La antropología aplicada en México. Ensayos y reflexiones 9786074862874

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La antropología aplicada en México. Ensayos y reflexiones
 9786074862874

Table of contents :
Página de título
301. 0972
Fotografía 1
Dedicatoria
Agradecimientos
Introducción
Salomón Nahmad Sittón
Prólogo
1. Desarrollo y evolución entre el quehacer antropológico y las políticas públicas indigenistas en relación con el Estado mexicano
Fundamentos teóricos
Caracterización de la antropología en México en el contexto latinoamericano
Los antropólogos en la búsqueda de una construcción teórica e ideológica para el desarrollo de la etnología en México
La investigación etnológica, lingüística y arqueológica, en relación con la antropología, desde el interior de los propios sujetos de estudio
La relación de la antropología y los antropólogos en el contexto latinoamericano
Conclusiones
Bibliografía
2. La aportación de la antropología social a la construcción de la conciencia nacional: de la hegemónica a la multicultural y multilingüística
Formación nacional: homogeneidad versus heterogeneidad
Articulación y posibilidades del desarrollo de los pueblos indígenas de México
Bibliografía
3. Compromiso y subjetividad en la experiencia de un antropólogo mexicano
Introducción
Antropología y etnografía en México, el contexto de mi formación y trabajo
Antropología positiva y antropología social comprometida
Tradición versus modernidad
La migración y la multiculturalidad (experiencias de la infancia)
El trabajo social y el multiculturalismo en el valle de Puebla:
Roberto Weitlaner y la etnografía del México moderno en la década de 1950
Juan Comas critica al racismo mexicano
Ricardo Pozas, la planeación urbana y la planificación social en Ciudad Sahagún
Alfonso Caso, impulsor de la antropología mexicana
Julio de la Fuente y Gonzalo Aguirre Beltrán: el indigenismo antropológico y la educación bilingüe y bicultural
Educación indígena
Ángel Palerm: crítica a la asimilación y la integración social
Estudio en la zona mixe
Peto, Yucatán, y los episodios contra los caciques de esta región
Experiencias con huicholes y purépechas
Mi actuación como funcionario del ini y de la sep
Política para marginados: Coplamar
Defensa de los yaquis y consecuencias represivas
Criterios antropológicos en el mundo posmoderno del Banco Mundial y las ong
Conclusiones: 45 años de antropólogo
Bibliografía
4. Formación del capital humano de alto nivel para la planeación del desarrollo de los pueblos indígenas de América Latina y en especial de México
Inclusión de los pueblos indígenas en el proyecto nacional
Capital territorial, social y cultural de los pueblos indígenas
Fundamentos teóricos
La formación de etnolingüistas y profesionales en ciencias sociales y pedagogía
Conclusiones
Bibliografía
5. Las implicaciones éticas y filosóficas de la antropología
Caso 1, Costa Chica, Guerrero
Caso 2, crítica a la Etnografía de México
Caso 3, los antropólogos de filiación marxista
Caso 4
Bibliografía
6. El etnodesarrollo: guía hacia una ciencia social aplicada para los pueblos históricos del mundo. La experiencia y perspectiva de la antropología aplicada al desarrollo en México y Latinoamérica
Perspectiva histórica
La crisis de la antropología del desarrollo
Fracaso de la nueva antropología aplicada
Surgimiento de las ong y la antropología aplicada
La crisis de 1995 y su impacto en la antropología del desarrollo
Hacia una antropología aplicada para la apropiación de los proyectos de desarrollo por parte de los beneficiarios
Bibliografía
7. Profesionalización de los antropólogos: los retos de la antropología social y de la etnología para su aplicación
Problemas de la ciencia
Primero la gente y la planificación social
Estudios regionales del Instituto Nacional Indigenista (ini)
Megaproyectos y reasentamientos
Bibliografía
8. El papel de la antropología sobre la paz
Experiencias antropológicas
Conflictos interétnicos
Antropología de la paz
Bibliografía
Colofón
Notas al pie

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La antropología aplicada en México: ensayos y reflexiones

Salomón Nahmad Sittón





301. 0972 N319a Nahmad Sittón, Salomón. La antropología aplicada en México: ensayos y reflexiones / Salomón Nahmad Sittón. - México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2014 240 p. fotos. ; 23 cm. - (Publicaciones de la Casa Chata) Incluye bibliografía ISBN 978-607-486-287-4 1. Antropología - México. 2. Antropología - Estudio y enseñanza. 3. Antropología Social. Etnografía - México. 4. Antropólogos - México. 5. Indios de México - Relaciones con el gobierno. 6. Indigenismo - México. 7. México - Política social. I. t. II. Serie. Diseño de portada: Samuel Morales Tipografía y formación: Marlen Hernández Gómez Cuidado de edición: Miliett Alcántar y Berenice Jiménez Primera edición electrónica, 2015 Primera edición, 2014 D.R. © 2014 Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social Juárez 87, Col. Tlalpan, C.P. 14000, México, D.F. [email protected] ISBN 978-607-486-287-4 Hecho en México

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el consentimiento por escrito del editor.







Fotografía 1

Fotografía 1

Homenaje a Salomón Nahmad en el Centro Cultural Santo Domingo por su destacada trayectoria y valiosa aportación en el ámbito de la Antropología en México, INAH, Oaxaca, 2011. Foto: Judith Romero.

Dedicatoria



Dedico este libro a mi esposa, Ximena Avellaneda; a mis hijos Daniel, David, Yuri y Alejandro; y a mis nietos Ana Daniela, Natalia, Claudio, Constanza, Teo, Nina y Javier. Salomón Nahmad Sittón



Agradecimientos Agradezco a todos los colegas y compañeros de CIESAS-Pacífico Sur por todo el apoyo recibido durante 25 años de actividades académicas, las cuales me permitieron consolidar esta publicación. En especial a la Dra. Margarita Dalton, al Mtro. Rubén Langlé, al Mtro. Abraham Nahón, al Dr. Mariano Báez; al Mtro. Jorge Pech Casanova, por la revisión del texto; y a mi secretaria, Patricia Luna, por la compilación. También reconozco la amistad y la cooperación de la Dra. Virginia García por su apoyo durante los años de su gestión como directora general del CIESAS.



Introducción Salomón Nahmad Sittón

En este segundo libro, de la compilación de artículos producidos durante mi experiencia como etnólogo y antropólogo social, presento los temas que se discutían fundamentalmente en las dos últimas décadas del siglo XX y que se relacionan con la evolución del quehacer antropológico a partir de la etnología y la instrumentación de políticas públicas indigenistas del Estado mexicano. Sin lugar a dudas, se requirieron fundamentos teóricos para poder instrumentar políticas sociales y culturales en una sociedad multicultural y multilingüística como es la mexicana. De esta manera, expongo la antropología al servicio del Estado, las diferentes corrientes políticas que dominan en la sociedad y las conceptualizaciones científicas de la antropología. Esto me llevó a replantear los diferentes marcos conceptuales de la arqueología, la etnohistoria, la etnología y la lingüística en relación con los sujetos de estudio, o sea, los pueblos originarios de México. También reviso la relación de la antropología y los antropólogos en el contexto latinoamericano. En el capítulo segundo, expongo la aportación que ha dado la antropología social a la construcción de la conciencia nacional, pasando del modelo hegemónico al multilingüístico; y cómo estos modelos nos llevan a la búsqueda y construcción de un modelo multicultural y heterogéneo. En el capítulo tercero, discuto tanto los compromisos subjetivos como los objetivos y científicos durante mi experiencia como antropólogo; en este capítulo analizo mi formación como antropólogo, pasando de la antropología positiva a la antropología comprometida, y también ahondo sobre tradición y modernización. Asimismo, planteo los problemas de la migración y la multiculturalidad, aspectos que viví desde mi propia experiencia durante la infancia, y en mi práctica como trabajador social en la región de Cholula, Puebla. En este mismo capítulo planteo algunas reflexiones sobre mis maestros Roberto Weitlaner, Juan Comas, Ricardo Pozas, Alfonso Caso, Julio de la Fuente y Ángel Palerm. De igual forma, narro mi experiencia en el estudio de la región

mixe y las contradicciones que encontré entre los mayas de Yucatán durante la Dirección del Centro Coordinador Maya de Peto, Yucatán. En un último análisis expongo mis criterios sobre el mundo posmoderno y el papel de la antropología en el Banco Mundial y en las Organizaciones de la Sociedad Civil (ONG). En el capítulo cuarto, relato mi experiencia en la formación del capital humano de los pueblos indígenas al más alto nivel para insertarse en el proyecto nacional y en los proyectos de cada pueblo originario, mientras se trataba de construir una nueva antropología a finales del siglo XX y principios del siglo XXI. En el capítulo cinco, expongo un tema complejo y delicado sobre las implicaciones éticas y filosóficas de la antropología aplicada en el contexto mexicano. En el capítulo sexto, replanteo la discusión del desarrollo y el etnodesarrollo desde una perspectiva de la antropología aplicada en México y en Latinoamérica, para concluir con la idea de construir una antropología aplicada propia de los pueblos originarios. En el séptimo capítulo, analizo los problemas de las ciencias sociales y la importancia de tomar en cuenta a la gente en primer lugar para la planificación social. Esto me lleva a revisar los estudios regionales realizados por los antropólogos del Instituto Nacional Indigenista y los temas de los megaproyectos y reasentamientos. También planteo mi experiencia durante una estancia en la Universidad de Granada, como profesor invitado en la cual tuve oportunidad de revisar, ampliamente, los conflictos sobre la paz en el mundo y el papel de la antropología para resolver los problemas interétnicos de la sociedad humana global. De tal manera, en este libro quiero dejar constancia de mi experiencia en distintos momentos de mi vida profesional. Fotografía 2

En la Evaluación Nacional del Programa Asesor Técnico Pedagógico (ATP). En la imagen: Abraham Nahón, Salomón Nahmad, Miguel Sánchez, Manuel Moshán y maestros indígenas de Pajaltón, Chamula, Chiapas, 2009.



Prólogo

Abraham Nahón La importancia de publicar La antropología aplicada en México: ensayos y reflexiones reside en que Salomón Nahmad, como testigo y protagonista esencial de la antropología social y aplicada en México, nos ofrece una serie de reflexiones y cuestionamientos sobre momentos clave de su formación académica y de su vida laboral, así como de los posicionamientos políticos y académicos que han influido en la configuración de la antropología mexicana. A la par, podemos comprender cómo se vinculó a la antropología social de México, no sólo con el conocimiento teórico sino con el compromiso de aplicar su saber para mejorar las condiciones de vida de los grupos humanos que ha estudiado, especialmente de los indígenas del país. Su amplio conocimiento sobre los pueblos indígenas de México —y de Latinoamérica—, así como su profunda experiencia, nos obligan a valorar los más de 50 años que Salomón Nahmad le ha dedicado a la etnología y a la antropología aplicada; al vivir, aprender, investigar e interactuar con los pueblos y comunidades indígenas. Ha sido sorprendente la energía y disposición de Salomón Nahmad —con sus más de 75 años— para seguir realizando trabajo de campo, incluso en las comunidades más recónditas y marginadas. De las múltiples anécdotas surgidas al realizar nuestro trabajo de investigación, es interesante recordar al menos una: hace unos cuantos años, en temporada de lluvias, trabajando en las comunidades afromexicanas, mixtecas y chatinas de la Costa y Sierra Sur de Oaxaca, nos internamos por más de seis horas en sus caminos accidentados; al llegar a una comunidad perteneciente al municipio de Tataltepec de Valdés, los investigadores que trabajábamos en el proyecto nos llevamos una gran sorpresa. Ante la posibilidad de una reunión tensa y complicada, la intervención del antropólogo Salomón Nahmad distendió los ánimos, una vez que unos maestros indígenas identificaron su nombre. De repente tomaron la palabra para reconocer su trayectoria y recordar su lucha por los pueblos indígenas, su compromiso con

las comunidades y lo lamentable que fue la represión política que vivió Nahmad al ser encarcelado. Al final, un maestro chatino comentó emocionado que fue precisamente Salomón Nahmad quien, desde hacía más de veinticinco años, había firmado su contrato inicial como maestro indígena, y que jamás hubiera imaginado encontrárselo en una comunidad para agradecerle esa iniciativa que había impactado en su vida y en la de la región. Las muestras de afecto y de reconocimiento que de manera espontánea recibió aquel día Salomón —y que ha recibido por parte de otros pueblos indígenas— dicen mucho de su labor como investigador, de las decisiones que tomó como funcionario, así como del impacto que tiene en la vida y en la memoria de los pobladores una actuación a favor de los pueblos indígenas de México. Esta experiencia puede ayudarnos a entender la profundidad de las acciones y reflexiones vertidas en este libro, ya que las discusiones sobre la política indigenista en muchas ocasiones no analizan la complejidad y heterogeneidad de perspectivas que la conformaban, ni valoran adecuadamente las realidades económicas, políticas y socioculturales en el periodo histórico en que se fraguaron. Se genera, más bien, una visión simplificadora construida desde el gabinete académico o político, sin analizar el impacto que en la realidad comunitaria han suscitado las iniciativas, las resistencias o grupos de poder a los que cada proyecto aplicado se ha tenido que enfrentar. He tenido la fortuna de aprender del antropólogo Salomón Nahmad no sólo a través de sus libros y artículos o de los valiosos escritos y documentos que resguarda en su frondosa biblioteca, sino a través de su práctica antropológica y de las innumerables experiencias que hemos compartido en el trabajo de campo. Desde el año 2000 me invitó a trabajar en la coordinación, investigación y aplicación de proyectos socioantropológicos en el CIESAS Istmo —hoy CIESAS Pacífico Sur—, y durante 13 años hemos recorrido diversas regiones indígenas del país. Las investigaciones que hemos realizado en estos últimos años se refieren a temas como los perfiles indígenas de México; la evaluación de políticas públicas y programas gubernamentales enfocados en la población indígena; la educación intercultural y bilingüe; la población indígena que radica en áreas urbanas; el impacto social que generan los proyectos de plantas hidroeléctricas o de energía eólica en zonas indígenas. Estos estudios socioantropológicos —que en su gran mayoría permanecen inéditos o en ediciones poco accesibles— permiten conocer el trabajo de investigación, de negociación política y de sensibilidad social que se requiere para llevar a buen término los proyectos de etnografía y antropología social.

Venturosamente, en estas travesías y reflexiones que hemos compartido, he conocido la fortaleza y pasión antropológica que han marcado su vida tanto académica como laboral. Pero también, la honestidad intelectual, claridad y sencillez que Salomón Nahmad muestra al interactuar y trabajar en campo con los pueblos indígenas. El presente volumen es un libro diverso que contiene ocho capítulos, construidos con artículos y ponencias que nos permiten actualizar, a la luz de nuestros días, los intensos debates suscitados en el devenir sociohistórico de una antropología mexicana formada por luces y sombras. A través de estos escritos podemos entender los procesos de investigación, escritura y reflexión de Salomón Nahmad ante su práctica concreta y frente a los controvertidos tiempos sociopolíticos que vivió en aquellos días. En el primer capítulo denominado “Desarrollo y evolución entre el quehacer antropológico y las políticas públicas indigenistas en relación con el Estado mexicano”, el autor describe algunos procesos que han favorecido el surgimiento de una antropología en manos de los propios sujetos de la investigación —los indígenas—, lo que también ha derivado en el fortalecimiento de una intelectualidad indígena, así como en la formación de etnolingüistas y pensadores sociales de los grupos étnicos que han vigorizado la reflexión y la memoria colectiva al recuperar, desde su propia visión, los procesos históricos. Para el autor, esta transformación o desaparición del sujeto-objeto de la antropología social afianzará el reconocimiento de los grupos étnicos y sus derechos sociales logrando, posiblemente, expropiarle a la sociedad intelectual dominante la exclusividad que ha mantenido en el campo de la antropología social. Según afirma Nahmad, la descolonización del conocimiento podrá lograrse con mayor profundidad a través de una antropología practicada directamente por miembros del propio grupo étnico, generando nuevas metodologías y epistemologías que permitan un cambio de fondo en las relaciones interétnicas asimétricas y coloniales en que viven los pueblos indígenas. Para Nahmad, la antropología mexicana moderna comienza con Manuel Gamio y sus colaboradores, cuando realizan el estudio de la región de Teotihuacán en 1915. Desde este proyecto pionero se plantea la acción y la investigación integral en el ámbito regional, asimismo se anuncian los primeros pasos de una antropología política y nacionalista. Según apunta el autor, en 1936 se crea el Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas, el Primer Congreso Regional Indígena y el Departamento de Antropología en el Instituto Politécnico

Nacional. Con el impulso de Alfonso Caso se crea el Instituto Nacional Indigenista en 1948, que representó una oportunidad de aplicar los planteamientos teóricos y reflexiones de los antropólogos y científicos sociales vertidos en el Congreso Indigenista Interamericano celebrado en Pátzcuaro, Michoacán, en 1940. Para Nahmad, los vínculos entre el quehacer académico y la actividad de la política pública se articularon originalmente en el INAH, hasta que se creó el Instituto Nacional Indigenista. El autor hace una revisión de la antropología mexicana a partir de esta época, detallando el surgimiento de cada congreso, departamento o institución que tuviera como finalidad abordar la problemática y situación de los pueblos indígenas de México. La fundación de instituciones gubernamentales, así como de centros de investigación y del sistema académico formal, bajo una visión muchas veces contradictoria, fue determinante para la dirección que asumiría la antropología en nuestro país, sin lograr un distanciamiento o independencia total con respecto al gobierno. Nahmad analiza detalladamente las distintas corrientes políticas, sus principales protagonistas y los debates que se generaron en torno al rumbo que la antropología debía tomar. Asimismo, la experiencia y el proceso del que el autor formó parte (junto con un grupo de antropólogos y sociólogos con quienes pudo modificar, en términos jurídicos, la relación de los pueblos y comunidades indígenas con las instituciones y las entidades del gobierno del estado de Oaxaca). Nahmad describe cómo el conocimiento antropológico y sociológico contribuyó a la realización de estos cambios jurídicos efectuados en la Constitución Política del Estado de Oaxaca y en la aprobación de la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas y, de manera concreta, dio un paso hacia la deconstrucción del modelo colonial al integrar una nueva dimensión para el reconocimiento de los derechos sociales y colectivos de los pueblos y comunidades indígenas. Al final del capítulo se muestran tres importantes cuadros para entender el panorama general de la antropología mexicana: 1) se señalan, de 1920 al año 2000, los periodos, las teorías, los antropólogos aplicados —mexicanos y extranjeros— que participaron en diversos proyectos de desarrollo; 2) las escuelas y centros de investigación de antropología en México, y 3) los encuentros internacionales de 1940 a 1994 y su impacto en la antropología aplicada. En el capítulo 2, “La aportación de la antropología social a la construcción de la conciencia nacional: de la hegemónica a la multicultural y multilingüística”,

se analizan algunas preocupaciones e interrogantes surgidas con el afán de develar lo que ha sido el ser nacional. Deliberando en qué medida el conocimiento antropológico, así como el generado por otras disciplinas —la arqueología, la lingüística o la etnología—, ha contribuido a la construcción de una conciencia nacional pero, a la vez, ha sido utilizado por los ideólogos de la clase dominante para tratar de construir una identidad utópicamente homogénea e integrada. En su obra Forjando patria, Manuel Gamio señala la fragmentación existente en un país de “pequeñas patrias y nacionalismos locales”, dejando entrever los enormes retos y dificultades que implicaba la inclusión de las poblaciones originarias en la construcción de un proyecto nacional. A partir de ese momento se daría una prolongada discusión de ideas y serían los antropólogos quienes finalmente impulsarían un reconocimiento a la diversidad cultural y lingüística. Sin embargo, en el proceso, según cuestiona Nahmad, el indigenismo —que es la política pública sustentada en la antropología a los pueblos originarios— en sus comienzos estuvo orientado a la asimilación, la incorporación o a la exclusión de los pueblos indígenas originarios. De ahí partió una teoría integracionista más sutil que utilizaba el concepto aculturación dirigida y también se perfiló una antropología crítica que formularía la teoría de la descolonización interna como elemento básico para liquidar las relaciones interétnicas asimétricas. No obstante, sería hasta la emergencia del EZLN, en Chiapas, cuando se reflexionaría nuevamente y de manera profunda sobre la necesidad de construir una sociedad plural e incluyente, que considere una conformación multiétnica, multicultural y multilingüística. Desde luego, la concretización de las diversas visiones que adoptó la antropología en el siglo XX no sólo dependió de su importante teorización crítica, sino que en su aplicación ha padecido una gran oposición instrumentada por las fuerzas políticas, por los funcionarios que implementan las políticas públicas y por los miembros de la sociedad criolla dominante. El autor también reflexiona sobre la supervivencia física y cultural de los pueblos indígenas y, por tanto, sobre su definición como entidades culturales y nacionales específicas, para lo cual, nos dice, debemos preguntarnos: ¿cuáles son las condiciones mínimas necesarias para que un pueblo indígena pueda sobrevivir como una entidad cultural diferenciada y estar así en la posibilidad de desarrollarse? En su respuesta despliega algunos elementos principales: el territorio, el estatuto legal o la legitimidad jurídica y la autonomía política. Asimismo, señala cómo en las formas de resistencia indígena hay una formulación crítica a la expansión del dominio colonial y del sistema capitalista

—basado en la homogeneización y uniformización del medio ecológico y cultural—, al generar, las comunidades étnicas, alternativas basadas en su multiplicidad y diversidad. En el capítulo 3, “Compromiso y subjetividad en la experiencia de un antropólogo mexicano”, podemos conocer partes esenciales de la biografía del autor, así como su amplio proceso de formación en la etnología y en la antropología social y aplicada. Además, nos da visos para comprender cómo el origen y el ethos cultural en el cual se desarrolló, al ser hijo de inmigrantes del Medio Oriente, le otorgó una subjetividad emanada de un contexto intercultural e interlingüístico. Sin embargo, esta noción y valoración de su subjetividad y experiencia, así como el compromiso que asume frente a los pueblos originarios, se debe principalmente a sus estudios antropológicos y etnográficos, los cuales impactaron profundamente en el rumbo que adoptaría su vida, permitiéndole una mirada crítica y una visión humanista sobre su entorno. Comenzar estudios de psicología —y trabajar con Erich Fromm— le permitió a Nahmad comprender la estratificación de las clases sociales en nuestro país y las relaciones interétnicas desiguales y excluyentes, motivándolo a profundizar sobre estas problemáticas y decidirse a estudiar etnología y antropología con maestros como Roberto Weitlaner, Juan Comas y Ricardo Pozas, además de trabajar con Alfonso Caso, Julio de la Fuente, Gonzalo Aguirre Beltrán y Ángel Palerm, entre otros. Este aprendizaje con los académicos y protagonistas de la antropología social y aplicada en nuestro país le da a Nahmad la oportunidad de entrar de lleno en las discusiones sobre los principales problemas sociales de México, al conocer de cerca los planteamientos teóricos y de acción práctica en relación con los pueblos indígenas de México. Este capítulo destaca cómo la antropología social comprometida, que se ejerció en México, permitió sortear algunas crisis que impactaron intensamente a la antropología mundial, ocasionando que los programas y políticas aplicadas en nuestra nación —donde quienes realizaban la investigación formulaban la acción — atrajeran la atención de antropólogos de las más importantes corrientes teóricas a finales del siglo XIX y principios del XX —Franz Boaz, Robert Redfield, Juan Comas, Bronislaw Malinowski, Roberto Weitlaner, Paul Kirchhoff, Jacques Soustelle, Oscar Lewis, Richard Adams, entre otros—, quienes enriquecieron con sus estudios el análisis y la formación de los antropólogos profesionales mexicanos. Asimismo, Nahmad cuestiona a la antropología posmoderna, al contrastar los datos encontrados por una etnología y antropología que tomó decisiones

basándose en los referentes obtenidos en la realidad, frente a una visión posmoderna que plantea como retórica o ficción narrativa los hechos contundentes que han impactado la vida de comunidades indígenas. En este capítulo, Nahmad también analiza su amplio trayecto de formación, investigación y aprendizaje entre diversas culturas y pueblos indígenas en diferentes regiones del país: Tonantzintla y Chipilo, en el Valle de Cholula; en comunidades chocholtecas y chinantecas de Oaxaca con Roberto Weitlaner, así como en Ciudad Sahagún, Hidalgo, con Ricardo Pozas. Como pasante de antropología, Salomón Nahmad trabajó con Alfonso Caso y después colaboró, al aceptar el puesto de investigador en el INI, con Julio de la Fuente y Aguirre Beltrán; después realizó estudios etnográficos y etnológicos en las comunidades mixtecas, tlapanecas y nahuas de Guerrero, con Maurilio Muñoz. Trabajó en los Altos de Chiapas con las comunidades tzeltales y tzotziles, y con los otomíes y mazahuas en la región de Zitácuaro, Michoacán; también en la región mixe de Oaxaca. De esta manera, en este capítulo se entrelazan su formación académica, la experiencia adquirida en campo y su trabajo profesional al dirigir los centros coordinadores del INI en las regiones nahua-tlapaneca de la sierra de Guerrero; mixe de Oaxaca; maya de Yucatán y Quintana Roo; purépecha de Michoacán; cora-huichola en Jalisco y Nayarit. En el capítulo 4, “Formación del capital humano de alto nivel para la planeación del desarrollo de los pueblos indígenas de América Latina y en especial de México”, el autor plantea el escaso apoyo que se le ha dado a la formación del capital humano que se requiere para el desarrollo de los pueblos indígenas en sus propios territorios, ocasionando que no hayan podido constituir proyectos profesionales, lo que ha profundizado aún más la brecha entre estos pueblos y las capas sociales medias y altas de las zonas urbanas y de algunas zonas rurales. Para el autor, esta profesionalización debe considerar las potencialidades de las comunidades y grupos étnicos al valorar y reconocer su trabajo en torno a sus organizaciones sociopolíticas, sus formas de gobierno, sus manifestaciones culturales y artísticas, así como el conocimiento que tienen de su territorio y de su medio ambiente. Asimismo, Nahmad nos señala que los recursos que las agencias multilaterales o las fundaciones deseen encauzar para el desarrollo de los pueblos indígenas deben evitar la intermediación del gobierno o de las ONG para que sean las comunidades, con su capital humano, quienes protagonicen su propio desarrollo. El autor analiza la formación de etnolingüistas y profesionales en ciencias

sociales y pedagogía, deteniéndose a pensar en la experiencia surgida en la década de 1980, al generarse un programa en el cual se planteó que el INI otorgara recursos económicos, que la Dirección de Educación Indígena comisionara a los maestros para continuar sus estudios profesionales, y que el CIESAS aportara la formación académica. Esta iniciativa tuvo que sortear ataques y obstáculos provocados por algunos círculos académicos y burocráticos, pero finalmente la primera generación concluyó exitosamente sus estudios y tesis. Esta experiencia surgida en Oaxaca derivó en otros programas que ha articulado el CIESAS y otras instituciones como las universidades interculturales. Para el autor, la reflexión central es seguir contribuyendo a fin de que los pueblos — organizados por y con sus intelectuales, profesionistas y científicos—, puedan impulsar por sí mismos la investigación y el rescate de sus propias características culturales, étnicas y regionales. En el capítulo 5, “Las implicaciones éticas y filosóficas de la antropología aplicada en el contexto mexicano”, se analiza a la antropología social aplicada como una ciencia crítica que busca el bienestar y transformación de los seres humanos como individuos y como miembros de sociedades y culturas. En esta dirección, para el autor, la antropología como ciencia del hombre se inscribe en la tradición de la ética humanista y destaca en su reflexión los tratados sobre ética de Aristóteles, Spinoza y Dewey, los cuales pueden ser considerados tratados de antropología social y cultural. Para Nahmad, las ciencias sociales —incluyendo a la antropología— no deben limitarse al análisis puramente académico y especulativo, sino que tienen que aplicarse con responsabilidad social, tratando de que tengan un impacto favorable a los pueblos que estudian y a la sociedad humana que analizan en su conjunto. Para ejemplificar la importancia de la ética en la antropología se relatan cuatro casos como resultados de diversas experiencias en campo, los cuales muestran las dificultades que plantea la investigación aplicada en un medio problemático, politizado y con una densa trama de ideologías e intereses. En el capítulo 6, “El etnodesarrollo: guía hacia una ciencia social aplicada para los pueblos históricos del mundo. La experiencia y perspectiva de la antropología aplicada al desarrollo en México y Latinoamérica”, se analiza la profunda transformación que vivió la antropología hace tres décadas al tratar de desmitificar y mirar en un sentido crítico el trabajo realizado hasta ese momento, tratando de reorientarlo para una investigación y acción más comprometidas. Nahmad señala que no se logró la inclusión de la diversidad cultural y étnica; más bien, se persistió en el proyecto nacional (de homogeneizar y destruir las

identidades originarias de México), ya que los políticos del Estado nacionalista y los antropólogos orgánicos institucionalizaron la antropología como parte del Estado. El trabajo de campo permitió reflexionar sobre el trasfondo del proyecto indigenista, y muchas de las iniciativas presentadas por los antropólogos entraron en conflicto y contradicción con el sistema político, con los grupos de poder regional y nacional y con la sociedad dominante criolla o mestiza. Para el autor, se abandonó el trabajo propositivo y analítico para el diagnóstico, las propuestas participativas y el etnodesarrollo (entendiendo éste como el ejercicio de la capacidad social de un pueblo para construir su futuro, aprovechando su experiencia y los recursos reales y potenciales de su cultura, de acuerdo con un proyecto que se defina según sus propios valores y aspiraciones). Por ello, sugiere Nahmad, es necesario implementar la autogestión comunitaria y regional, para que los pueblos logren una participación más activa- y vigilantede la ejecución y aplicación de proyectos y políticas de desarrollo. Actualmente, la demanda de participación de los pueblos indígenas en los proyectos que se implementan en cada región se ha incrementado y, tal como afirma Nahmad, se debe transitar de una política paternalista a una participativa y colaborativa, en la que se incluyan la visión y propuestas de los pobladores para que ellos mismos impulsen su cambio social. Debe combatirse la planificación centralizada que los excluye, y evitarse la injerencia de intereses y grupos ajenos al proyecto de desarrollo planteado por el mismo pueblo indígena. En el capítulo 7, “Profesionalización de los antropólogos: los retos de la antropología social y de la etnología para su aplicación”, Nahmad apunta que el trabajo antropológico —reflexivo y aplicado— realizado en nuestro país, tiene su origen en el estudio de Manuel Gamio denominado La población del valle de Teotihuacán, el cual puede ser considerado como la primer experiencia de antropología aplicada a escala mundial, al convertir a un arqueólogo en un antropólogo social y en un planificador interdisciplinario (que tuvo una visión de largo alcance a partir de un intenso trabajo en campo con la población indígena). El autor resalta la formulación de proyectos de capacitación para formar antropólogos aplicados que se gestó en la década de 1950, con la finalidad de pasar de una posición crítica y teórica a una constructiva y comprometida. También hace una revisión analítica de algunas contribuciones esenciales a la antropología aplicada, como fueron los estudios realizados por el INI en microrregiones, o como los casos de Juan Comas, Julio de la Fuente, Aguirre Beltrán, Ricardo Pozas o Ángel Palerm, quienes hicieron aportaciones significativas al conocimiento aplicado al tener como premisa fundamental lo

que acertadamente Michael Cernea ha denominado: “Primero la gente”. Las reflexiones de Salomón Nahmad permanecen vigentes hasta nuestros días, pues se han manifestado fuertes conflictos sociales en las comunidades por no considerar, consultar y hacer participar a los beneficiarios en la implementación y aplicación de proyectos de desarrollo. Al recorrer las comunidades y localidades indígenas se puede constatar el malgasto de recursos al observar los vestigios del desarrollo moderno que quedan arrumbados en los poblados, los cuales nos hacen ver el fracaso de iniciativas planificadas unilateralmente y sin considerar las capacidades y el capital humano que poseen las propias comunidades. Para finalizar, en el capítulo 8, “El papel de la antropología sobre la paz y los conflictos interétnicos”, Nahmad reflexiona sobre la responsabilidad que ha asumido la antropología en la pacificación en algunos conflictos interétnicos, para lo cual analiza algunas de sus experiencias durante conflictos significativos, como en el caso de la montaña de Guerrero, al dirigir el Centro Coordinador de Peto, Yucatán, o al preparar a promotores bilingües en la región cora-huichol de Jalisco y Nayarit. Bajo este mismo enfoque, el autor considera que la política indigenista ha sido contradictoria y conflictiva, al ejercer algunas iniciativas que confrontaron a los grupos dominantes de diversas regiones del país, como fue el caso de Peto, Yucatán, que fuera señalado como un bastión comunista vinculado a la Revolución cubana, lo que ocasionó señalamientos y cateos por parte del Ejército mexicano, el cual irrumpió en 1962 en las instalaciones en busca de armas o propaganda de un posible levantamiento maya en contra del gobierno mexicano. Asimismo, las experiencias que Salomón Nahmad vivió al intervenir en conflictos interétnicos en Nicaragua, entre indígenas y sandinistas; en Filipinas, entre pueblos tribales indígenas de la cordillera y los pueblos musulmanes del sur; y durante el conflicto del EZLN, en donde participó en los diálogos de San Andrés Larráinzar como invitado de los indígenas y posteriormente en la comisión de seguimiento de estos acuerdos, nunca concluidos ni verificados, lo han llevado a afirmar categóricamente que se debe abogar por una antropología para la paz, en la cual se reconozcan las capacidades, visiones y potencialidades de cada grupo étnico o cultural, reforzando la idea de que la finalidad principal de la antropología es reconocer, en todas sus dimensiones, la diversidad humana. Nahmad reflexiona sobre los análisis sobre la paz y reconoce a Rodolfo Stavenhagen como uno de los principales antropólogos que ha examinado esta temática en México. Asimismo, relata su favorable sorpresa de hallar en

Granada, España, en su estancia sabática de 2005, un programa de doctorado focalizado sobre la paz, conflictos y democracia. Finalmente, nos conmina a analizar las ideas y formas de paz —construidas por nuestras experiencias concretas, subjetividades y procesos de socialización—, así como el papel que debe asumir la antropología de manera ética y responsable, en los innumerables conflictos irresueltos hasta el momento. Sin duda, este libro enriquecerá nuestra visión sobre la antropología social y aplicada en México, al integrar en sus escritos la mirada humanista, lúcida y crítica de uno de sus protagonistas principales. Oaxaca, noviembre de 2013. Fotografía 3

Reunión con el expresidente Luis Echeverría Álvarez y un grupo de antropólogos, discutiendo y analizando las políticas públicas sobre los pueblos indígenas, en el Centro de Estudios del Tercer Mundo, 1983. En la imagen (de derecha a izquierda): la antropóloga y demógrafa Luz María Valdez; el expresidente Luis Echeverría Álvarez; el Dr. Rodolfo Stavenhagen, investigador del Centro de Estudios del Tercer Mundo; y el antropólogo Salomón Nahmad.



