Introduccion A Los Escritos De San Pablo

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CLAUDIO BASEVI

INTRODUCCIÓN A LOS ESCRITOS DE SAN PABLO ~

SU VIDA Y SU TEOLOGIA

Pelícano

Colección: Pelícano Director de la colección: Juan Manuel Burgos © Claudio Basevi, 2012 © Ediciones Palabra, S.A., 2013

Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) -: www.palabra.es · ,: epalsa@palabra:.es Diseño de la cubierta: Raúl Ostos ISBN: 978-84-9840- 790- 7 Depósito Legal: M. 28-2013 Impresión: Gráficas Rogar, 5. A. Printed in Spaín -. Impreso en España

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

r 1

PONTO EUXINO

MACEDONIA PAFLAGONIA Ancira

ARMENIA

CAPADOCIA

Puertos Buenos

VIAJES DE SAN PABLO Primer viaje Segundo viaje Tercer viaje Viaje en cautividad

o

100

200

300Km

CIRENAICA

PRESENTACIÓN Muchas veces y por distintos motivos he procurado conseguir algún manual que contuviese los elementos fundamentales de lo concerniente al apóstol san Pablo en lengua española. En un primer momento me sorprendió la carencia de títulos, sobre todo en los últimos decenios. Después comprobé, y he seguido constatando, que la grandeza y extensión del objeto pretendido excedía la capacidad y aguante de muchos estudiosos que habían dedicado años al gran Apóstol de las Gentes. Y así, si bien existen centenares de aportaciones sectoriales, mucho más difícil encontrar síntesis de una visión global. En mi tarea habitual de profesor de Sagrada Escritura, tras años de haber tenido que impartir clases sobre todo lo que puede incluirse dentro del ámbito del Corpus Paulinum con fotocopias y material disperso, logré acceder a unos «Apuntes» del profesor Claudia Basevi: me pareció un material magnífico. Desgraciadamente, una larga enfermedad ha hecho imposible que cuajasen en un gran manual sobre san Pablo. Afortunadamente, ese proyecto se cruzó con el empeño de Ediciones Palabra de publicar un curso completo de manuales sobre Sagrada Escritura que cuenta ya con los correspondientes a la Introducción General, los del Antiguo Testamento y el primero del Nuevo Testamento. Y así, cuando el director de la colección Pelícano, Juan Manuel Burgos, solicitó mi opinión sobre la posibilidad de encontrar material para cubrir la parte dedicada a san Pablo, sugerí la publicación de los «Apuntes» mencionados. Como el prof. Basevi no podía asumir el trabajo, el director de la colección, contando con la autorización del autor, me sugirió a mí que lo realizara. El texto que aquí se propone reúne, pues, la obra esencial del prof. Basevi revisada en este concreto formato. Este texto no pretende ser un manual en el sentido de tratado exhaustivo, completo y detallado de todas las cuestiones paulinas. Ello requeriría una obra y extensión mucho mayor, de varios volúmenes. Pero sí es, y debe considerarse, una introducción bastante completa sobre los grandes temas que rodean a San Pablo por lo que servirá tanto a los estudiantes de Teología como a todas aquellas personas deseosas de adquirir una visión de conjunto de la vida, escritos y teología del gran Apóstol.

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Por este carácter introductorio y pedagógico, se ha optado por limitar las referencias bibliográficas, que no acompañan de forma agobiante al texto, aunque se aportan las suficientes para que quien desee profundizar en cada uno de los temas pueda realizarlo de modo satisfactorio. El prof. Basevi no aportó directamente en los apuntes casi ninguna referencia bibliográfica, entre otras cosas porque muchos pasajes son de elaboración propia. Pero en estos meses, además de búsquedas personales, he podido acceder al registro electrónico de varias colaboraciones suyas y escritos para cursos de doctorado -como, por ejemplo, el que incluyo en el Anexo II- que abren vías de gran profundización para quien lo desee. El texto ha sido retocado en diversos puntos, aunque poco, puesto que el material era de por sí muy valioso. Se podrá observar que hay algunos elementos que se repiten en diferentes capítulos o partes del libro: es decisión mía el que se haya mantenido, porque ayudaban notablemente a la claridad de lo expuesto sin tener que recurrir a la vuelta atrás. Las notas no bibliográficas -con alguna excepción- responden a ideas del prof. Basevi expresadas en el texto original o esos otros lugares. En definitiva, el texto es obra completa del prof. Basevi, y a mí me ha correspondido la tarea de puesta al día, complemento bibliográfico, revisión redaccional y estructuración última. El trabajo sirve para poner en circulación en el mundo de lengua española una importante obra pedagógica y sintética sobre san Pablo. El que suscribe ha estado tentado de añadir múltiples referencias de Benedicto XVI a las enseñanzas paulinas, a las que dedicó 20 catequesis en las Audiencias de 2008-2009 y de las que sigue haciendo uso-como no podía ser de otra manera- con notable insistencia. Baste hacer solo una que nos sirva para vivir en plenitud el Año de la Fe, recién comenzado: «El apóstol san Pablo, figura excelsa y casi inimitable, pero en cualquier caso estimulante, se nos presenta como un ejemplo de entrega total al Señor y a su Iglesia, así como de gran apertura a la humanidad y a sus culturas ( ... ). Su figura adquiere gran alcance histórico e ideal, manifestando elementos compartidos y originales con respecto al ambiente. Pero todo esto vale también para el cristianismo en general, del que el apóstol san Pablo es un paradigma destacado, de quien todos tenemos siempre mucho que aprender ... aprender de san Pablo; aprender la fe; aprender a Cristo; aprender, por último, el camino de una vida recta- '. Luis Javier Martín Valbuena Madrid, noviembre de 2012

1 BENEDICTO

XVI, Audiencia, 2-VII-2008.

ABREVIATURAS Y SIGLAS

Ab Ag Am Ap Ba 1 Co 2 Co Col 1 Cro 2 Cro Ct Dn Dt Ef Esd Est Ex Ez

Abdías Ageo Amós Apocalipsis Baruc 1 Corintios 2 Corintios Colosenses 1 Crónicas 2 Crónicas Cantar de los Cantares Daniel Deuteronomio Efesios Esdras Ester Éxodo Ezequiel

Flm Flp Ga Gn Ha Hb Hch Is Jb

Filemón Filipenses Gálatas Génesis Habacuc Hebreos Hechos Isaías Job

lR 2R Rm Rt 1 S 2S Sal Sb Si

Je Jdt Jl Jn 1 Jn 2 Jn 3 Jn

Jueces Judit Joel Evang. san Juan 1 Juan 2 Juan 3 Juan Jonás Josué Jeremías

So St Tb 1 Tm 2Tm 1 Ts 2 Ts Tt Za

Ion Jos Jr



Judas Le Lm Lv lM 2M Me Mi Ml Mt Na Ne Nm Os lP 2P Pr Qo

Judas Evang. san Lucas Lamentaciones Levítico 1 Macabeos 2 Macabeos Evang. san Marcos Miqueas Malaquías Evang. san Mateo Nahúm Nehemías Números Oseas 1 Pedro 2 Pedro Proverbios Qohélet (Eclesias tés) 1 Reyes 2 Reyes Romanos Rut 1 Samuel 2 Samuel Salmos Sabiduría Sirácide (Eclesiásti co) Sofonías Santiago Tobías 1 Timoteo 2 Timoteo 1 Tesalonicenses 2 Tesalonicenses Tito Zacarías

PARTE! VIDA Y FORMACIÓN CULTURAL DE SAN PABLO

Capítulo I CONTEXTO HISTÓRICO Y CULTURAL DE SAN PABLO

EL MUNDO GRECORROMANO EN EL S. I D.C.1

La cuenca del Mediterráneo, después de la batalla de Actium en la cual Octaviano derrotó a Antonio (31 a.C.), se convirtió en un mar romano: el mare nostrum. A mediados del siglo I d.C. los países que se asomaban a él gozaban de una paz casi total, rota solo por la piratería o por los conflictos locales. El Imperio Romano era bastante eficiente, aseguraba la facilidad de las comunicaciones, la pronta administración de la justicia, la posibilidad de comercio y estabilidad económica. A esto hay que añadir la unidad cultural, ya que en todo el Mediterráneo, desde la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.), se hablaba, además de las lenguas y dialectos locales, una única lengua, el griego koiné, es decir, «común», y se vivía el cosmopolitismo religioso y filosófico característico del helenismo. El Imperio Romano se apoyaba, desde el punto de vista administrativo, en dos principios: el centralismo y el respeto de las peculiaridades locales. En Roma residía el Imperator, jefe supremo del ejército, cuyas decisiones eran definitivas. El senado, todavía en funciones, no era más que un mero ejecutor de la voluntad imperial, ya que el emperador era, además de jefe supremo militar, también tribuno con poder legislativo ilimitado y pontifex maximus, es decir, suma autoridad religiosa. Fuera de Roma, el gobierno del emperador se ejercía en unas divisiones territoriales denominadas provincias. Estas eran de dos tipos: las senatoriales, en los países con mayor tranquilidad y estabilidad, y las imperiales, en las zonas de frontera o políticamente inestables. Al mando de las provincias senatoriales estaban los procónsules, como en el caso de Chipre (cfr. 1

Cfr. S. ZEDDA y P. ROSSANO, El mundo greco-romano en tiempo de los Apóstoles, en T. S. VIRGULIN, S. LYONNET, Introducción a la Biblia. Con antología exegética, vol. V-1, Bilbao 1970. BALLARINI,

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Hch 13, 7), que había sido imperial hasta el 22 a.C., o de Acaya (cfr. Hch 18, 12), que fue senatorial a partir de 44 d.C. Las provincias imperiales, en cambio, las gobernaban unos legados imperiales (praetores) que estaban al mando también de una o varias legiones. Provincias imperiales eran, p. ej., Siria, Cilicia y Galacia. La situación de Palestina era más compleja: su parte central, Judea, fue una provincia imperial de tipo procuratoria, es decir, un territorio que se consideraba particularmente difícil y peligroso. Por esto, el gobernador de Judea se llamaba «procurador» o, en griego, «heguemon», es decir, comandante, y tenía a su disposición por lo menos una legión. Al lado de Judea, que estaba desde la muerte de Herodes el Grande (4 a.C.) en manos de los Romanos, había una serie de reinos que gozaban de una aparente independencia, siendo, en realidad, vasallos de Roma: los evangelios citan Galilea, lturea, Traconítide y Abilene (cfr. Le 3, 1); en Hch 9, 25 y 2 Co 11, 32 se cita a Aretas, rey de los nabateos, pueblo seminómada del interior (la actual Siria). Junto al centralismo -todo asunto de cierta importancia debía ser transmitido al emperador y todo proceso a un ciudadano romano podía ser recurrido ante el tribunal del César-, los romanos se esforzaban por respetar, en lo referente a la administración menor y local, las costumbres de cada pueblo. En este sentido, la clásica institución griega de la polis, o ciudad-estado, mantenía cierta vigencia, aun en el contexto de un imperio unitario. Así, p. ej., en Atenas, desaparecida la boulé o asamblea popular, se mantenía el Areópago o tribunal supremo, aunque totalmente desposeído de su poder judicial. En Jerusalén y en Judea seguía existiendo el Sanedrín, como consejo supremo de los judíos. En general cada ciudad, según su condición, mantenía su propia magistratura: en Éfeso existía, además de la asamblea universal, una especie de senado: la gerousia, compuesto por los representantes de las familias nobles y más pudientes. Vale la pena notar que en muchas ciudades de reciente fundación, las coloniae, las magistraturas eran de tipo romano. Estas coloniae provenían, en la mayoría de los casos, del asentamiento de antiguos legionarios, a los cuales el emperador había regalado unas tierras, a veces sobre el mismo suelo de una antigua ciudad conquistada y arrasada (p. ej., en el caso de Corinto o de Filipos). Solían ser ciudades muy fieles a Roma y, al mismo tiempo, plazas fuertes que aseguraban las fronteras del imperio. FORMACIÓN JUDÍA DE SAN PABLO

En el ámbito del imperio, el judaísmo jugaba un papel de no escaso relieve: había judíos prácticamente en todos los puertos del Mediterráneo y se ocupaban activamente del comercio y de la moneda. Las guerras

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e invasiones de Palestina, que se habían sucedido periódicamente a partir de los Asirios, unidas a la persecución religiosa de los seléucidas de Antioquía, habían causado la diáspora o dispersión de judíos por todo el Oriente medio y gran parte de Occidente. Se pueden encontrar fuertes comunidades judías en casi todas las ciudades importantes del mundo helenístico, como, por ejemplo, Roma, Atenas, Corinto, Alejandría, Antioquía, Pérgamo, Éfeso y Tarso, pero también en pequeños pueblos o ciudades secundarias. A veces, como en el caso de la isla de Elefantina, en Egipto, estas comunidades habían asimilado parcialmente los usos y la religión locales, pero en la gran mayoría de los casos se mantenían fieles a su monoteísmo; se reunían alrededor de las sinagogas y procuraban vivir las costumbres y hablar, por lo menos en la liturgia, su lengua original. Sin embargo, el judaísmo había sido profundamente helenizado, aunque sin perder totalmente sus características tradicionales: en Alejandría, por ejemplo, el puerto más importante, tal vez, del Mediterráneo, se había producido una profunda fusión entre cultura helénica y mentalidad judaica. Fruto de ello fue la traducción llamada «de los Setenta--, en que por primera vez el intangible y venerado texto hebreo del A.T. fue vertido al griego, no sin escándalo de los rabinos más observantes. También en Alejandría vivió y enseñó Filón de Alejandría, el pensador hebreo más original y, tal vez, el más destacado de todo el siglo I a.C.: aquel Filón de Alejandría que quiso leer la Revelación a la luz del pensamiento platónico, dando así origen a una exégesis totalmente original y comunicando nueva savia al llamado «platonismo medio». En Palestina, en cambio, la resistencia a la helenización había sido mucho más persistente. Las tradiciones antiguas habían permanecido con mucha más fuerza, defendidas por los fariseos, los rabinos y los maestros de la Ley. El mundo de Jerusalén, fuertemente vinculado al Templo, a los sacrificios y al sacerdocio, se había abierto muy poco a la cultura helenística, a la que miraba con desconfianza. El ejemplo de Judea había arrastrado a las demás regiones de Palestina, en las cuales, por otra parte, faltaban centros culturales helenísticos de relieve. Las únicas excepciones eran Cesarea y Joppe, colonias romanas de reducida importancia. En el ambiente de Palestina las principales corrientes religiosas eran el rabinismo oficial de la sinagoga, representado por los fariseos y el entorno del Templo de Jerusalén, donde predominaban los saduceos. De estos sabemos relativamente poco. Ciertamente pertenecían a ellos los representantes de las familias sacerdotales: rechazaban la fe en la resurrección final y en la existencia de los ángeles3. Constituían un grupo A lo largo del texto nos referiremos a esa traducción como Septuaginta, LXX ... Cfr. Hch 23, 8: «Sabiendo Pablo que unos eran saduceos y otros fariseos, gritó en medio del Sanedrín: "Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos, y se me juzga por la esperanza 2

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aristocrático que aceptaba exteriormente la dominación romana pero procuraba mantener la independencia del pueblo judío, la autoridad del Sanedrín y, sobre todo, la vigencia de la Ley y el culto del Templo, probablemente para conservar también su condición de privilegio. En estos dos últimos aspectos -la veneración de la Ley y el cuidado del culto- coincidían con los fariseos o «separados», pero con muy distinta finalidad y fervor. Los fariseos, que habían surgido ya en el s. II como secta llamada de los «Asideos» o piadosos, gozaban del favor del pueblo por su rigor y austeridad. En efecto, procuraban atenerse estrictamente a las prescripciones de la Ley de Moisés, que los saduceos, en cambio, interpretaban de modo relajado. Su conducta no solo se ajustaba a la Torah, sino también a todas las enseñanzas de los sabios o rabinos, como, p. ej., Hillel, Shammai, Gamaliel. Entre ellos, muchos eran rabinos o maestros de la Escritura, llamados en los evangelios «escribas» o «doctores de la Ley». En el libro de Hch se dice que un buen número de judeocristianos pertenecía a este grupo: cfr. Hch 21, 21 y tal vez Hch 6, 7 que, aunque hable de «sacerdotes», probablemente se refiere a aquellas familias de sacerdotes que eran de mentalidad farisea. Sin duda estas corrientes fueron las que más influyeron en la formación religiosa de san Pablo. Él mismo nos dice que era fariseo (Flp 3, 5; cfr. Hch 22, 6)4 y, al mismo tiempo, el libro de los Hechos revela que gozaba de la confianza del Sumo Sacerdote (cfr. Hch 9, 1-2). San Pablo añade que, antes de la conversión, era conocido por su pertenencia al judaísmo, en el en la resurrección de los muertos". Al decir esto se produjo un enfrentamiento entre fariseos y saduceos, y se dividió la multitud. Porque los saduceos dicen que no hay resurrección ni ángel ni espíritu; los fariseos en cambio confiesan una y otra cosa»; y también, probablemente, Hch 4, 1-2: «Mientras hablaban ellos al pueblo se les presentaron los sacerdotes, el jefe de la guardia del Templo y los saduceos, molestos porque enseñaban al pueblo y anunciaban a Jesús y la resurrección de los muertos. Los prendieron y metieron en la cárcel hasta el día siguiente, porque ya había anochecido. Muchos de los que habían oído la palabra creyeron, y el número de los hombres llegó a ser de unos cinco mil». 4 Flp 3, 4-5: «Si algún otro estima que puede confiar en la carne, yo aún más: fui circuncidado al octavo día, soy del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo, hijo de hebreos, y, ante la Ley, fariseo». Hch 9, 1-2: «Saulo, respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino»; 22, 3-5: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, educado en esta ciudad e instruido a los pies de Gamaliel según la observancia de la Ley patria, lleno de celo de Dios como vosotros en el día de hoy. Yo perseguí a muerte este Camino, encadenando y encarcelando a hombres y mujeres, como me lo puede atestiguar el Sumo Sacerdote y todo el Sanedrín. De ellos recibí cartas para los hermanos y me encaminé a Damasco para traer aherrojados a Jerusalén a quienes allí hubiera, con el fin de castigarlos»; 23, 6: «Sabiendo Pablo que unos eran saduceos y otros fariseos, gritó en medio del Sanedrín: «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos, y se me juzga por la esperanza en la resurrección de los muertos»; 26, 4-5: «Todos los judíos saben de mi vida desde la juventud, que transcurrió desde el principio en medio de mi pueblo en Jerusalén. Me conocen hace mucho tiempo y, si quieren, pueden atestiguar que he vivido como fariseo, según la secta más estricta de nuestra religión».

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cual iba progresando «más que muchos coetáneos míos de mi estirpe, siendo custodio celosísimo de las tradiciones paternas» (Ca 1, 14). Son varias las afirmaciones del mismo tono: Flp 3, 4-6; Hch 22, 3-5; 23, 6; 26, 4-5. A ellas se deben asociar aquellos textos en que san Pablo manifiesta su orgullo de pertenecer al pueblo judío, orgullo que no se debe en este caso a un nacionalismo exclusivista, sino a la conciencia de poseer una herencia espiritual y religiosa: cfr. Rm 9, 3-5; 11, 1; 2 Co 11, 225• Para poder identificar los elementos que influyeron en la formación de san Pablo, es oportuno describir también, aunque sea a grandes rasgos, el entorno cultural en el cual nació, se educó y actuó el Apóstol. Más exactamente, se trata de llevar a cabo una doble tarea. La primera es la de reconstruir la educación y formación cultural que recibió el joven Saulo, la otra es la descripción del ambiente y de los estilos literarios del primer siglo de nuestra era6• Sobre ambos argumentos se ha producido abundante bibliografía7; pero la que se refiere a san Pablo refleja tendencias y orientaciones distintas, que obedecen muchas veces, sin embargo, a posturas previas de tipo teológico8. Procuraremos, en este sentido, des5 En orden cronológico: 2 Co 11, 22: «En cualquier cosa que alguien presuma -lo digo como un insensato- también presumo yo. ¿Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Son descendencia de Abrahán? También yo»; Rm 9, 3-5: «Pues yo mismo pediría a Dios ser anatema de Cristo en bien de mis hermanos, consanguíneos míos según la carne, que son israelitas, de quienes es la adopción de hijos y la gloria y la Alianza y la legislación y el culto y las promesas; de ellos son los patriarcas y de ellos según la carne desciende Cristo, el cual es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos. Amén»; 11, 1: «Digo, pues: ¿acaso Dios rechazó a su pueblo? ¡De ninguna manera! Porque también yo soy israelita, del linaje de Abrahán, de la tribu de Benjamín». 6 Como acertadamente apunta A. ROLLA, Paolo: Giudeo o greco?, en Parola e Spirito. Studi in onore di S. Cipriani, I, Brescia 1982, pp. 37-59, es preciso distinguir los elementos culturales asimilados por san Pablo de modo profundo en su educación, de los influjos superficiales debidos al ambiente circundante. 7 A. DALBESIO, Paolo di Tarso. La personalitá, l'opera en Il Messaggio della salvezza. Corso completo di studi biblici, vol. VII: Lettere di San Paolo e lettera agli Ebrei, A. DALBESIO, M. GALIZZI, B. RAMAZZOTTI, P. DACQUINO, S. ZEDDA, dir. por G. CANFORA, 4ª ed., Torino-Leumann 1976, pp. 16-85, con extensa bibliografía; C. PERROT, La vida y la obra de san Pablo, en A. GEORGE-P. GRELOT, Introducción a la Biblia, III: Introducción crítica al Nuevo Testamento, tomo 1, Barcelona 1983, pp. 507-511; G. BARBAGLIO, Pablo de Tarso y los orígenes cristianos, Salamanca 1989, pp. 33-49. G. SEGALLA, Panoramas del Nuevo Testamento, EsteHa 1989. M. CARREZ, Introducción a la Biblia, Introducción crítica al N.T., 1, Barcelona 1983. 503-665; J. BONSIRVEN, L'évangile de Paul, Paris 1948; T. BALLARINI, S. Paolo: vita e apostolato, en Introdurione alla Bibbia, V-I, Torino 1966, 134-181; L. CERFAUX, Le monde paren vu par saint Paul, en Recueil L. Cerfaux, II, Gembloux 1954, pp. 415-423; N. LóPEZ MARTÍNEZ, Visión paulina del mundo greco-romano, en Burgense 5 (1964) 9-33. 8 La tradición cultural alemana prefiere considerar los elementos helenísticos que san Pablo presenta; así, p. ej., F. C. BAUR, Paulus, der Aposte! Jesu Christi. Sein Leben und Werken, seine Briefe und seine Lehre. Eine Beitrag zu einer kritischen Geschichte des Urcristentum, Stuttgart 1845; W. WREDE, Paulus, Tübingen 1907; J. WEISS, Paulus und Jesus, Berlin 1909; W. Bousssr. Kyrios Christos. Geschichte des Christusglaubens v. d. Ari[dngen bis auf Irenaeus, Gottingen 1913; A. DEISSMANN, Paulus. Eine kultur- und religionsgeschichtliche Skizze, Tübingen 1925; E. VON DoBSCHüTZ, Der Aposte! Paulus, 2 vols., Halle 1926-1928; H. LIETZMANN, Paulus, Berlin 1934; y más recientemente R. BULTMANN, Theology of New Testament, 2 vols. London 1959-1960 (ed. alemana 1953); G. BORNKAMM, Das Ende der Gesetzes.

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prendernos, en la medida de lo posible, de las posturas preconcebidas9 y ceñirnos a los datos, así como son 1°. No sabemos exactamente hasta qué punto pudieron influir en el carácter y educación del Apóstol otras sectas o movimientos minoritarios. Es probable que san Pablo conociera algo del movimiento de los «esenios», parcialmente afín a las posturas de los fariseos. Ciertamente, su relación con el Sumo Sacerdote, que los esenios odiaban, no permite pensar en una coincidencia espiritual profunda. Tal vez se pueda establecer alguna afinidad entre san Pablo y el movimiento de Qumrán: hay expresiones paulinas (como, p. ej., las que se refieren al modo de vestir de las mujeres en las asambleas litúrgicas) que parecen esconder una alusión a las costumbres de Qumrán (cfr. 1 Ca 11, 10). Lo mismo cabe decir de algunos textos apocalípticos, como el «misterio de la iniquidad» (cfr. 2 Ts 2, 7), y escatológicos (cfr. 1 Ts 4, 13-18). Se ha supuesto que la importancia y el relieve que tienen en el epistolario paulino conceptos como el de Iglesia y de misterio se deben, de alguna forma, a las doctrinas que se enseñaban en Oumrán, pero, aparte de una vaga afinidad temática, es difícil establecer algo cierto. En cambio, no parece probable que Saulo perteneciera a los grupos de celotes que florecían en aquella época para oponerse a la dominación romana (cfr. Hch 5, 36-37; 21, 38). San Pablo mismo hace alarde, en distintas circunstancia, de su condición de ciudadano romano por naciPaulusstudien, München 1952; H. C0NZELMANN, Grundiss der Theologie des Neuen Testament, München 1967; E. KASEMANN, Paulinische Perspektiven, Tübingen 1969 (tr. it. Brescia 1972); W. G. KüMMEL, Einleitung in das Neue Testament, 17 ed., Heidelberg 1973; hasta llegar a H. KóSTER, Einiurhung in das Neuen Testament im Rahrnen der Religionsgescichte und Kulturgeschichte der hellenistichen und romischen. Zeit, Berlin-New York 1980 (tr. cast. Introducción al Nuevo Testamento. Historia, cultura y religión de la época helenística e historia y literatura del cristianismo primitivo, Salamanca 1988). La idea común de todos estos estudiosos es que san Pablo fue el verdadero fundador del cristianismo, al dar a la doctrina predicada por Jesús un alcance universal. La escuela anglosajona, en cambio, prefiere subrayar los elementos judaicos y apocalípticos en san Pablo; cfr., p. ej., C. H. DoDD, The Mind of Paulus. Change and Developments, Manchester 1934; IDEM, New Testament Studies, Manchester 1953; W. D. DAVIES, Paul and Rabbinic Judaism. Some Rabbinic Elements in Pauline Theology, London 1948; E. P. SANDERS, Paul and Palestinian Judaism, London 1977. Sobre las implicaciones teológicas de los distintos enfoques, cfr. S. LY0NNET, L'étude du milieu littéraire et l'exégése du Nouveau Testament, en Bíblica 35 (1954) 480-502; 36 (1955) 202-212; 37 (1956) 1-38. Para una reseña bibliográfica más completa remitimos a H. HüBNER, Paulusforshung seit 1945. Ein kritischer Literaturbericht, en ANRW 11, 25, 4 (1987) 2649-2840; O. MERK, Paulus Forschung 1936-1985, en Theol. Rund. 53 (1988) 1-81. 9 Nos referimos a las varias presentaciones generales de la vida y la obra de san Pablo. Remitimos a C. BASEVI, La noción de revelación y la orientación de los estudios paulinos, en Dios en la palabra y la historia. XIII Simposio Internacional de Teología (Pamplona, 22-24 de abril de 1992), Pamplona 1993. 1º Somos conscientes de que es imposible no partir de una «postura previa» o, como se suele decir, de una «precomprensión» del objeto de estudio. Lo que importa es avisar al lector y procurar abarcar todos los aspectos de la cuestión. Nuestra «precomprensión» es la fe de la Iglesia católica y nuestro deseo es el de compaginar los datos de la tradición con los elementos que se desprenden del análisis del texto mismo del Apóstol.

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miento (cfr. Hch 22, 25-29; 16, 37; 25, 10-11); manifestaba con orgullo que su patria era Tarso (cfr. Hch 9, 11; 21, 39; 22, 3) y que, no obstante las repetidas afirmaciones de amor a su nación y a su gente, no demostró nunca aversión hacia los romanos ni a su autoridad (cfr. Rm 13, lss).

FORMACIÓN HELENÍSTICA DE SAN PABLO

Precisamente estos últimos datos nos ayudan a precisar mejor la formación cultural del Apóstol. En efecto, si su matriz judaica es evidente, no menos clara es su adscripción al mundo cultural del helenismo. Muestras de esta adscripción son: l. Como se ha dicho, Pablo nació en Tarso (cfr. Hch 9, 11; 21, 39; 22, 3) donde recibió su primera formación. Tarso era una ciudad profundamente helenística en la cual se daban cita la cultura griega y el trasfondo fenicio. Fue, en efecto, una colonia griega de Lindos, fundada en el s. VIII a.c. sobre una ciudad más antigua, tal vez hitita, seguramente asiria. Estaba enclavada en la llanura del Cidno, a los pies de la cadena montañosa del Tauro, por donde se penetraba en la meseta de Anatolia. Después de haber pertenecido al imperio persa y haber sido conquistada por Alejandro Magno, fue espléndidamente enriquecida por los Seléucidas, hasta el punto de que por un siglo recibió el nombre de Antioquía del Cidno. Fue, probablemente, Pompeyo el que la anexionó, junto con otras importantes ciudades de Cilicia, al estado romano. Tarso pasó a ser la sede habitual del gobernador de la provincia imperial de Cilicia Campestris (Kilikia Pedia), que se mantuvo alternativamente independiente y unida a Siria. Durante la dominación romana, en que gozó del favor de Antonio y Octaviano Augusto, alcanzó los 300.000 habitantes, situándose así entre las principales ciudades del Oriente Medio. Destacaba sobre todo por su intensa vida cultural y religiosa. En ella se formó y se desarrolló una importante escuela estoica, cuyo representante más destacado fue Crisipo, uno de los fundadores de la estoa antigua. Estrabón la compara a Atenas y Alejandría, tal vez exagerando un poco, aunque fue ciertamente una ciudad muy culta. Tanto que de allí procedía el preceptor de Augusto, Atenodoro. En ella, además, destacaban las fiestas de Zeus-Baal, que mezclaban en un solo culto la veneración a la divinidad griega y a una divinidad semítica mucho más antigua. El hecho de que Tarso fuera una ciudad muy importante desde el punto de vista de las comunicaciones y del comercio hace suponer, como en todas las principales ciudades del imperio, que en ella existía una numerosa comunidad judía, de la cual nos quedan, sin embargo, pocos vestigios. No se puede olvidar, de todos modos, que la

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ciudad poseía un fuerte sustrato semita, ya que además de rendirse culto a Baal se seguía hablando el dialecto de la Cilicia. 2. Otro factor que atestigua la presencia de la cultura griega en la formación de san Pablo son las citas de autores profanos. 1 Ca 15, 33 cita a Menandro, Tais; Tt 1, 12 cita los Oráculos de Epiménides; y Hch 17, 28 parece ensamblar los Fenómenos, 5 de Arato con Cleante, Himno a Zeus, 5. Tal vez también Hch 26, 14 sea un eco de Eurípides, Bacchae11• Aunque estas breves citas no sean muy significativas y puedan remontarse simplemente a la sabiduría popular más que a la lectura de los autores, es cierto, de todos modos, que san Pablo estaba en contacto con el mundo de cultura griega y podía afirmar con seguridad que se había hecho «griego con los griegos» (cfr. 1 Ca 9, 21). En efecto, en coherencia con su finalidad apostólica y su afán universal de evangelización, Pablo escogió deliberadamente la lengua griega para expresarse. El Apóstol emplea la lengua griega Koiné con total dominio; su griego es popular pero no elemental. Hay, por ejemplo, una clara diferencia entre el griego paulino, rico en palabras, expresiones, giros, metáforas, y la lengua de Me o de In, mucho más modestas y pobres desde el punto de vista del léxico. Sobre los aspectos literarios de san- Pablo tendremos que volver más adelante, pero parece claro que el Doctor de los gentiles es un hombre que piensa en griego, a diferencia de otros autores neotestamentarios. Un ejemplo significativo lo constituyen sus numerosas referencias a los juegos atléticos o a la vida militar (cfr. Ga 2, 2; 5, 7; 1 Ca 9, 24-27 y Rm 9, 16 sobre las carreras; como también Flp 2, 16; 3, 12-14 y 2 Tm 4, 7-8; 1 Ts 5, 8 y Ef 6, 12-16 sobre el atuendo de los soldados; 2 Ca 4, 7-9 sobre la lucha; etc.). Es evidente que la decisión, totalmente natural y espontánea, de escribir en griego a las recientes comunidades cristianas suponía cortar con la tradición religiosa del judaísmo para dirigirse sobre todo y explícitamente a los gentiles. La religión que Pablo predicaba no era una religión minoritaria, para selectos, sino una religión universal. En consecuencia, san Pablo rompe también con la tradición judía de los fariseos, que afirmaban que la Sagrada Escritura solo podía leerse en hebreo, ya que cita el A.T. según la versión griega de los LXX. Más aún, todo su vocabulario religioso se inspira en el uso de la Septuaginta (p. ej., en el empleo de términos como dikaiosyne, kardia, nomos, psykhe, hagios, kletos, ekklesia, kharis, etc.). En este sentido, Pablo manifiesta su proximidad con el judaísmo, pero con el judaísmo helenizado. Por otro lado, no faltan en las cartas paulinas conceptos típicos del helenismo como eleutheria, egkrateia, sojrosyne, syneidesis, etc., derivados del patrimonio 11 Más interesante es registrar que en los dos discursos de los Hechos: Hch 14, 15-17; y 17, 22-31, además de un claro trasfondo bíblico es posible que haya reminiscencias de tipo estoico.

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filosófico común de los griegos y que en Pablo adquieren una característica connotación religiosa. OTROS FACTORES QUE INFLUYERON EN SAN PABLO

Así como se han señalado los dos grandes elementos que concurrieron en la formación del Apóstol, no se pueden olvidar otras características del ambiente y de la época que influyeron, si no en su formación, ciertamente en la elaboración de su pensamiento. Estos factores se pueden esquematizar en tres: el judaísmo de la diáspora, las religiones populares y mistéricas, y la filosofía. El judaísmo de la diáspora, representado especialmente por los libros deuterocanónicos del A.T. y por parte de la literatura apócrifa intertestamentaria (p. ej., las llamadas Odas de Salomón), tiene su representante más destacado en Filón de Alejandría. Su preocupación era la de hacer una síntesis entre el pensamiento bíblico y la filosofía platónica. Este judaísmo presenta indudables afinidades con el pensamiento paulino, p. ej., a propósito del concepto de pneuma y de lagos: es probable que muchos de los términos relativos al conocimiento (nous, eidein, gnome, so[rosyne, gnosis) deriven precisamente de los ambientes del judaísmo helenista. Piénsese, p. ej., en las analogías entre algunos textos paulinos (p. ej., los relativos a la existencia de Dios, la apocalíptica, los deberes familiares, etc.) y los libros canónicos del tipo Sb y Oo y otros libros apócrifos (los libros de Henoc, el Testamento de los doce Patriarcas, etc.). En cuanto a las religiones mistéricas y la filosofía popular, su influencia no debe ser sobrevalorada12. Es preciso recordar que en la época de san Pablo el mundo helenístico estaba siendo penetrado por una verdadera revolución religiosa. Todavía persistía, sobre todo en el ámbito popular, la religión tradicional de los dioses olímpicos: es buena prueba de ello el motín de Éfeso en honor de Artemisa (cfr. Hch 19, 24-29) y la reacción de los habitantes de Listra, que tomaron a Bernabé por Zeus y a Pablo por Hermes (cfr. Hch 14, 11-13). Sin embargo, esta religión, a pesar de la reforma de Augusto, estaba muerta y la presencia en Atenas de un ara dedicada al «dios desconocido» (cfr. Hch 17, 23) era la prueba de esta falta de convicción. Florecían, en cambio, la superstición (cfr. Hch 28, 4) y la magia (cfr. Hch 16, 16.19; 19, 18.19). Por esto se había difundido mucho el culto a Esculapio y las prácticas de la adivinación y de los maleficios. 12 San Pablo, contrariamente a lo que supuso la «escuela de las religiones» o Religiongescichtliche Schule, evita cuidadosamente algunas palabras del léxico de las religiones mistéricas (mythos, enthysiasmos, mystagogeo, mystes , p. ej.) y otras las utiliza en un sentido muy distinto (mysterion, teleios, teleioo, theopneustos). Véase G. BARDY, Hellénisme, en DBS, IV (1938) 1442-1482; K. PRüMM, Le Mystére dans la Bible, en DBS VI (1960) 173-225.

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Junto a las moribundas religiones tradicionales, en la cuenca del Mediterráneo se habían difundido las religiones mistéricas. La más antigua entre ellas, la de los misterios de Eléusis, se practicaba en Grecia desde el s. VIII a.C., sin embargo, nunca había salido de unos círculos de iniciados muy restringidos. Mucho más común, especialmente en Italia meridional y en Grecia, era la de los misterios órficos, asociada al culto de Dionisia. Según parece, se trataba de unas ceremonias de purificación que pretendían asegurar a los iniciados la felicidad y la inmortalidad. Algo parecido, unido a la esperanza en una vida feliz en el más allá, querían ganar los adeptos a los misterios de Isis, que asociaban elementos de la antigua religión egipcia con el culto oriental a la «Magna Mater» Cibeles. Dominaba en estos misterios la figura del dios Osiris-Apis, que tomó el nombre helenizado de Serapis. Los misterios de Isis tenían su origen en Egipto, en cambio, los de Cibeles-Attis venían de Asia Menor. Se trataba de ritos orgiásticos, en los cuales se conseguía una especie de éxtasis. Las ceremonias, cargadas de sensualidad, llegaban a su culmen cuando los «koribantes» se mutilaban sangrientamente. San Pablo tal vez aluda a ceremonias parecidas enEf5, 8-14. Tanto en la Carta a los Efesios como en Colosenses, aparecen términos, frases, alusiones, que suenan a religión mistérica. El hecho mismo de que el Apóstol hable de la obra de la Redención de Cristo como de un «Misterio» (cfr. 1 Co 2, 1.7; 14, 2; Rm 11, 25; 16, 25; Col 1, 26.27; 2, 2; 4, 3; Ef l, 9; 3, 3.4.9; 5, 32; 6, 19) puede ser efecto de este influjo. No se puede olvidar, sin embargo, que también en los escritos de Qumrán se emplea la terminología mistérica para exponer las creencias de la secta. Se ha pensado que las religiones mistéricas influyeron en la descripción de la unión entre Cristo y la Iglesia como un matrimonio. En efecto, en los misterios de Eléusis, por ejemplo, se celebraba un hieros gamos, es decir, un matrimonio sagrado entre la divinidad y la tierra. Pero no son más que remotas analogías, como también parece excesivo pensar que la escatología de 1 Ts dependa de la presencia en Tesalónica de algunos grupos religiosos, llamados kabiroi y adeptos de Isis, fuertemente impregnados de opiniones escatológicas. En cuanto a la filosofía popular, se puede señalar que el ambiente intelectual del s. I d.C. estaba dominado por tres corrientes de pensamiento. La primera, de tipo más selecto, era el platonismo medio, que floreció sobre todo en Alejandría y tuvo como destacados representantes a Filón y, medio siglo después, a Plutarco, quien fue también neopitagórico. Su influjo sobre san Pablo, como filósofo, fue muy limitado y resultó, prácticamente, absorbido por el legado del judaísmo helenístico de la diáspora. En segundo lugar, estaba el estoicismo, mucho más difundido y popular. Entre los estoicos de la época paulina destacó Séneca,

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contemporáneo del Apóstol y singularmente próximo a las ideas cristianas'>. Además, no se puede olvidar que Tarso gozaba de una gran tradición como patria de pensadores estoicos. Tal vez este estoicismo difuso influyó en la presentación del monoteísmo hebraico en el discurso del Areópago, en Atenas (cfr. Hch 17, 17, 24-27; cfr. también Hch 14, 17), y en el famoso texto de Rm l, 18-20. Se ha sugerido también que los frecuentes catálogos de vicios y virtudes que aparecen en el epistolario paulino dependen de la ética estoica (cfr. 1 Co 5, 11; 6, 9-10; Ga 5, 19-23; Rm 1, 29-31; etc.), pero lo más probable es que se trate de un argumento, unido a un género literario, frecuente también en el judaísmo; en efecto, entre los escritos del Qumrán se han encontrado textos análogos. La tercera corriente filosófica relativamente extendida era la cínica, que junto al escepticismo gnoseológico predicaba el desprendimiento de los bienes materiales y la exaltación de la libertad individual. Los paralelos con el pensamiento paulino no van más allá de algunas formas literarias, como la diatriba, o argumentación por absurdo, y la paradoja (cfr., por ejemplo, Rm 6 y 2 Co 4, 7-12). Algunas instancias fundamentales, como, p. ej., el valor de la libertad (Ga 5, 1), la exaltación de la pobreza (cfr. 2 Co 12, 14-15) y la protesta contra las injusticias de los poderosos (cfr. 1 Co 2, 8), no se deben ciertamente al pensamiento cínico, sino que son el fruto de la predicación de Cristo. En definitiva, se puede decir que san Pablo, en cuanto a su formación, es un judío, pero un judío de la diáspora, es decir, de cultura y lengua helenísticas. Por otro lado, no se puede olvidar que san Pablo es un genio que desborda los límites de la formación recibida para abrir nuevos campos al pensamiento y a la expresión humanos. Esto resulta evidente si se considera, por ejemplo, que el mismo género literario de sus cartas es una novedad absoluta en la literatura universal. Pero lo que importa son sobre todo los contenidos. Y nadie ciertamente, antes de san Pablo, había sabido expresar con igual fuerza y profundidad el misterio de la redención, tanto individual como cósmica. Ahora bien, lo que es evidente es que esta profundidad de doctrina del Apóstol es fruto no solo de sus extraordinarias capacidades especulativas, sino también de la novedad del Evangelio predicado por Cristo. San Pablo, en efecto, especialmente después de su conversión, es esencialmente cristiano.

13 Como se verá algo más adelante (Parte III), Pablo coincide en algunos puntos con los pensadores estoicos, precisamente en los temas éticos, mientras que se separa claramente de ellos en cosmología y en gnoseología. Cfr. P. RoSSANO, Morale ellenistica e morale paolina, en Fondamenti biblici della teologia morale. Atti della XXII Settimana biblica, Brescia 1973, pp. 173-185; el problema ha sido considerado en su totalidad por A. J. MALHERBE, Hellenistic Moralists and the New Testament, en ANRW II, 26,1 (1992) 268-333.

Capítulo II LAS FUENTES PARA EL ESTUDIO DE LA VIDA DE SAN PABLO

LOS DATOS EXTERNOS Y LA TRADICIÓN CRISTIANA RELATIVOS A SAN PABLO

La figura de san Pablo es ciertamente histórica. Acerca de él poseemos dos tipos de testimonios externos: bíblicos y extrabiblicos. Sin embargo, el testimonio más importante es su epistolario, que refleja una personalidad bien definida. Entre los testimonios bíblicos, aparte del libro de los Hechos de los Apóstoles, que consideraremos más adelante, destaca una breve frase de la segunda epístola de san Pedro: «Y considerad como salvación la longanimidad de Nuestro Señor, así como también os escribió nuestro amadísimo hermano Pablo, según la sabiduría que le había sido dada, como os dice en todas sus cartas al hablar de esto. En ellas hay algunas cosas difíciles de entender, que los indoctos e inconstantes tuercen para su propia perdición, como también en las demás escrituras» (2 P 3, 15-16). De este texto, escrito probablemente algunos años después de la muerte del Príncipe de los Apóstoles, se desprende que, a finales del s. I, ya existía un corpus de cartas atribuidas a san Pablo. Entre los testimonios extrabíblicos se pueden citar algunos datos de la patrística. Destacan entre ellos los de los Padres Apostólicos: a) S. Clemente Romano (1 Clem 5, 7) habla de un viaje de san Pablo hasta los confines extremos de Occidente. También comenta que el Apóstol estuvo siete veces cargado de cadenas (ibíd. 5, 6) y recuerda que tanto él como san Pedro dieron el supremo testimonio por Cristo. b) El fragmento muratoriano (finales del s. II) dice textualmente: «sed et profectione Pauli ab Urbe ad Spaniam proficiscentis» (lin. 38 s). c) S. Policarpo de Esmirna (Filipenses 3, 2) recuerda a los fieles de Filipos que el Apóstol les había escrito cartas (en plural).

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d) Muchos datos vienen de una floreciente literatura apócrifa acerca de Pablo. Estas obras merecen poca credibilidad, pero pueden tener algún núcleo de verdad histórica. A ellas, de todos modos, debemos las noticias tradicionales acerca del martirio del Apóstol. Para dar una idea del interés que despertó la figura de Pablo es suficiente enumerar algunos títulos: la obra más interesante son los Hechos de Pablo que, especialmente por lo que se refiere a la sección de los Hechos de Pablo y Tecla, pueden tener algún interés histórico; también se pueden citar: Pasión de Pablo del pseudo-Lino y Pasión de Pablo del pseudo-Abdías. Hay también una numerosa correspondencia apócrifa: Epístolas de San Pablo a los Corintios; Carta de San Pablo a los de Laodicea; Carta de San Pablo a los Alejandrinos y la Correspondencia entre Pablo y Séneca. e) Por lo que se refiere, en concreto, al viaje de san Pablo a España, tenemos, además de las noticias, algo imprecisas, deS. Clemente Romano y del Fragmento de Muratori, una tradición local de Tarragona que afirma la presencia allí del Apóstol. En conjunto, todos estos datos sirven para completar el armazón biográfico que ofrecen las dos fuentes principales: la narración de los Hechos de los Apóstoles y los datos del epistolario paulino. LOS DATOS DE LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES

Sin ninguna duda, la fuente más importante para reconstruir la vida de san Pablo son los Hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas, autor también del tercer evangelio (cfr. Hch 1, 1; Le 1, 3). San Pablo aparece como el protagonista de toda la segunda parte del libro, a partir del capítulo 12 hasta el final. Esta parte corresponde al ministerio de Pablo en Antioquía, en compañía de Bernabé, y a la misión de Pablo entre los gentiles hasta su primera cautividad en Roma. Anteriormente -en el capítulo 9-Lucas había narrado la conversión de Saulo y su primera actividad apostólica en Damasco y en Jerusalén. De este modo, el autor del tercer evangelio cubre grosso modo un período de tiempo que va desde el año 34 d.C. hasta el 60 d.C., es decir, desde la juventud de Pablo hasta su casi sesenta aniversario. Sin embargo, a la historicidad del libro de los Hechos de los Apóstoles se le han puesto reparos1. Se pueden constatar en Hch varios anacronis1 Hay quien llega a afirmar que ningún dato de Hch es fidedigno, a menos que esté respaldado por el epistolario. La acusación principal viene de la teoría de Conzelmann, discípulo de Bultmann, acerca de la llamada «teología» de Lucas. Según este autor, Lucas presenta una finalidad teológica peculiar y distinta de la de Mateo y Marcos. Concretamente, Lucas quiere demostrar dos cosas: a) que la escatología predicada por Jesús no va a tener un cumplimiento inmediato, sino que hay un tiempo intermedio, que es el «tiempo de la Igle-

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mos -algunos muy discutibles- que Lucas no supo o no quiso eliminar por motivos que no alcanzamos a explicar. Entre ellos se pueden citar los siguientes: a) El martirio de san Esteban puede entenderse como descrito dos veces: una como causa de una sublevación popular (Hch 6, 9-11; 7, 5460); otra como ocasión para pronunciar un largo discurso frente al Sanedrín (Hch 6, 12-7, 53). b) La fundación de la primera comunidad cristiana en Cesarea se atribuye a Felipe en Hch 8, 40 y a Pedro en Hch 10, 48. e) Una doble liberación milagrosa de Pedro: una primera vez en Hch 5, 18-20; una segunda vez, más detallada, en Hch 12, 6-17. d) En Hch 9, 2 se habla por primera vez de una notable comunidad cristiana en Damasco, cuando todavía, según Hch, el Evangelio no había sido predicado fuera de Palestina (Hch 8, 1.25.40). e) En el controvertido texto de Hch 12, 27-30 se habla de una misión confiada a Bernabé y Pablo para llevar ayuda a la iglesia de Jerusalén de parte de los antioquenos. Este viaje tuvo lugar, según Hch 12, 28, con ocasión de una hambruna que se declaró en tiempos de Claudio (41-54 d.C.). A tenor de los datos, lo más probable es que esta hambruna sucediese en el período 46-48, e incluso en el 49-50. Según la secuencia de los acontecimientos descritos por san Lucas, Pablo y Bernabé estarían en Jerusalén cuando se desencadenó la persecución de Herodes Agripa I, sía»: b) que, según la voluntad del mismo Jesús, el mensaje cristiano va dirigido principalmente a los gentiles y se extiende en círculos concéntricos a partir de Jerusalén hasta llegar a Roma. Ambas ideas, añade Conzelmann, eran extrañas a la comunidad primitiva judeocristiana, convencida de que el fin de los tiempos era inminente y que el Evangelio estaba reservado sobre todo a los judíos. Con arreglo a esta perspectiva teológica, Lucas elaboraría sus fuentes de información. La primera parte de Hch (ce. 1-12) se centra en la comunidad de Jerusalén y tiene como figura principal a san Pedro. Es probable que el evangelista utilizara la catequesis apostólica en Jerusalén y las tradiciones orales de aquella Iglesia local, reelaborándolas, sin embargo, para poner de relieve que el Evangelio se fue difundiendo progresivamente desde la Ciudad Santa a Samaria, luego, al resto de Palestina y, por último, a Antioquía. Una fuente particular sería la relativa a la pasión de Esteban, que Lucas emplearía para fijar el punto de partida tanto de la difusión del cristianismo fuera de Jerusalén como de la conversión de Saulo. En conjunto, Lucas iría entretejiendo por lo menos tres fuentes distintas: los hechos de san Pedro, la historia de la comunidad de Jerusalén y los hechos de san Esteban. La segunda parte (ce. 13-28), que es la descripción de la difusión ele la Iglesia fuera del ámbito judío, tiene como protagonista a Saulo-Pablo. Es de notar que la figura de san Pedro prácticamente desaparece, si se exceptúa una breve intervención en el llamado Concilio de Jerusalén (Hch 15). San Pablo es el héroe de la evangelización de Asia Menor y del continente europeo. Su labor, movida por el Espíritu Santo, es decisiva. Sin embargo, Lucas se preocupa varias veces de señalar que Pablo se mantuvo siempre en estrecha unión con la Iglesia madre de Jerusalén y con los demás Apóstoles. Esta segunda parte de Hch. aparece mucho más homogénea en cuanto a las fuentes: a parte de alguna fuente secundaria, como, p. ej., la relativa al Concilio de Jerusalén, Lucas utiliza material de primera mano: recuerdos personales de san Pablo o de alguno de sus colaboradores y sus propias notas de viaje. De todas formas, no es propio de este trabajo el estudio de los Hechos de los Apóstoles.

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reconocido por Calígula en el año 37 como «rey» de Judea, pero que reinó sobre Judea y Samaria solo entre el 41 y el 44, año de su muerte (Hch 12, 23). f) En Hch 18, 2 Pablo encuentra en Corinto a un judío cristiano: Aquila, acompañado por su mujer, Prisca o Priscila. El matrimonio venía de Roma, de donde habían sido expulsados por un decreto de Claudio contra los judíos, del año 49 ó 50. Esto supone que ya en el 49 o 50 exis. tiera en Roma una comunidad cristiana numerosa, que incluía necesariamente también a paganos. Lucas nada dice de ella, mientras que en el episodio de la visión del varón macedonio (Hch 16, 9-10) parece afirmar que Pablo fue el primer evangelizador de Europa. Además, en Rm 16, 3-5 (escrita en el 57-58), Aquila y Priscila aparecen de nuevo en Roma, mientras que según Hch 18, 26 se habían quedado en Éfeso (probablemente, el año 54). g) Si Pablo coincidió en Corinto con el procónsul Galión en el año 52 (cfr. Hch 18, 12), entonces su tercer viaje, que tuvo que durar a lo menos tres años (cfr. Hch 18, 23; 19, 8.10; 20, 2.3) y probablemente cuatro o más, terminó en Jerusalén en el verano del 58. Con lo cual, Pablo fue preso de Félix en Cesarea, desde el mismo 58 (cfr. Hch 23, 24; 24, 27) hasta el 59 o 60. Esto crea alguna dificultad con los datos que tenemos acerca de Félix que, según la opinión de muchos historiadores, terminó su mandato antes del 55 d.C. h) La dificultad más seria, sin embargo, se debe a los tres relatos de la conversión de san Pablo, que difieren entre sí. En el primero de ellos (Hch 9, 1-9), san Pablo es descrito como un hombre violento, enemigo acérrimo de los cristianos e íntimo del Sumo Sacerdote. En el camino de Damasco se vio envuelto por una gran luz y oyó la voz del Señor. «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Él respondió: ¿Quién eres, Señor? Y Él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer. Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto, oían la voz, pero no veían a nadie». A pesar de esta narración, más adelante (Hch 23, 1-5) Pablo declara no conocer al Sumo Sacerdote. En el segundo relato de la conversión (Hch 22, 4-11), el Apóstol afirma que el Sumo Sacerdote le puede ser testigo; describe una conversación con Jesús ligeramente distinta y sobre todo señala que los que le acompañaban vieron la luz, pero no oyeron la voz del que le hablaba. En el tercer relato (Hch 26, 9-18), Pablo da muchos más detalles de su actividad como perseguidor y luego, al narrar el episodio del camino de Damasco, afirma que tanto él como sus compañeros cayeron al suelo, envueltos por una luz celestial. También en este caso el diálogo es distinto, con una ampliación notable de las palabras de Jesús, mientras que se omite la mención de Ananías. Es evidente que el autor de Hch ha en-

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samblado distintas fuentes sin preocuparse de ponerlas de acuerdo y que quiere presentar el episodio de la conversión con los términos habituales de las teofanías del A.T. A pesar de estas dificultades, no creemos que sea lícito dudar de la historicidad substancial de Hch. Es posible que las fuentes utilizadas por Lucas tengan algún desfase, pero el esquema general se mantiene sólido. La dificultad principal, la finalidad «teológica» de Lucas, no parece que sea motivo suficiente para negar su veracidad. En realidad, un propósito catequético, ciertamente presente en Lucas, no tiene por qué alterar el orden de los hechos: más bien llevará a seleccionar algunos y a describirlos con más o menos detenimiento, pero no a inventarlos o a alterarlos. En cuanto a las dificultades cronológicas, las examinaremos más adelante. De todos modos, debe quedar claro que la historicidad substancial de Hch está demostrada por muchos factores. Entre ellos están: a) Toda la primera parte del libro (ce. 1-12) resulta ser un calco griego de uno o varios originales arameos; esto se ve especialmente en el discurso de Esteban, en el que los textos de la Sagrada Escritura se citan además de una manera que no corresponde ni al texto masorético de la sinagoga ni a la versión Septuaginta. Para tener una idea de la autenticidad del discurso de Esteban, téngase en cuenta que está salpicado de tradiciones rabínicas extrabíblicas: p. ej., Hch 7, 2 (aparición a Abrahán en Mesopotamia); 7, 7 (el monte Sión en lugar del Horeb); 7, 16 (Jammor padre de Siquem); 7, 22 (educación de Moisés); 7, 23 (edad de Moisés); etcétera. b) En algunos detalles, poco significativos desde el punto de vista teológico, se nota una gran precisión en la terminología. Así, p. ej., se citan los pretores y lictores de Filipos, que era efectivamente una colonia romana (Hch 16, 20.22.35.38), mientras que ordinariamente los magistrados griegos eran llamados arcontes. Lo mismo se puede decir de la provincia romana de Chipre, que había pasado a depender de un procónsul solo en tiempos de Tiberio (cfr. Hch 13, 7). c) Por lo que se refiere a los distintos relatos de la conversión de san Pablo, no se puede olvidar que cada uno de ellos está colocado en un contexto histórico distinto. Es probable no solo que san Lucas haya reproducido fielmente sus fuentes, sino también que haya querido sistematizar algo y resumir las palabras paulinas. El primer relato, en concreto, puede remontarse a una fuente jerosolimitana, que pretende dar una visión «objetiva» de los hechos. El segundo relato debe ser leído sobre el trasfondo de la predicación de san Pablo a los judíos. El tercero, finalmente, no es tanto el relato de la conversión, sino una explicación de todo el proceso interior de san Pablo, con un fuerte contenido apologético para mover a la conversión. De aquí las diferencias en el diálogo entre el

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Apóstol y Jesús, la distinta presentación del papel de Ananías y los detalles narrativos. d) Los elementos más decisivos en favor de la autenticidad histórica de Hch son las llamadas secciones «nosotros», escritas en primera persona del plural. En ellas es evidente que el autor fue testigo presencial de los hechos: estas son Hch 16, 10-17 (los episodios de Tróade y Filipos); 20, 5-16 (el detallado viaje de vuelta de Pablo al final de su tercer viaje desde Macedonia hasta Mileto); 21, 1-18 (viaje desde Mileto a Jerusalén); 27 y 28 (viaje de Cesarea a Roma, con la narración del naufragio en Malta). En todas ellas la riqueza de detalles, la viveza de la narración, la precisión de los términos y la exactitud de las referencias son impresionantes. LOS DATOS AUTOBIOGRÁFICOS DEL EPISTOLARIO -PAULINO

El epistolario de san Pablo proporciona bastantes datos sobre su vida que, sin embargo, deben ser interpretados en el marco que ofrece Hechos para poder lograr una reconstrucción completa. El texto sin duda más importante es el de Ca, que es también el que más controversias ha suscitado por su aparente discrepancia con Hch. Este texto empieza en Ca l, 13 y termina en 2, 14. En él podemos distinguir varias partes: a) Narración de la vocación del Apóstol y de su primera actividad apostólica: san Pablo describe en primer lugar su situación anterior de celoso judío que persiguió «sobremanera» a la Iglesia de Dios; alude luego a la vocación: «Pero, cuando Dios quiso con su beneplácito (eudokesen), El que me había separado (aforisas) desde el seno de mi madre y me había llamado (kalesas) a causa de su gracia, revelar en mí a su hijo, para que lo anunciara en medio de los gentiles» ... el Apóstol no quiso detenerse en consideraciones humanas ni fue a Jerusalén, sino que se retiró a Arabia y luego volvió de nuevo a Damasco (vv. 15-17). b) Tres años después, Pablo subió a Jerusalén por vez primera. Allí conoció a Pedro y a Santiago, el hermano del Señor, y permaneció dos semanas en la ciudad santa (vv. 18-20). c) Se retiró de nuevo a las regiones de Siria y de Cilicia, sin que las demás iglesias de Judea le pudieran conocer (vv. 21-24). d) Catorce años después subió de nuevo (palin) a Jerusalén, acompañado por Bernabé y por Tito. El viaje se debió a una revelación (apokalypsin) y con el fin de averiguar si san Pablo «corría o había corrido» en vano. San Pablo hace notar también, en aquella circunstancia, la oposición de los «falsos hermanos». El fruto del viaje fue el reconocimiento de la legitimidad de su predicación; Santiago, Cefas y Juan dieron a Pablo y

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a Bernabé la mano derecha en signo de koinonia. Pablo predicaría a los incircuncisos, como Pedro a los circuncisos, con la única advertencia de remediar las necesidades de los pobres (de Jerusalén) (2, 1-10). e) Por último, se relata el llamado «incidente de Antioquía», en el cual Pablo corrigió públicamente la conducta de Pedro, ya que este, que antes vivía con toda paz con los gentiles, cuando llegaron algunos «de la facción» de Santiago, se retiró del trato con ellos y volvió a «judaizar», arrastrando en su simulación a Bernabé y otros judeocristianos (vv. 1114). De este importantísimo relato cabe destacar dos cosas: 1 º que Pablo quiere poner de relieve que su vocación y misión apostólica vienen directamente de Dios y que, por lo tanto, su evangelio no es una invención humana; 2º que hay un perfecto acuerdo entre Pablo y los demás apóstoles (las «columnas» de la Iglesia) acerca de la libertad de que gozan los gentiles en Cristo. Otro importante texto autobiográfico es el de 2 Co 11, 22; 12, 6, donde el Apóstol, siempre en polémica con los judaizantes, se describe como hebreo, israelita, descendiente de Abrahán; narra sus padecimientos y dificultades (anteriores al año 57 o 58); recuerda su fuga de Damasco a pesar de las insidias del etnarca del Rey Aretas y conmemora una visión sobrenatural recibida catorce años antes, por lo tanto, en el 43 o 44. Esta visión correspondería, según los datos más corrientes, al período transcurrido en Tarso antes de la evangelización de Antioquía o en Antioquía misma. El tercer texto relevante es Flp 3, 4- 7, donde el Apóstol subraya, una vez más, su origen judío, sus costumbres fariseas y su anterior actitud de perseguidor de la Iglesia. Del conjunto de los tres textos, no parece que se pueda dudar de que hubo un cambio de actitud radical por parte de Pablo en relación con la Iglesia (cfr. 1 Co 15, 9). Independientemente de la cuestión de su conversión, el epistolario paulino arroja otros muchos datos sobre la actividad del Apóstol de las gentes. De ellas deducimos que Pablo hizo un viaje por Filipos y Macedonia (cfr. 1 Ts 2, 2), sembrando allí las primeras semillas del Evangelio en Macedonia y en Acaya y recibiendo de los fieles una ayuda generosa (cfr. Flp 4, 15-16). En el mismo viaje, Pablo estuvo también en Atenas (1 Ts 3, 1). Por otro lado, cuando escribe 1 Co, el Apóstol menciona una permanencia suya en la ciudad del istmo (1 Co 1, 14-17) y escribe desde Éfeso, donde se le ha abierto «una gran puerta» (1 Co 16, 8-9) para difundir el Evangelio en Asia. Quedan así perfilados dos viajes: uno que incluye Filipos, Tesalónica, Atenas y Corinto; y otro que parte de Éfeso, Macedonia (cfr. 2 Co 1, 16), Corinto (cfr. Rm 16, 1) y vuelta a Jerusalén. En este último viaje, además, Pablo promovió activamente una colecta en favor de

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los pobres de Jerusalén (cfr. Ga 6, 6-10; 1 Co 16, 1-4; 2 Co 8, 1-6; 9, 1-5; Rm 15, 25-27). En la Carta a los Gálatas, con toda probabilidad, san Pablo alude a dos permanencias suyas en Galacia: una, la primera, cuando tuvo que detenerse por una enfermedad (Ga 4, 13-14), y una segunda poco antes de escribir (cfr. Ga 1, 6). Así que los dos viajes incluyeron también el paso por el centro de Asia Menor. En cuanto al grupo de Flp , Ef y Col, la única cosa cierta que se puede averiguar es que el Apóstol las escribió estando en la cárcel. Por su parte, las cartas «pastorales» ( 1 Tm, Tt, 2 Tm) nos dan noticias de varios viajes del Apóstol después de su cautividad en Roma. En particular, un breve texto de 1 Tm (1, 12-14) confirma el hecho de la conversión de san Pablo. Por último, y por lo que se refiere a sus planes futuros, en 1 Co 16, 5-9, san Pablo expresa su deseo de realizar un viaje a Macedonia y Grecia, con la intención de pasar en Corinto una larga temporada y tal vez todo el invierno, cosa que precisa y matiza en 2 Co 1, 15-15.23; Rm 15, 22-29 señala también que el Apóstol de las gentes tiene previsto ir a Roma y luego, desde allí, ir hasta España; Flp 2, 24 manifiesta el deseo de Pablo de volver a Filipos. EL PROBLEMA DE LA HISTORICIDAD DE HCH Y SU RELACIÓN CON CA

Como se ha visto por los datos anteriores, aparte de algunos detalles, el epistolario paulino confirma sustancialmente la narración de Hch. En concreto, el epistolario no nos habla del primer viaje de san Pablo por Chipre, Pamfilia y Licaonia. Pero, sin este viaje, no se entendería el planteamiento de Ga, que supone que ya se ha tenido la asamblea en Jerusalén para decidir si los gentiles están o no obligados a seguir la Ley de Moisés. Lo más evidente es que la asamblea de Jerusalén se celebró antes del primer viaje a Galacia, es decir, antes del segundo viaje de misión de Hch. Otra pequeña dificultad viene de que ni en 1 Ts ni en 2 Ts se menciona la colecta en favor de los pobres de Jerusalén, que fue uno de los preceptos del Concilio (cfr. Ga 2, 10). Pero las repetidas alusiones a la generosidad de los Macedonios (cfr. 2 Co 8, 2; Flp 4, 15 y tal vez 1 Ts 4, 10) permiten pensar que ya en su primera visita a Macedonia y Acaya el Apóstol de las gentes había empezado a recoger dinero. La dificultad mayor, como se ha dicho, viene de la discrepancia de la narración de Hch, que habla de tres viajes de san Pablo a Jerusalén antes del Concilio, y Ga, que solo cita dos. Además, el contexto de Ga parece suponer que la conversión del Apóstol no fue repentina, sino más bien una llamada. Pero, por lo que se refiere al primer aserto, la expresión de Gano niega que haya habido otros viajes de Pablo a Jerusalén en el pe-

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ríodo que media entre su primera visita, a los tres años de la conversión, y catorce años después: el texto se limita a firmar que Pablo fue «de nuevo» a Jerusalén catorce años después. El «de nuevo», en griego palin, no quiere decir «por segunda vez», sino simplemente «otra vez». Es cierto que el razonamiento de san Pablo tiende a demostrar que su evangelio no depende de la aprobación de los Apóstoles porque lo recibió de Dios directamente, pero esto no obsta a que san Pablo haya podido ir a Jerusalén para cumplir la obra de caridad que se señala en Hch 11, 29-30. Este último viaje, en efecto, no tenía nada que ver con las cuestiones doctrinales ni Pablo buscaba la aprobación de nadie. Más aún, al tener lugar cuando se declaró una hambruna en tiempos de Claudia, Pedro ya se había marchado de Jerusalén, como se ha dicho. La única dificultad consistente, de tipo textual, es la que viene de Hch 12, 25 donde el texto dice al pie de la letra: «Bernabé y Saulo volvieron a Jerusalén para llevar a cabo el servicio, tomando consigo a Juan llamado Marcos». Las variantes, bastante numerosas y de peso, traducen «desde» en lugar de «a»; pero parece preferible la lección «a». Tal vez se trate de una frase redaccional de una fuente distinta que Lucas no quiso cambiar, a pesar de la contradicción con Hch 11, 30; o bien haya que entender el eis griego como un apo, cosa ciertamente poco probable, pero no imposible considerando la fluctuación del valor de las preposiciones en el griego de la Koiné. En cuanto a la dificultad psicológica de las distintas perspectivas de Hch y Ga, nos parece que los textos no son contradictorios, sino complementarios. Nada impide que una conversión radical se vea también como la realización de un plan previsto por Dios desde siempre. LA CRONOLOGÍA DE LA VIDA DE SAN PABLO2

Estamos ahora en condiciones de esbozar una cronología de la vida de san Pablo, que se apoyará en los datos del epistolario, completados con los que proporciona el libro de Hch. Es evidente que habrá que tener en cuenta la finalidad «teológica» de Hch, pero esto no parece motivo suficiente para desestimar su aportación. El criterio será, por lo tanto, el de buscar en primer lugar el apoyo de las Catas paulinas; en segundo lugar se considerarán los datos de Hch, que se valorarán críticamente, pero con confianza, aunque no estén apoyados por otros datos. Solo habrá que dudar o rechazar alguna afirmación de Hch cuando así lo impongan los datos externos de la historia o de la arqueología.

2 Las páginas siguientes son complejas y sujetas a variaciones múltiples, según los diversos autores (cfr. Bibliografía), pero nosotros preferimos la sugerida.

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Los pilares fundamentales sobre los que se apoya la cronología de la vida de san Pablo son tres, a saber: el episodio de la huida de Damasco, a pesar de la vigilancia del etnarca del Rey Aretas (2 Co 11, 32-33); la acusación de Pablo delante del tribunal del procónsul Galión en Corinto (Hch 18, 12); el relevo entre el procurador de Judea Antonio Félix y Porcio Festo (Hch 24, 27).

a) La fuga de Damasco

En 2 Co 11, 32-33 Pablo narra cómo tuvo que huir de Damasco, escapando a las insidias del etnarca del Rey Aretas, bajando de las murallas de la ciudad en una cesta. El episodio es paralelo a Hch 9, 23-25, donde, sin embargo, no se cita a Aretas. Sabemos, por varios datos, que Aretas IV, rey de los Nabateos, una población seminómada que vivía en los alrededores de Damasco, murió entre el 38 y el 40 d.C., siendo más probable el año 38. Por otra parte, es imposible que Aretas controlara la ciudad de Damasco durante el imperio de Tiberio, que le consideraba como un enemigo, tanto que entre finales del 36 y comienzo del 37 emprendió contra él una campaña militar por medio del procurador de Siria, Vitelio, con dos legiones. Tiberio murió el 16 de marzo del 3 7 y la campaña se interrumpió bruscamente. La política de Calígula, totalmente contraria a la de su predecesor, favoreció mucho los reinos locales. Por tanto, es muy probable que Aretas consiguiera cierto control sobre Damasco entre el año 37 y el 38 o 40. San Pablo en Ga 1, 18 afirma que transcurrieron tres años entre su conversión y el primer viaje a Jerusalén, que tuvo lugar, según Hch 9, 26, inmediatamente después de la fuga de Damasco. Luego la fecha de la conversión debe ser situada, teniendo en cuenta que los antiguos contaban como un año entero también una parte de él-si era el caso, p. ej., del inicio de un nuevo emperador a mitad de año-, entre el año 34 y el 37. Asimismo, puesto que entre el primer viaje a Jerusalén (o la conversión) y el segundo viaje de Gálatas (Ga 2, 1) pasaron catorce años, el año del llamado Concilio de Jerusalén se sitúa, por lo menos en una primera aproximación, entre el año 48 y el 54.

b) La acusación ante el procónsul Galión

En Hch 18, 12-17 se narra que los judíos de Corinto acusaron a Pablo de ser un sedicioso ante el tribunal del procónsul Galión y que este úl-

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timo se desentendió del asunto. Galión era hermano de Séneca y sabemos, por el epistolario del filósofo, que mantuvo el cargo solo un año debido a sus precarias condiciones de salud. Un afortunado descubrimiento arqueológico nos da pistas para poner fecha al proconsulado. En Delfos se descubrió una inscripción en una estela levantada en honor del emperador Claudia por haber resuelto una cuestión de fronteras en sentido favorable a la ciudad. La inscripción menciona a Galión como procónsul y está fechada después de la 26ª aclamación imperial de Claudia. Por otras fuentes sabemos que tal aclamación debió de efectuarse entre el 25 de enero y el 1 de agosto del año 52. Puesto que la toma de posesión por parte de los procónsules tenía lugar en abril de cada año, el proconsulado de Galión pudo empezar en el 51 o en el 52. Por lo tanto, san Pablo estaba en Corinto entre el 51 y el 53; lo más probable es que la acusación ante Galión tuviera lugar al comienzo del ejercicio de su cargo y sabemos que el Apóstol se quedó en Corinto todavía bastantes días. Esto nos lleva a pensar en la primavera del año 51 o del 52. Pablo llevaba ya un año y medio en la ciudad del istmo (Hch 18, 11). Puesto que la permanencia en Corinto cierra el segundo viaje de Pablo, y ya que este viaje incluye unos desplazamientos muy notables (Siria, Cilicia, Licaonia, Frigia, Galacia, Misia, Macedonia, Tesalia y Acaya), con permanencia necesariamente prolongada en algunos sitios (una enfermedad en Galacia, la fundación de sendas iglesias locales en Filipos, Tesalónica, Atenas, Corinto), es probable que el viaje se iniciara antes de la primavera del año 51, para acabar, a más tardar, en la primavera del 53. Aun así los márgenes de tiempo son muy estrechos y suponen una capacidad de trabajo extraordinaria por parte de san Pablo. Por otra parte, tampoco es posible adelantar la fecha del comienzo de este viaje, ya que tuvo lugar después de la reunión de Jerusalén, que se celebró después del 48. Lo más probable es que esta última tuviera lugar en una fecha próxima al año 50. Entre la fuga de Damasco y la presencia en Corinto, los únicos elementos que nos permiten fijar algunas fechas son la declaración de una hambruna en Palestina, bajo el imperio de Claudia (por lo tanto, a partir del 41; cfr. Hch 11, 28), y el edicto de expulsión de los judíos de Roma, que hizo que san Pablo se encontrara en Corinto con Aquila y Priscila (Hch 18, 2). Como se ha dicho, hay muchos años que pueden corresponder a la hambruna a que se refiere Hechos; Flavio Josefo menciona dos: una entre 44 y 46 (siendo Caspio Fado procurador de Judea), otra ente 46 y 48, bajo Tiberio Alejandro. Esta segunda parece más probable, y no faltan historiadores que la colocan en el año 50. De ser así, este dato no nos sirve, porque habría muy poco tiempo para situar el primer viaje de san Pablo entre la hambruna y la reunión de Jerusalén. En cambio, si acepta-

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mos una fecha como el 44-46, esto podría ser el terminus post quem para el comienzo de los viajes del Apóstol. En cuanto al edicto de Claudia, mencionado por Suetonio, una larga tradición histórica que se remonta a Orosio lo fecha en el año 9° del imperio de Claudia, es decir, en el año 49-50. Una posible secuencia sería entonces: año 46, comienzo de los viajes de Pablo; año 49, conferencia en Jerusalén; año 50, comienzo del segundo viaje de san Pablo.

e) Relevo entre Antonio Félix y Parcia Festa Gracias a varios datos que nos proporcionan Tácito y Flavio Josefo, podemos fijar la fecha de la toma de posesión de Antonio Félix como procurador de Judea entre el 52 y el 53. El relevo de un procurador se daba, normalmente, cada dos años; esto supone que Porcio Pesto tomó posesión entre el 54 y el 55. Pero entonces, si el segundo viaje de san Pablo terminó en el 53, no tendríamos tiempo suficiente para el tercer viaje, que duró por lo menos dos años y medio (cfr. Hch 19, 8.10; 20, 3). Por otra parte, la lista de los procuradores romanos anteriores al levantamiento judío, que empezó en mayo del 66, es la siguiente: Félix, Pesto, Albino, Floro. Puesto que Albino empezó a ejercer su cargo en el 62, quedan diez años de cargo a repartir entre Félix y Pesto. Aun sabiendo que entre Pesto y Albino hubo un intervalo de varios meses, es evidente que la toma de posesión de Pesto, que duró solo dos años, no pudo ser muy anterior al año 58. La principal dificultad contra un largo período de Félix como procurador viene de una noticia de Flavio Josefo. Félix, nada más acabar su mandato, fue acusado ante Nerón y fue absuelto gracias a los buenos oficios de su hermano Palas. Ahora bien, sabemos por la obra de Tácito, que Palas cayó en desgracia antes de la muerte de Británico, es decir, antes de la primavera del 55. Tenemos, pues, que decidir entre dar crédito a Flavio Josefo y fijar entonces como fecha para el relevo el año 54, o bien retrasarlo hasta 57-58, fiándonos de la cronología de los procuradores romanos. El conjunto de datos parece, sin embargo, más favorable a la segunda hipótesis. De ser así, el tercer viaje de san Pablo hubiera tenido comienzo en octubre del 53, como fecha más temprana, o en el año 54, y el Apóstol hubiera permanecido en Éfeso entre el invierno del 54 y la Pentecostés del 56 o 57. El viaje de vuelta desde Corinto a Jerusalén habría que fecharlo en la primavera del 57 o del 58, poco después de la redacción de Rm, El arresto de san Pablo tuvo lugar, probablemente, en las fiestas de Pentecostés del 57-58 y su detención se prolongó en Cesarea hasta el

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59/60. El viaje a Roma tendría lugar en el otoño del 59/60 y el Apóstol llegaría a Roma en la primavera del 60/61. De otra forma, habría que acortar el tercer viaje entre el año 53 y el 55, fecha de salida de Corinto. El resto variaría en correspondencia. En definitiva, los acontecimientos principales de la vida de san Pablo se pueden disponer según el esquema siguiente:

Año d.C.

Acontecimiento o actividad

7-12

Nacimiento en Tarso de Cilicia.

Después del 30

Estancia en Jerusalén; estudios para rabino.

34/36

Vocación a la fe cristiana. Estancia en Damasco y retiro en Arabia.

37/39

Primera visita a los Apóstoles de Jerusalén.

40-44

Estancia en Tarso.

44-45

Estancia en Antioquía de Siria.

Primavera 45 primavera 49

Primer viaje misional.

49/50

Concilio de Jerusalén. Incidente de Antioquía.

Fines del 49 o comienzos del 50 hasta el otoño del 52

Segundo viaje misional.

50-52

1 ª y 2ª Cartas a los Tesalonicenses (Corinto).

Primavera 53 primavera 58

Tercer viaje misional.

Otoño 54 - primavera 57 / primavera 55

Estancia en Éfeso.

54

Carta a los Gálatas (¿Éfeso?).

Primavera 57/55

1 ª Carta a los Corintios (Éfeso).

57/55

Visita a Corinto.

Verano 57/55

Viaje a Macedonia.

