José-Miguel Ullán: Por una estética de lo inestable
 9783954877812

Table of contents :
Índice
Introducción
Una Poesía Contra El «Tercero Excluso»
La Poesía No Tiene Sentido
Una Apuesta Por La Irresolución Del Conflicto
Dislocaciones Discursivas
Apuntes Finales
Selección Bibliográfica

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JOSÉ-MIGUEL ULLÁN Por una estética de lo inestable Rosa Benéitez Andrés

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JOSÉ-MIGUEL ULLÁN POR UNA ESTÉTICA DE LO INESTABLE

Rosa Benéitez Andrés

Iberoamericana - Vervuert - 2019

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Este libro ha contado con el soporte del “Proyecto de investigación 463AC01 (Universidad de Salamanca, Programa 1C, 2017-2019)” y de las “Ayudas para la Difusión de Resultados. Programa V: Difusión de resultados de investigación” de la Universidad de Salamanca. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2019 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2019 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-002-1 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-780-5 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-781-2 (e-book) Depósito legal: M-1811-2019 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Índice

Introducción.......................................................................... 11 Una poesía contra el «tercero excluso».............................. 17 Discursos binarios................................................................ 24 Formas y contenidos............................................................ 29 Poesía y experimentación...................................................... 33 Lo nuevo y lo «novísimo»..................................................... 41 La condena al silencio.......................................................... 47 La poesía no tiene sentido......................................................... 57 Hegemonía visual................................................................. 66 Sonido, oralidad y escritura.................................................. 69 Rumores ajenos.................................................................... 75 El recuerdo sonoro: memoria y experiencia acústica........ 79 Los sonidos como objetos melancólicos........................... 95 La creación de “paisajes sonoros”..................................... 108 Actitud de escucha............................................................... 118 Una apuesta por la irresolución del conflicto................. 133 La ironía de las apariencias................................................... 138 El núcleo irónico.................................................................. 149 La apertura semántica.......................................................... 154 La ambigüedad como principio y fin............................... 165 Un discurso disruptivo.................................................... 171 Dislocaciones discursivas..................................................... 183 Contra el contra que las amamanta........................................ 183 La fiebre constructora de las ideologías............................... 188 El rechazo subversivo........................................................ 192

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La escritura de la lectura....................................................... 196 Leer y perturbar.............................................................. 196 Fragmentación y montaje................................................ 204 La contradicción barroca................................................. 217 Plástica y palabra.................................................................. 224 Apuntes finales....................................................................... 237 Selección bibliográfica......................................................... 243

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En lo que se denomina filosofía del arte suele faltar una de las dos cosas; o la filosofía o el arte Friedrich Schlegel

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INTRODUCCIÓN

«Soy felizmente inestable», declaraba José-Miguel Ullán en una breve noticia periodística del año 19851. Una afirmación con la que, acaso, el poeta parece aludir no sólo a las condiciones en las que se desarrolla su día a día, sino también, y quizá muy especialmente, al sentido de su escritura. Ya un primer acercamiento a la poesía de este autor permite detectar ciertos rasgos que ayudan a confirmar esas palabras. La variedad de formas, materiales, ideas o posturas que se perciben en su obra representa la cualidad más evidente para cualquier lector que se aproxime a sus textos. Caracterizar así su método de trabajo, las técnicas que emplea, los recursos a los que otorga especial atención o los diferentes procedimientos disciplinarios contenidos en su producción contribuye, sin duda, a ilustrar la actividad discursiva del autor. Pero no es suficiente. Esa complejidad constitutiva tiene que ver también con una actitud frente a las prácticas artísticas y, sobre todo, ante la realidad. Se trata precisamente de eso, de las relaciones que un poeta mantiene con lo real a través de determinado ejercicio lingüístico, de su estética. La poesía de José-Miguel Ullán tiene la virtud de haber resultado incómoda a muchos de los componentes de nuestro sistema literario nacional, desde los propios lectores hasta la institución que la (des)legitima. Este poeta practicó una escritura del desvío que no siempre ha contado con una lectura acorde a las propuestas que estaba tratando de plantear. De manera obstinada, ciertos análisis de la poesía española comtemporánea han querido ver en él a un extravagante “poeta social”2, en sus inicios, que tras quedar fuera del canon novísimo y coquetear con la neovanguardia se entregó, ya al final de su carrera, a la poesía pura o “del silencio”. Estas interpretaciones han generado una imagen del 1



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Palabras de José-Miguel Ullán recogidas por J.-I. G. en «José-Miguel Ullán presenta su Tatuaje para la noche de los miércoles», ABC, Madrid, martes 9 de abril de 1985, p. 110. El uso de las comillas “inglesas” servirá en este libro para destacar términos, expresiones o conceptos, frente al empleo de las comillas «españolas» con las que, como resulta habitual, se señalarán las citas textuales.

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escritor que, en ningún caso, se ajusta a la variabilidad con que Ullán hizo frente a la actividad literaria. Su empeño por permanecer en un espacio alejado de disyunciones ortodoxas y en continua transformación aniquila cualquier tentativa de adscripción firme a categorías clausuradas y excluyentes. Los intentos por subvertir las lógicas representativas de la tradición occidental —donde el ejercicio de la escucha se vuelve piedra angular—; el deseo de fomentar la ambigüedad de la palabra poética o la tenacidad con la que quiso evidenciar la manipulación de los discursos constituyen parte de los mecanismos empleados por Ullán para combatir la normalización lingüística. Por eso, acercarse a su poesía exige poner en práctica un tipo de atención inquieta, que contrarreste el excesivo sosiego al que se ha ido acostumbrando la mayor parte de la crítica. Resulta preciso alterar las pautas de lectura más habituales si lo que se pretende es calibrar el alcance de una poética de signo inestable. Por eso, este ensayo busca poner en crisis las exégesis convencionales que se han ocupado del contexto creativo y de producción en el que trabajó José-Miguel Ullán, así como proponer una aproximación a su estética que logre atestiguar el valor de esta escritura. Conviene aclarar que esta propuesta de estudio sobre el conjunto de textos poéticos publicados por Ullán responde a dos intereses esenciales. Por un lado, destacar la figura de uno de los más importantes y desconocidos poetas de nuestra modernidad artística, dentro de un sistema literario que probablemente haya fracasado en su respuesta a los planteamientos del autor. La desigualdad de buena parte de los acercamientos realizados a esta obra constituye, pues, una de las primeras razones que llevan a preguntarse por qué la poesía de José-Miguel Ullán posee un lugar tan difuso en el escenario poético de lengua española. Su exigua presencia en los tratados sobre poesía contemporánea o las genéricas caracterizaciones con las que tiende a describirse su trabajo ponen de manifiesto la necesidad de volver tanto sobre esos procesos discursivos como sobre la propia obra del autor, para tratar de discernir las razones que han generado una articulación ideológica como la que describe este panorama literario. Por otro lado, esta misma condición, la que coloca a Ullán en una confusa trama de identificaciones e interpretaciones, abre otra interesante perspectiva desde la que iniciar nuestro acercamiento: si la poética ullanesca representa un punto discordante en el que fue su contexto creativo, puede que el propósito del autor fuera precisamente ése, es decir, alterar cualquier tipo de convencionalismo y normatividad en el

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Introducción

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terreno de la escritura. De esta manera, la segunda de las motivaciones que alientan este trabajo obedece a la exigencia de, por un lado, tener en consideración un tipo de programa estético que se aleja de los modelos más gregarios y equilibrados e, incluso, se resiste a ser “inventariado”, y, por otro, conocer las razones que le llevan a adoptar tales actitudes. Únicamente actualizando los modos con los que hasta ahora ciertos análisis literarios han juzgado la variabilidad y el disentimiento en poesía resultará posible formular una imagen más acorde a esta clase de escritura. La complejidad que se desprende de ambas tentativas —comprender esta poética sin subsumirla a parámetros explicativos ajenos y generalistas, situándola al tiempo en su contexto productivo y de recepción— obliga, no obstante, a mantener una escrupulosa cautela tanto al aproximarse a la producción literaria de Ullán, como a los estudios que desde diferentes disciplinas y posturas teóricas la han abordado. Nivelar el peso de ambos factores, es decir, del idiosincrásico y el comunitario, será la guía que oriente el examen de esta poética. Al tratarse de un estudio enfocado de manera exclusiva en la poesía de José-Miguel Ullán, su principal objetivo radica en distinguir la excepcionalidad de esta escritura más que en acentuar las concomitancias con otras poéticas o autores. No obstante, para esto resulta igualmente fundamental constatar qué tipo de relaciones mantuvo el poeta tanto con las escrituras y actividades artísticas que le fueron afines, como con algunas de las problemáticas más representativas de la poesía contemporánea. Eso sí, dirigiendo siempre el análisis hacia la singularidad de la práctica ullanesca y su entidad como conjunto. Las dificultades que muchos historiadores, críticos o teóricos de la literatura han encontrado a la hora de definir una línea constante en la poética de José-Miguel Ullán induce a pensar que ese obstáculo no debería salvarse, sino por el contrario ser puesto en evidencia. Asimismo, las diversas categorías desde las que los estudios generales sobre literatura española contemporánea han tratado de explicar la poesía del autor acusan una clara tendencia a proporcionar más momentos de excepcionalidad que firmes adhesiones a la regla. Por este motivo, la pretensión de constatar que esta poética mantiene un especial interés por perturbar cualquier patrón o directriz inalterable demanda un acercamiento que sea capaz de respetar esa variabilidad. Este análisis intentará, por tanto, identificar las peculiaridades que rigen la conducta estética del autor, y los principios a los que ésta obedece, desechando cualquier tentativa aglutinadora que pudiera menoscabar las intrincadas relaciones entre lenguaje y realidad

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procuradas por la escritura de Ullán. Conviene evitar todo acercamiento basado en una concepción progresiva de su obra para centrar la atención en los núcleos de conflicto poético que ésta formula. Así nos ocuparemos, en primer lugar, del contexto creativo y teórico que envuelve a la poesía de este autor. El propósito perseguido en esas páginas será el de medir cómo el modo de estructurar la realidad poética española de tal periodo ha incidido en el proceso de formación y recepción de la poesía escrita por Ullán. Nuestra propuesta tratará de enfocar el estudio en la figura del poeta, pero sin renunciar por ello a trazar un panorama crítico del escenario poético nacional, que permita contrastar la efectiva adecuación entre los relatos allí ocasionados y la praxis ullanesca. O, por expresarlo en otros términos: ubicar a José-Miguel Ullán con relación a esos mismos paradigmas. Por eso, pondremos a dialogar esas líneas explicativas con las categorías que comúnmente han proporcionado un referente bajo el que situar al poeta. En concreto, habrá que evaluar la pertinencia de etiquetas como “poeta social”, “experimental”, “novísimo” o del “silencio”. La tarea consiste, por tanto, en determinar si esa tendencia al cambio que, en una tentativa inicial, evidencia la escritura del autor ha sido respetada por las narraciones críticas, teóricas e historiográficas destinadas a describir no sólo la poética de Ullán, sino también el conjunto de la actividad literaria española de finales del siglo xx. Las especificidades que presenta esta textualidad procurarán un sólido argumento desde el que valorar tanto las aportaciones distintivas de su poesía a la trama literaria española, como el lugar otorgado al escritor. De ahí que nuestro siguiente paso vaya encaminado hacia la que probablemente sea la singularidad más destacable del trabajo poético ullanesco con relación a la poesía nacional. Continuando con una de las preguntas más recurrentes en el espacio de la creación literaria española, a saber, cuál es la carga experiencial del poema y qué tipo de vínculos lingüísticos se establecen con aquélla, trataremos de resaltar las peculiaridades de la propuesta del autor. Nos fijaremos, así, en la especial relevancia que el poeta otorga al ámbito de lo sensorial dentro de sus textos, desde una línea que insiste en subvertir las lógicas discursivas de índole convencional. Este recorrido permitirá confirmar si, efectivamente, la poesía del autor se propone deslizar los focos de atención hacia contextos experienciales con una baja codificación literaria y que aún permanecen ajenos a la normalización —y su consecuente pérdida de contenido— del lenguaje administrado. Vamos a detenernos, pues, tanto en el origen y procesamiento de todo ese material de

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Introducción

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escritura, como en la disposición a la que posiblemente obedezca: una actitud estética volcada en la escucha. Si esta inclinación hacia la escucha, en detrimento de una supuesta primacía de la observación en poesía, pronostica una querencia especial por la voz ajena, cierta empatía, un modo peculiar de dar cabida a “lo otro” o lo que ha quedado fuera del sistema, todo ello va a colocar al sujeto poético ullanesco en un espacio enunciativo de marcado carácter crítico, además de hacerlo en un emplazamiento transversal —«Cuando todos opinan de todo, alguien tiene que reservarse para escuchar»3—. Parecería, entonces, que la lengua del poeta se compone de una gran cantidad de lenguas que tratan de sacar un mayor rendimiento no sólo denotativo, sino también connotativo al lenguaje. La multivocidad de la palabra poética será, así, una de las líneas que de un modo más obstinado recorra los textos del autor y, por tanto, guía fundamental para este estudio. Por ello, continuaremos examinando aquellos procedimientos de indeterminación semántica empleados por el poeta. El tratamiento irónico de la realidad que plantea esta poesía, así como sus figuraciones, ocuparán un espacio muy destacado en este trabajo. Sólo de esta manera será posible calibrar la naturaleza de este recurso en Ullán, así como el valor de una postura como ésta frente a lo poético, es decir, si el empleo de la ironía finalmente queda reducido a la simple recurrencia de determinada técnica retórica o si, por el contrario, obedece a un tipo especial de pensamiento estético. Desde algunas de las características propias al proceder irónico —la ambigüedad semántica, la yuxtaposición de enunciados muy dispares, la ausencia de síntesis o la incertidumbre lectora— el paso hacia otros recursos de irresolución discursiva en la poesía de Ullán se muestra como trayecto obligatorio. De esta forma, la última parte de este estudio abordará esos medios escriturales con los que el poeta insiste en el desbaratamiento de las lógicas significativas de carácter normativo y normalizado. No se trata únicamente del principal repertorio de métodos empleados por el autor, sino también de la poética que subyace a estos. Así, por ejemplo, serán fundamentales en este recorrido nociones como las de apropiación, montaje o hibridación, pero también algunos principios estéticos asociados a la vanguardia o el espíritu barroco. 3



Entrevista de Manuel Calderón al poeta, publicada en La Razón, Madrid, jueves 10 de abril de 2008, p. 46.

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A la vista de un panorama como el esbozado hasta aquí, resulta fácil intuir que la voluntad de las siguientes páginas reside en aproximarse a la poesía de José-Miguel Ullán con el máximo respeto por la complejidad que albergan sus textos y aquella tendencia hacia el cambio anunciada unas líneas atrás. Del mismo modo, todos los propósitos que se acaban de describir mantienen el interés por concretar cuáles son los rasgos que definen la poética de este autor, un programa estético encaminado a truncar el principio del «tercero excluso». En definitiva, este ensayo busca comprender las bases en las que se apoya una poética de signo inestable, así como su singularidad, al conectar el planteamiento concreto de José-Miguel Ullán con una parte del complejo entramado de prácticas —y teorías— artísticas que definen la estética del siglo xx.

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UNA POESÍA CONTRA EL «TERCERO EXCLUSO»

La poesía de José-Miguel Ullán representa un caso atípico dentro del contexto literario español. La variedad de categorías con las que su escritura ha sido analizada y clasificada dificultan la tarea de encuadrar a este autor dentro de alguna de las corrientes, grupos, generaciones o paradigmas hasta ahora definidos en los estudios literarios nacionales. Su rareza, entonces, vendría producida por esta falta de firmes asideros en los que apoyar una ubicación precisa y no contradictoria. Mientras que la identificación del trabajo de otros poetas españoles con determinados modelos estéticos resulta factible la mayoría de las veces —a pesar de las lógicas evoluciones de cada escritor en particular—, la labor poética de Ullán se resiste a cercar su espacio de actuación, a instalarse en un territorio bien delimitado, a adscribirse a una línea fija. Esta singularidad, que hace de él un autor de difícil tipificación, es la que explica ciertas incoherencias en los acercamientos críticos y teóricos a su obra. La aplicación de etiquetas como las de “poeta social”, “experimental”, “novísimo” o “del silencio” no ha conseguido agotar la complejidad de su poética. Resulta necesario, aún, volver sobre ella, sobre los discursos que la han abordado y sobre las relaciones que ésta puede mantener con otras propuestas, si lo que se pretende es comprender los planteamientos de Ullán. Es preciso subrayar cuáles han sido las interpretaciones generadas alrededor de su figura y cómo éstas conectan, se oponen o refutan los principales modelos o paradigmas poéticos establecidos por los estudios literarios españoles. Esta misma revisión es la que debe permitir detectar posibles fallas en algunas de esas interpretaciones, al contrastarlas entre ellas mismas y con la propia obra del autor. Sólo de esta forma cabe perfilar la posición de José-Miguel Ullán dentro del contexto general de la poesía española de mediados y finales del siglo xx. Una condición que, en buena parte, se articula de ese modo tan anómalo por la propia trayectoria vital y profesional de este poeta y su constante inclinación al cambio.

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Desde un pequeño pueblo de las Arribes de Salamanca —Villarino de los Aires, donde nació el 30 de octubre de 1944— se traslada a la capital de la provincia para realizar sus estudios de bachillerato, como interno, en el colegio salesiano de esta localidad. En 1959 se instala en Madrid, ciudad en la que inicia estudios de Filosofía y Letras y, con posterioridad, de Ciencias Políticas y Ciencias Sociales (matriculándose simultáneamente en la Universidad Complutense de Madrid y en la Universidad de Salamanca); cursos que le confieren una formación sólida, heterogénea y rastreable en buena parte de sus textos. Motivado por su firme oposición al régimen franquista y aprovechando un visado expedido para acudir a un encuentro de poetas jóvenes, en julio de 1966 decide irse a vivir a París, donde permanecerá hasta el año 1976, momento en el que regresa a España para cumplir el servicio militar obligatorio. Durante aquella década José-Miguel Ullán, bajo el estatuto de refugiado político, trabaja como periodista radiofónico en la ORTF (empresa pública de radiodifusión y televisión de la República Francesa), sustituyendo a Mario Vargas Llosa en el puesto que ocupaba en los informativos para emigrantes de habla castellana. En este contexto conocerá, entre otros, a Severo Sarduy y Ramón L. Chao. Primero como colaborador y posteriormente como responsable de France Culture, realizará una profunda labor de difusión literaria y cultural, con programas dedicados a autores de la talla de Antonin Artaud, Jean-Marie Gustave Le Clézio, Francis Ponge, René Char, Marc Chagall, Jean Genet, Paul Klee, Michel Butor, Marguerite Yourcenar, Philippe Sollers, Maurice Blanchot o Roland Barthes. También en este periodo se matriculará en los seminarios de este último pensador en la École Pratique des Hautes Études, así como en los impartidos por Pierre Vilar y Lucien Goldmann. La estancia en París le sirvió, del mismo modo, para entablar relación con escritores españoles en el exilio o de paso por la ciudad (José Ángel Valente o José Agustín Goytisolo), latinoamericanos afincados o asiduos visitantes de la capital francesa (Octavio Paz, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, José Emilio Pacheco, etc.) y artistas españoles que residirían allí algunas temporadas (Antonio Saura, Luis Fernández, Pablo Palazuelo, Eduardo Chillida, Eduardo Arroyo, Antoni Tàpies o Luis Gordillo). Incluso, en ella encontró la ocasión para realizar numerosos viajes a ciudades europeas como Milán (por motivos de activismo político), Moscú o Ginebra, donde, gracias a José Ángel Valente, comenzará una estrecha relación de amistad con la filósofa María Zambrano.

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Su vinculación con la cultura en España durante esta etapa seguirá siendo fluida, hecho que demuestran sus numerosas colaboraciones en revistas o semanarios como Destino (del que fue corresponsal en París), Cuadernos para el Diálogo, Tiempo, El Urogallo, Triunfo, Índice, Álamo, Claraboya, Ínsula, Camp de l´Arpa o Trece de Nieve; o la edición de algunos de sus libros. El jornal, publicado en 1965 en la ya desaparecida colección Vítor —taller de ediciones creado por el fotógrafo José Núñez Larraz, padre del poeta Aníbal Núñez (ambos amigos de José-Miguel Ullán)— será el primer libro del autor, y al que seguirán Amor peninsular (1965) y Un humano poder (1966), aparecidos en la colección El Bardo (Amelia Romero editora). Sin embargo, estos tres primeros títulos pertenecen al periodo en el que Ullán todavía residía en España. Ya en París vieron la luz, todos en 1970, Mortaja (editado en México por ERA, muestra de la cercana relación que mantendrá con ese país), Antología salvaje (ed. Domingo Velázquez, col. Hoy por hoy) y Cierra los ojos y abre la boca (ed. Inventarios provisionales). Nuevamente en El Bardo, publicó en 1972 Maniluvios, al que siguieron Frases (ed. Taller de Ediciones JB, 1975), De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado (1976), en la creciente colección Visor, y Alarma (ed. Trece de Nieve, 1976). Aunque éste no fue el único escenario de difusión de sus libros: bajo el título Funeral Mal se recogen las colaboraciones del poeta con diversos artistas, la mayoría de la etapa parisina, que dieron como resultado la publicación, en la RLD de París, de seis libros en los que se aúna la actividad poética y la pictórica. Por orden de creación y aparición —se reproducen aquí las fechas de escritura, en primer lugar, y el año de edición, inmediatamente después— los títulos allí incluidos son: Adoración, con grabados de Eduardo Chillida y traducción de Marguerite Duras (1972 / 1978); Ardicia, con grabados de Pablo Palazuelo y traducción de Florence Delay y Jacques Roubaud (1973 / 1978); Acorde, con grabados de Vicente Rojo y traducción de Florence Delay y Jacques Roubaud (1973 / 1978); Asedio, con grabados de Antonio Saura (1975 / 1980); Anular, con grabados de Antoni Tàpies y traducción de Claude Esteban (1975 / 1981) y Almario, con grabados de Joan Miró (1982 / 1985). Otros títulos de la misma época y también realizados junto con diversos pintores son: Adoptio in fratrem, placard en colaboración con Antonio Saura (Paris, Éditions Maeght, 1976); Alarma, con serigrafías de Eusebio Sempere (Madrid, Rayuela, 1976)1; 1



Tal y como indica una nota incluida en la edición de Rayuela, este libro será posteriormente integrado al proyecto Funeral mal.

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Experiencias de amor de don Juan de Tassis, conde de Villamediana y correo mayor de Su Majestad, recogidas y prologadas por José-Miguel Ullán e ilustradas por Enrique Brinkmann (Madrid, Rayuela / Colección Espacio, 1977); Bethel, con grabados de José Hernández (Valladolid, Marzales, 1977); Responsos, con serigrafías de Antonio Saura (Cuenca, Antojos, 1978) y Doble filo, con grabados de Matías Quetglas (Madrid, Galería Estampa, 1982). Algunos de los escritos recogidos en estos títulos —en concreto los pertenecientes a El desimaginario (texto que acompañaba a la antología de Villamediana), Bethel, Responsos y Doble filo— formarán parte del volumen Manchas nombradas, publicado años más tarde, con prólogo de Antonio Saura en la Editora Nacional (Madrid, 1984). En 1976 decide volver a Madrid, con la consecuente exigencia de cumplir, aunque no fuera completo, el servicio militar. La fotografía de la contraportada de su libro Soldadesca (Valencia, Pre-Textos, 1979) se encarga de dejar constancia de ello, mostrando a José-Miguel Ullán uniformado y posando en su destino canario. Es éste otro de los volúmenes en los que contará con la participación de algunos artistas (Enrique Brinkmann, Eduardo Chillida, Alfonso Fraile, Luis Gordillo, Pablo Palazuelo, Francisco Peinado, Matías Quetglas, Vicente Rojo, Antonio Saura, Eusebio Sempere, Antoni Tàpies y Fernando Zóbel) que contribuirán con diversos grabados, reproducidos en las páginas de la edición. Este vínculo directo con el mundo del arte también queda bien patente si se piensa en que, a su llegada a España, el lugar donde Ullán comienza a trabajar es la sección editorial de la galería Rayuela, dirigida por Miguel Fernández-Braso, donde aparecerán, igualmente, algunos de sus textos: Las soledades de Francisco Peinado (1977); Abecedario en Brinkmann (1977) y Zóbel / Acuarelas (1978). Este último se integrará con posterioridad, al igual que hiciera con El desimaginario; Bethel; Responsos o Doble filo, en el volumen Manchas nombradas, bajo el título «Acuarelas de nieve». De ahí, Ullán pasará a formar parte, como subdirector, del proyecto Guadalimar, revista fundada en 1975 por el mismo Braso y en la que Ullán desarrolla una labor crítica constante hasta el año 1981 (después de esta fecha las colaboraciones serán esporádicas), y que conjuga con su actividad periodística en el diario El País. Entre 1981 y 1985 realiza diversos programas para RTVE, llegando a presentar y dirigir el espacio Tatuaje (1985), donde dará cabida a una amplísima gama de proyectos y representantes de la cultura —desde la música y el arte a la filosofía, pasando por la moda, el espectáculo y la literatura—. También desempeñó el cargo de comentarista del festival

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de Eurovisión en las ediciones de 1983 y 1984, combinando su pasión por la música con el sarcasmo de sus críticas. Con posterioridad a esta etapa audiovisual, ya en el año 1985, retomará el trabajo periodístico en papel dentro del periódico Diario 16, donde funda el suplemento «Culturas» y obtiene el cargo de adjunto a la presidencia del mismo grupo editorial entre 1989 y 1992 (es nombrado en septiembre de 1989 y abandona el grupo en noviembre de 1992). A lo largo de esa misma década —la de los años ochenta— y con posterioridad, ocupó otros puestos de relevancia dentro del ámbito cultural. En 1982 creó y asumió la dirección de la colección Poesía-Cátedra, de esta misma editorial, inaugurada con sendos libros de José Ángel Valente (Mandorla) y Jacques Dupin (Una apariencia de tragaluz). Formó parte del comité de selección de pintura y escultura en «Europalia/España» (Musée d´Art Moderne, Bruxelles, 1985). Durante varios años, desde la VIII edición en 1988 hasta 1992, co-organizó el «Salón de los XVI», con exposiciones en el Museo Español de Arte Contemporáneo-MEAC (Madrid), La Caixa (Barcelona) y el Pabellón Mudéjar (Sevilla). Fue responsable de artes plásticas en la Comisión Organizadora del «IV Centenario de San Juan de la Cruz» (1991). Participó como miembro del comité de selección de la exposición internacional «Artistas fantásticos y visionarios» (Venecia, 1994). Asimismo, formó parte del consejo de colaboración de las revistas Vuelta, Artes de México y Letras Libres, síntoma de su estrecho vínculo con México y Latinoamérica. Perteneció al Patronato del CGAC (Centro Gallego de Arte Contemporáneo, Santiago de Compostela). También, en octubre de 1998, fue nombrado asesor cultural de ABC, puesto que ocupó durante un breve espacio de tiempo. A todo ello se suma su presencia como crítico, comisario y participante en diversos proyectos expositivos enmarcados en instituciones museísticas de la importancia del MoMA o el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, entre cuyos fondos pueden encontrarse algunos de los trabajos vinculados a Funeral mal. Esta intensa actividad dentro del ámbito de las artes plásticas dará como resultado la publicación de otro nutrido conjunto de volúmenes en colaboración con pintores o dedicados a su estudio: Tardes de lluvia, con grabados y serigrafías de Vicente Rojo [México, Intaglio, 1990 (que, posteriormente, formará parte del libro de poemas Visto y no visto, de 1993)]; Animales impuros, con grabados de José Luis Cuevas [México, Intaglio, 1992 (incluido, asimismo, en Razón de nadie)]; Alfil, con grabados de José María Sicilia (Madrid, Galería Soledad Lorenzo, 1992);

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El desvelo, con dibujos y un grabado de Antoni Tàpies (Madrid, Ave del Paraíso, 1995); Si hay que tener, con grabados de Denis Long [Madrid, D. L., 1996 (publicado como plaquette en el Boletín nº 9 de la Fundación García Lorca, en 1991, e integrado, igualmente, en el volumen Razón de nadie de 1994]; Sentido del deber, con dibujos y un grabado de José Manuel Broto (Madrid, Ave del Paraíso, 1996); Tàpies, ostinato, en torno a la pintura de Antoni Tàpies (Madrid, Ave del Paraíso, 2000); Volcanes construidos, con serigrafías de Vicente Rojo, artista a quien está dedicado el texto [México, Galería López Quiroga, 2007 (recogido, previamente, en el catálogo de la exposición homónima del artista Vicente Rojo, exhibida en diversos centros del Instituto Cervantes —Viena, Alcalá de Henares, Toulouse, Roma y Nápoles— entre los años 2006 y 2007 y comisariada por el propio Ullán)] e Interior de conserva ante un dilema, con dibujos de Evru (Barcelona, Ave del Paraíso, 2010). De igual modo, estos trabajos y su ocupación periodística contribuirán, en parte, a que la publicación de libros de poesía individuales se haga de manera más distanciada. Así se explica que, durante la etapa profesional enmarcada dentro de los diversos medios de comunicación aludidos (1981-1993), únicamente vieran la luz dos títulos: el ya mencionado Manchas nombradas y Rumor de Tánger (Madrid, Cuadernillos de Madrid, 1985). Sin embargo, el cese en su labor dentro del grupo Diario 16 traerá fructíferas consecuencias, a este respecto, para el terreno poético. En 1993, funda junto a Manuel Ferro, con quien ya había trabajado en otros proyectos como Tatuaje o Culturas, la editorial Ave del Paraíso, donde publicará —entre otros— dos de sus libros fundamentales: Visto y no visto y Razón de nadie. También allí dará a conocer al público español una parte imprescindible de la poesía latinoamericana contemporánea. De este modo, en los años 1993 y 1994 aparecerán allí: Favorables Cancún Poema seguido de La dictadura del jaykú (1993); Visto y no visto (1993) y Razón de nadie (1994). Importante será también, en este sentido, la reunión de parte de su poesía publicada hasta ese momento en el volumen antológico Ardicia (Antología poética, 1964-1994), con una rigurosa edición y completo estudio crítico de Miguel Casado, en la colección Letras Hispánicas de la editorial Cátedra (Madrid, 1994). Igualmente, incluso estando inmerso en la labor editorial de Ave del Paraíso, no abandonará por completo en estos años el periodismo cultural, participando nuevamente como colaborador en el diario El País. Buena muestra de ello es la recopilación de algunas de sus columnas semanales

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—publicadas en este diario entre el 29 de abril de 1994 y el 31 de julio de 1998— en el libro Como lo oyes (Articulaciones) [Burgos, Dossoles (Colección Crítica), 2005]. Después de Ardicia, los proyectos poéticos de Ullán adquieren un carácter muy particularizado y esporádico; hay en ellos una relación casi de cooperación entre escritor y editor, hecho que tendrá como resultado singularísimos libros: Testículo del Anticristo [Madrid, Galería Estampa (Colección Biblioteca de Alejandría), 1995]; Órganos dispersos [Lanzarote, Fundación César Manrique (Colección Péñola Blanca), 1999]; Ni mu (Valladolid, El Gato Gris, 2002); Con todas las letras [León, Universidad de León (Plástica & Palabra), 2003] y Amo de llaves (Madrid, Losada, 2004). En 2008, padeciendo ya José-Miguel Ullán la enfermedad a causa de la que fallecerá (el 23 de mayo de 2009), se publica Ondulaciones (Poesía reunida 1968-2007), con un certero estudio prologal de Miguel Casado, en la editorial Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Asimismo, el Instituto Cervantes de Madrid y la Escuela de Arte de Mérida alojan durante los meses que suceden a la publicación de este último volumen, la muestra «Agrafismos (Ondulaciones)», donde se recogen los más de trescientos “protopoemas” realizados entre mayo de 2007 y enero de 2008, es decir, el periodo de preparación de su obra reunida. Esta publicación, que excluye por decisión del propio autor cuatro de sus primeros libros y las dos primeras secciones de un quinto —Mortaja— y recoge algunos poemas inéditos y la mayor parte de los títulos realizados en colaboración con artistas, representa la culminación de una obra que, como indica su propio título, es ondulante, variable, flexible, decididamente inestable. Con él, se hace evidente que los textos ahora reunidos en un mismo volumen poseen un sentido, una coherencia y relación continua pero que tales vínculos no podrán encontrarse bajo un acercamiento unidireccional y que busque la progresión lineal, sino que, por el contrario, habrá de llevarse a cabo de manera alterna, en consonancia con las ondas. Así lo afirmaba el propio Ullán al hilo de la presentación de este libro: «nada que yo haya escrito deja de suscitarme dudas—, me atraen los altibajos, las ondulaciones, lo indeterminado, la imperfección, lo inestable, lo propicio a la metamorfosis» (Ferro, 2010: 77). Tras la muerte del poeta aparecerán de manera póstuma otras muestras de este quehacer tan variable y de difícil adscripción a un único rumbo: el ya mencionado Interior de conserva ante un dilema; Tortuga busca tigre (Madrid, Centro Editores, 2010); «Señales debidas», relato prologal y edición antológica de textos de María Zambrano, Esencia y hermosura

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(Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2010); Lámparas [Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2010 (muestra de algunas de las composiciones dibujísticas realizadas por el poeta, a lo largo de más de diez años, durante la preparación del prólogo y la antología zambraniana)], Los nombres y las manchas (Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2015), recopilación de algunos de sus textos en torno a las artes visuales y plásticas, y Aproximaciones (Madrid, Libros de la Resistencia, 2018), donde se reúnen parte de sus artículos periodísticos y otros textos en prosa dedicados a otros autores. Ante un contexto vital y profesional tan rico en territorios y perspectivas, la tarea de hallar marcos de referencia más generales en los que apoyarse podría llevar a perder valiosísimos matices interpretativos. Pero no recurrir a ellos supondría igualmente menoscabar la relevancia que determinados fenómenos de mayor amplitud hayan podido llegar a tener en la obra de este autor. Todo ello reclama situar el análisis de la poética de José-Miguel Ullán dentro de la fructífera y compleja tensión entre lo general y lo particular que ella misma exige; dibujando el mapa en el que circula pero, igualmente, atendiendo a su particular recorrido.

DISCURSOS BINARIOS Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón. Antonio Machado

Las poéticas españolas de la segunda mitad del siglo xx, y los términos con los que suelen definirse, se debaten entre dos extremos, dos paradigmas estéticos, sólo en contadas ocasiones convergentes. Por un lado, aquello que en ciertos contextos se ha denominado simbolismo, modernismo o formalismo. Y, por otro lado, las prácticas auspiciadas bajo un determinado concepto de realismo, no menos veces reformulado ni exento de apellidos. El empleo, en este caso, del término “debatirse” añade un matiz interesante, ya que otra de las grandes determinaciones de la poesía española de este periodo es su empeño por enfrentarse al “otro”, por crear grupos, movimientos o generaciones capaces de oponerse a sus mayores, contemporáneos o futuros adversarios, para salvaguardar su recién formulada identidad. José-Carlos Mainer ha sido

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muy explícito en este sentido al relacionar, de manera directa, la configuración del canon literario español del siglo xx con la formulación de identidades grupales sustentadas bajo la idea de generación: En lo que concierne a la literatura de nuestro siglo xx, la periodización al uso demuestra las huellas dominantes de un canon basado en el principio de clasificación generacional. En su predominio coinciden dos cosas: por un lado, la noción aceptada de que la evolución literaria es un permanente sistema de movilizaciones, asentamientos y resquebrajamientos cíclicos; por otro, la remisión de las causas de tales cambios a una mezcla nunca demasiado clara de determinaciones históricas más o menos conscientes y de necesidades colectivas de definición (Mainer, 1998: 275-276).

La tendencia a generar poéticas antagonistas puede entenderse, de este modo, como una constante que no abandonará al género literario en toda esta fase de su desarrollo. Y, además, es necesario tener en cuenta que dichas poéticas “se debaten”, es decir, que generalmente —aunque enunciadas por sus protagonistas— las contiendas a las que dan lugar no vienen propiciadas desde las filas de los propios poetas, sino que son promovidas por terceros, con intereses desiguales. Este relato dicotómico, generado y preconizado desde diversos frentes, ha resultado ser el más difundido y con mayor arraigo en el imaginario colectivo sobre esta etapa de la literatura española, condicionando con ello tanto la recepción de las poéticas, como su propia producción. Y lo ha hecho determinando los parámetros de lectura que se les aplicaba, así como las líneas de creación que debían adoptarse para lograr acceder a dicha lectura. Esta tesitura ha ocasionado la formación de un contexto literario en el que quedar fuera de un grupo, al margen de uno u otro lado, terminaba por equivaler a no existir. Si se aceptara el método generacional que impera en los estudios de literatura española, la poesía de José-Miguel Ullán quedaría incluida dentro de la llamada generación del 70 o generación del 68, como prefieren denominarla otros autores (Benéitez, 2016: 7-24). La adopción de este punto de partida, es decir, el adscribir a Ullán dentro de esas coordenadas, implica cuando menos la necesidad de asumir dos situaciones: en primer lugar, la existencia de un marco común en el que los rasgos y características de la poesía de aquellos años adquiere un sentido unitario; en segundo lugar, entender a este autor como parte del grupo de poetas que quedó fuera de la antología de Castellet —dada la rele-

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vancia que ésta ha tenido en el decurso de la producción y recepción literaria nacionales— y, por tanto, hacer una lectura en consonancia con el resto de poéticas rescatadas, con relación a dicho periodo. A esto habría que añadir el hecho de que cuando se ha tratado de situar a Ullán en alguno de los modelos interpretativos hasta ahora generados por los estudios literarios, su propuesta estética no ha terminado de encajar en los parámetros establecidos por esos discursos exegéticos. No hay que perder de vista tampoco que la generación del 70 o 68 ha quedado tan profundamente marcada por la estética novísima que cualquier acercamiento a la poesía de esa época acaba por dirimirse entre la filia o la fobia con aquélla. Todos los poetas ajenos a la antología adquieren su sentido, desde este punto de vista, en función de si eran radicales combatientes de tal producto de mercado, meros epígonos o simplemente inexistentes. Por otro lado, las interpretaciones de la generación en sí, sin la necesidad de referirla al ficticio relato de unidad novísima, muestran una disparidad tal de planteamientos y puntos de vista que obligan a repensar si esta generación, entendida más que como conjunto de autores contemporáneos —que diría Ortega—, tuvo una existencia real o se trata de una categorización débil y de escasa operatividad. Sin entrar a discutir aquí la vigencia y utilidad del concepto de generación, conviene no obstante plantearse si los acercamientos realizados con relación a esta idea, y otras categorías discursivas, han logrado otorgar una posición plena a José-Miguel Ullán. Han sido numerosos, en este sentido, los intentos de desmontar un sistema literario excesivamente ajustado y artificioso —por cuanto se alejaba hábilmente de la realidad existente— y hacer evidente la disparidad de sus piezas, mediante la asunción de diversas metodologías. Tanto desde el punto de vista de la práctica teórica, como de la creación artística, no han faltado trabajos que cuestionaran la inoperancia, a la hora de hablar de poesía española contemporánea, de la polaridad generada, así como de la necesidad de evitar generalizaciones demasiado forzadas. Si se piensa en una poesía tan poco uniforme como la de José-Miguel Ullán, no resulta demasiado complejo reparar en la dificultad de que su propuesta logre adaptarse a los estrechos límites de comprensión trazados y que tanto han condicionado su contexto de producción y lectura (Talens, 1989: 18). Antonio Méndez Rubio realizaba un diagnóstico similar en un artículo dedicado a analizar la normalización del modelo lingüístico, promovida por cierta poesía durante la Transición española:

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La escritura y el arte que podríamos llamar más «abstractos», «no figurativos» o «de vanguardia», incluyendo ahí los realismos más conflictivos y autocríticos, no son entonces, como se ha dicho a menudo, una simple evasión de la realidad, sino que trabajan por abrir los muros (reconocimiento, obviedad, tradicionalismo...) con que esa realidad se protege a sí misma como realidad existente o establecida. Desde una mirada abierta como la de Adorno (o la de Benjamin, o la de Brecht...), realismo y vanguardia no se excluyen necesariamente. Es más: pueden ser repensados desde su cruce crítico o negativo. Para eso, sin embargo, necesita repensarse previamente la relación del lenguaje poético con la catástrofe de lo real, con lo real como catástrofe (Méndez Rubio, 2004a: 136).

Se trata de esa vieja dicotomía entre vanguardia y tradición, abstracción y figuración, formalismo y naturalismo, conocimiento y comunicación, etc., que ha caracterizado a la poesía española de finales del siglo xx y que tan presente estuvo en la configuración de la poesía de los años setenta, aquella que, en diversas modalidades, llevó al lenguaje a primer plano. De ahí que, asumiendo un rechazo similar al de Méndez Rubio con relación a este tipo de simplificaciones, autores como Jenaro Talens hayan abogado por una concepción del lenguaje poético presente en algunos autores de esa generación —tildada de esteticista— en tanto que propuesta realista. Para Talens, este conflicto no puede quedar reducido a la comunicabilidad e inteligibilidad del poema y debe ser entendido en función del papel más o menos activo que se le otorga al lenguaje poético: De este modo la poesía es una actividad no tanto comunicativa cuanto gnoseológica, porque no sólo comporta una configuración determinada de la experiencia, de sus objetos, del yo, y de la relación entre el yo y los objetos, sino que constituye la forma privilegiada de configuración de la experiencia y de renovación de los modos de configuración de la experiencia. Por eso también el quehacer poético es, en último término, no tanto la expresión de un yo subjetivo cuanto una operación sobre la subjetividad (Talens, 2005: 139).

Por eso, la conocida bipartición entre conocimiento-comunicación, producción-reproducción, continúa estando presente en el intervalo que media entre la generación del 50 y la poesía de los ochenta y noventa, es decir, en la escritura desarrollada desde finales de los sesenta y la década de los setenta. Ahora bien, los términos volverán a cambiar y

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la adscripción de los poetas a un modelo u otro se tornará más difusa, dependiendo de si los relatos generados en torno a las diversas poéticas buscan crear una escuela o grupo —como ocurría con la “poesía de la experiencia” y le sucedió a los novísimos y, posteriormente, a la llamada segunda generación del setenta— o, por el contrario, atender a la particularidad de cada propuesta. También algunos poetas pertenecientes a los inicios de este periodo, el del intersticio que media entre el grupo del 50 y los novísimos, se pronunciaron a propósito de esta polémica poética de medio siglo, aunque para ello no recurrieran a las ya tópicas fórmulas de “conocimiento frente a comunicación”. Incluso, se llegó a deslegitimar este binarismo, poniendo de relieve su insuficiencia y excesivo extremismo. Entre esta última opción, y es la que aquí interesa, estará José-Miguel Ullán, quien a la pregunta planteada por Jean Michel Fossey con relación a esta dicotomía respondería: Mis poemas suelen ser considerados, con abusiva frecuencia, como objetos testimoniales, aunque, paradójicamente, serán tildados a la par de herméticos. Creo que hay un malentendido grave, sólo posible si el lector adhiere fragmentos de mi odisea vivencial a la realidad autónoma del poema. Este tipo de lectura errónea (o, en todo caso, insuficiente) puede sembrar la creencia de que mi deseo primario y primordial es alcanzar la comunicación. Y no. Que ésta me sea o no dada es algo que, en el instante de crear, jamás me he planteado. Debería, pues, hablar de poesía como conocimiento, en la línea cernudiana. Pero tampoco me satisface esa opción. Porque a menudo surge el poema, uno lo observa en su existencia ya intocable, y no por ello se te ilumina alguna veta en sombras; por el contrario, lo normal es que aumente el caos y uno tenga conciencia de la inutilidad del empeño. Inutilidad que es, por lo demás, la grandeza y lo irrisorio de la poesía (Fossey, 1970: 19).

A pesar de las claras resonancias valentianas, la posición de Ullán se sitúa en un campo de acción diferente al mantenido por sus predecesores, justamente, al subrayar su escepticismo y voluntad de desorden. Pero este particular desencanto con el rendimiento del hecho poético no desembocará en este poeta —como sí ocurría con otros— en un esteticismo vacío y fútil, sino que, más bien, le llevará a situarse en una tensión irresoluble entre la aceptación y la negación de ese mismo hecho, condición que, por otro lado, hace de su poética un territorio difícil de encuadrar en una u otra corriente. Y es que la poesía de este autor tendió

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a escapar de las simplificaciones y procesos de homogeneización desarrollados en los discursos literarios nacionales de aquellos años. Bien sea a través de su exclusión de los diversos panoramas existentes en la poesía del momento; bien mediante su resistencia a encajar en las etiquetas aglutinadoras enunciadas por los relatos antológicos; o bien gracias al rechazo explícito, por parte del poeta, de algunas de las lecturas más programáticas, lo cierto es que Ullán desborda las categorías habitualmente empleadas en nuestros estudios de poesía. Por ello, conviene analizar de manera concreta la relación existente entre la propuesta escritural ullanesca y el contexto en el que fue formulada y leída, para evidenciar así si la perspectiva dicotómica adoptada en los relatos nacionales impide realizar una lectura acorde a las particularidades de su poesía.

FORMAS Y CONTENIDOS En consonancia con los relatos dualistas y homogeneizadores de la mayor parte de la crítica española, los primeros libros de José-Miguel Ullán —El jornal (1965), Amor peninsular (1965) y Un humano poder (1966)— suelen incluirse a menudo dentro de la corriente de poesía realista de finales de la década de los sesenta. Marcada ya por la revisión de los presupuestos del realismo predecesor que llevaron a algunos poetas de los años cincuenta (como Jaime Gil de Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo o José Ángel Valente), esta poesía ha quedado caracterizada por el abandono de la militancia explícita en asuntos sociales (lo que no implica la ausencia de un fuerte compromiso cívico) y la reformulación de las estructuras y formas lingüísticas adoptadas por la primera poesía social de posguerra. José-Miguel Ullán, que por fecha de nacimiento y año de publicación de sus primeros libros (criterios comúnmente manejados a la hora de establecer los límites de un grupo generacional) entraría dentro de la estela novísima, quedó al margen de ésta y, a su vez, vinculado con ese nuevo realismo preconizado por los autores de la segunda generación de posguerra. Sin embargo, no sería preciso incluir a Ullán dentro de esta última promoción, en primer lugar, por la distancia que separa a ambas producciones (Ullán publica su primer libro en 1965, año en el que algunos autores del medio siglo cuentan ya con una posición ampliamente reconocida) y, en segundo lugar, porque a pesar de que sí existe un interés común por ciertos temas y procedimientos discursivos

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—cuestión, por otro lado, habitual en un escritor que comienza a definir su estilo—, la poética de Ullán perfilaba ya, incluso en esos primeros años, algunas de sus particularidades y líneas de fuga. En efecto, con El jornal, Ullán se estrena en el panorama poético nacional asumiendo parte de la perspectiva marcada por la poesía de posguerra: temática social, uso de un lenguaje coloquial, estructura y métrica abierta, etc. Sin embargo, esas características, aplicables por otra parte a una gran mayoría de autores y no sólo de la literatura de posguerra, no son las que más sobresalen en estos poemas. La ausencia de una narración lineal en la composición, tal como se había practicado en la poesía inmediatamente anterior, la mezcla de registros y voces en la construcción del poema y una profunda atención hacia las capas menos evidentes del «rumor social» (Ullán, 2004: 224), sí podrían situarse como elementos definitorios de esta escritura. Por eso, si se crea una disyunción entre los temas tratados y la forma de presentarlos es posible entender a Ullán como un poeta social de nuevo cuño. Pero operar de esta manera implicaría reducir el hecho poético a simple medio de transmisión de unos contenidos susceptibles de ser enunciados sin necesidad de recurrir a tal estructura. Ullán no es un poeta ajeno a la realidad española de aquellos años, a la opresión ejercida por la dictadura, a la miseria que esta sociedad experimentó en todos sus ámbitos, aunque su modo de acercamiento difiera de ciertas perspectivas de cariz más documental ensayadas por sus predecesores y contemporáneos. Miguel Casado ha resaltado esta singularidad de la poesía ullanesca con relación al modo en el que esas formas de vida eran configuradas por el poema: «la indignación del testigo, la crudeza de la escena se ofrecen con un fragmentarismo que no compone crónica, casi despojado de anécdotas identificables; son retazos que subrayan gestos o tareas, personajes entrevistos, sin que llegue a formar un conjunto» (Casado, 1994: 15). Es así como el poeta escribe una poesía en plena conexión con los acontecimientos que estaban determinando la realidad social de España —por lo que podría ser englobada bajo el realismo crítico defendido por Castellet en su Veinte años de poesía española—, pero que, a su vez, no abandona ese mismo carácter crítico con respecto al lenguaje, condición habitualmente asociada al formalismo. Como ha recordado Germán Labrador «el “compromiso con el lenguaje” no será sustituto del “compromiso con la política”, sino la primera obligación política del escritor, su trabajo» (Labrador, 2017: 271). Ullán plantea, así, una posición intermedia con respecto a la polarización ge-

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nerada, aunque no exenta de coherencia: «en poesía, al contrario acaso que en política, considero como algo válido y hasta necesario asumir la disidencia frente a las dos canchas tradicionales en eterno y estéril litigio. Lo cual, claro está, no equivale en modo alguno a situarse en el fétido centro; se trata más bien de evolucionar en otro plano sin paralelismo alguno con los dos señalados» (Chao, 1970: 64), afirmaba el poeta en una entrevista de 1970. De este modo, la actitud crítica se impone tanto a los hechos como a las estructuras que se les aplica y, por tanto, el poema es entendido como proceso de indagación en una realidad aún no conformada, y del que no se espera una respuesta inmutable. Para Antonio Méndez Rubio es, precisamente, esta posibilidad la que anularía la idea de escapismo y esteticismo, mantenida por determinados autores, a propósito de ciertos sectores de la poesía escrita en los años setenta, entre la que se encontraría la de Ullán: «La realidad, así, más que un espacio previamente delimitado y reconocible es, además, un lugar de desconocimiento y de libertad. Por eso una escritura no realista, no figurativa, puede también ser una escritura emancipadora, crítica y autocrítica, de- y reconstructiva, o si se prefiere “comprometida”» (Méndez Rubio, 2004b: 127). Sin embargo, esta posición intermedia, no ajustada a los límites propuestos, es la que ha llevado a buena parte de los análisis acerca de la obra ullanesca a establecer una división entre sus primeros libros y algunos títulos de su producción posterior. Pero esa distinción, que en muchos sentidos sí es notoria, se ha basado en la adscripción de El jornal, Amor peninsular y Un humano poder a una temática, más o menos explícita, relacionada con el realismo y la poesía social. Gracias a un análisis que prime el contenido sobre la forma, en lugar de indagar en las relaciones establecidas entre los mismos, resulta plausible interpretar la primera producción poética de Ullán dentro de las coordenadas de la llamada poesía social. Sin embargo, si esta pauta hubiera sido constante, es decir, si siempre se hubiese antepuesto el tema al resto de elementos intervinientes en la construcción poemática, el sentido de los discursos generados sobre la obra de José-Miguel Ullán sería muy diferente, puesto que es en algunos de los libros posteriores de este autor donde de manera más clara y reivindicativa se hace uso de una temática social. Así, precisamente, en trabajos como De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado (1976), Alarma (1976) o Soldadesca (1979), publicados más de diez años después, Ullán alegoriza todo un universo de miserias, injusticias y realidades contradictorias presentes

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en la España de la dictadura franquista y la Transición a la democracia. A pesar de ello, estos libros, en lugar de quedar enmarcados dentro de ese mismo horizonte en el que se inscribieron los primeros, fueron categorizados por el vanguardismo de su estructura y la innovación asociada a sus formas. De este modo, el nombre de Ullán queda recogido, de forma recurrente, dentro de los escuetos apartados destinados a hablar de la tradición vanguardista en España, no sin antes hacer mención a los supuestos orígenes “realistas” del poeta. En otras ocasiones, esta falta de una narratividad lineal, estructuras sintácticas ajustadas a la norma o referentes extratextuales reconocibles se asocia a todas aquellas poéticas situadas al margen de la “poesía figurativa” (la del silencio, la metafísica, la conceptual, la minimalista, etc.) como si de un conjunto unitario se tratase. De este modo, dependiendo de qué se quisiera encontrar, la poesía más temprana de José-Miguel Ullán se ha interpretado en función de sus temas o de la forma en la que eran presentados. Sin embargo, no resulta adecuado adscribir los primeros libros del poeta al cajón de sastre que era ya, por aquel entonces, la poesía social, ni obviar la profunda vinculación temática que existe entre éstos y algunos de sus títulos posteriores. Todo ello supondría soslayar que Ullán se sitúa en un lugar donde «las nuevas formas de representación rompían, al mismo tiempo, con la concepción de la cultura propia de la izquierda antifranquista (la del arte comprometido) y con la “poética oficial” del franquismo» (Labrador, 2017: 272). A pesar de ello, sí se manifiesta como algo evidente que a partir de Mortaja esta poesía experimenta un cambio, una fluctuación, pero no causada por el abandono de un compromiso con lo real y sus infinitas vetas de conflicto —persistente, por otro lado, en toda la obra del poeta—. Más bien responde al hecho de que este volumen representaría la primera toma de conciencia, por parte del escritor, de la imposibilidad de adoptar una dirección única. Así lo explicitaba Ullán en la ya referida entrevista con Jean Michel Fossey: Creo, en efecto, que mi escritura poética —y su ideario, en consecuencia— ha ido sufriendo modificaciones profundas, que nada tendrían que ver con el cálculo previo y que, sin embargo, ahí están, como resultado o don, en mitad de una búsqueda. Ni me alegro ni lo lamento; sólo quisiera que esta constatación no enturbiase o aclarara en exceso, que es lo mismo, mis andanzas futuras. En España, una de las manías

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más groseras de nuestros críticos larvarios consiste en alabar la unidad —¡qué palabra tan soez y perniciosa en tantos campos!—, el proceso rectilíneo, la pretendida coherencia de toda obra. Esta alabanza sistemática viene sirviendo, en realidad, para camuflar algo más triste y cotidiano: la superabundancia de figuras egregias entregadas a la escritura monocorde y banal, enanil y anodina, unitaria, ciertamente, sí, a fuerza de impotencia (Fossey, 1970: 19).

Y justamente en esta posición radica la única constante posible para esta escritura, la de ser reformulación continua, cambio incesante, proceso múltiple y de estructura inestable. De ahí que la obra de Ullán no represente una progresión lineal desde un comienzo ingenuo que el autor consigue ir encauzando hacia posturas más firmes y acertadas que las iniciales (de la poesía social al informalismo), sino más bien un persistente ir y venir que obtiene en el propio proceso dialéctico su validez y constitución como propuesta. No obstante, tal fluctuación y variabilidad en las formas es la que ha llevado a considerar a Ullán como un poeta experimental. La aludida disyunción entre forma y contenido adoptada para analizar su trabajo es la que también ha propiciado su catalogación dentro de los repertorios de poesía experimental. Sin embargo, las especificidades que rodean a esta práctica poética, y más en el contexto español, obligan a repensar si dicha valoración se ajusta a la estética del autor, y ello, a pesar de ciertas afinidades fácilmente constatables.

POESÍA Y EXPERIMENTACIÓN El adjetivo experimental aplicado a la escritura de José-Miguel Ullán representa otra de las clasificaciones más habituales empleadas en el estudio de la poesía de este autor. Gracias a ésta, el poeta —o al menos parte de su trabajo— ha quedado adscrito a un vasto territorio que se oponía a un no menos difuso campo de poesía tradicional. Este calificativo, no siempre utilizado como taxonomía neutral, ha servido para categorizar y delimitar un amplio cúmulo de prácticas poéticas asociadas a la innovación de las estructuras más habituales y cierta actitud de vanguardia. Sin embargo, tal y como ocurría con la formación del comentado relato binario, el afán generalizador de los discursos literarios nacionales ha contribuido a la reducción de un heterogéneo conjunto de propuestas

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bajo un mismo rótulo que simplifica y tergiversa sus significados. Se ha convertido en una práctica muy extendida utilizar como sinónimas las nociones de poesía visual y poesía concreta, y a estas dos de la de poesía experimental, cuando, en realidad, el alcance y contextos de cada una de ellas serían bien distintos. Por otro lado, la falta de un análisis profundo —dentro de los estudios literarios— de los diversos campos de acción en los que se ha desarrollado esta poesía, se ha traducido en una parcelación disciplinaria demasiado rígida y excluyente. Resulta ya frecuente que algunos de los análisis elaborados desde el ámbito literario no hayan tenido en consideración, o lo hayan hecho de manera muy sucinta, las relaciones que durante décadas mantuvieron este género y diversas manifestaciones artísticas de vanguardia en nuestro país. Por ello, a pesar de que sí se hace mención a los poetas nacionales que, tras las vanguardias históricas, continuaron desarrollando una poesía con inquietudes similares a las mantenidas por éstas —como es el caso de Miguel Labordeta, Juan Eduardo Cirlot, Carlos Edmundo de Ory o Gabino-Alejandro Carriedo—, en muy pocas ocasiones las nóminas se extienden hasta aquellos escritores experimentales situados en una posición más alejada con respecto al centro del sistema literario y cercana a los “nuevos comportamientos” artísticos de los años sesenta y setenta. Con ello se está obviando y minusvalorando los trabajos que por aquellos años pusieron en práctica grupos como Problemática 63, La Cooperativa de Producción Artística y Artesana, N.O., Parnaso-70 o Zaj y poetas como Felipe Boso, Francisco Pino, José Luis Castillejo o Joan Brossa. Como ha argumentado José Antonio Sarmiento (Sarmiento, 1990: 7-37), si bien parte de la labor realizada por algunos de estos autores se centra en el rescate y reivindicación de parte de la tradición de vanguardia —aquí destacarían los esfuerzos de Julio Campal en Problemática 63— o en la presentación de ciertas corrientes experimentales foráneas —tal sería el caso de Ángel Crespo, o del propio Campal, con la poesía concreta brasileña—, no es menos cierto que con su producción contribuyeron a la generar una nueva praxis poética y artística, a pesar de que ésta quedara excluida del sistema literario y sus habituales canales de análisis y transmisión. Tal aislamiento y falta de interés por parte de la crítica quedan demostrados con el hecho de que fuese la poesía de los novísimos la que durante aquellos años se instaurase en tanto que nueva actitud vanguardista nacional (Castellet, 1970: 35). En lugar de prestar atención a la actividad desarrollada por autores como Ignacio Gómez de Liaño, Fer-

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nando Millán o José Luis Castillejo, quienes dada su estrecha relación con otros ámbitos artísticos y cierta actitud marginal escapaban al radio de acción de los estudios oficiales, todas las miradas se centraron en la dinámica rupturista anunciada por Castellet. Incluso, en la actualidad, seguirá siendo el mundo del arte y no el de la literatura quien dé cabida a este tipo de manifestaciones dentro de sus discursos y programas2. Esta indiferencia ha provocado asimismo que, a menudo, las escasas referencias a este tipo de producciones las presenten como anécdotas o modas pasajeras en el devenir poético nacional. Con ello, se hace manifiesto que la poesía experimental ocupa un lugar en los estudios y relatos historiográficos literarios españoles, pero siempre desde un punto de vista subsidiario y tangencial que obliga a mencionarla pero no a analizarla. Quizá fue la publicación de la antología La escritura en libertad (1975), en una editorial como Alianza, lo que otorgó cierta visibilidad a una poesía que hasta el momento se había difundido a través de exposiciones, revistas o monográficos de escasa repercusión nacional. En concreto, el poema de José-Miguel Ullán, incluido en el volumen [Figura 1], había sido publicado en una pequeña editorial canaria todavía con poca relevancia en la península (Ullán, 1970a: 20). Sin embargo, a pesar del camino abierto por la antología, la presencia de esta poesía continuó siendo muy limitada dentro del sistema literario español como consecuencia no tanto del ambiente antivanguardista de finales de la década de los setenta y principios de los ochenta, como debido a cierta voluntad antioficialista y crítica mantenida por sus protagonistas y explotada por los sectores más reaccionarios de los estudios literarios para obviar y deslegitimar estas propuestas.

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Citaremos, como ejemplo, las exposiciones realizadas en el Círculo de Bellas Artes [«Escritura esperimental en España, 1963-1983», del 16 de octubre de 2014 al 11 de enero de 2015]; en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía [«La escritura desbordada: poesía experimental española y latinoamericana 1962-1982», del 9 de febrero al 30 de junio de 2012]; en ARTIUM. Centro-Museo Vasco de Arte Contemporáneo (Vitoria-Gasteiz) y El Museo Patio Herreriano de Valladolid [«Escrito está. Poesía experimental en España (1963-1984)», desde el 30 de mayo hasta el 20 de septiembre de 2009 y del 18 de enero al 25 de abril de 2010, respectivamente en cada centro]; la celebrada en el Instituto Cervantes [«Escrituras en libertad. Poesía Experimental Española e Hispanoamericana del Siglo xx», del 6 de marzo de 2009 al 24 de mayo de 2009]; en el Museo Esteban Vicente [«La palabra imaginada. Diálogos entre plástica y literatura en el arte español», del 3 de marzo al 17 de junio de 2007], respectivamente.

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Figura 1: «caja express», Abre los ojos y cierra la boca, 1970.

En este sentido, la antología de Millán y García Sánchez constituye la presentación en sociedad de un largo trabajo que venía desarrollándose desde los años sesenta alrededor de la figura de Campal y en el marco de la sede madrileña de las Juventudes musicales, donde se fundó el grupo Problemática 63. De éste surgirán, posteriormente, otros dos colectivos importantes dentro del campo de la experimentación artística. Por un lado, y en parte a causa de las divergencias de Ignacio Gómez de Liaño con los miembros de Problemática, nace, en 1966, La Cooperativa de Producción Artística y Artesana. Allí, Gómez de Liaño, junto con Herminio Molero, Manuel Quejido, Fernando López Vera y Francisco Salazar —a los que se sumarán, en diversas actividades, artistas como Eusebio Sempere, Julio Plaza o Elena Asins, muy vinculados al Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid—, desarrollarán una intensa labor de investigación en torno a las posibilidades generadas por los nuevos medios de producción y procesamiento de datos y la dimensión pública de lo poético. Por otro lado, y tras la muerte de Campal, aparece, en 1968, la formación N.O., integrada, en un primer momento, por Juan Carlos Aberasturi, Jokin Diez, Fernando Millán, Jesús García Sánchez y Enrique Uribe, y a la que se adherirán después José Antonio Cáceres, Miguel Lorenzo, Francisco J. Zabala y Amado Ramón Millán. Este colectivo, muy en sintonía con ciertas prácticas vinculadas a las vanguardias históricas —como es el caso de la publicación de manifiestos (Millán, 2009: 77-80) y la organización de exposiciones colectivas—, sí mantendrá cierta relación con el ámbito de creación más estrictamente literario, debido principalmente a que, a pesar de trabajar en el campo de la experimentación poética, continúan optando en algunos casos por la publicación de sus creaciones en el soporte libro (algo que,

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por ejemplo, había quedado al margen en el trabajo de otros autores más centrados en la poesía de acción o la poesía pública). Para José Antonio Sarmiento, estos poetas son los responsables de la introducción de técnicas que aunque ya conocidas y casi agotadas en otros países, representan una alternativa y una ruptura en el contexto español. […] plantearon de nuevo la posibilidad de romper la ordenación del poema mediante la fragmentación de la sintaxis, la utilización de los espacios en blanco, la yuxtaposición de textos y la puesta en evidencia de las dimensiones fonéticas y semánticas de la palabra (1990: 28).

