Introduccion Al Analisis Filosofico 2

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John Hospers

Introducción al análisis filosófico, 2 Versión española de Julio César Armero San José Revisión de N éstor Míguez

Alianza

Editorial

Título original:

An Introduction to Philosophical Analysis (Publicado en inglés por Prentice-Hall, Inc., Englewood Cliffs, N. J. Original English Language edition published by Prentice-Hall, Inc. Englewood Cliffs, New Jersey, U.S.A.)

© 1967 by Prentice-Hall, Inc. © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1976 Calle Milán, 38; ® 200 00 45 ISBN: 84-206-2986-3 (O. C.) ISBN: 84-206-2168-4 (T. II) Depósito legal: M. 24.741-1976 Imprime Closas-Orcoyen, S. L. Martínez Paje, 5. Madrid-29 Printed in Spain

INDICE

Algunos problemas m e tafísico s...............................................

441

7. La filosofía de la r e lig ió n .......... ... ....................... ..........

531

8.

Nuestro conocimiento del mundo

f í s i c o .......................

610

9.

Problemas é t ic o s ............. . .......................................................

695

6.

Capítulo 6 ALGUNOS PROBLEMAS METAFISICOS

Los problemas de la metafísica y la epistemología están inexpli­ cablemente entrelazados. Ciertamente, la distinción no siempre es fá­ cil de trazar. Los problemas metafísicos tienen qué ver cOn lo que es-, mientras que los problemas epistemológicos tienen que ver con nues­ tro conocimiento de lo que es; pero en el tratamiento de lo uno, lo otro está pronto a entrar. Nuestro examen en el capítulo precedente de la cuestión «¿tien e una causa todo lo que sucede?», parece al principio enteramente una cuestión de lo que es, sobre si la rea­ lidad es o no de cierta manera; no obstante, hemos visto cómo esta cuestión se halla complicada con cuestiones de conocimiento, tale; como si el Principio Causal es una proposición sintética a pn ori o un principio director de la investigación científica. Al tratar la causalidad, pasamos constantemente de temas metafísicos a epis­ temológicos y viceversa. Examinaremos unos cuantos problemas más sobre «lo que es» en este capítulo, pero estos estarán interconectados también con problemas epistemológicos: por ejemplo, al exa­ minar la relación entre cuerpo y mente, nos enfrentaremos con cues­ tiones epistemológicas, por ejemplo, «¿cóm o sabemos qus las demás personas tienen m ente?», y «¿cóm o sabemos que estamos viendo el mismo color?». No todos los problemas sobre «lo que es» son problemas me­ tafísicos. «¿Cuántos libros hay en mis entanterías?» es una cuestión sobre lo que es, pero no sería llamada cuestión metafísica. Hay muchas razones para esto, pero la principal, sin duda, es qae la

cuestión no es suficientemente general-, qué momento del día es, cuántas personas están invitadas para la reunión de esta noche, y otras innumerables preguntas sobre lo que es son estrictamente cuestienes «locales» sin ningún interés metafísico. La ciencia, es cierto, trata de cuestiones muy generales: intenta descubrir leyes e idear teorías para explicar los fenómenos; pero puesto que pertenecen tan claramente al dominio empírico, son, a pesar de su generalidad, con­ sideradas cuestiones científicas y no metafísicas. Muchas personas han aducido que tales cuestiones generales son científicas, y que, cuando todas las cuestiones científicas hayan sido respondidas, no queda ninguna, no hay nada ds que pucdi discutir h metafísica. Incluso temas altamente generales como la relación entre materia y energía son, parece, cuestiones científicas. ¿De qué, entonces, trata la metafísica? «D e la naturaleza fundamental de la realidad» es la contestación común. Pero si la materia y la energía y sus diversas manifestaciones no son rasgos fundamentales de la realidad, ¿qué lo es? Esta distinción suele trazarse como sigue: Aquellos problemas sobre «lo que es» que podrían, al menos en principio, ser resueltos por medios empíricos sólo son científicos, y aquellos que pueden ser resueltos por medios matemáticos sólo son matemáticos; el resto son metafísicos. Si la luz consiste en ondas o partículas, si la materia y la energía son intertransformables, si la teoría de la «gran ex­ plosión» o la del «estado estacionario» sobre el origen de los sis­ temas galácticos es la aceptable son tedas cuestiones científicas, que se deben resolver por medio de los elementos de juicio empíricos, siempre y cuando se disponga de ellos. Pero hay otros problemas que parecen resistir tales intentos de resolución. En qué clases o categorías, por ejemplo, ha de ser dividida la realidad — temporal frente a no temporal, material frente a no material, mental frente a no mental— es una cuestión cedida a la metafísica. Es incluso más amplia que la ciencia empírica, que normalmente trata sólo de lo físico. Discutiremos unos pocos de estos temas en este capítulo. El problema de la substancia y los universales, que consideraremos bre­ vemente en la sección primera, son ambos problemas metafísicos tradicionales que datan de los tiempos de la antigua Grecia, y nin­ guno de estos problemas parece soluble por medios empíricos. Las categorías de materia inorgánica y de vida nos ocuparán en la sección segunda, y las de materia y mente nos ocuparán con gran detalle en la sección tercera. «Pero si estos problemas no pueden ser resueltos empíricamente, ¿no son verbales?». En el capítulo 1, distinguíamos los problemas verbales de los fácticos. Si los problemas metafísicos no son fác-

ticos, ¿no serán verbales? H ay quien dice que este es el caso; el lector quedará en libertad de decidirlo por sí mismo después de que haya considerado las cuestiones suscitadas en este capítulo. Pero no se debe suponer que la denotación de «cuestiones fácticas» sea la misma que la de «cuestiones empíricas». Los metafísicos insistirán en que se ocupan de cuestiones fácticas, pero dividirían las cuestio­ nes fácticas en dos clases, empíricas y no empíricas. Los problemas metafísicos pertenecerían a la última. Serían entonces cuestiones de hecho, pero hechos que no pueden ser establecidos por medios em­ píricos habituales, sino sólo a través del ejercicio sistemático del entendimiento.

18.

Substancia y univetsales

E l problema de la substancia. E l mundo contiene muchas cosas, o substancias. Estas substancias son de muchas clases diferentes — ma­ dera, yeso, granito, etc.— pero los constituyentes de estas diversas clases son relativamente pequeños en número: son conocidas apro­ ximadamente un centenar de substancias últimas (elementos) a par­ tir de las cuales están compuestas las demás según diversas mezclas y combinaciones. Estas substancias sufren cambios, en forma de eventos que suceden durante su historia. El cambio sólo puede ocu­ rrir a las cosas (substancias) que soportan los cambios: las cosas cambian — tienen ahora una característica, ahora otra— pero los eventos simplemente se suceden unos a otros. La hoja verde cam­ bia y se convierte en roja, pero un suceso tal como un trueno es seguido del silencio, o por otro trueno. El cambio presupone una cosa persistente a la que le ocurre el cambio. (Aunque esto puede sonar a observación empírica, es una definición parcial implícita de la palabra «cam bio», que nos dice a qué tipo de entidad es apli­ cable la palabra «cam bio».) Cada substancia tiene mueble propiedades o características dife­ rentes. El OxO tiene cierto color, punto de fusión, maleabilidad, peso por unidad de volumen, y así sucesivamente. En el capítulo 1 (pági­ na 99) preguntábamos cuántas de estas cualidades podríamos qui­ tar sin que la cosa en cuestión dejase de ser oro. Esta, desde luego, es una cuestión verbal, una pregunta por las características definitorias del oro. Vimos después que, incluso en el caso de una palabra relativamente precisa como «o ro », la respuesta no es del todo clara, porque no hay un conjunto claro de características definiíorias: más bien la palabra está sujeta al rasgo del quorum (págs. 97-99). Pero no obstante lo numerosos que sean los rasgos que contribuyen