Otoño 57/55

2ª Carta a los Corintios (Macedonia).

38

Introducción a los escritos de san Pablo

Invierno 57-58/55-56

Estancia en Corinto. Carta a los Romanos (Corinto).

Pascua 58

Estancia en Filipos.

Pentecostés 58/58-60/56-57

Arresto en Jerusalén. Prisión en Cesarea.

Otoño 60 primavera 61/58

Viaje marítimo de Cesarea a Roma.

Primavera 61 / primavera 63

Primera cautividad romana.

62/54-57

Carta a los Filipenses (Roma), (¿Éfeso?)

62

Carta a Filemón y a los Colosenses (Roma).

Fines 62 o primeros meses 63

Carta a los Efesios (Roma).

63-64

Viaje a España(?).

64-67

Viaje a Asia Menor, Creta y Macedonia.

65

Carta 1 ª a Timoteo; Carta a Tito (Macedonia).

64-66

Carta a los Hebreos (¿Roma?).

66-67

2ª Carta a Timoteo (Roma).

66-67

Segunda cautividad romana y muerte en martirio.

Capítulo III LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO Y SUS PRIMEROS AÑOS EN LA FE CRISTIANA

EL EPISODIO DE DAMASCO Y SU SIGNIFICADO

Como se ha dicho, de la vida de san Pablo antes de su conversión tenemos escasas noticias. Lo importante es que el libro de los Hechos nos lo presenta como perseguidor de la Iglesia naciente. Es esto un dato que coincide perfectamente con lo que nos dice el mismo epistolario paulino, lo que nos confirma que la visión teológica de san Lucas se ajusta substancialmente a la realidad. Procuraremos desentrañar esta intencionalidad teológica, porque, lejos de desviarnos de la verdad, nos permite penetrar en ella más profundamente, aunque sea con un ángulo parcial. Por otro lado, la conversión de san Pablo es una de las «claves» para entender toda la obra del Apóstol, ya que él entendió que la vida cristiana empieza siempre con una «conversión» a Dios. Así, el episodio de Damasco no es solo un acontecimiento importante, sino la cumbre misma de la vida de san Pablo: todo el resto, misión y apostolado, no será sino una consecuencia. Resumiendo las escasas noticias que tenemos de Saulo, antes de su conversión, podemos decir que nació en Tarso de Cilicia (Hch 21, 39; 22, 3), ciudad de la cual ya hemos hablado. Esta, indudablemente, contribuyó a su mentalidad abierta y cosmopolita y, tal vez, a su espíritu de viajero y deseoso de aventuras. Procedía de una familia de la tribu de Benjamín (Flp 3, 5), probablemente orgullosa de sus tradiciones que se remontaban al Rey Saúl, del cual el Apóstol llevaba el nombre. Su familia de origen era ciertamente observante y cumplidora; el niño fue circuncidado el octavo día (Flp 3, 5) y educado en el fariseísmo (Ca 1, 14; Flp 3, 5). Su padre le enseñó un oficio manual, según las más genuinas tradiciones rabínicas (Hch 18, 3). El futuro Apóstol fue «constructor de tiendas», en el sentido de ser tejedor de pieles, o como curtidor. Téngase en cuenta que Cilicia era un país productor de pieles, sobre todo, de cabra, y

40

Introducción a los escritos de san Pablo

que la presencia de numerosos contingentes militares romanos exigía una notable producción para abastecer las legiones. Tal vez por esto o por algún otro mérito, el padre de san Pablo había logrado la ciudadanía romana, que transmitió a su hijo (Hch 16, 37; 22, 29; 23, 27); cosa que le resultó muy útil en el momento de apelar al César (Hch 25, 11; 26, 32). De su padre aprendió, ciertamente, el amor por el trabajo y el deseo de mantenerse por su cuenta, sin pesar sobre las comunidades cristianas: así se explica que, aunque reconozca el derecho de los evangelizadores a recibir su sustento (2 Ts 3, 9; Ga 6, 6; 1 Ca 9, 6-14; cfr. Le 10, 7), tuvo a gala trabajar con sus manos (1 Ca 4, 12) y se mostró orgulloso de no haber sido gravoso para nadie (1 Ts 2, 9; 2 Ts 3, 8; 2 Ca 12, 13s) y haber demostrado así su desinterés (1 Ca 9, 15-18; 2 Ca 11, 7-12). Solo de los Filipenses, por su especial cariño, aceptó una ayuda económica: Flp 4, 10-19; 2 Ca 11, 8s. Al final de sus viajes pudo enseñar con santo orgullo sus manos, curtidas por el trabajo, a los cristianos de Éfeso (Hch 20, 3335). Por otro lado, esta primera educación le movió a apreciar y recomendar el trabajo, tanto para subvenir a las propias necesidades (1 Ts 4, 1 ls; 2 Ts 3, 10-12) como a las de los pobres (Hch 20, 35; Ef 4, 28). Llama la atención que Pablo no aluda nunca a su familia, sobre todo a su madre. Esto ha hecho pensar en una crisis espiritual que lo alejó de su hogar, cuyos indicios se podrían descubrir en Rm 7, 9-11. Se ha citado también, en el mismo sentido, el «aguijón en la carne» de que habla el Apóstol en 2 Ca 12, 7. Se ha llegado, de modo ciertamente fantasioso, a suponer alguna tendencia desviada en materia sexual en la vida íntima de san Pablo. Sin embargo, estas interpretaciones distan mucho de la realidad: en cuanto al aspecto sexual, sus palabras son inequívocas (cfr. Rm 1, 26.27; 1 Ca 6, 9), y su visión de la sexualidad, sumamente positiva: cfr. 1 Ts 4, 3-5; 1 Ca 6, 19-20; Rm 6, 19; Ef 2, 4-6. Más aún, el Apóstol recurre a la comparación con los afectos familiares para expresar su cariño hacia sus hijos espirituales: se compara a un padre (1 Ca 4, 14.15; 2 Ca 6, 13); abre su corazón (2 Ca 7, 2.3); se siente como una madre que da a luz (Ga 4, 19) o que amamanta y defiende (1 Ts 2, 7-8). En este sentido hay que leer la afirmación de Ga 1, 15, de que Dios le «llamó desde el seno de su madre» (cfr. Ir 1, 5; Is 49, 1); es una delicada alusión a la fe recibida en el hogar. Por otra parte, sabemos que Pablo tenía por lo menos una hermana y un pequeño sobrino (Hch 23, 16). No debían de ser judíos fanáticos, porque no dudaron en poner en conocimiento del tribuno romano, en Jerusalén, la conjuración de los celotes. En cuanto a su vida privada, sobre la cual el Apóstol es particularmente escueto, lo más probable es que Pablo abrazara el celibato voluntario para dedicarse totalmente a su misión (1 Ca 7, 7). Se ha pensado, sin mucho fundamento, que el Apóstol se casó en su juventud, pero enviudó pronto.

La conversión de san Pablo y sus primeros años en la fe cristiana

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Después de los estudios en Tarso, donde aprendió el griego y el hebreo y recibió una profunda formación bíblica, tal vez sobre la traducción griega de los LXX, el joven Saulo fue a Jerusalén, para estudiar a los pies de Gamaliel y prepararse para ser rabino (Hch 22, 3). Resulta difícil precisar la fecha de esta permanencia en Jerusalén, que tuvo que durar necesariamente varios años. Si Pablo nació entre el 5 y el 12 d.C., como se deduce de la alusión de Hch 7, 58 (en el episodio del martirio de Esteban, Saulo es llamado «joven», neanías, es decir, de unos 20 a 30 años) y de la expresión de la carta a Filemón, escrita hacia el 60 d.C., en la cual Pablo se define pres bytes, «mayor», sus estudios con Gamaliel probablemente tuvieron lugar entre el 20 y el 25 .o 30 d.C. Lo que parece bastante probable es que Pablo no coincidió con el Señor en Jerusalén, pues no da muestra de reconocerlo en el camino de Damasco y el sentido obvio de Ga 1, 16 y 2 Ca 6, 16.17 confirma esta impresión. Si nuestro Señor, según la fecha tradicional, murió en el 30 d.C., su ministerio en Galilea y Judea se sitúa entre el 27 y el 301. Lo más natural es pensar que Saulo, terminados sus estudios en Jerusalén antes del comienzo de la vida pública de Cristo, volvió a Tarso. De todos modos, lo encontramos en Jerusalén, poco después de la Resurrección del Señor como enemigo declarado de la Iglesia. Entonces debía de gozar de la confianza del Sumo Pontífice, puesto que recibió amplios poderes para perseguir a los cristianos.

La vocación profética El encuentro con Cristo resucitado fue, sin duda, el momento estelar de la vida de Saulo. Toda su vida cambió. Fue un hecho repentino, si damos crédito a la narración de Hch. Pero esto no excluye que antes hubiera habido, por decir así, una preparación larga y silenciosa. Tal vez el mismo afán de Saulo para exterminar todo brote cristiano demuestra la presencia en su interior de una profunda inquietud religiosa. Según sus palabras, Saulo quería «sobrepasar» a los demás en el judaísmo, viviendo un celo especialísimo (cfr. Ga 1, 14) por las tradiciones paternas. Hay, en la conversión del perseguidor de Tarso, una compleja mezcla de elementos interiores y de factores sobrenaturales externos. San Lucas pone de relieve, con toda intención, que uno de los factores que intervinieron fue la muerte de Esteban, un hombre que era toda una promesa para la Iglesia naciente. El hecho es que la rendición de Saulo en el camino de Damasco fue completa e incondicional.

1

Se pueden alterar los años hacia arriba o hacia abajo, según el parecer de cada uno.

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Introducción a los escritos de san Pablo

En la narración «objetiva» de Hch 9, san Lucas describe la conversión como efecto de una teofanía: Dios aparece en medio de una luz que viene del cielo, hay una voz que dialoga con Saulo tendido en el suelo (cfr. E: 1, 28; 43, 3; 44, 4; Dn 8, 17; 10, 9). Saulo exclama: «¿Quién eres, Señor?», empleando la palabra Kyrie en su sentido más fuerte. El autor de Hch se preocupa también de señalar que Saulo es llevado por el Señor o por instrumentos suyos: los compañeros le conducen a Damasco, Ananías le bautiza; Saulo es sujeto pasivo de una iniciativa divina. Sin embargo, el futuro Apóstol pone de su parte algo: se dedica a la oración y al ayuno, como una purificación previa al bautismo. Se pueden poner, como puntos de referencia, la curación de Tobías de su ceguera (Tb 11, 10-15) y la curación de Zacarías de su mudez (Le 1, 64.67). También a Saulo, como al padre del Precursor, se le anuncia la plenitud del Espíritu Santo, como se señalará de nuevo en Hch 13, 2.3. Es evidente que san Lucas pone de relieve los aspectos pneumatológicos y proféticos de la conversión. En este sentido, adquiere especial importancia la descripción de la misión de Saulo (Hch 9, 15.16): «Anda, porque este es para mí un vaso de elección (un vaso escogido) para llevar mi nombre delante (lit. en presencia de) de los pueblos, los reyes y los hijos de Israel». Es una frase cargada de semitismos (el vaso, el nombre, delante, los pueblos, los reyes, los hijos de Israel) y de resonancias bíblicas, especialmente en relación con lavocación de los profetas (cfr. Ir 1, 8-10). El relato autobiográfico de Ga va en la misma dirección, aunque señale más el aspecto de vocación que el de conversión. No hay que olvidar, sin embargo, que también el término «vaso de elección» subraya un aspecto vocacional y misional. La expresión clave es «Cuando plugo (con una alusión al «beneplácito» divino) a aquel que me separó (=escogió, reservó para una misión) desde el seno de mi madre y me llamó», donde las palabras subrayadas corresponden a una cita de Is 49, 1, unida a Jr 1, 5. La cita resulta reforzada, además, por la mención de la finalidad de la elección: «para evangelizar a Dios entre las gentes», muy parecida a Jr 1, 5. Es evidente que san Pablo tenía perfecta conciencia de la dimensión profética de su llamada.

La visión del Hijo de Dios Otro aspecto muy importante de la visión de Damasco es que constituye el primer encuentro de Pablo con Cristo, lo que fue, sin duda, decisivo en el desarrollo espiritual e intelectual del Apóstol. El relato de Hch 9 pone de relieve que quien se aparece es el Señor, que es uno con la Iglesia que Pablo persigue. «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,

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5) es la frase fundamental. Pablo perseguía a los cristianos, a los que seguían «el camino» (Hch 9, 2), y se da cuenta de que perseguirlos es lo mismo que perseguir a Jesús. Desde esta revelación arranca la visión eclesiológica paulina. Ananías añadirá después: «el Señor me envió, Jesús, el que se te mostró en el camino por el cual venías» (Hch 9, 17), confirmando que Jesús es «el Señor», el Kyrios. En el epistolario, san Pablo aclara que Jesús se le apareció como Resucitado (J Co 15, 8), es decir, en su Humanidad glorificada. De esta visión Pablo sacó el convencimiento de su misión de apóstol (1 Co 9, 1). En esta visión se unen varios elementos: el convencimiento de la Divinidad de Jesús, que es el Kyrios; la importancia especialísima de la Resurrección; la misión de san Pablo y la noción de la Iglesia como algo que constituye con Cristo una sola cosa. Los otros dos relatos de la conversión en el camino de Damasco explicitan aún más estos elementos. En Hch 22, 8 se precisa que el Kyrios que se aparece a Saulo es Jesús Nazareno. Además, Ananías, en la sucinta explicación que da a Pablo después del bautismo, afirma: «el Dios de nuestros padres dispuso de antemano que tú conocieras su voluntad y vieras al Justo y escucharas la voz de su boca», donde Cristo es llamado «el Justo», con una alusión implícita al Siervo de Adonaí (cfr. Is 42, 1-4). San Pablo, al mismo tiempo, es llamado a ser testigo de lo que ha visto y oído delante de todos los pueblos (Hch 22, 15). Es evidente que también en este texto se resalta la dimensión profética de la llamada de san Pablo. La narración de Hch 26 relata unas palabras de Jesús más extensas. En primer lugar aparece, tal vez de forma proverbial, la frase: «Es duro para ti dar coces contra el aguijón»; luego, el Señor añade: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y está erguido sobre tus pies (cfr. E: 2, 1); para esto me he aparecido a ti, para constituirte servidor y testigo tanto de que me has visto como de lo que te mostraré. Te libraré del pueblo y de los gentiles (cfr. Jr 1, 5-8), a los que te envío para que abras sus ojos (Is 35, 5; 42, 7) y se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, para que reciban el perdón de sus pecados y una herencia entre los santificados por la fe .en mí» (Hch 26, 15-18). En este último texto, que refleja una predicación dirigida a los gentiles, se subraya el aspecto de la misión de Pablo: su anuncio de la salvación para todos los pueblos. En definitiva, según el estilo de san Lucas, esta tercera narración es también una justificación de toda la vida y el apostolado de san Pablo: véase Hch 26, 22-23: Con la ayuda de Dios me he mantenido firme hasta el presente dando testimonio a pequeños y grandes, sin decir cosa que esté fuera de lo que los profetas y Moisés anunciaron como futuro: que el Cristo había de padecer y ser el primero en resucitar y que anunciaría la luz al pueblo y a las naciones.

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Introducción a los escritos de san Pablo

Se trata de un verdadero resumen del kerygma paulino, es decir, de su «evangelio»: en primer lugar el recuerdo histórico de la muerte y la resurrección de Jesús, que es el Mesías; luego, el aspecto escatológico de la resurrección de Cristo como premisa de nuestra resurrección y, finalmente. la salvación universal no solo para el «pueblo» (Israel), sino también para las naciones (los gentiles o goyim). Es interesante comparar este discurso con el prólogo de Rm y con el discurso de Pablo en la Sinagoga de Antioquía de Pisidia (Rm 1, 2-5; Hch 13, 32-41).

Vaso de elección y Apóstol de las naciones Queda así claro el tercer elemento de la conversión de Saulo: su misión universal. Ya no se trata de renovar la religión judía, sino de llevar el mensaje de Jesús hasta los últimos confines de la tierra (cfr. Hch l, 8). Pablo es el instrumento escogido por Dios para llevar a cabo esta misión, que más tarde él mismo llamará el «misterio escondido desde los siglos» (cfr. Col 1, 23.26.27; Ef3, 1-9). Por esto, Pablo recibe el nombre de «vaso de elección», es decir, «vaso escogido», una expresión típicamente semita para indicar una persona destinada por Dios a una tarea específica. En el lenguaje de los profetas el «vaso» de barro representa al pueblo elegido, que es moldeado por Dios como por un alfarero o es roto con facilidad: cfr. Is 29, 16; 45, 9; 64, 7; Jr 18, 1-6; 19, 10-13. La comparación será retomada por san Pablo en Rm 9, 19-22 para hablar de la predestinación de cada uno de los fieles. Desde el comienzo, pues, Saulo sabe que Dios le ha escogido gratuitamente, sin méritos propios, para una función o misión específica. CONVERSIÓN Y DESIERTO

Inmediatamente después de su conversión, Saulo se dedicó a predicar en Damasco, defendiendo el mesianismo y la Divinidad de Jesús (cfr. Hch 9, 19-22). La primera reacción de los judíos fue de asombro, después decidieron matarle (Hcli 9, 23). Esta predicación en Damasco duró bastante tiempo, talvez tres años (cfr. Cal, 17-18), y se desarrolló en dos tiempos. Después de un primer paso de Saulo por las sinagogas de Damasco, el futuro Apóstol, sin seguir los consejos «de la carne y de la sangre», en lugar de subir a Jerusalén se retiró a Arabia, al desierto, donde estuvo algún tiempo antes de reemprender su predicación en la ciudad siria. Las frases de Ca ~, .16-17 quieren subrayar que lo que Pablo predica no es una repetición de lo que enseñaban los Apóstoles, sino el fruto de

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una revelación directa de Cristo: su misión no es una delegación de los Doce, sino un encargo recibido personalmente del Resucitado. Por esto, Pablo señala que no consultó a ningún hombre (la «carne y la sangre»). Al contrario, se retiró a Arabia, probablemente a una zona solitaria en las cercanías de Damasco. Con esto, el Apóstol pone de relieve cierto parecido entre su vida y la de Cristo: también el Señor antes de predicar se retiró al desierto. Como sabemos, la misión en Damasco fracasó y Pablo tuvo que huir de noche, bajando de las murallas por medio de una cesta, ya que los judíos y los nabateos deseaban su muerte. Esto, según la cronología establecida, tuvo lugar hacia el 37 o 38 d.C., con lo cual la conversión se remonta al 34 d.C. aproximadamente. EL PRIMER VIAJE A JERUSALÉN: LA COMUNIDAD CRISTIANA DE JERUSALÉN Y LA COMUNIDAD DE ANTIOQUÍA

Después de su huida de Damasco, Pablo fue a Jerusalén «para ver a Cefas», es decir, para recibir de boca del más importante de los Apóstoles un respaldo oficial para su misión. Según el relato de Gálatas ( Ca l, 1820), se detuvo en Jerusalén solo quince días: conoció a Cefas y a Santiago el menor, el «hermano» del Señor. Probablemente a este primer contacto con la comunidad de Jerusalén y al conocimiento de la predicación de los Apóstoles se alude en 1 Co, cuando Pablo habla de la doctrina de la Eucaristía (cfr. 1 Co 11, 23) y de las apariciones de Cristo resucitado (cfr. 1 Co 15, 3- 7). El libro de los Hechos añade unos detalles significativos: Pablo no fue bien recibido por los cristianos de Jerusalén, tal vez por encontrarse todavía bajo la impresión de la muerte de Esteban y de la persecución subsiguiente (cfr. Hch 9, 26; 8, 3-4). La intervención de Bernabé salvó la embarazosa situación: Bernabé era hombre muy estimado en Jerusalén (cfr. Hch 4, 36-37) y se dio cuenta del valor de Pablo. El libro de Hch quiere subrayar este vínculo de Pablo con Bernabé, porque es otra manera de señalar la unión entre Saulo y la Iglesia en Jerusalén. Una vez presentado a los Apóstoles y aceptado por la comunidad, Pablo se dedicó con empeño a rebatir las afirmaciones de los judíos helenistas, es decir, precisamente aquellos que habían provocado la muerte de Esteban (cfr. Hch 6, 1.9). Sin embargo, su predicación levantó fuerte discordias y hasta amenazas de muerte, con lo cual los cristianos tuvieron que aconsejarle salir de Jerusalén; le llevaron a Cesarea y desde allí le hicieron embarcar para Siria y Tarso. San Pablo se quedó allí hasta que Bernabé fue a llamarle para evangelizar y consolidar la evangelización de Antioquía (Hch 11, 22-26). Es difícil establecer cuánto tiempo estuvo Pa-

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blo en Tarso, pero, si el viaje a Jerusalén fue tres años después de la conversión (año 37-38) y el primer viaje de misión se emprendió hacia el 4748 (después de la hambruna), es lícito suponer que la permanencia en Tarso durará del 38-39 hasta el 44 (muerte de Herodes Agripa I). Los años en Tarso y en Antioquía fueron sumamente importantes para san Pablo. Allí entró en contacto con comunidades cristianas de procedencia pagana y, por lo tanto, con mentalidad mucho más universal. Tal vez empezó a entender entonces todo el alcance de la misión que Dios le había confiado como «Apóstol de los gentiles». En Ga l, 21 habla de su predicación en Siria y Cilicia, que tuvo que durar bastantes años, desde el 40-41 hasta la hambruna que se declaró bajo Claudia (46-48 d.C.). Mientras tanto, entre 38 y 46, la Iglesia experimentó una gran expansión: se fundaron comunidades en Judea, Galilea y Samaria (Hch 9, 31); en Lida y Joppe, cerca de la actual Tel-Aviv (9, 32.36); .en Cesarea Marítima (Hch 10, 1); en Fenicia, Chipre y Antioquía (Hch 11, 19). Es probable que, en aquellos mismos años, algunos judíos cristianos convirtieran a otros a la nueva religión en los principales puertos y ciudades del imperio. LAS EXPERIENCIAS MÍSTICAS DE SAN PABLO

Es también muy probable que en estos años, ya sea antes de desarrollar su labor en Antioquía, ya sea después del encuentro con Bernabé, san Pablo tuviera sus primeras experiencias místicas, de las cuales nos habla en 2 Co 12, 2. En efecto, 2 Co se escribió hacia el 57 d.C., con lo cual catorce años antes nos retrae al 43 d.C., es decir, a la época de Tarso o de Antioquía. San Pablo, en efecto, recibió algunas iluminaciones extraordinarias que vinieron a completar la experiencia de Damasco (cfr. 2 Co 5, 16; 1 Co 11, 23). Por otra parte, en la Iglesia local de Antioquía estos fenómenos no eran infrecuentes: sabemos que había allí profetas (Hch 11, 27; 13, 1) y maestros. El episodio de Hch 13, 13 nos revela que se practicaban ayunos y que las revelaciones directas de Dios no eran insólitas (Hch 13, 2; Ga 2, 2). Tales experiencias van marcando la espiritualidad de san Pablo en dos direcciones: la identificación con Cristo y la docilidad al Espíritu Santo. Se crea así una síntesis genial entre soteriología y doctrina trinitaria que es tan característica del Apóstol. Episodios parecidos se describen en Hch 18, 9.10 (en Corinto, durante el segundo viaje de misión); Hch 23, 11 (después del proceso ante el Sanedrín); Hch 22, 17.18 (visión que se remonta a su primera subida a Jerusalén) y la revelación particular de Ga 2, 2. Sin considerar la visión del varón macedonio (Hch 16, 9) y la prohibición del Espíritu Santo de evangelizar Asia (Hch 16, 7).

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PABLO «APÓSTOL,, Y «SIERVO» DE JESUCRISTO. EL TEXTO DE 2 CO 11, 16-28

San Pablo, a partir de su conversión, tuvo siempre muy clara la idea de que había recibido una misión específica, directamente del Señor y no de los hombres. Por esto hace alarde del título de Apóstol; no por haberlo conseguido por sus méritos, sino por haberlo recibido de Dios. En este sentido hay que leer el texto de 1 Co 15, 9-1 O: Yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo.

Por esto el Apóstol se atribuye dos títulos que son, en cierto sentido, equivalentes o complementarios: tiene como título de honor ser el «siervo» (doulos) de Cristo (cfr. Rm 1, 1; Flp 1, 1; Tt 1, 1) y subraya muchas veces que es apóstol «por voluntad» de Dios y de Cristo: «Pablo, apóstol no de parte de los hombres ni por medio de ningún hombre, sino por obra de Jesucristo y de Dios Padre que le resucitó de entre los muertos» (Ca 1, 1); «Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios» (1 Co 1, 1); «Pablo, apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios» (2 Co 1, 1); «Pablo, siervo de Jesucristo, apóstol por vocación, designado para elevangelio de Dios» (Rm 1, 1); «Pablo, Apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios» (Col 1, 1; Ef 1, 1); «Pablo, Apóstol de Cristo Jesús por disposición de Dios nuestro Salvador, y de Cristo Jesús nuestra esperanza» (1 Tm 1, 1); «Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, para anunciar la vida prometida que hay en Cristo Jesús» (2 Trn 1, 1). En las dos Cartas a los Corintios es donde san Pablo desarrolla más ampliamente su derecho a ser llamado apóstol, sin desmerecer en nada de los demás Apóstoles. En primer lugar, pide que los Corintios le consideren «siervo» de Cristo y administrador de los misterios de Dios (cfr. 1 Co 4, 1); es él quien ha engendrado la fe en su alma, como un padre engendra el cuerpo (1 Co 4, 15); se considera como «el apóstol» de los Corintios y defiende su manera de actuar reivindicando su título, como hacen Cefas y los hermanos del Señor (1 Co 9, 15); no se considera en nada inferior a los «súper-apóstoles» (2 Co 11, 5) y sabe que su gloriarse no es desmesurado, porque recibió su misión de Cristo (2 Co 10, 14-18). Particularmente vivos son los pasajes polémicos de 1 y 2 Co, en los cuales se defiende de las acusaciones de autoritarismo o arbitrariedad, lanzadas probablemente por algunos judaizantes bajo el pretendido amparo del nombre de Santiago el menor: cfr. 1 Co 4, 8-13; 2 Co 2, 14-17, 4, 7-12; 6,

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3-10. Estas apologías culminan en el texto de 2 Co 11, 16-28, en el que san Pablo recorre las etapas de su vida para demostrar que tiene los mismos derechos y gloria que los pretendidos apóstoles que querían soliviantar a los Corintios. En conclusión, san Pablo tuvo siempre una conciencia perfecta y vivísima de su peculiar misión apostólica.

Capítulo IV EL PRIMER VIAJE DE MISIÓN Y LA SUPERACIÓN DEL JUDAÍSMO

LA MISIÓN DE PABLO Y BERNABÉ POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO

Al terminar la misión que la Iglesia local de Antioquía les había confiado y que era la de llevar a Jerusalén dinero y alimentos para paliar los efectos del hambre, Pablo y Bernabé volvieron a la capital seléucida en compañía de Marcos, primo de Bernabé (cfr. Heh 12, 25). Marcos, que en hebreo se llamaba Juan (cfr. Heh 12, 12), pertenecía a una familia muy conocida de Jerusalén; Pedro demuestra tener gran confianza en ellos; nada más salir milagrosamente de la cárcel, se dirige a la casa de María, madre de Juan Marcos, donde estaba reunido un grupo de cristianos rezando. Se ha especulado sobre la posibilidad de que Jesucristo celebrara la Pascua precisamente en aquella casa (cfr. Me 14, 1216) y que el joven envuelto en una sábana que huyó de los ministros del sanedrín fuera el propio Marcos (cfr. Me 14, 51.52). El hecho es que Juan Marcos constituyó un vínculo más entre san Pablo y la comunidad de Jerusalén. El libro de Heh subraya que el comienzo de la actividad misionera de Pablo se debió a una intervención particular del Espíritu Santo. La comunidad de Antioquía estaba compuesta, como se ve por la breve descripción de Heh 13, 12, por judeocristianos y por gentiles convertidos al cristianismo (cfr. Heh 11, 20.21). Es probable que esta comunidad se considerara responsable de promover la evangelización de Siria. Lo cierto es que el Espíritu Santo les anuncia una misión de envergadura insospechada. Por esto los jefes de la comunidad se sienten en la obligación de ayunar y orar; luego confían a Bernabé y Saulo una misión concreta mediante la imposición de las manos. Según el relato de Heh se trata de una misión dirigida, principalmente, a los gentiles. El encargado principal es Bernabé: esto explica que se dirigieran en primer lugar a Chipre, patria de origen de aquel (cfr. Heh 4, 36.37), lo que no significa

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que la evangelización de la isla fuera su único objetivo; con Bernabé y Saulo fue también Marcos (Hch 13, 5). Es interesante destacar que es el Espíritu Santo quien toma la iniciativa, a diferencia de la predicación en Samaria (cfr. Hch 8, 5), obra del diácono Felipe, y de la predicación en Antioquía (Hch 11, 19), obra de unos anónimos cristianos chipriotas y cirenenses. Así como la causa de aquellas predicaciones fue la persecución que los judíos promovieron en Jerusalén después de la muerte de Esteban, en este caso Dios actúa no por medio de la providencia ordinaria, sino directamente. VIAJE A CHIPRE, CONVERSIÓN DE SERGIO PAULO Y CAMBIO DE NOMBRE

La pequeña expedición salió de Seleucia, el puerto de Antioquía, rumbo a Salamina, el puerto principal de la isla mediterránea. Aunque es seguro que había ya cristianos en la isla, ellos probablemente pertenecían a las numerosas comunidades de origen judío. Por esto Bernabé y Saulo se dedican a predicar en las sinagogas durante varios sábados. Desconocemos el resultado de esta predicación, pero debió de ser positivo, ya que, antes del siguiente viaje de misión, Bernabé propone volver a Chipre para fortalecer las comunidades cristianas (Hch 15, 36.39). Desde Salamina, Bernabé y Pablo se trasladan predicando hasta Pafos, el puerto occidental de la isla a unos 150 kilómetros de Salamina. Allí residía el gobernador romano de la isla, que era en este caso un procónsul, ya que Chipre bajo Augusto (22 d.C.) había pasado a ser una provincia senatorial. El procónsul se llamaba Sergio Paulo (Hch 13, 7) y tenía buenas disposiciones hacia los judíos. Tal vez por este motivo tenía como consejero y amigo a Barjesu (en arameo= hijo de Jesús), llamado también Elimas (raíz de la que procederá en árabe «ulema», es decir, sabio). El nombre de Elimas podía ser equivalente al de «mago», ya que «mago» en lengua persa quería decir sabio. El hecho es que Elimas se oponía a la conversión de Sergio Paulo hasta que Saulo le castigó con la ceguera. El hecho impresionó al procónsul, que se convirtió y creyó (13, 12). Probablemente esta conversión fue decisiva para el ulterior desarrollo de la misión de Bernabé y Saulo. Es de notar que a partir de este punto, Hch 13, 9, Saulo es llamado Pablo y que este segundo nombre ya no cambiará más. Lo más probable es que Saulo, que era ciudadano romano, tuviera también un nombre latino, es decir, Paulus. El caso de duplicidad de nombre no era infrecuente entre los judíos: baste citar al conocido historiador Flavio Josefo y, en el N.T., a Bartolomé Natanael, Judas Tadeo, Levi Mateo, Juan Marcos, etc. El nombre Paulus era muy frecuente y solía indicar al hijo pequeño, ya que paulus es un diminutivo de paucus

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(poco). También es posible que Paulus se llamara así por su pequeña estatura. El hecho es que el cambio de nombre refleja una precisa intencionalidad apostólica: Saulo se quiere dedicar a convertir a los gentiles, por esto adoptó un nombre que le facilitaba la tarea. LA PREDICACIÓN EN ASIA MENOR: FRIGIA, PISIDIA, PAMFILIA Y LICAONIA

Terminada la tarea de evangelizar la isla de Chipre, Pablo y Bernabé (ya en este orden, muy significativo) se dirigieron hacia el continente, y, concretamente, hacia las comunidades de Asia Menor más cercanas. Desde Pafos fueron al puerto de Atalia, en Pamfilia. Desde Atalia quisieron entrar en la meseta de la actual Turquía, en dirección de Perge. Aquí se separó del grupo Juan Marcos, tal vez asustado frente a las asperezas de un viaje a través de la sierra del Taurus. Juan volvió a Antioquía, mientras que Pablo y Bernabé, dejando Perge, fueron a Antioquía de Pisidia. El territorio que atravesaron pertenecía a tres regiones distintas: Frigia, Pamfilia y Pisidia, agrupadas todas en la provincia romana de la Galacia inferior. El primer episodio significativo de este viaje es la predicación de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia (Hch 13, 16-41). Se trata de un bonito ejemplo de predicación a los judíos, siguiendo la falsilla de los discursos de Pedro que fueron pronunciadas el día de Pentecostés (Hch 2, 14-36), después de la curación del tullido de la Puerta Hermosa (Hch 3, 12-26), ante el Sanedrín (Hch 4, 8-12) y en casa del Centurión Cornelio (Hch 10, 34-43).

EL DISCURSO EN LA SINAGOGA DE ANTIOQUÍA DE PISIDIA Y EL RECHAZO DE LOS JUDÍOS

El discurso de Pablo se divide en cuatro secciones. Empieza con un recorrido histórico que va desde el Éxodo hasta la predicación de Juan el Bautista (Hch 13, 16-25); el Apóstol quiere demostrar que Jesús es el Mesías esperado, el hijo de David. La segunda parte narra el Misterio Pascual, es decir, la Pasión, la muerte y la Resurrección del Señor en Jerusalén (13, 26-31); por dos veces se afirma que así se han cumplido las Escrituras. En la tercera parte (13, 32-37) san Pablo anuncia propiamente la Buena Nueva: Jesús ha resucitado. Apoya esta afirmación con tres citas del A.T.: Sal 2, 7; Is 55, 3 y Sal 16, 10. La cuarta y última parte (13, 38-41) es una exhortación a creer en Jesús, respaldada por una amenaza escatológica (Ha 1, 5). Todo el discurso está entretejido de citas del A.T., entre las cuales destacan, por su novedad, las de los Salmos (Sal 89,

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21; 2, 7; 16, 10). La idea central es que en Jesús se ha cumplido de modo eminente el mesianismo real: Jesús es el Rey, descendiente de David y Señor universal. Junto con esta afirmación, hay otras dos de gran trascendencia: la primera es que en Cristo se ha cumplido la Promesa ( 13, 32ss), es decir, lo que se prometió a Abrahán; la segunda es que tal Promesa es la «justificación», es decir: «el perdón de los pecados; de todo lo que no pudisteis ser justificados por la Ley de Moisés» (Hch 13, 38). Se trata de un verdadero resumen de la predicación de san Pablo: se puede decir que en este discurso ya están condensadas las Cartas a los Gálatas y a los Romanos. A pesar de todo, los judíos de Antioquía de Pisidia no quisieron aceptar el mensaje de Cristo y rechazaron a Pablo y Bemabé. Así que ellos, después de haber fundado una primera comunidad cristiana, se marcharon a Iconio, ciudad de Licaonia, donde estuvieron bastante tiempo. La hostilidad de los judíos los obligó, sin embargo, a marcharse también de allí y a predicar en las otras ciudades de la región: Listra y Derbe. EL EPISODIO DE LISTRA Y EL DISCURSO A LOS PAGANOS

En Listra tuvo lugar la curación milagrosa de un tullido, cojo de nacimiento. Ya con anterioridad Pablo y Bernabé habían realizado señales y prodigios (cfr. Hch 14, 3), pero Lucas puede querer resaltar esta curación para subrayar el paralelismo entre Pablo y Pedro. La curación fue también ocasión de un nuevo discurso de Pablo, dirigido esta vez a los paganos, que, considerando a los Apóstoles como dioses, querían ofrecerles un sacrificio (Hch 14, 11-18). El tono de este discurso es completamente distinto del anterior: no se alude para nada al A.T., sino a la noción que todos los hombres tienen de Dios como creador y providente. Este es un pequeño adelanto de las ideas que san Pablo desarrollará más extensamente en el discurso del Areópago de Atenas. LOS JUDAIZANTES Y LA CONVERSIÓN DE LOS GENTILES

Por lo que se desprende de Hch, durante este viaje se convirtieron muchos judíos (cfr. Hch 13, 43; 14, 1; 14, 21) pero un número todavía mayor de gentiles (cfr. Hch 13, 48-49); más aún, algunos judíos se resisten y persiguen a los Apóstoles y a los cristianos, así que Pablo se ve obligado a anunciar solemnemente que su predicación irá dirigida en adelante a los gentiles (Hch 13, 46-47). El Apóstol, a pesar de todo, seguirá predicando también a los judíos, pero encontrará una hostilidad creciente, hasta el punto de prever muchas tribulaciones (Hch 14, 22). Es

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muy importante notar que Pablo y Bernabé, después de haber fundado una iglesia local, designaron para cada una de ellas unos «presbíteros» o ancianos, no sabemos exactamente si sacerdotes, obispos o simplemente personas mayores. Lo más probable es lo primero: lo significativo, de todos modos, es que la elección es competencia exclusiva de los Apóstoles y no de la comunidad. Después de haber predicado en Derbe, Pablo y Bemabé hicieron el camino en sentido contrario: Listra, Iconio, Antioquía, Perge y, finalmente, Atalia. Desde allí embarcaron rumbo a Antioquía, donde permanecieron algún tiempo (Hch 14, 21-28). LA REUNiÓN DE JERUSALÉN Y SUS DECISIONES

La conversión de los gentiles al cristianismo fue aceptada con gozo por la comunidad de Antioquía (Hch 14, 27), que la consideró como totalmente lógica. Pero, en realidad, planteaba un grave problema a los cristianos que querían mantenerse fieles a las prescripciones de la Ley de Moisés (judeocristianos o judaizantes). De hecho, la comunidad cristiana de Jerusalén, formada casi en su totalidad por judíos practicantes, no solo seguía manteniendo en vigor la Ley mosaica, sino que incluso consideraba necesario que, para ser cristiano, un pagano también tenía que aceptarla. El elemento más significativo era la circuncisión, en la cual se resumía toda la aceptación de las prescripciones antiguas. Puede parecer a primera vista un problema intrascendente, simplemente unas prácticas más de devoción que se debían cumplir, pero en realidad el problema era gravísimo: se trataba de establecer qué era lo que otorgaba la justificación, si la práctica de la Ley o la fe en Jesucristo. Hemos visto como Pablo no tenía dudas sobre este punto (cfr. Hch 13, 38-39), pero no todos estaban de acuerdo con él. Cuando algunos judeocristianos llegaron a Antioquía se desató la polémica, que alcanzó tonos muy encendidos (Hch 15, 1-2). En Antioquía decidieron enviar a Pablo, Bemabé y Tito, y tal vez algunos otros, a Jerusalén para consultar a los Apóstoles. San Pablo, en Ca 2, 1-2, describe el mismo acontecimiento añadiendo que él personalmente recibió una revelación particular y precisa de que los judaizantes actuaron como «falsos hermanos» que quisieron espiar su libertad y reducirlos a la esclavitud. Con esto entiende la imposición de la obligación de observar la Ley de Moisés. En Jerusalén, Pablo y Bemabé fueron recibidos con alegría y pudieron contar toda la maravilla que la gracia de Dios había operado por medio de ellos. Pero algunos cristianos de origen fariseo plantearon de nuevo la cuestión ya abierta en Antioquía. Tuvo lugar, pues, una reunión de los Apóstoles y presbíteros que, aunque no se pueda considerar en sentido estricto un Concilio, tiene un valor defi-

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nitorio, es decir, tiene capacidad para decidir si alguna doctrina es compatible o no con la fe. Según nos narra Hch, la discusión se prolongó bastante y tal vez la reunión se desarrolló en más de una sesión. La intervención decisiva fue la de san Pedro, que apoyó la conducta de Pablo (Hch 15, 7-11). En su discurso, el príncipe de los Apóstoles recordó el episodio de la conversión del Centurión Camelio. Su argumentación se apoya en tres puntos: Dios mismo borró la distinción entre paganos y judíos, purificando a los gentiles mediante la fe y comunicándoles el Espíritu Santo (Hch 15, 7-9; cfr. Hch 10, 34.35.47). El segundo argumento es la imposibilidad de cumplir la Ley, que es como un «yugo» que no se puede sobrellevar (Hch 15, 10). En tercer lugar, el más importante,' cada fiel se salva por la gracia del Señor Jesús, es decir, no por las obras que cumple (Hch 15, 11). En el discurso de Pedro quedan claramente definidos los principios doctrinales que san Pablo expondrá más tarde a los Romanos. A la intervención de Pedro, que cierra el debate desde el punto de vista doctrinal, siguió una propuesta conciliadora de Santiago el menor, que quería evitar a los judeocristianos el escándalo de tener que aceptar algunas costumbres paganas (Hch 15, 13-21). Santiago no niega lo que Simón Pedro acaba de afirmar; al contrario, lo subraya poniendo de relieve que la verdadera religión judía siempre fue «universalista», como se lee en un texto de Am 9, 11-12. El cristianismo es, por lo tanto, la «perfección» del judaísmo. Sin embargo, para favorecer la pacífica convivencia entre cristianos de origen judío y pagano, Santiago pide que los conversos del paganismo se abstengan de cuatro cosas particularmente repugnantes para un judío: las carnes ofrecidas a los ídolos, la sangre, los animales ahogados y la fornicación. Como se ve, se trata de preceptos disciplinares y no dogmáticos. En el mismo sentido se expresa la carta que el Concilio envió a las nuevas comunidades cristianas (Hch 15, 24-29) para declarar que no se imponía a los paganos más obligación que las «indispensables», proporcionando así un respaldo autorizado a la predicación de Pablo y Bemabé. El mismo Concilio, como garantía de su aprobación, encargó a Silas, o Silvano, y a Judas que acompañaran al Apóstol como representantes de la comunidad de Jerusalén. Silas, en efecto, será uno de los compañeros de Pablo durante el segundo viaje de misión (cfr. 1 Ts l, 1; 2 Ts l, 1). TRASCENDENCIA DE LAS DECISIONES DE JERUSALÉN: SU REFLEJO EN LA CARTA A LOS GÁLATAS

Como se ha dicho, el problema que se planteaba en el Concilio de Jerusalén era fundamental: decidir si el cristianismo era una religión nueva o era simplemente una derivación del judaísmo. La respuesta fue

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también sumamente importante: los Apóstoles eran conscientes de que Jesucristo había querido fundar algo totalmente nuevo que, aunque hundiera sus raíces en las promesas del Antiguo Testamento, era una realidad distinta. En concreto, la idea emergente del Concilio de Jerusalén fue la de la «justificación» mediante la gracia y no la Ley. Esto quiere decir que Dios nos perdona los pecados y nos hace partícipes de su vida no porque nosotros cumplimos los preceptos de la Ley de Moisés, sino porque creemos en Jesucristo como Redentor, y esta fe la alcanzamos por un don gratuito de Dios. Las consecuencias inmediatas de esta realidad son principalmente dos: primero, que la iniciativa de la salvación depende exclusivamente de Dios y no de unos méritos nuestros; segundo, que Dios puede salvar a cualquiera, es decir, el mensaje de Cristo está dirigido a todos los hombres y no solamente a los judíos. La visión cristiana, pues, se separa totalmente de la visión judía, que consideraba que el hombre «justo» era tal precisamente porque cumplía los preceptos de la Ley. San Pablo expondrá estas ideas de modo bien desarrollado en la Carta a los Gálatas, que es, en este sentido, un fiel reflejo de las decisiones de Jerusalén. El Apóstol se centrará sobre todo en tres aspectos: 1 º Que el cristiano es «libre», es decir, no está obligado al cumplimiento de los antiguos preceptos (cfr. Ga 5, 1.13); esta libertad, sin embargo, no quiere decir que puede hacer lo que quiere, sino que le debe llevar a vivir la caridad. De todos modos, los cristianos son como Isaac, hijos de la mujer libre y no de la esclava (cfr. Ga 4, 21-31), precisamente porque han recibido la promesa hecha a Abrahán. Por esto no deben circuncidarse, porque la circuncisión es señal de la esclavitud de quien vive bajo la Ley. 2° La afirmación tajante de que «el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por medio de la fe en Jesucristo» (Ga 2, 16) y por medio de la fe recibe el Espíritu (Ga 3, 2). Esto mismo demuestra el ejemplo de la vida de Abrahán, ya que el Patriarca recibió la Promesa por su fe, antes de la promulgación de la Ley de Moisés (cfr. Ga 3, 6-9). 3° La Ley tuvo un papel de preparación de la plenitud de la salvación que se da en Cristo. En este sentido, el Apóstol afirma que, «antes de llegar la fe, estábamos bajo la custodia de la Ley, encerrados en espera de la fe que debía ser revelada. Por consiguiente, la Ley ha sido nuestro pedagogo, que nos condujo a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe; pero una vez que ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al pedagogo» (Ga 3, 23-25). Por esto, se dice que la Ley produjo una «maldición» (Ga 3, 10) y que fue añadida para la transgresión (cfr. Ga 3, 19), en el sentido que la Ley, al no poder encontrar cumplimiento, no hizo más que aumentar la culpa de los hombres.

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Introducción a los escritos de san Pablo

Como efecto de la salvación de Cristo, los cristianos viven la filiación divina (cfr. Ga 4, 4-7) y se sienten movidos por otra ley: la ley de la caridad (cfr. Ga 5, 14). En general, la Carta a los Gálatas es un comentario perfecto a las decisiones del Concilio de Jerusalén, cuyas consecuencias explicita a fondo. Tales decisiones, como se verá, formarán el núcleo central de la enseñanza paulina.

Capítulo V EL SEGUNDO VIAJE DE MISIÓN Y LA SALVACIÓN PREDICADA A LOS GRIEGOS GALACIA Y EUROPA

Inmediatamente después del Concilio de Jerusalén, Pablo y Bernabé volvieron a Antioquía para dar a conocer las decisiones de aquella reunión (Hch 15, 30-35). Hay que tener en cuenta que, a partir de este momento, Pablo tuvo que enfrentarse no solo con la hostilidad de los judíos, sino también de los cristianos judaizantes que no se hallaban conformes con los decretos de Jerusalén. A ello se debe con toda probabilidad el episodio que se relata en Ga 2, 11-14. Pedro, que también se encontraba en la capital de Siria, convivía pacíficamente con los cristianos de procedencia gentil. Pero, «una vez que llegaron (unos que estaban con Santiago), empezó a retraerse y a apartarse por miedo a los circuncisos. También los demás judíos (judeocristianos) le siguieron en su simulación, de manera que incluso Bernabé se dejó llevar por la simulación de ellos». San Pablo tuvo que corregir a Pedro públicamente, recordándole que no era lícito obligar a los gentiles a «judaizar». Hay autores que piensan que el relato de Ga supone una derrota por parte de san Pablo, como si sus argumentos no lograran convencer a los antioquenos. Pero, en cambio, la narración de Hch 15, 35 nos manifiesta que la comunidad de Antioquía gozaba de paz y de unidad, así que el episodio de Pedro tuvo que ser un hecho aislado aunque significativo. Mucho más graves serán las dificultades que san Pablo encontrará en Galacia, Tesalónica y Corinto. Al cabo de unos días Pablo quiso emprender un nuevo viaje con el fin de confirmar en la fe a las comunidades cristianas, recién fundadas, de Frigia y Pamfilia y difundir las decisiones del Concilio de Jerusalén. Sin embargo, se produjo una discrepancia con Bernabé, ya que este último quería que le acompañara también Juan Marcos (Hch 15, 36-39). Al final, a Pablo le acompañó Silas, enviado de la comunidad de Jerusalén; y Bernabé fue con Juan Marcos. Los dos últimos volvieron a Chipre, mientras que Pablo y su nuevo compañero recorrieron la Cilicia, para después, tal

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vez por tierra, ir de nuevo a Pamfilia. Allí Pablo escogió otro compañero, Timoteo, hijo de una mujer judía y de padre griego (Hch 16, 1-3), originario de Listra. Sabemos que la madre de Timoteo se llamaba Eunice y su abuela, Loida (cfr. 2 Tm l, 5), ambas cristianas. Timoteo se convertirá en uno de los más fieles colaboradores del Apóstol y terminará siendo obispo de Éfeso. Hay que destacar esta costumbre de san Pablo de crear a su alrededor un grupo de colaboradores porque este hecho puede contribuir a explicar algunos problemas acerca de la autenticidad de las Cartas. Después de haber predicado en Derbe, Listra e Iconio, Pablo y sus compañeros se lanzaron al interior de la meseta de Asia Menor: recorrieron Frigia y Galacia (Hch 16, 6). Una intervención del Espíritu Santo les prohibió bajar a las costas del Mediterráneo (provincia de Asia) y del Mar· Negro (provincia de Bitinia). No les quedó más posibilidad que la de atravesar Misia y llegar a Tróade, cerca del estrecho del Bósforo. En Tróade tuvieron lugar dos acontecimientos importantes: la visión nocturna del varón macedonio que suplicó a san Pablo que fuera a Europa (Hch 16, 9) y la unión al grupo de Lucas, autor del libro de los Hechos y del evangelio (cfr. el relato en primera persona plural de Hch 16, 10-18). Lucas no será un compañero más, sino que sabrá dar un gran relieve literario a la predicación paulina y contribuirá a difundirla ampliamente en toda la cristiandad. San Lucas pone de relieve, con toda intención, que en aquel momento empezó la cristianización de Europa. No en el sentido de que en Europa no hubiese cristianos, porque sabemos que había cristianos en todas las ciudades importantes del Imperio, sino porque la predicación y la actividad apostólica de Pablo tenían dos características: por un lado, la fundación de comunidades estables y jerárquicas; por otro, la predicación del Evangelio fuera del judaísmo. En efecto, hasta entonces las comunidades cristianas de Europa estaban compuestas casi exclusivamente por judíos. MACEDONIA, TESALÓNICA

Al pasar al continente europeo, san Pablo se detuvo brevemente, sin predicar, en Samotracia y Neápolis. La primera ciudad en que predicó fue Filipos, ciudad fundada por Filipo el Macedonio y refundada por Octavio Augusto después de la batalla en que derrotó a Casio y Bruto. Como recompensa a sus legionarios, el futuro Emperador concedió a los soldados aquellas tierras y les permitió que creasen una administración local calcada sobre la romana y diferente de la habitual para las ciudades griegas. Por esto se habla de «estrategas» como jefes de la administración de Fili-

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pos (arcontes) y de «lictores» (cfr. Hch 16, 20.22.35.38). Además, los que acusaron a san Pablo de ser un sedicioso, afirmaron al mismo tiempo que ellos eran «romanos», algo inconcebible según la mentalidad griega (Hch 16, 21). Por esto mismo, frente a las vejaciones a que fue sometido, Pablo hizo valer su ciudadanía romana por primera vez precisamente en Filipos (Hch 16, 37; cfr. Hch 22, 25). A nadie le era lícito castigar a un ciudadano romano sin juicio previo y la Lex Parcia preveía duros castigos para los que se atrevieran a flagelar a un ciudadano romano antes de su condenación. El resultado de la permanencia en Filipos fue la constitución de una pequeña comunidad cristiana en la que destacaba la primera «vocación» europea de san Pablo: Lidia, mujer que comerciaba en tejidos de púrpura y, por lo tanto, de excelente condición social y económica, se convirtió con toda su familia, probablemente incluyendo a los esclavos. También se convirtió toda la familia del carcelero de Filipos. Son dos casos muy interesantes, porque, entre otras cosas, es muy probable que en sus casas se establecieran las reuniones litúrgicas y que fueran bautizados también los niños (cfr. Hch 16, 15.33). Desde Filipos, donde se quedó Lucas (el relato vuelve a la tercera persona plural), Pablo y Silas se trasladaron a la primera ciudad importante de Grecia: Tesalónica. Esta ciudad era un puerto importante y constituía la salida al mar, hacia el Mediterráneo oriental, de Macedonia y de Epiro, es decir, del interior de la península balcánica. Era una ciudad eminentemente comercial, donde se daban cita distintas culturas. Allí residía una comunidad judía floreciente y prestigiosa. Tesalónica era, además, una ciudad donde las preocupaciones e inquietudes religiosas eran muy vivas, con un marcado acento escatológico. Pablo se detuvo por lo menos tres semanas (Hch 17, 4), probablemente más, hasta lograr fundar una comunidad bastante numerosa, constituida por algunos judíos (entre ellos, Aristarco; cfr. Hch 20, 4; Col 4, 10), numerosos gentiles y algunas mujeres de alta condición social. Es importante señalar que en Tesalónica Pablo entra en contacto por vez primera con una cultura ciudadana, ya que hasta entonces las ciudades que había evangelizado eran poco más que aldeas. Más tarde este hecho justificará que el Apóstol, para ayudar a los cristianos de Tesalónica, escriba por primera vez sus cartas, inaugurando así los escritos del Nuevo Testamento. Poco tiempo después de que Pablo empezara su predicación, los judíos le acusaron a él y a sus compañeros, entre los cuales se cita a Jasón (tal vez el mismo que se cita en Rm 16, 21 como colaborador de Pablo en Corinto), de ser unos sediciosos y de ir contra la autoridad del César (Hch 17, 6- 7). Es interesante notar que los magistrados de Tesalónica son llamados «politarcas», nombre que resulta desconocido entre los magistrados griegos (cfr. Hch 17, 6). Sin embargo, las excavaciones arqueológicas

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han confirmado este dato singular. Como resultado-de esta acusación, Pablo, Silas y Timoteo tuvieron que marchar a Berea. Allí volvieron a fundar otra comunidad cristiana, esta vez con más éxito ante los judíos locales. Pero los de Tesalónica enviaron algunos alborotadores, así que el Apóstol tuvo que marcharse de nuevo, dejando en Berea a Silas y Timoteo. ATENAS Y EL DISCURSO EN EL AREÓPAGO

Después de haber dejado Berea, san Pablo prosiguió su viaje por la península griega bajando en barco o a pie a lo largo de la costa del Mar Egeo hasta Atenas. En la antigua capital espiritual de Grecia, ya en decadencia pero todavía muy prestigiosa, san Pablo entró en contacto con los grupos intelectuales más destacados de entonces, los filósofos estoicos y epicúreos. Los Hechos de los Apóstoles nos narran los sufrimientos del Apóstol al ver la ciudad sumida en la idolatría (Hch 17, 16), y recuerdan su debate con los intelectuales de la ciudad. En efecto, san Pablo no solo se dirigió a los judíos de la sinagoga (Hch 17, 17), sino también a los numerosos filósofos ambulantes que circulaban por el Ágora o plaza principal de la capital de Ática. Probablemente san Pablo les habló de un Dios personal, Padre y Creador, de Jesucristo y de la Resurrección. El enfrentamiento con los filósofos de aquella época queda también reflejado en 1 Ts 2, 3.5 y 2 Ts 3, 7.11, donde el Apóstol marca las diferencias entre su actuación y la de los que andan «desordenadamente», viviendo simplemente de palabras, engañando o embaucando a los demás con doctrinas extrañas y novedosas. Es probable también que el famoso texto de 1 Co 1, 1725, en que se opone la «sabiduría» de la Cruz a la sabiduría del mundo, dependa en parte de este contacto del Apóstol con los vanos filósofos. Lo cierto es que los pensadores de Atenas le tildaron de «charlatán» (en griego spermologos), es decir, de «vendedor o sembrador de palabras», y le llevaron al Areópago. Esta institución fue en tiempos el tribunal supremo de Atenas, encargado de juzgar los delitos más graves. Durante la dominación romana había perdido gran parte de su poder y había quedado reducido simplemente a un foro cultural. La acusación contra san Pablo, parecida a la que se lanzó contra Sócrates, era la de introducir «divinidades extrañas». En principio era una acusación muy grave, pero la indiferencia religiosa de entonces quitaba toda fuerza al proceso: se trataba simplemente de una discusión filosófica y académica. El Apóstol, sin embargo, supo aprovechar la ocasión para dirigir a los paganos uno de sus mejores discursos. Es probable que san Lucas, en el relato que hace de ello en los Hechos (Hch 17, 22-31), resuma toda la predicación de san Pablo a los gentiles. De todos modos, no se puede dudar de que el fondo

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del discurso corresponda con fidelidad a lo que efectivamente san Pablo pronunciara1. Además, como se ha mostrado con bastante claridad, la verdadera fuente inspiradora del discurso son los textos de Isaías contra la idolatría, y más concretamente Is 42, 5; 40, 19-20; 41, 6-7; 44, 9-20. Resuenan también otros textos contra la idolatría: podemos señalar Am 5, 21-22; Sal 115, 3-8; 135, 15-18; Jr 10, 3-5. 9-10; Sb 13, 10-19; 15, 7-13. El discurso de san Pablo, que es uno de los cimientos del pensamiento cristiano, se divide en tres partes: un breve prólogo, con su captatio benevolentiae, es decir, la anécdota del altar dedicado al «Dios desconocido» (vv. 22-23); la primera parte de la exposición, que consiste en recordar la noción espontánea que todos tienen de Dios, para demostrar que no puede ser algo material (vv. 24-29); y la segunda parte de la exposición, que quedó truncada, en que se habla de Jesucristo como Revelación de Dios y Juez universal (vv. 30-31). San Pablo, al hablar del «Dios desconocido», emplea un juego de palabras. «Desconocido» para los griegos quería decir simplemente un dios a quien, por inadvertencia, no se le hubiera prestado atención y, por lo tanto, era equivalente a «ignorado sin querer». El Apóstol, en cambio, lo entiende como si fuera «a quien todavía no se conoce», es decir, el Dios «trascendente». Con este juego de palabras puede afirmar que los griegos están buscando, sin saberlo, al Dios verdadero a quien él anuncia. Todo esto supone, como es evidente, que los griegos tienen alguna noción de Dios. Esta idea es el núcleo de lo que más tarde san Pablo afirmará explícitamente en Rm 1, 18-20: la posibilidad por parte de los hombres de conocer racionalmente la existencia de Dios. Este Dios, precisamente porque es trascendente, no puede ser algo material y, sin embargo, está cerca de nosotros, es omnipresente; aún más: es un Padre para nosotros. Nótese que el Apóstol afirma que los hombres, cuando piensan rectamente, buscan a Dios «a ver si al menos a tientas lo encuentran». Es Dios mismo el que sale al paso de los hombres en Cristo, fijando así un término a «los tiempos de la ignorancia» y ofreciendo la salvación, con tal que los hombres se conviertan. Esta parte del discurso recuerda el prólogo de Rm: Rm 1, 3-4. Al mismo tiempo, tiene un fuerte sabor escatológico, que encontraremos en 1 Ts 5, 3-10 y 2 Ts 2, 8-12. 1 E. NüRDEN, Agnostos Theos. Untersuchungen. zur [ormengeschichte religioser Rede, 1912 (reed. Darmstadt 1974), enunció la hipótesis de que el discurso seria una construcción literaria de san Lucas, que asumiría de este modo la cultura griega en términos cristianos. Para defender su tesis, el profesor alemán se apoya en las citas de autores paganos que san Lucas atribuye a san Pablo («en Él vivimos, nos movemos y existimos» puede ser una cita del poeta Epiménides de Creta en su obra Minos, siglo VI a.C.; «somos también de su linaje» es una mezcla de citas de los dos poetas estoicos: Arato, autor de un poema cosmológico Phaenomena, y Cleantes, autor de un Himno a Zeus, ambos del s. lII a.C.); así como los demás rasgos estoicos que se notan aquí y allá: la unidad del género humano (v. 26), la noción de un único Dios creador y gobernador (v. 25), la espiritualidad de Dios (v. 24), la omnipresencia divina (v. 27).

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Introducción a los escritos de san Pablo

El discurso de san Pablo fracasó frente a los filósofos, que no podían admitir siquiera la resurrección de los muertos, pero despertó la vocación cristiana en algunos oyentes (cfr. Hch 17, 34): Dionisia, Damaris y otros. Era el comienzo de una nueva pequeña comunidad cristiana. LA COMUNIDAD DE CORINTO

Después de haber sembrado el cristianismo en Atenas, Pablo se trasladó a Corinto, la ciudad más importante de Grecia. Corinto estaba situada en una posición privilegiada, en el istmo que unía la península helénica con el Peloponeso. Era paso obligado para ir del norte al sur de Grecia. Al mismo tiempo, se asomaba tanto al Mar Egeo, con el puerto _ de Cencreas, como al Jónico, con el puerto de Lequeo. Conocida como la «ciudad de los dos mares», era un lugar muy importante de tráfico y de comercio entre Italia y Oriente. Había sido destruida en el 146 por lo romanos, pero Julio César la reconstruyó en el 44, emplazando allí muchos colonos de origen itálico, No tenía grandes tradiciones culturales: el único filósofo importante que había nacido en Corinto era Diógenes el Cínico; en cambio, era importante por las cerámicas y por los juegos que en honor de Poseidón allí se celebraban cada dos años: los juegos «ístmicos». Era una ciudad muy rica, en la cual se podía vivir lujosamente. El ambiente moral también estaba muy deteriorado a causa del templo dedicado a Afrodita y situado en el Acrocorinto, la parte alta de la ciudad, donde más de mil prostitutas sagradas ejercían su oficio en honor a la diosa. Esto explica que san Pablo, en sus cartas a los Corintios, haga numerosas referencia al dinero, a los juegos y a la pureza cristiana (cfr. 1 Co 1, 26-29; 6, 12-20; 9, 24-27). San Pablo empezó a predicar en la sinagoga (Hch 18, 4), al mismo tiempo que se mantenía con su trabajo, fabricando tiendas. Precisamente este oficio le puso en contacto con un matrimonio cristiano, Aquila y Priscila o Prisca, que habían sido expulsados de Roma (prueba de que en Roma ya había una comunidad cristiana). Aquila y Priscila fueron, desde entonces, valiosos colaboradores de san Pablo en la evangelización no solo de Corinto, sino también de Éfeso y de Roma (cfr. Hch 18, 19; 18, 24-28; Rm 16, 3-5).

LAS PRIMERAS CARTAS DE SAN PABLO

Poco después se reunieron con el Apóstol Timoteo y Silas, que venían de Tesalónica. Es probable que las noticias que trajeron consigo movie-

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ran al Apóstol a escribir a los cristianos de Tesalónica sus dos cartas (cfr. 1 Ts 3, 1-3). Es esto un acontecimiento muy relevante, porque 1 y 2 Ts son los primeros escritos del Nuevo Testamento. San Pablo decide escribir en griego y con un género literario totalmente nuevo. En este sentido, sus cartas son el fruto de varios factores: su preocupación pastoral, su capacidad de organizador, su temperamento apasionado y vibrante, el contacto con la cultura griega en su propio suelo, la situación religiosa de las ciudades griegas, las expectativas escatológicas presentes en la religiosidad popular y la conciencia de los cristianos de constituir una comunidad nueva. Después de un período inicial de predicación a los judíos, Pablo se vio obligado a predicar a los gentiles. Le ayudó una revelación personal recibida en sueño. Su predicación duró un año y medio (Hch 18, 11). Entre las personas distinguidas, se convirtieron al cristianismo Crispo, el jefe de la sinagoga (cfr. 1 Co l, 14), y Sóstenes, otro jefe de la sinagoga (cfr. 1 Co 1, 1). Hacia el final de este período, como sabemos, Pablo fue acusado ante el tribunal del procónsul Galión (Hch 18, 12-16), el cual, sin embargo, ignoró la demanda. Pocas semanas después, probablemente en la primavera del 51 o 52, el Apóstol embarcó en Cencreas, acompañado por Aquila y Priscila, rumbo a Antioquía. Durante el viaje, hizo escala en Éfeso, donde dejó a sus acompañantes. Luego se dirigió a Cesarea de Palestina y desde allí tal vez a Jerusalén (cfr. Hch 18, 22). Llegó a Antioquía en el verano del 51 o 52 concluyendo así su segundo viaje. La importancia de este viaje fue inmensa: Pablo no solo fundó las comunidades de Galacia, sino que evangelizó y fundó las iglesias locales del continente europeo. El Evangelio fue predicado en grandes centros culturales o comerciales y también a los paganos: ciudades importantes como Tesalónica, Atenas y Corinto empezaron a ser teatro de la difusión del cristianismo. San Pablo no se limitó a predicar, dejó tras de sí unas comunidades organizadas y presididas por algún colaborador suyo: Lucas en Filipos, Silas y Timoteo en Corinto, Dionisia en Atenas. El Apóstol se vio forzado también a emplear un medio que se convertirá en un gran instrumento de difusión del Evangelio: sus cartas, dirigidas a toda la comunidad y leídas públicamente.

Capítulo VI EL TERCER VIAJE DE MISIÓN Y LA PRIMERA CAUTIVI.D AD ROMANA

ÉFESO Y EL CONTACTO CON LOS CULTOS DE ASIA MENOR: LA DIMENSIÓN CÓSMICA DE LA REDENCIÓN

En la primavera del año 53 (o 52), san Pablo emprendió un nuevo viaje: el tercero. Como solía hacer, empezó por una visita a las comunidades fundadas anteriormente, concretamente pasó por las comunidades de Galacia y de Frigia (cfr. Hch 18, 23). Tal vez aluda a esto en Ga 1, 6 cuando se extraña de que los gálatas hayan cambiado de opinión «tan rápidamente», lo que supone una visita reciente. La frase de Ca 4, 13, donde el Apóstol afirma que estuvo enfermo cuando los evangelizó «por primera vez», supone, por otra parte, una segunda visita. Después de haber recorrido la meseta central de Asia Menor, el Apóstol bajó a la costa, en la provincia romana de Asia, y se estableció en Éfeso, la ciudad más importante. Este viaje, muy extenso, tuvo que durar por lo menos uno o dos meses de tiempo, si no todo el verano. Es probable, pues, que Pablo llegara a Éfeso al final del verano o ya en otoño. Éfeso era una de las ciudades más importante del Imperio. Estaba situada a pocos kilómetros del mar y era la etapa final de la larguísima calzada, construida por los emperadores persas, que conectaba el Mar Egeo con el interior de Irán. Muchos siglos antes, había sido la cuna de la filosofía griega, puesto que de Éfeso era Heráclito y de Mileto, una ciudad cercana situada en la costa, el primer pensador jónico: Tales. En Éfeso, o en la provincia de Asia, había surgido la civilización jonia, entre cuyos representantes se podían contar numerosos poetas y escritores, de los cuales el más ilustre fue Heródoto, el primer historiador de Grecia. Era, pues, una ciudad muy culta y llena de arte. Entre sus monumentos destacaba el gran Templo dedicado a Artemisa, considerado como una de las siete maravillas del mundo y centro de peregrinaciones que venían de toda la cuenca del Mediterráneo. Al mismo tiempo era un enclave de diversas culturas y

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Introducción a los escritos de san Pablo

religiones, puesto que en ella se mezclaban la religión griega tradicional con los cultos orientales. La misma estatua de Artemisa lo demuestra, ya que, lejos de reproducir el modelo clásico de una diosa cazadora y virgen, representaba una mujer ataviada como una momia egipcia, de cuyos pechos brotaban multitud de animales y plantas. Era, en definitiva, una diosa de la fecundidad, muy típica del mundo oriental. En Éfeso también se practicaba mucho la magia, y los libros de tal género eran muy conocidos, tanto que se solía hablar de los «escritos efesinos». Cuando llegó san Pablo, la ciudad había recibido ya alguna semilla del cristianismo. No debemos olvidar que una antigua tradición afirma que en Éfeso estableció su residencia el Apóstol Juan Evangelista, acompañado tal vez por la Santísima Virgen. Lo cierto es que san Pablo, en una primera y rápida visita al final del segundo viaje, había dejado en Éfeso a Aquila y Priscila. Ellos habían facilitado la conversión de Apolo al cristianismo (cfr. Hch 18, 23-28). Apolo era un judío alejandrino, discípulo de Juan el Bautista. Es probable que en Éfeso hubiera una comunidad judía que seguía los preceptos del Bautista, ya que Pablo se encontró con un grupo de ellos que estaban bien preparados para recibir la Buena Nueva de Cristo pero ignoraban la existencia del Espíritu Santo (cfr. Hch 19, 1-3). Ellos conocían solo «el bautismo» de Juan. Tal vez la presencia de esta comunidad pueda explicar las numerosas alusiones del cuarto evangelio a los discípulos del Bautista, ya que el Evangelista se esfuerza para demostrar que el Precursor no hizo más que preparar el camino a Cristo (cfr. In 1, 15.29-36; 3, 26-30; 5, 33; 10, 41). Como siempre, san Pablo empezó su predicación por los judíos. Pero, después de tres meses, al ver su oposición, se apartó de ellos y se dedicó a predicar por dos años en la escuela de Tirano. Esta predicación de Pablo resultó muy eficaz, ya que el libro de los Hechos señala que «toda» la provincia de Asia pudo oír la palabra del Señor, y el mismo Apóstol, cuando escribe a los corintios, les dice que en Éfeso se le ha abierto una puerta grande y prometedora (cfr. 1 Ca 16, 8-9). Podemos pensar que san Pablo no se quedó únicamente en Éfeso, sino que viajó al interior, predicando en Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia, Laodicea (iglesias citadas en la primera parte del Apocalipsis) y en las ciudades del valle del Lycos: Hierápolis y Calosas. Fruto de esta evangelización se convirtieron, entre otros muchos, Epafras, fundador de la iglesia de Calosas (cfr. Col 1, 7; 4, 12) y Filemón, un cristiano de buena condición social (cfr. Flm 1.19). Con el Apóstol trabajó también un buen grupo de colaboradores, entre los cuales, Timoteo y Erasto (cfr. Hch 19, 22), Aristarco y Gayo (Hch 19, 29) y Tito (2 Co 12, 18). El factor más importante de esta permanencia de san Pablo en Éfeso, que según él dijo duró «tres años» (cfr. Hch 20, 31), fue el contacto con las

El tercer viaje de misión y la primera cautividad romana

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corrientes religiosas orientales, cosa que le ayudó a descubrir el alcance universal o cósmico de la Redención. La salvación por medio de un Redentor no era solo algo que afectaba a los judíos, sino que la creación entera estaba aguardando la Salvación (cfr. Rm 8, 19-22) y Cristo era el Rey del Universo (cfr. 1 Ca 15, 24-28). El pensamiento del Apóstol alcanzó así su plena madurez, lo que explica que se escribieran en aquellos años las «Grandes Epístolas», que son como las piedras miliares de la doctrina paulina. LA CUESTIÓN GÁLATA. LA CARTA A LOS GÁLATAS

La primera de estas cartas se debió á una grave circunstancia. San Pablo se enteró de que en las comunidades de Galacia, después de su paso por ellas, habían llegado unos cristianos judaizantes que, a pesar de los decretos de la reunión de Jerusalén, volvían a imponer a los gálatas la obligación de respetar la Ley de Moisés y, concretamente, de circuncidarse. Lo más doloroso era que los gálatas, a quienes el Apóstol amaba paternalmente (cfr. Ga 4, 19-20), habían caído en el error y se habían alejado del «Evangelio» predicado por Pablo, tal vez convencidos por los judaizantes de que el mensaje de Pablo era un mensaje «humano», una opinión entre otras (cfr. Ga 1, 6.7.11). El Apóstol salió vigorosamente en defensa de su predicación con una carta en que los duros reproches se mezclan con expresiones de afecto y de ternura. La Carta a los Gálatas se escribió, según estos datos, al comienzo de la estancia de san Pablo en Éfeso y poco después de su paso por Galacia, en el año 53 o 54. Sin embargo, no faltan estudiosos que opinan que Ga se escribió durante el segundo viaje de misión y, por lo tanto, en Corinto, en el período entre 51 y 53 (es la llamada «fecha temprana» de Gálatas). Dos son los factores que pueden apoyar esta segunda hipótesis: en primer lugar, que Pablo había predicado ya en Galacia durante el primer viaje, por lo menos, en las regiones de la llamada «Galacia inferior». En segundo lugar, que Gálatas parece suponer muy reciente la celebración de la reunión de Jerusalén, lo que favorecería una fecha temprana. Pero, a la vista del contenido de la carta, muy distinto de 1 y 2 Ts, hay que suponer un contexto histórico distinto: no se trata de la hostilidad de los judíos, sino de desviaciones judeocristianas. Sobre esta carta tendremos que volver, pero dejemos ya sentado que en Gálatas san Pablo defiende el carácter sobrenatural de su vocación y de su misión apostólica, explica y repite las decisiones tomadas en Jerusalén, aclara la inutilidad de la Ley de Moisés para un cristiano y enuncia el principio fundamental de su doctrina: el hombre es «justificado», es decir, recibe el perdón de sus pecados, por la fe en Cristo Jesús.

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Introducción a los escritos de san Pablo RELACIONES CON CORINTO. 1 CO

Mientras se encontraba en Éfeso desarrollando su evangelización, el Apóstol recibió también noticias de Corinto. En aquella ciudad se habían producido unas serias divisiones entre los cristianos: algunos afirmaban que «eran de Pedro», es decir, se consideraban superiores porque habían recibido el Evangelio de Pedro, otros «eran de Apelo», otros eran «de Pablo», otros «de Cristo» (estos últimos eran probablemente cristianos que provenían del paganismo) (cfr. 1 Ca 1, 12). «Los de Cloe», es decir, los cristianos de una iglesia doméstica (Cloe puede ser el nombre de mujer o también de un varón, en cuya casa se reuniría una pequeña comunidad) informaron a san Pablo, mediante una carta (cfr. 1 Ca 7, 1) y también en persona (1 Ca 16, 17). En la carta, los cristianos preguntaban a Pablo su parecer y su criterio acerca de varias cuestiones: cómo actuar en las reuniones litúrgicas, si se podían comer las carnes de los animales inmolados a los ídolos, qué pensar del matrimonio y de la virginidad, etc. Pero lo que preocupó a Pablo fue la falta de unidad entre los fieles. Por este motivo escribe 1 Ca, recordando la humildad de su predicación (cfr. 1 Ca 2, 1-5) y repitiendo que la fe de los corintios no se debe apoyar en una sabiduría humana ni en motivos de orgullo humano, sino en la sabiduría de Dios. San Pablo menciona también en 1 Ca 5, 9 una carta suya anterior, que se ha perdido. Es muy probable que las noticias recibidas le movieran también a hacer un breve viaje a Corinto, para solucionar en persona la controversia (cfr. 2 Ca 2, 1; 10, 1.10; 13, 1). El viaje de Pablo, según se desprende del comienzo de 2 Ca, no dio todos los resultados esperados, por esto tuvo que escribir otra carta «entre lágrimas» (2 Co 2, 4; 7, 8), que también se ha perdido. En este sentido, 1 Ca es la primera gran contestación a las preguntas formuladas por la comunidad de Corinto y la primera tentativa para restablecer la unidad. La secuencia de la correspondencia con los corintios podría ser: una primera carta perdida, 1 Co, la carta «entre lágrimas» y 2 Ca. En 1 Ca lo que destaca, especialmente en los tres primeros capítulos, es la tajante oposición de la «sabiduría de la Cruz» frente a la «sabiduría humana» tanto de los griegos como de los judíos (cfr. 1 Ca 1, 22-25; 2, 6-8), en perfecta consonancia con lo que ya el Apóstol había escrito a los Gálatas (Ga 6, 11.14). En base a 1 Ca 16, 5-9, se puede poner una fecha a la carta: fue escrita antes de Pentecostés, probablemente del año 57, y antes del motín de los plateros, del que nos ocuparemos enseguida (cfr. Hch 19, 21-22). Notemos también que, en 1 Ca 16, 1-3, san Pablo exhorta a los Corintios a ser generosos en la colecta en favor de los pobres de Jerusalén, como ya había hecho en Gálatas (Ga 6, 6), en estricto cumplimiento de un consejo recibido por los Apóstoles (cfr. Ca 2, 10).

