en vez de la lección correcta Melliarensis. El licenciado estableció esta enmienda a partir de un levantamiento anticuario realizado personalmente in situ; consiguió identificar a Fuenteovejuna con la población de Mellaria listada por Plinio el Viejo (Morales, Antigüedades 97v). El licenciado Franco supo aquilatar perfectamente el respaldo público de Morales, a quien le agradeció el gesto en la última carta que intercambiaron: por aberse servido nombrarme su discípulo como yo lo fui juntamente con el señor fray Alonso Chacón en los tiempos que vuestra merced y el maestro Núñez y Juan Pérez de Toledo leyan sus cáthedras en aquella florentíssima universidad y deste nombre de discípulo de tan illustríssimo maestro me honrró más que de todo lo otro. (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 136v [Bujalance, 22.12.1589])62

Esta última carta sintetiza la concurrencia de la faceta erudita, emocional y social que vertebra toda su correspondencia con Morales; demuestra simultáneamente la continuidad del intercambio inquisitivo de antigüedades y el agradecimiento recíproco de maestro y alumno. Retrospectivamente la misiva confirma que los elogios públicos de Ambrosio de Morales al licenciado Franco en las páginas de sus Antigüedades no solamente eran la expresión de su deuda intelectual, sino también un aspecto eficaz del patrocinio y promoción de su discípulo. Esta dinámica en la que la recomendación de Morales se complementa con el envío del trabajo intelectual del anticuario se repite una y otra vez en el curso de la carrera de Juan Fernández Franco y acompaña siempre sus búsquedas de patrocinios, favores y mejoras laborales que terminó por independizarse de las manos de su mentor y alzar vuelo propio.

62. Al margen el tembloroso Morales anota: «Más que esso merece Vuestra Merced» (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 136v).

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2. La red epistolar de Fernández Franco El licenciado Franco incrementó su red de corresponsales con diligencia y los conservó después del deceso de su maestro. Además de los dignatarios mencionados en la sección anterior, Fernández Franco intercambió activamente cartas con el inquisidor y anticuario Martín Pérez de Oliván, el licenciado Arroyo, Diego de Villalta, Gerónimo de Morales, el Inca Garcilaso de la Vega y Pablo de Céspedes (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 98r [Talavera, 5.10.1569], 180r [4.12.1570], 92r [Madrid, 8.3.1571], 106r [Martos, 23.3.1580], 116r [Córdoba, 18.3.1582], 130v [Córdoba, 31.12.1592]; BNE, Ms. 281r [3.4.1601]). Cronológicamente, el epistolario de Fernández Franco cubre toda la extensión de su vida activa y lo inserta en la práctica63 preferida por los intelectuales de esta época, a saber, el intercambio epistolar, a través del cual construyen activamente sus redes y fortalecen de manera estratégica su prestigio social. La correspondencia era una práctica de agencia social y cultural consuetudinaria entre los humanistas de toda Europa (McLean 10-17). El epistolario de Fernández Franco reproduce, así, el modo típico en que los intelectuales del quinientos establecían sus contactos con un flujo constante de cartas, a través de las cuales intercambiaban opiniones eruditas y constituían un circuito en el que los interlocutores, además de compartir el interés por el conocimiento, ventilaban diversas aspiraciones, desde posiciones sociales distintas. La materia anticuaria constituye una suerte de moneda de cambio en esta correspondencia que se vuelve una de las formas más poderosas para recopilar inscripciones, intercambiarlas y discutir opiniones sobre varios aspectos involucrados en la lectura e interpretación de los mármoles, monedas o pasajes de autores antiguos. Las cartas con inscripciones salen de —y llegan a— las manos de Fernández Franco. El licenciado comparte sus antigüedades y acusa recibo de transcripciones elaboradas por otros anticuarios como Lorenzo de Padilla, arcediano de Ronda, o Gerónimo y Ambrosio de Morales (Gimeno, Historia 496-498, Sánchez Cantón 286-287, García Serrano 44). 63. Utilizo la noción de práctica en el sentido definido por Swidler (273-275) como una acción condicionada por un repertorio de hábitos y habilidades marcado por una cultura específica.

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Hay en este intercambio epistolar un estado fluido del conocimiento que nos acerca al estudio anticuario en ebullición, hace circular las transcripciones de los restos de la Antigüedad antes de los análisis definitivos y afecta la escritura del anticuario al poner en sus manos novedosos hallazgos, además del estado de la cuestión sobre los mismos. Fernández Franco no solo va recibiendo y produciendo transcripciones de monumentos, sino que va analizándolas y componiendo fragmentos de pequeños tratados que envía a sus corresponsales. El itinerario de las cartas se intersecta con el itinerario andaluz de Fernández Franco y traza el recorrido virtual de sus estudios. Sus tratados se intitulan en función de los lugares desde donde le escriben sus corresponsales —como su Recopilación de las memorias antiguas romanas que se hallan en la Villa de Martos— o desde donde ejerce como abogado —como su Demarcación de la Bética antigua y noticias de la Villa de Estepa—, asimismo comentan parte de una colección privada de medallas y monedas que le mostraron en Comares (Fernández Franco, Recopilación 285r; Demarcación 1r; Tratado 2r/v). La forma de las cartas impregna la estructura misma de sus tratados, pues la retórica epistolar enmarca y moldea sus presentaciones y cierres. De este modo, las monografías anticuarias de Fernández Franco se configuran como una larga y especializada epístola que suele abrirse con una dedicatoria donde declara escribir por mandato del destinatario, se pone a su servicio, llama su atención sobre la obra, apela a su gusto por las antigüedades, le solicita corregir los errores que encuentre. Dicha epístola liminar se suele cerrar con una despedida que declara la labor cumplida y agotada, aunque siempre sujeta a la corrección del lector (Fernández Franco, Demarcación 1r, 2v, 87v-88r; Monumento 98r-99r; Memorial 251r-281r). Al dirigirse a sus destinatarios con esta forma subyacente, el anticuario borra los límites entre las cartas propiamente dichas y los tratados que resultan de sus rigurosos análisis; convierte así al destinatario en un interlocutor válido, como si fuera un gran conocedor de antigüedades al que, en un recurso a la modestia, invita incluso a rectificarlo. Si a través de la correspondencia especializada en las antigüedades andaluzas el licenciado Franco había logrado construir una red, el efecto interconectado de estas cartas, los intereses intelectuales y personales de los participantes y las referencias de unos a otros ampliaron

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el número de corresponsales aun fuera de la corte, de la nobleza andaluza o del alto clero. Es el caso de las misivas intercambiadas entre Fernández Franco y el Inca Garcilaso de la Vega. A través de la familia de Ambrosio de Morales, en 1592, el licenciado Franco se puso en contacto con el Inca y este le mandó como respuesta una copia de su traducción de los Diálogos de amor. La segunda comunicación entre ambos reiteraba la persistente búsqueda de ascenso laboral, que hacía que el licenciado Franco considerase seguir la estela de Frías de Albornoz y meditara abrazar la carrera de Indias (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 128r [Córdoba, 20.5.1593]). Consultado al respecto, el Inca Garcilaso contestó con una recomendación práctica: «a lo que vuestra merced dize del viaje de Yndias digo, señor, resumidamente que antes oy que mañana y al Perú antes que a otra parte» (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 128r [Córdoba, 20.5.1593])64. Siguiendo el carácter recíproco de las consultas y favores que se deslizan en este tipo de vínculos epistolares, Garcilaso, consciente del circuito que Fernández Franco había creado en la corte, le había pedido apoyo

64. Eugenio Asensio («Dos cartas» 585-587) descubrió y publicó las epístolas de Garcilaso y el licenciado Franco sin indicar dónde las había encontrado. Su estudio no trata de reconstruir a qué se estaba refiriendo este último. A la luz del epistolario y de sus tratados sobre antigüedades, se deduce que la constante aspiración por la mejoría laboral puso ante Fernández Franco la posibilidad de un puesto administrativo en Indias. La formación jurídica de Fernández Franco, comprobada en la cantidad de opiniones jurídicas que se conservan insertas en su epistolario, induce a pensar que se trataba de un puesto en la Real Audiencia (ANTT, Casa de Cadaval, vol.20, 90r-91r). Entre sus corresponsales estaba el licenciado Frías de Albornoz, un jurista y anticuario que sirvió en México. Fernández Franco había comentado con este último su interés por las antigüedades conservadas en los baños de Villardompardo —las tierras de Fernando de Torres y Portugal, conde de Villardompardo y virrey del Perú desde 1584 a 1589— y, de hecho, las menciona en su Itinerario y discurso de la vía pública (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 113r [Santa Olalla, 2.1.1574]; Fernández Franco, Itinerario 42v). Es decir, su amplio circuito incluía a altos funcionarios de las colonias. Garcilaso deja entrever que el tipo de consulta era de naturaleza laboral al aludir a la ayuda que los mecenas de Fernández Franco le podían prestar para agilizar en Sevilla los trámites del paso a Indias y asegurar el puesto con cartas de recomendación dirigidas al virrey García Hurtado de Mendoza (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 128r [Córdoba, 20.3.1593]). Garcilaso lo aconseja en esa dirección y le sugiere pedir asistencia al marqués a quien no identifica, pero parece referirse a Pedro Fernández de Córdoba, marqués de Priego, o a Diego López de Haro, marqués del Carpio. Como hemos señalado, Fernández Franco le había dedicado al marqués de Priego su Monumento de inscripciones romanas (Fernández Franco, Monumento 98r-99r).

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para una segunda publicación de su traducción de los Diálogos de amor (Asensio, «Dos cartas» 587). La pertenencia mutua al círculo de Ambrosio de Morales explica el intercambio de estas misivas. Garcilaso reconoce haber sido admitido por Morales en su entorno. En su Historia general del Perú, cuenta que Agustín de Oliva, hermano de Ambrosio, le prestó la historia manuscrita del rey Enrique II sobre la escasez monetaria en España, antes del descubrimiento del Perú, de la que el Inca cita largos fragmentos (Garcilaso, Historia general I: 26 [lib. 1, cap. 4]). Es decir, Garcilaso usó con ellos del intercambio de libros y manuscritos, otra de las prácticas consuetudinarias de los intelectuales de entonces, lo que corrobora la cercanía con la familia Morales. Además, Ambrosio de Morales revisó una versión preliminar de la Historia de la Florida. A esta lectura alude Garcilaso al mencionar que un «coronista de la majestad católica» cotejó su relato histórico sobre la Florida con una relación de los mismos sucesos presentada en México al virrey Antonio de Mendoza, a los que encontró muy conformes entre sí (Garcilaso, La Florida 102 [proemio]). Es muy plausible que Ambrosio de Morales se interesara por la obra de Garcilaso porque, independientemente de las informaciones de este, a Morales, en efecto, le importaba conocer las figuras que los incas inscribían en piedras y en vasos ceremoniales, así como su modo de contar por quipus65. El oficio de cronista real incrementó la atención de Morales a la materia indiana; entre sus apuntes inéditos aparecen llamadas a «Hernán Cortés», «Tierra Firme», «la mar del sur», «el Perú» en un listado de eventos notables ocurridos desde el año 1500 (BNE, Ms. 5938, f. 361v). En las cartas de Fernández Franco había, por tanto, numerosos factores que ampliaban su número de corresponsales y las hacían posibles como modo de comunicación: los intereses personales, sociales e intelectuales de los corresponsales, la ida y vuelta de los bocetos y transcripciones de las antigüedades y demás aspectos de la materia anticuaria. En medio de esta dinámica interacción, el anticuario había logrado forjarse un prestigioso lugar, cimentado en la práctica diestra de sus especializados análisis. 65. Ambrosio de Morales intercambió cartas con el jurista Murillo de la Cerda, funcionario de la Corona en Perú, sobre los altorrelieves incaicos en piedras y también sobre los quipus (BNE, Ms. 5938, 433r-435r).

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3. La posición social del anticuario La estima intelectual de que gozó el licenciado Franco se explica por una serie de transformaciones políticas, económicas y administrativas de las élites sociales, que fungieron como mecanismos para que la emergencia, la movilidad y la consolidación social mirasen al conocimiento como síntoma de nobleza y de potencial pertenencia a los sectores dirigentes, y para que surgiera un grupo de individuos conscientes de que su promoción social se vinculaba al estudio (Rubio Lapaz, Pablo de Céspedes 13; Lleó Cañal 17-29). En el ámbito de la comunidad intelectual, el trabajo del anticuario aporta la materia prima que nutre numerosos proyectos patrocinados por la Corona y por la Iglesia a fin de revisar las historias de España, defender ciertas posturas políticas y afirmar las creencias católicas. Ambrosio de Morales, por ejemplo, intenta escribir una crónica solvente de España refinando las bases metodológicas y haciendo trabajo de campo para recobrar antigüedades e integrarlas a su escritura histórica; Pablo de Céspedes indaga los orígenes de Córdoba y de su mezquita catedral en medio de grandes debates y radicales renovaciones de su arquitectura (Kagan 95-110; Elliot van Liere 242-247; Binotti, Cultural Capital 129-134; Rubio Lapaz, Escritos 79-133; Nieto Cumplido, La catedral 502-516). Este rol de proveedor de estudios y opiniones sobre objetos y antiguallas que cumple el anticuario tiene como correlato intelectual el establecimiento de un método sólido, capaz de evaluar las antigüedades que han de incorporarse en las historias, lecturas e interpretaciones sostenidas con pruebas materiales; en suma, certificaciones provistas, estudiadas y «declaradas» por los anticuarios para alcanzar, en palabras del obispo de Tui, «buen fundamento de verdad» (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 55r [Bujalance, 10.1.1573]). La actividad de los anticuarios españoles no difería de la empresa llevada a cabo en paralelo por los europeos, que procuraban rastrear la cartografía de la Antigüedad, estudiar minuciosamente las inscripciones, medallas y otros restos arqueológicos, así como reconstruir las costumbres e instituciones del pasado (Elliot van Liere 242-247). Ambrosio de Morales vio, en estos tratados anticuarios, una poderosa herramienta histórica y se decidió a componer un pequeño tratado anticuario para su Corónica general: «ayudándome también de la

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mucha doctrina y buena diligencia y trabajo con que Carlo Sygonio, Lylio Giraldo, Vuolfango Lazio y F. Onuphrio Panuinio hombres señalados en estos nuestros tiempos lo recogieron» (Morales, La corónica 1r). Frecuentemente, los tratados del licenciado Fernández Franco remiten —principal, aunque no exclusivamente— a los realizados por anticuarios italianos66. Esta atención a las antigüedades había constituido un campo de interés compartido por numerosos humanistas, el cual se proyectaba como una renovación en el método de la historia (Stenhouse 13-14, 35; Momigliano 286-290). Helena Gimeno Pascual («El despertar» 373-374) ha precisado las coordenadas cronológicas de los albores de la epigrafía española en el periodo del siglo xvi que venimos estudiando y ha destacado las críticas con que los intelectuales españoles se acercaban al trabajo de sus pares italianos. Los anticuarios españoles y portugueses se especializaron en el estudio de las antigüedades romanas conservadas en los lugares donde ejercían sus actividades e inclusive miraban a la ciudad de Roma como el centro paradigmático de la reconstrucción anticuaria, pero mostraron además una apertura a las antiguallas de otros pueblos y culturas. Así, el anticuario portugués Francisco de Holanda, dibujante in situ de los antiguos monumentos romanos y estudioso de los patrones de la pintura antigua, profesó un concepto de Roma que no se limitaba a la circunscripción de la Roma cesárea, sino que se delimitaba por la expresión de la inteligencia «onde quer que houver outras taes [obras] como aquellas [obras da grande Roma], tamben ali chamarei Roma e declaro isto mais, e digo que engenhos em toda parte podem nascer» (Holanda, Da pintura 77). Luis del Mármol Carvajal esbozaba una historia de Granada que incorporaba la información anticuaria conservada en los edificios y en las losas sepulcrales de los reyes nazaríes (Mármol Carvajal, Historia del rebelión 34-54 [lib. 1, caps. 7-12]). 66. En sus tratados, luego de someter las antigüedades a su escalpelo analítico y reconstructivo, el licenciado Franco apoya sus interpretaciones en una masa textual que comprende el canon de autores clásicos, los códigos de derecho civil y canónico y los manuales contemporáneos de antigüedades como la Antiquae Romae topograhia, de Bartolomeo Marliani; el Romanorum principum librum, de Giovanni Battista Egnazio; o el De magistratibus sacerdotisque romanorum de Lucio Fenestella. Cita estas obras respectivamente, por ejemplo, en el Tratado de varias medallas (40v), la Recopilación de las memorias (292v) y en la Demarcación (14v-15r).

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La caracterización de los anticuarios de Momigliano esquiva estos detalles y excluye el examen de la obra de los anticuarios españoles; sostiene que las historias locales europeas empezaban con el estudio de la Edad Media y que no había un canon historiográfico medieval establecido a diferencia del canon de historias griegas y romanas firmadas por los consabidos autores clásicos como Livio o Tácito (Momigliano 292-293). No es el caso ni de Morales ni de Fernández Franco, cuya especialización cronística y anticuaria comenzaba con el establecimiento de las colonias romanas en la península ibérica. Ambos estaban dispuestos a corregir las lecciones de los textos clásicos. Morales, por ejemplo, quería completar lo que Tito Livio «passa callando» y mejorar los defectos de los historiadores romanos que «pasan sin ningún cuidado por las [cosas] de los otros», resolver las discrepancias de los autores antiguos con sus conjeturas y oponerse a algunas afirmaciones «con que Tito Livio y otros autores nos infaman» (Morales, La corónica 14r, 29v, 33r [lib. 6, caps. 1, 10, 12], 69r [lib. 7, cap. 1]). Además de cronista, Ambrosio de Morales era un anticuario consciente de la complementariedad de ambos tipos de estudios históricos, de ahí que levante su versión narrativa del pasado a partir de numerosas fuentes, de las cuales las antigüedades constituyen el marco referencial primario, es decir, el contexto material recuperado del fondo del tiempo al que se había de atender para escribir una historia precisa en sus coordenadas geográficas, correcta en la determinación de sus personajes y sus posiciones sociales, y crítica en la comprensión, aceptación y reformulación de las afirmaciones de los escritores canónicos del pasado. En atención a este objetivo de la precisión referencial, Ambrosio de Morales no solamente perfiló un método para el tratamiento de las piedras e inscripciones de mármol, sino que insertó en distintas partes de su crónica breves disquisiciones dirigidas a instruir al lector sobre el modo de contar el tiempo entre los árabes, sobre el valor monetario del antiguo maravedí y sobre el crédito histórico que merecen los documentos de la chancillería del rey (Morales, Los cinco postreros, s. n. [preliminares]). Aunque el licenciado Franco no escribiera una crónica, sus notas personales a la obra de Morales muestran con claridad el vínculo que establecía entre historia y antigüedades. Maestro y discípulo comparten una conciencia extremadamente clara de que sus escritos

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históricos y anticuarios llenan un vacío en la forma de reconstruir el pasado en España. Ambos reiteran una y otra vez que no han visto tratados los temas sobre los que escriben y la metodología anticuaria que elaboran (Morales, La corónica 1v-2r [prólogo]; Las antigüedades 30v; Fernández Franco, Demarcación 2r). Frente a una constelación de concepciones de la antigüedad que rayan en lo ficticio y en lo mitológico, Morales y Fernández Franco representan la vertiente histórica del acercamiento a la antigüedad (Rallo Gruss 12-21). En el caso de Fernández Franco, el rasgo distintivo de su trabajo anticuario se encuentra en su voluntad de especializarse en las antigüedades andaluzas por la posibilidad de verlas personalmente y de aplicar los métodos anticuarios diseñados por —y discutidos con— Ambrosio de Morales para el tratamiento de los restos locales, de la relectura y escritura solvente de las historias civiles y religiosas del pasado hispano y de la renovación de las ciudades, pueblos y monumentos. Siguiendo el modelo de los anticuarios italianos, Ambrosio de Morales escribió precisamente un «discurso general», vale decir, una metodología ajustada al caso de España en sus antigüedades para elucidar los nombres y sitios de las poblaciones antiguas (Morales, Antigüedades 2r-11v). Este método nació de esa conciencia de tener que llenar el vacío metodológico existente en España con respecto al tratamiento de las antigüedades. Esta intención propedéutica se la comunicó privadamente al licenciado Franco al mandarle una versión preliminar de sus reglas: envío aquí el principio donde está todo el intento y así van proseguidos los trece lugares y, quando llegué al último de las piedras, escreví más de veinte pliegos de papel dellas porque son cosas muy necesarias y no estauan enseñadas. Luego usando deste méthodo voy tratando de las ciudades antiguas de España por el orden que en la Corónica van nombradas. (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 140r [Alcalá de Henares, 26.2.1566])

No solo Ambrosio de Morales echaba en falta estas reglas anticuarias. Antes de la publicación del «Discurso de las Antigüedades» de Morales, el obispo de Tui había llamado la atención de Fernández Franco respecto de la necesidad de contar con reglas metodológicas adecuadas; le pidió por carta establecer ciertos «cánones universales»

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para el tratamiento de las monedas antiguas67. Este afán por establecer reglas concretas para el manejo de las antigüedades que resurgían en excavaciones, en iglesias y en diversas búsquedas sistematizaría las constantes preguntas dirigidas a precisar con exactitud diversos aspectos de la cultura material sobre la base de la cual se reconstruiría la historia. La aspiración a la precisión tenía como ideal la comprobación in situ de la existencia de estas huellas tangibles de la Antigüedad. Ambrosio de Morales, por ejemplo, emprendió con su sobrino Gerónimo excursiones al campo andaluz para ver antigüedades y transcribir de primera mano las inscripciones marmóreas; Juan Ginés de Sepúlveda, por su parte, se detuvo en su misión diplomática a Portugal para recoger inscripciones (Sánchez Cantón 286; Sepúlveda 88-93)68. Se requería también una experimentada pericia para establecer la lectura epigráfica más precisa de las letras romanas y las abreviaturas de los monumentos y objetos. Según el licenciado Franco, esta habilidad mejoraba con la práctica y el paso del tiempo (Sánchez Cantón 288). A este trabajo primario se sumaban los fundamentos de latín y de historias latinas para poder proceder a interpretar el sentido de los objetos. Fernández Franco es muy consciente de la importancia de estas lecturas y señala con sentido crítico la ausencia de estas en los cuadernos del arcediano de Ronda Lorenzo de Padilla, «porque le faltaba mucha parte de lección en historias latinas y aun fundamento de latín» (Sánchez Cantón 276-277). Estos conocimientos debían aplicarse al establecimiento del contenido de las inscripciones, títulos y letreros que traían las antiguallas, a la determinación del sitio en el que se habían encontrado y a la coordinación entre el testimonio del objeto anticuario y las historias antiguas. Por esta razón, la correspondencia inédita y los tratados manuscritos de Fernández Franco y de otros anticuarios están repletos de huellas de esta constante búsqueda de instrumentos de 67. El obispo de Tui elogia la capacidad del anticuario de llegar «a las raíces» de los objetos antiguos, le sugiere publicar un libro sobre esta materia y le aconseja poner «al principio del libro algunos cánones universales como hizieron Constancio Lando en sus numismas» (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 18, 57r/v [Bujalance, 1.2.1573]). 68. Según Gimeno Pascual («El despertar» 376-377), los anticuarios realizaban viajes arqueológicos a partir de la idea anticuaria que se había introducido en los escritos de Joan Margarit.

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precisión: Gerónimo de Morales consulta numerosas veces con Fernández Franco la transcripción correcta de las inscripciones antiguas; Diego Franco, hijo de Juan Fernández Franco, manda a Pablo de Céspedes un inventario de abreviaturas funerarias de la Antigüedad española con sus respectivos desarrollos; Juan Ginés de Sepúlveda y Francisco Fernández de Córdoba indagan la medida exacta de la legua romana para calcular sus proyecciones cartográficas, leer con precisión las historias y determinar el lugar exacto de las ciudades antiguas (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 126r [Córdoba, 4.6.1571]; BNE, Ms. 7150, 319r-322r; Sepúlveda 134-135; Fernández de Córdoba, Didascalia 346-350). Este riguroso acercamiento permitiría entender metódicamente los restos pétreos de la Antigüedad, aproximarse a su sentido con suficiencia, superar la práctica deficiente de los anticuarios españoles y generar confianza en los lectores y estudiosos. Es decir, el testimonio de vista recogido directamente en el campo no bastaba y requería de la pericia del anticuario. Por lo tanto, la fijación del método era asunto prioritario69. Estas precisiones metodológicas, orientadas a la depurada reconstrucción de las antigüedades, se complementan con una aspiración a lograr un inventario extenso y completo de las antigüedades que posteriormente se someterían a discusión y análisis. Estas autopsias solían recogerse en álbumes que se consultaban, se pulían e incrementaban constantemente e incluso se presentaban a grandes personajes70. Ambrosio de Morales, por ejemplo, le prestó a Fernández Franco el libro de antigüedades del rey para que este sacara de ese repositorio los diseños y transcripciones que le faltaban y tratara de detectar si 69. La preparación del anticuario y la pertinencia de contar con un método sólido para comprender los restos antiguos son asuntos muy presentes en la correspondencia. Lo comenta el doctor Frías de Albornoz elocuentemente al agradecerle a Fernández Franco sus aclaratorias atingencias anticuarias, cuya calidad diferenciaba de las proporcionadas por la mayoría de los de su mismo oficio, indignos de crédito aun cuando hubiesen visto los restos romanos: «la vista en mí no es de mucha autoridad quando es de hombre que no entiende más la piedra que la piedra a él y destos son todos los más antiquarios que por España corren» (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 98r [Talavera, 5.10.1569]). 70. Véase, por ejemplo, la colección de diseños de Francisco de Holanda (Álbum 5v-54v). Se conservan numerosas colecciones manuscritas de antigüedades que acusan la extendida difusión de este interés por reunir los diversos testimonios antiguos (Rallo Gruss 33-34).

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había alguna inscripción falsa en la compilación real (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 144r [Alcalá de Henares, 1.12.1563]). Fernández Franco nunca cesó de incrementar su repertorio de antiguallas y, así, en el año final de su vida, solicitó que Pizaño de Palacios le enviara transcrita su colección de antigüedades de Antequera (BNE, Ms. 7150, 277r-279v [Bujalance, 21.5.1601]). Antes de llegar a las páginas especializadas de Fernández Franco, el tratamiento de las antigüedades se encontraba en una suerte de fluido estado líquido: el anticuario ampliaba o disminuía los comentarios sobre el contenido de los objetos, los hacía circular en forma de epístolas o en colecciones manuscritas. A estas cartas hay que volver para capturar in statu nasciendi la aparición, circulación, declaración y comentario sobre los objetos materiales. El contacto epistolar de Fernández Franco con Ambrosio de Morales y su sobrino Gerónimo permite observar casuísticamente este desarrollo de la escritura anticuaria y seguir de cerca el interés y la especialización del licenciado Franco en las antigüedades de Andalucía. El epistolario trata, en estricta prelación cronológica, la discusión sobre Claritas Iulia, el estatus de Córdoba como la colonia romana más antigua en la península ibérica, la inscripción Puteal Thaddai descubierta en la casa del marqués de Comares, la etimología de Porcuna y los pasajes pertinentes de Plinio, la lectura correcta de Mellaria, la interpretación de la losa de los odreros, la identificación de Martos con la Tucci romana (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 140r [Alcalá de Henares, 2.2.1566], 152r [Alcalá de Henares, 19.10.1566], 120r [Córdoba, 19.3.1570], 100r [Santa Olalla, 11.1.1571], 154r [Alcalá de Henares, 6.6.1571], 126r [Córdoba, 4.6.1571], 107r [23.3.1580]). Las cartas anticipan, así, punto por punto los contenidos principales de los tratados de Fernández Franco. Estos últimos escritos representan la expresión práctica, acabada y madura de la corriente anticuaria en la que su autor estaba inmerso. Su composición presupone toda esta discusión epistolar y particularmente su confrontación privada con la obra de Ambrosio de Morales, cuyos principios metodológicos habían sido revisados epistolarmente por el licenciado Franco durante los años en que aquel escribía Las antigüedades de las ciudades de España. Este libro es una pieza sustancial de la escritura histórica de Morales, cuyos criterios resultan importantes para comprender la especificidad del alcance de sus

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afirmaciones y el vínculo que mantiene con los escritos de Fernández Franco y con la escuela anticuaria hispana en general.

4. Cuestiones de método anticuario y versión histórica: el caso de Ambrosio de Morales La Corona española buscaba producir una versión oficial del pasado. Ambrosio de Morales participó en esta empresa con el cargo de cronista oficial ad honorem, se convirtió en el continuador de la labor de Florián de Ocampo y se propuso escribir con mayor fundamento de verdad (Morales, La corónica general, s. n. [dedicatoria al rey]; Kagan 109-112). Con diplomacia, Morales se equiparó a Florián de Ocampo en la intención común de subsanar la falta de una historia de los hechos antiguos de España digna de ser presentada a lectores solventes, pero decidió retomar la crónica general con un criterio cronológico que la hacía comenzar «poco más de doscientos años antes del nascimiento de nuestro redentor» debido a la supervivencia de relatos y testimonios materiales de dicha época (Morales, La corónica general 1v-3r [prólogo]). Esta decisión concretiza el proyecto de renovación historiográfica que preside la escritura de su crónica general y que persigue dotar al registro de los hechos incluidos en sus páginas de una mayor certidumbre que aquella lograda por las historias anteriores. Con este objetivo Morales repite constantemente que todo lo que se encuentra en sus primeros libros se toma de autores antiguos o se rastrea «por buena conjetura» (Morales, La corónica general 3v, 4v [prólogo]). Precisamente el rigor de estas conjeturas y la voluntad de identificar los sitios antiguos donde ocurrieron los hechos narrados hicieron necesaria la inclusión de las piedras antiguas de época romana y goda. Inclusive, para ser exhaustivo, Morales incluyó las piedras transcritas por Ciriaco de Ancona indicando siempre su procedencia por considerarlas dudosas debido a la reputación negativa de Ciriaco (Morales, La corónica general 5r, 10r)71. La cantidad de antiguallas y 71. El anticuario Ciriaco de Ancona se ganó la fama de falsario por su cercanía con Annio de Viterbo, autor de varias supercherías históricas que creaban un pasado a la monarquía española rastreable hasta Tubal, hijo de Noé. En esta campaña contra la reputación de Ciriaco, los libros de Ambrosio de Morales cumplieron un

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la necesidad de citarlas convenció a Morales de separar la narración cronológicamente lineal de la crónica del estudio proto-arqueológico de la cultura material para evitar largas y molestas digresiones y para mantener la retórica apropiada, pues el tratamiento claro y sencillo propio de la exposición de las antigüedades se diferenciaba de la gravedad estilística de la historia (Morales, Las antigüedades 1v). Morales había considerado seriamente esta separación. Se hacía visible en su necesidad de reservar un espacio aislado en la primera parte de su Corónica general para insertar un tratado especializado en vestimentas, instituciones y costumbres romanas que le permitieran al lector seguir con claridad la narración de la historia de la Iberia romana, la cual lo obligaba a entrar en muchos detalles materiales y precisiones eruditas, de tratamiento inevitable, para lograr la comprensión de su reconstrucción histórica (Morales, La corónica general 1r-12v; Mora, Historias 24-30). La longitud que demandaba esta especialización devino en un libro entero, en el caso de Las antigüedades de las ciudades de España, en el que entregó a los lectores la metodología que los anticuarios habían estado reclamando en su correspondencia. Su primera regla introducía el principio de la materialidad, pues los restos concretos de la antigüedad, aun en su estado ruinoso y descompuesto, constituían la columna del estudio anticuario y de su identificación de los lugares (Morales, Las antigüedades 3r). A este principio suceden las reglas referidas al escrutinio de los escritos geográficos antiguos pertinentes a la península ibérica, a saber, Ptolomeo, el itinerario del emperador Antonino, Plinio, Estrabón y Pomponio Mela. Se sumaban las reglas concernientes al examen de las menciones de lugares citados en las historias antiguas y en las obras de escritores antiguos, particularmente de aquellos nacidos en España, así como las propias de la identificación de las sedes de los concilios eclesiásticos de España y de la comparación entre los nombres antiguos y modernos. Morales incluyó también la consideración de reglas adicionales relativas al reconocimiento de los ríos, a la ubicación de los lugares donde hubo martirios de cristianos, a las lecturas hagiográficas y al consejo de los peritos en materia anticuaria (Morales, Las importante rol de difusión. No obstante, Ciriaco contribuyó al anticuarianismo español, al ser uno de los inventores, según Gimeno, del llamado «viaje arqueológico» (Gimeno, «El despertar» 373-377; Mayer 349-350).

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antigüedades 3r-9r). Esta última regla parece justificar, en el método mismo, la circulación epistolar. Ambrosio de Morales se atuvo a su norma de priorizar el escrutinio de los restos materiales e insertó en su libro descripciones y transcripciones epigráficas de gran valor, provenientes en su mayoría de un núcleo cercano a Córdoba y de otras zonas de Andalucía (Bonneville 78). Con la impresión de este tratado metodológico para el tratamiento de las antigüedades, Ambrosio de Morales se convirtió en el abanderado del establecimiento de los principios de la disciplina anticuaria en lo que respecta a España. Su intento de emplear metódicamente la cultura material para autorizar su crónica constituye su contribución principal a la renovación historiográfica hispana (Sánchez Madrid 3839, 89-90; Rodríguez Suárez 28; Abascal 15). Hay que insistir en que Morales es la cara visible de un vasto movimiento anticuario español. Fernández Franco conoció y enjuició este pequeño tratado anticuario de Ambrosio de Morales, no escribió una historia narrativa, pero era muy consciente de la estrecha relación que había entre la investigación de la cultura material y la historia que encarna en sus notas a la obra de Morales. No obstante la voluntad de averiguar sólidamente los lugares y los objetos referentes a su reconstrucción histórica, Ambrosio de Morales concebía sus afirmaciones anticuarias en una escala de grados de certeza que excluía la certeza absoluta: «nadie espere de mí, tengo traer, para prouar lo que dixere, razones firmes y de tanta fuerça que hagan entera certidumbre y aueriguen del todo la uerdad» (Morales, Las antigüedades 2r). Morales percibe su labor como una empresa abocada a ofrecer mayor certidumbre sobre el pasado, pero circunscribe el alcance de sus afirmaciones al nivel de la conjetura probable, es decir, digna de aprobación y crédito (Morales, Las antigüedades 2r, 30v; La corónica 1r [prólogo]). Este nivel probable del conocimiento histórico es reconocidamente el límite máximo de su trabajo e informa las atingencias con que Morales señala sus propias «conjeturas» para enterar al lector de la consistencia epistemológica de lo que lee (Morales, La corónica, e. g., 88r [lib. 7, cap. 19], 140v [lib. 8, cap. 13], 172r [lib. 8, cap. 36], 193v-194r [lib. 8, cap. 51]; cf. Cárdenas Bunsen, Escritura 100-107)72. 72. El estudio de Sánchez Madrid sobre la relación entre la arqueología y el humanismo en el pensamiento de Morales destaca la apertura de este a la lectura de fuentes materiales y su función para garantizar «un grado de veracidad inusitado

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Dentro de este marco, Morales incluye la opinión de los doctos como una regla para consolidar la interpretación de las antigüedades y autorizar las afirmaciones de su crónica. Este regla no solamente se hacía eco de un requisito epistemológico que se remontaba a la dialéctica aristotélica y que consideraba a la opinión común de los peritos como una opinión probable, acreditada y provista de autoridad, sino que en manos de Morales sirvió para reconocer públicamente la pericia de algunos miembros de su familia y de sus discípulos Alonso Chacón y Juan Fernández Franco, entre otros (Aristóteles, Tópica 272-275 [100b]; Morales, Las antigüedades 8v, 9r). Juan Fernández Franco conoció las reglas acuñadas y reunidas por Morales, las anotó y nunca reclamó la autoría de su creación (Fernández Franco, Notas 153r-154r)73. Por abrazar el marco epistemológico de su maestro, Fernández Franco sabía que sus escritos y su opinión podían adquirir la autoridad que fluía de ese riguroso tratamiento de las antigüedades. Esta consciencia del valor de su opinión generó en el licenciado un reconocimiento de su contribución a la obra del propio Morales y le permitió medirse con este en las anotaciones marginales que puso a su ejemplar personal de La corónica general y de Las antigüedades de las ciudades de España. hasta estas fechas en nuestro país» (Sánchez Madrid 99). Sin embargo, resulta insuficiente la caracterización de la contribución de Morales circunscrita a «la construcción de un método racional y empírico de investigación histórica, construido desde el objetivismo y cientificismo que le exigía su férreo concepto de “verdad”» (Sánchez Madrid 38). Esta opinión desconoce la cuidadosa gradación conceptual que Morales recalca a cada paso y que dista del «objetivismo y cientifismo» lo mismo que dista la renovación anticuaria del siglo xvi de la arqueología moderna desde donde juzga el investigador contemporáneo. La falta de atención a los criterios de Morales conduce a sostener que «Morales comete uno de sus mayores errores, precisamente de los más criticados por él a sus antecesores: el exceso de confianza en las fuentes literarias antiguas» (Sánchez Madrid 121). El anacronismo de esta apreciación no solamente ignora la concordancia que Morales busca entre su Corónica y su estudio anticuario sino que también subestima el sistemático apoyo que Morales busca en esos «autores graves» para completar, reinterpretar y criticar la antigua, breve y, según Morales, sesgada narración de estos mismos autores canónicos (Morales, La corónica 2r-3v [prólogo]). 73. El licenciado Franco marginó las obras de Ambrosio de Morales en sus ediciones príncipe. Para efectos de la precisión bibliográfica dirigida al lector especializado, en este capítulo ofrezco una doble numeración. Pongo primero la foliación del manuscrito de la Biblioteca Capitular y Colombina y a continuación remito a la página de la obra de Morales que comentaba el licenciado Franco. A esta última le agrego el libro y capítulo correspondientes.

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5. Autoría y polémica: las anotaciones del licenciado Franco a Ambrosio de Morales Juan Fernández Franco leyó y releyó tanto la Corónica general de Morales que la frecuencia con que poblaba de notas su ejemplar terminó por mellarlo y hacerlo perder la portada y tres folios; si bien él mismo los volvió a copiar de su propia mano, los insertó en su lugar original y subsanó la laguna de su copia personal (Fernández Franco, Notas 7v) 74. Las anotaciones del licenciado Franco revelan, en primer lugar, una obsesión por ubicar el lugar más conveniente para introducir su anotación anticuaria al lado de la sucesiva narración histórica, con un criterio que plantea una relación entre los eventos narrados y su precisión anticuaria. Tendiendo puentes con su propia época, el licenciado Franco fechó sus anotaciones asociándolas con frecuencia a los descubrimientos de restos romanos o a los eventos políticos o religiosos más importantes del momento. Un significativo grupo de notas registra las fechas de las traslaciones de los mártires españoles a los lugares de sus martirios para establecer su culto. Así, la nota más antigua data de 1576 —solo dos años después de la publicación de Morales— y se refiere al traslado a Alcalá de Henares de las reliquias de los santos Justo y Pastor: «tráxolas [las reliquias] el Reverendísimo Señor Don Pedro Serrano que agora fue electo de Coria a 30 de marzo deste año presente 1576» (Fernández Franco, Notas 126v; ad Morales, La corónica 357r [lib. 10, cap. 9]). En 1587, Fernández Franco anotó que Felipe II había instalado en la iglesia del alcázar toledano —el antiguo pretorio— las reliquias de santa Leocadia (Fernández Franco, Notas 126v; ad Morales, La corónica 362r [lib. 10, cap. 11]). En el marco de su interés por los restos del 74. En la actualidad, el ejemplar de la Corónica general de España con las notas hológrafas de Juan Fernández Franco se encuentra perdido y no se toma en cuenta en las investigaciones sobre el anticuario de Montoro. Antes de desaparecer formaba parte de la colección episcopal de Córdoba, donde lo depositó el obispo Salazar y Góngora. En 1755, Manuel José Díaz de Ayora transcribió las anotaciones; la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla conserva esta copia. El manuscrito revela la continuada lectura de la obra de Morales y la circulación del trabajo de Franco, ya que también contiene las intervenciones de varios anticuarios y dueños del ejemplar que dialogan póstumamente con Morales y Fernández Franco, y que se identifican como Pedro Díaz de Rivas, Bernardo Gámez de Cabrera, Pedro de Villacevallos y el copista final Manuel José Díaz de Ayora.

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temprano cristianismo, los descubrimientos del Sacromonte granadino le merecieron varios apuntamientos. En 1588, Fernández Franco se hizo eco de los hallazgos de la Torre Turpiana y, en 1595, volvió a poner al día —siempre datando sus intervenciones— su registro de transcripciones y noticias sobre los mártires al margen del lugar donde Morales trataba de los siete varones apostólicos, es decir, al lado del episodio histórico evidentemente vinculado a los hallazgos de Granada (Fernández Franco, Notas 92v-95v; ad Morales, La corónica 261v [lib. 9, cap. 12]). Al fechar el saqueo inglés de Cádiz en el día de san Pedro y san Pablo de 1596, Fernández Franco releyó los pasajes que Morales dedicaba al antiguo despojo, liderado por el cartaginés Magón, del tesoro público, templos y palacios gaditanos. Al hacerlo, establecía una comparación entre el presente y el pasado que podía evocar en su lector una meditación sobre la magnífica ciudad de Cádiz (Fernández Franco, Notas 22v; ad Morales, La corónica 63r [lib. 6, cap. 35]). Antes, en 1591, el licenciado Franco había registrado el descubrimiento de una lápida romana en Córdoba que probaba la residencia cordobesa de algunos miembros de la romana familia de los Poliones (Fernández Franco, Notas 66v; ad Morales, La corónica 191v [lib. 8, cap. 50]). Finalmente, en noviembre de 1601, un mes antes de morir, Fernández Franco anotó que había visto medir el puente de Montoro (Fernández Franco, Notas 106r; ad Morales, La corónica 284v [lib. 9, cap. 28]). Aparte de atestiguar el largo comercio de Fernández Franco con los libros de Morales, sus anotaciones acusan una práctica de lectura interactiva, crítica y reiterada de la versión histórica que se trasluce en sus comentarios personales; recurre a esta lectura cuando encuentra en ello elementos para refinar su comprensión de la historia, añadir más información, corregir la versión de Morales o aludir a los acontecimientos contemporáneos. Cuando se entera de un nuevo descubrimiento anticuario, el licenciado Franco vuelve a su ejemplar de la crónica, selecciona el episodio más cercanamente relacionado a la antigualla descubierta e introduce en ese lugar una anotación que enlaza la reaparición del objeto con su marco histórico. Estas notas revelan la perspectiva global del anticuario, pues visibilizan la continuidad entre el presente y el pasado oculta en sus puntuales calas anticuarias de la cultura material. El licenciado Franco convierte a la Corónica general en el gran mural narrativo que vertebra

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sus antigüedades en el devenir temporal y refleja la maleabilidad de sus materiales eruditos para adoptar distintos criterios ordenadores. Sus inscripciones y títulos se pegan a la sucesión histórica reconstruida por Morales en este caso; en otros se adhieren a la cartografía de la Bética, basada principalmente en Plinio el Viejo en lo que respecta a la Demarcación, y a la sucesión de emperadores romanos para organizar las monedas y medallas acuñadas bajo sus mandatos en el caso de su Tratado. Estas anotaciones descubren que el licenciado Franco sigue la práctica de los anticuarios de reunir sus dibujos y transcripciones en álbumes o repositorios; así habla de dos libros suyos que no sobreviven en la forma en que él los denomina: el libro grande y el libro pequeño de inscripciones. El primero aparece referido al declarar que su libro grande es la fuente que usa Morales para transcribir un testamento pétreo hallado en Barcelona: «sacó (el chronista este título) de mi libro grande donde yo lo tengo el qual lo tubo en su poder más de un año» (Fernández Franco, Notas 102v; ad Morales, La corónica 277v [lib. 9, cap. 25]). Por algunas referencias a inscripciones en Guadalupe, Chaves y Murvedre sacadas de ese «libro grande», se desprende que este volumen era una compilación de inscripciones cuya procedencia trascendía los linderos de Andalucía (Fernández Franco, Notas 68v-69r, 103r, 115v; ad Morales, La corónica 194v [lib. 8, cap. 51], 278v [lib. 9, cap. 25], 300v [lib. 9, cap. 36]). Resulta más difícil precisar el contenido del libro pequeño. Sin embargo, el patrón que muestran las menciones a este volumen sugiere que se trataba de un texto más selectivo, con las autopsias practicadas por el propio anticuario sin excluir inscripciones transcritas por otros, pero ya cribadas y fijadas por Fernández Franco. Al tratar de Séneca y su linaje, Morales incluye una inscripción portuguesa que se refiere a la familia de los Sénecas; Fernández Franco completa una omisión del cronista y señala: «esto tengo yo más de esta inscripción en mi libro pequeño, que me lo dio Gaspar de Castro» (Fernández Franco, Notas 87v; ad Morales, La corónica 246v [lib. 9, cap. 9]). Estos dos volúmenes, en consecuencia, componían dos compilaciones de inscripciones para uso personal obtenidas del trabajo de campo, de las transcripciones que le enviaban otros anticuarios, como el propio Morales o Pablo de Céspedes, y de las inscripciones referentes a España que tomaba de los libros publicados entonces, como el de Ciriaco Anconitano (Fernández Franco, BNE, Ms. 7150, 277r-279r).

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Ambas colecciones guardaban la materia prima que seleccionaría y estudiaría para incluirlas en sus tratados. Las referencias a sus colecciones anticuarias presentan a un Fernández Franco muy seguro de la importancia de sus hallazgos y de la propiedad intelectual que se le debe por sus ideas y depuradas transcripciones. Fernández Franco se apresura en reclamar para sí el origen de una información o de una idea y a criticar la falta de comprensión de que adolece Morales frente a sus fuentes. Mientras lee la reconstrucción de la guerra de Numancia, Franco tropieza con la anécdota de los libros contables de Graco olvidados accidentalmente en Numancia. Este último regresó con una escasa escolta a recuperarlos; los numantinos se los devolvieron y le ofrecieron que tomara más presa de la ciudad. Graco justa y prudentemente se limitó a coger un poco de incienso para sacrificar a los dioses. En este punto el licenciado Franco anota: «yo aduertí de esta particularidad por carta al Señor chronista» (Fernández Franco, Notas 39r; ad Morales, La corónica 126r [lib. 8, cap. 3]). Los reclamos de Fernández Franco se acompañan casi siempre de una corrección. Es el caso de la piedra conmemorativa de Asinio Polión que, según Morales, se encontraba en Montoro; el licenciado Franco lo enmienda y declara: Yo le embié (esta inscripzión) y no está sino en la Vega (de Armijo) y Azuda de Don Fernando de la Cerda, una legua arriba de Montoro y sería de estatua que los de Córdoba o su convento le dedicaron como a su proconsul y de Montoro. (Fernández Franco, Notas 66v; ad Morales, La corónica 189v [lib. 8, cap. 50])

Estos reclamos intelectuales se pueden incrementar con facilidad; en conjunto exponen la consciencia del anticuario sobre el reconocimiento que merece por su trabajo. Por un lado, los frecuentes reclamos de Fernández Franco vuelven a confirmar la estrecha colaboración entre los dos anticuarios y, por el otro, restituyen el modus operandi de su vínculo intelectual: las inscripciones se intercambian para que se revisen, evalúen, transcriban e incluso se incorporen, con las atribuciones pertinentes, en los trabajos históricos de cada uno. Las críticas de Fernández Franco a los libros de su maestro reflejan, a su vez, la adhesión al método asentado por Morales de acuerdo

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con el cual las afirmaciones derivadas del estudio de las antigüedades no representaban la certeza absoluta, sino una opinión autorizada, perfectible y finalmente reemplazable. Las antigüedades propiamente dichas representan el punto de partida para entablar una discusión, pues su materialidad era completamente interpretable. El trabajo del anticuario las convertiría en conjeturas probables y en argumentos históricos.

6. Discusiones anticuarias El carácter abierto y siempre perfectible de la interpretación de las antigüedades justificaba metodológicamente la discusión entre Ambrosio de Morales y Fernández Franco, que se desarrolló como una polémica de baja intensidad sobre la interpretación y lectura de la cultura material. Ambos comparten, «declaran» y utilizan el mismo repertorio de piedras para apuntalar acertadamente las historias antiguas e incluso enmendarlas. Sin embargo, se enfrentan en los detalles específicos de la interpretación de numerosas piedras antiguas. Ambrosio de Morales discrepa de su antiguo discípulo e informante en numerosas ocasiones, pero prefiere no mencionar su nombre evitando afectar la reputación de su antiguo estudiante; análogamente Fernández Franco escoge una polémica todavía más privada y silenciosa, pues la confina a los márgenes de su ejemplar personal de la obra de Morales. El caso de la piedra de Porcuna ejemplifica los términos de esta polémica. Tal como la transcribe Ambrosio de Morales la inscripción es la siguiente75: Caius. CORNELIVS. Caii. Filii. Caii.Nepos.GALeria. CAESO AEDilis. FLAMEN.II.duumVIR. MVNICIPII. PONTIFicis. Caius. CORNELius. CAESO.Filius SACERDOS. GENTilitatis. 75. Para efectos de esta exposición, transcribo en mosaico la inscripción. Las mayúsculas corresponden a la transcripción literal que imprime Ambrosio de Morales y las minúsculas corresponden a la resolución de las abreviaturas.

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MVNICIPII. SCRO FAM.CUM. PORCIS. TRIGINTA. IMPEN SA. IPSORVM. DeDicaverunt (Morales, Las antigüedades 25r/v) [Cayo Cornelio, hijo de Cayo, nieto de Cayo, de la gens Galeria y de sobrenombre Caeso, edil, sacerdote, duunviro del municipio pontificio, y Cayo Cornelio Caeso, su hijo y sacerdote de la misma familia y municipio, sacrificaron a costa de los mismos una cerda con treinta lechones].

Las dificultades de transcripción e interpretación literal causaron la discrepancia que, aunque no lo dicen, yacía en la lectura de la sección impensa ipsorum ‘a costa de los mismos’, referida al coste del sacrificio y susceptible de interpretarse de dos maneras: para el licenciado Franco, la inscripción conmemora el sacrificio solventado por Cayo Cornelio Ceso y su hijo «a su propia costa o impensa» (Fernández Franco, Demarcación 43r); para Morales, en cambio, el municipio de Obulco corrió «a costa pública» con los gastos (Morales, Antigüedades 25v). Ante esta ambigüedad de la referencia genitiva de ipsorum, Ambrosio de Morales concede la posibilidad de la otra interpretación: Si a alguno le pareciere, que no hizo el gasto el municipio, sino este Gayo Cornelio y sus parientes, y que así lo dize la piedra: yo no porfiaré con él, pues puede tener razón, como yo también para trasladar así. (Morales, Antigüedades 25v)

Morales aludía al licenciado Franco, que se inclinaba por la segunda lectura de la inscripción, es decir, por atribuir el coste de la inscripción conmemorativa a los Gayo y no al tesoro público. Disputan igualmente la determinación del sentido de la inscripción, como si aludiera a un puerca que efectivamente había parido en Porcuna, según Fernández Franco, o como si fuera un homenaje a la puerca que parió treinta cachorros en la fundación de Roma (Morales, Antigüedades 25v; Fernández Franco, Demarcación 44v). Ambos anticuarios coinciden, no obstante, en que esta inscripción presenta la razón del porqué el nombre romano de Obulco cambió a Porcuna; en razón de la discrepancia sobre la identificación del episodio, las razones de la

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mudanza de nombre difieren. Para el licenciado Franco, el carácter extraordinario del parto impulsó el cambio de nombre; para Morales, posiblemente la fama del fecundo parto romano influyó en la sustitución de Obulco por Porcuna. Al margen de los detalles de la lectura de los monumentos, la discrepancia más importante que sostuvieron concierne al sitio original de Córdoba y a la construcción del monumento más distinguido de la ciudad: la catedral. Fernández Franco disiente de Ambrosio de Morales en identificar Córdoba la Vieja, es decir, la Córdoba fundacional y primitiva, con el sitio y las ruinas de Madinat al-Zahra y se inclina a pensar que la actual ubicación de Córdoba es la misma que tuvo en su fundación. En sus anotaciones personales a la Corónica general, el licenciado Franco refuta los argumentos de Morales para sostener que Madinat al-Zahra pudiera ser Córdoba la Vieja. Al consignar la biografía de los claros varones cordobeses, entre los que sobresale Lucio Anneo Séneca, Morales sostiene que Séneca no pudo criarse en la llamada «casa de Séneca», ubicada al lado del ayuntamiento de la ciudad, porque la urbe aún no estaba fundada excepto en Córdoba la Vieja. Al respecto Fernández Franco discrepa: «no me persuado sino que Córdoba fue en su prosperidad donde agora» (Fernández Franco, Notas 87v; ad Morales, La corónica 246r [lib. 9, cap. 9]). Esta discusión se prolonga en muchas notas a las Antigüedades de España, donde Morales expande su opinión. El licenciado Franco discute la ubicación de la Córdoba antigua a través de la negación de los detalles con que Morales la reconstruye. A partir de las ruinas de Madinat al-Zahra, Morales afirma que la ciudad originaria era cuadrada, que la había medido enteramente a cordel y que ocupaba el espacio únicamente de lo cercado. El licenciado Franco observa: «esta medida tan puntual, más es de castillos, que de ciudades grandes» (Fernández Franco, Notas 175r; ad Morales Antigüedades 114r). Para reforzar su tesis de que Córdoba la Vieja —esto es, Madinat al-Zahra— fue el emplazamiento antiguo de la ciudad, Morales alega el descubrimiento de numerosas antigüedades, como pilas y monedas, a lo que Fernández Franco replica y anota: «No es muestra bastante para más ser Córdoba de antes que de la de ahora» (Fernández Franco, Notas 176r; ad Morales, Antigüedades 117r). Esta discrepancia resulta de singular importancia en la progenie de las tesis sobre

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la fundación de la Córdoba primigenia. Los anticuarios posteriores, empezando por Pedro Díaz de Rivas, discreparán de la identificación de Morales sin citar ni acreditar la contribución de Fernández Franco (Díaz de Rivas 10v-11v [Discurso 2]). Como atestiguan estas encontradas opiniones, las piedras no necesariamente hablaban por sí solas si no contaban con la intervención, análisis y polémicas de los anticuarios. Si bien la ubicación de Córdoba le ocupa numerosas notas al licenciado Franco, la naturaleza del templo mayor y sus orígenes constituyen otro punto de fricción entre el anticuario y su maestro. Morales alaba la grandeza del edificio, sostiene que la fundación se debe a Abd al-Rahman I y se maravilla de la rapidez de la construcción. Fernández Franco al margen anota: «pero si fundó [Abd al-Rahman] sobre el templo de Jano halló lo más hecho» (Fernández Franco, Notas 176v; ad Morales, Antigüedades 120r). El anticuario Franco, entonces, le proporciona a la catedral-mezquita un origen aun más antiguo —el templo romano de Jano—, descarta que sea fundación árabe y afirma que se trata de un edificio romano intervenido profundamente por obra musulmana. Con ese criterio anota: Pareze ello romano edificio como es mi tema que era templo de Jano. Aunque en tener mescla de cal y arena, la cantería pareze que no es de romanos, pues ellos no labraban con mezcla. Y aver título arábigo a las espaldas de la capilla de san Pedro, a la parte del mesón de Ballinas como aquí se dize, es muestra de ser edificio de moros, pero labrarían donde era el templo de Jano. (Fernández Franco, Notas 177r; ad Morales, Antigüedades 120r/v)

Esta superposición de la intervención árabe sobre el primitivo edificio romano le presenta a Fernández Franco algunos problemas de interpretación. Es el caso de la torre de la catedral. Aun Morales, que defendía la fundación puramente árabe del templo, se daba cuenta de las proporciones y la técnica romana aplicadas para la construcción de la torre. Fernández Franco comparte el asombro de Morales y anota: «Pareze que es obra romana, aunque mucho contradize haver inscripzión o letrero arábigo; pero, como diré, ya que sea la obra edificio de moros, hacíanla donde era antes el templo de Jano» (Fernández Franco, Notas 177r/v; ad Morales, Antigüedades 121r).

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Sin embargo, Fernández Franco confirmó su parecer y, por lo tanto, su oposición a Ambrosio de Morales, con menciones a la aparición, en 1534, de las columnas conmemorativas de la restauración de la vía pública romana ordenada por Augusto y por Tiberio, que habían estado sepultadas en la cisterna del patio de los naranjos de la antigua mezquita, ubicación original por la dificultad de trasladar las pesadas columnas hasta ese lugar (Fernández Franco, Notas 177v; ad Morales, Antigüedades 122r). A este argumento probatorio se suma la interpretación de la colección de columnas de mármol que se encuentra en el interior del templo y de las que Morales no dice nada sobre su origen. El licenciado Franco enfatiza en los márgenes que las columnas son prueba conclusiva de los comienzos romanos del templo «porque dexaron aquellas [columnas] los romanos y lo que los moros hizieron fue en el fundamento del templo de Jano de los Romanos» (Fernández Franco, Notas 177v; ad Morales, Antigüedades 122v). La interpretación de la cultura material en sus múltiples formas y, en especial en las inscripciones marmóreas, había establecido un procedimiento que conjugaba una serie de habilidades, desde la transcripción de las inscripciones, el desarrollo de las abreviaturas, el establecimiento de la lectura gramatical y la interpretación del significado de los restos sobre la base de los autores antiguos hasta la constitución de reglas para el reconocimiento y tratamiento de los hallazgos. Los resultados de este minucioso trabajo, si bien circunscritos al dominio de lo probable, se compartían en la correspondencia y en la escritura de numerosos tratados. ¿Qué relación había entre las cartas y estas eruditas monografías?

7. Los

nombres son consecuencia de las cosas: de la correspon-

dencia a los tratados sobre antigüedades

El licenciado Fernández Franco había acumulado sus minuciosas reconstrucciones en su libro grande y su libro pequeño. De esta suerte de cantera personal salían y a ella llegaban las inscripciones que circulaban en forma de epístolas, se copiaban marginalmente en sus notas a Morales o se estudiaban con minuciosidad en sus tratados, en la mayor parte de los cuales reconstruye la cartografía de la Bética romana a partir de los restos materiales.

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Para el efecto, Fernández Franco realiza un ejercicio versátil de lectura e interpretación que conecta dos esferas, la Bética romana y la Andalucía de su tiempo, idénticas en términos geográficos, pero separadas cronológica y nominalmente. Por un lado, el anticuario conoce los nombres y las ubicaciones de las ciudades y villas de su tiempo; por el otro, dispone de los tratados escritos en la Antigüedad que habían transmitido un conjunto de lugares por identificar y de inscripciones exhaustivamente coleccionadas y analizadas. Fernández Franco intenta tender el puente que correlacione los nombres de los pueblos y ciudades de la Andalucía moderna con sus denominaciones antiguas. Sobre esta base, el anticuario consigue releer, completar y corregir, de ser necesario, al autor clásico y a sus editores, cuyos textos pudieron estar sometidos a corruptelas de diverso tipo (Fernández Franco, Demarcación 58r-59v, 72r; Itinerario, 44v-45r). En esta tarea, las autopsias de monumentos ocupan el lugar central. Estas circulan en sus cartas, se adhieren a los márgenes de sus lecturas y se articulan en tratados sobre los límites de la Bética, sobre las monedas, sobre el recorrido de la vía pública de los romanos. Antes de estudiar la organización de los tratados, hay que enfocarse en el tipo de información que circulaba en una carta anticuaria. La cantidad y calidad de la información consignada en una epístola erudita podía ser muy alta y constituir un análisis casi listo para incorporarse en un tratado anticuario. La comunicación entre Gerónimo de Morales, Ambrosio de Morales y el licenciado Franco respecto de la inscripción Puteal Thaddai ilustra el nacimiento, circulación y tratamiento de la información. A diferencia de las losas sepulcrales o los restos de monumentos de celebración imperial que solían presentar inscripciones típicamente codificadas, la brevedad de la inscripción Puteal Thaddai constituía una dificultad para su análisis. Había aparecido en un fragmentado brocal de mármol cárdeno que encontró un criado de Gerónimo de Morales en las propiedades del marqués de Comares. Gerónimo de Morales inmediatamente despachó una carta con un dibujo de la antigualla a Bujalance informando al licenciado Franco sobre el hallazgo y preguntándole qué era y qué sentido tenía (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 120r [Córdoba, 19.3.1570]). Simultáneamente, Gerónimo de Morales consultó con su tío Ambrosio los pormenores del mismo objeto y de su inscripción. Al recibir la respuesta de este último, la

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transcribió y envió con el recuero ordinario una copia para el licenciado Franco con el diagnóstico de Ambrosio de Morales: El puteal Thaddai es una hermosa antigualla. Aristóteles, en el 4 de la política capítulo XVI para señalar crímenes gravísimos y muy extraordinarios como parricidios, etc., dice así: «quarta species est reorum capitis quorum causarum ad subterraneum carcerem referuntur, quale Athenis est tribunal quod puteal nominantur» [la cuarta especie es la del cabecilla de los reos cuyas causas se remiten a la cárcel subterránea como es el caso, en Atenas, del tribunal que se llama Puteal] [...] Esta cárcel era propiamente mazmorra como agora es el Pozo de Santorcaz. Y el tribunal que ally auía tomaua denominaçión de la manera de la cárçel. En Roma tenían otro tal tribunal llamado ‘Puteal’ también, tomado de los athenienses como tomaron también dellos todas sus leyes y costumbres de juyzios. Esta cárcel (o mazmorra) y tribunal della edificó en Roma Scribonio Libon, y assy se le quedó el nombre. Muchas medallas ay de plata con un brocal de pozo muy adornado de follajes y dize la letra PUTEAL.SCRIB.LIBO. y otras tienen otras letras aunque poco diferentes. Horaçio dixo deste tribunal “Forum Putealque Libonis mandabo siccis, adiman cantare severis” [Al Foro y al Puteal de Libonio mandaré a los sobrios; prohibiré cantar a los severos] y otra vez “Ante secundam Roscius orabat sibi adesses ad Puteal cras” [Roscio pedía que te presentes al Puteal mañana antes de la segunda hora]. Ovidio también hizo mención dél. Siendo esto así, también en Córdoba había su puteal y mazmorra y tribunal que se nombraba Thadday porque sería ése el que lo edificó. (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 122r/v [Córdoba, 22.5.1570])

Esta opinión epistolar de Ambrosio de Morales muestra el tratamiento del anticuario profesional que identifica el objeto material primeramente a través de la identificación de los objetos a los que se refiere la inscripción, expande luego sus conclusiones por medio de la comparación con restos similares y finalmente se apoya en menciones de la palabra «puteal» en textos canónicos como la política aristotélica y las sátiras de Horacio. Sobre estas bases, Ambrosio de Morales procedía de manera ejemplar como un anticuario. Identificaba el objeto con sus dos referencias posibles, a saber, el brocal —la parte superior de un pequeño pozo— y la célebre cárcel del concurrido Foro romano, conocida como el Puteal de Libonio y registrada por los topógrafos anticuarios de Roma. Estos últimos la identificaban con el mismo repertorio

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de textos que cita Morales (Marliani 70v-71r; De Witt 222-224; Carpenter 117-130). Estos pasos analíticos y estos instrumentos eruditos le permitían al anticuario identificar el objeto con el entorno de una cárcel y, así, Morales conseguía insertar el objeto en el edificio del que formaba parte, asociarlo al tribunal cuyas sentencias se ejecutaban en dicho puteal e inferir que Córdoba, por contar con una prisión de esa naturaleza, había sido una gran ciudad romana. El comentario de Ambrosio de Morales, como se ve por el reenvío a Fernández Franco, circuló desde Alcalá de Henares a Córdoba y de Córdoba a Espejo; terminó en las páginas de diversos tratados de Fernández Franco, cuyos comentarios terminan de perfilar no solamente los mecanismos de circulación de este circuito intelectual, sino la concepción del trabajo del anticuario. Por una parte, el licenciado Franco continuó la línea establecida por Ambrosio de Morales, resaltó el carácter excepcional del objeto, declaró no haber visto una antigüedad semejante en España y recalcó el importante estatus de la Córdoba romana al contar con una cárcel puteal. Por otra parte, aunque repitió los lugares de Aristóteles y Horacio señalados por Morales, el licenciado Franco aumentó el repertorio de citas con menciones a Dionisio de Halicarnaso y con la inscripción de un numisma de plata sobre un presidio semejante, y precisó que un brocal podía ser también el depósito donde los magistrados depositaban sus votos para dirimir los casos judiciales (Fernández Franco, Demarcación 69r-70v; Tratado 12r). Al agregar más autoridades a su opinión, Fernández Franco ponía en práctica su intención de no afirmar nada sin el apoyo de una autoridad76. Este ansiado sustento en los escritos antiguos justifica la incorporación de las citas aparentemente desordenadas y numerosas de escritos filosóficos, poemas, tratados anticuarios e historias naturales; a su turno, los textos antiguos quedaban mejor ilustrados y comprendidos con la identificación de sus referentes. Considerando los distintos pasos analíticos del anticuario, su investigación se manifiesta como una «excavación» erudita del objeto bajo observación a partir de los testimonios de autores preferentemente contemporáneos a su hechura; por encima de todo el anticuario 76. Fernández Franco (Tratado 55r) se atiene a dicho principio: «quanto me ha sido posible he procurado no decir cosa de mi propio parecer sino allegando autor».

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se concentra en el objeto mismo, en la comprensión de su alfabeto, en la solución de sus abreviaturas, en la comparación con vestigios similares por su forma y función (como ocurre, en el caso del Puteal Thaddai, con la cárcel de Libonio o con los depósitos de votos judiciales de material semejante). A partir de este contraste con objetos similares, el licenciado Franco acentuaba la importancia de conocer una amplia gama de elementos y de desplegar en sus calas eruditas la magnitud de ese conocimiento de la cultura material en la medida en que la confrontación del Puteal Thaddai con el presidio romano y los recipientes de votos le asegura la pertinencia y precisión de su conclusión. El principio de la materialidad, que obliga al anticuario a partir de la corporeidad básica de los objetos, se interpreta también en su conjunción con las fuentes escritas, sean estas historias canónicas de Roma, poemas épicos, compendios geográficos, tratados legales, compilaciones de leyes o ediciones anotadas de tal canon de textos. No hay restricciones en la cantidad o naturaleza de estas fuentes mientras brinden acreditadamente indicios sobre el objeto estudiado. De la concordancia de estas fuentes, nace la restauración anticuaria y, a la vez, geográfica, cronológica y libresca de la Bética romana que Fernández Franco, tras los pasos de Morales, consolida en la escritura maleable de sus tratados, los cuales ensambla a partir de un análisis microscópico que, por un lado, plasma el carácter fragmentario de la cultura material bajo examen; pero, por otro, «excava» todos los posibles sentidos y aspectos que integran esos objetos del pasado en una historia de amplio espectro. Volviendo a la comparación entre el tratamiento que hacen Ambrosio de Morales y Fernández Franco de las antiguallas, las implicaciones de sus discrepancias sobre la lectura específica de las piedras y los monumentos afectaban directamente a la fijación de las bases textuales sobre las cuales se leía e interpretaba el pasado. La discusión sobre el nombre latino de Montoro, por ejemplo, cuestiona la lección estándar de las ediciones de Plinio en torno al nombre antiguo de dicho pueblo. Nuevamente Morales y el licenciado Franco examinan el mismo repertorio de inscripciones. Analizando dos piedras conservadas en Montoro, Morales sostiene que el nombre latino original de la villa fue Epora, y con estas pruebas materiales corrige la lectura de «todos los Plinios impresos y escritos de mano»

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(Morales, Antigüedades 26v-27r). Estos últimos sancionaban la lección . Trabajando con las mismas inscripciones de Morales —en particular: RES.PVBlica.EPORENSIS EX DECRETO ORDINIS—, Fernández Franco concede que las lecciones de Plinio pudieran ser correctas y admite que el encabezamiento «Rip», del que resulta la lección , provenga de la adición inicial del latín ripa ‘orilla, ribera’ al nombre de Epora por la situación geográfica de Montoro, dos de cuyos lados los rodea el río Guadalquivir. En cualquier caso, el testimonio del objeto material se imponía sobre el impreso o manuscrito que transmitía el texto de Plinio (Morales, Antigüedades 26v-27r; Fernández Franco, Demarcación 58r-59v). Anteriormente, al tratar de las polémicas entre Morales y el licenciado Franco, la inscripción de la puerca de Obulco sirvió para mostrar la cuidadosa lectura de la inscripción y la discrepancia mantenida entre los anticuarios por la ambigüedad de un genitivo. La explicación de esa antigualla permite ver en acción todos los criterios interpretativos de Fernández Franco. La aclaración de su sentido y naturaleza podía explicar el cambio radical entre el antiguo nombre del municipio romano de Obulco y la denominación actual de Porcuna. Según Plinio, Obulco era uno de los pueblos sometidos a la jurisdicción de la cancillería de Córdoba (Plinio III: 38). De acuerdo con las investigaciones de Fernández Franco, en la villa de Porcuna habían quedado numerosos títulos y monumentos que probaban materialmente que el lugar era una fundación romana de nombre Obulco (Fernández Franco, Demarcación 42r). Fernández Franco se encontró ante el problema de reconstruir el paso del nombre de Obulco al de Porcuna. Este tránsito no respondía a una transformación lingüística de la palabra obulco, sino a un episodio de excepcional importancia registrado en una inscripción conservada en la iglesia de san Benito de Porcuna. Glosado por Fernández Franco, el mármol decía que Cayo Cornelio y su hijo Cayo Cornelio Cesón «dedicaron o sacrificaron a su propia costa o impensa una Scrofa que abía parido treinta lechones, y a los mismos hijos con ella» (Fernández Franco, Demarcación 43r). El aire cómico del título que solemnizaba el sacrificio de treinta lechones era solo aparente, pues la inscripción adquiría pleno sentido al leerse con las historias romanas. Con el apoyo del pseudo-Fenestella, Fernández Franco identificó el cargo de

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Cayo Cornelio y su hijo con el rol de duunviro de los sacrificios, un sacerdote de la gentilidad encargado de interpretar los libros sibilinos y de ofrecer sacrificios con súplicas para contrarrestar eventos ominosos (Fernández Franco, Demarcación 44r; Fenestella 15-18). El licenciado Franco destaca que tal oficio los obligaba a ofrecer mediante un sacrificio las cosas que habían nacido prodigiosamente. Sin duda, el alumbramiento de los treinta lechones era un caso de fertilidad prodigiosa, ya que Plinio solo admitía veinte lechones como el más alto índice de fertilidad en un parto porcino normal77. Los pequeños cerdos calificaban, entonces, para convertirse en la ofrenda requerida en tales circunstancias. Además, este fértil parto repetía un auspicio acaecido en la fundación de Alba Longa, la ciudad en cuya comarca se erigiría más tarde la ciudad de Roma. Virgilio había poetizado el episodio en la Eneida: Litoreis ingens inventa sub ilicibus sus/ triginta capitum fetus enixa iacebit/ alba solo recubans, albi circum ubera nati. (Fernández Franco, Demarcación 44v; Virgilio 230-231 [VIII.43-44]) [Yacerá una gran cerda que se ha de encontrar bajo los robles en la orilla y que acaba de tener treinta crías de un parto; blanca, acostada en el suelo, con las blancas crías alrededor de sus ubres]

Es decir, los obulcenses reconocían que se repetía en su comarca el mismo episodio sobre la fundación de Alba Longa, posiblemente la tomaban por un augurio luminoso de fertilidad y reconocían la calidad sacrificial de las crías porcinas78. La fama del episodio de la fértil puerca sobrevivió a la dominación romana gracias a la perpetuación del incidente en la piedra memoriosa y fue el motivo de la aparición del nombre actual de Porcuna:

77. Fernández Franco reconstruye esta explicación a partir del siguiente pasaje de Plinio: «Partus bis anno, tempus utero quattuor mensum, numerus fecunditati ad uicenos» (Plinio VIII: 95 [lib. 8, 51]) [Hay dos partos al año, el tiempo de la preñez es de cuatro meses, el número de lechones en cada parto llega hasta veinte]. 78. El análisis de Fernández Franco, articulado a partir de la cultura material con el corpus de textos antiguos y los tratados anticuarios de su tiempo, resulta exhaustivo. Los estudios modernos documentan el importante lugar que ocupaba el cerdo en la dieta romana. Por esta razón, el cerdo era una importante víctima sacrificial según muestran numerosas esculturas romanas (MacKinnon 659-670).

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No dubdo yo ni se debe dubdar sino que viniendo después Godos y después Moros a poblar esta tierra y hallando en la piedra esta historia que de ella y de aquel vocablo cum porcis triginta le nombraron a la población Porcuna ab effectu. (Fernández Franco, Demarcación 45r)

Fernández Franco advierte que Porcuna es una villa andaluza muy distinguida y que a sus habitantes les disgusta la etimología porcina. Estos prefieren sostener que el nombre de Porcuna resultó de la corrupción de Obulcuna, un nombre hechizo para postular una secuencia mutante Obulco > Obulcuna > Porcuna y así explicar el cambio, aunque esta cadena idiomática carecía de prueba material. Pese a ello, Fernández Franco se aferra a su reconstrucción etimológica y la apoya en el siguiente criterio: «ut nomina sint convenientia rerum» (Fernández Franco, Demarcación 45v) [para que los nombres sean convenientes a las cosas]. Vale decir para que el nombre de Porcuna resulte cónsono con las evidencias materiales. En este principio convergían la formación de jurista y el estudio anticuario del licenciado Franco. La regla enunciada por Fernández Franco se remonta al derecho romano, concretamente a la decisión de Justiniano de regular el nombre adecuado para el incremento del monto de las dotes matrimoniales que se hacían después de la ceremonia nupcial. En vista del momento en que se entregaba la dote, el legislador mandó llamar a estas dotes propter nuptias ‘a causa de las nupcias’ y reemplazar el antiguo de ante nuptias ‘antes de las nupcias’, señalando que lo hace «consequentia nomina rebus esse studentes» (Corpus Iuris Civilis I.2.7.3) [deseando que los nombres sean consecuencia de las cosas]. Así expresaba Justiniano su voluntad de que los nombres se adecuaran a los hechos, que constituían la sustancia del proceso jurídico. La innovación de convenientia en Fernández Franco en vez de consequentia y el cambio de caso gramatical de rebus a rerum nacen de la glosa ordinaria de Acursio a las Institutas de Justiniano, que aclaraba: «consequentia alias convenientia» (ad Corpus Iuris Civilis. Institutiones I.2.7.3 sub et consequentia)79. Es decir, Fernández Franco 79. Esta máxima conoció un amplio uso en la tradición jurídica medieval y se discutió en varios lugares de los legistas comentaristas de Justiniano. Todas las variantes y apariciones se retrotraen al pasaje de las Institutas que citamos (Nardi 173-178). El empleo de los legistas amplió y descontextualizó de forma progresiva la esfera de uso de la máxima primariamente jurídica para aplicarla a otros ámbitos del

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no solo ha cruzado el pasaje justinianeo con su glosa ordinaria, sino que ha convertido la decisión imperial de otorgar nombres concretos a las donaciones que se hacen en determinados momentos del matrimonio en una regla para la interpretación de las antigüedades. Como Justiniano, el anticuario debe encontrar una explicación consecuente con las cosas, sean estas monumentos, textos o nombres. Fernández Franco transforma la normativa justinianea al descontextualizarla y presentarla como un principio hermenéutico aplicable al establecimiento de una interpretación adecuada del pasado histórico que él estudia y fundada primariamente en la lectura de la cultura material transmitida en los mármoles, títulos e inscripciones. El alcance de este principio se complementa con otra observación metodológica que el licenciado Franco enuncia al estudiar las monedas, a saber, la concordancia de todas las huellas de la cultura material. A causa de su movilidad, la ubicación donde se descubrían los numismas no podía considerarse un indicio fuerte de su antigüedad (como sí ocurría en el caso de los pesados mármoles), pero esta dificultad se deshacía al suplementar los criterios geográficos del contexto del hallazgo con el principio de la concordancia subyacente entre los remanentes de la cultura material, en este caso, entre las medallas y numismas con las inscripciones, monumentos y relatos históricos. Así se lo explica Fernández Franco a Diego Fernández de Córdoba, marqués de Comares, en la dedicatoria de su tratado sobre numismática: tome atrevimiento a hazer esta breve exposición y compendio de algunas dellas [monedas o medallas de Césares] que a mis manos han venido […] para que vea vuestra señoría como concordan en sí los mármoles de inscripciones antiguas con los numismas como cosas de un tiempo y jaez. (Fernández Franco, Tratado 1v)

En su microscópico y atomizado análisis de la cultura material transmitida en las monedas, Fernández Franco, a partir de la calidad del metal e inscripciones, logra leer en los numismas las historias de los personajes retratados que el anticuario reconstruye con el auxilio de los historiadores, consigue reconocer los símbolos del poder de los

conocimiento (Fiorelli 315-321). Esta tendencia explica la apropiación que hace Fernández Franco y su conversión en uno de sus principios hermenéuticos.

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diferentes magistrados romanos o recoge casos ejemplares de vicios y virtudes (Fernández Franco, Tratado 5r-6r)80. Al pasar de la reunión exhaustiva de papeletas y epístolas anticuarias a la redacción de sus monografías de esta misma condición, el ordenamiento del tratado es capaz de organizarse maleablemente de distintas maneras. A este respecto, el licenciado Franco se empeña en presentarle al lector sus antigüedades con criterios estrictamente topográficos, cronológicos o con una estudiada combinación de ambos. Estos criterios ordenadores configuran un bastidor subyacente a la escritura y que da forma a la secuencia de antigüedades presentadas de un modo analítico y exhaustivo ante el lector. Como el licenciado Franco se especializó en la reconstrucción anticuaria andaluza, su Demarcación de la Bética antigua ejemplifica el modus operandi observado para pasar de los materiales atomizados a la exposición ordenada de las monografías anticuarias. Del catálogo de los nombres de los pueblos, cuya «antigüedad» analiza, se desprende que el anticuario partía del inventario de comarcas y pueblos enumerados por Plinio el Viejo cuya Historia natural contenía una descripción de esta región. El inventario topográfico de Plinio establece así las fronteras de la investigación de Fernández Franco. Al superponer la descripción de la Bética de Plinio el Viejo con la Demarcación de la Bética Antigua de Fernández Franco, se infiere que, al comenzar su trabajo, el anticuario disponía de los nombres por identificar y las coordenadas de la región por explorar. Su descripción, entonces, se montaba sobre la secuencia geográfica de Plinio: Tuvo esta provincia, según Plinio refiere, quatro conventos o chancillerías: la una fue Cádiz, y la otra Hispalis, que era Sevilla, y la otra la cibdad Astigitana, que era Ezija y la otra Córdoba. (Fernández Franco, Demarcación 10v)

80. En realidad, la complejidad analítica de cada numisma encierra todas estas categorías simultáneamente. Así, el anverso de la moneda de Cayo Sulpicio lo muestra con su mujer para indicar su condición de esposos. El reverso con el rostro solitario de la esposa muestra que Cayo Sulpicio la repudió por haber salido con la cabeza descubierta, cuya belleza no podía dejar de ser sospechosa. Atendiendo a estas razones, los censores romanos admitieron el repudio y acuñaron la moneda «para reprehensión de las mugeres» (Fernández Franco, Tratado 5v).

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Esta descripción jurídica de la provincia sigue la secuencia de la sección correspondiente de Plinio: «Iuridici conuentus ei IIII, Gaditanus, Cordubensis, Astigitanus, Hispalensis» (Plinio III: 35) [[La Bética] tiene cuatro jurisdicciones: la gaditana, la cordobesa, la astigitana y la hispalense]. El licenciado Franco se limita a añadir las palabras que aclaraban el texto de Plinio equiparando «conventus» a «chancillerías» e insertando las subordinadas aclaratorias para identificar la ciudad astigitana con Écija e Híspalis con Sevilla. En su brevedad, esta presentación de la Bética comprime el procedimiento con que el licenciado Franco redacta y organiza su propio texto; a modo de horma subyace el texto de Plinio que, a su vez, se moderniza con las identificaciones que inserta el anticuario. Dentro del tratado, la secuencia de pueblos se ciñe también a Plinio. Así, Carbula es Las Posadas; Detumo, Hornachuelos, etc. (Plinio III: 38; Fernández Franco, Demarcación 72r). Toda la Demarcación de la Bética se puede leer como una explicación al libro tercero de Plinio el Viejo. De la historia natural provienen los lugares y sus nombres; Fernández Franco se ocupa de reconocerlos en la configuración de la Andalucía de su tiempo (Plinio 3: 34-43 [lib. 3, II-III]). La reconstrucción anticuaria se detiene en cada uno de los pueblos de los que Fernández Franco presenta la «declaración» de sus monumentos, es decir, inserta el inventario largo de las inscripciones y monumentos que ha estudiado exhaustivamente. Estas «memorias» vienen entonces ordenadas en función de la ubicación reconstruida y, en su lectura, Fernández Franco procede con una metodología que pocas veces se altera. La declaración consiste en un dibujo al que acompaña una transcripción del texto pétreo con el desarrollo de las abreviaturas y una explicación de su contenido. Esta última procede línea por línea y se abre a la incorporación de numerosas fuentes que le permiten fundamentar la lectura e interpretación propuestas. Reflejo de la fragmentaria naturaleza de sus materiales, el licenciado Franco elaboraba sus notas exegéticas como notas puntuales sobre los objetos antiguos, basadas en un espectro numeroso y fluido de saberes que se extendía desde el dominio de la letra uncial romana y sus abreviaturas convencionales hasta la identificación de sus antigüedades con los objetos mencionados en el prestigioso canon de autoridades antiguas. Sus tratados sobre inscripciones adoptaban formas maleables, dictadas por el texto, el espacio o la historia que el licenciado quería

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declarar o identificar; sus notas se ordenan así en función de la historia de Plinio, de los lugares por donde pasaba el camino público romano o de los pueblos de la Bética romana. Con este flexible ordenamiento, el anticuario difuminaba la fragmentariedad de los vestigios y los insertaba en una secuencia —histórica, geográfica o textual— coherente. La maleable adaptabilidad formal de sus notas puntuales era la bisagra entre el pensamiento acabado del anticuario y su aspiración por obtener el patronazgo de sus corresponsales; con el empleo una y otra vez de los mismos análisis puntuales les presentaba reconstrucciones organizadas de los asuntos que sus mecenas le pedían tratar. En el empleo de las fuentes, Fernández Franco muestra un manejo amplio de los autores clásicos y de los manuales anticuarios recientes, particularmente italianos, para establecer sus lecturas y apoyar sus comentarios. En lo concerniente a la geografía, el anticuario acude la mayor parte de las veces a la Historia natural de Plinio para organizar la estructura del texto; pero, en la explicación, se ve que las historias de Tito Livio, los poemas épicos y demás textos pertinentes se invocan para identificar a los individuos mencionados en las inscripciones (a menudo para correlacionarlos con la historia del lugar y deducir su cronología en función de los cónsules o magistrados romanos incluidos); el derecho romano se invoca para indicar el estatus que la zona tuvo en época romana. Fernández Franco no fue autor de un tratado metodológico, pero dispersó en sus escritos numerosas observaciones que aspiraban a generalizar sus pasos analíticos y a darles una utilidad que trascendiera sus escritos y puliera complementariamente la obra de Ambrosio de Morales. En conjunto, en la línea de los anticuarios, el licenciado Fernández Franco profesa una escritura metodológicamente justificada y dueña de un valor probatorio capaz de reformular las versiones del pasado. No obstante, por encima de estas contribuciones, la adscripción de su escritura al gremio anticuario hace posible reconocer que sus estudios incorporan una «categoría espacial» a la concepción de sus escritos que constituye precisamente el resultado de su reconstrucción y se halla inscrita de un modo indeleble en sus análisis, lo cual podían reconocer sus lectores. La descripción de la Bética de Plinio y los rastros del camino romano dejan de ser textos puramente descritos y adquieren una tangible

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corporeidad para cuyo logro los pueblos y villas andaluzas actúan como embragues que acoplan el texto antiguo con la concreción material de la secuencia geográfica, visible a los ojos del lector contemporáneo. Dentro de cada pueblo, el licenciado Franco desplegaba exhaustivamente toda su «antigüedad», es decir, todo el repertorio de objetos sobrevivientes y minuciosamente analizados, localizados en función de las coordenadas donde se conservan y asociados con las instituciones que representaban como templos, cárceles o foros públicos. El conjunto reconstruye, entonces, un lugar antiguo sin desprenderse de las ubicaciones actuales que conectan el presente y el pasado. En el diseño de esta categoría espacial, el licenciado Franco comulga con sus colegas anticuarios. Andrea Fulvio y Bartolomeo Marliani, por ejemplo, ponían ante sus lectores una reconstitución acabada de la antigua Roma con sus sucesivas plantas, murallas, caminos e inscripciones, que podían reconocerse in situ por el viajero o virtualmente en caso de que hubieran sido recolocadas en otro lugar o simplemente hubiesen desaparecido. El mecanismo de nombrar las antigüedades y sitios antiguos remitiendo a las basílicas, puertas y monumentos modernos facilitaba dicho reconocimiento (eg. Fulvio Iv, IIIr, IVr, IXr; Marliani 28r, 14r, 86v). Estas reconstrucciones cerradas de la Roma antigua contrastaban con el alternante término de los tratados del licenciado Franco, a veces enteramente perfeccionados como su reconstrucción de la vía pública romana en Iberia, otras simplemente como una colección de papeletas anticuarias, lo que acusa su permanente y flotante estado de ebullición. En la década de 1590, el licenciado Fernández Franco había llegado a ser un consumado anticuario, pionero en el estudio de los numismas y experto en la interpretación de las antigüedades. Dueño de una reputación impulsada inicialmente por los buenos oficios de Morales, Fernández Franco se encontraba en una excelente posición intelectual de cara a merecer una consulta de Pedro de Castro sobre las ubicaciones antiguas de Granada, el sitio del Sacromonte y otros aspectos relacionados con la aparición de las láminas de plomo. Por esta razón, Martín Maldonado, secretario de García de Loayza, puso los escritos del licenciado Franco en manos del arzobispo de Granada.