1. Desarrollo y evolución entre el quehacer antropológico y las políticas públicas indigenistas en relación con el Estado mexicano1 Fundamentos teóricos Durante largo tiempo, en México consideramos que el fomento del conocimiento traería consigo su propia justificación. Sin embargo, en años recientes la legitimidad de una ciencia pura, autocontenida e imparcial, se ha tornado cada vez más cuestionable. En ningún campo de la ciencia esta última afirmación resulta tan verdadera como en las ciencias de la sociedad, en particular la antropología social y aplicada, que se ha visto forzada a servir a despojados, perseguidos, excluidos y reprimidos. Las falsificaciones históricas, las doctrinas raciales y los dogmas nacionalistas, deformadores de las necesidades sociales reales de los pueblos étnicos, han producido más efectos nocivos que de bienestar humano, como lo señala acertadamente el antropólogo australiano Nadel (1955): “Una ciencia que puede distorsionarse de tal modo, no puede ya tener esperanzas de recuperar su falsa imparcialidad y sólo encontrará su redención en su cercanía con los problemas de y en nuestra existencia como sociedad y como civilización”. La antropología social y cultural de corte occidental padece una permanente crisis de identidad, aun cuando ha intentado cambiar dichos modelos por uno de corte revolucionario (García Mora, 1983; 1986). Los hechos y la observación en el campo confirman lo contrario, en particular con el surgimiento de una antropología como ciencia en manos de los propios sujetos de la investigación —los indígenas— y por su práctica y aplicación dentro del propio grupo étnico o de la unidad social. Este fenómeno de recuperación de la historia —por parte de los intelectuales y pensadores sociales de los grupos étnicos— se manifiesta ampliamente en el Tercer Mundo, en especial en África y América del Sur. Es el caso, por ejemplo, de los antropólogos africanos Ali A. Mazrui (1986) de Kenya o, en especial, Maxwell Owusu (1989) de Ghana; en América Latina, del ecuatoriano Domingo

Antun (1979) de la Federación Shuar, el peruano Stefano Varese (1979), o el destacado brasileño Darcy Ribeiro (1995). Esta corriente de las organizaciones de los pueblos indígenas está transformando y desapareciendo al sujeto —el otro —, objeto de la antropología y de la etnología en particular, así como de la lingüística. Esta última ciencia será un área específica propia de las academias e institutos de cada lengua indígena que hoy se habla, para volverse objeto de análisis y reflexión dentro del propio grupo de hablantes y para éstos mismos, así como dentro de una comunidad académica e intelectual más amplia, en contraste con las formas y perspectivas científicas de corte positivista con que se han realizado los estudios de las culturas y de las sociedades originales de México. La formación de etnolingüistas, que en México se puso en marcha a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, colocaron al sujeto de estudio en el campo de su propio estudio. Así, estos sujetos-investigadores han estado cuestionando la negación nacional de las lenguas originarias de México y han logrado, en 2003, la expedición de la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual será efectiva en la realidad de las comunidades indígenas gracias a la formación de etnolingüistas. La transformación o desaparición del sujeto-objeto de la antropología sociocultural, junto con las sociedades primitivas, tribales o indígenas, determinará indudablemente el surgimiento y reconocimiento de los grupos étnicos y de sus derechos sociales, lo que finalmente quizá resulte el cambio más importante de todos: la desaparición del indigenismo como campo exclusivo de la antropología social y aplicada, terreno generalmente considerado como reserva de los antropólogos miembros de la sociedad dominante. Gran parte de esta intelectualidad de los pueblos indígenas de México ha ocupado cargos de gran relevancia en sus comunidades, en sus municipios, en sus regiones y en sus estados. Algunos de ellos han destacado de manera significativa a nivel nacional y han movilizado a la población para el reconocimiento de sus demandas. La fuerza de la antropología sociocultural, su efectividad y prestigio fuera de los ámbitos de la academia y de la esfera política, nunca han alcanzado las proporciones suficientes para intentar una descolonización del conocimiento que permita un cambio de fondo en las relaciones interétnicas asimétricas y coloniales en que viven los pueblos indígenas. La especificidad de la antropología sociocultural, como una ciencia que se define o que debería definirse en términos de su particular forma de investigación, con la tradición del trabajo de campo etnográfico —el modo antropológico de considerar las cosas— tendrá un efecto más amplio en el

contexto de una observación hacia el interior de la propia civilización y de la propia cultura, visualizando los complejos problemas epistemológicos, metodológicos, teóricos y sustantivos que plantea dicho trabajo de campo etnográfico, por no mencionar aquellos asociados a los cambios en el alcance político y económico, particularmente en las regiones interétnicas sumergidas en el subdesarrollo, la explotación económica, la exclusión política y la discriminación social. La antropología practicada directamente por miembros del propio grupo étnico resultará, entonces, de gran relevancia para cualquier discusión a fondo sobre la llamada crisis de identidad de la antropología, y permitirá la emergencia y el renacimiento de la construcción de una sociedad nacional que incluya y reconozca la diversidad étnica y cultural de México. El papel que jueguen estos actores académicos y políticos podrá modificar la forma de realizar la investigación etnográfica y etnológica, con la finalidad de dar seguimiento a todo el proceso de descolonización y transformación de la sociedad nacional y universal. Caracterización de la antropología en México en el contexto latinoamericano La antropología mexicana moderna comienza con Gamio (1916, 1972, 1979) y sus colaboradores; con el estudio de la región de Teotihuacán ensayan los primeros pasos de una antropología política y nacionalista. Nacido en 1915 al calor del movimiento social de 1910, el Proyecto Teotihuacán tenía como propósito incorporar en la sociedad nacional a los indios y mestizos componentes del campesinado del país. En Teotihuacán, la población que hablaba lengua originalmente americana era menor. Gamio revaloró las culturas indias, particularmente el arte y la literatura popular, y nos dejó como legado la idea de la acción y la investigación integrales en el ámbito de las poblaciones regionales. La escuela rural de la década de 1920 (Rafael Ramírez, 1928; 1976) y la reforma agraria de la década de 1930 incorporaron a los mestizos a la mexicanidad, así como a muchas comunidades indias captadas por el sistema ejidal. La intransigencia de Gamio (1916), Sáenz (1970) y Ramírez (1928) en cuanto a la imposición del castellano como lengua general fue corregida en 1940. En este último año, por cierto, la influencia del relativismo cultural como teoría antropológica y la consolidación de un Estado-nación revolucionario hicieron menos angustiosa en México la amenaza de intervención, siempre presente, de nuestros vecinos estadounidenses.

En 1936, se fundó el Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas, creación que no fue al azar ni fortuita, ya que estuvo considerada dentro de la acción social para analizar las demandas indígenas. El interés del gobierno del general Lázaro Cárdenas no radicaba en el deseo de destacar a los indígenas como grupos étnicos separados sino, por el contrario, tendía a fundirlos y asimilarlos dentro del conjunto (Declaración de Principios del Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas, Comas, 1964). Así, bajo los auspicios del Departamento de Asuntos Indígenas, en septiembre de 1936 se realizó el Primer Congreso Regional Indígena, que fue inaugurado por el presidente, quien en su discurso declaró el propósito del gobierno de resolver los problemas de irrigación, de educación y de salubridad de los grupos étnicos del país. Estos congresos regionales se realizaron en lugares donde había sectores indígenas con el fin de que ellos mismos dieran a conocer directamente cuáles eran sus necesidades, sus problemas y las propuestas para la solución de los mismos. En la fundación del Instituto Politécnico Nacional, también en 1936, participó activamente el antropólogo Miguel Othón de Mendizábal, quien colaboró para que en la Escuela de Ciencias Biológicas de este mismo instituto se organizara la enseñanza e investigación de las ciencias antropológicas. Con la creación del Departamento de Antropología, dentro de la misma escuela, se pretendió reunir a los antropólogos que hasta ese momento desempeñaban sus actividades de manera aislada e independiente, lo que permitiría una acción antropológica conjunta. Asimismo, se elaboraron los programas de la nueva carrera de antropología, que fueron aprobados por la Secretaría de Educación Pública. La actividad antropológica contó desde ese momento con un plan y un programa estructurado, y también con presupuesto de la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas. En el primer Congreso Indigenista Interamericano celebrado en Pátzcuaro, Michoacán, en 1940, se elaboraron los lineamientos generales de una política integradora que proclamó el respeto a la dignidad y a la cultura del indio; específicamente a la lengua, medio de expresión y creatividad de esa cultura. Ocho años después del Congreso de Pátzcuaro se dio a los antropólogos y científicos sociales la oportunidad de poner en práctica la política indigenista ahí recomendada, con el impulso de don Alfonso Caso, al favorecer la creación del Instituto Nacional Indigenista en 1948. El mismo antropólogo Caso, en 1939, había promovido la creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia, y en 1942 se anexó la escuela de antropología del Instituto Politécnico Nacional como parte del aparato estatal del

INAH en la formación de etnólogos, arqueólogos, lingüistas y antropólogos físicos

y, posteriormente, antropólogos sociales en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Los vínculos entre el quehacer académico y la actividad de la política pública se articularon originalmente en el INAH, hasta que se creó el Instituto Nacional Indigenista. Los antropólogos sociales y etnólogos formularon toda la teoría de la aculturación diseñada fundamentalmente por Melville Herszkovits (1938), quien fue maestro de Gonzalo Aguirre Beltrán en los Estados Unidos. El teórico mexicano, a su vez, instrumentó la relación entre el gobierno de la Revolución mexicana y los antropólogos y, al mismo tiempo, construyó la teoría del proceso de aculturación (1957); en 1988, frente a las críticas de las nuevas corrientes antropológicas, Aguirre señaló que se vio: envuelto en polémicas, argumentos y disputas, y numerosas por cierto, en defensa de la doctrina (de la aculturación y la integración) entonces concebida y por mí expuestas en libros, artículos, ponencias e intervenciones de vario orden. Todos conocen la filosofía y la práctica que propugna la integración y no voy a repetirla; sólo deseo hacer notar que operó con honestidad y eficacia durante los 22 años de la gestión de don Alfonso y los seis años de la mía, con total congruencia entre el pensamiento y el hecho. (Aguirre Beltrán, 1988) De esta manera, en la década de 1970 se manifestó la permanencia de un indigenismo que reflejaba la posición antropológica de mantener una relación de simbiosis acrítica con el Estado y ligada al poder político de un gobierno casi monopartidista —aunque existían otros partidos políticos distintos al PRI, como el Partido Popular Socialista, el Partido Acción Nacional, el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, etcétera—. El control absoluto estaba en manos del presidente de la República y del sistema electoral controlado por el propio gobierno. Las particularidades del camino posrevolucionario mexicano han evitado, según palabras textuales de Esteban Krotz (1993): la existencia de largos periodos de represión masiva de la actividad intelectual, especialmente en el ámbito académico (a diferencia de los casos de Chile y Argentina). Aunque la libertad derivada de tal situación puede haber sido magnificada de modo ingenuo por no pocos, lo cierto es que ha permitido la generación, recepción y circulación de ideas y enfoques, así como la realización de investigaciones libres de aquellas tristes ataduras a las

que tantas veces han estado sometidos los colegas de otras partes del continente.

La crisis generada en 1968 por los movimientos estudiantiles universitarios a escala internacional y nacional cuestionaba en forma virulenta los sistemas autoritarios que quebraron la relación simbiótica entre la antropología mexicana y el aparato estatal; se generó una crítica igualmente virulenta y radical hacia el pensamiento antropológico universal y sus análisis nacionales. Estos acontecimientos exaltaron la esperanza de una antropología de corte marxista, la cual intentó eliminar toda la visión analítica que la etnografía y la etnología habían acumulado para entender la situación de la realidad social de los pueblos del mundo colonizados por las potencias europeas, y la emergencia de la dominación vertical de las nuevas naciones, construidas con un sistema de colonialismo interno a partir de la primera y la segunda guerras mundiales. La guerra fría entre los países socialistas —bajo la hegemonía de la Unión Soviética— y las potencias occidentales —fundamentalmente los Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Alemania e Italia— impuso un papel relevante a las ciencias sociales en la construcción de una sociedad humana reglamentada por organismos multilaterales, como la Organización de Naciones Unidas, la Organización Internacional del Trabajo, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura, la Organización de Estados Americanos, la Comisión Económica para América Latina y, para el caso de la antropología, con los organismos multilaterales como el Instituto Interamericano Indigenista, el Centro Regional de Educación Fundamental para América Latina, la Unión Panamericana de Geografía e Historia, etcétera, los cuales impulsaron políticas públicas dirigidas a eliminar la esclavitud, la explotación de los trabajadores indígenas, el reconocimiento de sus tierras comunales, la búsqueda de equidad en la educación, la salud, la vivienda y el bienestar en general. Todo este marco político afectó el trabajo etnológico y etnográfico dentro de una relación de equilibrio y construcción ideológica para el nacionalismo revolucionario en el cual nació el trabajo antropológico, a diferencia de lo ocurrido en los países altamente industrializados, donde el quehacer antropológico se mantuvo distante de los Estados y gobiernos, dentro de las universidades e instituciones académicas. Esto no implicó el aprovechamiento de ese conocimiento a fin de fortalecer los controles políticos para el dominio de los miles de pueblos originarios de cada país. No escaparon a esta situación la etnología y la antropología soviéticas que, no obstante, hicieron planteamientos

de liberación de los pueblos. El antropólogo Iosef L. Grigulevich, en su libro ¿Cuál es el futuro de la antropología social? (1978), manifiesta que existe una antropología social burguesa y una antropología proletaria y popular.2 La influencia del Partido Comunista Mexicano en el ámbito nacional generó que todo el discurso de los antropólogos soviéticos contaminara ideológica y políticamente el ambiente de la antropología mexicana, lo que derivó en un estado de crisis y lucha ideológica en las escuelas y los centros de investigación donde se cultivaba el conocimiento antropológico. Como lo señala Javier Guerrero (1996), los estudiantes más avanzados de la ENAH criticaban ásperamente las bases en que se apoyaba la antropología hecha en México, atacando a las instituciones gubernamentales bajo la afirmación de que “los estudiantes éramos por lo general marxistas radicalizados” quienes proclamaban:

la necesidad de que a) la antropología mexicana abandonara el estudio de las comunidades indígenas consideradas en un aislamiento que no existía en los hechos, b) que las disciplinas antropológicas se desligaran de la política de Estado, y c) que nuestra ciencia se abriera a las corrientes teóricas, en particular el marxismo, que escudriñaran y explicaran con mayor claridad y eficiencia las realidades sociales. En las últimas tres décadas del siglo XX se declaró una lucha entre los antropólogos activistas de los partidos de izquierda y los antropólogos con perspectivas sociales de izquierda, pero no activistas en los partidos políticos; o los antropólogos miembros activos del Partido Revolucionario Institucional — que hasta la década de 1960 aglutinaba a la mayoría de los arqueólogos, antropólogos físicos, etnólogos y lingüistas, quienes siempre estuvieron articulados a través de las instituciones gubernamentales como el INAH, el INI o la ENAH—. Así, con la crisis estudiantil de 1968, estas vertientes quedaron descontextualizadas de la UNAM, lo que determinó la creación del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM en la década de 1970, desvinculado del aparato estatal y del quehacer político nacional. Previamente, a partir de la apertura de la Escuela de Antropología de la Universidad Veracruzana y de la enseñanza de la antropología en la Universidad Iberoamericana, en la década de 1950 comenzó el proceso de separación de los antropólogos del gobierno federal para articularlos al sistema académico formal, como se ha instrumentado en los países desarrollados. El excelente trabajo realizado por Carlos García Mora y Andrés Medina —en

sus dos volúmenes de La quiebra política de la antropología social en México, 1983 y 1987— ha compilado toda la controversia de los distintos antropólogos mexicanos en los años de la crisis de la antropología y del rompimiento con el Estado mexicano —parcialmente, pues nunca se ha roto la relación de la práctica social antropológica con el gobierno hasta el comienzo de este nuevo siglo—. En este sentido, los autores manifiestan que pudieron:

reconocer la configuración de los términos de la polémica en la década de 1960, cuando se conjuga una aguda crisis política y económica nacional, la cual incidió de varias formas en la práctica profesional de los antropólogos, con la intensa influencia intelectual y política de la Revolución Cubana en los países de América Latina. Las reflexiones críticas iniciadas entonces, habrían de madurar en mayores cuestionamientos políticos y teóricos, que si bien tienen como referencia necesaria el movimiento estudiantil de 1968, alcanzan un mayor análisis conceptual en el lapso de los años de 1970 a 1976, bajo el sexenio de la llamada ‘apertura democrática’, donde un segmento de los antropólogos, fueron incorporados a las instituciones gubernamentales de la antropología y en particular a la política indigenista que se expandió ampliamente entre 1970 y 1980. Sin embargo, la polémica no finalizó, y tanto la antropología social como la etnología se lograron expandir considerablemente en términos cuantitativos al consolidarse el Instituto Nacional de Antropología e Historia, con la creación de las delegaciones estatales y la expansión del Instituto Nacional Indigenista, con los nuevos centros coordinadores indigenistas que abrieron la profesionalización de cientos de antropólogos en sus diversas ramas y quienes la expandieron a campos nuevos de docencia en la Universidad Autónoma Metropolitana, y con la creación del Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e Historia —CISINAH, después CIESAS— dentro de la investigación académica. La apertura de la enseñanza de la antropología, no como monopolio del Estado, se difundió a las universidades de los estados de Yucatán, Estado de México, Querétaro, Chihuahua, Chiapas, al Colegio de Posgraduados de la Universidad de Chapingo, etcétera. De tal manera, en las últimas tres décadas del siglo XX se consolidó el cuerpo profesional, el cual se perfeccionó con la implantación de las maestrías y doctorados comenzados en la Universidad Nacional Autónoma de México (véanse los cuadros 1.1 y 1.2). Quienes perciben que la crisis en la antropología habría cancelado la

formación docente y de investigación, olvidan que aquélla favoreció lo contrario y, desde el punto de vista cualitativo, se empezaron a desarrollar nuevas líneas de investigación y de acción, como en los campos de la salud, de la educación, de la lingüística, de lo urbano, lo rural, lo campesinista, lo agrario, lo microrregional, etcétera. A pesar de la controversia durante las tres últimas décadas del siglo XX, la profundidad del análisis de las diversas áreas temáticas ha configurado líneas de convergencia y avance en el nivel científico, desde una perspectiva positivista, y ha diluido la impugnación a la antropología para separarla de la dependencia del Estado y del gobierno, al tiempo que la convertía en una interlocutora que cambió el paradigma de la época posrevolucionaria de legitimar el Estado, y ahora formula una prospectiva de antropología democratizadora y pluripartidista. Quienes formularon las tesis de una nueva antropología comenzaron una legitimación de los gobiernos que emergieron de partidos opositores al PRI, fundamentalmente de la izquierda, bajo la orientación de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del líder revolucionario que impulsó la antropología institucionalizada. A partir de la fragmentación del PRI y de la alianza de las fuerzas de izquierda se consolidó la perspectiva antropológica, ya no sólo académica sino política, que tiene la pretensión de formularse teórica y empíricamente —según Carlos García Mora y Andrés Medina— para “construir una auténtica antropología nacional al servicio de las clases trabajadoras e inscrita en los procesos sociales y las corrientes de pensamiento de nuestro tiempo” (1983 y 1987). Estos mismos autores también tenían la esperanza manifiesta de consolidar una escuela marxista de antropología. Esta corriente dominó la formación de los nuevos antropólogos desde la década de 1970 y hasta la de 1990 —cuando la caída del muro de Berlín y el desmantelamiento de la Unión Soviética cambiaron el paradigma marxista ortodoxo—. Dicha corriente se reencauzó de nuevo en 1994 hacia los problemas indígenas, a partir del levantamiento del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas, que convulsionó a la sociedad mexicana y reactivó el análisis antropológico que había sido focalizado solamente a las clases sociales y al campesinado, para volcarse en los últimos años del siglo XX a los problemas multiétnicos y multiculturales de México y de América Latina. El papel que jugaron los indígenas zapatistas, como líderes del movimiento, ha transformado la percepción de un actor social pasivo a un actor intelectual, con capacidad de transformación profunda de las relaciones desiguales y asimétricas en que se han mantenido a los pueblos indígenas. Hoy, estos indígenas se han convertido en críticos, no sólo del sistema de gobierno emergido de la

Revolución mexicana sino, también, del sistema de partidos políticos que domina el principio del siglo XXI. Quienes postulaban la negación del culturalismo en la antropología volvieron a los planteamientos etnológicos y resaltaron lo que planteaban antropólogos como Guillermo Bonfil, Rodolfo Stavenhagen, Salomón Nahmad o Leonel Durán, señalados como etnicistas por el énfasis sobre lo que la construcción nacional y la presencia multiétnica generaba en el pensamiento campesinista y marxista: la idea de una antropología más cercana a la construida en los países altamente industrializados. Las reuniones de Barbados de 1971, de 1977 y la de 1993 —convocadas por antropólogos latinoamericanos como Darcy Ribeiro, Guillermo Bonfil, Stefano Varese, Miguel Bartolomé, George Grünberg, Alicia Barabas, Nelly Arvelo Jiménez, Esteban Emilio Mosonyi, Silvio Coelho dos Santos, João Pacheco de Oliveira, Víctor Daniel Bonilla, Alberto Chirif, etcétera — constituyeron un nuevo paradigma que rebasó los planteamientos de los nueve congresos interamericanos indigenistas que, bajo la tesis antropológica de la aculturación y de la integración, negaban las posibilidades de una nueva estrategia política para los pueblos indígenas del continente. Estas tesis las criticó muy negativamente Aguirre Beltrán en su libro sobre lenguas vernáculas (1983), considerando a toda esta corriente antropológica como anarquista o ácrata. La crítica antropológica formulada por Robert Jaulin sobre el etnocidio (1973) impactó la vieja fórmula integracionista y generó un distanciamiento en la década de 1980 con los ideólogos de la antropología mexicana, como Aguirre Beltrán, Alfonso Villa Rojas y Agustín Romano, quienes postulaban las anteriores tesis, y agudizó el distanciamiento con los impulsores de la antropología marxista, quienes experimentaron en Nicaragua un proyecto de esa ciencia aplicado en la zona misquita. Este proyecto generó una guerra con el gobierno sandinista y culminó en el reconocimiento de la multiculturalidad, el multilingüismo y la legitimación de la autonomía de los pueblos indígenas de Nicaragua. El ensayo construido desde la antropología marxista unilineal se fracturó, al no integrarse totalmente los indígenas en el discurso de la revolución. Los artífices mexicanos de este proyecto —Héctor Díaz Polanco y Gilberto López y Rivas (1993)— tuvieron que modificar todo el planteamiento original de la colectivización forzada de las comunidades misquitas en Tasba Pri en la costa atlántica, desmantelando el proyecto para construir un kolhos al estilo soviético en las comunidades indígenas misquitas de Nicaragua. Esta experiencia marcó también, a mediados de la década de 1980, una ruptura en la teoría de las

clases sociales impulsada por Ricardo Pozas, Isabel Horcasitas, Gonzalo Aguirre Beltrán, Roger Bartra, Andrés Medina y Daniel Cazés, a fin de privilegiar el integracionismo de corte marxista para fortalecer al Estado como la institución planificadora y organizadora de la sociedad y de la cultura, en una dirección hegemónica y evolutiva de carácter lineal (véase el cuadro 1.3). Los antropólogos en la búsqueda de una construcción teórica e ideológica para el desarrollo de la etnología en México La perspectiva en México, y en todos los países del Tercer Mundo, de una antropología social y aplicada que intente la transformación social a partir del cambio de las estructuras sociales y de que la diversidad de culturas se adapte a dicha transformación, es imprescindible. La antropología comprometida y crítica está en contra de la tendencia que pretende mantener lo establecido y manipular a la población en aras de acomodarla a un modelo conformista. Debemos organizar, para el futuro próximo, una antropología social y aplicada con miras al cambio profundo; el objetivo es realizar una investigación de fondo, que permita a la población sujeta a estudio, por un lado, la toma de conciencia de su situación, y por otro, la movilización, en términos de autoafirmación y defensa de sus derechos como conjunto de sociedades y culturas. Asimismo, habrá que evaluar el efecto de esta investigación-acción sobre el cambio social y alcanzar la capacidad de la autocrítica sobre lo que vayamos realizando. Una actitud tal, indudablemente, permitirá a México su descolonización interna y externa. La antropología social y aplicada en México tiene reservada una tarea importante que permitirá a las minorías étnicas —originarias del país— una participación activa en las decisiones que la sociedad nacional establezca para ellas.

La antropología al servicio del Estado La etnografía y la etnología sirvieron, en el principio, para rescatar el patrimonio propio de los distintos grupos que componen la nación mexicana. Sin embargo, nunca se satisfizo esta demanda con la simple descripción, ni con la especulación de carácter académico. Por eso, la antropología social en México se ha manifestado como una ciencia social, no sólo académica sino aplicada que, enfocada inicialmente al reconocimiento del ser particular de los grupos étnicos y sociales que conforman el país, ha alcanzado, entre sus logros, proyectar

recomendaciones de orden pragmático, a fin de formular programas sociales específicos destinados a los grupos étnicos, primero, y a los campesinos en general; después, para extenderlos más tarde a la población urbana. Las medidas de tipo político que emergieron de la Revolución —como es el caso, por ejemplo, de la Reforma Agraria en 1916—, requerían de una acción más sólida que la entrega solamente de tierras o el reconocimiento de las comunidades agrarias indígenas. Tal acción debía permitir que dichas medidas transformaran a fondo la situación de los indígenas. La asesoría y la dirección de importantes planes y programas se pusieron en manos de antropólogos sociales. Mas, como el número de dichos profesionales era señaladamente escaso, esta insuficiencia motivó, en 1942, la creación de la Escuela Nacional de Antropología, institución que debía generar científicos para la elaboración y programación de aquellos planes, así como para su puesta en marcha. La influencia de las diferentes corrientes antropológicas de los países europeos y de los Estados Unidos pronto se hizo presente en el pensamiento y en la formación de los nuevos antropólogos mexicanos. Sin embargo, la dirección de la antropología en México, desde su comienzo, tuvo un sesgo descolonizador y nacionalista, en tanto que la antropología extranjera continuó enfocada a mantener el colonialismo en los países donde realizaba sus investigaciones. Hoy, el neoliberalismo intensifica su acción en contra de procesos descolonizadores, como en el caso de la contrarreforma agraria de 1992, que fue avalada y sostenida por el antropólogo Arturo Warman. Varios antropólogos mexicanos han asumido en las últimas dos décadas una posición globalizadora, posmodernista y de perspectiva acrítica, como defensores de una política democratizadora de partidos políticos verticales impuesta desde la perspectiva estadounidense y europea; entre estos antropólogos destacan Guillermo de la Peña, Arturo Warman, Juan Pedro Viqueira, etcétera. En los países altamente desarrollados —después de la Segunda Guerra Mundial, cuando comenzó la descolonización política de África y Asia a través de las naciones hasta entonces sujetas al dominio de los imperios— los hechos de la nueva historia del mundo generaron, en consecuencia, una revisión crítica y sistemática de los principios básicos que regían a la antropología y sus diversas ramas. En México, esta crisis de la antropología mundial —como lo desarrolla ampliamente William Roseberry, en su excelente libro Anthropologies and Histories (1994)— se sintió lentamente, sin gran repercusión, pues los mismos que realizaban la investigación estaban formulando la acción —si bien, es

preciso señalar que entre ellos había enfoques encontrados en cuanto a la dirección que debiera tomar la praxis antropológica—. Por tanto, gran parte de la antropología mexicana estaba comprometida, de antemano, con el análisis de los procesos del cambio social. Las medidas adoptadas en los programas para las regiones étnicas del país pronto atrajeron la atención de antropólogos de las más importantes corrientes de las últimas tres décadas del siglo XX. Este resultado permitió tener, en un lapso relativamente corto, un cúmulo importante de estudios sobre aquellos grupos y sobre distintas regiones del país; por ejemplo, los estudios de Chiapas promovidos por las universidades de Harvard, bajo la dirección de Evon Z. Vogt, y de Chicago, con Norman McQuown. También es de mencionar el estudio de Nancy Modiano sobre la educación indígena en Chiapas. En Oaxaca, los estudios sobre mercados tradicionales, comenzado por Ralph Beals, de la Universidad de California, y continuados por el Instituto de Massachusetts con Martin Diskin y Scott Cook. En Puebla, los estudios de los franceses Alain Ichon sobre la religión de los totonacos, o el caso del italiano Luigi Tranfo en el valle del Mezquital, o de otro italiano, Italo Signorini, con los huaves de Oaxaca. Merecen especial atención todos los estudios publicados por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el CISINAH, el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), el Instituto Nacional Indigenista, y los de las universidades estatales, como el caso de Yucatán, Veracruz, etcétera. Sin embargo, la praxis adolecía de fallas en su estructuración y, en pocos años, haría crisis la orientación de la antropología al cuestionarse y ser objeto de crítica los modelos creados por los iniciadores del movimiento de la antropología aplicada. Fueron cuestionados y criticados por las nuevas generaciones de antropólogos que participaron en el análisis de dicha antropología, así como del indigenismo. O, como lo señala Guillermo de la Peña, una gran parte de los antropólogos profesionales, durante los 30 últimos años del siglo XX, se han visto involucrados en la implementación de políticas públicas; y es indudable que:

estos proyectos tienen su origen y objetivos en motivaciones políticas y no en consideraciones científicas, con lo que las metas académicas resultarán necesariamente menos importantes que las conservadoras, aun cuando la proposición específica de cada uno de los proyectos se haya basado en razones académicas defendidas por los especialistas encargados: dicha

elección se sustentó en criterios oportunistas personalmente elegidos y no en consensos académicos derivados de un programa de investigación general. ( De la Peña, 1996) Los periodos cruciales de mayor actividad de los proyectos de investigación tendrán que sujetarse a los cambios de gobierno cada seis años, independientemente de la dinámica que llegue a tener cada investigación, con lo que sus alcances y calidad habrán de restringirse. O, como se pregunta el mismo autor: pero, ¿es que no hay alternativa?, o mejor debemos preguntarnos: ¿queremos una alternativa? ¿Hasta qué punto tenemos la fuerza de organizarnos para enfrentarnos a un Estado acostumbrado a imponer sus visiones ideológicas sobre las necesidades académicas?, ¿hasta qué punto podríamos subsistir políticamente sin las cíclicas dotaciones presupuestarias coyunturales? ¿Tendríamos la capacidad de estructurar, con la sociedad civil, una opción no político-ideológica al uso de los restos arqueológicos?, ¿convendrá a la sociedad civil y a los especialistas la reducción del tradicional papel estatal en la arqueología, y entonces afrontar las visiones poco académicas que seguramente surgirán desde la inminente privatización? No lo sabemos. Sólo sabemos que una respuesta con dignidad a éstas y otras interrogantes descansa únicamente en la discusión estrictamente académica y en la organización del esfuerzo colectivo. (De la Peña, 1996)

La antropología al servicio de las corrientes políticas Después de 1968, la influencia marxista en los estudiantes y en los antropólogos que se encontraban ubicados en la docencia, en la investigación o en la aplicación, era notoria; pero se expresaba en diferentes modos y grados: desde un socialismo humanista hasta la radicalización marxista de corte soviético; de hecho, se fragmentó el análisis etnológico en dos líneas que, si bien coincidían en muchos elementos teóricos, se distanciaban por el planteamiento de carácter aplicado en las políticas públicas. La corriente marxista manifestaba que la antropología mexicana debía abandonar los estudios de las comunidades indígenas consideradas en aislamiento. Esta crítica representaba una gran distorsión de las investigaciones realizadas por la antropología de carácter regional, que postulaba la relación entre la comunidad y su entorno regional,

estatal y nacional que, a mi entender, desde el estudio de Teotihuacán de Gamio, se analizaba en términos amplios. De similar manera, el grupo marxista planteaba la separación de las ciencias antropológicas de la política del Estado, al igual que el grupo denominado etnicista presionó para que se abrieran nuevos espacios para el desarrollo de la antropología, como fue el caso de la Universidad Autónoma Metropolitana o del CIESAS. La divergencia mayor fue en los términos en que formulaba una ciencia más directamente conectada con el marxismo como teoría política, y se acusaba a los que trabajaban cerca del Estado de estar ligados a una antropología de corte capitalista. Sin embargo, en la última década del siglo XX y a principios del XXI, los antropólogos marxistas ortodoxos se aliaron y trabajaron con los partidos de izquierda y se insertaron en el aparato gubernamental, de la misma manera en que los antropólogos oficiales trabajaban en los gobiernos priistas. En el año 2000, al ganar la presidencia de la República el Partido Acción Nacional —de extrema derecha—, los antropólogos marxistas ortodoxos establecieron la misma relación que tuvieron con los gobiernos del Partido de la Revolución Democrática. Por ello, podemos afirmar que nunca se logró el distanciamiento o la independencia con respecto al gobierno, situación que permanece hasta nuestros días: la articulación simbiótica de la antropología como una ciencia al servicio de la sociedad, determinada por el Estado. Sin embargo, en los últimos 20 años del siglo XX un gran número de antropólogos sociales se convirtió en intermediario de las comunidades indígenas, campesinas o urbanas pobres, por medio de las organizaciones no gubernamentales (ONG), denominadas en México asociaciones civiles. Este movimiento fue financiado por las fundaciones internacionales de los países altamente industrializados, que representaban a los emporios trasnacionales que trataron de cooptar —y lo han logrado— a los movimientos intelectuales marxistas y disidentes, otorgándoles recursos para realizar investigaciones, proyectos, evaluaciones, e instrumentar la organización dentro de las políticas mundiales neoliberales y globalizadoras. De esta manera, la antropología se ha vuelto una herramienta para fortalecer el sistema neoliberal, debido a que los gobiernos cortaron, en los últimos 20 años — contando desde 2004—, el financiamiento a los servicios sociales en que los antropólogos y los sociólogos jugaban un papel central. De esta manera, las ONG manejadas por antropólogos se encontraron representando y hablando a nombre de las comunidades indígenas y campesinas. Asimismo, se allegaron fondos tanto de los gobiernos nacionales como de las agencias multinacionales, sin una participación y apropiación de las comunidades y organizaciones indígenas.