Las características apuntadas por Sarmiento, extensibles a otros autores ajenos al grupo —y a las que se sumarían los propios planteamientos de N.O., de firme voluntad transgresora—, son las que evidencian que esta poesía no puede, ni quiere, situarse en el mismo nivel discursivo que otras creaciones poéticas de los años sesenta y setenta. Si bien Castellet defendió en su prólogo a Nueve novísimos que esos jóvenes poetas estaban rompiendo con la poesía española predecesora gracias a su adhesión a la nueva cultura de la imagen y al uso de técnicas como el collage, la sincopación, la elipsis o la escritura automática (Castellet, 1970: 34-41), la radicalidad por la que optan los llamados experimentales establece una diferencia al menos cuantitativa con respecto al uso más o menos esporádico de procedimientos de innovación formal. En palabras de Fernando Millán, uno de sus protagonistas: «la experimentación es un “método de trabajo”, esto es, una especie de control objetivo, externo, que permite escapar de los excesos de la subjetividad, del gusto e incluso de la sensibilidad» (Millán, 1998: 91). Del mismo modo, la postura crítica mantenida por N.O., La Cooperativa o autores como Isidoro Valcárcel Medina (artista que, entre su variada producción, cuenta con prácticas poéticas como es el caso de El libro transparente o Puntualizaciones poéticas) con respecto a las instituciones vinculadas a la literatura, sí supone una verdadera ruptura, en el sentido vanguardista del término, con la tradición anterior y el sistema literario de finales del siglo xx. En este sentido, la situación de aislamiento y particularidad de la poesía experimental con relación al resto de manifestaciones poéticas españolas obliga a evitar cualquier tipo de generalización que pueda llevar a etiquetar dentro de una tendencia —en este caso muy definida en cuanto a formaciones grupales se refiere— a propuestas no del todo

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afines a ella. Y esto puede aplicarse tanto al uso más o menos laxo del término vanguardia para definir la poesía novísima, como al adjetivo de experimental para calificar la escritura de José-Miguel Ullán. Por eso, aunque sí parece pertinente hablar de la estética de Ullán en tanto que práctica experimental, debido a la incesante puesta en cuestión a la que somete a su poesía, no resulta sin embargo del todo acertado encuadrarlo dentro de una corriente experimental específica, a la que, por otro lado, nunca se adscribió. Lo que sí hizo Ullán fue trabajar en estrecha vinculación con poetas como Francisco Pino o Ignacio Gómez de Liaño. Así, aunque uno de sus poemas fuese incluido en la aludida La escritura en libertad, esto no supuso que el escritor pasase a formar parte de ningún programa o grupo definido. De hecho, Fernando Millán se ha referido años más tarde a ello, haciendo explícita su falta de sintonía con el poeta: «Respecto a la confección de La escritura en libertad, Jesús García Sánchez sólo interviene en la inclusión en la antología de José Miguel Ullán y de Alberto Corazón» (Millán, 1998: 63). De ahí que, teniendo en cuenta el marcado carácter colectivo que caracterizaba a la poesía experimental española de aquellos años, no sea del todo preciso referirse a Ullán como poeta experimental. Tampoco los volúmenes realizados de manera conjunta con diferentes pintores y escultores guardan relación con la habitual colaboración que, en esos años, se daba dentro del ámbito de la poesía experimental y las nuevas prácticas artísticas. Estos libros son propuestas que combinan discurso plástico y poético pero que, a diferencia de la mayoría de los experimentales, no buscan, al menos en primer término, que ambos converjan de manera irresoluble. Así lo demuestra la reunión de algunos de esos trabajos en el libro independiente Manchas nombradas, donde a modo de colofón puede leerse: «Para que los nombres prueben aquí fortuna sin el escudo protector de sus estimulantes visiones, quedan estos poemas ahora exentos del ton y del son […] que en un principio desencadenaron las imágenes de los pintores» (Ulán, 1984). Es la tendencia hacia la innovación en su escritura la que permite, aun así, entenderlo como un autor cercano a la experimentación y la vanguardia artística. Se trata, por ello, de un poeta que suele estar presente en los diversos textos y volúmenes dedicados a analizar, rescatar y dar a conocer la neovanguardia poética nacional. Miguel Casado ha sido claro y certero, en este sentido, al hablar de algunos libros y poemas de Ullán como Cierra los ojos y abre la boca, De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, Frases o Alarma:

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No hay, por tanto, separación, ni nada que justifique hablar de estos poemas como otra cosa distinta de los poemas verbales. Si se hiciera, se llegaría a posiciones tan confusas como las de la antología La escritura en libertad que, en una nota biobibliográfica, clasifica dentro de la «obra poética de tipo tradicional» de Ullán títulos como Maniluvios. La conciencia de que el esquematismo conduce a ese grado de incomprensión, hace tal vez que Ullán señale siempre su escritura como espacio de síntesis donde no son posibles los compartimentos, pues el proyecto es único y el texto que lo persigue también. […] El rótulo experimental abre en la práctica un enorme flanco conservador, pues admite de modo tácito que puede haber poesía que no lo sea, que no busque de continuo la ruptura de las convenciones y esa palabra distinta enterrada en el lenguaje. No deja de ser también paradójico el término poesía visual aplicado a quien comenzó su obra «amatando el candil» e ingresando en una oscuridad audio-táctil (Casado, 1994: 75-77).

Se muestra obligado, entonces, entender esa parte de la obra de Ullán etiquetada como experimental dentro del conjunto de su producción. Por ello, a pesar de que sea necesario relacionarla con ciertos grupos o prácticas experimentales para adquirir una comprensión integral de ésta3, no resulta sin embargo adecuado adscribir de forma independiente —como la historiografía y la crítica ha hecho en ocasiones— parte de su trabajo a determinados programas de la neovanguardia poética española. Los diversos colectivos y autores que durante los años sesenta y setenta (momento de máxima producción) realizaron sus propuestas en el campo de la poesía visual, fonética, de acción/pública, conceptual o semiótica —enumerando sólo algunas de las múltiples prácticas desarrolladas—, a menudo, trabajaban de forma conjunta, partían de proyectos o presupuestos afines y, sobre todo, mantenían una actitud subversiva con relación al sistema literario. En el caso de José-Miguel Ullán —como en el de muchos otros—, aunque existan procedimientos textuales comunes o posiciones muy próximas a las de esta neovanguardia, el conjunto de su obra no puede quedar reducido ni ajustarse al único distintivo de poeta experimental. Hay que ubicar al autor en su justo lugar, ya que ni desarrolló su trabajo 3



Así, por ejemplo, un libro como Alarma habrá de ser necesariamente vinculado con los trabajos de Fernando Millán o Guillem Viladot, de los años setenta, así como —en el contexto internacional— con el Libro cancellato de Emilio Isgró, publicado en 1964, y las investigaciones, en torno a Mallarmé, de Marcel Broodthaers a finales de la misma década.

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dentro del ámbito de la experimentación en exclusiva, ni fue ajeno a él. Como ya se ha apuntado, Ullán mantuvo un rico contacto con autores como Ignacio Gómez de Liaño o Luis de Pablo, responsables, entre otros, de la celebración de los Encuentros de Pamplona del año 1972, considerados por algunos autores como la puesta en escena y acta de defunción del arte experimental español (Díaz Cuyás, 2009). Relevante es, en este sentido, la colaboración entre el poeta y el compositor vasco, que dio como fruto cuatro piezas sonoras y musicales tituladas Pocket Zarzuela (Madrid, 1978), Relámpagos (Madrid, 1996), Circe de España (Madrid, 2006) y Trío de doses (Nápoles, 2008). La primera de estas composiciones, Pocket Zarzuela —realizada por de Pablo a partir de cuatro poemas incluidos en Antología Salvaje y uno perteneciente a la última sección de Mortaja, «Ficciones» (Ullán, 1970a: 53, 58, 60 y 61 y Ullán, 1970b: 79)— explicita cierta actitud de rechazo frente a uno de los tópicos más comunes asociados al experimentalismo, y que fue puesto en cuestión tanto por el músico como por el poeta: la innovación requiere un profundo conocimiento de la tradición, en este caso en concreto, además, nacional. La búsqueda hacia nuevas formas de comprensión no comienza ex nihilo y ajena al contexto de producción y recepción más inmediato, sino que, por el contrario, ambos se incorporan a la nueva creación. El cliché de destrucción asociado a toda actitud experimental o innovadora, originado por la abusiva extrapolación operada desde las particularidades de ciertos movimientos artísticos al conjunto de las vanguardias históricas, las neovanguardias y la noción de vanguardia en general, queda desmentido aquí, tanto con los textos de Ullán, como con la composición realizada por Luis de Pablo. En ambos casos, se parte de un componente popular, bien sea el de la utilización del habla cotidiana más vulgar o de los sucesos masivamente comunicados a través de la prensa, o bien el de una forma artística codificada y plenamente ligada al folklore español, para señalar al mismo tiempo su vigencia y obsolescencia; la necesidad de que en esa dialéctica se generen nuevos sentidos. Gracias a estos trabajos y otros del experimentalismo poético y artístico español, comentados páginas atrás, se evidencian dos contrasentidos mantenidos a propósito de la literatura de los últimos años del periodo franquista y primer periodo democrático, que afectan directamente a la comprensión de la escritura ullanesca: ni la práctica poética experimental es un mero episodio de «actividad circense» encasillada en la búsqueda de lo nuevo por lo nuevo, ni el estallido rupturista novísimo, con su pregonado rechazo de la tradición nacional, constituye una

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verdadera vanguardia en las letras españolas, dadas las especificidades y características asociadas a ésta. Si a través del examen de las prácticas experimentales vinculadas al campo literario se ha tratado de mostrar que estos trabajos se apoyaban en un solvente programa estético, orientado hacia la innovación artística, y no en el simple juego, debemos preguntarnos por qué la valoración positiva de tales pretensiones ha sido aplicada, sin embargo, a la revolución novísima. Como bien ha señalado María Fernández Salgado, el problema no es sólo que la crítica considere las formas verbivocovisuales escisiones subalternas de lo verdaderamente poético y oculte así toda una escena de prácticas concretas y conceptuales, sino que de un modo u otro la crítica ha caído rendida ante el vendedor de lluvia de Castellet y ha comprado el prólogo y los aledaños polémicos de la famosa antología como verdad o falsedad de un grupo de poetas que en verdad desenfoca y oculta cantidades de escritura coetánea aproximadamente discursiva más radicalmente divergente en su persecución del deseo de cambio lingüístico (2014: 87).

En otras palabras, debemos esclarecer los motivos por los que los novísimos habrían ostentado un puesto —el de proyecto vanguardista y de ruptura— que correspondería a otros. Asimismo, resulta preciso comprender las causas que pudieron explicar la exclusión de Ullán de aquel modelo, no con un interés reivindicativo, sino más bien bajo la hipótesis que defiende su compleja adscripción a grupos unitarios y con límites bien definidos, como ocurría con los colectivos experimentales.

LO NUEVO Y LO «NOVÍSIMO» La irrupción novísima en el panorama poético de los años setenta suele ser interpretada bajo dos ópticas, en principio, no excluyentes. Por un lado, la que entiende a los autores incluidos por Castellet en el volumen antológico en tanto que revolución de la lírica española. Y, por otro, la que, gracias a la brecha abierta, resalta el giro tradicionalista adoptado por buena parte de los autores que siguieron a los seniors y la coqueluche. Ambas posturas —a las que se sumaría aquella que muestra un rechazo total del modelo— quedan bien reflejadas y conjugadas en algunos de los estudios que, tras el primer impacto novísimo, trataron de situar a sus componentes en el nuevo escenario generado para la poesía de finales de

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los años setenta y principios de los ochenta. Para comprender esa labor, se hace necesario no perder de vista las profundas transformaciones sufridas en las décadas anteriores tanto en el ámbito literario, en particular, como en la sociedad española en su conjunto. De manera resumida, podría afirmarse que el principal objetivo de estos discursos residía en apaciguar el convulso ambiente del periodo precedente. Por tanto, bien podría afirmarse que el cambio no buscaba aportar algo nuevo, sino una gestión diversa de lo ya existente, es decir, la inversión de lo que hasta ese momento se valoraba de forma positiva (Benéitez, 2015: 551-566). Un claro ejemplo de todo esto —a pesar de no ser el primero— lo constituyen los monográficos publicados por la revista Ínsula en enero y abril de 1989, «De estética novísima y “novísimos”, I» y «De estética novísima y “novísimos”, II», coordinados por Guillermo Carnero (1989a: 9-19 y 1989b: 13-16). Entre los artículos allí recogidos y con relación a las interpretaciones que acabamos de comentar, destaca el escrito por Jaime Siles —miembro de la llamada segunda oleada novísima—, bajo el significativo título de «La tradición como ruptura, la ruptura como tradición». Siguiendo y matizando, en parte, algunas de las ideas ya expuestas por Luis Antonio de Villena unos años antes (1981: 13-16 y 1986: 32-37), Siles aboga por una concepción de la estética novísima que resalte el rescate operado por estos autores de tradiciones obviadas en la poesía predecesora, gracias, justamente, a la ruptura efectuada con ésta: los novísimos no reaccionaron contra una poesía que, histórica y lingüísticamente, estaba ya muerta, sino contra la noción dominante de un discurso que, desde 1939 y salvo muy pocas excepciones, apenas —pensaban— había experimentado variación. Los novísimos lo que hicieron fue sustituir los rasgos distintivos de ese discurso, que creían cerrado, por otro entonces aún sin definir y que, en el primer momento, se caracterizaba, más que por la nulidad de lo buscado, por el denominador común en que se hacía entrar todo cuanto se pretendía rehuir. Lo que tuvo dos efectos casi simultáneos: a) la radicalidad de las posturas, expresa no tanto en los poemas como en las poéticas; y b) la asunción de tradiciones varias, reunidas en una sola, que acaso era la misma: la de la tradición como ruptura, la de la ruptura como tradición (Siles, 1989: 9).

En efecto, según Siles, el verdadero acto de vanguardia llevado a cabo por los novísimos habría sido el de incorporar a la poesía española un

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conjunto de tradiciones marginadas por la literatura de posguerra y haberlo presentado como una ruptura radical con su propia tradición. A pesar de ello, el poeta y crítico advierte que esta maniobra, de la que ciertos autores de los años setenta se hicieron protagonistas, ya había sido iniciada por algunos poetas del cincuenta al integrar en sus discursos la tradición «de Catulo, la de la elegía, la del Medievo, la de la mística, la de Cernuda, la de Cavafis, la del poema inglés— que nadie, con mediano juicio, podía atreverse a negar» (Siles, 1989: 9). Con esto, Siles desmiente la idea de que los novísimos representen una profunda renovación y cisma en la lírica española y abre, como ya hiciera Villena, la puerta al «enriquecimiento» del planteamiento novísimo realizado por su «segundo discurso (1970-1975)» y el «discurso actual (1975-1985)», a los que él mismo pertenece. No obstante, antes de esta normalización del cambio preconizado por la antología de Castellet, hubo otras críticas al modelo novísimo, no tanto encaminadas a reivindicar su veta tradicionalista en detrimento de la rupturista o de vanguardia —las de Villena y Siles— como a desbaratar por completo una propuesta que entendían como inexistente. En este sentido, uno de los autores que de manera más radical se pronunció contra el producto generacional castelletiano fue José-Miguel Ullán. Dentro de las reacciones suscitadas por la publicación de la antología —que van desde el rechazo de los sectores más reaccionarios hasta la alabanza incondicional— la postura crítica mantenida por Ullán estaba dirigida no sólo contra el relato del antólogo, sino también contra la escritura de algunos de los poetas en él incluidos. Así, en una entrevista realizada por Ramón L. Chao para las páginas de Triunfo, Ullán afirmaba respecto a su ausencia en la antología: Me parece perfectamente justa mi exclusión de esa ensalada a lo divino. Castellet, docto ignorante del reino, confundió esta vez la coqueluche con la menstruación. La «Antología», por lo demás, se asemeja a un montaje carpetovetónico de apoteosis revisteril donde algún poeta potable y otros varios muy mediocres han servido de coristas para que resalte la figura egregia, bilingüe y emplumada de la Celia Gámez de la novísima poesía en castellano, alias Pedro Gimferrer (Chao, 1970: 64).

A partir de estas palabras, algunos han querido ver en la actitud del poeta una vehemente rabieta provocada por el desplante de Castellet al autor. Guillermo Carnero sostuvo, en el encuentro de poetas y críticos

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«El estado de las poesías», dirigido por Víctor García de la Concha, que Ullán había sido el artífice de la «leyenda» que atribuía a Gimferrer la elaboración de la antología. En una línea similar, Juan José Lanz asegura que hay dos motivos que explican la reacción del poeta: «en primer lugar, la consideración por parte de Ullán de que Gimferrer lo había desplazado como máximo representante de la poesía joven; por otro, porque el poeta salmantino pensó que su no inclusión en Nueve novísimos había sido debida a la intercesión de Gimferrer» (Lanz, 2000: 507). Pero al margen de cuáles fueran los procesos de gestación del producto —tantas veces discutidos—, la crítica de Ullán va más allá del simple despecho que el tono de sus palabras pudiera insinuar. Lo cierto es que existió una fuerte polémica, tal como demuestra el hecho de que sólo un mes después de la publicación de la entrevista en Triunfo, Ullán volviese a ser interpelado a propósito de su postura. Así, en «La poesía heterodoxa de José-Miguel Ullán», Jean Michel Fossey reanuda la controversia cuestionando al autor sobre los motivos de su exclusión y el beneplácito expresado a favor de ésta; a lo que el poeta responderá: de entrada debo decir que comienza a cansarme desperdiciar tanta saliva en torno a un producto tan inexistente como la dichosa antología castelletiana. Además, es fácil colgarme el sanbenito del resentimiento: la derecha sigue pensando que la idea de justicia reposa sobre la envidia. Pero tampoco quiero aguardar a la devaluación de ese producto de belleza para proclamar mi disidencia. El oportunismo no es mi manjar. Castellet no podría confesar otro tanto. ¡Curioso personaje! […] Junto a un corrosivo Montalbán, está la banal Moix o el dulce Gimferrer, coleccionista éste de todas las escorias putrefactas del pasado e incapaz del menor gesto original […] es normal que surja el sano alivio al ver renacer una poesía providencial, esteticista y neodecadente, a tono con los balbuceos precapitalistas de un país mentalmente medieval. Ahora bien, se engañará sólo quien quiera: la poesía o es heterodoxa o no es. Y bajo el nombre de vanguardia también puede esconderse lo más retrógrado de una época; la subpoesía mencionada es un producto fofo, que no conoce ni la erección ni las tormentas (Fossey, 1970: 19).

Con tales afirmaciones de fondo, parece que el juicio de Ullán no se apoya, al menos únicamente, en sentimientos de egolatría, sino que se funda en el análisis de las carencias, contradicciones y propósitos extraliterarios presentes en el volumen preparado por Castellet. En efecto, el poeta salmantino está arremetiendo contra una antología que considera incohe-

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rente, oportunista y complaciente con la ideología dominante. Asimismo, resalta que a pesar de haber sido exhibida como recopilación de la poesía más innovadora de la nueva década, el planteamiento de base no hace sino volver a fórmulas ya agotadas, sin la más mínima aportación. No debe interpretarse, sin embargo, esta crítica de Ullán como un ataque al conjunto de los novísimos, sino, por el contrario, como rechazo frontal a lo que supuso la estética novísima. Es decir, para este poeta lo insostenible es que la escritura de estos autores entre en el cauce de lo establecido, complaciente, obsoleto y acrítico, propiciado por el marketing editorial y la sumisión a una corriente dominante, y además sea presentado como evento de vanguardia de la poesía nacional. Por tanto, su disidencia se sitúa más cerca de los que entendieron Nueve novísimos como un producto mercantil que subsumía poéticas muy diversas bajo una lectura predeterminada, que de aquellas posturas que sostuvieron una enmienda a la totalidad: opino que Eduardo G. Rico no debiera confundir el enfado con el asco legítimo ante las manos educadas y fofas, acomodaticias y serviles, torpes y «snobs» que practican la escritura enanil, pretendiendo hacer pasar por neovanguardismo el trasero de toda naturaleza putrefacta. [Nadie lea más de lo que digo, los espléndidos poemas de Vázquez Montalbán, la escritura sigilosa de Martínez Sarrión y algunas zonas de otros «elegidos» escapan por completo de la presente acusación; y ésta, en cambio, no debería quedar reducida al campo de la antología-diz-que-novísima, sino operar en otros territorios, no por hostiles a esta tendencia menos regresivos y esterilizadores] (Ullán, 1971: 58).

También, gracias a ello y a su voluntario exilio parisino, Ullán queda fuertemente desvinculado de la estética novísima y encuadrado dentro de la nómina de autores de los años setenta obviados por Castellet. Incluso, tampoco formará parte de dos de las antologías posteriores a las del catalán, interpretadas como la corrección a las ausencias de la primera. Así, la edición de Enrique Martín Pardo (1970) reunía la poesía de Antonio Carvajal, Pere Gimferrer, Antonio Colinas, José Luis Jover, Guillermo Carnero y Jaime Siles, bajo una lectura aglutinadora que destacaba el clasicismo de estos autores. Por su parte, Espejo del amor y de la muerte de Antonio Prieto abría las puertas a ese segundo grupo novísimo —compuesto aquí por Javier Lostalé, Eduardo Calvo, Luis Alberto de Cuenca, Luis Antonio de Villena y Ramón Mayrata— ya anunciado con Siles, que defenderá desde las páginas de este libro una «afinidad cultural» (1971: 159) manifiesta.

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Frente a las nuevas corrientes dominantes de los años setenta y futuros ochenta, la marginalidad de esta recién adquirida posición para Ullán viene a corroborar dos tendencias muy habituales en la poesía española de segunda mitad del siglo xx, a las que hemos ido haciendo mención: por un lado, que aquellos poetas difícilmente asimilables al discurso imperante y con propuestas discordantes, esto es, que exigen de una lectura incómoda y trabajosa, sólo encuentran lugar en la periferia del sistema literario (situación que Ullán compartía con otros autores como Francisco Pino, Diego Jesús Jiménez, Agustín Delgado, Carlos Piera o Aníbal Núñez). Por otro, que la falta de una lectura particularizada y atenta de los propios poemas y textos de los poetas termina por generar una serie de relatos críticos en los que únicamente se privilegian determinados rasgos de un mismo autor, en detrimento de otros. Así lo denunciaba Andrés Sánchez Robayna a propósito de la poesía española escrita a partir de 1960: esa poesía ha sido básicamente no leída, es decir, no ha sido objeto de reflexión, de discusión y de valoración crítica. Ha sido, en rigor, una poesía sobreentendida y —lo que es aún más grave— sometida o condenada a la acrítica circulación del tópico y de las formas idiotizadas del prejuicio estético; y ello en beneficio de una estética dominante, negadora de la pluralidad o de la diversificación de la escritura (1988: 225).

La recurrencia de esta última forma de abordar la práctica literaria permite a ese tipo de discursos acomodar a los escritores en las pautas y los sentidos más generalizados y, con ello, que se impida ver tanto su especificidad, como otras líneas de unión con las tendencias no en boga. Así sucede con la etiqueta de experimental para Ullán y, a la vista de lo expuesto, también con la de poeta peri-novísimo. Esto mismo es lo que cuestionaba Pedro Provencio, al analizar la generación del 70 y constatar que, por ejemplo, un autor como Guillermo Carnero siempre era caracterizado por su léxico lujoso, escepticismo y culturalismo, y no por un no menos presente uso de la ironía, el prosaísmo y la autocrítica, añadiendo que «en mi opinión, la respuesta está en que unos rasgos corresponden al acervo estilístico de la segunda promoción novísima, y otros no» (Provencio, 1993: 91). Y, precisamente, esa será la dirección que asuma la poesía española una vez que el estallido de los años setenta se fue minimizando. Aquellos poetas que recogieron el testigo novísimo, los de la segunda promoción —entre los que se encuentran algunos más jóvenes que los primeros, como Siles, Villena o Luis Alberto de Cuenca y otros que, a pesar de ser coetáneos, sólo tuvieron cierta visibilidad unos años más tarde; tal sería el caso de Juan

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Luis Panero o Antonio Colinas— lograron invertir los términos. Convirtieron el culturalismo y esteticismo achacado a sus predecesores en clasicismo, tradicionalismo, intimismo, vuelta a la métrica, tonos elegíacos, interés por lo épico, afán mimético, etc., haciendo de todo ello la norma discursiva de la poesía de finales de siglo y aniquilando el impulso político de una parte de los novísimos. Como consecuencia de este giro, se propició igualmente que el resto de prácticas poéticas con una dirección disímil a ésta —que no perseguía la innovación sino la reformulación de lo existente— quedaran asociadas con tendencias estéticas confusas y carentes de contenido. Con ello, esta nueva deriva de la poesía española insiste en la creación de grupos antagónicos que surgen, principalmente, por la tendencia a la generalización y la falta de una lectura particularizada de los textos. Tal silenciamiento, en tanto que obligación a que los poemas digan lo que la tendencia dominante impone, se translucirá precisamente en la formulación de categorías tan ilustrativas como la de “poesía del silencio”. En ella, se reunirá a autores con poéticas muy diversas bajo la premisa de un supuesto uso común de ese concepto, y se asentará la que, de ahora en adelante, va a convertirse en su lectura establecida. Esta nueva situación afectará de forma muy directa a José-Miguel Ullán, quien de modo casi automático entra a formar parte de la nómina de autores interpretados en este sentido, en parte, como resultado de la práctica discursiva bipartidista examinada.

LA CONDENA AL SILENCIO De forma simultánea al asentamiento de la segunda promoción novísima y la incipiente “poesía de la experiencia”, la perspectiva adoptada a lo largo de los años setenta y principios de los ochenta por algunos novísimos de primera hora y otros poetas de grupos anteriores y posteriores a éstos será tildada de metapoética, hermética, metafísica y/o minimalista. Esta óptica será puesta en relación, asimismo, con determinados escritores europeos, como Mallarmé, Ungaretti o Paul Celan, a los que se engloba bajo el excesivamente abarcador rótulo de “poetas del silencio”. Por otra parte, bajo esta última caracterización se incluirá a autores como José Ángel Valente, Guillermo Carnero, Andrés Sánchez Robayna, Jenaro Talens o el propio José-Miguel Ullán, quienes además serían ejemplo, desde tales interpretaciones, del resto de categorías anunciadas. Juan José Lanz divide la poesía generada a partir de la década de los ochenta y mantenida en los lustros posteriores en una “poesía del diálogo” y una “poesía del fragmento”:

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Rosa Benéitez Andrés Un proceso de absolutización del lenguaje es uno de los rasgos característicos de la poética de la fragmentariedad en el periodo posmoderno, en el que van a coincidir, a través del pensamiento filosófico diverso de Heidegger, Gadamer, Foucault y María Zambrano, poetas españoles de diversas generaciones, como José Ángel Valente, José-Miguel Ullán, Marcos Ricardo Barnatán, Amparo Amorós, Andrés Sánchez Robayna, o los más jóvenes, Álvaro Valverde, Juan Carlos Mestre, Jorge Riechmann, Miguel Suárez, etc. (Lanz, 2007: 177).

Incluso teniendo bien presente que los poetas mencionados sí practican un tipo de escritura que indaga sobre sus propias posibilidades expresivas o semánticas, que se autocuestiona constantemente y que, por tanto, plantea ciertas reflexiones en torno a la dicotomía existente entre la presencia y ausencia de palabras, resulta, sin embargo, extremadamente generalizador equiparar el sentido que el silencio pueda tener en la obra de Valente o en la de Ullán (siendo estos dos autores, por otro lado, unos de los más próximos). De manera similar a lo que ocurría en el caso de las poéticas de Mallarmé y Celan, en las que el silencio ocupa un espacio de reflexión bien diferente —uno más formal y otro de cariz existencial— que impide, por tanto, hacer una lectura en términos de identidad, la escritura de Ullán y su relación con todas aquellas cuestiones vinculadas a este hecho poco tienen que ver con la inefabilidad extrema o la absoluta autorreferencialidad, por mencionar dos de los rasgos más notables asociados a la “poesía del silencio”. A pesar de ello, no faltarán quienes continúen el tópico y reiteren la idea de que José-Miguel Ullán es un poeta del silencio. No obstante, se hace preciso insistir y advertir que la complejidad estructural de la escritura en Ullán y cierta tematización de la insuficiencia del lenguaje para construir una realidad, aún más compleja, nada tienen que ver con determinada actitud estética que se acomoda en la imposibilidad del decir —como tampoco es el caso de muchos de los poetas incluidos en la categoría de poesía del silencio—. Por el contrario, esta incapacidad de plenitud anima a la trasgresión de los límites representativos y, por tanto, a la generación de nuevas conductas lingüísticas que, por el mismo hecho de constituirse como tales, dejan de pertenecer al ámbito del silencio. Nuevamente Miguel Casado resaltaba una idea similar, rescatando unas palabras del propio Ullán (1982: 5): Nada en común hay entre esta postura y las poéticas de lo inefable; lo indeciso y lo indomable no son en absoluto sus sinónimos, pues se insertan

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ya en el fluir sin pausa de los lenguajes. Tampoco cabe confundirla con la mitificación del silencio; como ha explicado el propio Ullán, «es tarea básica del poeta saber nombrar. Nombrar, eso sí, de otro modo, pero no enarbolar lo innombrable, eterna presa fugitiva de todo poema, como coartada monotemática de la incapacidad particular para dar nombre. Que el silencio se inserta en el corazón de esa dádiva y no cuando empleamos su nombre en vano» (Casado, 1994: 95).

Por tanto, la posición de Ullán a este respecto es clara: el silencio, la ausencia de un lenguaje que articule —o pueda llegar a articular plenamente— lo real, más que como impedimento o limitación, se entiende en tanto que incitador de la palabra. Para este autor, la poesía consistiría justamente en eso, en dar nombre, en crear estructuras lingüísticas con las que establecer una relación posible con la realidad, aunque para ello sea necesario dislocar y combatir la palabra que ha perdido su valor de uso: «Adioses bajo palio y arboleda. Límite fiel del desdecir» (Ullán, 1984: 79). De ahí que lo que en él se ha calificado de hermético, minimalista o místico no responda sino al deseo de propiciar la aparición de nuevos sentidos a través de la escritura poética. Entonces, si de lo que se trata es de analizar la posición del silencio en la escritura de Ullán, clave resultaría aquí el estudio llevado a cabo por Túa Blesa en el volumen Logofagias. Los trazos del silencio (1998). Siguiendo una línea acorde con la apuntada, en la que el silencio es producción y no falta de significado, este libro se presenta como un singular tratado de retórica que actualiza algunas de las figuras empleadas en la escritura poética, más concretamente, aquellas que incorporan visual, sintáctica, morfológica o semánticamente el silencio. La sistematización propuesta por Blesa, que se inscribe, en parte, dentro de la metodología de los estudios de retórica, da cabida a seis grandes grupos de figuras que incluyen a su vez distintas variantes de ese mismo conjunto de procedimientos. Para el análisis de los recursos de «Óstracon» —que el autor define como «figura de la logofagia que da lugar a la fragmentación del texto […]. Sin embargo de su fragmentarismo, el texto al que da lugar esta figura es un texto completo» (Blesa, 1998: 221)—, Túa Blesa recurre de manera reiterada a la obra de José-Miguel Ullán. Tal presencia se explicaría gracias al insistente uso por parte del poeta de ciertas figuras de la logofagia descrita por Blesa y, en particular, de aquellas destinadas a producir una escritura deliberadamente incompleta o, como se verá más adelante, que se interrumpe y abre a la significación.

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Con tal perspectiva de fondo, resulta posible afirmar que la poesía de Ullán se inscribe dentro de aquellas prácticas literarias que, de manera explícita, buscan la variabilidad y multiplicidad de interpretaciones dejando que sea el receptor quien escoja, en cada ocasión, la línea de sentido con la que completar el texto, existiendo, incluso, la posibilidad de no hacerlo. Por su parte, Blesa detecta esta opción de escritura en buena parte de la producción ullanesca, desde su primer libro (36) —contradiciendo con ello la lectura que de él se ha hecho en tanto que poeta de testimonio— hasta los últimos títulos, y lo hace relacionándola justamente con la ausencia de un discurso acabado. Se comprende fácilmente, por este motivo, que la apuesta por un tipo de poesía que, de forma premeditada, no cierra por completo sus posibilidades de interpretación tiene más que ver con la pluralidad de sentidos que con la ausencia de éstos o la vía única del silencio. Volviendo a la propuesta concreta de Blesa, será en este grupo denominado «óstracon», y vinculado a lo fragmentario, donde más se recurra a la poesía de Ullán, a pesar de que otros de sus poemas sean igualmente encuadrados dentro de las diferentes figuras estudiadas en el volumen. Paradigmático, en este sentido, sería el principio constructor de un libro como Alarma [Figura 2], en el que el silencio juega en dos direcciones. Por un lado, la tachadura con gruesas líneas negras de las páginas impresas de una publicación de marcado carácter político y social tematiza la práctica de la censura, la privación de la expresión y su resultado, el silencio. Por otro lado, ese mismo acto, el de hacer ilegibles las palabras que componen el discurso, rescatando sólo algunas de ellas, provoca que las propias noticias terminen afirmando parte de la información que había sido ocultada, tergiversada o edulcorada. Así, el silenciamiento de un sentido hace surgir a aquel que había sido encubierto. A la presencia de estas dos formas de tratar la noción de silencio, Blesa suma el propio enmudecimiento del poeta: la aceptación de las palabras de los otros, esto es, la renuncia a las propias, por supuesto, para hacerlas decir lo que en la voz de ellos callan al trastocar todo por medio de la selección y por una combinación inédita en la base impresa, de tal manera que lo que se nombra como aceptación es todo lo contrario, pura creación libre, liberada, surgida de las limitaciones (70).

De este modo, resulta posible entender que la poesía de Ullán no alude y practica el silencio como medio de escape ante la angustiosa

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Figura 2: «Una clara ordenación…», Alarma, 1976.

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incapacidad de dar nombre: «inteligencia no me des jamás el nombre exacto de las cosas», se lee en Maniluvios en clara referencia a Juan Ramón Jiménez (Ullán, 1972: 30). Por el contrario, esa impotencia se entiende como motivo de búsqueda y exploración continua, bien sea a través del discurso conciso, fragmentario, expresivo, agramatical o del uso de la transcripción y el montaje, como forma de polifonía. Unos recursos que, inevitablemente, volverán a surgir a lo largo de estas páginas y que, como se verá, sustentan buena parte de la poética del escritor salmantino. Por último, el encasillamiento de la poesía de Ullán dentro del membrete de “poesía del silencio” tendrá otra consecuencia que va más allá de la del establecimiento de una lectura inadecuada de su obra. Al ser adscrito a esta corriente, el poeta entrará a formar parte de ese conjunto de planteamientos literarios que, como se veía, eran presentados por la crítica y la historiografía como grupo opuesto a la práctica que se había constituido como corriente dominante en la poesía de finales del siglo xx. De este modo, la visibilidad y presencia de aquellos parece entrar en correspondencia con la etiqueta aplicada a su poesía. Si se retoma el ya comentado binomio de “poesía figurativa”, por un lado, y “poesía no figurativa”, por otro, donde se engloban, por otra parte, todas las propuestas calificadas de herméticas, metafísicas, abstractas, minimalistas o del silencio, no resulta demasiado complejo constatar el hecho de que esta última quedará abocada justamente a eso, al silencio. Lo relevante aquí es que tal situación se generó por la simple reducción de las particularidades de cada escritura a un mismo denominador común encarnado en la figura del otro. El silencio achacado a esos autores se origina paradójicamente no en su escritura, sino a causa de la ausencia de una lectura acorde a cada poeta y como resultado de un sistema excesivamente homogeneizado. En esta tesitura, la poesía de José-Miguel Ullán quedará a partir de mediados de los años ochenta en una débil posición dentro del sistema literario nacional. La gran aceptación experimentada, entre lectores especializados y público en general, por la llamada “poesía de la experiencia” trajo como consecuencia un acusado desplazamiento hacia los márgenes de aquellas poéticas no asumibles a este nuevo modelo de consumo poético. En el caso de nuestro autor, a ello debemos sumar el hecho de que, tras su regreso a España, en 1976, su trayectoria profesional continuó desarrollándose dentro del ámbito del periodismo y relacionada sólo de manera tangencial con la poesía. Sin embargo, llevó

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a cabo una importante labor como editor, junto a Manuel Ferro, bajo el sello Ave del paraíso, donde dieron a conocer al lector español un importantísimo conjunto de poetas latinoamericanos, de extremo valor y escasa difusión en nuestro país. Nombres como los de Jorge Eduardo Eielson, Eduardo Milán, Gerardo Deniz, Orlando González Esteva, Jaime Sáenz o Julio Torri componen un catálogo que, probablemente, habría sido más amplio y de mayor trascendencia si la editorial no se hubiese visto forzada a interrumpir su colección de poesía «Es un decir». Es significativo, en este sentido, que dos de los títulos más importantes dentro del conjunto de la obra del poeta —Visto y no visto y Razón de nadie— fuesen publicados en esta editorial y no en otras de reconocido prestigio, como eran ya en los años noventa Visor y Pre-textos, donde ya habían aparecido los libros De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado y Soldadesca, respectivamente. Con ello se evidencia, en cierto modo, que el lugar ocupado por José-Miguel Ullán en el panorama poético español de las dos últimas décadas del siglo xx es, cuando menos, extraterritorial, incluso a pesar de la posición de poder que podía otorgarle la ostentación de cargos como el de fundador de la colección de poesía de Cátedra. Su actividad como periodista, comisario de arte o consejero de diversas instituciones parece alejarle cada vez más de un entramado literario del que fuera protagonista y situarle en el centro de otro campo institucional. No obstante, esto no significa que el autor dejara de mantener una labor poética firme y necesaria, sino más bien que la cada vez mayor diversificación de su trabajo continúa insistiendo en la dificultad de reducirlo a determinadas tendencias o corrientes literarias. Su adscripción, más o menos regular, a todos los grupos estilísticos o generacionales que se han presentado deviene en tópico recurrente de la mayor parte de los análisis generados por las investigaciones literarias de la segunda mitad del siglo xx. Obviamente existen excepciones, trabajos como algunos de los aquí mencionados que abogan por la irreductibilidad categorial de este poeta, pero que a lo largo de este mismo periodo se han considerado como subalternos y partidistas, dada la marcada situación dicotómica en la que se ha desarrollado la poesía española. Ante esta variedad de categorizaciones e interpretaciones en conflicto, cabe la posibilidad de preguntarse si realmente las etiquetas ofrecidas para hablar de la poesía de Ullán son, en efecto, concluyentes a la hora de establecer una aproximación a la estética de este autor. A lo largo de estas páginas se ha tratado de mostrar cómo, de manera general, el

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encasillamiento de esta poesía en los grupos de poesía social, experimental, novísima o del silencio forzaba ciertas cualidades, minimizando la relevancia o presencia de otras, para de este modo lograr amoldar la propuesta concreta del poeta a las lógicas de distribución binaria más arraigadas en la lectura de la literatura española. En otras palabras, si bien es obvio que Ullán participa de tales programas y comparte con ellos algunas preocupaciones y modos de actuación —su contemporaneidad difícilmente podría sustraerle por completo a estos—, también lo es que ninguno llega a determinar su poética de un modo fundamental. Hemos intentado describir cuál ha sido el sentido y funcionamiento de este tipo de discursos disyuntivos, con el propósito de evidenciar que responden más a sistematizaciones generalistas, que a la infinidad de matices y variada realidad de las letras españolas de finales de siglo. En este sentido, se ha buscado probar igualmente que, en el caso concreto de José-Miguel Ullán, este tipo de planteamientos excluyentes difícilmente aportarán claridad y comprensión a una poesía que, como se verá en lo sucesivo, fundamenta buena parte de su producción estética en la suspensión de las oposiciones binarias. Por lo tanto, si la excesiva generalización efectuada en el estudio de las poéticas de finales del siglo xx ha dado como resultado una serie de discursos que privilegian determinadas lecturas y, de este modo, sentidos, en detrimento de otras interpretaciones menos sistemáticas, pero de mayor complejidad, se presenta como algo absolutamente necesario proponer una vía de acceso diferente que, a pesar de tener en cuenta los análisis precedentes, evite las insuficiencias detectadas en los mismos. No se pretende afirmar, con esto, que la escritura de Ullán sea una entidad ajena a cualquier tipo de concomitancia o influencia, una poesía completamente singular y del todo inclasificable; no, la auténtica pretensión es señalar la imposibilidad de adscribirla a modelos fijos, seguros y lineales. Y esto no como consecuencia de la adopción de determinado relativismo gnoseológico —defendido desde ciertos planteamientos posmodernos— sino más bien como único método de examen para una poesía múltiple, contradictoria y móvil. Continúa siendo necesario insistir en que la especificidad con la que este poeta aborda y gestiona algunos de los problemas más relevantes de la práctica poética exige una aproximación crítica y teórica que sea capaz de asumir la complejidad y multiplicidad de sentidos implicados en sus interrogantes. Cuestiones fundamentales como la experiencia y su función en el poema, la capacidad de éste para generar conocimiento,

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su utilidad dentro de la sociedad o el modo en el que se enfrenta a la reificación del lenguaje, capitales en el panorama español dibujado, encontrarán en José-Miguel Ullán un tratamiento que invierte las posiciones más habituales y las somete a continuas revisiones y metamorfosis. Entre estos desplazamientos, se perfila como algo capital la alteración que el poeta propone respecto a la sensibilidad, el cuerpo, y el modo en que ésta nos relaciona con la realidad.

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La pregunta por la carga experiencial de la obra literaria es uno de los interrogantes clásicos de la Estética. Sin importar ya antiguos debates acerca de la identificación entre autor y experiencia real o imaginaria, lo cierto es que la cuestión que parece haber tomado más relevancia es la de cuáles son esas experiencias a las que nos aproxima la literatura, cómo se han generado, qué tipo de relación con lo real nos proponen y, lo más relevante aquí, qué factores intervienen en la escritura poética a la hora de formalizar lo empírico. Para tratar de responder a estas cuestiones necesitamos centrarnos ahora en uno de los aspectos que pueden llevar a considerar la poética de José-Miguel Ullán como una escritura de márgenes, de frontera entre unos y otros espacios, de límite entre la vida y la escritura. Más concretamente, vamos a detenernos en aquellas razones por las que su poesía supone un fuerte descentramiento de las normas y usos asentados en la creación literaria contemporánea y, en especial, de los códigos que regulan la experiencia estética asociada a ella. Bajo una perspectiva que engloba tanto el momento de producción de la obra, como el de su recepción, la poesía de Ullán se propone difuminar los límites que han consagrado lo visual como elemento preferente y casi exclusivo de la mayor parte de la literatura occidental. Su planteamiento estético representa una indagación continua sobre la codificación lingüística de la experiencia y, en particular, sobre las posibilidades ofrecidas por lo sonoro, el discurso oral o la actividad de la escucha. En palabras del propio poeta: el lenguaje no es un bien más del ser humano: es el bien esencial. De ahí mi atención obsesiva a todos los lenguajes: no como prótesis programadas para alcanzar la percepción, sino como materia oscura y esencial de ésta. Remover las palabras, jugar con ellas o sacarlas de sus casillas es darles y, por consiguiente, darnos otra oportunidad, otro enfoque. En consecuencia, escuchar debería ser la tarea cimental de todo escritor. Retener lo dicho, desplazarlo a nuestro interior, otorgarle distintos contextos, conservar su tonalidad y enfrentarlo a otros decires desinteresados son funciones naturales, a la vez que misteriosas, de la escritura (Pardo, 2008: 47).

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Aparecen aquí varios elementos: las diversas vías de percepción sensorial del ser humano; su atención a lo oral, entendido como material para la escritura; la invitación a participar de otro tipo de sensaciones —entre las que predominará la auditiva— y, por tanto, de modos diversos de percepción y conocimiento, etc. Son estas cuestiones las que singularizan la apuesta del poeta. La relevancia que lo sensorial asume en la obra de José-Miguel Ullán va más allá de las posibilidades acústicas y visuales vinculadas a la estructuración y composición de los textos. Ciertamente, la distribución de los elementos del poema en un espacio que propicia la aparición de imágenes que contribuyen al sentido del texto, la inclusión de fotografías u otros elementos visuales o el fuerte trabajo rítmico y fonológico conforman un repertorio de prácticas con una presencia incuestionable en la obra de este autor que, por otra parte, tendremos la ocasión de abordar con posterioridad. Pero, en estrecha relación con todas ellas, destaca la persistente dependencia que toda esta escritura mantiene con el ámbito de las percepciones, lo sensitivo, el cuerpo y la experiencia estética. Parecería, entonces, que el autor estuviese asumiendo aquella caracterización que su querida María Zambrano hiciera de los poetas, entendiéndolos como figura contrapuesta a la de los filósofos. Así, mientras estos últimos se habrían ido desprendiendo de la realidad más inmediata, mediante un violento y abstracto gesto que los distanciaba, cada vez más, de su postura original —aquella que construía el conocimiento desde una admiración ante las cosas—, los poetas habrían permanecido, por el contrario, «fieles a las cosas», embargados por esa inicial inmediatez: «El poeta no renunciaba ni apenas buscaba, porque tenía. Tenía por lo pronto lo que ante sí, ante sus ojos, oídos y tacto, aparecía; tenía lo que miraba y escuchaba, lo que tocaba» (Zambrano, 1996: 17-18). A pesar de que las palabras de Zambrano se circunscriben en un espacio de reflexión epistemológica y ontológica —además de histórica— mucho más amplio que el aquí trabajado, el diagnóstico de la filósofa, perfectamente conocido por Ullán, permite, no obstante, comprender de un modo bastante preciso el carácter de esta poesía: la aprehensión de lo real no descansa únicamente en un pensamiento abstracto y racional, sino también imaginativo y sentimental. Recordar, en este punto, que Aisthesis remite en su modo verbal al oído y en el nominal a la vista podría sintetizar bien cuál es la forma de proceder de este poeta: la acción suele partir de la atención que se dirige con el oído, aunque ésta, después, se apoye en la vista para dar

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nombre a la realidad percibida: «La palabra se eclipsa; el ojo escucha» (Ullán, 1984: 144). Para Miguel Casado esta disposición es uno de los ejes fundamentales de la escritura ullanesca, ya que permite la aparición y presentación de otro tipo de sensaciones más allá de las puramente visuales, predominantes en nuestra tradición: Como se sabe, el rechazo de la mirada se inscribe aquí: no como trivial preferencia entre sensaciones, sino como exilio de una básica concepción dominante. «Llora, porque toda mirada entraña error»: se limpiarán así los ojos, a modo de penitencia situada en el lugar de la culpa, pero no se conseguirá sino interiorizar personalmente ese dolor: «horca, palio y cruz» (poder, religión, ley) sobreviven mucho más allá de este reconocimiento. El gesto estéril justifica y reconforta, pero no salva: tornar la esterilidad en orgullo reivindicado, la soledad en soberbia —«mejor, fulgir a solas y rezar en balde»— de modo que la luz rechazada se transforma en luz inversa: brillo de sol negro que deja paso a la metáfora quizá decisiva de esta poesía, el topo, y a su conocido espacio nocturno. El hermetismo no es sino una voz de esa luz inversa (Casado, 1994: 93).

Es de este modo como la escritura de Ullán no sólo ve, sino que palpa, huele, degusta y escucha y se permite afirmar, de modo irónico y como título a una poética, que: «La poesía no tiene sentido»1, pues no existe para este escritor una vía de percepción privilegiada de antemano, ni mucho menos un significado estable. La querencia de José-Miguel Ullán por el ámbito de lo sensorial, como germen y secuela de la escritura, constituye un rasgo evidente y reiterativo a lo largo de toda su producción poética. Todo ese material va a ocupar, entonces, un espacio decisivo para esta poesía, proponiéndose además como repertorio de reflexión en algunos de los textos escritos por el poeta. Así, en Sentido del deber, la composición circula en torno al fuerte vínculo que la «diligente sensación» (Ullán, 1996: s/p) —como afirma su autor tras referirse a las experiencias procuradas por el olfato, el gusto, el oído, la vista y el tacto— mantiene con la memoria; un tema central en su escritura. También en Ardicia Ullán se dirigirá a cada uno de los cinco sentidos para tratar de sancionar o elogiar sus vicios y vir1



Éste es el encabezamiento que Ullán propone, a modo de poética, para los poemas pertenecientes a su libro Ardicia, que Concepción García Moral y Rosa Mª Pereda incluyeron en la antología Joven poesía española.

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tudes. Resulta especialmente ilustrativo el texto dedicado a la mirada. En ese sentido, la figura del topo2, a la que se hacía alusión con Miguel Casado, proviene del segundo de los poemas de este último volumen, en el que el poeta anima a desconfiar de la vista como único vínculo entre la realidad exterior y el individuo: II Llora, porque toda mirada entraña error. Mas los andrajos, horca, palio y cruz no morirán por este llanto. Mejor fulgir a solas y rezar en balde. ¿Como el topo? Así; dueño de la penumbra y de su asfixia. Hablando por hablar. A ciegas. Ojo del corazón, quema el paisaje (Ullán, 2008: 164).

No se trataría, por tanto, de aquella máxima clásica que denunciaba el engaño de los sentidos, sino más bien de una apuesta por la emoción interior y las sensaciones que escapan de lo habitual, de una vuelta al cuerpo. Conviene, además, relacionar este poema con dos textos tremendamente significativos en el conjunto de la obra del poeta y sobre los que necesariamente habrá que volver con posterioridad. Por un lado, el gesto con el que abría su primer libro: «amatando el candil» (Ullán, 1965a: I) y, por otro, su reformulación en «El viento», Razón de nadie: «apagar / amatar // aguzar el sentido» (Ullán, 1994a: 180)3. En ambos, Ullán desplaza el centro sensorial ocupado por la vista hacia otros espacios de la experiencia, en los que tanto el oído como el tacto aportarán una serie de elementos indispensables. Ahora bien, no estaríamos, en este caso, frente a un rechazo total de la percepción visual, se trata por el contrario de una matización sobre sus posibilidades y carencias. Esta misma metáfora aparecerá en el texto «Nimbo Número Noche» de Razón de nadie con una carga semántica similar: «piel por piel / avestruz o topo / testigos mudos» (Ullán, 1994: 174), así como en Amo de llaves: «Labor de topo. / Desmoronar lo claro / “Me sube poco”» (Ullán, 204: 88). 3 A ellos podrían añadirse, igualmente, los versos «Tenía ante sus labios […] vino al misterio / y apagó las velas», en los que a pesar del traslado a la tercera persona, el sujeto poético continúa insistiendo en el mismo gesto (Ullán, 1972: 43), así como uno de los “rensaku” de Amo de llaves: «Cuando me atrevo, / tras amatar la llama, / mis ojos sello» (Ullán, 2004: 186), y a los que nos referiremos más adelante. 2

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Figura 3: Amo de llaves, 2004.

Así lo confirma uno de sus últimos libros de poemas publicados, Amo de llaves [Figura 3], donde el ojo se vuelve motivo y guía de la mayor parte de las composiciones allí reunidas. Como el propio autor comenta en una nota incluida al final del volumen, los textos mantienen un vínculo muy directo con los acontecimientos experimentados por el poeta durante los meses de julio y agosto del año 2003. En este sentido, no se trata de un informe en el que, a través de diferentes poemas, se recogen las vivencias

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de Ullán en ese verano del 2003, sino del «diario de un ludópata compulsivo», que somete todos esos hechos que le acompañan al insistente juego de la escritura. Para ello, adopta dos cláusulas (o constricciones como decía el OuLiPo), las de las palabras «amante» y «ojo», que habrán de dar orden o restringir el «caos caprichoso» de ese diario. El hecho de haberse impuesto que tales vocablos tuvieran que encarnarse «en todas las estrofas, engendrar cada instante», dará como resultado la siguiente situación: «dichas palabras pueden aparecer representadas con todas sus letras, pero también con el concurso de sus acciones, cercanías, anagramas y sonidos» (Ullán, 2004: 223). Con ello, el ojo de este libro es mirada, pero también metáfora, juego fónico y semántico, categoría que se impone al discurrir de la escritura. De ahí que, finalmente, con él se vuelva a aquel «Ojo del corazón» que se mencionaba más arriba con Ardicia y que, nuevamente aquí, determina tanto lo que se ve, como lo que se imagina: «No me lo digas: / corazones con ojos // a la deriva». Por tanto, lo visual aparece cuestionado asumiendo por ejemplo, como en este caso particular, su condición impositiva, pero nunca completamente impugnado. Así ocurre, también, en la sección «Manchas nombradas II», del volumen Visto y no visto, donde se agrupan diferentes textos vinculados a la pintura de artistas como Broto, Chillida o Anish Kapoor. En la mayoría de estas composiciones, y en cierto modo en contra de lo que pudiera ser la relación habitual entre plástica y poesía, la escritura de Ullán hace un requerimiento continuo a la presencia de todas las sensaciones, en consonancia quizá, a la solicitada por los propios artistas: la mano, ensimismada, escucha / el rumor de lo intacto […] Los horizontes de Chillida le otorgan un lugar preciso (aéreo, consagrado) al eco de lo nunca dicho. No desparraman, pues, las desinencias de lo ajeno —la voz, la llama—, sino que nos permite entrever, palpablemente, lo apenas dibujado en sus entrañas. Eco del interior (Ullán, 1993: 101).

Lo importante, entonces, para estos y otros textos es que la vista ocupa un lugar tan concluyente como el que dentro de sus posibilidades se le pueda otorgar al resto de los sentidos. Sin duda, son paradigmáticos los dos extensos poemas que cierran Visto y no visto y Razón de nadie, respectivamente. Resulta esencial, en este caso, mencionar que ambos comienzan con una invitación a situarse en el mismo espacio de oscuridad que posibilitaba la entrada en escena del resto de los sentidos: «Nimbo Número Noche» (Ullán, 1994a: 163) es el ritornelo que, tras el «Preludio», abre y estructura todo el

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poema «El viento» incluido en Razón de nadie. Por su parte, «Terrones y guijarros» —de Visto y no visto— hace más explícito el posicionamiento: «Desprenderse de toda mirada, adelantarse en alta noche en ella, tenderle nuestras manos temerosas, cerrarle con firmeza los párpados, desplazarla: acunarla, / dejarla ir» (Ullán, 1993: 177). Esta desactivación del sentido de la vista propicia, entonces, la aparición de otros modos de percepción que, ahora, se agudizan en tanto que contrapartida a la pérdida del primero. Además, persevera en el cuestionamiento de lo visual como forma, casi exclusiva, de relación con la realidad. El poeta aboga, de este modo, por un tipo de percepción desautomatizada, que se aleje de las estructuras cognoscitivas ya asentadas en el imaginario colectivo, así como de las formas fácilmente identificables con éstas, es decir, aquellas que más que proporcionar un conocimiento, cumplen una función de reconocimiento (Shklovski, 2002: 60). El planteamiento de Ullán ha de situarse bajo una perspectiva estética que defienda la posibilidad de un acercamiento a lo real, en el lenguaje, diferente a los modelos de aprehensión consensuados y, en cierto sentido, vaciados de su carga semántica, como resultado de un proceso de estandarización de estos modelos. Se trata, por tanto, de reafirmar la idea de que las representaciones, ya sean mentales o lingüísticas, de una realidad percibida no equivalen de manera unívoca a ésta y que, por ello, una reformulación constante de las primeras resulta necesaria y altamente productiva. Leemos en «Terrones y guijarros»: Desprenderse de la mirada […] para que cuando vuelva, en sí y al fin perdida, se asome y sienta espanto ante eso que, creado en su ausencia, es indeciso don, irrefrenable esbozo, sombra certera de una ley no escrita, para que ya, de espaldas al imperio del sol, sepa quedarse en paz, descentrada, despersonalizada, desprendida de toda certeza y de todo reconocimiento. (O también: hierática, descalificada: vacía, neutra. Pendiente de insistir) (Ullán, 1993: 177).

Esta alusión a la mirada como origen de un conocimiento certero y auspiciado por el «imperio del sol» volverá a ser objeto de cuestionamiento no sólo en el poema de Razón de nadie mencionado, «El viento», sino también desde la propia estructura del libro, que se distribuye en

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tres apartados cuya disposición —«De madrugada», «Entre la sombra» y «El viento»— insiste en dicha crítica. Es de esta forma como, una vez instalados en la oscuridad y fuera de cualquier estructura impositiva, surge el rumor de «El viento» y tienen cabida, ahora sí, «Las voces inestables / las arrastradas por el placer / las más perdidas de vista / las entoñadas las desprovistas / de propiedad» (Ullán, 1994a: 165), es decir, esos sonidos y sentidos a los que, como se verá, el poeta trata de dar escucha. Todo este poema vuelve continuamente sobre la necesidad de atender a modos de percepción y expresión alternativos a la mirada —a pesar de que no se renuncie por completo a la misma—. De ahí, la presencia constante de verbos como oír, escuchar, aullar, bisbisear o vocablos, también asociados al sonido, como gorjeo, eco, bramido, etc., todo ello, para llevar a cabo la tarea que el sujeto poético le asigna a un impersonal “alguien”, de tal manera, que la labor se extienda lo más posible: con los ojos cerrados alguien va a desclavar alguien va a desandar alguien va a desunir la representación de las palabras dadas o poseídas (Ullán, 1994a: 175).

Ahora bien, aunque sea el oído el sentido sobre el que recae el mayor peso de este trabajo de extrañamiento, el tacto contribuye igualmente de manera significativa a ese propósito, ya que también a la mano se le encomienda llegar a otro tipo de sensaciones y sentimientos, y reestructurarlos en la escritura. Maniluvios será el libro donde de manera más explícita se formule tal posibilidad. El primer poema de este volumen, «Razón del tacto», hace referencia a un tipo de conocimiento háptico que, además, queda asociado a la experiencia infantil y, por ello, a un modo originario de percepción, perdido por «las líneas de la usanza», según se explicitaba en la contraportada. El texto termina del siguiente modo: Era la hora de la cena. Padre trajo esa tarde un erizo […] (Todo, silencio aupándome.) Fueron mis dedos —untuosos, torpes— al borde del asombro. Brotó la sangre. Luego, las risas, el tornillo, la sorna franca sin campanas. Nadie.

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Tampoco hoy nadie. Pero, es cierto, a veces me pregunto si aún obra aquel escaño. Y contemplo mis manos con piedad (Ullán, 1972: 9).

Una vez más, aquí, se suspende el resto de sentidos, no sólo la vista, sino también el oído —«(Todo, silencio aupándome)»— para dar cabida, en este caso, a la «Razón del tacto». La mano, órgano encargado de percibir dichas sensaciones, funcionará de igual modo como símbolo de poder en el conjunto del libro, especialmente del eclesiástico, pero a la vez en tanto que elemento de subversión del mismo, mediante la alusión humorística a otro tipo de acciones desempeñadas por ésta y vinculadas de nuevo a lo háptico: «Los niños ambidextros / Manotean / Con saliva ajustician / en el monte de Venus / El manojo de leyes / Ay sobadas / De sus padre viriles / De sus madres serviles / Por el puño les viene el viva klisto / Y se empalman y ordeñan la inocencia / A pulso» (Ullán, 1972: 55). También en Órganos dispersos el tacto queda asociado a una experiencia infantil y no corrompida por modelos convencionalizados de expresión y percepción que, en el caso de los siguientes versos, se vinculan al paradigma publicitario: «escarbaba en lo escrito / aventaba sus ayes nebulosos / esa asfixia otra piel / y entonces todo / todo se emborronaba como yo más quería / de blanco / de / aire ardiente y tupido / de flechas invisibles / y tambores de humo / (casi publicidad de la de ahora: / “un desierto al alcance de la mano”) / —mano / que así aprendía a ver / y toca tierra húmeda / ahora / (“todo, / publicidad”) […]» (Ullán, 2000a: 56). La poesía, entonces, «practica la destrucción» —como se afirma en Maniluvios— de ciertos discursos agotados, «aventando» nuevos significados que sean capaces de dar cuenta de un tipo de experiencia que, una vez codificada lingüísticamente, pierde parte de su singularidad. Para Miguel Casado, esta analogía entre la percepción táctil y la escritura ullanesca resulta fundamental a la hora de entender su poética: «Es una manera de conocer/expresar que transmite una vívida sensación táctil, de ir palpando, ir nombrando todo lo que así poco a poco se reconoce: con un tanteo, con duda, con convencimiento; una vívida sensación de cómo cada vez se llega por este proceso a la palabra» (Casado, 1994: 124). Por eso, la poesía de Ullán trata de invertir lo ya cifrado —«escarbar en lo escrito»— y, desde una posición fuertemente consciente de la historicidad del lenguaje, devolverle su capacidad denotativa y crítica. Asimismo, tal prospección se encamina no sólo hacia lo escrito, sino

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muy especialmente hacia lo dicho; todo ese universo oral del que se nutre esta poesía. La mano, órgano del tacto, va a funcionar en multitud de ocasiones como metáfora de ese acto —la escritura: «La obediencia más ciega: quehacer del tacto» (Ullán, 1993: 178)— que arranca al lenguaje de su letargo y logra reactivar todo el potencial semántico. Y esto, gracias a un doble gesto que podría resumirse mediante el procesual binomio anulación-activación, y que, inevitablemente, nos remitirá a ciertas estéticas románticas: la mano, ensimismada, escucha el rumor de lo intacto, el rumor de lo ausente, nuevo mundo que halló su centro móvil en la doblez elemental del gesto: apagar y encender el olvido incoloro (Ullán, 1993: 101).

Se comprende ahora cómo la actitud de Ullán hacia los diversos modos de percepción sensorial se encuentra íntimamente ligada a su concepción de la poesía. Ninguna de las dos debe automatizarse hasta un punto tal que implique la disolución de sus particularidades. Por eso, la experiencia y el lenguaje hacen memoria de su fundamento y desarrollo para, con ello, no perder nunca parte de su entramado constitutivo, ni poder significativo. Esto explica también por qué el poeta tratará de llevar a cabo en su escritura cierto tránsito desde los modos de creación más estandarizados hacia otros en los que sí tengan presencia y cabida determinados procesos estéticos, a menudo, poco advertidos y empleados. Tal será el caso del tratamiento poético otorgado por Ullán a todos aquellos elementos empíricos vinculados a lo sonoro y relegados con bastante frecuencia a un plano, cuando menos, secundario, frente al predominio de lo visual. Una situación que se ha convertido en hegemónica, dentro del terreno de la Estética occidental, y desde la que cabría comprender en qué sentido estaría invirtiendo José-Miguel Ullán una coyuntura como ésta.