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8. El anticuario Fernández Franco y el Sacromonte Pedro de Castro le pidió al licenciado Fernández Franco que empleara sus conocimientos para aclarar las láminas del Sacromonte y situar su ubicación antigua. La consulta resultó muy oportuna porque, antes de entrar en contacto con el arzobispo, el licenciado Franco había venido observando desde su escritorio la secuencia de descubrimientos granadinos. En los márgenes de su copia de la Corónica general de Ambrosio de Morales, Fernández Franco anotó, al lado de los lugares pertinentes, las noticias de los hallazgos. Estas marginalia permiten detectar la temprana lectura que hizo de los descubrimientos de la Torre Turpiana, así como el tipo de discurso que se fue elaborando en torno de esas «antigüedades». En primer lugar, el lugar bibliográfico donde el licenciado Fernández Franco consignó las noticias de los descubrimientos a su alcance corresponde a las secciones en que Morales narra la venida de Santiago a España y refuta las opiniones contrarias a la historicidad de su misión apostólica en la península ibérica (Morales, La corónica 228v-229v [lib. 9, cap. 7]). Morales aducía la antigua tradición asentada en España sobre la predicación jacobea como prueba de su ocurrencia, catalogaba los nombres de sus discípulos y mencionaba, además, la «memoria» de su visita en jaspe —es decir, la antigualla labrada en jaspe— conservada en Zaragoza; los escritos del obispo Pelagio; breviarios y martirologios donde la Iglesia aceptaba oficialmente la realidad de la presencia jacobea. Reconocía, no obstante, que «no hay noticia particular de lo que [Santiago] por acá hizo» y que no podía precisar el número exacto de sus discípulos (Morales, La corónica 228v-230r [lib. 9, cap. 7]). En este paso, el licenciado Franco anotó un encabezamiento —«Discípulos de Santiago»— para identificar el tema de esa sección y añadió: en las reliquias que agora se hallaron en la torre de la Iglesia de Granada, y en el título, y letrero del pergamino que allí se halló: san Cecilio se nombra discípulo de Santiago: vide quod posui infra. (Fernández Franco, Notas 84r; ad Morales, La corónica 229v [lib. 9, cap. 7])

Dentro de la lógica que preside el pensamiento del anticuario Franco, las reliquias equivalen a las «memorias» de la cultura material

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que justifican su análisis anticuario. Efectivamente, en un lugar bibliográfico cercano, Morales retoma la historia de los discípulos de Santiago, de quienes, según precisa, solo se sabe que san Pedro y san Pablo los mandaron a España tras ordenarlos obispos en Roma, aunque se desconoce si fueron españoles. Fernández Franco interviene los bordes de la caja de impresión y señala la fecha del hallazgo de las reliquias: Agora sábado 19 días de este mes de marzo de 1588 hundióse la torre vieja de las campanas (se entiende aquí de la iglesia mayor de Granada llamada en lo antiguo la Torre Turpiana) hallaron en medio del muro una caxa de plomo del tamaño de un breviario tomada con una argamasa fuerte de yeso, que se deviera hazer, quando allí se excondió. Y la caxa tenía un poco de arena en el suelo, y luego un lienzo mui delgado y salía de allí un olor y fragancia mui suave y encima de aquel lienzo un gueso tan largo como desde la muñeca a la uña, y encima de este hueso otro paño mui delgado, y un pergamino con unas letras latinas y hebreas y griegas. (Fernández Franco, Notas 94r; ad Morales, La corónica 261v [lib. 9, cap. 13])

La importancia de este relato consiste en su capacidad de documentar una lectura muy temprana del pergamino y de las reliquias. Fernández Franco inserta a continuación una transcripción incompleta de la sección latina del pergamino e identifica las lenguas de su escritura con las más sagradas de la cristiandad: el hebreo, el griego y el latín. Al parecer aún no figuraba en las informaciones que llegaron al escritorio del anticuario la preponderante presencia del árabe. El licenciado Franco accedió poco después a una transcripción más completa del relato latino del presbítero Patricio (Fernández Franco, Notas 94v; ad Morales, La corónica 261v [lib. 9, cap. 13]). Después de los descubrimientos de 1595, Fernández Franco volvió a las páginas en que Morales hablaba de la primera persecución contra los cristianos dispuesta por Nerón «el año décimo de su imperio y sesenta y cinco de nuestro redentor» (Morales, La corónica 261v [lib. 9, cap. 13]). Al margen, el licenciado Franco hace constar que el 10 de abril «de este año de 1595» se descubrieron en el monte y fuente de la salud, las cenizas de los mártires y la lámina de plomo inscrita con la fecha «Anno secundo imperii Neronis calendas aprilis» (Fernández Franco, Notas 92v-93r; ad Morales, La corónica 261v [lib. 9, cap. 13]). Aunque la reacción del licenciado Franco es de exultante

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fervor por los «gloriosa corpora» encontrados, el lugar bibliográfico de su anotación insinuaba la discordancia entre la fecha asentada por Morales (el año décimo de Nerón) para la primera persecución contra los cristianos y la lámina del Sacromonte; el licenciado Franco observa la incongruencia en una segunda lectura: «en el segundo año del imperio de Nerón dizen las láminas lo que contradize a este año 10» (Fernández Franco, Notas 93v; ad Morales, La corónica 261v [lib. 9, cap. 13]). Aunque no profundiza su comentario, se puede pensar que Fernández Franco se inclinara a aceptar que las láminas no solo cuestionan la versión de Morales, sino que posiblemente había que enmendar la crónica de su maestro con el testimonio de los plomos tal como lo hacía con las versiones de Plinio, que enmendaba a partir de la evidencia material. Esta lectura se sustenta en las permanentes revisiones a la versión de Morales que el licenciado Franco hace al corregir sus transcripciones y discutir sus opiniones, como en el caso del sitio de Córdoba la Vieja. El licenciado Franco sigue poblando su copia de la Corónica general con el seguimiento detallado de los hallazgos del Sacromonte, acusa la aparición de la lámina de Mesitón, describe el «tamaño de una hostia» de los libros, identifica su lengua con el hebreo y más tarde corrige su información e indica que están escritos en árabe (Fernández Franco, Notas 96v; ad Morales, La corónica 262v [lib. 9, cap. 13]). A lo largo de estos márgenes comienza el licenciado Franco a identificar las ubicaciones arcaicas que pudieran hacer concordar el lugar de los hallazgos con la información de las láminas y el corpus de autores antiguos: Ya se hallaron los dos libros de plomo uno redondo como una ostia y otro quadrado (pareze son los que se enuncian en la lámina dicha de San Thesiphon) pulveres et liber. Y no será contradición dezirse en la oja siguiente que era Illiberia Granada y dezir aquí (en la lámina) in loco Illipulitano, porque Illipula era la Sierra Nevada según Nebrixa in Modernis. Y ansí era Iliberia allí y el monte del martirio Illipula, que era la Sierra Nevada. (Fernández Franco, Notas 93v; ad Morales, La corónica 261v [lib. 9, cap. 13])

Como se puede apreciar, Fernández Franco empezó a concordar la geografía de la Bética respetando las identificaciones de Antonio de Nebrija y deshaciendo la contradicción que podía resultar de la

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identificación de Illiberia con Granada y de Illipula con la Sierra Nevada, como si los martirios hubiesen ocurrido en lugares muy apartados entre sí81. El licenciado precisa, entonces, que se trata de dos lugares diferentes. Estas identificaciones de los lugares asociados al Sacromonte desembocaron en la composición del Itinerario y discurso donde Fernández Franco se ocupó de identificar parte del recorrido de los discípulos de Santiago con las ciudades de Andújar, Guadix, Verja y Granada, como en los santorales se ve y agora ha mostrado nuestro señor la invención de algunos santos destos en el Monte Santo de Granada para gran gloria suya y augmento de la santa fe católica. (Fernández Franco, Itinerario 41r)

Esta identificación del camino de los varones apostólicos bien pudo constituir la causa eficiente para que el licenciado Maldonado recomendara a Pedro de Castro los escritos del licenciado Franco. De todos estos antecedentes se deduce que, cuando Pedro de Castro se puso en contacto con el licenciado Franco, este estaba en condiciones de absolver sus consultas. En la decisión de Pedro de Castro de ponerse en contacto con el anticuario Franco, gravitó la presencia póstuma de Ambrosio de Morales y su prestigioso manto protector sobre su antiguo estudiante, puesto que los polemistas del Sacromonte constantemente remitían a la Corónica general y a otros escritos de Morales para defender o cuestionar los hallazgos granadinos (AASG, leg. 3, 404r/v, 430r, 447r; leg. 4, 1.ª pte., 304v, 318v, 323r, 520r). Pero sobre todo pesó la certeza del valor probatorio de las antigüedades a partir del antecedente de la sentencia calificadora de los mártires de Córdoba, basada en el reconocimiento de los cuerpos sacros y de la certificación de su martirio gracias a «un letrero de una piedra de mármol», refrendada por García de Loayza y Girón en calidad de testigo y por Juan Bautista Pérez en calidad de secretario de la junta calificadora reunida en Toledo en 1583 (ASSG, leg. 4, 1.ª pte., 452r). 81. Nebrija había identificado estos lugares con la autoridad de Ptolomeo. Las entradas correspondientes de la sección toponímica de su diccionario son las siguientes: «Ilipula, quoque mons ab eodem Ptolomaeo ponitur. Vulgo Sierra Nevada»; «Illiberis, oppidum clarissimum Hispaniae Citerioris, forte Granata» (Nebrija, Dictionarium sub Ilipula, sub Illiberis).

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La carta que mandó el arzobispo de Granada al anticuario Franco no se conserva, pero la sistemática inclusión de la información anticuaria en los márgenes de sus libros hace constar la llegada de la misiva y el tenor general de su contenido. Además, el licenciado Franco aludió a esta consulta al mencionársela a Pablo de Céspedes en su Memorial de 1601: Y hállanse títulos Romanos en Granada en que se dize ser municipio florentino illiberitano y señaladamente una inscripción en que dedicó aquel regimiento una statua a Furia Sabina Tranquilliana, mujer del emperador Gordiano, el qual con otros me envió el señor Arçobispo de Granada para que dixesse lo que me parecía dellos. (Fernández Franco, Memorial 261v-262r)82

Pedro de Castro le había mandado una inscripción cuya interpretación comprometía la ubicación de Granada; el licenciado Franco la transcribe en los márgenes del capítulo dedicado a los emperadores Claudio y Calígula para añadir las piedras andaluzas de la época de estos emperadores. Una de las piedras que inserta el anticuario hace referencia al municipio florentino illiberritano. Basándose en el diccionario de lugares de Nebrija, Fernández Franco identifica el municipio illiberritano con Granada e insiste en la duplicada por la acotación nebricense: «illiberri legendum duplici RR ex vetustissimo lapide Vaena invento» (Fernández Franco, Notas 83r; ad Morales, La corónica 226r [lib. 9, cap. 6]). La confirmación de la identificación de Illiberri con Granada procedía de la inscripción que le había enviado Pedro de Castro: 82. La reseña del licenciado Franco de la consulta del arzobispo basta para hacernos una idea del contenido de la carta perdida. Efectivamente, el archivo personal de Pedro de Castro conserva numerosos documentos que discuten las ubicaciones antiguas de Granada y de Illipula, así como otros que transcriben colecciones de inscripciones romanas. La selección más depurada, que coincide con la descripción del licenciado Franco, aparece en las historias eclesiásticas de Granada en las que Justino Antolínez de Burgos y Francisco Bermúdez de Pedraza alegan las inscripciones descritas por Franco para identificar Granada con Illipula, en el caso del primero, y con el municipio de Illiberis, en el segundo (Antolínez 30-39 [1.ª pte., cap. 2], Bermúdez 9r-11v [1.ª pte., cap. 7]). Como veremos a continuación, las notas marginales a Ambrosio de Morales aportan también detalles sobre el contenido de la carta y transcriben una de las antiguallas que le envió Pedro de Castro.

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Y que illiberros y florentinos fuesen los de Granada compruévase con una inscripción que en Granada se halló, dedicación de estatua de Furia Sabina muger de (el emperador) Gordiano, que me embió su título el Señor Arzobispo [don Pedro de Castro] de allí. Dize ansí FVRIAE SABINIAE TRANQVILINAE AVGustae CONIVGI IMPeratoris CAESaris Marci ANTONI GORDIANI PII FELicis AVGusti ORDO Municipium FLORentinum ILLIBErritani RRITANI DEVOTVS NVMINI MAIESTATI QVE EIVS SVMPTV PVBLICO POSVIT DeDicavit. (Fernández Franco, Notas 83r; ad Morales, La corónica 226r [lib. 9, cap. 6]) [A Furia Sabina Tranquilina, augusta cónyuge del emperador César Marco Antonio Gordiano, pío, feliz y augusto, el devoto cabildo del Municipio Florentino Illiberritano puso esta memoria a la alteza y majestad de este a costa pública y se la dedicó].

¿Qué respuesta pudo esperar Pedro de Castro? Del análisis de los criterios con los que el licenciado Franco organiza sus tratados es posible suponer que el licenciado acudiría a la reconstrucción de Plinio y, particularmente, notara la mención de las villas más célebres de la Bética romana: «Iliberri quod Florentini, Ilipula quae Laus» (Plinio III: 38 [lib. 3.10]) [Illiberri llamada Florentini, Illipula llamada Laus]. Usando de los principios de Ambrosio de Morales según los cuales el lugar donde se encuentran las memorias marmóreas suele indicar que esa ubicación era la originaria (Las antigüedades 4v-5r), Fernández Franco pudo haber confirmado a Pedro de Castro que efectivamente Granada era Illiberris y pudo haber desarrollado la identificación del «loco illipulitano» de la lámina de plomo con la «Illipula quae Laus» de Plinio el Viejo, remontándose a sus anotaciones marginales de la crónica de Ambrosio de Morales. Esta identificación de Illiberri con Granada —y el recuerdo del envío de la inscripción de Furia Sabina por Pedro de Castro— pasó en adelante a los tratados del licenciado Franco (Fernández Franco, Monumento 190v; Memorial 262r). Más importante aún fue la identificación en los escritos del anticuario de Illipula con el «Monte Santo» (Fernández Franco, Monumento 97v). Esta demostración del licenciado Fernández Franco, solventada a base de piedras, debió resultar convincente, porque aplicaba los métodos comprobatorios de los anticuarios de entonces. Trabajando con

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la premisa de que las inscripciones eran realmente antiguas, zanjaba así las especulaciones de los polemistas del Sacromonte que atendían al problema de situar el lugar de los hallazgos y a fijar el nombre antiguo de Granada. Aunque jugara un rol marginal en el Sacromonte, la obra de Fernández Franco ilumina el interés por emplear las pruebas anticuarias en el proceso de autenticación del pergamino turpiano y de los libros de plomo. El tratamiento atomizado de las antigüedades, asociado a un método de trabajo, vinculado a los lugares donde se encontraban los objetos y revestido de una autoridad probatoria capaz de alterar las enseñanzas de las ediciones de autores clásicos y las versiones canónicas de la historia, no solo interesó a los polemistas del Sacromonte, sino que posiblemente inspiró también a los que idearon la aparición de los libros plúmbeos en las cavernas de Valparaíso.

9. La materia anticuaria y los polemistas del Sacromonte Al estallar la polémica sobre la naturaleza de los libros plúmbeos, el lenguaje y los métodos de los anticuarios se manifestaron como premisas de los contrincantes y como plan de estudios por seguir en la sustentación de sus pareceres. Fernando de Mendoza rápidamente escribió a Pedro de Castro sobre la necesidad de «declarar» y «trasladar» las láminas de plomo, es decir, de comprender a fondo su letra, su estilo y su sistema de abreviaturas, y de efectuar una copia exacta de los objetos materiales (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 474r [Madrid, 17.5.1595]). Es decir, los criterios de Fernando de Mendoza repetían el gesto de Fernández Franco de aproximarse a las abreviaturas y de hacer autopsias de los objetos antiguos con la mayor destreza y precisión posibles. Pedro de Castro declaraba que, en su opinión, las láminas no eran sospechosas por varias razones de las cuales la primera que lista es «el lugar donde se hallaron, porque es muy adentro en la queba y la queba está toda terraplenada a mano con piedra y tierra mouediza» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 520r [Granada, 27.3.1595]). Un año después de esta primera opinión, la consulta de Pedro de Castro a Fernández Franco procuraba abastecerse de argumentos para fortalecer la lectura de los libros con la identificación de los sitios antiguos de Granada. En este contexto, los argumentos anticuarios que el licenciado Franco esbozaba en los márgenes de su copia de la

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crónica de Ambrosio de Morales se acercaban a los que comenzaban a circular y a esgrimirse a favor o en contra de los hallazgos. Así, la aparición en las láminas del nombre de Illiberri y de Illipula trató de encauzarse en la dirección de aceptar estas documentaciones como una demostración de que las láminas se encontraban y se referían a su ubicación auténtica y original. Además, la constante organización espacial de los tratados anticuarios, como mostraban paradigmáticamente Ambrosio de Morales y Juan Fernández Franco, montada sobre el catálogo secuencial y toponímico de los geógrafos antiguos, hacía que los defensores de los libros constantemente asociaran los nombres de Illipula e Illiberris con los lugares aparecidos en la descripción de la Bética que consignan Plinio el Viejo y Ptolomeo. Pedro Guerra de Lorca inventó incluso razones para explicar el epíteto laus ‘laudable’ dicho de Illipula y nacido supuestamente de la fama de las bondades de la población; mientras el licenciado Faría trataba de calcular la distancia exacta entre Illiberris e Illipula a partir de los grados listados en la obra de Ptolomeo (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 205r/v; 439v). La práctica de los anticuarios de confiar al papel las transcripciones de las antigüedades y de hacerlas circular en forma de epístola se repitió y casi se volvió el único canal en permitir el flujo informativo de los contenidos de las láminas y de los libros de plomo. Estos objetos solo circularían mediatamente en transcripciones y copias. Tal confianza en la copia de un objeto antiguo, asentada en el gremio de los anticuarios, explica que se le diera crédito a la superchería de la piedra caldea que presuntamente Abentarique encontró en Mérida y que Miguel de Luna presentó en traducción española en su Historia verdadera (Luna 62-63 [pte. 2, descripción, cap. 1]). En el testimonio de esa presunta antigualla caldea, el licenciado Joan de Faría fundamentó la identificación de la primera lengua de España que, en su opinión, era precisamente el caldeo (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 439r). Como explicaba López Madera, el establecimiento exacto de estos lugares apuntaba a la reconstrucción del itinerario de la predicación de Santiago y las razones por las que paró en aquellos lugares. Illipula tenía una antigua población de judíos y a este grupo se dirigía la predicación del apóstol (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 314v). Estas conexiones anticuarias entre las ciudades antiguas y los hallazgos del Sacromonte se enfrentaban al vacío de no contar con una

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validación para el nombre de Granada en las fuentes antiguas. Los defensores de los hallazgos ensayaron numerosos argumentos para subsanar el problema de esta falta de documentación del nombre de Granada. Se recurrió a atribuir el nombre de la ciudad al hebreo, es decir, a una lengua antiquísima; su falta de registro documental se atribuyó a diversos motivos, tales como la preferencia por los nombres latinos —lo cual explicaba por qué solo aparecían Illiberris e Illipula— por encima de los topónimos hebreos a causa de la dominación romana que se expresaba en latín (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 701r-702r). A la luz de la secuencia de los hallazgos, la insistencia en los libros de plomo por situar los hallazgos en Illiberris y en Illipula pretende revertir la incongruencia surgida de la firma del pergamino de la Torre Turpiana en la que san Cecilio firmaba como obispo de Granada. Al insistir en la falsificación de los objetos, los detractores de los hallazgos confirmaban a contraluz el uso de estos argumentos fundados en las prácticas de los anticuarios. Gonzalo de Valcárcel presentó sintéticamente los argumentos anticuarios a favor de los libros en los que se sostenía que llamar a la tierra «Florentina Illiberritana con la ortographía antigua y legítima» mostraba que no eran objetos fingidos (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 964v [Madrid, 18.5.1595]). La réplica de Valcárcel no negó el carácter correcto de la inscripción, sino la autenticidad de los mismos objetos materiales desenterrados en el Sacromonte: A esto respondo [la aparición del nombre Florentina Illiberritana] que presupuesto que el que quisiesse fingirlo, no hauía de ser del todo ignorante, pues sabía la lengua latina, arábiga y castellana, le fue cosa muy fácil en Granada acertar el nombre de aquella tierra, pues se hallan en aquella ciudad muchos mármoles antiguos con el verdadero nombre y ortographía de Illiberis, escrita con dos LL y dos RR, llamándole diversas vezes Municipio Florentino Illiberritano. De donde pudo fácilmente tomarlo el que quisiesse. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 964v [Madrid, 18.5.1595])

Esta contradicción de Valcárcel muestra la fortaleza que podía tener la prueba anticuaria de ser verdadera y, al mismo tiempo, revela que, de resultar falsos, los objetos materiales podían ser precisamente el gran talón de Aquiles de los libros plúmbeos. Sin embargo, los defensores del Sacromonte trabajaban con la seguridad de que el pergamino y los libros eran objetos verdaderos. Desde el punto de vista de las disciplinas históricas de finales del siglo

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esta importante presuposición de la verdad del testimonio material era el pilar más sólido de todo el edificio de las especulaciones de los anticuarios. Por esta razón, Pedro de Castro llevó a cabo la campaña de precisar los lugares de los hallazgos y de convocar a los peritos de todas las disciplinas para examinar la materialidad más elemental de cada uno de los objetos (cf. cap. 1). Este principio de la materialidad también era la base de la autoridad que tenían las láminas, como toda «representación de antigüedad», según asentaban los derechos (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 307v). La necesidad de probar con inscripciones y pruebas materiales se intersectaba con las expectativas de la forma como debían ser y lo que debían decir los objetos antiguos según las historias acreditadas o los testimonios de la época; muy probablemente la satisfacción de este tipo de expectativa constituyó, por ejemplo, la razón para que apareciera la lámina de Florencio Illiberritano, cuyo nombre resultaba sospechosamente idéntico al nombre antiguo de la propia ciudad de Granada según Plinio: «Iliberri quod Florentini» (Plinio III: 38). Pedro Guerra de Lorca consideró que precisamente la aparición de esa lámina de Florencio Illiberritano explicando el martirio de san Cecilio probaba que los hallazgos eran auténticos y no invenciones de «algún moro burlador» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 195v). Esta lámina estaba destinada a desempeñar un rol central en la autenticación de los libros plúmbeos. Presupone el extendido principio de que los nombres de las ciudades correspondían a los nombres de antiguos héroes (Caro Baroja, Las falsificaciones 64). Convertir a Florencio Illiberritano en un discípulo de san Cecilio equivalía, desde la posturas de los anticuarios, a vincular a la figura fundacional de la ciudad con el establecimiento de la Iglesia primitiva española y llevar a cabo el intento de crear un pasado cristiano al último reino musulmán (Harris 151). La progresiva consolidación del repertorio de argumentos a favor y en contra del Sacromonte reservó una sección particular para las antigüedades monumentales que probaban la veracidad de los hallazgos y vinculaban la Granada de los hallazgos con la Illiberia romana. Estos argumentos venían de la mano de una colección de inscripciones que se habían venido discutiendo en la correspondencia de Pedro de Castro y que probaban precisamente la identificación de Granada con Illiberris y del Sacromonte con Illipula; asociaban también el nombre de la Torre Turpiana con el nombre de Cayo Ansticio Turpion, un

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presunto nativo de Illipula, benefactor del bien público, que amuralló la ciudad con su dinero para defenderla de ataques. El conjunto de todos estos mármoles y objetos se incluyó y se imprimió en las historias eclesiásticas granatenses de Bermúdez de Pedraza y Antolínez de Burgos (Antolínez de Burgos 30-39 [1.ª pte., cap. 2], Bermúdez de Pedraza, Historia 9r-11v [1.ª pte., cap. 7], 26r [1.ª pte., cap. 18]; Fernández Franco, Notas 83r; ad Morales, La corónica 226r [lib. 9, cap. 6]; AASG, leg. 6, 1.ª pte., 106v-108v). Como se puede apreciar, los argumentos anticuarios ramificaban las conclusiones derivadas del análisis de los objetos materiales aparecidos en el Sacromonte. El tipo de conclusiones que de estos hallazgos se podían obtener dependían de la gran corriente de estudios anticuarios, cuyas reglas y procedimientos para el caso de España habían sido acuñados en las epístolas e impresos de Ambrosio de Morales y de Juan Fernández Franco. Desde la privacidad de sus cartas, la limitada circulación de sus tratados, el carácter atomizado de sus rigurosos análisis epigráficos y el contrapunto sostenido con el propio Ambrosio de Morales en los márgenes de su Corónica general, el licenciado Franco parece tomar un discreto lugar secundario frente a la historia impresa para el público. Pero, desde ese lugar, se mide con Morales a través de la evaluación permanente de la versión histórica establecida a través de la reinterpretación de los materiales anticuarios y de las conjeturas pertinentes. El fluido intercambio epistolar de sus opiniones y la condición maleable de sus análisis puntuales conformaban una especie de chorro líquido de saber anticuario, que impregnaba el meollo de los argumentos que resultaban necesarios a la defensa de las causas más apremiantes para los representantes de la Iglesia y la Corona. Desde esta perspectiva, el rol intelectual del licenciado Franco pasaba a ocupar un espacio destacado, esencial para consolidar la fuerza de los argumentos relacionados con la dimensión material de los objetos descubiertos. El trabajo intelectual del anticuario Fernández Franco era también la moneda de cambio con que entablaba una relación con las élites españolas para promover su situación laboral. En la dedicatoria a Jofredo Lercaro, Fernández Franco acude a la teoría platónica de la virtud para justificar la dedicatoria y el envío del tratado a un individuo cuya virtud lo movía a ponerse a su servicio con su trabajo intelectual

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(Fernández Franco, Demarcación 1r-2v). Al anclar esta dedicatoria en el pensamiento de Platón, su contenido se proyecta al propio Fernández Franco y eleva su imagen y su labor de anticuario. Platón arguye en El banquete que la sabiduría puede transmitirse y engendrar la virtud que, a su vez, asciende progresivamente desde la observación al aprendizaje, a la contemplación de la belleza y, finalmente, a la felicidad (Platón 93, 199, 207). Dentro de ese marco, los tratados de Fernández Franco se insertan en esa cadena platónica y su rol de interlocutor epistolar deviene en el papel de un guía que conduce a la virtud. Si a nivel personal su correspondencia con los intelectuales estaba sólidamente ligada a esta antigua concepción de la virtud, al nivel de la comunidad lectora sus tratados contenían fragmentariamente testimonios antiguos de la celebración de las virtudes que podían servir de lección sobre el pasado y de modelo al presente.

10. Conclusión Al releer la Corónica general de España, Fernández Franco solía relacionar los eventos presentes con episodios del pasado. Esta operación era un paso de su labor anticuaria cuyos efectos no siempre quedaban confinados a su erudito gabinete de anticuario, sino que, gracias a la correspondencia con los funcionarios civiles y eclesiásticos, podía afectar la esfera política y social que rodeaba a Fernández Franco y a su red de amigos y patrones intelectuales. El propio Fernández Franco no se limitó a la tarea de interpretación anticuaria del pasado, sino que también participó activamente en la renovación urbana de Andalucía y, en particular, de la villa de Montoro. El estudio minucioso de las inscripciones había pulido su habilidad para comprender detalladamente su hechura y su sentido. A estos epígrafes el licenciado Franco los llama «memorias», reteniendo el nombre que les daban los romanos porque tales letreros se hacían en honor de personas ilustres o de individuos «que hacían cosas notables de esfuerzo o liberalidad a favor de su patria o república» y merecían perpetuar su memoria en lugares públicos (Fernández Franco, Monumento 100r-101r). Estas memorias celebraban la virtud e incluso aconsejaban su práctica (Fernández Franco, Monumento 205r, 126r).

II. El anticuario Fernández Franco

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Estas piedras, monedas y medallas antiguas daban fe del ejercicio de las virtudes políticas por las que, según asienta el licenciado Franco con citas jurídicas de san Jerónimo, los romanos merecieron gobernar: «virtutibus romani promeruerunt imperium» (Iglesia Católica, Corpus iuris canonici c.14 C.XXVIII q.1) [Por sus virtudes los romanos merecieron el imperio]. Aun en la gentilidad, las virtudes legitimaban el ejercicio del poder. El licenciado Franco comenta que esta voluntad de inmortalizar la memoria de estos hechos virtuosos explicaba el cuidado de los romanos por esculpir apropiadamente sus inscripciones. Las historias contenidas en los mármoles y en las monedas relataban episodios memorables del ejercicio de la paz y la concordia, del acto de amparar a los ciudadanos, de la construcción de obras públicas para el bien común y de la deificación de las virtudes de la esperanza, la victoria y la piedad, entre otras (Fernández Franco, Tratado 7r, 15r, 16v, 24v). Con esta idea de la memoria moral contenida en las antigüedades, Fernández Franco se aplicó a fabricar inscripciones modernas al estilo romano. Hizo inscribir una lápida sepulcral en honor de su padre y de su hermano; redactó la inscripción del dintel de la sacristía de San Bartolomé de Montoro en recuerdo del inicio de la construcción de la torre en 1545; pero, sobre todo, se encargó de componer la inscripción del puente de Montoro construido con los caudales públicos de la ciudad (López de Cárdenas 10-12). La inscripción elaborada por el anticuario Franco recogía el sentimiento de gratitud que sentirían los viajeros de paso por Montoro hacia sus habitantes; pues su liberalidad, encarnada en la construcción del puente, les evitaba el peligro de cruzar el río en un punto rocoso y difícil. La celebración de la vida cívica, perpetuada en la inscripción, tenía una fuerte repercusión política, encaminada a la confirmación del privilegio concedido a la villa de Montoro por los Reyes Católicos en 1501; según este, otorgado en reconocimiento de los reyes a la obra del pueblo en pro del bien común, se eximía a sus habitantes del deber de hospedar, es decir, del deber de alojar y sustentar con productos locales a las huestes reales de paso por Montoro (CVV, vol. 269, 284r/v). Los estudios de Fernández Franco repercutían, entonces, fuera de sus páginas en la confirmación perpetua de los privilegios concedidos a su villa natal. Análogamente, en la puerta de la fortaleza de esta

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misma villa estaba colgada la inscripción que identificaba Montoro con el municipio romano de Epora, y que el anticuario Franco había estudiado en varios tratados. El licenciado explicaba que, en época romana, un municipio era una ciudad con jurisdicción propia que vivía por sus propias leyes municipales, es decir, por las leyes que sus pobladores aprobaban, y no por las leyes romanas legisladas en la capital del imperio (Fernández Franco, Demarcación 59r-62r). Proyectando el presente sobre el pasado, esta «memoria» y el estudio de Fernández Franco dialogaban silenciosamente con las aspiraciones de la villa de Montoro por separarse de la jurisdicción de la ciudad de Córdoba. Esta última tenía la potestad de nombrar a los administradores de la justicia y al regimiento montoreños e intervenía así en su vida civil provocando muchas veces conflictos con los intereses locales y acrecentando mucho la influencia cordobesa de la que los pobladores de la villa querían liberarse (Criado Hoyo 111-114). Las calas anticuarias de Fernández Franco sobre el estatus legalmente soberano de Epora podían apuntalar argumentos de derecho consuetudinario que defendieran la postura independentista de Montoro, presentándola como el retorno a un estatus que la villa había gozado desde época romana. El licenciado Franco se sumará así al usufructo político del estudio anticuario (Lleó Cañal, «Origen y funciones» 63-64). Más allá del ámbito de la política local, los estudios anticuarios tocaban la médula de las discusiones y proyectos del ámbito civil y eclesiástico de Córdoba y de toda España. Como Montoro, el cabildo de Antequera decidió, en 1585, empotrar en un arco las piedras y estatuas romanas conservadas en esa ciudad para contemplación pública. Esta decisión complementaba una orden de Felipe II dirigida a los ayuntamientos del reino para inventariar las antigüedades de cada pueblo español (Atencia Páez 47-48; Ceán Bermúdez XXVII-XXVIII). Respecto del ámbito eclesiástico, la discusión consignada en los márgenes de la crónica de Ambrosio de Morales sobre el origen de la mezquita de Córdoba en el templo romano de Jano sería el punto de partida de las especulaciones sobre el mismo asunto de Pablo de Céspedes, corresponsal de Fernández Franco y antiguo discípulo de Ambrosio de Morales (Rubio Lapaz, Escritos 79-132). Estas pesquisas sobre el origen de la catedral tenían como contexto de fondo el proceso de transformación del antiquísimo edificio en una catedral

II. El anticuario Fernández Franco

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renacentista iniciado por el obispo Alonso Manrique, hermano del poeta Jorge Manrique, y culminado en 1607, después de la muerte de Fernández Franco (Nieto Cumplido, La catedral 501-516). A través de sus escritos, Fernández Franco pudo influir en las transformaciones y en las decisiones sobre el ornato de la mezquita, pues estudió las columnas miliarias que decoraban el arco de las bendiciones, demostraban que la catedral había sido el templo de Jano y documentaban que este edificio se había construido al lado del camino público (Fernández Franco, Demarcación 12r-22v). El licenciado Franco mostraba así que la catedral era un espacio dedicado al culto desde épocas precristianas y afectaba con sus estudios los proyectos más urgentes de las esferas políticas y religiosas. Su gesto no es ajeno a sus colegas anticuarios. Todos se involucran en la renovación de monumentos del pasado y apelan a las decoraciones antiguas para adornarlos, mantener su compostura o argumentar a favor de su antigüedad y dignidad. Bernardo de Aldrete compuso una inscripción latina al estilo romano para celebrar la fundación de la colegiata del Sacromonte (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 57r [Córdoba, 28.7.1610]). El Inca Garcilaso de la Vega participó activamente en la renovación de la catedral de Córdoba, adquirió un solar del muro norte durante los años en que se renovaba esa ala de la antigua mezquita para enterrarse y elevó una petición al cabildo eclesiástico de Córdoba para que no prosiguiera la construcción de las «necesarias» al interior del templo: Aviendo precedido llamado para ello y leídose la petición del yndio Garcilasso de la Vega, auitante en esta ciudad, y entendido por ella la mucha indecencia que tiene la obra de las necessarias que se pretende hazer dentro de la yglesia y algunos inconvinientes. Platicado y conferido largamente cerca de ello por todo el cabildo, se determinó que no se pase adelante con la dicha obra de las necessarias en el sitio que se ha començado y que se derribe el edificio y se vuelva como estaua antiguamente para lo qual se nombró al Sr racionero Joan de Amaya obrero mayor y para dar parte de esta determinación al señor Obispo nuestro prelado que con brevedad mande a los albañiles que tienen a su cargo la fábrica y obra de las dichas necessarias lo pongan de la forma que la allaron quando se comenzó. (ACC, Actas capitulares, vol. 39, 154r [Córdoba, 14.6.1615])

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A pesar de que no se ha conservado el escrito de Garcilaso, la decisión del cabildo transparenta que la indecencia de la construcción de los servicios higiénicos afectaría al ornato y a la armonía del edificio catedralicio y que la asamblea adaptó las razones de Garcilaso y el obrero buscó un lugar más decente para las «necesarias». La intervención de Garcilaso desembocó en una vuelta al orden antiguo del edificio y, por lo tanto, en la preservación de un estado más cercano al original de la gran antigualla. A mayor importancia de la perspectiva desarrollada por los anticuarios, al lado de esta activa participación en la renovación de monumentos antiguos, estos escritores utilizaron los métodos de los anticuarios en sus escritos. Aldrete escribió un libro de Varias antigüedades de España, África y otras provincias, Garcilaso intercaló a su narración histórica sobre el origen y constitución de los incas una suerte de tratado anticuario que explicaba los objetos e instituciones a las que se refería, y Miguel de Luna supo aquilatar el poderoso valor argumental de las antigüedades incluyendo en traducción española la piedra caldea de Mérida, que testimoniaba el empleo de esa lengua en España desde tiempos antiguos y que validaba su impostura histórica con esta presunta prueba material. El licenciado Fernández Franco posiblemente se detendría en ese pasaje de la Historia verdadera del rey don Rodrigo, pues consta que leyó a Miguel de Luna y entresacó de su libro información anticuaria y noticias sobre el Sacromonte, como lo hizo constar en sus anotaciones a Morales. Allí citó la «historia de la destruición de España» de «Miguel de Luna, vezino de Granada, intérprete del rey» (Fernández Franco, Notas 95v; ad Morales, La corónica 262r [lib. 9, cap. 13]). Como el anticuario Fernández Franco, Miguel de Luna, desde la disciplina de la traducción, desempeñó también un papel preponderante en el asunto de los libros plúmbeos del Sacromonte.

III. El traductor Miguel de Luna y el cronista A bentarique: las sutilezas del aparato crítico, la guerra justa y la legitimidad arábigo-española

En febrero de 1610, al empezar a ejecutarse la última expulsión de los moriscos de Granada, Miguel de Luna, informado de los apremios que sufrían su mujer y su hijo, despachó desde Madrid una carta urgente a Pedro de Castro pidiéndole detener el atropello que se estaba cometiendo contra su familia. Luna apelaba a su larga relación con el arzobispo de Granada, cimentada en sus servicios en la traducción de los libros de plomo: Ponga Vuestra Señoría Ilustrísima la mano en su pecho y sienta lo que yo puedo sentir. No tengo de quién poder faboreçerme si no es de Vuestra Señoría Ilustrísima a quien suplico, quan encarecidamente puedo, mande escrevir luego al señor cardenal [Bernardo de Rojas y Sandoval] y al señor don Juan de Idiáquez y al señor condestable [Juan Fernández de Velasco], pues son de la junta del Santo Monte y del qonsejo de estado, donde se trata de los negocios, pidiéndoles mi negocio y dándoles a entender lo mucho que e servido en lo del Santo Monte y que, si oy no lo acabo de poner en razón, quedará desierto pues no hay otro que lo entienda. Y declaren sobre ello con breuedad lo que conviene. Y, en caso que justicia no se me guardara, me den licencia para pasarme en Roma con mi muger e hijo adonde iré pidiéndola al cielo y quexándome al mundo de que injustamente me quieren quitar la hazienda, el linage, la honra y los servicios. (AASG, leg. 7, 1.ª pte., 889r/v)83

83. El lector puede encontrar una transcripción casi completa de esta carta en García Arenal y Rodríguez Mediano, «Miguel de Luna» 122-123. Salvo en los casos en que se ha debido recurrir a las ediciones príncipe de 1592 y 1600, las citas de la obra de Luna provienen de la edición valenciana de 1606.

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Sin duda, Pedro de Castro lo asistió en sus apuros (AASG, leg. 7, 1.ª pte., 990r [Madrid, 2.2.1610]). Miguel de Luna permaneció en España, solicitó al rey el cargo de intérprete oficial de árabe y el arzobispo informó favorablemente sobre las aspiraciones del traductor84. Su recomendación se respaldaba en la traducción de los libros plúmbeos realizada con el patrocinio, examen y supervisión del arzobispo y de sus asistentes (AASG, leg. 7, 1.ª pte., 624r-625v [1607-1610]; leg. 6 suelto, 405r-415r). Además de leer las versiones castellanas de los plomos, Pedro de Castro conocía su otra «traducción», a saber, la versión española del manuscrito del cronista Tarif Abentarique, publicada bajo el título de Historia verdadera del Rey don Rodrigo (Granada 1592, 1600). El arzobispo encontraba citas de Abentarique en los pareceres que le hacían llegar corresponsales como el anticuario Fernández Franco, el jesuita Juan de Soria o el relator cancilleresco Joan de Faría (Fernández Franco, Itinerario 36r [1596]; AASG, leg. 4, 1.ª pte., 619v [Sevilla, 14.8.1595]; 439r [ca.1599-1600]); por estas referencias, no dudó en recomendar la lectura de esta obra y discutirla entre los intelectuales de su círculo (AASG, leg. 5, f. 604-605r [Granada, 30.11.1609]). ¿Con qué herramientas argumentales logró el traductor morisco dotar de tanta autoridad a su «traducción»? Este capítulo sostiene que la Historia verdadera asienta su autoridad en los principios de traducción explicitados en sus preliminares y en la construcción del aparato que Miguel de Luna puso en sus márgenes para tratar con depurado rigor el «manuscrito» de Abentarique. A su vez, estas decisiones editoriales se validan en su reflexión del paradigma de traducción jeronimita empleado para verter los libros plúmbeos al castellano y levantar un aparato crítico en torno a sus contenidos. Complementariamente, este capítulo sustenta también que la concepción de la Historia verdadera brota del mismo proceso de los hallazgos de Granada. Con estos lentes, la obra se compone de dos 84. «Vuestra Magestad le haga la dicha merced de darle título de intérprete [ilegible] y el duque [de Lerma] avisó al cardenal [Rojas y Sandoval] que Vuestra Magestad mandase vea esto en la junta. Y auiéndose hecho assí y visto lo que el dicho arzobispo [Pedro de Castro] a informado sobre esto, parece que, siendo Vuestra Magestad seruido, sería bien dar al dicho Luna título de intérprete de la lengua arábiga, como suplica, con trescientos y quatrocientos ducados de salario al año por el tiempo que Vuestra Magestad fuere servido y se ocupare en la traducción destos libros» (AASG, leg. 5, 622v-623r [Madrid, 24.4.1610]).

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libros distintos: la primera parte adquiere pleno sentido al incardinarse con la profecía de la Torre Turpiana; la segunda, al asociarse con la polémica desatada al aparecer los libros plúmbeos. Su inseparabilidad de estos descubrimientos la dota de una autoridad más fuerte, al tiempo que le otorga un estatuto «real» al intersectarla con un corpus de escritos que muchas autoridades civiles y eclesiásticas consideraban verdaderos. Al leer la primera parte a la luz del pergamino, la narración de la conquista musulmana, acuñada con los presupuestos de la guerra justa, no solo se justifica escatológicamente, sino que legitima secularmente la presencia de los árabes en España. Al interpretar la segunda parte a la luz de la polémica sobre los plomos, su división cuatripartita y su multiplicación de narradores y fuentes se conciertan con el afán de probar la historicidad de los hallazgos y de reforzar la primera parte de dicha Historia verdadera desde diversos frentes argumentales. Esta prueba se transmuta en los episodios, acciones, personajes, nombres y objetos que emergen en la narración de Abentarique. Así, la biografía de Almançor, publicada en la segunda parte de la obra el año 1600, se orienta a convertirlo en un gobernante heredero de un señorío gentil y, por lo tanto, en un soberano que ejerce su dominio con el amparo de la ley natural; la descripción de España proporciona un registro de lenguas y pueblos en el que se documenta la presencia inmemorial de los idiomas semíticos, lo que hace posible la concepción de un trasfondo idiomático como el que requiere el pergamino de Granada. La tercera sección de la segunda parte, referida a los hechos de Abencirix, y la cuarta, sobre la segunda conquista de su general Mahometo Abdalazis, apuntan a justificar el equilibrio antitético que legitima el refugio morisco de las Alpujarras y, al mismo tiempo, sienta las bases para la Reconquista cristiana. Esta narración ficta, entretejida con hechos históricos reales, engendra un espacio referencial situado en los linderos entre lo verdadero y lo falso que simultáneamente constituye la fortaleza de su crédito y su talón de Aquiles. La persona de Miguel de Luna actúa como el engranaje de todos estos roces con la realidad. En suma, este capítulo se orienta a mostrar que la Historia verdadera es el foro con que Luna defiende la legitimidad arábigo-española e interviene en las discusiones conducentes a

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la expulsión desde un discurso histórico al que subyace la tesis de la referida legitimidad arábigo-española y cuya lectura cambia el estatus ilegítimo de la sublevación de las Alpujarras. A través de sus dos libros, Luna apunta a resolver tensiones y conflictos sociales que lo afectaban personalmente. Asimismo, este capítulo se inserta en el renovado interés por Miguel de Luna y por su obra. Recientemente, Mercedes García Arenal y Fernando Rodríguez Mediano han realizado numerosos aportes documentales que muestran la asociación de Luna con círculos de colaboración entre moriscos y complejizan la imagen de su identidad religiosa (García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 192-196). Insistiendo en las implicaciones políticas de la obra, Elizabeth Drayson ha llamado la atención sobre la insistencia de Luna por mostrar que España no tiene una única fuente histórica original (Drayson, The Lead 75-76). Luis Bernabé Pons ha vinculado la Historia verdadera con la agencia cultural de los moriscos para enfrentar los embates de la historiografía dominante (Bernabé Pons, «Estudio introductorio» XIII-LXX). Aquí se comparten estas líneas críticas, pero se otorga prioridad a rastrear la génesis de las dos partes del libro en el mismo proceso del Sacromonte; se revisan los inicios de la intervención de Miguel de Luna en la traducción del pergamino en 1588; y se contrasta su interpretación y análisis con los de Alonso del Castillo para averiguar el influjo de sus rivalidades en la configuración del aparato crítico de la Historia verdadera. En la tercera sección, se discute en detalle la relación entre el mensaje del pergamino y la primera parte de la obra, así como las estipulaciones de la guerra justa, que informan la voz del narrador. Finalmente, en la cuarta sección, se hace lo propio con la segunda parte, iniciada entre 1593 y 1594, en el intermedio entre las averiguaciones sobre la autenticidad del pergamino y la aparición de los plomos, aunque se completase después de que se disparara la polémica, en 1595. Con esta secuela, Luna crea pruebas históricas para autenticar los hallazgos; el seguimiento de su invención ilumina a contraluz la postura del intelectual morisco en las controversias que remecían la Granada y la España de su tiempo.

III. El traductor Miguel de Luna

1. El

pergamino de la

Torre Turpiana, los criterios Miguel de Luna

177 episcopales

de traducción y la intervención de

La aparición del pergamino y de las reliquias de la Torre Turpiana, ocurrida el 18 de marzo de 1588, puso en marcha una campaña de traducción, estudio y circulación de estos objetos, iniciada por el arzobispo Méndez de Salvatierra, los miembros del cabildo eclesiástico de Granada y el presidente de la Real Chancillería. Estos dignatarios intensificaron su correspondencia con el rey y sus colaboradores más cercanos con el envío de reportes sobre el contenido del pergamino y de versiones tempranas de su traducción (AASG, leg. 5, 1r, 18r, 28r-31r [Granada, 27.6.1588]; 34r-36v [Granada, 25.6.1588]). El pergamino (Figura 1) representaba un verdadero reto de traducción. Se componía de dos fragmentos en árabe, uno en la parte superior y otro en la inferior, que formaban el marco de una sección central que alternaba casillas cuadradas con letras castellanas y griegas. Debajo de estas casillas alfabéticas aparecían casilleros rectangulares con palabras árabes también escritas alternadamente con tinta negra y roja. Al final, un texto latino, atribuido al presbítero Patricio, remataba todo el conjunto e identificaba a Cecilio, primer obispo de Granada, con la persona que le había entregado el pergamino (RMSLE, Ro-II-15). El arzobispo Méndez de Salvatierra encargó a Miguel de Luna elaborar una traducción castellana, palabra por palabra, del pergamino. Luna entregó a fin de mes una versión incompleta que omitía los casilleros cifrados «porque requiere más estudio y consideración» (AASG, leg. 6 suelto, 407v [Granada, 31.3.1588]). Desde entonces, la carrera de Miguel de Luna se ligaría estrechamente a la traducción de esta serie de descubrimientos; se adelantó a Castillo en esta labor y obtuvo rápidamente el reconocimiento de los letrados granadinos (Van Koningsveld 175-186). En carta privada al secretario del rey Mateo Vázquez de Lecca [1542-1591], el erudito Juan Vázquez del Mármol elogiaba la traducción de Luna, protegía su trabajo frente a los que se atribuían el mérito primero de la traducción —se refería al licenciado Joseph Fajardo— y afirmaba que el propio Alonso del Castillo había reconocido los aciertos de Luna. Aludiendo a las porciones aún sin traducir, señalaba que Luna había mantenido un silencio absoluto sobre sus contenidos

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más delicados: «dizque allí dize San Cecilio que escriue aquello a los príncipes para que sean auisados y dize que no lo dirá por cosa ninguna sino a su Magestad a boca» (AASG, leg. 5, 24r [Madrid, 17.6.1588], 28v [Granada, 25.6.1588]). Esta recomendación abrió a Luna las puertas de la corte; el propio Vázquez del Mármol le mandó que se presentara ante Fernando Niño de Guevara, presidente de la Chancillería de Granada, para su traslado a la corte (AASG, leg. 5, 26r [Madrid, 26.6.1588]). La documentación conservada permite afirmar con seguridad que la sección que Luna se reservó para declarársela al rey era la parte cifrada en árabe en letras rojinegras85. Ante estas nacientes discrepancias y reportes incompletos, el rey solicitó una copia fiel del original por medio de García de Loayza. En atención a su pedido, el cabildo eclesiástico y el arzobispo convocaron a Alonso del Castillo y a Miguel de Luna. Supervisados por Tamarid, cada uno de ellos sacó un retrato del pergamino; sus reproducciones se enviaron a la corte (AASG, leg. 5, 38r, 40r-42v [Granada, 28.6.1588; 1.7.1588]; RMSLE, Ro-II-15). La aparición e interpretación inmediata del pergamino acarreaban en sí mismas varias consecuencias culturales, de las cuales la más significativa era su repercusión lingüística. La profecía de san Juan evangelista, transmitida en árabe por san Cecilio, aparecía en el momento en que esa lengua se había prohibido en Granada (García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 57-66). Al rehabilitar el árabe, el pergamino relajaba la pragmática censoria de 1567 y convocaba la atención de los doctos, el patrocinio del rey y el reconocimiento religioso de ese idioma por su indesligable conexión con las reliquias del protomártir Esteban y con la toca de la Virgen María contenidas en el estuche plúmbeo (Cabanelas, «Intento» 344; Barrios Aguilera, «Estudio preliminar» XXXVIII). El árabe del pergamino presentaba características únicas. Su primer rasgo definitivo era la distancia entre su escritura sin puntos para contrastar las consonantes y la escritura árabe corriente estandarizada 85. Establezco esta conclusión sobre la base de la comparación entre la versión incompleta entregada por Luna a Méndez de Salvatierra y la versión enviada a la corte por el licenciado Fajardo. En ambas falta la sección cifrada en árabe (AASG, leg. 6 suelto 407v; leg. 5, 28v-31r; [Granada, 31.3.1588; 27.6.1588]). En cambio, la sección árabe omitida sí aparece en la versión de Luna conservada por Alonso del Castillo (AASG, Ms. B2, 90v-94r [Granada, 9.4.1592]).

III. El traductor Miguel de Luna

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a partir del Corán e inseparable de su carácter religioso (Versteegh 60; Van Koningsveld 186). Esta supresión de los puntos diacríticos le daba a la vitela un aire arcaico que obligó incluso a alterar ligeramente el «retrato» que se le mandó al rey, donde la letra de la cifra se transcribió en letra moderna por estar en el original en letra «muy antigua» (RMSE, Ro II 15). Su segundo rasgo consistía en el despliegue de un vocabulario árabe capaz de expresar la ortodoxia cristiana en sus aspectos más fundamentales86. /āl-δāt āl-karima ālAsí, la frase muθālata bitawaħidā/ expresaba, según las traducciones, ‘la deidad divina trina y una’, ‘la esencia divina trina y una’, ‘la muy honorifica trinidad’ (AASG, leg. 6, suelto, f. 405r/v; leg. 5, 35r). El pecado origi/āl-δinab āl-āwal/ y se hablaba nal se expresaba con la frase /gamīʢ/ y de la fe con /δīn/ (AASG, de iglesia con la palabra leg. 6 suelto, 405r/v). El pergamino creaba una interesante superposición. Sus frases expresaban los artículos fundamentales de la fe y trasladaba a los albores del cristianismo las prácticas religiosas amenazadas por el protestantismo, como el sacramento de la confesión, la celebración de la misa y la veneración de las reliquias (AASG, leg. 6 suelto, 406r). Su vocabulario volvía parcialmente al fondo lingüístico de la Granada cristiana; el Vocabulista arábigo registra algunas de las voces del pergamino de la misma manera —por ejemplo, denib aparece listado también como ‘pecado’—; y tendía un puente a la cultura árabe española, pues algunas palabras coincidían con la larga tradición de filosofía árabe desarrollada en España87. El pergamino ensayaba implícitamente una plena restitución de los diferentes estratos y registros históricos del árabe español. 86. Como todos los aspectos ligados al Sacromonte, esta afirmación no puede ser categórica. Con el presupuesto de la falta de puntos diacríticos, Al-Hajari leyó la línea inicial del pergamino como al-mutabiba y tradujo la frase inicial como «la simple y pura esencia no compuesta ni mixta» descartando cualquier referencia a la Trinidad (Al-Hayari 75-76; Boyano «Al-Hayari» 152-157). En una clave puramente islámica leyó también el resto del corpus sacromontano al que tuvo acceso calificándolo de cristiano en su origen, pero mostrando que sus contenidos coincidían con el islam (Van Koningsvel, Historical 25-26; Boyano, «Al-Hayari» 147). 87. Avempace, por ejemplo, en su tratado sobre la generación y corrupción emplea /δāt/ ‘esencia’, /wāħid/ ‘único’, etc. (Avemtambién las palabras esencia pace 81, 97).

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Figura 1. Pergamino de la Torre Turpiana (Cortesía de la Abadía del Sacromonte de Granada)

Miguel de Luna completó una traducción de todo el pergamino antes de abril de 1592, según se desprende de la crítica detallada que enfilara en su contra Alonso del Castillo (AASG, Manuscrito B2, 90r [Granada, 5.4.1592]). Allí Luna dio a conocer su traducción de la sección cifrada en árabe, que es la que revelaría al rey. Desde el principio

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de su intervención, Luna piso los talones de Alonso del Castillo, quien aludió negativamente al primero en varias ocasiones (Boyano, «En busca» 137-138). A pesar de sus discrepancias, la labor de ambos traductores moriscos logró asentar un acuerdo provisional en lo que respecta al contenido del pergamino, sobre cuya base se discutió en esa época. En este sentido, las actuaciones de Luna y los argumentos de sus libros no pueden disociarse de la figura y de la intervención de Alonso del Castillo en el Sacromonte88.

2. Alonso del Castillo contra Miguel de Luna: las ambivalencias de la traducción

La cercanía de la relación intelectual entre Alonso del Castillo y de Miguel de Luna se puede medir indiciariamente por la supervivencia de una versión completa de la traducción del pergamino elaborada por Luna dentro de un tratado que Castillo elevara a Felipe II acerca de aquel documento el 5 de abril de 1592 (AASG, Ms. B2, 90v-94r). Su contacto generó una intensa oposición de parte de Castillo, quien intervino en la traducción y el análisis del pergamino y de los libros plúmbeos con tanto ahínco como Miguel de Luna (García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 109). Hay que añadir que la rotunda oposición entre ambos se contraía a la traducción de la sección cifrada del pergamino. Antes de su intervención en el Sacromonte, Alonso del Castillo había ejercido como traductor oficial de la Real Chancillería de Granada en la interpretación de las cartas de los gobernantes norafricanos. En estas labores, Castillo había contado con el patrocinio de Pedro de Castro, quien fungía de intermediario entre el secretario del rey Gabriel de Zayas y el licenciado Castillo (BNE, Ms. 7453, f. 15r-18r 88. Esta afirmación no pretende restar importancia al resto de intelectuales y traductores moriscos, como Ignacio de las Casas o Al-Hayari. Sin embargo, Castillo y Luna se cuentan entre los primeros en ser convocados a las labores interpretativas, se conocieron y Castillo nunca expresó una opinión positiva sobre Luna. Respecto de la figura de Ignacio de las Casas, véase El Alaoui (I: 99-286). Aparte de analizar a Castillo y Luna, García Arenal y Rodríguez Mediano (Un oriente 229-307) estudian a los traductores más relevantes del Sacromonte en conjunto y monográficamente. Sobre Al-Hayari, véase el estudio de Boyano, «Al-Hayari y su traducción del pergamino de la Torre Turpiana».

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[Granada, ca. 30.1.1581]). Durante la rebelión de las Alpujarras, Castillo había participado activamente como traductor de numerosos textos árabes y de las inscripciones de la Alhambra (Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo 141-156 [lib. 3, cap. 3], 172 [lib. 3, cap. 9], 537 [lib. 7, cap. 15], 603 [lib. 8, cap. 8], 638 [lib. 8, cap. 20], 652 [lib. 8, cap. 26], 727 [lib. 10, cap. 8]; Cabanelas, El morisco 126-184). Se le encomendaban estas tareas por su manejo fluido de las lenguas y culturas de la Granada quinientista. Castillo podía pasar de una lengua a otra, reconocer sus diferencias y detectar sus intersecciones. Con este perfil lo retrata Luis del Mármol Carvajal. Castillo tradujo eficazmente del árabe al castellano los pronósticos moriscos que anunciaban la restauración del islam en la Granada posterior a las juntas de la Capilla Real y que aspiraban a aglutinar a la comunidad morisca en el marco de un proyecto escatológico canalizador de sus aspiraciones políticas y sociales (Green Mercado 81-102). A la inversa, Castillo recibió la comisión de Pedro de Deza, presidente de la Chancillería de Granada, de escribir una carta en árabe a los moriscos insurrectos fingiendo la voz de un alfaquí que se dolía de las penas de su pueblo, sostenía que los jofores no formaban parte ni del Corán ni de la sunna del profeta y persuadía a los rebeldes a abandonar las armas. Según Mármol Carvajal, la impostada carta de Alonso del Castillo hizo mucho efecto (Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo 141 [lib. 3, cap. 3], 608-613 [lib. 8, cap. 10]). De este testimonio se desprende que sus labores conjugaban su dominio lingüístico con su conocimiento de la retórica y de las tradiciones discursivas y religiosas del cristianismo y del islam. Castillo conocía, además, los puntos comunes de las dos lenguas, pues se había encargado de revisar el «compendio de los vocablos arábigos corruptos de que comúnmente usamos en nuestra lengua castellana», preparado por el racionero Francisco Tamarid para actualizar el diccionario romance de Antonio de Nebrija (Nebrija, Dictionarium, segunda parte; Cabanelas, El morisco 200-201; Cruz Sotomayor 202). Las notas de sus traducciones hacen constar su interés por reunir las herramientas analíticas para aclarar las referencias cronológicas y culturales de los textos árabes que traduciría, consignando las equivalencias entre la contabilidad de los años y de los meses árabes frente a los cómputos cristianos, la retórica usada por la cancillería del jerife de Marruecos y los distintos alfabetos del árabe

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entre otros numerosos detalles útiles (BNE, Ms. 7453, 7r-8r, 108r, 219v-220v). Alonso del Castillo invirtió en el estudio y la traducción del pergamino estos conocimientos para ajustar y precisar su versión castellana. Con esta pericia analítica, adelantó una serie de conclusiones sobre la naturaleza lingüística y la procedencia de la profecía. Su interpretación resulta de capital importancia teniendo en cuenta que la elaboró entre 1588 y 1592, antes de la aparición de los plomos; suponía el anuncio del estallido de una polémica al plantear su traducción contra la versión de Miguel de Luna. Alonso del Castillo terminó una versión en abril de 1591; la hizo imprimir y la dedicó a don Pedro de Castro (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 296r). Para mantener la reserva del asunto, el arzobispo de Granada impidió la circulación de ese impreso, cuyo prólogo depositó, cortado, en su archivo personal; lo que constituye una muestra de los exámenes practicados al pergamino con su patrocinio tras ascender a la silla granadina. Castillo criticó a Luna con alusiones, transparentes entonces, pero libradas al anonimato para aminorar su fuerte descalificación: la más pérfida rémora que ha detenido y hecho parar la instancia de la determinación deste sancto negocio [ha sido] la maçorral traductión, muy crasa y lebidensa instar opillionis clamidis, que yo entiendo que con ligereza de su vuelo, y poco celebro, se aurá presentado ya a Vuestra Señoría para que la vea, no embargante estar derogada y anihilada de escandalosa y supersticiosa por el rey nuestro señor, y en su disgusto remetida por carta de su limosnero Don García de Loaysa, a los del cabildo desta sancta iglesia [de Granada], para que en virtud della provean enmendar y corregir y obliterar los impíos y desnudos sentimientos, profanidades escandalosas y malsonantes a las orejas cristianas que en ella se contienen. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 299r)

La traducción deficiente era, entonces, el mayor obstáculo del negocio. ¿A qué se refería concretamente el licenciado Castillo? De la versión completa de la traducción de Luna conservada por Castillo, se desprende que este último ataca la traducción del comentario atribuido a san Cecilio de la profecía del pergamino. Luna había traducido una única versión y la había interpretado en un sentido puramente literal; en cambio, Castillo había elaborado cuatro versiones con un

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tinte acentuadamente espiritual al trasladar el comentario del santo (AASG, Ms. A2, 14v-15r, 93v). A pesar de que ambos traductores coincidían en interpretar sendas porciones de la profecía como una advertencia del advenimiento de Mahoma y de Lutero, Luna traducía una parte del comento de san Cecilio a la profecía de san Juan evangelista como una alusión a los vicios de la codicia y la sensualidad: De los confines del Occidente sobre aguas de la mar vendrán con grand brebedad oro y plata y otras riquezas mundanas ynestimables y el poderío del mundo, y del demonio, será apoderado en los hombres y ensanchando los coraçones andarán olbidados de la caridad y amor de Dios, dándose a los vicios mundanos marabillosamente y, en especial, a los vicios de la sensualidad carnal manifiesta, infame, contagiosa con aumentada manifestación, mentiras, testimonios, usuras, logros y traytiones son la lepra que la profecía dize. (AASG, Ms. B2, 93v)

La versión de Luna parecía aludir al flujo de riquezas que llegaba a España de sus Indias occidentales y, en particular, a la enfermedad de las bubas (BNE, Ms. 6149, 293v)89. En esos mismos pasajes, Castillo reconoce la alusión a ciertos vicios concretos, pero entiende que la profecía enfatiza sus efectos espirituales y sus castigos (AASG, Ms. B2, 14v-15r). No cabe duda de que el licenciado Castillo descarga contra estas secciones de la traducción del comentario cifrado. A Pedro de Castro le envió una lista hológrafa con todos los defectos en la traducción de las casillas y enfatiza dos «errores» que resultarán fundamentales para las tesis que Luna defenderá más tarde, a saber, el brote de una enfermedad contagiosa y la amenaza contra la falta de justicia espiritual y temporal (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 430r)90. 89. Estas alusiones tienen que haber resonado muy claramente en la época, pues la crónica de Indias había anticipado la asociación entre las bubas y el oro indiano. Al referirse al contagio de bubas entre los soldados, Gonzalo Fernández de Oviedo escribía: «sépase cómo estas buuas fueron con las muestras de oro destas Indias» (I: 115 [lib. 2, cap. 14]). No obstante, este origen era ampliamente discutido y se proponía también que la plaga era original de ciertas zonas de Italia y Francia. Había también una gran preocupación por curarlas (Iversen, 898-901). 90. Debido a la importancia de esta refutación de Castillo, transcribo aquí las secciones pertinentes de su crítica: «En otra cláusula. 15. de la segunda coluna colorada número 89 dize que quiere dezir ‘en ella ay causa de desberguenza’. Declara [Luna] quatro ringlones que dizen “en la qual Dios permitirá castigo con enfermedad manifiesta, ynfame y contagiossa” [HERRADA]. / En otra cláusula colorada. coluna 8. número 133. Dize que quiere dezir

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Que la queja contra la «maçorral traducción» se endereza contra Luna se confirma con las críticas abiertas y no meramente alusivas que Alonso del Castillo realizó contra su labor en otras ocasiones. Castillo examinó de forma pormenorizada la traducción de Luna, la transcribió para su uso personal y acusó a este de haber traducido el pergamino sin mantener el orden de las palabras contenidas en las cajas negras con las correspondientes letras negras y los vocablos de las cajas rojas con las letras rojas. Es decir, según Castillo, Luna había pasado de las casillas negras del pergamino a las rojas de un modo arbitrario, había dejado algunas casillas sin traducir y había transcrito caprichosamente las letras de difícil lectura (AASG, Ms. C7, 24r/v; Ms. B2, 90v). Esta arbitrariedad afectaba los pasajes «malsonantes», ya que precisamente el comento de san Cecilio estaba escrito en las cajas rectangulares rojinegras. Según Castillo, Luna carecía de la competencia necesaria para realizar una traducción adecuada (AASG, Ms. C7, 25r; Boyano, «En busca» 137-138). Castillo añadió que la advertencia de Luna, comunicada en la carta de Vázquez del Mármol, de reservar ciertas porciones de la traducción para revelarlas al rey de España era, simplemente, una «astucia» (AASG, Ms. C7, 25r). Al margen de estas discrepancias, Alonso del Castillo coincidía con su rival en la centralidad de establecer una traducción óptima del pergamino y de un estudio en profundidad de su factura lingüística. De acuerdo con el tenor de sus versiones españolas, Castillo también aceptaba que la profecía cifrada de san Cecilio reconocía que el rey de España sería el sustento de la fe católica y el soberano que derrotaría a los enemigos de la religión (AASG, Ms. B2, 13v). El licenciado Castillo trabajó arduamente en la preparación de una versión pulida del pergamino. Para garantizar la exactitud de su trabajo, no solo ofreció varias versiones españolas, sino que desarrolló un aparato crítico particular que mostraba al traductor como alguien capaz de explicar analíticamente cada paso de su actuación. Este aparato analítico-gramatical constituía también la expresión de su libertad como traductor, pues los criterios propiamente empleados para la traducción del original árabe le habían sido dictados y requerían elaborar una versión palabra por palabra (AASG, Ms. C7, ‘yerro’ o ‘pecado’. Pone [Luna] cinco ringlones que dizen “por estar metidos en bicios y pecados por la poca justicia que administran en lo espiritual y temporal” [HERRADA]» (AASG, leg.  4, 1.ª pte., 430r).

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11r/v; ARCG, caja 2432, pieza 14, 491r). De esta rígida condición traductológica se siguió el procedimiento principal de su análisis que calaba etimológicamente cada palabra del pergamino. Al trabajar con el árabe, la maquinaria analítica se amparaba en el principio fundamental de la gramática arábiga, consistente en encontrar las raíces trilíteras de las palabras para determinar sus sentidos e inferir luego sus transformaciones gramaticales. A este estricto procedimiento, Alonso del Castillo superpondrá en sus anotaciones los rasgos de las diferentes lenguas involucradas en la constitución del pergamino, a saber, el hebreo, el griego y el árabe; averiguará además en estos idiomas los valores primarios de las raíces91. Con estos recursos, el licenciado Castillo precisará los sentidos del pergamino y razonará una serie de argumentos históricos y lingüísticos anclados en la búsqueda de los radicales árabes. Por ejemplo, Castillo establece que la quinta cláusula de las letras negras significa ‘el dios de todo lo criado’ y proviene de la ‘criar, nutrir, doctrinar, enseñar’ y, rompiendo las raíz fronteras entre el hebreo y el árabe, la relaciona con la raíz hebrea rabí como ‘la religión’, explicando que viene de la raíz ‘inclinar’ y que equivale a definir la religión como «la ley o la horden o el magisterio a cuyo abrigo y reparo se deue de inclinar el espíritu» (AASG, Ms. B2, 42r). Análogamente su explicación de curben ‘sacri/qaraba/ ‘acercarse’, que, según ficio, misa’ se remonta a la raíz Castillo, captura el misterio sacrificial que acerca el cuerpo de Cristo a los fieles y que es «elegancia y cristiana consideración de los árabes cristianos» (AASG, Ms. B2, 73r). El análisis de Castillo deshace, entonces, las fronteras entre el árabe y el hebreo. Sobre esta cadena analítica, Castillo aproxima las palabras árabes, sus derivaciones y sus significados a un contenido cristiano. Para él, esta convergencia de los procedimientos gramaticales y sus correspondencias semánticas cristianas se manifiestan paradigmáticamente en la expresión del pergamino para designar a la Trinidad que acusa el uso de los teólogos antiguos; también se manifiesta en el 91. La gramática griega no funciona con la discriminación de raíces. Sin embargo, como veremos más adelante, no es posible descartar que Alonso del Castillo aplicara el lente analítico árabe a todas las lenguas del pergamino. 92. Sigo en esta parte la transcripción y transliteración del propio licenciado Castillo.

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empleo de la palabra «amigos» en lugar de «apóstoles», documentado en muchas traducciones árabes de la Biblia y, sobre todo, en la expre/șalaba/ sión para la crucifixión, construida a partir de la raíz ‘cruzar, atravesar’, que, según Castillo, aún se empleaba activamente en Granada como signo de la conciencia existente entre la población de la ciudad del acto redentor de Cristo (AASG, Ms. B2, 70r-v). Para el licenciado Castillo, estas palabras y sus usos, ajenos al árabe islámico, el tipo de letra «levantisca y siria» sin puntos diacríticos, las interferencias del griego y del hebreo y los patrones sintácticos de las oraciones, «arábigo[s] y al uso siriaco», comprueban que el pergamino se escribió en un árabe originario de Siria, zona donde habían confluido estas lenguas (AASG, Ms. B2, 77r, 79r; leg. 4, 1.ª pte., 296v; Ms. C7, 5r). La identificación del origen sirio del pergamino arrastraba fuertes connotaciones bíblicas porque adscribía su fondo lingüístico a la provincia del Imperio romano que vio, en Damasco, la conversión de Saulo en Pablo y, en Antioquía, como Bernabé hizo lo propio con tanta gente «ut cognominarentur primum Antiochiae discipuli Christiani» (Biblia Sacra, Act 11, 26) [que los discípulos fueron llamados cristianos, por primera vez, en Antioquía]. El árabe del pergamino no podía reclamar un parentesco más ilustre. Con su refinadísimo análisis, Castillo se ponía a la altura del reto que el profeta había dirigido al futuro intérprete: «tú que deseas entender estas figuras, te conviene estar ynstructo y leydo en el conoscimiento de las diuinas letras y en el exercicio y habla de sus lenguages» (AASG, Ms. B2, 67v). Esta minuciosa demostración lingüística no solamente fortalecía las credenciales de la alta pericia de Castillo, sino que le permitía, al dotar de un aparato probatorio a la gran conclusión sobre la antigüedad y procedencia del pergamino, transitar al fondo religioso que subyacería al texto y que, según Castillo, recogía el habla de «los primeros árabes que de nuestro conocimiento cristiano fueron illustrados yntroduziendo en sus ethimologías y deribaciones munchas de las obras misteriosas de nuestra gloriosa dádiva y libertad y su declaración» (AASG, Ms. B2, 69r). Castillo desenterraba intelectualmente las marcas plurilingües del antiguo fondo cristiano oriental del pergamino con un instrumental gramatical que penetraba las distintas lenguas y restablecía su historia. La versatilidad del análisis desarrollado por Castillo no se detuvo en las lenguas semíticas sensu stricto; ese mismo método se aplicaría

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asimismo para postular las etimologías de Illipula y Turpiana, es decir, las raíces de los nombres del Sacromonte y de la torre de la antigua mezquita. Alonso del Castillo propuso las etimologías de estos topónimos con criterios árabes e interpretó las palabras latinas como si pudieran reducirse a raíces de tres consonantes. Conviene detenerse en restituir las premisas de su razonamiento para comprender la envergadura de sus conclusiones. Apoyándose en la «Corona de la lengua», el tesoro lexicográfico del persa Ismail al-Yawhari, el licenciado Castillo propuso que Illipula, el topónimo correspondiente al Sacromonte, venía de la raíz ára ‘camello’. Su reconstrucción presuponía las siguientes be operaciones. En primer lugar, Castillo debía abstraer de Illipula una secuencia de tres consonantes. En segundo lugar, para obtener ese radical, arabizó las consonantes y vocales de Illipula, convirtió la inicial en una alif, sonorizó la /p/ en /b/, redujo el dígrafo a una simple y obtuvo la raíz trilítera «alif-b-l». En tercer lugar, Castillo apeló al patrón normal de formación de palabras árabes y aseguró que, entre las numerosas derivaciones de la raíz formada por las consonantes «alif-b-l», se había generado la forma para referirse al «hermitaño de los cristianos», la cual se había aplicado a Cristo a quien llamaban , como sacerdote mayor. De o , sostenía Castillo, procedía Illipula con un ensordecimiento de la /b/ y con una duplicación de la /l/, ajenas al árabe (lengua en la que no existe /p/ ni duplicación consonántica en la notación gráfica de las geminadas), posiblemente por corrupción introducida por los hablantes de latín. Para el adjetivo Turpiana, Castillo observó un razonamiento aná/taraba/ alusivo a una logo. Sostuvo que era un compuesto de mezcla hecha de tierra y de que significaba ‘cosa recia’. La composición de y quería decir, en síntesis, ‘labor bien edificada’ (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 448r/v; Ms. C7, 20r). El acercamiento de Alonso del Castillo a la traducción del pergamino desembocó, entonces, en el diseño y la aplicación de una herramienta analítica que se fundaba en los procedimientos de la gramática árabe, permitía la postulación de etimologías, interpretaba las raíces postuladas en función de una u otra lengua y se extendía inclusive al análisis de otros idiomas no necesariamente relacionados con el tronco semítico. Alonso del Castillo proyectaba a la metodología gramatical

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la constitución lingüística contenida en el pergamino. El licenciado Castillo no apunta sus razones para extender su criterio analítico al estudio del topónimo Illipula y del adjetivo Turpiana. Es plausible pensar que lo guiaba un criterio histórico basado en la presunción de que ambos topónimos podían adscribirse al árabe por la larga presencia de esa lengua en la «isla de España». Una conjetura cimentada en el mismo pergamino que se dirigía a los cristianos arábigos en la época primitiva de la Iglesia, si bien abría la puerta a otra suposición alusiva también a la entrada en España de la presencia árabe. Seguro de la solvencia de sus amplios conocimientos, Alonso del Castillo presentó su traducción y su análisis a Felipe II y a Pedro de Castro (AASG, Ms. B2, 1r; Ms. C7, 2r/v; leg. 4, 1.ª pte., 296r-302r). Además de su estudio de la letra del pergamino «poliacanta y dificultosa», la redacción de sus preliminares mostraba que el licenciado Castillo había transformado su conocimiento de la «lengua preceptuada» y de la «erudición arabísmica» en una voluntad de estilo personal (Drayson 57). Convencido como estaba de que una «traducción verdadera» era una de las herramientas más sólidas y necesarias para determinar el sentido de los hallazgos, el licenciado Castillo elaboró el aparato crítico de sus traducciones como un fundamento analítico y probatorio suficientemente flexible como para transitar de una lengua a otra. Su empresa no solo preludia la decisión de Pedro de Castro de montar una herramienta semejante para todos los libros de plomo, también prefigura la estrategia del propio Miguel de Luna, su contendor intelectual, de dotar a su Historia verdadera de un aparato crítico que validaba su traducción y acercaba al lector al presunto «original» árabe, sustituido por su traducción castellana.

3. La

imagen autorial de

aparato crítico de la

Miguel

de

Luna

y la formación del

Historia verdadera

La primera parte de la Historia verdadera se «tradujo» durante los mismos años en que la actividad del licenciado Castillo alcanzaba las cotas más altas de su participación en la traducción del pergamino. Luna redactó cuidadosamente los preliminares y las notas marginales de dicha obra. Estos dispositivos paratextuales distan de ser recursos

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superfluos; cumplen, más bien, un rol de capital importancia en la medida en que Luna los convirtió en el lugar donde trazó su perfil de experto traductor y conocedor de la materia que vierte al castellano. Al resituar estos preliminares en la polémica que Castillo instigaba en su contra, el gesto de Luna emerge como un acto de defensa para atajar estas críticas y anticipar otros cuestionamientos93; necesitaba, pues, solventar su perfil personal para asentar su pericia como intérprete (AASG, Ms. C7, 25r; leg. 6, 1.ª pte., 224v)94. Al comienzo de su libro, Luna explicita sus criterios para verter el «original» al castellano, relaciona sus principios con los procedimientos de san Jerónimo y engarza su trabajo con las pautas de la traducción que él y los demás intérpretes tuvieron que adoptar al traducir el pergamino y los libros de plomo. Este vínculo directo entre el método de traducción que Luna escoge para su Historia verdadera y los criterios del Sacromonte se constituiría en una parte esencial del crédito que merecería su versión de la Historia verdadera. La documentación del Sacromonte no deja dudas sobre el diálogo entre el prólogo teórico de Miguel de Luna y los criterios de traducción que le habían sido impuestos en 1588 (AASG, leg. 6 suelto, 407v). Miguel de Luna adopta el utillaje de traducción teorizado por san Jerónimo en su epístola 57 sobre el mejor modo de pasar un original de una lengua a otra. El traductor de la Vulgata había establecido allí las razones, ventajas y beneficios de traducir sentido por sentido o palabra por palabra, reservando esta última opción a la traducción de la Biblia95. La epístola 57 había sentado las bases 93. Como los que Ignacio de las Casas le enderezaría después de la aparición de los plomos al limitar su competencia: «que [Luna] no sabe la gramática arábiga» (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 224v). 94. A pesar de que, en este estudio, se emplea en las citas la edición valenciana de 1606, los poemas laudatorios, los preliminares de la traducción y las notas críticas marginales son elementos que están presentes en la prínceps de la primera parte autorizada por el rey tras la aprobación de Tomás Gracián Dantisco y la revisión de Juan Vázquez del Mármol (Luna, La Verdadera Historia [1592], preliminares y colofón, s. n.). 95. «Ego enim non solum fateor, sed libera voce profiteor me in interpretatione Graecorum absque scripturis sanctis, ubi et verborum ordo mysterium est, non verbum e verbo, sed sensum exprimere de sensu» (Hieronymus 13) [En efecto, reconozco y además declaro viva voce que, con respecto a los [autores] griegos, y a excepción de las sagradas escrituras, en las que aun el orden de palabras es un misterio, no traduzco palabra por palabra, sino sentido por sentido].

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teóricas de la traducción bíblica y se encontraba en plena vigencia en España en las versiones quinientistas de las escrituras96. El criterio «verbum e verbo» presuponía la máxima conservación en la lengua de llegada de un original cuyo contenido era extremadamente delicado e, incluso, sacro. Esta alternativa de traducción, además, allanaba el trabajo de la teología, de capital importancia en el Sacromonte. Como hemos visto, Pedro de Castro seleccionaba las palabras árabes más sensibles y desmenuzaba sus valores etimológicos; Ignacio de las Casas escribió una «exposición de todas las palabras del libro dicho Fundamentum Ecclessiae y de sus raíces y significaciones» y los teólogos corresponsales reclamaban el examen etimológico (ARCG, caja 2432, pieza 14, 363r)97. La traducción palabra por palabra hacía posible tanto la aplicación de un criterio riguroso, avalado por la traducción bíblica y por el trabajo de otras disciplinas de la época, como la teología y la gramática98. Miguel de Luna estaba familiarizado con la aplicación de la traducción palabra por palabra desde la preparación de la versión primitiva del pergamino, cuya fidelidad al original juró ante el arzobispo Méndez de Salvatierra en 1588 (AASG, leg. 6 suelto, 407v); al comenzar la traducción de los libros plúmbeos, en 1595, Pedro de Castro le impuso el mismo principio de traducción palabra por palabra y le hizo jurar que ceñiría su versión castellana a estas estrictas normas. El tenor del juramento resulta pertinente porque enuncia el criterio, precisa el alcance de la intervención del traductor y aclara el objetivo 96. Al prologar la versión de la Biblia que había patrocinado, Francisco Jiménez de Cisneros explica que cada versión del texto hebreo, griego y caldeo presentará interlinealmente una traducción «de verbo ad verbum» y que, al centro, entre la versión hebrea y la griega, encontrará el lector «inter has latinam Beati Hieronymi translationem velut inter synagogam et orientalem ecclessiam» (Biblia Polyglotta, I: 2v [Prologus ad lectorem]) [entre estas, la traducción latina del beato Jerónimo, por así decirlo, entre la sinagoga y la iglesia oriental]. 97. Francisco Suárez le consultó a Las Casas las palabras de los libros plúmbeos que se refirieran a la Inmaculada Concepción preguntándole si «hay palabras tocantes a este punto de la concepción que en aquel libro hay, y si hay alguna que se pueda traducir por diversos términos latinos me los diga todos» (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 204r). 98. En un contexto más amplio, las élites intelectuales venían discutiendo estos criterios de traducción en España desde el siglo xiv y se habían interpretado de modo diferente con distintos propósitos y con distintas soluciones y limitaciones a su aplicación traductora de corpus textuales de distinta naturaleza (Cartagena XXII-XLII).

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de Luna de fortalecer su obra cruzándola con los actos oficiales en los que participaba: Su señoría [Pedro de Castro] le tomó juramento [a Miguel de Luna] de que diría verdad en todo su saber y entender de lo contenido en los dichos libros, y que los traduciría fiel y verdaderamente con todo rigor y propiedad de la lengua arábiga en quanto le fuere posible y que los traduciría palabra por palabra, verbum ex verbo, fielmente, de manera que las palabras castellanas de la traducción vayan correspondiendo al original, palabra por palabra, por la orden que en el original arábigo están escritas sin posponer ni anteponer dictión, ni palabra ninguna, ni dar otra más interpretación, commento ni glossa sino llanamente como está en los dichos libros. (ARCG, caja 2432, pieza 14, 431r)

Gracias al riguroso seguimiento de este criterio, rastreramente aferrado al original, Miguel de Luna labró su reputación de buen traductor, ganó la estima de Pedro de Castro y logró ascender a la corte. Además, la aplicación de esta norma de traducción igualaba la pericia interpretativa del licenciado Alonso del Castillo y del jesuita Ignacio de las Casas, cuyas traducciones de los plomos obedecieron a la misma pauta (ARCG, caja 2432, pieza 14, 359r, 491r). Aunque dentro de este parámetro la intervención de los traductores sobre el texto debía restringirse a los mínimos posibles, la praxis del traductor morisco indica que su comprensión del precepto de verbo ad verbum no forzó la cadena sintáctica (salvo en escasísimas ocasiones como en la omisión del verbo ser, que es sistemática en árabe) ni los tiempos verbales castellanos, sino que se contrajo a ofrecer un texto comprensible y exhaustivo con notas que justificaban cada decisión en la selección de los vocablos, el orden de la frase o los conectores lógicos de las distintas partes de la traducción. Miguel de Luna pobló cada una de sus traducciones con precisiones sobre el espectro semántico de las palabras árabes, sobre el caso recto u oblicuo de los vocablos, sobre las concordancias originales, sobre la necesaria expansión de ciertas expresiones castellanas frente a la concisión árabe, entre otros muchos aspectos gramaticales de los plomos (ARCG, caja 2432, pieza 14, 432v-437r, 526v; AASG, leg. 6 suelto, 409r-410v). Con sus escolios, Luna labraba su figura de conocedor, colaborador y miembro de una comunidad de intelectuales que se basarían en su trabajo para elaborar sus propias conclusiones.

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Esta traducción pegada a la letra era el primer paso para establecer los sentidos de los libros y conducir a una versión definitiva, a pesar de que este camino iba a ser muy largo, según se preveía por comparación con los libros bíblicos, carentes por muchos siglos de una traducción auténtica, definitiva y respaldada por el uso y la sanción pertinentes99. La presentación de la Historia verdadera se intersecta voluntaria y plenamente en el contexto intelectual en el que se elaboran las traducciones de los plomos arábigos con el criterio de verbo ad verbum. La Historia verdadera descansa sobre la ficción del descubrimiento del manuscrito árabe de Abentarique. A diferencia del recurso similar usado en los libros de caballerías, el «hallazgo» de Luna es un intento por producir una fuente histórica y dotarla de un estatuto real y material, asimismo de hacerla digna del tratamiento esmerado que se les daba tanto a los libros plúmbeos como a las inscripciones y letreros antiguos estudiados por anticuarios entre lo que cabría citar a Morales, Fernández Franco o Aldrete. Luna busca adjudicar a su libro el valor probatorio de estos testimonios anticuarios para modificar las versiones históricas, asunto sobre el que volveré más adelante. Esta ambiciosa construcción del valor comprobatorio del libro cristaliza en la escrupulosidad de sus criterios de traducción y en su aparato de notas. Consciente de la importancia del legado de san Jerónimo para la traducción, Miguel de Luna modeló su propia imagen comparándose con este santo plurilingüe. Para acreditar su labor aludió a los grandes trabajos que san Jerónimo soportó para aprender hebreo y a la paciencia que le demandó su dominio. Esta transformación de la adquisición lingüística en una forma de ascética resaltaba la paridad del esfuerzo de Luna por estudiar y ejercitarse en la gramática árabe a lo largo de veintisiete años (Luna, «Proemio al cristiano lector», s. n.)100. 99. Gregorio López Madera, fiscal de la Chancillería de Granada, opinaba en una carta dirigida a Pedro de Castro lo siguiente: «no se puede pedir en poco tiempo ni en algunos cientos de años traslación authéntica y infalible destos libros de sant Thesiphón, pues en la misma scriptura sagrada no la auía por tantos centenares de años» (AASG, leg. 2, 208v). 100. Además, la adhesión a los criterios de san Jerónimo resonaba en el cuerpo religioso encargado de custodiar el monasterio de El Escorial, la orden jerónima, donde vivía Felipe II y donde se guardaba el manuscrito ficto de Abentarique. Precisamente el ascetismo docto de san Jerónimo con el que compara Luna su persistente

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La invocación a san Jerónimo no constituía una mera validación metodológica, sino que entrañaba numerosas semejanzas entre la situación de Luna y la del doctor maximus. Las traducciones de san Jerónimo habían sido cuestionadas durante su propia vida y este se había defendido declarando oportunamente sus criterios para respaldar sus versiones bíblicas y seculares frente a sus impugnadores. En tiempos de Luna, estos reparos habían revivido a manos de reformadores, como Lefèvre d’Étaples o Erasmo, que atacaban la versión jeronimita de la Biblia defendida ardientemente por intelectuales como el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros o Diego López de Zúñiga (Rice 175-180, Brown 104-111). Como san Jerónimo, Luna enfrentaba el embate intelectual de Alonso del Castillo y se defendía con la enunciación clara de sus métodos interpretativos, fruto de su conocimiento gramatical del árabe. Al no ser la historia de Abentarique un escrito sacro, Miguel de Luna no tenía que sujetarse exclusivamente a la traducción palabra por palabra; ponderó el criterio complementario ad sensum y discutió la pertinencia de aplicarlo al relato de Abentarique. Luna se aproximaba aún más a la figura de san Jerónimo quien disponía de dos criterios de traducción, pero reservaba la traslación ad litteram para la Biblia y la traslación ad sensum para los escritos seculares (Brown 109). Así las cosas, la falta de sacralidad del relato de Abentarique liberaba teóricamente a su traductor de la constricción de tratarlo con el prurito de un texto del que hay que excluir la menor variación, y abría la posibilidad de traducirlo sensum e sensu, es decir, sentido por sentido, dejando a la discreción del intérprete el nivel de su intervención en la elección de las palabras y del orden sintáctico que compondrían su versión. No obstante, de acuerdo con la situación creada por el «hallazgo» y publicación de esta historia árabe, ante los ojos del lector aparecería el excepcional relato de un testigo de vista de la conquista musulmana únicamente en la versión castellana de Luna. Para ponerse a la altura de la trascendencia del testimonio que iba a publicar, este último no descartó la traducción ad litteram para preservar huellas del «original» árabe, si bien, luego de ponderar ambas alternativas, se decantó por una vía media: estudio inspiró la fundación de la orden jerónima, adicta a la monarquía española y siempre protegida por ella. Véanse Noone (19-20) y Tormo (17-19).