Al desmantelar el gobierno mexicano las agencias y los apoyos al medio rural e indígena —desde 1970 hasta 2004—, fomentó la tesis neoliberal de privatización de los bienes comunales y ejidales con una contrarreforma agraria jurídica que se justificó, ideológicamente, con el apoyo de los antropólogos neoliberales —algunos de ellos habían transitado del marxismo ortodoxo al etnicismo, para concluir en una ideología fundamentada en la etnología a fin de fortalecer el modelo neoliberal y globalizador (Warman, 2003)—. Ante el levantamiento armado zapatista, algunos antropólogos cuestionaron los resultados de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar y la resolución de la Comisión de Concordia y Pacificación de la Cámara Federal de Diputados (Cocopa). Warman expuso que “la posición del EZLN es desgastada y declinante. El tema ha perdido interés y prioridad, se ha erosionado con el tiempo”. De manera similar, Viqueira y Sonnleitner (2000), dentro de la misma corriente neoliberal de la antropología al servicio de intereses electoreros, formulan la necesidad de arraigar la democracia incorporando a los municipios indígenas dentro del sistema de partidos, para dividir y pulverizar a los pueblos indígenas como medio de incorporarlos a los principios del corporativismo de la educación rural mexicana.

La antropología como análisis científico Merece reflexionar, en el ámbito de este ensayo, ¿cuál es el entorno social desde la perspectiva etnológica que envuelve el análisis científico?, y ¿cuál es la manera seria y profunda que se aplica, en consonancia, sobre los problemas de la pluralidad social y cultural de la humanidad; en particular, sobre los fenómenos de la variabilidad cultural? Entendamos por ello la diversidad de idiomas, costumbres, hábitos, organización social, valores, formas genéricas de conducta, etcétera. Y digo problemas porque, dialécticamente, siempre se ha manifestado, en el pensamiento más puro del humanismo, la contradicción entre la igualdad como fundamento básico para las relaciones entre los miembros de la humanidad y su contraparte, la diversidad, que se manifiesta en las varias formas de expresión, lo que aporta peculiaridad y especificidad a cada sociedad, a cada cultura y a cada nación. No es fácil concebir un proyecto que imaginara a la humanidad uniforme y homogénea, dadas las diversas experiencias de cada sociedad en su proceso histórico y al relacionarse con el medio ecológico y su geografía, así como las diversas formas de adaptación y regulación específica de cada grupo humano a las particularidades de su entorno.

Nuestra convicción es que la humanidad, en su conjunto, es una sola y se expresa como una comunidad universal, pero en el largo proceso evolutivo ha seguido diversas formas de expresión civilizadora y, por ello, los grupos sociales que configuran la humanidad se manifiestan a través de patrones culturales peculiares. Estos fenómenos de adaptación y ajuste específicos del ser humano, en sociedad, han sido preocupación sustancial de las ciencias antropológicas, al tomar como eje central de su investigación los fenómenos de la pluralidad de la sociedad humana, con el fin de lograr una explicación, una evaluación, y definir las diversas formas de la futura vida social de los seres humanos. Preocupa a las ciencias sociales esclarecer estos fenómenos a la luz del desarrollo y la transformación de las distintas naciones, debido al acelerado crecimiento de las comunicaciones, del contacto permanente entre diversas regiones del mundo y el constante incremento demográfico de la población. Esto nos permite, en la actualidad, no ser ajenos a lo que sucede en continentes y países lejanos. Y, cuando nos referimos a países, estamos pensando en términos de la nueva macroorganización que el ser humano ha creado —al dividir la tierra en áreas geopolíticas específicas—, pero que no necesariamente corresponden a unidades étnicas homogéneas en términos de idioma, cultura, religión, tradiciones y formas de vida. Los Estados nacionales modernos, que contienen a la mayoría de la población humana en todo el mundo, han tenido que recurrir a diversos tipos de políticas para lograr la unidad y la lealtad nacionales. La mayor parte de las naciones contienen, dentro de su estructura poblacional, grupos étnicos que se refieren a categorías sociales, características, como parte de un segmento dado de la humanidad, marcado por una tendencia de patrones y formas de vida que lo identifican. La presencia de estas categorías sociales diferenciadas ha otorgado a los Estados modernos sus diversas formas de organización sociopolítica con el fin de resolver contradicciones que emergen de su realidad social y de la composición étnica de su población, como en el caso de México. Las diversas modalidades para lograr la unidad nacional se han fincado en consolidar el nacionalismo a partir de una unidad ideal, como se ha estado construyendo en México aceleradamente a partir de 1920, y que parte de la homogeneización lingüística y de la homogeneización política. Estas diversas formas de acción, dirigidas por los Estados, pretenden que la población responda uniformemente a los conceptos. La diferencia étnica en el contexto de las naciones ha generado actitudes de xenofobia contra las minorías nacionales

étnicas, que han llevado a algunos sectores de la sociedad nacional a cometer actos de genocidio o etnocidio; entiéndase el primero como la destrucción física de un pueblo que manifiesta divergencias étnicas en relación con el grupo social dominante y, en el segundo caso, el etnocidio, como la liquidación y muerte de todas las características culturales que son manifestaciones de los grupos étnicos dominados. El grupo dominante de la población criolla, en el caso de México, controla a través de mecanismos racionalizados, que justifican el etnocentrismo, cómo hacer creer que las características propias de su grupo étnico son la máxima expresión de cultura y civilización; por tanto, los demás grupos deben sujetarse a sus designios. Los grupos étnicos minoritarios generalmente han sido dominados y conquistados por otros, que mantienen la hegemonía y el poder sobre ellos. Los conquistadores detentan sistemas de dominio discriminante, ya sea racial o cultural, hacia los grupos sometidos. Esto permite un sistema de explotación totalmente irracional, en comparación con el sistema generalizado de la economía del país. Por su parte, los grupos étnicos minoritarios generan mecanismos defensivos que preservan sus características culturales, lingüísticas, políticas y religiosas; pero, sobre todo, defienden su espacio territorial acomodándose a las estructuras jurídicas vigentes del Estado. Este esquema habría que llamarlo pluralismo basado en la desigualdad, en el que, a partir de la sociedad dominante, aquel sector espera mantener la situación que le otorga privilegios económicos políticos y culturales, los cuales les son negados a las minorías étnicas, que viven en condiciones de marginalidad, explotación y discriminación. Las naciones con sus gobiernos se basan en un centralismo para ejercer el poder de manera vertical y unilateral, lo que ocasiona que el pluralismo, basado en la desigualdad, se acreciente y fortalezca, de manera que cualquier demanda presentada por las minorías étnicas se considera ilegal y, en consecuencia, ésta es reprimida por el poder estatal. En muchos de los países con Estados centralizados se generan, entre los grupos étnicos, demandas de secesión y autonomía con respecto a la nación dominante; a estas acciones la respuesta ha sido, sin excepción, la represión y la aniquilación. El proceso de descolonización de las naciones emergentes, de las metrópolis europeas y coloniales, ha permitido que algunos Estados reconozcan su pluralidad étnica y, a partir de ello, se lleve a cabo la estructuración y la génesis de su propia constitución social y política. En este sentido, en algunas regiones

políticas de México se empezaron a reconocer las características multiétnicas y multiculurales en contra del modelo nacional, como en el caso del estado de Oaxaca, que desde 1989 modificó su Constitución política con el fin de construir una sociedad que reconoce los derechos de los pueblos indígenas de ese estado. En esta tarea la antropología y la sociología local han actuado afirmativamente apoyando el cambio jurídico y el cambio social y cultural, tratando de resolver el conflicto de fondo que se generó desde la crisis de 1975 hasta 1994 entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas. A mi modo de entender, dicha crisis fue propiciada por haber excluido a los pueblos indígenas del proyecto nacional durante más de 175 años. Por ello, no es de extrañar que en México, actualmente, estemos inmersos en un laberinto de contradicciones terminológicas para legislar, reconocer e incluir la pluralidad étnica. Me parece fascinante que lo que discutíamos en clases con Aguirre Beltrán y con Ángel Palerm en el doctorado en la UNAM, en 1968, hoy esté en la discusión de gran parte de la sociedad mexicana. ¿Qué se entiende por autonomía?, ¿cómo se define lo indígena?, ¿cómo entienden las ciencias políticas y jurídicas lo que es soberanía nacional?, ¿qué se entiende por nación?, ¿qué se entiende por etnia o pueblo?, ¿qué se entiende por fronteras nacionales y fronteras étnicas? Desde 1970, cuando comencé mis cursos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM —con el tema Sociología de las minorías y Sociología de las culturas indígenas—, revisaba con los estudiantes el conflicto de fondo y estructural de la presencia de los pueblos indígenas de México. Analizábamos cómo el indigenismo había soslayado la discusión para incluir a los pueblos indígenas de México en el proyecto nacional. No cabe duda que fue Pablo González Casanova —en su libro La democracia en México (1965), al incluir el concepto colonialismo interno— quien estaba tocando el corazón de los cimientos de la nación. Cuando Guillermo Bonfil, Rodolfo Stavenhagen, Leonel Durán y otros colegas retomamos el concepto etnicidad como un elemento central y básico de la construcción nacional, estábamos refiriéndonos a un proceso de reordenamiento geopolítico de la pluralidad mexicana. La corriente marxista de la antropología descalificaba nuestra posición como etnicista. Se pensaba que el indigenismo como instrumento de la antropología aplicada sólo tendría validez al aculturar a las etnias mexicanas a la nacionalidad mexicana por medio de la educación para que, previa afiliación al proletariado, formaran parte de las clases sociales. El primer Congreso Nacional de Pueblos Indígenas, de 1975, ya estaba tocando el nudo de la madeja que había construido el nacionalismo liberal y conservador mexicano. Había que encontrar el hilo

conductor para cambiar el orden de un proyecto monoétnico y hegemónico del Estado mexicano, para construir un proyecto incluyente y multiétnico que reconociera los derechos de los pueblos indígenas, pues desde la primera Constitución de 1824 la República dejó excluidos a los pueblos indígenas. Me parece que la antropología ha prestado una valiosa aportación en la definición de los conceptos clave y que hoy, afortunadamente, están no sólo en el campo académico, sino también en el campo de la sociedad civil. Me parece que el análisis debe empezar por definir los conceptos que lo enmarcan; por ejemplo, autonomía, autodeterminación y autogobierno. También será necesario entender lo que las ciencias políticas nos explican por autonomía plena y autonomía limitada. En Oaxaca se ha tenido una experiencia de revisar el conocimiento antropológico para influir en la propia sociedad oaxaqueña —antropólogos locales zapotecos y mixtecos como Gerardo Garfias, Víctor de la Cruz, Juan Julián Caballero, sociólogos como Jaime Bailón y Víctor Raúl Martínez, e intelectuales externos al Estado como Salomón Nahmad, Gustavo Esteva, Miguel Bartolomé, Stefano Varese— lograron convencer a los sectores políticos para modificar en términos jurídicos la relación entre los pueblos y comunidades indígenas con sus instituciones y las del gobierno del Estado. Se ha modificado la Constitución política y varias leyes, como la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas y otras secundarias, para hacer concordante la presencia multiétnica y cultural con el orden establecido. Estas acciones han distensionado la confrontación directa entre los pueblos indígenas y el gobierno estatal, además de que les han proporcionado mayor seguridad en la administración y autodeterminación de sus municipios, comunidades y territorios. Lejos de generar planteamientos de soberanía o secesión generan una articulación más armónica entre todas las unidades sociales que componen la sociedad oaxaqueña. Esto no quiere decir que se resuelvan todas las problemáticas y contradicciones, pero se está construyendo una nueva relación que permite la participación y la inclusión de los pueblos indígenas en la toma de decisiones internas. La sociología y la antropología han interactuado para razonar este nuevo orden social que está en construcción en Oaxaca (véase la Constitución de Oaxaca, la Ley Electoral del Estado, la Ley de Educación Pública, el Código Penal, el Código de Procedimientos Penales y la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades del Estado de Oaxaca). Los cambios jurídicos de 1998, que se efectuaron en la Constitución política del estado de Oaxaca y la aprobación de la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas, representan una nueva dimensión para el

reconocimiento y reconstrucción de los pueblos profundos de Oaxaca. La sociedad oaxaqueña ha comenzado un proceso de deconstrucción del modelo colonial implantado hace 500 años al cual resistieron los pueblos indígenas de Oaxaca. El análisis y la discusión de estos cambios legales han permitido una reflexión de fondo a los diversos sectores de la sociedad. Hay quienes asumen la necesidad de mantener el sistema actual de exclusión de las diversas formas de vida de los distintos grupos étnicos del estado, y hay incluso quienes piensan que la Colonia no tuvo suficiente tiempo para consumar la desaparición de las identidades indígenas y poder cambiarlas en los adelantos de la civilización occidental. Estos argumentos se plantearon en las discusiones dentro del Congreso del estado al discutir la referida ley. Sin embargo, la sociedad que revisó y reflexionó en una amplia dimensión histórica y actual, asumió la responsabilidad de colocar al estado de Oaxaca en la proyección del siglo XXI siguiendo las tendencias universales de estimular y fortalecer el florecimiento de la diversidad humana. Estos cambios representaron y aún representan un reto para los oaxaqueños que habían vivido en forma subterránea la pluralidad y diversidad cultural y lingüística, pues desde entonces (1998) estos aspectos se colocaron en la efectividad jurídica. A fin de llegar a tomar la decisión para impulsar estos cambios sustantivos, se ha tenido que dialogar y consultar con los propios pueblos indígenas del estado y con la sociedad civil para cuestionar la hegemonía del poder cultural de la sociedad mexicana dominante de orientación occidental. De esta misma manera, se han tenido que revisar que dentro de la sociedad occidental europea los reconocimientos a la pluralidad y diversidad demuestran que dentro de la misma civilización occidental el replanteamiento se está realizando para reconocer esta diversidad. Así, en esa civilización aparecen nuevos lenguajes políticos, nuevos poderes, nuevos grupos sociales y nuevas aspiraciones de los pueblos sometidos a un largo proceso de colonialismo. Los cambios realizados en los últimos 10 años, en la estructura jurídica del estado de Oaxaca, podemos situarlos como el proyecto de un proceso de descolonización interna para modificar las relaciones de desigualdad y exclusión que se han vivido en cerca de doscientos años de colonialismo interno, y que hoy comienzan un viraje de fondo. El mantenimiento de este sistema —que se expresa en su forma más agresiva en Chiapas— en Oaxaca asume un papel constructivo para comenzar a desactivar este poder hegemónico que dificulta el florecimiento y transformación de los colonizados —los indígenas— y que se mantiene como una muralla que obstruye el camino para una sociedad

incluyente. La versión del poder del colonialismo interno se manifiesta como un modelo éticamente distorsionador de la realidad social, cuyo fin se expresa en desposeer material y culturalmente a los pueblos indígenas, excluyéndolos del acceso al poder y deshumanizándolos a nivel psicológico. El poder del colonialismo interno es algo que están intentando derribar y superar los pueblos indígenas de Oaxaca y del resto de México, de tal manera que ellos puedan progresivamente volver a tomar posesión autónoma de sus sociedades y recuperar su titularidad como parte de la civilización mesoamericana. La intelectualidad oaxaqueña y la de los pueblos indígenas han afirmado con absoluta claridad, en la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas, la capacidad de autonomía y libre determinación para que las identidades y las culturas se desarrollen y florezcan, desmantelando formas de dependencia y paternalismo de la sociedad dominante. La instrumentación en la vida cotidiana de esta ley se deberá fincar en una nueva relación y en una nueva historia del presente, que elimine el colonialismo interno, el racismo, y libere las fuerzas para una transformación profunda de los pueblos indígenas en una sociedad incluyente que pueda organizarse para que los pueblos originarios participen en equidad y justicia en el desarrollo económico, político, lingüístico, social y cultural. A principios del siglo XXI, los pueblos indígenas colonizados están forjando su propia historia, que ya no deberá ser una historia de la resistencia indígena sino una historia de la inclusión de los pueblos originarios de Oaxaca en el proyecto del desarrollo estatal. La construcción de una sociedad moderna en México debe eliminar toda forma de continuidad del colonialismo interno. Ya desde los planteamientos de González Casanova en 1965 —cuando afirmaba que “el problema indígena es esencialmente un problema de colonialismo interno. Las comunidades indígenas son nuestras colonias internas. La comunidad indígena es una colonia en el interior de los límites nacionales. La comunidad indígena tiene las características de la sociedad colonizada”— se generó una amplia discusión sobre la utilización de ese concepto, el cual fue refutado por los teóricos del integracionismo, como Aguirre Beltrán, quien refuta a González Casanova asegurando que “no aduce prueba alguna que respalde el aserto temerario, por lo que creyó salvar el obstáculo inventando una entelequia, el colonialismo interno”. En este planteamiento Aguirre Beltrán negaba que las relaciones sociales en las regiones interétnicas fueran coloniales, afirmando que eran más cuestiones clasistas (1970). Con todo y esas objeciones, la desconstrucción del modelo neocolonial mexicano es fundamental para la reconstrucción de la sociedad con inclusión de

los pueblos indígenas. Por ello, los cambios jurídicos referidos recomponen el orden establecido y proponen una nueva propuesta del orden social. El Estado de derecho en Oaxaca, en la actualidad, es para los pueblos indígenas un Estado que los incluye y no un Estado donde el imperio de la ley del colonialismo interno se impone por la violencia, como sucede en el estado de Chiapas. El diálogo y la relación entre iguales han comenzado al abrirse este espacio político y cultural de interlocución. La experiencia de los pueblos indígenas en el campo jurídico resuelve sus problemas internos de autogobierno, de justicia básica y de relaciones sociales, manteniendo la gobernabilidad municipal y comunitaria. Es esta paz de los pueblos la que se refleja en una paz de la sociedad oaxaqueña. Toda esta reflexión analítica está situada —en el contexto de la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas— en la Constitución del estado de Oaxaca, porque debemos tener un punto de vista referencial a fin de colocar la discusión en un punto central del derecho de los pueblos y etnias del mundo a ser reconocidos y respetados en sus formas de vida, de gobierno y de justicia. Por ello, en la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Oaxaca no se otorgan estos derechos, sino que se les reconocen a los indígenas sus derechos y sus formas de vida. A escala nacional debe considerarse esta ley como un espacio abierto a los pueblos indígenas para que en el futuro pueda ampliarse, mejorarse y transformarse al tener un conocimiento más amplio de su impacto en las formas de vida de dichos pueblos. Nos parecen centrales las disposiciones generales que se refieren al contexto histórico y político de los pueblos indígenas de Oaxaca, y a su inclusión en el sistema judicial estatal; el punto medular es la definición de pueblos indígenas, de comunidades indígenas, del concepto autonomía y territorios indígenas: en este sentido, se reconocen los elementos sustantivos de los pueblos indios del estado de Oaxaca, pues no sólo se revisan los derechos individuales y se garantizan éstos dentro del contexto de las garantías a todo hombre o mujer en el estado; por otra parte, se reconocen los derechos sociales y colectivos de estas entidades comunitarias para garantizar su reproducción, su existencia, su dignidad, su bienestar y la eliminación de toda forma de discriminación étnica y, en especial, el etnocidio. Presenta especial relevancia el reconocimiento a los sistemas normativos internos, que para los pueblos y comunidades indígenas de Oaxaca son un referente básico por su diversidad y pluralidad. El reconocimiento a todos estos derechos colectivos representa un avance en

la construcción de una sociedad multicultural y diversa en Oaxaca, que se proyectará a escala nacional. Abarca esta ley los aspectos de la autonomía, de la cultura, de la educación, de la articulación de los sistemas normativos internos con los del sistema judicial estatal, de los derechos de las mujeres indígenas, del manejo y aprovechamiento de los recursos naturales de las comunidades y pueblos dentro de sus territorios para un desarrollo étnico que otorgue mayor bienestar y seguridad a los pueblos originarios del estado de Oaxaca. La aprobación de esta ley coloca a Oaxaca en la cúspide del reconocimiento de los derechos humanos y colectivos de los pueblos indígenas de México, a pesar de los cambios constitucionales de 2001 a nivel federal, y se proyecta significativamente a América Latina a principios del siglo XXI. A pesar de la dificultad que representa construir una nación basada en el pluralismo igualitario, esto no es menos difícil que construir una comunidad nacional como una sociedad plural basada en la desigualdad, en la cual los grados de marginalidad se amplían para los grupos étnicos. La resistencia se acentúa y, sistemáticamente, cada pueblo originario se niega a participar en la construcción de la sociedad nacional. Asimismo, debido a este proceso se manifiesta de una forma especial al interior del grupo étnico dominado la desvalorización de la identidad propia del individuo, así como una evasión y fuga de la realidad mediante formas de vida antisociales y autodestructivas, como el alcoholismo, el crimen, la violencia aplicada por particulares, la indiferencia por las condiciones de vida comunitaria y el aislamiento físico y social del individuo, la familia y la comunidad. Un país que tienda a construir una sociedad igualitaria y reconozca el pluralismo tiene la necesidad —y la obligación— de replantear los modelos construidos a partir del esquema colonial: intentar la descolonización a partir de una transformación de las estructuras sociales, que han sido impuestas a partir de dicho sistema. Tal es el caso de México. El compromiso profundo de la etnología y la antropología aplicada con los pueblos originarios de este territorio —y las dificultades de conciliar las divergencias entre las perspectivas teóricas de carácter aculturativo y de integración al sistema dominante sin crear puentes de construcción intercultural — ha generado controversias entre las tres corrientes más importantes de la etnología: la etnicista, que concibe una sociedad multicultural y multiétnica, de corte socialista-humanista; la economicista-integracionista, de corte capitalista neoliberal; y la economicista, también integracionista, de corte marxista ortodoxo, hoy en decadencia. A principios del siglo XXI, percibo estas tres

corrientes que no aparecieron en el análisis realizado por Cynthia Hewitt de Alcántara, en 1988, sobre las perspectivas antropológicas del México rural, y que ella dividía en marxismo y funcionalismo. La investigación etnológica, lingüística y arqueológica, en relación con la antropología, desde el interior de los propios sujetos de estudio En este ensayo intentaremos mostrar una experiencia que se ha puesto en marcha desde hace 15 años en el estado de Oaxaca entre los grupos étnicos que viven en dicha macrorregión del país. En este caso, se trata de hacer una reinterpretación de las contradicciones —y no la quiebra— de la antropología sociocultural mexicana de corte occidental, que coloca y busca los orígenes de la misma dentro de un contexto político global cambiante y más amplio, así como en los serios conflictos de intereses generados en su interior, por estar estrechamente vinculados a los efectos intelectuales e institucionales de la política para mantener el colonialismo interno y evitar la descolonización de los pueblos originarios. La traducción o representación de las culturas ajenas aparece así, en gran medida, como un acto político, y no simplemente como un pasatiempo académico de intelectuales universitarios acaudalados con buenos empleos. Los cambios recientes, a partir de 1968, han producido transformaciones importantes en las actitudes de los objetos de la antropología: los observados, los pueblos estudiados como informantes, intérpretes o sencillamente anfitriones, hacia sus observadores y huéspedes, los etnógrafos. Al surgir la corriente crítica etnicista dentro de la antropología en México, se identifica y analiza la naturaleza de la tensión básica entre la antropología no indígena y la indígena, tal y como lo hemos definido. Por ello, considero que la antropología indígena todavía no tiene los problemas críticos comparables a los que atraviesa la antropología dominante. La conclusión general a la que llega este análisis es que es muy probable que se exacerbe el peligro potencial que el surgimiento y el crecimiento de la antropología indígena representa para la unidad de las élites intelectuales de la antropología sociocultural, en cuanto que la investigación etnográfica y las interpretaciones o generalizaciones teóricas de dicha vertiente, sobre las sociedades indígenas, no contribuyen a la clarificación de los problemas globales del poder, la dominación y la pobreza; además de que confunden las categorías dominantes nacionalistas y eurocentristas, y tienen muy poco o nada que ver con los problemas prácticos actuales sobre desarrollo y descolonización. Dicha

antropología sociocultural, tal y como se practica, difícilmente puede permitir que se siga considerando a la antropología académica sociocultural como una disciplina teórica objetiva, que debe conservarse pura, supuestamente ajena a las distorsiones y sesgos inherentes al compromiso o la práctica política y mantenga, al mismo tiempo, la esperanza de seguir realizando un trabajo de campo útil para los pueblos indios. La antropología social contemporánea debe ocuparse de las aplicaciones del contexto politizado de su historia y de las preocupaciones intelectuales. De no hacer esto último, la antropología social y cultural está condenada a ser una sierva permanente del sistema imperante y un instrumento del Estado, de las clases dominantes y del mantenimiento del colonialismo interno. Es justamente contra estos conceptos erróneos y prejuicios de corte europeo sobre las sociedades y culturas de México y de Oaxaca, con sus propios objetivos políticos, que se ha generado, desde finales de la década de 1970, un movimiento entre un creciente número de miembros de las élites indígenas, educadas dentro de la tradición occidental y nacional pero fuertemente motivadas para convertir su academicismo en un trabajo de campo, una investigación y la publicación histórica seria sobre los pueblos y culturas de Oaxaca. Véase el trabajo de Miguel Bartolomé (2003):

la antropología actual no puede menos que ser dialógica, puesto que ya no estamos solos, aunque todavía nos cueste un poco aceptarlo. Una mayor vinculación profesional con nuestros colegas indígenas constituye, entonces, parte de un proceso de reconocimiento y diálogo, que es un factor constitutivo de las relaciones interculturales igualitarias que nuestro tiempo reclama. A nuestro entender, la respuesta académica oaxaqueña fue correcta en sus comienzos, con compromiso explícito tanto político como científico, si bien podía dejar de reflejar la divergencia entre los intereses indígenas y los no indígenas. Hay un sentimiento y una tradición expresada por algunos intelectuales indios, señala Maxwell Owusu (1989) en su importante artículo, en el cual manifiesta “que nuestros antepasados se sintieron obligados a preservar y transmitir de una generación a otra, para comparar nuestros tiempos con los suyos; y que ha sido gradualmente despreciada y olvidada desde los albores de la educación, o dejada a la memoria de la comunidad no educada”. El compromiso de los estudiosos nativos —de aceptar el reto de estudiar y representar sus

propias culturas frente a otros— representa un deber impostergable. La historia de un grupo étnico “escrita por un extranjero, lo más probable es que no fuera correcta en sus afirmaciones, al carecer éste de los medios para asimilar las diferentes tradiciones en el grupo y compararlas con las que hubiera podido reunir de un solo individuo informante” (Owusu Maxwell, 1989). Esos estudiosos son indígenas políticamente comprometidos, cuya identidad se preocupa por la protección y el desarrollo de los derechos étnicos, al tiempo que ofrecen el interés genuino y la motivación para la elaboración de descripciones objetivas sobre sus culturas e instituciones nativas. En un medio humano tan cargado de valores y de represión, donde es muy probable que se presenten conflictos fundamentales de intereses, no podemos, como científicos sociales y ciudadanos conscientes, sino declarar nuestra posición con respecto a los asuntos políticos, particularmente en lo referente a los antropólogos indígenas de las regiones étnicas de los estados de la República, empobrecidas y sobreexplotadas en sus recursos humanos y naturales, como es el caso de Oaxaca. El desinterés académico no sólo es ilusorio, sino también irresponsable y sospechoso; pero ya sea que uno declare su posición sobre los problemas actuales o no, la investigación antropológica comprometida con los intelectuales indios en México es siempre potencialmente arriesgada. Como lo señala acertadamente Christian Gros (2001):

el auge de las reivindicaciones identitarias, étnicas, religiosas, lingüísticas o culturales, en el mundo contemporáneo, se da en contextos nacionales bien diferentes. En los países más industrializados de Europa, que ya conocían persistentes demandas regionales, éstas se duplicaron con los problemas provocados por la difícil integración de un nuevo flujo de migrantes provenientes de países culturalmente lejanos. En el ex bloque comunista prospera un etnonacionalismo que trata de rellenar el vacío dejado por la caída de regímenes autoritarios que habían mantenido unidas sin piedad a poblaciones a veces separadas por largas historias de conflictos. En otras regiones recientemente descolonizadas, lo que algunos llaman de una manera apresurada el “tribalismo” se alimenta a menudo del lugar subordinado ocupado por poblaciones minoritarias, que en un tiempo se habían beneficiado de la interesada protección de la potencia colonial. Y en América Latina, donde la independencia política es mucho más lejana, las reivindicaciones étnicas cuestionan, hoy en día, países que hicieron del mestizaje la llave de la construcción nacional y pensaban, por lo tanto, haber resuelto el dilema

generado por una historia bien singular de ”encuentro” entre varios mundos. La relación de la antropología y los antropólogos en el contexto latinoamericano La perspectiva, en México y en todos los países de América Latina, de una antropología social y aplicada que intente la transformación social a partir del cambio de las estructuras sociales que se ajusten y adapten a dicha transformación, es imprescindible. La antropología comprometida y crítica está en contra de aquella que pretende mantener lo establecido y manipular a la población para que logre su conformidad. Debemos organizar, para el futuro próximo, una antropología social y aplicada para el cambio profundo, que realice una investigación de fondo y permita a la población sujeta a estudio, por un lado, la toma de conciencia de su situación, y por otro, la movilización, en términos de autoafirmación y defensa, de sus derechos como conjunto de sociedades y culturas. Asimismo, habrá que evaluar el efecto de esta investigación de la praxis sobre el cambio social, de modo que seamos capaces de hacer una autocrítica sobre lo que vayamos realizando. Una actitud tal, indudablemente, permitirá a América Latina su descolonización interna y externa. La antropología social aplicada en México tiene reservada, así, una tarea importante que permitirá a las minorías étnicas, las originarias del país, una participación activa en decisiones que la sociedad nacional apruebe para aplicarlas a ellas mismas. La responsabilidad del antropólogo es la de todo profesional académico del mundo: comprometer su conciencia, su ética y sus conocimientos con el objeto de su estudio; contribuir al humanismo trascendente de una sociedad universal más justa que, al final, logre una relación de paz y convivencia armónica entre los hombres, las culturas y las naciones. Frente a la globalización, la antropología tiene un acervo de teorías y de instrumentos analíticos desarrollados durante la época en que se buscaban los universales de las culturas humanas. De hecho, me permito afirmar que la antropología ha sido la primera ciencia social global y, como tal, privilegiada para el análisis de los fenómenos de globalización cultural, social y de migraciones que están ocurriendo en la actualidad. En efecto, desde hace tiempo, la antropología ya no puede estudiar a los grupos indígenas o campesinos como comunidades autocontenidas, sino que ha puesto el acento en las relaciones de estos grupos con las sociedades nacionales y, hoy, con los movimientos

trasnacionales, ya sean estos migratorios, de comunicación telemática instantánea, o de generalización de pautas de consumo. Esto le otorga una vigencia renovada a los estudios etnográficos y de transformación de las identidades culturales, tanto étnicas como nacionales. Se ha señalado, con una perspectiva que se deriva de la antropología, que actualmente vivimos la Tercera Revolución de la Humanidad. Después de la neolítica —el advenimiento de la agricultura— y de la industrial, “la civilización occidental, en la actualidad, además de afectar a todas las demás culturas del mundo, se enfrenta a la revolución de la microelectrónica y de las telecomunicaciones” (Arizpe, 1993). Conclusiones La nueva relación del Estado mexicano con los pueblos indígenas entraña la mayor presencia política y social de éstos, así como la participación de la sociedad en su conjunto en esa tarea. La antropología social y aplicada deberá jugar un papel central en el diseño de una nueva estrategia que elimine el indigenismo paternalista, construido después de la Revolución mexicana, por una participación incluyente de los pueblos indígenas que genere un control directo sobre sus recursos naturales y culturales; para ello, los profesionales de cada región deberán jugar un papel central —entre otros, los antropólogos, lingüistas y arqueólogos procedentes de estos mismos grupos étnicos— para la planeación de su propio destino. La nueva relación se debe concretar en el respeto a un conjunto de derechos legítimos de los pueblos indígenas, codificados en el derecho internacional y en la Constitución mexicana; derechos políticos que permitan escuchar su voz y sus demandas; derechos jurídicos que enriquezcan el derecho positivo y las garantías individuales —como la probada y ancestral práctica de sistemas normativos y de cargos—; derechos sociales que posibiliten libertad en la forma de organizarse, de elegir sus autoridades; y para alcanzar una vida digna: derechos económicos que den pie al desarrollo autónomo de sus propios esquemas y alternativas de organización para el trabajo, la producción y la comercialización, y derechos culturales que estimulen su diversidad. En 1987, a raíz del Congreso Internacional de Antropología Aplicada celebrado en la ciudad de Oaxaca, el entonces director del CIESAS acordó la creación de la unidad CIESAS-Oaxaca, con el objeto de construir una antropología dentro de las ciencias sociales que desmitificara el fomento del conocimiento por sí mismo sin un compromiso social, pues por ese compromiso tal

autoconocimiento tendría su justificación ante la sociedad. Por ello, en estos 16 años de la actividad científica y cultural de la unidad CIESAS-Oaxaca3 hemos cumplido con los limitados recursos humanos y económicos en las áreas fundamentales con que a partir de septiembre de 1987 comenzamos nuestro trabajo en el campo de las lenguas y culturas de la región, de la etnohistoria e historia regional contemporánea, de las relaciones interétnicas y de la articulación política de los pueblos indígenas hacia el interior de sus regiones y en su relación con el estado de Oaxaca y el Estado nacional. Así, hemos avanzado en la consolidación de lo que comenzó como un taller de las lenguas indígenas hasta un centro de investigaciones lingüísticas, manejado por los propios lingüistas de los pueblos indígenas de Oaxaca, de los estudios transversales sobre los problemas de género, de los análisis y estudios sobre medio ambiente y tecnologías indígenas, con acciones para fortalecer la educación bilingüe e intercultural, y para la comprensión de la salud y la enfermedad en el ámbito de la interculturalidad. Después de estos años de labores continuas podemos considerar que la actividad académica y la articulación con las políticas públicas han hecho un aporte sustantivo por las publicaciones, las conferencias y la docencia. También, por las diversas asesorías para cambiar y transformar las relaciones humanas y sociales en Oaxaca y en la región ístmica de nuestro país, como la intervención en las instituciones locales ligadas a la justicia y al bienestar de las comunidades y pueblos indígenas, a la construcción de una Constitución política del estado de Oaxaca que incluyera la diversidad étnica y cultural, por medio del Instituto de las Culturas Oaxaqueñas, la Ley de los Derechos de los Pueblos Indígenas, de la Ley de Educación, de la capacitación en antropología jurídica de abogados, jueces, ministerios públicos, etcétera, que han transformado significativamente al estado de Oaxaca como una de las entidades del país que van a la vanguardia en la construcción de una sociedad en la multiculturalidad y en la diversidad. La política de cada uno de los estados de la República mexicana, hacia los pueblos indígenas, tiene como compromiso central fortalecer a los pueblos originarios en lo político, lo social, lo cultural y lo económico. Se requiere de una política permanente que no esté sometida a decisiones circunstanciales del gobierno y que promueva: a) La apertura de espacios de participación de los indígenas en las diversas instancias y la toma de decisiones en una práctica política incluyente. b) La promoción de una cultura de la pluralidad y la tolerancia entre los

diferentes sectores de la sociedad nacional para aceptar diversas formas de vida, visiones del mundo y conceptos de desarrollo. c) El impulso de las acciones vinculadas a elevar los niveles de producción y empleo, justicia, salud, educación, cultura y bienestar social. En cualquier caso, la autonomía territorial implicará no solamente la toma de decisiones acerca del uso de recursos naturales y económicos, sino también la autogestión política y cultural, autodeterminación que sólo podrá hacerse efectiva a partir de la aceptación global de la soberanía sobre estas tres líneas estratégicas. Cuadro 1.1 Teorías y antropólogos aplicados que han impactado proyectos de desarrollo en México

Cuadro 1.2 Escuelas y centros de investigación de antropología en México

Cuadro 1.3 Encuentros internacionales y su impacto en la antropología aplicada en México



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BM Banco Mundial CIESAS Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social CISINAH

Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (ahora CIESAS) Coplamar Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados Crefal Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe CRIM Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM DRII Programa de Desarrollo Rural II del Banco Mundial EZLN Ejercito Zapatista de Liberación Nacional III Instituto Interamericano Indigenista INAH Instituto Nacional de Antropología e Historia INI Instituto Nacional Indigenista (ahora Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas) Inmecafé Instituto Mexicano del Café OEA Organización de Estados Americanos OIT Organización Internacional del Trabajo ONG Organizaciones No Gubernamentales ONU Organización de las Naciones Unidas PAN Partido Acción Nacional Pider Programa de Inversiones Públicas para el Desarrollo Rural PRD Partido de la Revolución Democrática PRI Partido Revolucionario Institucional Procede Programa de Certificación de Derechos Agrarios Progresa Programa de Educación y Salud Solidaridad Programa Nacional de Solidaridad UADY Universidad Autónoma de Yucatán UAEM Universidad Autónoma del Estado de México UAM-I Universidad Autónoma Metropolitana campus Iztapalapa UNAM Universidad Nacional Autónoma de México UNESCO United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization UV Universidad de Veracruz

Fotografía 4

Reunión con estudiantes para promotor bilingüe en Mexquitic, Jalisco, 1968.