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EL MOTÍN DE ÉFESO. VIAJE A GRECIA. 2 CO. LA COLECTA EN FAVOR DE LOS POBRES DE JERUSALÉN. LA CARTA A LOS ROMANOS

La predicación de Pablo, como se ha dicho, alcanzó importantes resultados. El libro de los Hechos no solo subraya que toda Asia pudo conocer la doctrina cristiana (Hch 19, 10), sino que, a raíz de un episodio de posesión diabólica, el Apóstol logró que se quemaran muchos libros de magia y de brujería (Hch 19, 17-20). Toda esta actividad no podía pasar desapercibida y, en efecto, produjo una violenta reacción por parte de los plateros de Éfeso, que vivían de hacer y vender estatuillas de Artemisa (cfr. Hch 19, 23-40). Según la narración de Hechos, Gayo y Aristarco estuvieron a punto de ser linchados, pero la intervención de un magistrado logró calmar a la plebe enfurecida. San Pablo, que no parece haber sido involucrado, sin embargo, tuvo que alejarse de Éfeso, para ir a Macedonia y de allí a Grecia. Hay que señalar que algunos autores piensan que Pablo estuvo en la cárcel en Éfeso, aunque fuera por poco tiempo. En este sentido, entienden que la frase de 2 Ca 1, 8-11 debe ser interpretada a la letra: san Pablo fue condenado a muerte y destinado a ser ejecutado. Tal vez el Apóstol aluda a ello también en 2 Ca 2, 14-17, y en los dos textos en que habla de sus sufrimientos: 2 Ca 4, 7-12 y 6, 3-10. De todos modos, el texto de Hch nada dice de esta cautividad y parece más bien suponer lo contrario. San Pablo fue en primer lugar a Tróade y luego a Macedonia (cfr. 2 Ca 2, 12-13); una vez llegado a Macedonia envió a Tito para recoger el producto de la colecta (cfr. 2 Ca 8, 6), posiblemente acompañado por Lucas (cfr. 2 Co 8, 18) y de otro colaborador cuyo nombre desconocemos. De Macedonia, el Apóstol bajó a Corinto, en donde estuvo todo el resto del verano del 57 y el invierno siguiente, hasta que se volviera a abrir la navegación. Es muy probable que, antes de salir de Corinto para dirigirse a Jerusalén y entregar el dinero de la colecta, escribiera a los Romanos. En efecto, quien lleva a Roma la epístola es Febe, una diaconisa dé Cencreas, puerto de Corinto (Rm 16, 1). En este caso Rm tendría como fecha el invierno 57-58 o los primeros meses del 58. Rm es la primera carta que san Pablo escribe sin un fin polémico o apologético ni para defender a la comunidad cristiana, sino en tono desapasionado para explicar el misterio de la justificación por la fe y no por las obras de la Ley. VIAJE A JERUSALÉN. EL DISCURSO EN MILETO

Nada más abrirse los puertos san Pablo quiso volver a Jerusalén. Pero, al enterarse de que los judíos le acechaban, decidió volver portie-

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rra de Corinto hasta Filipos y Tróade. Le acompañaban numerosos discípulos: Sópater, Aristarco, Segundo, Gayo, Timoteo, Tíquico y Trófimo. Todos estos se habían reunido antes con Lucas, en Filipos, donde celebraron la Pascua (Hch 20, 6) y luego en Tróade (otra vez empieza un relato en primera persona plural: Hch 20, 5-21, 26). Según los datos de Hch, estaban con san Pablo también Tito y Erasto (Hch 19, 22; cfr. Rm 16, 21-24; 1 Co 4, 17; 2 Co 8, 6.16), que tal vez se quedaron en Corinto, juntos con Tercio, Jasón, Sosípatro (si es distinto de Sópater) y Cuarto. Lucas, en esta ocasión, nos proporciona breves noticias de los siete compañeros de Pablo: representan a todas las comunidades fundadas por el Apóstol: Timoteo y Gayo son de Galacia inferior, en concreto, de Listra y Derbe; Sópatro, Aristarco y Segundo son macedones y tesalios; Tíquico y Trófimo son efesios. De ellos se vuelve a hacer mención en otros lugares (cfr. Rm 16, 21; Ef 6, 21; Col 4, 7; 2 Tm 4, 12.20; Tt 3, 12). Es una muestra del modo de trabajar apostólico de Pablo, que amaba rodearse de colaboradores. Desde Tróade, donde Pablo hizo el milagro de resucitar a Eutico (cfr. Hch 20, 7-12), el grupo fue por mar a Mileto: san Lucas nos da una descripción bastante detallada del viaje (Hch 20, 13-16). En Mileto, a unos 50 km de la capital de Asia, Pablo convoca a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso, puesto que no quería aparecer en la ciudad de donde había tenido que huir y donde conocía a muchos cristianos, porque esto le hubiera obligado a demorarse y quería llegar a Jerusalén para Pentecostés. Una vez reunido con ellos, san Pablo pronunció el tercer gran discurso que el libro de los Hechos le atribuye. Probablemente, como en los casos anteriores, se trata de un resumen de lo que iba predicando a los cristianos. En efecto, la primera característica de las palabras del Apóstol es que van dirigidas no solo a los fieles, sino también a los responsables de la comunidad. El discurso se puede dividir en cinco partes (vv. 18-21; 22-24; 25-27; 28-32; 3335): la primera y la última son una breve descripción de la vida y de la conducta del Apóstol. Tienen un fin apologético, de defensa contra las acusaciones de los judaizantes, pero su sentido es más profundo: san Pablo se presenta a sí mismo como «siervo» de Jesús y, por lo tanto, enseña con su ejemplo cómo hay que servir al Señor. El resumen está condensado en la frase atribuida a Jesús: «Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (v. 35). En el interior de esta poderosa inclusión, centrada en el espíritu de servicio y la entrega de sí, están las otras tres partes. La primera de ellas justifica el viaje de Pablo y sugiere que su ideal es la identificación con Cristo. La segunda es una solemne afirmación de rectitud por parte del Apóstol (de nuevo con un fin apologético). Y la tercera, la más significativa desde el punto de vista doctrinal, es una exhortación a vigilar sobre la Iglesia para defenderla de todos los ataques.

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Nótese la insistencia del Apóstol en la necesidad y la eficacia de la predicación (vv. 21, 24 y 31): es indispensable predicar el Evangelio y mantenerse fieles a él. Tanta insistencia en el valor de la doctrina se completa, perfectamente, con la confianza en la acción del Espíritu Santo. Pablo mismo es «encadenado» por el Espíritu, y la Tercera Persona de la Trinidad es la que estableció los «obispos» (vigilantes) para apacentar la Iglesia de Dios. En el v. 28 aparece la acción de toda la Trinidad en la constitución y mantenimiento de la Iglesia: «Cuidad de vosotros y de toda la grey, en la que el Espíritu Santo os puso como obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que Él adquirió con su sangre»: Cristo adquirió la Iglesia con su sangre, rescatándola del pecado; Dios Padre es la fuente de la Redención; el Espíritu Santo es el que constituye la jerarquía. La Iglesia, que aparece descrita como un rebaño de Dios (cfr. Sal 100, 3; Is 40, 11; Jr 13, 17; Jn 10, 1-10), es fruto de la Redención y está animada por el Espíritu. Se nota, además, que san Pablo está convencido de que la jerarquía eclesiástica es de origen divino. No obstante, cabe precisar que la terminología no está todavía fijada: la palabra «obispos» no tiene todavía el sentido técnico actual: recordemos que aquellos «obispos» eran «presbíteros» (cfr. 1 Tm 3, 2; Tt 1, 5-7). «Obispo» quiere decir, según su etimología, «vigilante» e indicaba a los encargados de vigilar un rebaño: se trataba seguramente de personas que habían recibido el sacramento del Orden, pero no necesariamente de Obispos. También es importante observar que todo el discurso demuestra gran afinidad con las Cartas Pastorales (cfr. Tt 2, 13-14; 1 Tm 1, 3-4; 4, 1-3; 6, 20-21; 2 Tm 2, 16-19). CAPTURA EN JERUSALÉN. TRASLADO A CESAREA MARÍTIMA. NUEVAS EXPERIENCIAS MÍSTICAS DE SAN PABLO

Sin detenernos ahora en otros episodios del viaje, dejemos constancia de la exactitud de la narración, probablemente, fruto de un diario personal de Lucas (cfr. Hch 21, 1-3). San Pablo se detiene siete días en Tiro, luego varios días en Cesarea y sube finalmente a Jerusalén. San Lucas pone de relieve la imitación de Cristo por parte de Pablo: como en el evangelio describe un largo viaje del Señor a Jerusalén, así en Hch describe el viaje de Pablo. La atmósfera está cargada de presagios: por tres veces se repite el anuncio de la captura de Pablo: en Mileto (Hch 20, 22), en Tiro (Hch 21, 4) y en Cesarea (Hch 21, 10-14). El paralelismo con las tres profecías de la Pasión de Cristo es evidente. En efecto, cuando Pablo se presenta en el Templo, no obstante las precauciones tomadas, los judíos le reconocen y, acusándole de haber introducido a unos gentiles (en este caso a Trófimo) en el Templo, sublevan al pueblo para matarle. Solo

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le salvó la intervención del tribuno romano Claudia Lisias, jefe de la cohorte estacionada permanentemente en la Torre Antonia. El tribuno, al oír el tumulto, intervino con unos soldados, detuvo a Pablo y alejó a los que lo estaban golpeando. En este momento, como se ha dicho, Pablo se dirigió al pueblo de Jerusalén narrando su conversión (cfr. Hch 22, 1-21). Es la última vez que Pablo habla a los judíos en público. El pueblo enfurecido no le dejó terminar. Los soldados romanos le defienden a duras penas del linchamiento y le trasladan a la Torre Antonia. Cuando Claudia Lisias está a punto de someterle a la tortura para averiguar la causa del motín, Pablo hace valer de nuevo su ciudadanía romana. Queda así detenido, en espera de que se presente contra él alguna acusación. Al día siguiente, Pablo es presentado ante el Sanedrín y tiene ocasión de dar testimonio de su fe, como había hecho Pedro (cfr. Hch 23, 1-10). Por la noche recibe una visión del Señor, como ya había ocurrido en otras cuatro ocasiones: la primera vez que fue a Jerusalén (cfr. Hch 22, 17.18); durante su permanencia en el desierto (2 Ca 12, 2-4), cuando la reunión de los Apóstoles y presbíteros (Ga 2, 2) y en Corinto (Hch 18, 9-10). Más tarde tendrá otra en Cesarea (Hch 27, 24). Cada una de estas visiones marca una etapa en el conocimiento de Cristo: en este caso, san Pablo comprende que tiene que dar su testimonio en Roma y no en Jerusalén. Es otro modo de subrayar que Jerusalén ya no es la ciudad elegida, sino que el futuro centro de la cristiandad será Roma. Poco después, Claudia Lisias, al enterarse de una conjuración de celotes para matar a Pablo, le envía de noche con una escolta a Cesarea (Hch 23, 12-33), donde residía el Procurador romano, que a la sazón era Antonio Félix, liberto, hermano del favorito de Agripina, mujer del emperador Claudia. Considerando la precisión de los detalles del traslado a Cesarea, es probable que Lucas acompañara a Pablo. La permanencia de Pablo en Cesarea se prolongó por lo menos dos años, según se desprende de Hch 24, 27. Podría ser también, como se explicó en el apartado de la cronología, que Antonio Félix fuera relevado del cargo después de dos años, pero las noticias que da Flavio Josefa hacen pensar en un mandato más largo. De todos modos, Pablo compareció en juicio ante Félix y fue hallado inocente (cfr. Hch 24, 1-25, 1): fue una nueva ocasión de dar testimonio de su fe en el Dios de la Antigua Alianza y en Cristo (cfr. Hch 24, 14-16.25). Bajo el sucesor de Félix, Porcio Festo, las cosas no cambiaron y, frente al peligro de ser juzgado en Jerusalén, Pablo como ciudadano romano apela al Cesar (Hch 25, 1-12). En espera de zarpar rumbo a Roma se desarrolla el encuentro entre Pablo y Herodes Agripa II, hijo de Herodes Agripa I que había hecho matar a Santiago el mayor. El Apóstol repite el relato de su conversión y procura convencer al rey y al procurador

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romano que Cristo había de padecer y resucitar y anunciar la salvación a los judíos y gentiles (cfr. Hch 26, 1-23). Es posible que durante la estancia en Cesarea, probablemente entre el 58 y el 60, o bien entre el 54 y el 56, san Pablo escribiera alguna o todas las Cartas llamadas «de la cautividad» (Flp, Ef, Col, Flm). Como veremos, para estas cartas se suelen proponer tres fechas: la más temprana las atribuye al final de la permanencia en Éfeso, tal vez durante un breve período de encarcelamiento; otra posibilidad es que san Pablo las escribiera en Cesarea; la fecha tradicional, sin embargo, las coloca durante la permanencia en Roma, entre el 60 y el 62. Cada fecha tiene sus ventajas y sus inconvenientes, que ahora no examinamos. Cabe decir, sin embargo, que Flp da la impresión de haber sido escrita antes de las otras, porque su cristología es más próxima a la de las «Grandes Epístolas». Por lo mismo, parece poco probable que estas cartas se escribieran durante el tercer viaje de misión, intercaladas entre 1 y 2 Ca. Podemos postular, como hipótesis de trabajo, que Flp se escribiera en Cesarea, a raíz de los sufrimientos de san Pablo y de su descubrimiento de la identificación con Cristo en la Cruz (cfr. Flp l, 20-21; 2, 7-8; 2, 17; 3, 8.18); y que Efy Col se escribieran, en cambio, en Roma, ya que en ellas se consideran no tanto los sufrimientos de Cristo como su dominio universal sobre todo lo creado (cfr. Ef l, 10; 1, 20-23; 3, 17-19; Col 1, 15-20; 2, 9-10). EL VIAJE A ROMA. NAUFRAGIO EN MALTA LA PREDICACIÓN EN ROMA

En el cap. 27 empieza la apasionante narración del viaje de san Pablo a Roma. Es un relato en primera persona del plural (desde 27, 1 hasta 28, 6), lo que indica que su autor es san Lucas, lleno de detalles sumamente precisos y exactos. Lucas da muestra, además, de ser un buen conocedor de la terminología y el léxico de la navegación. Su descripción de la tempestad es una verdadera pieza literaria de gran altura. El contenido dogmático, sin embargo, no es muy relevante y no añade elementos nuevos a lo que ya sabemos; lo que sobresalen son la fe del Apóstol y su temple humano; san Pablo demuestra que es un verdadero «jefe» en toda circunstancia. El naufragio en Malta (cfr. Hch 27, 39-41; 28, 1-10) ofrece al Apóstol la ocasión de difundir el Evangelio en la isla, que no había sido todavía cristianizada. Tres meses después, al comienzo de la primavera (probablemente del año 61 o bien del 58), san Pablo pudo llegar a Sicilia y luego a la península italiana. Unas dos semanas después llegó a Roma. Vale la pena notar que había ya cristianos en Pozzuoli, un puerto cerca de Nápoles, base de la Armada imperial, y en Roma. La comunidad de

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Roma debía de ser numerosa, ya que no solo había sido la destinataria de la carta del Apóstol, sino que algunos cristianos fueron a su encuentro por la Vía Apia, hasta unos 70 km de Roma (Foro Apio), mientras otros le esperaron en Tres Tabernas, a 45 km de la ciudad. Una vez en Roma, Pablo fue sometido a la «custodia militaris», es decir, a la vigilancia de un soldado, pero con la posibilidad de alojarse en una casa particular (cfr. Hch 28, 16). Según su costumbre, Pablo se puso en contacto enseguida con la comunidad judía de Roma (Hch 28, 17). Quena demostrar así su respeto y su afecto hacia sus antiguos correligionarios. Ellos no sabían nada de lo sucedido, aunque habían oído que el cristianismo había despertado oposiciones (cfr. Hch 28, 21-22). Un día fijado, Pablo les fue explicando el cristianismo, probablemente en términos parecidos al discurso de la sinagoga de Antioquía de Pisidia, ya que · intentó convencerlos de que Jesús era el Mesías, apoyándose en la Thorá y en los Profetas (Hch 28, 23). El resultado fue dispar: algunos creyeron, otros rechazaron la nueva doctrina. San Lucas subraya que Pablo pudo hacer suyo lo que ya había dicho el Señor en Nazaret (cfr. Le 4, 23-27): el vaticinio de Isaías sobre el endurecimiento del pueblo elegido y su rechazo (Is 6, 9-10). Es muy significativo que el libro de los Hechos termine con esta cita, que se había hecho ya clásica en la catequesis cristiana (cfr. Mt 13, 14-15; Me 4, 12; In 12, 40). El libro de Hch pone como conclusión de la predicación de san Pablo una frase que es como el resumen de todo el libro: «Sabed, por tanto, que esta salvación de Dios ha sido enviada a los gentiles. Ellos sí la oirán» (Hch 28, 28). Nada nos dice san Lucas acerca de la conclusión del proceso, pero sabemos que el Apóstol quedó libre o por no comparecer sus acusadores o porque se comprobó la inconsistencia de la acusación. Lo cierto es que san Pablo, ya antes de la sentencia, al escribir las cartas de la cautividad, demuestra repetidas veces su confianza en que pronto se verá libre (Flp 1, 25; 2, 24; Flm 22). LOS FRUTOS DE ESTOS VIAJES. LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE; EL DESCUBRIMIENTO DE LA «SABIDURÍA DE LA CRUZ»; LA IDENTIFICACIÓN CON CRISTO. LA «CAPITALIDAD» CÓSMICA DE CRISTO

Esta parte de la vida de san Pablo resulta sumamente significativa para la formación de su doctrina. A lo largo del tercer viaje el Apóstol escribe sus Epístolas más importantes, exponiendo la doctrina de la justificación por la fe y no por las obras de la Ley, la gratuidad de la gracia, el misterio de la predestinación, la existencia del pecado original y la naturaleza de la Iglesia. Lo que en las dos cartas a los Tesalonicenses había

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sido simplemente esbozado encuentra ahora una formulación completa y profunda. Al mismo tiempo, el Apóstol, en sus cartas a los de Corinto, deja sentadas las bases de la doctrina de la Eucaristía, del Matrimonio, de la naturaleza jerárquica de la Iglesia y de las virtudes teologales. Las cuatro «grandes Cartas» suponen una aportación fundamental a la Revelación. Además san Pablo añade en estas cartas una preciosa serie de consejos y prescripciones morales que constituyen el punto de partida de la Moral cristiana. Las cartas de la cautividad no son tan relevantes desde el punto de vista de la doctrina de la gracia y de la justificación, pero constituyen, en cambio, un paso sumamente importante en la exposición del misterio de la Redención y de la «capitalidad» de Cristo. Queda perfilada, de este modo, la relación entre Cristo y la Iglesia, ya que esta es no solo el cuerpo de Cristo, sino que tiene a Cristo como cabeza y Salvador. La Redención, por otro lado, no se limita a eliminar el pecado en los que tienen fe, sino que alcanza toda la creación. De modo admirable, san Pablo puede afirmar que el fin de la Encarnación del Señor es la anakefalaiosis, es decir, la «recapitulación» de todas las cosas en Cristo. Las cartas de la cautividad son también muy importantes porque en ellas san Pablo desarrolla ampliamente la moral familiar y social, poniendo los cimientos de la sociedad cristiana. En conjunto, podemos decir que a lo largo del tercer viaje de misión y durante su cautividad romana, que duró dos años, el Apóstol dejó por escrito el núcleo fundamental de su doctrina.

Capítulo VII LA ÚLTIMA ETAPA DE LA VIDA DE SAN PABLO

VIAJE DE SAN PABLO A ESPAÑA. SU PROPÓSITO. LOS DATOS DE LA TRADICIÓN. COMUNIDADES CRISTIANAS EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

Sobre los acontecimientos de la vida de san Pablo después de su cautividad romana tenemos pocos datos, ya que el libro de los Hechos es mudo a este respecto. Como se ha visto, san Pablo recobró la libertad en el año 61 o 63. Es muy probable que volviera a emprender su actividad evangelizadora con su energía habitual. En la Epístola a los Hebreos, si admitimos que es de san Pablo o de algún discípulo suyo, leemos la expresión siguiente: «Os saludan los de Italia» (cfr. Hb 13, 24). Mucho se ha discutido sobre la interpretación que hay que dar a estas palabras, pero su sentido más obvio parece indicar que la Epístola se escribió en Italia. Luego podemos suponer que san Pablo pasó un período en Italia difundiendo el Evangelio. Al terminar esta tarea, se piensa que el Apóstol viajó a España. En efecto, ya en Rm el Apóstol de los gentiles había anunciado su propósito de ir a la península ibérica, que se presentaba como un nuevo y extenso territorio de misión (cfr. Rm 15, 24.28). De ello, como se ha dicho en el cap. 1, encontramos algunas alusiones en la Epístola de san Clemente Romano (I Clem 5, 7) y en el Fragmento de Muratori (l. 38s). En Tarragona existe una tradición local que es muy verosímil, ya que la ciudad era la capital de la Provincia Tarraconensis. Es muy probable, en efecto, que tanto en la Tarraconensis como en la Betica, las dos provincias romanas, hubiera cristianos desde muy pronto. Había en ambas provincias numerosos puertos (Tarraco, Cartagena, Ampurias, etc.) donde residían comunidades judías. Sabemos que eran frecuentes las relaciones comerciales entre España y Cartago y que en esta última ciudad el cristianismo llegó con relativa rapidez: en Hch 2, 10 se citan, entre los oyentes de la predicación de los Apóstoles en el día de Pentecostés, los habitantes de la Cirenaica, es decir, de la provincia colindante con Car-

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tago. Si se tiene en cuenta que, según las noticias de los antiguos geógrafos, el viaje en barco de Ostia a Tarragona tardaba tres o cuatro días y siete el de Pozzuoli a Cádiz, no es aventurado pensar que, ya antes del viaje de san Pablo, hubiera en tierra ibérica algún pequeño foco de fe cristiana. Como ya en otras situaciones, y en la misma Roma, en el seno de las comunidades judías hubo pronto algunos cristianos. OTROS VIAJES POR EL MEDITERRÁNEO: LOS DATOS DE LAS PASTORALES. ÉFESO,TRÓADE,CRETA

Cuando san Pablo escribió a los filipenses expresó el deseo de ir pronto a visitarles (cfr. Flp 2, 24). Es más que probable que el Apóstol, erí . cuanto le fue posible, cumpliera su promesa. Esta probabilidad está reforzada por el viaje a Éfeso que san Pablo llevó a cabo. (cfr. 1 Tm l, 3). Lo mismo se puede decir en relación con Colosas (cfr. Col 3, 3; Flm 22). Tal vez se trató de una visita a todas las comunidades del valle del Lico, como deja entender 1 Tm l, 3, que menciona también un viaje por Macedonia. En Éfeso se quedó como obispo Timoteo (1 Tm l, 3). Además de la visita a Macedonia y la costa de Asia Menor, las Pastorales nos hablan de otros desplazamientos del Apóstol por la cuenca del Mediterráneo. De Tt l, 5 se desprende que san Pablo estuvo en Creta, donde dejó a su discípulo como obispo. Tt 3, 12 nos habla de un viaje a Nicópolis, en Epiro. El final de 2 Tm nos da los nombre de otra serie de ciudades, tal vez las que el Apóstol visitó en su último viaje: Corinto, Mileto, Tróade (cfr. 2 Tm 4, 13; 4, 19ss). En esta última ciudad fue detenido de nuevo, esta vez definitivamente. LA SEGUNDA CAUTIVIDAD EL MARTIRIO

La captura de san Pablo fue imprevista y rápida: el Apóstol no tuvo tiempo de llevar consigo ni su capa ni sus libros (cfr. 2 Tm 4, 13). Esto nos indica también que fue detenido en otoño y trasladado a Roma a toda prisa para ser juzgado. Su detención produjo cierta vacilación entre sus discípulos: Demas, en concreto, que había estado a su lado en la primera cautividad (cfr. Flm 24; Col 4, 14), le abandonó. Lo mismo hicieron Figelo y Hermógenes (cfr. 2 Tm l, 15). Los discípulos más fieles estaban en distintas localidades del Mediterráneo: Crescente, en Galacia; Tito -tal vez con Zenas y Apolo (cfr. Tt 3, 13)-, en Dalmacia; Erasto, en Corinto; Trófimo, enfermo, en Mileto. Acompañaron a Pablo en su último traslado Lucas y Tíquico (cfr. 2 Tm 4, 10.11.20). Este último fue enviado por

La última etapa de la vida de san Pablo

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Pablo a Éfeso, de modo que en Roma Pablo tenía a su lado solo a Lucas y Marcos, los dos-evangelistas. El hecho de que no cite a san Pedro hace suponer que el Príncipe de los Apóstoles ya había sufrido el martirio. De todos modos, algunos cristianos de Roma se apiñaron a su alrededor: Eubulo, Pudente (senador según una antigua tradición, padre de Prisca y de Pudenciana), Lino, sucesor de Pedro, Onesíforo (cfr. 2 Tm l, 16) y Claudia. El Apóstol tuvo que sufrir bastante durante esta segunda cautividad (cfr. 2 Tm l, 12). Es probable, por las circunstancias y la época del año, que fuera detenido por una delación y que el delator fuera uno de los judeocristianos que siempre se le habían opuesto: tal vez fuera Alejandro, el herrero, que se nombra en 2 Tm 4, 17 y que había sido «excomulgado» por el Apóstol, junto con Himeneo (cfr. 1 Tm l, 20) y Fileto, por resistirse tenazmente a su predicación. A partir del año 64 (fecha del incendio de Roma) las autoridades romanas habían aprendido a distinguir entre judíos y cristianos: ser cristiano constituía un motivo de pena capital, como enemigo de la autoridad imperial. Pablo fue víctima de la persecución neroniana, que se extendió más allá de la capital y pudo llegar a la provincia de Asia, en la cual estaba Tróade. Por lo visto Pablo fue tratado como un delincuente común (kakourgos: 2 Tm 2, 9; 4, 14) y sometido a la custodia pública, es decir, atado día y noche a dos soldados. Sus cadenas, según él dice, podían resultar vergonzosas (2 Tm l, 8.16). Desde Tróade, en el otoño del 66, fue a Roma y allí compareció en juicio una primera vez (cfr. 2 Tm 4, 16), pero no fue condenado. Sin embargo, a diferencia de la primera cautividad, sus esperanzas de ser liberado eran escasas, por esto pidió a Timoteo que se diera «prisa» para venir a Roma (2 Tm 4, 9) «antes del invierno» (v. 21). Como ciudadano romano, san Pablo fue condenado a muerte por decapitación. La ejecución tuvo lugar en el 67 d.C. en un sitio apartado, cerca de la carretera consular Laurentina, llamado Acquae Salviae. Todavía hoy se enseña el lugar del martirio, donde siglos más tarde san Bernardo fundó una abadía del Císter cerca de Roma. El cuerpo del Apóstol fue enterrado a poca distancia, en un cementerio que ahora se encuentra por debajo del suelo de la Basílica de San Pablo Extramuros. EL AMBIENTE CULTURAL Y RELIGIOSO DE LOS ÚLTIMOS AÑOS DE VIDA DEL APÓSTOL: EL SURGIR DEL GNOSTICISMO

Este último período de vida del Apóstol, como los anteriores, no estuvo exento de duras luchas doctrinales. Los antagonistas no fueron tanto los judíos o los judaizantes, como las corrientes sincretistas y gnós-

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ticas que se difundían por las ciudades del Mediterráneo. Por mucho tiempo se ha pensado que las advertencias que en este sentido contienen las Cartas Pastorales eran anacrónicas. Pero el descubrimiento de la biblioteca coptognóstica de Nag-Harnmadi en Egipto, acontecido en los años 50, ha cambiado radicalmente nuestras ideas a este respecto. Ahora sabemos que el gnosticismo o, al menos, sus primeras manifestaciones ya se daban en el siglo primero a.c. Definir el gnosticismo es empresa muy difícil, precisamente debido a su aspecto variable y multiforme. Nosotros sabemos con seguridad que lo que se llama en sentido estricto «gnosticismo» se manifestó en Egipto en la segunda mitad del s. II d.C. Este gnosticismo egipcio consiste en una religión que es una mezcla de elementos cristianos y orientales. Sus componentes comunes son dos: el dualismo metafísico, por el cual se considera la materia como expresión del mal, opuesta al bien; y el proceso de salvación, que consiste en el conocimiento (gnosis) de la doctrina verdadera, es decir, en saber que las partículas de Dios están encerradas en la materia y que esperan ser liberadas. El proceso de purificación consiste en una serie de prácticas ascéticas que tienden a destruir lo corporal y dejar libres las partículas divinas apresadas en los cuerpos materiales. El gnosticismo, por lo tanto, mira la Creación como algo malo y la confunde con el pecado original. En este sentido, rechaza el matrimonio, considera al Dios Creador del A.T. como un dios malo y abomina de la sexualidad. La Creación se dio porque las tinieblas del mal se apoderaron de algunas partes de la luz. El mito gnóstico arranca precisamente de la lucha primordial entre el bien y el mal. El primer «tiempo» es la derrota de la Luz y la degradación de la sustancia divina en las criaturas materiales. A partir de esta derrota empieza el «tiempo intermedio» o tiempo de la Redención. Una emanación de la Divinidad, un «eón» o Salvador, baja a la tierra para luchar contra las tinieblas y liberar a las partículas encerradas en la materia. El tercer tiempo o «tiempo futuro» consiste en la victoria final de Dios, que encierra lamateria en un lugar de maldición o la aniquila, después de haber hecho volver a sí todas las partículas divinas. A esta complicada serie de tiempos y de mitos, los gnósticos añadían la creencia en una multitud de seres intermedios entre Dios y la materia (veones», del griego «aion», que quiere decir «siglo, período, tiempo»). Por su propia naturaleza, el gnosticismo más que una doctrina definida y clara era una disposición religiosa e intelectual, que se introducía en todas las formas religiosas dándoles un nuevo sentido o una nueva orientación. A comienzos del siglo XX se solía hablar de tres formas de gnosticismo: el gnosticismo judío, que estaría representado por Filón de Alejandría; el gnosticismo helénico, que produjo las religiones mistéricas

La última etapa de la vida de san Pablo

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y está representado, por ejemplo, por un autor como Hermes Trismegisto; y el gnosticismo cristiano, de origen egipcio, cuyos autores más representativos serían Basílides, Valentín y Carpócrates, conocidos por la obra de san Ireneo Adversus Haereses. En realidad, las cosas son mucho más complejas: el gnosticismo tiene su raíz en el mazdeísmo, una religión de Irán, y se mezcla en gran medida con las religiones autóctonas de los países mediterráneos. Filón, p. ej., ciertamente no es un gnóstico, aunque sus ideas reflejan cierta penetración de ideas gnósticas en el platonismo medio. En definitiva, san Pablo bien se pudo enfrentar, a finales del siglo primero d.C., con las primeras manifestaciones del gnosticismo, que constituía para los cristianos un peligro gravísimo, ya que socavaba los cimientos mismos de la Redención, atribuyéndola no a Jesucristo como Dios y hombre, sino a un conocimiento de cosas y doctrinas ocultas, reservadas a unos iniciados. En este sentido, los gnósticos afirmaban que la salvación no viene de la Iglesia, sino de las prácticas ascéticas que ellos difunden, así como la Revelación verdadera no se contiene en la Sagrada Escritura, sino en las tradiciones que ellos transmiten.

LAS CARTAS PASTORALES: EL ESTABLECIMIENTO DE LA JERARQUÍA. LA DEFENSA DEL «DEPÓSITO» DE LA FE

En las Cartas llamadas «Pastorales» se reflejan, pues, tres importantes preocupaciones del Apóstol. La primera es mantener la ortodoxia de la fe. Por esto el Apóstol escribe a sus sucesores exhortándolos a que sean «fieles», es decir, mantengan la fidelidad suya y de los demás (cfr. 1 Tm 6, 11-14; 2 Tm 4, 1-5). Frente a las «vanas doctrinas», deben defender la «sana doctrina» (cfr. 1 Tm l, 10; 6, 3; Tt l, 9.13; 2, 18; 2 Tm l, 13; 4, 3) y evitar «los cuentos de viejas» (cfr. 1 Tm l, 3-4; 4, 7; 2 Tm 2, 16) o las «interminables genealogías» (cfr. 1 Tm 1, 4; Tt 1, 14; 3, 9). En este sentido, la exhortación más apremiante es la de mantener intacto el «depósito» de la fe, es decir, el conjunto de verdades aprendidas de boca del Apóstol (1 Tm 1, 18.19; 6, 14.20; 2 Tm 1, 14; 2, 2; 3, 14). La segunda preocupación es establecer el orden jerárquico en las comunidades, mediante la autoridad de obispos o presbíteros (cfr. 1 Tm 3, 2; 4, 14; 5, 17.22; Tt 1, 5-7), con la asistencia de diáconos (cfr. 1 Tm 3, 8-12). La tercera es el mantenimiento de la recta vida cristiana por parte de los fieles, defendiendo el matrimonio (cfr. 1 Tm 4, 3), la pureza de todos los alimentos (1 Tm 4, 4; Tt 1, 15) y las sanas costumbres (cfr.1 Tm 2, 9-15; 4, 9-11; 6, 17-19; Tt 2, 1-6; 3, 1-2).

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Introducción a los escritos de san Pablo LAS REGLAS DE LA VIDA CRISTIANA: MINISTROS, FAMILIAS, VIUDAS

Las Cartas Pastorales abundan también en consejos prácticos sobre cómo deben vivir las distintas categorías de cristianos. Pero, como fundamento de estas virtudes, san Pablo aclara que el fin de nuestra vida ha de ser la imitación y la unión con Cristo: 1 Tm 1, 15-17; 6, 13-16; Tt 2, 11-14; 3, 4-7; 2 Tm 1, 8-10; 2, 8-13. Y, como manifestación de esta unión, destaca la importancia de la Iglesia, que es «columna y fundamento de la verdad». Dos textos merecen ser señalados porque hablan de Cristo como Dios y como hombre y son contrarios a las opiniones gnósticas de una salvación reservada a pocos elegidos: «Todo ello es bueno y agradable ante Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Porque uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Tm 2, 3-5) y «Unánimemente confesamos que es grande el misterio de la piedad: Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu; mostrado a los ángeles, predicado en las naciones; creído en el mundo, ascendido en gloria» (1 Tm 3, 16). En estos textos se hace mucho hincapié en la Humanidad perfecta de Cristo (contra el desprecio de lo material) y en la universalidad de la salvación y de la predicación. A partir de estos elementos cristológicos (humanidad perfecta y perfecta Divinidad) y del optimismo cosmológico (que no hay nada impuro por creación), se entienden las normas de vida cristiana: no solo la fe, la esperanza y la caridad, sino también la templanza, la sobriedad, la dignidad, la paciencia, la constancia, la moderación y la piedad. Los cristianos jóvenes, ancianos, ancianas, maridos, mujeres, viudas, ministros sagrados, deben dar ejemplo de buena conducta no solo por un ideal de «hermosura» humana, sino también y fundamentalmente para seguir las huellas de Cristo. Notemos, por último, cómo en las Pastorales empiezan a distinguirse tres formas de vida: los «ministros sagrados: obispos-presbíteros y diáconos»; las personas solteras o casadas que viven en la sociedad y las «viudas» que abrazan el celibato (cfr. 1 Trn 5, 37). Es el germen de las vocaciones específicas en el pueblo cristiano: los laicos, los sacerdotes y los religiosos.

PARTE II LOS ESCRITOS DE SAN PABLO1

1 Para la redacción de esta segunda parte hemos empleado abundantemente las Introducciones a los tomos (6 y 9) de La Sagrada Biblia, EUNSA, Pamplona 1983-1989.

Capítulo VIII EL GÉNERO EPISTOLAR EN LA ANTIGÜEDAD

CARTAS Y EPÍSTOLAS

La antigüedad griega y romana nos ha dejado un gran número de cartas (alrededor de 15.000 incluyendo los epistolarios de los Padres de la Iglesia). Su extensión y su naturaleza son muy variadas. Las cartas privadas que tenemos en los papiros suelen ser breves (entre 18 y 200 palabras); más largas son las que nos han llegado de personalidades políticas o literarias. Las 769 cartas de Cicerón, por ejemplo, tienen una media de 295 palabras y la más extensa llega a 2.530, lo que correspondería actualmente a unas 5 páginas de un libro. Para tener un punto de comparación, téngase en cuenta que Rm tiene 7.101 palabras (aprox. 15 páginas). La Carta a Filemón, en cambio, tiene solo 335 palabras y se parece mucho, por lo tanto, a las cartas particulares. Las cartas del N.T. se escribieron sobre papiro, una planta cultivada en Egipto, cuyas hojas alargadas se secaban al sol y se disponían una a lado de otra, uniéndolas eventualmente con algo de cola. Se solían poner dos o tres estratos de hojas y se prensaban. Se conseguían así unas tiras de papel de unos 20-25 cm de ancho y de un metro o metro y medio de longitud. La tira de papel se podía escribir por un solo lado y se enroscaba alrededor de una varita de madera. El papiro era raro y costoso, no solía durar mucho tiempo al aire y necesitaba un amanuense experto porque la escritura tenía que proceder siempre de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo para no arrugar o romper el papiro. Por eso, según estimaciones que se han hecho, no se lograba escribir más de cien líneas al día y unas cien palabras por hora. Precisamente por esta necesidad de un experto calígrafo y porque la escritura era un arte, en la antigüedad las cartas solían ser dictadas. Normalmente, el autor de la carta añadía al final algunas letras de su propio puño para certificar su autenticidad: no existía todavía la costumbre de poner la firma y una rúbrica. En el epistolario paulino encontramos al-

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gunas alusiones a ello. En 2 Ts 3, 17; Ga 6, 11; 1 Co 16, 21; Flm 19 tenemos una prueba. Al terminar el posible dictado, el Apóstol añadió algo personalmente, quizá por su importancia o para certificar que él era el autor. En el caso de Gálatas subraya además, con cierto buen humor, que sus letras son grandes. En efecto, mientras los pendolistas escribían con una letra regular, elegante y menuda, los demás solo sabían escribir unas letras grandotas, casi infantiles. Asimismo en Rm 16, 22 se afirma que quien escribió materialmente la carta fue Tercio. El epistolario de Cicerón nos revela que el gran orador a veces ni siquiera dictaba sus cartas, sino que dejaba a su secretario, Tirón, el encargo de escribir o a partir de un guión o simplemente desarrollando unas ideas. En estos casos es evidente que las cartas antiguas reflejaban el estilo del autor solo de un modo aproximado; podían reflejarlo más o menos, según la mayor o menor participación directa del que enviaba la carta y según la mayor o menor habilidad del secretario en imitar el estilo del autor. Téngase en cuenta, en este sentido, que san Pablo, aunque no pudiera permitirse el lujo de tener un amanuense a su servicio, tenia numerosos compañeros y colaboradores, algunos de ellos, como Lucas y Apolo, excelentes literatos y oradores. En definitiva, en la antigüedad había cuatro sistemas de escribir cartas: escribirlas de propio puño y letra, dictarlas palabra por palabra, dejarlas redactar por un escriba al cual se había entregado un guión más o menos desarrollado, y encargar simplemente su redacción sin proporcionar más que unas pocas ideas y a veces solo el nombre del destinatario. EL CORPUS PAULINUM: SU COMPOSICIÓN Y SU TRADICIÓN MANUSCRITA

La tradición cristiana ha reconocido la paternidad de san Pablo sobre catorce de las veintiuna cartas que incluye el Nuevo Testamento. Así pues, en cuanto a número de escritos, Pablo es el hagiógrafo neotestamentario más prolijo. Como se ha dicho, en la antigüedad grecorromana existían dos géneros epistolares: las cartas familiares, comerciales, políticas, etc., y las epístolas propiamente dichas, especie de tratados o ensayos sobre un cierto tema, dedicados a alguna personalidad, amigo o familiar. A comienzos de siglo se planteó el problema de si las cartas de san Pablo debían incluirse en el primer género o en el segundo. La cosa no tendría mayor interés si no fuera porque oculta un problema de interpretación en algunos casos. Si las cartas de san Pablo son epístolas, entonces san Pablo puede ser considerado como un filósofo religioso que fundó una nueva religión a partir de la predicación de Cristo, pero mezclándola con otros elementos, ma-

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yormente griegos. En este sentido, se ha dicho, y se sigue diciendo en algunos ambientes2, que san Pablo «alteró» la predicación de Cristo. Jesús no quería fundar una religión nueva, sino dar nueva vida al judaísmo: san Pablo, en cambio, sería el verdadero creador del cristianismo, con su tendencia universalista. En realidad, dejando de lado, de momento, los problemas filosóficos, desde el punto de vista literario los escritos de san Pablo participan de ambos géneros: son cartas en cuanto mantienen un tono familiar, con los saludos, despedidas, recomendaciones, etc.; y epístolas en cuanto contienen enseñanzas doctrinales más o menos desarrolladas. En cualquier caso son escritos inspirados, fuente de la Revelación cristiana, de valor permanente, aunque con frecuencia traten de cuestiones que surgieron en circunstancias concretas de las incipientes iglesias. Fuera de los demás autores del Nuevo Testamento, tal vez solo los primeros escritores cristianos, como san Clemente y san Ignacio, son los que se acercan más a la profundidad, a la fuerza, a la emoción, a la grandiosidad del Apóstol de las naciones. Pero se nota que esos escritores son precisamente unos discípulos, que siguen un modelo aprendido y amado. Junto con esta singularidad, el epistolario paulino reproduce los rasgos de las comunicaciones reales y vivas. Se nota que no son cartas escritas con un fin literario ni un producto intelectual o especulativo presentado en forma epistolar ni tampoco unas elaboraciones retóricas de algún escrito original. Tienen toda la inmediatez de las frases habladas o dictadas al compás del pensamiento. San Pablo une ideas por asociación, vuelve varias veces sobre algo que ya ha dicho, repite los conceptos que considera básicos; procede lentamente desarrollando su razonamiento; a veces se eleva inesperadamente a alturas de vértigo, con intuiciones fulgurantes; en ocasiones adquiere un tono apasionado y cálido, porque habla al corazón; emplea a veces la ironía, el reproche y hasta la frase tajante, si considera que el bien de sus lectores lo requiere. De todos modos, las cartas paulinas siguen, en líneas generales, el esquema tradicional, propio de toda carta. Pablo empieza con un saludo, que no es una fórmula estereotipada, sino un vibrante recuerdo sobrenatural. Da breves noticias de sí y desea para los demás la paz, la gracia, la ayuda de Dios. Pasa luego a tratar de la doctrina que quiere exponer. Recuerda el deber de vivir siempre con caridad y dibuja, en términos atractivos, la realidad magnífica y exigente de la vida cristiana. Termina renovando sus deseos y saludos y alabando a Dios. El orden en que suelen venir editadas en nuestras Biblias las Epístolas de san Pablo es artificial. Se agrupan en primer lugar las dirigidas a las diversas comunidades; después, las enviadas a personas particulares. 2

Cfr. Anexo II.

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El orden dentro de esta agrupación se atiene a la extensión de ellas y a la frecuencia de su uso en la literatura cristiana, a excepción de la Epístola a los Hebreos, que suele colocarse al final de todas. No siguen, por tanto, un orden cronológico. Desde el punto de vista histórico, los estudiosos antiguos y modernos están bastante de acuerdo en que las dos primeras cartas de san Pablo fueron la 1 ª y 2ª a los Tesalonicenses, escritas desde Corinto, en los años 50-52. Las Cartas a los Tesalonicenses, escritas veinte años después de la muerte de Nuestro Señor, son seguramente los escritos más antiguos del Nuevo Testamento. Siguen después, en orden cronológico, las «grandes Epístolas». Son llamadas así las Cartas a los Gálatas, 1 ª y 2ª a los Corintios, y a los Romanos, todas escritas durante el tercer viaje misional (primavera del 53 a primavera del 57/58). Desde el 57/58, cuando es detenido en Jerusalén, hasta el 61 y a la primavera del 63, cuando su causa es sobreseída por .el tribunal romano, Pablo está en la cárcel. Durante esta cautividad en Cesarea y Roma debió de escribir las cartas a Filemón, a los Colosenses, a los Efesios y quizá a los Filipenses, por lo que estos cuatro escritos suelen llamarse «Cartas de la cautividad». Hay quien opina que Flp y tal vez también Col fueron escritas por el Apóstol en Éfeso, durante una posible cautividad debida al motín de los orfebres. En los últimos años de su vida, el Apóstol dirigió a sus discípulos más queridos tres cartas: dos a Timoteo y una a Tito. Estas cartas, desde el siglo XVIII, recibieron el nombre de «Epístolas Pastorales». La primera a Timoteo debió de escribirse a fines del año 65, probablemente desde Macedonia. Muy cercana en fecha y lugar, posiblemente también a fines del 65 y desde Macedonia, es la Carta a Tito. En ambas san Pablo goza de libertad. En cambio, la tercera, que es la segunda a Timoteo, está escrita durante la última cautividad del Apóstol, seguramente ya en Roma y próximo a su martirio: debe asignarse, pues, la fecha del año 66 o 67. Al mismo período pertenece, con toda probabilidad, la Epístola a los Hebreos, que tiene, sin embargo, unas características peculiares. Esta es la única del epistolario paulino que no tiene saludos iniciales ni dirección, aunque sí una breve despedida. La epístola fue escrita desde Italia y probablemente desde Roma. Queda claro, de este modo, que el epistolario paulino se formó progresivamente a lo largo de doce o quince años de vida apostólica intensísima y de frecuentes experiencias místicas. Además, el Apóstol tuvo ocasión de entrar en contacto con culturas y religiones muy distintas. Todo esto puede servimos para explicar que, en las cartas, se note un cambio de enfoque y una progresiva maduración en algunos temas, así como un dejar de lado algunos argumentos para ocuparse de otros, un cambio de interés o hasta una variación de estilo no pequeña.

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En cuanto a la tradición manuscrita, la situación del Corpus paulinum es muy favorable. Está representado en los Códices unciales del siglo IV en adelante: p. ej., en el Sinaítico, en el Vaticanus, en el Codex Claromontanus, elEphraem rescriptus, Koridethi, Alejandrino, etc. Poseemos también un papiro (el P 46 del s. III), de la serie Chester Beatty, que contiene todas las cartas de san Pablo, inclusive Hebreos. Las familias de Códices son, sin embargo, ligeramente diferentes de las de los Evangelios. En concreto, hay tres líneas de transmisión textual. La primera y más antigua, aunque de menor valor, es la llamada «familia occidental», que tiene como arquetipos el Claromontanus (s. VI) y el Gigas (s. IX); la segunda, que es la más fiable, es la «recensión de Hexiquio», representada por el Vaticanus.(s. IV), el Sinaiticus (s. IV), el Ephraem rescriptum (s. V), el Alexandrinus (s. V), etc.; la tercera es la «recensión Koiné», fuente de los textos litúrgicos bizantinos, cuyos representantes son dos Códices, el K y L, del s. IX. Como se ve, la segunda familia predomina claramente sobre las otras dos, de modo que fijar el texto resulta relativamente fácil. En efecto, el Corpus paulinum presenta muy pocos problemas textuales.

LOS PROBLEMAS RELATIVOS A LA AUTENTICIDAD DE HB, DE LAS CARTAS PASTORALES, DE LAS CARTAS DE LA CAUTIVIDAD Y DE 2 TS

En la antigüedad y hasta el siglo XVIII, se consideraron como paulinas, sin vacilaciones, trece epístolas. Las únicas dudas se manifestaron a propósito de Hb, que la Iglesia de Occidente tardó en admitir. El testimonio más antiguo acerca del Corpus paulinum, además de los manuscritos que hemos mencionado, es el llamado «Códice de Muratori», un fragmento de pergamino, de finales del s. 11 d.C. (aprox. 170), que reproduce la lista de libros que la Iglesia Romana consideraba como canónicos. El Códice de Muratori, que no es un documento oficial, enumera todas las cartas de san Pablo, con la sola excepción de Hb. La única voz disonante en la antigüedad es la de Marción, que, a causa de su opinión acerca del Dios del Nuevo Testamento como distinto del Dios del Antiguo Testamento, rechazaba la autenticidad de todas las cartas paulinas menos las cuatro «grandes epístolas» (Ga, 1 y 2 Co y Rm) porque, en su opinión, favorecían el judaísmo. Tertuliano, al escribir contra Marción, hacia finales del s. 11, comenta brevemente todas las cartas paulinas, menos Hb. Lo mismo hace san Ireneo de Lión (muére en 202) pocos años después contra los gnósticos: no cita ni Hb ni Flm, pero sí todas las demás. En Oriente, sin embargo, no había dudas acerca de la

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canonicidad de Hb: Clemente de Alejandría (muere aprox. 214) la considera paulina; Orígenes (m. 253-254), aunque con vacilaciones acerca de la autenticidad, cita Hb como ciertamente canónica. A partir de Eusebio de Cesarea (m. 339) se disipan todas las dudas, también acerca de la autenticidad. El testimonio del primer historiador de la Iglesia es particularmente interesante: «Las cartas clara y manifiestamente atribuibles a san Pablo son catorce, aunque justo es añadir que algunos rechazan la carta a los Hebreos, diciendo que la Iglesia Romana niega que sea de san Pablo» (Hist. Eccl. 3, 3; PG 20,217). El primer documento del Magisterio es el decreto del Concilio de Laodicea (un Concilio particular), del año 360, bajo el Pontificado del Papa Liberio. Dice así3: «Canon 60: Esto es lo que conviene leer del Antiguo Testamento ( ... ). Y esto del Nuevo Testamento: los cuatro Evange- · líos, según Mateo, según Marcos, según Lucas, según-Juan. Los Hechos de los Apóstoles. Las siete epístolas católicas ( ... ). Las catorce epístolas de Pablo: una a los Romanos, dos a los Corintios, una a los Gálatas, una a los Efesios, una a los Filipenses, una a los Colosenses, dos a los Tesalonicenses, una a los Hebreos, dos a Timoteo, una a Tito, una a Filemón». Casi en los mismos términos se expresa otro Concilio local, esta vez en África: el Concilio de Hipona del año 393, el cual enumera entre los libros canónicos «las trece epístolas de san Pablo Apóstol, y una a los Hebreos del mismo». El Concilio de Hipona afirma, además, haber recibido el canon de los libros «de los Padres». Más tarde, el Concilio 111 de Cartago (año 397) y el Concilio de Cartago del año 419 repitieron la misma lista, hablando, sin embargo, simplemente de «las epístolas de Pablo, en número de catorce». El primero de los Concilios Ecuménicos que hace mención del canon es el Concilio de Florencia, en la Bula Cantate Domino de 4-11-1441, en la que se ponen las condiciones para la reunificación de los Jacobitas. Se trata de un documento disciplinar y no de una definición dogmática. En cambio, es una definición dogmática la del Concilio de Trento; en la Sesión cuarta (8-IV-1546), que promulgó un Decretum de canonicis Scripturis, se enumeran los libros que la Iglesia considera inspirados. De todos estos documentos se desprende que la canonicidad de Hebreos está fuera de duda; es decir, que es un libro inspirado. No tan clara, en cambio, es la cuestión de su autenticidad, aunque la Tradición se incline en sentido favorable. En la época moderna, sin embargo, se han planteado serias dudas acerca de la autenticidad no solo de Hebreos, sino también de 2 Ts, Ef, Col, 1 y 2 Tm y Tit. Nótese que no se duda de su «canonicidad», es decir, de que la Iglesia las considere como escritos inspirados, sino simplemente 3

G. D. MANSI, Sacrorum Conciliorum Nova et Amplissima Collectio, vol. II, 573ss.

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de que san Pablo sea su autor. No es el caso entrar aquí en la discusión detallada de los motivos de estas dudas, que implicaría un estudio histórico complejo y extenso4• Las posturas, de todos modos, son menos opuestas de lo que pudiera parecer a primera vista, ya que la noción de autenticidad se ha ampliado bastante, porque se ha visto, al mismo tiempo, que la «paulinidad» de una carta es compatible con que san Pablo no haya sido su redactor material. Se va abriendo paso, en efecto, en estos últimos años la idea de la existencia de una «escuela de Pablo», compuesta por los discípulos más allegados al maestro y fieles repetidores y difusores de su mensaje. Se trata de un terreno abierto, en el que la investigación literaria tiene todavía mucho que decir. Lo que importa es tener en cuenta que la negación de la autenticidad paulina no puede influir en absoluto en la «canonicidad» de la carta, ni se puede aceptar que la «escuela de Pablo» haya alterado el pensamiento del Apóstol. En definitiva, lo importante es afirmar que san Pablo no hizo más que desarrollar la enseñanza de Cristo, con una especial ayuda del Espíritu Santo; y que su predicación fue puesta por escrito o por él directamente o, en algunos pocos casos, por discípulos suyos que reflejaron fielmente su enseñanza. LAS INTERVENCIONES DE LA PCB Y SU VALIDEZ ACTUAL

La primera intervención de la Pontificia Comisión Bíblica se remonta al año 1913. El 12 de junio se publicaron cuatro respuestas sobre la «autenticidad de las Epístolas Pastorales». En aquel entonces, las respuestas de la PCB imponían un «asentimiento religioso», es decir, una obediencia exterior y la prohibición de enseñar lo contrario. No prohibían, en cambio, seguir investigando ni obligaban a cambiar de parecer internamente. Un exegeta podía, en su interior, estar disconforme con las respuestas si tenía fundados motivos para hacerlo. Lo que no podía hacer era enseñar públicamente las tesis contrarias.

4 También se ha dudado de la autenticidad de Flp, pero en menor medida. Digamos solo que, en la mayoria de los casos, las dudas acerca de la autenticidad se originaron fundamentalmente por planteamientos filosóficos y teológicos. Estas dudas se manifestaron en Alemania a partir de mediados del s. XIX y fueron aceptadas por algunos estudiosos católicos, sobre todo por algunos «modernistas», a comienzos de este siglo. Esto ocasionó las intervenciones de la Pontificia Comisión Bíblica de las que hablaremos seguidamente. Por ahora, baste decir que es bastante general la opinión que niega la autenticidad paulina de Hb. Muchos piensan que tampoco las Pastorales son de san Pablo, sino de un discípulo suyo. La cuestión de las epístolas de la Cautividad no está todavía resuelta. De hecho, casi todos reconocen que Flp y Flm son paulinas; hay dudas, pero no muy extendidas, acerca de Col y muchas dudas acerca de E]. En cuanto a 1 y 2 Ts, son bastantes los exegetas que se inclinan generalmente en favor de la autenticidad de ambas. Algo diremos sobre estas cuestiones más adelante.

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Aclarado esto, hay que recordar también que las respuestas de la PCB se dieron durante la difusión del modernismo, que proponía una interpretación reductiva y carente de sobrenaturalidad del cristianismo. Tenían, pues, una función defensiva y de cautela. En el caso de san Pablo, en concreto, la negación de la autenticidad de las Pastorales iba asociada a la negación del carácter jerárquico de la Iglesia primitiva. Se afirmaba que las Pastorales habían sido escritas después del s. I, a comienzos o mediados del s. II, para justificar la naturaleza jerárquica de la Iglesia. Es evidente que pesaba en este juicio un prejuicio dogmático. Precisamente por eso, después de haber confirmado la validez y autenticidad de los Evangelios y Hechos de los Apóstoles, la PCB quiso salir al paso de las teorías equivocadas. La respuesta de 12-VI-1913 incluye cuatro apartados. En el primero se afirma la autenticidad y canonicidad de las Pastorales por un argu- · mento de Tradición. En el segundo se rechaza la teoría llamada «de los fragmentos», que sostenía que las Pastorales se habían formado gracias a la reunión de diversos fragmentos paulinos y no paulinos. En efecto, esta teoría no se sostiene siquiera científicamente, ya que la unidad de las cartas es evidente, y, por otro lado, ningún escrito se «redacta» solo, sino que siempre lo redacta alguien. En tercer lugar, la PCB rechaza los pretendidos argumentos contrarios a la autenticidad: a saber, el argumento «estilístico», el «histórico» y el «eclesiástico». Ninguno de ellos es definitivo ni su acumulación tiene suficiente fuerza para oponerse a la Tradición. En cuarto y último lugar se afirma que las Pastorales se escribieron entre la primera cautividad de san Pablo y su muerte. Un año después, el 24-VI-1914, la PCB dictó una de sus resoluciones más discutidas y delicadas: la autenticidad de la Epístola a los Hebreos. El tono es mucho más matizado que en el caso anterior. Esta respuesta tiene tres apartados. En el primero, el más importante, se ponderan los argumentos opuestos: por un lado, la afirmación perpetua, unánime y constante de los Padres Orientales, a la que se adhirieron los Occidentales, a partir del s. IV; las decisiones dogmáticas de los Papas y Concilios; el uso constante de la Iglesia. Por otro lado, las dudas registradas en Occidente, debidas también a los abusos de los herejes (presencia de escritos apócrifos). La conclusión es evidente: hay que considerar Hb como una carta genuina de san Pablo (ínter genuinas Apostoli Pauli epístolas certo recensere). Una vez establecido esto, se puede matizar. En efecto, la PCB aclara que la «genuinitas» hay que entenderla como «paulina origo», En el segundo apartado se ponderan otros argumentos contrapuestos. Por un lado, los argumentos literarios contrarios a la autenticidad: ausencia del nombre de Pablo, falta del saludo inicial, pureza y elegancia del griego, modo de citar el A.T. Por otro, los argumentos de contenido, que son favorables: la coherencia con las demás epístolas, el parecido en la parte

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moral, la repetición de palabras y expresiones paulinas. La conclusión es que estos últimos prevalecen. Todavía más significativo es el tercer y último apartado: la PCB niega que la «autenticidad» paulina se deba entender como si el Apóstol hubiera dado a la carta «forma ... qua prostat», Es decir, se debe pensar que san Pablo es el «autor» intelectual de Hb, pero no es necesario pensar que sea también el autor literario. En el 1915, el 18 de junio, la PCB publicó la última de sus respuestas. Se trataba de una cuestión relativamente menor que consideraba la naturaleza de la «escatología» de las Cartas a los Tesalonicenses. La PCB quena rechazar la interpretación de la llamada «escuela escatológica», que consideraba que Pablo estaba convencido, y así lo enseñó, de que la segunda venida del Señor era inminente. Por eso las dos primeras partes de la respuesta se dedican a subrayar que la doctrina de san Pablo acerca de la parusía, o segunda venida, concuerda con la doctrina enseñada por Cristo y no contienen error. La tercera parte entra ya en la interpretación de un texto muy controvertido: 1 Ts 4, 15-17. La PCB no pretende interpretarlo, se limita a decir que este texto no apoya la teoría de la escatología inminente. En conjunto, estas tres intervenciones de la PCB solo pretenden fijar un «marco» dentro del cual se deben mover los estudios católicos. Nunca se pretendió bloquear la investigación, sino simplemente indicar las soluciones más seguras, a las cuales era prudente atenerse mientras no hubiera nuevos datos. A distancia de más de setenta años, podemos observar que, en lo substancial, lo que la PCB afirmó permanece válido, aunque se hayan aportado nuevos elementos. Pero lo que realmente ha cambiado ha sido más bien el sentido que se daba y se da a la autenticidad paulina. Entonces, era un problema que afectaba a la teología dogmática y a la naturaleza sobrenatural del cristianismo; ahora es más bien un problema literario, aunque, a veces, se repitan también los viejos planteamientos. En la medida en que se mantenga que el Corpus paulinum, sea su autor quien sea, enseña una doctrina revelada y, por lo tanto, histórica y moralmente verdadera, disminuye la relevancia de la autenticidad o no de algunas cartas. De todos modos, debe añadirse que las ciencias filológicas solo pueden ofrecer indicios, sugerencias, posibilidades, pero nunca pueden alterar la firmeza de la Tradición dogmática y de la tradición histórica.

SOLUCIÓN DE LOS PROBLEMAS DE AUTENTICIDAD: AMANUENSES, SECRETARIOS Y DISCÍPULOS

Con todas estas precisiones, pensamos que es posible encontrar una solución satisfactoria a los problemas de autenticidad, que volveremos a considerar caso por caso al presentar una por una las cartas. La premisa

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Introd~cción a los escritos de san Pablo

fundamental es que no se puede pensar que en la Iglesia primitiva hubiera un pluralismo teológico tal, que admitiera posturas contradictorias. En otros términos, la doctrina de la Iglesia primitiva no estaba todavía explícita ni poseía una terminología técnica; pero, a pesar de esto, era coherente y no difusa. Así que, aunque cristianos de origen pagano y judeocristianos podían convivir, quedaba claro para todos que la salvación solo se podía alcanzar por la fe en Cristo y no por el cumplimiento de la Ley de Moisés. En este sentido, la «escuela de Pablo» tuvo que mantener las ideas del Apóstol con fidelidad, sin traicionarlas. A su vez, la enseñanza de san Pablo no podía contradecir lo que los demás Apóstoles enseñaban ni podía alterar la predicación del Señor. Dicho esto, hay que reconocer que en las epístolas hay variaciones en · el estilo y, en parte, en los contenidos. Las variaciones estilísticas pueden ser debidas a la maduración del propio Apóstol, que poseía una extraordinaria capacidad de asimilar los elementos positivos de otras culturas. En algún caso estas variaciones son de tal magnitud que parecen imponer la existencia de otro autor literario. Es el caso de Ef, comparada con Col. Mientras el estilo de Col puede ser atribuido a san Pablo sin muchos problemas, admitiendo simplemente una parcial adaptación a la terminología gnóstica, el estilo de Ef parece, en cambio, notablemente distinto. En este caso, se podría pensar en un secretario-redactor que, utilizando como guión Col y añadiendo otras ideas de san Pablo, compuso Ef, siempre bajo la vigilancia y con la aprobación del Apóstol. En el caso de las Pastorales, el problema es un poco más complejo. De todos modos, el estilo, aunque sea muy distinto de todas las demás cartas de san Pablo, puede justificarse por el cambio de destinatarios: no se trata de cartas colectivas, sino de cartas dirigidas a una persona en concreto. Además, como veremos, las Pastorales están llenas de rasgos «autobiográficos», que hacen poco verosímil una imitación. Si no las escribió san Pablo directamente, cosa posible, solo queda la posibilidad de que el Apóstol las encargara a alguien de su confianza. Finalmente, desde el punto de vista literario, hay que excluir que san Pablo escribiera Hb así como la tenemos. Sin embargo, los temas y los modos de decir son paulinos, y, en general, la carta refleja la mentalidad de un judío profundamente imbuido de la exégesis rabínica. Caben, pues, las siguientes posibilidades: que san Pablo encargara simplemente a alguien la redacción de la carta y que el autor literario se inspirara en notas escritas de san Pablo y en su predicación, o, bien, que san Pablo escribiera en hebreo y que un discípulo suyo haya traducido la epístola al griego; menos probable es que un discípulo de san Pablo, por propia iniciativa, recogiera la predicación del Apóstol y la uniera con ideas de otros

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autores neotestamentarios. La segunda hipótesis -la de una traducciónse apoya en una frase de Eusebio de Cesarea (Hist. Eccl. VI, 14; PG 20, 549) que atribuye a Clemente de Alejandría la opinión de que Pablo escribió la carta en hebreo y Lucas la tradujo al griego. La verdad es que sigue manteniendo su valor la opinión de Orígenes, también transmitida por Eusebio (Hist. Eccl. VI, 25; PG 20, 584): «los pensamientos son de Pablo, pero la dicción y composición son de otro, y ... quién haya escrito la carta solo Dios lo sabe». Aunque el problema que suscitaba la autenticidad de cualquier libro de la Sagrada Escritura y, lógicamente, de algunas cartas de san Pablo haya sido -hasta cierto punto- «superado», es evidente que no se pueden considerar como representantes genuinos de su pensamiento aquellas cartas que no le pertenecen -a pesar de admitirse su canonicidad-, sino que han sido escritas a distancia de tiempo o por algún discípulo suyo. Una Teología de san Pablo exige disponer de un grupo homogéneo de cartas, ciertamente auténticas, de las que se pueda sacar el contenido doctrinal. Por eso, las hipótesis que reducen la autenticidad paulina a siete cartas limitan gravemente el alcance y la amplitud de su Teología. Y viceversa, la coincidencia en los enunciados teológicos se asume como criterio de autenticidad. Por ejemplo, en el caso de Efesios, muchos autores se inclinan por la no autenticidad debido a las diferencias doctrinales con las cartas ciertamente paulinas, como Gálatas, 1 y 2 Corintios y Romanos. Pero esto es un ejemplo claro de petitio principii, porque se niega a priori que san Pablo haya podido ocuparse de otros argumentos o alcanzar una visión distinta de los mismos temas. En realidad, hay que demostrar que una carta no pertenece a san Pablo con criterios externos e independientes del contenido doctrinal, si no, se corre el peligro de convertir una hipótesis sobre la Teología paulina en lecho de Procusto5 para medir el contenido de otras cartas. Esto no tiene que ver con ningún tipo de nostalgia. Ante una opinión de casi dos milenios no se pueden aceptar, a la ligera, apreciaciones nue-

5 Procusto era el apodo del mítico posadero de Eleusis, aquella famosa ciudad de la antigua Grecia donde se celebraban los ritos misteriosos de las diosas Deméter y Perséfone. Era hijo de Poseidón, el dios de los mares, y por eso su estatura era gigantesca y su fuerza, descomunal. Su verdadero nombre era Damastes, pero le apodaban Procusto, que significa «el estirador», por su peculiar sistema de hacer amable la estancia a los huéspedes de su posada. Procusto les obligaba a acostarse en una cama de hierro, y a quien no se ajustaba a ella, porque su estatura era mayor que el lecho, le serraba los pies que sobresalían de la cama; y si el desdichado era de estatura más corta, entonces le estiraba las piernas hasta que se ajustaran exactamente al fatídico catre. Según algunas versiones de la leyenda, la cama estaba dotada de un mecanismo móvil por el que se alargaba o acortaba según el deseo del verdugo, con lo que nadie podía ajustarse exactamente a ella y, por tanto, todo el que caía en sus manos era sometido a la mutilación o el descoyuntamiento. Procusto terminó su malvada existencia de la misma manera que sus víctimas. Fue capturado por Teseo, que lo acostó en su camastro de hierro y le sometió a la misma tortura que tantas veces él había aplicado.

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vas que están muy lejos -en muchos casos- de demostrar lo que sugieren. Estar a favor de esa seguridad no significa tener intención de polémica. Esta ha sido introducida por estos planteamientos, muchos de ellos dignos de respeto y expectante consideración.

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Capítulo IX LAS CARTAS A LOS TESALONICENSES

PROBLEMAS DE UNIDAD

Todos los estudiosos antiguos y modernos están de acuerdo en que las dos primeras cartas de san Pablo fueron la 1 ª y 2ª a los Tesalonicenses, escritas desde Corinto, en los años 50-52. Solo algún autor propone la eventualidad, aunque menos probable, de que fuera la Carta a los Gálatas el primer escrito paulino, redactado, en tal caso, hacia el 49. Las dos Cartas a los Tesalonicenses contienen la enseñanza de san Pablo a propósito de algunas cuestiones planteadas por los cristianos de Tesalónica, que por aquel entonces hacía solo unos meses, en la primera fase del segundo viaje misional, se habían convertido a la fe. Fundamentalmente tratan de la Paru.sía o segunda venida de Cristo y de la resurrección de los muertos, acerca de todo lo cual los neófitos de Tesalónica tenían ideas poco claras e inquietudes acuciantes. Las Epístolas a los Tesalonicenses, escritas unos veinte años tras la muerte de Nuestro Señor, son seguramente los dos escritos más antiguos del Nuevo Testamento (al conservarse el Evangelio de san Mateo solo en su redacción griega posterior) y, además de su enseñanza perenne, nos abren el corazón de aquellos primeros cristianos, recientes en la fe, y de la vida de aquella comunidad, una de las primerísimas iglesias fundadas por san Pablo en el continente europeo. San Pablo, acompañado por Silas en su segundo viaje apostólico (años 49-52) y tras dejar Filipos, llegó a Tesalónica hacia el verano del año 50. Esta ciudad, actualmente llamada Salónica, situada a orillas del Mar Egeo, tenía en aquella época una gran actividad comercial, gracias a su floreciente puerto y a encontrarse situada en la Vía Egnatia, que unía el Epiro (hoy Albania) con el estrecho del Bósforo, y era, por lo tanto, una arteria comercial importantísima. En Tesalónica, además, la Vía Egnatia se cruzaba con la calzada que penetraba en el interior de la península helénica, hacia Atenas y el Peloponeso, sorteando el paso de las Ter-

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Introducción a los escritos de san Pablo

mópilas. Se encontraba a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de Filipos. Había sido fundada por Casandro en el año 315 a.C., quien le puso el nombre de su esposa, hermana de Alejandro Magno. Fue sometida a la dominación romana en 186 a.C., y era una de las ciudades más importantes de Macedonia en tiempos de san Pablo. Por lo que se refiere a la vida religiosa, la ciudad de Tesalónica era vivo reflejo de la situación de aquel tiempo. En la ciudad existía el culto oficial a los dioses olímpicos, muy poco activo, así como el culto oficial al emperador. Mucho más extendido era el culto a los dioses de Egipto, Isis y Osiris. Particular importancia tenía una divinidad local: el dios Cabiros, cuya adoración estaba conectada con cierta esperanza de la vida eterna. Los fieles de Cabiros, los Kabiroi, estaban convencidos de que su dios establecería un reinado de mil años de felicidad. Vivían, por lo tanto, en la espera de este acontecimiento reunidos en fratriai o pequeños grupos, del tipo de las cofradías. Las excavaciones arqueológicas han sacado a la luz restos de esculturas de dioses y de sacerdotisas que permiten hacerse una idea de la religiosidad de sus gentes. Las inscripciones descubiertas indican, al mismo tiempo, un gran anhelo de supervivencia y una gran ignorancia de las realidades eternas y del destino eterno del alma. En Tesalónica vivían entonces también numerosos judíos, como nos revelan sus tumbas. Sabemos, por ejemplo, que había una sinagoga de samaritanos. San Pablo, siguiendo su costumbre, se dirigió en primer lugar a la sinagoga para anunciarles la Buena Nueva: Jesús era el Mesías; en Él se habían cumplido las profecías del A.T.; Él había llevado a cabo la obra de la Redención de la humanidad mediante su Pasión y Resurrección (cfr. Hch 17, 2-3). Aunque solo nos conste que acudiera a predicar durante tres sábados a la sinagoga (cfr. Hch 17, 2), posiblemente permaneció en Tesalónica unos dos meses. Como fruto de su predicación creyeron muchos judíos y gentiles, e incluso bastantes mujeres de la nobleza (cfr. Hch 17, 4). El éxito de su actividad apostólica suscitó envidias entre algunos judíos, que promovieron un alboroto. Forzados por esta situación, san Pablo y sus acompañantes abandonaron precipitadamente la ciudad (cfr. Hch 17, 5-9). La salida imprevista de Tesalónica había obligado al Apóstol a interrumpir la formación cristiana de aquellos fieles recién convertidos; además, estos se encontraban en una situación difícil, a causa de la persecución iniciada por los judíos. Por eso, desde Atenas envía a Timoteo para confirmarlos en la fe (cfr. 1 Ts 3, 2), y para tener noticias de ellos (cfr. 1 Ts 3, 5). De Atenas Pablo se dirige a Corinto, donde se reúne con Timoteo, que le da la alegre nueva de la perseverancia de los Tesalonicenses en la fe y en la caridad, a pesar de las dificultades (cfr. 1 Ts 3, 6), ya que los judíos

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no cesan en sus intrigas y persecuciones (cfr. 1 Ts 2, 14-16). Le informa también de unas cuestiones que inquietan a la comunidad: se trata de la suerte de los difuntos y de la segunda venida del Señor o Parusía (cfr. 1 Ts 4, 13). El Apóstol les escribe la primera carta con el fin de completar su predicación. Esta carta la envía enseguida por medio de Timoteo, y les tranquiliza sobre la condición de los que ya habían muerto en la fe del Señor. Sin embargo, algunos no entendieron bien su enseñanza y pensaron que la Parusía del Señor iba a ser inminente (cfr. 2 Ts 2, 1-3); incluso hubo quienes comenzaron a abandonar su trabajo (cfr. 2 Ts '3, 6.10). Estas noticias movieron a san Pablo a escribirles.la segunda epístola para deshacer los equívocos. Se ha planteado el problema del sentido exacto de 2 Ts 2, 2: «no se inquiete vuestro ánimo ni os alarméis: ni por revelaciones, ni por rumores, ni por alguna carta que se nos atribuya, como si fuera inminente el día del Señor». Si la carta fuera 1 Ts, el Apóstol estaría desautorizándose a sí mismo. O, si no, hay que pensar que 2 Ts no es de san Pablo, sino de alguien que quiso rectificar o matizar lo dicho en 1 Ts. Pero la verdadera solución bien puede ser otra. El Apóstol alude a los falsos predicadores, probablemente judeocristianos, que pretenden apoyar su predicación en unas supuestas «revelaciones», murmurando del Apóstol y desacreditándolo. Tal vez estos predicadores utilizaban o una interpretación retorcida de 1 Ts o una carta apócrifa atribuida a Pablo. De todos modos, estos detalles nos hacen pensar que en la primitiva comunidad, además de las dificultades externas causadas por los judíos, había también unas tensiones internas. En este caso, entre fieles ortodoxos y otros, probablemente de origen judeocristiano, favorables a una escatología inminente. Esto no es de extrañar, ya que en el judaísmo del s. I a.c. había numerosas corrientes apocalípticas, que hacían coincidir la venida del Mesías con el día de Adonai. Estas ideas escatológicas pudieron encontrar en Tesalónica un terreno abonado entre aquellos paganos que practicaban los cultos mistéricos o el culto de Cabiros.

LA AUTENTICIDAD DE 2 TS

La Tradición de la Iglesia ha sido constante en reconocer la autenticidad paulina de las Epístolas a los Tesalonicenses. Así, la primera fue atribuida explícitamente a san Pablo por san Ireneo, el Fragmento de Muratori, Marción, Tertuliano, Clemente de Alejandría, Orígenes, etc. Además, el estilo de la carta y el vocabulario empleado son típicamente paulinos, por lo que nadie ha aducido razones en contra de su autenticidad.

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La segunda también fue atribuida al Apóstol por san Ireneo, el Fragmento de Muratori, Tertuliano, Clemente de Alejandría, etc. Algunos autorés! han puesto reparos a esta atribución, exagerando las diferencias doctrinales entre las dos cartas; o subrayando que las semejanzas que guardan entre sí pueden ser debidas a una imitación intencionada por parte del supuesto autor de la segunda carta. Sin embargo, las razones aducidas no son convincentes2. Las semejanzas entre ambas cartas son más explicables si se consideran de un mismo autor y han sido redactadas con solo unos meses de intervalo. El diverso contenido de ambas se comprende sin dificultad, ya que la segunda carta fue escrita para completar puntos brevemente tratados en la primera y aclarar dudas todavía existentes. ESQUEMA DE LAS CARTAS

La primera Carta se puede dividir en tres partes, más un breve saludo inicial y una despedida final. La primera parte, que es la más importante, se dedica a una extensa acción de gracias (1, 2-2, 20), modelada en parte sobre las fórmulas de bendición (berakhoth) del culto sinagogal. Sin embargo, la expresión «dar gracias» (eukharisteo) es típica del Nuevo Testamento, aunque se encuentre ya en el léxico de los LXX. Pero, mientras en el pensamiento judío eukharísteo es propiamente la traducción de khabadh, es decir, «dar gloria» a Dios, en la Nueva Alianza el «dar gracias» es la correspondencia a la kharís divina, es decir, al don de la gracia. En este sentido, mientras en los LXX eukharísteo era sinónimo de eulogeo (bendecir, glorificar), en el N.T. adquiere el matiz de correspondencia, entrega. Por esto la acción más sagrada de la vida cristiana es la eukharístía, es decir, la adoración y la entrega de sí a Dios. La acción de gracias de san Pablo se subdivide en tres apartados: en primer lugar, una acción de gracias por el don de la vocación cristiana otorgada por Dios a los Tesalonicenses (1, 2-10). Luego, una parte apologética, en que el Apóstol se defiende de la acusación de haber engañado a los Tesalonicenses y afirma su sinceridad (2, 1-13). En particular, san Pablo quiere hacer notar su diferencia respecto a los filósofos ambulantes y a los predicadores que embaucan al público (2, 3-6). Por fin, una tercera parte, en que de nuevo el Apóstol irrumpe en acción de gracias (2, 1 B. RlGAUX, Paul. Les Épitres aux Thessaloniciens, Paris 1956, 120-124: resúmenes de posturas sobre la autoría de la Carta. 2 En 2 Ts se admite que el léxico y el estilo son muy parecidos a 1 Ts, hasta la coincidencia literal de muchas expresiones. Lo que mueve a muchos estudiosos a rechazar la autenticidad de 2 Ts es fundamentalmente la diferencia en la doctrina escatológica, sobre todo comparada con 1 Ts 4, 13-18; 1 Co 15, 51-52 y Flp 4, 5.