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Destos caminos que habemos referido [la traducción ad litteram y ad sensum], pareciéndome el más conveniente de todos, escogí para esta versión el que guarde juntos el sentido y la letra: los quales guardé en aquellas partes y lugares que me fueron posibles, donde hallé yguales vocablos en nuestro romance castellano, que tenían igual fuerça con los arábigos en el sentido y significación, para poder explicar la verdad y en las partes donde no pude hallar estas condiciones, tuve por más acertado guardar el sentido de la verdad, y lo que quiso sentir el autor, y por circunloquios (con la mayor breuedad que pude) declarar el verdadero sentido y no más, y acotar como acoté al margen los mismos vocablos arábigos, que eran dificultosos, para que los lectores que supieren esta lengua, puedan ver y gozar si están bien traduzidos y declarados o no. (Luna 18-19 [«Proemio»])

Miguel de Luna reiteraba su adhesión disciplinaria a los criterios establecidos en la epístola jerónima; formalmente presentaba el resultado de su trabajo realizado con estos patrones de traducción y justificaba la importancia de su intervención en las notas marginales101. Estas pequeñas calas lingüísticas e históricas acrecentaban el efecto de realidad de la Historia verdadera, pues el rigor observado en la transcripción cuidadosa de las palabras y la determinación de sus sentidos garantizaba la fidelidad al árabe «original» y le otorgaba un papel central al anotador que contrastaba con el lugar aparentemente secundario que Luna se adjudicó frente a la importancia de Abentarique. Desde esa posición ambivalentemente significativa, Luna edita, anota el texto y lo tachona de escolios lingüísticos y aclaraciones puntuales. La anotación de Luna establece de un modo predominante equivalencias lingüísticas que le ofrecen al lector la palabra árabe supuestamente presente en el invisible original. Luna decidió transcribir las palabras árabes en alfabeto castellano; con esta estrategia acercaba el «original» al lector, superaba dificultades de impresión y emulaba la solución que Pedro de Alcalá, el lexicógrafo y asistente de fray Hernando de Talavera, había adoptado en 1505. Como resulta imposible separar las decisiones editoriales de sus repercusiones argumentales, la adhesión a los criterios de Pedro de Alcalá implicaba también la aceptación del argumento que informaba su gramática y su vocabulario, 101. Su gesto es análogo al que sigue Juan Boscán en su traducción de Castiglione y también muchos otros traductores (Morreale 16-26). Pero en Luna hay un elemento de validación personal muy fuerte por el contexto de prohibición del árabe en el que trabaja y por la necesidad de asegurar la credencial de circulación de su obra.

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a saber, la semejanza general de las partes de la oración, el respeto a las peculiaridades del árabe y la posibilidad de comunicarlas efectivamente en castellano (Alcalá, Arte s. n. [Prólogo])102. No obstante el semejante canon de transcripción, el significado de la traducción de Luna y de sus esfuerzos por presentar sus traducciones a la comunidad intelectual de entonces es sustancialmente distinta. Pedro de Alcalá publicó en 1505, en el marco de la implementación de las capitulaciones de Granada que protegían los «usos y costumbres» de los moriscos (Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo 76 [lib. 1, cap. 19]). En cambio, la Historia verdadera se publicó en un ambiente enrarecido por las consecuencias de la Guerra de las Alpujarras y por la prohibición de hablar y poseer libros árabes de 1572 (Izquierdo 36). La precisión filológica se convierte en el mecanismo con que Luna establece pruebas gramaticales en pro del prestigio del árabe, de su compatibilidad con el castellano y de su mutua inteligibilidad. Como fruto concreto, Miguel de Luna incluyó en los márgenes un vocabulario árabe que cubría la designación de lo más relevante del «manuscrito» de Abentarique en referencia a monumentos, conceptos religiosos, categorías jurídicas, etc. La filología arábigo-española de Luna enseña que palacio se dice ; ardides de guerra, ; gente de guerra, ; culpados, ; sujetos a estrañas naciones y enemigos suyos, ; religioso, ; conquista, ; resistencia, ; servidumbre, ; ánima, ; restitución y restauración, ; castigo de dios, ; hado y providencia de Dios, ; súbditos y naturales, ; juez, ; letrado, (Luna, 37 [pte. 1, lib. 1, cap. 4], 40 [pte. 1, lib. 1, cap. 5], 47 [pte. 1, lib. 1, cap. 7], 54 [pte. 1, lib. 1, cap. 7], 59 [pte. 1, lib. 1, cap. 4], 66 [pte. 1, lib. 1, cap. 11], 67 [pte. 1, lib. 1, cap. 11], 68 [pte. 1, lib. 1, cap. 11], 70 [pte. 1, lib. 1, cap. 12], 82 [pte. 1, lib. 1, cap. 13], 86 [pte. 1, lib. 1, cap. 14], 90 [pte. 1, lib. 1, cap. 15], 102 [pte. 1, lib. 1, cap. 18], 109 [pte. 1, lib. 1, cap. 19], 125 [pte. 1, lib. 1, cap. 23], 168 [pte. 1, lib. 2, cap. 34]). 102. «[…] demostraré lo más sucintamente que yo pudiere la manera de la lengua [árabe] compuesta de los términos della y esto porque las mesmas difiniciones y declaraciones que ay en una lengua quanto a la comunicación de los términos en su manera, esas mesmas son en todas las otras mirando a la comunicación de los términos de cada una» (Alcalá, Arte s. n. [Prólogo]).

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Aparte de contribuir a llenar el vacío existente por la escasez de diccionarios árabes, lamentada por Arias Montano, con este repertorio léxico Luna despoja sutilmente a las palabras religiosas de timbres islámicos. Así, alude a la fe de los cristianos, a la voluntad de Dios e al castigo divino de acuerdo con las atingencias que Luna inserta al comentar, en estos casos, los pasajes de la historia de la cristiana Florinda, hija de don Julián (Luna 66 [pte. 1, lib. 1, cap. 11], 102 [pte. 1, lib. 1, cap. 18]). Su glosa equivale a afirmar que Abentarique hablaba de la fe cristiana con su vocabulario patrimonial árabe. Luna otorga, entonces, al léxico religioso del «original» una visibilidad mediada por su escalpelo filológico y así le comunica tácitamente al lector que las palabras aparentemente musulmanas podían ser independientes de ese credo al momento de la conquista de España. Esta estrategia replica y complementa el efecto de los libros plúmbeos de desislamizar el árabe (García Arenal, «The Religious Identity» 498-499, 509-518). Luna fortalecía retrospectivamente las razones alegadas por Núñez Muley (ca. 1490-ca. 1568) sobre la independencia de la lengua árabe del islam103. Esta aparente objetividad de trasladar las palabras que Abentarique utilizó abandona en varios casos los límites de una equivalencia léxica ajustada y se convierte en un comentario que da a conocer los fundamentos de las creencias religiosas de los árabes gentiles. Por ejemplo, al comentar la alabanza a Dios al inicio de la historia, Luna anota: «criador y sumo hazedor en arábigo se dice ». Su glosa apela a una creencia compartida con el cristianismo y vuelve otra vez a la codificación de Pedro de Alcalá que había registrado tal entrada (Luna 21 [«Proemio»]; Alcalá, Vocabulista sub criador de nuevo). Estas notas lograban que el texto castellano sonara extremadamente cercano al invisible texto árabe, del que se presentan solamente las palabras elegidas por Luna. El anotador insiste en esta vena de tintes teológicos al explicar el siguiente consejo del rey Almançor: yo os certifico que un adarme de soberuia quita cien quintales de buen entendimiento al hombre más sabio del mundo: y mirad que es puerta 103. Núñez Muley negó que hubiese «enconveniente en que quede la lengua aráviga, por dos cosas. La una e prenzipal: no toca la lengua a la seta ni contra ella» (Carrasco Manchado 394-395). Véase Fuchs 102-107.

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por donde el demonio maldito de Dios entra a tentar a los hombres, y les vence, cautiva y arruina en el espantoso, horrible y perpetuo infierno del qual Dios soberano nos libre por su grande misericordia y piedad. Amén. (Luna 42 [pte. 2, lib. 1, cap. 10])

Luna aprovecha este pasaje para insertar una apostilla aclaratoria sobre la noción de la justicia divina entre los árabes. Precisa que esa idea no la obtuvieron del islam, sino que «por razón natural alcançaron los sabios árabes que ay gloria e infierno» (Luna 42 [pte. 2, lib. 1, cap. 10]). Esta nota dirige la atención del lector hacia ciertas premisas que, en lugar de quedar explícitas, se sobreentienden bajo la superficie de la Historia verdadera que le revelan los fundamentos teóricos que dan cuerpo a la historia que está leyendo. En este pasaje, la referencia al empleo de la razón natural apelaba a un principio indiscutible del pensamiento de la época (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, c. 5. D. 1. ∫ 2; Aquino, Summa de veritate 16.q.1; Michaud 105-108). Sobre esta base, los árabes, con independencia del islam, podían acceder a los principios fundamentales de la ética y de la ley natural. Abentarique historia repetidamente episodios en que los gobernadores árabes reciben los consejos y proverbios de sus consejeros. El consejero del rey Abencimagua, al ejercer su labor de consejería, se apoya en el dicho de un «philósopho experimentador» y al margen Luna interviene para indicar que, en árabe, a estos pensadores se les llamaba sugiriendo que no era uno solo sino muchos (Luna 191 [pte. 1, lib. 2, cap. 43]). Luna no necesita repetir que la experimentación de estos sabios era una expresión de la razón natural; esta línea narrativa sobre los sabios y filósofos alcanzará su punto máximo en la biografía del rey Almançor (Luna 7-56 [2.ª pte., lib. 1, caps. 1-11]). Los márgenes de la Historia verdadera también catapultaban la competencia anticuaria de Miguel de Luna. Sus notas establecían la cronología de los eventos y mostraban que los límites temporales del relato oscilaban entre los años 712 y 763 (sigo la datación de Luna), fechas que marcaban, respectivamente, el inicio de la conquista árabe de España y el de la Reconquista de don Pelayo104. Luna presenta el 104. No obstante, este encuadre temporal se ampliará en la segunda parte rozando el final del diluvio y prometiendo escribir una historia que cubrirá el lapso hasta los Reyes Católicos.

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cómputo riguroso de los años árabes y despliega paralelamente en los márgenes los años de la era cristiana, subraya ciertos eventos que marcan hitos cronológico-históricos entre los árabes y hace constar su forma ordinaria de medir el tiempo. Dedica así numerosas anotaciones a precisar qué significan los distintos calendarios y a establecer, según la era cristiana, el momento en que ocurrieron acontecimientos fechados según la hégira, el calendario lunar, las estaciones del año y la división horaria del día (Luna 23 [pte. 1, lib. 1, cap. 1], 129 [pte. 1, lib. 1, cap. 23], 115 [pte. 1, lib. 1, cap. 21], 223 [pte. 1, lib. 2, cap. 54]). Estas observaciones resultaban pertinentes por la necesidad de glosar a Abentarique, cuyo «manuscrito» solo aludía al sistema árabe. Desde la perspectiva de la disciplina anticuaria, Luna complementaba el afán de precisión cronológica que habían expresado los estudiosos que revisaban las crónicas árabes y castellanas para escribir sus libros. Ambrosio de Morales insertó varias disquisiciones sobre cronología a fin de precisar los tiempos de los eventos y corregir los cálculos de cronistas como Rodrigo Jiménez de Rada (Morales, Los otros dos libros 1r-12; cf. cap. 2). A diferencia de Ambrosio de Morales, Luna no muestra su contribución en una monografía separada, sino que la embebe en su aparato crítico. Estas coincidencias unen su libro con los parámetros de los cronistas canónicos y adquieren ribetes argumentales, el principal de los cuales es la ubicación temporal de Almançor, el conquistador de España, a quien hace nacer el año 11 de la hégira para recalcar —sin afirmarlo expresamente— que su nacimiento ocurrió cuando el islam aún no se había diseminado por todo el mundo árabe (Luna 7 [pte. 2, lib. 1, cap. 1]). Complementariamente a su exactitud cronológica, Luna va trazando la cartografía musulmana de las ciudades de España, identificando los ríos ibéricos aludidos por Abentarique mediante sus nombres árabes, reconociendo las ciudades árabes de España y descubriendo la racionalidad etimológica e histórica de los topónimos (e. g., Luna 223, 225 [pte. 1, lib. 2, cap. 54], 61 [pte. 2, lib. 2, cap. 1]). Estas anotaciones toponímicas cuadraban perfectamente con los intereses de los más influyentes anticuarios, como Fernández Franco, que dedicaron tratados enteros a la identificación topográfica. Como en el caso de la cronología, la cartografía de Abentarique comportaba una carga argumental en el sentido en que documentaba los nombres antiguos de las ciudades, explicaba el porqué de algunos

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topónimos y arabizaba sus etimologías. Por ejemplo, Abentarique narra que el general Tarif, después de tomar Córdoba, procedió a conquistar «una ciudad llamada Granada» (Luna 70 [pte. 1, lib. 1, cap. 12]). El relato situaba esta documentación en el año 712 y, de cara a la sorprendente firma de Cecilio en el pergamino como obispo de Granada, el testimonio era un eslabón intermedio que confirmaba un uso antiguo del nombre de la ciudad. Abentarique, además, inscribe el acto de conquista en los nombres de España al asentar que Tarif pasó por el estrecho de Hércules y lo renombró ‘monte de la conquista’ llamado corruptamente «Gibraltar» (Luna 41 [pte. 1, lib. 1, cap. 5]). El topónimo más complejo, por la superposición de lenguas y motivaciones históricas, es el caso de Málaga. Según Abentarique, el nombre original era Villaviciosa, pero el escándalo causado por el desesperado suicido de «la Cava» impactó tanto a moros y cristianos que desde allí adelante se llamó aquella ciudad Málaga corruptamente por los cristianos; y de los árabes fue llamada Málaca, en memoria de aquellas palabras que dixo [la Cava] quando se echó de la torre, no se llame Villaviciosa, sino Malaca; porque ca, en lenguaje Español quiere dezir porque; y porque dixo “ca oy se acaba en ella la más mala muger que huuo en el mundo” se compuso este nombre de Mala y ca. (Luna 102-103 [pte. 1, lib. 1, cap. 18])

Esta etimología encendió las iras del malagueño Bernardo de Aldrete (véase cap. 4). La construcción de la autoridad de Luna como erudito anticuario depende, en última instancia, del relato de Abentarique cuyas presuntas dificultades le ofrecen a su editor el pretexto para lucir sus dotes de traductor, establecer su ecdótica hispano-árabe, explicar la toponimia y reconocer las antigüedades que Abentarique habría ido registrando a su paso por España. El aparato crítico y la traducción de Luna se informaban, entonces, de las principales disciplinas históricas y filológicas de la época; asimismo, compartían —y nutrían— las aproximaciones involucradas en la discusión de los hallazgos dirigiéndose a los letrados de la época con los criterios que ellos reconocían, cimentando su estatus de traductor eficaz y responsable de preservar el contenido del pergamino y los plúmbeos en su mismo acto de traducción y, sobre todo, realzando la cualidad «real»

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del relato de Abentarique, al que trataba con el riguroso escalpelo de las disciplinas especializadas en reconstruir el pasado. La elección de su criterio de traducción entre el patrón ad litteram y ad sensum no solo garantizaba la calidad de su trabajo de cara al lector y habilitaba la implementación de su aparato crítico; además, Luna mostraba absoluto control sobre el texto de Abentarique. Las consideraciones metodológicas preliminares y las anotaciones marginales trascienden su carácter instrumental de explicar el texto ante el lector; Luna las convierte en un semillero de los potenciales argumentos y en las credenciales de su competencia lingüística, histórica y anticuaria, que lo califican para integrar la comunidad intelectual que discute los hallazgos de Granada. A este respecto, Luna establece la suficiencia de su trabajo intelectual al declarar que el saber del traductor sobre la obra que vierte en otra lengua tiene que igualar el saber del autor que la compuso en todos sus aspectos, facultades y noticias: «porque si esto no fuese assí, ¿quántos errores haría este tal intérprete a cada paso?» (Luna 17 [pte. 1, «Proemio al cristiano lector»])105. Miguel de Luna se compara, entonces, con el ficto Abentarique. Este parangón apunta a la médula de la intersección entre la invención de este historiador ficto y la persona real de Miguel de Luna, que subyace a la tramoya erudita y ubica su Historia verdadera al ras de lo verdadero y lo falso. Luna trabaja sobre dos magnitudes reales, a saber, el árabe y el español, y sobre dos momentos separados, concretamente, el año 711 de la redacción «original» de la Historia verdadera y el año 1592 del moderno aparato erudito de su traducción. Sus preliminares y sus anotaciones son, por un lado, el prisma que 105. Luna ilustra su pregunta retórica con el caso de la traducción de textos médicos que requieren para su inteligencia el saber lingüístico general y el conocimiento del léxico hermético de la profesión (Luna 18 [pte. 1, «Proemio»]). Alude a textos abstrusos, como el de la siguiente receta proveniente de la enfermería del convento jerónimo de Córdoba: «Iten una epítima para el corazón echa de polvos de diamargariton frío; diarhodon abbad, triasándalos aromático rosado y espedio, de cada cosa una drama; coral rubio y perlas preparadas, de cada cosa media drama; y seis granos de piedra bezoar desatado en agua de endiuia, descorçonera de borrajas, acetosa y lengua de buei, de cada una quatro onças; agua rosada de hazaar y mellisa» (AHN, Clero, Libro 2983 s. f. [Córdoba, 7.4.1600]). El propósito último de su ejemplo es lucir y validar en su impreso su competencia médica, la cual lo llevaría a mandarle al rey, en 1592, su tratado sobre la conveniencia de los baños árabes, apoyándose en la «esperiencia de la medicina» de los antiguos y en su propia práctica profesional (BNE, Ms. 6149, 292r-294v).

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visibiliza, distancia y acerca estas lenguas y, por otro, las fronteras entre el testimonio de Abentarique y la edición de Miguel de Luna. Son también los mecanismos que conectan ambas esferas lingüísticas y cronológicas, y la plataforma desde la que el intelectual morisco dialoga con las disciplinas hermenéuticas de su época. La articulación de estos elementos constituye finalmente un lugar propicio donde se encuentran dos esferas de realidad, a saber, la «original» escritura árabe y el adstrato castellano con que la cubre y transforma Miguel de Luna. Al compararse con Abentarique insinuando que iguala su saber, Luna perfecciona su dominio sobre el texto que traduce, pero arriesga una pista para sospechar que las fronteras cronológicas, lingüísticas y autoriales delimitadas con el aparato erudito no quedan muy separadas y que hay que colapsar la diferencia entre autor y traductor, asimismo entre original y traducción. Esa rendija, además de provocar que muchos de sus contemporáneos dudaran de Abentarique, conllevó a que sus lectores no pudieran separar la traducción de la posición personal de Miguel de Luna. En ese sentido, dado que la traducción y publicación de la primera parte vio la luz cuatro años después de la aparición del pergamino de la Torre Turpiana, hay que tratar de encajar sus alcances en la escatología y en el marco de la historia predicha por el amoriscado san Juan Evangelista.

4. La

escatología del pergamino de la

Torre Turpiana,

la auto-

ridad de Abentarique y la primera parte de la Historia verdadera

No es casual que la Historia verdadera saliera publicada después del hallazgo de la Torre Turpiana. Con el pergamino, documentaba dos momentos fundacionales de la historia arábigo-española, a saber, los orígenes de la cristiandad y la entrada de las huestes musulmanas. Ambas representaban el testimonio del primer obispo de Granada y el relato del testigo directo de la conquista; apelaban también a un mismo fondo escatológico. La profecía de 1588 contenía ciertos elementos de la tradición escatológica que resultaban muy reconocibles para los lectores de entonces. San Juan Evangelista, el autor del Apocalipsis, aparecía profetizando el fin de los tiempos y asociaba estos eventos con una

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cadena histórica que incluía el surgimiento y la expansión occidental del islam, la aparición de Lutero y las divisiones de la Iglesia. Pronosticaba también que, al acercarse el momento prefijado para estos eventos, habría señales celestes, el sacerdocio sufriría, se manifestaría al mundo la verdad, vendría el anticristo y el juez de la verdad lo ejecutaría al final (AASG, Ms. B2, 92r/v). Tanto en la cristiandad como en el islam, este escenario escatológico tenía una larga tradición y se había adaptado a diversas situaciones políticas e imperiales (Arjomand 380-387). Así lo identificaron tempranamente los estudiosos del Sacromonte. Razonando el motivo de san Cecilio para esconder el pergamino, el maestro Serrano afirmó que la conquista musulmana de España había sido profetizada en la Iglesia primitiva por el don profético de algunos santos «uno de los quales fue el mártir san Methodio, obispo de Patauia, en el libro de sus revelaciones» (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 31r). Serrano se refería al apocalipsis del Pseudo-Metodio, un escrito cristiano del siglo vii compuesto para enaltecer la posición de los cristianos sirios frente al fuerte poder adquirido por el islam y atribuido a un obispo mártir del siglo iv para enaltecer su importancia (Livne-Kafri, «Is There» 108109, Cohn 32). Este apocalipsis detallaba los eventos del fin de los tiempos y las alteraciones que precederían su advenimiento como el surgimiento del islam, su expansión mundial en castigo de los pecados e iniquidades de los cristianos, la negación de la fe verdadera y el súbito despertar de un soberano que restauraría la paz, pondría el mundo al pie de la cruz y daría lugar a la segunda venida de Cristo (Garstad 107, 109113, 121-123, 129, 135). Este vaticinio del Pseudo-Metodio se había integrado a la tradición escatológica islámica paralela a las enseñanzas del Corán y desarrollada tras la muerte de Mahoma; su influjo atestigua la coexistencia y mutua influencia de la tradición islámica y la tradición apocalíptica cristiana (Livne-Kafri, «Some Observations» 469-472). A finales del siglo xvi, dicho vaticinio había penetrado en la península ibérica y en sus dominios ultramarinos donde se identificaba al soberano español con el rey escatológico de la profecía que despertaba de un sueño para vencer al islam (BCC, Ms. 58-3-34, 13v-14r; JCB, B552 C334b, 382r-383r; Guadalajara 148; Cárdenas Bunsen, «Manuscript Circulation» 70-76). El pergamino incluía, entonces,

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rasgos reconocibles de esta vertiente profética y lo hacían aparecer, en el trasfondo de la larga tradición de los contactos entre la escatología musulmana y cristiana, como un eslabón en una larga cadena que se actualizaba en Granada en medio de la crisis de la cultura morisca posterior a la rebelión alpujarreña y anterior a la expulsión de 1609. Se reconfiguraban, entonces, los elementos de la profecía del Pseudo-Metodio en una nueva clave compuesta de estas particulares circunstancias, de una vestimenta lingüística árabe y española y de una retrotracción de su cronología. Este último cambio multiplicaba la cadena de profetas y creaba una sucesión de transmisores que remontaba al propio san Juan Evangelista, autor del Apocalipsis canónico, e implicaba a san Dionisio Areopagita y a san Cecilio, primer obispo de Granada y discípulo de Santiago. La invención de esta cadena de narradores cumplía tres propósitos esenciales: permitía insertar una sucesión cronológica, una variedad de lenguas y una distribución de roles donde el evangelista Juan aparece como el profeta y Dionisio Areopagita y Cecilio como trasmisores, comentaristas y traductores106. A partir de esta fragmentación, la gran innovación granadina consistió en distribuir los contenidos de la profecía del Pseudo-Metodio haciendo posible que el evangelista anunciara el nacimiento del islam, la división de la iglesia y el fin de la historia, mientras que san Cecilio se convirtió en el mensajero del rol escatológico que desempeñaría el rey de España: Y la luz del palacio del señor a parte diminuta de la tierra se retirará desde Roma la desdichada, mediante esta persecución, con tanta diminución, como quando començó y tuuo en ella asiento y principio un estado real que a ella será favorable y obediente con el qual será amparada, libertada y defendida, no hallará otro lugar en el mundo más seguro, ni más dulce ni provechoso para su reparo, porque no permitirá que sea desamparada y este estado será luz de fe y atalaya vigilante en Hespaña. (AASG, Ms. A2, 93v-94r)

106. En el marco bicultural de Luna, el recurso de atribuir mensajes religiosos a una fuente autorizada y próxima a la época de los orígenes se puede emparentar con el procedimiento típico de los hadit musulmanes, que autorizaban sus dichos y relatos sobre la vida de Mahoma con secuencias de narradores presuntamente testigos y escribas de las enseñanzas orales del profeta (Goldziher 4-9, Brown 60-64).

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Este es el fragmento que contiene el mensaje que Luna reservó para el rey de España y que anunciaba el destino de su estado como defensor de la fe. Este mensaje se articulaba con otros vaticinios conocidos entonces que adelantaban el nacimiento de Mahoma y de Lutero por pecados graves y tocaban así las rupturas políticas y religiosas del 711 y del siglo xvi (Milhou, «Destrucción de España» 3140; López Baralt, La literatura secreta 183-190). Castillo y Luna fueron los primeros en traducir y discutir esta profecía. El nombre de Abentarique apareció por primera vez en plena discusión de sus versiones castellanas. Alonso del Castillo verificó la validez del pergamino citando otras profecías concordantes; destacaba los pronósticos árabes antiguos y modernos, deducidos a través del conocimiento astronómico y consignados en diversas escrituras. Estos pronósticos profetizaban los eventos escatológicos del fin del mundo, las guerras de los infieles contra los príncipes cristianos, el triunfo de estos últimos y el segundo advenimiento de Cristo (AASG, Ms. B2, 30v-35v). Castillo precisaba el rol que les cabría a España y a sus reyes. A estos efectos mencionaba que los sabios de Siria reconocían que los musulmanes no tenían jurisdicción legítima sobre Andalucía; había encontrado rastros de sus vaticinios en el diccionario árabe de al-Yawhari y en una inscripción en el patio de Comares de la Alhambra que recogía la leyenda que los reyes de Córdoba y los nazaríes de Granada proclamaban en sus estandartes «» [No hay otro vencedor sino Alá]. Castillo traducía esta frase como «solo Dios es el vencedor» e interpretaba el nombre de Alá como una referencia al Dios verdadero sin tintes islámicos. Castillo se apoyaba también en unos versos que trae Aben Taric en su Libro de la cosmografía de España, los cuales alega aver compuesto un cadí de Córdoba que se pasó a África antes que a Córdoba ganasen los cristianos, que dizen en este tenor: “vemos las prouincias y reynos que se ganan estar desligadas por sus fronteras empero la ysla verde [España] en que abitan los romanos por todas sus hazeras está ligada y fortalezida por sus fronteras; los mares çircunstan y impiden ser entrada. En medio della habita el león, pues ¿cómo queréis bibir en parte donde tanta fuerza se halla, fuera de su ley y condición? Por tanto, el absentaros desta probincia con tiempo os es más seguro”. (AASG, Ms. B2, 33v-35r)

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Alonso del Castillo identifica al león de los versos con el rey de España; según sus precisiones, la ley corresponde a la jurisdicción y al credo de este soberano, que habría de ser el defensor de la fe. Así glosaba Castillo el comentario de san Cecilio para aclarar la palabra España contenida en él. Sorprendentemente, Castillo cita al cosmógrafo «Aben Taric», de nombre idéntico al del «autor» de la Historia verdadera. A mayor coincidencia con el «autor» al que traduce Luna, en la segunda parte de la Historia verdadera se incluye una descripción y geografía de España (Luna 57 [pte. 2, lib. 2]). En el marco de la ácida confrontación intelectual entre ambos intérpretes, es improbable que Castillo se basara en la Historia verdadera. No obstante, Castillo cita a este «Aben Taric» el 9 de abril de 1592 y Luna está a punto de hacer circular su traducción impresa de Abentarique tras la conformidad y la fe de erratas que firmó Juan Vázquez del Mármol el 27 de abril del mismo año (AASG, Ms. A2, 1r; Luna, Historia verdadera [1592], colofón, s. n.). Para explicar esta sorprendente coincidencia solo queda postular que el nombre de Abentarique provenga de los escritos árabes que circulaban en Granada antes de la rebelión alpujarreña y a los que alude claramente Mármol Carvajal en su correspondencia con Pedro de Castro. El cronista de la rebelión morisca enteró al arzobispo de que, mientras escribía su historia de África, supo de los papeles árabes de «un moro llamado El Meriní», quien había predicho la aparición del pergamino al licenciado Castillo. Parte de esos papeles habían llegado a manos de El Meriní a través de Castillo el Viejo, padre del licenciado Castillo. A la muerte de El Meriní [ca. 1568-1569], su hija entregó los escritos de su padre «a un Luna también morisco y que ella le dio un libro que [El Meriní] romançó y se imprimió dos o tres años a que trata de la destruición de España» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 23r [Iznate, 26.1.1594])107. 107. Alonso del Castillo conoció y trató con Alonso el Meriní. Al declarar que los triangulares y superpuestos sellos de Salomón los llevaba dicho rey en un anillo precioso, reveló el nombre de sus informantes entre los que figuraba El Meriní: «hablando con el doctor Villaberde cerca de los libros que tiene dicho que están en la librería de su Magestad le dixo que Salomón usaua destos triángulos en los anillos que traya en figura y retrato de la sanctíssima trinidad y que otras personas doctas en la lengua arábiga, que son ya muertos, y eran el beneficiado Leonís,

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Solo adscribiendo la figura de Abentarique a este fondo de escritos árabes de Granada, flotante entre Castillo y Luna, se puede explicar la coincidencia de los traductores en la cita de este autor el mismo año en contextos asociados a la explicación de la escatología del pergamino108. Desprendido de este corpus, Abentarique pasaría a ser un autor publicado en la traducción de Miguel de Luna y su vida pública repetiría el patrón de las otras autoridades surgidas del Sacromonte, a saber, evocaba a una figura mencionada en la tradición a la que se le atribuían escritos recién aparecidos. Luna mostraría en adelante un nítido afán de dotar de corporalidad histórica a Abentarique: en su deposición oficial sobre la antigüedad del árabe del pergamino aludiría a las obras del rey Iacob Almançor y de Abentarique como ejemplos de una norma estilística árabe equivalente a la que presentaba el pergamino (AASG, Libro rojo 752v). Luna podía aspirar a que su estrategia resultara creíble a sus contemporáneos porque su restitución de los papeles árabes de El Meriní coincidía con el tópico del hallazgo fortuito de un manuscrito que contenía una historia hasta entonces desconocida como la Historia de los bandos de Zegríes y Abencerrajes, aparecida en 1595, presuntamente sacada «de un libro arábigo, cuyo autor de vista fue un moro llamado Aben Hamin» y traducida por Ginés Pérez de Hita (Palau XIII: 74; Bernabé Pons, «Estudio introductorio» XL-XLI; García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 167-170). En consecuencia, el pergamino y la Historia verdadera operaban sobre una estrategia idéntica, consistente en la atribución de su autoría a figuras históricas y en la inclusión de eventos reconocibles. En el Nicolás Clenardo y el bachiller Herrera y Alonso el Meriní le dixeron esto mesmo» (ARCG, caja 2432, pieza 14, 497v [Granada, 13.5.1595]). 108. Cabanelas no rastreó la procedencia de Abentarique, pero propuso que Alonso del Castillo había leído la Historia verdadera, pues la genealogía de Iacob Almançor, consignada en la traducción que hizo Castillo de un estandarte que le mostraron los canónigos de Córdoba, coincidía con la sucesión de ese rey bosquejada en el libro de Luna (Cabanelas, El morisco 227). Esta hipótesis no puede admitirse porque se refiere a un pasaje conservado en el manuscrito personal de Alonso del Castillo, fechado el 16 de noviembre de 1583 (BNE, Ms. 7453, 51r). Es decir, precede a la publicación de la segunda parte del libro de Luna por diecisiete años. En cambio, si se piensa en los escritos árabes a los que se refiere Mármol Carvajal y que estuvieron en poder de Castillo el viejo, se disuelve la imposibilidad cronológica y se explica que Luna articulara más tarde una biografía de este rey combinando las referencias existentes y acomodándolas a su gusto.

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caso de la Historia verdadera, la figura de Abentarique es muy probable que naciera de los escritos moriscos y tuviera un tinte escatológico capaz de convertirlo en un buen candidato de cara a resultar elegido como autor de esta versión de la pérdida de España que complementaba la secuencia histórica predicha en el pergamino. A pesar de la rivalidad entre los traductores, sus versiones del pergamino coincidían en otorgar un rol escatológico al soberano español. ¿Cómo influye este consenso sobre el rol escatológico del rey de España en la primera parte de la Historia verdadera del rey don Rodrigo? 4.1. El providencialismo del pergamino y su reflexión en la Historia verdadera La profecía de la Torre Turpiana y la primera parte de la Historia verdadera se presuponían mutuamente. El pergamino se anticipaba al surgimiento del islam e incluía así la fracción temporal narrada en la Historia verdadera, concerniente a la conquista árabe de España. Los defensores de Miguel de Luna reconocieron el carácter complementario de estos dos escritos, tal como declararon en los poemas que compusieron para elogiar su traducción. Juan Bautista de Bivar recalcó la suficiencia intelectual de Luna contra los maledicentes; según anticipaba, el lector vería «absueltas las profecías» en poco tiempo (Luna 14 [pte. 1, preliminares]). El licenciado Joan de Faría, por su parte, delineó el marco más acorde para vincular el libro con la profecía del pergamino al elogiar públicamente a Luna por haber superado a los otros traductores en su interpretación de las profecías de san Cecilio y de san Juan Evangelista (Luna 10 [pte. 1, preliminares]). Este dardo contra Castillo establecía también el enlace entre la Historia verdadera y las profecías del primer obispo de Granada. En su opinión, la traducción de Luna llenaba los vacíos de las otras historias sobre la pérdida de España con la excepcional apoyatura documental de Abentarique, porque «no todos lo pueden todo, ni a todos descubre Dios sus maravillas» (Luna 9 [pte. 1, preliminares]). Es decir, Luna, perito en árabe y conocedor de las profecías y del original de Abentarique, pasaba a ser instrumento del plan providencial y su versión castellana era «argumento de algún presagio entre muchos que por nuestros pecados se descubren cada día» (Luna 9 [pte. 1, preliminares]).

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Además, Faría confirmaba el rol providencial que le cabía al rey de España en este conjunto profético; en su soneto laudatorio lo nombraba gobernante segundo de Dios y defensor de la fe con expresiones prestadas de la traducción luniana del pergamino: Por vos la navezilla anda segura De nuestra fe, y se escapa de tormenta Y soys su verdadero norte y guía. Hoy soys en quien la eterna essencia y pura Sumó quanto en los cielos mide y cuenta De fortaleza y de sabiduría. (Luna 11 [pte. 1, preliminares])

El epíteto «norte de la fe», refundido en el terceto, correspondía a la expresión «polo de la fe» del pergamino de la Torre Turpiana; y la «eterna essencia», a la invocación árabe creada para el pergamino en /āl-δāt/ ‘la esencia’, referencia a la Trinidad, que usaba la palabra según la versión de Luna de 1588 (AASG, leg. 6 suelto, 405v-406r). Por su parte, Miguel de Luna se dedicó a subrayar la importancia del testimonio de Abentarique asegurando que la Historia verdadera completaba la información de la que carecían las crónicas españolas (Luna s. n. [pte. 1, «Proemio»]). Ambrosio de Morales le ofrecía el contrapunto metatextual adecuado para sustentar su afirmación; el cronista cordobés había reconocido los vacíos históricos relativos a la entrada de los árabes en España, a la vez que desautorizaba varias crónicas sobre el tema. La crónica sarracina le resultaba una «trufa o mentira paladina», mientras «la pérdida de España» no era más que un infundio. Morales se limitaba a seguir las escuetas versiones de las crónicas del obispo Sebastián de Salamanca, del obispo Lucas de Tui, de Rodrigo Jiménez de Rada y del moro Rasis. En lo que respecta a este último, por haber tenido fuentes originales de la época de la entrada árabe (Morales, Los otros dos libros undécimo 196r/v [lib. 12, cap. 64]). Al completar la información defectiva con el relato de un testigo de vista, Abentarique hacía realidad el sueño de Ambrosio de Morales, quien lamentaba que Rasis no diera a conocer sus fuentes de primera mano (Morales, Los otros dos libros undécimo 196r/v [lib. 12, cap. 64]). La tradición histórica aceptada le servía a Luna como punto de partida y de anclaje para las innovaciones que traía su traducción de

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Abentarique. Así la Historia verdadera se hacía eco de la historiografía medieval y atribuía la invasión árabe a una sentencia divina que castigaba los grandes pecados de los españoles y de sus soberanos (Morales, Los otros dos libros undécimo 200v [lib. 12, cap. 57]; Márquez Villanueva 363). Dicha tesis se encontraba entonces renovada a causa de la amenaza turca en el Mediterráneo, además de invocarse a ambos lados del Atlántico para amonestar a la Corona respecto de su comportamiento político y moral (Las Casas, Tratados II: 815; Jordán Arroyo 71-92; Milhou, Colón 169-172; «Destrucción de España» 31-35). Esta atmósfera ampliaba el efecto de las poesías preliminares de Bivar y Faría, según las cuales la comprensión de las profecías tendría un momento oportuno. Asimismo afirmaba san Cecilio: «y no comprehenderá su verdadero sentido y comento della […] sino […] en el tiempo determinado» (AASG, leg. 6 suelto, 406v). La mera publicación del manuscrito de Abentarique era indicio del cumplimiento de la profecía, pues su narración aclaraba las repercusiones en España de la aparición del islam, predicha en el pergamino, e iluminaba, desde la historia profana, su significado. A esto se sumaba el corto lapso entre el descubrimiento de la Torre Turpiana, en 1588, y la impresión de Abentarique, en 1592. En última instancia, la voz de Abentarique establece la conexión más fuerte entre la Historia verdadera y el cumplimiento de la profecía del pergamino. El compás cronológico de su narración empieza en el año 712 —es decir, 91 años después de la hégira— y pone ante el lector la caída de don Rodrigo en la tiranía, la ociosidad y los vicios, especialmente, carnales (Luna 24-34 [pte. 1, lib. 1, cap. 1-3]). La propagación de estos excesos a sus súbditos la anuncia Abentarique al reconocer la dimensión ejemplar de la conducta del rey y sus consecuencias políticas: los reyes y príncipes son espejo de sus repúblicas, de donde los populares toman dechado de vivir con rectitud, verguença y criança, quando sus mayores son virtuosos y de buena vida y costumbres; y por el contrario, si son malos y viciosos. (Luna 34 [pte. 1, lib. 1, cap. 3])

De esa regla nace la falta de sorpresa de Abentarique ante el relajamiento de la vida militar, la falta de administración de justicia y

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la mala situación del sacerdocio que encuentra en España (Luna 24 [pte. 1, lib. 1, cap. 1]). Estas consideraciones sobre los pecados públicos, puestas en boca de Abentarique, constituyen, entonces, el último enlace entre la profecía y su Historia verdadera, pues precipitan la llegada de la conquista de Almançor. La continuidad entre la profecía del pergamino y la Historia verdadera consistía en revisitar —regulándolos— los relatos de orígenes (Bernabé Pons, «Estudio preliminar» XLIV-XLV). Ambos textos repasaban tanto los orígenes del cristianismo de lengua árabe en España como los inicios posteriores del islam y de la conquista musulmana del año 712. Leídos a la luz del pergamino y la narración de Abentarique, estos tres momentos se insertaban en el movimiento justiciero de la providencia, marcaban continuidades y rupturas en la historia de España y convergían entonces en sus manifestaciones proféticas e históricas a finales del siglo xvi. La voz de Abentarique mantiene una cuidadosa relación intertextual con el canon español sobre el rey don Rodrigo y sobre el islam. Los episodios más reconocibles de su libro se contraen a ampliar eventos previamente historiados en las crónicas designadas por Ambrosio de Morales como incompletas. En este sentido, Morales narra todos los episodios principales: la comisión de delitos públicos por parte de don Rodrigo, la violación de la Cava, la alianza de don Julián con Muza y Tarif, capitanes de Almançor, la apertura de la torre de Toledo en busca de tesoros y la aparición de una profecía sobre la invasión árabe. Abentarique solo continúa y aumenta estos hechos (Morales, Los otros dos libros undécimo 200v-201v [lib. 12, cap. 67]; Luna 24 [pte. 1, lib. 1, cap. 1], 34 [pte. 1, lib. 1, cap. 3], 36-37 [pte. 1, lib. 1, cap. 4], 44-45 [pte. 1, lib. 1, cap. 6]). La Historia verdadera completa y amplifica, pero fundamentalmente transforma. Al amplificar, la Historia verdadera precisa detalles históricos desconocidos y, en virtud de esta extensión novedosa de los hechos conocidos, termina transformándolos. Entre otras innovaciones, Abentarique revelaba que, al abrir la torre encantada, don Rodrigo no encontró tesoros, sino una estatua que representaba el tiempo y mostraba que el nombre de la Cava era Florinda (Luna 44 [pte. 1, lib. 1, cap. 6], 103 [pte. 1, lib. 1, cap. 18]; Menéndez Pidal II: 48-53). Al transformar, la Historia verdadera corregía y refutaba los tópicos más conspicuos de la historiografía española. La implicación

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de mayor calado que resultaba de enmarcar la entrada española de los árabes en un diseño providencial consistía en descartar que la conquista de España procediera de la perpetua guerra del islam contra la cristiandad, como Mármol Carvajal sostenía repetidamente en su Primera parte de la descripción general de África (Mármol Carvajal, Primera parte, s. n. [prólogo], 57r [lib. 2, cap. 1], 64r [lib. 2, cap. 4]). La refutación de esta tesis constituye la innovación más fuerte de la primera parte de la Historia verdadera. ¿Cómo historia Abentarique la instrumentalización que hace la providencia de las huestes de Almançor para refrenar a don Rodrigo? Dado que la justicia no puede obrar mal para hacer bien, su intervención conmutativa no puede ser injusta. Abentarique respondería a la pregunta planteada afirmando que la providencia actuó eficientemente disponiendo la aplicación práctica de la teoría de la guerra justa (Russell 18-62). Por tanto, se requiere estudiar su presencia en la Historia verdadera. 4.2. La guerra justa de los árabes y la implantación del buen gobierno de Almançor La voz de Abentarique elabora cuidadosamente la figura de la guerra justa. Primero construye la condición de tirano del rey don Rodrigo. Tras recibir el cargo de regente, durante la minoría de edad de su sobrino don Sancho, Rodrigo decide envenenarlo para perpetuarse en el poder. El joven Sancho huye y se refugia en los dominios de don Julián, y, luego, en África, donde muere de pena (Luna 24-32 [pte. 1, lib. 1, cap. 1-2]). En el vacío sucesorio, don Rodrigo hereda legalmente la corona, pero se revela como un mal soberano, incapaz de velar por el bien común y administrar justicia, asimismo concentrado en sus excesos carnales. Este descontrol escala al punto de no respetar a su mujer, la conversa Zahra Abnalyaca, y forzar a Florinda, hija del conde don Julián (Luna 34-36 [pte. 1, lib. 1, cap. 3-4]). Este último, a pesar de su deseo de vengar la injuria cometida contra su hija, rigurosamente respetó su falta de jurisdicción sobre su propio rey, «de quien no podía tener venganza», se refrenó de hacer justicia con sus propias manos y, en cambio, pidió ayuda a Muza y al rey Almançor, quien decide asistirlo (Luna 39-40 [pte. 1, lib. 1, cap. 5]).

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Interpretada con los lenguajes políticos del siglo xvi, esta trama convierte a don Rodrigo en un tirano por haber usurpado un señorío, por liderar un gobierno desordenado, contrario al bien común, y por injuriar a sus propios súbditos sin ejercer su papel de garante de la justicia (Quaglioni 185-187; Prierias 476 [sub tyranus]). La teoría política de la época aprobaba unánimemente la deposición de un tirano (Emerton 144-145). Don Rodrigo podía ser derechamente expulsado del trono español. El gesto de don Julián de apelar al rey de Arabia equivale a respetar la dignidad —aunque ilegítima— del oficio real de don Rodrigo, que no reconoce superior, y a enfrentarlo más bien a otra persona pública como la del rey de Arabia Iacob Almançor. Las acciones de la Historia verdadera convierten en representación las premisas de este complejo argumento que, por un lado, se articula sobre la base de la justicia que asiste a don Julián para resarcirse de la injuria recibida por la violación de su hija y, por otro, se complementa con la legalidad de establecer alianzas para la guerra y con el mandato moral del gobernante Almançor de asistir a los inocentes, tal como lo sostenían los tratadistas de la guerra (Vitoria 2: 374-376). La declaración de guerra emitida por Almançor marca el inicio formal del recto enfrentamiento, ya que, tal como se destaca, la campaña se emprende por «ciertas y justas causas». Al general Tarif la autoridad del rey le concede toda nuestra potestad para que con la gente de guerra, que por nuestro mandado le fuere entregada, vaya a las tierras y reyno de España y en ellas execute nuestras órdenes y prouisiones que le serán entregadas por nuestro mandado y todo lo demás que le pareciere conuiniente, para que nuestra intención y voluntad se cumpla. (Luna 48-49 [pte. 1, lib. 1, cap. 7])

Por consiguiente, la conquista de España empieza con causa justa y con el aval de la autoridad pública y así resulta jurídicamente válida (Iglesia católica, Corpus iuris canonici c. 2 C. 23 q. 2). Los generales allanan las ciudades de la península benévolamente, admiran y dignifican a los vencidos, no permiten ningún agravio contra estos derrotados, no arriesgan innecesariamente las vidas de sus soldados, logran la sujeción voluntaria de Úbeda y no exceden la jurisdicción delegada de Almançor para conquistar España negándose a emprender la conquista de Francia (Luna 78, 83, 88-89 [pte. 1, lib. 1,

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cap. 13, 14, 15]). En otras palabras, los generales proceden según el requisito de la recta intención en la guerra y consuman la imagen de una guerra justa perfecta (Prierias 85 [sub Bellum]). En la Historia verdadera, las acciones militares y las decisiones de las nuevas autoridades para implantar el buen gobierno se amparan en el aval de la justicia que subyace a la conquista musulmana. Descendiendo desde esta legitimidad global a cada episodio concreto, se infiere que la lógica de las acciones de los gobernantes y sus generales en el terreno se informa —a veces simultánea, a veces separadamente, sin coincidir del todo— de las dos tradiciones culturales implicadas en la fábrica de la Historia verdadera; esto es, la tradición hispana y la tradición árabe. En consecuencia, la narración de Abentarique se puede leer desde dos puntos de vista que resultan igualmente legítimos desde el punto de vista secular por estar sancionados por una guerra justa. La narración pertinente a la conquista de Granada encarna este procedimiento. Tarif pacta su estancia con los pobladores locales que encuentra; estos le mandan un mensajero para ofrecerle convertirse en sus servidores a condición de que los licencie para vivir pacíficamente en su ciudad, sin expropiarles sus pertenencias ni injuriarlos ni maltratarlos; finalmente se pronuncia al respecto tras consultar con sus consejeros: «respondió que era contento de aceptar lo que le ofrecían y que les mandaría guardar sus condiciones y conciertos con los quales le querían entregar aquella ciudad» (Luna 70-71 [pte. 1, lib. 1, cap. 12]). Análogamente, al tomar las Alpujarras, el obispo Otogerio pacta con Tarif ciertos privilegios para los habitantes cristianos: en esencia, la libertad de abandonar territorio musulmán a voluntad, la conservación de sus pertenencias y el mantenimiento de los mismos tributos consuetudinariamente pagados a los reyes cristianos, y «no otros algunos» en caso de que decidieran vivir bajo jurisdicción musulmana (Luna 74 [pte. 1, lib. 1, cap. 12]). Desde un punto de vista estrictamente islámico, el Tarif de Miguel de Luna actuaba con la aprobación del Corán y la sunna del profeta (Corán 9: 7; 60: 8). Con sus pactos con los cristianos de España, Tarif repetía los tratados establecidos tempranamente entre Mahoma y los primeros califas con las comunidades judías y cristianas de Medina y Najran (Muztar 66-67). A estas últimas se les reconocía un estatus superior al de los infieles paganos por creer en Alá, aunque no en su profeta Mahoma;

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se les permitía vivir bajo la jurisdicción de los gobernantes musulmanes, conservar su propiedad y practicar su religión sin proselitismo a cambio del pago de un impuesto compensatorio (Khadduri 195-196). Desde un punto de vista español, el Tarif de Miguel de Luna anticipaba las capitulaciones para la entrega de Granada firmadas por Boabdil y los Reyes Católicos el 25 de noviembre de 1491; en ellas se precisa el compromiso de estos últimos a respetar a los árabes granadinos sus propiedades, mezquitas y ritos religiosos, además de la práctica de su sistema de justicia (Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo 73-80 [lib. 1, cap. 19]). En este sentido, la Historia verdadera muestra su capacidad de ser leída e interpretada en doble clave. Hay una lógica árabe de la que emanan las acciones de Tarif (por ejemplo, su decisión de no imponer el impuesto religioso islámico en su pacto con Otogerio) y una convergencia aparente con la política de los Reyes Católicos que reconoce el lector; lo cual puede constituir una alegoría lastimera de la situación política morisca, exacerbada tras la rebelión de las Alpujarras, a la que se había llegado por el fracaso de la implementación de las capitulaciones suscritas por los Reyes Católicos (Gallego Burín y Gámir Sandoval 14-31; Barrios Aguilera, Moriscos 25-58). Algunos episodios de conversión religiosa, tal como aparecen en la Historia verdadera, podrían interpretarse con el doble código. Contrariamente a la imagen estereotipada del musulmán, Tarif actúa pacíficamente y no obliga a nadie a convertirse al islam con la espada (Las Casas, Del único modo 459-461, 475). Sin embargo, sus acciones en materia religiosa pueden leerse bajo las premisas del islam. La voz de Abentarique introduce el tema del matrimonio interreligioso, ligado al asunto de la conversión, como una medida de buen gobierno razonada y aprobada por Tarif tras constatar que las tropas árabes debían quedarse a poblar España y no había suficientes mujeres para los militares. Para solucionar el problema, Tarif publica un bando en toda España al respecto: todas las mujeres christianas de sus naturales moradores y otra cualquier nación que quisiesen tornar a su ley y casarse con los moros conquistadores, pudiesen gozar de las mismas preeminencias que ellos gozaban y lo mismo los varones ofreciéndoles otras libertades y repartimientos de tierras. (Luna 90-91 [pte. 1, lib. 1, cap. 16])

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El texto describe una decisión perfectamente concorde con los patrones islámicos de expansión. La primera parte del pasaje sobre el matrimonio con cristianas se ajusta a la práctica tempranamente implementada en el Oriente Medio. A los musulmanes se les permitía casarse con mujeres cristianas, pero no se toleraba la situación inversa, es decir, los cristianos o judíos bajo jurisdicción musulmana no podían casarse con musulmanas. Esta estipulación parece explicar la transición a la segunda parte del pasaje citado —«lo mismo los varones»—, que superficialmente deja el tema de los matrimonios y se enfoca en la llamada a la conversión al islam de los varones. Aunque la voz de Abentarique no lo explicite, la política poblacional de Tarif sí busca la conversión religiosa de los naturales al invitarlos a alcanzar la concesión de los privilegios de todo musulmán, lo cual se sugiere en la promesa de concesiones de tierras y «otras libertades». Sin duda, una de las preeminencias prometidas, pero no mencionada, es la liberación del pago de la jizya, el impuesto cargado a cada adulto no musulmán que traducía en un tributo su diferencia de credo y que presumiblemente pudo imponer Tarif en algunas zonas de España (Corán 9: 29)109. Así, Tarif transforma la guerra de conquista en una suerte de jihad espiritual al tratar de persuadir con privilegios a la población sujetada a abrazar la fe musulmana (Khadduri 53). Godoy Alcantara (98) advirtió que el propósito subyacente de Luna era mostrar que la descendencia potencial de las uniones referidas legitimaba a los árabes españoles y que los reyes moros habían ocupado el trono español legítimamente, para lo cual sustentó su opinión en el matrimonio interreligioso entre Abdalaziz y Egilona, hija y heredera de don Rodrigo. Este análisis es solo parcialmente correcto; no cabe duda de que la entrada de los árabes aparece justificada y legitimada gracias a que la trama de la Historia verdadera observa la teoría jurídica de la guerra justa; sin embargo, los matrimonios dinásticos e interreligiosos no justifican inicialmente el dominio musulmán, pues la entrada de las huestes árabes es anterior, en la narración, a estos enlaces que se suceden como medida de buen gobierno de Tarif (Luna 109. A los dhimmis, los cristianos o judíos sometidos a la autoridad política islámica, se les toleraba su práctica religiosa propia sin proselitismo y a cambio de un impuesto, pero podían convertirse al islam por medio de la pronunciación solemne de la profesión de fe que proclamaba a Alá como el único Dios y a Mahoma como su profeta (Khadduri 175).

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90-91 [pte. 1, lib. 1, cap. 16])110. Más bien es la figura de la guerra justa, reforzada con el trasfondo providencial del pergamino, el mecanismo con el que Luna legitima la entrada de los árabes a España. En la trama de la Historia verdadera hay lugar para otras legitimidades que sobrevivían en el presente granadino. Ejerciendo su derecho de nombrar funcionarios para el buen gobierno, el general Muza nombró a Betiz Abenhabuz como primer alcaide musulmán de Granada (Luna 71 [pte. 1, lib. 1, cap. 12]). El apellido del alcaide coincide demasiado con el del valiente Aben Aboo, que se alzó con la Alpujarra granadina durante la gran rebelión, sufrió tortura sin delatar a sus aliados, fue coronado rey de los andaluces y aplastado, y de quien se exhibió su cabeza como castigo (Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo 388 [lib. 5, cap. 34], 527 [lib. 7, cap. 12], 728 [lib. 10, cap. 8]). La cuasi identidad entre los dos nombres históricamente situados al inicio y al final de la presencia musulmana en Granada le insinuaba al lector un origen legítimo para el morisco Aben Aboo, acaso descendiente del primer alcaide legítimamente nombrado. Estas resonancias sugerían el cambio del estatus de rebelde al de opositor de la Corona hispana, al que asistía una antigua legitimidad, nacida de la guerra justa de la conquista, para abrigar sus pretensiones políticas. La narración de la Historia verdadera implicaba cambiar el estatus de la sublevación alpujarreña de una rebelión contra el poder legítimo del rey español a una nueva guerra justa que, en consecuencia, hacen los moriscos seguidores de Aben Aboo, que se tienen por herederos de una posesión y un estatus político igualmente legítimos, por ser el eslabón final de la antigua contienda fundacional librada en guerra justa. 110. La innovación de las bodas interreligiosas es un modo de contrarrestar las discusiones previas a la expulsión de los moriscos. Los matrimonios interreligiosos trasladaban al pasado una práctica que, en los años previos a la expulsión, se consideraba impropia y proscrita en el mundo islámico, tanto que en el decreto de expulsión de 1609 se excluyó a aquellos moriscos casados con cristianos viejos. Así, el propio arzobispo Pedro de Castro le escribía a Felipe III un elogio de los moriscos que mostraban señales de cristiandad y que no debían ser expulsados de España: «Anse cassado ellos y sus padres con christianos viejos tan prohibido en la secta de Mahoma y agora en esta occasión, quando pudieran irse libremente, no se an querido yr por no poner en peligro sus almas, y la fe y se an querido quedar entre nosotros, que si no fueran christianos en la mano tenían el poder yrse con libertad a do quisieran» (AASG, leg. 5, 507v). El efecto es claro, retrotraer esta práctica al pasado implica afirmar que la visión religiosa de los árabes que llegan a España no corresponde al islam.

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Pero hay otra legitimidad aparentemente contradictoria que también defiende la versión de la Historia verdadera, a saber, la Reconquista cristiana de España. Abentarique también justifica la Reconquista al presentar a don Pelayo «como sucesor y legítimo heredero por línea recta de varón de los reyes godos, según lo tiene averiguado el autor de esta historia», y más tarde como soberano reconocido por el consenso de sus súbditos refugiados en el norte de España (Luna 6 [pte. 1, «Proemio»], 92-94 [pte. 1, lib. 1, cap. 16]). A mayor confirmación, la aspiración de Pelayo por reconquistar España, motivada por razones dinásticas, se fortalece con el inicio de la ruptura de la unidad árabe. Este quiebre comienza con la sublevación del alcaide de Valencia Abubcr el Handali, se intensifica con la abdicación y muerte de Iacob Almançor y con las sublevaciones del alcaide de Damasco, del hermano del heredero, del regente Mahometo el Amçari, y alcanza su pico con la ascensión de Muza al trono de Marruecos, la sucesión de alzamientos militares, la fragmentación del mundo mediterráneo en pequeños reinos, la división de España en siete reinos, la expansión militar del rey de Granada Betis Aben Habuz y, tras su muerte, la coronación ilegítima de Aben Abuxarra como soberano de la Alpujarra y la subida al trono de Granada del heredero legítimo Betiz el Çunici (Luna 120-126, 155 [pte. 1, lib. 1, caps. 21, 23], [pte. 1, lib. 1, cap. 30], 164-165 [pte. 1, lib. 2, cap. 32], 210-212 [pte. 1, lib. 2, caps. 51-52]). La voz de Abentarique insiste en que las tiranías de los alcaides y demás gobernantes ilegítimos nacían de la codicia humana intensificada en los gobernantes (Luna 143 [pte. 1, lib. 1, cap. 27]). A los ojos de don Pelayo, el efecto divisorio de ese desordenado apetito era una señal positiva para retomar el control de la tierra y hacer valer su derecho sucesorio (Luna 204 [pte. 1, lib. 2, cap. 48]). Intuyendo la complejidad de la situación, Abentarique anunció que escribiría una segunda parte de su Historia verdadera (Luna 250 [Colofón]). Como perfecto reflejo de este «autor», Miguel de Luna también realizaría la traducción de ese suplemento; la empezaría antes y la publicaría después del descubrimiento de los libros plúmbeos y del estallido de la polémica sobre su veracidad.

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5. La segunda parte de la Historia verdadera, la legitimidad del infiel Almançor y la polémica sobre el pergamino y los plomos Aunque la crítica la mire como una sola obra, desde el punto de vista de su génesis, la Historia verdadera se compone de dos libros, de los cuales el segundo es secuela del primero. La concepción de este suplemento precede cronológicamente a la aparición de los libros plúmbeos, al estallido de su polémica y a la calificación de las reliquias de 1600. Luna lo anunció en la primera parte, Tomás Gracián Dantisco dio el imprimatur en 1594, Sebastián de Mena la imprimió en 1599 y circuló a principios de 1600 (Luna, Historia de la pérdida s. n. [preliminares]). Las dudas sobre los hallazgos impulsaron a Luna a continuar su superchería histórica, como lo demuestran sus actuaciones oficiales teñidas por un meridiano objetivo de asociar su Historia verdadera con el pergamino y los libros de plomo. Miguel de Luna participó casi inmediatamente en el hallazgo, traducción y validación de los libros de plomo. Su intervención quedó oficialmente registrada por Pedro de Castro y sus notarios eclesiásticos (AASG, Libro rojo 23r, 32v). Apenas encontrada la lámina que identificaba las reliquias de san Mesitón, Venegas de Alarcón le consultó a Miguel de Luna si las letras eran árabes, a lo que este respondió que le parecía que eran latinas y no las pudo entender (AASG, Libro rojo 8r, 422r). En cambio, con respecto a la lámina latina de san Tesifón, al parecer, Luna llegó al lugar de los hallazgos rápidamente y fue capaz de traducirla en el acto (AASG, Libro rojo 26v). El cura Joseph Fajardo recomendó a Luna como traductor de los plomos, y este se comprometió con esta tarea y a guardar además la reserva correspondiente (AASG, Libro rojo 668v-669r). En medio de estas tempranas diligencias, Miguel de Luna elaboró las traducciones de los primeros libros encontrados, expresó su opinión positiva sobre la antigüedad lingüística de los textos y expresamente vinculó el cuerpo de hallazgos con la segunda parte de la Historia verdadera (AASG, Libro rojo 670r). En su discurso, presentado en agosto de 1595 sobre la antigüedad lingüística del pergamino, Luna indicó que su estilo era el mismo de la obra de Abentarique (AASG, Libro rojo 752r-754v). Su informe constituía oblicuamente un manifiesto sobre el sobrio estilo de la Historia verdadera; asimismo aseguró que el pergamino utilizaba un

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lenguaje arcaico, un tipo de letra distinto al de la escritura coránica, una versificación árabe elaborada y un soporte de escritura vetustísimo. Agregó también que ningún árabe docto pudo haber contrahecho el pergamino ni fingido sus contenidos por la cantidad de saberes involucrados en su factura (AASG, Libro rojo, 752r). Al caracterizar su aspecto estilístico, Luna puntualizó que el modo de escribir no correspondía al árabe islámico, sino más bien al sencillo y breve estilo del árabe gentil: la elegancia con que está escrito [el pergamino] sin que se entremeta ninguna palabra superflua también arguye mucha antigüedad de la qual usaron los gentiles árabes antes que tomasen la secta mahometana (como parece por las obras de L. Sigundo o Iahrob, rey del Arabia) y también al tiempo que la tomaron y algunos años después (como son las obras de Abentarique y el rey Almançor que conquistó a España y a África como parece por sus provisiones reales y cartas minsibas). (AASG, Libro rojo 752v)

Los edictos de Almançor y las cartas de sus generales presentadas al público en la primera parte son ejemplos —traducidos en el impreso de Luna y referentes a la conquista de España— de este árabe secular preislámico. Miguel de Luna establece oficialmente la intersección lingüística e histórica entre el pergamino y la Historia verdadera de la que se derivarán significativas implicaciones históricas. Para mayor prueba, Miguel de Luna remite a los libros de medicina de la colección escurialense cuyas convenciones de escritura arábiga coincidían con la escritura abreviada de los libros de plomo (AASG, Libro rojo 752v). El catálogo de autores citado por Luna, y del que formaban parte el rey Iahrob, el rey Almançor y Abentarique, se reflejaría en la segunda parte de la Historia verdadera, en la que además se añade un nuevo narrador, Alí Abençufián, a quien se autorizaría en pasajes presuntamente extraídos de este misterioso corpus árabe. Miguel de Luna asentaba las bases de un canon arábigo gentil, autorizado y garantizado por la consonancia estilística de sus diferentes piezas. El pergamino, los libros plúmbeos y la colección real constituían los referentes materiales que acogían su Historia verdadera en este canon y hacían lugar a los potenciales descubrimientos insinuados en su enumeración bibliográfica. Con sus precisiones estilísticas

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e históricas, Luna había fundado oficialmente un registro estilístico usado por los escritores árabes gentiles, cronológicamente anterior al islam y documentado en Granada gracias al pergamino y los plomos. Al calibrar el impacto de este cuerpo textual sobre la historia de Granada, se recreaban las raíces del árabe hablado en la ciudad y confirmado por san Cecilio al dirigirse a los «árabes cristianos», ya que esta lengua granadina tenía orígenes gentiles y fue el receptáculo de las revelaciones contenidas en los hallazgos. Esta vena de árabe gentil recibió una segunda capa lingüística de similar raíz en el 712, pues, aun cuando se tratara de un periodo concomitante al surgimiento del islam, este credo no había recibido su consolidación y las normas estilísticas modeladas sobre el Corán no habían impregnado todas las esferas del uso idiomático. El estilo de la Historia verdadera probaba el empleo de esa segunda capa. Como la persona de Luna resulta indesligable de la validación de estas tesis por su rol oficial como traductor, el castellano de sus traducciones, justificado con su riguroso aparato crítico y muy próximo al original gracias a la traducción ad litteram, se teñía de resabios árabes, transponía trazos de ese estilo y mostraba en su misma constitución la compatibilidad de las dos lenguas. Con el cruce de su invención y sus actos notariales, Luna había armado un difícil rompecabezas que contrarrestaba y deshacía el frente lingüístico de los conflictos sociales de Granada, atizados por la prohibición del árabe y la consiguiente estigmatización de sus hablantes, pues dotaba a este reducto idiomático de un estilo sublime, antiguo, gentil y expresable en castellano, es decir, casi la realización lingüística de la profecía de Cecilio cifrada en árabe y en español. En su persistente campaña por engranar su Historia verdadera con los libros plúmbeos, Luna se valió de todos los medios a su alcance para llevar a cabo su propósito. Para acabar con los cuestionamientos sobrevivientes sobre su traducción del pergamino, Luna participó diligentemente en la elaboración de una nueva traducción colectiva del pergamino original. Pedro de Castro, tras recibir el breve de Clemente VIII en el que lo autorizaba a ocuparse de la calificación de las reliquias, comisionó esta nueva versión del pergamino a Diego de Urrea, Lorenzo Hernández el Chapiz, el médico valenciano Pinto y Miguel de Luna. Estos intérpretes terminaron su labor el 8 de julio de 1597 (AASG, leg. 5, 142r-152v). El resultado, elaborado primero por

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cada uno de estos intérpretes independientemente y puesto después en conjunto bajo la supervisión del propio Pedro de Castro, confirmaba las versiones primitivas de Miguel de Luna en la medida en que el concurso de los otros intérpretes se tornaba una especie de aprobación común de su trabajo (AASG, leg. 5, 142v). Luna también logró incluir su Historia verdadera en los debates sobre la validez de los libros que sostenía con Joan de Faría, relator de la Chancillería de Granada. García Arenal y Rodríguez Mediano (Un oriente 101, 191) han mostrado que su Dialogismo y lacónico discurso —donde Miguel de Luna aparece como interlocutor— documenta la manera como se creaban los argumentos a favor y en contra del pergamino. A sus observaciones cabe agregar que el manuscrito no presenta fecha de composición, aunque se puede conjeturar que se escribió entre 1591 y fines de 1593 para solicitarle al rey la publicación del pergamino y revertir el decreciente entusiasmo de Pedro de Castro, a cuyas dudas aluden los interlocutores (Faría 6v-7r)111. La publicación del pergamino hubiese favorecido la versión histórica traducida en la primera parte de la Historia verdadera por su mutua conexión y hubiese consolidado, además, la reputación de Luna frente a la devaluada habilidad persuasiva de su traducción (Luna, 7-10 [1.ª pte., preliminares]). Alonso del Castillo lo desautorizó con su impreso y con su catálogo de erratas; Arias Montano leyó «las prefaciones, copias y traducciones del licenciado Luna hechas con diligencia y punctualidad», pero aun así dictaminó que el pergamino no tenía más de cien años; y Mármol Carvajal no solo relacionó la impresión de la Historia verdadera con los sospechosos papeles de El Meriní, sino que en su examen del pergamino declaró su desagrado: «la [traducción] que dizen que hizo Luna no me satisfaze» (AASG, leg. 4, 430r/v [Granada, ca. abr. 1592], 391r [Campo de Flores, 4.5.1593], 22r [Granada, ca. may.-jun. 1593], 23r/v [Iznate, 26.1.1594]). Asociado a Luna en su intención de remontar estos cuestionamientos, Faría acude al propio pergamino como prueba de su autenticidad 111. Estas fechas posibles las calculo a partir del prólogo impreso de Alonso del Castillo a su traducción, que se recogió de la circulación y llevaba fecha de 26 de abril de 1591, así como de las opiniones sobre la contrahechura moderna del pergamino de Arias Montano y Mármol Carvajal (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 302 [Granada, 26.4.1591]; 391r [Campo de Flores, 4.5.1593]; 23r/v [Iznate, 26.1.1594]). Estas opiniones determinaron al arzobispo a archivar el asunto (véase cap. 1).

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y, apelando a un argumento anticuario, sostiene que, debido a su antigüedad, su testimonio es equivalente a la autoridad histórica de los mármoles viejos (Faría, Dialogismo 26v-27r). Esta línea anticuaria prefigura un eje argumental de la segunda parte de la Historia verdadera: la inclusión de objetos materiales probatorios de la veracidad de Abentarique y oblicuamente de la polémica del Sacromonte. Las fechas de los pareceres negativos de Arias Montano y Mármol Carvajal contra Luna [1593, 1594] y la vena anticuaria del Dialogismo indiciariamente sitúan la redacción de la segunda parte de la Historia verdadera entre 1592 y finales de 1593. Este lapso se confirma por la lectura de una versión preliminar hecha por Tomás Gracián Dantisco para extender la licencia de impresión, dada el 16 de marzo de 1594 (Luna, Historia de la pérdida, preámbulo s. n.). Como la obra se imprimió en 1599, es posible que Luna siguiera limando y acomodando la obra al vaivén de las apariciones plúmbeas para zanjar con un testimonio antiguo la polémica que se desató. El vínculo entre la segunda parte y la polémica se comprueba con el «breue discurso» del mismo Joan de Faría después de los descubrimientos del Sacromonte. Faría se hace eco de los argumentos que Luna había anticipado en el Libro rojo sobre el parecido de la letra de los libros con los caracteres caldeos apoyándose en la «segunda parte de Abentarique que se imprimirá pronto» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 437r)112. Faría aludía a una inscripción caldea transcrita por Abentarique y que claramente justifica la forma idiosincrática de la escritura de los plomos (Luna 62-63 [pte. 2, descripción, cap. 1]). Esta compleja red de vasos comunicantes buscaba la confirmación de los cabos sueltos del pergamino y de la primera parte de la Historia verdadera. Al suplementar la presunta obra de Abentarique con una segunda parte, Luna emprendió una demostración más contundente que aquella que había ensayado con su aparato crítico para la primera parte y con sus intervenciones en el temprano proceso de autenticación de los plomos. De ese modo vicario, intervino en la polémica 112. El discurso de Juan de Faría no tiene fecha. No obstante, propongo los años 15991600 por las siguientes razones: 1. defiende las reliquias que se iban a calificar, 2. indica que la segunda parte de Abentarique se publicará pronto y 3. cita a Mármol Carvajal en lo tocante a la fundación de Granada. La calificación y la publicación de los dos libros ocurrieron en los primeros meses de 1600 (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 436r, 439r [1600]).

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para consolidar el crédito de los hallazgos del Sacromonte. La concepción y publicación de la segunda parte presuponen, entonces, la polémica que rodea a la historicidad del pergamino y de los libros plúmbeos. En ella Luna reforzará también la concatenación entre la profecía de la Torre Turpiana y los orígenes del islam. Esta decisión influirá en los lineamientos principales de la segunda parte de la Historia verdadera, que amplifica y matiza la información sobre los árabes del año 712 complementando la historia de su guerra justa con el bosquejo político y cultural de una Arabia coetánea a la aparición de Mahoma, pero cuyo poder político recae en un soberano heredero de un señorío gentil cuya chancillería escribe sus cartas oficiales en árabe igualmente gentil. Este programa desemboca en la historia de Abilgualit Miramamolin Iacob Almançor, rey de Arabia en el momento de la conquista de España. 5.1. La legitimidad del infiel Almançor según Alí Abençufián Si los libros plúmbeos multiplicaban la cadena de narradores con las figuras de la Virgen María, san Pedro y Santiago, la segunda parte de la Historia verdadera hacía lo propio con la biografía del rey Almançor escrita por alcaide Alí Abençufián (Luna 1-6 [pte. 2, «Proemio»], 57-59 [pte. 2, descripción]). Según el relato, el rey Abencirix comisionó la biografía de su bisabuelo Almançor al alcaide Abençufián para que la prudencia política de su antepasado pudiera servir de modelo para los príncipes de la tierra (Luna 4 [pte. 2, «Proemio»]). Esta dimensión ejemplar convierte esta sección del libro en un tratado de regimiento de príncipes (Márquez Villanueva, «La voluntad de leyenda» 370-371, Bernabé Pons, «Estudio preliminar» LV-LXIV). Abencirix escogió acertadamente al alcaide Alí Abençufián; a este lo asistía la autoridad de haber sido antiguo camarero del longevo Almançor y era testigo de vista de su comportamiento privado (Luna 2-6 [pte. 2, «Proemio»]). La genealogía de Almançor ocupa la atención primera de su biógrafo. Almançor descendía de un gran califa de «casa y solar conocido de los reyes gentiles de las Arabias» (Luna 7 [pte. 2, vida, cap. 1]). Esta ascendencia le otorga a Almançor el estatus de príncipe gentil, es decir, de príncipe infiel que posee legítimamente sus dominios con la sanción del derecho de gentes y que, además, profesa una especie de

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infidelidad originalmente no contraria al cristianismo113. Esta genealogía lo separa radicalmente de los califas islámicos, sucesores estrictos de Mahoma; Almançor pertenece a una sucesión no relacionada con la que recogían historiadores del islam como Mármol Carvajal, que inicia su historia precisamente con Mahoma (Mármol Carvajal, Primera parte 53r-58v [lib. 2, cap. 1]). Además, gobernaba un reino gentil de nación árabe, si bien no islámico en sus orígenes, aunque fuera coetáneo al surgimiento del islam en el momento en que conquistó España114. Dentro de este esquema político, resulta significativa la edad del soberano. Luna sitúa el nacimiento de Almançor en el año 11 de la hégira [632 d. C.], durante el periodo inicial del islam y antes de la total imposición de este credo en la península arábiga. Con ello no solo insiste en su entronque con los soberanos de la Arabia gentil, sino que su senectud potencia su sabio discernimiento al autorizar la guerra justa el año 712. La crianza de Almançor lo expuso al cultivo intenso de las ciencias y artes liberales; escribió tempranamente un compendio historial y un arte mayor del álgebra y, anticipando el rol andalusí en el estudio del corpus aristótelico, fue autor de tres libros de filosofía «en forma de comento» a Aristóteles y de un tratado de arte militar intitulado «Espejo de príncipes». Esta bibliografía la había mencionado Luna oficialmente ante las autoridades eclesiásticas de Granada (Luna 8 [pte. 2, vida, cap. 1]; AASG, Libro rojo 752v). Estos estudios tiemplan el intelecto de Almançor y lo hacen un príncipe prudente cuyas virtudes brotan del ejercicio natural de la razón que no se restringía a la cristiandad. El propio Pedro de Castro tendría que aceptar el 113. La teología de la época distinguía entre una infidelidad puramente negativa, la de quienes no habían tenido acceso a la revelación cristiana, y una infidelidad contraria, propia de los «herejes», de los que, pese a haber leído el evangelio, no lo creían, o de quienes perseguían el cristianismo (Prierias 36-37 sub infidelitas). Esta distinción es una opinión común de los canonistas y no es óbice para el ejercicio del poder temporal, excepto en la doctrina del cardenal Hostiense (Muldoon 29-48). 114. La historiografía de entonces se concentraba en trazar la historia del surgimiento de Mahoma sin prestar atención a la Arabia preislámica, que es el foco de Miguel de Luna. Su biografía de Almançor viene así a llenar el espacio abierto, pero no cubierto, de las historias de entonces, que hablaban someramente de la situación religiosa de Arabia antes de Mahoma. Román y Zamora, por ejemplo, se refiere a este periodo en los siguientes términos: «Arabia tenía indiferente manera de vivir en las cosas de la religión, porque unos eran Iudíos, otros christianos y entre ellos auía muchos gentiles» (Román y Zamora 236 [República de los Turcos, cap. 1]).

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virtuosismo de Almançor, pues reconocía esta característica universal de la virtud en sus notas personales: «todas las virtudes son de ley natural según Tomás de Aquino» (AASG, leg. 2, 181v). Esta destreza racional fundamenta la delicada presentación de la ética y la religiosidad de Almançor, manifiesta en sus acciones y consejos. Almançor insta a su heredero a imitar la providencia y justicia del gobierno de Dios, tal como se deduce de la contemplación de la naturaleza (Luna 40-41 [pte. 2, vida, cap. 10]). Con esta recomendación, Almançor pasaba el escrutinio del cristianismo y del islam, pues el conocimiento de Dios a través de la naturaleza se admitía en ambos credos. Esta observación del mundo natural como acceso al conocimiento de lo divino lo proclamaban varios lugares bíblicos, que sentaban las bases para admitir el potencial conocimiento de Dios por parte de los gentiles, como parece ser el caso de Almançor (Biblia sacra, Rom I, 20; Agustín, Contro Fausto 32, 20; Luna 42-43 [pte. 2, vida, cap. 10]). También el Corán amonesta a la razón a que medite sobre los signos del universo, se eleve a partir de ellos y afirme la existencia del creador (Corán 2: 164; 67: 3-4). Almançor instruye al príncipe heredero enseñándole que la potestad del rey viene de Dios y entretejiendo en sus consejos numerosas proposiciones ético-religiosas, como el rechazo de la mentira, el obrar con caridad y el temor a la condenación eterna (Luna 42-43 [pte. 2, vida, cap. 10]). Estos consejos se acercaban a los mandamientos; pero también a las pautas éticas del Corán cuyos principios informan este precepto de Almançor. En el islam, el pensamiento y la reflexión personales tienen la capacidad de guiar las acciones éticamente distinguiendo el bien del mal sobre la base de la idea de la obligación humana de agradecer a Dios por la creación del mundo, observando el culto y actuando correctamente (Reinhart, «Ethics»). Con estas premisas, la Historia verdadera coloca ambiguamente a Almançor en un límite religioso. Su biógrafo nunca afirma que Almançor se convirtiera al islam, pero el soberano levanta mezquitas y observa rigurosamente la oración. Por otra parte, su actuar ético resulta irreprochable tanto desde la cristiandad como desde el islam. Almançor había mandado inscribir en su trono los principios esenciales que guiaban su conducta, de los cuales «el primero es la justicia y tiene el principado en los reyes» seguida por la caridad, la paciencia, la castidad, la vergüenza y el menosprecio del mundo (Luna 14 [pte. 2,

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vida, cap. 2]). De este retrato moral elocuentemente se seguía que Almançor estaba perfectamente dotado para ser un instrumento de la divina providencia, deponer al último godo y autorizar secularmente una guerra justa. Esta veta ética y religiosa alcanza su cúspide en el epitafio fúnebre de Almançor, que empieza con un memento mori, continúa advirtiendo que ante la mirada de Dios solo permanecen «las buenas y santas obras», asegura después que Dios «te compró con alto precio, y te dio privilegio para salvarte usando el libre albedrío», y termina pidiendo la gracia divina (Luna 56 [pte. 2, vida, cap. 12]). En este sentido, Almançor habría culminado su vida actuando con una ética impecable (casi idéntica al decálogo), proclamando la importancia de las buenas obras (casi una profesión de ortodoxia católica) y recordando el precio pagado por Dios para la salvación (casi un reconocimiento del sacrificio de Cristo). Consciente de la extrema cercanía de Almançor a la fe cristiana, Luna, como traductor y editor, sintió la necesidad de distanciarse de plausibles confusiones por la cuasi identidad de los tintes islámicos y cristianos de su «traducción» del epitafio. Utilizó el aparato crítico para desambiguar los alcances del texto. Anotó, por ejemplo, que el alto precio que Dios pagó por los hombres, mencionado en el epitafio, no aludía al sacrificio de Cristo: Si creyeran los moros ser este alto precio la sangre de Nuestro Redemptor, como en effecto de verdad lo es, serían dichosos. Mas ellos dizen ser la creencia y penitencia y esta aunque la hazen rigurosa es para su mayor condenación (Luna 55-56 [pte. 2, vida, cap. 12])115.

Actuando como editor, Luna condena públicamente la creencia y la penitencia estrictamente en el sentido islámico; es decir, apuntó sus armas filológicas contra el primer pilar del islam —la profesión de fe 115. Es decir, sin fe no hay salvación (Caperan I: 29). Ningún censor hubiese podido desaprobar a Miguel de Luna, cuya nota editorial se ciñe rigurosamente al canon «ubi sana fides non est» (Corpus iuris canonici, c. 29 C. 24.1.1). La interpretación común de esta norma en relación con las virtudes de los infieles se encontraba en los escritos de Bartolomé de las Casas: «ni la justicia, ni la prudencia en los romanos, ni en turcos, ni en moros, ni entre otra gente que no tenga conocimiento del verdadero Dios justicia ni prudencia es; sino en aquella república cuyo instituidor, rector y gobernador el hijo de Dios es» (Casas, Apologética IV: 440 [cap. 2, 56]).

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musulmana en una divinidad no trinitaria y en su profeta Mahoma— y contra su cuarto pilar —la práctica de la abstinencia de alimentos, bebidas y débito conyugal en las épocas del año previstas— (Lammens 74-80). Este contrapunto entre la traducción y la nota editorial es la punta de iceberg de la difícil e irresuelta posición de Miguel de Luna. Como traductor de Abentarique, Luna es artífice de un Almançor que linda entre cristianismo e islam; como editor de la obra, Luna opta por una postura pública que condena la creencia islámica que es el límite entre los dos credos y el problema de los versos más controvertidos de los plomos: el estatus de Cristo. No obstante este forcejeo conceptual, la Historia verdadera construye a un Almançor que robustece los efectos de la guerra justa que Abentarique había historiado en su primera parte. El soberano que la autorizó era racionalmente compatible con la cristiandad y no emprendió una guerra religiosa como enemigo de la cruz. Se infiere además que, si los súbditos imitaran al soberano, el pueblo árabe sería tan ejemplar como compatible con el cristianismo. Con toda esta construcción, Luna destruía la tesis de Mármol Carvajal que presentaba la historia de los musulmanes como una sucesión de abusos y persecuciones contra los cristianos (Mármol Carvajal, Primera parte 96r-97v [lib. 2, cap. 19]). Según la Historia verdadera, la versión primera del islam español, liderada por Almançor, no correspondía a ese negativo retrato historiográfico. La segunda parte de la Historia verdadera apelaba también, en su argumentación, a las expectativas de los anticuarios, nutría la defensa de los libros plúmbeos con la descripción de España y profundizaba la concordancia de su Abentarique con el cosmógrafo Aben Taric citado por Alonso del Castillo. Mientras concibe estas secciones de la Historia verdadera, Luna polemiza historizando numerosos detalles y objetos con los que probar la validez de los hallazgos y fusionar aún más la Historia verdadera con este extraordinario conjunto de objetos. 5.2. La historia como prueba La segunda parte de la Historia verdadera es una descripción de España que complementa la reseña sumaria del territorio que Muza había enviado a Almançor en la primera parte (Luna 103-106 [1.ª pte.,

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lib. 1, cap. 19]). Abentarique justificó la adición de este apéndice. Razonando casi con las mismas palabras de Ambrosio de Morales sobre las diferencias entre la escritura de la historia y la de las antigüedades, Abentarique reconoció la necesidad de insertar la dimensión espacial en las fibras de su escritura histórica y de describir el país para que se entendieran la ubicación de las batallas y el influjo del lugar en las estrategias, desplazamientos y decursos de estas confrontaciones (Luna 58-60 [pte. 2, descripción]; cf. Morales, Las antigüedades 1r-2r). Abentarique, predecesor de Morales, decidió también separar esta sección de la narración histórica de su obra: por parecerme también que es más deseado saber el hecho de las armas y buen suceso de la guerra que no la descripción y asiento de la tierra, que en alguna manera parece más estilo de geógraphos que no de historiadores. (Luna 58 [pte. 2, descripción])

Esta adición contenía las secciones que con más claridad se articulaban con los criterios de renovación histórica a partir de fuentes materiales como las entendían en Andalucía Morales y Fernández Franco. Estos anticuarios coleccionaban objetos, piedras e inscripciones antiguas —o sus rigurosas transcripciones— para restaurar la antigua cartografía. La inclusión de la dorada inscripción del trono de Almançor sobre el modo de administrar justicia y la transcripción de las inscripciones de lápidas marmóreas con los epitafios del mismo soberano aspiraban a ser utilizadas como pruebas materiales en una potencial historia de los árabes. El propio Luis del Mármol Carvajal acababa de insertar una historia de la antigua Granada a partir de testimonios materiales árabes, como las inscripciones de las losas de los reyes moros de la ciudad (Luna 14 [pte. 2, vida, cap. 2], 53-56 [pte. 2, vida, cap. 12]; Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo 45-53 [lib. 1, cap. 11])116.

116. Al ser inseparable la dimensión argumental de los elementos que se historian en el libro y al ser la tesis de la Historia del rebelión y castigo una de las que Luna anticipadamente combate, los epitafios de Almançor con una reseña de su filosofía alcanzada por razón natural y casi idéntica a la ética cristiana contrastan con las losas funerarias de los reyes granadinos en las que todos se declaran contrarios a los infieles —léase los cristianos— y listos a conquistar a estos descreídos (Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo 46-52 [lib. 1, cap. 11]).

