Ka
 9788433908902, 8433908901

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Ka

Roberto Calasso

T ra d u c c ió n de E dgardo D obry

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

E l m u n d o es com o la im p re s ió n que deja la n a rra c ió n de u n a h is to ria . Yogaväsistha, 2 ,3 , 11

Ideae e n im n ih il a liu d su n t, q uam n a rra tio n e s sive h is to ria e n a tu ra e m entales. Spinoza, Cogitata metaphysica, I, 6

I

De p ro n to el cie lo quedó oscurecido p o r u n águila. Sus p lu ­ m as negras, b rilla n te s , casi violetas, fo rm a b a n u n te ló n m ove d i­ zo entre las nubes y la tie rra . C olgados de sus garras, u n elefante y una to rtu g a , enorm es ta m b ié n y entum ecidos de te rro r, ro za ­ ban las cim as. Parecía com o si el p á ja ro se p ro p u sie ra u tiliz a r el filo de las rocas pa ra d e s trip a r a sus presas. S ólo de ta n to en ta n ­ to relam pagueaba el o jo fijo del á g u ila , tra s la tu p id a fro n d a de algo que llevaba cogido en el pico : una ram a m u y larga. N i cien tira s de p ie l de vaca hubiesen bastado p a ra envolverla.

G aruda volaba y recordaba. H acía apenas unos días no había sa lid o aún del huevo y ahora ya habían sucedido tantas cosas. V o la r era la m e jo r m anera de pensar, de repasar los hechos. ¿A q u ié n había v is to p rim e ro ? A su m adre, V in a tá . M u y b e lla en su pequeñez, sentada sobre una p ie d ra , asistía con ostentosa p a si­ vid a d a l espectáculo del huevo que se abría. Fue el p rim e r o jo que G aruda m iró con fije z a . Y supo enseguida que se tra ta b a de su p ro p io ojo. R econoció en él una brasa rozada p o r el vie n to . La m ism a brasa que sentía a rd e r b a jo sus plum as.

G aruda, entonces, había apartado la m ira d a . F rente a V in a ­ tá , sentada ta m b ié n sobre una p ie d ra , v io a o tra m u je r, id é n tic a a su m adre, salvo p o r una venda negra que le cu b ría u n ojo. T am bién esta m u je r parecía absorta en una escena. F rente a

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ella, G aruda v io u na m araña que ondeaba lentam ente. Su o jo p e rfe cto se fijó , pa ra com prender. E ra n serpientes. Serpientes negras, trenzadas, separadas, enrolladas, estiradas. Poco des­ pués, G aruda re co n o ció m il ojos de serpiente que lo observaban con fria ld a d . A su espalda oyó u na voz: «Son tus p rim o s . Y aque­ lla m u je r es m i herm ana K ad rü . Som os sus esclavos.» E ra n las p rim e ra s palabras que le d irig ía su m adre.

V in a tä alzó la m ira d a sobre la enorm e extensión de G aruda y d ijo : « H ijo m ío, es h o ra de que sepas q u ié n eres. Has n a cid o de u na m adre esclava. Pero yo no he n a cid o esclava. M i herm ana K a d rü y yo éram os las esposas de Kasyapa, el gran rs i, el vid e n ­ te. A plom ado, fu e rte , ta c itu rn o , lo com prendía tod o . Nos am a­ ba, pero no nos prestaba m ás a te n ció n de la e stricta m e n te nece­ saria. P erm anecía in m ó v il d u ra n te horas, d u ra n te días enteros, nosotras no sabíam os p o r qué. Sostenía el m u ndo sobre su ca­ beza. M i herm ana y yo ardíam os en deseos de que se fija ra en nosotras. U na fu rio s a energía nos consum ía p o r d e n tro . A l p rin ­ c ip io riva lizá b a m o s p o r los favores de Kasyapa. Pero poco des­ pués nos dim os cuenta de que nos m ira b a com o se m ira a las n u ­ bes: era ig u a lm e n te benévolo e in d ife re n te con am bas. U n día nos m andó lla m a r; nos d ijo que había llegado el m om ento de re ­ tira rs e a v iv ir en el bosque. Pero no quería despedirse de noso­ tra s s in concedem os una gracia. De p ro n to nos im aginam os las dos solas en m edio de estos pantanos, estas selvas, estos zarza­ les, estas dunas. K a d rü no lo dudó: p id ió m il h ijo s , todos de id é n tic o esplendor. Kasyapa a s in tió . Yo tam poco dudé: pe­ d í sólo dos h ijo s , pero más bellos y poderosos que los de K a ­ d rü . Kasyapa leva n tó su pesado párpado: “Tendrás u no y m e­ d io ” , d ijo . Después se alejó con su bastón. N unca vo lvim o s a verlo.» V in a tä p ro s ig u ió : « H ijo m ío, he cuid a d o tu huevo d u ra n te q u in ie n to s años. N o quería que te sucediese lo que a tu herm ano A ru n a . M e dejé vencer p o r la im p a cie n cia y a b rí su huevo antes de tie m p o . S ólo entonces com p re n d í aque llo que u n día d irá un rs i de tie rra s lejanas, u n vid e n te p á lid o y anguloso: que la im p a ­ cie n cia es el ú n ic o pecado. La p a rte in fe rio r del cuerpo de A runa 12

quedó in fo rm e . Y p o r e llo m i p rim e r vástago m e m a ld ijo apenas m e v io : sería esclava de m i herm ana d u ra n te q u in ie n to s años. Y al cabo sería salvada p o r m i o tro h ijo , p o r ti. A ra n a d ijo esto y as­ cendió h acia el sol. A hora lo veo re c o rre r el cie lo día a día. Es el a u rig a del c a rro de Sürya. Pero él nunca volverá a re p a ra r en m í.»

V in a tä p ro s ig u ió : «K adrü y yo éram os los ú n icos seres hum a­ nos, rodeadas de m il serpientes negras, todas iguales. Y tu huevo que m aduraba im p e rce p tib le m e n te d e n tro de u na vasija de a rc i­ lla hum eante. Y a entonces nos odiábam os, m i herm ana y yo. Pero n in g u n a de las dos po d ía p re s c in d ir de la o tra . U na noche estábam os acostadas en la o rilla del océano. Sabes que ta m b ié n m e lla m o S uparnI, A guileña, y quizás p o r eso soy tu m adre. M i o jo lo percibe tod o . K a d rü es tu e rta , ha p e rd id o u n o jo en el sa­ c rific io de Daksa, pero, ah, ésa es u na h is to ria que no debes sa­ ber... Y s in em bargo ta m b ié n e lla tie n e una vis ta m u y aguda. M i­ rábam os, aquella noche, en la m ism a d ire c c ió n , a b u rrid a s y enfrentadas com o siem pre; re co rría m o s con la vis ta las aguas del océano, vis lu m b ra n d o d e n tro las c ria tu ra s abisales y las p e r­ las. Nos guiaba u n d ifu s o re sp la n d o r en lo p ro fu n d o . N o sabía­ m os de dónde provenía. Después vo lvim o s a fija r la vis ta en el lí ­ m ite del océano, a llí donde el agua se une con el cie lo . Dos luces d is tin ta s . U na lín e a n ítid a las separa, la ú n ic a lín e a n ítid a en u n m undo que era sólo u na vana fro n d o sid a d . De p ro n to vim os d i­ bujarse una fig u ra sobre la lu z : u n ca ballo blanco. Levantaba los cascos sobre el agua y sobre el cie lo , indeciso. E ntonces supim os qué es el estupor. Ju n to a l ca b a llo b rilla n te se entreveía o tra cosa, algo m ás oscuro: ¿una m ordaza? ¿La cola? Todo lo demás estaba b ie n delineado. Ésos eran los elem entos d e l m u ndo para nosotras: la extensión de las aguas, la extensión del cie lo , aquel ca ballo blanco.» G arada la in te rru m p ió : «¿Quién era el caballo?» «Todavía no lo sabíam os», d ijo V in a tä , «ahora sólo sé que esta preg u n ta m e acom pañará siem pre, hasta la d is o lu c ió n de los tiem pos. Y ese fin será a n u ncia do p o r u n ca b a llo blanco. D el ca b a llo sólo puedo d e cirte ahora cóm o se lla m a y cóm o n ació. E l ca b allo se 13

lla m a U ccaihsravas. N a ció d u ra n te el gra n to rb e llin o del océa­ no.» G aruda escuchaba a su m adre com o u n d is c íp u lo que oye h a b la r p o r p rim e ra vez de aque llo que m ás ta rd e g u ia rá su vida. D ijo : «M adre, no te pregunta ré nada más sobre el caba llo , sólo q u ie ro saber cóm o surg ió , qué fue el g ra n to rb e llin o del océa­ no.» V in a ta d ijo : «Esto sí lo debes saber, p ro n to entenderás p o r qué. Eres m i h ijo , has nacid o pa ra rescatarm e. Los h ijo s nacen para rescatar a los padres. Y sólo hay una fo rm a de rescatarm e: entre g a r el som a a las Serpientes. E l som a es una p la n ta y u n lí ­ q u id o blanco. E stá en el cie lo , v ig ila d o p o r In d ra , p o r todos los dioses y p o r o tro s seres poderosos. T ú deberás co n q u is ta r el som a. E l som a es m i rescate.»

V in a tá se había ensim ism ado. H ablaba con los ojos bajos, in ­ d ife re n te a la m ole m ajestuosa de su h ijo , a sus plum as estrem e­ cidas, lejanas. Pero se recobró y s ig u ió h a b lán dole com o a u n n iñ o , tra ta n d o de ser cla ra al d e c irle las pocas palabras que en ese m om ento estaba en condicion es de d e cirle : «Al p rin c ip io , tam poco los dioses poseían el som a. Ser dioses no bastaba. La v id a era to rp e , s in encanto. Los Deva, los dioses, m ira b a n con h o s tilid a d a los o tro s dioses, los A sura, los dioses enem igos, los p rim o g é n ito s, que ta m b ié n s u fría n con agudeza la fa lta de som a. Pero ¿por qué ib a n a pelearse, si no existía la sustancia deseable p o r la que pelear? Los dioses m e d ita b a n y adiestraba n los se n ti­ dos, pero u n día h u b ie ra n q u e rid o sim plem ente v iv ir. Lóbregos, se re co g ie ro n en el m onte M e ru , a llí donde la cim a h orada la bó­ veda del cie lo y se con vie rte en la ú n ic a p a rte del m undo que p a rtic ip a del o tro m undo. Los dioses esperaban una novedad, c u a lq u ie ra que fuese. V isnu su su rró algo a B rahm a, y B rahm a después se Ib contó a los dem ás. H abía que b a tir el cubo del océano hasta que aflorase el som a, de la m ism a fo rm a en que se saca la m anteca de la leche. Y esa o b ra no debía cu m p lirse en co n tra de los A sura, sino, a l c o n tra rio , con su ayuda. Este an u n ­ c io contradecía lo que los Deva h abían pensado siem pre. Pero, después de tod o , ¿qué p odían perder, si su vid a era com pleta­ m ente vana? A h o ra pensaban que v a lía la pena, con ta l que h u ­ biese una prueba, u n riesgo, u na obra.» 14

V in a tä ca lló . D urante la rg o ra to G aruda respetó su sile n cio . Después d ijo : «M adre, no m e has d ic h o aún cóm o llegaste a con­ v e rtirte en esclava de tu herm ana.» «M irábam os e l ca b allo b la n ­ co. C uanto m ás m e fascinaba, m ás sentía crecer el re n c o r hacia m i herm ana. Le d ije : "Óyem e, tu e rta , ¿puedes ve r de qué c o lo r es el caballo?” K a d rü no m e contestaba. E xh ib ía su venda negra. E ntonces le d ije : “ ¿Quieres apostar? La que sepa d e c ir de qué co­ lo r es el ca b a llo será am a de la o tra .” A la m añana siguiente , al alba, estábam os o tra vez las dos ju n ta s , m ira n d o el cie lo . Y una vez m ás, sobre e l fo n d o del cie lo y de las aguas, se re c o rtó la f i­ gura del caballo. G rité : "¡Es b la n c o !” S ile n cio . In s is tí: “K a d rü , ¿no crees que es blanco?” N unca había v is to en su o jo una expre­ sió n ta n m a lig n a . K a d rü d ijo : “Tiene la cola negra.” “ Irem os a co m p ro b a rlo ” , d ije , “y aquella que no haya acertado será la es­ clava de la o tra .” “Así será” , d ijo K a d rü . »Nos separam os. Poco después m e enteré de que K a d rü ha­ bía in te n ta d o co rro m p e r a sus h ijo s . Les había ped id o que se a g arraran a la cola del caballo, de m anera que pare cie ra negra. Las S erpientes se negaron. E ntonces, p o r p rim e ra vez, K a d rü se puso fu rio s a . Les d ijo : “ Seréis exterm inadas una a u n a ...” U n día sabrás», d ijo V in a tä bajando la voz, «que nada puede ser exter­ m in a d o , p o rque to d o deja u n resid u o , y to d o re sid u o es u n in i­ cio ... Pero es dem asiado p ro n to pa ra d e cirte m ás... Piensa, p o r ahora, que la m a ld ic ió n de K a d rü era poderosa. U n día aún re ­ m o to sucederá: los Pándava y los K aurava se b a tirá n y la estirpe entera quedará p rá ctica m e n te exterm inada , la suya y la de los pueblos que se hayan a lia d o con ellos, para que fracase el sa cri­ fic io de las S erpientes, para que se com pruebe que las S erpien­ tes no pueden ser exterm inadas. E sto sucederá en el ú ltim o in s ­ ta n te p o sible... A ciaga es K a d rü , im p la ca b le su m a ld ic ió n .» Los ojos de V in a tä eran dos h endid uras. «Pero prosigam os. D ebíam os acercam os al caballo. Alzam os el vuelo, una ju n to a la o tra . Sobre el agua vib ra b a n las espaldas de las c ria tu ra s abisa­ les, curiosas p o r ve r a aquellas dos m ujeres voladoras. N o le prestábam os atención : nada existía pa ra nosotras fu e ra de nues­ tro juego. C uando estuvim os fre n te a l caballo, a ca ricié su gm pa

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blanca. “ C om o ves...” , d ije a K a d rü . “E spera” , d ijo la tu e rta , y me m o stró unas pocas crines negras que sus dedos hábiles habían descubie rto en tre los m uchos pelos blancos de la cola, enrosca­ dos en u n p a lo , s in m o tiv o aparente. H ay quie n dice que esas c ri­ nes eran algunas de las S erpientes, fie le s a su m adre. O que en re a lid a d había sólo una c rin negra, la S erpiente K a rko ta ka . O tros o p in a n que U ccaihsravas tie n e crines negras m ezcladas con las blancas. Sobre este p u n to la d isp u ta será eterna. “Te he vencido. E l m a r es testigo. A p a rtir de ahora serás m i esclava” , d ijo K a d rü . E ntonces com prendí, com o en u n desgarro, lo que es la deuda, la deuda de la vid a , de c u a lq u ie r vid a . Pesaría sobre m í d u ra n te q u in ie n to s años.»

«Iré a c o n q u is ta r el som a, m adre», d ijo G aruda, con su ex­ p re sió n m ás grave. «Pero antes debo com er.» E staban acosta­ dos u no fre n te a la o tra . G aruda era una m ontaña de plum as; V in a tä , u n ser m in ú s c u lo , sinuoso. «Ve hasta el ce n tro del océa­ no», d ijo V in a tä . « A llí está la tie rra de los N isäda. Puedes co­ m erte a cuantos quieras de ellos. N o conocen los Veda. Pero re ­ cuerda, jam ás m ates a u n brahm án. U n bra h m á n es fuego, es u n filo , es veneno. P or n in g ú n m o tiv o , aunque la ira te in fla m e , debes h e rir a u n b ra h m á n .» G aruda escuchaba, con gravedad creciente. «Pero ¿qué es u n brahm án, m adre?», p reguntó . «¿Cómo se reconoce a u n brahm án?» H asta entonces G aruda casi no había v is to m ás que serpientes, negras y enroscadas, y a aquellas dos m ujeres que se odiaban. N o conocía n i el sem blan­ te de su padre. «¿Un brahm án? ¿Qué será eso?», pensaba Ga­ ruda. «Si sientes com o s i estuvieras tragando u n a brasa», d ijo V in a tä , «entonces es u n brahm án. O s i de p ro n to te das cuenta de que te has. trag a d o u n anzuelo.» G aruda la m ira b a fijo y pen­ saba: «O sea que no se puede reconocer a u n b ra h m á n s in casi habérselo com ido.» Pero ya desplegaba las alas; estaba ansioso p o r devorar a lo s N isäda.

Los N isäda no tu v ie ro n tie m p o n i de darse cuenta de la lle g a ­ da de G aruda. Cegados p o r e l v ie n to y el polvo, eran d e g lu tid o s a 16

m illa re s p o r u na cavidad oscura que se ab ría detrás de su pico. Se p re c ip ita b a n com o en u n pozo. Pero un o de ellos acertó a afe­ rra rse a esa pared s in fin . Con la o tra m ano estrechaba c o n tra su c in tu ra a u na jo ve n m u je r de cabellera serpentina, suspendida en el vacío. G aruda, que m ira b a fijo a l fre n te con el p ic o m edio a b ie rto , lo necesario com o p a ra devo ra r m ontones de N isäda, s in tió de p ro n to que algo le a rd ía en la garganta. «Es u n b ra h ­ m án», pensó. D ijo : «B rahm án, no te conozco pero no q u ie ro ha­ certe daño. Sal de m i garganta.» Y desde la garganta de G aruda resonó u na voz s u til y firm e : «No saldré si no es con esta m u je r de los N isäda, que es m i esposa.» «No tengo nada en contra», d ijo G aruda. A l in s ta n te lo v io encaram arse a su p ico , con cuidado , tem e­ roso de hacerse daño. G aruda, cu rio so , pensaba: «Al fin sabré qué aspecto tie n e u n brahm án.» L o v io m ie n tra s resbalaban so­ bre sus plum as. E l bra h m á n era fla c o y huesudo, p o lv o rie n to , con los cabellos recogidos en u na tre n za y los ojos h u n d id o s y v i­ brantes. Sus dedos largos, resueltos, no se separaban n i u n se­ gundo de la m uñeca de la m u je r de los N isäda, que a G aruda le recordó in m e d ia ta m e n te la belleza de su m adre y de la p é rfid a tía K a d ru . Se quedó anonadado, pensando que ta l vez se había co m id o ya a m ile s de m ujeres com o aquélla. Pero lo s dos seres m inú scu lo s se alejaban, erguidos, ágiles, im pacientes, com o si el m undo entero se rin d ie se a su paso. Cada vez m ás perp le jo , G aruda s in tió con a p re m io la necesidad de in te rp e la r a su padre, a quie n aún no conocía. C uando se a b rie ro n sus alas, u n nuevo to rb e llin o asoló la tie rra .

Kasyapa observaba una h ile ra de horm igas. N o h iz o caso de su h ijo n i de los estruendos que h abían anuncia do su llegada. G aruda tam poco ten ía ganas de h a b la r. M ira b a a Kasyapa, su cráneo rugoso, b rilla n te , sus nobles brazos en reposo. L o estudió d u ra n te la rg o ra to . Pensaba: «A hora sé lo que es u n brahm án. B ra h m á n es q u ie n se n u tre a sí m ism o de sí m ism o.» Después de u n día de s ile n c io , Kasyapa le va n tó la m ira d a h acia G aruda. D ijo : «¿Cómo está tu m adre?», y enseguida pasó a o tra cosa, com o si ya co nociera la respuesta. «Busca a l elefante y la to rtu g a

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que están en u n lago y se pelean. Ése es el a lim e n to pa ra ti. Los M isada no te bastan. Después vete a com er sobre el R auhina; es u n á rb o l que está cerca de aquí, es u n am igo m ío. Pero po n c u i­ dado en no a g ra v ia r a los V ála kh ilya ...»

«¿Quiénes serán los V álakhilya?», pensaba G aruda m ie n tra s volaba, ya con el elefante y la to rtu g a entre sus garras. «Apenas u n p u n to em pieza a aclararse, aparece o tro m ás grande y más oscuro.» M ie n tra s G aruda re fle xio n a b a , p e rp le jo una vez más, una de sus alas ro zó el inm enso á rb o l R auhina. «D eténte sobre una de las ram as y com e», d ijo la voz del á rb o l. «Antes de nacer estabas sobre m í, con u n com pañero tu yo , id é n tic o a ti. Posados sobre dos ram as opuestas, a la m ism a a ltu ra , no os separabais jam ás. Ya entonces com ías de m is fru to s . Y tu com pañero te m ira b a , sin com er. N o podíais v o la r p o r el m undo, p orque yo era el m undo.» G aruda se posó sobre una ram a. R odeado de aquella fro n d a , que envolvía sus plum as, se sentía en casa y no entendía p o r qué. D el lu g a r donde había nacido sólo recordaba arena, piedras y serpientes. E n cam bio, aquel á rb o l lo p rotegía p o r todos los flancos con tendales esm eraldinos, que suaviza­ ban la lu z im p la ca b le del cie lo . M ie n tra s pensaba en ello , G aruda se aprestaba a devo ra r el elefante y la to rtu g a , que ocu­ paban cerca de cien leguas sobre aquella ram a. D u ra n te u n in s ­ ta n te buscó el p u n to donde h in c a r el p ico , y ju s to en ese m o­ m ento oyó u n chasquido. La ra m a había cedido. La vergüenza y la culpa golpea ro n a l m ism o tie m p o a G aruda. Fue in m e d ia ta ­ m ente consciente de que había co m e tid o una fa lta grave, aun­ que s in q u e re rlo . Y ju sta m e n te p o r no h a b e rlo q u e rid o era aún m ás grave. Se a b rió u n v ó rtic e en el á rb o l y G aruda sa lió con la ram a desgarrada en el p ico , el elefante y la to rtu g a asidos aún p o r sus garras. E staba p e rd id o . N o sabía adonde ir . S entía que se arriesgaba a com eter u n e rro r nefasto. De la ram a se des­ pren d ía u n s ilb id o . Pensó al p rin c ip io que era el v ie n to . Pero el s ilb id o persistía , p e re n to rio y agudo. M iró hacia la fro n d a . C ol­ gados cabeza abajo, com o m urciélagos, pendían num erosos brahm anes, altos com o la falange de u n p u lg a r. Sus cuerpos, perfectam ente form ados, eran casi transparentes, com o alas de 18

m osca. A costum brados a pender in m ó v ile s , aquel vuelo les cau­ saba gran m o le stia . G aruda pensó: «Ah, los V ä la kh ilya ...» E sta­ ba seguro de que se tra ta b a de ellos, seguro de la e n o rm id a d de su culpa. «Nobles V ä la khilya» d ijo G aruda, «nada deseo m enos que haceros daño.» O btuvo p o r respuesta u n ru m o r de b u rla . «Siem pre decís lo m ism o...» Pero u na voz se d is tin g u ió : «Lo in ­ d e s tru c tib le es m u y pequeño, tenue com o una sílaba. Debes sa­ b e rlo , tú , que estás hecho de sílabas. L o m u y pequeño es lo des­ p reciable. P o r eso fu e despreciado...» «No p o r m í», d ijo G aruda, y com enzó a v o la r de la fo rm a m ás to rp e , p o nien do to d a su ate n ció n en no s a c u d ir la ram a que llevaba en el p ico . O bserva­ ba las m ontañas, desconsolado, buscando en ellas u n c la ro s u fi­ cientem ente grande y bla n d o com o p a ra d e p o sita r a los V äla­ k h ily a . Pero no lo encontraba. Acaso h u b ie ra acabado p o r consum irse en el a ire , dando vueltas s in p a ra r. Pero entonces em pezó a s u rg ir el p e rfil de una m on ta ñ a im ponente , el Gandham ädana, y G aruda pensó que q u izá debía in te n ta r u na ú lti­ m a exp lo ra ció n . Con cautela, lentam ente , gira b a en to m o a la cim a, cuando re co n o ció el cráneo b rilla n te de su padre Kasyapa, sentado ju n to a u n estanque en las laderas del G andham ädana. G aruda se balanceó sobre él, s in e m itir n i u n sonido. Kasyapa callaba, no le prestaba a tención , m ie n tra s el velo de las som bras ib a c u b rie n d o el G andham ádana. A l fin d ijo : « H ijo , no te dejes ganar p o r la angustia, no hagas m o vim ie n to s im p ru ­ dentes, podrías a ire p e n tirte . Los V ä la k h ily a beben sol, p o d ría n quem ar tu a rd o r...» G aruda perm anecía suspendido sobre su padre, a te rro riz a d o . O bservó que Kasyapa cam biaba el to n o de voz. Le hablab a a los V ä la k h ily a con fa m ilia rid a d , en u n susu­ rro . «G aruda está a p u n to de re a liz a r u n gran gesto. A lejaos de él, os lo m ego, si guardáis buen recuerdo de m í...» Poco des­ pués, G aruda v io a los V ä la k h ily a desprenderse de la ram a, com o m ín im a s hojas secas, grises, p o lvo rie n ta s. Lentam ente daban vueltas en el aire, lentam ente se posaban ju n to a Kasya­ pa. Después desaparecieron entre las h ile ra s de h ie rb a , en d ire c ­ c ió n al H im a la ya . G aruda había a sistid o a la escena con in d o m a b le ansia. Se sentía conm ovido. Sólo cuando hacía ya la rg o ra to que el ú ltim o de los V ä la k h ily a se había p e rd id o de v is ta entre la vegetación, 19

d ijo : «Padre, m e has salvado.» S in le v a n ta r la vista , Kasyapa res­ p o n d ió : «Te he salvado porque m e he salvado a m í m ism o. E scu­ cha la h is to ria . U n día tenía que ce le b ra r u n s a c rific io . H abía en­ cargado a In d ra y a los otro s dioses que m e tra je ra n leña. In d ra vo lvía del bosque, cargado de ram as. Se sentía o rg u llo s o de su fuerza, sabía que era el p rim e ro en regresar. M ie n tra s cam in a ­ ba, sus ojos se posaron sobre u n lo d a za l. A lgo se m ovía en él: los V ä la k h ily a . In te n ta b a n con esfuerzo vadearlo. Llevaban u n h ilo de h ie rb a sobre la espalda, com o si fuese una viga, u n o detrás del o tro , y lu ch a b a n p o r lib e ra rse del fango. In d ra se p a ró a ob­ servarlos y fue sacudido p o r la risa . E staba e b rio de sí m ism o. Con u n p ie em pujaba de nuevo h acia el charco a los V ä la k h ily a que estaban a p u n to de s a lir. Y reía. »Al día sig u ie n te re c ib í la v is ita de los V ä la k h ily a . M e d ije ro n : “ H em os ve n id o p a ra darte la m ita d de nuestro tapas, el a rd o r que quem a en nuestra m ente desde los tiem pos rem otos. Es tapas p u rís im o , jam ás m a n c illa d o p o r el m undo, jam ás derram ado so­ bre el m undo. A h o ra querem os v e rte r una pa rte en t i para que tú vie rta s tu sem en y nazca u n ser que sea u n nuevo In d ra , que sea el te rro r de In d ra , del arrogante, in c u lto , v il In d ra . Será tu h ijo .” “In d ra apareció en el m undo p o r v o lu n ta d de B ra h m ä ” , objeté. “N o puede ser suplanta do p o r o tro In d ra . E ntonces será u n In ­ d ra de los pájaros. Y será el te rro r de In d ra .” Acepté. »Esa noche sentí que a flu ía en m í el tapas de los V ä la k h ily a . E ra tra n sp a re n te y m ú ltip le , u n velo y u n fa jo de flechas canden­ tes. T u m adre V in a tä se asustó cuando m e acerqué a la cam a. A l día siguiente m e d ijo que, m ie n tra s sus poros se a b ría n y sus uñas se arqueaban de placer, algo oscuro la había tra n s p o rta d o h acia u n lecho de hojas, en lo a lto de u n g ra n á rb o l, y había v is to que debajo se encendía u n re splando r. E l tro n c o destila b a gota a gota u n líq u id o cla ro . T uvo la certeza de que ese líq u id o p ro ve ­ n ía de una reserva inagotable.»

A bsorto en el re la to de su padre, G aruda casi se había o lv i­ dado de que perm anecía suspendido en el aire, con sus garras cada vez m ás p ro fu n d a m e n te clavadas en el elefante y la to rtu ­ ga, que desde hacía tie m p o sólo esperaban a ser devorados. Y

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seguía adem ás sosteniendo en el p ic o aquella ram a enorm e. G aruda no osaba to m a r la in ic ia tiv a . S i h u b ie ra dejado caer aquella ram a sobre una m ontaña cercana, aunque fuese la más agreste, ¿quién po d ía asegurarle de que no a plastaría aunque fu e ra a u n solo bra h m á n , escondido entre la vegetación? «Pen­ sar para liza » , pensó G aruda, in m ó v il en el cie lo . Kasyapa quiso p o n e r fin al m iserable estado de su h ijo . M ás ta rd e te n d ría tie m p o , m iles de m illo n e s de in stantes, pa ra re fle x io n a r acerca de su culpa: esa ra m a quebrada. Pero en aquel m om ento debía a yudarlo. «R eem prende el vuelo, G aruda», d ijo el padre. «Ve h acia el n o rte . C uando encuentres una m ontaña c u b ie rta sólo de h ie lo y horadada de cavernas com o ó rb ita s negras, puedes d e ja r caer la ram a. Es el ú n ic o lu g a r donde no corres p e lig ro de m a ta r a u n bra h m á n . A llí podrás a l fin d evorar al elefante y la to rtu g a .» In m e d ia ta m e n te , G aruda elevó el vuelo.

«Cuántos a contecim ien tos, cuántas h is to ria s una d e n tro de la o tra , que en cada ju n tu ra esconden otras h is to ria s ... Y apenas acabo de s a lir del huevo», pensaba G aruda m ientras, e xultante , volaba ru m b o a l n o rte . A l fin u n lu g a r sin seres vivientes. E n aquel lu g a r se dete n d ría a re fle x io n a r. «N adie me ha enseñado nada. T odo m e ha sido sólo m ostrado. N ecesitaré to d a la v id a pa ra em pezar a co m prende r lo que he v iv id o . C om ­ pren d e r, entre otras cosas, qué s ig n ific a el estar hecho de sí­ labas...» Se s in tió aún m ás fe liz , in v a d id o de alegría, cuando apareció ante su v is ta una b a rre ra de h ie lo s a zu linos y de nieve que h u b ie ra n cegado cu a lq u ie r o tro o jo . Con u n sonido sordo, dejó caer a llí la ra m a del á rb o l R auhina; ta m b ié n a llí se p re c ip i­ ta ro n el elefante y la to rtu g a , poco antes de que el p ico de G aruda se abriese paso en su carne, ya envuelta en u n niveo sepulcro.

«Y ahora el h u rto , el gesto...», d ijo G aruda. E staba rodeado p o r los despojos del elefante y la to rtu g a , sobre la in te rm in a b le a lfo m b ra blanca. De a llí alzó el vu elo h a cia la conquista del som a.

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E n ese in sta n te u n o de los dioses observó, en la estasis celeste, algo irre g u la r: las g u irn a ld a s h abían p e rd id o su fra g a n cia , sobre las joyas se había posado una fin a capa de p olvo. «Tam bién el cie lo se consum e...», pensó m ás de u no, en s ile n cio . Fue el m o­ m ento del p u ro te rro r. Todo lo que s ig u ió no fue sin o u na dem os­ tra c ió n su p e rflu a . Las llu v ia s de fuego, los m eteoros, los to rb e ­ llin o s , los b ra m id o s de los volcanes. In d ra descargó el rayo m ie n tra s G aruda in va d ía el cielo. E l ra yo re b o tó sobre sus p lu ­ m as. «¿Cómo es posible?», d ijo In d ra a B rh a sp a ti, p rim e r sacer­ dote de los dioses. «Éste es el rayo que ha destrozado el corazón de V rtra . G aruda lo repele com o si fu e ra una pajuela.» B rh a sp a ti perm anecía im p a sib le en m edio del tu m u lto , sentado en u n esca­ b e l desde que el cie lo había com enzado a te m b la r. «G aruda no está hecho de plum as sino de m etros. U n m e tro no puede ser he­ rid o . G aruda es g ä ya tri, es tris tu b h , es ja g a tl. G aruda es el h im n o . E l h im n o no se deja descalabrar. Adem ás, acuérdate de aquel lo ­ dazal, de aquellos seres m inú scu lo s que te daban risa , con su h ilo de h ie rb a ... G aruda es ta m b ié n h ijo de ellos.» La b a ta lla recrudecía, pero parecía d e cid id a desde el p rin c i­ p io . Los dioses sabían que serían derrotado s. Se aprestaban a m ig ra r. Pero lo que les exasperaba eran los re m o lin o s de p o lvo que G aruda desencadenaba en e l cie lo a cada b a tir de sus alas. P olvo en el cie lo ... E ra la h u m illa c ió n p o stre ra ... In c lu s o los guardianes del som a estaban abrum ados. Sus flechas re su lta b a n inofensivas. S ólo u na p lu m a de G aruda, m ajestuosa, daba v u e l­ tas en el aire, arrancada p o r u na fle ch a de K rsánu, arquero sin pies. G aruda no hacía caso de sus adversarios. La prueba que lo esperaba era m ucho m ás dura. E n la cum bre del cie lo se encon­ tró fre n te a una rueda m etá lica , de a fila d o s rayos, que g ira b a sin p a ra r. D etrás se v is lu m b ra b a u n re sp la n d o r: u na copa de oro, dos copas m e jo r d ich o , una volcada sobre la o tra , de bordes irre ­ gulares y cortantes. T am bién las copas se m ovían. Se a b ría n y cerraban, con m o v im ie n to o n dula nte. C uando se cerraban, sus bordes quedaban com pletam ente herm éticos. E n tre la rueda y las copas silb a b a n dos serpientes. G aruda echó p o lv o en los ojos de las serpientes y se concentró. D ebía pasar entre los filo s de la rueda, debía asom ar el p ic o entre los bordes de las copas, debía a fe rra r aquel re sp la n d o r que vislu m b ra b a . Y h u ir. Pero to d o eso 22

debía cu m p lirse en m enos de lo que d u ra u n parpadeo. De esa fra c c ió n de tie m p o dependía la suerte de su m adre, del m undo. G aruda lo co n siguió . N o se preocupó de beber el som a que le go­ teaba del p ic o m ie n tra s vo lvía hacia la tie rra . Pensaba en las Ser­ pientes, en su m adre.

In d ra detuvo a G aruda m ie n tra s volaba hacia la tie rra . M os­ tra b a ahora una expresión sosegada y com pungida. «Es in ú til que nos enfrentem os», d ijo In d ra . «Somos dem asiado p o d e ro ­ sos com o p a ra ser enem igos», agregó, y después adoptó u n to n o persuasivo: «Pídem e lo que quieras, yo ta m b ié n q u ie ro p e d irte u na cosa: que el som a no vaya a p a ra r a las Serpientes.» «Pero yo debo rescatar a m i m adre», d ijo G aruda, reacio. «Para que tu m adre sea rescatada sólo es necesario que lleves el som a a las S erpientes. Eso es to d o lo que debes hacer. Pero yo no q u ie ro que las Serpientes posean el som a. Te d iré cóm o hacerlo...» «Si es así...», d ijo G aruda. Lo atem o riza b a n la seguridad y hasta el to n o razonable de In d ra . Después de todo, pensó G aruda, el que m e está hablan do es el rey de los dioses. «Y ahora declara tu s deseos...», lo in s tó In d ra . «Que las Ser­ pientes sean m i a lim e n to , para siem pre», d ijo G aruda, que no quería arriesgarse de n in g u n a fo rm a a com erse u n brahm án. Adem ás, le gustaba com erse a las S erpientes. Después ca lló u n m om ento, p o r tim id e z . E staba a p u n to de d e c ir algo acerca de su deseo m ás p ro fu n d o , algo de lo que no había hablado jam ás: «Q uisiera e s tu d ia r los Veda.» «Así será», d ijo In d ra .

Las Serpientes esperaban en c írc u lo el re to m o de G aruda. Lo v ie ro n com o u n astro negro, u n p u n to que se expandía en el ho­ riz o n te , hasta que su p ic o depositó sobre la h ie rb a darbha una p la n ta delicada, húm eda de ju g o . «Éste es el som a, S erpientes. Éste es el rescate de m i m adre. Os lo entrego a vosotras. Pero an­ tes de beber este líq u id o celeste os aconsejaría u n baño p u rific a dor.» Con d is c ip lin a devota, las Serpientes se desliza ro n h acia el río . E l som a perm aneció sobre la h ie rb a , solo, d u ra n te u n in s ­ tante, el ú n ic o que pasó en q u ie tu d sobre la tie rra . E n el in sta n te 23

siguiente la m ano rapaz de In d ra , bajada desde el cie lo , lo h izo desaparecer. E n la a lta h ie rb a se v io re to rn a r a las Serpientes, lustrosas de agua, conscientes de la gravedad del m om ento. Sólo e n co n tra ro n u n penacho de h ie rb a apenas curvado. Se apresu­ ra ro n a la m e r la h ie rb a darhha a llí donde el som a había sido de­ posita d o p o r G aruda. Desde entonces las Serpientes tie n e n la lengua b ifu rc a d a .

G aruda d ijo : «M adre, he pagado tu rescate. A hora eres lib re . M ó n ta te sobre m i grupa.» Vagaban sobre los bosques, sobre las praderas, sobre el océano, alegres y ociosos. Cada ta n to G aruda bajaba h acia la tie rra y cogía con el p ic o haces de Serpientes. So­ bre él, V in a tä b o rb o ta b a de placer. Después G aruda se despidió de su m adre. D ijo que había llegado su hora. V o ló de nuevo ha­ c ia el á rb o l R auhina . Se escondió entre sus fro n d a s a e stu d ia r los Veda.

S um ergido entre la fro n d a del á rb o l R auhina , G aruda le ía los Veda. D u ra n te años no leva n tó la vista . D escubría ahora quiénes eran aquellos seres a los que había a te rro riz a d o en el cie lo , que se habían dispersado com o p o lv illo ante su irru p c ió n , que en vano h abían in te n ta d o b a tirs e con él: p ro n u n c ia b a con reveren­ cia sus nom bres y sus estirpes. Los Ä ditaya, los Vasu, los R udra. V aruna, M itra , A ryam an, Bhaga, T vastr, Püsan, V ivasvat, S a vitr, In d ra , V isnu, D h á tr, Anisa, A n u m a ti, D hisanä, Som a, B rh a sp a ti, G u rig ü , Sürya, S vasti, Usas Á yu, Sarasvatí. Y o tro s m ás. H asta tre in ta y tres. Pero cada un o te n ía adem ás o tro s v a rio s nom bres, y algunos dioses p o d ía n ser s u s titu id o s p o r otro s. Los nom bres era u n to rb e llin o silencioso. C om pletam ente in m ó v il, G aruda se sentía poseído p o r el v é rtig o y la ebriedad. Los h im n o s a rd ía n en él. F in a lm e n te lle g ó a l lib ro décim o del Rg Veda, y a d v irtió a llí u n soplo d is tin to . Los nom bres venían acom pañados de una som bra, de u n nom b re no p ro n u n cia d o . Las a firm a cio n e s te n ­ d ían a volverse in te rro g a cio n e s. La voz que hablaba era m ás re ­ m ota. Ya no celebraba sino que decía aque llo que es. A hora G aruda le ía el h im n o c ie n to v e in tiu n o , m e tro tris tu b h . E ra n nue24

ve estrofas, y eada u na se cerraba con la m ism a in te rro g a c ió n : «¿Quién (Ka) es el dios al que debem os o fre ce r el sacrificio ? » Esa sílaba (Ka) seguía resonando en él com o la esencia de los Veda, e stu a rio h acia el océano escondido. G aruda se detuvo y ce rró los ojos. N unca se había sen tid o ta n confuso, nunca ta n cerca de com prende r. Y nunca ta n lig e ro , en aquel im p ro v is o de­ s ie rto de nom bres. C uando a b rió los ojos v io que a aquellas nue­ ve estrofas seguía o tra , separada p o r u n espacio u n poco m a yo r y e scrita con una c a lig ra fía d is tin ta , más irre g u la r y m enuda. U na décim a estro fa sin in te rro g a c io n e s . Y a llí se le ía u n nom bre, el ú n ic o nom bre del h im n o , la ú n ic a respuesta. E ra u n nom bre que G aruda no recordaba haber encontrad o antes: P ra jä p a ti.

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I I

P ra jä p a ti estaba solo. N i s iq u ie ra estaba seguro de si e xistía o no. «Por así decir», iva . (E n cuanto se toca u n p u n to decisivo conviene a te n u a r la a firm a c ió n con esta p a rtíc u la , iva , que no v in c u la .) S ólo estaba la m ente, m anas. Pero lo p ro p io de la m en­ te es no saber si existe o no existe. S in em bargo, precede a cu a l­ q u ie r o tra cosa. «Nada existe antes de la m ente.» Y, antes aún de p o d e r asegurarse de que en verdad existía, la m ente deseó. E ra co n tin u a , d ifu sa , in d e fin id a . Com o a tra íd a p o r algo extraño, perteneciente a o tra especie de vid a , deseó aque llo que fu e ra de­ fin id o , d is tin to , que tu v ie ra u n co n to rn o . U n Sí M ism o , ä tm a n : así lo lla m a b a . L o im ag in a b a com o algo consistente. A l actuar, la m ente alcanzaba la incandescencia. V io encenderse tre in ta y seis m il fuegos, hechos p o r la m ente y con la m ente. S uspendi­ dos sobre los fuegos, tre in ta y seis m il cálices, ta m b ié n ellos he­ chos de m ente.

P ra jä p a ti estaba acostado, con los ojos cerrados. E n tre el pe­ cho y la cabeza había en él u n a rd o r, com o de agua que h ierve en sile n cio . C o ntinua m e nte tra n sfo rm a b a algo: era el tapas. Pero ¿qué era lo que transform aba? La m ente. La m ente era lo que tra n sfo rm a b a y lo que se tra n sfo rm a b a . E ra la tib ie z a , la lla m a o cu lta detrás de los huesos, el sucederse, el disolverse de las f i ­ guras dib u ja d a s sobre la oscuridad, y la sensación de saber que todo eso estaba sucediendo. Todo se parecía a o tra cosa. Todo estaba lig a d o a o tra cosa. S ólo la sensación de la co n cie n cia no 29



se parecía a nada. Y s in em bargo era en ella donde flu ía n y v o l­ vía n a flu ir todas las sem ejanzas. E ra la «ola in d is tin ta » . Cada sem ejanza era una cresta de esa ola. P or entonces, «este m undo eran las aguas». ¿Y qué sucedió después? «En m edio de las olas u n vid e n te único.» Las aguas eran ya la m ente. Pero ¿por qué aquel ojo? E n el in te rio r de la m ente se fo rm ó ese desnivel que precede a c u a lq u ie r o tro desnivel, que los im p lic a a todos en sí. E ra la co n cie n cia y había u n o jo que la m ira b a . E n la m ism a m ente había dos seres. H u b ie ra n p o d id o co n ve rtirse en tres, tre in ta , tres m il. Ojos que m ira b a n a ojos que m ira b a n a ojos. Pero bastaba con ese p rim e r paso. Todos los o tro s ojos estaban contenidos en ese «vidente único» y en las aguas.

Las aguas desearon. S o lita ria s , a rd ie ro n . « A rd ie ro n el a r­ dor.» E n la o la se fo rm ó u na concha de oro. «Esto, el u no, nació p o r la p o te n cia del ardor.» D e n tro de la concha, d u ra n te u n año, se fo rm ó el cuerpo de P ra já p a ti. S in em bargo, p o r entonces, «el año no había n a cid o aún». E l tie m p o se m a n ife stó com o órgano de u n ú n ic o ser, com o algo anidad o d e n tro de ese ser, que flu ía sobre las aguas, sin pu n to s de apoyo. A l cabo de u n año com en­ zó a e m itir sílabas que fu e ro n la tie rra , el a ire , e l cie lo rem o to . Sabía que era el Padre T iem po. A P ra já p a ti le esperaba u na vid a de m il años: m ira b a h acia adelante, m ás a llá de las crestas de las olas, y m u y a lo lejos v is lu m b ró una lín e a de tie rra , el tenue p e r­ f il de una costa. E ra su m uerte.

P ra já p a ti era el ú n ic o «autoexistente», svayam bhü. Pero no p o r eso estaba m enos in e rm e que c u a lq u ie r re cié n nacido. N o sabía, nó 'te n ía cualidades. Fue el p rim e r ser d iv in o hecho p o r sí m ism o. N o conocía los m etros, a l p rin c ip io . Después s in tió que una p a rte suya b o rb o lla b a . V io u n canto, y a l cabo lo e m itió . ¿Por dónde? P o r la su tu ra del cráneo.

N a cid o del deseo de las aguas, P ra ja p a ti engendró «todo esto», idam sarvam , pero fue el ú n ic o que no pu d o d e c ir que te30

nía u n padre n i s iq u ie ra una m adre, aunque podía a firm a r que tenía m uchas m adres, ya que las aguas son u n irre d u c tib le p lu ­ ra l fem enino. Esas aguas eran ta m b ié n sus h ija s, com o si desde u n p rin c ip io se h u b ie ra q u e rid o d e ja r en cla ro que en to d a re la ­ c ió n esencial el engendram iento es recíproco.

La m ente: u n flu jo s in barreras, atravesado p o r llam as que se pierden. H abía que tra z a r u n cerco, u n m arco, u n tem plum . «Po­ n e r orden», se decía P ra jä p a ti. Pero to d o oscilaba. «Hace fa lta u n fo n d o estable, pra tisth ä » , agregó. «De o tro m odo m is h ijo s no serán m ás que estúpidos errantes. S i nada perm anece ig u a l, ¿cómo h a rá n para calcular? ¿Cómo h a rá n para v e r las equiva­ lencias?» M ie n tra s pensaba en esto, perm anecía te n d id o sobre una h o ja de lo to , delicada, s u til, im p u lsa d a p o r el v ie n to , que era él m ism o. R eflexionaba: «Las aguas son el fun d a m e n to de todo. Pero las aguas ta m b ié n son la d o c trin a , los Veda. D em asiado d i­ fíc ile s . ¿Quién, de entre los que nacen, p o d rá com prende rla s? H ay que c u b rir a l m enos una p a rte de las aguas. H ace fa lta la tie ­ rra.» E n fo rm a de ja b a lí se za m b u lló en lo p ro fu n d o . C uando em ergió, te n ía el h o cico sucio de b a rro . Con am oroso cuidado com enzó a extender el b a rro sobre la h o ja de lo to . «Ésta es la tie ­ rra», d ijo . «Ahora que la he extendid o, necesito piedras para f i­ ja rla .» D esapareció o tra vez. Después dispuso a lre d e d o r del ba­ rro , que ya estaba seco, u n cerco de g u ija rro s blancos. «Seréis sus guardianes», d ijo . La tie rra quedó extendida com o una p ie l de vaca. P ra jä p a ti se abandonó sobre ella, cansado. P or p rim e ra vez conoció el contacto de la tie rra . Y la tie rra p o r p rim e ra vez fue o p rim id a p o r u n peso.

Ese lim o disecado que re cu b ría la h o ja de lo to no era m ás que una fin a capa. Pero bastaba p a ra d a r u n sentido de e stabilida d. Las piedras blancas d ib u ja b a n u n cerco, p e rm itía n orientarse. E ra eso, sobre todo, lo que daba tra n q u ilid a d , lo que in v ita b a a pensar. P or debajo, apenas p o r debajo, flu ía n las aguas, com o siem pre. M ie n tra s la espalda de P ra jä p a ti se adhería a la tie rra , el 31

tie m p o se expandía en él. U na p o r una, sus a rtic u la c io n e s se re ­ vestían, p o r d e n tro y p o r fu e ra , de una p á tin a co rro siva : el pasa­ do y el fu tu ro .

E n la soledad, P ra jä p a ti, e l P ro g e n ito r, pensó: «Cóm o hacer para reproducirm e? » Se co n ce n tró en sí m ism o y u n c a lo r irr a ­ d ió en su seno. Después a b rió la boca: de e lla s a lió A g n i, Fuego, que devora. P ra jä p a ti m iró . C on la boca a b ie rta había creado y ahora una boca a b ie rta venía a su encuentro. ¿Era p o sib le que q u isie ra com érselo a él, a su creador? N o podía cre e rlo . S in em ­ bargo, s in tió te rro r. M iró a su alrededo r. La tie rra era calva. Las hierbas y los árboles todavía no e xistía n más que en la m ente de P ra jä p a ti. «¿A q u ié n p o d ría com erse, s i sólo existo yo?», se repe­ tía . Pero el te rro r lo h iz o enm udecer. P ra jä p a ti e xperim entó en­ tonces, p o r p rim e ra vez, la ang u stia y la duda. T enía que in ve n ­ ta r u n a lim e n to p a ra la c ria tu ra que había engendrado, s i no quería acabar él m ism o en la boca de A gni. P ra jä p a ti se fro tó las m anos p a ra que saliese una ofrenda. Pero lo que apareció fue una m a te ria blanda , m ezclada de pelos. A gni no lo aceptaría. Se fro tó las m anos o tra vez - y su rg ió u na m a te ria blanca, líq u id a . «¿Se la ofrezco? ¿No se la ofrezco?», pensaba P ra jä p a ti, p a ra li­ zado de te rro r. Pero en ese m om ento se levantó v ie n to y una lu z in v a d ió el cie lo . A g n i devoró la o fre n d a y desapareció.

P ra jä p a ti sentía que ten ía u n com pañero, u n ser «segundo», d v itiy a , d e n tro de sí. E ra u na m u je r, Väc, P alabra. La e m itió . La m iró . Väc «se elevaba com o u n flu jo c o n tin u o de aguas». E ra una co lu m n a líq u id a , s in p rin c ip io n i fin a l. P ra jä p a ti se u n ió a ella. La quebró en tres partes. Tres sonidos sa lie ro n de su ga r­ ganta, en el v é rtig o am oroso: a, ka, ho. A fue la tie rra , ka el espa­ c io in te rm e d io , ho el cielo. C on esas tres sílabas lo d is c o n tin u ó irru m p ía en la existencia. De ocho gotas n a cie ro n los Vasu, de once gotas n a c ie ro n los R udra, de doce gotas n a c ie ro n los Ä d itya. E l m u n d o aún no existía y ya estaba lle n o de dioses. T re in ta y uno n a cie ro n de las gotas, y adem ás estaban el C ielo y la T ie rra : tre in ta y tres. A los que se sum aba ka, ese espacio in te rm e d io , en 32

el que estaba P ra jä p a ti. T re in ta y cu a tro . S ilenciosam ente, Väc v o lv ió a e n tra r en P ra jä p a ti, a o cu p a r la cavidad que la acogía desde siem pre.

P ra jä p a ti d e c id ió e m itir a los dioses en este m u ndo porque los m undos que estaban m ás a llá , en el fo n d o del cie lo , eran ac­ cidentados, im p ra ctica b le s, com o u n cerrado sotobosque. La tie rra presentaba la ventaja de ser in s ig n ific a n te . Todo estaba aún p o r co n stru irse . H abía u n espacio, y el v ie n to que silb a b a en la extensión desierta. Pero, ta n p ro n to com o aparecían, los dioses se dispersaban. ¿Buscaban el cielo? N o se p re o cu p a ro n p o r el P ro g e n ito r. De in ­ m ediato le v o lv ie ro n la espalda. L a tie rra no era m ás que una p la ta fo rm a , u n lu g a r in d ife re n te , u na desolada estación de paso. P ra jä p a ti quedó o tra vez solo, ú ltim o . A lgo lo retenía, algo esta­ ba todavía pendiente: M rty u , M u e rte . A l fin y a l cabo, era o tra de sus cria tu ra s .

E n el espacio p o lv o rie n to , P ra jä p a ti m ira b a a M uerte. M u e r­ te m ira b a a P ra jä p a ti, s im é tric a , in m ó v il com o su adversario. E speraban e l m om ento a p ro p ia d o para im ponerse el u no al o tro . P ra jä p a ti p ra ctica b a el tapas. A lim e n ta b a en sí el a rd o r. De ta n to en ta n to , en aquel p eríodo oscuro, de a flic c ió n silenciosa, P ra jä p a ti alzaba los brazos. De sus axilas salía u n g lobo de lu z que ib a a h u n d irs e en la bóveda del cie lo . Así fue com o na cie ro n los astros.

Las p rim e ra s equivalencias fu e ro n las sam pad, concebidas en la m ente de P ra jä p a ti d u ra n te su duelo con M u e rte . Sam pad es u n «caer co n ju n to » , u n corresponderse, una cadena de e q u i­ valencias. Pero ¿cómo se m anifestó? P ra jä p a ti ten ía la m ira d a fija en M uerte, que estaba fre n te a él. A lrededo r, el m undo. Los dos adversarios se estudiaban, se acechaban. Pero perm anecían in m ó vile s. Cada u n o rodeado p o r su e jé rc ito . C ucharas de m ade­ ra, una espada de m adera, cu ch illa s , cuencos: éste era el e jé rc ito 33

de P ra jä p a ti. R uinoso, endeble. A lre d e d o r de M u e rte había u n la ú d , brazaletes, pinceles pa ra e l m a q u illa je . ¿Cuánto d u ra ría aún aquella espera? M ie n tra s ta n to , P ra­ jä p a ti re c o rría el entero m arco de M uerte, u n m arco hecho de todo lo que existe. U n la rg o re c o rrid o . Se adentraba en el m arco, en sus volutas, y la decoración densa le ocultaba , p o r m om entos, a M uerte. Pensó: «Esto se parece a aquello, esto corresponde a aquello, esto equivale a aquello, esto es aquello.» U na v ib ra c ió n , una ten sió n , u na e u fo ria lo in u n d a b a n . «Esto es aquello , en to n ­ ces aque llo corresponde a aque llo otro » , co n tin u a b a . C om o c in ­ tas, cordeles fin o s se e n ro lla b a n en to m o a esto y aquello . La cuerda se tensaba, in v is ib le pa ra todos, pero no pa ra q u ie n así lo había dispuesto. C on el o jo fijo , P ra jä p a ti seguía v ig ila n d o a M uerte. Pero con el o jo errante, que evoca las im ágenes, los n ú ­ m eros y las palabras, seguía em parejando elem entos, haciéndo­ los c o in c id ir, aunque algunos de ellos estuvieran a m ucha d is ­ tancia. C uanto m ás lejos estaban m ás d iv e rtid o le resultaba. Lo existente -in s íp id o , insensato, d e s ie rto - se dejaba c u b rir, coger, agrupar, co m prende r en las m a llas de u n te jid o . Oh, m u y anchas aún, es verdad... Pero re su lta b a aún m ás excita n te que fu e ra n ta n anchas y fin a s , com o pa ra no a lte ra r la ciega re s p ira c ió n del tod o . ¿Y M uerte? Seguía agazapada, a la espera. P ra jä p a ti pen­ só: «Si m e m ata, ¿qué quedará?» H asta aquel m om ento, ese pen­ sam iento lo había a te rro riz a d o . P ra jä p a ti sabía que to d o había surg id o de él. Creerse no existente s ig n ific a b a cre e r no existente la m ism a existencia. Pero entonces m iró a su alrededo r. Después se observó desde el e x te rio r: u n ser exhausto, m goso, e n ju to . E n to m o suyo to d o era nuevo y, al g ira r la m ira d a , po d ía ve r aún, detrás de las m anchas de vegetación, detrás de las siluetas de las rocas, u n núm e ro , una p alabra, una equivalencia: u n estado de la m ente'que se adhería, se m ezclaba con o tro estado. Com o si cada estado fuese u n núm ero. C om o s i cada núm e ro fuese u n es­ tado. É sta era la e q uivale ncia p rim e ra , el o rig e n de todas las otras. P ra jä p a ti pensó entonces: «Si yo no estuviera, ¿se desva­ necerían todas las equivalencias? ¿Acaso se d is o lv e ría las sampad? Pero ¿cóm o p o d ría M u e rte hacer daño a las equivalencias? ¿Dónde las golpearía?» ¿Cuál era e l cuerpo de las equivalencias, donde p u d ie ra n ser heridas? N o te n ía n una sede, no se dejaban 34

tocar. A flo ra b a n a la m ente, pe ro ¿desde dónde? M ie n tra s pen­ saba en esto, P ra jä p a ti s in tió la fie b re de la lib e ra c ió n . Pensó: «Si las sam pad son evasivas pa ra m í, que las pienso, ta n to m ás lo serán para M u e rte , que las ig n o ra . M u e rte puede m atarm e, pero no puede m a ta r las equivalencias.» N o se daba cuenta de que una voz, c ris ta lin a , seca, salía de su garganta. H ablaba a M uerte, después del la rg o sile n cio . P ra jä p a ti decía: «Te he vencido. M á ­ tam e si quieres. A unque yo ya no esté, las equivalencias p e rd u ra ­ rá n para siem pre.»

A l fin a l, M rty u se re tiró a la cabaña de las m ujeres, en el ex­ tre m o o ccid e n ta l del espacio destinado a los s a c rific io s . Se sen­ tía h u m illa d o p o r su d e rro ta , pero no estaba deshecho. P ra jä p a ti m iraba fija m e n te , fre n te a sí, la arena lis a y los á ridos penachos de h ie rb a de lo s bordes. A h o ra sabía que aquella soledad, que toda soledad, es ilu s o ria , hab ita d a . Que siem pre hay u n in tru s o , u n huésped, que se esconde en la cabaña de las m ujeres.

Los brahm anes de la época védica sig u ie ro n e l e jem plo de P ra jä p a ti, que había sostenido u n la rg o duelo con M u e rte , r iv a li­ zando con e lla en los s a c rific io s , y estaba a p u n to de abandonar la p a rtid a , extenuado, d é b il, cuando se le o c u rrió la sampad, la equivale ncia n u m é rica , geom etría im p re cisa de la lu z , y en to n ­ ces v io que la vasta d isp e rsió n de to d o lo que vivía , y sobre todo m oría, podía a rtic u la rs e en relaciones que no se deteriorasen. Lo que la m ente ve cuando establece una re la c ió n lo ve para siem pre. La m ente puede desm oronarse ju n to con el cuerpo que la sostiene, pero la re la c ió n subsiste, indeleb le. C reyeron que creando u n e d ific io de conexiones habían d e rro ta d o a M uerte, com o su antepasado P ra jä p a ti. E staban convencidos de que el m a l es in e x a c titu d . Así, m u rie ro n m ás tra n q u ilo s .

Fue u n la rg o to rm e n to pa ra P ra jä p a ti hacer s u rg ir «esto», idam . Y c o n v e rtirlo en «todo esto», idam sarvam, in c lu y e n d o los tábanos y las m oscas, que m ás ta rd e le serían reprochados. U n 35

enorm e a b a tim ie n to lo había id o in va d ie n d o poco a poco. U n ser aparecía e in m e d ia ta m e n te u na a rtic u la c ió n se desunía en él. La lin fa se re tira b a de su cuerpo com o el agua de u n a ljib e b a jo u n sol que calcinaba . M ie n tra s las ju n tu ra s se ib a n soltando , y se soltaban una tra s o tra , P ra jä p a ti m ira b a los trozos de sí m ism o, esparcidos sobre la hie rb a , com o objetos extraños e in co n g ru e n ­ tes. De p ro n to se d io cuenta de que sólo le quedaba el corazón. Latía , c u b ie rto de p olvo. M ie n tra s tra ta b a de verse en ese m úsculo, co m p re n d ió que no se reconocía. G ritó com o u n loco: «¡Sí m ism o! ¡Sí m ism o, ätm anl» Las Aguas lo oyeron, im p a s i­ bles. Después, lentam ente, se v o lv ie ro n h acia P ra jä p a ti, com o hacia u n p a rie n te desvalido. Le devo lvie ro n su tro n c o , para que p u d ie ra g u a rd a r en él el corazón. Después le o fre c ie ro n una ce­ re m o n ia de s a c rific io , la agnihotra. A lguna vez p o d ría serle ú til, d ije ro n , si P ra jä p a ti q u isie ra recom ponerse enteram ente.

M ie n tra s sus h ijo s huían, P ra jä p a ti había v is lu m b ra d o una cabellera leonada, ondula nte, u na espalda blanca, unos rasgos que lo h abían fascinado. «Oh, s i volviese...», había pensado. «Q uisiera u n irm e a ella...» N o había nadie más. E m itir c ria tu ra s parecía e l m ás fú til de los actos. U na te n sió n , u n espasm o in te r­ no precedían su m a n ife sta ció n . Pero las c ria tu ra s se m ostraban e inm e d ia ta m e n te desaparecían en una nube de p olvo. E ntonces P ra jä p a ti, s o lita rio , cogió u n cuenco y lo lle n ó de a rro z, cebada, fru ta , m anteca y m ie l. Parecía u n m endigo afanándose con sus escasas pertenencias. O fre ció el cuenco al vacío. «Que aquello que estim o pueda vo lv e r a m í...» , susurró. E ra de noche y no ha­ b ía v ie n to . P e rp e n d icu la r sobre el cuenco apoyado en el suelo, tem blaba la lu z de R ohinI, la Leonada, que sacudía apenas su ca­ bellera. U n día sería lla m a d a A ldebarán.

Una pena atorm entaba al P rogenito r: se preguntaba p o r qué sus hijo s, irreverentes, huían de él. Y los dioses, ¿por qué fin g ía n no conocerlo? N o había nadie para responderle. P ersistía en P rajäpati aquel se n tim iento m o rtific a n te de no e x is tir, que lo acom pañaba desde siem pre. M ira b a alrededor, p erplejo. Todas 36

las cria tu ra s estaban convencidas de e x is tir, salvo él, que les había dado existencia. S in él, «esto» nunca h u b ie ra acontecido, pero ahora se sentía de sobra en el m undo, com o la leche v e rtid a al tra sla d a rla de u n fuego al o tro , que después se echa sobre u n h o r­ m iguero. P rajäpati, que apenas acababa de hacer s u rg ir a los se­ res, ya se sabía de más.

E l m u ndo era denso. P ra jä p a ti extenuado, fe b ril. Y acía de es­ palda, incapaz de levantarse. H asta su re sp ira c ió n se hacía m ás fatigosa. S entía alejarse, perderse todos los soplos que lo habían anim ado. E ra n siete. Se despedía de ellos un o a u no, lla m á n d o ­ los p o r sus nom bres. Sentía que había « c o rrid o toda la carrera». N adie que se acercara a m o ja rle los la b io s. Los dioses dejaban a goniza r a P ra jä p a ti com o a u n v ie jo al que nadie presta más a tención que a u n fa rd o de harapos.

De to d o el cuerpo de P ra jä p a ti la ú n ic a p a rte que quedó u n i­ da fue la p ie d ra d e l s a c rific io . Se erguía s o lita ria en la desola­ ción. E n el sile n c io , el vie n to seguía m oviendo pequeños re m o li­ nos de arena. N o se agotaban nunca. Esa arena es la p a rte de P ra jä p a ti que se ha p e rd id o para siem pre.

¿Qué aspecto te n ía P ra jä p a ti cuando fue esparcido y d e s a rti­ culado p o r el m undo? P or una pa rte , había una o lla fría , vacía. Eso era P ra jä p a ti.

P ra jä p a ti ya estaba exhausto cuando apareció u n caballo blanco con el h o cico in c lin a d o h acia el suelo. N o lo le va n tó du­ rante u n año. De la cabeza del ca ballo, asva, creció lentam ente una h iguera, asvattha. E l ca ballo bla n co , el h igo: P ra jä p a ti.

Los dioses eran dem asiado claros p a ra com prende r a su pa­ dre, P ra jä p a ti. E xistía n , sim plem ente. D ecían la verdad. Care37

cían de co m p le jid a d . N o conocían la m uerte que «no m uere porque está d e n tro del in m o rta l» . N o cogían e l cabo que cuelga del asat (que, sea lo que sea, es la negación de aque llo que es: asat). P ra jä p a ti pensaba que no p o d ría h a b la r de e llo con nadie. Pero u n día u no de sus h ijo s , el m ás s o lita rio y m e la n có lico , el de m ira d a g ris y d ista n te , en lu g a r de h u ir del padre, se presentó ante él. E ra V aruna. D ijo : «Padre, q u ie ro s e rtu d is c íp u lo . Q uiero la soberanía.» P ra jä p a ti era entonces u n v ie jo consum ido, que hablaba solo y con los anim ales. R ió cuando oyó h a b la r de «so­ beranía». D ijo : « H ijo , has v is to la fo rm a en que m e han tra ta d o tus herm anos. Puedo considerarm e a fo rtu n a d o de que no la ha­ yan e m prendid o a patadas c o n tra m í. Y o sólo conozco aquello que a vosotros os re su lta vano...» «A m í sólo m e im p o rta lo que tú conoces», d ijo V aruna, im p á vid o . «Enséñam e d u ra n te cien años.» A quellos años pasaron velozm ente, y fu e ro n la época más fe liz , ta n to p a ra el padre com o para el h ijo . C uando V a ru n a v o l­ v ió con sus herm anos, v io que todos se levantaban de sus asien­ tos, preocupados y tem erosos. «No tem áis, soy ig u a l a vosotros», d ijo V aruna. «La soberanía que veis en m í está ta m b ié n en voso­ tro s. E n tre nosotros sólo existe u na d ife re n c ia . Que vosotros no podéis reconocerla.»

Los núm eros de P ra jä p a ti fu e ro n trece, die cisie te y tre in ta y cua tro . Trece y d iecisiete eran los núm eros de lo sobrante, de aquello que excede de u n to d o (e l doce, el dieciséis), en los que P ra jä p a ti se re fu g ia b a . Todos p o n ía n cuidado en e v ita r esos núm eros, p o rq u e no q uerían toparse con él. A ta l p u n to no lo q uerían que acabaron p o r o lv id a r que en aquellos núm eros ha­ b ría n e ncontrad o a P ra jä p a ti. E v ita ro n e ig n o ra ro n esos núm e­ ros s in s iq u ie ra preguntarse p o r qué. ¿Y el tre in ta y cuatro? T re in ta y tres eran los dioses. P ra jä p a ti estaba antes de los dioses y después de los dioses. D elante de ellos y detrás de ellos. Siem ­ pre u n poco alejado. E ra la som bra que precede a l cuerpo. H a­ b ían n a cid o de él, pero no les gustaba re co rd a r que «todos los dioses están p o r detrás de P rajäpati» . T ransportado s p o r el sa­ c rific io , ebrios, los dioses c o n q u is ta ro n el cie lo , com o si les h u ­ b ie ra p e rtenecid o desde siem pre. N o q uerían n i m ira r a la tie rra , 38

adonde había quedado P ra ja p a ti, p a s to r abandonado p o r su re ­ baño.

A d ife re n c ia de los dioses, que tie n e n una fig u ra y un a h is to ­ ria , in c lu s o m uchas fig u ra s y m uchas h is to ria s , que quizás se yuxtaponen, se funden , se entrelazan, pero que no dejan de ser nom bres y form as, a d ife re n c ia de ellos P ra ja p a ti m antiene siem pre u n v ín c u lo con aquello que no tie n e nom bre, n i fo rm a , n i id e n tid a d . N o q u is ie ro n lla m a rlo de o tro m odo que no fu e ra Señor de las C ria tu ra s, P ra jä p a ti, e in c lu s o este nom bre re s u lta ­ ba dem asiado d e fin id o . S in em bargo, su nom bre secreto era K a -¿ Q u ié n ? - y así era invocado. P ra jä p a ti era a los dioses lo que el K . de E l proceso y E l castillo de K a fk a es a los personajes de T o ls­ to i o de Balzac. Sus h is to ria s fu e ro n las h is to ria s de a lg u ie n ta n desconocido y extraño a los dioses com o a los hom bres, o rig e n de los dioses y de los hom bres.

N adie dudó ta n to acerca de su id e n tid a d com o P ra jä p a ti. A quel que daba los nom bres te n ía u n nom b re m arcado p o r el in ­ te rro g a tiv o y p o r el in d e fin id o : K a. A n iru kta , aparim ita, a tirik ta : «inexpresable», « ilim ita d o » , «sobreabundante», así lo llam aban. N i s iq u ie ra aquellos que m e jo r lo conocían acertaban a v e r sus m árgenes, que perm anentem ente retro ce d ía n , y acababan p o r perderse. Q uizás éste fue uno de los m o tivo s p o r los que n in g u n o de los h ijo s pensó en fra g u a r u n re tra to del Padre. C uando lo ce­ lebraban o invocaban, se oía ta n sólo u n m u rm u llo in d e s c ifra ­ ble. O b ie n lo adoraban s in p ro n u n c ia r una palabra. D ecían que el s ile n c io pertenece a P rajä p a ti.

P ra ja p a ti fue la m ente en cuanto p o d e r de tra n s fo rm a c ió n . Y de a u to tra n s fo rm a c ió n . De lo existente, n in g u n a o tra cosa puede declararse sobreabundante, ilim ita d a e inexpresable con ta n ta p re cisió n . Todo lo que existe había estado antes d e n tro de P ra jä p a ti. Todo seguía estando v in c u la d o a él. S in em bargo, ese vín c u lo po d ía no ser reconocido . ¿Dónde estaba? E n la m ente, 39

grabada en los seres com o u na a s tilla que nadie puede q u ita r.

A unque P ra jä p a ti p re fe ría decirse a sí m ism o que los dioses lo h abían abandonado enseguida, s in n in g ú n m ira m ie n to para con su p ro g e n ito r, hu b o u n m om ento en que algunos le habían hecho ju sta m e n te la pre g u n ta que P ra jä p a ti no quería o ír: «Cuando nos has creado, ¿por qué has creado a M u e rte in m e ­ diatam ente después?.» Esa vez P ra jä p a ti, a l contestar, había entra d o in m e d ia ta m e n te en detalles, esquivando lo m ás espino­ so de la cuestión: «C om poned los m etros y envolveros en ellos. Así ós desem barazaréis del m a l que representa M uerte.» Des­ pués les había explicado que el m e tro gäyatri era el adecuado pa ra los Vasu y que, en cam bio, el m e tro tristu b h era pa ra los R udra. E nseguida los com p u sie ro n y se e n vo lvie ro n en ellos. S ig u ie ro n los A d itya con el m e tro jagati. A hora todos se expla­ yaban sobre los problem as de co m p osición. Com o si to d o en el m undo fuese un a cu e stió n de a lte rn a n c ia de m etros. Los m e­ tro s eran com o vestidos suntuosos. A l ponérselos, a l endosárse­ los u no encim a del o tro , o cu lta b a n las form as de sus cuerpos. C reían que así p o d ría n ocultárselos a M uerte. E xp e rim e n ta b a n esa ebriedad de quien, de p ro n to , siente que se basta a sí m is ­ m o. N i siq u ie ra creían ya que h ic ie ra fa lta cuidarse d e l Padre m is te rio s o y a flig id o . N i se acordaban de que P ra jä p a ti no ha­ b ía contestado a su «por qué». Después de to d o , hasta P rajäpa­ t i estaba convencido de que había contestado, y de que les ha­ bía o fre c id o u na ayuda m uy eficaz. De todas form as, lo habían abandonado. M ie n tra s que M u e rte seguía vie n d o sus cuerpos, lo m ism o que si estuvieran sum ergidos en u n líq u id o tra n sp a ­ rente.

Los h ijo s de P ra jä p a ti pensaban en el Padre. N o h abían que­ rid o conocerlo y ahora sentían su ausencia. Su h e rencia era el tod o , pero u n to d o descom puesto, evasivo. S ólo la m uerte, que fo rm a b a p a rte de la herencia, era, om nipresente. H a b ita b a cada in s ta n te del año, era u na oleada que lo s sum ergía. P ro b a ro n con los rito s , con la agnihotra, con los s a c rific io s a la lu n a nueva y a

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la lu n a lle n a , con las ofertas a las estaciones, con el s a c rific io de anim ales y del soma. C a lib ra ro n los gestos, las palabras. Pero no daba resultado. E ntonces re c o rd a ro n que P ra jä p a ti, en su ago­ nía, había ped id o ayuda a A g n i, el p rim o g é n ito . H abían in te r­ cam biado algunos susurros que nadie había com p re n d id o . A ver­ gonzados, p u s ie ro n a A g n i de in te rm e d ia rio para descender hasta P ra jä p a ti. E l Padre, ya irre c o n o c ib le , c u b ie rto de vegetación, d ijo : «Vo­ sotros no sabéis recom ponerm e en todas m is form as. M e hacéis en exceso o en defecto. P or eso no alcanzaréis la in m o rta lid a d .» Des­ pués ca lló , m ie n tra s los dioses se sum ían en la angustia. M ás ta r­ de P ra jä p a ti v o lv ió a h a b la r, con voz sosegada, sob ria , com o la de u n do cto geóm etra: «Coged trescientas sesenta piedras com o para hacer u n c o rra l y diez m il ochocientos la d rillo s , tantos com o horas tie n e el año. Cada la d rillo tie n e u n nom bre. D ispo­ nedlos en cin co capas. Id agregando la d rillo s hasta que sum en once m il q u in ie n to s cin cu e n ta y seis.» Ese día P ra jä p a ti enunció la fo rm a en que debía ser e d ifica d o el a lta r del fuego.

Los h ijo s de P ra jä p a ti, p rim e ro los dioses y después los h o m ­ bres, c o m p re n d ie ro n aquel día que, pa ra v iv ir, debían antes que nada re co m p o n e rlo y recom ponerse, re c o n s tru ir tro z o p o r tro ­ zo el p ro p io cuerpo y la p ro p ia m ente. P orque si P ra jä p a ti se ha­ bía esparcido y d e sa rticu la d o p o r todas las partes del m undo, ¿cómo p o d ría n ellos p re te n d e r -p o lv o de sus huesos- no quedar a su vez esparcidos y desarticulados? S ólo u n paciente tra b a jo de costura, te jid o y em palm ado podía lle g a r a darles u na m ente - y p o r lo ta n to u n p o d e r de a tención , no ya u n to rb e llin o c ie g o - y un cuerpo, no ya m iem bros secos de lin fa . E sta ob ra p re p a ra to ­ ria sería la obra. E xig ía tie m p o , exigía el tie m p o . Cada u n o de los trescientos sesenta días del año. Cada una de las diez m il ocho­ cientas horas del año (s i p o r «hora» entendem os una m u hürta, que d u ra cuarenta y ocho m in u to s ). ¿Entonces? Cada h o ra de la v id a se consum ía en com poner la vid a . C uando el tie m p o había te rm in a d o , la ob ra vo lvía a com enzar. U n espacio vacío, u n p a li­ llo que m arca signos en la tie rra . De eso se tra ta b a : de c o n s tru ir u n inm enso p á ja ro -d e ra p iñ a : 41

u n á g u ila , u n h a lc ó n - com puesto de la d rillo s . ¿Cómo p o d ría n , si no, c o n q u is ta r el cielo? A q u í acudió en su ayuda la falsa e tim o lo ­ gía, am iga del pensam iento. L a d rillo , decían: c iti. ¿Y qué s ig n ifi­ ca c iti? Es cit-, que qu ie re d e cir: «pensar intensam ente». Cada la d rillo m odelado y co cido era u n pensam iento. Su consistencia era el espesor de la a tención . Cada pensam iento tenía la fo rm a de una p ie d ra . N o desaparecía, no se dejaba d e g lu tir p o r el to r­ b e llin o de la m ente. Se co n ve rtía en algo sobre lo que apoyarse. A llí se apoyaba el pensam iento sucesivo, y lentam ente se alzaba u na pared surcada de ju n tu ra s . Eso era la m ente, eso era el cuer­ po: re co n stru id o s am bos, con las alas desplegadas.

P ensaron esto: «V ivim os s in duda en la opacidad y en la in co n g ru e n cia . Y s in duda lo que sucede en la caja de huesos de nuestra cabeza no deja trazas sobre la du ra , angulosa m a te ria en la que nos m o­ vem os. Adem ás, la irre a lid a d nos envuelve p o r ig u a l a nosotros y a las cosas que tocam os, com o si fuese el estado n o rm a l del ser. Pero al vagar p o r esta sorda lla n u ra , aquí y a llá encontram os puntos que v ib ra n com o nervios, cie rto s sonidos se destacan con c la rid a d , com o si tu v ie ra n u n sig n ific a d o , y a veces una em oción crece en nosotros, com o si reconociéram os algo. ¿Por qué? V iv i­ m os en el cuerpo desm enuzado de P ra jä p a ti, pero som os de to ­ das form as m inú scu lo s: sólo una inm ensa navegación, si alguna vez supiéram os a fro n ta rla , nos p e rm itiría v is lu m b ra r ese blanco a rre c ife que es la o tra o rilla de una ro ta ju n tu ra suya. ¿Debemos entonces resignam os a la opacidad, quizás sem brada de estos vanos reclam os? É ram os guerreros, vio le n to s. Pero n in g u n a co n q u ista conseguía rasgar la opacidad. De m odo que u n día de­ c id im o s que to d a nuestra có le ra debía concentrarse en u na sola acción, paciente y exclusiva. T an la rg a com o el tie m p o m ism o. La c o n s tm c c ió n d e l a lta r d e l fuego. »Para com poner diez m il ochocientos la d rillo s hace fa lta p a rtir de los m árgenes, del m arco que in c lu y e al tod o : a l m undo, a los sig n ifica d o s. P a rtir del p u n to donde n a tu ra lm e n te estam os. E l p rin c ip io te n d rá u n aspecto in co n g ru e n te y obsesivo: unas piedras que se ju n ta n sobre u n espacio vacío. Pero u n m arco que 42

se d e fine evoca u n centro. Ése era el fuego de nuestra m ente: in ­ v is ib le hasta el ú ltim o m om ento. D ebía situarse en el ce n tro del tie m p o , de las horas incesantes que lo circu n d a b a n ; en el ce n tro del espacio, entre los la d rillo s re u n id o s; en el ce n tro del pensa­ m ie n to in te n so que com ponían los la d rillo s , que era aquellos la ­ d rillo s dispuestos u no sobre o tro . A llí unid o s, rozando aquel centro, com o una m adeja de nervios, hasta la p u n ta del ala del á guila, hasta el m ás re m o to de los días. E sto s ig n ific a : el a lta r del fuego. ¿Pero fue así? N unca podrem os a firm a rlo . ¿Por qué? C uando llegábam os a ese p u n to , el tie m p o se había agotado, el año se extin g u ía . H abía que em pezar o tra vez, en o tro espacio, con o tro s p a lillo s , con o tro s la d rillo s . »Salvo la c o n s tru c c ió n del a lta r del fuego, todos los s a c rifi­ cios re s u lta n in s u fic ie n te s p a ra alca n za r la in m o rta lid a d , p o r­ que usan dem asiados o dem asiado pocos elem entos. N o poseen el núm e ro ju s to . Y el núm ero ju s to es el que corresponde a la to ­ ta lid a d del tie m p o : diez m il ochocientos la d rillo s , ta n to s com o horas tie n e el año, que es P ra jä p a ti. »Pero ¿de dónde nos viene esta fe, sraddhä, en e l n ú m ero y en la con stru cció n ? V isto s de lejos, podríam os parecer a lbañile s de­ m entes. O bservados de cerca, representam os el desafío de en­ c o n tra r u n sentido. H ay u n m om ento en que se esparce arena sobre el a lta r. ¿Por qué esa arena? Es la pa rte de P ra jä p a ti que se ha p e rd id o . U na p a rte in n u m e ra b le , enorm e. ¿Q uién p o d ría con­ tarla? C uando P ra jä p a ti quedó desa rticu la d o , la p a rte m ás g ra n ­ de de él se p e rd ió . Y “ P ra jä p a ti es el entero brahm an” , d ice n los textos. Ese p o lvo que es h a b ita n te exclusivo de los cielos nos re ­ cuerda cuá n to se ha p e rd id o . »N osotros som os los cu lto re s de lo d is tin to y de lo a rtic u la d o , pero el in fin ito pesa sobre nuestros huesos. Debem os c irc u n s c ri­ b irlo , com o nuestra p ie l c irc u n s c rib e u n te jid o de m a te ria en la que nos perderem os y que ta m b ié n en cie rra en sí a la m uerte. Y s in em bargo, no hay o tra m anera de v iv ir. N o som os ta n inge­ nuos com o p a ra pensar que nuestra c o n s tru c c ió n sea firm e . N o existe nada m ás s u til n i m ás frá g il que el s a c rific io y su sede. Para que subsista, debe ser envuelto p o r la nube de lo in co n m e n ­ surable, albergarse en ella . Que lo m ás grande sea c u b ie rto y abrazado p o r lo m ás pequeño. P or eso la arena. P or eso el silen43

ció , que escande los actos. P or eso el m u rm u llo que a veces los acom paña. La arena, el s ile n c io , el m u rm u llo : m ensajeros de lo inconm ensu rable. U n in d ic io de aquella p a rte de P ra jä p a ti que ya no podrem os re c o n s tru ir. A m orfos, inagotables.»

A l p rin c ip io , P ra jä p a ti no sabía quié n era. S ólo cuando los dioses s a lie ro n de él, cuando se adueñaron de las cualidades y de los con to rn o s, cuando el p ro p io P ra jä p a ti les había asignado las form as, s in e x c lu ir nin g u n a , n i s iq u ie ra la soberanía y el esplen­ d o r, sólo entonces la in te rro g a n te se m a n ife stó . In d ra acababa de m a ta r a V rtra . Todavía no se había repuesto del te rro r pero ya se sabía el soberano de los dioses. Se acercó a P ra jä p a ti y le d ijo : «Haz que sea com o tú , hazm e grande.» P ra jä p a ti le contestó: «¿Y quién, ka, crees que soy yo?» «Justam ente eso que acabas de decir», d ijo In d ra . E n ese in s ta n te P ra jä p a ti lo c o m p re n d ió todo. N o conocería jam ás la fe lic id a d del lím ite , el reposo de u n no m ­ bre transparen te. A un re c o n s tru id o en los diez m il ochocientos la d rillo s del a lta r del fuego, h u b ie ra sido una fo rm a atravesada p o r lo in fo rm e , p o r lo m enos en aquellos g u ija rro s porosos, svayam ätrnna, ávidos de vacío, que ocupaban el ce n tro del a lta r y le p e rm itía n re s p ira r.

P or ser la sede de la g e rm in a c ió n oscura de to d o , P ra jä p a ti no po d ía te n e r una id e n tid a d sem ejante a la de aquellos a q u ie ­ nes él había a rro ja d o a la existencia. S in em bargo, con el tie m ­ po, se puso a la p a r de ellos y fue u n dios com o los otro s, al que se o fre cía n víctim a s y se dedicaban ofrendas. E ntonces observó la v id a con tra n q u ilid a d , sin la re sp o n sa b ilid a d de hacerla exis­ tir . E ra u n a liv io m ezclarse con los o tro s dioses, c o n fu n d irs e con ellos. A h o ra la v id a era u n espectáculo que ya no dependía de él. Le gustaba m ira rla , aunque tod a vía se le re s in tie ra n todas las coyu n tu ra s cada vez que lo rozaba el ala de u n deseo, que de to ­ das fo rm a s eran ya poco m ás que u n recuerdo. H asta el deseo había em ig ra d o hacia los in n u m e ra b le s o tro s. De esta fo rm a P ra jä p a ti esperaba el m om ento de ser o lvid a d o . A l com ienzo fue im p e rc e p tib le : largas fó rm u la s , lis ta s de dioses en las que, de im 44

pro viso , fa lta b a su nom bre. Gestos o m itid o s . O frendas no cum ­ plid a s. ¿Acaso pensaban que eran superfluas porque el dios a q u ien debían dedicarse era d iscre to y no se las exigía? E n u n p r i­ m er m om ento nadie, entre la m u ltitu d celeste, n o tó la ausencia de P ra jä p a ti. Todo sucedía com o de costum bre, n in g u n a fu n ­ c ió n había dejado de cu m p lirse . D u ra n te la rg o tie m p o d ejaron de p re sta rle ate n ció n , hasta que alguien , una noche, rodeado de som bras, com enzó a c o n ta r la leyenda de los orígenes. Entonces apareció de nuevo, aunque sólo en palabras, una fig u ra in a sib le , confusa, s in ro s tro , que no te n ía nom b re y a la que sólo lla m a ­ ban P ra jä p a ti: P ro g e n ito r.

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I ll

E l Padre v io la a u ro ra . V io la belleza de la H ija que surgía. En la fría c la rid a d era in va d id o p o r u na lla m a hasta la p u n ta de las uñas. La lla m a golpeaba a llí com o una o la sobre las rocas, y des­ pués re tro ce d ía . Así que, en m e d io de esa lu z lív id a , quería ir más allá . Pero ¿había u n m ás allá? ¿H abía e xis tid o alguna vez? E ra el cuerpo de Usas, A u ro ra , antes bla n co y ahora rosado, que se ofrecía a l Padre, m ie n tra s la lu z ascendía. E l Padre deseó. Ya no era el a rd o r del que vivía , el h o m o in ­ terno, que ilu m in a b a la caverna de la m ente. A h o ra era u n a rd o r que b u llía fu e ra del cuerpo, que la m ía la p ie l bla n d a de Usas. E n sile n cio , el Padre ib a acercándose a la h ija . Pero ¿por qué Usas tenía ahora u na p ie l de antílope? E l Padre se d io cuenta de que, al querer a c a ric ia rla , levantaba h a cia e lla unas garras de a n tílo ­ pe. A la c la rid a d de la a u ro ra se m ezclaba una c la rid a d m ás fu e r­ te, que em anaba d e l Padre y lo deslum braba ta m b ié n a él m is ­ m o. N o sabía s i apretaba los senos de Usas o el b la n d o pecho del antílope. P ra já p a ti envolvía ahora p o r com pleto a la H ija , pene­ traba en ella , así com o e lla hasta ahora había anidad o en él. E l falo del Padre ab ría p o r p rim e ra vez una senda en la oscuridad de la A u ro ra . C allaban. La a u ro ra y el a rd o r se superponían, c o in cid ía n , com o si el in te rio r y el e x te rio r fu e ra n u n m ism o te ji­ do, apenas a gitado p o r el v ie n to . N unca había e x is tid o algo d is ­ anto , sólo ahora parecía que com enzaba a in sin u a rse algo. E l a rd o r crecía, casi hasta la incandescencia. S ólo se advertía la re sp ira ció n de P ra já p a ti y de Usas, y el m o v im ie n to casi im p e r­ ce ptible de sus cuerpos fu n d id o s.

U na fig u ra oscura, u n arquero, se desprendió lentam ente de la som bra. Fue la p rim e ra fig u ra surg id a de lo oscuro, que una h o ja de lu z re co rta b a de lo oscuro. Tensaba su arco. C uanto más lo tensaba ta n to m ás la incandescencia in va d ía los cuerpos enla­ zados. R u d ra g ritó m ie n tra s disparaba la flecha. P ra já p a ti, fu l­ m íneo, se a p a rtó del cuerpo de Usas. La fle ch a le a b rió en la in ­ gle u na h e rid a no m a yo r del tam año de u n grano de cebada, m ie n tra s su fa lo v e rtía el sem en sobre la tie rra . La boca de P rajá­ p a ti espum aba de ra b ia y de d o lo r. Usas, abandonada, a rrojada, tem blaba ligeram ente .

É sta es la escena que está detrás de todas las escenas, la esce­ na que cada escena varía, re p ite , deform a, destroza, recom pone, porque de esta escena en la a u ro ra desciende el m un d o . ¿Quién la vio? A lre d e d o r no había m ás que vacío y una ráfaga de vie n to . S in em bargo, hu b o espectadores, silenciosos y ávidos: tre in ta y tres (¿o trescientos tre in ta y nueve?, ¿o tres m il trescie n to s tre in ­ ta y nueve?) dioses se agolpaban en los balcones del cie lo . Se m i­ raban, c o n tra ria d o s. D ije ro n : « P rajápa ti está haciendo algo que nunca antes se había hecho.» Q uerían ca stig a r a a lguien , pues n in g u n o de los dioses te n ía el p o d e r de golpea r a P ra já p a ti. Se m ira ro n de nuevo, con gesto de conjurado s. Todos pensaban en el m ism o nom bre, que no p ro n u n c ia ro n : R udra.

Los dioses no o lvid a b a n su re n c o r hacia P ra já p a ti. N o com ­ pren d ía n a aquel Padre s o lita rio , d o lie n te , a q u ie n debían c u ra r perm anentem ente p o r m e d io del s a c rific io . Pero sobre to d o no le perdonaban el haber generado a M uerte. A pesar de que los dioses fu e ro n los p rim e ro s en co n q u is ta r el cie lo y desde en to n ­ ces se n u tre n de am rta, el líq u id o que es el «no-m ortal», sabían de todas fo rm a s que u n día, aunque aún m uy re m o to , M u e rte los alcanzaría. T enían te rro r de parpadear, porque sabían que todo lo que parpadea m uere. Con los ojos cerrados, v ig ila b a n las du­ ras piedras de su p a la cio a la espera de que se posase u n velo de polvo, m ensajero de la tie rra y de la m uerte. C uando se a p e rc ib ie ro n de que P ra já p a ti m ira b a a Usas, y 50

que Usas respondía a su m ira d a , cubriéndose de u na humedad rosada, los dioses se escandalizaron. N o porque Usas fuese su h ija , ya que no había m u je r que no fuese h ija de P ra jä p a ti, sino porque P ra jä p a ti era de o tro m undo. S ólo podía engendrar. Pero to c a r a u n a de sus c ria tu ra s , p e n e tra rla , h a b ría alterado to d o orden, h a b ría bastado pa ra negar el orden del m undo del que los dioses se consideraban guardianes, in clu so co n tra su p ro p io Padre.

L o p rim e ro que se les o c u rrió a los dioses fue a te rro riz a r al Padre. Q uerían im p e d irle a to d a costa que tocase a la H ija . Cal­ caron de ellos m ism os, com o c iru ja n o s expertos, la fo rm a más espantosa. Con e lla co m pusieron a R udra. De este m odo el Pa­ dre sería o b lig a d o a s u frir el h o rro r de la existencia. La exalta­ c ió n no lo era tod o . P ra jä p a ti no po d ía prete n d e r abandonarse a aquel engaño, después de haber hecho c o in c id ir su nacim iento con el de M u e rte . Resonó el g rito desgarrad or de R udra. E l soni­ do que se im p o n e a c u a lq u ie r o tro . «N unca lo olvidarás, Padre», pensaron los dioses, satisfechos de su venganza.

E l oscuro R udra, que aún se dem oraba en la p le n itu d in d ife ­ rente, a n te rio r a to d a creación, en el ser im p líc ito y cerrado en sí m ism o, aceptó desdoblarse en u na fig u ra vu e lta hacia el exte­ rio r, a su eventual p ro g e n ito r, P ra jä p a ti. Y P ra jä p a ti abrió los ojos h acia lo in d ife re n c ia d o y re co n o ció a su fa m ilia , la sustan­ cia de la que algo se separa pa ra e x is tir com o sing u la rid a d . Sin­ tió s a lir de sí m ism o a su h ija Usas, que derram aba la prim era lu z sobre aque lla enorm e extensión. E n ese m om ento P rajäpati descubrió el sorprendente p la ce r de q u ie n contem pla aquello que no posee. P orque la H ija , te n d id a sobre lo in fo rm e , ya no era la m ism a que había h a b ita d o en él. E ra una extraña, la p ri­ m era e xtra n je ra . P ra jä p a ti ardía. De la p u n ta de los pies a la cabeza ascendía en su in te rio r algo que transform aba, cocía, m aduraba su cuerpo, com o a la espera de o tra cosa. Y de p ro n ­ to se d io cuenta de que aquel fuego flam eaba fu e ra de él, hacia la H ija .

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M ie n tra s P ra jä p a ti m ovía sus patas de a n tílo p e (aunque él no se había dado cuenta de la m e ta m o rfo sis) h acia Usas, la p le n itu d re co n o ció en su in te rio r un a h e n d id u ra , una c o rrie n te de aire, de vacío, e n tre el cuerpo del Padre y el de la H ija . E n ese vacío v i­ b ra ría la fle ch a que R udra, el A rquero, d is p a ra ría poco después co n tra P ra jä p a ti. Poco después: ese retraso, ese in te rv a lo fue el tie m p o , to d o el tie m p o , to d o el tie m p o que e x is tiría siem pre, toda la h is to ria , todas las h is to ria s que envolverían de fo rm a in ­ v is ib le to d a existencia. S in eso nada h u b ie ra p o d id o asegurar su p ro p ia existencia. Esa flecha co n firm a b a , a l m ism o tie m p o que lo castigaba, la a b e rtu ra que se había a b ie rto en la p le n itu d . T ra n sfo rm ó el vacío, de una vez p a ra siem pre, en h e rid a .

V u e lto h a cia el m u ndo aún in c o m p le to , P ra jä p a ti plasm ó su a rro jo en u n deseo, en u n derram arse, en u n c h iflid o . Visrj-, srj: éstos eran sus verbos. E n srj- estaba el d isp a ra r, el derram arse; en v i- la inva so ra expansión que se extiende en todas las d ire c ­ ciones. C uando R u d ra disp a ró la fle ch a sobre P ra jä p a ti que es­ taba p o r d e rra m a r el sem en en Usas, ta m b ié n aquel p rim e r acto se desdobló. N i s iq u ie ra en ese in sta n te , el p rim e r in sta n te , nada había sido uno solo. M ie n tra s P ra jä p a ti desparram aba el sem en en el vacío, la fle ch a le a b ría u na h e rid a en la in g le , una laguna que s ig n ific a b a todas las lagunas. Con esa p u n ta m e tá li­ ca el m u n d o apenas existente penetraba en aquellos que le ha­ b ían dado orig e n . Se re vo lvía c o n tra el Padre y lo -contagiaba con su veneno. A la p le n itu d que se volcaba hacia lo e x te rio r co­ rre sp o n d ía u n m in ú s c u lo vacío que se fo rm a b a en el in te rio r de la p le n itu d .

T iem po e n tró en escena después del su rg im ie n to de la in te n ­ ció n y del acto que la sig u ió . M ie n tra s sólo e x is tió la m ente, la in ­ te n c ió n era el acto. Pero desde que existe adem ás algo externo, T iem po se in te rp o n e entre la in te n c ió n y el acto. E n ese m om en­ to escapó p a ra siem pre del u n ive rso m en ta l, a través de una bre52

cha que perm anece a b ie rta com o una h e rid a en la in g le de P rajap a ti.

¿Por qué deb ió suceder algo? R udra, el A rq u e ro oscuro, era el g u a rd iá n de la p le n itu d , a q u ie n nada fa lta b a . Pero la p le n itu d ardía. Y, a rd ie n d o , c o n c ib ió la p o s ib ilid a d de algo que le faltase, sobre lo que volcarse. A rd e r crea a lucinacio nes con fa c ilid a d . Y entonces se cree que no todo está en el p ro p io fuego, que debe e x is tir algo afuera, que u n genérico afuera existe, y que está a llí. Lina sustancia blanca, la m ás b e lla de quem ar. U n día será lla ­ m ada soma. Esa sustancia se vuelve el obje to m ás deseado, ese ser frío , externo, em briagad or, aún no rozado p o r el a rd o r. H abía que h e rir la p le n itu d , a b rirle un a a b e rtu ra de no p e rte ­ nencia. Después esa a b e rtu ra sería rodeada, c ic a triz a d a le n ta ­ m ente p o r la m ism a pote n cia p ro d u c id a p o r la a b e rtu ra , nacida de la a b e rtu ra : T iem po, aquel que p a ra su celebración exigía la flecha com o ú n ic o íd o lo . A q u e lla h e rid a de vacío en la su p e rficie com pacta de aque llo que es era u na fis u ra no m a yo r que u n gra­ no de cebada, com o la que la fle ch a de R udra había a b ie rto en la in g le de P ra jä p a ti, y que nunca se ce rra ría . Pero la im agen de una fu tu ra c ic a triz a c ió n de aquella fra n ja de carne ensangrenta­ da p e rm itía co n c e b ir u n grado u lte rio r de p le n itu d , algo respec­ to de lo cu a l la p le n itu d o rig in a ria parecía tosca y co n tra íd a . N o im p o rta b a si esa p le n itu d u lte rio r acabaría p o r revelarse im p o s i­ ble, com o de hecho sucedió. La m era o cu rre n cia de su im agen borra b a c u a lq u ie r deseo de v o lv e r a la p le n itu d p rim e ra .

C uando el átm an, el Sí que observa al Yo, d e c id ió cre a r algo d is tin to , u na n a tu ra le za que obedeciera a la n aturaleza , exten­ d ió u n velo de opacida d sobre el m undo. H u b ie ra sido u n gran secreto, u n p e lig ro extrem o, u n nuevo in ve n cib le si ese m u ndo no se h u b ie ra com u n ica d o con la m ente de la que había surg id o . Pero, antes de a b and onarlo a su p ro p ia suerte, acaso en nom bre de la a n tig u a in tim id a d , acaso p o r la fa scin a ció n que le causaba aquel ser e xtra ñ o e ig n o to , la m ente s ig u ió a l m undo, com o si to ­ davía pudiese a c a ric ia rlo . Ése fue el in cesto de P ra jä p a ti y Usas. 53

D e rrib a d o , el Padre agonizaba. Ya no era u n a n tílo p e . V o lvía a seTvun hom bre. U n h ilo de sangre le re c o rría el m uslo. E l A r­ quero oscuro lo m ira b a . «Dame u n nom bre», d ijo . «Tú eres Bhava, E xistencia», d ijo P ra jä p a ti en tre estertores. «No m e basta», d ijo Sarva, el A rquero. «Dame o tro nom bre.» «Tú eres Sarva, Todo», resp o n d ió P ra jä p a ti. E l A rq u e ro exigía m ás nom bres. Sa­ lía n lentam ente de la boca de P ra jä p a ti, hip a n d o , ju n to a una baba sanguin olenta. «Eres Pasupati, eres U gradeva, eres M ahädeva, eres V ästospati, eres M n a , eres Asani.» «No basta», d ijo R udra. «Eres K um ära, N iño.» Fue el ú ltim o e s te rto r de P rajäpa­ ti. R u d ra callaba, apoyado sobre el arco. «Por cada nom bre que m e das, una a s tilla del m a l se aleja de m í», d ijo en u n so p lid o . A l p rin c ip io P ra jä p a ti se s o rp re n d ió de la fe ro c id a d d e l A rquero. C om o u n c ru e l cazador lo había h e rid o en el in s ta n te del supre­ m o p la ce r y de la suprem a inde fe n sió n . A hora lo contem plab a en su agonía y lo im p o rtu n a b a . P retendía que el agonizante lo celebrase con nom bres solem nes. Pero cuando P ra jä p a ti lo oyó m e n cio n a r el m a l cobró consciencia y se re co n o ció a sí m ism o en el A rquero. S ólo P ra jä p a ti había te n id o a l m a l ju n to a sí, in ­ cluso al M a l de la M uerte, com o si fu e ra u n herm ano, hasta don­ de era capaz de re co rd a r. ¿Cómo p odían saberlo los o tro s d io ­ ses? E ntonces P ra jä p a ti se abandonó a la espera del fin a l. Sentía u n confuso z u m b id o alrededo r, u n p a rlo te o que se acercaba y se alejaba p o r oleadas. E n tre a b rie n d o los ojos velados p o r la fa tig a , observó algunas fig u ra s que se a gitaba n a su a lrededo r. E ra n los dioses. E ncorvados y serviles, los m ism os que h abían in s tig a d o a R u d ra para que lo h irie se estudiaban ahora su h e rid a con apren­ sió n y celo. H a b ía n pasado rá p id a m e n te de la ira a la devoción. D ebatíañ en to m o a la m e jo r m anera de e xtra e r la fle ch a con tres nudos h in ca d a en la in g le . E n tre estertores, P ra jä p a ti son­ reía m entalm ente con desprecio. «Tem en que m uera», pensó. «Siem pre tem e rá n m i m uerte y siem pre in te n ta rá n m atarm e.» A lzó la m i rada. E l sem en de P ra jä p a ti, al derram arse sobre la tie rra , había fo rm a d o u n estanque en u n h u n d im ie n to del te rre n o , que ahora cercaba u na b a rre ra c irc u la r de llam as. «O tros dioses q u ie re n m ostrarse», pensó P ra jä p a ti. Y así fue. 54

Después las llam as se e xtin g u ie ro n . Sólo re lu c ía n las brasas de algunos tizones. P ra já p a ti los m ira b a , lejanos, con c a riñ o . «Vo­ sotros sois un a com pañía de b ellos cantores, sois los A ñgiras...», m u rm u ró , m ie n tra s sentía los dedos expertos desflo rá n d o le el v ie n tre , ju n to a l frío de una h o ja de c u c h illo . N o e x tra je ro n la fle ­ cha. H ic ie ro n u na in c is ió n en la carne y re c o rta ro n u n tro z o m i­ núsculo, ju n to con la p u n ta m etálica.

«R udra está a llí donde la vid a se hace s e n tir con m a yo r in te n ­ sidad», d ijo u na b a ila rin a o ccid e n ta l. L o m ism o pensaban los dioses, que te m ía n a R udra. L o veían lle g a r desde e l n o rte com o u n e x tra n je ro som brío, envuelto en vestidos oscuros, los ojos com o brazas. H ip ó c rita s y astutos, le re n d ía n p le ite sía pero evi­ taban su tra to . Lo im p o rta n te era, sobre todo, no n o m b ra rlo ja ­ más. S i no había m ás rem edio, usaban el a d je tivo «rúdrico» en lu g a r del nom bre. Jam ás lo in v ita b a n a los s a c rific io s . (¿Y de qué o tra cosa estaba hecha la vida?) Tem ían que en su presencia su­ cediese algo irre m e d ia b le , que el fuego brotase de p ro n to y los calcinase. Los dioses conocían los riesgos de la in te n sid a d , p o r­ que ellos eran la in te n s id a d m ism a. Se m antenían alejados de todo aquello que p u d ie ra s a c u d ir la ja u la del m undo. In c lu s o los profetas se sobresaltaban a l ve r a R udra, porque su sola presen­ cia in sin u a b a la pe o r de las sospechas, que los atorm entab a des­ de siem pre: la in s u fic ie n c ia de los s a c rific io s , la duda acerca de su capacidad de acoger en sí m ism os la re a lid a d entera. S in em ­ bargo, a l m ism o tie m p o lla m a b a n a R u d ra «el rey del s a c rific io » . ¿Por qué? T am bién en este p u n to anidaba una sospecha. Q uizá, m ás a llá de los rito s , los m etros y los tiem pos p re scrito s, o tro sa­ c rific io , m udo e in in te rru m p id o , se c u m p lía en las venas de aquello que es, en el n o m bre de R udra. Pero ¿cómo d is tin g u irlo de la exuberancia y de la m asacre?

H ablaban co n tin u a m e n te de la a u ro ra , com o si nunca h u b ie ­ ra n vis to o tra cosa. S in em bargo, en In d ia las auroras son b re ­ ves. La d ife re n c ia en tre el día m ás breve y el m ás la rg o es m odes­ ta: cu a tro horas. ¿R ecordaban acaso las auroras de o tra tie rra , 55

de esa p a tria n ó rd ic a de la que u n día h abían descendido? La presencia de Usas es c o n tin u a en el Rg Veda. Se la n o m b ra tre s­ cientas veces. Se le dedican ve in te him n o s. Según algunos, son h im n o s de los m ás antiguo s. Según otros, de los m ás bellos. Pero no te n ía n s iq u ie ra la fu n c ió n de acom pañar u na ofrenda, ya que a Usas no se le dedica n in g u n a o b la ció n m a te ria l. La pa la b ra poé­ tic a se e n ro lla b a en e lla com o en sí m ism a. Y las oblaciones a los o tro s dioses sólo p odían d a r re su lta d o si Usas estaba presente. A unque a e lla sólo se le dedicasen palabras, Usas era el presu­ puesto de to d a ofrenda: la fu lg u ra c ió n de la conciencia , que so­ breviene cuando Usas se adelanta, descubriéndose.

«Veraz con los veraces, grande con los grandes, diosa con los dioses, adorable con los adorables», se m ostraba desde lejos, er­ guida, «señal lu m in o s a de lo in m o rta l» , s u til, sobre u n ca rro a rra stra d o p o r caballos rosa, cargado de h o n o ra rio s ritu a le s . S iem pre m a q u illa d a con los m ism os afeites, «com o las m ujeres que van a u na cita», se bañaba de p ie pa ra dejarse ver, blanca, re lu c ie n te sobre lo oscuro, zum baba com o u na m osca a lrededo r de los hom bres. ¿Por qué? Para despertarlos. Su capacidad para despertar a los hom bres: ése era el «gran m é rito » de Usas, su in a s ib le revelación, com o in a s ib le eran los dones que re cib ía : sólo palabras, escandidas en m etros. N unca anim ales m uertos o lib a cio n e s. S ólo palabras.

E l p re fijo p e c u lia r de Usas es p ra ti-, el «venir al encuentro», el adelantarse hasta ponerse cara a cara desde la m ás re m o ta de las lejanías. Los cantores no se cansaban de h a b la r del pecho de Usas. «Joven e im p ú d ic a avanza»: así es com o aparece Usas. ¿Cuál es su p rim e r gesto? «Se descubre el pecho, com o u na m u ­ je r ligera.» T am bién observan, constatando e in v ita n d o a l m is ­ m o tie m p o : «M uchacha lle n a de sonrisas, descubre tu pecho cuando el o rie n te resplandece», «Eres b e lla cuando te descubres el pecho»! S i Usas no había re a liza d o aún el gesto, el c a n to r lo recordaba, com o u n a n a lista : «Yendo a l e ncuen tro de los h o m ­ bres, com o una b e lla m u je r jo ve n , desnuda su pecho.» 56

E l despertar es la v is ió n p rim e ra . Es la p rim e ra im agen que se adhiere a la m ente y la co lm a de p le n itu d , de u n sabor des­ conocido hasta entonces. Usas es q u ie n acoge la p ü rvá h ü ti, el « p rim e r llam ado» ritu a l, que es ta m b ié n el « p rim e r pensam ien­ to», p ü rv á c itti. Se co m p ite para ser los p rim e ro s en pensar en ella. E l p re m io es ser los p rim e ro s en ser pensados p o r ella. A quí la diosa es sujeto y obje to , có p u la perenne. A l ser la p r i­ m era, Usas es la ú n ica , aquella de la que surgen las otras, a la que las otras vuelven, pero, in m e d ia ta m e n te después, se m u l­ tip lic a , queda rodeada de im ita d o ra s y de copias. Aparece «día tra s día con sus d is tin to s nom bres». Usas no existe sin u säsah, las innu m e ra b le s «A uroras de nom bres felices», que la hacen reverberar, la d isip a n , hasta lle g a r a preguntarse: ¿cuál es Usas?>

E n el Rg Veda se h a bla en trece opo rtu n id a d e s de una diosa llam ada svásr, «herm ana». E n once casos se tra ta de Usas. De to ­ dos conocida, n in g ú n o tro ser d iv in o p o d ría ja ctarse de te n e r tantos parientes. Le a trib u y e ro n m uchos am antes, que con fre ­ cuencia eran sus herm anos: ¿Agni? ¿Püsan?, ¿Sürya?, ¿los Asvin? Es la ú n ic a diosa de la que se d icen cosas sem ejantes. U n día, el jo ve n Sunahsepa se e n co n tró atado a u n poste de s a c rifi­ cio. Su padre lo había ven d id o a l p re c io de cien vacas para que lo s a c rific a ra n en lu g a r de o tro . E l m om ento de su m uerte se acercaba. E ntonces los A svin le s u g irie ro n que invocase a Usas. Sunahsepa re co rd ó u n h im n o que le gustaba en p a rtic u la r y que m uchas veces se había re p e tid o a sí m ism o a l pensar en Usas, la am ante que siem pre había deseado, aunque s in esperanzas. Sunahsepa d ijo : «¿Qué m o rta l puede p re te n d e r poseerte, in m o r­ ta l Usas, que am as com o tú quieres? ¿A q u ié n escogerías de en­ tre nosotros, oh, radiante?» De esta fo rm a la invocaba, y con el su cederse de las estrofas las cuerdas que lo ataban se ib a n so l­ tando.

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Usas y Sandhyä, las dos m uchachas fatales, fu e ro n A u ro ra y C repúsculo. ¿Por qué su belleza fue considerada s u p e rio r a cu a l­ q u ie r o tra que p u d ie ra e x is tir jam ás? A quellos dos m om entos, el destacarse y el evaporarse de la lu z , aquel e n tra r en lo m a n ifie s ­ to pa ra re tira rs e luego, eran la a rtic u la c ió n m ism a, la «cone­ xió n » , bandhu. Pero aquello no era lo n o rm a l entre dos seres a fi­ nes y em parejados, o entre dos form as ig u a lm e n te visib le s. A quí se exh ib ía la conexión entre lo m a n ifie s to y lo no m anifestado, entre dos m undos que h u b ie ra n p o d id o perm anecer separados para siem pre y s in em bargo se encontraban, surgían c o n ju n ta ­ m ente en el cuerpo de aquellas dos m uchachas que m ira b a n ha­ c ia atrás y huían. Esa conexión te n d ía a co n ve rtirse en algo más: en una u n ió n . Todo aspiraba a u n irs e con Usas, con Sandhyä, porque la u n ió n es im agen de la conexión, no su inverso. Y Usas, com o Sandhyä, eran im ágenes de la conexión suprem a. La p r i­ m era p a rtíc u la de lo in v is ib le que penetró en ellas fue el tie m p o .

Cada m añana, con la p rim e ra lu z , evocaban a Usas; enlazan­ do sus dieciséis epítetos, con gra n v a ria c ió n de m etros, cantaban sus dones, invocaban la gra n p ro d ig a lid a d que, sin fa lta , se espe­ raba de ella. Esas palabras debían despertarla p a ra que Usas los despertase. Todo acto po d ía d e s c u b rir su sen tid o sólo si era p re ­ cedido de aquel o tro acto, del despertar, que fija b a la m ente so­ bre aque llo que es. Pero al m ism o tie m p o crecía en ellos u n re n ­ co r sordo p o r aquella m uchacha de cabellera leonada que los desfloraba y los abandonaba. A cada parpadeo recordaba n a Usas com o a u n ju g a d o r tram poso, que siem pre gana y se esfu­ m a con las apuestas, con la vid a . O com o a u na espía de V aruna, que lo ayudaba en su la b o r, p o rque se sabe que pa ra V aruna «los parpadéos de los hom bres están contados». V e la r s ig n ific a b a parpadear. Pero los dioses no parpadean. B astaba con eso para s e lla r la condena de los hom bres, que no q u ie re n m o rir. U n día a lg u ie n los vengaría de la m uchacha fa ta l de cabellos leonados. Sucedió una vez, y nunca dejó de suceder, hasta G ild a y aun des­ pués.

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In d ra conocía el escondite donde se o cu lta b a n las Vacas, las A uroras, las Aguas. E staba recostada en la o scu rid a d densa, al acecho. D ejó apenas que el c a rro ru tila n te de Usas se dejase ver, y lo agredió. B la n d ía u n arm a m o rta l, s in pro p o rcio n e s con el adversario, aquel c a rro á g il, c u b ie rto de m a rfil pa ra estar a la a l­ tu ra de los ornam entos de Usas, q u ie n h u ía con u n gesto de te ­ rro r. ¿Era un a com edia? ¿Era u n dram a? In d ra , encolerizado, descargaba su fu ria sobre el c a rro vacío. Despedazaba el fle je , la lanza. Parecía u n g u e rre ro enloquecido, h e rid o p o r u n d o lo r desconocido pa ra los dem ás. La fu ria de sus gestos resultaba to rp e co n tra aquel o b je to suntuoso y delicado.

La fuga de Usas, tem b la n d o de te rro r y tropezándose en sus vestidos recam ados, m ie n tra s el rayo de In d ra de stru ía su carro, no fue u na v is ió n re c o n fo rta n te . La m u ltitu d de los hom bres, que con su m u rm u llo gazm oño no hacían m ás que in c ita r a In ­ dra, parecía a l m ism o tie m p o ris ib le y funesta. A q uélla fue la em presa o rig in a ria de to d a a c tiv id a d m o rta l. Después fue sella­ da en el A lto Irá n , cuna de los Ä rya, en el lu g a r y en la lengua, el avéstico, en el que p o r p rim e ra vez se in te n tó p a rtir el cosm os en dos, d iv id ié n d o lo en tre C reación Buena y C reación M ala. La be­ lla y desconsiderada Usas fue tra n sfo rm a d a en dem onio m a lig ­ no, al que lla m a ro n B usyanstä, aquel que dice a los hom bres: «Todavía no, todavía no.» A p a rtir de entonces, d u ra n te siglos, m u ltitu d de poetas evocaron la A u ro ra «de resáceos dedos». O l­ vidaban que aquella m uchacha había s u frid o la persecución de los dioses y de los hom bres. H abía sido la p rim e ra en s u frir la suerte que desde entonces suelen c o rre r las m ujeres bellas: la de ser perseguidas y desterradas.

«El c o n flic to en tre In d ra y Usas. E xtra ñ o m ito . E l m o tiv o no es nunca señalado», observó G eldner, p e rp le jo , en una n o ta al ú n ic o h im n o védico en que brevem ente se describe el asalto de In d ra a l c a rro de Usas. «E lem ento m ític o siem pre p e rifé ric o a los him n o s a Usas y que aparece siem pre de m odo a b ru p to , im ­ p re visib le , com o u n bloque e rrá tic o ; así es la im agen de In d ra 59

destrozando e l c a rro de Usas», observa R enou, p e rp le jo . ¿Por qué In d ra , el lib e rta d o r, debía lanzarse co n tra Usas, a q u ie n él había liberado? ¿Qué m é rito podía a d q u irir fre n te a los hom bres con ese acto v il y desproporcionado? C om o tra s fo n d o había una h is to ria oscura que nadie ha contado. O scura com o la A u ro ra . «¿Cuál es el ro s tro oscuro de la A urora?», se p re g u n ta A nanda K . C oom arasw am y, a la m anera de los rsi. La respuesta no podía ser sin o oscura, im p e rc e p tib le com o u n parpadeo.

R ociada de sangre y de sem en del Padre, apenas desasida de él, Usas había h u id o h acia el sur, «com o una repudiada». C o rría y sollozaba: «M i seducción no ha servido para nada.» Palabras a las que nadie h iz o caso. Los ojos de los dioses estaban fijo s en el A rq u e ro y en e l Padre agonizante, que estaban a p u n to de h a b la r­ se. E ntonces Usas ya no era la A u ro ra de los cantos exaltados, que cada m añana vib ra b a n en la boca de los hom bres re cié n despier­ tos, p a ra que Usas los despertase. E ra sólo u n a n tílo p e que se ale­ ja b a en el boscaje, en espera de u n cazador que la h irie ra .

E l a n tílo p e fue el p rim e r ser h e rid o , cuando la fle ch a de R ud ra se clavó en la in g le de P ra jä p a ti. De esta fo rm a , fu e ta m b ié n el p rim e r ser cazado y s a crifica d o . H abía u n saber de los dioses, y había u n saber de los sa crifica n te s. U n saber del A rq u e ro y u n saber de los testigos. La rueda del tie m p o s ig u ió g ira n d o hasta el p u n to en el que h a b la ría el ú ltim o saber, que de o tro m odo h u ­ b ie ra perm anecid o m udo: el de la v íc tim a . E l b la n co había p e r­ m anecido e rg u id o , s o lita rio . E l B o d h isa ttva era la v íc tim a que se desataba del poste s a c rific ia l. ¿H acia dónde corría? H a cia el des­ p e rta r. Ése era e l blanco que ya no derram a sangre. Ésa era la m eta de S id d h ä rth a , «Aquel que ha alcanzado la m eta».

« A llí donde m erodea en lib e rta d el a n tílo p e negro está el país a p ro p ia d o para el s a c rific io ; fu e ra de a llí está el país de los b á r­ baros», d icen las Leyes de M anu. A n tílo p e : la presa p o r excelen­ cia de los cazadores y los depredadores. E n u n dete rm in a d o 60

m om ento de su h is to ria , los hom bres pensaron que h a b ría n as­ cendido u n grado, que h a b ría n m u ltip lic a d o sus p ro p io s pode­ res si h u b ie ra n im ita d o a aquellos de los que siem pre huían: los depredadores. De esta fo rm a , tra s la rg o tie m p o considerándose a sí m ism os com o antílopes, em pezaron a m a ta r antílope s, a ca­ zarlos. E l a n tílo p e fue el p rim e r ser co n tra el que se s in tie ro n culpables: m atando a l an tílo p e se m ataban a sí m ism os ta l com o habían sido antes. La poderosa co n s tru c c ió n del s a c rific io védico se fu n d a enteram ente en el re co n o cim ie n to de esa culpa. Y está dedicado a l antílo p e , no m enos que a los dioses. C onsidera­ ro n a l a n tílo p e com o a u n a n im a l sa crifica b le , pero el s a c rific io a d q u iría sen tid o solam ente en re la c ió n con el a n tílo p e . N o podía haber s a c rific io s in una p ie l negra de a n tílo p e extendid a en el suelo. E l s a c rific io se ponía sobre aquel pedazo de p ie l, sobre la parte peluda; aquellos pelos negros eran los m etros védicos. Los que se in ic ia b a n , los díksita, se ceñían las caderas con una p ie l de antílo p e negra, com o para re c o rd a r en todo m om ento, y ab­ sorber p o r los poros, algo de la sustancia de aquel ser cuya ca­ rre ra , cuya fuga d ib u ja b a los bordes del país en el que el s a c rifi­ cio - la c iv iliz a c ió n - fue in sta u ra d o , u n país cercado p o r todos lados p o r una tie rra ig n o ta y salvaje.

U n día Usas se c o n v irtió en B uddha. Los poderes del m undo -e l deseo y la h e rid a - se d e tu vie ro n a llí donde sólo quedaba una h u e lla de a n tílo p e . E l B uddha se acordó de e llo cuando lle g ó a S ärnäth, a tra íd o p o r u n episodio de una de sus vidas a nteriores. E l rey de V aranasi cazaba antílope s en su parque. M uchos a n i­ m ales m o ría n en las fosas, donde eran devorados p o r b u itre s y chacales. H asta que el re y de los ciervos h iz o u n pacto con el rey de V äränasi . Le e n via ría a d ia rio u n a n tílo p e elegido a l azar. E n una ocasión fu e elegida una a n tílo p e preñada. N in g u n o quería s u s titu irla . E ntonces el B o d h isa ttva , que era u n a n tílo p e , aceptó to m a r su lu g a r y se presentó ante los cocineros. E l c u c h illo cayó de la m ano del cocinero. E l re y de V ä rä n a s i, que había a sistid o a la escena, concedió la lib e rta d a todos los antílopes. Su parque, que se lla m a b a «de los A ntílopes», pasó a llam arse de la «G raciaconcedida-a-los-antílopes ».

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S i el B uddha es aquel que conduce al despertar, su antece­ dente védico fue la m uchacha que avanzaba «com o u na n iñ a sin herm ano que va h a cia los varones», v is ib le desde lejos: Usas, la soberana del despertar. B odhi, el «despertar», que fue la revela­ c ió n de B u d d h a (y que los m ás tím id o s tra d u ce n com o « ilu m in a ­ ció n » ), antes de ser su sta n tivo había sido u n im p e ra tivo » -«¡des­ p ie rta !» - sa lid o de los la b io s de Usas. Pero en Usas había una am bigüedad que encantaba y angustiaba a los hom bres. E l B uddha q u iso a n u la rla . Fue ésta, y no el despertar, la novedad de su d o c trin a . «D espertando», la p a la b ra que designa el acto em inente de Usas, se dice de dos m aneras, que se a lte rn a n c o n ti­ nuam ente en los him n o s consagrados a ella: bodháyanti, ja rá y a n tl. R n ja rá y a n tí se esconde adem ás o tro s ig n ific a d o : «hacien­ do envejecer». C on el despertar, con aquello que da existencia, se im p o n e ta m b ié n el tie m p o , que hace desaparecer. A q uello que da e xistencia es aque llo que hace desaparecer; las dos po te n ­ cias in ta n g ib le s , que preceden a todas las otras, a las que regre­ san todas las otras, aparecían ju n ta s , cada m añana, en la fig u ra de aquella que es «la m ás b e lla de todas», detrás de la que se v is ­ lu m b ra b a u n enorm e c o rte jo de copias ig u a lm e n te bellas. Y, pa­ ralelas a ellas, innum erab les ro stro s que la m ira b a n : los m u e r­ tos, lo s n o nacidos. «Se han id o los m ortales que han v is to lu c ir la p rim e ra A u ro ra . A hora se deja co n te m p la r p o r nosotros. Des­ pués lle g a rá n aquellos que la verán en los tie m p o s fu tu ro s.»

A te rro riz a d a , Usas c o rría h acia el sur, pe ro n a die reparaba en ella.. E ra u n a n tílo p e que regresaba a l bosque pa ra esconder­ se. Pero sabía que el bosque fo rm a b a p a rte de la escena. M ie n ­ tra s c o rría , se le o c u rrió u n desafío: s a lir de la escena, d e s c u b rir el lu g a r inalca n za b le de la fle ch a de R udra y del de sfila d e ro de P ra já p a ti. Pero ¿cóm o po d ía concebirse ta l cosa? N adie v io a Usas cuando, llegada a la lín e a del h o riz o n te , s ig u ió co rrie n d o p o r el cie lo . C o rrió largam ente sobre las praderas tenebrosas. A los costados, reconocía p o r m om entos los río s y los anim ales. Pasó ju n to a las K rttik á , las Pléyades húm edas y refulgentes. 62

pero ya sabía dónde se detendría: m ás a llá , en la lu z de A ldebarán, de R o h in I, que era ta m b ié n u n antílo p e , era ta m b ié n una aurora. La Leonada se encontraba con la Leonada.

E l re p e rto rio de los gestos es lim ita d o , pero los sig n ifica d o s son inagotables. P or eso las m ism as h is to ria s se re p ite n y cam ­ b ian, para que cada vez se descubra, en una le n ta ro ta c ió n , una nueva tie rra y u n nuevo cie lo de sig n ifica d o s. Justam ente en el cielo había sido observada p o r vez p rim e ra esa ro ta c ió n . E n un tiem po, O rio n surgía en la a u ro ra del equin o ccio de prim a ve ra , in ic io de todos los in ic io s , p rim e r m om ento del tie m p o . B rilla b a y desaparecía enseguida, anegado p o r la lu z del sol. Pero los v i­ dentes observaron que, a lo la rg o de los siglos, O rio n se m ovía lentam ente, y A ldebarán ib a ocupando su lu g a r. R econocieron la precesión de los equinoccios m ucho antes de que Ip p a rc o les diese u n nom b re y las c o n v irtie ra en o b jeto de las ciencias. Y en ella e n co n tra ro n a los actores del dram a. V ie ro n en el cie lo la precesión de las culpas. A l p rin c ip io , la cu lp a estaba en Prajápati, que era O rio n , a l que lla m a b a n A n tílo p e , M rga. A l fin a l, con el m o vim ie n to del p u n to e q u in o ccia l, estuvo en el cazador m ism o, en el A rquero, en R udra, que era S irio . Pero entonces la flecha no era disparada p o r u n dios, en la v ig ilia perfecta, sin o p o r u n hom bre, Pándu u n re y cazador, que p o r e rro r y s in proponé rselo hería dos a ntílope s em parejados, que eran u n b ra h m á n y su es­ posa.

E xiste u n espigón en el cie lo que es el L u g a r del C azador. S i­ rio y las Pléyades, Betelgeuse y A ldebará n lo d e lim ita n . A llí b rilla O rio n . Es la zona celeste entre G ém inis y T auro, en los bordes de la V ía Láctea. Los habitan tes de lugares ta n rem otos com o G recia y las G uyanas ta m b ié n v ie ro n a llí el te rrito rio de un a caza, la pista de una c a rre ra desesperada. A q u í y allá , a am bos lados de la p ista, reconocían huesos b rilla n te s y trozos de carne. Y u n an­ tílo p e o una m uchacha que huía n . O u n hom bre im po n e n te , he­ rid o p o r una m uchacha cazadora: A rte m is. La fle ch a era dispa­ rada siem pre desde el p u n to en el que está S irio , y se clavaba 63

siem pre en O rio n , ta m b ié n él u n gran cazador, h e rid o p o r e rro r o p o r in e scru ta b le cálculo.

A ldebarán, Betelgeuse: en tre estos nom bres encantadores se extiende el L u g a r del C azador. U na h is to ria sang rie n ta y c o n vu l­ sa que se ha fija d o en el cie lo . N os recuerda que nunca dejará de suceder. Pero en sus lím ite s encontram os estos nom bres que se abren en la m ente, que abren la m ente. Son la fra g a n cia del sue­ ño. S i en cada p a la b ra se esconde el asesinato de la cosa, que es­ pera desde siem pre u na re p a ra ció n , en estos nom bres em ana una sustancia delicada y ra d ia n te , que buscaríam os en vano en­ tre las cosas que existen. Q uizás en e lla se encuen tra el in d ic io de una re p a ra ció n .

C uando Usas e n co n tró su lu g a r en el cie lo , cuando su cuerpo húm edo se superpuso a l de R o h in í, la escena p rim o rd ia l se fijó de nuevo a llí donde había sucedido, in m ó v il sobre el fo n d o de la noche. D elante b rilla b a la lu z enorm e de O rio n . Usas reconoció en ella, a l in sta n te , la cabeza de P ra já p a ti. D ebajo titila b a la fle ­ cha de tres puntas, clavada en las tres estrellas de la c in tu ra de O rio n . M ás a llá b rilla b a la lu z h irie n te de S irio , el A rquero. V o l­ vían a fo rm a r el triá n g u lo del deseo y del castigo.