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13; cfr. 3, 9; 5, 18) y manifiesta su deseo de consolar y confortar a los Tesalonicenses en medio de sus dificultades (2, 13-20). Se prepara así la perspectiva escatológica y se afirma que los cristianos son la gloria y la corona de san Pablo. La segunda parte de la Carta es una transición de la acción de gracias a la parte escatológico-moral (3, 1-13). En ella san Pablo da una serie de disposiciones pastorales y aclara la naturaleza de la misión de Timoteo. La tercera parte es la más rica de contenido teológico (4, 1-5, 22). Consiste en una serie de exhortaciones morales centradas en la santificación como esencia de la vida cristiana (4, 3). San Pablo desarrolla el contenido de la vocación cristiana poniendo de relieve algunas de sus componentes: la castidad, también en el matrimonio (4, 3-8), por oposición a la inmoralidad de los paganos; la caridad fraterna (4, 9-l0a) y el trabajo (4, l0b-12). Sigue luego la parte escatológica, de la que hablaremos más adelante, dividida en dos consideraciones: nuestro destino eterno que es estar con Cristo (4, 13-18) y la necesidad de estar vigilantes, porque no sabemos cuándo vendrá el Señor (5, 1-11). Esta parte termina con una nueva exhortación a vivir «con orden» (5, 12-22). La despedida (5, 23-28) incluye una oración, una petición de oraciones y un saludo. 2 Ts, más breve, se presenta también como una acción de gracias (cfr. 1, 3; 2, 13) y se puede dividir en dos partes. La primera, de carácter más doctrinal, abarca los capítulos 1, 3-2, 17. Comprende una acción de gracias (1, 3-5), algunas palabras de consuelo en la tribulación (1, 6-12), una nueva exposición escatológica (2, 1-12) y una exhortación (2, 13-17). La segunda parte (3, 1-18), de carácter más ético, empieza con una petición de oraciones (3, 13-17), para detenerse luego con cierto detalle en las disposiciones sobre el «orden» que tiene que existir en las comunidades (3, 6-15) y para terminar con una despedida (3, 16-18). Este breve esquema es suficiente para hacernos ver que las partes escatológicas, aunque sean lo más relevante desde el punto de vista doctrinal, no son, ni mucho menos, todo lo que san Pablo quiere decir y ni siquiera son el núcleo de las cartas. Se puede afirmar con seguridad que el «asunto» de 1 y 2 Ts es la vocación cristiana, con todas sus consecuencias. LA ESCATOLOGÍA

La parte doctrinal más importante de las dos epístolas, como se ha dicho, es la referente a la escatología. En J Ts se dedica a este tema un amplio apartado (J Ts 4, 13-5, 11). En la 2 Ts encontramos también una detenida descripción de las postrimerías: 2 Ts 2, 1-12. Pero, repetimos, el

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Apóstol habla de las realidades últimas en el contexto de la llamada a la santidad dirigida a los cristianos. Solo con relación a este objetivo, el Apóstol expone la doctrina acerca de la vida eterna y del tiempo de la Parusía. En la escatología se distinguen dos niveles: lo que ocurre a cada persona después de la muerte (escatología individual) y lo que sucederá al fin de los tiempos, cuando sea público el triunfo final de la Iglesia, la gloria de los que se salvan y la confusión de los condenados ( escatología general o cósmica). Aunque 1 Ts hable del destino individual de cada fiel, el tema de ambas cartas es la escatología «cósmica», es decir, el fin del mundo, la resurrección de los muertos y el juicio universal. En el apartado de 1 Ts se pueden distinguir dos partes: 1 Ts 4, 13-18, en que san Pablo quiere fomentar la esperanza en la vida futura, hablando de la resurrección de los muertos; y 1 Ts 5, 1-11, en que lo que se considera es la venida repentina del día del Señor. Ambas secciones tienen una finalidad exhortativa: hay que vigilar y permanecer fieles (cfr. 1 Ts 4, 17; 5, 6-8.11). El Apóstol no afirma nunca conocer el tiempo de tales acontecimientos, de modo coherente con otros textos del N.T. (cfr. Heh 1, 6-8; Mt 24, 36; Me 13, 32), y pone el énfasis en la actitud espiritual de la vigilancia, siguiendo la enseñanza del Señor (cfr. Mt 24, 37-25, 30; Me 13, 33-37; Le 21, 34-36), para que nos encuentre preparados, cualquiera que sea el tiempo de su venida. La vida del hombre no termina con la muerte, ya que el alma sigue viva por ser inmortal. Los fieles no deben entristecerse ante la muerte, como sucede a quienes no tienen esperanza (1 Ts 4, 13). Inmediatamente después de la separación de cuerpo y alma, esta goza de la visión de Dios (cfr. Flp 1, 23 y 2 Co 5, 8), mientras el cuerpo aguarda el día de la resurrección. La razón última de esta verdad de fe está en que, si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos con Él (cfr. 1 Ts 4, 14). Por tanto, esperamos -al final de los tiempos- la resurrección de los cuerpos, tras el retomo glorioso de nuestro Señor Jesucristo, que el Apóstol describe con solemnidad: «Porque, cuando la voz del arcángel y la trompeta de Dios den la señal, el Señor mismo descenderá del cielo» (1 Ts 4, 16). El lenguaje apocalíptico empleado para narrar la segunda venida del Señor -el «adviento» o Parusía- sirve para describir el misterio y el poder de Dios. Tras la Parusía se producirá la resurrección de los muertos. Los cuerpos volverán a ser vivificados por sus propias almas, y quienes hubieran vivido hasta ese día- saldrán junto con sus hermanos difuntos al encuentro del Señor (1 Ts 4, 16-17); no obstante, también los cuerpos de quienes vivan entonces serán transformados gloriosamente (cfr. 1 Co 15, 51). Por tanto, los que hayan muerto antes de la Parusía no estarán en condición inferior con respecto de los que todavía vivan en ese momento. San Pablo no concreta el tiempo de la Parusia, pues «acerca del tiempo y de las circunstancias, hermanos, no necesitáis que os escriba»

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(1 Ts 5, 1). Se limita a exhortarles para que permanezcan siempre vigilantes, porque «el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche» (1

Ts 5, 2), en el instante menos esperado. En la primera carta, san Pablo no desciende a detalles (cfr. 1 Ts 5, 1), pero algunas de sus frases (1 Ts 4, 15: «Nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la venida del Señor») fueron mal interpretadas por unos cuantos, que pensaron que la segunda venida del Señor ocurriría muy pronto, y tales ideas inquietaron e hicieron perder el buen sentido a no pocos en Tesalónica (cfr. 2 Ts 2, 2). El Apóstol, sin embargo, no había pretendido afirmar que la Parusía fuera inminente ni que él viviría hasta ese momento3• Sus palabras se deben entender de modo figurado, según el recurso que se llama «enálage de persona», según el cual, el autor en lugar de expresarse en tercera persona habla en primera persona, como si fuera un protagonista. Lo que realmente interesa a san Pablo es afirmar que todos nos reuniremos con Cristo. San Pablo escribe la segunda carta precisamente para aclarar que no es inminente el día del Señor (cfr. 2 Ts 2, 2), y recuerda algunas de las señales que precederán: la apostasía (cfr. 2 Ts 2, 3) y la manifestación del «hombre de la iniquidad». Después de muchos sufrimientos, finalmente llegará el momento, tan esperado, de la venida gloriosa del Señor con todo su poder y majestad. Entonces acontecerá «el justo juicio de Dios» (2 Ts 1, 5), en el que tomará «venganza de los que no conocen a Dios ni obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesús. Estos serán castigados eón una pena eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 8-9). Y también entonces, los que han padecido por ser fieles a la doctrina de Jesucristo serán tenidos por «dignos del reino de Dios» (2 Ts 1, 5), y estarán para siempre con el Señor (cfr. 1 Ts 4, 17). Particular dificultad presenta la interpretación de la manifestación del «hombre de iniquidad», «el hijo de la perdición» (2 Ts 2, 3-7), que está asociado al «misterio de la iniquidad» (y que en 1 Jn 2, 18 es llamado «Anticristo»), Por lo que se desprende de las palabras del Apóstol, este misterio todavía no ha alcanzado todo su poder, hay algo «que lo retiene». De estas frases son posibles muchas interpretaciones. De todos modos, ellas deben pertenecer al lenguaje típico del género apocalíptico (cfr. Ap 13, 1-8), lo que quiere decir que pueden referirse a algún fenómeno contemporáneo del Apóstol y tener al mismo tiempo una validez universal. En general, podemos decir que el cristianismo se verá hostigado por las fuerzas del mal, pero al final triunfará. «El hombre de iniquidad» puede ser una persona concreta (como en los escritos de Qumrán) o puede ser, en general, todo enemigo de Cristo. El «misterio 3

Cfr. Pontificia Comisión Bíblica, Respuesta De Parousia, 18-Vl-1915.

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de la iniquidad» es, en este sentido, la oposición a Cristo, la del pueblo judío, del Imperio Romano y todas las demás a lo largo de la historia: cabe también interpretarlo como el fruto colectivo de los pecados individuales. En esta lucha entre Cristo y sus enemigos, hay «algo» o «alguien» que «retiene» la plena manifestación del mal: podría ser la Iglesia, podría ser el poder del Imperio Romano, que impide a los judíos desatar una persecución, podría ser la bondad y la caridad de muchos cristianos, podría ser también el poder angélico, representado sobre todo por san Miguel, muy presente en la literatura apocalíptica (cfr. Dn 12, 1; Ap 12, 7-9; 20, 1-3.7). Cabe citar, por fin, también una interpretación ligeramente distinta: la expresión «solo falta que sea apartado el que lo retiene hasta ahora» no se referiría al misterio de la iniquidad, sino a la segunda venida de Cristo, como si dijera: «El misterio de la iniquidad está ya actuando. Pero vendrá Cristo, y para que venga solo hace falta que se supere un impedimento». Este impedimento sería precisamente el aparente triunfo del Anticristo y la difusión de la apostasía (cfr. Mt 24, 11-13). De todos modos, nadie sabe, en definitiva, cuándo aparecerá el hombre de la iniquidad. Los Tesalonicenses no deben inquietarse ni perder el tiempo especulando sobre estas cosas, sino tratar de vivir santamente y trabajar con honestidad. Por esto el Apóstol los amonesta, para prevenirlos frente a los predicadores que agitan a la gente: «Si alguno no quisiere trabajar, que tampoco coma» (2 Ts 3, 10). LA VIDA CRISTIANA. EL TRABAJO

San Pablo no se cansa de dar gracias a Dios por haber revelado a los Tesalonicenses la salvación en Cristo. Dios lleva la iniciativa y hace fructífera la predicación del Evangelio: la elección procede de Dios Padre y es consecuencia de su amor (1 Ts 1, 4); su Hijo Jesús, «que nos libra de la ira que viene» (1 Ts 1, 10), sostiene la esperanza (1 Ts 1, 3); la acción del Espíritu Santo hace plenamente persuasivas las palabras del predicador (1 Ts 1, 5) y llena a quien las acoge de un gozo inefable que permite superar cualquier tribulación (1 Ts 1, 6). El contenido fundamental de la predicación es el «Evangelio» (1 Ts 1, 5), esto es, la Buena Nueva de nuestra salvación, anunciada por los profetas (cfr. Is 40, 9; 52, 7; etc.) y cumplida por nuestro Señor Jesucristo. Este anuncio hace saber a quienes lo escuchan que son «amados por Dios» y que han sido objeto de una elección especial (cfr. 1 Ts 1, 4). La meta que la predicación del Evangelio se propone lograr es la conversión a Dios (1 Ts 1, 9). A su vez, Dios infunde las tres virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- en quienes aceptan el mensaje cristiano (1

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Ts 1, 3). La fe y la acción santificadora del Espíritu Santo conducen a los fieles hacia la salvación, a la consecución de la gloria (2 Ts 2, 13-14). Una respuesta decidida y generosa a las exigencias de la vocación cristiana robustece la fe y proporciona una paciencia, llena de fortaleza, que permite superar cuantas dificultades se interpongan en el camino (cfr. 2 Ts 1, 4). Quien de verdad aprecia su fe se mantiene firme en defender la integridad y pureza del tesoro de verdades recibido, sin olvidar ninguna y sin añadir especulaciones extrañas al mensaje revelado (cfr. 2 Ts 2, 15). Además, el ejemplo de quienes responden con prontitud y fidelidad a la palabra de Dios refuerza la eficacia de la predicación (1 Ts 1, 7-9). También la doctrina moral de estas cartas está enraizada en la llamada de todos los cristianos a la santidad: «Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cfr. 4, 7-8; 5, 9). Para alcanzar ese fin es necesario que participemos de la propia vida de Cristo (cfr. 1 Ts 5, 10), apoyándonos en las virtudes teologales: hemos de estar «revestidos con la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza» (cfr. 1 Ts 5, 8). Las relaciones entre los hombres se han de fundar en la caridad fraterna (cfr. 1 Ts 4, 9); de ahí que los cristianos debamos dar buen ejemplo (cfr. 1 Ts 5, 11), corregir a los que viven en desorden, alentar a los pusilánimes, sostener a los débiles y tener paciencia con todos (cfr. 1 Ts 5, 14). Se hace necesario estar vigilantes (cfr. 1 Ts 5, 6), sin dejarse dominar por la concupiscencia (cfr. 1 Ts 4, 5), viviendo en todo la sobriedad (cfr. 1 Ts 5, 6). Hay que estar siempre alegres, orar sin cesar, dar gracias por todo (cfr. 1 Ts 5, 16-18) y trabajar con seriedad (cfr. 1 Ts 4, 11-12). Es muy importante subrayar esta atención prestada al trabajo, porque contribuye a esclarecer el sentido de la espera de la Parusía. El cristiano tiene su mirada puesta en el más allá, su fin es vivir con Cristo para siempre; sin embargo, su vida en la tierra no es una espera inerte, sino una actividad ordenada para mejorar el mundo, para hacerlo más conforme a los planes de Dios. Por esto no caben los que viven «desordenadamente», es decir, sin tener una ocupación concreta, como «agitadores» o «predicadores apocalípticos» (cfr. 1 Ts 5, 14; 2 Ts 3, 6.10-12). El trabajo es, en cierto sentido, la piedra de toque de la auténtica vida cristiana. Por esto, la vida cristiana se apoya en dos pilares: su dimensión trascendente, que corresponde a la tensión escatológica, y su facticidad inmanente, porque el Reino de Dios empieza aquí en la tierra. LA ESPERANZA

Entre las virtudes que todo cristiano tiene que vivir, en estas primeras cartas del Apóstol, destaca la virtud de la esperanza (elpis). Esta virtud se

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Introducción a los escritos de san Pablo

añade a la fe y a la caridad, que son evidentes y necesarias, como se ha dicho. Pero ¿en qué consiste la elpis? Ya al comienzo de 1 Ts, san Pablo habla de la «esperanza constante» (1 Ts 1, 3). En griego la expresión es literalmente: «la paciencia (hypomone) de la esperanza». La esperanza, pues, está vinculada a la capacidad de «soportar» las dificultades, al mantenimiento de la fidelidad en las pruebas, a la constancia en el ejercicio de la vida cristiana. Esta esperanza es propia de quien confía en Cristo Jesús. Más adelante, el mismo Apóstol precisará que el primer fruto de la fe es «esperar la venida desde los cielos de su Hijo Jesús, a quien resucitó de entre los muertos, y que nos librará de la ira venidera» (1 Ts 1, 10). La esperanza es, pues, una virtud directamente relacionada con la escatología, en el sentido de que apunta a las realidades últimas y confía en la ayuda de Dios para alcanzar la gloria. Notemos que, mientras la fe y la caridad no hacen referencia al tiempo -son, por decirlo así, «atemporales» o «de siempre»-, la esperanza, en cambio, es propia de quien vive en el tiempo, es típica del «hombre caminante». También la fe sabemos que es propia de quien todavía no ha llegado al fin, pero por otro motivo: porque en esta vida todavía no se ve lo que en la Patria veremos perfectamente. La esperanza está, en cambio, íntimamente unida a nuestra condición de criaturas corporales y no angélicas. Solo los hombres pueden tener esperanza, porque viven en el tiempo. Los Ángeles pueden tener, y de hecho han tenido, fe, pero no esperanza, ya que para ellos todo se decidió en un instante. Esto explica que esta virtud brille de modo particular cuando se habla del destino futuro. San Pablo, en 1 Ts 3, 11, después de haber alabado la fe y la caridad de los Tesalonicenses, pide, sin nombrarla directamente, la esperanza: «para que se confirmen vuestros corazones en una santidad sin tacha ante Dios nuestro Padre, en el día de la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (cfr. 2 Ts 3, 5). La esperanza está, por lo tanto, orientada hacia la segunda venida del Señor. Por esto, los paganos, que no tienen fe, tampoco tienen esperanza y es lógico que sientan tristeza frente a la muerte: «No queremos, hermanos, que ignoréis lo que se refiere a los que han muerto, para que no os entristezcáis como esos otros que no tienen esperanza» (1 Ts 4, 13). En sentido positivo, la esperanza es precisamente lo que el Apóstol describe con una de sus frases características: «seremos arrebatados a las nubes [ ... ] al encuentro con el Señor en los aires, de modo que, en adelante, estemos siempre con el Señor. Consolaos, por tanto, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18; cfr. 5, 9-11). Es decir, la esperanza es la firme certeza de que Dios es fiel y cumplirá lo que ha prometido: nos salvará en Cristo Jesús y nos hará vivir para siempre junto a Él (cfr. 1 Ts 5, 24; 2 Ts 3, 3). Por esto, así como la fe y la caridad son la «coraza» del cristiano, la esperanza de salvación

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es el «yelmo», sin el cual quedaríamos a merced del enemigo (cfr. 1 Ts 5, 8). Así se explica también la oración que cierra la descripción de la derrota del «hombre de la iniquidad»: «Que nuestro Señor Jesucristo, y Dios nuestro Padre, que nos amó y gratuitamente nos concedió un consuelo eterno y una feliz esperanza, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena» (2 Ts, 2, 16-17). LA IGLESIA

Es interesante notar, finalmente, que, ya en sus primeros escritos, san Pablo hace continuas referencias a·la Iglesia. La Iglesia es descrita como la comunidad de los creyentes, unidos entre sí por estrechos y misteriosos vínculos de solidaridad. La perspectiva de san Pablo es, podríamos decir con palabras modernas, la de la «Comunión de los Santos». En primer lugar, la conversión de los Tesalonicenses ha sido una gran ayuda para difundir el Evangelio en Acaya y en Macedonia (cfr. 1 Ts 1, 7); luego, los Tesalonicenses están sufriendo la misma persecución de las «iglesias de Dios que están en Judea» (1 Ts 2, 14). Estas expresiones hablan simplemente de ejemplaridad y de imitación, pero dejan entrever algo más: hay un vínculo entre todos los cristianos, que los une entre sí y con Cristo. Así, por ejemplo, en su segunda venida el Señor Jesús aparecerá «con todos sus santos» (1 Ts 3, 13). En Cristo, Pablo, los Tesalonicenses y los demás fieles son una sola cosa (cfr. 2 Ts 1, 7.12; 2, 1). Estas breves y rápidas alusiones serán desarrolladas por el Apóstol en las cartas posteriores hasta formular la doctrina del «Cuerpo de Cristo». En otro orden de cosas, es importante también señalar que la Iglesia se presenta desde el comienzo como una comunidad jerárquica (cfr.1 Ts 5, 12), ordenada y pacífica, en la que los unos oran por los otros. Según dejan entrever estas Cartas, probablemente, al lado de la jerarquía estable, había unos «profetas» que circulaban de comunidad en comunidad (cfr. 1 Ts 5, 19.20). San Pablo no rechaza estas manifestaciones del Espíritu, pero pide que se actúe con prudencia y sin credulidad (cfr. 1 Ts 5, 21; 2 Ts 3, 11.12). Lo más importante es mantener «la tradición» aprendida del Apóstol (2 Ts 3, 6). No se trata de la Tradición en sentido estricto, pero sí de una serie de consejos y preceptos que tienen valor de obligación.

Capítulo X LAS «GRANDES EPÍSTOLAS»: GÁLATAS Y ROMANOS

FÉCHA DE COMPOSICIÓN Y AUTENTICIDAD DE GA Y RM

En el prólogo de su Comentario a las Cartas de san Pablo, santo Tomás centra perfectamente y en pocas palabras el contenido de los escritos paulinos, al afirmar que toda la doctrina allí revelada se refiere a la «gracia de Cristo», es decir, a los frutos de la Redención, considerada según está en Cristo mismo (cfr. Hb), según se distribuye jerárquicamente (cfr. Cartas Pastorales) y según se da en el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia (cfr. las demás cartas). El Aquinate reúne, por tanto, en un solo bloque la Carta a los Romanos, las dos a los Corintios, el escrito a los Gálatas, las cartas de la Cautividad y las dos a los Tesalonicenses. Dentro de este grupo existe en particular una gran afinidad entre Gálatas y Romanos, puesto que estas dos cartas tratan del mismo tema, aunque desde perspectivas ligeramente distintas. Ambas versan sobre la gracia, es decir, la justificación otorgada por la fe en Cristo, en oposición a las obras de la Ley. La consideración del Aquinate corresponde, por otro lado, a un hecho histórico, las cuatro Cartas mencionadas (Ga, 1 y 2 Co, Rm) se escribieron en un lapso de tiempo relativamente corto, y representan la madurez del pensamiento paulino. Por este motivo y por su extensión, han recibido el nombre de «grandes Epístolas». La afinidad de argumento entre Rm y Ga explica que, alterando el orden cronológico, las tratemos en el mismo capítulo, ya que se completan y se explican mutuamente.

Gálatas

Como se ha dicho en el apartado dedicado a la vida de san Pablo, la Carta a los Gálatas se escribió al comienzo del tercer viaje de misión de Pablo, es decir, en el año 53/54. Otra hipótesis, menos probable, adelanta la redacción al año 49 o 50; sin embargo, carece de fundamentos sólidos,

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Introducción a los escritos de san Pablo

se apoya únicamente en ,el hecho de que la polémica con los judaizantes es particularmente encendida. Por otro lado, no han faltado estudiosos que piensan que Ca se escribió poco antes que Rm, es decir, hacia el 55/57, debido a la afinidad de contenido. La ocasión de la carta fue la llegada a Galacia de unos judeocristianos. Los Gálatas habían sido evangelizados en el segundo viaje de misión del Apóstol y provenían casi todos del paganismo. La llegada de los judeocristianos, que querían mantener las prescripciones de la Ley de Moisés y, en particular, la circuncisión, produjo probablemente una adhesión masiva, a la cual el Apóstol alude repetidas veces con acentos doloridos: cfr. Ca l, 6; 3, 1.3; 4, 9-11; 4, 1517; 5, 7-8.12; 6, 12-13. El Apóstol conecta la llamada «crisis gálata» con la reunión de Jerusalén y el episodio de Antioquía y habla de los responsables como unos del «grupo de Santiago». Los recién llegados pertenecían con toda probabilidad a aquel grupo de los primeros fieles que procedían de los fariseos o de las clases sacerdotales, y de los cuales nos da noticia el libro de los Hechos de los Apóstoles (cfr. Hch 6, 7; 15, 5). Es probable, también, que se ampararan bajo el prestigio y el ejemplo de Santiago para seguir manteniendo las antiguas obligaciones de la Ley de Moisés que incluso querían imponer, a pesar de lo que el mismo Santiago había declarado en el concilio de Jerusalén (cfr. Hch 15, 19-21; cfr. St 1, 25-2, 12). Por esto san Pablo los llama «intrusos» y «falsos hermanos» que quieren espiar la actuación de los verdaderos fieles. Por las palabras de san Pablo es difícil determinar si la doctrina de este grupo presentaba la observancia de las prescripciones legales como necesaria (cfr. Hch 15, 5: «Se levantaron algunos de la secta de los fariseos que habían creído y dijeron: Es necesario circuncidarles y ordenar que cumplan la Ley de Moisés». Cfr. Hch 15, 1) o simplemente como conveniente y más perfecta, según parece desprenderse de otros textos (cfr., p. ej., Ca 4, 9-10; 5, 2; Flp 3, 2-4; etc.). A pesar del decreto del concilio de Jerusalén, los judaizantes se dedicaron a un activo proselitismo; se presentaron no solo en Galacia, sino, poco después, en Corinto (cfr. 2 Co 11, 21-23) y más tarde en Filipos (cfr. Flp 3, 18-19), Colosas (cfr. Col 2, 8.16), Éfeso (cfr. 1 Tm 1, 3.7) y Creta (cfr. Tt 1, 14), y constituyeron una amenaza que estuvo presente hasta los últimos días de san Pablo (cfr. 2 Tm 3, 5-6). La agresividad y la insistencia de aquellos judaizantes llevaron al Apóstol, preocupado también de hacer respetar las decisiones de Jerusalén, a dejar claramente plasmada la enseñanza sobre la justificación por la fe y sobre la libertad cristiana. Con gran fuerza san Pablo opone la gloria de la Cruz de Cristo a la circuncisión que los judaizantes querían introducir (cfr. Ca 5, 2-3; 5, 11; 6, 12). «Porque ni la circuncisión ni la incircuncisión importan, sino la nueva criatura» (Ca 6, 15).

Las «grandes epístolas»: Gálatas y Romanos

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Es una alusión de san Pablo (cfr. Ca 4, 13), que recuerda a los destinatarios las verdades que les había ya predicado una «primera vez» -cosa que supone por lo menos dos estancias distintas en Galacia-, lo que nos hace pensar con cierto fundamento que la epístola fue escrita durante el tercer viaje misional, cuando el Apóstol, después de haber fortalecido con una nueva visita suya a las iglesias de Galacia y de Frigia (cfr. Hch 18, 23), se quedó algún tiempo, dos o tres años, en Éfeso (cfr. Hch 19, 10; 20, 31). Y puesto que san Pablo se refiere a una visita suya a los Gálatas como algo reciente (cfr. Ca 1, 6), no es aventurado pensar que su carta fue escrita alrededor del año 54.

Los destinatarios de Ca Galacia era una región interior de Asia Menor, y corresponde a la parte central de la planicie de la actual Turquía. Precisamente en el centro de la región se levantaba la ciudad de Ancira, hoy Ankara, capital de Turquía. En tiempos de san Pablo, la provincia romana que recibía ese nombre abarcaba, hacia el sur, los territorios de Licaonia, donde se encontraban cuatro ciudades muy conocidas por el libro de los Hechos de los Apóstoles: Derbe, Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia. Galacia limitaba, por tanto, al este con Capadocia -hacia la frontera armenia-, al norte con Bitinia y Paflagonia -dos regiones que ocupaban las orillas del Mar Negro-, al oeste con Frigia -región en la cual se encontraban las ciudades de Colosas y Laodicea-, y al sur, como se ha dicho, con Licaonia y Pisidia. Los Gálatas, que procedían de una antigua inmigración celta del siglo 111 antes de Cristo, eran una población sencilla, predominantemente de pastores recios, nobles y, al mismo tiempo, afectuosos y cordiales. La acogida que los Gálatas proporcionaron al Apóstol fue sumamente cordial y entrañable: le recibieron y atendieron como a un ángel de Dios, como al mismo Señor Jesucristo (cfr. Ca 4, 14); se felicitaban unos a otros por la dicha de tener consigo al Apóstol y manifestaban su cariño con todos los medios. El recuerdo de aquellos detalles hacía decir a Pablo que, «a ser posible, os habríais arrancado los ojos para dármelos» (Ca 4, 15). Con el tiempo, el Apóstol emplea todavía palabras llenas de ternura: los llama «hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros» (Ca 4, 19). Sabe que son «insensatos», es decir, inconstantes en sus opiniones, porque se han dejado arrastrar por los nuevos predicadores, con el afán de buscar en la religión alguna manifestación espectacular o algún consuelo sensible (cfr. Ca 3, 1-4). Pero casi no tiene valor para regañarles y quisiera cambiar el tono de su voz, porque sus hijos espirituales le hacen afectuoso y comprensivo (cfr. Ca 4, 20).

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Introducción a los escritos de san Pablo

Romanos Notablemente distintas son, en cambio, las circunstancias que acompañaron la redacción de la Carta a los Romanos, lo que confiere a este escrito un tono peculiar: no se trata de un escrito polémico, sino de una exposición doctrinal. No habían llegado todavía a Roma los judaizantes, así que ningún peligro de división interna amenazaba a la comunidad cristiana que vivía en la capital del Imperio. El único problema serio que había entre ellos era de carácter moral y disciplinar, relativo a los alimentos puros e impuros y a los días de ayuno, tema que san Pablo considera en la segunda parte de su carta. Tal vez se trataba también de cimentar definitivamente la unión entre los fieles de origen judío y los de procedencia pagana. Había que reforzar los vínculos de caridad, insistiendo en la llamada común que Dios les había dirigido! y había que recordar la situación general de pecado, en la cual todos ellos se habían encontrado, para que la unión se apoyara en la humildad de saberse y reconocerse pecadores. Pero, con todo, no había problemas que exigieran una solución rápida o una intervención inmediata. Sin embargo, la mirada aguda del Apóstol quiere penetrar en la profundidad del tema que ya en Gálatas había tratado: la relación entre justificación y Ley, fe y obras, libertad y pecado. La ocasión concreta para meditar estos temas y para exponerlos con la especial inspiración de Dios fueron, tal vez, las perspectivas de ampliación de su labor apostólica. En efecto, el Apóstol de los gentiles considera, cuando escribe, que su actividad en la parte oriental del Imperio Romano ha logrado ya unos frutos estables. Desde Jerusalén hasta las regiones de Iliria, es decir, hasta la ribera oriental del Adriático, ha sido predicado el Evangelio de Cristo (cfr. Rm 15, 19). Pablo ha arrojado la semilla y puesto los cimientos; a sus discípulos y compañeros toca concluir la obra, de modo que realmente los gentiles sean una oblación ofrecida a Dios, como sacrificio agradable, santificada por el Espíritu Santo (cfr. Rm 15, 16). Pablo considera que ya no tiene campo de acción en aquellas regiones (cfr. Rm 15, 23) y piensa que debe extender su apostolado a otras tierras. Concretamente, a las orillas del Mediterráneo occidental. Pablo piensa, en primer lugar, en las grandes posibilidades apostólicas que le presenta la capital del Imperio. Pero había también muchas comunidades cristianas pequeñas en las ciudades ubicadas a orillas del mar y, en general, en los territorios de las provincias romanas bañadas por el Mediterráneo. Como objetivo más remoto y todavía más amplio, están también las regiones interiores de las dos penínsulas, itálica e ibérica, y las de la Galia (actualmente Francia, Bélgica, Suiza y norte de Italia). Por todo esto, san Pablo escribe con cierto atrevimiento (cfr. Rm 15, 15) a personas que ya habían recibido la predicación de otros (cfr. Rm 15,

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20): sin duda de san Pedro y algunos de los primeros conversos. Quiere preparar su viaje hacia Occidente y quiere que los cristianos de Roma le ayuden (cfr. Rm 15, 24), tal vez con un poco de dinero y con cartas de presentación. Pero sobre todo quiere estar con ellos para fortalecerles en la fe (cfr. Rm l, 11-12; 15, 32), para recibir el consuelo de su fidelidad y también para recoger entre ellos algún fruto de su apostolado (cfr. Rm l, 13). Pablo escribe, con toda probabilidad, desde Corinto. Así se explica la alusión a Febe y a la iglesia de Cencreas (puerto marítimo de Corinto hacia el mar Egeo; Corinto tenía otro puerto, Lequeo, hacia el mar Jónico), y que, entre los colaboradores del Apóstol, aparezcan Erasto (cfr. 2 Tm 4, 20) y Gayo, o Cayo, uno de los pocos corintios g_ue había recibido el bautismo directamente de su mano (cfr. l Co 1, 14). Al final de la carta leemos que el Doctor de las Gentes tiene el proyecto de llevar a Jerusalén el dinero recogido en la colecta en Macedonia y Acaya (cfr. Rm 15, 25-26; Hch 19, 21; 1 Co 16, 1). Estos datos nos hacen pensar en las últimas fechas del tercer viaje apostólico, y precisamente en los tres meses que permaneció en Grecia, después del tumulto de Éfeso y antes de su dramático viaje a Jerusalén (cfr. Hch 20, 3). Se trata del invierno entre los años 57 y 58, muy probablemente en los primeros meses del 58, cuando estaba a punto de embarcar.

Los destinatarios de Rm Se ha calculado que Roma, la capital del Imperio, tenía en tiempos de Nerón aproximadamente un millón de habitantes. Entre ellos, como es lógico, había de todo. Séneca describe aquella población de la siguiente forma: «Todo género de personas confluye hacia la Urbe, que ofrece, a gran precio, tanto las virtudes como los vicios» (Consolatio ad Helviam, 6, 2-3). Seguramente entre ellos vivían algunos de los primeros cristianos. El mismo día de Pentecostés, los Hechos de los Apóstoles nos hablan de los «forasteros romanos» que estaban en Jerusalén (Hch 2, 10) y que se convirtieron (cfr. Hch 2, 41). Por otro lado, sabemos que en la Ciudad Eterna había una comunidad judía, probablemente, de hasta 50.000 almas, con trece sinagogas. El historiador Suetonio, en la Vida de Claudia, nos dice que bajo este emperador y «por impulso de un tal Cresto» se produjo entre los judíos un tumulto tan fuerte que obligó al emperador a decretar su expulsión (Vita Claudii, 25). Por este motivo Aquila y Priscila tuvieron que salir de Roma y se encontraron con san Pablo en Corinto (cfr. Hch 18, 2): ellos ya eran cristianos. Asimismo, entre las personas que el Apóstol saluda al final de su carta, aparecen Andrónico y Junia, «que llegaron a ser cristianos antes que yo» (cfr. Rm 16, 7), es decir, antes del año 38.

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Si lo más probable es que muy pronto hubiera cristianos en Roma entre la comunidad judía, lo cierto es que la fundación propiamente dicha de la iglesia local se debe a san Pedro, que fue allí poco después de su liberación milagrosa de las manos de Herodes Agripa (cfr. Hch 12, 17). La tradición unánime acerca de la estancia de san Pedro en Roma se concreta especialmente en dos noticias: Eusebio, el historiador de la Iglesia, nos dice que Simón Pedro llegó a Roma en tiempos de Claudio (entre el 41 y el 54); y el Catalogus libri Pontificalis nos habla de una predicación en Roma que duró veinticinco años. Por su parte, san Pablo trata a los cristianos de la Urbe como de una comunidad floreciente y cuya «fe es alabada en todo el mundo» (Rm 1, 8); que merece el saludo de «todas las iglesias de Cristo» (Rm 16, 16) y que existía desde hacía tiempo (cfr. Rm 15, 22): datos que confirman las noticias de la tradición. Así se explica que, cuando Pablo, después de tantas peripecias, pudo satisfacer su deseo de ir a Roma (cfr. Rm 1, 10.15; 15, 23; Hch 19, 21), los hermanos le salieron al encuentro por el camino «hasta el Foro Apio y Tres Tabernas» (Hch 28, 15). ¿Por quiénes estaba constituida esta iglesia local tan importante? ¿Eran predominantemente cristianos de procedencia judía o más bien gentiles que se habían convertido al Evangelio? Es muy probable que las dos cosas. Seguramente entre ellos había muchos judíos; solo así se explican las numerosas referencias al judaísmo que hace san Pablo: las citas de los libros del Antiguo Testamento (cfr., p. ej., Rm 3, 10-18); el recuerdo de la llamada de Abrahán (cfr. Rm 4); la historia de Israel (cfr. Rm 9-11); las muchas posibles objeciones que el Apóstol considera (cfr. Rm 2, 17-22; 3, 1-5; 6, 1-3; 7, 1; etc.); y, tal vez, la alusión a los «débiles» en la fe que seguían apegados a las antiguas costumbres (cfr. Rm 14, 1-6). Pero más numerosos debían de ser los gentiles: a ellos se dirige fundamentalmente el Apóstol. Son el objeto de su misión específica (cfr. Rm 1, 5.13-14; 15, 15-16); de ellos san Pablo se considera «deudor» en cuanto al Evangelio; los destinatarios de la carta han sido esclavos del pecado (cfr. Rm 6, 17); no pertenecen a los israelitas según la carne (cfr. Rm 4, 11-12; 9, 3ss; 10, 1; etc.); a ellos habla el Apóstol directamente (cfr. Rm 11, 13); no pueden engreírse contra los judíos (cfr. Rm 11, 20.24), sino que deben respetar y adorar la misericordia y la justicia divinas (cfr. Rm 11, 22.28-32). Son, por último, los «fuertes» que saben que nada hay impuro para Dios en cuestión de alimentos, pero que deben procurar que su «bien no sea ocasión de maledicencia» (Rm 14, 16). En aquella primitiva comunidad cristiana de Roma vemos realizado en la práctica el ideal universal del cristianismo, ya que «Cristo fue hecho ministro de la circuncisión( ... ) para ratificar las promesas hechas a los padres, y que los gentiles glorificaron a Dios por su misericordia» (Rm 15, 8-9).

Las «grandes epístolas": Gálatas y Romanos

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LOS PROBLEMAS TEXTUALES DE RM 16, 25-27

Ni la autenticidad ni la integridad de Rm y Ga constituyen un problema. Nadie duda de que san Pablo sea su autor; la unidad de argumento y la continuidad del hilo lógico son una prueba evidente de la unidad de redacción. Solo cabe mencionar las dudas relativas a la pertenencia al texto original de Rm del cap. 16, dudas surgidas no por motivos de crítica textual, sino debido a argumentos internos. En efecto, el cap. 16 de Rm, que es una larga serie de saludos a algunos cristianos concretos, no parece concordar con el hecho de que san Pablo no había predicado en la ciudad eterna. Esta lista parece, en cambio, suponer un elevado número de amigos y conocidos y, por lo tanto, una larga permanencia. Algunos estudiosos suelen asociar este fenómeno a otro no menos extraño: en la Carta a los Efesios no aparecen saludos, sino una breve e impersonal despedida, cosa que choca con la larga permanencia del Apóstol en la ciudad de Asia Menor1. El problema textual se plantea, a propósito de Rm 16, 25-27. En primer lugar, es de notar que el cap. 15 termina con una breve doxología (15, 33). Luego, los testimonios manuscritos se dividen. Un grupo omite la doxología por completo (códices unciales F y G); otro grupo la reproduce al final del cap. 14 (es la lectura habitual de los manuscritos bizantinos); un tercer grupo la pone dos veces, al final y al término el cap. 14 o del 15; el Papiro 46 la pone solo al final del cap. 15. Sin embargo, un grupo muy importante de códices (el Sinaítico, el Vaticano, el de Efrén, el Claromontanus), el Papiro 61, muchos minúsculos y varias versiones apoyan el texto tradicional. Es posible intuir una explicación. La lectura litúrgica de Rm solía omitir los caps. 15 y 16 porque son menos relevantes dogmáticamente. Sin embargo, se mantenía la lectura de la bellísima doxología final. De los leccionarios la alteración pasó a los códices. En efecto, todos los manuscritos que presentan una variación están influidos por las lecturas de la liturgia.

1 Por esto, algunos autores piensan que el cap. 16 de Rm es todo lo que queda de la verdadera carta a los Efesios, y que fue unido a Rm para que no se perdiera, mientras que Ef sería un escrito pseudoepigráfico. La arbitrariedad de esta conjetura es evidente. Es cierto que Rm 16 falta en un manuscrito, el minúsculo 1506, pero se trata de un caso aislado y de un manuscrito del año 1320. Así que pobres elementos autorizan a pensar que dicho capítulo estuviera ausente en el original. Como veremos enseguida, el problema se plantea más bien a propósito de la doxología final. Pero digamos también que, sea cual fuere la solución que se dé a la autenticidad de la doxología, esto en nada afecta a la integridad de Rm 16. Pensar, además, que sea un fragmento de una epístola a los Efesios es añadir una nueva conjetura, ya que supone rechazar previamente la autenticidad de Ef.

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Introducción a los escritos de san Pablo ESTRUCTURA DE LAS DOS CARTAS

Gálatas

-

Sobre el esquema genérico, que se repite en casi todas las epístolas (saludo, acción de gracias, cuerpo doctrinal, parte moral, despedida), teje el Apóstol sus consideraciones concretas, distintas para cada circunstancia y cada comunidad cristiana a la que se dirigía. En el caso de la Carta a los Gálatas, anterior a Romanos en la fecha de redacción, san Pablo, después del acostumbrado saludo (1, 1-5), en el cual recuerda su condición de elegido no por los hombres sino por Dios, no puede frenar una dolida amonestación por la inconstancia de sus hijos espirituales ( 1, 6-10). Sus palabras son tajantes y llega a pronunciar un anatema contra los que predican un evangelio distinto del suyo. Así termina la parte introductoria, en que no hay acción de gracias. Antes de la exposición doctrinal, podemos leer uno de los textos más interesantes del epistolario paulino desde el punto de vista histórico. San Pablo, para defender su derecho a predicar el Evangelio y para resaltar el carácter sobrenatural de su misión, recuerda las etapas principales de su vida. Es la llamada «parte apologética» (1, 11-2, 21). En primer lugar, el Apóstol narra su vocación (1, 11-24), luego, el viaje a Jerusalén con Bernabé y Tito, probablemente con ocasión del Concilio de los Apóstoles (2, 1-10) y, por último, el episodio de Antioquía (2, 11-21). En la parte doctrinal (3, 1-4, 31) aborda, por primera vez, el tema central de la lucha contra los judaizantes: la justificación por la fe en Jesucristo y no por el cumplimiento de las obras de la Ley mosaica. San Pablo argumenta remontándose a las promesas hechas a Abrahán. La herencia y la bendición no vienen de la Ley de Moisés, sino de las promesas hechas a Abrahán (3, 1-14). El Patriarca fue «justificado» por su fe, mientras que la Ley maldice a los transgresores. La justificación, pues, se apoya en las promesas, no en la Ley promulgada 430 años después: la Ley solo fue dada a modo de «pedagogo» que preparase la recepción de la Nueva Ley de libertad predicada por Cristo (3, 15-29). Para esclarecer la naturaleza de la condición del cristiano, el Apóstol recurre a dos comparaciones: una sacada de la vida ordinaria, otra de la Sagrada Escritura. Los cristianos son hijos de Dios: antes de Cristo eran como hijos pequeños, que necesitan estar bajo tutores; ahora son hijos libres, en condición de heredar y pueden tratar a Dios como a un padre (4, 1-11). Por otra parte, esta oposición entre esclavitud y libertad recuerda la situación de los dos hijos de Abrahán: Ismael, hijo de Agar, la esclava, e Isaac, hijo de Sara, la libre. Ismael representa el Antiguo Testamento, Isaac, el Nuevo (4, 21-31). Entre las dos comparaciones, san Pa-

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blo abre su corazón, desahogándose en sentimientos paternales hacia los Gálatas (4, 12-20). Terminada la exposición de la doctrina, el Apóstol saca las consecuencias que de ella se derivan para la vida. Es la parte moral de la carta (5, 1-6, 10). Empieza recordando que la Ley de Cristo es ley de libertad, que se opone a la Ley de la circuncisión que lleva consigo una serie de obligaciones externas (5, 1-12). Desarrolla luego un tema fundamental: la oposición entre las obras que la Nueva Ley pide, que son las obras del Espíritu, y las obras que produce la carne y el pecado (5, 13-26). Termina, por último, comentando que el precepto fundamental de la Ley de Cristo es la caridad, cuya naturaleza ilustra mediante los efectos y aplicaciones concretas en el terreno de la fraternidad (6, 1-10). La carta termina con unas letras escritas por san Pablo de su propio puño, un breve resumen de la doctrina ya expuesta y una vibrante despedida (6, 11-18).

Romanos La Carta a los Romanos trata, substancialmente, de los mismos temas, pero de modo más amplio y profundo. Empieza con un prólogo elevadísimo, una de las páginas más emocionantes escritas por el Apóstol. San Pablo se declara siervo de Jesucristo y, al comentar su misión, recuerda con frases encendidas, tal vez provenientes de una profesión de fe bautismal, la obra de la Redención (1, 1-15). El Apóstol escribe para hablar de la justificación que viene de la fe, porque «el justo vivirá de la fe» (1, 16-17). La parte doctrinal está centrada en el significado, en la naturaleza y en las consecuencias de la justificación que hemos conseguido por medio de Jesucristo y abarca más de la mitad del escrito inspirado (1, 18-11, 36). En ella se pueden reconocer tres grandes apartados. En el primero (1, 18-4, 25) san Pablo quiere mostrar la necesidad de esta justificación. Para esto describe la situación de pecado en la cual se encuentran todos, absolutamente todos los hombres: los paganos por su idolatría y perversiones (1, 18-32); los judíos por sus pecados y transgresiones (2, 1-24). No basta la circuncisión de la carne para salvarse, hace falta «la circuncisión del corazón», es decir, la pureza interior (2, 25-3, 8). Luego todos, judíos y gentiles, son pecadores delante de Dios (3, 9-20) y necesitan ser justificados gratuitamente por Dios por medio de la fe en Cristo (3, 21-31). Termina este primer punto de la exposición doctrinal con un ejemplo que ya se citaba en Gálatas: el ejemplo de Abrahán, que recibió las promesas no por las obras, sino por la fe (4, 1-25).

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El segundo apartado (5, 1-8, 39) se dedica sobre todo a describir los efectos de la justificación, poniendo de relieve que es un don de Dios. Nosotros no tenemos méritos ante Dios: es Él el que nos salva gratuitamente en Cristo. Por esto algunos autores subdividen este apartado en dos: la acción redentora de Cristo (5, 1-6, 23) y la vida cristiana (7, 1-8, 39). También es posible otra división: Rm 5, 1-11 podría unirse al apartado anterior, sobre la justificación, y desde 5, 12 hasta 7, 25 san Pablo hablaría de los enemigos de la justificación: el pecado, la muerte y la concupiscencia. Sin negar la validez de estos planteamientos, nos parece más sencillo lo que proponemos, dejando claro que el estilo de san Pablo presenta algunos «textos puente» o de transición, en que se pasa de un argumento a otro. Cristo nos reconcilia con el Padre mediante su muerte, por medio del · sacrificio de su sangre. La muerte de Cristo por nosotros es fundamento de nuestra esperanza (5, 1-11). Nosotros, oprimidos bajo el pecado de Adán, encontramos precisamente en Cristo, el nuevo Adán, la nueva cabeza del género humano; Él nos libera y nos devuelve la vida que el pecado del primer hombre nos había quitado. Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (5, 12-21). Esta liberación y esta vida nueva se nos comunican mediante el Bautismo, en el cual participamos de la muerte y de la Resurrección de Jesucristo (6, 1-11). La oposición entre el pecado y la redención, entre la muerte y la vida, es comparada con la oposición entre esclavitud y libertad. Cristo nos ha liberado del pecado original y nos da la posibilidad de liberarnos de los pecados personales, a fin de que libremente sirvamos a la justicia (6, 12-23). Lo que esclaviza al hombre es el pecado; en primer lugar, el pecado original y, luego, los pecados personales, agudizados por la Ley, y la concupiscencia que, sin ser pecado, del pecado viene y a él inclina. Por lo tanto, la libertad que Cristo nos otorga es libertad frente a la Ley (7, 1-6) y libertad frente a la concupiscencia (7, 7-13). Hay un tercer enemigo: la carne-donde precisamente anida la concupiscencia-, que se opone al espíritu. Hay una ley de la carne -la concupiscencia que inclina al pecado-, contraria a la gracia, contra la cual hay que luchar. La lucha interior es la condición ordinaria de la vida cristiana, puesto que el pecado sigue amenazando aún después de la justificación (7, 14-25). Pero no todo es lucha en la vida del cristiano, como tampoco toda la justificación consiste en la remisión de los pecados. Lo más importante de la justificación es su aspecto positivo: la vida nueva que el Espíritu nos concede (8, 1-13). Por la acción del Espíritu, nosotros somos verdaderamente hijos de Dios (8, 14-30) y nos llenamos de confianza aun en medio de las contradicciones. La nuestra es la esperanza gloriosa de los hijos de Dios (8, 31-39).

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El ejemplo de la vocación y de la fe de Abrahán había cerrado la primera serie de consideraciones doctrinales relativas al pecado, a la fe, a la redención y a la justificación de Cristo. De modo paralelo un nuevo ejemplo, sacado de la Historia Sagrada, cierra esta segunda serie y constituye el tercer apartado (9, 1-11, 36): el de la elección gratuita del pueblo de Israel entre todos los pueblos. Es el ejemplo de la elección gratuita de Jacob como heredero de la promesa frente al rechazo de Esaú (9, 1-13). Este ejemplo lleva consigo una nueva revelación: el misterio de la predestinación divina que no contradice la libertad humana (9, 14-33). El antiguo pueblo elegido ha sido infiel a su vocación y ha permitido así el derroche de la misericordia divina sobre los gentiles (10, 1-21). Pero la reprobación de Israel no será total: un resto se salvará (11, 1-12). La parte doctrinal de Romanos se cierra precisamente con la contemplación de esta última antítesis entre el nuevo pueblo elegido y el antiguo (11, 13-24) para anunciar que, en los tiempos finales, la Sabiduría divina ha dispuesto ya la conversión de Israel y la unión de todos los fieles (11, 25-36). A partir de la consideración de la unión de todos los fieles se desarrolla la parte moral de la Carta a los Romanos (12, 1-15, 13). El tema central, como en Gálatas, es la vida según la caridad. Pero este argumento adquiere en Romanos una dimensión universal. La caridad es, en primer lugar, el vínculo de unión de los miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (12, 1-8). Todos somos en Cristo un solo cuerpo y miembros unos de otros: de aquí viene la exigencia de la caridad fraterna (12, 9-21). La misma caridad preside el mantenimiento del orden social, puesto que se trata de reconocer que toda autoridad viene de Dios y está al servicio de Dios (13, 1-7). Por esto, la caridad es la plenitud de la Ley (13, 8-14). Después de haber enunciado los principios generales que rigen la vida cristiana ( 12, 1-13, 14), san Pablo examina un caso concreto que le da pie para desarrollar ulteriores consideraciones (14, 1-15, 13). Se trata de la diferencia entre «fuertes» y «débiles» en la fe: entre los que no hacían distinciones entre los alimentos, ni entre los días, y otros que se sentían obligados a no comer los animales impuros y a ayunar en determinados días del año según las prescripciones judaicas. El criterio que debe presidir es el del amor y respeto mutuo. Hay que ponerse en las circunstancias del prójimo (14, 1-12), evitar siempre el escándalo (14, 13-23) y seguir en todo el ejemplo de Cristo (15, 1-13). La Carta a los Romanos termina con un epílogo más amplio de lo acostumbrado (15, 14-16, 27), debido tal vez a la importancia de la comunidad cristiana que residía en la capital del Imperio y a los proyectos de san Pablo. El Apóstol, en efecto, explica ante todo por qué ha escrito a los cristianos de Roma (15, 14-21), expone luego sus futuros planes (15, 22-33) y termina con una larga y afectuosa serie de recomendaciones y

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saludos (16, 1-24). Las últimas palabras son una espléndida alabanza a Dios, por medio de Jesucristo (16, 25-27). San Pablo concluye su carta como si fuera una oración, de igual modo que la había empezado en el nombre de Dios y de Jesucristo. CONTENIDO DOCTRINAL: LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE Y NO POR LA LEY

El tema principal o central de las dos epístolas es el tema de la «justificación» (dikaiosis). ¿Qué entiende san Pablo con esta palabra? Para entenderlo hay que tener en cuenta el sentido de la palabra «justicia» (dikaiosyne). La justicia es una propiedad de Dios, en el sentido de que solo Dios es verdaderamente «justo» (cfr. 1 S 12, 7; Mi 6, 5; Is 45, 21.24; 51, 5; etc.). En efecto, «justo» es una expresión que viene del hebreo tsedeq, que indica algo que corresponde a lo prometido, algo análogo a lo «verdadero» ('emet, en hebreo). Se llama tsedeq en sentido estricto lo que corresponde a un «peso» establecido: es una palabra de la jerga comercial. Por extensión se aplica a Dios en la Alianza: Dios es tsedeq, en el sentido de que cumplirá lo que ha prometido (cfr. Dt 10, 18; Os 2, 2; Jl 2, 23; Is 32, 15; 33, 5; 48, 18). Esto es propiamente el sentido de la «justicia» de Dios. Por derivación, en el A.T., se llama «justo» al que cumple con todos sus compromisos para con Dios (Am 5, 7; 6, 12). El enfoque de la Alianza es siempre lo que domina. En los libros del judaísmo inmediatamente anteriores a Cristo (sobre todo en el libro de la Sabiduría), el «justo» adquiere progresivamente una connotación ética, más que jurídica: no es solo el que cumple con sus compromisos, sino el hombre fiel, que no cae en la idolatría, el puro de corazón, piadoso, que verdaderamente merece el nombre de «hijo de Dios» (Tb 3, 2; 12, 9; 14, 9.11; Sb 1, 15; 2, 10; 3, 1; Qo 10, 23; etc.). Pero san Pablo no se limita a repetir estos conceptos del A.T., sino que del adjetivo dikaios compone una palabra relativamente nueva, un sustantivo abstracto: dikaiosyne, cuando el griego clásico utilizaba, para expresar la «justicia», la palabra dike. El nuevo sustantivo indica una propiedad de Dios y se relaciona con el poder divino de «convertir a un hombre en justo», es decir, indica la acción de Dios, mediante la cual un hombre llega a ser justo. Más exactamente, la palabra dikaiosyne Theou se encuentra en el N.T. 12 veces, de las cuales 9 en san Pablo y 8 en Rm (Rm 1, 17; 3, 5.21.22.25.26; 10, 3 dos veces); la palabra dikaiosis y su sinónimo dikaioma se encuentran en san Pablo, respectivamente, 2 y 5 veces (más dos veces en Hb ). Este último término se encuentra también en Le y en Ap; pero, en el caso de Ap, indica «las operaciones de los santos». El verbo dikaioo, en cambio, es muy frecuente (unas cuarenta veces, 26

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en san Pablo). Su sujeto, en los escritos paulinos, es siempre Dios, tanto explícita como implícitamente. Para comprender su significado tiene una importancia extraordinaria el texto de Rm 1, 16-17: «No me avergüenzo del Evangelio, pues es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío en primer lugar y también del griego. Pues en él se revela la justicia de Dios de la fe hacia la fe, como está escrito: El justo vivirá de la fe (Ha 2, 4)». Este texto tan denso quiere decir que Dios comunica «su justicia» al que cree, sin hacer distinciones. De este modo, todo hombre llega a ser «justo». La expresión «de la fe hacia la fe», que ha tenido en la historia muchas interpretaciones, parece querer decir: «desde una fe incipiente, hacia una fe cada vez más firme». Esto quiere decir que Dios otorga su «justicia» al que cree en la medida de su fe, y tanto más el hombre cree cuanto más Dios le ayuda. Por otro lado, la cita de Ha 2, 4 es muy significativa. Con un método rabínico de exégesis, san Pablo aplica el texto profético a una circunstancia distinta: En el libro de Habacuc, Dios prometía la salvación de la invasión asiria a los que permaneciesen fieles: el texto equivale a: «los que sigan fieles vivirán gracias a su fidelidad». El Apóstol eleva esta promesa a un nivel universal: la fe en Dios produce la justificación y, por lo tanto, la verdadera vida. Se relacionan así tres conceptos: la fe, la vida y la justificación. Lo importante es señalar que, como demuestra el ejemplo de Abrahán, la justificación viene de la fe y no del cumplimiento de la Ley de Moisés, ya que Abrahán es anterior a Moisés (cfr. Rm 4, 3.5.9.22 donde se cita Gn 15, 6). En Ga, de modo todavía más tajante, el Apóstol afirma que nadie es justificado por las obras de la Ley (cfr. Ga 2, 16). Luego la· justificación viene de la fe y no de las obras (cfr. Rm 3, 20.21.22.28; 5, 1; Ga 3, 8.24). Más aún, puesto que la fe no depende de méritos anteriores, la justificación es «gratuita» (dorean), es un don (Rm 5, 17). Por este motivo, los gentiles, que no buscaban la justicia, han sido justificados (cfr. Rm 9, 30), mientras que Israel, que buscaba la justicia de la Ley, no lo ha sido (Rm 10, 3). La justificación se relaciona, por lo tanto, con la Ley. La Ley no puede justificar, porque no implica la fe, sino la observancia de los preceptos: puede, en este sentido, conducir a una postura orgullosa como la de quien considera que la justificación le es debida gracias a sus obras. Pero, al contrario, la Ley no hace sino convencer del pecado a los hombres, a través de su maldición (cfr. Ga 3, 13). La obra de Cristo consiste precisamente en asumir sobre sí todos los pecados para reparar la amistad entre Dios y los hombres. Al mismo tiempo, la Ley, si se ve como preparación de Cristo, no es algo malo (cfr. Rm 3, 31; 7, 7.12); es un «pedagogo» que nos ha preparado para la venida del Redentor (cfr. Ga 3, 24). Así que la

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Ley es ambivalente: por un lado, contribuye a agravar el pecado porque lo convierte en un pecado de malicia (cfr. Rm 5, 13; 5, 20; 7, 7.8; Ga 2, 19); pero, por otro lado, es una praeparatio evangelica (cfr. Rm 3, 1-2). En cualquier caso, ahora ha sido superada y sustituida por la ley de Cristo, ley de fe y de caridad (cfr. Rm 8, 2; 8, 4; 10, 4; Ga 5, 14; 6, 2). LA GRACIA Y LA FILIACIÓN DIVINA

La justificación se presenta así como el primer estadio de una nueva situación: la situación de amistad con Dios o, por decirlo mejor, como la condición de hijos. En efecto, esto es el núcleo de la revelación paulina: que de pecadores hemos pasado a ser hijos de Dios. Para san Pablo la filiación divina es propiedad fundamental de Cristo, al que nunca llama «hijo del hombre»: Jesucristo es hijo de Dios por naturaleza (cfr. Ga 4, 4; Rm 8, 3.32) y solo Él lo es. Pero, al mismo tiempo, esta filiación se nos comunica por medio del Espíritu Santo: nosotros recibimos la hyiothesia, es decir, la «filiación adoptiva», por la cual llegamos a ser realmente «hijos de Dios» (cfr. Ga 3, 26; 4, 6ss; Rm 8, 14.19; 9, 26). Esta palabra, utilizada en Rm 9, 4, indica que la idea del A.T., según la cual todo el pueblo de Israel estaba llamado a ser «hijo de Dios», ahora se aplica tanto colectiva como individualmente a las realidades de la Nueva Alianza. Una expresión parecida es la de que los cristianos son «criaturas» (tekna) de Dios (cfr. Rm 8, 16.17.21; 9, 7ss). Es importante notar que la «adopción» por parte de Dios es obra de las tres Personas divinas. El Padre es el principio y el término de nuestra filiación, el Hijo es el modelo y la causa «formal y ejemplar» y el Espíritu Santo es la causa «eficiente». En realidad esta terminología no es del todo adecuada: sería preferible decir que nosotros llegamos a ser, por voluntad de Dios Padre, hijos de Dios Padre, en el Hijo, por obra del Espíritu Santo. Dos son los textos fundamentales que expresan este misterio. Por un lado, Ga 4, 4-7: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estábamos bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y, como eres hijo, también heredero por gracia de Dios». Por otro, Rm 8, 14-17: «Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, también herede-

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ros: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorífícados»>. Del conjunto de estos importantes textos se deduce que el fin de la misión del Hijo era la de comunicar a todos la filiación adoptiva, por eso se habla de «plenitud de los tiempos». Toda la Encarnación.está vista en función de este fin. Nótese que san Pablo recurre a la metáfora de la «adopción» a falta de algo mejor; de todos modos, la noción, muy difundida tanto en el ambiente judaico como en el pagano, se prestaba muy bien para definir la nueva y única relación que se establecía entre los hombres y Dios, dejando al mismo tiempo en claro que la filiación divina de Cristo pertenecía a un orden singular e irrepetible. La filiación adoptiva del cristiano está en relación con el Bautismo (cfr. Ga 3, 27; 4, 6; Rm 8, 15.29) en el cual se comunica el Espíritu y tiende dinámicamente a la posesión de la herencia, es decir, tiene un fin escatológico: el destino nuestro es la «libertad de la gloria de los hijos de Dios» (cfr. Rm 8, 21). Ahora bien, esta posesión solo se dará en la medida de nuestra identificación con Cristo, y más exactamente en la medida de nuestro «con-padecer» con Cristo. La Cruz es la fuente de la filiación divina. No es casual que san Pablo manifieste que la filiación divina del cristiano le lleva a decir las mismas palabras que el Señor pronunció en Getsemaní (cfr. Me 14, 36) como expresión de intimidad y rendida aceptación de la voluntad del Padre. La filiación divina y la «justificación» se corresponden profundamente, ambas se apoyan en el Sacrificio Redentor, y ambas suponen no un «cambio mágico», es decir, puramente exterior, en el hombre, sino una verdadera y real transformación, que se manifiesta también en una conducta nueva. La filiación divina supone un nuevo «estado», casi ontológico, del hombre, que le afecta en el alma y en el cuerpo. Por eso san Pablo llega a decir: «Sabemos que la creación entera gime y sufre toda ella con dolores de parto hasta el momento presente. Y no solo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8, 22-23). LA VIDA CRISTIANA

Es muy característico de san Pablo sacar siempre consecuencias prácticas de las grandes verdades dogmáticas. Ya en las cartas a los Tesalonicenses había insistido en muchas recomendaciones. Lo mismo hace en amplios apartados de Gay Rm. No es ahora el momento de detener2

Volveremos sobre muchas de estas realidades en la III parte del libro.

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nos en los detalles, que dejamos para la tercera parte del libro. Pero no se puede dejar de señalar la extraordinaria importancia que el Apóstol da a la caridad como manifestación de vida cristiana. Aunque las palabras más profundas sobre la caridad se encuentran en 1 Ca 13, en Rm y Ca encontramos también afirmaciones fundamentales. En primer lugar, afirma que «el que ama al prójimo ha cumplido plenamente la Ley» (Rm 13, 8; cfr. Rm 13, 10), como ya había insinuado en Ca 6, 2: «Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo» ( cfr. Ca 5, 14). Por tanto, la caridad es la fuente de la unión de todos los cristianos en un solo cuerpo (cfr. Rm 12, 4-8), porque se opone radicalmente al engreimiento orgulloso (cfr. Ca 5, 13-15) y a la discordia. Al contrario, la caridad nos hace hermanos (cfr. Rm 12, 9-10), lleva a compartir dolores y preocupaciones (cfr. Ca 6, 6), a tener los mismos sentimientos (cfr. Rm · 12, 16), a no vengarse (cfr. Rm 12, 19), a rendir honor a los demás (cfr. Rm 12, 10), en definitiva, a vencer el mal con el bien (cfr. Rm 12, 21). La caridad es el primer fruto del Espíritu (cfr. Ca 5, 22) y ha sido derramada por Dios en nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5). Sus efectos son la obediencia a las autoridades ( cfr. Rm 13, 1- 7), el respeto delicado hacia la «debilidad» de los demás (cfr. Rm 13, 13.15), la corrección fraterna (cfr. Ca 6, 1), la solicitud por la unidad (cfr. Rm 14, 19) y, en última instancia, la glorificación de Dios de un modo concreto y práctico (cfr. Rm 15, 6). Por eso san Pablo puede decir, con una fórmula particularmente expresiva, que: «En Cristo Jesús no tiene valor ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino la fe que actúa por la caridad» (Ca 5, 6). LA EXÉGESIS PELAGIANA Y LUTERANA. LOS DECRETOS DEL CONCILIO DE TRENTO

Los textos de Rm y Ca tienen en la historia de la teología una importancia especial ya que estuvieron en el centro de la controversia luterana. Para poder entender, sin embargo, algo de la postura de Lutero, hay que remontarse a la herejía de Pelagio, que también tuvo como punto de partida la interpretación de los textos paulinos. Téngase en cuenta, entre otras cosas, que la traducción de san Pablo que aparece en la Vulgata no es de san Jerónimo, como se cree, sino de Pelagio o de un discípulo suyo. De Pelagio conservamos un interesante comentario a las Epístolas paulinas, y el primer comentario latino al Corpus paulinum, cuyo autor seconoce tradicionalmente como Ambrosiaster, quien en ciertos puntos resulta singularmente próximo a las ideas de Pelagio. La postura pelagiana consiste, fundamentalmente, en fijarse solo en el aspecto «moral» de san Pablo, es decir, en sus exhortaciones morales y

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parenéticas, olvidando que son el fruto de una profunda consideración dogmática: la gratuidad de la gracia divina. Pelagio, como se sabe, estaba convencido de que estaba defendiendo la autenticidad de la doctrina católica contra los laxistas. Por esto, tanto él como sus seguidores, Celestio y Julián de Eclana, afirmaban que querían defender la bondad del Matrimonio, la bondad de la ley de Cristo, la bondad de la Creación y la bondad de la voluntad humana. Para hacerlo subrayaban los textos de san Pablo que hablan de la necesidad de la lucha ascética y la visión positiva del cuerpo humano y de la sexualidad. Pero, obviamente, tenían que silenciar los textos sobre el pecado original. Fue precisamente a propósito de Rm 5, 12 y también de Rm 7, donde san Agustín desveló la falacia de los pelagianos. El Obispo de Hipona se limitó, en realidad, a subrayar lo que en los escritos paulinos es evidente: solo en Cristo podemos conseguir la salvación. Cristo es el nuevo Adán, la nueva cabeza del género humano. Y, frente a la teoría del mérito de los pelagianos, señaló una y otra vez que la gracia es gratuita, es decir, sin méritos previos. La doctrina agustiniana se apoya, sobre todo, en la interpretación de Rm 3; 5 y 7. Una vez superada la herejía pelagiana, los textos de san Pablo no dieron ocasión a ninguna nueva controversia, si se exceptúa tal vez la relativa a la predestinación, cuyo contenido, sin embargo, es más sistemático que exegético. La interpretación católica del pecado de Adán y de sus consecuencias, así como de la gratuidad de la gracia, quedó definida en el Concilio de Orange (cfr. Dens.-S; 371-378). Lutero, en cambio, partió de una postura totalmente opuesta a la de Pelagio, creyendo apoyarse, por lo menos en sus primeros años, en las ideas de Agustín. Sabemos que lo que le inquietaba era la interpretación de la expresión «justicia de Dios» en Rm. Lutero entendía que la postura católica era la de interpretar esa expresión en el sentido de la justicia legal, como si el hombre pudiera merecer por sí mismo el bien y el mal. Su opinión, en realidad, era falsa y se debía a que Lutero desconocía a santo Tomás: su conocimiento de la escolástica se limitaba solo a algunos autores de orientación nominalista, como Gabriel Biel. Tampoco su conocimiento de la exégesis católica era profundo: sus lecturas no habían ido más allá de las glosas de Nicolás de Lira y de las glosas más conocidas. Ciertamente conocía bien a san Agustín, pero su conocimiento estaba impregnado de un profundo subjetivismo religioso y un gran pesimismo. No parece posible que san Agustín ni santo Tomás ni el Magisterio pudieran apoyar su opinión. De todos modos, Lutero abominaba de la metafísica y del aristotelismo y este convencimiento le llevaba a experimentar, según decía él mismo, «terror» frente a la justicia implacable de Dios. Pensaba que, si la «justicia de Dios» había de entenderse como estricta justicia legal, entonces no había esperanza de salvación ni se entendía cómo Cristo podía sal-

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vamos. Probablemente a la solución de estas dudas se refiere el Reformador cuando habla de la «experiencia de la torre». El hecho es que, durante una temporada dedicada a la reflexión y a la meditación, encontró un modo de explicar la frase «justicia de Dios», que antes le parecía coincidir con la «ira de Dios». Según Lutero, la «justicia» de Dios es la «justicia» por la cual Dios es justo y, añade él siguiendo a san Agustín, «justifica» al impío. Lutero estaba seguro de interpretar el verdadero pensamiento del Apóstol: Dios, en consideración de los méritos de Cristo, comunica su justicia al impío. En este sentido la «justicia» del pecador no es una virtud según la cual el pecador pueda tener algún derecho frente a Dios, sino que es la justicia misma de Dios. Estas ideas se reflejan en su Comentario a la Epístola a los Romanos, sobre todo en los scholia, entre los que destaca el excursus sobre Rm 3. Algunos años más tarde, ya en plena reforma, Lutero · comentó también Ga en sentido todavía más radical. Esquematizando mucho, se puede decir que los puntos fundamentales de la exégesis luterana sobre san Pablo son tres: primero, que el pecado original hace que el hombre quede herido para siempre en sus facultades, de modo que su libre albedrío se convierte en un «arbitrio esclavo»; en segundo lugar, que la justicia de Dios queda extrínseca al hombre, es decir, que no le cambia, sino que simplemente se limita a no imputarle el pecado (simul iustus et peccator), como demuestra la concupiscencia; en tercer lugar, que esta «justicia» se consigue y se mantiene sola [ide, es decir, solo por la fe, sin ninguna obra ni mérito por parte nuestra. El Concilio de Trento se vio obligado a rebatir estas opiniones de Lutero, que ponían en tela de juicio toda la Soteriología católica. Lo hizo en dos decretos de gran importancia: el Decreto sobre el pecado original, de 17 de junio de 1546 (Sesión 5ª) y el trascendental Decreto «de iustificatione» de 13 de enero de 1547 (Sesión 6ª). Para ambos decretos el Concilio no quiso deliberadamente acudir a la teología escolástica, sino que se apoyó en san Pablo y en la interpretación de san Agustín. Ambos decretos ofrecen, por lo tanto, una interpretación, por lo menos indirecta, de algunos textos paulinos. Concretamente, el primero explica el sentido que tiene la afirmación de Rm 5, 12 acerca de la universalidad y las consecuencias del pecado de Adán; al mismo tiempo aclara que en los bautizados se elimina todo pecado (cfr. Rm 6, 4) y que, si queda la concupiscencia, esta no tiene razón de pecado, sino que «ex peccato est et ad peccatum inclinat» (cfr. Rm 6, 12ss; 7, 7.14-20). Con estas precisiones, al mismo tiempo que se renueva la condenación del pelagianismo, se rechaza la idea de que la naturaleza humana se encuentra en una situación necesariamente de pecado: el hombre está herido, pero su naturaleza no está corrompida por el pecado3. 3

Cfr. Denz-S; nn. 1512-1515.

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Más importante todavía es el Decreto de iustificatione, que es objeto detenido de estudio en Antropología sobrenatural. Por lo que se refiere a la exégesis, bástenos aquí decir que en ello, además de una profusión de citas paulinas, se precisa el sentido del término «justificación» en relación con algunos textos en concreto: Rm 3, 22-25; Rm 9, 30; Col 1, 12.13. También se aclara que la filiación divina, así como el Apóstol la describe en Rm 8, 15-17, no es simplemente una no-imputación, sino una verdadera renovación y transformación (cfr. Tt 3, 7; Rm S, 5; Ga 5, 6)4• En definitiva, el Concilio de Trento, aunque no haya querido definir nada relativo a la exégesis, da abundantes pistas para interpretar el sentido de los textos paulinos, alejándose tanto del falso optimismo pelagiano como del excesivo y trágico pesimismo luterano.

4

Cfr. Dens.-S; nn. 1522.1524.1528.1530.1532.1538.

Capítulo XI LAS «GRANDES EPÍSTOLAS»: 1 Y 2 CORINTIOS LA SITUACIÓN DE LA IGLESIA EN CORINTO

Corinto era una de las ciudades comerciales más importantes del mundo antiguo. Debía su esplendor a la posición estratégica que ocupaba: su situación privilegiada en el istmo del mismo nombre, que une la península del Peloponeso con la Grecia continental, le permitía disponer de dos puertos: Cencreas en el mar Egeo y Laqueo en el Jónico. Era lugar de paso obligado entre Asia e Italia y entre el continente y el Peloponeso, y de ahí su importancia comercial. Ya en tiempos de san Pablo, Corinto gozaba de una historia centenaria. Según escribe Homero (cfr. Ilíada, VI, 152, 210, etc.), había sido fundada en el siglo IX a.C.; alcanzó su mayor apogeo durante los siglos VI y V a.C., después de largas y encarnizadas guerras contra Esparta y Megara, sus principales rivales. Era famosa por la elegancia de sus cerámicas y por sus escuelas de retórica y filosofía ( conservaba con orgullo la tumba de Diógenes, el único filósofo de origen corintio). En el año 146 a.C. el general romano Lucio Mummio Acaico la destruyó, al derrotar la Liga Aquea; cien años después, el año 44, Julio César estableció sobre sus ruinas una colonia romana, devolviéndole su antigua prosperidad, que se prolongaría por tres siglos. Era la capital de Acaya, que con Macedonia formaban las dos provincias en que los romanos habían dividido Grecia. Además era sede del procónsul romano y, por tanto, la ciudad más importante de la península. Su población en el siglo I de nuestra era se calcula en unos 600.000 habitantes, la ciudad más poblada de Grecia. De ellos, dos tercios eran esclavos; el resto eran sobre todo familias romanas que ejercían un notable influjo, como lo demuestra la abundancia de nombres romanos entre los primeros fieles: Crispo, Tito Justo (cfr. Hch 18, 7-8); Lucio Tercio, Gayo, Cuarto (cfr. Rm 16, 21-23); Fortunato, Acaico (cfr. 1 Co 16, 17). También, por su carácter de ciudad comercial, abundaban los habitantes

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de otras naciones: asiáticos, fenicios, egipcios y otros grupos hacían de Corinto una de las ciudades más cosmopolitas del Imperio. Tampoco faltaba una nutrida comunidad judía, como lo muestra la existencia de una sinagoga (cfr. Hch 18, 4). Corinto, donde confluían gran variedad de religiones, con templos dedicados a las divinidades más diversas, era también tristemente célebre por su degradación moral (cfr. Juvenal, Sátiras, 8, 113). «Vivir a la corintia» era sinónimo de vivir depravadamente. Entre otras aberraciones estaba el culto de Afrodita, que contaba con mil «sacerdotisas» dedicadas al culto de la diosa, dentro del cual ejercían la llamada «prostitución sagrada». En esta ciudad san Pablo predicó el mensaje evangélico y, con la ayuda de Dios, llegó a formar una floreciente comunidad cristiana. Sabemos por los Hechos de los Apóstoles (cfr. 18, 1-18) que la Iglesia· en Corinto fue fundada por san Pablo, con la colaboración de Silas y Timoteo, durante su segundo viaje misional. El Apóstol había llegado a Corinto procedente de Atenas, donde, a pesar de su brillante discurso en el Areópago, fueron pocos los que se convirtieron (cfr. Hch 17, 16-34). Esta dura experiencia, junto con la corrupción moral que reinaba en Corinto, pueden explicar su llegada «con temor y mucho temblor» (1 Co 2, 3). En esta ciudad el Apóstol, bajo el impulso del Espíritu Santo, prescindirá de discursos de elevada retórica humana, para anunciar sencillamente «a Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2). San Pablo, durante más de año y medio, entre el 50 y el 52, estuvo enseñando en Corinto (cfr. Hch 18, 11). Allí entró en contacto con Aquila y Priscila y con los judíos de la sinagoga, entre los cuales Sóstenes y, más tarde, con Tito Justo, un gentil que vivía junto a la sinagoga: muy probablemente se trataría de un prosélito judío (cfr. Hch 18, 6-7). Junto a numerosas conversiones -el jefe de la sinagoga, Crispo, con toda su familia, así como otros muchos corintios (cfr. Hch 18, 8)- el Apóstol tuvo abundantes dificultades y contradicciones. Durante esta primera estancia en Corinto san Pablo escribió las dos Cartas a los Tesalonicenses. Cierto tiempo después -un año aproximadamente- llegó a Corinto Apolo, un judío muy elocuente de origen alejandrino, que se había convertido al cristianismo gracias a Aquila y Priscila y que continuó la labor comenzada por san Pablo (cfr. Hch 18, 26-28; 1 Co 3, 4-6). Posteriormente, el Apóstol estuvo algunas veces más en la ciudad del istmo. Es probable que en el tercer viaje apostólico, mientras fundaba la Iglesia en Éfeso (cfr. Hch 19, 1-40), tras escribir la primera Carta a los Corintios, hiciera una breve visita a Corinto el año 57 (cfr. 2 Co 1, 15-2, 4): en esta ocasión san Pablo, o alguno de sus colaboradores, debió de ser objeto de alguna ofensa especialmente grave (cfr. 2 Co 2, 5-11). Más

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tarde, después de haber escrito desde Macedonia la segunda Carta a los Corintios, pasó el invierno del 57 al 58 en esta ciudad (cfr. Hch 20, 1-2). La comunidad cristiana de Corinto, a juzgar por los datos que san Pablo suministra en sus cartas, debió de ser de las más numerosas por él fundadas. Parece que predominaban los cristianos provenientes del paganismo (cfr. 1 Co 12, 2). La mayoría eran personas sencillas, aunque no faltaban los doctos y de posición desahogada (cfr. 1 Co l, 26-29). También debían de ser numerosas las mujeres (cfr. 1 Co ll, 2-6; 14, 34-35). Una comunidad, en fin, que, siendo muy numerosa, abarcaba todos los ámbitos de la sociedad . . FECHA Y CIRCUNSTANCIAS DE LA DOS CARTAS

Es prácticamente seguro que el Apóstol escribió la primera carta al final de su estancia en Éfeso, en la primavera del 57 d.C. Había enviado a Timoteo a Corinto (cfr. 1 Co 4, 17; 16, 10) y los Hechos precisan que la marcha de Timoteo tuvo lugar tras dos años y tres meses de permanencia en Éfeso (cfr. Hch 19, 8.10.22). Más en concreto, se puede suponer razonablemente que fue alrededor de la Pascua, en cuyo caso adquieren mayor realce algunas imágenes que el Apóstol emplea en esta carta: p. ej., menciona los ácimos (cfr. 1 Co 5, 7-8); compara la vida abnegada de los cristianos con la de los corredores en el estadio (cfr. 1 Co 9, 24-27), aludiendo a los juegos ístmicos que cada dos años, en primavera, se celebraban en Corinto (cfr. Jenofonte, Helénicas, IV, 5, 1). Dadas las estrechas y frecuentes relaciones comerciales entre Éfeso y Corinto, no es sorprendente que san Pablo estuviera al tanto de la situación de la comunidad de Corinto. De hecho, sabemos por 1 Co 5, 9 que con anterioridad a nuestra carta el Apóstol ya había escrito otra -la llamada «pre-canónica», hoy perdida- con el fin de dar algunas indicaciones. La ocasión concreta para la primera carta canónica fueron las noticias recibidas por parte de un grupo de personas -los de Cloe ( cfr. 1 Co l, 11)- que pertenecían probablemente a una iglesia doméstica. Estos informaron al Apóstol de la difícil situación de la comunidad en la que se habían introducido una serie de abusos: existían varios partidos enfrentados entre sí (cfr. 1 Co l, llss); se notaba una gran laxitud con respecto a la castidad (cfr. 1 Co 6, 12ss); incluso hasta se toleraba un caso de incesto (cfr. 1 Co 5, lss); había pleitos de cristianos ante tribunales paganos (cfr. 1 Co 6, lss); algunas mujeres se comportaban sin el decoro debido en las reuniones litúrgicas (cfr. 1 Co 11, 2ss; 14, 34ss); se habían introducido desórdenes en la celebración de la Eucaristía (cfr. 1 Co ll, 17ss). Por otro lado, la misma comunidad había enviado una delegación,

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formada por Estéfanas, Fortunato y Acaico (cfr. 1 Co 16, 17), con un escrito en el que consultaban al Apóstol una serie de dudas (cfr. 1 Co 7, 1; alusiones parecidas se encuentran en 7, 25; 8, 1; 12, 1): sobre matrimonio y virginidad (cfr. 1 Co 7, lss); sobre la licitud de comer carnes inmoladas a los ídolos (cfr. 1 Co 8, lss); sobre el uso y valor de los carismas (cfr. 1 Co 12, lss); sobre la resurrección de los muertos (cfr. 1 Co 15, lss). San Pablo procuró contestar enseguida, anunciando, además, una visita personal para arreglar las cosas con más calma (cfr. 1 Co 16, 5-7). Sin embargo, los planes de san Pablo no se pudieron llevar a efecto. Entre la primera Carta a los Corintios, escrita en la primavera del año 57 (cfr. 1 Co 16, 8), y la segunda, enviada más tarde el mismo año, tuvo lugar en Éfeso el motín de los orfebres. Contrariamente a lo previsto ( cfr. 1 Co 16, 5-9), san Pablo debió de abandonar Éfeso antes de Pentecostés de ese año (cfr. Hch 20, 1-2). Hay indicios de que, con posterioridad a su partida, hizo una visita de ida y vuelta a Corinto, puesto que en 2 Co anuncia una tercera visita (cfr. 2 Co 12, 14; 13, 1). No sabemos, en concreto, qué acontecimientos la provocaron, aunque se intuye que, durante su rápida visita anterior, san Pablo debió de sufrir mucho. Probablemente fue por la rebeldía y la oposición de algunos judaizantes llegados a Corinto, que con sus calumnias atacaron la autoridad del Apóstol. Contra tales acusaciones se defiende especialmente en los caps. 10-13. Incluso parece que se llegó a las ofensas personales contra el Apóstol (cfr. 2 Co 2, 5ss) o uno de sus representantes más directos, sin que la comunidad tomara enseguida las medidas oportunas para corregir con severidad al agresor (cfr. 2 Co 7, 12). Aquella visita debió de estar marcada por los disgustos y la consiguiente tristeza (cfr. 2 Co 2, 1). San Pablo está dispuesto a perdonar todo y a organizar de nuevo la vida de la comunidad (cfr. 2 Co 2, 11). Por eso, afirma que escribió con «gran pena y angustia» (2 Co 2, 4) una carta que hoy se ha perdido. Tito fue el portador de esa carta desaparecida y consiguió que los corintios sé! arrepintieran y volvieran a la unidad (cfr. 2 Co 7, 5-7). El Apóstol no pudo encontrarse de nuevo con Tito hasta llegar a Macedonia, probablemente en Filipos. Las noticias que Tito traía de Corinto eran alentadoras y llenaron de consuelo a san Pablo, que envió esta nueva carta. Hay, por tanto, datos suficientes para afirmar que san Pablo escribió cuatro cartas a los fieles de Corinto: la primera, pre-canónica, que se perdió y se menciona en 1 Co 5, 9; la segunda, escrita en Éfeso en la primavera del 57, que forma parte del canon como primera Carta a los Corintios; la tercera, escrita también en Éfeso «con muchas lágrimas», que es mencionada en 2 Co 2, 4; la cuarta fue redactada en Macedonia en otoño del año 57 y entró en el canon bíblico como segunda Carta a los Corintios.