al quorum, y no obstante cuántos de estos rasgos haya de tener una cosa para ser llamada oro, está por completo claro que si se qui­ tasen todos los rasgos del quorum, la cosa en cuestión dejaría de ser oro, y ya no podríamos seguir usando la palabra «o ro» para apli­ carla a ella. En todo esto, sin embargo, nunca dudábamos de que si quitá­ bamos una o más características definitorias, nos quedaría una subs­ tancia u otra. SI dejise de ser amarilla, ceguiría siendo algo, continue­ mos usando la palabra «o ro » o no para referirnos a ella. Pero pre­ guntémonos ahora: supongamos que quitamos todas las propiedades, no sólo la combinación de propiedades peculiares del oro, sino todas ellas, incluidas la extensión, masa y forma. ¿N o nos quedaríamos sin nada en absoluto? Estaríamos inclinados a decir que, no sólo dejaría de cer oro, sino que nc sería nada: no quedarían propiedades, y no habría un «algo » que tuviese las propiedades. Pero, ¿es esto verdad? Seguramente, estamos tentados de decir que el oro es una cosa, y sus propiedades son otra. « E l oro no es lo mismo que las propiedades del oro. ¿N o tiene que existir el oro para que existan laa propiedades del oro? ¿N o es la substancia an­ terior (lógicamente, no cronológicamente) a sus propiedades?» «D esde luego, admito — se podría responder— que el oro exis­ te. Pero el oro no es más que el total de sus propiedades. Las substancias son simplemente la suma de sus propiedades.» «¡S z /j propiedades! ¿N o resuelve esto por completo la cuestión? Hay, entonces, un «algo » que tiene las propiedades.» «D esde luego que lo hay, pero ¿cuál es el "alg o ” implícito aquí? E l “ algo” , el oro, es simplemente el nombre que damos al grupo de propiedades que coexisten en este lugar y en este momento. La palabra «o ro» es simplemente el nombre que damos a la colección de propiedades coexistentes: esa colección es el oro.» «N o. No puede haber propiedades a menos que primero haya una cosa, o substancia, que las tenga. Debe haber una substancia a la que pertenezcan o sean inherentes las propiedades. Las cosas son an­ teriores lógicamente a sus propiedades; si no hay cosas entonces no hay propiedades.» «A l contrario; si no hay propiedades, entonces no hay cosas. Las cosas son simplemente una combinación de propiedades. ¿Puede mos­ trarme usted una cosa sin propiedades?» «Claro que no puedo: toda cosa o substancia tiene unas pro­ piedades u otras. Pero eso no demuestra que las cosas no sean dis­ tintas de cus propiedades. Yo no puedo mostrarle una forma sin tamaño, pero eso no significa que la forma sea lo mismo que el tamaño o el color lo mismo que la forma. Sen distinguibles, pero

no separables. A sí sucede con las substancias y las propiedades. N o puede haber propiedades a menos que haya cosas o substancias de las que sean propiedades.» «N o: si no hubiera propiedades no habría cosas. La idea de una cosa sin propiedades es autocontradictoria, dado que la cosa no es más que la suma de sus propiedades. Si usted cree que la cosa es más que la suma de sus propiedades, sea tan amable de decirme qué más es. Además de ser amarillo, maleable, etc., ¿qué es el oro? N o importa qué me señale, simplemente será otra propiedad. Además de mostrarme que es amarillo, maleable, etc., ¿podría también mostrarme el oro al cuál pertenecen estas propiedades? Desde luego que no puede. Sin duda tiene usted en mente la ima­ gen de algo así como un alfiletero, del cual puede quitar un alfiler tras otro hasta que no quede ninguno y seguir teniendo el alfiletero vacío. Pero no se confunda por este pensamiento gráfico cuando haya quitado todas las propiedades, no le quedará ninguna subs­ tancia, no tendrá nada, m siquiera un alfilerero vacío.» «N o le concedo la menor importancia a imágenes tales como la del alfiletero. Me percato de que esto no es más que una imaginería accesoria que nada nos dice sobre la cuestión. Simplemente estoy señalando lo que considero un hecho metafísico: que las substancias han de existir para que haya propiedades. Las propiedades no flotan desarraigadas. La nieve es blanca, pero es la nieve lo que es blanco, no existe la blancura por sí misma. Puesto que la blancura es una pro­ piedad, siempre pertenece a algo. Este es un hecho de la realidad: las propiedades presuponen substancias de las cuales son propiedades. Hay substancias y hay propiedades de substancias; y ahora que he desarrollado este último término, verá lo absurdo que es pretender que pueda haber propiedades de substancias pero no substancias.» «Pienso que le confunde la división gramatical de nuestro len­ guaje entre nombres y adjetivos. Los adjetivos designan normalmente propiedades y los nombres substancias. Pero las substancias son, tras un análisis, solamente manojos de propiedades. Permítame aclararlo: Sucede que no podemos, en nuestro lenguaje, referirnos a las propiedades sensibles de una cosa sin introducir una palabra o locución que parezca nom­ brar a la cosa misma como opuesta a todo lo que sobre ella se pueda decir. Y, como resultado de esto, aquellos que se hallan contaminados por la superstición primitiva de que a cada nombre ha de corresponder una entidad real simple suponen que es necesario distinguir lógicamente entre la cosa misma y cual­ quiera de, o todas, sus propiedades sensibles. Pero del hecho de que empleemos una palabra simple para referirnos a una cosa y hagamos de tal palabra el sujeto gramatical de las oraciones en las cuales nos referimos a las apariencias sensibles de la cosa, no se sigue de ninguna forma que la cosa misma sea una «entidad simple», o que no pueda ser definida en términos de sus apariencias.

E s cierto que al hablar de «sus» apariencias parece que distinguimos la cosa de las apariencias, pero eso es un simple accidente del uso lingüístico. El aná­ lisis lógico muestra que lo que hace a estas «apariencias» «apariencias de» la misma cosa no es su relación con una entidad fuera de ellas mismas, sino su relación entre sí» l .

«N o puedo estar de acuerdo. Una cosa es más que un manojo de cualidades; debe haber algo que mantenga unido el manojo para hacerlo una misma cosa; y ello es la substancia. H ay substancia, y luego hay cualidades, y qué cualidades haya determina qué clase de substancia sea.» «¿Q uiére usted decir que hay algo — una pura substancia sin cua­ lidades— que existe en ausencia de cualidades, y que, cuando se aña­ den cualidades, podemos decir que es esta clase de substancia (oro) en lugar de otras (plata, bronce)? ¡Absurdo! Hay una substancia, desde luego, pero yo sostengo que la substancia no es nada que esté más allá del complejo de cualidades. Una substancia (substrato) incognoscible, existente aparte de cualquier cualidad — esperando, por así decir, a tomar las cualidades— es un mito filosófico. Sólo hay cualidades coexistentes. Cuando coexisten ciertas cualidades lla­ mamos a la combinación oro, cuando coexisten otras cualidades la llamamos plata, y así sucesivamente. Eso es todo.» «U sted está equivocado. Una substancia no puede ser meramente un grupo de cualidades. Suponga que tenemos dos esferas idénticas de oro: el mismo tamaño, el mismo peso, el mismo color, y así suce­ sivamente. Ahora, ¿qué distingue este trozo de oro de ese trozo de oro? Tienen las mismas cualidades, así que no pueden distinguirse uno de otro sobre la base de sus cualidades. Sólo las puede distin­ guir su situación espacial; aquí está uno (señalando), y allí el otro. Estos no son dos grupos de cualidades, como usted sostendría; son dos cosas o substancias que poseen la misma combinación de cuali­ dades. La materia es el principio de individuación. Es la substancia, no las cualidades, lo que distingue una cosa de otra cosa.» Puesto que esta cuestión no se nos presenta en la vida diaria, es susceptible de provocar en el lector que la conoce por vez primera una sensación de retorcimiento y artificialidad. «¿Q u é más d a ?» se podría decir. «Q ue discutan los metafísicos. E l oro seguirá teniendo la misma apariencia y las mismas propiedades que antes tenía, no importa que decidamos que es un complejo de propiedades o que las propiedades presuponen una substancia. Todo es cuestión de cómo nos expresemos, de qué lenguaje prefiramos usar. El tema entero es