Trabajo presentado en 2010 en el Coloquio Cátedra Roberto Cardoso de Oliveira: diálogos antropológicos, Brasil–México, UNICAM, CERES, Brasil. 1

Iosif Romualdovich Grigulevich (1913-1988) también firmaba como Iosef Lavretski. Antes de dedicarse a la academia, fue espía de la Unión Soviética entre 1930 y 1940, encargado de ejecutar a enemigos del régimen estalinista. Uno de sus objetivos más famosos fue León Trotsky, en el fallido atentado del 24 de mayo de 1940, en México, contra el exiliado líder bolchevique. 2

Hoy CIESAS-Pacífico. Este dato corresponde al año 2003.

3

2. La aportación de la antropología social a la construcción de la conciencia nacional: de la hegemónica a la multicultural y multilingüística1 En la medida en que nos acercamos al fin de este siglo que es y ha sido testigo de genocidios (o “limpiezas étnicas”), de la expropiación masiva de tierras y mares, del desplazamiento y la migración de millones de gente sin hogar y del virulento crecimiento de nuevos nacionalismos, hoy ciertamente me parece relevante cuestionarse acerca de las formas en que la gente llega a imaginar su propia relación con la tierra y los paisajes; cómo llega a concebir algunas tierras como “propiedad”, y construye una imagen de los “otros” —los otros pueblos—, que pueden ser los habitantes actuales o los ocupantes anteriores de estas mismas tierras. Ya sea, y hablando en sentido estricto, que las condiciones coloniales sean “formales”, o ya sea que no, en todo caso encontramos que los antropólogos y los arqueólogos llevan una voz muy fuerte en los discursos sobre la formación de identidad nacional y regional. (Hinsley, 1996: 30-31)

No cabe duda que, a principios del siglo XXI, podemos hacer una reflexión —de carácter diacrónico— sobre cómo el conocimiento y la aportación de la antropología general ayudaron, en el caso de México, a construir una conciencia nacional. La tarea que incumbe a la sociología y a la antropología es interpretar lo objetivo con lo subjetivo, para que dicha conexión pueda ser elevada a la conciencia y, de esta manera, pueda vincularse con las necesidades de una comunidad política. Por ello, intentar formar comunidades basadas en el pasado —las cuales eran con frecuencia más sólidas que los vínculos basados en la cultura, lengua o origen—caracterizó decisivamente la conciencia de la nacionalidad, la cual, en principio, buscaban los ideólogos y políticos de la sociedad mexicana del siglo XIX y XX. Siempre el concepto nación nos refiere al poder político y a lo nacional; si es algo unitario, en un grupo humano como la naciente nación mexicana se vincula a la idea de una organización política propia, unida idealmente por una comunidad de lenguaje —el español—, de religión , de costumbres —hispano-mesoamericanas— y con un destino que se confronta con el emergente nacionalismo estadounidense. Por ello, la nación mexicana se vincula a la idea de una organización política propia, ya

preexistente en la sociedad de la Nueva España, lo cual genera el orgullo por el poder abstracto que posee o al que aspira la comunidad mexicana. Por ello, la antropología es un conocimiento fundamental para cimentar la identidad nacional. En el siglo XIX, al comienzo de la Independencia, la Nueva España no constituía una sociedad unitaria, sino que se había construido a partir de la invasión europea con el proyecto de eliminar la civilización y las culturas originales encontradas en lo que, en ese mismo siglo, se llamaría México. Como lo señala acertadamente Benjamin Akzin:

La existencia de grupos étnicos, cuyos miembros presentan similitud y coherencia suficientes entre ellos y diferencias suficientes respecto a los miembros de otros grupos para garantizar un reconocimiento objetivo como tal, es un hecho casi universal de la historia desde sus principios e incluso precede a la historia escrita. Las naciones o nacionalidades en el sentido empleado en este estudio, es decir, grupos étnicos más que locales cuyas características y mores decisivamente influyen en las estructuras políticas, constituyen un fenómeno casi tan antiguo como extendido. Por otra parte, la conciencia de pertenecer a una nación, unida a una urgencia activa de perpetuar y fortalecer los vínculos nacionales por medios diversos, que incluyen los políticos, es relativamente nueva y menos que ubicua. Fue la excepción más que la regla, más una concepción mental de las clases gobernantes o educadas que un movimiento de masas, hasta principios del siglo XIX en Europa e incluso hasta después en el resto del mundo. Es esta concepción mental la que se ha desarrollado desde entonces y se ha convertido en una poderosa ideología, la cual imprecisamente se ha descrito como tendencia nacionalista o nacionalismo. (Akzin, 1968: 53) En palabras de Miguel León-Portilla:

Cuando las naciones hispanoamericanas accedieron a la vida independiente, sus nuevos dirigentes y sus hombres mejor preparados se plantearon varios interrogantes que con urgencia debían ser respondidos. En función de ellos iba a concebirse el proyecto de nación que abriría cauces al destino del país. Uno de los interrogantes se dirigía a tomar conciencia de lo que era el propio ser nacional. Implicaba esto volver la mirada a la historia, puesto que sólo ella podía mostrar lo que hasta entonces había sido, cuáles eran sus raíces, las

realizaciones alcanzadas, así como los procesos de formación de los varios componentes del conglomerado social. (León-Portilla, 2006: 147) Esto nos lleva a pensar que después de 200 años de haber comenzado el proceso de descolonización, el fenómeno de la toma de conciencia no ha concluido y son precisamente los estudios de la arqueología, la lingüística y la etnología los que permiten a los ideólogos de la clase dominante pretender el amalgamiento o integración de la población multiétnica o diversa por medio de la construcción del nacionalismo. La idea de construir un pueblo utópicamente homogéneo e integrado se fundamenta en la utilización de la historia antigua —y sobre todo de la arqueología— para tener una explicación de la civilización y sociedad pasada, a fin de poder construir los nuevos Estados de América Latina que surgen del proceso de descolonización. Precisamente porque no son resultado de los grupos étnicos cristalizados, como el del imperio azteca o mexica, entran en nuestro campo de visión en este momento del siglo XXI, en tanto que se nos presentan, en su mayoría, como conglomerados de sociedades y poblaciones poliétnicas. Por consiguiente, se encuentran los ideólogos con la misma pregunta que se hace en otros Estados multiétnicos: ¿Cómo se está resolviendo la tensión que resulta de la incongruencia entre las fronteras políticas y las fronteras étnicas? ¿Lucharán por su integración sobre la base de las fronteras políticas existentes o harán su paz con las tendencias pluralistas en una de las muchas formas que nos encontramos, desde los derechos individuales de autonomía cultural y personal limitada por la construcción del federalismo como un país múltiple? Una vez más, tal como en el caso de los Estados nacionales emergidos en Europa, debe recordarse que la solución posible no sólo es una, sino son muchas y variadas las circunstancias particulares que cada Estado ofrece en una extrema variedad. Y México, durante el siglo XIX, entró en la búsqueda de estas variadas circunstancias para, sobre la base de las premisas asimilacionistas e incorporativistas, plantearse la unificación de las sociedades originarias e inmigradas a fin de lograr la pretendida homogeneidad en una cultura nacional. O, como escribe Andrés Lira, del Colegio de Michoacán, los iniciadores de la nacionalidad se consideraban:

quienes debían participar activamente en la organización de la sociedad política (del Estado, supuestamente nacional). Se halló que los indígenas eran la parte de la sociedad que más se oponía a la nacionalidad en cuyo nombre actuaban esos hombres públicos. Esta nacionalidad era una realidad política

en construcción; los indígenas, su pasado y su presente, debían usarse como símbolo de la legitimidad del Estado nacional. (Lira, 1984: 76) El movimiento antropológico indigenista, nos dice Aguirre Beltrán:

fue el que suministró las bases científicas para la elevación del indio y el firme establecimiento del mestizo como símbolo de la identidad nacional. Antes de que Gamio, en 1915, hiciera notar la necesidad que había de estudiar sistemáticamente a los diferentes sectores que componían la población del país para dar a la administración pública los elementos requeridos para que las decisiones que tomara estuvieran fundadas en el conocimiento real de sus condiciones, las lucubraciones que produjeron los pensadores sociales sobre los indios, en gran medida, no tenían su origen en la observación o en la encuesta; se basaban en estereotipos corrientes o en el conocimiento a distancia. (Aguirre, 1986: 334) En el momento en que se funda la Escuela Internacional de Antropología en 1907, en México —bajo la orientación de Franz Boas— el alumno distinguido de este campo académico, Manuel Gamio, hace una reflexión que hasta hoy es válida; precisamente comienza Gamio su obra Forjando patria con la siguiente frase:

Exceptuando muy pocos países latinoamericanos, en los demás no se observan las características inherentes a la nacionalidad definida e integrada, ni hay concepto único ni sentimiento unánime de lo que es la Patria. Existen pequeñas patrias y nacionalismos locales. Se hace palpable la veracidad de tales afirmaciones durante los congresos periódicos que reúnen a representantes de dichos países: el 2° Congreso Científico Panamericano y el XIX Congreso de Americanistas efectuados en Washington en diciembre y en enero (1915-1916), ofrecieron a este respecto interesante y amplísimo campo de observación: en efecto, se notó que, en conjunto, las delegaciones asistentes a ambos congresos eran representantes en raza, idioma y cultura de no más que un 25% de las poblaciones de sus respectivos países: representaban el idioma español y el portugués y la raza y la civilización de origen europeo. El 75% restante: los hombres de raza indígena, de lengua indígena, de civilización indígena, no fueron representados. Apenas si se les mencionó con criterio etnológico, como objeto de especulaciones científicas

de escaso número de investigadores, pudiéndose decir que para el llamado mundo civilizado en general, pasa inadvertida la existencia de esos setenta y cinco millones de americanos ya que se desconocen los idiomas que hablan, se ignoran las características de su naturaleza física y no se sabe cuáles son sus ideas éticas, estéticas y religiosas, sus hábitos y costumbres. Ahora bien. ¿Pueden considerarse como patrias y naciones, países en los que los dos grandes elementos que constituyen a la población difieren fundamentalmente en todos sus aspectos y se ignoran entre sí? Para ampliar los citados conceptos y las conclusiones emitidas, recordemos en qué consisten las características de la nacionalidad y las condiciones inherentes al concepto de patria. (Gamio, 1916: 9-10) Me parece que esta cita textual del libro del impulsor de la antropología mexicana, Manuel Gamio, deja entrever las grandes dificultades para la inclusión de las poblaciones originarias o trasplantadas; así como la segregación, de la invisibilidad y de la construcción del proyecto nacional, sin estas mayorías que siguen siendo el núcleo motor de la vida económica y social de los nuevos países. No se asume la descolonización de los pueblos sometidos para formar parte de la nación y sólo se enfatiza un pasado glorioso, sin la configuración de una patria donde queden incluidos geopolíticamente los pueblos originarios. Y, nuevamente, Gamio expresa que existe una separación muy considerable y composiciones divergentes entre los dos grandes grupos sociales que componen México: la población criolla y la población indígena; en sus propias palabras, el antropólogo señala que estos dos grupos se han distanciado profundamente:

en los tiempos contemporáneos, pues la independencia, hay que decirlo de una vez sin reservas hipócritas, fue hecha por el grupo de tendencias y orígenes europeos y trajo para él libertades y progreso material e intelectual, dejando abandonado a su destino al grupo indígena, no obstante que es el más numeroso y el que atesora quizá mayores energías y resistencias biológicas a cambio de su estancamiento cultural. (Gamio, 1916: 13) La contradicción de estas afirmaciones se contrarresta en el propio Gamio con su planteamiento de “encauzar sus poderosas energías hoy dispersas, atrayendo a sus individuos hacia el otro grupo social que siempre han considerado como enemigo, incorporándolos, fundiéndolos con él, tendiendo en fin, a hacer coherente y homogénea la raza nacional unificando el idioma y convergente la

cultura” (Gamio, 1916: 14). Sin lugar a dudas, esta oposición y contradicción de ideas iba a permear la discusión sobre los pueblos indígenas de México durante todo el siglo XX, y serían los antropólogos los que impulsarían el planteamiento de un reconocimiento a la diversidad cultural y lingüística, como parte del proyecto nacional. Por ello, las tesis asimilacionistas, incorporativistas, integracionistas, de tipo liberal o de tipo marxista, que hace enfasis en la clase social proletaria, en contraposición con quienes se consideran culturalistas, etnicistas o etnopopulistas, los cuales se expresan a favor de la reconfiguración y reordenamiento geopolítico nacional para la participación de los pueblos en un proceso ampliamente democrático que elimine todo el planteamiento de solución asistencialista y paternalista. O, como lo expresa Ignacio Rodríguez: “El abandono del paternalismo, la gestión del Tratado de Libre Comercio, el reconocimiento jurídico a las iglesias, la concesión de gubernaturas estatales a la oposición, la privatización de la economía con el gradual abandono de la ideología de la Revolución Mexicana” (Rodríguez, 1996: 100) es lo que domina al modelo neoliberal en el cual nos encontramos y que abandona en cierto sentido los lineamientos para la construcción de la conciencia nacional. Este tópico sobre la toma de conciencia nacional está profundamente ligado a la construcción del nacionalismo que, en palabras de Akzin:

desde principios del siglo XIX, el nacionalismo ha crecido tremendamente en el mundo, desarrollándose desde un credo mantenido principalmente entre una parte de las minorías selectas sociales, en un ámbito no muy grande del mundo junto con otros credos mantenidos por ellas, hasta la postura de un verdadero movimiento de masas que precipitó en él a la mayor parte del mundo. Los observadores pueden estar en desacuerdo respecto a lo deseable que pueda ser o no el nacionalismo, pero no puede negarse su fuerza: La mayoría de los cambios importantes que han ocurrido en el mapa del mundo en el curso de los últimos ciento cincuenta años y la mayoría de los nuevos Estados que se han formado durante este periodo, deben adscribirse en gran parte a su influencia. (Akzin, 1968: 57) Como es el caso de México, que al romper con la dependencia de la corona española comienza un largo proceso para definir su propia nacionalidad, la cual lleva al país, durante sus primeros 100 años, entre conflictos políticos, religiosos y por la construcción del Estado-nación, conformado por estados libres y

soberanos. Éstos, por su parte, dependerán de una ideología construida sobre las bases históricas de los pueblos originarios para enraizarse con una identidad propia o, como lo argumenta ampliamente Enrique Florescano:

A su vez, el surgimiento de una concepción del desarrollo histórico centrada en la nación, provocó el nacimiento de una historia para sí, el desarrollo de una escritura de la historia hecha para la nación y elaborada por mexicanos. Súbitamente, con la deslumbrante claridad de la libertad, el país cobró conciencia, en el momento mismo de empezar a ejercer su independencia, de que la mayor parte de su memoria histórica estaba hecha por el conquistador, que carecía de una interpretación propia de su desarrollo histórico y que las mismas fuentes para escribir su historia estaban fuera de sus fronteras o habían sido construidas por sus antiguos dominadores. Este descubrimiento explica que la elaboración de una historia propia, hecha por mexicanos, corriera inextricablemente unida a la realización del proyecto político del estado nacional. Así, una de las primeras decisiones de los gobiernos independientes fue fundar los archivos y los museos donde se conservaran los testimonios de la historia nacional. Con la creación de estas instituciones la memoria del pasado, hasta entonces desmembrada, expropiada y ajena, comenzó a ser una memoria recuperada y clasificada por instituciones nacionales y bajo la dirección de los intereses históricos de la nación. Y de manera semejante a lo que ocurrió después de la conquista española, a partir de la independencia prácticamente todo el pasado del país fue revisado, repensado y reescrito, pero ahora bajo la compulsión de crear una imagen y una memoria histórica fundadas en valores reconocidos como propios por la nación independiente. (Florescano, 1987: 207-208) David Brading, en una de sus interpretaciones sobre la Independencia, señala que “para unir a los criollos con las castas y los indios contra España, Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María Bustamante proclamaron lo que era esencialmente una ficción, el mito de la nación mexicana, heredera directa de los aztecas” (Brading, 1988: 82). Esta crítica considera que, por no seguir el modelo estadounidense, los liberales del siglo XIX tuvieron que apoyarse en el pasado prehispánico. Por ello, creo que el papel de Manuel Gamio fue fundamental frente a José Vasconcelos o Andrés Molina Enríquez, con sus diversas teorías para construir la conciencia nacional, a partir de la Revolución de 1910, en lo que, sin duda, es un reconocimiento y una revaloración de los pueblos

originarios y de la diversidad cultural y étnica del México del siglo XX. Por tal razón —a mi entender—, empieza la construcción de las instituciones para la investigación y la protección del patrimonio cultural, bajo la perspectiva y orientación de la antropología. Esta investigación se difunde a través del sistema educativo y de comunicación con el objeto de fortalecer la identidad nacional frente a las identidades étnicas, a las que se considera un riesgo o un peligro para la construcción de la conciencia hegemónica, de donde surgirán diálogos y divergencias para el logro de este proyecto. Estas dicotomías se recrudecieron a medida que el conocimiento antropológico, etnológico y lingüístico, permitió reconocer la realidad social del México contemporáneo después de los años cincuenta del siglo XX. Como resultado de estos desarrollos, la conciencia de la propia nacionalidad asumió en el mundo —y en especial en México— el carácter de un fenómeno permanente y de masas, más que de un hecho esporádico y aislado, creando una conciencia que se unió cada vez más a la preservación de esa nacionalidad, tanto en la esfera cultural como en la política. La historia, la arqueología, la lingüística y la etnología apuntalaron el desarrollo de esa conciencia nacional. El error de este nacionalismo moderno, sin embargo, aparece primero como una extensión de las ideas liberales y democráticas, con su aplicación —más allá del individuo— a todo el grupo étnico dominante, en este caso la población criolla y mestiza, y la consiguiente exclusión de los pueblos originarios del nuevo Estado mexicano. Tal error añade la necesidad de que el individuo mismo se parte de una “unidad”, pero los reclamos de los pueblos originarios no son resueltos y persisten las resistencias a ser excluidos del proyecto nacional, hasta que se dan nuevos levantamientos armados. En ese momento es cuando la democracia liberal intenta reconocer la diversidad étnica, cultural y lingüística, para iniciar una reconstrucción de la estructura política, bajo la cual han de vivir los pueblos, esperando que el régimen resultante ofrezca las máximas oportunidades para la expresión de sus propias identidades y el crecimiento de aquellos valores que los miembros del grupo tienen en común. Ante esto, la antropología y los antropólogos convocados a determinar las políticas y los procedimientos que se aplicarán en las instituciones especializadas, como el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y la educación básica, media y superior que en el siglo XXI apenas empiezan a modificar la conciencia nacional-hegemónica con una conciencia nacional multiétnica y multilingüística. Por ello, la antropología y el indigenismo, como política de Estado, se hallan ligados a la administración pública, un tanto para

entender esta realidad multicultural; como lo señala Luis Vázquez:

ha habido casos notables de antropólogos que han ocupado elevados puestos burocráticos. En comparación con lo que ha sucedido en otros países, donde la antropología no ha rebasado los reductos universitarios o las fundaciones privadas, en México algunos antropólogos han tenido una presencia política importante en ciertas áreas de la política social (indigenismo, educación). (Vázquez, 1987: 197) Guillermo Bonfil, como parte de la generación de antropólogos de la segunda mitad del siglo XX, expresaba muy claramente:

Para quienes siguen, así sea superficialmente, el desarrollo de las cuestiones nacionales, habrá pocas dudas de que el problema fundamental que enfrenta el México de hoy es la formulación de un nuevo proyecto nacional en torno al cual sea posible articular un consenso, también nuevo, en el que participen los diversos grupos, clases y sectores que componen la sociedad mexicana. Parece claro que la situación no admite más la búsqueda de soluciones parciales de emergencia y exige un replanteamiento global. Tenemos que pensar de nuevo el país actual y el que queremos construir. (Bonfil, 1991: 88) En este sentido, es muy importante destacar que el mundo occidental está confrontado con la civilización mesoamericana, pues a más de quinientos años de negación y opresión, esta última continúa viva en la sociedad mexicana, y sus principios, nos dice Bonfil:

norman la orientación cultural profunda de muchos millones de mexicanos, más de los que son reconocidos y se reconocen como “indios”. La civilización mesoamericana se concreta hoy en múltiples perfiles culturales: en los pueblos Indios, por supuesto, pero también en las comunidades rurales tradicionales que se definen como “mestizas” y en amplias capas populares urbanas; no hay ninguna exageración al afirmar que en México el pueblopueblo vive fundamentalmente en el horizonte de la civilización mesoamericana. Es evidente, también, que como parte de nuestra herencia colonial los grupos dominantes han mantenido y tratado de generalizar una cultura de estirpe occidental sobre la que han fundado todos los proyectos nacionales que ha conocido el país, negando siempre la existencia de la “otra”

civilización, la mesoamericana, como realidad, como posibilidad y aun como problema que amerite una atención seria. (Bonfil, 1991: 91) Las conclusiones a las que llega Bonfil representan la contribución más importante de la etnología a la construcción de la conciencia de la sociedad nacional, pues es muy clara la existencia de dos civilizaciones —la mesoamericana y la occidental— como problema persistente, el cual es necesario resolver en el diseño del nuevo país para el siglo XXI. Formación nacional: homogeneidad versus heterogeneidad En esta dirección, considero que las naciones modernas, en su búsqueda de un proyecto de formación nacional, han confundido la toma de conciencia de toda la población y su fidelidad a la nación como contraria a la diversidad étnica y cultural, fundamentalmente por las élites criollas de los antiguos gobernantes de las colonias. Por este motivo, dichas élites se oponen a las más moderadas propuestas de coexistencia interétnica, las que permitirían la estructuración de una comunidad nacional pluralista que incluya a los diversos pueblos originarios con el fin de eliminar el colonialismo interno o la continuidad del viejo orden colonial. Tales demandas de inclusión, sin embargo, son manifestadas insistentemente por los grupos étnicos originarios de México. Por ello, es necesario distinguir entre las formaciones étnicas y su largo proceso histórico en el tiempo y en el espacio, así como su articulación con la moderna o actual nación. Debemos notar que los ideales de la unidad nacional se confunden con los de uniformidad. Esta confusión genera una distorsión de la realidad y de la atención que se debe dar a las poblaciones originarias, las cuales configuran una multiculturalidad muy amplia en el país. Esto se debe a que en todos los proyectos de desarrollo se tergiversa la supuesta confrontación entre modernización y resistencia étnica. En los proyectos educativos debe utilizarse el proceso de enseñanza-aprendizaje como instrumento, no para educarse y adquirir conocimiento, sino como sustituto de las armas para el etnocidio o la evangelización. Asimismo, se pretende que, por medio de esta educación, desaparezcan la identidad de los pueblos indígenas de México y, sobre todo, sus lenguas, como si éstas no tuvieran que ver con el proceso de aprendizaje de los conocimientos universales. En esta madeja de confusión, entre lealtad nacional y lealtad étnica, entre lengua nacional y lenguas nativas, entre proceso de

educación, liquidación de idiomas, evangelización religiosa y aculturación cívica, es en el que aparece la resistencia contra las formas de vida moderna de quienes provienen de los pueblos mesoamericanos más importantes, al demandar su reconocimiento como unidades sociales dentro de la nación. El ejemplo más claro de la vinculación de la antropología aplicada en México y, en particular, en lo que se conoce como indigenismo, política pública sustentada en la antropología y dirigida a los pueblos originarios del país, se refiere a la relación interétnica entre los pueblos indígenas, la sociedad nacional y el Estado. Sus construcciones teóricas, al ser aplicadas, generan fuertes impactos en la sociedad dominante y en las comunidades dominadas. En sus comienzos, tal política estaba dirigida a la asimilación, la incorporación o a la exclusión de los pueblos indígenas originarios de la civilización mesoamericana. De aquí surgió una teoría integracionista más sutil que utilizaba el concepto aculturación dirigida. La política perteneciente a este marco teórico prácticamente concluyó con el levantamiento armado de los indígenas zapatistas en Chiapas. En ese estado se implementó el proyecto piloto más importante de antropología aplicada a nivel nacional y mundial para la integración de los pueblos indígenas, hegemónicamente, a la cultura y a la sociedad nacional. La crítica y la autocrítica de la antropología han permitido replantear el diseño de nuevas teorías de autogestión y redimensionamiento geopolítico de la sociedad mexicana. Los pueblos originarios no deben ser excluidos del proyecto nacional, sino ser parte de éste con sus propias unidades étnicas y sus particulares características sociales, lingüísticas, culturales, de gobierno, de religión, etcétera. Una política de inclusión implica la construcción de una sociedad mexicana en la diversidad multiétnica. La antropología, como cualquier ciencia social, que no se sujeta a una revisión analítica y crítica, tiende a congelarse en el tiempo; resulta necesaria en función de los efectos que ha generado su aplicación. Tal es el caso del indigenismo y la antropología interétnica, que han profundizado en la toma de conciencia de la sociedad dominante, sobre todo, en las poblaciones originarias de México. Las recomendaciones que produce una antropología crítica generalmente no son recibidas favorablemente por las fuerzas estatales, por los funcionarios que implementan las políticas públicas y por los miembros de la sociedad criolla dominante. Sin embargo, las tensiones y los conflictos generados al tratar de contener las fuerzas internas de las sociedades se revierten provocando crisis sociales y, en ocasiones, se transforman en pequeñas guerras regionales que al final de cuentas responden, en lo general, a las predicciones

que los científicos y los antropólogos sociales han producido en sus diagnósticos y análisis de cada una de las sociedades estudiadas. En México, aunque lenta y tímidamente, hemos construido una sociedad multiétnica, multicultural, multilingüística, porque hemos asumido un papel desestructurado conforme al modelo de la sociedad dominante, que se sostiene mediante el colonialismo interno, que intenta, desde hace 500 años, disolver la civilización mesoamericana. Hoy, por ejemplo, las fuerzas que en el pasado eran reticentes a discutir el tema, tienen que aceptar que los pueblos indígenas demandan una reforma estructural y geopolítica que permita los cambios necesarios para construir una sociedad más igualitaria y justa, pues la vía de los programas integracionistas, asistenciales y paternalistas no ha logrado la solución de este gran problema social del aislamiento étnico y de la continuidad de los proyectos civilizatorios. Hoy vivimos los resultados derivados de la resistencia a los cambios que la sociedad necesitaba y que, en su momento, fueron vislumbrados por el conocimiento que la antropología había desarrollado desde 1975; que durante más de veinte años se había señalado como urgente modificar la política étnica y cultural del país. Cada vez se presenta mayor necesidad de profundizar en el conocimiento, así como de realizar diagnósticos de las sociedades y comunidades originarias para tomar decisiones. Son muchos los casos de los proyectos frustrados que se podrían mencionar. En este sentido, la antropología del siglo XX, en México, no sólo intentó apoyar la creación de una conciencia nacional, sino que permitió el esclarecimiento de la realidad de las poblaciones que configuran la sociedad mexicana. Articulación y posibilidades del desarrollo de los pueblos indígenas de México Para la mayoría de las etnias de México, en este periodo de su historia en el siglo XX, el problema fundamental fue el de su supervivencia física y cultural y, por tanto, el de su definición como entidades culturales y nacionales específicas, al interior de los espacios políticos y jurídicos del Estado nacional constituido. Aquí proponemos una definición que nos permita ampliar tanto el concepto de permanencia y desarrollo de una cultura —o una etnia—, y, en su conjunto, el de la civilización mesoamericana, por medio de los análisis interculturales. Una civilización —y las etnias que de ella son creadoras, portadoras y reproductoras— puede ser definida como una relación peculiar con su espacio y

una larga permanencia en el tiempo, más allá de conmociones políticas y económicas que, aun determinándola, no logran caracterizarla con exclusividad. El Estado-nación-mercado que origina y controla el proyecto de la burguesía se ha expresado históricamente en la uniformización del espacio social, cultural y lingüístico y, en consecuencia, en la eliminación o el control de las regiones culturalmente diferentes (Nahmad, 1990). La formación capitalista, en tanto fenómeno mundial, no sólo no tolera, sino que se exige a sí misma la incorporación discriminada de modos productivos no capitalistas, de modos étnicos de producción o de economías indias. Ahora bien, esta incorporación —y el mantenimiento— de modos productivos no capitalistas se realiza con ciertas adaptaciones y ajustes a las modalidades propias y originales del modo no capitalista —el modo étnico— para poder servir al objetivo último del sistema global, lo cual deja inalteradas las características esenciales y el sustento ideológico y superestructural del mismo. Inalteración y conservadurismo que subsisten en la medida en que la relación colonial y dependiente así lo demanda. Pero esta cara tiene otra cara, que es de contradicción, como lo señala Raymond Firth al considerar que el mantenimiento de modos productivos no capitalistas al interior del conjunto nacional dependiente, implica también el mantenimiento de las condiciones de la reproducción étnica. Reproducción de culturas, formas organizativas e ideologías alternas y contradictorias —a pesar de su función económica en el contexto global— con la pretendida y buscada integración nacional y el afianzamiento del proyecto de una clase nacional dominante (Firth, 1969: 29). El problema, por tanto, es el siguiente: ¿cuáles son las características específicas de los modos productivos de las etnias indígenas, su articulación con las estructuras dominantes y la reproducción del modo étnico como forma secundaria y subordinada? No estamos de acuerdo con la generalización que pretende encontrar, por oposición, en la forma capitalista, una sola manera de organización económica de las etnias indias, una suerte de economía india genérica. Creemos que es un error de simplificación histórica, peligroso, en la medida en que no permite diseñar estrategias específicas en relación con el desarrollo de cada etnia. En las microrregiones tribales con una economía de producción doméstica, los valores de uso son el objetivo económico y social principal; en las etnias indígenas campesinas, con una economía mercantil simple, la producción de valores de uso —el ámbito de autoconsumo— se encuentra en permanente

tensión competitiva con la producción de valores de cambio, lo cual se agudiza en la medida en que la penetración de la economía capitalista y del sistema de mercados se acentúa, como en el caso de México. Y este punto, creemos, constituye el eje del problema del desarrollo de las etnias y de sus proyectos sociales. Porque en la medida en que un pueblo indio maneje colectivamente, con autonomía, este aspecto de su vida cultural, de su ideología y de su visión del mundo, sin dejarse avasallar por la hegemonía de la cultura capitalista —es decir, por la primacía del valor del cambio—, se puede afirmar que habrá independencia cultural y, en consecuencia, potencialidad de decisión con respecto a un proyecto social futuro original. Estas zonas de oposición y resistencia, en México, han sido los pueblos indios, las masas campesinas que trabajan para adaptarse a la modernización, que bloquean sistemáticamente los esfuerzos desarrollistas y que desestructuran los programas de los planificadores (Fox, 1994: 193), que expresan su inconformidad con rebeliones, movimientos de resistencia, aventuras heroicas que logran arrastrar amplias capas sociales, como el caso del movimiento zapatista, la guerra de castas en Yucatán, las rebeliones mesiánicas de la época colonial o los movimientos urbano-indios de épocas recientes, como el caso de Oaxaca en 2006. En todas estas formas de resistencia hay un elemento fundamental: la profunda dimensión de la revolución cultural que representan una formulación crítica a la expansión del dominio colonial y al sistema capitalista. Se trata siempre de revoluciones culturales en las que no sólo el orden económico es lo que se discute, sino todo el sistema de mercantilización que intenta penetrar la totalidad social. Esto no rechaza intromisión del valor del cambio en algunas de las esferas críticas de la vida social, pero los valores cambian de etnia a etnia. Para un grupo, un área crítica puede ser el intento de transformar la tierra en mercancía, para otro puede ser la mercantilización del trabajo, del tiempo, de ciertos objetos, de algunas relaciones sociales, o bien la combinación de varios de estos elementos. Esta tensión permanente que viven las comunidades indígenas y campesinas y que, repetimos, se intensifica y recrudece a medida que el sistema capitalista envolvente se introduce al interior de la estructura étnica, y redefine el estilo cultural de estas etnias. Al mismo tiempo, modifica sus aspiraciones y proyectos sociales. Evidentemente, no se trata de postular una posición mecanicista, sino de encontrar tendencias generales dentro de procesos sociales aparentemente muy complejos, diversificados e irreductibles a esquemas interpretativos

generales. Se trata del desafío de imaginar y posibilitar proyectos étnicos (Bonfil, 1982: 142), o sea, la construcción y organización intencional de un programa histórico global por parte de una etnia india que se encuentra incluida dentro de la civilización mesoamericana y dentro de un Estado-nación étnicamente diferenciado y mayoritario. Proyectos que, para poder ser viables, deben ser complementarios y alternos del proyecto nacional global (Gutiérrez, 1999: 109110). La pregunta a la que tenemos que regresar es: ¿cuáles son las condiciones mínimas necesarias para que un pueblo indígena pueda sobrevivir como una entidad cultural diferenciada y, al mismo tiempo, tener la posibilidad de desarrollarse? El listado para la supervivencia no es muy largo ni sorprendente. Territorio, en primer lugar. No sólo tierras para la producción, sino espacio territorial. No es, claro está, un problema sólo de reforma agraria, sino de reivindicación política del espacio histórico, perdido a través del proceso colonialista. Una observación superficial de los movimientos y organizaciones indígenas al respecto del territorio es revelador: el rescate del territorio histórico global, más allá de la reivindicación agrarista de las parcelas de cultivo o de explotación, es la demanda fundamental. Es el planteamiento de la patria grande a la patria étnica, como lo había imaginado Manuel Gamio hace 100 años al afirmar:

A primera vista la situación se antoja pavorosa según la hemos expuesto y los enfermos de “miopía sociológica” trasluzcan tal vez entre líneas, el vaticinio de una espantosa guerra de castas en la que probablemente no tocaría la mejor parte a la población de origen europeo. Tales temores serían injustificados, pues bien sabido es que la población indígena se presenta hoy como lo estaba en la Conquista, dividida en agrupaciones más o menos numerosas, que si constituyen pequeñas patrias por el lazo común de la raza, el idioma y la cultura, en cambio por sus mutuas rivalidades y recíproca indiferencia, hicieron más fácil su conquista durante el siglo XVI y causaron su estancamiento cultural en la época de la Colonia y en nuestros días. El sistema político se dice que el sistema de gobierno que generalmente ha regido a México independiente fue el democrático representativo, pero en realidad no sucede así porque las clases indígenas han sido forzadas a vivir bajo el gobierno de leyes que no se derivan de sus necesidades sino de las de la población de origen europeo, que son muy distintas. (Gamio, 1916: 14)

La nación, por oposición a las desgastadoras y fragmentadoras luchas campesinas por las tierras de producción y las parcelas de las comunidades ha confrontado constantemente a los pueblos originarios. En este sentido, es muy importante señalar el papel que las ciencias sociales y la antropología han jugado dentro del aparato de gobierno, para que se tenga conciencia de las graves contradicciones que generan las relaciones intercomunitarias de los pueblos originarios. El estatuto legal, de los Estados nacionales, no puede ser pensado simplemente para la supervivencia de los pueblos. Es una conquista democrática que es importantísimo garantizar permanentemente. Las etnias, en tanto colectividades, deben obtener plena legitimidad como interlocutores colectivos, jurídicamente válidos frente al Estado y frente al resto de la sociedad nacional (Stavenhagen, 1991: 450). De lo anterior se deriva el aspecto de la autonomía política, tema tabú, intocable para los endebles e inseguros Estados-nación como México, construcciones deleznables de las burguesías subordinadas y dependientes. El problema de las autonomías regionales o étnicas debe ser atendido de manera gradual, es decir, en función de estrategias, programas y pasos concretos que planean los pueblos indígenas. Hay sectores de la vida social y cultural en los que ciertos niveles de autonomía no representan amenaza alguna para el centralismo estatal: aspectos de legislación civil, administración directa de la justicia, instancias educativas, gestión autónoma de los niveles primarios de la vida pública, manejo directo e independiente de la gestión tributaria, etcétera. Creemos que lo importante es que las etnias o pueblos indígenas creen plataformas políticas autónomas, alrededor de las cuales todos sus miembros se identifiquen y tomen conciencia de su situación. Para un análisis más profundo, es conveniente revisar el libro Planificación regional y reforma agraria, de Ángel Palerm, publicado en 1993. Evidentemente, si entendemos por desarrollo la capacidad de un pueblo de acumular por la vía capitalista, estamos restringiendo la definición de desarrollo unilineal a una de las lógicas de la acumulación, precisamente forzando a todos los pueblos indígenas a una sola alternativa: ingresar al estilo civilizatorio del desarrollo industrial, a la lógica exclusiva y totalizadora del modelo occidental. Las experiencias demuestran, sin embargo, que la homogeneización es violenta respecto al tiempo y radical en calidad, si se considera por la vía de los sistemas de acumulación monetaria y el consumo indiscriminado de bienes que son el

único camino de desarrollo, solamente obtendremos la desaparición de gran parte de los rasgos culturales distintivos de un pueblo indígena o de una civilización como la mesoamericana. Frente a estos hechos, ¿pueden existir alternativas reales y viables de desarrollo étnico autónomo, planteadas a partir de premisas diferentes? Si lo que está en juego es la calidad de vida de un grupo social, la calidad en las relaciones de producción, más que los valores medidos en producto bruto, cantidad, ingreso, entonces es posible imaginar modelos alternos y nuevos escenarios. Hay que partir de algunas definiciones centrales del desarrollo. Descartar, en primer lugar, las banalidades ideológicas que se nos han impuesto a través de un economicismo vulgar en el que los indicadores de crecimiento, avance y progreso se nos proveen de manera poco crítica con base en estadísticas sobre producción y productividad, ingresos per cápita, producto interno bruto, tasa de crecimiento económico, etcétera (Plattner, 1989: 4). Indicadores que nada nos dicen sobre el único problema esencial: el de la calidad de vida, el de la disminución del sufrimiento o el del aumento de la felicidad. Esto implica reformular la definición del desarrollo a partir de la cobertura de las necesidades de la etnia, en términos de bienestar y maximización de las potencialidades del pueblo, garantizando que sea la lógica comunal, y no la empresarial productivista, la que rija la organización del trabajo y de la producción (Valencia, 1984: 29-52). La primacía de principios rectores comunales sobre imposiciones de criterios organizativos externos empresariales y productivistas garantiza la permanencia del valor de uso en los sectores de las relaciones de producción, de circulación y consumo al interior de las unidades sociales. Un nivel máximo de independencia y autonomía económica de los proyectos étnicos en el marco de creciente interrelación dependiente regional y nacional, se puede garantizar mediante la recuperación o el reforzamiento de los grandes conocimientos y capacidades de todos los pueblos indios de utilización múltiple y complementaria de los recursos del medio. Esta es quizá una de las armas civilizatorias más poderosas de que disponen aún las etnias indias: sus grandes y elaborados conocimientos del medio ecológico que los ponen en condición de poder maximizar, a través de un uso múltiple, el aprovechamiento del hábitat. Y es éste, además, uno de los campos fundamentales para la estrategia de defensa civilizatoria de las etnias indias, pues a los intentos del modo capitalista de uniformación del medio ecológico —monocultivos rentables en términos mercantiles y culturales, e imposición de un modo productivo único y de

consumo uniformizado—, las etnias pueden oponer su reservorio de multiplicidad y diversidad. Del sistema rural subordinado al sistema dominante económico se observan claras desventajas hacia los campesinos e indígenas y en favor del sector urbano. Compiten con reglas y normas asimétricas. En el sistema de los grupos étnicos se mantienen sistemas internos de reciprocidad económica y mercados microrregionales para intercambiar producción intercomunitaria e interregional, con lo que surgen enormes desventajas para el intercambio de productos con el sistema, y las relaciones son asimétricas. De esta manera:

el fuerte contenido político de los análisis y las acciones que involucraban las relaciones entre grupos indígenas y sociedad nacional, y la falta de una definición clara de la identidad como objeto de estudio, condujeron a que si bien la identidad étnica y la identidad nacional han sido debatidas ampliamente, lo hayan sido en función de otros objetivos, lo que provocó que tanto la identidad nacional como la identidad étnica se convirtieran en entidades abstractas. (Pérez, 1991: 331-332) Con base en lo anterior, puede hacerse la siguiente proposición general: desde el punto de vista de la antropología en los principios del siglo XXI, es más probable que el etnodesarrollo indígena o la autonomía de cada pueblo originario ocurra cuando estos pueblos tengan acceso a los recursos básicos para su reproducción social; cuando hayan logrado alcanzar un grado elevado de organización social y de movilización política; hayan podido preservar su identidad cultural —especialmente su propia lengua—; hayan establecido lazos sólidos con instituciones del exterior; y cuando tengan patrones de producción que les permitan subsistir y obtener ingresos en efectivo y, sobre todo, que hayan tomado conciencia plena de formar parte del conjunto social de la nación mexicana. Estos planteamientos están hoy en revisión operativa en los casos de Bolivia y Ecuador. Esto significa que el desarrollo no es económicamente homogéneo y, al contrario, es desigual y genera grandes conflictos y desigualdades. Es también hegemónico y unilineal en su perspectiva de futuro. En cambio, la inclusión de un desarrollo diverso y múltiple deberá ser un desarrollo multilineal y no hegemónico, capaz de impulsar su propio desarrollo y su propio cambio social. En síntesis, la antropología ha permitido, a las otras ciencias sociales —como la economía, las ciencias políticas, la sociología— tener una perspectiva de la

diversidad cultural y étnica del pueblo de México con todos sus pueblos originarios, lo cual representa una factibilidad de reorganización social que sea más democrática y más incluyente. Por ello, la intelectualidad antropológica mexicana, y la de los propios pueblos indígenas, ha logrado cambiar en un siglo esta dimensión en la sociedad. Sobre todo, la última generación de antropólogos de la década de 1960 logró que la diversidad cultural se reafirmara en la estructura jurídica del país y en las normas, afianzando con ello la inclusión de la diversidad cultural y apoyando la descolonización interna con las poblaciones indígenas, a fin de tener el derecho a la autonomía y libre determinación, para que las identidades y las culturas se desarrollen y florezcan, desmantelando todas las formas de dependencia, paternalismo y hegemonía de la sociedad dominante. Este es mi punto de vista sobre la gran aportación de las ciencias antropológicas en el siglo XX y XXI a la conciencia nacional, desde la dimensión multiétnica y civilizatoria que se fincó, a partir de las políticas indigenistas construidas por los ideólogos de la antropología como Manuel Gamio, Alfonso Caso, Othón de Mendizábal, Moisés Sáenz, Gonzalo Aguirre Beltrán, Julio de la Fuente, Miguel León Portilla, Alfonso Villa Rojas, Ricardo Pozas, Guillermo Bonfil Batalla, Margarita Nolasco, Rodolfo Stavenhagen y otros distinguidos antropólogos, quienes participaron en esta toma de conciencia de la propia sociedad dominante y de las sociedades indígenas de México. Bibliografía Aguirre Beltrán, Gonzalo 1986 “Los símbolos étnicos de la identidad nacional”, en García Mora, Carlos y Andrés Medina (eds.), La quiebra política de la antropología social en México, México, Instituto de Investigaciones Antropológicas/Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 303-346. Akzin, Benjamín 1968 Estado y nación, México, Fondo de Cultura Económica. Bonfil Batalla, Guillermo 1991 Pensar nuestra cultura, México, Alianza Editorial. Bonfil Batalla, Guillermo, Domingos Verissimo, Mario Ibarra et al. 1982 América Latina: etnodesarrollo y etnocidio, San José, Costa Rica, Flacso. Brading, David

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Danza de los zancudos en Tamazulapan, Zaachila, Oaxaca, 1963. Foto: Salomón Nahmad.



Claudio Esteva Fabregat (coord.), 2010, Antropología y consciencia nacional mexicana, Colegio de Jalisco, pp. 87-108. 1

3. Compromiso y subjetividad en la experiencia de un antropólogo mexicano1

El siguiente es un trabajo de introspección que, partiendo de lo biográfico, analiza las vicisitudes que la antropología mexicana ha superado durante el último medio siglo. En el mismo, un antropólogo formado en las técnicas clásicas de investigación social de la mano de autores como Roberto Weitlaner o Juan Comas —y que en sucesivas fases de su vida ha trabajado con Alfonso Caso, Julio de la Fuente, Gonzalo Aguirre Beltrán o Ángel Palerm— descubre, tras años de trabajo de campo entre diversos grupos indígenas de todo el país, que la antropología posmoderna considera como una forma de narración lo que para él es un compromiso personal y social con los excluidos. Este choque conduce a una revisión de una obra compleja, envuelta en polémicas sobre los usos y abusos de una antropología al servicio de un proyecto de construcción nacional. Posteriormente, una mirada al mundo contemporáneo lo lleva a reafirmarse en la pertinencia que tiene el conocimiento generado por la etnografía y la antropología para el cambio social de los pueblos originarios del mundo. Justamente por ello, reivindica una antropología social comprometida con el análisis de las condiciones que hacen posible que hoy se perpetúe la injusticia. Olvidar el contexto politizado de la historia de la disciplina, para ocuparse exclusivamente de diletantes disquisiciones académicas, hará de la antropología social una sierva del sistema político imperante al servicio de los dominadores. Introducción Quisiera plantear en este artículo tres aspectos: cómo la etnografía y la antropología me permitieron comprender el México en el que nací y me formé; cómo la subjetividad inicial me involucró en la problemática profunda de los pueblos indígenas del país, y de qué manera mi relación con los profesores de antropología me guió por el mundo académico y el indigenismo, los cuales me llevaron al acercamiento más objetivo y científico a la disciplina. Intentaré

recorrer, someramente, algunos de los autores que impactaron mi vida profesional. Reflexionaré sobre el impacto de la realidad sociocultural y sus repercusiones en la vida cotidiana de las familias y las comunidades de las distintas regiones que estudié, así como sobre el compromiso social adquirido. También examinaré el conflicto entre tradición y modernidad en mis diversos trabajos, y en la discusión de la posmodernidad desde mis actividades en organismos multilaterales como el BID y el Banco Mundial. Revisaré la importancia de la etnografía y la antropología social en el contexto cultural nacional, para finalizar con una reflexión de 40 años de actividad entre la academia y la antropología aplicada. “Coloquialmente se dice que alguien tiene un punto de vista subjetivo cuando no se ajusta a una perspectiva común, que se entiende como la verdad” (Queipo, 2005: 50). Afirmar que alguien es subjetivo supone una reprobación en sus afirmaciones: la subjetividad constituye la manera que cada uno afronta y construye la realidad de acuerdo con su experiencia en la relación con los otros. Y en la antropología, la subjetividad precisamente determina la relación del antropólogo con las otras culturas, cómo éste se sitúa frente a sí mismo y a los pueblos que estudia, y la forma de interpretar el mundo que lo rodea o que aprende. En este sentido, durante más de 40 años, he experimentado de manera singular mi concepción el mundo desde mi experiencia en la infancia como hijo de inmigrantes del Medio Oriente, condición que me sitúa en un contexto intercultural e interlingüístico en el que he construido mi versión de la sociedad local, regional, nacional e internacional. Además, haber estudiado etnología y trabajo social focalizó mi atención en los problemas de las poblaciones originarias de México, colonizadas durante cerca de cinco siglos y que configuran el perfil del México actual, en el cual se ha desarrollado el pensamiento antropológico nacional, influido por el pensamiento antropológico de las metrópolis intelectuales del mundo occidental. En este contexto realicé mis estudios etnográficos y etnológicos de diversos pueblos y comunidades de México y, más tarde, de América Latina. Antropología y etnografía en México, el contexto de mi formación y trabajo La reflexión que me solicitaron sobre mi actividad como etnógrafo y como antropólogo social —en el contexto del XXV Posgrado Julio Caro Baroja del Departamento en Antropología del csic celebrado en Madrid en octubre de 2005 — me permitió contrastar mi experiencia con la de otros colegas de los centros

universitarios y académicos españoles, en cuanto a las diferencias y las coincidencias en el quehacer de la etnografía y los análisis etnológicos, estas divergencias se reflejan en la redacción de monografías sobre diversos pueblos o diversas temáticas regionales. Por ello, quiero comenzar mi trabajo exponiendo en qué contexto estudié y trabajé la antropología. En México, desde el principio, la antropología como ciencia social se vio en la necesidad de formular hipótesis de trabajo que permitieran tomar medidas prácticas para quienes dirigían el país, especialmente después del movimiento revolucionario de 1910. Hombres como Manuel Gamio, Moisés Sáenz, Othón de Mendizábal, Alfonso Caso y Julio de la Fuente, por sólo mencionar a algunos, dieron a esta ciencia una proyección que llegó, en ocasiones, a rebasar las fronteras nacionales. Otros, como Gonzalo Aguirre Beltrán, Alfonso Villa Rojas y varios de las nuevas generaciones, dedicaron gran parte de sus investigaciones —igual que aquellos precursores— a definir y plantear, con objetividad, los grandes conflictos sociales de México y, en particular, los problemas de los grupos étnicos de la nación, la cual se ha desarrollado en un contexto de crisis permanente. Por esto, la sociedad ha tenido que exigir fórmulas y diseños para resolver los grandes conflictos sociales, económicos y políticos que se han suscitado a lo largo de la historia entre las poblaciones originarias y las descendientes de los colonizadores de México. La etnografía y la etnología sirvieron, en principio, para rescatar el patrimonio propio de los distintos grupos que componen la nación; pero nunca se satisfizo esta demanda con la simple descripción ni con la especulación académica de carácter teórico. De tal manera que la antropología social, en México, se ha manifestado no sólo teóricamente, sino como una ciencia aplicada y enfocada, inicialmente, al reconocimiento de los grupos y pueblos que conforman el país. Simultáneamente, la antropología ha alcanzado entre sus logros que se proyectaran recomendaciones de orden pragmático y de políticas públicas que permitieran formular programas específicos, destinados a los grupos étnicos primero y a los campesinos en general, después para, más tarde, extenderlos a la población urbana. Las medidas de tipo político que emergieron de la Revolución mexicana, como en el caso de la Reforma Agraria, requerían de una acción más sólida que permitiera que dichas medidas transformaran a fondo la situación de los indígenas. La asesoría y la dirección de importantes planes y programas se pusieron en manos de antropólogos sociales en la década de 1930. Mas como el número de dichos profesionales era notablemente escaso, el fenómeno motivó la

creación de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), institución que debía generar científicos y profesionales para la planificación y programación de aquellas medidas, así como su puesta en marcha (García y Medina, 1968: 481). La influencia de las diferentes corrientes antropológicas que circularon durante el siglo XX, en las metrópolis académicas europeas y estadounidenses, pronto se hizo presente en el pensamiento y en la formación de los nuevos antropólogos mexicanos. Sin embargo, la dirección de la antropología en México, desde su comienzo, tuvo un sesgo descolonizador y nacionalista, en tanto que la antropología extranjera continuó enfocada a mantener el colonialismo en los países donde se realizaban sus investigaciones, o en plantear la descolonización y el desarrollo. Actualmente, el neoliberalismo mexicano intensifica su acción en contra de los procesos descolonizadores y la llamada “antropología posmoderna” cumple la misma función. Antropología positiva y antropología social comprometida Cuando comenzó la descolonización política de África y Asia, después de la Segunda Guerra Mundial, en los países altamente desarrollados, los hechos subsecuentes de la nueva historia del mundo generaron, por mediación de las naciones aún sujetas al dominio colonial, una revisión crítica y sistemática de los principios básicos que regían a la antropología y sus diversas ramas científicas. En México, esta crisis de la antropología mundial se dejó sentir lentamente, sin gran repercusión, pues los mismos que realizaban la investigación estaban formulando la acción; si bien es preciso señalar que entre ellos había enfoques opuestos en relación con la dirección que debería tomar la praxis de la antropología. Por tanto, en gran parte de sus planteamientos la antropología mexicana estaba comprometida, de antemano, en el análisis de los procesos del cambio social. Sin embargo, se calificó a esta antropología mexicana como semidemocrática, pues autores como José Antonio González Alcantud pensaron que:

aquella antropología que ha vivido y se ha desarrollado en una situación semidemocrática; es el caso de la antropología mexicana bajo el régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), al cual le prestó mayoritariamente su apoyo, sosteniendo la retórica oficial indigenista y antiimperialista. Pero incluso en una situación como ésta hizo falta que existiese un mínimo de

formalidad democrática, para que el discurso antropológico pudiese respirar críticamente alrededor de ciertos temas. (González, 2001: 19) Sin embargo, para su momento —entre los años de 1920 a 1970—, México transformó su relación con la población originaria y la antropología jugó un papel central en el intento de descolonizar internamente a la sociedad dominada por los criollos, quienes, durante 200 años, en el ámbito del nuevo modelo nacional estuvieron al mando del nuevo país, denominado México. Estas élites criollas tenían la idea de construir un México a imagen y semejanza de las naciones europeas; así, la nueva nación emergente mantuvo el colonialismo para las poblaciones étnicas originarias bajo las formas de esclavitud económica, con el peonaje y los grandes latifundios, la discriminación racial, la negación y exclusión de todas las formas de cultura y lenguas propias. Las medidas adoptadas en las políticas públicas y los programas para las regiones étnicas del país, atrajeron la atención de antropólogos de las más importantes corrientes de la antropología, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, como Franz Boaz, Robert Redfield, Juan Comas, Bronislaw Malinowsy, Roberto Weitlaner, Paul Kirchhoff, Ralph Beals, Jacques Soustelle, Guy Stresser Péan, Elsie Parsons, Oscar Lewis, Richard Adams, George Foster, José Alcina Franch, Edward Spicer y otros más. Con los aportes de estos intelectuales comenzó, en la década de 1930, la formación de los antropólogos profesionales mexicanos: Alfonso Villa Rojas, Carlos Basauri, Lucio Mendieta Núñez, Francisco Rojas González, Miguel Covarrubias, Francisco Plancarte, Ricardo Pozas Arciniegas, Pedro Carrasco, Calixta Guiteras, Ángel Palerm, Fernando Cámara Barbachano, Pedro Armillas, Claudio Steva Fabregat, Pablo González Casanova, etcétera. Con estos investigadores nacionales se pudo construir la base de la ENAH y del INAH, lo cual permitió tener, en un lapso relativamente corto, un cúmulo importante de estudios sobre las distintas regiones y grupos étnicos y formular una teoría vinculada a la visión interna de México. Esto también posibilitó aminorar la influencia de la antropología externa —como la de Europa y los Estados Unidos— con visión colonialista. Esto permitió aprovechar en México el conocimiento científico generado por la antropología para el proceso de descolonización. No obstante, la praxis adolecía de fallas en su estructuración y, en pocos años, habría una crisis en la orientación de la antropología mexicana al ser cuestionada y ser objeto de crítica por las nuevas generaciones de antropólogos que participaron en el análisis de la antropología aplicada, así como del indigenismo,

fundamentalmente entre las décadas de 1950 y 1970, del cual emergió la crítica a “eso que llamaban antropología mexicana” (Warman et al., 1970). Desde nuestro punto de vista, el movimiento estudiantil de 1968 y la crisis por la que atravesaba la antropología en los países altamente desarrollados cambiaron las bases de la antropología social en México y de las instituciones que las realizaban, con la exigencia de un compromiso más profundo y serio. Se pusieron sobre la mesa de diálogo los proyectos piloto que habían sido concebidos por los antropólogos, y retornó la discusión que había sido planteada en la década de 1930, acerca de la posibilidad de un desarrollo autónomo y paralelo de los grupos étnicos. Igualmente, se perfiló una antropología crítica que después formularía la teoría de la descolonización interna como elemento básico para liquidar las relaciones interétnicas asimétricas. Surgieron los estudios de relaciones interétnicas y su combinación con la estructura de las clases sociales a nivel nacional, lo que generó planteamientos programáticos con nuevas directrices, así como la revisión crítica de la antropología social y aplicada. Algunos de estos análisis se han hecho desde el campo de las teorías de la evolución multilineal de la sociedad, o desde el punto de vista del marxismo ortodoxo. Esto promovió la revisión sistemática de todos los modelos y diseños que, a partir de 1920 y hasta el año 2000, fueron construidos para generar el cambio social en los campos de la educación, la salud, la economía y en los ámbitos jurídicos, culturales y políticos. Ahora bien, estos análisis proyectaron en la antropología los términos de un conocimiento más profundo, que analizó el problema y lo correlacionó a nivel nacional e internacional. Desmitificar y revisar lo realizado fue tarea trascendental para reorientar la antropología e ir en pos de una investigación y una acción más comprometidas con la liberación y articulación de los pueblos originarios. Aunque, en América Latina, México ocupa un lugar de importancia y liderazgo en el campo de la antropología, es importante reconocer que la antropología que hemos construido hasta hoy, más que liberar —en estos 100 años del siglo XX— a los grupos étnicos originarios del país, los ha mantenido en la dominación sin que logre hallar los cauces para su liberación ni para su participación en las estructuras nacionales. En términos jurídicos, económicos y políticos, lo alcanzado es poco significativo en comparación con los logros de la sociedad dominante, y los resultados de las políticas públicas resultan débiles e insignificantes. Todo esto implicó que la investigación, además de dirigirse a los estudios sectoriales de una cultura o a la descripción exhaustiva de una comunidad o de

una región étnica, buscara las relaciones que estos grupos tienen con la sociedad nacional y su conexión con las relaciones internacionales. Consideramos que, para la década de 1990, comenzó la revisión crítica de lo hecho durante el siglo X X por la antropología social aplicada, y se planteó la necesidad de la reformulación de un proyecto más ambicioso y audaz para el siglo XXI. De esta manera, los conceptos de objetividad y subjetividad, en los estudios etnográficos, fueron analizados y criticados como parte de la antropología culturalista y funcionalista, por una propuesta de corte más comprometida, enmarcada en el materialismo histórico marxista y en la evolución multilineal. Tanto los antropólogos nacionales como internacionales fomentaron esta propuesta en la enseñanza de la disciplina, así como en el trabajo de campo y en su aplicación. La sociedad nacional ha encontrado en las diversas ramas de la antropología —arqueología, etnohistoria, lingüística, etnología y antropología social y aplicada— un medio para justificar el sistema y para apropiarse del patrimonio histórico, social y cultural de los pueblos y culturas mesoamericanos. La antropología aplicada debe, en el futuro cercano, devolver su propia identidad al colonizado y a las sociedades indígenas en su conjunto, recuperando su posición histórica en la construcción de la sociedad nacional. La antropología, como instrumento de dominación, ha sido útil al sistema, y como tal debe ser transformada para que, como disciplina científica, sirva de instrumento de liberación del sujeto estudiado. La antropología, como ciencia positiva y pura, es más un mito y una sofisticación que una realidad. La antropología estudia al hombre en su contexto social concreto, no como objeto folclórico; pero sí trata a su materia como fenómeno peculiar, desvinculándose del compromiso ético de modificar y transformar la sociedad. Ése es mi punto de vista y lo he formulado durante mi trayectoria como antropólogo y etnólogo en el contexto nacional e internacional.

Tradición versus modernidad La antropología teórica en México parecía preparada para abordar la modernidad y la tradición, porque no ha hecho otra cosa desde sus orígenes. Los antropólogos somos conscientes de ello e intentamos definir la cultura de los creadores y consumidores de la antropología como moderna, y la cultura de los sujetos de sus investigaciones como tradicional, es decir no moderna: no occidental, diferente y premoderna.

La perspectiva en México —y en todos los países del Tercer Mundo— de una antropología social que intentara la transformación a partir del cambio de las estructuras sociales, y de que las superestructuras culturales se ajustaran y adaptaran a dicha transformación, era imprescindible. La antropología comprometida y crítica está en contra de la antropología que pretende mantener lo establecido y manipular a la población para que logre su conformidad. Intentamos organizar, para el futuro, una antropología social preparada para el cambio profundo; para que realicemos una investigación a fondo que permita a la población sujeta a estudio la toma de conciencia de su situación, y la movilización, en términos de autoafirmación y defensa de sus derechos como conjunto de sociedades y culturas. Asimismo, se ha intentado evaluar el efecto de estas investigaciones sobre el cambio social, y tener la capacidad de autocrítica. El antropólogo deberá, en el futuro, ser un servidor de los pueblos oprimidos y colonizados, no un dócil administrador de un sistema vigente que busca perpetuar el estado de las cosas. Este momento realmente importante de la historia humana requiere de soluciones de innovación social en el proyecto nacional, así como esquemas de revisión analítica de la tradición y la modernización, de modo que responda y transforme la realidad social al convocar a los pueblos y sujetos estudiados, a efecto de promover un cambio y una nueva relación humana. Tal como percibo la problemática, he aquí los cuatro objetivos generales que los antropólogos debemos seguir en el proceso de la modernización: 1. Elevar el bienestar material y cultural de las poblaciones. 2. Lograr una convivencia intercultural con justicia social en términos igualitarios con todos los grupos humanos. 3. Aceptar un pluralismo étnico igualitario de respeto mutuo y desarrollo conjunto. 4. Garantizar la continuidad y crecimiento de las comunidades étnicas dentro de la identidad nacional. La responsabilidad que como antropólogo mexicano he tenido es, según considero, la de todo antropólogo del mundo: comprometer mi conciencia, mi ética y mis conocimientos con el objeto de mi estudio y de mi acción; contribuir al humanismo trascendental de una sociedad universal más justa que, al final, logre una relación entre los hombres, las culturas y las naciones, en la paz y la

convivencia armónica. Con el ánimo de explorar los caminos que faciliten la búsqueda de acuerdos en la creciente diversidad social, la antropología que he practicado opta por un diálogo, al más alto nivel, sobre los factores que habría que tomar en cuenta y los dilemas que se deben enfrentar los pueblos, razas, segmentos sociales y culturas diversas a fin de lograr la comunicación y favorecer acuerdos que permitan la coexistencia social. En este marco, he logrado realizarme en la investigación mediante trabajo de campo y análisis sociales para promover el diálogo entre civilizaciones y culturas en una escala regional, nacional e internacional, como medio para mejorar el bienestar del ser humano; promover y ampliar la cultura del diálogo en el nivel de comunidad, de región y de la nación; promover la cultura de la paz; fomentar la coexistencia pacífica; prevenir violaciones a los derechos humanos; ayudar a establecer y ensanchar a la sociedad civil internacional a través de la interacción cultural entre naciones; consolidar la cultura espiritual, moral y de inclusión de todas las formas de religiosidad; conducir la investigación sobre el significado e interpretaciones posibles del diálogo entre civilizaciones y culturas para difundir los resultados a nivel nacional e internacional, y así introducir el diálogo entre tradición y modernidad. En este campo, el trabajo realizado por la antropología teórica y de acción, en la cual he participado desde mi juventud hasta el presente, ha pretendido encontrar los puentes comunicantes entre tradición y modernidad.

Posmodernismo Gracias a mi estadía en España y al haber participado en el XXV curso de posgrado “Julio Caro Baroja” organizado por el Departamento de Antropología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, tuve la oportunidad de adentrarme en un tema que casi desconocía, dada mi formación en el ámbito de la antropología mexicana, que se mantiene muy distante de la antropología posmoderna. Leyendo a los principales autores sobre este tema, central en las discusiones de los medios académicos, me he visto forzado a revisar en qué convergen estas teorías del posmodernismo con la antropología, tanto teórica como aplicada, que se practica en México. Los puntos que más atrajeron mi atención fueron la comparación de las teorías coloniales, que gozaron de gran popularidad en las humanidades durante las décadas de 1960 y 1970, sobre todo, en círculos académicos tradicionalmente ocupados en el estudio de las otras civilizaciones y culturas —como la antropología, la etnología, la historia—. Así,

también, leí y me compenetré de las discusiones de la década de 1990 en torno al posmodernismo, la reconstrucción de los estudios culturales y la teoría feminista, que contribuyeron a la institucionalización académica del poscolonialismo y de ahí al posmodernismo. Una definición con la que coincidió particularmente es la que proporciona el Diccionario de filosofía Latinoamericana:

A diferencia de las narrativas anticolonialistas de los años sesenta, que establecían oposiciones binarias entre los colonizadores y los colonizados, reservando a estos últimos un lugar de exterioridad moral, cultural, e incluso metafísica respecto a sus dominadores, los teóricos poscoloniales o posmodernistas entienden el colonialismo como una relación de fuerzas en donde no caben exterioridades de ningún tipo y someten a la crítica, el papel de las humanidades en la consolidación del dominio colonial, el nacionalismo tercermundista, la retórica imperial del marxismo y el esencialismo de los discursos anticolonialistas. El liberalismo extremo, lo encontré en el planteamiento de Touraine, a quien le interesa demostrar cómo el modernismo ha separado al sistema de sus propios actores. Señala que:

la modernidad en las economías liberales, expresada como estrategias de empresa, han profundizado las diferencias y ha separado al mercado de la cultura, lo que ha llevado a una disociación del progreso y la cultura, y, a la generación, por tanto, de la multiculturalidad. Plantea la necesidad de definir a la modernidad en forma distinta, sobre todo buscando unificar lo que la posmodernidad separa; el sistema y los actores donde se produce el mayor número de excluidos y marginados en condiciones de extrema pobreza. (Touraine, 1995) De la misma manera, el posmodernismo en la antropología, afirma Julia Ledo:

en esta sociedad en que vivimos se presenta como un mercado que no busca explicar las conductas ni comprender las culturas de los excluidos. El liberalismo sólo abarca una cara de la modernidad, a la de la acción y del cambio y la separa de la otra que representa a la identidad divorciada de toda acción social en las comunidades, en las etnias, en los guetos, en las contraculturas que se caracterizan por lo que no hacen, es decir, por no tener

empleo o por estar fuera del sistema, por ser marginados y excluidos. (Ledo, 2004: 4) Respecto a la antropología mexicana, lo que puedo criticar es que el posmodernismo es una corriente filosófica e intelectual caracterizada por el rechazo más o menos explícito de la tradición racionalista de la Ilustración y el positivismo —en la cual me he formado como antropólogo—, por la construcción de elaboraciones teóricas desconectadas de cualquier prueba empírica, por discursos oscuros y ocasionalmente surrealistas, y por un relativismo del conocimiento que considera que la ciencia moderna no es nada más que una narración, un mito o una mera construcción social. Lo que yo puedo inferir de mi trabajo etnográfico, es que aunque cuenta la realidad observada en el trabajo de campo u obtenida de los datos duros de las ciencias sociales, éstas no son verdades totalmente absolutas; sin embargo, son referentes de un análisis de la realidad, que al ser revisadas años después de las visitas etnográficas y etnológicas a las comunidades o regiones, se confirman como referentes de la realidad estudiada y no como una narración, según pretenden los teóricos del posmodernismo en la antropología. La antropología en México como emergente del Tercer Mundo, no ha tenido razón ni tiempo para desestructurar con el posmodernismo la etnografía y la etnología realizada, y sí ha tenido, persistentemente, la crítica del trabajo. Sin embargo, se han escrito breves artículos sobre el tema (véase Nivón, 1991) realizado por los antropólogos mexicanos o extranjeros que han trabajado en México. La cuestión de que existen puntos de convergencia la señala Nicolás Castañeda:

En general, el posmodernismo que invade todos los ámbitos de la vida de las nuevas sociedades, significa la ruptura con todo aquello que se había establecido como la forma universal, como los modelos o patrones generales en todos los campos a los que toda las sociedades se habrían de ajustar, en ese sentido se plantea que el posmodernismo significa el fin del sujeto, el fin de la historia, el fin de las ideologías. En su lugar predomina, se reproduce y pone de moda la existencia de la diferencia, de tomar las cosas por su particularidad, por sus características y valores distintivos. Ahora predomina el particularismo y no el universalismo que caracterizó a la modernidad. En ese sentido, el posmodernismo representa toda una nueva etapa en la vida del

hombre donde predomina de alguna manera una mayor libertad para la actividad humana, pues aquí no se está sujeto a arquetipos o modelos generales de acción. La libertad y lo específico adquieren un nuevo valor en la vida de los hombres y las sociedades. (Castañeda 1999: 9) Este planteamiento es relativamente cercano a la perspectiva de la antropología en México. Sin embargo, resulta esencialmente individualista y ajeno a los sistemas de vida de los pueblos indígenas de México. Pero revisemos mi experiencia. La migración y la multiculturalidad (experiencias de la infancia) Mi interés por la antropología surgió por haber vivido toda mi infancia en la ciudad de Orizaba, Veracruz, un enclave rector de un hinterland indígena nahua —mexicano— con cuyos habitantes conviví directamente. Siendo hijo de inmigrantes de Siria y Egipto, del Medio Oriente, había experimentado la vivencia de lo bicultural, de la interculturalidad entre el mundo indígena, el mundo criollo y el de mi familia. Experimenté el bilingüismo activo, en la escuela primaria, donde los niños más pobres hablaban náhuatl, mientras los niños mestizos y criollos se expresaban en español. Por mi parte, en mi hogar nos comunicábamos entre árabe y español. Este hecho, aunado al de no compartir la religión mayoritaria católica sino la judía, me hizo percibir afectivamente que el entorno náhuatl se daba en una relación interétnica desigual y de imposición hegemónica. Estos hechos me permitieron tener una dimensión de compromiso frente a lo diferente, a la otredad, y percibí lo discriminatorio del sistema social, en el cual no se daban las condiciones para convivir en términos de tolerancia e inclusión. Más tarde, gracias a mi participación en los trabajos de investigación que dirigía el Dr. Erich Fromm —sobre la psicología profunda entre las madres obreras de la ciudad de México—, comprendí que el fenómeno de fondo de las sociedades modernas era fundamentalmente de relaciones interétnicas desiguales y excluyentes y, por otro lado, la estratificación en clases sociales que han sido descritas ampliamente por la antropología de estas ciudades dominantes, como San Cristóbal de las Casas, Chiapas; Oaxaca, Oaxaca; Córdoba, Veracruz; Toluca, Estado de México; Pátzcuaro, Michoacán, etcétera. Por ello, decidí abandonar mis estudios de psicología y comenzar los de etnología para comprender este mundo de la complejidad de las culturas dentro de la sociedad, y para trabajar a favor de los pueblos indígenas de México.