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En esta línea anticuaria sobresale la inscripción caldea de la ciudad de Morar que transcribe Abentarique con sus medidas y ubicación, la cual se convirtió en un elemento alegado como prueba fehaciente de la presencia de las lenguas semíticas en España. Abentarique narra que Sem Tofail, hijo de Noé, fundó la ciudad de Morar «que en lengua Caldea quiere dezir pueblo de cabeça mayor y los Españoles Christianos corruptamente llamaron despues […] Merida» (Luna 61 [pte. 2, lib. 2, «Proemio»]). Al momento de la entrada de los árabes, la ciudad se encontraba muy destruida por las numerosas conquistas anteriores, pero sus ruinas mostraban rastros de su grandeza. Al visitarla, encontró una piedra escrita en lengua caldea de once codos de largo y seis de ancho con una inscripción cuya traducción requirió del concurso de tres intérpretes que descifraron la siguiente relación: Este Sem Tofail vivió dozientos años y sesenta años, con tanto contento, sosiego y prosperidad, que vido por copias antes de su muerte que de sola su generación y sus tres hijos halló multiplicados sesenta y cinco mil personas y desseando ver a su abuelo Noé antes de su muerte, murió queriéndose embarcar para hazer este viaje dozientos y sesenta y cinco años cumplidos del diluuio general del mundo del mouimiento lunar, el qual él había hallado por astrología. (Luna 62-63 [pte. 2, descripción, cap. 1])

La transcripción de esta inscripción pétrea proveía a los lectores de una prueba certificada por la metodología anticuaria. Este pasaje fue rápidamente utilizado por el licenciado Joan de Faría en su «breve discurso» en defensa de los plomos (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 436r). Al ventilar el tema de las lenguas de España y sus sucesivas «corrupciones» causadas por la entrada de pueblos, Faría arguye que el idioma más antiguo fue el caldeo: el primer lenguaje que en ella [España] ovo fue el caldeo que traxeron los primeros pobladores Tubal y sus compañeros, como después de Florián de Ocampo (o por mejor dezir antes) lo refiere Abentarique en la segunda parte de su ystoria que presto se verá ynpressa por el mesmo autor de la primera el qual cita una piedra que sobre la puerta de la ciudad de Mérida halló scripta en lenguaje caldeo y de los españoles que destos se multiplicaron pasaron muchos en Asia y desa parte de los Alpes y a la Toscana y a Irlanda y acá en nuestra España los primeros que entraron fueron africanos y con entrar estos y durar muchos años que fueron más

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de duzientos dize Florián de Ocampo que aun se hablava en España la lengua muy conforme a la caldea y después entraron egicios y árabes y otras gentes de varias nasciones principalmente griegos. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 439r)

Gracias a la piedra, Faría convierte a España en un centro desde el que se irradió el caldeo por Europa. Al llegar la conquista romana, había una mezcla de lenguajes engastados en la lengua caldea (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 439r). Esta inscripción enriquece las implicaciones del relato y perfila una historia de las lenguas ibéricas. Abentarique, al no pretender ser un traductor como Luna o un gramático como Aldrete, evita ocuparse de presentar cronológica o genealógicamente los idiomas de España, pero consigna una larga lista de los pueblos que han pasado por ella, entre los cuales lista a los «griegos, armenios, cartagineses, vándalos, suevios, romanos, godos, hebreos y finalmente los árabes» (Luna 63 [pte. 2, descripción, cap. 2]). Según el mismo Abentarique, esta secuencia de naciones diversas marcó la compleja impronta lingüística de España que su Historia verdadera solo esboza al pasar. Al reseñar el estado de la España visigoda, hace un recuento de la fragmentada situación lingüística que presencia: Estos [los godos] usan la lengua romana, o latina y la gótica que es la natural del reino de Scythia de donde son naturales. Ay otra nación griega, aunque perdida y sujeta que usan la lengua griega. Yo no sé la ley que guardan, porque ni son moros, iudíos, ni christianos, antes gente perdida sin ley, y más parecen idólatras. Los israelitas o iudíos (que hay muchísimos en este reino de España en diversas partes derramados entre los moros y cristianos) usan la lengua hebrea y tienen sus sinagogas, sacerdotes y rabís y observan la ley vieja de Moisén, aunque deprauada por ellos. Ay otra nación de romanos, que hablan la lengua latina, y otras gerigonças: son idólatras y adoran los ídolos de los gentiles romanos. (Luna 66 [pte. 2, lib. 2, cap. 2], cursivas mías)

Las lenguas involucradas en el pergamino de la Torre Turpiana y en los libros plúmbeos —así como aquellas que se necesitaban para su interpretación— quedaban documentadas en España según la narración de Abentarique, que menciona el griego, el latín, el hebreo y el árabe —«se habla en ella de presente la lengua árabe» (Luna 64 [pte. 2, cap. 2])— pero no el castellano. Esta omisión plasma en negativo la

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estrategia de Miguel de Luna. Abentarique no habla del español, pero este se adivina en la humilde mención de las «jerigonzas» que se hablaban en España. La mención de estas «jerigonzas» posiblemente sea una insinuación que apunta a sugerir el advenimiento de una entidad entonces sin especificar que pudiera identificarse con un ancestro del «castellano» y sirve para apoyar las argumentaciones que poco a poco le iban buscando un nacimiento cada vez más antiguo, formando una cadena documental de su empleo como hicieron Juan de Soria y Gregorio López Madera. Esta historia de las lenguas y los pueblos asentados en España implica, además, proporcionar una historia de contactos lingüísticos que validan, con hechos y pruebas históricas, el trabajo etimológico que no se confinaba a una única lengua. La piedra escrita en lengua caldea con una relación sobre Sem Tofail traía, en consecuencia, la documentación en España de la lengua presentada por algunos polemistas como la madre de las lenguas semíticas y una de las más antiguas del mundo. Si bien, en este punto, no había unanimidad, pues hubo quienes atribuían esa maternidad al hebreo (AASG, leg. 2, 300-301r; cf. cap. 1). Como sugirió Joan de Faría, la narración de Abentarique confirma la versión histórica de Florián de Ocampo. Apoyándose en la concordancia de las crónicas de España, el cronista oficial de Carlos V atribuía el primer poblamiento de España a Tubal, hijo de Iapheto, uno de los hijos sobrevivientes de Noé y, por lo tanto, nieto de este (Ocampo 7v [lib. 1, cap. 1]). Abentarique suscribe y confirma una versión casi idéntica y acentúa las resonancias semíticas del nombre llamándolo Sem Tofail y basando su información en los escritos de Iahrob a los que dice haber tenido acceso (Luna 59-60 [pte. 2, descripción, cap. 1]). Iahrob es un historiador que puede viajar en el tiempo con botas de siete leguas y autorizar, más que todas las otras crónicas, el poblamiento ibérico de Sem Tofail. El diccionario de Ismail al-Yawhari identificaba a Iahrob como el primer hablante del árabe; así lo reconocía Alonso del Castillo: «el dicho diccionario diçe que los árabes son los antiguos habitadores de Egipto y que el que primero habló la lengua arábica fue Yaarob Aben Cahtan que fue padre del Yemén, que es la Siria» (AASG, leg. 4, 1.ª parte, 448v). Luna apela, entonces, a la invención de otro autor grave a partir de las referencias que fluían

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en el ambiente granadino a figuras poco conocidas. Sobre esta base, Abentarique repentinamente revela la «historia natural» de Iahrob, glosa parcial del Génesis de Moisés, que registra la llegada de Sem Tofail a la misma España. Este grave autor interpreta en el árabe más arcaico el nombre de Noé y da pie a que Abentarique afirme que «Noé» significa ‘llanto’ en árabe y que es un nombre conveniente a la persona del patriarca bíblico que fue testigo de vista de calamidades y castigos divinos (Luna 59 [pte. 2, descripción, cap. 1]). Esta fuente inédita y el relato de los antiguos contactos lingüísticos en España permiten arabizar y caldeizar el pasado. La arabización de Tubal en Sem Tofail conlleva a asociar los nombres de su prole con raíces árabes. Sem Tofail padre confió el poblamiento de España a sus tres hijos: Tarraho, Sem Tofail e Iber, que fundaron tres ciudades y les pusieron sus nombres llamándolas, respectivamente, Tarrahona, Sem Tofail e Iberia. El tiempo corrompió las pronunciaciones semíticas originales de las dos primeras y pasaron a ser Tarracona y Setubal; Iberia, el menos corrompido de los nombres, adopta aquí un origen semítico (Luna 61 [pte. 2, descripción, cap. 1]). El propio Sem Tofail padre fundaría la ciudad de Morar que pasaría corruptamente a llamarse ‘Mérida’ (Luna 61 [pte. 2, lib. 2, cap. 1]). Esta posibilidad de interpretar en árabe la etimología de los topónimos españoles, asentada en la autoridad de un testigo de vista, consagra la cualidad de la historia de Abentarique como cantera para los lectores anticuarios. La Historia verdadera valida a contraluz la maquinaria analítica de Alonso del Castillo, que había propuesto etimologías árabes para Turpiana y para Illipula interpretando sus secuencias vocálicas y consonánticas como si fueran raíces árabes o hebreas y pasando de una lengua a otra o de un modelo de análisis gramatical a otro para darle sentido al texto del pergamino. Tras tocar los inicios del mundo postdiluviano, Luna debe volver a traducir las secciones bélicas del relato de Abentarique para cerrar su libro y culminar la historia de la conquista musulmana de España. 5.3. La segunda venida de los árabes y la Reconquista de España La segunda parte de la Historia verdadera vuelve a abordar la presencia de los árabes en España y la justicia que los asiste para fundar y establecer su asentamiento en el país. Asimismo, presupone los

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problemas de sucesión y secesión que habían ocurrido en la primera parte de la Historia verdadera. La trama presenta al rey Abencirix, heredero de Almançor, en su intento por reconquistar los reinos del norte de África y de España que habían caído ilegalmente en manos de los alcaides sublevados y que, ignorando el derecho de Abencirix, se hacían llamar «señores naturales» de los territorios (Luna 84-89 [pte. 2, lib. 3, caps. 1-2]). Abencirix aparece actuando estratégicamente y de acuerdo a ley. Averiguó a través de espías que los alcaides tiránicos de España carecían de conformidad y estaban enemistados entre sí; convocó a Cortes para aprobar una intervención militar (Luna 86-87 [pte. 2, lib. 3, cap. 1]). Tras obtener la anuencia necesaria, nombró como capitán general de su ejército a Mahometo Abdalaziz. Este militar avanzó imparablemente por el norte de África utilizando todas las herramientas militares y las estrategias de persuasión para obtener rendiciones pacíficas (Luna 101-103 [pte. 2, lib. 3, cap. 4]). Los distintos retos que enfrenta Abdalaziz reiteran las líneas principales de la Historia verdadera. Abadalaziz lidera una guerra justa y su avance no es un enfrentamiento contra la cristiandad, sino una recuperación de los territorios que el rey Abencirix poseía con la justicia de la sucesión patrilineal. Esta tesis se pone en evidencia cuando Abdalaziz se apresta a retomar el reino de Marruecos. El soberano marroquí muestra su desconcierto de verse asediado por una hueste árabe y envía una embajada para inquirir por la razón de la guerra y sugerir «armar armadas contra la Christiandad como sus capitales enemigos y no con su misma sangre» (Luna 106 [pte. 2, lib. 3, cap. 5]). El episodio vuelve a refutar representacionalmente la idea de que el islam mantuviera una guerra continuada con la cristiandad. El general logra expulsar a los tiranos de sus presuntos señoríos y los hace huir a España donde estos advierten a los tiranuelos locales de la inminente llegada de Abdalaziz (Luna 135-137 [pte. 2, lib. 3, cap. 7]). Al pasar a España rinde numerosas ciudades, pero cae temporalmente enfermo y encomienda la guerra de España a su hijo Abrahem Abdalaziz. Antes de esta comisión de guerra, Abdalaziz padre pide con cautela la restitución del reino al rey de Granada, aunque no la consiguió por medios pacíficos. Por esta razón, Abrahem Abdalaziz tomó militarmente el control de Granada, pero fracasó al querer sujetar la Alpujarra, a donde se refugió el rey Betiz el Çunici negándose a

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reconocer la jurisdicción de Abencirix y alegando haber heredado derechamente el reino granadino de su padre Betiz Abenhabuz que había sido nombrado gobernador en justicia en la primera parte (Luna 152-153 [pte. 2, lib. 3, cap. 15]). Este acto de Betiz el Çunici no solo retrotrae al pasado la fama alpujarreña de ser un relicto inexpugnable, sino que convierte a la zona en el refugio de este gobernante legítimo donde posiblemente perpetuaría su descendencia, que llegaría al rebelde contemporáneo Aben Aboo. La campaña de Abrahem Abdalaziz, hijo de Mahometo Abdalaziz, no obstante, resulta exitosa en someter Baeza, Murcia y Valencia empleando la estrategia del perdón general que su padre había implementado exitosamente en África para sustraerle el apoyo popular al gobernante local ilegítimo (Luna 156-158 [pte. 2, lib. 3, cap. 15-16]). Al retomar el mando militar, el general Mahometo Abdalaziz redujo Aragón y Toledo a la obediencia de Abencirix, reorganizó el gobierno de España y se casó con la hija del rey godo don Rodrigo, la infanta Egilona, a quien le permitió que mantuviera su ley de cristiana (Luna 162-164, 170-175 [pte. 2, lib. 3, caps. 17, 19]). El final de la Historia verdadera se precipita con la muerte del rey Abencirix, la entronización de su cruel hijo Abencirix Almançor y la ruptura de la unidad árabe en la península arábiga (Luna 187-190 [pte. 2, lib. 3, cap. 23]). Este quiebre genera una cadena de divisiones territoriales e incubación de tiranías nacidas del apetito de elación de los alcaides locales ante cuyas sublevaciones Abdalaziz consultó a los letrados de su entorno y determinó que el juramento de obediencia al rey de Arabia había cesado con la muerte de Abencirix Almançor; el general Mahometo Abdalaziz podía ser elevado al trono de España después de la «elección y consentimiento de los alcaides del gobierno y de sus naturales moradores» (Luna 191-192 [pte. 2, lib. 4, cap. 1]). Rey de moros y cristianos en virtud de su boda con Egilona, hija de don Rodrigo, el reinado español de Abdalaziz duró poco, pues murió a manos de los reyezuelos árabes de la misma España que se ampararon en su matrimonio con una cristiana para derrocarlo (Luna 197-198 [pte. 2, lib. 4, cap. 3]). Como consecuencia, España se fraccionó en nueve reinos y los reinos del África se dividieron en dieciocho señoríos (Luna 199, 204 [pte. 2, lib. 4, caps. 3, 5]). El remate de la Historia verdadera vuelve al tema original que la ensarta dentro del Sacromonte y asegura la conexión entre la obra

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y los mensajes que Miguel de Luna intentaba hacer llegar al rey de España en los momentos iniciales de las traducciones del pergamino de la Torre Turpiana, la expansión de las tinieblas de oriente a occidente por «ministros furiosos», es decir, aquellos que se guían por sus pasiones y apetitos. Los conflictos entre la expansión «furiosa», la guerra justa y los señoríos heredados patrilinealmente en justicia generaron un mosaico laberíntico de tiranías, sucesiones y legitimidades. Esta secuencia parte de la traición del rey don Rodrigo y de la guerra justa que establece Almançor como defensor de la honra del conde don Julián. Se transforma luego en una secuencia de rupturas musulmanas que luchan por mantener la sucesión legítima de Almançor y establecer un imperio en el norte de África y en España. Estas aspiraciones políticas se ven continuamente rotas por las ansias de reinar de los alcaides provinciales y la incapacidad de los señores de las Arabias de controlar su imperio desde lejos. Estos señores legítimos pierden poder y para retomarlo inician campañas militares que encargan a los ejemplares Tarif Abenziet y, más tarde, a Mahometo Abdalaziz. La ética de estos militares los legitima y, así, el segundo termina convertido en señor de España tras el vacío de poder creado por la muerte de Abencirix y en virtud de haber llevado a cabo la segunda conquista de España. Paralelamente, en la versión de la Historia verdadera, la guerra musulmana de España, aunque planteada como una intervención militar sustentada en la justicia, convive con una línea sucesoria legítima de los reyes godos que desemboca en don Pelayo, en la primera parte, y en don Alfonso, en la segunda (Luna 94 [pte. 1, cap. 16], 206 [pte. 2, lib. 4, cap. 6]). Desplazada a segundo plano en la obra de Abentarique, la sucesión de los reyes cristianos contenida en la Historia verdadera resultaba reconocible para toda la historiografía de entonces (Morales, Los otros dos libros 213v-215r [lib. 12, cap. 77]). Representacionalmente estas líneas argumentales que abogaban por la legitimidad de los señoríos árabes y la legitimidad de los reyes cristianos convergían en la Historia verdadera sin lograr una síntesis armónica. Posiblemente en esta intricada cadena de legitimidades políticas, de semejanzas religiosas y de profundas diferencias estaría el mensaje completo que Luna quería reservar al rey de España y que codificó en las páginas de su Historia verdadera impostando la voz de Abentarique, el hijo de los eventos.

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6. Hacia el legado de Miguel de Luna La Historia verdadera es una pieza central en el itinerario intelectual de Miguel de Luna. El traductor morisco ligó indisolublemente su traducción de Abentarique al pergamino y a los libros plumbeos, y la convirtió en su foro para validarlos historiando los objetos, lenguas y situaciones que los autenticaban. El pergamino predecía dos momentos precisos del futuro, la aparición de Mahoma y la aparición de Lutero, que traerían alteraciones cósmicas, divisiones de la fe, persecuciones, enfermedades y atropellos contra la justicia. La Historia verdadera historiaba los alcances en España del primer momento al mostrar que Dios enviaba como castigo a los árabes para despojar de su poder y corregir al extraviado príncipe cristiano, que había propiciado todos los males del reino (Luna 64-65 [pte. 2, lib. 2, cap. 2]). El segundo momento de la profecía turpiana —el de la Reforma religiosa— aludía al presente; no había entonces un Abentarique, pero sí un Miguel de Luna, capaz de entender con su pericia lingüística el pergamino y advertirle al rey de las señales premonitorias de la amenaza divina. Autorizado en las reverberaciones presentes del pergamino, Luna le presentó al rey un tratado sobre la conveniencia de construir baños árabes, puestos en entredicho desde las capitulaciones de la Capilla Real de Granada (1526), para curar la epidemia de bubas que azotaba España y que el traductor encontraba prefigurada en el pergamino (BNE, Ms. 6149, 293v [Granada, 25.5.1592]; Gallego Burín y Gámir Sandoval 202; Iversen 908910). Su traducción le servía así para validar una práctica árabe. Esta conexión entre su traducción, su promoción intelectual y la rehabilitación de la sabiduría médica árabe brinda la razón de la defensa cerrada que Luna emprendió de sus credenciales como traductor y de las traducciones en sí mismas. Castillo había destrozado y negado la versión española de los pasajes en que Luna fundamentaba la predicción de las bubas y la necesidad de aconsejar a los príncipes (véase p. 184, nota 90). Al margen de estas rivalidades, el memorial sobre los baños descubre la interrelación de su propio trabajo intelectual con su presente. Había elegido el asunto con prudencia, pues el saber médico era el aspecto de la cultura árabe que no había estado sujeto a persecuciones y los médicos moriscos gozaban de buena fama (Cabanelas, El morisco 190).

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Si el pergamino respaldaba la reposición de los baños árabes, también hacía lo propio con la Historia verdadera, que narraba su cumplimiento en el año 712. Del aparato crítico de esta traducción, Luna no había podido erradicar todas las huellas de su forcejeo intelectual para mantenerse como traductor y para reservar el papel de autor a Abentarique. Un extremo de esa tensión emergía en su orgullosa afirmación de conocer la materia tanto como el autor; y el extremo opuesto, en su distancia editorial al aclarar que el virtuosismo ejemplar de Almançor no le depararía la salvación eterna. Estos polos y sus matices intermedios hacían tambalear la diferencia entre el autor antiguo y el traductor moderno. Luna proyectó componer una tercera parte «conforme las historias de los árabes» que versaría sobre la Reconquista y culminaría con la toma de Granada por los Reyes Católicos (Luna, s. n. [pte. 2, «Proemio»]). En este sentido, anunciaba su próxima conversión de traductor en autor. Sin embargo, nunca publicó esa tercera entrega, a pesar de lo cual sus premisas quedaron consolidadas con la guerra justa narrada por Abentarique y su vínculo con el mensaje del pergamino. En escasas oportunidades, Luna mostró la bibliografía árabe con que concordaría su tercera parte de Abentarique; cuando estas se dieron, reiteró la importancia de la historia y de la traducción para comprender los libros de plomo. Ante una consulta de Pedro de Castro, aquel sugirió conseguir algunos libros árabes «necesarios para la buena inteligencia destas escrituras sacras» entre los cuales enumeró un volumen «que trata de bello arabe» (AASG, leg. 6 suelto, 403v [ca. 1608], cursivas mías)117. Su título indica que ese tomo cumpliría un rol idéntico al de la Historia verdadera frente a los mismos plomos. Recomendó también traer traductores de entre los frailes araboparlantes que residían en monasterios de El Cairo, Constantinopla y Jerusalén, así como de entre los letrados infieles de Fez, Marruecos y Rodas educados en centros de altos estudios en lengua arábiga. El 117. Desafortunadamente esta carta no presenta fecha. Es plausible que se enviara alrededor de 1607 o 1608 por la concurrencia de los siguientes hechos: primero, Luna recomienda traer traductores de distintas partes del mundo árabe cristianos y no cristianos para interpretar los libros; segundo, Pedro de Castro obtuvo en 1608 permiso real para traer dos traductores musulmanes o judíos que habrían de ocuparse de hacer una nueva traducción de los libros (AASG, leg.5, 456r/v [Madrid, 8.5.1608]).

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concurso de estos últimos revestía una importancia capital, pues activaría la realización de la causa final de los libros: en todas estas ciudades principales se hallarán [in]fieles grandes letrados que si leen estas prophecías, aunque no las sepan traducir, las approbarán y publicarán a sus reyes y naciones y la grandeza y certeza dellas, pues son para su conversión. (AASG, leg. 6 suelto 403v, cursivas mías)

La importancia de esta carta es la revelación de la mirada de Luna sobre los plomos: los veía como un instrumento para la conversión de los infieles; y así la depuración de sus traducciones no representaba un fracaso, sino un vehículo para el conocimiento y difusión de los plomos mucho más allá de las fronteras de Granada y del Imperio español. Luna ocuparía siempre uno de los primeros puestos en esa cadena de traductores, a la vez que mantuvo una vigilancia constante al desenvolvimiento del asunto de los libros. Cuando se conoció el último hallazgo, Luna escribió a un funcionario de la corte, posiblemente a Francisco González de Heredia118, para comunicarle su interés en conocer su contenido, porque «todo ello a pasado por mis manos» (AASG, leg. 7, 1.ª pte., 340r [Granada, 3.1.1607]). Luna pertenecía a la élite cultural de su tiempo y su conciencia sobre el deterioro inminente de la situación morisca lo condujo a oficializar sus pretensiones de nobleza y agilizar el proceso para obtener la hidalguía (Drayson 82-83). A fines de 1609, se hallaba en la corte vigilando atentamente la legislación relacionada con la expulsión. Sus cartas a Luis de Vega, camarero de Pedro de Castro, indicaban que la legislación exceptuaba, entre otros, a «los que tienen pretensiones» (Cabanelas, «Cartas» 43). Luna había iniciado los trámites nobiliarios y su hijo Luis estaba cerca de recibir órdenes menores (Cabanelas, «Cartas» 42-43). Aun así vivió en carne propia los efectos de la expulsión de los moriscos; Luna contempló con pena el nulo impacto de su empeño por demostrar que el árabe granadino era de cuño gentil y no islámico. En sus escritos lamentaba asimismo la fata de respeto a su justicia: «mas solamente dezir sabe la lengua arábiga, es morisco, 118. Baso mi conjetura en las indicaciones que hace el propio Luna al arzobispo en otra carta, donde se refiere a González de Heredia, secretario de las órdenes militares, como el encargado de entregarle sus despachos y comisiones (AASG, leg. 7, 1.ª pte., 889r).

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atropéllenle sin oyrle» (AASG, leg. 7, 1.ª pte., 889r). Su hijo Luis sufría esta «recia cosa». Igual frustración ha de haberle producido ver que la legitimación de la comunidad arábiga, tanto cristiana como no cristiana, desplegada representacionalmente con la guerra justa de la Historia verdadera, no había logrado persuadir a las autoridades que ejecutaban el bando de expulsión. La fábula de la Historia verdadera había forjado una prueba histórica de la legitimidad arábigo-española que enfrentaba las cambiantes posturas de los polemistas que discutían, desde 1551, el destierro de los moriscos (Lea 349-352). Aunque con muchos matices, el torrente de pareceres elevados a los Consejos Reales iba perfilando la expulsión, descartando la posibilidad de asimilar a la población morisca con el adoctrinamiento religioso o los destierros internos, y recomendándole a Felipe III reprimir sus escrúpulos y actuar como los Reyes Católicos hicieran con los judíos (Boronat I: 353, 598-599, 603, 631). De cara a la expulsión colectiva y al sufrimiento de su familia, la dimensión individual y colectiva de su obra convergía. Sus expresiones fusionan ambos niveles al declarar abiertamente su sensación de escándalo, por el atropello a su familia sin causa legítima, más su falta de asombro por «las muchas injusticias de España» y el estado del mundo que «no se puede esperar dél cosa buena» (AASG, leg. 7, 1.ª pte., 890r [Madrid, 2.2.1610]). Al pedir ayuda a Pedro de Castro para su familia, Miguel de Luna citó una línea de los plomos que permite descubrir otro aspecto de su manera de verlos: «bien dize nuestra señora en los coloquios “no se administrará justicia, etcétera”» (AASG, leg. 7, 1.ª pte., 899v). Aludía Luna a la descripción que hacía la Virgen María del calamitoso estado de la justicia con que se reconocería la inminencia de la revelación de la verdad del evangelio. Pedro de Castro había meditado extensamente el sentido de los versos a los que aludía Luna119, porque estaban incrustados en el programa de los libros de plomo que presentaban como 119. Su copia personal pasa y repasa el pasaje ponderando los sentidos de las palabras, concordando estas con diversos pasajes bíblicos y atribuyendo las alternativas de traducción a cada uno de los intérpretes. La carta de Luna resonaba en el arzobispo de la siguiente manera (pongo entre corchetes las propias variantes de Pedro de Castro): «entre ellos la traición y la poca justicia [falta de justicia/ disminución] y la auaricia y el sustentarse de lo mal adquirido y el seguimiento de las concupiscencias [deleites] y la tiranía [injusticia/ corrupción] grave a los hombres de parte de sus reyes y sus tiranos [sátrapas/ señores] soberbios con su yugo pesado

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fundamento la participación de la Virgen en la encarnación de Cristo y su intervención en la consumación de los tiempos. En el libro citado, la Virgen hablaba del estado fragmentado de la fe, de la corrupción del mensaje de Cristo y del remedio contenido en las tablas de plomo para ser oportunamente declarado por los árabes y en su lengua. Irónicamente la evocación de Luna ocurría a la hora de la expulsión de los moriscos, un hecho que, además de no contemplar los obstáculos que creaba a la conversión de los moriscos, entorpecía la declaración de los libros y fragmentaba más profundamente la cristiandad al no poder decodificarse el remedio de las herejías. La asistencia de Pedro de Castro a su familia empezaría por revertir este estado de cosas. Su desesperada carta desveló que leía los libros plúmbeos en referencia inmediata a la situación de la justicia española y granadina. Sus traducciones hicieron posible esta alusión epistolar al arzobispo, pero también la Historia verdadera: la Virgen no podía referirse a un descalabro de la justicia si no había una legitimidad precedente que clamara por su restitución. En consecuencia, su Historia verdadera, con su prueba histórica de la legitimidad arábigo española, servía de puente entre la historia y la escatología. Esta urdimbre ratifica la apremiante necesidad de Luna por validar su versión de Abentarique intersectando sus contenidos con los hallazgos señalados en los preliminares de la edición príncipe. El forcejeo conceptual, idiomático y temporal por distinguir la voz de Abentarique de la de Miguel de Luna provocó que la traducción, el aparato crítico y la invención del efecto de realidad tumbaran la distinción entre traductor y autor. Para efectos del presente estudio, esta es la gran innovación que hizo Luna en la práctica de la traducción (y también Castillo en la medida en que Luna deseaba blindarse frente a sus críticas). En manos de Castillo y Luna, el cultivo de la traducción rebasó los límites de las herramientas estándares de este arte. Castillo lo hizo mediante la elaboración de un análisis gramatical capaz de pasar fluidamente del árabe al hebreo y de mirar el latín como si estuviese compuesto de raíces árabes; Luna, mediante la invención de un árabe de estilo gentil sin huellas islámicas, subyacente a numerosos topónimos de España y transferible al castellano en su traducción de Abentarique. sobre ellos. 4. En aquel tiempo todo esto en contrario de la obediencia de Dios y preceptos [condiciones/ordenanzas] de su ley justa» (AASG, Ms. A2, 30r).

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Al defenderse de las críticas de Castillo, Luna fue más lejos que su contrincante, puesto que decidió darle consistencia histórica a sus propuestas trabajando en la traducción de la obra de Abentarique, un incierto autor, conocido en la comunidad morisca de Granada. Las prohibiciones sobre el árabe, las prácticas culturales moriscas y el progresivo camino a la expulsión lo habían conducido a argüir a favor de las legitimidades españolas en el foro público, contraponiendo una reconstrucción histórica que, en su primera parte, relataba una entrada árabe informada por la teoría de la guerra justa; y, en la segunda, la biografía de un soberano infiel que legítimamente ostentaba su soberanía. En el intermedio había una serie de episodios que constituían alegatos sobre la legitimidad de los señoríos moriscos (el caso más arriesgado lo constituye la línea relativa, en este sentido, a Betis Aben Habuz por su alusión antroponímica a Aben Aboo), igual que había también referencias dialogantes con la comunidad de académicos que respondían a su búsqueda de antigüedades, cartografías y etimologías. Desde todo punto de vista, la Historia verdadera es, entonces, la intervención pública e impresa de Miguel de Luna en los debates anteriores a la expulsión y un alegato histórico por demostrar que a toda la comunidad la ampara un estatus históricamente legítimo. ¿Acaso la legitimidad de las comunidades arábigo-españolas dibujada en la Historia verdadera cifra la clave de la conducta ética de Miguel de Luna? Los actos personales de Luna muestran su avidez de insertarse en el sistema jurídico español. Es revelador que en la carta al licenciado Vega le comunique que el bando de expulsión no solo exceptúa a los que tienen pretensiones de nobleza, sino también a «las mujeres naturales que están casadas con cristianos viejos y los berberiscos que viniesen a convertirse de su voluntad» (Cabanelas, «Cartas» 43 [Madrid, 9.1.1610]). El proceso inquisitorial de Gerónimo de Rojas, dado a conocer por García Arenal y Rodríguez Mediano, descubre a un Miguel de Luna que colecta fondos entre los moriscos de Toledo para rescatar una niña de su misma condición, convertida en esclava al encallar la fragata en la que pasaba a Ceuta con sus padres, comprándola a un soldado a la que se la habían entregado (AHN, Inquisición, Toledo, leg. 197, expediente 5, 41r [Toledo, 1.6.1601]). Pese a tratarse de un acto legal, ese mismo proceso revela una faceta de Miguel de Luna de la que se deduce que habría declarado que los plomos contenían las

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proposiciones principales del credo musulmán y, además, que en ellos «está escripto de mano de Jesuchristo como el mismo dixo que ni era Dios ni hijo de Dios» (AHN, Inquisición, Toledo, leg. 197, expediente 5, 40v [Toledo, 1.6.1601]; cf. García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 192-193). El fiscal anotó oficiosamente al margen «contra el licenciado Luna», pero no se le levantaron cargos en el expediente (García Arenal y Rodríguez Mediano, Un oriente 195). Esta última cita requiere de ciertas precisiones para acercarnos a sus alcances. Proceden del testimonio del mercedario Hernando de Santiago (comentado al principio y al final del capítulo primero de este libro) que reporta lo que Rojas decía en su celda. Este acusó por igual a Luna y al mismísimo Pedro de castro, pues no solo afirmó que Luna enseñaba que Cristo no era hijo de Dios; también declaró que el arzobispo «ha entendido esta verdad» (AHN, Inquisición, Toledo, leg. 197, expediente 5, 36r/v [Toledo, 28.5.1601]). El testimonio del fraile delinea al morisco Rojas como un individuo convencido del carácter islámico del árabe y reiterativo en algunas afirmaciones —el árabe es «lo cierto», contiene «lo que Dios habló y escriuió»—, que además alega palabras árabes «como reduçiéndolo todo a fundamentos originales» (AHN, Inquisición, Toledo, leg. 197, expediente 5, 38r [Toledo, 28.5.1601]). Es decir, las mediaciones del testimonio no permiten determinar certeramente si Luna glosaba los plúmbeos como libros islámicos o si Rojas exageraba la posición de Luna por hablar en árabe y dedicarse profesionalmente a esta lengua, así como claramente distorsiona las opiniones de Pedro de Castro al decir que este se había convencido de que Jesús no era hijo de Dios. En consecuencia, las conclusiones sobre la definitiva identidad religiosa de Luna a partir de la huella documental parecen ir más allá de los límites del archivo. Es un poco más seguro, en cambio, postular que la línea jurídica de la Historia verdadera justifica secularmente sus aspiraciones personales, el rescate de la esclava morisca y su asociación con los mercaderes del Alcaná de Toledo. Es también cierto que la idea de la legitimidad de la comunidad árabe es una piedra de toque de su ideario intelectual tal como la refleja la composición de la Historia verdadera. Su demostración en forma de historia no solo lo llevó a traspasar los límites de la práctica de la traducción y la edición, sino a romper las fronteras de lo cierto y lo falso. Su empresa de acudir a una historia ficta, con sus

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luces y sombras, apunta a la difícil solución que le dejó la legislación posterior a la rebelión de las Alpujarras y que lo llevó a enmascarar un relato de legitimidad adjudicándoselo a un autor grave. Todas estas aristas dibujan un legado dificil. Sus actividades sembraron dudas sobre su identidad, aun después de su muerte, e indirectamente afectaron incluso a su hijo Alonso, procesado por la Inquisición, entre otras razones por protestar contra los insultos de mahometano con que se afrentaba al hermano de un quemado por la inquisición alegando, entre otros argumentos, con un pasaje del libro de la verdad del evangelio «que no auía mejor generación que la de los moros, porque nuestra señora la Virgen María la auía aprobado por la mejor de todas» (AASG, leg. 7, 2.ª pte., 356r/v [Granada, 22.12.1619]). El propio Pedro de Castro miró a Luna con sospecha y pidió a Núnez de Valdivia «le ymbiase a dezir si el doctor Luna abía muerto cristianamente porque abían dicho lo contrario»; María de Verastegui, viuda de Luna, respondió que Luna había muerto bien y que se le hizo un buen entierro (AASG, leg. 5, 738r [Madrid, dic. 1615]). Esta carta hizo efecto en Pedro de Castro, que defendió a Luna póstumamente del cargo de «sospechoso en la fe» (cit. por García Pedraza 2: 1010). Pero Miguel de Luna también dejó un legado cultural que mantuvo viva y mutable la cultura de los moriscos granadinos. Es también claro que Luna al publicar la primera parte de la Historia verdadera anunció la segunda y, al imprimir la segunda, anticipó la tercera. No tuvo un continuador directo, pero sabemos que los polemistas del Sacromonte lo citaban y refutaban, y que Lope de Vega siguió a Abentarique para escribir El último godo. Esta vena literaria resulta menos problématica. Dadas las fechas de publicación de la Historia verdadera, el nombre del historiador arábigo Abulcáçim Tarif Abentarique ha evocado entre los estudiosos el nombre del otro historiador ficto, Cide Hamete Benengeli ‘cid, muy digno de alabanza, hijo del evangelio’120 que le sirve a Cervantes para fingir la traducción castellana de la historia en árabe del hidalgo y desmontar todos los tópicos literarios. Recientemente García Arenal, Rodríguez Mediano y Bernabé Pons han asociado estrechamente la persona de Miguel de Luna con 120. Sigo las etimologías árabes propuestas por Bencheneb-Marcilly (111-116) y López Baralt, «El sabio encantador» 342-355.

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Figura 2. Detalle del impreso de Juan Rene, de 1595, cuyo contenido articuló la discusión pública sobre los hallazgos de Granada (véase el capítulo 1). La alusión cervantina a la escritura del pergamino pudo basarse en esta reproducción de las láminas del Sacromonte de Granada (Cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Granada, Colección Montenegro, BHR A-31-168)

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su posible proyección en la figura de Cide Hamete Benengeli por la situación descrita por el narrador que presencia la venta de los papeles de Cide Hamete a los sederos toledanos y por las conexiones reales de Luna con los comerciantes moriscos de la Alcaná de Toledo (García Arenal y Rodríguez Mediano, Un Oriente 192-196; Bernabé Pons, «De los moriscos» 158-164). Conviene investigar esta importante veta del legado de Luna. Américo Castro reconoció la alusión al asunto del Sacromonte al final de la primera parte del Quijote (Castro 346-347). Cervantes parafrasea allí el impreso de Juan Rene (1595) sobre los hallazgos, se concentra en los momentos más tempranos tocantes a la aparición del pergamino y alude a la caja de plomo, a la demolición del alminar y al facsímil de las letras carcomidas a las que él llama «letras góticas» (BHR, A 031-168; Cervantes 591-597 [1.ª pte., cap. 52]). Tal opinión se funda en que este impreso fue el detonador de la polémica en 1595; el obispo de Segorbe y Gonzalo de Valcárcel, por ejemplo, basaron sus estruendosas dudas en esta impresión. El resto de la alusión cervantina no está en el impreso, pero apunta a la traducción del pergamino y le calza unas veces a Castillo y otras a Miguel de Luna. El «antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo» se ajusta más a Castillo por su mayoría de edad, pero Luna también ejercía la medicina. Ambos estuvieron entre los pocos que conocieron el corpus encontrado, sacaron un «retrato» del pergamino y lo tradujeron con los criterios de entonces; asimismo, escribieron sendos escolios para justificar cada paso de su traducción y sostuvieron que era un árabe antiguo de origen sirio y/o gentil anterior al islam. Castillo y Luna conocían el nombre de Abentarique; sin embargo solo Luna tomó ese nombre, lo «tradujo», le dio cuerpo, lo intersectó con el proceso del Sacromonte y lo convirtió en un autor publicado. Hacerlo le requirió a Luna mantener en un pulso controlado la distancia gramatical entre las lenguas, la diferencia temporal entre la redacción árabe y la versión castellana, así como las fronteras entre el autor y el traductor, pero su intención de acercar y alejar las lenguas, acomodar el relato al pergamino y extenderlo para zanjar las polémicas sobre los plúmbeos presionó tanto los cabales de estas distinciones que terminó por desquiciarlas. Este es el legado que pasó a Cervantes. Cide Hamete Benengeli representa el paso que hace colapsar del todo estas distinciones que

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Luna se empeñó en conservar. Así, puede acercarse y distanciarse de los límites cronológicos y culturales de los personajes que historia y presentar a sus lectores el proceso de edición de los cartapacios árabes sacándolos de los márgenes y convirtiendo la traducción y edición en parte de la misma ficción (López Baralt, «El sabio» 355-357; Friedman 35); puede, sobre todo, decir «Bendito sea el poderoso Alá» con ecos de la apertura coránica y luego «juro como cristiano católico», como si hablara un árabe al estilo del que reconstruyó Luna, anterior al islam, sin que la palabra «Alá» fuera una frontera entre los credos, e hiciera confundir a sus lectores, incluido su «editor», que no glosa el guiño coránico, pero se apresura a decir que el juramento católico es una simple comparación (Cervantes 686 [2.ª pte., cap. 8], 855 [2.ª pte., cap. 27]; Corán 1: 1). Puede aparecer como un filósofo mahomético, razonar como Almançor, solo con «luz natural», y tener una afiliación familiar que insinúa que es «hijo del evangelio»; puede ser Abentarique y Luna al mismo tiempo. ¿Se inspiró Cervantes en una omisión de Miguel de Luna? En su calidad de traductor y editor, Luna explicó en los márgenes las etimologías de todas las palabras de importancia. No explicó nunca la etimología del nombre de su autor Abulcáçim Tarif Abentarique. ¿Qué quería decir ese nombre? Como un distinguido árabe su nombre completo se compone de una kunya (Abulcáçim) seguidas de su nombre propio (Tarif) y el de su linaje (Abentarique). Este nombre /ābū āl-qāsim țarīf en el alifato árabe debe ser ībn țāriq/. A pesar de la poca diferenciación consonántica, la transcripción castellana es precisa en lo concerniente a la vocalización. La  /qāsim/ y  /țāriq/ asegura que los asonancia vocálica a-i en nombres extremos del alcaide se componen de dos participios acti /fāʢla/. Esta claridad morfológica permite, vos del patrón árabe como hacían Luna y Castillo, remontarse a las raíces. El kunya de respeto Abulcáçim ‘padre de Qásim’ lo compartía con el propio Mahoma —uno de cuyos hijos se llamaba Qásim—, pero, en el caso del alcaide, se trataba de un signo que marcaba su distancia frente a los modales islámicos121. La presencia de este nombre era una huella de 121. Mahoma aparecía en un hadith, narrado por Jabir, concediendo su permiso para que sus seguidores se pusieran su nombre, pero prohibiendo que usaran su título de respeto Abulcaçim (Al-Bukhari 6187). El alcaide no seguía la cortesía islámica. Es altamente probable que Luna jugara con esta connotación porque el hadith

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la pertenencia más bien a la gentilidad arábiga. Se podía, entonces, volver a un sentido etimológico y así se le relacionaría con la raíz /q-s-m/ ‘dividir, compartir, distribuir’ (Lane sub ). En este  /ābū āl-qāsim/ devendría en ‘padre del que divide, sentido /țarīf/ evocaba el comparte, distribuye’. El nombre personal nombre del capitán Tarif a quien había acompañado en las batallas que historiaba como testigo de vista y, acaso en la virtualidad lingüís/ț-r-f/ ‘mirar tica, su nombre podría asociarse con la raíz verbal con asombro, mover los párpados en estado de conmoción’ (Lane sub ). /țāriq/ viene del La filiación genealógica del cronista árabe /ț-r-q/ ‘batir, pegar, tocar, percutir, saltar a la vista, llegar radical de noche’, es decir, el nombre significaría el que toca algo, el que pega con algo, el que salta a la vista. Sin embargo, las derivaciones de estas raíces virtuales habían fijado ciertos sentidos a los posibles participios /țāriq/ había pasado a significar y, en este sentido, el nombre ‘viajero’ por su necesidad de tocar puertas en su camino, la ‘estrella de la mañana’ por su capacidad de percutir la noche e iluminarla y también ‘eventos’ por su ocurrencia súbita como si sucedieran en el ). medio de la noche (Lane sub Parafraseando los complejos sentidos, el historiador de Miguel de Luna podría llamarse Abulcáçim Tarif hijo de los eventos. Si, como escribía el anticuario Franco, los nombres son convenientes a las cosas, Albulcácim Tarif Abentarique era un nombre apropiado para un alcaide encargado de vigilar atentamente una ciudad, villa o cárcel y dividir lo que es de cada quien; en un sentido metafórico, también es un nombre adecuado para el testigo de vista asombrado de la falta de justicia, minucioso en el registro de eventos y antigüedades que había viajado desde la Arabia pétrea para escribir lo que ve. Pero es también un nombre extremadamente pertinente para su traductor Miguel de Luna que, vigilante y asombrado, observa un cíclico recurso de la ausencia de justicia y con sus traducciones ilumina el sentido de los plomos. Asumiendo el límite entre historia y superchería que la legislación posterior a las Alpujarras le impuso al editor, Abentarique escribió en el 712 y Miguel de Luna lo tradujo en 1592. Ambos se en cuestión estaba en la colección de Al-Bukhari considerada una de las más auténticas fuentes sobre la vida y costumbres de Mahoma y leída en todo el mundo islámico desde el Asia central hasta Andalucía (Brown, 155, 378).

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situaban en los extremos de una línea histórica —la entrada y la expulsión de los árabes— que se aclaraba por el trabajo cronístico del primero y la traducción del segundo. Acaso esa claridad también esta/țāriq/ era ba cifrada en el quiasmo etimológico de sus nombres la estrella matutina que irrumpía en la noche; Luna, el astro nocturno que la iluminaba.

IV. Bernardo de Aldrete y los polemistas del S acromonte:

el castellano, el árabe y la constitución de una herramienta analítica gramatical

El pergamino de la Torre Turpiana contenía una profecía castellana —cifrada pero de decodificación transparente— cuya claridad contrastaba con su sección árabe tanto que, desde las primeras cartas a la corte, se contaba con un texto estándar del vaticinio español (AASG, leg. 5, 28v-31r [Granada, 27.6.1588]). Esta sorprendente revelación distorsionaba la opinión consensual de los gramáticos de entonces según la cual el castellano descendía del latín; y no tardó en llamar la atención de numerosos polemistas. A propósito de esta incongruencia idiomática, Bernardo de Aldrete, canónigo de la catedral de Córdoba, emprendió un cuidadoso seguimiento de la polémica sobre los hallazgos que fue el aliciente para la escritura de sus dos libros: Del origen i principio de la lengua castellana y Varias antigüedades de España, África i otras provincias. Estas publicaciones propiciaron una larga correspondencia con Pedro de Castro y con su secretario Cristóbal de Aibar; el intercambio recoge las reacciones de Pedro de Castro a la lectura Del origen i principio y a la demolición analítica contra el castellano del pergamino incluida en sus páginas; contiene, además, los cuestionamientos que le alcanza a Aldrete para la matización de ciertas afirmaciones, la expresión de su absoluto convencimiento respecto de la historicidad del pergamino y la sugerencia de una serie de temas por tratar como, por ejemplo, la fecha de entrada del árabe en la península y la de la transformación del latín en castellano (AASG, leg. 5, 604v-605r [Granada, 30.11.1609]). Aldrete respondió que no lo había animado la intención de impugnar el pergamino y le mandó luego un ‘borrón’ repleto de argumentos responsivos a las dudas y cuestionamientos propuestos (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 60r, 50r [Córdoba, 5.2.1610 y 22.2.1610]).

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Durante la redacción del segundo libro, Pedro de Castro atendió a los argumentos in fieri que Aldrete le iba mandando y contestaba con consideraciones que lo mostraban persuadido por algunos argumentos, curioso por los alcances y limitaciones de tales ideas, e interesado en establecer las precisiones necesarias para seguir defendiendo el pergamino y los libros de plomo. Sobre la lengua española, Pedro de Castro escribió a su corresponsal: Bien creo y es probable, como Vuestra Merced quiere probarlo, que la lengua Hespañola se deriba de la latina y se hizo la de romance. La duda será en qué tiempo pudo ser o se hizo esto. Pues los romanos entraron en Hespaña tantos años antes que estos santos y quizá se podría decir que en tiempos de Quintiliano, que fue en el de Domiciano, que abía ya en Hespaña la lengua de romance que tenemos por aquellos vocablos que trae Quintiliano y de los godos no parece que tiene nada la lengua española […] lo mismo se puede decir que la lengua árabe de los moros que tampoco corrom[pió]. (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 65r [Sacromonte de Granada, 23.6.1610])

Esta última carta revela la atención con que Pedro de Castro leyó los argumentos de Aldrete, su disposición para aceptar las demostraciones fundadas en razones sólidas y su habilidad para señalar aspectos no explorados por el autor y capaces de dar sentido al pergamino y validarlo incluso con el riguroso —y lapidariamente negativo— examen gramatical de Aldrete. En concreto, la pregunta por el momento preciso de la conversión del latín en romance llamaba la atención de Aldrete sobre un aspecto necesitado de más cuidado, pues este se había referido a los eventos históricos que habían gatillado la introducción del latín y puesto en marcha sus transformaciones, tales como la conquista romana, los doscientos años de pacificación y los ochocientos sesenta años cumplidos de dominio político, dando a entender que el tiempo transformó la lengua, pero sin ofrecer una cronología absoluta para situar estos cambios (Aldrete, Del origen 7-8 [lib. 1, cap. 2]). De las cartas que intercambiaron entre 1609 y 1610 se desprende que el canónigo tomó en consideración las observaciones del arzobispo, estudió las dudas y temas propuestos, emprendió una revisión de sus argumentos y, con su segundo libro, dio a la luz pública una respuesta que mantuvo las

IV. Bernardo de Aldrete y los polemistas

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posturas de su primer libro, pero que abrazaba la defensa de los hallazgos granadinos (Woolard, «Bernardo de Aldrete» 271-282). ¿Cómo logró Aldrete este delicado equilibrio? Este capítulo explora la variación y la continuidad de la postura de Aldrete frente a los libros de plomo y propone que la versatilidad analítica con que logró dotar a su propio aparato analítico, montado con los criterios de la gramática de la época, constituye el fundamento más sólido de su crítica al pergamino en su primer libro. Este mismo aparato se convirtió también en el escudo que lo habilitó a hacer frente a los argumentos que se habían acuñado durante el transcurso de la polémica sobre los plomos y posteriormente le sirvió para aplicarlo al examen de las lenguas semíticas. La premisa de la mudanza de las lenguas por obra del tiempo, el influjo de las lenguas en contacto, la identificación de las secuencias de «letras» de gran «correspondencia» y los contextos sujetos a mudanza, tomados principalmente de los escritos de Quintiliano, Festo y Varrón fueron todos elementos que le proporcionaron a Aldrete los fundamentos para crear una herramienta analítica capaz de aplicarse a la secuencia de alteraciones de una palabra y rastrear ordenadamente sus transformaciones. Esta herramienta establece una suerte de dominio gramatical especializado, pero no independiente de las otras disciplinas de su tiempo, en especial de la teología, en la que descansaba la premisa de la intervención providencial en la regulación del traspaso de los imperios humanos y su impacto en el contacto de las lenguas. Al ilustrar el eficiente funcionamiento de su análisis, Aldrete refundió todas las palabras castellanas de la profecía e invitó al lector a realizar la experiencia de evaluarlas anulando la posibilidad de considerarlas anteriores al latín e invalidando tácitamente el valor histórico del pergamino. En el armazón conceptual que había elaborado, el castellano del pergamino turpiano no era solo un imposible gramatical, sino una contradicción a la teología de la historia en la que la profecía se debía insertar. En la segunda publicación de Aldrete, este mismo modelo gramatical, montado para demoler el pergamino, viró dramáticamente y se usó para demostrar que el árabe del pergamino y de los libros plúmbeos se remontaba a los orígenes hebreos de la lengua árabe —Aldrete identificaba al hebreo como la lengua primera de la humanidad—, era anterior al surgimiento del islam y resultaba plausible como lengua de

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los discípulos árabes de Santiago; por tanto, de los textos granadinos para cuyo efecto Aldrete complementó su modelo con criterios provenientes de los estudios bíblicos. Desde este punto de vista, este capítulo no solo confirma que el trabajo de Aldrete emerge de la polémica sobre el castellano estallada con los hallazgos del Sacromonte y demuestra el impacto que ejerció el fenómeno en la disciplina gramatical; también señala que la obra del canónigo no puede disociarse ni de la influencia de las otras disciplinas concurrentes en el estudio del Sacromonte, en particular de las prácticas de los anticuarios, ni de la pertenencia de Aldrete al cabildo eclesiástico de la catedral de Córdoba, que se había sumado oficialmente a la calificación de las reliquias. Es decir, este capítulo intenta descender documentalmente al nivel más cercano a la situación de escritura que influyó en la persona de Aldrete con el fin de ampliar el espectro de consideraciones que afectaron la génesis de su obra. Entre otras consecuencias derivadas de su posición personal, la demolición del pergamino potencialmente hubiese puesto a Aldrete en contra de la postura del cabildo eclesiástico y su giro argumental se hubiese podido ver como la expresión de una posición contradictoria que podría redundar en su desprestigio. Todas estas aristas convergieron para crear en sus libros un contexto argumental que impide, por un lado, considerar a la obra como un precedente puramente gramatical del pensamiento moderno y, por otro, aclara la preferencia de Aldrete por evitar una crítica del pergamino superficialmente explícita en su primer libro, asimismo por incluir veladamente en sus ejemplos demostrativos una demolición de la plausibilidad gramatical de su castellano. La obra de Bernardo de Aldrete ha concitado el interés de numerosos investigadores que consideran su Del origen i principio el producto más acabado de la reflexión histórico-gramatical de la época (Woolard, «Bernardo de Aldrete» 447). Lidio Nieto Giménez ha rastreado exhaustivamente las contribuciones de Aldrete a la comprensión moderna de la historia del castellano y Vicente Lledó-Guillem ha examinado los detalles de la obra que permiten verla como un precedente de la filología románica (Nieto Giménez, «Ideas lingüísticas» 38-40; Lledó-Guillem 8). Estas aproximaciones, interesadas en la historia de la lingüística, a pesar del riesgo de hacer concordar dos prácticas analíticas de dos épocas diferentes, implícitamente reconocen la

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distancia que existe entre la filología y la lingüística modernas, aunque sin enfocar rigurosamente la entraña epistemológica más próxima a Aldrete. Precisamente, Guillermo Guitarte («La dimensión» 160) ha llamado la atención sobre la irreductibilidad del pensamiento de un autor antiguo a las categorías modernas, y los estudios de Read y Ward han rastreado el impacto del pensamiento gramatical renacentista en las categorías analíticas del canónigo de Córdoba (Read 17-19, Ward 65-77). En esta dirección, otros investigadores han indagado los factores sociales y culturales que encuadran su obra. La importante contribución de Kathryn Woolard ha abordado el trabajo de Aldrete como un caso de ideología lingüística nacido en la conflictiva relación entre cristianos viejos y cristianos nuevos en el contexto de una monarquía española que se unifica religiosamente, mientras que Guitarte y Mignolo se han ocupado de Aldrete a partir de la dimensión imperial y colonial de sus propuestas (Woolard, «Bernardo de Aldrete» 447, 468-471; Guitarte, «La dimensión» 132-138; Mignolo 30-37). Las investigaciones han aludido unánimemente a las polémicas sobre el Sacromonte de Granada como uno de los contextos más significativos para comprender a Aldrete. Lucia Binotti ha dedicado un libro entero a analizar la contribución de López Madera a la polémica, aclarando numerosas premisas empleadas por este que, de paso, arrojan luz sobre ciertos aspectos del pensamiento de Aldrete (Binotti, La teoría 11-12, 47-59). Teniendo en consideración estas contribuciones, este capítulo profundiza el examen del nacimiento de los argumentos sobre la antigüedad del castellano y la existencia de la lengua antigua de España que se articularon durante los años tempranos de la polémica sobre los descubrimientos granadinos a partir del escrutinio del fondo documental sacromontano y de las actas capitulares del cabildo eclesiástico cordobés. Rastrea así los temas y criterios discutidos en 1595, tras la aparición de los libros plúmbeos, los cuales cristalizaron en los trabajos de Aldrete y de López Madera. Se centra luego en la primera defensa de los plomos escrita por este último, tal como la transmite el manuscrito del Sacromonte; pondera después los fundamentos teológicos y gramaticales de los argumentos de Aldrete en Del origen i principio para resaltar su detallada respuesta a numerosos polemistas y la inclusión de casi todas las palabras castellanas de la profecía en sus

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demostraciones gramaticales; analiza seguidamente la correspondencia con Pedro de Castro, la lectura sugerida de la Historia verdadera de Luna y el viraje de sus argumentos acometido en sus Varias antigüedades a fin de defender el fondo árabe del pergamino sin contradecir sustancialmente las conclusiones de su primer libro. Finalmente, discute las distintas posturas que suscribió Aldrete en el asunto del Sacromonte y el impacto del contacto entre la esfera privada de la correspondencia y el dominio público de los libros impresos como un factor explicativo de las actitudes de Aldrete. Después de una década de intensas discusiones sobre el pergamino y los plúmbeos, Aldrete publicó su Del origen i principio. Es pertinente comenzar por reconstruir la discusión, enfocada en los argumentos sobre el castellano, especialmente a partir de los polemistas que no dieron sus escritos a la luz pública, pero cuyos textos constituyeron el fondo argumental frente al que reaccionaría Bernardo de Aldrete.

1. Las lenguas de la antigua España: las dudas del obispo de Segorbe, sus impugnadores y los defensorios de Gregorio López Madera La aparición de los libros plúmbeos fue el ave fénix que resucitó la polémica desatada en 1588 con la aparición del pergamino de la Torre Turpiana. Los pareceres a favor y en contra del conjunto de hallazgos repararon en la insólita aparición del castellano en el pergamino y comenzaron a reunir argumentos y pruebas para aprobar o rechazar dicha presencia lingüística. Hemos visto que la corte madrileña se convirtió en el centro de la polémica por resolución del propio Felipe II, que mandó juntar personas «leídas en historias» para determinar el asunto, según informa Terrones del Caño a Pedro de Castro, al descubrirle quienes escriben a favor y quienes en contra de las reliquias (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 495r, 497r [Madrid, 31.5.1595 y 6.7.1595]). Ante sus funcionarios civiles y eclesiásticos se presentaron las impugnaciones de Gonzalo de Valcárcel, de Terrones del Caño y del obispo Juan Bautista Pérez contra el pergamino y los libros de plomo, así como los pareceres positivos de Pedro Guerra de Lorca y Gregorio López Madera. Todos estos escritos tocaban el problema

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del castellano y delimitaron ciertos temas por discutir que desarrollaría más tarde Bernardo de Aldrete. Entre los defensores, Pedro Guerra de Lorca, al razonar sobre la aparición del castellano, se decantó por la llamada teoría de la corrupción, es decir, por una explicación que consideraba que el castellano había resultado del contacto entre el vasco y el latín, que habría corrompido ambas matrices lingüísticas e incubado una tercera con rasgos de las dos primeras122. Las premisas de su razonamiento combinaban criterios teológicos e históricos, pues su punto de partida «es de fe y consta del génesis capítulo 11: la diuisión de las 72 lenguas por el pecado de souerbia». Para Guerra de Lorca, el vasco era una de esas lenguas originales que llegó a España en boca de los descendientes de Heber, Sem y Japhet, hijos de Noé; los pobladores de Cantabria habían conservado su lengua, traje y costumbres sin mudanza, arrinconados por la invasión romana (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 208r/v). En el resto de la península, esta lengua se estragó a causa de la conquista romana acaecida doscientos años antes del nacimiento de Cristo y prolongada por una sucesión de guerras civiles, conquistas, establecimiento de colonias, tratos comerciales y matrimonios con mujeres locales. Paralelamente al incremento del uso del latín y al confinamiento norteño del vasco, ambas lenguas se mezclaron y nació una tercera lengua que Guerra de Lorca identificaba con el romance: de aquí se sigue claramente que esta corrupción fue para reformación de nuestra lengua y para mejorarse de todo aquello en que pudo recibir perfectión, pues le[s] estuvo mejor a los nuestros, rendidos a los romanos, admitir sus leyes y la lengua romana latina y por esto se llamó nuestra lengua castellana “romançe” por participar tanto de la romana latina, aunque no del todo subjecta a la ley de gramática. (AASG, leg. 4, parte 1.ª, 209r)

En la opinión de Guerra de Lorca, la victoria colonial romana explicaba la adopción ibérica del latín y la «perfección» del castellano. Esta perfección parece entenderla en su sentido etimológico de ‘compleción’, es decir, de un estado lingüístico bien constituido en el que 122. Para una discusión sobre la teoría de la corrupción, sus orígenes en las reflexiones lingüísticas italianas y su impacto en España, véase el trabajo de Bahner 64-65, 75-76, 121-125.

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una lengua resulta reconocible. El autor considera que tal estado se había alcanzado en el momento de la escritura del pergamino, porque habían pasado ciento dos años de la mezcla del vasco con el latín. Cronológicamente, entonces, era explicable que hubiese castellano en el siglo i. El extremo parecido entre el castellano del pergamino y la lengua del siglo xvi se debía a que san Cecilio, perito en letras, había redactado el documento y fue capaz de escoger los vocablos más depurados (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 209r)123. Por su parte, el licenciado Terrones del Caño escribió un parecer concebido para refutar a Guerra de Lorca. Respecto del castellano del pergamino, afirmó que correspondía a la lengua hablada entonces (vale decir, en 1588-1595) que era ciertamente muy diferente del que se hablaba en España trescientos o doscientos años antes e incluso en el momento de la conquista de Granada. Apuntaló su demostración comparando los usos de entonces con los testimonios registrados en las Siete partidas, el Fuero Juzgo y las biblias romanceadas de la Edad Media, prohibidas entonces: verbi gratia, donde en el Génesis diríamos agora “creced y multiplicad” dezía la Biblia de romance “ficut higat y muhigat” y donde diríamos agora “matte al varón en mi dolor y al mançebo en mi embidia”. Genésis 4. Deçía el romance antiguamente “al varón en mi tolondro”. Luego esta prophecía no pudo ser scripta sino de menos de cient años acá quando ya no hauía Cecilio. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 34v-35r)

Además de la comprobación mediante fuentes documentales, la refutación de Terrones del Caño incidía particularmente en la imposibilidad de retroceder la cronología de la formación de la lengua hasta el siglo i y, por lo tanto, resultaba históricamente imposible la fracción castellana del profético pergamino.

123. El juicio de Guerra de Lorca se hace eco de las discusiones sobre el parecido entre el latín y el español encaminadas a consolidar el prestigio del segundo. Hernán Pérez de Oliva, por ejemplo, había compuesto un diálogo con palabras castellanas patrimoniales y corrientes de tal modo elegidas que no hubiese separación entre español y el latín. Su editor Ambrosio de Morales expresó que se había hecho así para que «quien supiere latín y no castellano lo entienda todo y de la misma manera lo entenderá el que supiere castellano y no latín» (Morales, Opúsculos 2:132). Para este tipo de experimentos idiomáticos, véase Buceta (85-88).

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En la misma línea de opositores, el licenciado Gonzalo de Valcárcel coincidía con Terrones del Caño en que no se hablaba castellano en la península ibérica durante el imperio de Nerón. La argumentación de Valcárcel situaba el origen del castellano en el momento en que el latín entró en contacto, primero, con la lengua címbrica de los godos y con el árabe, después: Pues esta lengua [el castellano] fue hecha y introduzida muchos siglos después, quando fue en esta provincia degenerando la lengua latina corrompiéndose y mezclándose primero con la lengua címbrica, que truxeron las naciones septentrionales, y después con la arábiga que metieron en España los moros y assí nuestra lengua castellana es un perpetuo centón cosido y remendado destas tres lenguas, conociéndose de quando en quando algunos vocablos hebreos tomados de los judíos que antiguamente después del Emperador Tito poblaron harto esta tierra. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 958v-959r)

Valcárcel quería cancelar contundentemente las especulaciones a favor del castellano del pergamino. Por la frecuencia con que se alegará la idea, importa abstraer la noción implícita de que las nuevas lenguas se suelen formar de la mezcla de dos lenguas anteriores que entran en contacto y se corrompen mutuamente. La conclusión del licenciado Valcárcel se fundaba en que el lapso transcurrido entre la conquista romana de la península ibérica y el año segundo del imperio de Nerón resultaba muy breve: «en el qual no nacen ni mueren las lenguas». Aparte de la seguridad con que asienta su negación del castellano del pergamino, Valcárcel se alejaba de las imposiciones bíblicas, no intentaba identificar la lengua primitiva de España con las setenta y dos lenguas posteriores a Babel y reconocía los límites de su conocimiento admitiendo que no se podía determinar cuál había sido la lengua primitiva de España ni el lugar geográfico donde se introdujo el latín (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 958v-959r). A esta línea crítica contra la historicidad del pergamino se sumó inmediatamente después la intervención del obispo de Segorbe, Juan Bautista Pérez, cuyas dudas tocantes a numerosos aspectos ampliaban las objeciones levantadas por el licenciado Terrones del Caño ante el inquisidor general y que, a su turno, refutaban la opinión favorable de Pedro Guerra de Lorca. El obispo de Segorbe tuvo acceso a las opiniones de Lorca a través de este dignatario de la Inquisición, a la

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sazón, Jerónimo Manrique de Lara (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 31r). Respecto al castellano del pergamino, Terrones del Caño insistía en las imposibles características lingüísticas del pergamino que estaba firmado por Cecilio ubixbu en «romance amoriscado» (en lugar de obispo), dirigido a los cristianos árabes antes de la entrada de los generales Tarif y Muza y redactado en un árabe similar al hablado en la época de la conquista de Granada, en 1492 (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 31r-35r). Análogamente, Juan Bautista Pérez resaltaría esa firma española de san Cecilio transida por rasgos fonéticos árabes que representaba a su juicio una muestra de la «aljamía de moriscos» (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 93r). Expresó también dudas sobre la posibilidad de que se hablara español y árabe en época apostólica. Aunque la formulación precisa de sus cuestionamientos lingüísticos no se ha conservado, sus reflejos emergen en la respuesta del jesuita Juan de Soria que la transcribe de la siguiente manera: «que el romanze de la prophecía es el que oy se usa en España y entonces no lo auía, a lo menos, no tan puro» (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 108r). En atención a su autoridad episcopal y a su prestigio como miembro de juntas calificadoras de reliquias124, las dudas del obispo de Segorbe propiciaron la intensificación de las defensas a los hallazgos. El jesuita Juan de Soria salió al frente de esas críticas. Su participación es parte de la intensa lucha a favor de los plúmbeos de numerosos miembros de la provincia andaluza de la Compañía de Jesús; Soria le respondió al obispo de Segorbe con una serie de argumentos que, en el dominio lingüístico, buscaban documentar el uso del castellano en época antigua y adelantar así la cronología del nacimiento de la lengua. Su principal estrategia consistió en ir documentando la aparición del castellano en papeles y testimonios cada vez más antiguos. Soria arguyó que las leyes godas contenidas en el Fuero Juzgo estaban escritas en latín y en el romance antiguo «que entonces se usaba poco differente del que al presente usamos». Aparte de la gran semejanza con el castellano quinientista que Soria resaltaba, la compilación legislativa tenía una fecha exacta, a saber, el año 634, lo cual probaba que los godos no habían acabado con la lengua de la tierra —que Soria 124. Juan Bautista Pérez había desempeñado el cargo de notario apostólico y secretario de todo el proceso de calificación de las reliquias de los mártires de Córdoba y había refrendado con su firma la sentencia aprobatoria que las admitía al culto público (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 452r [Toledo, 22.1.1583]).

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considera que era el castellano— sino que, al contrario, fomentaban su uso y así el rey Sisenando les solicitó a los setenta obispos del concilio toledano (633 d. C.) que publicaran sus decretos en romance. Su petición no presuponía el nacimiento de una nueva lengua, sino, más bien, la previa existencia del romance (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 108v, 104r). La insistencia del jesuita Soria por remontar el origen del castellano a un momento cada vez más antiguo lo llevó a postular que el español había sido una de las lenguas primitivas nacidas en Babel: Con buenos fundamentos podría alguno pasar adelante lleuando el hilo de este lenguaje nuestro hasta el tiempo de la confusión de las lenguas. Pues ora digamos que fueron 75 como quiso colegirlo Clemente Alexandrino de aquel dicho de Moysés Deuteronomio 32 Quando dividebat Altissimus gentes etc. constituit terminos populorum iuxta numerum filiorum Israel, que fueron 75 como pareze en los Actos; ora 72 como tienen por cierto san Agustín, san Epiphanio y Orígenes con la común [opinión]; ora muchas menos como tiene el padre Pereira lib. 16 In Genesin disput[at]io. No puede ser sino que entre ellas a de entrar nuestra lengua Española aunque no con título de Española pues no auía España, sino de lengua de Tubal al modo que las demás tomaban nombre de sus fundadores, ut bene Josephus, lib. 1 Antiquitatibus c.5. Prueba hizo desto Genebrardo lib. 1. Chronographia pues poniéndose a contar las lenguas que hazían el número dicho y contando entre ellas la italiana, española y otras vulgares aun no llega a treinta por todas y Caietano genes. 11 sobre aquello que dize Moysses confusum est, etc. Escribe así Fuerunt ibi linguae universi orbis adfuit illa quae prius fuerat communis omnibus y se llamaba lengua humana como siente san Agustín de ciuitate lib [roto] Luego es visto conceder que auía entonces lenguas particulares de las quales tomaron principio los lenguajes que cada prouincia como de la española, la catalana, portuguesa, la castellana, etc. y pareze decir esto san Agustín lib. 16 de Ciuitate c. 11. Sobre este fundamento deuió de çanjar su opinión El Tostado quando dixo en la 2da parte sobre Eusebio que nuestra lengua española es la misma que usó Tubal lo qual pueden y deuen dezir los que contra Garibai que la lengua 1ª de España no fue la vazcuense o de Cantabria. (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 104r/v)125 125. Exactamente como López Madera, estas consideraciones de Juan de Soria se escribieron para contrarrestar las opiniones del obispo de Segorbe. El jesuita escribió un largo parecer en defensa de los libros plúmbeos fechado en Sevilla el 14 de agosto de 1595 (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 621r). Luego escribió una segunda refutación contra las objeciones expuestas por el citado obispo con respecto al pergamino, en noviembre de 1595, fecha en la que pergeñó la teoría del castellano

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En este párrafo se encuentra la justificación histórica que se convertirá en el pilar de la tesis del castellano primitivo: el español no desciende del latín, sino que se remonta a una de las lenguas nacidas en la Torre de Babel, coincide con la lengua de Tubal y difiere del vasco. En la documentación del Sacromonte, Juan de Soria es el primer defensor en haber fundamentado esta tesis que atribuye al prelado abulense Alonso de Madrigal, el Tostado, en su comentario a Eusebio de Cesarea126. Además de organizar una demostración basada en razonamientos y en autoridades documentales, Juan de Soria trabajó también con la idea de que las situaciones lingüísticas del presente podían aclarar los modos de hablar del pasado. Al responder a la objeción referente a la forma ‘obispo’ en la firma de san Cecilio, Soria explica que no refleja la pronunciación nueva de los moriscos, sino una pronunciación patrimonial del árabe que carece del sonido fonológico correspondiente a la letra P y la sustituye por una B por ser ambas consonantes que guardan gran correspondencia entre sí127. Esta sustitución ocurría en numerosas lenguas, según ilustra Soria con el ejemplo del quechua: «en la lengua de los indios por no tener su A.B.C. más que diez y ocho letras usan de poner la T. por la D. y la P. por B. Así se dize en el Arte de la lengua índica que hizo el padre Valera por commisión del Concilio Tercero de Lima» (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 93r). Es decir, por analogía, la palabra obispo se había convertido en ubixbu, dada la carencia en el árabe de P y su sustitución por B. En otras palabras, Juan de Soria no solo apelaba al principio de la carencia de ciertas «letras» y a la compensación de dicha falta de P con primitivo con citas del Tostado, como se puede apreciar (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 93r). 126. Juan de Soria efectivamente elabora su parecer a partir del Tostado. Este biblista reconoce a Tubal como el «capitán de la gente y lengua de España» y, al pasar revista al poblamiento ibérico y a su descendencia, admite que este «vino con mucha gente de su lengua que es agora la nuestra aunque mucho limada y alterada de aquella primera condición» (Madrigal, II: 24v-25r [2.ª pte., cap. 25]). A la luz de esta ascendencia textual, la innovación de Juan de Soria consiste en sostener que el estado del pergamino corresponde a las alteraciones de la lengua primitiva que ya coinciden con el estado en que se encontraría en el siglo xvi. 127. Uso la palabra letra en el sentido que le daba la gramática de la época. En la definición de Nebrija, «no es otra cosa la letra sino figura por la cual se representa la boz» (Nebrija, Gramática 17 [lib. 1, cap. 3]). Esta concepción es, no obstante, anterior a Nebrija y condicionó secularmente la codificación de la ortología castellana a la que siempre subyació un criterio fonético (Rosenblat X, XXII-XXIII).

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la B, sino que el caso análogo del quechua, que compensaba la falta de D con T (Tius < Dios), reforzaba la explicación de la firma de san Cecilio. Soria acudía a esta situación semejante de la mezcla de lenguas ocurrida luego de la conquista del Perú, como lo atestiguaba la gramática del jesuita mestizo Blas Valera que, ese año de 1595, enseñaba Humanidades en el Colegio de Cádiz, había codificado el quechua durante el Tercer Concilio de Lima (1582-1583) y pronto se convertiría en una autoridad gramatical e histórica para el Inca Garcilaso de la Vega. Paralelamente a las cartas y defensorios de Juan de Soria, el fiscal Gregorio López Madera emprendía la escritura de sus propios memoriales en defensa de los libros de plomo, destinados a tener un impacto importante en el curso de la polémica sobre el castellano. 1.1. Las intervenciones de Gregorio López Madera El fiscal Gregorio López Madera tuvo, en realidad, dos intervenciones en la polémica sobre los libros de plomo que comenzaron en 1595 y culminaron en la publicación de sus Discursos, en 1601. López Madera imprimió su primer defensorio hacia julio de 1595, tal como el mismo lo declara: «un discurso que publiqué dentro de quatro meses después del descubrimiento [marzo de 1595]» (López Madera, Discursos 2v)128. La crítica sobre López Madera no ha considerado hasta ahora que el objetivo inicial del fiscal apuntaba primeramente a desmontar las dudas de Juan Bautista Pérez contra los libros de plomo y, solo después, los cuestionamientos de Gonzalo de Valcárcel, de Terrones del Caño y los otros críticos de estos hallazgos. López Madera se pronuncia contra el ejercicio virulento de la sabiduría y la falta de devoción que hacen lucir a los críticos de los plomos como protestantes129. 128. A efectos de este capítulo, cito la copia manuscrita de este primer defensorio que se conserva en el Sacromonte de Granada (AASG, leg. 4, pte.1, 304r-357v). Para una síntesis de la vida de López Madera, véase el estudio de Martínez Torres y García Ballesteros (163-172). A esta contribución hay que agregar las cartas contenidas en el archivo del Sacromonte que perfilan la labor de López Madera como consejero de Pedro de Castro (cf. infra). 129. Este primer defensorio de López Madera está repleto de alusiones a la postura del obispo de Segorbe. El fiscal hace referencias a los que «exercitaron sus ingenios en ponerlas [dudas] no solo las que admite la sana doctrina (porque estas sirven de que se entienda y aclare la verdad) sino también otras que solo se fundan en una ostentación de erudición y agudeça: si ya no alcançan su parte de poca piedad y

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Sus alusiones afectaron a Juan Bautista Pérez que encajó el golpe con transparencia y le escribió a Pedro de Castro pidiéndole detener la impressión hasta que se tomara resolución sobre ello que assí lo he visto platicar en semejantes casos y pésome mucho de ver allí impresso mi nombre más para fin solo de disputar conmigo que no tuvo razón el licenciado López Madera, pues yo no había publicado mi nombre y aunque auía harto que replicar no soy amigo de contenciones solo deseo que en Roma se resuelva el dubio. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 780r [Segorbe, 18.8.1596]; véase Cárdenas Bunsen, «Circuitos» 76-79)

A petición del propio Juan Bautista Pérez, se le dio orden al licenciado López Madera para que quitase el nombre del obispo. Este paso explica que el fiscal López Madera solicitara una nueva licencia al rey para imprimir las respuestas a las dudas que había confeccionado «a modo de información de derecho» con el propósito de facilitar el trabajo «a las personas que han de tratar de la dicha qualificación». En su petición, el fiscal se allanaba a la opinión del arzobispo de Granada y obtuvo la licencia para imprimir cien cuerpos el 25 de septiembre de 1595 (ASSG, leg. 5, 91r [Granada, 8.9.1595]). Pedro de Castro obstaculizó la circulación del primer defensorio de López Madera alegando que el nuncio le había solicitado impedir toda veneración pública a las reliquias y que, si aprobara el escrito de López Madera, se podría interpretar su imprimatur como aprobación disimulada de las reliquias por mí solo sin otra solemnidad, ni diligencia y el fin del fiscal es este en lo que escribe y en lugar de querer hazer el fiscal López Madera por las reliquias podría resultar daño contra ellas. (AASG, leg. 5, 92v [Granada, 9.10.1595])

la santa afección con que se tienen que juzgar estas cosas» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 304r). Si bien no menciona nombres y la observación se endereza a cualquiera de los opositores, López Madera va precisando en numerosos pasajes que reprende a un eclesiástico al aludir a las cualidades de los varones a los que deben oír los obispos en estas autenticaciones y que según el Concilio de Trento deben ser «varones sabios y devotos», al acentuar la falta de fe de los críticos y al lamentar que las objeciones contra los libros se parezcan a las críticas de los protestantes contra las constituciones apostólicas (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 304r, 320r-321r, 344v-345r). La implicación de su crítica se puede frasear del siguiente modo: si los propios obispos no cumplen con los requisitos de sabiduría y piedad, ¿qué se puede esperar de las críticas de los demás?

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Las diligencias del arzobispo de Granada para detener esta impresión resultaron vanas. No obstante, estas presiones de una y otra parte definieron un patrón —no absoluto, pero sí consistentemente aplicado— en el modo de conducir la polémica, que se desarrollaría a través de alusiones silenciosas sin nombrar a los polemistas en consideración a su dignidad y puestos jerárquicos. Esta historia externa al defensorio se traduce en la estructura de su composición, ya que da cuenta del porqué Gregorio López Madera estructuró su defensorio de tal manera que asentó ciertas premisas teóricas y rebatió punto por punto las objeciones primeras del obispo de Segorbe contra los plomos. Al hacerlo, aquel explicitó los presupuestos epistemológicos de sus afirmaciones y partió de que, al igual que en los asuntos morales, en materia de antigüedades de la Iglesia primitiva española, no se podían pedir demostraciones exactas a consecuencia de la falta de noticias completas, debido a las persecuciones de los emperadores romanos y las posteriores guerras de conquistas godas y árabes, lo cual lo llevó a inclinarse por un modelo explicativo basado en las conjeturas probables (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 306v-307r; López Madera, Discursos 13v-14r [pte. 1, cap. 4], 51v [pte. 1, cap. 17]). Las premisas epistemológicas de López Madera procedían de la más conspicua argumentación jurídica con su paso progresivo por los distintos niveles del conocimiento desde la ignorancia a la duda, a la opinión probable, a la opinión común y luego a la certeza probable (Deman 263; Cárdenas Bunsen, Escritura 100-107). El fiscal López Madera adapta dicho fondo epistemológico para validar su argumentación anticuaria, tal como lo había hecho Ambrosio de Morales (véase cap. 2). Así, sobre la base de muchos lugares del derecho civil y canónico y de la opinión común de los juristas, López Madera reivindicó la autoridad de las antigüedades y de las escrituras antiguas para traer certeza a la reconstrucción de la historia, como había ocurrido en el caso de la autenticación de las reliquias de los mártires de Córdoba, que se había certificado en el estudio de las piedras (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 306v-308v; Discursos 19v [pte. 1, cap. 6]). Como su intención original era refutar las objeciones de Juan Bautista Pérez, López Madera ordenó su defensa de manera que respondió primero a las objeciones anticuarias de aquel respecto de la discordancia que mostraban los libros plúmbeos frente a las historias eclesiásticas aceptadas. Así, su argumentación, en 1595, se avoca

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principalmente a defender los libros plúmbeos. En cambio, para la publicación de 1601, López Madera invertiría el orden de su argumentación y pondría al principio las objeciones contra el pergamino de la Torre Turpiana por considerar que estas contenían las objeciones más fuertes contra todo el proceso (López Madera, Discursos 8r [pte. 1, cap. 3]). La argumentación de López Madera buscaba construir una opinión común que fundamentara las razones que habían esgrimido los defensores de los plomos contra los detractores de los hallazgos, según se desprende del hecho de que aprovecha y amplía las opiniones de Soria y otros defensores anónimamente sin citarlos. Los lineamientos generales del trabajo de López Madera excedían, entonces, las consideraciones lingüísticas. Respecto al origen del castellano, López Madera, en 1595, era bastante breve y anotaba que España, en época romana, contaba con una lengua propia según Estrabón y Tácito; refutaba la identificación entre la lengua primitiva de España y el vasco, postulada por Esteban de Garibay; y suscribía la tesis de que el español no descendía del latín, sino que se trataba de la misma lengua que se hablaba entonces a finales del siglo xvi (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 346v-347r). La postura de López Madera aparecerá ampliada y fundamentada en sus Discursos de 1601. Ahí llevó a término una serie de escarceos argumentales, iniciados en 1595, por haberse intensificado la necesidad de defender los libros plúmbeos de manera comprehensiva, luego de la calificación de las reliquias presidida por Pedro de Castro en 1600. El fiscal de la Real Chancillería acusó el impacto de los cuestionamientos que produjo la publicación de su defensorio en 1595 y decidió justificar su intervención en la polémica. Frente a sus críticos, que lo habían conminado a dejar los estudios anticuarios y teológicos para confinarse en el estudio de las leyes por ser este ámbito en sí mismo amplio y complicado, López Madera contestó en sus Discursos que, como jurista, tenía obligación de conocer las historias antiguas profanas y eclesiásticas para comprender el espíritu de las leyes y los cánones antiguos, manteniéndose en los límites de su dominio profesional, vale decir, por ejemplo, sin ocuparse de materias teológicas altas como la predestinación, el libre albedrío o la visión beatífica. López Madera indica además que, en su condición de fiscal, estaba llamado a ocuparse de todo tema tocante al bien de la república. Por esta razón, tuvo que inquirir sobre los libros de plomo,

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enfrentarse a los oponentes y publicar su primer defensorio (López Madera, Discursos, prólogo; 2v-3r [cap. 1]). Esta imagen de conocedor de ambos derechos que le imprime a sus libros no quedó confinado al dominio libresco y se corresponde con el rol de consejero que ejerció epistolarmente ante Pedro de Castro. Siendo el propio arzobispo conocedor del derecho civil y canónico, consultaba las decisiones importantes con el propósito de evaluar su parecer frente al consenso de los juristas. A propósito de los preparativos de la calificación llevada a cabo en 1600, López Madera le envió un parecer reiterando la autenticidad de los libros de plomo, pero subrayando los límites sinodales de la sanción posible a favor de estos textos e inclinándose a no considerarlos entonces como libros canónicos por ser este un estatus que solo la tradición y el paso del tiempo futuro les otorgarían, más aún en el caso de libros carentes de una traducción definitiva. López Madera concluía, entonces, que solo se podían calificar las reliquias (AASG, leg. 2, 208r-209r). Pedro de Castro consultó posteriormente con el fiscal los lugares del derecho canónico que trataban sobre la autoridad arzobispal para instituir la veneración de nuevas reliquias y la forma como debía conducirse tal institución. A estas cuestiones, López Madera aconsejó juntar un concilio provincial, convocado por el metropolitano con la concurrencia de las dignidades eclesiásticas locales y de «varones doctos y píos», y ceñido a los usos españoles establecidos por los concilios de Toledo. Dijo que no era necesario, pero sí oportuno, convocar a los obispos comprovinciales por ser asunto concerniente «a toda España» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 1174r-1175r [Granada, 19.2.1600]). En consecuencia, a la luz de esta correspondencia, los Discursos de la certidumbre de las reliquias, impresos en 1601, constituyen la expresión pública y complementaria del respaldo otorgado por López Madera a la entronización solemne de las reliquias presidida por Pedro de Castro el 30 de abril de 1600, en cuya sentencia oficial de calificación el fiscal había estampado su firma al lado de los miembros de la Audiencia y Chancillería de Granada, nombrados por el arzobispo para participar en el proceso (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 1r). Debido a esta contundente razón, los Discursos no se limitan únicamente a criticar al obispo de Segorbe, sino que confutan detalladamente a todos los oponentes.

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Así, al disponerse a tratar el tema de la existencia del castellano en la Iglesia primitiva en sus Discursos de 1601, López Madera silenciosamente carga las tintas contra Gonzalo de Valcárcel de quien cita a la letra, pero anónimamente sus argumentos para refutarlos. Indica, entre otros detalles, que descartará la opinión de que el castellano sea el resultado de la degeneración del latín «corrompiéndose con la lengua címbrica que truxeron las naciones septentrionales y después con la arábiga» y que negará que el castellano sea «un centón de varios lenguajes» (López Madera, Discursos 56v-57v [pte. 2, cap. 1]; Binotti, La teoría 38). En la defensa de López Madera resonaban los argumentos a favor del castellano del pergamino que habían esgrimido los partidarios anteriores. Ante esta comprobación, resulta plausible sostener que Pedro de Castro permitiera que el fiscal Madera leyese los argumentos de los otros defensores de los hallazgos como lo acusa la aparición en los Discursos de los argumentos que habían anticipado Juan de Soria y Pedro Guerra de Lorca. Así, en 1601, López Madera reiteró su postulado sobre la existencia antigua de una lengua española propia y diferente del vasco y del latín, lengua esta última que se mezcló con la lengua primitiva de España jamás erradicada porque sus hablantes ni fueron expulsados de sus tierras ni se dejarían quitar su lengua natural por ser de «ánimos tan nobles y tan indómitos» (López Madera, Discursos 58r/v, 60v [2.ª pte., cap. 18]). A este argumento le sigue la idea complementaria de que, históricamente, ninguna nación perdió su lenguaje salvo que fuera enteramente destruida o conquistada por transmigración, entendida como el paso de un pueblo entero con sus asientos y casas a otro lugar, porque «solo conquistar el gobierno y señorío, no muda el lenguaje» (López Madera, Discursos 58v [2.ª pte., cap. 18]). Repitiendo un argumento de Juan de Soria, López Madera afirmó que la lengua española primitiva se identificaba con la lengua de Tubal, fundador de España; y fue, por lo tanto, uno de los lenguajes nacidos en el momento de la confusión de las lenguas (López Madera, Discursos 61r [2.ª pte., cap. 18]). Imaginando los actos divinos como los de un juez que aplica la equidad, López Madera asienta que en la multiplicación babélica de las lenguas el castigo y la misericordia se ejercitaron equitativa y sabiamente de tal manera que las lenguas mostraban a la vez variedad para confundir la ceguera humana y similitud para permitir la comunicación de los pueblos. Este equilibrio

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entre semejanza y diferencia babélicas explicaba la semejanza entre el latín y el castellano sin acudir a una relación de maternidad de la primera lengua sobre la segunda; más bien al contrario, sus parecidos eran signos de su vinculación familiar originariamente coeva (López Madera, Discursos 61v-62v [2.ª pte., cap. 18]). Lucia Binotti (La teoría 44-45) ha demostrado que, en términos formales, el pensamiento de López Madera se funda en las nociones de sustancia invariable y accidentes variables que se aplican a la organización morfosintáctica del castellano primitivo como sustancia y a los vocablos mudables y prestados como accidentes. Precisa Binotti que, sobre estas bases conceptuales, López Madera emplea las nociones de idioma, concebido como la sustancia de los lenguajes; de dialecto, entendido como las reglas que gobiernan la concordancia morfológica de las palabras; y de phrasis, definida como las expresiones propias y distintivas de una lengua (La teoría 47-59). Con la publicación de 1601, López Madera sintetizaba el estado de la cuestión sobre la polémica anticuaria granadina. Asimismo, se convirtió en uno de los principales defensores de los plomos. Sus Discursos contienen varias claves para comprender los mecanismos relativos al modo en que se producía la reflexión intelectual en torno al Sacromonte. López Madera actúa en privado como consejero epistolar de Pedro de Castro en materia de derecho canónico y en público como defensor de la historicidad de los hallazgos. Su primer defensorio, dado a la luz pública en 1595, enfilaba su refutación contra las dudas del obispo de Segorbe, mientras que tras la calificación de 1600 sus réplicas confrontaban a todos los críticos de los hallazgos. En sus Discursos afloraban el trabajo, reflexiones y preocupaciones de numerosos polemistas. Esta dimensión colectiva cristaliza, por un lado, en la diversidad temática de los Discursos, que, además de abordar numerosos temas coherentes con la amplia variedad de dudas levantadas contra los hallazgos, usan diversas fuentes para confirmar la «representación de la antigüedad» de los descubrimientos granadinos, como inscripciones pétreas, citas de historias antiguas y repositorios bíblicos. Por otro lado, como la argumentación se nutre y extiende el trabajo de los defensores anteriores de los libros plúmbeos, en el frente idiomático López Madera parte de identificar la lengua primitiva de España —como lo había intentado Pedro Guerra de Lorca— y toma,

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de la contestación del jesuita Juan de Soria a las críticas del obispo de Segorbe contra el pergamino, el fuerte argumento de identificar la lengua de Tubal con el castellano, del que desecha su filiación latina130. En su versátil argumentación anticuaria, jurídica y filológica, los argumentos gramaticales de López Madera, para probar la existencia del castellano en el siglo i, operaban con los mismos criterios de sus aliados y de sus opositores cuyas premisas principales, tal como aparecen en la documentación del Sacromonte, aceptaban la mudanza natural de las lenguas en el tiempo, el impacto de las conquistas y contactos de pueblos, la semejanza entre lenguas relacionadas entre sí como el español y el latín o el hebreo y el árabe, la confusión bíblica de las lenguas, y las comparaciones con situaciones del presente para entender el pasado lingüístico131. Esta dimensión lingüística había adquirido, así, un perfil propio y un conjunto de temas por tratar, lo cual, en López Madera, se combina con su argumentación anticuaria y su reflexión jurídica, que, en conjunto, otorgan validez a sus conclusiones. Los escritos de López Madera constituyen un caso adicional en el impulso que el proceso del Sacromonte ejerce sobre la movilidad de las fronteras de las disciplinas históricas de fines del siglo xvi. En términos personales, López Madera intervenía en público en consecuencia con su apoyo abierto a la causa que lo había llevado a participar oficialmente de la calificación. Se ha convertido en un lugar común afirmar que Bernardo de Aldrete reaccionó contra las ideas de López Madera. El testimonio del propio López Madera apuntala esta afirmación: «comienza luego [Aldrete] a escribir contra lo que dixe en

130. Esta tesis, sustentada con el mismo aparato erudito, aparecería posteriormente en las obras de Antolínez de Burgos y de Bermúdez de Pedraza (Antolínez de Burgos 619-620 [cap. 52]); Bermúdez de Pedraza, Antigüedad 157r-159r [lib. 4, caps. 4-5]). Lucia Binotti atribuyó a Bermúdez de Pedraza la precedencia en haber identificado el castellano con la lengua de Tubal (Binotti, La teoría 86-93). La documentación indica, en cambio, que el argumento es el resultado de las búsquedas intensas propiciadas por los inicios de la polémica sobre los libros plúmbeos y que el primer propulsor de esta tesis en relación al Sacromonte fue el jesuita Juan de Soria (cf. supra). 131. Evidentemente muchos de estos problemas formaban parte de la reflexión gramatical de entonces más allá del Sacromonte. Se pueden rastrear los contextos generales de temas como, por ejemplo, los orígenes del castellano y el impacto de la historia de Babel en Viñaza (I: 6-7, 17-18 et passim).