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IV

Los dioses necesitan m illo n e s de años para pasar de u n eón a o tro . Los hom bres, en cam bio, sólo unos cuantos siglos. Los d io ­ ses cam bian de nom bre, pero re p ite n los m ism os gestos, con su­ tile s variaciones. S utile s a l p u n to de parecer m eras repeticione s. O, in clu so , su tile s a l p u n to de parecer h is to ria s com pletam ente d is tin ta s de aquellas que las han precedido. E n los hom bres, cam bian los nom bres y ta m b ié n lo s géneros lite ra rio s en los que se re a liza n los gestos y sus va riaciones. Así P ra jä p a ti se c o n v irtió en B rähm ä. Así R u d ra se c o n v irtió en Siva. Así, de las alusiones cifradas en elR g Veda y de las n a rracione s escabrosas, fra g m e n ­ tadas, siem pre retom adas y en seguida vueltas a aband onar p o r los B rähm ana, se pasó a la despiadada redu n d a n cia de los P urána, a su d is o lu c ió n incesante, a la in d u lg e n c ia fre n te a los deta­ lles h ip e rtró fic o s e h ip n ó tic o s . La n a rra c ió n v o lvía a ser el recep­ táculo de todas las form as, de todos los cálculos, de todos los aclo que debían cu m p lirse . U na inm ensa novela d iv in a se m a n i­ festaba lentam ente . M ie n tra s ta n to , ta m b ié n lo que se exigía de quien escuchaba ib a cam biando. E n u n tie m p o éste se había v is ­ to obligad o a reso lve r ris p id o s enigm as, con los consiguientes dolores de cabeza. A hora, el solo hecho de escuchar esas h is to ­ rias que se m u ltip lic a b a n bastaba p a ra hacer m é rito s. E llo se co­ rrespondía con la extenuación de los tiem pos: se había entrado en la era de la b h a k ti, de la devoción oscura que to d o lo invadía, en la que el pathos del abandono a una creencia se im p o n ía p o r sobre la d iá fa n a percepción de los bandhu, de las conexiones te ­ jid a s en aque llo que es. 67

H u b o u n m om ento en el que B rahm a creyó haber com pleta­ do su ob ra sobre la tie rra . T odo había sido creado p o r la m ente: el entero catálogo de los seres, desde el m ic ro b io hasta la m o n ta ­ ña, se extendía fre n te a él. Pero no sonaba com o debía. Parecía una b rilla n te p in tu ra de corte. Todo se m ovía, to d o parecía n o r­ m al. Pero no se deteriorab a. Y n i s iq u ie ra crecía. ¿Perm anece­ ría n in ta c to s p a ra siem pre? ¿Acaso era ésa la tie rra que B rahm a había sido lla m a d o a crear? E l dios esbozó una sonrisa tris te , de s o lita rio que m onologa. Sabía que fa lta b a algo.

La cre a ció n de B rahm a adolecía de u na d e b ilid a d : todos los seres eran h ijo s de la m ente y, sobre tod o , n in g u n o m o ría . F ren­ te a ese m undo a lb o ro ta d o e in e rte su creador fue acum ulando una ira a g ria y confusa, p ro n ta a descargarse en una c o n fla g ra ­ c ió n fin a l. B ra h m a estaba sentado en u n lu g a r apartado , con las piernas cruzadas, y m ira b a su m u ndo con desprecio, com o un padre que observa la m e d io c rid a d de su h ijo . E n cada cosa p a rti­ c u la r reconocía la fa tu id a d general. E ntonces, en u n gesto de m is e ric o rd ia , S iva s u g irió a B ra h m a la fig u ra que fa lta b a en el m undo, la ú n ic a que podía e v ita rle u n fin a l brusco y desprecia­ ble: M rty u , M ue rte .

«La ira que flu y e de los o rific io s de tu cuerpo se aventa sobre el m undo, lo in fla m a , le cham usca la cabellera. Así el m undo vuelve a ser p la n o y á rid o . Pero siem pre h a b ita d o p o r estos c o r­ tejos de hom bres que no saben qué hacer consigo m ism os. ¿Por qué re d ü c ir la vid a , que has inve n ta d o , a u n estado ta n m isera­ ble? Concede a los hom bres la m uerte. Y, ya que entre nosotros to d o se re p ite m uchas veces, m o rirá n más de u na vez y v iv irá n m ás de u na vez. Y dejarán de ser h u m illa d o s p o r esta v id a sin fin , que sólo sirve para o p rim ir la tie rra con su peso.» E sto d ijo Siva a B rahm a, u n día en el que se im p o n ía su aspecto benévolo. B rahm á a s in tió torvam ente. Los fuegos se re tira ro n del m u n ­ do. H u b o u n m om ento de suspenso, com o si to d o h u b ie ra deja68

do de re s p ira r. A pareció entonces u na m uchacha m orena, ve sti­ da de ro jo , con grandes pendientes. Am bos dioses, acostados so­ bre la tie rra , la m ira b a n . B rahm ä d ijo : « M rtyu , M ue rte , ven aquí. Debes re c o rre r el m undo. Deberás m a ta r a m is c ria tu ra s , ta n to a los sabios com o a los ineptos. S ólo re p e tirá s una regla: no harás ningun a excepción.» La m uchacha m ira b a al dios, en s ile n cio , m ientras con los dedos a torm entab a un a g u irn a ld a de lo to . Des­ pués de u n m om ento d ijo : «P rogen itor, ¿por qué m e has elegido para hacer algo que in frin g e todas las leyes? ¿Por qué debo lim i­ tarm e sólo a eso? A rderé sobre u na perenne p ira de lágrim as.» B rahm ä contestó: «No tergiverses la re a lid a d . T ú eres in m a c u la ­ da y tu cuerpo es in c o rru p tib le . A h o ra ve...» M uerte perm aneció en s ile n cio fre n te a B rahm ä m ie n tra s el desánim o h u n d ía le n ta ­ m ente sus hom bros.

M uerte era to zu d a y no aceptó enseguida la o rd e n de B ra h ­ mä. En D henuka, rodeada de ascetas a los que desde ya h u b ie ra debido e x te rm in a r, perm aneció parada sobre u n p ie dura n te quince m illo n e s de años. N adie reparaba en ella. E ra un o de ta n ­ tos que se re tira b a n a llí. M rty u m editaba, perpleja. B rahm ä la re cla m ó a su deber. Pero M u e rte sólo cam b ió el pie sobre e l que se apoyaba, y así c o n tin u ó m edita n d o d u ra n te otros veinte m illo n e s de años. Después, y d u ra n te o tro s ta n to s m illo n e s de años, v iv ió entre los anim ales selváticos, no com ió más que a ire , se sum ergió en las aguas. Después, sobre el m onte M eru, ya ció largam ente com o u n tro n c o . Pasaron v a rio s m illo ­ nes de años m ás. U n día B rahm ä la v is itó : « H ija m ía, ¿qué suce­ de? Que pasen unos pocos m in u to s o va rio s m illo n e s de años no cam bia nada. U n día, in e vita b le m e n te , nos volverem os a encon­ tra r. E ntonces, te re p e tiré : "H az lo que debes."» Com o si aquellos m illo n e s de años no h u b ie ra n pasado y sólo retom ara tra s una pausa el d iá lo g o con su padre, M rty u d ijo : «Terno in fr in g ir la ley.» «No tem as», d ijo B rahm ä, «n in g ú n ju e z será jam ás ta n im p a rc ia l com o tú . Adem ás, no debes llo ra r de la form a en que te he vis to hacerlo. Tus lág rim a s causarán 11agas en los cuerpos que debes e x te rm in a r. Es m e jo r m a ta r sin va­ c ila r dem asiado.» E ntonces M u e rte b a jó la m ira d a y en s ile n cio 69

p a rtió a re c o rre r el m undo. In te n ta b a m antener los ojos se­ cos, com o u lte rio r gesto de benevolencia h a cia las c ria tu ra s que abatía.

B rahm a, dios del sva-, de a q u e llo que ob ra p o r sí m ism o y en sí m ism o, autocreado y generador, co n stre ñ id o a re fe rirs e sólo a sí en v irtu d de su ser a u tista , que está m ás a llá del cosm os y res­ pecto a l cu a l el cosm os no es m ás que u n juguete , e n co n tró gra n ­ des d ific u lta d e s en los tra b a jo s que debió c u m p lir sobre la tie rra . E ngendraba h ijo s , observaba a aquellos jóvenes exultantes, con el fa lo erecto, y los in v ita b a a p ro cre a r. Pero entonces sus h ijo s desaparecían. Se re tira b a n a l bosque a m e d ita r, com o m ucha­ chas esquivas, com o si el m undo, in c lu s o antes de e x is tir, sólo deseara v o lv e r a fo rm a r p a rte de la m ente. A l ve r esto, B rahm a fue presa de una inm ensa fu ria . ¡Cóm o! La m á q u in a de la crea­ ció n , que había p ro d u c id o m ile s de m illo n e s de m undos, ¿debía trabarse ju sta m e n te fre n te a la irris o ria o b lig a c ió n del coito? ¿De qué te n ía n m iedo sus h ijo s g allardos (¿de qué te n ía m iedo él m ism o, el dios autoengendrado?), qué les im p e d ía acercarse a la v u lva de u na m ujer?

P or m om entos, B rahm ä se m o stró com o u n cre a d o r in e p to , va cila n te . S u fría m ás que n in g ú n o tro dios las consecuencias de sus orígenes. R educción m a scu lin a del inm enso n e u tro , brah­ m an, que to d o lo envuelve, to d o lo n u tre y es el sen tid o de todo, B rahm ä estaba co n stre ñ id o a te n e r una h is to ria , es d e c ir un a pe­ nosa lim ita c ió n . S in em bargo, perm anecía en él algo in fo rm e , que lo v o lv ía to rp e : lo in te n ta b a , suscitaba algo, pe ro eran cona­ tos dé acción, de los que se avergonzaba al re c o rd a r la in fin ita vastedad de la que había su rg id o . De su o rig in a ria p otencia m e n ta l a u to su ficie n te , a n te rio r a to d a existencia, le quedaba so­ bre to d o una c ie rta re lu c ta n c ia , a veces in c lu s o u na repugnancia p o r la creación. E n p a rtic u la r p o r la creación irre m e d ia b le , la sexual. Y s in em bargo, paradó jica m e n te , era adorado com o el dios creador. C uando se tra ta b a de cre a r con la m ente, le encan­ taba dedicarse a ese juego. L o consideraba com o su a c tiv id a d 70

norm al, y nunca se a b u rría . Así apareciero n las pla n ta s y las som bras, las tin ie b la s y el crepúsculo, las Serpientes y los Ge­ nios que beben las palabras. Pero B rahm ä no conocía aun la creación que nace «del acop la m ie n to y de las em ociones». Se sentía in ca p a z de a fro n ta rla , p o r eso la delegó a m illa re s de h ijo s suyos nacidos-de-la-m ente, m änasaputra. Pero ensegui­ da se d io cuenta de que algo los m antenía alejados de la m a te ria del m undo. H a b ía n bastado los discursos de N ärada, el m ás in ­ discreto de los rs i, para d is u a d irlo s . N ärada les había d ich o : «¿Cómo podéis c re a r si aún no conocéis? Debéis v ia ja r p rim e ro alrededor de la tie rra , conocerla, después podréis cre a r con d is ­ cernim ie n to .» Los h ijo s de B rahm ä a s in tie ro n , com o afectados p o r una congoja com ún, y se p u s ie ro n en cam ino. N adie ha vu e l­ to a verlos desde entonces.

«El S eñor B rahm ä, después de haber creado a sus h ijo s n a cidos-de-la-m ente, no quedó satisfecho de su obra.» A lgo fa lta b a , un sabor esencial. B rahm ä com enzó a in v o c a r u n nom b re (¿Ga­ yata? ¿Satarüpa? ¿Savitrí? ¿Sarasvatl?; en aquel m u rm u llo zum bante era im p o s ib le d is tin g u ir con c la rid a d ), hasta que su pecho se a b rió y u n ser fem e n in o se deslizó h acia fu e ra . F o r­ m ando u n c írc u lo a su a lrededo r lo observaron sus h ijo s , que no aprobaban a su p ro g e n ito r, absorto en aquel apacible desvarío. Cuando v ie ro n a la n iñ a , de in m e d ia to la con sid e ra ro n su h e r­ m ana. A l m ism o tie m p o , la voz de B ra h m ä se había v u e lto más n ítid a . M ira b a fija m e n te a la n iñ a , com o s i no existiese nada más, y decía: «¡Qué belleza! ¡Qué b e lle za !» Los h ijo s m ira b a n a B rahm ä con desprecio. ¿Por qué su padre se co m portaba con tan poca d ignida d? La n iñ a , m ie n tra s ta n to , saludó a su padre y com enzó a g ira r a lre d e d o r de él con paso cerem onioso. E ra la p rim e ra circu n v a la c ió n , pradaksinä, que desde entonces se ha p ra ctica d o siem pre en la In d ia . A unque el paso de S atarüpä era lento, p a ra se g u irla B rahm ä h u b ie ra debido g ira r la cabeza. N o toleraba que su m ira d a se separase de e lla n i u n in sta n te . Pero al m ism o tie m p o sentía, com o pinchazos de a lfile r, las m ira d a s de sus m alévolos h ijo s , todas fija s en él. Así, en cada u n o de los cua­ tro costados su rg ió una nueva cabeza de B rahm ä, m ie n tra s Sa71

I

ta rü p ä re a liza b a su p rim e ra c irc u n v a la c ió n a lre d e d o r del padre. C uando te rm in ó , dos de sus herm anos la fla n q u e a ro n , con ex­ p re sió n som bría y severa. S atarüpä co m p re n d ió que debía obe­ decer. La co g ie ro n de las m uñecas y la in v ita ro n a s u b ir a l cie lo con ellos. M ie n tra s volaban, del cráneo de B rahm a su rg ió una q u in ta cabeza, o rie n ta d a hacia Satarüpä, hasta que la n iñ a no fue m ás que u n pequeño p u n to oscuro en el azur. C uando el p u n to desapareció, B rahm a se s in tió solo y cansado. C erró los ojos, que ahora sum aban diez; po d ía p e rc ib ir aún la m o rtific a n ­ te presencia de sus celosos h ijo s . « Iros..., iros», d ijo , en u n s ilb i­ do. Oyó u n confuso a rra s tra r de pies. C reyó que ya no v o lve ría a verlos. Después perm aneció in m ó v il d u ra n te la rg o tie m p o , con los ojos cerrados. Sentía que su cuerpo se había vaciado del enorm e tapas que hasta aquel m om ento habían suscitado las cria tu ra s . E n cuanto al m undo e x te rio r, sabía que en aquel desie rto uno solo de sus h ijo s nacidos-de-la-m ente seguía vagando, y era una presencia m olesta: K am a, Deseo, con sus flechas flo rid a s . De im ­ p ro viso , B rahm a a b rió los ojos: estaban llenos de fu ria . K am a estaba e nfrente de él, in d ife re n te y, p o r eso m ism o, socarrón. B rahm a le d ijo : «Estarás satisfecho: gracias a tus flechas m e has dejado en rid íc u lo delante de tu s herm anos. Te has m ofado de m í, has conseguido que S atarüpä se alejase de m i lado. T u p la ce r consiste en causarm e daño. Pero ahora m e toca a m í m a ld e cirte . U n día te encontrarás con a lg u ie n que responderá a tu s flechas reduciénd ote a ceniza.»

D u ra n te la rg o tie m p o B rahm a perm aneció solo, in m ó v il. Su ú n ic a p re o cu p a ció n era esconder la q u in ta cabeza b a jo sus tu p i­ dos cabellos negros, e n tre te jid o s en una a lta trenza. N in g u n o de sus h ijos-nacido s-d e-la-m ente había regresado. T am poco B ra h ­ m a deseaba v o lv e r a verlos. U n recuerdo lo dom inaba , y cada ta n to v o lv ía a re p e tir para sí m ism o: «¡Qué belleza! ¡Qué b e lle ­ za!» C reía que era sólo una m ás de las im ágenes m entales que lo asediaban, hasta que u n día se e n co n tró nuevam ente fre n te a Satarüpä. S in darse cuenta había alargado una m ano, m ie n ­ tras S atarüpä hacía el m ism o gesto hacia él. Las puntas de los 72

dedos se ro za ro n . B rahm a supo en ese in s ta n te lo que es el con­ tacto, algo com o u n sobresalto y u n a re velación. E ntonces se a lz ó 'V com enzó a c a m in a r ju n to a ella , s in d e c ir una palabra. Buscaba u n lu g a r acogedor y escondido, a salvo de las m iradas de sus h ijo s . L le g a ro n a u n estanque. B rahm a in v itó a S atarüpä a recostarse sobre u n p é talo de lo to . Después se echó a su lado. E l pétalo se ce rró lentam ente debajo de ellos. P erm anecieron así durante cien años de los dioses, am ándose com o se am a la gente com ún. Así fue engendrado M anu, e l fu n d a d o r de la sociedad de los hom bres.

La q u in ta cabeza de B rahm ä no ib a a quedar escondida para siem pre bajo la tre n za de cabellos co rvin o s. A veces, p o r detrás de la m elena, se entreveía algo bla n co , b rilla n te . A lg u ie n creyó reconocer una cabeza de caballo. Siva h u b ie ra co rta d o ensegui­ da aquella cabeza. A ún se discute acerca del porqué de su ira . ¿Fue el deseo de B rahm ä p o r su h ija , o p o r las consortes y las h i­ jas de los dioses, o p o r aquella p rim e ra c ria tu ra fem e n in a que apareció fre n te a él y le re s u ltó irre s is tib le , ya que no po d ía apar­ ta r los ojos de ella , e in c lu s o v e rtió el sem en sin s iq u ie ra h aberla tocado? T am bién se decía que aquella q u in ta cabeza contenía una energía d e se q u ilib ra n te , tejas, que quebrantaba el m undo. Parecía que de aque lla q u in ta cabeza h u b ie ra n sa lid o palabras arrogantes h acia Siva, quie n ta m b ié n te n ía cin co cabezas y aca­ so no veía con buenos ojos que o tro ser m itig a ra de alguna m a­ nera su ca rá cte r ú n ic o y usurpase su sagrado n ú m ero cin co . Para h e rir a B rahm ä, Siva asum ió la fo rm a del T rem endo, B h a irava. Con la uñ a del p u lg a r derecho le cercenó la q u in ta cabeza. U n corte ta n preciso y neto que B rahm ä se quedo ríg id o , a tó n ito , atento h acia los cu a tro costados, com o si nada hubiese sucedi­ do. Inm ediatam e nte, Siva tra tó de la n z a r lejos la q u in ta cabeza de Brahm ä. E ntonces se d io cuenta de que estaba a d h e rid a a la palm a de su m ano. M ie n tra s ta n to , la cabeza se ib a vaciando, sólo ib a quedando de e lla el casco óseo, sem ejante a u n cuenco, firm em ente pegado a su m ano. Siva supo lo que le esperaba: para e xp ia r su d e lito , el p rim e ro y el m ás grave entre todos los d e litos, ya que en B rahm ä había golpeado a todos lo s fu tu ro s 73

brahm anes, debería e rra r largam ente com o u n m endigo, reco­ giendo el a lim e n to en aquel cuenco, kapäla, que le im p e d iría o l­ v id a r su c rim e n u n solo in sta n te . P or eso lo lla m a ro n K a p ä lin , A quel-que-lleva-el-cuenco.

B ra h m ä estaba tris te , lóbrego. Sus h ijo s nacidos-de-la-m ente le parecían seres vacuos, m edrosos. N unca com prende ría n qué s ig n ific a e x is tir, hasta qué p u n to puede re s u lta r arriesgado, des­ b ordante , esquivo, alocado, oscuro. H abían nacido-de-la-m ente, eran lig e ro s y ágiles, pero no te n ía n m ás consistencia que el fu e ­ go fa tu o . E l m u ndo c o rría el riesgo de ser para siem pre com o una tir a de te la s u til y vaporosa, que ondea a l v ie n to s in n in g u n a resistencia. S in em bargo, ¿qué o tra cosa se po d ía pedir? B ra h m ä se ensi­ m ism aba y advertía la m e la n co lía de quie n to d o lo com prende pero n o tie n e a q u ié n decírselo. E sta idea fue, ju sta m e n te , la que lo h iz o re a ccio n a r. E ra eso lo que fa lta b a : entender. E ntonces, de su p u lg a r derecho m anó Daksa. E staba sentado fre n te a él y lo m ira b a con expresión grave, circunspecta, cóm p lice , ta c itu rn a . Sus enem igos d iría n u n día que D aksa ponía siem pre cara de c ir­ cunstancias. B rahm ä lo m ira b a con afecto, com o a u n vie jo a m i­ go. Se detuvo sobre sus largos dedos lig e ro s y h á biles. E n aque­ llo s huesos fin o s , p ro n to s a d a r fo rm a a u n o b je to in v is ib le , re co n o ció el v ig o r de la m ente. L a in te lig e n c ia había e n co n tra ­ do de esa fo rm a su p rim e ra m is ió n no n a tu ra l: cre a r a través del sexo.

C onsciente de su p ro p ia d e sp ro p o rció n y su escasa a p titu d para las necesidades de este m undo, y p a ra le lo a l o b je tiv o de cre a rlo de acuerdo con u n orden, B rahm ä d e c id ió delegar los episodios m ás delicados y reveladores del te s tim o n io de su exis­ te n cia a u n hom bre, a u n sacerdote, a l sacerdote, a D aksa el brahm án, p o rque en él B rahm ä vo lvía a d a r p riv ile g io al brah­ m an, y p o r eso ta m b ié n , despojándose de su torpeza de persona d iv in a , vo lvía a ser el ju s to ig u a l: Daksa, «aquel que es h á b il» , dexter. Su lu c h a perm anente con Siva, la necesidad de la crea74

c ió n sexual, la p rá c tic a o rto d o xa del s a c rific io : to d o recayó so­ bre Daksa. Su fig u ra alargada, dem acrada, los ojos h u n d id o s en las ó rb ita s , las largas venas en los brazos flacos, el p ulso q u ie to de los n u d illo s salientes, el ve stido blanco, in m a cu la d o , la rg o hasta los to b illo s : así fue com o D aksa apareció en el m undo y así perm aneció en él pa ra siem pre.

Áspero aún, pero ya som etido, Daksa asum ió su la b o r de su s ti­ tu to de B rahm a com o p ro c re a d o r de m achos. Usó su cam a com o una o fic in a . D ejaba de la d o el placer, porque le h u b ie ra hecho perder tie m p o . M il h ijo s una vez, m il o tra vez, siem pre de la m is ­ m a m u je r, la fu e rte V lr in l, capaz de sostener los tre s m undos. Los m achos se presentaban com o jóvenes héroes, e in m e d ia ta m e n te desaparecían. Seguían la d ire c c ió n del v ie n to para conocer (de­ cían), se escondían en el bosque para m e d ita r, se encam inaban tras las huellas de sus herm anos. C u a lq u ie r senda era buena, con ta l de no aparearse. E ntonces Daksa co m p re n d ió que la h is to ria sólo puede nacer de las m ujeres y generó sesenta hem bras.

Daksa d io v e in tis ie te h ija s a Som a; d io trece h ija s a Kasyapa; d io S m rti a A ñgiras; d io K h y a ti a B brg u ; d io Anasüyá a A tri; d io U rja a Vasistha; d io P r lti a P ulastya; d io K sam ä a Pulaha; d io S annati a K ra tu . Todos videntes, rs i de p rim e ra o segunda fila , com o suele decirse, en re la c ió n a la antigüedad de las tra d ic io ­ nes. Todos em inentes expertos en el tapas, todos te ó rico s del sa­ c rific io , todos consejeros reales. Casando b ie n a aquellas h ija s, Daksa había c u m p lid o con su co m etido. A hora la m á q u in a de la H istoria podía ponerse en m o v im ie n to . A unque esto, en el fondo, no era asunto que le preocupara. H abía estudiado a fo n d o los géneros fu tu ro s , había recogido abundante in fo rm a c ió n sobre ellos. E ra im p re s c in d ib le para Daksa que cada u na de las sesenta h ija s se casase con algu ie n que estuviera a la a ltu ra de su padre, a lg u ie n con q u ie n Daksa p udiera conversar la rg o ra to , ju n to al fuego, acerca de los e rro res del ritu a l. É sta era la cuestión. Después, u n día, de los v ie n ­ tres de las h ija s s a ld ría n las m ás diversas cria tu ra s , los papaga75

yos y las serpientes, los cuadrúpedos y los peces. Pero todas ellas p o d ría n ja cta rse de u n o rig e n irre p ro c h a b le . Las esposas de Som a fo rm a ro n en el cie lo el cuerpo de b a i­ le de las v e in tis ie te N aksatra, las casas lunares; bastó la des­ cendencia de Kasyapa pa ra c u b rir el abanico de los dioses y de los dem onios; de A d iti, la Ilim ita d a , na cie ro n los doce A d itya , los dioses en los que p rim e ro se piensa cuando se piensa en los d io ­ ses: V isnu, In d ra , V ivasvat, M itra , V aruna, Püsan, T vastr, Bhaga, A ryam an, D h ä tr, S a vitr, Amsa; y de D iti, ta m b ié n e lla h ija de Daksa y esposa de Kasyapa, nacerían los D a itya , y de D ann, o tra h ija de D aksa y esposa de Kasyapa, nacerían los D änava, y todos ellos serían dem onios, los m ás tenaces enem igos de los dioses. H erm anastros destinados a perseguirse d u ra n te m ile n io s . D aksa los co n te m p ló con satisfa cció n : era la creación, eran los sabores de los que debía com ponerse y n u trirs e , era la estirp e a la que debía rem ontarse: la suya, el tro n c o de Daksa, pe rfe c­ to sacerdote, e je cu to r de las obras que B ra h m ä se re sistía a c u m p lir.

Éste fue el re la to de Kasyapa: «Los dioses se separaron de la m ente, no la m ente de los dioses. L o que sucedió antes del n a c i­ m ie n to de los dioses, antes de que nosotros, los rs i, recib ié ra m o s de B ra h m ä el encargo de p o n e r en m archa la cre a ció n sexual (en lo que hu b o algo in coheren te: el presentam os todos a la vez com o pretendie ntes de u n ú n ic o , vasto p a la cio , en cuyos p a sillo s trin a b a n voces fem eninas, para volvem os después los p rim e ro s padres de fa m ilia , si b ie n descuidados, co léricos y a veces re ti­ centes, p o rque estam os m e jo r preparados para la glosa cerem o­ n ia l que p a ra la a d m in is tra c ió n dom éstica), to d o era u na guerra d e n tro de la m ente, algo que, aunque ya e xistía n m uchos n o m ­ bres, acontecía siem pre y solam ente entre dos actores: la m ente y su e x te rio r. »Nada fa scin a ta n to a la m ente com o la existencia del m undo extem o, de algo que le es re fra c ta rio y no le obedece. V ic ia d a p o r su p ro p ia o m n ip o te n cia , p o r su p ro p ia capacidad de re la c io n a r e id e n tific a r to d o con todo, la m ente quiso u n o bstáculo de ta m a ­ ño no m e n o r que el m un d o , lo deseó. A cosarlo, p e n e tra rlo : ése 76

podía ser el desafío m ás exaltante y am biguo. Ésa fue la persecu­ ció n del antílo p e . N unca se detuvo.»

Éste fue el re la to de A tri: «¿Por qué existe el sexo? A l p rin c i­ p io , nosotros no sabíam os n i lo que era. N acidos-de-la-m ente de B rahm ä, h a b itua dos a la m u ltip lic id a d de im ágenes precarias, nos quedam os desconcertados cuando B rahm ä an u n ció que se­ ríam os responsables de p o n e r en m archa u na nueva fo rm a de creación, y señaló el cuerpo de la m u je r. A ún no habíam os des­ flo ra d o a las h ija s de D aksa y el banquete n u p c ia l ya tocaba a su fin . E nseguida nos encontram os ten d id o s en u n lecho, acom pa­ ñados p o r p rim e ra vez en nuestras vidas. De fo rm a ta n n a tu ra l com o grave, descubrim os lo que se debía hacer, y ta m b ié n ellas lo descubriero n. B rahm ä no había m encionado s iq u ie ra el p la ­ cer. Nos cogió p o r sorpresa. »Pasaron algunos m ile n io s . Nos habíam os co n ve rtid o en m aestros del placer. U n día que nos había lla m a d o a re u n ió n preguntam os a B rahm ä: “ ¿Para qué sirve el placer?" B rahm ä sonrió, lig e ra m e n te tu rb a d o , com o cuando nos había convocado a la casa de Daksa. R espondió: “ Para m antener el esm alte del m un d o .” N o preguntam os m ás, porque los dioses am an el secre­ to. Pero, m ie n tra s vagábam os, estas palabras daban vueltas en nuestro pensam iento. "E l p la ce r es el tapas de lo externo” , d ijo un día V asistha, el m ás sabio de entre nosotros. "Es com o si el m undo lle v a ra puesta u na capa, pa ra no ensuciarse de p olvo. Si el tapas nos im pulsase siem pre h acia atrás, h acia el lu g a r s in fo r­ m a del que provenim os, el m u ndo se d e te rio ra ría con dem asia­ da rapidez. E stá b ie n que nuestras m ujeres se a lb o ro te n , está bien que los reyes se acuesten con sus p ro p ia s h ija s , está b ie n in ­ cluso que las Apsaras vengan a c o n fu n d irn o s con sus juegos, ta n pueriles com o eficaces... Cada vez que cedem os, ayudam os a que el m undo recom ponga su esm alte.” »

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V

La residencia de D aksa parecía una p a jarera. Las h ija s eran sesenta, y adem ás estaban las doncellas, m ucho m ás num erosas aún. U n solo hom bre, el austero padre, in m e rso en los rito s . U n aire de espera, de p re p a ra tivo s pa ra la fiesta. Se m u rm u ra b a que algunos poderosos rs i h a b ría n em prendid o ya el via je desde el H im alaya, desde las rive ra s del S in d h u y desde la S arasvati. E n ­ tre las doncellas c o rría n ru m o re s acerca de cu á l de los p re te n ­ dientes te n ía fam a de ser el m ás b e llo , el m ás fu e rte , el m ás rig u ­ roso en el tapas. T am bién ve n d ría el rey Som a, desde la lu n a . Daksa sabía a la pe rfe cció n , puesto que lo había estudiado la rg a ­ m ente, a q u ié n estaba destinada cada una de las h ija s . Todo su­ cedía d e n tro de u n orden. Pero en su expresión, detrás de su ha­ b itu a l gesto severo, había una som bra. Daksa pensaba siem pre, obsesivam ente, en un a sola de sus h ija s , aquella a la que siem pre había m ira d o con u n afecto que no era sólo de padre, la ú n ica con la que hablaba, de noche, cuando todas las otras m ujeres dorm ían: S atl, Aquella-que-es.

Fue d ifíc il y to rtu o s o d a r a lu z a S atl, A quella-que-es. Aque­ lla que u n día se c o n v e rtiría en la co n cre ció n de la re a lid a d no lograba m anifestarse. N acer, hasta ese m om ento, nunca había sucedido a través del sexo. B rahm ä co n tin u a b a engendrando h i­ jos n acidos-de-la-m ente, s in s a lir de su p e rp le jid a d . H abía algo de in sa tisfe ch o en aquel m u ndo a n te rio r a l m undo. Se com enza­ ba a sospechar que existía o tro grado de re a lid a d aún p o r des-

c u b rir: quizás m ás opaco, quizás m ás insensato, pero quizás ta m b ié n m ás a tra c tiv o . A llí nacería S atl, y u n día se d iría « re a li­ dad», s in necesidad de especificaciones. U n día to d o se vo lvería opaco hasta el p u n to de hacer o lv id a r to d o lo que había p re ce d i­ do a aquel grado de re a lid a d . Ése era el grado al que, con astu­ cia, se p re te n d ía lle g a r. Pero B rahm a no podía hace rlo solo. N e­ cesitaba u n m in is tro , u n m in is tro p a ra siem pre: Daksa.

Daksa te n ía el ro s tro alargado, surcado p o r u na n a riz encor­ vada, las m e jilla s h undid as, los ojos saltones y graves, el la b io in ­ fe rio r grueso y colgante. E l p o rte era noble, afectado, severo. Pero no lo g ra b a a n u la r la im p re s ió n de una c ie rta pena a n im a l, de u n in v is ib le fa rd o que pesara sobre su m ente. P or m om entos, hasta se po d ía sospechar que la m ira d a de Daksa, acostum brado com o estaba a v ig ila rlo to d o , v ig ila b a ta m b ié n un a c a rn a lid a d in ­ tensa, in c lu s o v io le n ta . Sus rasgos contenían u n fo n d o de resig­ n a ció n fre n te a lo que fu e ra que debía o c u rrir, com o se advierte a veces en ciertas cabras que pacen en soledad. .

¿Cuál era la d ife re n c ia entre S a tl y sus otras hijas?, pensó Daksa. ¿Por qué el solo hecho de ve rla lo afectaba en el ú n ic o p u n to en el que se sentía vulnerable? N o era m ás b e lla que las otras; sólo, quizás, su expresión era algo m ás grave. T am bién m iste rio sa . Y algo que D aksa observaba con estupor: poseía o tra fo rm a de triste za , s in m o tiv o . C om o si en e lla se v is lu m b ra ra cóm o es la m ente cuando se vuelve in te rn a , o c u lta . A lgo que el m u ndo ig n o ra b a todavía, pensó Daksa. Y re co rd ó a sus herm a­ nos, vacuos y abigarrados, que p o r o tra p a rte h abían desapare­ cid o . - -

Antes del n a c im ie n to de S a tl la re a lid a d era m enos real. Daksa se d io cuenta enseguida, y ca lló . V io crecer a aquella n iñ a esforzándose p o r c o n fu n d irla con las otras cin cu e n ta y nueve. Pero con fre cu e n cia se sentía perseguido p o r sus ojos, que, d u ­ ra n te la cele b ra ció n de los rito s , lo espiaban desde detrás de las 82

puertas. S a ti recordaba a D aksa su secreto. Antes de ser sacerdo­ te y je fe de fa m ilia , con m u je r y servidum bre, Daksa había sido un p e rtin a z s o lita rio , que no conocía m u je r y s in em bargo se ha­ bía o bstinad o en u n deseo in a d m is ib le : que se le revelase D evI, la Diosa, la que h a b ita en el cuerpo de Siva. Un día en que, excepcionalm ente, se había abandonado en una duerm evela, c o n d ic ió n que p a ra él era equivalente a l m al, Daksa v io cóm o la oscu rid a d se vo lvía b rilla n te y undosa. Resal­ taban en la oscu rid a d dos pu n to s claros: una flo r de lo to azul -re c o n o c ió - y el re sp la n d o r de u n filo . Apenas se m ovían, pero fin a lm e n te Daksa v io las m anos que las sujetaban y otras dos m anos, lib re s en el aire. Después a tisbo el cuerpo de la D iosa. Estaba acostada sobre u n león, com o si el león h u b ie ra sido des­ de siem pre la tie rra . Daksa se s in tió de im p ro v is o m ás despierto de lo que nunca había estado en su vid a . A d v irtió u n a rro jo te ­ m erario, de guerrero, que no era p ro p io de él. D ijo : «Deví, a ti, Oscura, te p id o que nazcas com o h ija m ía. Te p id o que encuen­ tres, a través de m í, a aquel en el cu a l tú eres.» Estas ú ltim a s pa­ labras fu e ro n d u ra n te años el to rm e n to de Daksa. Sabía que ha­ bía p ro n u n cia d o frases d irig id a s a la D iosa, pero la segunda fue borrada com o la frase de u n sueño, a pesar de que en su m em o­ ria quedó in s c rita la certeza de que aquélla había sido la frase más im p o rta n te de su vida. D aksa nunca de ja ría de buscarla.

La don ce lla de S a tl se in c lin ó fre n te a Daksa y d ijo : «Señor, siento el deber de com unicaros que S atl, m i am a, no es com o las demás. Sus herm anas se pasan las m in ia tu ra s de los rs i y del rey Soma, y ju e g a n a a d iv in a r q u ié n será la esposa de cada un o de ellos. In v e n ta n com edias en las que se d isfra za n de rs i y re c ita n las escenas de sus vidas fu tu ra s . R íen, y a veces ta m b ié n llo ra n , p o r la angustia. Pero S a tl siem pre está sola, y fre n te a las con­ tiendas de sus herm anas no m uestra m ás que in d ife re n c ia . N o se ha probado vestidos nuevos. N o ha pedido una nueva caja para los m a q u illa je s. D urante horas vaga p o r los ja rd in e s . Y o sé lo que hace entonces, porque la he so rp re n d id o varias veces: S a tl canta o, m e jo r d ich o , m u rm u ra canciones. C anciones que ha­ blan de u n hom b re oscuro lla m a d o Siva. C uando no canta, d ib u 83

ja . S iem pre la m ism a cara, una cara que da m iedo. O b ie n p ra c ti­ ca el tapas, que nadie le ha enseñado. O susurra, com o s i u n fa n ­ tasm a la acom pañara. S eñor, era m i deber re fe riro s esto.»

D aksa y V lrin l, con expresión noble y m arcada p o r el tie m p o , aunque con algo som brío en la m ira d a , com o de espanto, perm a­ necían sentados fre n te al fuego; las h ija s y la servid u m b re ya se habían re tira d o . Daksa d ijo : «A este hom bre que ha llegado, el ex­ tra n je ro , el la d ró n de m ujeres, el enem igo de los rito s y de las re ­ glas, a este e rra n te que am a las cenizas de los m uertos, que habla de cosas d ivin a s a hom bres s in rango, a este hom b re que parece a veces u n dem ente, que tie n e algo de obsceno, que se deja crecer los cabellos com o una m uchacha, que se adorna con huesos, que ríe y llo ra s in razón, ¿por qué debería entregarle a m i h ija S ati, p o r qué debería entregarle a A quella-que-es ju sta m e n te a este hom bre, en q u ie n reconozco, siem pre que lo veo, lo opuesto de to d o lo que yo he q u e rid o ser, de to d o lo que q u ie ro que sea el ser? ¿Para qué he com puesto ta n to s rito s , pa ra qué he engendra­ do a A quella-que-es, si u n día to d o eso m e será arrancado p o r a l­ g u ien que es su viv ie n te negación?»

C uando el p re te n d ie n te avanzó, Daksa, el sacerdote im peca­ ble, c u lto r de la e x a c titu d ritu a l, lo m iró con desprecio. E ra un m endigo silvestre, con las trenzas húm edas, que desprendía el o lo r de las hogueras. Su m ano la rg a y fu e rte estrechaba la m ano de una irre c o n o c ib le S atl; con la o tra m ano desgranaba u n co­ lla r de huesos. S a tl llevaba descoloridos andrajos p o r to d a ve sti­ m enta, y su p ie l, según n o tó su padre, h o rro riz a d o , parecía ha­ berse v u e lto m ás oscura. Su m ira d a b rilla b a y v ib ra b a de fe lic id a d ; siem pre había soñado con aquel que ve n d ría a ra p ta r­ la , desde que, siendo n iñ a , p ra ctica b a el tapas encerrada en su h a b ita c ió n . A c a ric ió el c u e llo a zu l de Siva, m ezcló sus aceites con la ceniza que le cu b ría el tó ra x com o u na b la n d a coraza. Poco después p a rtie ro n h a cia las m ontañas m ás altas. N o tenían hogar, n i s iq u ie ra u n s itio donde estar a reparo. Las bestias sal­ vajes los acogieron y los escoltaron. Después lo s d e ja ro n solos. 84

S a ti tu v o la sensación de que p o r p rim e ra vez su cuerpo era.

Sintió no que S iva penetraba en ella, sino que Siva le a b ría una vasta cavidad y la acogía en sí. E l con ta cto con la s u p e rfic ie de su cuerpo la absorbía d e n tro de él. S atí, fascinada, tanteaba en ]a o scuridad las paredes de Siva. Avanzaba hacia su ce n tro com o hacia las brasas en el fo n d o de u na caverna. E staba p erdida, pero se creía a p u n to de re e n c o n tra r la senda o, m e jo r dicho, sentía que lo que le estaba sucediendo era u n re to m o .

V e in tic in c o años d u ró el c o ito de Siva y Satí, s in que Siva de­ rram ase en e lla el semen. C om o u n elefante atado, Siva no podía m overse s in d e s flo ra r el cuerpo de S atí. C uando hablaban, b ro ­ m eaban. C on m usgo, Siva d ib u jó sobre los senos de S atí peque­ ñas m anchas que parecían abejas zum bando a lre d e d o r de u n lo to . Si S a tí se m ira b a a l espejo, Siva se escondía detrás de ella hasta que S a tí creía estar sola. Después u n o jo de Siva a flo ra b a en el espejo.

U n día S atí q u iso apartarse de ese c o ito in te rm in a b le . «Ahora quiero que m e expliques qué cosa es el Sí», d ijo . «Desde n iñ a he p racticado el tapas porque buscaba, no la lib e ra c ió n , sino la es­ cla vitu d . S ólo q u e ría lla m a rte la a tención . A hora eres m i m a rid o y me ha sido enseñado que tú eres la lib e ra c ió n . D u ra n te la cerem o­ nia n u p c ia l u n b ra h m á n m e su su rró que m e habías aceptado sólo porque eres devoto de tu s devotos. Pero ¿qué s ig n ific a esta devo­ ción? Lo que yo q u ie ro es el cono cim ie n to .» Siva d ijo : «La devo­ ción es u no de los nom bres del c o n o cim ie n to en las épocas d é b i­ les, com o la que ahora v iv im o s . Los sabios han d iv id id o la devoción en nueve géneros. U na fo rm a de devoción consiste en escuchar m is h is to ria s . Pero ta m b ié n es devoción re g a r el á rb o l bilva, aunque los sabios no hayan pensado en ello.» S iva divagaba acerca de la devoción, con voz a la vez flu id a y ausente. S atí se en­ som brecía. Su cuerpo estaba ta n cerrado com o u n estuche. A po­ yó el m entón sobre la ro d illa , que m antenía apretada co n tra el pe85

cho. De p ro n to Siva se le aparecía com o u n extraño, u n in tru ­ so im p o s to r. «¿Por qué hablas siem pre de devoción y nunca dices nada acerca del c o n o cim ie n to y el desprendim iento?», p regun­ tó S atl. «Porque han envejecido», d ijo Siva, y rió . «Pero yo sé que los antig u o s hablaban sólo de co n o cim ie n to » , in s is tió S atl, to z u ­ da. «Los antiguo s, justam ente», contestó Siva, con a ire d istra íd o . «¿Acaso la devoción nos libera?», in te rro g ó S atl. «La devoción ayuda», d ijo Siva, cada vez m ás d istra íd o . «La devoción hacia t i no m e sosiega», d ijo S ati. «No tienes necesidad de ella. T ú eres yo. E sto es el c o n o cim ie n to . N ada m ás que tre s palabras», d ijo Siva. «¿Y tú q u ié n eres?», d ijo S a tl con re p e n tin a d u lz u ra , escru­ ta n d o a su am ante. «Yo soy esto», d ijo Siva. «¿Qué es “esto” ?», in s is tió S atl, com o una n iñ a obstinada. «A quello que nos p e rm ite saber que estam os conversando. Pero no debem os conversar dem asiado», d ijo Siva y em pezó a desatar le ntam ente , com o tantas otra s veces, las pulseras que llevaba S atí en las m uñecas.

S a tl se d io cuenta de que cuando paseaba p o r los bosques y los claros del K ailása, en los m om entos en que Siva, in m e rso en el tapas, era in a b o rd a b le , u na cuña de a ngustia le traspasaba el pecho. Pensaba en su padre, en Daksa. Sabía que Daksa odiaba a Siva. Lo había sabido siem pre. E n aquel p a la cio de la lla n u ra re ­ m ota, a cada in sta n te , había una m ente tenaz que la seguía y aborrecía cada uno de sus gestos de am or, que se estrem ecía cada vez que el cuerpo de S a tí desfloraba el cuerpo de Siva. Re­ cordaba que, de n iñ a , casi nunca había tocado el cuerpo de su padre. Para ellos bastaba con la m ira d a . R ecordaba sólo el con­ ta cto de la m ano, com o fu e rte y nerviosa, cuando la conducía hacia alguna cerem onia. ¿La había llevado a o tro s lugares? Su padre v iv ía p a ra las cerem onias. Parecía que o fic ia b a perm anen­ tem ente. Su ira , que podía ser inm ensa, sólo se p re c ip ita b a so­ bre los errores que se co m e tie ra n en la litu rg ia .

A hora no había entre ellos m ás que s ile n c io . Pero u n día un Yaksa, u no de los tantos G enios que frecuentab an las laderas del K ailása, había hecho a lu s ió n a un a h is to ria que le pare ció funes86

t£i. Creía que S a ti ya la sabía. Fue u n re la to cargado de crueldad. H abía habido, según d ijo el G enio, u n gran s a c rific io . Todos los rs i estaban presentes, y ta m b ié n Siva. E l ú ltim o en lle g a r, solem ­ ne y severo, había sido Daksa. Todos se habían puesto de pie. Excepto Siva. E ntonces, d ijo el G enio, Daksa, presa de la fu ria , p ro n u n ció palabras te rrib le s : d ijo que Siva ten ía ojos de m ono, entre otras cosas; que no era d ig n o de m ira r a los ojos de gacela de su h ija . Que e n tre g a r S a ti a Siva había sido pa ra él com o da r la palabra fra g a n te de los Veda a u n m iserable sin casta. S a tl no quiso saber m ás. F in g ió conocer la h is to ria , que s in em bargo Siva le había o cu lta d o . E xp e rim e n tó el deseo in te n so de vo lve r ju n to a su padre, de reencontra rse con sus ojos hun d id o s. De niña, cuando se cruzaba con su m ira d a , in c lu s o si era de lejos o de reojo, sentía que algo le rozaba la p ie l, a veces u na suave c in ­ ta, otras veces u na gasa. A hora le d iría , en palabras escasas y cortantes, que sus rito s no eran el co n o cim ie n to .

S a tl estaba convencida de que la aversión de D aksa hacia Siva no era recíproca. Pensaba que Siva era incapaz de s e n tir aversión h a cia nada en el m undo. La aversión era algo dem asia­ do d é b il p a ra él. S a tl acertaba en ta n to teóloga, pe ro ig n oraba todavía u n e p iso d io a n te rio r a la a p a ric ió n de Siva en su vid a . U n día sucedió que Siva se propuso, com o B rahm a, d a r v id a a los se­ res. Pero enseguida a d v irtió un a punzada de n o stalgia . P or el agua, p o r la in m o v ilid a d . Se sum ergió en u n lago y perm aneció de pie en el fo n d o . C om o u n p a lo . M ie n tra s ta n to , D aksa se puso manos a la obra. S i el m undo estaba vacío de seres, él m ism o se encargaría de crearlos. E ra el sacerdote la b o rio so , que se afana­ ba en to m o al a lta r de la vagina. N a cie ro n los seres. C uando Siva em ergió del lago, todavía d is tra íd o y ausente, oyó u n c ru jid o en el bosque y voces sofocadas. Los seres e xistía n ya. D aksa lo ha­ bía engañado. H abía osado a n tic ip a rs e a Siva. «Porque en tu celo has q u e rid o ayudarm e y hasta a n tic ip a rte a m í en el c u m p li­ m iento de m i obra, lle g a rá u n d ía en que seré yo q u ie n deba ayu­ darte en el c u m p lim ie n to de tu obra», d ijo Siva, ta ja n te .

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O tro día S a tl a d v irtió sobre el K ailäsa u n m o v im ie n to in s ó li­ to . T ransportado s p o r la b ris a descendían co rte jo s de Genios, dioses y sem idiosas. ¿Adonde se d irig ía n ? , p re g u n tó , a d m ira n d o los vestidos suntuosos y las joyas de los dioses. «Daksa anuncia u n gran s a c rific io » , le re spondie ron. «Todos estam os in vita d o s. E starán todas tus herm anas. V e in tis ie te de ellas están ya descen­ diendo de la lu n a . Te esperam os a llí» , d ije ro n , m ie n tra s desapa­ recían en sus carros. E ntonces S a tl p re g u n tó a S iva si estaban in v ita d o s a l s a c rifi­ cio de Daksa. «No», d ijo Siva. «Daksa no m e ha in v ita d o porque, cuando vago p o r el m undo, uso com o cuenco u n casco craneal que p e rte n e ció a la cabeza de su padre, B rahm a.» «Iré de todas form as», d ijo S atl. «Tú eres u n dios y no puedes ir s i no estás in ­ v ita d o . Pero yo soy una m u je r com o c u a lq u ie ra y no necesito in ­ v ita c ió n p a ra presentarm e en casa de m is parientes. S iento nos­ ta lg ia de la tie rra en la que nací. Es d ifíc il s o p o rta r la belleza de la v id a c o n tig o . D éjam e conversar u n poco con m is herm anas. Los ú n ico s com pañeros que tengo aquí son el to ro N a n d in y las serpientes que tú te enredas a lre d e d o r del cu e llo y de los b ra ­ zos.» «N in g ú n provecho sacarás de ir a llí» , d ijo S iva con voz so­ segada, p e ro desviando la m ira d a , porque la esencia de la tris te ­ za había descendido sobre ellos, com o la llu v ia sobre u n lago. «Dices que has hecho de m í aque lla que h a b ita la m ita d de tu cuerpo. Concédem e esta gra cia , déjam e ir» , d ijo S atl. «No puedo retenerte», d ijo Siva.

S a tl sentía u n re s e n tim ie n to sordo c o n tra Siva, que la hacía la g rim e a r de ra b ia . N unca antes le había h ablad o de esa fo rm a ta n seca y co rta n te . A l m ism o tie m p o , S a tl sentía u n re n c o r im ­ placable c o n tra Daksa. E l padre y el esposo se re p a rtía n la to ta li­ dad de su m ente. ¿O eran dos am antes, que se b a tía n a m uerte en ella? T am bién esto la hacía llo ra r de ra b ia . D e cid ió p a rtir sin despedirse. C am inaba con paso fe b ril, ta c itu rn a y a ltiv a . Poco después oyó ru id o a su espalda. E ra n los servidores de Siva, que la escoltaban. Espejos, pájaros, blancos parasoles, abanicos, g u irn a ld a s, carros, cím balos y fla u ta s: c o n fu n d id o en una nube, to d o esto la seguía. 88

Pero S a ti q u iso estar sola cuando lle g ó a la casa donde había

nacido, cuando pisó el u m b ra l del espacio s a c rific ia l. E n tró en silencio, sobreponiéndose al s ile n c io . N in g u n o de lo s o ficia n te s osó hacerle u n gesto, p o r te rro r a Daksa. Sólo su m adre y sus hermanas, com o una bandada de pájaros, a cu d ie ro n a su en­ cuentro. S ollozaban y reían, p o rque estaban seguras de que no volverían a verla. S a tl ten ía una expresión severa, que hacía aún más n o to rio su pa re cid o con su padre. Su ro s tro era m u y blanco. Rechazó el puesto de h o n o r que V irin I se había apresurado a ofrecerle. M iró a su alrededo r, con la m ira d a de q u ie n está h a b i­ tuado a reconocer cada d e talle del cerem onial. Las ofertas a los dioses estaban alineadas una ju n to a la otra. H abía ofertas para todos m enos pa ra Siva. La m ira d a de S a tl se detuvo en ese puesto vacío. Después v ie ro n con espanto avanzar a S atl hacia Daksa, concentrado en el acto s a c rific ia l, ajeno a todo. Pero, p o r p rim e ra vez en su vid a , Daksa se d is tra jo del sa­ c rific io . Lo v ie ro n volverse lentam ente h acia su h ija . Parecía que la había estado esperando. S a tl com enzó a h a b la rle en voz baja y nerviosa, u n su su rro apenas com prensible : «Tú, sólo tú puedes atreverte a ser el censor de aquello que es. Así m e condenas a m í, a quien u n día llam aste S atl, Aquella-que-es. Tú, sólo tú puedes enum erar las in fra ccio n e s que com ete aquel cuyo a lie n to es el inundo. T ú ahuyentas la p le n itu d com o u n oscuro vagabundo, l u crees que el m u ndo se co nstruye con tus rito s . T ú crees que todo reside en esos gestos. H as e xclu id o el todo de entre tus in v i­ tados. O freces s a c rific io s a todos, m enos al s a c rific io . Las flo re s de tus rito s son una llu v ia que cae de los pies de Siva. C uando el dios de cu e llo a zu l juega co nm igo y m e lla m a “ H ija de Daksa” , la \ ergüenza m e invade. Porque este cuerpo m ío es u n ju g o de tu cuerpo, no puedo e xpulsarlo de m í, com o u n a lim e n to in m u n d o que se v o m ita . T ú no puedes v iv ir s in re a liz a r el s a c rific io , pero ' o soy el s a c rific io .» Daksa le escuchaba ríg id o y p á lid o . S usurró unas pocas síla ­ bas, que sólo S a tl pu d o escuchar: «¿Dónde volveré a verte?» Pero su voz era dem asiado suave e in e rm e . S a tl resp o n d ió con u n su­ surro casi id é n tic o , que sólo D aksa pudo escuchar: «M e verás en 'odas partes, en to d o tie m p o , en to d o lu g a r, en to d o ser. N o exislc nada en el m u ndo donde yo no esté.» Después se acostó en la 89

tie rra , ju n to a l a lta r. M ira b a h a cia el n o rte , arro p a d a en su ve sti­ do a m a rillo . M o jó la p u n ta de los dedos en u na bacía de agua y bebió u n sorbo. C erró los ojos. R ecordó el tapas que, en su in fa n ­ cia, había com enzado a p ra c tic a r en aquel lu g a r, evocando a Siva, el am ante in v is ib le . U n a rd o r ascendía desde las p ro fu n d i­ dades de su cuerpo. S a tl no veía a nadie, pero todos te n ía n los ojos clavados en ella. Sus brazos, su ro s tro se v o lv ie ro n una lá m i­ na s u til de m adreperla, y p o r detrás de esa lá m in a u na som bra se agitaba. E ra la lla m a , que irru m p ió desde el in te rio r y la consu­ m ió , d e jánd ola erguida, u na estatua de cenizas.

Los o ficia n te s, las herm anas, la m adre, los servidores, los dioses, los G enios, los n iñ o s, Daksa: todos te n ía n la m ira d a fija sobre lo que quedaba de S atl. E l s ile n c io era espeso, y ca lló ta m ­ b ié n el tenue c re p ita r de la lla m a escondida. N i la m ás leve brisa. E n la le ja n ía de la lla n u ra , h acia el n o rte , se d ib u jó u n g rum o ne­ gro en el a ire , com o una m in ú s c u la m ancha en el esm alte del cie lo . Se expandía lentam ente, en e spiral. «¿De dónde viene ese polvo?», m u rm u ra b a n las m ujeres. «Es el dios de las constela­ ciones», d ijo una esposa de Daksa, m ie n tra s u n soplo m a lig n o le desordenaba el vestido. E l espacio del s a c rific io , deslum brante hasta entonces, fue in v a d id o p o r u n oscuro p o lv illo . Todo se v o l­ vía u n am asijo de som bras. A lo la rg o de to d o el p e rím e tro del re c in to se re c o rta ro n groseram ente, com o m onigotes, fig u ra s rojas y negruzcas, centinela s am enazantes que v ig ila b a n el in te ­ r io r en lu g a r del e x te rio r. Cada u no ten ía una espada desenvai­ nada. E ra n los Gana, la hueste de Siva. D etrás de ellos g ruñían ja u ría s de perros. E n m edio del to rb e llin o de p o lvo , en el centro del espacio, se v is lu m b ró u na som bra enorm e, con num erosas fra n ja s g ira to ria s . «¿Quién eres?», p re g u n ta ro n todos. N o po­ d ían conocerlo, porque aquel m o n stru o acababa de nacer. M ie n ­ tra s S a tl se calcinaba, Siva, escondido en el K ailása, se había desgarrado una de sus trece trenzas. Apenas to c a ro n la roca, de aquellos cabellos su rgió V lra b h a d ra , con u n b ra m id o . B ondado­ so y devoto en su m ente, su aspecto era a te rra d o r. Se encam inó h acia el s a c rific io de Daksa. A lto com o u na m ontaña, sacudía una m u ltitu d de cabezas, brazos, pies, espadas. C argado de jo 90

vas, goteando sangre, adornado de serpientes, pelos de tig re y guirnaldas de flo re s, se dedicó a m a ta r con ecuánim e fe ro cid a d a cuanto ser e n co n tra ra a su paso. S in em bargo, buscaba a a l­ guien en p a rtic u la r. Buscaba a S arasvatl, esposa de B rahm ä, y le arrancó la n a riz para que pareciese una esclava. Buscaba a Plisan y le ro m p ió los dientes, que habían reído m ie n tra s Daksa in ju ria b a a Siva. Buscaba a A g n i pa ra m u tila rle las m anos. A Bhaga la dejó a m erced del to ro N a n d in , para que le vaciase la ó rb ita de los ojos, que habían m ostra d o co n se n tim ie n to con las palabras de Daksa. Los dioses se revolcaban p o r la tie rra com o sacos y los Gana la em pre n d ie ro n a patadas c o n tra ellos. Los brahm anes no fu e ro n tocados: ráfagas de piedras le desfonda­ ban el tó ra x . Los Gana no d e ja ro n u n solo obje to ce re m o n ia l sin destrozar. O rin a b a n en la cavidad destinada a a lb e rg a r los fu e ­ gos. A plastaban los alim e n to s v a rio p in to s y ya sucios de fango sobre las heridas abiertas de los agonizantes. E l s a c rific io contem plaba la m asacre. Después asum ió fo rm a de antílope y huyó volando hacia el cielo. Pero una flecha de V íra bhadra le cercenó del cuerpo la cabeza delicada. A hora V íra b h a d ra buscaba a algún o tro . Se acercó a l a lta r. Agazapado co n tra los la ­ d rillo s, tem blando, estaba Daksa. U na m ano de V íra b h a d ra lo suje­ tó de la nuca y lo a rra stró p o r el p olvo hasta la fosa s a c rific ia l. D el b u lto in fo rm e de su cuerpo despuntaba la cabeza em badurnada. V írabhadra lo decapitó . Se v io la cabeza de Daksa desaparecer en el fuego. E ntonces V íra b h a d ra rió . U na llu v ia de flo re s descendió del cie lo p o r el a ire de repente lim p io . Las flo re s se posaron sobre los cuerpos destrozados. N avegaron en los charcos de sangre.

La d e stru cció n del s a c rific io de Daksa, la c rític a m ás ra d ic a l del s a c rific io , fue in te rn a a l s a c rific io : dem ostró que in e v ita b le ­ m ente el s a c rific io se vuelve m asacre. E sto a n tic ip a b a el curso entero de la h is to ria , in c lu s o cuando ésta ya no estuviera u n cid a al s a c rific io . E l presupuesto fue una sim p le le s ió n de la etiq u e ta , de tre menda elocuencia. Desde entonces el s a c rific io no pu d o acoger ya a la to ta lid a d de lo re a l si S iva no estaba in v ita d o . É sta fue la venganza del e xclu id o . Y la fo rm a que escogió fue p a ra siem pre 91

la de u n s a c rific io . Pero, esta vez, la de u n s a c rific io fúnebre. E l m u e rto a q u ie n se le rin d ie ro n honores aquel día fu e el s a c rific io m ism o, la cerem onia.

C om o S a ti se había quem ado desde d e n tro , su cuerpo perm a­ neció erg u id o , calcinado , en el espacio s a c rific ia l. A pesar de su ligereza, no se deshizo cuando S iva lo levantó y com enzó a re a li­ zar los pasos del Tändava, re p itie n d o la danza que debe bailarse después de cada d e stru cció n del m undo. Todavía alarm ados p o r los excesos de los otros, los dioses escrutaban la escena. La tie ­ rra se sacudía. P or pru d e n cia , V isnu, con su disco a fila d o , se aprestó a m u tila r el cuerpo de S a ti, que b a ila b a sobre los dedos de Siva. C ayeron los brazos, los senos, los pies, y se posaron so­ bre el suelo, deshaciéndose en cenizas. Siva no se a p e rc ib ió de nada, poseído com o estaba p o r la danza. Pero cuando la vulva de S a ti c a lló sobre la K äm arüpa, la danza se detuvo. Y se v io que la v u lva se había recostado sobre la p u n ta de u na b ru ñ id a co­ lu m n a de roca. A llí perm aneció, com o u n tapete.

Siva regresó al K ailäsa. R ecostado en la caverna tu v o p o r p r i­ m era vez co n cie n cia de estar solo. Ya no se oía la re s p ira c ió n po­ derosa de N a n d in . N o había serpientes. N o estaban los Gana. N o había u n c o rte jo v ib ra n te a su alrededo r. Todos se h a b ía n re tira ­ do de la presencia del Señor de los A nim ales. S oplaba u n v ie n to in fa u s to y el a ire era h irie n te de ta n lím p id o . Sobre u n saliente observó lo poco que había quedado de S ati. U na pequeña caja para el m a q u illa je . Sus vestidos estaban doblados en u n rin c ó n . H a to b la n d o , in e rte . S a ti nunca se había h a b itu a d o a no te n e r una casa. C uando el m onzón recrudecía, m uchas veces había pregunta do a S iva si v iv iría n p a ra siem pre com o vagabundos, a la in te m p e rie . N unca había o b te n id o respuesta. A hora Siva m iró a su a lre d e d o r y v io que la lu z de la lu n a des­ tacaba u na h ile ra de plum as y pinceles de m ango de m adreperla, ju n to a algo de c o lo r bla n co a m a rille n to : el cuenco de m endigo, la calavera de B rahm a. Sobre esos objetos se fijó su m ira d a . Se le re sistía n . E ra eso lo que lo asediaba. Las trem endas punzadas 92

p o r la ausencia de S atí. La sorda p u ls a c ió n de la culpa: no sólo la de haber decapitado a l C reador, no sólo la de haber escarnecido V m u tila d o a l padre de los seres, sino adem ás, y sobre to d o , la de haber he rid o u n brahm án. N ada m ás grave puede com eterse. Q uien hie re a u n bra h m á n engulle u n anzuelo to rtu o s o , vive con una brasa a rd ié n d o le en la garganta. Siva cogió en sus m anos el casquete óseo. Se adhería a su pa lm a com o una ventosa. In te n tó a rro ja rlo . N o pudo. A lg u ie n lo m ira b a , una som bra agazapada en la caverna. Sabía quié n era aque lla com pañía silenciosa y aborrecida. U na n iñ a de ojos ro jo s, vestida de nobles harapos negros: B rahm ahatyá, la C ólera del B ra h m a n ic id io . E ra la ú n i­ ca m u je r de la que S atí h u b ie ra p o d id o estar celosa. E ra la ú n ic a que ocupaba s in tregua su m ente, com o u n m u rcié la g o chocan­ do co n tra las paredes de una caverna. Siva observaba cóm o el d o lo r y la cu lp a se am algam aban lentam ente, com o sustancias afines. A cudían desde las extrem idades de la tie rra : eran to d o el d o lo r y Loda la culpa, com prendidos y encerrados en él. R ecordó las h isto ria s de los am antes to rtu ra d o s . De los s u ic id io s y de la dispersión. De aquellos de quienes nad ie sabía su nom bre. A cu­ dían com o p o lv illo . V olaban centellas y v o lvía n a caer en e l b ra ­ cero. Las reconocía u na p o r una. L o saludaban, com o si fu e ra n sus fieles. Siva les respondía con u n parpadeo. Todas te n ía n u n nom bre. Todas v o lv ía n a Siva.

N unca quedó cla ro cuál fue la causa o fin , si es que había u n liu , por el que Siva abandonó el K a il asa. In m ó v il, se había acosim nbrado a a lb e rg a r en su m ente el to d o . M ie n tra s que ahora lo ' upaban, alternándose o m ezclándose, dos im ágenes ta n sólo: el hueso y la ceniza. B rahm a y S atí. ¿Fue esta persecución lo que l im pulsó a ponerse en cam ino, com o u n in fe liz c u a lq u ie ra de­ seoso ele perderse p o r las calles del m undo? Fue u n vagabundo de m ira d a oscura y candente, andrajoso , distante, que atravesó \ a lies y ciudades com o una som bra. Su cuenco nunca se llen a b a de agua cuando lo po n ía bajo u na fuente. Ése era el m om ento M,as tris te . O bservaba aquel m odesto tro z o de hueso y debía re ­ signarse a su in fin itu d : n in g ú n líq u id o , sangre o agua p o d ría col"la rlo . N adie lo re conoció. Siva m endigaba fre n te a los tem plos 93

de Siva. A veces los devotos lo pisoteaban a l agolparse para ado­ ra r al dios. A veces d e lira b a com o u n loco, c o n fu n d id o entre los otro s locos. E ra el sin nom bre, el s in p a tria , el descastado, el am ante de lu to perenne, el asesino irre d im ib le , aquel que desa­ parece s in que nadie lo eche en fa lta . N o le prestaban m ás aten­ c ió n que a u n tro n c o quem ado. A l fin a l, fue u n estrem ecido h ilo de a ire tib io q u ie n lo lla m ó h acia sí. A d v irtió u n sobresalto de la tie rra , e l tru e n o re m o to de la p rim a ve ra . Y de p ro n to su vaga­ b u n d e a r a p u n tó hacia u na m eta: el Bosque de los Cedros. M ie n tra s se acercaba a l Bosque de los Cedros, con su paso fe b ril y lig e ro com o respuesta a una d e te rm in a c ió n in fle x ib le , Siva se s in tió h a b ita d o p o r tres pasiones, que c o n vivía n en él y se irrita b a n en tre sí, porque cada un a era exclusiva y podía recha­ zar a las otras. La p rim e ra , la m ás rem ota, era la cu lp a del brahm a n ic id io . S iva te n ía la sensación de haber n a cid o con esa c u l­ pa, a pesar de que recordaba perfectam ente cuántos m ile s de años h abían tra n s c u rrid o antes de que la u ña de su p u lg a r iz ­ q u ie rd o am putase la q u in ta cabeza de B rahm a com o u n fru to m aduro. Pero aquel episodio le parecía ta n sólo u na ta rd ía con­ secuencia. ¿Consecuencia de qué? Q uizás de la existencia del m undo. La segunda pasión era el lu to p o r la m uerte de S atl. T am bién ésta, lla g a recie n te que atravesaba sus fib ra s de u n extrem o al o tro , parecía pertenecerle desde siem pre. Todo am ante am a so­ bre to d o a u n ausente. La ausencia antecede a la presencia en el orden je rá rq u ic o . La presencia es solam ente u n caso p a rtic u la r de la ausencia. L a presencia es sólo una a lu c in a c ió n que d u ra un c ie rto tie m p o , y que no d ism in u ye el d o lo r en a bsoluto . Siva veía fre n te a sí a algunos altaneros que no se preocupaban p o r el p o r­ v e n ir, cie rto s in digen tes d e l le ja n o O ccidente que u n día h abrían creído ser los ú nicos que s u fría n , sectarios de lo irre v e rs ib le . Los contem plab a con sim p a tía y les hablaba, aunque sus palabras eran u n m u rm u llo que ellos no p odían o ír: «Que el m u ndo sea una a lu c in a c ió n o la m ente sea u na a lu c in a c ió n , que to d o re to r­ ne o que to d o aparezca un a sola vez: en c u a lq u ie r caso el s u fri­ m ie n to es el m ism o. Porque el que sufre fo rm a p a rte de la a lu c i­ nació n , cu a lq u ie ra que sea su naturaleza . E ntonces, ¿en qué reside la d iferencia? E n esto: si en el que su fre está o no está 94

aquel que m ira a aquel que sufre.» P o r ahora, no quería d e c ir más que esto. H abía, en fin , u na tercera pasión, que el p rim e r estrem eci­ m iento del a ire había despertado y ahora crecía, se h in ch a b a en una ola y lo im p u lsa b a hacia adelante, a lo la rg o de los senderos más ásperos, in v a d id o de una e u fo ria , de una in so le n cia , de una inconsciencia que no conocía desde hacía tie m p o . ¿De qué se trataba? E l presagio de m uchas m ujeres desconocidas, la acción a d ista n cia de cuerpos que nunca había v is to y que le parecía es­ ta r espiando ya, en espera de a rro lla rlo s . Pero ¿de quiénes? De m ujeres rigurosas, puras, princesas in d ife re n te s a to d o tro n o , aurigas de la m ente, ardores celestes que se habían depositado sobre la tie rra y lleva b a n en sí la sustancia astral. Siva trepaba h acia el Bosque de los Cedros. Apenas había huellas de pisadas anteriores. La n a tu ra le za lo saludaba acele­ rando su despertar. S i a lg u ie n se h u b ie ra cruzado con Siva, le habría pa re cid o u n p e re g rin o o u n m endigo que ha p e rd id o el cam ino h acia u n sa n tu a rio . O u n b a n d id o que se esconde en la m ontaña, puesto que su m ira d a nunca se levantaba del suelo. Buscaba el ú n ic o lu g a r a u to su ficie n te , que está d e n tro del m u n ­ do pero ig n o ra a l m undo. De vez en cuando algún a n tílo p e salía de la espesura y se erguía sobre las patas posteriores d irig ie n d o el m o rro h a cia la m ano de Siva, que le ofre cía h ie rb a . Sus m ira ­ das se cruzaban y se reconocían. E ra n los ú n icos seres que, en aquel m om ento, h u b ie ra n sabido cóm o e n co n tra rlo .

E n el Bosque de los Cedros la v id a era tra n q u ila , casi in m ó ­ v il. V ivía n a llí en sociedad quienes h abían optado p o r p re s c in d ir de todo vín c u lo con la sociedad. Cabañas de fo lla je desparram a­ das entre los altos tro n co s y los zarzales, distanciadas aunque v i­ sibles entre sí. U n ú n ic o sonido constante: el c o rre r del agua, que a veces se fu n d ía con el ru m o r m ajestuoso del v ie n to . A llí v i­ vían los rs i con sus m ujeres. N o había m ercados, n i carros, n i soldados: nada de lo que hay en las com unidades. S in em bargo, los habitan tes observaban norm as com unes de pensam iento y conducta. E l acuerdo im p líc ito era ta n firm e que el lu g a r parecía úna p ie d ra d u ra y transparen te. M ujeres s o lita ria s , m a gníficas y 95

altiva s, cam inaban p o r los senderos. Ib a n a buscar agua o a ba­ ñarse o a v is ita r a alguien. E n cua n to a los rsi, es in ú til p regun­ ta r a qué se dedicaban: p ra c tic a b a n el tapas. ¿Era la p le n itu d ? ¿Era el vacío? ¿Era el tedio? ¿Era la lib e ra ció n ? ¿Era el re cu e r­ do? ¿Era la renuncia? ¿Era la fe lic id a d ? N adie lle g ó a saberlo con certeza. E n la in m o v ilid a d h a b ita b a ta m b ié n la duda.

¿Qué fue lo que m o vió a Siva a m o le sta r a los rs i en el Bosque de los Cedros? ¿Acaso no lleva b a n u na v id a m u y sem ejante a la que Siva había llevado d u ra n te la rg o tie m p o en el Kailäsa? A quella p rá c tic a perm anente del tapas, el p u ro abandono a la m ente y a l sexo, ¿no era acaso lo m ás p arecido que po d ía encon­ tra rse en el m u ndo a l a lie n to de Siva? V iv ir en u na cabaña, en m edio de la soledad y el a isla m ie n to , con una ta p a svin l, ¿no se parecía in c lu s o a una im ita c ió n de aquella época fe liz en la que Siva todavía no conocía o tra cosa que la m ira d a de Sati? ¿O q u i­ zás ta m b ié n esto excitaba la m alevolencia de Siva?

U n g ru p o de m ujeres recogía flo re s y leña en u n cla ro del Bosque de los Cedros. P or la m añana, m uy tem p ra n o . De repen­ te v ie ro n aparecer desde u n zarzal a u n hom bre, u n desconoci­ do. E staba sem idesnudo, el cuerpo g ris de ceniza, p e ro en la p ie l se tra n sp a re n ta b a n aquí y a llá m anchas doradas. Su cabello era tu p id o , negro, trenzado. Llevaba en una m ano u n cuenco y ca­ lla b a . Todas lo m ira ro n . E n el s ile n c io el hom bre dejó ve r sus te ­ rro rífic o s dientes. Después em pezó a re ír, con u n son id o nunca antes oído. Las m ujeres fu e ro n a su encuentro, com o p a ra ence­ rra rlo en u n c írc u lo . Pero Siva se a lejó, s in preocuparse de ellas. Ib a h acia la aldea. Las m ujeres se e n cam inaro n en fila detrás de él. C om enzaron a balancear levem ente sus caderas. Siva callaba, m ie n tra s la ris a b u llía en su c o rte jo serpentino . E n ese m om ento las m ujeres de los rs i que h abían perm anecid o en la aldea ocu­ pándose de las casas quedaron paralizada s, olvidándose p o r co m pleto de lo que estaban haciendo. A lgo las em pujó hacia las puertas, h acia las ventanas. A lgunas, todavía desceñidas, avan­ zaron. O tras abandonaron el h o m o o el m a q u illa je . Los brazale96

tes cayeron de sus m uñecas y no fu e ro n recogidos. S ólo u n in s ­ tante más ta rd e se e n co n tra ro n u na detrás de la o tra , en el cam i■ nD sin decirse u na palabra. A vanzaban a pequeños pasos de danza, m oviendo lig e ra m e n te las caderas. Llegadas a la a ltu ra de la ú ltim a cabaña v ie ro n al E x tra n je ro que venía a su encuen­ tro , seguido de su c o rte jo . Se u n ie ro n a él, adaptándose a l paso de las otras.

Poco antes de lle g a r a l Bosque de los Cedros, Siva había evo­ cado a V isn u y le había rogado que asum iese la fo rm a de M o h iní, la m agnífica cortesana celeste a cuyas obras los dioses ta n to debían. A quel día M o h in i apareció con e l cuerpo cargado de jo ­ yas y de cintas. La m ano de Siva, seca de cenizas, sujetó la de M o h in i, húm eda de aceite y de sándalo. A sí c a m in a ro n algunos pasos, com o herm anos. Después cada u n o sig u ió u n sendero d is tin to .

Los rs i estaban in q u ie to s . Les estorbaba ese despertar de la naturaleza. Sus cabezas hum eaban en el vaho de la m añana. Pensaban con fa s tid io que un a vez m ás debían som eterse a l c u r­ so de las estaciones. Pero, si eran en verdad liberados-e n-vida, ¿por qué aquello les m olestaba? H abía, adem ás, u n s ile n c io in u ­ sual en to m o a ellos. Se había acallado el m onótono , sosegante acom pañam iento de los ru id o s dom ésticos. Q uizás era el m o­ m ento de bañarse, pensaron todos a la vez. E n el ca m in o h a cia el río se e n co n tra ro n con M o h in l. A quellos hom bres poderosos, de m irada rapaz, graves y severos, la sig u ie ro n . Se erguían sus falos bajo sus largos vestidos blancos. Deseaban sentarse ju n to a l río y conversar con esa b e lla E x tra n je ra , que seguram ente conocía to ­ dos los m undos y conservaba en su p ie l la atm ósfera de las ta ­ bernas, de los palacios, de las alcobas, de los puertos, de las na­ ves, de los caballos, de las rosas cortadas. ¿Era ta l vez una Apsaras que descendía del c ie lo para, u na vez m ás, m ofarse de ellos? N o, algo en aque lla m u je r, que balanceaba apenas las ca­ deras ante ellos, superaba toda im agen de u n p la ce r a n te rio r. Los rs i no habían in te rc a m b ia d o n i u n gesto de saludo. Cada 97

u no la seguía com o s i fu e ra el ú n ico . De p ro n to u n sonido c o n fu ­ so, de risas, g rito s , cím balos, cencerros y panderos v in o a su en­ cu e n tro desde el bosque. E l c o rte jo cim b re a n te de los rs i se en­ c o n tró fre n te a o tro c o rte jo cim breante. R econocieron a sus m ujeres: seguían a u n desconocido, a q u ie n enseguida conside­ ra ro n repro b a b le . Pero no tu v ie ro n tie m p o de m ira rlo con más d e te n im ie n to , p orque los co rte jo s ya se m ezclaban. Los rs i cam ­ b ia ro n de expresión al in sta n te . C om enzaron a re p re n d e r a sus m ujeres. Les d ije ro n que h abían sa lid o de la aldea pa ra buscar­ las y ahora las encontrab an descom puestas, desceñidas, sig u ie n ­ do a u n sucio m endigo, a q u ie n p o r c ie rto ib a n a castigar. Pero ¿dónde se había m etido? M ira ro n a su alrededo r, y a l m ism o tie m p o buscaban a M o h in l. Pero no había n i ra s tro de n in g u n o de los dos. A irados y confusos, o rd e n a ro n a las m ujeres vo lv e r a sus casas, com o p risio n e ra s escoltadas p o r esbirros.

Los rs i no h abían re co n o cid o a Siva, pero Siva había recono­ cid o en ellos a algunos de sus nobles cuñados. Vasistha, A tri, Pulastya, A ñgiras, P ulaha, K ra tu , M a rlc i: eran los nom bres que Daksa había enum erado con odiosa com placencia a Satií, para co n tra p o n e rlo s a su esposo repugnante, c u b ie rto de cenizas. E ra n los hom bres ju sto s, cuyos actos eran ju sto s, cuyos pensa­ m ie n to s eran ju sto s. A algunos de ellos, antes que en la tie rra , S a ti los había observado largam ente en el cie lo , en la lu z tre m o ­ la n te de la Osa. E n el c ie lo aquellas luces m ira b a n con nosta lg ia a sus am adas lejanas, las Pléyades, a través de las oleadas de t i­ nieblas. E n la tie rra v iv ía n com o viejos cónyuges h a bitua dos a la re p e tic ió n , encerrados en u na b u rb u ja de a ire que lo s separaba de las im purezas del m undo. Después de to d o , aquellos sabios m ajestuosos eran los responsables de que S a ti h u b ie ra acabado p o r deshacerse en cenizas. Las cenizas, justa m e n te . Eso era lo que los rs i no com prendían, de lo que huía n , lo que les m olesta­ ba. T odo se m ezcla, to d o se e q u ip a ra en las cenizas. N o hay ilu ­ m in a c ió n s in cenizas. N o hay ilu m in a c ió n s i todos no se aparean com o c u a lq u ie r a n im a l. Los anim ales se co m u n ica n en la ce n i­ za. S ólo la ceniza vuelve fra g a n te aquello que es p ro p ic io . Por eso las m ujeres de los rs i habían seguido a Siva com o locas. 98

Las m ujeres de los rs i se e n ce rra ro n en sus casas. Los rs i se re u n ie ro n , airados. D ebían ir a la caza de aquel E x tra n je ro , de­ cían. M a ta rlo , d ijo u na voz. C astrarlo, d ijo o tra voz. Com o había hecho G otam a con In d ra . De M o h in I nadie habló, com o si no la h u b ie ra n v is to . La ira de los rs i consum ía el inm enso tapas acu­ m ulado en ellos. Se m ira b a n com o hom bres cualesquiera, to r­ pes, deseosos de venganza. D ispersos p o r el bosque, se v ie ro n durante la rg o ra to b u rla d o s p o r risas, rebuznos, a u llid o s , m u g i­ dos. E l S eñor de los A nim ales se m ofaba de ellos y desaparecía. Pero lo e n co n tra ro n p o r fin en u n cla ro , sentado sobre u n tro n ­ co. Lo rodearon . «Si queréis castrarm e, m e castraré yo m ism o», d ijo Siva, con to d a tra n q u ilid a d . Con una m ano se a fe rró el fa lo y el escroto, que estaban lig e ra m e n te teñ id o s de ro jo , y los a rro ­ jó en la h ie rb a a lta .

A llí donde había caído el fa lo de Siva, los rs i v ie ro n a tó n ito s cóm o se agitaba u na serpiente de lu z . Se d ifu n d ió u n o lo r de hierba quem ada. Lentam ente, en s ile n c io , los rs i seguían la este­ la de lu z . Pensaban: «No se parece a n in g u n a otra.» N i siq u ie ra se d ie ro n cuenta de que Siva había desaparecido. La lu z pene­ tra n te descendía h a cia e l lago. Los rs i se d isp u sie ro n sobre la r i­ bera para m ira r. L a lu z c o n tin u a b a m oviéndose en la p ro fu n d i­ dad del agua. La v ie ro n alcanzar la riv e ra opuesta. Después se elevó en el aire. E l sol ya se había puesto y las som bras se alarga­ ban sobre el lago. E n el cen tro , el agua y el c ie lo se so ld a ro n en un surco d eslum bran te, s in p rin c ip io n i fin .

Después de d e ja r atrás el Bosque de los Cedros, Siva vagó la r­ gam ente con su cuenco de hueso a d h e rid o a la m ano. Dos pasos p o r detrás lo seguía B rahm ahatyá, andrajosa y en s ile n cio . N a­ die reparaba en ellos. E ra n dos m endigos com o tan to s. Se dete­ nían en los m ercados, cerca de los palacios, en los puertos. Siva tenía la m ira d a vacía. N adie le d irig ía la pa la b ra . Ju n to a u n fueg ° encendido a la vera del ca m in o oyeron d e c ir a o tro s m endigos 99

que se d irig ía n a K ásl, p o rq u e ése es el lu g a r donde se debe m o­ r ir . E l deseo de Siva estaba fija d o en la m uerte. Pero no en aque­ lla m uerte re p e tid a , p u n a rm rty u , que había in tro d u c id o en el cosm os pa ra e v ita rle perecer de u na vez para siem pre en la con­ fla g ra c ió n provocada p o r la ira de B rahm ä. N o, buscaba algo m ás ra ro y dulce: la m uerte ú n ic a y d e fin itiv a , el desasim iento irre v e rs ib le de aquel co n ta cto a tro z con el cuenco. Pero ¿podría el m undo lib e ra r a aquel que le había dado el ser? P or una vez, B ra h m a h a tyá cam inaba delante cuando a vista­ ro n la ciudad. E n apa rie n cia , una g ra n ciu d a d com o tantas otras. Pero se re sp ira b a a llí u n a ire d is tin to , pob la d o p o r u n p o l­ v illo in n u m e ra b le y fin ís im o , em bebido en u n perfu m e s u til, dulce y ácido. Desde m ás a llá de las cabañas y las bodegas, los establos y los m ercados, los parques y los palacios, se oía el co­ rre r de u n río que era com o el m a r y no dejaba ver, en la n eblina , la o tra o rilla . A llí, m u rm u ra b a n , estaba la lib e ra c ió n , en la o tra o rilla del G anga Antes de e n tra r en la ciudad, S iva y su com pañera se acerca­ ro n a u n cla ro donde se estaba celebrando u n s a c rific io su n tu o ­ so. Pero esa vez no les p e rm itie ro n p a rtic ip a r. A lg u ie n se d io cuenta de que el cuenco de hueso pendía de fo rm a in n a tu ra l de la m ano del m endigo. Le s a lie ro n a l paso. C on u n la rg o p a lillo , rie n d o , in te n ta ro n arrancárselo. E l cuenco ca lló , pero in m e d ia ­ tam ente se fo rm ó o tro , pegado a la m ano. E ntonces d e ja ro n de re ír. L o m ira b a n con h o rro r. Siva y B ra h m a h a tyá se a le ja ro n sin re c ib ir a lim e n to . E ra el octavo día de M árgaslrsa, la Cabeza del A n tílo p e . Siva cam inaba en d ire c c ió n a la ciu d a d com o s i estuviera regresando a u n s itio que le fu e ra fa m ilia r. Su paso era presuroso y B ra h m a ­ ha tyá observó que se tra n s fo rm a b a en u n paso de danza. Siva no se d irig ía h a cia las luces y el flu jo de los viandantes, sino ha­ c ia uña extensión oscura, hum eante, punteada de hogueras. B ra h m a h a tyá se d io cuenta entonces de que sus pies se h u n d ía n en una m asa blanda: cenizas, sangre, carne carbonizada. N o se veían, pero se oían los b u itre s y los chacales. Som bras in fo rm e s se e scu rría n p o r entre las llam as. E ra u n vasto cam po cre m a to ­ rio , lla m a d o A v im u kta . E l paso de Siva, fre n te a B rahm ahatyá, era delicado, preciso. De ta n to en ta n to una hoguera se avivaba, 100

al tie m p o que o tra quedaba re d u cid a a brasas. Siva se sentó, in ­ m ó vil. B ra h m a h a tyä lo observó, aún de pie. N unca le había d ir i­ gido la p alabra, pero ahora sentía u n im p u lso irre fre n a b le de p ro n u n c ia r su nom bre, com o si fuese su am ante y aquel cam po c re m a to rio su lecho. Pero no pudo. E n la oscuridad atenuada por la lu n a y las hogueras v io la pa lm a a b ie rta de Siva y el cuen­ co o fre c id o a la noche. E l casquete se estaba desm enuzando. V io la m ano fla ca de Siva, lib re al fin . B ajo los pies de B rahm ahatyä la tie rra se v o lv ía cada vez m ás blanda. Cedía y la absorbía. S in un solo sonido, se h u n d ió en una fis u ra .

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VI

; : N unca pasaba nada en la c iu d a d de H im a va t. De ta n to en tanto a lg ú n rs i se detenía p o r a llí, sólo para re in ic ia r ensegui­ da Ja m archa. N ada de guerras, nada de conspiraciones. H asta la p u lc ritu d de las calles era e x tra o rd in a ria . E n las paredes exte r­ nas de los palacios había p in tu ra s con papagayos, g ru lla s y cis­ nes. Por d o q u ie r el m u rm u llo del agua de las fuentes y los cana­ les. La c iu d a d se recostaba sobre u n a ltip la n o del H im a la ya com o u na m anta acolchada. Los dioses la escrutaban desde siem pre con co d icia . Sabían que en su seno, m ás a llá de los a l­ macenes colm ados de especias, b a jo una c o b e rtu ra de rocas ya­ cía el m ás vasto depósito de piedras preciosas del universo: el corazón de la m ontaña. U n h a lo de aquella lu z cegadora y o cu lta parecía em anar hasta la s u p e rfic ie , com o u n tra s fo n d o suave que se fu n d ía con los p e rfile s a fila d o s del paisaje, aquellos p e rfi­ les in d ife re n te s al pro g re sivo d e te rio ro de todas las cosas. Párvatl, que había cre cid o a llí, no conocía o tra cosa en el m undo: aquella n a tu ra le za dem asiado diáfa n a , dem asiado n ítid a , casi m etálica, había sido para e lla la n aturaleza , la ú n ic a naturaleza .

P a rva tl oyó p o r p rim e ra vez el nom bre de Siva en boca de sus com pañeras de juegos. Las n iñas sofocaban la ris a y a veces se sonrojaban cuando re cita b a n letanías sobre él. L o lla m a b a n «Señor de las cenizas y del aceite». ¿Qué s ig n ific a b a n esas p a la ­ bras? O ta m b ié n : «S erpiente entre las serpientes, a g u ijó n del toro.» A P a rva tl le gustaba no com prender. Para e lla lo oscuro 105

era lo que atrae p o r encim a de tod o . De o tra fo rm a , to d o cuanto la rodeaba hubiese re su lta d o dem asiado transparen te. H im a va t, su v ie jo padre, ta n vie jo com o la m ontaña, estaba hecho de rocas, com o ella , y se entendían s in necesidad de p a la ­ bras. La m adre, M ena, parecía haber v iv id o siem pre en el p ala­ cio y lo s ja rd in e s . Sus preocupaciones y deseos eran fú tile s a los ojos de la pequeña y ru d a P ärvatl. Sólo en raras ocasiones, M ena se dejaba lle v a r p o r el recuerdo y m encionaba a lg ú n via je re m o ­ to , alguna «isla blanca» que había v is ita d o , com o u na princesa que v ia ja p o r el m u ndo acom pañada de sus dos herm anas, D hanyä y K a lä va tl. A llí había sucedido algo, habían hecho algo grave, u na fa lta de las insolentes princesas. ¿C ontra quién? S iem pre había alg ú n rs i o fe n d id o ... P ä rva tl no conseguía a ve ri­ gu a r nada m ás, aunque tozudam ente in s is tía con sus preguntas. E ra com o si aquella h is to ria perteneciera a o tra vid a , de la que no po d ía hablarse. T am bién H im a v a t parecía de sva ria r a veces, cuando hablab a de sí m ism o com o del «G uardián» y decía frases inconexas acerca de una época en la que to d o estaba «cerrado» aún y sólo él, H im a va t, sabía lo que era la «plenitu d» y debía p ro te g e rla . Pero P ä rva tl pensaba que, c u a lq u ie ra hubiese sido el pasado de sus padres, lo c ie rto es que ahora v iv ía n u na vid a pue­ r il, ajena a las v ic is itu d e s y a l co n o cim ie n to . Y ella , la pequeña P ärvatl, á vida de cam bios, se sentía ya m ás vie ja que sus padres, que quizás te n ía n m iles de años.

T äraka sacudía el m undo. H abía secuestrado a las consortes de los dioses. Cabalgaba u n león, estrangulaba a sus enem igos con diez m il m anos. E ra u n Asura, u n poderoso asceta, com o tantos otros dem onios antes que él. Pero esta vez B rahm ä, fre n te a sus ac­ tos de d e strucción, había a d m itid o una c o n d ic ió n s in precedentes: sólo el h ijo de Siva p o d ría m a ta rlo . S in em bargo, ¿cómo podía Siva te n e r u n h ijo ? Los dioses se sentían m ás im potentes que n u n ­ ca: el rayo de In d ra , el lazo de V aruna, el disco de V isn u yacían en el suelo com o juguetes abandonados. Täraka saqueó las reservas de piedras preciosas de los cielos y los océanos. Irru m p ió en las re ­ sidencias celestes de las Apsaras. S alieron de ellas largas fila s de m uchachas con la m ira d a baja, com o soldados p risio n e ro s. 106

Los d io s e s huía n , p e ro T äraka lo s a b o rd a b a p o r to d a s p a rte s . E x te n u a d o s , buscaron nuevam ente la ayuda de B ra h m ä . E l dios

sonrió: «Täraka existe porque así lo quise. N o seré yo q u ie n lo destruya. S ólo el h ijo de Siva puede acabar con él», les d ijo , una vez más. «Pero a Siva no le preocupa nuestra suerte, n i la del m u n d o » , co n te sta ro n los dioses, m elancólicos. «Siem pre está in ­ m erso en sí m ism o.» «Por el cuerpo de Siva», repuso B rahm ä, « circula el sem en, aunque nadie lo haya vis to jam ás. A hora ju s ­ tam ente ha n a cid o la m u je r capaz de hacer que ese sem en se de­ rram e. Buscad a P ärvati, es la h ija de H im avat.»

«S educir a Siva», pensaba In d ra . «¿Quién p o d ría ayudarm e? Sólo Käm a.» P a rtió en busca d e l v ie jo am igo que tantas veces lo había im p u lsa d o a acom paña rlo en sus escapadas de a d ú lte ro . Käm a lo re c ib ió con a m a b ilid a d y vehem encia. «Estam os a p u n ­ to de ser destronados», d ijo In d ra . «Por eso ha llegado el m o ­ m ento de que m e dem uestres tu am istad. Solam ente tú , Deseo, posees el a rm a eficaz.» K am a no se in m u tó : «Puedo tra s to rn a r a dioses y dem onios ta n sólo con la m ira d a de soslayo de una m u ­ je r. In c lu s o a B ra h m ä y a V isnu. A los dem ás n i vale la pena n o m ­ brarlos.» C alló u n in sta n te y luego añadió, con expresión grave: «Tam bién p o d ría tra s to rn a r a Siva.» «Es ju sta m e n te lo que he venido a p e d irte » , d ijo In d ra .

K am a a ca ricia b a su arco y sus c in c o flechas en fo rm a de flo r. Apenas rozaba la cuerda del arm a quedaba envuelto en u n zum ­ bido de abejas. «Antes que nada», pensó, «hace fa lta la p rim a ve ­ ra.» M iró a R a ti, su am ada, que lo seguía a todas partes, com o Placer sigue a Deseo, y le d irig ió u n gesto de e n te n d im ie n to . A q uella p rim a v e ra com enzó antes de tie m p o . R odeó y se p o ­ sesionó de la m on ta ñ a en la que estaba sentado Siva, in m ó v il. Se coló en el Bosque de los Cedros, donde los rs i p ra c tic a b a n el ta­ pas. A llí a d v irtie ro n com o una pena s u til e in so p o rta b le . A sistían al desm orona m ie nto de su p ro p ia firm e za . Perseveraban, tena­ ces, pero secretam ente flaqueaban. Junto a Siva, el to ro blanco N a n d in leva n tó apenas la cabeza. Y los Gana, los G enios que lo 107

rodeaban com o u n cam pam ento de gitanos, husm eaban el aire, picados p o r la cu rio sid a d . Desde la fro n d o sid a d del bosque avanzó P árvatl, acom paña­ da de dos doncellas. ¿Niñas, m uchachas o m ujeres? E ra im p o s i­ b le saberlo. K am a se escondió detrás de u n zarzal. E scrutaba el to rso de Siva, m acizo y v e rtic a l com o una colum na. Buscaba el p u n to p o r el que p u d ie ra p e n e tra r su flecha. P á rva tl llevaba en las m anos u n ra m o de flo re s. Lo dejó a los pies de Siva y se des­ c u b rió apenas. Siva b ajó la m ira d a y la fijó en P árvatl. Después le h a b ló en u n susurro: «Loto, lu n a , arco de K am a, gota, c u c lillo , lin o , co ro la : to d o está en ti. E n tu s caderas se posa la o fe rta del s a c rific io .» Siva extendió su brazo hacia P árvatl. A ca ricia b a su vestido y ya buscaba p o r debajo de él. P á rva tl se s o n ro jó y d io u n paso atrás. «Sólo con m ira rte siento este p la c e r inm enso», pensó Siva. E inm e d ia ta m e n te v o lv ió a sum irse en el tapas. K am a d e c id ió a ctu a r en ese m om ento. Lanzó h acia Siva una flecha vana, que hubiese h e rid o a c u a lq u ie r o tro . Pero Siva sabe dem asiado sobre el deseo. F rente a las tres m uchachas p e trific a ­ das de te rro r, una lla m a ra d a em anó de Siva y e n vo lvió a Kam a. S ólo quedó de él la ceniza, que se m ezcló con el p o lv illo en u n efím ero to rb e llin o . P á rva tl re tro c e d ió en s ile n c io , p á lid a , y v o l­ v ió a adentrarse en el bosque con sus doncellas, m ie n tra s se oía apenas el so llo zo de R a ti, que in te n ta b a recoger, com o una loca, las p a rtíc u la s de ceniza esparcidas sobre la h ie rb a . Q uería una re liq u ia de su desaparecido am ante. Se alejó, encogiéndose de hom bros y apretando entre las m anos u n tro z o de te la de colores im pregnad a de cenizas. F lores, abejas, m angos, c u c lillo s : entre vosotros se d is o lv ió Deseo cuando la lla m a de S iva lo re d u jo a ce­ nizas. Desde entonces u n sabor, u n a señal, u n o lo r, u n zum bido pueden h e rir a quie n está lejos de lo que am a. Y fu e ro n m uchos los herid o s, porque «cuando ve cosas de gran belleza o escucha dulces sonidos in c lu s o u n hom b re fe liz puede sentirse in va d id o p o r una apasionada nostalgia».

De vu e lta en su pala cio , P á rva tl com p re n d ió que era ahora o tra persona, que había nacid o de nuevo. N o decía un a palabra. F ueron las doncellas las que lo co n ta ro n , con lá g rim a s en los 108

ojos, deshechas de te rro r. E l v ie jo H im a va t, el S eñor de la M o n ­ taña, sentó a su h ija sobre sus ro d illa s . A d v irtió que P ä rva ti llo ­ raba, y que su lla n to ya no era el de un a n iñ a . Pero e lla no hacía caso de su padre. L lo ra b a p o r Siva. E n los días siguientes sig u ió sin d e c ir u na pa la b ra . Tenía la m ira d a tris te y vacía. M ás de una vez las doncellas la so rp re n d ie ro n suspirando, y era siem pre el m ism o nom bre: «Siva, Siva.» N ärada, el rs i a l que le gustaba entrom eterse en las h is to ria s de los otros, fue p o r entonces huésped de pala cio . P ä rva ti se es­ condía en sus habitacio nes, pero N ärada in s is tía en ve rla a solas. Fue el p rim e ro que le h a b ló com o a una persona a d u lta , s in re ­ m ilgos. «Sé lo que sientes, P ärvati. Am as a Siva, pero aún no es­ tás preparada. Tienes que tra n s fo rm a rte a t i m ism a p ra c tic a n d o el tapas, si no no podrás acercarte a él: tú ta m b ié n acabarías ca l­ cinada. E n cam bio, su fuego deberá exaltarse c o n tra la lla m a que ta m b ié n b ro ta rá de ti. N o te in quiete s: tu a p a rie n cia no se d ife re n c ia rá en nada de la de c u a lq u ie r m uchacha de redondas caderas. A h o ra te enseñaré algo: re p ite conm igo estas cin co síla ­ bas.» De esta fo rm a P ärvati, m u y atenta y con los ojos fe b rile s, oyó p o r p rim e ra vez el m antra de Siva: «No existe o tro cam ino. Pero yo te d ig o que Siva será tu esposo.» F ueron las ú ltim a s pa­ labras que le d irig ió N ärada. Después reanudó su m archa com o un v ia je ro apresurado.

A hora P ä rva ti m ostraba u na expresión ra d ia n te . E nseguida fue al e ncuen tro de Jayä y V ija y ä , sus doncellas. Les d ijo que m uy p ro n to se separarían. Después a n u n ció a su padre que se iría al bosque a p ra c tic a r el tapas. H im a v a t a s in tió . N ärada ya lo había in fo rm a d o . Pero en ese m om ento llegó M enä, agitada y ja ­ deante. «Si quieres p ra c tic a r el tapas, hazlo en casa. E n cada r in ­ cón tenem os altares a cada u n o de los dioses. Tenem os tem plos. Y desde luego no nos fa lta n im ágenes. Jamás había o ído que una m uchacha se m archase a l bosque para p ra c tic a r el tapas. N o seas obstinada.» M enä ca lló , ya s in a lie n to . Pero u n in s ta n te des­ pués suspiró: «¡Oh, no!» (u mä). Desde entonces, a los nom bres de P ä rva ti se añadió u no nuevo: U m ä S in em bargo, ya nada po d ía d is u a d ir a P ärvati. Se deshizo 109

con cuid a d o de sus vestidos de princesa, escogió una p ie l de an­ tílo p e , u n c e ñ id o r de h ie rb a y se h iz o u n c o rp iñ o con u n te jid o extraído de la corteza de los árboles. Ya sola en el bosque, se d i­ rig ió a l lu g a r en el que Siva había re d u cid o a K am a a cenizas. E n co n tró u n c la ro en el que soplaba una leve c o m e n te de brisa. N o había ra s tro n i de S iva n i de su séquito. P ärvatI busca­ ba en el suelo a lg ú n ra s tro de cenizas. Pero después d e c id ió se­ g u ir las in stru ccio n e s de N ärada. E scogió el p u n to c e n tra l de la s u til c o rrie n te de b risa , cruzó las piernas y se su m ió en el a rd o r de la m ente. V is ta de lejos, po d ía parecer el tro n c o de u n á rb o l.

P ärvatI sabía m uy poco sobre el tapas, pero ib a aprendiendo sin darse cuenta. P ro n to b o rró de sí m ism a a padre, m adre, d on­ cellas, ja rd ín y pala cio . M ás co m p lica d o fue b o rra r a su herm a­ na m ayor, G anga Su im agen c o n tin u ó d u ra n te la rg o ra to g ira n ­ do en to m o a ella . D e cid ió que la odiaba. E n cua n to P ärvatI veía a Siva lo re c o rría in te rm in a b le m e n te con la m ira d a , com o si tre p a ra a una m ontaña respecto de la cu a l la m o n ta ñ a de la que e lla era h ija , y que era m ás a lta que cu a lq u ie r o tra , quedaba re d u cid a a una m era c o lin a p e rd id a en la lla n u ra . E l tie m p o era u na sucesión le n ta de olas ardientes, que la sum ergían y la abandonaban. Tenía la sensación de hacer algo que siem pre había hecho, algo que conocía m e jo r que sus m uñecas. E xam inaba todos los rin co n e s de Siva. E n ro lla b a y de­ senrollaba las alfo m b ra s de la m ente.

E l c re c im ie n to del tapas de P ärvatI em pezó a hacerse eviden­ te para los dioses. In d ra sentía a rd e r el suelo que pisaba, las s i­ llas en las que descansaba. R econoció la obra de P ärvatI. E n to n ­ ces co n su ltó con los otro s dioses, y d e c id ie ro n v is ita r a Siva. C uando S iva escuchó la h is to ria de T äraka y de la pequeña P ärvatI, que p ra ctica b a el tapas, esbozó esa sonrisa b u rlo n a que los dioses ta n to tem ían: «Pensaba que m e estaríais agradecidos p o r haber ca lcin a d o a K äm a, lib rá n d o o s así de todas las e stu p i­ deces que h a b ría is com etido siem pre que él os lo h u b ie ra p ro ­ puesto... Pensaba que os a le g ra ría is de poder m e d ita r a l fin sin 110

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necesidad de defenderos del acecho de Deseo, a q u ie n no le re ­ sultaba d ifíc il distra e ro s. E n cam bio, venís aquí en c o rte jo com o m eros postulan tes. Pretendéis ofrecerm e a m í, que no conozco vínculo, u n v ín c u lo m ás fu e rte que c u a lq u ie r m etal: la m u je r. Los m aestros védicos p o d ría n e xp licá ro slo : no hay nada m ás te ­ m ib le en el m undo.» Siva no dejaba de sonreír, y en tre los dioses com enzaba a c u n d ir el desánim o. Pero inm ed ia ta m e n te , casi sin in te rru m p irs e , cam bió p o r co m p le to de tem a, com o hablando para sí m ism o: «Después de tod o , puedo hacer lo que qu ie ra . Se me conoce ju sta m e n te p o r v io la r las reglas con la m ism a fa c ili­ dad con la que las respeto. Después de tod o , am o sobre to d o a quienes m e son devotos. S i vuestra in so le n cia , o vuestra deses­ peración, lle g a al p u n to de desear algo ta n inco n ve n ie n te para m í com o el m a trim o n io , ¿por qué no voy a com placeros?» M iró nuevam ente a los ansiosos dioses: «En cuanto a vosotros, ¿acaso no he tragado el veneno del océano para salvaros? La pequeña P árvatl será m i som a.»

A brum ado p o r el recuerdo de la m uerte de S atl, acom pañado po r los Gana, silenciosos p o r u na vez, Siva erraba s in ru m b o . Pensó que debía aislarse del m u n d o nuevam ente. Buscó u n lu ­ gar virg e n m ie n tra s su m ente re g istra b a la existencia de una niña, nacid a en u n p a la cio en tre las m ontañas. S iva cam in ó d u ­ rante la rg o ra to h acia el n a c im ie n to del Gañgá, en la ladera opuesta del H im alaya. Después se detuvo. Los Gana se d ispusie­ ro n a su alrededo r, com o guardianes m elancólicos y dispersos. N a n d in se recostó en el suelo y m iró h a cia adelante con su m ira ­ da apacible y vacía. A l p a la cio de H im a v a t lle g ó la n o tic ia de que Siva estaba cer­ ca. A lg u ie n se había cruzado con el silencioso c o rte jo . E ntonces H im a va t fue en busca de M ena y le d ijo : «Mena, sabes que ya soy un vie jo , quizás el m ás vie jo del m un d o . Sabes que d u ra n te años hem os v iv id o com o soberanos ociosos en u n re in o donde nunca sucede nada, a la espera de lo que debe suceder a lg ú n día y de lo que to d o depende. ¿Recuerdas la noche en que fue concebida nuestra h ija P árvatl? Fue una noche m u y larga. ¿Recuerdas que me m irabas asustada? Decías que d e lira b a , cuando en re a lid a d

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repetía los m ism os gestos am orosos que conoces desde siem pre. Decías que tu cuerpo parecía e n tra r en el m ío, com o a tra íd o p o r una poderosa m area. Y a l m ism o tie m p o me sentías d istante, trem endam ente dista n te , com o si en tu lecho se h u b ie ra colado u n extraño. L o que sucedió aquella noche fue que D evi, la D iosa que h a b ita en Siva, se había ceñido a m i m ente. Y o le susurraba a ella, y te hablab a a ti, que b rilla b a s en la lu z de la D iosa. P or una vez, esa noche, v o lv í a se n tirm e in ve n cib le com o el fuego en el bosque. C om o sucedía en m i v id a rem ota, cuando era el guar­ d iá n de la roca que escondía en sí la lu z del cie lo . T ú te m o stra ­ bas esquiva, p o rque no com prendías lo que estaba pasando. F i­ nalm ente, extenuada, te d o rm iste . Y o seguí despierto, todavía pegado a tu cuerpo. Y v i lle g a r a N oche. Llevaba en las m anos una pequeña caja, parecida a la que vosotras u tiliz á is p a ra el m a q u illa je . S in d e c ir p a la b ra se in c lin ó sobre tu v ie n tre húm e­ do, y v i cóm o tocaba con gra n delicadeza el e m b rió n de la que sería n u e stra h ija P árvatl, y con u n m in ú s c u lo p in c e l le aplicaba u n tin te oscuro y b rilla n te . Después desapareció. E ntonces yo ta m b ié n m e d o rm í. Todo esto después se c o n fu n d ió en m i m en­ te com o algo excesivo, algo de lo que no podía estar seguro si realm ente había sucedido, pero que v o lv ió a hacerse presente, con irre s is tib le n itid e z , cuando n ació P árvatl. La n o tic ia m e lle ­ nó de e u fo ria , a l p u n to de que (¿lo recuerdas?) regalé m i s o m b ri­ lla con m ango de m a rfil a nuestro q u e rid o in te n d e n te , y en to n ­ ces v i p o r p rim e ra vez el pequeño cuerpo de m i h ija , su delicio sa p ie l b ru ñ id a . A h o ra P á rva tl ha cre cid o y se acerca el m om ento h acia el que tie n d e toda nuestra existencia. Debes aún obedecer­ m e y seguirm e. N ada de lo que está a p u n to de suceder deberá desconce rta rte.»

P á rva tl era to zu d a y c e rril, pero no p o r eso re n u n cia b a a su c o n d ic ió n de princesa, y p re te n d ía que todo acontecie ra com o corresponde a u na princesa. S i S iva re alm ente quería c o n v e rtir­ se en su esposo, era absolutam ente necesario que p id ie ra o h i­ ciera p e d ir su m ano a su padre, H im a va t. P á rva tl tam poco dejó n in g u n a duda acerca de que pa ra su boda quería una cerem onia fastuosa, escrupulosam ente fie l a los ritu a le s m ás a ntiguo s. Con 112

gesto paciente, y con una leve sonrisa, Siva convocó a los Sapta rsi a las cascadas de M ahakosi. E llo s serían sus em bajadores. B ajaron hasta O sadhiprastha, donde fu e ro n re cib id o s p o r H im a vat, quien ib a acom pañado de M enä y P ärvatl. M ie n tra s A ñgiras se dejaba lle v a r p o r su gran elocuencia, y las im ágenes m ás so­ lem nes b ro ta b a n de sus la b io s com o gotas de c ris ta l, P ä rva tl se concentró en c o n ta r los pétalos de lo to , com o una n iñ a que ju e ­ ga en u n rin c ó n fin g ie n d o no p re s ta r a te n ció n a las palabras de sus padres. M ena no podía o c u lta r su a g ita ció n . H im a v a t se v o l­ vió hacia e lla p a ra p e d irle su a se n tim ie n to . M ena h iz o u na señal que acabó en u n te m b lo r.

Cuando el c o rte jo de Siva fra n q u e ó la segunda p u e rta de O sadhiprastha y su séquito h u n d ió los pies en las flo re s hasta los to b illo s , al tie m p o que el v ie n to encrespaba sus estandartes de seda china, u n m o v im ie n to im p ro v is o y unánim e, com o u n b a tir de alas, c o rrió en tre las m ujeres escondidas en los palacios. La que estaba adornándose el p elo dejó caer la g u irn a ld a ; o tra sus­ tra jo el p ie aún húm edo de henna de entre las m anos de su doneella y c o rrió a la ventana, dejando h u ellas rojas a su paso; o tra c o rrió a e spiar con u n solo o jo m a q u illa d o ; o tra se detuvo m ie n ­ tras se ceñía el vestido, con la fre n te pegada a la re ja , u n brazale­ te h irié n d o le el o m b lig o y una m ano in te n ta n d o c u b rir el v ie n tre desnudo; o tra s o ltó de golpe el c o lla r de perlas que se estaba abrochando, y las perlas ro d a ro n p o r el suelo. E l c o rte jo avanza­ ba p o r las calles desiertas y tra s m il co rtin a s caladas v ib ra b a una m ancha lu m in o sa , com o flo re s de lo to asediadas p o r enjam bres de abejas.

D ejaron atrás la ciu d a d y las aldeas, de ja ro n atrás a los otros cam inantes. D esapareció la ru id o s a escolta. La n a tu ra le za se adensaba, se cerraba en sí m ism a. P ä rva tl sentía alejarse de ella cada una de las cosas que fo rm a b a n el m undo en el que había habitado. Acababa de aband onar la casa de sus padres y ya no sabía q u ién era. ¿Un niña? ¿La D iosa? Ascendían lentam ente Por ei K ailäsa, p isando las huellas del hom bre de piernas n e rvio 113

sas que los precedía, y que nunca se giraba. S entían detrás el a lie n to tib io del to ro N a n d in , cargado de lig e ro equipaje, ú n ico testigo.

Después se d u rm ie ro n , fu n d id o s com o m etales, y S iva em pe­ zó a re c o rre r los sueños de P árvatl, lu c h a ro n com o dos espa­ das, después se d e tu vie ro n , com o suspendidos en el a ire , y rie ­ ro n , m o rd ie ro n las fru ta s , b e b ie ro n ciega y torpem ente , después se a le ja ro n de sus cuerpos desencajados y se m ira ro n desde lo a lto , in m ó v ile s m ie n tra s los cuerpos se m ovían apenas, Párva­ t l com enzó a vagar y enseguida v io encenderse las luces de sus tem plos, pero esos tem plos estaban d e n tro de e lla y surgían en cada p u n to en que alcanzaba a e xp lo ra rla , com o u n cam inante silencioso e in d is c re to , el fa lo de Siva, y entonces sobre la vaste­ dad del paisaje P á rva tl v io im p rim irs e u n nom bre: Y ájñavalkya, y no recordaba q u ié n era, después oyó que S iva p ro n u n cia b a esas m ism as sílabas m ie n tra s re c ita b a los textos de los rs i, y ju n ­ to a ese nom bre se habían fija d o algunas palabras que no com ­ p re n d ió en su m om ento pero había conservado, p orque sabía que alg ú n día p o d ría n s e rvirle , pero después las había o lvid a d o y ahora vo lv ía n com o la evidencia m ism a del Sí, del ätm an, el cual, según aquel rs i, del que nada conocía sino el nom bre, nos hace s e n tir com o el hom bre abrazado a la m u je r am ada, que «se o lv id a de to d o lo que existe fu e ra o dentro». «Se O lvid a de todo lo que existe fu e ra o dentro», se re p e tía P árvatl, en ese balbuceo de la con cie n cia que se sobrepone a l placer, que a su vez se so­ brepone a c u a lq u ie r o tra cosa, y m ie n tra s ta n to c o n tro la b a cau­ telosam ente con la m ira d a aquellos tem plos rem otos e ín tim o s , pero fue entonces cuando a d v irtió algo sospechoso y acechante que la incom odab a, y re co n o ció el o jo del poeta K älidäsa, aga­ zapado en los escalones de u n o de aquellos tem plos, com o si q u isie ra m im e tiza rse con las piedras, aunque en re a lid a d la ob­ servaba atentam ente y escribía. «Eso no está bien», m u rm u ró P árvatl, adoptando esa fo rm a te rro rífic a con la que a m enudo jugaba. «Que la m a ld ic ió n caiga sobre t i si escribes u na sola síla ­ ba m ás sobre el p la ce r de P árvatl.» Pero K ä lidäsa ya se había desvanecido, fundiéndose con las tin ie b la s del tie m p o .

P ärvatI d ijo a Siva: «Q uiero que m e expliques. D el p la ce r no hay m em oria. Q u ie ro decir: d u ra n te los v e in tic in c o años que du ró nuestro p rim e r c o ito , cuando apenas había dejado la casa de m i padre, m uchas veces pensé, com o en u n la rg o via je : “Ten­ go que acordarm e de esto, de cóm o es exactam ente, de cóm o lle ­ gamos a este p u n to y cóm o después nos alejam os.” M e lo p ro ­ puse con tenacida d, y todo lo veía con c la rid a d y n itid e z , pero con la c la rid a d y n itid e z de esos sueños que, m ie n tra s los soña­ mos, decidim os re co rd a rlo s y nos concentram os en cada detalle, y casi sonreím os con sarcasm o a l pensar que podem os o lv id a r­ nos de u n c ie rto d etalle, ju sta m e n te p o rque re s u lta dem asiado claro, y s in em bargo ese d etalle y to d o lo demás se desvanecen por com pleto a l despertam os. C om préndem e: to d o lo que suce­ d ió está en m í, en el lím ite de la m ente. S in em bargo, no puedo precisar la secuencia exacta, m ie n tra s que sí p o d ría h a ce rlo con algo de m ucho m e n o r im p o rta n c ia , p o r ejem plo la fo rm a en que un c ie rto día m e vestí y m a q u illé , o cóm o paseé p o r los ja rd in e s del p a lacio, cóm o re c o rrí u n pequeño ca m in o y después m onté m i caballo m anchado, acom pañada p o r dos doncellas, y hasta la form a en que ib a n vestidas las doncellas, y las p rim e ra s palabras que nos d ijim o s . Y s in em bargo a Kam a, Deseo, solem os lla m a rlo Smara, M em oria. C om o s i éste fu e ra su verdadero nom bre. P or lo m enos yo siem pre lo u tiliz o pa ra n o m b ra rlo . Y yo le he salva­ do la vid a , ¿recuerdas? H acía va rio s días que perm anecía in m ó ­ v il delante de ti, a respetuosa d is ta n c ia , inm ersa en el tapas. N o nos conocíam os y yo no era m ás que u na n iñ a . Tenías siem pre los ojos cerrados, y cuando los a b riste y reparaste en m í, d ijis te sin s iq u ie ra m ira rm e : “ ¿Qué está sucediendo? K am a está a q u í.” Kam a apenas tu v o tie m p o de levantarse (estaba detrás de u n zarzal) y de te n d e r su arco con u na de sus cin co fle chas-flores cuando tu o jo lo ca lcin ó . Después, com o s i fu e ra la p rim e ra vez, me m ira ste y m e d ijis te que te p id ie ra un a gracia. D ije : “A h o ra que K am a está m u e rto , ya no quedan gracias que p e d ir. S in De­ seo ya no habrá em oción. S in e m oción entre el hom b re y la m u ­ je r re in a rá la in d ife re n c ia .” E ntonces m e concediste que K am a siguiera vivo , pero in v is ib le . C uando era una n iñ a y lo evocaba, 115

ju n to a las m in ia tu ra s de t i que d ib u ja b a , aunque nunca te había visto , sólo repetía: “ Sm ara, S m ara...” »

C on fre cu e n cia P ärvatI se adorm ecía m ie n tra s Siva le re c ita ­ ba los Veda. Los him n o s le causaban u n se n tim ie n to de im p a ­ cie n cia o, p o r el c o n tra rio , de pesadez. Pero de p ro n to se reco­ braba, com o p in ch a d a p o r u n a g u ijó n . Para e lla sólo había dos asuntos inagotables: la teo lo g ía y las m ujeres. Éstas en la m e d i­ da en que fu e ra n , o h u b ie ra n sido, m ujeres de Siva. P ärvatI se sentó en la cam a con el pecho desnudo, sudoroso y re lu cie n te . M ira b a fija m e n te hacia adelante y hablaba a Siva, recostado a su lado: «Prakrti, mäyä, sa kti\ ves com o, cuando seguim os el cam ino de regreso al p rin c ip io , siem pre nos topam os con este elem ento de n o m bre fe m enino. N o puede s u b s is tir p o r sí solo, pero nada puede s u b s is tir s in él. N a turaleza, ilu s ió n , p otencia : tu s ignaros devotos occidentales p ro n u n c ia rá n estas palabras, desconocien­ do casi siem pre que cada una recubre a las otras. N o existe na­ tu ra le z a s in ilu s ió n , no existe ilu s ió n s in pote n cia , no existe p o te n cia s in n aturaleza . E n cu a n to a m äyä, m ás que ilu s ió n deberíam os lla m a rla m agia, esa cosa extraña cuya existencia es negada p o r los sobrios de m ente, cuando en re a lid a d lo verda­ deram ente so b rio sería a firm a r que nada de lo que existe está fu e -ra de ella. Pero in c lu s o esto re s u lta ría in s u fic ie n te , y de eso q u ie ro h a b la r, p o r eso estoy aquí, a tu lado, esperando a que ex­ tiendas encim a de m í esa p ie l de tig re , que expulses a tu s Gana y em barques tu liñ g a en el barco de m is m uslos, pa ra que la mäyä que está en m í lo o cu lte en u n líq u id o velo.»

P ärvatI d ijo : «Tu boca se acerca a m í com o lo no m anifestado que goza de las cualidades. E ntonces puedo s e n tir cóm o flu y o d e n tro de ti. Pero a veces m e m ira s com o aquel que ve a m ujeres ligeras e n tra n d o en una casa desierta y n i s iq u ie ra se les acerca. A un así, n u e stro con ta cto no deja de ser secreto. C uando no nos tocam os, es com o si m e taparas los oídos con las m anos. O igo entonces el sonido que h a b ita el espacio in te rio r del corazón: com o u n río , com o u na c a m p a n illa , com o la rueda de u n carro, 116

com o el c ro a r de u na rana, com o la llu v ia , com o la pa la b ra en u n rin c ó n reparado.»

Un día b a ja ro n hasta el m a r, que P a rva tl aún no conocía. E n una playa no m u y le ja n a de K a ñ cl, U rna ju g a b a con el fa lo de Siva, que era un a co lu m n a de arena. N o se d io cuenta de que el m ar se h inchab a. P ro n to las oleadas se p re c ip ita ro n sobre ella. Urna cercó el liñ g a con sus brazos, com o una m uñeca, pa ra p ro ­ tegerlo. C uando las olas se re tira ro n , la co lu m n a de arena tenía las m arcas provocadas p o r las pulseras y los pezones de Urna.

D ila ta b a n el ju ego del pla ce r, ra tililä , digresivo, c irc u la r, errante. A sus pies d o rm ía el to ro N a n d in , sacudiendo de ta n to en ta n to su enorm e cabeza. Dos rayas oscuras atravesaban el pe­ cho de Siva, bla n co de ceniza: una cobra y u n brazo de P arvatl. Siva le d ijo en u n susurro: « K a lí, Negra.» Ése era el nom b re que P arvatl no quería o ír. Desde siem pre había deseado con o b s tin a ­ ción que su p ie l b ru ñ id a se aclarase, com o la de aquellas p rin c e ­ sas de m ás a llá de las m ontañas, de las que conocía algunas m i­ n iaturas. Se lib e ró del abrazo de S iva y su su rró a su vez: «Tú eres el G ran N egro.» La pelea parecía in e v ita b le . Desde que se habían quedado a solas su v id a consistía en eso: co ito , dados, bharigä, pelea, tapas. Y la conversación e rrá tic a . Cada fase exaltaba a las otras y reaparecía con re g u la rid a d . Siva d ijo : «Eres d u ra com o las aristas de la ro ca de la que has nacido. Eres in a s ib le com o el hielo que esconde en su in te rio r tu padre. Eres to rtu o s a com o los senderos de la m ontaña.» P ä rva ti se abrazaba las ro d illa s , frente a Siva. C errada en sí m ism a, lo m ira b a con fu ria en los ojos. «A t i sólo te gusta la ceniza, te la echas encim a com o m is doncellas se u n ta b a n con aceite de sándalo. Sólo encuentras re ­ g ocijo donde ves cadáveres hum eantes. Te adornas con serpien­ tes. ¿Por qué m e has apartado de m i p a la cio , de m i fa m ilia , s i m i cuerpo no te basta? ¿Por qué m e obligas a lle v a r u na v id a de m endigo, que s in ra zó n va de u n s itio a otro? ¿Por qué m e im p i­ des que tenga u n h ijo , com o c u a lq u ie r m ujer? Soy negra sólo porque soy p a rte de ti. Si p a ra t i soy una serpiente, seré la ú n ica 117

serpiente que no habrás am ado.» P ä rva ti se leva n tó de p ro n to , sofocada de ira , y se alejó. N a n d in la seguía, im p lo ra n d o para que se detuviese. «Vete», le d ijo P ärvati. «Y p ro c u ra ta n sólo que no e n tre n aquí otras m ujeres. T u S eñor no piensa en o tra cosa. N o dejes de e sp ia rlo p o r e l o jo de la cerra d u ra . C uando vuelva, m i p ie l será dorada. M i ve llo será suave y cla ro com o la aurora. Q uedará encand ilado. H asta de eso es capaz la fu e rza de m i ta ­ pas.» P ä rva ti se alejó, a ltiv a , de la m ano de Ganesa, cuya gran ca­ beza de elefante estaba ocupada p o r oscuros pensam ientos.

N a n d in e m prendió su g u a rd ia , y no la abandonó n i u n m o­ m ento. Pero se había a d o rm ila d o una noche cuando u na ser­ p ie n te se a rra s tró cerca de él. E ra el dem onio A di, que aguarda­ ba desde hacía tie m p o la ocasión para vengarse de Siva, asesino de su padre. M ie n tra s se a rra stra b a h a cia el in te rio r d e l pabe­ lló n , Ä di asum ió el aspecto de P ärvati. Siva, in m ó v il, la v io acer­ carse. Se s in tió fe liz . C onocía sus re p e n tin o s cam bios de h u m o r. E sta vez, su ausencia había d u ra d o m ucho tie m p o . E n el vano de un a ventana, la lu n a ilu m in a b a una m uchacha tem erosa y m u y b e lla , de p ie l b ru ñ id a . «Entonces nada ha cam biado», pen­ só Siva. La falsa P ä rva ti cam inaba a lre d e d o r de Siva. E ra u n ges­ to que solían re a liz a r antes de tocarse. Siva em pezó a desvestir­ la , lentam ente . Le a p a rtó el pelo, en busca de u na pequeña m ancha que ten ía en la nuca, a la iz q u ie rd a , en fo rm a de lodo. N o la e n co n tró . C om prendió el engaño. La falsa P ä rva ti estaba tum bada en el suelo con los brazos levantados en u n arco p o r encim a de su cabeza y los dedos entrelazados. D el fa lo de Siva b ro tó el va jra , el rayo tric ú s p id e que b rilló p o r u n in sta n te antes de p e n e tra r en la falsa P ärvati. La v u lva que lo acogió escondía u n d ie n te a d a m a n tin o lis to pa ra d e stro za r el m ie m b ro de Siva. P or unos m om entos pa re ció tra ta rs e de u n c o ito convulso. Los cuerpos se arqueaban. U n m om ento después la falsa P ä rva ti se estrem eció y quedó ríg id a m ie n tra s se quem aba p o r d e n tro . Des­ pués quedó tira d a en el suelo. E n ese in sta n te Vayu, V ie n to , su su rró a l oído de la verdadera P ärvati, sola en la cim a de u n m onte, sum ergida en el tapas, que u na m u je r m u e rta yacía ju n to a la cam a de Siva. P ä rva ti so n rió y 118

perm aneció in m ó v il. D ialogaba con N oche: «No ig n o ro que, cuando fu i concebida, tú entraste en el v ie n tre de m i m adre para te ñ ir m i e m b rió n con u n líq u id o oscuro. Y a entonces m e rebela­ ba co n tra ti. S in em bargo, sé que con aque llo m e entregabas u n don, porque yo pertenezco al N egro. Los dioses han q u e rid o que naciera para se d u cir a Siva y que, a su vez, de su sem en naciera un h ijo del c o lo r del oro . Ese h ijo aún no ha nacido, n i nunca sal­ drá de m i v ie n tre . Pero el o ro m e pertenece. N o soportaré que Siva se aparte jam ás de m í, com o se a p a rtó de S a ti y de m i h e r­ m ana Ganga y de todas las dem ás. Q uítam e el velo de m i carne. Déjam e aparecer cla ra com o u na extranjera.» M ie n tra s P á rva tl hablaba con ta l arre b a to , ib a cayendo de su cuerpo la p ie l b ru ñ i­ da, am ontonándose en el suelo com o u n vestido de m uselina abandonado. F rente a N a n d in -q u e , recostado, tom aba co n cie n cia de su fa lta - apareció u n ser ra d ia n te , de rasgos fa m ilia re s . P á rva tl no hizo caso del g u a rd iá n . A rd ía en deseos de que S iva la vie ra . Se sentó fre n te a él en la m ism a p o s ic ió n en la que lo había v is to la ú ltim a vez. Siva callaba, m ie n tra s su o jo se ib a h a b itu a n d o a la pelusa dorada de los brazos que re lu c ía n b ajo el vestido blanco. Sin d e c ir palabra, Siva e n vo lvió en sus brazos a P árvatl.