El trabajo social y el multiculturalismo en el valle de Puebla: Tonantzintla y Chipilo, colonia italiana de Chipilo, Puebla Mi primera experiencia en el trabajo de campo la tuve durante mis estudios de trabajo social. Entre los años de 1953 a 1956, me incorporé a un proyecto de la universidad denominado “Las misiones universitarias”. Dicho proyecto estaba integrado por un equipo interdisciplinario de estudiantes de diferentes profesiones, entre las cuales el trabajo social era una de las tareas, por lo que me ocuparía en las comunidades de la región de Cholula, Puebla, en donde puse mi mayor esfuerzo y compromiso en las actividades sociales que tenía a mi cargo. Me tocó trabajar en la comunidad de los Reyes Tlalnechicolpan, de la zona de Tonantzintla, con población de habla náhuatl, y en la comunidad de Chipilo de Véneto, Italia, con las familias de los migrantes, donde visité los hogares para conocer sus condiciones de vida y los medios de sobrevivencia de las familias rurales e indígenas. Por ello, pude comprender, empíricamente, su manera de vivir, las relaciones interfamiliares entre los cónyuges y sus hijos, y sus relaciones humanas al interior de las comunidades, para entender sus problemas sociales y personales, y su actitud ante la vida. Para detallar esta etapa de mi carrera reproduzco parte de un texto que redacté sobre estas experiencias:

La primera casa que me tocó visitar en la sección que me correspondía de la comunidad Los Reyes Tlalnechicolpan, se encontraba en la esquina frente a la iglesia y la escuela. Era una pequeña miscelánea que se encontraba en la más terrible pobreza. Se componía de un mostrador, una banca, unos cajones de aparadores, unos cuantos comestibles y, en su mayor parte, refrescos y cervezas. Todo se encontraba invadido por moscas. Una niña de siete años nos atendió, y salió una más pequeña del siguiente cuarto, con el tórax deformado y cubierta con unos harapos. Llamaron a la madre, una mujer de unos 35 o 40 años, delgada, cubierta con unos vestidos rotos, sucios, y toda la familia descalza. La madre nos hizo pasar a la casa habitación, que consistía en un cuarto de unos 4 por 6 metros con sólo dos puertas, una hacia la tienda y otra hacia el patio. En la parte lateral se encontraba un altar con diferentes cuadros de santos con unas velas encendidas y con unas flores; a un lado de los cuadros observé unos objetos desconocidos para mí. A un lado del altar, en una de las paredes, un Cristo de unos dos o tres metros de altura. En el otro extremo del cuarto, unos petates en el piso de tierra, unas cobijas y un niño de

unos meses de nacido, cubierto con unos pañales limpios. En la pared estaban colgadas algunas prendas, vestidos de mujer principalmente. El cuarto en general se encontraba sucio, faltándole ventilación, y en un estado de pobreza e higiene inadecuada. Al estar platicando con la señora de su vida, inmediatamente empezó a relatarla, diciendo que había quedado viuda hacía cuatro años, que tenía serios problemas económicos pues sus hijos mayores tenían una parcela, y que ella tenía que mantener a siete personas y los ingresos no le alcanzaban para alimentar y vestir a sus hijos, que se encontraban desnutridos y con enfermedades continuas, como las del aparato digestivo y las de la piel, pues toda la familia tenía sarna. Nos estuvo contando algunos detalles de su vida que aparecían asociados libremente en su pensamiento, y en general nos indicó que estaba resignada y que Dios no la había ayudado más. Le preguntamos si el niño era suyo y nos indicó que sí, que había tenido relaciones con un señor y que la abandonó al mes de conocerlo. Tiene una hija trabajando en México D.F. como sirvienta, pero no ha tenido noticias de ella y se sentía angustiada por este hecho. Su carácter era sumiso, débil, con temor a la autoridad y en general dependiente de las fuerzas externas a ella, y con una actitud de resignación ante la vida y con una esperanza en las fuerzas religiosas.  Terminó de enseñarnos su hogar y el traspatio en el que tenía sembrado algo de maíz y frijol, y algunas gallinas que pululaban sueltas en el entorno de la vivienda. Enfrente se encontraba la cocina, que consistía en un cuarto bajo, sucio, lleno de tizne, algunas cazuelas y ollas de barro y un comal sobre unas piedras que tenían algunos leños encendidos. La comida principal de la familia consistía en tortillas de maíz con frijoles y chiles picantes; algunas veces tomaban café. La leche, la carne y los huevos que podían obtener de la cría familiar no los utilizaban para alimentarse, sino para venderlos.  Terminada la entrevista, la cual había sido espontánea y libre, reflexioné y me pregunté: ¿cuál es el problema de esta familia y de esta comunidad?, ¿falta de conocimientos, educación, pensamiento mágico o una actitud pasiva ante el sufrimiento compensado con la resignación?, ¿pero cuál es el camino y los medios para solucionar este tipo de problemas? No pude dar respuesta adecuada a mis preguntas y me encontraba desorientado cuando, como trabajador social, venía a orientar a dichas familias y comunidades. Sentí impotencia ante un problema de esta magnitud, y lo único que concluí después de meditarlo mucho, fue que la educación y la paciencia [serían necesarias] para promover a la comunidad para conocer sus propios

problemas como realidades y poder ellos mismos enfrentarlos y resolverlos. (Nahmad, 1955) De ahí surgió mi interés en el estudio de estas comunidades, y considerando las limitaciones de la profesión de trabajo social, en ese momento, emprendí los estudios de antropología en la especialidad de etnología, lo que me permitió tener una visión de mayor profundidad sobre los fenómenos sociales y culturales de ésta, mi primera experiencia. Después de 50 años de este primer ensayo, volví a la región de Cholula en el año 2000 y pude comprobar que lo descrito en mis primeros informes de los años cincuenta del siglo XX mantenía un perfil similar al de los estudios realizados en las comunidades del valle de Oaxaca en 2002. Sin embargo, hay cambios profundos y significativos que se han dado en el valle de Cholula al recibir el impacto de la industrialización y la expansión de la ciudad de Puebla. Al comparar dichas experiencias y estos primeros ensayos con los análisis de Oaxaca, percibí que son ampliamente similares y paralelos; sin embargo, la pobreza en Oaxaca es mucho mayor. También, desde la década de 1950, había realizado una reflexión analítica sobre la presencia del grupo de migrantes procedentes del Véneto italiano, que llegaron a México trasladados por el gobierno mexicano a finales del siglo XIX, con el objeto de blanquear a la sociedad indígena del valle de Cholula, no sólo desde el punto de vista racial, sino también desde el punto de vista cultural y tecnológico. El gobierno mexicano de entonces esperaba que la tecnología y la cultura de los campesinos europeos, procedentes de Italia, lograrían los cambios culturales y tecnológicos del conjunto de las comunidades en el entorno de la ciudad de Cholula, Puebla. Al considerar estos antecedentes, escribí: en septiembre de 1882 atracó en el puerto de Veracruz el vapor Atlántico con un grupo de 58 familias integradas por 556 personas, procedentes del Vénetto, de las contratadas por el gobierno mexicano. 28 familias procedentes del municipio de Segusino, pueblo rural de la montaña cercana a Venecia, que fueron las fundadoras, situadas en Chipilo, en las cercanías de Cholula, Puebla. (Nahmad, 1955)

Este proyecto utópico, de carácter social, aplicado a 120 años de distancia, no sólo es una realidad objetiva, que había tenido su impacto social, económico, cultural y político, sino también un fenómeno descrito por la antropología y la

sociología. Desde su llegada, estos colonos se caracterizaron por su resistencia y tenacidad en conservarse fieles a su tradición cultural del Véneto. Las familias todavía se oponen a que sus hijos y nietos se casen con mexicanos, manteniendo una fuerte endogamia hasta nuestros días. La idea del gobierno nacional fue que estos colonos sirvieran de modelo a los habitantes nativos para que perfeccionaran sus técnicas agrícolas, y que asimilaran sus patrones culturales. Por mi parte, considero que se cometió un grave error en el proyecto social al enclavar a estos colonos en una zona indígena, donde la población mestiza era tan escasa como para no ejercer ningún cambio en la región. Sea lo que fuere, lo cierto es que el medio social era impropio para la deseada asimilación del colono; en Chipilo, el exceso abrumador de población indígena produjo iguales o peores resultados que la relación con la población nacional, y fortaleció un sentimiento de superioridad racial; éste, a su vez, hizo más tajante el enquistamiento de la población de origen italiano. Así, la aculturación ha sido nula, como también el mestizaje deseado. Por ello, estudios recientes de Chipilo demuestran la permanencia de la cultura y del idioma o dialecto del Segusino en esta comunidad. El idioma se mantiene menos italianizado que el hablado en el pueblo de origen de los chipileños, y por ello en la actualidad la comunidad inmigrante estudia el idioma véneto en Chipilo. No podemos culpar a los colonos porque siguen sintiéndose vénetos y manteniendo su lengua y su cultura segusina y véneta. Me parece que los análisis y las descripciones que hacen las antropólogas Ana Missio (2002) y Carolyn Mackay (2002) de la comunidad de Chipilo son objetivos mirando al pasado — diacrónicamente— y mirando al presente —sincrónicamente—, aunque en la visión etnográfica pudiera aparecer lo objetivo y lo subjetivo. Lo que no puedo considerar, empero, es que se describan los fenómenos culturales como poética o retórica, tal y como lo afirman Clifford y Marcus en su libro Retóricas de la antropología (1991), o como afirma Geertz en su libro La interpretación de las culturas (1992) que considera que “el quehacer antropológico, al interpretar otras culturas, las define metafóricamente como la lectura de un palimpsesto difícil o, en otras palabras, en un manuscrito que todavía conserva huellas de otra escritura anterior en la misma superficie pero borrada expresamente para dar lugar a la que ahora existe” (citado por Del Pino, 2000: 295); como si la descripción comunitaria fuera una escritura anterior a la que ahora existe. No es para simplificar la discusión del posmodernismo en la antropología, sino para aclararme si el trabajo realizado es científico o es una retórica poética,

por lo que las considero impropias al realizar los análisis en el campo de la etnografía y de la etnología. En este sentido, mi experiencia en esta región recalca la importancia del trabajo de campo —realmente virgen y experimental— de mis primeros años, al concluir que dichas tareas fueron las de observar y analizar la realidad, adquirir conocimientos al respecto y con respeto hacia el sujeto de estudio, así como adoptar una postura científica y ética ante las comunidades. Debo considerar también la importancia de la educación como un medio de resolución a los muchos problemas observados en la comunidad, y la necesidad de trabajar en equipos interdisciplinarios, concediéndole gran importancia a la coordinación. Roberto Weitlaner y la etnografía del México moderno en la década de 1950 Don Roberto fue el maestro de la cátedra de etnografía moderna de México en la ENAH y fuimos sus alumnos la gran mayoría de los antropólogos de los años cuarenta del siglo XX, hasta el año de su muerte. Ser alumno y auxiliar de investigación, de este ilustre etnógrafo y lingüista fue un privilegio y una enorme oportunidad para aprender de él, no sólo las técnicas etnográficas de investigación, sino su visión y su perspectiva humanista y de profundo respeto por los pueblos indígenas de América y de México estudiados por él. Don Wigberto Jiménez Moreno, otro de los grandes etnohistoriadores de México, se refiere al maestro Weitlaner como fray Roberto, comparándolo con el ilustre fray Bernardino de Sahagún, por su contribución al conocimiento y difusión de la vida de las culturas indígenas y a su enorme compromiso moral, ético y científico con los pueblos indios de Oaxaca, Guerrero, Hidalgo, el Estado de México, Tlaxcala, etcétera. Con esos pueblos, Weitlaner convivió y compartió su vida como investigador y ser humano. Considero que criticar el trabajo etnográfico de este distinguido investigador por las teorías de la antropología posmoderna y señalarlos como estudios descriptivos —poética o retóricamente — es verdaderamente una visión estrecha, dada la importancia que tienen la etnografía y la etnología en el conocimiento de las sociedades humanas que configuran el contexto total de la humanidad. Don Roberto me envió a visitar a los pueblos chocholtecas y chinantecos de Oaxaca. Comprendí el amplio sentido de penetrar en el trabajo etnográfico como una base esencial del quehacer antropológico. Descubrí las formas humanas y sutiles para poder realizar el trabajo de campo en la formación básica de la antropología: residir, compartir y experimentar la vida de la gente en los pueblos

diferentes a los de las sociedades urbanas y occidentales, fue esencial en mi trabajo profesional hasta estos días en que escribo esta ponencia. Trabajé detalladamente, junto con Carlo Antonio Castro, en el libro sobre la comunidad de Usila (Weitlaner, 1967), que habíamos investigado. Desentrañé de sus manuscritos el significado y el análisis de los datos etnográficos para poder plasmarlos en un texto que fuera didáctico y trasmitiera las diversas formas de vivir de los pueblos estudiados. No devaloraba la extrema pobreza de los chocholtecos frente la riqueza paradisíaca de los chinantecos de Usila, pues las dos situaciones implicaban formas de vida y de cultura en comunidad. Un principio que aprendimos de Weitlaner fue el reconocimiento y la dignificación de estos pueblos originales, de este territorio que hoy conocemos como México. Don Roberto nunca mostraba fatiga ni desinterés por los datos o la información que viniera de los pueblos indígenas. Estaba atento y preocupado por el futuro de los pueblos y las lenguas indígenas de México. De mi experiencia de campo y de los análisis de los datos —en el gabinete bajo la posición antiintegracionista de Weitlaner—, así como por el conocimiento detallado de Weitlaner sobre los elementos centrales de las culturas indígenas, se forjó en mí una posición crítica y ecléctica frente a las tesis de carácter genérico con implicaciones de carácter muy mecanicista de las teorías de la aculturación y de los análisis macro sociológicos del marxismo, que excluían la visión etnológica y etnográfica del relativismo cultural. Él también reconocía la necesidad de que muchos antropólogos sociales se incorporasen a las instituciones gubernamentales que requerían trabajadores en el campo; sin embargo, consideraba “que la sociología sola no basta para tener una buena idea sobre la cultura de un pueblo, sino que también se requería la visión de la etnología, la etnografía y sus teorías” (comentario personal que le hizo Weitlaner al autor de este artículo en 1961) o, como lo señala Clifford Geertz en una entrevista que realizan Hirsch y Wright: “considero que la etnografía no ha muerto. Creo que es fundamental y que el trabajo de campo es una parte esencial de la etnografía” (Hirsch y Wright, 1993: 121). Cuando decidí trabajar en el Instituto Nacional Indigenista (INI), en 1961, don Roberto manifestó su preocupación por la posición que pudiera asumir la antropología sobre los pueblos indígenas. Consideraba un riesgo la injerencia política del Estado en los asuntos internos de los pueblos indígenas. Pudiera inferirse que su posición era conservacionista de las culturas; sin embargo, Weitlaner consideraba que la opinión y los criterios de los pueblos indígenas eran fundamentales en las definiciones de las políticas públicas. Consideraba un

riesgo la ingeniería social, pues habiendo nacido en Austria y educado para ser ingeniero metalúrgico, abandonó la tecnocracia y optó por el humanismo cultural y social. Era profundamente antirracista y reconocía en la diversidad cultural humana la generación y la sinergia para construir las civilizaciones. Trabajó con los grandes antropólogos, etnólogos y lingüistas del mundo, como Franz Boas, Robert Lowi, Robert Valiant, Jaques Soustelle, Eduard Sapir, Pablo González Casanova —padre—, Zelia Nuttall, entre otros. En mi experiencia profesional, estos trabajos iniciales y lo aprendido con Weitlaner, me remiten a cuestionarme si lo observado en el valle de Cholula, o entre los chocholtecas y chinantecos de Oaxaca, estaba enmarcado en la subjetividad o en la objetividad y, sobre todo, al definir si lo que había registrado y observado en aquellos años de mi juventud carecía de realidad o sustancia, ilusoria o caprichosa como lo trabaja Marvin Harris en su libro Teorías sobre la cultura en la era posmoderna, el cual considera que los críticos de los trabajos etnográficos, por parte de la antropología posmodernista, “no son objetivos en sus observaciones y comprobaciones públicas o intersubjetivamente mediante los métodos científicos que deben ser públicos, replicables, comprobables, económicos y haber acotado el campo del estudio y los análisis obtenidos”. Concuerdo también con Harris en que

desde el punto de vista, del observador de las culturas pueden ser consideradas subjetivas en realidad desde la concepción emic, en el sentido de que no necesariamente son subjetivas, sino que también son objetivas, como una categoría cognoscitiva que satisfacen siempre los criterios de la investigación científica, sin que dichos estudios desemboquen en teorías de aplicación generalizadas. (Harris, 2000: 32-33) Por lo mismo, considero que mis trabajos etnográficos son un acercamiento humano al estudio de otras sociedades humanas y, por tanto, no podemos exigir el rigor de los análisis de las ciencias exactas a la antropología. Juan Comas critica al racismo mexicano Al recibir la invitación para participar en este curso, recuperé viejas lecturas de mi maestro Juan Comas, de origen catalán, refugiado en México a causa de la guerra civil de su país de origen. Sin duda, fue uno de los antropólogos más dinámicos y preclaros en la lucha contra el racismo y contra todas las formas de

xenofobia y de intolerancia social. Al releer sus manuscritos puedo darme cuenta que después de más de cuarenta y cinco años de haber tomado clases con él, en la ENAH y en el doctorado de la UNAM, las cuestiones sobre la discriminación en México han aflorado con mayor significación y los cambios logrados para su eliminación han sido limitados y poco profundos en la convivencia humana. Para nadie es ajena la cantidad de prejuicios que persisten sobre el concepto de raza y las distorsiones y deformaciones que históricamente hemos construido. Al leer por primera vez el libro de José Alcina Franch, Antropólogos y disidentes (1999), durante mi estancia en Granada, recordé cuando él menciona a Juan Comas y el impacto de su pensamiento en el campo de la antropología física y de sus análisis sobre el racismo que quedaron profundamente plasmados en mi pensamiento actual. Considero que el trabajo de Juan Comas, tanto analítico en la ciencias biológicas del hombre como sus reflexiones profundas sobre el indigenismo, no tienen, a mi entender, ninguna retórica literaria y por lo mismo están más ligadas al conocimiento científico. De él aprendí que el común de la sociedad maneja infinidad de elementos confusos que se atribuyen a la raza, sin cuidar los elementos fundamentales para definir, desde el punto de vista biológico, el concepto de raza y atribuirlo a otros conceptos como etnia, pueblo, nación, idioma, religión, etcétera. No cabe duda que la clasificación y definición de las razas humanas parte de un principio histórico para entender las variaciones externas de un grupo humano a través de sus características somáticas —por ejemplo: la estatura, la pigmentación de la piel, las características del cabello o de los ojos, etcétera—. Todos estos indicadores somáticos generan conclusiones de carácter poco racional y que generalmente se convierten en elementos de carácter emocional y que se transforman en prejuicios. Para el caso de la población indígena de México —que no necesariamente pertenecía a un grupo humano homogéneo, sino que presentaba diferencias y variabilidades biológicas en las distintas regiones del país—, se trata pues de entender —nos decía— que una raza, biológicamente hablando, es un grupo polimorfo, una población variable y no un grupo homogéneo integrado por individuos que poseen idénticas características; por ello, para combatir el racismo, lo primero que se requiere es aclarar que el concepto raza es un concepto fundamentalmente biológico y, por tanto, debe analizarse desde una perspectiva científica. Bajo el pretexto de la inferioridad racial y de la incivilidad de las unidades

étnicas de México se han cometido, hasta el presente, innumerables abusos de discriminación, de despojo, de injusticia, de explotación, de etnocidio y genocidio contra estas sociedades por parte de la población de origen europeo, que —al entrar en contacto con las distintas modalidades sociales nacionales— generó una enorme desigualdad y exclusión de dichas unidades étnicas. Son históricas las políticas de blanqueamiento racial instrumentadas por el gobierno mexicano, incluso lo intentaron con poblaciones campesinas de origen europeo —como los italianos de Chipilo, Puebla, que ya hemos comentado—. Como ejemplo, en la ciudad de México: la gente criolla, de origen europeo o mestizo, asigna el término naco a toda la gente que tiene los caracteres somáticos de la población indígena y utilizan este concepto refiriéndose a los totonacos; los jóvenes, en el trato cotidiano, se dicen: “No seas naco”, es decir, no hay que ser un totonaco. Pueden mencionarse estos ejemplos como de racismo, segregación e intolerancia entre distintos grupos humanos, lo cual lleva implícita, casi siempre, la discriminación. Se trata de un fenómeno basado en el prejuicio racial, que se manifiesta como el trato desigual en cuanto a prerrogativas, consideraciones sociales, derechos lingüísticos, religiosos, discriminación por la vestimenta, por la forma de alimentarse, por la forma de curarse o por la forma de trabajar para transformar la naturaleza, es decir, las tecnologías tradicionales. Toda esta gama de discriminación está presente en la vida cotidiana de los habitantes provenientes de comunidades indígenas: al subirse a un autobús, al caminar por las calles, al relacionarse con las autoridades, al hospedarse en un hotel de la ciudad, al sentarse en un restaurante, etcétera. La discriminación implica relaciones desiguales. El prejuicio racial es, sin duda, una actitud social propagada entre la gente por una clase explotadora a fin de estigmatizar a los otros —en este caso, a las etnias— como grupos inferiores, de tal modo que la apropiación abusiva de recursos pueda justificarse y mantener la desigualdad económica, social y política —se lo cual se expresa de manera contundente cuando uno vive en estas regiones donde un grupo es el privilegiado y los otros son estigmatizados y excluidos—. La discriminación étnica es una práctica cotidiana en las escuelas indígenas de México. Muchas de ellas llevan el nombre de los maestros Rafael Ramírez o de José Vasconcelos,2 quienes combatieron con sus discursos y con escritos a las poblaciones originarias, a las cuales —según ellos— había que civilizar y blanquear en términos culturales. Si bien, la educación pudiera ser un instrumento para la convivencia intercultural, multicultural y multilingüística,

los instrumentadores de las políticas educativas vulneran cotidianamente esta posibilidad. Por ejemplo, los médicos y enfermeras que trabajan en las comunidades indígenas actúan con imprudencia, sin mala fe; sus relaciones con la población indígena, sin embargo, dejan mucho que desear. Los ministerios públicos, los jueces, los abogados, los burócratas de los juzgados y los policías actúan frente a la población indígena con soberbia, irreflexivamente, con prejuicio, e influyen sobre la vida de millones de personas. Sabemos que es doloroso para una sociedad como la mexicana declararse racista, con un problema de esta naturaleza que casi es una enfermedad: la gente vive en un contexto aberrante que no sólo se dan en sociedades pobres o en proceso de desarrollo. El racismo radical se localiza en las sociedades más ricas y de amplia educación, manifestándose en formas antihumanas. Por ello pienso que una tarea central de los países latinoamericanos, como México, es primero desenmascarar el problema, y después, asumir una posición de cambio que conlleve múltiples acciones en la vida de la sociedad. No es sólo una situación declarativa ni legislativa, es un problema de cultura profunda, por lo tanto, es imperativo respetar la dignidad de cualquier pueblo, de cualquier religión, de cualquier lengua, etcétera. Las ciencias antropológicas —como la enseñada por Juan Comas—, ya sea del modernismo o de los posmodernistas, han luchado por destruir los mitos de la inferioridad racial, de género o de clases sociales. Ricardo Pozas, la planeación urbana y la planificación social en Ciudad Sahagún Conocí al maestro Ricardo Pozas en el entorno del viejo Museo de Antropología de la calle Moneda, donde se ubicaba la ENAH. En 1958, recibí sus enseñanzas sobre los métodos y técnicas de investigación social y metodología de trabajo de campo, con su visión de amplio espectro sobre las comunidades indígenas y los campesinos de México. Las discusiones y los análisis en clase me permitieron reflexionar sobre la diversidad de los problemas que, a finales de la década de 1950, se analizaban y discutían en el campo de la antropología y de las ciencias sociales. Para 1960, junto con el sociólogo Jorge Hernández Moreno, también alumno del maestro Pozas, trabajábamos en Ciudad Sahagún, en los pueblos del entorno de Tepeapulco, donde fray Bernardino de Sahagún realizó sus investigaciones

magistrales en el siglo XVI, en el estado de Hidalgo. La experiencia de ser orientados por él fue extremadamente rica y de una enseñanza permanente en mi vida profesional. Su capacidad para entender los problemas de los campesinos de la comunidad de Tlanalapa o de los ferrocarrileros de la región, junto con la configuración de los obreros de la nueva ciudad industrial —en las ramas automotriz, ferroviaria y de la industria textil—, nos permitió revisar los conceptos de campesinos tradicionales que estuvieron como peones bajo el régimen de las haciendas pulqueras3 y que se estaban transformando en obreros calificados de estas nuevas industrias que —bajo el régimen de una economía mixta dirigida por el Estado— abría las expectativas de urbanizar las regiones rurales de México. Su posición comprometida con las clases trabajadoras e indígenas nos reveló la necesidad de una actitud crítica y ética frente a los problemas sociales del México de la década de 1960. El trabajo de campo nos permitió establecer una relación estrecha y profunda con los líderes de las comunidades y de los sindicatos de la industria. Convivimos fraternalmente con los miembros de las familias obreras y profundizamos en la observación. Constatamos los archivos coloniales y republicanos de Tepeapulco, que nos revelaron la vida cotidiana de la región en el pasado, y con ello pudimos comparar las diversas etapas por las que cruzó la sociedad indígena, la cual paulatinamente se transformó en una sociedad subordinada al poderío de las haciendas en el siglo XIX, y después, para la década de 1960, bajo el poder de las élites sindicales y de los caciques hidalguenses de la región. Debo reconocer que mi anterior experiencia como ayudante de don Roberto Weitlaner me colocaba en una posición antagónica frente a las tesis del maestro Pozas en relación con los indígenas. La posición teórica integracionista y clasista definía la línea de la antropología marxista, que se contradecía con la teoría culturalista y del relativismo cultural de Weitlaner. La influencia de estas dos tendencias dentro de la antropología me forjaron y me consolidaron como estudiante y profesionista. A ellos debo mi capacidad crítica y autocrítica de las políticas gubernamentales, así como haberme colocado en una posición de compromiso con los pueblos y comunidades objeto de nuestros estudios. De la misma manera, desde las aulas de la escuela de antropología habíamos leído la obra literaria de Ricardo Pozas, Juan Pérez Jolote, basada en la biografía de un indígena tzotzil y novelada narrativamente; también leímos su obra etnográfica y etnológica sobre San Juan Chamula. Estas lecturas nos permitieron entender la complejidad de la vida comunitaria de uno de los municipios más

importantes —hasta este momento— del estado de Chiapas. Estas dos obras pueden ser analizadas desde el punto de vista de la antropología social clásica o la del posmodernismo. Sin duda, la primera puede incluirse en la retórica poética y la segunda en la etnología y los estudios regionales más rigurosos. No puedo dejar de mencionar la importancia del libro Los indios en las clases sociales de México, publicado en 1971, pues marcó una polémica sustantiva entre los estudiosos de la antropología y la sociología mexicanas. Ricardo Pozas e Isabel H. de Pozas contribuyeron a dinamizar los aspectos teóricos y políticos de los pueblos indígenas. Hoy, tras el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el 1° de enero de 1994, la temática indígena dejó de ser un asunto tangencial y marginal para convertirse en una cuestión central de la sociedad mexicana. No cabe duda que el papel de los indios en el desarrollo nacional es hoy el eje de la controversia nacional de la exclusión y explotación a la que están sometidos en forma cruel y desigual. Aunque no comparto totalmente la eliminación de los elementos de la identidad étnica en el planteamiento teórico de los Pozas, coincido con ellos en que el conflicto y la tensión social y política que se vivió fueron descritos con amplitud y con la calidad científica que caracterizaba su trabajo académico. La persistencia de un proyecto utópico que resolviera la contradicción interétnica al destribalizar a las comunidades y pueblos indígenas, e incorporarlas en una lucha de clases con la que se resolverían de fondo la explotación y la exclusión, dominó el pensamiento de los maestros. Sin embargo, sus hipótesis, a mi entender, no han quedado eliminadas, y hoy podemos observar la profunda alianza entre las clases populares urbanas desposeídas de la cultura indígena mesoamericana, con los pueblos indios opositores al modelo neoliberal y capitalista —posmoderno— que despiadadamente arremete contra las sociedades originarias de este país. Alfonso Caso, impulsor de la antropología mexicana Como pasante de antropología, entré a trabajar al lado del abogado, arqueólogo, político y maestro Alfonso Caso en 1961. Su impacto en mi formación profesional, por sus enseñanzas, dejó una huella profunda, clara, consecuente y firme sobre los principios de los derechos primordiales de los pueblos indígenas de México. Cuando le planteé los primeros problemas que encontré en el campo al trabajar con los indígenas, siempre apoyó mis iniciativas y las impulsó, además combatió a quienes se oponían al cambio de las relaciones sociales en

las regiones interétnicas. Nunca titubeó frente a las amenazas de madereros, de ganaderos, de hacendados o de políticos: siempre utilizó su inteligencia y su virtud política para buscar los caminos y abrir los espacios para los pueblos indígenas. Desde el INAH, apoyó la formación de los profesionistas en el campo de la antropología. Lo social era el referente fundamental para comprender el pasado y el presente, y para construir el futuro. No escatimó esfuerzos para formar a las nuevas generaciones con esta perspectiva. Nos orientó y nos confrontó con la realidad para construir el México del futuro; fue pertinaz y constante para esclarecer los caminos y las vías pacíficas de una sociedad multiétnica y multilingüística. Revisó las ideas de otras latitudes del mundo y las discutió en congresos y reuniones científicas para encontrar las vías de una relación social y política en situaciones interétnicas, que en las regiones y en las entidades se manifiestan en modelos neocoloniales. A los jóvenes que reclutó para trabajar en el tema nos dio la oportunidad de poner a prueba la teoría y la práctica. No le atemorizaban las alternativas que provocaran el cambio económico, político o cultural en favor de los pueblos indígenas. Caso, acompañado por Aguirre Beltrán, el teórico más destacado de la antropología social y de los jóvenes que trabajan en el campo como Julio de la Fuente, Alfonso Villa Rojas, Ricardo Pozas, Francisco Plancarte, Agustín Romano, entre muchos otros, que estaban en la frontera étnica, defendiendo y apoyando los intereses de las comunidades y de los pueblos indígenas a nivel nacional, estaba en la trinchera política y académica para defender los derechos de los pueblos indígenas. Reclamaba estudiar la historia antigua y moderna de los pueblos indígenas, y por ello dedicó gran parte de su tiempo académico a trabajar los códices para entender los sistemas de organización social y política de las comunidades étnicas. Por ejemplo, cuando habla de Teotitlán del Valle en Oaxaca, se refiere a la primera ciudad que fundaron los zapotecos y que después se trasladó a Zaachila, como capital de esa nación. Cuando habla de los reyes y reinos de la Mixteca, se refiere a espacios territoriales, políticos, culturales y económicos que constituían unidades geopolíticas autónomas e independientes, interactuando simétricamente en un contexto civilizatorio propio, que permitió el florecimiento de esta gran civilización mesoamericana. La confrontación de modelos civilizatorios requiere de un análisis social y cultural a nivel nacional y mundial. Nosotros —decía Alfonso Caso— “los mexicanos, hemos sostenido siempre este segundo punto de vista en contra de las ideas, confesadas o no, de las metrópolis con colonias, que van buscando en la aculturación un medio para lograr la más