HEGEMONÍA VISUAL La vista ha terminado por situarse como ámbito privilegiado de la creación poética en nuestra cultura. De entre todas las posibles relaciones con la realidad que los sentidos nos ofrecen, la percepción visual domina

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la poesía ocidental. Una de las primeras y más importantes afirmaciones acerca de esta primacía es la conocida apertura del «Libro Primero» de la Metafísica de Aristóteles. Allí el filósofo no sólo defiende el poder cognoscitivo de las sensaciones sino que, entre todas ellas, destaca a las visuales como las preferidas del ser humano, añadiendo en su argumentación que «la razón estriba en que ésta es, de las sensaciones, la que más nos hace conocer y muestra múltiples diferencias» (Aristóteles, 1994: 70). Con ello, queda inaugurada una tradición de pensamiento en la que lo visual ostenta el puesto de máximo representante del conocimiento empírico (Mitchell, 1986). Esta hegemonía de lo visual es considerada por muchos autores contemporáneos como una de las grandes determinaciones del pensamiento occidental, que se ha manifestado de forma constante no sólo en la filosofía, sino en el conjunto de la cultura europea (Alpers, Crary o Levin). Martin Jay ha mostrado, en un amplio estudio sobre el privilegio de la vista en detrimento del resto de los sentidos, que esta discriminación, a la que denomina «ocularcentrismo», ha afectado al desarrollo de todos los ámbitos culturales de nuestra civilización y, muy especialmente, al estético (Jay, 2007: 25-69). En lo referente a la creación artística, será, entonces, con la revalorización de la facultad de la imaginación y la formulación expresa de nociones como la de experiencia estética cuando estas cuestiones cobren especial relevancia. De este modo, y entroncando con la línea aristotélica y la epistemología propuesta por Locke, Joseph Addison comenzará, ya a principios del siglo xviii, a vincular de manera inequívoca la vista con la imaginación y a esta última con toda producción artística: «La vista es el más perfecto y delicioso de todos los sentidos. […] Este sentido provee de ideas a la imaginación» (Addison, 1991: 129-130). Es así como Addison recoge y formula explícitamente una idea y procedimiento fraguado a lo largo de la historia de las artes, desde Longino hasta la actualidad, y mantenido como pieza firme de su sistema. Por lo que respecta, de manera específica, a la poesía, la conocida sentencia horaciana «Ut pictura poesis» —o la anterior en el tiempo pero menos extendida «poesía muda» y «pintura que habla» que Plutarco atribuyó a Simónides de Ceos— evidencia esa tendencia hacia lo visual asumida por la poesía escrita bajo la influencia de los sistemas filosóficos de la tradición clásica. Tal como hace notar Henryk Markiewicz, ambas aseveraciones fueron reinterpretadas y sacadas de contexto a lo largo de la historia, al modificar su sentido originario, en función de los intereses buscados por cada autor. Ahora bien, Markiewicz insiste

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en que «en su versión más general, el significado de esta fórmula se reduciría a la tesis de que la poesía, al igual que las otras artes, produce, mediante el lenguaje natural, representaciones visuales» (2000: 52) y en que ése fue el planteamiento que predominó en casi todos los teóricos, escritores o artistas que se dedicaron a tratar este tema. Otros, como Leonardo, Du Bos o Lessing, dudaron de la capacidad de la poesía para “crear” imágenes visuales, si éstas eran comparadas con las producidas por las artes plásticas. Así, Leonardo defendió en su Tratado de pintura la postura que otorga la máxima excelencia al sentido de la vista, justamente, para argumentar que, por ello, la pintura ha de ser más perfecta en sus representaciones que la poesía, y no ya para defender la preeminencia de las imágenes en este género literario. Una reivindicación, ésta de Leonardo, a la que contestará mucho después nuestro autor al escribir: «Todo placer, Leonardo, del papiro procede» (Ullán, 1984: 46). Por su parte, Du Bos, además de la ya aludida supremacía otorgada a la pintura como productora de imágenes, reforzará también en su Reflexiones críticas sobre la poesía y sobre la pintura la idea de superioridad de la vista sobre el resto de los sentidos. En todo caso, lo relevante de esta cuestión, aquí, no es tanto cuál de las dos formas artísticas está más capacitada para la creación de imágenes y cómo se ha interpretado tal equiparación a lo largo de la historia de la Estética, cuanto el simple hecho de que se plantee la comparación. El hablar de que uno y otro arte puedan igualarse en calidad, o no, en sus modos y objetos de creación, implica que, efectivamente, lo están haciendo, y que la poesía, en concreto, fija como uno de sus intereses la formación, mediante palabras, de imágenes visuales. De este modo, independientemente de que el origen de este procedimiento (hypotipôsis) sea la recurrencia del tópico horaciano, entre otras causas —como el modelo mimético imperante—, su presencia en las reflexiones estéticas occidentales no hace sino constatar que la poesía ha concedido un espacio fundamental a lo visual. Descripciones, enumeraciones o metáforas, entre otros recursos, se construyen a partir de configuraciones visuales que relegan al resto de sensaciones a un papel subsidiario y dependiente de éstas. Tanto es así que, si se piensa en uno de los tropos más utilizado en esta poesía, la metáfora, resulta innegable la constatación de la primacía de lo visual sobre lo sonoro, háptico, olfativo o gustativo. Esta figura tiende a establecer las relaciones de similitud entre términos o entidades a partir de la representación visual asociada a éstos. En la tradición renacentista,

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por citar uno de los periodos poéticos más fructíferos de nuestra literatura, abundan metáforas del tipo cabello-oro, cejas-arcos, ojos-estrellas, labios-rubí, dientes-perlas, basadas en propiedades visuales —color, forma o brillo—, en detrimento de otras asociaciones realizadas a partir de una percepción de estímulos fundamentada en el resto de los sentidos. Por ello, si bien es cierto que existen fórmulas poéticas y recursos retóricos en los que el tacto o el oído, por ejemplo, ocupan un lugar destacado en la confección de estas composiciones literarias —descripción de elementos sonoros, recurrencia a cualidades percibidas por el sentido del tacto, etc.—, en ningún caso, alcanzan el desarrollo y la presencia otorgada a lo visual.

SONIDO, ORALIDAD Y ESCRITURA A pesar de todo ello, resulta innegable y es necesario destacar el espacio que lo sonoro ha ocupado en las creaciones literarias. Diferente consideración requeriría, en este sentido, la utilización, tanto en métrica como en retórica —dos de las técnicas más presentes en la producción poética—, de distintas cadencias acentuales, composiciones rítmico-silábicas o figuras fonológicas. Aquí, el papel de lo sonoro adquiere una relevancia indiscutible, llegando, incluso, a determinar qué es poesía y qué no, en función del verso. Por otra parte, el carácter oral de buena parte de nuestra tradición literaria insiste en esta misma dirección. Por eso, una vez señalado el hecho de que desde el punto de vista de la imaginación poética ha sido el régimen de lo visual el que ha prevalecido sobre el resto de estímulos sensoriales, se hace imprescindible, de igual forma, referirse a la función mantenida por las sensaciones auditivas y la enunciación oral en la composición poética, sobre todo, si se tienen en cuenta los indicios que presentaba la poesía de Ullán, y que motivaban este análisis. Necesitamos distinguir, primero, entre los recursos métricos y los fonológico-retóricos, y la relación establecida entre sonido, objeto y palabra, dada la perspectiva que se adoptará con posterioridad y que nos permitirá calibrar lo característico del trabajo de nuestro autor. Pero, también, en segundo lugar, habrá que resaltar el peso que ha sostenido el discurso no escrito y, por tanto, percibido a través del oído, como canal de transmisión de una tradición poética oral, y señalar su especificidad frente al uso de material sonoro en la composición poética, como previsiblemente comprendemos que hace Ullán.

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Si la innegable primacía de lo visual en la poesía respondía a un intento por conectar sensación y percepción visual con producción imaginativa y experiencia estética literaria, la también indiscutible recurrencia a lo sonoro, desde las perspectivas métrica y retórica, requiere un acercamiento diferente al mantenido con respecto a la vista. Los niveles en los que se encuentran tales procesos sensoriales no son equiparables y, por tanto, el análisis de su implicación en la creación poética exige ciertas matizaciones. La abundancia de referencias a determinadas percepciones visuales remitiría, en este caso, a experiencias presentes en la vida de cualquier individuo —ya codificadas por el lenguaje— que son incorporadas al poema, generalmente, con el fin de establecer vínculos y sentidos entre éstas, diferentes a los ya conocidos, a través de su representación poética. Sin embargo, la integración de lo sonoro en la composición poética mediante recursos métricos y retóricos responde a un tratamiento diverso de las posibilidades semánticas asociadas a la percepción auditiva. Dentro de este terreno, la métrica y la retórica, aunque cumpliendo en ciertos aspectos funciones similares, no compartirían una posición idéntica en cuanto a producción semántica se refiere. Por un lado, y en primer lugar, la estructuración métrica representaría un sistema completamente artificial con lejanos ecos en la realidad sonora experimentada y destinado en su origen a cumplir una función mnemotécnica que solo posteriormente ha sido entendida en tanto que componente estilístico y formal y, por tanto, cargado de significado. Por el contrario, los recursos fonológicos de la retórica sí se asentarían sobre una base que conecta, de manera directa, percepción auditiva y formación discursiva, tanto oral como escrita, a diferencia de lo que sucedería con los distintos elementos de la forma métrica. En este sentido, de la misma manera que las creaciones musicales toman sólo en cierta medida sonidos que pueden encontrarse organizados de una manera similar en la naturaleza, la distribución métrica de la poesía supone, igualmente, una elaboración artificial, sin demasiado parentesco con la distribución natural del sonido. La relación, así, entre percepción sonora primaria y producción métrica no es determinante para la segunda, ya que el terreno en el que se está insertando este sistema es el de la articulación formal, sin atender ahora a las posteriores codificaciones semánticas asociadas al mismo. No sucedería esto, por otro lado, con la vinculación existente entre la experiencia auditiva natural y la representación fonológica de ese so-

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nido en el lenguaje poético. La relación, aquí, está motivada y el interés radica en establecer una conexión directa entre experiencia auditiva natural y experiencia auditiva literaria a través de las cualidades fónicas del lenguaje. Huelga decir, además, que esta motivación también está presente en las composiciones musicales y que constituye un grado de elaboración diferente al que, con respecto a la música y su relación con la distribución natural del sonido, se apuntaba con anterioridad. En este caso, nos referimos al interés deliberado por “representar” sonidos naturales, como la lluvia o el viento, a través de composiciones musicales (Fubini, 2001: 35). Por tanto, no es posible afirmar que el sentido del oído no mantiene una presencia incuestionable dentro de la creación poética y de su recepción. Sin embargo, el empleo de fórmulas discursivas, en el terreno de la métrica y la retórica, vinculadas al sonido está más encaminado a la creación de procesos acústicos estrictamente relacionados con la recepción de la obra, que a la utilización de experiencias auditivas como material —así ocurría con el régimen visual— de la composición poética. Algo que, por otro lado, también puede encontrarse en el terreno de lo visual en aquellas escrituras que mediante determinada distribución espacial de los componentes del poema buscan la creación de imágenes o símbolos con los que añadir mayor carga semántica al mismo. Se anunciaba ya unas páginas atrás que estas dos posibilidades comentadas ahora, el rendimiento fónico y visual de la escritura, asumían un lugar destacado en la poesía de José-Miguel Ullán. Así, por un lado, la musicalidad de la obra de este autor descansa tanto en la peculiaridad con que se sirve del verso clásico —alejandrinos, heptasílabos o endecasílabos— y un ritmo muy trabajado en la sintaxis, como en el empleo de aliteraciones, paronomasias y otras figuras, que potencian la capacidad expresiva de las palabras. Pero, por otro, también el hecho de que este poeta desarrollara e investigara las posibilidades de estructuración y composición visual de sus poemas, o trabajara con la inclusión de imágenes en los textos (más allá de otros modos de trabajo) se destacaba desde una perspectiva similar. Un tipo de propuesta que llegó incluso a suponer su catalogación en tanto que “poeta visual”. No obstante, como tendremos ocasión de comprobar en lo sucesivo, no son éstos los rasgos distintivos que más despuntan en la poesía del salmantino, puesto que más singular lo vuelve, incluso, la gestión que del material sonoro se hace en su escritura. Sin embargo, antes de llegar a este punto, los vínculos entre sonido y escritura nos obligaban a hacer

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otra matización; aquella que tiene que ver con las particularidades de la cultura oral y sus relaciones con la escritura. Esta prevalencia de lo visual sobre el conjunto de los sentidos tampoco debe confundirse con otras cuestiones asociadas a la oralidad y su experiencia auditiva, que aun siendo una de las principales causas de su predominio, sólo podría ser aplicable a aquellas sociedades que desconocen por completo el uso de la escritura y que, por tanto, dependen exclusivamente del oído para hacer perdurar la cultura. Esos otros ámbitos en los que, ahora, el sentido del oído cobra especial protagonismo serían, por un lado, la difusión del contenido utilizado como origen de muchas de las producciones literarias en las que el componente narrativo resulta determinante para su confección. Y, por otro, la transmisión generacional de las creaciones poéticas, las cuales han estado, durante gran parte de la historia, instaladas bajo el dominio de la oralidad. El mester de juglaría sería uno de los paradigmas vinculados a esta práctica. En el primer caso, los elementos que darán origen a la composición literaria se encuentran ya elaborados, a modo de narración o relato oral de los hechos, y las posibles modificaciones operadas sobre este material, que se refieren en gran medida a aspectos estilísticos y/o semánticos, no están encaminadas a trastocar su sentido primario, sino, muy por el contrario, a hacer que perdure. Por ello, este proceso debe comprenderse como una operación principalmente comunicativa y de transmisión cultural, que no recurre a la descontextualización del material —como proponía Ullán—, sino que, de manera opuesta, parte de él para continuar su significado. Un buen ejemplo de esta situación sería la poesía épica homérica, es decir, la reelaboración artística de datos historiográficos, leyendas y relatos mitológicos transmitidos oralmente. Resulta inevitable distinguir, en este sentido, entre la reproducción de formaciones discursivas ya confeccionadas —bien sea como reformulación artística de un contenido social y culturalmente relevante o en tanto que medio de comunicación de una tradición— y el uso del material sonoro presente en la naturaleza y/o formulado oralmente para la elaboración de un nuevo discurso. Tal exigencia se deriva del hecho de que esta última práctica únicamente utiliza dichos elementos, vinculados a la experiencia auditiva, en tanto que componente aislado en la nueva creación. Por expresarlo en otros términos, su propósito es el de elaborar un nuevo contexto semántico y, por tanto, sentidos diversos a los de origen. De ahí, además, que la presencia de este tipo de discursos en autores como José-Miguel Ullán demande entenderlos de modo di-

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ferente a aquello que se ha denominado como cultura oral, puesto que representan una gestión de la oralidad que no persigue la continuidad de sus contenidos, sino la resignificación de la palabra oída a través de la escritura poética. Esta resemantización resultará ser, como veremos, una de las piedras angulares de la estética de Ullán. Si esta discriminación no puede pasarse aquí por alto es porque, como señala Ong, resulta imprescindible establecer un límite. Es necesario, en este caso, tener presente la disparidad que existe entre una “oralidad primaria”, en la que el sentido del oído constituye la vía más importante de transmisión cultural, y una “oralidad secundaria”, donde éste ve mermado su protagonismo, con relación al sentido de la vista, a causa del predominio de la escritura. En esta última coyuntura, las representaciones visuales se establecen como principal medio de comunicación y producción literaria: Llamo «oralidad primaria» a la oralidad de una cultura que carece de todo conocimiento de la escritura o la impresión. Es «primaria» por el contraste con la «oralidad secundaria» de la actual cultura de la alta tecnología, en la cual se mantiene una nueva oralidad mediante el teléfono, la radio, la televisión y otros aparatos electrónicos que para su existencia y funcionamiento dependen de la escritura y la impresión (Ong, 1996: 17).

El establecimiento de la escritura como medio de preservación y transmisión cultural supuso, entre otras cosas, el principio del abandono de un tipo de discurso basado en la oralidad y la adopción de nuevas fórmulas de pensamiento y comunicación, que ya no respondían a las peculiaridades de la palabra hablada. Siguiendo esta línea interpretativa que pone en relación el imperante régimen visual con el acústico, uno de los estudiosos de la oralidad que más énfasis ha hecho en distinguir entre las peculiaridades de las sociedades orales y las alfabetizadas es Eric A. Havelock. Según este investigador de la tradición clásica, la llegada de la escritura y de la primacía de lo visual a la civilización griega trajo consigo, aunque de manera paulatina, cierta reestructuración en el modelo de pensamiento y expresión de esta sociedad, que, en gran medida, se vio propiciada tanto por las ideas de Platón, como por la manera en la que éste las expuso: «El lenguaje proposicional con la cópula, en el que nosotros caemos a cada paso, es precisamente aquello en lo que Platón quería convertir la lengua griega, y dedicó a este intento toda su vida de escritor» (Havelock, 1996: 134).

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El abismo existente entre este tipo de contextos orales —y con ellos sus producciones discursivas— y un escenario como el vigente, en el que, a pesar de que existan evidentes trazas de oralidad (Havelock, 2002; McLuhan, 1993 y Ong, 1996), ésta no cumple una función tan primordial como la desarrollada con anterioridad a la aparición de la escritura, nos obliga a delimitar de modo muy claro la posición de la oralidad y la percepción auditiva de discursos en la actualidad. Si, como se decía, las creaciones literarias no dependen ya de que la tradición cultural y ellas mismas sean trasmitidas oralmente, la presencia en poesía de elementos originados en el terreno de lo sonoro debe entenderse desde otro punto de vista, es decir, de modo diferente a como se presentan en la cultura oral. Advierte por ello Havelock que cierta tendencia a oponer el lenguaje conversacional al textual, presente en aquellos que, por algún motivo, se dedican a investigar la oralidad, no debería encuadrarse dentro de una teoría general de la oralidad, más que de manera ocasional. Las razones que explican esta distinción radican, por un lado, en el hecho de que el lenguaje conversacional, aun siendo oral, continúa estando bajo el dominio de las estructuras textuales que han modelado la expresión humana tras la aparición de la escritura y que, por tanto, responden a una organización diferente a la producida en un contexto eminentemente oral. Por otro lado, en que ha de tenerse en cuenta que el peso soportado por el lenguaje hablado en las sociedades alfabetizadas no es de la misma magnitud que el que podría sostener la comunicación y transmisión de toda una cultura en las sociedades orales: «son dos lenguajes entretejidos en uno, pero de espíritu distinto, uno destinado a la comunicación inmediata, el otro a la comunicación conservada y seria» (Havelock, 1996: 96). Nuestra aproximación se situará, de este modo, más cerca del lenguaje oral conversacional que de un universo bajo el dominio absoluto de la oralidad. También en un ámbito en el que la vista se erige como canal perceptivo por excelencia, entre otras cosas, a causa de la aparición de la escritura. La relevancia que lo sonoro adquiere en la poesía de José-Miguel Ullán, en detrimento de la inclinación a lo visual rastreada en nuestra tradición estética, se sitúa por tanto en un nivel diferente al que podrían ocupar las técnicas métrica y retórica y la literatura oral. La cuestión abordada, entonces, es la de la utilización de elementos sonoros, tanto de aquellos que se encuentran presentes de manera natural en el ambiente, como de los elaborados por el ser humano mediante el habla —o la música, en algunos casos—, en la poesía y, más concretamen-

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te, en la poesía de José-Miguel Ullán. En este sentido, tales creaciones, que no dependen ya de una comunicación oral y que a pesar de servirse de técnicas métricas y retóricas no recurren a ellas como único vínculo con el oído, parecen buscar una relación con la experiencia auditiva similar a la que la tradición literaria ha mantenido con la visual. A diferencia de otros poetas cercanos en el tiempo y en el espacio, como Francisco Brines, Claudio Rodríguez y José Ángel Valente (Cañas, 1984), Ullán se decanta por la experiencia auditiva. Ahondando, de este modo, en las razones que sostienen la irreductibilidad de Ullán a parámetros explicativos preestablecidos e interpretaciones homogeneizadoras, un examen atento a la singularidad de su propuesta permitirá comprender la particular posición que lo oral, las sensaciones auditivas, la percepción sonora y la actitud de escucha mantienen en esta poética.

RUMORES AJENOS Así como resultaría imposible negar la presencia de sensaciones auditivas en el discurrir de la poesía occidental, es inevitable resaltar, también, lo desigual de la atención prestada a este tipo de experiencias en nuestra tradición. Frente a esta primacía de lo visual surge la poesía de José-Miguel Ullán, quien, como acertadamente ha hecho notar Miguel Casado (1994: 11), inaugura su escritura con un gesto encaminado en este sentido. El jornal, primer libro de este poeta, arranca con los siguientes versos: Amatando el candil tan en mi hogar.

Y, sin embargo, cósmico (1965a: I).

De forma deliberada, el poeta se ubica en un ambiente ajeno a la percepción visual. La ausencia de luz y su consecuente falta de visibilidad obligan al sujeto poético a centrar la atención en aquellas sensaciones no captadas por el sentido de la vista, hecho que, ciertamente, hará que éstas se vean aumentadas, al privar al hombre del vínculo más habitual con el que se relaciona con el exterior. Años más tarde, en sus libros Visto y no visto, Razón de nadie y Amo de llaves, Ullán retomará esa misma acción para reforzar el sentido de este primer poema y, con ello, toda

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su poética: «Zigzag del vocerío […] chillan los grillos […] noche casi cerrada. Repeticiones. Todavía un candil» (1993: 92); «un candil / con la caligrafía cincelada en cifra / 1944 / de airosa soledad de ilesa llama // apagar / amatar // aguzar el sentido» (1994: 180) y «Cuando me atrevo, / tras amatar la llama, / mis ojos sello» (2004: 186). No es común, por otro lado, en la poesía de Ullán, que el yo, la primera persona del singular como único agente del discurso, aparezca tan claramente expresado, por lo que la importancia de este posicionamiento inicial —primer poema de su primer libro— resulta ser especialmente relevante. El sujeto poético se declara aislado, solitario, en penumbra y, al mismo tiempo, en completa conexión con el resto del universo. La oscuridad no representa, entonces, un obstáculo a la hora de conectar exterior e interior, mundo sensible y experiencia-conocimiento. Tomando esta postura como referencia, parece ineludible destacar la voluntad de José-Miguel Ullán por equiparar todos los estímulos sensoriales y sus canales de acceso, así como por destacar aquellos relegados a un plano secundario en la tradición poética, es decir, subvertir ciertas convencionalizaciones consideradas ya improductivas. De este modo, aunque todos los sentidos adquieran un protagonismo inusual en la creación literaria, tanto el tacto como el oído se mostrarán mucho más beneficiados por esta disposición del poeta. También dentro de este grupo resulta posible encontrar cierta jerarquización ya que, si bien es cierto que lo auditivo y lo háptico alcanzan unas cotas poco frecuentes en el tratamiento poético de nuestra tradición, es el material sonoro y el sentido del oído quienes más se favorecen en esta operación de deslizamiento sensorial. El empleo de material sonoro, y no exclusivamente visual, en la poesía de Ullán se muestra como elemento imprescindible de composición. La inclusión de interjecciones, voces de llamada a animales, onomatopeyas, vocablos encargados de designar un sonido, composiciones musicales (desde villancicos o boleros hasta otro tipo de composiciones musicales cubanas —«Abrecuto y guiri mambo», en Mortaja—) o hablas ajenas, determina de manera fundamental su discurso poético. Como resultado de esta atención a lo acústico, la escritura de Ullán elabora impresiones que no dependen únicamente de la trasmisión de sensaciones visuales, sino que conjuga, tanto en la parte de la percepción, como en la de la producción, esos elementos con los procedentes del ámbito sonoro. De la atención a otro tipo de experiencias sensoriales se obtiene en esta poesía una perspectiva más integral y compleja sobre la realidad que, partiendo de ésta, no imitándola, propone vías alternativas a la de una configura-

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ción eminentemente visual del mundo. De igual modo, el interés por diversos registros orales provoca, además, que la enunciación del poema se distribuya entre varias voces y que su peso no recaiga de manera inevitable y directa en un único yo poético. Ullán recrea un espacio de habla con diálogos, marcas, etc., que, sin llegar a igualarse con el discurso dramático, permite la presencia de una pluralidad de conciencias no sometidas a la exclusiva voz del poeta. Esta convivencia de enunciados hace del poema, discurso tradicionalmente asociado al lirismo y la subjetividad del poeta, un espacio de encuentro y confrontación de palabras con origen muy diverso. Claro está que no podemos hablar plenamente aquí de personajes y, mucho menos, de trama, pero sí de la creación de un contexto sonoro, encuadrando la enunciación poética, que hace de ésta un universo más objetivo —exterior, si se prefiere—, que el habitualmente explotado por la lírica. En Visto y no visto, uno de los libros de mayor peso en la producción de José-Miguel Ullán, se dedica así un espacio destacable, en cuanto a su longitud dentro del conjunto del volumen, a la recreación de las frases, comentarios o diálogos, oídos de manera casual o desinteresada, en unos casos, y como comunicación directa, en otros, durante varias jornadas: el texto se presenta fechado a lo largo de varias jornadas consecutivas (desde el jueves, 1 de junio, 1989, hasta el jueves, 15 de junio, se presupone que de ese mismo año) y localizado en diversos puntos de la geografía española, como Barcelona, Valencia, Jávea o Madrid (Ullán, 1993: 18-27). Independientemente de lo ficcional o real de este material —hecho no determinante para su función dentro de la composición—, este «Como lo oyes», título del texto, no hace sino reivindicar el papel de la experiencia auditiva, y de su resultado, en la configuración del ambiente que rodea y se recrea en el poema. Pero también de su poder descentralizador, al incluir en igualdad de condiciones con el resto de la enunciación la voz (transcrita) de numerosas personas. Conectando, de este modo, con la distinción mantenida a propósito de una “oralidad primaria” y “secundaria”, lo determinante en la poesía de este autor reside, entonces, en la gestión realizada del universo oral, de la voz y los sonidos, a través de la descontextualización y resignificación de todo ese material experiencial, por medio de la escritura, y no ya en la comunicación de un mensaje cerrado. La apuesta deliberada, en este sentido, por el “paisaje sonoro” como fuente y producto de la creación poética es una constante en la obra de Ullán. Así lo ratifica el autor en el «Relato prologal» con el que abre su

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antología textual de María Zambrano, donde además de elaborar la narración a través de “lo oído”, se refiere específicamente a este concepto: «Comenzaba así un relato —un monólogo compartido: oír para creer— que, a medida que nos movíamos por territorio polaco, iba adquiriendo las cualidades de un paisaje sonoro de medio a medio» (Ullán, 2009: 81). La noción de “paisaje sonoro” permitirá englobar, aquí, bajo un mismo concepto a un conjunto de elementos acústicos, sensaciones y experiencias utilizados por José-Miguel Ullán como pretexto de su producción literaria. A su vez, ofrecerá la posibilidad de equipararla a la de paisaje visual, que tantas composiciones poéticas ha albergado, tanto en el caso particular de José-Miguel Ullán (donde la confluencia de lo visual y lo sonoro es constante), como en el de la poesía, en general. Por tanto, el conjunto del material sonoro al que presta atención Ullán no supone únicamente uno de los elementos con los que elaborar la impresión en el poema, sino que sirve, además, para crear nuevos “paisajes sonoros”, a partir del experimentado y reelaborado en el discurso literario. Esta inclusión de voces, vocablos, sonidos, etc., debe entenderse, por otra parte, como recurso habitual y persistente desde los primeros libros del poeta, a pesar de que esté presente de manera más notable en determinados textos, como el mencionado con anterioridad. Puede afirmarse, entonces, que esta característica representa un elemento constante en el discurrir de la producción poética de Ullán y esto, en un poeta que aboga con tanta insistencia por el cambio de pautas y normas en sus obras, no debe pasar desapercibido. No obstante, con esto no se pretender establecer un asidero firme para una poética por definición “inestable”, sino, por el contrario, señalar que las vías desarrolladas por Ullán son múltiples y que cada tratamiento del material sonoro —en toda su diversidad— volverá a insistir en una máxima gobernada por el cambio. Así lo resaltaba el propio poeta con motivo de la publicación de su poesía reunida: «Cuando me he sentido demasiado cómodo, he cambiado enseguida de registro. No con la voluntad de fabricar un muestrario, sino con el propósito de asumir la complejidad desde las más variadas perspectivas. De hecho, el registro no es lo predeterminado, sino la consecuencia de un nuevo enfoque» (Ferro, 2010: 76). Así, trazar los recorridos que esta práctica ha descrito en el conjunto de la poesía de Ullán revelará lo versátil de sus propósitos. En los primeros libros, los vocativos, las voces o su silenciamiento, las palabras con evidente origen rural o los sonidos propios del paisaje sonoro que envolvía el contexto en el que se gestaron los textos tienden

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a crear un espacio para la memoria, el recuerdo de una vida perdida y una experiencia truncada por el inevitable abandono de la patria. En el momento en que esos sonidos, todavía cercanos en el tiempo y plenamente contextualizados, ya no son capaces de evocar las ausencias, se recurre a los objetos presentes, a las experiencias más cercanas para intentar llenar el vacío que han dejado. Y es en este momento, cuando la melancolía estalla en ironía y todo el material acústico es utilizado en pos de la creación de nuevos paisajes sonoros. Evidentemente, esta organización, que sigue en cierto modo un relato lineal de la escritura del poeta, no deja de ser al mismo tiempo porosa y permeable en cualquiera de sus direcciones, puesto que la recurrencia de todos los elementos mencionados es continua e insistentemente yuxtapuesta a otros órdenes. Con este acercamiento se busca, entonces, superar aquellos análisis disociativos (forma y contenido), que establecían límites demasiado rígidos para una escritura poco constante. El recuerdo sonoro: memoria y experiencia acústica Comenzando con El jornal y hasta Mortaja, el recurso a onomatopeyas, objetos sonoros (Schafer, 1985: 63) o acciones que designan la producción de sonidos se inserta dentro de unos poemas en los que la evocación de un pasado determinado por la Guerra Civil española y el exilio, y un presente incierto, producto del hecho anterior, se vuelve fundamental. Aunque la evidente conexión con la biografía del autor alimenta parte de estos libros, Ullán no se limita a circunscribir estos poemas a su experiencia personal, sino que ésta queda inserta dentro de una vivencia colectiva, de un lirismo común —si tal par de términos pueden ir de la mano— que recoge un ethos impuesto por las circunstancias y lo reformula en el discurso poético. La posibilidad de que, desde una perspectiva estética, estas dos nociones vayan unidas descansa en una concepción dialéctica de su relación. De este modo, se alejan de los peligrosos extremos que constituyen la «estetización de la política» y la «politización del arte» (Benjamin, 2008: 47) y que tan extendidos estuvieron en la producción poética española de mediados del siglo xx. Así lo hacía notar José-Miguel Ullán en una entrevista de 1970: El lenguaje es el arma absoluta y el personaje principal de este empeño; pero sin olvidar que cada palabra alberga un pensamiento. Poesía-pretexto y poesía-fin me parecen dos batallas igualmente detestables. La pri-

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No se trata aquí, entonces, de una «poesía testimonio», como a menudo se comprendió y practicó en la mayor parte de la poesía de posguerra, ya que el trabajo de este poeta y su intervención a través de la escritura supera la simple exposición o relación de los hechos. Por tanto, enlazando con la difícil inclusión de Ullán dentro de la categoría de poeta social, conviene aclarar que su atención a la experiencia y a lo colectivo lo sitúa ciertamente en una clara posición de crítica y denuncia, pero que el tratamiento de ambos espacios exige analizar su método de acercamiento a lo real y esa persistencia que lo sonoro mantiene en él. En ello insistía, igualmente, Antonio Méndez Rubio al analizar la posición del poeta frente al «rumor social»: Desde sus primeros pasos, la producción poética de Ullán se da recorrida por un frágil sentido de la atención: el poema funciona como antena orientada a sintonizar las ondas menos perceptibles del rumor social, así como también incorpora los dispositivos de retrasmisión necesarios para que ese rumor se redistribuya y circule atravesando los espacios menos probables del vivir individual y colectivo (2011: 116).

También Miguel Casado hacía una valoración similar: «la poesía es encontrada en la masa confusa del murmullo social, las palabras son detraídas de ese ruido informe para que signifiquen contra él» (Casado, 2005: 189). Conviene, por tanto, analizar cuál es ese material sonoro que de un modo más reiterado aparece en los primeros libros del poeta y cómo actúa en la reestructuración y conservación de la experiencia. En este sentido, lo fundamental de todos esos componentes es que contribuyen a la evocación de un paisaje perdido, un contexto ausente al que se quiere aludir y criticar, mediante la reconfiguración poemática de las piezas que lo constituyen. Aunque la presencia de elementos visuales, táctiles y/o olfativos es bastante numerosa, sobre todo la de los primeros, es en la voz, el sonido y el oído donde recae la tarea del recuerdo y la alteración discursiva asociada a éste, que el poeta tratará de poner en práctica.

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En El jornal 4, todo este material remite a la vida rural y a la situación de estos enclaves en la España de posguerra. Resultan abundantes las onomatopeyas [como «ti-ri-tan-do» (EJ, VIII)]; las interjecciones [«arre» (EJ, IX), «(ríiiia acáaa / ríiiia acáaa)» (EJ, XIV), «ay bocas al / garbanzo / ay silencio al / instante» (EJ XIII)] o las composiciones musicales estrechamente relacionadas, en este caso, con el pueblo natal de José-Miguel Ullán: «con su poquirritín / de campo santo / y en la canción / el burro del silguero»5 (EJ, XIII). El ambiente de este libro queda circunscrito así en un contexto rural, donde la tierra, los frutos y el ganado, pero también la oralidad son los encargados de configurar la vida de sus habitantes. De este modo, si en poemas como «La espera sosegada» (EJ, VI) es el tiempo de la siembra y la cosecha el que organiza el de los hombres, en otros será la voz quien determine los hechos: miray chachitas miray pus vaya babosus vaya las migajas acullá qué sinvergüenzas acullá (EJ, XI).

suben el pan y aquí naide dice ná

Hay en este texto, especialmente significativo respecto a la perspectiva que se va a adoptar, varios signos que nos alertan de que estamos ante una composición de pronunciado carácter oral —aunque como ya se ha especificado sea “secundaria”—. En primer lugar, todos los versos aparecen subrayados en cursiva, marca que suele utilizarse para distinguir las partes de una obra que no proceden de su autor. Parece, entonces, que lo que 4



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Debido a la abundancia de citas aportadas para el posterior análisis de los elementos sonoros empleados en este y otros libros iniciales del poeta, se indicará, entre paréntesis, su pertenencia a cada volumen mediante la anotación de sus siglas, EJ en este caso, acompañadas de la numeración otorgada al poema en el que se utilizan. En lo sucesivo, todos esos libros aparecerán designados con sus iniciales [El jornal (EJ), Amor peninsular (AP), Un humano poder (HP) y Mortaja (M)], sistema que, como se ha hecho con El jornal, adoptaremos, igualmente, de ahora en adelante cada vez que sea necesario aludir a las primeras publicaciones de Ullán. Se trata de una canción popular también conocida como “El burro de Villarino” en alusión a la población de Villarino de los Aires, donde nació José-Miguel Ullán.

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sugiere aquí el sujeto poético es que estas palabras han sido oídas y no pronunciadas por él. En segundo lugar, ese «miray chachitas miray» es una forma de vocativo formada por dos imperativos y un sustantivo de claro contexto oral e informal, que, además, mediante el uso de las dos formas «miray» termina por representar una relajación de ese modo verbal, propia del lenguaje conversacional. En tercer lugar, y relacionado con la característica anterior, tanto «pus», «babosus», «naide» como «ná» son marcas de lengua hablada —probablemente de habla ribereña, dialecto propio de la comarca de Las Arribes— que, salvo error, nunca formarían parte de un escrito no literario. Lo mismo podría decirse de la repetición de la interjección «vaya». Por último, el adverbio «acullá» refuerza esa impresión de oralidad que gobierna todo el poema. En este sentido, a diferencia de la independencia de la que goza el discurso escrito, el oral se apoya, en gran medida, en las circunstancias dentro de las cuales se produce. Frente a la autonomía de lo escrito, el poeta ha optado aquí por la dependencia que el lenguaje hablado mantiene con el contexto (Ong, 1996: 81) y, por ello, debemos entender este adverbio como una marca que indica la situación del hablante, en este caso, y que lo posiciona dentro del entorno mencionado. Si esta misma tesitura hubiese sido referida mediante un discurso escrito, el uso del término «acullá» resultaría redundante e innecesario, mientras que, en un discurso oral, son este tipo de distintivos los que ubican el mensaje y la posición del que enuncia. Lo relevante, en este caso, de la estrategia de José-Miguel Ullán es que a diferencia de otro tipo de poesía, coetánea a este libro y con temas e intereses comunes, el asunto se presenta con estructuras similares a las que podían encontrarse en el entorno oral, buscando que la escritura poética se apropie de ese habla: «hacer acopio, en fin, de un lenguaje de infancia que se me revelaba indispensable para sobrevivir» (Chao, 1970: 64), comentaba el poeta con relación a sus primeros libros. En contraposición, así, a determinada poesía social de posguerra, en la que de tantas maneras se evocó líricamente la realidad política y social del momento, Ullán la transporta al poema y lo hace tal y como podían experimentarla sus más perjudicados protagonistas (y él mismo lo había hecho): no leyendo los diarios, no viendo el “nodo”, no en tertulias o discusiones intelectuales, sino bajo la forma oral que gobernaba la realidad rural. No se trata simplemente de un uso coloquial del lenguaje, en consonancia con la idea defendida a propósito de cierta poesía de posguerra (Castellet, 1960: 35), sino de una estructuración alternativa de lo real en el poema: «lo coloquial no es un estilo o registro que adopta el poeta, una simu-

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lación de voz, sino la inserción directa de lo oído al paso de las horas» (Casado, 2008: 19). La experiencia histórica y su rememoración fueron temas fundamentales para la poesía de posguerra, tanto en los autores de las primeras décadas como en los de los años cincuenta y sesenta. La denuncia y el recuerdo de las vivencias de aquellos años constituyeron un planteamiento recurrente en esa poesía. Existía una insistente preocupación por trasmitir una realidad cruel y por que ésta alimentase la escritura de unos autores que defendían su compromiso social. Para ello, se acudía a fórmulas discursivas narrativas con las que se intentaba recuperar una experiencia truncada por la Guerra Civil española. En este sentido, los poetas incluidos bajo la denominación de generación del 50 compartían una similar inclinación hacia al entorno de la infancia (eran los niños de la guerra) en tanto que límite de sus propias experiencias. Allí habían sufrido los desastres del conflicto, pero también allí habían conocido una vida no sometida a las imposiciones del régimen franquista. La infancia parecía constituir el espacio desde el que recobrar sus vidas. Este regreso a la infancia como vía de acceso y recuperación de la experiencia ha sido profundamente estudiado por Giorgio Agamben, partiendo, por un lado, de la pobreza de experiencia vinculada a los conflictos bélicos constatada por Benjamin y, por otro, de un exhaustivo análisis acerca de la constitución lingüística de la noción de sujeto moderno y su implicación en el desarrollo de la metafísica occidental. La tesis del filósofo italiano defiende que es justamente en la “infancia” donde tiene lugar la experiencia del hombre, una experiencia que le es arrebatada en cuanto que se constituye como sujeto del lenguaje —pilar de la ciencia moderna—. Sin embargo, esto no conlleva, para Agamben, la exigencia de una abolición del lenguaje como condición indispensable para el acceso a la experiencia, sino por el contrario la necesidad de que el origen de aquél sea entendido en el marco de relaciones que mantiene con esa realidad pre-lingüística: Pues si el sujeto es simplemente el locutor, nunca obtendremos en el sujeto, como creía Husserl, el estatuto original de la experiencia, «la experiencia pura y, por así decir, todavía muda». Por el contrario, la constitución del sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje es precisamente la expropiación de esa experiencia «muda», es desde siempre un «habla». Una experiencia originaria, lejos de ser algo subjetivo, no podría ser entonces sino aquello que en el hombre está antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje: una experiencia «muda» en el sentido literal del término, una in-fancia del hombre, cuyo límite justamente el lenguaje debería señalar (Agamben, 2007: 64).

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De este modo, comprender la “infancia” como límite del lenguaje, como evidencia de que éste no ha existido siempre, implica asimismo que el lenguaje sea interpretado en su condición histórica, en su puesta en práctica. Se refiere así Agamben a la distinción de Saussure entre “lengua y habla” o, con mayor predilección, a la de “signo y discurso”, desarrollada por Benveniste. Y es con esta actualización de la lengua, con la entrada del discurso, como cobra sentido pleno la tarea de la poesía, y aquí la de los poetas españoles de posguerra que buscaban la recuperación de la experiencia en su escritura. De hecho, es en esta crisis de la experiencia donde Agamben cifra la posición más precisa de tal género literario en la Modernidad: «En el seno de esta crisis de la experiencia la poesía moderna encuentra su ubicación más apropiada. Porque si se considera con atención, la poesía moderna —de Baudelaire en adelante— no se funda en una nueva experiencia, sino en una carencia de experiencia sin precedentes» (Agamben, 2007: 54). Así, lo importante en este punto es resaltar cuál es esa práctica introducida por la poesía de posguerra en el lenguaje, cómo es su discurso con relación a la experiencia, a esa experiencia “muda” entendida como “infancia” del ser humano. Para ello, resulta especialmente provechoso recurrir al planteamiento inicial de Agamben, a «la incapacidad (del hombre) de tener y transmitir experiencias» (Agamben, 2007: 7), es decir, a Benjamin; el mismo Benjamin al que Ullán dedica el último poema de Alfil, texto con una temática similar a la que se viene siguiendo aquí y que emula el formato de un cuaderno de escritura infantil a rayas [Figura 4]. Con una perspectiva análoga y recogiendo algunas de la tesis que ya había expuesto en el escrito «Experiencia y pobreza», Walter Benjamin comienza su texto «El narrador» constatando que, por un lado, la sociedad actual —aquella que ha quedado instalada bajo el dominio de la técnica— ha ingresado en un periodo de devaluación de la experiencia desconocido hasta el momento y, por otro —y en cierto modo como consecuencia del hecho anterior—, que su capacidad para comunicar esa experiencia también se ha empobrecido: Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse patente un proceso que no se ha detenido desde entonces. ¿No se observó al acabar la guerra que la gente volvía enmudecida del frente? No más rica en experiencia comunicable, sino mucho más pobre. Lo que diez años después se derramó en la riada de libros sobre la guerra era cualquier cosa menos experiencia transmitida oralmente (Benjamin, 2009: 42).

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Figura 4: Alfil, 1992.

Sin pretender establecer una peligrosa analogía entre la Guerra Civil española y su posguerra y diversas situaciones presentes en el resto de Europa, tras las dos Guerras Mundiales, sí que resulta pertinente recurrir al diagnóstico benjaminiano para abordar, en este punto, la escritura de Ullán y su relación con la mencionada poesía de posguerra. Para Benjamin, la figura del narrador, también perdida durante el contexto europeo de entreguerras, era la que posibilitaba esa transmisión de una experiencia colectiva de manera efectiva, en contraposición al producto ofrecido por la novela o la «información» homogeneizada proveniente de los diarios. «La experiencia oralmente transmitida es la fuente de la que se han nutrido todos los narradores» (Benjamin, 2009: 42), subraya el autor alemán, destacando que sería ésta la que, a su vez, permite a los individuos conformar una memoria individual y colectiva. El correlato de este narrador podría cifrarse, con Ullán, en la figura de “El cantor”. Las referencias a éste, incluso la autodenominación de la voz poética y

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del propio autor como «cantor»6, están presentes en toda su producción textual. El cantor de estos versos iniciales del conjunto de la obra poética de Ullán tampoco narra la Guerra Civil, en cierto modo porque no la experimenta, pero sí da forma a la experiencia posterior y la transmite sin ambages, en su singularidad de acontecimiento, más concretamente, de acontecimiento lingüístico, aunque con la pretensión de que perdure en la memoria de quien la recibe: «El narrador extrae siempre de la experiencia aquello que narra; de su propia experiencia o bien de aquella que le han contado. Y a su vez lo convierte en experiencia de quienes escuchan sus historias. El novelista en cambio se halla aislado. El lugar de nacimiento de la novela es el individuo en soledad» (Benjamin, 2009: 45). De ahí que esa recuperación de la experiencia y, por tanto, su configuración en tanto que recuerdo —determinado por la voz— adquiera una forma similar en Benjamin y en Ullán; para el primero, gracias a la narración, para el segundo, a través del canto. La noción del canto, que en Ullán se extiende a lo largo de toda su obra, se refiere a un tipo de expresión no estandarizada y ajena a los usos consuetudinarios del lenguaje: Vámonos, pues, abajo, atortolado pez: esquirla y brasa, al puro allí sin voz, que es desde donde oscuros amuletos aún confían en las ondulaciones ateridas del canto antes de todo entendimiento, antes de todo poder ser: juez y testigo y crimen. Vamos a lo concreto: a dar la cara, a ese no verse comprendido en nada de uno en uno. Vamos a sentir frío,



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uña blanda (Ullán, 2000a: 89).

Así, por ejemplo, en la edición de Alarma realizada por Trece de Nieve puede leerse: «Responde a una beca de creación literaria en el extranjero, concedida por la fundación Juan March. “El cantor agradece este cuidado”».

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Se trata, por tanto, de un ejercicio lingüístico donde el canto es entendido como búsqueda de ese estado liminar entre la “infancia” del hombre descrita por Agamben y la codificación de la experiencia en la escritura. Así lo ha entendido también Víctor del Río al ligar la «figura del canto» en José-Miguel Ullán a la desaparición del poeta en tanto que sujeto enunciativo. Desde esta perspectiva, el canto del poeta se sitúa y señala, como pedía Agamben, en un espacio intermedio entre la experiencia muda («al puro allí sin voz»), a la que se refería el filósofo italiano, y la plena constitución del yo en el lenguaje («antes / de todo poder ser: juez y testigo / y crimen»). En palabras de Víctor del Río: «supone una voluntad de escucha del lenguaje en el yo, antes que un intento de ese yo por decirse. […] Lo poético quiere convertirse en una radicalización del lenguaje en un doble sentido: como producción y como apropiación. No cabe, pues, equipararlo con la crónica sentimental de lo vivido, de la memoria personal» (Del Río, 1998: 182). De este modo, el objetivo de esta escritura es el de aprovechar la cercanía que lo oral —lo que todavía no ha quedado estabilizado por la palabra impresa y estandarizada— mantiene con la experiencia para así lograr que ésta vuelva a cobrar presencia en el lenguaje. Por ello, si los poetas del 50 volvían a la infancia para recuperar y comunicar una experiencia paralizada por la guerra, Ullán busca dar realidad a la experiencia de la posguerra a través de un lenguaje que, como el oral, todavía no ha sido domesticado y vaciado por la costumbre; rescatar lo singular de entre la saturación de discursos. Ahora bien, como ya se ha apuntado, este propósito no puede ser equiparado con la función desempeñada por la literatura en las sociedades orales ya que, aquí, la memoria y la tradición no dependen exclusivamente de que ese material sea transmitido gracias a estas construcciones discursivas, como sí ocurría en la Antigüedad. Por eso, aunque sí haya cierta similitud en el deseo de hacer perdurar determinados contenidos, la diferencia radica, además de en el grado de importancia, en que el planteamiento de Ullán persigue volver a dar presencia a una experiencia ya relatada pero olvidada, desvirtuada y silenciada, y poner de relieve ese hecho. No se busca dar un testimonio sobre la realidad, sino dar realidad al testimonio. Conectando con Agamben, se trata de que el lenguaje sea actualizado, de que la experiencia vuelva a posibilitar la aparición del discurso, de que la poesía logre devolver la experiencia al desarrollo temporal, a la historia. De ahí también que en Ullán la actualización del lenguaje sea esencial. La atención del poeta no recae ya en

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las vivencias de un sujeto individual, tampoco de un abstracto nosotros, sino en un lenguaje común —oral en este caso— que debe recobrar, gracias al poema, su dimensión temporal. Así, si la poesía de posguerra —de la que en sentido estricto Ullán ya no forma parte constituyente— se guiaba por cierta «razón narrativa» (Castellet, 1960: 103), en consonancia con lo apuntado por Benjamin, José-Miguel Ullán se aleja de ese discurso debido a su concepción de la poesía como canto, nueva puesta en práctica de un lenguaje colectivo que surgía de las condiciones impuestas por la experiencia. Esta extrema consideración por las capacidades comunicativas del lenguaje, así como de sus limitaciones, es la perspectiva que marca, ya desde su primer libro, la obra del poeta. En ese sentido, dentro de esos elementos sonoros aludidos a propósito de esta primera escritura ullanesca podrían diferenciarse dos tipos de enunciados en los que, sin duda, prevalece la cuestión de la memoria y la posibilidad de transmitir la experiencia. Desde este punto de vista, es preciso resaltar que mientras que el resto de fórmulas discursivas vinculadas a lo acústico posibilitan la configuración del paisaje sonoro —el entorno de experiencia, en el que se apoyarán las otras dos— son estas fórmulas las que proponen, de manera más evidente, un nexo explícito entre sonido, experiencia y memoria. Así, por un lado, destacarían ciertos enunciados con una referencia directa al silencio, adoptado como decisión propia o impuesta y, por otro, aquellos relacionados con la propia posibilidad de formar el recuerdo a través de la voz/voces de sus protagonistas. El silencio de la primera formación se encuentra emparejado, en este caso, con cierta actitud de silenciamiento, desde la que se trata de subrayar que la imposición del mismo se produce tanto al acallar, como al no permitir ni querer escuchar. El resultado sería idéntico: falta de comunicación. Los poemas de Ullán no pretenden, o no sólo, notificar esa información perdida —como podría hacer otro tipo de poesía—, sino formular la presencia de tal enmudecimiento en el espacio del poema. Amor peninsular, segundo poemario de Ullán, se encamina hacia esta última tesitura. Se trata de un libro con una estructura muy particular, en tres partes, donde las dos primeras aparecen entremezcladas y la final se propone como epílogo de las anteriores. En la primera pareja aparecen intercalados poemas resaltados en cursiva y otros con numeración romana, a los que se sumará uno más, bajo el título de «HOMENAJE A MIGUEL HERNÁNDEZ». Los primeros, en cursiva, siguen cierto estilo epistolar y están dirigidos a un tú, al que se nombra bajo los vocativos de «amiga», «hermana», «amada» y «esposa». La sección termina con

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la consecuente firma y despedida del emisor de la “carta”: «y en esta plaza anida tu singular silencio / las palabras ausentes y un vaho de ternura / exiliado pequeña un poco anciano / y tuyo / josé-miguel» (AP, 25)7. En los segundos, por su parte, predomina la voz del sujeto poético dirigida, también esta vez, a las mismas figuras que encontrábamos en la sección anterior. No obstante, tampoco aquí el yo prevalece sobre el contexto desde el que la voz es enunciada, ni termina por eclipsarlo. Y, para que esto quede claro, Ullán concluye el IV y penúltimo poema de este apartado con un sentencioso «muerto el hombre más viva su cantata» (AP, 29). Tal perspectiva, en cierto modo colectiva, quedaría a su vez reforzada por el hecho de que ese tú al que se dirige tanto la “carta” como los poemas que la cruzan y conforman la segunda sección podría entenderse como una personificación de España —ya el título del libro pone sobre aviso—, una patria de «amiga», «hermana», «amada» y «esposa» que centra la rememoración perseguida. La tercera sección que articula Amor peninsular, «Epílogo», se construye desde una focalización, en apariencia, más amplia, donde el sujeto poético pasa del “yo” al “nosotros”: «la voz / mucho más nuestra» (AP, I, 33), «se agosta nuestro asombro» (AP, II, 35), «Nos alza el entusiasmo» (AP, III, 38). Resulta necesario, en este sentido, preguntarse por esta traslación, por ese paso de lo “individual” a lo “colectivo” que opera en el desarrollo del libro, sobre todo si se tiene en cuenta que lo que está en juego es la recuperación de una experiencia que no puede ser reducida a la de un único sujeto, al yo lingüístico en el que Agamben cifraba la aparición del discurso. Entonces, ¿cómo es posible que la lírica albergue, en la voz de una conciencia individual, esa conciencia colectiva?, ¿de qué manera puede el yo poético salir de su experiencia subjetiva y conectarla con la realidad social? Estas disyuntivas constituyen un tópico recurrente en los estudios literarios occidentales, así como de la poesía europea moderna. Así, por ejemplo, la llamada poesía social o realista trató de remarcar esta problemática, incorporando el conflicto a la reflexión y temática de su práctica discursiva. En el caso concreto de España, la lírica de posguerra buscó salidas en las teorías de Brecht o de Lukács, pero, probablemente, estas cuestiones de difícil respuesta y muy complejos planteamientos podrían ser formuladas 7



Como ya se ha apuntado en casos anteriores las iniciales corresponden al volumen Amor peninsular. Por su parte, los números romanos se refieren a la ordenación establecida en el propio texto y los arábigos a la página en la que se encuentran.

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desde otra perspectiva, a saber, una no realista, como la invocada por Ullán en el poema «un perfume en kornplatz», al traer a primer plano a otro autor igualmente interesado en este dilema. Nos referimos, en concreto, a los análisis de Theodor W. Adorno —Herr Adorno lo llama Ullán (1970b: 33)— en su «Discurso sobre poesía lírica y sociedad», donde el filósofo afirma que la vinculación entre la poesía y la sociedad no debe entenderse en función de cierto recorrido por el que el poeta imbrica su subjetividad en la totalidad de lo social, mediante una operación metonímica, sino, por el contrario, a través del espacio de escisión, con respecto a la sociedad, que supone su expresión individual: «la inmersión en lo individual eleva al poema lírico a lo universal poniendo de manifiesto algo no adulterado, no aprehendido, aún no subsumido» (Adorno, 2003: 50). Por un lado, la expresión lírica participa, para Adorno, de lo universal por cuanto no constituye una mera expresión de las emociones y experiencias individuales, sino que se sitúa dentro del ámbito estético y, por tanto, bajo un enfoque en el que forma y contenido mantienen una relación estrecha, que trasciende la causalidad comunicativa del lenguaje y se resiste al sentido pleno y acabado; ésa es su autonomía. Por otro lado, esta misma condición de lo lírico es la que le permitiría sustraerse del espacio convencional, los discursos asentados, del sistema de la lengua, y volver al origen de la experiencia y de su formulación lingüística. Es el doble carácter del arte auténtico: como hecho autónomo y social. Ahora bien, la forma en la que esta lírica participa de lo social viene determinada por su capacidad de subversión, de alterar con la expresión subjetiva las corrientes homogeneizadas de lo social, de mostrar las diferentes mediaciones implicadas en la configuración de la vida, precisamente, a través de otra mediación: la artística. O, por expresarlo con el filósofo aleman: «Lo asocial del arte es la negación determinada de la sociedad determinada» (2004: 298). Para Adorno, ese momento en el que el individuo se vuelve hacia sí mismo es, precisamente, el que le permite advertir que se encuentra inmerso en un entramado social donde los sujetos permanecen aislados, sin formar una colectividad más universal que la propia subjetividad del poeta lírico: «Su pura subjetividad, lo que en ellas aparece como compacto y armónico, da testimonio de lo contrario, del sufrimiento por una existencia ajena al sujeto» (2003: 53). Por ello, desde ese retraimiento a lo subjetivo que logra concienciar al sujeto de su posición, el poema lírico puede devolverle la objetividad a una sociedad atomizada:

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Ustedes sienten la poesía como algo contrapuesto a la sociedad, algo totalmente individual. Su afectividad insiste en que así debe seguir siendo, en que la expresión lírica, sustraída a la gravedad objetual, conjura la imagen de una vida libre de la compulsión de la praxis dominante, de la utilidad, de la presión de la autoconservación tenaz. Sin embargo, esta exigencia a la poesía lírica, la de la palabra virgen, es en sí misma social. Implica la protesta contra una situación social que cada individuo experimenta como hostil, ajena, fría, opresiva, y la situación se imprime en negativo en la obra: cuanto más pesada se hace su carga, tanto más inflexible se le resiste la obra, sin inclinarse ante nada heterónomo y constituyéndose enteramente según la propia ley cada vez. Su distancia de la mera existencia se convierte en la medida de la falsedad y maldad de ésta. En la protesta contra ella el poema expresa el sueño de un mundo en el cual las cosas serían de otro modo (Adorno, 2003: 51-52).

Entonces, no se trata ya de agregar al poema un contenido social, sino de vislumbrar que en su propia forma se halla expresada la posibilidad de establecer ese vínculo entre lo individual y lo colectivo; y de oponerse a las condiciones de experiencia común, impuestas por las formas de pensamiento, cultura y socialización desplegadas en la Modernidad. Son la dialéctica entre lo interior y lo exterior impuesta por el proceso creativo y la experiencia estética asociada a las obras de arte las que les aseguran una presencia no subsumida a las dinámicas de cosificación de la vida mercantilizada. Aquí, el conocimiento y la expresión proporcionados por la lírica insisten en la tarea emancipatoria que la Teoría Crítica no renuncia en asignar a la cultura. Unas páginas más adelante señala Adorno: Se suele decir que un poema lírico perfecto tiene que poseer totalidad o universalidad, tiene que dar el todo a su limitación, lo infinito a su finitud. Pero si eso ha de ser algo más que un lugar común tomado de aquella estética que tiene siempre a mano como panacea el concepto de lo simbólico, lo que indica es que en todo poema lírico la relación histórica del sujeto con la objetividad, del individuo con la sociedad, debe haber hallado su sedimento en el medio del espíritu subjetivo devuelto a sí. Y este sedimento será tanto más completo8 cuanto menos 8

La cursiva en completo está indicando que la traducción ha sido modificada, ya que en la edición castellana del texto “vollkommener” se traduce por “imperfecto”, cuando en realidad este comparativo se refiere, más bien, a lo acabado, completo o perfecto.

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Rosa Benéitez Andrés temática haga la obra la relación entre el yo y la sociedad, cuanto por el contrario más espontáneamente cristalice por y a partir de sí en la obra (Adorno, 2003: 54).

Siendo la poesía el género literario que de manera más explícita ha focalizado su labor en el lenguaje, si en algún lugar puede residir tal contenido social —ése determinado por Adorno— del poema, aquel que no queda instalado bajo el dominio de una expresión individual y se revela, además, contra cualquier imposición exterior, ese espacio debe ser el lingüístico. Un planteamiento que ha sido igualmente señalado por Miguel Casado con relación a la poesía de Ullán: «Con una fuente o con otra, según uno u otro mecanismo, el trabajo lingüístico construye su voz, haciéndola inconfundible; la lleva desde el caótico y codificado murmullo social al espacio de la extrema singularidad» (2008: 21-22). Éste es el desplazamiento obrado por Ullán, la operación mediante la que pretende objetivar una experiencia, en principio, individual. En cierto modo, la síntesis que supone la tercera parte del libro —debido a ese cambio con relación al sujeto que enuncia el poema—, ya estaba anunciada gracias a las figuras de la «amiga», «hermana», «amada» y «esposa». Si continuamos la línea interpretativa que nos llevaba a entender estos vocativos como la personificación de una realidad denominada «España», el “yo” y el “tú” de esas primeras secciones no son más que la voz del poeta dirigiéndose al conjunto de la sociedad, a la que se considera cómplice, compañera de vivencias e interlocutora. De esta manera, conectando ambas esferas, puede configurarse una experiencia en la que la conciencia individual y la colectiva padecen la misma falta: la ausencia de voz y de un oyente que le otorgue validez a esa voz. De ahí que sean constantes, tanto al comienzo como al final del libro, las alusiones a ese contexto común. Recordemos la despedida: «y en esta plaza anida tu singular silencio / las palabras ausentes y un vaho de ternura / exiliado pequeña un poco anciano / y tuyo / josé-miguel» (AP, 25). El empleo de la estructura epistolar (muy ligada, por otro lado, a lo íntimo y subjetivo) con fines poéticos está insistiendo en las posibilidades resemantizadoras referidas con Adorno. La importancia, entonces, del diálogo —el espacio para una voz y una palabra que escapen de la normalización lingüística— en la recuperación de una serie de circunstancias colectivas es central para estos poemas. De aquí parte, además, la segunda de las fórmulas adoptadas por Ullán que se anunciaba más atrás: el establecimiento de una relación directa entre sonido y memoria. En esta serie de

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libros, encuadrados dentro de la primera etapa creativa de José-Miguel Ullán, la presencia de elementos sonoros dentro del contexto creado para el poema cumple una función evocativa, en la que todo el juego de voces, instrumentos sonoros y marcas de oralidad remiten a ese paisaje sonoro común y, ahora, perdido y olvidado. Así se pone de manifiesto en gran parte de los textos donde el ambiente acústico rodea e impulsa al ejercicio de hacer memoria: «porque de acumularte mi memoria repica» (AP, 21). A esta serie de elementos sonoros, habría que añadir otra práctica adoptada por Ullán en estos volúmenes: la utilización de vocablos ajenos a la sistematización lexicográfica o prácticamente en desuso, procedentes del ámbito rural y, presumiblemente, del entorno vital del poeta, que vuelve a incidir en esa recuperación de un contexto ausente y engullido por la homogeneización lingüística de la sociedad. Éstos, además, poseen la particularidad de que únicamente pueden ser conocidos a través de lo oído, ya que habitualmente se sitúan al margen de la escritura. Se conjugan aquí dos planteamientos que, como veremos, adquirirán funciones diversas en el conjunto de la obra poética del autor. Por un lado, el intento de dar presencia a una serie de palabras y, por tanto, de realidades que de otra manera quedarían excluidas del ámbito textual. Por otro, la apuesta por un tipo de construcción discursiva inclinada hacia el entorno sonoro. Esta perspectiva se asemeja, en cierto modo, a la adoptada por uno de los escritores a los que Ullán dedicó no sólo lecturas, sino también otra forma de materializar el trabajo lector: la traducción. En 1977, el poeta tradujo un texto de Edmond Jabès bajo el título de Transparencia del tiempo —en una edición a la que se acompañaba de un conjunto de serigrafías de Eusebio Sempere—, así como el poema «El agua», recogido en el volumen Encuentros con Edmond Jabès con edición a cargo de Manuel Ferro. En toda su trayectoria como escritor, Jabès insistió con vehemencia en hacer patente el privilegio que la tradición hebrea ha otorgado al oído en detrimento de la vista. Este enfoque se fundamenta en una base de pensamiento que no queda reducida a la desconfianza de la representación visual —la iconoclastia del judaísmo, frente al cristianismo—, sino que más bien se construye desde una predilección por la escucha, antes que por la visualidad (el «Escucha Israel» del Deuteronomio). Una disposición que, para Jabès, no se limita a escuchar la palabra de Dios, en tanto que sentido último, sino que se encamina hacia el reconocimiento del Otro, desde una posición ética —como bien

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subrayó Lévinas y el propio Ullán quiso hacer notar al respecto de estos dos autores (Ullán, 2005: 107-109)—. Es en este sentido en el que, con Jabès, se incide en aquella propuesta de Ullán por atender a lo que ha quedado fuera del sistema, de lo «mismo» diría Lévinas, y recuperar esas otras palabras desplazadas por el tiempo y la fugacidad de lo oído: Estas palabras olvidadas son, para mí, un «ábrete sésamo». Son un pasaje en el olvido hacia la memoria reconstruida. Unir estas palabras a las palabras de nuestro tiempo es no dejar al pasado difuminarse definitivamente. El futuro lleva el peso de todos nuestros pasados. No es, pues, indiferente saber de cuántas palabras olvidadas está hecho (Jabès, 2000: 69).

Pasaje en el olvido, memoria reconstruida, palabras olvidadas, todo ello encuentra en la escritura de Ullán un espacio de presencia que, de alguna manera, viene a suplir las carencias que el paso de una tradición oral a una escrita ha impuesto a las sociedades contemporáneas. De nuevo, “el cantor” se encarga de darle continuidad a la palabra escuchada, aunque sea otorgándole nuevos significados. Una labor que, como se verá de ahora en adelante, el poeta no abandona a lo largo de toda su producción, pero que se revestirá de cierta melancolía, nunca de silencio, a medida que el deseo de abordar lo real en toda su complejidad —ese «propósito de asumir la complejidad desde las más variadas perspectivas»— vaya en aumento, al tiempo que la conciencia sobre los límites del lenguaje también se haga mayor. Antonio Ortega no ha dudado en vincular la predisposición perceptiva del poeta y esa lengua remota con cierta melancolía combativa: Hay en su poesía, entonces, un nudo ineludible de materia no tanto aprendida como aprehendida, aferrada a la memoria con la adherencia propia de la enredadera de los sentidos, pues las palabras del dialecto están siempre fijadas en una realidad por el hecho de que son la cosa misma, percibidas y aprendidas casi antes de aprender a pensar. Las palabras del dialecto crean un código vinculado a la memoria. […] Por eso la melancolía que nace de esa lengua dialectal, vivida como lengua de identidad y de resistencia: «pecho crujiente que a la norma hiere» (Ortega, 2011: 78).