«Según sean los eones, la h is to ria de Ganesa es re la ta d a de diferentes m aneras.» Los eones son num erosos, y son n u m e ro ­ sas las h is to ria s . S ólo u n p u n to se re p ite , in v a ria b le : Ganesa na­ ció de P á rva tl «sin m a rid o » , v in ä näyakena. P or eso lo lla m a ro n V ináyaka. A m enudo se lo veía v ig ila r la h a b ita c ió n de P árvatl. E ra su g u a rd iá n , m anso y re fle x iv o , con la tro m p a encorvada so­ bre el v ie n tre redondo y u n c o lm illo ro to . A su derecha te n ía u n estilete y u n frasco de tin ta . P á rva tl no podía pasar a su la d o sin a c a ric ia rlo : «Eres m i h ijo . Eres m ío. Eres el ú n ic o de q u ie n pue­ do d e c ir que es m ío.» N o había o lvid a d o u n solo d e ta lle de aquel día en el que había perm anecid o sola en la cam a, todos sus p o ­ ros im pregnados del su d o r de Siva y del suyo p ro p io , dejando co­ rre r su fre n é tic o pensam iento. ¿Tendría u n h ijo a lg ú n día? Siva se m ostraba evasivo, cuando lo asaltaba con sus preguntas. E n una ocasión le había d ich o : «¿Cómo p o d ría yo te n e r u n h ijo , si 119

no hay m uerte en mí?» Esas palabras eran com o el filo de una navaja. «Entonces tendré u n h ijo p o r despecho», pensó P árvatl. U ntaba lentam ente su cuerpo con aceite perfu m a d o , m ezclán­ dolo con el sudor, con las escorias de la p ie l. Se pasaba con fu ria las palm as de las m anos p o r el v ie n tre , las piernas, los pechos. Casi se arañaba con ta l de no p e rd e r n i el m ás m ín im o residuo. R ecogió u n g ru m o de m a te ria , del que n a ció Ganesa. E ntonces no ten ía cabeza de elefante. E ra u n n iñ o precioso, que jam ás se apartaba de su m adre. Siva, en re a lid a d , estaba c o n tra ria d o de­ trás de su aparente sa tisfa cció n . P árvatl, m aestra en celos, se re ­ g o c ijó al reconocer el to rm e n to de Siva, que ta n fa m ilia r le re s u l­ taba. U n día Ganesa, tras una d iscusión, osó ce rra rle a Siva el paso a la h a b ita c ió n de P árvatl. Siva le c o rtó la cabeza. Pero in m e d ia ­ tam ente, fre n te a una enm udecida P árvatl, s in tió que lo inva d ía una inm ensa oleada de afecto h acia ese cuerpo exánim e. O rdenó a N a n d in que a rra n ca ra la cabeza de A irávata, el elefante de In ­ dra. E n o tro s tiem pos, cuando In d ra era el soberano a bsoluto de los dioses, esa orden h u b ie ra re su lta d o absurda. Pero los Deva ahora estaban exánim es. N a n d in v o lv ió u n día cargando sobre sus hom bros la noble cabeza de A irávata. U n c o lm illo se había quebrado d u ra n te la fe ro z b a ta lla . C om o u n artesano, S iva co lo ­ có la cabeza de elefante sobre el cu e llo de Ganesa. P á rva tl seguía sus m o vim ie n to s con una m ira d a de p ro fu n d a d u lz u ra . Veía el gran cuid a d o que Siva po n ía en la delicada operación . Entonces se le o c u rrió que sólo a p a rtir de ese m om ento su h ijo sería re a l­ m ente sí m ism o. Desde ese día ya no tu v o m iedo a la soledad. A hora, cuando Siva se alejaba, y nunca se sabía con e x a c titu d si era p a ra p ra c tic a r el tapas en soledad o para s e d u cir a un a Apsaras o a una m u je r cu a lq u ie ra , o para d e s tru ir o d a r v id a a alguna p a rte del m u ndo -e n c u a lq u ie r caso, su ausencia la c o n tra ria ­ b a -, P á rva tl perm anecía estira d a en la cam a y d ic ta b a largas h is ­ to ria s . H is to ria s del m undo que nunca había vis to . A cu rru ca d o a sus pies, Ganesa escribía. E ra u n am anuense rá p id o e incansa­ ble. C uando te rm in a b a , P á rva tl le a ca ricia b a e l c o lm illo ro to y le besaba la a m p lia fre n te rugosa.

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■ N ada a tra ía m ás a P ärvatI que aquella g ra n m ancha azul que se tra s lu c ía en el c u e llo de Siva, in c lu s o cuando estaba c u b ie rto de ceniza. E n su in fa n c ia le habían contado la h is to ria del vene­ no que la serpiente V ásuki había v o m ita d o en el océano y que Siva había tragado. Se había re cogido en su garganta com o u n lago. E n la s u p e rfic ie , el c o lo r recordaba a l z a firo y a los ocelos del pavo real. Parecía la m arca de u n m o rd isco , de m uchos m o r­ discos de am or, y u n adorno. Las m anos de P arvatí rodeaban la m ancha com o u n lazo. «¿Por qué te gustan ta n to las hogueras, los chacales, los huesos, los b u itre s , los espectros? ¿Por qué, cuando cam inas, te sigue u n c o rte jo de seres deform es, a te rra ­ dores, a los que tra ta s com o si fu e ra n tus m ejores am igos? E n el palacio en donde crecí nunca v i cosas sem ejantes, aunque m e encantaba in v e n ta r canciones llenas de palabras que causaban espanto, p o rque m e habían d ich o que te pertenecían y m is com ­ pañeras m e m ira b a n com o si las desafíase. Para m í el h o rro r y el placer n a cie ro n ju n to s . Sé que existen u no d e n tro del o tro . Así debe ser. De o tra fo rm a re s u lta ría n in síp id o s. Pero ahora que es­ tam os solos, y seguirem os estándolo, p o rque sólo nos m olesta­ rán de ta n to en ta n to los quejosos dioses con sus subterfugio s, quiero que digas: ¿por qué tengo la persistente sospecha de que las cenizas te com placen in c lu s o m ás que m i cuerpo?» O b stin a ­ da, insolente , P arvatí había re p e tid o num erosas ve-ces estas p re ­ guntas. Siva sonreía, reía, callaba, cam biaba de tem a, abrazaba de o tra fo rm a el cuerpo de P arvatí, la hacía g ira r entre sus m a­ nos. Pero u n día, m iró a P arvatí fija m e n te a los ojos y le d ijo : «H ija de la M ontaña, com o m e echas en cara m i a fic ió n p o r la ceniza q u ie ro c o n ta rte un a h is to ria , la h is to ria que siem pre me pides que te cuente. Sabes que era v iu d o cuando te conocí. T o­ davía en aquella época d e lira b a p o r la m uerte de S ati, A quellaque-es. Antes de que S a tl naciera, la re a lid a d era m enos real...»

In c lu s o cuando se re tira a las cim as rem otas, cuando se con­ centra -¿ en el pensam iento?, ¿en el tapas?, ¿en algo que es am ­ bas cosas al m ism o tie m p o ? - S iva no está solo. De su la rg o pelo, casi a zu l de ta n negro, devana la D iosa, que ahora es Ganga. Ra­ ras veces se hablan. Pero G añgá es te stig o de to d o lo que hace

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Siva. A siste a sus co ito s in te rm in a b le s . S in em bargo, jam ás sien­ te celos. Fluye, sim plem ente. Eso basta para e x c ita r la fu ria de P ärvatI. M ajestuosa, ésta perm anece sentada ju n to a Siva en el K ailäsa. F rente a ella se in c lin a n todas las c ria tu ra s , s in la certe­ za de lla m a r su a tención . A veces P ärvatI se m uestra in q u ie ta : m ira de re o jo p o r encim a de la o reja, de la sien de Siva.

«¿Quién es esa b e n d ita que a n id a en tu pelo?», d ijo PärvatI. U na vez m ás no había p o d id o contenerse. «La hoz de la luna», d ijo Siva, com o pensando en o tra cosa. «Ah, ¿así que ése es su nom bre?», d ijo P ärvatI. Su to n o de voz se c o n v e rtiría u n día en el m odelo del sarcasm o fem enino. «C laro, y b ie n lo sabes», d ijo Siva, cada vez m ás d is tra íd o . «No h a b lo de la lu n a , h a b lo de tu am iga», g ru ñ ó P ärvatI. «¿Quieres h a b la r con tu am iga? Pero s i acaba de s a lir, tu am iga V ijayä», d ijo Siva. P ärvatI se alejó, p á lid a de ira .

S iva y Garigä se h abían encontrad o com o dos extrem os. Siva aceptó que el río celeste se ro m p ie ra sobre su cabeza antes de alcanzar la tie rra , que de o tro m odo no hubiese re s is tid o el choque. Y Ganga, al m o ja r perm anentem ente a l in m ó v il Siva, al deslizarse en arroyuelos sobre su ro s tro , im p e d ía que el dios candente propaga ra p o r d o q u ie r u n fa ta l a rd o r. A quel e q u ilib rio b enéfico , siem pre renovado, era ta m b ié n u n a m o r clandestino. De n in g u n a o tra m u je r P ärvatI s in tió tantos celos com o de su her­ m ana G anga La reconocía en las gotas trém ulas, cuando se acer­ caba a l ro s tro de Siva. H asta en su saliva encontrab a el sabor de Ganga.

E l cie lo es atravesado p o r una co m e n te : de alm as, de aguas, de m uertos, de fin a sustancia. Fue lla m a d a V ía Láctea. F luye de u n extrem o a o tro del cie lo y p rosigue en la tie rra . T ie rra y cielo son com o las o rilla s de u n gran río ú n ic o , y re s u lta ría d ifíc il re ­ conocer el p u n to en el que se pasa de la o rilla celeste a la o rilla te rre stre . ¿Dónde está ese vértice? ¿En qué lu g a r las aguas celes122

tes se p re c ip ita n sobre la tie rra con su enorm e masa? ¿Dónde ca­ vam su lecho? E n tre cie lo y tie rra existe una d is p a rid a d de fu e r­ a s que vuelve peligrosos y te m e ra rio s los bruscos pasajes de uno a o tra . E l flu jo de la V ía Láctea se d irig ió h acia el p u n to en el que una o n d u la c ió n poderosa acercaba la tie rra a l cie lo . E ra el H im alaya. A sí la V ía Láctea, descendiendo desde las cim as, se c o n v irtió en Ganga, am ante de Siva e h ija del rey-m o n ta ñ a H im avat. Pero aquellas aguas, abandonadas a sí m ism as, h u b ie ra n cu b ie rto to d a la extensión de la tie rra . Para no p e rtu rb a r la vid a de fo rm a irre m e d ia b le , el flu jo celeste e m b istió la cabeza de Siva, que perm anecía sentado, in m ó v il, su m id o en el tapas. Ese choque quebraba el flu jo , que después alcanzaba la tie rra d iv id i­ do en m ile s de arroyuelos. E ra el cuerpo de Ganga, que se enros­ caba para siem pre a lre d e d o r de la cabeza del am ante, se filtra b a sobre sus la b io s, chorreaba entre sus trenzas corvinas. C uando Siva llevaba el tu rb a n te , las aguas se escondían en tre sus p lie ­ gues, cóm plices del jue g o am oroso, y se desbordaban desde ellos. La v id a en la tie rra es p o sib le p orque el cuerpo de Gangäse rom pe perennem ente sobre el cuerpo de Siva. Siva puede ser «P ropicio», com o quie re su nom bre, sólo si desde a rrib a , y sin cesar, se derram a sobre su cabeza la catarata de G añgq sólo si gotea en tre sus trenzas la am ante cla n d e stin a y siem pre presen­ te, así com o sobre el litig a de p ie d ra gotea el agua desde u n ja ­ rró n suspendido. E l signo p u ro , algebraico, s u s titu tiv o , debe m ojarse en la lin fa de la lengua, de la m ism a fo rm a en que el c o i­ to es u n n a d a r h acia la anagn orisis de las aguas de las que em er­ gió P alabra, V ä c .

Siva y Ganga fu e ro n e l p rim e r ejem plo de u n a m o r perpetuo, renovado a cada in sta n te p o r una c o rrie n te inagota ble. S in em ­ bargo, a l com ienzo habían estado m ás cerca del o d io y de la gue­ rra . E scu d riñ a n d o desde lo a lto de lo que u n día sería lla m a d o la Vía Láctea, aquella m asa azulada de la cabeza de Siva sobre la que le habían in d ica d o que debía rom perse antes de alcanzar la tie rra , G añgá pensó: «Lo a rra s tra ré com o a u na brizn a .» Des­ pués de to d o , ¿qué era u n dios para ella? E n tre sus aguas los dioses surgían y vo lv ía n a esconderse, 123

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com o A g n i, com o Som a. T am b ié n Sürya, Sol, noche tra s noche. E ra n u n re sp la n d o r, u n a rd o r que p o r m om entos se m a n ife sta ­ ban en ella. S in el agua jam ás h u b ie ra n e xistid o . A q u e lla fig u ra in m ó v il sobre la tie rra , que acaso quería pasar p o r u n tro n c o de á rb o l, aquel dios ta c itu rn o , sería u n o m ás entre tantos. Gañgá se p re c ip itó im petuosam ente sobre la cabeza de Siva. E staba ansiosa p o r to c a r la tie rra , p o r p ro b a r ese sabor nuevo. Pensó que no p o d ría ve r el ro s tro de S iva sin o de le jo s, ya en­ v u e lto p o r el agua. S in em bargo, nada m ás ro z a r la cabeza de Siva, G añgá se s in tió p e rd id a . A q u e lla cabellera era u n bosque. ¿Y qué era u n bosque? Las aguas eran co n tin u a m e n te desviadas, rotas, h u m illa d a s en arro yu e lo s. Se aquieta ban en am plias lagu­ nas, rodeadas de tin ie b la s espesas, que sin em bargo no eran las del cie lo . G randes oleadas fu rio sa s seguían abatiéndose sobre Siva. S iva perm anecía in m ó v il en el m ism o p u n to , del que salía, com o u na telaraña, su m äyä, el e n canta m ie nto que era la baba de su m ente. Siva re te n ía las aguas, envolvía lo envolvente, m u l­ tip lic a b a las ensenadas en las que acogerlo. C om o u na princesa m im ada, acostum brada a ve r satisfechos todos sus caprichos, Gañgá lo em bestía, lo detestaba. «Jamás alcanzaré la tie rra si c o n tin ú o vagando p o r este estú p id o y espantoso bosque», pensó. A unque G añgá no se daba cuenta, la fu ria exaltaba su esplendor. A l escu rrirse p o r el pelo de Siva v io una esquina de la boca del dios m overse levem ente, com o el esbozo de u na sonrisa. Eso la e n fu re c ió aún m ás. E m b is tie n d o con renovadas fuerzas, a rre ­ m olinándo se en oscuros canales, algunas gotas de espum a salta­ ro n hasta m ás a llá del bosque. P or u n in sta n te perm anecie ro n suspendidas en el vacío, a tó n ita s. A l fin a d v irtie ro n com o u n sa­ b o r seco, am argo. E ra la tie rra . Esas gotas fo rm a ro n el lago B in dusaras, el Lago de las G otas. Desde a llí flu y e ro n en u n lecho que parecía preparado con a n tic ip a c ió n . Los hom bres lla m aron G añgáá ese río .

M illa re s de días llevaban ju n to s Siva y P árvatl, y ese contac­ to in fu n d ía u n e strem ecim iento a la tie rra . Sus cuerpos estaban entrelazados, pero de im p ro v is o S iva s in tió que P á rva tl estaba fría , com o si rechazara el tapas. E l fuego de e lla se concentraba 124

en un solo p u n to : el o jo , que ahora ya no m ira b a fija m e n te al ojo de Siva, sin o a sus trenzas. A llí, entre la hum edad que go­ teaba, P ä rva ti había reco n o cid o a su herm ana m ayor, Ganga, aún ceñida a l cuerpo de Siva. E n cada gota veía sus caderas suntuosas en delicado m o v im ie n to . Y las com isuras de la boca dobladas en u n constante c o n se n tim ie n to con el p la ce r y la b u r­ la. P ä rva ti pensaba: «D urante to d o el tie m p o en que Siva m e ha envuelto con su abrazo serp e n tin o llevaba a Ganga en su cabeza, sin d e ja r de gotear su cuerpo. ¿Cómo hacer p a ra que D evi, la Diosa que pertenece a l cuerpo de Siva, que es su cuerpo, se vu e l­ va m anifiesta? ¿Cómo abandonarm e a l p la ce r sabiendo que siem pre en co n tra ré la m ira d a de G anga com o en nuestros ju e ­ gos in fa n tile s , y esa m ira d a m e d irá a cada m om ento que su p la ­ cer es quizás aún m ás grande que el m ío? E sto s ig n ific a que d u ­ rante años y s in in te rru p c ió n e l cuerpo de Siva se adhería a m i cuerpo, y yo era, a l m ism o tie m p o , te stig o de o tro a m o r de Siva, que había em pezado antes y to d a vía perd u ra , bañando su fre n te y goteando p o r sus trenzas. Ingenu am ente, yo a trib u ía esos fe ­ nóm enos a la e xa lta ció n de n u e stro placer...» P ä rva ti se s in tió o p rim id a p o r unos celos y u na fu ria in c o n tro la b le s . ¿Qué im ­ portaba ahora su la rg a ded ica ció n a l tapas, a la que se había en­ tregado con el ú n ic o obje to de a tra e r a l dios? ¿Qué im p o rta b a n ahora las estratagem as que había u rd id o ju n to con su padre para desviar la a te n ció n del dios y hacerla vagar sobre su cuer­ po? ¿Qué im p o rta b a to d o eso s i la cabeza de S iva seguía em pa­ pada de su herm ana, la a b o rre cid a Gahgä? P ä rva ti v o lv ió su m i­ rada h acia Siva y le d ijo , con g é lida ira : «Tú juegas con m i cuerpo, p e ro tu cabeza sigue ju g a n d o con Ganga.» Con u n m o v i­ m iento re p e n tin o y anim alesco, que h iz o te m b la r las m ontañas, P ärvati se lib e ró del abrazo de Siva. Después se d irig ió hacia el rio Gañgá y lo m a ld ijo : «Tus aguas serán im p u ra s para siem ­ pre.» E l dios, que seguía a P ä rva ti con la m ira d a , pensó que ja ­ más la había v is to ta n b e lla com o en ese m om ento. C om o cuan­ do ju g a b a n a los dados y P ärvati hacía tram pas. Entonces P ärvati reía, con u n trin o que escondía una fu ria sem ejante y opuesta.

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C uando S iva b o rra b a el m undo, flu ía n en él todas las co m b i­ naciones de la existencia, s in necesidad de e x is tir. La m ente y el e x te rio r no eran entidades separadas; ta l vez n i siq u ie ra eran en­ tidades. A l penetrarse p e rd ía n to d a aridez. E l flu jo era ú n ic o . Lo h o rre n d o y lo delicado a flo ra b a n co njunta m e nte, em parejados e in d ife re n te s com o parientes rem otos. Después se despedían. In ­ m ediatam en te o tra cosa ocupaba su s itio . U na m ig ra c ió n in ce ­ sante. Todas las form as, todas las fuerzas fo rm a b a n el rebaño de Siva. P or eso lo lla m a b a n P asupati, S eñor de los Rebaños.

«Para S iva el exceso es la n o rm a lid a d . Perenne la tu rb u le n ­ cia. E n n in g u n o de sus estados la tra n q u ilid a d del m u ndo está garantizada», pensaban los tre in ta y tres dioses, perplejos. Si Siva p ra c tic a el tapas e ig n o ra la tie rra , la cre a ció n se vuelve opaca, p ie rd e fra g a n cia , com o u na m u je r que se viste para un am ante que no la m ira . S i se dedica a l juego del p la c e r ju n to a la D iosa o a u na m u je r, éste d u ra meses o años, y ese co n ta cto p e r­ m anente, exasperado, ese roce inagota ble de los cuerpos se tra n s m ite a l m u ndo com o u na fie b re y am enaza con abrasarlo. P or eso los dioses pensaron que, c u a lq u ie ra que fu e ra la fo rm a en que S iva se estuviera m anifestand o, en a lg ú n m om ento ha­ bía que d is tra e rlo , m olestarlo, in te rru m p irlo , para que la vid a p u ­ d iera seguir su curso, p o r m ás m ediocre que fu e ra . Sabían que Siva es aquel que lle va en sí e l d e s e q u ilib rio , y que sólo u na m í­ n im a p a rte de sus sacudidas p o d ía n ser a sim iladas p o r el m u n ­ do, que p o r o tra p a rte no v ib ra ría s in él. E l ú n ic o e q u ilib rio p o ­ sib le sería u na sum a de d e se q u ilib rio s, todos ellos orig in a d o s p o r Siva.

C uando la S erpiente y la T o rtu g a sobre las que se apoya la tie rra em pezaron a te m b la r, los dioses v o lv ie ro n a re u n irse , a ira ­ dos y a flig id o s . «Esos dos sólo piensan en los dados y en el co ito . P odríam os c o n v e rtirlo s en esclavos de T áraka y n i s iq u ie ra re ­ p a ra ría n en e llo . E l m undo se ha rá añicos bajo nuestros pies an­ tes de que podam os dam os cuenta», d ijo u no de lo s T re in ta y tres. «Debemos p e d ir consejo a V isn u una vez m ás», d ecidieron . 126

Esta vez, V isn u no ten ía la in te n c ió n de tra n q u iliz a rlo s . « Siva podría apla za r d u ra n te u n eón entero el m om ento de v e rte r el semen», d ijo , pensativo. Pasó a ser el guía en la ru ta hacia el m onte K ailäsa. Avanzaban p o r el cam ino, en el va lle de los d io ses, com o u na caravana de horm ig a s. F ina lm e n te a d v irtie ro n la brisa del locus am oenus en el que se encontraba Siva. N o se d ig ­ naron m ira r n i u na sola vez alguno de sus encantos. A l deja r atrás el bosque se to p a ro n de p ro n to con los Gana de Siva. A lg u ­ nos dorm ía n , o tro s jug a b a n a los dados. «¿Dónde está Siva? Res­ ponded, que la angustia nos oprim e.» «No hay m ucho que con­ ta r. U n día ya le ja n o Siva se encerró en las habita cio n e s de P árvatl. Jam ás v o lv ió a s a lir. N o sabem os lo que hace. Desde en­ tonces no hacem os m ás que perm anecer aquí, bostezando», d ijo uno de los Gana. Los dioses d ie ro n unos pasos m ás, cautelosos, hasta alca n za r lo que el to ro N a n d in lla m a b a el P abellón N oc­ tu rn o : una encantadora, in fa n til y taraceada c o n s tru c c ió n p o li­ gonal de colum nas sutile s, cuya te rra za era el lu g a r donde Siva y P árvatl se dedicaban a la astro n o m ía y a l placer. V isn u , que en­ cabezaba el grupo, fue q u ie n osó lla m a r a la p u e rta del pabellón. Su voz re s u ltó excesivam ente aguda y nerviosa: «N uestro supre­ m o Señor, ¿qué haces ahí dentro? A cudim os a t i en busca de re ­ fugio, p o rque T áraka nos ha vejado. Ayúdanos.» Tras la voz de V isnu se oía u n m u rm u llo de alabanzas y celebraciones. N o ha­ bía u n solo dios que no m urm urase algo.

E l golpea r a la p u e rta , las m ú ltip le s voces, las estridentes pa­ labras de V isnu: to d o e n tró en la m ente de Siva com o la a s tilla de un m in e ra l del que conocía perfectam en te la com posición. «O tra vez el m undo», pensó con desasosiego, m ie n tra s cam bia­ ba lentam ente el ángulo con el que penetraba en P árvatl. E l c o i­ to duraba ya varias décadas. A l p rin c ip io había sido v io le n to (acababan de d is c u tir porque P á rva tl hacía tram pas ju g a n d o a los dados), después había sido com o u n flu ir , después to d o se había d is u e lto com o cenizas en el agua, y el agua te m blaba ape­ nas, com o s i tuviese fie b re ; y de repente Siva re co rd ó u n día en que se le había aparecido P árvatl, aquella n iñ a teóloga, fu lg u ­ rante, circunspecta, im pecablem ente vestida de corteza, la c in 127

tu ra ceñida p o r u n c in tu ró n de hojas, y le había d ich o , en tono casi a ira d o : «¿Cómo puedes no reconocer a tu p ra k rti, a la que estás enlazada? ¿Cómo p o d ría re s p ira r tu m ente s in devo ra r su sustancia, que soy yo?» S iva había reído, y después in te n ta ro n tocarse sólo con los dientes. D u ra n te años Siva se había im p re g ­ nado de aquella sustancia invasora, a rdiente, que lo lle n a b a p o r dentro. Pero ahora, pensó Siva, se sentía regresar a u n estado no m uy d is tin to de aquel en que se m antenía com o una co lu m n a in ­ m ó v il en m edio del agua, cerrándose al m undo e x te rio r. S in em ­ bargo sentía p o r m om entos la n o sta lg ia de ese m undo. O bservar nuevam ente el cie lo y a rro ja r flechas, o vagar p o r el bosque con sus anim ales o a c u d ir a los m ercados com o m a la b a rista o b a ila ­ rín , fundiéndose en la m u ltitu d . ¿Cuándo se re p e tiría n esas co­ sas? E ra u n in d ic io de que Siva estaba a p u n to de alejarse. Sólo lo retenía el hecho de que P á rva tl estaba todavía sum ergida en el placer. Y ahora había adem ás aque lla ja ra n a de los dioses. Siva a n uló de in m e d ia to la p ro fu n d a irrita c ió n de que acababa de ser presa. Se leva n tó de la cam a, a b rió la p u e rta , v io las caras de los dioses co ntraídas p o r el m iedo y la cu rio sid a d , aquellos ojos que no se a tre vía n a m ira rlo y en cam b io aprovechaban pa ra escu­ d riñ a r sobre sus hom bros, a la penum bra, donde esperaban ver a P árvatl. Esa rid ic u la escena lo d is tra jo d u ra n te u na m ín im a fra c c ió n de tie m p o , pero in m e d ia ta m e n te Siva se d io cuenta de que de su m ie m b ro se derram aba e l semen. A gni, fu lm ín e o , saltó hacia adelante y a b rió la boca p a ra re c ib irlo . Siva se recom puso y, esbozando su iró n ic a sonrisa, d ijo : «Con que esto era lo que queríais...» A sus espaldas se ce rró lentam ente la p u e rta . F rente a los dioses, agolpados com o u na tu rb a de alum nos ineptos, apareció P árvatl, em papada en sudor, c u b ie rta p o r u n vestido fin o y arrugado . Em anaba fu ria de los ojos de la M adre del U n i­ verso. D ijo : «Os o d io y os m a ld ig o . Llevados p o r el m ie d o que os carcom e, habéis q u e rid o p riv a rm e a m í, a la M adre del U n iv e r­ so, de la fe lic id a d de p a rir com o c u a lq u ie r m u je r. Y o quedaré es­ té ril, pero ta m b ié n serán estériles vuestras m ujeres, que el de­ m o n io T áraka ha ra p ta d o y que espero sean vejadas p o r é l para que conozcan el p la ce r que vosotros no habéis sabido ofrecerles. S i ellas quedan estériles, todos los dioses quedarán estériles. Se acabó la época de estas asustadizas fa m ilia s celestes. Sois dem a128

siado num erosos, sois viejos y el m u n d o quiere o lvid a ro s lo an­ tes posible. A llí a rrib a , donde vivís, se extenderá el vacío y fa s c i­ nará a los hom bres aún m ás de lo que vosotros habéis sido capaz de fascin a rlo s. S ólo Siva perm anecerá in m ó v il, obstin a d o , in ta c ­ to, com o siem pre ha estado. Os desprecio.» P á rva ti ce rró la puerta. S in p ro n u n c ia r una pa la b ra , avergonzados, los dioses re ­ tro ce d ie ro n y se re tira ro n . Después se los v io b a ja r p o r la pen­ diente. E n una c a m illa tra n sp o rta b a n a A gni, que se re to rc ía de d o lo r porque en su garganta a rd ía el sem en de Siva.

N acido-en-un-aguazal-de-cañas, Saravanodbhava: ése fue uno de los nom bres de Skanda, C h o rro , el m uchacho que debía salvar el m undo. Fuego quem ado p o r el fuego, a gitado y co n vu l­ so, A gni había escupido el sem en de S iva en un a ensenada del Ganga Agua q u ie ta b a jo la c la rid a d lu n a r. Las Pléyades, las K rttiká que v ig ila n desde la a ltu ra , d iv is a ro n la escena. Después una lu m in isce n cia sobre el agua las a tra jo irre s is tib le m e n te . A rd ía n en deseos de conocer la tie rra , tra s haber conversado tantas ve­ ces con m a rin e ro s que les pedían ayuda para e n c o n tra r su ru ta . A ru n d h a tl fue la ú n ic a que no se m o vió , rig u ro s a com o siem pre, reacia a to c a r el m undo. P or la noche, u n c o rte jo de seis m ucha­ chas bajó desde el cie lo . Se disp e rsa ro n entre las cañas, com o es­ condiéndose detrás de biom bos. E l sem en de Siva penetraba en los poros de sus cuerpos oscilantes. P erm anecieron a llí para n u ­ trirs e de él, com o seis guardianes de u n ú n ic o v ie n tre . E l busto blanco de las herm anas enlazadas em ergía del agua m ie n tra s parían todas ju n ta s . R einaba u n s ile n c io p ro fu n d o , aunque no faltaban espectadores. E scondidos en tre los zarzales de la o rilla , im pacientes p o r conocer al n iñ o d e l que dependía su s u p e rvi­ vencia, los dioses no apartaba n la m ira d a de aquel charco lu m i­ noso. Las cañas zum baban con la p rim e ra brisa. V ie ro n alzarse num erosas m anos que a ca ricia b a n a u n n iñ o ju s to encim a del agua. P á rva tl estaba lejos, sola, am parada en la som bra, m elan­ cólica, lú g u b re . De p ro n to s in tió que de sus pechos flu ía leche. A l m ism o tie m p o una puntad a m ás d o lorosa que c u a lq u ie r p a r­ to, porque s ig n ific a b a ju sta m e n te que jam ás p a riría . Esa leche era una b u rla . S in em bargo, c o n firm a b a que Skanda era su h ijo , 129

aunque su v ie n tre no lo h u b ie ra acogido. «Tu carne está hecha de m i tapas y de m i placer, existes porque Siva m e ha tocado», m u rm u ró P ärvatI a l h ijo lejano. Skanda reía ya entre las cañas y el lodo. Seis m ujeres le o fre cía n el pecho. M ás que nodrizas, pa­ recían com pañeras de juegos. Las seis bocas del n iñ o d iv in o se d isp u sie ro n a sorber la leche de las Pléyades.

N unca el m u ndo gozó de ta n ta tra n q u ilid a d com o d u ra n te la in fa n c ia de Skanda y G an esa. E l n iñ o con la cabeza de elefante y el de seis cabezas ju g a b a n s in p a ra r a lre d e d o r de Siva y PärvatI, que ya no se dedicaban a sus devaneos am orosos, hablab an poco y d u ra n te horas perm anecían sentados sobre u n peñasco plano, rodeados de telas de colores suaves. E l to ro N a n d in , acostado en la tie rra , m ira b a a l vacío. Ganesa se d iv e rtía enroscando serpien­ tes a lre d e d o r de la cabeza de Siva. P ärvatI, absorta, con los m is­ m os m o vim ie n to s con que m ucho tie m p o atrás, en su palacio, solía h ila r perlas, h ila b a ahora pequeñas calaveras en la g u irn a l­ da de Siva. Skanda la ayudaba, cogiendo u n extrem o del h ilo . A l­ rededor de ellos d o rm ía n en s ile n c io los anim ales: u n pavo real, una ra ta , u n león. P or una vez, en el m undo casi nada sucedía. N o se p e rc ib ía e l te m b lo r em anado p o r el c o ito de Siva y PärvatI. La am enaza de T äraka de s a c u d ir los cim ie n to s de la tie rra había p e rd id o vig encia. Skanda lo había d e rro ta d o rápidam en te, con la m ism a fa c ilid a d que a u n insecto. H asta los dioses descansa­ ban al fin .

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V II

Clavados en el año com o cuñas estaban los tres días fin a le s de la asvamedha, el « s a c rific io del caballo», que es el re y de los sa crificio s: q u ie n lo celebra se co n vie rte en rey entre los reyes y obtiene to d o cu a n to desea. Las cerem onias dura b a n sólo tres días, pero to d o el año convergía h a cia aquel fra g m e n to de tie m ­ po. D urante to d o el año se advertía una te n sió n escondida, d u ­ rante todo el año algo pasaba que preparaba aquellos días, com o si la fu n c ió n ú ltim a de to d o el año fu e ra la de converger hacia esos tres días. Después venía u n año entero ocupado p o r otras cerem onias, com o p a ra d is o lv e r las consecuencias.

Para ser soberano de toda la tie rra basta considerarse sobera­ no de toda la tie rra , basta con ce le b ra r e l r ito de aquel que es sobe­ rano de to d a la tie rra : el s a c rific io d e l caballo. Lo re a l (la so­ beranía sobre to d a la tie rra ) re s u lta secundario y d erivado con respecto a lo m e n ta l, y con respecto a l r ito re su lta n te de lo m ental.

E l lu g a r del s a c rific io era u n te rre n o re g u la r y acotado, p la ­ no, con una lig e ra pendiente h acia el este. Desde sus lím ite s o rientales no debía avistarse o tro te rre n o p a recido en n in g ú n as­ pecto que p u d ie ra co n ve rtirse ta m b ié n en lu g a r de s a c rific io . En cam bio, en esa d ire c c ió n debía haber agua, una extensión perm anente de agua. P or lo general un a laguna. E l lu g a r era ante todo u n espacio vacío, u n cla ro . S in n in g u n a c a ra cte rística 133

en p a rtic u la r. S ólo debía c u m p lir esa c o n d ic ió n esencial: que no h u b ie ra o tro espacio, asim ism o com ún y s in n in g u n a caracterís­ tic a en p a rtic u la r, en las in m e d ia cio n e s. Porque a llí, u n día, h u ­ b ie ra p o d id o irru m p ir la som bra del riv a l. P or eso era necesario que se a d virtie se la presencia del agua.

Antes del s a c rific io del ca ballo hay u n espacio vacío. Después del s a c rific io del ca b allo hay u n espacio vacío, con a lg ú n residuo de cenizas y m uchas huellas superpuestas. A lgunos de los u te n si­ lio s indispensables para el s a c rific io eran fo rja d o s d u ra n te el sa­ c rific io , com o la va sija m ahavlra. F o rja rlo s fo rm a b a p a rte del sa­ c rific io . Después, al fin a l del s a c rific io , estos m ism os u te n s ilio s eran e lim in a d o s. T am bién esta e lim in a c ió n fo rm a b a p a rte del s a c rific io . Se d iría que la p re o cu p a ció n p rim o rd ia l de lo s o fic ia n ­ tes era la de p a rtir de cero y re to m a r a cero. C o n s tru ir tod o , no aceptar nada preparad o de antem ano, nada preexistente. Des­ pués, d e s tm irlo tod o , no d e ja r ra s tro , com o s i aque llo que era elaborado d u ra n te el s a c rific io tuviese la m ism a n a tu ra le za del tie m p o , que se im p o n e sobre to d o y no se deja h e rir p o r nada.

Todo com ienza, todo te rm in a con e l o jo , en el o jo . A l p rin c i­ p io P ra jä p a ti v io el s a c rific io del caba llo . Lo v io com o se ve a un a n im a l que pasa p o r delante. Pero ¿qué era el caballo? E l o jo de P ra jä p a ti. E sto es lo que sucedió: P ra jä p a ti m ira b a y deseaba, en el va­ cío. Su o jo iz q u ie rd o com enzó a h incharse (asvayat). Su o jo iz ­ q u ie rd o cayó al suelo. P ra jä p a ti m iró su o jo hin ch a d o , separado de él, caído en el p olvo, y v io que era el ca b a llo (asva). Pensó en­ tonces que, ante tod o , debía v o lv e r a com pletarse, re cu p e ra r el ojo. E n ese m om ento v io e l s a c rific io , v io a l ca b a llo b la n co con m anchas negras que pasaba, con las crines a l v ie n to . Supo que lo m a ta ría , que h e riría la cam e del ca b allo en su fla n c o iz q u ie r­ do p a ra que su o jo iz q u ie rd o v o lv ie ra a su ó rb ita , a l lu g a r donde estaba al p rin c ip io . A unque quedaría el ra s tro casi im p e rc e p ti­ b le de una sutu ra . Esa c ic a triz sería la señal del s a c rific io , de la v id a que pasa. 134

: A gni, el p rim o g é n ito , acababa de h u ir. Los o tro s dioses se apiñaban en to m o a P ra jä p a ti: «¡Seguidle! ¡Debe vo lve r! A gni sólo se revelará fre n te a su padre», decían. P ra jä p a ti, entonces, se v o lv ió u n ca b a llo blanco. D u ra n te la rg o tie m p o vagó s in ru m ­ bo alguno, en todas las direcciones. M ie n tra s bebía en u na la g u ­ na, v io u na h o ja de lo to sobre la que v ib ra b a una lla m a . Levantó el hocico pa ra m ira rla . S in tió que el fuego le desollaba la boca. T am bién los ojos h abían sido heridos p o r la lla m a . A g n i se a cor­ dó de que había h e rid o a su padre. M ie n tra s ard ía b a jo el h o cico noble y grave del ca b a llo d ijo : «Padre, te concedo u na gracia, p í­ dem ela.» P ra jä p a ti d ijo : «Q uien vaya en tu busca b a jo la fo rm a de un ca ballo b la n co te encontrará.» Desde entonces los caballos blancos tie n e n la boca ro ja , com o desollada, y los ojos débiles. Ésos son los ra stro s dejados p o r aquella h e rid a , que es el c o n o c i­ m iento.

Se hacían largos p re p a ra tivo s p a ra el s a c rific io del caballo. Los artesanos debían fo rja r los in stru m e n to s. T alaban v e in tiú n árboles p a ra hacer o tro s ta n to s postes, a los que serían atadas las víctim as. H acían fa lta adem ás tre in ta y seis cucharas de m ango la rg o . C uatro carros de cu a tro m edas. P reparaban cua­ tro tocados con botones de p la ta pa ra la esposa del re y -s a c rifi­ cante. C ocían los la d rillo s para el a lta r del fuego. F o rja b a n dos­ cientos cuarenta y dos cu ch illo s . T rescientos tre in ta y tres agujas de oro , otras tantas de p la ta , otras tantas de bronce. T am ­ bién un vaso donde debería cocerse la sangre del caballo. Reca­ m aban de o ro tres alm ohadones. R eunían centenares de a n im a ­ les, de todos los países. «Los anim ales dom ésticos los tie n e n en las aldeas; los anim ales del bosque en u n bosque; los anim ales de la m ontaña en u n a m ontaña; los anim ales del río en los ríos; los pájaros en las ja u la s; los re p tile s en las vasijas.»

Así sucedía en el tie m p o de los Veda: objetos num erosos y viejos; u n vasto espacio, vacío en gra n pa rte , con h ilo s in v is ib le s , 135

1 vib ra n te s, entre u n fuego y el o tro , entre una cabaña y la otra. Así seguía sucediendo m ucho tie m p o después, en el u m b ra l del kaliyuga, cuando Y u d h is th ira , a l fin a l de la g uerra sanguina­ ria que lo e n fre n tó a sus p rim o s y que el M ahäbhärata re g istra , quiso ce le b ra r el s a c rific io del ca ballo para e xp ia r su culpa: los elem entos eran los m ism os, según las reglas antiguas. Pero los v e in tiú n postes para a ta r a las víctim a s eran entonces d o ra ­ dos. E n to m o a l lu g a r del s a c rific io se había co n s tm id o , a toda p risa , una vasta ciu d a d pa ra hospedar a lo s reyes que a c u d iría n , y a sus séquitos; pa ra acoger a los anim ales de todas las especies; para hospedar a los ascetas, que descendían de las m ontañas para a s is tir a la cerem onia. «La entera Is la de Jam bu y sus m u y d iv e r­ sos pueblos se re u n ió pa ra el s a c rific io del rey.» Fue el m a yo r ba­ za r que se haya v is to jam ás. N unca se v ie ro n ju n ta s tantas joyas y ta n ta v a jilla en u n espacio de esas dim ensiones. « A llí nadie es­ taba tris te , nadie era pobre, nadie tenía ham bre, nadie era in fe ­ liz , nadie carecía de re fin a m ie n to .»

N o era ra ro que el p rin c ip io del r ito pasara in a d v e rtid o . Se veían cu a tro sacerdotes recostados. U no de ellos, el adhvaryu, preparaba u n pastel de a rro z h e rv id o y lo re p a rtía entre los otros. U n acto irre le va n te , n o rm a l, c o tid ia n o . S in em bargo, era el verdadero p rin c ip io . Esa pasta bla n ca era el sem en. Ese se­ m en era el deseo. Para que algo dé com ienzo, debe fo rm a rse el deseo com o una sustancia que se expande, que irra d ia . A quel pastel bla n co de a rro z, o ta m b ié n las cu a tro piezas de o ro b r i­ lla n te que el re y -s a c rific a n te re p a rtía entre los sacerdotes m ie n ­ tra s com ían de su cuenco. «Porque el pastel de a rro z es sem en y el o ro es semen.»

E l adhvaryu, sacerdote que debía c u m p lir u n gran n ú m e ro de gestos, aquel cuyo con ta cto con el s a c rific io era ta n estrecho que salía de él algo cham uscado, m ira b a a los ojos a l re y-s a c rific a n te y le decía: «Retén la voz.» ¿Por qué? «Porque el s a c rific io es voz (väc) .» E sto era lo que se oía. E ra la señal d e fin itiv a de que ib a n adentrándose en e l s a c rific io . 136

P or la noche, en la cabaña de los fuegos, se celebraba la agn ih o tra ; v e rtía n sobre el fuego leche fresca m ezclada con agua. C alentaban la leche sobre el fuego gärhapatya y la v e rtía n sobre el fuego ahavanlya. Esos dos fuegos eran los polos de to d a te n ­ sión ritu a l. Todo lo que acontecía era u n pasaje entre el u n o y el otro.

E l c o rte jo de las m ujeres llegaba desde el sur. S ilenciosas, ab­ sortas, avanzaban en cu a tro fila s . A la cabeza ib a n las cu a tro m ujeres del re y-sa crifica n te , con lujosos tocados, los tu p id o s ca­ bellos sem brados de botones de p la ta . La m ahisi, la p rim e ra es­ posa, la consagrada; la vävätä, la fa v o rita ; la p a riv rk tä , la aban­ donada; la pälägali, de casta in fe rio r. Cada una ib a seguida de cien m uchachas: cie n princesas para la m ahisi; cie n nobles para la vävätä; cien h ija s de escuderos pa ra la p a riv rk tä ; cie n h ija s de fu n c io n a rio s para la pälägali.

E n el in te rio r de la cabaña se fo rm a b a u n c o rro del que p a r­ tic ip a b a n las m ujeres. Tras v e rte r la leche, el re y -s a c rific a n te se tendía, desnudo, entre los m uslos de la fa v o rita , ta m b ié n des­ nuda. Así se quedaba, in m ó v il, d u ra n te to d a la noche. E n aquel contacto perm anente no cesaría de desearla, pero s in poseerla. D ejaba elaborarse en sí el tapas; sabía que te n d ría necesidad de aquel a rd o r austero d u ra n te to d o u n año, m ie n tra s durase el s a c rific io . D etrás de él, en orden, se acostaban las otras m u ­ jeres.

¿Por qué debía ser así aquella noche, e ró tic a e in m ó v il? E ra «una fo rm a del estado de v ig ilia » . E ra esencial la v ig ilia . E ra esencial que d u ra n te to d a la noche in ic ia l del r ito el re y -s a c rifi­ cante velase. Sus am igos lo rodeaban, con el fin de m an te n e rlo despierto. Pero la v ig ilia co nsistía sobre to d o en aquel contacto incesante con el cuerpo de la fa v o rita . 137

A l s a lir el sol, que después sería e l caballo, lo saludaban con las v e in tiu n a fó rm u la s que te n ía n preparadas: las p rim e ra s seis se re fe ría n a l ve r («¡Loa a q u ie n co n tem pla con a tención !»), dos al o ír, otras seis a l ser y a l no ser, una m ás a l ver, o tra m ás a l o ír y cin co a la m ente («¡Loa a l brahm anl ¡Loa al tapas! ¡Loa a la q u ie tu d !» ). Cada hom enaje era u n fra g m e n to , una a rtic u la c ió n m u sical. E n el o rig e n de toda co m p o sició n está la sucesión de estas fó rm u la s.

Antes de d a r in ic io al s a c rific io del caballo, el re y-sa crifica n te delega el poder en u n sacerdote, el adhvaryu. «E l adhvaryu es re y m ie n tra s d u ra el s a c rific io .» Pero el s a c rific io d u ra u n año. Y el año es el tod o . De esta fo rm a , el re y se aparta de la fu n c ió n re a l d u ra n te to d o el tie m p o que d u ra la ce le bración del s a c rific io , gracias al cu a l él es rey. Ese tie m p o es to d o el tie m p o d isp o n ib le . G racias a l asvamedha se o btiene la c o n d ic ió n de soberano; pero, si no se posee la c o n d ic ió n de soberano, se es «expulsado» del sa­ c rific io del caballo. Éste es el c írc u lo vicio so de la c o n d ic ió n de soberano. T a l c o n d ic ió n se fu n d a siem pre en este c írc u lo vicio so .

A lcanzado este p u n to , el adhvaryu rodeaba con una cuerda el cu e llo del ca ballo. E ra el in ic io de la a cción s a c rific ia l. L o ante­ r io r había sido u n e je rc ic io , un a p re p a ra ció n y p u rific a c ió n , una p re d isp o sició n m ental. A hora llegaba el tu m o del p u ro gesto. E l gesto es el vín c u lo . E l p rim e r gesto era u na cuerda pasada a lre ­ dedor del cu e llo del caballo, m ie n tra s el adhvaryu decía al a n i­ m al: «Tú eres aquel que abarca, eres el m undo; eres una guía, un p ro te cto r.» Pero ¿cóm o podía aquella m ísera cuerda envolver a aque llo que envuelve, que abarca al m undo? S in em bargo, así sucedía.

V enía a c o n tin u a c ió n el m om ento m ás feroz. Con la cuerda al cu e llo , el ca ballo y u n p e rro negro («de cu a tro ojos», decían; 138

pero era sim plem ente u n p e rro negro con dos m anchas blancas encim a de los ojos) eran em pujados h acia la laguna que estaba ju n to a l te rre n o del s a c rific io . Ib a n precedidos y seguidos p o r parientes del re y -s a c rific a n te , p o r el h ijo de u na p ro s titu ta y por u n sacerdote. E l p e rro entraba en el agua. E l ca b allo entraba en el agua. C uando el p e rro ya no hacía p ie y em pezaba a a g ita r las patas afanosam ente, el adhvaryu decía: «M ata», y el h ijo de la p ro s titu ta golpeaba a la bestia con una m aza de m adera. P or lo general, la m aza era de m adera de sidhraka, pero en cu a lq u ie r caso el d e ta lle decisivo era que el nom bre de la m adera co n tu vie ­ ra la sílaba ka. D u ra n te u n in sta n te , la cabeza del p e rro hacía es­ fuerzos p o r em erger del agua. E ntonces era golpeada nueva­ m ente. Después el cuerpo in e rte del a n im a l era echado entre las piernas del ca b allo del sacerdote, q u ie n a l m ism o tie m p o decía: «¡Fuera e l m o rta l! ¡Fuera el perro!» ¿Por qué e l a le ja m ie n to de lo m o rta l debía ser ta n cruel?, se pregunta ban m ie n tra s el p e rro ya m uerto, flo ta n d o en el agua, era a rra stra d o h a cia e l sur. U n año entero, u n c ic lo de nobles gestas y altas fó rm u la s se po n ía en m archa con aquel gesto v il.

A l gesto m ás v il seguía el m ás noble. D urante u n breve lapso de tie m p o el cu e llo del ca b allo del s a c rific io había estado rodea­ do con la cuerda. A h o ra se la q u ita b a n y dejaban que el ca b allo errase lib re m e n te , a su a n to jo . S in em bargo, antes de lib e ra rlo , el adhvaryu y el re y-sa c rific a n te se acercaban a l ca ballo y le m u r­ m uraban algunas fó rm u la s . Le e xplicaba n a l ca ballo q u ié n era y qué era lo que le e xhortaba n a hacer. «Sigue la senda de los A d itya», la senda del cie lo : ésa era la recom enda ción p rin c ip a l. E sta­ ban ya re u n id o s a llí los cu a tro cie n to s guardianes arm ados del caballo, que lo esco lta ría n adonde q u isie ra ir en su e rra n cia , que lo defenderían, in c lu s o hasta m a ta r a q u ie n o b sta cu liza ra su m archa, y que c u id a ría n que el ca b allo no se aparease con n in ­ guna yegua n i se sum ergiese en el agua. E sto duraba casi u n año. E l ca b a llo no debía re tro ce d e r jam ás. Com o e l sol, si re tro ­ cediera «todo sería d e struido» . Su lib re vagabundeo, cada vez más lejano del lu g a r del s a c rific io , no debía ser in te rru m p id o p o r nada. De esta fo rm a se m antenía la «continu idad» (sa m ta ti). 139

E l ca b a llo pisaba siem pre nuevos te rrito rio s , y el h ilo de su reco­ rrid o se v o lv ía cada vez m ás la rg o y enm arañado, m ie n tra s en el lu g a r del s a c rific io el adhvaryu re p e tía día a día las fó rm u la s que d icen la «form a» (rüpa) del ca ballo, en ta n to su pensam iento y el de los o tro s o fic ia n te s perm anecía fijo en el ca b a llo in v is ib le y erra n te . Esa incesante re p e tic ió n de las fó rm u la s p ro te g ía la c o n tin u id a d de aquel h ilo que los m antenía en con ta cto con el caballo.

La to ta lid a d de las tie rra s que el ca b allo pisaba en su e rra r eran a d q u irid a s p o r el re y -s a c rific a n te . Q uien veía a l ca b a llo sa­ bía que desde ese día sería s ú b d ito de u n nuevo rey. N o se con­ q u ista con la guerra, p orque la con q u ista es la c a rre ra desenfre­ nada del caballo. La g uerra sólo acontece s i u n p rín c ip e in te n ta detener la ca rre ra del caballo. E n ese caso, el re y-sa crifica n te debe in te rru m p ir el s a c rific io y d e cla ra r la guerra a ese p rín cip e . La g u e rra es u n in c id e n te que in te rru m p e u n rito .

L ib e rta d es la e rra n cia del caballo. T odo lo dem ás es o b lig a ­ c ió n y precepto. La lib e rta d sólo se m a n ifie s ta d e n tro del m arco establecido p o r el vín cu lo . A l p rin c ip io , el ca b allo tie n e dos cuer­ das al cu e llo , que después son desatadas. N o a l revés.

M ie n tra s vaga, el ca b allo del s a c rific io es com o el jo ve n S idd h ä rth a en el ja rd ín del p a la cio p aterno. T am bién él escoltado, ta m b ié n él guiado ocultam ente p a ra que no se tope con de te r­ m in a d a cosa. Para que no se encuentre con un a yegua o con agua, en el caso del caballo; en el del B uddha, pa ra que no se tope con la vejez, la enferm edad o la m uerte. S in em bargo, am ­ bos se e n co n tra rá n con aque llo que no debían encontrarse. E l caballo, al v o lv e r a l lu g a r del s a c rific io ; en u n rin c ó n del ja rd ín , p o r casualidad, S iddhärth a. E l B uddha es Tathágata, «aquel que ha venido así». E l caballo, en cam bio, es «aquel que ha sido con­ ducido» (es d e cir, llevado a l poste del s a c rific io ). E n esos dos verbos («venido», «conducido») ra d ic a su d ife re n c ia . U no sale 140

de la espesura, com o u n p e re g rin o cu a lq u ie ra ; p o r eso el B u d ­ dha co rre el riesgo de no ser re co n o cid o cuando reaparece ante sus com pañeros. T am bién el ca b a llo reaparece desde la espesu­ ra y vuelve a encontrarse en el lu g a r del s a c rific io , del que había p a rtid o , com o si h u b ie ra regresado p o r casualidad, pero detrás de él la escolta lo ha guiado im p e rce p tib le m e n te en su e rrancia. T anto las huellas de B u d d h a com o las del ca b a llo son bende­ cidas.

A cada b ra h m á n que encontrábam os cuando vagábam os p o r el bosque, las aldeas y las praderas, le preguntábam os: «B rah­ m án, ¿qué sabes del s a c rific io del caballo?» S i el bra h m á n no acertaba a co n te sta r ráp id a m e n te lo despojábam os de todo. Ya que «aquel que, siendo u n brahm án, lo ig n o ra to d o acerca del s a c rific io del ca ballo, entonces no sabe nada de nada, y p o r lo ta n to no es u n b ra h m á n y está expuesto a ser despojado de todo». A cada u no que encontrábam os lo in te rro g á b a m o s: «¿Qué sucede d u ra n te el s a c rific io del caballo?» S i no acertaba a responder, saqueábam os y confiscábam os todas sus pertenen­ cias. V íc tim a de la redada es aquel que no sabe. De esta fo rm a , q u isie ro n fu n d a r la co n q u ista sobre el c o n o cim ie n to . Para todos los pueblos vecinos y para todos los que v in ie ro n después v a lió siem pre la reg la inversa: q u is ie ro n fu n d a r el co n o cim ie n to sobre la conquista.

M ie n tra s el ca b allo erraba p o r tie rra s ignotas, el re y -s a c rifi­ cante y los sacerdotes perm anecían sentados a lre d e d o r del a lta r, en alm ohadones recam ados de oro. E ntonces el h o tr em pezaba con sus rela to s. C ontaba h is to ria s acerca de los reyes antiguos, h is to ria s ejem plares que el nuevo re y -s a c rific a n te estaba lla m a ­ do a re v iv ir. E ra n h is to ria s cíclicas, que co n tin u a m e n te reco­ m enzaban y abarcaban el año entero. T re in ta y seis veces, en c i­ clos de diez días. De a llí que las llam asen p ä rip la va , la h is to ria que siem pre recom ienza (pariplavate).

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D ejam os c o rre r la fantasía acerca de cóm o serían aquellos p ä rip la va , aquellos cuentos sobre la gesta de dioses y soberanos que se re cita b a n s in pausa d u ra n te doce meses, a la espera del regreso del caballo. Podem os plausib le m e n te supone r que eran los m odelos m ás rem otos de lo que u n día se p la sm a ría en el M ahäbhärata. N ada de aque llo ha sobrevivido. S i sabem os algo de esas h is to ria s es p o r una vía in d ire c ta : a través de los him nos del R g Veda que hacen re fe re n cia a ellas m ediante alusiones, enigm as y fragm entos deslum brantes. Las conocem os a través de las especulaciones de los ritu a lis ta s , que sólo usan fragm en­ tos de las h is to ria s , ta n sólo aquel d e talle p a rtic u la r que pueda s e rv ir al pensam iento que están desa rro lla n d o , ya que el resto lo dan p o r sobreentendido. S in em bargo, no nos da la im p re s ió n de que aquellas h is to ria s nos h an sido escam oteadas, sino m ás b ie n de que ocupan u n lu g a r vacío y b ie n d e lim ita d o en el in te ­ r io r de u n m arco. Aunque, en este caso, el m arco sería el verda­ dero ce n tro del cuadro. E l m arco es la h is to ria de las h is to ria s : La N ovela del C aballo, que n a die ha n a rra d o , pe ro que se m a n i­ festaba en cada gesto, que cada gesto c o n trib u ía a su c u m p li­ m ie n to en el curso de u n año. Esa novela nunca n a rra d a no sólo e n cie rra en sí todas las h is to ria s , que sólo pueden s u rg ir en sus in te rv a lo s , sin o que adem ás es su a rtic u la c ió n secreta, com o si todas las v ic is itu d e s de los dioses y de los p rim e ro s soberanos fu e ra n en p rim e r lu g a r una consecuencia de aquella h is to ria m arco, que nadie cuenta, que todos, desde el re y -s a c rific a n te y los sacerdotes hasta el m ás h u m ild e de los p a rtic ip a n te s , con­ trib u y e n a evocar, a hacer que se cu m p la d e n tro del espacio del s a c rific io .

E l cuento se m anifestaba en la espera, en la la rg a espera del regreso del ca ballo. Ésa era la fo rm a de que no se in te rru m p ie ra la re la c ió n con el ca b allo erra n te . E l cuento vaga com o el caba­ llo . E l pensam iento secreto del ca b a llo es el cuento. ¿Qué era lo que contaba este p ä rip la va cada diez días d u ra n te to d o el tie m p o que duraba la ausencia del caballo? «Esta leyenda c íc lic a cuenta de todos los re in o s, todas las regiones, todos lo s Veda, todos los dioses, todos los seres.» 142

H abía dos vidas que tra n s c u rría n paralelas. La del caballo errante, seguido de su escolta de cua tro cie n to s guerreros, tu rb a im p re v is ib le y ru id o s a que atravesaba las aldeas com o u n to rb e ­ llin o y dejaba a tó n ito s a sus habitan tes. M ira b a n esa nube de polvo y decían: «Es el caballo del s a c rific io .»

En el lu g a r del s a c rific io tra n s c u rría la vid a de lo s sacerdotes y del re y-sa crifica n te . Su pensam iento estaba siem pre ocupado por el caballo. Su m a yo r te m o r: que el caballo se perdiese. Todo lo que hacían, los innu m e ra b le s pasos del c u lto que cu m p lía n , tenía com o fin m antener la te n s ió n del h ilo que los u n ía a l caba­ llo . Se los veía a veces v e rte r oblaciones sobre las huellas dejadas en el p o lvo p o r los cascos del caballo.

U n día el ca b a llo volvía. C om o si nunca se h u b ie ra alejado, los sacerdotes lo acogían con fa m ilia rid a d en la cabaña de m adera de los asvattha, que habían c o n s tru id o para el a n im a l d e n tro del espacio del s a c rific io . P erm anecería encerrado d u ra n te siete días, m ie n tra s, a lrededo r de la cabaña, los sacerdotes y el reys a c rific a n te se afanaban en las oblaciones. C uando el som a era colado, el re y -s a c rific a n te m u rm u ra b a : «Condúcem e del no ser al ser; de la oscu rid a d a la lu z ; de la m uerte a la in m o rta lid a d .»

Se acercaba la p a rte del s a c rific io cruento. Los sacerdotes abrían la p u e rta de la cabaña del ca b allo y lo hacían s a lir. E l ca­ b a llo avanzaba en p rim e r té rm in o . Los adhvaryu lo cogían p o r la cola. D etrás, en fila , seguían los o tro s sacerdotes, cada u no co g i­ do de una o rla del vestido del que lo precedía. ¿Por qué los sacer­ dotes seguían a l caballo? P orque el ca ballo conoce «el cam ino del cielo». E l caballo, adem ás, conoce algunos cantos m e jo r que los sacerdotes. P or eso el udgätr, el ca n to r, le cedía su puesto. E l cabal lo entonces se acercaba a l re c in to donde estaban escondi­ das las yeguas, y el re c in to se abría. A la vis ta de las yeguas, el ca143

b a llo re lin c h a b a fuertem ente en el s ile n c io . «E l ca b a llo dice h in y ese g rito es el udgitha.» E l udgítha es el canto que esperaba el udgätr. Es el canto que, a c o n tin u a c ió n , el udgätr debía im ita r del caballo.

E xiste u n p riv ile g io pa ra a q u e llo que sucede en los in te rv a ­ los, en los in te rs tic io s , en las lagunas. Es u n recuerdo de lo con­ tin u o . Así, no había solam ente v e in tiú n postes e quidista ntes, a los que serían atados las víctim a s. E staban adem ás las víctim a s atadas en lo s espacios en tre lo s postes, todas ellas anim ales sal­ vajes. Trece p o r cada espacio en tre postes. E n tre ellas había: tres gorrio n e s (para el V erano); tres ranas (para P arjanya); tres coco­ d rilo s (para V aruna); tres pavos reales (para los Asvin); tres á g u i­ las (para el A ño); tres topos (p a ra B h ü m i); tres ciervos (para los R u d ra ); tre s b ú fa lo s (para V a ru n a ); tre s elefantes (p a ra P rajápati); tres m o squitos (para la V is ta ); un a gacela leonada (para las Apsaras); u n puerco espín (para H rl, P udor); u na serpiente ne­ gra (para M rty u ); u n b ú h o (p a ra N ir r ti) ; u n ja b a lí (p a ra In d ra ); una gacela jaspeada (para los Visvedeváh, Todos lo s Dioses).

Los anim ales salvajes fo rm a b a n una c u a d rilla a lb o ro ta d a y v a rio p in ta . E ra d ifíc il m an te n e rla en paz. Se m ezclaban in e v ita ­ blem ente con las otras trescientas cuarenta y nueve víctim a s, los anim ales dom ésticos atados a lo s v e in tiú n postes. E ra a la vez u n c irc o y u n m atadero. C u a lquie ra h u b ie ra supuesto que la m ism a suerte esperaba a todos los anim ales. Pero no era así. O, a l m e­ nos, no lo era a p a rtir de u n d e te rm in a d o m om ento. Todas las víctim a s, salvajes y dom ésticas, eran untadas con espátulas y cu­ c h illo s diversos, según su n aturaleza . Para el ca b allo se usaba u n c u c h illo in c ru s ta d o en oro; pa ra las víctim a s atadas a l caballo, u n c u c h illo con ornam entos de cobre (e l ca b allo se ataba a l pos­ te c e n tra l, y doce víctim a s m enores eran atadas a su cuerpo y le im p e d ía n m overse); p a ra el resto de las víctim a s se usaban cu­ c h illo s ornados en h ie rro . D aba la im p re s ió n de que todos los anim ales se aprestaban a ser inm o la d o s. Se ten ía ple n a certeza de e llo cuando e l ägnidh em pezaba a c a m in a r a lre d e d o r de las 144

víctim as b la n d ie n d o u n tiz ó n . D ib u ja b a así u n c írc u lo de fuego que las in c lu ía a todas. Pero cuando ya parecía seguro que los doscientos sesenta anim ales salvajes ib a n a ser estrangulados (y va surgía la cu rio s id a d acerca de cóm o procedería n los o fic ia n ­ tes con los m osq u ito s), se constataba con estupor que los a n im a ­ les salvajes eran soltados u no a u n o y dejados en lib e rta d . ¿Por qué? R esponder a esta p re g u n ta es com o responder a todo» y, com o «el asvamedha es todo», in c lu y e ta m b ié n la respuesta a esta pregunta .

¿Qué h u b ie ra o c u rrid o si los anim ales salvajes hubiesen sido sacrificados? «De haber sido sa crifica d o s, poco después los a n i­ m ales salvajes h u b ie ra n a rra stra d o h acia el bosque al s a c rific a n ­ te m uerto, p o rque el bosque pertenece a los anim ales salvajes.» E l re y-sa crifica n te , p o r lo ta n to , salvaba la v id a a los anim ales salvajes com o una fo rm a de autodefensa. A l m ism o tie m p o , el re y-sa crifica n te recordaba que P ra já p a ti, cuando deseó alcan­ zar el m u ndo de los dioses, sólo lo co n sig u ió porque se enseño­ reó de los anim ales salvajes: «Con los anim ales dom ésticos to m ó posesión de este m undo, con lo s anim ales salvajes to m ó pose­ sión de aquel m u ndo [e l m u ndo de los dioses].» ¿Qué hacer, en­ tonces? S a c rific a r a los anim ales salvajes equivalía a u n s u ic id io . N o s a c rific a rlo s s ig n ific a b a vedarse el acceso al m u n d o de los dioses. Es c ie rto que quedaba a ún la posesión de «este m undo», que se consigue s a crifica n d o a los anim ales dom ésticos. ¿Pero a quién le im p o rta , después de to d o , este m undo? E l hom bre nace en la no-verdad, «este m undo» es ju sta m e n te el m u ndo de la no-verdad. E l s a c rific io es lo que nos p e rm ite ir m ás a llá de este m undo, acceder a la verdad. P o r eso, s i se re n u n c ia a l s a c rific io de los anim ales salvajes se com ete u na « vio la ció n del s a c rific io » . Sin em bargo, si se sa crific a n , se sabe que se acabará absorbido p o r el bosque, el s a c rific a n te m u e rto ju n to a las bestias s a c rific a ­ das. A q u í se aloja b a el peñasco in v is ib le de la c o n tra d ic c ió n . A quí se topaba co n tra una ro ca im p e n e tra b le . ¿Qué hacer? Los rilu a lis ta s , aquellos que im a g in a ro n el asvamedha ta l com o P ra­ jä p a ti lo había evocado, eran em inentes lógicos y m etafísicos. Sabían que la c o n tra d ic c ió n siem pre acecha de cerca al im p á v i145

do corazón del pensam iento. Sabían asim ism o que el pensa­ m ie n to no p o d ría causar n i u n rasguño a la c o n tra d ic c ió n . S in em bargo, había algo que po d ía a l m enos esquivar la c o n tra d ic ­ ción, p e rm itie n d o la existencia de algo p ro d ig io so : a y fe, su con­ tra rio y sim u ltá n e o . ¿A qué se referían? A l gesto. S i las víctim a s salvajes son dispuestas en los espacios in te rm e d io s entre los v e in tiú n postes a los que están atadas las víctim a s dom ésticas, si son untadas, s i p e rcib e n el frío co n ta cto del c u c h illo , si, en fin , el ägnldh da vueltas a su a lre d e d o r con u n tiz ó n a rd ie n te en la m ano, entonces en cierto sentido estas víctim a s son sacrificadas. Pero a l m ism o tie m p o son las víctim a s que no se s a c rific a n , p o r­ que o tro sacerdote, poco después, a flo ja sus ataduras y las deja en lib e rta d . De esta fo rm a , e l s a c rific a n te no sucum be, devorado p o r el bosque, n i se com ete tam poco una « v io la ció n del s a c rifi­ cio», cuyas consecuencias serían aún más graves. C uando se lle ­ ga a lo m ás p ro fu n d o aparece esa extraña p a rtíc u la , p o r la que los ritu a lis ta s tie n e n p a rtic u la r p re d ile c c ió n : iva , «en c ie rto sen­ tid o » . Se e n cuen tra n esas extrañas fig u ra s que «no son n i una cosa o fre c id a en s a c rific io n i u na cosa no o fre c id a en s a c rific io » . ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que el c o n o c im ie n to ú ltim o no pueda m anifestarse si no m ediante enigm as? ¿Y de que el enigm a, adem ás, sea ante to d o u n p re te xto p a ra generar otros enigm as? Los enigm as son lo que em ana del brahm an. Son lo que se in te rc a m b ia n los sacerdotes en el brahm odya, el diálogo que sostenían sentados en las partes opuestas del poste cen tra l, a p a rtir del cu a l se ubicaba n, s im é trico s y e quidista ntes, los otro s v e in te postes a los que se ataban las otras tre scie n to s tre in ­ ta y seis v íc tim a s dom ésticas d e l s a c rific io . E staban obligados a sostener u n d iá lo g o con fo rm e se acercaban a l núcle o insoslaya­ ble, irre d u c tib le de la cerem onia, de la h is to ria del caballo: la m uerte.

E l brahm odya, el d iá lo g o p o r enigm as que sostenían am ­ bos sacerdotes, sentados u n o al s u r y el o tro a l n o rte del poste s a c rific ia l, com enzaba poco después de la in m o la c ió n del ca­ b a llo : «¿Cuál fue el p rim e r pensam iento?», era la p rim e ra p re ­ gunta que el h o tr d irig ía a l brahm án. Después: «¿Quién era el 146

gran pájaro? ¿Q uién era la leonada? ¿Q uién era la obesa?» E l brahm án respondía s in la m ás m ín im a va cila ció n : «E l cie lo fue el p rim e r pensam iento. E l ca b a llo era e l gran p á ja ro . La noche era la leonada. La oveja era la obesa.» Pero el h o tr no se detenía ahí, seguía acosando al bra h m á n con preguntas, lo desafiaba: «Te p re g u n to cu á l es el borde de la tie rra . Te p re g u n to cu á l es el o m b lig o del m undo. Te p re g u n to cu á l es el sem en del sem en­ ta l. Te p re g u n to cuál es la sede suprem a de la palabra.» Y el brahm án contestaba, s in v a c ila r: «Al a lta r (vedi) se lo lla m a borde de la tie rra . A l s a c rific io se lo lla m a o m b lig o del m undo. A l som a se lo lla m a sem en del sem ental. E l brahm an es la sede suprem a de la palabra.» ¿Qué había sucedido? E l h o tr había fo rm u la d o enigm as. E l b ra h m á n los había resuelto. Pero ¿qué eran sus respuestas? E nigm as de u n grado m ás a lto . Eso basta­ ba para in d ic a r que las respuestas eran acertadas.

N o dejaban de pensar en los residuos, en la co m p le tu d , en la e ventua lidad de que algo se p e rd ie ra . V eían a l ca b a llo del sa­ c rific io en to d o su esplendor, u n ta d o , adornado, con h ie rb a en la boca, la b rid a a l cu e llo ; lo veían i r h acia los dioses, hacia la m uerte. Y se preguntaban: las cosas que le hem os dado - la b r i­ da, los paños, la h ie rb a - ta m b ié n van con él h acia los dioses. Pero ¿qué será de la carne del ca b a llo que se com an las m os­ cas? ¿Y de lo s fila m e n to s de carne que queden adherido s al ha­ cha? ¿Y de la carne del ca ballo que quede b ajo las uñas del descuartizador? T am bién eso, to d o eso debía ir h acia los d io ­ ses, ta m b ié n eso necesitaba u na in v o c a c ió n que lo acom pañase en su cam in o h acia los dioses. P or eso hacían ta m b ié n u na in ­ vocación a las m oscas.

Para el ca b a llo el m om ento m ás angustioso n o era cuando, lu stro so y adornado, precedía a l c o rte jo en la m archa h acia el poste s a c rific ia l. T am poco cuando el adhvaryu y e l re y -s a c rifi­ cante le m u rm u ra b a n a l oído que no serían v io le n to s con él y que no s u friría , cuando el ca ballo sabía que se aprestaban a ser vio lentos con él y que s u friría . E l p e o r m om ento, en cam bio, era 147

cuando tra s a m a rra rlo a l poste s a c rific ia l, le ataban las diversas partes d e l cuerpo a otra s v íc tim a s , sobre to d o a cabras blancas y negras, que, asustadas, tiro n e a b a n de él, porque p resentían la p ro x im id a d de la m uerte. A l ca b allo le im p e d ía n de esta fo rm a su h a b itu a l a g ilid a d de m o vim ie n to s. De nada le servía saber que aquellos anim ales que lo in com odab an eran sus súb d ito s, según las especulaciones litú rg ic a s . H u b ie ra p re fe rid o estar solo y sin estorbos en los breves m om entos que aún lo separaban de la m uerte.

«Tú que, encendido, ornas el granero de la plegaria.» Con es­ tas palabras e l h o tr daba in ic io a las «estrofas de la ascensión», com o se lla m a b a a las fó rm u la s previas a la m uerte del caballo. Pero la voz d e l sacerdote era suave y e m otiva. H ablaba de «puertas felices», altas y anchas, resplandecientes, com o s i las tu v ie ra fre n te a los ojos. Pero no se veía p u e rta alguna, sólo se sentían anim ales que entrechocaban, llenos de p á n ico , y se en­ redaban en sus p ro p ia s cuerdas. E l caballo, paciente, lo aguan­ taba tod o . E n am plias vo lu ta s, enum eraban a los dioses, m en­ cionaba n el cie lo y las m oscas, en ta n to la p a la b ra del h o tr se acercaba cada vez más al ca ballo, se vo lvía m ás ín tim a , fa m i­ lia r. F in a lm e n te le susurraba: «Que tu q u e rid a v id a no te haga s u frir m ie n tra s te vas. Que el hacha no cause en tu cuerpo un m a l p e rd u ra b le . Que el d escuartizad or, to rp e y apresurado, in ­ capaz de e n c o n tra r tus coyu n tu ra s, no te m u tile los m iem bros. N o m o rirá s de esa m anera. N o se te hará daño alguno. Irá s ha­ cia los dioses p o r los cam inos m ás allanados.» E ra n las ú ltim a s palabras que el ca ballo o iría antes de sum arse a o tro corte jo . Pero esta vez el ca b allo no ib a a la cabeza. V eía delante suyo un sacerdote con u n tiz ó n en la m ano. Después debía detenerse y era o b lig a d o a recostarse sobre u n paño. S entía entonces en el cu e llo el co n ta cto de la te la de lin o u ntada en m anteca con la que lo ahogarían, m ie n tra s con su m ira d a seguía a los sacerdo­ tes, que se alejaban e ib a n a sentarse en s ile n c io a lre d e d o r del fuego ahavanlya.

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E i ú ltim o c o rte jo se d irig ía h a cia el n o rte , porque a l n o rte está la senda del cie lo . Lo encabezaba el ägnidh: el tiz ó n que lle ­ vaba en la m ano era la señal de que el s a c rific io e n tra b a en su fase candente, d e fin itiv a . Lo seguía el caballo. D etrás, en fila , los otros sacerdotes. E l p rim e ro p ica b a los flancos del ca b a llo con dos lanzas. E n ú ltim o té rm in o m archaba el re y-sa crifica n te . Cuando llegaban a l lu g a r en el que se d a ría m uerte al ca ballo, el agnídhra depositaba en el suelo dos hebras de h ie rb a que tra ía consigo. Sobre ellas extendía una te la , u na m anta y una p laca de oro. Todo eso c o n s titu ía u n lecho. O bligaba n a l ca b allo a recos­ tarse en él y lo a sfixia b a n con la te la de lin o , ^o s o tro s anim ales -centenares de a n im a le s - eran asfixiados con cuerdas. La p a la ­ bra que usaban era sam jñüpaya nti, «hacen que consienta». Los textos precisaban: «Cuando hacen que una v íc tim a consienta, la m atan.»

Apenas e xp ira b a el caballo, apenas expiraban las otras v íc ti­ mas, se veía avanzar a las cu a tro esposas del re y -s a c rific a n te y a una m uchacha, guiadas p o r el sacerdote encargado de ello , el nestr. Llevaban cántaros en las m anos. D etrás, a la debida d is ­ tancia, avanzaban las cuatro cie n ta s dam as del séquito. Las es­ posas se d isp o n ía n a lre d e d o r del ca b a llo m uerto. Se recogían el cabello p o r el la d o derecho, en u n gesto pausado y cuidadoso. Después se soltaban el cabello del la d o iz q u ie rd o . A c o n tin u a ­ ción se palm eaban el m uslo derecho y com enzaban a g ira r a lre ­ dedor del ca b a llo , a l tie m p o que lo lla m a b a n «m i señor» y lo apan ta lla b a n con las orlas de sus largos vestidos. A veces, la m a h isl usaba ta m b ié n u n abanico de oro . Q uerían que esa b ris a h icie ra m ás agradable el sueño p ro fu n d o del caballo. ¿O quizás querían despertar a l am ante? E n c u a lq u ie r caso, observan los textos, con esa b ris a «hacen acto de c o n tric ió n » h acia el caballo. Se m o ría n lentam ente , com o b a ila rin a s . D aban nueve vueltas a l­ rededor del caballo.

Después las esposas cogían los cántaros y ro cia b a n a l caballo m uerto. D ecían que así p u rific a b a n su a lie n to v ita l. P or todos los 149

o rific io s del a n im a l penetraban las gotas frescas y las esposas re­ cita b a n : «¡Que tu m ente se h in ch e ! ¡Que tu voz se h in ch e ! ¡Que tu a lie n to se h in ch e ! ¡Que tu vis ta se h in ch e ! ¡Que to d o lo que en t i ha s u frid o , que to d o lo que en t i ha sido h e rid o se h in ch e y re­ com ponga! ¡Que él sea p u rific a d o !»

E xte n d id o sobre el paño, goteando agua, el ca b a llo m uerto esperaba a la m a h is i, la p rim e ra esposa. E ra u na m ása blanca, in m ó v il, con las patas recogidas. N o m ostraba signos de v io le n ­ cia. S ólo le fa lta b a el re lin c h o . S ola al fin , la esposa re a l se acer­ caba. Se recostaba ju n to a l ca b a llo m u e rto y apretaba sus m us­ los co n tra lo s del a n im a l. M ie n tra s ta n to le hablaba, lo in c ita b a a a p re ta r sus patas co n tra sus m uslos. Los sacerdotes observaban. C uando el ca b a llo y la m ahisi se fu n d ía n , y sólo se d is tin g u ía n uno de la o tra p o r el c o lo r de la p ie l, ligera m e n te b ru ñ id a la de la m a h is i, de u n b la n co in m a cu la d o la del caballo, e l adhvaryu los cu b ría con u na m anta y decía: «E nvolveros am bos en el cielo.» Poco antes de que la m anta tocase el cuerpo de los am antes, se veía a la m a h is i coger el m ie m b ro del ca b allo e in tro d u c irlo en­ tre sus m uslos. N o era un a o p e ra ció n sencilla . E ntonces avanza­ ba el re y -s a c rific a n te e in c ita b a a l ca b allo a p e n e tra r a su esposa con estas palabras: «M étete en la v u lva de la que te abre sus p ie r­ nas y haz e n tra r, oh m acho, tú que consagras, la g ra n fe lic id a d de las m ujeres.» N in g u n o de los sacerdotes agregaba un a p a la ­ bra. ¿Por qué? Para no riv a liz a r con el re y-sa crifica n te .

C uando la m a h is i se te n d ía ju n to a l ca ballo enseguida se su­ bía el vestido, descubriendo la vulva. E l adhvaryu los c u b ría con el m ism o paño de lin o que poco antes había servido pa ra a s fix ia r a l caballo. M ie n tra s ta n to la m ahisi, con una m ano, se m e tía en­ tre lo s m uslos el m ie m b ro d e l ca b a llo . Todas las m ira d a s se cen­ tra b a n en ella. Pero la m a h is i no daba señales de a d v e rtirlo . Se­ guía con su leve, c o n tin u o la m e n to . H ablaba al ca ballo, hablaba del caballo: «M adre, m a drecita, m a d re cita qu e rid a . N adie me acom paña. E l c a b a llito duerm e.» Las otras esposas del rey, que rodeaban a los am antes, ta m b ié n decían frases alusivas, obsce150

nas, que, p o r o tra p a rte , no obtenían respuesta, p orque la m ahisi continua ba con su d é b il lam ento: «M adre, m adrecita...»

B ajo la m anta, el caballo m u e rto y la re in a se u n ía n en el c o i­ to. A lrededo r, en se m icírcu lo , estaban los sacerdotes, el rey-sa­ c rific a n te , la m uchacha, las otras esposas del rey y sus doncellas, que sum aban cu atrocienta s. E l c o ito era silencioso e in v is ib le , y m ientras ta n to se establecía u n in te rc a m b io de brom as en tre los sacerdotes y las m ujeres. Los sacerdotes hablaban de u n puño que desaparece d e n tro de una h e n d id u ra , de u n p á ja ro t que se agita, de una p a re ja que se encaram a a u n á rb o l y juega en su copa. Las m ujeres respondían a l in sta n te , m ordaces e irre v e re n ­ tes: «¡Eh, n iñ a! ¡Eh, adhvaryul», se oía. «¡Eh, brahm án, tu m adre y tu padre ju g a b a n en la copa de u n á rb o l! Se a gitaba n com o tu boca cuando quie re h a b la r. ¡Eh, bra h m á n , no m asculles!» E n ningun a o tra s itu a c ió n h u b ie ra sido to le ra b le d irig irs e a u n brahm án con sem ejante inso le n cia . Ese arranque de obscenidad ocul taba algo solem ne y m iste rio so , algo que evocaba p o r con­ traste. Después el arranque se e xtin g u ía . Las p rim e ra s doncellas de la re in a se acercaban a la m a n ta y descubrían la cabeza del caballo y la de la m u je r. A yudaban a la m ahisi a in co rp o ra rse con decencia. M ie n tra s ta n to im p lo ra b a n con el pensam iento: «Que podam os, con to d a suerte de palabras, hacer que nuestros deseos se cum plan.» La m a h is i se in co rp o ra b a . C on u n puñado de hierba se secaba la pa rte de su cuerpo que había estado en contacto con el caba llo . Después m ira b a fija m e n te a la m ucha­ cha, que hasta entonces no había c u m p lid o n in g u n a fu n c ió n de­ fin id a , y le a rro ja b a el puñado de h ie rb a , a l tie m p o que le decía: «Con el a rd o r del c o ito te hiero.» A p a rtir de entonces la m ucha­ cha sería lla m a d a sähä y podía acceder a la sabhä, la sala de los hom bres. Su cuerpo estaría a d is p o s ic ió n de quienes se re u n ía n a llí. P or su p a rte lo s sacerdotes re cita b a n : «He cantado a D ad h ikrávan, el ca b a llo v ic to rio s o , e l ca b a llo fogoso. ¡Que haga fra ­ gantes nuestras bocas! ¡Que p ro lo n g u e nuestras vidas!» Se sen­ tían confusos y exhaustos, porque «la v id a y los dioses se alejan de aquellos que d u ra n te el s a c rific io p ro n u n c ia n palabras im p u ­ ras». Pero todavía debían cu m p lirse las otras fases del rito . Las 151

bocas debían v o lv e r a ser fragantes. M ie n tra s ta n to , las cu a tro ­ cientas m ujeres se alejaban, «tal com o habían venido».

Pero poco después las m ujeres reaparecían. E sta vez lle va ­ ban en las m anos agujas de oro, de p la ta y de bronce. De oro la m ahisi, de p la ta la vävätä, de bronce la p a riv rk tä . Agujas num e­ rosas, ta n num erosas com o las perlas que aquellas m ism as m u ­ jeres h abían atado antes a las crines y a la cola del caballo. C uando las esposas ataban las perlas a las crines del caballo, otras m ujeres de su c o rte jo agregaban conchas com o topes, para que las perlas no se cayeran. N ada de lo que fo rm a b a p a r­ te de la o fre n d a debía perderse. Cada u na de ellas te n ía ciento una agujas. Se acercaban a l ca b a llo y trazaban líneas sobre su cuerpo, con delicadeza: d ib u ja b a n «las sendas del c u ch illo » . A l m ism o tie m p o , incesantem ente, re cita b a n las fó rm u la s . Se oía: «Que las esposas hum anas sepam os d iv id ir tus crines con in te lig e n cia » , «T rabajan las agujas sobre la p ie l del ca b allo fo ­ goso.» C om o agrim ensores, com o c iru ja n o s , las m ujeres tra ­ zaban fig u ra s geom étricas sobre el cuerpo exánim e de quien poco antes había sido el am ante de u na de ellas; de u na sola de ellas, es verdad, pe ro que representaba a todas las dem ás. Los asistentes no veían m ás que a las tres m ujeres afanándose ab­ sortas a lre d e d o r del caballo, com o s i fu e ra u n te la r. N o podían se guir el re c o rrid o de las agujas. Pero sabían que las tres es­ posas separarían tre in ta y seis partes, com o en u n chandas, un m e tro . A q u e lla vasta carne m u e rta h a b ría de ser d iv id id a com o u n verso.

La p ie l del ca b a llo había quedado m arcada, pero tod a vía no había sido a b ie rta . S in em bargo, siem pre hay u n p rim e r m o­ m ento en el que se lle g a a la sangre. E l adhvaryu se adelantaba, con una hebra de h ie rb a en u na m ano y u n c u c h illo de em puña­ d u ra dorada en la o tra . Posaba el ta llo sobre el v ie n tre del caba­ llo , y a c o n tin u a c ió n rasgaba la p ie l del a n im a l que había queda­ do b ajo la hebra de hie rb a . ¿Q uién era el que así actuaba en ese m om ento, que es el irre v e rs ib le m ism o? Q uién, se pregunta ba el 152

ctdhvaryu, m ie n tra s el c u c h illo com enzaba a h u rg a r en las visce­ ras. La respuesta era: Ka. Que s ig n ific a : ¿Quién? La respuesta era o tra pregunta . Y se sabía que aquel sujeto in d e fin id o , siem ­ pre in d e fin ib le -¿ q u ié n ? - era el n o m bre secreto de la ú n ic a p e r­ sona de cuya existe n cia se tenía certeza: P ra jä p a ti. S i P ra jä p a ti era K a, ta n to m ás debía serlo el a n ó n im o sacerdote en el m o­ m ento en que h u n d ía el c u c h illo . E sta acción, en su orig e n , tiene un sujeto desconocido. E l adhvaryu m u rm u ra b a , volviéndose hacia el caballo: «¿Quién te hunde el cu c h illo ? ¿Q uién te c o rta a (.rozos? ¿Q uién es tu sabio descuartizador? K a es q u ie n te hunde el c u c h illo . K a es q u ie n te c o rta a tro zo s. K a es tu sabio descuar­ tizador.» Pero ¿dónde está Ka? N unca se encontraba entre los dioses, n i tam poco en tre los hom bres. E ra a ta l p u n to d iscre to y evasivo que m uchos pensaban que se po d ía p re s c in d ir de él. S in em bargo, to d o se descom ponía s in él. N i los dioses n i los h o m ­ bres pueden v iv ir sin K a. Para ser exactos: pueden s o b re v iv ir, pero no com prender. Pero ¿cómo com prende r a Ka? O scuro e in asible, hasta su nom bre carece de to d a sin g u la rid a d . H abía o tra p a la b ra no m enos oscura, in a s ib le y com ún: ätm an, «Sí». O tro p ro n o m b re , esta vez u n p ro n o m b re re fle x iv o . ¿Eran iguales esos dos nom bres? E l c u c h illo se alzaba. Todos los dioses, todos los hom bres, todos los m etros, todos lo s poderes: en aquel m o­ m ento, en el m om ento del gesto insoslayable, to d o se d iso lvía ante aquella sílaba, K a, ante aquella evocación de u n sujeto des­ conocido desde siem pre, que cóm odam ente acogía en sí a todos los nom bres, a to d o el que tu v ie ra la p re te n sió n de ser u n sujeto. E l resto era m era carn ice ría .

C uando P ra jä p a ti «vio» todos sus deseos y to d o aque llo que h u b ie ra q u e rid o alcanzar, v io ta m b ié n el asvamedha. «Al s a c rifi­ car con el asvamedha re a liz ó todos sus deseos y alcanzó todos sus logros.» Q uizás p o r e llo , desde entonces el c u m p lim ie n to de todos los deseos es m o tiv o de recelo. Porque pa ra ese c u m p li­ m ie n to hace fa lta un a m uerte. O, m e jo r d ich o , u n asesinato. E l p u n to m ás oscuro, el p u n to que ha sido siem pre oscuro y c o n ti­ nuará siéndolo, es éste: ¿qué sucedió exactam ente cuando P ra­ jä p a ti «vio» al asvamedha y cuando « p a rtic ip ó del s a c rific io ju n 153

1 to al asvamedha»? P ra jä p a ti era ta m b ié n u n ca b allo blanco. Fue ta m b ié n «el p rim e r sa crifica n te » . Pero, en ese m om ento, ¿fue ca b allo o sacrifica n te ? ¿Fue el ca ballo sa c rific a d o o el s a c rifi­ cante que lo m ataba? N unca el a ctivo y el pasivo se parecieron ta n to , hasta superponerse y disolverse el uno en el o tro . N o fue p o r v o lu n ta d de o c u lta c ió n que ese p u n to quedó oscuro. La os­ c u rid a d era su n aturaleza , y a flo ra b a ante c u a lq u ie r in te n to de com prender. «Por lo tanto», pensó P ra jä p a ti, «no existe g ra n d i­ fe re n cia entre el a ctivo y el pasivo. O, p o r lo m enos, no existe esa enorm e d ife re n c ia que m ás ta rd e le a d ju d ic a ría n los ho m ­ bres. Todo a ctivo es el pasivo de o tra cosa. Todo pasivo es el ac­ tiv o de o tra cosa. Pero ésta es u na verdad que causaría co n fu ­ sió n en la m ente de los hom bres y en el curso n o rm a l de las cosas, en lu g a r de darles c la rid a d . S i la aceptasen, to d o se em ­ b ro lla ría irre m e d ia b le m e n te . Éste fue el m o tiv o p ra g m á tico p o r el que una p a rte de la enseñanza quedó en secreto: im p e d ir que el curso del m u n d o se v ie ra p a ra liza d o p o r el c o n o cim ie n to ; de­ ja r que sólo accedan al c o n o cim ie n to aquellos que, aun tra sp a ­ sados p o r el c o n o cim ie n to , no im p e d irá n que el m u ndo siga su curso.»

A him sä, la no v io le n c ia de G andhi, se encontraba ya en los textos de lo s ritu a lis ta s de hace casi tres m il años. «N o-herir» es su sentido lite ra l, ya que pro vie n e de la ra íz h im s-, «herir». «Como aquel que no h iere, ahim santah, él d iv id e los m iem bros»: estas palabras se re fe ría n a q u ie n m arcaba la carne del a n im a l s a crifica d o , p o r lo ta n to ta m b ié n a l caballo. A him sä no s ig n ific a abstenerse de la v io le n cia , sin o ejercer la v io le n c ia -q u e siem pre está e in v o lu c ra a to d o s - de una cierta m anera, s in h e rir. Porque h e rir es m ás grave que m a ta r. La v io le n c ia no es algo que pueda obviarse, p o rque fo rm a p a rte del a lie n to de la vid a . Pero la h e ri­ da... La h e rid a puede causarse de m il m aneras d is tin ta s . In c lu s o puede no reconocerse com o ta l. L a h o ja del c u c h illo separa las coyunturas con ta l delicadeza y p re c is ió n que parece com o s i d i­ v id ie ra el cuerpo de P ra jä p a ti, que se d e sa rticu la en el m undo antes de ser recom puesto en el a lta r del fuego. A esta d o c trin a de los ritu a lis ta s se le otorgaba una im p o rta n c ia enorm e, y e llo se 154

com prueba en el hecho de que la p a la b ra ahim sä aparece, ta n to en la Leyes de M a n u com o en el D harm asütra de B audhäyana y en la Chändogya U panisad, ju s to antes de la p a la b ra satya, «ver­ dad». La o b lig a c ió n de no h e rir a lo v iv ie n te (y to d o es v iv ie n te ), ]a o b lig a c ió n h acia la lib e rta d , se p ro n u n c ia b a n conjunta m e nte, y ahim sä precedía a satya, com o s i en el fo n d o de una p a la b ra se revelase la o tra .

E l p rim e r hom b re a l que le fue co rta d a la cabeza fu e u n jo ­ ven, h ijo de u n escudero, que había re c ib id o el encargo de des­ c u a rtiz a r el cuerpo del ca ballo s a crifica d o . F ueron m uchos los que, después, d u ra n te generaciones y generaciones, e n co n tra ­ ro n id é n tic o fin . M ontados en u n ca rro , los conducían h a cia el caballo, «engalanados y llo ro so s, com o aquel que va h acia la m uerte». U na vez habían c u m p lid o con su com etido, u na vez ha­ bían re d u cid o a tro zo s el cuerpo del caba llo , les co rta b a n la ca­ beza. Pero u n día D lrg h a ta m a s M äm ateya se rebeló y d ijo : «¿Quién llo ra ? ¿Qué s ig n ific a este b u llic io ? » Le e xp lic a ro n lo que sucedía. E ntonces D lrg h a ta m a s M äm ateya se acercó al jo ­ ven que debía h u n d ir el c u c h illo en el ca b a llo y le d ijo : «Escucha, te d iré la fo rm a de d e scu a rtiza r el ca b allo y salvar tu cabeza... Sobre su cuerpo seguirás las líneas del c u c h illo m ie n tra s dices: "¿Q uién y qué te corta? ¿Q uién y qué te descuartiza?” A l o írte ha­ b la r solo, a lg u ie n se acercará y te d irá : “M uchacho, ¿qué estás haciendo? A sí es com o se descuartiza el ca b a llo ” , y cogerá el cu ­ c h illo y lo h u n d irá en el caballo. E ntonces será su cabeza la que rodará.»

B ajo el aspecto de D lrg h a ta m a s M äm ateya q u ie n se había m anifestado era en re a lid a d una nueva fig u ra : el c o n o cim ie n to . C onocim iento es la p re g u n ta de q u ie n actúa. E xiste u na lín e a de descendencia d ire c ta entre el m uchacho encargado de h u n d ir el c u c h illo en el ca b a llo m u e rto y A rju n a sobre el c a rro de la gue­ rra . Son la m ism a persona. De la m ism a fo rm a en que D lrg h a ta ­ m as M äm ateya es K rsna, el auriga.

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E l c o n o c im ie n to no es una respuesta sino u na desafiante in ­ te rro g a ció n : ¿Ka? ¿Quién? E l c o n o cim ie n to es el ú ltim o su b te r­ fu g io p a ra no ser ejecutado, ya que p e rm ite o b te n e r u na d i­ la c ió n , aunque p ro v is o ria , pa ra que la p ro p ia cabeza no sea cortada. Éste era o tro de los m o tivo s p o r los que se celebraba el s a c rific io del caballo.

E xiste u na cabeza de ca b allo que re c o rre la s u p e rfic ie del f ir ­ m am ento: el sol. E xiste una cabeza de ca b allo que re co rre la tie rra : el re c i­ p ie n te de la d u lz u ra . E xiste una cabeza de hom bre que re co rre la tie rra : aquel que no ha resu e lto el enigm a de la cabeza co rta d a del caballo.

Com o to d o , ta m b ié n el asvamedha, que es todo, com enzaba y te rm in a b a en el agua. Todo em pezaba p o r u n baño. T odo acaba­ ba en u n baño. Después del baño fin a l (avabhrtha) «aquellos que hacen el b ie n y aquellos que hacen el m a l vuelven ju n to s a la a l­ dea, cogidos de la m ano».

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V IH

La sabhä es u na sala: lu g a r de re u n ió n , de audien cia, de ju e ­ go. A llí algo sucede, se m uestra: es el lu g a r de la in ic ia c ió n . E n el origen, era el lu g a r en el que se ju g a b a a lo s dados y se m ataba una vaca. E n el o rig e n era siem pre algo que después se cu b ría . E ncontram os la sabhä in c lu s o antes de la existencia del m undo, de aquello que llam am os «m undo». E ra el ce n tro del p a la cio -su b te rrá n e o , in v is ib le , ácueo, celeste- de V araría. La e n co n tra ­ mos ta m b ié n a l fin a l, cuando In d ia fue in va d id a p o r las hordas islám icas. E staba en el ce n tro de los palacios de los soberanos m oghul. Fue en u na sabhä donde los Pándava y los K aurava, p r i­ mos y enem igos, se ju g a ro n su suerte a los dados. H ay dos elem entos indispensables en una sabhä: puertas y colum nas. Todo lo demás puede fa lta r, pero debe haber m uchas puertas y m uchas colum nas. E l p a la cio de V arana tie n e m il co­ lum nas y cie n puertas. Ese lu g a r, que pertenece ante to d o a los m uertos, fue el m odelo de todas las otra s sabhä. A esto alude d is ­ cretam ente la p re s c rip c ió n según la cu a l u na sabhä debe o rie n ­ tarse h acia el sur, en la d ire c c ió n de los m uertos.

V arana había in v ita d o a los rs i m ás em inentes a su sabhä, ju n to a algunos extra n je ro s y algunos teólogos. A l re c ib irlo s , les d ijo : «Ya ha pasado el tie m p o de aquellas crueles disputas entre enem igos, de aquellas brahm odya que acababan con una cabeza ro ta o cercenada. Acaso se debe al agotam ien to del eón, lo c ie rto es que ahora es d ifíc il e n c o n tra r a a lg u ie n que sepa que pensar 159

es a rrie sg a r la cabeza. S in em bargo, seguim os siendo responsa­ bles de la c irc u la c ió n de los pensam ientos. Todo tie n d e cada vez m ás a desenvolverse bajo la fo rm a de m onólogos cruzados. No seré yo q u ie n se oponga a este nuevo e stilo . Tan sólo he q uerido que la sabhä albergase a algunos via je ro s que lle g a n desde el ex­ tre m o O ccidente. La h ib rid a c ió n es ahora de rig o r.»

A l e n tra r en la sabhä las colum nas daban una sensación de v é rtig o , com o si se entrase en u n bosque geom étrico o en u n n i­ cho re c u b ie rto de espejos. A lgo p arecido debía suceder en el telestérion de E leusis, cuando el in ic ia n d o , a l e n tra r, no com pren­ día el porqué de aquel paralelepípedo de a ire escandido p o r colum nas equidista ntes entre sí en todas las direcciones. Des­ pués, en la inm ensa sala, algo se m ovía. Som bras en tre las co­ lum nas. E ra n las Vacas, silenciosas y apacibles. Vagaban tra n ­ q u ila m e n te com o en u n p a stiza l. U n sonido sordo de pezuñas sobre los adoquines. Pero las Vacas eran ta m b ié n la A urora. D e sfilaban com o b a ila rin a s m a q u illa d a s que c o rre n h acia el es­ cenario. Y eran ta m b ié n Palabras. Sílabas susurradas. A l levan­ ta r la m ira d a , entre las colum nas se advertía de p ro n to u n co­ lu m p io de oro . E l resto no eran sin o puertas y colum nas. Algo estaba p o r suceder. Pero ¿cuál era el centro? T odo parecía cen­ tro , p ro te g id o p o r colum nas ig u a lm e n te innum erab les. ¿Se p ro ­ d u c iría el p ro d ig io ? L o lla m a ro n «el sol en la roca». E ra la v is ió n que V aruna quiso conceder a Vasistha, nacid o de su sem en aven­ tado en el a ire : la v is ió n que vuelve vid e n te , que h iz o de Vasistha u n rs i.

V aruna, el dios escondido en el lu g a r del ría , en las aguas que son la V erdad y el O rden, nunca in s p iró co n fia n za a los hom ­ bres. N i s iq u ie ra a los rs i. Todos se sentían v ig ila d o s perm anen­ tem ente p o r sus espías. T em ían a d v e rtir en c u a lq u ie r m om ento el estrecham ien to de los lazos de V aruna. Todos se sabían rodea­ dos p o r al m enos un o de esos lazos, m ás a llá de s i era la rg o o co rto , fin o o grueso: el lazo era aquello que m antiene a todos atados a l yüpa, al poste del cu a l nunca pueden alejarse dem asia160

do los pasu, los anim ales dom ésticos, los rebaños (pecus) d e sti­ nados al s a c rific io . Los hom bres ta m b ié n fo rm a n pa rte de los pasu. V aruna había entablado am ista d con un o de los rs i, con V a­ sistha, aunque después esa am ista d se d e te rio ró . Pero e llo bastó para que todos los o tro s rs i considerara n desde entonces a V a­ sistha con una m ezcla de respeto, e n vid ia y tem or, y para que tá ­ citam ente lo reco n o cie ra n com o el p rim e ro entre ellos, porque había con o cid o algo que nadie m ás conocía. Se hablaba de u n m isterioso via je que V aruna y V asistha habían hecho p o r el m ar. Navegaban en m edio del océano. E l barco se dejaba ve r y u n in s ­ tante después desaparecía entre las crestas de las olas. S in m a ri­ neros, s in tim o n e l, s in carga. Dos fig u ra s in m ó v ile s perm ane­ cían paradas sobre el puente y se m ira b a n . E l ta c itu rn o V aruna había escogido aquel desierto de agua pa ra desvelar secretos que nadie m ás ha oído.

V asistha p re te n d ía ta m b ié n haberse m on ta d o al c o lu m p io de p lata y de oro, y haber subido a l cie lo . C om o si fuese u n Apsaras. ¿Había que creerle? E n el fo n d o , V asistha ten ía u n v ín c u lo p e r­ petuo con U rvasí, la fu n d a d o ra del lin a je de las Apsaras. Se celebraba una cerem onia del som a. Los dioses estaban en fo rm a ció n , solem nes, borrachos. E n ese m om ento, U rvasí a tra ­ vesó el espacio s a c rific ia l. Los dioses le va n ta ro n la m ira d a . A lg u ­ nos se e xaltaron, o tro s quedaron com o em bobados. N unca ha­ bían visto u na belleza ta l n i una desenvo ltura sem ejante, que además no les hacía n in g ú n caso. Las Apsaras no e xistía n aún. Pero los dioses s in tie ro n que con U rvasí aparecía una nueva es­ pecie de ser, a la que nunca d e ja ría n de perseguir. Urvasí atrave­ só el espacio con paso leve y rá p id o , dejando ve r apenas el pie bajo la la rg a fa ld a , ceñida b a jo el pecho. Pero su presencia había in va d id o de in m e d ia to to d o el espacio. M ie n tra s pasaba, M itra y V aruna d e rra m a ro n a l m ism o tie m p o su semen, que acabó en un g ra n cuenco, entre los objetos litú rg ic o s . De aquel cuenco na­ cería Vasistha, ju n to a Agastya. P or eso lo lla m a b a n K um bhayo n i, A q u e l-q u e -h a -te n id o -u n a -va sija -p o r-m a triz. C reció creyén­ dose h ijo de V a ru n a y U rvasí. D ecían que había «nacido de la 161

m ente de UrvasI», no solam ente del semen de V a n in a y M itra . Acaso p o r eso V asistha v iv ió siem pre en una p ro fu n d a in ti­ m id a d con U rvasI, aunque jam ás rozó su cuerpo. E n cuanto a V aruna, es p e lig ro so ser h ijo suyo: con fre cu e n cia V aruna engen­ dra p a ra m a ta r. V asistha lo sabía, y se sentía o rg u llo so de ello. S iem pre se acordaba de cuando se había encontrad o con V a ru n a a solas, en m edio del océano. U na vez, de noche, entró en el p a la cio del padre p o r un a de sus cien puertas. C o rrió por los p a sillo s, todos id é n tic o s , com o en el in te rio r de u n espejo. Sabía que n in g ú n ser v iv ie n te había pisado jam ás esos lugares. N o buscaba nada. S ólo q u e ría p o d e r d e c ir después: «He estado en la casa del padre.» Pero, m ie n tra s c o rría sentía el te rro r de un la d ró n de ganado, la boca seca. Y com o u n la d ró n de ganado fue aba tid o , cuando u n lazo le desgarró el to b illo . N i s iq u ie ra v io al padre. Se e n co n tró nuevam ente fu e ra del p a la cio , apoyado con­ tra u n m u ro , com o u n v ie jo odre hin ch a d o . Se había co n ve rtid o en u n v ie jo h id ró p ic o . S iem pre las aguas del padre. Q uienes pa­ saban cam in o del m ercado lo m ira b a n com o a u n ser deform e e in ú til, m ie n tra s que sus la b io s húm edos y flá cid o s susurraban todavía las palabras de los h im n o s cifra d o s.

V ísvám itra, Jam adagni, B haradväja, G otam a, A tri, Vasistha, Kasyapa: ¿quiénes fueron? Los p rim e ro s rs i, los S aptarsi, los Siete Sabios apostados sobre siete astros de la Osa M a yo r, los P rogenitores, h ijo s nacidos-de-la-m ente de B rahm a. O tam bién, en o tro eón, aquellos que com p u sie ro n el cuerpo de P rajápati, antecedente de B rahm a. Los rs i no e scrib ie ro n , pero v ie ro n los Vedas. P or eso fu e ro n llam ados ta m b ié n «videntes védicos». A V ísvám itra se le a trib u y e n num erosos him n o s del te rc e r y cuarto m óndala del Rg Veda. A V asistha se le a trib u y e Rg Veda, 7, 2 y o tro s h im n o s del séptim o m andola. A B haradväja se le a trib u ye n los him n o s 6, 17, 18, 22 y 30 de ese m ism o m andola. Jam adagni h a b ría v is to el h im n o 10, 128 m ie n tra s d is c u tía con Vasistha. A éste se debe el m e tro vzrü/. Los rs i eran llam ados ta m b ié n v ip ra , p a la b ra que s ig n ific a v i­ b ra r, estrem ecer, te m b la r. In m ó v ile s , encerrados en la ja u la de la m ente, v ib ra b a n . C riaban en sí el tapas. E ra la ú n ic a a c tivid a d 162

concebible pa ra ellos. C uando s a crifica b a n , a lre d e d o r del poste del s a c rific io , de la v íc tim a estrangulada, de sus gestos, de las oblaciones, de la lla m a , se fo rm a b a un a capa ard ie n te , aislada del m undo. V iv ía n p o r la rg o tie m p o debajo de ella , a veces d u ­ rante días o sem anas, y después la capa pasaba a l in te rio r de ellos, cuando se quedaban solos. La p a la b ra rs i alude a u n esfuerzo, u na fric c ió n que da salida al a rd o r. ¿Cuál es la m a te ria sobre la que se actúa en la in m o v ili­ dad y que produce a la vez lu z y una d isp e rsió n de calor? La m ente. Sobre la m ente se opera con la m ente. ¿Qué o tra cosa existe, después de todo? E l m undo, la n aturaleza , son u n caso sin g u la r, u na v a ria c ió n de la m ente. Eso pensaron los S aptarsi, n acidos-de-la-m ente de B rahm ä. N unca habían estado en u n úte ro , no sabían qué s ig n ific a nacer de u n v ie n tre . V iv ir era para ellos su rca r la m ente, de la m ism a fo rm a en que navegaban con flu id e z a través de los cielos, cuando ib a n y venían entre los va­ lles de la tie rra y las puntas de a lfile r de la Osa M ayor.

Los h im n o s védicos no tie n e n o rig e n hum ano; son apauruseya, «no-personales», no a trib u ib le s a algu ie n que los haya com ­ puesto. O, en otras palabras - y ésta es la d o c trin a que m ás tarde sería re iv in d ic a d a p o r el S ám khya- había una persona d e n tro de ellos: el P urusa p rim o rd ia l. Pero tam poco éste los com puso, sino que los h im n o s em anaron de é l com o u na re sp ira ció n . Sentados, inm ersos en el tapas, los rs i v ie ro n los him nos. Sí­ laba p o r sílaba, los him n o s estaban disem inados p o r todas p a r­ tes, com o plantas. M u ch o m ás tarde, en el u m b ra l de o tra edad, ya no necesitada de him n o s sino de h is to ria s , a lg u ie n las d iv id ió en grupos y las re c o p iló . Rg Veda S am hitä, «R ecopilación del sa­ b e r c o n s titu id o p o r los him nos»: b a jo este títu lo nos han llegado. Cada u n o de lo s lib ro s centrales, del segundo al séptim o, es a d ju ­ dicado a u n rs i: G rtsam ada, V isvá m itra , G otam a, A tri, Bharadväja, Vasistha. A ellos o a o tro s de su estirpe. De a llí que se los denom ine « lib ro s fa m ilia re s» . T a l o rd enació n fu e in tro d u c id a p o r Vyása. Se entregó a esta o b ra de devoto y de filó lo g o antes de dedicarse a d ic ta r el M ahäbhärata a Ganesa, que estaba sentado en u n ángulo, con los brazos flo jo s del m ozalbete, la rugosa ca163

beza de elefante y u n c o lm illo ro to , com o u n ju g u e te de u na ge­ n e ra ció n a n te rio r de niños.

A tri d ijo : «N uestros ojos, los ojos de los S aptarsi, que hoy tie m b la n desde los astros de la Osa M ayor, fu e ro n siem pre la v i­ g ilia de aque llo que sucede. Que u na cosa sencillam ente suceda es u n hecho fú til. Pero que un a cosa suceda y u na m ira d a la aco­ ja en sí, es el to d o . P or eso nosotros aparecim os antes que los dioses. P or eso seguim os velando después de los dioses. Antes de la p rim e ra escena hu b o u n a m ira d a . E l m u n d o p o r entonces no existía, pe ro tam poco dejaba de e x is tir. E ra la m ente, si es que a lg u ie n sabe lo que eso s ig n ific a . E ra nuestra m ente. N osotros siete, viejos ya y s in em bargo todavía únicos y p rim e ro s entre los seres, nos m irábam os. É ram os ojos que m ira b a n a o tro s ojos. N o existía nada más que m ira r. Sabíam os que, p o r nosotros m is­ m os, no teníam os el poder de d a r la existencia, de hacer que la existencia exista, salvo que com pusiéram os algo que fu e ra más a llá d e l espectador. H abía llegado el m om ento de que la v is ió n se separara del vidente. N os m ira m o s y d ijim o s : “De esta fo rm a nunca llegarem os a e x is tir. De esta fo rm a no h a b rá existencia. Es necesario que com pongam os a a lg u ie n .” E ntonces, en el s i­ le n cio , com enzam os a arder. La m ente se concentrab a en un fuego, y la sustancia que consum ía aquel fuego éram os nosotros m ism os. De a llí que fuéram os llam ados rs i, p o rq u e nos consu­ m im os: ris -, ¿Qué queríam os com poner? U na persona, la Perso­ na: P urusa. ¿Q uién fue? U n á g u ila con las alas desplegadas. Dos de nosotros se a p re ta ro n sobre el o m b lig o , dos b a jo el o m bligo, uno fue u n ala, o tro el o tro ala, u n o fue las garras. T odo el sabor de v id a que había en nosotros lo recogim os h acia lo a lto , a la ca­ beza del p á ja ro . Esa Persona, ese P urusa, se c o n v irtió en el P ro­ g e n ito r, el Padre, P ra jä p a ti, se c o n v irtió en este a lta r del fuego cuya co n s tru c c ió n es nuestra la b o r perpetua.»

Kasyapa d ijo : «“ ¿En qué m a te ria sois expertos?” , se nos p re ­ guntó. E n la sensación de estar vivos. Velam os, o vegetam os, si se quiere. V ajra, el fu lg o r-flo r, el arm a a bsoluta de los dioses, 164

está vin c u la d a a vegeo, “estar despierto, estar lis to ” , de donde viene w acker, w ach y wake, awake, “d e spierto” . E l fu lg o r es la fu lg u ra c ió n de la v ig ilia . “V egetación” y “v ig ilia ” tie n e n el m ism o o r ig e n . Ese sobreentendido de to d o in sta n te , que to d o in sta n te cubre, m ie n tra s g ira la m uela de las im ágenes m entales, ése fue nuestro lu g a r, nuestra sabha, donde nos encontram os y desenconlram os, donde nos contam os nuestras in cu rsio n e s p o r la tie ­ rra , s in que nunca debiéram os abandonar nuestro lu g a r entre estas colum nas.»

O bservados desde lejos, los rs i se parecían m ucho a los G uar­ dianes de P latón. Salvo que no te n ía n u n E stado que salvaguar­ dar. O era dem asiado pequeño y lim ita d o para una m ira d a com o la de ellos, que desciende de los astros. S alvaguardaban el m u n ­ do, los m undos m e jo r d ich o , colocados el u no encim a del o tro com o los a n illo s de una co lu m n a v e rte b ra l. V elaban. E n sus v i­ das, enorm em ente largas, h abían pasado p o r aventuras, in trig a s , duelos, pasiones, fu ria s e id ilio s . Pero esas h is to ria s sólo fo rm a ­ ban florescencias esporádicas y m inúsculas en la ram a in fle x ib le de su d u ra c ió n . C uando aquellas h is to ria s se agotaban, parecía com o si el rs i en cu e stió n fu e ra a desaparecer. S in em bargo, v o l­ vía a su estado n o rm a l. Se lim ita b a a velar. La existe n cia de los m undos, a lte rn a tiva m e n te sum ergida y em ergida d e lpralaya, de la d is o lu c ió n , podía a s p ira r a un a c ie rta c o n tin u id a d , a ser siem ­ pre la m ism a existencia que se com ponía, se descom ponía y se recom ponía gracias a que era acogida, en cada u na de sus fases, dentro de la p u p ila de los rs i, la caverna donde resuena el todo.

C uando sólo había lo no existente, asat, estaban ya los rs i, porque «los rs i eran lo no existente». N o sabem os s i los dioses n acieron de ellos o si ellos n a cie ro n de los dioses, o las dos cosas a la vez. E sto ú ltim o es lo que aseguran los textos. L o c ie rto es que los rs i re iv in d ic a ro n u na p rio rid a d o u n p riv ile g io con res­ pecto a los hom bres y a los dioses. S ólo ellos estaban, o cu lto s en lo no existente, cuando lo existente no estaba. ¿Qué había en lo no existente? Antes de que el o b je to existiese c irc u la b a u na im a165

gen. U n soplo antes de que hubiese una carne a la que anim ar. U n deseo antes de que h u b ie ra u n cuerpo. Los rs i representaron la soberanía de la m ente respecto a cu a lq u ie r o tra cosa real. Fue­ ro n la consciencia, esa s in g u la r m a n ife sta ció n que no tie n e ne­ cesidad de nada d is tin to de e lla m ism a. F ue ro n la m ira d a a r­ diente. Adustos, antes de que nada surgiese. P or eso, a pesar de su inm ensa fuerza, enseguida fu e ro n com o ancianos co n su m i­ dos, agotados p o r el e je rc ic io .

Para lo s rs i, el secreto de lo existente estaba im p líc ito en unos pocos actos com unes a todos: el despertar, la re s p ira c ió n , el sue­ ño, el c o ito . V ie ro n la m e ta física en la fis io lo g ía , en ta n to que los p rim e ro s occidentales que co m e n ta ro n sus h im n o s creyeron que su p rin c ip a l pre o cu p a ció n eran las nubes y los tem porales.

M aestros de la p a la b ra p u lid a , estim ulada, u n g id a , re lu c ie n ­ te, los rs i fu e ro n cegados p o r una revelación: el dato elem ental de ser conscientes. N o era necesario absorber el som a o atenerse a ciertas técnicas o estar in sp ira d o s. E l nudo c o n s titu id o p o r el ser conscientes era s u ficie n te . Todo el resto eran alucinaciones suplem enta rias que se superponían a la a lu c in a c ió n o rig in a ria : la de v iv ir en el in te rio r de u na m ente. Asediados p o r la lozanía de la n a turaleza , la fu lm in a b a n con la m ira d a . P orque en la na­ tu ra le za no había nada que p u d ie ra pasar a la m ente. M ie n tra s que la n a tu ra le za m ism a podía revelarse com o u n experim ento fugaz, u na puesta en escena de la m ente. ¿No había sido así, aca­ so, a l p rin c ip io , antes de los dioses?

¿Qué aspecto tiene el m undo? Es una copa boca abajo. ¿De qué está hecha? De hueso. H a cia lo a lto , vem os fila m e n to s de lu ­ ces que se filtr a n a través de rasguños, fis u ra s en la bóveda de aquel v ie jo hueso: las estrellas. E n el borde de la copa se recono­ cen siete fig u ra s acurrucadas, silenciosas, envueltas en largas capas. Son los S aptarsi, que velan. Los gem elos -G o ta m a y Bharadväja, V isvä m itra y Jam adagni, V asistha y K asyapa- están en166

['rentados y se observan. M ás abajo, donde está A tri, la copa m uestra u n p ic o s u til. ¿Qué es lo que pende de la copa, en aquel h e m isfe rio oscuro y vacío? La « g lo ria de todas las form as», d ije ­ ron. U n cerebro em papado en som a) la m ente. Los S aptarsi m ontaban g u a rd ia en las siete entradas de la fortaleza: las orejas, las narices, los ojos y la boca, custodiados p o r A tri. Cada un o regulaba u n soplo, fu e ra o d e n tro de la copa. E l m undo, que creía que existía p o r sí solo y se re p ro d u cía com o re fle jo en tantas m inúsculas copas de hueso caídas, to m ó cons­ ciencia de v iv ir d e n tro de una inm ensa copa de hueso, que sin em bargo era angosta, porque sólo m ás a llá de ella, com o se en­ treveía p o r sus num erosos respiraderos, se a b ría el re in o de la lu z que in u n d a .

V olviéndose h a cia los huéspedes extranjeros, V asistha d ijo : « Habéis e n tra d o en u n lu g a r donde el e stu p o r re s u lta vano. A quí todo re s u lta n o rm a l. H ay padres que son h ijo s de sus h ijo s o h i­ jos que son padres de sus padres y sus herm anas, que son ta m ­ bién sus am antes y consortes. A q u í el p a rsim o n io so sacerdote es tam bién u no de los dioses p rin c ip a le s . A q u í el m o n s tru o es u n asceta y los ascetas com baten a los m onstruos.»

N árada era el ú n ic o de los rs i que vagaba entre las colum nas. Se acercaba a u n g ru p o y m u rm u ra b a algo. Después se alejaba nuevam ente. In q u ie to , hacía señas con los ojos. D u ra n te u n la r­ go ra to se lim itó a o ír, pero después no pudo contenerse y se en­ tro m e tió : «Si querem os respetar las leyes de la h o s p ita lid a d , de­ bem os re c o rd a r que nosotros, los rs i, estam os m u y lejos de los extranjeros aquí presentes, m ucho m ás de lo que sugiere la geo­ g rafía. R ecordem os que ellos sienten apego p o r unas costum ­ bres m uy d is tin ta s de las nuestras. Acerca de c u a lq u ie r aco n te ci­ m ie n to p re g u n ta n cuándo sucedió, entendiendo p o r e llo en qué año, en ta n to o lv id a n p re g u n ta r en qué eón sucedió. R everen­ cia n a una p a la b ra que para nosotros es poco m enos que desco­ nocida: h is to ria . Para nosotros, sólo existe en p lu ra l. C om o m u ­ cho, hablam os de “h is to ria s ” . Así com o ellos ha b la n de “ agua” y 167

nosotros p re fe rim o s h a b la r de “aguas” . Es verdad que el m alen­ te n d id o da c o lo r a la vida. Pero p e rm itid m e que os cuente algo acerca de aquellos que d u ra n te la rg o tie m p o han celebrado y m e d ita d o nuestras palabras...» N o pudo hacerlo. A tri le había q u ita d o bruscam ente la p alabra. F ija n d o la v is ta en los extra n je ­ ros, que perm anecían silenciosos en la sabhä, d ijo : «Recordem os a nuestros h ijo s , que fu e ro n vuestros prog e n ito re s, aquellos que se lla m a ro n a sí m ism os Ä rya, N obles, aquellos que fu e ro n lla ­ m ados p o r vosotros In d o -A ri. B a ja ro n de las m ontañas y mese­ tas desiertas, irru m p ie ro n con sus caballos y sus carros, b la n d ie ­ ro n el fuego e in c e n d ia ro n el bosque. O bservaron desde lo a lto la lla n u ra asolada y la lle n a ro n de cica trice s. M ataban o som etían a aquellos seres de p ie l oscura, sin n a riz , flacos y pequeños, que encontrab an a su paso. Pero ¿hacia dónde se d irig ía n ? H a cia el sol, hacia el lu g a r de In d ra , pero nunca llegaban y la tie rra se­ guía extendiéndose, cada vez m ás vasta y m ás p la n a fre n te a ellos. Se d e tu v ie ro n en la costa de u n río inm enso, a tó n ito s , ro ­ deados p o r el ru m o r constante de la naturaleza . Q uizás a l o tro lado del río no e n co n tra ría n a nadie. Sólo el recom enzar de aquel ru m o r, b a jo árboles sem ejantes a los que ahora los cu­ b ría n , o quizás b ajo árboles iguales, re p ro d u cid o s p o r arte de m agia, com o en u n espejo. E sto se re p itió m uchas veces, porque to d o se re p ite . »Un día, o m il días, no sig u ie ro n adelante. A costum brados al b u llic io , a d v irtie ro n que proseguía d e n tro de sí. Pero ¿dónde? ¿Cuál era e l lu g a r de aquel b u llic io ? A quello que h a b ía n in ce n ­ diado resurgía, aunque la m ira d a podía in c e n d ia rlo o tra vez. La m ira d a podía m ás que el fuego. Lentam ente, de la m ira d a se des­ p re n d ió o tra m ira d a , que la m ira b a . T odo seguía siendo id é n tic o , in m ó v il, zum bante de insectos. Pero, a l m ism o tie m p o , to d o ha­ b ía cam biado. U na p e lícu la b rilla n te lo cubría. S entían que en la caja de la consciencia eran observados p o r u n soberano. Los m i­ raba, pero ellos no podían ve rlo . D e cid ie ro n obedecerle.»

E ntonces G otam a d ijo : «Para m uchos pueblos, a l p rin c ip io hubo una serie de reyes. Para los G riegos, una serie de m ujeres. Para los Ä rya, u na serie de videntes, los rs i. Los reyes conquista 168

ban, las m ujeres se un ía n a u n dios. ¿Y los videntes? In m ó vile s, vib ra b a n en el brahm an. De este o rig e n m ucho m ás im p ro b a b le y elusivo, puesto que todos saben lo que es la g u e rra o el c o ito pero pocos saben lo que es e l brahm an, y m ucho m enos lo que s ig n ific a v ib ra r en él, desciende la irre d u c tib le s in g u la rid a d de lo que sucedía, sucedió y sucede en aquella tie rra que u n día fue llam ada In d ia . C uanto m ás atrás se va, ta n to m ás se da p o r so­ breentendido, im p líc ito y om nipresen te aquello que en otras partes es el re su lta d o ú ltim o , c irc u n s c rito y e x p líc ito . E l A lm a del M un d o , que H egel v io cabalgar p o r las calles de Jena y que al fin a l re s u ltó ta n sólo u n co n q u ista d o r, para los Ä rya fue u na ca­ beza de ca b a llo que, en el orig e n , reveló la d o c trin a de la m ie l, cuyas gotas cuelan aún.»

Caso excepcional entre los antiguo s, sólo d e ja ro n com o te s ti­ m onio el lengua je y el c u lto . Palabras y dioses. N ada m ás se ha conservado. P robablem ente tam poco deseaban que se conserva­ se nada m ás. N o co n stru ye ro n tem plos de p ie d ra n i palacios. N o d ejaron crónicas de su gesta. N o h ic ie ro n catálogos de sus pose­ siones. N o cre a ro n sim ulacros que re s is tie ra n a l tie m p o . Acaso creyeron que todo eso sería u n e rro r, o quizás algo in d ig n o de ser m encionado. E n cam bio re p e tía n incansablem ente la in v o ­ cación de u n nom b re d iv in o , las variaciones de u na fó rm u la e nigm ática, las referencias a a contecim ien tos celestiales. Desde la m ism a p a la b ra -ve d a -, que u n día s e rv iría pa ra designarlos, fu e ro n devotos, quizás in clu so fa n á tico s, del « co n o cim ie n to » . H ubo hom bres que v ie ro n el c o n o c im ie n to y que tra n s m itie ro n en «aquello que se oye» (sru ti), es d e c ir en palabras, aquel cono­ c im ie n to de o rig e n «no hum ano» (apauruseya). A quellos h o m ­ bres fu e ro n los rs i, los «videntes». Sus relaciones con los dioses eran com plejas. A veces eran superiores a los dioses (justam ente en cuanto a l c o n o c im ie n to ), a veces in c lu s o generaban a los d io ­ ses, a veces h u ía n de los dioses p o r la vehem encia de su tapas, aquel a rd o r que ru g ía en su m ente y que podía ata ca r in c lu s o las m oradas celestes. La ú ltim a p a rtid a del juego cósm ico, la más s u til y o c u lta , se d isputab a entre dioses y rs i, m ie n tra s que la m ás evidente se ju g a b a entre Deva y Asura, entre dioses y a n ti169

dioses, que se b a tía n desde siem pre. E n cuanto a los hom bres, p odían a lb e rg a r «porciones», a s tilla s , fragm entos de unos y otro s contendientes, o fre cie n d o en u na escena u lte rio r pa ra que sus gestas se v o lv ie ra n aún m ás variadas y com plejas. Pero ¿exis­ tía n los hom bres, p o r sí solos? ¿Es d e cir: hom bres que no a lb e r­ gasen en sí partes de aquel o tro m undo, que som os incapaces de ver? E xistía n , sí, pero sólo com o accidentes de la n a turaleza , que flo re ce n y se deshacen s in m a yo r s ig n ific a d o .

Para los Ä rya las vacas eran im p o rta n te s , vita le s, com o para los D in k a del N ilo , com o pa ra tantas otras trib u s de pastores nó­ m adas. Pero sólo para los Ä rya las vacas ocuparon el lu g a r de la in c ó g n ita en el álgebra, u n o p e ra d o r abstracto que po d ía a p li­ carse a to d o y tra n s fo rm a rlo tod o . C uando decían «las vacas» apuntaban a u n secreto que era u na operación de la m ente. Las vacas eran e l agua, la m oneda, la p alabra, la m u je r, la aurora. E ra n el elem ento de in te rc a m b io . E ra n la lengua fra n ca de lo existente. Se les había revelado que el secreto puede ser no sólo el elem ento sobre el que se opera, sino la o p e ración m ism a. Q uien no lo sabe queda exclu id o . N o conoce «el n o m b re secreto de las vacas». P ara ser precisos, las vacas tie n e n v e in tiú n no m ­ bres secretos. Los ignorante s los escuchaban h a b la r com o si desvariaran obsesivam ente. Pero la pote n cia del d iscu rso los elevaba, com o u na abstra cció n que p rim e ro era ig n o ra d a y más ta rd e fu n d ía en sí a to d o cuanto aparece. Antes de c u a lq u ie r pa­ la b ra , lo s a fe rra b a el pán ico de los sobreentendidos indom eñables, de la expansión ra d ia n te de los sig n ifica d o s. Pero les fas­ cinaba que los elem entos dispersos del m undo se re u n ie ra n com o u n rebaño en el receptáculo de la consciencia, que vib ra b a en el acto de n o m b ra r, evocar, in vo ca r. Así fue com o se m a n ife s­ ta ro n los h im n o s védicos.

N o se h an conservado in stru m e n to s de la época védica. N o se ha conservado nada de lo que to c a ro n con sus m anos aquellos que entonaban los him nos d e lR g Veda. N o sólo p orque la m ade­ ra se p u d re m ás rápidam en te en el c lim a tro p ic a l, no sólo p o r170

que p re firie ro n no c o n s tru ir tem plos. Los him n o s h a b la n de pa­ lacios de cie n puertas. H a b la n de joyas b ie n trabajadas. De em ­ palizadas de bronce. E num eran u te n s ilio s ritu a le s . N o m b ra n a r­ mas y carros. D a la im p re s ió n de que to d o eso no era m ás que m era re a lid a d m e n ta l, que sólo deja em erger el o b je to pa ra su­ m e rg irlo de nuevo inm edia ta m e n te . S ólo p erm anecie ro n los bosques, salpicados de claros a llí donde había pasado el fuego. P erm anecieron lo s him n o s, los m etros, los nom bres. C onserva­ ro n las palabras y el fuego. ¿Acaso hacía fa lta algo más?

D u ra n te m uchos siglos, antes de la llegada de los Ä rya, e xistie ­ ro n ciudades en las colinas del va lle d e l In d o . T enían calles ado­ quinadas, grandes baños, canalizaciones, sellos, m u ra lla s y gra ­ neros. Los Veda no hacen de e llo la m ás m ín im a m ención. S in em bargo, en los h im n o s se hab la de In d ra , que abate a c ie n p ú r en su a rro jo gu e rre ro . N o ha fa lta d o q u ie n tra d u je ra ese p ú r com o «m uralla», en la idea de que a lu d ía n a las m u ra lla s de M o h enjo D aro y de H arappa, abatidas p o r los invasores Ä rya. S in em bargo, es m ás p ro b a b le que p ú r sign ifica se « re cin to para el ganado», con lo cual los versos védicos p o d ría n re fe rirs e a m eras redadas de re ­ baños. N in g ú n hallazgo dem uestra con seguridad la tesis de que las ciudades del va lle del In d o hayan sido saqueadas p o r los Ä rya, si b ien es c ie rto que tam poco existe n in g ú n docum ento que pueda re fu ta r esa idea. P odría e x is tir, em pero, u n h ia to de unos doscien­ tos años entre la d e stru cció n de aquellas ciudades y la irru p c ió n de losÄ rya. S in em bargo, m ás a llá de las inco n g ru e n cia s c ro n o ló ­ gicas, hay u n espacio vacío entre los Ä rya, que no d e ja ro n n in g ú n elem ento ta n g ib le , y los habitan tes del valle del In d o , de cuyos se­ llo s fu e ro n encontrados restos hasta en M esopotam ia.