fácil explotación de los individuos de la colonia” (Caso, 1996). Consideraba de vital importancia otorgar al antropólogo o al sociólogo en un papel central para estudiar y proponer soluciones a los conflictos interétnicos. Sin embargo, la convivencia que teníamos los antropólogos que estábamos en contacto con las comunidades de las regiones indígenas nos hacía ver las profundas condiciones de miseria de los indígenas y la explotación que se hacía de su trabajo agrícola o artesanal. No menos perceptibles fueron la injusta reventa del maíz y las condiciones de desnutrición y hambre que azotaban a la población, especialmente a los niños y las mujeres. Maurilio Muñoz y yo visitamos todas las comunidades de los municipios de la región de Tlapa, estado de Guerrero, en 1962. Platicábamos con las autoridades y los líderes, con los maestros de escuela. Realizamos un muestreo para conocer las condiciones de vida de las familias y redactábamos el informe esperando que se hicieran realidad los proyectos de nuestros planteamientos. De estos trabajos de campo resultó una monografía regional que, después de más de 40 años, resulta uno de los estudios y diagnósticos más claros de la montaña del estado de Guerrero, donde conviven mixtecos, tlapanecos y nahuas (Muñoz, 1963). Sin embargo, recuerdo cuando el antropólogo Maurilio Muñoz acudía a las oficinas centrales del INI y retornaba decepcionado porque nada se resolvía. La corte de funcionarios que rodeaba a Alfonso Caso tenía paralizada a la institución, mientras sus integrantes se dedicaban a comentar la actualidad deportiva y política. El interés por las comunidades indígenas sólo se discutía entre Julio de la Fuente y Luis Torres. Las oficinas prácticamente estaban divididas en un grupo sin poder de decisión, pero conocedor de los problemas de los indígenas, y una élite burocrática. La modestia de la institución y sus fines contrastaban con la renuencia del área administrativa para dar los fondos destinados al trabajo en las comunidades que estábamos estudiando. Al llegar el maestro Alfonso Caso a las oficinas del INI, los cortesanos burócratas lo esperaban en la puerta de la institución, y al retirarse de su despacho, la corte lo acompañaba hasta su auto. Por un lado, estaba la impotencia tras efectuar los análisis teóricos y prácticos de la antropología y la realidad colonial. Por otro lado, estaba la agencia gubernamental INI y su relación con las regiones colonizadas internamente. Al vivirlo y reflexionarlo, al releer los textos etnográficos, la rebeldía y la inconformidad brotaban. Y mi crítica a ese periodo se refiere a los discursos en el Instituto Lingüístico de Verano (ilv), a los congresos de antropólogos y de indigenistas, a las recomendaciones hechas frente a la brutal realidad de la vida colonizada de los pueblos indígenas, a la burguesía de quienes dirigían y

tomaban las decisiones, escuchar la plática cotidiana y observar el reparto del presupuesto, ver los lujosos autos, los choferes uniformados, escuchar los comentarios acerca de los viajes de los funcionarios públicos, la construcción de sus mansiones, los doctorados honoris causa, los homenajes y el reconocimiento de las élites académicas internacionales, la “gran obra en favor de los indios”, las ediciones lujosas de los códices, la historia y la arqueología como estudios separados de la realidad, los preparativos para la inauguración del gran Museo Nacional de Antropología e Historia, las juntas y reuniones de arqueólogos, arquitectos, museógrafos, etnólogos, el gran rescate del patrimonio cultural. La crítica no dejó de sentirse en la generación de antropólogos de la cual yo formaba parte, como Guillermo Bonfil, Arturo Warman, Mercedes Oliveira, Margarita Nolasco, Enrique Valencia y otros más; lo cual se reflejó en el libro De eso que llaman antropología mexicana (Warman et al.), publicado en 1970, año en que murió Alfonso Caso y que, a mi entender, concluye con un largo periodo del control hegemónico de una ciencia que pretendía el cambio social a partir del conocimiento de la realidad cultural, económica y política de los pueblos que estudia. La crítica a este periodo permitió un cambio en el diseño del proyecto integrador y aculturativo, asumida por Gonzalo Aguirre Beltrán como nuevo líder de la antropología mexicana, sustituyendo a Alfonso Caso. Julio de la Fuente y Gonzalo Aguirre Beltrán: el indigenismo antropológico y la educación bilingüe y bicultural Acepté el puesto de investigador antropólogo en el INI, en 1961, y fui asignado para trabajar en el proyecto de la Montaña de Guerrero. En tanto se organizaba dicho programa, Julio de la Fuente se encargó de orientarme en el conocimiento de la institución. Siempre fue un hombre serio y profundamente crítico; disentía del modelo que seguía Alfonso Caso en el trato con los indígenas, pues consideraba su actitud muy elitista y paternalista, lo cual se reflejaba en el esquema teórico y práctico de la antropología que postulaba. Desde su perspectiva como abogado, Alfonso Caso, con un enorme prestigio como arqueólogo y político, se constituía como el gran líder en el campo intelectual, asociado orgánicamente al campo político. Un día, Julio de la Fuente me citó en su modesto departamento de la colonia Juárez y me informó que Caso daría un discurso durante la celebración del Día del Indio. Para esto, él me daría unas notas y yo escribiría el discurso. Me enfrentó de lleno al tema de los indios y de la política indigenista. Me

probó como antropólogo y conoció así mi posición con respecto a este tema. Julio de la Fuente releyó el manuscrito que preparé en una o dos semanas, lo cual constituyó el motivo para revisar críticamente el proyecto indigenista, y me previno de los graves problemas por los que atravesaba la institución. También conversamos de los riesgos del indigenismo y de la necesidad de perfilar un esquema teórico, así como su aplicabilidad en el campo. Me relató los conflictos graves que había tenido como vocal ejecutivo en el patrimonio indígena del valle del Mezquital —con Lauro Ortega y con el general Corona del Rosal, ambos presidentes nacionales del PRI—. También me confió los incidentes que él y Gonzalo Aguirre Beltrán habían tenido en la Dirección General de Asuntos Indígenas cuando el presidente, Manuel Ávila Camacho, desintegró el Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas para transformarlo en una Dirección de la Secretaría de Educación Pública y lo había nombrado director. Más tarde, al regresar de un viaje a un congreso de antropología en Europa, se encontraron con que habían sido sustituidos por maestros de filiación vasconcelista, pertenecientes al sindicato de maestros y a la corriente asimilacionista y antiantropológica en las políticas públicas para los pueblos indígenas. A estos planteamientos, Julio de la Fuente, que no era precisamente el más diplomático del grupo de amigos y compañeros, le contesta al Mtro. Ramón G. Bonfil, Jefe de la Oficina de Economía y Cultura del Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas, en carta fechada el primero de febrero de 1941:

no verá esto como reproche, desde luego, porque bien conozco sus intenciones y su manera de pensar, pero convendrá conmigo en que estoy en lo justo. Las intenciones son unas, la realidad otra, y en toda su carta observo que no se dice media palabra del elemento científico número uno, que es, a mi juicio, el antropólogo. ¿Es que tendremos que irnos a Sudamérica a alquilarnos, a fin de sobrevivir, en vista de que en México no hay lugar para el antropólogo, que es el punto de arranque para el trabajo? (Cano, 2006: 49) El autor que da a conocer esta respuesta es Samuel Cano Enríquez. Leyendo los artículos y los libros de estos antropólogos profundicé en la complejidad del tema étnico y de las corrientes antropológicas enfrentadas al sistema político. El libro básico en ese momento era El proceso de aculturación, de Gonzalo Aguirre Beltrán, quien había sido rector de la Universidad Veracruzana y entonces era diputado federal del PRI. Fue a través de Julio de la

Fuente como me uniformé de los graves conflictos que había tenido en Chiapas con la población de San Cristóbal y con los caciques aristócratas que mantenían el monopolio del alcohol y sus alianzas con los gobernadores. Asimismo, de la Fuente me confió un documento secreto sobre el alcoholismo que él había realizado, y que se mantuvo durante muchos años como confidencial en los archivos del INI. Más adelante, de la Fuente me comisionó para realizar un estudio etnográfico y de planeación en Los Altos de Chiapas, en la comunidad tzeltal de Zaragoza de la Montaña, cercana a la ciudad de Comitán; fue cuando percibí los profundos conflictos que existen entre los madereros y los indígenas. Desde entonces se hablaba de las familias Castellanos y Domínguez y de sus ligas con estos proyectos. Complicaba más la situación que los fondos comunales para la explotación de los bosques estaban depositados en el Fondo Nacional de Fomento Ejidal, y la comunidad quería comprar una finca en tierra caliente. Los indígenas me contaron acerca de los procedimientos burocráticos largos y difíciles que debían superar para utilizar sus propios fondos y por lo cual estaban recibiendo ayuda por parte del INI. Esta vez fui comisionado para realizar un breve estudio de la región de Zitácuaro, Michoacán, donde varias comunidades indígenas de otomíes y mazahuas fueron divididas entre las fronteras del Estado de México y Michoacán. Alfonso Caso me citó en su despacho y me señaló que era muy importante este estudio por “razones políticas”, pues el representante de la Secretaría de Gobernación ante el Consejo Directivo del INI —quien era además director general de la Comisión Federal Electoral—, era originario de Zitácuaro y estaba interesado en desarrollar programas especiales en dicha región que beneficiaran a los indígenas. Realizamos el trabajo de campo en compañía de un economista otomí y, en algunas de las pocas comunidades étnicas, percibimos el deterioro y la pérdida de identidad. Se hicieron recomendaciones y se plantearon proyectos para dichas comunidades, pero nunca más supimos de eso. Más tarde, constatamos que la tendencia política de Alfonso Caso, para la sucesión presidencial, no estaba con Gustavo Díaz Ordaz, quien era el secretario de Gobernación, sino con el secretario de la Presidencia, Donato Miranda Fonseca. Este último era nativo de Chilapa, Guerrero, ciudad rectora de la zona étnica conocida como la Montaña de Guerrero, donde Alfonso Caso tenía gran interés en abrir otro Centro Coordinador para los mixtecos, nahuas y tlapanecos. Estos hechos políticos revelan el trasfondo de la relación de la antropología mexicana y el poder político nacional (Nahmad, 1993). Tal vez esto se equipare al sistema

colonial de los países europeos como Inglaterra, Francia y sus colonias, o con la nueva percepción de la antropología estadounidense y los países latinoamericanos. La interrelación de Alfonso Caso y Gonzalo Aguirre Beltrán en campos académicos, administrativos y políticos es un hecho significativo en la articulación de la antropología y el indigenismo en el sistema político. Sus intereses no sólo obedecían a los sujetos de estudio de la antropología —las sociedades indígenas— en una dimensión diacrónica y sincrónica, sino a sus intereses personales para ocupar y defender posiciones ligadas a las élites criollas nacionales, en contraposición a las élites locales, a fin de quitar control regional y centralizarlo en el poder ejecutivo federal como sistema hegemónico. Educación indígena El aprendizaje cultural constituye tradicionalmente un tema de gran interés para la antropología en dos sentidos: como objeto de estudio y como influencia en las políticas educativas. Así, conjugando los dos planos, sería posible ensayar modelos metodológicos tan fructíferos para la antropología como para la educación. Pues, a menudo, los educadores se encuentran en el aula ante la disyuntiva de imponer una sola cultura, la hegemónica, o de dialogar con las otras tradiciones culturales que sus alumnos ya han recibido. Y esto cuando el alumnado es, en sí, diverso y multicultural, pero también si éste es aparentemente homogéneo, ya que siempre aparecerán grupos culturales específicos de procedencia urbana o rural con ciertos niveles de endoculturación. En el aula y fuera de ella aparecen entrelazados lenguaje, imagen y música, como niveles de codificación a través de los cuales los niños incorporan modelos culturales aprendidos y, sobre todo, configuran su propio mundo. A partir de finales de 1970, fui colaborador muy cercano del subsecretario de Educación en el área de Cultura y Educación Extraescolar y director general del INI, Gonzalo Aguirre Beltrán. Primero actué como director general de Educación Extraescolar para el Medio Indígena y, más tarde, como director adjunto del INI. En el periodo de expansión de la institución y durante el diseño del nuevo proyecto indigenista, formulamos la necesidad de organizar políticamente a los indios como una fuerza interna dentro de la Confederación Nacional Campesina (cnc), donde Alfredo Bonfil, hermano del antropólogo Guillermo Bonfil, era el secretario general. Los tres estructuramos el plan muy poco antes del extraño accidente que cobró la vida de Alfredo.4 Las divergencias originales con Aguirre

Beltrán se fueron agudizando a partir de su confrontación con Mercedes Olivera, nombrada directora del Centro Coordinador de San Cristóbal de Las Casas, y de la reunión de análisis teórico a la que convocó en dicho lugar Aguirre Beltrán con los antropólogos del INI y los académicos encabezados por Ángel Palerm. De ahí surgió una conflictiva y profunda divergencia en cuanto al planteamiento de la teoría y la praxis de la antropología. El distanciamiento definitivo ocurrió en septiembre de 1975, por diferencias en la organización del Primer Congreso Nacional de Pueblos Indígenas en Janitzio, Michoacán. Al principio, el director general del INI asumió el compromiso de la organización de los pueblos indígenas en colaboración con la Secretaría de la Reforma Agraria (SRA). Pero, al conocerse la designación de Rafael Hernández como candidato a gobernador por Veracruz —en vez de Aguirre Beltrán, quien aspiraba a esa posición—, el antropólogo retiró todo el apoyo del INI a la organización del Congreso Nacional de los Pueblos Indígenas de México, bajo el impulso del gobierno y de la CNC. Ante su negativa de apoyo a la organización y a la realización del congreso, asumí bajo mi responsabilidad, como director adjunto, realizar el congreso. Continuamos, de esta manera, trabajando juntos en continua tensión y fricciones personales. Esta situación se agravó después de la confrontación con los terratenientes de la zona baja de Tuxtepec, Oaxaca, y de las riberas del río Papaloapan en relación con el reacomodo de la población chinanteca, al construirse la presa Cerro de Oro, la cual impactó negativamente a más de cuarenta mil indígenas chinantecos. Fui enviado a negociar con Rodrigo Bravo, uno de los más rudos caciques regionales, hermano del secretario de Educación, Víctor Bravo Ahuja. Yo sostenía y apoyaba las conclusiones a las que habían llegado los estudios sociales, en cuanto a que se expropiaran las tierras de la zona baja de la presa y, en dicho lugar, reubicar a los indígenas chinantecos. Frente a esta tesis estaban las defendidas por los terratenientes, el gobierno del estado y el vocal ejecutivo de la Comisión del Papaloapan, Jorge L. Tamayo, nativo de Oaxaca y señalado como hombre de izquierda, quien asumió el papel de defensor de las oligarquías locales. Debido a esta oposición de terratenientes y autoridades, se decidió enviar a los más de cuarenta mil indígenas a la región selvática de Upanapa, en el estado de Veracruz, zona históricamente deshabitada por sus condiciones de insalubridad. Contra esta determinación, una denuncia científica fue publicada por los antropólogos Miguel Bartolomé y Alicia Barabas. En respuesta a ello, Agustín Romano, quien había sido director de centros coordinadores y alto funcionario del INI, escribió un artículo en contra de ambos antropólogos, en el

cual asumía que dentro de la política indigenista seguida por el gobierno mexicano era preferible el etnocidio de los pueblos indígenas que el genocidio. Este artículo fue publicado en la revista oficial del INI con la autorización del director general, a pesar de mi oposición. Ángel Palerm: crítica a la asimilación y la integración social Mientras yo estudiaba el doctorado en la UNAM, influyó en mi formación Ángel Palerm, quien había retornado a México en 1967 después de haberse desempeñado como funcionario en la Organización de Estados Americanos (OEA). El curso de Palerm fortaleció la crítica a las teorías asimilacionistas e integracionistas y, sobre todo, me volcó al análisis del modo de producción asiático en la evolución mesoamericana. Este fue uno de los temas de la controversia de Palerm con el evolucionismo unilineal, tanto el de corte capitalista como el planteado por los marxistas ortodoxos. La relación del campesinado con el modo de producción capitalista fue el tema que vinculó a Palerm más cercanamente con Eric Wolf y con el análisis crítico de los postulados de los pensadores socialistas y de la antropología estadounidense sobre las sociedades y culturas rurales. En sus investigaciones, Palerm examinó la relación simbiótica y dependiente entre formas de producción capitalista y no capitalista, y la historia de los cambios socioculturales. La fusión del evolucionismo multilineal con las teorías marxistas sobre la relación de dependencia económica entre las partes de una sociedad dividida, por la apropiación del excedente de una por la otra, se manifestó en la noción de la sociedad compleja y el método de la ecología cultural (véase Tomé, 2005), lo cual determinó que en mis trabajos etnográficos, y sobre todo en las políticas públicas indigenistas, predominara la resistencia local frente a la penetración capitalista y la modernidad. Como Palerm trabajaba en proyectos de desarrollo regional —que fue otra de sus inquietudes— y pudo actuar como consultor, aprovechó esas ocasiones para hacer trabajo de campo sobre el proceder de los modernizadores y las situaciones previas y posteriores a la intervención de las políticas desarrollistas. Con una crítica ampliada y combinada de los métodos de la ecología cultural, del relativismo cultural, el funcionalismo estructural y el marxismo, y la posterior comparación de los resultados, tuvo un gran impacto en la formación de las nuevas generaciones de antropólogos (Fábregas, 2005: 23). Parece adecuado señalar en este artículo que, al profundizar las teorías del evolucionismo multilineal, el marxismo y el estructural funcionalismo, éstas

guiaron mis investigaciones y mi posición ante la antropología aplicada y el indigenismo, apartándome del discurso oficial, cuyo teórico principal era Aguirre Beltrán, quien básicamente estaba convencido del evolucionismo unilineal e integrativo. No existía mayor contradicción entre quienes concebían esa integración en términos del mercado capitalista y de la unidad nacional, y quienes la interpretaron linealmente como la proletarización necesaria para la abolición de la burguesía, a través de la lucha de clases y la instauración del comunismo. La politización de la antropología como asunto de Estado provocó un activismo radical que ocasionó la producción crítica de estudios que daban cuenta cómo el capitalismo penetró en todas las zonas rurales e indígenas, e hizo a los pobladores de esas zonas y de las zonas urbanas dependientes de la industria en sus sistemas productivos de alimentación, de vestido y de vivienda, con lo cual los forzó a la mercantilización de su propia cultura y de su fuerza de trabajo. Es importante mencionar que las teorías de la ecología cultural expuestas por Ángel Palerm no se aplicaron al estudio dinámico de los cambios culturales y ambientales como él pensaba, y más bien se politizaron en un activismo ecologista ambientalista, que los científicos convirtieron en una ecología política que no tiene intenciones científicas pero constituye un movimiento generador de políticas ambientalistas. Lo señala acertadamente Brigitte Boehm Schoendube, del Colegio de Michoacán, en su brillante artículo publicado poco antes de su fallecimiento, “Buscando hacer ciencia social” (2005: 107): “esta ideología proselitista que estructuralmente se corresponde con el posmodernismo y el neoliberalismo y desvía las reivindicaciones por la defensa del trabajo y por los recursos a ámbitos simbólicos, por un lado, a la mercantilización de prácticas y valores y a la inducción al consumo, por el otro”. Esta es la cita de una antropóloga mexicana que más se acerca, en sus análisis, al posmodernismo y al pensamiento de Ángel Palerm. En otro artículo con el cual concuerdo, Virginia Molina señala que Ángel Palerm “fundamentó su trabajo teórico en función de una antropología aplicada y de la planificación social. Eran su preocupación central, aunque en ocasiones daba la impresión de que su interés estaba más en los aspectos teóricos, pero que sin duda tienen una relación con el quehacer del antropólogo profesional” (Molina, 2001). Esta autora nos muestra la esencia de Ángel Palerm al citarlo:

una ampliación efectiva de la capacidad humana de manejar la realidad y de controlarla de tal manera que pueda conseguir de ella las transformaciones

deseadas y previsibles como consecuencia, toda ciencia debe realizar un esfuerzo para generar tecnologías de base y con fundamentación científica que permitan la utilización práctica de los conocimientos desarrollados y representen una conexión constante entre la teoría y la praxis, entre la investigación pura y la aplicación de la ciencia. Todas estas experiencias y argumentaciones me llevaron al siguiente planteamiento: la visión y proyección antropológica es la de un mundo que evoluciona en forma multilineal, un proyecto de sociedad humana que no se excluye a ninguna cultura, a diferencia del modelo hegemónico y autoritario que está tratando de imponerse desde las metrópolis neocoloniales y globalizadoras. Ángel Palerm señalaba acertadamente la necesidad de que los antropólogos realizáramos un trabajo más activo en el estudio de los problemas del país. Vislumbraba, para los nuevos antropólogos, una actitud más comprometida con los cambios que México requería y con una vigorosa puesta al día de la voluntad de intervenir como actores críticos en la tarea de construir una realidad social más justa. La aspiración original de la antropología aplicada de romper el modelo colonial de México no se ha materializado, mientras a la medida que pasa el siglo XXI se consolidan los esquemas de dominación. Estudio en la zona mixe Durante 12 años realicé actividades de campo entre los tzeltales, mixes, mixtecos, nahuas, tlapanecos, mayas, coras, huicholes y purépechas, con lo que adquirí una experiencia amplia en el trabajo aplicado y la etnología. Por ello, coincido con Clifford y Marcus, en su libro Retóricas de la antropología (1991: 267), en el cual afirman la importancia de “las relaciones entre el hecho etnográfico y los condicionamientos políticos y económicos”, lo cual confirmó mi trabajo etnográfico regional, en el año de 1963, en la región mixe (Nahmad, 1965), cuando Julio de la Fuente me envió a realizar el estudio de este pueblo tan resistente al cambio. Con recursos limitados me trasladé a Mitla, Oaxaca, y desde ahí emprendí el recorrido por toda la región mixe. Me acompañaba, como guía e informante, el compañero Juventino Sánchez, un mixe del poblado de Santa María Huitepec, inquieto intelectual y político de la región, quien había emigrado a la ciudad de México y se había enrolado en las filas del Partido Popular Socialista (PPS), donde estableció una estrecha amistad con Alejandro Gascón Mercado, quien lo había recomendado para proporcionarme

información. Alejandro era entonces secretario particular de Vicente Lombardo Toledano, ideólogo del socialismo en la época del general Lázaro Cárdenas, fundador de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y emparentando con Alfonso Caso, quien estaba casado con María Lombardo. Conviene recordar también que, en ese entonces, un grupo numeroso de funcionarios con mayor conciencia social fueron incorporados al INI por recomendaciones de Lombardo Toledano. Cuando retorné del trabajo de campo, Gonzalo Aguirre Beltrán había regresado al INI como subdirector general, después de haber sido diputado federal del PRI por Veracruz. En esa ocasión tuve la oportunidad de conocerlo y solicitar su orientación en el estudio al que había sido comisionado. Habíamos sido formados como antropólogos bajo el esquema de la aculturación como tesis central de la teoría dominante en ese momento, expuesta por Aguirre Beltrán, para el proyecto de la integración nacional. Debido a nuestra formación, no podíamos percibir el fenómeno étnico como proyecto propio y autónomo de la diversidad cultural. Precisamente, nuestra función como científicos sociales era trabajar a favor del proyecto estatal y no a favor de los grupos étnicos. El esquema de la aculturación expuesto por Herskovits (1938 y 1952) era el modelo que utilizó Aguirre Beltrán para justificar teóricamente el proyecto del nacionalismo mexicano con su libro El proceso de aculturación (1957). Nuevamente, los esquemas externos procedentes de la escuela culturalista estadounidense servían de molde y por ello eran calificados positivamente en el mundo académico internacional. Las reflexiones sostenidas con las autoridades mixes, la catalogación de sus necesidades y demandas, así como su inclusión en el proyecto de desarrollo regional integral, fueron aceptadas como una expectativa de apertura mayor al exterior. Los aspectos económicos del estudio nos permitieron definir el sistema interno de intercambios económicos y su articulación con el sistema zapoteco del comercio ambulante, que opera como intermediario del sistema de concentración y acumulación del principal producto de intercambio: el café, que estaba asociado al mercado internacional. Estructuralmente estaban integrados al sistema capitalista internacional, pero sólo se les concebía como productores primarios en un modelo neocolonial ya que, después de la Independencia de México, el sistema utilizado en el periodo colonial no se modificó, sino que se consolidó. Con mi compañero mixe las pláticas eran fructíferas y estimulantes: analizamos conjuntamente las características de su comunidad y su pertenencia a

la sociedad capitalista, así como el tema de las clases sociales, que para Juventino incidía en todo el planteamiento. Estas conversaciones no cabían dentro de las oficinas centrales del INI, pues el proyecto estaba definido muy claramente en otro tenor por Alfonso Caso. A mi regreso, y durante el trabajo de gabinete y de redacción, Julio de la Fuente fue mi interlocutor constante y el único con quien podía sostener una discusión académica. Analizamos el papel de los emigrados indígenas como observadores y analistas de su propia realidad, así como su participación en el proyecto. Recuerdo muy bien su planteamiento que sostiene que los miembros de los grupos étnicos ya educados y aculturados “dejaban de ser indígenas”, así como la idea de que “la identidad étnica mayoritaria no operaba” y sí en cambio “la identidad comunitaria”, para lo cual exponía el caso de Yalálag. Las discusiones fueron fructíferas pero no había manera de exponerlas claramente en mi informe, el cual, por sugerencia del propio de la Fuente, me serviría como tesis profesional. Al concluir su preparación lo presenté ante Aguirre Beltrán y fue aceptado, enseguida, como mi tesis de maestría. Alfonso Caso estaba enterado de mis actividades como investigador y los reportes le parecían positivos. Peto, Yucatán, y los episodios contra los caciques de esta región Terminé mi informe y me titulé en diciembre de 1963, y a los pocos días de mi examen me llamó Alfonso Caso a sus oficinas y me comunicó que me propondría al Consejo del Instituto para ser el director del Centro Coordinador Maya en Peto, Yucatán. No lo podía creer: nunca en mi vida había estado en Yucatán y no conocía a los mayas, salvo a través de los textos etnográficos de Redfield y de Villa Rojas. Nuevamente, Julio de la Fuente me citó en su departamento y conversamos acerca de los mayas. Me dijo que era un grupo muy “amestizado y aculturado”, y que lo que necesitaban eran programas económicos de desarrollo. En los corredores del flamante edificio inaugurado por el alumno del maestro Caso, el presidente Adolfo López Mateos, se comentaban los graves conflictos que se habían generado en 1962 y 1963 entre los empleados del centro de Peto, su director y las comunidades. Se hablaba de un levantamiento indígena maya promovido por supuestos comunistas bajo la dirigencia del antropólogo Gildardo González, se afirmaba que el consulado cubano de la ciudad de Mérida estaba involucrado en el incidente y que el ejército había cateado las casas de los empleados del Centro Coordinador. También se comentaba que las autoridades

municipales de Peto habían encarcelado al abogado del Centro Coordinador. Había agitación, y seguramente Fidel Castro tenía intenciones de transferir la Revolución cubana a México a través de la península yucateca. Cabe mencionar que Gildardo González es nativo de la región purépecha —tarasca— y se había afiliado al PPS, en el cual era uno de los oradores oficiales de Vicente Lombardo Toledano. González también había sido líder de la Sociedad de Alumnos de la Escuela de Antropología y había dirigido a los estudiantes en una huelga general del Instituto Politécnico Nacional (IPN) a finales de los años cincuenta. Durante esta época, se llevaron a cabo eventos importantes en Peto, Yucatán. Uno de ellos fue la expansión del Proyecto 108 de la OEA para preparar técnicos en desarrollo de la comunidad e integración social. En esa ocasión, el subdirector del INI, Gonzalo Aguirre Beltrán, realizó una visita en compañía de Miguel León Portilla, quien en ese entonces era director del Instituto Indigenista Interamericano (III).5 Tuvimos entonces una discusión teórica acerca del concepto región de refugio de los centros rectores y su hinterland. Yo afirmaba que, en el caso de los mayas de la península de Yucatán, no existían las condiciones para el modelo y que la etnia maya representaba a una unidad social y cultural totalizadora debido a que representaba a la población mayoritaria, sin embargo era el grupo dominado y sometido porque la burguesía local era la que controlaba el poder político, económico y cultural. Por ello, consideré se trataba de una minoría nacional con derechos políticos y territoriales propios, y que la guerra de castas había sido un hecho irrefutable de su resistencia.6 Las discusiones fueron cordiales pero divergentes y controvertidas, sin que llegáramos a un acuerdo. Más tarde quise comentar estos hechos con Julio de la Fuente, pero éste había enfermado gravemente y no pudimos replantear nuestras conversaciones. En Yucatán, conocí al lingüista y maestro Alfredo Barrera Vázquez, con él pude hacer revisiones críticas sobre algunos trabajos que estaba escribiendo. Barrera Vázquez también me relató los graves conflictos dentro de la Secretaría de Educación Pública (SEP) cuando fungió como director de Alfabetización Indígena, cuando ocurrió su autoexilio en Somalia, en 1953, después de su enfrentamiento con Alfonso Caso. La interrelación de Caso y Aguirre en campos académicos, administrativos y políticos es un hecho significativo en la articulación de la antropología y el indigenismo al sistema político. Sus intereses no sólo obedecían a los sujetos de estudio de la antropología y las sociedades indígenas en una dimensión diacrónica y sincrónica, sino a sus intereses personales para ocupar posiciones ligadas a las élites criollas nacionales,oponiéndose a las comunidades para

quitarles control regional y centralizarlo en el poder ejecutivo nacional como sistema hegemónico. Antes de abandonar la región maya, y después de haber vivido tres años de continuas confrontaciones internas y externas —periodo que tambien fue de madurez profesional—, yo estaba más convencido de que los enemigos de los indígenas estaban dentro y fuera del INI. Tomé clara conciencia de que era ineludible actuar de manera comprometida, a pesar de las profundas grietas sociales en las relaciones interétnicas, y que había que tomar partido por los colonizados y dominados aunque era un riesgo personal grave, tal como lo pude constatar durante los más de 20 años que trabajé dentro del INI. En un artículo más amplio doy cuenta de esta situación (Nahmad, 1995).7 Experiencias con huicholes y purépechas Durante mi gestión como director de los Centros Coordinadores Cora‑Huichol y el Purépecha de Cherán, Michoacán, fui consolidando la creencia de que la única forma de luchar era con la integración de los indígenas en organizaciones políticas (como grupos de presión), así como en la preparación continua de las nuevas generaciones en la clarificación del problema. Tuve esclarecedoras conservaciones con el líder huichol, Pedro de Haro, acerca de su concepción clara y objetiva, surgida de la lucha, que llevó a cabo durante toda su vida, en defensa de su pueblo. También conocí sus reflexiones durante los años que pasó en la cárcel de Tepic por proponer la organización de los ganaderos huicholes como una fuerza que enfrentara a las corporaciones ganaderas de los tehuaris — mestizos—. El enfrentamiento fue directo con el gobernador de Jalisco, Francisco Medina Ascencio, quien asumió la defensa de los ganaderos invasores del territorio huichol. Por el contrario, el gobierno de Nayarit apoyó la organización de los indígenas y la idea de que ellos asumieran su propia defensa frente a las agresiones cotidianas del exterior. Cuando asumí la dirección del Centro Coordinador Tarasco constaté, nuevamente, la fragilidad de los proyectos de desarrollo de la comunidad impulsados por Caso, que se habían realizado en Turícuaro como parte de la exhibición que se ofreció a los delegados al V Congreso Interamericano Indigenista, celebrado en 1968 en Pátzcuaro, Michoacán. Vista la fragilidad de ese esquema, decidí cambiar el proyecto hacia la organización de los comuneros de Tanaco, para controlar el aserradero que los caciques de Pátzcuaro tenían en explotación. A causa de esta decisión, hubo un enfrentamiento violento al

interior del Instituto y a nivel regional, ya que los indígenas purépechas —con sus ahorros comunales depositados en el Fondo Nacional de Fomento Ejidal— asumieron la explotación de sus bosques y la administración de su aserradero, que antes estaba en manos de los caciques. Sus jóvenes comenzaron el manejo comercial, la distribución y venta de la madera en el mercado nacional. Estos sucesos causaron gran efervescencia regional: en respuesta, los contratistas se ampararon con las autoridades forestales y con los políticos michoacanos; incluso algunos de esos intermediarios hasta usaban la figura del general Cárdenas para mantener sus privilegios. Mi actuación como funcionario del INI y de la SEP Ya he dicho que, a finales de 1970, colaboré muy estrechamente con Gonzalo Aguirre Beltrán, entonces Subsecretario de Educación en el área de Cultura y Educación Extraescolar, además de ser el director general del INI. Primero como director general de Educación Extraescolar para el Medio Indígena, y más tarde fui director adjunto del INI. También me referí a las divergencias de Aguirre Beltrán y Mercedes Olivera, directora del Centro Coordinador de San Cristóbal de Las Casas, quien tuvo la conflictiva y profunda incompatibilidad con los antropólogos del INI y los académicos, en cuanto la teoría y la praxis, que se generó durante la reunión de análisis teórico que convocó en San Cristóbal el propio director general. El distanciamiento definitivo con Aguirre Beltrán, como expliqué, ocurrió en septiembre de 1975, porque el funcionario retiró su apoyo a la organización del Primer Congreso Nacional de Pueblos Indígenas en Janitzio, Michoacán. Aguirre Beltrán aspiraba a ser candidato a la gubernatura de Veracruz, pero cuando fue designado otro candidato retiró el apoyo del INI, al cual tuve que respaldar. Las discrepancias aumentaron a causa del Plan Básico de Gobierno en materia indigenista que Aguirre Beltrán formuló en 1975. Como presidente del PRI, ese año, Jesús Reyes Heroles convocó en Oaxaca a una reunión para analizar el Plan Básico del Gobierno del próximo candidato a la presidencia de la República, en lo referente a los pueblos indígenas. Para ello, Reyes Heroles comisionó a su compañero en la Cámara de Diputados, militante priista y responsable de la política indigenista nacional: Gonzalo Aguirre, a fin de que formulara las bases de dicho plan, el cual se pretendía que expresara la demanda de los distintos grupos étnicos, para participar activamente en la definición de la política

indigenista y en el manejo de sus propios asuntos. La respuesta fue la oposición de Aguirre Beltrán: apareció en el Plan Básico el mismo esquema planteado por Caso, que además confirmaba la gestión de Aguirre como director general. El presidente Echeverría apoyaba una acción más dinámica y movilizadora de la población; sin embargo, la institución indigenista oficial resultó más conservadora a causa de su diseño para continuar con la misma estructura sociocolonial en las regiones interétnicas. Ese plan que Aguirre Beltrán aprobó también estaba estructurado para preservar el esquema teórico construido a partir de la fundación del INI. La situación se agravó después de la confrontación con los terratenientes de la zona baja de Tuxtepec, Oaxaca, y de las riberas del río Papaloapan, en relación con el reacomodo de la población chinanteca al construirse la presa Cerro de Oro. Ésta impactó negativamente a más de cuarenta mil chinantecos, pese a las pláticas y negociaciones que sostuve con el cacique regional, Rodrigo Bravo Ahuja, hermano del secretario de Educación de esa época. Mi postura fue definitiva, yo sostenía, apoyo en los estudios sociales, que se expropiaran las tierras de la zona baja de la presa y se reubicara en dicho lugar a los chinantecos. Sin embargo, prevaleció la posición de los terratenientes, el gobierno del estado y el vocal ejecutivo de la Comisión del Papaloapan, Jorge L. Tamayo. Con ello, más de cuarenta mil indígenas fueron remitidos a la insalubre y hasta entonces deshabitada región de Upanapa, Veracruz. Otro caso ocurrido en ésta época fue lo sucedido en las zonas huicholas, coras y tepehuanas de la Sierra Madre Occidental, y en los estados de Jalisco, Nayarit y Durango. Estas comunidades son conocidas en el mundo académico por la tenaz persistencia de sus raíces culturales, debido a la forma dispersa de sus viviendas, con las cuales ocupan la enorme extensión de su territorio. Los ganaderos que conviven con ellos en la frontera de los territorios indígenas, los presionan agresivamente para apoderarse de sus tierras. De ésta manera, la expansión colonial es protegida por la política de los estados y de la estructura jurídica de dichas entidades. A los indígenas se les ha dividido en tres estados y, a su vez, en éstos se les ha fragmentado en múltiples municipios. La idea es impedir su aglutinamiento como unidad política a fin de que no utilicen sus recursos para defensa y autoafirmación. El importante proyecto Plan Huicot, puesto en marcha durante el sexenio echeverrista para beneficio de estos tres pueblos, se convirtió en una ruina de obras y acciones que sólo mejoraron las condiciones de las compañías constructoras y de los burócratas de las agencias encargadas del supuesto programa de desarrollo. La población indígena observó

cuidadosamente los hechos y se refugió en la superestructura de una vida profundamente religiosa. Mediante los lazos familiares resiste dichos programas, que no son más que el reflejo de una política etnocida y paternalista. Política para marginados: Coplamar En 1976, cuando José López Portillo tomó posesión como presidente de la República, debía decidir a quién nombrar en el cargo de director del INI. El recién nombrado secretario de Educación, Porfirio Muñoz Ledo, apoyaba la designación de un antropólogo que representara un cambio en la política indigenista. El presidente, sin embargo, optó por aglutinar al INI en un proyecto dirigido a los marginados del país en el que se situaba a los grupos étnicos, llamado Coplamar. Con esto, se conformaría el nuevo organismo para el que fue designado como director Ignacio Ovalle, quien había sido secretario particular del presidente Echeverría y secretario de Programación y Presupuesto al final de ese sexenio. En su discurso de toma de posesión, López Portillo, el nuevo presidente, pidió perdón a los marginados por su abandono, al mismo tiempo que en los círculos antropológicos circulaba un artículo publicado por el nuevo mandatario, en 1944. Considero conveniente comentar dicho artículo, ya que refleja la convicción ideológica de muchos de nuestros gobernantes y refuerza el marco teórico de este ensayo. El artículo se titula “La incapacidad del indio” y en él, López Portillo, desarrolla toda una teoría racista sobre los grupos étnicos nativos de México:

La cultura india fue, pues, coja desde su nacimiento; carecía precisamente de aquello que es lo más delicado de todas las culturas. El intelectual indio no pudo obrar sobre la masa apelando a la razón, y tuvo que actuar como sacerdote, como brujo. [...] los idiomas indios son tan embrollados y complicados como los bultos de los dioses. Son más que aglutinantes, polisintéticos y de raíces ásperas, de sintaxis sorprendentes e imprecisas. Fruto natural de conceptos mentales incompletos [...] Pero cultura tan avanzada, aunque coja desde sus orígenes, que creció sombría y cruenta por las circunstancias que presidieron su nacimiento, tenía que imprimirse profundamente en sus adeptos [...] Era producto de una solución definitiva, fundada en el pasado defectuoso. La tristeza del indio no es nacida en tres siglos de dominación ibérica (sic). Es fruto natural de milenios de hambre, milenios de tan sombría cultura, que siempre presentó a sus adeptos la muerte

y el sufrimiento como final fatal, porque la pobreza, la miseria lo acompañaron desde que puso el pie en América. El indio es resignado por atavismo [...] Es natural que necesite que muchas generaciones mueran en el limbo del asombro, para que las memorias raciales se borren de las mentes; para que los nuevos idiomas se introduzcan como propios en los cerebros; para que en el horizonte sombrío de horror que en el pasado forman su hambre, su propia complicada cultura, y el desplome de la Conquista, los negros cúmulos se aclaren, se disipen. Mucho tiene el indio que olvidar, para poder aprender [...] Los indianistas irreflexivos que tratan ahora de resucitar el uso de lenguajes ya muertos, o condenados a morir por ser absolutamente inadecuados a la situación presente, sólo logran retardar el momento en que el indio liberado ya de la carga que los recuerdos inconscientes de una situación de dolor representan para él, asuma conscientemente el papel activo en la nueva cultura a que se trata de incorporarlo. [...] Ayudemos al indio a olvidar lo viejo, el dolor y la muerte, y a aprender lo nuevo [...] Nuestra acción tendrá así noble finalidad humana desprovista de egoísmo, que será capaz de saldar la cuenta a nuestro cargo asentada por nuestros antepasados conquistadores y encomenderos. (López Portillo, 1944: 159‑162) Estos párrafos reflejan las profundas contradicciones que la sociedad mexicana estableció respecto a sus minorías nacionales. En los últimos años, se ofreció el reconocimiento de la pluralidad nacional en los discursos políticos, el lenguaje político se ha apoderado de las causas indígenas, mas sus hechos sólo han recrudecido la situación de los pueblos. En este periodo pasamos del racismo, como tesis central, a la salvación de los marginados: arrasar los idiomas fue la consigna, pues castellanizando se suprimiría, supuestamente, las diferencias. Por ello se otorgó a Coplamar un dispendioso presupuesto que acrecentó la burocratización del INI y complicó su operación. La manipulación y corrupción de la naciente organización era necesaria desde el punto de vista gubernamental porque, según la creencia del secretario particular de Ovalle, Francisco Salas, “para tener calmados y disciplinados a los indios hay que untarles las manos de billetes y tenerlos como perros falderos”. En realidad, la institución fue una negociación entre los antropólogos y el poder ejecutivo para reorientar las tesis, acrecentar la burocracia y controlar el sindicato del INI. Fui ratificado como director adjunto, con lo que intentamos renovar el proyecto indigenista. Se formularon las bases para la acción y fuimos dando

congruencia a nuestros planteamientos teóricos para su aplicación en la realidad. El problema indígena en el contexto de Coplamar fue un medio para neutralizar políticamente las demandas de los indígenas en los dos congresos nacionales que se realizaron. Paulatinamente, estas demandas se fueron articulando al esquema de control y manipulación. Las confrontaciones con Ovalle fueron matizadas y el discurso teórico de la participación fue incorporado al discurso oficial. El pluralismo étnico y lingüístico fue planteado, y se patrocinó el manejo por parte de los indígenas de ciertos programas culturales. En 1977, fui promovido nuevamente a director general de Educación Indígena de la SEP, de manera que no obstaculizara el control de los Centros Coordinadores y quedara aislado del trato directo con los líderes indígenas del país. Fui sustituido en el cargo de director adjunto por Francisco Rojas, un abogado y administrador de empresas trasnacionales con experiencia laboral en la compañía Phillips. Enseguida, Rojas dio un vuelco a la política indigenista en el campo: nuevamente los administradores tomaban el mando operativo y el director general asumía las relaciones políticas, con fines de promoción y de ascenso en la estructura del poder. A pesar de mi buena relación con Ovalle, las contradicciones afloraron respecto al manejo de las dos instituciones. Sin embargo, nos dimos a la tarea de fortalecer la formación de profesionales de la educación bilingüe. Logramos que el esquema de una educación bilingüe y bicultural sustituyera al planteamiento de una castellanización directa. Afrontamos dentro de la SEP los viejos esquemas del vasconcelismo y la manipulación sindical de los maestros bilingües. Se otorgó un gran apoyo a la formación de etnolingüistas y pedagogos bilingües. Se publicaron los libros de texto y sus manuales en lenguas indígenas, esta vez sin la participación del Instituto Lingüístico de Verano. Se canceló el convenio con dicha institución y se planteó como principal objetivo dar calidad al programa de Educación Indígena. En múltiples ocasiones tuvimos graves divergencias con el director adjunto del INI, aunque Ovalle intervino para darnos la razón. El carácter aristocrático de Francisco Rojas rompía los esquemas que habíamos trazado originalmente. Además, la enorme derrama económica en el programa para las zonas marginadas, así como la proyección administrativa y el hábil manejo político de Ovalle, no permitieron la revisión crítica de esta etapa. Fue durante la celebración del VIII Congreso Indigenista Interamericano en Mérida, Yucatán, cuando afloraron las demandas indígenas y hubo declaraciones profundamente contrarias a las políticas indigenistas establecidas en el continente y, en

particular, en México. El programa especial de la Presidencia para la Montaña de Guerrero, coordinado y movilizado por Coplamar, fue otro programa fallido, con las mismas tesis del Plan Huicot y sin la participación de los indígenas, cuyo propósito era calmar los sentimientos de culpa de quienes se enriquecieron gracias al estancamiento de los más pobres del país. El financiamiento de 30 000 millones de pesos anuales para obtener apoyos financieros internacionales en favor de los marginados —Coplamar—sólo sirvió para ocultar la situación del profundo colonialismo interno. Parte de estos recursos financieros, humanos y materiales fueron utilizados en la campaña política del entonces candidato del PRI, en 1982, Miguel de la Madrid Hurtado. Defensa de los yaquis y consecuencias represivas Hubo más discursos y demagogia durante las visitas a las poblaciones indígenas del país, con motivo del Programa de Participación en las Instituciones Indigenistas y Autogestión de los Pueblos Étnicos. El reconocimiento de las minorías nacionales y de las naciones indígenas soló ocurrió en el discurso. El titular de la Secretaría de Gobernación, por conducto de su secretario particular, el sociólogo Hugo Castro Arana, me solicitó un proyecto de reordenamiento geopolítico nacional. Ese documento, como otros, fue soló “palabras al aire”. La información fue utilizada en el discurso político como instrumento demagógico, y el compromiso con los indios no fue cumplido. Como resultado, quienes intentamos realizar lo ofrecido fuimos a dar a la cárcel. Ahí sufrimos el autoritarismo y el maltrato del depositario de la educación nacional, quien estaba a favor de las élites y los terratenientes de las regiones rurales. Había en este asunto, además, un conflicto de fondo a causa de los intereses de Jesús Reyes Heroles, según nos aseveró el maestro Arcadio Noguera, quien fue secretario general del Departamento Agrario, subsecretario de Educación Pública y asesor permanente del sindicato nacional de maestros, con quien me entrevisté al salir de la cárcel. Noguera me informó: “sé cuál fue la verdadera causa de que lo encarcelaran. Don Jesús siempre estuvo en desacuerdo con que se repartieran los ranchos y haciendas de su propiedad y de sus familiares entre los indígenas huastecos de la región de Chicontepec, Veracruz”, lo cual representó un conflicto de fondo, provocando relaciones interétnicas asimétricas y desiguales, continuidad del colonialismo iniciado hace 500 años. Se trató de artificios intelectuales del neoliberalismo para encubrir, como siempre, rencillas

contra el Centro del Tercer Mundo por las investigaciones étnicas realizadas; cancelación y expulsión de los integrantes del Instituto Lingüístico de Verano en el aniversario del natalicio de Juárez, el 21 de marzo de 1983. Asimismo, ese año, en la población oaxaqueña de Juquila, se formuló un compromiso presidencial con los indígenas chatinos que nunca fue cumplido. El Programa del Banco Mundial destinó a esa etnia 50 millones de dólares, que la comunidad nunca recibió. Fue una época de regresión y represión que se manifestaba en un indigenismo de corte neocolonial; en una sociedad desigual e injusta, sumida en una crisis no sólo económica, sino también en una profunda carencia de identidad y de legitimidad que somete a los pueblos indígenas a una oscura noche de 500 años de continuo colonialismo. Ejemplo de una lucha continua es la del pueblo yaqui del estado de Sonora, dueño de una de las regiones más fértiles de México, ya que su territorio está cruzado por el río, particularmente caudaloso, que lleva el nombre del grupo. Las aguas cruzan el desierto y lo convierten en oasis para vergeles. Las codiciadas tierras del Valle del Yaqui han sembrado la furia y la codicia contra de este aguerrido pueblo, el cual ha afrontado varias guerras en contra del ejército mexicano y las poblaciones mestizas que rodean a la comunidad indígena. Actualmente, hay casi veinticinco mil yaquis en México y ocho mil en Arizona, Estados Unidos. El Estado intentó disolverlos y aniquilarlos mediante sanguinarias guerras, la última ocurrió en 1929. A causa de esta violenta y agresiva confrontación, algunos yaquis encontraron refugio entre los pápagos de Arizona y recibieron protección como refugiados. De esta manera, las dos comunidades yaquis, asentadas en países diferentes, mantienen una estrecha relación. La paz fue concertada con el gobierno federal en 1939, mediante un acuerdo presidencial que les reconocía derechos sobre la tierra en todo el margen derecho del río Yaqui, y les otorgaba 50% de las aguas del mismo río y de la presa construida para irrigar cerca de doscientas cincuenta mil hectáreas. Asimismo, se les concedió el derecho al autogobierno. Sin embargo, se mantuvo el dominio sobre las tierras irrigadas en manos de la nueva burguesía terrateniente, otorgándole a ésta el derecho a irrigar cerca de medio millón de hectáreas. Por el contrario, a los yaquis sólo les ha otorgado riego para veinte mil hectáreas bajo el control del Banco Rural. Sujetos a la administración del Estado, los yaquis han demandado constantemente recibir 45% del agua restante que les pertenece legalmente para irrigar sus tierras. Hasta el presente, esa petición no les ha sido autorizada. En correspondencia, los ocho pueblos yaquis mantienen su estructura de

gobierno cerrada a la penetración de la sociedad dominante: no aceptan la injerencia de las autoridades municipales y se resisten a negociar con el gobierno estatal, pues consideran que sólo podrá ser válida con la aprobación del gobierno federal. Aun así, los acuerdos concertados con el gobierno central han quedado en documentos y en promesas nunca cumplidas. En 1983, hubo un intento de otorgar a dicho grupo el control del manejo del Centro Coordinador: los miembros del grupo étnico formularon un proyecto propio de desarrollo, así como una serie de demandas al gobierno, hecho que generó en la sociedad regional y estatal gran incertidumbre. El entonces presidente de la República, Miguel de la Madrid Hurtado, acordó en una reunión sostenida con ellos, el 1 de junio de 1983, acceder a su proyecto y a sus demandas. Cuatro meses después de ésta histórica reunión, por haber apoyado a los demandantes, fui víctima de la represión y el encarcelamiento por parte del gobierno federal. Hasta la fecha, el Estado no ha cumplido con los acuerdos emitidos el 12 de junio de 1939, firmados por el presidente Lázaro Cárdenas, ni con lo prometido al grupo por todos los gobiernos desde hace 50 años. La respuesta yaqui ha sido la resistencia y la espera del devenir histórico. La memoria de este pueblo no se diluye en las acciones paternalistas: resisten la relación desigual y la penetración del capital que se refleja en el arrendamiento de sus tierras con riego o de sus pastizales, la venta de la pesca de su cooperativa, y el saqueo a sus bosques. La alianza entre la comunidad yaqui de Arizona y la mexicana se manifiesta en intercambios y apoyos mutuos. Los jóvenes yaquis educados reconstruyen su historia y proyectan la reunificación del grupo en el futuro histórico, a partir de su Constitución Política dentro de su reservación, y planteando como futuro la reunificación del pueblo. Plantean el sueño utópico de anexar Sonora a los Estados Unidos a fin de formar una alianza de todos los pueblos indios de Arizona y Sonora. El reclamo de la totalidad del territorio y sus recursos naturales constituyen una demanda constante frente a los incumplimientos de la sociedad nacional. Los elementos de autonomía política y económica, incluso de secesión entre los yaquis, son una señal muy clara de lo que Darcy Ribeiro ha denominado las futuras guerras étnicas en América Latina. La relación interétnica entre mestizos y criollos —yoris— y los yaquis —yoremes— es tensa y agresiva en el contexto regional. La lealtad etnocéntrica de estos últimos ocasiona que se expulse del grupo a quienes se involucren con la sociedad externa. Por ello, la reacción de las élites dominantes es agresiva, racista, y se refleja en sus ideólogos y pensadores.

Por otra parte, subsiste la represión a quienes intentan el cambio social por medio de la violencia y la desobediencia civil. También para quienes, por la vía pacífica, intentan cambios desiguales y asimétricos: maniqueísmo siniestro para construir delitos y consignar. Los indígenas han soportado en el silencio y han configurado una resistencia que se ha vuelto parte de la identidad, pues conocen la fuerza bruta de la policía, el ejército y la injusticia de los ministerios públicos, los jueces venales. De esta manera, los indígenas han padecido la cárcel y la muerte históricamente. Por mi parte, asumí la práctica antropológica comprometido, a conciencia, a pesar del riesgo personal y familiar. Por ello, colaboré en una práctica de campo como observador participante en la que aplicamos las más refinadas técnicas etnográficas durante tres meses de amenazas y órdenes encubiertas para modificar nuestro proyecto de transformar a fondo la política étnica de nuestro país. Hubo reuniones en Gobernación, con el Senado de la República, con comités especiales para sugerir la continuidad del viejo proyecto. La crisis culminó con trampas administrativas y manipulación de familiares del anterior director adjunto del INI, así como auditorías y vigilancia policíaca sobre el nuevo director general de dicho instituto. Hubo denuncias infamantes en la prensa (en columnas políticas) y una campaña de desprestigio contra el autor de estas líneas. Este hostigamiento finalizó en una detención en la que intervinieron más de cien policías judiciales federales y de la Interpol. Sobrevino mi consignación, y juicio sumario por “ejercicio abusivo de autoridad”. La acusación inédita pudo constituir un nuevo artículo del código penal. Por su parte, los indígenas del país que me conocían manifestaron indignación, así como los que me recibieron y protegieron en el reclusorio. Se formó un comité nacional e internacional de solidaridad constituido por colegas e intelectuales de todo el mundo para declararme preso político. Incluso, sobrevino la toma de las instalaciones del INI. Tras turbias negociaciones, la presidencia de la República buscó una salida legal a su persecución: una sentencia por daño patrimonial a la nación por 100 000 pesos (según el valor de cambio de 1983),o sea, 300 dólares. Luego, la libertad y la imposición de cinco meses y medio de trabajo de campo en el Reclusorio Norte de la ciudad de México, el exilio y el retorno. Y desde entonces, la continuidad de mi compromiso con las comunidades indígenas y con la antropología. Criterios antropológicos en el mundo posmoderno del Banco Mundial y las ONG

El Banco Mundial (BM) fue la primera institución financiera multilateral que dio a conocer una política para las poblaciones indígenas del mundo. La OD 4.20, promulgada en 1991, describe los criterios principales empleados para identificar a la población indígena sobre la base de las condiciones sociales, culturales y legales específicas de los países prestatarios. Además, destaca que es necesario incluir a las poblaciones indígenas entre los beneficiarios de las operaciones que el BM financia y protegerlas de los posibles efectos adversos del desarrollo. En consecuencia, cuando se evalúa si la política se ha cumplido hay que examinar, primero, si se identificaron las poblaciones indígenas durante las primeras etapas de preparación del proyecto y, segundo, si se analizaron las posibles repercusiones y la participación de las poblaciones en las actividades que tenían por finalidad ayudarlas o mitigar los efectos adversos. En este sentido, el BM consultó a antropólogos y etnógrafos para realizar éstos ordenamientos internos, por lo que, a principios de la década de 1990, fui consultor de esta institución. Así, la etnografía me ha servido para penetrar en las políticas públicas internacionales que tienen efecto a nivel nacional, regional y local de los pueblos y comunidades indígenas. Es bien conocido que la teoría y la práctica del desarrollo han sido moldeadas en gran parte por economistas neoclásicos. En su mirada retrospectiva a la antropología para el desarrollo del BM, Michael Cernea, una de las figuras más destacadas en este campo, se refirió a “las desviaciones conceptuales econocéntricas y tecnocéntricas de las estrategias para el desarrollo, considerándolas profundamente perjudiciales”. Para Cernea:

esta desviación “paradigmática” es una distorsión que los antropólogos para el desarrollo han contribuido en gran parte a corregir. Su lucha contra esta desviación ciertamente ha representado un paso importante dentro del proceso por el cual los antropólogos se han buscado un lugar en instituciones tan poderosas y contradictorias como el BM. La mayor parte de las explicaciones de la evolución de la antropología para el desarrollo coinciden en esta visión de su historia: propiciada por el fracaso de los enfoques verticalistas de orientación económica, empezó a producirse una reevaluación de los aspectos sociales y culturales del desarrollo a principios del decenio de los setenta, lo cual, para la antropología, conllevó oportunidades insospechadas. La “cultura”, que hasta aquel momento había constituido una categoría residual desde el momento en que a las sociedades “tradicionales” se las consideraba inmersas en el proceso de “modernización”, se convirtió en inherentemente

problemática, requiriendo un nuevo tipo de profesional capaz de relacionar la cultura con el desarrollo. Esto marcó el despegue de la antropología desarrollista. (Cernea, 1995: 15) En mis trabajos durante dos años como analista para asuntos sociales y ONG, en la oficina en México del BM, tuve la oportunidad de confrontar el pensamiento vertical y unilineal de los economistas y técnicos del BM con el pensamiento y las teorías antropológicas que había adquirido durante mi formación. Propuse que en la implementación de los proyectos de desarrollo que tenía el BM con México, se propiciara la participación directa de los pueblos indígenas y comunidades rurales, a fin de eliminar el verticalismo y tener un mayor efecto en el cambio social y cultural. Esta propuesta fue aceptada (Nahmad, 1997) y ha sido particularmente importante en los proyectos de reasentamientos, sistemas de cultivo, desarrollo de cuencas fluviales, gestión de recursos naturales, favorecimiento de economías de sectores informales, etcétera. No obstante, los antropólogos para el desarrollo consideramos que nuestro papel va mucho más allá de estos ejemplos concretos. Nuestro papel es el de ofrecer análisis detallados de la organización social que circunscribe los proyectos y que subyace en las actuaciones de la población local, lo cual resulta imprescindible para la investigación aplicada. Al actuar así, los antropólogos transcienden la dicotomía entre investigación teórica y aplicada. Mientras que la mayor parte del trabajo continúa sometido a las necesidades perentorias de los proyectos en curso del BM, en algunos casos los antropólogos hemos sido tomados en cuenta para realizar investigaciones a largo plazo. Ésta es la razón por la cual, desde mi punto de vista, los antropólogos nos hemos convertido en actores centrales en el proceso del desarrollo. Se requería realizar una crítica de la antropología basándonos en las distintas corrientes de estudio de la globalización, del posmodernismo y del posdesarrollo consideradas hasta este momento. Los planteamientos de la antropología para el desarrollo sugieren que no todas las acciones protagonizadas por el aparato para el desarrollo se han transformado irremediablemente en un ejemplo moderno de modelo capitalista. Estos análisis críticos también plantean una pregunta difícil: ¿Sabemos lo que hay sobre el terreno después de siglos de capitalismo y cinco decenios de desarrollo? Ni siquiera podemos considerar la realidad social de modo que nos permita detectar la existencia de elementos diferenciales que no sean reducibles a los modelos del capitalismo y de la modernidad, y que puedan servir como núcleos de articulación de prácticas alternativas sociales y económicas. Finalmente, si se

nos permitiera entregarnos a un ejercicio de imaginación, ¿podríamos alentar e impulsar prácticas alternativas?8 ¿Es posible que del modernismo al posmodernismo haya más de cincuenta años del desarrollo al posdesarrollo? La investigación etnográfica del desarrollo, que ciertamente se está documentando y continuará practicándose durante muchos años más del siglo XXI, ha sido importante para sacar a la luz los debates sobre las diferencias culturales, sociales y económicas entre las comunidades del Tercer Mundo en contextos de globalización y desarrollo (Pérez y Dietz, 2003: 11). No considero que acierten los que anuncian una era del posdesarrollo o del posmodernismo, así como el fin del desarrollo (tal como lo hemos conocido hasta ahora), es decir, como un implacable principio organizador de la vida social y el árbitro en última instancia de la teoría y de la práctica. Es dudoso que el desarrollo desaparezca en el mundo globalizado. Un reto que se me presentó, tanto analítico como aplicado, fue resolver alternativamente los conflictos en el paradigma de tradición y modernización. Este desafío se refleja en lo que señala Arturo Escobar en su artículo “Antropología y desarrollo”:

no existe, naturalmente, ninguna solución mágica o paradigma alternativo que pueda ofrecer una solución definitiva. Hoy en día parece existir una conciencia creciente en todo el mundo sobre lo que no funciona, aunque no hay tanta unanimidad acerca de lo que podría o debería funcionar. Muchos movimientos sociales se enfrentan de hecho con este dilema, ya que al mismo tiempo que se oponen al desarrollo convencional intentan encontrar caminos alternativos para sus comunidades, a menudo con muchos factores en contra. Es necesaria mucha experimentación, que de hecho se está llevando a cabo en muchos lugares, por lo que se refiere a buscar combinaciones de conocimiento y de poder, de veracidad y de práctica, que incorporen a los grupos locales como productores activos de conocimiento. Y sus preguntas son válidas en el contexto de una sociedad del Tercer Mundo como México:

¿Cómo puede traducirse el conocimiento local al poder real, y cómo puede este binomio conocimiento-poder formar parte de proyectos y de programas concretos? ¿Cómo pueden estas combinaciones locales de conocimiento y poder tender puentes con formas de conocimiento especializadas cuando sea

necesario o conveniente, y cómo pueden ampliar su espacio social de influencia cuando se las cuestiona, como suele suceder a menudo, y se las contrapone a las condiciones dominantes locales, regionales, nacionales y transnacionales? Estas preguntas son las que una renovada antropología de y para el desarrollo, tendrá que responder (en el futuro, para el caso de los países del Tercer Mundo). (Escobar, 1997: 17) El BM, con base en nuestras recomendaciones aceptó trabajar, intensamente, con las comunidades indígenas de México y de América Latina y con las autoridades tradicionales de cada pueblo. En este sentido, muchas de estas organizaciones han participado en la elaboración de nuevos proyectos. También en la preparación de los Perfiles Indígenas de México (véase página web ), proyecto que coordino, el cual permite obtener la información que tanto necesitan los indígenas, los gobiernos nacionales y locales, y los jefes de proyectos del BM sobre la ubicación y las características de las comunidades y de los pueblos indígenas de México, que es mi manera de continuar realizando aportaciones a la etnografía y al campo interdisciplinario de las ciencias sociales aplicadas. Conclusiones: 45 años de antropólogo Cuarenta y cinco años después de haberme graduado como antropólogo, puedo seguir afirmando, como muchos antropólogos en el mundo, que el conocimiento generado por la etnografía y la antropología es fundamental para el cambio social de los pueblos originarios del mundo y coincido nuevamente con Arturo Escobar:

Los antropólogos se han mostrado por regla general muy ambivalentes respecto al desarrollo. En años recientes, se ha considerado casi axiomático entre los antropólogos que el desarrollo constituye un concepto problemático y que a menudo conlleva un cierto grado de intromisión. Este punto de vista es aceptado por parte de especialistas y estudiosos en todo el arco del espectro académico y político […] No obstante, mientras que la ecuación antropologíadesarrollo se entiende y se aborda desde puntos de vista muy distintos, es posible distinguir, al final del decenio de los noventa, dos grandes corrientes de pensamiento: aquélla que favorece un compromiso activo con las instituciones que fomentan el desarrollo en favor de los pobres, con el

objetivo de transformar la práctica del desarrollo desde dentro, y aquélla que prescribe el distanciamiento y la crítica radical del desarrollo institucionalizado. (Escobar, 1997: 2) Me suscribo en la primera corriente. También la antropóloga malaya, Wazir Jahan Karim, quien expuso crudamente su postura respecto a este tema en un artículo sobre antropología, desarrollo y globalización desde la perspectiva de una antropología del Tercer Mundo:

¿Se ha generado el conocimiento antropológico para enriquecer la tradición intelectual occidental o para desposeer a las poblaciones del conocimiento del cual se apropia? —se pregunta esta autora—. ¿Qué reserva el futuro para el uso del conocimiento social del tipo producido por la antropología? Mientras que la alternativa no tiene por qué ser una disyuntiva excluyente. La antropología necesita ocuparse de proyectos de transformación social si no queremos vernos simbólicamente disociados de los procesos locales de reconstrucción e invención cultural. (Jahan, 1996: 120) Desde su punto de vista, esta autora “apela a la reconstrucción de la antropología orientándola hacia las representaciones y luchas populares, proyectándolas al nivel de la teoría social. De otro modo, la antropología continuará siendo una conversación en gran parte irrelevante y provincial entre académicos del lenguaje de la teoría social occidental” (Karim, 1996: 124; citada por Escobar, 1997). La antropología en México, tal como lo señaló acertadamente Ángel Palerm:

ha generado violentas polémicas y ha perturbado el análisis histórico y social de México, porque se acusa a los antropólogos, aun involuntariamente, de servir a los intereses metropolitanos o de las clases dominantes internas. A pesar de los esfuerzos realizados por entender la realidad y quebrar las relaciones coloniales que subsisten en la vida del país, las desigualdades sociales son enormes y la explicación científica de éstos fenómenos debiera dar los lineamientos para eliminar la opresión y la explotación. (Palerm, 1973: 11)

La antropología social contemporánea, desde mi punto de vista, debe ocuparse de las implicaciones histórico políticas de su contexto y no sólo de las preocupaciones intelectuales academicistas. De no hacerlo, la antropología social y cultural está condenada a ser una sierva permanente del sistema imperante y un instrumento del Estado, de las clases dominantes y del mantenimiento del colonialismo interno. Es justamente en contra de los conceptos erróneos y prejuicios occidentales sobre las sociedades y culturas mesoamericanas, que se ha generado, desde finales de la década de 1970 hasta nuestros días, un movimiento entre un creciente número de miembros de las élites indígenas y populares, educados dentro de la tradición occidental y nacional, pero fuertemente motivados para aprovechar su formación académica en un trabajo de campo, para realizar una investigación y la publicación histórica seria sobre sus pueblos y culturas. Esto se reflejó en el conflicto magisterial de Oaxaca, en 2006, donde la intelectualidad indígena jugó un papel trascendente, como en las surgidas desde 1975 y hasta 1994 entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas; crisis generadas, a mi modo de entender, por la exclusión de dichos pueblos en el proyecto nacional durante cerca de doscientos años. Es vasta la complejidad del fenómeno sociopolítico de la inclusión de la diversidad étnica del mundo en los modernos Estados-nación. Por ello, no es de extrañar que en México estemos inmersos en un laberinto terminológico para legislar, reconocer e incluir la pluralidad étnica. Se abrigaron muchas esperanzas con el proyecto de la transición democrática. Entre el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), en el año 2000, se consideró que las condiciones para los pueblos indígenas de México y para la antropología experimentarían cambios sustantivos. Sin embargo, en el año 2007, tanto los pueblos indígenas como la antropología continuaban operando de la misma manera que en el siglo XX bajo el dominio del PRI, y en peores condiciones bajo el régimen del PAN y de la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA). Como muestra, la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales de Madrid, España, que conduce el expresidente español, José María Aznar, revive con los expresidentes mexicanos Vicente Fox y Felipe Calderón, la teoría de la incorporación de los pueblos indígenas de América, al afirmar:

Occidente no es patrimonio de un pueblo. Ha tenido múltiples incorporaciones. Se ha expandido a lo largo de la historia. América Latina es el fruto histórico de esa expansión que comienza a finales del siglo XV, cuando los europeos llegan al nuevo continente y se inicia un proceso de fusión y

mestizaje que no ha tenido parangón en la historia. A lo largo de más de tres siglos, los pueblos originarios del continente se van fundiendo con los aportes humanos llegados del viejo continente. Pero lo más significativo, es la incorporación de todas esas sociedades a la idea de occidente, mediante la extensión del Cristianismo (con mayúscula). (Appel, 2007: 25) La misma tendencia animó el mensaje del papa Benedicto XVI en su declaración en la V Conferencia de Obispos de América Latina y el Caribe (CELAM), celebrada en mayo de 2007 en Brasil. El pontífice aseguró que “la utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso para los ‘pueblos originarios’ que han logrado ‘una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros les ofrecían’ ”. A lo cual, los indígenas ecuatorianos respondieron: No es concebible que en pleno siglo XXI, todavía se crea que sólo puede ser concebido como Dios un ser definido como tal en Europa. Debe saber el Papa que antes de que vinieran a nuestros territorios los sacerdotes católicos con la Biblia, en nuestros pueblos ya existía Dios, y su Palabra es la que siempre ha sostenido la Vida de nuestros pueblos y a la Madre Tierra. La Palabra de Dios no puede estar sólo contenida en un libro, mucho peor se puede creer que una religión puede privatizar a Dios. Los Pueblos Originarios éramos civilizaciones que teníamos gobiernos y organizaciones sociales estructuradas de acuerdo con nuestros principios; por supuesto que también teníamos religiones con libros sagrados, ritos, sacerdotes y sacerdotisas que fueron los primeros en ser asesinados por los que fungían como servidores del “dios de la codicia” y no del Dios de Amor de quien habla Jesús el Cristo. Cabe comunicar al Pontífice que nuestras religiones jamás murieron, aprendimos a sincretizar nuestras creencias y símbolos con las de los invasores y opresores.9 Tras más de medio siglo de utopías encubiertas, persiste la celebración de una burocracia que vive del presupuesto para los indios y de aspiraciones personalistas para colocarse en las posiciones del poder nacional. Tal burocracia es un sostén del aparato político represor en su estrategia de manipulación y control de la ideología. Estos burócratas constituyen redes sociales que soportan el injusto y desigual sistema económico y político. A la fecha, hay más de treinta mil maestros indios y sus preclaros nuevos

intelectuales que toman conciencia histórica de este periodo del indigenismo mexicano. Ellos sabrán aquilatar y medir lo positivo y negativo de ésta política. Los más de diez millones de indios son testigos de lo que no se debe hacer, y de cómo se pueden revertir las acciones negativas en su favor. Ellos sabrán percibir, como lo han hecho durante su largo peregrinar bajo el colonialismo, quiénes son sus aliados. La antropología no es una ciencia neutra y aséptica; por el contrario, está profundamente involucrada en los procesos colectivos de las sociedades sometidas. Sin embargo, hemos tocado fondo: o cambiamos el modelo de sociedad y respetamos los derechos de los pueblos originales, o las guerras interétnicas como la de 1994, en Chiapas, serán parte del futuro. Ya en el siglo XXI, la antropología tiene todavía mucho que decir y estudiar en el contexto de los colonialismos externos e internos y de la globalización —más allá del posmodernismo— de los países latinoamericanos, como el caso de México. Bibliografía Aguirre Beltrán, Gonzalo 1957 El proceso de aculturación, México, UNAM. Alcina Franch, José 1999 Antropólogos y disidentes. Una tradición tenue, Palma de Mallorca, Bitzoc. Appel, Marco 2007 “La libertad latinoamericana, según el neocolonialismo europeo”, en Revista Proceso, núm. 1591, pp. 1-25. Biblioteca Virtual Latinoamericana

Diccionario de Filosofía Latinoamericana, disponible en