Cabe preguntarse así por las implicaciones que una actitud como la descrita —desconfiada, crítica y afligida— comporta en el tratamiento de los diversos elementos acústicos con los que se alimenta la poesía de

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José-Miguel Ullán. O, por expresarlo en otros términos, comprender si el aislamiento y desconexión al que éstos son sometidos responden a una disposición melancólica y qué estructura discursiva es la que materializa esta postura. Los sonidos como objetos melancólicos Probablemente, el desplazamiento operado desde un uso en principio directo del material sonoro a otro, en cierto modo, más descontextualizado ya está anunciado en la última parte de Mortaja. Esta sección, que en muchas ocasiones ha sido entendida como punto de inflexión en la poética de Ullán —incluso por el propio autor—, recoge en forma de noticia periodística algunos sucesos (reales o imaginarios) padecidos por diferentes ciudadanos españoles en una fecha indefinida. La actitud escéptica que gobierna todo el volumen de Mortaja, y que supone determinada forma de distanciamiento de los libros anteriores, parece llegar a su culmen con esta “colección de muertes” que termina con el siguiente «(Testamento)»: «la voz es voz / hiciera / añicos las palabras redentoras […] la voz es voz / no existe // no existe aroma nuevo // cerrad mis párpados» (M, 92). Algo en lo que el poeta insistirá con posterioridad en un texto como Razón de nadie: «con la voz tatuada de nada más que voz» (Ullán, 1994a: 188). En este sentido, ya en algunos momentos de este cuarto libro, Ullán da señales de abandono de aquella tarea emprendida por “el cantor”. El primer poema de Mortaja ofrece, en este sentido, el marco desde el que seguir una de las lecturas del texto: «Traicionarás los salmos de tu tribu […] Alcé las limpias velas: / pero el mar no es mi patria […] Maduraron las nubes y alcé velas, / pero la libertad y la canción / se quedaron para siempre en otros prados» (M, 9-12). No obstante, no es una postura radical y se distancia de un modo más explícito de la denominada “poesía social”, la cual, por otra parte, nunca habría practicado de manera dogmática —más bien como mecanismo de interrupción en los modelos sociales, tal y como se veía con Adorno—. Los poemas «verso armado» (M, 44-45), «los bardos delicados» (M, 48-49) y «los bardos populados» (M, 50) apuntan en esta dirección, marcada por el rechazo de determinada poesía populista, así como del intimismo vacío. El último de ellos, «los bardos populados», concluye, desde esta perspectiva, con un contundente: «—Maldigo la poesía / exenta de bozal». Pero es, justamente, «Ficciones» (última sección del volumen) la

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que resulta ser más drástica con respecto a la posible formulación de un pasado y futuro común. La cita de Borges con la que se da inicio a esta última parte del libro avisa al lector del carácter de los relatos que encontrará a continuación: un conjunto de historias mínimas, presentadas con un lenguaje parco y sobrio, que no contribuirán en exceso a conectar presente y pasado, causa y efecto y, por tanto, a dar una explicación de la situación a la que sirven de indicio. Se trataría, por tanto, de hacer presentes una serie de circunstancias que, en analogía con muchas otras, habían quedado silenciadas y aisladas del relato oficial. Por otra parte, estas «Ficciones» no dejan de ser una crítica profundamente irónica a la poesía “contenidista” de décadas precedentes. A propósito de este punto y aparte, destaca Miguel Casado en su «Introducción» a Ardicia: Irónico título ese borgiano «Ficciones» para una colección de noticias periodísticas que dan cuenta de sendos fallecimientos individuales. Con distintos tipos de letra, como sugiriendo ser recortes de distintos periódicos, se suceden las escuetas noticias: nombres y apellidos, edad, lugar, matrículas de coches, domicilio, causas de la muerte… Reales o imaginarias, no cambiaría el efecto de la imagen evocada, su sequedad de desenlace sin historia, la fuerza con que se carga su lenguaje anodino, el poder poético de las frases encontradas, nacidas inermes (Casado, 1994: 28).

A partir de ahora, el recuerdo sonoro no aparece ya ligado a un contexto reconstruible, sino despojado de cualquier sustrato común [«alcé velas, / pero la libertad y la canción / se quedaron para siempre en otros prados» (M, 12)] y relegado, casi siempre, al ámbito de lo singular. A pesar de ello, esta objetualización de lo sonoro (que abandona el terreno de lo posible y se instala en el ámbito del aquí y ahora) no dejará de evocar en el conjunto de la obra de Ullán cierta melancolía con respecto a la posibilidad de continuar con el trabajo de recuperación de la experiencia y la memoria: «Turbia morriña sin rumor del Tormes / se apodera del junco solitario. La memoria / no sé…; dejémoslo. Dicen que pronto… / (Y Manolo Escobar cantará ahora / para finalizar esta emisión…)» (M, 26). De ahí, además, que toda la ironía que impregna esta poesía se inserte dentro de una actitud melancólica que combina la desconfianza con la esperanza, la tendencia hacia lo particular y lo universal, la aceptación de la incertidumbre con el ansia de conocimiento total, en un espacio siempre inestable: «soplan las armas del desvelo zumba toda la / burla en tu tristeza de puntillas sobas la / eternidad en tersas pecas» (Ullán, 1972: 34).

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Esta unión entre melancolía e ironía podría parecer, en principio, un tanto contradictoria al ligar dos actitudes habitualmente asociadas a la aflicción, por un lado, y al humor, por otro. Sin embargo, ambos temperamentos comportan una complejidad de matices que, además de imposibilitar su reducción a estados de alegría o tristeza, los conecta casi desde su raíz. Por esto, en el ya clásico estudio Saturno y la melancolía, sus autores —Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl— no dudan en vincular de manera explícita ambos caracteres: el melancólico y el irónico. Así, con relación a la melancolía literaria de España e Inglaterra afirman: La gran poesía donde halló expresión nació en el mismo período que vio surgir el tipo específicamente moderno del humor conscientemente cultivado, una actitud en evidente correlación con la melancolía. Los dos, el melancólico y el humorista, se nutren de la contradicción metafísica entre lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, o como queramos llamarlo. Los dos comparten la característica de obtener a la vez placer y dolor en la conciencia de esa contradicción. El melancólico sufre primordialmente de la contradicción entre el tiempo y la finitud, a la vez que da un valor positivo a su propia pena «sub specie aeternitatis», porque siente que en virtud de su misma melancolía participa en la eternidad. El humorista, en cambio, se divierte primordialmente por la misma contradicción, a la vez que menosprecia su propia diversión «sub specie aeternitatis» porque reconoce que él mismo está aherrojado sin remedio a lo temporal. […] Pero la síntesis más perfecta de pensamiento profundo y anhelo poético se logra cuando el verdadero humor se ahonda con el concurso de la melancolía; o, por decirlo a la inversa, cuando la verdadera melancolía se transfigura con el concurso del humor: cuando aquel que a primera vista se juzgaría melancólico a la moda y cómico es en realidad un melancólico en el sentido trágico, pero lo bastante sabio para hacer burla de su propio Weltschmerz en público y acorazar así su sensibilidad (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991: 233).

Ese tipo de contradicciones y procedimientos referidos en el texto son profundamente característicos de la obra de Ullán: por un lado, se aspira a conectar con lo absoluto y participar de él, pero, por otro, la conciencia de esta imposibilidad muestra como contrapartida una negación de ese mismo propósito. El peso que esta problemática adquiere en la poética del autor nos obligará a analizarla, más detenidamente, en ulteriores páginas de este estudio. No obstante, resulta posible adelantar aquí que la reflexión irónica y la actitud melancólica se irán conjugan-

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do sin que ninguna de ellas termine por inclinar la balanza de su lado, de igual modo que tampoco la pretensión de recuperar experiencia y memoria colectiva quedarán diluidas por completo en el conjunto de su poesía. Parece acercarse, entonces, a esa síntesis mencionada que conjuga de manera inteligente lo trágico con lo cómico y que, además, permite que exista una salida a la intensificación subjetiva que implica toda asunción de un estado melancólico (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991: 229-230). A diferencia de lo que ocurría en los primeros libros del poeta, en los que esa insistencia en la posibilidad de formar un recuerdo común a partir de determinados paisajes sonoros se hacía patente y poseía cierta continuidad textual, la poesía posterior a Mortaja irá discurriendo por cauces paralelos, en ocasiones, y cruzados, la mayoría de las veces, que dificultan un recorrido —desde una perspectiva sonora— unidireccional. Incluso, habrá momentos en los que se retomen propuestas en plena conexión con las desarrolladas en la etapa inicial, como es el caso de la atención constante a las denominadas “palabras olvidadas” que, como se señalaba, pretenden dar continuidad a la palabra escuchada y mantienen una presencia ininterrumpida en el conjunto de la obra poética ullanesca. Esta situación, un tanto contradictoria en ciertas ocasiones, podría quedar bien ejemplificada con el volumen Maniluvios. Este libro, publicado dos años después de Mortaja (entre ellos aparece Antología salvaje y Cierra los ojos y abre la boca, ambos en 1970), resume de manera clara cuál va a ser la actitud adoptada por el poeta, de ahora en adelante, con relación a la cuestión de la experiencia. Aquí, la confianza en la percepción sonora, pero también táctil, olfativa y/o visual, se ve atravesada por el desengaño —más bien una aceptación de los límites— que provoca cierta intuición de que, finalmente, esas impresiones se desvanecerán junto con el transcurso del tiempo. No se renuncia pese a todo a la intervención de la escritura, si bien cada vez se hace más patente una toma de conciencia de sus posibilidades. Quizá, por ello, en la contraportada del libro, y escrito por el propio Ullán, el lector encuentra la siguiente sentencia: «Las manos borran la prehistoria. El maniluvio mina las líneas de la usanza. Retablo sin autor. (no anónimo.) Sólo el actor: sus ademanes, el ajamiento, la palabra, el silencio. La poesía practica la destrucción». La terapia, entonces, de estos Maniluvios es el descrédito, la adopción de cierta actitud melancólica —el virus se vuelve, entonces, antídoto (Santamaría, 2008)—: admitir un estado de incertidumbre con respecto al pasado inmediato,

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el presente y el futuro, de los que, en cierto modo, son correlato las tres secciones numeradas en las que se estructura el libro. Igualmente, la tercera, aquella que se ha igualado con el porvenir, es la que se referirá a su vez al pasado más remoto (aparecen personajes históricos como Helena de Troya o María de Monroy, las civilizaciones romana y tartesia o arcaísmos del tipo: yogar y rïente) con el que presumiblemente debe conectarse el futuro que espera y que viene determinado por las ruinas de esa tradición. No debe relacionarse, sin embargo, esta propuesta de Ullán con cierto tipo de poesía española de posguerra que recurre al Imperio o a etapas de mayor esplendor en la cultura occidental con el objetivo de calmar la angustia provocada por el desastre de la Guerra Civil y reivindicar una vuelta al orden. Tampoco con la tendencia hacia lo hispánico detectada por Víctor Pozanco en sus antologías del Resurgimiento. Se trata, por el contrario, de asumir todas las posibilidades no realizadas, las contradicciones inherentes al deseo de obtener un conocimiento pleno que se sabe ya inalcanzable. No sería oportuno entonces hablar de renuncia, ya que lo que verdaderamente está operando aquí es un cambio de planteamiento y, por tanto, de estrategia. Esta es la razón por la cual, a partir de aquí, la escritura se torna más fragmentaria que hasta el momento, imposibilitando, de esta manera, un relato continuo de la experiencia. Los sintagmas que componen cada verso se acumulan o yuxtaponen sin una conexión directa, o sintácticamente correcta si se prefiere, en el espacio del poema que, ahora, además, queda determinado por la estructura que le impone la caja de impresión. De este modo, no sólo los versos terminan allí donde acaba la línea tipográfica, sino que también las palabras que los componen acaban cortadas por el mismo patrón, sin que haya ningún tipo de señal ortográfica que así lo indique: II Porque el abrazo ha sido consumado l a bocanada del hogar tarol ligas oja les cascabeles lábaro tocan a espada s pochas ánades tintas y perpetuas o ran como la nube en vano en vano en […] (Ullán, 1972: 18).

Miguel Casado se ha referido a este procedimiento presente en buena parte de Maniluvios (1969-1970), y que después se repetirá en Ado-

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ración (1972) y, posteriormente, en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado (1973)9 como un choque entre la palabra escrita y la página, o mejor, la mancha tipográfica: el cuerpo del discurso escrito se encierra en un tácito y estrecho dibujo rectangular que no respeta a la palabra. El conflicto se resuelve a favor del diseño de la página y las reglas de división silábica saltan hechas trizas; cada línea tiene la misma medida total y la palabra se corta en cualquier sitio, allí donde la línea acaba (Casado, 1994: 45).

Estas «cajas de prosa» —como también las ha denominado Casado— refuerzan, con su apuesta por la fragmentación del texto, la idea de singularidad impuesta frente al deseo de totalidad. De ahí que sea posible entender, ahora, la utilización del material sonoro en tanto que objetos independientes, pequeñas piezas aisladas que no se encaminan hacia la construcción de un conjunto unitario, sino parcial, sin continuidad, consciente de su inevitable incapacidad para abarcar de manera integral la experiencia y otorgarle una permanencia temporal. Cada fragmento sonoro emerge de manera independiente, vaciado de un presumible significado unitario y como pequeña pieza de un relato siempre incompleto. Este procedimiento que, como decíamos se manifiesta de manera más explícita a partir de Maniluvios y está relacionado con cierta actitud melancólica, comparte algunas de sus características y motivaciones con la episteme barroca. La atención al pasado y la acumulación de sus “desechos”, el ánimo afligido por la futilidad de la existencia, la multiplicación del sentido, las series incompletas o la abismación son algunos de los rasgos que relacionan parte de la poesía de Ullán con el periodo Barroco o con lo barroco, cuestión que inevitablemente habrá que retomar con posterioridad al analizar el conjunto de operaciones a las que el poeta somete al lenguaje y el pensamiento poéticos. Han sido, en este sentido, considerables las ocasiones en las que se ha vinculado a este autor con la literatura barroca, en un sentido que va más allá de su explícito interés por ella10. Ahora bien, no se trata úni

Las tres fechas apuntadas corresponden al periodo de escritura, no de publicación, según la relación establecida en Ondulaciones. Poesía reunida. 10 Además de las múltiples alusiones a autores barrocos en su poesía, ejemplo claro de ello serían tanto su edición de: Experiencias de amor de don Juan de Tassis, conde de Villamediana y correo mayor de Su Majestad. Recogidas y prologadas por José-Miguel Ullán e ilustradas por Enrique Brinkmann. Madrid, Rayuela, col. Espacio, 1977; 9

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camente ante una poética basada en los excesos y cercana a un lenguaje complejo, en consonancia con ciertas prácticas de la poesía española de los años setenta, sino de una actitud ante la escritura. Así lo explicita Ullán, en uno de los poemas que componen «El desimaginario»11, texto que, en una primera edición, servía de prólogo al volumen en el que el poeta recogía parte de la obra del barroco Juan de Tassis: Soberbia. Necesidad. Capricho. Resistencia. Hacerlo todo. Contarlo todo. Cantarlo todo. Creerlo todo. Precisión. Nada esperar (Ullán, 1984: 29).

En estos versos queda perfectamente recogida la perspectiva desde la que, aquí, se aborda la poesía: ante todas estas —y otras— posturas antitéticas, el único requisito que debe adoptar el sujeto poético es la desconfianza, aceptar que ese «Hacerlo todo. Contarlo todo. Cantarlo todo. Creerlo todo» probablemente no alcance mayor realización que la que le otorga el poema. Surge, así, una de las características más propias de la melancolía en su relación con la memoria y que, como veremos, además resulta definitoria para la poesía de Ullán: su ambigüedad. Así, por un lado, se vuelve al pasado en busca de una seguridad que el presente no puede proporcionar pero, por otro, se acepta que en ese traslado los sentidos perseguidos han cambiado y ya no ofrecen las mismas posibilidades que tiempo atrás. Esta particular indeterminación característica de la melancolía ha sido señalada por Domingo Hernández Sánchez, quien además de hacer explícito ese tipo de contradicciones, aclara el origen de éstas, a saber, el problema del tiempo: La melancolía surgiría al producirse este enfrentamiento, el del pasado supuestamente seguro con el presente inseguro, precisamente por ser presente, por poder pasar cualquier cosa. Ésta es la razón de que en momentos de confusión, de no saber qué va a suceder, en épocas sobre todo de transición, siempre se vuelva al pasado, a la seguridad del pasado. Y sin embargo, esa vuelta es melancólica, por mucho que permita así como el trabajo realizado en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, a partir de un soneto de Góngora, de donde toma el título el libro. 11 Este conjunto de poemas fue publicado por primera vez a modo de prólogo en la edición preparada por Ullán de la poesía de Juan de Tassis aunque aquí se cita a partir de Manchas nombradas, libro en el que Ullán recogió éste y parte de sus otros trabajos con artistas.

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apresar significados seguros. Es natural, pues se trata de significados seguros, pero... porque son pasados, porque están, en cierto sentido, muertos. Las cosas del pasado que vuelven ya no son las mismas, en tanto no dejan de ser recogidas por el presente, y, como tal, recuperadas. Recuperar remite siempre a algo perdido, pero lo recuperado ya nunca es lo mismo: su pérdida y su recuperación lo han cambiado (Hernández Sánchez, 2002: 114).

Ser consciente de esta contradicción («Nada esperar») será lo que permita continuar con la actividad creadora («Hacerlo todo. Contarlo todo. Cantarlo todo. Creerlo todo»), en la que, ahora, recae el peso de insuflar vida a una realidad «muerta». De ahí igualmente que, a diferencia de ciertos análisis literarios que han tratado de interpretar la poesía de Ullán como una escritura del silencio, en tanto que salida a los problemas asociados a las posibilidades del lenguaje, su melancolía no se resuelva en parálisis productiva: «¿Enmudecer? Tampoco. El poeta reclama espuela y freno. / El desconsuelo es su lenguaje; el vicio, su posada. / ¡Que la mano congele estos tesoros!» (Ullán, 1984: 26). Por su parte, la composición de los poemas de Maniluvios, además de determinada por esas «cajas de prosa», responde asimismo a una estrategia típicamente barroca y melancólica, sobre la que forzosamente volveremos a detenernos: la alegoría. De este modo y con relación a lo denominado como “objetos sonoros”, el material acústico utilizado en la construcción del poema constituye un catálogo de impresiones sonoras petrificadas, singularizadas, objetualizadas, “muertas”, aisladas del decurso temporal, que contribuyen a la formulación de un texto no lineal y plagado de significados: allí la luz juvenil sima el yelo verde matinales/ iris ríos silentes la arboleda en eco traspiés adiós/ mejor violines mojigangas ea duérmete hoy todo/ será preludio/ gritad milagro entre los robles luego/ de este pellizco en la palabra oreja (Ullán, 1972: 24).

Mirada al pasado, alusión a algo invisible que perdura sólo un instante en forma de reverberación sonora y deseo de un nuevo comienzo al que se concibe como «milagro». El abandono de esa primera función atribuida al “canto” deriva en esta actitud melancólica que concibe la experiencia como entramado inconexo de sensaciones y sentimientos incompletos, difícilmente comunicables. Del mismo modo, explica por qué todo el material sonoro que antes era entendido como correlato

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de una vivencia común y elemento clave para la recuperación de una memoria colectiva, ahora ingresa en el ámbito de la pérdida y deviene “objeto de deseo”. Por ello, y así lo afirma Agamben —siguiendo en este punto a Freud—, la melancolía comparte con el duelo el hecho de ser un sentimiento negativo producido por la ausencia de aquello que se desea, pero se diferencia de éste en que el objeto de deseo de la melancolía es, por definición, inaprensible. A causa de esta incapacidad, el melancólico está obligado a crear una realidad fantasmagórica, inexistente, ficticia, que ocupe el lugar de ese “objeto perdido” que, en realidad, nunca ha poseído: «—La Melancolía / se baña en sí misma. // Se dice al oído, / rodeada de objetos perdidos», escribe el poeta en Razón de nadie (Ullán, 1994a: 24). De ahí que el Ullán melancólico cree esos “objetos sonoros”, dentro de la ficción poética, que permanecen ajenos a la realidad experimentada pero que, a la vez, son parte de ella; o, en palabras de Agamben, un objeto que «no es ni apropiado, ni perdido, sino una y otra cosa al mismo tiempo. […] real e irreal, incorporado y perdido, afirmado y negado» (1995: 54). Este tipo de dualidades irresueltas, motivadas por el deseo, el amor del melancólico del que hablaba Ficino, son las que pueden percibirse en los poemas posteriores a Mortaja, donde la relación realidad sensible y constructo literario se torna más problemática y compleja que en los libros anteriores: (NACIMIENTO DEL POEMA) de aquel rurrú bajo el zarzal volvían las febles plumas del pardal y la humedad de la pal ahora (Ullán, 1972: 23). abra AMORE

De este modo, los elementos sonoros traídos al poema —«el rurrú» y «la humedad de la pal / abra AMORE» (como vocablo pronunciado)— ya no configuran una realidad plena, cerrada, contextualizada, pero tampoco por completo desconectada. Ahora, quedan vaciados de sentido si se los traslada fuera de la composición, que es la que permite la unión de unos fragmentos acústicos en principio independientes. No es posible, entonces, interpretar el material sonoro del texto como un símbolo que remite de manera unívoca a un referente externo a él. De ahí que el proceso hermenéutico únicamente pueda realizarse bajo la estructura del poema y asumiendo la multiplicidad de realidades ahí recogidas, pues lo alegórico no constituye una realidad plenamente au-

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tónoma, ni heterónoma, simplemente se refiere a “otra cosa”. Esta posición melancólica del poeta desde la alegoría barroca es la que recuperaba Walter Benjamin frente a la hegemonía de la noción de símbolo. En su volumen El origen del Trauerspiel alemán, el filósofo sostiene que la disposición melancólica comporta una práctica de escritura que asume la fórmula de la alegoría como vía de resignificación de la realidad: Si el objeto deviene en alegórico bajo el mirar de la melancolía, si ésta hace que la vida lo abandone, si queda como muerto aunque seguro en la eternidad, entonces yace ante el alegórico, enteramente entregado a merced suya. Lo que significa que a partir de ahora es totalmente incapaz de irradiar un significado ni un sentido; de significado le corresponde lo que le confiere el alegórico, que se lo mete dentro, y además en lo más profundo: pero éste no es un hecho psicológico, sino ontológico. En sus manos la cosa se convierte en algo distinto; él habla por tanto de algo distinto, y esto se le convierte en la clave del ámbito de un saber oculto como cuyo emblema lo venera. Esto constituye el carácter escritural de la alegoría (Benjamin, 2007a: 402-403).

Es de esta forma como el Ullán melancólico vacía esos “objetos sonoros” y los inserta en un nuevo esquema de significación; una práctica de apropiación y montaje (Buchloh, 2004: 91). Así, la mayoría de las referencias acústicas de Maniluvios —«toda la ausencia // ni pavor ni alzado sino mordaza fofos / belfos moshka zumbando al soplo del espectro nada ci / ncha tu sed sino la muda desilusión» (3, p. 32)12, «estercolero de guitarras» (5, p. 34), «póstumos / y mustios ecos / del destierro» (VIII, p. 75-76), «nada nada / quede / en este canto / de aserrín / y tamo» (XIV, p. 83)— poseen un significado determinado por la actitud del melancólico que insiste en la pérdida y la falta de unidad. El producto obtenido es igual o más desconcertante que la realidad experimentada por aquél, un entorno al que no es posible conferir un único sentido y que imprime en el sujeto una profunda sensación de desasosiego y múltiples sentimientos contradictorios: «toda la ausencia // ni pavor ni alzado sino mordaza fofos / belfos moshka zumbando al soplo del espectro nada ci / ncha tu sed sino la muda desilusión […] no no tiene / orejas ese lobo creo la incertidumbre ni una mueca todo / será sin mí ni posesión ni olvido enmudecerme ya ni no / qué gaita / toda la ausencia» (3, p. 32). Como en ocasiones anteriores, se cita el número de poema y de página.

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Por ello, la figura resultante, lejos de asemejarse a una clásica y armoniosa composición estrófica, adopta la forma alegórica del fragmento en el conjunto del libro, pequeñas «cajas de prosa» construidas, a su vez, a partir de esos “objetos melancólicos”, aislados, a los que únicamente une su origen sensorial. Es de nuevo Benjamin quien repara en este tipo de operación, típicamente barroca: Lo que ahí yace reducido a escombros, el fragmento altamente significativo, el mero trozo, es la materia más noble de la creación barroca. Pues es común a aquella poesía la acumulación incesante de fragmentos sin idea rigurosa de un propósito, junto a la adopción de estereotipos para su realce, a la espera permanente de un milagro (Benjamin, 2007a: 397).

El milagro al que se hacía referencia en el poema VIII de la primera parte de Maniluvios hace aparición: la esperanza de que surja un nuevo sentido («duérmete hoy todo / será preludio»), se combina con la resignación de que éste únicamente puede aparecer en el espacio —real e irreal se matizaba con Agamben— del poema, en el ámbito de la escritura («gritad milagro entre los robles luego / de este pellizco en la palabra oreja»). Ya que, tal como resalta Benjamin, la alegoría es creación, es decir, producción de realidad, pero únicamente dentro del terreno lingüístico y, por lo tanto, bajo un sistema convencional con el que mantiene una pugna dialéctica constante: «la alegoría en particular, aun siendo convención como toda escritura, sin embargo es tenida por creada igual que la sagrada. La alegoría del siglo xvii no es pues convención de la expresión, sino expresión de la convención» (Benjamin, 2007a: 393). De nuevo: hacerle decir al lenguaje. Las posibles causas que han llevado a Ullán a desconfiar de la capacidad de recuperación de una experiencia colectiva en el poema tampoco distan demasiado del imaginario barroco. Al menos en lo referente al ámbito hispánico, la cultura del Barroco se asienta sobre un profundo desengaño: los discursos fraguados en el Humanismo dejan de tener sentido, el declive del Imperio se suma a este descrédito ante el progreso, el lenguaje ya no se concibe de manera unívoca, etc. Para Fernando Rodríguez de la Flor, «el Barroco se muestra también como el tiempo en que la producción simbólica se da como objeto un más allá de sí misma, intentando, en una estrategia en esencia melancólica, “salvar” las cosas en los lenguajes formales de carácter alegórico» (2007: 43). Si se traslada esa idea de descrédito y desesperanza —aplicada al periodo Barroco— al contexto

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literario de la primera producción poética ullanesca, así como al inmediatamente anterior a ésta, resulta posible constatar, de manera sencilla, que también la llamada “poesía social” española de la década de los 50 y los 60 y, en particular, aquella de carácter realista y que manejaba un lenguaje “consuetudinario” había comenzado su periodo de decadencia. En ese panorama de agotamiento de determinado modelo literario, la cuestión planteada por Ullán —igual que por algunos otros, pertenecientes al llamado grupo de los 50 o ajenos a él, como Antonio Gamoneda o Vicente Núñez, y de años posteriores— no es tanto el abandono del fundamento social de la poesía, como la modificación de las estrategias con las que ésta aborda la realidad. De este modo, se buscan nuevos planteamientos formales que permitan dar continuidad a la función social de la poesía y que, al tiempo, eviten el panfletarismo y la mediocridad artística. Entonces, el malestar trata de combatirse en el terreno del lenguaje —«“salvar” las cosas en los lenguajes formales de carácter alegórico»—, aunque aquí también reine la incertidumbre: En ese punto, la cultura del Barroco sería aquella cultura que no puede ofrecer imágenes sintéticas, «tranquilizadoras» de lo real. […] Lejos de toda unificación estabilizadora de los signos con sus referentes, «barroco» suscita un enfrentamiento problemático, y asienta la imagen de una escenografía turbulenta, donde fuerzas innominadas y profundamente poderosas se enfrentan, deshaciendo en un vendaval de arrebato el marco sereno y la estabilidad misma que la representación demanda (Rodríguez de la Flor, 2007: 83-84).

Esos mismos movimientos dialécticos son los que adquieren ahora una presencia decisiva en la poesía de Ullán: por un lado, el sentimiento melancólico aparece como síntoma de la toma de conciencia de cierta impotencia ante determinadas realidades contradictorias. Pero, por otro, dicha “tematización” y posicionamiento no quedan diluidos en un plano de resignación, sino que son enfrentados a las propias estructuras que les sirven de soporte y en las cuales podrían alcanzar una existencia más productiva, aquélla que mejor logra mostrar sus incoherencias y que no renuncia a la complejidad de la que parte, ni del sentimiento que la produce: un estado de melancolía creativa. Por tanto, no se trata de una simple afección subjetiva, sino de una disposición intelectual: Es obvio que la elevación de la melancolía al rango de una fuerza intelectual significó algo totalmente distinto de su interpretación como

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condición emocional subjetiva. Ambas tendencias pueden combinarse, en el sentido de que el valor emocional del estado de ánimo sentimental y placentero puede enriquecerse con el valor intelectual de la melancolía contemplativa o artísticamente productiva; pero lo uno no habría podido nunca resultar de lo otro (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991: 239).

Así, uno de los modos en los que la escritura de Ullán se enfrenta a tales situaciones no es otro que el de la experimentación lingüística que, continuando con la utilización del sonido y la adopción de estrategias barrocas, adquiere en Frases un tratamiento no explotado hasta el momento de la publicación de este libro. La inclusión de imágenes en el cuerpo del texto ya había sido ensayada por el poeta en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, que fue escrito en 1973 aunque no se publicó hasta 1976, es decir, un año después que Frases. También la colaboración directa con artistas comienza, en 1972, con Adoración, libro que realiza conjuntamente con Eduardo Chillida. No obstante, en el conjunto que constituye Funeral mal —volumen que recoge las distintas ediciones que el poeta elaboró junto a diversos pintores y escultores— la participación plástica de Ullán puede ser entendida de manera subsidiaria, a diferencia de lo que ocurriría en Frases y De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado. Y es precisamente aquí donde de manera más explícita se lleva a cabo ese vaciamiento y deslocalización del material sonoro con el que se relacionaba la actitud melancólica y los procedimientos barrocos. Al modo de los “emblemas” barrocos, Ullán elabora con Frases un libro que, pese a no respetar la tradicional disposición de ese subgénero literario, sí contiene sus elementos constitutivos: icon, lemma y declaratio. También éstos van a ser invertidos y, donde debiera encontrarse la explicación del símbolo o figura plástica representada, se propone un texto aún más enigmático que el resto de los componentes del emblema, rompiendo, una vez más, con cualquier tipo de composición armónica. El propio Ullán describió la organización de este libro como una red de «treinta frases triviales, cada una de ellas desplegada en tres códigos: palabras encendidas en lo cotidiano, signos no funcionales trazados bajo el efecto de esas palabras y fotografías que reflejan, puntualizan o diluyen lo previamente dicho. La frase cimental, obviamente, es la no escrita, la que se crea al relacionar esas tres visiones» (Fossey, 1976: 22). Esas «palabras encendidas en lo cotidiano» no son otra cosa que “frases” transcritas, comentarios escuchados a lo largo de las jornadas y

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trasladados al espacio del poema, sin ningún tipo de aclaración sobre su origen. De este modo, el material sonoro que el poeta incorpora a la escritura (lemma) adquiere la misma condición objetual que el resto de “figuras” representadas en las fotografías (icon). Son pedazos de realidad, vaciados de su significado original, melancólicamente aislados, a los que la declaratio —que aquí aparece como un conjunto de signos fantasma que no alcanzan a cumplir la función comunicativa que les es propia— tampoco ayudará a conferir un significado completo, como sí ocurría en los emblemas barrocos. Composición fragmentaria, pues, que además de servirse de las frases escuchadas de manera casual y sin un fin particular (la «acumulación incesante de fragmentos sin idea rigurosa de un propósito», a la que se hacía referencia con Benjamin), vuelve a incidir en la importancia de lo acústico para la creación poética: «puso el oído alerta / la lluvia azotaba los cristales» (Ullán, 1975: 26) se lee a modo de acotación dramática en el volumen. Ahora bien, toda esta carga melancólica sólo adquiere un sentido pleno en la obra de Ullán si, finalmente, puede ser entendida como motor para la creación de una realidad literaria que, en este caso concreto, se traduce en cierta producción de “paisajes sonoros” dentro de la composición poética. Ya se han ido mostrando algunos de los indicios que llevan a plantear que la escritura de José-Miguel Ullán manifiesta una predilección inusual respecto a la incorporación de elementos acústicos, referencias sonoras y hablas transcritas. Si bien hasta el momento tales materiales se han interpretado desde dos de las posiciones adoptadas por el poeta con respecto a “lo oído” —la de la recuperación de la experiencia y la melancólica—, aún quedaría pendiente analizar cómo el relajamiento de estas perspectivas no se resuelve en un abandono de lo sonoro, sino que, por el contrario, éste continúa ganando presencia en la formación del discurso: «No pierda más quien ha perdido tanto: las plegarias irán, Melancolía, allí donde ´l sol tace», se lee en Manchas nombradas, un libro de 1984. Por eso, no son la memoria y la melancolía las que propician la aparición del sonido en la obra de Ullán, sino que es el tratamiento que el poeta le otorga a lo acústico el que obliga a interpretarlo desde eses actitudes. La creación de “paisajes sonoros” La desconfianza con respecto a cualquier expectativa de plenitud que se va dibujando en la poesía de este autor no impedirá continuar

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indagando en las posibilidades de la escritura frente a la realidad. Parecería, así, que los obstáculos, en lugar de conducir a un estado de resignación inamovible y fácilmente tematizable, se orientan hacia la experimentación de nuevas fórmulas y principios compositivos. No por casualidad, la melancolía siempre ha sido caracterizada por su fuerza creativa. En el libro XXX de los Problemas, Aristóteles afirma que la melancolía no debe entenderse, únicamente, como una enfermedad del alma que imposibilita una vida armoniosa a quien la padece —según defendía la teoría de los humores—, sino que esta afección habría de ser considerada, también, en tanto que condición del talento artístico: aquellas personas en las que se produce una afloración de este calor excesivo hacia un término medio, estos son impulsivos, pero más inteligentes y menos excéntricos, sobresaliendo entre los demás en muchas facetas, unos en cultura, otros en arte, otros en política […] todos los melancólicos son personas fuera de lo normal, no por enfermedad, sino por naturaleza (Aristóteles, 2004: 338-392).

En efecto, la asunción de un estado melancólico no incapacita al poeta para proseguir con “el canto”, aunque sí condiciona el propósito y la forma de ejecutarlo: «Que casi ni se note que algo te ataba / (aire o ardicia) / a lo que no termina “seamos tajantes” / de resignarse a desprenderse del canto / de un lugar esquinado, de un beso / y de una música que sí / te sabe» (Ullán, 2000a: 22). Por eso, gran parte de la producción poética de José-Miguel Ullán se encuentra inserta en al ámbito discursivo de la memoria, a pesar de que lo haga con una actitud mucho más escéptica que la asumida en sus primeros libros. Así, en la contraportada de Soldadesca, el autor sentencia irónicamente: «Más las palabras del cantor quien no las cree no las entiende», invitando con ello al lector a formar parte de la ficción literaria. De este modo, el paso de la reconfiguración a la creación o, mejor aún, estructuración de “paisajes sonoros” vendrá marcado por la relación con el tiempo pasado, presente y futuro. En uno de los poemas incluidos en la sección «Otros poemas» del volumen Ondulaciones, escritos entre 1991 y 2007 y publicados en esta obra reunida del año 2008 —poco antes de fallecer—, el poeta trataba, sin duda, de reforzar este sentido:

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Sé paciente, pasado, que lo que, pese a todo, por fin de ti decimos sin qué ni para qué   lleva su tiempo en convertirse en partícula   (fosforescente, giratoria y líquida)   más o menos visible para el oído de este lado (Ullán, 2008: 1321).

De esta manera el trabajo de la memoria no aspira a restablecer por completo un tiempo pasado, pero sí continúa con la labor de recuperación de la experiencia vivida («que lo que, pese a todo, / por fin de ti decimos / sin qué ni para qué»), aunque sea de una pequeña parcela de ésta y asumiendo su condición inestable («fosforescente, / giratoria y líquida»). Y, de nuevo, con el sonido como forma de darle presencia: («más o menos visible / para el oído // de este lado»). Como se anticipaba con las palabras de Ullán recogidas en el prólogo a Esencia y hermosura, el concepto de “paisaje sonoro”, designado bajo esta fórmula por Murray Schafer en la década de los sesenta del pasado siglo xx, remite al conjunto de materiales acústicos, o sonidos, presentes en el entorno y se equipara, de este modo, a la tradicional noción de “paisaje” —sustentada en imágenes visuales y no acústicas—. La ampliación del concepto de paisaje (visual) a otro tipo de regímenes sensoriales, el sonoro en este caso, no escenifica tanto la invalidez de esta noción como, por un lado, el mencionado «ocularcentrismo» de nuestra cultura (Jay, 2007) y, por otro, la necesidad de elaborar nuevos principios interpretativos con relación a la experiencia, que acojan otros ámbitos ajenos al puramente visual. Estas consideraciones no han encontrado, aún, un espacio de enunciación concluyente en buena parte de las reflexiones sobre el origen y desarrollo del término “paisaje”. Así, Javier Maderuelo, uno de los investigadores que, en el ámbito hispánico, se ha ocupado de la idea de paisaje con mayor dedicación, continúa cir-

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cunscribiendo este término únicamente a la percepción y representación visual. Tras defender la imposibilidad de dar una definición universal de paisaje y reivindicar una lectura histórico-cultural sobre el término, que sea capaz de incluir todas las áreas de conocimiento con las que éste se ha vinculado, el autor del volumen El paisaje. Génesis de un concepto habla en los siguientes términos con respecto a «La definición de paisaje»: Ante nuestros ojos se abre un espectáculo increíble formado por infinidad de elementos de distintos tamaños, formas, apariencias, colores y texturas que, rodeándonos por completo, se encuentran situados a muy diferentes distancias. Ante nuestros ojos se abre un campo visual que muestra el mundo en toda su variedad y complejidad.

Y, unas líneas más adelante, continúa: Cada forma de ver la tierra, cada manera de describirla o representarla supone que tras ella hay un tipo diferente de pensamiento, se establece así una relación entre objeto y sujeto a través de la mirada que se torna intencionada e instrumental y que pone en evidencia un paralelismo sinestésico entre ojo y pensamiento (Maderuelo, 2006: 35-37).

A pesar de la exigencia de atender al conjunto de disciplinas que intervienen en la formulación del concepto, en ningún momento, incluso después de hacer referencia a la «variedad y complejidad» del mundo, el sonido entra a formar parte de los elementos encargados de configurar el paisaje, dejando, de este modo, que sea la mirada (ya sea literaria, pictórica, geográfica o filosófica), y no el oído, quien cree ese paisaje. Es esta génesis la que explica el hecho de que sea necesario, ahora, acompañar al término “paisaje” de ese adjetivo —“sonoro”— que especifique su diferencia con respecto a la noción visual, en tanto que categoría más habitual. Por lo que respecta a la idea de “paisaje sonoro”, se hace igualmente necesario señalar que, pese a poseer un origen fuertemente vinculado a la creación musical —ámbito en el que posibilita infinidad de prácticas sonoras alternativas a las obtenidas a partir de los instrumentos tradicionales—, este término goza de un alcance y presencia mucho más amplios. La literatura fue, en este sentido, uno de los puntos de partida utilizados por Schafer en su trabajo y, por tanto, representa un importante campo de investigación y producción de “paisajes sonoros”; pero también la ecología ocupa un lugar imprescindible en cuanto a forma de protección y conservación de estos ambientes, del mismo modo que lo hacen otras disciplinas.

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Ejemplo de esto último, donde Ullán aunaría producción y conservación desde el punto de vista literario, sería el libro Rumor de Tánger, en el que los sonidos de la ciudad, escenario de vivencias, acompañan a lo que podría denominarse como un “diario poético”13. El primer poema se abre con una cita de Lezama Lima y su igualmente sonoro Paradiso —«única cárcel: / corona sin ruido»—, que preludia la actitud mantenida a lo largo del libro: el sonido, el rumor, el ruido acrecienta la libertad imaginativa, al liberar al individuo de un terreno de ensimismamiento subjetivo —en el que se cree único punto de referencia y, por tanto, dueño o “rey coronado” de la realidad experimentada—, y conectarlo con los sonidos del exterior. Por ello, la recurrencia a imágenes sonoras es constante en el texto: «El tintineo bautismal» [II], «El bostezo pardal» [II], «Un gato gemebundo» [IV] o «Gotea un alacrán» [VI] y su función no es otra que la de ahondar en una reestructuración y descripción alternativa del entorno. En el fondo, se trataría de incorporar al discurso poético aquella «estereofonía» referida por Barthes en El placer del texto y encarnada, de un modo paradigmático para el autor francés, precisamente en el retrato literario realizado por Severo Sarduy de una plaza de Tánger: «Un día, a medias dormido sobre el asiento de un bar, intentaba por juego enumerar todos los lenguajes que entraban en mi audición: músicas, conversaciones, ruidos de sillas de vasos, toda una estereofonía cuyo lugar ejemplar es una plaza de Tánger (descrita por Severo Sarduy)» (Barthes, 1993: 80). Esa misma pretensión de incorporar el ambiente acústico a la comunicación de una determinada experiencia, era asimismo la que Schafer hacía patente al terminar su Nuevo paisaje sonoro, también con «Un Diario del Sonido de Medio Oriente». Allí puede leerse: El medio ambiente no es meramente lo que se ve. Proyecto: Tomar postales de cierto número de lugares célebres y hermosos y grabar los sonidos que los acompañan. Por ejemplo: Trafalgar Square, el Arco del Triunfo, el Coliseo, la Catedral de Colonia. Uno puede imaginar que los paisajes sonoros de estas atracciones serán muy poco hermosos. * El medio ambiente sónico contemporáneo nos advierte de lo que habrá de ocurrir. Se está volviendo idéntico en todo el mundo, mientras el Al final del poemario se hace referencia al lugar y fecha de su composición: «Tánger. Noviembre. 1983» (Ullán, 1985). A falta de numeración en las páginas, acompañaremos las citas de versos del número romano con el que se introduce cada poema.

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medio ambiente visual puede aún retener vestigios de lo idiosincrásico y vernacular (Schafer, 1985: 82).

Sin embargo, Ullán parece decirnos lo contrario en su poesía: es en el “paisaje sonoro” donde todavía quedan restos de singularidad y de donde aún pueden extraerse materiales que alteren y aumenten la experiencia unidimensional, proporcionada por la visión. Y, en él, la voz, el habla, la lengua «vernacular» será un elemento fundamental. Frente a la sobreexposición de imágenes idénticas, homogéneas, vaciadas de todo sentido, el paisaje sonoro que acompaña a todo individuo es capaz de perturbar la imagen de un mundo global. A pesar de que Schafer se refería, en este punto, al sonido industrial presente, y casi idéntico, en prácticamente todas las sociedades contemporáneas, debemos tener en cuenta que ese paisaje sonoro al que alude el canadiense siempre es correlato de uno visual que, en la actualidad, aparece igualmente uniformizado. Para Ullán, de la misma forma que muchas imágenes inusuales son capaces de interrumpir ese flujo continuo de impresiones homogeneizadas, algunos sonidos y, sobre todo, las palabras escuchadas en el día a día, pueden llegar a alterar una experiencia demasiado automatizada. Devolverle cierto alcance o envergadura a este material sonoro en la relación del hombre con el mundo es uno de los propósitos de la poesía de José-Miguel Ullán, y su poética del extrañamiento. De ahí que, siguiendo con la pauta sonora, otro texto claramente ligado a aquella fórmula del diario, «Como lo oyes», se construya a partir de la palabra escuchada, en diferentes contextos y de forma independiente, y no de la imagen vista. La exteriorización de ese material interno, oído, hace que el poema se conforme con palabras, no sólo con objetos, con un lenguaje escuchado que vuelve a cobrar vida, una vez cumplida su función comunicativa (de trasmisión oral). La experiencia del poeta no se equipara a lo enunciado en el poema, sino que en ella se gesta una realidad que el lenguaje ya ha mediatizado y que servirá ahora como material sonoro para la composición. De este modo, insistiendo en el cuestionamiento del predominio de la visualidad, si la máxima sentenciaba «así como la pintura, la poesía», este poeta parece afirmar «así como la música, la poesía» y no para reclamar una formalización similar a la musical, sino más bien, con el propósito de hacer suyo el material del que se sirve esta disciplina: el sonido. El concepto de “paisaje sonoro” engloba una gran cantidad de manifestaciones acústicas que van desde el ambiente sonoro presente en

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la naturaleza, hasta su producción, con propósitos dispares, por parte de diversos agentes. Adoptando una postura amplia, la situación planteada reside en el hecho de que, como acertadamente ha señalado Antonio Notario Ruiz: Al igual que es posible contemplar un paisaje, es posible escucharlo. La información que nos proporcionan nuestros oídos es procesable permanentemente como un paisaje sonoro. Renace entonces el viejo problema estético de la confrontación entre naturaleza y arte. Porque la definición final del paisaje sonoro depende del oyente que es quien establece cuál es el paisaje concreto y qué sonidos forman parte del mismo (Notario, 2011: 135).

La generación de “paisajes sonoros” no estaría, entonces, determinada por el medio con el que se realiza dicha producción, sino más bien por las decisiones que lo organizan o pueden llegar a producirlo. En cualquier caso, cabe la posibilidad de hablar de “paisajes sonoros” en literatura y, más concretamente, en poesía. Este tipo de creaciones han sido trabajadas por un número considerable de poetas que, lejos de circunscribirse a un terreno gobernado por la dictadura de lo visual, prefirieron dar cabida a otras vías percetivas. Una de las afirmaciones más claras en esta dirección podría ser la realizada por Montale en el volumen Satura: «Escuchar era tu única manera de ver», donde más que el resultado se anuncia la poética que lo posibilita. En el caso de Ullán, el verso de Montale adquiere un sentido pleno. Toda la obra del poeta se construye en torno al ambiente sonoro que le circunda y, en especial, a un «girasol de voces», como él mismo escribía en Maniluvios (31). No se trata, en este sentido, de una simple reformulación de la cultura oral y popular, sino que esa incorporación del habla ha de entenderse como reapropiación y resignificación de un lenguaje —material del poema— oído. Recordemos las palabras del autor que daban pie a estas páginas: «retener lo dicho, desplazarlo a nuestro interior, otorgarle distintos contextos, conservar su tonalidad y enfrentarlo a otros decires desinteresados son funciones naturales, a la vez que misteriosas, de la escritura». Su permanente atención y apuesta por lo sonoro se traduce en una poesía que deja espacio a esta clase de paisajes, los cuales conviven, matizan e, incluso, critican los visuales. Ciertamente, se trata de una postura rastreable en toda la obra del poeta, aunque, considerándola en su conjunto, parece hacer-

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se más evidente en determinados volúmenes. Incluía Ullán, en este sentido, el siguiente poema dentro de Visto y no visto, un libro que ya desde el título parece anunciar parte de la actitud mantenida por el sujeto poético: PAISAJE CON MARTA CÁRDENAS Cruza la mano y está en el musgo Amansa el musgo y está en la niebla Baila en la niebla y está en el pozo Gime en el pozo y está en la teja Rompe la teja y está en la hoja Borra la hoja y está en el cauce Ríe en el cauce y está en el cielo Entra en el cielo y está en la orilla Canta en la orilla y está en el tronco Se apega al tronco y está en las nubes Y sólo entonces Sumergida en gracia Ve el rostro vegetal de la otra música Ve los verdes tambores del trineo Ve los blandos reflejos de la arcilla […] Ve la piel de la lluvia Abre los ojos Y ve que el dulce sueño está pintado Ardiendo en aguas muertas llamas vivas (Ullán, 1993: 83-84).

Lo interesante de esta composición, para la problemática tratada en este punto, es el modo en el que el poeta sugiere ir corrigiendo la tendencia a configurar paisajes únicamente a través de imágenes visuales. Gracias a los paralelismos estructurales, todas las acciones y sus objetos quedan equiparados en un mismo plano de atención, que por otra parte termina siendo reforzado por las sinestesias finales. Es con este tipo de fórmulas cómo la poética de Ullán reivindica la presencia de acciones, imágenes o sensaciones acústicas en la creación literaria, donde, por otro lado, la voz, la palabra o la frase escuchadas serán elementos fundamentales. La inclusión de este tipo de citas —en los primeros libros del poeta, el volumen Frases o la sección «Como lo oyes» de Visto y no visto— insisten en un modo de escritura comprometida con un ambiente sonoro, en gran medida, dominado por la voz humana. A lo largo de toda su obra, Ullán interrumpe su discurso para dar voz a alguien más

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que a un único sujeto poético o, en palabras de Jenaro Talens, «el yo es sólo el hueco que la escritura abre al escarbar en medio del blablablá interminable de las palabras de la tribu» (Talens, 2001: 189). Es justamente esto a lo que se refería Adorno con sus reflexiones sobre lírica y sociedad. De ahí, también, que sean innumerables los poemas en los que una marca, un guión largo, unas comillas, la cursiva, dan paso a las palabras de una conciencia ajena a la que escribe. Y es a través de esta atención al habla y su entorno el modo en que Ullán estructura sus propios “paisajes sonoros”, los cuales vienen marcados por un contexto externo al poema, en igual medida que tratan de remarcarlo. Esta doble vía gracias a la que, por un lado, se recrea un ambiente discursivo dialógico y, por otro y a la vez, se genera una intervención sobre éste, ha sido igualmente entendida por Antonio Méndez Rubio como muestra esencial del posicionamiento crítico del poeta respecto al entramado social y el lenguaje que lo sustenta: de un lado, construye una posición intermedia, de puente entre lo ya dicho y lo que se dirá, entre el pasado y el futuro, entre la multiplicidad de lo oído y la variabilidad de lo que se dirá y podrá oírse a partir de ahí, reactiva trayectos sin centro, fluidos, ondulaciones; de otro, pero al mismo tiempo, desde el momento en que esa posición cobra sentido en el interior de un espacio supuestamente cerrado o autosuficiente (ya sea éste el de la metafísica occidental según Derrida o el Gran Interior del capitalismo moderno según Sloterdijk), esa posición actúa o puede actuar como una intervención crítica, como una interrupción o irrupción en el entre capaz de cortocircuitar la dinámica inercial de todo ensimismamiento, de toda esclerosis posible del tejido significante (Méndez Rubio, 2011: 125).

Es por este motivo que el “canto” melancólico de Ullán no se ha desprendido por completo de sus primeras tentativas. Si la presencia de esas hablas propias y ajenas ya no permite reconocerse como colectivo, sí posibilita hacer un uso crítico de ellas —de nuevo Adorno— y así recuperar la experiencia de las que son fruto, al despojarlas del contexto lingüístico que ha convencionalizado su uso. Se trata, precisamente, de esa inteligencia que combina la melancolía con la ironía: Puestos así, no me parece ni bien ni mal que a menudo un poeta se frene en seco, se salga de lo suyo («Nemoroso, me ausento con retraso») y se fije, no sé, aunque sea un tantico y de reojo, en esas comprensibles

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expresiones orales que, desencadenadas justo después de una desgracia, rápidamente se transforman, al ir y pretender dar cuenta de ella, en mensajes que tienen, hasta para el oído mejor pensado, una comicidad involuntaria (Ullán, 2008: 1315).

Y si el poeta no sólo se fija en ellas, sino que además las incorpora a su escritura, lo que está haciendo es conjurar, de manera irónica, contra la capacidad que la costumbre —igual que la melancolía— tiene para vaciar de significado toda construcción lingüística, remarcando con su descontextualización, la operada por aquélla. Por otra parte, además de esta reapropiación de las expresiones en bruto, habría que considerar la reproducción de sus estructuras enunciativas en algunos textos del autor. Este procedimiento ha sido, de nuevo, lúcidamente evidenciado por Jenaro Talens al hablar de un ritmo en los poemas que «musicaliza un modo elocutivo de “decir en voz alta”» y que, además, lo hace con «un esquema métrico de signo endecasílabo» (2011: 193-194). De este modo, la inversión y su consiguiente reclamo crítico resulta ser doble: lo oído entra en lo escrito con el propósito de llamar la atención sobre su pérdida de significado y, a su vez, se iguala en posición a las distribuciones silábicas propias de la métrica de carácter más elaborado (origen, por otro lado, de otro modo de vaciado semántico). No sería posible comprender el porqué de todas estas relaciones entre la poesía de José-Miguel Ullán y el sonido sin encuadrarlas dentro de aquella disposición que las hace posible: la escucha. Este poeta es, antes que observador, un oyente atento de la realidad que le rodea y que parece asumir las palabras que John Cage le dedicaba al ruido: Donde quiera que estemos, lo que oímos es en su mayor parte ruido. Cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando lo escuchamos, lo encontramos fascinante. El sonido de una canción a ochenta kilómetros por hora. Interferencias entre emisoras. Lluvia. Queremos capturar y controlar estos sonidos, utilizarlos no como efectos sonoros sino como instrumentos musicales (Cage, 2007: 3).

O como instrumentos poéticos, podría añadirse, que animan a la imaginación, el recuerdo, la experimentación y, especialmente en Ullán, al gesto de la escritura: «Lo que la mano del destino escucha» (Ullán, 1994a: 73). Una manera de proceder que, también, puede hacer del ruido algo más:

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Un ruido es como un dios: sólo perece cuando tú te lo tomas a pecho (de la nuca a la nuez) y le chillas ((de noche: al oído)) que ruede del holgar a hacer fortuna, que no te deje en paz (((si le conviene por ventura al trueno))) y que puede ir mirando d e s p a c i o la manera febril de abrirse paso entre lo imprescindible de nuestra voluntad […] (Ullán, 1994a: 37).

Si se entiende, entonces, que la poética de Ullán se encuentra determinada por un conjunto de procedimientos discursivos vinculados a la percepción, sensación y representación acústicas, convendría acudir a la acción en la que todas ellas se originan y son promovidas, desde las mismas estrategias lingüísticas mencionadas. Resulta imprescindible detenerse ahora en esa actitud de escucha que parece gobernar la escritura del autor.

ACTITUD DE ESCUCHA Recordemos las palabras de Ullán: «escuchar debería ser la tarea cimental de todo escritor. Retener lo dicho, desplazarlo a nuestro interior, otorgarle distintos contextos, conservar su tonalidad y enfrentarlo a otros decires desinteresados son funciones naturales, a la vez que misteriosas, de la escritura» (Pardo, 2008: 47). El poeta se coloca frente a una actividad centrada en el “hacer decir” al lenguaje en relativa contraposición al querer “decirlo exactamente”; al deseo de fijar una palabra certera. La intervención en la enunciación es para sacarle un mayor rendimiento al lenguaje y no sólo para expresar una subjetividad. Por supuesto, la actividad del yo sobre el sistema lingüístico es irrevocable, pero lo es al mismo nivel que la de otros sujetos y que la del propio sistema sobre los hablantes: El sordo dios: la carcajada inmóvil. Murmullo de otra luz será tu fe. Aléjate de la expresión forzada o del silencio amilanado. Oye tan sólo la armonía neutra de lo indeciso e indomable. Deja abierta la puerta más sumisa. Esa ignorancia zumbará en tu oreja. Fraternalmente (Ullán, 2008: 166).

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Escapar de lo consabido sin renunciar a volver a articularlo, es decir, volver a lo que de «indeciso» e «indomable» queda en el lenguaje. Sólo al suspender la voluntad de decir surgirá la posibilidad de nombrar de nuevo y, así, de acercarse a aquello que aún no se ha conocido. Esta postura que antepone a la emergencia comunicativa la comprehensiva encuentra en la escucha su base y condición de posibilidad frente al «sordo dios» y la «carcajada inmóvil». Se persigue, pues, un planteamiento dialéctico donde la palabra se mueva en más de una dirección. Por ello, esa «puerta sumisa» que Ullán insta a dejar abierta no supone, en ningún modo, sucumbir ante lo inefable o resignarse a reiterar una estructura dada, sino todo lo contrario. La aparente pasividad del que escucha es la que finalmente permite invertir las posiciones y el sentido de lo escuchado. No dejan de resonar aquí, por otro lado, las ideas de Valente en torno a las nociones de “hueco” o “vacío” en Variaciones sobre el pájaro y la red y La piedra y el centro (2008: 266-364 y 365-447), así como las de su admirado —por ambos poetas españoles— Edmond Jabès: hay que adoptar frente al texto cierta pasividad. No se puede a la vez hablar y escuchar; en cambio, en materia de escritura, la escucha es esencial. Lo importante no es lo que hay que decir sino lo que realmente se dice a merced de la pluma. Esta pasividad es tan consciente en todo autor que es de hecho el centro mismo de su actividad creadora. Más que dar libre curso a las palabras, se trata de delimitarlas en lo más cercano a sus posibilidades. Ahí reside nuestra libertad (Jabès, 2000: 120).

Sin embargo, a pesar de las concomitancias con estos dos autores, la disponibilidad de Ullán será en cierto modo más activa y concreta; hará de la escucha el origen y praxis inicial de sus composiciones. La libertad a la que alude Jabès encuentra en el poeta salmantino una oportunidad excepcionalmente efectiva ya que lo oído se incorpora al discurso poético despojado de todo condicionamiento pragmático y con el objetivo explícito de subvertir cualquier convencionalismo asociado a la práctica lingüística: «Esa ignorancia zumbará en tu oreja». Su insistencia en otorgarle a la escucha un papel decisivo en la configuración de la escritura poética entronca nuevamente con aquel diagnóstico de pérdida ensayado por Benjamin; ese que afecta tanto a la formación como a la enunciación de la experiencia: El aburrimiento es ese ave que incuba el huevo de nuestra experiencia. Cualquier susurro en el bosque producido por las hojas de la prensa

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le hace huir. Sus nidos (es decir, las actividades que están ligadas al aburrimiento) han desaparecido en las ciudades, pero también decaen en el campo. De este modo se pierde lo que es el talento de escuchar, mientras desaparece la comunidad de oyentes. Narrar historias ha sido en todo tiempo el arte de narrarlas otra vez, y este arte se pierde cuando las historias no se guardan en el interior de la memoria. Y se pierde porque no se teje, ni se hila mientras se escuchan las historias. Y es que, en efecto, cuanto más se olvida el oyente respecto de sí mismo, tanto más se graba en su memoria aquello que ha escuchado. Cuando el ritmo del trabajo lo tiene capturado por entero, el oyente escucha las historias de modo que el talento de narrarlas surge en él por sí mismo. Así está hecha la red de la que forma parte el antiguo talento de narrar. Y esta red se deshace hoy por todas partes, tras haberse tejido hace milenios en el contexto de las formas más antiguas propias del trabajo artesanal (Benjamin, 2009: 49-50).

Quizá, por esto, el único reducto que le queda a ese talento de escuchar frente al ritmo frenético del tiempo de trabajo e, incluso, del llamado “tiempo de ocio” sea la experiencia demorada del arte. En Ullán, de manera análoga a esa disponibilidad del que escucha o la entrega que el sujeto poético efectuaba con relación a la figura del canto (Del Río, 1998), vuelve a surgir aquí la idea de que «cuanto más se olvida el oyente respecto de sí mismo, tanto más se graba en su memoria aquello que ha escuchado». La apropiación de la palabra ajena y el cuestionamiento de la supremacía de un yo unitario y protagonista en la enunciación posibilita la aparición de nuevos regímenes discursivos que, además de recuperar parte de una realidad cosificada por la escritura, formulan vías alternativas a su aprehensión. Conviene analizar, entonces, las diversas maneras en las que el poeta practica e incita a un tipo de experiencia que, pese a surgir del «aburrimiento», se torna activa en la creación y la lectura y, por tanto, escapa de la homogeneización impuesta a la misma. Un posicionamiento que, sin duda, se vincula con una ironía omnipresente en la escritura de Ullán. En ambos casos, se trata del firme deseo de restablecer un valor perdido (de nuevo, asoma la melancolía) por el uso, la costumbre o determinados automatismos promovidos desde diferentes voluntades, en apariencia desinteresadas: Esta forma de escucha —afilada en vigilancia, en una capacidad excepcional para oír todo lo que suena en cada palabra, activa en el desdoblamiento de la conciencia que también escribe—, esta forma de escucha,

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pues, va dirigida como arma contra uno de los fenómenos que los primeros libros de Ondulaciones más se preocupaban por analizar: «palabra que circula se hace cáscara». La escucha selectiva, siempre irónica en su carácter, no se deja impactar por las palabras circulantes, sino que las sustrae, las extrae de la circulación social; las separa del clima que les es propio para, en la oscuridad del candil apagado, buscar que se agriete su cáscara, que se llene de fisuras, que fluya lo extrañamente detenido por los códigos en medio de tanto intercambio. […] La voz que se atenuaba inaudible dentro de la cápsula social se ha convertido en canto. El insistente rumor social, la palabra encontrada no retorna nunca aquí al cauce del discurso convencional ni su realidad vuelve a ser la plana muestra automática (Casado, 2011: 145-146).

Este extrañamiento padecido, practicado y promovido por el poeta es el que hace de la escucha de Ullán no un arma de reproducción —en su acepción mimética—, sino, por el contrario, de rescate. Repetición y recuperación, dos modos, por otro lado, de comprender la función de determinados sistemas de registro y difusión del sonido. Por tanto, esta posibilidad de recuperar la experiencia y darle un nombre, la tarea del canto, será igualmente la que aglutine el conjunto de posturas expuestas con relación al uso del material sonoro desarrollado por el poeta dentro de una red de estrategias en continua tensión. Uno de los textos del autor, aunque en este caso no sea poético, sino ensayístico-literario, que mejor muestra cómo una disposición inclinada a la escucha puede contener las tres perspectivas analizadas —la experiencial, la melancólica y la proyectiva, vinculadas todas ellas con la cuestión de la memoria—, así como la mencionada pretensión regenerativa de la escritura, es el aludido «Relato prologal» que José-Miguel Ullán elaborara, poco antes de fallecer, para un antología de textos de María Zambrano. Comienza del siguiente modo: Recordar es subir una cuesta. ¿Como el destierro? Más bien, como su movimiento pendular: revivir, remontarse… Y, al pie de lo pendiente, la pura decisión de la melancolía y la vacilación del desengaño. Recordando el futuro. Hasta volver a oír la voz alentadora de María Zambrano (Ullán, 2009: 11).

En este escrito, el poeta recrea parte de su vínculo con la filósofa y elabora una narración sobre esta relación y la de Zambrano con otros escritores, pintores, filósofos y amigos, no sólo a través de cartas, artículos

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o bibliografía de diversa procedencia, sino también gracias a su propia experiencia como oyente e interlocutor. Ullán hace explícito aquí su deseo de «darla a oír» (Ullán, 2009: 12), y, para ello, centra buena parte del prólogo en recuperar las palabras de María Zambrano que él mismo había escuchado. Pero no se limita a transcribir conversaciones rescatadas de la memoria, sino que acude continuamente al apoyo del ambiente sonoro que rodeaba esos diálogos, hecho que, en cierto modo, motiva y precipita su formulación. Por esto mismo, la forma de introducir a cada una de las voces que aquí aparecen —la de Zambrano, la de su hermana Araceli, la de Valente o la propia— no se reducen al neutro “dijo” o “decía”, sino que son matizadas continuamente con verbos como «murmuró», «estalló en carcajadas», «susurraba» o, más explícitamente: Era un placer, no exento de inquietud reconfortante, oír su entremezclar en armonía las rotundas y las medidas palabras, la premonición y la huella, la confidencia personal y el alarido en nombre de los muertos, las toses y las risas, la plegaria y el refunfuño, el sermón y la travesura […] (Ullán, 2009: 36-37).

Tampoco el ambiente queda reducido a un paisaje más o menos predecible. Por el contrario, las referencias sonoras se encargan de dibujar un escenario mucho más detallado y completo: «no faltaron tampoco, dentro de un asentado decoro, los bisbiseos, el alborozo incontenible y el llanto contenido, las entonaciones festivas, las previsiones salmodiadas o la coquetería en los anzuelos» (Ullán, 2009: 17). Ullán escribe este paisaje melancólico de las palabras de María Zambrano, siempre bajo la perspectiva de un oído atento y, como se recogía, sabedor del «desengaño»; nada ingenuo ni grandilocuente. Hay en este texto de José-Miguel Ullán otra particularidad que refuerza la idea de que su poética está orientada o gobernada por la escucha. En la última parte del «Relato prologal», donde el poeta se refiere a las conversaciones que la filósofa mantuvo con el pintor Juan Soriano, amigo de María Zambrano y autor —junto con ésta— del epistolario que se incluye en la antología, Ullán encuadra su relato en el marco de una referencia al auto sacramental que Calderón de la Barca escribió a partir de su drama La vida es sueño. En esa pieza, según escribe el poeta, se desarrolla la historia de una pugna —presidida por la «Música» y el «Discurso»— entre los cinco sentidos, en la que cada uno de ellos es instado a acertar en una diana para lograr vencer en la batalla:

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De éstos, ninguno de los cuatro primeros (Tacto, Gusto, Olfato y Vista) demuestra la menor puntería. […] Sólo el Oído, ¡quién nos lo iba a decir!, acierta a la primera y da en el blanco; y, de rebote, en el dorado. ¿A qué puede deberse tan afinada puntería? Al simple hecho de haber sabido escuchar […] Creyó, pues, el Oído en lo que sonaba, aun sin verlo, a realmente verdadero (Ullán, 2009: 80).