C uanto m ás penetraban los Ä rya en la inm ensa lla n u ra del S indhu, ta n to m ás se alejaban del som a, la p la n ta em briagad ora que sólo crecía en las m ontañas. H a b ía n e xtraído del som a la fuerza y la v is ió n , y gracias al b río de esa fu e rza y de esa v is ió n conquista ban aque llo que les o b s ta c u liz a ría el acceso al som a, salvo en el recuerdo. E n su m ente p e rsistía o tro paisaje. U na pa171

tria n ó rd ic a , de noches m uy largas y p rodigiosa s auroras. E ra la tie rra donde la verdad se m anifestaba. Cada co n q u ista era un cam pam ento p ro v is o rio , cada vez m ás lejos del lu g a r del s ig n ifi­ cado, ú til solam ente para re fre sca r la m em oria. C u sto d ia ro n y n u trie ro n aquel recuerdo con tenacida d, en los gestos y en las palabras, m ie n tra s v iv ía n en lugares en los que la d u ra c ió n de los días no s u fría grandes va riaciones. Cada a p a ric ió n de la be­ lleza, de la seducción y del esplendor se irra d ia b a para ellos des­ de una a u ro ra le jana, m ás a llá de las m ontañas, h a cia a l norte.

Desde que los Ä rya se in s ta la ro n en la lla n u ra tó rrid a , el som a -c a d a vez m ás d ifíc il de alcanzar, de e xtra e r de las altas m o n ta ñ a s- se c o n v irtió en algo pa re cid o a u n s im u la c ro ¿O fue más b ie n el o rig e n de los sim ulacros? In c lu s o la m ás s e n c illa de las litu rg ia s vin cu la d a s a él alcanzaba una « co m p lica ció n espan­ tosa». La sustancia c e n tra l se ib a c o n v irtie n d o en el vacío cen­ tra l. Y la re d de las p re scripcione s litú rg ic a s se v o lv ía cada vez m ás densa y tu p id a , com o si aquellos gestos de devoción s irv ie ­ ra n a l m ism o tie m p o para o c u lta r u na ausencia, en la que se condensaba el doble p o d e r de u n cuerpo d iv in o y de su ré p lic a .

La vid a de los Ä rya estaba hecha de pocos elem entos, no sólo de pocos objetos. E ra n siem pre los m ism os, que se repetían. N o les interesaba agregar otros. Pero las variaciones sobre aquellos elem entos, sobre aquellos objetos, eran ve rtiginosas. Cada m a­ ñana se e n contrab an fre n te a los m ism os u te n s ilio s carentes de toda o rn a m e n ta ció n , y cada m añana, una vez u n c id a la m ente, se ponía en m archa una fuga de pensam ientos. H ierbas, copas de m adera, u na espada de m adera, leche ácida, m anteca, cucha­ ras de m adera, dos carros, u n a n illo de oro , dos mesas de m ade­ ra, cin co piedras, una p ie l de a n tílo p e , u n cuerno de antílo p e , una p ie l de buey ro jo . Éstas eran las cosas que cargaban. E ra to d o lo que necesitaban para ce le b ra r el m ás s e n c illo de los sa­ c rific io s . N o h u b ie ra n aceptado te n e r u n tem p lo , p o rque h a b ría im p lic a d o d isp o n e r de algo ya hecho de u na vez p a ra siem pre. E n cam bio, había que com enzar de cero cada día, tra n s fo rm a n 172

do c u a lq u ie r espacio cu b ie rto de zarzas en lu g a r de s a c rific io , escogiendo los p u n to s para el fuego y el a lta r, u no p o r uno, calculando las distancias, evocando la entera escena am orfa, m uda, in e rte , hasta que los dioses descendieran y se sentaran so­ bre los fin o s haces de h ie rb a que h abían sido cuidadosam ente dispuestos pa ra ellos. V iv ía n s in el consuelo de la im agen. N o porque desconfia ra n de la im agen; to d o lo c o n tra rio . Las im ágenes: m a n a n tia l de la m ente, que m ana s in fin . N o sentían necesidad de d u p lic a rlo en las piedras. Sí, en cam bio, había que encausarlo con los rito s . E m b rid a rlo con lo s him nos. U n c irlo a los him nos, que son ca­ rros. Cada gesto los hacía b ro ta r, com o si fu e ra n som bras. S i se buscaba el lu g a r de donde provenían , se daba con algo que «arde sin leña sobre las aguas». Pensaron ta n to en la soberanía que acabaron p o r no a tre ve r­ se a ejercerla. Su h is to ria fue la de u na progresiva a b dicació n. H abiendo quem ado en el pensam iento todas las p o sib ilid a d e s, las más am biciosas y las m ás m odestas, p re firie ro n abstenerse del poder, dejá n d o lo en m anos de los p rim e ro s invasores. Po­ dían a ceptarlo to d o con ta l de que los dejaran pensar y, de ser posible, pensar en aquello en que h abían pensado los antiguo s, los rs i.

Se ocu p a ro n antes de la g ra m á tica que de la g lo ria . Sus inves­ tigaciones c u lm in a ro n en el tra ta d o de P á n in i, que fue u na gra­ m á tica generativa, com o lo co m p ro b a ría n dos m il trescientos años más ta rd e quienes creían ser los inventores de la g ra m á tica generativa. La c o n s tru c c ió n de P á n in i era ta n p e rfe cta que b o rró la h u e lla de las num erosas gram áticas precedentes. E n cu a tro m il aforism os, llam ados sü tra , ana liza b a la fo n o lo g ía y la m o rfo ­ logía del sá n scrito , lengua «atravesada p o r la luz».

E ntre los Ä rya conquistadores y el B uddha hay m il años y n in g ú n obje to . N i u na p ie d ra , n i u n sello, n i u n m u ro . La m ade­ ra: quem ada, m a rc h ita , deshecha. S in em bargo, los textos ha­ b la n de p in tu ra s y de ornam entos. U na m é tric a enorm em ente 173

com pleja, y el vacío. M il v e in tio c h o h im n o s recogidos en el Rg Veda. S in u n solo ve stig io de lugares habitados. R ito s descritos con extrem a m in u c io s id a d . N o so b re vivió s iq u ie ra u n u te n s ilio s a c rific ia l. A quellos que exaltaban el re sid u o no d e ja ro n u n solo residuo, salvo los que quedan en las palabras. U na lengua a rtic u ­ lada, cincelada com o u n p a la c io m ajestuoso. E n cam bio, no quedó u n solo resto de n in g ú n p a la cio . S i p o r c u a lq u ie r m o tiv o los textos h u b ie ra n desaparecido, no tendríam os n o tic ia de la existencia de la In d ia de lo sA rya , la In d ia de los Veda. N o h a b ría vestigios de nada a n te rio r a los relieves de B h ä rh u t y Sáñci, do n ­ de fin a lm e n te aparece la p ie d ra . Y esa p ie d ra está ya atestada: G enios, b a ila rin a s , m ercaderes, la m u ltitu d s in nom bre que s ir­ ve para lle n a r el vacío. S in em bargo, siem pre hay vacío: p ro te g i­ do p o r u na s o m b rilla , a llí donde estaba el B uddha.

E n este p u n to A tri re to m ó la p a la b ra : «Se ha d ic h o que todo verdadero filó s o fo piensa u n solo pensam iento; lo m ism o puede a firm a rse de u na c iv iliz a c ió n : los A rya pensaron desde el o rig e n y la In d ia c o n tin u ó pensando in in te rru m p id a m e n te el pensa­ m ie n to que se encendió en nosotros, los rs i: el p u ro dato de ser conscientes. N o hay en la h is to ria de lo s rs i fo rm a n i hecho n i in ­ d iv id u o que, a través de u n c ie rto n ú m e ro de pasajes, no pueda re d u cirse a aquel pensam iento, así com o Y ájñavalkya dem ostró que los tres m il trescientos seis dioses p odían re d u cirse a una sola p alabra: brahm an. ¿Qué s ig n ific a brahm an? E sto, tyád. »H asta aquí to d o está perfectam ente cla ro . Pero la c la rid a d m erm a cuando algunos de vosotros in te n tá is d e fin ir, con los re ­ cursos del lé xico , ese p u n to vacío a l que to d o se reduce. H ay q u ie n hab la de “ a b so lu to ” , com o si lo a bsoluto fuese u na eviden­ cia. Puede que tengan razón, pero e l té rm in o no nos es conge­ n ia l. P or o tro lado, hay q u ie n hab la de “fó rm u la e n ig m á tica ” , com o si el entero cosm os pudiese re d u cirse a una o cu rre n cia verb a l. E n tre estos dos extrem os p o d ría n encontrarse m uchas otras d e fin icio n e s. Todas ellas grandilocu entes, ya que los sa­ bios creen que, a fa lta de c u a lq u ie r o tro dato específico, algo so­ lem ne y á u lic o debe i r lig a d o a aquella palabra. A lgo elevado, en c u a lq u ie r caso. E l brahm an, en cam bio, se encuen tra en todos 174

los niveles. De algo estam os seguros: si se quiere d e fin ir casi io d o , o m e jo r d ich o to d o excepto u n p u n to , ese p u n to deberá queda r in d e fin id o . C om o en la geom etría, hace fa lta u n p o s tu la ­ do, y los postulados carecen de d e fin ic ió n . S im plem ente se de­ cla ra n . Pero es u na d e cla ra ció n no m ediada p o r la p a la b ra . Se tra ta de algo sem ejante a lo que nos sucede cuando leem os una palabra. ¿Qué sucede? A lgo que cie rta m e n te no se confund e con ese signo negro sobre el papel n i siq u ie ra con su sig n ific a d o , que encontram os en los d ic c io n a rio s y que a l cabo no es o tra cosa que o tro signo negro. S in em bargo, algo sucede. Y algo que re su lta d is tin to cada vez que volvem os a le e r esa m ism a palabra. ¿Cómo d a r u na d e fin ic ió n , entonces, de aque llo que cam bia in in te rru m ­ pidam ente y, adem ás, carece de m árgenes? ¿Adonde se d irig e , en nuestro in te rio r, esa p a la b ra , “negro” , que acabam os de leer? ¿En qué m om ento exacto podem os a firm a r que ya no estam os bajo los efectos de la p a la b ra "negro” ? Es p o sib le que la le c tu ra de esa palabra, que se re a liz a en u n in sta n te , co n tam ine todas las otras palabras, todas las otras olas m udas que nos h a b ita n . P osi­ blem ente ya nunca conseguirem os desenredar esa m araña. Es com o si la p a la b ra se p e rd ie ra en u n país e xtra n je ro . Pero ¿cuál es esa tie rra de la que se hab la com o si fuese desconocida y al m ism o tie m p o estuviera encerrada d e n tro de nosotros? De he­ cho p o d ría e x is tir perfectam ente fu e ra de nosotros, ya que jam ás iríam os a llí. Podem os lla m a rla de m uchas m aneras, y todas, una vez m ás, a p o rta ría n u n c ie rto m a tiz , algo sem ejante a la v o lu n ta d de c o n fe rirle u n s ig n ific a d o in c lu s o antes de saber si tie n e u n sig­ n ific a d o . E l lu g a r donde surgen y se esconden los sig n ifica d o s podría, en efecto, re s u lta r in s ig n ific a n te . H ip ó te sis que asusta e incom oda a todos, pero que no debem os p e rd e r de v is ta ya que - a llí donde las d e fin ic io n e s dejan de ser o p e ra tiv a s - to d o es in ­ c ie rto en grado sum o. Es m e jo r que se esté a d ve rtid o de ello . Pero tratem os de observar lo que sucede cuando nos vem os c o n s tre ñ i­ dos a reconocer (no a d e fin ir) la existe n cia de esto. ¿Cuándo su­ cede? C uando nos despertam os. E l despertar: es el ú n ic o fenó­ m eno fis io ló g ic o que tie n e re la c ió n con esto. Sólo agregaré lo siguiente: p ro b a d a pensar en u n segundo despertar, u n despertar que sucediera d e n tro m ism o de la v ig ilia , que no se sum ara a la v ig ilia sino que la m u ltip lic a ra p o r u n núm ero n que nunca 175

podríam os p re cisa r. N o sé s i ha sido así para vosotros. Pero para nosotros así fue el pensam iento. Así es el pensam iento.»

Com o re tom ando el discurso de A tri, V asistha d ijo : «E l d iv i­ no n e u tro , brahm an, está antes que los dioses. “ E n el o rig e n , sólo e xistía brahm an. ” Los dioses, “a m edida que se despertaban a él, se vo lvía n é l” . Éste es el gesto decisivo: despertarse. A lgo in v is i­ ble que sucede d e n tro del pensam iento. A lgo que agrega una cu a lid a d a l pensam iento: la consciencia. Ser consciente de que se está pensando: es la e ntrada en brahm an. E n tra ro n los dioses, los rs i y, p o r ú ltim o , los hom bres. “A quel que sabe así” , ya evam veda, la fó rm u la siem pre re p e tid a que d iv id e a los hom bres entre quienes saben y quienes no saben, se re fie re a este c o n o cim ie n ­ to . Los dioses quería n expulsar de ese estado a “ aquel que sabe así” , pero "no pueden im p e d irlo ” . ¿Por qué los dioses no in v ita n a l hom bre a e n tra r en el brahm an, e in c lu s o lo desvían del ca m i­ no h acia él, con p é rfid a perseverancia? Porque, despojado de ese c o n o cim ie n to , el hom b re es pa ra los dioses “u n a n im a l de reba­ ñ o ” . Y los rebaños com puestos de hom bres son ú tile s a los d io ­ ses, así com o los rebaños de anim ales son ú tile s a los hom bres. Son la riqueza. “E l ro b o de u n a n im a l es u n hecho la m entable , y m ucho m ás lo es el ro b o de m uchos anim ales. P or eso a los d io ­ ses no les gusta que los hom bres sepan esto.” “E sto ” s ig n ific a el brahm an. Así nace y se perpetúa la sorda h o s tilid a d entre los dioses y los hom bres.»

V isvá m itra d ijo : «Lo que fue pensado p o r nosotros había sido pensado m uchas veces y en m uchos o tro s lugares, y cada u no de estos pensam ientos, sucesivos y coinciden tes, fo rm a p a rte de una sola cadena. Pero hay u n pensam iento que fue en verdad nuestro, porque nunca antes n i nunca después fue perseguido con ta n ta o b stin a ció n , nunca antes n i nunca después alcanzó ta l in te n sid a d . Ese pensam iento fue u na fle ch a clavada en nosotros, que se h u n d ía cada vez m ás en n u e stro cerebro y en cada cosa que hacíam os. Acabó p o r co n ve rtirse en nu e stro ú n ic o pensa­ m ie n to . Después de habernos ilu m in a d o , acabó casi p o r em bo176

ta r nuestra razón. ¿Cómo lla m a rlo ? E l re co n o cim ie n to de que la existencia del unive rso es u n hecho secundario y d e rivado res­ pecto de la existencia de la m ente. Q uizá una em anación suya. Así lo decim os hoy, aunque quizás en o tro tie m p o no h u b ié ra ­ m os usado estas palabras. Es m ás: no las hubiéram o s com pren­ d id o siq u ie ra . O las hubiéram o s despreciado. Pero no es esto lo que im p o rta ... V olvam os a donde estábam os: para q u ie n era ro ­ zado p o r e l ala de aquel pensam iento, el m undo seguía siendo id é n tic o a com o era antes y al m ism o tie m p o nada era id é n tic o a com o era antes. N ada vo lve ría a ser com o antes. S in em bargo, no es u n pensam iento in m e d ia to , n a tu ra l. Lo n a tu ra l es el em ­ b ru te c im ie n to . In c lu s o nosotros encontram os a veces d ific u lta d para d a r con ese pensam iento. R esulta m ucho m ás s e n c illo pen­ sarse com o u n fantasm a a p risio n a d o en u na caja de huesos y carne, rodeado de cosas firm e s y resistentes. Pero pa ra q u ie n u n día a b rió los ojos a aquel o tro pensam iento, to d o esto se deshace y no vuelve a recom ponerse nunca. »Fue extraña la fo rm a en que sucedieron las cosas. P or aquel pensam iento hem os p e rd id o la h is to ria . Com o si, en el m om ento en que se in s in u ó , u n sable caído del cie lo nos hubiese cercena­ do las m anos. Q uedam os p a ralizado s en el m o v im ie n to que está­ bam os rea liza n d o . E ra n con fre cu e n cia m o vim ie n to s vio le n to s, de conquistadores descendidos de las m esetas y m ontañas que se alzan tra s aquella lla n u ra m u y extensa, densa y tó rrid a que in ­ vadíam os, y que poco después nos in v a d iría a nosotros. Fue nada m ás que ese pensam iento lo que nos detuvo. N o nos m o v i­ m os de a llí sin o esporádicam ente, pa ra d e sc u b rir otro s río s y otro s bosques, am enazados p o r el acecho de seres oscuros que se a gitaba n entre zarzales y arbustos que ellos conocían m ucho m e jo r que nosotros. De golpe, n u e stro im p u ls o desm ayó. A lgo nos había d is tra íd o p a ra siem pre. A lgo que provocaba u n vacío en tod o . Pero no p o r e llo pensam os en c o n s tru ir palacios, te m ­ plos, canales, ja rd in e s , m u ra lla s... Todo quedó p rá ctica m e n te ig u a l que antes, com o u n cam pam ento de guerreros nóm adas que parecían haber o lvid a d o de p ro n to sus costum bres y su sed de la conquista.»

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E ntonces fue Jam adagni q u ie n h a bló: «¿Qué fue lo que nos d is tin g u ió de todos los otro s seres? ¿Cuál es el c o n o cim ie n to que sólo po d ía ser tra n s m itid o p o r los Saptarsi? Para nosotros la m ente, el m ero hecho de ser conscientes, se im p o n ía con una evidencia m u y s u p e rio r a c u a lq u ie r o tra cosa. La n aturaleza , en com paración , era una o p in ió n . O b ien: la n a tu ra le za era un cam ­ b ia n te te ló n de fo n d o , una m om entánea flore sce n cia o algo que había que tra ta r con la m ism a s u fic ie n c ia que, en épocas m ucho m ás recientes, se h u b ie ra reservado a las alucinacio nes. E sto se d io p o r sobreentendido: que to d o , entre los dioses y antes de los dioses, así com o ta m b ié n , al fin a l, entre lo s hom bres, sucede en el in te rio r de la m ente. P or eso la p rim e ra sustancia de la que es­ taba hecho el m undo no podía ser o tra que el elem ento en el que surge la m ente. Pero ¿qué era este elem ento? U n s u til ca lo r, u n h e rv o r escondido, u n a rd e r detrás de la s u p e rficie , que p o r m o­ m entos flam ea, u na e b u llic ió n sobre cuyas crestas aparecían im ágenes, palabras, em ociones, y del que b ro ta b a sobre to d o la sensación desnuda del co n o cim ie n to , com o un a p u n ta incandes­ cente. A to d o esto lo llam ábam os tapas, “a rd o r” . Toda h is to ria nace del tapas y vuelve a él. La fo rm a n o rm a l de engendrar no era entonces la u n ió n sexual. “N acido-de-la-m en te” , se decía de in num erab les seres. C uando la m ente se concentraba en u na f i­ gura, el tapas la n u tría y su fo rm a quedaba perfectam ente d e li­ neada: así se p ro d u c ía el engen d ra m ie n to . S urgían del tapas y crecían en el tapas seres m u ltifo rm e s o a ltivo s, c u a d rilla s vo la n ­ tes, ríg id o s ascetas, N in fa s celestes. P oblaban la escena, com o en u n m ercado o en una fie sta . Después nos cansam os. Entonces com enzó o tra h is to ria . »Nada re s u lta m ás in s id io s o para el tapas que el sexo, porque nada le es m ás a fín . E n el eros, u n cuerpo actúa sobre u n cuerpo, y se enseñorea de u n cuerpo, así com o en el tapas la m ente actúa sobre la m ente y se enseñorea de la m ente. E l acto sexual, esa to ­ ta lid a d com puesta de elem entos activos y pasivos, es lo m ás pa­ re cid o a l acto m en ta l. T ienen en com ún el tejas, la energía que a flo ra del deseo y del c o n o cim ie n to . Dos fuegos, que de p ro n to pueden co n ve rtirse en u no solo. H abíam os v iv id o en tre am bos. Se a lte rn a b a n en nosotros. Pero n in g u n o de ellos podía d u ra r in ­ fin ita m e n te . Sáyana observó que el sexo y la ascesis eran las “dos 178

m aneras” (ubhau varnau, “los dos colores” , pero varna s ig n ific a ta m b ié n "casta” ) cu ltiva d a s p o r el rs i Agastya.»

C uando los rs i se vo lv ía n h a cia el m undo m ostraban con fre ­ cuencia ira y lu ju ria . E l inm enso tapas acum ulado en ellos ondea­ ba, tu rb u le n to . N o se parecían en nada a esas im ágenes de hom bres píos, exangües y lib re s de pasiones. P or el c o n tra rio , reconocían en ellos algo m agm ático, un a fu ria irre p rim ib le , la m ira d a encendida. Se com e tió el e rro r de creer que se excede­ ría n a sim ism o en otras pasiones. N o sucedió así: ira y lu ju ria , és­ tos y sólo éstos fu e ro n sus estandartes y sus verdugos. ¿Por qué? Lo que se consum e en la ira y en la lu ju ria es el tapas en estado más p u ro , o sea la sustancia de la que los rs i estaban hechos. A l ceder a la ira y a la lu ju ria se consum ían a sí m ism os. S in em bar­ go, ¿acaso re s u lta ría que en re a lid a d no habían nacido-de -lam ente de B rahm á, ya que fu e ro n ellos m ism os los p rim e ro s que osaron p e n e tra r u na m u je r y engendrar a aquellos seres que más Larde h a b ita ría n el m undo? ¿Cuál es la fu e rza que defiende el o r­ den del m u n d o de to d a v io la c ió n , com o una suerte de p o lic ía cósm ica, si no ju sta m e n te la ira de los rs i, la perm anente am ena­ za de su m a ld ic ió n , que se extiende y devasta com o u n soplo abrasador? ¿La caída de los rs i en las pasiones que d e stru ía n su tesoro de tapas no era quizás el c o n tin u o renovarse de las dos funciones suprem as -c re a c ió n y d e s tru c c ió n - para las cuales ha­ bían sido evocados p o r B rahm á, el dios que ellos m ism os habían evocado p rim e ro ?

N o sólo los dioses, ta m b ié n los río s te m ía n la ira de los rs i. En u na ocasión, desde las dos rive ra s opuestas del S arasvatí, se peleaban V isvä m itra y Vasistha. Sus voces estridentes, perdidas en m edio de la n aturaleza , h e ría n el m ajestuoso flu ir de las aguas. Cada u no de ellos p re te n d ía que su tapas era s u p e rio r al del o tro . V asistha sonreía con fiereza: ¿cóm o podía prete n d e r aquel a tre vid o , que n i s iq u ie ra era u n brahm án, te n e r u n tapas más poderoso que el suyo? ¿Acaso no sabía, com o todos, que el tapas de V asistha era ta n fu e rte que hasta le había im p e d id o sui179

cidarse? V asistha recordaba con c la rid a d aquel día en que había trepado hasta la cim a del m onte M e ra para después, im paciente y c o n fia d o com o q u ie n asiste a u n encuen tro am oroso, lanzarse al vacío de las rocas con la in te n c ió n de quedar hecho pedazos. Deseaba la m uerte com o la m ás esquiva, la m ás inaccesible de las m ujeres, a la que abrazaría a l p re c ip ita rs e en aquella in m e n ­ sa extensión de a ire antes de que su cuerpo, con suprem o placer, se e stre lla ra c o n tra el suelo. Pero las cosas sucedieron de o tra m anera. Cayó de espaldas, y se s in tió a ca ricia d o p o r los pétalos de blandas flo re s de lo to , b ajo las cuales se a b ría n otra s flo re s de lo to , que se apoyaban sobre otras flo re s de lo to . E ra u na alm o ­ hada que se h u n d ía en la tie rra . O tras veces, con creciente exas­ p e ra ció n , había v u e lto a in te n ta r el s u ic id io . Se había a rro ja d o al Vipäsä, com o u n saco in fo rm e , atado con cuerdas. Pero em ergió del agua indem ne, ya lib re de las ataduras.

M ie n tra s pensaba en esto, el h u m o r de V asistha se vo lvía cada vez m ás som brío. Su tenacida d en el in te n to de suicidarse fue consecuencia de la desesperación en que había caído tra s la m uerte de sus cien h ijo s . Pero ¿quién era el culp a b le de ese exter­ m in io si no el h o rre n d o V isvá m itra , que ahora lo m ira b a fija m e n ­ te desde aquella pequeña m ancha bla n ca en la o tra o rilla del río? De p ro n to V isvá m itra in te rru m p ió las in ju ria s y ordenó a l río que raptase a V asistha entre sus aguas y se lo llevase. S arasvatí obedeció, a te rro riz a d o . D epositó a V asistha en la o rilla en la que estaba V isvá m itra , que in m e d ia ta m e n te se alejó h a cia su äsram a. Buscaba u n c u c h illo para d e g o lla r a su riv a l. Pero entonces Sa­ ra s v a tí v o lv ió a ra p ta r a V asistha entre sus aguas, p o rque tem ía su m a ld ic ió n . Se v io cóm o el río abandonaba su cauce para tra ­ garse árboles y praderas, com o un a in c re íb le serpiente. Pero de p ro n to v o lv ió a su lecho, in d ife re n te , m ie n tra s lo s dos rs i, senta­ dos com o antes en las rive ra s opuestas, c o n tin u a b a n in s u ltá n d o ­ se, tozudam ente. V asistha g rita b a a Visvám itr a que nunca con­ seguiría separarse de su e stúpida alm a de gu e rre ro . Sabía de sobra que V isvá m itra había a te rro riz a d o a los dioses. Pero eso no bastaba pa ra a m e d re n ta rlo a él, a Vasistha. Los dioses son m ás ingenuos. 180

In d ra era apuesto y fu e rte , y no carecía de vileza. Lo in q u ie ­ taba la o b lig a c ió n de las m isiones que se le habían asignado. C ien s a c rific io s de caballos, y q u ié n sabe cuántos m onstruos p o r d e rro ta r. Sobre su p ie l a flo ra b a n , delicadam ente tatuadas, m il vulvas que se cerraban apenas, com o párpados a d o rm e ci­ dos. E ra n u na m arca de se rvidum bre, tra za in d e le b le del sarcas­ m o sacerdotal p o r sus deslices de a d ú lte ro . A quellas vulvas -¿ o m ariposas?- le re co rd a ría n para siem pre una desastrosa aven­ tura. U n día, In d ra zum baba en to m o a la a n tig u a e rm ita del rs i Go tam a. E l sabio había bajado a l río p a ra c u m p lir con las a b lu ­ ciones m atin a le s. Sobre u n espacio c u b ie rto de flo re s estaba sentada su m u je r, A halyá, gloriosam en te b e lla , absorta. Jugaba con los ra m ito s . In d ra se adelantó, disfra za d o de G otam a. A l ha­ b la r im itó la voz del asceta: « M u je r de a d m ira b le calm a y de vid a s u til, q u ie ro u n irm e a ti, p o r p u ro placer», le d ijo . A halyá levantó la m ira d a y re co n o ció de in m e d ia to , detrás de la to rp e m áscara, no la m aciza co m p le xió n de G otam a, el m ás fu e rte de entre los sabios, sin o la m ás endeble y adolescente de In d ra . A b u rrid a de la vid a en el bosque, a s in tió a las palabras del falso m a rid o , pero dando a entender a l dios que se había dado cuenta de in m e d ia to de q u ié n era el que le estaba hablan do y estaba a p u n to de p o ­ seerla. Se encam inó h a cia la cabaña. M iró al sol, calculand o cuánto fa lta ría p a ra el regreso de G otam a, y después se concen­ tró en el placer. Fue u n c o ito fu rio s o y exaltado. Apenas habían acabado cuando, con gesto frío y a l tie m p o que calculaba el c u r­ so del sol, A halyá a p a rtó a In d ra de su cuerpo y con u n p ie lo em ­ p u jó h acia la p u e rta . «Ahora debes irte , m i señor», le d ijo , «así me protegerás y te protegerás a t i m ism o.» A ún a m edio v e s tir, In d ra se p re c ip itó fu e ra de la cabaña de hojas. Pero, con paso tra n q u ilo y firm e , ya venía h a cia él G otam a. Su p ie l lu stro sa go­ teaba el agua del baño sagrado, llevaba en la m ano u n haz de h ie rb a , y con p enetran te m ira d a seguía los gestos descom pues­ tos del dios. «¡Oh, ser m a lig n o !» , d ijo G otam a, te m b la n d o de ira . Ese asqueroso d is fra z que llevas m erece u n castigo solem ne.» In d ra quedó p e trific a d o . H a b itu a d o desde hacía tie m p o a lu c h a r 181

con m onstruos, a cercenar sus m ú ltip le s cabezas, a a rro ja r fu e ­ go sobre sus espaldas, se sentía p e rd id o fre n te a este hom bre fu e rte , de voz p ro fu n d a , que no p o rta b a arm as n i m ostraba n in ­ guna v a c ila c ió n m ie n tra s lo traspasaba con la m ira d a . G otam a se acercó a In d ra . Con una m ano h u rg ó entre sus m uslos, a fe rró con su p u ñ o los testícu lo s del dios, los arrancó y los a rro jó sobre la h ie rb a . «De ahora en adelante com erás v ie n to y d o rm irá s so­ bre las cenizas», d ijo G otam a. Después m iró a A halyá, que había asistid o , in m ó v il, a la escena. «M uchos ciclo s épicos deberán pa­ sar antes de que u n día a lg u ie n consiga a l fin lib e ra rte » , le d ijo . Después G otam a se alejó, s o lita rio , a la búsqueda de una cim a no pisada p o r n in g u n a m u je r. In d ra se re to rc ía en el suelo del d o lo r; pensaba que nunca un dios había s u frid o sem ejante h u m illa c ió n . E n su m ente confusa el re n c o r se d irig ía hacia los o tro s dioses: «Com o siem pre, lo que hice fue para favorecerlos. Y, com o siem pre, soy el ú n ic o en pa­ gar las consecuencias. Los dioses son espías, escrutan la tie rra con te m o r y ansiedad, siem pre con la m ism a p reocupa ción: que el tapas de n in g ú n rs i llegue a ser m ás fu e rte que el de ellos. E in ­ varia b le m e n te re cu rre n a la m ism a m iserable a rtim a ñ a de cau­ sar la ru in a del asceta sirviéndose de alguna Apsaras o cortesa­ na. O b ie n seducen a la m u je r del asceta sirviéndose de o tro dios. ¿Q uién m e jo r que yo, la d ró n de m ujeres, podía prestarse a ta l fin ? H e actuado p o r el b ie n de los dioses, y to d o el m a l se ha des­ cargado solam ente sobre m í. La ira que he despertado en G ota­ m a ha d e stru id o su reserva de tapas. Los dioses están a salvo. Pero se o lv id a rá n de m í.» C uando los tre in ta y tres dioses oyeron estas palabras, deci­ d ie ro n que debían re u n irse y to m a r alguna m edida. E l p rim e ro en h a b la r fu e A gni. Tenía la m ano derecha sobre el c u e llo de un gra n cam ero. «M irad», d ijo . «Este a rie te tie n e testícu lo s. In d ra , que es el re y de los dioses, los ha p e rd id o . P ropongo que dem os a In d ra los te stícu lo s del cam ero.» Los dioses a s in tie ro n con gra­ vedad. M ie n tra s con una m ano sujetaba el c u e llo del cam ero, con la o tra A g n i le a rra n có lo s testículos. Después descendió hasta In d ra , que aún perm anecía en el suelo fre n te a la cabaña abandonada de G otam a, y lig ó aquellos te stícu lo s oscuros al cuerpo lu m in o s o del dios. 182

Asceta, «aquel que se e je rcita » , según el s ig n ific a d o griego de la palabra, es un a so b ria d e fin ic ió n p a ra aquellos sabios, los rs i, que se pasaban la vid a fo m e n ta n d o e l tapas, d ila ta n d o el núcleo del a rd o r. S i los ascetas h u b ie ra n conseguido absorber el m undo d e n tro de sí, nada h a b ría sucedido. L a n a tu ra le za h u b ie ra re ­ cu b ie rto poco a poco de fo lla je y m aleza todas las rocas dise­ m inadas, que guardan en su seno la incandescencia. N o sólo no h a b ría h is to ria , no h a b ría tam poco h is to ria s . O, a l m enos, no habría h is to ria s visib le s. E l paisaje sería b a rrid o y recom puesto p o r el v ie n to . Pero no es esto lo que sucede. E l asceta -in c lu s o Siva, que fue el p rim e ro entre lo s ascetas-, no co n sig u ió e v ita r que el m u n d o su b sistie ra y p ro life ra ra . E n el fo n d o , quiso que el m undo su b sistie ra y p ro life ra ra . ¿Cómo lo sabemos? Ju n to a l as­ ceta siem pre hay u na m u je r. Puede ser la b e lla Anasüyá, m u je r de A tri, el devorado r de la m e d ita c ió n , que se afana en las tareas dom ésticas cuando de p ro n to los tres suprem os, B rahm a, V isnu y Siva, com o un a p a n d illa de m alvivie n te s, la rodean y le m eten m ano. O pueden ser las esposas de los rs i, en el Bosque de Ce­ dros, que u n día v ie ro n a rrib a r u n e x tra n je ro , andrajoso y de m i­ rada fe b ril, c u b ie rto de cenizas, e in m e d ia ta m e n te lo sig u ie ro n , m oviendo las caderas, com o si oyesen to c a r el cím b a lo . O puede ser ta m b ié n la espléndida cortesana que el asceta Rsyasrñga en­ cu e n tra en el bosque y to m a p o r u n jo ve n a spirante a la ascesis, ju n to a l que p ra c tic a r el tapas. O la N in fa celeste, la Apsaras, a la que u n dios m a lig n o co n fía la m is ió n de e x tra v ia r a o tro asceta. A llí donde hay u n asceta está siem pre la m u je r m ás b e lla , desea­ da y deseante, m oviéndose en círc u lo s a su alrededo r. Esa fig u ra es la p rim e ra m a te ria liz a c ió n del tapas, u n fantasm a que urde u n cuerpo externo, con el que protege su o rig e n -e l asceta- o puede a rro ja rse encim a de él, destruyéndolo. E l asceta se con­ v e rtirá en el ú n ic o am ante que sabe; de o tra fo rm a , sería escar­ necido y h u m illa d o p o r la m u je r, v e rte ría su sem en s in to ca rla ; o, en fin , no conocería a la N in fa . Pero siem pre habrá u n ser fe­ m enino g ira n d o en su a rd ie n te c írc u lo .

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Y äjftavalkya d ijo : «Pensar es p eligroso. N unca lo fue ta n to com o aquel día en que fu i in v ita d o p o r Janaka de V ideha para u n s a c rific io , a l que ta m b ié n habían sido in v ita d o s los b rahm a­ nes del K uru-P añcá la. A l lle g a r, m e encontré en m edio de una inm ensa fe ria . D etrás de una em palizada m ugían m il vacas, y las m onedas tin tin e a b a n en sus cuernos colorados. Esas vacas eran el p re m io o fre c id o p o r Janaka a q u ie n supiera d a r las m ejores respuestas acerca del brahm an. Los brahm anes de los K u ru me m ira b a n con recelo, algunos in c lu s o con re n co r. A m uchos de ellos los veía p o r p rim e ra vez, pero cada u no de nosotros sabía algo acerca de los dem ás. Y o era conocido p o r m is m aneras bruscas y no quise d e silu sio n a rlo s. N os re u n im o s; form ábam os dos bandas blancas, la de los brahm anes y la de las vacas, p o r entre m e d io de las cuales flu ía una m uchedum bre v a rio p in ta , com puesta p o r m ujeres (algunas de ellas, pude a d v e rtirlo , de so­ berana belleza), m ercaderes, guerreros, artesanos y, en fin , gen­ te que ca lla y sirve de te stig o de los a co n te cim ie n to s. Entonces m e v o lv í a Sámasravas, el d is c íp u lo que seguía m is pasos: “Sám asravas, h ijo m ío, ve y coge las vacas.” A unque d ije estas palabras en voz baja, tuve la im p re s ió n de que todos m e habían oído. M u rm u ra b a n , se hablab an a l oído. »Asvala, el h o tr de Janaka, que aquel día o fic ia b a de m aestro de cerem onia, se levantó y m e d ijo : “E ntonces, Y äjftavalkya, ¿eres tú el m ejor?” E l to n o era sosegado, pero se n otaba que su ánim o a rd ía de ra b ia . “E sto y preparad o para lo que sea” , dije, «pero q u ie ro aquellas vacas.» E nseguida com enzó el desafío. R ecorriendo con la m ira d a a los brahm anes en fo rm a c ió n , me pareció que sus ojos se vo lv ía n hendid uras; cada u no de ellos buscaba la p re g u n ta m ás a fila d a . Q uerían hacer que m i cabeza estallase. A Asvala le tocaba fo rm u la r la p rim e ra p regunta : “Y äj­ ftavalkya” , m e d ijo , “to d o lo que existe está tocado p o r la m uerte. ¿Cómo puede el s a c rific a n te no estar tocado p o r la m uerte?” A quel día había m ucho v ie n to y u n fu e rte sol: las tiendas y los es­ tandartes re sta lla b a n com o velas. E l v ie n to d ific u lta b a m i con­ ce n tra ció n . Todos m ira b a n fija m e n te m i cabeza. Q uerían ve r si la calavera saltaba p o r los aires. Las preguntas se extendieron d u ra n te la rg o ra to . Con los g iro s co n céntricos de lo s rapaces se acercaban a l brahm an. Pero m i cabeza no estallaba. 184

»Entonces se levantó G ärgl, la m ás b e lla entre las teólogas, la más te m ib le ta m b ié n , aquella con la que sólo unos pocos b ra h ­ manes se a tre vía n a m edirse. Antes que nada, m e fijé en su ve sti­ do. N o conocía la existencia de u n te jid o de ta l esplendor, que envolvía su cuerpo com o s i fuese o tro cuerpo y era de u n c o lo r im p o sib le de d e fin ir. “ S in duda lo ha te jid o e lla m ism a ” , fue m i p ri m er pensam iento, porque sabía que G ä rg l gustaba de te je r en sus ra to s lib re s . Sus te jid o s eran célebres, aunque nunca los m ostraba. Pensé in c lu s o que la excelencia del pensam iento de ( iá rg í era in s ig n ific a n te en com p a ra ció n con su arte de tejedora. M ientras fo rm u la b a este pensam iento, entraba en m i cabeza la p ri m era p re g u n ta de G ärgl. Con gra n coquetería, com o una m u ­ je r que q u is ie ra h a b la r sólo de cosas de m ujeres, G ä rg l m e in te ­ rrogó acerca del te jid o : “Y ájñavalkya” , d ijo , “si las aguas son la tra m a sobre la que to d o se teje, ¿sobre qué tra m a se te je n las aguas m ism as?” U na p re g u n ta fá c il, en apariencia . Pero yo sen­ tía que G ä rg l estaba d e cid id a a vencerm e. La engañosa m odestia tie ese p rin c ip io sólo era u n a rd id pa ra acercarm e a la tra m p a . I lie z veces m e p re g u n tó sobre qué tra m a estaba te jid o el m undo t|ue era la tra m a del m undo precedente. Yo le contestaba s in va­ c ila r, com o en u n e je rc ic io litú rg ic o . Después de la décim a p re ­ gunta, G ä rg l m e d irig ió u na m ira d a in fla m a d a y m e d ijo ; “ ¿Y so­ bre qué tra m a están te jid o s los m undos del brahm an?” E n ese punto sentí flu ir m i ra b ia fre n te a aquella m u je r in solente , p ro \ ocadora del pensam iento. “E lla cree que el to d o está en lo que leje su m ano, que en su te la r, b a jo sus dedos, está c o n te n id o el lodo. N in g ú n h o m bre se h a b rá a tre v id o jam ás a d is c u tirle esa idea. E stá dem asiado o rg u llo sa de su cuerpo com o pa ra haber in vita d o alguna vez a u n hom b re a su lecho” , pensé. S entí en to n ­ ces que m i voz, d u ra y tensa, te m blaba p o r p rim e ra vez, y m e es­ cuché p ro n u n c ia r estas palabras: “N o preguntes dem asiado, ( ¡árgí. C uida que tu cabeza no vaya a e sta lla r. Preguntas acerca de una d iv in id a d m ás a llá de la cu a l no existe nada que p regun­ tar. N o preguntes dem asiado, G ä rg l.” Entonces, G ä rg l calló . »Sin em bargo, no había acabado. G ä rg l ten ía preparad o u n u ltim o asalto. D ejó que los o tro s brahm anes h ic ie ra n sus p re ­ guntas. Después v o lv ió a adelantarse, pero esta vez con o tra a c ti­ tud. Y a no era la im po n e n te estatua lu stro sa . A hora dom in a b a la 185

guerrera. M iró a los brahm anes y d ijo : “ S i contesta a las dos pre ­ guntas que le haré, n in g u n o de vosotros p o d rá ve n ce rlo .” Des­ pués se v o lv ió h a cia m í, a b rie n d o las piernas com o u n hom bre: “Y ájñavalkya, estoy fre n te a t i com o u n gu e rre ro del país de K ásl o de V ideha. H e puesto la cuerda en el arco. Tengo en m i m ano dos flechas preparadas para traspasarte. Son dos preguntas. In ­ te n ta co ntestarlas” . M e había preparad o para responde r a o tra clase de ataque. Pero, ta m b ié n en este p u n to , G árgí m o stró una elegancia suprem a. O tra vez hablaba del te jid o . M e p re g u n tó so­ bre qué m a te ria se teje el tie m p o . Y o sabía que e lla sabía que ya había contestado a esa pregunta . Le d ije que el tie m p o está te ji­ do sobre lo in d e s tru c tib le . D ije que está te jid o sobre aquel que no com e n i es com ido. Sobre aquel que conoce a aquel que co­ noce. M ie n tra s decía esto m ira b a fija m e n te a G árgí, a sabiendas de que m is palabras no le decían nada nuevo. N o era eso lo que e lla quería o ír. E ntonces agregué otra s palabras, com o u n trib u ­ to o u n presente que extendía a sus pies. D ije : «Los m é rito s de quie n en este m undo, sin conocer lo in d e s tru c tib le , hace ofertas, celebra s a c rific io s o se dedica a l tapas, tie n e n u n fin , quizás den­ tro de m ile s de años; aquel, G árgí, que en verdad deja este m u n ­ do s in haber conocido lo in d e s tru c tib le , ése es u n m iserable, pero aquel que no deja este m u n d o sino después de haber cono­ cid o lo in d e s tru c tib le , ese, G árgí, es b ra h m á n .” V i u na chispa en sus ojos cuando p ro n u n c ié la p a la b ra “m iserable” . E ra la pala­ b ra que desde el p rin c ip io había q u e rid o hacer reso n a r en aquel s itio , fre n te a aquellos brahm anes ta c itu rn o s y, quizás, u n á n i­ m em ente m iserables. Q uería o ír u na pa la b ra que sig n ifica se el desprecio de los m é rito s. E n aquel m om ento p e rc ib í que entre G árgí y yo, que quizás nunca volveríam os a in te rc a m b ia r una sola p a la b ra , se establecía u n acuerdo tá c ito , que nada podría p e rju d ic a r y que nos acom pañaría pa ra siem pre. E n ese m om en­ to G árgí se v o lv ió y d ijo : “ Señores brahm anes, podem os fe lic i­ tam os, p orque éste se m erece todos los hom enajes. N in g u n o de vosotros sería capaz de vencerlo en te o lo g ía .” »

E ra célebre la a c ritu d de Y ajñavalkya y su n u la tenden cia a d e c ir palabras de circu n sta n cia s. N adie podía p re ve r lo que sal186

d ría de su boca. Su a u to rid a d n a tu ra l era inm ensa. Todos re ­ cordaban que un a vez u n grupo de brahm anes se había la n za ­ do a las especulaciones m ás osadas acerca de com er carne, y era evidente que m uchos de ellos hablab an sobre to d o en la es­ peranza de que Y ájñavalkya notase sus agudezas y deslizase una p a la b ra de apro b a ció n . La d is p u ta había alcanzado ta l a l­ tu ra y v é rtig o que podía pensarse que n in g u n o de los b ra h m a ­ nes había co m id o carne nunca en su vida. Y ájñavalkya escu­ chaba con la m ira d a fija en el suelo y con u na expresión im penetrab le. Todos se co m p o rta b a n com o si no estuviera p re ­ sente, pero nadie ig n o ra b a que el é x ito de la d isp u ta dependía de su p alabra, de que p o r fin ha b la ra . Ya estaban exhaustos, y Y ájñavalkya ca llaba todavía. A l fin alzó la m ira d a y e n tre ce rró los ojos. S ólo d ijo : «Yo, cuando com o carne, la p re fie ro tie rn a y jugosa.» N adie osó agregar una palabra. Siem pre que recorda­ ban aquel día no p o d ía n re p rim ir u na sensación de te rro r. O tras veces, en cam bio, Y ájñavalkya u tiliz a b a palabras in u s i­ tadas, oscuras, com o si fuesen las m ás com entes. A lgunos se de­ ja b a n p e rs u a d ir enseguida de lo in s ig n ific a n te de su p ro p io sa­ ber, puesto que no in c lu ía el s ig n ific a d o de aquellas palabras. Pero nada dejó ta n perplejos a sus oyentes com o la fó rm u la que lo oyeron e n u n c ia r u na vez en u n susurro, casi d is im u lá n d o la . E l a stuto Sákalya lo había in te rro g a d o acerca del n ú m e ro de los dioses. Con p a cie n cia - lo cual ya era de p o r sí so rp re n d e n te -, Y ájñavalkya los había re d u cid o de tres m il trescientos seis a uno. Pero Sákalya in s is tía . E ntonces Y ájñavalkya d ijo : «Existe una d iv in id a d que está m ás a llá de to d o debate.» A c o n tin u a c ió n agregó, en u n s ilb id o feroz, que u n d ía los huesos de Sákalya ha­ b ían sido robados p o r e rro r p o r unos bandoleros que después se d e sh icieron de ellos, com o cosa despreciable. Eso fue lo que su­ cedió. Pero no fue esto lo que im p re s io n ó a los presentes, sino aquella frase de «E xiste una d iv in id a d que está m ás a llá de todo debate». N unca h abían oído nada s im ila r. Porque, ¿qué son los dioses, sin o m a te ria de debate? E ra com o si algo se hundiese. ¿Hasta dónde? A unque nadie p re te n d ía h aberla entend ido, aquella frase c o rrió de boca en boca, com o u n p ro v e rb io . E ra n célebres ta m b ié n ciertas frases irreverentes que Y ájña­ valkya había d ic h o a p ro p ó s ito de las m ujeres. De algunas m uje-

res en p a rtic u la r, pero ta m b ié n de las m ujeres en general. S in em bargo, nunca una d isp u ta de Y ájñavalkya había sido ta n in ­ tensa, casi hasta lo in so p o rta b le , com o aquella que sostuvo con una m u je r, la soberbia G árgí. A n in g ú n bra h m á n Y ájñavalkya le había contestado nunca con sem ejante vehem encia. Los presen­ tes se sentían re d ucidos a la nada. Cada p a rtíc u la del a ire estaba ocupada p o r aquellos dos seres excesivos. Se b a tía n a duelo, y quizás algo m ás sucedía ta m b ié n en tre ellos, aunque n in g u n o acertaba a d e s c u b rirlo , p o r más m a n ifie s to y co n tu n d e n te que re su lta ra . A lg u ie n recordó, aquel día, o tra de las frases e n ig m á ti­ cas de Y ájñavalkya, acerca del h o m bre com puesto de sí m ism o y de u n vacío. «Por eso aquel vacío es lle n a d o p o r una m u je r» , ha­ bía d ich o . A h o ra parecía - y era casi una a lu c in a c ió n - que la fig u ra de G árgí c o in c id ía con la fig u ra de aquel vacío y se aco­ m odaba en él, tom ando las form as de sus bordes, m ie n tra s la agresiva d is p u ta seguía adelante. Y ájñavalkya ten ía dos m ujeres, M a itre y í y K átyáyaní. N adie las había v is to d is c u tir jam ás. Cosa que, desde ya, provocaba desconcierto, p orque contrastaba con lo que era la n o rm a gene­ ra l. S ólo en raras ocasiones se las veía ju n ta s . Y en esas ocasio­ nes se tra ta b a n con afectuosa deferencia. K á tyá ya n í era de una belleza suave, in fin ita . La fam a de su belleza in co m p a ra b le lle ­ gaba hasta los lugares m ás apartados. Los pocos que p o d ía n ja c ­ tarse de haber o ído el sonido de su ris a a firm a b a n que era un p ro d ig io , com o el sú b ito flo re c im ie n to de la udum bara. M a i­ tre y í, en cam bio, estaba presente con fre cu e n cia en las disputas. Los brahm anes la tem ían, porque sabían que podía desenm as­ c a ra r sus d e bilida des d o ctrin a le s. T am bién la e nvidiab an, p o r­ que sabían que M a itre y í hablaba con Y ájñavalkya del brahm an. N o había o tra cosa que excitase su im a g in a c ió n con ta l in te n s i­ dad com o aquellos diálogos, de los cuales jam ás conocerían n i una sola sílaba. Y ájñavalkya no te n ía h ijo s . Vagaba con sus dos m ujeres y un im po n e n te despliegue, com o una trib u . A lgunos pasaban años esperando su v is ita . Le te n ía n preparadas lis ta s de preguntas. U n día Y ájñavalkya d ijo las m ism as palabras en dos m om entos d is tin to s a sus dos esposas: «E stoy a p u n to de a band onar esta fase de la vid a . Vam os, que antes q u ie ro p o n e r orden en vuestras 188

cosas.» M a itre y l y K ä tyä ya n i s u p ie ro n enseguida el s ig n ific a d o de aquellas palabras: se a d e n tra ría en el bosque y nunca volve­ ría n a ve rlo . K ä tyä ya n i no d ijo nada y le a ca ric ió u na m ano. M a itrc y í le h iz o u na pre g u n ta que ya le había hecho en m uchas otras oportu n id a d e s, com o si aquel fu e ra u n día cu a lq u ie ra : «Se­ ñor, si poseyera la tie rra y todas sus riquezas, ¿sería p o r e llo in ­ m ortal?» Y ájñavalkya so n rió , recordand o sus diálogos, y contes­ tó algo que M a itre y l ya sabía: «S im plem ente, lle va ría s la v id a de un rico .» M a itre y l re p lic ó , com o p o r o b lig a c ió n cerem onial: «¿Qué m e im p o rta aque llo que no m e da la in m o rta lid a d ? » Y ájñavalkya la m ira b a , sus m anos sobre los hom bros de ella : «Te aprecio y aprecio las cosas que m e dices. A hora siéntate, te in s ­ tru iré . Préstam e to d a tu atención.» Tras una pausa agregó. «La esposa no desea a l esposo p o r a m o r a él, sino p o r a m o r de sí.» E ra un a fó rm u la nueva. ¿Qué sig n ificaba ? Todo g ira b a alrede­ d o r de una p alabra: sí, ätm an. ¿Debía entenderse «por a m o r de sí» com o «por a m o r de la p ro p ia persona», que tie n e u n nom bre, o «por a m o r del Sí», del ätm an, p o r a m o r de algo que som ete al yo y lo absorbe en sí? ¿Se tra ta b a u na vez m ás de aquellas obser­ vaciones duras y verdaderas con las que Y ájñavalkya solía com ­ b a tir las efusiones de los sen tim ie n to s, y sobre todo de los se n ti­ m ientos nobles? ¿O era la p a la b ra ú ltim a acerca de aque llo que es? M a itre y l va cilaba, dudaba. Y ájñavalkya la m ira b a con una d u lz u ra de la que n a die p o d ría d a r te s tim o n io . Seguía hablan do del ätm an, le decía secretos que nunca antes había desvelado. Pero sabía que M a itre y l había dejado de o írlo , p o rque sobre su corazón descendía un a c o rtin a de lá g rim a s. R ecobrándose, M a i­ tre y l alcanzó a escuchar ta n sólo las dos ú ltim a s frases, con las que Y ajñavalkya se despedía: «¿Cómo conocer a aquel que cono­ ce?... Éste es el secreto de la in m o rta lid a d .» De aquellas palabras M a itre y l a d v irtió el tim b re , no el sig n ific a d o . A q uella voz, que no vo lve ría a o ír, le im p o rta b a m ás que la in m o rta lid a d .

Kasyapa d ijo : «Com o veis que en los textos aparece c o n tin u a ­ m ente la p a la b ra s a c rific io , os pre g u n tá is: ¿por qué siem pre esta palabra, este acto oscuro? ¿Por qué está antes de tod o , de cu a l­ q u ie r o tra cosa? ¿Por qué, si debía aparecer, no lo h iz o después 189

de que todos los actos elem entales se h u b ie ra n cu m p lid o ? Para saberlo hay que re co rd a r. V e r el o rig e n . “ Con el o jo que es la m ente, veo en e l pensam iento a aquellos que o fre c ie ro n este sa­ c rific io p o r p rim e ra vez” , d icen lo s textos. ¿Quiénes fueron? ¿Cómo era esa visión? »E l cie lo estaba vacío. E n la tie rra sólo había dos clases de se­ res: los dioses y los rs i; aquellos dioses y aquellos rs i que se lla ­ m aban Ä d ity a y A ñgiras. Vagaban p o r la tie rra y deseaban, m i­ rando el cie lo . Deseaban el cie lo . Cada un o de estos seres sabía que los seres de la o tra clase escondían el m ism o deseo. Se es­ cru ta b a n a d ista n cia . Cada u no de am bos grupos q u e ría adelan­ tarse al o tro . V aliéndose de engaños y astucias, los dioses fu e ro n a l fin los p rim e ro s en re a liz a r el s a c rific io . U na vez conquista do el cie lo , se p re g u n ta ro n : “ ¿Qué podem os hacer p a ra que esta re­ g ió n celeste sea inaccesible a los hom bres?” E nseguida se les o c u rrió la so lu ció n : b o rra r las huellas. S o rb ie ro n la esencia del s a c rific io hasta secarla p o r com pleto. Después pensaron en es­ conderla, com o hacen las abejas con la m ie l. A bajo, en la tie rra , veían aún e l espacio s a c rific ia l: cenizas, estacas, pie d ra s am on­ tonadas, hie rb a s y troncos. Parecía una hoguera abandonada. Pero se veía que a llí había sucedido algo. E ntonces los dioses co­ g ie ro n el poste d e l s a c rific io , el yüpa a l que se ataba a la víctim a , y usándolo com o u na escoba lim p ia ro n el te rre n o , a p la sta ro n y c u b rie ro n los restos. De a llí que el poste sea lla m a d o yüpa, p o r­ que con él b o rra ro n , ay opayan. E nseguida lle g a ro n los A ñgiras. Sospechaban alguna a rtim a ñ a , puesto que los dioses se habían esfum ado. E s c ru ta ro n el espacio m udo. C antaban y a tiza b a n su fuego in te rn o . Se decían: “Tiene que quedar alguna señal, algo que, en este espacio, nos haga alguna señal.” Pero sólo se oía el ru m o r del a ire en los heléchos. Los A ñgiras se m ovían con caute­ la , en s ile n c io , ca lculand o cada paso que daban. U na to rtu g a em ergió de en tre la hie rb a . Los A ñgiras se m ira ro n . "D ebe de ser éste el s a c rific io ...” , d ije ro n . “D etengám osla.” E n verdad, la to r­ tuga había sido e l dulce s a c rific ia l. L a rodearon . Para detenerla, in vo ca ro n los nom bres de m uchos dioses. Pero la to rtu g a , in d i­ ferente, seguía avanzando. P ro n u n c ia ro n el nom b re de A gni. E ntonces sí la to rtu g a se detuvo. R e tra jo las patas. La cogieron en sus m anos, ju n ta ro n leña, encendieron fuego. E n v o lv ie ro n la 190

to rtu g a en A g n i. Ésa fue su o b la c ió n a los dioses. Fue así com o ta m b ié n los A ñg ira s c o n q u ista ro n el cie lo . Desde entonces viven . entre el cie lo y la tie rra . »Yo fu i aquella tortuga.»

A tri d ijo : «Com o to d o lo m irábam os desde lo a lto , desde la lu z de la Osa, fu im o s el m odelo de aquellos que ante to d o obser­ van, v ig ila n : los brahm anes. S ólo nos d is tin g u ía de ellos una cosa: no estábam os obligados a com er el präsitra, la “p rim e ra p o rc ió n ” , aquel tro z o de carne h e rid a , llagada p o r la fle ch a de R udra, no m a y o r que u n grano de cebada, que los brahm anes deben d e g lu tir. S i los brahm anes no tra g a ra n la prä sitra , el sa cri­ fic io no cuaja. E l b ra h m á n com e la culpa, la a s im ila en su p ro p ia sangre. De esta fo rm a "recom pone aque llo que ha sido la cera­ do” . La la ce ra ció n fo rm a p a rte de la cerem onia, y la cerem onia m ism a sirve p a ra subsanarla. T odo pertenece a l s a c rific io . Con el s a c rific io se subsana el s a c rific io . D ig o esto para que no pen­ séis que es fá c il sustraerse a l s a c rific io . E n cada s a c rific io existe la in c e rtid u m b re de u n via je cuyo destin o se ig n o ra . ¿Exacta­ m ente en qué m om ento había com enzado el viaje?, se p re g u n ta ­ ban dos sacerdotes. “ ¿Ha id o a ve r a los dioses?” “ ¿En verdad ha ido?” “ ¡Sí!” “ ¡P ido a los dioses que escuchen!” “ ¡Que lo reconoz­ can!” E l s a c rific a n te tenía que hacerse o ír, tenía que lla m a r la a le n ció n . ¿Cuál era el ve h ícu lo del s a c rific io ? U n ca rro , com ­ puesto de m etros. Los m etros g ä ya tri y ja g a ti son los estribos del ca rro . S i la p a la b ra no es escandida en m etros, no v ia ja . Y väc, "p a la b ra ” , es Väc , la m uchacha d iv in a que guía a la m ente hacia el cie lo , que la sostiene d u ra n te el via je , la n u tre , la asiste.»

Jam adagni d ijo : «Si estam os a quí conversando es ante todo porque nos hem os contagiado (no sabem os cuándo, aunque las refriegas fu e ro n precoces) de la enferm edad del rito . La cons­ tru c c ió n era im p o n e n te p o r entonces, m in u ciosam en te a rtic u la ­ da, s in fisu ra s. O, m e jo r d ich o , contenía solam ente las fisu ra s prescritas, los tres la d rillo s horadados, heraldos de la in m e n s i­ dad que quedaba fu e ra de la c o n stru cció n . Pero ¿bastaría con 191

eso? ¿No sop la ría u n vie n to asesino, que d e s tru iría todo? ¿No se re la ja ría en a lg ú n m om ento la te n sió n , no lle g a ría el día en que naufragase la n a v e c illa de la p a la b ra cerem onial? Y, sobre todo, ¿no era esencialm ente vana aquella p re te n sió n de c o n s tru ir, que presupone una secuencia de actos, y p o r lo ta n to o b lig a a la ac­ ción? A cción: p a la b ra m iste rio sa y te rrib le . Y ájñavalkya y Ä rtabhäga se a p a rta ro n para h a b la r de ella. N o todos p o d ía n escu­ char. N o todos estaban en co ndicion es de s u frir aquella verdad. ¿Puede la acción, c u a lq u ie ra que sea, re s u lta r lib e ra d o ra ? ¿O no será ju sta m e n te la a cción aque llo de lo que ante todo, o ú n ic a ­ m ente, hay que liberarse?»

A tri d ijo : «Incluso antes de re s p ira r, los hom bres desearon. Pero ¿qué es el deseo? N o hay nada fre n te a los ojos, detrás de los ojos algo arde: una im agen, unas pocas palabras que se re p i­ ten, obsesivam ente, o una sola. E l m u ndo es u n desierto; ¿cómo hacer para que aque llo que está detrás de los ojos se co n vie rta en algo que esté delante? E x is tía la acción, el acto que m o d ific a . ¿Pero la acción, el acto, pertenecen a q u ie n lo realiza? S i es así, re a liz a rla una vez s ig n ific a b a re a liz a rla siem pre. S i no pertene­ cen, toda a cción que pretenda evocar e l objeto de u n deseo será a le a to ria . E l o b je to puede aparecer, com o el a n im a l que uno puede e n c o n tra r en u n bosque. E sto es exactam ente lo que suce­ de. Surge entonces la sospecha de que los actos no pertenecen a quie n los re a liza . E n ese caso, ¿qué es lo que pertenece a quien actúa? ¿Dónde com ienza el acto, dónde se acaba lo que pertene­ ce a q u ie n actúa? E x is tía el riesgo de que todo se desintegrara, de que in c lu s o la m ente deseante d u dara de pertenecer a sí m is ­ m a: ¿acaso el m ism o deseo no se parece a u n acto? ¿No es el de­ seo algo que aparece y tie n e un a fo rm a , u n im p u ls o p ro p io , un m ovim ie n to ? E ntonces, si había un a sem ejanza, quizás de uno se podía pasar a l o tro , y de éste, nuevam ente a través de la seme­ janza, a l o b je to deseado. ¿Cuál era e l ca rá cte r del o b je to desea­ do? U n lu g a r, u n ser, u n estado, u na sustancia: algo sin g u la r, in ­ co n fu n d ib le . A lgo irre v e rs ib le . A lgo que, cuando aparece, debe pertenecer de una vez para siem pre a aquello que es. Pero ¿dón­ de e n c o n tra r u n acto que posea estas características? Q uien 192

bebe agua re p e tirá siem pre el m ism o acto al beber agua. E l acto no tie n e nada de irre m p la z a b le o irre v e rs ib le . Se puede re p e tir cada vez que se encuentre agua co m e n te . A m enos que exista u na d ife re n c ia ra d ic a l entre esa agua en p a rtic u la r y o tra c u a l­ quiera. Pero nadie fue ta n lejos. N os preguntábam os, m ás b ie n , qué acto podía te n e r u n ca rá cte r ú n ic o e irre v e rs ib le , y v in c u la ­ do con algo que h ic ie ra su a p a ric ió n . Fue quizás esto, que es el p u n to m ás im p o rta n te , lo que s u g irió la vía a seguir. N o era p o sible hacer que algo apareciera. ¿Pero hacer que desaparecie­ ra? E xiste ta m b ié n esta sem ejanza p o r contraste. Así fue com o nos h icim o s esta p regunta , que parecía u n a c e rtijo : ¿cuál es el acto ú n ic o , irre v e rs ib le , que a l m ism o tie m p o evoca lo que es ú n ic o e irre ve rsib le ? U n día, a lg u ie n e n co n tró la respuesta: ha­ cer desaparecer. Pero debíam os reconocer que, a l m enos entre los hom bres, hacer desaparecer es o tra m anera de «m atar». Q u i­ zás p o r eso u n leve h a lo de tris te z a rodea a to d o deseo c u m p lid o . E n la re g ió n in fo rm e , in d e fin id a y vana de los actos habíam os encontrad o uno, u n o sólo, aquel que correspond ía p o r sus ca­ ra cte rística s a l o b je to del deseo. D epositam os entonces nuestra serena confianza , sraddhä, en esto: que aquel o b jeto pudiese ser el ú ltim o eslabón de la cadena de ese acto d eterm inad o. E l esla­ bó n en el que, a lo que había desaparecido, responda en o tro p u n to de la cadena algo que surge: el fru to . Eso era el s a c rific io . A l p rin c ip io , entre nosotros, lo llam am os la rueda de los deseos. Esa rueda es ta m b ié n e l d o lo r del que e l deseo no puede des­ hacerse.»

V asistha d ijo : «Éste fue nuestro axiom a: la precedencia de rango de lo in m a n ifie s to con respecto a lo m a n ifie s to , la su je ció n de lo m a n ifie s to a lo in m a n ifie s to . Y dado que lo m a n ifie s to , en ta n to depende de o tra cosa, no era m ás que u na consecuencia, que p o r o tra no se quería unívoca n i n ítid a , com o te s tim o n ia ro n los acontecim ien tos de la v id a in ic ia l de B rahm ä, lo m a n ifie s ­ to podía ser considerado u n residuo, u n a sobra, u n resto, el lu ­ ga r donde se depositaba la pa rte su p e rflu a , no re a b so rb ib le p o r aquello de donde había surgido. »Más que p o r la cosa m ism a o p o r la sustancia, que es siem 193

pre inaprensible

y

en cualquier casa engañosa, nos batimos

por

los residuos, por los desechos. En medio de los residuos. Ése es nuestro te rrito rio , el único donde podría irru m p ir la presencia (¿el recuerdo?) de otro. No olvidamos que en el fondo también los más nobles, los Doce, los Äditya, se form aron cuando Tvastr, el Artífice, redujo al Sol, porque su luz inundaba el mundo. En­ cerrado en su taller, Tvastr lo esquilaba, lo podaba, lo pasaba y volvía a pasar por el torno. Caían al suelo virutas de luz como en el taller de un carpintero. De esas virutas nacieron los Äditya. Y si ellos surgieron de los desechos, mucho más aún la tie rra y aquellos que la habitan...»

A tri dijo: «¿Qué es lo que reconocemos en prim er lugar cuan­ do bajamos la mirada hacia las llanuras de la tierra? Los fuegos. Los reconocemos como personas. Son los más tenaces entre los vivientes. Nuestra vasta memoria reconoce, en una determinada cabaña de barro en el bosque, hacia Káñci, aquel mismo fuego que vimos agitarse un día entre las manos de un ascendiente nuestro, mientras subía fatigosamente la cordillera del Hindukush o contemplaba en la oscuridad la inmensa ondulación de las tierras aún no descubiertas, hacia el oriente. Sólo nosotros sabemos que aquel fuego ha sido siempre el mismo, nutrido y renovado por parientes que se ignoran, a lo largo de siglos, mo­ delo terrestre de la vida frá gil e infalible, que ningún hombre está en condiciones de im itar.»

Visvámitra dijo: «Sabéis que Agni significa Fuego, y eso os tranquiliza. Pensáis que un elemento tan precioso y peligroso merece muchos honores. Pero os equivocáis. El nombre secreto de Agni, el nombre que usan los dioses para llam arlo, y que es por otra parte una palabra común en nuestra lengua, es

agre,

“adelante” . Antes de ser fuego, Agni es todo aquello que nos ex­ cede, el deslumbramiento que b rilla a lo lejos, dondequiera que estemos. Cuando avanzamos, no hacemos más que seguir

a

Agni. Las conquistas realizadas por los hombres son las cicatri­ ces dejadas por Agni en su andar por la tierra.»

194

Jamadagni dijo: «¿De dónde viene el fuego? De la boca. De la vagina. De una cavidad húmeda, lisa. Del lago ardiente. En el fondo de las aguas hay un fuego. Es la Yegua Submarina. Se lla ­ ma Vadavá. De su boca salen llamas. Cuando los océanos ya no consigan esconderla, cuando todas las aguas hayan sido devora­ das, la cabeza de la Yegua volverá a emerger. Será el fin del mundo.»

Bharadvája dijo: «La mente es siempre in fie l, incluso cuando sólo es un elemento de los innumerables seres minúsculos que pueblan la tierra. Incluso en esa existencia fragmentada, oculta y borrosa, mantiene su naturaleza, que la hizo surgir como un deseo en el in te rio r del

asat,

aquel ilim ita d o que no es y sin em­

bargo desea. Pero ¿cómo puede no ser aquello que está en el o ri­ gen de lo que es? Parece casi como si fueran dos estados del ser, cada uno de los cuales pretende negar al otro. Sin embargo, los poetas, los

kavi,

después de una larga reflexión,„descubrieron

que existía un nexo, un

bandhu,

entre los dos estados, una cuer­

da cuyo cabo se escondía (¿se anudaba?) en el asat. ¿En el vacío? ¿En la plenitud? Sobre esto no dijeron nada, y dudaban de que alguien fuera capaz de decirlo. “Sólo aquel que lo observa en el cielo más alto lo sabe, y quizás n i siquiera él.” Pero ¿por qué la mente debiera tener este privilegio? ¿Por qué debiera estar antes y después de toda otra cosa? Porque en el mundo nunca la en­ contraréis. Podéis a b rir todo cuerpo y todo elemento con la más afilada punta de metal, podéis volver externo y visible todo lo que está oculto, hasta que la materia se vuelva un vuelo de libé­ lula. Será in ú til: jamás encontraréis n i una traza, n i siquiera la más pequeña, de la mente. E l estandarte de su soberanía es jus­ tamente ése: no estar. Nadie ha podido decir jamás que la ha afe­ rrado. Es como un resplandor en el agua: se puede seguir su ras­ tro, pero se aleja a medida que nos vamos acercando.»

Nárada, impaciente, era el único que sentía la necesidad de

195

1 dar explicaciones. En cuanto hubo un silencio aprovechó para retomar la palabra, volviéndose hacia los huéspedes extranjeros: «He sabido que entre vosotros se llama “inm ortal” a aquel que ha escrito una obra leída de generación en generación, y también de la obra se dice que es “inm ortal” . Me parece un uso im propio de la palabra “inm ortal” . Bastaría decir que aquel hombre es evoca­ do, a través de su obra, en la mente de muchos hombres. Que es un huésped que recorre la memoria. Nada más. La inm ortalidad no es tan sencilla como la transm isión del recuerdo. Aunque ten­ ga relación con la palabra. Los dioses, al principio, tenían miedo de la muerte, de la misma forma que todos vosotros. Se sentían expuestos, como animales que, mientras pacen, saben que un depredador los escruta. Pensaron que esconderse podía ser una manera de alejarse de la muerte. Pero ¿dónde? En los Veda. Se envolvieron en los metros como si hubieran sido telas. Los metros se llaman

chandas

porque los dioses se envolvieron en

ellos, acchädayan. Pero la muerte los vio de todas formas. “Como se ve un pez en el agua” , dicen los textos. Por lo tanto, los metros tienen algo que ver con aquello que huye de la muerte, pero no basta con eso. Son agua transparente, una protección momentá­ nea, como los vestidos para nosotros. De modo que los dioses, para esconderse, debieron seguir adelante. De los metros pasa­ ron a la sílaba. Aquí habría que preguntarse si la sílaba puede eludir la muerte. Pero de ello hablaremos en otra oportunidad. Estaremos de todas formas muy lejos de la fama, palabra que vo­ sotros identificáis erróneamente con la palabra "inm ortalidad” .»

Vasistha dijo: «A tribuir a los dioses una duración in fin ita , un saber in fin ito , una fuerza in fin ita , es algo supersticioso y estre­ cho. Los dioses son simplemente aquellos que se han acercado más al

brahm an.

Fatuos, orgullosos, pretendieron ser los auto­

res de su victoria y ser el origen de sus actos. Lo mismo hacen los hombres para im itarlos. Pero es pura vanagloria. El único conocimiento es el acercamiento, y el reconocer aquello a lo que uno se acerca. Esto fue lo que intentaron Agni, Väyu e Indra. Ha­ bía un Yaksa burlón, que ridiculizaba su poder. No conseguían identificarlo. Hasta que Indra, encaramándose a un árbol, lo

196

logró: vio a Urna, que es Párvati, la Montañesa. Ella le explicó, con esa crudeza propia de las mujeres: "Vosotros seguís vangloriándoos de una victoria que no es vuestra. Ese Yaksa era el

brahm an.

É l es el autor de vuestra victoria.” De esta forma Indra

pudo reconocer al

brahm an

en un Yaksa que nunca se dejó ver.

Había ido un paso más lejos que todos los otros. Entre nosotros, los

rsi,

sucede algo parecido. Un día me encontré con Indra cara

a cara. Y esto me diferencia de los otros

rs i.

Aunque después In ­

dra desapareció también para mí.»

Bharadväja dijo: «Eso que vosotros, extranjeros, llamasteis no hace mucho la coincidencia de los opuestos, y que para voso­ tros no fue más que una tesis, fue para nosotros un estado. Una inform e extensión semoviente, trémula, sin márgenes, y dentro de ella una claridad y una tibieza que al principio parecen un fuego fatuo. Pero después se expanden, se irradian dentro del agua, desde un bajío ardiente. El prim er estado entre todos, aquel al que se vuelve entre un acontecimiento y el siguiente, como a una últim a barrera detrás de la cual encontraremos eter­ namente la misma barrera, es el nacimiento del fuego desde el agua. De Agni desde Soma. El fuego líquido. »Por eso, sólo por eso, el tapas, el ardor, precedió a la palabra, al número, a la argumentación, a la deducción. Por eso la prim e­ ra forma adoptada por el pensamiento fue la de un bracero su­ mergido que se expande, un resplandor en el agua. Era la única manera de reconducirnos hacia aquel estado que antecede a cualquier otro, cuando las aguas fluían de la mente y la mente de las aguas. ¿Quién hubiera podido decir cuál existió primero?»

Jamadagni dijo: «Son numerosos los mundos, y nunca son menos de dos: éste es aquél. Éste es el mundo de los hombres, aquél es el mundo de los dioses. Entre los animales se reconocen ambos: los domésticos son el mundo de los hombres; los salvajes son el mundo de los dioses.»

197

Y äjfta va lkya d ijo : «Para acceder a aquel m undo, p a ra enca­ m inarse hacia allí, hay que u n cir mente y palabra. No existe otro carro que pueda transportamos. Pero hay que poner mucho cui­ dado en que el yugo quede bien equilibrado. Porque la palabra es más pequeña que la mente. Entonces, bajo el eje del yugo,

en

la parte que corresponde a la palabra, se debe meter otra tabla de madera, de manera que el eje se mantenga paralelo al suelo. De detalles como éste depende el curso de nuestra vida.»

A tri

¿por ¿Para

dijo: «Muchos se preguntaron y se preguntarán:

qué algo sucede, si después siempre queda sumergido? qué sirve un

dharm a

intacto entre los cadáveres? ¿Qué diferen­

cia hay entre una era y la otra, si ambas

se abisman igualmente?

Muchas veces me lo han preguntado. Yo mismo me lo he pre­ guntado cada vez que, por debajo de mí, sólo veía las olas. En medio de ese añil, de ese gris in fin ito , sólo había un punto negro, una cama errante. Sobre ella Visnu yacía adormecido,

aferrado

a los lazos de Sesa como un amante, protegido por el baldaquín de sus cabezas: un delicado juguete con el que ningún niño hu­ biera querido jugar. Sesa era un grumo, el resto, el residuo de lo que había sido. No todo había sido producto de una alucinación, si aquel grumo aún se mantenía sobre el agua. Se adensaban en él las acciones no realizadas, los frutos no consumidos. Espera­ ban el momento de escandir la nueva era. »“¿Entonces lo nuevo no existe?” , me preguntaron. "Ya es mucho decir que una cosa exista, ¿por qué pretender que enci­ ma sea nueva?” , contesté, con el tono indolente propio de un brahmán. Sin embargo, sabía que lo nuevo existe, por más m i­ núsculo que sea. Mientras todo se expande y todo se reabsorbe, siempre hay como fondo un silbido muy leve que nos advierte de que la flecha viaja hacia el blanco. Es nueva la pluma adherida a esa flecha.»

Visvámitra dijo: «Lo recuerdo. Se acercaba el momento del estrujamiento del

soma,

el del mediodía. Era invierno y faltaba

poco para el solsticio, como ahora. Se celebraba el mahävrata, el

198

I

«gran voto». Acababa de entonar las m il estrofas de ese canto llamado

m ahaduktha.

De pronto me di cuenta de que Indra esta­

ba sentado a m i lado. Creí que era una ilusión. Seguía cantando las estrofas, mirando al frente. Después, furtivamente, lancé otra mirada de reojo. Indra seguía allí. Entonces le dije: “Me siento honrado de verte aquí, junto a mí, pero m i deseo sería en­ contrarte en tu amado lugar, en el cielo.” Mientras tanto, el rito seguía adelante. Las estrofas resonaban como un enjambre de abejorros. Indra dijo: “Sígueme.” Cuando ya estábamos en el cielo le dije: “Quisiera conocerte.” Indra respondió: “Te concedo esta gracia.” Después calló. Permanecimos largo rato uno frente al otro. Después Indra dijo: “Yo soy präna, soplo. Tú eres soplo. Todos los seres son soplo. Soplo es aquello que arde allá abajo. De esa forma penetro en todos los espacios. También el

du kth a

m aha­

que estabas recitando es soplo. También es luz. Es com i­

da.” Después Indra me explicó que los soplos son siete, y que cada uno va en una dirección distinta. Yo los iba reconociendo a medida que él los describía: no eran otra cosa que nosotros mis­ mos, los Saptarsi. Entonces comprendí por qué, durante el

haduktha,

m a­

las cien cuerdas del arpa eran tañidas de siete mane­

ras diversas con un ramo de

udum bara.

Entonces comprendí

por qué el h o tr había empujado la silla del columpio, con inmen­ so cuidado, en siete direcciones. Ese día Indra me reveló por qué debía celebrarse el rito que ya se estaba celebrando. Cuando re­ gresé, comuniqué a todos m i visión. Gracias a eso sabemos por qué se celebra el rito del

m ahavrata.

Ésta es la forma en que de­

ben suceder las cosas: la visión viene

después.

Primero hay que

preparar los actos. Pero todavía no se sabe con precisión qué sig­ nifican. La visión ilum ina acerca de cómo y por qué debe suce­ der aquello que ya sucede. Dado que todo sucede ya. ¿Y cómo sucedía? »El

m ahavrata

era una ceremonia muy antigua, como todas

las ceremonias fundadas por los los

vm tya,

vm tya.

Ahora ya no se habla de

y sin embargo ellos son la sombra que acompaña a

cada uno de nuestros actos. Nada se conoce si no se conoce la sombra. Por eso debo hablar de ellos. Con turbantes negros y sandalias negras "con orejeras” (como se acostumbraba decir), envueltos en vestidos con franjas rojas y negras, con pieles de

199

a n tílo p e sobre los hom bros y en las m anos u n bastón de p u n ta metálica y un pequeño arco con la cuerda sin tensar, congrega­ dos alrededor de un carro tambaleante, sin techo, que avanzaba

fu e ra

oblicuamente

de los senderos trillados, tirado por un caba­

llo y un topo, conducido por un hombre de cabello largo y suelto y con un collar de plata, rígido como un muerto: así viajaban

vrätya.

los

Lo seguían siempre una puta y un hombre del Maga-

dha. Pero, según las prescripciones, se trataba de una “no-puta llamada-puta” y de un “hombre-no-del-Magadha llamado-hombre-del-Magadha” ,

gadhaväkyah.

apum scalü pum scalüväkyä

y

am ägadho mä-

Sé que esto puede parecer extraño. Pero reflexio­

nad un momento: quienquiera que participe en el rito aquello que es. Es otra cosa... Y la vida de los incesante, era toda ella un rito . Los

vrätya

vrätya,

no

es

en su vagar

erraban, tocaban,

agredían, robaban, bailaban, espiaban, saqueaban, maldecían. Pero eran al mismo tiempo los malditos, los excluidos, los emi­ sarios de lo innombrable, aquellos que uno quisiera dejar defini­ tivamente atrás pero siempre vuelven, como el pasado.

E ra n

una

“compañía” , vräta, una banda, una hermandad vinculada por un “voto” , vräta, que imponía un determinado "modo de vida” , vra-

tá.

Eran el acecho permanente. Cuando aquellos que vivían en

los

gräm a -e n

las comunidades, que también se desplazaban,

aunque con mayor lentitud, ya que llevaban rebaños consigoevocaban el terror, no pensaban en las fieras del bosque n i en los enemigos que encontraban cada tanto por los caminos y con los que debían batirse, enemigos que no poseían caballos n i habla­ ban la lengua perfecta, el sánscrito. Pensaban en los

vrätya.

De

tanto en tanto desaparecían algunos niños de la comunidad, so­ bre todo los cadetes, y se murmuraba que habían entrado a fo r­ mar parte de los

vrätya.

Todos sabían que, en el bosque, existía

otra comunidad paralela, más restringida y opuesta por sus cos­ tumbres, comportamientos, vestimentas y palabras, que hacía de contrapunto a la vida de los gräm a y que de pronto la invadía, con insolencia y ferocidad, golpeando de improviso como la fle­ cha de Rudra. Por eso pensaban en ellos como en las nobles tro ­ pas de Rudra. Eran lo esotérico puro, abrupto, ávido, cerrado sobre sí mismo. Gustaban de aparecer como seres irreconoci­ bles, como lobos de dos patas. Entre ellos se llamaban “perros” .

200

No aceptaban el vínculo con lo esotérico, sin el cual ninguna co­ munidad puede subsistir. Los brahmanes, en cambio, que eran los guardianes de lo esotérico, querían ser también los guardia­ nes de la comunidad, de su vida normal, sin choques, sin exce­ sos de conocimiento. Ellos cuidarían del conocimiento, en silen­ cio. Los otros sólo debían vivir. Pero los

vrätya

pensaban de otra

manera. Solían ser anunciados por un clamor. Arpas, tambores, cascabeles, flautas. Para ellos, también la tierra era ante todo un sueño. Cavaban un gran agujero. Extendían sobre él la piel de un animal sacrificado. Golpeaban encima con su cola. Era el tam­ bor de tierra. Como una faja sonora se agitaban alrededor de los lugares en los que transcurría la vida común, y eso bastaba para advertir a aquellos que vivían en los campamentos provisorios, con los carros y los rebaños, que había

otra

vida siempre accesi­

ble, siempre aleteando fuera y a un costado; que la comunidad no lo era todo. Así, durante largo tiempo los vrätya fueron la pre­ sencia visible de lo esotérico. Pero ¿qué es lo esotérico? Lo esoté­ rico es el bosque. Para alcanzar el significado ú ltim o de lo que acontece en el orden de lo humano hay que apartarse de ese or­ den. Hay un resto de esclavitud y ceguera en todo aquello que se formula dentro de ese orden. Respira quien sale de él por prim e­ ra vez. Por prim era vez está solo. Siente el terror» y provoca el terror. El bosque es el fragor de la tropa salvaje, de los lobos de dos patas y del silencio de los renunciantes. Los jóvenes predadores y aquel que solitario medita, quieto como un tronco, se co­ munican en su saber, ya remoto, casi inalcanzable para el saber del jefe de fa m ilia que observa los ritos del fuego. ¿Qué es lo eso­ térico? El pensamiento más cercano a la imagen que las cosas tienen de sí mismas. »Por eso me encontré aquel día entre los oficiantes de un rito de los vrätya. Por eso me inclinaba hacia ellos, a diferencia de los brahmanes, que los aborrecían en secreto y esperaban la oca­ sión de borrarlos del curso canónico de los acontecimientos.

rsi, ksatriya. Hasta he tenido un reino para gobernar, no sólo un äsrama. Soy también el único que ha conseguido molestar a mis compañeros, los rs i de la Osa Mayor, Casi lo lograron. Yo siempre he sido una anomalía entre los

porque soy un guerrero, un

en una ocasión en la que, por puro despecho, porque ellos no

201

q u is ie ro n acoger en el cie lo a m i p re d ile c to Trisañku, hice apare­ cer o tro s siete rs i id é n tico s a ellos en el cie lo a u stra l. Los vie ro n recortarse en la p ro fu n d id a d s id e ra l y se re co n o cie ro n en ellos, com o en u n espejo te rro rífic o . A l m ism o tie m p o creían que, des­ de el otro extremo del universo, siete pares de ojos los miraban con idéntico terror. ¿Q uién era quién? Pero incluso de esa incer­ tidum bre los rs i salieron bien parados... E n cambio, la riña en­ tre V asistha y yo nunca cesó. Incluso cuando yo era una garza real y él era un pájaro de los pantanos, no dejamos de damos golpes con los picos cortantes. Han dicho de nosotros que esta­ mos siempre “engrescados en amor y odio, siempre poseídos de una

ira

anhelante” . No lo niego. N i reniego de ello. Sólo digo

todo esto para que quede claro que, si alguna vez un tinado a celebrar un rito con los

vm tya,

rs i

era des­

con aquellos que habían

sido rechazados por saber demasiado, ése era yo. »Pero hablemos del rito . Era una dos los otros ritos.

Sattra s ig n ific a

sattra,

algo distinto de to­

“sesión” : hay que permanecer

sentado largo rato, a veces hasta sesenta y una noches seguidas. Los otros ritos se celebran en un espacio despejado, con frecuen­ cia ju n to a un río. E l se va, a un

sattra

sattra,

en el boscaje. A las otras ceremonias

uno se arrastra. Se ve a los sacrificantes avan­

zar en fila , encorvados, circunspectos, cada uno cogido por una mano a la orla del vestido del que va delante. Así se llega al lugar del sacrificio: arrastrándose. ¿Por qué? El sacrificio es como un antílope: no hay que asustarlo, si no se quiere que huya. »En los otros ritos hay un patrón y unos oficiantes. En los

sattra

todos son patrones, todos son oficiantes. Por eso no

honorarios rituales, no hay ces, en un

s a ttra ? A

daksinä.

hay

¿Qué se sacrificaba, enton­

sí mismos. En el centro del

m ahävrata

hay

un columpio. Es el sol. Después trazan algo semejante a una pis­ ta para una carrera de carros. Con una piel de vaca indican la meta. A continuación comienza la danza del agua. Nueve mu­ chachas -seis delante, tres detrás- se mueven de izquierda a de­ recha, golpeando ligeramente el suelo con un pie; todas llevan un cántaro lleno de agua sobre la cabeza. “Aquí está el dulce” , re­ petían muchas veces. Al fin a l de la danza vertían el agua en el suelo. No sabía por qué, pero antes de conocer a Indra aquella escena me encantaba. No conocía en el mundo nada más gracio-

202

Después el h o tr se acercaba a l c o lu m p io , aunque no se m o n ­ P robaba la s illa con el codo, con las m anos, hasta con la b a rb illa . P arecía u na serpiente estudian do el te rre n o . Después, como si h u b ie ra calculado largam ente la a ngula ción, em pujaba con m ucho cuid a d o la s illa h acia el este, después h acia a rrib a , hacia abajo, de través. E ra la cerem onia de los soplos. C uando al fin el h o tr se montaba en el columpio comenzaban los cantos. Todos los deseos se vo lv ía n p a la b ra . Sonaban los tam bores, las i'lautas y las arpas. Los o fic ia n te s cantaban hasta quedarse sin so.

taba.

aliento. Había además otras muchas fases: la carrera de carros, el coito de la “no-puta llamada-puta” con el “hombre-no-del-Magadha llamado-hombre-del-Magadha” , detrás de una tienda que se agitaba. »Todo esto ha sucedido hace mucho tiempo. Los brahmanes no sólo se cuidaron de pensar en ello, sino que además borraron todo rastro. Los

vrätya

pasaron a form ar parte de aquello de lo

que es mejor no hablar. Fueron como fantasmas. En el fondo, siempre lo habían sido. La turba de los muertos. Sin embargo los soplos, que somos nosotros, los Saptarsi, que cada renun­ ciante conoce como a sus últim os compañeros cuando se retira al bosque y solamente habla con ellos, los soplos sin los cuales el pensamiento no puede mezclarse con la existencia, porque sólo se mezcla a través de la respiración, y sin embargo esos soplos fueron revelados por prim era vez a los

vrätya,

que habían cum­

plido los actos precisos, siguiendo lo que Indra me había revela­ do, aquel día que hoy he recordado.»

Vasistha dijo: «¿De qué está hecho el conocimiento? Si se quiere conocer la intrincada materia de la que está hecho el mundo, el conocimiento debe alcanzar el grado más alto de a fi­ nidad con aquel estado que ha hecho que el mundo surgiera. Ese estado es el conocimiento. Todos los otros estados descienden de él. Conocer hace ser: “Uno se convierte en aquello que piensa: he aquí el eterno enigma” , según dicen los textos. Quien conoce se transforma.

No

es pleno conocimiento aquel

que

no hace que

uno se convierta en aquello en que piensa. También por eso pen­ sar es peligroso. Si quien piensa en el horror se vuelve el horror,

203

su pensamiento deberá ser muy vasto para que el h o rro r se de­ posite ju n to a otra cosa sin ahogarla, que es lo que sucedió, lo que les sucede a muchos infelices no carentes de percepción.

Yájñavalkya dijo: «Sé que a muchos de vosotros os atormenta la idea de tener que abandonar vuestro cuerpo. Pensáis, no sin motivo, que la felicidad de un alma separada de su cuerpo debe de ser algo insípida. Sin embargo, no es así. Después de la muer­ te vagaréis en las tinieblas, gritaréis sin ser oídos, pero de pronto seréis vosotros los que oiréis. Os daréis cuenta de que alguien os sigue, como un animal en el bosque, pero en la oscuridad de los cielos. Quien os siga será vuestra oblación, el ser compuesto de aquello que habíais ofrecido en vida. Os dirá, en un susurro: “Ven aquí, ven aquí, soy yo, tu Sí.” Y, finalmente, lo seguiréis.»

204

V

IX

Sukanyä era bella y curiosa. Se había apartado de sus com­ pañeras y vagaba sola por el bosque cuando se encontró con un hormiguero imponente. Se acercó para escrutarlo y se sintió escrutada, Detrás del movimiento incesante de las hormigas, que se afanaban en su trabajo, advirtió que algo permane­ cía quieto. Había dos puntos de luz que brillaban, rojizos, en­ tre la maraña de hormigas. ¿Dos luciérnagas prisioneras? Su­ kanyä cogió un palito para pincharlas. Se oyó un gemido ron­ co. Sukanyä prosiguió su camino a paso ligero, sin reparar en nada. Saryäti comprendió enseguida que un flagelo se abatía sobre su reino: nadie conseguía evacuar. A todos interrogaba, para saber si habían cometido algún acto nefasto. Hasta que man­ dó llam ar a su h ija Sukanyä. «¿Recuerdas haber hecho algo malo?» «No», contestó Sukanyä, sonriendo. Era al mismo tiem ­ po dulce y burlona. «Piénsalo bien», dijo el padre. «He pincha­ do dos luciérnagas con un palito.» «¿Dónde?» «En un horm i­ guero.» Saryäti palideció y bajó la mirada. No existe lugar más temible y delicado que un hormiguero. Es el oído de la tierra. Es el lugar donde se abandonan los restos del sacrificio. Es la casa de la serpiente. Es el um bral del mundo subterráneo. Exis­ ten templos en cuya celda el ro.

tinga

se erige desde un hormigue­

Saryäti callaba. Sukanyä dijo: «Recuerdo perfectamente

dónde fue. Si lo deseas te conduciré hasta allí.» «Vamos», dijo el rey.

207

1

Cyavana era «decrépito y espectral», según elSatapatha

mana,

cuando los

Bfargu,

Bm h-

después de haber acrecentado con

toda clase de medios la potencia del ritu a l, se sintieron por

fin

preparados para alcanzar el cielo, a bordo de la nave del sacrifi­ cio. Estaban impacientes por pa rtir, pero sabían que abandonar al viejo padre en la tierra era un acto despreciable. Cyavana los previno. Su mirada irónica y elocuente brillaba entre las fisuras sutiles que se abrían en su cara devastada.

«Iros,

iros.

No

os

preocupéis por mí. Dejadme aquí mismo, en medio de los resi­ duos. Conozco la fórm ula del Señor de los Residuos. Quién sabe si no me sucederá algo aún más excitante que subir al cielo.» Reía, pero de su garganta salía tan sólo un rum or seco. Los hijos se miraban, vacilantes. Lo llevaron ju n to a un tronco, donde se habían acumulado los residuos del sacrificio, como un montón de huesos envueltos en un harapo. Las hormigas no tardaron en cubrirlo. Pasaron años subiendo y bajando de su cuerpo.

Saryáti se detuvo frente al hormiguero con gesto humilde. Vio sangre coagulada a llí donde los ojos de Cyavana habían irra ­ diado luz hacia Sukanyä. Saryáti dijo: «Mi hija Sukanyá es algo atolondrada, pero no tiene malos sentimientos. Depon tu ira, te lo rogamos.» «Sukanyá...», se oyó una voz desde el hormigue­ ro, remota. Siguieron unas pocas, secas palabras: «No puedo dejar de maldecirla, y a todos vosotros junto con ella. Sólo existe otra posibilidad: que la despose.» «Debo consultarlo», dijo Saryáti.

Deliberaron durante largo rato. Sukanyá era hermosa, y des­ de hacía tiempo sus padres imaginaban la forma de sacar el má­ xim o partido de su m atrim onio. Alianzas, tierras, palacios... «Sukanyá nos procuraría sin duda ricos tesoros», d ijo un conse­ jero. «Pero la m aldición del brahmán nos haría perderlo todo. No tenemos opción.» Así fue como aceptaron la propuesta de Cyavana.

208

Sukanyä vio alejarse, en una vasta nube de polvo, a su padre, las alborotadas compañeras, los perros y los elefantes. Tal vez no volvería a verlos jamás. Cyavana, su esposo, había salido del hormiguero y se exhibía en toda su decrepitud, como un saco de huesos. Esa noche Sukanyä intentó huir. Pero sólo había dado unos pocos pasos cuando le cerró el camino una serpiente ne­ gra, brillante, salida del hormiguero, que se arqueó como para adherirse a su cuerpo. Entonces Sukanyä retrocedió, con una expresión súbitamente madura, y cayó en un silencio que se pro­ longó largo tiempo. A su lado Cyavana, inm óvil, n i siquiera la miraba.

La vida con Cyavana era de una monotonía inflexible. Des­ pués de haberse recreado en el rencor

y

en la náusea, Sukanyä

comprobó con sorpresa que experimentaba cierto placer en el cuidado de su decrépito marido. «Es m i obligación, puesto que m i padre me ha entregado a él», se decía al principio, taciturna y decidida. Después debió reconocerse a sí misma que por nada hubiera renunciado a desnudar, vestir, lavar y alim entar a aquel viejo. Apenas intercambiaban alguna palabra, pero Sukanyä se sentía siempre acompañada por la mirada de Cyavana, que pa­ recía manar de un charco luminiscente. Incluso mientras se de­ dicaba a su pasatiempo predilecto -im aginar amores exaspera­ dos, febriles, con los hombres de gran belleza, a quienes nunca había visto pero que se alternaban en su fantasía-, sabía que Cyavana no la abandonaba, y su figura se insinuaba en su mente en cuanto evocaba los gestos eróticos más violentos o sutiles. No era una persecución. El placer se encendía por la presencia de aquel ojo, por la estrechez de ese lazo imperceptible que la ataba a él.

Mientras caminaba por el bosque recogiendo algún pobre alimento, Sukanyä pensaba: «A nadie nos parecemos tanto Cya­ vana y yo como a Agastya y Lopämudrä. Cuántas veces, a lo la r­ go de los días, me han vuelto a la memoria aquellas palabras que oía de pequeña: “Durante muchos otoños me he esforzado, no-

209

che y día, d u ra n te m uchas m añanas, tantas com o para volverse vieja. La edad desvanece la belleza del cuerpo. ¿Los hombres ya no visitarán a sus mujeres?” Pero Lopämudrä había pronuncia­ do estas palabras al sentir que su belleza se ajaba, que su edad avanzaba, en cambio yo apenas acabo de convertirme en mujer. Además, Agastya era un

rs i

que aún no había perdido vigor,

mientras que Cyavana no es más que un saco de huesos. Lopä­ mudrä podía pensar en su vida como en una larga cadena de emociones. Yo recuerdo apenas alguna

sílaba

de los himnos que

oía cantar a m i alrededor, en las habitaciones más apartadas. M i vida comienza ju n to a quien ya ha vivido demasiado, y me im p i­ de cualquier desorden, que sin embargo desearía cometer. Si al­ guien nos observara en esta soledad, diría que Cyavana lo consu­ me todo en el

tapas

y yo en el deseo propio de la amante. Y que

nunca podremos encontramos. Sin embargo, no es eso lo que siento. Cuando toco su cuerpo para desvestirlo o cuando Cyava­ na se apoya en mí, sé que somos dos amantes. ña de sus

arrugas

En

la tela de ara­

encuentro su mirada y algo vibra en el centro

de m i pecho. Entonces pienso en otras palabras del himno, que me resultaban incomprensibles o, sobre todo, indiferentes, allí donde dice que "el

rs i

poderoso había cultivado dos colores” .

¿Acaso Agastya sabía responder al mismo tiempo a sus duros trabajos y a los deseos de Lopämudrä? ¿Había acaso una mane­ ra de salir airoso del “choque de los m il ardides” del que brota el deseo, o mejor dicho los deseos, porque “el m ortal es presa de muchos deseos” ? ¿Es posible hacer caso sin extraviarse del de­ seo que surge "de aquí, de allá, de todas partes” ? ¿Acaso no es cierto que los más antiguos, que sabían conversar con los habi­ tantes del cielo, nunca llegaron a poseer la verdad? Jamás he ha­ blado con Cyavana de estas cosas, como si no existieran, como si él no fuese más que un asceta consumido y yo una niña m aniáti­ ca, que detesta las charlatanerías entre las amigas. Sin embargo, no paro de hablar de ello conmigo misma, y es su voz la que me responde. Un día me acordé de dos versos de aquel him no que murmuraba a escondidas, cuando era niña. Más tarde gané

una

apuesta con una de mis hermanas, que ya era una mujer, y como prenda la obligué

a revelarme todo

el himno. "Lopämudrä expri­

me hasta la últim a gota de su hombre; la muy tonta diseca al sa-

210

bio doliente.” Cuando recordé esas palabras pensé que yo quería ser tan alocada como Lopämudrä. Mientras pensaba en ello, Cvavana, que estaba sentado en su postura habitual, me sonrío con desenvoltura y me pidió un cuenco de agua.»

Un día Cyavana dijo a Sukanyä: «¿Qué crees que hacía cuan­ do estaba cubierto por el hormiguero? Te esperaba. No sólo por­ que te deseo, sino porque necesitaba tus servicios. Aún no sabes para qué.» Estas últim as palabras las dijo como hablando solo. Después siguió: «Cuando apareciste frente al hormiguero te lla ­ mé, pero no oíste m i voz. Era demasiado débil y tú pensabas en otra cosa. En cambio no podías no reparar en mis ojos b rilla n ­ tes, y los atormentaste con aquel palito. Las hormigas se embria­ ga ron con m i sangre. Nunca me había llegado del mundo una señal tan hiriente. Era el preludio necesario para llegar a ti. Si no te hubiera espiado desde el hormiguero jamás hubieras ad­ vertido m i existencia. Si tú no me hubieses herido, me hubiera sido imposible lanzar la maldición, que es m i única fuerza. Si no hubiera maldecido tu estirpe, no hubiera tenido nada que ofre­ cer a cambio para tenerte. Si ahora tú no me pertenecieses, no podría ofrecerte para...» Cyavana se interrum pió. Sukanyä no quería que acabara aquella frase.

Como cada día, Sukanyä fue a bañarse a una ensenada tran­ quila y deliciosa de la Sarasvatf. Mientras se sumergía en el agua tenía la costumbre de recordar y hacer variaciones sobre las his­ torias de sus amores imaginarios, ya de por sí abigarradas y ar­ borecidas. Era su rito privado. Ponía en esa celebración la mis­ ma devoción y cuidado propio de todo rito , pero con el placer agregado del capricho, del a rb itrio mental. Sacó la cabeza fuera del agua, mirando hacia la ribera y la fa m ilia r barrera de árbo­ les. Aquel día, por prim era vez, había algo nuevo. Vio a dos jóve­ nes en la misma posición, con una pierna levantada apenas, uno la derecha, el otro la izquierda, sentados sobre dos peñascos equidistantes de ella. Dos vértices de un triángulo perfecto. El tercero, Sukanyä lo advirtió, eran sus ojos. De inmediato se le

211

hizo evidente la asombrosa belleza de aquellos desconocidos. Pero otro pensamiento la inquietó: ¿acaso la escena del mundo se había convertido en un doble espejo que ella miraba en ese momento? Lo que aparecía a su derecha era idéntico y simétrico respecto de lo que aparecía a su izquierda. ¿Cómo podía presen­ tarse así el mundo, reino del desorden? ¿O lo que aparecía frente a ella no era sino el correlato de una historia que su mente había elaborado mientras nadaba? Alarmada, confundida, no se dio cuenta de que estaba saliendo del agua. Entonces vio algo que la paralizó. En el mismo instante, formando idéntico ángulo con sus labios, ambos jóvenes sonrieron. Sukanyä oyó entonces es­ tas palabras: «Mujer de hermosos muslos, ¿quién eres? ¿A quién perteneces? ¿Qué haces en el bosque? Habla, queremos saber.» E l cuerpo empapado de Sukanyä se ruborizó por completo. Se apresuró a recoger su vestido, un sayal de algodón, que nunca cambiaba. M irando al suelo, dijo con voz apenas audible: «Soy la hija de Saryäti. Pertenezco a Cyavana.» Oyó con ira la risa pe­ netrante de los dos jóvenes: «¿Cómo es posible que tu padre te haya entregado a ese despojo de hombre? N i siquiera entre los dioses existe una belleza comparable a la tuya. Estás hecha para vestirte con las telas más preciosas, no con esos harapos. Deja a Cyavana, no es un hombre completo, de una pieza, perfecto, como eres tú. Siempre le faltará algo a tu vida, casi todo. Escoge a uno de nosotros. Son tus mejores años, no los arrojes entre los desechos...» Pero Sukanyä ya no sentía estupor n i deseo, sino una fu ria enconada. N i siquiera contestó; se encaminó hacia aquella que consideraba su casa, una frá gil techumbre de cañas junto al hormiguero. Encontró a Cyavana inm óvil como siempre, con sus huesos afilados y la m irada ausente. Le contó lo que había sucedido, sin saltarse un solo detalle. Cyavana la m iró con inmensa dulzura y un centelleo de astucia en la mirada casi burlona. Dijo: «Eran los Asvin, los gemelos divinos. Recorren la tierra. Prestan auxilio a quien lo necesite. Curan. Lo que te dijeron es verdad, pero es incompleto. Mañana los volverás a encontrar, quizás en el mis­ mo sitio, y te volverán a decir las mismas palabras. No suelen abandonar sus empeños. Entonces tú les dirás esto: “Vosotros tampoco sois completos, puesto que no os han dejado beber el

212

som a.”

Verás cómo cambian inmediatamente de actitud. Te pre­

guntarán quién puede franquearles el acceso al rás: “M i marido. É l bebe el

som a.”

soma.

Tú les d i­

Verás que te seguirán como

dos perros mansos. Condúcelos hasta mí.» Todo sucedió tal como Cyavana lo había previsto. Los dos gemelos y el viejo Cyavana se pusieron a conversar con fa m ilia ­ ridad. El tono de los Asvin se había vuelto ansioso, anhelante. Sukanyá no sabía si podía permanecer allí, escuchando. Su­ surraban. Después oyó la voz su til y nítida de Cyavana que de­ cía: «De acuerdo. Éste es el pacto. Yo os haré acceder al

soma.

Sólo deberéis encontrar a un sacerdote llamado Dadhyañc. A cambio, me daréis la juventud. Y Sukanyá escogerá a quien prefiera de entre nosotros.»

Aprovechando un momento en que los Asvin deliberaban, Cyavana se acercó a Sukanyá y le murm uró: «Ahora nos iremos. Cuando regresemos no me distinguirás de ellos. Llevaré una mano sobre el ojo derecho, a llí donde me has herido. Así podrás reconocerme.» Después se alejó hacia la SarasvatT. Desde la puerta de la ca­ baña Sukanyá miraba las magníficas espaldas de los Asvin y, en medio de ellos, la figura descamada y encogida de Cyavana. Lle­ garon al agua y se zambulleron. Cuando Cyavana emergió y m iró a su alrededor, tenía a los Asvin a sus costados. Con un ges­ to de siervos devotos, le despegaron «la piel del cuerpo, como si fuera un manto». Cyavana se sintió invadido de una repentina energía. Salieron del agua sin decir una palabra. Eran tres jó ­ venes de portentosa belleza, desnudos, con idénticos pendien­ tes centelleantes. Sukanyá abandonó el zarzal en el que se había escondido y fue a su encuentro. «Escoge entre nosotros al que desees», dijo una única voz. Sukanyá bajó la mirada, pero al­ canzó a ver que uno de los jóvenes se frotaba un párpado. Lo se­ ñaló con un gesto. En cuanto los Asvin se despidieron, Sukan­ yá se abandonó al descubrimiento del cuerpo de Cyavana. Así comenzaron sus amores interminables, «semejante a los de los dioses».

213

«¿Cómo harem os para e n c o n tra r a Dadhyañc, para recono­ cerlo?», se preguntaban los Asvin. Vagaban, ansiosos. Se habían hecho la ilu s ió n de que p a rtiría n lle va n d o en su c a rro un a m u ­ chacha deslum bran te, com o si una nueva Süryä, la H ija del Sol, los acompañase en su viaje por la tierra. En cambio, sólo habían obtenido un nombre, y lo repetían como una cifra: «Dadhyañc, Dadhyañc...» Se dirigieron con determinación hacia la m u ltitu d que se api­ ñaba, como en un mercado, en tom o al campo de Kuru, donde los dioses sacrifican. Cada uno de ellos supo de inm ediato quién era el otro. Antes que hombres o dioses eran caballos. Se recono­ cían por el paso y por el ritm o.

Dadhyañc estaba acostumbrado a la soledad. Sabía que su saber no podía, no debía ser comunicado. ¿Por qué? No se pue­ de verter la m iel sobre el mundo sin subvertirlo. Dadhyañc era un vidente semejante a tantos otros, y por eso se mantenía apar­ tado. Los Asvin lo m iraron directamente a los ojos y le dijeron: «Queremos ser tus discípulos.» Dadhyañc nunca había visto se­ res de tal belleza. Parecían receptáculos transparentes para la doctrina. Pero sobre todo sentía hacia ellos una afinidad que lo turbaba, apenas sacudían sus cabelleras. Descubrió su propio deseo de relinchar con ellos. «Queréis que os enseñe cuál es la cabeza del sacrificio. Lo ha­ ría de buena gana. Pero un día Indra me dijo que, si alguna vez lo revelo, me cercenaría la cabeza. Indra es el soberano de los dioses, así que pronto se daría cuenta si lo hago. Nada escapa a su conocimiento. Por eso debo estar solo.» Los Asvin no se daban por vencidos. M iraron a Dadhyañc y dijeron: «Hay una forma de hacerlo. Seremos nosotros quienes te cortemos la cabeza.» E hicieron una pausa. «Después te pon­ dremos en su lugar una cabeza de caballo. Con esa nueva cabe­ za nos enseñaréis la doctrina de la miel.» A medida que oía estas palabras, Dadhyañc sonreía. «Sin duda un día Indra te descubrirá y te cortará la cabeza. Pero te cortará la cabeza de caballo. Enton­ ces nosotros sacaremos tu cabeza humana del escondite seguro

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en que la guardaremos y te la volveremos a pegar al cuello. Sabe­ mos hacerlo. Somos médicos. Lo que nos falta es la doctrina de la miel.»

Dadhyañc tenía un gran hocico bufante, que sobresalía de su cara alargada y pálida. «Se parece a la nuestra», dijeron los Asvin. Observando a aquel que los había aceptado como discípu­ los, experimentaban un inexplicable sentimiento de fa m ilia ri­ dad. Habían socorrido a viudas, ciegos, lisiados, doncellas o videntes prisioneros. Siempre habían estado junto a una diosa, visible o invisible, que era como la tercera rueda de su carro. Pero nunca habían conocido a su padre. Y no podían pedir n o ti­ cias de él a su madre, que los había abandonado. Se decía que era una m ujer inm ortal que los dioses habían escondido a la m i­ rada de los mortales. Habían oído m u ltitu d de historias acerca de su nacimiento. Ninguna era irrefutable. Los dioses decían que los habían excluido del soma porque ayudaban demasiado a los humanos y vagaban demasiado por la tierra. Pero los Asvin estaban convencidos de que no era más que un pretexto. «Qui­ zás lo que nos falta es nuestro pasado...», dijo uno de los Asvin. «Quizás forma parte de la doctrina de la miel...», dijo el otro.

Los Asvin se sentaron junto a Dadhyañc. Se veía aún una lí­ nea rosada en la unión de su cuello, a llí donde comenzaba la nueva cabeza blanca, rematada por una reluciente crin. Dadh­ yañc hablaba como si por fin hubiese encontrado su voz y su rostro. Dijo: «Antes de acabar como reclamo de cartón piedra sobre la puerta de una

boucherie chevaline,

sé que debo hablaros. La

doctrina que esperáis de m í no es humana, por eso soy yo quien la expone. También vosotros sois más bien caballos que dioses. Vuestra madre Saranyü era una yegua que practicaba el

tapas.

Vio acercarse un semental y, al principio, se alejó, pensando que era otro de los que querían montarla y que la distraían de sus ejercicios. Pero después vio que el semental seguía acercándose, deslumbrante. Decidió ir a su encuentro. Lo importante era pro-

215

teger

ro n .

la grupa del asalto. Sus hocicos se e n co n tra ro n , se fro ta ­

E l semental era Vivasvat, el Brillante, o bien el Sol o el espo­

so inform e e incandescente que Saranyü había abandonado en­ seguida, y que desde siempre la deseaba. Aquel deseo era un fondo de ardor en el semental: su semen brotó de su hocico t i­ bio. Y fue rápidamente absorbido por el hocico de la yegua, que sólo de esa manera podía tocar el cuerpo de su esposo. Así es como fuisteis concebidos.»

Otro día Dadhyañc dijo a los Asvin: «También debéis saber esto: Visnu estaba quieto, de pie, absorto, quizás adormecido, con el mentón apoyado sobre un extremo de su arco. Esparció a su alrededor una concha rosada, un disco cortante y una maza. Sobre el pecho descubierto centelleaba la gema Kaustubha. Los dioses lo cercaban, agazapados, hostiles. Al ver el reposo enig­ mático y autosuficiente de Visnu, sospechaban que había en él algo que estaba a punto de escaparse, algo que ellos nunca llega­ rían a conocer. Visnu había aferrado el esplendor que irradia al fin a l del sacrificio y quería guardarlo para sí. Los dioses habían intentado en vano arrebatárselo con artimañas. Sin ayuda de nadie, Visnu los mantenía a distancia. Incluso había sonreído, como forma suprema del ultraje. Aquella sonrisa se había espar­ cido por la hierba que lo circundaba. Pero es peligroso sonreír de esa manera. Se disipa la fuerza luminosa. “Por eso un inicia­ do debería cubrirse la boca cuando sonríe, para preservar la fuerza luminosa” , dicen los textos. »¿Qué podían hacer? Un pacto con las hormigas. Prometie­ ron a las hormigas que nunca dejarían de encontrar agua, don­ dequiera que cavasen. Una hilera de hormigas blancas se acercó a un extremo del arco de Visnu, que estaba clavado en el suelo. En silencio, emprendieron su labor. Visnu permanecía de pie, inm óvil, radiante. Las hormigas empezaron a roer la cuerda del arco. ¿Cuánto tardaron? Frente a los ojos semicerrados de Visnu, los ojos ávidos de los dioses, fijos en las hormigas. Pasa­ ban los días, volvían las noches. Las hormigas blancas no des­ cansaban nunca. Se turnaban, formando escuadrones. E l silen­ cio era denso. Después se oyó un silbido, un sonido nuevo:

gm .

216

-■

r La cuerda del arco había sido roída por completo. El arco, al cortarse de golpe, había cercenado la cabeza de Visnu. Goteaba la lin fa sobre la hierba. Los dioses se abalanzaron como perros. Pero Indra se abalanzó también sobre el cuerpo acéfalo de Vis­ nu. Superpuso sus manos, tronco, piernas y pies a los de Visnu. Quería cubrirlo por completo, ser aquello que Visnu había sido. Después volvieron a emprender el sacrificio. Era una ceremonia opaca, laboriosa, ú til, pero "no conquistaron el mundo celeste” , porque era un sacrificio sin cabeza.»

Dadhyañc continuó: «Por entonces el mundo era triste, pero marchaba. Indra se encargaba de la rueda del sacrificio, la ha­ cía g irar sin pausa, como a la rueda del año y la de las lluvias. Era un adm inistrador atento. Ya nadie pensaba en conquistar el cielo. »Un día, Indra me encaró. Antes de que hablase, ya sabía de qué se trataba. Había sentido que m i mirada lo traspasaba. “Tú conoces la doctrina de la m iel” , me dijo Indra, mirando en tom o suyo, para asegurarse de que nadie más lo escuchase. “Sí” , le dije. “Si se la revelas a alguien, te cercenaré la cabeza” , agregó Indra, con odio.»

Dadhyañc agregó: «El mundo es un cántaro roto. El sacrifi­ cio intenta recomponerlo, lentamente, trozo por trozo. Pero al­ gunas de las partes están hechas trizas. Y aunque el cántaro sea recompuesto, queda surcado por muchas grietas. Algunos opi­ nan que eso aumenta su belleza. Conocer la cabeza del sacrificio significa conocer también el sacrificio que aconteció en la cabe­ za, que no es visible, no tiene necesidad de actos, instrumentos, calendarios, fórmulas o víctimas n i siquiera de palabras.»

Los Asvin hablaron otra vez con Dadhyañc. Le dijeron que, aunque daban consuelo al mundo, ellos se sentían huérfanos y excluidos. Los dioses no los aceptaban en su círculo, los conside­ raban poco dignos porque nunca se quedaban quietos. Los acu-

217

saban adem ás de ciertas connivencias con los hum anos. La m u ­ je r que m ás habían deseado había p re fe rid o a su d e cré p ito m a ri­ do. A hora, p o r fin , sabían algo acerca de su n a cim ie n to . Pero ¿qué había sucedido antes de que aquella yegua y aquel sem en­ ta l se encontrasen? C uanto m ás lu m in o s a era su irru p c ió n ta n to más se extendía la niebla a sus espaldas.

S entado entre los A svin, D adhyañc in c lin ó lig e ra m e n te su larg a n a riz y re to m ó la p alabra: «Sé lo que sentís. S iem pre os han gustado los caballos, y ahora descubrís que sois hijos de una yegua. Siempre habéis anhelado el

soma,

y ahora estoy a punto

de deciros que el amo del soma era vuestro abuelo Tvastr, el Ar­ tífice, el padre de vuestra madre Saranyü. Con él se in icia la ca­ dena in fin ita de los gemelos. La propia no gemelo,

T risira s,

Saranyü

el insolente Tricéfalo, al que

tuvo un

In d ra

herm a­

decapitó.

Hay otra cosa que, quizás, también os resultará significativo», continuó Dadhyañc con una dulce sonrisa. «No está claro a qué se debió la aparición de los gemelos. Acaso a que el sol se refleja­ ba sobre la luna. Acaso a que el agua reflejaba las cañas que emergen de ella. Acaso a que la mente del artífice reflejaba una forma que aún no se había manifestado. Acaso a que la copa mo­ delada por el Artífice reflejaba la copa albergada en su mente. Pero acaso también a esto: la vida, para respirar, para articular­ se, necesitaba la ayuda de seres en los que convivieran insepara­ blemente, casi hasta confundirse, lo idéntico y lo distinto. De otra forma no sabríamos cómo acceder al conocimiento. Cada aparición nos dejaría estupefactos y mudos. En tanto que lo idéntico y lo diverso nos perm iten viajar muy lejos, tal como vo­ sotros vagáis en vuestro carro. Y los hombres siguen vuestras huellas. »Pero volvamos a nuestra complicada fam ilia: Saranyü ya nació como un reflejo. Tvastr no podía separarse de ella. Dor­ mían en la misma cama. -Dadhyañc bajó la voz-. No puedo des­ cartar la posibilidad de que uno de vosotros sea su hijo. -Des­ pués Dadhyañc continuó-: Tvastr sabía que debía separarse de su hija. Pero escogió maliciosamente al marido. Tvastr, que po­ seía todas las formas (por eso lo llamaban Visvarüpa, el Omni-

218

forme), quiso para su h ija a aquel que no tiene ninguna, al infer; me globo solar, a quien ahora llam an Vivasvat, el Brillante. Ya h es hora de que lo sepáis también vosotros: el Sol era al principio un Huevo Muerto, Märtända. Así lo llamaban. Cayó inerte del vientre de A diti. Desconfiad siempre de la naturaleza. Nunca es : sencilla. Nunca es natural. Pero volvamos a Tvastr. ¿Fue un cas­ tigo? ¿Una burla? Una cosa es segura: fue obra de los celos. El contacto físico con el esposo tenía que ser tortuoso, para que Saranyü anhelara a su prim er amante, su padre. Al abrazarla, Vivasvat desollaba la tierna piel opalescente de Saranyü. Sin em­ bargo, tuvo de él dos hijos. Yama y Yamí. Dos gemelos. En su le­ cho de puerperio, Saranyü pensó que no podría soportar otra vez el asalto de su esposo. En su mente fraguó un simulacro, idéntico a sí misma. Se llamaba Chäyä, Sombra. Si su padre era el maestro de las formas, ella sería la evocadora de las copias. Desde entonces nos atosigan. Desde entonces nos encantan. Saranyü instruyó a Chäyä: debía ocupar su lugar, cuidar de los niños, acoger en el lecho a su esposo. “Tú puedes” , le dijo, “por­ que eres una sombra. N i siquiera él puede quemarte. Sobrevivi­ rás a todo.” A continuación Saranyü se despidió. “Ocultaron lo inm ortal a los mortales” , se dice en los himnos. Cuando los hom­ bres persiguen a una amada buscan a Saranyü, pero abrazan una copia. Vivasvat no se dio cuenta de que otra, idéntica, había reemplazado a Saranyü. Sólo se sorprendió de encontrarla más dócil. Ingenuamente, pensó que la maternidad la habría aplaca­ do. Por fin su vida en común se volvía apacible. »Así fue engendrado Manu, el prim ero entre los hombres. Por eso los hombres persiguen siempre a los simulacros. Han sido paridos por un simulacro. Por eso nunca tienen la certeza de existir verdaderamente. Nunca la tendrán. Mientras tanto, Saranyü vagaba y meditaba. Había tomado la forma de una ye­ gua. Un día Vivasvat abrió una puerta y sorprendió a Chäyä que clamaba airada al pequeño Yama. Parecía una sirvienta que se aprovechase de la ausencia de su patrona. “No puede ser la madre” : este pensamiento se impuso en Vivasvat. Corrió hacia el exterior, presa de la furia. Mientras corría sentía el golpe de los cascos. Era un semental. Vio a lo lejos, en medio de una pradera, una yegua inm óvil, inmersa en el

tapas.

Cuando la yegua perci-

219

bió la presencia del semental empezó a agitarse. Huía. Trataba de todas las maneras de escatimarle la grupa. Ya conocéis el f i­ nal de la historia.»

«Pero ahora volvamos atrás», dijo Dadhyañc. «Apenas nacie­ ron los dioses, se alzó una nube de polvo. Y en medio de ella un zapateo. Sobre la tie rra quedaron las primeras huellas, pero en­ seguida se borraron. Siete seres danzaban. Se sentían liberados, porque nacían de A diti, Aquella-que-desata-los-lazos. Pero A diti había parido ocho hijos. Siete danzaban, uno era un feto in fo r­ me, un pedazo de carne tan alto como ancho. La madre lo había apartado con el pie. Sobre Märtända, el aborto, se depositó el polvo de los dioses, que ya se habían marchado. Después el Hue­ vo Muerto rodó lentamente hacia el agua. La naturaleza se h in ­ chaba de linfa. Lo circundaba. Los dioses se acordaron de aquel hermano suyo y se dijeron: “No debemos dejar que se pierda.” Lo sacaron del agua y trataron de darle forma. Así fue como Märtända se convirtió en Vivasvat, el Sol. Pero no consiguieron extraerle a Muerte, que habitaba en él y en cada uno de los des­ cendientes de su h ijo Manu, los humanos.»

Dadhyañc agregó: «No nos debe sorprender que Muerte ha­ bitara en el in te rio r del Sol. Más bien debería sorprendemos que el Sol esté vivo, si pensamos cómo era su aspecto original: su madre quería arrojarlo ju n to a los desechos. Fueron sus her­ manos, nacidos antes que él y bien formados, quienes lo salva­ ron. No querían que se perdiese. Así fue como dieron forma a V i­ vasvat. D e.él debía descender un día la estirpe que engendra y muere. »Cuando se quedó solo, abandonado por Saranyü y cons­ ciente ya de haber sido engañado por Chäyä, Vivasvat volvió con el pensamiento al día de su nacimiento. Sospechaba que Saranyü se había refugiado en casa de su padre, por nostalgia de su verdadero amante. A llí iría a buscarla. Tvastr lo recibió con tranquilidad. Le dijo que sí, que era verdad, que Saranyü había vuelto, pero que no la habían acogido y además la habían

220

reprendido por ese acto desconsiderado. Después Tvastr levan­ tó la mirada hacia Vivasvat y dijo: “Nunca volverás a encontrar­ la, tal como eres. Junto a ti, Saranyü vivía aterrorizada, temien­ do el momento en que te acercarías a ella. Si me lo permites, puedo hacerte más tolerable para los vivientes.” Mientras ha­ blaba, iba despejando una gran mesa sobre la que estaban sus utensilios. In vitó a Vivasvat a tenderse encima. Después se acercó a él con una piedra amoladora. Primero untaba los miembros de Vivasvat con un líquido, después le pasaba aquel extraño instrumento. Vivasvat encontraba alivio en su propio sufrim iento. Saltaban de él virutas luminosas, giraban por los rincones del taller, donde seguían brillando, aisladas. Lo alivia­ ba esa pérdida de luz, le causaba un sobresalto exaltante. Sen­ tía al mismo tiempo el desgarro de esas partes de su cuerpo que lo abandonaban. Tvastr trabajaba como un artesano absor­ to. Había empezado por los hombros y por el tronco. Ahora le estaba amolando los muslos. Cuando afloró una rodilla, Vivas­ vat sintió que debía hacer algo. Con una mano aferró el pulso de Tvastr y le dijo: “No sigas hacia abajo. No im porta si mis pies quedan informes. Porque nadie puede verlos cuando voy de pie sobre m i carro. Siempre habrá un auriga que me oculte. Calzaré botas cuando deba caminar. Nadie deberá ver mis pies. Lo inform e me pertenece. No puedo abandonarlo. De lo in fo r­ me os nutrís todos vosotros. Tampoco tú existirías si no fuese por mis pies, que en vano intentarías reducir. La unidad el mundo se mantiene gracias a algo que lo excede y lo supera. Si no existiera ese algo nada existiría. Ahora déjame. Te doy las gracias. Me pongo otra vez en marcha para encontrar a m i ú n i­ ca esposa.” »

Los Asvin escuchaban, con la mirada baja. Descubrían las ra­ mificaciones de su fam ilia, después de haber vagado por el mun­ do como huérfanos durante años. Pero, sobre todo, querían sa­ ber algo más de un hermanastro suyo: M rtyu, Muerte. Antes de que se lo preguntasen, Dadhyañc ya había comprendido. Prosi­ guió: «Cuanto más atento, cariñoso y delicado era con ella su marido Vivasvat, tanto más Saranyü experimentaba te rro r hacia

221

él. Con u na fa ja de su vestido, que se q u ita b a a la h o ra de acos­ tarse, se po d ía in c e n d ia r to d o u n co n tin e n te . S in em bargo, no era aquello lo que aterrorizaba a Saranyü, sino el hielo. No podía adentrarse en Vivasvat porque sentía abrirse en él una cavidad enorme y muda, sin resonancias, sin vibraciones. Sentía que en el fondo de Vivasvat habría encontrado un

huésped

invasor, que

nunca abandonaría la casa, que quizás era suya. No quería en­ contrarse con él. Pero no pudo evitar reproducirlo en su descen­ dencia. Cuando dio a luz a los dos gemelos engendrados en ella por Vivasvat (para ella todo existía por parejas y por copias), en el varón Yama reconoció los rasgos de Muerte. Parecía que aquel h ijo proviniese del últim o receptáculo de la sustancia de Vivasvat y hubiese encontrado en el vientre de su madre a su co­ pia, a la gemela

Y am I.

Entonces habría aceptado finalmente

descender al mundo y tener su propia historia, como los otros dioses. Ya no sería tan sólo aquella sombra negra que aparece detrás de lo que encandila. Pero no hubiera podido mostrarse sino ju n to a YamI. Existía un pacto, según parece, entre muerte y duplicación.» En este punto, Dadhyañc calló. Después prosi­ guió diciendo: «Antes de convertirse en Yama, Muerte no tenía un nombre propio, como si hubiera sido una cosa y no una per­ sona. Sin embargo, lo más terrorífico de Muerte era su aspecto de persona. Una figura de rasgos indistintos, a la que no se podía ignorar. Se la reconocía en la pupila de quien viniese al encuen­ tro, fuera el amante o el enemigo. O se la descubría detrás de la cortina ardiente del Sol, como una moldura negra que penetra­ ba en el ojo de quien la mirase y se quedaba a llí instalada duran­ te largo tiempo, como huésped indiscreto. »Muerte se sumergía hasta las caderas en la sustancia del Sol. Asomaba el pecho por encima de la masa ardiente y miraba hacia abajo. Quien levantaba la mirada entreveía a veces, detrás de la ba­ rrera de luces, una silueta oscura, como de alguien que saluda des­ de lejos. Todos evitaban responder a ese saludo. Decían que no querían m ira r al Sol para no ser encandilados. Pero la verdad era que no querían encontrarse con el saludo de ese ser ignoto y mudo, al que aludían a veces, en un susurro, llamándolo “sol negro". »Muerte está sumergido hasta las caderas en el Sol y en el co­ razón, como en una masa blanda y ustoria. De lejos se veía aque-

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lia som bra, que m ira b a a l S ol com o si fuese u n conducto . Des­ pués, parecía que alcanzaba u n b a jío , porque em ergía de golpe. Sus m uslos, sus ro d illa s se v o lv ía n visib le s. C uando se veían los pies de Muerte alguien decía: “Ha sido suprim ido” , y en ese mo­ mento alguien moría. »Muerte es esa persona medio sumergida dentro del Sol, que poco a poco la devora. Así como la “persona” , purusa, que se pue­ de ver en el centro de la pupila (y es el único signo de su existencia, apenas perceptible, que concede la mente), devora poco a poco el cuerpo en que está engarzada. Muerte está allí donde una sustan­ cia se consume. Muerte es el acto de comer. Por eso somos una deuda con Muerte. La pagamos prorrogándola y fraccionándola a cada instante, utilizando con astucia la fuerza que nos da la mis­ ma Muerte, y concediendo con avaricia a cada instante a la Perso­ na en el Ojo un grano de nosotros mismos para que lo devore. »La Persona en el Ojo no nace sola, no puede existir en sole­ dad. La prim era pareja fueron las dos Personas en el Ojo. En el ojo derecho estaba Muerte. En el ojo izquierdo su compañera. O también: en el ojo derecho estaba Indra. En el izquierdo Indránl, su divinidad asociada. “Fue por ellos dos que los dioses estable­ cieron esa división entre los ojos, la nariz.” Detrás de la barrera de la nariz se esconden dos amantes, como separados por una montaña. Para encontrarse, para tocarse, deben deslizarse ju n ­ tos hacia la cavidad abierta en el corazón. Ésa es su alcoba. A llí se funden en el coito. Vistos desde fuera, los ojos de los durm ien­ tes están cubiertos por los párpados como por una cortina alre­ dedor de la cama. Mientras que, en la cavidad del corazón, Indra e Indránl están uno dentro del otro. Es la “beatitud suprema” . Por eso no debe despertarse bruscamente a un durmiente, para no in te rru m p ir el coito de Indra e Indránl. Por eso el que es des­ pertado tiene la boca pastosa, “porque las dos divinidades están vertiendo el semen” , y dentro de la boca del durmiente se mez­ clan los líquidos de Indra e Indrani. »Muerte y duplicación siempre actúan juntos. Nunca com­ parece una sin la otra. La ciencia del reflejo y de la escisión, la irrupción de los dobles, la sustitución sistemática, las miradas si­ multáneas, hacia sí y hacia el exterior: todo ello es obra de la du­ plicación. Sólo aquel que ayuda al cumplimiento de esa obra pue223

de acceder al conocimiento. Pero la duplicación viene acompaña­ da de Muerte. Y sólo el conocimiento puede derrotar a Muerte. Éste es el círculo.»