IV. Bernardo de Aldrete y los polemistas

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mis discursos» (cit. por Bahner 174); sin duda, porque su trabajo era una de las cabezas visibles de los defensores de los libros plúmbeos.

2. Bernardo

de

Aldrete,

el canonicato de la catedral de

doba y su postura corporativa frente al

Cór-

Sacromonte

Desde el prólogo a su libro Del origen i principio de la lengua castellana (1606) hasta la selección de sus ejemplos para demostrar que el castellano había nacido del latín, Bernardo de Aldrete se hace eco silencioso de la polémica sacromontana que conocía por varios canales, especialmente a través de la participación del cabildo eclesiástico cordobés en la calificación de 1600. Al margen de la discusión sobre el pergamino, la progenie intelectual de su obra está estrechamente vinculada a las credenciales intelectuales de Aldrete quien, en su condición de canónigo de la catedral de Córdoba, dominaba la gramática por ser este conocimiento un requisito estipulado en los estatutos de la catedral para todos los miembros del clero cordobés (Iglesia católica, Estatutos 25v-26r). La pertenencia de Aldrete al cabildo eclesiástico se remonta a las renuncias hechas por su hermano gemelo Joseph de Aldrete, quien, en 1593, había traspasado su estatus de racionero a su hermano Bernardo y, tras su ingreso a la Compañía de Jesús, logró transferir su canonjía a favor del mismo (ACC, Actas capitulares vol. 30: 43v [Córdoba, 11.1.1593], vol. 33: 158r/v [27.4.1600])132. Las obligaciones y actividades de Bernardo de Aldrete en el canonicato adquirido en 1600 forman el contexto inmediato de la concepción de su trabajo. El cuerpo de canónigos encargó a Aldrete numerosas actividades asociadas a sus competencias intelectuales entre las cuales se cuentan la organización del archivo catedralicio, la elevación de informes sobre asuntos de derecho canónico relacionados con las capellanías, la regulación del coro y la supervisión de la cátedra de gramática (ACC, Actas capitulares, vol. 30: 282r [Córdoba, 23.6.1594], vol. 31: 359r [1.3.1597], vol. 33: 138r [24.2.1600], vol. 35: 127r [23.10.1602]). 132. Para una aproximación a la documentación que informa sobre la posición social de Aldrete, véase el trabajo de Lidio Nieto, «Nuevos documentos» 233-240, y de Mondéjar Cumpián 800-815.

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En el ejercicio de sus funciones, Aldrete vigiló también el cumplimiento de las constituciones de las capillas catedralicias; redactó nuevas constituciones para el buen gobierno de los cantores del coro del deán y cabildo; impulsó la cofradía de Nuestra Señora de la Concepción, instituida para la participación de los músicos de la catedral; y se encargó de la evaluación y selección del profesor de gramática que ocuparía la cátedra financiada por la catedral (ACC, Actas capitulares vol. 31: 234r [26.3.1596], vol. 34: 45v-47v [26.10.1600], vol. 32: 85v [17.2.1598]). La investigación de Woolard («Bernardo de Aldrete» 454-461) ha señalado la importancia del problema morisco, cuyo desenlace final se debatía durante los años de los descubrimientos de Granada, como un contexto referencial importante para la composición de las obras de Aldrete. Hay que añadir a esta observación que Aldrete experimentó este evento, sus consecuencias e incluso tomó posiciones frente a los problemas coetáneos relacionados con este complejo asunto a través del cabildo eclesiástico. Como muestra pertinente señalo el cuestionamiento del estatuto de limpieza de sangre. Este requisito, obligatorio para los miembros del clero cordobés, estaba siendo cuestionado en distintas partes de España (Sicroff 182-216). El cabildo eclesiástico cordobés adoptó una línea defensiva que acusa elocuentemente el regalo de agradecimiento que el propio Bernardo de Aldrete presentó a nombre del cabildo a Leandro de Xaçuelo por haberles enviado la defensa del estatuto de limpieza de sangre preparada por Diego de Simancas (ACC, Actas capitulares vol. 36: 141v-142v [Córdoba, 28.1.1605]). Además de sus actividades catedralicias cercanamente relacionadas con sus conocimientos gramaticales y jurídicos, el canonicato en el cabildo eclesiástico de Córdoba fue el canal eficiente a través del cual Aldrete participó formalmente en el asunto del Sacromonte. En 1600, a petición de Pedro de Castro, el cabildo pidió información sobre las objeciones a las reliquias descubiertas en Granada y discutió la conveniencia de enviar a sus representantes a participar en la sesión solemne de calificación de las mismas (ACC, Actas capitulares vol. 33: 138r [Córdoba, 24.2.1600]). A diferencia del obispo de Córdoba, que se excusó de asistir a Granada133, el cabildo eclesiástico apoyó pú133. Francisco Reinoso, obispo de Córdoba en el momento de la calificación granadina, disculpó su ausencia aduciendo tener que emprender la visita episcopal de la diócesis: «no e querido faltar a mis obligaciones pareciéndome lo tendrá por bien

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blicamente la calificación de las reliquias, como lo comprueba la firma de sus representantes en el acta de calificación al lado de la firma del licenciado López Madera: «por el deán y cabildo de la santa iglesia de Córdova: don Rodrigo Velarde de Morillo, el doctor Diego López de Fromesta, Juan de Riaza y de Cañete, el doctor Álvaro de Cárdenas» (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 1r [Granada, 30.4.1600]). Esta postura del cabildo eclesiástico —corporativamente aprobatoria de la calificación de las reliquias y, por lo tanto, del proceso complementario para la futura calificación de los libros— ofrece una pista muy esclarecedora sobre la prudencia que Aldrete mantuvo en su Del origen i principio respecto de la historicidad del pergamino. Aldrete evita mencionar explícitamente la polémica y más aún rehúye pronunciarse en contra de la cuestión del castellano, pero procede por alusiones y, especialmente, por una cuidadosa y virulenta selección de ejemplos insertos en sus análisis, que demuestran el imposible histórico constituido por la aparición del léxico castellano que trae el pergamino. Si Bernardo de Aldrete había accedido al canonicato gracias a la renuncia de Joseph, el impulso de su obra gramatical también estaba asociado a las indagaciones de su hermano. Al aludir a la génesis de sus reflexiones en torno al idioma, Bernardo las asocia directamente a una búsqueda intelectual, empezada y compartida con su hermano y patrocinador Joseph de Aldrete134. Durante los años subsiguientes a la calificación de 1600 y durante la época de la concepción de Del origen i principio, la correspondencia de Pedro de Castro demuestra que este tenía expectativas por conocer la obra de (los) Aldrete. En 1603, el arzobispo granadino intercambió cartas con Joseph de Aldrete sobre sus investigaciones lingüísticas y el jesuita le mandó sus borradores sobre la lengua hablada en España en la época de la dominación romana hasta la llegada de los godos (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 485r [Sevilla, Vuestra Señoría y que gustará se sirva a nuestro señor de todas maneras y mucho más en las cosas de tan precisa obligación» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 1319r [Córdoba, 9.3.1600]). 134. «Lo que desta materia alcançaua traté y comuniqué con quien en ella, desde mi primero ser en la vida hize compañía; dezíame su sentimiento, i parecer, i con él comunicaua los míos, de lo qual años a recogimos algo, que todo fue común, como todo lo demás, sin que uviesse cosa partida, ni diuidida, con tanta concordia i unión, que ni en lo interior ni exterior, uvo cosa, que no fuese una misma» (Aldrete, Del origen 3 [lib. 1, cap. 1]).

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5.8.1603]). Si, como aseguraba Bernardo, Joseph concordaba con él en materia lingüística, es altamente probable que Joseph de Aldrete tampoco admitiera la tesis del castellano primitivo135. Dentro de esta compleja posición, al mismo tiempo corporativa —como canónigo de Córdoba— y personal —como estudioso de la gramática—, e inmersa en un modo de expresión altamente diplomático, Bernardo de Aldrete optó por redactar sus opiniones personales amparándose, entre otros recursos expresivos, en el tópico de la captatio benevolentiae. Se disculpa así por no refrendar el postulado de que el español era la lengua de Tubal y anticipa las confutaciones que le llegarán por el lado de los partidarios de ese origen lingüístico (Aldrete, Del origen, s. n. [prólogo al rey]). También declara su intención de no contradecir a nadie en alusión a López Madera y a los otros polemistas que defendían el pergamino y sus incongruencias lingüísticas. Al precisar el asunto de los mártires sacromontanos, Aldrete centra un poco más su alusión reiterando su estima por todos y, en especial, por las cosas sagradas cuya comprensión excede las consideraciones ordinarias: Contra nadie escriuo, a nadie contradigo, ni me opongo, sólo procuro con verdad decir mi sentimiento; más que descortesía sería juzgar, o afirmar lo contrario. Porque a todos estimo i reverencio, i más a las cosas sagradas, que por ellas a passado esto muchos años en silencio, i se sepultara en olvido, si no me obligara a manifestarlo lo que con esto deuo. Assí nadie me oponga dellas, que las cosas de los santos no se an de juzgar por las reglas ordinarias, de que io escriuo, i trato: fuera dellas camina lo sobrenatural. (Aldrete, Del origen 4 [lib. 1, cap. 1])

Cerraba Aldrete esta petición insistiendo por alusiones en la compatibilidad de su reconstrucción de la ascendencia latina del castellano y la sorprendente presencia del castellano en el pergamino cuyo 135. Al leer entre líneas la misiva de Joseph al arzobispo de Granada, se infiere que el jesuita Aldrete se refugió en el empleo de un lenguaje extremadamente cauto para aludir a una opinión diferente a la de los defensores del pergamino: «crea que mi deseo es solo açertar con la verdad. El que es la sab[iduría] y misma verdad nos la enseñe; que sin su luz no es possible que hombres que de unos mismos principios sacan conclusiones contrarias puedan atinar con ella siempre» (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 485r). A partir del recurso a ese lenguaje diplomático y no definitorio, la carta parece confirmar que los dos hermanos Aldrete suscribían la tesis de la ascendencia latina del castellano.

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carácter profético podía anticipar una lengua inexistente en tiempos de la Iglesia primitiva. Aldrete no podía acercarse más al lenguaje desarrollado por los defensores del pergamino para refutarlo, los cuales habían acudido a esa combinación entre la explicación milagrosa y no milagrosa, hablando de la pía afección necesaria para tratar de los hallazgos. Empezando por Pedro Guerra de Lorca en 1595 y culminando en López Madera en 1601, los defensores se referían a la necesidad de no engañarse al juzgar «las obras maravillosas de Dios» y a aceptar que san Cecilio había escrito la profecía «con auxilio especial de Dios» como obra providencial (López Madera, Discursos 1 [lib. 1, cap. 1]; AASG, leg. 4, 1.ª pte., 204r). En el pasaje citado, Aldrete despliega una expresión intermedia entre los entusiasmos de Guerra de Lorca o López Madera y la libertad de Gonzalo de Valcárcel, que precisamente había descartado el argumento profético para validar el castellano del pergamino136. Más allá de las sutilezas de la expresión, la obra de Aldrete depende profundamente de la polémica sobre el castellano del pergamino de Granada. El estudio y la defensa del pergamino resaltaron la necesidad de emprender, con los lentes de la gramática de la época, un estudio pormenorizado de su naturaleza y de su historia. Aldrete no fue ciertamente el primero de todos. Incluso, cuando emprendió su libro se había asentado entre los polemistas un conjunto de temas pertinentes a ese estudio. Aldrete respondió articuladamente a todos estos asuntos con una argumentación innovadora que terminó por sistematizar los patrones gramaticales del paso del latín al romance.

136. Gonzalo de Valcárcel reparó en que la profecía castellana presuponía que su comprensión dependía de una lengua usada en el momento de su elocución y no proféticamente conocida: «Ni se puede evadir esa dificultad [de la imposible existencia del castellano] con decir que pudo ser que con espíritu profético supiesse ya sant Cecilio la lengua que después de quinientos años hauía de nacer e introducirse en España. Porque se conviene claro con aquellas palabras que dize hauíanse interpretado en lengua usada de aljamía que es la castellana, porque así llaman los moros a nuestra lengua. Donde presupone que era lengua usada» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 959v).

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3. Providencialismo y gramática en Del origen i principio La argumentación de Bernardo de Aldrete se ha analizado principalmente desde el punto de vista de su razonamiento propiamente idiomático y su repercusión en el pensamiento gramatical. Sin embargo, el aparato de citas del que el canónigo hace gala en su obra para sustento de sus opiniones conduce a concluir que el elemento gramatical es una pieza integrada en una visión providencialista de la historia, emanada de altas autoridades de la teología (Molina 191). En esta materia, Aldrete principalmente basa sus afirmaciones respecto de la mutación histórica y el paso de unos imperios a otros en las premisas teológicas de Salviano de Marsella y de Agustín de Hipona sobre el gobierno que Dios ejerce sobre el mundo y sobre su intervención en la constitución de los reinos humanos (Aldrete, Del origen 36-37 [lib. 1, cap. 5]; Hipona 142-143 [lib. 5, cap. 1]). Dentro de ese pensamiento, Dios administra una justicia que al actuar superpone su presencia, gobierno y juicio; que se puede parcialmente conocer a través del análisis de la historia; y que distribuye sus dones según los merecimientos de los pueblos (Salviano 11-13, 30, 88-90). El gobierno divino podía radicalmente mudar el ápice del poder humano como había sido el caso del Imperio romano, que había perdido poder y había entrado en decadencia, al tiempo que su capital se encontraba entonces abatida y en una situación opuesta al triunfo de la Roma antigua. Si esta llegó a dominar a los bárbaros, los bárbaros dominaban a la Roma del momento. No obstante, el gobierno divino había permitido que los bárbaros trajeran consigo ciertas virtudes éticas perdidas por los romanos y sus descendientes en distintas partes de Europa (Salviano 153-155, 163-164). Es, de esta manera, como el gobierno de Dios podía reformar las costumbres por medio de castigos (Hipona 4 [lib. 1, cap. 1]). En la perspectiva agustiniana la lengua no era ajena a este ordenamiento providencial. Las lenguas no eran independientes de los imperios ni de sus mecanismos políticos para conseguir fortalecer el vínculo social y alcanzar un estado de paz (Hipona 441 [lib. 14, cap. 1], 683 [lib. 19, cap. 7]). Contemplado desde un punto de vista de la historia universal judeocristiana, el carácter mutable de la lengua, que es el tema de la argumentación innovadora de Aldrete, aparecía teológicamente justificado en las páginas de la Civitas Dei como una

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dimensión del castigo administrado por la providencia y consistente en la fragmentación de la única lengua humana original a consecuencia de la soberbia construcción de la Torre de Babel (Hipona 527, 535 [lib. 16, caps. 4 y 11])137. La dimensión teológica resultaba, por tanto, inseparable de los razonamientos lingüísticos que conforman las explicaciones de Aldrete. Así, este presenta la lengua latina desde una perspectiva providencialista que la asocia a la misión de llevar el mensaje cristiano a través de su condición de vehículo comunicativo de un imperio al que se le han anexado numerosas provincias y territorios y en el que posteriormente se asentaría el Papado (Aldrete, Del origen, [prólogo al rey], 1, 33 [lib. 1, cap. 4]). Su postulado presume también la asociación fuerte entre lengua e imperio, célebre entre los gramáticos españoles por haberla enunciado Nebrija en el prólogo de la primera gramática del castellano138. La diferencia entre Nebrija y Aldrete, no obstante, se encontraba en el sostén teológico con que el canónigo de Córdoba conecta el postulado gramatical con la disciplina máxima de las siete artes liberales. Aldrete se apoya en esta asociación entre lengua e imperio, afirma que los cambios en la dominación imperial acarrean cambios en las lenguas y concluye que «las lenguas son como los imperios, que suben a la cumbre, de la qual como van caiendo no se bueluen a recobrar» (Aldrete, Del origen 185 [lib. 2, cap. 6], 6 [lib. 1, cap. 2], 151 [lib. 2, cap. 1]). Premunido de estos presupuestos y a fin de confirmarlos en el decurso de la historia secular, Aldrete leerá las historias humanas antiguas y modernas tanto en lo que se refiere a la antigua conquista romana de España como a las recientes conquistas de Granada y de 137. Aldrete asume esta perspectiva del cambio idiomático, pero la complementa con varias otras fuentes que cita en apoyo de sus opiniones y que más tarde afirmará que ve reflejada en los hechos históricos de varios lugares del mundo. Filón de Alejandría, a este propósito, también suscribía, desde el judaísmo antiguo, esta misma visión de la historia de Babel como un momento de confusión de las lenguas y explicaba que el mecanismo había consistido en la destrucción de las propiedades originales de la lengua primera y su conversión en nuevos cuerpos idiomáticos complejos (Alejandría 151). Además, Filón le proporcionaba a Aldrete la idea de que nada protegía más a una comunidad que su lengua común (Alejandría 49). 138. Asensio («La lengua» 400-407) rastrea los orígenes de esta asociación hasta los escritos de Lorenzo Valla concebidos para exaltar las letras romanas en medio de la ocupación de Italia por españoles y franceses.

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las Indias. A este propósito, su selección de fuentes para presentar el caso de las Indias ilumina los alcances del marco providencialista. La Historia natural y moral de las Indias, del jesuita José de Acosta, le presenta a Aldrete una versión de la historia indiana idéntica en su fundamentación providencialista a la que Aldrete había elaborado para España. Según Acosta, por disposición de la providencia, la conquista ocurrió cuando los señoríos indígenas de México y Perú se hallaban «en la cumbre de su pujanza» (Acosta, Historia 270 [lib. 7, cap. 28]). Las lenguas amerindias formaban parte de este diseño; su dilatación por los territorios andinos y mexicanos corría pareja a la dilatación del dominio de los incas y los señores mexicas, y ello facilitó luego la predicación del evangelio. Acosta anota que se trata, sin duda, de un diseño providencial en lugar de victorias militares españolas, puesto que para llevar a cabo las entradas militares se requirió de la asistencia de las divisiones y rivalidades nativas, estrictamente coetáneas a la llegada española, por la sucesión dinástica del inca Huaina Cápac en Perú y la ayuda de los pobladores de Tlaxcala en México. Acosta comprueba la ineficacia militar española sin asistencia providencial mediante el caso de la conquista fracasada de los Araucanos, que impidieron eficazmente el avance español (Acosta, Historia 270-271 [lib. 7, cap. 28]). Aldrete se asiste de esta versión de la conquista de las Indias para aplicarla retrospectivamente y reconstruir con su modelo la conquista romana de España. Tal perspectiva histórica se le hace posible al aplicar la noción de que el presente explica el pasado gracias al fuerte respaldo de la similar intervención de la justicia providencial. A este respecto resulta muy significativo que para esta reconstrucción de la conquista romana Aldrete escoja ilustrar el tema del sufrimiento de los naturales españoles de la Antigüedad en la época del establecimiento de una colonia romana. Aldrete se refiere a la violencia de las guerras de conquista y al extenuante trabajo desempeñado en las minas con una comparación contemporánea referida al exterminio poblacional de las Antillas: Muchos fueron los que consumieron las guerras, pero a lo que io puedo conjecturar, no fueron menos los españoles, que acabó i gastó el trabajo de las minas. Porque si en menos de sesenta años se consumieron todos los isleños de aquella gran Isla de Sancto Domingo, que eran en gran número, i en las Indias Occidentales, que contienen en sí tantas i tan estendidas

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prouinçias, reinos i naçiones, sin guerra en poco más de cien años que a que se descubrieron, van consumiendo la gente dellas con solo el trabajo de las minas de plata i oro, ¿qué no harían en España donde no fue menos la cudiçia destos metales en los romanos, i los ánimos maiores para emprender i acometer cosas grandísimas i que como dize Plinio sobrepujauan i uencían a las obras de los gigantes? (Aldrete, Del origen 133 [lib. 1, cap. 21])

Del conjunto de todos los textos que Aldrete glosa y lista en los márgenes de su libro se infiere que la información sobre el caso de Santo Domingo procede de la crónica de Agustín Dávila Padilla, a quien Aldrete se referiría más adelante (Aldrete, Del origen 146 [lib. 1, cap. 22]). Esta glosa aldretiana de Dávila Padilla no solo vuelve a confirmar el marco providencialista en que se inserta el pensamiento del canónigo, sino que también aclara los alcances de sus observaciones. La elección de la isla Española como punto de comparación resulta fundamental. Dávila Padilla se sujetaba a las informaciones de Bartolomé de las Casas y acentuaba la dimensión profética de sus escritos para recordar que el obispo de Chiapas había predicho la destrucción de España como contraparte a los abusos españoles en las Indias y que el castigo afectaría a sus dominios en el mismo orden secuencial en que las conquistas habían destruido los pueblos indígenas originales (Dávila Padilla 405-407 [lib. 1, cap. 103]). Esta predicción concede una gran importancia a la isla Española por haber sido el primer lugar americano donde se estableció el poder español desde Cristóbal Colón. Según Dávila Padilla, allí los excesos de la conquista habían sido mayores y las autoridades españolas, lejos de remediar los agravios contra los naturales, los autorizaban. Por esta razón, por allí mismo había empezado la intervención correctiva de la justicia providencial y sus correspondientes castigos que se hacían visibles en el hecho de que en la isla Española empezaron los ataques de los ingleses contra España (Dávila Padilla 407-410 [lib. 1, cap. 104]). En las derrotas que sufrieron los españoles a manos de los ingleses, Dávila Padilla leía el movimiento conmutativo de la justicia divina que intervenía para castigar a su propio pueblo en modo análogo a como había intervenido numerosas veces en la historia según se podía leer en diversos pasajes bíblicos139. En consecuencia, la teología 139. «Cosa sabida es en las diuinas letras, que con exército de idólatras castigaua Dios a su pueblo dexando uencidos y en captiuerio a los que auiendo professado su ley

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de la historia implícita en las citas de Aldrete, desde los textos canónicos de los padres de la Iglesia hasta las historias contemporáneas sobre la expansión del Imperio español en las Indias (y de su lengua), iluminan el pasado y confirman el modus operandi de la Providencia que se muestra disponiendo el avance de su fe, pero castigando rigurosamente si acaso dicho movimiento expansivo no se ciñiera a los principios justos que lo hacen moralmente valedero140. La mudanza de imperios, regida providencialmente, acarreaba un profundo impacto en las lenguas por la estrecha relación entre lengua e imperio que las historias registraban y que podía dar origen al auge, decadencia y corrupción de las lenguas: la mudança de nuevos imperios lo causa también en la lengua, que mientras se conseruó el [imperio] romano, perseueró ella, i acabado se estragó, i mudó, haziéndose de sus ceniças, i ruinas otra; porque los vencedores pretendieron conseruarla, i acomodarse a ella, i no lo pudieron conseguir, sino que la destruieron. Con la venida de los godos, i otras bárbaras naciones a Italia i a las prouincias del imperio, los vencidos se uvieron de acomodar a la lengua de los vencedores, los quales desearon i procuraron aprender la latina, que se les dio mui mal i la corrompieron, i unos i otros cada uno por diverso camino, vinieron a dar principio a la lengua italiana, i castellana. (Aldrete, Del origen 151 [lib. 2, cap. 1])

Como la mayoría de sus contemporáneos, Aldrete se asistirá de la «opinión común» según la cual en materia lingüística, el romance hablado y escrito en España a principios del siglo xvi se derivaba del latín, que había sido traído a España por los conquistadores romanos (Aldrete, Del origen 6 [lib. 1, cap. 2]; Bahner 46-52, 101). El gramático repasa la historia del asentamiento romano en España: las violentas no la guardauan. Con esta flota de hereges ingleses y enemigos de la fe católica, quiso Dios castigar a sus hijos pródigos, porque no se bolvían a la casa de su padre, conociendo su culpa sino que la agrauauan con otras, continuendo el vil oficio de apacentar sus deseos en la satisfacción de los sentidos» (Dávila Padilla 411 [lib. 1, cap. 104]). 140. En otras palabras, el avance imperial de España, como el de cualquier otra Corona, estaba providencialmente regulado por una fuerte dimensión ética vigilada por la misma Providencia. Llena de presupuestos sin explicitar, la ética en la que piensa Aldrete es de corte judeocristiano, sin exclusividades étnicas ni límites taxativos salvo que siempre viene presidida por la Providencia. Así, con Salviano de Marsella, puede interpretar la conquista visigoda como una restauración de ciertos valores perdidos por los romanos y elogiar en las Indias el sabio gobierno de Huaina Cápac.

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guerras iniciales, el establecimiento de sus distintos tipos de colonias, su explotación minera y la institución inicial de la esclavitud de los naturales (Aldrete, Del origen 58 [lib. 1, cap. 9], 7-9 [lib. 1, cap. 2]). El curso del tiempo instauró los usos y costumbres romanos en la península ibérica, convirtió en ciudadanos a sus habitantes, hasta el punto de que muchos documentos históricos se referían a los españoles con el nombre de romanos (Aldrete, Del origen 26 [lib. 1, cap. 4], 35 [lib. 1, cap. 5], 41 [lib. 1, cap. 6]). Aldrete confirma sus argumentos recurriendo al método de los anticuarios y anota que la lengua latina prendió en España como lo atestiguan los nombres de lugar y las piedras marmóreas sobrevivientes (Aldrete, Del origen 12-13 [lib. 1, cap. 2], 87, [lib. 1, cap. 13], 107 [lib. 1, cap. 16]). No obstante, la historia idiomática de Aldrete narra la constitución de un latín provinciano diferente del hablado en Roma. El cultivo del latín en España produjo importantes escritores latinos, entre los que destaca Quintiliano, cuyo conocimiento de la lengua hizo que lo llevaran a Roma, donde fundó escuelas mantenidas con dinero del erario público (Aldrete, Del origen 56-58, [lib. 1, cap. 9], 106 [lib. 1, cap. 15]). Este marco teológico, que explica el control providencial de la historia, así como el de la migración y mudanza de las lenguas por obra del tiempo y del cambio de imperios, resulta indeleble a los principios gramaticales que Aldrete postula y analiza con rigor, pero que, en última instancia, están unidos a esta visión teológica del movimiento histórico. 3.1. El rostro gramatical de la mudanza histórica La afirmación de que el español desciende del latín viene sustentada por un aparato demostrativo que Aldrete desarrolla. Frente a la magnitud del diseño providencial, el aspecto gramatical aparece como el dominio humilde, supeditado al gran trasfondo teológico, al cual Aldrete desciende con su dispensario analítico para capturar, en los rasgos de la lengua, las mudanzas y las huellas de la corrupción causadas por el tiempo o por los cambios de imperio y señorío. En tanto que siempre busca apoyarse en las autoridades que lo han precedido, Aldrete encontró las mudanzas que estudia y el lenguaje que emplea en la tradición gramatical latina y española.

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Una de sus premisas fundamentales reconoce que la lengua se compone de vocablos y gramática. Esta última permite la variación de las palabras según tiempos verbales, casos y accidentes apropiados, así como el enlace de todos estos mecanismos para la creación del sentido (Aldrete, Del origen 188 [lib. 2, cap. 7], 190 [lib. 2, cap. 8]). Así, en el marco de su demostración histórica, Aldrete se concentrará en el análisis de las palabras (Aldrete, Del origen 197-197 [lib. 2, cap. 9]). El tratamiento de las palabras sugiere que Aldrete toma numerosas nociones de Varrón, figura a la que lo unía no solo el interés gramatical sino el anticuario, pues el gramático latino había sido autor de un libro de antigüedades romanas que refundió parcialmente en su tratado gramatical (Varro I: 184 [6.13]). De Varrón procede la aproximación concentrada en las regularidades de la lengua que informa el aparato analítico de Aldrete y que se remonta a la categoría de analogía en el sentido que le da Varrón, es decir, la búsqueda de regularidades. De acuerdo con los razonamientos de Varrón, la analogía es un elemento constante y regular en la lengua (Varro II: 464 [9.35], 530 [9.113])141. Su fundamento es la similitud entre las palabras de la lengua y sus semejantes declinaciones, que no necesariamente tiene que ser inconsistente con el uso, pero que convive con la anomalía, es decir, la disimilitud de algunos elementos lingüísticos respecto del resto (Varro II: 588-590 [10.74]). Varrón deja entender, además, que esta similitud de las palabras puede encontrarse también en los sonidos «voces» que las componen (Varro II: 580 [10.63]). La gran innovación de Aldrete consiste en aplicar esta noción de analogía, entendida como la identificación de un patrón natural distinto de la anomalía, a los sonidos del castellano. De esta manera logra una aproximación orgánica e incluso sistemática142. En su intento, Aldrete prolonga las líneas de reflexión lingüística que aparecían en 141. Detrás del pensamiento de Varrón hay una filosofía que pasa también a Aldrete. Su búsqueda de la regularidad lingüística, contrastada con las anomalías que la desafían, se deriva de una consciencia de que el mundo de la naturaleza opera también regularmente. La reflexión de Varrón comparte varios principios que hereda Aldrete, tales como la certeza del cambio de las lenguas en el tiempo, el carácter sistemático de las diferencias entre las lenguas y la procedencia varia del léxico (Ferris-Hill 82-86). Estos principios también estaban presentes en la tradición castellana (Viñaza I: 189-264). 142. La crítica reconoce que la dimensión sistématica del trabajo de Aldrete constituye su contribución más acabada al pensamiento gramatical (Molina 204-205; Ward 76).

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los escritos de Festo y de Quintiliano, que, a su turno, respaldaban su trabajo en la larga tradición gramatical de la Antigüedad. Los fragmentos conservados de Festo contenían un atisbo de ordenamiento de los fenómenos sonoros dispersos en las entradas de su vocabulario latino, tales como los intercambios frecuentes entre L y D, y R y S, así como reflexiones sobre la naturaleza de ciertos sonidos (Festus, sub Medius fidius, sub R pro S, sub Mutae litterae). Entre los precedentes al pensamiento sistemático de Aldrete en materia de sonidos, Quintiliano es el pensador que más influyó en el canónigo de Córdoba, no por presentar una sistematización anticipada de la de Aldrete, sino porque este cita su trabajo repetidamente. El primer libro de De institutione oratoria del retórico hispanorromano contenía una reflexión larga sobre la ortografía, en la que, en particular, expone su juicio de escribir las palabras como suenan y considerar las letras como custodios de la voz (Quintilianus I: 197 [lib. I, 7]). Incluía también una serie de observaciones sobre la relación que existía entre las letras y los sonidos. Estas últimas habían puesto en evidencia sus valores fonéticos, algunas distancias entre la escritura y la pronunciación, y particularmente el parentesco entre algunas consonantes y vocales, tales como la T y la D, la O y la U, la R y la L (Quintilianus I: 83-98 [lib. I, 4]; I: 239-241 [lib. I, 11])143. En esta misma tradición se había ubicado explícitamente Antonio de Nebrija al constatar la vecindad y el parentesco de las letras que generaba su conversión, intercambio y ‘corrupción’ de unas en otras (Nebrija, Gramática 27 [I, 7]). La conceptualización de Aldrete no resultaba ajena al pensamiento de sus contemporáneos. Goropio había emprendido, por su parte, un intento de sistematización de las alteraciones de los sonidos en el marco de su demostración de que la lengua de Tubal se emparentaba con la lengua címbrica, que él postulaba como la más antigua de la humanidad, y de que los trazos lingüísticos más antiguos del español se emparentaban con esta lengua. La sustentación de esta tesis llevó a 143. Las observaciones de Quintiliano, que absorberá Aldrete, se desprendían de la tradición gramatical latina que, en su prolongado esfuerzo de codificación del latín, había explicado numerosas mutaciones, semejanzas y diferencias de consonantes y vocales (Keil I: 18-29). Asimismo, Prisciano y Diomedes habían concebido las letras como la imagen y representación de la voz; también habían reconocido que, más allá de esa asociación, la pronunciación real excedía el número gráfico de letras (Keil I: 421-423, II: 6-7).

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Goropio a explicar las mutaciones de las palabras antiguas introduciendo, para este efecto, una serie de observaciones dispersas sobre distintos detalles —tales como los parentescos de los diptongos o el frecuente intercambio entre «Cappa» y «Gamma»— y comprobando aquellas con ejemplos provenientes de textos antiguos y lenguas diferentes (Goropius, Hispanica 8, 11, 23-25). Todo este conjunto de antecedentes sitúa el trabajo de Aldrete y muestra la gran continuidad y renovación que equilibra en sus páginas. Su originalidad y relevancia consisten en la aplicación al caso del español del reconocimiento del parentesco existente entre los sonidos y la idea de su mutación ordenada, así como en la colección exhaustiva de los numerosos contextos que habían evolucionado regularmente. Aldrete asienta así que todas las secuencias AU se volvieron O, como lo había anticipado Nebrija (Aldrete, Del origen 206 [lib. 2, cap. 10], Nebrija, Gramática 27 [I, 7]); el parentesco, y la consiguiente conversión, de la F y la H (Aldrete, Del origen 212 [lib. 2, cap. 11]; Nebrija, Gramática 27 [I, 7]). Como Quintiliano, Aldrete no deja de comprobar la cercanía y alternancia de R y L y la T y D (Aldrete, Del origen 215, 217 [lib. 2, cap. 12]). En realidad, Aldrete no cesa de justificar ninguna de las mudanzas que registra sin la autoridad de un autor antiguo (Aldrete, Del origen 205-219 [lib. 2, caps. 10-12])144. A través de este inventario de mudanzas estudiado con la batería de nociones prestadas y adaptadas del pensamiento gramatical latino y español, Aldrete consigue levantar un aparato demostrativo que comprueba la afirmación común de que el español descendía del latín, suscrita por la reflexión gramatical española que había sostenido que «no es otra cosa la lengua castellana sino latín corrompido» (Nebrija, Gramática 27 [I, 7]; cf. Valdés 132). Este modelo gramatical, sustentado en ese inventario ordenado de mudanzas, le permitía, además, descartar el modelo que había iniciado Juan de Soria de ir retrocediendo en el tiempo las documentaciones del español para hacerlo más antiguo y que había puesto como uno de sus hitos la presunta traducción del Fuero Juzgo. Para Aldrete, la traducción española es

144. El estudio de Lidio Nieto trae un examen completo de cada uno de los fenómenos registrados por Aldrete. Remito a su abundante documentación y a su fundamentada presentación para confirmar estas observaciones (Lidio Nieto, «Ideas lingüísticas» 214-245).

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muy posterior a la entrada de los árabes en España (Aldrete, Del origen 159-160 [lib. 2, cap. 2]). Aunque aparentemente Aldrete se especialice en una demostración puramente gramatical, esta es interdependiente y un reflejo consecuente del marco histórico y teológico delineado en el mismo libro. El gesto de Aldrete adquiere pleno sentido en el marco de la estructura del saber en el siglo xvi. La gramática fue desde la Edad Media una de las artes liberales que sostenía el edificio de las disciplinas del saber al integrar el trívium disciplinario del estudio de la filosofía racional (García Valverde, «Introducción» 15-17). La Margarita Philosophica de Gregor Reisch (1467-1525) la ubicaba al principio del laberinto del conocimiento: «a grammatica igitur omnium artium prima initium sumentes» (Reisch 4v [lib. I, tract. 1]). Es pertinente reiterar que esta secular estructura epistemológica no solamente había organizado el currículo universitario de la época, sino que había calado en la arquitectura institucional del cabildo eclesiástico cordobés a través del requisito de gramática (Iglesia católica, Estatutos 25v-26r). Al yuxtaponer la organización institucional del saber con el legado de los gramáticos anteriores a Aldrete —incluidos los polemistas del Sacromonte— que anticiparon ciertos principios ordenadores de la mudanza de las lenguas e inventariaron las correspondencias entre los sonidos y algunos patrones de cambio, el trabajo intelectual de Aldrete aparece anclado en esas bases, es decir, el alcance amplio de su aplicación de las nociones de analogía, de mudanza temporal de las lenguas y de parentesco y alteración de los sonidos extienden y sistematizan el estado anterior de los conocimientos de la gramática castellana y simultáneamente permanecen en el ámbito disciplinario gramatical, que no aparece separado por completo del resto de saberes, en la medida en que se enmarca finalmente en una visión providencialista de la historia tributaria de los presupuestos teológicos de Agustín de Hipona, Salviano de Marsella y Filón de Alejandría. Este equilibrio entre las implicaciones teológicas y la elaboración de una herramienta propiamente gramatical para comprender el cambio de las lenguas constituye la fundación más sólida de la intervención de Aldrete en la polémica sobre la lengua de la profecía del pergamino de la Torre Turpiana. La crítica había reconocido esta dimensión polémica, aunque casi sin rastrearla en los ejemplos del libro, basándose exclusivamente

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en la alusión transcrita más arriba, que el propio Aldrete incluye en el prólogo a Del origen i principio de la lengua castellana y que se hace eco de los argumentos de los defensores que habían traído a la discusión la idea de que la profecía podía hablar en distintas lenguas (Woolard, “Bernardo de Aldrete” 275-277). A este estado de los estudios sobre Aldrete hay que agregar, a la luz de este análisis, que la elaboración de su aparato analítico es el elemento que le permitió al canónigo construirse un espacio demostrativo para participar en la polémica refutando desde el dominio de la gramática las afirmaciones de los defensores del pergamino. A este respecto, el aparato de Aldrete no adquiere su valor polémico per se, sino porque a lo largo de sus explicaciones etimológicas este humanista incluye las palabras que componían el texto de la profecía castellana contenida en el pergamino y algunos vocablos latinos de los libros plúmbeos para demostrar que no existían en la época de su presunta redacción, sino con posterioridad y como consecuencia de las mudanzas del latín. Apoyado en la autoridad de san Agustín, Aldrete sostiene que la palabra essentia era nueva, no había sido utilizada por los latinos y había sido hecha para poder decir lo que en griego se decía usía (Aldrete, Del origen 68 [lib. 1, cap. 11]). Su observación se dirigía directamente contra el título del De essentia Dei, el segundo de los libros de plomo. Aldrete compilaba también una lista de palabras proveniente de la lengua antigua de España que, en su opinión, sobrevivieron por haberse incorporado al latín y que no recogía ni uno solo de los vocablos de la profecía del pergamino (Aldrete, Del origen 168-173 [lib. 2, cap. 4]). Sin embargo, la refutación más fuerte contra la historicidad de la lengua del pergamino aparecía en las palabras que Aldrete inequívocamente remonta a un origen latino y que, por lo tanto, le resultaban imposibles de atribuir a la lengua primitiva de España. Al proceder a demostrar la tesis de que el español se derivaba del latín a través de ejemplos particulares, Aldrete se detuvo en una cuidadosa selección de palabras, aunque las presenta al lector como si las hubiese elegido al azar: Las quales [palabras] por la maior parte, o son conocidamente latinas, o tienen della su deriuación más clara, o más obscura, según que en su principio, o con el tiempo se an apartado de las originales. De las primeras son tantas, que casi no se pueden enumerar, pondré algunas. Persona,

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mundo, misericordia, graues, obscuras, partes, occidentales, ministros, furiosos, sol, templo, persecuciones, pertinaces, sectas, ocupar, malicia, uno, tres, diminuta, naufragio, columna, humano, sacerdocio, quando, medio &c. I no passo adelante, porque así pudiera ir per todo un libro, que de un poco dél se ofrescieron estas assí sin orden, i con serlo de romance son todas llanamente latinas, i que claramente ellas lo afirman, i desto cada uno puede hazer esperiencia. (Aldrete, Del origen 196-197 [lib. 2, cap. 9], cursivas mías)

Aldrete quiere descaminar al lector al afirmar que estas palabras se le ofrecieron sin orden. Cotejadas con la sección española de la profecía, la lista de palabras resaltadas son exactamente los mismos vocablos y en idéntico orden de aparición. Así, persona corresponde al introito de la profecía «los profetas pasados que alumbrados de la tercera persona»; de donde también toma mundo y misericordia: «del mundo el acabamiento quiero contar por boca de su maestro en la misericordia preferido» (AASG, Ms. B2, 92r). La sucesión de las palabras graues, obscuras, partes, occidentales, ministros y furiosos proviene del fragmento que predice el surgimiento de Mahoma: «a los seis siglos cumplidos de su advenimiento por pecados graues en el mundo que cometidos serán tinieblas se levantarán muy escuras en las orientales partes y a las occidentales se estenderán por ministros furiosos» (AASG, Ms. B2, 92r). La secuencia de sol, templo, persecuciones se tomó de la fracción que habla de las señales del cumplimiento profético a través de alteraciones cósmicas y de castigos: «la luz de nuestro sol se eclipsará y el templo del maestro y su fe graues persecuciones padescerán» (AASG, Ms. B2, 92r). La tirada pertinaces, sectas, ocupar, malicia, uno, tres, diminuta, naufragio, columna procede de la sección que profetiza la reforma protestante: y los quinze siglos cumplidos por los pertinaces coraçones endureçidos […] un dragón saldrá que por su boca arrojará simiente que sembrada la fe dividirá en setas y con la otra juntada el mundo ocuparán y de las occidentales partes saldrán los 3 enemigos su malicia augmentando y por su maestro la sensualidad traerán y con lepra nunca vista el mundo se ynficionará. La luz en parte diminuta de la tierra se retirará con naufragio sustentada será en el abrigo de la coluna de su piedra. (AASG, Ms. B2, 92r/v)

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Finalmente el último grupo de palabras humano, sacerdocio, quando y medio constituyen el cierre del vaticinio: el género humano será amenazado y en especial el sacerdocio y anunciando el Antechristo que será breve su venida con que está profecía se cumplirá y el juicio final se acercará cuando se manifestará al mundo esta verdad, verdad cumplida, del mediodía saldrá el juez de la verdad. (AASG, Ms. A2, 92v; leg. 5, 30v)

Contrariamente a lo que proclama Aldrete, no hay una sola palabra seleccionada al azar. La conclusión final enfatiza que todas las palabras son latinas. Solo cabe imaginar la reacción de un lector como López Madera o como Pedro de Castro ante este análisis, ya que sugiere entre líneas que las palabras de la profecía, al pertenecer al romance coetáneo y coincidir con las formas genuinamente latinas, posiblemente se escogieron de entre el repertorio léxico más parecido y conservado respecto del latín original para confundir a los incautos. Fuera de conjeturas, con su batería de ejemplos, Aldrete realiza una demolición en toda regla mucho más violenta que la alusión hecha al principio del libro respecto al carácter profético, pero no histórico, del pergamino; y mucho más arriesgada frente a la petición de que no le alegasen los asuntos de los santos, pues Aldrete sí está hablando en clave del pergamino con el que aparecieron las reliquias del mártir Esteban (Aldrete, Del origen 4 [lib. 1, cap. 1]). Aunque no lo declarara en sus cartas, esta sección tiene que haber sido la que más molestó a Pedro de Castro. Más aún, la invitación final de Aldrete para «hacer la experiencia» de analizar las palabras no se le confía enteramente al lector, ya que en otras partes de su libro vuelve a utilizar palabras del pergamino para ilustrar las derivaciones, transformaciones y pasos que llevan del latín al español. Al contrastar la E de los antiguos con su diptongación romance en IE, Aldrete lista las parejas petra > piedra y terra > tierra que aparecen en el pergamino (Aldrete, Del origen 206 [lib. 2, cap. 10]). También en el terreno de las vocales Aldrete habla de la mudanza de O en U; y precisa que, en varios casos, se añadía una E «rústica», e ilustra el caso con la transformación de corpus en cuerpo, y la conservación e innovación entre dolor en latín y sus reflejos romances dolor y duelo.

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Todas estas palabras españolas provenían del pergamino (Aldrete, Del origen 207-208 [lib. 2, cap. 10]). Pasando a las consonantes, Aldrete se refiere al cambio de sonoridad en el paso de la consonante latina P a la castellana B y lista como ejemplos las palabras obispo y su original episcopus, que aparecían en la famosa firma de san Cecilio y habían desatado las dudas del obispo de Segorbe, y agrega también el par apricus/abrigo del pergamino (Aldrete, Del origen 209 [lib. 2, cap. 11]). Al mencionar la transformación de C en G, Aldrete lista draco y dragón como en el pergamino; al mencionar la pérdida de la D latina consigna los casos de fides > fe, iudex > juez, iudicare > juzgar; al señalar los casos de pérdida de la G latina pone magister > maestro (Aldrete, Del origen 211-212, 215 [lib. 2, cap. 11, 12]). También indica en otro lugar que boca se deriva de bucca, otra palabra del pergamino (Aldrete, Del origen 221 [lib. 2, cap. 13]). Aldrete concluye que «con tantos accidentes vino la corrupción i de la romana i latina que era nuestra lengua se hizo romance i ladina» (Aldrete, Del origen 221 [lib. 2, cap. 13]). Con toda esta artillería de ejemplos, Aldrete no salva palabra alguna del pergamino sin explicar y refunde una contundente refutación en su pedagógica explicación de cómo hacer para determinar el paso detallado del latín al romance. Las cuidadosas selecciones de palabras constituyen, con toda seguridad, la sección más sensible de la contradicción polémica de Aldrete y se amparan en un hermetismo frente al lector, ajeno al vaticinio castellano del pergamino e imposibilitado de reconocer el blanco de sus disparos etimológicos. No fue ciertamente el caso de Pedro de Castro ni de Gregorio López Madera. Este último era la fuente pública de la profecía castellana que aparecía transcrita e inserta en sus Discursos (41r/v [cap. 13]). En resumen, el libro de Aldrete y su aparato crítico contrarrestaban la argumentación de los defensores de la historicidad lingüística de dicho hallazgo y era, en realidad, la demostración más sólida que había aparecido en el terreno y que trascendía, al mismo tiempo, el ámbito de la polémica por la posibilidad de aplicar sus alcances al examen de toda la lengua. El propio Pedro de Castro no fue ajeno al impacto argumental de la obra de Bernardo de Aldrete e inició con el canónigo una relación epistolar y personal que se prolongó en el tiempo, además de calar en el pensamiento de ambos corresponsales.

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4. Pedro de Castro y Bernardo de Aldrete, corresponsales A diferencia del contacto epistolar con Joseph de Aldrete, no se conserva documentación sobre una relación epistolar entre el arzobispo de Granada y su hermano Bernardo antes de la publicación de su Del origen i principio de la lengua castellana. Fue este libro la causa eficiente de esta relación epistolar y personal. Bernardo de Aldrete y Pedro de Castro se conocieron en octubre de 1606. En la correspondencia, el canónigo claramente alude al influjo del arzobispo en su trabajo intelectual relatando que Pedro de Castro empezó a requerir sus servicios en 1609 y procuró su traslado a Sevilla en 1610145. La cortesía de la correspondencia sublima los tropiezos que pudo haber al principio a causa del tácito pero virulento ataque al pergamino. Hacia 1613, bajo la jurisdicción de Pedro de Castro y en espera de la impresión de sus Varias antigüedades, Aldrete escribía solicitando el sostén del arzobispo para autorizar su persona, además de lo que había escrito y lo que estaba, por entonces, escribiendo: aunque mi libro anda honrrado en muchos libros, andará mucho más con esta merced, con tan gran aprobación como es la del Arçobispo, mi señor; con ella me animaré a passar adelante en mis estudios i sacar a luz lo que me queda. (Archivo 52 [ca. 1612-1613])

Pedro de Castro, entonces, mantenía algunas reservas146. No obstante, mereció la dedicatoria de Aldrete de las Varias antigüedades, empleó al canónigo y sostuvo con este una larga correspondencia. 145. Aldrete rememoraría, en octubre de 1615, su primer encuentro con Pedro de Castro. La cronología que menciona fija su encuentro en 1606, es decir, el mismo año de la publicación de su libro: «Haze en este mes nueve años que fue la primera vez que vi a Vuestra Señoría Ilustrísima, i fue tanta la merced que me hizo que siempre [h]e procurado reconocerla con lo que puede un pobre. [H]a seis que Vuestra Señoría Ilustrísima començó a mandarme i servirse de mí, i no mucho después que mostró gusto que io le sirviesse en Sevilla» (Archivo 87 [Sevilla, 29.10.1615]). 146. Acaso de esto hubiera noticias en los corrillos eclesiásticos de Córdoba. Años más tarde, Francisco Fernández de Córdoba, uno de los censores del segundo libro de Aldrete, en carta en que comentaba las informaciones y conclusiones de Aldrete, le advertiría a Pedro Díaz de Rivas que tuviera cuidado con lo que escribiría del Sacromonte porque «si no va muy conforme a lo que an escrito en fauor del Monte Sancto, tendrá quejas y pesadumbres» (HSA, Epistolario de Francisco Fernández de Córdoba, 25v).

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Como es frecuente en el epistolario de Pedro de Castro, se conserva la mayoría de las respuestas que recibía de sus corresponsales, pero en pocas ocasiones se guardan las suyas. Este es el caso del epistolario con Bernardo de Aldrete, que ha de leerse, sobre todo, a través de las respuestas del canónigo de Córdoba y provisor del arzobispado de Sevilla, y del tratamiento de los temas discutidos en sus Varias antigüedades. La carta más antigua está fechada en 1609, es decir, tres años después de la publicación Del origen i principio de la lengua castellana y se extiende hasta 1623, año del fallecimiento de Pedro de Castro; si bien puede incorporarse a este recuento la correspondencia paralela de Aldrete con el asistente de Pedro de Castro, Cristóbal de Aibar, la cual se prolongó hasta 1626147. El arco temporal de la correspondencia cubre, entonces, los años de la escritura de las Varias antigüedades, el segundo libro de Bernardo de Aldrete; y el tenor de los temas ventilados es otra muestra de los complejos mecanismos que se activaban durante la concepción y escritura de los libros en la Andalucía de principios del siglo xvii. Pedro de Castro trató a Bernardo de Aldrete con la misma consideración con que se había dirigido años antes a Benito Arias Montano: le comunicó una serie de consideraciones, dudas, preguntas y comentarios sobre sus publicaciones. A Aldrete le preguntó por qué en la portada de su obra Del origen i principio se había omitido el artículo de la versión griega de la inscripción trilingüe de la cruz. A esta observación Aldrete respondió con un gran agradecimiento y una explicación de que el error de la inscripción se debió a la falta de pericia del impresor (AASG, leg. 6, pte. 2.ª, 55r [Córdoba, 30.10.1609])148. 147. Martínez Ruiz («Cartas inéditas») editó la correspondencia entre Aldrete y Pedro de Castro. Los numerosos errores en las fechas y la transcripción incompleta de varias misivas hacen que siga aquí los originales conservados en la Abadía del Sacromonte. Hay también referencias a otras cartas de Aldrete en el trabajo de Mondéjar Cumpián (807-815). 148. A lo largo del intercambio, Pedro de Castro menciona numerosos asuntos que no entran en el tema de este capítulo. No obstante, la mención al error en la sección griega del crucifijo estampado en la portada Del origen i principio tiene conexiones con la materia lingüística y teológica que informa el pensamiento de Aldrete. El letrero trilingüe de la cruz anticipa las lenguas sucesivamente sagradas: el hebreo, el griego y el latín, la última de las cuales permanece como lengua del culto y sus descendientes, en particular el español, cumplen una misión providencial (Aldrete, Varias antigüedades 137 [lib. 1, cap. 35]). Para un análisis de estos aspectos, véase Guitarte 158-160.

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Esta carta es el inicio de una conversación epistolar sobre las tesis contrarias a la historicidad lingüística del pergamino. Dado que la oposición de Aldrete resultó transparente para Pedro de Castro, el asunto se ventiló oblicuamente dando lugar a una serie de preguntas por parte del arzobispo a las que Aldrete respondió tanto en la correspondencia como en el desarrollo de sus Varias antigüedades. Pedro de Castro acusó epistolarmente una detallada lectura Del origen i principio y apuntó una larga secuencia de objeciones que comprometían varios aspectos tocados en el libro, pero no desarrollados con la extensión y dirección que le hubieran gustado (AASG, leg. 5, 604r-605r [Granada, 30.11.1609]). Así, elogió la extensión de la biblioteca de Aldrete resaltando los volúmenes relativos a la producción intelectual granadina, encomió las citas del Vocabulista arábigo de Pedro de Alcalá y se asombró de que el Abentarique, es decir, la Historia verdadera del rey don Rodrigo, traducida por Miguel de Luna, no apareciese entre sus fuentes, posiblemente —escribe el arzobispo— porque su corresponsal lo considera un autor sospechoso (AASG, leg. 5, 604r [Granada, 30.11.1609]). En la privacidad epistolar, Pedro de Castro claramente reconoció la alusión de Aldrete a la disputada cuestión del castellano del pergamino bajo el argumento de la compatibilidad de la demostración gramatical racional de la ascendencia latina del castellano con la situación cronológicamente excepcional del castellano del pergamino en razón de su carácter profético (Aldrete, Del origen 4 [lib. 1, cap. 1]). Pero Pedro de Castro explícitamente discrepó con Aldrete en este punto: Entiendo que no le contenta a Vuestra Merced el lenguaje del pergamino ni el árabe ni el hespañol, aunque no lo dize con su cortesía, pues dize que fueron introduçidas la una lengua con los godos y la otra con los moros mahometanos que entraron en Hespaña tanto después de san Cecilio y de la escriptura del pergamino. En esto que toca al pergamino no me conformaré con Vuestra Merced: porque es evidente y claro que es verdad el pergamino y la antigüedad que tiene de Cecilio por mill géneros de prouanzas que emos apurado y aueriguado para la calificación de las reliquias. Y las vieron los preuendados que essa Iglesia [de Córdoba] me hizo merced de enviar, que se hallaron en la calificación. Assiento una proposición. Digo, señor, que el pergamino es verdadero y todo lo que tiene con toda la antigüedad que le damos de tiempo de san Cecilio y es de tal manera verdadero que es imposible que sea falso. Apretádolo e

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mucho pero es assí verdad. Agora digo yo que también es verdad que auía entonces lengua Hespañola, y árabe en Hespaña pues está en el pergamino verdadero. Preguntado cuándo entraron estas lenguas; digo que no lo sé. El tiempo lo a escurecido y olvidado y con tal instrumento como el pergamino se auerigua la verdad. Y para defensa dellos es claro si se admite la opinión y parecer de los que dizen que entró en Hespaña la lengua árabe quando los fenices y la Hespañola quando los Romanos. (AASG, leg. 5, 604v-605r [Granada, 30.11.1609]; Aldrete, Varias antigüedades 5658 [lib. 1, cap. 10])

Hay que precisar que, en esta carta, la entrada de un pueblo o imperio en un nuevo territorio de lengua diferente se toma como el evento que pone en marcha el proceso de asentamiento y transformación de las lenguas que entran en contacto. Se trata así de una idea cercana a la que el propio Aldrete emplea en su libro y que, en realidad, era compartida por varios de los polemistas de los plomos. A la luz de las Varias antigüedades, esta carta se constituyó en un programa de los principales asuntos que Bernardo de Aldrete cubriría en su segundo libro. La misiva marca un hito en la concepción de las Varias antigüedades, proyectadas alrededor de 1609 y terminadas cerca de noviembre de 1611149, pues es un elemento seminal en el pensamiento de Aldrete como este lo reconoce en su respuesta: «En las dudas que auían resultado supliqué a Vuestra Señoría Illustrísima me diesse lugar de pensar algo sobre ellas porque hacen más fuerça que baste la mía a satisfacer» (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 49r [Córdoba, 22.1.1610]). Una amplía sección de las Varias antigüedades sería la respuesta pública a Pedro de Castro y reflejaría las opiniones que Aldrete habría pensado y desarrollado a partir de sus cuestionamientos. En las cartas, Aldrete declara no haber querido impugnar la historicidad del pergamino, le mandó a Pedro de Castro versiones preliminares de ciertas secciones de su segundo libro, lo enteró de la aparición en Córdoba de manuscritos árabes, le aseguró que ponderaría cada una de sus observaciones respecto de las opiniones de sus libros, y se mostró como un defensor de las implicaciones teológicas de los 149. Postulo la fecha de término a partir de las censuras aprobatorias del libro dadas en Córdoba por el jesuita Rodrigo de Figueroa el 5 de noviembre de 1611 y por los canónigos Francisco Fernández de Córdoba, Andrés de Rueda Rico y Alonso de Buitrago del 12 y 13 del mismo mes y año (Aldrete, Varias antigüedades s. n. [preliminares]).

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descubrimientos de Granada, especialmente en lo concerniente a la inclusión de los mártires sacromontanos en los oficios religiosos de las iglesias de España (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 49r; 50r; 69r [Córdoba, 22.1., 5.2., 22.2. y 25.6.1610])150. En este epistolario, es importante la opinión del canónigo sobre Miguel de Luna. Posiblemente enterado del rol del morisco en el proceso de traducción del pergamino, Aldrete se abstuvo de acusarlo de falsario y optó por culpar a otro; sus comentarios anuncian la posterior aparición de ciertos temas de las Varias antigüedades relacionados con la obra de Miguel de Luna: Luego que salió la primera parte de Abentarique la vi i me descontentó por lo que decía de Málaga i así la dexé; i ahora, cuando Vuestra Señoría Ilustrísima me dijo della, vi un poco de lo de Mérida i las lenguas. I aunque no hize juicio que fuesse invención de Miguel de Luna, pero hízelo que fue de alguno que quiso exercitar la lengua árabe i sacarla con esta historia […] He dicho esto a Vuestra Señoría illustrísima por no dexar de responder, porque no querría hazer daño a este libro ni a mí, ni dándole crédito ni quitándoselo sino para esto aprovecharme de libros que lo tengan. (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 60r [Córdoba, 5.2.1610])

Los pasajes de Miguel de Luna sobre la piedra caldea encontrada en la ciudad de Morar, las lenguas que escucha Abentarique en España y la radical transformación de la toponimia habían hecho su efecto en la comunidad de anticuarios. Aldrete no le concedía crédito al libro del traductor morisco, lo consideraba falso y no había querido basarse en él. Sin embargo, se decidió a responderle silenciosamente en las Varias antigüedades. La correspondencia muestra también los ajustes de la opinión de Pedro de Castro, quien, después de leer una versión preliminar de 150. El tenor de las respuestas de Aldrete sugiere fuertemente que Pedro de Castro se encontraba muy enterado de las funciones de Aldrete en el cabildo eclesiástico de Córdoba. Así, la mención a la pertinencia de incluir a los mártires del Sacromonte en los oficios litúrgicos de los obispados españoles tenía una repercusión en las labores que el cabildo asignó a Aldrete tras la publicación del breviario romano de 1602. El gramático debía elaborar una información sobre las modificaciones del breviario y supervisar la adaptación del Rezado de Córdoba, es decir, la versión local de los oficios litúrgicos, para que concordara con el nuevo texto pontificio (ACC, Actas capitulares, vol. 35: 129r [Córdoba, 26.10.1602], vol.  38: 276v [Córdoba, 22.11.1612]).

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ciertas secciones de las Varias antigüedades, admitió epistolarmente la posibilidad de la transformación del latín en el castellano abrazando así la demostración principal de Bernardo de Aldrete y apartándose de la tesis del castellano primitivo de López Madera. La cuestión consistía en precisar la fecha de la transformación del latín en romance (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 65r [Sacromonte de Granada, 23.6.1610]). En realidad, Pedro de Castro volvía a un argumento anteriormente presentado en los intensos quince años de discusión sobre el pergamino; tempranamente Pedro Guerra de Lorca había sostenido que, en época de san Cecilio, el latín ya se había convertido en castellano y había explicado así la plausibilidad del lenguaje de la profecía (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 209r). El gesto de Pedro de Castro se encaminaba, entonces, a concordar las conclusiones de Aldrete con las de otros defensores del Sacromonte y asimilar así el trabajo del canónigo. Su epistolario da fe de la intención de Pedro de Castro de fundamentar racionalmente la situación lingüística e histórica del pergamino: «holgara yo que Vuestra Merced con su erudición advirtiese si auía camino para lo defender [el pergamino] sin milagro y prophecía» (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 66v [Sacromonte de Granada, 23.6.1610]). En este sector de la correspondencia emerge claramente el proyecto incompleto, pero firmemente asentado, de Pedro de Castro. Es decir, si bien el Pedro de Castro que dialoga epistolarmente con Bernardo de Aldrete confirma su conocida postura a favor de la historicidad incuestionable del pergamino y los libros de plomo, revela también una faceta menos destacada por la crítica moderna, aunque igualmente consistente: la búsqueda empeñosa —no exenta del influjo de su autoridad eclesiástica— de una explicación a la altura de su convencimiento que pusiera en segundo plano la dimensión milagrosa y profética, y que presentara una vía demostrativa acorde con las herramientas analíticas de su época. Muestra también su disposición a revisar perpetuamente los defensorios y a no darle un carácter definitivo a los argumentos de los otros defensores como la identificación del castellano con la lengua de Tubal postulada por Juan de Soria y López Madera, o con el empleo del Fuero Juzgo como prueba para retrasar en casi mil años el nacimiento del castellano. Al apuntar inteligentemente a un detalle no establecido de manera definitiva por el propio Aldrete, a saber, la cronología absoluta que fecharía las mudanzas de letras y de otros

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elementos gramaticales inventariados en el libro sobre el paso del latín al español, Pedro de Castro obligaba a Aldrete a precisar algunos detalles de su pensamiento que acaso acentuarían el lado favorable de los argumentos a favor del pergamino. Ciertamente, Aldrete había dotado a su libro de una dimensión interactiva para con el lector, a quien le señalaba la posibilidad de «hacer la experiencia» con las palabras que escogiera y colegir las mudanzas de palabras por la evidente imposibilidad de ser exhaustivo y cubrir todas las incontables derivaciones etimológicas (Aldrete, Del origen 221 [lib. 2, cap. 13]). Con esta pista también se podían inferir del libro ciertas respuestas (o, al menos, especulaciones) a las cuestiones planteadas por el arzobispo. Así, por ejemplo, la entrada de los godos podía servir para establecer solo el inicio drástico de la mudanza general de la lengua hablada en España o la conquista musulmana podía análogamente marcar el ingreso de los vocablos árabes que tendrían más fortuna y perdurarían más tarde en el castellano. Pero la insistencia de Pedro de Castro parece esperar respuestas explícitas, así como un cambio de actitud por parte del canónigo, pues le había indicado a este la entrada de los fenicios en España como un hito para la llegada del árabe; además, suele ir más allá del dominio del castellano en sus consultas a Aldrete y le pide ocuparse en detalle de los principios de la lengua árabe en España y, en general, de la maraña de lenguas primitivas de Iberia (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 65r/v [Sacromonte de Granada, 23.6.1610]). Al respecto, el arzobispo vuelve a recomendar la lectura de la Historia verdadera del rey don Rodrigo: En la árabe la hallan que la auía en Hespaña quando entró el rey Almançor, que la conquistó. Assí se ve en Abentarique, capitán del Rey Almançor, que lo traduxo Miguel de Luna, aunque algunos tienen el libro por sospechoso. Otra vez lo e scripto. Ya que trata Vuestra Merced de la lengua árabe tan larga y curiosamente. Holgaría que pusiesse la mano en quando entró la lengua árabe en África. No lo ay; no lo e hallado en el libro, si fue descuido mío quando le ley. (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 65v [Sacromonte de Granada, 23.6.1610])

Pedro de Castro, entonces, concedía mucha atención a la lectura de Abentarique a pesar de las sospechas que se cernían sobre el libro; así lo acusa el repetido consejo despachado a Aldrete para su lectura.

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Sin duda, el arzobispo encontraba en la Historia verdadera respuestas para las dudas que tenía sobre la procedencia del árabe del pergamino y de los plomos. La explícita petición al canónigo de ocuparse eruditamente del árabe africano se debe, por un lado, a la necesidad de asegurar analíticamente la representación contenida en Abentarique sobre la presencia del árabe en España y África y, por otro lado, al afán de atar los cabos pendientes desde 1596, cuando oficialmente tuvo que enviar a Roma una serie de respuestas contra las objeciones del obispo de Segorbe; entonces con la asistencia de García de Loayza y Fernando de Mendoza, afirmó ante las instancias romanas que siempre hubo en España concurso de moros, mauritanos y cartagineses y que el nombre moros «no tan solamente significa moros sino gentiles» (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 765v [ca. oct. 1596]). En su informe, el arzobispo de Granada citaba las entradas del Calepino y la crónica de Florián de Ocampo (ca. 1499-ca. 1555) que hablaba de los mauritanos, fronteros con España, a los que «comúnmente llaman agora moros» (Ocampo 2:144v [lib. 3, cap. 2]). Respecto de la constitución lingüística del árabe, Pedro de Castro observaba en casi todo las opiniones adelantadas en 1591, 1592 y 1595 por Arias Montano, Alonso del Castillo y Miguel de Luna excepto en la procedencia del árabe: El arábigo de que usa san Cecilio en su pergamino es antiquísimo y no moderno, ni del que usaron los moros quando se ganó el reyno de Granada; es africano y no oriental y san Cecilio sabía muy bien la lengua y era ladino en ella y como tal la escribió sin puntos ni iuclas con que en el arábigo se distinguen unas letras de otras por ser muchas de una misma figura con un punto representan una letra, con dos o tres diuersa, el puncto abajo o ar[r]iba diuersa y distincta todo lo qual conocen muy bien los doctos y peritos en la lengua arábiga y en tanto que por la antigüedad de los vocablos que se representan en el pergamino la desconocen y se les haze dificultosa. (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 767r [ca. oct. 1596])

Habían pasado catorce años desde que Pedro de Castro se formó esta opinión y continuaba buscando demostraciones para corroborarla, matizarla y enriquecerla. A Aldrete le sugirió que el árabe pudo llegar a España con los fenicios, proposición que se complementa con este informe de 1596, ya que la zona de la antigua Cartago, en el norte de África, tendría un origen fenicio. De la carta a Aldrete

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se desprende que, aunque el relato de Abentarique le presentara una versión histórica supuestamente de primera mano, su testimonio no era del todo satisfactorio y buscaba una confirmación de otro orden. La inquisición del arzobispo sobre la cronología absoluta de la entrada del árabe en África caló en la pluma de Bernardo de Aldrete, que se apresuró a contestar que era una materia tremendamente difícil y no había querido tocarla, pese a lo cual se comprometía a emprender la pesquisa por obedecer su mandato y solicitaba ayuda intelectual para encontrar una explicación histórica que lo eximiera de argüir que el pergamino se escribió milagrosa y proféticamente, ya que por sí solo —declara Aldrete— no conseguía encontrar tal demostración (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 69r [Córdoba, 25.6.1610]). La correspondencia no solo descubre el estado de permanente revisión de la polémica sobre el Sacromonte y la activa supervisión de Pedro de Castro leyendo, interviniendo e incluso sugiriendo caminos a los polemistas, sino también la posición de Aldrete frente a estos cuestionamientos. La dinámica establecida entre los corresponsales hace vislumbrar la relación existente entre la influencia de la autoridad del arzobispo y la sustentación de las posturas intelectuales de Aldrete. Muestra con claridad que el libro que salía finalmente de las prensas había pasado por una secuencia de conversaciones y consideraciones cuidadosas. Señala también el difícil equilibrio entre el influjo de la autoridad, representada por la intervención de Pedro de Castro con sus preguntas, directrices y sugerencias, y la postura del autor que defiende diplomáticamente sus ideas y demostraciones, al mismo tiempo que acepta asumir la defensa de un pergamino que ha cuestionado severamente incorporando las líneas de exploración temática sugeridas en el intercambio epistolar. De manera sutil, se logra entrever que la solidez del primer libro de Aldrete y su método demostrativo no solo son la razón última del interés del arzobispo en asimilarlo a la defensa del pergamino; también ese mismo método constituye el lugar del intelectual que no cede fácilmente a razones que no pueda comprobar con sus criterios. En la revelación de estos entretelones de la escritura de las Varias antigüedades, reside uno de los principales valores de la correspondencia entre Pedro de Castro y Bernardo de Aldrete. Este insistió en su voluntad de defender el pergamino y los libros de plomo, pero le advirtió a su influyente corresponsal que no encontraba la manera de

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hacerlo sin considerarlos como expresión del espíritu profético que no se ajustaba a las reglas temporales del devenir histórico. Como ha demostrado Kathryn Woolard («Bernardo de Aldrete, humanista» 294-295), el canónigo no alteró sus criterios ni su opinión sobre los orígenes del castellano: hacerlo contradiría el aparato explicativo que diseñó en Del origen i principio con el inventario de mudanzas lingüísticas tomado de los gramáticos latinos y españoles. En 1614, las Varias antigüedades se constituirían en la obra visible que canalizaba ante el público las tensiones y las influencias a las que se expuso el autor durante el proceso de la escritura. De ahí la pertinencia de examinarlas para comprender la manera en que Aldrete manejó estos factores y las decisiones que tomó al dar su libro a las prensas. ¿Cómo defendió el pergamino? ¿Qué elementos alteró para hacerlo?

5. Las Varias antigüedades de España y el tema del pergamino de la Torre Turpiana Aldrete contestó a las dudas de don Pedro de Castro en sus Varias antigüedades. Hizo constar ante su lector que esta respuesta pública procedía de la correspondencia privada e imprimió, con retoques, la carta seminal de Pedro de Castro que proponía las principales dudas y los temas que habían quedado pendientes de resolución en Del origen i principio (Aldrete, Varias antigüedades 56-58 [lib. 1, cap. 10)151. Así, del tenor de esta misiva y de los sucesivos temas propuestos se derivan también los capítulos de las Varias antigüedades. Por ejemplo, los capítulos sobre el uso de la ípsilon y de la letra responden a la curiosidad que despertó en Pedro de Castro la sistemática desaparición de la letra en Del origen i principio; los capítulos sobre la llegada de los romanos a España y la introducción de su lengua pretenden ampliar algunos aspectos del tema no tocados en su libro anterior; y los capítulos referentes a la descripción de Arabia y de Fenicia apuntan a aclarar la distribución, contactos y parentescos de las lenguas nacidas en esos territorios (Aldrete, Varias antigüedades 55-66, 6672, 108-112 [lib. 1, caps. 10, 11-13, 22-24]). 151. Los retoques de Aldrete posiblemente estaban justificados por la propia admisión de Pedro de Castro sobre la rapidez con que le escribía y su falta de tiempo para corregir (Mondéjar Cumpián 780).

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Al lector Aldrete le mostraba que el carácter aparentemente misceláneo de las Varias antigüedades estaba, en realidad, articulado en torno a una conversación epistolar en que su interlocutor había inquirido por los temas presentados en el libro. De ese intercambio nacía la variopinta unidad de este último. Los asuntos discutidos, a su vez, se insertaban en la polémica sobre el Sacromonte de Granada, pero abarcaban un espectro temático más amplio como la historia de las Américas, el problema de ordenar los autores que escribieron sobre África, la correcta puntuación de las ediciones de autores antiguos o los pasajes apócrifos insertos en las publicaciones de esas importantes obras, así como también la cuestión de la identidad versus la diferencia del árabe y la lengua púnica, hablada secularmente al norte de África (Aldrete, Varias antigüedades 204 [lib. 2, cap. 2], 329 [lib. 3, cap. 1], 95 [lib. 1, cap. 20], 18-19 [lib. 1, cap. 3], 108 [lib. 1, cap. 21]). En virtud de su versátil erudición, Aldrete se convertía en interlocutor público de Pedro de Castro y abandonaba la estrategia de aludir al asunto del Sacromonte mediante alusiones para hacerlo abiertamente. Este segundo libro mostraba también la continuidad y la variación de la postura intelectual de su autor. Manteniendo los puntos de vista suscritos en la correspondencia, Bernardo de Aldrete no dio marcha atrás en sus opiniones sobre la derivación de la lengua castellana del latín y sobre el carácter puramente profético de las lenguas del pergamino (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 69r/v [Córdoba, 25.6.1610]; Woolard, «Bernardo de Aldrete, humanista» 275-282). Al contrario, Aldrete se mantuvo en la demostración de que los romanos no hablaban castellano sino latín; y, en comprobación de esa tesis, aumentó su batería de autoridades, cuyos escritos databan de doscientos años después del primer asentamiento romano en España. En Del origen i principio, Aldrete fechó la constitución de la primera colonia romana tras la victoria de Escipión el Africano alrededor del año 217 a. C. (Aldrete, Varias antigüedades 69-70 [lib. 1, cap. 12]; Del origen 7 [lib. 1, cap. 2]). Los conquistadores romanos introdujeron el latín en España, desplazaron las lenguas locales; luego el tiempo, los individuos, los contactos con otras naciones fueron mudando el latín hasta convertirlo en romance sobre el cual advinieron después la conquista goda y la entrada árabe alterándolo aún más profundamente (Aldrete, Varias antigüedades 92-96 [lib. 1, cap. 20]).

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No obstante, al declarar su empeño por defender el pergamino y refutar a los que habían querido ver su primer libro como un ataque contra los hallazgos, Aldrete renuncia profundamente a la crítica velada que definitivamente había incluido en Del origen i principio. En este primer libro, el criterio de selección para muchas palabras castellanas sometidas al análisis etimológico era su aparición en la profecía del pergamino y precisamente ese análisis y el persuasivo aparato montado para llevarlo a cabo era, en última instancia, la prueba más fuerte de la invalidez textual de la profecía. En el segundo libro, el mismo criterio y aparato gramatical diseñado para la refutación del pergamino se convirtió, tras adaptarlo al fondo semítico, en el eje de su defensa: la flexibilidad de sus principios gramaticales le permitió al autor aplicarlos para una reconstrucción del fondo léxico semítico del pergamino y de los libros plúmbeos que negaba su filiación islámica. Aldrete aplicó los mismos criterios de las mudanzas del latín al castellano a su restauración de los orígenes de las lenguas semíticas. Esta tarea respondía a una de las principales peticiones de Pedro de Castro en las que solicitaba de Aldrete inquirir los principios de la lengua púnica, la caldea, el árabe y el hebreo, así como sus relaciones con España (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 65v [Granada, 23.6.1610]). Si, al sugerir que reexaminara la cronología del nacimiento del castellano, Pedro de Castro, conocedor y coleccionista de todos los pareceres de la polémica, seguía los argumentos de Guerra de Lorca, la indicación de analizar las relaciones históricas de las lenguas semíticas y su relación con España procuraba dotar de una fundamentación gramatical a las afirmaciones implícitamente contenidas en los análisis de Alonso del Castillo, cuya traducción comentada del pergamino remontaba en repetidas ocasiones las palabras árabes a las palabras hebreas y había inducido a pensar a Pedro de Castro en la cercanía lingüística de ciertas palabras árabes del pergamino con palabras hebreas como lo acusan las notas hológrafas del arzobispo en su colección de argumentos y pruebas reunidas en el proto-aparato crítico con que quería pertrechar a los libros plúmbeos (Véase cap. 1). El cambio de postura de Aldrete vino aparejado, entonces, de un refuerzo y de una conveniente adaptación de su aparato analítico; logró así reforzar al mismo tiempo su obra intelectual, cambiar radicalmente su postura frente a los hallazgos granadinos y pasar a

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defenderlos, incluso con argumentos no exactamente coincidentes con los dictados de Pedro de Castro. Bernardo de Aldrete elaboró un pequeño vocabulario etimológico de las lenguas semíticas que insertó dentro de una reconstrucción histórica de los pueblos que las habían hablado y de sus contactos. La magnitud de esta empresa, unida a la intención de abordar las cuestiones diversas indicadas por Pedro de Castro, ramificaba el alcance de la obra y condicionaba el punto de vista de su autor. Por el conjunto de saberes que Aldrete manejó para lograr su objetivo y por su variedad temática, las Varias antigüedades son una pequeña poética del género de la escritura de las antigüedades. Al organizarlas Aldrete opera un acto análogo al del licenciado Fernández Franco; este ordenaba sus inscripciones marmóreas y su colección numismática en función del texto que quería comentar como en el caso de los pasajes de Plinio. Bernardo de Aldrete le imprimía a sus antigüedades la forma de la correspondencia sostenida con Pedro de Castro y proyectaba su secuencia temática a los capítulos del libro, especialmente en observancia de la carta fechada en Granada en noviembre de 1609 que Aldrete repetidamente menciona (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 50r [Córdoba, 22.2.1610]). La extensión de la obra revela también numerosas estrategias argumentales que se han venido insinuando tácitamente en la labor del propio Pedro de Castro al emprender su aparato crítico y en la práctica anticuaria del licenciado Fernández Franco. De estas, la principal consiste en la consonancia que el anticuario debía establecer entre sus materiales textuales o materiales con el resto del cuerpo de fuentes antiguas y, en el caso de Aldrete, modernas. Estas últimas, especialmente las que se referían al presente indiano, podían entrar en su procedimiento analítico en virtud del comportamiento histórico de la mudanza de las lenguas, respaldado en la idea de que el movimiento justiciero de la providencia en el cambio de señoríos es siempre el mismo y, por tanto, el presente puede aclarar el pasado. Con estas huellas del pasado textuales, monumentales o lingüísticas, Aldrete pretendía disolver las dudas y cuestiones planteadas: conuino desembolver los destroços de aquellos grandes edificios arruinados por el tiempo, i sacar de entre poluo i cenizas los desfigurados despojos de la venerable autoridad, tan rotos, i desmenuzados, que mala

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vez conseruan unas pequeña señas de su figura, i por esto desconocidas de los que presumen ser archiuistas solos, i se precian de llaueros de las antiguallas, i a las que no abre su [llave] maestra las desprecian, i desacreditan por fabulosas, como prodigiosas i fingidas. No lo son sino ciertas, porque tienen otras, en que estriuan, i ellos no las niegan, con que se aseguran, i una verdad con otra haze obra i consonancia. Esto no se consigue sin trabajo i grand’estudio. (Aldrete, Varias antigüedades 3 [Dedicatoria], cursivas mías)

Fuera de los ribetes metafóricos de esta declaración, Aldrete retrata la labor del anticuario como la inquisición por descubrir la verdad que se halla enterrada debajo de todas estas fuentes por concordar. Esta tarea lo empujaba a una recopilación documental de ambiciones totalizadoras, la cual desembocaba en la reunión de todo lo que a su juicio pudiera solucionar las dudas sobre el pasado y engendraba libros «llenos de variedad» tanto por las materias analizadas como por los métodos de aproximación (Aldrete, Varias antigüedades 2 [lib. 1, cap. 1]). Esta variedad temática y la búsqueda de su coherencia obligaba al anticuario a aproximarse a sus fuentes con una mirada premunida de los instrumentos que lograran crear los fundamentos reveladores de la «concordancia» subyacente. Su proceder no hace más que confirmar y consolidar el método que, para el caso de España, había acuñado Ambrosio de Morales con los comentarios epistolares de Fernández Franco, cuyos escritos Aldrete conocía y anotaba (Fernández Franco, Recopilación 295r). Por esta razón, Aldrete se detiene a criticar el rigor de las ediciones de los escritos de antiguos autores publicadas en su época evaluando aspectos de tan distinto alcance como la puntuación de los pasajes o el reconocimiento de lecciones deturpadas o apócrifas con el propósito de aclarar el sentido de un segmento, identificar sus referentes o suprimir fragmentos falsos y rectificar las versiones históricas «violentadas» por corruptelas que restauraría el anticuario (Aldrete, Varias antigüedades 18-25. [lib. 1, cap. 3], 36 [lib. 1, cap. 5], 508 [lib. 4, cap. 5]). Complementariamente, Aldrete se apoya en los escritos de los anticuarios contemporáneos al acercarse a la identificación de la cultura material a la que se hacía referencia en los libros antiguos o la que se encontraba en las inscripciones conservadas en esculturas y objetos (Aldrete, Varias antigüedades 417 [lib. 3, cap. 21]). Como efecto de

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sus esfuerzos, Aldrete reconstruye un mapa con las ubicaciones antiguas de las ciudades ibéricas, otorgando especial atención al sitio de Numancia (Aldrete, Varias antigüedades 44 [lib. 1, cap. 7]). Estas pesquisas puntuales acentuaban el carácter instrumental y misceláneo que Aldrete le imprime a su libro de antigüedades y que ampliaban significativamente la magnitud del volumen; su cantidad y diversidad, no obstante, se encontraban justificadas por la necesidad de interpretar con acierto un vasto cuerpo de textos, lo que ponía en evidencia la dificultad de esta tarea. Lo expresa así el propio Aldrete a propósito de la historia del África: «La antigua historia de África i la moderna de las cosas de África está repartida entre muchos escritores i assí difícil de recoger i entender» (Aldrete, Varias antigüedades 430 [lib. 3, cap. 25]). Esta meticulosa exhibición de sus credenciales desplaza a un segundo plano las contradicciones que Aldrete levanta contra las tesis historialmente representadas en la traducción de Abentarique, texto con el que las Varias antigüedades entran en un contrapunto silencioso. No hay una sola mención de la Historia verdadera del rey don Rodrigo en el cuerpo de las Varias antigüedades; empero, Aldrete opone una reconstrucción histórica de los hechos narrados por aquel, la cual contradice los puntos más importantes del presunto testigo de vista de la conquista arábiga. En la pluma de Aldrete, la situación de la Arabia gentil presenta un cariz extremadamente negativo y maniqueamente dividido entre un sector de la población dedicado al comercio y otro a los latrocinios (Aldrete, Varias antigüedades 115-116 [lib. 1, cap. 27]). No podía ser más violento el contraste con la seguridad y regimiento árabes, gracias a la eficaz vigilancia de Almançor que «gouernó en paz todos sus reinos» (Luna, 25-26 [pte. 2, vida, cap. 5]). De acuerdo con Aldrete, el descrédito de los árabes había tocado tal fondo que los judíos no toleraban a los árabes y los fenicios les impidieron incorporarse a sus navegaciones; los autores con que Aldrete valida este argumento lo inducen a apuntar que no hubo árabes en España hasta la llegada de los musulmanes y a contradecir frontalmente a Abentarique, que con naturalidad encontraba «moros» en España a la llegada de las huestes de Almançor (Aldrete, Varias antigüedades 121 [lib. 1, cap. 30]; Luna 66 [pte. 2, lib. 2, cap. 2]).