1 A. J . Ayer, Language, Trutb and Logic, pp. 32-33.

verbal.» Pero no seamos dogmáticos prematuramente en esto. Esta conclusión puede ser acertada; pero, por otro lado, no se sigue que, porque el problema no sea soluble empíricamente, sea nada más que un problema verbal referente a cómo clasificar nuestras expe­ riencias. De acuerdo con algunos metafísicos, en todo caso, el pro­ blema es fáctico, y versar acerca de cuáles son las últimas categorías de que está compuesta la realidad, siendo tarea del metafísico «sec­ cionar la realidad por sus junturas». Sin emplear más tiempo en éste, volvamos a otro tema rela­ cionado con él, también metafísico, insoluble por medios empíricos, pero que es campo de controversia más considerable, y del cual de­ penden más cosas del razonamiento filosófico: el problema de los universales.

E L PROBLEMA DE LOS UNIVERSALES

E l problema de los universales es muy complejo, y muchos filósofos creen que es el problema central de la metafísica. Puesto que la palabra «universal» no es usada ordinariamente en nuestro lenguaje como un nombre, es difícil dar brevemente una idea de cuál es el problema. Puede ser abordado de diversas maneras. 1. H e aquí cierto número de cosas azules: esta camisa, esa silla, el océano, el cielo. Son diferentes en muchos aspectos, pero todos son iguales en ser azules. Todos ellos tienen una caracterís­ tica común: la azulez. Ahora bien, las cosas azules son particulares (cosas individuales del mundo, en el espacio y en el tiempo), pero la propiedad de la azulez, que todas ellas comparten, es un univer­ sal. Las cosas particulares o los particulares son azules, la azulez no. Los particulares (la camisa, el océano) se dan en el tiempo, la azulez no. Los particulares existen en el espacio, la azulez no. Las cosas azules son todas ellas ejemplos de la propiedad de la azulez. Un universal es algo que puede tener ejemplos. 2. Los diferentes particulares comparten una propiedad, la azulez. Ahora bien, si tienen una propiedad común, debe haber tal pro­ piedad común; la propiedad debe existir, y no sólo los particula­ res que son ejemplos de la propiedad. Así, pues, tenemos dos tipos de entidades en el mundo: los particulares que poseen las propie­ dades, y las propiedades que tienen las cosas. N o se puede pres­ cindir de las cosas particulares, pues debe haber algo a lo que per­ tenecen las propiedades; pero tampoco de las propiedades, pues debe haber algo que tengan los particulares; expresándolo de modo

poco gramatical, se podría preguntar: ¿cómo podría ser una cosa azul si no existiese la azulez para que lo sea? 3. Los nombres propios se refieren a cosas particulares: «G eo r­ ge W ashington» a un hombre particular; «W ashington, D. C .» a una ciudad particular; «Pacífico» a un océano particular. Perc, ¿a qué se refieren las palabras generales como «azul», «p erro», «hom bre», «co­ rrer»? No son -nombres de cosas particulares; pero entonces deben ser nombres de propiedades generales: la propiedad de ser azul, de ser perro (esto e3, de tener las características definitorias de los pe­ rros), y así sucesivamente. Pero si las palabras generales son nombres de propiedades, estas propiedades deben existir lo mismo que las cosas que las tienen. Estas propiedades generales son universales. La teoría de los universales de Platón. El problema de los univer­ sales fue introducido en la filosofía por Platón, y en todos sus es­ critos es patente su preocupación por él. Intentaremos primero ver cómo se le presentó el problema, y luego pasaremos a las críticas y a oíros puntos de vista. El punto de vista platónico a menudo es llamado «realism o» (es uno de los muchos sentidos de esta palabra sobrecargada de ellos), porque Platón sostenía que los universales existían realmente en algún sentido. La realidad consta de particulares — sillas particulares, ejemplos particulares de azul— y también de universales, que ejemplifican los particulares. Existe este tono de azul y ese tono de azul, pero existe también el universal, la azulez, del cual estos tonos particulares son ejemplos. Existe este gato y ese gato, pero también existe el universal «ser un gato» o «gateidad», que ejemplifican los gatos particulares. A menudo no hay ninguna pala­ bra para el universal que suene natural o idiomática, por lo que con frecuencia se añaden los sufijos «-ez», «-idad», «-ura»: así humani­ dad, gateidad, azulez, derechura. («L o gaiuno» es más idiomáíico que «gateidad», y lo gatuno es también un universal, pero no el mismo: lo gatuno es ura propiedad que pueden poseer machos seres no huma­ nos, mientras que la gateidad es simplemente el complejo conjunto de propiedades definitorias de los gatos.) " La principal preocupación de Platón en lo referente a los uni­ versales se hallaba en el contexto de 1) las propiedades morales y 2) las entidades matemáticas. La virtud perfecta, la bondad perfecta, la justicia perfecta no existen en este mundo; esto es, ninguna situa­ ción particular ejemplifica perfectamente estas cualidades. Ni hay en el mundo ninguna cosa tal como una línea íccta o un círculo perfecto. No obstante, tenemos uní idea de la bondad perfecta y de la rectitud y la circularidad perfectas (algunos lo discutirían en el caso de las cua­ lidades morales). Cuando decimos que este dibujo no es un círculo perfecto, hemos de tener una idea de lo que debe ser un círculo

perfecto, pues si no supiésemos qué es un círculo perfecto, no po­ dríamos saber que esta figura sólo es una aproximación. La conclu­ sión que Platón derivó de esto fue que, en algún lugar, de algún modo, debe existir la circularidad perfecta, de la cual esta figura particular no es sino un ejemplo imperfecto e inadecuado. (Platón también pensaba, con respecto al origen de esios conceptos, que losrecordamos de una existencia previa, anterior a nuestro nacimiento en este mundo, en la cual los percibimos directamente; pero esta parte de la teoría de Platón hoy día parece tan extravagante que no la consideraremos aquí.) Platón creía que existe una ejemplificación inadecuada o imperfecta de los universales por los particulares, y por ello, se ocupó primariamente de los universales que no están ejemplificados por particulares que experimentemos. Pero, ¿cuál es la relación, de acuerdo con Platón, entre univer­ sales y particulares? Son de naturaleza tan diferente que sería di­ fícil ver cómo podría haber una relación entre ellos. Los particulares existen en el espacio y en el tiempo — esta chaqueta azul, ese dia­ grama que hay en la pizarra, aquel hombre juste— pero los univer­ sales no: los universales no están en el espacio ni en el tiempo. Incluso si 110 hay ningún ejemplo de círculo perfecto en ninguna parte, la circularidad perfecta existe, pero sólo en el reino de los univer­ sales, atemporal e inmutable. En el mundo hay muchas cosas azules, pero la azulez no existe en este mundo; pertenece al reino de los universales, que los particulares sólo hasta un grado u otro ejempli­ fican. Pero esto 110 nos dice de qué forma exactamente están relacio­ nados los particulares y los universales. Acerca de este problema, Pla­ tón 110 tiene en todas sus obras un punto de vista coherente único, pero sostuvo dos tesis principales. 1. Arquetipo, Según el punto de vista que predomina en todos los primeros diálogos de Platón, la relación es como la de un original con una copia o imitación, o como la de un modelo con la cosa dibu­ jada o copiada a partir del modelo. Los caballos de este mundo son todos imperfectos, pero en algún sitio de la realidad existe el Caballo Perfecto, del cual todos los caballos del mundo son copias imperfec­ tas. También en algún sitio ec-tá el Círculo Perfecto, la Bondad Per­ fecta, y así sucesivamente. Un dibujo de una cama es una imitación de una cama física real; pero la cama física a su vez es una imita­ ción o copia de la Cama Perfecta. Y así en numerosos ejemplos es­ parcidos a lo largo de los diálogos. Pero por atractivo que pueda ser apelar a este concepto de dos mundos — el mundo de las imitaciones frente al mundo de las entidades perfectas— , no será aceptable como teoría de los universales. Pues un modelo o arquetipo, si existe, sigue siendo un particular, un