Y esa confianza en lo sonoro, esa atención a lo oído es la misma que se distingue en la poesía de José-Miguel Ullán. «Haber sabido escuchar» es lo que caracteriza su poética y la matiza con relación a buena parte de la tradición literaria española de finales del siglo xx. Esta categoría que sí ha tenido cierta presencia, aunque minoritaria, dentro del ámbito de la música (donde destacarían los trabajos de Adorno) no ha sido, por el contrario, objeto de estudio —salvo algunas excepciones, como la de Niva Lorenzino— en el terreno literario, más allá de las consideraciones aportadas desde las perspectivas métrica y retórica, respectivamente. Por suerte, siempre hay excepciones. Uno de los autores que sí vinculó abiertamente la escucha y la creación literaria, y que además mantuvo una relación directa con José-Miguel Ullán, fue Roland Barthes. En El acto de escuchar, el pensador francés proponía una tipología de la escucha en la que distinguía tres modos diversos de comprender la categoría. El primero de ellos sería aquel acto encaminado a detectar los índices, es decir, captar una alerta gracias al ejercicio de la facultad auditiva (se escuchan índices). El segundo marcaría la diferencia entre el ser humano y el resto de organismos vivos que poseen esta capacidad auditiva. Aquí la escucha está dirigida a interpretar una serie de códigos y, por tanto, puede ser entendida como el desciframiento de un sentido formulado de manera colectiva (se escuchan signos). Por último, el tercero de ellos, más que fijar su atención en el mensaje, lo hace en el emisor; en conocerlo a través de la escucha. Para esta última forma de escucha, Barthes reserva la analogía que con ella podría mantener el psicoanálisis. Según el pensador francés, este último estadio de la escucha se asemeja al método psicoanalítico al proponerse «reconstruir la historia del sujeto a través de su palabra» (Barthes, 2002a: 253). Además, habría sido el encargado de introducir el modo en el que, como analiza el semiólogo, se escucha en la actualidad, que difiere en gran medida de los tres anteriores, a pesar de que éstos persistan en determinados contextos y circunstancias. Así, la escucha actual sería una «escucha libre» que ya no responde a las formas encarnadas por el creyente, el discípulo y el paciente, en analogía a

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cada uno de los casos analizados hasta el momento, sino que rompe con todos los roles asignados a cada “actante”: Para empezar, mientras durante siglos el acto de escuchar ha podido definirse como un acto de audición intencional (escuchar es querer oír, con toda conciencia), hoy en día se le reconoce la capacidad (y casi la función) de barrer los espacios desconocidos: la escucha incluye en su territorio no sólo lo inconsciente en el sentido tópico del término, sino también, por decirlo así, sus formas laicas: lo implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo aplazado; la escucha se abre a todas las formas de la polisemia, de sobredeterminación, superposición, la Ley que prescribe una escucha correcta, única, se ha roto en pedazos; […] En segundo lugar, los papeles que el acto de escuchar implica no tienen la misma fijeza que antes; ya no están a un lado el que habla, se entrega, confiesa, y al otro lado el que escucha, calla, juzga y sanciona; […] En tercer lugar, lo que se escucha por doquier (principalmente en el terreno del arte, cuya función a menudo es utopista), no es la llegada de un significado, objeto de reconocimiento o desciframiento, sino la misma dispersión, el espejeo de los significantes, sin cesar impulsados a seguir tras una escucha que sin cesar produce significantes nuevos, sin retener jamás el sentido (Barthes, 2002a: 255-256).

El ejercicio de escucha es, por tanto, un acto potenciador de la ambigüedad y de la multiplicación semántica. También es el momento en que la escucha, según las ideas de Barthes, se exterioriza y comienza a hablar. No se trata tan sólo de reclamar el papel activo desempeñado por la escucha, que ya estaba presente en los tres primeros tipos diferenciados por el autor, sino de un nuevo desplazamiento que implica la escucha de las escuchas que han inaugurado su habla. Olvido García Valdés ha recalcado de forma precisa este rasgo de simultaneidad en la atención a lo sonoro de José-Miguel Ullán: «oye todos los registros a un tiempo, por eso su obra es luminosa y poliédrica (cristales), adormecida o geológica (estratos)» (2002: 72). Por eso, si todos los tipos de escucha referidos por Barthes están presentes en la escritura del poeta (la de los índices, los signos y “el otro”), es esta última, la libre, la que mejor define su funcionamiento como creación literaria. Y ésta es la manera en la que queda formalizada en su poesía, en torno a una red de significancias, utilizando de nuevo la terminología barthesiana, en la que no sólo escucha el sujeto poético, sino también el lector y el propio acto de escucha (como reflexión en torno al poema). Todos ellos volverían sobre

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la primera —la escucha— para estructurar nuevos significados, para evitar esa «palabra que circula se hace cáscara» (Ullán, 1976a: 27-28) que mencionaba Casado y que se reafirma en estos versos: CÁSCARA DE VERDAD Viene del verde y en su luz se escucha la brevedad de lo que al fin se adhiere al sentido de desorientación: ojo por diente (Ullán, 1994a: 14).

Con el título y los encabalgamientos de este poema, Ullán refuerza esta idea de una escucha libre en cuanto a polisemia y ausencia de reglas interpretativas prefijadas, que aboga por un tipo de “verdad” en la que sus distintas capas van descubriendo nuevos significados que imposibilitan una adhesión fija o con una única orientación de sentido. Una concepción de la escucha muy similar a la descrita por Jean-Luc Nancy, quien la comprende como un proceso multidireccional y en constante movimiento: «Si “entender” es comprender el sentido […] escuchar es estar tendido hacia un sentido posible y, en consecuencia, no inmediatamente accesible» (Nancy, 2007: 18). Por todo ello, finalmente, la escucha de Ullán vuelve a incidir en una poética que desplaza los centros y reestructura nuevos posicionamientos estéticos igual de inestables que los primeros: idea del tipo de escucha que el poeta ofrece y pide, que inscribe en el texto: múltiple, difícil de acotar, diversificada, según lógicas distintas e incluso en conflicto, donde todo cuenta, todo puede (debe) ser oído. O, de modo más radical: la lectura queda completamente abierta, sin reglas que la rijan y sin que quepa determinar una intencionalidad segura, pues se ha puesto en marcha un proceso de lenguaje que —una vez conscientes de él— va a funcionar como una máquina autónoma que dispersa sus sentidos (Casado, 2011: 134).

A esta caracterización habría que añadir que tal propuesta de escucha presente en la escritura ullanesca se encuentra profundamente determinada por sus propios procesos de escucha y que, a los ya mencionados —la escucha de señales y de códigos, la de los otros, la libre— ha de su-

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marse aquélla directamente relacionada con la música (Provencio, 2002: 54-60). A pesar de que ésta podría quedar emplazada en varias de las categorías anteriores, no deja de resultar asimismo interesante referirse a su especificidad. Además de la colaboración con músicos como Luis de Pablo o Carlos Pellegrino, su labor como locutor radiofónico14 y la fuerte presencia referencial que la música tiene en su obra, Ullán mantiene un tipo de relación más con respecto a la composición musical. Así, en los créditos de su libro Ni Mu el poeta afirmaba lo siguiente: «El autor […] aclara que el poema se fue haciendo al son contagioso de la Mala Rodríguez, en su disco Lujo ibérico, y al fluir de su palabreo: “Deja que te empape / con lo que yo me empapo…”» (Ullán, 2001). Años más tarde, en el marco de una entrevista realizada por Eloísa Otero, añadía: Es cierto, mientras dibujaba, sonaba de continuo a mi lado el primer disco de la Mala Rodríguez: Lujo ibérico. Tal vez esa saturación de alegatos y posiciones escabrosas («estoy en la línea que da más miedo») invitaba a un peregrinaje en paralelo, a través de simples gestos y de unas cuantas manchas sin nombre. Y es que a la mano, estimulada por ciertos ritmos, también le gusta dejarse ir (2010: 83).

Este libro, que, como bien explicita su autor, no está escrito, sino dibujado, se compone de una serie de dibujos que, más allá de su valor plástico, interesan aquí como resultado de un proceso de escucha. Esas «manchas sin nombre» remiten, en cierto modo, a uno de los procedimientos referidos por Peter Szendy en su volumen Escucha. Una historia del oído melómano. En dicho texto, el musicólogo francés ensaya sobre una posible historia de la escucha en sus diversas facetas —jurídica, musical, etc.— haciendo especial hincapié en uno de los modos en que Durante su estancia en París y como director de las emisiones en castellano de France Culture (ORTF), José-Miguel Ullán incluyó diversas retrasmisiones musicales, bien como cortes o acompañamientos al discurso hablado, bien como espacios temáticos independientes, en algunos de los programas monográficos sobre arte, filosofía o literatura desarrollados en aquel espacio. De ello queda constancia en los guiones del programa conservados en la biblioteca personal del autor. Asimismo, ya de regreso a España, el autor realizó para RTVE los programas Otra canción y Acércate más, desde los que se interesó por buena parte de la música más popular de la España de aquellos años, la década de los ochenta, como la de Raphael, Lola Flores, El Fary o Rocío Jurado. Por otra parte, la música también ocupó un lugar destacado en su labor como columnista del diario El País y de presentador de la serie cultural Tatuaje en Televisión Española.

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algunos músicos la han practicado. Este sería el caso de los «arreglistas», quienes, para Szendy, firman «su escucha de una obra. Incluso son quizá los únicos oyentes de la historia de la música que escriben sus escuchas, en lugar de describirlas (como hacen los críticos)» (Szendy, 2003: 53). Lo relevante del análisis de Szendy sobre los arreglistas reside, aquí, en la propia condición de oyente a la que se adhiere el autor y, con él, a cualquier audiencia. Es decir, en el deseo explícito que, según afirma el musicólogo, todo oyente posee de hacer escuchar su escucha: Si yo fuera músico, más músico que un simple oyente o intérprete de tocadiscos y de palabras, comenzaría a reescribir. A adaptar, a arreglar. Subrayaría esta frase, doblaría esta otra nota, abreviaría este compás para acentuar determinado motivo […] tal como resuena precisamente en mi oído. Me convertiría en adaptador, transcriptor, orquestador, en resumen, arreglista, para firmar y consignar mi escucha en la obra de otra persona (Szendy, 2003: 22).

Conectando con la idea de que en Ullán la escucha es origen y praxis inicial de sus composiciones, parece ahora revelarse que el anhelo referido por Szendy mantiene una especial significancia en el autor de Ni Mu. Hacer escuchar su escucha habría sido el propósito del poeta, quien solventa en este libro su incapacidad para actuar como un verdadero arreglista a través del gesto de la mano o, utilizando sus propias palabras, con un movimiento en el que ésta «se deja ir», como contrapartida a la imposibilidad de consignarla lingüísticamente. Igualmente significativo es, en este sentido, que califique esta composición de «[suite]»; denominación que le otorga en el índice de su obra reunida (Ullán, 2008: 1355). De esta manera, el lector ve la escucha de Ullán, de igual modo que «oímos oír» a los arreglistas, según Szendy (2003: 172). También en Manchas nombradas, el poeta hace referencia en dos textos contiguos a este tipo de práctica: «esta música tibia / qué dibujo va a ser, / ¿qué no es?» y «esta mancha sonora / que fue música y nieve, ¿qué es?» (Ullán, 1984: 62-63), interrogándose, así, por el proceso de escucha que le ha conducido hasta esa forma de “escritura”, y evocando al Juan Ramón de Piedra y Cielo: «Este instante / que va a ser recuerdo, ¿qué es? / Música loca, / que trae estos colores que no fueron / —pues que fueron— de aquellas tarde de oro, amor y gloria; / esta música / que va a no ser, ¿qué es?» (Jiménez, 2008: 54).

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Figura 5: Ni mu, 2002.

El trabajo realizado por el poeta en el libro Con todas las letras va un paso más allá de la escritura gestual de Ni mu, al poner letra a su escucha. Todo el libro está compuesto a partir de una serie de piezas musica-

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les (boleros, en su mayoría), a las que se hace referencia a continuación del texto y que Ullán utiliza como origen de una nueva creación —un poema en este caso— con la que firmar su escucha. Ahora sí, las palabras se apropian de lo escuchado y formulan una escritura que, a pesar de no ser ya equiparable a la de un arreglista, comparte con ésta su origen: la escucha. Si, como se señalaba a propósito de esa primera etapa del poeta, la utilización de material sonoro se encaminaba principalmente a la formulación del recuerdo, de una memoria colectiva, para discurrir, posteriormente, por ciertos cauces melancólicos de padecimiento y producción de sentidos múltiples, no deja de ser al tiempo primordial la reivindicación que se atisba, en todo ello, de una recuperación de determinadas experiencias, entre las que destacaría, por supuesto, la de la escucha. Así, la llamada de atención puesta en marcha a través de la reinterpretación de voces y sonidos olvidados, la desautomatización promovida por el fragmentarismo melancólico o la creación de nuevos espacios de sentido gracias a la producción de “paisajes sonoros” persisten en ese comportamiento desplazado de su poesía. El poeta busca alternativas a la normalización producida tanto por el estancamiento de las formas lingüísticas con las que aprehendemos lo real, como por el uso efectista y excesivamente transitorio de éstas. Por otra parte, si, como se veía con Havelock, la escritura occidental habría ingresado, vía Platón, en un sistema de organización racional caracterizado por lógicas analítico-deductivas, que promovían el pensamiento abstracto y la secuenciación lineal de éste (propiciada gracias a la tecnología de la palabra escrita), parece que Ullán pretende invertir esa situación. Todo lo expuesto hasta el momento —las lógicas acumulativas y fragmentarias de la alegoría, la presencia multidireccional del sonido o la inclusión de voces con origen diverso— estaría insistiendo, de algún modo, en devolverle a lo sensorial, al sentimiento, lo experiencial, cierto espacio perdido, sobre todo en el ámbito del discurso. Así se explica aquel verso, «A ciegas. Ojo del corazón, quema el paisaje», puesto que, ahora, ni siquiera la vista podrá ser instrumentalizada por una razón omnipotente, sino que su «Ojo del corazón» también tratará de desestabilizar constructos tan íntimamente ligados a posturas cientificistas, a través de la perspectiva, como el paisaje. Éste sería, en parte, el motivo por el que el poeta insta a «desconfiar de la vista», ya que tradicionalmente éste ha sido el sentido desde el que cierta racionalidad occidental ha organizado determinados modos de experiencia y pensa-

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miento, como se apuntaba con Martin Jay. Todo ello, en un momento histórico de fuerte predominio visual, conduce a interrogarse, y ése ha sido uno de nuestros propósitos, sobre la particularidad de este tipo de desplazamientos sensoriales en una sociedad que ha quedado caracterizada como poseedora de una “oralidad secundaria”. De ahí, justamente, la importancia de esos descentramientos como contrapartida al imperio de lo escrito. Ahora bien, no será ésta la única inversión efectuada por el poeta en torno a la escritura, entendida como registro visual de la creación artística. Si la escucha, la desconfianza ante la mirada como única vía de percepción o el predominio de la voz ajena insistían en un proyecto desautomatizador de la experiencia, también lo visual verá perturbadas sus reglas y formas de composición gracias a los trabajos de Ullán con relación a la palabra escrita y sus múltiples posibilidades de estructuración espacial. Así, de la misma manera que la musa aprendió a escribir; que la época de Homero conoció una convivencia entre oralidad y escritura [«La musa de la oralidad, cantora, recitadora y memorizadora, está aprendiendo a leer y escribir; pero al mismo tiempo continúa también cantando» (Havelock, 1996: 45)], Ullán se mantiene en ese límite, otorgando una importancia inusitada no sólo a la discursiviad oral y sus estructuras, sino también a la disposición tipográfica y organización sintáctica del discurso escrito, como veremos en lo sucesivo. Parecería, entonces, querer situarse en los extremos menos convencionales y más alejados del centro del discurso poético contemporáneo y recuperar, por un lado, parte de las características que poseía la literatura clásica (ese intersticio entre la experiencia oral y la escritura) y, por otro, unirse, al mismo tiempo, a las transgresiones poéticas de los géneros literarios promovidas desde las Vanguardias históricas y la Neovanguardia —hecho que, en otro orden de cosas, también supone echar la vista hacia atrás; a aquellos pueblos antiguos en los que la representación gráfica estaba íntimamente ligada al contenido del signo (Krauss, 2009: 165-183)—. Recrea, pues, una nueva convivencia entre lo visto y lo oído, lo oral y lo escrito. Necesitamos atender ahora a las diversas estrategias lingüísticas y de pensamiento con las que el poeta insiste en procurar un espacio de escritura poética que desestabilice los órdenes discursivos más estancos de la literatura contemporánea. La voz de Ullán pero también la voz de los otros volverán a ser aquí determinantes, ya que procurarán el espacio de diálogo que el autor ejercita en todos sus textos:

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las voces que nos llegan así como así ánimas limosneras sordas a la amigable y vaga voluntad de escarbar y reconstruir el mundo […] a la escucha sin red de las otras voces más rápidas más pegajosas que la propia yedra suspiros burladores (Ullán, 1994a: 166-167).

Y es que la actitud del poeta y los mecanismos de escritura con los que la pone en marcha continúan siendo inseparables. Por eso, las «voces limosneras» que Ullán somete a la «amigable y vaga voluntad de escarbar y reconstruir el mundo» serán sacadas de su contexto, yuxtapuestas a la propia, enfrentadas unas con otras y subordinadas al continuo fluir de la ironía, con el preciso objetivo de sumar sentidos, es decir, contribuir a la apertura semántica ya ensayada en su invitación a participar de una experiencia estética en la que tengan cabida todos los sentidos.

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UNA APUESTA POR LA IRRESOLUCIÓN DEL CONFLICTO

La renuncia de José-Miguel Ullán a permanecer dentro de espacios perfectamente delimitados, inmóviles e independientes se manifiesta de modo explícito e insistente, quizá más que en ningún otro planteamiento, en sus estrategias discursivas. Si su dificultosa adscripción a los sistemas estéticos nacionales o su definitiva apuesta por una descentralización de la experiencia sensorial evidenciaban que este autor, ciertamente, practica una poética del desvío; el conjunto de operaciones a las que somete al lenguaje y el pensamiento poéticos no dejarán de insistir en esa misma dirección. Tanto la descontextualización y fragmentación de los textos, como su montaje en cadenas de posproducción resignificativas o el persistente tratamiento irónico de la expresión continúan ahondando en la formulación de una escritura con una base y fines inestables. Esta es la postura de Ullán no sólo frente a la tradición, la historia o determinadas actitudes éticas o políticas, sino también ante los discursos que las legitiman, cuestionan o ignoran: Ullán escucha también ahí, con igual atención y el mismo fino oído que ante los comentarios del metro. Porque todo es decible. Y ésa, se diría, es su apuesta. Registra, recorta, yuxtapone, pero también y al mismo tiempo, subraya, señala, valora, retoma, rehace. Desde distintos lugares, con diferentes perspectivas. Con una posición oblicua, descentrada, irónica, desgajada o lateral, propone, se retira, abre caminos, apunta, hace pensar (García Valdés, 2011: 103).

Por este motivo, debemos ocuparnos de aquellos procesos de organización léxico-estructural que generan un espacio vacilante y de irresolución en la obra poética de Ullán; una postura enunciativa desde la que se asume que «nada puede ser dicho como verdadero en el sentido de no contradictorio» (Ullán, 1974: 56) y que, como bien ha señalado Carlos Piera, nos sitúa de nuevo dentro del pensamiento estético barroco (1993: 59). Así, se trata de profundizar, por un lado, en aquellas estrate-

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gias lingüísticas con las que el poeta fomenta la apertura semántica, que podríamos identificar con una conducta regida por la ironía. La complejidad de esta categoría, y su vasta tradición, nos obliga a evidenciar qué mecanismos de inadecuación, negación o contradicción discursiva, por mencionar únicamente algunos de los rasgos enunciativos asociados al proceder irónico, pone en juego esta poesía y, con ello, cuál es el tipo de ironía que mejor define la poética del autor. Aunque raras veces la ironía viene sola. Suelen acompañarla otros procedimientos discursivos que persiguen, igualmente, reformular los sistemas de producción significativa en la escritura poética, invirtiendo gran parte de las reglas o usos más convencionales del lenguaje literario. La yuxtaposición, la práctica apropiacionista o el montaje textual son sólo algunos ejemplos. En una temprana nota de lectura que Juan Carlos Curutchet publicara en la revista Ínsula, a propósito de la aparición del volumen Maniluvios, este crítico resumía la propuesta estética de Ullán por su tendencia a lo discordante. Apelaba, allí, a cierta actitud vanguardista, presente en esta poesía, determinada por la destrucción de nociones como la de obra o autor, el uso de la contradicción o el distanciamiento estético y, sobre todo, el ejercicio irónico y de desafío al lector. El origen de todas estas prácticas podría quedar bien representado por una de las caracterizaciones, en apariencia secundaria, que se sugieren casi al final del texto elaborado por el crítico. Hablando de la inclusión de variadas lenguas extranjeras en el conjunto del libro, Curutchet se apresura en afirmar que: «este bilingualismo no tiene nada de gratuito. Estos versos en una lengua extranjera contienen las únicas reflexiones absolutamente unívocas del libro, son los únicos pasajes que exigen como criterio de lectura el respeto a la estricta literalidad de la expresión» (Curutchet, 1973: 13). A pesar del desliz terminológico del crítico, pues en Maniluvios las lenguas convocadas son más de dos (español, francés, italiano, inglés o latín), resulta provechoso retener su aviso y asumir que la ambigüedad y la connotación lingüística —principales atributos de la ironía— van a gobernar toda la escritura de este autor. Por otra parte, no deja de resultar paradójica esa idea de que, dentro de este libro, las únicas palabras que han de ser tomadas en su «estricta literalidad» son aquellas, en principio, ajenas a la voluntad o primera “intención” expresiva del autor. De este modo, nos encontramos con que, por un lado, el lenguaje no sólo no dice lo que parece, sino que no dice lo que quiere el autor. Y, por otro, con que esos mismos presupuestos son tan poco firmes o determinantes como la afirmación que vienen a cuestionar, porque, si

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bien las palabras están llenas de significados opuestos, ninguno llegará a invalidar al otro, así como el discurso ajeno nunca escapará a la dialéctica generada por el poeta. Aceptar el temor por sólo hallar espacio en lo indeterminado, franja de entendimiento (no hay culpa) entre la pesadilla y la serenidad. Disponerse al milagro enfermizo de la multiplicación: hospitalidad a las variaciones y a los escrúpulos, borrón sobre la edad descifrada, precisión sin redes, luminosidad máxima en la sugerencia, atrevimiento a darle sombra y luz de naturaleza a cuanto nos acerca a lo deseado / visto y no visto… (Ullán, 1993: 178).

La complejidad de estos desplazamientos choca, en buena medida, con los atributos que normalmente se le asignan a la ironía o, más concretamente, a la ironía retórica. Este desajuste entre concepto tradicional y práctica específica nos lleva a preguntarnos cómo opera la ironía en la escritura de Ullán y cuál es la poética que la estimula. Estamos obligados, además, a encuadrar esta cuestión dentro de un contexto determinado, el de la poesía de mediados y finales del siglo xx en España, donde la ironía ha servido para caracterizar a buena parte de los escritores que trataban de encontrar una fórmula eficaz con la que ejercer una crítica al sistema económico, político y social, dentro del artefacto literario. Así, la generación del 50, quizá tomando como maestros a la del 27, desplegó una serie de recursos textuales entre los que la ironía ostentaba un puesto de honor. En el análisis que García Hortelano hacía de este grupo destacaba que la poesía de sus autores, a pesar de mantener una gran variedad de particularidades, coincidía en no dejar lugar para la ingenuidad: al menos, [una] de las causas de esa nueva sensibilidad proviene de una concepción irónica, que relativiza el mundo poético de todo el grupo […] Si, además de ironía, se lee humor, sarcasmo, sátira, burla, incluso socarronería, manipulación chistosa (en Ángel González o en Goytisolo, por ejemplo), se entenderá lo que aquí no se nombra con un solo término […] una general entonación lúdica (García Hortelano, 1978: 31).

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Recordemos que esa falta o pérdida de ingenuidad era una de las propiedades que Umberto Eco le otorgaba a la ironía (1986: 74). Pero no podemos pasar por alto cuáles son los términos que la acompañan —«humor, sarcasmo, sátira, burla, incluso socarronería, manipulación chistosa»— puesto que dicen mucho no sólo de la escritura de esos poetas, sino también de la forma en la que la Crítica o la Teoría ha hablado de la ironía en España. En efecto, dentro del ámbito de la poesía española contemporánea la ironía se ha entendido como un recurso cómico, una suerte de revulsivo contra determinadas normas y convenciones, además de como un fuerte regulador de excesos. Esto es lo que entendía Ángel Luis Prieto de Paula al analizar lo que él comprende como principales actitudes estéticas de la así llamada generación del 68, es decir, aquella en la que habitualmente se incluye a Ullán y que convoca a un heterogéneo conjunto de autores, que empezaban a publicar durante el periodo pre-transicional. Para la primera de esas actitudes, a la que Prieto de Paula denomina «reserva sentimental», emplea la siguiente acepción: Una manera de librarse de la confabulación realista sentimental consiste en hacer notar al lector la distancia existente entre el texto y las dos entidades —poeta y mundo— a que nos hemos estado refiriendo. Ahí es donde cumplen su función recursos como la interrupción de la secuencia emotiva mediante la ironía (1996: 112).

Por su parte, el «existencialismo negativo», donde se encarnaría la otra postura estética de esos autores del 68, haría uso de una ironía que termina por entenderse como recurso finito e improductivo: La actitud distante e irónica —o derrotada y cómoda— de que son muestra los retazos de diversas poéticas reproducidas atrás tiene una vigencia limitada, porque su mantenimiento indefinido en el tiempo provocaría la neutralización de su efecto (igual que un chiste se desgracia si se cuenta dos veces); por lo que parece lógico que su desarrollo natural tendiera hacia una expresión plenamente negativa, ya sin el aspecto lúdico de esas declaraciones primeras. Incluso puede percibirse allí, dejando a un lado su entonación frívola, una amarga constatación: la de la referida inutilidad del arte, proveniente de la incapacidad de éste para entender o modificar una realidad incomprensible, en tanto que esa realidad contiene al propio artista (Prieto de Paula, 1996: 118-119).

No dejan de resonar en estas palabras algunas de las críticas que muchos de sus coetáneos, y otros autores posteriores, le hicieron a los

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primeros románticos alemanes y su “broma infimita”. Ahora bien, aunque gran parte de su fuerza resida precisamente en tales atribuciones (distanciamiento, inversión lúdica, negación, etc.), la ironía presenta, sin embargo, otras particularidades estéticas que hacen de ella un dispositivo demasiado rico en matices como para ser reducido a una tarea subversiva tan simple. Por eso, la cuestión no es que la escritura poética española, y sus estudios, no hayan sido conscientes de esa amplitud de trayectorias. El hecho, más bien, radica en que estos planteamientos han sido eclipsados por ciertas lecturas de tipo más general y escasas en matices (García Martín, 1992: 94-156). La relación de la poesía con el humor, la sátira, lo paródico y, cómo no, con la ironía, posee una tradición amplia y compleja. Desde los célebres epigramas de Catulo y Marcial hasta las encarnizadas burlas del Siglo de Oro español, estas formas de inversión parecen haber encontrado, en un género del que habitualmente sólo se destaca su parte más solemne, un alojamiento muy oportuno. En el caso específico de la poesía española contemporánea y, más aún, de la escritura de José-Miguel Ullán, este tipo de procedimientos han mantenido una presencia destacada y extensamente señalada. No obstante, la diversidad con la que este entramado de prácticas aparece en esta escritura obliga a establecer ciertos criterios de demarcación que contribuyan a su compresión y, más concretamente, a esclarecer su función dentro del discurso literario. Conviene, entonces, evidenciar cuáles son esos recursos y cómo intervienen en el desarrollo de los textos, tratando de comprobar si la ironía, en particular, ocupa un lugar concluyente en la poesía de José-Miguel Ullán. O, por expresarlo en otros términos, ¿qué supone caracterizar la poesía de Ullán como irónica? Esto nos llevará a rastrear, en primer lugar, los sentidos asociados a la intervención irónica, así como sus especificidades respecto a ese otro conjunto de nociones a las que hemos aludido y de las que suele ir acompañada. Sólo de este modo, resultará posible concretar, en un segundo momento, las implicaciones que el adjetivo “irónica” comportarían para la poética de nuestro autor. Teniendo en cuenta, por otra parte, la gran cantidad de propiedades que las más diversas investigaciones han otorgado a la ironía, se hace difícil formular una definición genérica, precisa y consecuente con la misma, además de con la poesía de un determinado escritor, desde la que abordar tal práctica discursiva. Por ello, nuestro objetivo no es tanto reducir una serie de rasgos bajo una teoría de la ironía, ni mucho menos enunciar una poética de la ironía, sino constatar las implicaciones

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que ésta tiene en el conjunto de una poética: la poética de José-Miguel Ullán. No se trata, por tanto, de localizar, descifrar y generar un principio común desde el que interpretar este recurso o actitud dentro de la poesía del autor; el propósito más bien reside en relacionar los distintos tipos de ironía que, sin duda, esta escritura presenta, con el conjunto de su propuesta estética.

LA IRONÍA DE LAS APARIENCIAS Si se acepta que el término “ironía” proviene de la palabra griega eirōneía, su estreno conceptual podría cifrarse en La República de Platón donde, además, aparece vinculada al disimulo y el comportamiento engañoso: «Esta no es sino la habitual ironía de Sócrates, y yo ya predije a los presentes que no estarías dispuesto a responder, y que, si alguien te preguntaba algo, harías como que no sabes, o cualquier otra cosa, antes que responder», (Platón, 1988: 74). No obstante, y suponiendo que todas sus propiedades pudieran quedar ahí recogidas, a esta primera formulación habría que añadir tanto la doctrina en la que se sustenta, como las representaciones en las que se encarna. Es decir, el personaje del eirôn y el pensamiento de Sócrates. En la tragedia griega, el eirôn es un disimulador, aquél que esconde sus verdaderas aptitudes con la astucia de quien persigue alcanzar su propio beneficio. En compañía del alazón (el presuntuoso estúpido), este personaje servía para individualizar aquellos comportamientos situados al margen de la moralidad, que las propias obras pretendían sancionar. Por su parte, la particular simulación del método socrático, ese hacer «como que no sabe», condujo a que este filósofo haya sido caracterizado como un eirôn y a que su filosofía se entienda como la mayor representante de la práctica irónica: «un complejo equilibrio entre la confianza en la razón como instrumento para abarcar la realidad y a la vez la conciencia de lo limitado de esa herramienta» (Ballart, 1994: 42). La ironía muestra, por tanto, ya desde las primeras consideraciones teóricas que tratan de cifrar sus usos y sentidos cierto grado de indeterminación que no dejará de acompañarla a lo largo de todo su desarrollo como concepto. Además, esta cualidad afectará no sólo a las distintas interpretaciones ofrecidas sobre el fenómeno —que van a debatirse entre la exaltación de sus virtudes y la condena radical—, sino muy

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especialmente a la misma práctica irónica. En efecto, la propia ausencia de un principio claro, o únicamente sometido a pequeñas alteraciones, con relación a la naturaleza y función de la ironía ofrece así un indicio bastante preciso respecto a la ambigüedad del procedimiento. El hecho de que este término haya acumulado connotaciones tan abundantes y diversas no puede dejar de estar vinculado a su propia resistencia a ofrecer sentidos estables y de acceso instantáneo. Por decirlo en otras palabras, el caso de la ironía es un ejemplo indudable de inextricable unión entre teoría y praxis. Si el ejercicio de la ironía representa una apuesta evidente por la apertura semántica y la duda, la propia noción difícilmente podrá sustraerse a esta perspectiva. Así, autores como Paul de Man sintetizan justamente aquí el núcleo y problema fundamental de la ironía, pues «si la ironía fuera un concepto, entonces debería ser posible dar una definición de la ironía. Si se miran los aspectos históricos de este problema, parece misteriosamente difícil dar una definición de la ironía» (1998: 232). Por otra parte, tampoco el término posee una adscripción precisa respecto a su ámbito de actuación. Si, como se decía, las primeras referencias a la ironía se encuentran fuertemente asociadas a la moralidad y el comportamiento humano —el caso de las tragedias—, este hecho no va a mermar su consideración como actitud intelectual y expresiva —el diálogo socrático—. De ahí que esta doble raíz ética y gnoseológica insista nuevamente en ese rasgo de indeterminación que se acaba de resaltar. Esta última situación queda bien representada, por continuar con la descripción de sus orígenes, en la figura de Aristóteles quien, además, abre el camino hacia una nueva asignación disciplinaria, esto es, la ironía como figura retórica. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles procura un lugar al eirôn dentro de los tipos de comportamiento humano, con una valoración negativa, aunque reconociendo su menor peligrosidad respecto a otro tipo de conductas. Al tratar la virtud de la sinceridad señala, como extremos del término medio encarnado en lo veraz, a la jactancia y a la ironía, reconociendo, por otra parte, que «los irónicos, que minimizan sus méritos, tienen, evidentemente, un carácter más agradable, pues parecen hablar así no por bueno, sino para evitar la ostentación» y que, por tanto, «el jactancioso parece, pues, ser opuesto al veraz, ya que es peor [que el irónico]» (Aristóteles, 1998: 235-236). Sin embargo, y a pesar de que el término adquiera aquí cierto valor vinculado a lo bueno y lo verdadero en comparación con otras actitudes, su relación con el fingimiento y la

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falta de seriedad harán que esta disposición continúe representando una postura reprobable para el filósofo. Así queda patente en la Retórica, donde el eirôn aparece caracterizado por su hipocresía o disimulo (II, 1382b), es decir, el que oculta su verdadera identidad, y por provocar la ira de quien lo escucha, como consecuencia del desdén que impregna sus juicios (II, 1379b). Por tanto, la ironía mantiene dentro del sistema aristotélico una posición imprecisa que lejos de todo posicionamiento extremo obliga a realizar continuas matizaciones. De ahí que, otra vez en la Retórica, Aristóteles resalte igualmente la dimensión expresiva y literaria de la ironía, al situarla dentro de la elocutio, en la composición del discurso, y la proponga como forma adecuada de enunciación a la hora de evitar determinados excesos elocutivos (III, 1408b). El hecho de que ésta procure cierta distancia con respecto al objeto del discurso implica asimismo que pueda ser encuadrada dentro de los distintos tipos de empleo del ridículo, adquiriendo además, ahora, un valor positivo: «La ironía es más propia de un hombre libre que la chocarrería, porque el irónico busca reírse él mismo y el chocarrero que se rían los demás» (Aristóteles, 1990: 593). Nos encontramos entonces con que, por un lado, el irónico mantiene una actitud reprobable, aunque menos grave en términos morales que otras posturas éticas. Pero además con que todo ello tiene mucho que ver, por otro lado, no sólo con los comportamientos, sino también con la expresión y el modo de acceder al conocimiento, a la verdad, y que este posicionamiento resulta provechoso y ciertamente valioso en determinadas circunstancias enunciativas. Esta imprecisión, ejemplificada aquí con Aristóteles, será la que persiga tanto a la ironía retórica, como a la epistemológica y moral y la que explique, por otra parte, la pluralidad de enfoques y sentidos vinculados a la misma. Una imprecisión que, como se decía, define tanto su carácter como su posición discursiva. El planteamiento retórico iniciado con Anaxímenes de Lámpsaco e impulsado por Aristóteles (para quien todavía es más un hábito de expresión que una figura o un tropo) irá ganando terreno al resto, aunque se debatirá igualmente entre la reprobación y el aplauso. Por otro lado, su situación se volverá diferente ya que, a partir de esa adscripción a la doctrina de los rétores, el lugar de la ironía ya no será ni la conversación cotidiana imitada en las comedias, ni el diálogo filosófico, sino el discurso público de un orador. Así, dentro del ámbito de la retórica, Anaxímenes definirá la ironía en dos sentidos. Por un lado, como una figura de

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preterición, con la que el orador anuncia que no hablará de un asunto llamando, de este modo, la atención del público sobre este mismo tema. Y por otro, como una antífrasis, es decir, el procedimiento que consiste en emplear una palabra en sentido contrario al habitual (Anaxímenes, 1989: 69). De esta caracterización no se deduce, sin embargo, un juicio moral sobre la ironía, que es vista por este autor como una forma eficaz de persuasión (Anaxímenes, 1989: 79-80). Con ello, además, la idea de contrario, esa que representa el planteamiento antifrástico, comenzará a cobrar una gran relevancia, sobre todo en los diversos tratados de retórica posteriores, convirtiéndose en la definición más utilizada y aceptada por la mayoría de los estudiosos de la ironía. En este sentido, Cicerón enfatizará en su De oratore esta misma noción, asociada a la expresión de un sentido contrario, aunque no por ello obviando otros usos de la ironía, como el filosófico, al que otorga cierta importancia por considerarlo origen —el diálogo socrático— de esta práctica. Por otra parte, Cicerón va a introducir dos enfoques de una relevancia significativa con respecto a los sentidos que con posterioridad se le irán sumando al concepto de ironía. Se trata, por un lado, de su vinculación con el humor, lo cómico y el ridículo (previamente esbozada por Aristóteles) y, por otro, de la distinción que establece entre la ironía “verbal” y la hoy llamada “de situación” (Cicerón, 2002: 318-339). Además, y a pesar de que no se plantee de manera clara y sistemática, aparece aquí otra perspectiva —asociada a la expresión y el pensamiento irónico— que busca, precisamente, superar la óptica antifrástica dando cabida a otro tipo de relación semántica no ya entre términos opuestos, sino dependientes de una contradicción más general y de carácter deliberadamente ambiguo. Más que decir lo contrario de lo que piensa, el irónico procura decir «algo distinto» de lo que parece decir: «También resulta elegante la ironía, cuando dices algo distinto a lo que sientes, pero no del mismo tipo del que antes he hablado, cuando utilizas el término contrapuesto, como Craso a Lamia, sino que cuando piensas de modo distinto al que te expresas, juegas a fondo con todo el discurso» (Cicerón, 2002: 328). Se trata de una concepción muy moderna del proceder irónico, alejada en parte de la retórica, y que va a encontrar un gran caldo de cultivo en la literatura contemporánea, y más aún en la poesía y su estudio: «sólo la poética puede decirnos que una determinada palabra tiene fuerza, qué fuerza tiene y cómo es, y por qué, de resultas de esa fuerza, se desdobla y despliega en versiones» (Piera, 1993: 34).

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Esta misma acepción será la que continúe Quintiliano, quien no dudará en vincular ironía y alegoría, situando a la primera dentro de la elocutio y, en concreto, del tropo representado por la segunda. Las definiciones de una y otra figura resaltan la afinidad entre ambas. La ironía puede expresar un significado contrario pero también, como decía Cicerón y en clara referencia a la alegoría, otra cosa: Pero al género de la alegoría, en el que se muestran cosas contrarias, pertenece la ironía […] Se la reconoce, o por el modo de decir o tono, o por la persona, o por la naturaleza de la cosa; pues si alguna de esas cosas contradice a lo que suenan las palabras, es claro que lo que quiere decirse es distinto a lo que realmente se ha dicho» (Quintiliano, 1999: 265).

La definición de Quintiliano es compleja porque aúna la idea de contrario con la de la expresión de otra cosa, estableciendo además una distinción entre ironía-figura e ironía-tropo. Para Quintiliano, el tropo traslada la expresión de un lugar con sentido propio a otro que no lo tiene, mientras que la figura, además de respetar el lugar, trata más bien de dar una forma a la expresión alejada de la común. Por eso, desde este punto de vista, el tropo funcionaría por una relación de contrarios y la figura extendiendo el significado de los términos más allá del sentido otorgado a éstos de un modo habitual (Quintiliano, 1999: 315-317). En todo caso, la mayor aportación del autor, y la que más nos interesa a nosotros, es haber subrayado que la ironía, lejos de ceñirse a determinadas actuaciones localizadas (tropos o figuras), es un discurso adaptable a muy diversas formas expresivas. Como ha apuntado Pierre Schoentjes, ambos tratadistas —Cicerón y Quintiliano— habrían tenido como objetivo primordial establecer una distinción entre dos tipos de ironía: la antifrástica, que les preocupaba de manera fundamental y a la que definen por la noción de contrario, y otra ironía más difusa, que no se limita a señalar una simple oposición entre dos términos bien delimitados: Forzoso es reconocer que la noción de contrario es demasiado restrictiva para definir el conjunto de ironías verbales; la realidad de la conversación obliga a dar cuenta de ejemplos en los que la ironía reside en una contradicción […]. De la misma manera que la alegoría, la ironía expresa entonces otra cosa, pero en lugar de operar como ella con las armonías, opera con los contrastes (Schoentjes, 2003: 74).

Sin embargo, tras esta apertura conceptual operada desde el ámbito de la retórica, donde la ironía se despoja en buena medida de sus an-

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teriores consideraciones negativas y recupera, no obstante, parte de su relación con la filosofía, los nuevos acercamientos al fenómeno tenderán más bien a restringir sus significados (sólo perdura el antifrástico) y espacios de actuación (alejándose de la modalidad o tropo de discurso y la figura de pensamiento). En efecto, prácticamente durante la totalidad de la Edad Media y el comienzo de la Moderna, la ironía deja de ocupar un espacio relevante dentro de los estudios retóricos, que a su vez serán cada vez más escasos, en detrimento del fuerte interés generado por fijar los textos clásicos. Sólo algunas excepciones como las de Julio César Escalígero (s. xvi), Gérard-Jean Vossius (s. xvii) o Gregorio Mayans y Siscar (s. xviii) permitirán rastrear la pista de la posición otorgada a la ironía durante este largo periodo de tiempo (Ballart, 1994: 59-65). Por otro lado, también aquellas antiguas implicaciones éticas y gnoseológicas cederán su espacio a los análisis casi exclusivamente retóricos, que, además, olvidarán algunas de las virtudes otorgadas a esta figura por sus antiguos estudiosos. Aun así, a pesar de que el estudio —no tanto el uso— de la ironía entrase en decadencia durante un largo periodo de tiempo y de que los enfoques sobre aquélla se volvieran ligeramente más dispersos, muchas de las condiciones o características esbozadas en esta primera etapa conceptual del fenómeno ofrecen valiosas vías comprehensivas para acercarse a él, así como a sus posteriores formulaciones. La figura del eirôn, por ejemplo, va a resultar fundamental para comprender la posición del yo literario en la actualidad. Retomemos entonces la imagen socrática del eirôn como fingidor, pero también, como modo de enunciación en el discurso para tratar de leer desde ahí la poesía de José-Miguel Ullán. En efecto, el sujeto poético de los poemas de Ullán suele adoptar una posición vacilante que impide al lector formarse una idea precisa sobre la actitud de aquél con respecto a los temas o juicios que se enuncian en ellos. Las continuas interrogaciones a las que son sometidos los interlocutores del texto —tanto un virtual tú como las diversas conciencias en las que se desdobla el yo poético (por mencionar sólo las modalidades más obvias)— inducen a pensar que el poeta se encuentra inmerso en un ejercicio de desarticulación de los prejuicios. Pero, más allá de este uso dialógico de la escritura —al que volveremos con posterioridad—, la ironía socrática también se presenta aquí en su cualidad de simulación; como forma efectiva de llamar la atención sobre un asunto del que se finge no tener un conocimiento preciso:

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En las páginas mustias de la memoria escrito está: «El color de cada cosa indica su origen.» Esto es todo cuando [sic] sé de la historia de un perdulario dictador que vio todo amarillo —aunque lo fuese— en su rumión y accidental imperio (Ullán, 1984: 109).

Si bien se afirma no tener más conocimiento que esa ingenua sentencia que, además, parece estar dirigida hacia un ámbito ajeno al que formula el poema, el sentido apuntado por el conjunto del texto difiere notablemente de esa presunta ignorancia. De este modo, la presencia de los diversos adjetivos que acompañan al «dictador» y su «imperio», así como la aclaración añadida entre guiones, parecen indicar que no sólo se posee más información de la sugerida, sino que también existe una opinión fundada. Ciertamente, el fingimiento de Sócrates tenía como meta fundamental la de preparar el camino del método mayéutico, pero su deseo de poner en evidencia determinados prejuicios, convencionalismos o verdades que no eran tales, continúa estando en la base de buena parte de los procedimientos irónicos desarrollados mucho después, como sería el caso de los manejados por José-Miguel Ullán, en ocasiones como ésta. Este tipo de preterición, en el sentido dado por Anaxímenes, jugará entonces en esa doble dirección de llamar la atención sobre un asunto, que se dice no dominar, para, al mismo tiempo, criticar algunos de sus supuestos. Quizá, uno de los modos en los que más claramente pueda cifrarse al Ullán eirôn sea enfrentando al personaje con su discurso, es decir, estableciendo una pugna dialéctica entre el contenido y la forma en la que se muestra: Quiso un lenguaje sincero, natural. Guardóse, pues, de los dobleces, artificios y fingimiento […]. Bien es verdad que en algún pasaje se puede con discreción y prudencia arrebozar y cubrir la verdad por algún artificio de la palabra; mas no por esto se practicó eso sino en cosa de importancia, cuando la gravedad lo requiso. Fuera de esto, todo artificio fue considerado peligroso, porque como dice la sagrada palabra: «El Santo espíritu no habita en un espíritu fingido y doblado». Se verá aquí que no hay ninguna fineza tan buena y digna de desear como la simplicidad. […] la mentira, el doblez y el fingimiento son siempre de un espíritu mostrenco (Ullán, 1977a: 12).

Esto es lo que aclara uno de los «Avisos» con los que Ullán abre el volumen Las soledades de Francisco Peinado, texto de difícil catalogación,

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que se mueve entre el relato biográfico, la crítica pictórica y el libro de entrevistas1. Por un lado, resulta curioso que Ullán le dedique esas primeras palabras a la obra de Peinado, un pintor expresionista y de un marcado antinaturalismo. Pero, por otro, no deja de ser significativo que un escritor como Ullán rechace «el doblez» o preconice la simplicidad. No obstante, y sin necesidad de acudir al conjunto de la obra del poeta, donde se encontrarían multitud de contraejemplos, es la propia escritura aquí presentada, en ningún caso sobria ni simple, la que hace sospechar que ese fingimiento del que habla el texto gobierna al mismo tiempo su propio sentido. Sólo de esta manera podrían explicarse tanto las incongruencias que se acaban de mencionar, como el tercero de los «Avisos» con los que Ullán cierra este proemio: «El mayor enemigo que tiene la palabra es otra palabra» (Ullán, 1977a: 13). Nos encontramos, por tanto, ante una doble advertencia por parte del poeta: en primer lugar, con aquella que invita a desconfiar de lo aparente y lo sencillo, tomados como sinónimos de verdad. Y, en segundo lugar, frente a la sugerencia de participar del juego dialéctico de la palabra que, en sintonía con la humildad socrática, defiende que «cuando importa, pues, el contradecir a alguno y oponer su opinión a la de otro, menester es usar de grande mansedumbre y destreza, sin querer violentar el espíritu del otro; porque, así como así, no se gana nunca nada tomando las cosas con aspereza» (Ullán, 1977a: 12). Podemos afirmar así que, si bien la ironía socrática no puede equipararse al uso que muchos escritores harán de ella, sus fundamentos perdurarán en la actitud con la que algunos poetas o escritores, Ullán en este caso, la abordan. No obstante, no será éste el tipo de ironía que mejor defina la poética ullanesca, aunque sí contribuya a comprender el origen y desarrollo de aquélla. Por otra parte, se anuncian ya, en los fragmentos resaltados, algunos de los elementos que la retórica le atribuía a la ironía tras su ingreso en el ámbito del discurso literario. La seriedad fingida, la figura de la preterición o el sentido antifrástico resultan ahora fácilmente distinguibles en esta escritura. Sin duda, la idea de entender la ironía como una oposición entre contrarios ha sido la gran aportación de la retórica, además de 1

En este sentido, puede leerse en la contraportada: «A la hora de enfrentarse con la obra pictórica de Francisco Peinado, la posición inicial del autor fue transformándose en una anulación sistemática de todos los instrumentos propios del contacto crítico para crear una escucha moral capaz de iluminar una práctica estética concreta» (la cursiva es nuestra).

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la definición más extendida con relación a este procedimiento. La mayoría de los acercamientos a obras literarias, susceptibles de contar con la ironía entre sus recursos, han basado sus análisis en esta noción que opone un sentido literal inverso al figurado. En efecto, existen multitud de textos artísticos en los que la ironía opera como modo discursivo con el que afirmar, en apariencia, un sentido contrario al que realmente se trata de dar salida. Las causas que llevan a actuar de esta manera se debaten entre la pura burla y la necesidad de no hacer tan evidentes determinadas aserciones. Para José-Miguel Ullán, este uso antifrástico de la ironía ha mantenido siempre un objetivo eminentemente crítico. Estrechamente ligado a las tesis de Cicerón y Quintiliano, este tipo de ironía posee un fuerte componente moral —no ya en el sentido otorgado por las tragedias antiguas al personaje del eirôn—, que se trasluce en el juicio de valor emitido por el sujeto de la enunciación. Se trata, en este caso, de una modalidad de antífrasis, es decir, de ironía como oposición de dos términos contrarios, que suma a esa operación lingüística un elemento valorativo que determina el sentido final de la afirmación. Algunos autores, como Pierre Schoentjes, se han referido a ella como un mecanismo discursivo en el que funciona el método del «rechazo por alabanza» y con el que se demuestra que «el irónico es un moralista que, al constatar que los hechos que se presentan a sus ojos no se corresponden con el mundo perfecto que guarda en su espíritu, designa las imperfecciones que él capta con términos que no se conforman bien con su ideal» (Schoentjes, 2003: 75). Sin entrar a discutir aquí el alcance que el propio término «moralista» pueda tener para este autor y las connotaciones negativas que a él acuden, lo cierto es que, efectivamente, el empleo de un recurso como el del «rechazo por la alabanza» adquiere en la poesía de Ullán el estatuto de denuncia. Así, por ejemplo, en un libro como El jornal, enmarcado dentro de un contexto de profunda injusticia social y desigualdades, el poeta no dudará en valerse de estos artificios para reprobar el contexto al que alude: «hoy tengo / una pedrea / un tocino bien rancio / una espita algo floja / calcetines olientes / un santocristo añejo / pantalones de pana / tibio estiércol // loado sea dios!» (Ullán, 1965a: IV). La enumeración de este conjunto de nimiedades o, incluso, de inconvenientes contrasta con el verso final, donde se muestra la paradoja —además de condenarla— de la “gratitud cristiana”. Se condensan además, en este poema temprano, dos características frecuentes en la escritura antifrástica de Ullán. Por

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un lado, la alusión a conflictos que conciernen a la realidad española del periodo franquista como objeto de las críticas del poeta. En algunas oacasiones, éstas se muestran con cierto tono de burla; en el resto, con una crudeza más cercana al sarcasmo que a la mofa. Del primer caso constituye un buen resumen el poema «Cancioncilla oriental», incluido en Un humano poder, donde se simula cierta leyenda sobre un extraño animal de occidente, datado por un supuesto escritor japonés del «año 25 después de Cristo»: 36,- TAPIR MALAYO. Según los nativos, este extraño animal fue hecho por el Creador con los restos de otros animales. Al nacer es de color pardo… (De una caja de fósforos española) En un lejano país del sol poniente, un animal sincero envejecía (Ay, qué pena y qué dolor...) Todo el pueblo soñaba con un muerto. Pero, el pobre, tan sólo envejecía (Ay, qué pena y qué dolor…) En un lejano país del sol poniente (Ullán, 1966: 107).

El tono paródico queda aquí reflejado no sólo por la referencia del título o las acotaciones a la procedencia de la canción o de la caja de fósforos, sino también gracias al rechazo por alabanza [«(Ay, qué pena y qué dolor…)»] de resonancia coplera. Para ilustrar la segunda de las fórmulas (todavía dentro de esa primera caracterización vinculada al contexto franquista) resulta preciso, sin embargo, prescindir de esa actitud burlesca y tomar la antífrasis en su estricta acepción, es decir, como la enunciación que «exige ser entendida de manera contraria a lo que ella expresa», en sintonía con lo apuntado por Quintiliano. Sólo de este modo, logra comprenderse plenamente que un poema que hace referencia a la muerte de republicanos españoles durante la liberación de París entre el 23 y 25 de agosto de 1944 se encabece con el título «Historia natural» (Ullán, 1970b: 19).

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Por otro lado, el segundo de los atributos presente, de un modo bastante habitual, en este tipo de ironías ullanescas, corresponde a la inclusión de un verso final “disonante” —en cuanto al sentido—, con el que se niega la afirmación anterior para que ésta cobre mayor relevancia y destaque por su inadecuación: «Que haya un cadáver más, ¡qué importa al mundo!» (Ullán, 1970b: 93), se lee al final de Mortaja. Pero también, en algunas ocasiones, estos versos finales actúan como ruptura de la expectativa generada por el conjunto del poema, rasgo que los vincula a lo cómico; o, incluso, como mecanismo con el que destruir el planteamiento propuesto en los versos anteriores: «Yo quisiera / […] beberme de un gran trago todo el río… // Aunque, luego, / ¿qué hacer con tanta arena?» (Ullán, 1970b: 18). No obstante, en casos como el que se acaba de mencionar, la ironía descansa en una pretensión mayor a la representada por la simple inversión retórica resaltada hasta el momento. Se trata de un modo de enunciación en el que no sólo se pone en cuestión la palabra ajena, sino que también la propia es sometida a discusión. Quizá por ello resulte difícil aceptar que todo ironista sea un moralista, tal como sugería Schoentjes. Es este prurito crítico el que ayuda a comprender por qué Aristóteles, a pesar de reprobar buena parte de los atributos de la ironía, le concedía sin embargo la capacidad de solventar ciertos excesos elocutivos y mantener una distancia adecuada respecto a las cosas. Si se examina un poema como «Un perfume en Kornplatz», este modo de utilizar la ironía (no sólo la verbal; también la socrática) como forma de autocuestionamiento se vuelve del todo evidente. Este texto constituye un diálogo continuo del yo poético consigo mismo, en el que el sujeto de la enunciación se pregunta, se contesta y se contradice. A la iniciática interrogación «¿Qué sé…?», sigue una enumeración desordenada y puramente asociativa de un conjunto de situaciones políticamente conflictivas y de resistencia, para terminar contestando: «—No, no; yo no sé nada». Tras esta reflexión, el poema continúa con otra enumeración —mucho más caótica que la anterior— de elementos que aluden a muy diversas realidades sociales pero que siempre mantienen un sustrato abiertamente político y, en ocasiones, bélico («“Mundo obrero”», «US Army», «ASO», «discursos de Fidel», «NPD», «policía Gestapo Buchenwald», etc.). Hacia la mitad del texto, aquel que formulaba la pregunta inicial vuelve a interrumpir la narración en cadena y se dice a sí mismo: «—Ya sé. No es el modelo / de un informe / objetivo, constructivo y óptimo. / “Querido Cobos: / he entrado por el aro / de unas felices navidades,

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entre / vosotros, camaradas emigrantes / que me pedisteis un poema épico / —social como los de…” / ¿Cómo poner un hueso a tanta sangre?» (Ullán, 1970b: 32, 33 y 34). Al poner en relación la posición vacilante que Ullán muestra en este poema con lo resaltado anteriormente, a propósito de su concepción acerca de la así denominada “poesía social”, pronto se intuye que una buena parte de la ironía presente en esta escritura deja de ser una simple oposición entre contrarios y se inserta en un campo de tensiones mucho más complejas. Necesitamos rastrear, pues, algunas de las más importantes ampliaciones operadas sobre el concepto de ironía, ese que nos proporcionaba la retórica y el modelo socrático, para medir el grado de implicación que dichas nociones mantienen en la poética ullanesca. Se trata de atender a esos otros modos de enunciación irónica en los que la poesía de Ullán, tal y como se acaba de resaltar, excede la idea de antífrasis. Es momento de acercarnos a uno de los programas estéticos que mayor énfasis hizo en las posibilidades ofrecidas por la praxis irónica, con relación al discurso literario, así como a las sucesivas críticas a las que se vio sometido. El objetivo es evaluar tanto la adecuación de esos planteamientos, como su validez a la hora de analizar y comprender ciertos comportamientos poéticos —basados en las oposiciones pero no portadores de una síntesis conciliatoria— y, más específicamente, el de José-Miguel Ullán.

EL NÚCLEO IRÓNICO Si, como se apuntaba, los albores de la Modernidad no fueron especialmente propicios para el pensamiento irónico, habrá que esperar por tanto al impulso que, desde la teoría estética de la Frühromantik y, en concreto, gracias a las consideraciones de Friedrich Schlegel, se le confiere a la ironía. En efecto, el primer Romanticismo alemán encontró en el concepto y la práctica irónica algunas de las respuestas a su interés por fundamentar, en palabras del propio Schlegel, una «poesía trascendental» (Schlegel, 2009: 114), esto es, capaz de superar tanto los límites de lo objetivo, como de lo subjetivo. La poesía romántica, en tanto poesía irónica, entrañaba la posibilidad de superar ese antagonismo: recuperar la objetividad perdida, pero sin poner en juego la subjetividad moderna. Debía anudar, por tanto, lo bello con lo interesante en un ideal-realismo o en un realismo-idealista (Szondi, 1992: 73-75).

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Sobradamente conocido es ya que en la base de este movimiento temprano se encuentra, por un lado, el sistema de pensamiento kantiano y, por otro, el fichteano. En este sentido, la mayoría de los autores pertenecientes al círculo de Jena, o que fueron cercanos a éste, construyeron sus reflexiones a partir de ciertos problemas planteados por Kant —así, Schiller (Cuesta Abad, 2010: 29-44)— o como correlato del tratamiento que Fichte le estaba dando a cuestiones muy similares a las que interesaban a los primeros románticos alemanes, donde se ubicaría, por ejemplo, la propuesta schlegeliana (D´Angelo, 1999). Si bien la ironía recobra en este punto de la tradición occidental cierta posición dentro del campo de la filosofía, como ocurría en la Antigüedad clásica, lo cierto es que ahora, además de circunscribirse al ámbito de la estética, o mejor aún, de la filosofía del arte —y no de la ética—, únicamente conservará algunos ecos de la así llamada “ironía socrática”. De esta forma, de Sócrates tomarán los románticos la idea de disimulo o fingimiento, es decir, de ficción como modo de cuestionar lo aparente, los juicios ingenuos o la soberbia. Se trata, por tanto, de una metodología que si en Sócrates se encontraba al servicio de una verdad preexistente y, en último término, accesible —buscaba evidenciar el error de aquellas opiniones o juicios aparentemente verdaderos para así lograr acceder a un conocimiento firme sobre lo real—, en el Romanticismo adquirirá más bien un carácter dialéctico indefinido y progresivo, casi infinito: La ironía socrática es el único fingimiento absolutamente involuntario y, sin embargo, absolutamente reflexivo. Tan imposible resulta simularla como revelarla. Para quien carece de ella seguirá siendo un enigma aún después de la más abierta confesión. Su cometido no es engañar a nadie, exceptuando a aquéllos que la consideran un engaño y que, o bien se complacen con la magnífica travesura que consiste en tomar el pelo a todo el mundo, o bien se enojan al sospechar que podría aludirlos. En ella todo debe ser broma y todo debe ser serio, todo debe resultar cándidamente sincero y profundamente simulado a la vez (Schlegel, 2009: 48-49).

Sin embargo, la idea y función de la ironía propuestas por Friedrich Schlegel, a quien pertenecen estas palabras, irán mucho más allá del planteamiento epistemológico socrático. La ironía va a ser para este autor una estrategia discursiva y de pensamiento con la que poner en cuestión los vínculos entre lo objetivo y lo subjetivo, lo finito y lo infinito,

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lo real y lo ideal. Este enfoque será en buena medida compartido, aunque con algunas diferencias, por otros de los autores pertenecientes a la Frühromantik que, en sintonía con Schlegel, dieron un tratamiento especial a la ironía en sus escritos. Tal sería el caso de su hermano, August Wilhelm Schlegel, para quien, no obstante, la ironía es más una técnica artística que una actitud cognitiva. En sus Lecciones de literatura y arte dramático de 1808 y 1809, el mayor de los Schlegel ve la ironía como un elemento privilegiado del género cómico y excluido del trágico. Mantiene, eso sí, al igual que harán Schelling o Novalis, la idea de que aquélla es una forma de autoconciencia artística (las palabras entrecomilladas pertenecen a August Wilhelm Schlegel, que reproducimos aquí a partir de Wellek a falta de una traducción al castellano): Consiste la ironía en «comprender, de forma más o menos clara, que la representación es parcial y exagerada y que en ella hay una gran parte de sentimiento y fantasía». Con la ironía demuestra el artista su superioridad sobre los materiales de que se sirve, «y que, si así lo deseara, podría aniquilar sin piedad esa hermosa ilusión, de tan irresistible atractivo, que él mismo hizo nacer con sus conjuros» (Wellek, 1962: 66).

También para Tieck y Jean Paul la ironía representa la ruptura de la ilusión y, por tanto, la capacidad del sujeto (tanto del creador como del público) para sobreponerse y mantener una postura distanciada ante la representación. Ambos la circunscriben, por otra parte, al género o la actitud cómica, desde donde le otorgan un papel eminentemente crítico. En el caso del primero, y dada su condición de escritor, se hace especialmente evidente el uso de la ironía como mecanismo de interrupción. Algunas de sus obras de teatro, como El gato con botas o El mundo al revés, constituyen una verdadera puesta en práctica y tematización de las teorías románticas: —Rey: Me encanta extender la vista libremente a través de la hermosa naturaleza. —Princesa: ¿Y llega muy lejos la vista? —Rey: ¡Oh, sí! Y si no fuera por todas esas fatídicas montañas, se vería aún más lejos. ¡Ay que dolor, el árbol está lleno de orugas! —Princesa: Es que se trata de una naturaleza todavía sin idealizar; primero ha de ennoblecerla la fantasía. —Rey: Ahora desearía que tú, con tu fantasía, me pudieras librar de las orugas (Tieck, 2003: 104).

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Por su parte, Jean Paul insistirá nuevamente en el carácter humorístico de la ironía, puesto que, más allá de sus escritos literarios, éste es el tema que ocupa su reflexión estética, es decir, las particularidades de lo cómico romántico y lo humorístico. Para Jean Paul, el humor constituye una suerte de «sublime invertido», un encuentro entre lo romántico (infinitud del sujeto) y lo cómico (lo finito del mundo material) donde se objetiva la distancia entre lo necesario y lo contingente: consistiendo lo cómico en la destrucción del contraste que existe entre los dos principios, el subjetivo y el objetivo, y según hemos dicho, debiendo ser el principio objetivo un infinito del que deseamos apoderarnos, no puedo imaginar ni poner este principio fuera de mí, sino que lo coloco en mí mismo, donde lo sustituyo con el principio subjetivo. […] divido mi yo en dos factores, el finito y el infinito, y hago emanar éste del primero (Richter, 1991: 101).

Esta perspectiva sobre lo humorístico parecería discurrir en paralelo a las ideas expuestas por Schlegel sobre la ironía o aquellas que podría sostener Ullán: «para pronunciarse, el pensamiento (ilimitado) ha de utilizar el lenguaje (limitado)» (Ullán, 1974: 57). Sin embargo, la ironía no recibe aquí un tratamiento positivo y es valorada, por el contrario, como apariencia de seriedad y fenómeno estrictamente retórico-lingüístico. Se trata pues de un mecanismo que, para Jean Paul, a pesar de tener cierta relación con lo que él mismo entiende por humor, no alcanza las cotas de universalidad logradas por éste (Richter, 1991: 94). Y no fue Jean Paul el único autor de la época en menospreciar la centralidad que otros románticos le habían otorgado a la ironía. Quizá, el caso más conocido y exagerado de rechazo absoluto respecto a los planteamientos schlegelianos, y de otros románticos, fuera el de Hegel. La disolución artística propia a la forma romántica, celebrada por estos autores, implica para este filósofo una desustancialización consciente y voluntaria de todo lo que debería ser esencial en la obra de arte. El ejercicio de la ironía no es más que otra de las fórmulas con las que, según Hegel, estos autores propagan la inadecuación entre «figura» e «idea», es decir, la pérdida del ideal: Contra la exigencia de colocar en lo más alto algo substancial, ético, verdadero en y para sí, en segundo lugar se dirige ante todo la consideración formal, cuya alma es la ironía. Lo substancial no se convierte en lo principal, sino que otros puntos de vista son antepuestos con agudeza e

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ingenio ingeniosamente —algo incorrecto, aunque haya que prestarles atención–. […] La ironía trae consigo que nada pueda tomarse en serio, y cuando comienza lo serio nada resulta; los bribones se convierten en gente excelente, y los honestos en bribones (Hegel, 2006: 531).