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ESQUEMA DEL CONTENIDO

El esquema de los contenidos de 1 Co corresponde al motivo de la carta, es decir, las necesidades y circunstancias concretas de la iglesia de Corinto. De ahí que la carta trate una gran variedad de temas y tenga un carácter marcadamente pastoral. Sin embargo, la exposición de san Pablo no se reduce a una mera casuística, ya que el Apóstol resuelve los problemas concretos siempre a la luz de los grandes principios de la fe, de manera que sus respuestas tienen un valor perenne y vienen a ilustrar no pocos aspectos del dogma y de la moral cristianos. El orden de 1 Cono sigue, por tanto, un esquema teológico-doctrinal, como Rm, sino más bien uno pastoral, en el que cabe distinguir dos grandes partes, más la introducción y el epílogo. En la introducción (1, 1-9), san Pablo comienza con el saludo habitual y un himno de acción de gracias. En la primera parte, el Apóstol de las gentes procura solucionar el problema de las divisiones que se habían creado en el seno de la comunidad y reprimir diversos abusos (1, 10-6, 20) acudiendo a un principio general: la verdadera sabiduría es la de Cristo. Las divisiones entre los fieles vienen de la consideración del propio valor, cuando frente a Cristo toda sabiduría humana es inútil: lo que "importa es la sabiduría de la Cruz (1, 10-4, 21). Esta parte de la epístola es particularmente significativa porque ofrece un ejemplo muy bueno del estilo paulino, que se desarrolla por círculos concéntricos. En efecto, Pablo empieza con una descripción de los «partidos» (1, 10-16), para pasar después al desarrollo del contraste entre la sabiduría del mundo y la sabiduría de la Cruz: se enuncia la existencia de una «sabiduría de la Cruz» (1, 17-25); luego se afirma que no hay razón para gloriarse (1, 26-31); la predicación de Pablo no fue con sabiduría, sino en la humildad (2, 1-5) y se expone de nuevo en qué consiste la sabiduría de Dios (2, 6-9). Cerrado el ciclo sobre la sabiduría de la Cruz, Pablo, después de una breve exposición sobre el poder del Espíritu ( 2, 10-16), vuelve a describir los partidos de la iglesia de Corinto (3, 1-4). Se cierra así el segundo círculo de consideraciones. Falta por cerrar el tercero; el Apóstol recuerda que todo lo hace Dios: los fieles de Corinto se vanagloriaban de haber sido evangelizados por Pablo o por Apolo o por Cefas o por el mismo Cristo; en cualquier caso, aclara el Apóstol, todos los evangelizadores son instrumentos de Dios (3, 4-17). Por eso nadie puede gloriarse en sí mismo (3, 18-4, 5). Pablo recuerda los sufrimientos de su trabajo apostólico (4, 6-13) y termina con una serie de amonestaciones, cuyo culmen es la afirmación de su paternidad espiritual (4, 14-21). Los tres círculos corresponden, pues, a tres conceptos: la necesidad de la unidad (1, 10; 4, 15); la existencia de divisiones debidas al orgullo (1, 11.12; 3, 4) y la sabiduría de la Cruz (1, 18; 2,

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6.7). La unidad de la comunidad debe apoyarse en el reconocimiento de que todos nos salvamos por obra de Cristo. Una vez confirmada la unidad, san Pablo recuerda la dignidad de la vocación cristiana. Por esto es inadmisible que viva entre los cristianos un incestuoso (5, 1-5): probablemente un pagano convertido que, sin cometer propiamente un incesto, se había casado con la segunda mujer de su padre, después de la muerte de este. Era el caso de un matrimonio zanuth, que despertaba el escándalo entre los judeocristianos. Tampoco se podía tolerar que los cristianos, para solucionar los pleitos que podían tener entre sí, acudieran a los tribunales paganos (6, 1-8). Con la condenación de estos abusos el Apóstol une la defensa de la dignidad cristiana, desarrollada bajo la forma de dos «catálogos» de vicios (5, 6-13; 6, 9-11). También en este caso, como en el anterior, tenemos un proceso de inclusión, ya que al anatema lanzado contra el incestuoso corresponde la defensa de la pureza cristiana y el rechazo del eslogan: «todo me es lícito» (6, 12-20). En la segunda parte de la carta (7, 1-15, 58) el Apóstol responde a las cuestiones planteadas por los propios corintios: en primer lugar, a propósito del matrimonio, del celibato y de las segundas nupcias (7, 1-40). San Pablo rechaza un nuevo eslogan, esta vez de tipo encratita: «es bueno que el hombre no toque mujer»; y establece un principio muy importante: que cada uno quede en la situación en la que ha sido llamado. Particular relieve tiene la solución del problema de si era lícito comer la carne de los animales sacrificados a los ídolos. Para contestar, san Pablo desarrolla un nuevo círculo de consideraciones (8, 1-10, 33): explica el caso y rechaza de nuevo el principio «todo me es lícito». La caridad debe moderar el uso de la libertad (8, 7-13), porque, como demuestran el ejemplo de san Pablo, la necesidad de la lucha ascética y el episodio del Éxodo, nuestro fin debe ser hacerlo todo para la gloria de Dios (10, 3133). Siguen luego las normas que se deben observar en las reuniones litúrgicas: en primer lugar, lo referente al atuendo de las mujeres (11, 1-16), luego, la celebración de la Eucaristía (11, 17-34); en tercer lugar, el discernimiento de los carismas (12, 1-14, 40), entre los que destaca la caridad (12, 31-13, 13). Por último, el Apóstol habla de la Resurrección de Cristo y de nuestra resurrección: se parte del hecho de la Resurrección del Señor (15, 1-10), para pasar a la afirmación de nuestra resurrección (15, 11-21) y dibujar después la escatología cósmica (15, 22-28) e individual (15, 28-49). Las últimas frases del capítulo sirven de resumen (15, 50-58). El Epílogo (16, 1-24) menciona la colecta en favor de los fieles de Jerusalén, los próximos proyectos de viaje de san Pablo y termina con la exhortación y saludos finales.

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En la segunda Carta a los Corintios el Apóstol se extiende principalmente en tres puntos, que constituyen tres grandes apartados: El primero es una detenida defensa de su actuación en el ministerio apostólico (caps. 1-7). En ella destaca la descripción de las relaciones entre Antiguo y Nuevo Testamento (cap. 3) y la apasionada apología de san Pablo (4, 7-12; 6, 1-10), como también la consideración de la muerte (5, 1-9). Queda así dibujada la figura de los Apóstoles, columnas de la Iglesia, pero, al mismo tiempo, «vasijas de barro» e imitadores de Cristo en sus sufrimientos. La segunda parte se refiere a la colecta en favor de los cristianos de Jerusalén (caps. 8-9). Ya en 1 Ca san Pablo había animado a los cristianos más pudientes para que ayudaran a los de Jerusalén, que se encontraban en serias dificultades de persecución y penuria. En esta carta les dirige una apremiante invitación a la generosidad (8, 1-15), concreta el modo de llevar a cabo la recogida del dinero (8, 16-9, 5) y les promete un fruto generoso de parte de Dios (9, 6-15). Una nueva y vibrante defensa de su actuación contra las calumnias de los adversarios es el argumento de la tercera parte (caps. 10-13). Como aquellos que disentían de la autoridad de san Pablo todavía permanecían en Corinto y despreciaban su autoridad (10, 1-18), el Apóstol se ve obligado a recordar que él fue quien fundó la Iglesia de Corinto (11, 1-21). Recorre luego las etapas de su vida (11, 22-33) y sus experiencias espirituales (12, 1-10) para terminar con una exhortación (12, 11-18) y expresar sus temores y esperanzas (12, 19-13, 10). Un breve saludo y una doxología sirven de conclusión (13, 11-13).

LOS PROBLEMAS DE UNIDAD DE 2 CO

Nadie duda de la autenticidad paulina de ambas cartas. Hablan en su favor tanto los argumentos externos: las citas y alusiones en las obras de los Santos Padres y escritores eclesiásticos, desde los tiempos más remotos; como internos: el estilo, el lenguaje, el modo de argumentar. Todo ello trasluce claramente la personalidad de san Pablo. Más complejo es el problema de la integridad de 2 Ca, tema relacionado con la controversia en Corinto y con la identificación de los adversarios de Pablo. En cuanto a estos últimos, se barajan las siguientes posibilidades: que sean judeocristianos, parecidos a los que ya provocaron los desórdenes en Galacia; que sean cristianos de tipo «encratita», es decir, dualistas, enemigos de la materia y de lo corporal; que sean cristianos de tipo «montanista», muy aficionados a las manifestaciones carismáticas; que sean cristianos afines a los terapeutae mencionados

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por Flavio Josefo, promotores de reuniones litúrgicas muy emotivas y excitadas; que sean cristianos convencidos de que la escatología ya se ha realizado. Lo cierto es que en Corinto podía haber de todo: desde laxistas, que consideraban que con el rechazo de la Ley de Moisés quedaban libres de cualquier ley, hasta rigoristas, que miraban con desconfianza a toda manifestación material o sensible. El tener que luchar en varios frentes a la vez puede justificar la fragmentariedad de los escritos. Por lo que se refiere a 2 Co, algunos autores se plantearon si el texto que nos ha llegado no sea una «síntesis» de varias cartas del Apóstol. Esas dudas se refieren a cuatro pasajes: a) 2 Co 6, 14- 7, 1: Este texto -un duro reproche contra la contaminación de religiones- contrasta un tanto con el contexto inmediato, que se refiere a mantener la fidelidad a pesar de las pruebas. Parece dirigido contra los laxistas. Para algún comentarista estaría desplazado y pertenecería a 1 Co; otros lo consideran un fragmento de la carta «pre-canónica» mencionada en 1 Co 5, 9. Hay que señalar, sin embargo, que todos los manuscritos y versiones antiguas contienen el pasaje en este lugar. b) Los capítulos 8-9: Según un autor no sería sino un breve escrito independiente dirigido a las iglesias de Acaya en favor de la colecta. Hay quien opina que se trata de dos breves cartas de presentación, una por cada capítulo. La razón aducida es que trata de la misma materia en los dos capítulos y san Pablo no suele repetir las mismas ideas en textos seguidos. Sin embargo, tanto razones internas -el cap. 9 se presenta, incluso gramaticalmente, como continuación del anterior- como, sobre todo, externas -todos los manuscritos contienen esos capítulos- hablan en favor de la unidad. c) Los capítulos 10-13: se nota un cambio radical de tono entre los caps. 1-7, donde el Apóstol habla con afecto y serenidad, y estos últimos, vibrantes y polémicos; por eso, algún comentarista ha visto en los caps. 10-13 un escrito distinto de san Pablo, quizá un fragmento significativo de la carta escrita «con muchas lágrimas» (cfr. 2 Co 2, 3-9). Sin embargo, el verdadero problema está en la continuidad entre la primera parte de la epístola y la tercera: parece difícil imaginar un cambio psicológico tan radical. Pero, en primer lugar, el cambio no es tampoco tan brusco, ya que no faltan expresiones afectuosas (cfr. 2 Co 11, 2; 12, 15). En segundo lugar, hay que tener en cuenta el modo de escribir en la antigüedad: no se exigía tanta coherencia lógica entre las distintas partes. En tercer lugar, el cambio de tono podría ser debido a que el Apóstol, mientras estaba todavía dictando la carta, recibió la noticia de que su carta anterior no había surtido efecto (cfr. 2 Co 7, 9.11; 10, 2). Las únicas dudas serias se refieren, pues, a la perícopa 6, 14 - 7, 1; pero los elementos son demasiado escasos para poder en_contrar una solución segura.

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CONTENIDO DOCTRINAL: LA ECLESIOLOGÍA

La primera Epístola a los Corintios es particularmente importante desde el punto de vista doctrinal, por la abundancia de temas que trata y la profundidad de enseñanzas que aporta: la sabiduría divina y la sabiduría humana, los criterios que han de guiar el comportamiento de los fieles, los múltiples aspectos de la moral cristiana, la doctrina sobre la otra vida, etc. Con todo, hay tres grandes temas que merecen especial atención: la Iglesia, la Eucaristía y la resurrección. La doctrina sobre la Iglesia está desarrollada también en otros escritos paulinos, por eso lo que se encuentra en 1 Co hay que completarlo con otras enseñanzas, especialmente de las cartas a los Romanos, Efesios y Colosenses. La idea fundamental que san Pablo enseña es el carácter sobrenatural de la Iglesia: Cristo la ha fundado, es su Cabeza y la gobierna a través de los ministros. La unidad de la Iglesia se basa en que todos los cristianos son «de Cristo» (1 Co 3, 23; cfr. 2 Co 10, 7). En este sentido, no caben facciones ni partidos (cfr. 1 Co 1, 10-11): la vida cristiana no proviene ni de Pablo ni de Apolo ni de Cefas; estos son solamente ministros de un único Señor, de un único Dios y Padre que está sobre todos, por todos y en todos (cfr. Ef 4, 6). San Pablo, frente al misterio, recurre a unas imágenes tan sencillas como profundas: la Iglesia es la plantación de Dios (cfr. 1 Co 3, 6-9) y la edificación de Dios (cfr. 1 Co 3, 9.11.16). Estas metáforas dejan muy claro que el principio de unidad es Dios, que da vida a cada una de las plantas de ese campo (cfr. la alegoría de la viña enln 15, 1-8, del olivo en Rm 11, 17-24) y que da cohesión a los elementos de este único edificio (son muchos los textos neotestamentarios que aluden a esta metáfora: Mt 16, 18; 1 Tm 3, 15, Hb 3, 1-6, etc.). De decisiva importancia para entender la Iglesia es la designación de Cuerpo de Cristo. A través de esta imagen se expresa la relación de la Iglesia con Cristo: a Él pertenece y está unida a Él; y, por ser de Cristo, es también pueblo de Dios. La concepción paulina supera el concepto humano de sociedad o corporación, que son cuerpos «morales», porque entre Cristo y la Iglesia, entre Cristo y los cristianos, se establece un vínculo que no consiste solo en los fines comunes. La unión es una unión real y vital: Cristo vivifica a la Iglesia y a los cristianos de tal manera que son, en cierto sentido, una sola «persona» con Él. La unión entre Cristo y la Iglesia no impide, sin embargo, que cada uno tenga su ser propio. Cada uno conserva su individualidad. Además, la unidad entre los miembros del Cuerpo de Cristo abarca tanto el aspecto interior y espiritual como el aspecto estructural visible, de modo

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que la diversidad de oficios y ministerios dentro de la Iglesia en nada empaña la unidad a la vez espiritual y jerárquica. Aún más, precisamente la diversidad de oficios en la única Iglesia subraya que ella es un «cuerpo» organizado en el que no todos los miembros son iguales. El apólogo del cuerpo humano sirve de modo admirable para explicar, de alguna forma, la unidad y la diversidad entre los miembros de la Iglesia (cfr. 1 Co 12, 14-27). LA DOCTRINA SOBRE LA EUCARISTÍA

En dos momentos de 1 Co, el Apóstol expone la doctrina relativa a la Eucaristía: primero, incidentalmente, al explicar que los cristianos no pueden participar en los banquetes de los ritos paganos (cfr. 1 Co 10, 1422); y luego, al corregir los abusos que se habían introducido en Corinto en las celebraciones eucarísticas (cfr. 1 Co 11, 17-32). Este segundo texto es particularmente importante porque es el primer testimonio histórico de las palabras de Cristo en la última cena, ya que, entre los cuatro textos del Nuevo Testamento que nos refieren este hecho (cfr. Mt 26, 26-29; Me 14, 22-25; Le 22, 14-15), este es el más antiguo, pues data del año 57 (el texto final de Mt y Me es del año 60 aprox.) y, al mismo tiempo, es el primer testimonio de la celebración cristiana de la Eucaristía (el libro de Heh, aunque utilice fuentes antiguas, es también de los años posteriores al 60). San Pablo, pues, nos atestigua que la comunidad cristiana se caracterizaba por la celebración de la «cena del Señor»: un banquete ritual en el cual, conmemorando la muerte de Jesús y repitiendo sus palabras de consagración, se «participaba» de la carne y de la sangre de Cristo. En este sentido, tres son las verdades fundamentales con respecto a la Eucaristía que san Pablo enseña como doctrina «recibida» (cfr. 1 Co 11, 23): a) su institución por el mismo Cristo; b) su carácter sacrificial; c) la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino. A estas hay que añadir las relaciones entre el cuerpo sacramental del Señor y su Cuerpo místico, que es la Iglesia. En primer lugar, san Pablo recuerda que la Eucaristía fue instituida por el mismo Cristo (cfr. 1 Co 11, 23-25). Por otro lado, el Apóstol recuerda aquí a los Corintios algo que ya les había transmitido durante su primera estancia entre ellos, es decir, entre los años 50-52. Más aún, al decir «yo recibí ... lo que también os transmití» (1 Co 11, 23), el propio san Pablo indica que su enseñanza se remonta a los mismos inicios de la Iglesia. Hay una especial afinidad entre el relato de esta carta y el de san Lucas: solo ellos precisan que el cáliz que el Señor consagró fue el que ce-

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rraba la cena pascual (cfr. 1 Co 11, 25) y han conservado el mandato de Cristo de repetir en su memoria lo que hizo (cfr. Le 22, 19; 1 Co 11, 2425), mandato que indica la institución del sacerdocio cristiano1• En segundo lugar, la carta enseña claramente que la Eucaristía no es solo sacramento, sino además sacrificio. En efecto, se contrapone la Eucaristía a los sacrificios paganos. La razón por la que no es lícito para los cristianos participar en estos estriba en que son sacrificios idolátricos, incompatibles con el sacrificio de la Eucaristía, que se ofrece al Dios verdadero. Esto mismo se deduce también de la comparación que establece el Apóstol entre la Eucaristía y las víctimas del Antiguo Testamento, que eran figura de ella (cfr. 1 Co 10, 14-22). No solo, sino que la Cena del Señor conecta con el sacrificio de Cristo en la Cruz, «porque cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26). En lenguaje bíblico, este anuncio de la muerte del Señor no es una mera conmemoración del hecho pasado, sino que al mismo tiempo hace realmente presente lo que se anuncia. En tercer lugar, san Pablo afirma la presencia real de Cristo bajo las especies sacramentales. En efecto, si ya las palabras que Cristo pronunció sobre el pan y el vino (cfr. 1 Co 11, 24-25) no dejan lugar a dudas, la severa amonestación -«quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Co 11, 2 7)- supone la presencia real de Cristo bajo esas especies, lo mismo que la exigencia de examinarse antes de comulgar, «pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo» -entendido aquí como Cuerpo por excelencia, por ser el Cuerpo del Señor- «come y bebe su propia condenación» (1 Co 11, 29). Finalmente, por lo que se refiere a las relaciones entre la Eucaristía y la Iglesia, la afirmación de san Pablo es clara: «Puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 17). La Eucaristía, al mismo tiempo que contiene realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, muestra la unidad del Pueblo de Dios. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y LA RESURRECCIÓN DE LOS CRISTIANOS

Muy probablemente a un grupo de cristianos de Corinto les resultaba difícil entender la resurrección de los muertos (cfr. 1 Co 15, 12). Dado el ambiente en que se movían, no debe sorprender demasiado, puesto que esta verdad de la fe chocaba fuertemente con el pensamiento de los griegos. En general, el pensamiento griego aceptaba la pervivencia del alma después de la muerte, pero no lograba tener una idea clara de su condi1 Cfr. Concilio de Trento, De SS. Missae sacrificio; Sacerdotium ministeriale, Denz=Sch., nn.1738-1768.

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Introducción a los escritos de san Pablo

ción en el más allá. En este sentido, la resurrección parecía algo inconcebible. Bastaría recordar el final del episodio del discurso en el Areópago en Atenas (Hch 17, 32). Pero, en este caso, más allá del escepticismo habitual, en Corinto habían surgido algunos problemas. Por un lado había algunos que se hacían bautizar en lugar de los catecúmenos fallecidos antes del bautismo (cfr. 1 Co 15, 29). Por otro lado, había algunos que, aun aceptando la resurrección de los muertos, no entendían cómo podía darse y tal vez pensaban en un cuerpo nuevo, como los pitagóricos. Respondiendo a las dudas, san Pablo trata en primer lugar del hecho histórico de la resurrección de Cristo. Como en el caso de la Eucaristía, su testimonio escrito a menos de treinta años después de la Resurrección es de suma importancia. Como antes, el Apóstol subraya que se trata de una enseñanza que forma parte, desde el primer momento, de la Tradición apostólica: «Os transmití, en primer lugar, lo que yo mismo recibí» (1 Co 15, 3). El anuncio de la Muerte y de la Resurrección de Cristo pertenecía al núcleo fundamental del Evangelio (cfr. Hch 2, 29-33; 3, 26; 4, 10; 10, 40-42; 13, 36-38; etc.). El Apóstol ofrece una larga lista de testigos del Resucitado: Pedro, Santiago el menor, todos los Apóstoles y quinientos hermanos, de los cuales al escribirse esta carta la mayor parte aún están vivos y pueden dar fe de lo que han visto (cfr. 1 Co 15, 5-7). Al final, san Pablo añade su propio testimonio (cfr. 1 Co 15, 8). La resurrección de Cristo constituye, además, el fundamento firme de nuestra fe. En efecto, entre todos los milagros realizados por el Señor el de su propia Resurrección es la prueba más concluyente de su divinidad. Como advierte san Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana también es vuestra fe ( ... ). Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe, todavía estáis en vuestros pecados» (1 Co 15, 14.17). Ahora bien, la resurrección de Cristo no es solamente el fundamento de nuestra fe, sino -dada la íntima y vital unión con Él a raíz del Bautismo- también de la esperanza que tenemos en nuestra propia resurrección. Más concretamente, la resurrección del Señor es la causa eficiente de la nuestra. San Pablo explica esta realidad mediante la imagen de las primicias (cfr. 1 Co 15, 20.21) y sobre todo mediante el paralelismo antitético entre Cristo y Adán: porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues, «así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados» (1 Co 15, 22). Finalmente, el Apóstol se extiende largamente en explicar el modo de nuestra resurrección gloriosa (cfr. 1 Co 15, 35-53). Como sabemos, era un tema controvertido entre los judíos; baste recordar el revuelo que produjeron las palabras de Pablo ante el sanedrín (cfr. Hch 23, 6-8) y ante el procurador romano Félix (cfr. Hch 24, 15). En primer lugar, se discutía si

Las «grandes epístolas»: 1 y 2 Corintios

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había resurrección de los cuerpos: los fariseos afirmaban que sí, los saduceos la negaban. En segundo lugar, no estaba claro si resucitarían todos los hombres, los buenos y los condenados. En tercer lugar, se dudaba acerca del modo de la resurrección. Dada la finalidad concreta que perseguía en esta carta, san Pablo se limita a tratar de la resurrección gloriosa de los elegidos. La resurrección gloriosa que ocurrirá en el último día, en la segunda venida de Cristo (cfr. 1 Co 15, 23), consiste en la completa transformación del cuerpo (cfr. 1 Co 15, 51), el cual en vez de natural será «espiritual» (cfr. 1 Co 15, 44-46). Con esta afirmación, san Pablo, mientras afirma que resucitaremos con «nuestro» cuerpo, no niega su materialidad, sino que expresa el dominio completo del espíritu sobre el cuerpo. Como consecuencia de este dominio, el cuerpo será incorruptible (cfr. 1 Co 15, 42), glorioso (cfr. 1 Co 15, 43), fuerte (cfr. 1 Co 15, 44) e inmortal (cfr. 1 Co 15, 53-54). LA TAREA APOSTÓLICA Y LOS MINISTERIOS

2 Co es una de las cartas en que san Pablo se muestra más elocuente y emotivo, donde mejor nos revela su rica personalidad. Dadas las circunstancias que la motivaron, el hilo conductor de toda ella constituye la defensa de su ministerio apostólico y, junto con él, la enseñanza quizá más completa, en el Nuevo Testamento, de lo que es el oficio de Apóstol. San Pablo, como en todas las cartas, comienza enseguida expresando su profunda convicción de ser «por la voluntad de Dios apóstol de Cristo Jesús» (2 Co 1, 1), sabiendo que esta elección divina no es consecuencia de méritos precedentes, sino que por la misericordia de Dios ha recibido este ministerio (cfr. 2 Co 4, 1). Dios, que le ha llamado, a pesar de su propia flaqueza, le capacita también para llevar a cabo esa tarea (cfr. 2 Co 3, 5-6). El apostolado cristiano se presenta como participación en la obra redentora de Cristo: el apóstol es cooperador de Dios (cfr. 2 Co 6, 1), embajador de Cristo (cfr. 2 Co 5, 20), ministro de la reconciliación que Dios llevó a cabo en Cristo (cfr. 2 Co 5, 18-19). En consecuencia, tiene que predicar fielmente a Cristo, en quien se cumplieron las promesas de Dios (cfr. 2 Co 1, 18-20), y difundir por todas partes el buen olor de Cristo (cfr. 2 Co 2, 14). Así como la obra redentora de Cristo culminó en su Pasión y Muerte, así también el apóstol cristiano participa de manera especial en los sufrimientos de Cristo (cfr. 2 Co 1, 5). De ahí que san Pablo en varias ocasiones hable de su propia experiencia. Primero trata de este tema en términos generales ( cfr. 2 Co 4, 7 -12), poniendo de manifiesto que Dios permite las tribulaciones de sus apóstoles «para que se reco-

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nazca que la sobrepujanza del poder es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Co 4, 7). Un poco más adelante y hablando ya más en concreto, enumera una serie de tribulaciones que ha sufrido para mostrarse en todo como ministro de Dios (cfr. 2 Co 6, 3-10). Finalmente, aduce una lista larga y detallada, aunque seguramente no exhaustiva, de sus propios trabajos y sufrimientos por Cristo (cfr. 2 Co 11, 23-33). Todo ello se puede condensar en una sola frase: «La caridad de Cristo nos urge ... » (2 Co 5, 14ss). A esto se añade su desinterés al predicar el Evangelio (cfr. 2 Co 11, 7ss), ya que no busca ningún provecho propio, sino únicamente la gloria de Dios y la salvación de las almas que le han sido encomendadas (cfr. 2 Co 12, 13ss). Con los fieles le une un amor como el que existe entre padres e hijos (cfr. 2 Co 6, 11-13). Ellos son ya ahora su carta de recomen- · dación (cfr. 2 Co 3, 2ss) y serán un día su orgullo delante del Señor (cfr. 2 Co 1, 14). Por eso, siente por ellos celos de Dios y no permite que nadie los pervierta (cfr. 2 Co 11, 2ss). Al tener que defender su apostolado contra los judaizantes que se habían infiltrado en Corinto, san Pablo resalta la grandeza de la Nueva Alianza, de la que él es ministro, en comparación con la Antigua, mediante una serie de antítesis: la Antigua es letra que «mata», la Nueva, espíritu que «vivifica»; aquella produce la muerte y la condenación, esta da vida y justicia; aquella es pasajera, esta permanece para siempre (cfr. 2 Co 3, 6.9-11).

Capítulo XII LAS EPÍSTOLAS DE LA CAUTIVIDAD (I) FILIPENSES: FECHA DE COMPOSICIÓN, AUTENTICIDAD, UNIDAD

Fecha La carta a los Filipenses es probablemente la primera del grupo de cartas paulinas que reciben el nombre de «Epístolas de la Cautividad». El nombre se debe a que, según se desprende de sus datos internos, se escribieron cuando el Apóstol se encontraba en la cárcel. A ello posiblemente aluden textos como Flp l, 13; 4, 13; Col 1, 24; 2, 1; 4, 3.18; Ef 3, 1; 4, 1; 6, 20; Flm 1.9.10. Queda la incertidumbre sobre la fecha concreta de esta cautividad del Apóstol. Tradicionalmente se había considerado que Flp fue escrita durante la primera cautividad romana de san Pablo (años 61-63). Esto puede deducirse de la propia carta, si se entiende en su sentido más obvio la afirmación de que está encadenado en el pretorio (cfr. Flp l, 13), así como los saludos que envía de parte de «los de la casa del César» (Flp 4, 22). Sin embargo, cada día son más los que piensan que la epístola fue escrita en Éfeso, durante una prisión sufrida por el Apóstol en esa ciudad, en el llamado tercer viaje, antes de pasar de nuevo por Macedonia (entre los años 54-57). Se apoyan en que la carta refleja la existencia de cierta facilidad de comunicación entre los Filipenses y san Pablo, que no parece fácil de explicar si el Apóstol estuviera en una ciudad tan lejana de Filipos como la capital del Imperio (cfr. Flp 2, 16-24: este pasaje produce la impresión de que san Pablo escribe desde una ciudad relativamente cercana a Filipos, que podría muy bien ser Éfeso). También resulta extraña la afirmación de que no se había presentado a los Filipenses ocasión de manifestarle sus sentimientos de afecto, desde que lo socorrieron en Tesalónica (cfr. Flp 4, 16.10), pues antes de estar cautivo en Roma había visitado otras dos veces Filipos, durante su tercer viaje apostólico (cfr. Hch 20, 1-2.3) cuando el motín de los plateros (cfr. Hch 19, 23-40). A esto agregan

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que algunas expresiones utilizadas en esta carta sobre la excelencia de la justicia de Dios sobre la justicia de la Ley (Flp 2, 9), la designación del mensaje cristiano con el término «Evangelio» (Flp 1,5.12.27; etc.) sin que aparezca la determinación, se parecen más a las de las grandes epístolas, que a las otras cartas de la cautividad. El «pretorio» -dicen-, puede referirse también al palacio del gobernador de una provincia, y «los de la casa del César» quizá sean los funcionarios del gobierno imperial, diseminados por todas las provincias, y que en Éfeso eran especialmente numerosos. Las alusiones a la «casa del César» (Flp 4, 22) y al «Pretorio» (Flp 1, 13) se pueden aplicar tanto a Roma como a la residencia efesina del procónsul de Asia. Pero hay una tercera hipótesis: esta tercera suposición tiene en cuenta los dos años que Pablo permaneció en Cesarea de Palestina, en la cárcel, bajo los procuradores Antonio Félix y Porcio Pesto; en este último caso, la fecha de redacción depende de la controversia acerca del relevo de Félix por Porcio Pesto. Como se recordará, la fecha más temprana es la del 55 d.C. y la más tardía, la del 60 d.C. Las referencias que antes hemos citado se pueden aplicar también a la residencia del procurador romano en Cesarea. En definitiva, la fecha de composición depende de cuál de las hipótesis se adopte. Si se acepta que la escribió en Roma, hay unanimidad en datarla entre los años 62-63. Si se opta por Éfeso, la carta hubo de escribirse entre los años 54 y 57. En el caso de Cesarea se oscila entre 55 y 60. De todos modos, por motivos internos y de comparación, Filipenses parece la primera de las tres cartas de la cautividad. En ella no encontramos todavía desarrollada la «cristología cósmica» tan característica de Ef y Col. Tampoco se habla de la capitalidad de Cristo sobre el universo ni aparece el término pleroma, que juega un papel importante en los otros dos escritos. Más aún, en Filipenses aparece todavía muy viva la polémica contra los judaizantes y los judíos (cfr. Flp 3, 2.18), así como las alusiones a la colecta llevada a cabo por Epafrodito (Flp 4, 18), que, en realidad, había concluido al final del tercer viaje (cfr. Rm 15, 25-28). Otras diferencias entre Fil, por un lado, y Ef y Col, por otro, consisten en los distintos encargados de llevar las cartas a las comunidades: en el caso de Flp, el encargado es Epafrodito o Epafras (Flp 2, 25; 4, 18), que había traído anteriormente a Pablo la ayuda económica de los Filipenses. En efecto, mientras san Pablo se encontraba preso, los Filipenses, siempre solícitos en ayudar al Apóstol en todo lo que necesitase, decidieron enviarle a Epafrodito con algunas limosnas para aliviar sus dificultades materiales (cfr. Flp 4, 18) y para prestarle ayuda. Sin embargo, Epafrodito sufrió una grave enfermedad que estuvo a punto de causarle la muerte. Una vez restablecido, san Pablo decide que regrese a su ciudad

Las epístolas de la cautividad (I)

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para consuelo de los Filipenses (cfr. Flp 2, 26-30). San Pablo espera también enviar pronto a Timoteo e ir él mismo a Filipos (Flp 2, 19.23.24). Con Epafrodito el Apóstol envía su agradecimiento y exhortación a seguir la vida cristiana cada día de manera más auténtica; previene también a los de Filipos contra los judaizantes, que por todas partes sembraban discordias y ponían obstáculos al Evangelio. Todo esto supone que al lado de Pablo estaban en aquel momento Timoteo y Epafras. En cambio, el portador de Ef y Col es Tíquico (cfr. Col 4, 7.8; Ef 6, 21) acompañado por Onésimo, el esclavo fugitivo (cfr. Flm 10-16). Al lado de Pablo están, además de Timoteo (Col 1, 1; Flm l), varios colaboradores: Epafras, Aristarco, Marcos, Jesús el Justo, Lucas y Demas (cfr. Col 4, 1014; Flm 23.24). Este grupo cuadra mejor con una permanencia en Roma (cfr. 2 Tm 4, 9-12; 1 P 5, 13). Llama la atención, en cambio, la ausencia en Flp de los nombres de Marcos, muy conocido tanto en la comunidad romana como en Judea, y sobre todo de Lucas, que había sido por mucho tiempo el evangelizador de Macedonia. Esto no excluye, por supuesto, que también Flp se pudiera escribir en Roma, pero impone una fecha distinta de la de Ef y Col. Así que, en definitiva, parece muy probable que Flp sea anterior en algunos años, dos o tres, a Ef y Col.

Autenticidad

Hay testimonios antiquísimos en favor de la autenticidad de esta carta. Ya en el primer tercio del siglo II, san Policarpo, cuando escribe a los Filipenses, se refiere a ella: «Él (Pablo), cuando estaba entre vosotros, enseñó a sus contemporáneos la palabra de verdad, con claridad y firmeza. Y, cuando se hallaba ausente de vosotros, os escribió cartas que, si las Ieéis con atención, podrán edificaras en la fe que os ha sido dada» (San Policarpo, Carta a los Filipenses, cap. 3). A partir del siglo XIX algunos estudiosos negaron que san Pablo fuera el autor de esta epístola. Sin embargo, el avancé de las investigaciones ha venido a apoyar la autenticidad paulina de este escrito. En efecto, es una de las cartas donde se refleja de modo nítido la personalidad, los sentimientos íntimos y los afanes de san Pablo.

Unidad

Esta carta no tiene una estructura interna tan bien definida como otras del Apóstol. Por eso algunos han pensado que no fue redactada tal y como ha llegado hasta nosotros, sino que se trataría de la recopilación de

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tres escritos enviados a los Filipenses desde distintos lugares y momentos. El primero de tales escritos estaría recogido en Flp 4, 10-20 y sería el agradecimiento del Apóstol por la ayuda recibida. El segundo, más extenso, correspondería a Flp 1, 1-3, 1 y a otros versículos del capítulo cuarto: se trataría de una carta doctrinal centrada en el valor de los padecimientos. El tercero sería un escrito fuertemente polémico contra los judaizantes: Flp 3, 2-4, 1 y algunos versículos del último capítulo. Las razones dadas por quienes sostienen esta estructura fragmentaria, u otras similares, no son concluyentes. El autor de una carta escrita en tono familiar, como es el caso de esta, puede permitirse la libertad de pasar bruscamente de un tema a otro, de la oración a las noticias personales, de la exhortación a cuestiones dogmáticas que vienen a la mente en un momento determinado de la redacción y no se quieren dejar para después; pueden mezclarse saludos y proyectos. Por eso, las razones para afirmar la unidad de la carta tal como la hemos recibido son al menos tan defendibles como las de quienes han sostenido lo contrario. LOS DESTINATARIOS

Filipos era una ciudad de cierta importancia en tiempos de san Pablo, tanto desde el punto de vista comercial como por su historia. Estaba situada en Macedonia, junto a la frontera con Tracia, sobre la Via Egnatia, calzada romana que atravesaba ambas regiones de este a oeste y era lugar de paso obligado para quienes, procedentes de Asia Menor, llegaban a Europa camino de Grecia. Enclavada sobre una colina, muy cerca del mar, dominaba un precioso valle. Allí, en el siglo IV a.C., había establecido Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, un campamento fortificado al que le dio su nombre. El año 168 a.c. fue conquistada por los romanos, y en el año 42 a.C. Augusto, como agradecimiento por la victoria contra Bruto y Casio, le dio el título de Colonia Julia Augusta Philippensis, y también le concedió el ius italicum, que proporcionaba a sus habitantes los mismos derechos y privilegios que disfrutarían si su ciudad estuviese en Italia. A mediados del siglo I, según atestiguan diversas inscripciones, al menos la mitad de su población era de origen y cultura romanos, y se mostraban muy celosos de su ciudadanía romana (cfr. Hch 16, 21). Muchos de ellos habían servido en los ejércitos de Roma y, una vez licenciados, se establecieron en esta ciudad. La colonia judía, en cambio, debía de ser muy exigua, tanto que ni siquiera tenía una sinagoga -al contrario de lo que era habitual en casi todas las grandes ciudades-, por lo que debían de reunirse para sus ritos y abluciones en la orilla del río (cfr. Hch 16, 13).

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La iglesia de Filipos fue la primera fundada por san Pablo al pasar a Europa. Esto ocurrió durante su segundo viaje, hacia el año 50 o 51. San Pablo volvería a visitar, posiblemente dos veces más, Filipos durante su tercer viaje (cfr. Hch 20, 1-2; 20, 3), pero no parece que se detuviera por mucho tiempo. Teniendo en cuenta el origen de las personas que habitaban la ciudad, la mayor parte de los fieles cristianos debían de proceder de la gentilidad, junto con algunos conversos del judaísmo. Todos tenían un gran amor al Apóstol y una extremada generosidad. Por su parte, san Pablo les da muestras de una enorme confianza, pues son los únicos de los que acepta recibir una ayuda material (cfr. Flp 4, 15). La Carta a los Filipenses muestra bien a las claras el profundo afecto que les profesaba: «Os tengo en el corazón» (Flp 1, 7), «hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona» (Flp 4, 1). ESQUEMA DEL CONTENIDO

La Carta a los Filipenses está escrita en un tono íntimo y personal. No tiene, por tanto, una estructura bien definida ni puede hacerse una distinción taxativa entre una parte moral y otra dogmática. La Carta empieza con una introducción (1, 1-26). El saludo inicial, muy sencillo (1, 1-2), es análogo al de otras epístolas, pero con tono más familiar. Siguen unas palabras llenas de afecto, en las que el Apóstol da gracias a Dios por la fidelidad de los Filipenses al Evangelio, a la vez que ora para que perseveren en esa actitud y crezcan en caridad, justicia y santidad (1, 3-11). Cambia de tono cuando narra su situación en la cárcel. En ella contempla agradecido las consecuencias favorables de su estancia en prisión para una mayor difusión del Evangelio (1, 12-26). El cuerpo de la Carta contiene varias enseñanzas del Apóstol (1, 27-2, 18). En primer lugar se subraya la necesidad de la lucha ascética, y san Pablo les propone que sigan su ejemplo (1, 27-30). El Apóstol hace una apremiante exhortación a la unidad y a la humildad (2, 1-4), presentando como modelo a nuestro Señor mediante un himno, en el que canta la humillación y la posterior exaltación de la Humanidad de nuestro Señor Jesucristo (2, 5-11); esta página es uno de los testimonios más claros y profundos de la divinidad y de la humanidad de Jesús en el N.T. Los cristianos, al considerar este admirable ejemplo, deben sentirse movidos a comportarse de manera digna de los hijos de Dios (2, 12-18). Esta parte termina con un cambio de tono, que no es extraño en una carta de familia; el Apóstol anuncia que próximamente enviará a Timoteo (2, 19-23) y que él mismo confía en poder ir pronto (2, 24). Pero de momento manda

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a Epafrodito para que se alegren al verlo ya restablecido de su enfermedad (2, 25-30). San Pablo pasa luego a exponer varios aspectos de la vida cristiana (3, 1-4, 9). Pone en guardia a los Filipenses ante el peligro para la fe que causan los judaizantes (3, 1-3). Estos enseñaban que la circuncisión y el cumplimiento de la Ley de Moisés eran necesarios para alcanzar la salvación (3, 4-6). Concluye que lo realmente necesario es el conocimiento de Cristo Jesús ( 3, 7 -8), pues la justificación viene solo de la fe en Jesucristo y no del cumplimiento de la Ley mosaica (3, 9-12). El propio Apóstol lucha por alcanzar el premio (3, 12) e invita a sus lectores a que hagan lo mismo, esforzándose alegremente, con espíritu deportivo (3, 13-16). Han de comportarse como ciudadanos del cielo que viven en la tierra, imitando el modelo que les ofrece san Pablo y no el de los enemigos de la Cruz del Señor. Sigue una nueva exhortación a la perseverancia (4, 1), un llamamiento a la unidad dirigido a dos miembros de la comunidad de Filipos (4, 2-3), la invitación a la alegría (4, 4-7) y a que imiten su ejemplo (4, 8-9). La Carta termina con una acción de gracias y despedida (4, 10-23). San Pablo reitera su agradecimiento por las ayudas recibidas por medio de Epafrodito; Dios corresponderá con magnificencia a la generosidad que han demostrado (4, 10-20). La epístola concluye con unas palabras de saludo. ELEMENTOS DOCTRINALES: CRISTOLOGÍA, LUCHA ASCÉTICA, OPTIMISMO CRISTIANO

El tono general de la carta es más exhortativo que doctrinal. Sin embargo, y a pesar de la brevedad de esta carta, destacan por su importancia algunos temas doctrinales: la actitud del cristiano ante las realidades temporales; el profundo misterio de Cristo y el ejemplo de su vida en la tierra. Son dos temas entrelazados, ya que la vida cristiana tiene como modelo a Cristo. De aquí la paradoja de la afirmación de que el cristiano, y san Pablo es un ejemplo de ello, debe vivir la alegría aun en medio del sufrimiento. El camino que conduce a la santidad es la plenitud de vida cristiana, es decir, la participación de los padecimientos de Cristo y la identificación con Cristo en la Cruz. Ser cristiano, por tanto, es procurar tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2, 5), seguir su ejemplo. Y Él se nos dio como modelo acabado «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8). El cristiano que lucha por estar unido a Cristo será, como Él, exaltado (cfr. Flp 2, 9) en la gloria del cielo. Por esto, todos los sufrimientos que pueda padecer en este mundo, hasta el derramamiento de sangre si fuera necesario, serán motivo para él de

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auténtica alegría (cfr. Flp 2, 17); pues sabe que tanto la vida como la muerte corporal se ordenan a la gloria de Dios a través de la unión con Cristo (cfr. Flp 1, 20). Así se explica que el Apóstol afirme que para él morir es «una ganancia» (Flp l, 21) y manifieste, además, el deseo de «morir para estar con Cristo» (Flp 1, 23). Y así como la muerte encuentra su sentido en Cristo, así también la vida es una vida en Cristo, más aún: «Para mí, el vivir es Cristo» (Flp 1, 21), dice san Pablo. De esta estrecha unión con Cristo viene el optimismo cristiano. Es cierto que los cristianos sufren dificultades. Pero la verdadera tristeza viene no de la contradicción externa, sino de la ambición desordenada que engendra la avaricia (cfr. Flp 2, 15). En cualquier ambiente donde se encuentre un cristiano no debe olvidar que su ciudadanía está en los cielos (cfr. Flp 3, 20), y por eso debe comportarse de una manera digna del Evangelio (cfr. Flp l, 27); esto es, con humildad, buscando no el propio interés, sino el de los otros (cfr. Flp 2, 3-4); siempre alegres (cfr. Flp 4, 4), irreprochables y sencillos (cfr. Flp 2, 15); comprensivos con todos los hombres (cfr. Flp 4, 5). La vida digna de los hijos de Dios brillará en medio del mundo (cfr. Flp 2, 15), alumbrando a todos con la luz de Cristo. De este modo, las realidades todas, y la misma persona humana, alcanzarán su auténtica dignidad y su verdadera grandeza cuando estén unidas a Cristo, que es Señor de todo el universo. Nada hay que temer, por tanto, si se obra con rectitud de intención: Cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza tenedlo en estima. Lo que aprendisteis y recibisteis, lo que oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra; y el Dios de la paz estará con vosotros (Flp 4, 8-9).

El Apóstol propone como modelo el comportamiento de nuestro Señor. Para ello, presenta en el himno de 2, 6-11 un compendio de excepcional valor sobre la vida y obra redentora de Cristo. En él canta la exaltación celeste de la humanidad de Cristo, a la que el Señor ha llegado después de su existencia terrena, vivida en acto de voluntaria obediencia, humillándose hasta la muerte y muerte de cruz. El himno, que podría ser una reelaboración paulina hecha sobre un texto litúrgico judeocristiano, proclama la naturaleza divina de Cristo preexistente a su Encarnación, y, por tanto, su consubstancialidad con Dios Padre. Al mismo tiempo recuerda su anonadamiento al hacerse hombre -pues, sin dejar de ser Dios, se rebajó hasta tomar la forma o naturaleza humana-: y, tras su muerte redentora, su exaltación gloriosa. Se pueden distinguir en él dos «estrofas», una primera que trata del Cristo preexistente, de su encarnación y de su kenosis (vaciamiento) y

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una segunda que habla de su exaltación. También es posible dividirlo en tres «estrofas», correspondiente cada una a un momento de la vida de Cristo: su preexistencia (vv. 6-7b); su «anonadamiento» (vv. 7c-8); su exaltación (vv. 9-11). El cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre (Flp 2, 6-11).

Algunas frases merecen una breve explicación: «no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios» quiere decir que Cristo no consideró que su ser Dios (aquí ser «igual a» equivale a ser de la misma naturaleza) era algo que tenía que retener codiciosamente. La palabra harpagmos, que se ha traducido «presa codiciable», puede tener sentido activo: «algo que tiene tanto valor que puede ser objeto de rapiña» o sentido pasivo «algo que se ha robado». Lo más probable es que los dos sentidos se mezclen, para indicar algo que no se ha conseguido con la rapiña, ni se quiere mantener con avidez. Es evidente que el lenguaje es antropomórfico. La idea general es que Cristo no se «contentó» con su condición divina, sino que quiso hacer más. «Haciéndose semejante a los hombres y mostrándose igual que los demás hombres» no indica, como podría parecer a primera vista, una Encarnación aparente, sino una asunción verdadera de una naturaleza humana perfecta. Es lo mismo que decir que Cristo fue en todo un hombre. Según la mentalidad semítica, lo que tenía la «apariencia» tenía también la naturaleza. Las palabras «y muerte de cruz» no se ajustan al ritmo del himno, así que es lícito pensar que sean una añadidura explicativa del propio san Pablo que quería subrayar hasta dónde llegó el amor del Señor. Nótese que el «anonadamiento» no consiste en asumir una naturaleza humana, sino en asumirla «en forma de siervo», es decir, sin las condiciones gloriosas que le convenían por la unión con la Persona divina. En la expresión «siervo» se alude también al sufrimiento del Señor, conectando con dos famosos textos del A.T. sobre el «siervo de Adonai»: Is 53 y Sal 22. Por último, la exclamación «¡Jesucristo es el Señor!» reproduce con toda probabilidad una primitiva profesión de fe en la Divinidad y el Se-

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ñorío de Cristo. Jesús es el Mesías (Christos) y es al mismo tiempo el Kyrios o Adonai, el Señor universal, con la misma palabra que en los Setenta traduce el nombre de YHWH. Constituye, por tanto, este himno un grandioso canto a la divinidad de Cristo, a su primacía y señorío sobre todo el universo, uno de los temas centrales en las cartas de la cautividad. La exaltación de Cristo narrada aquí tiene unas características parecidas a las referidas en Efesios y Colosenses. El Cristo exaltado es el Hombre Dios que nació y murió crucificado por nosotros. Las expresiones y temas descritos por san Pablo hacen patente que en Jesucristo alcanza su plenitud la Revelación hecha por Dios en el Antiguo Testamento. Jesús.repara con su muerte redentora la caída y desorden producido por Adán, el primer hombre. La desobediencia de Adán y la búsqueda de su propia exaltación produjeron el desastre del pecado y el reinado de la muerte. La humildad y obediencia de Cristo hasta la muerte de cruz han alcanzado la salvación para los hombres. En Cristo, nuevo Adán ( cfr. Rm 5, 14), alcanzó su plenitud la salvación prometida en elprotoevangelio (cfr. Gn 3, 15). Jesucristo asume el papel de siervo al aceptar voluntariamente el camino de la obediencia. Su obra y su figura son las que el libro de Isaías describe a propósito del Siervo de Adonai: por su humillación y muerte es causa de salvación para todos los hombres (cfr. Is 53, 2-11). En Cristo se cumplen plenamente, pues, los anuncios de los Profetas. A la luz de la exaltación cantada en los vv. 9-11, Jesucristo puede ser reconocido también como el Mesías esperado, que habría de venir sobre las nubes del cielo, apareciendo como el Hijo del Hombre (cfr. Dn 7, 13-14). De este modo, con una imagen procedente de los escritos proféticos, se ratifica plenamente el señorío de Cristo.

LA CARTA A FILEMÓN: FECHA, AUTENTICIDAD, DESTINATARIO

Filemón era un rico propietario de Colosas a quien san Pablo había ganado para la fe cristiana, seguramente durante sus tres años de estancia en Éfeso (cfr. Flm 19), puesto que nunca estuvo el Apóstol en Colosas (cfr. Hch 19, 10; 20, 31). Una vez convertido Filemón, su casa servía de sede a la pequeña iglesia local (cfr. Flm 1). Por esto, san Pablo le llama su colaborador (cfr. Flm 1) y le trata con exquisito cariño y confianza (cfr. Flm 8.17.19.21). Un esclavo de Filemón, llamado Onésimo, había escapado de su casa, quizá por haber hurtado algún dinero o un objeto de valor (cfr. Flm 18). Por temor al castigo no quiso volver a su amo, sino que huyó a Roma,

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donde encontró a Pablo, que en ese momento estaba detenido allí. Gracias a la bondad y celo del corazón del Apóstol, Onésimo conoce el Evangelio y abraza la fe cristiana. Tal vez, en un principio, pensara san Pablo retener a Onésimo a fin de que le ayudara (cfr. Flm 13.14), pero pronto cambia de parecer y decide devolverlo a Filemón. Aprovecha para ello el viaje que va a hacer Tíquico llevando la carta del Apóstol a los colosenses. Tíquico acompañará a Onésimo (cfr. Col 4, 7.9). De ahí que ambas cartas, Colosenses y Filemón, tengan la misma fecha de composición, que suele fijarse hacia finales de la primera cautividad romana de san Pablo, es decir, hacia el año 63. Por esta razón se incluye Filemón entre las cartas de la cautividad. Desde el principio, la Iglesia incluyó la Carta a Filemón entre las pertenecientes al corpus paulinum. Así lo confirman el Fragmento de Muratori (siglo 11), Orígenes, Eusebio, Tertuliano, san Jerónimo y san Atanasia. La carta fue escrita por san Pablo. Su estilo, la lógica de su argumentación y la psicología tan profunda, el fino humor y el entrañable amor que manifiesta, prueban la autenticidad paulina de esta carta, que nadie pone en duda.

CONTENIDO DE FLM: SOCIEDAD CRISTIANA Y SOCIEDAD PAGANA

Este escrito, a pesar de su brevedad, es una obra maestra del arte epistolar, lleno de exquisita sensibilidad y fina caridad, tan características de san Pablo. El tono que emplea el Apóstol no es de mandato, aunque podría haberlo hecho dada su autoridad, sino de súplica humilde hacia Filemón, presentándose ante él en su condición de «anciano» y «prisionero» por el Evangelio (cfr. Flm 9). Aunque Flm es una carta principalmente familiar, contiene también una doctrina, no por breve menos importante. Ha sido llamada esta carta la «carta magna» de la libertad cristiana, y viene a completar los llamados «Códigos familiares» de Ef y Col (cfr. Ef 5, 21-6, 9; Col 3, 18-4, 1). San Pablo no pide directamente a Filemón la liberación de Onésimo; sino que le acoja como a «hermano muy amado» (Flm 16), es decir, como si fuera Pablo mismo en persona (cfr. Flm 17). Al proceder así, el Apóstol está seguro de que Filemón hará más de lo que le pide (cfr. Flm 21). Por lo tanto, el Apóstol no aborda directamente el tema de la esclavitud, que pertenecía a la estructura social de la época, pero aporta los principios cristianos que son el germen que produciría más tarde su abolición, cuando la doctrina cristiana impregnara con su espíritu las leyes civiles de los pueblos. Esto está en perfecta consonancia con las normas que san Pablo había comunicado a los cristianos de Corinto ( cfr. 1 Co 7,

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21.22): cada uno tenía que seguir en la situación en la que la llamada de Dios le había encontrado; un esclavo no tenía que preocuparse por su condición: era un «liberto» de Cristo, así como un hombre libre era un «esclavo» de Cristo. Como se ha dicho, parecidas amonestaciones se encuentran en los «Códices familiares» (cfr. especialmente Ef 6, 5-8 y Col 3, 22-4, 1), en las Pastorales (cfr. 1 Tm 6, 1.2; Tt 2, 9.10) y en 1 P 2, 18-20. No se trata de que el cristianismo acepte la esclavitud sin protestar, sino que, más que enfrentarse directamente con una estructura social, prefiere poner las premisas para que aquella estructura desaparezca. Este es un ejemplo de lo que es la doctrina social de la Iglesia: se trata de cambiar las estructuras sociales, pero cambiando los corazones de las personas, y no proclamando o fomentando «revoluciones» que no resuelven nada. En Flm podemos apreciar, en la práctica, lo que es el sentido cristiano de la «liberación». Estos principios se fundan en la libertad que Cristo nos ganó en la Cruz, por la cual somos en verdad hijos de Dios y hermanos de quienes participan de nuestra misma fe. Este es el contenido de ese más que san Pablo esperaba de Filemón, en cuanto debía tratar a Onésimo como verdadero hermano en la fe, en plano de igualdad, sin acepción alguna por motivo de raza o color, clase o condición.

Capítulo XIII LAS EPÍSTOLAS DE LA CAUTIVIDAD (II) EFESIOS Y COLOSENSES: LOS DESTINATARIOS

Calosas Colosas era en tiempos de san Pablo una ciudad pequeña del Asia Menor. Estaba situada en Frigia, es decir, en una región que desde el Mediterráneo penetraba en el interior de Turquía, en el valle del río Lico, afluente del Menandro. En el mismo valle se encontraban Laodicea, unos 15 km al noroeste de Colosas, y Hierápolis a 20 km, aproximadamente, hacia el norte. La gran calzada romana que unía Éfeso con las mesetas centrales facilitaba las comunicaciones de estas ciudades entre sí, y, aunque a mayor distancia, también con la metrópoli de Éfeso. Según atestiguan Heródoto (Hist., 7, 30) y Jenofonte (Anábasis, 1, 2, 6), la ciudad de Colosas había tenido una gran importancia en la antigüedad. Sin embargo, en la época de san Pablo, la vecina Laodicea se había convertido en la ciudad más importante del valle del río Lico (Estrabón, Geografía, 12, 8, 3). Actualmente solo quedan de Colosas algunas ruinas de escasa importancia próximas a la ciudad turca de Konai. La mayor parte de su población, como la de toda Frigia, estaba constituida por gentiles, aunque también vivía allí un número considerable de judíos. Buena muestra de ello es que se hace mención de habitantes de Frigia entre los que escuchan el discurso de Pedro en Jerusalén el día de Pentecostés (cfr. Hch 2, 10). San Pablo visitó esta región al menos en dos ocasiones. La primera, en su segundo viaje, cuando, desde Listra e Iconio, se dirigió a Galacia (cfr. Hch 15, 6); la segunda, durante el tercer viaje, por breve tiempo, para alentar en la fe a los discípulos de Frigia (cfr. Hch 18, 23). Sin embargo, no se hace en todo el libro de los Hechos de los Apóstoles ninguna referencia a que san Pablo pasara por Colosas en alguno de sus viajes. El propio Apóstol parece indicar que no conocía personalmente a los colo-

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senses (cfr. Col 2, 1), aunque manifiesta el propósito de visitarles pronto. Cuando escribe a Filemón le pide que vaya preparándole el hospedaje (cfr. Flm 22). No sabemos si pudo llegar a realizar ese deseo. Los orígenes históricos de la Iglesia en Calosas habría que buscarlos en la permanencia y predicación de san Pablo en Éfeso durante su tercer viaje apostólico, pues -según refiere el libro de los Hechos- como consecuencia de su enseñanza en esa ciudad «todos los habitantes de Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor» (Hch 19, 10). Entre las personas que escuchaban la predicación diaria del Apóstol en la escuela de Tirano (cfr. Hch 19, 9) habría varios colosenses que abrazaron la fe, y, una vez recibido el Bautismo, comenzaron a colaborar en la difusión del Evangelio. Uno de ellos fue Filemón (cfr. Flm 1 y 19) y otro Epafras, también natural de Calosas (cfr. Col 4, 12), que recibiría de san Pablo la misión de predicar en su ciudad (cfr. Col 1, 7), así como en las vecinas Hierápolis y Laodicea (cfr. Col 4, 13). La comunidad cristiana de Calosas no fue, pues, fundada directamente por san Pablo, sino por Epafras, aunque estaba muy unida al Apóstol. La mayor parte de sus miembros procedían de los gentiles (cfr. Col 1, 21; 2, 13), aunque había también algunos judíos (cfr. Col 2, 16; 3, 11). San Pablo está bien informado de la fe y del amor fraterno de los colosenses (cfr. Col 1, 4), así como de las dificultades en que se encuentran. Les tiene un gran afecto. Físicamente no está presente entre ellos, pero tiene allí su corazón (cfr. Col 2, 5), trabaja con esfuerzo por su mayor progreso espiritual (cfr. Col 2, 1-2) y no cesa de acompañarlos con sus oraciones (cfr. Col 1, 9). La Carta a los Colosenses es una buena muestra de la solicitud pastoral del Apóstol.

Éfeso Éfeso era, en cambio, en tiempos de san Pablo, la población más importante de Asia Menor, situada entre Mileto y Esmima, a unos 5 km del mar Egeo. Conquistada por Alejandro Magno el año 334 a.C., pasó después (133 a.C.) al dominio de Roma, siendo desde entonces el centro administrativo y religioso de la provincia romana de Asia. El culto de la ciudad estaba dirigido desde antiguo a la diosa oriental de la fertilidad, a la que los griegos identificaron con Artemisa y los romanos, con Diana, y cuyo extraordinario templo, por su arte y riqueza, era considerado como una de las siete maravillas del mundo. El templo que conoció san Pablo había sido construido hacia el 334 a.c., después de la llegada de Alejandro Magno a la ciudad.

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También era famosa la ciudad de Éfeso por sus artes mágicas y su tendencia a la práctica del ocultismo, y destacaba en toda aquella parte de Asia por la gran superstición de sus habitantes. Las estatuillas idolátricas, que fabricaban los orfebres, fueron objeto de un intenso comercio que reportaba pingües beneficios a sus promotores. Esto explica la revuelta popular, instigada por el platero Demetrio (cfr. Hch 19, 24ss) contra Pablo y los que le acompañaban, que lógicamente condenaban la superstición y el culto a los ídolos. Por el libro de los Hechos sabemos que san Pablo se detuvo en Éfeso a finales de su segundo viaje apostólico, hacia el año 52 (cfr. Hch 18, 19ss), y que más tarde, al comienzo de su tercer viaje (54-57), volvió otra vez. Permaneció entonces por espacio de más de dos años, y fue tal la amplitud de su predicación, que tanto judíos como griegos de toda la provincia pudieron conocer el Evangelio (cfr. Hch 19, 1.8-10). En este sentido fue, sin duda, de gran ayuda para el Apóstol el servicio prestado por Apolo con su predicación a los efesios (cfr. Hch 18, 24-35). A san Pablo, sin embargo, no le faltaron en Éfeso tribulaciones y pruebas de todo tipo, hasta el punto de verse obligado a abandonar la ciudad a consecuencia del tumulto provocado por el orfebre Demetrio. Dejó entonces al frente de la iglesia de Éfeso a su discípulo Timoteo (cfr. 1 t-« 1, 3), quien, según la tradición, murió confesando el nombre de Cristo en esta ciudad. San Pablo tuvo que salir de Éfeso de modo apresurado, pero no se olvidó de aquellos fieles. No se sabe con certeza si los efesios son los primeros destinatarios de la carta que lleva su nombre. Es cierto que el título «A los Efesios» aparece en todos los manuscritos griegos y versiones posteriores al siglo 11. Sin embargo, en el texto de Ef 1, 1: «a los santos y fieles en Cristo Jesús que están en Éfeso»: faltan las dos palabras «en Éfeso» en algunos de los más antiguos e importantes manuscritos griegos (el Sinaítico, el Vaticanus, algunos minúsculos, las citas de Marción, en el papiro 46, y, según parece, sin ellas leyeron también la carta Tertuliano y Orígenes). Siendo esto así, habría que explicar el carácter impersonal de Efesios, ya que en esta carta no se hace ninguna alusión a circunstancias personales de aquellos con los que permaneció el Apóstol cerca de tres años ni la menor referencia a la salida tan apresurada de la ciudad. La carta está dirigida, tal como la poseemos, a los santos que están en Éfeso (cfr. Ef 1, 1), pero algunos comentaristas piensan que bien podría haberse añadido esa localización a una carta que en su origen fuera circular1 y se dirigiera en general a las iglesias de la provincia romana de Asia; entre estas, la 1

P. BENOIT, Paul. Éphésiens (Épitre aux), en DBS, VII (1966) 195-211.

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comunidad de Éfeso gozaba de una posición de honor, sin duda por ser iglesia principal de toda aquella zona. Otros, sin embargo, piensan que originalmente la carta iba destinada a los fieles de Laodicea, la misma que después debían leer los fieles de Calosas (cfr. Col 4, 16). Ninguna de estas hipótesis puede probarse con certeza ni por los datos de la tradición ni por el análisis interno del texto. Quizá la solución más probable sea admitir que la carta está dirigida a los fieles de Éfeso, aunque no fueran ellos sus únicos destinatarios. Al depender de Éfeso otras iglesias, como las de Colosas, Laodicea, Hierápolis, etc., nada tendria de extraño que el Apóstol hubiera escrito esta carta con la intención de que fuera leída en cada una de esas comunidades. Finalmente, debió de conservarse en Éfeso, y de ahí el título que aparece en ella. FECHA Y ARGUMENTO DE LAS CARTAS

Fechas de redacción Pensamos, en primer lugar, que Col es anterior, por esto expondremos antes su contenido y, luego, el de Ef Cuando san Pablo escribió esta carta se encontraba, según él mismo dice, encadenado en prisión (cfr. Col 4, 3.10.18). La tradición cristiana antigua estima que se trata de la primera cautividad romana del Apóstol entre los años 61-63. Desde principios del siglo XX, algunos autores han mantenido que Pablo escribió esta carta durante una prisión sufrida en Éfeso y que ya se ha comentado al hablar de Flp. Así se explicaria la esperanza de san Pablo de pasar pronto por Calosas (cfr. Flm 22). Pero no consta, y es difícil de explicar, que Aristarco y Lucas -que envían saludos a los colosenses (cfr. Col 4, 10.14)- estuvieran junto con san Pablo en Éfeso; en cambio, se sabe que lo acompañaron a Roma (cfr. Hch 27, 2). También se ha propuesto la hipótesis de Cesarea como lugar de redacción de esta carta. Pero tampoco la prisión de Cesarea concuerda con la situación de los compañeros del Apóstol descrita en la carta y que coincide, en cambio, con Flm (cfr. Flm 23.24; Col 4, 10-14). Por los datos que proporciona el texto, el Apóstol gozaba en prisión de una relativa libertad, ya que puede recibir visitas como la de Epafras (cfr. Col 1, 14) y trabajar en la difusión del Evangelio junto con sus colaboradores (cfr. Col 4, 7ss). Estas circunstancias son perfectamente explicables en Roma, donde, a pesar de tener un soldado que lo custodiaba (cfr. Hch 28, 16), vivía en una casa alquilada y recibía a todos los que venían a visitarle, pudiendo predicar sin obstáculo alguno (cfr. Hch 28, 3031). Además, con la presencia junto a él de todos los compañeros que

Las epístolas de la cautividad (II)

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nombra, se podría explicar mejor si se trata de la primera cautividad romana. La carta es llevada a los colosenses por Tíquico (cfr. Col 4, 1), a quien acompaña Onésimo (cfr. Col 4, 9). Este a su vez lleva otra para su amo Filemón -escrita, por tanto, a la vez que Colosenses- en la que san Pablo prevé ya próximo el momento de su liberación (cfr. Flm 22). La epístola debió de ser redactada casi al final de la primera prisión del Apóstol en Roma, posiblemente a comienzos del año 63, algunos meses antes de que su causa fuera resuelta positivamente. Esto sucedió, como se sabe, en la primavera de ese mismo año. Por lo que se refiere a Ef, tenemos muchos menos datos pero, atendiendo a las estrechas relaciones de estilo y doctrina con la Carta a los Colosenses, es lógico pensar que se escribió casi al mismo tiempo, es decir, al final de la primera cautividad romana de san Pablo; muy poco antes de la primavera del 63.

Contenido esquemático de Col La Carta empieza con una presentación (1, 1-14), que incluye un saludo breve (1, 1-2). San Pablo, movido por las noticias que le transmite Epafras, da gracias a Dios por la delicada correspondencia de los fieles de Calosas a los dones divinos (1, 3-8). El Apóstol ora incesantemente para que sigan progresando en santidad (1, 9-11) y reciban los dones de sabiduría y entendimiento para no dejarse engañar por los falsos apóstoles. Les exhorta a ser agradecidos por las maravillas que Dios ha obrado en ellos (1, 12-14). Empieza luego la exposición doctrinal (1, 15-2, 23), que se divide en dos partes. En la primera, con trazos vigorosos acerca de los puntos centrales de la doctrina cristiana, san Pablo concentra su atención en el misterio de Cristo y en su misión redentora. En el bellísimo himno de 1, 1520 hace una profunda reflexión acerca del señorío de Jesucristo sobre toda la creación: sobre todas las cosas del universo y sobre la Iglesia; nada hay que no reciba el influjo redentor de la sangre derramada en la Cruz. A continuación, considera los frutos de esta acción salvífica ( 1, 2123) a la que se debe corresponder con la perseverancia en la fe. Esta primera parte de la exposición doctrinal se cierra con la afirmación de que el Apóstol no tiene miedo, incluso se complace, en los padecimientos que pueda sufrir por llevar a cabo su tarea (1, 24-29). La segunda parte es una encendida defensa de la fe (2, 1-23). San Pablo expresa su gran solicitud por los colosenses y por los que todavía no

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le han podido conocer personalmente (2, 1-3). Aunque ausente en cuerpo está presente en espíritu; por esto, a la vez que se alegra de conocer su fe, les previene para que no se dejen engañar por las vanas filosofías (2, 4-8), cuyos errores pone de manifiesto. Ante el peligro que para la fe suponían las artificiosas teorías cosmológicas difundidas en Colosas, expone la razón fundamental de la primacía de Cristo: «En él habita la plenitud de la divinidad corporalmente», porque es a la vez Dios y Hombre verdadero (2, 9-10). Otro error introducido por los falsos doctores versaba sobre la necesidad de la circuncisión para los gentiles que abrazaban la fe cristiana. San Pablo replica que solo el Bautismo, la «circuncisión de Cristo», tiene el poder de damos la vida sobrenatural y perdonar los pecados (2, 11-12); y razona: por la muerte de Cristo hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la Ley y, por tanto, ya no es necesaria la observancia de los innumerables preceptos que se habían ido añadiendo al Decálogo, convirtiendo la Ley en impracticable y, por tanto, haciendo de ella un acta de condenación para los hombres (2, 13-14). Luego, en una parte polémica, rechaza tanto el falso ascetismo de origen judío como el culto supersticioso a los ángeles (2, 15-20). La convicción de que la materia era mala llevaba a los colosenses a no tocar ni gustar cosas que en sí mismas son buenas, hechas por Dios para el servicio de los hombres (2, 21-22). San Pablo reprende con firmeza todos estos abusos, en cuanto opuestos a las verdaderas manifestaciones de piedad (2, 23). En la segunda parte de la epístola el Apóstol procura sacar las consecuencias morales de lo que ha manifestado (3, 1-4, 6). El principio que fundamenta la conducta moral del cristiano es su unión con Cristo, que comienza con el Bautismo -verdadera resurrección espiritual- y se perfecciona con la vida de oración y los demás sacramentos. De ahí la búsqueda incesante de «las cosas de arriba» donde está Cristo. La vida cristiana, pues, no se reduce a evitar el pecado; consiste más bien, de modo positivo, en participar de la misma vida de Cristo (3, 1-4). El primer paso consiste en apartarse de los vicios del «hombre viejo» (3, 5-9) y revestirse del «hombre nuevo», ejercitándose en las virtudes cristianas (3, 10-13). Entre ellas la más importante es la caridad (3, 14). De ahí que para el progreso espiritual sea necesario que Cristo reine en los corazones en todo momento (3, 15-17). Expuesto el fundamento de la moral cristiana, el Apóstol hace aplicaciones a casos concretos de la vida doméstica: deberes mutuos de marido y mujer (3, 18-19), padres e hijos (3, 20-21), amos y siervos (3, 22-4, 1). Por último, hace una llamada a la responsabilidad de cada fiel en el trabajo apostólico: el cristiano, apoyado en la oración, debe procurar que todos se acerquen a la fe mediante un comportamiento noble, salpicado de gracia humana y sobrenatural (4, 2-6).

Las epístolas de la cautividad (JI)

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La parte conclusiva (4, 7-18) indica que el portador de la carta será Tíquico, a quien acompaña Onésimo. Ambos informarán más extensamente de palabra sobre algunos pormenores (4, 7-9). Los compañeros de san Pablo envían saludos (4, 10-17). El Apóstol escribe de su puño y letra unas palabras de despedida (4, 18).

Contenido esquemático de Ef 2 Como todas las cartas de san Pablo, también esta se abre con un saludo inicial de bendición, que adquiere en este caso el tono de un himno de berakhah dirigido a Dios Padre por haber establecido todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 1-2). Sigue el cuerpo de la carta, que trata de varios temas centrados alrededor de un eje que es la vocación cristiana. Como siempre, el Apóstol termina con la mención del mensajero que lleva noticias suyas (cfr. Ef 1, 3-6, 22) y con un breve saludo final, en forma de bendición, semejante a la del comienzo (cfr. Ef 6, 23-24). En el cuerpo de la carta se pueden distinguir con claridad dos partes. La primera se centra en el misterio de la obra salvadora de Cristo y de la Iglesia. Tiene un carácter eminentemente expositivo, por lo que suele llamarse parte dogmática. Está encuadrada entre un amplio himno de bendición a Dios por el proyecto de salvación, y una doxología, o alabanza breve, por la forma en que Dios ha realizado sus proyectos (cfr. Efl, 3-3, 21). La segunda parte, en cambio, consiste en una serie de exhortaciones para progresar en la vida cristiana, de acuerdo con la doctrina expuesta en la primera parte. Por ello, se considera la parte moral de la carta (cfr. Ef 4, 1-6, 22). En la parte dogmática se expone el plan divino de salvación y la grandeza de la obra salvadora de Jesucristo. Como se ha dicho, empieza con un canto de bendición (1, 3-14). Es un himno de alabanza a Dios por las bendiciones otorgadas a los llamados a la Iglesia. En esas bendiciones se contempla el plan divino de salvación, desde la predestinación a ser hijos de Dios (cfr. Ef 1, 6), pasando por la redención realizada por Cristo (cfr. Ef 1, 7-9), hasta llegar a la revelación del designio último de Dios: «recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1, 10). De estas bendiciones son beneficiarios tanto los judíos como los gentiles (cfr. Ef 1, 11-14). Después de una oración (1, 15-23), el Apóstol recuerda el don gratuito de la salvación (2, 1-10). Los cristianos, antes de su conversión, estaban muertos en sus pecados. En contraste, la misericordia de Dios les salva gratuitamente mediante la fe en Cristo. Pablo, en este punto, empieza a desvelar el «misterio»: la Reconciliación en Cristo de los gentiles (2, 11-21). Los cristianos venidos de la gentili2

R.