particular perfecto, quizá, pero un particular existente en el espacio y en el tiempo. La relación de una copia con la cosa de la que es copia sigue siendo una relación entre un particular y otro particular. El grado de correspondencia entre los dos puede no ser perfecto, y por esta razón podemos hablar de imitación inadecuada de un modelo o arquetipo; pero, ¿cómo podría ser adecuada o inadecuada, perfecta o im perí:cra, la ejemplificación ¿o un universal por un particular? Este tono de color es un ejemplo de la azulez o no. La relación de la copia con el modelo no es de ilustración o ejemplificación. Muchas personas han encontrado poética y ennoblecedora la concepción de los dos mundos de Platón, y la creencia en que hay un mundo mejor más allá de este mundo del espacio y el tiempo ha inspirado a mucha gente; pero sean cuales fueren los méritos del mundo perfecto frente al imperfecto, no es una teoría de los universales, pues los particula­ res perfectos siguen siendo particulares. Ccmo teoría de los univer­ sales, el concepto de imitación es meramente una metáfora. 2. Participación. En conexión con esto Platón también usaba otra metáfora, la de la participación: El particular «participa en» el universal. Pero aquí la palabra «participación» es violentada hasta hacerla irreconocible. ¿Participan los particulares en los' universales como las personas participan en una comida? Si hay demasiadas per­ sonas a la mesa, no hay suficiente comida para todas. ¿Existe el pe­ ligro de que si hay demasiadas cosas azules particulares, no haya sufi­ ciente para dar abasto? ¿Se enrarecerá la azulez si hay demasiadas cosas azules participando en ella? Platón usaba el ejemplo de diferen­ tes personas cubiertas por (y así participando en) la misma vela; pero con toda seguridad es cierto que la vela puede no ser suficiente­ mente grande para cubrir a todas las personas que busquen refu­ gio en ella. Y de nuevo, como teoría de los universales no será aceptable. En todo uso de «participar», en estos contextos ordinarios, la cosa de la que se participa es tan particular como las cosas que rea­ lizan la participación. La vela es tan particular, si bien un parti­ cular grande, como lo son las personas que se meten bajo ella. Platón, desde luego, usaba estos ejemplos sólo como analogías, no ccmo exposiciones exactas de la relación entre particulares y universa­ les. Pero en cualquier analogía debe haber algún punto de compara­ ción, aunque la analogía, o base de comparación, no necesita ser completa; y parece que tanto en el caso de los modelos frente a la copia como en el de la participación frente a la cosa participada, la ana­ logía se disipa al momento, pues todos estos son casos de relación de unos particulares con otros particulares.

E s posible que Platón estuviese interesado en hacer dos cosas a la vez: edificar una teoría de los dos mundos y también una teoría de los universales; pero cualquiera que fuese su intención, su idea era inadecuada, en la medida en que se tome como teoría de los universales. La relación no puede ser literalmente igual, ni siquiera similar, a ninguna de las situaciones que presenta Platón. Una for­ mulación más exacta de la relación, que Platón insinuó pero nunca enunció completamente, sería: la relación entre universales y parti­ culares es distinta de cualquier otra relación. E s la relación de ejempli•• ficacióh por casos, que es diferente de cualquier otra relación existente (de aquí que no se puedan hallar analogías como ilustración). Un azul particular ejemplifica la azulez, este triángulo ejemplifica la triangularidad, y así sucesivamente. La relación entre la cosa y la propie­ dad es siempre la de ejemplificación. Sin embargo, Platón se dio cuenta de una dificultad y la consideró: Este triángulo ejemplifica la triangularidad, el cielo azul es un ejemplo. ¿Ejemplifica análogamente este objeto grande la grandeza? ¿Ejem ­ plifica A, que está al norte de B, la norticidad? Pero esto no puede ser: los objetos no son, sin más,»grandes o pequeños, son grandes o pequeños en relación a otros. Si hubiese sólo una cosa en el uni­ verso, por ejemplo, un elefante, no sería grande ni pequeño, pues «grande» y «pequeño» son términos relaciónales', las cosas no son grandes o pequeñas por sí mismas, sino solamente en relación a otras: un elefante es grande en relación a un ratón pero pequeño en relación a una casa. E l particular no tiene la propiedad por sí mismo (o simpliciter), sino sólo en relación a otras cosas; en otras palabras, la grandeza no es una propiedad simple, sino una relación, o, si lo preferimos, una propiedad relacional. Más obvio todavía, estar al norte es una relación, y muchas cosas pueden ejemplificar esta relación: la relación de Edim burgo con Londres es un ejemplo de ella, la relación de Montreal con Nueva York otra, y así sucesi­ vamente. Podríamos expresar esto diciendo que hay tres tipos de enti­ dades en la realidad: particulares, universales y relaciones. Pero sería menos engañoso decir que sólo hay dos, particulares y uni­ versales, pero que los universales se pueden dividir en 1) propieda­ des (cuadrangularidad, azulez, etc.), y 2) relaciones (estar encima, estar al norte de, ser más educado que, estar atento a, etc.). Ambas, propiedades y relaciones, tienen ejemplos, y así, ambas son univer­ sales. E s importante en este punto darse cuenta de que las relaciones no pueden ser relegadas a lo mental. No podemos decir que, mien­ tras las cosas están «ahí fuera», en la realidad, las relaciones entre las cosas no son sino aportadas por la mente. Platón se daba per­

fecta cuenta de esto. Aquí está Atenas y ahí está Esparta, y las relaciones entre ambas (que Atenas esté al norte de Esparta, que Atenas sea mayor que Esparta) son tan objetivas, tan «ahí fuera», como las ciudades mismas. Los universales, decía Platón, son tan existentes objetivamente como las cosas nne los ejemplifican. Tam ­ poco valdrá decir, como decían algunos seguidores posteriores de Platón, tales como los neoplatónicos, que los universales no son sino pensamientos que hay en la mente. Pues los pensamientos que hay en la mente son también particulares. Si pienso en Atenas, ese pensamiento es un pensamiento particular, no un particular físico, sino mental (de lo que tendremos mucho que decir más avanzado este capítulo), y si usted también piensa en Atenas, su pensamiento es otro particular. Los pensamientos, los sueños, las alucinaciones y otros fenómenos mentales son tan particulares como los objetos físi­ cos acerca de los cuales versan estos pensamientos. Platón tenía par­ ticular aversión al punto de vista según el cual las entidades mate­ máticas só’o existen en la mente. Cuando slguicn descubre un teo­ rema, se trata de un descubrimiento, no de una invención. Y es un descubrimiento de algo; algo tan real (aunque no perteneciente a la misma categoría de la realidad) como el Peñón de Gibraltar. E l teo­ rema es una cosa, y el pensamiento que uno tenga de él, otra; el pensamiento que de él tenga otra persona, otra. Los pensamientos son eventos particulares, nunca universales. Incluso los pensamien­ tos que hay en la mente de Dios (que algunos filósofos cristianos han identificado con los universales) son particulares que se dan en una mente particular, aunque sea una mente superior; no son universales Identificar los particulares con los universales parece ser el ejemplo supremo de confusión de categorías. Los universales no han de ser identificados, ni siquiera por ana­ logía, con ninguna ccca que sea un particular, puco hacerlo sería hacer que dejasen de ser universales. La relación de los universales con los particulares, en efecto, no es como ninguna otra relación. Es también muy fácil, sin embargo, confundirla con otra relación del todo diferente, la del género con la especie. El escarlata es una es­ pecie del género rojo, y el rojo una especie del género color. Un rectángulo es una especie de cuadrilátero, y un cuadrilátero una espe­ cie de figura plana. (Estrictamente hablando, la propiedad de la rectangularidad es una especie de la cuadrangularidad, y así suce­ sivamente.) Pero la relación del género con la especie es la rela­ ción de un universal con otro dentro de la jerarquía de los univer­ sales. Un universal más amplio o más inclusivo (:olor) incluye a un universal más reducido, menos inclusivo (azulez), pero la azulez es, igualmente, un universal: la azulez es una propiedad y no ha