Estaban sentados sobre tres escabeles.

D adhyañc

veía a los

Asvin de perfil, casi idénticos, mientras fijaban la atención sobre algún objeto. Uno de ellos dijo: «Cuando éramos niños nos ense­ ñaron algunas palabras atribuidas a Prajäpati, que ninguno en­ tre los Deva y los Asura se jactaba de haber entendido. Sin em­ bargo, las sabían de memoria. Las palabras eran éstas: “El,

átm an

el Sí, lib re de todo mal, no sujeto a la vejez n i a la muerte

n i al sufrim iento n i al hambre n i a la sed, cuyos deseos y cuyos pensamientos son realidad: es a él a quien hay que buscar, es a él a quien se debe intentar conocer. Obtiene todos los mundos y to­ dos sus deseos aquel que da con el ätm an, el Sí, y lo conoce.” En­ tonces el otro Asvin dijo, como prosiguiendo el discurso de su gemelo: «¿Cómo es posible que este

a tin a n

sea la soberana entre

todas las palabras, un pronombre reflexivo que se declina como un sustantivo masculino y que hemos usado día tras día sin dar­ nos cuenta, sin presagiar que ése era el secreto, que eso era lo que debíamos conseguir?» D ijeron a Dadhyañc que cuanto más crecía su desconcierto, mayor era su deseo de aprender. É l los m iró a los ojos y dijo: «El

al

ätm an

precede al

aham :

el Sí precede

yo: el pronombre reflexivo precede al nombre personal: ¿por

qué? Que un ser diga “yo” no es lo fundamental; todos los ani­ males dicen “yo” cuando emiten un sonido. Entre el Sí y el yo existe una única diferencia: el Sí m ira al yo, el yo no m ira al Sí. El yo come al mundo. El Sí m ira al yo que come al mundo. Son dos pájaros, están sobre dos ramas enfrentadas del mismo árbol, a la misma altura, a la misma distancia del tronco. A quien los m ira parecen casi iguales. Como vosotros. Nadie puede separar­ los. Las primeras palabras que dijo el Sí fueron: “Yo soy.” Lo existente no se había manifestado aún cuando el Sí dijo “Yo soy” . E l yo debe su existencia sólo al hecho de haber sido pro­ nunciado por el Sí. Desde el p rin cip io tuvieron forma de perso­ na, purusa. Aunque después el mundo entero surgiría del Sí, y el Sí se hundió en él hasta la punta de las uñas, el Sí y el yo mantu-

224

v ie ro n la fo rm a de persona. P or eso hablam os con ellos y ellos nos hablan.»

Dadhyañc seguía enseñándoles a los Asvin la doctrina de la miel. Su palabra se esparcía en ellos, desde los poros hasta los tuétanos. E l mundo era idéntico a como era antes. Nada era idéntico a como era antes. Un día, Dadhyañc dijo: «Saryäti quie­ re celebrar un sacrificio de

soma

con los dioses y con los hom­

bres. ¿Sabéis quién es? Es el padre de Sukanyä, aquella mucha­ cha que os rechazó. Es h ijo de Manu. Así que, a través del simulacro, Sukanyä es vuestra sobrina. Pero ahora ningún vín­ culo fa m ilia r puede sorprenderos... Debéis estar presentes. Es la últim a vez que me veis con la cabeza de caballo. Y ahora id...» Los Asvin lloraban. Aunque todavía no habían probado el

soma

sabían que la mejor parte de su vida llegaba a su fin.

Si los Asvin fueron hijos de una yegua, si vagaban continua­ mente sobre un carro tirado por caballos blancos, por el cielo, por la tierra y hasta por el mar, si aprendieron la doctrina de la m iel de un ser con cabeza de caballo, parece obvia la deducción de que su nombre deriva de

asva,

«caballo». Pero los antiguos

etimologistas no se conformaban con estas evidencias. Pensaron que su nombre derivaba también de

as-,

«obtener». ¿Por qué?

Porque fueron los primeros que obtuvieron a la H ija del Sol, Süryä, al conquistarla en una justa; porque «obtuvieron todo». ¿Cómo? «Uno con la humedad, el otro con la luz», dice el etimologista.

Hijos, amantes, esposos, hermanos, compañeros, padrinos, conquistadores, escogidos: todo eso ju n to fueron los Asvin para la mujer que acompañaban, o que los acompañaba. Podía ser Usas, o Süryä. Pero hubieran preferido que fuera

Sukanyä.

Eran

los «Señores del Ornamento», Subháspátl, y ningún otro entre los dioses podía usar ese nombre. Por eso las mujeres se sentían atraídas hacia su carro, como si fuese una vasija llena de miel.

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N unca fu e ro n dos, a pesar de que d ifu n d ie ro n p o r el m undo la d u p lic a c ió n . S iem pre eran tres, com o las ruedas de su ca rro , con una m uchacha entre ellos, con fre cu e n cia in v is ib le . E lla era el v ín c u lo entre los dos.

La «fusta de m iel», kásd m á d h u m a ti, se agitaba en las m anos de los A svin y golpeaba la tie rra . ¿Q uién podía saber lo que era aquello? S in em bargo, los seres nada deseaban ta n to com o ser rozados p o r la fusta. D el c a rro de tres ruedas de los A svin sobre­ salía u n odre lle n o de m ie l. E n él h u n d ía n la fu s ta que después, rebosante de dulzu ra , hacían re s ta lla r alrededor del carro. ¿Quién les había dado aquella fusta? La m adre de todas las m adres, A d iti, la Ilim ita d a , aquella que no necesita de u n esposo p a ra engen­ d ra r. E n la v id a de los A svin los m om entos suprem os siem pre estaban ligados a una fig u ra fem enina: cuando se despertaban y no veían o tra cosa que la cabellera leonada de Usas volcada sobre ellos; cuando A d iti, s in una p alabra, puso aque lla fusta en sus m anos; cuando, a l fin a l de una alocada c a rre ra de carros -fu e entonces cuando p e rd ie ro n pa ra siem pre la cu a rta ru e d a Süryä, que los esperaba sobre u na p la ta fo rm a ju n to a la m eta, se subió a su c a rro «porque así le venía en gana», d ijo . S ólo una m o rta l, Sukanyä, a q u ie n h abían v is to em erger del agua com o a una diosa, los había rechazado. Pero aquel rechazo -p e n s a ro n había s ig n ific a d o su salvación, p o rque los había conducid o a D adhyañc. De esa m anera h abían alcanzado lo que les había fa l­ tado siem pre, el ú n ic o elem ento que siem pre fa lta : el conoci­ m ie n to . De la m ie l a la d o c trin a de la m ie l. ¿Acaso no es éste el ú n ic o paso que nos es dado c u m p lir? Todos los o tro s depen­ den de él, o b ie n son ilu s o rio s . S o n rie ro n en el vacío y v o lv ie ro n a vagar.

H abía una gran m u ltitu d . E n el centro, los dioses form aban u n c írc u lo , m ezclados con los rsi. Los A svin se m antenían al m argen, com o via je ro s que pasaban casualm ente p o r a llí. Co­ m enzó la cerem onia, con gra n le n titu d . Los A svin observaron a los celebrantes. E n tre los rs i re co n o cie ro n u n ro s tro fa m ilia r. 226

¿Q uién era? Se parecía a ellos, aunque con u na expresión más grave. «Cyavana...», su su rra ro n a l m ism o tie m p o . E l r ito seguía su curso. V ie ro n a Cyavana a lz a r una copa. O yeron su voz n ítid a : «Ésta es para los A svin...» De im p ro v is o se levantó u n to rb e llin o . In d ra , de p ie , fu rib u n d o , había arrebatad o la copa a Cyavana: «Esta copa no la conozco...», d ijo . E l re m o lin o de p o lvo im pedía ve r lo que sucedía. «¿Quién osa a rre b a ta r a u n rs i la copa del soma?», d ijo u na voz. Los M a ru t ag ita b a n sus lanzas. E n m edio del tu m u lto , A g n i se acercó a In d ra y le d ijo : «No es ju s to que co n tra rie m o s a los rs i. E n el fo n d o , son m ejores que nosotros. H em os n a cid o de ellos. A placa tu ira .» Pero, aun deseándolo, los dioses no h u b ie ra n p o d id o hacer dem asiado. In d u c id o p o r los rsi, el dem onio M ada los estaba in to x ic a n d o . N o quedaba nada c ris ta lin o en el cie lo n i en la tie rra . In d ra estaba q u ie to , con la m i r a d a baja. E l to rb e llin o se aplacó. Los A svin se e n co n tra ro n ju n to a Cyavana, que ten ía o tra vez la copa en la m ano. Así, los A svin acercaron p o r fin sus la b io s a l soma. Después m ira ro n a su alrededo r: los dioses habían desaparecido. «Fue la ú ltim a vez que los hom bres y los dioses b e b ie ro n ju n to s el soma. » U n día a l­ guien glosaría: «En los tiem pos antig u o s bebían ju n to s a la lu z del día, ahora lo hacen en lo in v is ib le .»

A lo la rg o de los siglos el soma fue id e n tific a d o con n u m e ro ­ sas plantas. Pero sólo una cosa es segura: el ju g o d e l soma em ­ briagaba. Esa sustancia era la sensación: la ú n ica ca n tid a d que era la cu alidad . De co n q u is ta rla o p e rd e rla dependía to d o lo de­ más. H ubo u n tie m p o en que n i siq u ie ra los dioses poseían el soma. Lo lla m a b a n con o tro nom bre: am rta, lo «no-m ortal». Pero aún no lo h abían encontrado, aún debían d e s c u b rirlo , to ­ ca r esa sustancia lib e ra d a de la m u e rte y que lib e ra de la m uerte. D iv id id o s entre las fila s enfrentadas de los Deva y los A sura, to ­ dos p o r ig u a l h ijo s de P ra jä p a ti, a co rd a ro n que p o r aque lla ú n i­ ca vez sus fuerzas se u n iría n , pa ra aquella ú n ic a em presa de la que descenderían todas las em presas: b a tir el océano.

E l océano b u llía . E n todas las direcciones espum aban las olas, locas de fu ria , m ie n tra s u n enorm e péndu lo surcaba las aguas. R epleto de árboles y rocas a filadas, descuajado, el m onte M andara a gitaba s in tregua la m asa líq u id a , com o hace el ém bo­ lo cuando se bate el cubo de leche pa ra sacar la m anteca. Todos los jugos, resinas, lin fa s de las pla n ta s se esparcían p o r el agua, ju n to a l o ro líq u id o y a las cataratas de gemas. F lu ía n todas las esencias h a cia el desierto m a rin o . M ie n tra s de lo p ro fu n d o a flo ­ ra b a n a la su p e rfic ie las vastas carcasas de las c ria tu ra s abisales, que n in g ú n o jo te rre s tre había v is to y que en ese m om ento el M andara desalojaba en su m o v im ie n to incesante, encaram ado sobre la grupa de la to rtu g a A küpära, el ú n ic o ser que se m ante231

nía im p a sib le en m edio de aquel tu m u lto . Si se m ira b a con c u i­ dado, se n o ta b a que sobre las caderas del M andara, densas de h ie rb a , se deslizaba una fa ja . ¿O era u na gruesa cuerda? E ra una serpiente, V äsuki. C ogida la cola p o r los Deva y su cabeza p o r los A sura, tira b a n de e lla p o r tu m o s y hacían o s c ila r a l M andara in ­ m erso en las aguas - y de su boca salía u n hum o que envolvía y c o n fu n d ía a los A sura. P or o tra p a rte habían sido ellos m ism os, p rim o g é n ito s altaneros, quienes q u is ie ro n coger a V äsuki p o r la cabeza, porque es en la cabeza donde está siem pre lo m ás noble.

«Todas estas cosas», pensaron los Deva, «recuerdan los in i­ cios del tapas, aque lla p rim e ra fric c ió n en la m ente de la que a flo ra ro n todos los pro d ig io s.» Pero esta vez ¿qué aparecería? ¿Aparecería algo? Los Deva estaban extenuados. C om o esclavos en las galeras, estaban aferrados a las escamas de V äsuki y p e rc i­ b ía n a lo lejos, entre los vapores, los ro stro s co ntraídos de sus enem igos perennes, los Asura, que sólo para esta em presa ha­ b ía n aceptado com o aliados. «Cuando hay algo m u y im p o rta n te en ju e g o , hay que saber aliarse hasta con los enem igos, com o ha­ cen la serpiente y el topo», los había exhortado V isnu. H a y que aventurarse hasta el extrem o s i se quie re alcanzar el am rta, lo «no-m ortal».

P or aquella época, los Deva y los A sura aún eran m u y p a re c i­ dos. Toscos, avariciosos, sólo pensaban en la fo rm a de vencerse unos a otro s. E n cóm o esquivar la m uerte. Pero la m u e rte los golpeaba. Después de los luctuosos y p e rió d ico s e n fre n ta m ie n ­ tos con los A sura, los Deva contaban los cadáveres. «U n día no quedará n in g u n o de nosotros pa ra contar.» Se d e ja ro n ganar p o r la m elancolía. Se re vo lvía n fu rio s o s cada vez que alguno de sus espías venía a contarles lo que había v is to en el cam pam ento de los Asura. T am b ié n a llí se am ontona ban los cadáveres, d e sfi­ gurados algunos de ellos, bajo la m ira d a de los b u itre s . Pero des­ pués descendía a l cam pam ento K ävya Usanas, p rim e r sacerdote de los A sura, y con gesto tra n q u ilo los re sucitaba u n o p o r uno. A ellos, y sólo a ellos, R udra les había im p a rtid o u n día la sam ji232

v a n l vidyä, la «ciencia de la re su cita ció n » . P or eso los A sura abundaban. N o puede decirse que no cono cie ra n la m uerte; con fre cu e n cia algunos caídos en el com bate pasaban a lgún tie m p o en el re in o de la m uerte, su frie n d o com o cualq u ie ra . Pero des­ pués vo lv ía n a la vid a , sin m em o ria , sin co n o cim ie n to . S ólo les quedaba una ú n ic a lla g a in v is ib le : la sensación p e rsistente de haber estado ya m u e rto . Ése era su s u frim ie n to , pero después re ía n salvajem ente a l m ira r el cam pam ento de los Deva, donde los m uertos nunca vo lve ría n a ponerse de pie. P or eso ta m b ié n los Asura, aunque nunca m o ría n p a ra siem pre, quería n m ante­ nerse alejados de la m uerte. S ólo una vez aceptaron a lia rse con los Deva. T am b ié n los A sura quería n co n q u is ta r el am rta.

É sta era la cuestión: ¿se v o lve ría sustancia la in m o rta lid a d ? Los Deva y los A sura sabían que se estaba re a liza n d o la p rim e ­ ra ob ra de a lq u im ia . ¿Y si la m a te ria perm anecía opaca? ¿Si el océano no dejase m a n a r de sí la «ola dulce»? B roncos y tra s to r­ nados, a lza ro n los ojos cuando entre e l M andara y el océano co­ m enzó a derram arse una m ancha de lu z opalescente. S uspendi­ dos en la c la rid a d , com o ídolos s in pedestal, com o actores que salen en fila pa ra sa lu d a r a l p ú b lic o , com o los aros esm altados de u n brazalete, com o fig u ra s p intada s en el aura, com o am uletos colgados del tro n c o del cosm os se sucedían los ratna, las «ge­ m as», el c o rte jo de la soberanía. P rim e ro fue el Sol, después la Lu n a - y entonces se v io la som bra del brazo de Siva e xtendid o y su m ano que ceñía la hoz blanca com o a una m uchacha de fin a c in tu ra y la abrazaba entre sus cabellos trenzados. D onde aún perm anece, broche resplandeciente. Después fu e ro n los Apsaras: eran el agua que los re m o lin o s d iv id ía n en cuerpos preciosos, constelados de collares trem o la n te s. Deva y A sura los desearon p o r ig u a l, pero no se m ovie ro n : sabían que los Asparas son m one­ da co rrie n te , que pasa de m ano en m ano. Después fue U ccaihsravas, el C aballo B lanco, veloz com o el pensam iento, que los des­ lu m b ró a l s a c u d ir su c rin . Y después v in ie ro n las gemas, que se d ib u ja ro n en la lu z . T am bién fue m ajestuosa la a p a ric ió n de S ri, con u n vestido bla n co , fragante y estática, recostándose sobre el pecho de V isnu. 233

Pero el am rta no aparecía. Los Deba y los A sura perm anecían a l acecho. «Quizás», pensaron, «el m u ndo es incapaz o nosotros som os incapaces de d e s tila r esa esencia suprem a.» E ntonces, en la c la rid a d se re c o rtó una m asa oscura, espeluznante, que ro d a ­ ba com o u n océano sobre el océano. E ra K álaküta, el veneno del m undo. V isn u h a b ló de nuevo, con voz tra n q u ila , y una vez más su iro n ía pasó in a d v e rtid a a quienes lo escuchaban, com o cuan­ do había aconsejado a los Deva que se aliasen con los Asura, esos enem igos que ta n to se les parecían. D ijo : «Siva, suprem o entre todos, es tu y o el p rin c ip io , es tu y a la p rim ic ia de todas las cosas. S ólo tú puedes beber K á la kü ta , el veneno del m un d o , el p rim e r fru to que el m u ndo nos ofrece. S ólo q u ie n puede d e s tru ir el m u ndo puede a s im ila r su veneno. S ólo q u ien a s im ila el vene­ no del m u ndo tie n e la fu e rza de la piedad.» Siva contestó: «Te com placeré.»

Siva se in c lin ó sobre la costa del océano; la m asa negra co­ m enzaba a s a lp ic a rle los pies. Los Deva y los A sura lo m ira b a n a tó n ito s, com o si estuviese p o r z a m b u llirs e en ese líq u id o ig n o to . «Este veneno ha n a cid o del deseo de in m o rta lid a d » , d ijo u na voz entre ellos. Después ca lla ro n . Siva h u n d ió la m ano iz q u ie rd a en K á la k ü ta y se la lle v ó a la boca con la expresión de q u ie n in tu y e u n m a n ja r e xq u isito . Bebía, tragaba, m ezclaba el veneno con su cuerpo, dejaba que se d iso lv ie ra en él, que corriese d e n tro de él com o u n río secreto. Los Deva y los A sura lo m ira b a n , con estu­ p o r creciente. Sobre el cu e llo de Siva apareció una eflorescencia, com o u n ta tu a je de u n a zu l p ro fu n d o y lu m in o so , que recordaba las plum as del pavo re a l y el z a firo . S iva seguía bebiendo y la m ancha se extendía en su cuello. Ya nunca desaparecería. L o lla ­ m a ro n N íla ka n th a , A q u e l-qu e-tiene-el-cuello-azul. U n día Párvat í le confesó, ru b o riz a d o , que cuando lo había v is to p o r p rim e ra vez -e lla era aún u na n iñ a a d u s ta - y S iva se había g ira d o hacia ella, dejando ve r su cu e llo , u n gra n deseo se le había concentrado en la p u n ta de la lengua, que v ib ra b a p o r la m e r aquella m ancha azul, aun a costa de quedar separada en dos partes, com o había sucedido con la lengua de las serpientes.

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If

:

Com o triu n fo s en u n juego de naipes las gemas se d ib u ja ro n sobre la co lu m n a de lu z. E l C aballo B lanco, la P iedra Preciosa, la N in fa , el E le fa n te , el M édico, la L u n a y la Vaca de los Deseos. A ún se discute acerca de cuántos seres aparecieron y en qué o r­ den. Pero una cosa es segura: el a m rta podía m anifestarse sólo d e n tro del c o rte jo de las gemas, en la secuencia que se te jía en el velo e p ifá n ico . N ada de lo que aparecía a llí era nuevo o in a u d ito . Todo v o lvía a em erger desde el abism o. S in em bargo, los dejaba estupefactos, p orque ahora lo existente venía ya hecho, ya com ­ puesto. A l b a tir el océano las gemas que centellean desde siem ­ pre en las ju n tu ra s de lo existente v o lv ie ro n a ser com o u na se­ gunda n aturaleza , sustancia elaborada, fija d a , aislada. Los dioses penaron com o esclavos en u n ta lle r hum eante pa ra que de nuevo re lu c ie ra n los em blem as, sello de existencia perenne. «F orjad los em blem as, la existencia los seguirá», fue su consig­ na. Así sucedió. Después abandonaron a los hom bres a la m a ra ­ ña de lo existente.

E n ú ltim o té rm in o entre lo s ratna, apareció p o r fin el líq u i­ do de lo «no-m ortal». E n una copa lo tendía hacia e l vacío e l M édico de los dioses, D h a n va n ta ri. Los Deva y los A sura pa­ saron ráp id a m e n te del estupor al anhelo y del anhelo a la v o ra ­ cidad. ¿Q uién se adueñaría del precioso líq u id o ? Los aliados v o lv ie ro n a ser enem igos. Se oían voces in fa n tile s , codiciosas: «Es m ío, es m ío...» V isn u observaba, im p á vid o . Para e v ita r una nueva m asacre en tre lo s Deva y lo s A sura, que acabaría quizás con el e x te rm in io m u tu o -q u e no debe p ro d u cirse , ya que el e q u ilib rio del m u n d o necesita ta n to de los dioses com o de sus adversarios-, a V isn u se le o c u rrió re c u rrir a u n a rtific io que se había revelado com o el m ás eficaz de su re p e rto rio : tra n s ­ form arse en m u je r. Se c o n v irtió en M o h in I, la E ncantad ora. C om o una princesa, com o u na cortesana, com o c u a lq u ie r m u ­ chacha que pasea absorta, pasó delante de los Asura, d istra y é n ­ dolos de c u a lq u ie r o tro pensam iento. A sí fue com o los Deva co n sig u ie ro n adueñarse del a m rta y b eberlo fu rtiv a m e n te an­ tes de em barcarse en la reyerta. Después se m asacrarían, com o siem pre. Pero enseguida vo lve ría n a sus puestos, com o in v u ln e 235

rabies m arionetas. E l a m rta había ingresado en el m undo. Los más sabios de los Deva ju z g a ro n conveniente que quedara b a jo la cu sto d ia de V isnu. P or eso v o lv ió a desaparecer, en el cielo.

Las h is to ria s del soma hablan de un a re p e tid a conq u ista y una re p e tid a p é rd id a . N ada es constante en el p ro p io ser excepto el soma m ism o. E sto vale ta m b ié n para los dioses. M uchas veces se ha d ich o que los dioses son in m o rta le s y están en el cielo. N o es verdad. «Som a estaba en el cie lo y los dioses aquí en la tie rra .» Los dioses no poseían la in m o rta lid a d . Pensaron en una estratagem a para co n q u ista rla . Q uisie ro n ro b a r el soma del cielo. ¿Dónde esta­ ba escondido? E n dos copas de o ro superpuestas, cuyos bordes f i ­ losos se cerraban a cada parpadeo. A travesando los cielos lle g ó a llí u n águila: era Vác, P alabra, enviada p o r los dioses. Con el p ic o se­ paró una copa de la o tra . H u n d ió sus garras en el bla n d o soma. Lo encerró en el pico . Después em prendió el vuelo h acia los dioses, llevando el soma. Pero u n G andharva, Visvávasu, le ce rró el paso. U na vez m ás, los dioses se quedarían s in el soma. «S in Som a no a l­ canzarem os la v id a sin fin .» «Som a ya era nuestro, sólo debem os rescatarlo.» Así ha blab an cuando Vác in te rv in o : «Los G andharva se vuelven locos p o r las m ujeres. O frecedm e a m í a ca m b io del soma», d ijo . Los dioses se m ira ro n y d ije ro n : «No, no podríam os v iv ir s in ti.» «Hem os pasado grandes s u frim ie n to s pa ra h u rta rte de los Asura. N o soportaríam os perd e rte ahora.» Vác, s in a lte ra r­ se, respondió : «Después p o d ría is rescatarm e.» Los dioses c a lla ­ ro n . U n m om ento m ás ta rd e h ic ie ro n u n gesto de ase n tim ie n to . A sí fue com o los dioses c o n fia ro n a Vác un a nueva m is ió n : sedu­ c ir a los G andharva, hacer que o lv id a ra n el soma. Pero esta vez no sería u n á guila. B astaba con que se m a q u illa ra y escogiera su ves­ tid o más herm oso. Los dioses escoltaron a Vác hasta los confines de los G andhar­ va, com o u n g ru p o de galanes que acom paña a u na b a ila rin a . Estaban aturdidos p o r su perfum e. Pero pensaban: «Los G andhar­ va quedarán aún m ás a tu rd id o s que nosotros.» O tros pensaban: «Quizás es la ú ltim a vez que vem os a Vác. V olverem os a ser m i­ serables, com o antes. S in Vác y s in soma, ¿para qué vivir? » 236

Pasaron los días. De p ro n to , una em bajada de los G andharva se presentó a los dioses. A quellos seres indolen tes, despectivos y felices parecían ahora tím id o s y a flig id o s . E ra n casi irre c o n o c i­ bles. E m pezaron a h a b la r con expresión solem ne y vacila n te : «Ya sabéis que Väc está con nosotros», e h ic ie ro n una pausa. «Nos ha cautivado a todos. Os pedim os con to d o respeto queda r­ nos con ella.» Los dioses m o s tra ro n una leve sonrisa de in c re d u ­ lid a d . «¿Qué re cib ire m o s a cam bio? ¿Qué puede v a le r ta n to com o la m u je r m ás b e lla y encantadora, aquella que tie n e su le ­ cho en el agua, que tie n d e el arco de R udra, que ocupa el cie lo y la tierra?» Los G andharva b a ja ro n la m ira d a . Después u n o de ellos d ijo , en voz baja: « Som a.» F in g ie n d o in d ife re n c ia , los d io ­ ses aceptaron. «Con ella, la g ra n desnuda, co m p ra ro n a l rey Som a», d icen los textos. Los G andharva ya se alejaban cuando uno de los dioses los detuvo: «¿Cómo re fe riré is a Väc lo que ha sucedido? N o pretende réis fo rz a r su vo lu n ta d ... Väc debe ser cortejada. D ejad al m enos que e lla decida con quiénes p re fie re estar. In v ité m o s la a un a fiesta...» Los G andharva aceptaron. C reían que ya conocían a Väc. Se p re p a ra ro n con tesón, estudiando los Veda. Q uerían can ta rle con voz im pecable los h im n o s m ás sublim es y d ific u lto s o s . L le ­ gó el día de la fie sta . Los apuestos G andharva parecían austeros brahm anes. Su canto era p u ro y preciso. A c o n tin u a c ió n lle g ó el tu m o de los dioses. Para entonces ya habían inve n ta d o el laúd. D anzaron, to c a ro n y ca n ta ro n con un a ligereza y una desver­ güenza que jam ás h abían e xh ib id o . C uando te rm in a ro n , Väc se d irig ió hacia ellos, sonriendo . V o lvía con los dioses. D icen los textos: «Por esta ra zó n , hasta e l presente las m ujeres no son m ás que friv o lid a d .»

Väc: Voz, P alabra. A unque algunos estudiosos ilu s tre s casi no re p a ra ro n en su existencia, Väc fu e m u y im p o rta n te en el o r i­ gen del m undo. Su lu g a r está en las aguas, que e lla fo rjó . M u je r elegante, adornada de oro, b ú fa la celeste, soberana de las m il sí­ labas, n o via fa ta l, m adre de las em ociones y de los perfum es. E lla d ijo del hom b re que había escogido: «A q u ie n q u ie ra que yo am e lo hago fu e rte , lo co n v ie rto en u n brahm án, en u n rsi, en u n 237

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sabio.» N o existe m é rito o v irtu d que valgan para aquel que Väc no escoge. S iem pre quedará a lg u ie n que m ire s in ver. Porque Väc «conoce a todos, pero no penetra en todos». G uardiana de la d isp a rid a d , desciende desde lo a lto y ro za ta n sólo a sus p re d i­ lectos. Su a u x ilio es salvador. E lla m ism a se propuso p a ra ser o fre cid a , com o una p ro s titu ta , a ca m b io de que los dioses re cu ­ pera ra n el soma. Se ofende con fa c ilid a d , v ib ra con todos los cantos y su ira es trem enda si a lg u ie n la descuida o le antepone c u a lq u ie r o tra cosa. E n esas ocasiones abandona el te rrito rio de los dioses, aunque no vuelve con los Asura. Vaga en la tie rra de nadie en tre am bos e jércitos. Parece que la v id a se extenúa, las cosas p ie rd e n su b rillo . Se vuelve p e lig ro so to c a r las palabras, a rtic u la rla s . Todos q u e m a n c a lla r. H ay u na som bra en el bosca­ je . Ya no la m u je r m a q u illa d a , con collares refulgente s, que to ­ dos describían: la que deam bula es un a leonesa de cuerpo flaco, a la busca de su presa. Así es Väc, ahora.

E n el séptim o día de la quincen a cla ra de m arzo se re u n ía n en el lu g a r en el que la S arasvatí se m ezcla con la arena del de­ sie rto . P a rtía n h acia u n r ito que co nsistía en u n via je del que q u i­ zás no se volvía, del que algunos no q u e ría n volver. A vanzaban hacia el este, c o n tra la c o rrie n te de la S arasvatí, p o rque «el cie lo está a c o n tra c o rrie n te » . Q uerían lle g a r nada m enos que al «m undo lu m in o so » , el svargaloka, el cie lo que u n día ta m b ié n los dioses habían conquista do. Esa lu z se a b ría en u n lu g a r lla ­ m ado Plaksa Präsravana, a llí donde la S arasvatí descendía a la tie rra desde su curso celeste, po b la d o de estanques y ensenadas. Antes de encam inarse se encom endaban a Väc, la P alabra, p o r­ que «Sarasvatí es la P alabra y la P alabra es la senda de los d io ­ ses». R em ontando el curso del río re m o n ta ría n el curso de la Pa­ la b ra , hasta donde e lla v ib ra . «Van hasta el Plaksa Präsravana; Plaksa Präsravana es el ú ltim o lím ite de la P alabra, a llí donde está el m u ndo lu m in o so .» Así se decían: «El ú n ic o ca m in o para alca n za r el m undo lu m in o s o es la P alabra, Väc. Väc es Sarasvatí, este río que flu y e y que, en n u e stro m undo, se lle n a de arena y se pie rd e . P a rtie n d o de este p u n to , de esta arena de nuestro m u n ­ do, debem os re m o n ta r la c o m e n te . Es u na la b o r la rg a y dura, 238

que va co n tra el curso de las cosas, que sólo saben descender. La P alabra, y estas aguas, son nuestra ú n ic a ayuda. Seguirem os la P alabra, p a ra p o d e r abandonarla. U n pa lm o m ás a l n o rte de Plaksa Prásravana la P alabra ya no existe. S ólo queda una cosa que b rilla . E l ce n tro del m undo.» E l grhapati, je fe de los o ficia n te s, guía de la expedición, cogía la cuña de u n c a rro y la a rro ja b a ta n lejos com o podía. M ie n tra s la a rro ja b a , g rita b a , y ju n to con él g rita b a n los otro s. G rita b a n y golpeaban la tie rra -p o rq u e «el g rito y el golpe son m a n ife sta cio ­ nes de la fu e rz a » - y te n ía n necesidad de la fuerza. Los seguía, pacientes y silenciosas, u n rebaño de vacas. P odían ser diez, o cien. E n el p u n to en que había caído la cuña preparab an el fuego gärhapatya. A tre in ta y seis pasos h acia el este preparab an des­ pués el fuego ähavanlya. Así avanzaban a lo la rg o de la rib e ra de la S arasvatl d u ra n te cuarenta y cu a tro días, s a crifica n d o según las fases de la lu n a , a rro ja n d o cada vez la cuña h acia el este y de­ teniéndose donde caía, g rita n d o . Su v id a era eso: ca m in a r, g ri­ ta r, « trib u prophétique auxpru n e lle s ardentes». Cada vez que sa­ c rific a b a n en u n lu g a r, se llevaban u n poco de la arena que quedaba sobre el a lta r, hasta el lu g a r siguiente . U n v ia je ro que se los h u b ie ra cruzado s in saber nada de ellos los h u b ie ra tom ado p o r u n g ru p o de dem entes. R em o n ta r la S arasvatl no era em presa exenta de pelig ro s. U na vez, las tem ib le s cazadoras de los Salva a saltaron u n grupo de o fic ia n te s y m a ta ro n a su grhapati, que se lla m a b a S thüra. Los o tro s lo llo ra ro n . Pero un o de los o fic ia n te s v io a l am igo m u e rto que ascendía hacia el cie lo , re c o rrie n d o la lín e a de fu e ­ gos s a c rific ia le s . E ntonces d ijo : «No llo ré is p o r S thüra. Q uien m uere en este cam in o asciende dire cta m e n te al cie lo . N o llo ré is estas m uertes. Antes éram os m iserables, ahora nos espera el cielo.» S i conseguían lle g a r a Plaksa Prásravana encontrab an u n á r­ b o l. A sus pies m ana e l agua que desciende de la V ía Láctea, que es la V ía Láctea. C uanto m ás cerca se está de ese p u n to , ta n to m ás se siente el extenuarse de la P alabra. «Pasa a ire p o r el te ji­ do», pensaban los o ficia n te s. La P alabra se estira b a cada vez m ás, se adelgazaba hasta el lím ite . C uanto m ás lo advertían, ta n ­ to más reconocían la cercanía del «m undo lum in o so » . Apenas 239

superado el p u n to en el que la P alabra te rm in a b a su via je lle g a ­ ba a la m eta. Pero ta m b ié n e xistía n otras fo rm a s en que el r ito podía cu m p lirse . U n día adve rtía n que habían p e rd id o todas sus pertenencias. Se despertaban... y las vacas habían desaparecido. ¿H abían sido robadas? ¿H abían huido? O, ta m b ié n , el grhapati podía m o rir d u ra n te el via je . Lo asesinaban los enem igos ace­ chantes. O, sim plem ente, m o ría en m edio del cam ino. T am bién en este caso el r ito había sido c u m p lid o . O po d ía suceder que, u n día, veían que las diez vacas con las que habían p a rtid o se ha­ b ía n c o n v e rtid o en cien. T am bién esto podía s ig n ific a r que el r ito había sido cu m p lid o . E n c u a lq u ie r caso, al fin a l, antes de v o lv e r a la v id a pa ra no enloquecer -« S i no desciende de nuestro m undo, el s a c rific a n te se vo lve ría lo co o perecería», advertía el Pañcavimsa B m h m a n a -, se bañaban en una ensenada de licio sa de la Sarasvatí, en K ärapacava, así com o en o tra ensenada de la S arasvatí se había sum ergido Cyavana con los A svin, recuperan­ do la ju v e n tu d .

De fo rm a d ire c ta o in d ire c ta , los tra b a jo s de In d ra siem pre tu v ie ro n que ve r con el soma. D ios de los ajustes, de aque llo que existe p o rque fu e hecho, o b n u b ila d o p o r el esfuerzo de fija r la vis ta sobre lo que flu ye , In d ra re in a , pero en el perenne te m o r de que una fu e rza u lte rio r lo sacuda y a rra stre a l cosm os h a cia la o scila ció n despreocupada y a te rro riz a n te a la que él puso fin cuando c o rtó las alas de la m ontaña. P or ob ra suya las aguas flu y e n y el m undo no tie m b la , no os­ c ila sin fin , sino que se sostiene sobre u n eje que g a ra n tiza que las cosas sigan siendo d is tin ta s e id é n tica s. Fue el m ás ru d o y el m ás ig n a ro de los dioses, el ú n ic o que se fa b ric ó a sí m ism o, usando el sva-, el p re fijo que in d ic a aque llo que se fo rm a p o r sí m ism o. In d ra no poseía cie n cia n i b rilla n te z . S ólo poseía a rro jo . C on fre cu e n cia lo a tem orizaba n las potencias m ás antiguas, que no dom inaba. E n su duelo con V rtra , que fue la ra zó n ú lti ma de su vid a , venció sólo gracias a que el padre de V rtra , T va str el A r­ tífic e , a l cre a r a aquel ser s in pies, que se a rra stra b a h in ch a d o p o r el soma d e l que había nacido, había p ro n u n c ia d o una p a la ­ b ra con el acento equivocado. De o tro m odo, In d ra h u b ie ra sido 240

d e g lu tid o . Y el m u ndo nunca h u b ie ra re sp ira d o . ¿Q uién lo h u ­ b ie ra advertido? N adie. S ólo cuando estaba e b rio de soma, In ­ d ra m ostraba alguna v irtu d -o p o r lo m enos su fuerza. Pero al p rin c ip io él ta m b ié n había quedado e xclu id o del soma. M ira b a con re s e n tim ie n to las tres cabezas de V isvarüpa, el O m n ifo rm e h ijo del A rtífic e , consentid o p rim o g é n ito del cosm os, que bebía soma con una de sus pequeñas cabezas m ie n tra s con o tra leía los Veda. A In d ra no le preocupaba dem asiado su ig n o ra n c ia de los Veda. ¿Pero p o r qué debía p ro h ib írs e le ese líq u id o segura­ m ente exquisito? In d ra observó p o r la rg o tie m p o la soberbia sa­ c e rd o ta l del O m n ifo rm e . Y, de p ro n to , le cercenó la cabeza. C u m p lid a la fe ch o ría , In d ra se s in tió im p u lsa d o a ir m ás allá. P or p rim e ra vez fra n q u e ó el u m b ra l del p a la cio de Tvastr. Salas vacías, cinceladas. P or p rim e ra vez In d ra v io lo que era capaz de hacer una m ano sabia. E staba atem orizado , abrum ado. Pero lo que él buscaba era o tra cosa. E n u na sala atravesada p o r lá m i­ nas de lu z que descendían desde largas ventanas, In d ra descu­ b rió , en la som bra, u n cuenco de o ro lle n o de u n líq u id o b la n ­ cuzco. P or fin el soma. In d ra lo beb ió con avidez, s in reparos cerem oniales, com o u n soldado agotado p o r la m archa. B ebió y cayó a tie rra . Los altos artesonados, verdaderos encajes de p ie ­ dra, com enzaron a d ila ta rse . In d ra entra b a en los pliegues vege­ tales de la p ie d ra com o si fuese u n insecto. F luctuaba. Ya no d is ­ tin g u ía entre lo que pensaba y lo que veía. Ya no tenía m iedo de ser descubierto. Asesino y la d ró n : ¡qué to n te ría ! La p o ro sid a d de la p ie d ra lo a tra ía con u n reclam o m ucho más urgente. L e n ta ­ m ente In d ra d e s c u b riría que en aquella sala vacía se escondían num erosos m undos de los que él nada sabía. Su vasto cuerpo quedaba abandonado en el suelo, con las piernas y los brazos de­ sencajados. U na baba le flu ía de las orejas, de la n a riz , de los es­ fínteres, del m ie m b ro . Se fo rm ó u n charco a su alrededo r. Tan sólo su boca perm anecía cerrada y seca. In d ra se desm ayó. Y a­ c ió d u ra n te horas, in m ó v il. La lu z de la lu n a ilu m in ó su cuerpo poderoso e inerm e.

Sería u n e rro r pensar en la m uerte de V rtra com o en el duelo entre u n dragón e stúpido y enorm e, p o r una pa rte , y p o r la o tra 241

u n héroe ru b io y rebosante de coraje, In d ra , que ca lcu la el p u n to donde h u n d ir la espada. Fue to d o m ucho m ás co m p licado. E n p rim e r lu g a r, V rtra era u n bra h m á n . Se a rra stra b a sobre la tie rra com o una m asa in fo rm e ; s in em bargo, su voz era clara, n ítid a , la voz de u n sacerdote, de u n sabio. L o cu a l no te n ía nada de sor­ prendente, puesto que en su v ie n tre V rtra escondía los Veda, que después cedió a In d ra , poco antes de que éste le d ie ra m uerte. Pero la cu e stió n m ás delicada es o tra : de la garganta de V rtra surgían cada ta n to las voces de A g n i y de Som a, quienes ta m b ié n se escondían en su v ie n tre . In d ra debió e n ta b la r con ellos una la rg a negociación. «¿Qué hacéis d e n tro de este bárbaro?», les p re g u n tó u n día. «Vosotros pertenecéis a o tro m undo, a m i m undo. ¿Por qué os obstináis?» «Este b á rb a ro ha nacid o de n o ­ sotros, de aquel re sid u o de m í que dejaste cuando T va str me a rro jó a l fuego, ávido y apresurado com o siem pre», d ijo Soma. «Este b á rb a ro es nuestro h ijo , aunque después nos haya devora­ do. ¿Qué nos darías si nos fuéram os contigo?», agregó A gni. «Tú estás acostum brado a tra ic io n a r y a h u ir» , d ijo In d ra , que había reconocido la voz de A gni. «Sois viajeros. M i p a rte es la p a rte del s a c rific io . E l s a c rific io es u n via je . S i perm anecéis en el v ie n tre de V rtra , re c ita ré is los Veda, es verdad, pero no dejaréis de estar o p rim id o s , hastiados de m ono to n ía . C onm igo, en cam bio, siem ­ pre hay algo que se v ie rte en tre cie lo y tie rra . A lgo que flu ye , que via ja , que aparece y desaparece. Pensadlo.» Esa noche, m ie n tra s V rtra d o rm ía con la boca a b ie rta , A g n i y Som a se d e sliza ro n ha­ cia fu e ra sobre su baba, sigilosos y ágiles, y se d irig ie ro n h a cia el cam pam ento de los dioses.

A l p rin c ip io , todos los dioses estaban encerrados en una m em brana transparen te. M ira b a n h acia u n e x te rio r que todavía no se d is tin g u ía y, en rig o r, no existía. E staban ávidos de poder, pero debían contenerse. E n la o scu rid a d se apretaban los unos co n tra los otros. E l padre A sura, que los había h acinad o en la ca­ vid a d de su cuerpo, en la tib ie z a de aquello que p re fie re no exis­ tir , pensaba que aquélla era la ú n ic a p o s ib ilid a d ju s ta . N o tenía n in g u n a duda. C onsideraba la existencia com o algo excé n trico y engañoso. R eprobable, en c u a lq u ie r caso. 242

De lo in d is tin to que estaba fu e ra de la m em brana a d v irtie ro n el su su rro de In d ra , que los llam aba. In d ra era el ú n ic o de ellos que había rechazado nacer p o r la vagina. D ecía que era «un feo pasaje». C onsiguió nacer de través, de la cadera de su m adre. M u rm u ra b a que u n día sería capaz de hacer lo que nadie había hecho. Pero ¿quién era In d ra ? U n te rn e ro s o lita rio . Los ojos de los dioses lo seguían en s ile n c io m ie n tra s daba vueltas a lrededo r de la p le n itu d . ¿Pero h u b ie ra n p o d id o perm anecer siem pre en aquella in e rc ia poderosa? A g n i fue el p rim e ro a q u ie n In d ra lla ­ m ó. «Ven, huésped», le d ijo . «Deja tu casa oscura, déjate acoger p o r los extranjeros.» A g n i fue el p rim e ro que salió . Después se a rra s tró V aruna. E l ú ltim o fue Som a. ¿Qué era lo que les atraía? C am biar de trib u , cautelosam ente, quedando ligados entre ellos para siem pre, com o u n h a to de desertores. E m p re n d e r una nue­ va vid a , pero te n e r a a lg u ie n con q u ie n re co rd a r la v id a a n te rio r. E staba adem ás la in c ó g n ita de aquella p a la b ra nueva -yajña, « s a c rific io » - que In d ra ostentaba co n tin u a m e n te y cuyo s ig n ifi­ cado no habían co m p re n d id o del to d o (¿ por qué, p o r ejem plo, debían e x is tir cin co vías, tres estratos y siete h ilos?), pero que parecía p o d e r c a m b ia r el orden de todas las cosas. Adem ás, In ­ d ra había in s in u a d o que estaba v in c u la d a con la in m o rta lid a d . Es p re fe rib le alcanzar la in m o rta lid a d que poseerla ya, pensaron con ló g ic a d iv in a . C uando estaban encerrados en el padre A sura eran in m o rta le s , pero en el fo n d o te n ía n m iedo de ahogarse en la p le n itu d . C om o ladrones n o ctu rn o s, se d e sliza ro n fu e ra de la m em brana. E n to m o sólo había s ile n c io y desolación. S in em ­ bargo, fue ése el m om ento en que la balanza o s c iló y u n nuevo régim en fue in sta u ra d o . A ún no se habían h a b itu a d o a la c la ri­ dad, cada vez m ás d ila ta d a y penetrante, cuando v ie ro n irru m ­ p ir las aguas, las vacas, las sílabas y los cantos, com o el a lb o ro to de u n g ru p o de niñas, y en m edio las olas p e rc ib ie ro n una m an­ cha blanca, u n cisne, que de ta n to en ta n to b a tía las alas y h u n ­ día el p ic o en la c o rrie n te , en respuesta a aquellas voces que lo cercaban. Se m ira ro n ; A g n i d ijo : «Ése debe de ser In d ra .»

Poco después de la fuga de A g n i y Som a, V rtra re c ib ió el g o l­ pe de In d ra . A gonizante, encogido com o u n odre vaciado, m iró a 243

su asesino y susurró: «Ahora tú eres lo que yo era.» L a translatio im p e rii se había c u m p lid o y la in fo rm e c ria tu ra s in hom bros quiso s e lla rla con sus palabras. Pero ¿qué sería de aquel despojo jadeante, que hasta poco antes había encerrado en sí las supre­ m as potencias? «Nada se disuelve, to d o cam bia», pensó In d ra . «C órtam e en dos», gem ía V rtra . Entonces In d ra lo co rtó en dos partes, que seguían h in c h á n ­ dose y contrayéndose, ta l com o co n tin ú a agitándose la cola cer­ cenada de u n la g a rto . U na p a rte se m o vió hacia el cielo, aún re ­ bosante de soma: fue la luna. La o tra se c o n v irtió en el v ie n tre de los hom bres. Desde entonces no han dejado de expandirse y con­ traerse.

A g n i era el m e n o r de cu a tro herm anos. Tres m u rie ro n antes que él, se p e rd ie ro n . Todos ellos h abían padecido la angustia de ser «uncidos». E l fuego lle va en sí el lu to de esos herm anos. A l p rin c ip io , a lo que m ás se parecía A g n i era a u n espía. O b­ servaba a escondidas a las esposas de los rs i cuando se bañaban: b rilla b a n com o altares de oro, com o blancos gajos de luna, com o crestas de llam as. A g n i pensaba: «No debería e x c ita r m i deseo. C uando esté ju n to a l fuego del h o g a r podré m ira r cuanto q u ie ra y la m e r sus pies.» P or la noche, ju n to a la leña ardiente, se te n d ía n las m ujeres, descubrían sus pies. A g n i se quedaba solo con ellas, las escrutaba, las deseaba. C onocía la p la n ta de aquellos pies, los pliegues de sus vestidos. H acía que fu e ra le n to el tra b a jo de las llam as, para poderlas ve r d u ra n te m ás tie m p o . Su deseo se exacerbaba.

Los dioses se habían re u n id o en to m o a A g n i. A fablem ente, pero s in d e ja r de asediarlo. «Querem os que te conviertas en nuestro hotr», com enzó a d e c ir u no de ellos. «No m e siento un sacerdote, no estoy a la a ltu ra . Tres de m is herm anos ya han m u e rto de esa fo rm a . N o q u ie ro s e rv ir a nadie. S ólo q u ie ro que­ m ar. C o rría n com o locos en tre el cie lo y la tie rra . Después desa­ pare cie ro n , u n o p o r uno. Y o no soy m e jo r n i p e o r que ellos. ¿Para qué v o lv e r a em pezar, entonces? N o so p o rto u n yugo en el 244

cuello. A unque esté adornado de esm eraldas. N o q u ie ro ser o b li­ gado a se g u ir una sola pista», d ijo A gni, y huyó. Q uería escon­ derse, pero no sabía dónde. V aruna está presente ta m b ié n cuan­ do dos desconocidos co nspiran. N o existe lu g a r seguro en el m u ndo donde esconderse. P o r eso A g n i d e cid ió esconderse en sí m ism o. Para el fuego, el sí m ism o es el agua. De e lla había s u rg i­ do u n día. A g n i buscó u n estanque, u n c a ñ iza r que silbaba en el v ie n to . Se in s in u ó en una caña de bam bú. P or encim a de él, a l fin , sentía el vacío. Todo callaba, no había m ensajeros. U na rana a m odorrada en el estanque s in tió que el agua le quem aba su panza p á lid a y blanca. In q u ie ta , m iró alrededo r. ¿Q uién podía p e rtu rb a r aquella calm a? Q uizás A g n i había v u e lto . Con paso grave, la ra n a fue a v is ita r a los dioses. «¿Buscáis a Agni? M ira d entre las cañas de m i estanque», d ijo . A g n i fue nuevam ente cer­ cado. Pero esta vez lo ca p tu ra ro n com o a u n p ró fu g o avergonza­ do. A pesar de tod o , los dioses seguían d irig ié n d o le palabras m e­ liflu a s , tra n q u iliz a d o ra s : «No te harem os daño, no querem os h e rirte .» A g n i agachó la cabeza: «De acuerdo, pero no o lvid é is a m is herm anos. H aced que una p a rte de la o b la c ió n vaya dedica­ da a ellos.» «No te preocupes, A gni», d ije ro n los dioses. «Tus herm anos siem pre estarán a tu lado. Serán las tres estacas que d e lim ita rá n el lu g a r del fuego. T am bién re c ib irá n su parte.» «Si es así...», d ijo A gni, con triste za .

La m ente estaba encerrada en u n re c in to , com o las Vacas, com o las A uroras. T odo acontecía en el in te rio r de una e m p a li­ zada, o d e n tro de los m uros de u n p a la cio , o d e n tro de u na cueva cerrada p o r u n peñasco. F uera espum aba el inm enso océano del m undo, pero se oía le jano, al o tro lado de una gruesa pared de p ie d ra . A dentro, en el re c in to , había o tro líq u id o , u n «estanque», que en su pequeñez equiva lía a l océano externo. E l océano esta­ ba fu e ra de la m on ta ñ a pero ta m b ié n d e n tro de la m ontaña. H endien do la roca, In d ra p e rm itió que el océano in te rn o se co­ m u n ic a ra con el externo, «el océano del corazón», hrdyá sam udrá, y el océano p alpab le del m undo. E n ese in sta n te se a b rió una nueva v id a pa ra el c o n o cim ie n to . Para los rs i fue el c o n o ci­ m ie n to m ism o, el ú n ic o que desearon p ra c tic a r. La m ente, en su 245

caja de a ire , ya no c o n stru ía u na im agen convencio nal, que se correspond ía perfectam ente con la inm ensa caja cósm ica. A l c o n tra rio : las aguas de la m ente flu ía n en aquel m u n d o y aquel m undo flu y ó en aquella m ente hasta que se v o lv ie ro n in d is tin ­ guibles. La d ife re n c ia ú ltim a en tre la consciencia tra n s m itid a p o r los rs i y c u a lq u ie r o tra ra d ica b a en esto: ta n to pa ra los rs i com o para todos sus descendientes el c o n o cim ie n to em pieza cuando las Vacas salen del re c in to , cuando las A uroras se des­ p ie rta n , cuando las Aguas flu y e n a través de las h e n d id u ra s de la roca, cuando las puertas de la m ente se abren de p a r en p a r y ya no se sabe cuáles son las aguas que salen y cuáles las que en­ tra n , cuál es la sustancia y cu á l es la sustancia de la m ente. T o­ dos los dem ás vive n ig n o ra n d o el re c in to , la roca, las Vacas, las A uroras, las Aguas. N o es extraño que con fre cu e n cia su rja n m a­ lentend idos.

E n num erosas ocasiones In d ra fue saludado com o aquel que había a b ie rto la roca de V ala, com o el lib e ra d o r de las Vacas, com o el que ha hecho c o rre r p o r el c ie lo las A uroras. Pero In d ra sabía que eso era falso. Sabía ta m b ié n que o tro s lo sabían: la m i­ rada escrutadora de B rh a s p a ti y de los A ñgiras nunca lo abando­ naba. F rente a ellos no había im p o s tu ra posible, puesto que ha­ bía sido In d ra , el héroe, q u ie n se había colocado a la zaga de los sacerdotes, y no a l revés. A p re n d ió de ellos a tra n s fo rm a r su b a l­ buceo in o c u o en u n poderoso m u rm u llo . In d ra p re fe ría re la ta r la fo rm a en que había m atado a V rtra . Es c ie rto que ta m b ié n en esa o p o rtu n id a d había re c ib id o una considerable ayuda. Pero la h is to ria podía ser presentada com o u n duelo en tre dos cam peones. A l pasar de boca en boca, lo que quedaba era sólo eso: u n m o n stru o y u n héroe m u y b e llo , de b a r­ ba ru b ia , rebosante de soma. S in em bargo, nadie tom aba en se­ rio a In d ra . C uando estaba solo, pensaba con desconsuelo, m i­ ra n d o fija m e n te el agua q u ie ta de u n estanque: «Uno puede ser el a u to r del m undo, y no basta. S iem pre te m ira rá n con a ltive z, s in pestañear.» Se re fe ría a ellos, a los brahm anes. In d ra no fue u n dios in te le c tu a l, y los rs i solían m ira rlo con s u fic ie n c ia p o r sus a dúlteros deslices y otras aventuras poco dig246

nas. Pero en el fo n d o In d ra existía sólo p a ra re a liz a r una acción: hender la m on ta ñ a cósm ica. De ese tra b a jo dependía to d o cono­ c im ie n to . Y sobre to d o el c o n o c im ie n to que c u ltiv a b a n los rsi. Eso le debem os a aquel dios vig o ro so e im p u ro sobre cuyo cuer­ po, p o r b u rla rse , los rs i ta tu a ro n centenares de vulvas. N o es exacto que In d ra d ie ra u n orden a la n a turaleza pa ra p e rm itir que el m u n d o subsistiera. E l orden e xistía ya, in c lu s o con aque­ lla m on ta ñ a que se erguía e n tre c ie lo y tie rra , y que m antenía es­ condidos sus tesoros. L o que fa lta b a era el flu jo del orden. In d ra lo h iz o posible. La a p a ric ió n de In d ra es im p re s c in d ib le para que ciertas em ­ presas se cum plan. Pero después es dejado de lado, com o u n de­ secho em barazoso. A polo, su p rim o o ccid e n ta l, d isp a ró la flecha sobre P itó n enroscado, com o V rtra , sobre la m on ta ñ a de D elfos. In d ra ta m b ié n podía ja cta rse de haber m atado a l m o n stru o . Pero, cuando A p o lo co n q u istó D elfos, lo c o n v irtió en el lu g a r del d e lirio , re p a rtid o entre la p ro fe cía y el silo g ism o . In d ra no h u ­ b ie ra p o d id o ir ta n lejos. C on el ría en ta n to «orden» m antenía c ie rta re la c ió n , cuando ordenaba el m undo, co rta b a las alas a los caballos y a las m ontañas o excavaba el lecho p a ra los río s ce­ lestes. C om o in g e n ie ro cósm ico era respetado e in c lu s o estim a­ do. E n cam bio, ¿qué sabía del rta en ta n to «verdad»? S ólo una de las setenta y siete veces en que lo nom bra, elR g Veda concede a In d ra el e píteto rtävan, «pro visto de verdad». E l re in o de la pa­ la b ra verdadera, aquella a la que responde la n aturaleza , estaba vedado p a ra In d ra . Q uienes lo habían precedido, fig u ra s graves y cóm plices, lo esquivaban com o a u n parvenu. Perseguido p o r la cu lp a y el escarnio, y a l fin a l superado p o r u n dios n iñ o , Skanda, después de tantas veces en que le habían hecho s u frir su ser nuevo y hecho p o r sí m ism o, In d ra acabó p o r vagar com o u n rey m elan có lico , rodeado de sú b d ito s in g ra to s que desviaban la m i­ rada a su paso.

A vanzaron la rg o ra to en las tin ie b la s , siguiend o las huellas de la p e rra Saram a. A l fre n te ib a B rh a sp a ti, que señalaba el ca­ m in o a se g u ir con gesto in m u ta b le . Después venían los A ñgiras, con paso id é n tic o , com o una sola persona. Y a l fin a l In d ra , con 247

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andar m ás cansino. C uando lle g a ro n a l h o riz o n te p ro s ig u ie ro n s in d u d a rlo . P isaron el dorso del cie lo . S ig u ie ro n adelante d u ­ ra n te días, m ie n tra s debajo de ellos se extendían los desiertos com o vastas a lfo m b ra s y los bosques se vo lv ía n m anchas oscu­ ras. Cada ta n to eran em bestidos p o r ráfagas de opalescente p o l­ vo a stra l. P or debajo, lejana, la tie rra . M ás cerca los astros, com o barcos n o ctu rn o s. Jam ás m ira b a n atrás, n i h a cia abajo. B rh a s p a ti h iz o un a señal con la m ano, s in darse la vu e lta . In d ra alzó la m ira d a y v io u na enorm e pared de b ru ñ id a roca gris. «¿Por qué tie n e u n aspecto ta n te rre stre , si ya no estam os en la tierra?», pensó In d ra . N o se veía, h acia lo a lto , el fin a l de la pa­ red. Tenía la nobleza y la fria ld a d de aquello que no qu ie re exis­ tir . S ólo m ostraba in d ife re n c ia h acia ellos, com o siem pre había hecho con todos. «Es aquí», d ijo B rh a sp a ti. M ira b a n y callaban. Pasó m ucho tie m p o antes de que los A ñgiras com enzara a e m i­ t ir u n m u rm u llo . E n el flu jo in d is tin to del sonido sobresalían atisbos de sílabas, que después se disipaba n. B rh a s p a ti estaba absorto. Después se sobrepuso con su voz aguda, casi e strid e n ­ te. In d ra era el m ás va cila n te , pero a l fin a l se u n ió a los otros, con n ítid a entona ción. Después v o lv ió el s ile n cio . Se oyó a lo lejos u n ru id o de pasos. «Están en e l establo», d ijo B rh a sp a ti. «Los nom bres secretos de las Vacas son v e in tiu n o . Debem os en­ c o n tra rlo s a todos», agregó. H a b ía u na lu z d é b il y una soledad inm ensa. P erm anecieron la rg o tie m p o de pie, in m ó vile s. Q uizás d u ra n te años. N o había testigos, con excepción de los que encie­ rra la c la rid a d de la Osa. De golpe, del m u rm u llo sordo y m onó­ to n o se destacaron algunas sílabas n ítid a s , argénteas. R epica­ ban encadenadas. Se co n ve rtía n en m etros, reconocible s com o rasgos. Se co rta b a n en el aire. D etrás de la roca re sp o n d ió u n m u g id o re m o to , que se d ila ta b a . Desde la o scuridad, las Vacas. Lentam ente, com o u n te jid o que se deshace h ilo p o r h ilo , una fis u ra com enzó a a b rirse en la roca. C o ntem plaro n d u ra n te la r­ go ra to esa lín e a s u til, d ib u ja d a sobre el fo n d o g ris p o r una m ano in v is ib le . S in cesar escandían las sílabas. C om ponían nom bres. U na oleada de lu z y p olvo, u n c re p ita r de cascos, una m anada deslum brante. Las Vacas salían de la g u a rid a de V ala. La lu z era de agua y esa agua in v a d ía el cie lo . F lo ta n d o sobre las olas, las A uroras. Com o cantantes sobre u n carru se l, cogidas a 248

los vehículos de ca rtó n p ie d ra , cabalgaban las crestas espum o­ sas, dejaban a flo ra r en el vacío del c ie lo el pecho rosado. D etrás de ellas, com o u n soberano y u n p a sto r con el cayado, cerrando la fila , apareció el Sol. Saram ä la d ró . N adie hacía caso de ella. B rh a sp a ti, los A ngiras, In d ra : todos te n ía n la m ira d a fija y plena de fe lic id a d .

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I

XI

L o lla m a b a n Rey Som a. E ra u n re y y era una sustancia. Poco sabem os de sus gestas. Pero sabem os que fue o b je to de las ges­ tas de otro s. Fue rapta d o , in te rce p ta d o , rescatado, vendido. O estrujado, filtra d o , asesinado. Éstos son los hechos que se cuentan acerca de Som a. M ás que u n rey, Som a es aque llo que p e rm ite que a lg u ie n se vuelva rey. Es la soberanía. Es aquello que han buscado cuantos q u is ie ro n co n ve rtirse en reyes. Es u n re sp la n d o r sum ergido en el agua. Su cu sto d io es u n a N in fa -S e r­ piente. Después fu e ro n una N in fa y una S erpiente. O sólo una S erpiente y sólo u na N in fa . N adie que aspire a la c o n d ic ió n de soberano puede alca n za rla sino a través de la S erpiente y de la N in fa . La N in fa puede m o rd e r aque lla sustancia, m a s tic a rla , y después tra n s m itirla con el beso en la boca del héroe, del dios, del hom bre que llega de p ro n to .

Som a fue lle vado a la tie rra en el p ic o del águila. P or eso, d ije ­ ro n , «los pensadores han encontrad o la fo rm a del re g o c ijo cuan­ do el á g u ila lle v ó el ju g o desde a llí» . De la tie rra ascendió después al c ie lo sobre «barcos de la verdad», en las palabras de los h im ­ nos. M ensajero incansable, com o A g n i, se sentaba a veces sobre el dorso del cie lo y desde a llí m ira b a las dos trib u s en tre las que viajaba: los dioses en sus palacios aéreos, los hom bres en la tie ­ rra . Deseaba caballos, ganados, hom bres, agua. Sobre to d o agua. Y a las D iez H erm anas. Sabía que era pelig ro so dejarse to c a r p o r ellas, p o r sus dedos. Pero era ta m b ié n u n inm enso pla ce r. Con la 253

cabeza cu b ie rta , Som a perm anecía in m ó v il en tre las diez m u­ chachas silenciosas y astutas, que lo rozaban d u ra n te el s a c rifi­ cio . E sto sucedía en la tie rra . E n el cie lo , en cam bio, m ás a llá de la bóveda rocosa, encontraba a las Siete H erm anas que se de sli­ zan p o r las ram as desflecadas de la V ía Láctea. O tros dedos fin o s que se h u n d ía n en las tin ie b la s . Islas, estanques, ensenadas, un d e lta encorvado sobre el tod o . «Cuántos juegos de núm eros...», pensó una vez, sonriendo . S in em bargo, estaba en lo cie rto . A quellos siete río s que d iv id ía n el cie lo eran m adres, herm anas, am antes, súbditas. E n tra b a en ellas com o el sol en el agua.

E l soma era depositado sobre dos tablas de m adera b ie n a rri­ m adas la u na a la o tra , que c u b ría n los agujeros cavados en la tie rra , p a ra que en aquel vacío se derram ase el sueño. Sobre la mesa extendían un a p ie l de buey ro jo . Sobre la p ie l, en fo rm a de q u in cu n x, cin co piedras. La p ie d ra c e n tra l era la m ás grande. Som a llegaba com o u n am ante anhelado p o r diez m ucha­ chas, los dedos de las m anos, las D iez H erm anas. Ib a n a a ca ri­ c ia rlo , m anosearlo, e s tru ja rlo , m a ta rlo -p e ro siem pre de fo rm a in d ire c ta , a través de las piedras. P orque aquellas diez herm anas estaban conjurada s con las cin co piedras. La c ita am orosa era ta m b ié n u na em boscada. Som a, el re y Som a, llegaba envuelto en u n vestido de u na sola pieza. D esceñían el nudo de la tú n ic a y aparecía u n haz de raíces. E ntonces u n o fic ia n te recogía aquella tú n ic a y envolvía con e lla la cabeza del gm vastut, el «ensalzador de las piedras». La tú n ic a caía sobre sus ojos, tapánd ole la vista. E ra com o u n c a n to r ciego. E l gm vastut hablaba con el ro s tro g i­ rado h a cia las piedras y el soma, las celebraba m ie n tra s se desa­ rro lla b a la a cció n litú rg ic a , m ie n tra s los g u ija rro s m u rm u ra b a n , golpeando u n o sobre el o tro , cascando el soma, p e ro no p o d ría te s tim o n ia r el asesinato que estaba p o r te n e r lu g a r fre n te a ellos, hasta d e rra m a r el em briagante ju g o bla n co encerrado en las ra í­ ces del soma.

A q u e llo que los Deva y los A sura lla m a b a n a m rta (todos de­ cían que eran sus h ijo s ), los hom bres lo lla m a ro n soma. Q uizás 254

■ lo hacían p o r d iscre ció n , porque no quería n in s is tir dem asiado sobre aquella no -m u e rte que el som a p e rm itía co n q u ista r, aun­ que nunca del to d o , y p o r eso debía ser perm anentem ente recon­ quistada. S in aque lla sustancia nada en el m undo b rilla b a , nada se dejaba tra s lu c ir en la m ente, nada a d q u iría u n sentido. E n to m o a aquella sustancia -c o m o a su recuerdo, e in c lu s o , sobre todo, en to m o a su re c u e rd o - s u rg ie ro n acciones, him n o s y aventuras. A l m ira r a su a lrededo r, los hom bres veían que todo lo existente estaba com puesto p o r las variaciones de ta n sólo dos elem entos: el fuego y aquel líq u id o cla ro . A g n i y Som a, el Devo­ rante y el D evorado. «Todo en esta tie rra , sin excepción, es Devo­ ra n te o D evorado.» Así se sentían en cada m om ento: devorados o devorantes.

La creación, el estado ta n g ib le del m undo, era pa ra los rs i u n fenóm eno secundario, reciente, m oderno. P rim e ro había que e x p lic a r qué era lo que hacía p o sib le p e rc ib ir la cre ció n . V ie ro n u n flu jo , las aguas. E n la c o rrie n te v ie ro n em erger u n o jo . A eso se re fe ría n cuando cantaban «los río s que no engañan, que dan grandeza a l ojo». Som a es «el m ás sagaz de entre los dioses». Eso es lo que lo d istin g u e : el ser u n dios que es a l m ism o tie m p o una sustancia a sim ila b le , y p o r lo ta n to el m ás m a te ria l; el ser la v ig ilia perfecta, y p o r eso el m ás m a te ria l, el m ás cercano a l flu ir in aprehe nsible de la consciencia.

E l firm a m e n to es u n to ld o que cubre el m undo. N osotros ve­ m os la p a rte in te rio r del to ld o . ¿Qué veríam os si, en cam bio, es­ tuviésem os del la d o externo? Nos encontraría m o s sobre la es­ palda del m undo, que A g n i pisa cuando lle va m ensajes a los dioses. E nvestidos p o r una oleada enceguecedora, veríam os el rocaná, el «espacio de luz» que no tie n e fin . U n poste sostiene el to ld o del cie lo y lo que se extiende m ás a llá del firm a m e n to . U n poste, u n tro n c o , una m ontaña. N o es ta n to la existencia de aquello que está b a jo el to ld o - la m a te ria , el m u n d o -, n i de aque­ llo que está fu e ra de la tie n d a -u n a m asa de lu z - lo que so rp re n ­ de, sino el pasaje entre u n espacio y o tro , cóm o las sustancias 255

perecederas y raídas son renovadas perpetuam ente p o r algo que puede suponerse inag o ta b le y que se deposita sobre las cosas com o una p e líc u la transparen te. Eso fue lo que pensaron los rsi, fue el p rim e r o b je to de su pensam iento. La creación, la nada o la lib e rta d eran en cam bio cuestiones ram plonas, destinadas a pe r­ m anecer en suspenso, s in resolver.

Q uien se acerca a l soma, se acerca a l in te rc a m b io . Som a es ante todo algo que tra n s ita , que se desliza de u n lu g a r a o tro , de una m ano a o tra . Desde los A sura, la m ontaña o e l cie lo , a los Deva, la lla n u ra o la tie rra . Y, de nuevo, en la d ire c c ió n opuesta. Siem pre hay algo v io le n to en ese trá n s ito , que es consecuencia de guerra, ro b o o venta. Los A sura yacen am ontonados en m e­ d io de la sangre. U na fle ch a a rra n ca un a p lu m a de G aruda, que vuela lleva n d o e l soma en e l p ic o . E l m ercader de soma es apa­ leado después de que la venta se ha acordado. ¿Por qué? ¿Qué cu lp a tiene? Es com o si soma, la sustancia que es la esencia de todas las sustancias, que invade la m ente y las venas, sólo p u d ie ­ ra ser alcanzada gracias a una in fra c c ió n , a u n acto de v io le n cia : u n excesivo to m a r o u n excesivo dar, ro b a r o p ro s titu irs e , com o el gesto de Väc cuando ofrece su cuerpo en trueque a lo s Gandharva. La s u s titu c ió n , que es la h e rid a del in te rc a m b io , gusta de a firm a rse en el lu g a r m ás re c ó n d ito de la sustancia, a llí d on­ de la m a te ria se vuelve consciencia. De o tro m odo to d o quedaría in m ó v il, no h a b ría h is to ria s , el m u n d o dejaría de re p e tir su in ­ te n to siem pre vano de recom ponerse - y quizás el soma no p e r­ m itiría alca n za r a l ausente, a l soberano, al flu jo enceguecedor, que están m ás a llá de la espalda del m undo: rocaná, el «espacio de luz».

Som a no es sólo el sabor, e l sen tid o , la lin fa ; to d o lo que da vid a , lo que da e n te n d im ie n to . Som a es algo que c irc u la . Y, com o c irc u la , dado que el m undo es u n ser ú n ico , aunque que­ brado en u na m iría d a de cuerpos y entidades, Som a debe ser in ­ tercam biado . E l m om ento en que algo se in te rc a m b ia - y sale de sí m ism o, traspasando una fro n te ra - es el p u n to c rític o , ya que 256

o b lig a a reconocer que el m undo no es u n c o n tin u o . L a s u s titu ­ ció n , la venta, el ro b o y la p ro s titu c ió n son los m om entos en que se produce u na breve co n vu lsió n , enseguida aquietada. Esos m om entos recuerdan que todos los seres están suspendidos en el vacío. A travesar ese vacío es fu e n te de v io le n c ia . R ueda una cabeza, u n m ercader es apaleado, un a re in a se ofrece a u n caba­ llo m u e rto , apretando sus m uslos c o n tra las patas del a n im a l. T odo eso es necesario para que se de stile m adhuvidyä, la «doc­ trin a de la m iel».

E l in te rc a m b io se fu n d a en la c irc u la c ió n entre e l cuerpo y lo externo. La v id a sólo es p o sible gracias a que u n elem ento -e l o xíg e n o - e n tra y sale co n tin u a m e n te de nosotros, a que to m a ­ m os y dam os a cada in sta n te . E l ú n ic o p u n to en que los Deva de­ m o stra ro n u na su p e rio rid a d sobre los A sura que no fu e ra una m era d ife re n c ia de fu e rza fue éste: los A sura s a crifica b a n d e n tro de su boca, en ta n to que los Deva co m p re n d ie ro n que debían sa­ c rific a r fu e ra . «Los Asura, p o r a rrogancia , pensando “ ¿a quién deberíam os s a c rific a r? ” , s a c rific a ro n en su boca... Pero los Deva sig u ie ro n haciéndose ofertas lo s unos a los otros.» La existencia de u n afuera, el re co n o cim ie n to de la presencia de algo externo, fue quizás lo ú n ic o que, a lo la rg o del tie m p o , d is tin g u ió a los Deva de los Asura.

E n el soma convergen, hasta c o in c id ir p o r u n in s ta n te -m o ­ m ento en que los obeliscos eran vendidos p o r el m e rca d e r-, la sustancia (fu e n te de todas las cualidades, y p o r lo ta n to de todas las sem ejanzas y analogías) y la s u s titu c ió n . S ustancia es aquello que subsiste p o r sí m ism o, s in necesidad de o tro . Es el autism o p rim o rd ia l. S u s titu c ió n es aquello que subsiste sólo en cuanto ocupa el lu g a r de o tra cosa. G aruda ro b a a Som a del cie lo para rescatar a su m adre, V in a tá . Fue el p rim e r m edio de rescate. Ese rescate fue adem ás el p rim e r in te rc a m b io . C om o si el in te rc a m ­ b io sólo fu e ra concebible en cu a n to lib e ra d o r de u na se rvid u m ­ bre o de una culpa. De la que, p o r o tra pa rte , lib e ra b a sólo a tra ­ vés de o tra culpa: el ro b o , la m u e rte del soma, que precede al 257

acto de c o n s u m irlo . Con el soma aparece p o r p rim e ra vez la cosa deseable. Y com o el deseo es enseguida c o m p a rtid o p o r o tro o, al m enos, im ita d o p o r o tro (y porque es im ita d o es co m p a rtid o ), su o b jeto puede ser in te rca m b ia d o . M ás precisam ente: es aque­ llo que da in ic io a l in te rc a m b io . «Desde que el p ro p io rey [S om a] fue ven d id o , todo en este m u n d o está a la venta.»

La su p e rfic ie de la m ente, en la v ig ilia , tie m b la sin cesar, com o la s u p e rfic ie de las aguas. C om o las aguas, to m a la fo rm a de las fuerzas que la com p rim e n . Las c ria tu ra s que pertenecían m ás ín tim a m e n te a las «aguas», äpah, in c lu s o en el nom bre, fu e ­ ro n las Apsaras, N in fa s, seres seductores, a veces benéficos, siem pre caprichosos. P odían lle v a r a la lo cu ra . E m ergían de las olas com o «la p rim e ra s e m illa de la m ente»: el deseo. T am bién éste im p a cie n te de a b rirse a su p lu ra l. ¿Las Apsaras fu e ro n lla ­ m adas de esa fo rm a porque « fluían» , sara, en las «aguas», äpah, o porque eran «desvergonzadas», a-psaras? Los filó lo g o s sostie­ nen todavía solem nes discusiones acerca de este p u n to . Las A p­ saras se m ira n y ríe n .

E l pacto o rig in a rio entre la m ente y la m a te ria fu e firm a d o sobre las aguas. T am bién a los dioses del O lim p o les a te rro riz a la v io la c ió n de u n ju ra m e n to p ro n u n c ia d o sobre las aguas del E stige. E xiste u n v ín c u lo perp e tu o entre las aguas y la verdad. S in em bargo, ¿por qué ju sta m e n te aque llo que no deja de flu ir , que siem pre cam bia de fo rm a , que no se puede aprehender, de­ be c o in c id ir con la in a m o v ib le p re c is ió n de la p a la b ra que no m ­ b ra aquello que es? Éste es el m is te rio de V aruna, su o scuridad ú ltim a , que lo hace el m ás d ista n te entre los dioses. E n tre la pa­ la b ra y las aguas se in te rp o n e u n te rc e r elem ento, en el que am ­ bas co n flu ye n y se m ezclan: la consciencia, la cru d a sensación de quie n está d espierto y tie n e consciencia de estar vivo . E sta sensación es m ás sorprendente que c u a lq u ie r m a ra v illa que el o jo pueda ver. E n este p u n to , los rs i no fu e ro n m u y d is tin to s que W ittg e n s te in : que e l m u ndo exista es m ucho m ás sorprendente de c u a lq u ie r cóm o el m undo exista. 258

Las aguas flu y e n y re fle ja n . P or u na parte: al tie m p o . P or o tra : a la im agen, a l sim u la cro , a l fantasm a m ental. Estos liñga opuestos, «m arcas» de la v id a consciente, se a n u n cia n en las aguas. Y sólo en las aguas. Si el tie m p o es soberano, y casi se d i­ ría el m odelo de to d a soberanía, las aguas de la consciencia son los p rim e ro s sú b d ito s que pueden reconocerlo . In c lu s o el p lu ra l -p o r eso no se hab la del agua sin o de las «aguas», desde u n p rin ­ c ip io una m u ltip lic id a d de seres fe m e n in o s - es com o u na señal de la consciencia: su c o n tin u o d iv id irs e y ra m ific a rs e . N avegan­ do en las aguas celestes, vagabundo entre sus am antes, Som a era en m edio de las olas el «vidente único » : el o jo que m ira la ex­ te n sió n m ú ltip le de la v ig ilia en la que está inm erso.

Esas «aguas» a las que hacen perm anente re fe re n cia lo s te x­ tos védicos se parecen m ucho a las jeunes filie s de P roust. ¿Exis­ tía n de verdad A ndrée o A lb e rtin e ? , se pre g u n ta de p ro n to , co­ m o a tu rd id o , M a rce l en la P risonniére. L o m ism o sucede con las aguas. N o p o r casualidad las jeunes filie s se co n fu n d ía n desde u n p rin c ip io c o n tra el fo n d o m a rin o , en el a ire im pregnad o de u n va p o r salobre y azulado a lo la rg o del m uelle de B albec. E n ­ tonces, con im p e rio s a certeza, M a rce l creyó que «encam aban el frenesí del placer». A p a rtir de ese in sta n te , su existe n cia había sido u n v é rtig o de in co n sta n cia , salpicada de nom bres, b u fa n ­ das, vestidos, episodios, gotas de o ro siem pre d is tin ta s pero sin m a yo r in d iv id u a lid a d que una serie de re fle jo s sobre las olas. C om o u n am ante y com o u n rs i, M a rce l m ira a A lb e rtin e d o rm i­ da. E n su ca lla d o abandono a la re s p ira c ió n la ve com o una p la n ta , u n ta llo . Los re inos na tu ra le s se m ezclan a l converger en u n m ism o elem ento. Se propagan en s ile n c io en la m ente que observa, en la prosa. E l d e ta lle obsesivo es u n ca p u llo en el es­ tanque. Las aguas son el p lu ra l m ism o, la o scila c ió n de los flecos, el leve te m b lo r de la v ig ilia que precede a la p alabra. A l bañarse en ellas, la m ente re c o rre la vía re a l p a ra re ve la r­ se a sí m ism a, a su m o vib le esencia lu n a r. ¿Pero no es éste, acaso, su m is te rio extrem o, que se abre sólo cuando aparecen com o m ensajeras en u n escenario extem o, en la ciega trabazón de la m a te ria , con los ojos cerrados com o A lb e rtin e , em isarias 259

de una existencia a u to s u fic ie n te y rem ota, que puede ser h e n d i­ da pero no aferrada?

Le sucedió a m uchos dioses -a M itra , a V aruna, a B ra h m a (¡y cuántas veces!), a V isnu, a A gni: celebraban u n rito , estaban con­ centrados en los actos, en la observación de las p re scrip cio n e s, cuando de p ro n to u n ser fe m enino -u n a Apsaras, una diosa, una m u je r- e ntraba en el cam po de su m ira d a . La deseaban. E l he­ cho de que apareciese en ese m om ento, d u ra n te la cerem onia, rodeada ta n sólo de los in s tru m e n to s sacros, la v o lvía m ás irre ­ s is tib le . E ra o tro , el in v e n c ib le o tro , la sustancia que el autism o del r ito perennem ente expulsa y que s in em bargo v o lv ía a c o la r­ se en él, triu n fa n te y exaltada. Y, a l m ism o tie m p o , com o el rito te n ía en su ce n tro aquella sustancia blanca, el som a, que in c a n ­ sablem ente d e stilaba n, m achacaban y estrujaban, y com o aque­ lla sustancia se destila b a después en su m ente, o m e jo r d ic h o su m ente se destila b a en ella cuando la bebían, y hacía de e lla una nube lu m in o sa , parecía que esa nube flu y e ra de nuevo h acia el e x te rio r y apareciese con u n ve stido blanco, com o desdoblándo­ se, para engañarlos, im poniéndose con la certeza de una ecua­ ció n : el soma, la m ente y ese ser fe m e n in o eran lo m ism o.

U rvasI, p rim e ra entre las Apsaras, se presentó con su elegan­ c ia de cisne en el espacio s a c rific ia l. H abía a llí u n cá n ta ro que contenía las aguas «pernoctantes», va sa tíva ri. M itra y V a ru n a apenas tu v ie ro n tie m p o de cogerlo y d e rra m a r el sem en. De aquel cántaro, de aquel sem en n a cie ro n dos de los m ás grandes rs i: V asistha y Agastya. Después M itra y V a ru n a se re co b ra ro n con u n esca lo frío y a lza ro n la m ira d a . V ie ro n a U rvasI que los m ira b a , atenta, a le rta , in m ó v il en su la rg o vestido blanco. Creye­ ro n ve r u n ángulo de su boca levantarse en el a n u n cio de una sonrisa. Com o si supiese todo lo que ellos sabían e in c lu s o algo m ás. E ntonces la m ira ro n a los ojos con re n c o r y d ije ro n : «M al­ d ita ... Deberás descender a la tie rra , te som eterás a l p la c e r de los descendientes de M anu.»

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Así fue com o U rvasI a p rendió u n día lo que s ig n ific a enam o­ rarse de u n hom bre. Que, n a tu ra lm e n te , era u n p rín c ip e , o m e­ jo r d ich o el p rim e ro entre los p rín cip e s, u n vidente. Se lla m a b a P urüravas; y U rvasI decía o ír en aquel nom bre su paso « rugien­ te» (ru va n t) en tre las nubes. Le re s u ltó m ucho m ás a tra c tiv o , som brío e im p re v is ib le que los dioses. N o le im p o rta b a desdeñar a los G andharva, que habían sido hasta entonces sus com pañe­ ros am orosos. T enían u n defecto: eran dem asiado parecidos en­ tre sí; y dem asiado parecidos a ella. E n ta n to que u n hom bre, la tie rra , eran la aventura, y serían - lo sospechaba- ta m b ié n el su­ frim ie n to , ya que M itra y V a ru n a parecían ta n satisfechos de ha­ b e rla a rro ja d o en m e d io de aquellos bosques.

C uando U rvasI s in tió que crecía en e lla la pasión p o r P u rü ra ­ vas, pensó: «¿Qué debo hacer? ¿Presentarm e fre n te a él, p a ra que m i belleza lo sobrecoja y lo a te rro ric e , para que suceda de in m e d ia to lo que siem pre sucede en tre hom bres y m ujeres? N o, hay algo m ás b e llo ... Q uiero que este estado, esta la n g u id e z que m e asalta cuando lo veo, dure la rg o tie m p o ...» P or eso U rvasI de­ c id ió tra n sfo rm a rse en el a u rig a de P urüravas. E ra jo v e n y m uy b e llo , pero P urüravas parecía no re p a ra r en él. Le hablab a com o a u n a n im a l dom éstico - y U rvasI tem b la b a de placer. Juntos se c u b rie ro n de p o lvo , re c o rrie n d o tie rra s desiertas, hasta c ru z a r el h o riz o n te . A veces te n ía n que b a ja r d e l ca rro , vadear pantanos, in te rn a rse p o r valles im p ra c tic a b le s pa ra reconocer el te rre n o . E n esas o p o rtu n id a d e s P urüravas ib a delante y U rvasI lo seguía, fe liz , con la m ira d a fija en su espalda, en su nuca. C uanto más callaba P urüravas, ta n to más fu e rte era el p la ce r de U rvasI. N o quería que P urüravas la considerase sólo com o su ú n ic o in te rlo ­ c u to r, sino algo m ás: quería co n ve rtirse en su som bra, volverse la te la rasgada de su vestido.

C o rría n en tre la m aleza. D elante ib a el au rig a con m ano f ir ­ m e. A l b a ja r la m ira d a , P urüravas v io una fis u ra en el travesaño del ca rro , u n a gujero que se agrandaba. P or él se veía la tie rra , que huía. E l c a rro estaba a p u n to de rom perse en dos. P urüravas

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d io una brusca o rd e n a l a u rig a y sa ltó a tie rra . M ira b a e l carro con irrita c ió n , m ie n tra s el a u rig a se esforzaba p o r m antenerse im p a sib le . E l c a rro parecía in ta c to . P o r n in g u n a p a rte se veían fisu ra s. P urüravas v o lv ió a subirse, y el agujero reapareció, com o u n v ó rtic e a p u n to de tra g a rlo . «A uriga, ¿qué veis?», d ijo con voz nerviosa. «Te veo a ti, m i Señor», d ijo el a u rig a . P u rü ra ­ vas v o lv ió a b a ja r la m ira d a , som brío. «No te has v u e lto lo co , soy yo q u ien ha hecho aparecer el agujero», oyó que le decía un a voz fem enina. Levantó la m ira d a . E ra el au rig a , que se había conver­ tid o en la m u je r m ás b e lla que h u b ie ra v is to nunca. L lenab a el a ire , y P urüravas ya se sentía in m e rso en ella. C om prendió que debía re a ccio n a r de in m e d ia to . «¿Quién eres?», p re g u n tó . «Soy U rvasí, una Apsaras. H ace u n año que te sigo, p o r am or. Lléva­ m e contigo.» «No es s e n cillo tra ta r con u n ser d ivin o » , d ijo P urüravas. «¿Cuáles son tu s necesidades?» «Cien cerem onias de hom enaje. C ien cántaros de crem a cada día.» «De acuerdo», d ijo P urüravas. «H ay todavía una cuestión: nunca debo ve rte desnu­ do», d ijo U rvasí. «Lo a n te rio r es fá c il» , d ijo P urüravas. «Pero esto, ¿cómo será posible?» «Siem pre llevarás una tú n ic a ceñida a las caderas.» «Así será», d ijo P urüravas. U rvasí h iz o a ún o tra p re cisió n : «Podrás h e rirm e tres veces a l día con tu caña, podrás poseerm e in c lu s o cuando yo no te desee.» (A quí se desencadena la d isp u ta entre los vedistas, que d iscu te n sobre cada u na de las sílabas: la m a yo ría entiende que U rvasí quiso d e c ir: «no podrás poseerm e cuando yo no lo desee», pero H o ffm a n n , en u n estudio sobre el s u b ju n tiv o , lle g a a la co n c lu s ió n de que el sen tid o es el opuesto: «podrás poseerm e in c lu s o cuando yo no quiera»; a se­ m ejante am bigüedad alcanzan las relaciones en tre hom bres y m ujeres.) L a c o n d ic ió n era que P urüravas lle v a ra siem pre aquel paño b la n co ceñido a la cadera. Poco después no lo pensa­ ro n m ás. R ara vez se separaban. Y entonces era pa ra d o rm ir, pero aun en el sueño sus m entes se entrelazaban. N o sabían qué sucedía fu e ra de ellos, salvo u na sucesión de lá m in a s de lu z , de diversa o rie n ta c ió n . U rvasí sólo sabía que a l pensar en P u rü ra ­ vas se le o c u rría n siem pre las m ism as palabras: «Soberano de m i cuerpo.»

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La h a b ita c ió n de U rvas! y P urüravas estaba siem pre en pe­ num bra. Pero con dos m anchas de c la rid a d , que a veces se fu n d ían: dos c o rd e rito s blancos, atados a los costados de la cam a. «Son m is hijo s» , había d ich o U rva si. P urüravas no había in s is ti­ do. Los tra ta b a n con gran c a riñ o , los a lim entaba n, pero nunca los desataban. L a cam a, los c o rd e rito s , el cuerpo de U rvas! y el de P urüravas com ponían una sola m asa p e rlin a .

D orm ía n . Los co rd e rito s estaban acurrucados ju n to a la cam a. Se oyó u n desgarro, u n b a lid o d é b il. Después o tro desga­ rro , o tro b a lid o d é b il. Los c o rd e rito s habían desaparecido. S in ellos la h a b ita c ió n parecía u n pobre re fu g io . U rvas! se había er­ g u id o sobre la cam a, fría , ira cu n d a , dejando ver con despreocu­ p a ció n sus m a ra villo so s senos divergentes. «Se han lle vado a m is queridos... Y no hay u n hom bre pa ra defenderm e.» P u rü ra ­ vas estaba sum ergido en u n sueño que lo tra n sp o rta b a m u y le ­ jo s. Oyó la voz de U rvas! com o una punzada en el corazón. S altó de la cam a con gra n re so lu ció n . Se h u b ie ra a rro ja d o con to d a su fu e rza sobre q u ie n fuera. H u b o u n d e s lu m b ra m ie n to . P or un larg o in sta n te el cuerpo de P urüravas se re c o rtó n ítid a m e n te en el a ire , desnudo p o r com pleto. A l re c o rd a r aquel in sta n te - lo re ­ co rd a ría d u ra n te to d o el resto de su v id a -, P urüravas sentía siem pre un a extraña sensación: m ie n tra s estaba suspendido en el aire, con el cuerpo enteram ente tenso com o u n a tle ta , luchaba tam bién con un a m u je r que huía , m u y p a re cid a a U rv a s i, pero a b o rre c ib le y b u rlo n a , que le po n ía las m anos en las ca­ deras y le desataba la tú n ic a blanca que nunca se q u ita b a . E n esa lu z enceguecedora P urüravas se s in tió tocado, m anoseado, h u ­ m illa d o p o r u n ser desconocido. E nseguida v o lv ió la oscuridad. P urüravas se p re c ip itó afuera. V o lv ió con los co rd e rito s. «Los he encontrado», d ijo . Pero U rvas! ya no estaba.

E ra la p rim e ra separación am orosa. Para P urüravas fue com o si to d o p e rfu m e h u b ie ra desaparecido del m undo. C om en­ zó a e rra r. L a tie rra era entonces u n am asijo de desechos vegeta­ les. H eléchos, m alezas, inm ensos tro n co s talados, p la n ta s que 263

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crecían sobre otra s plantas. F altaba el elem ento lib e ra d o r: el va­ cío. N ada podía ser re d u cid o a cenizas, puesto que aún no se co­ nocía el fuego. P urüravas descubrió que no hay nada m ás im ­ p o rta n te que la ausencia. Q uería que lo m atasen. R eclam aba para e llo el a u x ilio de una b estia fe ro z. S i no, se aho rca ría . M ie n ­ tra s ta n to cam inaba, s in d ire c c ió n fija , alejándose cada vez más de cuanto había conocido. H acía ya m ucho tie m p o que no sabía dónde estaba cuando se e n contró fre n te a u n estanque c u b ie rto de flo re s de lo to . Anyatahplaksá, en el K u ru k s e tra . E ra de una belleza m ajestuosa, pero a él sólo le interesaba la p o s ib ilid a d de a rro ja rse en él. Se veían a lo lejos las siluetas de siete cisnes flo ta n d o en el agua. P urüravas n o reparaba en ellos. U rvasI d ijo a sus com pañeras, m ie n tra s se acercaban a la o rilla : «¿Veis a aquel h o m b re h a ra ­ p ie n to , con los ojos febriles?... H e v iv id o con él algunos años.» Los otro s cisnes exte n d ie ro n su la rg o cuello, in cré d u lo s y c u rio ­ sos. «Pongám onos bellas...», d ijo U rvasI. C om enzaron a lu s tra r­ se las plum as con cuidado , s in d e ja r de avanzar h acia la o rilla . C uando la alcanzaron , eran U rvasI y las seis Apsaras, que la es­ colta b a n siem pre. Pero esta vez la d e ja ro n sola. C on n a tu ra lid a d , s in una p a la b ra , U rvasI se sentó en la h ie r­ ba, ju n to a P urüravas. Su am ante alzó su m ira d a vacía y la reco­ n o ció . «Esta vez no desaparecerás», d ijo enseguida, com o si te­ m iese que U rvasI fuese u n espejism o. «Eres c ru e l y peligrosa, pero existen c ie rto s secretos que debem os decim os. S i no, en un tie m p o aún le ja n o , no podrem os s e n tir la fe lic id a d que nacerá del habérnoslo d ich o , al m enos u na vez, en u n tie m p o pasado.» U rvasI, severa, m o vió apenas sus grandes póm ulos. C on su voz de c o n tra lto d ijo : «¿De qué sirve que hablem os? M e he desvane­ cid o com o la p rim e ra de las A uroras. Soy com o el v ie n to , no se m e puede a fe rra r. V uelve a casa...» P urüravas la m ira b a fija m e n ­ te, absorto en su belleza d u ra y esquiva; recordaba los p rim e ro s tiem pos, cuando U rvasI le sup lica b a que se quedase con e lla y era él, entonces, el que po n ía d istancias. H abía aceptado v iv ir con e lla p o r cu rio s id a d , y p o r la v a n id a d de te n e r ju n to a sí un ser d iv in o , pero s in d e ja r de pensar en e lla com o en u na extraña, a lg u ie n a q u ie n se puede aband onar a la m añana siguiente. «Está bien», d ijo . «Tu am igo seguirá su cam ino. Soy u n com pa264

ñero de la m uerte y sabré cóm o e n c o n tra rla . H a b rá u n lo b o d is ­ puesto a despedazarm e. S i no, m e ahorcaré.» La estrategia fu n ­ cionaba. La expresión de U rvasí estaba cam biando. A h o ra el su­ frim ie n to le c o n tra ía el ro s tro . «Purüravas, no m ueras. N o hagas que te m aten. Pero no creas en la am ista d de las m ujeres: tie n e n u n corazón de hiena. V uelve a casa.» P urüravas se sentía lle n o de gozo, porque veía que U rvasí cedía. Pero no dejaba de tem er que desapareciera a l siguiente in sta n te . S in em bargo U rvasí se­ guía hablando, aunque com o en u n ensueño, com o si h a b la ra para sí m ism a m ás que pa ra P urüravas. R ecordaba los años en que habían v iv id o ju n to s . P urüravas ya no la escuchaba, se senlía poseído p o r ella . S ólo oyó la ú ltim a frase: «R ecuerdo todavía aquellas gotas de crem a que m e ofrecías cada día. Todavía sien­ to su sabor. M e gusta recordarlas...» U rvasí había cedido. Pero enseguida recuperó esa expresión tersa y decid id a que había lla ­ m ado la a te n ció n de P urüravas desde el m om ento del p rim e r pacto. «Está b ie n , de aquí en adelante nos encontrarem os una noche cada año. Tendrem os u n h ijo . E sta vez serás tú q u ie n me v is ite , en el p a la c io de los G andharva.» U rvasí estaba casi tris te m ientras decía aquellas palabras, com o si pensase: «C laro que no será ta n b e llo com o entonces, cuando teníam os los c o rd e ritos atados a los costados de la cam a. Pero es to d o lo que se nos ha concedido...» Después agregó: «M añana los G andharva te concederán una gracia. Son m is am antes y son celosos: ellos íu e ro n quienes m e ra p ta ro n y m e a p a rta ro n de ti. S in em bargo, te p e rm itirá n c o n v e rtirte en uno de ellos, u no entre m uchos. De­ bes aceptar. L o que te im p o rta a t i no es el vo lve rte u n G andhar­ va, sino aquello que hace fa lta pa ra volverse u n G andharva.» A l día siguiente los G andharva, presurosos y desconfiados, e xp lica ­ ro n a P urüravas qué era lo que le fa lta b a a él, a todos, a los h o m ­ bres, a la tie rra : el fuego. «Para u n com pañero de la m uerte», d i­ je ro n , «y vosotros todos sois com pañeros de la m uerte», p re cisa ro n , «no hay acceso a l cie lo sin o a través del fuego.» P or eso la tie rra era pesada, opaca. Ig n o ra b a to d o lo que no fu e ra crecer y m a rch ita rse . Pero ahora p o d ría ta m b ié n , p o r fin , des­ tr u ir , destruirse.

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P urüravas v o lv ió a la tie rra lle va n d o de la m ano a su h ijo Äyus, nacid o de U rv a s I. H abía dejado en el bosque, no lejos de su vie ja casa, el fuego y la tin a ja que le habían entregado los Gandharva. Antes de com eter u n acto que sabía fa ta l, quiso vo lv e r a ve r su casa abandonada. Se la m o stró a su h ijo , que hasta e n to n ­ ces sólo había conocido el cie lo y sus palacios. Se a b rió una p u e rta c h irria n te , que daba a u na gra n h a b ita c ió n vacía y cu­ b ie rta de p olvo. A l fo n d o , una gra n cam a. P urüravas re co n o ció a sus costados, debajo, dos collares y dos cuerdas cortadas. C alla­ ba y llo ra b a pa ra sus adentros. V o lv ió a l bosque con su h ijo . E l fuego ya no estaba. E n su lu g a r v io una a lta higuera, u n asvattha, que le te n d ía sus ram as. Separó dos, com o u n sonám bulo. Las fro tó y a d v irtió que algo crecía a lo la rg o de am bas ram as, com o cuando se acercaba al cuerpo de U rvasI y lo rozaba. S altó una lu z , y fue el fuego, pa ra siem pre. A quellas dos ram as - y todos los tro zo s de m adera que después serían usados para desencadenar e l fu e g o - fu e ro n llam ados, desde entonces, P urüravas y U rvasI.

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X II



N unca ha e x is tid o nada m ás fe liz que la in fa n c ia de K rsn a . E ra u n n iñ o andrajoso y p ic a ro a l que todos conocían, ta n to en las barracas de b a rro de G okula com o en los cam pos cercanos a M a th u ra y en los corrales de las casas de los rico s, y a q u ie n to ­ dos perdonaban sus incesantes travesuras. S iem pre llevaba en la m ano la aguija d a d e l p a sto r de vacas. Su p rim e ra y acaso su ú n i­ ca regla establecía que nada es ta n dulce com o los dulces ro b a ­ dos. P or donde K rs n a pasaba desaparecía la crem a. La p rim e ra de sus aventuras fue chapalear en todos los charcos de b a rro del pueblo. E xp e rie n cia que perm aneció en su m ente com o el canon de la m ás a lta fe lic id a d posible. U na banda de n iñ o s lo seguía perm anentem ente, y él se escondía de ellos. A parte de esos com ­ pañeros de aventuras, sólo m antenía re la c ió n con seres fe m e n i­ nos. Las m adres, cuando lo veían v o lv e r cu b ie rto de p olvo, le ­ vantaban la vis ta de sus bordados y re ía n alargando el cuello, im pro visa d a m e n te rejuvenecidas, p ro n ta s a h u ir com o antílopes vadeando la Y am una. E staban adem ás las encantadoras gopi, las pastoras de vacas. Com o alum nas de o tro colegio a las que hacerles señales desde lo a lto de u n m u ro . Jugaban siem pre a lo m ism o: enfados, risas sofocadas, carreras, b u rla s, regalos. Y es­ taban ta m b ié n las vacas, esos seres lentos y graves, inseparables del paisaje, siem pre paciendo p o r d o q u ie r. Yasodá, m adre de K rsn a , solía escuchar, haciendo esfuerzos p o r no reírse, los lam entos de las otras m adres, víctim a s de las correrías del pequeño b rib ó n . E ra u na com edia que repetían com o p o r o b lig a c ió n . E nseguida se d is tra ía n y hablaban de o tra 269

cosa. S olam ente una vez Yasodä se asustó. A lgunos n iñ o s le ha­ cían de espía: «K rsna hociquea la tie rra y se com e la basura com o si fu e ra u n cerdo.» Yasodä fue c o rrie n d o y lo e n co n tró ca­ m in a n d o a cu a tro patas. Ya lo re p re n d ía con severidad cuando la detuvo el asom bro de e n c o n tra r en la m ira d a de K rs n a u n te ­ rro rífic o relam pagueo. «Es m e n tira , m am á; si no m e crees m íra ­ m e la boca.» «Ábrela», d ijo Yasodä. La m adre v io a b rirse aquellos pequeños la b io s, cuyas grietas conocía una a una. Yasodä b a jó la m ira d a para e scru ta r el p a la ­ d a r de su h ijo y e n co n tró una inm ensa bóveda e strellada que la chupaba. Yasodä viajaba, volaba. D onde h u b ie ra debido estar el fo n d o de la garganta se erguía el m onte M eru, sem brado de in fi­ n ito s bosques. A su la d o se veían islas, que quizás eran c o n ti­ nentes, y lagos, que quizás eran océanos. Yasodä re sp ira b a con u na tra n q u ilid a d desconocida, com o si p o r p rim e ra vez sa liera al a ire lib re a través de la boca de su h ijo . La v is ió n que m ás la ca u tivó fue la rueda del Z odíaco: rodeaba a l m undo o b lic u a ­ m ente, com o una fa ja jaspeada. Yasodä fue aún m ás allá . V io la o scila ció n de la m ente, su m u ta b ilid a d lu n a r, sus b rin c o s de m ono de un a ram a a o tra del universo. V io cóm o los tres h ilo s de los que to d a sustancia está hecha se e n ro lla b a n en o v illo s , de los que nacían o tro s o v illo s . A l fo n d o , v io el pue b lo de G okula, re co n o ció sus callejones, las ensam bladuras de las piedras, las carretas, los m anantiale s de agua, las flo re s m acilentas. Y fin a l­ m ente se v io a sí m ism a, en u na calle, m ira n d o la boca de u n n iñ o .

D u ra n te años, la banda de los pequeños pastores y la banda de los g o p l lle v a ro n vidas paralelas. E ra n com o u n cuerpo ú n i­ co d iv id id o en dos p a tru lla s , re p a rtid o en dos alas, que se m ovían sobre las opuestas vertie n te s de u n tú m u lo , que se a rro ­ ja b a n frases insolentes y gestos de desafío desde am bas m árge­ nes de u n a rro yo . Pero no se sabía b ie n q u ié n hablaba y quié n contestaba. E ra n una m u ltitu d doble, que aleteaba en el aire. N o había u n m o v im ie n to en una que no tuviese su co n tra p u n to en la o tra . Pero ta m b ié n las g o p l crecían. E n u na g é lida a u ro ra d e l p ri270

m e r mes del in v ie rn o se re u n ie ro n para ce le b ra r u n rito en h o ­ n o r de la diosa K ä ty ä y a n l. E ra n conscientes de que hacían algo nuevo, y se sentían orgullosos de e llo . E sta vez la banda de los pastores no estaría en la m argen opuesta de la Yam unä. E staban m alhum orados, probable m ente d o rm ía n . Las gopi se sentían más adultas. Pensaban que sólo ellas estaban en condicion es de conocer aquella cerem onia, que sólo a ellas se les podía p e rm itir u n con ta cto ín tim o con la D iosa. L le garon a la Y am unä con la p rim e ra lu z del día y en la m a r­ gen del río se despojaron de todos sus vestidos. F in g ía n que se tra ta b a de u n gesto n o rm a l, pero cada u na de ellas tem blaba de em oción a l ve r p o r p rim e ra vez los cuerpos desnudos de las otras. Se alejaban con a ire absorto, dejando tras de sí vaporosos m o n to n c ito s de ro p a de bordes recam ados. Después se m e tie ro n en el agua hasta la m ita d de los m uslos, que enseguida se c o n v ir­ tie ro n en colum nas de h ie lo . T enían que am asar u n s im u la c ro de arena de la D iosa. T raba­ ja b a n com o artesanos expertos. L o a d o rn a ro n de g u irn a ld a s, lo u n ta ro n con aceite de sándalo, encendieron pequeños fuegos a su a lre d e d o r y lo e xte n d ie ro n sobre u n lecho de hojas, fru ta y arro z. T rabajaba n siguiend o u n orden y rezaban a l m ism o tie m p o , en el s ile n c io de su m ente, casi atem orizadas p o r las palabras que se oían p ro n u n c ia r, y eran p o r p rim e ra vez suyas y sólo suyas. S in em bargo h u b ie ra n q u e rid o in te rc a m b ia rla s con las com pañeras. Se sonrojaba n sólo de pensar que a q u e llo p u d ie ra suceder. Todas las gopi p ro n u n c ia ro n las m ism as palabras en el m ism o in sta n te : «O K ä tyä ya n l, soberana de la m ente y de los a rtific io s , haz que K rsn a , el h ijo del p a sto r N anda, sea m i esposo. M e in c lin o delante de ti.» N in g u n a fue m ás elocuente o p ro lija que las otras. Todas estaban habitadas p o r el m ism o deseo, y había una sola p a la b ra para n o m b ra rlo . Cada una de ellas se sentía en aquel m om ento la p ro ta g o n ista de una h is to ria que n in g u n a de las otras conocía. Cada una se s in tió apartada de las otra s p o r p rim e ra vez, e b ria de estarlo y p ro n ta a s e n tir esa sensación c o rro siva y abrasante en el fo n d o del estóm ago que apenas em pezaban a de scu b rir. Acabada la o ra c ió n , com enzaron a ju g a r en el agua. De golpe aquellas enam oradas m elancólicas v o lv ie ro n a ser com o niñas que ríe n m ie n tra s ju e g a n a perseguirse. K rs n a desapareció de 271

1 sus m entes. Pero K rs n a las m ira b a . A postado sobre la h o rq u illa de u n im p o n e n te á rb o l ñ ip a que se recostaba sobre el lago, ro ­ deado de sus com pañeros, cuyos ojos b rilla n te s v ib ra b a n entre las frondosas ram as, K rs n a observaba a las gopl, que ju g a b a n en el río , y a l m ism o tie m p o se llevaba a los la b io s sus vestidos, uno tra s o tro , y aspiraba su perfu m e . P or p rim e ra vez v io los senos de las gopl, que eran com o las sienes abom badas de los elefan­ tes. P or p rim e ra vez v io las curvas de sus caderas, que había es­ p ia d o largam ente en los m o vim ie n to s que sus vestidos o c u lta ­ ban. P or p rim e ra vez v io aquellos vie n tre s tersos com o tam bores que convergían h a cia u na pelam bre m ojada, que aparecía y de­ saparecía b a jo el agua de la Y am una. P or p rim e ra vez v io los m uslos ágiles que hendía n las ondas con sus juegos. U no a u no se llevaba los vestidos a la boca m ie n tra s susurraba el nom bre de la g o p l a q u ie n pertenecía la prenda. Cada vez parecía que K rs n a había encontrad o el ú ltim o nom bre, que b o rra b a todos los otros y que re p e tiría p a ra siem pre. E sto se p ro lo n g ó p o r la r­ go ra to , hasta que u n o a un o los vestidos de las g o p l pasaron del la d o derecho a l iz q u ie rd o de la ancha h o rq u illa del ñ ip a , después de haber rozado los la b io s de K rsna. De p ro n to una de las g o p l se d is tra jo del juego. M iró la m a r­ gen del río , g iró la vis ta varias veces. Los m o n to n c ito s de los ves­ tid o s habían desaparecido. G ritó . N o necesitó d e c ir una p alabra. Las otra s g ira ro n la cabeza y se u n ie ro n a ella. Fue u n g rito com ­ pacto, p enetran te en la a u ro ra helada y desierta. Después, con u n m o v im ie n to le n to , circunspecto, o b lic u o , las g o p l a lza ro n la m ira d a h acia las ram as del ñ ipa. E ntonces oyeron la voz de K rsn a . E ra la voz de aquel que las to rtu ra b a con sus brom as y era el am ado que lanzaba un a señal c ifra d a a cada un a de ellas, separada de las otras. K rs n a decía: «N iñas, no tem áis, vuestros vestidos están aquí. V enid, n iñas de fin a c in tu ra , ve n id u na p o r un a a recogerlos.» A duras penas co n sig u ió im p rim irle seriedad a sus palabras; las g o p l se h abían sum ergido en el agua d e l río , velo ú ltim o de su desnudez, y apenas se veían em erger la fre n te y los ojos, fijo s en el á rb o l. S ólo sus largos cabellos flo ta b a n lib re ­ m ente, com o pla n ta s acuáticas. Pero cuanto m ás perm anecían sum ergidas las g o p l ta n to m ás el h ie lo les o p rim ía la garganta. E ntonces h a b la ro n : «K rsna, ésta es la m ás m alvada de tu s b ro 2 72

m as. Eres nuestro am ado, pero conoces la le y y la costum bre. Si no nos entregas nuestros vestidos, deberem os decírselo a tu pa­ dre.» K rs n a contestó con una voz que sólo podía ser la del am an­ te: «Si de verdad sois m is esclavas y no deseáis o tra cosa que obedecerm e, ve n id aquí a recoger vuestros vestidos, niñas de be­ lla s caderas.» U na p o r una las gopl, tem b la n d o de frío , y re a li­ zando p o r p rim e ra vez el gesto de cu b rirs e el v ie n tre em papado, s a lie ro n del agua y se acercaron a K rsn a . Pero K rs n a se lim itó a entre g a r a cada una su vestido, po n ie n d o cuid a d o en no ro z a r sus dedos. Antes de que se v is tie ra n , K rs n a q uiso vo lv e r a c o n te m p la r­ las, quiso ve r p o r entero, fu e ra del agua, aquellos cuerpos que había escrutado largam ente, y con los que tantas veces había so­ ñado. D ijo entonces, asum iendo una voz grave: «Al bañaros des­ nudas en la Y am unä habéis pecado c o n tra V aruna, puesto que os habéis expuesto a su m irada s in n in g u n a vergüenza. A hora debéis o b te n e r el perdón. Antes de vestiros, alzad los brazos p o r sobre la cabeza y estrechad las palm as de vuestras m anos; des­ pués in c lin a ro s . Que el dios os perdone.» Las g o p l obedecieron. K rs n a las m ira b a con expresión severa, y lo apunta ba todo en su m ente: aquélla te n ía senos de puntas divergentes, com o p o r u n gracioso estrabism o; aquélla te n ía las nalgas arqueadas en to rn o a dos hoyuelos, com o colinas que se elevan desde m in ú scu lo s la ­ gos; las ro d illa s de aqué lla eran pequeños escudos redondos; los ojos de aquélla no alcanzaban a concentrarse en el in v is ib le V a ru n a pero seguían de re o jo los m o vim ie n to s de K rsn a , com o si estuvieran atados a él p o r una cuerda m u y fin a . La cerem onia se p ro lo n g ó p o r la rg o ra to , y en nada se parecía a la cerem onia para la que las g o p l habían id o a l río . K rs n a le co n fe ría la m a yo r solem nidad. Todo sucedía en s ile n cio . F inalm e n te , K rs n a d ijo : «Q ueridas m ías, sé que no deseáis sin o adorarm e. Ese deseo me re c o n fo rta y m erece que se vea re a liza d o . C uando este deseo esté c u m p lid o , n in g ú n o tro deseo sobrevendrá. Es u na flo r que no guarda en sí se m illa alguna. R ozad con vuestras m anos m is pies. Después regresad a G okula.» A c o n tin u a c ió n , u na a una, las g o p l oyeron las palabras que las acom pañarían d u ra n te el resto de sus vidas. O yeron a K rs n a p ro n u n c ia r su nom bre y d e cir: «Te v i­ s ita ré todas las noches.» Después, cabizbajas y a regañadientes. 273

pero sin gira rse n i u na sola vez, se e n cam inaro n en fila h a cia el pueblo.

M ie n tra s espiaba a las gopl, escondido entre las fro n d o s id a ­ des del ñ ip a , K rs n a descubría una fo rm a s u p e rio r del ro b o , su m ás deleitosa vocación: el ro b o que se com ete con los ojos. ¿Ha­ bía sido él el a rtífic e ? ¿O aquel gesto era a su vez el re fle jo de o tro gesto? Las g o p l le habían m ostra d o el cam ino, antes de fo r­ m a r ellas m ism as el cam in o con sus cuerpos m ojados. U n día -K rs n a ten ía c in co a ñ o s- Yasodä lo te n ía en su regazo y le daba de com er una crem a blanca. La lla m a b a n «m anteca», aunque era en re a lid a d leche cuajada, sim plem ente la leche de las vacas de V ra ja . K rs n a desayunaba. E l ro s tro del dios te n ía el esplendor c irc u la r de la lu n a . La expresión to ta lm e n te absorta, com o si aquella m anteca fu e ra el todo, que le goteaba sobre el pecho os­ curo. E scondidas en la p e num bra de la cocina, dos g o p l observa­ ban la escena. Fue p a ra ellas u na «visión», darsana, la p rim e ra , s i se puede lla m a r v is ió n a l so m e tim ie n to de q u ie n ve a lo que es visto . La sustancia del m u ndo y la sustancia del dios m ezcladas, flu ctu a n te s, com o la o la de los com ienzos, donde to d o está d i­ suelto y late n te . E ntonces las g o p l se s in tie ro n sum ergidas en el dios, com o u n día se su m e rg iría n hasta las cejas en la Y am uná pa ra h u ir de su m ira d a .

P or esos m ism os días K rs n a se había encaram ado a u n ta b u ­ rete y h u n d ía las m anos en una va sija de a rc illa lle n a de m anteca. Dos gopl, in m ó v ile s , observaban desde la p e num bra a aquel ser negro, cuyo b rillo triu n fa b a sobre la opacidad de la noche. ¿Se atisbaba el agitarse de dos pequeños brazos? ¿O eran cuatro? M ie n tra s m ira b a n a K rs n a en el s ile n c io p ro fu n d o de la cocina, se sentían líq u id a s y tib ia s , y am bas p ro n u n c ia b a n en su m ente las m ism as palabras: «Oh, ven a ro b a r a m i casa, ven a robarm e.»

E n o tra ocasión las gopi se re u n ie ro n pa ra m ira r a K rsna. Exasperada p o r las quejas de todas las víctim a s de los robos de 274

K rsn a , Yasodä lo había atado a la cuerda del p iló n y lo exponía a las m iradas. Esa vez las g o p l eran num erosas y su presencia era n o to ria . E l co n d im e n to e ró tic o estaba dado p o r la m ism a osten­ ta c ió n de m o ra lid a d . ¿Cómo pensar en una s itu a c ió n m ás exci­ tante? Ser llam adas p a ra co n sta ta r u n castigo que ofre cía a los testigos una m a te ria de p la ce r en estado p u ro : espiar el cuerpo in e rm e de K rsn a . Las g o p l in te n ta b a n a s u m ir la m ás severa expre­ sión. Sus ojos eran más rapaces que nunca: p o r p rim e ra vez veían a K rs n a o b lig a d o a m antenerse q u ie to , en contraste con ese re ­ lám pago, con esa estela de lu z a la que las ten ía acostum bradas. K rs n a llo ra b a , atado, y las gotas que le caían sobre el pecho b r illa ­ ban com o sus pendientes, com o co co d rilo s de oro. Yasodä era su carcelera. La m ira d a de las g o p l apunta ban a K rsn a , pero tra sp a ­ saban a Yasodä. N unca se habían sentido ta n celosas de e lla com o en aquel m om ento, porque Yasodä ejercía de am a y tra ta b a a K rsn a com o a u n pequeño a n im a l.

Las gopl, que eran cerca de dieciséis m il, concentrab an en tres riva le s sus celos p o r K rsn a : Yasodä, la m adre; R ädhä, la am ante p re fe rid a ; M u ra l!, la fla u ta .

Lo que nosotros hem os lla m a d o «histo ria » , hasta su fla m a n ­ te fin a l, aparece entre el séptim o y el décim o «descenso», m a ta ­ ra, de V isnu. Fue entonces cuando e n tra ro n en acción, sucesiva­ m ente, dos hom bres, ya no anim ales pro d ig io so s com o la to rtu g a , K ü rm a , y el ja b a lí, V aräha. A quellos dos hom bres son K rsna y el B uddha. Desde entonces hasta el presente nadie ha v is to a l ca b allo blanco, que será la señal del fin , pero la vid a osci­ la entre las consecuencias de K rs n a y del B uddha, octavo y nove­ no descenso de V isnu. Nos preguntam os p o r las gestas de K rsn a y del B uddha com o lo hacem os con los personajes de novela, con ese grado de in tim id a d que ya no podem os te n e r con los a n i­ m ales antiguos. K rs n a tra jo a l m undo la e x tin c ió n de los héroes - y ta m b ié n la de sí m ism o, cuando p a rtic ip ó en la m asacre del K u ru k s e tra , el «cam po de K u ru » , com o consejero y a lia d o de los h ijo s de 275

Pändu. Pero en su in fa n c ia y adolescencia, cuando vagaba p o r V ra ja com o u n p a s to r rodeado de pastoras, había o fre c id o ya un d on que sería el v iá tic o m ás pre cia d o pa ra la era de los c o n flic ­ tos, que estaba a p u n to de a b rirse p o r entonces y que aún no se ha cerrado: la «devoción», b h a k ti. E n una era ta n oscura y d é b il no es p o sib le p ra c tic a r el co n o cim ie n to si no se lo unge de devo­ ció n , si no se lo sujeta a ese a rro jo del corazón que las g o p l des­ c u b rie ro n de u na vez pa ra siem pre. La devoción: d on am biguo, su p e rio r e in fe rio r a to d o c o n o c im ie n to d is tin to y en sí m ism o fu n d a d o , pero no ta n am biguo com o el o fre c id o p o r la avalara p o s te rio r, el B uddha: u n c o n o c im ie n to disolvente , que ta n p ro n ­ to puede d is o lv e r la devoción m ism a com o e x a lta rla de una fo r­ m a m ás desnuda y abstracta, que las g o p l no habían lo g ra d o aún o quizás no q u e ría n lo g ra r.

K rs n a descendió al m u ndo cuando m uchas de las p o s ib ilid a ­ des ya se h abían agotado. Y a no había guerras en tre los dioses, sino entre los poderosos. Ya no había rs i im ponentes com o a n i­ m ales del bosque que am enazaban a l cie lo con la in m o v ilid a d de su m ente. H abía ascetas, agrios y consum idos. Ya no quedaban Apsaras en los bosques n i a lo la rg o de los río s, con los vestidos recam ados y las sandalias b rilla n te s , escapadas p o r u n m om en­ to de sus palacios celestes. S ólo había m uchachas de m ira d a sal­ vaje y pies desnudos, que recogían pla n ta s m edicinales, dispues­ tas a la ra p iñ a y a la fuga.

Las g o p l ig n o ra b a n la d is c ip lin a . Su tie m p o no estaba escan­ d id o p o r las p re scripcione s del rito . S ólo obedecían a sus em o­ ciones. F ue ro n las p rim e ra s q u ie tista s. N o desconocían las cere­ m onias, y las respetaban, pero apenas les era p o sib le h u ía n a apacentar las vacas. N o im a g in a b a n n i deseaban que su v id a tu ­ vie ra u n d e sa rro llo . C onsideraban la ciu d a d u n lu g a r extraño, que sólo debían v is ita r pa ra ir a l m ercado, vender m anteca o co m p ra r pequeños adornos. Cada g o p l obedecía a u n vo to secre­ to . A cogían a las nuevas com o en una c o n fra te rn id a d . Pero no había necesidad de e x p lic a r una d o c trin a , así com o el agua care276

ce de e xp lica ció n . A lgunas no lo resistía n . V o lvía n al pueblo o d u ra n te alg ú n tie m p o daban vueltas p o r la casa con expresión som bría. Después olvid a b a n , fin g ía n o lv id a r. V o lv ía n con sus fa m ilia s . Pero las g o p i no pertenecían a nadie, no obedecían a nadie.

Las g o p i eran pastoras agraciadas, de piernas delgadas y n e r­ viosas, agitanadas, vio le n ta s en los juegos y en los sentim ientos. M ie n tra s apacentaban las vacas esparcían entre la h ie rb a y el cie lo los colores anaranjados, vio le ta , azul, a m a rillo , ocre, verde y ro jo de lo s vestidos, que ceñían a sus cuerpos con grandes c u i­ dados. Se re co rta b a n com o cin ta s coloreadas y volantes sobre el cam ino cuando pasaban, sosteniendo en e q u ilib rio sobre la ca­ beza las tin a ja s rebosantes de m anteca. Pero a veces aparecían grises de p olvo, desaliñadas o despeinadas; entonces se sabía que h abían estado con K rs n a y los o tro s pastores, ju g a n d o a re ­ volcarse en la tie rra y en el b a rro . Vagaban la rg o tie m p o , a isla ­ das de tod o . Después se re u n ía n fo rm a n d o u n c írc u lo y susurra­ ban, conspiraba n. S ólo había u n p u n to al que su m ente vo lvía con tenacidad: ¿cómo e x p lic a r que, noche tra s noche, K rs n a ro ­ base la m anteca azucarada de alguna g o p i y sin em bargo nunca n in g u n a de ellas consiguiese sorprenderlo? H ablaba n acerca de cóm o lo a ta ría n con una la rg a fa ja de seda ro ja . E num eraba n los im p ro p e rio s que in v e n ta ría n especialm ente p a ra él. Su escuela no era o tra que la pradera, el bosque y el ca ñ iza r. Su ú n ic a m ú ­ sica era la que flu ía de M u ra li, la fla u ta de K rsn a . E staban celo­ sas de M u ra li, porque, siendo u n ser fem enino, en presencia de ellas se abandonaba a la boca de K rsn a . N unca desearon lle v a r o tra v id a que no fu e ra aquélla. C uando cam inaban en fila hacia M a th u rä , sólo las em pujaba la prom esa de un a em oción: el ju e ­ go del trib u to de la m anteca. P odía suceder que de detrás de unos arbustos su rg ie ra n K rs n a y o tro s pastores. M a l d is fra z a ­ dos, in te n ta b a n hacerse pasar p o r guardias reales y exigían el im p u e sto de la m anteca. Las g o p i se resistía n . Pero las m anos de K rs n a y sus com pañeros asían las tin a ja s y desordenaban los vestidos de las gopi. Después desaparecían con el b o tín , im p e ­ tuosos y som bríos com o bandoleros. 277

M ás cercanas a Fénelon que a los Veda, desdeñosas de todo saber a rtic u la d o , las gopi sólo conocían la a lte rn a n c ia entre el con ta cto que lib e ra y la p riv a c ió n que p a ra liz a . P erm anecían in ­ d iferentes a todas las p o s ib ilid a d e s in te rm e d ia s, que son las que c o n fo rm a n la v id a com ún. Precisas y d ilig e n te s a pesar de su a p a rie n cia de sonám bulas, atendían las labores co tid ia n a s: o r­ deñaban las vacas, cu id a b a n los n iñ o s, e xtra ía n el agua, a lim e n ­ taban el fuego. C uidadosas y serviciales, pero ausentes. U na som bra se deslizaba sobre sus ojos vacíos y b ru ñ id o s , en los que sólo aparecía el re fle jo de u n pensam iento cuando se sentaban a m a q u illa rse . E n ese m om ento conversaban con el espejo com o s i am bas im ágenes de su ro s tro fuesen dos te jid o s lig e ro s, adhe­ rid o s a l a ire que las separaba, donde quizás acababa de in s ta la r­ se el fantasm a de K rsna.

Rasa, «jugo», « linfa», s ig n ific a ta m b ié n «em oción», «gusto», «sabor». K rs n a es el la d ró n tenaz de u n líq u id o re cié n cuajado porque él m ism o es líq u id o . K rs n a es el perpetuo la d ró n de sí m ism o. Es la em oción que ro b a a l corazón. Es aquel que abre el sendero líq u id o h acia el bazar am oroso. Es arriesgado aventu­ rarse a llí, com o z a m b u llirs e en u n agua de la que acaso no se sale.

C uando se acerca la p rim e ra lu n a lle n a del o to ñ o y flo re ce el ja z m ín , p enetra en las h a bitacio nes el sonido agudo y suave de una fla u ta . Es la lla m a d a de K rsn a . E ntonces las gopi abando­ nan c u a lq u ie r cosa que estuvieran haciendo. La que ordeñaba una vaca abandona el cubo m ed io vacío. La que se ocupaba del fuego abandona el a tiz a d o r incandescente. La que estaba p o r entregarse a l abrazo del m a rid o lo abandona en el lecho. La que estaba ju g a n d o abandona lo s juguetes en el suelo. La que se es­ taba p e rfu m a n d o abandona los frascos, desordenados sobre la repisa. Son niñas, adolescentes, esposas que, de p ro n to , fu rtiv a ­ m ente, se encam inan hacia e l bosque. E n la o scu rid a d sólo se 2 78



oye el tin tin e o de las pulseras y las to b ille ra s . E n c o n tra ro n a K rs n a en u n c la ro a lu m b ra d o p o r la lu z de la lu n a cuando irru m p ie ro n entre los árboles, y cada una de ellas creía que era la ú nica. K rs n a las m iró , jadean te aún p o r el esfuerzo de la ca­ rre ra . S o n rió y d ijo : «M ujeres afortunad as, ¿qué puedo hacer p o r vosotras? La noche está lle n a de c ria tu ra s espantosas. H ijo s , m a rid o s y padres os esperan en el pueblo. Sé que habéis venido hasta aquí pa ra verm e. Eso m e re c o n fo rta . Pero no debéis cau­ sar in q u ie tu d a nadie. C elebrad m i nom bre en s ile n c io , en la d is­ tancia.» U na g o p l le resp o n d ió en nom b re de todas: «Nada de lo que hem os abandonado nos im p o rta ta n to com o a d o ra r la p la n ­ ta de tus pies. N adie está ta n cerca de nosotras com o tú . ¿Por qué, si los sabios pueden am pararse en ti, nosotras no te n d ría ­ m os derecho a im ita rlo s ? N osotras nos revolcam os en el p olvo de tus huellas. Pon la m ano sobre nuestros senos y sobre nuestra cabeza.» K rs n a so n rió de nuevo y em pezó a ca m in a r, tocando la lla n ta M u ra l!. D etrás de una c o rtin a de hojas se sentía flu ir la Yam una. U na p o r una, en orden, las g o p l se acercaron a K rs n a y ro za ro n su pecho azul m eneando sus senos húm edos de sudor y de sándalo. C uando K rs n a apoyaba la boca sobre u n o rific io de la caña sonora, sus la b io s m o jaban u n p u n to d is tin to del cuerpo de las gopl. E n la lu z láctea se entreveían las señales rosa­ das que dejaban sus uñas. E l c írc u lo de las g o p l que danzaban lentam ente se apretaba en to rn o a K rsn a , que seguía tocando la fla u ta M u ra l!. Se sentían com o atrapadas p o r un a ola, abando­ nadas y vueltas a coger. Después cada una de ellas se d io cuenta, de p ro n to , de que sus ojos se encontrab an con los de la g o p l que te n ía e nfrente en el c írc u lo , p o rque el ce n tro estaba vacío. Una vez m ás K rs n a había desaparecido. E ntonces las g o p l se d isp e r­ saron. A lgunas im ita b a n la gesta de K rsn a , com o actrices. U na era Pütaná, la n o d riz a m a lig n a , que tra ta b a de envenenar a K rs n a con su leche; o tra se le p re n d ía a l pecho, chupando con la m ism a v io le n c ia con que K rs n a lo había hecho u n día. O tra im i­ taba el paso de K rsn a , apenas oscilante. O tra po n ía el p ie sobre la cabeza de una com pañera y decía: «Estoy aquí pa ra ca stig a r a los m alvados.» Pero otras calla b a n y escrutaban el te rre n o . T ra ­ ta b a n de reconocer las huellas. B uscaban no sólo las de K rs n a sino el paso lig e ro de una de las gopl, Rädhä, la p re fe rid a . E n 279

efecto, K rs n a las había abandonado para esconderse a solas con ella. N o fa lta b a q u ie n recordase con espanto haber v is to a K rsn a recostarse, com o u n río en su lecho, entre las colum nas de la piernas de R ädhä y p ro n u n c ia r las palabras que hacían ru b o ri­ zar: «Pon com o adorno de m i cabeza el c a p u llo su b lim e de tus pies.» Los ojos de las gopí b rilla b a n de ra b ia , m ie n tra s ib a n de caza. A pareció o tro cla ro , en el que e n co n tra ro n a Rädhä, las ro ­ d illa s cogidas entre los brazos y los cabellos sueltos, cerrada en sí m ism a com o u n fa rd o de tra p o s de colores. C uando leva n tó el ro s tro , estaba bañado en lá g rim a s. K rs n a acababa de abando­ n a rla .