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Con su colección de autoridades y con la introducción de precisiones históricas, Aldrete afila la desautorización de Abentarique precisando, por ejemplo, que la presencia de árabes en España fue esporádica, nunca como un pueblo entero, y que, entre las más antiguas menciones de la presencia de árabes, se han de contar los versos de Lucano: «Ignotum vobis, Arabes, venistis in orbem» [Vos, árabes, vinisteis a un ignoto orbe] que Aldrete considera alusivos a la composición multiétnica del ejército —constituido por facinerosos sacados de las cárceles— con que Pompeyo luchó en la Farsalia y que viene a solidificar sus afirmaciones ya que excluye a los árabes de toda Europa. Si hubiese habido árabes en España, Lucano (a quien Quintiliano incluye entre los oradores y no entre los poetas en razón de su claridad sentenciosa y a quien Aldrete llama español muy antiguo) no hubiese dicho que los árabes venían a una región ignota. Amparado en esa autoridad, Aldrete reta a cualquier opositor: «al que este testimonio no le agradare busque otro de autor de igual autoridad i antigüedad, que diga que auían venido árabes a poblar a España antes, que mostrándomelo diré que tiene razón i me sugetaré i rendiré a ella» (Aldrete, Varias antigüedades 122-123 [lib. 1, cap. 30]). El irónico ataque de Aldrete dispara contra el perfil de Abentarique, que pasaba por un autor de excepcional autoridad al ser testigo de vista de la conquista de Almançor y no haber tenido otra intención que «memorar la verdad con rectitud y simplicidad dándole ánima con no acostarse con afición a ninguna de las partes» (Luna 17 [pte. 1, «Proemio al lector»]). Aldrete sustituye las principales implicaciones del relato de Abentarique. A estos oficios, el canónigo delimita la lengua fenicia, madre de la lengua púnica, la separa del árabe e insiste en la diferencia existente entre el fenicio y el árabe, aunque ambas lenguas desciendan de la hebrea que, al igual que Ignacio de las Casas, toma por la más antigua del mundo (Aldrete, Varias antigüedades 126 [lib. 1, cap. 32]; ARCG, caja 2432, pieza 14, 357r). En el curso de su argumentación, Aldrete corrige a los autores que, por el contrario, otorgan al caldeo tal condición y detecta el origen del error en la especialización de la denominación de «lengua hebrea» para el idioma hablado por los judíos en Babilonia, mientras reserva el nombre de caldeo para la lengua de las sagradas escrituras. La inscripción trilingüe de la cruz —hebrea, griega y latina— cifra el desarrollo temporal de las lenguas

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y deshace cualquier asomo de dudas (Aldrete, Varias antigüedades 136-137 [lib. 1, cap. 35]). Aldrete desmantelaba así la plausibilidad del relato de Abentarique, que había encontrado en Mérida una inscripción en lengua caldea e insinuado que la lengua hablada por Sem Tofail y sus hijos era el caldeo. De acuerdo con Aldrete no solo se trataría de una imposibilidad histórica, sino que las etimologías de «Morar» y «Mérida» resultarían falsas (Luna 62-63 [pte. 2, descripción, cap. 1]). Aldrete asienta la paternidad del hebreo sobre el púnico o fenicio, descarta que este fuera lengua vulgar en España, pero admite que, tras el intento de conquista de Amílcar Barca, se impusieron y conservaron numerosos nombres púnicos en los ríos, montes y pueblos; nunca, sin embargo, alcanzó el púnico el habla de la gente por la prevalencia del latín (Aldrete, Varias antigüedades 253-255, 260 [lib. 1, caps. 6, 8]). Las implicaciones de toda esta argumentación descartaban que el caldeo o el árabe fueran las lenguas madres de las etimologías semíticas de España; en cambio, atribuía estas raíces al púnico. Desmantelaba así la insinuación de Abentarique y del aparato crítico de Miguel de Luna de que muchos topónimos ibéricos eran de ascendencia caldea empezando por los casos de Setúbal, Iberia y Tarragona (Luna 61 [pte. 2, descripción, cap. 1]). Esta desautorización encarna con toda claridad en las etimologías que reemplazan las que Abentarique había venido proponiendo como actos de denominación históricamente comprobados. El caso más sensible corresponde a Málaga, la ciudad natal de Aldrete, que Abentarique dijo ser una formación de «Mala» y «ca» en memoria del desastrado suicidio de la Cava (Luna 102-103 [pte. 1, lib. 1, cap. 18]). Para Aldrete, en cambio, Málaga es la principal y primera fundación fenicia en las costas de España y, por lo tanto, su nombre procede de ese idioma. Aldrete retrotrae su etimología a la raíz hebrea Malach ‘reinar’ de la que hay derivados en varios idiomas tales como el árabe, el griego y el latín. En estas últimas lenguas las derivaciones de Malach podían servir para alabar las bondades de un lugar y destacar su suavidad, mansedumbre, sosiego y apacibilidad a la vista «lo que ajusta i conuiene al sitio adonde está Málaga» (Aldrete, Varias antigüedades 265-266 [lib. 2, cap. 8]). En otras palabras, la confrontación con Luna, en este caso, era total.

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En la visión de Aldrete, todo este largo y paciente conjunto de demostraciones, digresiones, análisis y refutaciones de versiones históricas y de opiniones modernas mostraba la pertinencia de todas las operaciones analíticas para manipular el cuerpo de autoridades frente a la constatación de opiniones disonantes a partir de una sola fuente dudosa; pero el trabajo del canónigo trascendía el ámbito puramente metodológico anticuario o gramatical y era producto de la difícil naturaleza de la búsqueda de la «verdad». El cierre y el transcurso del libro anclan la metáfora inicial de «los grandes edificios arruinados por el tiempo» en tanto que estos quedan parcialmente restaurados después de la ardua labor de alcanzar la verdad «principalmente si ai apariencias que la cubren, con que no todos pueden, aunque la inquieran descubrirla» (Aldrete, Varias antigüedades 639-640 [lib. 4, cap. 30], cursivas mías). El final de esta última cita constituye un reclamo de autoridad por parte de Aldrete; si bien, bajo el prisma de la conversación con Pedro de Castro, este cierre de su magnum opus es meridianamente un guiño contra la autoridad concedida a Miguel de Luna por un amplio sector de los polemistas del Sacromonte. Aldrete parafrasea los elogios iniciales del licenciado Joan de Faría a Miguel de Luna encareciendo sus méritos por haber logrado arrojar luz a un episodio de la historia ibérica tratado por los cronistas «tan al revés y como por sueños», aunque los disculpaba pues «no todos lo pueden todo, ni a todos descubre Dios sus maravillas, ni en todos tiempos» (Luna 9 [1.ª pte., Joan de Faría al lector]). Aldrete, entonces, responde a la propuesta velada de Luna con un trabajo levantado sobre los pilares del método anticuario con sus aciertos y limitaciones. Ante los ojos de Pedro de Castro, el reconocimiento de la alusión de Aldrete ha de haber disparado una reflexión sobre la distancia entre la historia y la antigüedad, reconstruida a través de este método y la historia aparentemente en bruto como la presentaban Abentarique y el aparato crítico de Miguel de Luna. Al aplicar los razonamientos de Aldrete a la práctica de su obra, este reclamo descubre la relevancia de la magnitud y complejidad del libro que, por un lado, garantiza la labor de interpretación realizada para recobrar el espesor la historia antigua, ordenarla y aclararla; y, por otro lado, autoriza las perspectivas cambiantes de Aldrete, ajustadas a cada libro, edición, inscripción u objeto, que ha empleado como

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historiador, anticuario, crítico de ediciones y gramático. A pesar de esta larga labor, el autor considera que ha alcanzado un estado suficiente, aunque no absoluto en el establecimiento de concordancias conducentes a la «verdad». En consecuencia, su libro, levantado en medio de una gran cantidad de opiniones divididas, podrá no convencer a todos sus lectores, pero está fundado suficientemente en todas las conjeturas y en la consideración exhaustiva de las diversas pruebas históricas que iluminan la maleable materia anticuaria de la que ha tratado. Esta penetrante exhaustividad le confiere al libro y a su autor la certeza de haber alcanzado los límites de la labor de la reconstrucción anticuaria. Las últimas palabras del libro subrayan precisamente esta limitada suficiencia del trabajo: «[las pruebas y conjeturas presentadas] son las que pueden ser suficientes, i si no lo son, ni ellas ni otras algunas lo podrán ser» (Aldrete, Varias antigüedades 640 [lib. 4, cap. 30]). Aldrete se constituía, de este modo, en un solvente anticuario conocedor no solo de los diversos materiales históricos, sino de los mismos límites de su labor. Del resto de los anticuarios, lo distinguía el haber incrementado la precisión de la aproximación gramatical para restaurar y descubrir el pasado del castellano. Acuñado en Del origen i principio, ese logro metodológico nació para sostener una postura crítica en la polémica sacromontana. En este segundo libro, se volvía a desplegar con idéntico rigor, pero con una intención contraria; a saber, demostrar la plausibilidad del fondo semítico no islámico del pergamino y de los libros.

6. Aldrete frente al árabe La respuesta libresca a la serie de seminales dudas de Pedro de Castro muestra su novedad principal en el estudio que Aldrete emprende del árabe. Su aproximación es, al mismo tiempo, el intento de una solución nueva al problema ventilado por varios analistas del Sacromonte y una prueba de la versatilidad de su propio instrumental analítico. Pero, además, su estudio del árabe es la sección del libro que asienta la posición pública que adoptó Aldrete respecto del pergamino y de los libros del Sacromonte.

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En las Varias antigüedades y en la correspondencia con Pedro de Castro, Aldrete, distanciándose de las críticas alusiones contenidas en Del origen i principio, abrazó una abierta defensa del pergamino y negó que su libro anterior fuera una refutación de los descubrimientos de Granada (Aldrete, Varias antigüedades 269 [lib. 2, cap. 10]; cf. Woolard, Bernardo de Aldrete 275-280). Este fue el punto de quiebre visible frente a su primera publicación. Esta explícita admisión de negar cualquier intención de criticar el pergamino equivale a una retractación frente a las lecturas que se podían «colegir» de su primer trabajo lleno de refutaciones etimológicas contra el pergamino. Frente a su propia obra y frente a los lectores entendidos en la polémica sacromontana, Aldrete maniobró argumentalmente para evitar contradicciones como, por ejemplo, desdecirse de sus conclusiones anteriores, menguar la validez de su demostración gramatical sobre las transformaciones del castellano o aparecer como de mudable opinión frente a la calificación de las reliquias. Para el efecto, Aldrete optó por mantener su primer dictamen según la cual el pergamino contiene una profecía ex eventu152, es decir, una profecía enunciada de tal manera que el profeta narrador se focaliza en el hecho futuro como si ya se hubiese cumplido y puede, por tanto, hablar como si se refiriera a un hecho consumado (Aldrete, Varias antigüedades 297 [lib. 2, cap. 18]). Este don profético y sobre todo esta modalidad de expresión explicaría también la aparición de las lenguas del pergamino que, en su porción castellana, mostraba un estado de lengua futuro y presuponía también una comunidad de hablantes y lectores del castellano y del árabe. Hay que reiterar que, según las conclusiones de Aldrete, en el presunto momento de la escritura del pergamino, esta última lengua no se hablaba en España excepto por el propio san Cecilio y su hermano, a quienes Aldrete reconoce como árabes de nación a partir de la información de los hallazgos. En la visión de Aldrete, ambos habrían conocido el castellano por ciencia divinamente infusa (Aldrete, Varias antigüedades 288 [lib. 2, cap. 16]). Estas afirmaciones le impusieron a Aldrete la necesidad de hilar finamente las líneas superficiales y subterráneas de su argumentación. El recurso a la ciencia infusa como explicación del castellano de la 152. Para la noción de profecía ex eventu en la literatura apocalíptica, véanse Slater (256) y Clifford (10-11).

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profecía lo liberaba de las engorrosas —y para Aldrete imposibles— explicaciones históricas para el caso del castellano, pero le permitía también fortalecer todo el aparato histórico de sus otras afirmaciones ya que, en el fondo, tal recurso separaba la esfera demostrativo-gramatical de la esfera sacra. Así, el gramático no tuvo que alterar sus afirmaciones concernientes a la entrada del árabe hablado en la península ibérica (Aldrete, Varias antigüedades 307-308 [lib. 2, cap. 21]). La defensa del pergamino y de los plomos que emprende se caracteriza por una demostración que no contradice sus afirmaciones rotundas sobre la mudanza natural de las lenguas, la aparición del castellano y la entrada del árabe en España; simultáneamente Aldrete realiza una reconstrucción anticuaria y gramatical que viene repleta de argumentos potenciales que en manos de Pedro de Castro o de un lector inquisitivo servían para sustentar —o «colegir»— la posibilidad de considerar el árabe del pergamino y el árabe de los libros de plomo como una expresión perfecta del árabe hablado en la Iglesia primitiva. El árabe permitía este giro argumental porque se trataba de una lengua que era efectivamente más antigua que el castellano. Dentro de esta estrategia demostrativa, la aproximación de Aldrete al estudio del árabe reposa esencialmente en los lineamientos acuñados para el estudio de la lengua castellana en su primer libro, pero cambiando oportunamente los elementos históricos pertinentes para dar cuenta del mundo semítico. Aldrete historia la situación geográfica y étnica de Arabia, y reconstruye, a base de textos antiguos y de viajeros y anticuarios modernos, la situación política y las prácticas consuetudinarias de cada una de las zonas de Arabia (Aldrete, Varias antigüedades 112-120 [lib. 1, caps. 26-29]). Sus precisiones se encaminan a distinguir a los árabes de otros pueblos, a deslindar claramente sus lenguas y a descartar la posibilidad de que estas hubiesen llegado a España antes de la conquista del año 711, para lo cual insiste en subrayar que los árabes y los fenicios tuvieron lenguas diferentes (Aldrete, Varias antigüedades 121, 126-128 [lib. 1, caps. 30, 32]). El estudio de la historia y de la cultura de los árabes se integra a su reconstrucción de su ascendencia lingüística, cuyas premisas volvían al mito de Babel y sostenían de la mano de san Agustín que la primera lengua del mundo era el hebreo y que, tras la confusión bíblica de las lenguas, algunos rastros de dicho hebreo primigenio habían quedado en las lenguas resultantes de todo el mundo (Aldrete, Varias

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antigüedades 130 [lib. 1, cap. 34], 203-204 [lib. 2, cap. 2]). Sobre esta base, Aldrete postula una genealogía lingüística semítica que coloca a la lengua hebrea como madre del caldeo, del sirio, del fenicio y del árabe y que postula una relación de descendencia idéntica a la que mantenía el latín con el italiano, el castellano y el francés. Además de basarse en las mismas ideas elaboradas para Del origen i principio, Aldrete reúne los nombres de numerosas autoridades que habían suscrito la misma tesis y, enfocándose nuevamente en el léxico, sustentó su teoría arguyendo que muchos vocablos hebreos no diferían de sus cognados árabes o caldeos salvo por cierta mutación de las «letras» (Aldrete, Varias antigüedades 135-136 [lib. 1, cap. 35]). Como Varrón, Aldrete recurre a la imagen del árbol para ilustrar la descendencia de estas lenguas: «De la hebrea salió la chaldea, que fue la más propinqua y vezina a ella, i assí era el árbol, de la Syra será el braço derecho, i de la árabe el izquierdo» (Aldrete, Varias antigüedades 138 [lib. 1, cap. 35])153. Las distancias y las cercanías detectadas en las letras, consideradas las representantes de la voz154, eran el espejo de la natural mutación que ejercía el tiempo sobre las lenguas, pero también eran el resultado de los contactos de los pueblos que las hablaban, así como de las mezclas y «juntas» de lenguas que estos procesos sociales y migratorios producían, los cuales habían separado al hebreo del caldeo, del árabe, del fenicio y del púnico. En consecuencia, aunque compartieran la misma raíz y el parecido de muchas palabras, se habían constituido como lenguas diferentes (Aldrete, Varias antigüedades 155-156 [lib. 1, cap. 39], 167-173 [lib. 1, caps. 41-42]). Además de estas premisas, que Aldrete había establecido en su primer libro y que resultaban pertinentes para el segundo, las Varias antigüedades entran a tallar en el terreno de las lenguas semíticas que se estudiaban como medios de acceso a las escrituras sacras y cuyo estudio e interpretación generaban acalorados debates y agrias censuras (Bataillon 22-43, Rekers 50-69). Aldrete hace esfuerzos por familiarizarse con la tradición de estudios bíblicos. Como síntoma de su profundización en el estudio del sirio y del árabe, aflorarán en sus cartas menciones de sus esfuerzos por premunirse de los impresos pertinentes para comprender mejor las lenguas semíticas (AASG, leg. 153. Sobre la metáfora del árbol para explicar el parentesco lingüístico, véase Ferris-Hill (87-93). 154. Véase Nebrija, Gramática 17 [lib. 1, cap. 3].

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6, 2.ª pte., 104r [Córdoba, 21.1.1617]). Esta vertiente necesariamente complementó los criterios que había desarrollado en Del origen i principio. Como revelará más tarde, los estudios realizados como reivindicación a los cuestionamientos que sufrió la paráfrasis caldea, usada por Arias Montano en la Biblia de Amberes, le enseñaron algunos criterios pertinentes para enfrentar el análisis del corpus plúmbeo. El jesuita Francisco Lucas había ensayado en esa disputa el criterio que años más tarde aplicaría Aldrete, consistente en retrotraer las palabras hebreas a una matriz semítica más amplia a fin de iluminar pasajes oscuros, detectar y expurgar las innovaciones modernas que se habían interpolado en los textos bíblicos por el trabajo de los escribas, intérpretes y rabinos. Lucas ilustró la utilidad de la paráfrasis caldaica con numerosos ejemplos que mostraban la relación entre la lección hebrea y la lección caldaica, cuya mutua confrontación delataba las interpolaciones que alteraban el sentido original (Lucas 9-12). Análogamente, Aldrete, partícipe de una controversia, se premunió de los libros y criterios adecuados. En las Varias antigüedades, la defensa más fuerte del pergamino y de los libros plúmbeos se encuentra en la lista de palabras que Aldrete estudia y cuyos vínculos y semejanzas con el hebreo y las demás lenguas semíticas reconstruye minuciosamente. Al igual que en el caso de Del origen i principio, estos vocablos formaban un corpus que Aldrete no había escogido al azar. Estableciendo un estricto paralelo con el procedimiento con que había expresado su velado rechazo de las palabras castellanas del pergamino de las que delata, en su primer libro, la imposibilidad de que hubieran precedido al latín mediante la selección de numerosos ejemplos y análisis etimológicos, Aldrete análogamente configura, en las Varias antigüedades, un vocabulario común a las lenguas semíticas teniendo en cuenta las palabras árabes utilizadas en el pergamino de la Torre Turpiana y de algunos de los libros plúmbeos que indirectamente conocía por la circulación de estas entre los traductores y gramáticos. En atención a estos criterios, una de las primeras palabras que Aldrete proyecta a su reconstrucción del fondo semítico común es «adad», que Aldrete relaciona con el hebreo «ehad», el caldeo «had» y el sirio «hadad» ‘unidad’; y con estas herramientas criticó el comentario de Macrobio, que había asociado la palabra con el sol cuando, más bien, se refería al creador del universo, ya que

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Adad ‫ הדד‬también en hebreo declararon interitus, nubes, vel vapor, seu fons. Este último conviene al que es fuente perenne que continuamente está manando todo bien para sus criaturas. Al uno, en número, i uno solo llama el árabe guahid. (Aldrete, Varias antigüedades 182 [lib. 2, cap. 2])

Este comentario valida completamente el inicio de la invocación árabe del pergamino de la Torre Turpiana y aprueba así las traducciones que había propuesto Miguel de Luna (AASG, leg. 6 suelto, 405r-407v [Granada, 31.3.1588]). A esto se añade que Aldrete había anotado, además, que los sirios llaman a la Trinidad con un derivado del cardinal tres ‫ תליתא‬/θeliθa/ (Aldrete, Varias antigüedades 173 [lib. 1, cap. 42]). Solo con estas dos palabras quedaba validada y probada la antigüedad de todo el inicio del pergamino de la Torre turpiana:  /bism āl-δāt āl-karima āl-muθālaθa/, que el licenciado Luna traduce «en el nombre de la deidad divina trina y una» (AASG, leg. 6 suelto 405r/v). Es decir, la operación de remontar /āl-δāt/ ‘la esencia’ a la raíz semítica «adad» y asociarla al sen /āl-muθālaθa/ ‘trina’ y tido de ‘unidad’ y hacer lo propio con asociarla con la comprobación histórica de que los sirios designaban a la Trinidad con una palabra cognada equivale a emplear la antigüedad de la palabra como una prueba decisoria de que los modos de expresión del pergamino eran anteriores al islam, perfectamente compatibles con la matriz judeo-cristiana y cronológicamente muy plausibles de aparecer en el texto árabe atribuido al discípulo de Santiago. Estos dos ejemplos cruciales ejemplifican la manera en que la obra de Aldrete apuntalaba las premisas para una defensa del pergamino con las mismas herramientas que había diseñado originalmente para refutar la historicidad del mismo texto a través del rechazo gramatical de su fracción castellana. El resto de palabras reconstruidas confirma la aplicación repetida de este procedimiento validador. Así, por ejemplo, Aldrete se detiene en la justificación de los sentidos de la palabra siria bithias que relaciona con su precedente hebreo ‫< בית‬Beth> «que en hebreo i syro quiere decir la casa, basílica, palacio real i templo» (Aldrete, Varias antigüedades 187 [lib. 2, cap. 2]). Estas alternativas, que Aldrete liga etimológicamente con el árabe , comprobaban la legitimidad de la traducción del pasaje del pergamino sobre el «palacio santo» en referencia a la visita al templo durante la peregrinación que Cecilio había hecho a Jerusalén y que en la transcripción

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de Miguel de Luna correspondía a la frase /āl-baīt ālmuqadīs/ (AASG, leg. 6 suelto, 405r). También acusa la misma intención el análisis del vocablo Corban, primariamente identificado con un tipo de juramento y, particularmente en hebreo, con una palabra que alude a los dones de Dios. Las Varias antigüedades abundan en la documentación de esta palabra y de sus derivados rastreándolos en numerosos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento y reconociendo su referencia con la práctica del juramento en el templo de Jerusalén para luego extender su alcance a otros tipos de ofrendas. Asimismo la presencia de palabras emparentadas con Corban en las lenguas semíticas, según el texto de Aldrete, resulta una prueba contundente para aludir con esta raíz a las ofrendas por la coincidencia de este empleo en caldeo, sirio y hebreo. A estas lenguas se suma la voz curbanan del árabe y se sugiere la pertinencia de esta palabra para hablar de la misa con el testimonio del etíope: «en la lengua ethiopica llaman al Sanctíssimo Sacramento de la Eucharistia ‫ קרנר‬Curban por antonomasia, porque es la perfectíssima i santíssima de todas las oblaciones i ofrendas» (Aldrete, Varias antigüedades 193 [lib. 2, cap. 2]). El pergamino empleaba precisamente /al-qurbān/ según la transcripción de Luna (AASG, esa palabra leg. 6 suelto 405v). Con la disquisición de Aldrete, dichos textos quedaban plenamente confirmados en su historicidad y en la justa precisión de su término para hablar, en la iglesia primitiva, de la institución de la misa, que el licenciado Alonso del Castillo había considerado «elegancia cristiana» (AASG, Ms. C7, 72v-73r). De capital importancia resultaba el escrutinio de las palabras emparentadas con la denominación árabe de Dios, es decir, con el vocablo «Allah». La disquisición de Aldrete comienza de su intento por aclarar el sentido y la etimología del cognado «Hel», que, en opinión de Aldrete, servía en asirio para designar al sol y, por error del paganismo, se le atribuyó al astro una condición divina. Sin embargo, según Aldrete, al emparentar el término con su correspondiente hebreo ‫« אל‬El» se descubre el significado original de ‘Dios’. La confirmación de este importante sentido primitivo para el conjunto de lenguas semíticas se realiza en las Varias antigüedades con la recopilación de todos sus cognados:

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En Syro se llama a Dios ‫ אלהא‬Eloho, i ‫ אלה‬Eloh. i también algunos pronuncian Elaha, i Elah. En árabe Allah, o illeh o ilah. Es Dios uiuo verdadero. Al primero repiten con la algazara que suelen, Allah, illah, allah Mehamed rassul Allah. Los phenices dixeron El, i Eliu, como he dicho, que le dieron atributo de altíssimo. (Aldrete, Varias antigüedades 206 [lib. 2, cap. 2])

Esta última explicación de Allah se mueve pendularmente entre la asociación de esa palabra con la denominación más sacra y antigua de la Biblia hebrea y la mención de la profesión de fe musulmana. La mitad de esa frase aparecía en el Fundamentum ecclesiae, el primero de los libros de plomo, y constituía uno de los problemas fundamentales de la discusión sobre la impronta cristiana o musulmana de las láminas, tanto que volvería a aparecer después en la correspondencia privada entre Aldrete y Pedro de Castro. Nuevamente, desde el punto de vista argumental, Aldrete no descargaba sus páginas del marco polémico en que las había concebido. Esta inclusión de la profesión de fe musulmana trae a la superficie textual el control argumental de Aldrete, pues marca un límite claro. Por un lado, disolvía la posibilidad de pensar que Allah fuera exclusivamente una palabra islámica y, por otro, establecía un contraste ya que, al transcribir la fórmula musulmana completa con el reconocimiento del estatus profético de Mahoma, señalaba sin decirlo su incrustación problemática en el Fundamentum Ecclesiae donde aparecía convertida en  / lā ālla īlā ālla yeșūʢ rūħ āllai/ [No hay otro Dios sino Dios, Jesús, espíritu de Dios] (ARCG, caja 2432, pieza 14, 364v). Los conocedores podían otra vez inferir de las páginas de Aldrete la conclusión que les cuadrara a favor o en contra del valor ismaelita de la fórmula. Estas calas etimológicas terminan de ilustrar el punto de vista y el tipo de argumentación que Aldrete mantiene y desarrolla a lo largo de su libro. El vocabulario analizado contiene la reconstrucción de los orígenes de numerosos vocablos árabes contenidos en el pergamino y en los libros de plomo. Ante su lector, Aldrete no presenta esta sección como parte de su defensa, sino como una respuesta al cuestionario de Pedro de Castro sobre los vínculos entre las lenguas semíticas. No obstante, la reconstrucción de los contactos históricos entre los pueblos semíticos se complementa con este refinado sistema

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etimológico en el que se muestra la comunidad de las palabras y en el que las distancias entre ellas se atribuyen a la mudanza de las letras producida por el tiempo o por los mismos contactos de los pueblos semíticos. Su novedoso valor explicativo se aplicaba a numerosas palabras árabes que aparecían en el pergamino de la Torre Turpiana y en los libros plúmbeos. Aldrete contribuía con estas reconstrucciones a llenar el vacío provocado por la falta de diccionarios para aproximarse a la textura idiomática de los hallazgos y al hacerlo liquidaba cronológica y etimológicamente la posibilidad de asociar esas palabras con el islam. A pesar de que las palabras elegidas presentaban un carácter fragmentario, justificado por el hecho de tomar como punto inicial la reconstrucción de las palabras púnicas exhumadas de las lecturas de los autores de la Antigüedad, desde el punto de vista de la defensa del Sacromonte y sus hallazgos, la selección de palabras también resultaba fragmentaria porque Aldrete irónicamente no tuvo acceso a ni al pergamino ni a los plomos originales. Llegó a pedir en letra de molde que se publicaran los libros para que se pudieran verificar a la luz pública y sus contenidos aparecieran con claridad y se disiparan las críticas en su contra (Aldrete, Varias antigüedades 284, 287-288 [lib. 2, caps. 14, 16]). Si los hallazgos se hubiesen publicado, Aldrete habría podido, tal vez, ampliar el listado de sus etimologías. Además de estas limitaciones para la elección del cuerpo de palabras, la falta de acceso al conjunto sacromontano explica la postura ambigua de Aldrete respecto de ciertos análisis dedicados a las palabras más difíciles de defender y a los textos sacromontanos asociados con ellas. No obstante, entre su primer y segundo libros, la postura de Aldrete había experimentado un cambio significativo frente a los libros de plomo y al pergamino. Para los lectores enterados de la naturaleza lingüística de los hallazgos granadinos, la confrontación de las obras de Aldrete les pudo haber producido una imagen contrastante. Si la refutación de que las palabras castellanas del pergamino pudiesen ser anteriores al latín había impulsado en Aldrete la configuración del diseño y la capacidad explicativa de su novedosa maquinaria analítica en Del origen i principio, la sección árabe del mismo pergamino había guiado la selección de numerosas palabras de esta lengua, insertadas en sus reconstrucciones de la familia semítica a la que pertenecen.

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Para lograr esta reconstrucción, había usado la herramienta analítica diseñada originalmente para demolerlo. Inclusive al manejar sus fuentes árabes en las Varias antigüedades, Aldrete emprende implícitamente una defensa del árabe de Granada, pues parte en su análisis del vocabulario de Pedro de Alcalá, es decir, de un repositorio léxico recogido en la Granada quinientista. Al superponerlo al fondo semítico común que postula Aldrete con sus propias reconstrucciones etimológicas, consigue crearles una continuidad histórica que se remonta a los orígenes mismos del mundo lingüístico semítico y termina en el árabe vulgar de Granada, asentando tardíamente las premisas para una potencial defensa de ese árabe atacado en la pragmática de 1567 con el argumento de que conservaba resabios de su pasado preislámico (Barrios Aguilera, La convivencia 265-267). El fenómeno del Sacromonte subyace al conjunto de circunstancias que hacen que Aldrete repiense y refine sus herramientas analíticas; asimismo, se constituye en el motor de la construcción de una herramienta analítica que probaba su eficacia y su potencia argumental para el castellano y el árabe en estos dos libros del canónigo. En las páginas de las Varias antigüedades, Pedro de Castro encontraría una respuesta a los asuntos propuestos en la carta del 30 de noviembre de 1609 (AASG, leg. 5, 604v-605r; Aldrete, Varias antigüedades 56-58 [lib. 1, cap. 10]). Pero también hallaría una matizada reformulación de la opinión oficial que suscribió ante Roma, en 1596, cuando sostuvo que el árabe del pergamino provenía del norte de África (AASG, leg. 4, 1.ª pte., 767r [ca. oct. 1596]). Aldrete no le dio el plácet a esta opinión, pero tejió una historia de la lengua púnica en la que este idioma semítico era la base de muchos topónimos españoles. A pesar de la insistencia de Pedro de Castro y de Aibar en la correspondencia durante los años de escritura de las Varias antigüedades para empujarlo a estudiar los aspectos históricos y lingüísticos concomitantes al pergamino y a los libros de plomo, el alcance explicativo del modelo analítico que Aldrete diseñó, así como los ejemplos y fuentes que ilustraban sus proposiciones, no quedaron confinados al fenómeno granadino. El recurso a la intervención ordenadora de la providencia hacía posible que Aldrete explicara otras situaciones lingüísticas ajenas aparentemente a los problemas locales que se ventilaban o que, en sentido inverso, estas situaciones retroalimentaran de manera válida sus ideas y sirvieran de ejemplo demostrativo de la

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antigüedad que analizaba y reconstruía. Este alcance amplio se encuadraba en el marco del argumento repetido por Aldrete de acuerdo con el cual el presente podía explicar el pasado a falta de fuentes: «por lo presente conocemos lo pasado» (Aldrete, Varias antigüedades 71 [lib. 1, cap. 13], Del origen 126 [lib. 1, cap. 20]). Aldrete abrazaba la historia lingüística de Babel, identificaba al hebreo con la lengua más antigua del mundo y la hacía madre de la lengua caldea, siria, árabe y fenicia, cuyo parentesco ha de entenderse del mismo modo como se entiende la relación entre la lengua latina con la española, italiana y francesa (Aldrete, Varias antigüedades 130, 135 [lib. 1, caps. 34, 35]). En este sentido, la paternidad del hebreo frente al resto de lenguas humanas, confundidas y alteradas respecto de su principio por la misma mano de Dios, había dejado «cicatrices» en numerosos vocablos que se parecían a la lengua santa. Para Aldrete, la cantidad de lenguas y la habilidad de formar vocablos en cada una de ellas es virtualmente infinita. No obstante, esta ilimitada productividad descansa en un inventario limitado de «letras» en todas las lenguas del mundo. Esta economía de medios para la obtención de un número ilimitado de vocablos es la marca de Babel y la expresión de la Providencia, que desembocó en el hecho de que el olvido babélico de la primera lengua habilitó el dispositivo para inventar palabras nuevas y diferentes. Sin embargo, esta concurrencia de factores, en especial el número limitado de «letras», producía coincidencias y/o reflejos de las palabras de la primera lengua y de las lenguas hijas como consecuencia de la historia de Babel y de la expresión lingüística de la providencia. Aldrete concluía su razonamiento con la siguiente disquisición: Destas causas a procedido auer en todos las idiomas algunas dicciones, que se parecen, i son unas, i también en la lengua sancta, no porque los della la fuesen esparciendo i sembrando por el orbe i mezclándola con las demás. Lo qual de ninguna manera se puede ni deue entender así como algunos con todas veras i fuerças de sus ingenios procuran i pretenden prouar, infiriendo de semejantes dicciones, que las lleuaron i sembraron los hebreos. Siendo cierto que también se hallan, i las ai de los demás idiomas. Esto mismo se ue en el nueuo orbe, que aun en los nombres de sus reies se hallan dicciones de las nuestras; el Inca Manco Capa i el Inca Roca, i otras en sus dialectos, i las ai también de otras naciones, i assi no es mucho que aia alguna Hebrea. (Aldrete, Varias antigüedades 204 [lib. 2. cap. 2])

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Esta es la racionalidad detrás de la propuesta de que las palabras «manco», «capa» y «roca» coincidan en su materialidad fonética, afectada por una antigua historia lingüística universal marcada de manera ubicua por el fenómeno de Babel cuyas señales se encontraban perpetuamente en proceso de mejor conocimiento. Esta inclusión de los incas y de su lengua reitera la voluntad aldretiana de desarrollar una aproximación analítica de alcance universal y de echar mano de otras lenguas como explicación o como ilustración de sus conclusiones. Así se amplían las implicaciones de la historia anticuaria que Aldrete elabora y que se alimenta de —y retroalimenta a— las fuentes que consulta. En la obra de Acosta, Aldrete descubrió una visión de la historia de los soberanos nativos de las Indias acuñada con un marco teológico semejante al suyo y leyó que estos gobernantes introducían providencialmente su lengua a medida que expandían su imperio: como iban los señores de México y del Cuzco conquistando tierras, iban también introduciendo su lengua […] lo cual para facilitar la predicación en tiempo que los predicadores no reciben el don de lenguas como antiguamente no ha importado poco sino mucho. (Acosta, Historia 270 [lib. 7, cap. 28])

Sin embargo, la averiguación sobre la materia incaica no quedó confinada a las páginas de Acosta, sino que fue tema de consulta y conversación con el Inca Garcilaso de la Vega. Este último, que residía en Córdoba y gozaba en su catedral de una sacristanía para servir la capilla de la Resurrección —supervisada algunos años por Aldrete— mostró los manuscritos de sus Comentarios reales al canónigo mientras este escribía Del origen i principio, apoyado en las tesis del Inca para sostener que el nombre del Perú —como el de Granada— era moderno y puesto accidentalmente (Aldrete, Del origen 356 [lib. 3, cap. 13]; Varias antigüedades 567 [lib. 4, cap. 17], véase cap. 5)155. En el marco de esta comunidad intelectual en la que se intersectan las vidas y las obras de Bernardo de Aldrete, Pedro de Castro y 155. Garcilaso también aludió a este intercambio al declarar que había querido reservar su explicación etimológica sobre el nombre del Perú hasta la publicación de su libro, aunque no se la había podido negar «a algunos señores míos» en alusión a Aldrete, Juan de Pineda y fray Gregorio García (Garcilaso, Comentarios I: 25 [lib. 1, cap. 7]; Durand, «Perú y Ophir» 41-47).

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Garcilaso de la Vega, las citas de unos y otros arrojan luz sobre los criterios mutuos de escritura. Con el caso de los incas, Aldrete ampliaba la línea inaugurada por Juan de Soria en 1595, según la cual para explicar la naturaleza mixta de la firma ubixbu de san Cecilio había apelado a los contactos de lenguas en las Indias iluminando los usos lingüísticos atribuidos a la Iglesia primitiva con el empleo de los escritos gramaticales de Blas Valera (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 93r). Al relacionar el razonamiento de Soria con la explicación aldretiana sobre la economía de sonidos subyacente a las lenguas, se entiende aún más la pertinencia de citar a Valera para explicar ciertos aspectos gramaticales sobre el pergamino. Es decir, la posibilidad de citar la autoridad del gramático mestizo se sustentaba en la comunidad de criterios analíticos, y las semejanzas en el comportamiento de las consonantes entroncaba con el legado de Babel. También Garcilaso se apoyaba en los escritos de Valera, cuyos papeles rotos había recibido de manos del jesuita Pedro Maldonado de Saavedra, catedrático de escritura en el Colegio de Santa Catalina de Córdoba (Garcilaso, Comentarios I: 21 [lib. 1, cap. 6]). Las citas de la obra de Valera interesaron a Soria por compartir el mismo principio gramatical de pensar las letras con un criterio fonético y considerarlas una representación de la voz, lo cual permitió el empleo del Arte de la lengua índica para ilustrar las interferencias arábigas en la firma de san Cecilio (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 93r). Pero la comunidad de premisas e ideas iba posiblemente más allá que la pura virtualidad gramatical. Al complementar la cita de Soria con el marco teórico de Aldrete, las citas que traía Garcilaso permiten vislumbrar que Valera trabajaba sobre el mismo trasfondo de la historia de Babel y con la misma presunción del providencialismo de las lenguas sacras, anunciado en el letrero de la cruz —hebreo, griego y latín— e iconizado en las portadas de los libros de Aldrete (Garcilaso, Comentarios II: 95 [lib. 7, cap. 4]). Garcilaso anota: lo que más dize [Valera] de aquella lengua general es dezir (como hombre docto en muchas lenguas) en qué cosas se asemeja la del Perú a la latina y en qué a la griega y en qué a la hebrea. (Garcilaso, Comentarios II: 96 [lib. 7, cap. 4])

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No debe sorprender que Valera y Aldrete compartan un postulado que había definido la reflexión gramatical sobre las tres lenguas inscritas en la cruz, a las que consideraba como las más excelentes de la tierra y en las que se leía una progresión cronológica y una especialización entre ellas, de manera que el hebreo era no solo la lengua más antigua del mundo, sino la primera en que se había anunciado la revelación divina; el griego era el idioma en que se había escrito la sabiduría del mundo; y el latín la lengua que se había expandido a más territorios a partir del Imperio romano, además de ser entonces la lengua del culto (Valle Rodríguez 19-25). La comparación del quechua con el latín, el griego y el hebreo por parte de Valera es, a todas luces, otro aspecto de su apología de su lengua materna, que dialoga con este marco conceptual y a la distancia puede aclarar también el porqué sus papeles rotos cayeron en manos del profesor de Sagrada Escritura, Pedro Maldonado de Saavedra, que presuntamente manejaría esas lenguas en sus lecciones. Se infiere que Garcilaso y Valera coincidirían con Aldrete tanto en admitir ciertas comparaciones como en la necesidad de hacer aterrizar la amplitud del marco teórico en las historias particulares de cada pueblo para cancelar posibles deducciones que se podrían hacer de las semejanzas fonéticas como demostraciones para atribuir tal o cual origen a los nativos amerindios. Discutiendo la posible ascendencia judía de los indios, Valera —como si hubiese leído los argumentos de Aldrete— reprobaba que se adujeran palabras de la lengua general «que asemejan a las dicciones hebreas no en la significación sino en el sonido de la voz» y precisaba que algunas letras que faltaban en quechua, como la B, hubieran impedido que los judíos pronunciaran el nombre de Abraham. Garcilaso añadía que, aun si tuvieran las letras, no había en quechua la secuencia silábica muta cum liquida y, por ende, no podrían articular la sílaba —BRA—, con lo cual las coincidencias fonéticas no resultaban muy profundas como para detectar huellas del hebreo en la lengua general del Perú (Garcilaso, Comentarios II: 96 [lib. 7, cap. 4]). En otras palabras, hubiesen estado de acuerdo con Aldrete en las premisas, pero hubiesen tenido que glosar sus ejemplos que se concentraban solo en la cara sonora de las palabras, como lo sugería la semejanza de los nombres Manco, Capa y Roca con palabras comunes del castellano. Para Garcilaso, Capac significaba rico en virtudes,

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Manco pertenecía a la lengua particular de los incas y, para Valera, Roca quería decir «príncipe prudente y maduro» (Garcilaso, Comentarios I: 57-58 [lib. 1, cap. 24], I: 99 [lib. 2, cap. 16]). A pesar de estas plausibles discrepancias, no había, entonces, casi nada ajeno al aparato demostrativo de las Varias antiguedades. El diálogo de Garcilaso con los razonamientos y sus coincidencias son elocuentes. De vuelta al epistolario entre Aldrete y Pedro de Castro, las implicaciones de las Varias antigüedades en la constitución de una historia antigua y de una reconstrucción lingüística del vocabulario de los libros de plomo repercutieron en la naturaleza del continuado intercambio escrito entre ambos corresponsales, pues las Varias antigüedades consolidaron el reconocimiento de la pericia del canónigo en la materia sacromontana perpetuamente polémica, compleja y omnipresente en su correspondencia.

7. La correspondencia con Pedro de Castro tras la publicación de las Varias antigüedades Tras la redacción y publicación de las Varias antigüedades en 1614, Aldrete se apresuró a enviar una copia al asistente de Pedro de Castro para comunicarle su deseo de haber defendido la causa sacromontana incluso con las limitaciones de no haber logrado acceder a los libros originales y para informarle que anticipaba una polémica contra sus opiniones y que ya preparaba las réplicas respectivas (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 72r [Sevilla, 30.12.1614]). Durante estos años, la correspondencia de Aldrete ventila numerosos asuntos referidos a sus puestos eclesiásticos y reclama, en ocasiones con urgencia, el patronazgo de Pedro de Castro apelando a los numerosos servicios prestados al arzobispo, a los riesgos que ha corrido y a la mella de su reputación, así como también a las escasas compensaciones que ha recibido en términos de apoyo, beneficios y pensiones eclesiásticas (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 80r)156. En atención a 156. Los estudiosos no han precisado la razón por la que Aldrete solicita repetidamente el respaldo de Pedro de Castro, lo cual es debido al prudente lenguaje de sus cartas, en las que evita mencionar la causa por la que el canónigo provisor enfrentó serios cuestionamientos en 1615. No obstante, al leer entre líneas el epistolario, las razones que alega para pedir el amparo urgente del arzobispo

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estos reclamos y con el patrocinio de Pedro de Castro y de su corte, Aldrete, amparado por el conocimiento que tenía de los cánones, volvió a desempeñarse, tras las turbulencias de 1615, como agente de Pedro de Castro; posteriormente, ocupó el provisorato al servicio del nuevo arzobispo de Granada Galceran Albanell (Mondéjar Cumpián 802-805). La petición insinuada de estos puestos eclesiásticos pone en evidencia los polos opuestos del contrapunto epistolar: el conocimiento más depurado de los libros de plomo y la búsqueda de protección eclesiástica y de compensaciones materiales. Es decir, en su afán por obtener el patrocinio del arzobispo, Aldrete compartía los mismos mecanismos que el licenciado Fernández Franco. Del otro lado de la conversación, es decir, desde los asuntos vinculados al escrutinio de los libros, la correspondencia se hace más intensa en 1616 debido a la guerra que Pedro de Castro libraba en Andalucía y en la corte para lograr el consenso aprobatorio para el privilegio mariano de la Inmaculada, revelado en el Fundamentum ecclessiae, y debido a la muerte de Miguel de Luna y al nombramiento de Gurmendi como nuevo traductor de árabe, que cuestionaba el fondo idiomático de los plomos (ARCG, caja 2432, pieza 14, 434r; Heredia Barnuevo 113, 132-133, 158-161). Para comprender las maneras de difusión de la polémica del Sacromonte, la importancia de esta sección del epistolario consiste en revelar tanto el nivel de acceso de Sevilla destilan una queja por la cantidad de responsabilidades que ha debido asumir como provisor ordinario y tesorero, así como por la rapidez con que ha debido poner al día el tribunal eclesiástico y encargarse de los hospitales y el mantenimiento de las iglesias. Aldrete alude a una situación complicada en la que posiblemente se cuestionó duramente su actuación y el estado de las cuentas: «Hizierónse las quentas de los hospitales, quiera Dios que no sean ellas las que [h]an dado en qué entender» (Archivo 88 [Sevilla, 29.10.1615]). La lectura que proponemos explica suficientemente las constantes menciones de su situación de pobreza por las pérdidas en Sevilla y Córdoba y, por encima de todo, la súplica por el temor a dañar su honra en alto grado. En este trance, le importa que Pedro de Castro lo apoye y no lo deponga de su puesto eclesiástico: «Quitándome Vuestra Señoría Ilustrísima el oficio no tendré de donde suplir esto [su precaria situación económica y deudas]; saldré sin hazienda, sin honrra, pues de tan repentina mudança [h]an de juzgar todos que son tan enormes mi[s] delictos, que [h]an movido a la piedad i sancto zelo de Vuestra Señoría Ilustrísima a hazer tan gran demostración, aier con tantos oficios i [h]oi con ninguno» (Archivo 88 [Sevilla, 29.10.1615]). Es decir, los desencuentros entre el arzobispo y el canónigo parecen tratarse de un asunto relativo al manejo eclesiástico e independiente de las opiniones que ambos tenían sobre las lenguas de los descubrimientos.

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que el canónigo tuvo a los libros de plomo como su repercusión en sus razonamientos. Las frecuentes consultas presentadas a Aldrete dicho año le permitieron solicitar al arzobispo acceso directo a los libros, tal como lo había voceado en las Varias antigüedades. Aun así, nunca accedió a los originales. Su correspondencia con Pedro de Castro y Cristóbal de Aibar se mantuvo como el único canal mediante el cual el gramático conoció fragmentariamente los plomos y sobre el que basó sus pareceres. Estas cartas señalan también que Pedro de Castro recibía constantemente información sobre la recepción, en Córdoba, de la agenda teológica que impulsaba. Aldrete le participaba de la concurrente opinión positiva de los intelectuales de Córdoba respecto al tema de la exclusión de la Virgen del pecado original, le describía los ejercicios de demostración teológica a favor de dicha tesis que llevaban a cabo en el colegio jesuita de Santa Catalina, y le comunicaba el beneplácito del cabildo eclesiástico al leer los escritos de Mateo Vázquez de Lecca en defensa del mismo asunto (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 86r [Córdoba, 21.10.1616]). Confirmando la autoridad sobre la materia plúmbea ganada con la publicación de su libro, Cristóbal de Aibar solicitó a Aldrete su opinión sobre las frases más espinosas de los libros de plomo, cuestionadas por la traducción de Francisco de Gurmendi y Martín Berrotango y Mendiola (Woolard, «Bernardo de Aldrete» 286). En este contexto, Aldrete puntualizó la pertinencia de la argumentación que acuñó y de las premisas fundamentales de Del origen i principio y Varias antigüedades para ventilar ciertos aspectos espinosos del contenido islámico de los libros de plomo. Al oponerse a los argumentos de las glosas de los traductores de los libros sin mencionarlos por nombre, Aldrete anota: Lo que los acusa [a los hallazgos] de mala gramática, no buenas frases ni estilo, no tiene razón, en esto ai mucho escrito de los dialectos, i idiotismos de las lenguas, io he dicho algo en mis dos libros. I de las mismas palabras con que él intenta prouar que son del Alcorán se prueba lo contrario con tanta euidencia, que él no lo negará. Los mismos árabes no entienden la mayor parte del Alcorán no sé cómo él sabe tanto dél […] Para la interpretación de los libros del Sacro Monte siempre e entendido que es menester mucha noticia de la lengua árabe oriental i no menos de la Syra que se hablaba en tiempo de Christo nuestro señor en Palestina, por

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la comunicación que tuvieron los escritores destos libros con los apóstoles y discípulos del señor i ser cosas nuevas las de nuestra fee, que se auían de decir con nuevas dicciones diferentes de las de Arabia. Demás que los idiotismos i dialectos syros son diuersos de los árabes, i era fuerza mezclar los unos con los otros para escriuir con la propiedad los mysterios de nuestra sagrada religión. (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 88r [Córdoba, 11.11.1616])

Ante los ojos de Pedro de Castro, esta carta debe haber sonado como una reiteración confirmatoria de los argumentos que había leído catorce años antes en las páginas del licenciado Castillo. Este último había filiado los hallazgos con una matriz siria y había dictaminado que las peculiaridades del árabe del pergamino recogían el habla «de los primeros árabes que de nuestro conocimiento cristiano fueron illustrados yntroduziendo en sus etimologías y deribaciones munchas de las obras misteriosas de nuestra graciosa dávida y su declaración» (AASG, Ms. B2, 69r [Granada, 9.4.1592]). Tal argumentación había recorrido un gran trecho temporal; ciertamente, se había llegado a numerosas conclusiones idénticas con las contribuciones de Aldrete. Al reforzar la necesidad de conocer las lenguas semíticas para la interpretación de los libros de plomo, Aldrete opina en total consecuencia con la práctica analítica de sus Varias antigüedades. Esta consonancia entre su carta y su libro, aunada a su afirmación de que los mismos argumentos del opositor de los libros servirían para demostrar el carácter cristiano de las palabras empleadas en los libros, desvela del todo su criterio para la selección de las palabras que había analizado etimológicamente: estas no se escogieron solo con un criterio gramatical, sino por su aparición en los libros de plomo y en el pergamino de Granada. El criterio de selección de esas palabras había anticipado su empleo potencial en una defensa del cristianismo de los textos. Al respecto, Aldrete habla con toda claridad: «io he dicho algo en mis dos libros» en referencia a la sección de las Varias antigüedades dedicada a la reconstrucción del fondo semítico de su selecto vocabulario, en cuyo análisis se mostraba la eficacia de los instrumentos analíticos acuñados para Del origen i principio, como las explicaciones de la mudanza de las lenguas a lo largo del tiempo o la adscripción de las lenguas a un origen común a través de la correspondencia de sus “letras” y de su gramática.

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Con estas consultas epistolares había llegado el momento para que la reconstrucción de esta estratégica selección léxica llevada a cabo en las Varias antigüedades pasara de la potencia al acto y asistiera a sus corresponsales para probar que las palabras árabes más controvertidas del pergamino y de los libros se derivaban del hebreo y que sus reflejos en otras lenguas semíticas, como el caldeo y el etíope, disolvían la adscripción únicamente musulmana de tales vocablos. Aldrete no solo se había convertido en un conocedor de las antigüedades semíticas, sino en un eficaz defensor del Sacromonte por medio de los argumentos potenciales que se podían colegir a partir de su segundo libro. Esta extensión analítica de su obra representaba el giro total de su postura ante el Sacromonte, ya que en Del origen i principio le había pedido al lector hacer ese tipo de deducciones con la inconfesada intención de que este llegara a resultados contrarios. La autoridad de Aldrete había alcanzado epistolarmente la cúspide cuando Cristóbal de Aibar le dirige las consultas sobre las proposiciones teológicas más riesgosas de los libros de plomo e inquiere del canónigo su opinión sobre las alternativas de traducción para la controvertida sentencia «No ai Dios sino Dios IESVS, Espíritu de Dios», que aparecía repetidamente como invocación de cierre en los libros de plomo157. Aldrete recibe epistolarmente las distintas transcripciones árabes de la frase, pero sigue sin ver el libro original. A estas alturas de sus estudios y en el mismo año de 1616, se propuso, además, interpretar la frase como «no ai Dios sino Dios messías, espíritu de Dios» (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 93r). Aldrete opinó que, con fundamento sólido, había notado que ni los intérpretes de Granada ni los de Madrid habían logrado comprender que la letra árabe mīm (‫ )م‬que se insertaba en la frase tenía un significado más alto que el de Mesías y que podía significar «harmonía soberana». Su disquisición apuntaba a asegurar que, de ninguna manera, la letra mīm podía entenderse como una alusión a Mahoma (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 89v [Córdoba, 18.11.1616]). Poco después, Aibar requería más asistencia de Aldrete para enfrentar los escolios negativos de Gurmendi escritos para su versión del Fundamentum 157. Así ocurre, por ejemplo, al final del Libro de la oración de Santiago y del Fundamentum ecclesiae. Las versiones de Castillo y Miguel de Luna habían diferido tempranamente en la traslación de la frase (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 482r; ARCG, caja 2432, pieza 14, 437r, 471r., cf. cap. 1).

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Ecclesiae, cuya parte más álgida concernía nuevamente a la frase / lā ālla īlā ālla yeșūʢ rūħ āllai/ [No hay otro Dios sino Dios, Jesús, espíritu de Dios]. Esta frase tenía una variante enigmática con una abreviatura consistente de la letra árabe / mīm (‫)م‬, seguida de la letra rā’ (‫)ر‬. Es decir, leía lā ālla īlā ālla m.r. āllai/. Según Aibar, el intérprete consideraba que la frase era islámica porque la mīm (‫ )م‬abreviaba el nombre «Mahoma» y la rā’ (‫ )ر‬sintetizaba la palabra «rasulu» ‘enviado’ y, por lo tanto, el libro plúmbeo contenía la confesión mahometana de la fe que rezaba «No hay dios sino Dios, Mahoma, mensajero de Dios» (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 91r/v [Sevilla, 26.11.1616]). Aldrete declara que esta frase es la frontera entre la vindicación o el ataque de los libros, y que bastaría alegarla en su contra para quien quisiera calumniar los plomos. En ese punto, el canónigo subraya el efecto contraproducente de su falta de acceso a los originales; en definitiva, no puede pronunciarse sobre el asunto porque no ha visto los plomos (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 94r [Córdoba, 9.12.1616]). Aldrete también ofreció su consejo para discutir ciertos aspectos de la frase definitoria de la Inmaculada Concepción. A este propósito le pidió a Pedro de Castro que le enviase la frase árabe exacta con la fórmula «A María no tocó el pecado primero» para la capilla musical de la catedral de Córdoba (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 94r [Córdoba, 9.12.1616]). El arzobispo accedió a enviársela y Aldrete aprovechó para discutir, además, / las posibles traducciones de la frase plúmbea Marīam lam darkaħā āl-δinab āl-āwal/ [A María no tocó el pecado primero] (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 95r [Córdoba, 24.12.1616]). El desarrollo de los argumentos y sus limitaciones corría al paso de la llegada de esta correspondencia. Su carácter fragmentario obedecía a la estricta reserva que guardaba Pedro de Castro sobre los libros. En medio de estas discusiones colindantes entre la gramática y la teología, Aldrete se interesa por saber si sus Varias antigüedades han servido para aclarar las dificultades propuestas por los traductores (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 105r [Córdoba, 12.1.1617]). El epistolario deja en silencio la respuesta a esta pregunta, pero el flujo de las consultas indica que, aunque hubiesen podido articular argumentos a favor de los libros plúmbeos a partir de los trabajos de Aldrete, siempre se requería continuar con precisión la defensa de los libros de plomo. Aldrete se mostró dispuesto a hacerlo y contó incluso con el apoyo

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logístico de Cristóbal de Aibar, quien se ocupaba de hacerle llegar los libros sobre materia semítica que Aldrete adquiría mediante agentes en el extranjero y que llegaban al puerto de Sevilla (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 98r [bis] [Córdoba, 26.2.1617], 99r [Córdoba, 3.3.1617]). Viceversa, Aldrete enviaba a Sevilla la Didascalia Multiplex de Francisco Fernández de Córdoba para consulta del arzobispo y anunciaba el término del pequeño tratado de Álvaro Pizaño de Palacios, en el que se demostraba que la proposición «espíritu de Dios» para referirse a Cristo había sido acuñada en los albores de la Iglesia, antes del surgimiento del islam y de las sectas que negaban la humanidad de Cristo (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 100r [Córdoba, 4.5.1617]; 120r [Córdoba, 28.10.1617]; leg. 6, 1.ª pte., 1063-1067r). Estos libros y manuscritos solicitados por Aldrete se emplearían, sin duda, en refinar el estudio de las relaciones históricas entre las lenguas semíticas y sus implicaciones para la comprensión de los escritos bíblicos y la defensa de los plomos del Sacromonte. Si Bernardo de Aldrete era estimado como una voz autorizada ante el circuito del arzobispo Castro, ante los lectores de sus libros el canónigo de Córdoba gozaba de la misma reputación. Esta buena fama trascendió el patrocinio y la vida de Pedro de Castro. En 1632, la suprema Inquisición consultó con Aldrete el asunto de los plomos. El canónigo rememoró entonces su contacto con el proceso, declaró estar enterado de los hallazgos desde el principio, hizo constar su larga conversación con Pedro de Castro y con Cristóbal de Aibar y subrayó la pertinencia de su trabajo para zanjar las controversias sobre el asunto: «Lo que él [Pedro de Castro] dixo en tan largo tiempo [sobre las objeciones de Gurmendi] tenía yo escrito y ympresso en mi libro de las antigüedades» (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 165r). Aldrete insiste en la necesidad de disponer de una traducción acreditada capaz de superar los defectos de las ya existentes; es decir, una versión definitiva que, como reitera, debía elaborarse con los originales. Asimismo, advierte que faltaba aún calificar los hallazgos «en fuerça de la misma lengua y sus dialectos» (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 165v). Esta segunda calificación, desde el estricto terreno gramatical, difuminaría las sospechas de islamismo que había renovado Gurmendi, pero requería el concurso de un perito en las lenguas árabe, hebrea, siria y caldea. Las indicaciones de Aldrete venían avaladas también con un ejemplo ilustre, a saber, el caso de la Biblia regia editada por

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Benito Arias Montano, cuya publicación propició numerosas críticas que atacaban las paráfrasis y particularmente la versión siria del Nuevo Testamento por contener vocablos blasfemos, que casi hicieron que se prohibiera la edición. A estos reparos respondió Francisco Lucas analizando la historia de las palabras en cuestión. Aldrete anota que el criterio de esas respuestas reivindicatorias de la Biblia de Arias Montano resulta idéntico al criterio que él mismo siguió en sus Varias antigüedades. Esos análisis retrotrajeron las palabras a «su primitiva significación», al tiempo que lograron mostrar tanto el significado original de los radicales como que el sentido que les «ahijaban era adulterino», es decir, posterior y sujeto a las mudanzas y transformaciones (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 166r). Así, a través de esta herramienta etimológica aplicada sistemáticamente a las palabras más sensibles, Aldrete se vincula a una comunidad de anticuarios e intelectuales que operan con un mismo conjunto de criterios. Su gesto vuelve a incidir en la potencia del fenómeno del Sacromonte para impulsar la continuidad y el cambio de su pensamiento gramatical. También cabe anotar que la comunidad de criterios con que operaba esta comunidad intelectual daba vueltas en círculo. El arzobispo Castro había ejercitado un montanismo sin Arias Montano; y, por su parte, Aldrete continuaba esa línea a través de la consulta de la obra de Francisco Lucas. Profundamente enraizado en el pensamiento gramatical de su época, Aldrete escogió rigurosamente en Quintiliano, Festo y Varrón la colección de mutaciones de «letras» para su primer libro y pudo renovar la forma de concebir y de demostrar el vínculo familiar entre el latín y el castellano. El canónigo insertó en sus análisis deliberadamente las palabras de la profecía del pergamino para descartar su vigencia en la Iglesia primitiva española. Después de recibir la perspicaz carta de Pedro de Castro en la que no se negaba la plausibilidad de los análisis del gramático, sino que le preguntaba por la fecha de la transformación del latín al castellano, Aldrete emprendió un segundo libro montado sobre las premisas gramaticales del primero, asimismo confirmatorio de sus tesis sobre la mudanza de las lenguas y el carácter profético del pergamino. La obra empleaba este poderoso aparato conceptual para analizar un grupo de palabras, sabiamente escogido, que implicaba la validación profunda del fondo semítico al que pertenecían numerosas palabras del pergamino y de los plomos. Esta argumentación nutría

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potencial y silenciosamente la defensa del fondo árabe de estos textos pues demostraba que su textura léxica procedía de una época anterior al surgimiento del islam e incluso anterior a la existencia del propio cristianismo. En consecuencia, los significados atribuibles al árabe de los hallazgos debían postularse en ese momento histórico primigenio y quedaban así conceptualmente limpios de trazas mahometanas. La posterior correspondencia con Pedro de Castro perfila la imagen intelectual de Aldrete, esto es, la de un erudito que continúa el estudio de las lenguas semíticas, que se convierte en una autoridad en la materia, que poco a poco revela sus criterios analíticos en retrospectiva y que encarna paradigmáticamente la práctica de los anticuarios con sus alcances y limitaciones; Aldrete profesa una concepción de su trabajo equivalente a un espacio con zonas donde él se reserva la última palabra, como es el caso de la tesis del origen latino del castellano, al tiempo que consolida su autoridad, realizada en la forja del punto de vista de un coleccionista de textos que los comenta, los somete a una minuciosa cala exegética premunida de instrumentos antiguos y modernos, y produce una verdad no absoluta pero suficientemente confiada en su exhaustividad y en la variedad de sus acercamientos. Su compleja articulación no se piensa como confinada a la soledad de los estudios, sino que está lista a enfrentar las réplicas y a reconocer que integra una comunidad de intelectuales que operan con los mismos criterios y que tratan de resolver los mismos problemas religiosos, políticos y epistemológicos aun con resultados diferentes. Detrás de los libros de Aldrete hay una fuerte discusión de problemas teológicos, sociales e incluso de metodología gramatical que el canónigo aborda desde un punto de vista institucional, como miembro del cabildo eclesiástico de Córdoba, pero asimismo como intelectual que emplea los recursos de los saberes a su alcance para proponer soluciones. En ese esfuerzo, transforma la manera de concebir la práctica de la disciplina gramatical. Además de aplicar un modelo que intenta dialogar con las antigüedades para restaurar un sentido originario que pueda justificar las alteraciones a las lecturas de textos practicadas entonces, desarrolla también un acercamiento que ordena los escritos de los latinos, griegos y contemporáneos con un criterio que, cuando alcanza su límite textual, acude al presente para iluminar el pasado; el mismo que lo habilita a incorporar los escritos de

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sus contemporáneos, como los del Inca Garcilaso, Mármol Carvajal o Juan de Pineda. En este panorama, el contacto personal de los intelectuales se revela como un elemento de extrema importancia porque influye en la obra, la argumentación y el espectro temático. En particular, su correspondencia delata que detrás de sus escritos subyace una conversación llena de tensiones, de preferencias temáticas y de una maleable postura argumental que pugna por hacer lugar a las sugerencias de Pedro de Castro y por no contradecir las opiniones que ha dado a la esfera pública y a las que ha llegado a través de su labor intelectual. Aldrete logra que las Varias antigüedades no contradigan las conclusiones del Del origen i principio, sino que, al contrario, las confirmen con el aparato demostrativo originalmente construido para refutar la plausibilidad histórica del castellano del pergamino. Fuera de la correspondencia, la dimensión personal de la obra trasluce también las consultas con los otros canónigos empapados en el asunto, como Francisco Fernández de Córdoba, y las conversaciones con el Inca Garcilaso de la Vega. En la porosa circulación de ideas e informaciones, este último esculpió también su pensamiento y su remembranza del Perú incorporando los criterios y consideraciones de los intelectuales que lo rodeaban y que se integraban iridiscentemente en el circuito de don Pedro de Castro.

V. El Inca Garcilaso de la Vega,

su circuito intelectual y la epistemología de los C omentarios reales

En 1605, Pedro de Castro se encontraba embarcado en los estudios de los libros de plomo y en el intercambio de cartas y memoriales con el cronista mayor de Indias, Antonio de Herrera y Tordesillas, para discutir los términos en que este escribiría la biografía de su padre, el gobernador del Perú Cristóbal Vaca de Castro, por incluirse en su Historia de los hechos de los castellanos (AASG, leg. 1, pte. 1, 667r/v [Valladolid, 8.10.1605]). Este último asunto se remontaba a los inicios de su carrera jurídica, cuando tomó estrecho conocimiento de la historia indiana al actuar como abogado de su progenitor en el largo proceso judicial que enfrentó. La Corona se querelló contra el gobernador por diversos cargos relacionados con su desempeño del gobierno del Perú (García, Vida 241-254). Aunque Pedro de Castro logró la reposición de su padre en el Consejo de Castilla, las crónicas de Agustín de Zárate y de Francisco López de Gómara se publicaron antes de la sentencia absolutoria y presentaban una imagen sombría del gobernador Vaca de Castro. Su familia —particularmente el futuro arzobispo— se empeñaba en patrocinar una versión de la historia indiana consecuente con la favorable sentencia final. Ese mismo año de 1605, el jesuita granadino Francisco de Castro (1567-1631) despachó una carta para informar al arzobispo de Granada sobre la escritura de los Comentarios reales donde el Inca Garcilaso de la Vega se ocupaba del antiguo gobernador del Perú: La voluntad y desseo que de servir a vuestra illustrísima tengo me da el argumento de esta carta. Y es que aquí en Córdova reside un cavallero, natural del Cuzco, descendiente de los reyes del Pirú, que se llama el

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capitán Garcilaso Inca de la Vega, el qual a compuesto un muy curioso libro que él intitula Comentarios reales del Pirú donde, començando del principio que aquel estendido imperio tuvo, a llegado ya a la rebelión y alçamiento de don Diego de Almagro el moço. Aquí quenta la ida a aquel reyno del señor licenciado Vaca de Castro, padre de vuestra illustrísima, y las cosas dignas de inmortal memoria que allá hizo en servicio de su rey. Quando yo las leí, por auérmelas comunicado su autor, recebí extraordinario gusto y juzgué que vuestra señoría illustrísima le recebiría también, si las leyesse. Díxeselo al capitán Garcilasso y como pensava escrebir a vuestra illustrísima suplicándole fuesse servido de ver lo que de su padre en esta historia se escribe para que se quitasse y añadiesse lo que a vuestra señoría illustrísima le pareziesse ser más conforme a la verdad, como quien tan bien la sabía. (AASG, leg. 1, pte. 1, 666r [Córdoba, 6.5.1605])158

La verdad a la que aludía el jesuita se refería a los alegatos de hecho y de derecho que el joven Pedro de Castro había compuesto para litigar en la causa de su padre y que habían sido sancionados positivamente. Cuando la carta llegó a sus manos, el nombre de Garcilaso hubo de haberle sonado familiar, pues los Vaca de Castro gozaban, en Perú, de una renta nutrida, procedente del antiguo repartimiento del capitán Garcilaso de la Vega Vargas, padre del cronista mestizo159. Este último compartía el mismo interés de Pedro de Castro por recurrir al discurso histórico para limpiar la memoria del capitán Garcilaso, que había sido calificado de oportunista durante las guerras civiles de los conquistadores contra la Corona (Gómara 82v [cap. 182]). De esta manera las posiciones de Pedro de Castro y del Inca Garcilaso coincidían. ¿Cómo llegó el Inca Garcilaso a pertenecer al círculo intelectual del jesuita Francisco de Castro y cómo participa de la intensa reflexión propiciada por las apariciones del Sacromonte? En este capítulo se explora la manera específica a través de la cual Garcilaso se 158. Miguel Maticorena («El Inca» 266-267) dio a conocer el paradero de esta carta, en 1998, sin precisar el lugar bibliográfico. Independientemente de la contribución de Maticorena y aparentemente sin conocerla, Martínez Ruiz («El humanismo» 114-115) publicó parte de la misma carta. He editado la carta completa y otros materiales concomitantes en Cárdenas Bunsen, «Correspondencia» 436-438. 159. «El rey hizo merced al hijo de Vaca de Castro de veinte mil pesos de renta en esta ciudad [Arequipa] y diósele para ellos los repartimientos de Garcilaso de la Vega y del licenciado de la Gama» (AACuz, Época colonial, catedral del Cuzco, libro primero de cabildo 116r [Cuzco, 18.3.1561]).

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insertó en este círculo y rastrea las huellas de esta comunidad intelectual en sus libros finales. Asimismo, se demuestra que la participación de Garcilaso en este circuito de intelectuales depende de su posición en el clero cordobés y de los requisitos personales e intelectuales que debía satisfacer para consolidar su carrera eclesiástica. Al escribir sus Comentarios reales, Garcilaso integró a estos requisitos eclesiásticos la novedosa aproximación anticuaria que llevaban a cabo los intelectuales que lo rodeaban en Córdoba. Manuel Nieto Cumplido (396) mostró que el Inca Garcilaso había servido como sacristán de la capilla de la Resurrección, ubicada en la mezquita-catedral de Córdoba. Siguiendo la pista de esta importante contribución, la investigación realizada para este libro me ha conducido a encontrar las constituciones originales de dicha capilla, identificar los nombres de sus patrones y, sobre todo, precisar los perfiles personales e intelectuales de su clero y de sus oficiales. A partir de la reconstrucción que esta documentación permite, emerge una imagen segura de algunos aspectos desconocidos de la biografía, de la posición social y de la preparación intelectual del Inca Garcilaso que hace posible identificar las disciplinas y saberes que informan las premisas de los Comentarios reales, así como asociar el retrato que diseñó para sí en sus escritos con los lineamientos de la carrera eclesiástica. Para la obtención de su sacristanía, Garcilaso tenía que ser cristiano viejo, estudiar para clérigo y dominar la gramática y la música. Como resultado, Garcilaso incluyó en sus libros su propia genealogía, recordó su temprana e incompleta educación cuzqueña y probó abierta y fehacientemente la competencia intelectual requerida en sus disquisiciones gramaticales y en sus descripciones de la música de los incas. Sin exhibir un aparato de citas, Garcilaso también mostró, en sus Comentarios reales, su conocimiento del derecho canónico y de la teología de Pedro Lombardo, disciplinas que no se les exigían a los sacristanes, sino a las dignidades más altas del clero catedralicio. Al escribir sus Comentarios reales, a este sustrato conformado por las disciplinas de la carrera eclesiástica en su versión cordobesa, Garcilaso superpuso la renovación de los métodos y las prácticas de los anticuarios y gramáticos, la cual pasaba por un momento extraordinario con el impulso del estudio del Sacromonte. Ambas capas forman la urdimbre sobre la que Garcilaso escribe la historia indígena, enmarca la presentación de su cultura y arguye a favor de

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sus aspiraciones eclesiásticas. Así, la situación concreta del Inca en el clero de Córdoba y el reflejo de ello en sus obras conducen a concluir que ninguna de las disciplinas de la carrera eclesiástica por sí sola ni la incorporación de las recientes tendencias anticuarias y filológicas define la fundamentación teórica del libro, pero sí la convergencia de estos conocimientos. La sacristanía, sus constituciones y los requerimientos asociados para la pertenencia al clero constituyeron el marco institucional concreto en el que Garcilaso estuvo inserto durante la redacción de sus últimos libros. Además de su impacto en las premisas conceptuales de la obra, este estudio ha permitido encontrar el reflejo de la sacristanía de Garcilaso en la focalización de algunos fragmentos, en la selección de algunas comparaciones y en las memorias de su educación cuzqueña, las cuales aluden al joven Garcilaso como un talentoso estudiante de gramática y de buena voz, pero con un curso de estudios incompletos debido a las guerras civiles. Este autorretrato juvenil no solo se adecua con las constituciones de la capilla de la Resurrección —que perfilaban la imagen de un sacristán estudiante—; también sus aspectos complementarios responden al estatuto de limpieza de sangre proyectado en la construcción de un linaje incaico convertido desde hacía poco tiempo, a pesar de ser, paradójicamente, de virtuosa cristiandad inmemorial. La documentación prueba que la sacristanía de la capilla de la Resurrección ponía a Garcilaso en relación directa con el patrón de la capilla, Diego de Córdoba Ponce de León, a efectos de su elección para el servicio de la sacristía, y con el cabildo eclesiástico de Córdoba en lo respectivo a la liturgia. Este cuerpo eclesiástico propuso promoverlo a capellán, atendió a sus peticiones para financiar las curaciones del hospital de la Limpia Concepción, siguió algún consejo arquitectónico suyo sobre la remodelación de la mezquita catedral y aceptó ser el patrón de su capilla funeraria. En última instancia, el puesto del Inca Garcilaso en el clero catedralicio explica su presencia en la red del Sacromonte y su cercano contacto con los intelectuales de Córdoba. En el desarrollo de este capítulo, reconstruyo la fundación de la capilla de la Resurrección y sus estipulaciones para elegir a sus capellanes y sacristanes. Sobre la base de este confiable comportamiento institucional, se pasará luego a recrear los pasos adoptados hasta que se nombró sacristán a Garcilaso, discutir su relación con el cabildo

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eclesiástico y llenar ciertos vacíos biográficos; analizaré a continuación los Comentarios reales para identificar el reflejo que su puesto eclesiástico tuvo en sus escritos. Mostraré luego como las disciplinas que debía manejar el sacristán —y también el alto clero— anclan la narración histórica en un marco teórico con el que Garcilaso dota de una fuerte calidad argumental los hechos que narra. Finalmente revisaré la intersección entre estas disciplinas y la narración histórica en algunos episodios centrales de los Comentarios reales. La sacristanía de Garcilaso dependía de la fundación de una capilla en la catedral de Córdoba, lo cual había sucedido mucho antes de que este estableciera su residencia en la ciudad. Su historia encierra numerosas claves para comprender la futura posición personal e intelectual de su ilustre sacristán.

1. La capilla de la Resurrección: su fundación y constituciones En 1569, Matías Mutenhoamer, prior y canónigo de la catedral de Córdoba, otorgó un poder pleno a su albacea Luis Carro para fundar una capilla funeraria en el lugar que el cabildo eclesiástico le había concedido, en 1558, para su entierro (Nieto Cumplido 396). El 17 de febrero de 1570, Luis Carro instituyó oficialmente la capilla de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo ante el notario Juan Damas (AHPC, Oficio 7, 15321 P, Fundación de capellanía). Este instrumento legal contenía las constituciones oficiales de la capilla, la institución de dos capellanías y una sacristanía perpetuas y el perfil personal e intelectual de su clero. A los capellanes se les requería ser cristianos viejos, es decir, sus dos padres y sus cuatro abuelos debían haber sido cristianos sin trazas de parentesco judío o musulmán, y sin registro de haber recibido condena inquisitorial alguna (AHPC, Oficio 7, 15321 P, Fundación de capellanía). El sacristán estaba sometido a los mismos requisitos sobre su linaje y, además, su perfil intelectual tenía que ser cuidadosamente examinado antes de su nombramiento. Para servir la sacristía, las constituciones le exigían dos habilidades, a saber, cantar bien y entender latín:

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los tales sacristanes que fueren primero que sean admitidos an de ser examinados en si saben bien cantar e leer porque ansí combiene a el seruicio de la dicha capilla e no an de ser legos sino estudiantes e de quien se presume que an de ser clérigos o que estudien para ello. (AHPC, Oficio 7, 15321 P, Fundación de capellanía)

Como obligación principal el sacristán asistiría a los capellanes en las misas y tendría a su cargo los aspectos prácticos de la capilla: abrir y cerrar sus rejas; cambiar los frontales, manteles y ornamentos según la estación litúrgica; mantener la platería y abastecer de vino y hostias a los capellanes (AHPC, Oficio 7, 15321, Fundación de capellanía). El capellán y los sacristanes debían de servir la capilla personalmente y no por sustitutos, excepto en caso de enfermedad. Los capellanes rezarían veinticinco misas cada mes en memoria de su fundador, de sus padres y del obispo Leopoldo de Austria. Las obligaciones del sacristán de asistir las misas hacían un total de trescientas misas al año. Este sacristán debía, además, asistir en el coro de la catedral todos los domingos, fiestas mayores y Semana Santa cantando las siguientes horas canónicas: Iten obligo ansí a el sacristán nombrado por el fundador como a los que después dél subcedieren a que sean obligados a servir el choro de la iglesia mayor todos los domingos e fiestas de guardar e semana sancta e esto a de ser a las vísperas e cumpletas de las vísperas e cumpletas de las fiestas e domingos e fiestas e pasquas e a tercia e a misa e a las vísperas de aquellas fiestas. (AHPC, Oficio 7, 15321 P, Fundación de capellanía)

Matías Mutenhoamer legó una dotación de bienes inmuebles y rentas para solventar el mantenimiento de la capilla y pagar los salarios de los clérigos160. La compensación del sacristán era un monto fijo anual de cien mil maravedís.

160. «Digo y declaro que la renta que yo dexo complida para la capilla e capellanes, fábrica y sacrestía y las demás posesiones que tiene son ziento e quarenta y quatro mill y docientos e tres maravedís y medio de juro de su magestad real sobre el almojarifazgo castellano de la ciudad de Córdoba de que a privilegio e carta de benta de su magestad don Phelipe nuestro señor. E dos pares de casas en la collación de Santa María e ni de las unas con las otras e ambas con las casas obispales de Córdoba que con las casas que eran del dicho señor prior y son agora del señor don E. Torres Corral tesorero y canónigo de Córdoba y con huerta del maestro

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Luis Carro nombró un patrón a cargo de examinar la limpieza de los capellanes y del sacristán, y proponer sus nombres al cabildo eclesiástico para obtener pleno acceso al coro tras la confirmación de sus exámenes de limpieza por parte de este cuerpo eclesiástico. A pesar de tratarse de una capilla privada, las constituciones de la capilla de la Resurrección se subordinaban a los estatutos de toda la catedral que le exigía a todo el clero someterse al examen de limpieza de sangre y probar su suficiencia en gramática (Iglesia católica, Estatutos 25v-26r, 54v). Asimismo, las constituciones compartían numerosas semejanzas con el reglamento de otras capillas dotadas y establecidas por propietarios privados en la catedral. Así, se esperaba que los capellanes y el sacristán llevaran una vida ejemplar, no podían ser siervos de un señor eclesiástico o secular ni tener otros beneficios eclesiásticos (ACC, Constituciones de las capillas en lo tocante al servicio de coro 6v, 7r, 31r/v, 43r). Poco después de la fundación de la capilla, Luis Carro la puso en funcionamiento. Nombró a Andrés López como capellán y a Gonzalo Llanos como sacristán; exceptuó de obligaciones al segundo capellán, Luis de Armstorff, hasta su ordenación; los presentó a todos ante el cabildo eclesiástico para la confirmación del examen de limpieza de sangre, labor que el cabildo realizó con diligencia (ACC, Actas capitulares, vol. 20, 131v, 148v, 156v [Córdoba, 28.8., 25.10. y 20.12.1570]). Desde entonces el cabildo catedralicio examinó escrupulosamente al clero de la capilla de la Resurrección cada vez que había de renovarse (ACC, Actas capitulares, vol. 28, 190r [10.5.1588]; vol. 31, 258r [3.4.1596]; vol. 31, 327r-332r [6.11.1596]; vol. 34, 209v [21.10.1601]). Al principio, Luis Carro actuó como patrón de la capilla; a su muerte lo relevó en el cargo Diego Fernández de Córdoba Ponce de León161, a quien sucederían sus herederos como patrones perpetuos (AHN Clero, libro 2989 sub censos y tributos 1571 s. f.; CVV, vol. 256, 89r). Personalmente, Luis Carro confiaba en Diego de Córdoba a quien eligió como testigo de su propio testamento (AHPC, Oficio 18, 13582 P [Córdoba, mar. 1571, s. f.]). Diego de Córdoba y su familia dirigieron desde entonces la vida de la capilla. Como Luis de Valenzuela y están en una calleja sin salida todo lo qual aplico por dote de la dicha capilla» (AHPC, Oficio 7, 15321 P). 161. En adelante lo llamaré simplemente Diego de Córdoba.

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patrones perpetuos, las constituciones los obligaban, junto con el visitador del obispado, a supervisar la capilla en marzo de cada año, verificar que los capellanes y el sacristán cumplieran sus obligaciones litúrgicas y penalizarlos, en casos de cometer faltas, descontándoles cantidades determinadas de sus salarios (AHPC, Oficio 7, 15321 P, Fundación de capellanía). Establecida en esta forma, la capilla de la Resurrección se incardinaba en la estructura jerárquica de la catedral, cuyo cabildo debía dar el permiso a sus oficiales para cumplir sus labores en el coro. Por medio de Diego de Córdoba, la capilla de la Resurrección se cruzaría en la vida del Inca Garcilaso de la Vega y de su circuito intelectual.

2. Garcilaso, Diego de Córdoba y la capilla de la Resurrección En 1591, Garcilaso se afincó en Córdoba (Miró Quesada, El Inca 151). Participó activamente en su vida intelectual y religiosa a través de varias actividades desarrolladas en el sagrario de la catedral —situado contiguamente a la capilla que serviría, actualmente convertida en su sacristía— actuando como padrino en bautizos y como testigo en matrimonios (Torre y del Cerro 26, 33, 41, 46, 52, 53). Más tarde, Garcilaso establecería una relación más formal con la catedral al incorporarse al clero. Manuel Nieto Cumplido ha revelado que Garcilaso fue sacristán de la capilla de la Resurrección (Nieto Cumplido 425). Así se consigna en la primera visita que el obispo Diego de Mardones realizó en 1607. Su visitador Joan Maldonado de San Miguel supervisó el estado de la capilla de la Resurrección y reportó que esta ofrecía servicio de coro a toda la catedral, inventarió sus rentas y dio cuenta del clero que la servía. Maldonado identificó a Garcilaso como el sacristán y notó que no servía en el coro por haber sido exceptuado de tal obligación: «servicio de coro con Garcilaso Inga de la Vega. Asimismo no se haze cuenta de servicio de coro con el dicho sacristán por estar reservado dél» (AGOC, Provisorato ordinario, leg. 6, Visita de la capilla de la Resurrección). Este documento llena un vacío en la biografía de Garcilaso y abre nuevas preguntas sobre su vida. Por un lado, prueba que Garcilaso tuvo una sacristanía en la catedral y que cumplió con el requisito constitucional de ser considerado cristiano viejo y dominar la gramática

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y el canto. Por otro lado, se imponen algunas cuestiones que carecen de soporte documental: ¿cuándo aceptó Garcilaso su nombramiento?, ¿cuándo se le examinó para saber si cumplía con los requisitos establecidos en las constituciones de la capilla y qué significa su reserva del coro? El procedimiento habitual para nombrar al clero de la capilla de la Resurrección, las actividades del cabildo eclesiástico y la identidad del patrón de la capilla aclaran numerosos aspectos del nombramiento de Garcilaso. En primer lugar, la personalidad del patrón de la capilla y su vínculo con Garcilaso arrojan luz sobre el proceso. Era potestad de Diego de Córdoba nombrar al sacristán y presentarlo al cabildo eclesiástico. Hay documentación que indica que Diego de Córdoba estaba convencido del talento de Garcilaso (Vargas Ugarte, «Nota» 106). Los unía, además, un parentesco político: Diego Fernández de Córdoba Ponce de León era el hijo segundo de Andrés Ponce de León, y Garcilaso estaba emparentado con su familia por el matrimonio entre su tío Alonso de Vargas y Luisa Ponce de León (ARCG, caja 14462, pieza 8, Testamento de Andrés Ponce de León; Porras, El Inca Garcilaso XII). En una nota al margen del ejemplar de los impresos de Bartolomé de las Casas, que había tomado en préstamo del Inca Garcilaso, Diego de Córdoba hizo constar que profesaba una gran estima intelectual por el cronista, con quien sostuvo conversaciones sobre las Indias y sobre quien dice que solía declarar que su fortuna había sido adquirida injustamente remitiendo a las tesis lascasianas sobre la justicia de la conquista (Vargas Ugarte, «Nota» 106). Por este fuerte vínculo personal, es seguro establecer que Diego de Córdoba fue la persona que nombró a Garcilaso sacristán de la capilla cuyo patronato recaía en sus manos. Es más difícil fijar la fecha en que tuvo lugar el nombramiento y la subsiguiente presentación ante el cabildo eclesiástico para obtener la licencia de entrar al coro porque no se conserva documentación al respecto. Ante la falta de documentación solo queda postular hipotéticamente que el nombramiento debió ocurrir en el lapso comprendido entre 1594 y 1602. Estas fechas se pueden conjeturar sobre la base de un hecho documentado notarialmente y a partir de indicios relacionados con la prominencia que Diego de Córdoba adquirió en la ciudad y ante su cabildo eclesiástico, y con ciertos pasajes de Garcilaso que parecen aclararse al vincularlos con sus labores de sacristán.

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Primero, a Garcilaso se le llama clérigo en un protocolo notarial datado el 11 de agosto de 1597, el cual establece una adscripción al clero ya constituida antes de esta fecha (Torre y del Cerro 43). Segundo, Diego de Córdoba ganó una gran prominencia en la ciudad y ante su cabildo eclesiástico en el periodo de 1594 y 1602, y este clima pudo haber favorecido bien sus propuestas ante el cabildo de la catedral. Como hijo segundo de Andrés Ponce de León, su situación familiar lo excluía de heredar el mayorazgo familiar; no obstante, ocupó un puesto de importancia en Córdoba gracias al patrocinio de Pedro Fernández de Córdoba, marqués de Priego. En 1594, este solicitó a Felipe III transferir a Diego de Córdoba su veinticuatría, es decir, su puesto como uno de los caballeros veinticuatros del regimiento cordobés. Previamente el marqués había renunciado a ese puesto para crear su correspondiente vacante en el concejo (AHMC, caja 22, doc. 52, Prueba de nobleza de Diego de Córdoba Ponce de León). Tras el escrutinio de su nobleza, limpieza de sangre y habilidades personales, Diego se convirtió en uno de los veinticuatro caballeros que trabajaban con los jurados de Córdoba, electos por el pueblo, y con el corregidor nombrado por el rey para votar y aprobar la legislación municipal (AAC, C22, doc. 52, Prueba de nobleza de Diego de Córdoba Ponce de León)162. Además, Diego de Córdoba representó al marqués de Priego ante el cabildo eclesiástico en el largo proceso de negociación de los plazos para pagar los diezmos que el marqués habitualmente adeudaba y respecto de los cuales había sido demandado en 1568 (ARCG, caja 251, pieza 1, Pleito del deán y el cabildo eclesiástico de Córdoba contra los marqueses de Priego, 1-7v). Esta representación ante el cabildo eclesiástico alcanzó su pico en 1602, cuando firmó, en nombre del marqués de Priego, un acuerdo para regularizar el calendario de pagos que pretendía detener la mutua confrontación legal (ACC, Actas capitulares, vol. 35: 76v [Córdoba, 28.6.1602]). En consecuencia, el patronazgo de la capilla de la Resurrección, la posición activa de Diego en el gobierno de la ciudad desde 1595 y sus negociaciones con el cabildo eclesiástico allanaron el camino para que se aceptara favorablemente su propuesta de Garcilaso como sacristán en este periodo. 162. Para un estudio de la composición del cabildo de la ciudad, véase Bernardo Ares 341-344.