Obviamente, lo que más molesta a Hegel de la ironía romántica es su gusto por la ambigüedad, que nada sea lo que parece y que la indefinición reine en toda propuesta formal y temática. La estética hegeliana se fundamenta en la unión entre realidad y concepto, esto es, la idea, y la apariencia de lo que de sensible hay en ella. Por tanto, el hecho de que se “juegue” con todo tipo de ilusiones y disimulos es para este filósofo una muestra de imperfección. Al situar, por otra parte, todo este entramado de desequilibrios con relación al conjunto del pensamiento hegeliano, la ironía no sale mejor parada, ya que la defensa de la paradoja, el caos o la parábasis realizada por Schlegel —que analizaremos con mayor detenimiento más adelante al tratar los mecanismos discursivos puestos en juego por Ullán— no sólo irritan a Hegel por ser una amenaza contra su sistema, sino por ser una amenaza contra cualquier sistema (Hernández Sánchez, 2002: 66). A pesar de todo ello, sí existe una ironía con la que Hegel logra ponerse de acuerdo. Se trata, en concreto, de la concepción mantenida por otro romántico: Karl Wilhelm Ferdinand Solger (Hegel, 2006: 95). Para este último lo ideal en la obra de arte no sería un producto del artista, sino «la revelación sensible de algo divino» (Sánchez Meca, 1999: 110), postura con la que evita cualquier acusación de subjetivismo relativista, tal y como Hegel hacía con Schlegel. En su Erwin. Cuatro diálogos sobre lo bello y el arte, Solger describe la ironía como una suerte de transitoriedad artística —«nadería»— donde, gracias al carácter simbólico del arte, lo universal y lo singular, lo esencial y lo real, quedan unidos en la ilusión estética. El artista, consciente de las fuertes contradicciones de su mundo, trata de que éstas queden superadas mediante el uso de la ironía. Por tanto, ésta última debería ser, desde la perspectiva de Solger, la aspiración y principio rector de todo arte, pues sólo mediante el empleo de tal disposición será posible lograr una adecuada armonización de contrarios y, de este modo, la superación de las limitaciones de la existencia humana en contraposición a la divina (Wellek, 1962: 334-340). Así, la ironía, que en este escrito queda vinculada a una de las formas con las que el hombre se relaciona con el mundo, a saber, el arte —a la que habría que añadir, según Solger, la religión, la moral y la filosofía— se postula como un modo de conocimiento.

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Si bien en Solger la ironía se hace con el papel protagonista de su teoría, como ocuría con el joven Friedrich Schlegel, nada tendrán que ver la concepción de uno y otro. En completa oposición está la propuesta de Solger, quien defiende la conciliación de contrarios, con la infinita suspensión dialéctica a la que aspiraba Schlegel y que, como se verá, guía igualmente buena parte del proceder poético de Ullán. De ahí que, al igual que hiciera Hegel, Solger ataque la ironía de F. Schlegel por considerarla «bufonesca, subjetivista, cínica e irresponsable» (Wellek, 1962: 337), ignorando con ello su parte objetiva y, por tanto, el movimiento de superación del individualismo. Estas y otras de las críticas realizadas al concepto desarrollado por Schlegel no pueden ser obviadas, del mismo modo que tampoco deben pasarse por alto aquellas alternativas a una exégesis tan negativa. Sus planteamientos, no amoldables a las lógicas antifrásticas, nos ponen sobre la pista de ciertos problemas interpretativos asociados a la praxis irónica de José-Miguel Ullán. Y es que, a pesar de la cuasi-constante oposición a las teorías de los integrantes de la Frühromantik, en especial a las de Schlegel, lo cierto es que la mayoría de los autores que en esa o épocas posteriores (Kierkegaard, Schopenhauer, Jankèlèvitch, etc.) trataron el tema de la ironía mantienen una deuda con los primeros. La recuperación obrada por los románticos permitió comenzar a hablar, de un modo más preciso, del carácter literario o artístico de la ironía, de su vínculo con lo trágico o lo cómico, de la capacidad para estructurar nuevas vías cognoscitivas en las que se basa su práctica y, por su puesto, de su carácter ambivalente. Por tanto, si efectivamente las perspectivas generadas desde este ámbito de reflexión filosófica ayudaron a interpretar determinadas estrategias irónicas que escapaban o iban más allá de la simple inversión de contrarios o el disimulo, y se situaron, además, en un plano de análisis completamente dependiente del hecho artístico, necesariamente habrán de servir como base para comprender ese campo de complejas tensiones que quedaba pendiente al tratar ciertos usos de la ironía en la poesía de José-Miguel Ullán.

LA APERTURA SEMÁNTICA Aludíamos páginas atrás a las dudas que el sujeto poético del poema «Un perfume en Kornplatz» experimentaba a la hora de tratar de recrear una realidad social sin caer en la crónica, pero tampoco en un

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lirismo extremo, es decir, su rechazo a hacer un «un informe / objetivo, constructivo y óptimo» combinado con el deseo de dar singularidad a un hecho con una fuerte implicación emocional («¿Cómo poner un hueso a tanta sangre?»). El yo escenificaba, entonces, sus titubeos y se mostraba consciente de las contradicciones asociadas a sus actos: «“Querido Cobos: / he entrado por el aro / de unas felices navidades, entre / vosotros, camaradas emigrantes / que me pedisteis un poema épico / —social como los de…”». Y lo hacía, precisamente, interrumpiendo en el flujo del poema, introduciendo un nuevo plano de enunciación donde él mismo pasaba a ocupar el lugar que antes se reservaba a la narración de lo exterior. Los conflictos entre lo subjetivo y lo objetivo, o vacilaciones de este tipo, mantienen una presencia constante dentro de la poesía de José-Miguel Ullán. Además de la continua apelación a las voces y conciencias ajenas (y su fundamental papel en la estructuración del poema, como se vio con relación a la escucha), este autor convierte en materia esencial de sus textos esa pregunta o reflexión en torno a los vínculos entre lo exterior y lo interior: En teoría: A Jacques Dupin De memoria se inflama lo imposible probable: en el velar por serle fiel al uso alterado del desligarse en sombra de uno mismo, como si nada, y verse despedido hacia el ángulo negro de aquellas tenues voces peregrinas donde, inciertas de ti, varias te aguardan con la misericordia que vuelve del temor a hacer centella dócil de su latir

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incorpóreo... (Hay que intimar con él, pues, aun siendo del aire, su gorgor es tu herida: torbellino, desmayo, cadencia y gratitud —maravillada lengua, casi sin tiempo y siempre intacta, también:

Yo lo comí y me supo a mieles.)

Modifica despacio la insistencia el recinto de nuestra consumible intensidad: desactiva, intimida y apacigua al sentirse , cual todo lo demás, fuera de sí (Ullán, 2000a: 11-17).

Este extenso poema podría resumir bien la postura del poeta con respecto a la dialéctica entre el yo y lo que le es ajeno, a la hora de escribir o formalizar una experiencia necesariamente recíproca. Ese «desligarse en sombra / de uno mismo» para dar cabida, con ello, a las «voces / peregrinas» —donde, por otra parte, no dejan de resonar los mismos planteamientos señalados en el extenso poema «El viento» de Razón de nadie— guarda, efectivamente, una estrecha relación con el modo en que una parte del primer romanticismo alemán entendía el proceso de creación artística, que lejos de carecer de un momento crítico o de auto-cuestionamiento, como sostenía Jankèlèvitch, se fundamenta en él. Las estéticas de Novalis, Schelling o F. Schlegel basan buena parte de sus principios en la concepción fichteana del «saber absoluto» como reflexión, la cual entiende esa autoconciencia del sujeto en tanto que forma primordial, inmediata y cierta del pensamiento: «referida al sujeto, la reflexión expresa, por un lado, su aislamiento, al hacer a este sujeto objeto para sí mismo ahondando en su separación. Pero, por otro lado, el sujeto se contempla a la vez que contempla el mundo, superando así, en esta contemplación, la escisión que la reflexión misma introduce» (Sánchez Meca, 1999: 90). No

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obstante, y siguiendo aquí la interpretación de Walter Benjamin —que, en cierto modo, desacredita los reproches de Kierkegaard a la ironía romántica (Kierkegaard, 2000: 298)—, conviene aclarar que los autores del círculo de Jena sustituyeron el «yo» de Fichte, como centro de la reflexión (o pensamiento del pensamiento), por el arte: «La intuición romántica del arte estriba en el hecho de que por pensar del pensar no se entiende ninguna conciencia del yo. La reflexión libre del yo es una reflexión en el absoluto del arte» (Benjamin, 2007b: 41). De este modo, para estos autores, ese ejercicio de reflexión, en el que el sujeto logra liberarse (aunque sea momentáneamente) de toda determinación, debe entenderse dentro de un ámbito estrictamente creativo. Por eso, en F. Schlegel, la forma en la que el yo accede al conocimiento absoluto debe circunscribirse dentro del medio artístico y no puramente intelectual o de la lógica, como en Fichte. Anota, así, en el Diálogo sobre la poesía de 1800: LUDOVICO. La representación (Vorstellung) interior sólo por la representación (Darstellung) exterior puede hacerse más clara a sí misma y enteramente viviente. MARCOS. Y la representación (Darstellung) es cosa del arte, si se quiere como si no se quiere (Schlegel, 1994: 115).

Para este filósofo, entonces, es el arte el que permite al espíritu desarrollarse libremente gracias a un proceso de creación y autodestrucción constante. En palabras de Diego Sánchez Meca: Si para Fichte, la mediación entre el yo y el mundo es la conciencia, para Schlegel es el arte, con lo que el yo, en vez de ponerse como conciencia absoluta, como absoluta subjetividad, se exterioriza, sale de sí mediante la comunicación y la creatividad, cuyo médium es el lenguaje como arte, es decir, la poesía (Schlegel, 1994: 15).

Es importante tener en cuenta que, por un lado, el lenguaje está siendo entendido aquí no como simple vehículo que trasmite una realidad dada, sino como agente productor de sentido. Pero, por otro lado, resulta igualmente necesario no olvidar que ese medio lingüístico es, asimismo, el que procura al sujeto la posibilidad de mantener una posición dialéctica con respecto a lo real. En esa actitud se aúnan el momento subjetivo de la expresión con el objetivo de la reflexión sobre él mismo (el espíritu es a la vez productor y producto), y donde —como se verá más adelante— el concepto de crítica se vuelve definitorio. Es éste el

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sentido de la conocida sentencia de Schlegel según la cual «la poesía romántica es una poesía universal progresiva», fragmento donde unas líneas más adelante se especifica que ésta puede flotar, con las alas de la reflexión poética entre lo representado y lo representante, quedándose suspendida entre ambos, libre de todo interés real o ideal, y elevar a la potencia una y otra vez esa reflexión, multiplicándola como una serie infinita de espejos. Al organizar todo aquello que en sus productos debe constituir un todo, es capaz de la forma más elevada y universal (y no sólo de dentro hacia fuera, sino también de fuera hacia adentro), por lo que abre la perspectiva de un arte clásico capaz de crecer sin límites. […] se encuentra todavía en devenir; y precisamente en esto consiste su verdadera esencia: en que sólo puede devenir eternamente, nunca puede consumarse (Schlegel, 2009: 81-82).

Con tales planteamientos de fondo, parece evidente que, para Schlegel, la poesía representa el vínculo más genuino del hombre con la realidad, puesto que en ella el sujeto cumple con la exigencia de ser, al tiempo, quien determina y el determinado. Pero, también, se comprende que para que la balanza no se incline del lado subjetivo, ni del objetivo, la creación poética ha de estar en continuo devenir, en un proceso de afirmación y negación constante. Volvamos ahora a Ullán. La afinidad que una concepción de la poesía como la de Schlegel guarda con el planteamiento del escritor se reafirma de modo más contundente al retomar los últimos versos del poema que, unas páginas atrás, se situaba como ejemplo de esta dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo: «Modifica despacio la insistencia el recinto / de nuestra consumible intensidad: / desactiva, intimida / y apacigua al sentirse // , cual todo lo demás, / fuera de sí». Para que aquel «desligarse en sombra / de uno mismo» haga efectiva la presencia tanto de la voz propia como de la ajena, la primera de ellas debe «sentirse // , cual todo lo demás, / fuera de sí», es decir, debe ser a la vez sujeto y objeto (como cualquier otra realidad) de la enunciación y, por tanto, adentrarse en un proceso de autoafirmación y autoaniquilación indefinido. Siguiendo la propuesta schlegeliana, sólo este devenir reflexivo entre lo condicionado y lo incondicionado permite al yo eludir los peligros de caer bien en un subjetivismo relativista, o bien en el informe heterónomo que tanto preocupaba al sujeto poético de «Un perfume en Kornplatz». La corrección de ambos excesos —el de la biografía y el de la crónica— esta encarnada, aquí, por la autolimitación:

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Para poder escribir bien sobre un asunto es necesario que ya no tenga ningún interés para nosotros; aquel pensamiento que debemos expresar reflexivamente ha de ser agua pasada y no debe seguir ocupándonos. Mientras inventa y está inspirado el artista se encuentra con respecto a la comunicación en un estado, cuando menos, iliberal. Entonces lo querrá decir todo (lo cual constituye una tendencia equivocada propia de genios jóvenes, cuando no un justo prejuicio de viejos ineptos), y no apreciará el valor y la dignidad de la autolimitación, que para el artista, igual que para el ser humano en general, constituye lo primero y lo último, lo más necesario y lo más elevado. Lo más necesario, pues cuando no nos ponemos límites a nosotros mismos, es el mundo el que nos limita y acabamos, así, convertidos en esclavos. Y lo más elevado, porque sólo podemos limitarnos en aquellos puntos y en aquellas facetas en los que poseemos un fuerza infinita, la facultad de autocreación y autoaniquilación. […] un escritor que lo único que quiera y sepa hacer sea desahogarse, un escritor que no se guarde nada para sí y que diga todo lo que sabe, es muy deplorable. Sólo hay tres peligros de los que tenemos que guardarnos. Primer peligro: lo que parece y debe parecer arbitrariedad incondicionada y, por ende, irracionalidad o ultrarracionalidad, debe ser, no obstante y en el fondo, absolutamente necesario y racional; de lo contrario, el estado de ánimo degenera en capricho, surge la iliberalidad y la autolimitación acaba convertida en autodestrucción. Segundo: debemos procurar no apresurarnos demasiado con la autolimitación y dejar primero espacio a la autocreación, esto es, a la invención y el entusiasmo, hasta que haya concluido. Tercero: no debemos excedernos en la autolimitación (Schlegel, 2009: 32-33).

Se trata de uno de los puntos cardinales de la estética de la Frühromantik, además de su gran desconocido o, al menos, de su componente peor interpretado. El romanticismo ha pasado a la Historia de la literatura como un movimiento artístico entregado a la expresión de una subjetividad genial, que pretendía asumir el papel de guía sentimental para la sociedad. Y, aunque en buena medida, tal caracterización podría aplicarse a ciertas actitudes estéticas de determinadas corrientes románticas, lo cierto es que el primer romanticismo alemán aspiraba a mantener un complejo equilibrio entre entusiasmo y contención o, en palabras del propio Schlegel, a que lo ingenuo —recurriendo aquí a la conocida distinción propuesta por Schiller— fuera «al mismo tiempo instinto e intención» (Schlegel, 2009: 68). Este autor se opuso, desde luego, a una visión tan naif del proceso creativo:

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según mi parecer y mi terminología, romántico es lo que nos representa una materia sentimental en una forma fantástica. Olvida por un instante el usual y peyorativo significado de sentimental, en el que, bajo esta denominación, se entiende todo lo que es vulgarmente conmovedor y lacrimógeno, impregnado de aquellos sentimientos familiares, en la conciencia de los cuales, hombres sin carácter se sienten tan indeciblemente dichosos y grandes (Schlegel, 1994: 133).

Las causas que explican la atribución de un tópico así descansan, por una parte, en la lectura que Hegel hiciera de las teorías de sus coetáneos (Hernández Sánchez, 2002: 69). Pero, también, en la dificultad que autores como Schlegel encontraron para poner en práctica tesis como ésta (aspecto por el que siempre se critica a este autor al tratar su concepto de ironía). En cualquier caso, de las palabras recogidas más arriba se deduce que, por un lado, para eludir las limitaciones propias a lo real, el escritor debe sobreponerse a éste y, así, hacerse dueño de su expresión. Y, por otro, que para llevar a cabo dicha tarea, el espíritu (o sujeto reflexivo) cuenta con la capacidad de aunar autocreación y autoaniquilación. La poesía de José-Miguel Ullán no se muestra indiferente a un planteamiento como éste. Resulta extremadamente difícil encontrar en sus poemas un lirismo confesional que haga de las experiencias o pensamientos del yo el fundamento de lo tratado. Una situación que se mostraría idéntica si el foco se centrara en una serie de hechos o realidades supuestamente objetivos. Su escritura descansa en una oscilación permanente entre lo propio y lo extraño como estrategia de asedio ante la «imposibilidad y la necesidad de una comunicación completa» (Schlegel, 2009: 49); esa que Schlegel vinculaba a la ironía. Este ejercicio de reflexión en el medio poético no implica, sin embargo, una sumisión total del poema bajo un discurso metaliterario, en sintonía con lo que ciertos programas críticos han querido ver en Ullán, o un concepto simplista de la autonomía del texto artístico. Se trata de una propuesta que va más allá de la pura autoreferencialidad del lenguaje poético o de la pregunta constante por su esencia y limitaciones; la atención está puesta en el vínculo entre la conciencia y su contexto, aunque esa reflexión se haga, de un modo indispensable, en la escritura. Es el medio en el que Ullán elige ejercer el pensamiento y, por consiguiente, la forma (poética en este caso) en la que se da. De ahí que ya la propia estructura de sus libros nos muestre este posicionamiento. La primera sección del volumen Visto y no visto representa un ejercicio de “autolimitación” propiamente romántico. Por un lado, el poeta escribe un «diario» a través de las frases oídas a lo

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largo de diferentes jornadas, las crónicas periodísticas y mercantiles de un periódico fechado en un día cualquiera o mediante la versión de un poema de Czesław Miłosz. Pero, por otro lado, construye sus textos con relación a la palabra de otros escritores, apelando a su propia condición de lector —aspecto sobre el que necesariamente volveremos con posterioridad—. Miguel Casado se ha referido a este doble movimiento de interiorización y exteriorización presente en el libro, aportando además un significativo dato que abre una provechosa línea interpretativa dentro de la perspectiva aquí trabajada. Señala este autor en su «Introducción» a Ardicia que el poema con el que Ullán arranca Visto y no visto «se llamó en alguna versión previa “En teoría”» (Casado, 1994: 119), que es precisamente el título que dio el poeta a la composición que se recogía unas páginas atrás y que, igualmente, iniciaba el libro Órganos dispersos. Si se toman ambos títulos al pie de la letra, como si se tratase de una verdadera declaración de intenciones por parte del autor, los poemas habrán de ser leídos en consonancia con dicha pretensión, es decir, como poéticas o reflexiones acerca de la propia poesía. La confrontación entre uno y otro así parece confirmarlo, pues la idea propuesta viene a coincidir casi por completo: nunca la simple exteriorización de una intimidad trivial logra hacerse poema, si prescinde de su contrapunto objetivo. Por otra parte, se da así la pauta a esa primera sección de Visto y no visto, a ese «diario» que escapa de un biografismo fácil: «No por edificar o escarbar» en la parte más personal del sujeto, lo cotidiano, lo vivencial, se alcanza «al cauce del tacto», es decir, el poema, que debe partir del «gesto de la desgana» que «tan sólo adquiere / quien se amansa de amor en lo aún más ciego: / irremediable cantar». Vuelven a aparecer aquí aquellas metáforas del tacto como escritura y el corazón como órgano perceptivo, situándose, nuevamente, en esa dialéctica entre lo interior y lo exterior y, además, bajo un ambiente de desapego, como el exigido por Schlegel al escritor libre. Así, el poema continúa diciendo que lo ensimismado, lo hecho en soledad «no acierta a desgajarse de veras / como sea // (del buen hender, de la doblez del dicho) // la traición del durar». Será preciso volver sobre estos últimos versos más adelante pero, para comprender de un modo mucho más completo el planteamiento estructural que se extraía como muestra representativa de la manera en que Ullán se sirve de la autolimitación, conviene mencionar algunas de las particularidades con las que el poeta cierra esta primera sección del libro. De todos los textos en los que Ullán entra, dentro de este volumen, en diálogo con diferentes autores es el extenso poema «Pájaros raíces»

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(Ullán, 1993: 87-93), dedicado a José Ángel Valente, donde el yo se expone más abiertamente. En él se apela a un conjunto de imágenes, anécdotas y recuerdos compartidos que reconfigura un espacio ficcional, oscilante entre la realidad evocada a partir de un ambiente concreto y la pura puesta en marcha de la memoria. De ahí que la narración se vea truncada por la sucesión ininterrumpida de tonos, registros, voces y niveles de enunciación. No hay, por tanto, un relato homogéneo de las vivencias y situaciones referidas sino más bien una superposición de planos que impiden la cómoda asimilación del escenario a una única conciencia omnisciente. Y es, precisamente, en una de esas cesuras, que obligan a leer el poema de un modo alterno, donde el sujeto poético afirma (en la primera de las ocho secciones en las que está dividido el texto): «Y, en zozobra, yo escribo: / Reconocerse cansa», para añadir, unas páginas más adelante: «Todavía, un candil. // Reconocerse en la mano. / Reconocerse en el corazón. / Surcar las rayas rojas. Ser llevado a la sombra de la ira, del cuerpo, del delito, de la hoguera. Sentir, al fin, el corazón en mano. / Decirle lentamente (informes, protocolos, perspectivas) adiós». Ullán marca así el propósito de este poema, pero también el de todos los que le han precedido en esta primera parte del volumen Visto y no visto («Reconocerse cansa»), asumiendo además una postura que coincide con la del programa romántico: el yo toma conciencia de sí gracias a la apertura que la escritura le posibilita («Reconocerse en la mano»), pero sólo mediante un proceso que conjuga lo subjetivo («Reconocerse en el corazón») con lo objetivo («Sentir, al fin, el corazón en mano. / Decirle lentamente […] adiós»). Por otra parte, esa figura del candil invita a extender esta poética al conjunto de su obra, pues obviamente remite a aquellos versos con los que este escritor daba inicio a su primera publicación («Amatando el candil / tan en mi hogar. / Y, sin embargo, / cósmico») y desde los que ya se establece cierto parentesco con el interés romántico, y de Schlegel en particular, por unir lo finito (de la realidad) y lo infinito (del sujeto) en la poesía. Ahora bien, a pesar de que se han ido apuntando algunas de las estrategias con las que el poeta trata de llevar a cabo esa tarea de mantener una dialéctica incesante entre lo real y lo ideal, lo exterior y lo interior, lo objetivo y lo subjetivo, aún restaría señalar, de modo más preciso, el procedimiento al que obedecen. Y es aquí donde la ironía romántica o, más concretamente, la ironía schlegeliana ayuda a comprender la querencia de Ullán por situarse no ya entre términos opuestos, sino en la infinita progresión que ello supone: «No avergon-

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zarse de pensar en dos cosas a la vez […] Azorarse. // Concentrarse, vaciarse. […] Colmar una ausencia. Sugerir otra» (Ullán, 1993: 179181). Y es que lo que nos enseña este tipo de proceder irónico es que «mucha de la fuerza del poema [...] procede de la presentación de una contradicción» (Piera, 1993: 41). Continuando con la clave interpretativa que aportaba la coincidencia en el título, «En teoría», de los textos de Ullán señalados, surge una nueva vía de acercamiento a las cuestiones expuestas hasta el momento. Se decía que estos poemas funcionan como una poética, como el conjunto de presupuestos teóricos que sustentan la actividad artística de este escritor. Pero esta fórmula puede ser leída, además, como una intención, la constatación de que ese cúmulo de propósitos aún funciona sólo “en teoría” y que ha de ser reformulado y puesto en práctica una y otra vez. Se trata, entonces, de un proceso, de la aspiración a que lo propio y lo ajeno entren, efectivamente, en un diálogo sin fin. A esto mismo se refería el poeta cuando finalizaba el poema «Se desunen las blancas nubes» —aquel que recibió el título «“En teoría” en una primera versión»— con la defensa «(del buen hender, de la doblez del dicho) // la traición del durar» que se anunciaba en párrafos anteriores. Pues, aquí, «la doblez del dicho» hace alusión tanto a la estrategia seguida por Ullán a lo largo de las páginas de Visto y no visto (y en tantas otras ocasiones) de yuxtaponer la subjetividad y la alteridad, como a la propia equivocidad de lo dicho, del lenguaje. Y esta ambigüedad e interrupción sin límites constituyen el núcleo de lo que el joven F. Schlegel entendía por ironía; recurso con el que el escritor mantiene la obra en perpetuo devenir entre lo subjetivo y lo objetivo, la necesaria corrección del entusiasmo creativo: Remanso Para entenderse y extenderse menos, por poco vertiginoso o justo que le resulte al dueño, quítale tú la voluntad primera a lo que allí se anuda para lo mismo: «Oye lo que no suena». Y para nada más hay tiempo (Ullán, 1994a: 46).

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En su estudio sobre El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, Walter Benjamin distingue dos modos de comprender la ironía de la Frühromantik. Por un lado, habla de una «ironía del material» con la que el poeta se impone sobre el sistema lingüístico —es decir, el material con el que trabaja— y destruye lo ya creado para tomar distancia y potenciar la raíz crítica, o reflexiva, de la obra. Por otro, se refiere a una «ironía de la forma» en la que se cuestiona la aparente unidad de la obra, afirmando así su inevitable fragmentariedad con respecto a la idea de arte general. Con relación a esta última especifica: En esta clase de ironía, que nace de la relación con lo incondicionado, no se trata por tanto de subjetivismo y de juego, sino de asimilación de la obra limitada a lo absoluto, de su plena objetivación al precio de su ruina. Esta forma de la ironía procede del espíritu del arte, no de la voluntad propia del artista. Se entiende por sí mismo que, al igual que la crítica, sólo puede exponerse en la reflexión. Reflexiva es asimismo la ironización del material, pero ésta estriba en una reflexión subjetiva, lúdica, del autor. La ironía del material aniquila a éste, y es negativa y subjetiva; positiva y objetiva en cambio es la ironía de la forma (Benjamin, 2007b: 84-85).

A pesar de que se convocan aquí importantes cuestiones relacionadas con la teoría estética romántica —como el concepto de crítica, de obra artística, de ideal, etc.—, extraigamos solamente algunas ideas aisladas sobre el proceder irónico. Según la exposición benjaminiana, la ironía alberga en sí misma un proceso de afirmación y negación idéntico al que con ella se ejerce, pues, por un lado, la subjetividad del artista se enfrenta a la objetividad de lo creado mediante la ironía del material y, por otro, el carácter singular de toda obra es puesto con relación a la totalidad del arte, gracias a la ironía de la forma. Además, esta discriminación propuesta por Benjamin contribuye a localizar de un modo más preciso los mecanismos con los que el escritor se sirve de la reflexión irónica, ya que, de un lado, esa ironía del material aparece aquí asociada a los juegos, negaciones o arbitrios que el poeta practica sobre el sentido de lo representado y, de otro, la ironía de la forma se vincula con la destrucción de la ilusoria unidad encarnada por la obra. Dos movimientos que Ullán pone a funcionar de un modo simultáneo: El texto figurado de Ullán trabaja, así, con la interacción plurilógica entre el caos sintáctico y la pintura y el dibujo de vanguardia para, desde ahí, proyectar una ironía extrema contra la sociedad disciplinada. La

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poesía, a través de su capacidad para la destrucción de la forma (Méndez Rubio, 2008), muestra de este modo una realidad destruida, o que se reproduce al menos en virtud de la sordidez falsamente amable, meramente oficial, de la autodestrucción (Méndez Rubio, 2009, 22).

«La poesía practica la destrucción», ésta es la sentencia con la que Ullán daba por concluido, en su contraportada, el volumen Maniluvios. Allí mismo escribía «Retablo sin autor. (no anónimo.) Sólo el actor» con el fin de reafirmar una idea de sujeto poético que únicamente adquiere sentido al concebirlo con relación a sus acciones, su producto, lo escrito. No se trata, por tanto, de simple expresión de una interioridad, sino de reflexión del yo a partir de lo creado. Y esa toma de conciencia que el autor ejerce en el medio del arte poseía, de acuerdo con Benjamin, dos momentos o posturas frente a la obra que implicaban bien la destrucción del material, o bien la destrucción de la forma. La ambigüedad como principio y fin De la primera de ellas se han tratado ya algunas muestras en la escritura de José-Miguel Ullán, aunque su relevancia exige un análisis mucho más detenido y particularizado. Quizá, uno de los medios más evidentes con los que este autor niega la autonomía de su material, del lenguaje, sea la descontextualización del discurso ajeno, ya comentada, por otra parte, a propósito del deslizamiento sensorial operado en esta poesía. La violencia ejercida, en Alarma, sobre diferentes documentos ensayísticos o históricos extraídos de su ubicación original revela la voluntad del poeta por manifestar la dependencia que el propio lenguaje mantiene con relación a la actividad creadora del sujeto y a su contexto, y afirmar, con ello, el carácter equívoco de todo contenido lingüístico, dada su condición productiva y no mimética con respecto a lo real. Ciertamente, como sugería Schlegel, la libertad del artista aquí es máxima, tacha a su antojo las frases y palabras que estima prescindibles, dando la sensación así de haberse entregado a una actividad plagada de arbitrio, sólo obediente a su entusiasmo. Sin embargo, esa fuerza creativa infinita encuentra su limitación al exteriorizarse y adoptar una determinada forma escrita. Este sería, entonces, el sentido de la autolimitación romántica que Ullán pone en práctica mediante ese ejercicio de destrucción y que, además, sugiere a modo de sentencia en algunas de las frases surgidas tras el proceso de selección operado en el libro: «La limitación se propone comprobar una mayor amplitud»; «una clara ordenación no supone orde-

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nación»; «todos nacemos de lo negativo la degradación»; «la identidad entre conocimiento y experiencia se revela maldad evidentemente»; «supresión es la acción esencial» o, la que cierra el libro, «el pensamiento se pierde o se destruye al hablar» (Ullán, 1976b: 11, 30, 36, 37, 59 y 68). El objetivo primordial sería, pues, hacer que el material lingüístico crezca hasta lo infinito y que los sentidos vayan aumentando en una progresión sin fin, gracias a la anfibología de la palabra. Por ello, la ironía constituye una apuesta incondicional por la ambigüedad: «ambigüedad renovar la igualdad» (Ullán, 1976b: 66), se lee en otro de los fragmentos. A diferencia de la tradicional ironía retórica o de las propuestas de Solger y Kierkegaard, esta ironía romántica no opera con una serie definida de opciones contrarias sobre las que sea imprescindible efectuar una elección, sino que se sitúa más bien en una indefinición constante, donde lo afirmado y su negación nunca se disuelven en una síntesis o respuesta clara: «la salvación es única consiste en aceptar otras palabras» (Ullán, 1976b: 44). Se trata, por tanto, de una apuesta deliberada por las «palabras anchas» (Ullán, 1965b: 23), aquellas en las que los sentidos se abren a la connotación en lugar de buscar una delimitación e interpretación exacta. Ullán la practica forzando a una lectura indecisa con relación a los cortes o pausas versales de determinadas estrofas, fomentando el sentido múltiple de algunos vocablos o al utilizar la amplificación de ciertos significados mediante la relación entre palabras homófonas. Así, por ejemplo, un poema de Cierra los ojos y abre la boca presenta la figura de un dictador, sin identificar, jugando al golf y jactándose de sus logros, para terminar diciendo «Pero acaso / nunca / podrá la horca / acuchillar tal rocho: / que, golfeando, vuela y vuela / y vuela…» (Ullán, 1970c: 18). Autores como Miguel Casado o Moisés Mori han insistido en el hecho de que todos estos procedimientos de apertura semántica tienen como meta fundamental violentar las exégesis más cómodas para dar entrada a la incertidumbre y el desconcierto —«la ambigüedad irónica de Ullán busca la inseguridad del lector» (Casado, 1985: 299)—, además de descansar en una poética de naturaleza productiva y crítica: «la ambigüedad, tomada ésta como movimiento de doble percepción y no como escape o componenda, sigue siendo un buen instrumento de resistencia», afirmaba Ullán en una entrevista (Otero, 2010: 83). Por eso mismo, el estudio que Mori dedica al libro Acorde no trata de fijar una interpretación de todos esos métodos, sino únicamente mostrar su funcionamiento. El propio Ullán, en una carta a Vicente Rojo (pintor con el que realizó el libro), describía del siguiente modo el trabajo llevado a cabo en Acorde:

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He sometido la palabra amarillo a un estudio anagramático, si no agotador, sí suficiente para mis propósitos; verás la serie de palabras resultantes. Y esas palabras han recibido un comentario breve, espero que bastante neutro, siguiendo procedimientos varios: seudodefinición, sentencia, evocación, analogía, etc. El todo se arma como una especie de aireado diccionario dividido en ocho partes: una para cada letra de las que componen la palabra amarillo2.

De esta forma, el poeta va componiendo una serie de vocablos a partir de la palabra amarillo a los que añade distintos complementos y encuadra en una serie de molduras de naturaleza tipográfica. Además de la evidente estrategia de autolimitación que supone trabajar sobre las restringidas posibilidades facilitadas por un único signo lingüístico (Casado y Mori han señalado en varias ocasiones este uso del «pie forzado» en Ullán), interesa ahora ver los resultados obtenidos por el autor, con relación a ese prurito connotativo. Ya el hecho de que las palabras surgidas del significante a-m-a-r-i-l-l-o se muestren enfrentadas a su comentario o glosa favorece la aparición del conflicto o la pluralidad semántica pues, como el mismo Ullán apuntaba, no hay una correspondencia demasiado estricta entre ellos, más allá de la establecida por el poeta a través de la similitud fonética con otras palabras que le sirven de excusa, el juicio ingenioso o la asociación temática. Una disposición como ésta ahonda en la posibilidad de realizar una lectura «ancha» de los signos que en lugar de ser definidos o descritos de manera unívoca, aparecen más bien cuestionados o interrogados por su pareja. Incluso, en algunas ocasiones, tal conducta viene estimulada desde el comentario mismo: «rima // memoria o veneno» (Ullán, 2008: 195). Aunque, tal vez, la pauta definitoria resida en la propia elección o recomposición de los términos que efectúa el poeta, ya que, por un lado, una gran cantidad de ellos cuenta con una presencia escasa en el uso habitual de la lengua («ál», «alim», «almaro», «aloa», «alomar», «marola», «millo», «molla», «amaro», «ara», «ralo», «rallo», «ramio», «rila», «rolla», «romí», «lama», «lamia», «lar», «limo», «loa», «lora» u «ollar»), y poseen, por otro, un marcado carácter polisémico: «mollar // cualquier dictadura» (Ullán, 2008: 189); califica así ese sistema de gobierno con tres cualidades diferentes que, además, contradicen los atributos que normalmente se le asignan. El planteamiento, por 2

Carta con fecha de 5 de octubre de 1975 y publicada en el catálogo Vicente Rojo. Obra compartida por la Residencia de Estudiantes de Madrid, en 2002.

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tanto, hace evidente el interés del autor por ampliar los vínculos entre significante y significado más allá de la denotación, bajo esa perspectiva que emparentaba ironía y alegoría. Así se hace explícito, por otra parte, en algunos de los enunciados: «limo // para extinguir la certidumbre» (Ullán, 2008: 199) o, el que clausura el libro, «orla // rodea la impureza del signo» (Ullán, 2008: 205).

Figura 6: Acorde, 1978.

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La estructuración bimembre del material, entonces, no busca resolver el conflicto, sino contribuir a su expansión al presentar las dos opciones en el mismo plano: «Una idea es un concepto perfecto y acabado hasta la ironía, una síntesis absoluta de antítesis absolutas, la alternancia que se genera a sí misma constantemente de dos pensamientos en conflicto» (Schlegel, 2009: 84), afirmaba Schlegel en los «Fragmentos del Athenäum». Algo similar puede encontrarse en la edición realizada por la Galería Estampa del libro Doble filo, desarrollado en colaboración con Matías Quetglas. Nos referimos a este volumen, en concreto, y no a su publicación dentro del compendio Manchas nombradas, como en otras ocasiones, justamente porque es en aquél donde más claramente puede apreciarse la propuesta de diálogo ullanesca (a pesar de que también la edición de Editora Nacional muestra los textos “enfrentados”, si bien dispuestos en páginas diferentes). Mediante este título, con clara apuesta por la dilogía, Ullán presenta, en grupos de dos, una serie de poemas o estrofas —aunque aparezcan en distintas páginas existe la posibilidad de leerlo como un único poema— que parecen asumir posiciones antitéticas con respecto a diversos temas. El conjunto viene presidido y clausurado por otro enigmático texto que, en sus últimos versos, parece dar la clave a la lectura: «que no hay más / aquí que allí» (Ullán, 1984: 174), es decir, que todas las posturas tendrán su parte de razón, sin que sea posible asegurar por completo la validez de una sobre otra. Por ello, como se ha encargado de hacer notar Miguel Casado, los versos de cada par de textos permiten ser leídos, además de con la dirección habitual, «moviendo la cabeza como quien ve tenis, para mostrar la sustancia misma del desdoblamiento: nihilismo y deseo, intensa vida y vacío, lejanía escéptica y —pese a todo— creencia» (Casado, 1994: 112). Es así como este poema o poemas apuestan por la ambigüedad, presentando una opción y a su contrario con idéntica fuerza y adoptando, en muchos casos, la forma del diálogo. Este recurso se hace, asimismo, especialmente evidente en ese volumen de Manchas nombradas. La sección «Las cuatro estaciones» aparece organizada como una conversación en la que incluso llegan a plantearse preguntas y respuestas que, a su vez, dan lugar a nuevos interrogantes y contradicciones insuperables: «Todo puede ocurrir […] Todo ha ocurrido» (Ullán, 1984: 142). Por su parte, «El desimaginario» establece igualmente una relación dialógica entre los textos, aunque, esta vez, desde lo que parece un único sujeto enunciativo: «Dicen que el corazón es el freno de la quimera […] Aunque también que el corazón es la espuela de la cordura» y, en el poema inme-

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diatamente posterior, «¿Enmudecer? Tampoco. El poeta reclama espuela y freno» (Ullán, 1984: 25 y 26). La diferencia entre este método irónico y el socrático reside, lógicamente, en que aquí no se trata de alcanzar una verdad última, a través del establecimiento de diferentes síntesis correctas, sino de poner en escena múltiples opciones que, a pesar de su supuesto antagonismo, no llegan a invalidarse: «Alejarse de toda síntesis tribal, reconocible, conscientes como somos de su equivocidad tensa y paródica: Malevitch tatuado por una visión de Fuseli (y va firmado por Beuys)», puede leerse en otro libro posterior (Ullán, 1993: 179). El sentido se va dispersando hasta en las aseveraciones más contundentes, haciendo que la tensión entre las palabras sea el tono dominante. Al respecto, Miguel Casado se ha detenido en el hecho de que una gran cantidad de poemas de José-Miguel Ullán parezcan conversaciones (a veces del sujeto consigo mismo), en las que nunca se alcanza una conclusión, y lo ha relacionado directamente con el planteamiento schlegeliano: pensaba Schlegel que de su origen socrático la ironía había mantenido, en su fondo, el predominio de una forma dialogada y que incluso, cuando se suprimieran las preguntas y las respuestas y se dejara sólo el hilo del pensamiento, «el conjunto seguiría siendo, sin embargo una conversación en que cada respuesta suscita una nueva pregunta, y continúa desplazándose con vivacidad en la corriente alterna del discurso y el contra-discurso, o más bien del pensamiento y el contra-pensamiento». Esta fórmula —«corriente alterna del discurso y el contra-discurso»— expresa de una manera muy precisa lo que estoy intentando señalar en la textura de los poemas de Ullán (Casado, 2011: 150-151).

Estas pautas nos dejan ver que aquella ironía de la forma que Benjamin vinculaba a la destrucción de las estructuras artísticas, guarda cierta relación con este modo de desbaratar el principio de no contradicción, practicar la paradoja y mantener al poeta y a su creación en una superación constante de las limitaciones: «El dulce escalofrío de ser tacto y pared, color y torbellino, gaviota de la espuma, línea erecta, oro y tizne a la vez» (Ullán, 1984: 38), se afirma en otro de los apartados de Manchas nombradas. Por ello, si la ironía del material se practica contra el sujeto, la de la forma se dirige contra la propia obra, a través del cuestionamiento continuo de su unidad. La apuesta por la ambigüedad lingüística situaba a la poesía en un perpetuo devenir que hacía imposible clausurar sus sentidos, manteniéndolos como algo inagotable. Ahora será la parábasis la que asuma esa tarea de expansión y crítica incesante.

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Un discurso disruptivo Se trata, precisamente, de aquella ruptura de la ilusión que se anunciaba con Tieck, A. Schlegel y Jean Paul y que, en el seno de la estética romántica, remite al concepto de obra de arte en general, es decir, a la forma de referir la obra de arte particular al conjunto de la creación artística. No obstante, en este punto, interesa su condición de procedimiento discursivo o recurso vinculado a la autolimitación: el poeta romántico se caracteriza por la conciencia crítica de la limitación y, por lo tanto, de la insuficiencia de toda invención poética singular respecto a la infinita plenitud de la que querría ser expresión. […] La ironía no es otra cosa que el recurso con el que el poeta mantiene su obra en perpetuo devenir, de modo que pueda ser una obra universal y progresiva (Sánchez Meca, 1999: 92).

Y para lograrlo, somete a crítica cualquier estructura estable, negándola y afirmándola de un modo insistente, con el fin de aumentar su capacidad para abarcar la riqueza semántica de lo real. Schlegel calificó la ironía de «bufonería auténticamente trascendental», aunando en esta caracterización tanto su momento subjetivo e infinito de autoposición del sujeto, como el objetivo y limitado de aniquilación, que constituye, «en el exterior, aquella ejecución que presenta el estilo mímico de cualquier buen bufón italiano corriente» (Schlegel, 2009: 35). Por su parte, Paul de Man ha interpretado esta «ejecución» como recurso estilístico con el que el autor rompe la ficción y, por tanto, la apariencia de totalidad de una obra particular. Esta interrupción es lo que, para este teórico, debe entenderse como parábasis —término procedente de la comedia griega—, en la estética romántica, o «desplazamiento en el registro retórico» (De Man, 1998: 251-252). En efecto, esta ironía está vinculada, para Schlegel, a la comedia y, por tanto al humor, que él mismo identificaba en las obras de sus compañeros Tieck o Jean Paul. Sin embargo, su parentesco con lo cómico no debe hacer pensar que se trata únicamente de un recurso humorístico que pone en evidencia el juego de la representación, pues la ironía en Schlegel va más allá, «su auténtica patria» es la filosofía y «constituye la forma de lo paradójico» (Schlegel, 2009: 34 y 36); es una estrategia de pensamiento basada en la contradicción, en la continua superación de momentos opuestos:

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este cambio continuo entre la pertenencia absoluta y el distanciamiento, entre la subsunción completa y el completo alejamiento, es precisamente el movimiento característico de la ironía, cuyo sentido más auténtico reside precisamente en la convicción de que tanto en la producción o en el goce de la obra de arte, como en la reflexión filosófica, no es posible, sin más, fundirse con el objeto, perderse en él, o distanciarse absolutamente de él, como si se observara desde fuera, sino que hay que moverse sin cesar de uno a otro polo, sin que sea posible detenerse en uno u otro (D´Angelo, 1999: 131).

Por eso, Schlegel la alejaba de la ironía socrática y la retórica, afirmando que «en ella todo debe ser broma y todo debe ser serio, todo debe resultar cándidamente sincero y profundamente simulado a la vez» (Schlegel, 2009: 49). La parábasis, entonces, mantiene la obra en suspenso, no resuelve el conflicto como sí haría lo cómico, por ejemplo. De ahí que resulte tremendamente complejo atribuir un significado unívoco a esta ironía de la forma, al igual que ocurría con la ambigüedad cultivada desde la palabra poética. Se trata de un planteamiento que evita clausurar los sentidos y mantiene al sujeto en dialéctica constante con su creación, poniendo cotas a su posicionamiento. Por ello, se exije seriedad y humor a un tiempo y no sólo una seriedad fingida como creía Schopenhauer. Una «constante autoparodia» que las «personas armónicamente banales» no saben cómo interpretar y que hace que «vayan constantemente de la creencia a la desconfianza hasta marearse y acaben tomando en serio lo que es broma y en broma lo que es serio» (Schlegel, 2009: 49). Y es que ese ponerse por encima de lo creado implica desconcierto e inestabilidad de sentidos; algo así como la condición y el peligro de la ironía. Y este riesgo inherente al ejercicio de la ironía se traduce en muchos casos en una interpretación parcial de los planteamientos poéticos que se sirven de ella. El caso de José-Miguel Ullán es paradigmático, en este sentido, pues muchas veces todas esas interrupciones paródicas que aparecen en su poesía han sido leídas como simples burlas que niegan o invalidan los presupuestos que las acompañan. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, estas parábasis, por continuar con la terminología romántica, únicamente están tratando de sumar sentidos y nunca de restringirlos. Si muchos de sus poemas son presentados con acotaciones, paréntesis, comentarios o en forma de diálogo (interior o exterior) es, precisamente, con el objetivo de ahondar en la complejidad y amplificación semántica que se viene trabajando aquí. Se trata, por tanto, de

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una crítica y extrema autoconciencia por parte del sujeto poético de lo limitado de su creación, así como de un intento por trascenderlo. Aquel «conflicto indisoluble entre lo condicionado y lo incondicionado, de la imposibilidad y la necesidad de una comunicación completa» (Schlegel, 2009: 49) que se veía con Schlegel. Existen, obviamente, numerosos casos en los que Ullán hace uso de la parodia más simple, aquella que se apropia de las estructuras ajenas para cuestionar y criticar su validez. Así lo demuestra de un modo explícito en poemas como «Lamentaciones de una muchacha Yanqui a eso de la medianoche» de Un humano poder (Ullán, 1966: 110); «Ofrenda al mejor pie» (Ullán, 1993: 58-59), que termina todos sus versos con la palabra risa, es decir, una epífora (que da el “pie”), para terminar con: «A aquesta tentación que nada implora responde tú lector con la corona del eco venturoso de mi risa», donde la risa puede ser la suya propia o la palabra que ha ido modulando el poema; o en el tantas veces comentado «Para quién se escribe»: Haec aliis maledicta cadant: nos, Delia, amoris exemplum cana simus uterque coma. TlBVLLVS «Sin menoscabar la primacía de la invención, el sustrato anecdótico facilita el descifrado al situar en la diégesis elementos espacio-temporales de fácil identificación.» * (Que palabrotas de esa especie puedan sobre otros caer: nosotros, Delia, aunque canosos, todavía somos modelo de amor mutuo.) (Ullán, 1994a: 119).

Pero, incluso en ocasiones como ésta, existe cierto grado de indeterminación en los textos que impide hacer una lectura precisa, así como atribuirle un carácter antifrástico a la parodia que se acaba de ejemplificar. Por mucho que el poeta se burle de las hermenéuticas más simples

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—justamente las que, como se vio, rechaza—, continúa insistiendo en la necesidad de ejercitar la tarea interpretativa de los textos, sobre todo, de los que son «modelo de amor mutuo», es decir, de los que no agotan nunca su significado: los clásicos. Desde un planteamiento mucho más amplio que el encarnado por la parodia, la digresión introducida a través de la incorporación de discursos ajenos, el cambio de registro o la más drástica traslación del sujeto de la enunciación se presentan como elementos determinantes en el conjunto de la obra de este autor. Se trata, en efecto, de una particularidad rastreable desde sus primeros libros y que evidencia el interés del poeta por evitar la uniformización y simplificación de realidades tremendamente complejas. Así, los poemas agrupan una gran cantidad de tonos y matices, hecho que obliga a interpretarlos como entidades interdependientes pero no subsumidas bajo un sentido totalizador o excluyente: Órganos dispersos, titulaba Ullán uno de sus últimos libros, sobre el que afirmaba: «Es una dispersión organizada. Es decir, se asienta en el respeto afectuoso hacia cada forma particular de errancia […] la forma más natural y sosegada de organizar lo disperso […] sin desfigurar lo diferenciado de cada proceder, de cada órgano» (Ortega, 2000: 11). Nos encontramos, por tanto, ante una postura muy similar a aquella que Friedrich Schlegel mantenía con respecto a la poesía moderna, a la que calificaba de química, en clara oposición a la naturaleza orgánica de la Antigüedad (Schlegel, 2009: 179-180). Dentro de esa amplia producción y usos de lo que aquí se ha definido como parábasis destacan algunos de los volúmenes del autor, como el propio Órganos dispersos, el ya comentado Manchas nombradas, Abecedario en Brinkmann, Maniluvios o Mortaja. A este último libro pertenece el poema «Parada y fonda» (Ullán, 1970b: 25-27), donde se condensaban no sólo muchos de los núcleos temáticos de la primera poesía de Ullán, sino también algunas obsesiones que le acompañarán a lo largo de toda su escritura. En efecto, éste es un texto que trata del exilio; del rechazo al lugar de procedencia y la contradictoria desazón que esto conlleva. Un poema que se pregunta por esos lazos que mantienen a la persona unida a un origen —«Fidelidad, ¿qué alientas?»—, entre la esperanza y el desconsuelo o la renuncia. En él, se crea un ambiente de tristeza, nostalgia, indignación, rabia, etc., que lejos de gobernar la propuesta en su totalidad, queda roto por algunas interrupciones o desdoblamientos de conciencia: «(Madre, si no es molestia, mándeme / una bola de sebo conejero y un paquete / más bien mediano de algodón en rama)» o «(Y Manolo

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Escobar cantará ahora para finalizar esta emisión…)». Es como si la honda reflexión del poema, donde un sujeto se debate entre la resignación y la esperanza, desde un punto de vista general, se viese truncada por las circunstancias más prosaicas, quizá las más genuinas y vinculadas al origen; y a veces las más políticas. Incluso, esa profunda introspección es interrumpida por el chiste o la burla: «Dicen que, mancha de aceite célebre —pura de oliva, / espero—, / un temblor solidario vierte España, que las aulas / vibran al ritmo de la mina, / que…». Se evidencian en este mismo poema esas dos vertientes de la ruptura del flujo discursivo pues, por un lado, aparece aquí aquella interrupción más amplia, la que persigue mantener la obra abierta y en conflicto y, por otro, la acotación cómica, en la que la postura adoptada por el sujeto de la enunciación se muestra firme y fácilmente reconocible. Por otra parte, el planteamiento se complica si, tal y como ocurre con este poema, no sólo se produce un cambio de posturas dentro del mismo texto, sino que éste se extiende a otras composiciones o, incluso, a otros libros. Así, en Maniluvios —libro publicado dos años después que Mortaja—, puede leerse: «Y es necesaria la fidelidad: / claws, carapaces, skulss […] claws, carapaces, skulss… Su baba / debo aceptar —leyenda y faro. (¡Oh límites / del infinito!) Necesaria eres, fidelidad» (Ullán, 1972: 44). Sin embargo, tampoco gracias a esta contestación se interrumpe el progreso semántico de la creación, ya que de nuevo ese oxímoron —que suspende la enunciación (¡Oh límites / del infinito!)— pone en cuestión toda certeza en la lectura. Una indeterminación a la que contribuyen los extraños vocablos referidos y a los que no es posible otorgar ningún significado preciso en castellano3. Se trata de un libro en el que la ambigüedad léxica y los quiebros de la sintaxis asumen todo el peso de la propuesta estética del autor, centrada, aquí, en desestabilizar cualquier orden impuesto y tenido por inalterable, como el poder eclesiástico, militar, política, de la costumbre y la doble moral, contra los que se dirige el impulso irónico de estas páginas: «inteligencia no me des jamás el nombre exacto de las cosas p / orque el enlabio se enniñece oh sí» (Ullán, 1972: 30). En este sentido, el volumen Maniluvios presenta un particular empleo de la 3

Suponiendo que se tratara de una errata y la palabra «skulss» fuera, en realidad, «skulls», este enunciado correspondería al final de la segunda estrofa del poema «Relic», de Ted Hughes, donde se lee: «This is the sea’s achievement; with shells, / Vertebrae, claws, carapaces, skulls»; publicado en el volumen Lupercal, dentro de los Collected Poems, en la edición de 2003 de Faber and Faber.

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fractura discursiva a través del anacoluto, que aquí se muestra como un procedimiento que supera la tradicional figura retórica. Mucho más evidente en las dos primeras secciones del libro y de presencia muy desigual en el resto, este modo de desestructurar las lógicas narrativas del poema adquiere en los textos de Maniluvios una condición extremadamente radical, pues tanto la unidad de la frase como la del sintagma se ven sometidas a un ejercicio de disgregación, incluso de desaparición, insistente: porque el abrazo ha sido consumado l a bocanada del hogar tarol ligas oja les cascabeles lábaro tocan a espada s pochas ánades tintas y perpetuas o ran como la nube en vano en vano en vano capa la jaula si garganta aleve encima di de qué perjurio el índice ni ser ni no ser sólo pira potable d ona nosbis pacem o pie dormido la ale villa el cieno lanquam li jorn son l onc en may chis chis faltan leales a lelíes campos de deshonor burbujas u na cencerra vengativa y ronca la qui etud del jeme la escupitina añil los diez nudos nimbados la pajiza fecha del feto el corazón la escarcha y lo s niños que nunca pujarán MAGNIFICAT (Ullán, 1972: 18).

Se convocan en este punto otros mecanismos lingüísticos muy trabajados por Ullán (enumeración, cita, yuxtaposición o montaje), a los que necesariamente habrá que volver después, pero interesa ahora detenerse en este proceso de interrupción verbal. Miguel Casado ha entendido este modo de dislocar el discurso como una contestación crítica a otra clase de imposiciones estructurales efectuadas sobre la actividad poética (rima, isosilabismo, temáticas, etc.). Por ello no se trata, simplemente, de que el poeta someta el lenguaje a todo tipo de caprichos y arbitrios subjetivistas (como se decía de la ironía romántica), sino que la cuestión de fondo descansa en la necesidad de mostrar la volubilidad de aquellos modelos tenidos por verdaderos y seguros, para poder avanzar y sugerir nuevas perspectivas: «Las verdades supremas de cualquier clase son completamente triviales, y por eso mismo nada resulta más nece-

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sario que expresarlas siempre de una forma nueva y, en la medida de lo posible, siempre más paradójica, para que no se olvide que siguen ahí y que jamás pueden ser expresadas del todo» (Schlegel, 2009: 227). De ahí que el movimiento no se detenga en la pura destrucción o negación perpetua como se señalaba con Kierkegaard, pues tanto Schlegel como Ullán son muy conscientes de que «resulta tan letal para el espíritu tener un sistema como no tener ninguno. Así pues, probablemente tendrá que optar por combinar ambas cosas» (Schlegel, 2009: 69). Por su parte, el poeta escenifica esta misma consideración en uno de esos volúmenes que se anunciaban como paradigmáticos a la hora de comprender este tipo de ironía estructural: Abecedario en Brinkmann [Figura 7]. Este libro, que se presenta como particular ejercicio de comentario a una obra pictórica, a medio camino entre la narración y la prosa crítica, comienza con una advertencia similar: «Amenaza de todo abecedario: su necesidad. Aquí termina. […] Amenaza de todo abecedario: su inutilidad. Aquí empieza» (Ullán, 1977b: 5). Y, tras esta aclaración, el texto aparece articulado en función de las diferentes letras del abecedario, que van dando pie a los diversos fragmentos desde los que supuestamente se aborda la pintura de Brinkmann. Se trata, en efecto, de una escritura elusiva en la que aquello que a primera vista podría considerarse su tema u objeto, queda desplazado por una serie de historias independientes, sentencias o simples asociaciones léxicas y/o tipográficas. De este modo, la estructura generada por el abecedario aporta el sistema que, a su vez, es cuestionado por la tropelía de los asuntos tratados. Todo ello representa «una de las más típicas argucias de la ironía, mantener un discurso y paralelamente observarlo desde una distancia, para relativizarlo, para declararse irresponsable, para no asumirlo ni —tampoco— condenarlo» (Casado, 1994: 86). El distanciamiento, además, se hace evidente en el carácter de los propios textos, a menudo formulados como diálogos entre distintos personajes que asumen el desarrollo del discurso. La figura del autor sólo aparecerá para interrumpir esta colección de historias e interpelar al lector. Así ocurre, por ejemplo, en los fragmentos que siguen a las letras V, Z, o en el que acompaña a la G: G Ganas le faltan, ya lo sé. Pero siga leyendo, sin hacer preguntas. ¿Qué cual es la relación entre…? Escriba al consultorio de «Lib». Un tono de melancólica resignación en su mirada no logrará disimular que tras estos fragmentos usted sospecha que se halla escondida una red en la

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Figura 7: Abecedario en Brinkmann, 1977.

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que todos, pintor y cantor, abecedario y escolares, estamos enredados, que nos apiña a todos, pero que a la vez nos hace cada vez más extraños unos a otros —una conspiración (Ullán, 1977b: 10-11).

Este tipo de inflexiones constituyen una estrategia tremendamente recurrente en la escritura de Ullán, que a menudo adoptan la forma de la acotación «aunque los dos sepamos / a veces ser opacos y a veces transparentes (—¡Nos ha jodido!) / o jaspeados» (Ullán, 1994a: 96). Pero también la tantas veces señalada incursión de los discursos ajenos, incluso, conservando el idioma de origen, como ejemplarmente muestra el volumen Maniluvios. Nos encontramos, pues, ante una escritura poética que se sirve del recurso irónico para que sus límites léxico-formales se expandan lo máximo posible y eviten, de ese modo, la clausura del sentido y el movimiento dialéctico entre la interioridad y exterioridad del autor. Una poética que, si bien no coincide por completo, sí guarda una estrecha relación con las teorías schlegelianas sobre la literatura y, en particular, sobre la ironía, y que nos ha servido aquí para discernir de forma más completa algunas de las prácticas discursivas ullanescas. Todos estos mecanismos empleados para el fomento de la alusión, la connotación, la ambivalencia y la apertura han sido puestos en entredicho por buena parte de los estudios literarios que, tras el primer romanticismo alemán, han investigado la práctica irónica. Lo que hasta ahora se ha visto como deseo de violentar las exégesis más cómodas del poema, en el caso de Ullán, va a encontrar una marcada oposición en buena parte de la Crítica y la Teoría literaria internacional contemporánea, que no aceptará mantener tales espacios de indeterminación en la literatura. Tras esa larga etapa de reflexión filosófica en torno al origen, valor y función de la ironía, la especulación teórica de mediados y finales del siglo xx se centrará más bien en aquellos indicadores lingüísticos (verbales y no verbales) que evidencian la presencia de este fenómeno. Por tanto, lo esencial en estos nuevos enfoques no será determinar la naturaleza de la ironía, sino lograr establecer unos criterios estables para su correcto reconocimiento e interpretación. Así lo han hecho el New Criticism y autores como Cleanth Brooks, Wayne C. Booth o Douglas C. Muecke. Sin embargo, esta pretensión de la Crítica y la Teoría literaria de poner límites a la ironía contrasta notablemente con el programa estético de Ullán. El problema, entonces, residiría en que muchos de los que se han interesado por el estudio de la ironía dentro del género poético, o bien han manejado un concepto excesivamente restrictivo del término

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que limitaba a la sátira o la burla el uso de la ironía en poesía, o bien han empleado un concepto demasiado difuso como para que éste aportara algo realmente al análisis. Y es en este punto donde los planteamientos de la Frühromantik y la Estética contribuyen a cubrir algunas de las insuficiencias que tanto el enfoque puramente retórico o el pragmático de los estudios sobre la ironía demuestran a la hora de examinar su ejercicio en la escritura poética. Se abre así la posibilidad de comprender “lo irónico” no ya como simple figura estilística, sino más bien en tanto que actitud y método de trabajo en poesía. No cabe duda de que gran parte de los usos irónicos manejados por este autor superan la simple inversión de sentidos. Pero también, es evidente que la voluntad del autor —si es que acaso debamos tenerla en cuenta— apuesta abiertamente por la inestabilidad semántica: Alguien que, contra todo pronóstico, se dedica, durante un mes, a apostar a ciegas y sin cesar, aunque en verdad lo haga por algo muy concreto: las obsesiones del rumor social; sus mecanismos para determinar por cualquier medio que, contra toda evidencia, «la vida sigue». Y, claro está, al echarle una mano a lo que flota, se ha de apostar igual por algo mucho menos concreto: sus fuentes y sus resonancias en el desdecir personal, en lo escrito «de golpe de vista y porrazo», visto y oído, quién sabe si para entretenerse hasta donde fuera posible o si para pensar «en otra cosa» o en nada. Hay juegos que no acaban de descubrirse: son en su ambigüedad. Pero negar esa doble afirmación, que es a lo que a ratos se aspira, sigue siendo un intento nuevo de afirmarse en otro vacío, de probar de palabra a hacerse a una u otra idea, incluida la de perderse en todos los sentidos. A ver si, de esta forma, se resigna lo equívoco a desbordarse donde primero debe. En el límite de cada raya, de cada nueva negación de otros deberes o tributos capaces de romper el simple juego de dejarse llevar a otro lugar para matar a conciencia el tiempo (Ullán, 2004: 224).

Cabe pensar entonces en un tipo de ironías, como la que reclama y practica Ullán en este último fragmento, cuyo objetivo principal es el de «perderse en todos los sentidos», lograr mantener ese estado de irresolución desde el que ir abriendo incesantes vías de exploración. La existencia de dos o más sentidos en conflicto no implica, en ningún caso, una valoración negativa de la situación planteada por el texto, sino que, más bien, contribuye a la riqueza semántica inherente al hecho literario, ajeno al principio de no contradicción.

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Una apuesta por la irresolución del conflicto

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Se trata de esos otros aspectos irónicos en los que los programas literarios se ven desbordados, en favor de una consideración inestable de la poesía. Por eso, la aplicación de un adjetivo como el de “irónica” al conjunto de la escritura y concepción poética de José-Miguel Ullán, remite tanto a una pluralidad de recursos lingüísticos, con los que fomentar la irresolución del texto y su amplitud semántica, como a la idea sobre lo poético que ahí subyace. Comprender la ironía ullanesca significa también penetrar en las bases de su pensamiento literario: indeterminación lingüística frente a una poesía de la palabra exacta, subversión discursiva de las lógicas consuetudinarias o dialéctica constante entre lo objetivo y lo subjetivo y, en otro nivel, escritura y vida. Tras ser preguntado acerca de la perplejidad que sus libros —parcos en anécdotas, aun menos biográficas, según el entrevistador— producían en la crítica y el público en general respondía el poeta: Seguimos deseando respuestas que contribuyan a nuestro reposo, cuando la poesía tiende naturalmente a la interrogación, a nombrar lo efímero, a vislumbrar amargamente su sinrazón, a prolongar la muerte… La palabra no nos libera de la nada e incluso la bondad que en ella depositamos puede disimular la inteligencia. Mi poesía, al menos, carece de toda pretensión redentora; si se sabe medio, no sabe, en cambio donde radica su utilidad. Examinando los problemas de tipo social, económico y político, a veces pienso que la misión de la poesía es puramente negativa frente a todas nuestras pobres armas cotidianas. El arte, finalmente, a lo mejor es sólo eso: el rechazo subversivo, el enarbolamiento de lo esteril ante la fiebre constructora de las ideologías. […] el poeta debe aspirar siempre a la unión dialéctica entre la transformación del lenguaje y la transformación revolucionaria. […] —El poema debe ahogar la usanza, redactar nuevas herejías, atizar el silencio perdido… —¿Para lograr qué? —La destrucción de toda certidumbre (Chao, 1972: 45).