La m salílü, el «juego de la danza», la danza c irc u la r que es o rig e n de todas las danzas, no conseguía ordenarse. Cada una de las gopí quería ser la que estuviera m ás cerca de K rsn a . Todas tra ta b a n de estrecharse c o n tra él hasta m ancharle la p ie l con la pasta de a za frá n que em polvaba sus pechos. Así co nsegu iría n al fin d e ja r u na m arca suya en él, aunque sólo fu e ra p o r pocos in s ­ tantes. U n ra c im o de chales, c o rp iñ o s y húm edos pechos sutiles lo encerraba p o r todos los costados. E ntonces, p a ra que la danza p u d ie ra concretarse, K rs n a d e c id ió m u ltip lic a rs e . R e c u rrió a su cie n cia del espejo y del re fle jo . E n el c írc u lo , entre una gopí y la de al lado, apareció o tro K rsn a , que cogía a cada un a de ellas con cada m ano, y g ira b a a lte rn a tiva m e n te la m ira d a , com o s i­ guiendo los pasos de la danza, de m odo que cada u na de las gopí creía que K rs n a sólo estaba con ella. A cada vu e lta era id é n tic a la te la a m a rilla que le ceñía las caderas, pero v a ria b a el c o lo r de la p ie l, entre el a zu l oscuro y e l ja c in to . Así eran los m uchos K rsn a , en ta n to que el ú n ic o K rs n a perm anecía en el ce n tro del c írc u lo , a llí donde las gopí sólo veían u n vacío.

¿El a m o r de K rs n a y Rädhä, así com o el de K rs n a y las gopí, es del tip o svakíya (le g ítim o , conyugal) o parakiyä (ile g ítim o , adúlte ro )? C uestión teoló g ica que atraviesa los siglos com o una espada lla m e a n te y sobre la c u a l los sabios d is p u ta n con vehe­ m encia y con o d io . E n 1717 a c u d ie ro n en m u ltitu d a la co rte de 280

N aw äb J a 'fa r K hän, para re fu ta r las tesis de los adversarios. A cu­ d ían de to d o B engala y de O rissa, pero ta m b ié n de V aranasi y V ik ra m p u r. P o le m iza ro n d u ra n te seis meses, hasta la extenuación. P álidos y dem acrados, d is c u tía n acerca de la m a yo r o m e n o r in ­ tensidad de los juegos eró tico s de K rs n a y de R ädhä, así com o acerca de sus consecuencias celestes: ya que si la lila que p o r u n breve p e río d o de tie m p o se m a n ifie s ta en V rndävana no es sino u na ré p lic a atenuada de aque lla que perennem ente se cum ple en el V rndävana celeste, ¿ sig n ifica eso que el a m o r a d ú lte ro es soberano ta m b ié n en los cielos, y que en p rim e r lu g a r se o fre ­ ce com o m odelo pa ra los dioses? ¿Aquello que es u n m odelo para los dioses deberá p o r eso m ism o serlo ta m b ié n pa ra los hom bres? H abía adem ás otra s cuestiones, no m enos arduas p o r m enos elevadas. S i las dieciséis m il gopis estaban casadas, ¿qué sucedía en sus casas p o r la noche, m ie n tra s ellas danzaban con K rs n a en la rä s a lllä ? ¿Por qué n in g u n o de los m a rid o s se había quejado nunca, y quizás n i s iq u ie ra h abían a d ve rtid o la ausencia de sus esposas? ¿H abía que re c u rrir a la te o ría según la c u a l dieciséis m il sim u la cro s de las gopi h abían perm anecido im p e rtu rb a b le s en sus lechos le g ítim o s, en ta n to sus verdaderos cuerpos se en­ vo lvía n com o parásitos a lre d e d o r de K rsna? La co n tro ve rsia fue m u y d u ra ; en aquellos meses de disputas v o lv ie ro n a re tu m b a r los clam ores de las guerras de - a l m enosios seis siglos a n te rio re s. A l fin a l, los defensores de la tesis favo­ ra b le al a m o r svakiyä a d m itie ro n su d e rro ta . S u scrib ie ro n un docum ento en el que reconocían com o verdadera la d o c trin a de la que siem pre habían abom inado. ¿Cuáles fu e ro n , entonces, los argum entos decisivos que d e te rm in a ro n la soberanía de lo ile g í­ tim o ? Parakiyä es aquello que lle v a a la incandescencia el ele­ m ento m e ta físico del am or: la separación. Pero el «sabor» (rasa) de la «separación» (vira h a ) es ta n in te n so com o en la pasió n ile ­ g ítim a . Adem ás, a aque llo que es parakiyä no le está p e rm itid a la perm anen cia de la posesión. Es u n estado en el que sólo se pue­ de, p o r m om entos, ser poseído. Cosa que corresponde a la esen­ c ia de todas las relaciones con K rsn a . La m u je r que se abandona al a m o r parakiyä es la que m ás se arriesga. V io la r las reglas del orden conyuga l equivale a rechazar los vínculos del m u ndo y 281

abandonarse a aquello que nos reclam a, que está m ás a llá de to d o vín c u lo . Es u n a m o r que no espera fru to s , que nunca los tendrá. A q u e llo que espera u n fru to se consum e en el fru to . M ie n tra s que aque llo que no se preocupa p o r el fru to re s u lta in a ­ gotable. A sí es el p u ro prem an, «am or» líq u id o , d ifu s o , que no se sacia con la fle ch a obsesiva de käm a, «deseo», sin o que la absor­ be en sí y en sí la hace c irc u la r, así com o el sem en de K rs n a s i­ gue c irc u la n d o en su cuerpo s in b ro ta r jam ás. Q uien sigue al käm a qu ie re sólo que la fle ch a alcance el blanco ú n ic o del p la ­ cer. Pero q u ie n sigue a l a m o r paraklyä no puede d e ja r de m ez­ c la r el p la c e r con el m iedo, in c lu s o con u n doble m iedo: el de la separación y el del castigo. A m bos son una am enaza constante, y rodean cada asalto de v o lu p tu o s id a d con u n au ra de liv id e z y e xaltación . S in em bargo, sólo a través de ese m ie d o doble se puede acceder a la «dulzura» (m ädhurya), que es el ca rá cte r ú lti­ m o de K rsn a , el que se revela cuando el ser del am ante ha sido despojado poco a poco, con le n titu d , de todas sus vestim entas. Q uien alcance este p u n to s e n tirá que la m ano de K rs n a le a p rie ­ ta la m uñeca, com o para a yu d a rla a p o n e r el p ie sobre los peñas­ cos de u n a rro y o antes de adentrarse con él h a cia la o tra m a r­ gen. Así los teólogos y los ascetas p u sie ro n fin a la disputa, después de haber aceptado u na d o c trin a que re iv in d ic a b a desde su m ism o nom b re una c o n tra d ic c ió n fla g ra n te y g lo rio sa : el paraklyädharm a, la «ley de lo ile g ítim o » .

«Ladrón del corazón y de la m anteca» lla m a b a n a K rsna. O ta m b ié n «la d ró n de la m anteca del corazón». C uando la pre fe ­ rid a R ädhä duda de él y exige o ír todos sus nom bres, duda de to ­ dos, porque ta m b ié n pueden re fe rirs e a otro s, excepto de uno: «ladrón de m anteca». Sólo este ep íte to designa in c o n fu n d ib le ­ m ente a K rsn a . Desde cuando exploraba a gatas la co cina de Yasodá, un a a tra c c ió n lo em pujaba h a cia aquellas vasijas de a r­ c illa que co n te n ía n una crem a em briagadora. Yasodá tu vo que co lg a r del techo las vasijas p a ra que K rs n a no pudiese alcanzar­ las. Sólo que p a ra él no existía lo inalcanza ble. Se encaram aba sobre las vigas y sobre las ventanas. Yasoda solía so rp re n d e rlo con las m anos m etidas en la m anteca. «Estoy echando a las h o r-

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m igas», se apresuraba a d e c ir K rsn a . La m anteca era el elem en­ to que lo com unicaba con los seres, con todas las m ujeres, con la m adre, con R ädhä, con las gopl.

K rs n a s ig n ific a «Negro», «O scuro». E l p rim e r ser a l que se a p lic ó esta p a la b ra fue el a n tílo p e , que fue adem ás el p rim e ro entre todos lo s seres. Con la p ie l negra del a n tílo p e desollada se ciñe las caderas el sa crifica n te . E l s a c rific io es el perenne acto segundo, ese acto que extrae del p rim e ro una esencia, una a rti­ cu la ció n , que p e rm ite n después, a p a rtir del acto te rce ro , que es la v id a com ún, pasar a c u a lq u ie r o tro acto. E n su faz de am ante, K rs n a no aparecía negro, sin o m ás b ie n azul, violáceo, o a veces m ás cla ro : m alva. Con fre cu e n cia su p ie l recordaba a la g ra n m ancha azulada del cu e llo de Siva, donde se había concentrad o el veneno del océano, la m id o en sus cabañas. E n cam bio, cuando, en el com bate, K rs n a cercenaba cabezas, po­ día vo lv e r a ser negro. E ntonces se encorvaba detrás de sus ho m ­ b ros una te la a m a rilla , que centelleaba ju n to a l bla n co de los ojos.

U na noche de lu n a lle n a , d u ra n te el mes de K á rttik a , los d io ­ ses fo rm a ro n una ro n d a pa ra observar la danza de los am antes perfectos, K rs n a y Rädhä. A q u e lla vez Siva, que ra ra m e n te deja­ ba o ír su voz, cantó para acom pañarlos. M ira n d o fija m e n te am ­ bos cuerpos entrelazados, las vistosas telas que se co n fu n d ía n , los dioses cayeron en u n suave d e liq u io . C uando despertaron, los am antes se habían lic u a d o en u n m a n a n tia l que flu ía sile n ­ cioso h acia el Gangä.

K rs n a dejó la flo re s ta y las praderas de V rndävana p o r la c iu ­ dad de D värakä, donde se u n ió en m a trim o n io con ocho reinas. Las g o p l vagaban en sile n cio . H abituad as a las em ociones del a m o r robado, re p e tía n cada ta n to , cuando se encontrab an solas, las palabras «tú, la d ró n » , s in o b te n e r respuesta. La v id a pasaba com o si K rs n a nunca hubiese estado entre ellas. La separación, el vacío y la ausencia eran las nuevas em ociones, las únicas. 2 83

E nce rra d o en su pala cio , m ie n tra s las ocho reinas, dignas y altiva s, o rb ita b a n a su a lre d e d o r con im p la ca b le p re cisió n , K rs n a se a b u rría . Su ocasional a liv io eran las conversaciones con el v ie jo N ärada. Este rs i n a cid o del cu e llo de B ra h m a y con­ denado p o r B ra h m ä a vagar s in descanso, y que se había visto oblig a d o a ser te stig o de tantas h is to ria s y lugares, aquel v ie jo in ­ trig a n te , cu rio so , a m edio ca m in o entre el alcahuete y el conseje­ ro á u lic o , gra n m úsico, re p e rto rio de anécdotas, m aestro del en­ gaño, a d u la d o r, in te lig e n te , m a lig n o : ¿quién m e jo r que él podía d is tra e rlo de la m elancolía?, pensaba K rsn a . Pasaban las noches ju g a n d o a l ajedrez y charlando . Después N ärada tocaba la vin ä , m ag istra lm e n te , com o siem pre. A K rs n a le d iv e rtía p ro vo ca rlo . U na vez le d ijo : «Cuéntam e de aque lla v id a tuya, cuando eras un gusano y q u isiste esquivar el c a rro de aquel rey.» «C laro, siem ­ pre estam os atados a nuestro cuerpo, in c lu s o cuando som os gu­ sanos...», d ijo N ärada. S onreía, pero estaba algo in có m o d o . Las h is to ria p re fe rid a s de K rs n a eran aquellas re fe rid a s a las dos v i­ das en que N ärada se había v is to tra n sfo rm a d o en m u je r. «Aun­ que has v iv id o com o m u je r y has dado a lu z decenas de h ijo s, nada has en te n d id o de las m ujeres hasta esa vez en que trepaste sobre sus cadáveres para alca n za r u n m ango...» «Puede ser», d ijo N ärada. «Por ejem plo, no en tie n d o cóm o haces tú con todas estas reinas...» «Pero éstas no son las m ujeres», d ijo K rs n a , som ­ b río de p ro n to , y v o lv ió a concentrarse en el ta b le ro .

U na noche N ärada a d v irtió que a K rs n a le b rilla b a n los ojos, y tem blaba. «¿Qué te sucede, m i Señor?», d ijo N ärada. «He co g i­ do unas fiebres», d ijo K rsn a . A l día siguiente , K rs n a no se levan­ tó de la cam a. «D elira», susurraban las doncellas. Pasaron varios días y la fie b re no deponía su v iru le n c ia . N ärada estaba solo en su h a b ita c ió n , pensando ya en reem prende r el cam in o , pero es­ taba preocupado. U n m édico lla m ó a la p uerta. «E l S eñor K rsn a sigue d e lira n d o » , d ijo . «Sólo tie n e deseo. D ice que no se cu ra rá hasta que a lg u ie n le tra ig a el p o lvo que está a d h e rid o a los pies de ciertas m ujeres. Nos preguntam os si el sabio N ärada, que co­ noce el m u ndo m e jo r que nadie, p o d ría ayudam os», conclu yó el m édico. «Por supuesto», d ijo N ärada. Jamás había rechazado 284

i u n encargo que excitase su c u rio s id a d , y to d o le causaba c u rio s i­ dad. «H aré to d o lo posible», agregó. E n p rim e r té rm in o , p id ió ser presentado a las ocho reinas. Les h a bló con su m u llid a y s u til elocuencia, con el to n o de q u ien s o lic ita algo ta n grave com o noble. Las reinas se m ira ro n p o r un m om ento. Después la p rim e ra de ellas h a bló en nom bre de todas: «¿Cómo p odríam os ayudarte? N uestros pies son fragantes de ja z m ín . N os pasam os las horas cuid a n d o la pureza de cada pa rte de nuestro cuerpo. N o podem os o fre c e r a nuestro S eñor K rsn a nada que no sea perfecto. H asta nos hem os o lvid a d o ya de cóm o era el polvo.» N ärada estaba desconcertado. K rsn a no paraba de d e lira r. N ärada se presentó a las m ás nobles dam as de D värakä, re p itió su pedido, con voz v ib ra n te y u n poco in q u ie ta . N adie aceptó. H acer aque llo a lo que las re inas se habían negado sería con to d a seguridad un a indecen cia im p erdona ble. N o lo d ije ro n , pero tem ían p o r sus vidas. N ärada v o lv ió a l p a lacio, desconsolado. Se e n co n tró con un m ensaje del m édico: «E l S eñor K rs n a preg u n ta si N ärada, que busca p o r todas partes, ha buscado ta m b ié n en V m dävana.» N o, d ijo N ärada, no había estado en V m dävana. Se puso en ca­ m in o . S alió de la ciudad, v io cabañas y anim ales. E l paisaje era cada vez m ás s o lita rio y encantador. E n una pra d e ra rodeada de altos árboles oscuros, cerca de las aguas de la Y am unä, v io una m ancha de alegres colores. Ju n to a e lla pacía u na m anada. R einaba el s ile n c io . A l acercarse v io que la m ancha estaba com ­ puesta de varias fig u ra s recostadas, que se m o vie ro n h a cia él. «Eres N ärada, has v is to a K rsna», le d ijo una n iñ a de ojos pe­ netrantes, m ie n tra s las otras lo rodeaban. N ärada te n ía la m ira ­ da baja. O bservaba aquellos pies, pequeños y sucios. «E l S eñor K rs n a está enferm o», m u rm u ró . «N ecesita el p o lvo que está a d h e rid o a los pies de ciertas m ujeres.» Las gopi n i s iq u ie ra contestaron . U na de ellas se había q u ita d o u n paño a zu l y todas las dem ás sacudían d e n tro el p o lvo de sus pies. L o rascaban con las uñas. Después la p rim e ra entregó el paño a N ärada. «Aquí lo tienes. D áselo a nuestro com pañero de juegos. S i esta­ m os com etiendo una fa lta , s u frire m o s el castigo. Estam os d is ­ puestas. S iem pre estam os dispuestas. K rs n a lo es to d o para no­ sotras.» N ärada no d ijo una pa la b ra . Se puso el paño lle n o de 285

p olvo sobre los hom bros, com o u n atado, y se encam inó de v u e lta h acia D värakä. C am inaba absorto, con la cabeza gacha. Parecía u n p e re g rin o o u n m endigo. De p ro n to se detuvo y se so rp re n d ió d icie n d o en voz a lta : «K rsna, tenías ra zó n . A hora he c o m p re n d id o .»

p olvo sobre los hom bros, com o u n atado, y se encam inó de v u e lta h acia D värakä. C am inaba absorto, con la cabeza gacha. Parecía u n p e re g rin o o u n m endigo. De p ro n to se detuvo y se so rp re n d ió d icie n d o en voz a lta : «K rsna, tenías ra zó n . A hora he c o m p re n d id o .»

La época de las gopi quedó en e l corazón de K rs n a com o u n venero de agua transparen te, escondido p o r las cañas. A hora es­ taba rodeado de personas que nada sabían de su adolescencia de p a sto r y que sólo reconocían en él a u n soberano m a d u ro y p ru ­ dente, de cuerpo tod a vía vigoroso y con el ro s tro surcado de ai rugas fin a s. K rs n a no hablaba casi nunca de sí m ism o. U n día fue de v is ita a In d ra p ra s th a , donde v iv ía su herm ana S ubhadrä, esposa de A rju n a , a q u ie n había dado u n h ijo . K rsn a había celebrado p a ra su s o b rin o el r ito del n a c im ie n to . E ra el p rin c ip io de la canícula. A rju n a d ijo : «Tengo ganas de s a lir de la ciu d a d , a bañarm e en la Y am unä con nuestras am igas.» K rsn a re p lic ó : «Yo ta m b ié n tengo ganas de ju g a r en el agua de la Ya­ m unä con nuestras am igas.» H ic ie ro n los prep a ra tivo s. A la p r i­ m era lu z del día, avanzó desde la p u e rta de In d ra p ra s th a u n co r­ te jo v a rio p in to . Siervas, doncellas y dam as ib a n rodeadas p o r carros llenos de canastos fragantes.

R esguardadas p o r las s o m b rilla s , las dos m ujeres de A rju n a , la m ajestuosa D ra u p a d l y la encantadora Subhadrä, conversa­ ban. Parecía u na m ig ra c ió n de m uchachas. E n m edio de ellas, h acia la cola del c o rte jo , ib a n los dos ú nicos hom bres, K rs n a y A rju n a . T am bién ellos conversaban. C uando lle g a ro n a la m argen de la Y am unä el sol aún no se había elevado. Se descargaron las p rovisiones, en m e d io de u n vib ra n te a lb o ro to . Las niñas e xte n d ie ro n sobre la h ie rb a telas 289

blancas y recam adas. Com o expertos artesanos, irg u ie ro n los va­ porosos to ld o s. E l agua em pezaba a centellea r. D etrás, el cla ro aparecía rib e te a d o p o r la m asa oscura del Bosque de K händava, el Bosque del A zúcar Cande. U na alegría absoluta v ib ra b a en el aire. Se elevaba el sonido de la fla u ta , de la vin ä y de las pandere­ tas. A lgunas se h abían z a m b u llid o en el agua, otras form aban corros bajo los to ld o s, otras d isp o n ía n la com ida. R eían, llo ra ­ ban, se contaban secretos. Se veía a D ra u p a d l y S ubhadrä que se q u ita b a n collares y se los p o n ía n en el cu e llo , en las m uñecas, en los to b illo s . K rs n a y A rju n a no se hacían n o ta r. P id ie ro n perm anecer aparte, sentados sobre dos s illa s taraceadas, en el u m b ra l del bosque. C uando queda ro n a solas d e ja ro n de h a b la r. U na expre­ sió n im p ro visa m e n te grave se enseñoreó de sus ro stro s. De p ro n ­ to K rs n a se v o lv ió h a cia las m ujeres lejanas; desde a llí parecían sólo u n enjam bre de pu n to s c o lo rid o s , de alocados m ovim ie n to s. Las voces y lo s sonidos llegaban atenuados, com o u n te m b lo r de fondo. N o vo lve ría n a ve r en su v id a algo ta n de licio so . De hecho, no les quedaba p o r ve r casi nada de delicio so . A rju n a no lo sabía, no podía saberlo, pero com enzaba a s e n tirlo . N o había necesidad de palabras. E n el s ile n cio , se d isp o n ía a a s is tir a algo trem enda­ m ente h o rrib le , cuyos detalles desconocía. De lo m ás tu p id o del bosque v ie ro n despun tar una fig u ra a lta , fla c a y e rguida, con u na b a rb a ro jiz a y la p ie l de o ro fu n d i­ do, que se v is lu m b ra b a b ajo los vestidos negros. U n brahm án. Parecía exhausto y airado. D ijo : «Sé quiénes sois. Y o soy un brahm án voraz. D adm e u n a lim e n to que sea d ig n o de m í.» K rs n a le p re g u n tó qué a lim e n to p o d ría saciarlo. «Yo soy A gni», d ijo el brahm án. «Nada puede saciarm e salvo este bosque ente­ ro . N o puedo que m a rlo s in ayuda, p orque m e flaquea n las fu e r­ zas y porque In d ra protege este lugar.» K rs n a levantó la m ira d a : v io re u n irse pesadas nubes oscuras. D ebían b a tirse ju n to s con­ tra el padre de A rju n a , soberano de los dioses. K rs n a se s in tió se­ cretam ente co m placido. «¿Cómo es p o sib le que A g n i no consiga arder?», p re g u n tó K rsn a . «Podría, pero no sin vuestra ayuda. Es una h is to ria tris te . U n s a c rific io insensato. U n rey ja cta n cio so y te m e ra rio m e ha a lim e n ta d o de m anteca fu n d id a d u ra n te doce años. Q uería ascender al cie lo con su s a c rific io . Es el culp a b le de 290

m i d e b ilid a d . A h o ra anhelo pla n ta s y carne. M i boca siente n áu­ seas de aquella m anteca. A hora sólo q u ie ro a lim e n to salvaje. M iro este bosque y no consigo hacerle m e lla . Siete veces he en­ cendido el fuego; siete veces los elefantes y Näga lo han sofoca­ do. Pero puedo ofreceros arm as in vencible s. Las necesitaréis d e n tro de poco», d ijo A gni, con u na sonrisa m aligna. Las m anos de A rju n a se c e rra ro n sobre e l arco G ándlva. E n las de K rs n a aparecieron el disco y la m aza. E l b ra h m á n v o lv ió a co n ve rtirse en fuego. Se a rra stra b a hacia el bosque. P ro n to se c o n v irtió en una lla m a enorm e, u n e s ta llid o y u n to rb e llin o . A rju n a y K rs n a se h abían apostado, in m ó vile s, en los extrem os opuestos del cla ro . Los a la rid o s de las bestias se m ezclaban con las crepitacione s. Los anim ales h u ía n en banda­ das hacia el cla ro , con desesperación en la m ira d a . E lefantes, an­ tílopes, m onos, b ú fa lo s, m ariposas, tig re s, topos, dem onios, ca­ bras, serpientes, a rd illa s , pájaros de v a ria d a especie. A rju n a los he ría uno p o r uno, desde los m ás feroces a los m ás in ofensivo s, de los enorm es a los m inúsculos, disparand o flechas de sus dos aljabas inagotables. A cada fle ch a que lanzaba sentía con ig u a l i ntensidad la insensatez y la necesidad de su acto. ¿Cuántas veces debería v o lv e r a m atar? Y en el fo n d o c u a lq u ie r o tra fo rm a de m a ta r, in c lu s o la m ás ju s tific a d a e irre p re n s ib le , sería s im ila r a la m asacre de aquellas bestias que escapaban de o tra m uerte. La insensatez era enceguecedora, la necesidad sólo u n h ilo , pero d u ­ rís im o , que lo ataba a K rsn a , a aquel am igo en el que c o n fia b a de ta l fo rm a que a veces lo sentía o b ra r d e n tro de sí, encerrado en una celda que p o r m om entos se abría. In c lu s o en aquel m om en­ to , m ie n tra s disparaba las flechas, la m ano de A rju n a era u n guante d e n tro del cu a l se te n d ía la m ano firm e de K rsn a . M ie n ­ tras ta n to , desde la p a rte opuesta del cla ro , K rsn a no paraba de golpear, com o u na estatua m ecánica. E ra n m u y pocos los a n i­ m ales que escapaban a su disco a fila d o , que enseguida v o lv ía a sus m anos. Y era en vano escapar, adem ás, porque acto seguido caían abatidos p o r la m aza de K rsn a . F rente a ellos ya no que­ daba o tra cosa que la lla m a devorante. A tó n ito s, los dioses m ira b a n desde el cie lo . «¿Por qué A g n i quem a estos seres? ¿Es la señal de que e l fin del m undo está cer­ ca? ¿Acaso la Yegua S ubm a rin a está levantando la cabeza?», in 291

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te rro g a ro n , d irig ié n d o se a In d ra . «¿Y p o r qué ju sta m e n te A rju n a , tu h ijo , debe a yu d a r a l m undo a consum irse? ¿Por qué dejas que destruyan ese bosque, que siem pre has protegido?» In d ra no contestó. E n s ile n c io , desencadenó las aguas. Se p re c ip ita b a n com pactas, en líq u id a s m u ra lla s. Pero cuando alcanzaban las llam as se evaporaban. Las flechas de A rju n a oscurecían el cie lo y atravesaban las gotas. E l cla ro estaba c u b ie rto p o r una a lfo m b ra de cuerpos heridos. A q u í y a llá se am ontonaban en tú m u lo s . D i­ b u ja b a n las fra n ja s de a lim e n to de A g n i, el a rd ie n te azúcar cande del que estaba ávido. E l bosque a rd ió d u ra n te seis días. E l sonido de las agonías in v is ib le s nunca cesó. Los anim ales o los Dánava que salían al d escubie rto eran cada vez m enos num erosos. E l es­ tru e n d o se fue aquieta ndo poco a poco. Se oía todavía algún cuerpo que caía, re m o to , y el to rb e llin o s ib ila n te de las llam as.

C uando A g n i v o lv ió a presentarse fre n te a A rju n a su ham bre estaba saciada; resplandecía, después de haber tragado a u té n ti­ cos río s de grasa y de tu étano . D io las gracias a sus dos c ó m p li­ ces y se despidió : «Idos donde os plazca.» H u b o u n m om ento de im p ro v is o s ile n c io , ro to a l in sta n te p o r u n vuelo lig e ro . K rsna, A rju n a y A g n i le va n ta ro n la m ira d a . V ie ro n cu a tro pequeños pá­ ja ro s que se elevaban hacia el cie lo . Los ú n icos seres que habían so brevivido. E ra n los C uatro Veda. A rju n a y K rs n a b a ja ro n nuevam ente la m ira d a , im pasibles, sobre el bosque calcinado . A sus espaldas se extendía la lla n u ra opaca y tris te hasta la m argen de la Y am unä. De p ie , las m ucha­ chas y las dam as que los habían escoltado los m ira b a n . F o rm a ­ ban una c in ta , y sobre la cara y los vestidos de todas ellas se ha­ b ía posado u na p e líc u la de ceniza. Y a no quedaba en p ie n i u n solo to ld o , abatidos p o r el v ie n to . Éste fue el a n u n cio de la g uerra fría entre los cin co Pändava y sus p rim o s K aurava. K rs n a y A rju n a p e rm anecie ro n sentados la rg o ra to en la rib e ra de la Y am unä, solos, m ira n d o el agua que co rría . Después v o lv ie ro n a In d ra p ra s th a , com o vagabundos, s in d e c ir n i una p alabra.

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M ie n tra s ard ía el Bosque de K hándava, A rju n a recordaba el c re p ita r de o tra hoguera reciente, en la que él m ism o estaba des­ tin a d o a m o rir, con sus cu a tro herm anos, según el designio de sus p rim o s K aurava. La hoguera de la casa de laca. Casa funesta, elegante, lig e ra , que los había hospedado d u ra n te u n la rg o pe­ rio d o de fiesta, en Váranávata. T am bién a llí la m anteca fu n d id a . A quel o lo r penetran te y pesado se m ezclaba con el o lo r del cáña­ m o, del corcho y de la caña en las cu a tro grandes salas. Las fin a s colum nas habían sido untadas de m anteca, para que a rd ie ra n m e jo r. C on enigm áticos gestos el tío V id u ra había dejado e ntrever el engaño. E ntonces los Pándava h abían cavado una galería de to p o . Cada noche se m e tía n en su escondite, arm ados, y velaban. D u ra n te meses esperaron la ocasión de h u ir, dejando que creye­ ra n que habían m u e rto en la hoguera. C inco N isáda desconoci­ dos, ebrios, y su m adre, hun d id o s entre los alm ohadones, n i s i­ q u ie ra tu v ie ro n tie m p o de darse cuenta del e s ta llid o de las llam as, una noche. Sus esqueletos carbonizados b rin d a ro n a los K aurava la certeza de que sus aborrecido s p rim o s Pándava n u n ­ ca serían u n estorbo.

Los Pándava y su m adre K u n ti c o rría n en la noche com o a n i­ m ales perseguidos p o r los perros. S alían de p ro n to de sus gale­ ría s y se lanzaban h a cia el bosque, m ie n tra s a sus espaldas el re sp la n d o r de la hoguera se atenuaba. Los árboles eran sacu­ d idos p o r ráfagas rabiosas. La te n s ió n de u n año de v ig ilia o b li­ gada y torm e n to sa em pezaba a deshacerse. Pero no osaban pen­ sar que eran lib re s . S ólo B h im a , en el cen tro , abatía todos los obstáculos. Se p o d ía n o ír los tro n co s descuajados a su paso. V io la a flic c ió n de los otro s. E ntonces se cargó a K u n tí sobre sus hom bros, con suavidad. A sió a los gem elos, N a ku la y Sahadeva, después a A rju n a y Y u d h is th ira , apretándolos bajo sus brazos. Y s ig u ió avanzando, com o una m on ta ñ a anim ada. É l era el v ie n to tem pestuoso que abatía las plantas y a b ría u n sendero entre las tin ie b la s .

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Desde su n a c im ie n to , los cin co herm anos Pändava, que sólo p o r su nom bre eran h ijo s de Pändu, ya que cada un o de ellos a lo ­ ja b a la «porción», arrisa, de u n dios d is tin to , en ta n to h abían sido procreados p o r dioses diversos en el v ie n tre de K u n tI (y de M ä d rI) -Y u d h is th ira p o r D harm a, B h lm a p o r Vayu, A rju n a p o r In d ra , los gem elos N a ku la y Sahadeva p o r los gem elos A svin -, desde su n a c im ie n to los Pändava h abían a d ve rtid o una te n sió n m a lig n a entre ellos y los p rim o s K aurava. C uando se e n fre n ta ­ ban en los juegos parecía que se estuviesen b a tie n d o a m uerte. T an enrevesada era su ascendencia com ún que no había n in g u n a certeza acerca de cuál de ellos sería, llegado el m om ento, el le g íti­ m o soberano de H a stin ä p u ra . Las teorías que c irc u la b a n eran dem asiado disparatadas com o para o to rg a rle s alguna le g itim i­ dad. Todas ellas p odían parecer re la tiva m e n te razonables. C uando los K aurava p re p a ra ro n la tra m p a de la casa de laca, para que u n día sus p rim o s se ca rb o n iza ra n en vid a , los Pändava no se so rp re n d ie ro n . «Y ahora», pensó A rju n a m ie n tra s in ce n ­ dia b a el Bosque de Khändava, «otra hoguera. P ara m a ta r a cen­ tenares de anim ales desesperados he te n id o que e n fre n ta rm e a m i padre, In d ra . P or una em presa que m uchos ju z g a ría n des­ honrosa he re c ib id o en o fre n d a el arco G ändiva, que siem pre ha­ b ía deseado. Para fo rm a r u n desierto de ceniza he debido a ctu a r ju n to a K rsn a , m i com pañero perpetuo . S i to d o esto m e parece insensato debe ser que tie n e dem asiado sentido.»

V ista desde lejos, la guerra que se anuncia ba en tre lo s Pända­ va y los K aurava podía parecer m u y s im ila r a la m asacre de los anim ales que h u ía n del Bosque de K händava. T ra s to rn a ría los rangos y los rencores, en la fuga y en la m uerte. K äla, T iem po, ten ía p ris a p o r c e rra r u n eón. La g u e rra era ante to d o u n p re te x­ to para fa c ilita rle la la b o r. N o ta n to aquel día, m ie n tra s tensaba in fa tig a b le m e n te el arco fre n te a l bosque en llam as, sin o más tarde, a lo la rg o de los años, A rju n a no dejó de pregunta rse p o r qué había te n id o lu g a r aquella c a rn ice ría . Y en qué sen tid o ha­ bía sucedido «por el b ie n de los m undos». M a ta r a los p ro p io s parientes era en el fo n d o m ucho m ás fá c il que ju s tific a rlo s . Pero ¿y aquellos anim ales que escapaban del bosque en llam as? ¿Por 294

qué? A iju n a no obtu vo n in g u n a respuesta. S iem pre v o lv ía a ver a K rsn a , con el disco m o rtífe ro y la m aza que golpeaba s in re m i­ sión. Después recordaba la vez en que In d ra , su padre, h u m illa ­ do p o r las flechas del h ijo , se había adelantado y o fre c id o una g racia a K rsn a , con gesto m agnánim o. U n dios soberano, pero de u na soberanía arcaica, ofre cía la gra cia a u n rey, que era ade­ más u n dios soberano en tre los soberanos. E n ese m om ento A r­ ju n a n i s iq u ie ra había a d ve rtid o la s in g u la rid a d casi burlesca de lo que estaba sucediendo. S in em bargo, recordaba claram ente cuál era la g racia que había s o lic ita d o K rsn a : la am ista d de A rju ­ na, p a ra siem pre.

La ocasión que había p ro p ic ia d o el p rim e r e ncuen tro entre K rs n a y A rju n a fue in ic ia tiv a de D ra u p a d í, la princesa de los Pañcála, el pueblo del C inco y de las M uñecas. N acida del fuego s a c rific ia l, tenía el c o lo r oscuro, casi negro (p o r eso la lla m a b a n K rs n a ), de los tro n co s carbonizados. O lía a lo to azul. Su padre, el rey D rupada, p ro c la m ó para e lla u n svayam vara, la cerem onia de la elección del esposo. Los pretendie ntes debían c o m p e tir en el tir o con arco. D isfrazados de brahm anes, huéspedes de u n a l­ fa re ro , los Pándava se preparab an pa ra la prueba. Los festejos, suntuosos y extenuantes, se p ro lo n g a ro n d u ra n te quince días. Pero nadie había v is to aún a D ra u p a d í. E l decim osexto día la princesa se dejó ve r en la arena, tocada de una g u irn a ld a de o ro que b rilla b a sobre su p ie l b ru ñ id a y sobre su vestido blanco. T o­ dos a la vez, los pretendie ntes se p u sie ro n de pie, g rita n d o : «D raupadí será para m í.» C entenares de pendientes centellea­ ro n al sol. E n tre los huéspedes estaba ta m b ié n K rsn a , a la cabe­ za de los V rsni. Fue el ú n ic o en tre la m u ltitu d que re conoció in ­ m ediatam ente a los Pándava, m ezclados entre los brahm anes. Y, entre los Pándava, fijó la m ira d a en A rju n a . C uánto tie m p o ha­ b ía n perm anecido aferrados a ram as opuestas de la asvattha que atraviesa los m undos, cuánto tie m p o habían navegado ju n to s a la d e riva sobre las aguas s in fin , cuánto tie m p o (¿m iles de años?) habían perm anecid o sentados en aquel n ic h o de roca en B a d a rI, uno con la p ie rn a derecha doblada, el o tro con la izq u ie rd a , m ientras a l fo n d o se oía el b o rb o lla r de u n río . A hora se recono295

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cenan com o hom bres extraviados e n tre la m u ltitu d de los h o m ­ bres. M ie n tra s ta n to , los o tro s p rín cip e s h abían fa lla d o . K rs n a v io a A rju n a tensar el arco con la izq u ie rd a , lentam ente. Pensó: «No el bosque, sin o el á rb o l. N o el á rb o l sino el pája ro . N o el pá­ ja ro , sino la cabeza. A hora...» Se oyó u n gran a la rid o . E l blanco: atravesado. D ra u p a d l m ira b a a A rju n a , ra d ia n te . Avanzó hacia él con u na corona de flo re s blancas.

Breve fue el tie m p o d u ra n te el cu a l D ra u p a d l pu d o sentirse esposa de A rju n a , el elegido. Sabía que había ingresado en una fa m ilia sin g u la r, con aquellos c in co herm anos ta n d is tin to s y a r­ tic u la d o s com o los dedos de una m ano. Todos le parecían fa sci­ nantes, pero cuando m ira b a a A rju n a no ten ía necesidad de nada m ás. E nseguida se y u xta p o n ía n lo s otro s: Y u d h is th ira , gra ­ ve, severo, con algo té tric o com o tra sfo n d o ; B h im a , a l que lla m a ­ ban V ie n tre de L o b o y parecía una to rre ; N a ku la y Sahadeva, los gem elos, dos p u ra sangre. «¿Quién fue capaz de estar con todos ellos? La m adre, K u n tI» , pensó D ra u p a d l. Tem ía el m om ento en que se e n c o n tra ría con ella. S a lie ro n de la ciu d a d . D ra u p a d l pisaba sobre las h u e llas de A rju n a y fantaseaba sobre su nueva vida. N o sabía que nunca m ás s e n tiría aque lla e u fo ria y aquella ligereza. H abía una m a ra ­ ña de cañas. Los pies se h u n d ía n en el lo d o . Q uienes se cruzaban con ellos los tom a b a n p o r u n g ru p o de peregrinos. A rju n a ib a a la cabeza. Q uería ser el p rim e ro en anunciarse a la m adre. A l sa­ l i r del bosque se e n co n tró fre n te a una casa baja, rodeada de t i­ najas. E n tra ro n en u na h a b ita c ió n a m p lia y oscura, en la que se advertía u na presencia. «M adre, m ira lo que te hem os tra íd o ...» K u n tI n i siq u ie ra alzó la m ira d a h a cia la p u e rta in u n d a d a de lu z; m u rm u ró : «R epartírosla entre vosotros.» Se re fe ría a la lim o sn a . Pero la p a la b ra de la m adre era in apela ble: así D ra u p a d l se con­ v irtió en esposa de los cin co herm anos, d iv id id a p o r ig u a l entre ellos. C om o u n inag o ta b le cuenco de arro z. C uando lle g ó la n o ­ che, se exte n d ió a lo s pies de aquellos c in c o herm anos, que ape­ nas conocía, com o u n alm ohadón.

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E sta b le cie ro n d u ra n te cuánto tie m p o y en qué orden D raup a d i c o n v iv iría con cada uno de los herm anos. A gregaron una sola regla: si uno de los Pándava sorprendía a D ra u p a d í a solas con o tro de ellos, debería perm anecer alejado, en e l bosque, d u ­ ra n te doce meses. Eso le sucedió a A rju n a . H abía in te rru m p id o el c o ito de Y u d h is th ira y D ra u p a d í al irru m p ir en la h a b ita c ió n para coger las arm as que estaban ju n to a l lecho. Fue una v io la c ió n in te n cio n a d a . De o tro m odo h u b ie ra debido re n u n c ia r a p re s ta r a u x ilio a u n bra h m á n indefen so que le pedía ayuda. Y u d h is th ira in te n tó re te n e r a su herm ano, bus­ cando argum entos capciosos que le p e rm itie ra n esquivar el cas­ tig o . Pero fue el p ro p io A rju n a q u ie n in s is tió . Q uería saber lo que s ig n ific a b a estar solo en el m undo. A lejarse de sus herm anos, de sus p rim o s , de su m adre. Y ta m b ié n de aquella m a ra v illo s a espo­ sa, a la que casi no podía acercarse. Buscaba algo e xó tico e in u s i­ tado: e n c o n tra r la experiencia, c u a lq u ie r experiencia , exponerse a l azar.

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Los m alévolos d ije ro n que nadie había v is to ta n to s lugares santos y tantas m ujeres bellas en la Is la de la Jam bü com o A rju na en sus meses de vagabundeo. E rra b a com o u no de los tantos brahm acärin, estudiantes del brahm an, entregados a la pureza y a la castidad. Se bañó en las aguas de la U tp a lin I, de la A lakanandá, de la K a u siki y de la Gaya, adem ás de las del Gaúgá, donde U lü p l, h ija del re y Naga, d e lira n d o de deseo lo a rra s tró b a jo el agua. A rju n a superó sus escrúpulos cuando U lü p l lo convenció de que sólo el c o ito con él p o d ría salvarla. P or o tra pa rte , se sinlió m ás tra n q u ilo en cuanto v io que, ta m b ié n en el fo n d o del gra n río , en el p a la cio de los Nága, se celebraban los rito s fre n te al fuego b ra h m á n ico . N o lo d ijo , pero pensó que el dharm a no sobrevive si no está a lia d o con los Nága. D etrás de la h o s tilid a d v is ib le , entre el e s p íritu y la serpiente existe el m ás a n tig u o de los pactos. Adem ás, no dejaba de causarle c u rio s id a d el pasar una noche de am ores líq u id o s con una m uchacha-serpiente. N uevam ente sería el agua el escenario de sus aventuras. Se encontraba u n día lu ch a n d o a m uerte con u n c o c o d rilo , en los pantanos del extrem o sur. V io tra n sfo rm a rse la b estia h o rrip ila n te , a la que 297

estrechaba en tre sus brazos, en una Apsaras, que in m e d ia ta ­ m ente le d irig ió la p alabra: «Somos cin co , bellas y a ltiva s, irre v e ­ rentes y m aldecidas p o r u n asceta. Y o m e lla m o V arga. Te espe­ rábam os p a ra que nos rescatases...» «E ntre sus m anos, in clu so u n c o c o d rilo se tra n s fo rm a en m uchacha», no d e ja ro n de glosar, u na vez m ás, los m alévolos, cuando esta h is to ria em pezó a pasar de boca en boca.

E n su p e re g rin a je A rju n a había llegado a la costa del océano o ccid e n ta l. K rs n a lo e n co n tró en Prabhása. Se abra za ro n y se sentaron en el bosque. E n el fo n d o , nunca h abían hablado a so­ las. K rs n a em pezó p o r p re g u n ta rle a A rju n a : «¿Por qué estás re ­ c o rrie n d o los lugares santos?» A rju n a se lo explicaba. Podían parecer am igos que se in te rc a m b ia b a n anécdotas tra s u na larg a separación. Pero A rju n a se daba cuenta, y quería observarlo con estudiada le n titu d , de que K rs n a era la m ira d a que m ira b a su m ira d a , la m ente en el fo n d o de su m ente, que ya sabía to d o lo que A rju n a in te n ta b a saber. C on aquel com pañero, v is ib le o in ­ v is ib le , to d a su vid a cam biaba. Ya no bastaba ser u n gu e rre ro in ­ ve n cible en el tir o con arco. N i b a tirse p o r el dharm a, p o r la Ley. Antes que to d o eso era necesario que la m ente se a b rie ra y se se­ p a ra ra en aquellos dos fuegos. U na sensación de q u ie tu d , d is tin ­ ta de c u a lq u ie r o tra , se expandía en A rju n a : ahora sabía que, h i­ cie ra lo que h ic ie ra , K rs n a no h a ría nunca nada en su con tra , in c lu s o aunque se opusiera - y con cuánta fre c u e n c ia - a su pen­ sam iento, a su m ira d a , a sus palabras. A hora las palabras de A r­ ju n a sonaban cada vez m ás espaciadas, com o s i en lo s in te rva lo s se re a bsorbie ra en el o tro , que lo m ira b a en s ile n c io . K rs n a lo in ­ te rru m p ió : «Vam os al m onte R aivataka. H ay una g ra n fiesta, con actores y b a ilarines.»

La m on ta ñ a estaba ilu m in a d a p o r antorchas com o un a in ­ m ensa sala. La ju v e n tu d de los V rsn i zum baba com o u n enjam ­ bre, adornada con g u irn a ld a s y brazaletes. A rju n a deam bulaba, c u rio so y alegre, y K rs n a lo seguía. De p ro n to v io a S ubhadrá y se detuvo, in m ó v il en m edio de la m uchedum bre. E ra la belleza 298

m ism a. Pero era adem ás o tra cosa: u n ser fe liz . E l tie m p o se a b ría fre n te a ella. A su espalda, A rju n a oyó la voz in sin u a n te y serena de K rsn a : «¿Cómo es p o sib le que u n poderoso asceta com o tú , acostum brado a la v id a en el bosque, sea u na presa ta n fá c il p a ra el am or? Ésa es S ubhadrá, m i herm ana.» T odo suce­ día con gran rap id e z. A rju n a d ijo : «Cuando la m iro , la tie rra m e sonríe.» K rs n a m ostraba esa expresión absorta y re fle x iv a que solía a s u m ir cuando hablaba del arte del gobierno . D ijo : «Según la regla, u n ksatriya debería c u m p lir el svayam vara. Pero la elec­ c ió n del esposo nunca es del to d o segura. P odría p re fe rir a o tro . S in em bargo, u n ksatriya puede re c u rrir a l ra p to . T am bién está p e rm itid o . R apta a la b e lla S ubhadrá. Es m i consejo. De to d o lo dem ás ya m e ocupo yo.»

A l fin a l de los doce meses A rju n a se presentó ante sus h erm a­ nos y ante D ra u p a d í. S ubhadrá estaba ju n to a él, ru tila n te en su vestido de seda ro ja . D ra u p a d í m iró a A rju n a y d ijo : «Cuando se deshace u n fa rd o , el nudo m ás v ie jo se desata en p rim e r lugar.» A rju n a in te n tó re p lic a r, com o p o r o b lig a ció n . Parecía que D ra u ­ p a d í, severa y a ltiv a , no lo oía. T ie m p o después, A rju n a v o lv ió a presentarse a D raupadí con Subhadrá. L a había hecho v e s tir com o xm &gopl. E staba aún m ás herm osa, s i eso era posible. R enacía en e lla u na re m o ta fe lic i­ dad, la de los p rim e ro s años de su herm ano, K rsn a . E n esta oca­ sión, fue S ubhadrá q u ie n se d irig ió a D ra u p a d í. D ijo : «Soy Sub­ hadrá, tu sierva.» D ra u p a d í s o n rió . «Haz que a l m enos tu m a rid o no tenga a sus herm anos p o r rivales,» d ijo . S ubhadrá re ­ puso, con voz fervorosa: «Así será...» Desde ese m om ento no hubo m ás d isco rd ia s entre am bas m ujeres. Pocos meses después S ubhadrá d io a lu z a A bhim anyu .

E n el cie lo de In d ra nunca había e x is tid o ta n ta cu rio s id a d com o cuando A rju n a estaba a p u n to de a rrib a r a él. «¡E l h ijo ! ¡E l h ijo ! ¡E l p re d ile cto !» , se sentía m u rm u ra r. M ie n tra s ta n to , A rju ­ na m ira b a a su a lrededo r, entre los picos, las m orenas y los va­ lles oscuros y azules del H im a la ya , donde había d escubie rto el 299

te rro r y la soledad absoluta. Pero ahora saludaba a las m ontañas con g ra titu d y em oción: «He v iv id o fe liz entre vosotras», decía. «Aquí he d escubie rto el tapas y lo he p ra c tic a d o hasta que los bosques han com enzado a a rder. A q u í he perm anecid o in m ó v il d u ra n te meses, alim e n tá n d o m e de v ie n to . A q u í he v is to pasar in ­ num erables c ria tu ra s efím eras, carentes de karm an, que sólo obedecían a l im p e ra tiv o : “ ¡Vive! ¡M uere!” A quí m e he b a tid o con u n cazador salvaje que h iz o de m í u na a lb ó n d ig a s a c rific ia l, u n ­ tada de sangre, antes de entregarm e el arm a que vence sobre to ­ das las arm as, la cabeza co rta d a de B rahm a, que puede ser arrancada con el pensam iento, con la m ira d a , con la p a la b ra o con el arco.» C o ntinua ba enum erando con o rg u llo los episodios de su v id a s o lita ria . N o parecía s iq u ie ra que el c ie lo lo atrayese. Fue entonces cuando el a u rig a M ä ta li irru m p ió desde las n u ­ bes con el estandarte V a ija ya n ta izado, de u n a zu l p ro fu n d o , y el c a rro del que sobresalían guedejas de serpientes. «Tu padre te llam a ...» , d ijo . «Q uiere que todos los Celestes te acojan...» M ie n ­ tra s el c a rro se elevaba con él, A rju n a v io otro s m illa re s de carros que vagaban p o r el aire. Las luces que e m itía n eclipsaban al sol y a la lu n a . M ä ta li se los señalaba com o si fu e ra u na guía, p re c i­ sando el nom b re de aquellos a quienes pertenecían. E n su m ayo­ ría eran antigua s serpientes, a las que A rju n a apenas había oído n o m b ra r alguna vez. Supo que se acercaba a la re sid e n cia d iv i­ na cuando se delin e ó u n enorm e elefante blanco, con cu a tro c o l­ m illo s . «Debe de ser A irávata...», pensaba A rju n a , cuando ya A m a rä va tI, la ciu d a d de In d ra , se a b ría de p a r en p a r ante sus ojos. U na m u ltitu d ru id o sa y abig a rra d a lo esperaba. M ás que los dioses, que fue reconocien do poco a poco, le im p re sio n a b a la m u ltitu d de los G andharva y de las Apsaras. Acaso aún m ás be­ llo s que los dioses, lig e ro s, vib ra n te s, frív o lo s , esos seres pare­ cían los aborígenes del cie lo . Después v io al padre, b a jo una a lta s o m b rilla blanca, o c u lto p o r u n abanico fragante. Los cantos de los G andha rva fo rm a b a n fre n é tico s to rb e llin o s , y las Apsaras m ovían lentam ente las caderas. N adie había n o ta d o jam ás una te rn u ra sem ejante en la m ira d a de In d ra . Se acercó a A rju n a , le cogió la m ano, le a ca ric ió la m e jilla y los largos brazos. La palm a a b ie rta del re y de los dioses m ostraba las c ica trice s dejadas p o r el rayo, m ie n tra s la acercaba, con gesto cauto y casi in c ré d u lo , al 300

torso de A rju n a , a l tie m p o que aspiraba el o lo r de su cabeza. Después In d ra g u ió a su h ijo h a cia el tro n o y se sentó ju n to a él. Q uizás, pa ra A rju n a , ése fue el p rim e r m om ento de com pleta be­ a titu d . N ada se le exigía. A b o lid o el peso del deber. E l cie lo era un espectáculo especialm ente preparad o para aquel día. M ira b a cóm o se afanaban los G andharva con palanganas lle ­ nas de agua para la va rle los pies, para que se refrescara después de su la rg o via je . L a m ira d a de A rju n a re c o rría el c írc u lo agitado de las Apsaras. P reguntó sus nom bres, susurrando a M á ta li, que perm anecía a su lado. M á ta li enum eró: «G hrtáci, M enaká, R am bhá, P ü rv a c itti, Svayam prabhá, U rvasI, M israkesI, D undu, G aurí, V a rü th in í, Sahá, M a d h u ra s v a rá ...» Y aún no había te rm i­ nado. A rju n a no podía se g u irlo . A lgunos de esos nom bres evoca­ ban h is to ria s que había oído en su in fa n c ia , acerca de princesas, rs i, guerreros y cazadores. Pero aquellas heroínas parecían ha­ b e r vu e lto agrupadas en una com pañía de b a ile , com o si todas juntas fo rm a ra n una sola h is to ria , u n solo ro s tro , orgullosas de su fo rm a de re fra cta rse y centellea r. «Tendré que aprende r a re ­ conocerlas...», pensaba A rju n a . N o dejaba de re c o rre r con la m i­ rada, incansable, aquellos cuerpos. E n su re g o cijo , en su fu lg o r, los ojos que encontraba te n ía n algo de vacuo, de in d ife re n te , com o piedras engastadas. In c lu s o los undosos senos, sostenidos p o r co rp iñ o s perlados, in c lu s o las suaves caderas parecían p in ­ tadas. H asta que A rju n a se v io im p u lsa d o a detener sus ojos so­ bre los de una Apsaras en p a rtic u la r. «Póm ulos prom inente s, ig u a l que lo s m íos», pensó. A d v irtió que su m ira d a se h u n d ía en aquellos ojos lejanos y firm e s com o en u n lago. «¿Quién es aque­ lla Apsaras de p ó m ulos prom inentes?», p re g u n tó a M á ta li. «Es U rvasI», d ijo el auriga.

«¿Qué se puede hacer en el cielo?», se pregunta ba A rju n a en sus h a bitacio nes, m ie n tra s su pensam iento ib a ya en busca de sus herm anos, de los que acababa de separarse. «Se re cib e n a r­ m as com o dádiva», le respondería, poco después, su padre. In ­ d ra lo a d ie stró en el uso de la va jra , del rayo. «Pero eso no es todo», agregó. «Ahora deberás aprende r las danzas y los cantos que los hom bres ignoran» , d ijo señalando a u n G andharva que 301

lo seguía. «Ése es C itrasena. Será tu am igo y m aestro. C onfíate a él.»

A hora A rju n a sabía ca n ta r y b a ila r com o se hace en el cie lo de In d ra y lo s hom bres no saben. P racticaba todos lo s días, con los G andharva y las Apsaras. Pero no estaba tra n q u ilo . N o deja­ ba de pensar en sus herm anos errantes y agraviados, en la tie rra . C itrasena lo com prendía y h á b ilm e n te d is tra ía su m ente hacia o tra cosa. «¿Cómo se lla m a aquella Apsaras que ha pasado hace u n m om ento y que m ira b a de reojo?», p re g u n tó u n día A rju n a . «Es U rvasI», contestó C itrasena, m ie n tra s pensaba: «N adie sino U rvasI p o d rá re te n e r a A rju n a en el cielo.» C itrasena fue ense­ g u ida a ve r a In d ra y le co n tó lo o c u rrid o . In d ra le encargó en­ tonces que actuase com o in te rm e d ia rio para que A rju n a y U rvasI se c o n v irtie ra n en am antes. U rvasI lo acogió com o si ya co nociera la m is ió n dispuesta p o r In d ra . «C itrasena, no gastes m ás palabras de las necesarias. Ya he v is to la belleza de A rju n a . Y tú sabes que m e gustan los hom bres», d ijo con una sonrisa s in alegría. Después, bajand o la voz, com o si h a b la ra p a ra sí m ism a, agregó: «E stoy oblig a d a a que m e gusten lo s hom bres.» Esa m ism a noche, fra g a n te de p o ­ m ada de sándalo, acom pañada del d é b il tin tin e o de su to b ille ra , u n ta n to bebida, U rvasI se presentó en las h a bitacio nes de A rju ­ na. Pero a él n o lo in v a d ió la d e lic ia , sin o u na fo rm a desconocida de te rro r. S in pensarlo, bajó la m ira d a . S usurró palabras de sa­ lu d o fo rm a l. U rvasI repuso, con su voz de c o n tra lto : «Cuando llegaste rodeado de centenares de seres celestiales, m e m ira ste una vez, con tu m ira d a que no cede. H e recordado esa m ira d a . H ace siglos que la conozco. Después C itrasena v in o a v is ita rm e y m e d ijo que tú ta m b ié n la recordabas. A hora estoy aquí...» A m e­ d id a que U rvasI hablaba el te rro r de A rju n a crecía. Se tapaba las orejas com o u n n iñ o . Después d ijo : «Es verdad que te he m ira d o . Pero después he com p re n d id o que tú eres la m adre de la d inas­ tía lu n a r. Y yo soy el ú ltim o de los h ijo s de la d in a stía lu n a r. Eres m i m adre. ¿Cómo p o d ría tocarte?» La m ira d a de U rvasI era tris ­ te y fría . D ijo : «N osotras, las Apsaras, no sabem os de vínculos. N uestro re in o es la em oción. A borrecem os la u tilid a d . S in em 302

bargo, si en la tie rra conocéis el fuego es sólo gracias a que u n día le ja n o abandoné a aquel que m e deseaba, que era tu padre. E l fuego fue lib e ra d o p o r m i ausencia. Todavía arde. A rderá siem pre. E sta vez soy yo q u ie n te sigue. N o m e rechaces.» A rju na estaba ríg id o : «Sólo te debo respeto.» U rvasI se puso lív id a : «U ltrajas a una m u je r que te ha o fre c id o tu padre. Rechazas a una m u je r que te desea. E ntonces v iv irá s com o u na m u je r entre las m ujeres y b a ila rá s con ellas. N o eres d ig n o de o tra cosa.» A c o n tin u a c ió n U rvasI desapareció en la noche.

U rvasI se desnudaba com o u n a sonám bula, to d a vía encendi­ da p o r sus airadas palabras. C on u na sílaba de desprecio en los la b io s. Después se acostó en su cam a y recuperó esa expresión que tantos a d m ira b a n y sostenían que sólo a e lla pertenecía: «Sin em bargo, nadie se parece ta n to a P urüravas com o A rjuna.» Después, u n a vez m ás, com o ta n ta s otra s veces había o c u rrid o a lo la rg o de los siglos, se re tiró a l lago del recuerdo.

Apenas U rvasI desapareció, A rju n a se s in tió fu rio s o co n tra sí m ism o. Sabía que nunca v o lve ría a e n c o n tra r a esa belleza p ro d ig io sa . Después de to d o , ¿a qué venía sem ejante so m e ti­ m ie n to y te m o r fre n te a u n antepasado de quince generaciones atrás? S in em bargo, una voz im p e rio sa le había ordenado no to c a rla . M ie n tra s pensaba en esto, ten ía u na m ano sobre su m uslo derecho. N o tó algo b a jo las yem as de los dedos, com o una a n tig u a h e rid a . Y el v is lu m b re de una im agen que no con­ seguía u b ic a r en el tie m p o n i en el espacio. Dos jóvenes casi id é n tico s sentados sobre u n asiento en la roca. E l a ire era terso, reverberante. A l fon d o , u n ru id o de agua. A lrededo r, u n to rb e ­ llin o de perfum es, de Apsaras. Pero am bos jóvenes perm anecen im pasibles. De p ro n to , u no se golpea u n m uslo. U na m in ú scu la fig u ra fem enina, perfecta, adornada, surgía de esa p a rte de su cuerpo. Después crecía y apuntaba al cie lo . La reconocía. M u r­ m u ró : «U rvasI, surg id a del m uslo, iIru ... E res adem ás m i h ija ...» Pero no con sig u ió a rtic u la r ese pensam iento y fue presa del sueño. 303

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A rju n a v iv ió d u ra n te u n año com o eunuco en la co rte de V irä ta . Los cabellos le caían sobre los hom bros, y entre sus riz o s re lu cía n largos za rc illo s . Llevaba en las m uñecas brazaletes de o ro in c ru s ­ tados de m adreperla. Los brazos cubiertos, para esconder las c i­ catrices provocadas p o r la p rá c tic a del arco. V irä ta no pudo creer­ lo cuando lo vio . E n aquel ser visib le m e n te fem e n in o podía aún reconocer al guerrero. E n su se n il a tu rd im ie n to se o fre c ió a ce­ derle el re in o , o lvid a n d o a su h ijo . Pero A rju n a in s is tía : «Soy u n eunuco. S ólo deseo enseñar m úsica y b a ile a tu h ija U ttarä.» Ese año fue u na s u til y c o n tin u a em briaguez, y a l m ism o tie m p o u na p rueba m uy du ra , extenuante. P or la noche, A rju n a contaba h is to ria s de m onstruos, princesas y guerreros a u n co­ rro de m uchachas que lo adoraban com o soldados. E l día tra n s ­ c u rría en el p a b e lló n de las danzas. E l re in o de V irä ta era o pu­ le n to y tu rb io . La vid a seguía u n ritm o fis io ló g ic o , ajena al e s p íritu . A rju n a sólo veía m uchachas que im ita b a n sus m o v i­ m ientos. E l to rm e n to fue U tta rä . Desde u n p rin c ip io A rju n a se h iz o el p ro p ó s ito de no to c a rla jam ás. S in em bargo, te n ía la im ­ p re sió n de estar constantem ente unid o s, com o cuando A rju ­ na cantaba y U tta rä se le u n ía con su voz. «U ttarä, U ttarä...», se sorprendía m u rm u ra n d o A rju n a en la la rg a calm a de la siesta, inm erso en el a ire viscoso com o u n líq u id o a m n ió tic o . «La E x­ trem a, la Ú ltim a , A quella-q ue-viene-del-norte, A quella-que-hace-franquear, U tta rä , U tta rä ...» Sabía que, acerca de la princesa, su d isc ip u la , no podía más que d e lira r. La im a g in a b a com o a un c ria tu ra descendida de U tta ra k u ru , aquella tie rra que nadie ha­ bía pisado y a la que se im a g in a b a cuadrada y u b ica d a en el ex­ tre m o n o rte . E n sus vagabundeos había llegado a ro z a rla . A hora que A rju n a conocía las p ro fu n d id a d e s m arinas y el cie lo de In ­ dra, y se sentía saciado de am bos, sólo en aquel n o m bre se con­ densaba lo desconocido. Y recordaba ta m b ié n una de las tantas h is to ria s de U tta ra k u ru que había oído en su in fa n c ia , sin pres­ ta rle dem asiada a tención ; y sin em bargo ahora le v o lv ía a la m e­ m o ria , irre p rim ib le . La h is to ria de dos am antes que nacían y m o ría n ju n to s , abrazados, después de re c o rre r ju n to s once m il años; y esos m il años fin a le s lo in trig a b a n . E ntonces u na m u lti304

tu d de pájaros B härund a, de poderosos picos, levantaba sus cuerpos y lo s depositaba en unas grandes cavernas del m onte. N o quedaba de ellos tra za n i m e m o ria alguna. Eso lo d iv e rtía -n o la desm esurada d u ra c ió n de sus v id a s -, com o si p o r u n m o­ m ento se alivia se de la carga de la g u e rra in m in e n te , del dharm a, de los herm anos, de la m e m o ria que estaba obligad o a dejar. Re­ petía, hechizado: «Once m il años de vid a y n i una traza.»

Para U tta rä aquella época fue aún m ás to rtu o sa . E ra poco m ás que una n iñ a y estaba a p u n to de d e ja r el c a p u llo de sus am antes in v is ib le s . «El p rim e ro en poseerla fue Som a, después v in o el G andharva. E l te rc e r esposo fue A gni, cu a rto es aquel que ha n a cid o del hom bre.» N o existe, en la m ente fem enina, un estado s in am antes. Lo que existe es una sucesión de am antes, en la que el h ijo del hom bre sólo puede ocupar el cu a rto lugar. S in saberlo, U tta rä había c o n v iv id o con Soma, con el G andha r­ va y con A gni. A hora deseaba u n hom bre, cu a lq u ie ra que fuese. L o e n co n tró en A rju n a , aquel eunuco que le enseñaba a cantar, le tra n s m itía su voz com o u n estrem ecim iento y evitaba todo contacto. «Eres m ás in a s ib le que u n G andharva, más le ja n o que todos los dioses, pero yo estoy en ti, m odulada en tu voz...», m u r­ m uraba U tta rä , sollozando de fe lic id a d .

E ntonces A iju n a co m p re n d ió cuán la rg o era el brazo de la venganza de U rva sl. La había rechazado com o si fuese su m a­ dre, y ahora debía rechazar a U tta rä com o si fuese su h ija . A iju ­ na re co rd ó ciertas palabras que K rs n a había d ich o una vez, de­ p risa : «Incluso las m ald icio n e s de las que som os víctim a s deben servim os.» Lentam ente pergeñó u n p la n . H abía algo en U tta rä que estaba m ás a llá de la belleza. A lgo que estaba m ás allá . Sus poros em anaban u n o lo r in a u d ito , salobre, contraseña clandes­ tin a de la barq u e ra h acia o tro m undo, p o s te rio r a aquel que es­ taba a p u n to de ser e n g u llid o . A rju n a se afanó para que U tta rä se co n virtie se en esposa de su h ijo adolescente, A bh im a n yu . De esa fo rm a h u b ie ra n seguido m irándose com o am antes pero sin to ­ carse jam ás. N acería de U tta rä el ú ltim o de la estirp e de los Pan305

dava: P a rik s it, que n ació m u e rto pero al que K rs n a d e volvió la vida. Sería m ás ta rd e el padre de Janam ejaya, aquel que p o r p r i­ m era vez oyó c o n ta r las aventuras de su estirpe: el M ahäbhärata.

Janam ejaya fue u n soberano excesivo. Se tensaban en él casi hasta rom perse las potencias del s a c rific io y del re la to . Fue Ja­ nam ejaya q u ie n celebró el s a c rific io de las serpientes, que era ante to d o u n in te n to de e x te rm in io . Fue Janam ejaya q u ie n in s ti­ gó a V aisam päyana a hacerse c o n ta r p o r Vyäsa la h is to ria del M ahäbhärata, p a ra que V aisam päyana se la contase después al p ro p io Janam ejaya y a los num erosos brahm anes que p a rtic ip a ­ ro n en el s a c rific io de las serpientes. E l e x te rm in io de las ser­ pientes debía alte rn a rse con la h is to ria del e x te rm in io de los hé­ roes. Cada u n o se lo explicaba a l o tro . Y am bos fracasaban, porque dejaban u n resto, u n resid u o : el p ro p io Janam ejaya, ú lti­ m o su p e rviviente de la estirpe de los héroes, que in te n ta b a con fu ria el e x te rm in io de las serpientes, pero que no lo conseguía, porque ta m b ié n esta vez una serpiente se salvaba; ju s to en el m om ento en que estaba a p u n to de caer en el fuego. E ra Taksaka, p rim e r enem igo de Janam ejaya, que ya había so b re vi­ v id o a la hoguera del Bosque de Khändava. Basta con eso para que las h is to ria s p rosigan, pa ra que se m ezclen con o tro s s a c rifi­ cios, con otras guerras, con o tro s e x te rm in io s, para que la pareja de los soberanos entrelazados, el re y y la serpiente, c o n tin ú e propagándose. H asta que vuelvan a deslizarse sobre el agua, cada uno v u e lto h acia el o tro , el dios y la serpiente, V isn u y Sesa.

Janam ejaya y sus tres herm anos estaban recostados dura n te una sattra, u no de aquellos s a c rific io s in te rm in a b le s en el curso de los cuales los o fic ia n te s ta m b ié n tie n e n que arrastrarse. Se apoyaban en el suelo del K u ru k s e tra , que tres generaciones atrás se había em papado con la sangre de sus antepasados, de to ­ dos los lin a je s . M uchas generaciones atrás, ese m ism o suelo ha­ bía sido pisado p o r los dioses, que h abían celebrado a llí o tro s sa­ c rific io s , antes de h u ir hacia el cie lo . E ra u n día bochornoso, el a ire estaba in m ó v il. Los cu a tro herm anos se m ira ro n , abrum a306

dos. Se acercó u n p e rro , u n vagabundo. E staba atem orizado , ca­ m in a b a con g ra n le n titu d . N o sólo no se a tre v ió a encam inarse hacia las ofrendas que estaban en el ce n tro del c írc u lo , pa ra la ­ m erlas, sino que n i s iq u ie ra se a tre v ió a m ira rla s . Se m ovía o b li­ cuam ente, con la cabeza gacha. De p ro n to , com o obedeciendo a una señal, los tre s herm anos de Janam ejaya se le va n ta ro n y em ­ pezaron a golp e a rlo . B a tía n sobre los m agros costados del a n i­ m a l con palos largos y fin o s. E l p e rro lanzaba a u llid o s agudos. Fue su ú n ic a defensa. Después hu yó cojeando y desapareció.

T odo lo que d u ra n te m ile n io s había sucedido en el K uruksetra se p re c ip itó en aquel m om ento, en aquella escena, com o una ca ta ra ta del tie m p o . Fue el m om ento escogido p o r el vidente Vyäsa p a ra re m o n ta r la c o rrie n te y n a rra r to d o cuanto había acontecid o en el K u ru kse tra . E scogió e l p u n to m ás fú til y m ás oscuro, p o rque desde él se d ifu n d e algo «inconm ensurable, que s a n tific a , p u rific a , p a c ific a y tra e buenos augurios», algo «a cuya costa v iv iría n los m ejores poetas, com o los siervos a m b i­ ciosos v ive n a expensas de u n nob le p atrón». M ie n tra s ta n to , el p e rro apaleado había id o en busca de su m adre Saram a, la p e rra de los dioses, y se lam entaba. «Algo m alo habrás hecho», d ijo Saram ä. «No he hecho nada. N o he la ­ m id o las ofrendas. N i s iq u ie ra las he m ira d o . Pero los herm anos de Janam ejaya m e golpearon.» E ntonces Saram ä pensó que Ja­ nam ejaya, aunque se había lim ita d o a observar la escena, m ere­ cía u n castigo. N o tu vo en cuenta a sus herm anos. M ás grave que h a b e rlo hecho era h aberlo presenciado.

N o hay o tra h is to ria que pueda com pararse en c o m p le jid a d al M ahäbhärata. N o sólo p o r la extensión del te xto , tre s veces más la rg o que la B ib lia y siete más que la lita d a y la Odisea ju n ta s . ¿Por qué Vyäsa q uiso c o n ta r de esa fo rm a y no de c u a lq u ie r o tra los acon te cim ie n to s de una g uerra e n tre p rim o s, que tu v o lu g a r en una lla n u ra del noroeste de la In d ia ? ¿Por qué hasta el m arco m is ­ m o de la n a rra c ió n es ta n com p le jo que causa vértigo? ¿Era acaso u n a rtific io pa ra a lu d ir a la in fin ita c o m p le jid a d de la existencia? 307

Pero eso sería u na ba nalid ad - y después de todo no era necesario sem ejante esfuerzo. La décim a p a rte de esas h is to ria s h a b ría n bastado pa ra su s c ita r la m ism a im p re sió n . ¿Y el resto? S iem pre hay u n resto, u n exceso, algo que desborda o traspasa en aquello que aconteció en la Is la de la Jam bü. N unca se d is tin g u e n form as netas, recortadas en el aire, sin o largos ribetes, cin ta s de p ie d ra repletas de fig u ra s . P odrían c o n tin u a r hasta el in fin ito . Son cres­ tas de las olas de una «m igración», sam sära. La guerra entre los Pándava y los K aurava es u n «nudo» (parvan, «nudos», se lla m a n precisam ente los lib ro s que com ponen el M ahäbhärata), sólo uno entre los in n u m e ra b le s nudos que te je n to d o con todo. S i nos rem ontam os h a cia atrás, hacia aque llo que lo ha precedido, o avanzam os u n poco m ás, hasta después de su co n clu sió n , nos sentirem os rozados, a am bos lados, p o r una red, y enseguida atravesados p o r la certeza de que j am ás verem os los bordes de esa red, porque no existen. Éste es ya u n c o n o cim ie n to m enos obvio: que p rin c ip io y fin , té rm in o s con los cuales la m ente jue g a perm a­ nentem ente, no existen en sí m ism os. C uando los videntes hablan del orig e n , y se elevan hasta el p u n to m ás rem oto, a llí donde aún no se ha separado lo existente de lo no existente, in c lu s o ese p u n ­ to no es u n in ic io sin o u n resultado. U n residuo. A lgo había suce­ d id o antes -to d o u n m undo había sucedido a n te s- p a ra que se form ase aquel g ru m o que navega sobre las aguas com o u n pecio. E l p rin c ip io es u n n a u fra g io . Éste fue e l supuesto del que p a rtie ­ ro n los videntes. Fue ta m b ié n el supuesto del M ahäbhärata.

E ra com o s i de p ro n to todos se h u b ie ra n cansado de re a liz a r gestos que poseyeran u n s ig n ific a d o . Q uerían quedarse senta­ dos, en la h ie rb a o a lre d e d o r de las brasas, escuchando h is to ria s . E ra n h is to ria s en las que solían contarse y describ irse esos m is ­ m os rito s que estaban c u m p lie n d o quienes escuchaban. Pero ahora esos rito s se vo lv ía n episodios de grandes a co n te cim ie n ­ tos sangrientos, p re te x to para riv a lid a d e s y tra ic io n e s . Las h is to ­ ria s habían dejado de ser una pausa de recreo d e n tro de la se­ cuencia ritu a l; ahora el rito m ism o se vo lvía u n pasaje d e n tro de las h is to ria s , com o podía serlo u n duelo o una noche de am or. ¿De dónde venía el sentido, entonces? ¿Era el r ito el que daba 308

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sentido a las h isto ria s? ¿O las h is to ria s sólo te n ía n u n sentido y u tiliz a b a n el r ito com o su m ateria? ¿Y si ta n to las h is to ria s com o el r ito h u b ie ra n te nido sentido, pero ese sentido no h u b ie ­ ra sido el m ism o pa ra ambos? Se oscilaba, así, entre una sa tu ra ­ c ió n de s ig n ifica d o s y su a n u la ció n re cíp ro ca en la p a rá lis is . Los rito s -se sa b ía - servían para co n q u is ta r el cielo. ¿Y las h isto ria s? ¿Para qué servían las historias? E n e l fon d o , toda la m a te ria con­ tada p o r el M ahäbhärata tendía, com o a su re su lta d o ú ltim o , al s a c rific io de las serpientes, que debía ce le b ra r el ú n ic o heredero su p e rviviente de los héroes del poem a: Janam ejaya. Ese s a c rifi­ c io era u n la rg o acto desatinado, m enos una cerem onia que u n in te n to de e x te rm in a r una raza, la de las serpientes, m ás a n tig u a que los hom bres y que quizás s o b re v iv irá a los hom bres, porque en el fo n d o los hom bres son ante to d o el sueño de u n dios a la deriva, te n d id o sobre las vueltas de una serpiente enroscada. ¿ S ignificaba eso que el sentido de las h is to ria s podía aparecer solam ente en el curso de u n s a c rific io insensato? Pero la insen­ satez de ese s a c rific io , ¿no era ju sta m e n te el sentido secreto al que sólo podía acceder quien hubiese re c o rrid o antes to d a la na­ rra c ió n del M ahäbhärata? ¿Cómo era p o sible que la p le n itu d del s ig n ific a d o ritu a l h u b ie ra acabado p o r desem bocar en la in sen­ satez? C ualesquiera que fuesen las respuestas, u na novedad se im p o n ía : el acto ya no bastaba. H acía fa lta adem ás el re la to de ese acto y de o tro s actos, y no todos ellos ritu a le s . E ntonces, en la oscu rid a d del tie m p o , cuando to d o se in v ie rte y se tra s to rn a , h u b ie ra debido com enzarse - y te rm in a r- con las h is to ria s de u na de las ta n ta s disputas dinásticas, de una de las tantas gue­ rra s que se h abían desencadenado d e n tro de una s u p e rfic ie que, b ie n m ira d a , era bastante pequeña, aunque largam ente tra jin a ­ da p o r los dioses. Justam ente aquel derroche de casos y de v ic is i­ tudes había sido el e n v o lto rio en el que se había resguardado el saber a n tig u o , que ya no podía s u b s is tir p o r sí solo. De esta fo r­ m a, e l M ahäbhärata fue lla m a d o el Q u in to Veda y a l p rin c ip io de la obra se leen estas palabras: «Un brahm án, aunque conozca los C uatro Veda con sus ram as y las U panisad, si no conoce este poem a no posee saber alguno.»

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Llegó u n día, en la o scuridad de los tiem pos, en que se h izo evidente que los C uatro Veda no agotaban todas las especies del saber. Los h im n o s y los actos ritu a le s seguían siendo a u to s u ficientes en su sig n ific a d o . Pero, en el in te rv a lo e n tre u n o y o tro acto, penetraba en el tie m p o el acto de a lg u ie n que contaba una h is to ria . Sentados en el re c in to del rito , escuchaban. D urante meses y meses, m ie n tra s el ca ballo s a c rific ia l vagaba en lib e rta d , el re y escuchaba h is to ria s . Después se tra ía al ca b allo p a ra darle m uerte, pa ra que su cuerpo exánim e yaciera d u ra n te u n a noche, las patas entrelazadas con las piernas desnudas de la m ahisí, la p rim e ra re in a . E l tie m p o dedicado a l re la to , que a l p rin c ip io ha­ bía sido considerado com o u n apéndice del saber, c re ció en sus in te rs tic io s com o la h ie rb a entre u n la d rillo y o tro en el a lta r del fuego, se expandió y se m u ltip lic ó en h is to ria s que engendraban otras h is to ria s , y así hasta envolver enteram ente la c o n stru cció n del saber, d e n tro del que había aparecido fu rtiv a m e n te , com o u n entrem és. Fue e l o rig e n de la lite ra tu ra . P rim e ro es u na h ie r­ ba, después u na p la n ta tre p a d o ra que se m ete entre las co m isu ­ ras de los la d rillo s y los destruye desde d entro. O tro día sucedió que el vate Ugrasravas, d u ra n te u n in te rv a lo de u n s a c rific io de doce años que se celebraba en el Bosque de N aim isa, com enzó a c o n ta r la h is to ria de la g u e rra de lo s K aurava y de los Pándava, que había oído re la ta r a Vaisam páyana d u ra n te u n in te rv a lo del s a c rific io de las serpientes celebrado p o r el re y Janam ejaya, n ie to de A rju n a y ú ltim o descendiente de los Pándava, a llí donde después se asentó la c iu d a d de T axila. Vaisam páyana, a su vez, había oído aquella h is to ria de la b io s de Vyása, que había te n id o la v is ió n g lo b a l de e lla y era ta m b ié n uno de sus actores, com o abuelo ta n to de los Pándava com o de los K aurava, y consejero de am bos. A sí fue n a rra d o el M ahäbhärata.

A l p rin c ip io los A rya celebraban rito s que eran a l m ism o tie m p o cantos de alabanza que ilu m in a b a n los rito s . E n u n c ie r­ to p u n to se encontrab an celebrando los m ism os rito s , pero en­ tonces la a te n ció n se centraba ya sobre los entrem eses que sepa­ raban las diversas fases del rito , d u ra n te los que se contaban 310

largas h is to ria s sobre reyes y guerreros, de las que fo rm a b a n pa rte los rito s m ism os que se estaban celebrando en esos m o­ m entos. C on los antiguo s cantos de alabanza se com puso elR g Veda, que es el saber de la «alabanza», re. Con las h is to ria s que se contaban en los in te rm e d io s de los rito s se com puso e l M ahäbhärata, el m ás vasto epos que conoce el m undo. S iem pre ca­ lla ro n acerca de cóm o y p o r qué se pasó de una fo rm a a la o tra . A pesar de que la u b ic a c ió n en el tie m p o oscila en u n in te rv a lo de m uchos siglos se puede a firm a r que am bas form as están se­ paradas a l m enos p o r m il años. ¿Qué sucedió d u ra n te ese tie m ­ po? ¿Por qué se fija ro n los h im n o s, de una vez p a ra siem pre? ¿Por qué se m u ltip lic a ro n las h is to ria s de los reyes y de los gue­ rreros? Pasaron a la épica, que es el u m b ra l de la h is to ria , cuando con sta ta ro n que el sistem a de rito s p ro d u c ía resultados a b erran­ tes. E n otro s tie m p o s el r ito había abso rb id o a la h is to ria : toda tra za de in va sió n , de com bate, de acecho se reconocía en e l m jasüya, la cerem onia de la consagración del rey... Pero ahora suce­ día lo c o n tra rio . Se d isponía u n rito , com o el m jasüya de Y ud h is th ira , o com o -tre s generaciones después- el s a c rific io de las serpientes de Janam ejaya, d u ra n te el cu a l ya se re la ta b a el sa cri­ fic io de Y u d h is th ira , y entonces algo se escapaba de las m anos: las consecuencias del r ito se vo lv ía n hechos -e sta basta, em pon­ zoñada clase de a co n te cim ie n to s. H echos horro ro sa m e n te v is i­ bles. D ra u p a d l u ltra ja d a , los Pándava e xiliados, A rju n a a b a tid o p o r u no de sus h ijo s . N o sólo e l r ito se m ostraba ya incapaz de canabzar la v io le n c ia , sino que la m u ltip lic a b a , com o un a m á­ q u in a -y a no del deseo, sino de la ru in a . H asta cabe preguntarse si no era el r ito m ism o, aquella fe en la absoluta p re c is ió n y vera­ cidad del acto, lo que acababa p o r engendrar los peores m ales. ¿Pero po d ía sostenerse u na cosa sem ejante? H u b ie ra sido una tesis im p ía , com o tantas otra s que c irc u la b a n . H abía que dem ostrarla, en to d o caso. Pero ¿cóm o se dem uestra u na cosa? H aciendo que suceda. H acer que u na cosa suceda y c o n ta r esa m ism a cosa c o in c id e n en u n p u n to : dejan una im p re s ió n en la m ente. C o n ta r es u n hacer que suceda im p u lsa d o a la velo cid a d suprem a, la de la m ente. H acía fa lta u na h is to ria que dem ostra­ se todo esto -q u e era, adem ás, el todo, porque el rito tra b a ja con 311

el todo. Pero las h is to ria s son siem pre puntua les, son h is to ria s de a lg u ie n en p a rtic u la r o de v a rio s sujetos en u n c ie rto p e rio d o de tie m p o , en u na c ie rta c o m b in a ció n de circu n sta n cia s que no puede haber e x is tid o previam ente. H acía fa lta p o r lo ta n to una h is to ria que ca n a liza ra al tod o , rem ontándose h acia atrás y p ro ­ yectándose h acia adelante, y lo dejase c o rre r p o r un a ú n ic a ra ­ n u ra , com o el agua que co rre p o r una y o n i de p ie d ra . Fue la h is ­ to ria de los c in co herm anos en u n re in o de la lla n u ra e n tre el Ganga y la Y am una. Así Vyása, que la com puso (que la v io ), y que fue adem ás uno de sus actores (después de to d o aquellos c in co p rín c ip e s eran sus nie to s), d ijo en u n pasaje de esta h is to ­ ria : «Todo lo que está a quí se e ncuen tra ta m b ié n en o tra parte. Pero aquello que no está aquí no está en n in g u n a parte.» E ra la p rim e ra de aquellas «obras perfectam ente com pletas, en las que se expresa todo», que después irru m p iría n cada ta n to -desde el R ing de W agner hasta la Recherche de P ro u s t- com o u na exigen­ c ia im p e rio sa , suscitando de in m e d ia to , ju n to con la a d m ira ­ ció n , c ie rta in to le ra n c ia , porque su s ig n ific a d o es excesivo, in ­ cluso cuando, después de haberlas oído, «cu a lq u ie r o tra h is to ria parecerá áspera, com o lo parece el g ra zn id o del cuervo después de haber oído a l c u c lillo » .

i Las ú ltim a s b a ta lla s b ajo los m uros de T roya fu e ro n narradas p o r H om ero, poeta ciego; la b a ta lla de K u ru k s e tra nos ha lle g a ­ do ta l com o fue contada a u n re y ciego p o r u n personaje a l que Vyása, a u to r de la n a rra c ió n y a l m ism o tie m p o su personaje, ha­ b ía concedido el d on de la v is ió n to ta l: la o m n iscie n cia del na­ rra d o r. E n u n d e te rm in a d o p u n to de la n a rra c ió n , que puede ser desplazado pero no e lim in a d o , nos topam os con la ceguera. ¿ E llo se debe ta n sólo a que q u ie n ve dem asiado, com o T iresias, acaba p o r ser castigado precisam ente en la vista? ¿O es algo u l­ te rio r que se anuncia , algo que tie n e que ve r con el m ism o acto de n a rra r? La n a rra c ió n presupone la d esapa rició n de la re a li­ dad. N o tie n e sen tid o c o n ta rle algo a q u ie n ha sido testigo. Pero cuando lo re a l ha quedado sum ergido en el espacio y en el tie m ­ po -q u e es p o r lo dem ás su estado m ás fre cu e n te -, sólo queda u na cám ara oscura donde v ib ra n las palabras. Que sean las del 312

a u to r, com o en el caso de la Ilía d a , o las del p rim e ro que las oyó, com o en el M ahäbhärata, es in d ife re n te : a u to r y oyente c o in c i­ den en el orig e n . S ólo hace fa lta una escena sangrienta, envuelta en u na lu z perpetua , y una m ira d a fre n te a la que se d ib u ja n dé­ biles señales sobre u n tra s fo n d o de tin ie b la s .

S atyavatl era som bría, b e lla y andrajosa. E m anaba u n o lo r s u til de pescado y de m usgo. E ra u na princesa, pero no lo sabía. D ía tra s día tra n s p o rta b a peregrinos e n tre las m árgenes opues­ tas de la Y am unä. Su im p re s ió n era que en su vid a no había ha­ b id o o tra cosa que esos actos m onótonos. N o recordaba que en su in fa n c ia h u b ie ra sucedido algo d is tin to . E l pescador que la había cria d o sólo le había d ich o que e lla provenía del río . Satya­ v a tl ta m b ié n lo sentía. Pero el pescador no le había precisado que la e n co n tró al a b rir el v ie n tre de u n enorm e pez que se había tragado el sem en del re y U p a rica ra . S atyavatl hablaba poco. T endía la m ano p a ra coger las m onedas de los peregrinos. C ono­ cía a la p e rfe cció n am bas rib e ra s de la Y am unä: las cañas, el fa n ­ go, las piedras. N o te n ía deseos y no se consideraba d is tin ta del agua y de su barca. U na tarde, ya p ró x im o el ocaso, se acercó a la rib e ra para recoger a l ú ltim o g ru p o de peregrinos. Pero se d io cuenta de que no había nadie. A l m om ento v io avanzar desde la p e num bra u n b ra h m á n de ojos v iv id o s , con u n bastón. S ubió a la barca s in d e c ir u n a palabra. S atyavatl no esperó y em pezó a re m a r hacia la rib e ra opuesta. M ira b a fija m e n te hacia adelante, com o otras tantas veces, y sentía bajo sus pies desnudos el lig e ro deslizarse de la barca, cuando se d io cuenta de que había dos m anos posadas sobre su nuca. S in tió que u n h ilo de fuego le re ­ c o rría la espalda: así fue com o lla m ó pa ra sí m ism a a l escalofrío, que no conocía. N i siq u ie ra g iró la cabeza m ie n tra s el b ra h m á n la acaricia b a lentam ente . S in tió unos dedos delgados y fuertes en tre sus harapos. Se te n d ie ro n sobre e l fo n d o de la barca que, guiada p o r la c o rrie n te , seguía s in desviarse su curso h a cia la o tra rib e ra . Am bos cuerpos se e n tre la za ro n entre los charcos y los residuos de com id a en el fo n d o del bote. N o d ije ro n n i una p alabra. De p ro n to , se e n co n tra ro n m ira n d o ju n to s hacia lo a lto , h acia la bóveda del cie lo irra d ia d a p o r la ú ltim a lu z del sol, que 313

ya se había puesto. Acostados c o n tra la m adera húm eda, com o hojas en u n a rro yo , pensaron en s ile n c io que nunca habían sen­ tid o un a fe lic id a d sem ejante, y que aquélla sería el p a tró n co n tra el que se m e d iría to d a fe lic id a d . La p ro a de la barca había toca­ do el m u e lle de la riv e ra . S atyavatl se leva n tó para a ta r u n cabo. T endió la m ano al brahm án, para a yu d a rlo a b a ja r del bote. La ce rró sobre u na m oneda. E l b ra h m á n la m iró , s in saludarla. Poco después la tu p id a c o rtin a del bosque c u b rió su espalda v i­ gorosa. A sí fue concebido Vyása, a u to r del M ahäbhärata y abue­ lo de sus protagon istas.

S i nos rem ontam os al o rig e n del d e s e q u ilib rio que desenca­ denó la guerra entre los Pándava y los K aurava - lo c u a l no deja de ser arduo, p o rque los actos de cada personaje re m ite n a otros actos que se h abían m anifestado en sus antepasados, a lo larg o de diversas ram as de su genealogía-, y si después nos ceñim os solam ente a la lín e a de Pándu, padre p u ta tiv o de lo s Pándava, descendientes p o r diversas ram as de cin co dioses, advertim os que esa la rg a c o n vu lsió n de la d in a stía lu n a r, que d u ró tres gene­ raciones y co n clu yó en una m asacre, fue desencadenada p o r la s in g u la r e irra c io n a l p re te n sió n del re y de los pescadores de que la estirp e de su h ija a d o p tiva S atyavatl, hué rfa n a abandonada y carente de to d o lin a je reconocido -c o m o no puede ser de o tra fo rm a en una n iñ a encontrad a en el v ie n tre de u n p e z-, prevale­ ciese sobre c u a lq u ie r o tra . Com o a c o n tin u a c ió n Vyása ocupó el lu g a r de V ic itra v lry a en la p ro cre a ció n , con él se a fia n zó el p r iv i­ le g io de la línea de lo desconocido. S i S atyavatl se presentaba com o una h u é rfa n a abandonada, Vyása era el fru to d e l a m o r ile ­ g ítim o entre S atyavatl y u n b ra h m á n ig n o to . Dos huérfanos, h i­ jo s de padres desconocidos, se im p o n e n en el lin a je que deberá salvar el dharm a, ahora que la c ris is d e fin itiv a está cerca. Lo cu a l encuen tra u n a u lte rio r y g lo rio sa v e rific a c ió n en el hecho de que fu e ro n cin co los dioses que su stitu y e ro n a Pándu, h ijo de Vyása, en la p ro cre a ció n , para que n a cie ra n los cin co p rín cip e s que c o m b a tiría n en el K u ru k s e tra . La d in a stía lu n a r, re m o ta y le g ítim a , se acerca a la g ra n congoja de una g uerra fra tric id a , con la m u ltip lic a c ió n y la e xa lta ció n de los padres clandestinos

que la cargan de potencia s im penetrab les e in d is tin ta s , com o si u n orden a d q u irid o con gra n le n titu d y fa tig a tu v ie ra necesidad de a b o lirse en m ed io de una acogedora tin ie b la , regenerándose en lo desconocido.

A costado sobre u n lecho de flechas que atravesaban su cuer­ po y se clavaban en el suelo, con la cabeza apoyada sobre otras flechas, lanzadas m ise rico rd io sa m e n te p o r A rju n a ; con el cu e r­ po plagado de heridas m ortales, pero que no lo m a ta ría n hasta que él m ism o lo decid ie ra , cosa que sucedería cin cu e n ta días más ta rd e , apenas el sol in ic ia s e su curso h acia el n o rte , B hlsm a hablaba. H a b ló d u ra n te horas y días enteros. A su a lrededo r, en c írc u lo , estaban sus n ie to s Pándava, K rsn a , algunos p rín cip e s y a lg ú n bra h m á n . E scuchaban y se tu rn a b a n , extenuados. B hlsm a hablaba y hablaba. N ada era dem asiado grande n i dem asiado pequeño com o pa ra no ser nom brado . La enciclo p e d ia de las en­ ciclopedia s b ro ta b a m ansam ente de los la b io s del venerable guerrero. B hlsm a hablaba s in m ira r a su a u d ito rio . Tenía los ojos fijo s en la b e n d ita n e u tra lid a d del cie lo , en la que se re fle ja b a la suya p ro p ia . D ejaba que las llu v ia s le lavasen las costras de sangre. E xponía a l sol s in descanso su p ie l avejentada y seca. Las doc­ trin a s que debería e n u n c ia r antes de m o rir eran num erosas y p ro lija s . Ib a n en provecho de aquellos que lo habían d e rro ta d o y tra ic io n a d o : los Pándava. Y sobre to d o del m a yo r de ellos, Y ud h is th ira , que, tra s to rn a d o p o r la angustia, repetía: «Esta v ic to ­ ria se parece a u na derrota.» S in em bargo, lo ú n ic o esencial era que las d o ctrin a s fuesen enunciadas p o r ú ltim a vez en todos sus detalles. A unque B hlsm a no p re te n d ía que todos los detalles fu e ­ ra n com prendidos. Sabía que su fu n c ió n era ante to d o la de re ­ c a p itu la r u na inm ensa secuencia de verdad y de preceptos, que se desvanecía com o su v id a , que agotaba sus ú ltim a s horas. Sa­ b ía a la p e rfe cció n que él estaba en el o rig e n de cuanto había acontecido en el K u ru k s e tra . S i sus n ietos se habían b a tid o a m uerte, y ju n to con ellos habían a rra stra d o h acia la m u e rte a t r i­ bus y pueblos enteros, si ya nada le g ítim o podía s u b s is tir sino acom pañado p o r la som bra b u rlo n a de la duda, era sólo p o r315

que u n día él m ism o, B hism a, h ijo del re y Säm tanu y de la diosa Ganga, heredero le g ítim o e insoslayable del re in o , había d e c id i­ do re n u n c ia r no sólo a la p rim o g e n itu ra sin o ta m b ié n al derecho a p ro cre a r, pa ra que su padre pudiese te n e r a su la d o a aquella oscura barquera, S atyavatí, la del s u til o lo r a pescado y a m usgo, que había usurpado el lu g a r de su m adre y, de acuerdo con la vo­ lu n ta d in fle x ib le del re y de los pescadores, de q u ie n era h ija a doptiva , debía co n ve rtirse en la m adre del sucesor de Säm tanu. B hlsm a, p o r entonces, se lla m a b a D evavrata. Pero cuando decla­ ró p ú b lica m e n te su re n u n c ia sim u ltá n e a a la soberanía y a la descendencia, fre n te a aquel acto de abnegación a n tin a tu ra l e irra c io n a l, que b o rra b a de su v id a aque llo que casi todos anhe­ la n -e l p o d e r y las m u je re s-, a pesar de se guir v iv ie n d o en m e­ d io del p o d e r y de las m ujeres ya que c o n tin u a ría e je rciendo sus fu n cio n e s de a lto consejero, B hlsm a s in tió u n su sp iro y u n a pa­ la b ra : «Este hom b re es te rrib le , bhlsm o yam l» Desde entonces fue lla m a d o B hlsm a, el T e rrib le . ¿Por qué había actuado de ese m odo? ¿Sólo p o r u n exceso de a m o r filia l? ¿Y p o r qué m ás tarde, de fo rm a ta n encarnizada, había q u e rid o que los herederos de S atyavatí se asegurasen, ta m b ié n ellos, una descendencia? ¿Por qué había llegado al p u n to de ra p ta r a las tres princesas de Kasí, de nom bres encantadores y fa m ilia re s -A m b ä , A m bikä, A m b á lik á -, para c o n v e rtirla s en esposas de u no de ellos? ¿Y p o r qué se había granjeado el o d io fe ro z de u na de aquellas m uchachas, Am bä, com o el m ás v il de los estupradores, a pesar de que él se­ guía m anteniéndose fie l a l m ás severo vo to de castidad? ¿Por qué, en fin , cuando V ic itra v íry a , el ú ltim o h ijo de S atyavatí, m u ­ rió extenuado p o r los placeres s in d e ja r descendiente, B hlsm a se había negado, p o r la m ism a fid e lid a d a su voto, a o cu p a r el lu g a r de su herm a n a stro y en cam bio había aceptado que las reinas se som etieran a l abrazo repugnante de Vyäsa, de aquel h ijo ilíc ito y desconocido p o r S atyavatí, y p ro cre a ra n con su semen? N adie lo sabía. Tam poco B hlsm a, a pesar de que todos se posternaban fre n te a su saber, p ro n to a perderse. «Llega u n m o ­ m ento», pensó B hism a, «en que e l cie lo ya no to ca la tie rra , ig u a l que no la to ca n m i cabeza n i m i espalda, que se apoyan sobre flechas. Es u n m om ento te rrib le , es el m om ento de B hlsm a. E n ­ tonces las palabras del cie lo siguen e xistiendo , pero ya no rozan 316

la hie rb a . E ntonces el cie lo puede parecer vano. S in em bargo, su p o d e r sigue siendo in ta c to e im pla ca b le . A unque ya no se le re ­ conoce. Justam ente p o r e llo se vuelve m ás cru e l. P or eso no exis­ tió guerra m ás sangrienta y devastadora que la declarada en­ tre m is nobles nietos. Y yo he estado aquí, he pisado la tie rra pa­ ra ayudar a que esto m adurara, para que esto sucediese.» Así pensaba en los ú ltim o s m om entos de la noche, cuando e l cie lo em pezaba a cla re a r y la ronda en to m o a él se ilu m inaba. Los pre­ sentes, entum ecidos p o r la in m o v ilid a d , m ostraban una expre­ s ió n severa, en ta n to B hlsm a m ira b a fija m e n te a l cie lo y su pen­ sam iento vagaba a lo lejos, a llí donde nadie quería acom paña rlo n i él quería que lo acom pañaran.

U n día, un a in v o ca ció n puede co n ve rtirse en u n personaje. «¡Am bá! ¡A m biká! ¡A m báliká!», gem ía la m a h is l apretando sus m uslos c o n tra los del caballo s a crifica d o . Esa desgarrada in ­ voca ció n a la «m adre», am bä, a sus d im in u tiv o s , am biká, am bá­ lik á , y a las aguas com o flu id o , am bhas, cobró cuerpo, cobró tres cuerpos en las princesas de Kásí, que habían sido raptadas p o r B hlsm a pa ra c o n v e rtirla s en esposas de u n re y que atorm entab a en secreto el corazón de las m ujeres, pero no procreaba: V ic itra v lry a . C uando A m b iká y A m b á liká ya se h abían quedado viudas, v ie ro n acercarse una noche a su cam a a una fig u ra h irs u ta y m a­ lo lie n te . Se som e tie ro n a ella, m udas y ríg id a s. Ya no p o d ía n la ­ m entarse apelando a u na m adre p e rd id a , porque esa m adre eran ellas m ism as. E l m u ndo se había estrechado: ya no había o tro a q u ie n lla m a r. A m b iká ce rró los ojos d u ra n te el c o ito (y engendró u n h ijo cie ­ go: D h rta rá s tra ). A m b á lik á p a lid e c ió m ie n tra s Vyása la pene tra ­ ba (y engendró u n h ijo de p a lid e z in q u ie ta n te : Pándu). N in g u n a de las dos re co n o ció en Vyása a l ca ballo m u e rto n i a l c la s ific a d o r de los Veda. A quel u ltra ja n te su b te rfu g io fue el m edio elegido p o r el dharm a para no e xtin g u irse . La paradoja , el engaño y el h o ­ r r o r eran tra ta d o s cada vez con m a yo r p ru d e n cia y delicadeza. P odían ser ta m b ié n el ú ltim o recurso pa ra salvar al dharm a.

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M ás que el a m o r o la guerra, el d isp a ra d o r de las h is to ria s eran las m a ld icio n e s. Y, en segundo lu g a r, los votos y las gracias, que con fre cu e n cia servían para a te n u a r una m a ld ic ió n . N o sólo la v id a de los hom bres, sino adem ás la de los dioses está sem bra­ da de m a ld icio n e s. B ie n m ira d o , los pun to s de in fle x ió n del d e sti­ no dependen del m om ento en que u n gran m a le d icie n te -g e n e ­ ra lm e n te brahm anes, los videntes en p rim e r lu g a r- p ro n u n c ia las palabras fatales. N i s iq u ie ra es im p o rta n te que la m a ld ic ió n sea p e rc ib id a . S akuntalá s u frió largam ente las penas del a m o r tra ic io n a d o a causa de una m a ld ic ió n de la que n i se había dado cuenta. Para q u ie n contaba esas h is to ria s , p o r e jem plo para Vyása - y él m ism o era en p o te n cia u n gra n m a le d ic ie n te -, la m a l­ d ic ió n era la evidencia m ism a, el fo n d o rocoso de la vid a ; y des­ pués de to d o u n precioso, el m ás precioso a rtific io fo rm a l para que la vid a se com plicase en u n grado adecuado a su naturaleza . Esos m ism os textos que se dem oran en la e x p lic a c ió n de cada acto, hasta en sus detalles m ás ín fim o s , pasan en s ile n c io sobre la m a ld ic ió n que los ha o rig in a d o , com o s i se tra ta ra de algo obvio. N o sólo el destin o de los in d iv id u o s , sin o el del m u ndo m ism o está re g id o p o r las m aldicio n e s. Las c ris is cósm icas suelen ser desencadenadas p o r u n gesto fú til, a l que nadie presta atención .

Los dioses, a pesar de que pueden re c u rrir a la m e tam orfosis y a sus enorm es poderes cuando se e n cuen tra n en d ific u lta d , poco pueden hacer co n tra las m ald icio n e s. D eben s u frir com o m ortales cualesquiera para lib e ra rs e de ellas. S i aparecen entre los hom bres, con fre cu e n cia no es pa ra prestarles su a u x ilio sino pa ra lib e ra rs e a sí m ism os de u na m a ld ic ió n . In c lu s o los avalara de V isnu, que generalm ente son presentados com o em presas que salvan a l m undo perió d ica m e n te , según algunos eran ante to d o u na condena dete rm in a d a p o r u na m a ld ic ió n . E sta ca ra cte rística d e fine casi p o r com pleto la m a ld ic ió n m ism a: el ser siem pre eficaz. C uando nos acercam os a la m a ld i­ ció n , vem os alzarse el m u ro in v is ib le de la ce rtid u m b re . Pero ¿cuál es la certeza indeleble? La p rim a c ía de la m ente y su te n ­ dencia a in v a d irlo tod o . La m a ld ic ió n es u n p u ro acto m ental. A q u e llo que u n día sería considerado, en su pureza, in e fic a z p o r 318

d e fin ic ió n , aparecía entonces com o la e fica cia m ism a, en su p u ­ reza. P or eso los guardianes de la m a ld ic ió n son ante to d o los brahm anes, seres de la m ente. Su a u to rid a d , su poder, su no m ­ bre se deben a l con ta cto con el brahm an, y a n in g u n a o tra cosa. E l brahm an golpea antes que la espada. P or eso el b ra h m á n no tiene necesidad de la espada. Ya en la p a la b ra que se a rtic u la en la m ente se esconde «una navaja de h o ja a filada» . Antes que las riñ a s in te s tin a s o la guerra perpetua con los A sura, los dioses te ­ m ía n c ie rto s encuentros, sobre to d o con los viejos s o lita rio s que p o d ía n presentarse com o u n m endigo o u n p e re g rin o cu a lq u ie ­ ra , pero cuyos ojos de p ro n to lanzaban llam as si algo los co n tra ­ ria b a . M ás que a c u a lq u ie r o tro , los a te rro riz a b a el im p e n e tra b le b ra h m á n Durvásas.

Durvásas era u na «porción», arm a, una a s tilla , u n tiz ó n de Siva. É l ta m b ié n era u n rs i, pero no u n m aestro de la m ente o del acto, com o Y ájñavalkya, o un o de aquellos que v ie ro n los h im ­ nos, com o V is v á m itra , o u n te je d o r de in trig a s y de versos, com o Vyása. E l lu g a r de D urvásas se encontraba m ás a llá de la p a la ­ b ra , en la fu ria , en el exceso que está detrás de la a bigarrad a c o r­ tin a de aquello que aparece. M a ld ic ió n y g racia eran las dos ú n i­ cas m odalidades en que se m anifestaba, com o s i el m u ndo se redujese en él a dos ú nicos elem entos: el p ro d ig io y el castigo. Todo podía ofende r a Durvásas. Todo podía desencadenar sus represalias. U na vez se e n co n tró con In d ra y le o fre c ió una g u ir­ nald a de flo re s a su elefante, A irávata. Lentam ente, con la tro m ­ pa, A irá va ta h iz o caer a l suelo la g u irn a ld a , que le m olestaba, m ie n tra s In d ra observaba la escena. In m e d ia ta m e n te S ri, el Es­ p le n d o r del M un d o , se abism ó en el océano. In d ra a d v irtió que estaba a p u n to de ser desposeído. M iró a su a lre d e d o r y v io la n aturaleza , desolada, doblarse b a jo u n oscuro agravio. La g u ir­ nald a que el to rp e elefante había rechazado era u n envío del cie ­ lo a través de Durvásas. Esa g u irn a ld a era S r!. A h o ra el m undo sería p riv a d o de su esplendor. V o lve ría a co n ve rtirse en una ex­ te n s ió n á rid a . A causa de aquel m ín im o in c id e n te los dioses de­ b ie ro n a fro n ta r la m ás d u ra de sus em presas, su ob ra p o r exce­ le n cia : el b a tid o del cubo del océano. 319

Cada m a n ife sta ció n de D urväsas, c u a lq u ie ra fu e ra la fo rm a que adopta ra , ten ía u n s ig n ific a d o preciso: se vin c u la b a a algo fe ro z y devastador. Los dioses se v ie ro n obligados a reconocer en aquel dem acrado b ra h m á n a la fo rm a m ás d ista n te y ris p id a del e s p íritu : extravagante, a rb itra rio , u n fuego devorador, in ­ c o n tro la d o e insaciable . S iem pre que la h is to ria se disp o n ía a estrecharse en u n nudo, aparecía Durväsas. C am inante o hués­ ped, cuanto m ás im p re v is ta era su in te rv e n c ió n ta n to m ás gra­ ve era la c ris is que desencadenaba. Llegado el m om ento de la m asacre en el K u ru k s e tra , D urväsas se presentó en la co rte de K u n tib h o ja . Todos lo servían con gra n cuidado, aunque con fin g id o afán. D urväsas reconocía, b a jo la abyecta a m a b ilid a d de cada gesto, la p ris a y el hastío. S ólo una n iñ a se le acercaba y esperaba sus órdenes com o si no le p u d ie ra acontecer en el m undo u na cosa m ás grata. Pero no era s u ficie n te , p o rque «el goce m a yo r de D urväsas co n sistía en p o n e r a p rueba a la gen­ te». U n día, después de bañarse, D urväsas e n co n tró su a rro z h e rvid o en u n cuenco a rd ie n te . A lzó los im pacientes ojos hacia la pequeña K u n tI, s in d e c ir un a p alabra. K u n tI se puso a cua­ tro patas fre n te a ella, com o u na banqueta, pa ra que Durväsas apoyase el cuenco sobre su espalda. E l velo de m use lin a que la cu b ría se quem ó de in m e d ia to , dejando la p ie l a l descubierto. K u n tI s u fría el d o lo r en s ile n c io . D urväsas co m ió el a rro z, le n ­ tam ente. Llegó p o r fin el día en que D urväsas quiso reem prende r la m archa. L la m ó a K u n tI y le d ijo : «N iña, escucha este m antra. Con estas fó rm u la s podrás u n día convocar a los dioses, podrás tocarlos. A quellos a quienes los otros n i siq u ie ra pueden tú los tendrás com o am antes, si lo deseas.» Apenas K u n tI a p re n d ió el m antra, D urväsas desapareció, sin despedirse. Años después, en el v ie n tre de K u n tI se gestaron Y u d h is th ira , B h lm a y A rju n a , to ­ dos ellos de sim ie n te d iv in a . Para que los gem elos N a ku la y Sahadeva p u d ie ra n ser gestados, K u n tI reveló el m antra de los A svin a M ä d ri, la segunda m u je r de Pändu.

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N ärada acababa de despedirse, y K rs n a ya pensaba con nos­ ta lg ia en aquel s im p á tic o c h a rla tá n , que lo sabía to d o acerca de cada rin c ó n de la Is la de la Jam bü, pero ta m b ié n de los otro s m undos, y pasaba de los unos a los o tro s com o si fu e ra n ba­ rrio s de un a m ism a ciudad, m a lic io s o , cu rio so , envanecido de los detalles, aunque poco interesado en eje rce r sus poderes, ya que se d iv e rtía más observando el espectáculo del desplegarse del p o d e r de los otro s, atento sobre to d o a las h is to ria s en las que aparecían m ujeres. Sostenía que las h is to ria s s in m ujeres acaban p o r ser tediosas, quizás porque él m ism o había sido una m u je r, adem ás de u n gusano y u n m ono, y ése era el m o ti­ vo p o r el cual, fu e ra cual fuese el tem a de conversación, nunca se dejaba so rp re n d e r y d is c u tía siem pre con p re c is ió n , com o sacudiendo delicadam ente el p o lvo de alguna v ie ja experiencia. N ärada acababa de despedirse cuando se presentó en los pa­ lacios de K rs n a o tro brahm án. N o podía ser m ás d is tin to del que lo había precedido. V estido con harapos, som brío, avanzaba con sus largas piernas, delgadas com o las de u n ave zancuda. Tenía la p ie l lu stro sa , con u n re fle jo verdoso. U na c a n tile n a m e la n c ó li­ ca b ro ta b a de sus la b io s. «¿Quién a lo ja rá al b ra h m á n D urväsas?» S ólo estas palabras suyas eran com prensibles. U na carca­ ja d a m alévola las acom pañaba. Todos se apartaba n a su paso. P ercib ía n la fu ria irra c io n a l del b ra h m á n y no q uerían p ro vo ca r­ lo. Pero K rs n a se acercó a él, con gesto tra n q u ilo , com o si no ad­ v irtie s e nada extraño. M ie n tra s ta n to pensaba: «O tra vez el H uésped. É sta será la prueba m ás dura. N o existe o tro vo to m ás severo. Pero el H uésped es el desconocido. Precede a to d o y se im pone a todo.» In m e d ia ta m e n te K rs n a h iz o lla m a r a R u k m in i, la p rim e ra entre sus consortes. R u k m in i se presentó en to d o su esplendor y d ijo al huésped que le ordenara to d o cuanto desease. S in em bargo, parecía que D urvásas n i s iq u ie ra había reparado en su presencia. Su m ira d a vagaba entre los ornam entos de la m u je r com o sobre u n zarzal. C uando le o fre c ie ro n exquisitos m anjares, co m ió con v o ra cid a d in h u m a n a . Daba vueltas p o r el p a la cio s in p re s ta r a te n ció n a nadie, n i s iq u ie ra a K rsn a . Cada ta n to u n siervo lo sorprendía en u n rin c ó n , rie n d o con u n sonido de hojas secas, con la m ira d a pe rd id a . O tros lo s o rp re n d ie ro n llo ra n d o s in consuelo. 321

C uando se ten d ía en el suelo lo tom aban p o r u n m o n tó n de harapos. D u ra n te días no p ro b ó bocado. K rs n a había dado ó r­ denes m uy severas: to d o el m undo debía obedecerle, sin reser­ vas. E n u na ocasión, una densa hum areda com enzó a expán­ deme p o r los p a sillo s. V enía de las habitacio nes de Durväsas. C uando a cudieron , v ie ro n que el b ra h m á n había p re n d id o fu e ­ go a su cam a y había desaparecido. H oras m ás ta rd e lo encon­ tra ro n al a b rig o de u n n ich o , absorto, com o si en su v id a h u b ie ­ ra hecho u n solo m o v im ie n to . N adie le p re g u n tó nada. E n otras ocasiones e ntraba en una estancia y a rro ja b a co n tra las paredes cuanto o b je to tu v ie ra al alcance de su m ano. F in a lm e n te , una m añana aceptó sentarse a la m esa con K rs n a y R u k m in l. La conversación era a b u rrid a , pero se desarro lla b a con aparente n o rm a lid a d . Después p id ió a rro z con leche. E nseguida los s ir­ vientes le tra je ro n aquel m a n ja r ta n com ún, el päyasa, que K rs n a había ordenado te n e r siem pre lis to , ju n to a o tro s m u ­ chos, pa ra que n in g ú n deseo de Durväsas quedara insa tisfe ch o . Entonces, con to n o brusco, el b ra h m á n ordenó a K rs n a que se desnudase. «Acércate», le d ijo después. K rsn a , desnudo, se paró fre n te a él. D urväsas le ordenó que se espolvorease p o r to d o el cuerpo aque lla m asa blanca. K rs n a se m antuvo im p a sib le . Re­ cordó cuando, siendo n iñ o , se trep a b a a u n ta b u re te p a ra ro b a r la m anteca, y después le quedaba la cara m anchada. E vita b a m ira r a R u k m in l. E l cuerpo de K rs n a se v o lv ió com pletam ente blanco, em badurnado de a rro z con leche. N o quedaba u n solo p o ro de la p ie l de K rs n a s in c u b rir. Sólo las plantas de sus pies tocaban el frío suelo, lib re s de aquella pasta. E l o jo de D urväsas estaba velado, ausente. C on voz ronca ordenó a R u k m in l que se desvistiese. R u k m in l no pudo re p rim ir una m ira d a de resig n a ció n a K rsn a , que la ig n o ró . Perm anecía a su lado com o u n m onigote. U na a una, R u k m in l se q u itó sus ves­ tid u ra s , delicadas y ricas. D urväsas n i s iq u ie ra m iró su cuerpo. C om enzó a c u b rirlo con päyasa, con m e ticu lo so cuidado . La cre­ m a goteaba aún de los pezones de R u k m in l cuando D urväsas o r­ denó que le preparasen u n ca rro . Los sirvie n te s obedecieron. E ntonces D urväsas u n c ió a R u k m in l, h iz o chasquear la fu sta y p a rtió h a cia el sur. K rs n a lo sig u ió . P or m om entos D urväsas g ri­ taba com o u n v u lg a r cochero y b a tía la fu sta en lo s hom bros de 322

R u km in I, dejándole estrías ro ja s que se m ezclaban con el blanco de la crem a y los h ilo s de sudor. Después descendió del c a rro y s ig u ió cam inando, en la m ism a d ire c c ió n . K rs n a y R u k m in I lo sig u ie ro n , desnudos, blancos, im pasibles. De p ro n to , Durvásas se detuvo y los m iró . V io que se in c lin a b a n lige ra m e n te hacia él. Les d ijo : «A hora volved. C uanto he destrozado lo encontraré is in ta c to . Tú», d ijo , volviéndose a R u km in I, «em anarás siem pre u n o lo r fragante. T u belleza no se m a rc h ita rá . Serás la com pañe­ ra de K rs n a in c lu s o después de la m uerte.» Después se d irig ió a K rsna: « M o rirá s com o todos, p o rque no te has c u b ie rto con la pasta la p la n ta de los pies. Pero ¿qué im p o rta ? Has c o m p re n d i­ do. H az que siem pre te acom pañen estos m antras, que re cita rá s en silencio.» M u rm u ró algunas fó rm u la s. «M ientras haya a li­ m ento, serás am ado. M ie n tra s exista u n hom bre ju s to , serás g lo ­ rific a d o .» F ueron sus ú ltim a s palabras. U na lla m a lo envo lvió y desapareció. K rs n a y R u k m in I v o lv ie ro n al p a la cio en s ile n cio , sucios de p o lvo y de crem a. E n c o n tra ro n que to d o estaba in ta c to , com o si Durvásas nunca h u b ie ra estado a llí.

C om enzó a hacerse n o to rio que se acercaba la ú ltim a era -la E ra del N úm ero P erdedor, el k a liy u g a - cuando u n hecho se h izo evidente: el s a c rific io no podía realizarse. Este acto, que era el riesgo p o r excelencia, el p rim e r v ia je de todos los viajes, y p o r eso podía ser ta m b ié n el p rim e r n a u fra g io , esta ocasión en la que se m edían la e x a c titu d y la verdad, ya no conseguía s u b s is tir p o r sí sola, en su ra d ic a l a b stracción. Se vo lvía una guerra. Pero eso no era to d o . G uerra y s a c rific io son claram ente las dos caras de una m ism a m oneda. A hora el s a c rific io se v o lvía u na guerra fracasada. G uerra im p re cisa y fra u d u le n ta , a l p u n to que acaba­ ba p o r parecerse a una m era m asacre. Eso fue lo que sucedió en­ tre los Pándava y los K aurava.

¿Qué sucedía antes de que se m anifestase u no de los avatära, antes de alguno de aquellos «descensos» del dios a la tie rra en tiem pos de caos? B astaban los rito s . Pero ¿qué eran? L o re a l 323

pensado hasta su acabamiento, articulado enteramente en el pensamiento, en cada momento, en cada rincón. Un apremio constante, que impedía considerar cualquier otra conquista. Pero sin duda había algo que se escapaba. Algo que se derrama­ ba. O se depositaba como poso envinado, invencible. Un día los dioses o los hombres o la misma Tierra, agobiada por el peso ex­ cesivo de las criaturas, acudían al Brahma a pedirle ayuda. Pero Brahmä se declaraba impotente. La impotencia lo acompañaba desde el p rin cip io -quizás justamente por su condición de dios creador. Brahmä confiaba demasiado en el pensamiento, el pen­ samiento era su elemento, como para otros podía serlo cual­ quier otra potencia de la naturaleza. Lo que Brahmä pensaba se volvía enseguida fórm ula ritu a l. Aunque esto no aseguraba su eficacia. Brahmä fue el prim ero que dudó acerca de la eficacia del rito . Pensaba en ello con frecuencia. Comprendió que tendía a asociar aquella duda con ciertos episodios de su vida: la fuga de los hijos nacidos-de-la-mente, el deseo de un cuerpo de mu­ chacha, la quinta cabeza cercenada por Siva. Todas historias de escarnio. Miraba con distante simpatía a todos aquellos que ve­ nían a pedirle ayuda. Sentía pena por ellos, súbditos de un so­ berano inerme. Hasta que un día hizo una seña en dirección a Visnu: «Dirigiros a él. Seguro que encontrará la manera de hacer aquello que a m í me resulta imposible.» Y volvió a sumergirse en su melancolía.

Durante los primeros siete

avatära

los acontecimientos se­

guían una dirección definida: un rey malvado (aunque podía ser también un santo) alcanzaba un poder desmesurado, perturba­ ba los amoríos de Indra y después lo expulsaba del cielo. E l or­ den quedaba alterado. Era preciso que apareciese una figura aun más poderosa, capaz de establecer un nuevo orden. Era el

avatära.

En el repertorio de los acontecimientos se encontraba

una gran variedad de intrigas, pero los pasajes decisivos eran siempre duelos, desafíos, maldiciones, gracias, fugas, exilios. Pero con Krsna y, después, con Buddha, es decir con el octavo y el noveno avatära, todo se complicó irrevocablemente y se volvió mucho más ambiguo. Había aún duelos y lances cósmicos. Pero

324

ya no eran decisivos. Decisivo era lo que le sucedía al espectador de los duelos, que era Krsna, enlazado a Arjuna. Y aún más des­ concertante era la situación con el Buddha. En apariencia no su­ cedía nada. La vida se desarrollaba en toda su mediocridad, como una pura sucesión de hechos irrelevantes. Ya no se trataba del cosmos, n i siquiera de un im perio, sino del rincón de una provincia. No había más que la conocida, ardua comedia entre ricos y pobres. En medio, algún monje errante. Ya no se oía ha­ blar de duelos n i de guerras. Todo parecía haberse refugiado en la mente de un monje, Buddha, que podía estar a la sombra de un árbol o recorriendo el mismo camino que muchos habían transitado antes que él. Sin embargo, el duelo continuaba bajo nuevos nombres, con otros gestos, en la cámara sellada de aque­ lla mente.

Así comenzó la era de Krsna: los hombres ansiaban historias, historias enlazadas, personajes que no se lim itaran a los Deva, los Asura y los

rs i.

No podían sostener por más tiempo la abstrac­

ción védica, n i el hecho de que el mundo entero, y todo lo que en él sucedía, no fueran más que la glosa de un rito ininterrum pido. No todo podía converger en la construcción del altar del fuego, pensaron, un tanto asustados de su propia audacia blasfema. Ahora los ladrillos serían otras tantas historias, y para cocerlos, para darle sustancia los dioses consintieron en descender nueva­ mente a la tierra, poniendo «porciones»,

arrisa,

de sí mismos en

aquellos héroes que se batirían en el Kuruksetra, sobre aquel enorme terreno, aquel campo que traía algún acontecimiento a la memoria de los dioses, porque en un tiempo remoto habían re­ alizado a llí una sesión sacrificial. ¿O quizás desde a llí habían as­ cendido al cielo, ganándose la inmortalidad? No lo recordaban claramente, había pasado demasiado tiempo desde entonces.

«El rito es peligroso», recordó Vyása a Yudhisthira antes de su consagración como rey. Advertencia que podía parecer ob­ via e in ú til. Desde siempre los

rs i

habían hablado del rito como

de una navegación en permanente riesgo de naufragio, en refe-

3 25

rencia a los posibles fallos en la precisión del pensamiento y de los actos. Sin embargo, Vyása aludía a un peligro distinto: en una fase del

m jasüya,

la consagración real, se juega una partida

de dados que el rey debe ganar, incluso si para ello se ve o b li­ gado a hacer trampa. E l juego se vuelve tenso, pero el rito se mantiene siempre alejado del mundo de los hechos, como si se sostuviese a dos palmos del suelo. No puede dejarse invadir por el mundo. Pero con Yudhisthira sucedió lo contrario. Perdió su partida y, con ella, lo perdió todo. Además, la perdió dos veces. ¿Cómo fue posible? Los dados, como demonios caprichosos, habían hecho añicos el orden sacrificial desde su mismo inte­ rio r. Habían dejado de ser una de las acciones prescritas para convertirse en los agentes de la irrupción del

daiva,

de ese «des­

tino» que actuaba siempre y por doquier, fuera del rito y den­ tro del rito . Ningún bozal del pensamiento hubiera conseguido frenarlo. Era un caballo salvaje. El

daiva

comenzó a actuar por

sí solo; le bastaba con aquellos minúsculos objetos rodantes. Un día, en un acceso de ira, el rey Viräta arrojó los dados contra el rostro de Yudhisthira. De su nariz brotó sangre. Draupadl se precipitó a recogerla en una taza de oro, para que no cayera al suelo. Sin embargo, aquello no era más que el anun­ cio de que la tierra pronto se mancharía con la sangre de Yu­ dhisthira. Había caído la últim a barrera que separaba el juego de la sangre.

En su vasta trabazón, el

M ahäbhärata

puede ser visto como

una desmesurada demostración de la in u tilid a d de los conflic­ tos. De todos los conflictos. ¿Acaso fue restaurado el

dharm a

cuando finalmente los Pándava, a costa de innumerables vícti­ mas, consiguieron derrotar a los Kaurava? Sería d ifíc il hacer tal afirmación. La paz era una vida a medias, oprim ida aún por el recuerdo. E l

dharm a

reinaba otra vez, pero como por un breve

entreacto. Aún se incubaba algo que debía precipitarse. Treinta y seis años después del fin a l de la guerra, los Vrsni, pueblo de Krsna, fueron exterminados en una masacre que comenzó como una vulgar riña entre borrachos. Parecía que aquella guerra an­ terior, que se había desarrollado según el ritm o de una compleja

326

cerem onia, sólo h u b ie ra servido de p re te xto para esta estúpida carnicería.

E l M ahäbhärata en su totalidad es la historia del dharm a en­ fe rm o , d e b ilita d o , o p rim id o p o r todos los obstáculos que la h is ­ to ria pone en su curso. No la victoria del dharm a sobre el adharm a, sino su casi equiparación y convergencia en la ruina es lo que presagia un renacimiento del mundo, sobre una escena de­ sierta en la que sólo un minúsculo residuo podrá testim oniar con la palabra las vicisitudes pasadas. Cada victoria del Héroe sobre el Monstruo, del Orden sobre el Desorden o del Bien sobre el Mal es superflua con respecto a esta visión, que sólo absorbe en sí a Käla, Tiempo, y que suscita continuos desniveles, que aparecen sin embargo como una estratagema para alcanzar una nivelación más vasta. En tanto que el único desnivel irreversible es el que sólo ahora aparece claramente: el desapego, la doctrina que Krsna transm itió a Arjuna delante de sus parientes enemi­ gos, en form ación para la batalla.

«Sutil es el dharm a y no conocemos su curso», dijo Yudhisthira cuando trataban de arrancar al padre de Draupadí su anuen­ cia para que su hija fuese compartida en condiciones de igual­ dad por los cinco hermanos Pándava, en vez de casarse con el único, Arjuna, que Draupadí había escogido en el

svayam vara.

Cuántas otras veces, más tarde, en cuántas otras ocasiones, san­ grientas a veces, se repetiría aquella referencia a la sutileza del

dharm a.

Excesiva sutileza, d ifíc il de seguir, y hasta de reconocer

incluso para el h ijo de Dharma, Yudhisthira. Era como si el

dharm a

se hubiese entretejido desde el comienzo, h ilo tras hilo,

y ahora aquellos hilos lo envolvieran todo, como una red opresi­ va. Quien, enredado entre esos hilos, se moviera con brus­ quedad, corría el peligro de estrangularse. Ésa era la situación habitual de Yudhisthira: hablaba siempre del dharm a, pero pen­ sando en algo que está más allá: la muerte o la liberación. Por eso sus discursos sobre el dharm a anunciaban con frecuencia las devastadoras apariciones de Yama, como si para él la ley y la muerte tendieran a superponerse, hasta coincidir por completo. Había una remota melancolía en Yudhisthira, y nunca fue tan

327

evidente com o cuando quiso m eterse en la fa tíd ic a p a rtid a de dados con los Kaurava, él que se apasionaba por el juego, pero aún no sabía jugar. Aquella partida fue la «lesión», bheda, que ja ­ más sanaría: la prueba de que la suerte puede ignorar al dharm a, y hasta mofarse de él. Quizás Yudhisthira sólo quería llegar a esa evidencia irreparable.