de ser identificada con la cosa azul que tiene la propiedad. Incluso si distinguiéramos un millón de tonos de azul, éstos no serían par­ ticulares (aunque los llamemos, induciendo a confusión «tonos parti­ culares del azul»); el azul 68.495 sigue siendo una propiedad que las diferentes cosas particulares pueden tener en común, aunque real­ mente no la tengan. Una cosa (particular) seguiría teniendo la pro­ piedad de ser precisamente de ese tono de azul; el tono, al ser una propiedad, seguiría siendo un universal, siempre distinto de la cosa particular que ejemplifica esta propiedad. De modo similar, no po­ demos pasar de cosa material a cosa viviente, a mamífero, a perro, a collie y a Lassie; cada paso excepto el último es aceptable: cada uno es un universal (por ejemplo la «ccquiedad») que cae bajo un universal más inclusivo («perrez»); pero ser un collie (tener las pro­ piedades de los collies) sigue siendo una propiedad; sin embargo, «L assie» no cz el nombre de una propiedad sino de un perro particular. Ser un collie, ser un perro, ser un animal, etc., son propiedades de esta criatura; Lassie no es una propiedad de esta criatura particular, sino que es esta criatura particular. De acuerdo con Platón, por tanto, hay universales, y tienen una existencia distinta de la existencia de los particulares. Cierta­ mente, existirían incluso si no hubiese particulares que los ejem­ plificasen. No tenemos que entender por ello, sin embargo, como parece haber hecho Platón en sus primeros diálogos, que seguiría habiendo un círculo perfecto en alguna parte aunque no hubiese círculos perfectos en el mundo; pues, como hemos visto, aun si hu­ biese tal círculo perfecto, seguiría siendo un particular, y seguiríamos necesitando el universal, la circularidad, que él ejemplifica. El círculo perfecto seguiría sin ser la circularidad; sería un ejemplo de la circu­ laridad. Pero Platón, sin duda, estaba en lo cierto al creer que podemos concebir y entender los significados de las palabras que nombran propiedades aunque nada en el mundo ejemplifique esas propiedades. Podemos entender qué significa «kiliágono» (polígono de un millón de lados) aunque no haya en ninguna parte polígonos de un millón de lados. Podemos entender lo que significa «uni­ cornio» (tener las propiedades de los caballos, y además tener un cuer­ no en medio de la frente) aunque no haya unicornios; y lo mismo con el concepto de cualquier otra criatura mítica (centauros, duendes, gnomos, trasgos, etc.). De todas estas combinaciones de propiedades no vemos ejemplificaciones en el mundo, pero podemos, sin embargo, tener un concepto de ellas. Todos estos universales existen, diría Platón, esperando (por así decir) a ser ejemplificados, pero son tan reales en el ámbito de los universales aunque no haya particulares que los ejemplifiquen.

¿Cóm o podemos tener un concepto de ellos si nunca hemos visto particulares que los ejemplifiquen? Platón concibió una doc­ trina de la preexistencia para responder esta cuestión, pero no tene­ mos por qué ir tan lejos: haya o no preexistencia, no hay dificultad (como vimos en las págs. 137-38) en ser capaz de combinar ideas simples para formar complejas de nuestra propia cosecha. Pero, ¿qué pasa con las ideas aparentemente simples, como la rectitud? Nunca hemos visto una línea absolutamente recta, y no obstante sabemos qué sería una línea recta. Pero ni siquiera este ejemplo requiere una doctrina de la preexistencia: obtenemos una idea de la rectitud de las cosas que vemos o tocamos. Indudablemente, la línea que traza­ mos con lápiz y regla no es realmente recta; pero parece recta, y nuestra idea de rectitud se deriva de tales percepciones. La misma línea (o, mejor, señal sobre el papel que representa una línea) pue­ de parecer dentada vista con un microscopio, pero verla a través de un microscopio es, después de todo, una percepción diferente de verla sin microscopio, y nuestra idea de rectitud puede deri­ varse de verla sin él. Estrictamente hablando, las líneas, los puntos y planos del geómetra no son del tipo de cosas que se pueden ver; pero se pueden ver las señales que representan puntos, las mar­ cas que representan líneas, etc., que son perfectamente suficientes para dar origen a nuestras ideas de rectitud, circularidad, etc. Esto, en lo que respecta al origen de nuestros conceptos. Pero el concepto es el concepto de algo, y ese algo, nos recordaría Platón, es un universal. E l concepto está en nuestras mentes, pero ese algo del cual es concepto no está en nuestras mentes: ese algo está «ahí fuera», en la realidad. Y en la realidad hay dos clases de cosas: los particulares que ejemplifican a los universales, y los universales que ellos ejemplifican. Aunque los universales no pue­ den ser vistos ni percibidos de otro modo por medio de los sen­ tidos, como los particulares, son igualmente reales, igualmente ob­ jetivos, y una parte tan genuina del «m oblaje de la realidad» como los particulares. L a teoría de los universales de Aristóteles. E l discípulo de Pla­ tón, Aristóteles, estaba insatisfecho con la teoría de los dos mundos de Platón. No hay, decía Aristóteles, un segundo ámbito fuera de los particulares que esté habitado por los universales: el realismo de Platón, en ese sentido, es equivocado; el «reino de los universales» es una ficción metafísica. Incluso si se aceptase un segundo reino, no sería un reino de universales sino solamente de superparticulares, más perfectos (de algún modo) quizá que los particulares con que estamos familiarizados en la experiencia sensorial, pero particulares al fin y al cabo; y no hay indicios de que exista tal reino de super-

particulares. Sin embargo, Aristóteles era también realista por lo que respecta a los universales: sostenía que los universales existen real­ mente, lo mismo que los particulares, que están «ahí fuera», y no en nuestras mentes, y que su existencia no es de ninguna manera dependiente de nuestras mentes o de nuestros proceso de conceptualización: existirían, igual que existen ahora, aunque no hubiese men­ tes que los aprehendiesen. ¿Q ué tipo de existencia tienen entonces? Un universal, de acuer­ do con Aristóteles, es simplemente una propiedad (simple o com­ pleja, intrínseca o relacional) que es común a un cierto número de casos. Y llegamos al concepto de esas propiedades mediante un pro­ ceso de abstracción a partir de los particulares (vemos el cielo azul, agua azul, un vestido azul, etc., y, a b stray e n d o , llegamos al concepto de azulez). N o podría haber universales sin particulares (no podría haber propiedades comunes sin nada que tuviese esas propiedades), como no podría haber particulares sin universales (no hay cosas sin propiedades). Son dependientes lógicamente entre sí, como en Platón, en quien los particulares dependen de los universales, pero estos exis­ ten serenamente independientes de todos los particulares. Los univer­ sales existen solo in re (en las cosas), no, como en Platón, ante rem (previamente a las cosas). Y puesto que los universales necesitan de los particulares tanto como los particulares de los universales, no pue­ de haber universales aparte de los particulares, no puede haber uni­ versales fuera de las propiedades realmente compartidas por los par­ ticulares existentes. En el caco de los unicornios, centauros, etc., por tanto, hay un concepto de unicorneidad: podemos jugar con las ideas (páginas 137-40) y combinarlas de diversas maneras para formar con­ ceptos de cosas que no existan en la tierra ni en el mar; pero aunque podamos tener estos conceptos en nuestras mentes, no hay ningún uni­ versal que les corresponda en la realidad, porque no hay cosas que tengan esta combinación de propiedades. H asta ahora todo parece tan acorde con el sentido común que, se podría pensar, es difícil negarlo. Los universales son meramente propiedades comunes a varios particulares, y, por supuesto, las pro­ piedades de las cosas sólo existen si hay cosas (lo mismo que las cosas no pueden existir sin tener propiedades). Pero lo que da su giro peculiar a la doctrina de Aristóteles es su visión de la naturaleza de estas propiedades comunes. El punto de vista de Aristóteles consistía en que un universal es algo idéntico en todos los particulares en que se da. La azulez es algo presente de forma idéntica en todas las cosas azules, en virtud de lo cual ellas son azules (todas ellas contienen un pedazo, por así decir, de la misma cosa, la azulez); y la azulez objetivamente pre­