Y es, precisamente, en esta «destrucción de toda certidumbre», donde encajan buena parte de las estrategias discursivas analizadas aquí. Aunque un autocuestionamiento constante de los sentidos, como éste, no debe confundirse con el relativismo que ciertos autores le achacaban a la ironía. Es el mismo proceso de búsqueda y formación de sentidos el que asume todo el interés del trabajo literario, y no sus resultados: «Necesidad durable. Borrador perpetuo» se demandaba en las páginas

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finales de Visto y no visto (Ullán, 1993: 180). Por tanto, debemos atender a esos otros mecanismos de objeción formal y expansión semántica con los que Ullán ejercita su escritura y teoría poética.

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Esta caracterización de la poética ullanesca como irónica nos ha permitido ir enunciando una serie de rasgos presentes en su escritura que se materializaban en procedimientos de interrupción discursiva, fomento de la ambigüedad semántica y apertura a la dialogía. En otros análisis previos anunciábamos, también, ciertos mecanismos con los que el poeta trataba de evitar las clausuras y momentos de totalización en el poema: las enumeraciones caóticas o acumulaciones de planos; el fragmentarismo de la mayor parte de sus textos; la ausencia de linealidad en las posibles narraciones incluidas en algunos poemas; la inclusión de signos, símbolos o imágenes ajenas al discurrir de las grafías; etc. Sin embargo, todavía no nos hemos referido, con cierto detenimiento, a algunas de las obras en las que estas y otras estrategias lingüísticas de marcado carácter inestable se muestran de un modo fundamental. Nos queda rastrear estas formas disruptivas en aquellos libros o textos que más radicalmente asumen la tarea de desestabilizar el orden comúnmente asumido. Así, De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, Soldadesca y determinados trabajos con otros artistas o calificados de “experimentales” van a tener, ahora, un papel protagonista.

CONTRA EL CONTRA QUE LAS AMAMANTA En una reseña publicada el 17 de abril de 1979 en El Adelanto de Salamanca, el poeta Aníbal Núñez titulaba su lectura de Soldadesca del siguiente modo: «Ullán, un nuevo texto» (1979: 3). Con ello, el salmantino dejaba entrever, ya desde el comienzo, la compleja adscripción de ese «texto» a cualquiera de los géneros o subgéneros literarios tradicionales. En efecto, Soldadesca, que a menudo aparece englobado bajo el rótulo de “Narrativa”, constituye un inusual dispositivo de escritura en el que se mezclan diferentes y muy diversos recursos discursivos, especialmente vinculados a la narración pero también a la forma en que José-Miguel Ullán trabaja su poesía: la acumulación de estratos

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semánticos, la yuxtaposición sintagmática, la transposición y transcripción de materiales con procedencia diversa y muy heterogéneos, la ausencia de linealidad expositiva, el empleo de localismos, arcaísmos, coloquialismos o la dispersión del sujeto enunciativo. De este modo, podría hablarse de un texto en el que lo narrado se ve continuamente interrumpido o truncado por la fuerza de las asociaciones lingüísticas, que tratan de develar el sustrato ideológico del lenguaje. No hay, pues, trama que no sea la del propio lenguaje: ni modalización, temporalización o espacialización componen la estructura, ya que ninguno de estos mecanismos ayuda al lector a aproximarse a la historia. Así lo señalaba, por otra parte, Juan Goytisolo en su comentario a este libro: «Soldadesca sin nombre y sin rostro, entre la que inútilmente buscaríamos un héroe individualizado, identificable: el único héroe del libro es realmente el lenguaje» (1985: 100). Contribuye a promocionar esta despersonalización el hecho de que aquí el discurso sea enunciado por múltiples personas y desde muy diversos modos verbales, sin llegar nunca a saber cuál es el motivo por el que se producen tales cambios de modalización. Incluso los agentes objeto del enunciado varían sin que para ello haya un desarrollo previo: empinó la bota por la rejilla de peral resbalan el quepis y el misal todo desconsoladamente turulato glotis sobada y gorda sal que no se diga chaval y abandonó el bozal absolutorio descendiendo inspirado hasta la del recluta maravilla a la que silenció sumariamente de puntillas ahora bien crestudo casi empuercándose los pies pardiez y así fue sorprendido el veinticinco al alba quién disparó no sé pero qué estás mirando soplamocos la reconquista to mejor chitón que no me arañes y tú llegaste aquí por puñetera casualidad y si no llego eh oyen los tres tilín la esquila lírica del capellán agáchate ennobleció el maravedí y el granujilla sonrió entre dientes lo que acabamos de hocicar mas también podríamos rehumedecer este sillón de orín quietito chisss […] (Ullán, 1979: 32).

En este sentido, y siguiendo la conocida distinción entre fábula y trama, los motivos aquí presentados no asumen una ordenación causal, tampoco modal, ni espaciotemporal, que permita hacer una lectura lógica. No obstante, esto no implica que el texto carezca de organización, sino simplemente que ésta se encuentra más vinculada a las asociaciones lingüísticas que a los principios de la narración. Por ello, pese a la presencia de marcadores temporales o espaciales, así como de diversos

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modos de enunciación, el texto no posee un argumento definido sobre el tema que trata: una profunda crítica al ejército y los tabúes sexuales, así como a la naturalización de las ideologías autoritarias que subyace tras el tratamiento lingüístico de esas realidades: El lenguaje oficial, inflado ahora de retórica castrense, la divertida digresión sobre el placer sexual desarrollada en prosa marxista-economicista, los intermedios reflexivos, el aceleramiento como diarreico, entran a formar parte de la textura lingüística junto al periodo clásico, la sencillez lírica o la parodia de la cursilería neo-modernista; surcado siempre de elementos de pastiche, el carácter fuertemente personal del discurso está sostenido en el intenso trabajo léxico (Casado, 1994: 61).

Entonces, más allá de la formulación definitiva de una categoría literaria a la que vincular el libro, nos interesa ahora resaltar su carácter aperturista y el empeño de su autor por escapar a las lógicas discursivas habituales. Es decir, el modo en que Ullán busca la mencionada destrucción de lo consuetudinario con el fin de, por un lado, evidenciar de forma paródica la carga ideológica de determinados lenguajes y, por otro, señalar la artificialidad del discurso literario a través de un texto que se resiste firmemente a un tipo de lectura cómoda y placentera. Un planteamiento que el autor resumía en aquel aviso —«el arte, finalmente, a lo mejor es sólo eso: el rechazo subversivo, el enarbolamiento de lo esteril ante la fiebre constructora de las ideologías»— que cerraba nuestro anterior capítulo. Los mecanismos que pone en juego para ello son variados y, como se decía, cercanos a los que el autor maneja en aquellos textos clasificados, de un modo habitual, como poesía. Así, por un lado, este escrito presenta un ritmo agitado e irregular, en muchos momentos basado en el trabajo sintagmático, que tiende a aumentar la velocidad del discurso según avanza su desarrollo. Las pausas adquieren cierto grado de indeterminación y ambigüedad que contribuye a fomentar la incertidumbre del lector ante el texto. Es la falta de signos de puntuación, la ausencia de marcas gráficas que determinen una jerarquía de lo escrito, la que permite modular los elementos que componen el texto desde otras perspectivas no partícipes de la sintaxis y la semántica convencional. De nuevo, Miguel Casado ha subrayado el modo en que Ullán se sirve de este «efecto de continuidad» proporcionado por la ausencia de puntuación, precisamente, para destacar la variedad de usos lingüísticos que

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admite la lengua: «Con él se resalta —a través de lo lineal de la escritura, de lo inevitablemente sucesivo— lo híbrido del habla, el contacto entre los elementos más disímiles» (Casado, 2008: 21). Y es ese «contacto entre los elementos más disímiles» el que, a su vez, anima otro de los propósitos del libro. Así, si desde el punto de vista sintáctico la yuxtaposición de esos núcleos gramaticales desataba una estructura compositiva en la que se ponían en relación una serie de componentes muy diversos entre sí, que además no llegaban a formalizarse en oración, en el plano semántico el funcionamiento del texto será similar y estará en plena conexión con el anteriormente descrito. De este modo, a lo largo de las páginas de Soldadesca, Ullán enfrenta la rigidez del léxico militar o eclesiástico a la desinhibición y espontaneidad de un vocabulario sexual y, en muchas ocasiones, homosexual que rescata al cuerpo de su secuestro discursivo y muestra una masculinidad alternativa: mezclábanse acordes y ululatos de rizado signo hasta que asomó el recluta moro repitiendo fiat voluntas tua avanza contempló la neblina entre sus piernas frita el botín y ancla sus labios los del otro a la rendija pronto elefantina saca la lengua mucho incrédula que en breve presionó empavorecida y trémula luego enclaustrada alisó mallas dunas y jura zumo y lealtad el mercenario aplazará el diluvio (Ullán, 1979: 56-57).

Este último léxico entra a formar parte, a su vez, de un nuevo juego dialéctico al verse sometido al campo semántico de la economía o la teoría marxista, promoviendo con ello otro choque entre las ideologías subyacentes a cada discurso. Son éstas las ocasiones en las que aquel procedimiento de yuxtaposición o concatenación sintagmática se relaja, dando lugar a la aparición de fragmentos de texto más coherentes y cohesionados, aunque no por eso menos extraños. Se forman, de este modo, entre la verborreica cadena de asociaciones presente en el resto del escrito, verdaderos alegatos de crítica o en defensa (el tono paródico impide realizar una interpretación definitiva) de la temática expuesta: y yo no las dejaba brigadier pero otro hermano aficionado éste a la economía caminaba con tijeruelas por collar se fue acercando al proverbial otero y tras tumbarse sobre la nubla yerba gritoles santamente la división manufacturera del placer arguye la autoridad absoluta del gozador sobre seres transformados en simples miembros de un mecanismo que les pertenece la división del placer pone frente a frente a

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amantes que no conocen más autoridad que la de la competencia ni otra fuerza que la que ejercen sus intereses recíprocos y esa conciencia burguesa que preconiza la división manufacturera del placer es decir la condenación perpetua del amante a una operación de detalle y su subordinación absoluta al gozador o a la gozadora levanta el grito y se indigna cuando se habla de intervención de reglamentación de organización del meteisaca denuncia toda tentativa de ese género como un ataque contra los derechos de la propiedad de la libertad de la intimidad ésa es la madre del cordero queréis pues convertir el amor en una fábrica (Ullán, 1979: 39-40).

Con este extracto queda planteado, de forma muy evidente, uno de los más importantes núcleos semánticos sobre los que planea el texto, a saber, el poder. En efecto, se trata de una exposición en la que con una jerga muy vinculada al marxismo se describen las relaciones de dominación presentes no sólo en el ámbito de lo económico, sino también en el sexual o corporal, y todo ello enmarcado en otro contexto sumamente autoritario como es el militar. Se conjugan, aquí, por otra parte, aquellos dos propósitos del autor referidos unas páginas atrás. Además de llamar la atención sobre la carga ideológica de determinados usos del lenguaje, hay en este libro un deseo de desnaturalización de este último, puesto en marcha a través de los diferentes mecanismos de interrupción de la lectura a los que se ha ido haciendo mención. Parecería entonces que también el texto ejerce una maniobra de control —como las practicadas por ciertas ideologías— sobre el lector. Éste sufre, así, un proceso de privación y dominio, semejante al tematizado en el fragmento que se acaba de rescatar, en el que su ansia por experimentar el placer de la lectura se ve continuamente frustrada. Es sometido, de este modo, a la lógica del discurso y su voluntad de reconstruir una trama, reconocer los personajes que desarrollan la acción, distinguir un argumento, etc., es administrada y regulada en función de unos intereses completamente desvinculados de los suyos. El concepto de ideología representa, casi de forma paradigmática, una de esas nociones sobre las que el sentido dado por diferentes teóricos, corrientes de pensamiento o el simple uso vulgar del término nunca parece coincidir, llegando incluso a ser planteado de un modo antagónico. Desde las concepciones más clásicas que la definen como una «falsa conciencia», hasta otras de signo eminentemente pragmático en las que la palabra ideología sirve para describir las formas de pensamiento social dominante, todas ellas terminan por restringir el sentido de este con-

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cepto a un espacio en el que no resulta posible englobar las diferentes facetas en las que ese conjunto de ideas y prácticas tienen lugar. Lejos de pretender establecer aquí una delimitación precisa del mismo, nos interesa más bien subrayar la fuerte dependencia que mantienen ideología y lenguaje, hecho que, por otra parte, ha llevado a algunos filósofos a reemplazar el uso de aquélla por la noción de «discurso» o «formación discursiva» (Foucault, 2009: 241). No obstante esto último —que podría significar la propia disolución de los límites de lo ideológico—, trataremos de plantear la cuestión desde una perspectiva que vea en la ideología un asunto de discurso, más que de lenguaje, para evitar de este modo caer en la idea, un tanto difusa, de que todo acto comunicativo conlleva un acto ideológico, independientemente de su contexto. Siguiendo en este punto a Terry Eagleton, se trata de soslayar, además, tanto los usos idealistas del término (tal sería el caso del joven Marx) como los que reducen la ideología a una simple práctica social (Althusser en algunos momentos), al aceptar la existencia de: un término medio entre concebir la ideología como ideas sin cuerpo y concebirla como una cuestión de pautas conductuales. Consiste en concebir la ideología como un fenómeno discursivo o semiótico. Con esto se subraya a la vez su materialidad (pues los signos son entidades materiales) y se conserva el sentido que tiene que ver esencialmente con significados. Hablar de signos y discursos es algo inherentemente social y práctico, mientras que términos como «conciencia» son restos de una tradición de pensamiento idealista (Eagleton, 1997: 244).

Teniendo en cuenta que el objeto de estudio analizado en estas páginas pertenece, obviamente, a ese espacio, es decir, que se trata de un fenómeno discursivo (en este caso, de discurso literario), adoptar la perspectiva indicada por Eagleton, nos servirá como método adecuado para calibrar las implicaciones de lo ideológico y su tratamiento lingüístico en los propósitos estéticos de nuestro autor. La fiebre constructora de las ideologías La mayoría de las teorías o investigaciones dedicadas a la comprensión de los vínculos existentes entre lenguaje e ideología comenzaron a cobrar especial relevancia a comienzos del siglo xx. Dentro del campo de trabajo más estrictamente relacionado con la literatura, la figura de Voloshinov —autor integrado en el círculo de Bajtín o, según afirman

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ciertos especialistas, el propio Bajtín enmascarado bajo el nombre de su colaborador— destaca por el influjo de sus propuestas. En El marxismo y la filosofía del lenguaje, este Voloshinov-Bajtín aportará un determinante enfoque social al problema, instituyendo con ello las bases de muchos de los acercamientos semióticos posteriores, quizá junto a los Estudios Culturales clásicos una de las formas de análisis que más se han preocupado de este vínculo. En un plano teórico muy cercano al de la semiología, y relacionada en sus inicios al estructuralismo francés, se inscribe la labor desarrollada por los miembros y colaboradores de Tel Quel, revista editada por Seuil, desde comienzos de la década de los sesenta hasta mediados de los años ochenta, en París. Para muchos de los integrantes de lo que se ha dado en llamar el «espacio Tel Quel», la ideología, presente en todo discurso, sería la encargada de actuar como mecanismo de coerción sobre la arbitrariedad y libertad del lenguaje. Entre los enfoques planteados dentro de esta formación, uno de los más cercanos a Ullán es el de Philippe Sollers, escritor y teórico a quien el poeta español dedicó, además de innumerables lecturas, diversos acercamientos en actividades tales como un programa de radio en torno a su novela Lois y una entrevista para televisión1. Sobre ese mismo texto de Sollers, Barthes escribió que allí «todo está atacado, deconstruido: los edificios ideológicos, las solidaridades intelectuales, la separación de los idiomas e incluso la sagrada armazón de la sintaxis» (1993: 16), una descripción que, en función de lo expuesto, bien podría aplicarse a esta Soldadesca de Ullán, así como a muchos de sus poemarios, donde los límites se volvían completamente porosos. 1

Entre los dispersos guiones de radio conservados, en el archivo personal del autor, de la época radiofónica de Ullán, se encuentra uno dedicado a la novela Lois, de Phillipe Sollers, y destinado a realizar un paralelismo entre ésta y El Anti-Edipo de Deleuze. A pesar de que el documento no está fechado, el año de publicación de la novela, 1972, podría dar un indicio sobre la fecha de su emisión, ya que encajaría dentro del intervalo temporal descrito por el resto de guiones sí datados (entre el 3 de noviembre de 1969 y el 29 de marzo de 1972), así como con el periodo en el que Ullán trabajó para la ORTF. También existen otras menciones a Sollers, en otros guiones, como en el dedicado a la figura de Francis Ponge. Por su parte, la entrevista televisada con Sollers (emplazada en el programa «Imágenes» de Paloma Chamorro para RTVE), y a falta de un registro más fiable, podría haber sido emitida en el mes de diciembre del año 1978, tal y como menciona Baltasar Porcel en un artículo publicado por esas fechas en el periódico La Vanguardia (cf. Baltasar Porcel, «El gran símbolo de Babel», La Vanguardia, Barcelona, 22 de diciembre de 1978, p. 6).

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El punto de vista de Philippe Sollers acerca de las relaciones entre lenguaje e ideología queda bien resumido en el «Programa» con el que el autor daba inicio a la compilación de textos recogidos en La escritura y la experiencia de los límites. Encabezado por una cita de Lenin, con la que el programa aparece ya desde el comienzo plenamente contextualizado en una metodología materialista —«Historia del pensamiento, ¿historia del lenguaje?»—, el texto apela a la necesidad de reformular el estudio —y concepto— de lo literario como respuesta, por un lado, a la existencia de un conjunto de prácticas escriturales no asimilables a la tradicional noción de literatura y, por otro, a la constatación de que la exclusión de tales textos (que no pertenecen únicamente al momento actual) del sistema literario tiene un origen ideológico. Así se refiere al objeto de este nuevo trabajo práctico-teórico: «Este campo histórico es discontinuo y pone al día, en primer lugar, las exclusiones de las que “la historia de la literatura” ha hecho y continúa haciendo su provecho ideológico» (Sollers, 1978: 9). Si bien esta última idea no constituye un planteamiento demasiado novedoso dentro del ámbito de las investigaciones literarias, lo que sí resulta más original es la concepción textual de Sollers. No obstante, retomando la cuestión de la ideología perseguida aquí lo interesante en este punto es que el autor parece querer vincularla a esas formas de naturalización y convencionalización que se mencionaban a propósito de las estrategias ullanescas. Así, Sollers, tras referirse a los puntos o textos que han logrado escapar a la «pseudocontinuidad» de lo literario (entendido como discurso establecido o institución), especifica que «la normalidad del discurso está considerada como necesidad de una defensa (ideológica) por relación a esos puntos cuya función está explicada y definida históricamente» (Sollers, 1978: 10). De este modo, el autor localiza la función ideológica del lenguaje en esas defensas discursivas que los ejercicios de normalización aplican sobre lo real y, con ello, sobre las producciones textuales de la historia de nuestra cultura. Para Sollers, no se trataría tanto de desterrar lo ideológico, por entender que tal conjunto de prácticas e ideas se corresponde, únicamente, con una concepción errónea e interesada del mundo, en consonancia con cierto pensamiento idealista. Por el contrario, la tarea de esa nueva praxis teórica mantiene como objetivo fundamental desenmascarar esa supuesta ausencia de mediación entre escritura y realidad. Una tarea que no deja de recordar a la reclamada por el Lukács de Problemas del realismo. Entonces, en el caso concreto de la literatura, el logro de muchos escritores de la ruptura, como denomina Sollers a

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Sade, Mallarmé o Artaud, es haber explicitado y hecho presente la carga ideológica del discurso, a través de la reflexividad que, según los autores del grupo Tel Quel, caracteriza a lo literario. En palabras del propio Sollers, esta escritura textual (práctica y teórica al tiempo) no es un lenguaje sino, a cada momento, destrucción de un lenguaje; que, en el interior de una lengua, atraviesa esta lengua y le da una función de lenguas […] La escritura textual, excluida por definición del «presente» (cuya función es la de desconocerla), constituye precisamente la historia —y la puesta al desnudo ideológica diferida de ese presente (1978: 12-13).

Si unas páginas atrás se recordaba el modo en que Ullán presentaba su volumen Maniluvios —«La poesía practica la destrucción»—, ahora, con Soldadesca, ese mismo gesto destructor aparece al comienzo del libro en forma de «Aviso de lo que debe el lector hacer para consigo mismo». En un tono abiertamente satírico, el poeta hace explícito el objetivo del volumen e invita, con ello, a que sus lectores participen del mismo proceso crítico en el que se va a empeñar: La crítica lingüística no se separa de la crítica sociopolítica, al contrario, responden a una misma voluntad polémica e interrogante. La destrucción de la Poesía que Ullán persigue da un paso más en Soldadesca (1979), que […] trabaja con la interacción plurilógica entre el caos y la pintura y el dibujo de vanguardia […] para, desde ahí, proyectar una ironía extrema contra la militarización de la sociedad y el individuo (Méndez Rubio, 2008: 97-98).

Por un lado, el poeta presenta, en ese «Aviso», al texto como: «Un himno virtual contra toda fanfarria, contra su sombra y contra las victorias pendientes dentrambas. Contra la prehistoria, la historia y la historieta —épica o lírica, engolillada o neotérica— y contra el contra que las amamanta. Déjate, en fin, de historias» (Ullán, 1979: 11). Con tal declaración de intenciones, el libro parece situarse en una posición similar a la que Sollers destacaba a propósito de la escritura textual, ya que ese «contra» que apunta hacia la historia debe ser entendido como un rechazo a los discursos que la normalizan, desproblematizando sus procesos de formación y legitimación («el contra que las amamanta»), es decir, se trata de un cuestionamiento de aquellas narraciones y construcciones discursivas, en apariencia, desinteresadas y de progreso

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natural a través, precisamente, de un «discurso virtual»: el literario. El paródico «déjate, en fin, de historias» viene, por tanto, a resaltar que la recusación no se dirige contra el indiscutible sustrato histórico de nuestro presente, sino más bien —y es su uso en plural el que lo muestra más evidente— en oposición a los relatos encubridores y de normalización. Pero, por otro lado, Ullán advierte de que ni él mismo, ni el propio lector, podrán situarse en un espacio de acción indiferente a tales prácticas. De este modo, el autor no se posiciona en un lugar privilegiado desde el que denunciar la “falsa conciencia” de los otros. Tampoco se dirige a un supuesto interlocutor cómplice y libre de toda vinculación con esos usos del lenguaje. No es posible realizar, por tanto, una descarga de responsabilidad en favor de grupos antagónicos, ya que no existe un afuera desmarcado por completo de la convencionalización operada por el discurso y las normas sociales. La única opción, como se veía con Sollers, será entonces la de señalar dichas derivas. Así concluye este primer aviso al lector: Pero tampoco he podido yo contravenir a la orden natural. Y así ¿qué podía engendrar el desertor, apátrida y disoluto ingenio mío sino las actas de una guerra civil sempiterna en la que las tramposas palabras estacan jovialmente su lasciva traición? Escupid en corro, la consecuencia es justa (Ullán, 1979: 12).

El rechazo subversivo La estrategia escritural de Ullán no busca —como aquel «contra» parecía sugerir— borrar la historia, sino más bien hacerla presente y «estacar» el peso que los diferentes acontecimientos, decisiones y normas tienen sobre el lenguaje. Así, en lugar de una simple e ingenua destrucción de todo sistema, el objetivo reside en su apertura y puesta al descubierto, tal como defendían las palabras de Sollers con relación a la práctica textual. Desde el punto de vista del teórico francés, este procedimiento casi genealógico de los textos adquiere mayor sentido al analizarlo desde las categorías de «genotexto» y «fenotexto». Estas dos nociones, formuladas por la compañera de Sollers, Julia Kristeva, se encuadran dentro de lo que la autora ha dado en llamar «semanálisis»: estudio que trata de llevar a la semiótica más allá del análisis del signo y la significación y acercarla al de la significancia, es decir, al de los modos de producción de los primeros (Kristeva, 2001: 27). Vinculada a esa idea de reflexivi-

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dad de los textos, la noción de «genotexto» trata de nombrar un tipo de escritura que hace memoria de su propia formación textual, de los pasos que llevan del signo y la significación a la significancia. Por decirlo de otro modo: si el «fenotexto» se presenta como discurso acabado, cerrado y actual, la aparición del «genotexto» en aquél intenta hacer presentes las condiciones que podrían haberlo llevado a surgir como «fenotexto» o texto vigente. Así lo recalca Kristeva en su Semiótica: Si el trabajo significativo opera constantemente en la línea de basculación del fenotexto al genotexto y viceversa, la especificidad textual reside en el hecho de que es una traducción del genotexto al fenotexto, detectable en la lectura por la apertura del fenotexto al genotexto. En otros términos […], analizar una producción significativa como textual equivaldría a demostrar cómo se manifiesta en el fenotexto el proceso de generación del sistema significativo. Sería considerada como textual toda práctica significativa que realiza a todos los niveles del fenotexto (en su significante y su significado) el proceso de generación del sistema significativo que afirma (1981: 98).

El «fenotexto», según Kristeva, disimula su construcción en tanto que discurso, mientras que la práctica textual en la que se busca evidenciar el paso del «genotexto» al «fenotexto» —y su análisis se está centrando aquí en la novela Nombres de Philippe Sollers— acaba con la idea de neutralidad asociada a la verosimilitud literaria. De este modo, si de acuerdo a las investigaciones de Kristeva y Sollers son este tipo de producciones significativas, que escenifican su propia generación como estructura lingüística, las que asumen la condición de texto, frente a otras categorizaciones tradicionales, no parece en ningún caso impreciso el título dado por Aníbal Núñez al libro de José-Miguel Ullán. Toda la cadena de asociaciones y saltos gramaticales de Soldadesca vendrían a subrayar o poner al desnudo el proceso de formación del texto. Así, la historia, el tema o los contenidos del libro existen como producciones discursivas y no como exposición inmediata de una realidad dada. En lugar de recurrir a una presentación naturalista, los diferentes discursos puestos en juego, con sus elecciones lingüístico-ideológicas, ponen en evidencia la imposibilidad de escapar a tales sistemas, al tiempo que muestran las vías desde las que transgredirlos. La escritura no pretende disimular el artificio del lenguaje sino que los choques entre unas y otras hablas lo hagan patente:

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le empujó con cólera y echándole encima de lo lindo piedras acabó enseguida con sus cacareos y a esquilar marchóse comedianta diáfana yo no quiero títeres rimadores lógicos y menos chispas experimentales a lo sumo zorra una epopeya impía de vuestro nuestro guerrear perenne cantando todo charlatanamente raro de chunga demasiada ojito pero sin orden nuevo ni concierto en la dijo el marido a la atrevida agria agustina de la caqui selva a par aquí lugar rebuscarruídos prestamente ninguna pausa (Ullán, 1979: 19-20).

Ahora bien, no se busca poner aquí en marcha un simple juego con el lenguaje o el puro ingenio literario: «yo no quiero títeres rimadores lógicos y menos chispas experimentales»; es la vertiente más esteticista de lo literario, sin embargo, la que se pone en duda. El objetivo recae, por el contrario, en mostrar cómo cualquier uso lingüístico, enmarcado dentro de un contexto político, social o económico, puede adquirir un fuerte valor ideológico, en función de las elecciones realizadas por los hablantes. Y la estrategia del autor para que todo ello adquiera presencia clara consiste en hacer aflorar esa situación mediante la confrontación de discursos disímiles y fuertemente connotados. Gracias a ello se explican igualmente otras decisiones tomadas por Ullán en esta Soldadesca y que, como ejemplifica el análisis de su poesía que se ha ido desarrollando hasta aquí, resultan ya muy familiares para sus lectores. Así, el texto se abre con una cita en ningún caso gratuita de Garcilaso de la Vega, cuyos sentidos se ven ampliamente dilatados, gracias a esta nueva ubicación. Con este «Allá dentro en lo fondo está un mancebo / de laurel coronado, y en la mano / un palo propio, como yo, de acebo» entra en escena, por un lado, el viejo tópico literario de “las armas y las letras”, encarnado aquí por el poeta-soldado toledano. Pero, por otro, se da inicio igualmente a toda esa serie de vínculos inesperados entre el lenguaje castrense (con su explícito carácter autoritario) y el sexual, que actúa de este modo como supuesta válvula de escape a la dominación ejercida por el primero, pero que, como ha tratado de exponerse, asume lógicas de poder muy similares, las cuales son asimismo destacadas en el texto gracias al uso del lenguaje económico, clasicista o eclesiástico. Nos encontramos, por ello, ante un doble efecto de significación, producto tanto de la remisión a una amplia tradición literaria —puesta en entredicho a lo largo del libro por medio del pastiche—, como de los nuevos sentidos adquiridos a través de la misma descontextualización que propicia la cita.

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Y son este tipo de prácticas, muy cercanas al montaje o el collage textual, las que en buena medida caracterizan la poética de José-Miguel Ullán. La inclusión de extractos de habla ajenos, bien sea de forma tan obvia como en éste y otros casos de alusión o cita directa, o bien a través de la yuxtaposición de voces o fragmentos de discurso, determina de forma muy clara el trabajo y la estética del autor. Algunos de los rasgos que mejor definen esta poesía —ambigüedad, heterogeneidad formal, anticonvencionalismo, etc.— vienen, en efecto, propiciados por procedimientos como los que se acaban de mencionar. Así, el final de Soldadesca aporta, desde el punto de vista compositivo, pero también semántico, un nuevo contrapunto tanto a la apertura del propio libro (con esta cita de Garcilaso y el «Aviso de lo que debe el lector hacer para consigo mismo» comentado) como a su desarrollo. Tras una penúltima reapropiación del lenguaje militar, con una no menos rígida estrofa organizada en ocho grupos de tercetos —«1 2 1 2 1 2 1 2 // 1 2 1 2 1 2 1 2 // m a a r q u e n»—, Ullán termina con otro «Aviso concluyente para un mismo propósito». En él, el poeta va intercalando, sin respetar el orden original, fragmentos muy próximos entre sí del libro Guía de pecadores de Fray Luis de Granada, con algunas modificaciones que trastocan por completo el sentido primario del texto y ofrecen ciertos indicios sobre cómo interpretar determinadas afirmaciones de Soldadesca. Así, por ejemplo, donde Luis de Granada dice «Del fiel matrimonio el fruto es la continencia», Ullán afirma «Del fiel matrimonio el fruto es la guerra»; o la determinante frase final, «Mas las palabras del cantor quien no las cree no las entiende», que en la Guía hacían referencia a Dios: «Las palabras de Dios quien no las cree no las entiende» (De Granada, 1995: 530). Por otra parte, esta última atribución del «Aviso» remite, de nuevo, al inicio del libro, en el que también Fray Luis de Granada propicia el título de la primera advertencia ya que —muy en sintonía con el género—, una de las partes de la Guía, en concreto, el capítulo XV de la segunda parte del Libro Segundo, aparece bajo el rótulo de «De lo que debe el hombre hacer para consigo mismo» (De Granada, 1995: 425448). La reapropiación no sólo de los modos discursivos más diversos y cargados de ideología, como se veía unas líneas atrás, sino también la de la misma escritura de otros autores, contribuye a tergiversar y, por tanto, a dar nueva fuerza denotativa a las significaciones que la costumbre ha ido normalizando como expresión fija o, más drásticamente, vaciando de contenido. Se crea así, además, un nuevo juego alrededor del contradiscurso o subversión textual elaborada por Ullán, al tomar justamente

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como marco una obra que, habiendo sido concebida como censura contra los vicios o desvíos morales de la “naturaleza” del hombre, fue a su vez censurada por la Inquisición, paradigma institucional de la defensa en favor de la normalidad y estabilidad conductual y lingüística.

LA ESCRITURA DE LA LECTURA Los versos de Fray Luis de Granada servirán también a Ullán para abrir otro de sus libros en el que, de un modo más decisivo, la reapropiación, reinserción o transformación de la palabra ajena actúan como motor organizativo del texto y pauta de escritura / lectura. El volumen De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, publicado tres años antes que Soldadesca pero escrito en un lapso temporal muy similar y, al igual que el anterior, dentro del contexto parisino2, constituye la prueba más evidente del manejo y puesta en práctica de tales procedimientos transpositivos en la poética ullanesca. Si en otros volúmenes del poeta, como Mortaja, Maniluvios, Frases, Alarma o, de forma más obvia, Visto y no visto, la inclusión de extractos pertenecientes a obras de otros escritores, la transcripción de hablas o el rescate de titulares y noticias periodísticas, con su incorporación al desarrollo del texto —por mencionar sólo algunos casos— determinaban de manera fundamental el tratamiento que Ullán le da al poema, en este De un caminante enfermo… el poeta basa, prácticamente, todo su léxico, estructura, material de trabajo y pauta formal en lo impropio. Se trata de llevar a la composición aquel «escribir la lectura», y su lógica asociativa, que Barthes vinculaba al texto crítico (Barthes, 2009: 39-43). Leer y perturbar Como ocurría en Soldadesca, también aquí la cita de Fray Luis de Granada que enmarca el libro, y que nuevamente pertenece a la Guía de

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En sus ediciones originales, ambos presentan una nota final en la que se hace constar el lugar y la fecha en la que fueron terminados. Así, De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado concluye con una última advertencia, a la que necesariamente habrá de volverse con posterioridad, fechada en Viroflay (cantón francés donde residía Ullán) el año 1973 y Soldadesca, por su parte, cierra el «Aviso concluyente para un mismo propósito» con la siguiente indicación: «Viroflay. Julio. 1974».

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pecadores, adquiere una importancia que traspasa la simple filiación o simpatía hacia la estética de otro autor, o el sentido de su expresión. En ella, igual que en el «Aviso» del volumen recién mencionado, autor y lector aúnan sus caminos y parecen ser invitados a enfrentarse al lenguaje, y a lo literario, con un propósito y conducta similar: «Y así has de presuponer que no eres aquí llamado a fiestas, a juegos, a pasatiempos, sino a embrazar el escudo y vestir el arnés y tomar la lanza para pelear» (De Granada, 1995: 358). Si en Soldadesca la lectura de carácter más confortable se veía interrumpida por la insistente ausencia de linealidad, desarrollos coherentes de la trama y relaciones causa-efecto entre los motivos, sometiendo así al lector a un control similar al perseguido por ciertas actividades discursivas, en De un caminante enfermo… también la organización del texto ahondará en un tipo de experiencia lectora extrema y al margen de la habitual. Por ello, ambos volúmenes vuelven a situarse en aquella caracterización de lo textual presentada con Sollers y que otro teórico, muy vinculado al círculo del primero así como a José-Miguel Ullán, quiso analizar desde el punto de vista de la recepción o la lectura. Se trata, evidentemente, de Roland Barthes, habitual colaborador de Tel Quel y escritor de referencia para nuestro poeta. Aunque presente en buena parte de su labor ensayística, y propiciado en gran medida gracias a la noción de texto desarrollada por Barthes, en contraposición a la de obra-cerrada (Barthes, 2001; 2002b: 137-154; 2009: 74-120), el rescate de este tercer vértice que articula el triángulo autor-obra-lector, aparece de modo insistente en su volumen El placer del texto. Desde esta obra, se accede a un análisis de la actividad literaria, articulado ahora a partir de su experimentación (tanto la del crítico, como más enfáticamente la del simple lector), que reivindica aquella radicalidad y ausencia de confort mencionados a propósito de De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado. Son dos, en este sentido, las nociones que inundan esta obra de Barthes: la de «placer» y la de «goce». Lejos de establecer una clara distinción entre ellas, el autor deja que se entrecrucen, fundan y complementen, advirtiendo que entre ambas «habrá siempre un margen de indecisión» (Barthes, 1993: 11). A partir de ahí, Barthes procura identificar no sólo los atributos de los textos de placer y de goce, sino también dos regímenes de lectura distintos, pero susceptibles de ser superpuestos: uno, el del placer, ejercería una actividad irrespetuosa con el texto, ya que lo recorre bajo la expectativa de llegar a una supuesta certeza oculta, que le lleva, entre otras cosas, a saltar la anécdota. Se trata de una lectura que

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resulta excitante si se alberga la esperanza de conocer el “secreto” velado por el texto y, por ello, está sometida a su temporalidad. El otro, sin embargo, se demora en el discurso, no busca el advenimiento de una verdad, sino que se interesa por la superposición de varias realidades. De ahí que la lectura se centre en el enunciado mismo y no en la suma temporal de enunciados. Por su parte, la diferencia entre el “texto de placer” y el de “goce” queda resumida del siguiente modo: Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una practica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje (Barthes, 1993: 25).

Con ello, Barthes, en lugar de proponer una separación radical entre los atributos asignados a cada clase de texto y la pauta de lectura que puedan generar, hace que los rasgos de aquéllos dependan de su actualización y, así, de la recíproca relación generada entre sujeto y objeto. Por eso, la existencia de estos dos tipos de textos está plenamente sometida a la aparición del sujeto, al lector, que en función de sus intereses y deseos conseguirá acceder a una experiencia en la que cohabiten la identificación de su cultura y la destrucción de ésta, manteniendo así en su campo de actuación al placer y al goce simultáneamente y, con ello, abarcando cualquier tipo de significancia. Este sujeto, que el autor imaginaba en las primeras páginas de su libro en una «Babel feliz», es un individuo dos veces escindido, que disfruta a un tiempo de «su yo (ese es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (ese es su goce)» (Barthes, 1993: 25). Al preguntarse por estas diferencias de placer y goce, Barthes sopesa la posibilidad de que, entre ambos, exista una relación cuantitativa, es decir, que el placer sea un goce reducido, debilitado, aceptado, conciliado, y el goce un placer intenso, brutal e inmediato. Con ello, pone sobre la mesa dos modos de entender la historia de nuestra modernidad estética. Así, si se acepta que entre goce y placer la distinción es de grado, el goce se convertiría en el desarrollo lógico del texto de placer, de la misma manera que, en ciertos ámbitos, las Vanguardias históricas son entendidas como forma progresiva de la cultura anterior. Pero si, por el contrario, se piensa que el placer y el goce son deseos no ya contrarios,

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sino simultáneos o paralelos, su relación deja de producir una síntesis y se caracteriza más bien por una dialéctica sin clausura. Lo que interesa a Barthes, entonces, es comprender cómo un texto, inserto en el orden del lenguaje, es capaz de escapar de la guerra por la verdad del lenguaje, de comunicar todas las hablas posibles, sin refugiarse en ninguna de ellas. En la misma línea descrita con Kristeva y Sollers, el texto no posee, de acuerdo con Barthes, una acepción ideológica precisa, ya que en él se desborda —a través de un «trabajo progresivo de extenuación»— toda «unidad moral» exigida por la sociedad (Barthes, 1993: 50-51). Por tanto, el placer del texto [comprendiendo este término, a falta de otro mejor, la coexistencia de placer y goce (Barthes, 1993: 33)] reside en la ausencia de una única voz que lo sustente, de una institución, de finalidad; en que puede llevar hasta la contradicción su propia categoría discursiva, al no situarse dentro de ninguna referencia sociolingüística predeterminada; y, sobre todo, en que «puede, si lo desea, atacar las estructuras canónicas de la lengua misma […] el léxico […] la sintaxis» (Barthes, 1993: 51). Gracias a todo ello, se hace parte del lenguaje y no un lenguaje, como ocurriría para Barthes con las hablas ideológicas. Sería equivocado, en este punto, pensar que el placer del texto descrito por este autor se encuentra al margen de toda ideología. Muy por el contrario lo que se reivindica aquí es la posibilidad de que en el texto, a modo de claroscuro, cohabiten lo particular de un habla y la subversión de ésta, es decir, que el lenguaje adquiera peso en toda su capacidad semántica. En un sentido estricto, el reclamo que se presenta es el de la polisemia de la palabra literaria. Por eso, si la existencia de textos de placer y de goce dependía de su actualización lectora, Barthes defiende el hecho de que un mismo texto pueda proporcionar placer y goce al tiempo o, por expresarlo en otros términos, que sea la afirmación de una cultura, una ideología concreta, un sociolecto, y una objeción a todo ello. Así, en plena sintonía con los planteamientos de Kristeva y Sollers, afirma que «el placer del texto sería irreductible a su funcionamiento gramatical (feno-textual)» (Barthes, 1993: 39) y que necesita, por tanto, cierto grado de transgresión. Si con Soldadesca se veía cómo el texto trata de hacer patente su proceso de gestación, el modo en que se construye, para evitar así la hipostatización de sus componentes, con De un caminante enfermo… se logra acceder a un estado de conciencia similar gracias a la simultaneidad, en términos barthesianos, de placer y goce. El lector de este último podrá reconocer en él parte de la tradición literaria en la que se inscribe,

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elementos de la actualidad social y mediática de su contexto más próximo o, incluso, diferentes imágenes pertenecientes al repertorio cultural popular y de masas. No obstante, esta experiencia afirmativa será puesta en crisis a través de continuos saltos temáticos y estructurales, que obligarán a su receptor a enfrentarse y cuestionar todo ese conjunto de normas, certidumbres y pautas de identificación. De este modo, la experiencia estética resultante no se constituye como mera contemplación y autocomplacencia (a diferencia de lo que podrían sugerir, en un primer momento, las ideas de placer y goce) del sujeto, sino que termina por representar una lucha entre la estabilidad y la indeterminación del lenguaje. Por eso mismo, Ullán advertía al comienzo del texto que quien se acercara al mismo no iba a encontrar palabras de satisfacción y ocio y, en cambio, exhortaba a «tomar la lanza para pelear». De este modo, la lectura del libro adquiere el régimen de contienda entre el placer y el goce de su puesta en práctica. Miguel Casado ha relacionado esta invitación —tomada por Ullán del dominico— con una de las afirmaciones que resulta posible entresacar de la masa lingüística que De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado presenta casi al final de la edición, a modo de borrador o boceto de la génesis y composición del libro: «Contra la inspiración. Insistir carácter lectura (muerte) y no escritura ([…] vida)» (Ullán, 1976a: 89). Para el crítico, esta anotación ayuda a comprender de forma muy clara el sentido y funcionamiento de la poética ullanesca, que frente a la creación apuesta por lo que Casado llama, en manifiesta alusión a Duchamp, poesía encontrada: el libro es un mecanismo de lectura y montaje, circunstancia de una experiencia personal y contingente en el cruce de los lenguajes. No hay nacimiento de un lenguaje-yo, sino sólo un efímero decidirse para seguir una de las historias potenciales, para trazar un itinerario argumental cualquiera. Escribir es leer. Y leer el poeta no es muy distinto de leer el lector: a éste se le vuelve a presentar la materia lingüística híbrida, sólo a veces sesgada, y puede volver a elegir (Casado, 1994: 52).

A esta misma idea contribuye la pequeña declaración con la que Ullán decide cerrar el libro, titulada «Esto es», y en la que puede leerse: «Sobre los labios áridos de las castálidas el comensal de propio puño y garabato quiso acepillar reproducir y censurar la pompa diente por diente» (Ullán, 1976: 91). Por tanto, como vamos a tratar de mostrar,

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el entusiasmo de las musas es puesto en entredicho mediante un ejercicio de expurgación que irá entresacando de la elocuencia propia a lo consabido nuevas líneas de lectura y sentido. La idea de creación deja espacio, entonces, a la de producción. Como se veía a propósito de las tesis de Barthes sobre los textos de placer y goce, el objetivo del poeta es hacer hablar y confrontar las hablas, es decir, a las distintas actualizaciones del sistema lingüístico: «concebir al poeta más como quien lee de modo personal las palabras previamente dadas que como quien crea», ya que «no hay una palabra creada por el poeta, sino una palabra que, por un momento, en inestable devenir, hace suya, consigue hacer que se oiga, entre el ensordecido o resonante murmullo social» (Casado, 2008: 8-20). Se mezclan y ponen en conflicto, por tanto, el habla individual de un sujeto anónimo —y de difícil equiparación a la tradicional idea de autor—, con los usos dados al lenguaje por determinados colectivos sociales, haciendo así imposible la separación entre idiolecto y sociolecto (en sintonía con aquél ser parte del lenguaje y no un lenguaje del que hablaba Barthes). La palabra, como apunta Casado, no queda reducida a un único yo que se expresa a través de la lengua, sino que más bien se extiende hasta un lector —Ullán— que hace decir al lenguaje. A diferencia de lo planteado en otros volúmenes, donde la escucha se constituye en tanto que actividad germinal de la escritura, aquí es la lectura quien asume la tarea de producción textual. No se trata, ni mucho menos, del único libro en el que el poeta practica un procedimiento similar o idéntico a éste. Así, por ejemplo, dentro del volumen Funeral mal, el libro Adoración cuenta entre sus páginas con varios poemas en los que distintos enunciados del Cántico de San Juan de la Cruz alientan la composición de una nueva estructura gráfica que, en su edición original, simulaba los característicos huecos y la organización espacial de las figuras realizadas por Chillida, que acompañan a los textos [Figura 8]. Un tipo de simbiosis muy recurrente en los trabajos del escritor y a la que, por otra parte, nos referiremos más adelante. El poeta va intercalando sus versos con los formulados a partir de la «Declaración» de San Juan, de tal modo que cada escrito interrumpe al anterior, sin ningún tipo de indicación que aclare o dé indicios sobre el proceso de apropiación al que la mitad de ellos obedece. Por otra parte, esos nuevos poemas, que resultan de la intervención ullanesca sobre el libro de San Juan, van adquiriendo, a medida que avanza el desarrollo del texto, un grado de descomposición tan elevado con respecto al escrito originario, que además de no permitir reconocer el Cántico, hacen prácticamente

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imposible su lectura —más allá de algunos sintagmas y vocablos dispersos—. Sería esto una versión radicalizada de aquellos textos de placer y goce comentados, donde a la más o menos plácida lectura de los poemas que no utilizan la obra de Juan de la Cruz como material de escritura, se opone lo impracticable del resto de las composiciones y su destrucción como texto de referencia. A pesar de que los primeros se presenten bajo esa estructura que Miguel Casado denominara “cajas de prosa”, los cortes de sílabas no impedirán, en ningún caso, completar el proceso de lectura. Sin embargo, los segundos terminarán por fragmentar y redistribuir los comentarios de San Juan hasta el punto de cancelar cualquier tipo de actividad lectora coherente y comprehensiva. Con ello, Ullán plasma de forma escrita su propio proceso de lectura e interpretación del poeta místico, en este caso, además, bajo el influjo de la obra de Chillida. Años más tarde, el propio Ullán insistirá en esta tríada dentro del poema «O, dicho de otro modo, Chillida», incluido en Visto y no visto: «Amasa los añicos, los fragmentos, las esencias, las ínsulas extrañas, todo aquello que puede palpitar en el tibio desierto de una mano tendida. […] Ira desvanecida. Adoración» (Ullán, 1993: 103-104).

Figura 8: Adoración, 1978.

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Túa Blesa ha señalado, a propósito de Alarma —en el que, como ya se ha visto, la reapropiación de la escritura del otro se presenta de un modo muy evidente—, la estrecha relación que estas intervenciones de Ullán sobre la palabra ajena guardan con la idea de ilegibilidad. Lo que aquí se ha tratado en tanto que incapacidad para completar el proceso de lectura es, para Blesa, el atributo fundamental de Alarma, donde los tachones realizados por el poeta, sobre la página impresa, únicamente permiten rescatar algunas palabras del texto manipulado, que ahora formarán nuevas frases o grupos sintagmáticos con un valor completamente diferente al que poseían en origen. En sintonía con “lo ilegible” derridiano afirma Blesa: «lo relevante no es tanto lo que todavía es posible llegar a leer, sino precisamente lo contrario: la ilegibilidad de gran parte del texto y, por tanto, la del texto mismo, lo que, llevado al extremo que reclama, dice la ilegibilidad de la escritura en general» (2011: 31). Con un planteamiento similar al del rechazo de entender la lectura como un ejercicio de desciframiento, insiste Blesa en la importancia que, para la poética ullanesca, posee su propia actividad lectora, en tanto que invitación a participar de un proceso similar. Por ello si, como se veía con Barthes y, en cierto modo, con Sollers y Kristeva, la apertura hacia la noción de texto trae consigo nuevos regimenes de lectura, también el autor asumirá en tal transformación un nuevo rol como lector. No se trata, únicamente, de que ahora el lector adquiera un papel protagonista en la producción significativa del texto, en sintonía con lo reivindicado por ciertas estéticas de la recepción, así como por el propio Barthes, sino de que también el escritor haga explícitos sus actos de lectura. Expresado en palabras del pensador francés: «la subversión continua de la relación entre la escritura y la lectura» (Barthes, 2002b: 153). De este modo, en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado —al que volveremos a continuación—, en Adoración o Alarma, el Ullán lector se presenta como elemento indispensable en la configuración de los textos. También dentro de Funeral mal, otras formas subversivas de entender las relaciones entre el leer y el escribir aparecen, igualmente, en Asedio y Anular. En el primero, un soneto clásico preside el conjunto de textos intervenidos que, en colaboración con Antonio Saura para la edición original, Ullán va desplegando a lo largo del libro. Se trata de una nueva composición generada a partir de algunas partes de Soldadesca y un relato en francés de Mostesquieu, manipulado por el poeta, que nuevamente impiden una lectura progresiva al ser tachados y presentados de forma descontextualizada. Por su parte, Anular represen-

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ta uno de los volúmenes en los que quizá la colaboración efectiva entre poeta y artista, Antoni Tàpies en este caso, sea más genuina, tal y como tendremos ocasión de comprobar. Tomando como punto de inicio una carta que la Sociedad Constitucional de Madrid envía a la Sociedad Patriótica Literaria de Lisboa en agosto de 1922, el poeta inserta, a lo largo del espacio creado por la reproducción del texto apropiado, dieciséis versos endecasílabos que terminan formando una serie de cuartetos con evidente talante clásico. Miguel Casado ha establecido un vínculo temático entre ambos volúmenes, al evidenciar precisamente una nueva alusión a la obra de otro autor, Fray Luis de León, realizada por Ullán en Anular: El acróstico de Anular dice: «del no durable mando» y ese lema fraylusiano se aborda con tono satírico, como en la otra cara de Asedio. El poema se acoge al marco del «de contemptu mundi» y ese menosprecio de las cosas conduce a una mortaja como bandera de humildad; la geografía sitúa panfletariamente esta farsa cuaresmal «donde boñiga rojigualda impera» (1994: 82).

Si hasta aquí las operaciones del Ullán lector se han centrado en aquellos textos vinculados a la tradición literaria (a excepción de Alarma y, en cierto sentido, Anular), un análisis que, además, podría extenderse hasta otros libros en los que, de forma dispersa, el poeta emplea versos de Francis Ponge (Mortaja), fragmentos escritos por Edmond Jabès (Maniluvios), innumerables citas, etc., existe de igual modo una tendencia muy evidente hacia la utilización de otro tipo de discursos y la apropiación de la palabra escrita. Se trata, lógicamente, de un recurso ya mencionado a propósito de Alarma o Mortaja, pero que indudablemente adquiere en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado una relevancia mucho mayor y que, además, volverá a hacerse presente en libros posteriores como Visto y no visto y, especialmente, en el texto «Hortense, Trouvée». Fragmentación y montaje En efecto, De un caminante enfermo… aúna esos dos registros de lectura hasta ahora comentados. Así, por un lado, el texto abre sus páginas con una cita de Fray Luis de Granada, pero también toma como pauta de escritura el soneto de Góngora que, por otra parte, da título al conjunto

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del volumen ullanesco. En su edición original de 1976, publicada por Alberto Corazón con un cuidado diseño para la colección Visor, el libro adjuntaba una octavilla de papel gualdo, en la que se reproducía el soneto completo de Luis de Góngora, con una indicación final señalando su procedencia y autoría. Pero, por otro lado, a la estructura textual que aporta la composición gongorina, Ullán suma todo un entramado de discursos, hablas, registros o voces, de muy diversa procedencia y, por lo general, ajenos a la tradición literaria. De este modo, el poeta conjuga su apropiación y actualización del soneto gongorino, el que da la forma, con la ejecutada sobre los titulares de la prensa, las enunciaciones de evidente carácter coloquial, otros discursos escritos con origen muy desigual, noticias periodísticas, etc., que aportan el material. La estructura generada por Ullán en estas páginas se formula, entonces, a través del inconfundible patrón del soneto y, en concreto, del mencionado poema gongorino, aunque pervirtiendo algunas de sus características. No obstante, la plantilla estrófica de este tipo de composiciones no es la única fórmula escritural que adopta el poeta. También los elementos léxicos y formales desplegados por el escritor cordobés encontrarán su espacio en el libro y servirán, igualmente, para modelar esta lectura-escritura: El libro de Ullán supone una interpretación del soneto de Góngora, pero sin duda no es una interpretación o una glosa al modo convencional, puesto que no se traduce en una paráfrasis. Lee entre líneas, literalmente, al elegir los huecos del soneto, los espacios en blanco que dividen su estructura, como criterio ordenador de la lectura (Monegal, 1998: 198).

El volumen De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado aparece dividido en cuatro secciones, en correspondencia con cada una de las cuatro estrofas —los dos cuartetos y los dos tercetos— que articulan el poema homónimo. Todas ellas se presentan bien delimitadas, a la vez que claramente discriminadas por un número romano, entre el I y el IV. La primera de estas secciones, la más extensa, tomará de nuevo la distribución proporcionada por el soneto, hecho que, a su vez, se hace constar mediante la separación del texto en cuatro partes (una por cada estrofa), encabezadas por las letras A, B, C o D, según corresponda. Por último, y todavía dentro de esta sección inicial del libro, esos apartados volverán a subdividirse en cuatro o tres bloques —cuatro para los apartados A y B, como los versos de los cuartetos, y tres para C

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y D, en equiparación a los tercetos— por medio de un número arábigo, colocado en los márgenes del texto, que indicará su posición. De esta forma, Ullán articula todo este primer capítulo en función de una serie de equivalencias estructurales, fundamentadas en el modelo estrófico del soneto. No obstante, la serie de correspondencias no terminará aquí, ya que este andamiaje con el que “regula” la organización del texto número I, irá asimismo acompañado, y en riguroso orden de pertenencia a cada estrofa (A, B, C o D), del léxico empleado por Góngora en su poema. Por expresarlo en otro términos: todas las formas (sintácticas, métricas, de vocabulario, etc.) presentes en el soneto serán desplazadas y reinsertadas en un complejo estructural que tratará de modificar y aunar nuevos sentidos a través de este particular proceso de lectura/interpretación y reescritura. La concepción del segundo de los capítulos asume una lógica similar. En este caso, Ullán deja de lado el escrito gongorino, sin abandonar, no obstante, la pauta del soneto y el método apropiacionista. Así, distribuye a lo largo de catorce páginas, tantas como los versos que componen este tipo de poemas, diferentes fragmentos entresacados de la obra de escritores como Villamediana, Cervantes, Quevedo, Meléndez Valdés, Bécquer… Su procedencia queda en cierto modo explicitada en el borrador, reseñado unas páginas atrás, que sirve de penúltimo “verso” a la sección número cuatro del libro [Figura 9]. A través de este procedimiento el poeta confecciona un texto que prolonga, apela y reaviva la palabra de sus precursores y el contexto cultural al que estos pertenecen. También la tercera y cuarta parte del libro desarrollan una relación diferente con respecto al soneto de Góngora que sirve como patrón discursivo. La sección número III aparece dividida nuevamente por estrofas (A, B, C y D) y no en versos, como en el capítulo precedente, sirviéndose en este caso no ya del texto perteneciente al poeta cordobés o a otros autores, tampoco de otro tipo de discursos escritos, sino de material visual. Cada una de estas composiciones estróficas, disociadas por las primeras cuatro letras del abecedario y en correspondencia con las diferentes divisiones en las que se articula un soneto, cuenta con una o varias imágenes extraídas de publicaciones tales como revistas, diarios o cómics, que yuxtapuestas o aisladas, pero desligadas de su contexto original, sirven como “fondo y forma” del capítulo. Por su parte, la cuarta sección recupera la distribución versal de la segunda parte del libro pero, como en el caso anterior, otorga una importancia más que evidente no sólo a la palabra escrita, sino también a su disposición gráfica y relación

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Figura 9: Boceto de De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, 1976.

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con lo visual. Así, a lo largo de catorce páginas, numeradas en la parte superior derecha, José-Miguel Ullán pone en práctica su particular versión de la comentada plantilla métrica a través de una serie de collage y gestos gráficos (recorta, subraya, tacha), tomando como material de trabajo las páginas de un periódico. Esta descripción del proceso de escritura desarrollado por el poeta para De un caminante enfermo… ayuda a comprender, de un modo más completo, no sólo algunas de las estrategias textuales analizadas hasta el momento —como la desnaturalización de los discursos a través del señalamiento de sus elecciones lingüísticas o la alteración de las convenciones literarias mediante el empleo de fórmulas que invierten, evidencian y perturban el acto de lectura—, sino también otro tipo de procedimientos asociados a éstos que, en sintonía con lo tratado en capítulos precedentes, fundamentan buena parte de la poética de José-Miguel Ullán. Por ello, si páginas atrás se buscaba evidenciar el alcance que la palabra escuchada y los objetos sonoros poseen en la estética ullanesca, ahora el foco de atención debe recaer en la palabra escrita y los múltiples signos y soportes gráficos que la rodean. Sólo sumando esta perspectiva logrará agotarse el análisis en torno a la significación que ciertos recursos alegóricos mantienen en la poética de este autor. Acaba de mencionarse, en este sentido, que la primera sección del libro De un caminante… tomaba como patrón tanto la organización versal del soneto gongorino, como la forma y el léxico empleados por el poeta cordobés. Así, en el texto de este primer capítulo, Ullán va introduciendo todos los vocablos presentes en el poema «De un caminante…» a lo largo de su escrito. En concreto, hace que éstos queden diluidos en el nuevo tejido de enunciación construido por el poeta a partir de las citas, fragmentos, anuncios, noticias periodísticas o frases que se suman a las palabras extraídas del soneto. Por otra parte, éstas serán señaladas mediante un subrayado tipográfico y separadas en distintos bloques, de diversa extensión, por una suerte de “titulares”, que constituyen las únicas pausas o recesos de un texto que, al igual que se veía con Soldadesca, no contiene signos de puntuación. De este modo, la sección primera del libro insiste en esa misma lógica fragmentaria y de yuxtaposición textual presente y fomentada por la objetualización de lo sonoro, la irresolución irónica o la subversión discursiva. El método apropiacionista y de montaje empleado aquí por el poeta continúa, entonces, el comportamiento estético de signo alegórico que se anunciaba con Benjamin a propósito de la melancolía

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ullanesca. Una manera de trabajar que la teoría de las artes contemporánea ha designado con diversos epígrafes —«de vanguardia» (Bürger, 2000: 130-149), como «impulso alegórico» (Owens, 2001: 203-235) o «procedimiento alegórico» (Buchloh, 2004: 87-116) y «estrategia alegórica» (Brea, 2001), etc.— y que, en gran medida, responde al interés de muchos autores por prolongar los sentidos de la obra más allá de sus límites disciplinares y de codificación representativa. Se trata, por tanto, de una serie de recursos y motivaciones artísticas que incitan a situar a José-Miguel Ullán dentro de un contexto de innovación y experimentación estética, vinculado a la neo-vanguardia y las nuevas prácticas artísticas de los años sesenta y setenta, a pesar de que el poeta nunca llegase a identificarse, por completo, con alguna corriente o grupo de trabajo. Por otra parte, este tipo de comportamientos discursivos que Benjamin englobaba bajo el tropo de la alegoría, situando su origen en el Barroco alemán, no sólo se extienden más allá de aquel periodo o proceso histórico, sino que, como ha argumentado Peter Bürger, logran ser aprehendidos en toda su complejidad gracias la revitalización que el arte de vanguardia realizó sobre sus principales recursos constitutivos: la fragmentación y el montaje. Afirma el teórico de la vanguardia: la experiencia de Benjamin en el contacto con las obras de vanguardia es lo que le permite tanto el desarrollo de la categoría como su aplicación a la literatura del barroco, pero no al contrario. […] se puede entender sin violencia el concepto de alegoría de Benjamin como una teoría del arte de vanguardia (inorgánico) (Bürger, 2000: 130).

Y aquí Bürger introduce un elemento esencial para el análisis que estamos desarrollando, ya que posibilita conectar tanto a la estética barroca con la vanguardista (entendiendo estas categorías como designación de un periodo histórico concreto y no ya en tanto que conceptos estéticos, donde las convergencias serían, por otra parte, muy notables), como a ambas con la del primer romanticismo alemán (Aullón, 2004: 25). Según se veía a propósito del concepto de ironía manejado por Friedrich Schlegel —y su estrecha relación con la propuesta poética ullanesca—, la obra de arte concebida por la Frühromantik apelaba a su naturaleza artificial, abierta y progresiva (química), en oposición a un concepto de obra acabada y sistematizada por un patrón final y aglutinador, que determine su sentido (orgánica). Se trata de un planteamiento que con las obvias distancias históricas, y de particular realidad estética y social que

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distinguen a cada uno de los tres momentos, evidencia la vinculación de la poesía de José-Miguel Ullán a coyunturas de producción artística con una clara querencia por la inestabilidad: «Mis libros tienen mucho de órganos dispersos. Son aerolitos. Aventuras que nacen y mueren. No hay continuidad entre ellos», decía Ullán en una de sus últimas entrevistas (Rojo, 2008). No se trata de subsumir la poética ullanesca en las estéticas barroca, romántica o de vanguardia, ni tampoco de adscribir su trabajo a las más actuales corrientes de neo-vanguardia, sino únicamente de afirmar que la labor de este autor comparte con estas propuestas artísticas ciertos métodos e intereses que obligan a tener en cuenta estas tradiciones, para comprender por qué José-Miguel Ullán adopta determinadas estrategias en detrimento de otras. En concreto, el autor participa del interés presente en todas ellas por desestabilizar y poner en crisis las visiones más ingenuas sobre la relación entre la obra de arte y lo real. El poeta elige como método desde el que problematizar dicho vínculo las técnicas alegóricas de apropiación y montaje discursivo, con las que pretende alterar el modo en el que los lectores perciben el lenguaje del día a día y su progresiva conversión en, por decirlo con Alberto Santamaría, «mercadería lingüística». Ullán despoja a la palabra de su contexto original, la obliga a desprenderse de esa supuesta unidad de sentido a la que pertenece y la reinserta en un nuevo espacio de significación, en el que al eco de un discurso primigenio se añade toda la carga semántica generada por el nuevo entorno enunciativo y su propio proceso de constitución. No es dar forma sino re-formar lo ya formado, «no consiste tanto en inventar o crear formas antes inexistentes como en un re-formar lo ya formado, en un hacer de una forma preexistente la sustancia del propio formar» (Echeverría, 2000: 96). Es importante tener en cuenta que la desconexión con la que opera el alegorista, Ullán en este caso, adquiere aquí un manifiesto carácter crítico, ya que no se limita a imitar y suplantar la fórmula que ha quedado ahora transpuesta al nuevo texto, sirviéndose de una suerte de inocuo pastiche posmoderno, sino que cuestiona y pone en evidencia la formación de la palabra apropiada y, a la vez, la técnica que le ha sido impuesta. En otras palabras: «sin estetizarlos a través de una ostentación historicista que intente disfrazar auráticamente la mercancía» (Buchloh, 2004: 103). De este modo, el poeta vacía de contenido el discurso ajeno, lo convierte en cáscara, y, al hacerlo, pone en un mismo plano esta forma hueca de un enunciado sin contexto al que remitir; el insignificante molde en el que ha convertido a la estructura del soneto y la vacuidad de

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la palabra consuetudinaria [«palabra que circula se hace cáscara» (Ullán, 1976a: 27-28)]. Es decir, enfrenta y equipara su material de trabajo, tanto el que proviene del lenguaje literario —la estructura del soneto o los versos de otros escritores—, como el extraído de la experiencia del día a día, ahora (doblemente) cosificado por la acción del poeta, con la reificación padecida por un lenguaje que ha perdido su especificidad y valor de uso. Se trata, por tanto, de un mecanismo que, como señalara Benjamin H. D. Buchloh, asume un cometido crítico y genera una nueva dialéctica en la que, al volver a someter a un proceso de pauperización lingüística al objeto alegorizado, éste logra ser recuperado del entorno degenerativo en el que había quedado situado: «la mentalidad alegórica procede a una segunda devaluación del objeto para denunciar su desvalorización mercantil, de algún modo es como si se pusiera de parte del objeto […] La repetición del acto original de vaciado y la nueva atribución de sentido redimen al objeto» (Buchloh, 2004: 91). El propósito del poeta reside, como en otras ocasiones, en rescatar al lenguaje —y su uso— de los modos de normalización discursiva a los que es sometido en la sociedad contemporánea. El recurso a la jerga periodística, entendida aquí como metonimia de un conjunto mayor encarnado por la palabra “oficial” y el “sentido común”, evidencia por tanto su deseo de alterar una percepción de la realidad, por medio de códigos lingüísticos, excesivamente simplificada y degradada: Lo que más pesa de entrada es la llamada actualidad, donde domina el discurso periodístico sociopolítico, con todos sus avatares: las interrupciones despiadadas de una frase o una palabra en el poema funcionan igual que la administración informativa del concepto noticia, siempre infundado e irrespetuoso con cualquier lógica de narración: en los titulares se mezcla con el mismo rango lo que la historia recogerá —«No me pasará lo que a Allende»— con lo que olvidará —«Cinco personas fusiladas en Persia»—, se sepa o no en ese momento. Aquí entran también el vacío inerte del habla oficial —«se plantea un tema sobre el cual»— y los oropeles de su retórica —«fue recibido al pie de la escalerilla el alto dignatario pontificio»—; también, la anécdota que era viva, la frase que tenía nombre propio […] y son devoradas por la misma marea: no ahora, cuando se lee veinte años después, sino ya entonces, cuando se hicieron discurso (Casado, 1994: 53-54).