En la guerra de los primos enemigos las figuras más desga­ rradas, las de pathos más rico, fueron las que se apartaron del papel que se les había asignado desde su nacimiento: Bhlsma, el

ksa triya

que se comportaba como un brahmán, que enunciaba

pensamientos elevados recostado sobre un lecho de flechas; Drona, el brahmán que era maestro de armas de los Pandhava y de los Kaurava, y enseñaba cómo anular a los presentes, es decir al mundo, concentrándose en un punto minúsculo, el blanco; Kama, el oscuro

süta,

el auriga que era el hijo de Süryä, del Sol,

pero él no lo sabía, y se volvió guerrero invencible, único antago­ nista digno de Arjuna. Éstos fueron los primeros en advertir esa delicada torsión del dharm a que señala cada nueva era y está se­ llada por cada nuevo

avatära.

Para que el orden tuviera sentido

tenían que ser los primeros en agraviarlo. Siempre había en su comportamiento algo que iba más allá de la ocasión y de las pa­ siones. Un imperativo tácito los impulsaba a manifestar en sus actos algo

a lo

que nunca nadie se había atrevido, una forma, un

cmce inusitado de elementos. Cada uno inventó su estilo. Eran artistas del gesto, que acababan por s u frir las consecuencias con su til crueldad, como si un excedente de tortura tuviera que acompañar el azar de la forma que querían experimentar.

Bibhatsu, Aquel-que-siente-repugnancia: entre los numero­ sos epítetos atribuidos a Arjuna, éste se destaca con nitidez, ofreciendo el significado decisivo. Arjuna fue la ú ltim a semblan­ za de los

ksatriya,

aquellos guerreros tenaces e imponentes que

ignoran la duda, que destrozan todos los obstáculos, que se ba­ ten con las fieras, seres exclusivamente afirmativos, siempre ávidos de una fuerza suplementaria, seres cuyo aliento son 11a-

328

r

mas. Fue el ú ltim o y el más perfecto de ellos, y nunca pudo des­ hacerse de un cierto sentimiento de náusea. ¿Hacia qué? ¿Hacia el deber monótono de matar? ¿O hacia alguna otra cosa más? Arjuna quedó marcado por la repugnancia hacia el mundo: no hacia ciertos aspectos del mundo, sino hacia su misma existen­ cia. Este engañoso sentimiento sobreviene apenas se franquea la cima de la afirm ación, y desde ese momento se extiende por do­ quier una leve, insoslayable coloración. Esto se reconocía en la mirada de Arjuna, como una esporádica ausencia, como una pe­ renne distancia con respecto a aquello que le sucedía. Arjuna jamás habló del asunto, excepto en sus secretos diálogos con su auriga, con Krsna. Los demás no sabían nada. Veían en él al guerrero ejemplar, al joven seductor, al hombre justo. Sin em­ bargo, con mucha frecuencia las palabras que Arjuna se sor­ prendía diciendo, imperiosas y claras, le sonaban a él mismo va­ nas y corrompidas.

D ifíc il ser dócil, en la Isla de la Jambü. Todos los senderos es­ taban bordeados de deseos, gracias y maldiciones. Cada paso era un precepto. Para que la vida volviera a ser libre, ágil, difusa e incluso confusa hacía falta un dios, un

avatära, una mente lú c i­

da y previsora: Krsna. No existe nada que se oponga a la ley de una manera tan sutil como ciertos consejos astutos, ciertas traiciones y engaños que Krsna realizó durante la guerra de los Pándava y de los Kaurava. No existe nada tan sutilmente lesivo para la fe como ciertas doc­ trinas del Buddha. Sin embargo, Krsna y el Buddha fueron

avatära

de Visnu, descendidos a la tie rra para curar al

dharm a

herido, reducido a un cuarto de sí mismo. Exactamente lo mis­ mo había sucedido con los

avatära

precedentes: el Enano, el Ja­

balí y el Hombre-León habían aparecido, habían cum plido sus empresas y se habían desvanecido, dejando al mundo preparado para cum plir un nuevo ciclo. Pero en los últim os ciclos, cuando se advertía ya el olor del pralaya, de la disolución general, todo se confundía y las reglas se invertían. Ya no bastaba con derro­ ta r a un Asura, que a su vez había destronado a Indra. Estos jue­ gos de la soberanía se habían vuelto un tanto pueriles, vanos. Ya 329

no se tra ta b a de m a ta r al enem igo sin o de im ita rlo , de a s u m ir a l­ gunos de sus comportamientos; pero de una cierta m anera: su­ perponiendo aquel nuevo saber a l saber precedente y dejándolos convivir en su choque. Éste era acaso el m isterio peculiar del

kaliyuga,

la edad oscura predilecta de las mujeres y de los des­

castados, que en esta conm ixtión encontrarían una ocasión de liberarse, de otra forma negada a ellos. En lo flagrante de la con­ tradicción ya no había un culto que pudiera actuar como eje y

b h a kti,

Osa Menor sino la

la devoción del corazón, dirigida en

todas las direcciones, dispuesta a todo, la emoción perenne de la que las

gopi

fu e ro n

sus primeras mensajeras.

de Krsna, que vagaban solitarias con sus manadas,

El rey Sisupäla fue salvado por la pureza química de su odio hacia Krsna; fue salvado porque no se arrepintió. También él entrará en el cuerpo de Krsna, también él será liberado en Krsna. Como Krsna penetra entre las filas de sus enemigos y no prescinde de sus estratagemas, n i siquiera de las más tram po­ sas, de la misma forma sus enemigos abren una brecha en él. Todo lo cual sería una flagrante violación de la Ley si no fuera la Ley misma la que lo impone, la nueva Ley que Krsna había difundido entre las Así, en el

anattä,

avatara

gopi

antes de manifestarla a los guerreros.

siguiente, con el Buddha, la doctrina de la

del «no-Sí», de la vacuidad de todo elemento, la procla­

mada insustancialidad de lo intrínseco, la doctrina que asestaba un golpe de hacha a la soberanía del ätm an, del Sí, es decir del

brahm an

que era congruente con él, y por lo tanto con el todo,

tal doctrina no sólo no fue rechazada, sino que fue plenamente acogida. ¿Por qué aquélla y no cualquier otra de las muchas he­ rejías que circulaban? Fue acogida por la cruel, drástica pureza de su oposición a todo aquello que habían enseñado los

rs i.

Yájñavalkya y el Buddha estaban sentados frente a frente, pero no como enemigos. Vivían, ahora, en la misma mente, y conti­ nuaban pronunciando cada uno sus propias palabras, sin mo­ derarlas.

3 30

Antes de la batalla del Kuruksetra, Krsna ilum inó a Arjuna, paralizado de angustia, acerca de la naturaleza de aquello que es. Durante la batalla, lo ayudó sobre todo en el arte del engaño, que acaso nunca ejerció con tanta perfidia como en el duelo en­ tre Arjuna y Jayadratha. Pesaba una m aldición sobre quien ase­ sinara a Jayadratha. Su padre, Vrddhaksatra, había proclamado que la cabeza de aquellos que habían hecho rodar por tierra la cabeza de su h ijo se rompería en cien pedazos. Ahora ambos guerreros luchaban, cuando el disco leonado del sol estaba a punto de desaparecer. Justo en el momento en que se escondiera en el horizonte, la palabra de Arjuna perdería todo contacto con la verdad, porque su promesa de matar a Jayadratha antes del atardecer se revelaría vana. «Si la verdad se aleja de Arjuna desa­ parece el mundo», pensó Krsna. Entonces susurró breves pala­ bras convulsas, que fueron su consejo al amigo: «Corta lim p ia ­ mente la cabeza de Jayadratha, de forma que vuele al seno del padre.» Con su extremada destreza en el arco, Arjuna apuntó la flecha letal (que había reservado, honrándola con perfumes y flores, para asesinar al asesino de su h ijo Abhimanyu) de forma tal que la cabeza de Jayadratha volase lejos de allí. Hasta donde Vrddhaksatra estaba sentado, en el lím ite del bosque, absorto en la ceremonia del crepúsculo. Como una piedra del cielo la cabe­ za del hijo, adornada con fastuosos pendientes, le cayó entre las rodillas. Vrddhaksatra n i siquiera se dio cuenta. Era un

rs i

seve­

ro, capaz de abstraerse del mundo. Terminada la oración, se le­ vantó. La cabeza de Jayadratha rodó a tierra. Se vio entonces la cabeza de Vrddhaksatra quebrarse en cien pedazos. E l sol desa­ pareció del horizonte.

Lo que sucedió en la India, desde los Veda hasta el Buddha, pertenecía al tronco de un único árbol, el inmenso

asvattha

en­

raizado en el cielo, cuyas ramas se expandían por todos lados, cubriendo la tierra. ¿Qué había en el tronco? E l

brahm an. ¿Y M a itri Upa-

qué era el b ra h m a n ? El «único que despierta», dijo la

nisad.

El

brahm an

era consciencia y lo que hace nacer la cons­

ciencia: El Que Despierta. Al final, al pie del árbol, que ese día era una higuera cualquiera del Bihar, fue a sentarse un solitario,

331

1

un monje. Se dijo a sí mismo que no se levantaría hasta que el despertar no hubiera pasado del árbol a él. Era el Bodhisattva, que estaba por convertirse en el Buddha. El árbol bajo el que se sentó fue llamado el Árbol del Despertar

(bodhi).

Se encontraba

en Gayá, después llamada Bodhgayá. Durante siglos, numerosos peregrinos acudieron al lugar. Veían un

nyagrodha,

un baniano

de raíces aéreas, el árbol que estrangula a sus huéspedes; sin em­ bargo siguieron representándolo como un

asvattha,

la higuera

que encierra en sí el germen del fuego.

El Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento aparecían como un solo árbol: cuando sus ramas susurraban hablaban los Vedas, que eran las hojas; cuando el aire estaba quieto, del tro n­ co destilaba el

som a,

que daba la vida sin fin. Observando dete­

nidamente aquella inmensa planta, se descubría que eran dos árboles entrelazados, inextricables. Uno lanzaba sus ramas ha­ cia lo alto, el otro hacia abajo. Eran una

sam i

y un

asvattha.

Era

d ifíc il distinguirlos. Sobre dos ramas opuestas, a la misma altu­ ra, se veían dos pájaros, «compañeros inseparables». Uno comía una baya, el otro lo miraba intensamente. Para encender el fue­ go, hace falta que una ram ita tra una ram ita de mente el

asvattha

sam t.

(a ra n l)

de asvattha sea frotada con­

Expandiendo sus raíces aéreas, lenta­

estrangula la sam t. La consciencia estrangula

lentamente a la vida. Pero la vida existe -o es perceptible- sólo en cuanto deja crecer sobre ella el parásito de la consciencia.

La prim era de las historias es vegetal y carece de desarrollos. Es el entrelazarse de dos árboles, su coito perenne e inm óvil. Las raíces de uno se pierden en el cielo; las del otro en la tierra. Las ramas se mezclan, algunas apuntan hacia lo alto, otras hacia abajo. Cada una de las imágenes de un dios enlazado a su pareja (Siva con Parvati, Visnu con Läksm l) repite la forma de los dos árboles entrelazados, como si dos figuras con miembros huma­ nos hubiesen sido expulsadas de aquel nudo de ramas y, al en­ trelazarse, tendieran a form arlo de nuevo. Las muchas cabezas, brazos, piernas, pies y manos que tanto pasmo y repugnancia

332

r

provocaban en los viajeros que veían por vez prim era los ídolos de la India, no son sino recuerdos del hecho de que la figura hu­ mana, antes de ser tal, fue un árbol de m últiples ramas. Hubo un tiempo en que los treinta y tres dioses no vivían en palacios ce­ lestes sino entre las ramas y las frondas de aquel árbol. Desde aquellas ramas combatían contra los enemigos serpentinos, en­ roscados en otras ramas más bajas. Se batían por el líquido que fluía del tronco del que todos -Deva y Asura- se nutrían.

En todas las historias, remontándose hacia atrás, hasta el punto en que desaparece todo horizonte, se encuentra una ser­ piente, el árbol y el agua. O bien una serpiente que cubre con sus espiras un manantial. O un grumo, un nudo errante sobre las aguas, un cojín circular que acoge un cuerpo divino y se desliza entre las olas. O es una serpiente enroscada en un tronco que crece sobre el agua. Todo lo cual también puede encontrarse al volver la mirada hacia el interior, como ya hacían algunos, se­ gún la

K atha U panisad

(«cierto sabio que buscaba la in m o rta li­

dad m iró dentro de sí, girando el globo de los ojos»). La serpien­ te está enroscada en el tronco del que destila la esencia, el

rasa,

así como la Diosa Retorcida, DevI Kundalini, envuelve con sus espiras por tres veces y media la que atraviesa el

m eru,

susum nä,

arroyuelo vertical

la espina dorsal, pero también el monte

Mera, y desemboca bajo la bóveda del cráneo o del cosmos, don­ de Siva espera en su trono de loto a que rompa el despertar. Las vacas raptadas, los océanos prisioneros, el

som a

perdido, todo

se oculta en una breña anatómica, a llí donde una corriente es obstruida y comienza a filtrarse entre las espiras de una serpien­

m ülädhära, la «raíz-escabel», entre el miembro y el ano, trepa por la susum nä, el rizoma del loto, sigue el camino real hacia lo alto, atraviesa las seis cakra, las «ruedas» que encuentra por el cami­ te. Devi se despierta, se arquea desde su residencia en el

no como otros tantos arcontes, se convierte en vaina de Siva y de ese coito se destila

am rta,

el líquido de la «no-muerte», que inva­

de cada dendrita y la embriaga.

333

'I

Los dos pájaros del him no védico reaparecieron en Krsna y Arjuna. Ya no sobre dos ramas opuestas del mismo árbol, sino sobre un carro de guerra. Krsna era el auriga, Arjuna el arquero. Arjuna era el pájaro que come «la dulce baya». Pero esa vez co­ mer era disparar la flecha que mata. Krsna miraba, como el otro pájaro, «sin comer».

Con su in fin ito entrelazamiento de acontecimientos huma­ nos, animales y divinos, con su proliferación de palabras, el

häbhärata

M a-

fue un intento de imponer silencio para que volviese a

ser audible el diálogo entre los dos pájaros, aferrados a dos ra­ mas opuestas de aquel único árbol que se compone de un

tha

asvat-

y de una sam t. Era el diálogo incesante, el más antiguo. Pero

la acumulación del tiempo, la extensión de los ritos, la palabre­ ría humana y celeste casi lo habían sofocado. El verdadero desa­ fío no era reencontrarlo entre la hojarasca del bosque. Eso era casi demasiado fácil, como ejercer un oficio. Lo complejo era volver a oírlo en medio del fragor de las armas, en el momento del puro terror, en el marasmo de la mente, y hacer que en aquel campo de batalla, que había sido sede de los ritos, imperase en­ tonces un silencio aún más denso, un silencio ensordecedor, hasta que se oyera de nuevo, como por prim era vez, la voz aguda de los dos pájaros que aquel día se presentaron ataviados de gue­ rreros y se llamaban Krsna y Arjuna.

Nara y Näräyana eran dos

rs i

que no se parecían a los otros,

pero se parecían entre sí. Brahmá los vio pasar un día a su lado, acoplados. «Éstos son más antiguos que yo», pensó -y ya habían desaparecido. «Pero ¿cómo puede ser que yo, progenitor de todo, sienta que hay alguien anterior a mí?» Corroído por la duda, se d irig ió a Kasyapa. Éste le dijo: «En el fondo es indiferente si lo existente está hecho de mente y de fuego o de un cierto agregado llamado materia. Lo cierto es que sólo existe si la consciencia lo percibe como tal. Y, si la consciencia lo percibe, en su in te rio r ha­ brá otra consciencia que percibe la consciencia que percibe. Son los amigos inseparables. Son Nara y Näräyana. Aunque tú pue-

334

das expanderte en dieciséis m il mundos, sin ellos no subsistirías. Un día, Siva dijo de ellos: "E l mundo se mantiene unido gracias al esplendor de vosotros dos.” Por eso aparecen y desaparecen continuamente. Fueron los dos pájaros sobre el

asvattha.

Serán

Krsna y Arjuna. Nara es Hombre y Agua, como señala su nom­ bre. Es uno y el otro, cuando no está desgarrado, cuando es la ola única. Nosotros conocemos a través de Nara, pero nuestro cono­ cim iento sería estrecho, y no superaría al de un músculo que se tensa y se relaja, si no se reflejara en el ojo de Náráyana, en el que, por otra parte, nos extraviamos: pasar de un ojo al otro es como pasar de un río a un mar. Por eso el verdadero conocimiento es sumamente incierto. Pero es suficiente para vivir. E l últim o y su­ blim e consuelo consiste en saber que Nara está vinculado indiso­ lublemente a Náráyana. Y fue éste, que por entonces era Krsna, quien pidió a Indra, como gracia, la amistad perenne de Nara, que por entonces era Arjuna. Pidió esa gracia al padre de Arjuna, contra el cual se había batido victoriosamente, ju n to al mismo Arjuna. La amistad prevalece sobre la filiación. Todas las fam i­ lias se extinguen, pero no el vínculo de la mente con su Huésped. Cuando los hombres, afligidos, enmudecen, recuerdan aquello que una vez dijo Náráyana a través de Krsna: “N i por un instante puedo m ira r este mundo sin Arjuna.” Existe, además, un detalle que traiciona todo el donaire, la displicencia del dios: Náráyana es un patronímico. Como si el dios sin nombre, al buscarse uno provisorio, hubiera querido ceder la primacía al hombre, al pun­ to de hacerse pasar por su hijo. Tú serías incapaz de hacer una cosa semejante, a pesar de todos tus hijos nacidos-de-la-mente.»

Los cinco Pándava deslumbraban al mostrarse. Pero sólo hasta que tuvieron junto a ellos a Krsna, aquel pariente, amigo y consejero que jamás empuñaba las armas. Apenas éste se alejó, un velo de polvo descendió sobre sus rostros. Sus palabras se volvieron opacas, sin linfa. Se precipitaban en parrafadas redun­ dantes, como actores demasiado habituados a sus papeles. Un día, Arjuna se dio cuenta de que ya no conseguía tender su arco. Pensó en la mella que hace el tiempo. No sabía que en ese mis­ mo instante Krsna estaba agonizando. 335

Así m urió Krsna: recostado, con los párpados cerrados, la es­ palda apoyada en el tronco de un árbol. Las plantas de los pies estaban elevadas sobre un penacho de hierba. Jara, un Asura ca­ zador, perseguía un antílope. Cegado por la improvisa luz del claro, apuntó una flecha hacia las plantas de los pies de Krsna, que había confundido con las orejas del antílope. Era el único punto sobre el que, un día ya remoto, Krsna no había esparcido la crema de arroz, obedeciendo las órdenes del brahmán Durvásas.

Todo empieza con una flecha disparada en la perfecta cons­ ciencia sobre dos antílopes acoplados; todo acaba con una fle­ cha disparada en la perfecta inconsciencia sobre la planta de un pie confundida con un antílope. Primero: todo había emergido de la ola indistinta. Después: todo quedó inmediatamente su­ mergido por otra ola indistinta. En medio: una guerra devasta­ dora, ganada por cinco Pándava, sólo por el nombre hijos de Pándu, a quien había maldecido un brahmán que había sido he­ rido por una flecha suya mientras, bajo forma de antílope, se acoplaba. «En cuanto penetres a una mujer, morirás», habían sido las últim as palabras del brahmán. Desde entonces, Pándu quedó constreñido a la castidad. Un día se encontró en el bosque con Mádrí, su consorte favorita. La mirada que le d irig ió fue al mismo tiempo de deseo y de despedida. M urió instantáneamen­ te, mientras la penetraba.

Acabados los ritos fúnebres por Pándu, Vyása se acercó a la madre Satyavatl, «ciega de dolor». Le dijo palabras elevadas y conmovedoras, que después in clu iría en el M ahäbhärata: «Han pasado los tiempos felices, ahora se avecinan acontecimientos aciagos. Los días serán peores cada día que pase. La tie rra ha perdido su juventud.» Aquel epitafio para Pándu era también un epitafio anticipado para los Pándava, y se propagaba a través de todo el poema como un luctuoso repique. Sin embargo, Anandavardhana, supremo conocedor del

dhva n i,

de la «suges­

tió n poética», afirm ó que el rasa -e l sabor, el gusto, el to n o - do-

336

minante en el M ahäbhärata era e lsäntarasa, el «rasa de la paz». A muchos esto les pareció una provocativa paradoja. ¿Dónde esta­ ba la paz, en esa atroz cadena de acontecimientos? Ninguno de los protagonistas del poema podía ser considerado un portador apropiado de aquel

rasa.

¿Cómo aquella sucesión de estragos y

la ruina generalizada podían suscitar ese sentimiento? N i Yudhisthira, consustanciado con el

dharm a,

se hubiera sosegado si­

quiera en el cielo de Indra. Pero Änandavardhana había hecho la apreciación correcta. La paz estaba en el tono de la voz narran­ te, que no vacilaba n i desfallecía jamás. Un tono que servía tanto para exponer el «conocimiento más secreto del secreto» como para recitar la lista de una dinastía de Naga o para internarse en una historia contada en el in te rio r de una historia que hacía de marco a otras historias, o para precisar los detalles de una carni­ cería. La obsesión más urgente de la teoría de Änandavardhana podía ser ésta: en la introducción al poema «se dice expresamen­ te que el

M ahäbhärata

instruye acerca de todos los fines de la

vida y contiene todos los nar los m últiples

rasa

rasa». ¿Cómo negarlo? ¿Cómo subordi­ M ahäbhärata a aquel «rasa de la paz»

del

que, después de todo, no estaba incluido en la lista originaria de los

rasa,

contenida en el Nätyasästra de Bharata? Änandavardha­

na era consciente de que de la respuesta a aquella pregunta de­ pendían todas las posibilidades de su teoría, según las cuales la poesía más alta no acepta mezclas, sino que se funda sobre un

rasa

dominante. Escribe: «Un significado esencial aporta una

belleza aún mayor si se manifiesta sin ser explicitada directa­ mente. En las reuniones de personas cultas y refinadas es habi­ tual que la convicción más honda se manifieste mediante enun­ ciados im plícitos y no mediante explicaciones directas.»

Dhrtarästra, el viejo rey ciego, portentosamente flaco; Gándhári, su esposa, con una venda que le cubría los ojos desde los tiempos de su boda; K u n ti, la madre de los Pándava, ya viuda: to­ dos se dirigían hacia la Ganga. Dejaban a sus espaldas el extenso bosque en el que habían permanecido durante tres años, vagan­ do en silencio. Se sentaron a observarlo. Un viento tenebroso lo sacudía. Después se elevaron las llamas, por encima de la copa de

337

los árboles. Olas ardientes los lamían. Del bosque provenían g ri­ tos, berridos y aullidos. Los animales huían de la vegetación, para salvarse. Pasaban corriendo ju n to a los tres testigos, que permanecían inmóviles. Estaban envueltos en nubes de humo. Dhrtarästra era un poste cubierto de harapos. A sus flancos, como si lo escoltasen, las dos mujeres. Después el fuego, que ha­ bía carbonizado los árboles majestuosos, quemó también la hier­ ba del claro y sus cuerpos. Cuando Vyása contó a Yudhisthira cuál había sido el fin de su madre K untI, de Dhrtarästra y de Gändhärl, el hombre que era la Ley llo ró como una criatura. «Oh, Fuego, oh, Agni, enton­ ces no es verdad que te aplacaste aquel día con las in finitas fle­ chas que Arjuna disparó contra las aguas del padre, mientras el Bosque de Khändava ardía... Oh, Agni, fue tu voluntad llevarte a la madre de tu benefactor... Aquel que tenía cien hijos los ha vis­ to m orir... Aquel que era rozado por cien hojas de palma m ovi­ das por las manos de bellas muchachas ahora lo está por cien alas de buitre... S util es el curso de Kála, el Tiempo, y d ifíc il de comprender... Nosotros estamos vivos, y sin embargo estamos muertos.» Se oyeron estas palabras rotas, entre sollozos. Des­ pués Yudhisthira m iró a Vyása para hacerle una pregunta, como si detrás del dolor advirtiese un tormento muy agudo, ceremo­ nial, al que sólo el gran

rs i

podría ofrecer alivio: «En aquel bos­

que había m u ltitu d de fuegos sagrados... ¿Cómo es posible que Dhrtarästra y m i madre hayan ardido a causa de un fuego salva­ je?» Vyása contestó, sin inmutarse: «Sí, es verdad que había mu­ chos fuegos sagrados, y Dhrtarästra cuidaba de ellos. Con esos fuegos celebraban los ritos, en la parte más apartada del bosque. Después decidió abandonarlos. Los brahmanes que estaban con él no se aseguraron de que quedaran del todo extinguidos. Si­ guieron al rey ciego. Por eso aquellos fuegos se difundieron por el bosque. Esto es lo que me han contado los ascetas que viven allí, en la ribera de la Gañgá.»

Caminaban lentamente, distanciados entre sí, a lo largo del estrecho sendero que subía. A la derecha, escarpados peñascos y canteras, que los deslumbraban. Frente a sus ojos, una barrera

338

de nieves y rocas incrustadas en un cielo esmaltado. Eran seis y un perro. Cinco hermanos, su m ujer común, un perro. A la cabe­ za iba Yudhisthira, alto y delgado, un tanto encorvado, seguido del bastardo negro que habían encontrado vagando a lo largo de las costas occidentales y ya no se había separado de ellos. Lo llamaban Dharma, porque estaba siempre entre los pies de Yud­ histhira. No hablaban jamás, y rara vez se detenían. Habían atravesa­ do playas interminables, después habían andado en dirección a las cimas más altas, habían franqueado el Himalaya y el desierto que se extiende más allá, y ahora subían de nuevo hacia el mon­ te Meru, que une el cielo y la tierra, hacia el paraíso de Indra. Iban cubiertos de harapos descoloridos, cosidos con tiras de corteza. Sin embargo, su paso era propio de guerreros. Sus men­ tes se comunicaban en el recuerdo y en el luto. Enumeraban los muertos de aquella única fam ilia que se había vuelto contra sí misma hasta el exterminio. La tremenda masacre del Kuruksetra era el acontecimiento central. A llí convergían, de a llí emer­ gían cadenas de acontecimientos, hacia adelante y hacia atrás. Los anillos se soldaban por las gracias y las maldiciones, que se remontaban hasta muy atrás, entretejiéndose con otras historias que los distraían mientras trataban, a veces en vano, de recons­ tru irla s en todos sus pasajes. «¡El tiempo! ¡El tiempo!», fueron las únicas palabras que A ijuna pronunció cuando Yudhisthira, con tono de sobria consternación, le dijo que ahora todo había terminado. «Es el tiempo que cuece a todas las criaturas en su olla», dijo Yudhisthira. Y ya era tiempo de abandonar el mundo. Los otros, con una señal, habían mostrado su acuerdo con el jefe. Mientras ascendían tenazmente, como minúsculos parási­ tos prendidos a la espalda del mundo, todo lo que había sucedi­ do, las glorias y las ignominias, los rencores y los sortilegios, pa­ recían aplanarse, deshojarse, mezclando sus tintas en una única tela consumada y acabada. Cerraba la fila Draupadl, que conservaba intacta su belleza. Emanaba como siempre un perfume de loto, mezclado con el sudor. Cada tanto alzaba la cabeza y entrecerraba sus altivos ojos luminosos, mientras un delicado bordado de arrugas se d i­ bujaba en sus facciones, en su piel bruñida, y miraba los hom-

339

bros poderosos de los cinco hombres entre los que había d ivid i­ do ecuánimemente su cuerpo. Su mirada se detenía apenas un poco más en Arjuna, siempre con su aspecto de niño y de extran­ jero, por sus singulares mejillas altas. Como trasfondo del silen­ cio se advertía el borbollar de un torrente, lejano, escondido en el precipicio. Cada tanto un zarpazo sofocado. Hielos que se se­ paraban. No había pájaros en el cielo. Ya no se veía animal algu­ no. Nadie se dio cuenta cuando Draupadl puso un pie en el vacío y se precipitó. Pero los hermanos se dieron vuelta al mismo tiempo y notaron algo oscuro, como una bola de harapos, que rodaba entre los peñascos hasta desaparecer. Sin decir una pala­ bra se reunieron alrededor de Yudhisthira. «¿Sabéis por qué ha sucedido esto? Porque en el fondo de su corazón Draupadl siem­ pre ha preferido a Arjuna a todos los demás», dijo Yudhisthira. Callaban. Siguieron andando. E l sol seguía día tras día su cami­ no obsesivo, cada vez más cerca de ellos. A veces los rodea­ ba la niebla. En esos casos no alcanzaban a ver n i sus propios pies. Uno a uno fueron cayendo, incluso Arjuna. Yudhisthira les explicaba el porqué a cada uno, con pocas y secas palabras. Cuando Bhima, el últim o, también cayó, aún tuvo tiempo de preguntar: «¿Por qué?» «Porque eras demasiado voraz y no te preocupabas, mientras tú comías, de que los otros también tu ­ vieran alimento», dijo Yudhisthira. Después siguió su camino, sin girarse. Ya solamente el perro lo seguía.

Yudhisthira siguió caminando durante días y días. Cuando dormía, el perro se extendía a sus pies. Sólo se separaba de Yud­ histhira cuando encontraba un manantial de agua. Entonces el perro se precipitaba en la corriente gélida. Su pelambre polvo­ rienta volvía a b rilla r, resplandeciente. Miraba a Yudhisthira, en la margen del río, y la lengua le colgaba fuera de la boca, símbo­ lo de su felicidad. Yudhisthira siempre había deseado que la vida tumultuosa no sofocase la Ley. Ahora que todos habían caído, la Ley brillaba en él como un cristal, pero no tenía qué reflejar. Las montañas no piden que el

dharm a

sea defendido. No lo necesitan. La Ley

de Yudhisthira había quedado, como único ser vivo, en el in-

340

menso vacío. No había una voz que pudiese contestarle, ya no, salvo el tím ido ladrido del perro. Cuando Yudhisthira lo llamó Dharma no había sospechado que un día se encontraría dialo­ gando con él como consigo mismo. Mientras subía la pendiente, Yudhisthira se dio cuenta de que, a p a rtir de un cierto punto, se advertía un cambio en la tras­ parencia del aire: superada esa barrera invisible, las mismas ro ­ cas, las mismas nieves y las mismas plantas improbables que aún crecían a aquella altura asumían una consistencia distinta, una evidencia total, que en ningún otro sitio habían mostrado. Yudhisthira sentía curiosidad por ver cómo se dividía el aire en ese punto. Pero no pudo. Apenas llegó a llí descendió con re­ pentino estruendo el carro resplandeciente de Indra: «Bienveni­ do a m i cielo, Yudhisthira. Estás a punto de entrar en él con tu cuerpo.» «Todos mis hermanos han caído, y también Draupadl. Sin ellos no deseo el cielo», d ijo Yudhisthira, con voz cansada y lejana. «Los reencontrarás en el cielo», se apresuró a contestar Indra, cordial. «Han llegado antes que tú.» «Pero no estarán allí con su cuerpo», dijo Yudhisthira. «Así se ha decretado», d ijo In ­ dra, serio de pronto. «Pero tú sí podrás ascender con tu cuerpo.» Yudhisthira calló. En ese momento el perro saltó sobre al ca­ rro de Indra, desmañado y contento. Indra lo rechazó de una pa­ tada. Yudhisthira tuvo un impulso de ira: «Este perro es m i de­ voto. Debe acompañarme. M i corazón rebosa de compasión hacia él», dijo. Indra volvió a su tono persuasivo: «Yudhisthira, desde hoy serás inm ortal, como yo. La felicidad del cielo te per­ tenece. ¿Por qué preocuparse por un perro? Échalo, simplemen­ te.» «Mi vida terrestre la he pasado en la práctica de la justicia», dijo Yudhisthira. «No puedo franquear los confines de la tierra cometiendo un acto injusto.» Indra no podía esconder su impa­ ciencia: «En el cielo no hay sitio para quien va acompañado de un perro. Debes abandonarlo. No será un acto cruel, en estas c ir­ cunstancias.» «Se ha dicho una vez que abandonar a quien te es afecto es una culpa equiparable al asesinato de un brahmán. Nunca podré abandonar a quien tiene miedo, a quien me es afecto, a quien es débil y me pide ayuda.» Indra se esforzaba por mostrar una paciencia y una amabilidad que no le eran en abso­ luto connaturales: «En el cielo, basta que un perro m ire la llama

341

1

de un sacrificio para quitarle a ese acto todo su m érito. Por eso no se admiten los perros. Yudhisthira, has renunciado a todo, todo lo has perdido, a tus hermanos y a Draupadl, a quien tanto amabas. ¿Por qué no renunciar a este perro?» «Ellos están muertos, yo no puedo resucitarlos», contestó Yudhisthira. Des­ pués agregó: «Pero este perro está vivo.» Indra calló. Como una máscara cayó de su rostro la expre­ sión persuasiva y elocuente. E l perro jugaba entre los pies de Yudhisthira. No había nada que agregar. Después advirtieron que un tercer ser, de soberana autoridad, estaba entre ellos, como si hubiese oído el diálogo desde el principio. «Yo soy Dharma», dijo. «Soy tu perro. Tú, Yudhisthira, eres una porción de mí. Me complazco de ti. Has pasado por muchas pruebas du­ ras, pero ninguna más dura que ésta. Te has negado a poner el pie sobre el carro de los Celestes sin tu perro. Por eso eres ahora uno de los Celestes.»

342

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Poco antes de que el Bodhisattva entrase en su últim a exis­ tencia, la residencia del noble Suddhodana, soberano de los Säkya en Kapilavastu, apareció de pronto «sin malezas, sin tro n ­ cos de árboles muertos, sin espinas, sin cascajos, sin arena, sin desperdicios, bien regada, purificada, sin torbellinos de polvo, sin oscuridad, sin polvo, sin tábanos, moscas n i polillas, sin ser­ pientes, llena de flores, tersa como la palma de la mano». Pa­ recía que todo se aprestase a adoptar su forma definitiva. Lo innumerable y lo inform e era acantonado, como un grupo de f i­ gurantes detrás de los bastidores. Pocos elementos, reducidos a su mínima expresión, se preparaban a someterse a la mirada del gran descomponedor de lo existente.

Mäyä estaba recostada sobre su flanco derecho. Numerosos aros metálicos le ceñían tobillos, muñecas y brazos. Una tela reca­ mada le envolvía las caderas. Sobre el dorso de una mano sostenía un seno redondo. Sobresalía como un balcón. La otra mano la te­ nía curvada detrás de la cabeza. De una grieta en el techo descen­ dió un pequeño elefante blanco. Avanzaba en el aire hacia el flan­ co derecho de Mäyä, desnudo. Se insinuó allí, abriéndose paso en la superficie blanda y tersa. Cuando estuvo dentro del cuerpo de la madre, el Bodhisattva se dispuso en actitud contemplativa. M i­ raba a través de la piel transparente. No se movió hasta el naci­ miento. Mientras tanto Mäyä soñaba con un inmenso elefante blanco y experimentaba un placer desconocido hasta entonces.

345

E l Bodhisattva nació como un soberano desciende por una escalera. Absorto y consciente en el cielo de los Tusita, descen­ dió absorto y consciente en el cuerpo de Mäyä. Durante los me­ ses de gravidez, la madre lo observaba, cuando estaba sola, en la caja de cristal de su vientre. Siempre lo veía inm óvil, circunspec­ to, atento. Cuando Mäyä sintió que se acercaba el momento del parto, decidió volver a casa de sus padres. Se subió a un carro t i­ rado por muchachas. En medio del camino ordenó al cortejo que se detuviese, justo en el pequeño bosque de Lum biní. Sentía las primeras contracciones. Buscó la sombra de un alto árbol

säla,

y se cogió a una de sus ramas. Miraba fijamente el vacío y

recordaba a un elefante blanco con el que había soñado una no­ che. Las doncellas colgaron un velo recamado a las ramas del

säla, para ocultarla.

Sólo se oía el zumbido de las abejas sobre un

seto cargado de flores. Mäyä dio a luz el Bodhisattva de pie. El h ijo fue depuesto sobre una piel de antílope, después sobre un cojín de seda, después sobre la tierra. Lo protegieron con una som brilla blanca. Desde entonces, cualquiera fuera el sitio don­ de estuviese, había siempre un parasol blanco. Después el corte­ jo de Mäyä y el niño volvieron a Kapilavastu. Siete días más tar­ de, Mäyä moría.

Recordando su infancia y su juventud, el Buddha dijo: «Yo era muy delicado, monjes, extremadamente delicado, excesiva­ mente delicado. En casa de m i padre habían dispuesto para mí tres estanques de loto: azules en uno, rojos en otro, blancos en el tercero. No usaba madera de sándalo que no viniera de Väränasi, mis vestidos eran telas de Väränasi, m i túnica, m i hábito, m i capa. Noche y día una som brilla blanca me protegía, para que n i el frío n i el calor n i el polvo n i las malezas n i el rocío pudieran rozarme. Tenía tres palacios, uno para la estación fría, otro para la cálida, otro para la estación de las lluvias. Durante los meses de lluvia permanecía encerrado y suspendido en la parte más alta del palacio; no bajaba para nada. A m i alrededor sólo había muchachas que tocaban música. N i siquiera consideraba la po346

sibilidad de salir del palacio. Y, como en las casas de los demás se ofrece a los esclavos y a los peones un calducho con cascajo de arroz, en casa de m i padre a los esclavos y peones se les ofre­ cía cuencos llenos de arroz y de carne.»

Ochenta m il muchachas podían declarar que habían nacido el mismo día que el Bodhisattva. Se alternaban en sus tres pala­ cios, fueron sus amantes y sus músicas durante trece años, como antes se habían alternado como compañeras de juego. La m ujer que había sido elegida se llamaba Gopä. Se sabe de ella que se negaba a usar el velo. Nadie entendía por qué. Era una alusión al precedente eón, cuando las

gopi

de Krsna oían acer­

carse su flauta, y entonces las trenzas se deshacían por sí solas y ningún velo se sostenía ciñendo el pecho. Sin embargo, algo mantenía alejado el recuerdo de Krsna. Todo lo que acontecía al Bodhisattva era un segundo grado, una mera copia. Pertenecía a la numerosa prole de los que no están llamados a inventar ges­ tos, sino a repetirlos. A pesar de que era el único que estaba llamado a extinguir el gesto mismo. Cuando apareció el Bodhi­ sattva, todo acontecimiento parecía haber perdido ya su p e rfil épico. Valía sólo como pretexto para un pensamiento. Allí, qui­ zás, algo nuevo estaba por suceder. Allí, desde siempre, había algo que esperaba la llegada del Buddha.

Una película uniform e cubría la cintura del Bodhisattva, como los finos muros que el padre Suddhodana había mandado cons­ tru ir alrededor del parque. Había algo ligeramente artificioso y enigmático en lo que sucedía. ¿Por qué el Bodhisattva sólo se en­ contraba con seres de su edad? ¿Por qué, cada vez que llegaba a los confines del parque, el sendero se desviaba, entre tupidas plantas que escondían por completo los muros, y volvía atrás? Un día, el Buddha resumiría aquellos años de su vida en una frase: «En un tiempo, cuando no había abandonado aún la casa de m i padre, fá­ cilmente podía obtener las cinco clases de placeres sensoriales.» No dijo nada más. Figuras, rostros, episodios, emociones: todo quedaba igualado en una sola frase -fría , técnica, sin resonancia. 347

1

A sus veintinueve años, el Bodhisattva vio por prim era vez a un viejo. Después vio a un enfermo. Después vio a un muerto. Sucedió en tres ocasiones distintas, pero en breves intervalos, en tres esquinas del parque. Otro día, en la cuarta esquina del par­ que, vio a un renunciante que mendigaba. Inmediatamente re­ gresó al palacio. Se acercaba con su escolta cuando advirtió que desde el tejado lo observaba Krsä GautamI, su compañera de juegos de toda la vida. Le gritaba algo, pero las palabras le llega­ ban confusas, al principio, con una leve vibración incomprensi­ ble. Después, cuando estuvo más cerca, las descifró: «Feliz la madre, feliz el padre, feliz la m ujer que tiene un marido tal.» ¿Por qué Krsä decía esas palabras? E l Bodhisattva estaba absor­ to, como aturdido, y sólo una palabra, «feliz», entró en su men­ te. Tuvo la impresión de que por prim era vez vislumbraba su sig­ nificado, preciso y distinto como el de un objeto concreto. Entonces se quitó un maravilloso collar y ordenó a uno de sus sirvientes que se lo ofreciera en obsequio a Krsä GautamI. Las manos de Krsä temblaban: miraba el collar, conmovida. «Al fin», pensó, «un mensaje de amor. Quizá no deba confor­ marme con adm irar su pelo casi violeta.» Desde hacía un tiempo su compañero la descuidaba. Lloró de felicidad; no sabía que aquél era un regalo de despedida.

Aquella noche el Bodhisattva se despertó solo en su alto le­ cho. La luz de la luna impregnaba la galería del palacio de vera­ no. Se posaba sobre los cuerpos de las músicas adormecidas en el suelo como sobre un paisaje de colinas. Garrafas, almohado­ nes, chales, madera de sándalo. Brazos que estrechaban laúdes y tamborines como si fueran amantes. El Bodhisattva tenía la vis­ ta perdida en la penumbra. De pronto vio la realidad incendiada. Mientras volvía al palacio, un mensajero agitado había veni­ do a su encuentro para anunciarle que Gopä había dado a luz un h ijo suyo. «Ha nacido Rähula, ha nacido un vínculo», murm uró el Bodhisattba. No quiso verlo. Se re tiró enseguida al lugar más apartado del palacio, abierto a la brisa. Entonces, en el silencio

348

de la noche, pensó que antes de p a rtir debería ver a su hijo al menos una vez. Abrió la puerta de la habitación donde dorm ita­ ba la madre de Rábula. Una lámpara de aceite perfumado arro­ jaba una luz tenue. Gopá tenía una mano sobre la frente del pe­ queño Ráhula. «Si cojo la mano de Gopá se despertará, y eso sería un obstáculo para m i partida.»

Con este

pensamiento el

Bodhisattva se alejó silenciosamente del sitio donde habían transcurrido su infancia y su juventud. Los cascos de su caballo no podían tocar el suelo, porque bajo cada uno de ellos un fie l y sólido Yaksa ofrecía su espalda cada vez.

Para Suddhodana la fuga del h ijo no fue una sorpresa. En el fondo, sólo había dos posibilidades: ser soberanos del mundo o liberarse de él. La prim era ya había sido experimentada por Siddhártha Gautama. De la segunda se daban numerosos -y ve­ nerables- ejemplos desde tiempos inmemoriales. Eran hombres, poderosos algunos de ellos, que un día desaparecían. Se decía: «Se ha ido al bosque.» Desde ese momento nadie volvería a verlo, salvo por casualidad. Los llamaban

sam nyüsin,

«renunciantes».

Renunciaban a aquello que para ellos había constituido la vida hasta aquel momento. Ellos, que habían vivido para celebrar los ritos con gestos impecables, dejaban de practicarlos (al menos visiblemente). Ellos, cuyas jomadas habían estado marcadas por las obligaciones y prescripciones, perdían sus costumbres. Ellos, que se habían hecho cargo de la subsistencia de una enorme fa­ m ilia, se quedaban sin provisión alguna. Ellos, que habían con­ quistado manadas, hijos y larga vida, abandonaban todo proyec­ to. Durante años se habían construido a sí mismos como una arquitectura de actos sumados y soldados. Pero ahora buscaban la inm ovilidad, porque así al menos podían sustraerse a todo ges­ to visible. Sin embargo, los maestros del más sutil entendimiento descubrieron enseguida que el acto,

karm an,

seguía acumulán­

dose, a pesar del silencio y de la inm ovilidad. Había que desalo­ ja rlo de la habitación secreta de la mente. Pero ¿cómo entrar allí? ¿Y cómo actuar para extinguir aquello que actúa? «Muchos lo han intentado...», murm uró Suddhodana, pensando en su hijo, con nostalgia. «Muchos lo han intentado...», dijo Siddhártha,

349

cuando ya vagaba en el bosque. «Ésta será m i obra», agregó, en el silencio.

Cuando el Bodhisattva abandonó la casa paterna las escuelas de pensamiento eran sesenta y dos. Los maestros eminentes eran seis. Pürana Käsyapa sostenía que los actos no obtienen re­ tribución. Maskarin Gosällputra sostenía que el curso de la exis­ tencia es

fijo

y que ningún esfuerzo tiene sentido. A jita Kesa-

kam balin sostenía que el ser humano se compone de cuatro elementos que, tras la muerte, se dividen. Kakuda Kätyäyana sostenía que el ser humano se compone de siete elementos per­ manentes y que, cuando alguien es asesinado, no hay n i asesino n i víctim a n i asesinato. Samjayin Vairatiputra sostenía que no existe respuesta definitiva a ninguna cuestión metafísica, y por eso lo llamaban «anguila». Jiña Mahävlra sostenía que se deben cum plir penitencias severas en cada vida para pagar las culpas de las vidas anteriores.

E l Bodhisattva buscó, siguió y, más tarde, abandonó

a

dos

maestros. Comprendió que lo hubieran convertido en un tronco calcinado, cuando, en cambio, había que ser un árbol frondoso. Cuando se quedó solo vagó largamente. Pensaba: la vida de quien vive sin casa es lisa como una concha. El

locus am oenus

se

le apareció en Uruvilvá. «Entonces pensé: en verdad éste es un lugar agradable, un hermoso bosque por el que corre un río cris­ talino, con bellos lugares en los que da gusto bañarse; en los al­ rededores hay pueblos a los que se puede acudir; éste es un buen lugar para un noble que busca la salvación.» Dos m il cuatrocien­ tos años después Hermann Oldenberg estuvo a llí y el lugar se­ guía pareciendo «agradable». Aunque menos tupidos, no falta­ ban los árboles majestuosos. Era invierno, y el río estaba casi seco, en su gran lecho arenoso. Otro erudito, K arl Eugen Neu­ mann, había parangonado aquel lugar con las regiones bajas del Main. Oldenberg no fue de la misma opinión.

350

¿Cómo se comportó el Buddha en Uruvilvä? Como una gace­ la en el bosque, un antílope, un gamo. «Cuando veía un mayoral o un pastor o alguien que iba a recoger leña o hierba o a trabajar en el bosque, corría de mata en mata, de zarza en zarza, de valle en valle, de cima en cima. ¿Por qué? Para que no me vieran o para no verlos.»

E l momento decisivo en la vida del Buddha no fue el abando­ no de la casa paterna. Del Annapurna al Cabo Comorin, de los bosques más impenetrables a la península que se adentra en el mar, se veía una continua peregrinación de renunciantes. Po­ nerse el vestido ocre y salir al camino con un cuenco en la mano era considerado algo completamente normal, no mucho más ex­ traño que llevar la vida de un padre de fam ilia que celebra los r i­ tos del fuego doméstico. Era la vida del bosque. «Bosque», desde siempre, no sólo significaba un lugar que rodea -¿hasta dónde?el lugar de los hombres, sino además la doctrina secreta. Para comprender el mundo de los hombres, y cualquier otro mundo, el punto de observación debía ubicarse en ese reino agreste, tu ­ pido, donde sólo resonaban las voces de los animales. Ése era el lugar metafísico. En el bosque, quien piensa queda abandonado a sí mismo, a llí se alcanza el fondo que en cualquier otra parte queda velado por el alboroto humano, a llí el hombre vuelve a pa­ recerse a los animales salvajes, que es la máxima aproximación posible al puro pensamiento. E l momento decisivo en la vida del Buddha se produjo seis años más tarde. Fue cuando el h ijo de Suddhodana, Sákya de Kapilavastu, noble de provincia, renunciante y discípulo de va­ rios maestros, comenzó a observarse a sí mismo con una sonrisa de disgusto. Había sentido sonar su respiración como el fuelle que se usa para avivar el fuego de un homo. Se acordaba a la perfección de aquella época, así como de los tremendos dolores de cabeza que le siguieron, las llamas que lo quemaban por den­ tro. Después habían venido largos ayunos, la piel de la cabeza se le había arrugado como una calabaza disecada por el viento. Dos maestros lo habían atraído; y después lo habían defrauda­ do. Todo eso no había bastado para hacerle ver aquello que es

351

así. ¿Por qué? No sabía, pero se le representó una imagen. Dos palillos de madera verde. Los frotaba para encender el fuego. No lo conseguía. Después lo intentaba con otros dos palillos; éstos no estaban húmedos, pero por dentro estaban aún impregnados de linfa. Tampoco con ellos podía encender el fuego. Después pensó, divertido: «Hacen falta dos ramas secas...» Aquellas pala­ bras pueriles le infundieron una extraña alegría, que aludía a algo, aunque no se sabía a qué. Ya no pensaba en su vida de monje errante. Sin embargo, se le apareció otro recuerdo, más remoto. Su padre, Suddhodana, se encontraba trabajando en el cam­ po. Arando, tal vez. Bajo un árbol, un yambo, el ja m b ü , su hijo lo miraba, abandonado como un fardo. Es un muchacho, poco más que un niño. M ira a su alrededor y siente el placer del aire, de las colinas, de la sombra, de la hierba, de los árboles. Ningún pensamiento ocupa su mente. Su padre está absorto en su traba­ jo y no lo m ira. E l mundo lo ignora. El muchacho pasea lenta­ mente la mirada sobre el todo. No hay resistencia, no hay tensión, no hay deseo. Todo está consumado, todo es autosuficiente. No hay nada que agregar, nada que quitar. La mente pe­ netra con prudencia en sí misma, después pronuncia estas pala­ bras,

como jugando:

«Quizás éste sea el camino hacia

el

despertar.» Y una pregunta cobra forma: «¿Tienes miedo de esta felicidad?» Pensó: «No tengo miedo de esta felicidad.» Más tarde el muchacho se convirtió en hombre. Estaba solo y desconsola­ do. Pensó: «¿Qué se esconde en este recuerdo?» Se dio cuenta de que mascullaba dos palabras: «Ramas secas.» Más tarde pensó: «En las doctrinas que me han enseñado, en los arduos ejercicios, existe aún demasiado deseo. Es lin fa que destila. Inmóviles, rígidos, los sabios querrían convertirse en un trozo de madera. Pero es madera podrida.» Relajado, con las ar­ ticulaciones sueltas, aquel muchacho debajo del árbol no sentía deseo alguno. Sin embargo, en su mente se frotaban ramas se­ cas. Pensó: «El encarnizamiento no lleva al despertar. Es una cortina que envuelve la mente. Cuando la cortina se aparta y re­ lampaguea la felicidad, resulta tan aterrador como el paso de un animal salvaje. ¿Por qué da miedo esa felicidad? Porque no nace de un deseo.» Y agregó, para sí: «De todas formas, es difí-

352

e il que esa felicidad relampaguee si el cuerpo está extenuado.» Entonces el h ijo de Suddhodana, a quien muy pocos hubie­ ran reconocido en aquel monje solitario, se puso en pie y em­ prendió nuevamente la marcha. Al pasar por los pueblos pedía el mismo alimento que comían todos, como un viajero cualquiera. Así se ha transm itido hasta nosotros el nombre de Tathägata, Aquel-que-ha-venido-así, el Buddha.

E l Buddha casi nunca usa imágenes -y cuando las usa son muy sencillas y deben cuidarse como talismanes. Sus imágenes decían aquello que la disección analítica no podía decir. Con fre­ cuencia aludían y se vinculaban con imágenes védicas, con aquellos tiempos en los que era imagen cuanto se decía. Pero ha­ bía que ignorar la alusión, como si las imágenes se descubrieran en aquel momento, por prim era vez. La «madera seca» de la jus­ ta meditación es el

a ra n i,

el pa lillo que sirve para encender el

fuego, que esconde en sí a Agni y es el prim ero de los seres se­ xuales. Aquella fricció n de maderas había sido en otro tiempo el origen de toda ignición cósmica y erótica. Ahora, llegados al Buddha, lo que resaltaba en la imagen era la sequedad, el diseca­ miento de toda linfa, que volvía preciosa aquella madera. Dise­ cada también de imágenes.

Tathä,

«así», fue la palabra predilecta del Buddha. No sólo

porque quería que lo llamasen Tathägata, Aquel-que-ha-venidoasí, sino además porque el Buddha enseñó a ver la

ta thatä,

el

«ser así» de aquello que es. Cuando el Buddha enseñó lo que era el Camino Central, el único que se sustrae al error, dijo: «Hay que hablar con calma, sin prisa. Hay que evitar el uso de dialectos, no hay que apartar­ se de la lengua común.» Sólo lo que es neutral, lo que carece de características demasiado vistosas, sólo aquello que no se distin­ gue de lo más usual, sólo aquello que no se aparta del «ser así», puede salvarse.

353

B rillaba la luna llena de mayo. Esa noche, el Bodhisattva tuvo cinco sueños. Al despertarse, pensó: «Hoy alcanzaré la

bodhi,

el despertar. Todo será idéntico a como es ahora. Pero ob­

servaré los acontecimientos de la misma forma en que ahora mi mente observa los cinco sueños.»

Se adelantó una muchacha, Sujätä. El Bodhisattva la había conocido en Uruvilvá. Llevaba en la mano, tímidamente, un cuenco de oro repleto. Sin una palabra se lo entregó al Bodhi­ sattva, que lo cogió y caminó con él hasta la margen del río. Se sentó y comió; después arrojó el cuenco al río, mientras pensa­ ba: «Si el cuenco remonta la comente, hoy me transformaré en un Buddha; si no es así, que el cuenco vaya en el sentido de la co­ rriente.» Nadie sabe hasta qué punto dudaba; si es que dudaba. El cuenco navegaba hacia el centro de la corriente. Pero de pronto se agitó sobre la superficie del agua, como un caballo. Estaba remontando la cresta de las olas. Un poco más arriba ha­ bía un pozo que lo absorbía todo en sus remolinos. En él habita­ ba una Serpiente, un Nága. El cuenco centelleó un momento en el vórtice y desapareció. En el fondo del río, chocó contra otros tres cuencos, ya invadidos de algas. Estaban a llí desde hacía m i­ les de años; algún día habían pertenecido a otros tantos Bud­ dhas. Después el cuenco de oro se depositó sobre el lecho de fan­ go, un poco más abajo que los otros cuencos.

Si, como es lo más frecuente, se traduce

bodhi

como «ilum i­

nación», la palabra se vuelve metafórica y se refiere al mundo, a la luz que lo invade. Si se traduce

bod h i

como «despertar», la pa­

labra corresponde con precisión al térm ino sánscrito y sólo se refiere a la mente, a lo que sucede en la mente y

no

puede encon­

tra r ninguna contrapartida en el mundo de lo manifestado. Jus­ tamente es en esta peculiaridad últim a y exclusiva de la mente que puede darse esa separación con respecto a lo existente, ese desapego con respecto a aquello que es dado, esa cisura irrever­ sible: la

b o dhi

que transforma al príncipe Gautama en el Bud­

dha, en aquel que es el Despertado.

354

Durante el segundo cuarto de la noche del despertar, el Buddha recordó sus vidas anteriores. Primero una, dos, cinco. Después dejó de contarlas. Aparecían nombres; y decía: «Ése era yo.» Veía lugares; y decía: «Ése era yo.» Veía surgir y apagarse las pasiones. Veía agonizantes; y decía: «Ése era yo.» Una turba­ m ulta de rostros, vestidos, ciudades, animales, mercancías y ca­ lles. Seguía observando. Ya no se repetía: «Ése era yo.» De pron­ to se dio cuenta de que estaba m irando las vidas de otros. No advirtió nada esencialmente distinto. Avanzaba estupefacto, pero el estupor era interrum pido por aquellos viajes en el tiem ­ po. Es cierto que ya no podía decir «Ése era yo.» Pero ¿importa­ ba de verdad? Seguía reconociendo la alegría; y sobre todo el su­ frim iento. Las escenas que había vivido y las que no había vivido se acercaban y se atraían, como hojas en un estanque. Las luces que emanaban se fundían. Apenas la mirada se alejaba, se vol­ vían una hilera de pedrezuelas de colores, aunque no perfecta­ mente iguales en la coloración, jaspeadas algunas de ellas.

Los siete días que siguieron al despertar, el Buddha perma­ neció sentado. Después se levantó y m iró fijamente, por largo tiempo, la higuera que lo había protegido. Todo lo recorrió con su mirada de elefante. Después de catorce días el Buddha se le­ vantó nuevamente y comenzó a caminar. No tenía meta. No le­ jos de a llí se había detenido Mära, vencido. Con un bastón dibu­ jaba signos en la tierra. Tanto y A rati, sus hijas, se acercaron y leyeron: «Gautama ha escapado a m i poder.» Ambas mucha­ chas, devotas de su padre y acostumbradas a verlo triunfante, preguntaron, presurosas: «Pero ¿quién es ese hombre? ¿Quieres que te lo engrillemos y te lo traigamos? Será tu esclavo.» Mära movía la cabeza señalando los signos que había trazado en el polvo. Después dijo: «Ha espantado a mis ejércitos con un golpe de tos. Ha puesto en fuga a mis escuadras ululantes rozando la tierra con la palma de la mano.» Al oír esto, Tanto y Arati deci­ dieron ir en busca de ese desconocido. Lo encontraron caminan­ do a paso lento. Lo siguieron para observarlo con detenimiento,

355

furtivas. «Era un hombre», se dijeron y ellas sabían cómo tra ta r a los hombres. De pronto se acercaron a él desde una zarza, graciosas, com­ pungidas. «Queremos adorar tus pies, oh ser feliz», susurraron. E l Buddha no detuvo su paso. Entonces las muchachas lo siguie­ ron de cerca, tan de cerca que lo rozaban. «De muy diversas fo r­ mas es el deseo de los hombres. De muy diversas formas es el de­ seo de los hombres...», repetían, concentradas en las palabras. E l Buddha no daba señal de oírlas. Las muchachas se detuvie­ ron para consultarse. «Transformémonos. Volvámonos cada una un centenar de muchachas de quince años o dieciséis años», dijo T a n tri. Aratí asintió gravemente. Ahora el Buddha avanza­ ba rodeado de un cortejo de muchachas que se repartían los veintitrés gestos de la seducción femenina. Todas repetían: «Quisiéramos adorar tus pies, oh ser feliz.» E l bosque fue inva­ dido por un delicado parloteo. E l Buddha continuaba caminan­ do. Poco después, las muchachas desaparecieron. Finalmente, el Buddha se sentó bajo un árbol. T a ntri y Aratí reaparecieron. Esta vez, Aratí habló con voz sobria y fría: «¿Te refugias en el bosque de un dolor que te abruma? ¿Quieres pa­ sarte la vida pensando? ¿O has insultado a los habitantes de tu país y no quieres hacer las paces con ellos? Si no, ¿por qué estás tan solo?» El Buddha contestó como prosiguiendo una larga con­ versación: «He arrancado las raíces del dolor. No siento avidez de vida.» Aratí pensó entonces que la adulación puede ser el arma suprema. Insistió, insinuante: «Si es así, muchos seguirán tus pasos. Ya puedo ver la m u ltitu d marchando tras de ti.» El Buddha la interrum pió: «Arañas una montaña con tus uñas. Muerdes un trozo de hierro. ¿Por qué me seguís, si no por envi­ dia?» Ambas muchachas se levantaron, pálidas y bellas. Volvie­ ron con su padre. Aratí dijo: «Padre, hoy he sido derrotada.» Mára levantó la mirada: «Os ha arrojado a un costado como a un trozo de algodón.» Después se levantó, lúgubre como siempre, y se alejó de sus hijas.

Los cinco primeros compañeros del Bodhisattva se separa­ ron de él porque rechazaban su pretensión de comer de manera

356

normal. Estaban convencidos de que eso era una concesión al mundo. Un día se habían sentado ju n to a un camino y lo vieron reaparecer, algún tiempo después del despertar. Ya estaban por form ular alguna frase sarcástica cuando una expresión de él los paralizó. De sus gargantas cerradas sólo podía salir su nombre: Gautama. E l Buddha apenas insinuó un gesto con la mano, para detenerlos, y dijo: «Soy el Tathágata, Aquel-que-ha-llegado-así. Llamadme por este nombre.»

Säriputra y Maudgalyáyana eran jóvenes, ricos, apuestos y nobles. Experimentaron juntos la impresión de la vanidad del mundo. Partieron juntos para buscar la verdad del mundo. Deci­ dieron que el prim ero que la encontrase se lo comunicaría al otro. De esta forma, un día Säriputra encontró en los callejones de Räjagrha un monje que llam ó su atención. Tenía una fasci­ nante manera de moverse, de avanzar y retroceder, llevando su cuenco de mendigo. Una manera de levantar los brazos, de m i­ ra r siempre a un punto del suelo a una cierta distancia, siem­ pre a la misma distancia. Todos sus gestos eran como redes de hilo. Säriputra lo siguió largo rato antes de d irig irle la palabra, con la cortesía de quien ha recibido una severa educación. «¿Cuánto hace que Vuestra Señoría ha abandonado la familia?», preguntó. «No hace mucho», respondió el monje. Era Asvajit, el de comprensión más lenta de los cinco primeros compañeros del Buddha. Respetando las buenas maneras, que aborrecen las pre­ guntas demasiado directas, pero impulsado al mismo tiempo por un ansia imperiosa de saber, Säriputra siguió conversando con el monje. Quería enterarse de cuál era la doctrina que deter­ minaba un comportamiento de una gracia semejante. Porque ésa tenía que ser una doctrina perfecta. Asvajit se mostraba esquivo. Era consciente de su incapaci­ dad. Nunca había conseguido reconstruir en todos sus pasajes la forma en que se articula la doctrina del Buddha. Recordaba a sus cuatro compañeros, que habían sido iluminados por ella antes que él. Pensaba que siempre iba atrasado, siempre mar­ cado por una cierta opacidad, que sin embargo aceptaba sin sublevarse. M irando al suelo susurró: «Nunca seré capaz de ex-

357

poner la doctrina en toda su vastedad. Sólo puedo esbozar su espíritu.» Säriputra abandonó por un momento sus maneras cautas y delicadas. Con los ojos exaltados dijo «Es lo que yo deseo.» Entonces Asvajit repuso:

estas palabras: «E l Maestro ha

demostrado que los fenómenos nacen de una causa. Ha dicho cuál es la causa y cuál la suspensión de la causa.» En ese mo­ mento se abrió en Säriputra el ojo de la Ley, inmaculado, sin polvo. Un instante después el monje y S ä rip u tra reemprendieron el camino, en direcciones opuestas. Säriputra temblaba del deseo de reencontrar a Maudgalyäyana. Se sentía orgulloso de poder cum plir con el pacto. Largamente lo buscó, por todas partes, sin resultado. Escrutaba a todos los caminantes como un alucinado. Pero fue Maudgalyäyana quien lo vio un día, a lo lejos, en un ca­ mino de llanura. Había advertido al instante un cambio en el rostro de su amigo. Su piel le parecía aclarada por la serenidad. Apenas estuvo al alcance de su voz, Maudgalyäyana dijo: «Lo has encontrado.» «Lo he encontrado», dijo contaré.» Säriputra

re firió

Säriputra. «Te lo

con todo lujo de detalles su encuen­

tro con Asvajit. Se detuvo un momento antes de repetir las pala­ bras del monje sobre la doctrina. Tal como había sucedido con Säriputra, también para Maudgalyäyana se abrió el ojo de la Ley. Caminaban juntos, en silencio. Cuando el Buddha los vio acercarse, aunque todavía estaban lejos, dijo a los monjes que lo rodeaban: «¿Veis a aquellos dos que vienen hacia nosotros? Se­ rán mis mejores discípulos.» Los acogió. Aquellos que habían conocido en otros tiempos a Säriputra y Maudgalyäyana dijeron: «Se fueron en busca de aquel monje que priva de hijos. Un cami­ no lleno de viudas. Un camino que destruye las familias.» El Buddha ordenó a los monjes que se lim ita ra n a responder que había sido el dharm a quien se había llevado a Säriputra y Maud­ galyäyana. No debían decir nada más. Los m urm ullos se acalla­ rían al séptimo día.

Säriputra y Maudgalyäyana fueron iluminados por dos frases. «Los fenómenos nacen de una causa» es la prim era de ellas. Hay quien podría considerarla una obviedad. Pero es un continente.

358

E n esas palabras S ä rip u tra ya reconocía una novedad. E l m undo es un golpe de dados. Los mundos que se suceden son sucesivos golpes de dados. Son fases de la

lila ,

el juego cósmico. Säriputra

había absorbido desde su prim era infancia esa doctrina, la había aprendido por los caminos, de la misma forma en que se conocen los secretos del sexo.

¿Cómo

reconocer

una

causa,

un

origen, en

un juego soberano, que se despliega en la totalidad de las cosas? Pero ahora había alguien que enseñaba: «Los fenómenos nacen de una causa.» Inmediatamente se abría la visión de otro conti­ nente:

«Ha

dicho cuál es la causa.» Eso significaba que era posi­

ble ver el punto preciso en el que tenía origen la dependencia, así como se reconoce, en el suelo, el punto donde brota un manan­ tia l de agua. Pero quizás las palabras más perturbadoras para Sä­ rip u tra fueron éstas: «Ha dicho cuál es la suspensión de la cau­ sa.» Suspensión, extinción,

n irva n a :

la palabra más popular, de

la que más se ha abusado, la más misteriosa del Buddha. Säripu­ tra pensaba todavía en lo prodigioso de decir cuál es la causa cuando oyó que se podía decir además la suspensión de la causa. Pero ¿alguna vez algo había sido suspendido

en

el mundo, en ese

zumbido permanente y siempre repetido? Esa doctrina era en verdad inaudita.

La vida del Buddha tuvo un sesgo crepuscular e incierto. No deseaba otra cosa que manifestarse, enunciar la doctrina y desa­ parecer. Para él todo nacía de la ocasión, de aquello que encon­ traba por el camino. En cuanto a la doctrina, se decidió a enun­ ciarla sólo por la insistencia de un ignoto brahmán con el que se había detenido a conversar, y que resultó ser Brahmä. El Bud­ dha dejaba que los acontecimientos lo transportaran hasta el punto en el que su palabra se separaba de la rama. Incluso lo más sólido parecía precario y aleatorio. Así lo quería la época. No era como en los tiempos de los Buddhas precedentes, cuando la vida era larga y los hombres acumulaban méritos. Aún res­ plandecía el sol de la Ley, pero con una luz extenuada. Como dijo el venerable Mahäkäsyapa: la realidad estaba enferma.

359

C on inm enso esfuerzo el m undo lle g ó a la ing e n u id a d , el des­ p ro ve im ie n to de Locke, que hab ló de la m ente hum ana com o de una tabula rasa. Por otra parte, los vertiginosos mecanismos de lo moderno tenían necesidad de apoyarse sobre una superficie perfectamente plana.

Ésa

era, justamente, la

ta bula rasa.

En las

antípodas de esto encontramos lo que se presuponía en India cuando nació el Buddha. Cada ser nace como una suma de du­ das; una duda cuádruple, según la doctrina védica: hacia los dioses, hacia los

rs i,

hacia los ascendientes, hacia los otros hom­

bres. Pero -y esta doctrina se volvía cada vez más obsesiva, a me­ dida que pasaba el tiem po- cada ser nace además cargado de los actos ya cumplidos y reclamado por otros actos, aún por cum­ p lir. Todos los hombres nacen viejos, de una vejez que remonta toda historia. Cada vida es un segmento en el que ciertos gestos se agotan y otros surgen. El Buddha percibió más que nadie la cantidad de dolor que se va sumando en el tiempo, por la suce­ sión de los actos. La perfección se alcanza cuando alguien se en­ cuentra próxim o a term inar la partida de los gestos. Una repen­ tina ligereza, un vacío envuelven entonces a ese ser. Cuando el Buddha nació estaba cerca de esa perfección. Sólo debía acabar de «hacer aquello que había sido hecho», según una fórm ula que fue común entre sus discípulos. Por eso su vida entera fue un gesto de despedida. Por eso está cubierta por com­ pleto de una pátina de melancolía y ausencia. Los amores juve­ niles, el padre, la madre y la esposa son figuras apenas esboza­ das. No tienen un p e rfil propio. Simplemente cumplen su papel y desaparecen. También por esto, quizás, en las representacio­ nes más antiguas el Buddha aparece como un vacío en medio de la escena, señalado como mucho por uno de sus atributos. En cuanto a la doctrina: era una rueda flanqueada por dos antí­ lopes.

Desde el prim er discurso de VäränasI, las palabras del Buddha son analíticas y repetitivas. Todo parece disolverse, a excepción de los números. Las nobles verdades son cuatro, el sendero es octúplice, en tanto son quintúplices los objetos del aferrar. Cual­ quiera sea la realidad de la que se habla, el Buddha empieza por

360

descom ponerla, p o r re d u c irla a sus elem entos, cuyo núm e ro vendrá fijado después en setenta y cinco. Una sola palabra, dharm a, designa a la «Ley» y a los «elementos». Parece como si todos los ángulos fueran escrutados por un ojo discriminante, que no excluye nada y todo lo divide. El procedimiento comienza siem­ pre de nuevo, inagotable en la repetición de las fórmulas. Tanto más imponente es una omisión: el sacrificio -la palabra que, con anterioridad, había sido la más repetida de todas, que no podía fa lta r al p rincipio n i al fin a l de todos los discursos y que a veces parecía ser el único objeto del discurso y el único lugar del acto.

El Buddha se distinguió de quienes lo habían precedido por el uso de la om isión y la sustitución. No dijo una palabra contra el sacrificio (ni siquiera contra las castas, que derivan de éste). Pero si observamos el lugar que la palabra «sacrificio» ocupa en sus discursos, constatamos que es mínimo. Antes de él, era in ­ menso. Parece como si la pro lijid a d de los textos buddhistas qui­ siera exaltar esa omisión, como si se propusiera ocupar todo el espacio disponible para quitar a esa palabra silenciada todos los escondrijos posibles. El Buddha se explicaba principalmente por contraste. La más fuerte de sus negaciones fue la omisión. No consentía que se nombrara aquello que cada nuevo día era evocado y reitera­ do, en un m urm ullo fino como el polvo, que todo lo invadía. No hablar del sacrificio fue para el Buddha como ignorar el aire que respiraba, el suelo que pisaba. En una tierra en la que cada hoja temblorosa era una cita, el Buddha se abstenía de las citas.

Se prestaba una atención obsesiva a las acciones. Se remon­ taban a las acciones primeras, ya no humanas sino divinas.

«Yajñéna yajñám ayajanta deväs»,

«con el sacrificio los dioses sa­

crificaban al sacrificio»: así decían los textos, y agregaban, para que quedara claro, que nada había sucedido con anterioridad: «Así fueron las primeras urdimbres.» Los dioses habían apareci­ do, completamente rodeados por el sacrificio. Sacrificio era el instrumento, el objeto y el destinatario de las acciones. Toda ac-

361

¿Nacería alguna vez algo que no fu e ra s a c rific io ? P or eso no fue sino m ediante u n es­ fu e rzo enorme que se llegó a hablar del karm an: palabra neutra,

ción que se llevara a cabo era sacrificio.

genérica, para indicar una acción. Al p rincipio fue un secreto. Después, con el Buddha, se convirtió en un secreto incesante­ mente repetido, declarado. En tanto que el sacrificio se daba ya por sobreentendido, como acción por excelencia. Pero las rebe­ liones más aventuradas,

m ás

devastadoras, nacen cuando al­

guien decide ignorar determinados sobreentendidos.

El Buddha desató el nudo que ligaba la víctima al poste sacri­ ficia l. Pero, en el momento mismo en que lo desataba, explicó que todo es un nudo. De lo alto del cielo lo observaban los espías de Varuna, dios de los nudos.

Entre las muchas cosas de las que el Buddha no hablaba es­ taba el cosmos. Cómo había nacido, cómo operaba la máquina de los cielos; de qué sustancias estaba hecha la vida y cómo se combinaban: nada de eso parecía despertar su curiosidad. Salvo por un elemento invisible: el tiempo. Decía que todo surgía y se extinguía. Eso debía bastar. Decía además la forma en que algo surgía y a través de qué itin erario llegaba a extinguirse. Pero eran siempre cosas de la mente. Fuera de la mente n i siquiera una brizna de hierba era mencionada. Se valía escasamente de símiles, y siempre eran los mismos, casi siempre referidos a ma­ teriales raídos. A veces mencionaba el loto. Entre los animales, al elefante y al antílope. Pero el Buddha sentía sobre todo predi­ lección por ciertos lugares de la naturaleza. Amaba más que nada los parques cercanos a las ciudades. Eran tranquilos, ade­ cuados para el recogimiento. Además, era fácil salir de ellos para encontrar caminos donde mendigar. Alrededor de esos parques, de su silencio, se advertía, como un marco, el zumbido y el m ur­ m ullo de la ciudad. Las peregrinaciones del Buddha estaban marcadas por los altos que se hacían en estos parques. Algunos de ellos fueron ofrecidos en don a la comunidad de los monjes. Con frecuencia se establecían allí, y permanecieron a llí por si-

362

glos. No fue d ifíc il encontrar aquellos lugares y devastarlos cuando otra clase de creyentes decidió someter a la India. Per­ manecieron como muñones de piedra, cubiertos de vegetación.

Aquello a lo que un día llam arían «lo moderno»

fue,

al menos

en su aspecto más escondido y agudo, un legado del Buddha. Ver las cosas como agregados de elementos y descomponerlos. Des­ pués descomponer también estos elementos, en cuanto ellos son a su vez agregados. Y así sucesivamente, en un vértigo impara­ ble. Una escolástica ardua y feroz. El gusto por la repetición, como agente provocador de la insensatez. La vocación por la mo­ notonía. Una notable indiferencia hacia toda prohibición, hacia toda autoridad. Evacuar del in te rio r toda sustancia. Dejar intac­ ta sólo la cáscara. La tranquila convicción de que el juego advie­ ne siempre a llí donde un fantasma sustituye a otro, sin solución de continuidad. Dejar que actúe abiertamente el álgebra natural de la mente. Percibir el mundo como un paisaje de ruedas denta­ das. Observarlo desde una cierta distancia, constante. Pero ¿des­ de qué distancia, exactamente? Nada más controvertido que esta cuestión. Agregar esta últim a duda a un haz de dudas lacerantes.

Uno se vuelve igual a aquello que conoce: éste fue el presu­ puesto de los

rs i.

«Los hombres se vuelven iguales a aquello de lo

que están intoxicados»; éste fue el presupuesto del Buddha. ¿Qué sentido tiene conocer el mundo, si conocerlo significa ser invadi­ do por él? En el pensamiento de los

rs i

estaba im p lícito el riesgo

de que la-cosa-a-la-que-uno-se-vuelve-igual-al-pensarla ocuparía enteramente a quien la piensa, eclipsando toda mirada posterior, dominando la mente como un Gandharva o una Apsaras se bur­ lan de su huésped y lo poseen. Eso no sucede esporádicamente sino siempre e inevitablemente, si no se acepta la inmensidad y continuidad del atm an, si la consciencia aparece como el resulta­ do de una mera agregación. Este gesto del Buddha iba dirigido a un enemigo secreto: la posesión. Que la vida mental sea conti­ nuamente invadida... ¿por qué? ¿Por la potencia? Llámensele como se quiera, en cualquier caso son elementos que provocan

363

agitación, y esto se le reveló como la últim a de las esclavitudes, aquella a la que conducían todas las otras. La vida mental: obje­ tos que surgen incesantemente, se aposentan, obsesionan. El gesto de aferrar, de estirarse, como la delgada garra de un mono. Ésta es la imagen más precisa de la vida mental: la inquietud, la tensión patética del mono entre las ramas de un gran árbol. Aquel que se estira para aferrar, poseído del objeto mental que surge y se impone. Sólo en un caso esto no sucede: cuando en esos objetos mentales se reconoce un rasgo común: el vacío.

El Buddha enseñó la otra cara de la fórm ula upanisádica

tvam asi.

ta t

«Eso eres tú» indica que, cualquiera sea la cosa que

aparezca, «eso eres tú»: esa cosa es en ti, es en el Sí, que -inm en­ samente más grande que cualquier otra cosa y que se expande desde el grano de cebada escondido en el corazón- incluye suce­ sivamente a todas las formas que puedan surgir. Nada le es ex­ traño. Y el ser todo lo que surge da el fundamento para com­ prender todo lo que surge. «Como si el universo estuviese prisionero y perdido en medio de m i consciencia», constataría un día un maestro vedántico que no sabía que lo era. Hay figuras que pueden ser percibidas como cóncavas o como convexas, por un instantáneo ajuste de la mirada. Cónca­ va es la doctrina del Buddha.

P ürna,

«lleno»;sünya, «vacío». Lo

pleno alcanzado por lo pleno: es la doctrina védica. E l vacío al­ canzado por el vacío: es la doctrina del Buddha. El pasaje de las Upanisad al Buddha es el que va de lo lleno a lo vacío. Pero la f i­ gura es la misma. La afinidad es mayor que la oposición. No son figuras enemigas; al menos no lo son en mayor grado en que el estuche puede ser enemigo de la navaja que esconde.

Para los Buddha, fue

rs i la palabra esencial fue tapas, «ardor». Para el n irvä n a , «extinción». Perfecta correspondencia, an­

típodas. Inversión. En la tierra en la que vivieron, la extinción era considerada como un regreso a la casa del fuego, un retirarse a la vivienda oscura. El presupuesto común a los

rs i

y al Buddha era

éste: lo decisivo es lo que acontece en el fuego, con el fuego.

364

I

La figura más audaz, la que da el paso irreversible, el origen de todo descarte, el prim er subvertidor: ése fue el renunciante. Un solitario salió del pueblo en medio del silencio y se adentró en el bosque. Del Buddha al individuo, en el sentido del más puro Occidente: todos son sus descendientes. Fue la prim era se­ paración, disolución de los vínculos, de la sociedad mimetizada con la naturaleza, y de la naturaleza mimetizada con el cosmos. Fue el prim er reconocimiento de la existencia de un más allá dentro mismo del mundo, y de la posibilidad de establecerse allí, de observar desde a llí el horizonte. Un orden que fuese la sombra o la contracara del otro orden. Aquél servía sobre todo para dar la vida. Éste serviría ante todo para pensar, sin tener que tom ar demasiadas precauciones. E l más allá fue el bosque, el pensamiento lib re de toda obediencia doctrinal, la form a des­ vinculada de toda obligación ceremonial.

Envueltos en sus vestiduras ocres y blancas, giainistas y buddhistas recorrieron el mundo. Los otros, fieles a los Deva, re­ conocieron en ellos a los herederos de los Asura. Ya no los veían como enemigos, sino como herejes. Les oían enunciar las doctri­ nas más arduas, mofándose de las prácticas ceremoniales y za­ randeando al mundo como a un títere. Pero la muela de los años también m odificó esto. En determinado momento, dejó de estar claro si tales doctrinas eran en verdad incompatibles con las de los dioses antiguos, y en la aureola del Buddha reaparecieron m u ltitu d de figuras, agazapadas en la luz. En meditación, enla­ zadas, danzantes. La ruta divina volvía a aflorar, como salida de aguas profundas.

Si hubo algo que temieron desde el principio fue la disper­ sión de la mente. Comendo sin tregua de un punto al otro, la mente intentaba duplicar el mundo, superponiendo su tela de araña a la tela de lo visible. Lo cual no exaltaba su poder, sino que acababa por envilecerlo. E l mundo quedaba intacto, sobera-

365

no, fuera de la mente y dentro de la mente. Para derrotar al mundo -cosa que exige un prim er paso: verlo-, la mente debe re­ cogerse, como la mano recoge un

haz

de hierba antes de que lo

siegue la hoz. La hoz es la «sabiduría»,

p ra jñ d .

La mano que re­

coge la hierba es la atención.

Se dice que los treinta y tres dioses son inmortales -o, más exactamente, que viven una inmensidad de tiempo, muchos m i­ llones de años- o, aún más precisamente, que un día conquista­ ron la inm ortalidad (aunque no era una inm ortalidad plena, te­ nía un térm ino, aunque fuera remoto) mediante el sacrificio, pero en el origen eran miserables e inermes como todos los hom­ bres. Su larga vida, en todo caso, no les confería una supremacía metafísica, que sólo se deriva del conocimiento, y sobre todo de la consciencia del conocimiento. Por eso el Buddha -a l fin a l de los tiem pos- o los

rs i

-a l p rincipio de los tiem pos- trataron a

los treinta y tres dioses con tanto desparpajo, inquietud y condes­ cendencia, como seres aún inmaduros y confusos, a los que no había que tom ar demasiado en serio. Los

rs i y el Buddha

Säkya-

m uni sabían que en el cielo de los Tusita los dioses se abandona­ ban a supremos placeres. Pero, después de todo, ¿qué importancia tiene que un placer dure millones de años o un instante? Lo que marca la diferencia es sólo la distinción que se insinúa en las venas del placer.

El Buddha llevó a cabo el ataque más radical a la analogía. No porque la negara; por el contrario, la aceptaba como una evi­ dencia que abarca todo lo que nace. No negaba que el mundo fuera un tejido, una sutil malla metálica. Pero lo im portante de esa red no eran las diferencias entre los nudos, que en verdad existían. Lo importante era que fuese una red, algo que cubre, que aprieta, que puede sofocar.

Ésa

era la verdadera caracterís­

tica, la que imperaba, la omnipresente. E l ojo experto sabía verla en todo el abigarramiento de su apariencia. Un día vería

sólo

aquello, descartando como irrelevantes las formas mismas. Pero entonces cualquier malla podría ser sustituida por otra. En este

366

1

p u n to , a llí donde to d o era analogía, ¿no se h u b ie ra p o d id o decir, con mayor precisión, que todo era sustitución? Las redes ilim i­ tadas de los

nudo,

bandhu,

de las «conexiones», se volvían un único

carente de características distintivas en sus partes, a ex­

cepción de aquella que reforzaba su constricción. Fue llamado

pratitya sa m u tp ä d a ,

El

el concatenarse de todo lo que surge.

Buddha rompe el pacto analógico. Ignora las correspon­

dencias. No las niega, pero las desvanece. ¿Para qué preocuparse de las resonancias entre dos cosas similares cuando todos los ele­ mentos están de todas maneras unidos en una misma cadena, ya sea en su forma de manifestarse o en el hecho mismo de hacerlo?

Lo trágico es un acto único e irreversible. Para evitar lo trági­ co, el Buddha diluyó todo acto en una serie de actos, toda vida en una serie de vidas, toda muerte en una serie de muertes. De golpe, todo perdía consistencia. Lo que se m u ltiplica se debilita. La negación epistemológica del Sí, reducida a una serie de ele­ mentos sumables y convencionalmente unifícables, fue sim ultá­ nea a ese gesto. Lo convencional, potencia suprema de lo moderno, se abrió camino gracias a un monje analítico, cauto y enjuto, que dejaba que las imágenes divinas se vaciaran de toda su fuerza sin n i si­ quiera tomarse el trabajo de apartarlas.

«El universo animado, como arena en el puño», dijo el Bud­ dha. Una m ultiplicidad de ínfim os elementos, completamente extraños entre sí. Encerrados en la misma mordaza: ésa es su única afinidad. Por lo demás, cada grano permanece como cosa distinta, sin conexión con los demás, a pesar de que la sustancia es la misma en todos.

E l Buddha no tenía prisa por regresar a Kapilavastu. Sin em­ bargo, un día volvió al escenario de su

in fa n c ia y

su juventud.

367

'5

Allí estaba su h ijo Rähula, a quien recordaba apenas como una sombra en el lecho de la madre, la noche en que la había aban­ donado. Cuando supo del regreso del Buddha, la madre de Rähula dijo a su hijo: «Debes ir a ver a tu padre. Debes pedirle tu herencia.»

Mientras el Buddha vagaba en el noreste de la India, dete­ niéndose cada tanto para exponer la doctrina a quienes lo se­ guían, la historia continuaba. Así llegó el día del exterminio de los Säkya. Aquella mañana, el Buddha d ijo a los monjes que le dolía mucho la cabeza, como si una losa le pesara sobre el crá­ neo, una losa que era una montaña. En aquel momento sus pa­ rientes estaban siendo exterminados uno a uno. Y con ellos la trib u entera de los Säkya. Virüdhaka, rey de los Kosala, los había atacado por sorpresa. Por una antigua tradición, los Säkya eran excelentes arqueros. Pero ya no deseaban matar a nadie, porque habían oído la palabra del Buddha. Por eso sus flechas podían, como mucho, retrasar la masacre, pero no detenerla. Virüdhaka había incubado largamente su venganza, desde que en Kapilavastu lo habían llamado «hijo de una esclava» aquellos misera­ bles provincianos que hablaban como si fueran los guardianes del dharm a y en el fondo no eran más que súbditos suyos, como cualesquiera otros. Deseó que aquella trib u inerme y altiva se ex­ tinguiese en medio de la mayor aflicción. Mandó cavar m u ltitud de fosas. Ordenó que se amontonaran en ellas a hombres y mu­ jeres, bien apretados. Después hizo que los elefantes las apisona­ ran. Sólo unos pocos desesperados sobrevivieron. Alcanzaron al Buddha en el bosque y le contaron lo que había sucedido. Le p i­ dieron alguna reliquia antes de alejarse. El Buddha les dio algu­ nos cabellos y trozos de uñas. Nunca volvió a verlos. Se dice que fundaron un reino en Vakuda, lugar que nadie ha visto jamás. El Buddha se quedó solo. No tenía parientes, n i un lugar al que volver. Kapilavastu había sido incendiado, así como su amado Parque de los Banianos. Su único pariente vivo era su prim o Anan­ da, que nunca se separaba de él. No hicieron ningún comentario. N i siquiera cuando supieron, pocos días después, que Virüdhaka y sus tropas habían sucumbido bajo una inundación que había lle-

368

1 nado el lecho pedregoso del A ciravatl. Los Kosala habían acampa­ do a llí por una noche, satisfechos del botín obtenido.

Al igual que Krsna, el Buddha sólo puede aparecer en la pro­ xim idad de la «disolución», del pralaya. A sus espaldas siempre hay una masacre. Frente a los ojos, una extensión de agua pobla­ da de pecios. Pero Krsna al menos había combatido, aunque sin usar las armas, y había urdido intrigas. Sin embargo, la masacre se había consumado de todas formas. No sucedió así con el Buddha. No había intervenido. Y la masacre se había produci­ do, una vez más. ¿Habían intentado impedirla? ¿O más bien la ha­ bían fomentado? ¿O simplemente habían dejado que acontecie­ se? Acaso la masacre era solamente un anticipo del verdadero acontecimiento, que no podía ser evitado: la irrupción del flu jo disolvente, que borraba los contornos del mundo, lo retomaba a aquello que había sido en el origen: un residuo. Entre aquellos residuos, entre aquellos árboles arrancados, las vigas podridas y los harapos descoloridos afloraría un día, apenas distinguible en la in fin ita extensión de las aguas, una serpiente enroscada, blan­ da como un cojín. E l cuerpo de un adolescente pegaba su espal­ da a aquel lecho. Abría hacia el cielo sus labios de carmín.

fjji ¿Por qué el residuo tuvo ese privilegio, y en lugar de repre­ sentar lo insignificante se convirtió en el lugar donde se alberga lo esencial? Cuando los

vm tya

jugaban en la

sabhä,

al principio

con nueces y después con dos dados, el número ganador era

k rta : un número divisible por cuatro, sin resto. Le seguían tretä y dväpara: respectivamente, las cifras que dejaban un resto de tres y de dos. En tanto que la cifra que perdía, k a li, el «número del perro», era aquella en que quedaba un resto de uno, el residuo irreductible. E l nombre de estas cifras fue transferido a las eras,

yuga: k rta

designó la era perfecta;

k a li

la era del conflicto y de la

m ina, que aún continúa y que, cuanto más avanza, tanto más v i­ vidamente anuncia la «disolución»,

pralaya.

También cuando

dividieron el tiempo en el calendario se dieron cuenta de que siempre quedaba un residuo, una duración intercalada, que 369

obligaba a realizar ajustes, ulteriores y complejos cálculos. El juego, en el que se decide la suerte; el tiempo. Siguiendo estas dos pistas llegaron a una conclusión: la elim inación de los resi­ duos sólo es posible en lo discontinuo, en tanto que en lo conti­ nuo siempre hay algo que escapa. Lo discontinuo se apoya, na­ vega sobre lo continuo. Mediante el residuo, lo continuo obliga a recordar su existencia. Por más pequeños que sean los fragmen­ tos en los que se descomponga, lo discontinuo nunca puede su­ perponerse a lo continuo. La diferencia es lo excedente: lo que debe ser sacrificado para que las cuentas puedan -aunque provi­ sionalmente- cuadrar. Provisionalmente: hasta que se forme, hasta que se advierta un nuevo residuo, que impondrá una nue­ va caída en lo continuo.

De un

avatära

a otro se transm ite algo: una débil huella de la

historia precedente y del precedente desastre. La peculiaridad del eón recién concluido pasa al eón sucesivo como un regusto, una tonalidad, un recuerdo velado. El ser madura, se adensa, se recompone con trozos ya consumidos. Y es mucho lo que se pierde. Del Krsna negociador y consejero m ilita r de los Pándava, que trazaba absorto un dibujo a cuyo significado nadie alcanza­ ba, algo perduró en el príncipe de los Säkya, que había abando­ nado su casa: el Buddha. Algo los unía, aunque las palabras que usaban fueran tan distintas, y también sus actos. Los unía el de­ sapego. E l desinterés por el fruto.

Siguiendo al Buddha, la caterva de monjes se acercaba a Vaisäll. Eran m il doscientos cincuenta. Enmudecieron cuando el Buddha los introdujo en el Parque de los Mangos, una vasta y tupida extensión silenciosa. Los monjes se dispusieron entre las plantas, como escolares. Sabían que al Buddha le gustaba pasar temporadas en parques no demasiado alejados de las ciudades, pero tampoco demasiado cercanos; en parques con numerosas entradas, no demasiado agitados durante el día, sosegados du­ rante la noche. Ya conocían algunos de estos parques, que ha­ bían sido ofrendados al Buddha por soberanos o por comercian-

370

tes. Pero ninguno poseía el su til encanto del Parque de los Man­ gos, al que habían entrado como si fuese su casa, y donde sólo alguna cinta o algún abalorio extraviado revelaban que alguien había pasado alguna vez por allí. En ese momento el Buddha empezó a hablar: «Monjes, pres­ tad la mayor atención y abrid bien los ojos. La cortesana Ämrapäll está por llegar. Su belleza no tiene igual en todo el univer­ so. Uncid el pensamiento y no os forméis nociones falsas. El cuerpo es como un fuego cubierto de cenizas sobre el que cami­ na un necio.» Amrapáll, la Guardiana de los Mangos, era la due­ ña del parque. Para pasar una noche con ella se necesitaban cin­ cuenta

kärsäpana,

cantidad equivalente a cinco vacas lecheras.

Enseguida habían llegado a sus oídos los rumores del arribo del Buddha y de los monjes. «El Buddha acampa entre mis man­ gos», se d ijo Amrapáll. Su h ijo Vimalakaundinya, fru to de un amor real, lo había abandonado para hacerse monje. «Por fin sa­ bré», se d ijo Amrapáll. Escogió sus vestidos más hermosos y or­ denó a sus discipulas -eran quinientas- que se vistieran también con sus prendas más hermosas. Se pusieron en camino, envuel­ tas por un ligero alboroto. E l cortejo penetró en el parque como un puñal se hunde hasta la jaspeada empuñadura. Tantas veces habían jugado entre esas plantas, entre aquellos senderos. E l Buddha estaba terminando su discurso a los monjes. Am­ rapáll descendió de su carro y se postemó a sus pies. Los m il doscientos cincuenta monjes bajaron la cabeza, para protegerse. «¿Por qué has venido?», preguntó el Buddha a Am rapáll. «Por­ que tú eres venerado en el cielo», dijo la cortesana. Estaba sen­ tada en una banqueta ju n to al Tathägata. El Buddha siguió haciéndole preguntas. ¿Le gustaba su trabajo? «No», dijo Amra­ páll. «Pero los dioses me han ordenado ejercerlo.» «¿Y quién te ha ordenado tener quinientas discipulas?», preguntó el Buddha. «Son muchachas pobres, yo las protejo», dijo Am rapáll. El Buddha cayó. El silencio era completo. Las manchas ocres de los monjes se mezclaban con las manchas multicolores de las cortesanas. «No es verdad», d ijo el Buddha, en voz baja. Amra­ páll se inclinó y dijo que deseaba volverse devota del Buddha. Después sintió que no podría decir nada más. Unió las palmas de las manos para despedirse y juntó coraje para agregar una úl-

371

tim a frase: «Mi único deseo es que el Buddha y la comunidad de los monjes acepten ser mis invitados.» El Buddha concedió con su silencio. Al volver hacia Vaisäli, el cortejo de Ämrapäll, que ahora era abiertamente ruidoso, se cruzó con otro cortejo, más fastuoso aún, compuesto por los Licchavi, las familias eminentes de los Vaisäli. También ellos iban al encuentro del Buddha. Todos se apartaban a su paso. Excepto Äm rapäll. Su carro, seguido de las quinientas discipulas, no se apartó del centro del camino. El cor­ tejo de las cortesanas envestía al cortejo de los nobles. Rueda contra rueda, maza contra maza, el carro de Ämrapäll avanza­ ba, en tanto los otros carros se precipitaban hacia el talud. En medio del alboroto, las cortesanas rozaban los rostros airados de los Licchavi. Le preguntaron: «¿Por qué te comportas de esta manera?» «Debo volver a tiempo para prepararme para recibir al Buddha», d ijo Ämrapäll, altiva. Entonces le ofrecieron tesoros para que cediera el honor de la invitación. «¿Por qué debería aceptar?», d ijo Ämrapäll. «Quizás muera antes de mañana por la mañana. Sólo aceptaría si el Buddha se quedase para siempre entre nosotros.» Y ordenó a sus discipulas aguijonear a los bue­ yes que tiraban de su carro. El cortejo de los Licchavi, una vez recompuesto, pudo llegar hasta donde se encontraba el Buddha. Los dignatarios descen­ dieron de los carros. Detrás de ellos iban los sirvientes. Se pos­ traron y depositaron sus regalos a los pies del Buddha. Las mu­ jeres

de

los

Licchavi

los

siguieron

y

apilaron

preciosas

alfombras. Los Licchavi pidieron al Buddha que les hiciera el honor de dejarse in vita r por ellos. E l Buddha respondió: «Ya he sido invitado por Ämrapäll.»

Venuvana,

Jetavana,

Amravana,

Kalandakaniväpa:

estos

nombres punteaban la vida uniform e e incolora del Buddha, su caminar sobre el polvo, con el cuenco de mendigo en las manos. Son islas brillantes, recintos de quietud surcados por arroyuelos. Es a llí donde el Buddha gusta de hablar a los monjes. E l más querido de estos lugares fue aquel en que pernoctó por últim o, la Amravana, el Parque de los Mangos, el más encantador de los

372

siete m il setecientos siete parques de

V a is a li. Am rapaJi

le rogó

que lo aceptase como regalo, por compasión hacia ella.

Änanda era prim o del Buddha. En su nombre se reconoce la «alegría»

(änanda),

una promesa de felicidad. Se preparaba para

su boda con Janapadakalyáni cuando, junto a otros seis jóvenes nobles de Kapilavastu y al barbero de palacio, Upáli, huyó para sumarse a los discípulos del Buddha. Veinte años estuvo junto a él, como uno más de sus fieles. Después el Buddha lo nombró su sirviente. A p a rtir de entonces, y durante los siguientes veinticin­ co años, fueron inseparables. Änanda remendaba los vestidos del Buddha. Le traía agua. Le presentaba a los visitantes. Se dice que oyó ochenta y dos m il enunciados del Buddha. Otros dos m il le fueron referidos. Por eso fue llamado Bahusruta, «Aquel que ha oído mucho». Sin embargo, permaneció siempre con un «há­ bito blanco», sin tomar las órdenes, como un estudiante

cam ino.

en el

Lo cual le sería duramente reprochado. A diferencia

de muchos de quienes lo rodeaban, no llevaba la contabilidad de los estados y las conquistas de la mente. Su máxima satisfacción era en cambio un privilegio sólo a él reservado: el ser la compa­ ñía constante del Buddha, el único que estaba en todo momento junto a él. El único que permanecía a su lado en aquellos largos períodos en que los monjes se dividían en pequeños grupos, es­ parcidos en lugares desiertos, sólo acompañados por el m a rti­ lleo de la lluvia, a la espera del momento en que volvían a reunir­ se con él.

Nadie conoció al Buddha como Änanda. Habitualmente, per­ manecía en silencio. «¿Acaso el Buddha no era el maestro? ¿Qué necesidad tenía de que yo le hablara?», diría en cierta ocasión, para defenderse. Sin embargo, también sabía ser insistente. Ha­ bía observado en varias ocasiones que el Buddha podía rechazar una cosa dos veces y aceptarla al tercer requerimiento. También acusaron a Änanda de haberse aprovechado de esa circunstan­ cia. Sólo a su insistencia se debe el que las mujeres hayan sido aceptadas en la Orden. «La doctrina hubiera durado m il años;

373

ahora en cam b io sólo d u ra rá quin ie n to s» , d ijo el B uddha en aquella ocasión. Pero había asentido.

Änanda no se preocupó nunca por su circunstancia de estar siempre

en el cam ino,

porque estaba junto al Buddha, y pensaba

que eso bastaba para estar más cerca que nadie de la meta.

¿Qué

le importaba que otros proclamasen haberla ya alcanzado? Era más interesante el tenerla todo el tiempo al alcance de la mano. Este pensamiento, con el que se había consolado largo tiempo, se volvió sin embargo aterrorizante cuando el Buddha le anun­ ció que m oriría tres meses más tarde. Änanda lloraba. «No estoy preparado todavía, no lo estaré nunca. Si no estoy preparado es­ tando junto al Buddha, ¿cómo podré estarlo sin él?»

No deja de ser cierto que en ocasiones Änanda se aprovechó de su proxim idad al Buddha. Podía pasar repentinamente de su habitual silencio a una inquisición insolente, como había visto hacer a otros monjes. En aquellos momentos sentía un demonio dentro suyo, que lo sacudía como a un títere. Un día interrogó al Buddha acerca de qué les había sucedido tras la muerte a doce personas que él había conocido. El Buddha contestó puntual­ mente sobre cada uno de ellos. Explicó cuándo debían renacer, durante cuántas vidas y bajo qué forma. Sin perder la calma, como siempre. Después agregó: «Änanda, no es infrecuente que un hombre muera. Si cada vez que se muere alguien fueras a pe­ d ir inform ación al Tathägata, el Tathágata no tardaría en can­ sarse. Será mejor que te revele un capítulo de la doctrina que te perm itirá calcular por t i mismo qué cosa nos espera después de la muerte.» Mientras el Buddha hablaba, ilustrando aquel nuevo capítulo de la doctrina, Ananda se sintió tremendamente aver­ gonzado. Las palabras del Buddha resbalaban en sus oídos y se desvanecían. Nunca consiguió recordarlas.

Ananda alzó los ojos hacia el Buddha y le hizo la pregunta que había estado postergando día tras día: «¿De qué forma se

374

produce el despertar?» El Buddha estaba trazando signos en la tierra con un palo. No dejó de hacerlo. Habló con voz inexpresi­ va: «De muchas formas. M irando una flo r de melocotón. Al oír una piedra que golpea contra un bambú. Al oír el sonido del tambor que llama a comer. Caminando con la ayuda de un bas­ tón de bambú. M irando el bosque y las montañas. Al mirarse en el espejo de un barbero. Al caer al suelo en un claustro. Atándose un lazo al cuello. Tirándose agua en los pies y observando cómo la absorbe la tierra seca.»

El Buddha dijo alguna vez que Änanda era como una casa en la que se colaba el agua de los temporales. Ese agua eran las mu­ jeres. La imagen de la bella Janapadakalyánl, a la que había abandonado en Kapilavastu, se le aparecía cada tanto como pun­ zadas agudas, mientras preparaba la cama del Buddha o medita­ ba o iba en busca de agua. Lo dejaba débil e indefenso. E l Bud­ dha recordó aquella vida anterior en la que Ananda era un burro, Janapadakalyánl una burra y el Buddha su dueño, un humilde campesino que cada tanto los aguijoneaba con un palo. Pero no bastó con esa argucia. Entonces el Buddha lo levantó en vuelo consigo, como a un n iñ o, y le mostró un enorme bosque que se incendiaba. Sobre un tronco carbonizado le mostró el cuerpo desfigurado de un mono. Änanda apartó la mirada. Siguieron vo­ lando. En un determinado cielo -¿cómo podía Ananda saber en cuál?-, en una noble morada abandonada vieron una Apsaras de cuerpo admirable, con la mirada perdida en el vacío. «Te espera a ti», dijo el Buddha. Siguieron volando. Vieron quinientas Ap­ saras de prodigiosa belleza. «¿No es verdad que son más her­ mosas?», dijo el Buddha. «En comparación, Janapadakalyánl parece un mono», asintió Ananda. «Todas serán tuyas», dijo el Buddha. Después agregó:

«Pero ahora no debes alejarte

de los monjes.» Änanda no sabía si había recibido un premio o una hum illación. En silencio, descendieron a través de los cielos.

El Buddha sabía que Ananda era inconstante, vulnerable. Cuando estaba cerca de él, afanado en sus tareas, lo miraba de 375

soslayo. Sus ojos febriles delataban sus preocupaciones. La hija de una bruja estaba perdida por Änanda. Le había pedido a su madre que arrojase las más resplandecientes flores de

arka

so­

bre un bracero, para atraerlo. Como un sonámbulo, Änanda abandonó a los otros monjes. Más que a una m ujer seguía a una flo r. Una neblin a le borraba el resto. El Buddha se vio obligado a re c u rrir al

satyaväkya,

la «pala­

bra de verdad». Sin embargo, no le gustaba que la verdad más absoluta tuviera que enfrentarse con los artilugios de una hechi­ cera. Sin duda la palabra verdadera se impondría, pero quedaría debilitada por el choque. La verdad no lucha contra los hechos. La verdad no es un instrumento. Pero el Buddha quería recupe­ ra r a Änanda. Una tarde lo vio que regresaba ju n to a los monjes. Parecía una muía agobiada por la carga. Cayó al suelo sin pro­ nunciar una palabra, en un largo sueño.

«¿Y las mujeres?», dijo Änanda. «No hay que mirarlas», dijo el Buddha. «Pero ¿y si nos cruzamos con ellas?», dijo Änan­ da. «No hay que hablarles», dijo el Buddha.

«¿Y si les ha­

blamos?», dijo Änanda. «Hay que estar muy atentos», dijo el Buddha.

Habiendo superado ya los ochenta años, pocos meses antes de m orir, el Buddha dijo que la vida es «dulce» (m adhura , com­ puesta de m adhu, «miel»). Eso fue al comienzo de la estación de las lluvias. E l Buddha dijo a los monjes: «Dipersaos. Id a casa de vuestros amigos, en pequeños grupos. Cerca de Salavat! la tierra es fé rtil. En Vaisálí, en cambio, pasan estrecheces. Yo permane­ ceré junto a Änanda. Él cuidará de mí.» Cuando se quedaron a solas, el Buddha fue presa de un vio­ lento malestar. Le dolía todo el cuerpo. Lo sobrellevaba con sere­ nidad, pero Änanda estaba en permanente agitación. En su men­ te obnubilada resonaban siempre las mismas preguntas: «¿Qué pasará si el Buddha se extingue del todo? ¿Se quedará la comuni­ dad sin su enseñanza?» De pronto se dio cuenta de que estaba pronunciando en voz alta esas preguntas. Entonces el Buddha

376

respondió: «¿Qué más puede esperar de mí la comunidad? He predicado la doctrina sin ocultarles nada.» Decía que lo esotérico ya no existía, puesto que todo había sido declarado. Sólo había que oírlo. Prosiguió: «Soy una vieja carretilla, a la que dos finas correas mantienen entera, aunque inútilm ente. Pero también los cuerpos de diamante del Buddha del pasado se han disuelto. También los dioses de la inconsciencia, que vivieron durante muchos

kalpa,

durante millones y millones de años, un día mu­

rieron. Por eso, Änanda, debéis permanecer en vuestras islas, en vuestros refugios, en las islas y refugios de la doctrina.»

Al p rincipio de su convalecencia, el Buddha dijo a Änanda que quería volver a ver determinados lugares cercanos a Vaisäll, que le eran muy queridos. Llegaron a un sitio desde el que se abarcaba un vasto horizonte. E l Buddha dijo a Ananda que se detuvieran. Sentía de nuevo dolores en la espalda. Änanda ex­ tendió la estera del Buddha bajo un árbol de mango. Después se sentó junto a él. El Buddha tenía la mirada perdida en el h o ri­ zonte. Dijo: «Espléndida y abigarrada es la Isla de la Jambü, y es dulce la vida de los hombres.» Siguieron camino hasta Vaisäll, en busca de limosnas. Mientras se alejaban, el Buddha se volvió hacia la derecha. Con mirada de elefante observó la puerta de la ciudad y sonrió. «¿Por qué sonríes?», preguntó Änanda. «En veinticinco años jamás había visto volverse al Buddha hacia la puerta de una ciudad y sonreír.» «Siempre tiene algún significa­ do que el Buddha vuelva la mirada. Ésta es la últim a vez que el Tathägata m ira Vaisäll», dijo el Buddha.

En tres ocasiones, por aquellos días, Änanda se contuvo de hacer una pregunta. No preguntó al Buddha por qué la vida de los hombres era «dulce». Otro día, el Buddha repitió tres veces: «El in te rio r de la Isla de la Jambü es muy agradable.» Änanda callaba. En fin , poco después de que el Buddha se recuperara, Änanda lo oyó hablar acerca de los cuatro «fundamentos de los poderes mágicos»

(rddhipäda)

que, si son cultivados, permiten

permanecer vivo durante la entera duración de un

kalpa,

un ci377

cío cósmico. Después el Buddha agregó: «En este momento el

¿No podría entonces permanecer vivo ka lp a ? Las tinieblas del mundo se disiparían, el

Buddha posee ese poder. durante todo un

bienestar se extendería. Los dioses y los hombres vivirían en paz.» Obstinado, con la mirada inm óvil, Änanda permaneció en silencio. Ésta

fue

su culpa más grave, y acaso la única, o al me­

nos la única que le fue reprochada no sólo por la comunidad de los monjes reunida en Räjagrha, sino por el propio Buddha. Si en aquel momento Änanda le hubiera pedido al Buddha que ejerciera sus poderes para permanecer vivo durante un ciclo cósmico, el Buddha lo hubiera hecho. ¿Por que calló, entonces, Änanda? Mära lo poseía, instalada en su vientre. Fue el despecho lo que lo condujo a permanecer en silencio. «No has comprendido el sentido de mis palabras por­ que estabas poseído. He visto dos cuernos sobre tu cabeza. ¿Por qué has perm itido a Mära entrar en tu vientre?», lo interrogó el Buddha algún tiempo después. Aquellas palabras se grabaron para siempre en la mente de Änanda. Cuando se encontró solo frente a los monjes que lo interrogaban, vestido todavía con su hábito blanco en medio de aquella gran masa de hábitos ocres, Änanda reconoció que Mära lo había poseído. Pero agregó: «Si el Buddha hubiera permanecido en el mundo durante la dura­ ción de un

kalpa,

¿cómo hubiera sido posible que un día apare­

ciera el Buddha Maitreya, el perfecto venerable, que vino des­ pués de él? ¿Qué hubiera sido de Maitreya?» En la santa asamblea reinaba el silencio. Aterrorizado, Ananda esperaba. Una voz se elevó: «Vuelve a tu sitio. Enuncia las palabras que has oído del Buddha sin olvidar una sola.»

Para el Buddha es indiferente que lo compuesto se descom­ ponga después de ochenta años o de treinta m il años. Lo im por­ tante es que lo compuesto se descompone. Hasta los Bodhisattva de diamante se descompusieron. Así fue como el Buddha dejó caer, como una provocación, las palabras que Änanda lamenta­ ría para siempre no haberle replicado: «Quien ha cultivado los cuatro fundamentos de los poderes mágicos v iv ir durante todo un

378

kalpa.

(rddhipäd a)

puede

Yo los he cultivado.» En aquel mo-

mento, Änanda calló. ¿Estaba distraído, tenía la mente en blan­ co? ¿O fue por exceso de celo? ¿O fue por su extraordinaria sabi­ duría? Hubiera significado un inmenso bien para el mundo que Ananda le solicitara que ejerciera aquellos poderes. Pero, al ac­ tuar de esa forma, Ananda habría mostrado que para él lo esen­ cial era la presencia del Buddha, no la veracidad de la doctrina, para la cual es indiferente el momento en que lo compuesto se descompone, en tanto que el punto fundamental es que lo com­ puesto se descompone. Al no pedir al Buddha que se quedase -y ésa fue la culpa que juzgaron más grave los monjes y el propio Buddha- Ananda había permanecido fiel, quizás excesivamente fie l (pero ¿se puede ser excesivamente fiel?) a la doctrina.

Eran los últim os días de la vida del Buddha. El Tathágata dijo: «Cuando yo ya no esté, los monjes podrán ser felices aun­ que no observen los preceptos menores y mínimos.» Ananda, a su lado, permanecía en silencio. Ése fue el momento decisivo para la historia del buddhismo. Porque Ananda no preguntó inmediatamente al Buddha cuáles eran «los preceptos menores y mínimos». Cuando la implacable Mahäkäsyapa y, ju n to a ella, los cuatrocientos noventa y nueve monjes reunidos en el concilio de Rájagrha le preguntaron el porqué de aquella om i­ sión, Änanda contestó: «No quería im portunar al Buddha.» Sin embargo, tantas veces lo había importunado ya... Esa omisión obligaba a los monjes a no seguir el consejo del Buddha. Si hu­ bieran declarado su renuncia a observar determinados precep­ tos «menores y mínimos», enseguida se hubieran levantado vo­ ces diciendo que la Orden caía en la degeneración. Desaparecido el maestro, los monjes se daban a una vida más fácil. Porque, ¿cómo decidir cuáles eran exactamente los «preceptos menores y mínimos»? En una lista de preceptos, por ejemplo, ¿el sexto y el noveno? ¿O el cuarto y el séptimo? ¿O el duodécimo solamen­ te? ¿Quién podía decidirlo? Änanda, cabizbajo, callaba. «Sin embargo», continuaron, «si obedecemos todos los pre­ ceptos tal como son, traicionaremos igualmente la palabra del Buddha. Nunca conoceremos esa felicidad que él nos prometió para cuando nos liberásemos de los "preceptos menores y m íni-

379

mos” .» No había escapatoria. Decidieron que continuarían ob­ servando todos los preceptos transm itidos por el Buddha con igual celo, incluso aquellos que podían parecer más humildes

e

irrelevantes. De esta forma, una invisible carga siguió pesando sobre los monjes. Con frecuencia pensaban en esa ligereza que nunca podrían alcanzar.

Tras los funerales del Buddha, incluso el aire quedó como paralizado. Una cortina opaca lo ocultaba todo. La comunidad de los monjes esperaba un gesto. Necesitaban un culpable, al­ guien a quien castigar. Entre los centenares de hábitos ocres destacaba un único hábito blanco: Änanda. El que había oído más palabras del Buddha que ningún otro, el que conocía la doc­ trin a como la palma de su mano. El que no había conseguido persuadir al Buddha de que permaneciera vivo, por no habérse­ lo solicitado en el momento preciso. Omisión: ¿existe alguna culpa más grave? Todos los actos pueden ser rescatados del esta­ do mental que los acompañan. Pero una omisión es una derrota de la mente, un escarnio de la vigilancia, que nada borraría. Cuando comenzaron a interrogarlo, Änanda osó decir que «no lo había pensado», con ese desparpajo que exasperaba a los mon­ jes ancianos. Los cuatrocientos noventa y nueve monjes formaban un se­ m icírculo. Frente a ellos estaba Änanda, solo. En el centro del semicírculo estaba Mahäkäsyapa, el prim er inquisidor. No ha­ bía sido testigo de los grandes acontecimientos de la vida del Buddha. Era el que había llegado en últim o térm ino; venía de más lejos que los demás. Desaparecido el Buddha, los monjes habían sido presa del fu ro r por reunirse con él. Pensaban: «Cuando el gran elefante desaparece, los pequeños lo siguen.» Mahäkäsyapa los detuvo, con voz que imponía obediencia: «Monjes, ¡no partáis! Debemos permanecer reunidos para evitar que la Ley se pierda.» Hizo sonar el gong que convocaba a la asamblea. Una vez reunidos los monjes, les advirtió: «No se debe condenar la vida a la extinción antes de haber alcanzado el senti­ do supremo.» Era él quien comandaba la asamblea. Trató a Änanda de «sucio chacal». Nadie salió en su defensa.

380

Los monjes reunidos en Räjagrha reprochaban a Änanda que hasta el últim o momento, con una especie de impúdica tozudez, hubiera mostrado su inclinación a las mujeres, que llegaron a ser sus aliadas. Tras la muerte, los pies del Buddha se habían cubierto de una pátina dorada, como el resto de su cuerpo. Pero volvieron a su palidez natural cuando fueron bañados por las lá­ grimas de una desconocida, como si el líquido brotado del su fri­ miento fuera corrosivo. Fue Änanda quien perm itió aquel u l­ traje. Sin embargo, aún hubo otro episodio más escandaloso. Ro­ deado por un grupo de mujeres, Änanda había levantado el hábi­ to del Buddha muerto, dejando su miembro al descubierto. Fue así como todos supieron que el miembro del Buddha era como el de los sementales de testículos escondidos, o al menos así de­ bía ser para form ar parte de los treinta y dos laksana o «marcas» de la perfección. Pero ¿cómo atreverse a mostrarlo a la adora­ ción de aquellas mojigatas, o, quizás, de aquellas incrédulas? Cuando le arrostraron esta falta, Änanda balbuceó algo acerca de la «desnudez del Buddha». Pero no convenció a nadie. In clu ­ so después de la muerte del Buddha, en un mundo ya desierto, Änanda seguía siendo el único monje que se confabulaba con las mujeres, a despecho de todos.

La hilera de los monjes avanzaba por el camino de Räjagrha. En medio, inquieto, iba Änanda. Tenía el cabello gris, aunque no faltaba quien todavía lo llamase «muchacho», ba: «En medio de todos estos

a rh a t

kum äraka.

Pensa­

me siento como un cordero

aún no destetado en medio de grandes bueyes. M i formación aún no ha acabado...» Oía delante de él, detrás de él, las pisadas contundentes, decididas. Era muy distinto de cuando camina­ ban con el Buddha, y el bosque se cerraba detrás de ellos como si nunca hubieran pasado por allí. Ahora se sentía parte de una es­ cuadra, aunque no sabía si de amigos o de enemigos. Quizás lo aceptaban como uno más sólo para tenerlo cerca en el momento en que decidieran darle caza.

381

La situación de Änanda era rica en paradojas. Era un sirvien­ te que nunca pensó en hacerse ordenar monje, a pesar de v iv ir entre monjes. Sin embargo, a él, más que a ningún otro, le fue confiada la palabra del Buddha. Para el Buddha, estar a solas significaba estar con Änanda. Entonces, aislados durante la es­ tación de las lluvias, obligados a la inm ovilidad, los monjes pen­ saban en qué sería lo que a cada momento, en otro lugar, el Buddha estaría diciéndole a Ananda: palabras que ellos proba­ blemente no oirían jamás y que constituían quizás el secreto del que quedarían excluidos. Por eso fue creciendo un rencor silen­ cioso hacia Änanda, aquel eterno adolescente, a pesar de las arrugas alrededor de los ojos, que siempre parecía a la espera de algo, que se contentaba con oír la palabra del Buddha, tan cerca de él como su propia vena yugular, y que por eso nunca se volvía «aquel que ha hecho lo que ha hecho»

(k rta k rty a ).

Había además

otra paradoja: de todas las faltas de que Mahákásyapa acusó a Änanda, las más graves, las que acarreaban mayores consecuen­ cias, eran ciertas omisiones. Pero, al mismo tiempo, la comuni­ dad de los monjes dependía exclusivamente de Änanda si no quería caer a su vez en la om isión más grave de todas: ignorar o tra n sm itir erróneamente las palabras del Buddha. Ananda era el único que había oído la totalidad de esas palabras. ¿Aceptaría revelar aquellas palabras admirables y ocultas, o preferiría guar­ darlas celosamente para él? En ese momento, mientras los mon­ jes estaban reunidos y sus miradas convergían en él y en sus fal­ tas, que implacablemente Mahákásyapa enumeraba, Änanda era el cuerpo de la Ley, recogida por entero en su mente a la espera del momento de ser registrada y repartida en las Tres Canastas. Finalizadas las acusaciones, agotadas las débiles respuestas del acusado, Mahákásyapa le ordenó: «Ahora levántate. No recoge­ remos de t i la esencia de la palabra sagrada.» Pero uno de los monjes, Anuruddha, expresó en un susurro el pensamiento de toda la comunidad: «¿Cómo prescindiremos de Änanda, que ha oído íntegramente la Ley?» Lúgubre, Ananda se alejó. Los mon­ jes permanecieron ensimismados y desvalidos, en medio de la incertidum bre. Änanda vagaba solitario, desconsolado, nueva­ mente en el bosque. ¿Qué pasaría si no conseguía alcanzar ese despertar que le perm itiera presentarse de nuevo frente a la

382

asamblea de los monjes? ¿Si volvía a fa lla r el blanco al que, mientras vivió junto al Buddha, nunca había apuntado con ple­ na determinación? No lo había hecho por una razón, sólo a me­ dias confesada a Mahäkäsyapa: si se hubiera convertido en un

arhat,

como los otros monjes, no habría podido servir al Bud­

dha, porque un

a rh a t

no puede servir a nadie. Y el deseo de

Ananda sólo era ése: servir al Buddha. Pero ¿en verdad eso era todo? ¿O el feroz Mahäkäsyapa tenía una buena razón para no creerle? Ananda era perfectamente consciente de su incapaci­ dad para la contemplación. Era demasiado ansioso e inquieto, siempre había algo que lo distraía. Ahora, por prim era vez, esta­ ba solo, no tenía al Buddha para servirlo. Ya no había nada que pudiera encubrir esa incapacidad suya. Caminaba de aquí para allá, preguntaba por la senda. De pronto le pareció entrever la l i ­ beración, aunque muy lejana, pero enseguida la visión se desva­ neció. Nada sucedía. Poco antes del alba sintió nublársele la vis­ ta por el cansancio. Se desmayó sobre el lecho. Pero un instante antes de que la cabeza tocara la almohada, algo lo deslumbró. Era el despertar, que en él se superponía con el sueño. Entonces recordó. Un día el Buddha le había dicho ciertas palabras cuyo significado no comprendió: que sólo gracias a un extremo can­ sancio llegaría a la detención de las corrientes. Ananda se levantó del lecho. Aún era de noche. Caminó por el bosque hasta llegar al claro en el que reposaban los monjes. Se acercó a la puerta que pocas horas antes Mahäkäsyapa había ce­ rrado tras él, como para siempre. Golpeó. La voz de Mahäkäsya­ pa, despejada y fuerte, respondió al instante: «¿Quién es?» «Soy yo, Änanda.» «¿Por qué has vuelto?» «Esta noche he alcanzado el agotamiento de las corrientes.» «No abriremos la puerta por ti. Entra por el agujero de la cerradura.» Ananda entró por el agujero de la cerradura. En la oscuridad reconoció los ojos de los monjes, fijos en él. Se a rrodilló y confesó sus culpas. Después m iró a su acusador y dijo: «Mahäkäsyapa, no me recrimines.» «Eres tú quien no debes guardarme rencor», dijo Mahäkäsyapa. «Todo lo que hice ha sido para que encontrases la senda. Ahora vuelve a tu sitio.»

383

Cuando Änanda volvió a ser acogido entre los monjes, le fue solicitado que enunciase todas las palabras de la Ley que había oído; entonces una ligera angustia hizo mella en su recién con­ quistada serenidad. «La doctrina es inconmensurable», pensó. «¿Quién podría ordenarla?» Por lo que él recordaba, el Buddha nunca había seguido un plan en sus enunciados. Simplemente esperaba a que algo sucediese y después hablaba, extendiéndose mucho en algunas ocasiones; pero las formas en que se expresa­ ba eran muy variadas. Las palabras podían form ar parte de la Ley o de preceptos, o de historias, o de tratados. Mientras el Buddha había estado presente, nadie se había preocupado por la concatenación de las doctrinas. Los monjes recitaban los

sütra

comenzando por la décima sección y después seguían por la ter­ cera o la octava, o por cualquier otra. La vez siguiente la secuen­ cia era distinta. Siempre era así. Ahora la selva de las palabras se erigía como una muralla. Sólo quedaba esa selva. La palabra del Buddha siempre había sido abigarrada. Había que desentrañar­ la, repartirla. «Pero ¿cómo?», pensó Ananda. Por fin se le apare­ cieron cuatro secciones, que él llamó, en su mente (y más tarde todos las llam arían así), el Uno-y-más, la Media, la Larga y la Mezclada. Esos nombres traslucen algo de la inform idad que había caracterizado a las palabras del Buddha. Como si se tra­ tara de una sustancia ilim itadam ente dilatable y condensable. Por eso quienes acudían en busca de la doctrina solicitaban los Discursos Largos o los Discursos Cortos, porque la doctrina po­ día consistir en pocas sílabas o en vastas, extensas argumenta­ ciones.

La apuesta del Buddha fue mucho más radical que un mero desafío al orden del sacrificio. El sacrificio había producido al renunciante, el renunciante había reproducido el sacrificio. Brahma era el prim ero de los renunciantes. Siva es el sacrificio que se cumple a cada instante en el mundo, incluso cuando ya no existen sedes para el sacrificio. «Visnu es el sacrificio.» Por lo tanto, h e rir a Brahma no era la empresa más ardua, n i la ú lti­ ma. Había que h e rir también a Visnu. El Buddha era un renun­ ciante que pretendía h e rir a Visnu, a aquel de quien había surgi-

384

do. Pero ¿cómo h e rir aquello a lo que todo protege, cuya existen­ cia es sustentada por todo?

E l Buddha

se concentró en un único

punto. Su voluntad era quitarle el lecho a Visnu, elim inar el re­ siduo. Cuando se refería

a l nirva n a ,

lo fundamental para el

Buddha era que ese estado fuera definido como «sin residuo», de forma que pudiera garantizar la salida del ciclo. Éste era el juego: romper el eslabón de la existencia. Lo que ocupaba el lu ­ gar que está más allá del residuo no podía ser llamado vida n i muerte, porque vida y muerte sólo son cognoscibles como po­ tencia del ciclo; por eso son cada vez una nueva vida y una nueva muerte. Fuera de la repetición no es posible decir qué son la vida y la muerte. Por eso el Buddha se abstuvo de definirlas. Sin embargo, el Buddha no pretendía llevar hasta el lím ite su lucha contra el residuo. Hasta el ú ltim o momento hizo que Ananda continuara a su lado, y Ananda era su residuo. No podía v iv ir sin él. Y si aún hoy podemos conocer su doctrina es justa­ mente gracias a Ananda.

Ananda, ananta:

«alegría», «infinito». La diferencia entre esos

dos sonidos es mínima. Ananta es el lecho de serpentinas espira­ les en el que duerme Visnu, navegando sobre las aguas. Ese le­ cho también se llam a Sesa, Residuo, lo que queda del mundo precedente, disuelto, sumergido, abrasado: aquello de donde un día nacerá otro mundo. Ananda fue ilum inado cuando tocaba la almohada. Ése es el momento en que se encuentra a sí mismo. Porque Ananda es la almohada, la amorosa opacidad, aún no despierta del todo. Y es también el único apoyo del Buddha, al que durante veinticinco años le preparó la cama. El oculto desafío del Buddha iba en contra de sesa, el «resi­ duo». E l

nirvä n a

es el más drástico intento de anularlo. Residuo

significa renacimiento. Sin embargo, el Buddha se dejó proteger por las Naga, las distantes y soberanas Serpientes. Änanda fue su

sesa.

Fue el «residuo» que deja la historia, y permite que la

historia se cumpla. La diferencia introducida por el Buddha está contenida completamente en las dos conductas opuestas de Ananda y Gavámpati. Convocado a la asamblea de Rájagrha, el imponente Gavámpati, rum iador solitario, no aceptó descender

385

de su co lin a ; te m ía que lo llam asen debido a que ya arreciaban las divergencias acerca de la d o c trin a . L o que, en efecto, era c ie r­ to . Pero el ú n ic o deseo de G aväm pati era u n irse cuanto antes al B uddha en el n irv a n a . D esapareció en una lla m a de fuego que b ro tó de su pecho, com o los antiguos rs i. S ólo quedó de él la capa y el cuenco. U n resid u o m udo. Estos dos objetos fu e ro n to d o el te s tim o n io que dejó a la asam blea. S i los m onjes h u b ie ­ ra n seguido el ejem plo de G aväm pati, las Tres Canastas de la Ley h u b ie ra n quedado vacías, la p a la b ra del B uddha se h u b ie ra p e rd id o . Adem ás, si el ú n ic o im p u ro de los m onjes, Änanda, no hubiese consentid o en re c o rd a r la p a la b ra del B uddha en toda su extensión, la Ley h u b ie ra quedado m u tila d a para siem pre.

N anda y Änanda. E l herm ano a tra c tiv o y fa tu o . E l p rim o com placiente y tenaz. A veces sus h is to ria s se m ezclan, se super­ ponen. F ueron contrapesos del B uddha: el gem elo te rre stre , el R esiduo, Sesa. E l B uddha no h u b ie ra p o d id o s u b s is tir solo. In ­ cluso cuando se sienta a m e d ita r, su asiento de lo to es u na ser­ p iente enroscada. E l B uddha no se apoya nunca directam ente sobre la tie rra . Su fu n d a m e n to (p ra tis th ä ) son una flo r y una ser­ piente. H an tom a d o el puesto de la p ie l negra del antílo p e . P or­ que, ¿cómo p o d ría e l B uddha sentarse sobre sí m ism o? E l a n tí­ lope presupone el s a c rific io . E l B uddha sólo quiere presuponer el m undo: flo r y serpiente. Después, d u ra n te la p re d ica ció n , su apoyo será el com pañero, el fie l se rvid o r, el p rim o Änanda. De esta fo rm a , los dos pájaros del g ra n a sva tth a , «com pañeros inse­ parables», se tra n s fo rm a ro n pa ra se g u ir vivie n d o .