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Tercero, el lapso de 1594-1602 se refuerza como periodo para la obtención de la sacristanía si vinculamos dos pasajes de Garcilaso posiblemente asociados a sus obligaciones litúrgicas. Garcilaso expresó su deseo de expurgar de contenidos profanos las Liciones de Job de Garci Sánchez de Badajoz por su deseo de preservar la destreza verbal del poeta y de «ver aquel pedaço de la santa escritura que son las nueue lectiones que se cantan a los difuntos restituido en su puro y espiritual sentido» (Garcilaso, Relación 36)163. Esta empresa lírica intentó llevarla a cabo precisamente en «las vacaciones del estío pasado de noventa y quatro», pero ciertos apremios le hicieron desamparar «sus estudios» (Garcilaso, Relación 37-38). En su gravamen como sacristán, Garcilaso tenía que asistir a la misa de réquiem y al canto de la vigilia de difuntos en memoria del fundador (en la que se contenían los salmos que había parodiado Sánchez de Badajoz) cada domingo a la una de la tarde so pena de un descuento de doce maravedís que se destinaría a la fábrica de la capilla (AHPC, Oficio 7, 15312 P). Al escribir el primer libro de los Comentarios reales hacia 1600, según las fechas que consigna, Garcilaso expresa su temor de que Antonio de Herrera y Tordesillas hurtara la Florida «porque aquel libro, por mi ocupación, fue sin mí a pedir su calificación, y sé que anduvo por muchas manos» (Garcilaso, Comentarios I: 25 [lib. 1, cap. 7])164. La «ocupación» a la que se refiere Garcilaso puede referirse a la sacristanía que requería su presencia en Córdoba durante toda la semana, más aún si a esta añadió en ocasiones tareas adicionales, como lo hizo entre 1605 y 1608, sobre lo que volveré más adelante. En consecuencia, del tratamiento de clérigo en el protocolo de 1597 y de los indicios proporcionados por las actividades de Diego de Córdoba y los escritos de Garcilaso, se deduce que el Inca recibió la sacristanía entre 1594 y 1602. Persuadido del talento de Garcilaso, Diego de Córdoba, al nombrarlo para el servicio de la sacristía, no favorecía simplemente a un amigo; respetaba también la última voluntad de Matías Mutenhoamer que había mandado elegir al clero de la capilla de acuerdo a su talento 163. Para un estudio de la poesía de Garci Sánchez de Badajoz, el patronazgo de la casa de Feria y la relación con el Inca Garcilaso, véanse Gallagher 10-22 y Chang-Rodríguez 87-96. 164. La Florida efectivamente estuvo en manos de Antonio de Herrera, de la que sacó un extracto que incorporó a sus Décadas (Maticorena, «Estudio» 96-107).

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y calificaciones165. Diego de Córdoba cumplió también con el requisito de elegir como sacristán a un clérigo o a un individuo que se encontrara cursando estudios para hacerse clérigo. Garcilaso se encontraba en este proceso en cierto momento de su vida anterior a 1597, como hemos visto, por el protocolo notarial donde ya se le concede el tratamiento de clérigo (Torre y del Cerro 43; Chang-Rodríguez 49). La fecha exacta en que Garcilaso recibió la sacristanía no se puede precisar con la documentación sobreviviente. Tras una revisión completa de las reuniones del cabildo catedralicio entre 1588 y 1616, se puede establecer que no queda registro de la iniciación del proceso de examen capitular de limpieza de sangre a favor de Garcilaso que le hubiese concedido posesión plena de su sacristanía y que, desde 1530, era un requisito para la concesión del acceso al coro de la catedral (Iglesia católica, Estatutos 54v)166. En el marco del registro minucioso de estos exámenes en las actas capitulares, esta falta de evidencia documental no constituye un vacío, sino la indicación de que el proceso nunca se inició a través de este canal, dado que contrasta fuertemente con los rigurosos exámenes de los otros capellanes y sacristanes de la capilla167. Tampoco hay huella de dispensa alguna ni de una consulta formal elevada al Obispado del Cuzco sobre el linaje de Garcilaso168. El hecho de que la visita de 1607 reconozca a Garcilaso como sacristán, junto a la total ausencia de huellas de su prueba de limpie165. Su voluntad se expresó en el privilegio concedido al primer capellán Miguel de Armstorff que lo liberaba de la carga litúrgica y le pagaba su salario entero para financiar sus estudios en Alcalá de Henares (AHPC, Oficio 7, 15321 P, Fundación de capellanía). 166. Excepto que este proceso haya tenido lugar en 1592 pues han desaparecido las actas capitulares concernientes a ese año, pero esta posibilidad resulta improbable por los viajes que Garcilaso realiza entre 1592 y 1593 a Las Posadas (Asensio, «Dos cartas» 586-587; Durand, «La redacción» 296). 167. Para el lector que guste verificar los procedimientos de evaluación del clero de la capilla de la Resurrección, las ubicaciones exactas de los exámenes de limpieza pertinentes son las siguientes: ACC, Actas capitulares, vol. 20: 131v, 148v, 156v [Córdoba, 28.8, 25.10 y 20.12.1570]; vol. 28: 190r [10.5.1588]; vol. 31: 258r [3.4.1596]; vol. 31: 327r-332r [6.11.1596]; vol. 34: 209v [21.10.1601]. Además, se conservan las pruebas de los capellanes Miguel de Armstorff [1578], Antón Ruiz de Valdelomar [1588] y Bartolomé Gil de Aguilar [1601] (ACC, Secretaría, Expedientes de limpieza de sangre, cajas 5002, 7506 y 7530, respectivamente). 168. Normalmente las pruebas de limpieza se realizaban en los obispados donde habían nacido los aspirantes a puestos clericales y sus padres. No hay registro de una consulta oficial desde Córdoba respecto de Garcilaso en el Archivo Arzobispal del Cuzco.

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za de sangre, conduce a conjeturar que Garcilaso efectivamente se desempeñó como sacristán, pero sin recibir la posesión plena de su sacristanía. Así las cosas, la interpretación de los hechos resulta más compleja que en otros casos documentados del clero de la capilla y obliga a reconstruir con especial rigor la naturaleza de la admisión de Garcilaso al clero de la Catedral.

3. El

nombramiento de

Garcilaso

y su vínculo formal con el

cabildo eclesiástico

El nombramiento de Garcilaso coincidió con un periodo propicio para su promoción: las necesidades de la catedral de dotarse de individuos competentes se hicieron más apremiantes. El cabildo eclesiástico adoptó las decisiones tridentinas para el nombramiento de individuos calificados en todos los niveles de la carrera eclesiástica al punto que su puesta en vigor se complementó con un decreto que mandaba votar al cabildo a favor de individuos calificados para todos los puestos catedralicios desde los jóvenes coristas, acólitos, sacristanes y capellanes hasta los canónigos y las dignidades (ACC, Actas capitulares, vol. 35: 181r [12.3.1603]). Por su centralidad en la liturgia, la búsqueda de individuos calificados para el coro era un asunto de primera importancia y la supervisión del cuerpo de músicos y cantantes demandaba la atención constante del cabildo. Los canónigos controlaban regularmente su funcionamiento supervisando el canto de las horas canónicas, seleccionando a los cantantes con el entrenamiento y las voces adecuadas, aprobando con frecuencia normas pertinentes para sus cambiantes necesidades y conduciendo oposiciones para contratar a individuos de buena voz en las que se les examinaba de latín y canto llano. En este última prueba el presidente del coro abría el misal y elegía una epístola o algún capítulo evangélico para que el candidato lo leyera y explicara; luego mandaba a los finalistas al chantre para evaluar la voz del candidato y determinar su aptitud respecto de las especificaciones de la búsqueda (ACC, Actas capitulares, vol. 32: 55v [22.10.1597])169. 169. De diferentes búsquedas se desprende que los géneros musicales que elegía el chantre en las pruebas de canto eran lamentaciones, fragmentos de la pasión,

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Estas decisiones del cabildo complementaban perfectamente el espíritu de las constituciones de la capilla de la Resurrección sobre la cualificación de su clero y, en conjunción con las influyentes relaciones de Diego de Córdoba con el cabildo, terminan de configurar el escenario favorable para que la incorporación de Garcilaso a su sacristanía fuera aceptada por los canónigos. A juzgar por sus escritos, los Comentarios reales se fundan en el dominio gramatical de su autor y contienen huellas de su entrenamiento musical, cuyo lenguaje técnico emerge en sus descripciones de la música de los incas (Garcilaso, Comentarios reales I: 9-10 [Advertencias acerca de la lengua general], I: 119-120 [lib. 2, cap. 26])170. A pesar de este ambiente favorable, la concesión de la posesión plena de la sacristía y del acceso al coro queda como un asunto pendiente de comprobación documental. No obstante, las intervenciones directas e indirectas de Garcilaso ante el cabildo eclesiástico, que se han podido documentar por primera vez durante la investigación de este libro, indican que los canónigos tenían la voluntad de promoverlo a capellán, atender seriamente a sus peticiones como administrador hospitalario y observar sus consejos sobre el decoro de la catedral. En otras palabras, las relaciones documentadas de Garcilaso con el cabildo eclesiástico implican que se le veía como un individuo idóneo para servir en puestos de responsabilidad e incluso algunos pensaban que ostentaba un rango más alto en la jerarquía eclesiástica. A esta base documental se suman las alusiones en los Comentarios reales a su voz, los recuerdos de su temprana educación y la insistencia de retratarse como un estudiante. De esta convergencia de pruebas documentales e interpretativas pertinentes se desprende la fuerte posibilidad de que Garcilaso sirviera efectivamente en la capilla musical de la catedral. Esta conjetura porta consigo la necesidad de determinar qué mecanismo hizo posible la obtención del permiso de acceso al coro para el Inca Garcilaso. Elaborar una interpretación ajustada precisa conjugar la información documental con el estudio del comportamiento institucional para proceder con seguridad en el establecimiento del proceso. contrapuntos y chanzonetas (ACC, Actas capitulares, vol. 32: 96v [28.3.1598], vol. 33: 93v-94r [5.11.1599). 170. Véanse también Durand, El Inca 130-134; y Cerrón Palomino 123-142.

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En primer lugar, la documentación establece que la posición de Garcilaso en el clero era la de un sacristán. Esta información completa una laguna biográfica que permite ubicar institucionalmente a Garcilaso y descartar que recibiera órdenes menores, de lo cual no queda registro alguno en el obispado de Córdoba171. No se trata en este caso de un vacío documental, sino de un reflejo de la naturaleza de la sacristanía y del servicio del coro. Para conferir ambos ministerios, el derecho canónico no requería que los sacristanes ni los miembros del coro tuvieran siquiera órdenes menores: bastaba un nombramiento del arcediano para la sacristanía y un encargo por parte de un sacerdote autorizado para conferir el ministerio del coro pronunciando la fórmula: «Vide ut quod ore cantas, corde credas, et quod cordi credis, operibus comprobes» (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, c. 1. X.I. 26; c. 20. D. 23) [Mira que lo que cantas con la boca, lo creas en tu corazón y lo que crees en tu corazón lo compruebes en tus obras]. En segundo lugar, la sacristanía de Garcilaso lo incardinaba al clero de la catedral de Córdoba, lo sujetaba a sus estatutos y lo sometía a la autoridad directa del cabildo eclesiástico y del obispo (no de una orden terciaria ni de la Compañía de Jesús). A este respecto, los estatutos de la catedral demandaban el examen de limpieza de sangre para cantar en el coro del deán y del cabildo. No obstante, debido a la constante necesidad de proveer la capilla de cantores de buenas voces, así como a la voluntad de promover el talento, el cabildo decidió admitir al coro a los colegiales y seminaristas por no estar comprendidos en el estatuto de limpieza de sangre y por confiar en que este último proceso ya habría recibido la atención necesaria de sus respectivas escuelas172. Esta era, en realidad, una práctica consuetudinaria 171. La falta de información sobre el puesto de Garcilaso ha conducido a hipótesis no fundadas en sus biografías. Entre otros, Varner (354) ha sostenido gratuitamente que el Inca estaba en falta al esconder sus obligaciones religiosas y recientemente Bernand (222) ha afirmado, sin apoyo documental, que Garcilaso integró una orden terciaria como sacerdote e hizo votos de pobreza, castidad y obediencia. Las apariciones de Garcilaso ante el cabildo eclesiástico indican que no andaba en falta flagrante y, por otro lado, si bien la sacristanía prescribía una vida virtuosa, no requería de los votos solemnes. Ambas conjeturas carecen de todo sustento documental. 172. «Iten que los colesiales del seminario por no ser comprehendidos en el estatuto de limpieza que esta santa iglesia tiene puedan entrar como asta aquí en el choro a servir con sus sobrepellices pues no ay ningún inconveniente y an satisfecho al

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y su formalización capitular pudo haber beneficiado a Garcilaso, a quien el patrón de la capilla, Diego de Córdoba, consideraba cristiano viejo —las constituciones requerían del sacristán esta cualidad— y a quien el cabildo eclesiástico lo proponía para la capellanía de la Fuensanta confirmando su confianza en esa condición y revelando acaso posibles aspiraciones del propio Garcilaso (ACC, Actas capitulares, vol. 36: 168r/v [26.4.1605]). En tercer lugar, esta entrada al coro, dispensada por el cabildo a los colegiales y estudiantes sin el examen de limpieza capitular, puede aplicarse a Garcilaso en virtud de su vínculo con la capilla de la Resurrección —que requería (reitero) ser cristiano viejo—, pero también del contenido de algunas cartas, menciones y pasajes de los Comentarios reales en los que Garcilaso aparece o se presenta como estudiante. Documentalmente, las constituciones de la capilla excluían de la sacristanía a los legos y mandaban nombrar a «estudiantes e de quien se presume que an de ser clérigos o que estudien para ello» (AHPC, Oficio 7, 15321 P, Fundación de capellanía). El propio Garcilaso declara haber recibido lecciones privadas en artes liberales del teólogo Pedro Sánchez de Herrera, en Montilla, y recusa modestamente los elogios del anticuario Fernández Franco admitiendo su tardía condición estudiantil: «suplico a v. m. me trate como a soldado, que perdido por mala paga y tarde, se ha hecho estudiante» (Asensio 585 [31.12.1592], cursivas mías; Durand, «El proceso» 258-259). Además, sus escritos insisten repetidamente en el estrecho contacto con los profesores jesuitas con los que coopera y de quienes se aconseja. Garcilaso declara que pensaba asistir a Juan de Pineda para restaurar el sentido espiritual de la poesía de Garci Sánchez de Badajoz, que Pedro Maldonado de Saavedra le entregó los papeles rotos de Blas Valera, que los maestros Jerónimo de Prado y Miguel Vásquez de Padilla le aconsejaron quitar de su Florida un capítulo sobre creencias indias en la resurrección, y que Francisco de Castro, profesor de retórica, le facilitó cartas anuas para que las citase en los Comentarios reales (Garcilaso, Relación 37; Comentarios, I: 21 [lib. 1, cap. 6], I: 81 [lib. 2, cap. 7], II: 143 [lib. 7, cap. 25]; Diálogos de amor 11 [A don Maximiliano de Austria]; cf. Mora 111-115). colesio auiéndoles hecho información de cristianos viejos» (ACC, Actas capitulares vol. 32: f. 110v [14.5.1598]).

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La documentación externa confirma estos contactos como fehacientemente lo prueba la carta de Francisco de Castro a Pedro de Castro sobre los manuscritos de Garcilaso y las citas de la etimología garcilasiana del nombre del Perú que Juan de Pineda conoce antes de la publicación de los Comentarios reales (AASG, leg. 1, pte. 1, 666r [Córdoba, 6.5.1605]; Pineda 208 [lib. 4, cap. 4 ]; 569 [lib. 8, cap. 1]; cf. Cárdenas Bunsen, «Correspondencia» 423-424; López Parada, «Selección» 133-136). Esta cercanía sugiere que Garcilaso pudo haber cursado estudios de letras en el Colegio de Santa Catalina de Córdoba, la escuela más apropiada para un estudiante mayor no solo por haber sido el primer colegio jesuita establecido en Andalucía, sino por haber sido fundado para convertirse en un ámbito orientado a los estudios generales con el patrocinio del deán del cabildo eclesiástico y con los votos de los canónigos en el nombramiento de las cátedras de cánones, leyes y medicina, según lo estipulan las constituciones fundacionales revisadas por el propio san Ignacio (Rey 44; Díaz Rodríguez 94, 98). Esta meta seguía vigente durante la vida de Garcilaso en Córdoba. El rector de los jesuitas pidió el patrocinio del cabildo eclesiástico mediante una carta dirigida a Felipe III en busca del apoyo de la fundación de la universidad en la que pudo haberse convertido el colegio cordobés173. Más concretamente, durante la composición de los Comentarios reales, en 1604, Francisco de Castro era «prefecto de las escuelas deste sancto colegio de Córdova», es decir, tenía la responsabilidad de supervisar el desempeño del colegio y de sus estudiantes, y se hallaba en constante contacto con el cabildo eclesiástico (Garcilaso, Comentarios II: 143 [lib. 7, cap. 25]). Es significativo que un año después el jesuita le escribiera a Pedro de Castro para recomendar el libro de Garcilaso, y aún más significativo que, en 1615, el deán del cabildo Francisco Fernández de Córdoba, autoridad con derecho a voto dirimente en el colegio jesuita, se refiera al Inca en su Didascalia Multiplex como «bonarum literarum studio deditus vir Garcia Lassus Inca» (Fernández de Córdoba 57) [Inca García Laso, varón dedicado 173. «Yten aviendo procedido llamamiento para ver una petición de los padres de la Compañía de Jesús de Córdoba en que pedían una carta para su magestad cerca de la universidad que pretenden y el cabildo abiendo visto la dicha petición y tratado y votado y conferido sobre lo susodicho se determinó conforme al estatuto se escriua la carta que piden y cometióse al señor don Luis Fernández de Córdoba, deán, la escriba» (ACC, Actas capitulares, vol. 30:73r [3.4.1593]).

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al estudio de las buenas letras]. Estos testimonios se pueden interpretar como ecos de esa condición e imagen de estudiante que el Inca cultivó hasta el final de su vida. Finalmente, el cabildo eclesiástico mostró indirectamente su expectativa de que Garcilaso ascendiera en el clero cordobés y le confió otros encargos. Además de que el estado de clérigo y la sacristanía están documentados, las actas capitulares indican que se preveía que Garcilaso escalara en la jerarquía al punto que algunos miembros del capítulo pensaron que ocupaba un rango más alto del que efectivamente tenía. Esta expectativa se manifiesta en la primera aparición de su nombre en las actas capitulares, en las que se revela que algunos miembros del cabildo eclesiástico lo creían capellán y propusieron su candidatura para la capellanía de la iglesia de Nuestra Señora de Fuensanta al encomendarle al canónigo Pedro de Mesa que consultara a Garcilaso si estaba dispuesto a aceptar dicho puesto: «Aviendo preçedido llamamiento para proveer capellán en nuestra Señora de Fuensanta y auiéndose tratado se cometió al señor racionero Pedro de mesa que en nombre del cabildo hable a Garçilaso de la Vega si gustara de asistir en la dicha santa casa» (ACC, Actas capitulares, vol. 36: 168r/v [26.4.1605]). El Inca posiblemente haya declinado, dado que el cabildo nombró meses más tarde al presbítero Pedro Bueno (ACC, Actas capitulares, vol. 36: 177v [1.6.1605]). El cabildo continuó promoviendo y valiéndose de los servicios del Inca Garcilaso. Meses más tarde, la asamblea de canónigos, en su rol como patrón principal del Hospital de la Limpia Concepción, popularmente conocido como Hospital de Antón Cabrera, encargó a Garcilaso la mayordomía del nosocomio, es decir, la administración (Torre y del Cerro 117). El canónigo Tomás de Franquis extendió los poderes para que se ocupara de las finanzas del hospital y asistiera a los otros oficiales en la asistencia a los enfermos de bubas; el Inca mantuvo este puesto hasta 1608 (Varner 346). Los varios compromisos asociados a este puesto posiblemente hicieron que se exceptuara a Garcilaso de las obligaciones del coro y que obtuviese una dispensa formal de esta obligación litúrgica. Así, este puesto hospitalario explica que la visita de 1607 haga constar que Garcilaso no asistía al servicio del coro por «estar reservado dél» y que servía la sacristanía por medio de un sustituto (AGOC, Provisorato ordinario, leg. 6, Visita de la capilla de la Resurrección).

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En el ejercicio de sus funciones como mayordomo hospitalario, Garcilaso se presentó al menos dos veces ante el cabildo eclesiástico, en 1605 y en 1607174. Estas actuaciones oficiales revelan a un Garcilaso que procura con diligencia los fondos para financiar la curación de los enfermos y, de no conseguirlos, los paga incluso con sus dineros personales. Así, en 1607, el Inca se presentó ante el cabildo eclesiástico y solicitó medios efectivos para pagar las curaciones de los enfermos: Vista una petición de Garcilaso de la Vega, mayordomo del Hospital de Antón Cabrera, en que pide y suplica al cabildo se le socorra con algún dinero para la cura que agora se a de hacer; para la pasada la hizo a su costa por hallarse alcanzado el dicho hospital. El cabildo mandó que Francisco Vásquez, depositario de la obra pía que de lo de Andrés Morales, preste mil reales a Garcilaso de la Vega para el efecto de hacerse la dicha cura en el dicho hospital por plaço de cuatro meses de los dichos mil reales. (ACC, Actas capitulares, vol. 37: 94r [31.3.1607])

Como se puede apreciar, la gestión eficiente de Garcilaso induce al cabildo a conceder su petición facilitando su buen gobierno del hospital. De todo este análisis conjunto de pruebas documentales y del comportamiento institucional, concluyo que la sacristanía de la capilla de la Resurrección define la posición de Garcilaso en el clero cordobés y que, aunque posiblemente no recibió la plena posesión de su sacristía, sirvió en el coro de la catedral —ateniéndose a su estatus de estudiante, que cultivó hasta el final de sus días— y combinó su sacristanía con otros cargos encomendados por el cabildo eclesiástico, cuya asamblea mostró siempre su confianza en su trabajo administrativo, litúrgico e intelectual. Como sacristán de la catedral, Garcilaso se cruzaba diariamente —y, por supuesto, todos los domingos y fiestas en el coro— con los miembros del cabildo eclesiástico y el resto del clero catedralicio. Esta interacción social y formal contextualiza tanto su ambiente intelectual como su relación primariamente institucional que propicia 174. La primera intervención como administrador se anuncia en las actas, pero no se discute en el pleno; de ello queda simplemente el llamamiento: «Iten se mandó llamar para el mesmo día para ver una petición de Garzilaso [sic] de la Vega y en todo determinar lo que más convenga» (ACC, Actas capitulares, vol. 36: 219v [3.11.1605]).

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el aprecio intelectual que mostraron los canónigos hacia su obra175. Así, su cercano contacto con Bernardo de Aldrete se complementa y explica por la labor del gramático en la implementación de las decisiones que tomaba el cabildo sobre la liturgia y la supervisión del coro176. La familiaridad con Álvaro Pizaño de Palacios y Francisco Fernández de Córdoba depende primeramente de los roles de ambos como administradores del Hospital de Antón Cabrera durante los años en que Garcilaso sirvió allí como mayordomo (ACC, Actas capitulares, vol. 37: 120v [9.7.1607], 206r [3.7.1608]). Desde posiciones distintas, todos los miembros del clero catedralicio y de la Compañía de Jesús formaron parte del círculo social de Garcilaso y explican su participación en la élite intelectual cordobesa, además de su inclusión en la red del Sacromonte. El perfil de sacristán requerido por las constituciones de la capilla y el perfil básico de todo el clero catedralicio imprimieron una marca en los Comentarios reales perceptible en la presentación de su linaje, en el tratamiento de algunos aspectos de la cultura inca, en los recuerdos de su infancia y en las disciplinas que subyacen a sus argumentos. En muchos casos, Garcilaso procedió por alusiones y, por lo tanto, sus libros merecen un cuidadoso análisis bajo estos lentes.

4. La capilla de la Resurrección, la focalización de Garcilaso y las memorias de su educación

La capilla de la Resurrección se encontraba en la catedral de Córdoba, la antigua gran mezquita omeya. Esta ubicación trasciende su lugar físico y emplaza la posición desde donde se sitúa la voz de Garcilaso cuando se aleja de la reconstrucción narrativa del pasado incaico y colonial, a la vez que tiende un puente entre sus remembranzas 175. El intercambio de Garcilaso y estos intelectuales ha sido tratado simplemente como expresiones de «amistad», sin considerar esta dimensión institucional que explica, en última instancia, el día a día de Garcilaso. Véanse, por ejemplo, Zamora, Language 63; Miro Quesada, El Inca 195; Mora 103-115. 176. El cabildo eclesiástico le encomendó a Aldrete consistentemente la supervisión de la educación de los miembros del coro, la reforma de las constituciones de los músicos y varios aspectos sobre las formalidades de la liturgia (ACC, Actas capitulares, vol. 34: 45v/46r [26.10.1600], vol. 36: 204v [2.9.1605], vol. 38: 276r [20.11.1612]).

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cuzqueñas y su presente cordobés. Estas inflexiones emergen en pocas ocasiones, pero claramente focalizan su voz dentro de la jurisdicción episcopal y de los rangos catedralicios. Garcilaso se ubica dentro de la catedral precitada al dar cuenta a sus lectores de una conversación que sostuvo con don Martín de Contreras, quien lo animó a escribir sobre la fertilidad del suelo peruano, reflejada en la insólita magnitud de las cosechas; Garcilaso precisa que el intercambio ocurrió «en la santa iglesia catedral de Córdoba el año de mil y quinientos y noventa y cinco por el mes de mayo» (Comentarios II: 275 [lib. 9, cap. 29]). Análogamente, al recordar las expresiones aprobatorias hacia su traducción de León Hebreo, narra su encuentro con Francisco de Murillo usando un deíctico de proximidad al aclarar su rango: «maese escuela y dignidad desta sancta iglesia catredal de Córdoba» (Garcilaso, Historia I: 16 [prólogo]). Allende los muros de la antigua catedral, Garcilaso se sitúa bajo la jurisdicción episcopal al mencionar el lugar donde alojó dos veces al mestizo Juan Arias Maldonado «en mi posada en uno de los pueblos deste Obispado de Córdoba» (Garcilaso, Historia III: 245 [lib. 8, cap. 17]). Su condición de sacristán ponía a Garcilaso en una posición jerárquicamente inferior a la de los capellanes quienes se encargaban de decir las misas y, en caso de ser necesario, estaban autorizados a corregir fraternalmente a los sacristanes (ACC, Constituciones de las capillas 11r; Iglesia católica, Corpus iuris canonici, D. 21. c. 4). Consciente de que Gómara era un capellán, Garcilaso trasladó su puesto eclesiástico inferior al de los capellanes y prudentemente introdujo una corrección importante a la narración del capellán de Cortés sobre la bastardía de Pizarro, su labor de porquerizo y su paso a Indias por miedo a su padre al haber errado en la crianza de los puercos (Gómara 65v [cap. 145])177. Garcilaso daba a entender silenciosamente que su enmienda invertía las estipulaciones requeridas en caso de que hubiese coincidido con Gómara en el coro: «todas son palabras de aquel autor [Gómara] sobre las quales auía mucho que reprehender (si nos fuera lícito) assí al que las escribió como al que las dio en relación» (Garcilaso, Historia I: 266 [lib. 3, cap. 9], cursivas mías). La ilicitud de la corrección es precisamente la marca con que el autor invierte 177. Sobre la capellanía cortesiana de Gómara, véase Adorno, The Polemics 344n. 13; Porras, Los cronistas I: 362.

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la jerarquía en sus Comentarios reales, deja de estar subordinado al capellán y, más bien, lo corrige. Estos detalles concretos de la focalización garcilasiana apuntan a la posición específica que ocupaba en la jerarquía eclesiástica y constituyen una intrusión de su estatus social en su voz como autor de los Comentarios reales. Fuera de estos detalles pertinentes a la configuración de su voz narrativa, la mirada del sacristán condiciona sustancialmente el movimiento temporal de ida y vuelta de su memoria y de su reflexión histórica en tanto que varios episodios ligados al estado clerical del que, por entonces, disponía impactan en los sucesos que narra, mientras, a la inversa, los recuerdos de su juventud aluden a la situación concreta que vive en el clero cordobés. Moviéndose del presente al pasado, la perspectiva del sacristán eclosiona paradigmáticamente en la reflexión de Garcilaso sobre la escasez de moneda a la que se enfrentaron los monarcas españoles antes de la conquista del Perú, una circunstancia opuesta a la particular abundancia contemporánea a su tiempo. Esta meditación enmarca la apertura del primer libro de la segunda parte de los Comentarios reales que comprende cuatro capítulos sobre el poco dinero que la Corona invirtió en la conquista y el capítulo final sobre el rescate de Atahualpa (Garcilaso, Historia I: 23-35, 77-80 [lib. 1, caps. 3-7, 28]). Estos capítulos discuten la base ética sobre la que se sostenía la riqueza de España, dependiente, en última instancia, de la legitimidad de la guerra emprendida para conquistar el Perú (Cárdenas Bunsen, «Ius Gentium» 161-172)178. Uno de los ejemplos que Garcilaso seleccionó para comparar el valor de las rentas reales antes y después de la conquista alude directamente a su puesto de sacristán y a su relación con el cabildo eclesiástico y con la Corona española. Garcilaso ilustra el alza general del costo de vida enfocándose en la dote testamentaria que un noble destinó a la celebración de una festividad de la Virgen poco antes del primer viaje de Colón. Este donante anónimo destinó originalmente treinta maravedís de limosna para el predicador franciscano de la festividad a fin de que cubriese el costo de una comida frailuna en su convento. Considerando que las rentas de esta dote rendían más 178. Para un comentario sobre estos capítulos desde un punto de vista que atiende a la crisis económica española, véase Fernández Palacios, «Noticias» 111-117.

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de novecientos ducados en 1603 —es decir, habían sobrepasado con creces el monto original— los notarios reales, cofrades de la fiesta, aumentaron la limosna proporcionalmente al incremento de los ingresos de la dote dando hasta cuarenta escudos de oro al predicador. Esta cantidad equivalía a dieciséis mil maravedís (Garcilaso, Historia I: 30-31 [lib. 1, cap. 6]). Al contrastar las señas de Garcilaso sobre esta fiesta de la Virgen con las actas capitulares de la catedral cordobesa se hace posible identificar inequívocamente que el Inca habla de la fiesta de la Inmaculada Concepción, establecida por el jurado Juan Pérez, en la que solía participar toda la capilla musical, más el conjunto de músicos y cantores de la iglesia matriz. De acuerdo a las constituciones de la capilla musical, redactadas con la supervisión de Bernardo de Aldrete, sus miembros debían participar juntos en las celebraciones pagadas por patrones privados —en este caso, los escribanos cordobeses— a fin de obtener el permiso del cabildo eclesiástico para ausentarse de sus obligaciones en la catedral que coincidieran con dichas celebraciones de patrocinio privado, como era el caso de esta fiesta de la Inmaculada. Así, cada año a principios de diciembre, a petición de los notarios cordobeses, el cabildo eclesiástico concedía la licencia respectiva a los cantores e instrumentistas para asistir y cantar en la liturgia de dicha festividad consuetudinariamente celebrada en la iglesia de Santo Domingo de Silos179. La participación de la capilla musical brindaba a sus miembros la oportunidad de percibir un pago extra por sus servicios, si bien era además un acto de devoción, pues los músicos habían formado la hermandad de Nuestra Señora de la Concepción (ACC, Actas capitulares, vol. 34: 46v [26.10.1600]). No es accidental que Garcilaso eligiera la fiesta de la Inmaculada Concepción para comparar el valor de las rentas antes y después de la conquista, ya que el modo de financiarse contrastaba fuertemente con el estado de la capilla de la Resurrección180. A estos efectos, co179. ACC, Actas capitulares vol. 20: 153r [29.11.1570], vol. 29: 41v, 135v [9.12.1588; 1.12.1589], vol. 30: 35r [11.12.1592], vol. 31: 44v, 193v, 334v [10.12.1594; 7.12.1595; 4.12.1596], et passim. 180. Tributario de una concepción ejemplarizante de la historia, Garcilaso evitó informar a su lector de todos los detalles pertinentes a la participación de la capilla musical en esta fiesta y a los conflictos que periódicamente surgían entre los músicos y el cabildo eclesiástico ante la negativa de este último a otorgar el permiso a aquellos debido a años especiales en los que los músicos no habían

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bra un papel clave la anotación garcilasiana sobre la decisión de los notarios de equiparar el incremento en el valor de la dotación con los aumentos apropiados a la suma original destinada a las limosnas para el predicador. En cambio, la capilla de la Resurrección atravesaba por una estrechez económica acentuada. La dotación original de Matías Mutenhoamer consistía principalmente de una concesión real perpetua de 144.203 maravedís a pagarse con los recaudos del almojarifazgo castellano de Córdoba, un impuesto al tráfico de mercancías establecido por los árabes a semejanza del portazgo castellano que la Corona seguía imponiendo al comercio y a las aduanas, aun cuando las fronteras políticas internas ya hubieran desaparecido. Esta importante fracción de la renta de la capilla se pagaba en juros, una forma de bonos del tesoro público, que sujetaba el dinero a devaluaciones y problemas cambiarios al cobrarlos (Canga sub almojarifazgo, sub juro; Carande 106, 261-267). En 1607, la capilla de la Resurrección tenía un déficit de 4000 maravedís y solo la servía un capellán y un sacristán sustituto mientras Garcilaso ejercía la mayordomía del Hospital de Antón Cabrera (AGOC, Provisorato ordinario, leg. 6, Visita de la capilla de la Resurrección). Con esta comparación cuidadosamente elegida, Garcilaso presenta un espejo que refleja su situación y el empobrecimiento del culto a causa del descenso de las rentas de la capilla cuya sacristanía sirve. Para comprender el alcance de su crítica, hay que anotar que la subida de precios en España debido a las riquezas indianas comenzó a escalar antes de que la corona autorizara el empleo de los ingresos americanos para solventar los gastos del reino como lo anotó la universidad eclesiástica cordobesa (AHN, clero, leg. 1904, no. 34, w.f.). El blanco de la crítica del Inca Garcilaso es, entonces, la mala distribución de la riqueza por parte de la Corona y el consiguiente deterioro del culto divino. En el mundo catedralicio, se concedía una importancia máxima tanto al culto como a la plegaria: el propio rey endosaba esta centralidad al escribir frecuentemente al cabildo eclesiástico solicitándole la organización de procesiones, misas y novenas para distintas causas militares, económicas y personales que enfrentaba como soberano, entre otras, las guerras de religión en Francia, el saqueo inglés observado rigurosamente sus constituciones (ACC, Actas capitulares, vol. 29: 199v [12.7.1590], vol. 32: 181r [11.12.1598]).

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de Cádiz o la protección de la armada de las Indias contra el ataque de los piratas (ACC, Actas capitulares, vol. 31: 266r, 275r [17.6 y 4.7. de 1596], vol. 36: 247v [13.3.1606]). Con sus críticas veladas, Garcilaso se respalda en la autoridad del propio obispo de Córdoba, Pedro de Laguna, antiguo presidente del Consejo de Indias; el cronista reporta que, en 1604, este obispo, en la reunión mensual con su cabildo, afirmaba que aquel año se habían llevado del Perú a España doscientos millones de pesos de plata, además de otras riquezas; y, como resultado, las arcas de Felipe II excedían en ingresos a las de todos sus predecesores (Garcilaso, Historia I: 33-34 [lib. 1, cap. 7]). Garcilaso entreteje los múltiples niveles de su obra en el ejemplo en que basa su comparación sobre los precios de la fiesta de la Inmaculada Concepción. Temporalmente la comparación le permite remontarse a épocas anteriores al descubrimiento de las Indias, acentuar el efecto económico de la conquista y tocar el año de 1604 en el que el Inca reflexiona sobre el asunto; políticamente la comparación le permite criticar la mala distribución de los ingresos reales para el sostenimiento del culto que mellaba la legitimidad de la Corona en Indias, ya que el único pilar de su legitimidad, según la tesis de los Comentarios reales, era la predicación del cristianismo; es decir, si los ingentes caudales de dinero indiano provocaban la abundancia de dinero, pero no se hacían llegar al culto con una distribución apropiada se contradecía la razón misma de estos ingresos. En el terreno estrictamente personal, la comparación afectaba la compensación que él percibía por el ejercicio de su sacristanía, que estaba mal pagada debido al descuido de aumentar proporcionalmente la renta original que se le concedió al fundador. De esta manera, toda la reflexión garcilasiana sobre la poca moneda puede leerse como una petición sutil de aumento de las rentas eclesiásticas —y, por tanto, de salario— y, al expresarla, el Inca entreteje los hilos argumentales de los Comentarios reales, corta aparentemente el sentido literal de la narración, pero interconecta la situación clerical de Garcilaso, la responsabilidad de la Corona respecto al culto y el proceso histórico que vincula a todas estas instituciones y personas. Dicha comparación, como anticipamos, iba temporalmente del presente al pasado. Moviéndose en el sentido inverso, del pasado al presente, la mirada del sacristán tiñe las fragmentarias memorias de su educación juvenil, en especial aquellas que guardan una profunda relación con el vínculo

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que Garcilaso había adquirido con la capilla de la Resurrección y con el cabildo eclesiástico. Era requisito fundacional que el sacristán fuera un estudiante en camino al estado de clérigo; esta estipulación resuena en los insistentes recuerdos sobre el carácter incompleto de la temprana educación que Garcilaso recibió en el Cuzco y que repetidamente menciona en sus cartas y en sus libros (Asensio, «Dos cartas» 585; Garcilaso, Historia I: 10 [prólogo]). Garcilaso lamenta haberse criado durante las guerras civiles entre los conquistadores que les impidieron a él y a los indios y mestizos de su generación adquirir una educación sostenida con la guía continua de preceptores adecuados. En consecuencia, Garcilaso no pudo aprender más que nociones elementales de latín porque le «faltaron escuelas de letras» (Garcilaso, La Florida 221 [lib. 2, part. 1, cap. 27]). Esta situación mejoró temporalmente cuando Juan de Cuéllar, canónigo de la catedral del Cuzco, tomó caritativamente a su cargo la educación de los mestizos en medio de las guerras civiles, aunque solo por dos años: En aquel tiempo vio el canónigo Cuéllar la mucha habilidad que sus discípulos mostravan en la gramática y la agilidad que tenían para las demás sciencias, de las cuales carecían por la esterilidad de la tierra. Doliéndose de que se perdiessen aquellos buenos ingenios, les dezía muy muchas vezes: “Oh, hijos, qué lástima tengo no ver una dozena de vosotros en aquella universidad de Salamanca!”. Todo esto se ha referido por dezir la habilidad que los indios tienen para lo que quisieren enseñarles, de la cual también participan los mestizos, como parientes dellos. El canónigo Juan de Cuéllar tampoco dexó sus discípulos perficionados en latinidad porque no pudo llevar el trabajo que passava en leer cuatro lecciones cada día y acudir a las horas de su coro, y assí quedaron imperfectos en la lengua latina. Los que ahora son deven dar muchas gracias a Dios porque les embió la Compañía de Jesús, con la cual hay tanta abundancia de todas sciencias y de toda buena enseñança dellas, como la que tienen y gozan. (Garcilaso, Comentarios I: 128-129 [lib. 2, cap. 28])

Estas memorias tocan compleja e inseparablemente la situación personal de Garcilaso, que se sumerge en la situación colectiva de los indios y mestizos. La proyección de esta memoria a su presente lo pinta como un individuo necesitado de perfeccionar su educación, asimismo dotado de todas las habilidades necesarias para hacerlo. Tal

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retrato encaja tanto con el perfil estudiantil de su sacristanía como con el criterio de elegir a los individuos mejor calificados para los puestos catedralicios, expresamente decidido por el cabildo eclesiástico. A la luz de la documentación sobre su sacristanía, el reconocimiento de Juan de Cuéllar, canónigo de la catedral del Cuzco, de las habilidades de sus estudiantes y su lamento por no verlos en la Universidad de Salamanca constituyen una parábola de la aprobación que Garcilaso había recibido del patrón de la capilla de la Resurrección y del beneplácito de los canónigos cordobeses, que lo querían ver ascendido al rango que permitía confiarle la capellanía de la Fuensanta. Además, el canonicato cuzqueño de Juan de Cuéllar y su esforzada labor educativa de los párvulos, impedida por el cumplimiento riguroso de sus horas en el coro, establecen un paralelo entre las actividades educativas del cabildo eclesiástico cordobés, con la financiación de la cátedra de gramática y de canto, y las aspiraciones del colegio jesuita de Santa Catalina por convertirse en universidad con el apoyo del mismo cabildo de cara a asistir a este cuerpo en la formación del clero181. En un nivel colectivo, esta memoria llama la atención sobre la necesidad de renovar la educación en las Indias como la que se estaba llevando a cabo en Córdoba por iniciativa real y local (Rey 21).

181. Posiblemente Garcilaso alude también a la pretensión de la Compañía de Jesús de encargarse de la educación del clero en el mismo Cuzco. La edulcoración que opera la memoria de Garcilaso lima las asperezas que las aspiraciones pedagógicas de los jesuitas provocaban en el cabildo eclesiástico cuzqueño, a donde arriban sus alusiones al agradecimiento mestizo por la llegada de la Compañía de Jesús. El obispo Fernando de Mendoza confió la instrucción en el seminario de San Antonio Abad a la Compañía y desencadenó la oposición de su cabildo: «los señores deán y cabildo estando juntos en la sala y parte donde tienen costumbre de hacer cabildo habiendo tratado y conferido entre todos como el ilustrísimo señor don Fernando de Mendoza, obispo desta santa iglesia, a encargado la administración y gouierno del seminario de san Antonio de esta ciudad a los religiossos de la Compañía de Jesús de esta dicha ciudad desmembrándole del clero en daño y perjuicio de este cabildo y habiéndose ventilado entre los señores deán y cabildo sobre el caso se determinó se haga escrito de contradicción para que se presente ante su señoría ilustrísima, revoque el auto y proueymiento y nombramiento que tiene hecho en los dichos religiosos de la compañía alegando en forma en el dicho scrito del perjuicio que se le sigue a este cabildo y a esta santa iglesia [...] y, para que no revocándole su ilustrísima, se apele por parte de este cabildo para ante el ilustrísimo señor arzobispo de los Reyes […] se hagan los requerimientos y protestaciones» (AACuz, Época colonial, catedral del Cuzco, lib. 2.º de cabildo 174v [Cuzco, 4.2.1615]).

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La recurrencia de este recuerdo de su temprana educación es un claro indicio de su importancia en los argumentos que Garcilaso presenta en sus Comentarios reales. Así las cosas, las constituciones de la capilla de la Resurrección y los requerimientos del clero constituyen una fuente importante para la «directriz biográfica» que Enrique Pupo Walker (98-101) identifica como hilo composicional de los Comentarios reales. Para lectores como Aldrete, Francisco de Castro, Diego de Córdoba y Francisco Fernández de Córdoba, la relación entre el empleo garcilasiano de la gramática y las alusiones a la calidad de su voz en sus Comentarios reales, por un lado, y el requisito de conocer las reglas gramaticales y dominar el canto para desempeñarse como sacristán y cantar en el coro, por otro, deben haber tenido una absoluta transparencia. Aunque la documentación eclesiástica indica que permaneció siempre en el nivel de sacristán, en sus libros Garcilaso no se limitó a desplegar su maestría en estas dos disciplinas básicas de gramática y canto. En las páginas de sus Comentarios reales, Garcilaso elevó intelectualmente su rango e insertó de forma indeleble su dominio del derecho canónico y de la teología en las premisas de su narración histórica; al hacerlo construía una imagen de autor que lo elevaba a un nivel mucho más alto del que efectivamente ocupó en el clero y que lo presentaba como un candidato ideal para las canonjías magistral y doctoral, dos de las dignidades más altas de la catedral. El currículo disciplinario de la carrera eclesiástica se infiltra así, invisible pero inseparablemente, en la escritura de Garcilaso y es el fundamento sobre el que descansa la epistemología de los Comentarios reales.

5. Gramática, música, derecho canónico y teología En el proemio de los Comentarios reales, Garcilaso establece meridianamente que una apoyatura central de su libro descansa en la gramática: se propone glosar y comentar a los cronistas españoles e interpretar las palabras y expresiones quechuas que Garcilaso había mamado en la leche materna (Garcilaso, Comentarios I: 8-10 [proemio, advertencias]). Los estudiosos unánimemente reconocen la relevancia de la gramática para el proyecto histórico garcilasiano y asocian su presencia principalmente al influjo de las tradiciones filológicas del Renacimiento (Zamora, Language 46, 54-56, 60, 79; Cerrón Palomino

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79-84). Sin embargo, desde la Edad Media, el conocimiento de la gramática era el requisito primordial para todos los rangos del clero. Los estatutos de la catedral de Córdoba indicaban que el dominio de la gramática y del latín era una habilidad tan necesaria que nadie debía ser admitido al clero sin este conocimiento. Estas normas regulaban incluso las licencias correspondientes para facilitar el estudio gramatical a todos los prebendados que quisieran mejorar su competencia en esta materia (Iglesia católica, Estatutos 25v-26r). La gramática era, en Córdoba, la disciplina que proveía el lenguaje común a todo el clero catedralicio. El cabildo eclesiástico financiaba permanentemente una cátedra de gramática y canto en la catedral, supervisaba el progreso de los estudiantes y examinaba a todos los candidatos a puestos eclesiásticos en estas disciplinas. En consecuencia, al recurrir a la gramática, Garcilaso no solamente presenta una de sus herramientas interpretativas esenciales, sino que además exhibe sus excelentes habilidades como miembro del clero y entronca su obra con una tradición que nace mucho antes del Renacimiento. La entronización de la gramática como herramienta analítica y argumental cobra en los Comentarios reales los rasgos de las prácticas que el cabildo eclesiástico observaba al evaluar el nivel gramatical de un postulante a un puesto clerical. Estas características se pueden precisar porque, en algunos casos especiales, la asamblea capitular evaluaba plenariamente las competencias gramaticales de los candidatos. Así ocurría en el caso de los preceptores catedralicios de gramática. Gracias a los registros de estas ocasiones, el procedimiento básico de la evaluación ha sobrevivido; consistía en la selección de un pasaje de un autor clásico —en la contratación de 1602 se eligieron dos odas de Horacio— que cada opositor debía leer y explicar delante de un jurado instituido por el cabildo, que votaba seguidamente al candidato ganador (ACC, Actas capitulares, vol. 35: 120v-121r [7.10.1602]). En los Comentarios reales, la explicación de la versión quechua y latina de la canción Sumac Ñusta encarna paradigmáticamente este tipo de examen y resalta la calidad de las habilidades de Garcilaso en gramática quechua, latina y española. La estructura de la glosa garcilasiana observa todas las aristas requeridas en estas evaluaciones. Garcilaso explica primero el argumento de la canción y precisa que los filósofos la compusieron para meditar sobre las causas de los fenómenos relacionados con la lluvia, la nieve, el granizo y los truenos; procede luego

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a ofrecer los significados de las palabras más importantes del poema y, citando a Blas Valera, identifica su metro con el de los versos espondaicos (Garcilaso, Comentarios I: 121-123 [lib. 2, cap. 27]). El parentesco de este pasaje con las pruebas de gramática se comprueba aún más por su semejanza con las lecciones que se les demandaba como ejercicio público a los estudiantes del colegio jesuita de Santa Catalina para demostrar sus conocimientos gramaticales182. Estas conferencias seguían punto por punto los mismos pasos para comentar a Horacio, Virgilio u otros autores clásicos, y solían tener una sección interactiva en la que el conferencista respondía preguntas y resolvía objeciones. En otras aclaraciones lingüísticas, Garcilaso integra dicha dimensión interactiva de las evaluaciones típicas; lo hace, por ejemplo, en sus observaciones finales sobre las implicaciones teológicas de la composición lingüística subyacente a Pachacámac imaginando una pregunta por la palabra «Dios» en quechua: «si a mí, que soy indio cristiano católico, por la infinita misericordia me preguntasen ahora “¿cómo se llama Dios en tu lengua?”, diría “Pachacámac”, porque en aquel general lenguaje del Perú no hay otro nombre para nombrar a Dios» (Garcilaso, Comentarios I: 68 [lib. 2, cap. 2]). De acuerdo con las constituciones de la capilla de la Resurrección, el estudio de la gramática debía complementar la habilidad para leer y construir el texto por cantarse en el coro. En otras palabras, la incorporación de la voz era un ingrediente esencial del entrenamiento gramatical, pues esta debía afinarse a la recitación o pronunciación apropiada de un texto, para cuyos efectos el lector debía conocer la medida de las sílabas, la ubicación de las pausas y otros aspectos prosódicos que contribuirían a la transmisión del significado textual al cantarse o recitarse en voz alta. Esta dimensión de la formación gramatical constituye el profundo fundamento de la insistencia de Garcilaso en la fonética quechua, que lo hace observar estrictamente el canon ortológico establecido con criterios fonéticos por la autoridad del Tercer Concilio de Lima (1582-1583) y basado en el trabajo de un comité de lingüistas dirigido por Blas Valera (Cárdenas Bunsen, «Circuitos» 98-106; Cerrón 182. Francisco de Castro conservó una copia de una lectio sobre Horacio que su estudiante Gonzalo de Castro dio, en 1605, cuya estructura se conforma idénticamente a este patrón (Castro, Lectio 40r-63v). Sobre el análisis de Garcilaso de este poema, desde otro punto de vista, véase López Baralt, El Inca 147-160.

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Palomino 130-142). Garcilaso introduce innovaciones en esta ortología para disolver ciertas ambigüedades de la pronunciación añadiendo puntos para marcar la frontera de las sílabas, que impedirían pronunciarlas con un patrón castellano, e introduciendo largas disquisiciones para reproducir la cualidad glotal o aspirada de algunas consonantes para las que no existían diacríticos en el alfabeto y que podrían confundirse con palabras semejantes compuestas de consonantes sencillas (Cerrón Palomino 89-100)183. Estas modificaciones a la ortología valeriana manifiestan la comprensión que Garcilaso tenía de la relación entre la gramática, la prosodia y el canto. El Inca ahonda la relación entre gramática y música al expresar su intención de utilizar la notación musical polifónica —canto de órgano— para recuperar el ritmo original y la ornamentación musical y presentarle al lector todos los aspectos gramaticales y musicales de una canción de amor quechua que recordaba de memoria (Garcilaso Comentarios I: 121 [lib. 2, cap. 27])184. Esta imbricación de gramática y música le ofrecía el sustento para transmitir y preservar los sonidos más próximos a la melodía quechua. Garcilaso parece haber perseguido este objetivo en algunos aspectos formales de su prosa que pueden emparentarse con las construcciones paralelísticas de la tradición oral quechua (Mazzotti 153-167). Desde el punto de vista de la consolidación de su autoridad, el sofisticado metalenguaje gramatical y musical que Garcilaso adopta para declarar y explicar los textos quechuas y castellanos exhibe su maestría en estas dos disciplinas y comunica sus ideas en el lenguaje especializado de los clérigos de todos los rangos cuya educación partía de estas dos habilidades centrales para el culto. De cara al cabildo eclesiástico de Córdoba, su dominio de la gramática y de la música lo define como un individuo suficientemente competente para realizar sus tareas litúrgicas. Aunque Garcilaso evita calificarse a sí mismo, esta intención de mostrar su suficiencia informa los guiños a sus habilidades para el coro y a la calidad de su voz, que se desvelan diáfanamente al leerlos a la luz 183. La presente sección de este ensayo resalta la habilidad detrás de la innovación de Garcilaso, pero no descarta la fuerza argumental que adicionalmente tienen las precisiones etimológicas del Inca. Véase el capítulo anterior respecto de la necesidad de no confundir la superficie sonora de las lenguas para establecer parentescos entre ellas y los comentarios de Aldrete, Valera y Garcilaso. 184. Véase Sierra Pérez (201-205) para un estudio de la compleja noción de canto de órgano en la España tridentina.

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del servicio de coro asociado obligatoriamente a su sacristanía: «De las vozes no usavan los indios en mis tiempos porque no las tenían tan buenas —devía ser la causa que, no sabiendo cantar, no las exercitavan— y por el contrario havía muchos mestizos de muy buenas vozes» (Garcilaso, Comentarios I: 120 [lib. 2, cap. 26], cursivas mías). Sin duda, Garcilaso aludía a sí mismo y, de nuevo, se contaba calladamente disolviendo su identidad entre estos talentosos cantores mestizos. Los Comentarios reales también despliegan el conocimiento de su autor en materia de derecho canónico y teología. Al contrario del modo abierto con que hace gala de sus conocimientos gramaticales y musicales, Garcilaso esconde su manejo de estas dos últimas disciplinas, no se vale de su lenguaje técnico en sus glosas críticas, pero embebe sus premisas en su narración histórica y en los criterios con que codifica y valida la cultura indígena. Esta característica de su prosa no impedía a los expertos lectores de su tiempo —particularmente aquellos formados en las disciplinas propias de la carrera eclesiástica— reconocer las paráfrasis de los pilares del derecho canónico y de la teología que, además de soportar la narración histórica, transforman los hechos narrados en argumentos potenciales para validar diversas implicaciones de dicha narración. Nuevamente los exámenes administrados por el cabildo eclesiástico y las disciplinas requeridas para ocupar sus dignidades más altas permiten identificar los textos canónicos de los que emanan algunas premisas y paráfrasis indiscutibles que Garcilaso incluye en sus Comentarios reales sin hacer referencias explícitas a sus fuentes. Las oposiciones para las dignidades más altas del cabildo proveen la información exacta sobre las expectativas concernientes al conocimiento de derecho canónico y teología. Cuando vacaba un puesto para canónigo doctoral, magistral o de escritura, el cabildo catedralicio evaluaba a los postulantes de modo semejante a como lo hacía para elegir al preceptor de gramática: los candidatos debían predicar, enseñar y argüir dialécticamente después de haber preparado durante veinticuatro horas algunas secciones, que un niño elegía al azar, de los siguientes libros: el cuerpo de derecho canónico, las sentencias de Pedro Lombardo y la Biblia185. 185. ACC, Actas capitulares vol. 31: 95v-99r [15-18.5.1595], vol. 32: 155r-157r [3-5.10. 1598], vol. 33: 123v-125r [17-20.1.1600]. Estas fechas corresponden, respectivamente,

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Garcilaso adquirió un conocimiento profundo de derecho canónico y de teología y manejó sus principios teóricos representándolos a través de las acciones narradas. En el caso del derecho canónico, Garcilaso decidió convertir la formulación esencial de la ley natural en la principal enseñanza de Manco Cápac. En los comienzos de su imperio, este inca «conforme a la razón y ley natural les enseñava [a sus vasallos], persuadiéndoles con mucha eficacia que, para que entre ellos huviesse perpetua paz y concordia y no nasciesen enojos y pasiones, hiziessen con todos lo que quisieran que todos hizieran con ellos» (Garcilaso, Comentarios I: 51 [lib. 1, cap. 21], cursivas mías). El eje de la doctrina del primer inca es una paráfrasis de la definición de la ley natural en derecho canónico que, a diferencia del derecho civil, la definía tomando en consideración una serie de comportamientos enseñados por la naturaleza y, además, tomando el principio ético más importante del evangelio: Ius naturae est, quod in lege et euangelio continetur, quo quisque iubetur alii facere, quod sibi vult fieri, et prohibetur alii inferre, quod sibi noli fieri. Unde Christus in euangelio “Omnia quecumque vultis ut faciant uobis homines, et uos eadem facite illis. Haec est enim lex et prophetae”. (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, D. 1 c. 1; cf. Tierney 58-69) [El derecho natural es el que se contiene en la ley y el evangelio y por el cual se manda a cada persona a hacer a otros lo que quiere que se le haga a ella misma y se prohíbe hacer a otros lo que no quiere que se le haga a uno mismo. De donde Cristo [dice] en el evangelio: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, esas mismas habéis de hacer con ellos. Ésta es, pues, la ley y los profetas”]

Desde un punto de vista argumental, esta paráfrasis exacta de la definición de la ley natural en la didáctica de Manco Cápac se relaciona con la visión histórica de Garcilaso que concibe el decurso de los incas como una praeparatio evangelica. Garcilaso adopta así una postura providencialista que se remonta a Eusebio de Cesarea y san Agustín (Zamora, Language 114-5; Mazzotti 175). En el contexto inmediato de la escritura de los Comentarios reales, el providencialismo articula la teoría gramatical de Bernardo de Aldrete y la historia moral de José de Acosta (cf. cap. 4). Con estos lentes, el mecanismo a los exámenes de Gómez de Contreras, Andrés de Rueda Rico y Álvaro Pizaño de Palacios, todos ellos supervisores de Garcilaso.

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concreto con que Garcilaso muestra la agencia humana en el proyecto providencial consiste en historizar la transformación inca de la ley natural en Ius gentium de acuerdo al desarrollo de su expansión y consolidación política. La paráfrasis del principio ético constitutivo de la ley natural es, además, una poderosa plataforma para presentar en los Comentarios reales las categorías andinas de reciprocidad y redistribución, envueltas, por ejemplo, en la ley del trabajo común, la ley de hermandad que mandaba ayudarse unos a otros, la ley de alimentar a los pobres, la ley agraria que distribuía la tierra, la ley del mitachanacuy, reguladora de los turnos para el trabajo comunitario, y la ley del corpahuaci, que mandaba hospedar a los viajeros y peregrinos (Garcilaso, Comentarios I: 245-246 [lib. 5, cap. 11]; Pease 45-49). Además de su impacto en el principio fundacional del imperio de los incas, el derecho canónico delinea claramente, aunque siempre sin citas, numerosos pasajes de los Comentarios reales y remite, en los casos en que el Inca alude a este derecho con más transparencia, a los problemas que enfrentaba el propio Garcilaso. Esta última situación se da con elocuencia cuando Garcilaso fundamenta su desacuerdo con el recuento biográfico que Gómara y Zárate hacen, sobre la base de habladurías, del nacimiento de Diego de Almagro, de quien no se conocía la identidad de sus progenitores. Zárate afirma que Almagro fue un niño expósito abandonado a las puertas de una iglesia y, de su desconocido padre, Gómara añade que «dezían que era clérigo» (Zárate 1r [lib. 1, cap. 1]; Gómara 63v [cap. 142]). Respecto de este delicado asunto, Garcilaso tolera a Zárate, pero censura la maledicencia de Gómara anotando «Todo lo qual se puede llevar bien porque a los tales [los hijos de padres desconocidos] la Iglesia católica los da por bien nascidos y los admite a todas sus dignidades y prelacías. Mas lo que Gómara añade no se puede sufrir» (Garcilaso, Historia I: 234 [lib. 2, cap. 39]). Sin dar los lugares bibliográficos, Garcilaso destila su glosa a partir de una intricada red de cánones relacionados a la legitimación de individuos ex defectu natalium. Principalmente apunta al caso de los hijos de los clérigos, situación sobre la que se había acumulado mucha legislación eclesiástica a lo largo de los siglos, aunque se había relajado en el Decretum de Graciano reconociendo que había habido papas nacidos de padres clérigos y que estos hijos podían ser admitidos

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al orden sacerdotal y a todas las dignidades eclesiásticas, ya que los defectos de los padres no hacían culpables a los hijos mientras estos no imitaran los errores de sus mayores (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, c. 1-3. D. 56)186. En segundo lugar, Garcilaso alude al caso de los niños expósitos y a su derecho a recibir órdenes sacras. Sin citarla Garcilaso remite con transparencia a la decretal Innotuit, de electione, que se invocaba para numerosos casos de legitimación, tales como los hijos de padres no conocidos; y se ajustaba así al caso de Almagro que motiva el comentario canonístico del Inca Garcilaso (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, c. 20. X.I. 6). La interpretación de los canonistas de esta decretal se pronunciaba a favor de la admisión de estos individuos a la jerarquía eclesiástica en mérito a sus virtudes personales (Panormitanus ad c. 20. X.I.6 sub Ignorantia). Sobre estas bases, Garcilaso funda su defensa de la honra de Almagro y parafrasea el canon al pie de la letra: «los hijos de padres no conoscidos deben ser juzgados por sus virtudes y hazañas» (Garcilaso, Historia I: 234 [lib. 2, cap. 39])187. Más allá del caso de Almagro, las alusiones del Inca a este conjunto de cánones proyectan un largo impacto en sus Comentarios reales y en su propia vida. La decretal Innotuit, de electione, que articula su defensa de Almagro, calza a la perfección con el caso del propio Garcilaso, aun cuando este era hijo de padres enteramente conocidos. En su origen, la decretal aludida fue una respuesta a una consulta del arzobispo de Canterbury sobre la ordenación sacerdotal de un postulante que había nacido de un soldado y de una mujer libre no casada con este: «asseruerunt eum fuisse filium cuiusdam militis et ab eo quadam ingenua et non coniugata susceptum» (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, c. 20. X.I.6) [afirmaron que este [postulante al oficio pastoral] era hijo de un soldado engendrado en una mujer noble y no casada]. En este caso, el decreto papal otorgaba una dispensa en la que se ordenaba que el candidato —el hijo natural de esta unión— fuera 186. Para la historia de la conflictiva y cambiante legislación eclesiástica sobre los hijos de los clérigos, véase Génestal 1-30. 187. Transcribo aquí la sección pertinente de la decretal para que el lector la compare con la sección de los Comentarios reales: «Multa enim in hoc casu dispensationem inducere videbantur, literarum scientia, morum honestas, vitae virtus et famae personae» (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, c. 20. X.I. 6). [Parece, pues, que el conocimiento de las letras, la honestidad de las costumbres, la virtud de vida y la fama de la persona determinan la dispensa en este caso].

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admitido a órdenes sacras a condición de probar su idoneidad en las letras y llevar una vida virtuosa y honorable. Es decir, la situación jurídica descrita en la decretal resuena de forma estrepitosa como un reflejo anticipado del caso del capitán Garcilaso de la Vega Vargas que engendró al cronista mestizo en Chimpu Ocllo, noble, libre y fuera del matrimonio, si bien luego solventó por vía testamentaria el paso de su hijo a España para estudiar y convertirse en un escritor ilustre, como lo seguía haciendo incluso al momento de escribir los Comentarios reales (Durand, «En torno» 216). En otras palabras, las glosas de Garcilaso sobre la honra de Almagro encierran una alusión muy precisa a su situación personal y a su derecho a ser admitido a los rangos eclesiásticos, al tiempo que permiten sospechar entre líneas que el defectus natalium pudo afectar a sus aspiraciones. Garcilaso es extremadamente hermético respecto del matrimonio de su padre con Luisa Martel y el de su madre con Juan de Pedroche (Durand, El Inca 55). Obedeciendo a esa absoluta reserva, alude a su propia realidad a través de este juego casi invisible de referencias. Una vez más, su situación personal no puede disociarse de la de los mestizos, dado que, según el relato de los Comentarios reales, casi todos estos nacieron fuera del matrimonio, pues el libro registra con tono crítico la tendencia de los enlaces matrimoniales entre conquistadores y mujeres españolas en desmedro de los casamientos entre los conquistadores y las indias madres de sus hijos mestizos (Garcilaso, Historia I: 113-114 [lib. 2, cap. 1])188. El derecho canónico mediaba entre la regulación legal de la vida eclesiástica y la dimensión teológica de la institución y su cuerpo de textos canónicos (Kuttner, Harmony 5-16). Así debajo de la 188. Las implicaciones de los cánones a los que alude Garcilaso exceden la extensión de este estudio, pero apuntan a criticar la raíz de los varios problemas discriminatorios que enfrentaban los mestizos hijos de indios y españoles en la legislación real en México y Perú por «ilegítimos y defectuosos» (Encinas I: 173-174). En particular, la legislación del rey interfería con la dispensa del papa Gregorio XIII del defectus natalium aplicable a los mestizos, válida en todas las Indias occidentales en atención a la necesidad de presbíteros capaces de doctrinar en lenguas indígenas (ACML, Volúmenes importantes 2, 164r [Roma, 25.1.1576]). Con esta oculta disquisición canonística, Garcilaso muestra simultáneamente su maestría en derecho canónico y arguye sobre su legitimidad y la de los mestizos para ocupar puestos eclesiásticos más allá del llamado defectus natalium. Es este otro de los temas que hacen de Garcilaso, como afirma Ares Queija («El Inca» 29), «prototipo de los mestizos peruanos de la primera generación».

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enseñanza fundacional de Manco Cápac, se contiene una referencia teológica muy fuerte que trasciende la legalidad canónica: la enseñanza de Manco Cápac coincide con la máxima suprema del evangelio —quaecumque vultis ut faciant vobis homines et vos facite eis (Biblia sacra, Mt 7, 12) [lo que queráis que os hagan a vosotros, hacedlo a ellos]— ; así se superpone la dimensión teológica y se subraya la inseparabilidad de las disciplinas eclesiásticas en el manejo que Garcilaso hace de ellas. Pierre Duviols ha analizado las propuestas teológicas implícitas en los Comentarios reales identificando los episodios principales en los que Garcilaso construye su visión providencialista de la historia incaica y ha sugerido algunas fuentes —entre ellas, san Agustín, fray Luis de Granada y la Biblia— como los referentes de los argumentos de Garcilaso (Duviols, «Les Comentarios» 70; «Providencialismo» 377-387, 395). Al ligar a Garcilaso con los autores cuya lectura prescribía el cabildo eclesiástico para asuntos teológicos, es posible postular que las sentencias de Pedro Lombardo y la tradición que emana de esta obra alcancen el texto de los Comentarios reales. El cabildo eclesiástico asignaba la lectura del maestro de las sentencias para examinar las canonjías magistral y lectoral, así como para dirimir cuestiones de teología (ACC, Actas capitulares vol. 31: 95v-99r [15-18.5.1595], vol. 32: 155r-157r [3-5.10.1598], vol. 33: 123v-125r [17-20.1.1600]). Al comparar la narración de Garcilaso con las distinciones de Pedro Lombardo, emergen varias semejanzas y criterios implícitos entre los Comentarios reales y la teología lombardiana. Así, Pedro Lombardo empieza su libro estableciendo las premisas teóricas que distinguen res de signos (Lombardo, c.1.d.1.l.1). Marcia Colish (I: 79) señala que, en la sistemática aproximación teológica de Pedro Lombardo, Dios es la res suprema y que el universo creado, las virtudes humanas y los sacramentos son signos que han de usarse en la consecución del gozo de Dios. Este principio se aplica al argumento garcilasiano de acuerdo con el cual los incas mudaron sus prácticas religiosas desde un culto a las cosas percibidas sensorialmente hasta una convicción, adquirida por razón natural, sobre la existencia en el hacedor invisible del universo. Al principio de sus sentencias, Pedro Lombardo aborda las maneras por las que la mente humana puede alcanzar un conocimiento del creador a través de las criaturas, pasando de lo visible a lo invisible, de

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cuerpos a espíritus incorpóreos, de los sentidos a las especies inmutables (Lombardo c.1.d.3.l.1). Su propuesta teórica predice la transición de la idolatría de la primera edad andina a la religión incaica y anticipa los razonamientos de Túpac Inca Yupanqui y de Huaina Cápac para rechazar la idea de que el sol fuese la deidad suprema a partir de la observación tanto de sus cambios constantes como de la perpetua repetición de su órbita (Garcilaso, Comentarios I: 64-65 [lib. 2, cap. 1], I: 175 [lib. 8, cap. 8], I: 238-239 [lib. 9, cap. 10]). En desmedro del estatus supremo del sol, los incas habían establecido que el hacedor era invisible, animador e inmutable. Es decir, los incas garcilasianos buscaban al creador del universo en un sentido pedrolombardiano (Garcilaso, Comentarios reales I: 66 [lib. 2, cap. 2], I: 238-239 [lib. 9, cap. 10]). No obstante, la teología de Pedro Lombardo también da cuenta de los límites de la teología incaica. La búsqueda intelectual de los incas estaba limitada a ciertos atributos divinos; nunca a la intuición de su carácter trinitario, inalcanzable por medio de la mera razón natural (Lombardo c.1.d.3.l.1). Esta premisa lombardiana explica por qué Garcilaso rechaza drásticamente la interpretación de Acosta del ídolo Tangatanga como una trinidad india y por qué Valera rechaza una creencia similar atribuida a los indios de México (Garcilaso, Comentarios I: 74-79 [lib. 2, caps. 5-6]). Esta adumbrada búsqueda de Dios se hace más profunda al compás del desarrollo del dominio inca. De acuerdo con Garcilaso, la aparición de los incas era el resultado de la voluntad divina, que dispuso la aparición de un lucero del alba que explicara la ley natural a la gente (Garcilaso, Comentarios I: 39-41 [lib. 1, cap. 15]). A la luz de la teología de Pedro Lombardo, esa primera mención del diseño providencial equivalía teóricamente a la introducción del tema de la gracia. Por este camino, se pueden reconocer los lineamientos concretos como Garcilaso presenta el desarrollo de los incas como preparación para el advenimiento del evangelio (Lombardo, c.1.d.26.l.2). De cara a las sentencias lombardianas, las frases de Garcilaso cuidadosamente elaboran un molde de fuertes implicaciones para la historia que narra y que dota a la enseñanza fundacional de Manco Cápac con una dimensión teológicamente virtuosa: mandar hacer a todos lo que todos quisieran que se hiciera a ellos mismos coincide con la definición teológica de la caridad, la virtud que asegura el cumplimiento de los diez mandamientos (Lombardo, c.2.d.27.l.3).

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Gracias a esta coincidencia, Garcilaso puede escribir con fundamentos teológicos que las leyes y ordenanzas incas «se pudieran cotejar con los mandamientos de nuestra santa ley y con las obras de misericordia» (Garcilaso, Comentarios I: 69 [lib. 2, cap. 3])189. Esta dimensión ontológica de las virtudes encarna en los incas y Garcilaso las rastrea persistentemente en sus nombres190. Las disciplinas de la carrera eclesiástica informan, entonces, las glosas de Garcilaso. Desde un punto de vista estrictamente intelectual, la destreza con que Garcilaso maneja las disciplinas de la carrera eclesiástica como las promovía el cabildo eclesiástico cordobés —gramática, música, derecho canónico y teología— fortalece su autoridad como historiador y consolida su perfil de individuo apto para desempeñar cualquier cargo catedralicio en conformidad con la decisión capitular de nombrar a individuos calificados. Además, al embeber las premisas de la teología y el derecho canónico en las acciones históricas, su impecable aparato teórico se funde con la historia de los incas, con la historia de la conquista y con su historia personal. Algunos estudios importantes han caracterizado los Comentarios reales tomando en cuenta solo una de estas disciplinas. Así, Zamora (Language 17) sostiene que «humanist theory of language not only provides the conceptual framework for the narrative but […] the specific linguistic methodologies of humanism become the vehicles for the expression and interpretation of the indigenous past». Innegable como fuente de la autoridad de Garcilaso, la gramática no es la única disciplina que subyace al libro, pues el derecho canónico, la música y la teología también juegan un rol de importancia en la interpretación y presentación del pasado al lector. Además, el requisito de estudiar gramática se aplicaba a todo el clero de la catedral, estaba vigente antes del Humanismo y, finalmente, no todos los Comentarios reales admiten ser un análisis gramatical o una traducción del quechua al español191. Roberto González Echevarría sostiene que la retórica legal es la fuente principal que informa el estilo y los argumentos de 189. Los matices teológicos de Pedro Lombardo son muy numerosos para comentarlos aquí. Sin embargo, el lector interesado puede consultar las secciones referentes a la interconexión de las virtudes y observar su presencia simultánea en la narración de Garcilaso. Véase especialmente Lombardo, c.5.d.25.l.3. 190. Respecto de los nombres reales, véase Zamora, Language 82-83. 191. Para una crítica relevante sobre la caracterización de Zamora de los Comentarios reales como un texto filológico, véase Fernández Palacios, Inca Garcilaso 35-38.

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Garcilaso (González Echevarría, Myth 66-71, 80). No obstante la gran importancia de la dimensión legal para los conceptos de ley natural, la legitimación del defectus natalium y otras sutilezas, el cascarón legal tampoco agota la estructura argumental ni estilística de los Comentarios reales. En primer lugar, las referencias legales de Garcilaso, siempre implícitas, suelen apuntar hacia el derecho canónico antes que al derecho civil. Los ecos del derecho canónico no solo dan forma a los pasajes clave que hemos anotado, sino que tienden un puente para la asunción garcilasiana de las conclusiones expuestas, con respecto a esta materia, en el Tratado comprobatorio de Las Casas, según las cuales la única base para la presencia de la Corona española en Perú es la conversión de los indios (Durand, «Presencia» 172-174; Cárdenas Bunsen, «Polémica» 404-410). Las referencias al derecho civil, específicamente a las Ordenanzas de Toledo y a las Leyes Nuevas de 1542, se comentan y critican fuerte y explícitamente en varios capítulos y episodios, aunque no conformen el meollo de las premisas de la construcción histórica de Garcilaso. En segundo lugar, excepto por los capítulos de Valera referentes a las leyes incaicas, no hay rastros continuos del estilo enumerativo notarial ni de la expresión formulaica de los abogados que sustente la afirmación de que la retórica notarial predomina en el libro (Durand, «En torno» 212-218). Contrariamente al predominio de una única disciplina en los Comentarios reales, es la convergencia de las disciplinas de la carrera eclesiástica el factor que explica la complejidad teórica de la obra. Contemplado en el contexto de las disciplinas requeridas por el cabildo eclesiástico, el proyecto garcilasiano de organizar su libro y sus argumentos sobre esas bases epistemológicas no es simplemente un producto del Humanismo o del Renacimiento, sino el resultado de un sistema basado en la armonización de disciplinas que hundía sus raíces en la Edad Media y era expresión de un universo epistemológico que, lejos de encapsular las diversas disciplinas, las integraba y vinculaba. Esta caracterización hace justicia a la adhesión de Garcilaso al sistema de estudios promovido por el cabildo catedralicio; en su caso, la novedad radica en la oportuna adaptación de este corpus disciplinario a la escritura de la historia incaica, así como a su intención de abogar silenciosamente por su propio derecho y el de los indios y mestizos a ser admitidos a los rangos eclesiásticos y, por extensión, a los

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seculares. El insistente recuerdo de su incompleta educación cuzqueña y la persistente mención de las habilidades de los indios y mestizos se dirigen al asunto relativo al hábito de elegir y nombrar a individuos calificados en el terreno eclesiástico y secular que lo había tocado directamente a través de su pertenencia al clero cordobés. Con su elaborada urdimbre, simultáneamente histórica y teórica (en el sentido de basarse en premisas gramaticales, legales o teológicas), Garcilaso elabora su comento a las crónicas publicadas sobre la historia incaica y responde al requisito de limpieza de sangre necesario para la carrera eclesiástica en Córdoba.

6. La limpieza de sangre, las discusiones quinientistas sobre el estatuto y la historia incaica

Las constituciones de la capilla de la Resurrección disponían que el patrono seleccionara cristianos viejos para las capellanías y la sacristanía, al igual que la misma catedral se regía por un estatuto de limpieza de sangre sin excepciones. Las actas del cabildo eclesiástico registran rigurosamente estos exámenes para los que trabajaban en el coro o en puestos litúrgicos. No se conserva registro de este examen para el caso de Garcilaso, pero los Comentarios reales y la Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas contienen respuestas al cuestionario que se hubiese administrado para averiguar genealógicamente la limpieza de sangre de su autor. El procedimiento comenzaba con la presentación, por parte del propio candidato, de un memorial de genealogía que listaba los nombres de sus dos padres y sus cuatro abuelos y consignaba un juramento solemne de que carecía de mácula genealógica alguna, esto es, que no tenía entre sus ascendientes a judíos, moros o convictos por la Inquisición (ACC, Actas capitulares 31: 108v [30.5.1595]). Después de este primer paso, el cabildo eclesiástico encargaba a un notario o a un clérigo de rango superior que investigara la validez de la información en el obispado en el que el candidato había nacido192. El funcionario a cargo de la evaluación administraría un cuestionario sobre 192. No he encontrado ninguna huella documental en el Archivo Arzobispal del Cuzco sobre un examen de limpieza de sangre a favor de Garcilaso.

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la condición cristianovieja de cada miembro de su familia al menos a ocho testigos acreditados193. Teóricamente el requisito de limpieza de sangre no debía afectar a la posesión plena de la sacristanía de Garcilaso. Ninguno de sus ancestros había sido judío ni moro ni había convictos de la Inquisición entre ellos194. Aun así, consciente de este requisito, Garcilaso respondió al cuestionario de limpieza de sangre en sus diferentes libros y actuó como si les presentara a sus lectores su propio memorial de genealogía y descendencia. Los Comentarios reales reconstruyen su genealogía materna con detalle: su madre, la cuzqueña Isabel Chimpu Ocllo, era hija de Huallpa Tupac Yupanqui, cuarto hijo de Tupac Inca Yupanqui y Mama Ocllo (Garcilaso, Comentarios I: 175 [lib. 8, cap. 8]; Diálogos de amor 6)195. La línea paterna de Garcilaso aparece delineada en la Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas. Su padre, el capitán Garcilaso de la Vega Vargas, pertenecía a un linaje de cristianos viejos de Badajoz. Era hijo de Alonso de Hinostroza y Vargas y de Blanca de Sotomayor (Garcilaso, Relación 43-45). El cuestionario de las pruebas de limpieza debía inquirir por la reputación de la cristiandad de la familia del individuo examinado. El relato histórico de Garcilaso sustituye al testimonio de fama pública de la reputación de cristianos viejos de su familia que el examen de limpieza de sangre debía verificar. De acuerdo con su propia narración, Garcilaso era el heredero de una línea genealógica establecida por Manco Cápac y asistida por la divina providencia. Como cronista, Garcilaso registra cuidadosamente que los descendientes de Manco Cápac «casaron entre sí unos con otros, por guardar limpia la sangre que fabulosamente dezían descendir del sol, porque es verdad que 193. En el Archivo de la catedral de Córdoba obran muchos exámenes documentados de limpieza de sangre que siguen rigurosamente los pasos descritos. Por ejemplo, véase el caso de Bartolomé Gil de Aguilar, a quien Diego de Córdoba propuso para la capellanía de la Resurrección en 1601. Gil de Aguilar solicitó al cabildo el examen de su limpieza de acuerdo con las constituciones de la capilla y con los estatutos de la catedral (ACC, Secretaría, Expedientes de limpieza de sangre, caja 7530). 194. Para un análisis pertinente de la limpieza de sangre y la opinión jurídica de Solórzano y Pereyra a favor de la admisión de los indios y mestizos a órdenes, véase Zamora, «Sobre la cuestión de la raza» 363-370. 195. La relación de la familia materna de Garcilaso respecto de los soberanos incas es un asunto cambiante y difícil de explicar. Para un examen detallado, véase Araníbar 784.

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tenían en suma veneración la que descendía limpia destos reyes sin mezcla de otra sangre porque la tuvieron por divina y toda la demás por humana» (Garcilaso, Comentarios I: 59 [lib. 1, cap. 25]). Garcilaso —y quizá por extensión su generación de condiscípulos mestizos— aparece como el último eslabón de una cadena sucesoria que, tras la conquista, solo se mezcló con un miembro de los conquistadores españoles a quienes al principio los nativos consideraron hijos del sol (Garcilaso, Historia I: 55 [lib. 1, cap. 18]). Si Garcilaso no tenía ascendencia judía ni mora ni de convicto inquisitorial, ¿por qué se muestra tan sensible a los efectos del requisito de limpieza y responde al cuestionario de genealogía en sus libros? Los años en que Garcilaso simultáneamente escribe los Comentarios reales y sirve la sacristía de la capilla de la Resurrección iluminan este examen de limpieza personal que Garcilaso inserta en sus libros y en el que desembocan varias líneas de la historia que reconstruye. Garcilaso era miembro del clero de la catedral de Córdoba en una época en que los estatutos de limpieza de sangre, estipulados por numerosas instituciones seculares y eclesiásticas, estaban siendo activamente cuestionados. Como vimos en el capítulo anterior, el cabido eclesiástico cordobés tomó una postura de defensa del requisito de limpieza que se manifiesta, por ejemplo, en el regalo que Bernardo de Aldrete le presentó a Leandro de Xaçuelo por haber este enviado al cabildo la defensa del estatuto que había compuesto Diego de Simancas (ACC, Actas capitulares 36: 141v-142v [28.1.1605]). Simancas sostenía que el estatuto de limpieza era una norma de derecho privado establecida para garantizar que el clero creía realmente en consciencia en sus deberes religiosos. Los argumentos de Simancas tenían como blanco a los conversos, en especial a aquellos de ascendencia judía que, según él, tendían a ser relapsos en las creencias de sus mayores (Simancas 8 [cap. 5], 24 [cap. 10], 99-100 [cap. 42]). Al otro lado del espectro ideológico, Agustín Salucio revisó todos los argumentos favorables y contrarios al estatuto de limpieza y concluyó que, a pesar de su necesidad en el momento de su primera institución, el requisito de limpieza dañaba el bien común de la república: polarizaba el cuerpo político en dos sectores, a saber, los limpios y los no limpios de sangre. Como remedio propuso que el rey limitara dicho estatuto y lo suprimiera de forma gradual para integrar a la gente en un cuerpo político unificado y evitar el perjuicio social que se seguía

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del escrutinio genealógico, dado que, en contra de lo que popularmente se creía, no eran los orígenes étnico-religiosos en sí mismos los que propiciaban el fingimiento de la conversión, sino los efectos negativos del examen sobre la reputación personal de los individuos examinados (Salucio 17v-48v). Frente a estas dos posturas contrarias y discutidas entonces, Garcilaso se blinda argumentalmente a través de sus Comentarios reales. Por un lado, satisface al cuestionario de limpieza con la presentación de su genealogía y, por otro, acentúa la documentación de las habilidades de indios y mestizos, lo cual podría leerse como una inclinación de la balanza hacia el mérito de los individuos. En este sentido, Garcilaso da una prueba completa de su idoneidad y genealogía según los lineamientos de varias instituciones cordobesas y no solo de la catedral. Es el caso de las pruebas necesarias para obtener la veinticuatría de Córdoba, que incluían una prueba de linaje y otra de idoneidad personal para dicho cargo (véanse, por ejemplo, AHMC, caja 22, doc. 52 [Prueba de nobleza de Diego de Córdoba Ponce de León]; caja 24, doc. 148 [Prueba de nobleza de Íñigo de Córdoba]). Garcilaso no podía evitar el examen de limpieza en caso de que pretendiera la posesión plena de su sacristía o una posición más alta en la jerarquía eclesiástica. En este punto, es importante aclarar qué querían decir los canonistas y teólogos por limpieza de sangre como requisito para ser considerado cristiano viejo. La crítica de Salucio ofrece la mejor definición del concepto. En primer lugar, no se trata de un concepto meramente biológico, sino de la imposibilidad de establecer el momento preciso cuando los ancestros de una persona se convirtieron al cristianismo: «la limpieza consiste en christiandad inmemorial de los açendientes y no ay memoria de quienes son los que desçienden del que a tanto que se convirtió» (Salucio 7r). A la luz de esta concepción, se aclara razonablemente por qué Garcilaso resolvió las potenciales dudas sobre la cristiandad indiana en el terreno histórico. Al hacer coincidir la enseñanza fundacional de Manco Cápac con la definición canónica de ley natural y la definición lombardiana de la caridad, Garcilaso echaba los pilares de una historia andina precristiana que anticipaba plenamente las virtudes del cristianismo. El paradójico resultado histórico demostraba en términos narrativos que, aunque la conversión de los incas y sus descendientes era, en un

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sentido cronológico, reciente, en cambio era muy antigua con respecto a la adopción de los principios éticos que la sostenían. De forma complementaria, la dimensión salvífica que Garcilaso introduce al afirmar que la providencia divina causa la aparición de los incas deshace la posibilidad de considerar las virtudes y costumbres incaicas puramente humanas o idolátricas. Esta tesis histórica de los Comentarios reales ataca la idea común según la cual los mestizos no se hallaban bien dispuestos para los cargos eclesiásticos debido a algunas costumbres indígenas que permanecían en ellos por haberlas mamado en la leche materna y haberse educado entre los indios (Acosta, De procuranda 517 [lib. 4, cap. 8]). La confrontación personal de Garcilaso con los requisitos para acceder a la plena posesión de los puestos eclesiásticos en Córdoba es finalmente la bisagra entre su situación individual y la análoga posición colectiva de los mestizos, que cristalizó en una serie de argumentos para defender, ante el Tercer Concilio de Lima, los derechos de estos para acceder al orden sacerdotal y a la vida religiosa. En 1583, los mestizos se opusieron colectivamente al decreto de Felipe II que los excluía del orden sacerdotal y de la vida religiosa contra la dispensa de Gregorio XIII (Encinas I: 173-174; ACML, Volúmenes importantes 2, 164r [Roma, 25.1.1576]). Al apelar la decisión real, los mestizos sostuvieron que las restricciones de limpieza de sangre no se aplicaban a ellos a pesar del antiguo estatus infiel de sus madres: el bautismo había borrado el pecado original y cualquier otra mácula a diferencia de «los que descienden de moros o judíos conversos a los que las leyes excluyen de las honras y dignidades concedidas a las gentes nobles por ser los tales moros o judíos enemigos conoscidos de la ley de Cristo y perseguidores della» (AGI, Audiencia de Lima 126, 4r/v). Es decir, la infidelidad de los indios no era contraria a la cristiandad ni se había manifestado como un rechazo de esta. Inspirado parcialmente por Valera, Garcilaso diseñó una narración histórica comprobatoria de esta tesis de los mestizos y repleta de munición intelectual para allanar todos los obstáculos que se les presentaran en el camino a la promoción a estos rangos (cf. Ares Queija, «El Inca» 17-29). La naturaleza argumental de los Comentarios reales, cimentada en la traslación representacional de los fundamentos de la teología y del derecho canónico, demuestra que los incas y sus descendientes indios

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y mestizos podían y tenían el derecho de integrar el cuerpo social y político de su tiempo. Con esta óptica, los hechos de los incas, conquistadores y demás personajes, el tratamiento de las instituciones y prácticas indígenas y el progreso histórico construyen un largo y complejo argumento que aboga tanto por la legitimidad de los indios y los mestizos como por la restitución de sus honores y posesiones. Al separar estrictamente los pobladores de la edad anterior a los incas de los súbditos de estos soberanos196, la línea principal de la narración garcilasiana del pasado andino se enfoca en la figura fundacional de Manco Cápac como transmitente de sus principios éticos y políticos a sus herederos. Al construir su imperio, los incas observaban estrictamente la doctrina de la guerra justa y la aplicación de la jurisdicción voluntaria (Durand «El Inca, hombre en prisma» 50; Cárdenas Bunsen «Consent» 803-816). La narración garcilasiana de las acciones incaicas contiene huellas claras de estas figuras legales. En este sentido, la conversión de las estipulaciones de la guerra justa en las acciones de los incas desempeña un papel capital. Habiendo inferido racionalmente leyes probas, los incas eran capaces de gobernar bien, deducir la filosofía moral y legislar con justicia. Por medio de la imposición de sus leyes, los incas ganaron progresivamente la aceptación de sus súbditos, quienes, a medida que experimentaban los beneficios de tal legislación, proclamaron que los soberanos del Cuzco merecían ser «señores del mundo» (Garcilaso, Comentarios II: 37 [lib. 6, cap. 15]). Garcilaso sostiene que los incas expandieron su territorio a través de guerras que peleaban como último recurso después de haber agotado todos los otros canales de persuasión pacífica para sujetar a los pueblos andinos a su dominio. Sus intervenciones observan las estipulaciones de la guerra justa con rigor: autoridad del príncipe, recta intención y causa justa (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, c. 6.  C. 22. q. 1; c. 1. C. 22. q. 2.). En consecuencia, las victorias convertían a los incas en soberanos legítimos en virtud del Ius gentium. De principio a fin, la teoría de la guerra justa informa toda la actividad bélica incaica: el recurso de este pueblo a la guerra tras agotar todos los otros medios para evitar el conflicto; todos los usos de la fuerza están apropiadamente autorizados por el inca, a la vez que se encaminan 196. Véase MacCormack (334-335) para el marco de las dos edades.