De nuevo, la formación del discurso político, mediático o social es el blanco de la labor subversiva acometida por el poeta. Así, la desarticulación de estos mensajes en pequeños extractos de sentido y su posterior

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realojamiento textual en un nuevo entorno semántico, provocado por el enfrentamiento de dichos elementos, genera como resultado un singular entramado de proposiciones yuxtapuestas, que oscilan entre la oferta y el aplazamiento de un significado dispar. No hay, por tanto, sustitución de un enunciado por otro, sino puesta en escena de un conflicto interpretativo. Al igual que ocurría con la ironía ullanesca, el acto de apropiación y montaje de un lenguaje dado evita toda resolución o sentido estable, apostando más bien por la mostración de lo contradictorio. Es la «crisis de sentido» propiciada por el arte de vanguardia: las obras de arte que niegan el sentido tienen que estar desordenadas también en su unidad; ésta es la función del montaje, que desautoriza a la unidad poniendo de manifiesto la disparidad de las partes y al mismo tiempo produce la unidad en tanto que principio formal. […] La negación de la síntesis se convierte en principio de configuración (Adorno, 2004: 208-209).

Los fragmentos de este primer capítulo apuestan por una lógica sin progresión en la que cada uno de ellos matiza, niega o cuestiona al resto. Así se hace explícito en alguno de los pasajes: […] /ACUSADO DE DEFRAUDACIÓ N/ ahora bien si tu nivel de re sistencia cada vez más clara de que nuestro mundo nos impone un fin pero aquí la traición irás p alpando pues todo y nada acá ten drán lugar contra la inspiración y otros salarios / LOS HECHOS/ la dualidad del párrafo que acabo d e reproducir no ofrece la semill a de otra situación aunque por s upuesto lo mismo pudiera explica rse a partir de la intersección del dedo en la dinámica de la negaci ón y no por una evolución antipo ética e independiente […] (Ullán, 1976a: 39-40).

Por lo general, Ullán va intercalando los enunciados pertenecientes a las páginas de los periódicos y revistas (en una tipografía similar a la de estos medios), con textos ajenos a la actividad de la prensa —pero enfocados igualmente a la difusión de hechos históricos o de la expe-

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riencia cotidiana—, y sus propios enunciados, como presumiblemente demuestra la cita recogida unas líneas más arriba. Este proceder acumulativo es mínimamente suspendido por los mencionados “titulares” que, en letra mayúscula, dan pie al texto y que, a pesar de no guardar una relación directa con el mismo, actúan como motor sugestivo y de apertura connotativa: «[…] / es posible que en júpiter haya vida / hora del recitante era y eso es lo amargo un hombre de moralidad intachable dinámico afable comunicativo […]» (Ullán, 1976a: 35). Especialmente llamativos resultan los contrastes, presentes en los tercetos, entre el tono de estas pausas y la sucesión de frases y comentarios que comprenden. Mientras en las primeras gobierna el pragmatismo comunicativo, en sintonía con las dos primeras partes (las de los cuartetos) y sus respectivos “titulares”, el texto va derivando hacia un discurso más emotivo y demorado, hasta concluir con la desgarradora carta en la que se informa de la muerte de Villamediana. Tal divergencia representa, según Casado, uno de los pocos puntos de encuentro o momentos en los que el soneto de Góngora deja de funcionar como pie forzado o «formalismo arbitrario» y asume un papel más determinante para la materia poética empleada por Ullán. Para el crítico, ambos textos convergen en su planteamiento rítmico, mediante una progresiva desaceleración de la escritura que, como se decía, coincide con los momentos de mayor emotividad: ese ascenso hacia un fin rehúye la maquinaria del silogismo escolástico, que suele ser la marca del soneto, para producirse por ruptura. Si las palabras de Góngora no parecen tener peso en la glosa, los versos gongorinos se insinúan en el fondo de ella, ponen su ambiente, se contradicen con intención, afinan el sentido (Casado, 1994: 51).

Una vez más, la apuesta por el conflicto y la irresolución de lo contradictorio articulan la forma y contenido de la propuesta del autor, ya que tampoco los restantes capítulos del libro comulgarán con la habitual distribución temática y progresión deductiva de este tipo de estrofas. Las jerarquías quedan desdibujadas y diseminadas a lo largo de todo el escrito. Se trata, por tanto, de una dirección muy similar a la expuesta en páginas precedentes y que en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado cristaliza de modo ejemplar: la incertidumbre a la hora de fijar una toma de posición, la ausencia de límites en la obra, el deseo de ambigüedad frente a la determinación de un sentido único o la falta de un principio totalizador que gobierne la heterogeneidad de elementos presentes en la escritura de este autor.

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Quizá, la clave para comprender más adecuadamente todos estos rasgos nos la dé el propio Ullán, en la entrevista con la que se cerraba el capítulo anterior, al hacer mención a su relación con un autor que, por otra parte, se encuentra estrechamente vinculado a dos de las corrientes filosóficas aquí convocadas: el primer romanticismo alemán y el pensamiento francés de los años sesenta y setenta. Nos referimos a Maurice Blanchot y, en concreto, a lo que intérpretes de su obra como Alberto Ruiz de Samaniego han denominado «estética de lo neutro»: la recurrente exigencia de lo neutro a lo largo de la obra blanchotiana supone el intento de sobrellevar y asumir la falta radical de unidad y la tendencia no hacia la unión sino precisamente hacia la dispersión, la desunión que supone la catástrofe de toda pretensión de afirmación de unidad, de verdad, de trabajo, encaminamiento de sentido, a la postre, de obra. Lo neutro es el ser de la obra manteniéndose en ese movimiento paradójico de incumplimiento, movimiento que sólo vuelve en sí en la medida que se destruye (Samaniego, 1999: 36).

El planteamiento de Blanchot en volúmenes como El diálogo inconcluso ahonda en esa visión de la literatura como un espacio para la indeterminación que ponga freno o corrija las ansias omnicomprehensivas del ser humano. La filiación de esta idea de lo neutro con algunos de los posicionamientos románticos expuestos páginas atrás se hace evidente en el estudio que el autor francés dedica al «Athenäum»: el tono dominante viene a ser, no el sentido ideológico de cada uno de ellos tomado en particular, sino su oposición, la necesidad de contradecirse, la escisión, el hecho de estar dividido […] y el romanticismo, que así se caracteriza como la exigencia o la experiencia de las contradicciones, sólo confirma su vocación por el desorden, amenaza para algunos, promesa para otros (Blanchot, 1996: 544).

Pero también a través de las líneas de trabajo e intereses perseguidos por sus análisis literarios. La similitud entre una definición de lo neutro como «la contradicción entre la necesidad de comunicación que debe afirmarse a partir de la desgracia y por la “ardiente paciencia” del hombre sufriente, y la necesidad de comunicación que se afirma a partir del fuego y por la aprehensión sabia, impaciente, extática y gloriosa del hombre conquistador» (Blanchot, 1996: 458) y los procesos de autolimitación románticos se hace del todo patente.

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Para Blanchot, lo neutro habla de un tipo de tratamiento lingüístico en el que las relaciones entre el sujeto y el objeto, además de mantener un flujo oscilante, suman un nuevo espacio enunciativo donde más que revelar lo desconocido, éste aparece indicado. Y en este habla neutra, la unidad cede su puesto a la apertura, a la falta de cierre, lo fragmentario, lo interrumpido, la yuxtaposición o, por expresarlo en palabras del autor francés, a las «islas de sentido» (Blanchot, 1996: 483). Por eso, aquí el vínculo entre significante y significado o, si se prefiere, forma y contenido, es calificado de infinito, carente de toda síntesis. Simon Critchley ha entendido este planteamiento como núcleo de la idea blanchotiana de escritura, que se concreta en la promoción de la ambigüedad y lo equívoco. Así, tras señalar la fuerte dependencia que tal perspectiva guarda con el romanticismo de Jena, Critchley termina por afirmar que, para Blanchot, la literatura es la manifestación escogida por el doble sentido original que se halla en el corazón del sentido […]. El poder de la literatura reside en la irreducibilidad de la ambigüedad, y el mantenimiento de esta ambigüedad es un derecho para la literatura. La literatura siempre tiene derecho a significar algo distinto de lo que parece significar; en esto consiste, según Blanchot, a la vez su traición y su tergiversada versión de la realidad (Critchley, 2007: 104).

Una descripción que vuelve a emparentar esos procesos de actuación alegórica («la literatura siempre tiene derecho a significar algo distinto de lo que parece significar», dice Critchley comentando a Blanchot) con la idea de lo literario y su función en el contexto contemporáneo: desarticular y potenciar la significación, escapar del sentido único. Por esto mismo, “lo neutro” no equivale a “neutralidad” o a la asunción de una actitud ataráxica que logre redimir el conflicto; una «deserción cobarde», como decía el poeta en la entrevista citada. Muy por el contrario, evidencia la necesidad de estar en continua disposición al cambio, de que las aspiraciones gnoseológicas del ser humano se vean sometidas a la máxima de la crítica y la existencia de “otra posibilidad”. De ahí, precisamente, que la literatura pueda jugar un rol decisivo en la alteración o desnormativización de los usos del lenguaje, incluso, del “lenguaje literario”. El propio Ullán se servía de esta expresión, “lo neutro”, al ser preguntado por la reacción que sus libros estaban generando entre los lectores españoles: «ya me doy cuenta de que lo neutro es lo que más indigna. Existen dogmas definidos sobre lo que debe ser o no la escritura, hay un culto indecente a la palabra vana, brillante o supuestamente utilitaria, hay una intolerancia ciega hacia cuanto pone en tela de juicio la teoría poética tradicional» (Fossey, 1976: 22). Un lúcido diagnóstico que

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revela el progresivo sometimiento de lo poético a las lógicas económicas de rendimiento directo en nuestra sociedad actual. También Roland Barthes hizo uso de esta noción de “lo neutro” para describir un tipo de estructura que anula los esquemas binarios pero que, como se decía, no puede quedar simplemente identificada con la indiferencia. Sin una referencia explícita a las ideas de Blanchot, que sin duda están en la base de muchos de sus planteamientos, Barthes define lo neutro como aquello que «desbarata el paradigma». Para describir y dar una explicación precisa del funcionamiento del paradigma se sirve del estructuralismo lingüístico de Sausurre, modelo indiscutible de este tipo de patrones disyuntivos, y lo somete a crítica: según la perspectiva saussuriana, que sigo en este punto, el paradigma es el motor del sentido; allí donde hay sentido hay paradigma, y allí donde hay paradigma (oposición) hay sentido→ dicho elípticamente: el sentido se basa en el conflicto (la elección de un término contra otro) y todo conflicto es generador de sentido: elegir uno y rechazar otro es siempre sacrificar algo al sentido, producir sentido, darlo para consumir. […] De allí, el pensamiento de una creación estructural que deshace, anula o contraría el binarismo implacable del paradigma, mediante el recurso a un tercer término→ el tertium (Barthes, 2004: 51).

El pensador francés apuesta, así, por un análisis y práctica del lenguaje en los que se dé cabida a planteamientos ajenos a la lógica disyuntiva. Un comportamiento que está en la base de la producción ullanesca y al que le daremos el nombre de «poética del tercio incluso», en clara referencia a uno de los tres pilares del razonamiento clásico, a saber, el “principio de identidad”, el “principio de no contradicción” y el “principio del tercero excluso”. Se trata, por tanto, de aquella perspectiva de trabajo, donde lo opuesto, aquello que aparece bien delimitado por su contrario, da paso a una tercera vía irresuelta y a lo contradictorio y que, inevitablemente, remite a un territorio artístico que ha venido sobrevolando estas últimas páginas: lo barroco. Sagrado don, lascivo despilfarro. La poesía ilumina lo estéril (el suspiro). De esa quietud voluptuosa nace la gran sospecha gongorina: sin exageración no hay paisaje; sin laberinto no hay rigor; sin lujo no hay escritura. El conde nos propone un salida, neutra y terrible a un tiempo: maldecir (Ullán, 1984: 30).

Un «maldecir» en el que, sin duda, se concentran algunos de los mecanismos de intervención lingüística más importantes para esta escri-

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tura. En concreto, ese “hacer decir” puesto en práctica a través del aislamiento, la confrontación, fragmentación, yuxtaposición, cosificación o montaje de los discursos, que se asume desde una conciencia típicamente barroca: «Maldecir: ¿salir del laberinto?, ¿rechazar las formas cerradas?, ¿reivindicar lo que no tiende a la perfección ni a generar modelo?, ¿centrarse en un componente crítico, a la contra?» (Casado, 2008: 24). La contradicción barroca La querencia de José-Miguel Ullán por este ámbito estético va más allá del interés que pudieron suscitarle algunos de los autores del periodo histórico barroco; esos mismos poetas que irrumpen en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado o Manchas nombradas (Góngora, por supuesto, pero también y, muy especialmente, Villamediana). A la disposición melancólica se suma este carácter móvil y de límites difusos, que en tantas ocasiones ha encarnado lo barroco. De hecho, Eugenio d´Ors ya sintetizaba del siguiente modo la correspondencia entre la mencionada apuesta por la indefinición y este concepto: «Siempre que encontramos reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias, el resultado estilístico pertenece a la categoría del Barroco. El espíritu barroco, para decirlo vulgarmente y de una vez, no sabe lo que quiere […] Se ríe de las exigencias del principio de contradicción» (2002: 37). Un espíritu que inunda la poética ullanesca: «en verdad nada más disculpable en mis escritos que expresar casi siempre el mismo pensamiento» o, sólo unas líneas más adelante también en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, «[…] / modificaciones en el presupuesto / bien sabes que el espanto será en todos igual pero alguno hallará entre los clamores un invierno sin dioses la palabra indecisa y deseada / UN PELIGRO CONSTANTE […]» (Ullán, 1976a: 41 y 42). El nexo que se establecía aquí entre procedimientos discursivos ligados al barroco, el romanticismo y la neovanguardia adquiere un fundamento de base más sólida al adoptar una perspectiva de análisis que centre su atención en los modos utilizados por este escritor para gestionar y promover una poética neutra, si seguimos a Barthes y Blanchot3, o adherida Con mención explícita a estos pensadores, también Miguel Casado se ha referido al impulso de “lo neutro” en Ullán con un planteamiento similar al que se ha tratado de exponer aquí: «Es la marca del lo, las sensaciones autónomas respecto del objeto. Es el juego de la contradicción —“opacidad abrasada. Transparencia glacial”— que se reserva la autonomía y el impulso de sus opuestos. Es, muy a menudo, el tiempo

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a la contradicción, como se anunciaba con Carlos Piera. Y es que es esa misma palabra dialéctica, indeterminada y subversiva la que, de acuerdo con especialistas en lo barroco tan fundamentales como Luciano Anceschi, caracteriza a esta propuesta estética: la fenomenología de las formas del Barroco —ahora ya extendidas a todas las artes, a las letras, al pensamiento—, va sacando a la luz la naturaleza particular de una ambigüedad que es copresencia irreductible de oposiciones, de contradicciones no resueltas y ciertamente conectadas a la inquieta situación de un mundo en continua transformación» (Anceschi, 1991: 50).

O, en palabras de otro de sus más agudos intérpretes, Bolívar Echeverría: «situado en esta necesidad de elegir, enfrentado a esta alternativa, no es la abstención o la irresolución, como podría parecer a primera vista, lo que caracteriza centralmente el comportamiento barroco» (2000: 176), sino manejar todas las alternativas a un tiempo.

Figura 10: «En Kangra sólo llegué a escribirte», Visto y no visto, 1993 (dedicado a Miguel Romero Esteo).

peculiar de las series nominales con verbos en infinitivo, con su acción concentrada y sin despliegue, atravesadas de tensión» (2008: 47). Por su parte, Olvido García Valdés ha vinculado esta misma noción de lo neutro con la ironía ullanesca (2012: 234-245).

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Por su parte, Pedro Aullón de Haro ha llamado la atención sobre el impulso barroco que la literatura en español habría readquirido desde mediados del siglo xx, basándose para ello en el análisis de la obra de autores tan próximos a Ullán, por filiación estética o de amistad, como Severo Sarduy, José Lezama Lima o Miguel Romero Esteo. En concreto, este estudioso de lo barroco describe la dramaturgia de Romero Esteo como un verdadero encuentro entre los extremos más opuestos de la cultura popular y de élite, afirmando que «nunca se había formulado tal desmesura y radicalización del mecanismo de integración de contrarios, procedimiento, en realidad de origen pitagórico, que rigió la construcción romántica y ahora reúne barroquismo y neovanguardia» (Aullón, 2004: 29). La constelación descrita por la obra de Ullán a través de la ironía romántica, la alegoría barroca y la apropiación y montaje de vanguardia, queda reforzada por las palabras de Aullón de Haro, que ayudan asimismo a situarlo en un contexto estético más cercano a la tradición en lengua española y de evidente interés para el poeta salmantino. Los nexos de Ullán con estos escritores resultan fácilmente rastreables no sólo a lo largo de su obra poética, como sería el caso (por citar un único ejemplo muy vinculado además a algunos de los procedimientos escriturales recientemente analizados) del poema que dedicara a Romero Esteo en Visto y no visto. También se hacen evidentes en el marco de su trayectoria periodística y de experiencia vital. Muy especial, en este sentido, fue el contacto directo con Severo Sarduy, quien por otra parte se encontraba situado en la órbita Tel Quel durante la estancia parisina de Ullán, periodo en el que ambos autores se conocieron. El escritor cubano, al que tradicionalmente se atribuye la formulación del concepto de “neobarroco”, dedicó buena parte de su producción ensayística a la idea de lo barroco, estilo con el que, por otra parte, su escritura ha sido caracterizada y él mismo se identificaba. Entre las numerosísimas páginas destinadas al comentario del barroquismo de Sarduy, interesa aquí una breve entrevista realizada por José-Miguel Ullán al autor cubano, con motivo de la inminente publicación de su ensayo Barroco en la colección Tel Quel de la editorial Seuil. Tras confirmar su adhesión a los principios teóricos y posicionamientos de la revista Tel Quel, resume la labor del grupo como una suerte de psicoanálisis del idioma. Se trata de sacudir el signo escrito a la luz del marxismo más actual, del impacto del Oriente y de los escritos de Lacan. ¿Qué encontramos en el caso español cuando esta operación se intenta? Ante todo encontramos el barroco —inexistente en francés, civilización

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de la economía—. Encontramos la proliferación y el desperdicio. Asimismo, en su implantación sudamericana, encontramos la mezcla, el sincretismo y el injerto. La escritura sacudidora del digno español debe reproducir esa pluralidad, a veces discordante, de voces. Debe reproducir esa estereofonía generalizada (Ullán, 1973: 38).

Dejando a un lado el alcance de las ideas de Sarduy sobre Tel Quel, el interés de las afirmaciones realizadas por el autor de Cobra radica en la equiparación establecida entre un acercamiento desestabilizador y el carácter barroco, en concreto, del barroco español. En este sentido, la adhesión de Ullán a lo barroco debe entenderse en este marco de disonancias descrito por Sarduy y no como expresión artificiosa y culturalista de un imaginario y tiempo perdidos (Marzo, 2010: 107-137). Hemos podido comprobar cómo los materiales (y aquí la pluralidad y simultaneidad de voces a la que se refiere Sarduy resulta ejemplar en Ullán) y estrategias textuales del poeta desafían todos los principios de la armonía y el discurso unitario, tomando el pulso a la dispersión y las conexiones menos evidentes de una realidad caótica y polimorfa: «Fuerzas centrífugas que crecen como elementos endógenos, excentricidades del sistema que surgen en el rigor sistemático, condiciones de apertura producidas por la presión misma de la clausura: son éstos mecanismos contradictorios característicos de Ullán» (Casado, 2008: 29). Se trata, pues, de una comprensión de lo barroco, y parte de su posterior deriva neobarroca, que frente a la frivolidad de cierto pensamiento posmoderno apuesta por la revisión crítica y la superación de modelos cognoscitivos estancados y excesivamente compartimentados —«la oposición a lo que parece evidente como medio de conocimiento» (Sarduy, 1987: 21)—, y no por el mero simulacro. No en vano, el autor de Ensayos generales sobre el barroco asimilaba la elipsis retórica en literatura —figuración barroca por excelencia— a las elipses descritas por Kepler en el ámbito de la astronomía, estableciendo de este modo un paralelismo entre los grandes avances de la revolución científica moderna y las nuevas formas de producción artística. Suscitaba además una relación directa —dentro de uno de estos ensayos, al que da el significativo título de «Nueva inestabilidad»— entre la innovación en el terreno de la ciencia y la descomposición y cuestionamiento incesante de las estructuras epistémicas generadas por la tradición: «la nostalgia de la unidad, que la ciencia necesita para existir, encuentra constantemente su propia contradicción en la multiplicidad de cuestionamientos que, en su propio proceso, plan-

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tea» (Sarduy, 1987: 29). Un diálogo infinito en el que no se renuncia, entonces, al momento de generación, ni al de destrucción. Se intuye así fácilmente que la simple homologación entre determinadas actitudes barrocas y el relativismo que impregna a ciertos sectores de la cultura de finales del siglo xx estaría ignorando parte de los elementos constitutivos de un fenómeno y una perspectiva gnoseológica, que muchos autores han interpretado como transhistórica. El carácter antimoderno de ciertas prácticas ligadas a lo barroco queda puesto en entredicho al entender estos momentos de desconcierto como condición necesaria, si no suficiente, para el proyecto emancipador. El arte asume así una tarea revulsiva frente a una realidad excesivamente administrada: «Lo barroco parte de la necesidad de la transgresión como síntesis del rechazo y la fidelidad al modo tradicional de tratar las cosas como material conformable» (Echeverría, 2000: 110). Lo barroco, entonces, nos sitúa en un espacio de contestación y no de conformismo. Y la estrategia para mantenerse ahí reside en no tratar de subsumir las partes en un todo ideal, respetar la complejidad de lo real. Maniluvios pero también Mortaja, Manchas nombradas o algunos de los libros incluidos en Funeral mal constituyen un magnífico ejemplo de combinación entre elementos distantes e, incluso, contradictorios. A la ya comentada ruptura del orden sintáctico y versal presente en estos volúmenes —a través de la imposición de una estructura de mayor rigidez que las anteriores—, se une una no menos radical utilización del léxico arcaico y popular, continuamente subvertidos por los cortes, encabalgamientos y asociaciones generadas en la composición propuesta por el poeta. Series acumulativas que, paradójicamente, contribuyen a la diseminación de sus elementos constituyentes y, de forma paradigmática, a la dispersión del yo o la conciencia enunciativa. «¿Qué es esto que yo no he sido?», preguntaba José-Miguel Ullán en uno de los poemas centrales del libro Razón de nadie (Ullán, 1994a: 60). Bajo el título de «Unidad», el poeta concluía así un texto acerca del discurrir, donde un probable afluente se cuestiona por el resultado del recorrido que le ha llevado hasta el lugar que ocupa en ese momento: Unidad, nos hemos salvado, aunque fuera preciso creerse en los brazos del sueño primero: esas sombras que cruzan el Duero

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para oírse gemir en la noche de la otra orilla, al desnacer, lo mismo: ¿Qué es esto que yo no he sido?

Una condición, la del poeta con Ambasaguas, que vuelve a repetirse en el «Preludio» y la «Coda» que enmarcan el extenso poema «El viento». Se trata, en el fondo, de una pregunta que atraviesa el conjunto de la poesía de este autor, desde el cuestionamiento de la identidad cultural que traslucían poemas como «Parada y fonda» hasta el torrente de voces ajenas que inundan toda su escritura: Hay un lugar importante en mi mitología particular: Ambasaguas, ese hondón de Los Arribes donde el Tormes y el Duero se encuentran. Desde allí no se ve el pueblo, hay que recordarlo. Y es un rincón propicio para darle salida a la pertenencia o dejarla en suspenso para siempre. Allí los límites son de dos aguas que, al juntarse, renuncian a su identidad, se despiden de sí mismas. Al otro lado del río, la comarca de Zamora. Más allá del otro, Portugal. En cada pueblo se hablaba un castellano distinto y esa es mi remota idea de patria chica: la raya, una línea cordial que une, sin dejar de fluir, lo uno de aquí con el ahí de los otros, de lo plural. Mi infancia fue un aprendizaje en la captación de voces y tonalidades muy precisas. Ese lenguaje, mezcla de diversos acentos y tonalidades, ayuda a complicar las cosas que ves y tiene constancia en mi escritura (Ferro, 2010: 74).

Se entiende, de este modo, por qué sólo una poesía de fuertes contrastes y fronteras difusas puede responder a una vivencia y concepción móvil, o fluyente, de la realidad. No se trata, en este sentido, de una simple postura opositora que desacredita cualquier fundamento sobre lo real, abandonándose a una conducta no menos idealista y artificial ante el entorno y la experiencia, sino de otra forma de configurar la relación del yo con su afuera, donde los límites varían y quedan sometidos a toda clase de fluctuaciones: «Fluir no en contra de la corriente, sino de orilla a orilla, de sueño a sueño. Y merecer el estremecimiento de la sola pregunta audible: —Dites-moi, cela n´arriverai-t-il jamais? // Dar la cara. Fluir. Dar la vida. Contradecirse. // Mantener la distancia, ajustada, entre la conciencia y la mano. // Necesidad de sentirlo así» (Ullán, 1993: 110) o, sólo unas páginas más adelante, también en Visto y no visto: «El pie cambia abandono por empeño: / eliminar la sed de semejanza —el plano general— lo distinguible, / mover a devoción, / convertir en saliva los márgenes» (Ullán, 1993: 140). Una poética que desconfía, pero que en-

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tiende esta permanente insatisfacción como forma de resistencia; postura que no se limita al momento de la duda y, por el contrario, queda impregnada por un «nihilismo deseante» (Casado, 1994: 112 y 2008: 42), por una «Razón de nadie, deseante cúmulo» (Ullán, 1994a: 19). La indeterminación, entonces, se expande por todos los terrenos asociados a la escritura y, de forma inevitable, a la vida. No es, por tanto, Ullán un barroco metafísico, que escépticamente renuncia a lo material. Su actitud barroca se vincula más a la conciencia sobre la mutabilidad del mundo y la imposibilidad que ello acarrea a la hora de establecer estructuras fijas que lo regulen: «Inherente al ethos barroco es así una toma de decisión por el tercero excluido, por un salto capaz de rebasar el empate de la contradicción así como la ambivalencia que resulta de él» (Echeverría, 2000: 176). Por eso, también, a pesar de que ciertos mecanismos de producción artística emparienten al autor con el universo inestable de lo barroco, esto no supone asumir tal categoría como único horizonte de interpretación y adscripción estilística para el acercamiento a su obra. Por el contrario, la connivencia de determinadas actitudes y recursos estructurales entre esta categoría, así como otras de las aquí trabajadas, y la poesía de Ullán contribuye a profundizar en la compleja red de discursos estéticos propuesta por el autor, más allá de una simple catalogación en etiquetas demasiado rígidas para un poeta que apuesta por el cambio como principio comprehensivo y organizativo. La perspectiva de análisis más provechosa viene representada, entonces, por una aproximación que se interrogue sobre el modo en el que Ullán gestiona algunos de los problemas y estrategias artísticas presentes en nuestra modernidad y realidad histórica más cercana. No existe, por tanto, una conciencia única, fija y determinante, del mismo modo que no había un sentido estable para las palabras de este sujeto enunciativo. Si tanto los materiales como la forma que los presenta y constituye se pervertían para dar lugar a un nuevo discurso en el que la intervención del poeta compartía espacio con aquello ya pronunciado, bien podría afirmarse que, aquí, lo híbrido readquiere una merecida posición en detrimento de la pureza. La mezcla de tonos, registros, estructuras, técnicas o pensamientos avisaban de la presencia de cierto barroquismo en Ullán. Una propuesta textual que traspasa la línea divisoria entre géneros literarios (e, incluso, entre otras disciplinas como se vio a propósito de Frases y su vinculación con los emblemas barrocos) y ofrece, por tanto, la posibilidad de alterar los vínculos que el arte mantiene con lo real. Los modos en los que el poeta ha trabajado —y

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cuestionado— esos nexos discurren por caminos muy dispares que van desde el apropiacionismo de la palabra ajena (escuchada o leída) hasta la colaboración con otros artistas, o el uso de dispositivos gráficos de fuerte valor plástico. Y es que, efectivamente, es en la pregunta por la relación entre arte y realidad, donde autores como Wendy Steiner o Antonio Monegal han cifrado el origen y motivación de este tipo de comportamientos híbridos o interartísticos (Steiner, 1982: 1 y Monegal, 1998: 28); un lugar en el que los límites que separan los diferentes sistemas de representación o producción estética se constituyen como espacio específico de trabajo. Las propuestas de José-Miguel Ullán en las que la interacción textual sobrepasa los márgenes verbales tradicionalmente asociados a la escritura se sitúan en este espacio.

PLÁSTICA Y PALABRA Tratar de establecer una tipología exhaustiva y discriminada de las diversas estrategias textuales que emplea el poeta en torno a las posibilidades ofrecidas por la puesta en marcha de distintos recursos artísticos —más allá de los específicamente literarios—, sin duda, menoscabaría uno de los objetivos propuestos por este estudio: comprender la escritura de Ullán como un complejo entramado de propuestas escriturales que, lejos de formar un sistema jerarquizado, responden a la voluntad expresa del autor de abordar la multiplicidad del hecho poético desde perspectivas estéticas tan dispares y contrapuestas como el contexto que las suscita. Esto no nos impide, sin embargo, formular una pequeña clasificación que, sin desvincular estos trabajos del resto de su producción poética, ayude a analizar la singularidad de algunas de las actuaciones discursivas del poeta, de manera individual o en colaboración. Se trata de trabajos en los que Ullán desarrolla un espacio poético en connivencia con el de la plástica; un vínculo que se nos presenta como un procedimiento textual más en el conjunto de su obra (en sintonía, por ejemplo, con la fragmentación, el montaje o la descontextualización de la palabra impropia como métodos de desestabilización discursiva) y no tanto como práctica ajena o paralela a su poesía. De ahí, precisamente, que buena parte de ellos hayan servido para ejemplificar algunas de las más importantes particularidades de esta escritura, pues no dejan de representar otro de los modos con los que el poeta fomenta el cambio de registros para explorar las posibilidades del decir.

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A lo largo de estas páginas, han ido apareciendo algunas de las obras o poemas en los que José-Miguel Ullán demuestra una especial filiación por el ámbito de la plástica. Asimismo, ha habido ocasión de reflejar su interés por otros terrenos artísticos como la música. Aunque, si bien es cierto que Ullán mantuvo una relación muy especial con la música —a través de la participación en proyectos con algunos compositores, el uso de ésta como material de escritura o gracias a su trabajo radiofónico—, el peso de esos nexos posee una incidencia más limitada que la que resulta posible observar en el caso de la plástica. Las colaboraciones, por ejemplo, con Luis de Pablo se reducen al uso que éste hace de algunos poemas del autor como material para sus piezas musicales, sin la implicación directa de Ullán en la obra, más allá de la presencia de esos textos escritos por el poeta (expresamente, o no, para la ocasión) y la complicidad existente entre ambos. Podría hablarse, entonces, de una suerte de ékphrasis musical en varias direcciones, la que genera Ullán en libros como Con todas las letras o la propuesta por Luis de Pablo en sus óperas, que del mismo modo que la clásica ékphrasis visual usufructúa un espacio menos determinante en esta poesía que el disfrutado por otro tipo de relaciones formales o estructurales (no sólo materiales) promovidas por el contacto entre disciplinas. Por otro lado, la diversidad de conexiones que el poeta mantiene con el terreno de la plástica requiere plantear una pequeña sistematización en torno a los trabajos poéticos susceptibles de ser estudiados desde una óptica interartística, que ayude a comprender la especificidad o su particular enfoque textual. En este sentido, Antonio Monegal establecía con motivo de la exposición monográfica sobre el autor, organizada por la Casa Encendida, una posible taxonomía para las prácticas calificadas como poesía visual, dividiendo a ésta en cuatro grandes grupos: (a) la tradición del caligrama, desde sus orígenes en la antigüedad clásica a las vanguardias, como diseño analógico con el texto de la forma de la cosa —Una muestra temprana de Ullán es la caja de «Cierra los ojos y abre la boca»— (b) la disposición y composición del texto sobre la página sin pretensiones icónicas, al modo de Mallarmé, (c) el letrismo y los experimentos tipográficos de las palabras en libertad, desde el futurismo a la poesía concreta brasileña, y (d) las técnicas mixtas o collages, con fotografías u objetos, como en Joan Brossa o Nicanor Parra. Ullán practica, en esta última etapa, una quinta modalidad muy excepcional: la decididamente pictórica, que ni es analógica ni depende de la materialidad de la letra impresa, sino que nace en el gesto de la mano sin abandonar por ello la poesía (2012: 34).

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En efecto, la obra de José-Miguel Ullán ha transitado por todos estos espacios, sin que por eso el autor deba ser catalogado dentro de la heterogénea categoría de poeta visual. Desde la expresión caligramática, señalada por Monegal y extensible a otros libros como Visto y no visto o los poemas «Canto rodado» y «De la infinita posibilidad de medirse», incluidos en la sección final de Ondulaciones (Ullán, 2008: 1285 y 1311); al importante tratamiento tipográfico de algunos textos —ya comentado páginas atrás—, todos estos recursos mantienen cierta presencia en la escritura ullanesca. No obstante, ampliando el espectro de relaciones entre poesía y artes plásticas más allá del campo representado por la “poesía visual” o “experimental”, aún podrían añadirse dos vínculos más. Se trata, por un lado, de la intensa colaboración que el poeta mantuvo con pintores, grabadores y escultores, a través de la edición de diversos libros de artista y volúmenes acompañados de ilustraciones a cargo de éstos (como Soldadesca) y, por otro, de la escritura poética que el autor desarrolla en consonancia con la categoría de la ékphrasis. En este sentido, el inicio de estas tentativas sobre lo visual en la poesía del autor podría cifrarse en su primer libro, El jornal, donde el poeta incorpora un texto —en concreto el poema XVI— generado a partir de la progresiva concatenación de nueve puntos tipográficos, a modo de pauta estrófica o insinuación gramatical —ya que se hace difícil, asimismo, no relacionar los elementos de esta composición con los signos ortográficos del punto y seguido o los puntos suspensivos—. A este primer procedimiento se suma también, en los primeros trabajos de Ullán, la progresiva importancia que el poeta irá otorgando a la disposición espacial de los textos (en estrecha alianza con el ritmo del poema), que alcanzará cotas de máxima significación en poemas como los incluidos en Adoración, a pesar de que en este último esas estructuras sí detenten un estatuto icónico. Por otra parte, frente al ejercicio más o menos esporádico de las técnicas caligramáticas, donde como en el citado ejemplo de la “caja express” el signo se pone al servicio de la ampliación semántica del lenguaje y el fomento de su ambigüedad, serán los montajes visuales, collages textuales y las intervenciones tipográficas los métodos más empleados por Ullán a lo largo de toda su escritura. Estos recursos comienzan a hacerse presentes en Mortaja y su decisiva sección final, «Ficciones», en la que el empleo de una tipografía distinta para cada texto da indicios tanto de su posible origen periodístico, como del particular carácter de éstos. El empleo, entonces, de fragmentos discursivos ajenos queda aquí disimulado por la transcripción

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de las noticias que, aunque manipuladas en algunos casos, servirán de material para la escritura. Esta estrategia será, sin embargo, invertida en trabajos posteriores, donde la incorporación de retales discursivos de procedencia muy diversa se vuelve del todo evidente, a través de las técnicas del collage y el montaje. También en Mortaja se encuentran, por lo demás, otros de los primeros ejemplos de caligrama, esta vez dentro de una estructura estrófica o versal, así como la integración de una fotografía recortada e intervenida gráficamente en el complejo textual (Ullán, 1970b: 44, 47 y 56). Quizá, por eso, el paso definitivo hacia la hibridación entre los universos verbal y plástico sea la publicación, en 1975, del volumen Frases, donde el poeta decide articular el conjunto de los elementos que constituyen el libro a través de la interpelación ocasionada entre las imágenes fotográficas, frases aisladas y series de signos puestas en juego. Por otra parte, el autor tomaba como punto de partida para su trabajo —a modo de homenaje— la coyuntura experimentada por Rimbaud en sus últimos años de vida. Así lo refería Ullán, en una entrevista, al ser preguntado por la portada del libro, en la que se reproducía un retrato del poeta francés: quise dejar claro que el poema esbozado en «Frases» circula en el interior más silencioso de Arthur Rimbaud. Otros signos lo confirman. Por ejemplo el color azulado. Recuerde el poema «Voyelles» de Rimbaud donde la letra «o» pasa del azul al violeta. Origen y omega, extremos y equivalencias que la serpiente Ouroboros sugiere y que, dorada en «Frases», evoca brutalmente la fiebre del oro sufrida por Rimbaud en sus últimos años de vida […] su etapa final, donde reina el abandono radical de la escritura, es la que yo retengo en este homenaje contradictorio y que se alza sobre mis propias obsesiones. El otro grabado del comienzo es el ornamento de un tambor mágico de Laponia, que retoqué levemente: muda figuración sobre lo destinado a resonar. Y el que cierra el libro es el alfabeto hebreo inscrito en el cielo y horóscopo de los patriarcas, palabra múltiple y circular, desterrada, que nos protege y amenaza a un tiempo. En medio, treinta frases triviales, cada una de ellas desplegada en tres códigos (Fossey, 1976: 22).

Sin entrar a interpretar aquí la simbología utilizada por el autor para este libro, más allá de las pautas que él mismo daba en esta entrevista, interesa destacar la importancia que el poeta otorga, en la descripción, a los diferentes componentes visuales incluidos en el volumen: la imagen de portada, la figura que representa la serpiente Ouroboros, el grabado

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Figura 11: Con todas las letras, 2003.

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en el que se reproduce el ornamento del tambor malayo y el gráfico final con el alfabeto hebreo. Todo ello acompañando a esos tres códigos con los que se estructura el poema y bajo la circunstancia biográfica del último Rimbaud: «el abandono radical de la escritura». Parecería entonces que Ullán recurre a lo plástico tanto en el diálogo con la palabra escrita, como también ante la expectativa de su llegada. La presencia de esos enigmáticos signos, a modo de ideogramas sin referente, entre los que el lector tratará de encontrar —sin éxito— un sistema que permita su desciframiento, pone sobre aviso de lo que serán algunas de las futuras intervenciones del autor en libros como Visto y no visto, Ni mu o Con todas las letras. En efecto, este juego en torno a la arbitrariedad del signo lingüístico remite de algún modo a las prácticas letristas de mediados de siglo xx y su voluntad de reivindicar el carácter autónomo del significante lingüístico, mediante la revalorización de su dimensión plástica. No obstante, como no podría ser de otro modo en Ullán, esta suerte de adherencia al movimiento letrista se situará justamente en el punto donde, para el poeta, podría residir el núcleo de interés de tal propuesta: la exigencia de mantener irresuelto el conflicto entre motivación y autonomía del signo. De este modo, si por un lado esos falsos ideogramas presentes en Frases participan de la repulsión semántica promovida por el letrismo, al mismo tiempo ponen en entredicho tal posibilidad, no sólo a través del diálogo generado entre éstos y los códigos verbal y visual de las palabras y fotografías que los acompañan, sino también gracias a su paulatina dispersión tipográfica y asimilación a otros sistemas de representación lingüística, como el alfabeto hebreo con el que se cierra el libro. Entonces quizá la única conclusión a la que puede aspirar el lector de este volumen sea la de constatar, nuevamente, que una de las tareas básicas que Ullán asigna a su trabajo poético es la de desnaturalizar y llamar la atención sobre el artificio literario como condición necesaria tanto para la producción, como para la recepción de éste. Por eso, este poeta no llega a comulgar por completo con el ideario letrista de desterrar la semanticidad del signo, aproximándose en este sentido a la asimilación que de tal movimiento tiene lugar en el contexto español de los años setenta: A pesar de que el rechazo del significado es el denominador común de las prácticas letristas, hallamos en ocasiones experiencias que integran el sentido. Tras la recuperación de la dimensión física, las letras se embarcan en la tarea de impugnar el carácter arbitrario del lenguaje. Se

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defiende el parentesco que une trazado gráfico con referente de manera que las hipergrafías letristas se revestirán de una vertiente ideogramática. Guillem Viladot, Joan Brossa y Felipe Boso serán quienes con más fortuna indaguen en las analogías que suscitan los signos alfabéticos. Las letras se impregnarán de humanidad, se animalizarán, se cosificarán, incluso pasarán a formar parte, como personajes, de situaciones de variada índole. Todas estas prácticas responden al empeño de la vanguardia de conceder autonomía y virtualidad semántica al significante (Muriel, 2000: 190).

Y ése era precisamente uno de los objetivos de Frases: «el libro está verdaderamente en un espacio virtual» (Casado, 1994: 67), es decir, más allá de las palabras en él recogidas. Por otra parte, esa vertiente zoomórfica y antropomórfica, que aquí se localiza en las obras de Viladot, Brossa y Boso, volverá a cristalizar décadas más tarde en la actuación llevada a cabo por Ullán para Ni mu. Fuertemente influenciados por las grafías de Henri Michaux, estos signos parecen volver a negar y afirmar, a un tiempo, su cualidad significativa. Sin embargo, no termina aquí la revitalización de la letra operada por Ullán. A los ejercicios en torno al sistema alfabético vistos con Abecedario en Brinkmann o Almario (donde cada poema comienza, en riguroso orden, por cada una de las 29 letras del viejo sistema castellano), se suma el planteamiento desarrollado en Con todas las letras. En él, tal estructura organizativa sirve para ir introduciendo las particulares composiciones que el poeta despliega a partir de diversas piezas musicales (por lo general boleros), acompañadas ahora —en la página impar del libro— por un sugestivo boceto repleto de minúsculas letras que se repiten sin cesar. También, entre letra y letra, o entre poema y lámina, se incluye un pequeño dibujo que combina el ejercicio caligráfico con el trazo grueso de un pincel o el bosquejo de alguna figura. El propio Ullán se refería a la elaboración de este volumen como un proceso lento, en el que la escritura de los poemas iba acompañada del ritmo de la música y el gesto escritural de las abigarradas grafías que los ilustran (Otero, 2010: 83). Se trata, pues, de un modo de trabajo, casi de una técnica empleada por el poeta para la formación de sus textos: Pues, a manera de distracción o descarga, tiendo a embarullar el alrededor, a utilizarlo de contrapeso, a implicarlo en todo aquello que allí pudiera pasar, por poco que sea siempre al término, mientras la tonada interior intenta abrirse paso en ese simulacro de selva. Y, a partir de ese

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instante, dejan de molestarme los ruidos de la calle o de la vecindad; al contrario, cuento con ellos. Y, encima, pongo música. Y luego me dedico a emborronar papeles sin ton ni son: signos dudosos, monigotes, rayajos. En realidad, sólo escribo entre manchas (Ortega, 2000: 11).

No resulta extraño, entonces, que Ullán incorpore en muchos de sus libros el rastro de su conformación, integrando en el discurrir de las páginas algunos de esos «signos dudosos, monigotes, rayajos» o figuras que concurren mientras la palabra llega. Así sucede, por ejemplo, también en Amo de llaves o Testículo del Anticristo, libros donde los apuntes, bocetos o «manchas» se entremezclan con el discurso verbal. La expresión más radical de este tipo de ejercicios vendría representada por el conjunto de “agrafismos” que, ahora sí, el autor expuso y publicó (póstumamente, en la mayoría de los casos) de modo independiente a los volúmenes o escritos con los que se vinculan. Además de las piezas recogidas en las ediciones Agrafismos (Ondulaciones) (2008b) y Lámparas (2010) —realizadas durante la preparación de su obra reunida y la antología dedicada a Zambrano, respectivamente—, el catálogo de la exposición Palabras iluminadas, que Manuel Ferro comisariara para La Casa Encendida, agrupa bajo esta categoría (además de los dibujos de Con todas las letras y los mencionados “agrafismos” de Ondulaciones y Lámparas) las siguientes series: «Tres y trino» (40-41); «Animales impuros» (86-93); «Contratiempos» (94-99) «Se pusieron a bailar» (100-101) —muy en sintonía, estos tres últimos, con la tendencia antropomórfica anteriormente descrita— y «Ondulación I y II» (103). Estos “protopoemas”, realizados por Ullán en los últimos años de vida, constituyen el material documental de su propio proceso de escritura. La cuidada confección que algunos de ellos revelan contrasta con la idea de proyecto que señalábamos. No obstante, el atribuir una condición autónoma a estas composiciones correría el riesgo de desvincularlas en exceso del complejo procedimiento al que responden: «Son garabatos que pueblan un vacío, un silencio, hasta que de nuevo aparece el rumor, la presencia de la escritura. No tienen, pues, pretensiones plásticas; son una especie de documento de eso que ocurre cuando a uno no se le ocurre decir nada»4. No representan, por tanto, la disolución de lo verbal en lo visual, sino el progresivo acercamiento a la palabra escrita. Por eso mismo, Olvido García Valdés afirmaba en su prólogo al catálogo de Agrafismos (Ondulaciones): 4



Palabras de José-Miguel Ullán recogidas en Público, Madrid, 17 de febrero de 2009.

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Contemplación activa, se dibuja la espera, la atención a lo que viene, a lo que brota («porque aunque se viva mucho, a la mayor parte de ello le ponen límite los sentidos, o los nervios y la voluntad, o la inteligencia; pero lo que va a conmover al alma no puede preverse»), se dibuja por ver si con ello viene lo que ha de venir («anda / y vuelve, / canción»). En consecuencia (2008: 19).

Cabe, por tanto, pensar estos “agrafismos” como un alegato a favor de la poesía entendida en tanto que trabajo procesual, frente a la idea de inspiración creativa. Así lo refuerzan, por otra parte, esas otras estrategias discursivas, como el apropiacionismo y el collage, empleadas por el escritor. Lo dibujístico entonces, para Ullán, corre en paralelo a la escritura, a pesar de que en alguna ocasión (las portadas de la revista El signo del gorrión o el volumen Tortuga busca tigre son buen ejemplo de ello) el poeta actuara como ilustrador. Resulta esclarecedora, en este sentido, una de las preguntas que el autor le plantea a Roland Barthes en la entrevista que ambos realizaran para el programa «Imágenes» de Paloma Chamorro: —JMU: Entre escritura y dibujo, ¿qué diferencias hay? ¿siente RB añoranza por la primacía clásica de la caligrafía? —RB: A mi modo de ver, no hay diferencia alguna. Para dar una respuesta rápida, diría que el dibujo y la escritura son la misma cosa a cierto nivel; lo que expresa este lazo, esa unidad, es la palabra grafismo (Ullán, 1980: 66).

Ese desnivel es el que podría explicar que Ullán escogiera el nombre de “agrafismos” para designar aquello que a pesar de formar parte de la escritura todavía no se ha constituido como tal. De este modo se comprende, también, que si el gesto de la mano —el que delinea, mancha, emborrona o colorea— acompaña a la tarea escritural, lo caligráfico adquiera asimismo cierta presencia en esta poesía. Tal sería el caso de algunos de los libros ya referidos (Ni mu y Con todas las letras) o de poemas dispersos como «Torre de Felipe Boso» o «Contravientos», ambos dedicados, por otra parte, a dos de las figuras más destacadas de la poesía experimental en España [Felipe Boso y Carlos Edmundo de Ory, respectivamente (Ullán, 1993: 40 y 60)]. Las muestras, en este sentido, de dispositivos textuales vinculados a lo plástico se encuentran diseminadas a lo largo de toda la producción del poeta: los ideogramas de Frases o el «Soneto a la amistad: a José

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Antonio Llardent» (Ullán, 1993: 42); las tachaduras de Alarma o el poema de Manchas nombradas que anula su propia existencia mediante la superposición de dos líneas cruzadas sobre el texto (Ullán, 1984: 118); los collages de Ardicia, De un caminante que se enamoró donde fue hospedado o la sección final de Ondulaciones, en concreto, el poema «Reciclo» (Ullán, 2008a: 1310); los juegos tipográficos y la semantización de su espacio en Maniluvios, Mortaja, Alfil u Órganos dispersos; la reactivación de la dimensión plástica de las palabras o letras ensayada en Rumor de Tánger (con su apertura y cierre) o el poema «De la infinita posibilidad de medirse» (Ullán, 2008a: 1311), por mencionar únicamente dos ejemplos entre los numerosos casos existentes; la incorporación de bocetos, pequeños dibujos o grafías, imágenes apropiadas, ilustraciones, etc.; todo ello, compartiendo espacio, matizando, ampliando, cuestionando o apoyando la palabra escrita. Por esto mismo, se hace necesario señalar su particularidad, aunque en ningún caso con independencia del resto de procedimientos verbales puestos en práctica por el autor, ya que unos y otros estarían participando de un idéntico impulso transgresor. Las numerosas ocasiones en las que este poeta hizo explícita su vinculación con pintores, grabadores o escultores representan, igualmente, un claro indicativo de su interés por lo plástico. Así, la edición de los libros incluidos en Funeral mal y otros volúmenes como Sentido del deber o El desvelo [Por juguete], por ejemplo, evidencian la disposición de Ullán a la cohabitación entre plástica y palabra. Tremendamente ilustrativos son, en este sentido, algunos de los juegos gráficos y fonéticos presentes en este último volumen y ejercitados por el propio escritor, al margen de la participación de Tàpies (Ullán, 1995). No obstante, medir el grado de intervención del autor en tales proyectos se presenta como una tarea compleja, a pesar de que la complicidad entre su poesía y la propuesta de los artistas resulte bastante evidente. En este sentido, algunos trabajos como Acorde o Anular, ya analizados con anterioridad, sí muestran una implicación directa de Ullán en el resultado plástico de los textos, mientras que en otros casos la connivencia es mucho menor. Por tanto, la interdependencia entre unos y otros ostenta un valor bastante desigual, que inclina la balanza hacia la autonomía del texto escrito. Así lo demuestra, por otra parte, que el poeta publicara algunos de esos trabajos con independencia de las aportaciones realizadas por los artistas. Una suerte de anti-ékphrasis, como decíamos, que trata de subvertir las lógicas de la tradicional unión entre poesía y pintura, a través de estas piezas conjuntas, y mediante la puesta

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en práctica del recurso ecfrástico como crítica. En efecto, José-Miguel Ullán no sólo ejerció de crítico y comisario artístico en las páginas de los catálogos y publicaciones específicamente destinadas a dicha tarea, sino que buscó hacer confluir su escritura poética con ese otro campo discursivo que le ofrecía su interés por el arte. Así, además de la evidente afinidad estilística que libros como Tàpies, ostinato (2000b) o Volcanes construidos (2007), por citar dos ejemplos, manifiestan con el conjunto de la poesía del autor, no menos determinante resulta el hecho de que el poeta incluyera en Visto y no visto, en concreto la sección «Manchas nombradas II», algunos textos que habrían servido con anterioridad como comentario a la obra de varios artistas, en forma de catálogo expositivo o artículo de revista5. No se trata, pues, de una simple descripción temática, sino más bien de un tipo de enunciación que busca aunar diferentes experiencias estéticas a través de la palabra poética. Por todo ello, resulta posible afirmar que, para José-Miguel Ullán, la poesía es, ante todo, una cuestión de lenguaje, si bien su dimensión plástica adquiere en esta escritura una posición tan destacada como la de otras de las fórmulas con las que el autor ejerce su actividad de producción y subversión significativa. Tanto la recurrencia del material sonoro en sus composiciones, como el empleo de estrategias discursivas volcadas en la indeterminación semántica se suman, entonces, a este idéntico deseo por desplazar los usos más convencionalizados del lenguaje. Unas palabras del poeta, ya recogidas con anterioridad, muestran muy claramente el interés de buena parte de las operaciones textuales analizadas en estas páginas: El lenguaje no es un bien más del ser humano: es el bien esencial. De ahí mi atención obsesiva a todos los lenguajes: no como prótesis programadas para alcanzar la percepción, sino como materia oscura y esencial de ésta. Remover las palabras, jugar con ellas o sacarlas de sus casillas es darles y, por consiguiente, darnos otra oportunidad, otro enfoque. En consecuencia, escuchar debería ser la tarea cimental de todo escri Nos referimos, en concreto, al texto «Preludios» para un catálogo de Broto (1990) en la Galería Soledad Lorenzo; la composición «Al aire de su vuelo», para un homenaje a San Juan de la Cruz en Sevilla (1991), que incluía los poemas: «Relámpagos» (Barceló), «Pasiones» (Broto) y «Contratiempos» (Sicilia); «O, dicho de otro modo, Chillida» (publicado previamente en el catálogo Europalia´85 (1985) y después en la revista Guadalimar (1990), y «Terrones y guijarros», todos ellos incluidos en «Manchas nombradas II».

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tor. Retener lo dicho, desplazarlo a nuestro interior, otorgarle distintos contextos, conservar su tonalidad y enfrentarlo a otros decires desinteresados son funciones naturales, a la vez que misteriosas, de la escritura (Pardo, 2008: 47).

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APUNTES FINALES

Este recorrido a través de la poesía de José-Miguel Ullán ha tratado de mostrar que tanto el material de trabajo, como los procedimientos discursivos puestos en práctica por el autor obedecen a un idéntico interés por sostener una escritura y pensamiento literario de condición inestable. Se ha querido evidenciar que si, efectivamente, el programa poético de José-Miguel Ullán no terminaba de encajar en el relato binario de la poesía española contemporánea, ello se debe, entre otras cosas, a la resistencia que este poeta opone ante la formulación de proposiciones excluyentes, a prescindir del tertium non datur. Intentar enmarcarlo dentro de algún “bando” suponía obviar un importante conjunto de especificidades presentes en su trabajo. La multiplicidad de prácticas, posturas y materiales empleados por el autor obliga así a detenerse en el tratamiento otorgado a todos esos elementos, a la vez que exige interrogarse por la singularidad de un trabajo basado en componentes tan dispares. Las características más representativas de la poesía de Ullán, en contraposición a la lógica compatibilidad con otras poéticas contemporáneas a ella, impiden asumir su escritura dentro de aquellos discursos de homologación y promoción generacional, expuestos en las primeras páginas de este estudio. Por ello, resulta ahora posible sostener que esta poesía guarda un estrecho vínculo con las derivas de la poesía española de finales del siglo xx, pero también que una estética como la suya, ajena a todo tipo de síntesis y programas clausurados, exige ser leída con independencia de ciertas categorías literarias de índole generalista, si bien la remisión a las mismas se vuelve igualmente necesaria para la correcta comprensión de sus distintivos. Este complejo equilibrio entre la afirmación y la negación de unos y otros postulados es el que ha dirigido nuestra aproximación, puesto que ése es el modo en que Ullán concibe su trabajo poético. La ambigüedad y suspensión que impone a sus textos así lo confirman, ya que es en estos dos procedimientos donde se concreta buena parte de esa actitud orientada hacia la clausura que mantiene su escritura. Por otra parte, esos mismos rasgos, que han conducido a caracterizar esta poesía como irónica, se vinculan de igual modo con varias pautas

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discursivas analizadas a lo largo de este trabajo. Todas ellas insisten en la particular noción de ironía que, a partir de las teorías de Friedrich Schlegel, se ha tratado de esbozar aquí, y que encuentra en el rechazo a resolver los conflictos de un modo sintético su principal punto de apoyo. Así, tanto la multiplicidad de voces implicadas en el poema a través de la incorporación del paisaje sonoro experimentado por el autor, como la pluralidad de sujetos enunciativos que aportaban las estrategias de apropiación, analizadas en el último capítulo, hacen referencia a un idéntico impulso por diversificar las conciencias, tal y como mostraban los diálogos “irónicos” del poeta. Un uso y toma de posición frente a la palabra ajena que difícilmente podría encajar en aquellas teorías que destacaban el subjetivismo inherente a la lírica y la ironía: «Nunca me planteo para quién escribo; uno ya tiene lo suyo con escribir lo que escucha en el interior y en el exterior»1. Sin embargo, no son éstos los únicos ejes textuales que se muestran entrecruzados en la poética ullanesca. Esa red evocada unas líneas atrás es, por tanto, la figura que mejor describe esta práctica literaria. En este sentido, si tampoco la escritura del poeta lograba decantarse por alguno de los polos en los que gran parte de los estudios nacionales estructuraban la querella “conocimiento contra comunicación”, es porque nuevamente su poesía escapa a los sistemas de organización dicotómica (Benéitez, 2018). El foco de atención estaba puesto en ese mismo asunto, pero la perspectiva variaba de un modo significativo. En Ullán toda esta problemática en torno a las capacidades gnoseológicas y expresivas del poema debe pasar necesariamente por la cuestión de la experiencia estética, tanto la del poeta como la del lector, ya que el propósito de esta escritura radica en devolverle al lenguaje la capacidad de generar y transmitir experiencias y, por tanto, conocimiento, a partir de un fuerte trabajo de desautomatización. Para ello, la poesía de Ullán acude de forma reiterada a uno de los ámbitos sensoriales y emotivos que más escasamente ha sido objeto de una codificación literaria normalizada, y al que se concibe, además, como reducto experiencial y afectivo de la labor poética. La recurrencia de materiales sonoros en las composiciones del autor plantea, por tanto, un deslizamiento perceptivo en las vías de aprehensión sobre lo real transitadas por el individuo. Así, por un lado, sus poemas cuestionan los enfoques ocularcentristas y de hegemonía Entrevista de J. Á. M. a José Miguel-Ullán, publicada por La Gaceta, Salamanca, sábado 12 de abril de 2008, p. 18.

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visual y, por otro, proponen acceder a otro tipo de vivencias marginadas por aquéllos. Por este motivo, el deseo de recuperar una experiencia olvidada y potenciar la memoria social va asociado aquí a la necesidad de procurar un acercamiento a la realidad que disienta de las convenciones textuales más deterioradas por la costumbre, es decir, que origine un conocimiento otro. Sólo de este modo se logrará, según esta poética, restituir la inextricable unión entre “forma” y “contenido” de la palabra literaria y procurar al lector una experiencia estética que garantice su disconformidad con otros estados perceptivos y de conciencia cosificados. En el fondo, se trata de mostrar la otra cara, aceptando al tiempo que tales planteamientos van a ser siempre multifacéticos. De ahí que se haya hecho igualmente necesario detenerse en los recursos de desnaturalización lingüística ejercitados por la poesía de Ullán. Si la incorporación de experiencias acústicas a la composición literaria evidenciaba el interés de esta estética por enfrentarse a una cosmovisión excesivamente convencionalizada, la forma en que el autor altera los patrones léxicos y sintácticos de los discursos predominantes asume una pretensión textual muy similar. Así, con relación a la primera de estas cuestiones, se ha podido ir viendo cómo la escritura ullanesca ejerce una apelación continuada a un vocabulario en desuso y, por otra parte, de evidente origen oral, pero también la manera en la que cierta actitud melancólica descomponía los enunciados en pequeños fragmentos semánticos sin una relación causal explícita. Tales procedimientos estaban destinados a perturbar no sólo determinadas estructuras poéticas de carácter reproductivo y estandarizado, sino también un tipo de lectura acomodada en el reconocimiento de lo que ya se domina. Existe, pues, una fuerte analogía entre estas fórmulas y las estrategias de subversión discursiva analizadas en el capítulo final, donde la yuxtaposición de textos con un marcado interés ideológico o dependientes de un entorno lingüístico muy determinado, trataba de constatar la artificiosidad de los usos aparentemente neutrales del lenguaje. Revelar los procesos de formación de esos discursos, tal y como se veía a propósito de las teorías de Barthes, Kristeva y Sollers, era el objetivo fundamental del tratamiento proporcionado por el autor. Aquella tendencia hipostática se oponía, entonces, a la apuesta de José-Miguel Ullán por permanecer en un espacio de «lo neutro», en el que en lugar de velar los posicionamientos del sujeto enunciativo éstos permanecían en una zona de indeterminación que buscaba enfrentar, sin llegar a conciliar, las enunciaciones en conflicto.

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Este respeto —y fomento— por lo contradictorio, muy evidente en la producción irónica, se asocia con una especial atracción por aquellos momentos de producción artística y literaria que, como el Barroco, buscaban poner en crisis las interpretaciones más conformistas de la realidad y los lazos que las artes mantienen con aquélla. La variedad de métodos y nociones contenidas en esta escritura se revelan así más cercanas a este tipo de vicisitudes estéticas que a determinados programas artísticos con proyectos bien definidos, como sería el caso de la poesía visual o experimental, ámbito con el que tradicionalmente los estudios literarios han vinculado la hibridación proyectada en esta poesía. De este modo, se ha pretendido comprobar cómo las prácticas del collage, el montaje, la descontextualización y apropiación discursiva y otras formas de combinación textual, ensayadas en la poesía de Ullán, ahondan en una misma preferencia por las producciones de condición múltiple. Todas estas prácticas acentúan la disposición de esta estética inestable no sólo a permanecer en un ámbito de vacilación frente a cualquier axioma, sino también su empeño por proporcionar una experiencia lectora en la que la ambigüedad de la escritura poética o el enfrentamiento entre códigos culturales reconocibles y extraños provoque una fuerte impresión de incertidumbre en el lector de su poesía: «de tener la poesía un territorio, sería el de la duda» (Rojo, 2008), decía el poeta en una de sus últimas entrevistas. Nos encontramos, por todo ello, ante una noción de texto poético en la que la verosimilitud del artificio literario se ve continuamente puesta en entredicho —como tan claramente manifestaba la parábasis irónica— con el objetivo de desestabilizar los órdenes y regímenes representativos de naturaleza consuetudinaria. Las rupturas, cambios y alteraciones a los que este autor somete al lenguaje tienen, entonces, su raíz en un mismo interés por resignificar la palabra en detrimento de expresar por medio de la palabra. Aquellos «desdecir» o «desnombrar», a los que alentaba el poeta a partir de la sugerencia del Conde de Villamediana, van a confirmar su postura frente a la idea de creación literaria: revitalizar el habla; «se escribe, entre otras cosas, para probar a desdecirse a solas de lo aquí consabido» (Ullán, 1988: 23). Por eso Ullán antes que ejecutar una observación detallada de su entorno, lo escucha; entresaca de lo dicho lo que aún está por decir o ha quedado cubierto por ciertos hábitos lingüísticos ya estereotipados. Los mecanismos con los que firma su escucha se encuentran, por tanto, fuertemente emparentados con el modo en el que hace explícitos sus actos de lectura. Dos maneras

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de comprender la tarea de procurar una nueva significación al material lingüístico. Podría afirmarse, entonces, que si bien las formas, técnicas, materiales, actitudes y propuestas de José-Miguel Ullán responden a una estética de carácter inestable, donde la variabilidad se erige como principio rector, todo ello remite, sin embargo, a una misma preocupación: la capacidad del lenguaje poético para volver a nombrar. Hacer evidente ese planteamiento ha sido el hilo conductor de estas páginas, que se han centrado en el conjunto de posibilidades textuales abiertas por la tendencia del poeta a alterar los modos de producción artística afianzados en conductas convencionales y ajenas a la versatilidad; esa táctica inestable de asedio a una realidad no menos voluble.

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SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

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