PENNA,

Lettera agli Ephesini, Bologna 1988.

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dad, que estaban alejados de las promesas, de la esperanza y del verdadero Dios que se había manifestado a Israel, forman parte ahora, junto con los cristianos procedentes del judaísmo, del único Cuerpo de Cristo, y han llegado a ser «conciudadanos» de los santos y «familiares» de Dios. En este sentido Pablo habla de su misión (3, 1-13). Es servidor de Dios en la realización del proyecto salvífico. Su ministerio parte del misterio de Cristo, revelado a los profetas, a los apóstoles y, finalmente, al mismo Pablo. Lo propio del ministerio de san Pablo es anunciar a los gentiles que también ellos son llamados a ser miembros del Cuerpo de Cristo, conforme al misterioso plan salvador de Dios. Con una nueva oración (3, 14-19), en la que pide que Dios fortalezca a los cristianos, que Cristo habite por la fe en sus corazones y que puedan comprender la dimensión del amor de Cristo, y con una doxología (3, 20-21) concluye esta primera parte. Sigue la parte moral: la vida nueva en Cristo y en la Iglesia. Los cristianos pueden y deben reflejar en su conducta aquello que ya han llegado a ser por gracia, es decir, por la inserción en Cristo y la incorporación a su Cuerpo, que es la Iglesia. El Apóstol exhorta a los lectores sobre diversos aspectos de la vida cristiana, tanto a nivel de cambios profundos como de consecuencias prácticas. Lo primero es la llamada a la unidad (4, 1-16). Sigue luego la exigencia de renovación interior ( 4, 17 -24), que incluye el vivir las virtudes cristianas (4, 25-5, 2). San Pablo expone el cuadro atractivo de la vida limpia de los hijos de Dios (5, 3-21) y sobre todo las nuevas relaciones que deben regir dentro de la familia cristiana (5, 22-6, 9). El Apóstol dedica un amplio espacio a considerar la nueva situación en que se encuentran el marido y la mujer (5, 22-33), los padres y los hijos (6, 1-4), los señores y los esclavos (6, 5-9), tras su inserción en Cristo. El cristiano tiene que enfrentarse a una lucha (6, 10-20). El Apóstol invita a todos a revestirse de la armadura divina, para poder vencer los ataques del mal; y exhorta a la perseverancia en la oración, que solicita también por él y por su ministerio. En la conclusión y saludos (6, 21-24) hace una breve referencia al mensajero, que podrá darles más noticias de su estado y actividad (6, 2122), y termina con un doble saludo de despedida (6, 23-24). PROBLEMAS DE AUTENTICIDAD

Autenticidad paulina de Col Está comúnmente admitido que la Carta a los Colosenses fue escrita por san Pablo (lo que no significa que no se haya servido de un amanuense; cfr. Col 4, 18). Así consta por los testimonios más antiguos de la Tradición.

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Además, hay alusiones muy probables a pasajes de esta carta en autores de finales del siglo I y primeros años del siglo 11: san Clemente Romano, en su Epístola a los Corintios, 1, 49, 2, expone la misma idea de Col 3, 14: puede verse la similitud de Col 1, 16 con Epístola de Bemabé, 12, 7, y de Col 1, 23 con san Ignacio de Antíoquía, Epístola a los Efesios, 10, 3. Lo que manifiesta que ya se conocía en esa época. A lo largo del siglo segundo, san Ireneo (cfr. Adversus haereses, 3, 14, 1) y Tertuliano (cfr. De resurrectione carnis, 23; Líber de praescriptionibus, 7) la atribuyen expresamente a san Pablo. El fragmento Muratoriano también la atribuye personalmente al mismo autor. Puede decirse, por tanto, que desde los primeros tiempos la autenticidad paulina de esta carta ha sido reconocida pacíficamente por todos los cristianos. Solamente a partir del siglo XIX comenzaron algunos estudiosos a ponerla en duda, basándose en el contenido de la carta y su afinidad con Ef Las razones que aducen pueden reducirse a dos: uso de vocablos nuevos, que no aparecen en otras cartas de san Pablo, y un gran progreso en la profundización teológica de varios temas, que, según esos autores, no ha podido suceder en vida del Apóstol. Ciertamente la Carta a los Colosenses presenta unas aportaciones originales, que consisten fundamentalmente en un gran enriquecimiento de la doctrina acerca de la preeminencia de Cristo sobre toda la creación. En otras cartas había expuesto san Pablo detenidamente el plan redentor con respecto a los hombres, pero en esta todas las criaturas participan de los frutos de la Redención. Anteriormente esta idea solo había aparecido expuesta con cierta amplitud en Rm 8, 19-22. Sin embargo, este cambio de perspectiva no autoriza a poner en duda la autenticidad. En efecto, no puede olvidarse que la carta está escrita en un contexto polémico, con objeto de hacer frente a las herejías que amenazaban a los cristianos de Colosas. Nada tiene de extraño que esos errores movieran a san Pablo a reflexionar con más profundidad y que, bajo la acción del Espíritu Santo, haya alcanzado nueva luz en la comprensión de estos misterios. De todos modos, no se puede hablar de una «originalidad» absoluta de esta carta, ya que la mayor parte de las ideas que configuran esa nueva perspectiva ya están presentes -aunque más sintéticamente y sin estructurar- en otros textos de san Pablo. Sobre la preexistencia de Cristo ( Col 1, 17) véase 1 Co 1, 23-24 (Cristo es sabiduría de Dios) juntamente con 1 Co 2, 7 (predicamos una sabiduría divina que Dios predestinó para nuestra gloria antes de los siglos). En 2 Co 4, 4 ya se dice que Cristo es imagen de Dios (Col 1, 15). Ya se había referido en 1 Co 8, 6 a nuestro Señor en relación con la Creación (Col 1, 16). La idea de que por la muerte de Cristo llega la reconciliación a todo el mundo (Col 1, 20) ya estaba en 2 Co 5, 18-19. La situación concreta en la que escribe esta carta justifica, además, que el Apóstol haya podido tomar algunas palabras utilizadas frecuente-

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mente por los propagadores de las teorías erróneas, para deshacer los equívocos. Esto explica la novedad de vocabulario que aparece aquí, si se compara con otros escritos anteriores de san Pablo. Cuando san Pablo se encontraba arrestado en Roma, hacia el año 61 o 62, recibe la visita de Epafras, que lo llena de alegría. Pero junto con las buenas noticias le habla también sobre las amenazas que se cernían contra sus amados cristianos de Frigia. Este fiel discípulo, que cuidaba con diligencia la buena marcha de las comunidades de Colosas, Hierápolis y Laodicea, informa al Apóstol acerca de las doctrinas extrañas al Evangelio que se estaban difundiendo, especialmente en Colosas. Del conjunto de datos bíblicos y extrabíblicos que hoy día poseemos puede deducirse que estas doctrinas habrían sido difundidas por unos falsos apóstoles de tendencia judaizante, influidos por diversas corrientes filosóficas de la época. Tales enseñanzas suponían que el gobierno del universo está regido por unos poderes celestiales, intermediarios entre Dios y los hombres; poderes espirituales que se clasifican en especies jerárquicas, de modo que cada uno, según su rango, interviene en el desarrollo de la historia humana y cósmica. A través de este complejo entramado de ideas, aquellos predicadores debieron de deducir cosas extrañas al intentar encuadrar el misterio de Cristo Jesús dentro del enmarañado sistema cosmológico que presentaban. La información de Epafras resultó suficiente pues, por ella, san Pablo pudo apreciar la gravedad del asunto y darse cuenta de que se trataba de manifestaciones de un sistema filosófico-religioso opuesto al cristianismo. Era, en efecto, un prolegómeno de lo que a partir del siglo II se conocerá con el nombre de gnosticismo o gnosis. Junto a sus doctrinas pre-gnósticas, aquellos judaizantes imponían una rígida ascética. Daban gran importancia a algunos de los preceptos del judaísmo, tales como la observancia del sábado, la celebración de ciertas fiestas y, sobre todo, la necesidad de la circuncisión. A la vez, añadían otras obligaciones derivadas de las nuevas doctrinas. Así, por ejemplo, por considerar mala a la materia, preceptuaban rigurosos ayunos, la abstención de determinados alimentos y la obligación de apartarse de ciertas costumbres dado su carácter material. La misión preponderante que atribuían a los espíritus celestiales en la creación y gobierno del mundo hacía que los honrasen con un culto supersticioso. Todas estas opiniones doctrinales y ascéticas habían hecho impacto en algunos espíritus inquietos de las recientes comunidades de Asia Menor. San Pablo había tenido ya ocasión de encontrarse con esos complejos y sutiles mundos ideológicos, y por eso intuye rápidamente las irreparables consecuencias que puede tener esta corriente judaizante en las jóvenes comunidades cristianas.

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Las dificultades surgidas en Colosas, como años antes en Galacia, son ocasión para que san Pablo, bajo la inspiración divina, exponga verdades capitales para el dogma y la moral cristianos y, especialmente, sobre el misterio de Cristo.

Autenticidad paulina de Ef Los Padres y escritores eclesiásticos siempre atribuyeron a san Pablo la autenticidad de esta carta. Así, entre otros, Clemente de Alejandría, Tertuliano, Orígenes y el Fragmento de Múratori-. Los argumentos contrarios a la autenticidad paulina se pueden dividir en dos grupos: los de tipo literario, que se apoyan en las diferencias de estilo entre Ef y las Grandes Epístolas, y los de tipo doctrinal, que detectan y subrayan una doctrina distinta en Ef con relación a las demás cartas del Apóstol. Las consideraciones literarias, sin embargo, no pasan de ser conjeturas. Es evidente que el vocabulario de Efesios se distingue del resto de las epístolas paulinas4• Concretamente pueden registrarse hasta 83 voces que no tienen paralelo en el resto de sus escritos. Pero este vocabulario, sin duda peculiar, no es argumento suficiente para impugnar la autenticidad paulina. Por otra parte, aunque el estilo literario de esta carta aparece cargado de pleonasmos o de largos períodos de oraciones de relativo y participios, no debe extrañar, ya que sabemos que en la antigüedad se podía emplear un estilo totalmente artificial. Cicerón, por ejemplo, nos dice que un gran orador romano de la generación inmediatamente anterior a la suya, Hortensia, era capaz de emplear dos estilos distintos según el público al cual se dirigía. Además, si se compara Ef con Rm, Coy 2 Ts, se ve que el estilo redundante y ampuloso no era tan infrecuente en los escritos de san Pablo.

3 A partir de mediados del siglo pasado, al analizarla críticamente, hubo quien se planteó alguna objeción; se creyó ver en ella una serie de fenómenos de carácter literario (vocabulario, estilo, temática, etc.) que no encajaban con el resto del epistolario paulino. Otros han mantenido la autenticidad paulina, aunque con matices de cierta consideración: la carta es auténtica -dicen-y contemporánea de Colosenses, pero habría que admitir en ella una serie de interpolaciones tomadas de esta última carta, lo cual habría tenido lugar unos 10 o 20 años más tarde. Según otros autores, la carta debería ser considerada como «deuteropaulina», en el sentido de que fue escrita hacia finales del s. I d.C. por un discípulo de san Pablo para combatir los errores del sincretismo religioso de las iglesias de Asia Menor. 4 C. L. MITTON, The Epistle to the Ephesians: Its Authorship, Origin and Purpose, Oxford 1951: porcentajes de palabras similares enEf y Col. A. VAN Roox, The Authenticity of Ephesians, Leiden 1974, pp. 10-21; 100-349: logaritmos para llegar a conclusiones más certeras de juicio.

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En cuanto a los argumentos doctrinales, estos pueden resumirse en los seis siguientes. En primer lugar, la ausencia de tono polémico. Luego, la distinta noción de la Iglesia: no se habla ya de la Iglesia como «cuerpo» de Cristo, sino que se afirma que Cristo es la «cabeza» de la Iglesia. En tercer lugar, se pone de relieve la ausencia de observaciones y consideraciones escatológicas. También se hace notar la ausencia de la doctrina de la justificación por la fe, tan característica de las Grandes Epístolas. La cosmología de Ef sería de cuño helénico y no bíblico, ,y por último, el silencio acerca del destino de Israel. Para contestar, hay que decir que acudir a los argumentos doctrinales supone una petición de principio, es decir, dar por demostrado lo que se trata de demostrar. Si se afirma que la doctrina de Efes distinta de la de las Grandes Epístolas, esto no quiere decir que no sea de san Pablo, a menos que se haya decidido de antemano que la doctrina de san Pablo es solo la de las Grandes Epístolas. Se puede pensar, más bien, en un desarrollo o profundización de la doctrina paulina, gracias al contacto con comunidades cristianas de otra formación cultural. Además, diferencia no quiere decir oposición. La doctrina de Efes distinta de la de Rm, pero no es opuesta, es simplemente distinta, con un nuevo enfoque. El Apóstol puede haber escrito teniendo en cuenta algunos elementos de las opiniones gnósticas. También es posible que la carta se deba a uno de los colaboradores de san Pablo, que la escribió por encargo del Apóstol, tal vez teniendo como guión el texto de Col. Por tanto, puede concluirse como hipótesis lógica y, posiblemente, mejor fundada que san Pablo escribió o hizo escribir esta carta poco después que Colosenses, con el fin de combatir la herejía, y para que fuera leída en todas aquellas iglesias vecinas de Éfeso. Por lo que se refiere a la relación entre Col y Ef, la cuestión es bastante controvertida5. En primer lugar, entre las dos cartas se advierte una diferencia: Col tiene cierto tono polémico contra la «vana filosofía» de algunos (Col 2, 8; cfr. 2, 4) y contra los que imponen el respeto a los novilunios, los sábados y las fiestas (cfr. Col 2, 16) o una serie de distinciones en los alimentos o los preceptos «no tomes», «no gustes», «no toques» (cfr. Col 2, 20-21). Nada de esto se encuentra en Ef En segundo lugar, las dos cartas presentan mucho material común, más resumido en Col y más amplio en Ef Se ha calculado que el 70% del contenido de Col encuentra un paralelo en Ef, mientras que el 50% de Ef es propio. En general, en literatura se considera que el escrito más breve es anterior; por tanto, Ef sería una ampliación y posterior a Col. Hay 5 P. BENOIT, Rapports Littéraires entre les épitres aux Colossiens et aux Éphésiens, en Exégese et Théologie, 111, París 1968, pp. 318-334.

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quien propone una dependencia bastante más compleja: el núcleo de Col hubiera sido lo único escrito del Apóstol; a partir de ello, un anónimo hubiera escrito Ef, y a partir de Ef otro anónimo hubiera redactado Col tal como la conocemos. Dejando de lado una hipótesis tan complicada y que no tiene argumentos de crítica textual en su favor, parece bastante significativo que en Ef aparezcan algunas noticias personales sobre san Pablo que no están en Col: Ef 2, 3; 3, 1-3.8. ~ Asimismo hay algunos casos en que Ef parece citar Col condensándola: Ef3,2 Ef 4, 12 Ef 4, 22-24 Ef 6, 21-22 Efl, 7 Ef 1, 10

Coll,25 Col 2, 19 Col 3, 9-10 Col 3, 7-8 Col 1, 14 + 1, 20 Col 1, 25 + 1, 20 + 1, 12

En definitiva, lo más probable es que Ef sea posterior y sea, como veremos, una carta «circular»; Col sería anterior. De todos modos, las dos cartas debieron de ser casi contemporáneas.

CONTENIDO DOCTRINAL DE COL

El punto central del que brota toda la doctrina de esta carta es el misterio de Cristo: el Hijo, Dios eterno como el Padre, en un momento determinado de la historia, ha asumido la naturaleza humana. El Apóstol expresa así esta verdad: «en él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Con motivo de los errores que comenzaban a difundirse en Colosas, san Pablo considera atentamente cuanto se refiere a la creación y gobierno del universo y el plan salvífica divino en favor de los hombres, que alcanza también, de alguna manera, a las realidades terrenas. A la luz de estos principios, hace una profunda meditación y eleva un canto sublime al misterio de Cristo. Cristo es Creador con el Padre; pero, a la vez, ha asumido una naturaleza creada; por esto es el primero de los hombres y superior a todos. Su actuación es decisiva en la creación de todas lascosas; y también en la nueva creación, que es la regeneración en el orden de la gracia, llevada a cabo mediante su entrega en la cruz: de este modo ha sanado la naturaleza dañada por el pecado. Por eso Cristo es «cabeza» de todo el universo, de todas las realidades terrenas y de la Iglesia. Uno de los aspectos doctrinales que dominan en las epístolas de la cautividad hace referencia al Señorío de Cristo, a su total soberanía, a su

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condición de Señor (Kyrios), que ejerce su dominio sobre todo lo creado, tanto lo visible como lo invisible (cfr. Col 1, 16-20 y Ef l, 10-21). Ese Señorío de Jesucristo se pone de relieve, de modo particular, en el mundo angélico (cfr. Col 2, 10; Ef l, 20ss) y se expresa mediante el término «cabeza». San Pablo afirma categóricamente que el Señor Jesús es cabeza de todos los seres, celestiales y terrestres; que su señorío es absoluto y está infinitamente por encima de todo cuanto existe en la Creación (cfr. Col 1, 15-20). El Apóstol explica que esto es así «pues [el Padre] tuvo a bien que en Él -Cristo- habitase toda la plenitud (pléroma), y por Él reconciliar todos los seres consigo» (Col 1, 19-20). El Apóstol ha abordado el tema directamente, sin entretenerse en discusiones parciales: ¿Qué son ante Cristo esos espíritus celestes, ya sean tronos o dominaciones, ya principados o potestades? ¡Criaturas creadas para Cristo y por medio de Cristo! (cfr. Col 1, 16). ¿Cuáles son los grados y el orden de esas jerarquías celestiales? San Pablo prescinde de este tema: cualquiera que sea su orden, no son más que criaturas. Lo que importa -esa es la verdad radical-es que Cristo Jesús, Dios y Hombre, es el Señor (el Kyrios) de todas ellas y de toda la creación. Según se dice en el texto de Col 2, 15, Cristo, «habiendo despojado a los principados y potestades, los expuso a público espectáculo llevándolos en su cortejo triunfal». La capitalidad del Señor sobre el cosmos no radica únicamente en su constitución ontológica, como Dios y Hombre, sino también en su actividad soteriológica, porque es el Salvador. La salvación ya ha sido realizada por Cristo, pero su aplicación continúa realizándose, puesto que sus frutos han de llegar a todos y cada uno de los hombres; su culminación final se alcanzará cuando se complete la recapitulación de todas las cosas en Cristo. Otra dimensión de la capitalidad de Cristo es su ser «capo» de su cuerpo, que es la lglesia6. En la Carta a los Colosenses hay dos textos fundamentales acerca de Cristo Cabeza de la Iglesia: 1, 18 y 2, 19. En el primero de ellos se expone fundamentalmente una capitalidad de tipo prímacial, mientras que el segundo habla con más claridad del influjo vital de Cristo sobre la Iglesia. Ambos aspectos, sin embargo, están íntimamente entrelazados en los dos textos. En Col 1, 18, que pertenece al himno 1, 15-20, se afirma: «Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 18). El sujeto, Él, es Cristo indiviso, Dios-Hombre. En ese versículo se añade a la proclamación de la primacía de Cristo sobre la Creación la noción de Cristo Cabeza de la Iglesia. La «cabeza» es la parte más noble y elevada de todo ser 6 Suele decirse, a partir de santo Tomás, que la capitalidad de Cristo sobre la Iglesia consta de tres elementos: la primacía, la perfección y el influjo vital (cfr. Suma Teológica, III, q. 8, a. 1, c).

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vivo, físico o moral; por eso no ofrece duda que el texto quiere indicar la primacía de Cristo. Pero, además, en la literatura helenística de la época, especialmente en los tratados de medicina, la «cabeza» era considerada como el centro vitalizador y ordenador de todo el cuerpo humano o animal, es decir, como el centro vital. Así que Cristo no es solo el miembro más noble y elevado de la Iglesia, sino que es su principio de vida y de actividad. En el capítulo segundo de Colosenses, cuando san Pablo expone la necesidad de estar unidos a la cabeza, dice que todo el cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe de ella nutrición y cohesión para alcanzar un crecimiento en Dios (cfr. Col 2, 19). El pasaje es bastante expresivo acerca de la concepción fisiológica de la que acabamos de hablar: función vitalizadora de la cabeza con respecto al resto del cuerpo. Por consiguiente, la imagen de la Iglesia como un Cuerpo del cual Cristo es la cabeza, expresa la participación que la Iglesia en su conjunto y cada miembro en particular tienen en la función vitalizadora de Jesucristo. Los diversos miembros no están meramente pasivos en ese proceso vital, sino que, al mismo tiempo que reciben la gracia, son conductores de la energía sobrenatural procedente de Cristo-Cabeza, que llega así a todos los miembros de la comunidad-cuerpo eclesial. La IglesiaCuerpo de Cristo se manifiesta, por tanto, en la economía de la salvación no solo como sujeto meramente pasivo, sino también activo, siempre en estrecha dependencia de Cristo-Cabeza. Más aún, por la íntima unión que hay entre un cuerpo y su cabeza, aquel prolonga la acción de esta, la cual, sin el concurso del cuerpo, quedaría, de alguna manera, incompleta en su acción vivificante (es lo que la Ene. Mystici Corporis llamará la «mutua necesidad»). Por tanto, el cristiano puede, en cierto modo, «completar» la pasión redentora del mismo Cristo: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» ( Col 1, 24 ). La imagen de la Iglesia-Cuerpo de Cristo lleva implícita la idea de que, así como en un organismo vivo la cabeza concibe, ordena y dirige, de manera semejante ocurre con Cristo-Cabeza y la Iglesia-Cuerpo: esta, regida por Cristo, ejecuta sus planes y de alguna manera prolonga y «completa» la acción vivificante de Cristo. Una aplicación concreta de la capitalidad de Cristo sobre el cosmos es el señorío de Jesucristo, no solo sobre los cielos o lo más íntimo del ser humano, sino sobre todas las realidades de la tierra y los afanes de la vida cotidiana, pues «Él es antes que todas las cosas y todas subsisten en Él» (Col 1, 17). Por tanto, las realidades temporales son, en sí mismas, susceptibles de «cristianización», más aún, deben ser cristianizadas, san-

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tificadas. La actitud clave del cristiano ante los diversos quehaceres y actividades de los hombres es formulada en esta carta en un versículo bien conocido; «Todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él» (Col 3, 17). No se trata, simplemente, de hacer las cosas bajo la mera invocación del nombre de Jesús, sino de ordenar toda actividad humana hacia Cristo. Las realidades temporales son, pues, el medio, el hábitat que permite al hombre alcanzar su fin último, la salvación. En este sentido, Cristo debe ser puesto en la cima de esas realidades, como cabeza salvífica y centro de convergencia, ya que Él es la meta última hacia la que deben orientarse todas las tareas de los hombres. CONTENIDO DOCTRINAL DE EF

El argumento general de Efes el mismo que encontramos en Colosenses, aunque con una diferencia: en Efesios, la narración es menos polémica y más serena que en Colosenses y adquiere un estilo más cercano al de una epístola doctrinal. Frente al peligro de ciertas corrientes espirituales de origen judaizante pre-gnóstico, san Pablo quiere ayudar a los cristianos de Asia a penetrar en el misterio de Cristo. El peligro procedía de un culto impropio atribuido a los ángeles, que comprometía doctrinalmente la posición primera y exclusiva, el primado absoluto, que corresponde a Jesucristo en la obra de la creación y redención. Para aclarar esta doctrina san Pablo se sitúa, como en Colosenses, en la perspectiva de la supremacía de Cristo relacionándola con su capitalidad sobre la Iglesia, sobre cuya naturaleza se detiene con amplitud. El primer punto, pues, de su doctrina es la supremacía universal de Jesucristo, que consiste, en primer lugar, en el dominio que ejerce sobre toda la Creación. En Cristo se cumple lo que dijo el salmista; todo cuanto existe quedó sometido bajo sus pies (cfr. Sal 8, 7). El poder de Dios desplegó toda su fuerza al resucitar y exaltar a Cristo, sentándole a la derecha del Padre en los Cielos. Por eso Él está «sobre todo Principado, Potestad, Virtud y Dominación y sobre todo cuanto existe no solo en este siglo, sino también en el venidero» (Ef 1, 20-21). El descenso a la tierra del Hijo de Dios, es decir, la Encarnación, podría hacer pensar a algunos que Jesús de Nazaret fuera en todo igual a cualquier otro hombre y, por tanto, menor en dignidad a los ángeles. Para deshacer ese error, basado en la mera apariencia, san Pablo afirma que «el que bajó es el mismo que subió a los cielos para llevarlo todo a su plenitud» (Ef 4, 10).

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Por otra parte, como en Col, la supremacía universal de Cristo se muestra en toda su plenitud por su condición de Cabeza de la Iglesia, a la que instituye, vivifica y ama. Jesucristo, en efecto, no solo «reúne» a los hombres «dispersos de Israel», al «resto de Adonai» que anunciaron los profetas, sino también a los que estaban fuera, a los gentiles. Esos dos pueblos, el judío y el gentil, separados incluso de forma física en los atrios del Templo por un muro, están destinados por voluntad divina a formar un solo pueblo, el Pueblo de Dios. Jesucristo es, pues, quien da cohesión al nuevo pueblo, haciendo que sea en Él un solo cuerpo, al que nutre y asiste, comunicándole las gracias necesarias «para su edificación en la caridad» (Ef 4, 16). Más adelante volverá a referirse a la capitalidad de Cristo, el «salvador» del cuerpo (Ef 5, 23). El énfasis con que Jesucristo es nombrado salvador nos revela claramente su función soteriológica, salvadora, respecto de la Iglesia. De ahí que su capitalidad no sea solo primacial y de perfección, sino funcional, en cuanto que por su influjo la vida de la gracia pasa de la Cabeza-Cristo a su Cuerpo-Iglesia. En cuanto a la naturaleza de la Iglesia, la carta subraya su condición de Cuerpo de Cristo, perspectiva que ya hemos encontrado en otros lugares (cfr. Rm 12, 5; 1 Co 10, 16; 12, 13.27; Col 1, 18.24; 2, 19; 3, 15; etc.). En efecto, la capitalidad de Cristo supone que la Iglesia formada por todos los cristianos es un solo Cuerpo con Cristo (cfr. Ef 4, 4), para lo cual Dios reparte entre los fieles sus dones y carismas: «Él constituyó a algunos como apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores, para que trabajen por perfeccionar a los santos cumpliendo con su ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12). Más adelante vuelve a destacar esta doctrina al afirmar que Cristo ama a su Iglesia como algo propio y muy querido (cfr. Ef 5, 29), comunicándole la gracia en plenitud. La Iglesia es considerada en esta carta, además, como Templo de Dios, morada divina que está edificada sobre el cimiento de los profetas y los apóstoles, y cuya piedra angular es el mismo Cristo, «sobre quien toda la edificación se alza bien trabada para ser templo santo en el Señor» (Ef 2, 21). Bajo esa imagen se presentan a los cristianos como piedras vivas, unidas en armoniosa edificación para «ser morada de Dios . por el Espíritu» (Ef 2, 22). Quienes forman parte de ese edificio ya no son extraños o forasteros, «sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef2, 19). Con una imagen de profunda raigambre bíblica la Iglesia es descrita también como la Esposa de Cristo (cfr. Ef 5, 21-23). Esta imagen fue usada con frecuencia en el Antiguo Testamento y, luego, en el Nuevo, para hablar de las relaciones de Dios con su Pueblo, sobre todo, en el len-

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guaje de los profetas que querían describir el amor y la misericordia de Dios con los hombres (cfr. Is l, 21; 49, 18; Ir 2, 2; Ez 16; Os 2, 16-18; Mt 19, 15; Jn 3, 24; Ap 19, 7-9; 20, 2.17; etc.). San Pablo considera ahora esta realidad esponsalicia recordando que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). Los esponsales místicos de Dios con su Pueblo llegan, pues, a su perfección en la unión de Cristo con su Iglesia. San Pablo, al comparar la unión de Cristo con su Iglesia a un matrimonio, puede interpretar el texto de Gn 2, 24 como una anticipación profética de la unión entre Cristo y la Iglesia. Este es el «mysterion mega» que se encierra en el texto del Génesis. La Iglesia es, pues, un «sacramento», es decir, una acción salvífica de Dios que se manifiesta a través de signos sensibles.

RELACIONES CON EL GNOSTICISMO

Se ha planteado el problema de hasta qué punto las expresiones paulinas, especialmente las que se refieren al dominio universal de Cristo y a su matrimonio con la Iglesia, puedan provenir de corrientes gnósticas. Para poder contestar con exactitud, deberíamos conocer bien el gnosticismo y esto todavía no nos es posible. En efecto, hasta el año 1946 solo conocíamos el gnosticismo por sus obras literarias, cuya antigüedad no va más allá del siglo III, o por las refutaciones de los Padres de la Iglesia, que no son anteriores a finales del siglo II. No obstante, en estos últimos cuarenta años nuestros conocimientos han aumentado mucho gracias al descubrimiento de una «biblioteca» gnóstica en Nag-Hammadi en el Alto Egipto. Poseemos ahora unos textos que, aunque hayan sido redactados en el siglo II o III d.C., tienen sin duda antecedentes muy remotos. Por todo esto, se puede decir, simplificando bastante, que el gnosticismo que conocieron los Padres de la Iglesia, y sobre todo san Ireneo de Lión, es un movimiento espiritual y cultural que surge a mediados del s. II en Egipto. A su vez, este movimiento espiritual hunde sus raíces en la situación religiosa del s. I d.C. y, tal vez, del s. I a.C. Se puede hablar, en este sentido, de «protognosticismo». Este protognosticismo es una religión de tipo sincretista, es decir, que quiere conciliar distintas opiniones existentes: hay en ello elementos pitagóricos. algo de la religión egipcia, algo de las religiones mistéricas, el dualismo iránico y elementos del monoteísmo hebreo y, más tarde, del cristianismo. La idea central del gnosticismo, y también del protognosticismo, es que la creación es una degradación de

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la substancia divina. Por lo tanto, la creación es, en cierto sentido, un «pecado»; más aún, es el primer pecado. Dios quiere rescatar este pecado haciendo que las partículas de su substancia que han quedado encerradas en la materia sean liberadas y puedan volver a la esfera de la luz. Dios envía, para conseguir esta liberación, a un ser intermedio, el Hijo de Dios, como Redentor. El Redentor está dispuesto a morir con tal de enseñar a los hombres a conocer la verdad. Precisamente este conocimiento, es decir, la «gnosis», conseguirá que los hombres vuelvan a unirse a Dios. Sin entrar ahora en los detalles de los complejos mitos gnósticos, es suficiente decir que las ideas fundamentales de Col y Ef nada tienen que ver con la gnosis ni con la protognosis. Sí, sin embargo, es probable que san Pablo haya utilizado alguna de las ideas y aspiraciones de los gnósticos para hablar a los cristianos de Asia Menor con un lenguaje religioso para ellos habitual. Se podría explicar así el que en las cartas de la cautividad se insista en el concepto de pleroma o totalidad perfecta, se diga de Cristo que es «cabeza» del cosmos, se hable de la Redención en términos no individuales, sino universales, y se diga que la Encarnación produce un «matrimonio» de Dios con la Humanidad. Pero, repetimos, se trata de analogías vagas e imprecisas, porque lo que está claro es que la raíz del pensamiento paulino es la predicación de Cristo y la fe de la Iglesia primitiva. San Pablo no es un gnóstico, sino un «cristiano» en el verdadero sentido de la palabra.

Capítulo XIV LAS EPÍSTOLAS PASTORALES INTRODUCCIÓN, CANONICIDAD Y AUTENTICIDAD

Las dos Cartas a Timoteo y la Carta a Tito se conocen comúnmente como Cartas Pastorales. Esta denominación se introdujo a principios del siglo XVIII en virtud del contenido y de sus destinatarios inmediatos. En efecto, van dirigidas a dos colaboradores del Apóstol, que están al frente de las comunidades locales de Éfeso y Creta, respectivamente. Su contenido es eminentemente pastoral, pues se prescriben normas y consejos para la buena marcha de aquellas comunidades, amenazadas por el influjo de falsos maestros. Contienen también orientaciones sobre la organización de las iglesias y la función de los ministros. Además, las tres coinciden en el estilo sencillo y en el tono familiar, que denota la preocupación por formar a quienes desempeñan una misión pastoral. En la Iglesia, nunca ha habido dudas sobre el carácter inspirado de estos tres escritos. El Concilio de Trento las incluyó en el Canon de los libros sagrados, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo. En cuanto a la autenticidad paulina, la tradición cristiana es constante desde el principio y así lo confirman testimonios muy antiguos: es probable que 2 P 3, 15 sea una cita de 1 Tm 1, 16; y a principios del siglo II estas cartas ya eran conocidas y citadas por san Clemente Romano, san Policarpo y san Ignacio de Antioquía. El Fragmento Muratoriano las menciona explícitamente, así como san Ireneo y Tertuliano. El historiador Eusebio las incluye entre los escritos «admitidos por todos» (homologoumena). En el siglo XIX, algunos exegetas, siguiendo criterios de tipo críticoliterarios, negaron su autenticidad paulina. Otros admitían que muchas secciones tuvo que escribirlas san Pablo, si bien un redactor posterior las recopiló, introduciendo múltiples retoques (teoría de los fragmentos). A principios del siglo XX la Pontificia Comisión Bíblica mantuvo que no había razones suficientes para negar que el Apóstol fuera el autor1• 1

Respuesta de 12-Vl-1913; cfr. Enchiridion Biblicum, nn. 412-415.

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Hoy, muchos críticos dudan de la autenticidad, pero muchos otros encuentran respuesta a las dificultades que se suelen aducir2• Estas se pueden repartir en cuatro grandes categorías: los argumentos de tipo literario que acuden a la diferencia de vocabulario y de estilo, y, en concreto, al elevado número de palabras nuevas, que no se encuentran en las demás cartas paulinas; luego, los argumentos de tipo histórico-crítico, ya que parece que san Pablo quiere luchar contra un error como el gnosticismo y sabemos que el gnosticismo no se hizo presente y apremiante hasta comienzos del siglo II; en tercer lugar está el argumento apologético: contrariamente a su costumbre, san Pablo, en las Pastorales, no parece luchar contra unos opositores concretos y mucho menos contra sus enemigos, los judaizantes; en cuarto lugar está el argumento del contenido, que es moral o práctico frente al teológico de otras epístolas. Pero, en un análisis detenido, no resultan tantas las diferencias terminológicas y de doctrina, y son muchos más los aspectos en que coinciden. Además, hay que valorar las circunstancias concretas en que estas cartas fueron escritas: es comprensible que, siendo san Pablo más anciano, haya decaído el estilo vehemente de las grandes cartas; y, escribiendo en un ambiente helenista, es lógico que incorpore vocablos nuevos. No hay que olvidar que, como en otros escritos, pudo servirse de un amanuense o secretario que transcribió el pensamiento del Apóstol con su terminología propia. Respecto del contenido, el objetivo de las Pastorales es orientar a Timoteo y Tito en el gobierno de las iglesias que les han sido confiadas; de ahí que se detenga mucho más en aspectos concretos, dando por sabidos los grandes temas que había abordado en otras cartas. El estilo es, ciertamente, distinto del de las demás cartas, pero vale también aquí lo que se dijo a propósito de Ef Un autor de la antigüedad podía cambiar su estilo según los destinatarios y el género literario. De 2 El rechazo de la autenticidad es bastante general, sobre todo después de los estudios estadísticos del léxico y de otras peculiaridades sintáctica, publicados por K. GRAYSTON y G. HERDAN, The Authorship of the Pastorals in the Light of Statistical Linguistic, en New Test St 6 (1959-1960) 1-15, apoyándose en un famoso libro de P. N. HARRJSON, The Problem of the Pastoral Epistles, Oxford 1921. Pero, también en este caso, antes de dar por zanjada la cuestión habría que considerar lo que dicen R. J. FoRSTER, Epístolas Pastorales, en Verbum Dei, 326-330, sobre la cuestión de los hapax legomena; J. O'RouRKE, Sorne considerations about attempts at Statistical analysis of the Pauline Corpus, en CatBiblQuart 35 (1973) 483490, sobre los límites de los métodos estadísticos; R. BAUCKHAM, Pseudo-Apostolic Letters, en JourBiblLit l 07 (1988) 469-484, sobre los criterios para establecer la pseudo grafía. Toda la cuestión ha sido considerada de nuevo por S. E. P0RTER, Pauline Authorship and the Pastoral Epistles: Implication far Canon en BullBiblResearch 5 (1995) 105-123, que se apoya en K. J. NEUMANN, The Authenticity of the Pauline Epistles in the Light of Stylostatistical Analysis, Atlanta 1990. La propuesta de Porter es mucho más matizada que la de Harrison y no excluye la intervención paulina. En el terreno de los estudiosos católicos, cabe recordar que un exegeta como C. SPICQ, Les Épitres Pastorales, Paris 1947, autor de la más considerable monografía sobre el tema, no dudó en defender la autenticidad paulina.

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todos modos, si se supone que el autor no sea san Pablo, no se explican las numerosas referencias personales que salpican estos escritos: p. ej., el recuerdo de la conversión del Apóstol en 1 Tm l, 12-14; la alusión a la juventud de Timoteo (cfr. 1 Tm 4, 12); el recuerdo de su ordenación (cfr. 1 Tm 4, 14); el conocido consejo de no beber solo agua (cfr. 1 Tm 5, 23); la mención de la madre y de la abuela de Timoteo (cfr. 2 Tm l, 5); el recuerdo de la predicación en Pisidia (cfr. 2 Tm 3, 11); la infancia de Timoteo (cfr. 2 Tm 3, 14) y todas las noticias de 2 Tm 4, 9-15, que poseen un realismo muy impresionante. Es difícil imaginar que alguien que no fuera el mismo san Pablo pudiera haber escrito el texto de 2 Tm 4, 6-8, tan sencillo y al mismo tiempo tan entrañable. El eventual usurpador debería ser un verdadero genio literario. Podemos pensar que la redacción material no fue de san Pablo, pero no hay duda de que el redactor no hizo más que utilizar algo que el Apóstol había escrito o dictado. Y lo más sencillo es entonces identificar el redactor con el autor, es decir, san Pablo. Los errores que se combaten no son todavía herejías organizadas, sino desviaciones influidas por diversas corrientes religiosas de tipo rabínico y gnóstico, enzarzadas en explicar genealogías y mitos (cfr. 1 Tm l, 4; 4, 7; Tt 3, 9) o aspectos legales (cfr. Tt 3, 9; 1 Tm l, 7-11). Por algunos años se postuló la hipótesis de una gnosis judaica, pero no hay ningún elemento que nos mueva a pensar que tal tipo de gnosis existió: ciertamente Filón, por ejemplo, no es un gnóstico. Como ya se ha dicho, los descubrimientos de este siglo nos han permitido averiguar que ya a finales del s. I se formaron corrientes religiosas pregnósticas que, a lo mejor, se unieron a algunos aspectos del tardo judaísmo y de la literatura intertestamentaria. No es, pues, inverosímil que san Pablo haya tenido que luchar contra los primeros brotes de estas tendencias sincréticas. En cuanto a la organización jerárquica de la Iglesia, todavía no está estructurada como más tarde reflejarán las cartas de san Ignacio de Antioquía (siglo II); en las Pastorales los términos obispo y presbítero no designan todavía ministros con funciones diferenciadas. Es cierto que hay un progreso con relación, por ejemplo, a la Didaché; pero querer explicar las Pastorales con la Didaché es complicar la cuestión, puesto que los estudiosos no están de acuerdo acerca de la fecha de este escrito ni hay acuerdo sobre qué tipo de comunidad cristiana supone la Didaché. En definitiva, lo más prudente es decir que, ya en vida de san Pablo, tuvo comienzo un proceso de organización y consolidación de las comunidades cristianas, a través de la formación de un presbiterio, de unos diáconos y de un encargado o «epíscopos», que con el tiempo llevaría a la comunidad monárquica descrita en el epistolario de san Ignacio de Antioquía.

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Las fechas de composición más seguras son el año 65 para 1 Tm y Tt, y el año 67 para 2 Tm. Parece ser que, una vez puesto en libertad de su primera cautividad en Roma (cfr. Hch 28, 30-31), san Pablo hizo algunos viajes difíciles de precisar: quizá vino hasta España y volvió a Oriente. Pasó por Éfeso, al frente de cuya comunidad dejó a Timoteo, y por Creta, donde puso a Tito. Luego se dirigió a Macedonia, desde donde envió sendas cartas a sus discípulos, para orientarles en su ministerio. Poco antes de su martirio debió de escribir la segunda Carta a Timoteo. Por último, conviene señalar que la doctrina de estas cartas está en estrecha relación con lo enseñado en el resto del Corpus paulino. La cuestión de la autenticidad no afecta, por otro lado, al valor permanente del contenido, pues nadie duda de su carácter inspirado. La paternidad paulina, eso sí, pone más de manifiesto que la función jerárquica de los ministros y la ordenación de la vida eclesial se inició ya en vida del Apóstol. LOS DESTINATARIOS Y LAS CIRCUNSTANCIAS DE LAS CARTAS

El corpus paulino nos ha transmitido abundantes datos sobre Timoteo, que acompañó a san Pablo «como un hijo junto a su padre» (Flp 2, 22). Era hijo de padre gentil y madre judía, piadosa cristiana (cfr. Hch 16, 1). En su segundo viaje misional, a su paso por Listra, san Pablo recibió excelentes referencias de este joven cristiano. Después de haberlo circuncidado, lo llevó consigo como colaborador y ayudante en la fundación de las iglesias de Filipos y Tesalónica (cfr. Hch 16, 12). Sabemos que estuvo en Berea ( cfr. Hch 17, 14) y que desde Atenas el Apóstol lo envío a Tesalónica (cfr. 1 Ts 3, 2). De nuevo aparece en Corinto junto a san Pablo (cfr. Hch 18, 5) y le acompaña en el tercer viaje por Éfeso (cfr. Hch 19, 22), por Macedonia (cfr. 1 Ca 4, 17; 16, 20; 2 Ca 1, 1) y a través de Asia Menor (cfr. Hch 20, 4); en la primera cautividad está en la cárcel junto al Apóstol (cfr. Col 1, 1; Flp l, 1; 2, 10); la Carta a los Hebreos habla de su puesta en libertad, aunque no detalla el tiempo ni las circunstancias (cfr. Hb 13, 23). Finalmente san Pablo, en su último viaje por Oriente, le encargó el gobierno de la iglesia de Éfeso. De su carácter cabe destacar la fidelidad con que siguió a san Pablo; debía de ser muy joven cuando el Apóstol ruega a los cristianos de Corinto que le traten con respeto (cfr. 1 Ca 16, 11), y aún no tenía muchos años cuando recibió la misión de presidir la iglesia de Éfeso. Padecía algunos trastornos estomacales (cfr. 1 Tm 5, 23), aunque no se puede concluir que fuera de salud delicada. Los datos de la carta inducen a pensar en una comunidad cristiana suficientemente asentada, pero con los obstáculos propios de los princi-

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pios. El ambiente pagano, las doctrinas desviadas de algunos falsos maestros y hasta las costumbres relajadas amenazan la estabilidad de aquella iglesia incipiente. Timoteo, lo mismo que Tito en Creta, recibe el encargo de mantener la doctrina recibida y estimular la vida cristiana de los fieles. En primer lugar, ha de conservar intacto el «depósito» de la fe (1 Tm 6, 20) y dedicarse con esmero a la enseñanza catequética (cfr. 1 Tm 6, 16), consciente de que la Iglesia es columna y sostén de la verdad (cfr. 1 Tm 3, 15); debe rechazar con firmeza los errores y refutar a quienes los propagan (cfr. 1 Tm l, 3). Por otra parte, a Timoteo se le exige ser modelo de virtudes ante sus fieles (cfr. 1 Tm 6, 11), confiando en la misericordia divina, porque «Cristo Jesús vino al.mundo para salvar a los pecadores» (1 Tm l, 15). Este es el buen combate que los ministros han de sostener, con fe y buena conciencia (cfr. 1 Tm 1, 18-19). Timoteo recibe también el encargo de consolidar la organización de la iglesia local: comprobar las cualidades de los diáconos (cfr. 1 Tm 3, 10) y no precipitarse al consagrar a los nuevos candidatos (cfr. 1 Tm 5, 22). En cada caso se enumeran las virtudes que deben vivir los obispos, los presbíteros, los diáconos y las viudas (cfr. 1 Tm 3, 1-7; 3, 8-13; 5, 9-15). Y, cuando surja alguna querella contra los presbíteros, Timoteo ha de juzgar con equidad (cfr. 1 Tm 5, 17-25). En la 2 Tm el tono es más entrañable e intenso, con alusiones muy personales: san Pablo insiste a Timoteo por dos veces en que se apresure a venir a él, como si sintiera necesidad de su presencia física (cfr. 2 Tm 4, 9-21); se lamenta del abandono de algunos discípulos (cfr. 2 Tm 4, 9.14); le encarga traerle el manto y los libros (cfr. 2 Tm 4, 11); etc. En tales circunstancias, las recomendaciones de san Pablo tienen también carácter de definitivas: exhorta insistentemente a perseverar en la predicación y en el ministerio (cfr. 2 Tm l, 6-2, 13; 4, 1-5), sin miedo a los sufrimientos externos ni a la fatiga interior. También ante la propagación del error debe mantenerse sin cansancio, «como un hombre honrado, trabajador que no tiene de qué avergonzarse» (2 Tm 2, 15); sabiendo que, aunque sobrevengan tiempos difíciles ( cfr. 2 Tm 3, 1), los falsos maestros no conseguirán imponerse, como tampoco lo consiguieron los que en otro tiempo se oponían a Moisés (cfr. 2 Tm 3, 8.9). Dos consejos tienen especial importancia: mantenerse fiel a las enseñanzas y al ejemplo del Apóstol (cfr. 2 Tm 3, 10) y tener como punto de referencia la Sagrada Escritura, que es inspirada y útil para enseñar y defender la verdad (cfr. 2 Tm 3, 16). Son también frecuentes las alusiones a la responsabilidad ante Dios, que «ha de juzgar a vivos y muertos» (2 Tm 4, 1); Dios es quien dará su merecido a quienes le abandonaron (cfr. 2 Tm 4, 15) y concederá el galardón «a todos los que desean con amor su venida» (2 Tm 4, 8). La verdad del juicio no asusta ni sobrecoge, antes bien fomenta la esperanza y la serenidad:

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son particularmente expresivas las últimas palabras que probablemente escribió san Pablo, y que reflejan su grandeza de alma y su confianza plena en Dios: «El Señor me librará de todo mal, y me salvará para su reino celestial. A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (2 Tm 4, 18). También de Tito tenemos abundante información, sobre todo por el epistolario paulino. Ya el nombre nos lo presenta como un cristiano de procedencia pagana, más aún, romana. Probablemente se convirtió en Antioquía, porque acompañó a Pablo y Bernabé al Concilio de Jerusalén (cfr. Hch 15, 2; Ga 2, 1.3): Pablo lo llama «griego» y aclara que no era circunciso. Lo encontramos después a lado del Apóstol en su predicación en Macedonia, durante el tercer viaje de misión (cfr. 2 Co 2, 13), probablemente con el encargo de llevar a cabo la colecta en favor de los pobres de Jerusalén (cfr. 2 Co 7, 6). El fiel discípulo se encargó también de mantener las difíciles relaciones con la iglesia de Corinto (cfr. 2 Co 7, 13.14; 8, 6.16) y, tal vez, fue objeto de desacato y calumnias (cfr. 2 Co 12, 17). No aparece, en cambio, en el grupo que vuelve a Jerusalén con Pablo (cfr. Hch 20, 4) ni en los saludos de las cartas de la cautividad. Es lógico pensar que se haya quedado en Grecia, en Corinto o en Macedonia, para reforzar y mantener la labor de san Pablo. Tt l, 5 nos revela que había sido encargado por el Apóstol de presidir la comunidad de Creta y 2 Tm 4, 1 O nos lo presenta en Dalmacia para evangelizar aquella región. En la defensa contra el error, Tito debe ser exigente hasta «tapar la boca» a los falsos maestros (cfr. Tt l, 11), impidiendo con fortaleza la difusión de la mala doctrina (cfr. Tt l, 10-16); importa mucho no enzarzarse en discusiones inútiles y vanas (cfr. Tt 3, 9-11). Pero, ante todo, debe acreditarse como modelo en su conducta personal (cfr. Tt 2, 7) y en la predicación, de modo que ni los de fuera tengan nada que decir en contra (cfr. Tt 2, 8) ni los de dentro le menosprecien (cfr. Tt 2, 15).

CONTENIDO ESQUEMÁTICO DE LAS CARTAS

Dada la naturaleza de estas cartas, que tienen una finalidad práctica, es muy difícil señalar en ellas una división clara en partes. Se desarrollan de modo continuo tratando varios temas de interés eclesial. De todos modos se puede esbozar un esquema del siguiente tipo: 1 Timoteo La carta comienza, como siempre, con un breve saludo (1, 1-2), para entrar enseguida en materia. Pablo denuncia los errores que se están in-

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traduciendo (1, 3-11), para pronunciar la primera exhortación a Timoteo (1, 12-20). En lo que se puede considerar el cuerpo de la carta (2, 1-3, 16), el Apóstol da una serie de indicaciones acerca de las distintas categorías de fieles: varones y mujeres (2, 1-15); los episcopoi (3, 1-7); los diáconos (3, 8-13); y cierra con un himno dirigido a Cristo (3, 14-16). Sigue después una nueva descripción de los errores (4, 1-5) y una nueva exhortación a Timoteo (4, 6-16). El Apóstol vuelve a la organización de la iglesia local y señala una serie de preceptos para los ancianos, las viudas, los presbyteroi y los siervos (5, 1-6, 2). Por tercera vez se describen los errores (6, 3-5) y por tercera vez se dirige una exhortación a Timoteo (6, 6-14). Un nuevo himno a Cristo cierra esta exhortación (6, 15-16). Finalmente, después de una amonestación a los ricos (6, 17-19), san Pablo se despide de su discípulo (6, 20-21). Tito La breve carta se puede dividir en tres partes: un saludo inicial (1, 1-4), un cuerpo (1, 5-3, 11) y una despedida (3, 12-15). Pero, aparte de esta división convencional, lo que interesa es ver cómo se distribuye el cuerpo de la carta. En él distinguimos seis apartados, muy parecidos a los de 1 Tm. En primer lugar, unas indicaciones a propósito de los presbyteroi (l, 5-9); luego, la denuncia de los errores que amenazan la integridad de la fe (1, 10-16). Sigue una nueva serie de indicaciones para los ancianos, las ancianas, los jóvenes y los siervos (2, 1-10) que desemboca en una exposición doctrinal muy bonita relativa a la Encarnación (2, 11-15). El quinto apartado, después de una breve alusión a los errores, repite la exposición doctrinal acerca de la Encarnación (3, 1- 7) y el sexto apartado es una nueva exhortación frente a los errores (3, 8-11).

2 Timoteo Esta última carta de san Pablo es una especie de testamento espiritual suyo. Por esto, quitando un saludo inicial (1, 1-2), todo son recomendaciones y exhortaciones. Destaca, sin embargo, el final, que tiene dos partes: una serie de peticiones y disposiciones pastorales (4, 9-18) y unos saludos (4, 19-22).

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El cuerpo de la carta (1, 3-4, 8) ofrece un alternarse constante de consideraciones doctrinales y de invitaciones a la fidelidad y a la perseverancia. Hay una primera exhortación (1, 3-14), que incluye algunos desarrollos cristológicos y algunos recuerdos personales del Apóstol; luego, Pablo denuncia la conducta de los que le han traicionado (1, 15-18). Sigue una segunda exhortación, también con una referencia cristológica (2, 1-13) y una segunda denuncia de los errores, esta vez de Himeneo y Fileto (2, 14-21). Viene después una tercera exhortación (2, 22-26) y una tercera enumeración de los vicios de los adversarios (3, 1-9). La parte final contiene una cuarta exhortación (3, 10-1 7) y un solemne testimonio de fe y de esperanza de Pablo ( 4, 1-8).

CONTENIDO DOCTRINAL: JESUCRISTO

La idea básica de las Pastorales -y que, por tanto, aparece más frecuentemente- es la salvación: a Dios se le nombra como «el Salvador» (1 Tm 1, 1; 2, 3; 4, 10; Tt 1, 3; 2, 10; 3, 4), que con infinito amor «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4). Este plan divino ha sido manifestado y llevado a cabo por Jesucristo, el único Mediador (1 Tm 2, 5), que «vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tm 1, 15; cfr. 1 Tm 2, 5-6); la Iglesia prolonga y actualiza la acción salvadora de Cristo, puesto que es el pueblo rescatado de la iniquidad y purificado con el sacrificio (cfr. Tt 2, 14); los cristianos alcanzan su propia salvación mediante una vida rica en buenas obras (cfr. Tt 3, 14), reflejo de su piedad. Así pues, el contenido fundamental de las Cartas Pastorales gira en torno a Jesucristo, a la Iglesia y al ejercicio de la vida cristiana. Aunque san Pablo no pretende en estas cartas explicar un tratado de Cristología, sin embargo nos ha dejado expresiones lapidarias, tomadas muchas de ellas de himnos litúrgicos, que reflejan una penetración profunda en Jesucristo y en su obra salvífica. En conexión con los demás escritos paulinos donde el «misterio» alude al plan divino de salvación realizado en Cristo (cfr. Rm 16, 25; Col 1, 26; Ef 1, 9; 3, 3-5), también aquí se hace mención del «misterio de la fe» y del «misterio de la piedad» (1 Tm 3, 9.16), al hablar de nuestro Salvador. En efecto, uno solo es «el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo en redención por todos» (1 Tm 2, 5-6); aquí y en otros lugares se subraya su humanidad y su encarnación (cfr. 2 Tm 1, 10; Tt 2, 11; 3, 4); pero también se confiesa abiertamente su divinidad, al denominarlo «el gran Dios y Salvador nuestro» (Tt 2, 13; cfr. 1 Tm 1, 2.12; 6, 3.14; 2 Tm 1, 2.8). Cristo, por tanto, al ser Dios y hombre, une a todos los hombres con Dios.

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La vida de Cristo, toda ella, es de mediación, pues «se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y para purificarnos» (Tt 2, 14). En el himno sobre el misterio de la piedad (1 Tm 3, 15-16) se describe la Redención como la obra suprema de reconciliación de los hombres con Dios. Más aún, la salvación que Jesucristo nos alcanza no se termina con su Ascensión al Cielo, sino que sigue realizándose en la Iglesia, hasta que culmine definitivamente con su venida gloriosa al fin de los tiempos. Es importante señalar que esta segunda venida es denominada «manifestación» o «epifanía» (cfr. 1 Tm 6, 14; 2 Tm 4, 1.8; Tt 2, 13), término que se aplica también a la Encarnación (cfr. 2 Tm 1, 10; Tt 2, 11; 3, 4). Jesucristo, por tanto, consiguiéndonos la salvación, es la más sublime manifestación del amor del Padre, desde el momento de su entrada en el mundo, como hombre, hasta la definitiva venida en la que resplandecerá su divinidad. CONTENIDO DOCTRINAL: LA IGLESIA

Como estas epístolas van dirigidas, fundamentalmente, a quienes gobiernan comunidades cristianas, el Apóstol se extiende en la doctrina sobre la Iglesia. No hace un estudio sistemático de eclesiología, pero describe rasgos importantes de su naturaleza y organización. En conexión con la idea central de las Pastorales -Dios quiere la salvación de todos los hombres-, san Pablo enseña que la Iglesia es depositaria y vehículo de ese propósito divino. Jesucristo con su sangre establece la Nueva Alianza, haciendo de la Iglesia «su pueblo, propiedad suya» (Tt 2, 14), es decir, «pueblo que le pertenece, pueblo consagrado a Él» (cfr. Santo Tomás, Comentario sobre Tito, ad loe.). Dios actúa en la Iglesia y a través de ella como un Padre en su familia; así se desprende de la denominación «casa de Dios» (1 Tm 3, 15). No es, por tanto, la Iglesia una sociedad meramente humana, donde los ministros pueden ejercer su función con criterios personales, sino que pertenece a Dios y, por lo mismo, los ministros tienen deberes ineludibles que cumplir: «Que sepas cómo hay que comportarse en la casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15). La expresión «columna y fundamento de la verdad» resume una de las prerrogativas y funciones más importantes de la Iglesia. Por una parte, la imagen de la edificación sólida refleja la firmeza y estabilidad de la Iglesia, que permanece inconmovible a lo largo de los siglos. Por otra parte, la solidez de la Iglesia hace referencia a la verdad frente a los falsos maestros que pretendan imponer sus engaños, fomentando cada vez más la impiedad ... y trastornando la fe de algunos (cfr. 2

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Tm 2, 17-19). La Iglesia, por tanto, no puede equivocarse al exponer la

verdad revelada y, además, va progresivamente profundizando en la formulación del contenido de la fe, «puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón; ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales; ya por el anuncio de aquellos que, por la sucesión del episcopado, recibieron el carisma cierto de la verdad. La Iglesia, en el transcurso de los siglos, tiende incesantemente hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (Corre. Vaticano 11, Dei Verbum, n. 8). Existen, pues, en la Iglesia unos ministros que tienen como función esencial la predicación de la palabra de Dios, la enseñanza. San Pablo prescribe a Timoteo que se dedique principalmente al ministerio de la palabra; ha de poner empeño en convencer, reprender y exhortar (cfr. 2 Tm 4, 2), consagrarse a la enseñanza ( cfr. 2 Tm 4, 16), esforzarse en la propagación del Evangelio (cfr. 2 Tm 4, 5) y, en las asambleas litúrgicas, atender a la lectura de los libros sagrados, a la exhortación y a la instrucción (cfr. 1 Tm 4, 13). También los candidatos al presbiterado-episcopado han de ser buenos maestros (cfr. 1 Tm 3, 2; 2 Tm 2, 24), siendo imprescindible su fidelidad al transmitir intacta la doctrina recibida (cfr. 2 Tm 2, 2). Frente a la corrupción de la verdad que promueven los falsos maestros, los ministros en la Iglesia han de cuidar de la doctrina «sana»; este adjetivo, que alude a la salud física y a los alimentos que contribuyen a ella, se aplica a la doctrina (cfr. Tt l, 9; 2 Tm 4, 3), a la palabra (cfr. 1 Tm 6, 3; Tt 2, 8; 2 Tm l, 13) y a las personas «sanas en la fe» (Tt 1, 13; 2, 2). En las Pastorales se previene con frecuencia contra la propagación del error (cfr. 1 Tm l, 3-11; 4, 1-7; 6, 1-11.20-21; 2 Tm 2, 14-21; 3, 1-9; 4, 3-4; Tt l, 9-16; 3, 10-11) y se insiste en conservar y transmitir intacto el «depósito» de la verdad (cfr. 1 Tm 6, 20; 2 Tm l, 14), la Revelación recibida como un tesoro, del que la Iglesia es depositaria y administradora. El imperioso deber de la predicación se funda en el designio divino de conducir a los hombres a la salvación: en efecto, la salvación -prometida por Dios desde los tiempos remotos y llevada a cabo en la manifestación de Cristo- alcanza a toda la humanidad, a través de la predicación de la palabra encomendada a los apóstoles (cfr. Tt l, 1-3). La estructura de la Iglesia, tal como se refleja en estas cartas, es especialmente importante, porque marca el comienzo de la sucesión apostólica: junto a la autoridad de san Pablo, se enumeran las funciones de Timoteo y Tito al frente de las comunidades cristianas de Éfeso y Creta y se dan las pautas a seguir por los que continuarán la misión jerárquica.

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Timoteo y Tito, colaboradores habituales de san Pablo y que habían recibido de él encargos concretos -como en la colecta de Corinto ( cfr. 2 Co 8, 6) o las misiones esporádicas en Tesalónica (cfr. 1 Ts 3, 2) y en Corinto (cfr. 1 Co 4, 17; 6, 10)-, tienen aquí una función mucho más determinada y estable: han de ocuparse de la enseñanza y la predicación (cfr. 1 Tm 4, 13; 2 Tm 2, 15; 4, 1-5); del gobierno de la comunidad (cfr. 1 Tm 5, 19); de ordenar la disciplina (cfr. 1 Tm 5, 1-16; Tt 2, 1-10; 3, 1-2) y organizar el culto (cfr. 1 Tm 2, 1-12). Es decir, ejercen el triple oficio de enseñar, gobernar y santificar. Pero, como su misión debe perdurar también después de la muerte del Apóstol (cfr. 2 Tm 4, 1-8), tienen la obligación de elegir sus continuadores: diáconos, presbíteros y obispos (cfr. 1 Tm 3, 1-13; 5, 17-22; Tt 1, 5-9). Los diáconos (cfr. 1 Tm 3, 8-12) son colaboradores del obispo y desempeñan su ministerio subordinados a ellos; su conducta moral ha de ser igualmente ejemplar, tanto en la actuación pública como en la intimidad de su familia (cfr. 1 Tm 3, 8.9.12); antes de asumir el cargo debe haberse probado su idoneidad (cfr. 1 Tm 3, 10). No se describen detalladamente sus funciones, de donde parece deducirse que podían encargarse de tareas muy diversas, según las circunstancias. Pero nunca desempeñaron cargos de presidencia ni de gobierno, ya que no se les exigen las cualidades específicas del obispo, como el representar a la comunidad ante los paganos. De hecho, los siete discípulos elegidos en Jerusalén (cfr. Hch 6, 1-7) participaron en la administración de los bienes (cfr. Hch 6, 2) y también en la predicación y en los sacramentos, particularmente Esteban y Felipe; pero no hay datos de que estuvieran al frente de ninguna comunidad. Obispo y presbíteros en estas epístolas todavía aparecen con ambigüedad terminológica, y no queda claro si ambos términos designan a las mismas personas. Cuando san Pablo recuerda a Tito que le ha dejado en Creta para que constituya «presbíteros en cada ciudad» (Tt 1, 5), le señala inmediatamente que «es preciso que el obispo sea irreprensible» (Tt 1, 7); también a Timoteo (cfr. 1 Tm 3, 1-13), al señalar las obligaciones de los ministros, pasa directamente del obispo a los diáconos (w. 8-13), sin mencionar a los presbíteros; y en 1 Tm 5, 17.19 se habla de los presbíteros sin nombrar al obispo. No obstante, hay algunos indicios de que el término obispo designaba a uno solo de los presbíteros, que tenía la función de presidir, porque al obispo se le menciona siempre en singular, pero a los presbíteros (como a los diáconos), siempre en plural. Se puede afirmar, por tanto, que cuando se escriben estas cartas parece haber mayor precisión en el significado de «obispo» que en otros lugares del N.T. (cfr. Hch 20, 21; Flp 1, 1), pero todavía no existe la distinción neta entre obispo y presbítero que aparece con claridad en las cartas de san Ignacio de Antioquía a principios

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del siglo II (cfr. Epist. Ad Magnesios 6, 1; Ad Trallianos 7, 2; Ad Philadelphos 7, 1), diferenciación que llega hasta nuestros días. Al obispo, y junto con él a los presbíteros, se le asignan como funciones propias la de enseñar, presidir y dar ejemplo de vida cristiana. Como maestro, el obispo debe predicar y mantener celosamente el depósito de la verdad revelada (cfr. 1 Tm 6, 20-21), combatiendo los errores y apartando a quienes los propagan (cfr. 1 Tm 1, 3-5; Tt 1, 11); la fuente de su enseñanza han de ser los libros inspirados (cfr. 2 Tm 3, 14-15) y la tradición de la Iglesia (cfr. 2 Tm 1, 13-14). El obispo tiene la responsabilidad sobre los diversos grupos de cristianos -ancíanos, jóvenes, mujeres, viudas o esclavos (cfr. 1 Tm 5, 1-16; Tt 2, 1-10; 3, 1-2)-; cuando sea necesario, tiene poder de juzgar, procurando hacerlo con ecuanimidad (cfr. 1 Tm 5, 19-21). Es responsable del culto, organizando y regulando las plegarias (cfr. 1 Tm 2, 1-12; 4, 13); tiene obligación de elegir-a los candidatos sobre los que impondrá las manos en la ordenación sacerdotal (cfr. 1 Tm 5, 22). Finalmente, debe velar por la pureza de costumbres, siendo modelo de vida cristiana y de santidad (cfr. 1 Tm 4, 12; Tt 2, 7-8); las virtudes que le son propias (cfr. 1 Tm 3, 1-7; 5, 17-19; Tt 1, 5-9) dan idea de las exigencias que debe asumir para que su vida sea irreprensible. LA VIDA CRISTIANA: ASCÉTICA CRISTIANA, VIDA CONSAGRADA, EL IDEAL DE LA SOFROSYNE

Estas cartas, por su carácter eminentemente pastoral, indican algunas virtudes que debe vivir el cristiano. Como más peculiar cabe señalar la imitación de Jesucristo, único modelo, y el ejercicio de la piedad. Jesucristo, con la Redención, se ha adquirido un «pueblo, propiedad suya, celoso por hacer el bien» (Tt 2, 14); en consecuencia, el cristiano está llamado a comportarse rectamente porque Cristo lo ha liberado de toda iniquidad; por el Bautismo y la renovación en el Espíritu Santo hemos sido glorificados y destinados a la vida eterna (cfr. Tt 3, 5-7). El fundamento, por tanto, de la vida cristiana es la salvación obtenida por Cristo, y toda norma moral está basada en ella. Dios nos concede la gracia por la que somos educados «para que renunciemos a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo» (Tt 2, 12). Según santo Tomás, la gracia en este texto puede entenderse en un doble sentido: como gracia suprema de la Encamación y signo máximo del amor de Dios a los hombres: en este sentido la vida cristiana es la respuesta a este amor divino. El cristiano, por tanto, ha de esforzarse por practicar obras buenas, porque ha creído en Dios (Tt 3, 8), porque se sabe redimido por Cristo (Tt 2, 14) y porque la gracia le fortalece en el cumplimiento del bien.

Las epístolas pastorales

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Estas son las «buenas obras» tan repetidamente recomendadas, es decir, el ejercicio de las virtudes, especialmente la fe (cfr. 2 Trn 3, 15; 1 Tm 1, 5), la esperanza (cfr. 1 Tm 4, 10; Tt 2, 13) y, sobre todo, las obras de caridad (cfr. 1 Tm 1, 5; 2, 15), como la hospitalidad (cfr. 1 Tm 5, 10) y el socorro a los necesitados (Tt 3, 4) y a las viudas (cfr. 1 Tm 5, 3-16). Si se intentara resumir el espíritu que debe informar todo el comportamiento moral del cristiano, habría que decir que es la piedad. Este término, que aparece únicamente en la segunda Carta de san Pedro (2 P 1, 3.6; 3, 11) y en las Pastorales (cfr. 1 Tm 2, 2; 3, 16; 4, 7.8; 6, 3.5.6; 2 Tm 3, 5; Tt 1, 1), tiene un profundo sentido teológico. De modo general expresa la relación íntima y familiar entre Dios y los hombres. Ante todo, se aplica a Dios que brinda al hombre su amor, patente en la Encamación; a este acontecimiento sublime san Pablo lo denomina «misterio de la piedad» (1 Tm 3, 16), indicando que en él se realiza la unión más extraordinaria de Dios con la humanidad. La manifestación amorosa de Dios lleva consigo la revelación de sí mismo y de las verdades que debemos creer; en este sentido exhorta san Pablo a conocer la verdad que es conforme a la piedad (cfr. Tt 1, 1; cfr. 2 P 1, 3), y recuerda los perjuicios que se derivan de no adherirse a la «doctrina que es conforme a la piedad» (1 Tm 6, 3). Aplicada al hombre, la piedad supone la aceptación de la iniciativa amorosa de Dios y el cumplimiento de las consiguientes exigencias morales; en este sentido se entiende el consejo del Apóstol: «ejercítate en la piedad» (1 Tm 4, 7), con un esfuerzo por alcanzar la corona del triunfo eterno, mayor que el de un atleta por alcanzar el trofeo efímero (cfr. 1 Tm 4, 8); de ahí que la piedad sea el mejor negocio que el cristiano puede emprender (cfr. 1 Tm 6, 6). El que vive piadosamente, empeñado en este noble combate (cfr. 1 Tm 1, 18; 2 Tm 4, 7), conforme al querer de Dios, ha de estar dispuesto a soportar persecuciones (cfr. 2 Tm 3, 12); la piedad es incompatible con el aburguesamiento, requiere gran fortaleza de espíritu para mantenerse serenos (cfr. 1 Tm 2, 2) y llevar a la práctica las virtudes (cfr. l Tm 6, 11; Tt 2, 12). «La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todo los afectos. ¿No habéis observado que, en las familias, los hijos, sin darse cuenta, imitan a sus padres: repiten sus gestos, sus costumbres, coinciden en tantos modos de comportarse? Pues lo mismo sucede en la conducta del buen hijo de Dios: se alcanza también -sin que se sepa cómo ni por qué camino- ese endiosamiento maravilloso, que nos ayuda a enfocar los acontecimientos con el relieve sobrenatural de la fe»3 (cfr. 1 Tm 4, 12; 2 Tm 2, 22).

3 SAN J. ESCRNÁ DE BALAGUER,

Amigos de Dios, n. 146.

Capítulo XV LA EPÍSTOLA A LOS HEBREOS ESTRUCTURA Y GÉNERO LITERARIO

La Epístola a los Hebreos es por su contenido uno de los escritos más solemnes e importantes del Nuevo Testamento. El título, a pesar de no ser original puesto que data probablemente del siglo II, responde con gran precisión a la naturaleza y contenido del libro. Es muy probable que los «Hebreos» destinatarios de la carta fueran, en primer lugar, los cristianos provenientes del judaísmo, buenos conocedores tanto del idioma griego como de la cultura hebrea y, en especial, de las ceremonias del culto mosaico. La Epístola a los Hebreos responde a un género intermedio entre el epistolar y el propio de un discurso o sermón escrito. El autor la define como «discurso de consolación» (Hb 13, 22). Además, por su estructura, orden y método, recuerda el género de un breve ensayo teológico. Quizá por estas razones algunos autores han llamado a la epístola «carta literaria». Si es así, esta designación debe entenderse en un sentido peculiar: mientras que en las cartas literarias el destinatario es ficticio, en este caso es real. Es posible que el autor haya querido servirse de la forma epistolar para llegar así a un público más amplio y de una forma más directa. En cualquier caso la carta, histórica y doctrinalmente, se relaciona por su contenido con las demás cartas paulinas. En ella encontramos un eco fiel de la predicación de san Pablo. Sin embargo, su forma literaria presenta características propias que le confieren una patente originalidad. Su principal propósito es mostrar la superioridad del cristianismo respecto a la Antigua Alianza; pero tanto el estilo como la intención no son polémicos. El escrito tiene como fin hacer ver que la Nueva Ley es la perfección, el cumplimiento y la superación de la Antigua. Para ello se centra en la consideración del sacerdocio y sacrificio de Cristo como superiores a los levíticos. Este es el fundamento doctrinal que respalda la exhortación a la perseverancia en la fe, que el autor dirige a los destinata-

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rios de la carta y que constituye el otro motivo primordial de ella, inseparablemente unido al primero. La estructura literaria de Hebreos ha sido objeto de estudios minuciosos. Pero su estructura no resulta fácil de definir con exactitud por varios motivos. En primer lugar, hay que tener en cuenta que las normas retóricas en el mundo griego y latino no exigían una composición rigurosamente articulada, con párrafos de extensión más o menos constante, como ahora se suele exigir. El autor tenía amplia libertad para intercalar digresiones, añadir consideraciones, volver atrás, adelantar ideas, etc. En segundo lugar, el género literario escogido por el autor, que es el epistolar, aunque el escrito -como se ha dicho- se acerque también al sermón o a una exposición teológica, no se presta de por sí a un desarrollo riguroso y ordenado. Y, en tercer lugar, la mentalidad semítica, propia del autor, no tiene en cuenta la armonía entre las partes ni el desarrollo lineal de la argumentación, sino más bien la insistencia cíclica en unos temas fundamentales, sobre los cuales se vuelve una y otra vez. Todo esto permite entender por qué, a lo largo de la exposición, se vayan alternando constantemente partes explicativas de tipo doctrinal y partes exhortativas. Lo moral o parenético se entremezcla deliberadamente con lo dogmático. Las verdades de fe son presentadas por el autor como el fundamento de la conducta práctica que se recomienda y se pide a los destinatarios. En este sentido la carta es un ejemplo admirable de la unidad entre doctrina y vida, tan propia de todo el Nuevo Testamento, y constituye por ello un modelo de la mejor literatura religiosa cristiana. La Epístola a los Hebreos no contiene, por tanto, una sección dogmática seguida de una parte práctica o moral. Los aspectos o contenidos doctrinales se distribuyen a lo largo de toda la carta. Según santo Tomás, la carta se puede dividir en cuatro secciones. Las tres primeras tendrían como fin demostrar la superioridad de Cristo sobre los personajes más importantes que aparecen en el Antiguo Testamento: los ángeles, Moisés y los sacerdotes del orden levítico. La cuarta y última parte sería de carácter prevalentemente moral y exhortativo. Una división parecida ofrece Hugo de san Caro: la superioridad de Cristo sobre todas las criaturas; la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el sacerdocio del A.T.; la exhortación a la fe que nos permite acercamos a Cristo; y la enseñanza moral. Más modernamente, y tan solo con pequeñas variaciones entre los distintos autores, se ha ido difundiendo una división en cinco partes, que nos puede servir como punto de referencia. Por supuesto, esta estructuración no debe ser mantenida de modo rígido, sino solo indicativo. Estas cinco secciones doctrinales serían las siguientes: la primera expone la preexistencia de Cristo, su condición divina y su actividad crea-

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dora (1, 1-4); la segunda trata de la superioridad del Señor con respecto a los ángeles (1, 5-2, 18); la tercera afirma la superioridad con respecto a Moisés (3, 1-4, 13); en cuarto lugar se demuestra que el sacerdocio de Cristo es más excelente que el levítico (4, 14-7, 28); y la última revela que el sacerdocio de Cristo está conectado con un sacrificio que es superior a todos los sacrificios de la Antigua Ley (8, 1-10, 18). Por su parte el contenido ascético, exhortatorio y moral también se agrupa en cinco secciones intercaladas entre las anteriores. En líneas generales tratan de los siguientes temas: en primer lugar, del seguimiento de Jesucristo como imprescindible para la salvación (2, 1-4); luego, se afirma la necesidad de imitar a los israelitas fieles que aceptaron la Revelación para entrar en el reposo de Dios (3, 7-4, 13); se describen las perspectivas gozosas y las normas de la vida cristiana (5, 11-6, 20); y, después de haber recordado los motivos y ejemplos incomparables que deben animar al creyente a perseverar en su fe a pesar de las dificultades (10, 19-12, 29), se termina con unas últimas recomendaciones (13, 1-19). Los versículos 7-17 del capítulo 13 parecen resumir los asuntos principales de la carta y contienen una exhortación final a la rectitud y vibración espiritual que deben caracterizar la vida cristiana. El lenguaje de la Carta a los Hebreos se distingue por su gran pureza, que la hace no solo un señalado monumento literario, sino también y sobre todo un tratado teológico compuesto con gran rigor. El ritmo majestuoso de los versículos y la grandiosidad de los temas expuestos explican el extenso uso que la Iglesia ha hecho de ella en la liturgia. El autor, de formación helenista, escribe en un griego muy correcto y elegante, se sirve de un abundante vocabulario y consigue expresar gráficamente su pensamiento con ayuda de numerosas figuras de estilo, como antítesis, comparaciones, paralelismos, citas y ejemplos de la Sagrada Escritura, etc. Destaca, entre todos estos recursos, la capacidad de coordinar frases en complejos y solemnes períodos, según el estilo de los autores de la prosa griega llamada «asiana». La Carta a los Hebreos nos ofrece el griego limpio, transparente y ágil de san Lucas, que es un ejemplo de «aticismo», pero después de este es, sin duda, el ejemplo más elevado de obra literaria en el Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, en medio de la precisión y relativa sobriedad de los párrafos, sobresalen pasajes de gran emoción religiosa, como la evocación de la agonía de Getsemaní (cfr. Hb 5, 7-8), de la Pasión y Muerte en la Cruz (cfr. Hb 6, 6; 12, 2; 13, 22) y de la fe y perseverancia de los Patriarcas (cfr. Hb ll, 1-40). El autor, profundo conocedor de la Sagrada Escritura, utiliza en general la versión griega alejandrina, llamada de «los Setenta», empleada por todos los Apóstoles en su predicación. Cuando cita un pasaje del A.T., lo

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hace mediante una fórmula introductoria que refleja el convencimiento de la naturaleza inspirada de la Biblia. El pasaje en cuestión es considerado como algo dicho directamente por Dios Padre o por el Hijo, y, en algún caso, como palabras pronunciadas por el Espíritu Santo (cfr. Hb 3, 7; 10, 15). Asimismo casi siempre el autor de Hb interpreta la Sagrada Escritura en sentido literal, es decir, ateniéndose a lo que el texto sugiere directamente. La particularidad de Hebreos es que los textos bíblicos del A.T. son «actualizados», es decir, referidos a Cristo. Quien habla a través de los Salmos o a través de los Profetas es Dios Padre que se dirige a su Hijo o es Dios Hijo que se dirige a su Padre. EL PROBLEMA DE LA AUTENTICIDAD

En primer lugar, hay que recordar que la carta forma parte del canon de los libros sagrados y, por tanto, se debe considerar como un escrito inspirado por Dios; aunque haya habido alguna duda, en la Iglesia de Occidente, acerca de esta canonicidad, la Iglesia Oriental nunca dudó y, en Occidente mismo, algunos Concilios antiguos -por ejemplo, el de Cartago de 397- y todos los Padres de la Iglesia anteriores al siglo IV admitieron, sin discusión, la inspiración de Hb. Es probable que las dudas estuvieran relacionadas con la autenticidad. Al no reconocerla como paulina, algunos autores pensaron que no debía aparecer en el canon. La canonicidad de la Carta a los Hebreos ha sido enseñada de modo solemne por los Concilios de Florencia (1442) y de Trento (Sesión IV, 1546)1. Muchos escritores cristianos de Oriente, y por tanto de habla griega, han considerado la Carta a los Hebreos como escrita personalmente por san Pablo. Entre ellos, p. ej., destaca san Juan Crisóstomo, gran admirador y profundo conocedor de los escritos del Doctor de las gentes. Como dato paleográfico, se puede decir que el papiro más antiguo que nos ha llegado y que contiene los escritos de san Pablo, el P 46, de la colección Chester Beatty, de finales del siglo 11, comienzos del 111, contiene Hb y la coloca en segundo lugar, enseguida después de Rm. Por supuesto, la carta está en todos los códices griegos, a partir del s. IV. Si así fuera, la epístola haría la número catorce de las redactadas directamente por el Apóstol. Sin embargo, la tradición de la Iglesia latina no es tan unánime en este punto. El autor del primer comentario completo en latín a san Pablo, el anónimo llamado Ambrosiaster, evita comentarla. San Jerónimo mismo recoge y expresa ya algunas dudas sobre la directa autoría paulina, y lo mismo hace san Agustín a partir del año 1

Cfr. Respuesta de la Pontificia Comisión Bíblica de 24 VI-1914, en Deriz=S; n. 2176.