sente es tan existente como la cosa que la posee. Similarmente, la perreidad es una propiedad que está presente de manera idéntica en todos los perros, y esto es así se forme alguien o no el concepto de perreidad (o de lo-que-es-ser-un-perro). Los universales pertenecen a las coeas, a la realidad externa, pero peiienecm a las cosas como pro­ piedades existentes objetivamente de las cosas, no como arquetipos ni ninguna otra cosa que pueda existir aparte de los objetes en que se da. Es más bien como (aunque no debe forzarse la analogía) la identidad que el molde da a les pasteleo: Todos los pasteles, no importa cuán nu­ merosos puedan ser, o de cuantas clases diferentes de masa puedan estar compuestos, poseen la misma forma en virtud del hecho de que la forma les ha sido impuesta por el mismo molde. Un universal es una propiedad que está presente de manera idéntica en todos los particulares que la ejemplifican y no existe fuera de tal ejemplificación. Teorías nominalistas. Lo que afirma la opinión de Aristóteles se ve más fácilmente si lo comparamos con otras teorías de los univer­ sales y los particulares. Se puede tener la sensación al leer lo que hasta ahora ha sido nuestra exposición del problema, que en él está presente un monto considerable de «m itología», que de algún modo la cuestión es «ficticia», que nos hemos enredado en ella sólo debido a ciertas dificultades de lenguaje. «Realmente — se podría decir— no hay nada en el universo excepto los particulares; los particulares son todo lo que podemos percibir, y particulares es todo lo que hay. Cierto, las cosas tienen propiedades, pero las propiedades son parte de las cosas mismas y no un tipo de entidad distinto de las cosas; desde luego no son, como en Platón, un reino aparte del de los particulares, pero tampoco, como en Aristóteles, rasgos obje­ tivamente existentes que se hallen presentes de idéntico modo en cada uno de los particulares y, así, sean discernibles de ellos en el pensamiento (aunque nunca se den en la realidad aparte de ellos). Desembaracémonos del exceso de equipaje y atengámonos a lo que podemos percibir, que son los particulares: los árboles verdes, pero no un tipo especial de cosa llamada verdor.» Más favorable a este modo de pensar es la teoría llamada «no­ minalismo», que, sin embargo, puede abarcar una variedad de posi­ ciones un tanto diferentes. El nominalismo extremo es la posición según la cual sólo los particulares existen, y todo lo que una clase de cosas (las cosas azules, las cosas que llamamos gatos) tiene en común es el nombre que le damos. Un universal es sólo un nombre, y lo que nombra es sólo un particular o una colección de parti­ culares. Pero del nominalismo extremo sólo hay que decir que está prácticamente descartado. 1) Para empezar, cuando llamamos «azul»

a diferentes cosas, no estamos hablando de las cosas en sí mismas, sino acerca de cierta propiedad de las cosas, una propiedad que no es idéntica a la cosa (un traje azul no es idéntico al azul), sino que la cosa posee y que otras cosas también poseen: la propiedad puede ser compartida por muchas cosas. Pero una vez que hemos dicho esto, volvemos a las propiedades objetivamente existentes: hay cosas y hay propiedades de cosas, con muchas cosas que tienen común estas propiedades. 2) Además, sin duda, no es cierto que todo lo que los diferentes perros tienen en común es el nombre «perro». Las dife­ rentes cosas que pertenecen a la misma clase pertenecen a ésta porque tienen algunas propiedades en común, aquellas propiedades que hace­ mos definitorias de la clase. Como vimos en el capítulo 1, toda clasi­ ficación está basada en la presencia de propiedades comunes, propie­ dades que existen en la realidad, no sólo en nuestras mentes. (El concepto puede existir en nuestras mentes, pero las propiedades no.) Puede no haber un conjunto de propiedades que sea a la vez necesa­ rio y suficiente: puede haber un quorum, o alguno de los otros tipos J e vaguedad descritos en las págs. 93-103; pero aunque haya a veces un ligero parecido de familia entre los miembros de la clase, hay una relación: puede no haber un conjunto de propiedades que carac­ terice a todos los juegos, pero hay conjuntos superpuestos de propie­ dades, y estas propiedades existen tan objetivamente como cuales­ quiera otras, y determinan la aplicabilidad de la palabra «juego» a una situación dada. En resumen, hay una base para aplicar la misma pala­ bra a un número de cosas diferentes; y, ¿cuál es esta base sino la posesión de algunas propiedades comunes? N o podemos deshacernos de las propiedades sustituyéndolas por nombres, pues entonces nos enfrentamos a la cuestión: ¿cuál es la base para aplicar a muchas cosas particulares el mismo nombre? También se podría describir otro punto de vista que ha sido igualmente llamado «nom inalism o». En la realidad sólo hay particulares; pero en nuestras mentes hay sólo imágenes, no conceptos (este punto de vista ha sido llamado «im a­ ginism o»). Berkeley decía que, cuando concibo un triángulo, tengo en mi mente la imagen de un triángulo particular. Ahora bien, el con­ cepto de triángulo (de triangularidad) no puede incluir como una de sus propiedades que deba ser isósceles, o que deba ser equi­ látero, o que deba ser escaleno, pues muchos triángulos no son isósceles, muchos no son equiláteros, y muchos no con escalenos. Todo lo que hay en mi mente es una imagen de un triángulo, y esta imagen ha de serlo de un triángulo particular: la imagen que esté en mi mente de un triángulo ha de ser de un triángulo escaleno, o de un triángulo isósceles o de un triángulo equilátero. Pero cuando hablamos acerca de los triángulos en general, usamos la imagen ,.dé