E n el bosque de K usinagara, el B uddha se detuvo fre n te a dos s&la gem elos, que crecían com o si cada u n o fu e ra la im agen del

o tro en u n espejo. D ijo a Ä nanda que disp u sie ra a llí su lecho. Precisó: con la cabeza h acia el n o rte . Änanda p re p a ró el lecho del B uddha ta l com o lo había hecho d u ra n te v e in tic in c o años. Sabía, s in em bargo, que aquella noche el B uddha, h acia la se­ gunda v ig ilia , e n tra ría en el n irv ä n a s in d e ja r n in g ú n residuo. Änanda estaba a te rro riz a d o . E l B u d d h a se acostó sobre su fla n 386

co derecho, con las piernas ligera m e n te dobladas y los pies ju n ­ tos, com o los leones. M ira b a a l fre n te , con su expresión h a b i­ tu a l. Antes de extenderse sólo había d ic h o que se sentía m uy cansado. M ie n tra s ta n to , las copas de los dos sala se habían in ­ clin a d o ligera m e n te , uniéndose, y, aunque no era la estación flo ­ rid a , dejaban caer pétalos tie rn o s sobre el cuerpo del B uddha y a su alrededor. U n vie jo m onje, Upaväna, se acercó. Sentado ju n to al Buddha, lo abanicaba. Ananda, que se había alejado u n m om ento, lo re ­ conoció de in m e d ia to : era su predecesor com o s irv ie n te del B uddha. H abía reaparecido de p ro n to y n i siq u ie ra había s o lic i­ tado ser anuncia do a l B uddha. ¡Qué in so le n cia ! M ovía u n gran abanico, en m edio de u n s ile n c io denso, grávido. Á nanda v io con estu p o r que el B uddha echaba de su la d o a Upaväna, con p a la ­ bras secas y bruscas. Pero A nanda re co rd ó que el B uddha ya ha­ b ía tra ta d o de esa fo rm a a otras personas, y u n to rre n te de in te ­ rrogantes lo in v a d ió : «¿Cómo puede el B uddha, ju sta m e n te la noche en que e n tra rá en la e x tin c ió n , m a ltra ta r a u n m onje que in te n ta re c o n fo rta rlo ? ¿Cómo puede el B uddha, ju sta m e n te aho­ ra, hacer algo que p o d ría hacer yo m ism o? ¿Qué inaccesible poso de ira se escondía en el Buddha? ¿O, una vez m ás, soy yo el que no a cie rta a co m prende r lo que sucede?» «H ay dioses aquí com o pa ra doce y a ja n a , u no ju n to a o tro ; están arm ando a lb o ro ­ to porque U paväna, con su abanico, les im p id e ve r lo que suce­ de», d ijo el B uddha, en respuesta a los pensam ientos de su tu r ­ bado s irvie n te . E n ese m om ento Ánanda se s in tió de p ro n to en el escenario de u n inm enso te a tro , con m illa re s de ojos que lo ob­ servaban desde la oscuridad. S in tió que se le helaba la sangre, y pensó: «E l B uddha no lo ha d ich o todo.» E staba en lo c ie rto . Poco después, el B uddha p ro s ig u ió , con voz m ás baja: « N a tu ra l­ m ente, U paväna no es sim plem ente aquel necio m onje cuyo puesto tú cogiste y cu m p liste con b ra vu ra . La h is to ria es m ás larga. Todas las h is to ria s son m ás largas. E n los tiem pos del B uddha Käsyapa, hace m ile s de años, u n día U paväna se quedó solo en el m o n a ste rio , pa ra b a rre r el suelo y p re p a ra r el fuego para lo s o tro s m onjes. A q u e lla lla m a fue ta n inte n sa que aún lo ilu m in a . Los dioses están deslum brados p o r la lu z que em ana del ro s tro de U paväna. Tem en p o r e llo no p o d e r ve r a l B uddha, 387

porque u n B u d d h a es im p re v is ib le , nadie sabe cuándo aparece­ rá , así com o nadie sabe cuándo b ro ta rá la flo r del u d u m b a ra . Pero tam poco esta vez la h is to ria concluye: porque U pavána no es m ás que u no de los m uchos dioses, y ha q u e rid o adelantarse a los otro s asum iendo la fo rm a d e l m o n je que había encendido el fuego. Pero para m í todos los dioses deben m antenerse a ig u a l d ista n cia . P or eso lo eché», d ijo el B uddha, y v o lv ió a m ira r a l fre n te , al a ire q u ie to , donde descendían en s ile n c io los pétalos de los sala.

D u ra n te aquella ú ltim a noche del B uddha, Ä nanda sig u ió ocupándose de sus tareas, ante to d o la de seleccionar q u ién p o ­ día lle g a r hasta la persona del B uddha, y en qué m om ento. Acos­ tado entre los dos sala gem elos, el B uddha ib a quedando le n ta ­ m ente c u b ie rto p o r los pétalos de am bos árboles, que habían flo re c id o fu e ra de estación, y p o r o tro s pétalos que descendían lentam ente del cie lo . Cerca de a llí, entre las chozas de K usinagara , Änanda había anuncia do que a la te rce ra v ig ilia de aquella noche sobrevendría la e x tin c ió n s in resid u o del B uddha. N um e­ rosos M a lla se h abían re u n id o en aquel pequeño pu e b lo escon­ d id o en el bosque, y m uchos o tro s ib a n llegando desde las cinco ciudades de los alrededores. T ra ía n consigo a sus m ujeres, n iños y siervos. Q uerían que todos p u d ie ra n d e c ir u n día: «Yo he vis to a l Buddha.» Se ju n ta b a n fo rm a n d o grupos, para no perderse en la co n fu sió n de la caravana. Ä nanda pensó: «Si los a d m ito a la presencia del B uddha, no h a b rá tie m p o de que lo s re cib a a to ­ dos.» G racias a la la rg a experiencia que había a d q u irid o en sus v e in tic in c o años ju n to a l B uddha , pudo d a r órdenes precisas y sencillas. D ebían presentarse p o r fa m ilia s . G uió a cada una de ellas. A los n iñ o s se les deso rb ita b a n lo s ojos, incapaces de com ­ prender. F rente a los dos sala d e s fila ro n decenas y decenas de M a lla , cada u no de ellos presentado p o r Änanda. E l B u d d h a los m ira b a en s ile n cio . Perm anecían en s ile n cio , re u n id o s en un zarzal, com o u n m o n tó n de harapos. D etrás de cada fa m ilia , en la o scuridad, se reconocía la silu e ta de o tra que esperaba, in m ó ­ v il. N o había m ás ru id o s que el de las pisadas de lo s ú ltim o s que ib a n llegando. C om o había hecho en tantas otras ocasiones, 388

A nanda d irig ía los m o vim ie n to s de todos. Pasaba de u n g ru p o a o tro . S iem pre estaba presente.

La ú ltim a fa m ilia de los M a lla se alejaba. S ólo se oían los so­ n idos de lo s anim ales en el bosque. A nanda se sentía exhausto y nervioso. U na delgada som bra se p e rfiló entre los árboles. U n s o lita rio , u n vagabundo s in fe, S ubhadra. Ib a de paso p o r la a l­ dea y le habían contado la n o tic ia . D ijo a Ánanda: «M e han d ich o que a la ú ltim a v ig ilia de esta noche el T athägata se e x tin g u irá . Tengo una in c e rtid u m b re . Q uizás e l s ra m a n a G autam a pueda l i ­ berarm e de ella. Ananda, yo ta m b ié n q u ie ro ser re c ib id o p o r el B uddha.» A nanda susurró, pa ra que el B uddha no oyese: «Es ta rd e , am igo S ubhadra. N o debes m o le sta r al T athägata. E l Bea­ to está cansado.» Pero S ubhadra in s is tía . E ntonces se oyó la voz del B uddha, lla n a y n ítid a : «Basta, Ananda. N o eches a S ubha­ dra. Sea lo que sea que q u ie ra p regunta rm e , será en b ie n del co­ n o c im ie n to . Y com prenderá lo que yo le diré.» A nanda d ijo : «Sí­ guem e, S ubhadra. E l T athägata te re cib irá .» S ubhadra se sentó ju n to al B uddha, después de s a lu d a rlo según las reglas. H ablaba com o si retom ase u n discurso in te rru m p id o y com enzado desde el ce n tro : «Los viejos m aestros», d ijo S ubhadra, y enum eró a lgu­ nos nom bres, com o los de A jita y S am jayin, «¿han com p re n d id o o no? ¿O es que algunos de ellos sí han co m p re n d id o y los otro s no?» «No hace fa lta que sigas, S ubhadra», d ijo el B uddha. «De­ jem os de lado el si han co m p re n d id o o no. A h o ra escúcham e. C u a lquie ra sea la d is c ip lin a , si en e lla se encuentra el noble ó ctu ­ p lo sendero, en e lla se encuen tra ta m b ié n aquel que com prende. T odo lo dem ás es inexiste n te . D u ra n te cin cu e n ta y u n años, des­ de que dejé la casa de m i padre, he sido u n p e re g rin o en el vasto re in o de la d o c trin a . N o existe o tro co n o cim ie n to . Pero en ella los herm anos pueden v iv ir la vid a perfecta.» S ubhadra m ira b a el suelo. D ijo : «Ahora, el T athägata m e hace ve r la verdad de m u ­ chas m aneras. Y o ta m b ié n q u ie ro e n c o n tra r re fu g io en la d o c tri­ na. Y o ta m b ié n q u ie ro e n tra r en la O rden.» «Q uien aspire a en­ tra r en la O rden después de haber profesado o tra d o c trin a » , d ijo el B uddha, «debe som eterse a u n p eríodo de p rueba de cu a tro meses.» S ubhadra seguía con la m ira d a fija en el suelo. «Me so389

m eteré a esa exigencia. E spero ser aceptado d e n tro de cu a tro meses.» E ntonces el B uddha lla m ó a A nanda y le d ijo : «Ánanda, acoge a S ubhadra en la O rden.» «Así se hará», d ijo Ánanda. E n ese m om ento, S ubhadra se puso de p ie y d io las gracias a Ánan­ da. Fue el ú ltim o d is c íp u lo c o n v e rtid o p o r el B uddha. S ig u ió v i­ vie n d o en soledad. C uando S ubhadra se alejó, el B u d d h a v io en Á nanda u na ex­ p re sió n de p e rp le jid a d . Le d ijo : «Ánanda, no debes sorprende rte de m i conversación con S ubhadra. U n día, cuando era re y de los ciervos, se in c e n d ió el bosque en el que vivíam os. S ólo oíam os en to m o n u e stro los a la rid o s desesperados de nuestros parientes y com pañeros, abrasados p o r las llam as. Los ciervos se agolpa­ ban, y había u na sola salida. U no debía estirarse y hacer de puente p a ra que los demás p isa ra n sobre él y p u d ie ra n h u ir. M e extendí e h ice de puente; S ubhadra fue el ú ltim o cie rvo que pasó p o r encim a de m í. A hora ya no h a b rá nadie más.»

Las ú ltim a s palabras del B uddha fu e ro n : «O brad s in descui­ dos.»

XV

La tie rra , u na h o ja de lo to , navegaba sobre las aguas. La «flor», p u s k a ra , es ta m b ié n u n «o v illo », p ü s k a ra , según d icen los dioses, «que am an del secreto» y, p o r eso, gustan de ju g a r con los sonidos de las palabras. Es ta m b ié n el «nido de las aguas». La vid a es u na fie b re in te rm ite n te entre largos lapsos de q uie­ tu d , cuando la h o ja vaga sobre la s u p e rfic ie de las aguas. A quella h o ja era u na cam a, u n lecho. ¿Q uién d o rm ía en ella? E l dios adorm ecido , que acababa de ser creado o se había b a tid o con su enem igo o había adoptado alguna fo rm a para descender al m undo. Los fila m e n to s vegetales p o d ía n volverse las espiras de una serpiente, entrelazadas com o en u na canasta. Sobre ellos se apoyaba blanda m e nte la espalda de V isnu.

E l p rin c ip io : algo que no se da n a tu ra lm e n te . L a p rim e ra im agen que se d is tin g u ía era la de V isnu, que navegaba sobre las aguas, con la cabeza re clin a d a sobre Sesa. E n la im agen que p re ­ cedía a todas las otra s, V isn u ya se apoyaba en e l pasado. E l p r i­ m e r m u ndo era siem pre, com o m ín im o , el segundo: siem pre es­ condía en sí u n antecedente.

Sesa era ta m b ié n sesa, el «residuo» que cada día deja tra s de sí: los restos de com ida, de cuentos, de acciones que subsis­ te n aún cuando el fru to de las acciones ya se ha consum ado, en la tie rra y en el cie lo . A p a rtir de ese resto se d e sa rro lla la nue393

va vid a . Lo nuevo era u n g rum o m u y a n tig u o , re a cio a d is o l­ verse. Los restos son ubicuos. Acechan p o r d o q u ie r. Es decisiva la fo rm a en que se lo s tra te : ¿ elim inarlos? ¿ cultivarlos? A veces co n ta m in a n , a veces se engrandecen. «E l nom bre y la fo rm a se fu n d a n sobre el re sid u o , el m undo se fu n d a sobre el residuo.» N o sólo el m undo se fu n d a sobre el resid u o , sino que el m undo es el p rim e ro de lo s residuos. Separado de algo enorm em ente m ás grande que, en su superabundancia, no to le ra b a perm ane­ cer entero. «Esto es el m undo», pensaron los rs i.

«Sólo e l Sí (ä tm a n ) era esto (id a m , el m u n d o ) en el orig e n . N o había o tra cosa que parpadeara.» N o sabem os bien, n o hay fo r­ m a de saberlo, qué es el ä tm a n , qué cosa es el Sí, pe ro al m enos tenem os a quí u n in d ic io . Parpadea sólo lo que tie n e consciencia, sólo lo que alberga u na m ente. P or eso «esto», es d e c ir el m undo, fu e la m ente antes de ser lla m a d o «el m undo». E l pasaje de lo que sucede antes de la creación a lo que sucede después: más que u n la b o rio s o proceso, u n parpadeo. Separó el m u n d o yacen­ te de u n m undo que m ira b a algo. La cre a ció n fue el m ism o acto de m ira r. Para p ro y e c ta r la vid a sobre la tie rra había que cono­ cer la re la c ió n en tre la h o ja de lo to y las aguas. La extensión lí ­ q u id a era el iris , que rodeaba la p u p ila : la flo r. C uando U rva si se m o stró en fo rm a de cisne, sobre las aguas del estanque de Anyatahplaksá, u na de la seis Apsaras que la acom pañaban se lla m a ­ ba H radecaksus, O jo del E stanque.

E l v ie n tre de V isn u estaba descu b ie rto y era b ru ñ id o . De su o m b lig o a flo ró u n día el ta llo de u n lo to . Ese ta llo fo rm a b a p a rte de él, no m enos que las uñas rosas. T enía la m ism a p o ro sid a d que su p ie l. E ra la c o n tin u a c ió n de su cuerpo, hasta la flo r. T odo lo dem ás era u na consecuencia. C on algo de despropo rcionado e inconexo, com o todas las consecuencias, com o todos los m u n ­ dos, o lvid a d izo s de su origen. U n im p ro v is o exceso de s a tiv a , de «ser» -c o m o u n choque, u n b o rb o tó n , u n s u s p iro - despertó al jo ve n V isnu m ie n tra s navega394

ba en el s ile n c io , a la deriva. Eso bastó p a ra que V isn u viese que el m undo estaba vacío. A prem iaba aún aquel im p u ls o desconoci­ do. Con estupor, con el o jo sem icerrado, V isnu p e rc ib ió que en el vacío había cre cid o u n ta llo . ¿De dónde salía? B a jó la m ira d a , s i­ guiendo su re c o rrid o . V io entonces que aquel extraño fila m e n to , ligera m e n te on d u la d o y erecto, a flo ra b a de su o m b lig o . Después lo sig u ió con la m ira d a h acia lo a lto , hasta el p u n to en el que se a b ría n los pétalos del lo to , h a cia el cie lo . Y a llí, sentado sobre la corona, e n tre v ió a B rahm a con sus cu a tro cabezas, p e rp le jo . T am bién él m ira b a a su alrededo r, com o u n navegante. Segura­ m ente se a p e rcib ía de que el m u ndo estaba vacío. E xcepto p o r aquel cuerpo vu e lto sobre las aguas, del que surgía -supuso B ra h m a - su b la n d a residencia p e n sil. V isn u y B rahm a se ig n o ra ­ ro n m u tuam ente , cada u n o de ellos convencido de ser el to d o .

B ra h m ä d ijo : « In te rru m p ir u n sueño p ro fu n d o es com o in te ­ rru m p ir el c o ito de dos am antes.» E l m u ndo n ació de la in te rru p ­ c ió n de u n sueño. P o r eso la v ig ilia es la ú n ic a prueba de la exis­ tencia. P or eso el m u ndo está fragm entad o y no puede alcanzar la p le n itu d . P or eso in te n ta co n tin u a m e n te recom pone r la p le ­ n itu d . E n vano, p o rque lo d is c o n tin u o nunca se tra n s m u ta rá en c o n tin u o . L a m a te m á tica lo asegura, com o ú ltim o estadio de aquello que es.

E n todas las direcciones, la extensión de las aguas era ilim i­ tada. S ólo en u n p u n to re m o to se veía algo que surgía. A l acer­ carse, se reconocía u n á rb o l, ta n a b ig a rra d o y ta n grande que pa­ recía una m ontaña. E scondido en tre sus frondas, que fo rm a b a n un a b rilla n te tie n d a , G aruda se re c o rría con la m ira d a . E n tre sus garras, el h im n o c ie n to v e in tiu n o del décim o lib ro del R g Veda. E l o jo se fijó en la m ism a sílaba de la que to d o había b ro ta d o . Ka. Pero ¿cuándo había sucedido? ¿Aún sucedía? ¿Un in sta n te antes o en o tro eón? L o demás había descendido de esa sílaba. Y re to rn a b a la m ism a pregunta : ¿quién es quién? L evantó el ro s ­ tro , a spiró el a ire que em anaba del fo lla je . U na vez m ás era el m om ento de em prende r el vuelo. 395

j

j

I

j

Í

I

Fuentes

E l p rim e r núm ero in d ica la página y el segundo la línea del texto en la que se cierra la cita.

29.2

: Satapatha B rahm ana, 10, 5, 3, 1.

29,6

: A itareya B m hm ana, 2, 40 (trad. A. B. K eith).

30.2

: Rg Veda, 10, 129, 3 (trad. L. Renou).

30.4

: Satapatha B m hm ana, 11, 1, 6, 1 (trad. J. Eggeling).

30.5

: B rh a d Ä rany alca U panisad, 4, 3, 32.

30.13

: Satapatha B m hm ana, 11, 1,6, 1.

30.14

: Rg Veda, 10, 129, 3 (trad. L. Renou).

30,16

: Satapatha Bm hm ana, 11, 1, 6, 1.

32,22

: Pañcavim sa B m hm ana, 20, 14, 2.

39,24

: Pañcavim sa Brahm ana, 20, 14, 2 (trad. W. Caland).

37,11

: Satapatha Brahm ana, 7, 1, 2, 1 (trad. J. Eggeling).

38.2

: Satapatha Brahm ana, 10, 5, 2, 3 (trad. J. Eggeling).

38,34

: Satapatha Brahm ana, 13, 5, 3, 3.

43,26

: Satapatha Bm hm ana, 7, 3, 1, 42.

44.14

: A itareya Bm hm ana, 3, 21 (trad. A. B. K eith).

399

55.9

: S. K ram risch, The Presence o f S iva, P rinceton U niversity Press, Princeton, 1981, p. 76.

55,25

-.R gV ed a, 4 ,3 ,1 .

56.13

: Rg Veda, 7, 75, 7 (trad. L. Renou).

56.14

: Rg Veda, 3, 61, 3 (trad. L. Renou).

56,17

: Rg Veda, 1, 124, 8 (trad. L. Renou).

56,20

: Rg Veda, 1, 113, 9 (trad. L Renou).

56,27

: Rg Veda, 7, 80, 2.

56.29

: Rg Veda, 1, 124, 4 (trad. L. Renou).

56.31

: Rg Veda, 1, 123, 10 (trad. L. Renou).

56.32

: Rg Veda, 6, 64, 2 (trad. L. Renou).

56,34

: Rg Veda, 5, 80, 6 (trad. L. Renou).

57.4

: R gV eda, 1, 122,2.

57.5

: R gV eda, 1, 112, 1.

57.11

: Rg Veda, 1, 123, 4 (trad. L. Renou).

57.12

: Rg Veda, 1, 123, 12 (trad. L. Renou).

57.30

: Rg Veda, 1, 30, 20 (trad. J. Varenne).

58.29

: A tha rva Veda, 4, 16, 5.

59.30

: K . F. Geldner, nota a Rg Veda, 4, 30, 8-11.

60,1

: L. Renou, Études védiques et püninéennes, Bocard, París, vol. III, 1957, p. 8.

60.10

: Rg Veda, 10, 61, 8 (trad. K. F. Geldner).

60.11

: Rg Veda, 10,61, 8 (trad. K . F. G eldner).

60.31

: M a n u s m rti, 2, 23 (trad. W . D oniger).

62,3

: Rg Veda, 1, 124, 7 (trad. L. Renou).

62,7

: Rg Veda, 7, 75, 2.

62,19

400

: R gV eda, 1, 113, 12.

62,24

Rg Veda, 1, 113, 11 (trad. L. Renou).

71,4

Väyu Puräna, 65, 128.

71.16

M atsya Puräna, 3, 30.

71.26

M atsya Puräna, 3, 33; 36 y 38.

108.33

Kälidasä, A b hijñ an asa kun ta la , 5, 2.

114.23

B rh a d A r any aka U panisad, 4, 3, 21.

119.23

S iva Puräna, 2, 4, 13, 5.

135.30

B audhäyana S r a u ta S ütra , 15, 16.

136,13

M ahäbhärata, 14, 87, 13.

136.17

M ahäbhärata, 14, 90, 22.

136,28

Satapatha B rähm ana, 13, 1, 1, 4.

136.33

Satapatha Brähm ana, 13, 14, 1, 7.

137.26

V ädhüla S ütra (fr. 70 Caland).

138,3

Äpastam ba S rauta S ütra, 20, 1,17 (trad. P.-E. D um ont).

138,6

Äpastam ba S rauta S ütra, 2 0 , 1,17 (trad. P.-E. D um ont).

138,11

Äpastam ba S rauta S ütra, 20, 3, 2 (trad. P.-E. D um ont).

138.17

Satapatha B rähm ana, 13, 1, 6, 3.

138.26

Väjasaneyi S am hitä, 22, 3 (trad. P.-E. D um ont).

139.27

Satapatha Brähm ana, 13, 1, 6, 2 (trad. J. Eggeling).

139.34

Satapatha B rähm ana, 13, 4, 2, 16 (trad. P.-E. D um ont).

139.36

Satapatha Brähm ana, 13, 1, 3, 7.

140.31

Baudhäyana S rauta S ütra, 15, 23.

141.16

Satapatha B rähm ana, 13, 4, 2, 17 (trad. J. Eggeling).

142.36

Satapatha B rähm ana, 13, 4, 3, 15 (trad. J. Eggeling).

143,20

B rh a d Ä ra n y a k a U panisad, 1, 3, 28.

143.27

Satapatha B rähm ana, 13, 2, 3, 1 (trad. J. Eggeling).

401

144,2

: Apastam ba S rauta S utra, 20,13, 7 (trad. P.-E. D um ont).

145.8

: Satapatha Bm hm ana, 13, 4, 2, 17; 13, 4, 1, 10; 13, 4, 2, 17; 13, 5, 1, 15; 13, 5, 3, 9.

145.13 : Satapatha Bm hm ana, 13, 2, 4, 3 (trad. J. Eggeling). 145,20 : Satapatha Bm hm ana, 13, 2, 4,1 (trad. J. Eggeling). 145.29 : Satapatha Brahm ana, 13, 2, 4, 3 (trad. J. Eggeling). 146,15 : Satapatha Bm hm ana, 13, 2, 4, 3 (trad. J. Eggeling). 146.35 : B audhäyana S rauta S ütra, 15, 29 (trad. P.-E. D um ont). 147,1

: B audhäyana S rauta S ütra, 15, 29 (trad. P.-E. D um ont).

147.4

: B audhäyana S rauta S ütra, 15, 29 (trad. P.-E. D um ont).

147.8

: B audhäyana S rauta S ütra, 15, 29 (trad. P.-E. D um ont).

147.12 : Baudhäyana S rauta S ütra, 15, 29 (trad. P.-E. D um ont). 148,10 : Väjasaneyi S am hitä, 29, 1 (trad. P.-E. D um ont). 148.14 : Väjasaneyi S am hitä, 29, 5 (trad. P.-E. D um ont). 148,26 : Rg Veda, 1, 162, 20-21 (trad. K . F. Geldner). 149.13 : Satapatha Bm hm ana, 13, 2, 8, 1. 149.15 : Satapatha Bm hm ana, 13, 2, 6, 2. 149.30 : Satapatha B m hm ana, 13, 2, 8, 4. 150.5

: Väjasaneyi S am hitä, 6, 15 (trad. P.-E. D um ont).

150.16 : Väjasaneyi S am hitä, 23, 20 (trad. P.-E. D um ont). 150.23 : Väjasaneyi S am hitä, 23, 21 (trad. P.-E. D um ont). 150.33 : T a ittirly a S am hitä, 7, 4, 19 (trad. P.-E. D um ont). 151.14 : Väjasaneyi S am hitä, 23, 25 (trad. P.-E. D um ont). 151.23 : Satapatha Bm hm ana, 13, 5, 2, 9. 151,28 : V ädhüla S ü tra, 3, 93 (trad. H. Falk). 151.33 : Rg Veda, 4, 39, 6. 151.36 : Satapatha Brahm ana, 13, 5, 2, 10 (trad. J. Eggeling). 402

152,2

: Satapatha Brähm ana, 13, 5, 2, 9.

152.13 : Satapatha Brähm ana, 13, 2, 10, 1 (trad. J. Eggeling). 152.16 : Väjasaneyi S am hitä, 23, 35 (trad. P.-E. D um ont). 152.17 : Väjasaneyi S am hitä, 23, 37 (trad. P.-E. D um ont). 153,12 : Väjasaneyi S am hitä, 23, 39 (trad. P.-E. D um ont). 153.28 : Satapatha Brähm ana, 13, 4, 1, 1. 153,31 : Satapatha Brähm ana, 13, 4, 1, 1 (trad. J. Eggeling). 154.1

: Satapatha Brähm ana, 13, 4, 1, 1 (trad. J. Eggeling).

154.2

: Satapatha Brähm ana, 6, 6, 3, 1.

154,24 : Väräha S rauta S ütra, 1, 4, 4, 14 (trad. H. Falk). 155.14 : Vädhüla S ütra, 3, 94 (trad. H . Falk). 155,26

: V adhula S ütra, 3, 94 (trad. H. Falk).

156.17 : Ä pastam baS rauta S ütra, 20, 22, 9 (trad. P.-E. D um ont). 160,23 : Rg Veda, 7, 88, 2. 162,1

: Rg Veda, 7, 33, 11.

165.28 : Satapatha B rähm ana, 6, 1, 1, 1 (trad. J. H eggeling). 167.3 170,20

: A tha rva Veda, 10, 8, 9 (trad. W . D. W hitney). : Rg Veda, 9, 87, 3.

172.15 : W . Caland - V. H enry, L ’A gnistom a, E. Leroux, Paris, tom o II, 1907, p. 469. 173.14 : Rg Veda, 10, 30, 4 (trad. K . F. Geldner). 173,30 : C. M alam oud, C uire le m onde, La Découverte, Paris, 1989, p. 243. 176.5

: B rh a d Ä ranyaka

U panisad, 1, 4, 10(trad. É. Senart).

176.6

: B rh a d Ä ranyaka

U panisad, 1, 4, 10(trad. É. Senart).

176.14 : B rh a d Ä ranyaka

U panisad, 1, 4, 10(trad. É. Senart).

176.18 : B rh a d Ä ranyaka

U panisad, 1, 4, 10(trad. É. Senart).

403

176.22

B rh a d A ranyaka U panisad, 1, 4, 10 (trad. É. Senart).

179.2

Rg Veda, 1, 179,6.

185,16

B rh a d A ranyaka U panisad, 3, 6, 1 (trad. É. Senart).

185.34

B rh a d A ranyaka U panisad, 3, 6, 1 (trad. É. Senart).

186.23

B rh a d A ranyaka U panisad, 3, 8, 10 (trad. É. Senart).

186.34

B rh a d A ranyaka U panisad, 3, 8, 12 (trad. É. Senart).

187,27

Satapatha Bm hm ana, 11, 6, 3, 11.

188,12

B rh a d A ranyaka U panisad, 1, 4, 3 (trad. É. Senart).

189.1

B rh a d A ranyaka U panisad, 2 ,4 , 1; 4, 5, 2 (trad. É. Senart).

189,7

B rh a d A ranyaka U panisad, 2, 4, 2; 4, 5, 3 (trad. É. Senart).

189.9

B rh a d A ranyaka U panisad, 2, 4, 2; 4, 5, 3 (trad. É. Senart).

189.10

B rh a d A ranyaka U panisad, 2 ,4, 3; 4, 5, 4 (trad. É. Senart).

189.13

B rh a d A ranyaka U panisad, 2, 4 ,4; 5, 5 (trad. É. Senart).

189.14

B rh a d A ranyaka U panisad, 2, 4, 5; 4, 5, 6 (trad. É. Senart).

189,30

B rh a d A ranyaka U panisad, 4, 5, 15 (trad. É. Senart).

190,4

Rg Veda, 10, 130, 6 (trad. W . D oniger).

190.15

Satapatha Bm hm ana, 1, 6, 2, 2 (trad. J. Eggeling).

191,14

Satapatha Bm hm ana, 1, 7, 4, 22 (trad. J. Eggeling).

195.21

R g Veda, 10, 129, 7 (trad. W . D oniger).

196,18

Chändogya U panisad, 1, 4, 3.

202,12

D evibhägavata Puräna, 6, 12, 26 (trad. J. E. M itch in e r).

203,33

M a itri U panisad, 6, 34.

204,13

Satapatha Bm hm ana, 11, 2, 3, 6.

208.1

Satapatha Bm hm ana, 4, 1, 5, 1 (trad. J. Eggeling).

210.3

R g Veda, 1, 179, 1 (trad. P. Thiem e).

210.21

R g Veda, 1, 179, 6 (trad. P. Thiem e).

404

210.24 : R g Veda,

1,179, 3 (trad. P.

210.26 : R g Veda,

1,179, 5 (trad. P. Thiem e).

210.27 : R g Veda,

1,179, 4 (trad. P. Thiem e).

211.1

1,179, 4 (trad. P. Thiem e).

: R g Veda,

Thiem e).

213.25 : R g Veda, 5, 74, 5. 213,30 : M ahäbhärata, 3, 123, 18. 213,34 : M ahäbhärata, 3, 123, 23. 216.25 : T a ittiñ y a Á rany aka, 5, 1, 4 (trad. J. E. M . Houben). 217, 9

: T a ittiñ y a Ä ranyaka, 5, 1, 6 (trad. J. E. M . H ouben).

219.21 : R g Veda, 10, 17,2. 223.19 : Satapatha Brähm ana, 10, 5, 2, 9 (trad. J. Eggeling). 223.28 : Satapatha Bm hm ana, 10, 5, 2, 11 (trad. J. Eggeling). 223,32 : Satapatha Bm hm ana, 10, 5, 2, 12 (trad. J. Eggeling). 224,14 : Chändogya U panisad, 8, 7, 1 (trad. É. Senart). 225.23 : Satapatha Bm hm ana, 4, 1, 5, 16. 225.24 : Yaska, N iru k ta , 12, 1. 226, 20 : R g Veda, 1, 118,5 (trad. K . F. Geldner). 227.19 : Ja im in ty a Bm hm ana, 3, 159 (trad. W . D oniger). 227.21 : Satapatha Bm hm ana, 3, 6, 2, 26. 233,16

: Rg Veda, 4, 58, 1 (trad. K. F. Geldner).

236,9

: Sataphata Bm hm ana, 3, 6, 2, 2.

237,18 : A itareya Brähm ana, 1, 27 (trad. A. B. K eith). 237.29 : Satapatha Brähm ana, 3, 2, 4, 6 (trad. S. Lévi). 238.1

: Rg Veda, 10, 125, 5 (trad. K. F. G eldner).

238,3

: Rg Veda, 1, 164, 10 (trad. W . D oniger).

238,23 : J a im in ty a Brähm ana, 2, 298 (trad. W. Caland).

405

238.29

J a im in iy a Brähm ana, 2, 298 (trad. W. Caland).

238.32

Ja im im ya Brähm ana, 2, 298 (trad. W. Caland).

239.10

J a im in iy a B rähm ana, 2, 298 (trad. W . Caland).

239,18

C. Baudelaire, Bohém iens en voyage, en Les Fleurs du m al, X III.

240,13

Pañcavim sa Brähm ana, 18, 10, 10 (trad. W . Caland).

243.4

Rg Veda, 4, 18,2.

244,1

Satapatha Brähm ana, 1, 6, 3, 17.

244.15

Rg Veda, 10, 51, 4.

245.29

Äsvaläyana S rauta S ütra, 10, 9, 2 (trad. H . Lüders).

245.33

Rg Veda, 4, 58, 5.

253.17

Rg Veda, 9, 68, 6 (trad. H . Lüders).

253.18

Rg Veda, 9, 73, 1 (trad. H . Lüders).

255.12

B rh a d Ä ra n y aka U panisad, 1, 4, 6.

255.19

Rg Veda, 9, 9, 4 (trad. H . Lüders).

255.19

Rg Veda, 9, 44, 3 (trad. K . F. G eldner).

257.19

Satapatha Brähm ana, 11, 1, 8, 1-2 (trad. J. Eggeling).

258,6

Satapatha Brähm ana, 3, 3, 3, 1.

258.13

R g Veda, 10, 129, 4 (trad. W . D oniger).

259.11

B rh a d Ä ranyaka U panisad, 4, 3, 32.

259,21

M . Proust, A lb ertine disparue, en Á la recherche du temps p erdu, G allim ard, París, 1989, vol. IV , p.189.

261.5

B rh a d d e va tá , 2, 59.

262,36

R g Veda, 10, 95, 5.

294.34

M ahäbhärata, 1, 134, 5 (Bom bay).

305.12

R g Veda, 10, 85, 40 (trad. K. F. Geldner).

307.16

M ahäbhärata, 1, 2, 242 (trad. J. A. B. van B uitenen).

406

307,18

: M ahäbhärata, 1, 2, 241 (trad. I. A. B. van Buitenen).

309,36

: M ahäbhärata, 1, 2, 235 (trad. J. A. B. van Buitenen).

312,13

: M ahäbhärata, 1, 56, 33 (trad. J. A. B. van Buitenen).

312.15 : M . Proust, Sodome etG om orrhe, in A la recherche du temps p erdu, G allim ard, Paris, 1988, vol. I ll, p. 210. 312.21 : M ahäbhärata, 1, 2, 236 (trad. J. A. B. van B uitem en). 315.26 : M ahäbhärata, 12, 1, 15. 316.16 : M ahäbhärata, 1, 94, 90. 319.5

: M ahäbhärata, 1, 3, 132.

320.17 : Somadeva, K athäsaritsägara, 3, 2, 36 (16, 36) (trad. F. Baldissera). 327.18 : M ahäbhärata, 1, 187, 28 (trad. J. A. B. van B uitem en). 331,33 : M a itri U panisad, 6, 4 (trad. A.-M . Esnoul). 332.18 : R g Veda, 1, 164, 20. 333.18 : K atha U panisad, 4, 1 (trad. L. Renou). 334,4

: R g Veda, 1, 164,20.

334.6

: Rg Veda, 1, 164,20.

335.3

: M ahäbhärata, 3, 41, 2 (trad. J. A. B. van Buitenen).

335.22 : M ahäbhärata, 7, 56, 24. 336.26 : M ahäbhärata, 1, 119, 5 (trad. J. A. B. van Buitenen). 336,30 : M ahäbhärata, 1, 119, 6. 337,11 : Bhagavad G ltä, 18, 63. 337.18 : Änandavardhana, D hvanyäloka, 4 , 5 (trad. V. M azzarino). 337.29 : Änandavardhana, D hvanyäloka, 4, 5 (trad. V. M azzarino). 345.7

: L a lita v is ta ra , 5 (trad. P. E. de Foucaux).

347.4

: A h gu tta ra N ikäya, I, 145 (trad. E. J. Thomas).

353.29 : M a jjh im a N ikäya, III, 230 (trad. I. B. H om er).

407

361,30

Rg Veda, 1, 164, 50.

361.32

Rg Veda, 1, 164 50.

363.22

M ahävastu, 2, 419 (trad. J. J. Jones).

364.18

M . Proust, apuntes para la reseña de Les éblouissem ents de Anna de N oailles, en C ontre Sainte-Beuve, G allim ard, París, 1971, p. 932.

367.23

Asvaghosa, S aundarananda, 15, 35 (trad. A. Passi).

380.35

K ia-ye kie kin g , 4 (trad. J. P rzyluski).

380.36

V inaya dei M ähäsam ghika, 33a (trad. J. P rzyluski).

384.33

Satapatha Brahm ana, 1, 7, 1, 21.

386,26

Rg Veda, 1, 164, 20.

390.18

D igha N ikäya, 2, 156.

393.2

Satapatha Brahm ana, 7, 4, 1, 13.

393.3

Satapatha B rahm ana, p assim .

393.4

T a ittirly a S am hita, 5, 6, 4, 3 (trad. A. B. K e ith ).

394,6

A tha rva Veda, 11,7, 1.

394,12

A itareya U panisad, 1, 1 (trad. L. S ilbum ).

408

G losario

1I

Ü

Abhim anyu 305,331 A ciravatI

H ijo de A rjuna y Subhadra. M arido de U ttara R io de B ih a r

299,

369

adharm a «Desorden»; «ilegalidad»; «ilegitim idad». V io la ció n del dharm a 327

«El encargado de los actos». Una de las cuatro clases fundam entales de los oficiantes en el s a crificio del som a, ju n to con el h o tr, el udg ärt y el brahm an. Es el sacerdote que desarro­ lla la m ayor actividad. No se detiene un instante, m anipula los utensilios para los sacrificios, cuece las oblaciones, v ig ila el fue­ go. «El adhvaryu es el ojo del sacrificio» (B rhad Á ranyaka Upanisad, 3, 1, 4, trad. É. Senart) 136, 138-40, 143, 147, 150-51, 152-53

adhvaryu

Ädi

Dem onio enem igo de Siva

118

A d iti «Ilim itada»; «La que desata los lazos». M adre de los Aditya, cuyo padre es Kasyapa 76, 219-20, 226 Ä ditya Los doce hijo s de A d iti y Kasyapa: Visnu, Indra, Vivasvat, M itra , Varuna, Püsan, Tvastr, Bhaga, Aryam an, D hätr, S avitr, Amsa 76, 139, 190, 194 Agastya R s i nacido ju n to a Vasistha del vaso en el que cayó el se­ men de M itra y Varuna. A veces se une a los Saptarsi. M arido de Lopäm udrä 161, 179, 209-10, 260 411

A gni «Fuego» 32, 41, 67,91, 124, 128-29, 135, 182, 190-91, 194, 196-97, 227, 242-45, 253-55, 260, 290-92, 305, 353 «El que enciende el fuego.» O ficiante encargado del fuego 144-46, 149

ä gn ld h

«O blación del fuego». E l más sencillo e im portante de los rituales solemnes. Todos los jefes de fa m ilia de las tres castas superiores están obligados a ofrecer este sa crificio durante toda su vida, cada noche y cada mañana, poco antes del am anecer y de la aparición de la prim era estrella 36, 40,137

a gn ih otra

agre

«Adelante». N om bre secreto de Agni

Aguas Äpah

194

36,59, 246

Aguileña V in a tä

13

Ähalyä «Que no puede ser arada». M u je r del rs i Gotam a aham

«Yo»

181-82

224

Fuego «sobre el que se vierte la oblación». Uno de los tres fuegos sacrificiales, ju n to al gärhapatya, «perteneciente al sacrificante», fuego dom éstico, y al daksinägni, «fuego del sur». E l fuego ähavanlya es encendido con una llam a del fuego gärha­ patya 137,148, 239

ähavanlya

«N o-herir». La no violencia hacia los seres vivos. U n lagar­ to la d e fin ió com o «la ley suprem a de todas las criaturas que res­ piran» (M ahäbhärata, 1, 11, 12) 154-55

ahim sä

A irävata «Nacido del océano». E lefante blanco sobre el que cabalga In d ra 120,300, 319 A jita Kesakam balin Filósofo contem poráneo del Buddha 389 Aküparä

Tortuga cósm ica, sum ergida en las aguas

350,

231

Alakanandä R ío que desciende del H im alaya y confluye en el Gan­ ges 297 A lbertine Aldebarán 36, 63 412

Personaje de la Recherche de Proust

259

E strella de la constelación de Tauro. E quivale a R ohiní

A lm a d e l M u n d o

169

arm gadho m agadhavakyah

hom bre-del-M agadha» A m arävati am bä

«H om bre-no-del-M agadha llam ado200

Ciudad celeste de In d ra

«Madre»

300

317

Am bä Princesa de K äsl raptada p o r Bhlsm a ju n to a sus herm anas A m bikä y A m bälikä 316-17 a m b älikä

D im in u tiv o afectuoso de am ba, «madre»

317

A m bälikä Princesa de Käsl. Esposa de V icitra v lry a . Vyäsa engen­ dra en ella a Pändu 316-17 am bhas

«Agua»; «flujo»

317

am b ikä

D im in u tivo afectuoso de am bä, «madre»

317

A m bikä Princesa de Käsl. Esposa de V ic itra v lry a . Vyäsa engendra en ella a D hrtarästra 316-17 Ä m rapäll «Guardiana de los Mangos», cortesana de los Vaisäli 371-73 Äm ravana «Parque de los Mangos», uno de los parques preferidos del Buddha 372 «N o-m ortal». Líquido de la vida eterna, consum ido p o r los dioses. A flo ró durante el batido del cubo del océano (am rta m a n th a n a ) . C oincide con la sustancia que los hom bres llam an som a 50, 231-36, 254, 333

a m rta

«Porción». Los dioses pueden p a rtic ip a r, con una parte de sí m ism os, de algunos seres hum anos. De esta form a, entre los herm anos Pändava, B hlm a alberga una «porción» de Vayu, Yudh isth ira de Dharm a, A iju n a de In d ra , y N akula y Sahadeva de los As'vin 294,319,325

am sa

Amsa

«Porción». Uno de los A ditya

änanda

«Alegría»; «felicidad»

Änanda

«Alegría». P rim o del Buddha

76

373 368, 373-90

413

Änandavardhana Poeta y tratadista, au to r del D hvanyäloka, «La lu z de la sugestión poética», quizás el más im portante texto de c rític a lite ra ria de la In d ia . V iv ió en K ashm ir en el siglo IX d.C. 336-37 Ananta « In fin ito » . O tro nom bre con el que se designa a la serpien­ te Sesa 385 « In fin ito » ; «sin lím ites»

ananta

385

Anasüyä «Sin envidia». H ija de Daksa y V lrin l. Esposa de A tri 75,183 «No-Sí». Térm ino p a li de la doctrin a buddhista (corres­ pondiente al sánscrito a nätm an), que niega la existencia de un Sí, ätm an 330

anattä

Andrée

Personaje de la Recherche de Proust

Añgiras

Guía de los Añgiras

259

75, 98, 113

Angiras Com pañía form ada p o r los rs i, cuyo guía se conoce p o r el nom bre de Añgiras 55, 190-91, 246, 247-49 «No expresado»; «inexpresable»; «im plícito». Se dice de aquellos versos y rito s en los que no se nom bra a la d ivin id a d a la que se hace referencia. Tam bién se denom inan así las fórm ulas que se m urm uran o pronuncian m entalm ente 39

a n iru k ta

Annäpurnä A ntílope

«Plena de alim ento». Cim a del H im alaya

M rga, nom bre de la constelación de O rion

351 63

A num ati «C onsentim iento». H ija de Añgiras. Es el decim oquinto día del ciclo lu n a r, cuando los dioses se m uestran agradecidos de re c ib ir las oblaciones 24 A nuruddha 382

M onje buddhista, que asistió al co n cilio de R ájagrha

Anyatahplaksá Estanque del K uruksetra, en el que UrvasI aparece ju n to con su séquito de Apsaras 264, 394 Año äpah

Sam vatsara

«Aguas». D e ap-, «invadir»

a p a rim ita 414

144

«Ilim itado»

39

258

apauruseya

Apolo

«No-personal». De origen no hum ano

H ijo de Zeus y Leto, gemelo de A rtem is

163, 169

247

Apsaras «Que fluyen con las aguas». N infas celestes 77, 97, 106, 120, 144, 161, 182-83, 233, 258, 260-62, 264, 276, 298, 300-03, 363,375, 394 «N o-puta-llam ada-puta»

apum scalü pum scalüväkyä

Aquel-que-ha-venido-así

Tathägata, el Buddha

200

353,357

Aquel-que-tiene-el-cuello-azul

N ilakantha. E píteto de Siva

234

Aquel-que-siente-repugnancia

Bíbhatsu. Epíteto de A rjuna

328

Aquel-que-tiene-el-cuenco

K apälin. E píteto de Siva

Aquella-que-desata-los-lazos Aquella-que-es

Satl

A d iti

74

220

81,84,8 9, 121

Aquella-que-hace-franquear

U ttarä

304

Aquella-que-viene-del-norte

U ttarä

304

Rama de asvattha con la que se enciende el fuego ritu a l y con la que, en el origen, Purüravas había desencadenado el fuego 332,353

arant

A ra tl

«Insatisfacción». H ija de M ära

Á rb o l de la V ida

355-56

332

Á rb o l del C onocim iento

332

Á rbol del D espertar La higuera bajo la cual tuvo lu g a r el «desper­ tar», b o d h i, del Buddha en Gaya. En la actualidad el lug a r del despertar se llam a Bodhgayä 332 «Digno». Cuarta jerarquía de la santidad, en la term inología buddhista, reservado a aquellos que se han lib ra d o del karm an 381,383

a rh a t

A rjuna «Blanco». Uno de los Pändava. Engendrado p o r In d ra y K u n tI; ésta es la m u je r de Pändu, quien resultará así su padre p u ta tivo 155, 289-305, 310, 311, 315, 320, 325, 327-29, 331, 334-35, 338-340

415

«B rillante». Asclepias g ig a n tica . Canto de alabanza, nom bre m ístico del fuego sagrado en el agnicayana y en el asvamedha 376

arka

Arquero

Sarva. N om bre de R udra

Ärtabhäga 192

52-53, 54, 60, 63-64

M aestro brahm ánico contem poráneo de Yájñavalkya

Á rtem is

H ija de Zeus y Leto, gemela de Apolo

A rtífic e

Tvastr

A runa

63

194,218,240-41

H ijo de Kasyapa y V inatá. A uriga de Sürya

A run d h a ti

Una de las K rttik á . Esposa de Vasistha

12-13 129

A rya «Nobles». De esta form a denom inaban los autores de los tex­ tos védicos a los m iem bros de las tres castas superiores 59, 168-72, 173-74,310 Aryam an

Uno de los Ä ditya. Antepasado de los A rya

«obtener»

as-

Asani

24, 76

225

«Rayo». N om bre de R udra

54

«Lo que no es» (a-sat). A quello que no se m anifiesta 165,195

asat

äsram a

«Erm ita»

38,

180,201

Asura Dioses, hijos prim ogénitos de Prajapati. Cuando se enfren­ tan a los Deva, que son los dioses m áxim os, se convierten en «antidioses» 14, 106, 169, 224, 231-35, 238, 242-43, 254-57, 319, 325, 329, 333, 336, 365 asva

«Caballo»

37,134,225

A svajit 58

Uno de los prim eros cinco com pañeros del Buddha

Asvala

Sacerdote del rey Janaka

asvam edha

184

«S acrificio del caballo»

133, 138, 145, 153-54, 156

F icus religiosa. H iguera de las pagodas 295,331-32,334-35,386

asvattha

416

357-

37, 143, 266,

Asvin Gemelos divinos. H ijos de Vivasvat y Saranyu 212-15, 217-18, 221, 224-27, 240, 294, 320 «Sobreabundante»

a tirik ta

«Sí»

ä tm a n

57, 144,

39

29, 36, 53, 114, 154, 189, 224, 330, 363, 394

A tri «Devorador». Uno de los Saptarsi. Se le atribuyen algunos him nos del q u into m arídala del Rg Veda y uno del décim o 7577, 98, 162-64, 167, 174,’ 176, 183, 191-92, 194, 198 A urora

Usas

Auroras

49, 58, 59-60, 62, 160

usäsah

57, 59, 245-46, 248, 264

«Baño ritu a l»

a va b h rth a

156

«Descenso», aparición periódica de Visnu en la tie rra , siem pre bajo form as distintas. Según la lis ta más autorizada, los diez avatära más im portantes son: M atsya, Kürm a, Varáha, Narasim ha, Väm ana, Parasuräma, Räm acandra, K rsna, B ud­ dha, K a lk in 275, 318, 323-24, 328-30, 370

avatära

A vim ukta Ayus

Campo de crem ación en KasI 100

«D uración de la vida». H ijo de Purüravas y UrvasI

266

Badan Lugar de peregrinaje sagrado a Visnu en el alto valle del Ganges, en las laderas del H im alaya 295 Bahusruta Balbec

«Aquel que ha oído m ucho». E píteto de Ananda

374

Lugar en el que se desarrollan diversos episodios de la Re­ 259

cherche de Proust

Balzac bandhu

H onoré de Balzac, 1799-1850 «Conexión»

39

67, 195,367

Baudhäyana Según la tra d ició n , el fundador de la escuela del Yaju r Veda «negro» (escuela T a ittirly a ), au to r de num erosos Sütra 155 Beato Bengala

E píteto del Buddha

389

Región al nordeste de la In d ia

Betelgeuse

281

E strella de la constelación de O rion

63

417

Bhaga «Dispensador de riquezas». Uno de los Aditya. Hermano de Usas 24, 76, 91 Bhairava

«Tremendo». Epíteto de Siva

«Devoción»

b h a k ti bhangä

73

67,276,330

C annabis in d ic a

117

Bharadväja Uno de los Saptarsi. Se les atribuyen algunos himnos del sexto, noveno y décimo m óndala del Rg Veda 162-63, 166, 195, 197 Bharata A utor del N ätyasastra, que vivió probablemente en el si­ glo I I I o IV d.C. 337 Bhärhut 174

Lugar sagrado del buddhismo, en el Madhya Pradesh

Bhärunda

Pájaros fabulosos que viven en el U ttarakuru

Bhava

«Existencia». Nombre de Rudra

bheda

«Lesión»; «fractura»; «diferencia»

305

54 328

Bhlma Uno de los Pándava. Su padre putativo es Pándu, su madre es K un tI, fecundada por Vayu 293-94, 296, 320, 340 Bhlsma Bhrgu

«Terrible». H ijo de Sämtanu y Gañgá Clan (gotra) descendiente del rs i Bhrgu

315-17, 328 208

Bhrgu R s i, patriarca de uno de los clanes fundados por un rs i Bhüm i

«Tierra». S a kti de Visnu

Bibhatsu B ib lia Bien

75

168

«Aquel que siente repugnancia». Epíteto de Arjuna

328

307 327

B ihar Región de la India oriental, entre Bengala, Orissa y Nepal 331 b ilv a

Aegle m arm elos

85

Bindusaras «Lago de las Gotas», form ado por las gotas de Gañgá caídas en la tie rra 124

418

b od há yan ti

«El que despierta»

62

Bodhgayá Nombre del lugar (cercano a Gaya) en el que tuvo lugar el «despertar» (bo dh i) del Buddha 332 b od hi

«Despertar»

62,332,354

Bodhisattva «Estar destinado al despertar». Se denominan Bodhisattva a aquellos que están destinados a convertirse en Bud­ dhas. También a aquellos que, por compasión hacia las cria­ turas, han renunciado a alcanzar inmediatamente el estado de Buddha. Antes de alcanzar el despertar, Siddhártha Gautama es un Bodhisattva 60, 61, 332, 345-50, 354, 356, 378 Bosque de Khándava 294,306, 338'

Bosque cercano a Indraprastha

290, 293,

Bosque de los Cedros Devadáruvana. Lugar en el que habitan los rs i y sus esposas, en las laderas del Himalaya 94, 95-97, 99, 107, 183 Bosque de Naimisa Naimisáranya. Bosque en el que Ugrasravas recitó por prim era vez el M ahäbhärata 310 Bosque del Azúcar Cande

E l Bosque de Khándava

290

Brahma Las innumerables disputas acerca del térm ino brahm an, nunca resueltas del todo, se extienden tam bién al significado de este nombre 14, 20, 67-75, 76-77, 81-82, 87, 91, 92-94, 100, 106-7, 162, 179, 183, 193, 260, 284, 300, 324, 334, 359, 384, 395 b ra hm acä rin «Aquel que se com porta de acuerdo con el brah­ m a n ». Nombre de quien se encuentra en la prim era etapa de la vida humana, la de alumno bajo la guía de un g u ru ; etapa carac­

terizada por la castidad y la observancia de unas particulares normas de vida 297 Brahmahatyá «Cólera del Brahm anicidio». Muchacha que persi­ gue a aquellos que han matado a un brahmán 93, 99-101 E l Diccionario de San Petersburgo (Böhtlingk-Roth) ofrece siete significados distintos para esta palabra. Son los si­ guientes: rezo; fórm ula mágica; discurso sagrado; saber sagrado; modo de vida sagrado; lo absoluto; la casta de los brahmanes.

brahm an

419

Las disputas en tom o al significado de esta palabra son tan anti­ guas como la misma indoiogía. Cada uno de los siete significados propuestos por el Diccionario de San Petersburgo ha tenido sus defensores, que lo consideraban más im portante que los demás. También resultan numerosas las hibridaciones propuestas, así como las traducciones sucesivas: como por ejemplo «energía co­ nexiva contenida por los enigmas» (Renou), «poder del lengua­ je» (Staal), «palabra poderosa» (Kram risch) o «vínculo entre la vida y la muerte» (Heesterman). Un género lite ra rio , los Bráhmana, estaba dedicado exclusivamente a la interpretación del brahm an. E n A th a rv a Veda, 10, 8,37 se puede leer: «Aquel que co­ noce el h ilo del h ilo conoce la gran esencia del brahm án» 43, 70, 74,138,146,169,174,184-85, 188,196-97,297, 331 Brahmana Textos de exégesis ritu a l, en prosa, escritos entre el 800 y el 600 a.C. 67 brahm odya

Brhaspati

Disputa por enigmas

146, 159

«Señor del discurso sagrado». Prim er sacerdote, p u 22, 24, 246, 247-48

ro h ita , de los Deva

B rillante

Vivasvat

216,219

Buddha «Despertado». Por antonomasia, el Buddha Sákyamuni, Siddhártha Gautama, h ijo de Suddhodana y Mäyä. Según la tra d i­ ción visnuita, es el noveno avatära de Visnu. Se discute aún acerca de la ubicación tem poral de su vida, aunque predomina la idea de que fue en el período comprendido entre los siglos V I y V a.C. 61-62,140-41,173,275-76,324-25,329-30,331-32,346-47,351-90 Buddha Käsyapa

E l Buddha que precede a Sákyamuni

387

Buddha M aitreya E l Buddha del porvenir, que se m anifiesta des­ pués del Buddha Sákyamuni 378 Buddha Sákyamuni Busyanstá

Siddhártha Gautama, el Buddha

Demonio avéstico de la inercia m atutina

366 59

Caballo Blanco Uccaihsravas, uno de los ra tn a , «gemas», aflora­ das durante el batido del cubo del océano 233-35 Cabeza del Antílope Márgaslrsa. Mes correspondiente a noviem­ bre-diciem bre 100 420

Cabo Comorin

Extremo m eridional del subcontinente in dio

351

«Rueda». En el tantrism o, nombre de los puntos a través de los cuales asciende Dev i KundalinI, tam bién descritos como lo ­ tos (padm a). Su número varía según las distintas tradiciones. En el hath a yoga son siete 333

cakra

Camino Central M adhyam a p ra tip a d . Así se denomina la enseñan­ za del Buddha y la óctuple vía predicada por él 353 E l C astillo, de Franz Kafka

C astillo

39

Celestes

Los Deva, las Apsaras y los Gandharva

chandas

«Metro»

300, 342

152, 196

Junto con la B rh a d Áranyaka, una de las dos Upanisad más antiguas e im portantes 155

Ch&ndogya U panisad

Chaya

«Sombra». Otro nombre de Saranyu 219-20

Chorro Cielo

Skanda Dyaus

129

32

c it-

«Pensar intensamente»

c iti

«Ladrillo»

42

42

Citrasena Gandharva. Maestro de música y baile en el cielo de In ­ dra 302 Cólera del Brahm anicidio

Brahmahatyá

93

Coomaraswamy

A. K. Coomaraswamy, indólogo, 1877-1947 60

Creación Buena

En la teología avéstica, creación de Ohrmazd

Creación M ala 59

En la teología avéstica, creación de Ahrim an

Creador

Brahma

Crepúsculo

59

93

Sandhyä

58

Cuatro Vedas Rg Veda, Säma Veda, Y ajur Veda, Atharva Veda 292, 309 Cyavana

R si del clan de los Bhrgu

208-13, 227, 240 421

1 Dadhikravan

En el Rg Veda, nombre de un caballo real

151

Dadhyañc

H ijo del sacerdote prim o rd ia l Atharvan, conocedor del 213-16, 217-18, 220, 221-22, 224-25, 226

pravargya, ceremonia incorporada al culto del som a

Daitya d aiva

Adversarios de los Deva, hijos de Kasyapa y D iti «Destino»

76

326

Daksa «Hábil» (dexter). Nace del pulgar derecho de Brahmä. O también: «Daksa fue engendrado por Aditi y Aditi fue engendra­ da por Daksa» (Rg Veda, 10, 72, 4). Padre de Satl 13, 74-77, 8184, 86-91, 98 «Honorario ritual»

daksina

202

Dänava Seres demoníacos, adversarios de los Deva. H ijo de Kasyapa y Danu 76, 292 Danu darbha

H ija de Daksa, esposa de Kasyapa, madre de Dänava Hierba que se u tiliza con frecuencia en los sacrificios «Visión»

darsana

Delfos

247

Deseo

Käma

Desorden

76 24

274

72, 107-08, 111, 115

A dharm a

327

Despertado E l Buddha 354 Deva Dioses, hermanos menores de los Asura 231-36, 254-56, 257, 325, 333, 365

14, 120, 169, 224,

Devavrata «Que observa un voto divino». Prim er nombre de Bhlsma 316 Devi La «Diosa», de la cual Parvatí y Satl, son manifestaciones 83, 112, 125,333 Devi K undalinl La «Diosa Retorcida». S a kti, «potencia» de Siva, enroscada en la base de la espina dorsal 333 Devorado

Soma

255

Devorante

Agni

255

422

«Hábil», Daksa

dexter

74

Dhanvantari Es el médico de los dioses. Uno de los ra tn a que apa­ recieron durante el batido del cubo del océano 235 Dhanyá

«Afortunada». Hermana délos Mena

106

Dharma «Ley». Dios engendrado por Yudhisthira ju n to a K un ti 294, 327, 339, 341, 342 «Ley»; «orden». En léxico buddhista, también significa «ele­ mento» 198,297-98,305,314,317,326-29,337,340,358,361,368

dharm a

Antiguas obras sobre temas jurídicos, atribuidas a diversos fundadores de escuelas védicas 155

D harm asütra

Dhátr

«Adm inistrador». Uno de los Äditya

Dhenuka Dhisanä

24, 76

«Lleno de vacas». Lugar de peregrinaje en la India

69

«Himno»; «rezo»; «inteligencia». La copa que contiene el 24

som a. Diosa portadora de riqueza y fortuna

Dhrtarästra 317,338 d h va n i

H ijo de Vyäsa y de Am biká. Padre de los Kaurava

«Sugestión poética»

Diez Hermanas

336

Los diez dedos de las manos

254

d lk s ita «El que se inicia». Aquel que se somete a los rito s de la diksä, «consagración» 61

Dinka

T ribu niló tica

Diosa

Devi

170

83, 112, 113, 121,125-126, 271

Diosa Retorcida

DevI K undalini

333

Dlrghatamas Mámateya «Gran tiniebla, hijo de Mamata». R s i al que se le atribuyen los himnos 140-64 del prim er lib ro del Rg Veda 155 Discursos Cortos bras 384

La doctrina del Buddha expuesta en pocas pala­

Discursos Largos La doctrina del Buddha expuesta en vastas ar­ gumentaciones 384

423

D iti «Límites». H ija de Daksa y esposa de Kasyapa. Madre de los Daitya 76 Doce

Los Äditya

194

H ija de Drupada, rey de los Pañcála, nacida del fuego del sacrificio. Esposa de los cinco Pändava 289, 295-97, 299, 311,326, 327,339-40, 342

D raupadl

Drop a Maestro de armas de los Pändava y de los Kaurava. Nace del semen de Bharadväja. Padre de Asvatthäman, que será alia­ do de los Kaurava 328 Drupada

Rey de los Pañcála, padre de Draupadl

Dupdu

Nombre de un Apsaras

Durväsas

295

301

Brahmán, «porción» (am sa) de Siva

319-23, 336

En el juego de los dados, jugada o cifra que deja un resto de dos. En la secuencia de los yuga sigue al k rta yu g a y al tretäyuga, y precede al ka liyu ga 369

dväpara

Dvaraká Ciudad en la que reinó Krsna, en las riberas del noreste de la India 283, 285-86 d v itly a

«Segundo»

E l Que Despierta

32

E l brahm an, según la M a itri U panisad, 6,4, 331

Elefante Airávata, uno de los ra tn a , «gemas», aparecido durante el batido del cubo del océano 235 Eleusis Enano

160 Vámana. Q uinto avatära de Visnu

Encantadora

M ohinI

235

Era del Número Perdedor Esplendor del Mundo Estige

Extrema

424

S ri

Río del infierno

Existencia

K aliyu g a

319

258

Bhava. Nombre de Rudra Uttará

304

323

54

329

Fénelon 278 Fuego Gana

Francois de Salignae de la Mothe, 1651-1715. Quietista Agni

32, 194,338

Genios que acompañan a Siva

Gandhamädana Gändhän

90-92, 107, 111, 116, 127

Montaña situada al este del Himalaya

M ujer de Dhrtarästra, madre de los Kaurava

Gandharva Demonios celestes 305, 363

19 337

236-37, 256, 261, 265, 300-01,

Gandhi

M. K. Gandhi, 1869-1948

154

Gändiva

Arco prodigioso que Agni entrega a Arjuna

294, 291

Ganesa «Señor de las Tropas». H ijo de Pärvatl. Tiene cabeza de elefante 118, 119-20, 130, 163 Ganga Hermana de Pärvatl; el río Ganges 25, 129, 283, 297, 312, 316, 337-38 Gärgl

Teóloga de los Kuru-Pañcála

100, 110-11, 119, 121-

185-86, 188

«Perteneciente al sacrificante», fuego doméstico. Uno de los tres fuegos del sacrificio. Es circular. Del fuego gärhapatya se extrae la llam a para encender el fuego ähavanlya 137, 239

gärhapatya

Garuda Águila enorme, h ijo de Kasyapa y Vinatä 16-25, 256-57, 395 Gauri

Nombre de un Apsaras

11-12, 13-14,

301

Gautama Nombre del clan en el que nació Siddhärtha, h ijo de Suddhodana, el Buddha 349, 354-55, 357, 389 Gavämpati R s i contemporáneo del Buddha

385-86

Gayä Localidad de B ihar donde tuvo lugar el despertar del Budd­ ha 297,332 g a y a trí

M etro védico constituido por 3 versos de 8 sílabas

22,40,

191 Gayatrí

H ija de Brahma

71

Geldner

K. F. Geldner, indólogo, 1853-1929

59 425

Géminis Genio

Constelación ubicada entre el Can M ayor y O rion Yaksa

87

Genios

«Que beben las palabras»: Räksasa

Genios

Cortejo de Siva: Gana

GhrtacI

Nombre de una Apsaras

Gilda

Gopä gopl

71, 86

90, 107, 174 301

Protagonista de G ilda , de Charles V idor, 1946

Gokula

63

Pueblo cercano a M athurä

269-70, 273

Esposa de Siddhärtha Gautama, el Buddha «Pastoras de vacas»

58

347, 348-49

269, 270-83, 285, 289, 299, 330, 347

Gotama O Gautama. Uno de los Saptarsi. Autor de los himnos 7493 del prim er m óndala del Rg Veda 99, 162-63, 166, 168, 18182 Gracia-concedida-a-los-antílopes Nombre que le fue concedido al Parque de los Antílopes del rey de VäränasI después de que el Buddha pasara por allí, durante una de sus vidas anteriores, bajo la form a de un antílope 61 gräm a

«Aldea». Asentamiento provisorio de pastores nómadas

200

Gran Negro

Mahäkäla. Epíteto de Siva

117

«Ensalzador de las piedras», oficiante del rito del som a

gm va stut

254 Grecia

63

Jefe o guía de los oficiantes; en los sa ttra adopta el papel del sacrificante, yajam äna 239-40

g rh a p a ti

Griegos

168

Grtsamada R s i al que se le atribuye el segundo m óndala del Rg ’ Veda 163 ’ Guardiana de los Mangos

Am rapäll

371

Guardianes Phúlakes. Platón confiaba a ellos la defensa de la ciu­ dad 165 426

Gurigü

La luna nueva

Guyanas

24

63

Harappa Junto a Mohenjo Daro, uno de los dos centros principa­ les de la civilización del valle del Indo. Floreció entre el 2500 y el 1700 a.C. 171 Hastinäpura Ciudad de los Pándava y de los Kaurava, cerca de la actual Delhi 294 Hegel H ija

G. W. F. Hegel, 1770-1831 Usas

49,51-52

H ija de la Montaña H ija del Sol Him alaya Him avat him s-

169

Pärvati

121

Sürya, h ija de Süryä Him avat

214, 225

19, 81, 105, 111, 123, 299, 339

Himalaya. Padre de Pärvati

«Herir»

105-07,109,112-13,123

154

Hindukush Región montañosa entre Afganistán e India occiden­ ta l (Pakistán y Kashm ir) 194 Hoffm ann

K arl Hoffm ann, indólogo, 1915

Hombre-León Homero

262

Narasimha. Cuarto avatära de Visnu

329

312

«El que vierte las oblaciones». Uno de los cuatro principales sacerdotes oficiantes. Su labor consiste en recitar los himnos y las fórm ulas rituales 141, 146-48, 184, 199, 203, 244

h o tr

Hradecaksus «Ojo del Estanque». Una de las seis Apsaras que componen la escolta de UrvasI 394 hrdyá sam udrá

H rl

«Pudor»

Huevo M uerto id a m

«Esto»

ida m sarvam

«Océano del corazón»

245

144 Märtända

219-20

35,394 «Todo esto»

30, 35 427

307,313

Ilia d a

Ilim ita d a

A d iti

76,226

India Isla de la Jambü 363,368 Indo

Sindhu

Indo-A ri

55, 71, 159, 169, 174, 307, 331-33, 360,

171

Arya

168

Indra Rey de los Deva. Es uno de los Äditya 14, 20,22-24,44, 5960, 76, 99, 107, 110, 120, 144, 168, 171, 181-82, 196-97, 199, 20203, 217, 223,227, 240-44, 246-49, 290-92, 294, 299-302, 304, 319, 324, 329, 335, 337, 339, 341-42 Indräni

Esposa de Indra

Indraprastha 292

223

Ciudad de los Pändava. Corresponde a Delhi

289,

Ipparco Ipparco de Nicea, siglo II a.C. Astrónomo. Fue quien identi­ ficó y describió el fenómeno de la precesión de los equinoccios 63 Irá n isäna

Éransahr, «Tierra de los Arya» «Señor». Nombre de Rudra

Isla de la Jambü tinente in dio iv a

59 54

Jambüdvlpa. Antigua denominación del subcon­ 136, 297, 308, 321, 329

«En cierto sentido»; «por así decir». «La partícula iva acentúa la indeterm inación, alude a los sentidos latentes» (L. Renou-L. Silbum , N íru k ta and á n iru k ta , en L. Sarup M e m o ria l Volum e, Hoshiarpur, 1954, p. 76) 29, 146

Jabalí

Varäha. Tercer avatüra de Visnu

329

M etro védico formado por tres versos de doce sílabas 40, 191

ja g a tl

22,

Jamadagni «Fuego devastador». R s i descendiente de Bhrgu. Se­ gún algunas tradiciones, es uno de los Saptarsi. A él se le debe el metro v irä j 162, 166, 178, 191, 195, 197 «yambo». E ugenia jam bos. «Isla de la Jambü», Jambudvlpa, antiguo nombre de la India 352

ja m b ü

428

Janaka

«Generador». Rey de Videha

184

Janamejaya «Que hace tem blar a los hombres». H ijo de P arlksit 306-07, 309-10 Janapadakalyänl «La bella del país». Prometida de Änanda (o de Nanda, según algunos) 373, 375 Jara

«Vejez». Asura cazador

ja rá y a n tl

laya

336

«El que despierta»; «el que envejece»

Doncella de Parvatl

62

109

Jayadratha «Que posee victoriosos carros». Rey de los Sindhu y aliado de los Kaurava contra los Pändava 331 Jena

169

Jetavana

Uno de los parques preferidos del Buddha

372

Jiña Mahávíra Maestro espiritual contemporáneo del Buddha, fundador del giainism o 350 K. Ka

Josef K. en E l proceso y K. en E l c a s tillo de Kafka «¿Quién?» Nombre secreto de Prajäpati 395

39

25, 39, 44, 153, 156,

Kadrü H ija de Daksa. Hermana de Vinatä. Madre de m il Naga. Se­ gún el Satapatha Brähm cm a, 3, 2, 4, 1, Kadrü y Vinatä eran dos m äyä, «fórmulas mágicas» evocadas por los Deva para conquis­ ta r el som a 12-13, 15-16, 17 Kafka Franz Kafka, 1883-1924

39

Kailäsa Cima del Tibet occidental. En sus laderas nacen el Indo, el Ganges y el Brahm aputra 86-88, 90, 92, 93, 96, 113, 122, 127 Kakuda Kätyäyana Kala

Filósofo contemporáneo del Buddha

«Tiempo». Uno de los nombres de Siva

350

294, 327, 338

Kälaküta E l veneno del mundo. Bebido por Siva durante el batido del cubo del océano 234 Kalandakaniväpa «Oferta a las ardillas». Uno de los parques pre­ feridos del Buddha 372

429

Hermana de Mena

K alavati

106

K a li «Negra»; «Oscura». Epíteto de D evi, por lo tanto de Pärvati 117 En el juego de los dados: el número perdedor, «el número del perro», que deja un resto de uno. En la secuencia de los yuga, viene después del krta yu g a , el tretäyuga y el dväparayuga 369

k a li

Poeta y dramaturgo indio; vivió entre los siglos IV y V 114

Kälidäsa

d.C.

Era del Número Perdedor

ka liyu ga

136, 323, 330

Ciclo cósmico que corresponde a un «día de Brahmä». Se divide en cuatros «eones», yuga, y term ina con la pra la ya , «diso­ lución», a la que tam bién se denomina «noche de Brahmä» 377-78

kalpa

käm a

«Deseo»

282

Kama

«Deseo»

72, 107-08, 110, 115

Kämarüpa

«Forma del deseo». Antiguo nombre de la Assam

K äflci

Ciudad de Tam il Nadu

kapäla

«Cuenco»

Kapälin

92

116, 194

74

«Aquel que lleva el cuenco». Epíteto de Siva

74

Kapilavastu Lugar de nacim iento del Buddha. Probablemente co­ rresponde a Pipräwä, en U ttar Pradesh 345-46, 351, 367-68, 373,375 Kärapacava Karkotaka karm an

Ensenada de la Sarasvatl

240

Nombre de una Serpiente, h ija de Kadrü

«Acción». Sobre todo, «acción sacrificial»

16 300, 349, 362

Kama H ijo de Sürya y K u n ti, abandonado tras su nacimiento. Adoptado por Adhiratha y Rädhä 328 kärsapäna

Moneda del B ihar

371

K ärttika Mes de la K rttikä , las Pléyades, entre octubre y noviem­ bre 283

430

kása m á d h u m a ti

«Fusta de miel», utilizada por los Asvin

226

KasI «Resplandeciente». Antiguo nombre de VäränasI (Benares) 100, 186,316,317 Kasyapa «Tortuga». Uno de los Saptarsi. Siempre tiene dos m uje­ res: o A d iti y D iti o Kadrü y Vinatä. O, también, se casa con trece hijas de Daksa, entre las cuales está A diti, D iti, Kadrü y Vinatä 12, 17, 19, 21, 75-76, 162, 164, 166, 189, 334, 387 Upanisad escrita casi enteramente en verso; con­ tiene las instrucciones im partidas por Yama a un joven brah­ mán, Naciketas 333

K a th a U panisad

Kätyäyam Epíteto de Durgá, el «Inaccesible», manifestación de Devi 271 Kätyäyanl

Esposa de Yájñavalkya

188-89

Kaurava «Descendientes de Kuru». Denominación habitual de los cien hijos de Dhrtarästra y Gändhäri, prim os de los Pändava 15, 159, 292-94, 308, 310-314, 323, 326-29 Kausiki

Río

Kaustubha 216 kavi

297

Gema aflorada durante el batido del cubo del océano

«Poeta»

Kävya Tisanas

195 Sacerdote de los Asura

K hyäti

H ija de Daksa y V irin l

Kosala

Principado de B ihar

K ratu

232

75 368-69

«Voluntad». R s i de segunda línea

75, 98

Krsä Gautami Compañera del Buddha durante su juventud. En päli: Kisä Gotami 348 Krsánu Krsna

Arquero sin pies, guardián del som a «Negra». Epíteto de DraupadI

22

295

Krsna «Negro»; «Oscuro». H ijo de Vasudeva y Devalo, adoptado por Nanda y Yasodä. Octavo avatära de Visnu 155, 269-70, 271-86, 289-92,294-96, 298-99, 305-06, 315, 321-23, 325, 326-27, 329-31, 334-36, 347, 369, 370 431

En el juego de los dados, el número ganador: es divisible por cuatro, sin dejar resto. Se denomina así a la era perfecta 369

k rta

«Aquel que ha hecho lo que ha hecho»

k rta k rty a

382

K rttik ä Las Pléyades. Esposas de los Saptarsi. Seis de ellas engen­ dran y dan a luz a Skanda 62, 129 Ksamá

H ija de Daksa y V lrin l

75

ksa triya

«Guerrero»; «noble». Segunda de las cuatro castas

Kumära

«Niño». Nombre de Rudra

kum äraka

«Muchacho»

299

54

381

Kum bhayoni «Aquel-que-ha-tenido-una-vasija-por-matriz». Epí­ teto de Vasistha, nacido ju n to a Agastya del semen vertido si­ multáneamente en una vasija por M itra y Varuna, ante la vista de UrvasI 161 K untI H ija adoptiva de Kuntibhoja. En Sürya engendra a Kama. M ujer de Pándu, madre de Yudhisthira (cuyo padre es Dharma), de Bhíma (cuyo padre es Vayu) y de Arjuna (cuyo padre es Indra) 293-94, 296, 320, 337-38 K untibhoja Rey de los K u n ti y de los Bhoja. Padre adoptivo de K u n ti 320 Kürm a K um

«Tortuga». Segundo avatära de Visnu Habitantes de la región del Kuru-Pañcala

275 184,214,275

Kuru-Pañcála Nombre común a los K um y los Pañcála, asentados en la «región del medio» (madhyacLesa) -región brahm ánica por excelencia-, en la zona noroeste de la llanura del Ganges. E l te­ rrito rio de los K um era el Kum ksetra 184 Kum ksetra «Campo de los Kum ». Se ubica a unos ciento cin­ cuenta kilóm etros al norte de Delhi. Es el lugar del sacrificio de los dioses. Fue asimismo la sede de la batalla entre los Pándava y los Kaurava, que se describe en el M ahäbhärata 264, 275, 30607, 312, 314, 315, 320, 325, 331, 339 Kusinagara Capital de los Malla. En un bosque situado en sus in ­ mediaciones tuvo lugar la extinción completa, p a rin irv ä n a , del Buddha 386,388 432

Lago de las Gotas

Bindusaras

124

«Marcas» de la perfección. E l cuerpo del Buddha posee treinta y dos de ellas, que lo distinguen del resto de los seres 381

laksana

Laksm i

Pareja y s a k ti de Visnu

332

Larga D ighaniküya, «conjunto de los [discursos] largos». Nombre de una de las cinco secciones en que se divide el S u tta p ita ka , una de las Tres Canastas de los discursos del Buddha 384 Leonada Ley

Rohinl. Usas

36,63

298,330,338,340,358-59,361,380,382,384,386

D harm a

Leyes de Manu M a n u s m rti, Según la tradición, texto en el que el rs i Bhrgu habría descrito las instituciones de la ley sacra tal como fueron proclamadas por Manu. Se cree que fue redactado entre los siglos I I a.C. y I I d.C. 60, 155 Licchavi Mä

Clan dominante de los Vaisali

«Juego»

liñga

Locke

281,359

«Señal»; «marca»; «miembro» John Locke, 1632-1704

Lopämudrä

372

117, 123, 207, 259

360

Esposa de Agastya

209-10

Lugar del Cazador Región celeste entre S irio y Aldebarán, que comprende las constelaciones de Géminis y Tauro 63-64 Lum binI Lugar en el que Mäyä dio a luz al Buddha; es un bosquecilio ubicado en el camino entre Devadaha y Kapilavastu. Se lo ha identificado con un pueblo de Teräi (Nepal), a unas pocas de­ cenas de kilóm etros de Gorakhpur (India), llamado actualmente Rum m indei 346 Luna Soma. Uno de los ra tn a , «gemas» afloradas durante el bati­ do del cubo del océano 235 Mada

«Ebriedad». Demonio

m adhu m adhura

«Miel»

227

376

«Dulce»

376

433

Madhurasvarä

Nombre de una Apsaras

«Dulzura»

m ädhurya

282

«Doctrina de la miel»

m adhuvidyä

Madre del Universo

301

Pärvati

257

128

M ädrI Segunda m ujer de Pändu. Los Asvin engendran en ella a Nakula y Sahadeva 294, 320, 336 Magadha Antiguo nombre de la región que corresponde al actual B ihar m eridional 200, 203 Poema épico atribuido a Vyása, cuya redacción sue­ le datarse entre el siglo I I I a.C. y el I I I d.C. 136, 142, 163, 306, 307-11, 313, 314, 326, 334, 336-37

M ahäbhärata

Mahädeva

«Gran Dios». Nombre de Rudra

54

m ahaduktha «Gran recitación». Cantos entonados por el h o tr el día del m ahävrata, durante el estrujam iento del som a, que tiene

lugar al mediodía

199

Mahäkäsyapa «Gran Tortuga». Uno de los dieciséis prim eros a rh a t, jefe de la comunidad buddhista tras la muerte del Buddha 359, 379, 380, 382-83 Mahäkosi

Río que desciende del Him alaya

113

Vasija de arcilla forjada durante el rito del pravargya para calentar la leche 134

m ahävlra

Ceremonia que form a parte de un sa ttra de un año de duración; en la m itad de la misma tiene lugar el m ahaduktha 198-99, 202

m ahävrata

«Consagrada». Primera en la jerarquía de las esposas del rey; es la que fue desposada en prim er lugar 137, 149-52, 310, 317

m a h is l

M ain

Región en la que se encuentra Frankfurt

M aitreyi

Esposa de Yäjnavalkya

M a itri U panisad

M a itri

434

331

350

188-89

Upanisad en la que aparece la figura del sabio

M al

327

M al de la Muerte

Päpm ä m rtyu h

54

M alla En los tiempos del Buddha, clan que dominaba la región norte de B ihar 388-89 m anas

«Mente» (latín: m ens)

m änasaputra

29

«Hijos nacidos de la mente»

71

«Anillo». Se denomina m andola a cada uno de los diez li­ bros que componen el Rg Veda 162

m óndala

Mandara Montaña utilizada por los Deva y los Asura para b a tir el cubo del océano 231-32, 233 Fórm ula de encantamiento. Unidad métrica. Los himnos del Rg Veda se componen de m a n tra 109, 320, 323

m an tra

Manu H ijo de Vivasvat y Saxnjñá. Es el padre de los hombres, por eso se lo llam a m änava. O también: nacido de Brahma y Satarüpä 73, 219-20, 225, 260 Mära «Asesino». Príncipe de los demonios, adversario del Buddha 355, 356, 378 Marcel

Nombre del narrador de la Recherche de Proust

259

Märgaslrsa «Cabeza del Antílope». Mes correspondiente a no­ viembre-diciembre 100 M anci R si de segunda línea

98

Märtända «Huevo Muerto». Nombre del Sol. H ijo inform e de Aditi 219-20 M arut «Los que pasan corriendo». Escuadra de los hijos de Rudra. Nacidos «de la risa del rayo» (Rg Veda, 1, 23, 12) 227 Maskarin Gosäliputra M ätali

Filósofo contemporáneo del Buddha

Auriga y mensajero de Indra

350

300-01

M athurä Ciudad del U ttar Pradesh, jun to a la Yamunä. A llí nació Krsna 269,277 Maudgalyäyana

Discípulo del Buddha

357-58 435

«Encanto». También: «medida»; «engaño»; «magia». De la raíz m a-, «medir» 116, 124

m aya

Mäyä Madre del Buddha

345-46

Media M a jjh im a n ik ä y a , «conjunto de los [discursos] medios». Nombre de una de las cinco secciones en las que se divide el S utta p ita ka , una de las Tres Canastas de los discursos del Buddha 384’ Médico Dhanvantari. Uno de los ra tn a , «gemas» afloradas duran­ te el batido del cubo del océano 235 M em oria

Smara

115

Mena Esposa de Him avat, madre de Parvatl y Ganga 111-13 Menakä m eru

Nombre de una Apsaras

Espina dorsal

106, 109,

301

333

Mera Montaña que es al mismo tiem po el eje del mundo 180, 270, 333, 339 Mesopotamia

14, 69,

171

Mezclada S am yuttanik& ya , «conjunto de los [discursos] mezcla­ dos». Nombre de una de las cinco secciones en las que se divide el S u tta p ita ka , una de las Tres Canastas de los discursos del Buddha 384 Misrakesl

Nombre de una Apsaras

301

M itra «Amigo». Uno de los Äditya. D ivinidad en relación dual con Varana 24, 76, 161, 260-61 Mohenjo Daro Ciudad del valle del Indo. Centro de la civilización epónima, que floreció entre el 2500 y el 1700 a.C. 171 M ohini «Encantadora»; «La que engaña». Cortesana celeste, ma­ nifestación femenina de Visnu. Ayuda a los Deva a arrebatar el a m rta a los Asura 97-99, 235 Montañesa Mrga

436

Pärvati

197

«Antílope», nombre de la constelación de O rion

63

M rtyu «Muerte». En algunas ocasiones aparece como ser mascu­ lino, en otras como femenino 33, 35, 68-69, 144, 221 Muerte

M rtyu

33-35, 40, 50-51, 68-69, 220, 221-24

Unidad de tiempo, equivalente a unos cuarenta y ocho m inutos 41

m u h ü rta

Prim era de las cakra, «ruedas», a través de las cuales Devi K undalini asciende por el cuerpo. Está situada en las base de la columna vertebral 333

m ülädhära

M ural!

Flauta d i Krsna

275, 277, 279

Nacido-en-un-aguazal-de-cañas

Saravanodbhava

129

Näga . «Serpiente». Nombre de los hijos de Kadrü y V inatä y de to ­ das las serpientes 291, 297, 337, 354, 385 Naksatra

Casa lunar

76

Nakula Uno de los cinco Pändava. Hermano gemelo de Sahadeva. H ijo da Násatya, uno de los Asvin, y M ädrI, segunda m ujer de Pändu 293-94, 296, 320 Nanda

Hermano del Buddha Säkyamuni

Nanda

Pastor, padre adoptivo de Krsna

Nandin Toro sobre el que cabalga Siva 117-20, 127, 130

386 271 88, 91-92, 107, 111, 114,

Nara «Hombre» del que nacen las «aguas», nära. R si, hermano de Näräyana. En el M ahäbhärata se m anifiesta como Arjuna 33435 Närada

Äsz, h ijo de Brahma

71,109-10,167,195,284-85,321

Näräyana «El que se mueve en las aguas»; «Morada del hombre». Epíteto de Visnu. R si, hermano de Nara 334-35 «Tratado del teatro», atribuido a Bharata. Se trata de la prim era y más im portante obra india acerca del teatro, que a veces es considerada como el Q uinto Veda 337

N&tyas&stra

Nawäb Ja'far Khän En su corte de Bengala tuvo lugar, a lo largo de seis meses del año 1717, la disputa entre los partidarios del 437

amor svakiya y los del amor p arakíya en el culto de Krsna y Rädhä 281 Negra

K a lí

117

Negro

Krsna. Es tam bién epíteto de Siva

117-19, 283

Sacerdote encargado de guiar a las esposas del rey en el cul­ to de la asvam edha 149

n e s tr

Neumann K. E. Neumann, estudioso de la vida y obra del Bud­ dha, 1865-1915 350 Nllakantha «Aquel que tiene el cuello azul». Epíteto de Siva; hace referencia a la mancha que Kälaküta, tras ser absorbido por el dios, hace aflorar en la piel de su cuello 234 N infa

Apsaras

N iño ñ ip a

183,235,253

Kumarä. Nombre de Rudra

54

N auclea cadam ba, árbol de flores anaranjadas y perfumadas

272, 274 N irrti

«Disolución»

144

«Extinción»

n irva n a

359,364,385-86

Nisäda Pueblo de la India. Según las Leyes de M a n u , 10, 8, «de un brahmán y de la h ija de un südra [la casta más baja] nace un Nisäda» 16-17,293 Nobles

Ärya

168

Noche

R ätri

112, 119

Novela del Caballo 142

Caso im plícito en el curso de la asvamedha

nyagrodha

F icus in d ica . Bamano

Occidente

94, 160, 365

Odisea

307

Ojo del Estanque Oldenberg Olim po 438

332

Hradecaksus

394

H. Oldenberg, indólogo, 1854-1920

258

350

Omniforme Visvarupa. Epíteto de Tvastr y de su h ijo Trisiras 218-19, 241 Orden

La comunidad (ahgha) buddhista

Orden

R ta

373, 379, 390

160,327

O rion Constelación situada entre las de Géminis y Tauro. Es Prajäpati en el cielo 63-64 Orissa Osa

Región ubicada al noreste de la India

281

Ursa m a io r, rksah, residencia de los Saptarsi

98, 191, 248

Osa Mayor O Gran Carro. Constelación boreal compuesta por sie­ te estrellas 162-64,201 Osa Menor

Estrella Polar

Osadhiprastha Oscura

Ciudad natal de Parvatí, en el Himalaya

K äll. Epíteto de la Diosa

Oscuro Krsna Padre

330 113

83

283

Prajäpati 37-41, 49-54, 60, 135, 164

Padre Tiempo

Prajäpati

Palabra

32, 123, 160, 236, 237-40

Väc

30

«Hija del heraldo». Ocupa el cuarto lugar en el rango de las esposas del rey. Es de una casta in fe rio r a las otras 137

p äläg ali

Paftcäla Pueblo que lim ita con el te rrito rio de los Kuru. E l nom­ bre está vinculado con el número cinco (pañca) y con las muñe­ cas (päücälikä) 184,295 «El Brähmana de los veinticinco capítu­ los», afín, por su temática, al J a im in ly a Brähm ana 240

Pañcavim sa B rähm ana

Pändava Los cinco hermanos nacidos de K untI y M ädri; se los creía hijos de Pändu. Primos de los Kaurava, descienden de la dinastía lunar 15, 159, 292-97, 305-06, 308, 310-11, 314-15, 323, 326-29, 335-37, 370 Pändu H ijo de Vyäsa y Ambälikä, padre putativo de los cinco Pändava 63,276,314,317,320,336 439

Panini E l más im portante gramático indio; vivió en tom o al 500 a.C., y era originario de Salátura, al noroeste de la India 173 M ujer «de otro». Objeto de un amor adúltero, ilegítim o

p arakiya

281-82 p araklyädharm a

P arlksit

«Ley de lo ilegítim o»

282

H ijo de Abhim anyu y Uttarä, padre de Janamejaya

p ä rip la va

«Historia circular»

306

141-42

«Abandonada». Ocupa el tercer lugar la jerarquía de las esposas del rey 137

p a riv rk tä

Parjanya

«Nube». Hermano menor de Indra

Parque de los Antílopes

Mrgadáva. Parque del rey de Varanasi

Parque de los Banianos 368 Parque de los Mangos

144 61

Nyagrodhäräma. Parque de Kapilavastu Ämravana. Parque de Vaisáll

370, 372

p arvan «Nudo». Denominación de los libros que componen el M ahäbhärata 308

Párvatí «Hija de la montaña». Parvata es el otro nombre de su pa­ dre, Him avat 105-30, 197, 234, 332 «Animales domésticos» (entre ellos, el hombre); «animales sacrificables» 161

pasu

Pasupati

«Señor de los rebaños». Nombre de Rudra Arroz con leche

päyasa

54, 126

322

«Rebaño». Forma p rim ordial de la riqueza; de esta palabra deriva pecu nia, «dinero» 161

pecus

Persona

Purusa

164

Persona en el Ojo Como Persona en el Ojo (derecho e izquierdo) aparecen Indra e Indránl 223 Piedra Preciosa Kaustubha. Uno de los ra tn a , «gemas» afloradas durante el batido del cubo del océano 235 Pitón 440

Serpiente de Delfos

247

P lacer

R a ti

107

Plaksa Präsravana Lugar situado a cuarenta y cuatro días de m ar­ cha desde el punto en que la Sarasvatl se convierte en desierto. E l centro de la tie rra está un palmo (prädesa) al norte de este punto 238-39 Platón

427-327 a.C.

165

Pléyades K rttiká . Grupo de siete estrellas de la constelación de Tauro 62-63, 98, 129-30 Prabhäsa

Ciudad de Gujarat

298

Circunvalación ritu a l alrededor de un sim ulacro, un tem plo o una persona; se realiza en sentido horario, es decir, te­ niendo el objeto venerado a la derecha (de daksina, «mano dere­ cha») 71

p ra d a ksin ä

Prajápati «Progenitor»; «Señor de las Criaturas». Antecedente de Brahma 25, 29-41, 42-45, 49-55, 60, 62-64, 67, 134-35, 144-45, 153-54, 162, 164, 224, 231 p ra jñ a

«Sabiduría»

366

Tejido de la naturaleza, compuesto de tres «hilos» (gim a). En la doctrina Sámkhya, es la contracara femenina de Purusa 116,128

p ra k rti

«Disolución» cósmica. Acontece al fin a l de cada kalpa 165,329,369

pra la ya

p rä n a

«Soplo vital». E l hombre tiene siete

199

«Primera porción». En el momento de d iv id ir las porcio­ nes del alim ento sacrificial, lo prim ero que se corta es un peque­ ño bocado, no más grande que un grano de cebada o una baya de p ip p a la , que es ofrecido al brahmán en un pequeño plato de madera con mango. Este bocado corresponde a la carne herida de Prajápati 191

p rä s itra

Prefijo que indica, entre otros significados, el de «venir al encuentro» 56

p ra ti-

p ra tisth a

«Fundamento»; «base»

31,386

441

p ra ti tyasam utpäda «Producción (utpäda) convergente (sam ) en función de (p ra tlty a )» (L. Silbum ); «ley de la Interconexión»

(Th. Stcherbatsky) «Amor»

prem an

de Proust

259

H ija de Daksa y V liin i

75

E l proceso de Franz Kafka

Proceso

Progenitor

Prajapati

Progenitores

162

123

Marcel Proust, 1871-1922

Pulaha R si de segunda línea

púr

258, 312

75, 98

Pulastya R s i de segunda línea p u n a rm rty u

39

32, 33, 36, 45, 69, 164

Los Saptarsi

Propicio Siva Proust

282

La P risonniére. Antepenúltim a parte de la Recherche

P risonniére

P rlti

367

75, 98

«Muerte repetida»

100

«Muralla», según muchos estudiosos. Para W. Rau, en cam­ bio, significaría el «recinto para el ganado» 171

Pürana «Antigüedad». Textos que narran las historias de los dio­ ses y, en relación con ellas, tratan de toda clase de asuntos celes­ tes y humanos. En su m ayor parte fueron compuestos entre los siglos IV y X IV d.C 67 Pürana Kasyapa p ü rn a

«Lleno»

Purüravas p u ru sa

Filósofo contemporáneo del Buddha

350

364

Amante de Urvasi

«Persona»

261-66, 303

223,224

Purusa «Persona». E l hombre p rim ordial que se ha disuelto en el mundo 164 p ü rv á c itti

«Primer pensamiento»

P ürvacitti

Nombre de una Apsaras

4 42

57 301

«Primer llamado ritual»

p u rv á k u ti

57

Püsan «El que nutre». Uno de los Aditya. Hermano (o esposo) de Süryä 24, 57, 76, 91 puskara

«Loto azul»

p üska ra

«Ovillo»

Putaña

393

«Hedionda». Demonio

279

La form a del cinco en los dados

q u in c u n x

Q uinto Veda Rädhä

393

Así se defíne tradicionalm ente al M ahäbhärata

G opi preferida de Krsna

Rähula

309

275, 280-81, 283

H ijo del Buddha y de Gopä

Raivataka

254

348-49, 368

Montaña cercana a Prabhäsa

298

Räjagrha Ciudad de Bihar. Fue sede del prim er concilio buddhista, reunido poco después de la muerte del Buddha 357, 379, 381,385 räjasüya

R ito de consagración del rey

Rambhä

Nombre de una Apsaras

301

«Jugo»; «sabor»; «emoción»

278

rasa

«Juego de la danza». Danza circu la r

rä s a lllä

Rati

«Placer». Esposa de Käma

ra tillla

311, 326

«Juego del placer»

280

107-08

117

«Gemas». Visiones aparecidas durante el batido del cubo del océano; entre ellas se encuentran Sol, Luna, las Apsaras, Uccaihsravas, Sri, Airävata, Dhanvantari, Kämadhenu, Kaustubha 233,235

ra tn a

Rauhina Á rbol inmenso, de cuyas ramas cuelgan los Välakhilya 18,21,24 re

«Alabanza»; «himno»

311

rddhipäda

«Fundamento del poder mágico»

377, 378

Recherche

Á la recherche du temps perdu de Marcel Proust

312 443

Renou

Louis Renou, indólogo, 1896-1966

Residuo

Sesa

60

385-86

Rg Veda «Saber constituido por los himnos». Recopilación de 1.028 himnos, divididos en diez libros (m óndala), pertenecientes al Veda epónimo 56, 57,67, 142,162-63, 170,174, 247, 311, 395 D er R in g des N ibelungen de Richard Wagner

R in g

«consumirse»

ris -

164

«Espacio de luz»

rocaná

312

255-56

RohinI «Leonada». Aldebarán

36, 63, 64

rs i «Vidente»

12, 60, 71, 75, 81, 83, 87, 95-99, 105-06, 107, 109, 114,159-61, 162-65, 167, 169,174,176, 179-83, 190,197, 201-02, 210, 226-27, 237, 244, 245-47, 255, 258-60, 276, 284, 301, 319, 325, 330-31, 334, 338, 360, 363, 366, 386, 394

Rsyasrñga rta

H ijo del rs i Vibhändaka. E rm ita ñ o

183

«Orden»; «verdad». H einrich Lüders dedicó una buena parte de los dos volúmenes (inconclusos) de su V aruna a demostrar cómo y por qué ambos significados son complementarios 160,247 «Provisto de verdad»

rtd va n

247

Rudra «Aullante» o «leonado», según los antiguos etimologistas. Antecedente de Siva 50-55, 60, 62-63, 67, 191, 200, 232, 237 Rudra Once divinidades que, ju n to a los Vasu, los Aditya y los dos Asvin, componen el conjunto de los treinta y tres dioses védicos 24, 32, 40, 144 R ukm inI rüpa ru v a n t

Primera m ujer de Krsna

«Forma»

321-23

140

«Rugiente»

261

«Lugar de reunión»; «sala de audiencias» 165,369

sabhd

151, 159-60,

Nombre adjudicado a la muchacha que participa en el rito de la asvam edha 151

sahä

Sahä 444

Nombre de una Apsaras

301

Sahadeva E l más joven de los Pandava, gemelo de Nakula. H ijo de Dasra, uno de los Asvin, con M ädrI, segunda m ujer de Pándu 293-94, 296, 320 Säkalya

Brahmán de los Kuru-Pañcála

187

«Potencia». L ása te'po r excelencia es la pareja deSiva

s a k ti

116

Sakuntalá H ija de Visvám itra y de la Apsaras Menakä. Del rey Dusyanta engendra a Sarvadamana, después llamado Bharata, emperador de la India 318 Säkya Tribu real a la que pertenecía el Buddha; de a llí que fue­ se llamado Sákyamuni, el «Sabio de los Säkya» 345, 351, 368, 370 sala

Shorea rob usta , V atica robusta. Árbol resinoso, común en In ­

dia

346, 386, 388

Salavatl Sálva

Localidad de Kosala

T ribu asentada en las riveras de la Yamunä

Sämasravas sam l

376

Discípulo de Yájñavalkya

239

184

A cacia sum a, M im osa sum a, Prosopis spicigera. Árbol de la

fam ilia de las acacias Samjayin V airatiputra 350, 389 s a m jiv a m vidyä

332, 334 Filósofo contemporáneo del Buddha

Ciencia de la resucitación

232-33

Sämkhya Escuela de pensamiento. Una de las seis principales es­ cuelas de la filosofía india 163 sam nyäsin

«Renunciante»

349

sam pad «Lo que cae conjuntam ente»; «equivalencia»

33, 35

«Migración». Círculo de los renacimientos. Devenir feno­ ménico 308

sam sära

Sämtanu Rey de la dinastía lunar. Padre de Bhlsma. Esposo de Satyavatl y padre de V icitravirya 316 sa m ta ti

Sáñcl

«Continuidad»

139

En el Madhya Pradesh, lugar santo del buddhismo

174 445

Sandhyä

«Conjunción»; «Crepúsculo». H ija de Brahma

Sannati säntarasa

H ija de Daksa y V irin i

75

«Sabor de la paz»

337

58

Saptarsi Los siete rs i que habitan en los astros de la Osa Mayor, lla ­ mados tam bién de prim era línea, para indicar su anterioridad con respecto al resto de los rs i y la antigüedad de las tradiciones que dan testim onio de ellos: Bharadväja, Kasyapa, Gotama, A tri, Visvämitra, Jamadagni, Vasistha. Los rs i de segunda línea, que predominan en la épica, son M anci, A tri, Añgiras, Pulastya, Pulaha, K ratu y Vasistha. En algunas ocasiones, Bhrgu es conside­ rado como rs i de segunda línea 113,162,166-67,178,199,203 Sarama

Caña de Indra

247, 249, 307

Saranyü H ija de Tvastr, gemela de Trisiras. Esposa de Vivasvat, madre de Yam ay Yamí, y de los Asvin 215, 218-19, 220 Sarasvatí «Fluyente». Pareja de Brahma. Río sagrado del Panjab, cuyas aguas se pierden en las arenas del Rajasthan 24, 71, 81, 91, 179-80,211,213,238 Saravanodbhava Skanda 129 Säriputra

«Nacido en un aguazal de cañas». Nombre de

Discípulo del Buddha

357-59

Särnäth Lugar, en las cercanías de Väränasi, donde el Buddha dio in icio a su predicación 61 Sarva

«Arquero». Nombre de Rudra

Sarva

«Todo». Nombre de Rudra

Saryäti

54

54

Rey. H ijo de Manu, padre d i Sukanyá

207-08, 212, 225

«El Brähmana de los cien senderos». Es el Brähmana más im portante e intrincado; se atribuye su autoría a Yajñavalkya 208

Satapatha Brähm ana

Satarüpä «Aquella que tiene cien formas». H ija y esposa de Brahmä 71-73 Satí «Aquella que es». H ija de Daksa y V írinl. 119,121 446

81-93, 96, 98, 111,

«Sesión». R ito sin daksina, que puede durar desde doce días hasta, en teoría, cien años 202, 306

sa ttra

«Ser»; «claridad». Uno de los tres «hilos» (gana) de que se compone el mundo 394

sa tiva

«Verdad»

satya

satyaväkya

155

«Palabra de verdad». Ordalía de la palabra

376

Satyavatl Nace del semen del rey Uparicara tras ser ingerido por un pez, que es la Apsaras Adrikä. Junto al brahmán Parásara en­ gendra a Vyäsa. M ujer de Sámtanu 313-16, 336 Savitr «Aquel que da impulso». Forma del Sol. Uno de los Aditya 24, 76 S ávitrI

«Hija de Savitr». Esposa de Brahmä

Säyana

Comentador de los Veda, m urió en el siglo X IV

Señor de la Montaña Señor de las Criaturas

Parvata, Him avat Prajäpati

Señor de los Animales Siva

71

109

39

92, 99

Señor de los Rebaños

Pasupati

Señor de los Residuos

Västupa. Epíteto de Siva

126

Señores del Ornamento Subháspáti Serpiente sesa

179

208

225

Naga 14, 15-16, 23, 71, 105, 126, 253, 354, 385

«Residuo» 385, 393

Sesa «Residuo». Serpiente sobre la que reposa Visnu flotando so­ bre las aguas. También llamada Ananta 198, 306, 385, 386, 393 Sí

A tm a n

29, 53, 85, 114, 153, 189, 204, 224, 330, 364, 367, 394

Siddhärtha «Aquel que ha alcanzado la meta». Nombre del Bud­ dha 60, 140, 349 Madera usada para construir la maza con la que se gol­ pea al perro al in icio de la asvam edha (se trata probablemente de Lagerstroem ia in d ic a ) 139

sidh ra ka

447

Siete Hermanas Los siete ríos celestes. «Las jóvenes hijas del cie­ lo, que no comen n i pueden ser heridas, no se visten n i están desnudas» (Rg Veda, 3, 1, 6) 254 Siete Sabios Sindhu

Saptarsi

E l río Indo

162 81, 171

S irio Estrella de la constelación del Can Mayor, en los lím ites de la Vía Láctea. Es Rudra, el Arquero 63 Sisupála Rey de los Cedos, aliado de los Kaurava contra los Pándava 330 Siva «Propicio»; «Afortunado»; «Benévolo». Rudra es su antece­ dente. Forma parte, jun to a Brahma y Visnu, de la T rim ürti, defi­ nida por Kalidasa como «un único cuerpo dividido en tres fo r­ mas. Cada uno de ellos puede ser el prim ogénito o el más joven con respecto a los otros» (K um ärasam bhava , 7, 44) 67-68, 73, 83-101, 105-30, 183, 233-34, 283, 319, 324, 332-35, 384 Skanda «Chorro». H ijo de Siva y de Párvati, dado a luz por seis de las K rttikä 129-30, 247 Smara S m rti Sol

«Memoria». Epíteto de Kama

115

«Recuerdo». H ija de Daksa y V irin I

Sürya

75

124, 194, 216, 219-20, 222-23, 233, 249, 328

«Exprimido»; «jugo». Planta que induce la ebriedad. A lo largo de los siglos ha sido identificada con numerosas especies botánicas, tanto en India como por parte de los indólogos occi­ dentales. A p a rtir de los Brahmana fue sustituida en el rito -de­ bido a que ya no se disponía de e lla - por Ephedra, Sarcostem m a y otras epífitas. En 1968, R. Gordon Wasson propuso id e ntifica r el som a con el hongo alucinógeno A m a n ita m uscaria. Pero se­ gún D. S. Flattery se trataría, en cambio, de otra especie alucinógena: Peganum harm a la 14, 16, 21-24, 41, 53, 111, 143, 147, 161, 166-67, 171, 198, 212-13, 215, 218, 225, 227, 231, 236, 238, 240-41, 244, 246, 254-58, 260, 332, 333

som a

Soma Rey divino compuesto de la sustancia llamada som a 75-76, 81, 83, 124, 197, 237, 242-43, 253-58, 305 Sombra 448

Chaya

220

24,

«Fe»; «confianza»

sraddhä sram ana

Sri

«Asceta»

43, 193

389

«Esplendor del mundo». Aflorada durante el batido del cubo del océano, se convierte en pareja de Visnu 233,319 «Derramarse»

s rj-

52

«Aquello que se oye». Revelación, térm ino utilizado para de­ signar el conjunto del Veda 169

s ru ti

Sthüra G rh a p a ti de un grupo de oficiantes de un sa ttra a lo lago del recorrido de la Sarasvatl 239 Subhadrä «Dichosa». Hermana de Krsna. Esposa de Arjuna. Ma­ dre d i Abhim anyu 289, 298-99 Subhadra Vagabundo, últim o discípulo convertido por el Buddha 389-90 Subháspáti

«Señores del Ornamento». Epíteto de los Asvin

225

Suddhodana Noble de los Säkya de Kapilavastu, padre de Siddhärtha Gautama, más tarde llamado el Buddha 345, 347, 349, 351-53 Sujätä «Bien nacida». Muchacha de Uruvilvá, en los tiempos del Buddha 354 Sukanyä

«Buena hija». H ija de Saryäti

207-14, 225-26

Sunahsepa «Miembro de perro»; «Cola de perro». H ijo del rs i Ajlgarta Sauyavasi 57 «Vacío»

sünya

Supami

364

«Aguileña». Otro nombre de Vinatä

Sürya

«Hija del Sol»

Süryä

«Sol». H ijo de A d iti y Kasyapa

13

214, 225-26 13, 24, 57, 124, 328

Canal central, situado en el in te rio r del eje cerebro-espi­ nal, a través del cual asciende Devi Kundalim 333

susum nä

süta sü tra

Casta de aurigas, heraldos y bardos

328

«Hilo»; «regla» enunciada con la m ínim a cantidad de pala449

bras, en fórm ulas un tanto algebraicas, con frecuencia despro­ vistas de verbo. En el buddhismo, esta palabra adopta la conno­ tación más am plia de «discurso» del Buddha 173, 384 sva-

«Por sí»; «en sí»; «auto-»; «propio» M ujer «propia», legítim a

svaklyä

«Mundo luminoso»

svargaloka svásr

«Hermana»

Svasti

70, 240

280-81 238

57

«Bienestar». Uno de los nombres de Devi

24

Designación de los la d rillo s «naturalmente horada­ dos» que se disponen en el altar del fuego 44

svayam ätrnna

«Autoexistente»

svayam bhü

Svayamprabhä

30

Nombre de una Apsaras

301

«Elección autónoma». Ceremonia en la que la futura esposa elige a uno de sus pretendientes, después de que éstos se hayan sometido a una prueba de destreza 295, 299, 327

svayam vara

Taksaka 306

Rey de los Naga, que vive en el bosque de Khändava

Tändava

Danza cósmica de Siva

TantrI

H ija de Mära

92

355-56

«Ardor». De la raíz indoeuropea tap-, de donde proviene tam bién el la tín tepeo. Se lo tradujo durante mucho tiem po con m últiples térm inos (au stérité s,penance, K asteiung, ascése); tapas es al mismo tiem po el ardor cósmico y el ardor interno de la mente, asim ilable al de la incubación (en Deussen aparece oca­ sionalmente como B rü tu n g ) 20, 29, 33, 72, 75, 77, 84-86, 90, 96, 99, 107-10, 115, 117-18, 120, 121, 123, 124-26, 130, 137-38, 162-63, 169, 178-79, 182-183, 186, 197, 210, 215, 219, 232, 300, 364

tapas

M ujer que practica el tapas

ta p a svin i

Täraka

Poderoso Asura

96

106-07, 110, 126-28, 130

«Eso eres tú» (Chändogya U panisad, 6, 8,7), una de las «grandes sentencias», m ahäväkya, de las Upanisad 364

ta t tvam asi

450

ta th a

«Así»

353

Tathägata «Aquel que ha venido así». Nombre que el Buddha se dio a sí mismo 140, 353, 357, 371, 374, 377, 379, 389 «Ser así»

ta th a tä

Tauro

353

Constelación situada entre O rion y las Pléyades

63

Taxila Taksasila, ciudad del noroeste de la India, actualmente en te rrito rio de Pakistán, cerca de Rawalpindi 310 «Llama». Potencia luminosa, manifestación del tapas 178

73,

tejas

Construcción rectangular, con columnas, en la que se llevaba a cabo una parte de los m isterios de Eleusis 160

telesterion

Tiempo

Kala

Tierra

P rthivi

Tiresias Todo

52-53, 294, 327, 338 32, 122,324

Vidente de Tebas

312

Sarva. Nombre de Rudra

Todos los Dioses Tolstoi

Visvedeväh

54 144

L. N. Tolstói, 1828-1910

Tortuga

Kürm a

39

126

Treinta y tres Los Deva: los doce Äditya, los ocho Vasu, los once Rudra y los dos Asvin (o, según otras tradiciones, Dyaus y P rthivi, Cielo y Tierra) 126 Tremendo

Bhairava. Epíteto de Siva

73

Tres Canastas T rip ita k a . Las enseñanzas del Buddha fueron d ivi­ didas en Tres Canastas 382, 386 En el juego de los dados, número que deja un resto de tres. En la secuencia de los yuga, el tretäyuga viene después del k rta yuga 369

tretä

Tricéfalo

Trisiras

218

Trisanku

Rey de la dinastía solar, preferido de Visvám itra

202

451

Trisiras «Tricéfalo». H ijo de Tvastr, hermano gemelo de Sarañyu. T ambién llamado Visvarüpa 218 M etro védico compuesto de cuatro versos de once sílabas

tris tu b h

”22 Troya

312

Tusita

Morada celeste de los Bodhisattva

404, 428

Tvastr «Carpintero»; «Artífice». Padre de Saranyü y de Trisiras. Uno de los Äditya 24, 76, 194, 218-19, 220-2í, 240-41 tyád

«Esto»

174

Uccaihsravas «Aquel que relincha sonoramente». Caballo blanco, una de las «gemas», ra tn a , aparecidas durante el batido del cubo del océano 14,16,233 Uno de los cuatro oficiantes principales. Tiene por función el entonar los himnos rituales (sto tra ) del Säma Veda 143-44

u d g ä tr

Es la segunda parte, y la principal, del sto tra , trío cantado ejecutado por el u d g ä tr y sus asistentes 144

u dg ltha

udum bara

años

F icus glom erata. Según la leyenda, florece cada tres m il

188, 199,388

Ugradeva

«Dios terrible». Nombre de Rudra

54

Ugrasravas Vate que cuenta la historia del M ahäbhärata, que ha oído de Vaisampäyana 310 Ú ltim a

Uttarä

304

U lüpl

H ija del rey de los Naga. Esposa de Arjuna

Umä

De u m ä, «oh, no». Otro nombre de Pärvati

297 109, 117, 197

Uno-y-más A h g u tta ra n ikä ya , «conjunto de los [discursos] com­ puestos por uno o más versos». Nombre de una de las secciones en las que se divide el S u tta pita ka , una de las Tres Canastas de los discursos del Buddha 384 Upäli Barbero de palacio de Kapilavastu. Se une a los discípulos del Buddha 373 Upanisad 452

«Tratado sobre las correspondencias». Textos de asun-

to m etafisico; los más antiguos están escritos en prosa, los pos­ teriores en prosa y verso. Forma parte de los Veda 309, 364 Uparicara Rey. De su semen, ingerido por un gran pez, nace Satyavatl 313 Upaväna , Monge, discípulo del Buddha; fue su sirviente, antes de que lo fuera Änanda 387-88 Uravilvá 354

Localidad del Magadha, cercana a Bodhgayá

Urjá

H ija de Daksa y V lrin l

ü ru

«muslo»

350-51,

75

303

UrvasI Prim era de las Apsaras. Ascendiente de la dinastía lunar, a la que pertenecen los Pándava y los Kaurava 161-62, 260-66, 301-03, 305, 394 Usas

«Aurora»

Utpalim Uttarä

24, 49-53, 56-62, 64, 226

Nombre de un río

297

«Extrema». H ija de Virata. Esposa de Abhim anyu

304-05

U ttarakuru T e rrito rio fabuloso, inaccesible, situado en el extremo norte 304 väc

«Palabra»; «voz»

136, 191

Vác La diosa «Palabra»; «Voz» (latín: vo x) 256

32, 123, 191, 236-38,

Vaca de los Deseos Kámadhenu, vaca mágica poseída por Vasistha. Una de las «gemas», ra tn a , aparecidas durante el batido del cubo del océano 235 Vacas Go. Térm ino del lenguaje enigmático; las Vacas tienen veintiún nombres secretos 59, 160, 245-46, 248 Vadavä

La Yegua Submarina. De su boca sale una llam a, väda195

vägni, que evapora el agua del océano

Vaijayanta

Estandarte de Indra

300

Vais a ll Antigua ciudad del clan de los Licchavi, en el B ihar 372-73, 376-77

370,

453

Vaisampayana

R si, discípulo de Vyasa

306, 310

«Rayo», arma suprema forjada por Tvastr para Indra 164,301

118,

va jra

Vakuda

Lugar en el que se refugiaron los últim os Säkya

368

Vala «Caverna». Es la roca que oculta las Vacas y las Aguas 248

246,

Välakhilya R si que tienen la altura de un pulgar; han nacido de los cabellos de Prajäpati. Se les atribuye la autoría de los himnos 49-59 del octavo lib ro del Rg Veda 18-20 Varäha

«Jabalí». Tercer avatära de Visnu

275

VäränasI Nombre de la capital del reino de los Käsl, del que deri­ va, por deformación, Bañaras, a la que los ingleses llam aron Benares 61, 281, 346, 360 Väranävata Ciudad en la que los Pändava residieron durante una temporada; más tarde huyeron, tras el incendio de la casa de laca 293 Varga

Nombre de una Apsaras

va rn a

«Color»; «casta»

298

179

Varuna «Que todo lo envuelve». Uno de los Aditya 106, 144, 159-62, 243, 245, 258-61, 273, 362

24, 38, 58, 76,

V arüthinI

Nombre de una Apsaras

301

v a s a tlv a ri

Aguas «pernoctantes», utlizadas en los ritos del som a

260 Vasistha Nacido del semen de M itra y de Varuna vertido en una vasija. Es uno de los Saptarsi. La tradición le atribuye la autoría del séptimo m andola del Rg Veda 75, 77, 98, 160-63, 166, 176, 179-80, 193, 196, 202-03, 260 Västospati «Señor del lugar»; «Señor del residuo sacrificial». Nombre de Rudra 54 Vasu Conjunto de ocho divinidades, entre las que se encuentran Soma, Agni y Väyu. Junto con los Aditya, los Rudra y los Asvin form an el conjunto de los treinta y tres dioses védicos 24,32,40 454

Vasuki Serpiente, uno de los reyes de los Naga, utilizado por los Deva para el batido del cubo del océano 121, 232 «Favorita». Segunda en la categoría de las esposas del rey 137,152

vävätä

Väyu «Viento». Dios que engendra a Bhlm a jun to con K untI 118,196 Veda «Saber». Complejo de textos que comprenden los libros de himnos, los Brähmana, las Upanisad, las Aranyaka y los Sütra; se dividen en Rg Veda, Säma Veda, Y ajur Veda y Atharva Ve­ da (aunque este últim o es excluido en algunas ocasiones; enton­ ces se habla de los «Tres Vedas») 16,23-24,31,87,116,135,142, 162,170-71,174,196,237,241-42,278,292,317,331 veda

«Saber»; «conocim iento»

vedi

«Altar»

169

147

Venuvana «Bosque de los Bambúes», uno de los parques preferi­ dos del Buddha 372 Verdad v i-

Rta. Satya

160

Prefijo que indica separación

52

Vía Láctea Flujo de las aguas celestes. Franja blancuzca que cruza la esfera celeste y que comprende cerca de cien m il millones de estreUas 63, 122-23, 239, 254 V icitravlrya H ijo de Sämtanu y Satyavati. Esposo de Ambikä y Ambälikä 314,316-17 Videha

Pueblo establecido al noreste de la India

184, 186

V idura H ijo de Vyäsa y de una doncella de Ambikä, tío de los Pändava y de los Kaurava 293 Viento

Vayu

118

Vientre de Lobo

Vrkodara. Epíteto de Bhlm a

Vijayä Doncella de Parvatl V ikram pur

109, 122

Ciudad de Bengala

Vimalakaundinya

296

281

H ijo de Äm rapäll

371 455

Instrum ento de cuerdas, emblema de Sarasvati

v in a

284,290

Vinatä H ija de Daksa. Hermana de Kadrü. Madre de Gañida y Aruna. Según el S atapaiha B rähm ana, 3, 2, 4, 1, Kadrü y Vinatä eran dos m äyä, «formas mágicas» invocadas por los Deva para conquistar el som a 11-16, 24, 257 Vináyaka «Sin marido». Epíteto de Ganesa, a quien Parvati en­ gendró sola 119 Vipäsä v ip ra

Río del Panjab

«Vibrante». Otra form a de llam ar a los rs i

Vlrabhadra v ira h a v irä j

180

M anifestación aterrorizante de Siva

«Separación»

162 90-91

281

M etro védico de cuatro versos de diez sílabas

V irata

Rey de los Matsya («Peces»). Padre de U ttarä

V irin I

Esposa de Daksa

Virüdhaka

162 304, 326

75, 84, 89

Rey de los Kosala

368

Visnu «El que todo lo invade»; de vis-, «entrar», o vy-as, «pene­ trar», «invadir». «Pues él todo lo penetra» (Väyu Püräna, 5, 36). Es uno de los Äditya 24, 72, 92, 97,106-107,127,183,'198, 21617, 232-33, 235-36, 260, 275, 306, 318, 324, 329, 332, 385, 393, 394-95 v is rj-

«Expanderse»; «expulsar»

52

Visvämitra «Amigo de todos». Uno de los Saptarsi. Según la tra d i­ ción, autor de gran parte del tercer y cuarto m óndala del Rg Veda 162-63, 166, 176, 179-80, 194, 198, 319 Visvarüpa «Omniforme». Otro nombre de Tvastry de su h ijo Trisiras 218,241 Visvávasu Visvedeváh

«Benéfico a todos». Uno de los Gandharva «Todos los Dioses»

236

144

Vivasvat «Radiante»; «Brillante». E l Sol. Es uno de los Aditya 24, 76,216,219-22 Voz 456

Väc

237

Vraja Vmdavana. Lugar cerca de M athura en el que Krsna se en­ contraba con la s gop i 274,276 vrä ta

«Banda»; «hermandad»; «grupo iniciático»

vra tá , vra ta

«Modo de vida»; «voto»

200

200

«Miembro de una compañía errante (vräta )», ligada por un voto, vra ta 200-203, 369

vrätya

Vrddhaksatra

Padre de Jayadratha

331

Vrndävana Lugar de los placeres de Krsna y de Rädhä. Existen un Vrndävana celeste y un Vrndävana terrestre, llamado también Vraja, cerca de M athurä 281, 283, 285 Vrsni

Pueblo al que pertenece Krsna

295, 298, 326

V rtra «Obstrucción»; «Obstáculo». Su madre es Danu. En otros casos, nace de los restos del som a bebido por Indra 22, 44, 240-44, 247 Vyäsa H ijo de Satyavatl y Parasara. Padre natural de Pändu, Dhrtarästra y Vidura. Según la tradición, fue quien ordenó el Rg Veda y escribió el M ahäbhärata 163, 306-07, 310-12, 314, 316-19, 325, 336-38 Wagner

Richard Wagner, 1813-1883

W ittgenstein

312

Ludwig W ittgenstein, 1889-1951

258

«Aquel que sabe así». Fórm ula recurrente en los Brähmana y en los Upanisad 176

ya evam veda

ya jñ a

«Sacrificio»

243

Yájñavalkya

R si nombrado al fin a l del decimocuarto lib ro del Satapatha Brähm ana como autor de toda la obra 114,174,184-

85, 186-89, 192, 198, 204, 319, 330 Yaksa

«Misterioso». Genio, demonio. La palabra aparece en Jaim in ly a B rähm ana, 3, 203, con el significado de «elemento o ser

prodigioso». Todas las divinidades indias, incuido el Buddha, son ocasionalmente definidas como Yaksa 86,196-97,349 Yama «Gemelo». H ijo de Vivasvat y Saranyü. Hermano gemelo de Yamí. Rey de los muertos 219, 222, 327 457

Yam i «Gemela». H ija de Vivasvat y Saranyu. Hermana gemela de Yama 219,222 Yamunä Río sagrado, h ija de Vivasvat. Está en relación sim bólica con Ganga, como el Sol respecto a la Luna 269, 271, 272-74, 279, 285, 289, 292,312-13 Yasodä

Madre adoptiva de Krsna

Yegua Yo

Submarina Vadava

Aham

270, 274-75, 282

195,291

53,224

Poema de unos veintiocho m il sloka, «estrofas», compuesto probablemente en Kashm ir entre los siglos VIII y X III d.C. 7

Yogaväsistha

Unidad de longitud, equivalente a quince kilóm etros apro­ ximadamente 387

jo ja n a yoni

«Vagina»; «matriz»; «manantial»

312

Yudhisthira E l mayor de los Pandava. Engendrado por Dharma y K u n ti, la prim era esposa de Pändu, su padre putativo 136, 293-94, 296, 297, 311, 315, 320, 325-27, 337-42 yuga

«Eón»

y upa

«Poste» al que se atan las víctim as sacrificiales

Zodíaco

458

369

Franja celeste que corresponde a la eclíptica

160, 190 314

NOTA SOBRE LA PRONUNCIACIÓN DE LOS TÉRM INO S SÁNSCRITOS

La a es cerrada, s im ila r a la u en el inglés b u t) las vocales ä, i, ü son largas: p. ej., I se pronuncia como ee en el inglés feet, no como la i larga de f i t ; r es una vocal y se pronuncia apoyándola en una i o en una u poco señaladas. La e es cerrada como pésce, la o es cerrada como en p o ltro n a . La g es siem pre dura: p. ej. g itä se pronuncia g h ita ; la c es siem pre suave: p. ej. c a kra se pronuncia c ia k ra ) la ; y la g tam bién son suaves: A rjuna se pronuncia A rg iu n a . L as es siem pre sorda, come en sette, y nunca sonora, como en rosa; s y s equivalen aproxim adam ente a la se de scena. De a llí que rs i se pronuncie ris c i. Las oclusivas aspiradas k h , g h, ch , jh , th , d h ,p h y b h son fo ­ nemas únicos, y se pronuncian agregando una aspiración a la consonante: p. ej. p h se pronuncia como en la palabra inglesa to p -h a t, no como en telephone, en tanto que th se pronuncia como en d ir t heap, no como en th in k o fa th e r. La ñ es como la n de p a n c ia ; el grupo (jñ ) suena como d n y, h es una aspiración sonora, como en el inglés in h e re n t. E l acento cae sobre la ú ltim a vocal larga (p. ej. P ra jä p a ti se pro­ nuncia P ra giáp ati). Además de ä, l, ü , son largas las vocales e y o .E n cuanto a su posición, son largas todas las vocales seguidas de grupos consonánticos. Si la palabra no posee vocales largas, el acento cae sobre la antepenúltim a o la anterior a la antepenúltim a sílaba (siem­ pre que ésta sea sílaba radical). P. ej. G áruda, G ó tam a,srám ana. En algunas palabras típicam ente védicas el acento agudo se­ ñalaba el tono m usical llam ado u d ä tta , que consistía en una ele­ vación de la voz, pero que ha desaparecido en el sánscrito clásico. 459

AKSAMALA

Como en una a ksam älä, co lla r de «nueces», aksa, que se usa­ ba para ju g a r y era a veces asim ilado con a ksara, «sílabas», se aportan aquí algunos nom bres que han co n trib u id o a que este li­ bro pudiera ser escrito. V. S. Agrawala; A. H. A nquetil-D uperron; André Bareau; É m i­ le Benveniste; Abel Bergaigne; M adelaine Biardeau; M aurice B loom field; H . W. B odew itz: J. F. K. Bosch; W. N orm an B row n; J. A. B. van B uitenen; Eugene B um ouf; W ilhe lm Caland; Jarl C harpentier; A. K . Coomaraswamy; A la in Daniélou; René Daum al; H erta von Dechend; Joachim Deppert; Paul Deussen; W endy D oniger; Georges D um ézil; Louis D um ont; P.-E. D um ont; Julius Eggeling; R obert E isler; H a rry Falk; M aryla Falk; A l­ fre d Foucher; K . F. Geldner; R aniero G noli; Jan Gonda; René Guénon; H erm ann G üntert; J. W. Hauer; J. C. Heesterm an; G. J. Held; V ic to r Henry; A lfred H illebrandt; K a rl H offm ann; E. W. Hop­ kins; H erm ann Jacobi; K. F. Johansson; P. V. Kane; A. B. K eith; W illib a ld K irfe l; Stella K ram risch; H erta K ric k ; F. B. J. K uiper; Sylvain Lévi; H e in rich Lüders; A. A. M acdonell; Charles M alam oud; M arcel Mauss; M anfred M ayrhofer; A rm and M inard; J. E. M itch in e r; M ax M ü lle r; Paul M us; B oris O guibenine; H erm an Oldenberg; Jean P rzyluski; W alpola Rahula; W ilhe lm Rau; Louis Renou; Claudio R ugafiori; G iorgio de S antillana; Leo­ pold von Schroeder; É m ile Senart; D. D. Shulm an; L ilia n S ilbum ; F rits Staal; Theodor Stcherbatsky; H e in rich von Stietencron; Paul Thiem e; Edw ard Thomas; L. B. G. T ila k; Jean Varenne; R. G. Wasson; W. D. W hitney; Stig W ikander; M o ritz W in te r­ n itz; M ichael W itzei; H e in rich Z im m er jr.; H e in rich Z im m er sr. 461

Roberto D onatoni y G iovanna G h id e tti han seguido de cerca e l texto, prestando a te n ció n a cada u n o de los detalles.

A todos ellos quiero expresar m i g ra titu d .

462

ÍN D IC E

I ....................................

9

I I ... .................................................................

27

I I I ..............................................................................................

47

IV . . ..........................................................................................

65

V

................

VI

79 103

V II .............................................................................................. 131 V I I I ............................................................................................. 157 IX ................................................................................................. 205 X ............................................... X I...

229

.......................................................

251

X II .............................................................

267

X I I I .............................................................................

287

X I V ............................................................................................... 343 XV

391

F uentes .......................................................................................... 397 G lo s a rio .......................................................................................... 409 N o ta sobre la p ro n u n c ia c ió n de lo s té rm in o s s á n s c rito s A k s a m ä lä ...........................................................

. . . . 459 461