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a la paz. Además, los incas emprenden sus guerras por causas justas como la expansión del culto solar hasta la defensa legítima del Cuzco frente a la invasión de los Chancas (Cárdenas Bunsen, «Ius Gentium» 156-160). Los incas respetaban el debido procedimiento con tanta frecuencia que el autor acorta su recuento histórico aduciendo que todas las guerras de los incas se hacían de la misma manera (Garcilaso, Comentarios I: 109 [lib. 2, cap. 20]). Garcilaso completa su historia de la expansión imperial incaica afirmando que la mayoría de los pueblos voluntariamente se unían al imperio y aun solicitaban formar parte de este. El concepto de jurisdicción voluntaria, que Las Casas había razonado en el Tratado comprobatorio como el único mecanismo legal que legitimaba a la Corona española en Indias, termina, en manos de Garcilaso, aplicado al pasado incaico (Las Casas, Tratados 11471151). La profunda implicación de las dos líneas narrativas desemboca en su poder legitimador de la soberanía incaica que Manco Cápac estableció y sus sucesores expandieron estrictamente según el derecho de gentes. La segunda parte de los Comentarios reales extiende este relato legitimador de la historia incaica a la etapa posterior a la conquista española; descarta la posibilidad de aprobar como guerra justa la primera entrada bélica conquistadora en Cajamarca resaltando la imposibilidad comunicativa entre Atahuallpa y Valverde al pronunciar este el requerimiento, el pedido de sujeción política redactado por el jurista Palacios Rubios equivalente a la obligatoria advertencia formal que era condición necesaria para que la guerra subsiguiente fuese justa (Las Casas, Historia III: 27-28 [lib. 3, cap. 57], Russell 6-9). Dada la falta de palabras teológicas en el quechua anterior a la conquista —presunción corroborada por el propio Tercer Concilio limense que pone en español las palabras sacramentales en sus catecismos quechuas—, el requerimiento resultaba incomprensible y no generaba ningún efecto como declaración de guerra; la intervención militar de Pizarro carecía de toda base legal (Garcilaso, Historia I: 63-72 [lib. 1, caps. 22-24]). La resonante conclusión de Garcilaso en esta materia implica que la expresión completa del consentimiento resulta esencial para validar la aceptación de cualquier obligación legal. Como autor, había logrado preparar el escenario para esta conclusión historizando todos los

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episodios de la aceptación voluntaria, por parte de los pueblos andinos, del dominio incaico. Además, en el caso de Cajamarca, Garcilaso aludía a sus fuentes teológicas mencionando que, según ciertos cronistas, Valverde sostenía en sus manos la Summa Sylvestrina [1515], el tratado teológico más reciente, en 1533, que contenía todas las estipulaciones jurídicas pertinentes para una situación como la del diálogo entre el fraile y Atahuallpa (Prierias 210 [sub contractus], 254 [sub obligatio]). Esta ilegitimidad del encuentro de Cajamarca empaña todas las otras guerras civiles que enfrentan a los conquistadores entre sí sin más causa, según Garcilaso, que la caída en los siete pecados capitales (Garcilaso, Historia I: 124-125 [lib. 2, cap. 6]). Al contrario, los indios no ejercen su legítima defensa contra los españoles y pacíficamente se sujetan a la orden dada por Atahuallpa de no pelear (Garcilaso, Historia I: 72-76 [lib. 1, caps. 25-26]). Ante la imposibilidad de apelar a la guerra justa como justificación para la conquista española, Garcilaso esboza una alternativa legal para sustentar el poder del rey de España en el Perú y que derivaría exclusivamente de la orden que Huaina Cápac dejó al morir para que sus súbditos recibiesen a los españoles, de cuyas exploraciones en el norte de su territorio había tenido noticia: Yo os mando que les obedezcáis y sirváis como a hombres que en todo os harán ventaja; que su ley será mejor que la nuestra y sus armas poderosas e invencibles más que las vuestras. Quedaos en paz, que yo me voy a descandar con mi Padre el Sol, que me llama. (Garcilaso, Comentarios reales II: 250 [lib. 9, cap. 15], Historia III: 51 [lib. 1, cap. 24])

Este mandato de obediencia constituye el único sustento de legitimidad que tienen los españoles y la Corona en el Perú, y la ley que han de traer es la predicación evangélica a la que alude Huaina Cápac al hablar de una ley superior a la de los incas. Esta identificación se confirma en el «caso maravilloso» de la conversión de un anciano cuzqueño que espera al soldado Alfonso Ruiz para que le enseñe la «verdadera ley» que le había prometido el Pachacámac (Garcilaso, Historia I: 91 [lib. 2, cap. 8]; Duviols, «Les Comentarios» 70). De esta cuidadosa exclusión de los otros sustentos jurídicos, se desprende que la legitimidad de la Corona española sobre el Perú no procedía de los poderes del emperador ni del papa ni menos de un

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proceso de guerra justa, sino que provenía estrictamente del mandato que Huaina Cápac había dejado a sus sucesores, quienes se aprestaron a cumplirlo convirtiéndolo en una ley enseñada en las escuelas del Cuzco. No obstante, para que esta cadena de transferencia fuera plenamente legítima, las partes involucradas debían ser igualmente legítimas. En otras palabras, la legitimidad de la Corona española en el Perú presuponía necesariamente la legitimidad del dominio incaico sobre sus dominios. La refutación de Garcilaso a la tesis de la tiranía de los incas que sostenían los cronistas de la generación anterior no podía ser más eficaz197: el señorío de los incas no solo era legítimo, sino que constituía el fundamento del señorío del rey, transmitido por voluntad del último soberano no por ningún requerimiento ni guerra justa. Esta legitimidad justificaba que los herederos pudieran reclamar la restitución de su señorío. La línea real incaica, en la narración de Garcilaso, se encuentra al tanto de su justo reclamo para la restitución plena de su imperio. Así, Manco Inca solicitó esta restitución a Pizarro, si bien no se la concedió (Garcilaso, Historia I: 168 [lib. 2, cap. 22]); Sairi Túpac se dio cuenta de que la magnitud de las tierras que el virrey le concedía no se podía comparar con los dominios que se le debían (Garcilaso, Historia III: 211 [lib. 8, cap. 10]); y Túpac Amaru estoicamente proclamó «que recibiría la muerte contento y consolado, pues se la davan en lugar de la restitución que de su imperio le devían» (Garcilaso, Historia III: 247-248 [lib. 8, cap. 18]). Garcilaso se opone a la destrucción del linaje incaico y a las guerras civiles ilegalmente peleadas y animadas por los siete pecados capitales. En esta sombría pintura, Garcilaso elogia a aquellos que buscaban restablecer la paz y promover la predicación de la fe como lo hicieron, por ejemplo, su padre o Cristóbal Vaca de Castro. Además de la legitimidad que emana de la narración de su expansión, las costumbres y prácticas incaicas también incidían en la posibilidad de incorporar a los indios y mestizos en el cuerpo político de entonces, sobre todo a la luz del objetivo del examen de limpieza en el que se escrutaban las creencias arraigadas de los individuos examinados para descartar que fingieran su adhesión cristiana. Todo el movimiento histórico en la primera parte de los Comentarios reales se 197. Sobre la tiranía incaica, véanse Porras, Los cronistas 1: 78, y Araníbar 704.

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alterna con capítulos que contienen una presentación de dichas costumbres y prácticas incaicas. Estos capítulos etnográficos revestían una gran importancia no solo por la información sobre las instituciones, prácticas y restos incaicos, sino porque en ellos se contenían potencialmente numerosos argumentos que reforzarían la compatibilidad ancestral con el cristianismo. Al principio de su libro, Garcilaso declara que intenta comentar y elaborar una glosa a las crónicas españolas. Así, su selección de las costumbres incaicas depende de la información que encontró en los cronistas, pero su selección se intersecta otra vez con los principios del Ius gentium, un componente esencial del sistema jurídico del Ius commune, es decir, del derecho canónico y del derecho civil así como de la escuela teológica de Pedro Lombardo (Bellomo XI-XIV). Garcilaso encontró un vasto repertorio de instituciones indias, recopilado con los criterios del Ius gentium en Román y Zamora y en Gómara, Valera y Cieza de León, textos que citó extensamente y de los que partió para sus propias elaboraciones. La teología natural, concebida en el marco del pensamiento de Pedro Lombardo, le brindaba el sustento teórico para presentar los aspectos religiosos de los incas de manera que solidificara su argumento. Garcilaso ofrece una imagen de un pueblo observante de los tres sacramentos típicos de la religión natural: diezmos en forma de entrega de metales para decorar la casa del sol, sacrificios de animales y ofrendas rematadas con la voz apachecta en acción de gracias (Kilwardby 81; Garcilaso, Comentarios I: 73-74 [lib. 2, cap. 4]; I: 180 [lib. 3, cap. 24]; II: 48 [lib. 6, cap. 20]). Garcilaso vuelve a sostenerse en su aparato teórico para describir las instituciones indígenas de manera que encajen en sus propósitos narrativo-argumentales. En capítulos interconectados, documenta estos tres elementos de la teología natural como el centro de las creencias andinas: los sacerdotes incas sacrificaban animales, bebidas y vestimentas finas al sol y nunca practicaron sacrificios humanos (Garcilaso, Comentarios I: 82-85 [lib. 2, caps. 8-9]). Los incas habían distribuido el trabajo de manera que los indios trabajasen las tierras del sol (Garcilaso, Comentarios I: 227-229 [lib. 5, cap. 2]). En un nivel colectivo, las costumbres a las que Garcilaso pasa revista complementan la historia de la búsqueda progresiva de los incas por el hacedor del universo. Estas prácticas trasladan tal búsqueda a

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la vida religiosa de los pueblos andinos. En otras palabras, mientras los incas y los sabios buscan al hacedor del universo con la razón natural, los sacramentos naturales cristalizan en sus dominios como un correlato social de su exploración filosófica. Esta dimensión religiosa del relato de Garcilaso se redacta cuidadosamente y refleja de manera paradigmática la convergencia de su trasfondo teórico en la medida en que sostiene invisiblemente su narración. Este armazón teórico de la presentación de la religión incaica prepara el camino para demostrar la total compatibilidad del común trasfondo cultural de los indios y los mestizos con la cristiandad, que los convertiría en miembros compatibles del cuerpo político español. La ambiciosa narración de todo el recorrido histórico de los Andes y su valor legitimador para sus descendientes trascienden los límites de la justificación de los aspirantes a los puestos eclesiásticos y abarca plenamente a todos los nativos de las Indias. Si las disciplinas más altas de la carrera eclesiástica —la teología y el derecho canónico— pusieron en manos de Garcilaso los fundamentos teóricos, la cualidad argumental de su narración y las disciplinas básicas —la gramática y la música— le ofrecieron las herramientas interpretativas de su comento de las crónicas de Indias; la renovación de los modos de escribir la historia, que tenía en el fenómeno del Sacromonte su más reciente catalizador, impactó en los contenidos de las glosas garcilasianas y le sugirió numerosos criterios para presentar la cultura indígena, así como para corregir y reinterpretar las versiones de los cronistas españoles en aquellos aspectos que potencialmente se oponían a las líneas centrales de su narración. Es necesario, entonces, examinar el impacto de los métodos interpretativos que, aunque no formaban parte de la educación de los clérigos, eran un componente esencial de la escritura histórica cuando Garcilaso escribe, además de que tocaron las entrañas de los Comentarios reales.

7. Los Comentarios reales y los anticuarios Contemplados desde las tendencias históricas de la Andalucía tardoquinientista, los Comentarios reales presentan un equilibrio entre la continuidad y la renovación. Garcilaso basa los principios fundamentales de su libro en las premisas de las disciplinas de la carrera

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eclesiástica, pero articula el contenido concreto de sus glosas, sus comparaciones y sus diálogos intertextuales con las tendencias renovadoras del momento que hemos venido explorando en los capítulos anteriores. En este sentido, los métodos de los anticuarios, en el sentido más amplio del término que involucraba la actividad de los analistas de los restos materiales, de los traductores y de los gramáticos, entre otros intelectuales, habían constituido un conjunto de criterios de acuerdo con los cuales Garcilaso empaquetó su información histórica. En la línea más conspicua de los anticuarios andaluces, Garcilaso presentó una sistemática comparación entre el Cuzco y Roma (Garcilaso, Comentarios I: 8 [proemio]). Al establecerla y desarrollarla, Garcilaso se apropiaba, al mismo tiempo, de un tópico común a varias crónicas de Indias, elaborado para incrementar el prestigio de la historia incaica, resaltar sus semejanzas con la historia clásica europea y adherirse a la dimensión moral de la historia que hallaba en los historiadores que leía (Lupher 292-297; MacCormack, «The Incas» 12-25). En particular, José de Acosta había afirmado que la corte del Cuzco y sus santuarios era «como si dijésemos, otra Roma» (Acosta, Historia 205 [lib. 6, cap. 3]). Por su parte, Blas Valera, tal como lo transcribe Garcilaso, había establecido la analogía entre las instituciones, leyes y costumbres romanas y los incas como un parangón central para varios pasajes de su Historia occidentalis salvados por Garcilaso; había llegado inclusive a destacar los aspectos en los que los incas aventajaban a los romanos afirmando que, en la sabia administración de la materia tributaria, «ninguno de los reyes antiguos, ni los grandes Césares que se llamaron Augustos y Píos, se pueden comparar con los Reyes Incas» (Garcilaso, Comentarios I: 254 [lib. 5, cap. 15]); et. I: 245 [lib. 5, cap. 11], II: 84 [lib. 6, cap. 36]). En el caso de Garcilaso, la comparación entre Cuzco y Roma se da la mano con una manera de historiar que entronca cercanamente con los anticuarios andaluces y cuyo rasgo común más sobresaliente es la proyección de las prácticas culturales andinas, las lenguas y los monumentos que sobreviven en el momento de su escritura al pasado incaico que historia, reconstruye y explica. Garcilaso parte, así, de las crónicas de Indias a las que glosa y sitúa las huellas materiales mencionadas, que él reconoce y pone en perspectiva histórica. Esta es la razón por la cual los capítulos de corte propiamente anticuario, es decir, aquellos que se ocupan en la descripción de la cultura

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material incaica, se adhieren a la narración histórica lineal, explicando la materialidad de los objetos, identificando las referencias concretas de la crónica y repitiendo la estrategia textual que usaron Ambrosio de Morales y Juan Fernández Franco. Como se vio en el capítulo segundo, las autopsias anticuarias y la identificación de las instituciones y funcionarios romanos le permitieron a Morales complementar aclaratoriamente su Corónica general de España; y al licenciado Fernández Franco lo habilitaron a restaurar la cartografía de Plinio. Después de que Eugenio Asensio publicó las cartas que Garcilaso intercambió con Fernández Franco, los críticos han encontrado en esta sostenida comparación entre Cuzco y Roma una marca clara de la metodología y las estrategias anticuarias. Fermín del Pino-Díaz (15) ha observado recientemente que el estudio de los restos romanos en Andalucía propulsó el interés de Garcilaso entre la cultura incaica y la Roma antigua. A esta observación hay que añadir el estudio de las antigüedades árabes por parte de Mármol Carvajal y los intelectuales del Sacromonte, así como el interés en materia americana por parte de Ambrosio de Morales, Bernardo de Aldrete y Francisco de Holanda. La adopción garcilasiana del modelo anticuario da cuenta de su tratamiento de los vestigios de la cultura material de los incas. Garcilaso siente enfrentarse con una limitación frente a la práctica de anticuarios como Fernández Franco, con quien intercambia la información anticuaria en su epistolario, pero prefiere trasladarse personalmente y visitar los lugares donde se conservan los monumentos antiguos; allí los dibuja y los transcribe. Para sus reconstrucciones del Cuzco, Garcilaso no puede volver al Cuzco y debe conformarse con su memoria, sus lecturas de crónicas, su correspondencia y las conversaciones con las ocasionales visitas de viajeros peruanos como Luis Jerónimo de Oré. Lejos del Cuzco, Garcilaso lamenta no poder puntualizar el ancho y el largo del templo del sol o las medidas exactas de las asombrosas fortalezas incaicas (Garcilaso, Comentarios I: 172 [lib. 3, cap. 20]; II: 146-148 [lib. 7, cap. 27]). Como los anticuarios, Garcilaso transmite un sentido de urgencia ante el temor de la desaparición de estos notables objetos: Maravillosos edificios hizieron los Incas reyes del Perú en fortalezas, en templos, en casas reales, en jardines, en pósitos y en caminos y otras fábricas de grande excelencia, como se muestran hoy por las ruinas que

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dellas han quedado, aunque mal se puede ver por los cimientos lo que fue todo el edificio. (Garcilaso, Comentarios II: 146 [lib. 7, cap. 27])

Garcilaso relega el catálogo de estos antiguos artefactos a la narración histórica, que se vuelve un museo anticuario en el que exhibe las descripciones de estos objetos; es decir, Garcilaso consigna toda la «antigüedad» de los incas que, en el lenguaje de Fernández Franco y sus corresponsales, designa el censo de los restos materiales del pasado; el cronista cumple así con el ofrecimiento programático a Felipe II de escribir «sumariamente de la conquista de mi tierra, alargándome más en las costumbres, ritos y ceremonias de ella y en sus antiguallas» (Garcilaso, Diálogos de amor 8). En la narración de Garcilaso, el lector encuentra menciones de templos, esculturas, ornamentos de metal, vasos, quipus y pinturas (Garcilaso, Comentarios I: 171-183 [lib. 3, caps. 20-25], I: 69 [lib. 2, cap. 3], I: 191-192 [lib. 4, cap. 5], II: 23-26 [lib. 6, caps. 8-9]). Al toparse con el muestrario de antiguallas, los lectores anticuarios de los Comentarios reales reconocerían su común interés en los objetos americanos —Ambrosio de Morales recopilaba epistolarmente información sobre los quipus, las pinturas incas y sus significados— y, sin duda, comprenderían el valor argumental de su presencia, pues los anticuarios concebían sus pesquisas sobre la cultura material y la inserción de las inscripciones antiguas en sus estudios como una manera de demostrar la validez de sus reconstrucciones históricas, pero también de corregir y glosar a los autores precedentes. Las menciones garcilasianas de estos objetos y sus comentarios sobre la alta calidad de su arte constituyen una visible intrusión del pasado en el presente y un argumento poderoso para su tesis sobre las habilidades extraordinarias de los indios y los mestizos, herederos de los artífices de las antiguallas; ello entronca con una particular concepción de Roma compartida con los anticuarios, la cual no se circunscribe al ámbito de la urbe capital de los césares. Esta argumentación anticuaria se hace evidente en las descripciones garcilasianas de las imágenes del sol y de la luna, del jardín de esculturas de oro y plata, y de las pinturas incaicas. Según Garcilaso, todas estas imágenes fueron pintadas, esculpidas al natural —por ejemplo, el arco iris del Coricancha lo tenían «pintado muy al natural» y los orfebres habían

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decorado el huerto del Inca con maizales «contrahechos al natural» (Garcilaso, Comentarios I: 175 [lib. 3, cap. 21], II: 9 [lib. 6, cap. 2]). Esta precisión de Garcilaso, aparentemente discreta, sobre el estilo naturalista del arte incaico portaba, para los ojos de los anticuarios, una fuerte carga argumental y destacaba la habilidad de los artistas incas para elaborar obras de arte e ingenio que encajaban en una de las mayores tendencias artísticas de su tiempo, a saber, la concepción del arte como mimesis de la realidad (Garcilaso, Comentarios I: 175 [lib. 3, cap. 21]; Rubio Lapaz, Pablo de Céspedes 105, 202-203). Esta descripción argumental que los Comentarios reales toman de la literatura anticuaria alcanza su ápice con la pintura triunfal de los cóndores. De acuerdo con Garcilaso, el Inca Huiracocha comisionó una famosa pintura de dos cóndores, uno cabizbajo, con las alas cerradas y de espaldas al Cuzco y el otro con las alas abiertas y mirando la ciudad del Cuzco. La pintura alegorizaba el abandono que Yáhuar Huácac hizo del Cuzco y el surgimiento del príncipe Viracocha para defender la capital, derrotar a los Chancas y ocupar el trono de su padre (Garcilaso, Comentarios I: 273-274 [lib. 5, cap. 23]). Enfatizando la mimesis realista de la pintura, la descripción de Garcilaso cubre la fisonomía, posiciones y expresiones de los animales y da a entender que la maestría de los pintores incaicos hacía posible la interpretación alegórica; lamentablemente, la pintura estaba muy gastada cuando escribe Garcilaso «porque el tiempo con sus aguas, y el descuido de la perpetuidad de aquella y otras semejantes antiguallas, la habían arruinado» (Garcilaso, Comentarios I: 274 [lib. 5, cap. 23]). De manera análoga, la grandeza de la fortaleza del Cuzco comunicaba el poder y la majestad de los incas, así como las increíbles habilidades de sus albañiles. Sus dimensiones y su diseño laberíntico asombraban a cualquiera de sus visitantes, persuadidos de tales habilidades por el misterio del proceso de construcción. Respecto de esta sensación de asombro y admiración, Garcilaso cita a Acosta y a un anónimo sacerdote de Montilla que viajó al Cuzco; para este último, según le había confesado al Inca de regreso a la villa andaluza, la impresión que producía la magnitud del monumento superaba la fama que lo precedía (Garcilaso, Comentarios II: 149-154 [lib. 7, caps. 28-29]). Garcilaso concluye que, a causa de la grandeza de las piedras y su concierto en la edificación de la fortaleza: «eccede aquella obra a

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las siete que escriuen por maravillas del mundo» (Garcilaso, Comentarios II: 150 [lib. 7, cap. 28]). Estos objetos asombraban a los anticuarios y abrían las puertas a especulaciones acerca de si su hechura era el resultado de antiguos contactos con pueblos de Europa o, por el contrario, prueba de las extraordinarias habilidades de sus creadores (Holanda, Da pintura 77, 87-88). Dado que Garcilaso no registra ningún contacto entre los incas y los europeos antes de la llegada de las huestes de Pizarro, en los Comentarios reales se inclina hacia la segunda posibilidad, lo que asimismo le permite enfatizar las habilidades naturales y maduras de los indios, capaces de crear tales artefactos, correspondientes a los que los anticuarios catalogaban y recuperaban. El cuidadoso registro de Garcilaso de este conjunto de objetos suscribe una noción de Roma que trasciende los límites geográficos y cronológicos de la urbe máxima del Imperio romano, a la vez que puede incluir la cultura inca en su radio. Es una concepción, como apuntamos en el capítulo segundo, que arranca en la península ibérica del anticuario portugués Francisco de Holanda en su estudio de las categorías de la pintura romana antigua. Este último propone que se considere una Roma a cualquier lugar donde haya edificios, estatuas y pinturas comparables a las de la ciudad imperial, pues el ingenio nace en cualquier parte del mundo (Holanda, Da pintura 77). Más específicamente, Holanda conocía el arte del Perú y conjeturaba acaso que las categorías del arte antiguo se habían expandido por todo el mundo, maravillándose «que até o novo mundo da gente barbara do Brazil e Peru, que ategora forão inotos aos homens, ainda esses em muitos vasos d’ouro que eu vi e nas suas feguras tinhão a mesma razão e desceplina dos antigos» (Holanda, Da pintura 88). En este sentido, la conexión más fuerte de los Comentarios reales con los escritos de los anticuarios yace en la inclusión de estos elementos fundamentales de la cultura material de los incas que atestiguan los eventos consignados en la narración histórica al conservar las huellas tangibles de las guerras, los palacios y el culto de los incas, a la vez que se cargan de un estentóreo contenido argumental al asombrar y mostrar el talento de los individuos y pueblos que los crearon. Mientras escribe y argumenta a través de las antiguallas incas, Garcilaso observa la remodelación de la catedral cordobesa, cuida el ornato de una de sus capillas y, hacia el final de su vida, participa en la misma

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reforma arquitectónica aconsejando que se ubiquen las «necesarias» —es decir, los servicios— fuera y no dentro del templo como se había proyectado (cf. cap. 2). En este clima se puede pensar que, por parte de Garcilaso, las llamadas de atención sobre el abandono de las antigüedades incas encerraban también una llamada a su restauración. No solamente los vestigios materiales concitaban el interés de los anticuarios. Como lo muestran las calas lingüísticas de Pedro de Castro, Miguel de Luna y Bernardo de Aldrete con elocuencia, la lengua y la traducción también era uno de sus objetos de estudio. Así como la Historia verdadera sustituía el original árabe de Abentarique con la versión española de Luna, sendas porciones de los Comentarios reales se presentan como la traducción que el Inca Garcilaso dice realizar de la narración quechua de sus parientes mayores que ante el lector aparecía vertida en el «tosco romance» del cronista y comentada con una serie de calas lingüísticas aclaratorias (Garcilaso, Comentarios I: 40-45 [lib. 1, caps. 15-17]; Zamora, Language 54). Respecto de la aproximación anticuaria a la lengua, Garcilaso no fue una excepción: adoptó la codificación gramatical del quechua, elaborada bajo la dirección de Blas Valera, sancionada por el Tercer Concilio de Lima y citada por los polemistas del Sacromonte (AASG, leg. 6, 1.ª pte., 93r). Como autor, Garcilaso proyecta al pasado reconstruido en los Comentarios reales la ortología que el Tercer Concilio había acuñado en el presente como una solución lingüística contemporánea que mediaba entre las diversas variedades de quechua habladas desde las zonas aledañas al Cuzco hasta el norte del país (Tercer Concilio, Doctrina 167 [Anotaciones o scolios sobre la traducción]; Cerrón Palomino 126-141). Gracias a esta operación, Garcilaso transforma ese quechua en una lengua providencial que unifica progresivamente el territorio de los incas y cumple un rol paralelo al del latín en el Imperio romano, tal como lo presentó Bernardo de Aldrete: el quechua se vuelve también el vehículo que vincula un imperio y facilita la comunicación de la sabiduría alcanzada por los filósofos y sabios incaicos por medio de la razón natural (Aldrete, Del origen s. n. [prólogo al rey]; Garcilaso, Comentarios II: 91-96 [lib. 7, caps. 3-4]). Garcilaso uniformiza todas sus intervenciones gramaticales, la escritura de todas las palabras que emplea y los significados que atribuye a la mayoría de palabras según la codificación del Tercer Concilio

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(Araníbar 779; Cárdenas, «Circuitos» 104). Los topónimos no fueron una excepción; Garcilaso los normalizó todos con esta misma codificación conciliar y con esa forma ortográfica los convirtió en la marca idiomática del mapa que los incas trazaban a medida que expandían sus dominios. Carlos Araníbar ha destacado que Garcilaso transformaba el viaje sincrónico de Cieza de León del norte al sur de los Andes en un mapa inverso —de sur a norte— y espaciado cronológicamente, el cual dibujaba la dirección de la expansión incaica según el relato de los Comentarios reales. Al imprimir la horma lingüística del Tercer Concilio a los nombres de lugar que documenta la crónica de Cieza de León, Garcilaso reducía todos los topónimos a este rasero, inclusive aquellos originalmente ajenos a la lengua quechua (Araníbar 705, 718; Cerrón Palomino 227-230). No se trata de un error ni de una decisión arbitraria. Al reinsertar esta decisión del autor de los Comentarios reales al medio de los anticuarios andaluces, se desprende que Garcilaso se ciñe a una interpretación común de la expansión romana y musulmana. Miguel de Luna había arabizado los topónimos ibéricos registrando el paso de las milicias árabes; y Francisco Fernández de Córdoba, por su parte, había llegado a la conclusión de que los romanos cambiaban y latinizaban los nombres originales de sus colonias como signo de su dominio, lo cual había ocurrido en la antigua España: «los romanos a nombres bárbaros de ciudades y pueblos, sin auerlas hecho colonia, daban otros latinos o por endulçarlos o por mostrar su dominio, y dexar memoria dél con los nombres impuestos a su modo, dícenoslo Plinio en infinitos nombres de nuestra España» (HSA, Epistolario de Francisco Fernández de Córdoba, 30r). Los incas de Garcilaso habían seguido un criterio similar para demarcar su expansión lingüística y política; es decir, la quechuización de los nombres de lugar es una marca del avance imperial de los incas. Garcilaso solidifica así su comparación entre el Cuzco y Roma con este ajuste de la toponimia al filtro del Tercer Concilio mediante un criterio idéntico al procedimiento de los romanos conforme lo reconstruía el deán Fernández de Córdoba. Hay un argumento de mayor calado que se acopla con la quechuización de la toponimia y que procede de la reconstrucción lingüístico-anticuaria de Bernardo de Aldrete: la dimensión providencial del quechua. El avance de esta lengua era la realización de la voluntad

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divina que quiso que la labor doctrinaria de los incas se acompañara de la unificación lingüística (Garcilaso, Comentarios II: 95 [lib. 7, cap. 4]). Encarnada históricamente en los Comentarios reales, esta idea había recorrido un largo camino para arribar a Garcilaso. Se había acuñado en las reflexiones de Valera y Acosta, actores principales del Tercer Concilio, y se podía acoplar con la teorización completa y comparativa elaborada por Aldrete (Garcilaso, Comentarios II: 95 [lib. 7, cap. 4]; Acosta, Historia 270 [lib. 7, cap. 28]). Aldrete se asistió de las informaciones de la Historia natural de Acosta para sustentar un paralelo entre la expansión del latín y la expansión del quechua, así como para demostrar, entre otros detalles, que se cumplía universalmente la regla de que los vencidos recibían la lengua de los vencedores, cambiaban su lengua original con la mudanza del dominio político y se sujetaban así al movimiento de la providencia divina que Aldrete había justificado minuciosamente con las reflexiones de Filón, Agustín de Hipona y Salviano de Marsella (véase cap. 4). Es decir, Aldrete le había insuflado a las informaciones de Acosta un alcance universal que originalmente carecía de teorización, había realizado un cotejo efectivo entre el latín y el quechua y leía el pasado con los ojos del presente. El pasaje pertinente de Aldrete señala que la fuerça, que esto [la imposición de la lengua de los vencedores] en todo lugar i tiempo tiene, se vee en las Indias Occidentales, de las quales rifiere el padre Ioseph de Acosta, que en ellas vuo dos monarquías, una de los reies Ingas o Incas del Pirú, i otra de la Nueua España de los Reies de México, esta menos antigua que la otra, la qual no llegaua a quatrocientos años, i muchos de ellos su señorío fue tan pequeño, que era solo en el Cuzco, i su districto de seis leguas a la redonda. Después se extendió mucho, i como iuan los incas conquistando procurauan, que su lengua cortesana del Cuzco se introduxesse, i lo consiguieron. (Aldrete, Del origen 143-144 [lib. 1, cap. 22]; Acosta, Historia 270 [lib. 7, cap. 28])

El propio Garcilaso y Blas Valera coincidirían punto por punto con esta visión del rol providencial de la lengua cortesana del Cuzco. Garcilaso pudo encontrar un desarrollo maduro en el primer libro de Aldrete, para el que colaboró compartiendo con el canónigo supervisor de la capilla de la Resurrección y de la cátedra de gramática su etimología del nombre del Perú. Con estas informaciones, Aldrete

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pudo afirmar que Perú era un nombre moderno y no el Ophir del rey Salomón; además, le otorgó a Garcilaso los créditos correspondientes a su trabajo intelectual: «Assí lo refiere Garcilaso Inca en sus Comentarios que aun no están impressos que por hazerme gracia me a comunicado» (Aldrete, Del origen 356 [lib. 3, cap. 13]). Es, en este sentido, que el meollo de las ideas lingüísticas de Garcilaso entronca con las especulaciones anticuarias e idiomáticas de Aldrete, las cuales fungen como el tamiz más cercano de las informaciones que encuentra en Valera y en Acosta, y de las que posiblemente se nutre en un diálogo recíproco al que él mismo había contribuido a fortalecer al compartir la etimología del nombre del Perú que Aldrete usó para comparar su modernidad con la del nombre de Granada (Aldrete, Del origen 356357 [lib. 3, cap. 13]). Además de la lengua y de las antiguallas en su estricta dimensión material, los anticuarios también se ocupaban de las instituciones y costumbres del pasado, como hace Ambrosio de Morales con su pequeño tratado inserto a modo de prólogo en su Corónica general de España, o como la serie de publicaciones de Aldo Manuzio editadas bajo el título Antiquitatum romanarum, que el Inca guardaba en sus anaqueles (Morales, La corónica general 1r-11v [La república romana]; Durand, «La biblioteca» 260). Esta veta coincidía con el ímpetu de los cronistas de Indias que también mostraban una clara intención por registrar las instituciones del pasado indígena, como es el caso sobresaliente de la Apologética historia sumaria de Bartolomé de las Casas, que observa las instituciones indianas como facetas y figuraciones del Ius gentium, considerado por definición que «communi omnium hominum iure utuntur» [se usa este derecho común de todos los hombres] (Corpus iuris civilis I.1.1.2; Cárdenas Bunsen, Escritura 319-330). Garcilaso, por su parte, censa a los funcionarios de la administración incaica —acllas, camayus y decuriones, capitanes, curacas, chasquis, gobernadores, amautas y harauecs—, compendia leyes con asistencia de los escritos de Valera, inventaría costumbres y fiestas y, finalmente, presenta las expresiones de la religiosidad incaica. Todos estos elementos integraron la república incaica y se anuncian en el repertorio temático que Garcilaso antepone en su libro tempranamente:

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todo lo que desta república, antes destruída que conoscida, dixere, será contando llanamente lo que en su antigüedad tuvo de su idolatría, ritos, sacrificios y ceremonias, y en su gobierno, leyes y costumbres, en paz y en guerra, sin comparar cosa alguna déstas a otras semejantes que en las historias divinas y humanas se hallan, ni al govierno de nuestros tiempos, porque toda comparación es odiosa. El que las leyere podrá cotejarlas a su gusto. (Garcilaso, Comentarios I: 50 [lib. 1, cap. 19])

Como se puede apreciar, la invitación final a que el lector establezca las comparaciones presupone un público familiarizado con las historias tanto divinas como humanas (entre las cuales pueden figurar las crónicas de Indias); tales lectores conocerían también los métodos históricos y las premisas conceptuales que soportaban la reconstrucción histórica garcilasiana. Con certeza pudo pensar Garcilaso que Aldrete había efectuado tal comparación con los libros de Acosta y Cieza y que el patrón de la capilla, Diego de Córdoba, cotejaría la versión de los Comentarios reales con los Tratados de Bartolomé de las Casas (Aldrete, Del origen 143-144 [lib. 1, cap. 22]; Vargas Ugarte 106). En su afán por insertar la versión que narra en una comunidad de autores para que su narración ancle en el horizonte entonces impreso sobre las Indias, Garcilaso declaró que sería solo un glosador y que se serviría de las versiones de los historiadores españoles: «no diremos cosa grande que no sea autorizándola con los mismos historiadores españoles que la tocaron en parte o en todo» (Garcilaso, Comentarios I: 8 [proemio]). Garcilaso glosa explícitamente un grupo selecto de seis cronistas que lograron publicar sus escritos a partir de la década de 1550. La nómina de obras y autores extensamente citados consta, en orden de publicación, de la Parte primera de la Crónica del Perú (1553) de Pedro de Cieza de León, la Historia General de las Indias (1553) de Francisco López de Gómara, la Historia del descubrimiento y conquista del Perú (1555) de Agustín de Zárate, la Primera y segunda parte de la Historia del Perú (1571) de Diego Fernández, las Repúblicas del mundo (1575) de Jerónimo Román y Zamora, y la Historia natural y moral de las Indias (1590) de José de Acosta. A esta lista debemos añadir una fracción de la obra inédita de Blas Valera, cuyos manuscritos le alcanzara el jesuita Pedro Maldonado de Saavedra en un estado muy deteriorado por la acción del fuego sufrido durante el saqueo de Cádiz en 1596 (Garcilaso, Comentarios I: 21 [lib. 1, cap. 6]).

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Aunque de estas fuentes procede la lista de instituciones indias descritas, Garcilaso se detiene a examinar meticulosamente estas versiones y a rectificar dichas instituciones de forma oportuna, ya que de sus características y costumbres irradiaba un fuerte componente de la historia moral y religiosa de los Andes (Rodríguez Garrido, «Las citas» 109-114). Si bien las rectificaciones que Garcilaso introduce, sutil o abiertamente, cubren numerosos aspectos relativos a las antiguallas, las notas referentes a la religión y a las creencias incaicas ocupan un lugar especial. Su interés se puede retrotraer a las anotaciones más antiguas con las que Garcilaso pobló los márgenes de su copia personal inscribiéndolas con una ortología quechua distinta a la del Tercer Concilio, antes de que adoptara esta última codificación en 1596 (Porras, Garcilaso 228-234; Zamora, Language 70). En esas tempranas apostillas el Inca se concentra precisamente en materia religiosa expresada en sus atingencias sobre la confusión entre guacha /wak’a/ ‘ídolo’ o guaca / waqa/ ‘llorar’, el ídolo Rímac o la idea de la resurrección entre los indios (Gómara 56r-57r). Es tan fuerte su voluntad de enmendar la información gomariana de la consuetudo india que anticipa la redacción de los Comentarios reales del siguiente modo: «Dios nos dé su gracia y algunos a[ños] [de] vida para que con s[u] [fa]uor enmendemos muchos yerros que ay en esta histori[a] princip[almente] en las c[ostum] bres de [los] [na]turales [de] [la] tierra y [seño]res dell[a]» (Gómara 56v; Rivarola, «Para la génesis» 87). A la luz del concepto de cristiano viejo como el heredero de la cristiandad inmemorial que defendía Agustín Salucio (7r), el propósito tácito y plausible de estas enmiendas se aboca a negar las reconstrucciones históricas de prácticas religiosas que pudieran cuestionar la compatibilidad entre las creencias cristianas y las seculares creencias andinas, aun cuando Garcilaso, prometiendo no dejarse llevar por la afición a los suyos, admite que «la gentilidad es un mar de errores» (Garcilaso, Comentarios I: 49 [lib. 1, cap. 19]). El tema religioso pone a prueba el método anticuario y representa un reto para el Inca, pues la autoridad a la que debe discutir es principalmente la de José de Acosta, revestido del prestigio de haber sido uno de los teólogos diputados por el Tercer Concilio y pertenecer a la Compañía de Jesús, perto también del crédito que le había otorgado Bernardo de Aldrete (ACML, Volúmenes importantes 2,

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87r; Aldrete, Del origen 143-144 [lib. 1, cap. 22]). Por esta razón, los ataques de Garcilaso contra Acosta se distinguen de sus críticas dirigidas contra otros cronistas, por cuanto evita mencionar el nombre del jesuita (Araníbar 655; Zamora, Language 117). Aun así, Garcilaso enmienda la plana de la Historia natural y moral. Garcilaso sostiene que los primeros incas instauraron el culto monoteísta al sol persuadidos por la hermosura del astro. A la luna la consideraron su hermana, sin rango divino; y al relámpago, al trueno y al rayo, criados del sol, sin merecer tampoco estatus divino, contrariamente a «como quiere alguno de los españoles historiadores». Para refutar la opinión de este anónimo historiador Garcilaso argumenta que en quechua subsumían a los últimos tres elementos precitados bajo el nombre común de Illapa y que los nombres que atribuyen son «nuevamente compuestos por los españoles» (Garcilaso, Comentarios I: 64-65 [lib. 2, cap. 1]). Garcilaso desacredita directamente a Acosta, que quiere ver en el trueno el tercer adoratorio más importante del Perú, al que llamaban por tres nombres —chuquiílla, catuílla e intiillapa— y al que ofrecían sacrificios humanos (Acosta, Historia 156 [lib. 5, cap. 4]). Igualmente, al descartar que la palabra tangatanga perteneciera a la lengua del Cuzco y sospechar que se trataba de una corrupción de acatanca ‘escarabajo’, Garcilaso ataca a un autor que «dize que adoraban en Chuquisaca y que los indios dezían que en uno eran tres y en tres uno». Además, niega con rotundidad que hubiese ídolos trinitarios en época de los incas y asegura que tales atribuciones de los historiadores son falsas relaciones (Garcilaso, Comentarios I: 75-76 [lib. 2, cap. 5]). El errado autor al que Garcilaso refuta es nuevamente Acosta198. Garcilaso insiste numerosas veces en descartar vigorosamente que los incas hubiesen tenido nociones de la Trinidad, mientras defiende que estas trinidades indias eran el resultado de una pésima interpretación de los historiadores españoles, que «ellos huvieran hecho de él [illapa] un dios trino y uno y dádoselo a los indios asemejando su 198. «Acuérdome que estando en Chuquisaca me mostró un sacerdote honrado una información —que yo la tuve harto tiempo en mi poder—, en que había averiguado de cierta guáca —o adoratorio— donde los indios profesaban adorar a Tangatánga, que era un ídolo que decían que en uno eran tres, y en tres uno. Y admirándose aquel sacerdote desto, creo le dije que el demonio todo cuanto podía hurtar de la verdad para sus mentiras y engaños lo hacía» (Acosta, Historia 192 [lib. 5, cap. 28]).

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idolatría a nuestra santa religión; que en otras cosas de menos apariencia y color han hecho trinidades componiendo nuevos nombres en el lenguaje, no habiéndolas imaginado los indios. Yo escrivo, como otras vezes he dicho, lo que mamé en la leche y vi y oí a mis mayores» (Garcilaso, Comentarios I: 175 [lib. 3, cap. 21]). Garcilaso no cede ante ningún error de Acosta en materia religiosa. Procede así a declarar que la voz apachita proviene de la corrupción del dativo participial apachecta ‘al que hace llevar’; que con lumbre natural los indios, al llegar a las cumbres de los cerros, sentían la necesidad de dar una ofrenda al Pachacámac y al ofrendarla repetían tres veces el dativo con el sentido de «demos gracias y ofrezcamos al que hace llevar estas cargas dándonos fuerza y vigor para subir por cuestas tan ásperas como ésta» (Garcilaso, Comentarios I: 73 [lib. 2, cap. 4]). Entre los españoles que corrompen la palabra apachecta se cuenta José de Acosta, quien había dado cuenta de la palabra apachita como una forma de idolatría «que saca de juicio la rotura» (Acosta, Historia 158 [lib. 5, cap. 5]). Garcilaso vuelve a la carga contra Acosta al negar enfáticamente la práctica de sacrificios humanos y, en particular, el sacrificio de infantes declarando que rectifica la opinión «de los que dizen que los Incas sacrificavan hombres y niños, que cierto no hizieron tal. Pero téngala quien quisiere que poco importa, que en la idolatría todo cabe, mas un caso tan inhumano no se debía decir si no es sabiéndolo muy sabido» (Garcilaso, Comentarios I: 88 [lib. 2, cap. 10]). Se trata de una censura de la afirmación de Acosta199 tomada de Los errores y supersticiones de los Indios sacadas del tratado y averiguación que hizo el licenciado Polo200, relación que el propio Tercer Concilio de Lima había publicado con la supervisión de José de Acosta como apéndice al confesionario trilingüe con el propósito de instruir a los confesores de Indias sobre las creencias más sensibles que habrían de tener en cuenta al confesar a los neófitos (Tercer Concilio 265-283 [Confesionario]). Garcilaso se hace eco de Valera, que disiente de «Polo y los que le siguieron» (Garcilaso, Comentarios I: 88 [lib. 2, cap. 10]). 199. «Usaron en el Pirú sacrificar niños de cuatro o de seis años hasta diez: y lo más desto era en negocios que importaban al Inga» (Acosta, Historia 177 [lib. 5, cap. 19]). 200. «Las cosas q sacrificauan a las guacas eran primeramente niños de diez años para abaxo y esto para negocios de mucha importancia» (Tercer concilio 280 [Los ritos 14v]).

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Las críticas de Garcilaso contra Acosta atacaban a todo un tejido textual. Aunque silencie el nombre de Acosta, Garcilaso finalmente tumba el catálogo de ritos indios publicado por el Tercer Concilio; es decir, discute prudentemente un impreso aprobado por la autoridad conciliar y episcopal con autoridad metropolitana sobre su Cuzco natal. ¿Por qué esta necesidad de rectificar al Tercer Concilio del que Garcilaso adopta su ortología? La respuesta nos devuelve al requisito de limpieza de sangre. Si se asocian estas enmiendas contra Acosta con el requisito de limpieza de sangre, las correcciones resultan de extrema necesidad para alcanzar lo más cercanamente posible el estado de cristiandad inmemorial que caracterizaba la condición de cristiano viejo. Como miembro del clero cordobés, Garcilaso tenía que pasar por un examen de limpieza de sangre que contaba entre sus objetivos excluir a los potenciales relapsos de creencias no cristianas. Desde este punto de vista, no refutar contundentemente la atribución a los incas de sacrificios humanos (que contradecían el decálogo y, por ende, la ley natural) o de deidades trinitarias (que excedían los límites de la razón natural para conocer a Dios según la teología de Pedro Lombardo y que, según Acosta, eran engaños del demonio) equivalía a aceptar la posibilidad de que los indios y mestizos, así como Garcilaso, pudieran recaer en esas prácticas. El argumento más recurrente de Garcilaso consiste en afirmar que las palabras y expresiones alegadas por los historiadores —Acosta en los casos que venimos comentando— son nuevas y ajenas al quechua de los incas y para mostrarlo apunta la etimología de un modo oportuno. El ejemplo pertinente es el caso de la corrección de Apachita, cuya etimología Garcilaso reconstruye de la siguiente manera: Declarando el nombre Apachitas que los españoles dan a las cumbres de las cuestas muy altas y las hacen dioses de los Indios, es de saber que ha de dezir Apachecta; es dativo, y el genitivo es Apachecpa, de este participio de presente apáchec, que es el nominativo, y con la sílaba ta se hace dativo: quiere decir al que haze llevar, sin dezir quién es ni declarar que es lo que haze llevar. (Garcilaso, Comentarios I: 73 [lib. 2, cap. 4])

Garcilaso concluye que se trataba de una acción de gracias al hacedor invisible. La restauración de la declinación y de la significación

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etimológica de la palabra muestra la diferencia entre la forma apropiada y la mala interpretación española. La corrección presupone también la distinción cronológica, ya que la confusión se produce después de la llegada española. Detrás de la refutación de Garcilaso se halla el respaldo teórico de Aldrete, que había razonado la corrupción producida por la mezcla de dos idiomas, la práctica de corregir ediciones deturpadas y la convicción de que al destejer la etimología se regresaba —como también hacía Alonso del Castillo con los radicales árabes— a un estado más antiguo y conservado de una lengua. No obstante, la comunidad intelectual entre Garcilaso, los anticuarios y Aldrete (este último había refinado tanto la metodología gramatical como la relativa a analizar el origen de las palabras, a fin de remontar las etimologías castellanas y árabes al pasado), Garcilaso no es ajeno al mismo intento al representar el avance de los incas y el de su lengua cifrada en la forma quechua que imprime a los nombres de lugar, pero en materia teológica, como se desprende de los ejemplos analizados en esa última parte, su intención apuntaba a descartar las palabras nuevas ajenas al pasado de su lengua para rectificar creencias nocivas a la reciente cristiandad inmemorial de su narración. La aplicación al presente del modelo gramatical anticuario acuñado por Aldrete probaba en sus manos la flexibilidad de tal herramienta analítica. Para expresar la fuerte conexión existente entre la lengua, las costumbres y la facilidad con que adquirió el quechua, Garcilaso se arroga la autoridad de escribir «lo que mamé en la leche». Una expresión que entronca con el simbolismo neotestamentario en el que la leche alegóricamente alude a la fe, alimento líquido pero sustancioso que, en la crianza del neófito, antecede al alimento sólido espiritual que es el cuerpo de Cristo (Spitzer 34-38; Rivarola, «La lingua materna» 326-328). Proyectando una vez más al pasado las implicaciones de su expresión, la historia de costumbres y creencias que ha escrito con su autoridad personal y con su escalpelo filológico-anticuario aparece como la leche nativa que, colectiva e individualmente, encaja con el estado de creencias del presente en que escribe sus Comentarios reales. Este camino nos lleva de vuelta a examinar las huellas de su yo.

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8. Conclusión Garcilaso se incardinó al clero cordobés como sacristán de la capilla de la Resurrección y posiblemente aspiró a recibir órdenes como lo insinúa la iniciativa del cabildo eclesiástico de proponerlo como capellán de la Fuensanta. Sus labores diarias y semanales como sacristán lo vincularon a la élite intelectual de Córdoba e hicieron de la catedral el lugar real donde Garcilaso mostró sus manuscritos a Aldrete y Diego de Córdoba. El perfil del sacristán, delineado en las constituciones de la capilla, da cuenta del dominio garcilasiano de la gramática y de la música —elocuentemente exhibido en las glosas de los Comentarios reales—, mientras su probable aspiración a rangos mayores en el clero explica su destreza en derecho canónico y teología. Todas las disciplinas de la carrera eclesiástica, establecidas desde muy antiguo, definen, en consecuencia, la textura argumental de los Comentarios reales, aunque ninguna por sí sola. A este marco epistemológico fundamental, Garcilaso sumó la renovación de los estudios anticuarios que nutren sus observaciones sobre la cultura material de los incas y la lengua del Cuzco, las cuales se acercan a las elaboraciones de hombres cercanos a Garcilaso como el licenciado Franco y Bernardo de Aldrete. En esta superposición de los principios de las seculares disciplinas eclesiásticas y la renovación de los métodos para reconstruir el pasado descansa la modernidad de los criterios con que el Inca Garcilaso escribe sus Comentarios reales. Su versión histórica, sólidamente fundada sobre premisas incuestionables, retrataba una antigua gentilidad incaica, impecable e invencible frente al escrutinio de la condición cristianovieja de los clérigos, que procuraba detectar huellas de religiones no cristianas en el linaje de los conversos. A nivel personal la repercusión argumental de esta versión histórica impactaba en la idoneidad de Garcilaso para incorporarse plenamente al clero. El alcance colectivo de su historia afectaba también a los indios y mestizos, con quienes Garcilaso, en sus páginas, se integra inseparablemente llamándolos «mis parientes los indios y mestizos del Cozco y de todo el Perú», incluyéndose con más precisión en la definición de los mestizos —«A los hijos de español y de india o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas nasciones»—, y subsumiéndose discretamente entre ellos al aludir de manera retrospectiva a sus habilidades para el coro

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(Garcilaso, Comentarios II: 279 [lib. 9, cap. 31]; I: 120 [lib. 2, cap. 26]; II: 65 [lib. 6, cap. 29]; II:180 [lib. 8, cap. 11]; véase Rodríguez Garrido, «La identidad» 375-382; Araníbar 745-747). Los requisitos de la catedral de Córdoba y las constituciones de la capilla de la Resurrección son el marco institucional que puso al Inca Garcilaso en una situación análoga a la de todos los mestizos aspirantes a un puesto en el clero; y, así, su narración y sus implicaciones argumentales coinciden y responden de forma explícita o representativa a los argumentos esgrimidos por tales mestizos y sus abogados en las probanzas elevadas ante el Tercer Concilio de Lima, en 1583, en busca de un espacio para los mestizos en la Iglesia y, por extensión, en la sociedad (Ares Queijas, «El papel» 48-59, Ruan 226-227). De acuerdo con los Comentarios reales, estos mestizos eran, junto a los indios, los protagonistas de una larga historia que había precedido la llegada de los españoles y, además de ello, los herederos de una religión que adumbraba la cristiandad y los capacitaba para ingresar en el cuerpo político en el que cada uno de ellos podía tomar su merecida posición social sin ninguna barrera. Los Comentarios reales fortalecen cada uno de los argumentos del memorial de los mestizos a favor de su ordenación sacerdotal. Según el memorial, los mestizos debían ser admitidos al sacerdocio por su habilidad en las lenguas indígenas que «a primis cunabilis aprendieron y mamaron en la leche», por ser hombres beneméritos, hijos y nietos de los que sujetaron el reino en servicio del rey, por ocuparlos decentemente y fomentar su virtud animándolos «al exercicio y a los estudios y letras y a otras ocupaciones pías y virtuosas» y por habérseles borrado el pecado original con el bautismo sin mácula alguna (AGI, Audiencia de Lima 126, 1v-4v). Centrándonos únicamente en Garcilaso, su libro lo mostraba conocedor de la lengua quechua, hijo del capitán Garcilaso de la Vega Vargas, ejercitado profundamente en letras y heredero de unas costumbres maternas que rebosaban compatibilidad con el cristianismo. Garcilaso, además, había servido al rey como capitán de las Alpujarras y con la publicación de sus libros. La historia del pasado inca y de los hechos de la conquista abogaba por los derechos señoriales de su madre, restauraba la memoria paterna y tocaba de cerca el presente de Garcilaso. Como la honra póstuma de su padre impactaba en su propia honra personal, Garcilaso asumió el compromiso de reemplazar las versiones de la conquista

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que presentaban negativamente los hechos del capitán Garcilaso de la Vega Vargas. Garcilaso lamenta el daño de su honra en los relatos de Gómara y Zárate, así como en los del Palentino, los corrige y da satisfacción de su versión (Garcilaso, Historia II: 211 [lib. 5, cap. 22]; Porras, El Inca 231-232). Su afán por enmendar estas crónicas a fin de restaurar el honor de su padre se identifica con el propósito de Pedro de Castro de restañar la honra de su padre, el gobernador Cristóbal Vaca de Castro, a través de la pluma de Calvete de Estrella y de Antonio de Herrera y Tordesillas (Cárdenas Bunsen, «Correspondencia» 417-424). La pertenencia de Garcilaso al clero de la catedral y los estudios exigidos constituyeron también el marco en que Francisco de Castro envió al arzobispo de Granada la carta de presentación del Inca Garcilaso con la que se abre este capítulo. Aunque no hay huella documental del envío del manuscrito del Inca para la supervisión del arzobispo de Granada, Garcilaso incluyó una corta biografía de Vaca de Castro que se ajustaba en sus extremos principales a las expectativas de Pedro de Castro: se hacía eco de la sentencia final del pleito que absolvía a Vaca de Castro de todos los cargos de enriquecimiento ilícito y lo restituía en su puesto en el Consejo Real (Garcilaso, Historia II: 80 [lib. 4, cap. 23]). Garcilaso pintó, además, el gobierno de Vaca de Castro como un oasis de paz y buen gobierno en medio de las guerras civiles y estableció una serie de paralelos entre el capitán Garcilaso de de la Vega Vargas y el gobernador Vaca de Castro como servidores fieles del rey, avocados a restablecer la paz que permitiría la predicación (Garcilaso, Historia I: 299 [lib. 3, cap. 19]). Con el paso del tiempo, en el momento de la escritura, ese paralelismo entre los progenitores reflejaba especularmente su propia posición jerárquica frente a Pedro de Castro: el gobernador eclesiástico de la diócesis de Granada se asistía de las ideas del capitán de sus sierras alpujarreñas. Por encima de las afinidades personales en torno al legado de sus progenitores, Garcilaso podía identificarse intelectualmente con el arzobispo Castro por el impulso que este imprimía a la renovación de la gramática, la traducción y la disciplina anticuaria patrocinando el estudio de los libros del Sacromonte, lo cual llevaba a cabo con el aval del cabildo eclesiástico cordobés y con la colaboración de sus amigos y superiores Bernardo de Aldrete, Álvaro Pizaño de Palacios, Juan de Pineda y Francisco de Castro.

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Esa renovación intelectual estaba fuertemente comprometida con el presente. De manera análoga, aunque la lectura literal de los Comentarios reales oriente su temática hacia el pasado de las Indias, Garcilaso se refería simultánea y veladamente a situaciones muy específicas que atañían a su persona y a su entorno andaluz, a la vez que también ligaban su presente al pasado representado en su narración. Así, tan pronto como terminó su último libro, Garcilaso firmó un poder a su sobrino Alonso Márquez Inca de Figueroa para mover su pedido de compensación por sus servicios personales al rey y extendió un instrumento parecido a Cristóbal de Burgos y Arellano para que lo representara ante el Consejo de Indias y reclamara la renta debida a los descendientes de los incas, así como el reconocimiento de los servicios de su padre (Torre y del Cerro 174, 178-179). Sus Comentarios reales contenían, sin duda, la demostración histórica de la legitimidad de su ascendencia materna y la lealtad de su padre en los vaivenes de las guerras civiles (González Echevarría, Myth 72-75). Pasando del legado materno y paterno al suyo propio, la participación personal de Garcilaso en su narración a través de sus recuerdos de infancia y juventud, más las alusiones a sus habilidades en las disciplinas eclesiásticas, se entretejen con la discusión del requisito de limpieza de sangre y con los criterios para el nombramiento de individuos idóneos para los cargos eclesiásticos. De acuerdo con las constituciones de la capilla de la Resurrección, el sacristán Garcilaso no solo debía ser diestro en gramática y música, sino que debía ser personalmente «virtuoso y recogido» (AHPC, Oficio 7, 15312 P). Sus Comentarios reales lo hacían heredero de la línea ética fundada y promovida por los incas que había mamado en la leche materna y cuyos preceptos y leyes se podían comparar con los mandamientos (Garcilaso, Comentarios I: 69 [lib. 2, cap. 3]). Las acciones de Garcilaso con las que expresaba su recogimiento y virtud como sacristán y funcionario del cabildo eclesiástico parecen haberse ceñido a un proceder ético como el que consignó en sus Comentarios reales: si las conquistas incaicas de los pueblos vecinos se justificaban —y la vida cotidiana se regía— por el culto solar, la labor de Garcilaso como sacristán se centraba también alrededor del culto; si los incas eran huacchacúyac, amadores de los pobres que promulgaban leyes para sustentar y curar a los enfermos desamparados,

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Garcilaso solventó con su propio peculio las curaciones para los enfermos del Hospital de la Limpia Concepción (Garcilaso, Comentarios I: 52 [lib. 1, cap. 21]; I: 246 [lib. 5, cap. 11]); si los incas dedicaban tierras para el mantenimiento del templo del sol, Garcilaso entregó por vía testamentaria sus posesiones para el mantenimiento de la capilla funeraria de las ánimas del purgatorio; y si los sacerdotes de los templos incaicos eran parientes de los incas, la última voluntad de Garcilaso fue nombrar a su criado Francisco Sevillano para que ejerciera la sacristanía de su capilla, la misma que ocuparía su propio hijo más tarde, asegurándoles a ambos de esta manera un salario que provenía de sus posesiones, pero que el cabildo eclesiástico administraba (Garcilaso, Comentarios reales I: 226-227 [lib. 5, caps. 1-2], I: 84 [lib. 2, cap. 9]; Torre y del Cerro 187-189; Miró Quesada, El Inca 377-383). Este estrecho vínculo, fronterizo entre el pasado histórico y el presente, conduce a imaginar que los límites espaciales entre Córdoba y el Cuzco también eran porosos y angostos; el Inca ofrecía a sus lectores cercanos situaciones paralelas a las que enfrentaban en Andalucía. Los cabildos civil y eclesiástico de Córdoba planeaban cada año el Corpus Christi; los Comentarios reales incluían una detallada descripción de la misma celebración en el Cuzco con una sobresaliente participación de conversos indios que desfilaban conforme al orden en que sus pueblos se habían incorporado al Tahuantinsuyu. Para efectos de la solemnidad, el cabildo eclesiástico cordobés encargaba una selección de las canciones litúrgicas; los Comentarios reales registraban de manera análoga que el maestro de capilla de la catedral cuzqueña había escrito para la fiesta del Corpus una chanzoneta «contrahecha muy al natural al canto de los Incas» que cantaron ocho mestizos, condiscípulos de Garcilaso, acompañados por toda la capilla musical catedralicia (Garcilaso, Historia III: 184-186 [lib. 8, cap. 1]; Comentarios I: 228-229 [lib. 5, cap. 2]). Más cercanamente a sus reconstrucciones de la cultura material incaica, Garcilaso describe la historia de la transformación de las antiguallas incaicas en templos, palacios y edificios hispanocristianos: el templo del sol se consagró como monasterio de Santo Domingo y los aposentos de Huaina Cápac en Amaru Cancha pasaron a ser la iglesia de la Compañía de Jesús (Garcilaso, Comentarios I: 172 [lib. 3, cap. 20]; II: 110 [lib. 7, cap. 10]). De modo especial, el Cuius Mancu y el galpón del Inca Huiracocha se convertían en la catedral del Cuzco,

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del mismo modo que la mezquita omeya se renovaba para convertirse en una catedral renacentista (Garcilaso, Comentarios II: 108 [lib. 7, cap. 9]; Nieto Cumplido 502-527). Entre las obras de transformación, los arcos del muro norte de la mezquita devinieron en capillas funerarias, una de las cuales adquirió Garcilaso para enterrarse. Al comisionar y pagar una reja, remodelar la construcción y levantar un altar según el programa establecido por el cabildo, Garcilaso contribuyó eficazmente a la compleción de la catedral; asimismo, expresó su conciencia de participar en la renovación del templo al expresar su voluntad de enterrarse en la capilla «que yo e rredificado» (Torre y del Cerro 157, 167, 169, 182). En sus actuaciones y escritos finales, el antiguo sacristán de la mezquita-catedral emerge y explica las acciones del anciano cronista. La última intervención de Garcilaso ante el cabildo eclesiástico muestra su activa participación en la vida cordobesa, así como la continuidad en el ejercicio de las responsabilidades de su sacristanía. El 10 de junio de 1615, Garcilaso, como vimos en el segundo capítulo, elevó una petición al cabildo para que se desmantelara las nuevas «necesarias» del interior del templo porque perturbaban el decoro del recinto catedralicio. El cabildo prestó atención a su consejo, discutió su propuesta y dispuso que se deshicieran y reubicasen en su antiguo lugar (ACC, Actas capitulares, vol. 39: 153v-154r). Entre las obligaciones de la sacristía, el cuidado del templo y de su ornato ocupaban los desvelos del sacristán y esa responsabilidad informa el petitorio final de Garcilaso. De manera más íntima, el recuerdo de su sacristanía, las obligaciones litúrgicas y la formación requerida para ocuparla convergieron en las últimas líneas que Garcilaso redactó. La última pieza de su libro fue la dedicatoria a la Virgen que abre la segunda parte de los Comentarios reales y cuyo tono esperanzado contrasta con la trágica conclusión del libro (Zanelli 68). ¿Por qué escogió Garcilaso este destinatario para su libro? A nivel personal, en su dedicatoria confluían el recuerdo de la mayordomía del Hospital de la Limpia Concepción, la fiesta de la Inmaculada, a la que cada año asistía la capilla musical y a la que alude al hablar de los cambiantes costos de las celebraciones litúrgicas, y la hermandad de músicos catedralicios fundada bajo la advocación de Nuestra señora de la Concepción (cf. supra). Pero también había una poderosa razón argumental. Ese año de 1615 Pedro de Castro, asistido por la

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Compañía de Jesús y por algunos canónigos de Córdoba, libraba una batalla intelectual para aprobar el privilegio de la Inmaculada Concepción, definido en árabe en el Fundamentum ecclessiae (ARCG, caja 2432, pieza 14, 386r). En los libros plúmbeos, la Inmaculada aparecía denunciando la falta de justicia y anticipando el advenimiento del fin de los tiempos que vendría a poner fin a los males del mundo (cf. caps. 1 y 3). Solo ese salto temporal de los finales tristes de los Comentarios reales a la restauración de la justicia y el orden que debía ocurrir antes de la armonía escatológica explica el tono esperanzado de la dedicatoria garcilasiana a la Virgen. Los Comentarios reales mezclaban historia y escatología anticipando esa intervención providencial al narrar la intervención de Santiago y de la Virgen en el cerco del Cuzco para quitarles aparentemente a los incas una victoria militar a fin de acelerar su conversión religiosa y realzar su legitimidad y realeza (Rodríguez Garrido, «El último libro» 87; Zanelli 60-68). Garcilaso se admira «de que los historiadores no hiziessen mención dellas [de las maravillas divinas en el cerco cuzqueño] siendo cosas tan grandes y tan notorias que en mis niñezes oí a indios y españoles» (Garcilaso, Historia I: 181-182 [lib. 2, cap. 25]) Es, entonces, la prefiguración del fin de la historia humana el que quiere capturar el Inca Garcilaso en su dedicatoria, el mismo que le permite terminar su libro con el recuerdo de las sonoras voces del coro y de las fiestas de la Inmaculada: «para siempre sin fin a vuestra puríssima y limpíssima concepción, sin pecado original, canten la gala los hombres y los ángeles la gloria» (Garcilaso, Historia I: 8 [Dedicación]). El cabildo eclesiástico, probablemente a través del racionero Bonilla, supo interpretar el cierre de su obra. Me explico. Tras la muerte del Inca, el cabildo eclesiástico comunicó a Pedro de Castro su beneplácito por la defensa de la Inmaculada que realizaba en la corte; Aldrete, autor de la misiva, le informó sobre el sermón inmaculista predicado por Álvaro Pizaño y sobre la fiesta cordobesa de la Inmaculada que — dice— «me haze dessear tener para la capilla la letra árabe “A María no tocó el pecado primero”» (AASG, leg. 6, 2.ª pte., 94r [Córdoba, 9.12.1616]). Como hemos visto en capítulos precedentes, la fórmula de la definición había sido analizada en todas sus aristas por Pedro de Castro, traducida por Miguel de Luna y convertida en la divisa del Sacromonte. El lema no solo llegó a la capilla musical de la catedral,

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donde había cantado Garcilaso, sino que se instaló también en latín en la portada de la Historia general del Perú que por entonces hacía imprimir el cabildo eclesiástico respetando en todo la última voluntad del Inca Garcilaso de la Vega.

VI. Epílogo

La reconstrucción del circuito intelectual constituido alrededor de los hallazgos del Sacromonte hace posible tener una mirada única a los mecanismos de la producción de cultura en la Andalucía de finales del siglo xvi y principios del xvii. El epistolario de Pedro de Castro es el paradero de las opiniones, estudios e intereses de sus corresponsales, que, a pesar de sus posturas a veces irreconciliables sobre los libros de plomo, acusan su conciencia de enfrentarse ante un problema importante y meditan sus repercusiones y consecuencias. Al aparecer, como si fueran reliquias y libros verdaderos, los hallazgos proponían a los intelectuales dedicados a la reconstrucción del pasado una nueva versión de la historia española probada con unos instrumentos —los mismos descubrimientos— que proporcionaban una certeza única sobre el pasado y que debía ser contrastada con un método histórico que calibraba cuidadosamente los grados de probabilidad de sus afirmaciones. Metodológicamente no era fácil aceptar esa súbita certidumbre de los libros que, aun si negociaba con expectativas tan conspicuas como la comprobación de la misión apostólica de Santiago y el anuncio del destino escatológico del soberano español, discordaba del registro histórico comúnmente aceptado. Este desafío a lo conocido dio principio a la célebre polémica sobre los libros plúmbeos, la cual mostró que la reflexión histórica podía apasionarse tanto como los testigos de los hallazgos que juraban haber visto una marcha celestial y luces nocturnas sobre la montaña de Valparaíso (AASG, Libro rojo 3r, 28v). Este mismo reto podía también articular un acercamiento analítico que pusiese a prueba los modos como se construía la historia y como se plasmaba en los escritos de los intelectuales de entonces.

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Inmersa en un gran engranaje social y cultural cuyo movimiento influía en las posiciones privadas y/o públicas que los estudiosos del pasado suscribían, la polémica engendró una extraordinaria creatividad cuya dinámica acusa el efecto interconectado del entramado social desde el que esos estudiosos piensan y escriben, y dentro del que se relacionan directa o indirectamente a través del envío de sus trabajos, recomendaciones o contactos personales. En sus intentos de escrutar a fondo el asunto, las traducciones, reconstrucciones anticuarias, calas filológicas y versiones históricas que se elaboraron se enfocaron en un heterogéneo inventario de restos materiales; lenguas europeas, orientales y amerindias; creencias religiosas de la cristiandad y del islam; diferencias en el estatus de infidelidad, etc. La renovación humanística de los instrumentos de aproximación histórica, combinada con la evaluación de este corpus, les proporcionó a los intelectuales estudiados en este libro una flexible sofisticación. Así la aséptica distancia de la gramática y de la etimología permitió remontar la cronología y diagnosticar la antigüedad del árabe, la imposibilidad de hablar castellano en la Iglesia primitiva y detectar las recientes corruptelas del quechua, pero también hizo posible que Alonso del Castillo interpretara los nombres de Illipula y Turpiana como si fuesen radicales árabes, que Aldrete aplicara su aparato gramatical castellano-latino a reconstruir el árbol de las lenguas semíticas, y que Juan de Soria recurriera a las sustituciones consonánticas modernas entre el castellano y el quechua para explicar trueques consonánticos entre el castellano y el árabe. Análogamente el recurso a la traducción fielmente establecida con el empleo del método jerónimo de traducción no solo convirtió a las traducciones de Alonso del Castillo y de Miguel de Luna en el portal de acceso de la mayor parte de intelectuales a los libros plúmbeos y al pergamino, sino que autorizó la Historia verdadera de Miguel de Luna. Fue un recurso equivalente, sumado a su calidad de hablante nativo del quechua y a su entrenamiento gramatical cordobés, el que validó algunos capítulos de los Comentarios reales propuestos al lector como la traducción de las conversaciones juveniles de su autor. Castillo, Luna y el Inca Garcilaso limaron sus traducciones de tal manera que consiguieron un efecto de extrema cercanía y compatibilidad entre el castellano y el árabe y el castellano y el quechua, respectivamente, e hicieron lugar para sus apostillas críticas que convenientemente

VI. Epílogo

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distanciaban algunas zonas del léxico, localizaban en el tiempo ciertas expresiones idiomáticas y lograban así disolver desencuentros religiosos y políticos, así como sugerir que debajo de la fluidez de la traducción yacía el árabe de los primeros cristianos, el estilo semítico gentil nutrido de la sabiduría de los filósofos árabes o la lengua cortesana cultivada por los amautas del Cuzco y providencialmente elegida para unificar y preparar el advenimiento andino del cristianismo. Finalmente el riguroso acercamiento de los anticuarios a los restos materiales para restaurar el pasado con más certeza no se circunscribió al ámbito hispanorromano, sino que reconoció las huellas de los distintos pueblos y la pasada historia española romano-colonial, del mismo modo que su actual dominio indiano-imperial, y se abrió al examen de los vestigios árabes y a los monumentos incaicos que daban cuenta de las lenguas, creencias y habilidades de sus constructores. La voluntad de refinar los modos de escribir la historia no es simplemente una consecuencia de los objetos o lenguas que estos estudiosos enfrentan, sino una respuesta digna tanto a la seriedad de las cadenas históricas o idiomáticas que intentan reconstruir como a sus implicaciones en el presente. En este marco tiene lugar la instauración de una esfera de progresiva especialización, manifiesta en los pedidos epistolares de los anticuarios por establecer una reglas para el tratamiento de la cultura material, en la exigencia de hacer jurar a Castillo y Luna que serán fieles a la traducción palabra por palabra, en el afán de sistematización gramatical de Aldrete y en las advertencias sobre el quechua del Inca Garcilaso. Las especializadas fronteras disciplinarias nacidas de ese prurito metodológico no se encajonan en un confinamiento rígido (ni se eximen de sus implicaciones jurídicas o validadoras), sino que se complementan con la mirada de estos analistas, en los que, de manera consciente, se busca la consonancia entre las antigüedades, las lenguas y las versiones de las historias profanas y eclesiásticas. Esta meta integradora lleva a Fernández Franco a afirmar que los nombres son consecuencia de las cosas, a Aldrete a sostener que el estudio consigue que una verdad con otra haga fuerza y consonancia, y al propio Felipe II a anticiparle a Pedro de Castro que tendrá que concordar muchas cosas (Fernández Franco, Demarcación 45v; Aldrete, Varias antigüedades 3r; AASG, Libro rojo 711r [Madrid, 6.7.1595]).

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Este continuum entre la esfera de especialización y la concordancia de muchas cosas que establecía la perspectiva anticuaria para acercarse a los objetos y a las lenguas apuntaba, en última instancia, a la elaboración de una versión histórica muy autorizada y sostenida en el testimonio de las antiguallas y en los estratos temporales de las lenguas. A su turno, ese restaurado registro histórico le daría profundidad temporal a las antiguallas y mostraría la formación de la matriz de las mudanzas lingüísticas sujetas a estudio. Icónicamente, el gesto del licenciado Franco de aprovechar la narración de la crónica de Ambrosio de Morales para anotar al margen las noticias recientes sobre apariciones de antiguallas y reliquias representa el punto de llegada, pues Morales precisamente había llegado a establecer el texto que anotaba Franco a través del estudio de antigüedades. Sin embargo, las constantes apostillas privadas del licenciado Franco representan también el permanente estado de ebullición de su análisis siempre expandiendo el repertorio de restos materiales, reinterpretando la versión histórica y buscando nuevos puntos de partida. Este estado perfectible de la narración histórica anclaba en varios apoyos concordantes de los cuales las antigüedades y las lenguas eran solamente dos de ellos. Centrándonos en el caso de las antigüedades árabes e incaicas, la historia que las incorporara tenía que ocuparse de los pueblos que las habían fabricado; se habilitaba, entonces, la inclusión de estos pueblos en la cadena histórica y el estudio del camino que los había integrado en la historia del mundo. En los impresos españoles de entonces, este equilibrio entre las historias de estos pueblos y la historia del Imperio español dio lugar a la formulación de numerosos postulados que mediaban entre los extremos históricos, lingüísticos y geográficos de los imperios del pasado y el Imperio español del momento. Para el efecto, los estudiosos del Sacromonte adoptaron y acuñaron ciertas premisas provenientes del saber universitario y de las carreras eclesiásticas de entonces. Así, la teología proveía las bases de donde Aldrete extrajo la idea de que la providencia administra las mudanzas de imperios generadoras de las mudanzas lingüísticas, las premisas de donde Pedro de Castro pudo anotar que las virtudes son de ley natural, y el criterio con que Luna cautelosamente redactó su apostilla a los epitafios fictos de Almançor y afirmó que sin fe no había salvación. Ambos derechos, civil y canónico, por su parte, condujeron a Fernández Franco

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a sostener, mientras reconstruía la iconografía de las monedas latinas, que los romanos merecieron el imperio por el ejercicio de las virtudes; a Garcilaso a apropiarse de la definición de la ley natural para encarnarla en la enseñanza primordial de Manco Cápac; y a Miguel de Luna y a Garcilaso a emplear las estipulaciones de la guerra justa como la plantilla expositiva de la expansión de Almançor y de los incas a fin de elaborar un relato que, complementado con la premisa de la soberanía natural, desemboca en una historia cargada de una potente dimensión argumental en pro de la legitimidad de las comunidades arábigo-españolas y de las comunidades de indios, mestizos y criollos201. No es posible agotar la cantidad de aristas que están implicadas en esta constelación de criterios, disciplinas y renovaciones de los modos de hacer la historia. En este complejo entramado, la idea de la legitimidad es una de las más significativas porque obliga, por un lado, a observar una conducta ética a la altura de esa historia por parte del soberano español y sus funcionarios. Y, por otro lado, otorga a los herederos de los protagonistas de esa historia un sentido de la justicia que se les debe y que incluso podía apelar a la intervención escatológica para conmutar las fallas de la justicia humana. Este complejo engarce de premisas históricas y refinamientos metodológicos no es ajeno a los intereses colectivos e individuales de los autores, y así nos hace descender de la reflexión de estos trascendentes lineamientos de su metodología a las motivaciones que animaban a los intelectuales estudiados en este libro. Cada uno de los intelectuales de este circuito llevó la práctica de las disciplinas que profesaba o estudiaba a una depuración superior a la que estas conocían en el momento de la aparición de los libros de plomo, y sus esfuerzos son eslabones en la constitución de una conciencia reflexiva que atiende seriamente a la sofisticación metodológica y disciplinaria del trabajo intelectual con que buscan distinguirse y ganar autoridad frente a otros practicantes de los estudios que cultivan. Fernández Franco recibe en su epistolario los reclamos de otros anticuarios sobre la necesidad de mirar rigurosamente a las antigüedades; Miguel de Luna se refugia en la pulcritud de la traducción jerónima 201. Las labores de mediación lingüística y cultural de Luna y Garcilaso explican algunas semejanzas de sus posturas personales. Véase una aproximación a este fenómeno en Adorno, «The Indigenous» 382.

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para garantizar la fidelidad de su ficta Historia verdadera; Aldrete diseña una aproximación gramatical novedosa lo suficientemente flexible como para explicar las relaciones entre las lenguas semíticas; y el Inca Garcilaso convierte las premisas fundamentales del curso de estudios de la carrera eclesiástica en el fundamento argumental de su historia. Aunque la aspiración a esta depuración metodológica reste visibilidad al día a día de estos intelectuales, cada uno de ellos ocupa un lugar en la república de las letras andaluzas que tiñe fuertemente sus obras con las expectativas que se tenía sobre su labor o con sus convicciones éticas, políticas y religiosas. En su condición de arzobispo de Granada, Pedro de Castro asume la dirección de los primeros estudios y traducciones de los plomos, conduce el proceso de calificación de las reliquias, idea un aparato crítico para los libros y se pone en contacto epistolar y personal con numerosos consultores con quienes discute y de quienes se guía y aconseja. Con su empeño en el estudio del árabe y la defensa de sus atribuciones eclesiásticas, Pedro de Castro coronaba el magisterio episcopal de las escrituras regulado en el derecho canónico como obligación del obispo y expresado en la constancia emitida por el claustro vallisoletano en el momento de su elevación, que certificaba, entre otros detalles, su dominio de lenguas (Iglesia católica, Corpus iuris canonici, D. 86. c. 5; AASG, leg. 1, 1.ª pte., 42r). El anticuario Juan Fernández Franco, si bien vivía del ejercicio del derecho, había labrado su prestigio a través del estudio de las antigüedades y de la circulación de sus opiniones y escritos; asimismo, escogía los temas y organización de sus tratados en función de las expectativas de los patrocinadores de los que esperaba favores y prebendas laborales. De hecho, en sus cartas, el petitorio de promoción laboral ocupa párrafos contiguos a los comentarios de las antigüedades. Análogamente, Miguel de Luna encontró en su participación en el proceso de traducción del pergamino y de los libros de plomo el camino para sustentar su carrera intelectual, servir como traductor oficial de árabe en la corte y merecer los elogios públicos de Joan de Faría y Juan Bautista de Bivar, así como la asistencia oportuna del propio Pedro de Castro ante el apremio de la expulsión de los moriscos en 1610. Bernardo de Aldrete, en el desempeño de su canonicato, combinaba el ejercicio de supervisión de rentas y actividades educativas con la

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reflexión gramatical y anticuaria. En su caso, la conciencia de pertenecer a un cuerpo eclesiástico favorable a la calificación de las reliquias lo hizo adoptar un elocuente silencio al deslizar las estridentes críticas que imprimió contra el castellano del pergamino. Posteriormente, su provisorato sevillano y la aprobación de su segundo libro lo condujeron a una postura pública favorable a los plomos que le resultó viable, al tiempo que le permitió no contradecirse gracias a la operatividad de su método y de sus conclusiones; también gracias a la aplicación de su validez y capacidad probatoria al árabe. Su labor supervisora de las labores educativas del cabildo cordobés generó en Aldrete una conciencia de tomar las novedades históricas con prudencia y lo decidió a poner un muro al torrente de novedades leídas en la Historia verdadera y a hacer explícita su satisfacción con los resultados de su trabajo con conjeturas probables que lo condujo a cerrar su libro con una reflexión metodológica que aseguraba que la masa de razonamientos bastaba para reafirmarse en las opiniones que había sostenido; pues, no obstante, la imposibilidad de establecer conclusiones absolutas, sus pruebas y conjeturas analíticas le resultaban suficientes (Aldrete, Varias antigüedades 639-640 [lib. 4, cap. 30]). El sacristán Garcilaso de la Vega, por su parte, elabora una urdimbre argumental en sus escritos sobre las Indias que avala su idoneidad para la promoción eclesiástica e imprime a su libro una impronta autobiográfica que habla tanto de su pasado cuzqueño como de su presente cordobés. Estas posiciones personales modulan el tono de sus voces y administran la distribución de sus silencios o estridencias, que se gradúa matizadamente desde la defensa fuerte de su autoridad episcopal por parte de Pedro de Castro hasta el silencio de Aldrete para trizar el castellano del pergamino, la máscara de Abentarique que esconde la voz de Miguel de Luna, y el tejido de la historia incaica, así como recuerdos personales de Garcilaso que combinan la evocación del pasado con los requisitos profesionales y los problemas sociales de su presente. El mundo andaluz en que vivían e interactuaban cruzó sus caminos de manera diversa. Pedro de Castro activamente estableció canales de comunicación con los peritos en materia anticuaria, filológica e histórica. Felizmente las redes que habían construido los otros intelectuales funcionaban y estaban listas a conectarse. La cortesía con

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que Fernández Franco compartía sus antigüedades con los doctos de la corte le valió la recomendación de Martín Maldonado, y los estudios de gramática y música del Inca Garcilaso hicieron que el prefecto del colegio jesuita de Córdoba llamara la atención de Pedro de Castro hacia el manuscrito de los Comentarios reales. El proceso histórico que había llevado a estos intelectuales a su estancia andaluza —fuera por nacimiento, cambios de residencia o de hemisferio— los acercó personal o mediatamente de forma sorprendente. Pedro de Castro y el Inca Garcilaso compartían el interés por restañar la honra póstuma de sus progenitores. Garcilaso se preciaba en la portada de sus Comentarios reales del título de «capitán de su majestad» por su participación en la sublevación de las Alpujarras. Aunque este no conociera personalmente a Miguel de Luna, es posible imaginar una desavenencia entre el Inca y el traductor morisco debido a los efectos argumentales de la versión de la Historia verdadera, que reclamaba la legitimidad de la rebelión alpujarreña; no obstante, ambos recurrieron al lenguaje de la guerra justa para articular la carga argumental de su narración, se basaron en el estatus virtuoso de la infidelidad para postular a Almançor y a Manco Cápac como espejos de príncipes, y utilizaron sus habilidades gramaticales para demostrar la distancia del árabe gentil frente al árabe coránico o la sabiduría de la lengua del Cuzco. Pedro de Castro directa o indirectamente encontró en el trabajo de estos individuos más argumentos en que sostener su opinión sobre los descubrimientos de Granada o versiones históricas que concordaban con la historia necesaria para los plomos o con una secuencia histórica indiana ajustada a la sentencia absolutoria que logró a favor de su padre. Las relaciones personales directas o indirectas constituyen así un telar con fibras que se entretejen; los capítulos de este libro solo alcanzan a bosquejar parte de este tejido. Al margen de las relaciones intelectuales y personales de estos anticuarios, traductores y gramáticos, sus cartas y escritos inéditos e impresos enriquecen la comprensión de sus intenciones, aspiraciones y permiten intuir incluso aquellas aristas de su pensamiento que nunca plasmaron sobre el papel. Aun con esta limitación —que en el presente de los estudiosos será siempre el punto de partida para nuevas investigaciones—, una línea clara de los esfuerzos de estos intelectuales fue la preocupación por su legado personal e intelectual.

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Fernández Franco procuraba que su hijo Franquito se educara con el mismo Ambrosio de Morales, a quien el niño asistía como pendolista trascribiendo borradores del libro sobre san Eulogio, y lo consiguió ya que de adulto Franquito intercambiaría cartas sobre antigüedades con Pablo de Céspedes (ANTT, Casa de Cadaval, vol. 20, 159r, 162r [Alcalá, 29.3.1570; 26.7.1571]; BNE, Ms. 7150, 313r-317v). Miguel de Luna se desvivía por insertar a su hijo Juan en la sociedad granadina solicitando su admisión a órdenes de grado y corona, dadas de manos del propio Pedro de Castro (Cabanelas, «Cartas» 42-43). Diego de Vargas, hijo natural del Inca Garcilaso de la Vega, asistió a su padre como amanuense, acaso por haber recibido del Inca una crianza que lo preparó para esta labor, sirvió también una sacristanía de una capilla funeraria —la de su propio padre—, y heredó sus amistades como lo muestra el testimonio de Íñigo de Córdoba Ponce de León, hijo de Diego de Córdoba y heredero del patronato de la capilla de la Resurrección, que hizo referencia a sus conversaciones con el joven Diego en la misma anotación en que daba cuenta de la amistad entre su padre y el Inca Garcilaso (Vargas Ugarte 106). Aldrete se preocupó por la posteridad argumental al evitar por todos los medios incurrir en contradicciones entre sus dos libros y al invitar a sus lectores a interactuar con sus ideas y comprobar sus conclusiones. Y, por último, Pedro de Castro, consciente de que su escrutinio de los libros plúmbeos iba más allá de la extensión de su vida, instituyó la Abadía del Sacromonte para su estudio y custodia.

Archivos y abreviaturas

AASG: Archivo de la Abadía del Sacromonte de Granada. Fondo don Pedro de Castro AACuz: Archivo Arzobispal del Cuzco AAS: Archivo Arzobispal de Sevilla ACC: Archivo de la Catedral de Córdoba ACML: Archivo del Cabildo Metropolitano de Lima AGI: Archivo General de Indias AHN: Archivo Histórico Nacional (Madrid) AHMC: Archivo Histórico Municipal de Córdoba AHPC: Archivo Histórico Provincial de Córdoba AGOC: Archivo General del Obispado de Córdoba ARCG: Archivo de la Real Chancillería de Granada APNG: Archivo de Protocolos Notariales de Granada AGI: Archivo General de Indias, Sevilla

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ANTT: Arquivo Nacional do Torre do Tombo, Lisboa BCC: Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla BNE: Biblioteca Nacional de España, Madrid BHR: Biblioteca del Hospital Real de la Universidad de Granada CVV: Colección Joseph Vásquez Venegas, Archivo de la Catedral de Córdoba HSA: Hispanic Society of America, Nueva York JCB: John Carter Brown Library, Providence, Rhode Island RMSLE: Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial

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