un triángulo particular para simbolizar, o representar, cualquier trián­ gulo; aunque mi imagen es una imagen de un triángulo isósceles, pue­ do usar esta imagen para representar cualquier triángulo, incluso aquellos que no son isósceles. Pero en este punto Berkeley da con una dificultad: Una imagen, dice, es tomada para representar a todas las figuras del mismo tipo (en este caso triángulos). Pero, ¿qué se entiende por «el mismo Upo» (o ciase)? Para saber qué es esto, hemos de tener en mente un concepto de lo que es ser un triángulo, y este concepto no es una imagen. Antes de que podamos usar una imagen con esta capacidad representativa para simbolizar o representar a todos los demás particulares del mismo tipo, hemos de caber de qué tipo o clase es, y saber esto presupone tener un concepto de una propiedad común. Así que volvemos a las propiedades comunes. Tener un concepto, la triangularidad, no es lo mismo que tener una imagen (como vimos en las págs. 140-42) aunque pueden estar presentes en nuestras mentes imágenes cuando tenemos un concepto; tener el con­ cepto es tener en mente las características difinitorias de los trián­ gulos, y tener este concepto, que es abstracto, no es lo mismo que tener una imagen, que es particular; ciertamente no implica para nada tener imágenes, y muchas personas tienen conceptos sin tener ninguna imaginería auxiliar. Luego, si el nominalismo dice que lo que se da en nuestras mentes es sólo imágenes, está de nuevo equivocado; hay mucho más que imágenes en nuestras men­ tes cuando usamos palabras generales: hay conceptos más allá de cualesquiera imágenes que podamos tener. Conceptualismo. A otra desviación del nominalismo extremo se le ha dado tradicionalmente un nombre distinto, «conceptualismo», y fue presentado por John Locke. De acuerdo con el conceptualismo, un universal no es meramente un nombre, ni una imagen, sino un concepto. En la realidad sólo hay particulares, pero en nuestra mente hay otra cosa, no imágenes, sino conceptos. Las palabras generales (todas las palabras excepto los nombres propios) son nombres de conceptos; pero éstos se dan en nuestras mentes, no en la natura­ leza. En la naturaleza no hay conceptos, sino sólo particulares. Pero una vez más caemos en dificultades. Concedido que en nuestras men­ tes hay conceptos. Pero ¿de qué son conceptos los conceptos? Y aquí de nuevo la respuesta obvia es «de propiedades comunes, de aque­ llas propiedades que ha de tener una cosa para ser clasificada bajo el concepto.» Así, de nuevo volvemos a las propiedades. ¿Cómo pode­ mos tener conceptos si en la realidad no hay propiedades comunes en que anclar nuestros conceptos? Sin propiedades comunes, no hay ningún concepto posible, sea de perreidad, o de azulez o de rectitud. Cada vez que usamos una palabra general, lo hacemos sobre la base

de ciertas propiedades que los particulares que las tienen poseen en común; y en el momento en que admitimos eso, hemos de admitir en nuestra teoría algo más que los conceptos, hemos de admitir aque­ llo de lo que son conceptos: la propiedad o propiedades que hacen a este concepto el concepto de esta clase de cosas. La teoría de la similitud (parecido). ¿Tendremos, pues, que volver al tratamiento de Aristóteles y admitir que su posición es la correcta, que no hay universales aparte de los particulares, que los universales son propiedades comunes, y que estas propiedades comunes existen en la realidad? Estas tres proposiciones podrían ser fácilmente acepta­ das, pero podemos vacilar en lo concerniente al rasgo peculiar de la posición de Aristóteles de que hay ciertas propiedades que están idénticamente presentes en cada particular. ¿P or qué, podríamos pre­ guntar, tiene que estar idénticamente presente la misma propiedad en todos los casos? Digamos, en vez de eso, que en la realidad sólo hay entes similares: innumerables particulares que tienen propie­ dades en común, pero propiedades, no en el sentido de algo idén­ ticamente presente en todos los particulares, sino en el de ciertas similitudes discernibles, similitudes suficientes, sin embargo, para que los incluyamos a todos en el mismo concepto. Así, tenemos un concepto, la azulez. Pero las cosas azules no son idénticas, ni si­ quiera en el color: hay innumerables tonos de azul; quizá no haya dos tonos idénticos; quizá no haya siquiera dos cosas azules parti­ culares que tengan exactamente el mismo tono azul, pero, no obs­ tante, todas las cosas azules son similares entre sí en el color, y debido a esta similitud las llamamos a todas «azules». Podemos dis­ tinguir las cosas azules de las cosas de cualquier otro color (aunque puede haber limítrofes), pero lo que les hr.ee a rodas ellas azules es que son similares entre sí en el color, no que haya el mismo universal, la azulez, idénticamente presente en todas ellas. Esta nos puede parecer la teoría más sensata con que hemos tro­ pezado hasta ahora. Pero, ¿cómo, se podría preguntar, afecta esto a la tesis de que las palabras generales son nombres de propiedades, igual que los nombres propios son nombres de particulares? Si no hay una propiedad que esté idénticamente presente en todos los particulares de cierto tipo, ¿de qué es nombre «azul»? Aquí se puede dar una respuesta que nos permite eludir muchas confusiones. Los filóso­ fos han tendido a suponer — y Platón y Aristóteles, desde luego, lo creían— que, así como los nombres propios como «F id o » son nombres de cosas particulares del mundo, las palabras generales como «perro» y «azul» (que se aplican a muchas cosas) son nom­ bres de propiedades. Pero de acuerdo con el presente punto de vista, no hay ninguna propiedad única que nombren las palabras

generales; ni es cierto que, porque una palabra general se aplique a cierto número de particulares, cada uno de estos particulares in­ corpore esta cosa o propiedad. Decir «las palabras abstractas representan [stand for] una propiedad común» es usar una forma de expresión lingüística que fuerza una analogía entre los nombres propios y las palabras generales. Es muy fácil y natural usar este enunciado como equivalente a «las palabras abstractas nombran propiedades comunes». Hay ciertas similitudes entre la función de los nombres propios y la función de las palabras generales. Estas similitudes parecen a los realistas más importantes que las diferencias entre los dos tipos de palabras. Así, al decir «los universales existen y son los desígnala de las palabras generales», los realis­ tas sólo entienden lo que se podría expresar menos engañosamente y con más propiedad diciendo: «Clasifiquemos las palabras generales junto con los nombres propios...» La manera realista de hablar es un intento de asimilar la función lingüística de las palabras generales a la de los nombres 2.

Pero el hecho es que las palabras generales no son en absoluto nombres; no se debe caer en la trampa de decir que los nombres propios son nombres de particulares (cosa que es cierta), en tanto las palabras generales con nombres de propiedades (lo que £5 falso, ya que no deberían ser consideradas nombres en absoluto). N o debemos decir que «azul» es el nombre de una propiedad, de la azulez, que está idénticamente presente en todas las cosas azules; podemos decir, en lugar de eso, que todas las cosas que llamamos «azules» ce parecen entre sí en el color lo suficiente para que podamos usar la misma pa­ labra para todas ellas, pero no hay una propiedad que sea la misma en cada uno de los casos. Pero en este punto nos hace frente otra objeción. «U sted dice que los diferentes tonos de color los agrupamos nosotros y que los llama­ mos "azu l” porque se parecen entre sí. Muy bien; pero el parecido mismo es un universal. E s un universal relacional, de acuerdo; pero un universal relacional, es, a pesar de todo, un universal. La amplitud y el estar-entre son universales, aunque relaciónales, y el parecido tam­ bién lo es: un particular, X , no se parece meramente, se parece a otra cosa, Y. Y otro particular, V, puede parecerse a otro particular, W. La relación de X con Y es de parecido y la de V con W también es de parecido; así que tenemos dos casos del universal "parecerse” (o similitud). E l parecido es, ciertamente, un universal del cual hay innumerables ejemplos. Así que volvemos, después de todo, a los universales. Aunque todos los particulares no comparten una pro­ piedad que esté idénticamente presente en todos ellos — en este caso la azulez— , comparten otra propiedad, el parecido (dado que todos 2 D. J. O ’Connor, «Ñames and Universals» (Nombres y universales), Proceedings of the Aristotelian Society, 1952-53, pp. 175-76.

se parecen). De modo que usted sigue prendido a un universal, el parecido.» O , como lo expresa Bertrand Russell: Si queremos evitar los universales blancura y triangularidad, elegiremos una mancha de blanco o algún triángula particular y diremos que cualquier cosa es blanca o es un triángulo si tiene el tipo de parecido correcto con nuestro particular elegido. Fero entonces el parecido requerido habrá de ser un uni­ versal. Dado que hay muchas cosas blancas, el parecido habrá de darse entre muchos pares de cosas blancas; y ésta es la característica de un universal. Será inútil decir que hay un parecido diferente para cada par, pues entonces ten­ dríamos que decir que estos parecidos se parecen entre sí y, de esta manera, nos veremos por último forzados a admitir el parecido como un universal. La relación de parecido, por tanto, debe ser un verdadero universal, y habiendo sido forzados a admitir este universal, encontramos que ya no vale la pena inventar teorías difíciles e implausibles para evitar la admisión de universales como la blancura y la triangularidad3.