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409. Pero tanto el obispo de Hipona como el traductor de la Biblia, en los años posteriores y bajo la fuerza de la tradición, fueron admitiendo, no solo la inspiración de la carta -que nunca había sido puesta en duda-, sino también su autenticidad. Así, por ejemplo, san Jerónimo citando un pasaje de Hb escribe: «de este modo dice Pablo en su epístola, la que escribe a los Hebreos, aunque muchos autores latinos duden de ella» (In Mt, IV, 26). El fragmento de Muratori, que procede de finales del siglo 11 y contiene un autorizado elenco de los libros inspirados, no incluye de modo explícito la carta entre los otros escritos paulinos, que enumera, en cambio, detalladamente. Algunos teólogos renacentistas, entre ellos Erasmo y el cardenal Cayetano, tampoco consideraron a san Pablo como autor de la carta. La misma opinión es mantenida por la mayoría de los exegetas de nuestro siglo. Según estos autores, las principales dificultades para considerar a san Pablo como autor de la carta son: la ausencia del nombre del Apóstol en el encabezamiento; la falta asimismo de las habituales fórmulas de despedida y otras expresiones características de san Pablo; la diferencia acusada de sintaxis y otros aspectos del estilo literario; la diversidad de temas doctrinales y el modo peculiar de citar el Antiguo Testamento2• El autor sagrado y su personalidad permanecen oscuros (cfr. Hb 13, 18ss). Parecen esconderse deliberadamente detrás de la grandeza e importancia del tema que se expone. Es seguro, en cualquier caso, que se trata de un cristiano culto, buen conocedor de la Sagrada Escritura y de las cuestiones teológicas que se planteaban en la segunda mitad del s. l. El autor literario tuvo que ser una persona muy cercana a san Pablo, porque conoce y comparte su pensamiento y colabora con su actividad apostólica. Por el contenido de la carta se trasluce que fue un hombre de cultura helenista, con un gran celo pastoral y, al mismo tiempo, con un profundo conocimiento de la vida religiosa de los hebreos y del culto del Templo de Jerusalén. Orígenes, en el siglo 111, habló de la posible existencia de un redactor, discípulo de Pablo, como autor directo de la carta. «Las ideas de la epístola -escribe el exegeta alejandrino- son ciertamente del Apóstol; la die-

2 En cuanto a la falta de prólogo y a la ausencia del nombre del Apóstol, estos se pueden explicar acudiendo, como hacían los antiguos, a la voluntad de san Pablo de no chocar de entrada con la mentalidad de sus lectores, entre los que se podía haber difundido una fama injusta sobre su persona. Pero es importante tener en cuenta que el género literario de Hb no es el de una carta también «familiar", sino que presenta rasgos de un «sermón exhortativo» (lógos pakléseos, cfr. Hb 13, 22) y de un tratadito de teología. Esto puede explicar que los rasgos epistolares sean reducidos al mínimo. Además no se debe desechar la hipótesis de una carta escrita en hebreo y traducida al griego. Esto último podría explicar la novedad en el léxico, con numerosos hapax y con no menos numerosos semitismos.

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ción y la composición parecen, sin embargo, de otro que quiso recordar el pensamiento de Pablo, como quien escribe las palabras del Maestro». La tesis de Orígenes ha logrado amplio seguimiento en la tradición de la Iglesia y ha sido avalada indirectamente por la Pontificia Comisión Bíblica en la citada respuesta del 24 de junio de 19143• A pesar de todo no se han abandonado los intentos de encontrar al autor-redactor y se han aventurado los nombres de san Bernabé, san Lucas, san Clemente Romano y el discípulo Apolo (cfr. Hch 18, 24ss) como posibles redactores. No obstante se debe advertir que se trata solamente de hipótesis y conjeturas no demostradas. Más recientemente, se ha pensado que el autor literario debe pertenecer al judaísmo palestino, por su manera de interpretar el A.T. y por su conocimiento de algunas costumbres rituales (cfr. Hb 9, 13.19). Cabe mencionar que en los «Leccionarios» litúrgicos -recientes se ha omitido el autor de esta carta. OCASIÓN, DESTINATARIOS Y FECHA DE LA EPÍSTOLA

La mayoría de los Padres y antiguos comentaristas han pensado que la carta fue escrita en Roma o en algún otro lugar de la península itálica conforme a las palabras de Hb 13, 24: «Os saludan los de Italia». Sin embargo, esta expresión podría entenderse también como el saludo de un grupo de cristianos procedentes de aquel país, pero que residen en otro lugar que nos es desconocido y desde el que se envía la carta. De hecho, un manuscrito hace referencia a Atenas como lugar de redacción. Otros códices, en cambio, señalan que fue escrita en Roma o en Italia. Por todo ello, no sabemos con certeza su lugar de composición. La fijación de la fecha aproximada de composición de la carta presenta menos dificultades. Hb l, 3-13 aparece citado en el capítulo 36, 2-5 de la carta de san Clemente Romano a los Corintios, compuesta hacia el año 95. Y, si en este año era ya suficientemente conocida y gozaba de una amplia difusión, queda claro que la Epístola a los Hebreos no pudo escribirse en ningún caso con posterioridad al comienzo de esta década. Esto fija el llamado terminus ante quem. En este dato, y en la consideración de que posiblemente no es san Pablo el autor del escrito, se apoyan algunos estudiosos para afirmar que Hb pertenece a la segunda generación cristiana y fue escrita hacia el año 90. En cambio, la evidencia interna de Hebreos nos permite adelantar en varios lustros la fecha de composición y afirmar que la carta se escribió, 3

Cfr. Denz=S: n. 2178.

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probablemente, antes de la destrucción de Jerusalén por los ejércitos romanos de Vespasiano y Tito en el año 70. La caída de la ciudad no se menciona en ningún momento, y numerosos lugares sugieren inequívocamente que el Templo y el culto mosaico continúan en vigor (cfr. Hb 8, 4; 9, 7.13.25). Por otro lado, si el Templo ya hubiera sido destruido y el pueblo judío dispersado, como ocurrió en el 70, este mismo hecho hubiera sido una gran prueba en favor de la superioridad del cristianismo. El argumento a silentio es aquí verdaderamente poderoso. Se alude, además, repetidas veces a lo largo del texto (cfr. Hb 10, 25; 10, 37; 12, 26ss; 13, 13) a una situación critica de los judíos. Esto puede hacer pensar en la cercanía de la guerra judeo-romana, declarada en el año 67. Bastantes autores señalan el año 67 como fecha de composición. El contenido de la carta da pie para afirmar que va dirigida sin lugar a dudas a conversos del judaísmo, es decir, a cristianos de origen judío. Parecen personas bien conocidas por el autor, ya que este les pide con confianza que recen por él y les anuncia que espera pronto volver a estar entre ellos (cfr. Hb 13, 18-19.23). Son cristianos familiarizados con los libros sagrados, especialmente con el libro del Éxodo y con los Salmos, y conocen bien la interpretación judía usual. Están enterados de los detalles del Templo y del culto mosaico, han asistido a las ceremonias del gran «Día de la expiación» y de los sacrificios cotidianos (cfr. Hb 8, 1-10, 18); manejan, en fin, el vocabulario ritual. Por otra parte, no se trata de recién convertidos. De ellos la carta dice que ya han recibido la catequesis inicial (cfr. Hb 5, 12) y hasta podrían ser maestros, pues se convirtieron en los tiempos antiguos (cfr. Hb 10, 32), y pudieron contemplar en persona los milagros y dones sobrenaturales que acompañaron la primera predicación (cfr. Hb 6, 4-5; 10, 26). Incluso, tal vez, escucharon la predicación de Esteban (cfr. Hb 2, 4; Hch 6, 8). Pero no solo esto, sino que, además, han adquirido méritos asistiendo a los santos (cfr. Hb 6, 10) y, sobre todo, sufriendo con paciencia y fortaleza una abierta persecución que iba acompañada de afrentas públicas, privación de bienes, detenciones y, en algún caso, hasta de suplicios capitales (cfr. Hb 10, 32-34; 12, 4). El propósito central de la epístola es estimular a estos hermanos en la fe, a la fidelidad en un momento de persecución, en el cual se manifestaban síntomas de desfallecimiento (cfr. Hb 10, 25; 12, 23; 13, 10), y prevenir, en último término, el peligro de apostasía. Por ello el tono y el lenguaje del autor sagrado equilibran prudentemente la exhortación animosa con la severidad con la que les exige y alienta en diversos momentos de la argumentación (cfr. Hb 6, 4-6; 10, 26-31; 12, 15-29). Una cuestión planteada desde antiguo a los intérpretes de Hebreos estriba en saber si el autor se dirige a una iglesia local en su totalidad, como

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en el caso de las Epístolas a los Romanos, a los Corintios, a los Gálatas, etc., o si los destinatarios son únicamente un grupo concreto dentro de una comunidad cristiana más amplia: lo que podríamos llamar una «iglesia doméstica» o, tal vez, un grupo de fieles que se reunía en la casa de una familia determinada. Se ha señalado, de todos modos, que esta carta posee una característica original: a pesar de ir dirigida a una comunidad o grupo concreto, evita toda individualización, es decir, enuncia principios de orden absolutamente universal. El autor parece dirigirse a un grupo social que se encuentra aislado, pudiéndose tratar de refugiados o desterrados. De todos modos, la temática y el enfoque especializados sugieren que el hagiógrafo escribe a un grupo concreto en el seno de una comunidad cristiana más amplia. Algunos autores incluso consideran que la carta va dirigida a antiguos sacerdotes levíticos convertidos al Evangelio, que, acosados por las persecuciones, sienten la tentación de volver al judaísmo (cfr. Hch 6, 7; Hb 3, 12-14; 6, 4-6; 10, 39; 12, 12-13). LA INTERPRETACIÓN DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Para entender cómo el autor de Hebreos utiliza la Sagrada Escritura conviene recordar que en muchos casos aplica las reglas de interpretación bíblica propias de los rabinos. Esa exégesis rabínica recibe en hebreo, en general, el nombre de derash (del verbo que quiere decir «buscar», «ínterpretar»). En el mundo judío se conocen tres grandes líneas de interpretación bíblica. La primera es precisamente la exégesis deráshica. Es propia de la sinagoga, y se apoya en una serie de normas fijas, establecidas -según dice la tradición- por Rabbí Hillel (s. I a.C.) en número de siete. La segunda es la exégesis llamada pesher (que quiere decir «explicación»), muy difundida entre la comunidad judía de Qumrán, situada a orillas del Mar Muerto desde el s. 11 a.c. al s. I d.C. y de la que poseemos testimonios a través de los famosos «manuscritos del Mar Muerto». La tercera es la exégesis de naturaleza alegórico-moral, difundida, aplicada y popularizada por el célebre judío de Alejandría Filón (muerto en el 40 d.C.). La interpretación deráshica nos ha llegado a través de muchos documentos, entre los cuales hay traducciones del texto bíblico con pequeñas explicaciones intercaladas al arameo (targumim}, comentarios de tipo ascético o moral (midrashimi y listas de prescripciones y preceptos derivados de la Ley (por ejemplo, ritos del matrimonio, manera de celebrarse las fiestas, etc.). Cabe citar en este último grupo la Mishnáh y el Talmud. Los targumim son las traducciones del A.T. hebreo al arameo, con perífrasis explicativas para hacer más comprensible el texto sagrado. Su importancia es muy grande, tanto por su antigüedad (se remontan al s. I a.c. aunque utilizan material anterior), como por su

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contenido, y reflejan la opinión común de los rabinos acerca de pasajes difíciles. Los rnidrashim (de midrash, «investigación», «búsqueda») son, en cambio, explicaciones de la Biblia, en general de tipo exhortativo o edificante, que se remontan a la predicación sinagogal, es decir, a las homilías pronunciadas por los rabinos. La Mishnáh (erepetición») es un conjunto de pequeños tratados jurídicos y éticos basados en dichos o sentencias de los rabinos. Se empezó a recopilar por escrito en el s. 11 d.C. y se terminó hacia el s. V. Refleja la Ley o Thoráh que añade la interpretación de las numerosas prescripciones orales. La Mishnáh refleja la exégesis llamada también exégesis halákhica (de halakh, «andar», en ambos sentidos: físico y moral); tiene carácter jurídico y moral y trata de .dar solución a casos prácticos. El Talmud («enseñanza») es, por fin, un comentario sobre la Mishnáh que recopila la doctrina religiosa judía tradicional. Se empezó a escribir en el s. IV d.C. y se terminó en el X. Su conexión con la Sagrada Escritura es remota, pero ofrece datos muy interesantes para entender usos y costumbres de los judíos en general y, también, de la época de nuestro Señor. La exégesis judaica o derash es, en principio, una exégesis pegada a la letra del texto y que utiliza reglas de carácter lógico: analogías, consideración del texto, lugares paralelos, paso de lo general a lo particular, etc. Sin embargo, a lo largo de su historia, este tipo de exégesis fue orientándose a la búsqueda de un sentido religioso más allá del obvio o inmediato y hacia la «actualización» del texto, es decir, su aplicación a nuevas circunstancias históricas. La exégesis deráshica fue separándose de la pura explicación literal y filológica para acercarse a lo que podríamos llamar, a grandes rasgos, exégesis espiritual o alegórica. Un ejemplo puede explicar mejor esta afirmación. Hb 1, 5-14 cita una serie de textos del A.T. para demostrar la superioridad de Cristo, Hijo de Dios, sobre. los ángeles (cfr. 2 S 7, 14; Dt 32, 43; Sal 45, 7-8; 97, 7; 102, 26ss; 104, 4; 110, 1); llama la atención, además del número de citas, que algunos de los Salmos son leídos como palabras de Dios Padre dirigidas a su Hijo. Sin embargo, estos Salmos, por lo menos en su tenor inmediato, se dirigían a Dios para ensalzar su poder sobre la creación (cfr. Sal 97, 7, 102, 26; 104, 4) o, en algunos casos, eran oraciones o súplicas al Rey Mesías (cfr. Sal 45, 7-8; 110, 1). El autor de Hb, mediante la divina inspiración, ha realizado una «actualización» del Salmo atribuyéndolo a Jesucristo, que es considerado implícitamente el Autor de la creación o el verdadero Rey del pueblo elegido. Se podrían citar otros muchos ejemplos de exégesis del mismo tipo, como la actualización del Sal 40, 7 y 95, 8, aplicados a la situación de los cristianos o al Sacrificio de la Cruz. Particularmente importantes son el de la figura de Melquisedec, sin padre ni madre ni genealogía, y de la aspersión de las tablas de la Ley con sangre y cenizas de una vaca por me-

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dio de un hisopo de lana escarlata, porque hacen referencia, respectivamente, al sacerdocio y al sacrificio de Cristo. Tanto la formación de «rimeros», es decir, secuencias de textos de la Sagrada Escritura, como su aplicación a la realidad actual eran métodos frecuentes en la exégesis deráshica. Puede afirmarse, por tanto, que la carta fue escrita por un judío profundamente imbuido de cultura rabínica, un verdadero «doctor de la Ley» o escriba y, tal vez, rabino. Por eso cabría deducir que el «fondo» conceptual de la carta sea de un rabino, de un fariseo; y que, en cambio, la forma literaria griega sea de un judío helenista de origen alejandrino. En este caso, es coherente pensar que san Pablo podría ser el autor «conceptual», ya que el Apóstol era, como sabemos, fariseo (cfr. Flp 3, 5), celoso de la Ley (cfr. Hch 8, 13; Flp 3, 6), de la tribu de Benjamín (cfr. Flp 1, 5; Hch 21, 40; 23, 6), orgulloso de su condición de origen (cfr. Rm 9, 3-5; 10, 1-2; 2 Ca 11, 22) y que.estudió en su juventud a los pies de Gamaliel (cfr. Hch 22, 3). De todos modos, el derash de la Carta a los Hebreos no coincide con la exégesis rabínica en un punto fundamental. El derash de esta epístola está centrado en Jesús como cumbre de la Ley. En este sentido, estamos muy lejos de la exégesis rabínica, que se limitaba a la explicación de los puntos oscuros o difíciles y que solo tenía en cuenta el valor de los preceptos mosaicos. En Hebreos, el A.T. no se cita como una «prueba» de la real excelencia y superioridad de Jesús, sino que más bien se explica su contenido a la luz de lo que se sabe de Jesucristo. No es que el A.T. venga a interpretar el Nuevo, sino que -al contrario- es este el que viene a interpretar y clarificar lo expuesto en aquel. En este sentido el texto del A.T. es «actualizado» a la luz del N.T., es decir, encuentra su significado verdadero y definitivo. Para el autor de Hb, como muchas veces afirmaron explícitamente luego los Padres, el N.T. se halla escondido en el A.T. y el Antiguo se manifiesta en el Nuevo. De acuerdo con esta idea, Hb busca en el A.T. el anuncio del nacimiento y de la obra de Cristo. Así se funda una «teología de la historia», ya que sin la referencia al N.T. no es posible comprender el sentido del A.T. y, al mismo tiempo, es posible demostrar que todo lo referente a Jesucristo ha ocurrido conforme al designio de Dios, revelado en muchos textos del A.T. CONTENIDO DOCTRINAL: LA FE Y LA REVELACIÓN

La doctrina teológica de la Carta a los Hebreos es fundamentalmente cristológica. La consideración de la figura de Cristo, Dios y Hombre y Gran Sacerdote de la Nueva Ley, es como el eje que vertebra todo el do-

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cumento, aglutina sus diversas secciones e imprime al conjunto una extraordinaria unidad. Sin embargo, en torno al motivo cristológico, se agrupan otros importantes argumentos teológicos, como la relación entre judaísmo y cristianismo, la fe y la revelación, la doctrina de las realidades últimas y la vida cristiana en el mundo, camino hacia la eternidad. La relación entre las dos religiones positivas -judaísmo y cristianismo-, es decir, entre las dos que contienen la Revelación sobrenatural, es entendida a la luz de la «historia de la salvación», es decir, el desarrollo en la historia del plan salvífico de Dios. Todo el judaísmo ha sido como una preparación y una «sombra» de la culminación del designio salvador de Dios en Cristo. Hb vuelve a aplicar la «teología del Éxodo» a la nueva situación. Por esto, es tan importante la cita del Sal 95, que se repite cuatro veces (cfr. Hb 3, 7-11; 3, 15; 4, 3.5; 4, 7). Ya el Salmo reflejaba la presencia de esa «teología», en el sentido de que entrar en el reposo del Señor era algo que había que hacer en un «hoy» constantemente renovado: era la conversión personal al Dios de la Alianza. De este modo la epopeya de Moisés y del pueblo elegido servía de modelo para la actuación de cada fiel. Hb vuelve a tomar estas ideas aplicándolas a la Revelación en Cristo. El «hoy» es la propuesta salvadora de Dios en Jesucristo; no endurecer el corazón quiere decir creer; así se puede entrar en la verdadera patria. El autor sagrado muestra, sin ánimo polémico y con la serenidad propia de quien escribe con visión de eternidad y en la presencia de Dios, que la objetiva superioridad del cristianismo es el hecho decisivo de la historia de la salvación. La argumentación de la carta no apunta a una descalificación religiosa del judaísmo, sino únicamente a asignarle el lugar preparatorio que le corresponde en el plan divino de salvación. La idea central de la epístola es que la Ley mosaica resulta impotente para salvar al hombre caído en Adán. Se proclama en este sentido la caducidad religiosa de la Ley Antigua, abolida por Cristo y sustituida por la Ley Evangélica, que es ley de gracia, libertad y exigencia interior. Se trata, en realidad, de un principio básico del pensamiento paulino, que penetra las cartas del Apóstol de las Gentes. Fue esta precisamente la gran aclaración dogmática del Concilio de Jerusalén. Tal como se narra en Hch 15, se establece en esa primera asamblea que no hace falta cumplir los ritos de la Ley mosaica para salvarse y que, consiguientemente, los bautizados procedentes de la gentilidad no están obligados a observarlos para ser cristianos. La carta tiene muy en cuenta estos presupuestos y de alguna manera los desarrolla. La superioridad del Nuevo Testamento con respecto al Antiguo -que es patente no solo por la doctrina sobre Cristo, sino también por la enseñanza sobre los sacramentos y el sacrificio y por el constante testimonio de los

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Apóstoles- no afecta, sin embargo, a la unidad de ambos. La carta expresa esta unidad, recordada recientemente de modo solemne por el Concilio Vaticano II (cfr. Const. dogm. Dei Verbum, n. 16), sobre todo a través de la utilización de figuras o typos del A.T. Todas las figuras de la Antigua Alianza miran a Cristo y esperan en Él. Tanto Moisés como Melquisedec son «tipos» del Mesías y Sacerdote de la Nueva Ley, respectivamente. El cristianismo es, por tanto, culminación del judaísmo, de modo que, aislada del Evangelio, la religión mosaica se hace ininteligible. El principio dogmático que aquí se enuncia encierra, como es lógico, múltiples consecuencias no solo para entender la historia de la salvación y la comprensión teológica del judaísmo, sino también para la vida de los conversos a los que la carta parece dirigirse. En definitiva, en el cristianismo se encuentra como verdad plena lo que en otras religiones, especialmente la judía, está como velado o figurado. La Carta a los Hebreos es por eso una «palabra de exhortación» (Hb 13, 22) a perseverar en la fe. Aunque son numerosos los lugares en los que se trata de esta virtud, Hb 11, 1 ofrece una concisa pero rica definición de fe, que se ha hecho clásica en los comentarios de los Padres y Doctores de la Iglesia. Santo Tomás la estudia detenidamente en su tratado sobre la fe y dice de ella que reúne todas las condiciones para poder ser considerada una definición exacta. Glosando las palabras de la carta, el Doctor angélico define la fe como el «hábito de la mente por el que alcanzamos una incoación de la vida eterna, moviendo al entendimiento para que asienta a las cosas que no ve» (Suma Teológica, II, q. 4, a. 1). La fe, según se expone en la carta, es entendida como hábito (la fe como acto es tratada especialmente en Rm 4, 18, cuando san Pablo comenta la fe de Abrahán, que «creyó contra toda esperanza»), como disposición que mueve a mantener la fidelidad a lo que Dios ha manifestado. Los personajes y situaciones del A.T. que se citan están siempre en relación con la fidelidad a las promesas de Dios. Pero el contenido de estas promesas era el mismo Jesucristo y los bienes que Él lograría para los hombres por medio de su sacrificio redentor. La fe, en efecto, se ancla en Jesús «iniciador y consumidor de la fe» (Hb 12, 2): Él es la causa de nuestra fe y en Él creemos en primer lugar. Él es quien, como autor de la gracia, infunde en nosotros esa virtud. Partimos de la fe en Jesús y llegaremos a la contemplación de su rostro en la definitiva Patria. En el Cielo la fe se transformará en gloria. De aquí nace su estrecha vinculación con la esperanza. La fe en Cristo, en su sacrificio, en su Resurrección y glorificación son el punto de apoyo de la esperanza cristiana. Cristo ha penetrado en los cielos abriendo así el camino a todos los hombres. Por eso vale la pena sufrir, vale la pena resistir la tribulación (cfr. Hb 10, 19 ss).

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Pero la fe en Cristo es fe en la Revelación, porque Cristo es la máxima Revelación del Padre. Dios nos ha manifestado a su mismo Hijo, la Palabra perfecta del Padre que ha hablado a los hombres (cfr. Hb 1, 1-2; Dei Verbum, n. 4). La fe en Cristo exige, por tanto, no solo fe en su persona, sino también fe en sus preceptos y enseñanzas. De ahí que las numerosas exhortaciones de carácter moral, entrelazadas con las de carácter dogmático, sean consecuencias que surgen de la fe en el Hijo de Dios y en lo que Él nos ha revelado. LA CRISTOLOGÍA

La doctrina relativa a Jesucristo que predomina en la carta presenta una gran riqueza y, al mismo tiempo, una marcada sencillez. El tema del sacerdocio de Cristo, que viene naturalmente exigido por la comparación con la Ley mosaica y el sacerdocio levítico, forma el centro de la exposición. El autor sagrado expone la doctrina sobre la Redención universal obrada por Jesucristo Mediador mediante el Sacrificio de la Cruz y el derramamiento de su sangre. Cristo es al mismo tiempo la Víctima perfecta que expía todos los pecados de los hombres y el verdadero Sumo Sacerdote que ofrece a Dios Padre el culto agradable, verdadero y eterno. Se trata, en último término, de otra idea básica de la teología paulina. Pero, antes de abordar el tema de la Redención y del Sacerdocio, en los versículos iniciales la carta enuncia, breve pero solemnemente, la preexistencia eterna del Verbo, su actividad creadora y su igualdad con el Padre (cfr. Hb 1, 1-3). Son palabras que recuerdan aspectos de la Revelación acerca del Verbo expuestos por san Juan en el prólogo de su evangelio. Constituye una característica de fondo de toda la doctrina sobre Cristo contenida en la epístola, la consideración de que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, como presupuesto imprescindible de su actividad redentora. Lo divino y lo humano nunca aparecen yuxtapuestos, sino como realidades inseparables del ser divino y humano del Señor. Solo aparece la única Persona del Verbo encarnado, del Hijo de Dios, que en todas las ocasiones y en todas las acciones cumplidas en la tierra manifiesta su única condición de Dios hecho carne. Además de presentar la figura y obra de Jesucristo bajo el punto de vista de su Sacerdocio eterno y desarrollar, por tanto, las consecuencias de los títulos de Sacerdote y Mediador, la carta aplica a Cristo cuatro títulos principales: Hijo, Mesías, Jesús y Señor. Tienen un sentido ontológico, es decir, manifiestan algún aspecto del ser de Cristo. Asimismo la carta se refiere al Señor en otros lugares con las denominaciones de Santificador (cfr. Hb 2, 11), Heredero (cfr. Hb 1, 4), Mediador (cfr. Hb 7, 22;

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8, 6; 9, 15; 12, 24), Pastor (cfr. Hb 13, 20) y Apóstol (cfr. Hb 3, 1); única, esta última, en todo el Nuevo Testamento. EL SACERDOCIO DE CRISTO

Si la consideración de Cristo es el tema general de Hb, su enfoque específico es la soteriología; Cristo es considerado siempre como Mediador. En consonancia con esto, la atención del autor sagrado se concentra en el Sacerdocio de nuestro Señor, por el que es constituido no solamente superior a los ángeles, al legislador de la Antigua Ley y a los sacerdotes del sacerdocio levítico, sino que le permite redimir con sobreabundancia al género humano. La Redención operada por Cristo es un remedio universal para una necesidad universal. Solo Cristo es el verdadero y Sumo Sacerdote y solo el suyo es verdadero sacerdocio, es decir, un sacerdocio cuya mediación tiene la capacidad de borrar los pecados. Todo verdadero sacerdote lo será desde ahora si tiene la llamada y la unción sacerdotal que vienen de Jesús. No se llega al sacerdocio por la herencia o el nacimiento dentro de una tribu, sino por vocación y llamada libre del Señor, único Sacerdote del Nuevo Testamento. El Sacrificio que Cristo ofrece, no consiste -como en el A.T.- en el derramamiento ritual de la sangre de animales, es irrepetible y ha producido sus efectos salvadores de una vez para siempre. No puede ya repetirse, dada su eficacia infinita. En la Santa Misa se actualiza incruentamente el mismo Sacrificio de la Cruz: Jesucristo «renueva» el ofrecimiento al Padre que hizo «de una vez para siempre». La intercesión de Cristo Sacerdote a favor nuestro es eficaz, definitiva y permanente. La tarea del hombre redimido consiste en aplicarse con fe los frutos que vienen del Sacrificio del Señor y crecer en la caridad que salva. Jesucristo manifiesta su ser y su obra sacerdotal tanto en la humillación como en la exaltación. Ambos momentos fueron necesarios para que se realizara la tarea sacerdotal y redentora. El abajamiento y la humillación de Cristo nos muestran su obediencia absoluta a la voluntad del Padre, la fuerza de las tentaciones que le han sobrevenido y han turbado su naturaleza humana, y los impresionantes padecimientos experimentados en la carne mortal que quiso asumir (cfr. Hb 5, 7). Las consideraciones del autor sagrado, llenas de una noble emoción, convergen en la afirmación que constituye el núcleo de la carta: «Tenemos un Sumo Sacerdote tan grande que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos» (Hb 8, 1). Esta verdad situada en el centro del

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dogma cristiano supone al mismo tiempo -como se hace patente en la carta- una estimulante exhortación a la esperanza. Por consiguiente, el autor sagrado pone de relieve el significado siempre actual de la existencia de Cristo como Sacerdote y como Mediador definitivo para todos y cada uno de los cristianos: Jesucristo es ayer y hoy y para siempre (cfr. Hb 13, 8). LA VIDA CRISTIANA Y LAS REALIDADES ÚLTIMAS

La doctrina sobre las realidades últimas o novísimos del hombre ocupa en la carta un lugar aparentemente secundario porque las afirmaciones teológicas sobre estas verdades se hacen con ocasión de otros argumentos. Pero la escatología penetra todo lo escrito. Suministra la clave interpretativa para entender bien las relaciones entre lo provisional y lo definitivo, respectivamente representados por el judaísmo y el cristianismo. El judaísmo ha sido la preparación del cristianismo, y el cristianismo es perfección y acabamiento de la religión de Moisés. Al mismo tiempo, el cristianismo tiene dos dimensiones: es algo ya iniciado aquí en la tierra pero que encontrará su perfecta realización solo en el Cielo. La tierra prometida a Abrahán era ciertamente Palestina, pero no solo esto. Era mucho más. Era la gracia de Cristo, que es prenda de la Gloria futura. Por tanto, la tierra prometida, en la cual todos estamos llamados a entrar, es el Cielo. En este sentido, el episodio del Éxodo en el cual Moisés condujo al pueblo a la posesión de la tierra prometida es figura de la vida cristiana: Jesús como nuevo Moisés conducirá a su pueblo a la posesión de la Patria definitiva. Por esto, la exhortación, dirigida a los seguidores de Moisés, «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones» (Hb 3, 7; 4, 7) tiene un sentido múltiple: por un lado se refiere a la invitación a hacer un acto de fe, parecido al de Abrahán, es decir, a gozar por la fe del descanso de la gracia; pero también se trata de una invitación a permanecer fieles hasta el último instante de nuestra vida, para entrar en el descanso del Cielo. Esta tensión hacia las realidades del más allá se halla presente a lo largo de toda la epístola. Es un modo de presentar la vida del cristiano como un camino desde la salvación ya realizada pero todavía no consumada, hacia el Reino de la ciudad futura, cuyo constructor es Dios (cfr. Hb 11, 10; 12, 8) y cuya cabeza es Jesús. La carta habla con frecuencia de la segunda venida de Cristo o parusía como Juez de vivos y muertos (cfr. Hb 10, 25). Anuncia también el juicio futuro (cfr. Hb 10, 27; Hch 24, 25) y se refiere a la renovación final del mundo (cfr. Hb 12, 26-28).

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La existencia cristiana en el mundo se concibe y se describe como una peregrinación hacia la Patria celestial, hasta entrar en el «reposo» de Dios. Fiel a esta perspectiva de la vocación cristiana, la carta acentúa con frecuencia las virtudes de la fe y de la esperanza, propias del hombre viador. El camino hacia la Patria, en el que no faltarán dificultades y obstáculos, se lleva a cabo con Cristo como guía. Es, como se ha dicho, una «teología del Éxodo», desde una perspectiva cristiana o neotestamentaria. Los cristianos realizan un nuevo éxodo, para salir del judaísmo y para salir del pecado, y lo hacen con la seguridad y garantías completas de llegar a la verdadera Tierra prometida (cfr. Hb 4, 11; 9, 11; 11, 8~10; 13, 13).

Capítulo XVI EL ESTILO LITERARIO DE SAN PABLO ELEMENTOS LITERARIOS DE ORIGEN SEMÍTICO

En el Anexo I hemos incluido una serie de consideraciones 1, en abstracto pero con ejemplos paulinos, de cuáles son los criterios para valorar un estilo literario; ahora vamos a enjuiciar el estilo de san Pablo. Para simplificar la tarea, podemos reconducir las figuras y los géneros literarios que el Apóstol emplea a sus dos fundamentales elementos de formación cultural: la Sagrada Escritura y, más en general, la literatura semítica, por un lado, y, por otro, la cultura griega. Aunque esta división es un tanto artificiosa y solo sirve para fines didácticos, resulta útil y, en cierta medida, corresponde también a una realidad de hecho. Más propiamente deberíamos hablar, en el caso de san Pablo, de su formación en el helenismo y de su formación rabínica, tipificada en las dos ciudades donde estudió: Tarso y Jerusalén. Por otro lado, no se puede olvidar que, en el helenismo, es muy difícil separar lo que es propiamente cultura griega de lo que son aportes de otras culturas. Hace años, a comienzos del siglo XX, se pensaba que había una distinción neta entre el judaísmo helenizado, representado, por ejemplo, por: un Filón de Alejandría, y un judaísmo palestino, cerrado a los influjos paganos. Hoy sabemos que no es así. En la literatura intertestamentaria, en la literatura canónica de los llamados «deuterocanónicos», hasta en el judaísmo del Qumrán, hay una mezcla constante de elementos griegos y elementos judíos. Con todo, sin hacer divisiones tajantes, es posible hablar de un predominio de tipo griego o de tipo bíblico. Pero con la salvedad de que nunca es posible separarlos del todo. En este sentido, podemos atribuir a la «mentalidad semíticas- de san Pablo cuatro grandes características de su estilo: en primer lugar, el paralelismo, en todas sus formas (sinonímico, antitético, climático); luego, la antítesis o choque de conceptos, especialmente perceptible en la paradoja u 1 Para el lector que no esté al tanto de los recursos literarios de la Antigüedad puede ser de notable interés el trabajar esas páginas antes de introducirse en este capítulo. 2 J. A. FITZMAYER, The Semitic Background of the New Testament, Gran Rapids 1997.

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oxymoron; en tercer lugar, la inclusión repetida, que lleva a un proceso de composición literaria «en espiral»; y, por último, a la cita del Antiguo Testamento que, a diferencia de las citas eruditas de los autores paganos, tiene valor demostrativo. De cada una de estas características no faltan analogías en la literatura griega pagana: bastaría recordar que, para los autores helénicos, las citas de Homero tenían a veces el valor de un ipse dixit, y que se había desarrollado, especialmente en Alejandría, una escuela de interpretación de los poemas homéricos de tipo alegórico, que consideraba que en la Ilíada y en la Odisea se contenía todo el saber humano. Pero, sin duda, el valor que se daba a la Sagrada Escritura en el rabinismo rebasaba con mucho la apreciación de Homero por parte de los escritores paganos. El paralelismo El paralelismo es en los escritos paulinos como el telóri de fondo. San Pablo «piensa» siempre según un esquema de paralelos, al estilo de los Salmos o de la poesía hebrea. Analicemos, en este sentido, uno de los primeros textos de san Pablo: 1 Ts 1, 2-5. El texto pertenece al género literario de la «acción de gracias», que el Apóstol emplea habitualmente en la transición del saludo inicial al cuerpo de la carta. Vamos a poner el texto en esticos, para hacer notar los paralelismos: 2

Darnos de continuo gracias a Dios por todos vosotros, al recordaros en nuestras oraciones. 3Sin cesar tenernos presente ante nuestro Dios y Padre vuestra fe operativa, vuestra caridad esforzada, y vuestra esperanza constante en nuestro Señor Jesucristo. 4 Conocernos, hermanos amados por Dios, vuestra [divina] elección; 5porque nuestro evangelio no se os predicó solo con palabras, sino de modo convincente, con poder y con [la fuerza] del Espíritu Santo.

Nótese que las tres «estrofas» empiezan con un verbo y expresan, de una forma sinonímica, con ligeros matices, el mismo concepto: san Pablo agradece a Dios la fe y la fidelidad de los Tesalonicenses. Nótese también que al final hay un paralelismo antitético (no solo ... sino) que introduce otro sinonímico: «de modo convincente, con poder y con [la fuerza] ... ». También hay un paralelismo más reducido en la segunda «estrofa»: la fe, la caridad y la esperanza. Pongamos otro ejemplo, esta vez de las Cartas de la cautividad: Ef 3, 14-19: 14

Por este motivo, doblo mis rodillas ante el Padre, de quien torna nombre toda familia en los cielos y en la tierra, 16 para que, conforme a la riqueza de su gloria, os conceda ser fortalecidos en el hombre interior mediante su Espíritu, 15

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17que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, para que, arraigados y fundamentados en la caridad, 18podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad; y conocer en suma el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, para que seáis colmados de toda la plenitud de Dios.

El paralelismo, como es evidente, no es del todo perfecto, pero constituye el armazón de la exposición paulina. Notemos que hay paralelismos de dos miembros y paralelismos de tres miembros. Casos particulares de paralelismos son, como sabemos, el antitético y el climático. Ambos se presentan con frecuencia en la prosa paulina. Analicemos, por ejemplo, un texto de 1 Co 6, 9-11, que pertenece a un catálogo de vicios: 9 No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, 1ºni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los injuriosos, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios. 11Y esto erais algunos. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de Jesucristo el Señor y en el Espíritu de nuestro Dios.

Es fácil distinguir una serie de paralelismos sinonímicos (fornicarios, idólatras, adúlteros, etc.); un paralelismo antitético (esto erais ... pero habéis ... ); y un paralelismo climático (lavados, santificados, justificados). Pensamos que no hacen falta más ejemplos, puesto que se trata de un modo continuo de redactar. La antítesis Mucho más característica de san Pablo es su pasión por la antítesis3, sobre todo conceptual. La unión entre antítesis, paradoja y choque de conceptos, conduce a que una expresión, que al pie de la letra es absurda, 3 J. NÉLIS, Les Anthitheses litteraires dans les Épitres de saint Paul, en Nouv. Rev.Théol. 70 (1948) 360-387. Señala las oposiciones siguientes: Antítesis debidas al medio ambiente: vida-muerte, luz-tinieblas, esclavo-hombre libre (o entre judío o griego); antítesis típicas de san Pablo: carne-espíritu, locura-sabiduría, debilidad-fuerza, Adán-Cristo, pecado-gracia, pecado-justicia, Ley (obras)-fe, circuncisión-incircuncisión. L. CERFAUX, L'antinomie paulinienne de la vie apostolique en Recueil L. Cerfaux, 11, Gembloux 1954, pp. 455-467.

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resulte, en cambio, rica de un sentido misterioso. Tales antítesis conceptuales son continuas: muerte, vida; luz, tinieblas; victoria, derrota; desprecio, gloria; humano, divino; carnal, espiritual; pobre, rico; etc. Vamos a examinar, en este sentido, un famoso texto de Rm 6, 2-11, relativo al bautismo: Para mayor claridad, pondremos a la derecha uno de los términos de la antítesis y a la izquierda, su opuesto:

Los que hemos muerto al pecado ¿cómo viviremos todavía en él? ¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él por medio del bautismo en orden a la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos para la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Pues si hemos sido injertados con Él con la semejanza de su muerte, también lo seremos con la de su resurrección, sabiendo esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado con Él, para que fuera destruido el cuerpo del pecado, a fin de que nunca más sirvamos al pecado. Quien muere queda absuelto del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, porque sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre Él. Pues lo que murió, murió de una vez para siempre al pecado; pero lo que vive, vive para Dios. Así también daos cuenta de que vosotros mismos estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús.

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En este pasaje, realmente muy notable, no solo observamos la antítesis entre muerte y vida, sino también entre pecado y Cristo. La muerte equivale al pecado, o, mejor dicho, la muerte es una manifestación del pecado; la resurrección de Cristo es la manifestación de la vida nueva que en Él se puede alcanzar. Un ejemplo de paradoja más densa y no tan prolongada lo encontramos en Rm 12, 21: «No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien».

La inclusión o composición «en espiral». En cuanto al proceso de composición en espiral, haría falta citar unos textos extensos para poderlo apreciar. Se suelen citar con frecuencia, en este sentido, la cuestión de las carnes inmoladas a los ídolos en 1 Ca; las normas relativas a las celebraciones de la Eucaristía, en la misma carta; la «sabiduría de la Cruz» y las discordias, siempre en 1 Ca; las exhortaciones a la caridad en Rm; etc. Vamos a considerar estos cuatro ejemplos de forma esquemática, para pasar después a algunos textos que ofrecen ejemplo de inclusión más próxima: (indicamos con A, A', A" los conceptos paralelos, con A, A.1, A.2 ... los conceptos subordinados y con A, B, C. .. los conceptos distintos). l. Las carnes inmoladas a los ídolos (J Ca 8, 1-10, 33): A: posición del problema (1 Co 8, 1). A.l Primera solución: «no hay ídolos» (8, 2-6). B: Necesidad de evitar los escándalos (8, 7-12). A.2 Segunda solución: «No comeré carne jamás, para no escandalizar a mi hermano». B' Ejemplos varios de cómo utilizar bien la libertad y del peligro de la idolatría (9, 1-10, 13). A'.1 Conclusión: «huid de la idolatría» (10, 14). C: Naturaleza del banquete eucarístico (10, 15-18). A.3 Imposibilidad de participar en la Eucaristía y en los banquetes idolátricos (10, 19-22). D: Un nuevo principio: «Todo me es lícito» (10, 23). A.4 Importancia del juicio de la conciencia (10, 24-30). A" Conclusión final: «ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (10, 31-33). 2. La celebración eucarística (1 Ca 11, 17-34 ): A. Presentación del problema: hay divisiones entre los Corintios cuando celebran la Eucaristía (11, 17-22).

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B. Narración de la institución de la Eucaristía (11, 23-26). C. Primera conclusión: hay que examinarse antes de comer el Cuerpo del Señor (11, 27-28). C' Necesidad de examinarse para no incurrir en la condenación de Dios (11, 29-32). A' Disposiciones prácticas para evitar las divisiones (11, 33-34). 3. La «sabiduría de la Cruz» (J Co 1, 10-3, 23): A. La situación de discordia de la comunidad de Corinto (1, 10-12). B. Conducta de Pablo y misión que recibió de Cristo (1, 13-17). C. Primera afirmación: el mensaje de la Cruz es necedad para los que se pierden y sabiduría para los que se salvan (1, 18-25). A' Necesidad de los Corintios de reconsiderar su actuación (1, 26-31): «el que se gloria, que se gloríe en el Señor». B' Conducta de san Pablo: predicó a Cristo crucificado (2, 1-5). C' Segunda afirmación: la Sabiduría de Dios es una sabiduría escondida, que se opone a la sabiduría humana (2, 6-9). D. La Sabiduría divina y el Espíritu (2, 10-16): nadie puede conocer la mente del Señor. B" Conducta de san Pablo: trató a los Corintios como niños, porque no eran capaces de pensar espiritualmente (3, 1-3). A' Los Corintios deben darse cuenta de que los Apóstoles son solo instrumentos (3, 4-9). B"' Conducta de san Pablo: actuó como un arquitecto: puso los cimientos

(3, 10-17). C" Tercera afirmación: quien se tiene por sabio, hágase necio (3, 18-20). D' Conclusión: «nadie se glorie en los hombres ... vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (3, 21-22). 4. La caridad con los «débiles» (Rm 14, 1-15, 6): A Posición del problema: hay que acoger bien al que es débil en la fe (14, 1-3). B Solución: lo importante es tener rectitud de conciencia y no juzgar mal a los demás (14, 4-9). B' No juzgar: cada uno dará cuenta de sí (14, 10-13). A' No hay nada impuro, pero lo que prevalece es la caridad (14, 13-15). A" No hay nada impuro, pero es malo dar escándalo (14, 16-21). B" No juzgar, sino actuar según conciencia (14, 22-23). A"' Hay que buscar la edificación del prójimo (15, 1-2). C El ejemplo de Cristo (15, 3-6). A"" «Por esta razón acogeos unos a otros, como también Cristo os acogió a vosotros» (15, 7).

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C' El ejemplo de Cristo (15, 8-13). 5. Un ejemplo de composición en espiral de extensión breve: 2 Co 1, 3-11. Reproducimos el texto, repartiéndolos en versos y marcando los paralelismos: A. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, B. que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, B'. mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. C. Porque, así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra consolación por medio de Cristo. B". Pues, si somos atribulados, es para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que muestra su eficacia en la paciencia con que soportáis los mismos sufrimientos que nosotros. D. Y es firme nuestra esperanza acerca de vosotros, B"'. pues sabemos que, así como sois solidarios en los padecimientos, así lo seréis también en la consolación. Fijémonos en las tres series de conceptos concadenados: l. Dios, Padre - Padre, Dios, en quiasmo; 2. consolación, consuela, tribulaciones, consolar, tribulación, consuelo, consolados, padecimientos, consolación, atribulados, consuelo, consolados, consuelo, sufrimientos, padecimientos, consolación; que de forma esquemática podríamos describir, poniendo a por consuelo y b por tribulación: aabab aabab a

aabba 3. y, finalmente: abundan, Cristo- abunda, Cristo.

Es evidente que el texto, en su conjunto, tiene un estilo «circular» en que los conceptos se repiten en espiral para significar que la ayuda de Dios Padre, a través de Cristo, sirve de consuelo a Pablo en sus tribulaciones, y las tribulaciones de Pablo sirven de consuelo a los Corintios. Lo que está sobreentendido es que hay una identificación entre Pablo y Cristo mediante los sufrimientos.

Introducción a los escritos de san Pablo

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Las citas de la Sagrada Escritura Un último ejemplo de estilo de tipo semítico, y más exactamente rabínico, es el de las citas de la Sagrada Escritura4. Como se ha dicho, san Pablo no cita la Sagrada Escritura simplemente como «apoyo», sino que la emplea en la argumentación. También los autores profanos solían citar unos textos literarios para «embellecer» sus escritos, pero el caso de san Pablo es muy distinto. El Apóstol se remonta a los textos del Antiguo Testamento, porque está convencido de que en ellos se manifiesta una verdad. Además, ordinariamente, la exégesis que san Pablo hace del A.T. no es de tipo alegórico, sino literal. Por esto se ha podido comparar su empleo de la Sagrada Escritura con los procedimientos rabínicos y principalmente el derash, como se explicó al presentar Hb. La cita escriturística es un recurso muy frecuente en san Pablo, tanto que hay pasajes enteros compuestos como «centones», es decir, colecciones de citas. Vamos a reproducir uno a título de ejemplo (Rm 3, 9-18): Pues antes hemos demostrado que todos, judíos y griegos, están bajo el pecado, según está escrito: No hay un justo, ni siquiera uno. No hay un sabio, no hay quien busque a Dios; todos se desviaron, se corrompieron a una; no hay quien haga el bien, ni siquiera uno (Sal 14, 1-3; 53, 2-4). Sepulcro abierto es su garganta (Sal 5, 10), engañaron con sus lenguas, veneno de serpientes hay bajo sus labios (Sal 140, 4); su boca está llena de maldición y de amargura (Sal 10, 7); sus pies veloces para derramar sangre; calamidad y miseria están en sus caminos; y no conocieron el camino de la paz (Is 59, 7-8; Pr l, 16). No hay temor de Dios ante sus ojos (Sal 36, 2).

Otros ejemplos de citas del A.T. empleadas con valor demostrativo son: Rm Rm Rm Rm

l, 17 4, 3 9, 15 10, 5

1 Col, 19 1 Co 10, 7 Ga 3, 10.13

que cita Ha 10, 38

Gn 15, 6 Ex 33, 19 Lv 18, 5 Dt 30, 12s Qo 51, 26 Is 29, 14 Sal 33, 10 Ex 32, 6 Dt 27, 6 Dt 21, 23; etc.

4 J. BoNSIRVEN, Exegése rabbinique et exegése paulinienne, París 1939, enumera 76 citas explícitas del A.T. en el CP, sin considerar las 32 citas de Hb. J. CoPPENS, Les arguments scripturaires et leur portée dans les lettres pauliniennes, en Stud. paolin. Congr., 11, Romae 1963, 243-253, cita, entre otros, a E. ELLIS, Paul's Use of the Old Testarnent, London 1957, que afirma que las citas explícitas son 93.

El estilo literario de san Pablo

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ELEMENTOS LITERARIOS DE ORIGEN HELÉNICO5

Al lado de los elementos de indudable sabor semítico, hay otros que provienen del mundo helénico y que contribuyen a dar al estilo paulino su aspecto inconfundible. Se trata de un gran número de recursos que es difícil resumir. Pero, en general, podemos decir que san Pablo emplea los artificios retóricos de los oradores de su tiempo, especialmente de los que nacieron y estudiaron en Asia Menor y en Oriente Medio (Turquía, Siria, Palestina, Egipto), y que fueron llamados por Cicerón y Quintiliano «asiáticos» o «asianos». Tales recursos son principalmente la anáfora, el isocolon, la pregunta retórica, las asonancias, la derivación, el polipote, el homoioteleuton, etc. A estos hay que añadir otra serie de artificios que «rompen» el hilo argumental: san Pablo escribe con pasión, movido por el deseo de exhortar y animar, sigue los impulsos del corazón, no pone freno a su sentimiento. En este sentido, son muy frecuentes los hipérbaton, las anástrofes, los paréntesis. Volviendo a los recursos de tipo helénico, queremos señalar las figuras de apelación, que dan un tono oratorio a sus cartas; la ironía, propia de los grandes oradores griegos, como Lisias y Demóstenes; y las metáforas, cargadas de sentido poético.

Figuras de apelación En el Anexo I recogemos algunos ejemplos de estas figuras, como la pregunta retórica, la exclamación, la invectiva, la duda, la simulación, etc. San Pablo recurre a ellas con frecuencia porque, al dictar las cartas, es como si estuviera en presencia de los destinatarios y sintiera la necesidad de dirigirse a ellos personalmente. De este modo, confiere una gran viveza a sus escritos. Ejemplos de exclamaciones tenemos en Rm 7, 25;

5 En esos últimos años se ha desarrollado de modo especial el estudio retórico de las cartas paulinas en el contexto general del Rhetorical criticism aplicado a todo el N.T. La exposición más sistemática en G. A. KENNEDY, New Testament Interpretation through Rhetorical Criticism, Chapel Hill (NC) 1984; su aplicación a Ga en H. D. BETZ, Galatians. A Commentary on Paul's Letter to the Churches in Galatia, Philadelphia 1979; ÍDEM, Litterary composition and Function of Paul's Letter to the Galatians, en New Test. St. 21 (1974/1975) 353-379; cfr. W. WüLLNER, Greek Rhetoric and pauline Argumentation, en Early Christian Literature and the Greek Classical and Intelectual Tradition (in han. R.H. Grant), ed. por W. R. SCH0EDEL, R. L. WILKEN, París 1979, 177-188; B. STANDAERT, «La rhétorique ancienne dans Saint Paul», en L'apotre Pau. Personalité, style et conception du ministére, ed. A. VANH0YE, Leuven 1986, pp. 78-92; J. N. ALETTI, La dispositio rhétorique dans les épftres pauliniennes. Propositions de méthode, en New Test. Stud. 38 (1992) 385-401. Del conjunto de estos y de otros estudios se desprende que san Pablo siguió las reglas de la retórica clásica.

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Introducción a los escritos de san Pablo

11, 33; 1 Co 3, 10; 4, 8; 5, 2.6.13; 6, 12; 11, 16; 2 Co 1, 18.23; 2, 14; 5, 20; 6, 13; 8, 16; Ga 2, 6; 4, 19; etc. La pregunta o las preguntas retóricas ocupan sectores enteros de las Epístolas del Apóstol. Entre los textos más destacados, señalamos: en Romanos: Rm 2, 3-5; 3, 27-31; 6, 1-3; 7, 1-12; 8, 31-36; en Gálatas: Ga 3, 1-5; 4, 15-19; en 1 Co: 4, 6-7; 6, 1-9; 7, 18-23; 9, 1-10; en 2 Co: 1, 17-18; 3, 1-2; 6, 14-16; 11, 21-23; 12, 15-18. Estrechamente vinculados a las preguntas retóricas son otros recursos, como los apelativos e invectivas (cfr. Rm 2, 1.3; 9, 20; 1 Co 15, 36; Ga 3, 1; Flp 3, 2) y el frecuentísimo «Hermanos ... ». Ejemplo de «simulación» o diálogo ficticio, del tipo «Pero tú dirás ... ; Pero dices ... ; Dicen ... » se encuentran en 1 Co 6, 16; 15, 35; Rm 9, 19; 11, 19; 2 Co 10, 10. También muy frecuente es la exclamación: «[De ninguna maneral». Es importante precisar que estos recursos de apelación, aunque provengan sobre todo del mundo griego, no eran en absoluto desconocidos para los judíos: de ellos tenemos buenos ejemplos en el llamado rib, es decir, la dialéctica de los profetas (cfr. Is 5; Os 2; Mi 6).

La ironía En san Pablo no es excesivamente frecuente la ironía, sin embargo, hay algunos textos realmente hirientes. Véase, por ejemplo, la dialéctica contra un judío piadoso de Rm 2, 2-5; la imitación de las discordias entre los corintios: 1 Co 1, 12; 11, 20-21; la reproducción de las calumnias de sus adversarios: 2 Co 10, 10-11; etc. Un ejemplo estupendo de ironía sonriente lo encontramos en Flm, cuando Pablo devuelve a Onésimo a su amo, Filernón, añadiendo las siguientes palabras: «Si te perjudicó o te debe algo, cárgalo a mi cuenta. Yo, Pablo, lo he escrito de mi puño y letra, yo te pagaré, por no decirte que tú mismo te me debes» (Flm 18-19). Un ejemplo particular de ironía es la etopeya o reproducción de situaciones y caracteres (lo que hoy llamaríamos «costumbrísmo»): en las Cartas Pastorales encontramos descripciones divertidas de los que andan engañando a las mujeres ingenuas: 2 Tm 3, 6- 7; acentos dolidos cuando se habla de las «viudas» que son infieles a su vocación (1 Tm 5, 11-13); los «cuentos de viejas» (1 Tm 4, 7); la descripción cruda del modo de ser de los cretenses (Tt 1, 11-12); los retratos de los «epíscopos» y diáconos (1 Tm 3, 3-6.8-10); etc. En 2 Ts 3, 11-12 se retratan con breves palabras los predicadores ambulantes que no quieren trabajar y en Col 2, 16-19 se alude a los difusores de la «ascesis» frigia, mezcla de judaísmo y cultos orientales.

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Las metáforas6 Las metáforas o comparaciones son un elemento literario de primer orden. Obviamente se encuentran también en la Sagrada Escritura, y las hay bellísimas (como, p. ej., en los Salmos y en el Cantar de los Cantares), pero algunas metáforas paulinas aluden a usos y costumbres propios del mundo griego: tales son las metáforas militares y atléticas (cfr. 1 Co 9, 24-27; Flp 3, 14; 2 Tm 4, 7-8; Ef 6, 10-17; 2 Co 6, 7; 10, 4; Rm 13, 12; 1 Ts 5, 8). Famosa es, también, la del pedagogo y la del testamento (cfr. Ga 3, 15-17; 3, 24; 4, 1-2) y la del cuerpo humano y sus distintos miembros (cfr. Rm 12, 5; 1 Co 12, 12-17; Ef 1, 23; 4, 4-16; Col 1, 18.24; etc.). Entre otros grupos de metáforas, citamos las del sueño y de la vigilia (1 Co 7, 39; 11, 30; 15, 6.18.20.51; 1 Ts 4, 13ss; Rm 13, 11; Ef 5, 14), la de la casa y de la familia (1 Co 1, 16; 16, 15; Flp 4, 22; 1 Tm 3, 4.5; 5, 4; 2 Tm 1, 16; 4, 19), la de la edificación-oikodomein- (Rm 15, 20; 1 Co 3, 9; 2 Co 5, 1; Ga 2, 18; Ef 2, 21; 4, 16.29), la de las vasijas (Rm 9, 21; 2 Co 4, 7; 2 Tm 2, 21), la del espejo (1 Co 13, 12). Muchas son también las metáforas que vienen del lenguaje religioso. La mayoría de ellas hacen referencia al culto judío (cfr. 1 Co 3, 16.17; 6, 19; 2 Co 6, 16; Ef 2, 21), pero algunas, como la libación (spendomai), tienen un sabor más helénico (Flp 2, 17; 2 Tm 4, 6). LOS GÉNEROS LITERARIOS UTILIZADOS POR SAN PABLO: DIATRIBA, EXHORTACIÓN, HIMNOS, DOXOLOGÍAS, PARÉNESIS, PLEGARIAS

La reunión de recursos literarios de un determinado tipo, con cierta fijeza y constancia, constituye lo que se llama «género literario» o Gattung (forma, estructura). Una Gattung suele tener reglas propias y permanentes que, por convención literaria, histórica o sociológica, tienen fuerza de ley. Piénsese, por ejemplo, en el género epistolar, del cual ya hemos hablado, o bien en el género de las escrituras notariales, o de los contratos, o de las cartas comerciales, relatos, sonetos, folletos de propaganda, cuentas, informes, etc. En la antigüedad las formas literarias, o géneros literarios, tenían más fijeza que en la actualidad. En efecto, a partir del Romanticismo, se considera que el autor tiene completa libertad para amoldar los géneros literarios a su gusto. En cualquier caso, también para la época clásica la 6 V., HEILEN, Les métaphores et le méthonimie dans les épitres paulinienne, en Eph. Théol. Lov. 12 (1935) 253-290. C., SPICQ, Les épitres Pastorelles, II, excursus VI, París 1969, pp. 627-634; excursus VIII, pp. 676-684.

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Introducción a los escritos de san Pablo

normatividad de los géneros literarios debe ser considerada con sentido común: los autores geniales han tenido siempre la capacidad de rebasar los límites de los géneros literarios (piénsese, por ejemplo, en las Confesiones de san Agustín o en las Sátiras de Horacio o en el Trimalquión de Petronio o en los Diálogos de Platón, etc.). Hubo tentativas de definir las formas literarias «fundamentales» a las cuales se puede reconducir toda obra literaria. Se ha hablado en este sentido del «chiste», del «relato», del «mito», de la «saga», del «enigma o acertijo», de la «fábula», etc. Sea cual fuere la validez de esta clasificación, nosotros podemos identificar, en el lenguaje religioso de la Biblia, algunos «géneros literarios», con sus propias reglas. Es muy importante saber cuál es el género literario de un escrito, porque así se puede entender sin equivocación lo que un autor humano quiso decir. En el caso de san Pablo, dentro del género literario «epistolar», encontramos una gran variedad de formas literarias, lo que atestigua la genialidad, la fecundidad y el gran dominio literario del Apóstol. El primer género literario que llama la atención del lector es la diatriba. Como se ha dicho, la diatriba es un método filosófico de reductio ad absurdum a través de una serie de preguntas. Su finalidad es la de destruir las falsas seguridades del interlocutor. Ya se ha dicho7 que secciones enteras de sus cartas siguen el género literario de la diatriba (Rm 2; 3; 4, 1-12; 9, 14-11, 32; Ga 2, 17.18; 3, 19-22; 1 Ca 6, 12.13.18; 15 29-34; etc.). Otros géneros importantes son: la eukharistia o acción de gracias U Ts 1, 2-3; 3, 6-13; Rm l, 8-10; 2 Ca 2, 3-7; Ef 1, 3-14); la exhortación ó parénesis (Ga 4, 12-20; 1 Ca 10, 11-13; 2 Ca 7, 1-4; Rm 12, 1-2; Flp 2, 1-5; Ef 4, 1-6; Col 3, 1-4; etc.); el catálogo de pecados (Ga 5, 16-24; Rm 1, 2632; Col 3, 5-7; 1 Tm 6, 4-5; 2 Tm 3, 2-5; etc.); la profesión de fe (Rm 1, 2-5; 2 Co 8, 9; Ef 4, 4-6; 1 Tm 3, 16; 6, 15-16; Tt 2, 11-13); la descripción apocalíptica (J Ts 4, 13-18; 2 Ts 2, 1-8; Rm 2, 5-11; 1 Ca 15, 50-53; 2 Co 5, 1-10; etc.) y la doxología (J Ts 5, 23-24; 2 Ts 3, 16; Rm 9, 5; 16, 25-27; 2 Co 13, 13; Ef 3, 20-21; etc.). En verdad, el Apóstol sabe tocar muchas teclas, desde la argumentación escriturística hasta la oración (Ga 3, 1014; Rm 4, 13-25; Rm 8, 26-27; 9, 1-4; Ef 3, 14-19; 2 Tm 4, 1-5; etc.). Y no podemos omitir los códices familiares (Ef 5, 22-6, 9; Col 3, 18-21) ni las partes hímnicas (Rm 11, 33-35; 1 Co 13; Flp 2, 6-11; Ef l, 3-14; Col 1, 1520; 1 Tm 6, 15-16).

7 Cfr. Anexo I. Sigue siendo fundamental el trabajo de R. BULTMANN, Der Stil der Paulinische Predigt und die Kinisch-stoische Diatrube, Gottingen 1910, aunque algo haya añadido S. K. STOWERS, A Critica/ Reassessement of Paul and the Diatribe: the Dialogical Element in Paul's Letter to the Romans, Tesis de la Univ. de Yale 1979.

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EL ESTILO PECULIAR DE SAN PABLO

Al tener que resumir todo lo dicho para dar una idea de conjunto del estilo paulino, la característica más sobresaliente puede ser, tal vez, la fuerza y la forma abrupta, unidas a la profundidad de pensamiento. El estilo de san Pablo es aparentemente obscuro y duro de leer. No siempre es fácil seguir el hilo; muchas veces ese hilo se interrumpe, se rompe, crea conexiones inesperadas. Se nota, detrás de la frase escrita, un pensamiento que no cesa de trabajar y acumular ideas. Hay momentos intensamente intuitivos, con gran fuerza sintética; otras veces, en cambio, la expresión se demora, como buscando la forma apropiada. Se ha dicho que san Pablo componía mal. Tal vez, con los criterios actuales y, sobre todo, según los cánones clásicos, esto sea verdad. Pero es una verdad parcial; en realidad, el ánimo de san Pablo es un ánimo grande, apasionado, genial, que desborda las reglas y normas académicas. Nada más lejos del estilo paulino que la frialdad de una arquitectura estilística perfecta. Pero, en cambio, todo está penetrado de calor, de pasión, de deseo religioso, de afán apostólico. En el ámbito de la literatura clásica, griega y romana, san Pablo es sumamente original. Se ha querido reducirlo a la predicación popular o a la oratoria demagógica. O bien reconducirlo al judaísmo. Ambas son visiones muy reductivas. San Pablo es un genio también desde el punto de vista literario. Vale la pena reproducir, analizándola brevemente, una de las páginas humanamente más «inspiradas» de san Pablo, por ser muy significativa de su estilo: Rm 8, de la que consideramos con detenimiento un párrafo (14-18) en el Anexo l. No se trata ahora de hacer un análisis estilístico completo, sino de contemplar cómo los recursos retóricos se unen a la fuerza del pensamiento para crear un texto que es realmente una cumbre del espíritu humano. El texto se puede dividir en cuatro apartados. El primero (vv. 1-13) trata de la acción del Espíritu en el alma de quien cree en Cristo. El segundo (14-18) revela la realidad de la filiación divina adoptiva. El tercero (vv. 19-30) es una grandiosa consideración acerca de la Redención universal e individual. Y el cuarto (vv. 31-39) es una afirmación de esperanza y seguridad en el poder de Cristo y en la misericordia amorosa del Padre. El primer apartado arranca con una consideración que conecta con lo anterior, pero que ya anuncia lo que sigue: «estar en Cristo Jesús» (v. 1).

Así pues, no hay ya ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús.

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Empieza ahora una primera consideración sobre la vida nueva que Cristo nos ha traído con su sacrificio (vv. 2-4). Notemos que, como siempre, el Apóstol considera la intervención de las tres Personas Divinas y subraya de modo especial, hasta con un procedimiento de inclusión, la acción del Espíritu. Se perfila, poco a poco, la oposición carne-espíritu que será el entramado sobre el cual san Pablo desarrollará sus consideraciones: 2 Porque la ley del Espíritu de la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. 3Pues lo que era imposible para la Ley, al estar debilitada a causa de la carne, [lo hizo] Dios enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora, y, por causa del pecado, condenó al pecado en la carne, 4para que la justicia de la Ley se cumpliese en nosotros, que no caminamos según la carne, sino según el Espíritu.

Llama la atención el juego de palabras entre carne-pecado-ley. Se habla de ley en tres sentidos: la Ley, con mayúscula, que es la Ley de Moisés; la ley en general, como sinónimo de norma («la ley del pecado y de la rnuerte»): la «ley del Espíritu», que es la nueva situación del cristiano. Al mismo tiempo, pecado y carne se solapan, en cierto sentido: cuando se dice «al estar debilitada a causa de la carne» se quiere decir: al ser imposible cumplirla porque el pecado nos quitó fuerza. Asimismo, la frase fuertemente sintética: «por causa del pecado, condenó al pecado en la carne», quiere aludir al pecado original que fue expiado por Cristo en su carne. La «carne» es, pues, el receptáculo del pecado y, en cierto sentido, cómplice del pecado. A su vez el «pecado» indica, también, tres cosas: el pecado original, los pecados actuales de los hombres y la situación general de pecado en que vive la humanidad. Establecida la antítesis entre pecado-carne, por un lado, y Espíritu, por otro, san Pablo desarrolla una consideración doctrinal que es la premisa para una exhortación moral (vv. 5-13). La antítesis pecado-Espíritu se convierte progresivamente en otra, la oposición muerte-vida, para concluir con una consideración escatológica: el Espíritu de Dios, presente en nosotros, nos hará volver a la vida, así como Cristo volvió a la vida: 5

Los que viven según la carne gustan las cosas de la carne, en cambio los que viven según el espíritu gustan las cosas del espíritu. 6Porque la tendencia de la carne es muerte; mientras que la tendencia del espíritu, vida y paz. 7 Puesto que la tendencia de la carne es enemiga de Dios, ya que no se somete a la ley de Dios, y ni siquiera puede. 8Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. 9 Ahora bien, vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, ese no es de Él. 1ºPero, si Cristo está en vosotros, ciertamente el

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cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el espíritu tiene vida a causa de la justicia. 11Y, si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en vosotros. 12Así pues, hermanos, no somos deudores de la carne de modo que vivamos según la carne. 13Porque, si vivís según la carne, moriréis; si con el espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis.

Notemos dos cosas. En primer lugar, la gran variedad de sentidos que tiene el término «espíritu». En la traducción a veces aparece en minúscula y a veces en mayúscula, pero no siempre está claro si se trata del «espíritu» del hombre (es decir, su actitud anímica, su modo de ser) o si se trata de la Persona Divina. Además hay un tercer sentido: «espíritu» quiere decir también el modo de pensar y de actuar del hombre bajo el impulso de Dios. En segundo lugar, se percibe cierta composición en «espiral»: se habla de la oposición carne-Espíritu (vv. 5-9); se hace una aparente digresión acerca de la inhabitación de las tres Personas Divinas (vv. 9-11); y se vuelve a afirmar la incompatibilidad entre el «vivir según la carne» y el «vivir según el Espíritu». No solo, sino que se concluye con una paradoja: los que «viven» según la carne, en realidad están «muertos», mientras que los que hacen «morir» las obras de la carne (o del cuerpo), vivirán. Sigue ahora el texto que conocemos ya, en que se habla de la filiación nuestra adoptiva en Cristo por obra del Espíritu (vv. 14-18): Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. 15En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! 16Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. 17Y, si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados. 18Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros. 14

El lenguaje se ha vuelto profundamente metafórico, porque san Pablo quiere expresar un misterio; al mismo tiempo, sus frases están llenas de resonancias afectivas: somos hijos, somos herederos, podemos llamar a Dios con el nombre afectuoso: Abbá. Y se precisa, poco a poco, nuestra profunda identificación con Cristo: nuestro «morir» es «padecer con» Cristo, para ser «con Él» glorificados. Las consideraciones sobre la muerte se abren progresivamente a una gran esperanza: la gloria futura. Nótese, también en esto, la vuelta al tema escatológico que cerraba el apartado anterior (v. 13). El Apóstol habla, como suele, de modo «circular», profundizando cada vez más.

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Introducción a los escritos de san Pablo

Si hasta ahora san Pablo había considerado la salvación del cristiano como persona individual, ahora se eleva, a partir de la expresión «gloria futura», a la contemplación de la glorificación del universo. Nuestra gloria, como hijos de Dios, es la gloria de todo lo creado: 19

En efecto, la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. 20Pues la creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió, con la esperanza 21de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios. 22Pues sabemos que la creación entera gime y sufre toda ella con dolores de parto hasta el momento presente. 23Y no solo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo. 24Porque hemos sido salvados por la esperanza. Ahora bien, una esperanza que se ve no es esperanza; púes, ¿acaso uno espera lo que ve? 25Luego, si esperamos lo que no vemos, lo aguardamos por medio de la paciencia. 26 Asimismo también el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: pues no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. 27Y el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede según Dios en favor de los santos. 28 Pues sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, los que según su designio son llamados. 29Porque a los que de antemano conoció también los predestinó para que lleguen a ser conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que Él fuese primogénito entre muchos hermanos. 3oy a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó.

La riqueza literaria de este párrafo es desbordante. Limitémonos a subrayar las metáforas sumamente sugestivas y poderosas, como la de la creación entera que sufre y gime con dolores de parto, los gemidos inefables del Espíritu, Dios que «sondea» los corazones, la «esclavitud de la corrupción» opuesta a «la libertad de la gloria». La primera parte (vv. 1924a) se desarrolla según un paralelismo entre nuestra situación personal y la de la creación. Si en el párrafo anterior el orden había sido: hombre (v. 17) - creación (v. 18); ahora es a la inversa: creación (vv. 19-22) - hombre (nosotros: vv. 23-24a). Se trata de un quiasmo conceptual. Notemos, una vez más, que san Pablo cierra con una consideración escatológica (v. 24a). Se crea así una concatenación de consideraciones escatológicas que concluyen siempre una exposición doctrinal (v. 4, 11, 13, 18, 23-24a) y que se prolongará en los vv. 30 y 39. Advertimos, también, dos paréntesis: uno sobre la noción de esperanza (vv. 24b-25) y otro a propósito de la oración (vv. 26-27). Son como

El estilo literario de san Pablo

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dos precisiones que san Pablo se siente movido a hacer para prevenir la posible objeción de que la redención prometida todavía no se ve. El Apóstol habla de una realidad cierta pero misteriosa, que se está dando, pero que no se ha manifestado todavía. De aquí la necesidad de conservar la esperanza y de recurrir a la oración. Después de la consideración de la dimensión cósmica de la Redención, san Pablo vuelve a la experiencia individual y desvela otro misterio: el misterio de nuestra predestinación en Cristo. Así como antes había contemplado el hombre y el mundo «desde abajo», es decir, desde la situación de corrupción, pecado y sufrimiento, ahora los contempla «desde arriba», es decir, desde el designio divino de salvación. Resalta, de este modo, la centralidad de Cristo: frente a la corrupción del pecado, Cristo es nuestra esperanza; y Dios todo lo predestinó en orden a Cristo, para que fuera el «primogénito entre muchos hermanos». Se prepara de este modo la exultante conclusión llena de esperanza. ¿Qué diremos a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas? 33¿Quién presentará acusación contra los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? 34¿Quién condenará? ¿Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que fue resucitado, el que asimismo está a la derecha de Dios, el que incluso intercede por nosotros? 35¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada?; 36como dice la Escritura: Por tu causa somos llevados a la muerte todo el día, somos considerados como ovejas destinadas al matadero (Sal 44, 12). 37Pero en todas estas cosas vencemos con facilidad gracias a Aquel que nos amó. 38Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, 39ni la profundidad, ni cualquiera otra criatura podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro. 31 32

El tono de san Pablo se hace intensamente patético. Todo este último párrafo está compuesto rítmicamente. Notemos una primera sección (vv. 31-34) en forma de diatriba, en la cual está insertada una profesión de fe (v. 34). Esta profesión de fe cierra un círculo conceptual con la primera profesión de fe del v. 3. La vida, la muerte y la resurrección de Cristo eran el punto de partida y son también la conclusión. El segundo párrafo (vv. 35-36) empieza también en forma de diatriba, para pasar después a un poderoso polisíndeton, que es en el fondo un resumen de la vida de san Pablo, y desembocar en una cita de un Salmo. La prosa de Pablo se convierte así en poesía y en oración. El tercer párrafo se cierra, finalmente, con otra grandiosa enumeración que llama

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a las criaturas angélicas y a todo el universo como testigos del amor de Dios en Cristo (vv. 37-39). LA GENIALIDAD DE SAN PABLO COMO AUTOR

Queda claro, después de lo que hemos expuesto, que san Pablo puede ser definido, también, desde el punto de vista literario, como un «genio». En efecto, supera todo límite debido a las circunstancias históricas y culturales y es un auténtico creador de un estilo nuevo. Nadie antes que él había escrito de este modo, y, a partir de él, los escritores cristianos, como san Clemente Romano, san Ignacio de Antioquia, san Policarpo y, más tarde, san Ireneo, san Basilio, san Agustín ... , se inspirarán en sus escritos y procurarán imitarle. Para definir mejor esta «genialidad» podemos considerar algunos elementos que sirvan de piedra de toque. Un primer grupo está constituido por aquellos aspectos en los que san Pablo supera la mentalidad helénica. Tales son, p. ej., la ausencia en sus escritos de toda la terminología del misticismo oracular griego (entusiasmo, inspiración) y de la palabra hieros, propia de los cultos paganos. Falta también en Pablo la terminología de la filosofía religiosa y del sincretismo helenístico: «suerte, [atum, eudaimonia (felicidad), inclinación». Si algunos términos recuerdan las religiones mistéricas (misterio, salvación, escondido, perfecto), esto se debe más a la presencia de elementos judaicos que paganos. Algunos elementos del pensamiento griego adquieren en los escritos del Apóstol una resonancia religiosa y trascendente, como en el caso de la «conciencia» (syneidesis), de la «naturaleza» (fysis), del «mundo» (kosmos), de la «creación» (ktisis). Lo mismo dígase de la moral paulina, que propone a los hombres un ideal muy superior al ideal estoico: la identificación con Cristo. Elementos nuevos de san Pablo, absolutamente desconocidos tanto en el judaísmo como en el paganismo, son la noción de «caridad» (agape), como amor desinteresado, universal y fraterno; la concepción de «fe» (pistis) como adhesión vital y operativa a lo que Dios nos manifiesta; el hablar de «pecado» como de una realidad personal que solo puede ser superada en Cristo; el describir la obra de Cristo como un «rescate», una «reconciliación» y una «expiación»; etc. La misma noción de «conocimiento» (epignosis), aunque proveniente del mundo griego, supone una síntesis con el sentido del «conocer» que el lenguaje bíblico sugiere. En relación con el judaísmo, san Pablo manifiesta también su novedad en múltiples aspectos. Para no extendernos, nos vamos a limitar a

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tres: la noción de «espíritu», el dualismo ético del hombre y la relación con Cristo. En cuanto a la palabra «espíritu» (pneuma), ella no solo constituye una novedad en relación con el griego, donde significaba simplemente «viento», sino también con el judaísmo y con la terminología veterotestamentaria. Para san Pablo, pneuma quiere decir, fundamentalmente, tres co.sas: la interioridad humana (Ga 6, 1; 1 Co 2, 12; 4, 21; 2 Co 12, 18; Rm 12, 11; Flp 1, 27; Ef 4, 3), la presencia activa de Dios en el alma (Ga 5, 5.16; Rm 8, 2.4-6.13-14; 1 Co 2, 12) y la Tercera Persona de la Trinidad (Ga 4, 6; 1 Co 3, 16; 6, 11; Rm 8, 9.14; Ef 1, 13). En cuanto a la antropología, san Pablo se aleja del dualismo platónico y afirma un dualismo ético, que se manifiesta en tres oposiciones: «hombre exterior-hombre interior» (2 Co 4, 16; Rm 7, 22; Ef 3, 16); «hombre viejo-hombre nuevo» (Ga 6, 15; 2 Co 5, 17; Rm 6, 6; Ef 4, 24; Col 3, 10); «hombre camal-hombre espiritual» (1 Co 2, 14-15; 15, 42-44). Finalmente, algo totalmente original de san Pablo es el modo de expresar nuestra relación con Cristo: nosotros somos «de Cristo» (Ga 3, 29; 5, 24; 1 Co 3, 23; 15, 23; 2 Ca 6, 15; 10, 17; Rm 8, 9; 9, 3; 14, 8), o, como con todavía más frecuencia afirma, «somos» o «vivimos» «en Cristo» (164 presencias). Al tratar de la «genialidad» de san Pablo, como se habrá notado, hemos superado el nivel de las consideraciones literarias para entrar en lo que se refiere al pensamiento. Y es que la expresión literaria necesariamente se reconduce a lo especulativo, puesto que el lenguaje es signo del pensamiento. Todo esto nos lleva, como una exigencia ineludible, a la necesidad de definir y precisar la «doctrina» de san Pablo o, como se suele decir, su «teología». En ella se refleja de la manera más clara la acción reveladora de Dios. No podemos olvidar que, si san Pablo es un «genio», lo es también porque en él actuó de modo extraordinario el Espíritu Santo.