Pero ¿cuál es exactamente la fuerza de esta objeción? N o esta­ mos «intentando deshacernos de los universales»: en la realidad, seguirá habiendo particulares y propiedades de estos particulares, ya se sugirió esto en las observaciones que hicimos sobre el nominalismo. Nuestra intención es, más bien, sugerir que no tiene por qué haber una propiedad común en el sentido de algo idénticamente presente en. todos les cssos, s ’nc más bien que podemos basificar lac :o :as, no sobre la base de una propiedad tal, sino sobre la base de una o de un cierto número de similitudes que estas cosas tienen entre sí. La azulez es un universal, en el sentido de que varias cosas son suficien­ temente similares entre sí como para ser llamadas «azules»; y la similitud también es un universal, en el sentido de que diversas cosas son similares entre sí de diversas formas. Ningún análisis plausible nos permitirá librarnos de estos hechos. Pero hay una objeción más importante que ésta. Llamamos «azul» a diferentes cosas sobre la base de una similitud que hay entre los tonos que llamamos «azules». Pero, ¿qué pasa, se objeta, con la similitud misma? Tenemos una relación de similitud entre los par­ ticulares X y Y , y también entre los particulares V y W ; ambos son ejemplos de parecido. Pero ahora se pregunta, ¿qué pasa con la relación entre estos dos casos de parecido? Y , ¿no son simi­ lares a su vez estas dos similitudes? Y , ¿no es esta segunda simi­ litud algo idénticamente presente en todos los ejemplos de ella? ¿N o es Ja similitud un universal peculiar, del cual sen igualmente casos todas las relaciones de similitud? La similitud de X e Y pue­ de no ser la misma similitud que tiene V con W (la primera puede ser similitud de color y la segunda de form a); pero, ¿no 3 The Problems of Philosophy, pp. 1 5 (^ 4 '

son las similitudes entre la relación X-Y y la relación V-W, a su vez, ejemplos del mismo universal, la similitud? Y habiendo con­ cedido una relación en un caso diciendo que esta segunda simili­ tud es una relación que está idénticamente presente en todos los pares similares, ¿por qué no decir igual que la azulez es una pro­ piedad que está idénticamente presente en todas las cosas azules? Pero se puede responder que esta crítica abriga una ambigüedad. La crítica parece presuponer el principio de que si A es similar a B y B es similar a C, entonces, ambas similitudes deben ser la misma, y, en consecuencia, que ambas son casos de un universal similitud. Pero esto es apro­ vecharse de una ambigüedad de «mismo». Supongamos que A es un objeto azul, B es un objeto azul y C es un objeto azul; y supongamos que se nos pregunta si la similitud entre A y B es la misma que la similitud entre B y C. La res­ puesta es que de acuerdo con un uso de « mismo» lo es, de acuerdo con otro puede serlo o no. De acuerdo con el uso 1) decimos de todos los objetos azules que son del mismo color, y al decir que todos son del mismo color simplemente estamos diciendo que todos ellos son azules; y de acuerdo con este uso, diría­ mos que la similitud entre A y B es la misma que la similitud entre B y C. El uso 2) provee para el caso en que, por ejemplo, A sea de color índigo, B azul marino y C azul celeste; en este caso, y siguiendo este uso, no decimos que la similitud entre A y B sea la misma que la similitud entre B y C. De hecho, la cuestión general de si dos similitudes son la misma no se puede entender, y mucho menos responder, hasta no aclarar el uso de acuerdo con el cual se emplea «mismo». Si empleamos el uso 1), entonces la similitud entre A y B y la similitud entre B y C han de ser la misma; pero todo lo que se significa al decir que lo son es que A, B y C son iguales entre sí en ser azules; y por tanto que las similitudes sean las mismas no implica que sean casos de una similitud universal. Si empleamos el uso 2), las similitudes no son las mismas; y que no sean las mismas tampoco implica que sean casos de una si­ militud universal. Ciertamente, para nosotros la similitud es un archiuniversal; y lo que se quiere significar con eso es que, si no fuésemos suficientemente listos para des­ cubrir alguna de las similitudes que descubrimos, no tendríamos en absoluto palabras generales. Esto es, palabras tales como «similitud», «parecido», «identi­ dad», efe., están presupuestas lógicamente por palabras tales como «m esa», «máquina de escribir», «canguro», etc., pero las primeras palabras son mucho más generales que las últimas. Si el mundo fuese exactamnte igual a como es ahora, excepto que en él no hubiese mentes, entonces constaría de objetos entre los cuaks se darían diversas relaciones de parecido y desemejanza. ¿Qué razón tenemos para decir que la presencia de la mente hace a la similitud un universal de tipo diferente del que sería en su ausencia? 4.

Concluimos nuestra exposición dei problema de los universales, por tanto, con la teoría de la similitud: que en la realidad hay cosas particulares y sus propiedades (en este sentido podemos ha­ blar de universales), pero que, cuando hablamos de cosas diferentes que poseen una propiedad común, no tenemos por qué implicar con 4 A. D. Woozley, Tbeory of Knowledge, pp. 100-101. La cursiva es mía.

ello que haya una propiedad idénticamente presente en todas las cosas a las cuáles aplicamos la misma palabra. Más bien hay suficien­ tes similitudes entre ellas como para darnos el derecho a usar una misma palabra para describirlas. E stas similitudes están realmente «ahí fuera», no son productos de nuestras mentes. Por supuesto, no inventamos una palabra para designar cualquier conjunto de propie­ dades con que nos topemos. Nuestra clasificación de las propiedades (como vimos en las págs. 65-68) es una tarea conjunta entre la na­ turaleza y nosotros: se apoya en los hechos de la naturaleza, en las propiedades que tienen las cosas y en la similitud que hay entre las cosas del mundo que clasificamos en el mismo concepto; pero tam­ bién se apoya en nuestros intereses, en si elegimos o no agrupar cier­ tas características, y, si lo hacemos, en dónde elegimos erigir el lí­ mite entre una propiedad y otra (como entre azul y verde). Las similitudes existen en la naturaleza, pero lo que hagamos con ellas al erigir una estructura conceptual es cosa nuestra.

Ejercicios 1. Interprete y evalúe los siguientes enunciados acerca de la substancia: a) John Locke, Essay Concerning Human Understanding, Libro II. Capí­ tulo 23, sección 1: «Sí cualquiera se examina a sí mismo en lo que se refiere a su noción de substancia pura en general, hallará que no tiene en absoluto una idea de ella, sino sólo una suposición de que no sabe qué es lo que soporta a las cualidades que son capaces de producir en nosotros ideas simples, cuali­ dades que comúnmente son llamadas accidentales. Si a cualquiera se le pre­ guntara cuál es el sujeto al cual son inherentes el color o el peso, nada tendría que decir, excepto que se trata de las partes extensas y sólidas: y si se le preguntase qué es a lo que se adhieren la solidez y la extensión, no estaría en situación mucho mejor que el indio al que, habiendo dicho que el mundo se apoyaba en un gran elefante, se le preguntó d£>ade se apoyaba el elefante: a lo cual su respuesta fue que en una gran tortu|a: Pero de nuevo urgido para saber qué daba soporte a la tortuga de tan gran caparazón, repuso que .era algo que él no sabía... La idea que tenemos, a la que damos el nombré general de "substancia", no es nada sino el supuesto, pero desconocido, soporte de aquellas cualidades que hallamos que existen, que imaginamos que no pueden subsistir... sin algo que las soporte, a lo que llamamos substantia; lo cual, de acuerdo con el verdadero significado de la palabra, es, en lengua llana, lo que está debajo o lo que sostiene.» b) George Berkeley, Principies of Human Knowledge (Principios del co­ nocimiento humano), parágrafo 16: «Se ;dice que la extensión es un modo o accidente de la Materia, y