Partelll INTRODUCCIÓN A LA «TEOLOGÍA» DE SAN PABLO

Capítulo XVII LOS ELEMENTOS GENERALES DE LA «TEOLOGÍA» PAULINA LA NOCIÓN DE «TEOLOGÍA DE SAN PABLO»

Sin duda las epístolas paulinas, a diferencia de los evangelios y los Hechos, no son un relato de acontecimientos, aunque obviamente ofrezcan de vez en cuando un breve relato. Son más bien una serie de explicaciones doctrinales, de exhortaciones a la fidelidad y a la perseverancia, poseen amplias partes dedicadas a la parénesis y a la exhortación. Precisamente porque ofrecen al lector un material fruto de reflexión y sistematización, pueden presentar algunas dificultades de entendimiento. Esto se debe al carácter abstracto de ciertas afirmaciones y a la tendencia general del pensamiento paulino, que, aunque agudo y muy profundo, no es lineal, sino complejo y, a veces, enormemente denso y elíptico. El lector moderno se encuentra también un poco desconcertado por el modo de argumentar del Apóstol, que a veces se apoya en una interpretación alegórica, tipológica o simbólica de la Sagrada Escritura. Y a la segunda Carta de san Pedro ponía sobre aviso a los lectores de tal dificultad: La paciencia de nuestro Señor consideradla como salvación, como os lo escribió también Pablo, según la sabiduría que le ha sido otorgada. Lo escribe también en todas sus cartas cuando habla en ellas de esto. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente -como también las demás Escrituras- para su propia perdición (2 P 3, 15).

Las cartas del Apóstol, que suponen que los lectores ya han recibido la primera instrucción evangélica, nos hablan, en multitud de ocasiones, en un lenguaje más sistemático, pero también más obscuro y difícil que el de Jesús. Ello implica una reflexión consciente y creyente sobre los hechos y dichos de Jesús, sobre la predicación apostólica en Jerusalén después de Pentecostés y sobre la experiencia espiritual y vital de los primeros cristianos. En la Const. Dogm. Dei Verbum, del Concilio Vaticano 11, se describen las tres fases de la Tradición. La primera es la predicación de Jesús, sus milagros y sus acciones. La segunda fase es la comprensión

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de la vida y palabras del Señor por parte de los Apóstoles gracias a una especial asistencia del Espíritu Santo. Los Apóstoles predicaron y transmitieron a sus sucesores -los obispos- lo que habían visto y comprendido. Así nace la Tradición oral de la Iglesia. Pablo, por vocación divina, se dedicó a transmitir este mensaje a los cristianos que venían del paganismo. En este sentido se puede hablar de una Teología de san Pablo, precisamente porque el Apóstol no narra, sino que comenta, explica, relaciona, soluciona problemas o define los ámbitos de los misterios. Hay que evitar, de todos modos, una posible equivocación. Cuando se habla de la «teología» de un hagiógrafo, sea él san Marcos o san Juan o san Pablo, no se quiere indicar con ello que se trata solo de una especulación humana. Esos autores desarrollaron su teología bajo el carisma de la inspiración. Se trata, pues, de una teología inspirada, que pertenece a la Revelación a todos los efectos. Con la palabra «teología» solo se quiere indicar que, en el orden y estructura de un relato, y mucho más en la organización de una exposición doctrinal, hay un «plan racional» que ordena y dirige la exposición tanto de los relatos como de la doctrina. Para entender mejor este concepto, recordemos que la predicación de nuestro Señor y los acontecimientos de su vida (palabras y hechos) tuvieron que ser necesariamente sintetizados, resumidos y sistematizados para poder ser difundidos y predicados. En la primitiva iglesia, y entendemos por ella la comunidad de Jerusalén y la predicación de los Doce, se desarrolló pronto una labor catequética que procuró recoger «algunos» de los milagros, los «dichos» fundamentales del Señor y, sobre todo, el relato más detallado de su Pasión, Muerte y Resurrección. A este conjunto de verdades, que constituyó la base de la predicación en Jerusalén y en las primeras comunidades cristianas, damos el nombre técnico de kerygma, Este kerygrna, que al comienzo era oral, se fue poniendo progresivamente por escrito, dando lugar a unos relatos parciales que fueron las fuentes literarias de los evangelios canónicos. Pues bien, ya el kerygma tenía necesariamente una intencionalidad teológica: la de querer demostrar que Jesús era el Mesías esperado, que en él se habían cumplido las profecías, que era hijo de David, que había realmente muerto y que había resucitado al tercer día y que vendría una segunda vez para establecer su Reino definitivamente. Por supuesto, esta intencionalidad teológica no «alteraba» los hechos, forzándolos a corresponder a un esquema prefijado, sino que brotaba de los hechos mismos, con toda su carga de algo sorprendente y novedoso, pero, al mismo tiempo, se veía obligada a seleccionar acontecimientos, a explicarlos, a dejar de lado otros, a organizar el material de la predicación de Jesús de

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modo orgánico, alrededor de unos grupos temáticos concretos. Por eso decimos que en el kerygma había un esbozo de teología. En los años siguientes, entre el 51 y el 70, los autores sagrados utilizaron el kerygma según una de sus múltiples formas (escritas o habladas), añadiendo nuevas reflexiones o proponiendo un nuevo esquema de presentación o, como en el caso de Pablo, sacando del kerygma las más profundas consecuencias. Intervinieron, en esta labor catequética, múltiples factores: los destinatarios, la índole peculiar de cada escritor, las necesidades de salir al paso de posibles errores o desviaciones, una penetración más profunda en el sentido de los acontecimientos y palabras de Jesús. Por esto se puede hablar de «teología» de los autores inspirados. Se trata de una teología muchas veces inconsciente y, a veces, deliberada. En san Pablo se dan las dos cosas a la vez. En algunos casos expone sin más el kerygma que él ha recibido (p. ej., 1 Co 11, 23-27); en otros casos entresaca de él argumentos polémicos contra los judaizantes ( cfr. Ca 5, 1-6) o las corrientes protognósticas (cfr. Col 2, 6-8); en otros casos, todavía más, desarrolla el kerygma para aplicarlo a nuevas situaciones y nuevas exigencias (cfr. 1 Co 7). A este plan racional de organización damos el nombre de «teología». Es la «teología» que sostiene cualquier catequesis, cualquier explicación apologética y cualquier rechazo de una herejía. En este sentido, la expresión teología de san Pablo no solo resulta correcta y legítima, sino que, además, es un poderoso instrumento hermenéutico que nos facilita la comprensión del pensamiento de un hagiógrafo. Aunque podamos encontrar opiniones de san Pablo sobre algunas realidades circunstanciales de las que podemos deducir su mentalidad y sustrato cultural, no debemos desdibujar o reducir el concepto de inspiración ni olvidar que estamos ante la palabra de Dios. Por eso, con las precisiones señaladas, utilizaremos la expresión «Teología de san Pablo», entendiendo por ella la doctrina que el Apóstol enseñó, fruto de revelaciones sobrenaturales a él dirigidas, de la catequesis de los Doce en Jerusalén y de su personal meditación y estudio, bajo la guía del Espíritu Santo. Se debe advertir que en la exposición que sigue no vamos a seguir el orden cronológico de las Epístolas, por lo menos de modo habitual. Por el contrario, procuraremos considerar el legado de san Pablo en su conjunto, como un todo acabado, aunque, en ocasiones, habrá que referirse al grupo de cartas que consideramos, pues pensamos que en el pensamiento paulino se dio cierta progresión. En concreto, tenemos en cuenta los estudios de Cerfaux, que considera que el pensamiento paulino se desarrolló en cuatro fases. La primera corresponde a las Cartas a los Tesalonicenses, en que dominan todavía las consideraciones escatológicas. La segunda es propia de las «Grandes Epístolas» y se centra en el tema

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de la justificación del impío, de las relaciones entre ciencia humana y sabiduría divina. La tercera fase, de plena madurez, corresponde a las Cartas de la cautividad y representa el momento en el cual el Apóstol toma conciencia de los aspectos universales y cósmicos de la Redención. La cuarta y última fase, representada por las Cartas Pastorales, se ocupa principalmente de la estructura jerárquica de la Iglesia y de la integridad de la doctrina. Cada fase corresponde a una situación distinta de la constitución de la Iglesia y refleja un ambiente cultural distinto. Pero, además, corresponde a una distinta situación espiritual e intelectual de san Pablo. Los argumentos que manifiestan de modo más claro ese desarrollo homogéneo son la cristología y la eclesiología. Con esta salvedad, en nuestro intento de sistematización iremos recurriendo a unos u otros pasajes del epistolario, siguiendo un orden temático y no cronológico. Pero procuraremos también indicar en qué grupo de Epístolas se encuentra más desarrollado un punto de la doctrina.

EL ENFOQUE SOTERIOLÓGICO Y ANTROPOLÓGICO DE SAN PABLO

El centro de la «teología» paulina es, sin duda, el misterio de Cristo, especialmente en su vertiente soteriológica. Esto conlleva que la figura de Cristo sea vista siempre como la del Redentor, la de quien ha entregado su sangre para salvarnos. En este sentido resulta fundamental, para entender todo el pensamiento del Apóstol, el recuerdo constante de la «experiencia de Damasco». Para san Pablo la experiencia que él vivió es una experiencia que, en cierto sentido, todo hombre debe vivir. Se trata de dejar de «conocer a Cristo según la carne», es decir, como un simple hombre, para adorar su Divinidad y proclamar en la profesión de fe: «Cristo es el Señor, el Kyrios». Antes de la redención, el hombre caminaba en el pecado, cada vez más alejado de Dios; pero ahora está el Señor, el Kyrios, que ha resucitado y ha vencido la muerte y el pecado, y que constituye una sola cosa con los que creen y reciben el bautismo. La situación de la redención, o justificación primera, se repite cuando un bautizado se alejó de Dios por un pecado grave. En este sentido, se puede decir que la clave para entender la «teología» paulina es el concepto de conversión (metánoia}, como paso de la ignorancia a la fe, de la Ley de Moisés a la ley de Cristo, del pecado a la gracia. La cristología redentora está, pues, unida de modo indisoluble con la explicación de lo que el hombre es, desde el punto de vista religioso.

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Pero, para evitar caer en un reduccionismo de tipo subjetivista, hay que precisar enseguida que para san Pablo la teología no se reduce de ninguna manera a la antropología, sino que la antropología encuentra su más profunda explicación en la teología. Tenemos aquí un primer criterio para distinguir la teología luterana, y, en general, protestante, de la teología católica. Para los reformadores el hombre es lo que dice san Pablo del gentil o del judío, a saber, un pecador. El hombre cristiano, para estos autores, no difiere intrínsecamente del pecador, sino que la gracia de Cristo cubre como una capa sus pecados. La noción católica, que se remonta a la tradición apostólica, afirma, en cambio, que el hombre es naturalmente bueno, pero se pervirtió con el pecado original. La Redención. de Cristo le transforma intrínsecamente y lo convierte en hijo de Dios, capaz de buenas acciones, meritorias para la vida eterna.

LA REDENCIÓN «EN CRISTO»

Tres nociones supeditan, pues, la religiosidad y la doctrina de san Pablo. Son las tres siguientes: 1. Todo hombre, de hecho, se encuentra en una situación de pecado y de alejamiento de Dios. 2. Le es imposible rescatarse con sus solas fuerzas. 3. Dios tomó la iniciativa enviando a su Hijo para que, con su sacrificio, reparara para siempre la situación del hombre. De estas tres nociones brota toda una antropología, que no es más que la descripción de la situación del hombre bajo el pecado y redimido en Cristo. La figura de Cristo, Hijo de Dios, adquiere por lo tanto un lugar central en la espiritualidad paulina y en su doctrina. No se trata de reducir toda la teología a la salvación del hombre, sino al revés: es la antropología lo que se abre y exige una teología (extra Christum nulla salus). Dicho de otro modo, san Pablo parte de la situación de hecho del hombre: el hombre se encuentra limitado, contingente, pecador, mortal, imposibilitado a cumplir con los preceptos de la Ley de Moisés (si es un judío) o expuesto a la idolatría (si es un pagano). El hombre ha de «reconocer» que esta es su situación y no engañarse con falsas seguridades. Por esto, el punto de partida del pensamiento paulino es un «poner en crisis» al hombre, tanto gentil como judío, demostrándole que es un pecador que merece la ira divina. Ahora bien, esta crisis no es definitiva ni la situación del hombre, irremediable. Reconocer que uno es un pecador es simplemente el pri-

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mer paso de la conversión: una vez que el hombre ha reconocido que nada puede por sí mismo, está en condición de comprender la misericordia divina y aceptar que Cristo, el Hijo de Dios, muriendo por nosotros, nos ha dado la posibilidad de salir de la situación de pecado. En Cristo, y solo en Él, el hombre encuentra el camino de salvación. Pero, precisamente por esto, no se trata de forjar una religión a la propia medida, inventarse un Cristo-para-mí, un Cristo a mi gusto, sino que, por el contrario, se trata de conocer a Cristo como es en sí, salir de nosotros mismos y dejar que Cristo nos haga conformes a Él. Un error fundamental de la interpretación luterana de san Pablo ha sido el de quedarse solo con la pars destruens de la teología paulina, es decir, con el rechazo de toda falsa seguridad humana. En este caso, el pesimismo es inevitable: somos y seremos siempre pecadores. Todo lo humano es pecado. Solo la fe en Cristo me puede salvar, pero esta fe se queda vacía de contenido: no es la fe en una verdad externa, que en última instancia es Dios, menos aún es la confianza en que «haciendo algo» puedo salvarme, sino que es un puro «salto en la oscuridad» para superar el abismo de la angustia que la conciencia de pecado me hace descubrir. Por otro lado, si se subraya que el pensamiento paulino tiene como centro a Cristo como Salvador (y no solo como modelo o ejemplo), se evita la otra posible interpretación equivocada de la teología del Apóstol: la de Pelagio. Para Pelagio, lo recordamos, es cierto que Cristo es el centro de la Revelación y de la Redención, pero lo es solo en cuanto maestro de la Verdad perfecta y modelo que nosotros, con nuestras propias fuerzas, podemos y debemos imitar. Así que no hay ningún motivo de angustia ni ninguna necesidad de que Cristo opere en nosotros un cambio. En la visión pelagiana, Cristo no es el Salvador en sentido estricto, sino que es simplemente el modelo ejemplar a seguir. En definitiva, es cierto que la teología paulina tiene como centro a Cristo Redentor y tiene como punto de partida, y, si se quiere, aguijón, la situación de pecado del hombre, pero no por eso puede ser identificada con la «antropología». Al contrario, si habla del hombre, es para hacer ver que toda «antropología» exige una «teología». Como ulterior argumento en favor de la dimensión teológica de la antropología paulina, más que de la identificación entre las dos, se puede citar la concepción «cósmica» de la Redención. Mientras en el luteranismo lo que importa es la salvación de «este hombre», es decir, «mi salvación», para san Pablo, en cambio, la salvación no se da sino en conjunto. No «me salvo yo», sino que yo me salvo en unión con la Iglesia y con todo el universo creado, porque Cristo vino no para salvarme a mí solamente, sino para rescatar a la Creación entera.

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LA CENTRALIDAD DE CRISTO

Como se ha dicho, en el pensamiento paulino hay tres elementos que se implican mutuamente: la situación de «pecado» del hombre y del mundo, la necesidad de una redención y el designio de Dios, que quiere que las criaturas participen de su gloria. Teniendo en cuenta estos tres elementos se puede entender por qué la teología de san Pablo se apoya de modo especial en la «centralidad» de Cristo, es decir, es «cristocéntrica», a diferencia, por ejemplo, de la teología de san Juan, cuyo punto central es la participación de la vida trinitaria. Cristo, para san Pablo, es, en primer lugar, el Hijo de Dios, es decir, la Persona Divina que manifiesta y nos hace experimentar hasta qué punto Dios es Padre. Nosotros participamos de su filiación: somos hijos «en el Hijo». Al mismo tiempo, Cristo es el Señor, es decir, el Rey del universo creado, el que elimina el pecado y lleva a cabo, de modo perfecto, el plan según el cual Dios Padre creó y envió al Redentor. Por último, Cristo es el Mesías, en su sentido más profundo, es decir, como perfecto mediador y restaurador de la Alianza entre Dios y los hombres. Cristo, por lo tanto, lleva a cabo las tres tareas más importantes que san Pablo, y con él toda la creación, anhelan: elimina el pecado de los hombres y devuelve a la creación su orden originario; nos «reconcilia» con Dios; transmite a todo lo creado la gloria de la cual Él mismo goza ya después de su Resurrección. Por eso Cristo es, fundamentalmente, el Redentor. San Pablo, en efecto, no se cansa de fijar su atención en lo que considera el elemento central en la vida de Cristo: su Pasión, Muerte y Resurrección. Son tres momentos que constituyen una unidad: Cristo con su Pasión y su Muerte satisface por nosotros, es decir, cumple el sacrificio perfecto de expiación por el pecado; con su Resurrección nos asegura una vida nueva. Así se explica la importancia que tiene en la teología paulina la expresión «en Cristo», que quiere decir, a la vez, tres cosas: por obra de Cristo, en unión con Cristo, bajo el poder de Cristo. Y se entiende también por qué para el Apóstol la vida cristiana no sea otra cosa que una identificación personal y progresiva con Cristo. LA PRESENCIA DE LA TRINIDAD

La característica «cristocéntrica» del pensamiento paulino no puede hacer olvidar, por otro lado, que la teología del Apóstol es profundamente trinitaria. Con esto se quiere decir que la misma persona de Cristo es el camino para acceder al misterio central de la vida cristiana (cfr. Ef 2,

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18): la existencia de la Trinidad y su presencia activa en el alma (Ef 3, 12-21). Precisamente porque Cristo es el Hijo, nos revela al Padre y, al descubrir que Dios es Padre, nos sentimos llenos de su Amor, que es también el Amor de Cristo (cfr. Ga 4, 1-7). La Trinidad, para san Pablo, no es simplemente una «verdad» de tipo «estático», que está ahí, eterna e inmutable, sino que es una realidad «dinámica» que se despliega en la historia y se manifiesta de modo activo en nosotros: nosotros «vivimos» la vida de la Trinidad (cfr. la fórmula de despedida de 2 Co 13, 13). Aunque el tema que más ocupa a san Pablo es el de la redención, ese tema adquiere unas características trinitarias: «reconciliarse» con Dios o, lo que es lo mismo, ser «redimidos» o «rescatados» por Cristo quiere decir adquirir una nueva relación con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo (cfr. 2 Co 5, 14-17). Al Padre le compete enviar al Hijo y ser la fuente de toda salvación (cfr. Rm 8, 3-4); el Hijo es el Redentor y el Señor (Rm 3, 24-26; 1 Co 15, 25); el Espíritu Santo es el que «habita» en nosotros, nos permite conocer las profundidades de Dios (cfr. 1 Co 2, 10), nos hace amar a Cristo y al Padre (cfr. Rm 8, 5), da unidad y cohesión a la Iglesia (cfr. 1 Co 12, 1314). La filiación divina es efecto también de la presencia del Espíritu en nosotros (Ga 4, 6; Rm 8, 15). Así como la acción de Cristo se puede resumir con la expresión «en Cristo», así también la acción del Espíritu se puede describir con las expresiones «en el Espíritu», «con el Espíritu», «gracias al Espíritu». Dirá el Apóstol en un texto famoso que es el Espíritu quien ota en nosotros con gemidos inefables (Rm 8, 26). Luego, si la vida del cristiano es identificación con Cristo, hasta ser una sola cosa con Él, el cristiano es también «penetrado» por el Espíritu que le mueve, le hace rezar, le da a conocer la intimidad de Dios (cfr. Rm 8, 9-11.14). LA FORMACIÓN DEL CORPUS DE LOS ESCRITOS PAULINOS Y LOS PROBLEMAS TEOLÓGICOS RELATIVOS

Dibujados, a grandes rasgos, los temas principales de la teología paulina, hay que señalar que en ella, como decíamos, se nota cierta progresión. Es demasiado decir que la teología de san Pablo haya cambiado con los años. Pero lo que sí es cierto es que se desarrolló, pero de modo homogéneo, es decir, por profundización y no por transformación. En este desarrollo influyeron muchos factores, entre los cuales podemos citar: la progresiva profundización del Apóstol en el misterio de Cristo, el rechazo -aparentemente inexplicable- del pueblo judío, la lozanía de las comunidades cristianas de origen pagano, el contacto con los grandes centros culturales, como Éfeso, Atenas, Corinto, el conocimiento de algunos ele-

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mentos de la espiritualidad oriental y, por último, pero no menos importante, el desarrollo de la Iglesia conducida por el Espíritu Santo. Los primeros escritos de san Pablo, aunque ya profundamente penetrados de la novedad cristiana, mantienen el sabor, en cierto modo, de la religiosidad judía en que se habían formado. Por esto las dos Cartas a los Tesalonicenses destacan la importancia de la Parusía y se sitúan, en cierto sentido, en la línea de la literatura intertestamentaria de carácter apocalíptico, especialmente en la descripción de la lucha entre el mal (mysterium iniquitatis) y «lo que lo detiene» (cfr. 2 Ts 2, 1-12). Sin embargo, como notó justamente Cerfaux1, hay en ellas un cambio importante de perspectiva respecto de la literatura judía: la protagonista del acontecimiento escatológico no es la asamblea santa (qahal) del pueblo elegido, sino la Iglesia, convocación de Cristo a la salvación (cfr. 1 Ts 1, 1; 2 Ts l, 1). Otro aspecto importante es la universalidad de la nueva religión; ya no hay barreras de nacimiento o condición (cfr. 1 Ts 2, 16; 4, 3-5). No se trata del restablecimiento de un «renovado y verdadero Israel» (cfr. 1 Ts 2, 14-20), sino de un nuevo pueblo elegido (el Israel de Dios), cuyo fin es la vida con y en Cristo. La escatología adquiere un tono trascendente. En 1 y 2 Ts ya se perfilan los problemas que más tarde ocuparán las «grandes Epístolas»: la naturaleza del más allá y cómo conseguirlo. Estamos en los años entre el 50 y el 53. Esta primera fase del pensamiento de san Pablo tiene su «contexto vital», el Sitz. im Lebem, que son las comunidades cristianas que viven mezclados con los judíos en un ambiente pagano. La segunda fase de maduración del pensamiento paulino, debida probablemente tanto al contacto con las religiones mistéricas de Éfeso como a las controversias internas entre cristianos judaizantes o de origen pagano, es la que se refleja en la «grandes Epístolas» que acabamos de mencionar. El tema que ahora preocupa a san Pablo es el de la igualdad de todos, judíos y paganos, frente a la Redención de Cristo. La atención del Apóstol se fija en el misterio de la justificación y de la predestinación. Todos somos pecadores y no tenemos méritos previos: Dios nos salva gratuitamente en Cristo. El interés se desplaza de la consideración eclesiológica-vocacional a la contemplación de la obra redentora de Cristo. Sin embargo, el argumento de la justificación queda, en las «grandes Epístolas», reservado al ámbito individual, por lo menos de modo preponderante. Este período de gran creatividad por parte del Apóstol coincide con la parte central de su actividad misionera, entre el 54 y el 58. 1

Cfr. Bibliografía.

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Un tercer paso en la especulación paulina consistió precisamente el tomar conciencia de la dimensión universal y cósmica de la redención obrada por Cristo. En este sentido, nadie puede salvarse solo; y, por otra parte, la instauración de una sociedad cristiana es como un anticipo y anuncio de la realidad futura. Es precisamente en esta tercera fase cuando san Pablo pone de relieve la tarea de la familia y, en especial, del matrimonio para llevar a cabo la obra redentora. Este cambio de perspectiva (de lo individual a lo especial) se debió, probablemente, al contacto con las religiones mistéricas que estaban muy difundidas en las comunidades paganas. Estas religiones, así como el primer gnosticismo, atribuían al Redentor, fuera o no el Hombre Primordial, una tarea de «rescatar toda la luz encerrada en la materia», así como a la consideración de extensión ya universal del cristianismo y a las experiencias místicas personales del Apóstol. Los años de esta maduración y acabamiento son los del bienio 58-60. La cuarta y última fase de la obra paulina corresponde a las Cartas Pastorales. En ellas se refleja una situación eclesial ya asentada y se subrayan las virtudes que corresponden a la perseverancia en la fe. Destaca sobre todo en ella el retrato de cómo debe ser el cristiano, fruto de una síntesis de virtudes humanas y sobrenaturales. Estas consideraciones, así como la vibrante defensa de la doctrina predicada, coinciden con los últimos años de vida de san Pablo, entre el 61 y el 64 o 67. Todo esto corresponde al esquema clásico2, basado en los datos de la tradición y en la cronología de Hch. Pero es posible admitir que no todo el 2

En la Teología protestante, tanto alemana como anglosajona (Inglaterra y U.S.A.), la aplicación de los métodos históricos críticos ha llevado a resultados muy distintos. En primer lugar, se atribuyen a san Pablo, por motivos literarios, solo 7 cartas: 1 Ts, Ga, Rm, 1 y 2 Co , Flp y Flm. Se supone que las otras cartas son obras o de discípulos de Pablo, o bien que han sido reunidas por las comunidades cristianas a partir de fragmentos. Lo que importa es el esquema histórico de la progresiva formación de este Corpus de los escritos apostólicos. La historia se desarrollaría como sigue: a) En una primera fase el apostolado de san Pablo está todavía vinculado al judeocristianismo y es substancialmente antipagano, en lucha contra del sincretismo religioso, sobre todo de los gnósticos judíos. A esta fase pertenece 1 Ts y algún fragmento de 2 Ts. Ambas cartas fueron retocadas posteriormente por un discípulo, en el sentido de «suavizar» la escatología inminente de 1 Ts y proponer una escatología «aplazada». b) Las Grandes Epístolas están fuera de toda duda, pero hay muchas propuestas acerca de su fecha y, por lo que se refiere a 2 Co, se niega su unidad. La opinión general es que Rm es la epístola que refleja con más fidelidad el verdadero pensamiento paulino. En cuanto a Ga algunos autores proponen para ella una fecha muy temprana, inclusive antes del 50. De todos modos, la opinión más común sitúa la Grandes Epístolas entre el 54 y el 58. c) Las Epístolas de la Cautividad constituyen actualmente un terreno muy controvertido. Ya lo hemos considerado por lo que se refiere a su fecha y a su autenticidad. El hecho es que, al negar la autenticidad de Ef y Col, se les atribuye también un enfoque teológico distinto del de san Pablo. Dos son las hipótesis principales que se formulan. Para los seguidores de la «Escuela de las formas», como Bultmann, Kasemann y, en parte, Kümmel, Ef sería una carta «recompuesta» por la comunidad cristiana efesina a partir de fragmentos y del recuerdo de la predicación del Apóstol. Sería, por tanto, obra de un discípulo de san

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Corpus Paulinum haya sido escrito por el Apóstol «de su puño y letra», aunque hay que reconocer una notable homogeneidad tanto de pensamiento como literaria. Esto nos induce a pensar que todas las primeras diez cartas (a los Tesalonicenses, Grandes Epístolas y Epístolas de la Cautividad) son paulinas; muchas directamente, otra -sería el caso de Ef- indirectamente, a través de Col como guión. En cualquier caso, las trece cartas tienen el sello inconfundible del estilo paulino. Un caso aparte es Hb, donde el estilo ciertamente no es paulino, pero los conceptos, sí. Esta breve relación de la homogeneidad literaria del Corpus Paulinum apoya la coherencia teológica. Aunque el pensamiento de san Pablo haya sufrido una evolución, siempre se ha mantenido firme en algunos aspectos y, allí donde hubo un cambio, fue un cambio homogéneo, por profundización. Por citar algunos ejemplos, no se notan cambios -ni siquiera de matiz- en san Pablo a propósito de la existencia y unidad de Dios; de la Encamación; de las relaciones entre las tres Divinas Personas; en lo relativo a la Creación, a la elevación del hombre a un orden sobrenatural, al pecado de origen, a la Redención, a la escatología cósmica e individual y a la vida moral tanto de la persona como de la sociedad. Donde notamos, en cambio, cierta evolución es en la relación entre Cristo, los cristianos y la Iglesia, en la estructura jerárquica de la Iglesia, en el reconocimiento de la fuerza vinculante del Magisterio, en la universalidad de la llamada a la santidad, en la tarea de glorificación del Universo que el Redentor lleva a cabo; pero, repetimos de intento, no se trata de «cambios» en la doctrina, sino de mayor profundidad y de nuevos matices. Un ejemplo famoso es el de la doctrina del Cuerpo Místico. En Rm 12 y 1 Co 12 se afirma que la Iglesia es un «cuerpo» y que entre sus miembros hay una misteriosa pero real solidaridad; no solo, sino que toda la Iglesia se identifica con el «cuerpo de Cristo». En las Epístolas de la Cautividad se precisa: la Iglesia está unida a Cristo como un cuerpo a su cabeza; Cristo, por lo tanto, coincide con la Iglesia y está presente en todos sus miembros, pero posee, al mismo tiempo, un carácter destacado porque es el Salvador, la cabeza, el Principio y el Primogénito de los redimidos. Pablo muy próximo también al enfoque de san Juan. Por este motivo, Kasemann la define una carta «deuteropaulina». Desde luego, según estos autores, la eclesiología de san Pablo en Ef estaría en contraste con la eclesiología de Rm 12 y 1 Co 12. El autor de Ef insistida mucho más en los aspectos jerárquicos de la Iglesia que en los carismáticos. Así las cosas, la fecha de la redacción final de Ef debería situarse a finales del s. I. d) Mucho más complejo todavía se presenta el tema de la autenticidad de las Pastorales. Actualmente buena parte de la exégesis rechaza la autenticidad. Kasemann, que hemos citado más arriba, habla de cartas «pseudopaulinas». En realidad, si se examina la cuestión, las Pastorales, también desde el punto de vista literario, pueden ser paulinas. Lo que es cierto es que su contenido no puede ser sino de san Pablo y su «teología» encaja perfectamente con lo que se ha establecido anteriormente.

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Introducción a los escritos de san Pablo ALGUNOS TÉRMINOS PAULINOS: LOS TÉRMINOS ANTROPOLÓGICOS

Aunque, como ya se ha explicado, la «teología» de san Pablo no puede ser reducida a una antropología, sin embargo su visión del hombre es muy significativa para aclarar el sentido general de su doctrina. Nos vamos a fijar en seis términos: soma, sarx, psykhe, pneuma, nous y kardia. A través de ellos iremos viendo cómo la antropología paulina supone un «dualismo» radical en el hombre; pero no un dualismo ontológico (como, p. ej., en el caso de Platón) ni siquiera un dualismo dinámico-sustancial (como el de Aristóteles), sino un dualismo exquisitamente religioso.

Soma

3

Aparece 90 veces en el Corpus Paulinum; 70 veces en las «Grandes Epístolas», 20 veces en las de la Cautividad; no aparece en las Pastorales, y aparece 5 veces en Hb. 66 veces indica el cuerpo humano y 15 veces, el Cuerpo Místico de Cristo. Es la palabra más común para indicar la corporeidad humana, sin otra connotación (cfr. Rm 4, 19; 1 Co 13, 3). A veces es sinónimo de carne (cfr. 1 Co 5, 3 con Cal 2, 5; Rm 6, 12 con Ga 5, 16; 1 Co 15, 27 con 15, 39; etc.), con independencia de la idea negativa que tiene la palabra «carne», pero sí con un matiz de debilidad moral, de algo sometido a la concupiscencia. De todos modos, en la mayoría de los casos indica simplemente el ser humano en su condición real: lo demuestra el hecho de que la Septuaginta traduce a veces nephesh por soma. Véase en este sentido Rm 1, 24; 12, 1; 1 Co 6, 19-20; 2 Ca 4, 10-12; etc. Puesto que, sin embargo, en los LXX su correspondiente hebreo ordinario es basar, tiene a veces un matiz de debilidad, de contingencia, de corruptibilidad (cfr. Rm 6, 12; 8, 13). Más notables son los textos en que se habla del «cuerpo del pecado», del «cuerpo de muerte», del «cuerpo de carne», subrayando cómo en el cuerpo humano está encerrado un principio de muerte y de mal moral. De todos modos, no hay que olvidar que ni la palabra soma ni el concepto de cuerpo humano encierran en sí y por sí solos este significado 3 R. H. GUNDRY, Soma in Biblical Theology. With Emphasis on Pauline Anthropology, Cambridge 1976), llega a concluir que ni el A.T. posee una concepción monista del hombre, como a veces se sostiene, ni san Pablo defiende una concepción dualista: es más exacto decir que su postura es favorable a la dualidad en el sentido de un equilibrio dinámico entre el dualismo y la unidad. San Pablo, siempre según Gundry, mantendría la división entre hombre interior -espíritu, alma, entendimiento y corazón-, y el hombre exterior -carne, cuerpo, miembros, boca y rostro-. Pero los términos que emplea san Pablo tienen también una connotación religiosa.

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negativo. En otras palabras, el cuerpo humano no es malo en sí, sino que, habiendo sido creado por Dios como algo bueno, se ha vuelto después fuente de debilidad moral, un principio de pecado, la sede de las pasiones y concupiscencias. Por último, un uso peculiar en san Pablo es el de «Cuerpo de Cristo», empleado no en sentido metafórico, sino real: cfr. Rm 12, 5; 1 Co 12, 27.

Sarx

4

Se encuentra 91 veces en san Pablo y 6 veces en Hb. Es muy frecuente en el grupo Ga-1 Co-2 Co-Rm (66 veces, con clara preferencia en Rm-Ga: 44 veces); relativamente frecuente en las cartas de la Cautividad (24 veces); falta en 1 y 2 Ts; aparece una vez en 1 Tm 3, 16, en el contexto de un himno cristológico; y vuelve a aparecer con cierta frecuencia en Hb en frases de colorido semita. También es la traducción de la palabra hebrea basar en la Septuaginta, e indica, por lo tanto, la carne viviente, el ser vivo, el animal, distinguiéndose de la carne muerta, que es llamada broma o kreas. Precisamente por esto, en numerosos contextos es sinónimo de soma, en cuanto elemento animal del hombre, y puede equivaler a un pronombre reflexivo (p. ej., en Rm 7, 18; Ga 2, 20; 4, 14; Ef 5, 29). Más interesante es destacar que la carne indica, a veces, todo el orden natural, como distinto del orden sobrenatural o espiritual ( cfr. Rm 8, 4-6; 2 Ca 1, 17; 5, 16; 10, 3; Ga 3, 3; etc.); o simplemente en sí, como sinónimo de naturaleza humana (cfr. Rm 1, 3; 4, 1; 1 Co 7, 28; 10, 18). No falta nunca, sin embargo, un matiz pesimista: esto explica que, con frecuencia, la carne vaya asociada a la idea de la muerte (2 Co 4, 11; Rm 8, 6.13; Col 2, 13), de corrupción (Rm 8, 3; Ga 4, 13), de debilidad (Rm 6, 19); hasta de enemistad con Dios (Rm 8, 7; Ef 2, 14) y de concupiscencia (Ga 5, 16.17). En breve, la sarx está marcada por el pecado y sus consecuencias, aunque nada se dice de una sarx puramente creatural. Si, por un lado, la carne indica la naturaleza humana en su situación actual, viciada, dominada por la concupiscencia y sometida al pecado, sería equivocado considerarla equivalente a la «materia» (hyle) de los griegos, que es algo malo en sí.

4 J. A.T. RüBINSON, The Body. A Study in Pauline Theology , London 1966, pp. 17-33, subraya la diferencia, casi dialéctica, entre sarx y soma. Pero está de acuerdo en defender la naturaleza fundamentalmente religiosa de este dualismo.

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Introducción a los escritos de san Pablo

Psykhé Es palabra relativamente poco frecuente: aparece solo 13 veces. No parece tener un sentido peculiar con valor teológico o antropológico definido. En este sentido, san Pablo no toma en consideración el hombre como un ser compuesto de alma y cuerpo. Más bien psykhé es la traducción de nephesh e indica, por lo tanto, la persona individual, el sujeto vital (cfr. Rm 2, 9). A veces es sinónimo de «corazón»: Flp l, 27; Col 3, 23. Más interesante y significativo es su empleo en 1 Ca 2, 14 y 15, 44.46 donde el adjetivo psykhikós (animal) equivale a sarkikás (carnal) como opuesto a «espiritual».

Nous Es un poco más frecuente que la anterior palabra (21 veces). Indica la facultad racional de entender (1 Ca 14, 14s) o, más en general, el entendimiento humano (Rm 12, 2). A veces, por abstracción, equivale a nuestra «mentalidad, modo de pensar» (Rm l, 28). Es interesante señalar que esta facultad puede recibir la iluminación del «espíritu» y convertirse en un nous pneumatikós (Rm 12, 2; Col 2, 18; 3, 9; Ef 4, 23).

Kardía Es una palabra mucho más significativa que las dos anteriores. Aparece con más frecuencia (52 veces y 11 veces en Hb ). San Pablo se sitúa en la perspectiva veterotestamentaria, a través de la Septuaginta. En hebreo el «corazón» (leb o lebab) indica toda la interioridad humana, con sus expresiones pasionales de deseo, de alegría, de gozo, pero también las volitivas (querer, proponerse, meditar, tener decidido) y hasta las intelectuales (comprender, penetrar, intuir, ser consciente). Para san Pablo, kardia equivale a la persona humana capaz de acciones moralmente responsables (cfr. 1 Ca 7, 37; Rm 10, 6): es el sagrario de la conciencia donde nadie puede penetrar, sino solo Dios. El corazón se opone a la «apariencia» (prosopon) en 1 Ts 2, 17; 2 Co 5, 12; es puesto a prueba por la acción divinaU Ts 2, 4), es fortalecido (1 Ts 3, 13), es consolado (2 Ts 2, 17). Es todo el hombre, en su apertura real, en su entrega, lo que está expresado en el corazón. El corazón de un pecador es «oscurecido», está lleno de concupiscencia, es duro, impenitente, cubierto por un velo (Rm l, 21.24; 2, 5; 2 Co 3, 15). La conversión consiste en reconocer la ley grabada en nuestros co-

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razones (Rm 2, 15; 2 Co 3, 2.3; 4, 6), es «ver con los ojos del corazón» (cfr. Ef l, 18). El corazón es la intimidad, que tiene sus deseos ocultos, que cree, que actúa cara a Dios (Rm 8, 27; Rm 10, 10; Rm 6, 17; etc.). Todavía más importante es que el corazón del hombre es la sede de la presencia divina. La gracia sobrenatural se vierte en el corazón (Rm 5, 5), lo llena de paz (Flp 4, 7; Col 3, 15), de temor reverencial (Col 3, 22). Pero sobre todo en él inhabita el Espíritu Santo (2 Ca 1, 22; Ca 4, 6) y allí reside la ley de Cristo por la fe (Ef 3, 17).

Pneuma Es la palabra más compleja y más utilizada por san Pablo. En efecto, el Apóstol la emplea 146 veces y 12 veces más en Hb. Esta amplia utilización responde a varios significados. En primer lugar, indica a la tercera Persona de la Trinidad, es decir, es un nombre personal. Por citar algunos, entre muchos textos: 1 Ts l, 5.6 (espíritu santo); 4, 8; 2 Ts 2, 13; Rm 5, 5; 8, 3.11.14.16 (el pneuma de Dios como distinto del pneuma hemon).26-27; 9, 1; 14, 17; 15, 13.16.19; 1 Ca 2, 10.11.14; 3, 16; 6, 11.19; 7, 40; 13, 3; etc. El Pneuma aparece como algo divino, personal, vivo, distinto de nosotros, que nos justifica y santifica. A veces, sin embargo, es difícil distinguir si se refiere a una Persona Divina o a los efectos de su presencia en el alma: Rm 8, 2.15; 1 Ca 2, 12; 1 Co 7, 40. En este sentido, a veces puede indicar cierta «facultad de lo divino» presente en el hombre y que radica en las potencias humanas. En una línea de antropología natural, el pneuma es sinónimo de anima como distinta del cuerpo y de la carne (1 Ca 7, 34; 2 Ca 7, 1), pero no en el sentido de una dicotomía, sino de una complementariedad. El hombre es unión de cuerpo y espíritu. Asimismo el pneuma humano es un principio de operaciones no materiales, tanto de naturaleza ética (opuesto a «letra»: 2 Co 3, 6; Rm 2, 29; o bien a la presencia física: 1 Ca 5, 3; Col 2, 5), como de naturaleza intelectual (1 Co 2, 11; 1 Ts 5, 23; 1 Ca 16, 18). Más aún, en algunos casos coincide con la persona misma (1 Ca 5, 5; 2 Co 2, 13; 7, 13). Añade a la noción de persona el matiz de algo vivo, lleno de sentimientos, con un modo peculiar de actuar y de pensar, y se parece, por lo tanto, a nuestra «mentalidad» (1 Co 4, 21; Ca 6, 1; Rm 12, 11; Flp l, 27; Ef 4, 3.23). Todo este conjunto de facultades humanas resulta penetrado, trasformado y elevado por la acción divina y el pneurna llega a indicar la dimensión sobrenatural total del hombre justificado (1 Co 15, 45; 6, 17). Es lo que expresa el adjetivo pneumatikós, que indica algo que viene de Dios y es, al mismo tiempo, humano: Rm 7, 14; 15, 27; 1 Co 10, 3.4; Ef l, 3; 5,

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19; Col 3, 16. Por eso san Pablo habla de caminar, amar, rezar «en el espíritu»: Ga 5, 16.25; Rm 8, 4; 1 Co 12, 3.9; 14, 14-16; Ga l, 18; es decir, con las más altas facultades humanas elevadas por el Espíritu Santo. Son fundamentales los textos de Rm 8, 4-10 y Ga 5, 16-25. Podríamos condensar, en definitiva, la antropología paulina en tres oposiciones: a) hombre psíquico (o animal) y hombre espiritual: 1 Co 2, 14-15; Rm 5, 12-19; 1 Co 15, 45-47 que hace referencia a la corruptibilidad y debilidad humanas; b) hombre interior y hombre exterior (2 Co 4, 16; Rm 7, 22; Ef 3, 16) que hace referencia a la interioridad del hombre; c) hombre viejo y hombre nuevo (Ga 6, 15; 2 Co 5, 17; Rm 6, 6; 12, 2) que hace referencia a la Gracia como nueva creación. OTROS TÉRMINOS PAULINOS: EVANGELIO, JUSTIFICACIÓN, LEY, CONCIENCIA

La genialidad y la originalidad de san Pablo no solo se manifiestan en los contenidos y en el pensamiento, sino que tienen una expresión concreta también en el léxico. San Pablo fue un forjador de palabras porque el lenguaje humano le resultaba insuficiente para expresar los misterios divinos. Ahora bien, cuando hablamos de «palabras nuevas» podemos apuntar a dos o, mejor, tres fenómenos lingüísticos: los neologismos, es decir, creación de palabras que antes no existían (p. ej., por sufijación o afijación: «supercaro», «oblatividad» ); los neosemantismos, cuando una palabra, ya existente adquiere un nuevo sentido (p. ej., «lanzar una falta»; «tener un buen saque»; «propinar un sablazo»): las especializaciones, cuando una palabra de sentido genérico empieza a tener un sentido específico (p. ej., «ministro»; «un municipal»; «ronda»; «variante»), etc. La capacidad de san Pablo de rebasar las capacidades expresivas del hebreo y el griego se manifiesta en una serie de términos nuevos; neologismos, como, p. ej., «recapitular», «botín codiciable», «bautismo», «cena del Señor», etc.; y neosemantismos como, p. ej., «justificación», «filiación adoptiva», «promesas», «afecto (agápe}», «orden», «tradición», etc. Muchas veces esta novedad de sentido se encuentra ya anunciada en la Septuaginta, pero, de todos modos, el Apóstol comunica siempre a las palabras un significado mucho más profundo y las pone en relación con la Obra redentora de Cristo. Dejando para más adelante el estudio de otros términos, centrémonos ahora en cuatro que son particularmente «novedosos»: Ley, justificación, Evangelio y conciencia.

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Ley

La Ley es, para san Pablo, fundamentalmente la Ley de Moisés, la Torah. Ahora bien, mientras los rabinos daban a la Torah, con los preceptos orales tradicionales (mitswoth), un valor normativo absoluto, san Pablo sugiere, en cambio, que la Torah ha sido precedida por las «promesas» hechas a Abrahán y ha sido «anulada» por Cristo. En otros términos: los cristianos ya no tienen que vivir bajo la Torah, son «libres». Es esto un mensaje revolucionario en el ámbito judaico, que altera todos los valores. Pero el Apóstol no puede renunciar a su proclamación porque es necesario afirmar que el hombre se salva no por sus obras, sino por la voluntad de Dios. Frente a la Torah el Apóstol asume una postura muy matizada. En algunos casos no duda en afirmar que la Ley es santa, buena y justa (cfr. Rm 7, 12), no es pecado (cfr. Rm 7, 7), es «espiritual» (cfr. Rm 7, 14), fue promulgada por los Ángeles (cfr. Ga 3, 19) y fue nuestro «pedagogo» hasta Cristo (Ga 3, 24). En otros casos, con igual decisión, afirma que la Ley es inferior a las promesas hechas a Abrahán (cfr. Ga 3, 17-18); hace incurrir en la maldición (cfr. Ga 3, 10); no justifica a nadie, antes, al contrario, produce la «ira de Dios»; aumenta el pecado y hace que se manifieste sumamente como pecado ( cfr. Rm 7, 13). Esta ambivalencia de la Ley solo puede explicarse teniendo en cuenta que está ordenada a Cristo: la Ley sirve para preparar la Redención, para que los hombres adquieran conciencia de su pecado, para que Cristo ofrezca al Padre la satisfacción debida y nos rescate. Por eso mismo, después de Cristo, la Ley es inútil, ha sido sustituida por la caridad. Además de este sentido técnico (el de Torah), la palabra «ley» en san Pablo puede indicar, en general, una norma de tipo jurídico (cfr. Rm 7, 1), puede referirse a la ley que Dios imprimió en nuestros corazones al crearnos (p. ej., Rm 2, 15) y puede hasta aplicarse al orden establecido por el Señor: en este último sentido, se habla de una «ley del Espíritu» (Rm 8, 2) y de una «ley de Cristo» (Ga 6, 2).

Justificación El concepto de justificación es propiamente paulino. Aún más, la misma palabra dikáiosis solo se encuentra en san Pablo, así como el verbo dikaioo es preferentemente paulino. En el A.T., en cambio, domina la «justicia» (tsedeq) como atributo fundamentalmente divino y, de modo derivado, condición del hombre. El sentido de la palabra «justificación» no se puede entender plenamente si no se tiene en cuenta la polémica

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Introducción a los escritos de san Pablo

contra las concepciones farisaicas de los judaizantes. Para ellos el hombre es tsedeq, es decir, «justo», en la medida en que «cumple» con lo que Dios ha prescrito en la Alianza. El judío fariseo esperaba la salvación por la sentencia de Adonai después de la muerte o en el juicio. Esta sentencia le justificaría, es decir, el judío, en virtud de su fidelidad a la Ley, sería absuelto de sus pecados y de la cólera de Dios y quedaría admitido en el reino mesiánico o en el paraíso. Según los fariseos, el justo adquiere un estricto derecho a la justificación por las obras realizadas mediante su libre albedrío. Ellos se imaginaban que Dios pondría en una balanza, por un lado, las obras buenas y, por otro lado, las transgresiones; según el lado en que se inclinaría la aguja, se seguiría la salvación o la condenación del hombre. La justificación farisaica consiste, pues, en una mera sentencia de · Dios, que comprueba una realidad preexistente: es, en este sentido, una justicia meramente legal. A la obligación del hombre de guardar la ley corresponde la obligación por parte de Dios de recompensarlo. Con lo cual se perdía de vista la noción de misericordia, de bondad, de interioridad, de sinceridad de corazón y, sobre todo, la radical imposibilidad por parte del hombre de cumplir la Ley sin una ayuda especial de Dios. Frente a la concepción farisaica, san Pablo subraya en primer lugar que la justificación está necesariamente vinculada a la fe. Es Dios el que justifica al hombre, y lo justifica no por las obras, sino por la fe, y la fe misma es un don de Dios. Luego precisa que la justificación no es solo el perdón de los pecados, sino también la santificación positiva interna del hombre, que incluye la filiación adoptiva. Por lo tanto, los elementos de la justificación son cuatro: es anterior a todo mérito, es decir, es gratuita; solo se da en Cristo y en ningún otro hombre ni institución; está vinculada a la fe; lleva consigo la filiación divina. El Evangelio es precisamente el anuncio de esta salvación y justificación en Cristo y por Cristo.

Evangelio El sustantivo griego euangelion significa, en su origen, el «premio» o «regalo» que se hace al que trae una buena noticia (el «aguinaldo») y también la buena noticia en sí misma. En el N.T. el significado cambia radicalmente: euangelion y el verbo que le corresponde euangelizomai quieren decir: «anunciar el cumplimiento de las promesas mesiánicas en Jesús». Este significado fue preparado, en cierta medida, por los LXX, que emplearon el verbo euangelizesthai para indicar la actividad de los profetas que anunciaban la salud

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mesiánica. En cuanto al sustantivo, Mt lo emplea 4 veces, Me 8, 1 P y Ap 1 vez cada uno, mientras que en san Pablo aparece 60 veces. En los escritos del Apóstol la expresión euangelion tou Xristou puede significar tres cosas: la predicación de Cristo, la predicación sobre Cristo y el contenido de las verdades fundamentales cristianas.

Conciencia Por último, la palabra «conciencia» (syneidesis) aparece en san Pablo unas 25 veces, sobre 30 en todo el N.T. No existe ningún término correspondiente en hebreo; el Apóstol utilizó, por lo tanto, una palabra típica de la filosofía griega, principalmente estoica. Pero, mientras para los estoicos la conciencia del hombre es la expresión de su autoconocimiento intelectual y de su autonomía moral -es decir, es la conciencia de «ser libre y autónomov-, para el Apóstol la conciencia es la verdadera interioridad de la persona. En este sentido habla del «testimonio» de la propia conciencia o del juicio de la conciencia. La conciencia es, en definitiva, como una voz que dicta en el interior del hombre lo que hay que hacer o evitar: es la norma próxima de actuación y, como tal, es vinculante. En este sentido, san Pablo habla de una «conciencia» pura, buena o manchada, y aclara que no se puede actuar contra la propia conciencia. Aún más hay que respetar la conciencia de los demás y no escandalizarlos. La conciencia, por lo tanto, no es un principio de actividad autónomo, sino que es la aplicación de las normas establecidas por Dios, y principalmente de la caridad, en una actuación concreta. El término syneidesis se hizo clásico en los escritores de Teología Moral y pasó después a los latinos, después de san Gregorio Magno, alterado en Sindéresis.

Capítulo XVIII LA EXISTENCIA HUMANA SIN CRISTO UNA ANTROPOLOGÍA TRASCENDENTE

Ya se ha dicho, en el capítulo precedente, que san Pablo no reduce la teología a antropología, sino al revés, explica la situación humana a la luz de la Revelación. Es cierto, sin embargo, que Dios hizo ver a san Pablo con especial claridad la tragedia del hombre que vive al margen de Cristo. Vivir al margen de Cristo quiere decir dos cosas: o no conocer a Cristo o, habiéndolo conocido, rechazarlo por el pecado. Ahora bien, en tiempos de san Pablo tan lamentable era la situación de los paganos, que nada sabían de Cristo, como la de los judíos, que no querían escucharle. El Apóstol contemplaba, pues, la existencia humana sin Cristo como algo sometido a las tremendas esclavitudes del pecado, de la carne y de la muerte, a las cuales se añadía, para los judíos, la tiranía de la Ley, sobre todo porque iba unida a la interpretación moral (halakha) que le daban los rabinos de su tiempo y que se consideraba también vinculante. Tal situación del hombre irredento afecta a los que en cualquier tiempo, antes o después de Cristo, no abren su alma a la libertad que Cristo nos ganó (cfr. Ga 4, 31). He aquí la razón por la cual, el punto de partida de la exposición de san Pablo es el pecado, como fuente de todo mal, físico (la muerte) y espiritual (la condenación). Pero, precisemos, el aparente pesimismo de san Pablo encuentra su contrapartida en la firme esperanza que tenemos en Cristo; o, en otros términos, es una invitación a la «penitencia» (metanoia), en el sentido de un cambio de vida y de mentalidad. En definitiva, lo que interesa a san Pablo no es describir el «mundo del pecado», sino convencer a los hombres de que Dios nos amó primero y puso a nuestro alcance todos los medios para vencer (cfr. Rm 3, 24-26; 5, 1-2.6-11; 8, 3-4). EL PECADO

El punto de partida fundamental en el legado revelado de san Pablo se encuentra perfectamente expresado en los tres primeros capítulos de

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Rm. El Apóstol demuestra que todos los hombres están en pecado y necesitan la obra de Cristo y esta obra, y con ella el cristianismo, es fundamentalmente redención, liberación del pecado (cfr. 4, 24-25). La existencia del pecado, es decir, de la «injusticia» (adikía: cfr. Rm l, 18), de la violación de la Ley (anomía,paráptoma, parábasis: cfr. Rm 5, 13.20-21) es un hecho, un dato innegable, evidente y universal en la existencia no cristiana, en la vida de los hombres todavía irredentos. El pecado es sobre todo hamartía, es decir, «error, equivocación» (cfr. Rm 5, 12), en el sentido de que es como andar por un camino falso y equivocado, y, al mismo tiempo, es «no dar en la diana». El pecado, pues, nos lleva a un fin desastroso (2 Ts l, 8-9; Rm 2, 4-9; Flp 3, 18-19). Para Pablo el pecado no es solo un acto aislado, sino que, por multiplicación de actos y por estructuras sociales establecidas, se convierte en· una realidad patente, individual y social, y estable, que consiste, sobre todo, en la desobediencia, en la rebelión contra la majestad divina, contra su voluntad, contra su ley moral (cfr. 2 Ts 2, 3-4.7-8): en definitiva, en una «idolatría» en que se sirve a una criatura en lugar del Creador (cfr. Rm l, 25). Esta rebelión obstinada y contumaz ha producido un estado de enemistad con Dios, de desgracia del hombre, destinado a la muerte eterna; por eso se le puede dar el nombre de «reino del pecado» (cfr. Rm 6, 12-13). ., La consideración de la situación del mundo, de la historia humana y la contemplación de la Sagrada Escritura (el Antiguo Testamento) ponen en evidencia que, tanto gentiles como judíos, «todos han pecado y carecen de la gloria de Dios» (Rm 3, 23). En este sentido, es importante considerar la cita del Salmo 14, 1-3 (Rm 3, 10-12). Si no tuviera presente la obra realizada por Cristo, el pesimismo del Apóstol sería absoluto: «Para tapar toda boca y para que todo el mundo aparezca como reo ante Dios» (Rm 3, 19). Hasta tal punto esto es evidente para Pablo, que el pecado es presentado como una fuerza que tiraniza al hombre y lo tiene sujeto y esclavo desde el pecado de Adán (Cfr. Rm 5, 12.21). Naturalmente, las fuertes expresiones literarias y, de modo especial, la descripción del pecado como si fuera una persona (figura retórica de la «prosopopeya» o personalización) no pueden ser interpretadas como si el pecado fuera una criatura, un espíritu maligno con existencia personal. El Apóstol se refiere más bien a la situación irremediable del hombre, de la que este no puede salir con sus solas fuerzas y en la cual se encuentra atado y prisionero, aun contando con el libre albedrío, con la inteligencia y la voluntad (cfr. Rm 7, 7-25). Esta situación trágica de empecatamiento es una realidad patente que Pablo quiere, en la medida de lo posible, explicar, para que nadie desespere, sino que se una a Cristo.

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EL PECADO ORIGINAL Y ACTUAL

En el pecado hay que distinguir, pues, dos aspectos: uno es el pecado como situación general del hombre, que va unido a la naturaleza humana y afecta también a toda la creación (cfr. Rm 8, 21-22); otro es el pecado personal de cada uno. El primero deriva, a su vez, de un pecado de Adán que se ha transmitido a todos sus descendientes. El texto fundamental es Rm 5, 12 .18-19 y su paralelo 1 Co 15, 21.22. Vale la pena considerar despacio estos textos y analizarlos un poco. La idea central tanto en Rm como en 1 Co es que nosotros solo podemos conseguir la salvación en Cristo. ¿Por qué? Porque Cristo, con su Encarnación, es el «nuevo Adán», la nueva «cabeza» del género humano. San Pablo establece un paralelismo antitético que incluye una explicación histórica: en el primer Adán nosotros hemos sido castigados con la muerte, en el nuevo Adán conseguimos la resurrección. Es evidente que el Apóstol se está refiriendo al relato del Gn 3. He aquí sus palabras: Por tanto, así como por medio de un solo hombre entró el pecado (he hamartía) en el mundo y a través del pecado la muerte, y de esta forma la muerte llegó a todos los hombres, porque (efho) todos pecaron ... [ ... ] Por consiguiente, como por el delito (paraptómatos) de uno solo la condenación afectó a todos los hombres, así también por la justicia de uno solo la justificación, que da la vida, alcanza a todos los hombres. Pues como por la desobediencia (parakoas) de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos.

Notemos, en primer lugar, que el Apóstol habla de la universalidad de la muerte, que es un hecho indudable; pero la muerte es para el hombre algo no natural, no puede ser sino el castigo o la consecuencia del pecado, y esto supone que, si todos mueren, es porque todos han pecado. «¿Cómo han pecado?». Han pecado «en Adán» de alguna forma. El término técnico que san Pablo emplea es efho (E~ ql), que las versiones latinas traducen in qua. Los latinos entendieron que el pronombre relativo era un masculino y correspondía a Adán: según estas versiones, pues, los hombres han pecado juntamente con Adán, casi formando con él una sola persona. Esto se debe a que Adán, cuando pecó, era el único representante de la humanidad, así que, en cierto sentido, en él estaban todos los hombres. Para comprender mejor esta solidaridad en el pecado, hay que tener en cuenta que en el pueblo de Israel, así como en todos los pueblos semitas, existía la noción de «personalidad colectiva o corporativa (corporate personality)», es decir, se consideraba que una familia o una tribu eran responsables colectivamente del delito cometido por uno solo, mucho más si era el ancestro o el jefe de la familia o tribu.

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Sin embargo, ni la gramática griega ni la tradición de los Padres orientales coinciden del todo con esta interpretación. El sintagma efho en griego no tiene un valor locativo (en él), sino explicativo (puesto que, por el hecho que, ya que), es decir, es una expresión causal-explicativa (en latín sería in ea quod). Podríamos, por lo tanto, traducir efho con un simple «porque», pero añadiendo una precisión. La muerte es el castigo del pecado, pero no de los pecados de cada uno, sino del pecado de Adán, «porque todos pecaron cuando Adán pecó». Precisamente en este punto insisten los Padres griegos: en que realmente los hombres pecaron cuando Adán pecó, así como son realmente justificados por el sacrificio de Cristo1. Hay que decir que todo el contexto del pasaje de Rm y, de modo especial, el paralelismo antitético entre Adán y Cristo quiere reflejar el que todos han pecado, como demues- tra el hecho de que todos mueren, así como todos, sin ninguna excepción, son salvados en Cristo. El texto de 1 Co confirma y subraya todavía más este paralelismo antitético entre Adán y Cristo, cuya primera consecuencia es la universalidad del pecado: Pues, como por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos. Y, así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Notemos también que el pecado de Adán es definido con tres sustantivos: es hamartía, es paráptoma y es parakoé. Hamartía viene del verbo hamartano y, como se ha dicho, quiere decir literarlmente «errar, no dar en el blanco, ir fuera de camino»: es una expresión metafórica, muy común en san Pablo y que viene de la Septuaginta, para indicar que el pecado nos aleja de Dios. Paráptoma viene del verbo parapto y quiere decir literalmente «caer fuera de los límites» y, por lo tanto, «transgredir», y el sustantivo es «transgresión». La traducción de la Vulgata es un poco genérica porque traduce delictum, cuando hubiera sido mejor praevaricatio. Normalmente praevaricatio y transgressio se reservan para un sinónimo de paráptoma que es parábasis (de parabaino = «ir más allá, traspasar»), Por último, parakoé es exactamente, como en latín, «desobediencia», es decir, viene del verbo akúo, que es «escuchar», y quiere decir «no escuchar, no prestar oído, desobedecer». En definitiva, el pecado de Adán es, al mismo tiempo, un ir lejos de Dios, un quebrantar una norma y una desobediencia. 1 Algunas tendencias exegéticas modernas han querido relajar todavía más el sentido de efho, afirmando que los hombres pecan «por imitación» del pecado de Adán. De este modo, vuelven a las ideas pelagianas que negaban la necesidad del bautismo de los niños porque en ellos no podía haber ningún pecado, puesto que no pueden «imitar» a Adán.

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Al pecado de Adán, que está presente en nosotros, se suman nuestros pecados personales. San Pablo es, en este aspecto, tajante: todos los hombres, absolutamente todos -si han alcanzados el uso de razón-, tienen pecados personales y necesitan la gracia de Cristo (el Apóstol no tiene en cuenta, porque cae fuera de su perspectiva, la redención «preventiva» de la Virgen Santísima). Así afirma en Rm 3, 9: «Todos, judíos y griegos, están bajo el pecado». Los paganos, porque aun conociendo a Dios no quisieron «reconocerle» ni darle culto; los judíos, porque, aun conociendo la Ley, no la cumplieron. Por eso, en Rm l, 18, el Apóstol afirma con solemnidad: Se revela, en efecto, la ira de Dios desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres que tienen aprisionada la verdad en la injusticia. Donde el pecado es llamado «impiedad» (a-sebeia) e «injusticia» (adikía), es decir, falta de culto a Dios y falta de correspondencia a su bondad. Los paganos son «inexcusables» por su idolatría, los judíos son culpables por su falsedad e hipocresía. Ambos «tienen aprisionada la verdad», es decir, no permiten que su conducta sea una afirmación del poder y de la Voluntad divinas. En efecto, ni entre los paganos ni entre los judíos, el matrimonio es lo que Dios quiso establecer «al comienzo», es decir, en la creación del hombre. Otros textos que describen la conducta de los paganos, antes de la revelación de Cristo, son, p. ej., 1 Ts 4, 5; 1 Co 6, 9-11; Ef 2, 11.12; 5, 8; Tt 3, 3, donde con frecuencia el Apóstol habla de «los de las tinieblas, hijos de la tiniebla», por oposición a los cristianos que son «hijos del día y de la luz». Finalmente, el texto de Rm 7, que admite varias posibles interpretaciones, habla también de la situación del hombre que no ha recibido la gracia inicial de la fe o debe luchar contra la concupiscencia. Cuando estábamos en la carne, las pasiones de los pecados, ocasionadas por la Ley, obraban en nuestros miembros dando frutos para la muerte (v. 5). Así que todo el plan confiado al hombre para completar la Creación, como también el valor sobrenatural otorgado a la actividad humana, han sido destruidos por el pecado original, aunque no eliminados del todo. Existe la posibilidad de volverlos a establecer, enaltecidos, en Cristo. Pero hace falta borrar el pecado original mediante el Bautismo y reducir al máximo los pecados personales y pedir humildemente a Dios que nos enseñe a poner a su servicio todo nuestro cuerpo y nuestra mente, como una oferta agradable a Él. Pero el pecado desgraciadamente no termina en sí, sino que deja, en el alma y en el cuerpo, sus tristes consecuencias. Estas son, por lo que se refiere al alma:

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a) la culpa, es decir, la enemistad con Dios; b) la pena eterna; eso es, el haber merecido vivir para siempre lejos de Dios o, si el pecado no es tan grave, la necesidad de una purificación antes de ver a Dios (pena temporal); c) y cierto hábito que facilita el volver a pecar: en el caso del primer pecado, este hábito se manifestó como una verdadera «inclinación de la voluntad» hacia el pecado o, en otros términos, como un extraño atractivo que el pecado ejerce sobre el hombre (el fornes peccati). LA CARNE

El significado de «carne» (basar) en el Antiguo Testamento abarca no· solo los músculos del hombre en oposición a «hueso», según afirma la etimología de la palabra, sino generalmente todo el cuerpo y aun todo el ser del hombre, con la connotación de debilidad, contingencia y fragilidad, comprendidos los sentidos, los instintos, los sentimientos, las pasiones ... : en general, todo lo que es material, caduco y que contrasta con las facultades superiores del espíritu humano (nephesh). Este es el uso que hace también san Pablo. Tras el pecado original, todas esas facultades inferiores del ser del hombre (el soma y la sarx) se rebelaron y actúan sin el control de las facultades superiores, la inteligencia y la voluntad (Psykhé, nous, kardia): estas ya no ejercen el dominio adecuado sobre aquellas, las cuales actúan como anárquicamente, en oposición y contraste con lo más elevado del alma (pneuma). Esa carne se constituye así en el aliado del pecado contra el espíritu, en una especie de quinta columna de la que se vale el pecado para arrastrar al mal a todo el hombre (Cfr. Ga 5, 16-21.24; Rm 6, 19; 7, 14-24; 8, 3-4; 13, 14). Pecado y carne no son lo mismo (cfr. Rm 6, 12-14; 12, 1; 2 Co 4, 1011), pero el pecado encuentra su cómplice en esa parte inferior del hombre que, en el amplio significado del Antiguo Testamento y de san Pablo, se llama carne.

LA MUERTE

El pecado, como se ha dicho, ha dejado su huella también en el cuerpo. Lo primero que notamos es el desorden de las potencias y la corruptibilidad. Esto quiere decir que los apetitos del cuerpo pueden ser desordenados e ir contra la recta razón. Al mismo tiempo nuestro cuerpo sufre un decaimiento material que desemboca necesariamente en la corrupción. Explican los Padres de la Iglesia que, en la medida en que no

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quisimos obedecer a Dios, tampoco nuestras facultades inferiores (deseo de bienes materiales, afirmación de sí mismo) obedecen al dictado de la razón. Dios, aun quitando el pecado original mediante el Bautismo, y con el pecado la culpa y la pena eterna, no quiso quitar todas las consecuencias de la pérdida de los dones preternaturales (inmortalidad, incorruptibilidad, ciencia infusa e impasibilidad). El hombre se ve así sometido a unas limitaciones y sufrimientos que tienen la naturaleza de un castigo: son la muerte, los sufrimientos, la ignorancia y las concupiscencias o pasiones. Lo hizo así para que a) el hombre fuera humilde, aprendiera a recurrir a Él y no confiara en sus fuerzas; b) para que la salvación fuera el fruto también de una libre decisión humana; y c) para que, en unión con Cristo, el hombre pudiera ofrecer algo de sus luchas y sufrimientos. Ahora bien, el pecado, con la complicidad de la carne, si no se lucha, arrastra a todo hombre a la enemistad con Dios. Todos experimentamos, en este mundo, la tendencia a pecar de nuevo, a seguir nuestras apetencias desordenadas, en última instancia, a escoger la muerte: Así como por medio de un solo hombre [Adán] entró el pecado en el mundo, y a través del pecado la muerte, y de esta forma la muerte llegó a todos los hombres, porque todos pecaron (Rm 5, 12) ...

Entre el pecado y la muerte hay, por lo tanto, vínculos muy estrechos, tanto que el Apóstol puede afirmar: «La muerte es el castigo del pecado» (cfr. Rm 6, 23). En suma, el hombre sin Cristo es un esclavo del pecado, traicionado por la carne y destinado inexorablemente a la muerte, pues, cuando estábamos en la carne, las pasiones de los pecados, ocasionados por la Ley, obraban en nuestros miembros dando frutos para la muerte (Rm 7, 5). Finalmente, el pecado del hombre ha proyectado también su desgracia sobre los seres irracionales: La creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió [el pecado del hombre]( ... ). Gime y sufre toda ella con dolores de parto hasta el momento presente» (Rm 8, 20.22).

LA LEY

En Rm 7, 5 acabamos de ver un cuarto elemento, la Ley, que contribuye a aumentar los pecados. Este elemento afecta a los judíos directamente, pero de modo indirecto a todos los hombres. ¿Cómo puede explicarse que la Ley mosaica, Ley de Dios, pueda convertirse también en un aliado del pecado, que excita al hombre a acciones pecaminosas, siendo buena y santa en sí?

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En realidad la postura de san Pablo frente a la Ley es muy matizada y variada. En Ga, donde domina un contexto polémico, la Ley es considerada simplemente una confirmación de las promesas hechas a Abrahán (cfr. Ga 3, 17-18). La Ley ha tenido una función parecida al de un pedagogo (Ga 3, 24), nos ha preparado para la venida de Cristo. Con la venida de Cristo, que establece una Nueva Alianza, la Ley deja de obligar (Ga 3, 25). Y además, por su propia naturaleza de un pacto, cuando alguien se obliga a observarla (p. ej., mediante la circuncisión), queda obligado a su cumplimiento total (cfr. Ga 5, 3), de modo que quien no la cumple toda está bajo la maldición (cfr. Ga 3, 10). En Ga el Apóstol insiste una y otra vez en que la justificación no viene de las «obras de la Ley», sino de la fe (Ca 2, 16-19; 3, 11; 5, 4), para indicar que toda salvación viene de Cristo. Aún más, con una frase atrevida, afirma que Cristo se hizo objeto de maldición de la Ley, para expiar por nosotros. El mismo Pablo -y es la experiencia de cada cristiano- «a causa de la Ley murió a la Ley», es decir, por los pecados cometidos contra la Ley mereció la muerte, y no encontró otro Salvador que Cristo, con el cual «murió a la Ley» para vivir por la fe (cfr. Ga 2, 20). De modo que, en definitiva, nosotros morimos a la Ley para vivir con Cristo; más aún, para que Cristo viva en nosotros. La Ley, por otra parte, no puede salvarnos, porque, aunque indica el bien, no contiene la gracia para evitar el mal. Deja al hombre en su situación de naturaleza caída. De modo semejante ocurre con toda ley, aun con la Ley moral natural, impresa en la conciencia del hombre (cfr. Rm 2, 15; 1, 21). Toda ley, pues, da el conocimiento del pecado, pero nada más (cfr. Rm 3, 20.); así, la violación de la ley se convierte en una violación formal de la voluntad de Dios. Si antes de la Ley nuestros pecados podían ser por ignorancia, a partir de la promulgación de la Ley, no pueden ser sino de malicia. No perdamos de vista el contexto cultural e histórico en que habla san Pablo: los judíos se jactaban de su propia justicia ante los gentiles e incluso ante Dios: ellos pensaban que, al observar la Ley, merecían la justificación en estricta justicia. Creían cumplir la Ley cuando, al contrario, solo cumplían unos actos externos y rituales, mientras su corazón permanecía ajeno a la caridad y a la misericordia. Pensaban que Dios, relegado al papel de un mero árbitro, estaba obligado a reconocer y retribuir las acciones justas que ellos ejercitaban por sus propios medios: ellos, y no Dios, eran sus propios liberadores. Los paganos, por su parte, o no tenían clara la noción de pecado o, si la tenían, pensaban que se podían borrar con sacrificios y oraciones. San Pablo quiere revelar algo mucho más profundo: todo en nosotros depende de Dios, el cual nos salva por la fe en Cristo Jesús y nos da la gracia de creer. Por eso, la salvación es un don gratuito del Señor, no un derecho que podamos merecer.

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Algunos cristianos convertidos del judaísmo arrastraban todavía sus antiguas concepciones: para algunos de ellos -los judeocristianos más radicales, como, p. ej., los «ebionitas» (del hebreo Jevion = «pobre, simple, humilde»)- era la Ley mosaica la que les salvaba, y Jesucristo había sido un gran ejemplo del rigor y sinceridad con el que había que respetar la Torah. Otros, más moderados, opinaban que seguir las prescripciones antiguas era «más perfecto». Querían imponer tal concepción a otros cristianos procedentes de la gentilidad. Según esos cristianos convertidos del judaísmo, los cristianos procedentes del paganismo debían cumplir también las prescripciones de la Ley de Moisés. A primera vista parecía una simple cuestión de espiritualidad, pero Pablo vio en toda su gravedad el error, pues según esa concepción era el hombre el que se hacía bueno y justo a sí mismo, de tal modo que la obra redentora de Cristo quedaba vaciada de todo valor y realidad; se negaba el poder salvífica de la Cruz de Cristo (cfr. Ga 3, 22; 5, 2-6.11). San Pablo -o, mejor, Dios por medio de él- no solo planteó esta polémica doctrinal, sino que luchó contra los judaizantes a lo largo de toda su vida, y los venció demostrando la necesidad y la suficiencia de Cristo para la salvación; de este modo, libró a la primitiva Iglesia y a todos nosotros de la esclavitud de la Ley. El cristiano no puede ni debe olvidar que somos salvados no por nuestras propias fuerzas, sino por la gracia que Cristo nos mereció, a la cual nos adherimos por la fe. Es cierto también que nuestras obras son importantes, pero solo después de haber conseguido la Redención de Cristo: solo entonces podemos «merecer» la vida eterna, porque vivimos la «fe que opera mediante la caridad» (Ca 5, 6). EL «REINO» DEL PECADO; LA HUMANIDAD ANTES Y DESPUÉS DE LA REDENCIÓN Y LA LUCHA CONTRA EL PECADO

La enseñanza de san Pablo es terminante contra el legalismo judío y el «moralismo» pelagiano: el hombre por sí solo, sin Cristo, está radicalmente incapacitado para liberarse del estado miserable en que cayó tras el pecado original. Este, aumentado por los pecados personales, tiene sojuzgado al hombre y crea lo que el Apóstol llama «el Reino del pecado» (cfr. Rm 5, 21; 6, 12.14.16-17). El pecado, aposentado en la carne como una bacteria infecciosa en un tejido, tiraniza la existencia del hombre irredento, que no puede salir de su condición de enemistado con Dios, excluido de la vida eterna y destinado al dolor y a la muerte. Incluso la Ley-sea la ley moral natural y, sobre todo, la ley divino-positiva dada por medio de Moisés- se convierte en agravante al

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no poder ser cumplida. San Pablo no niega la libertad humana ni las facultades de entendimiento y voluntad, pero advierte sin ambages la situación real del hombre, incluso después de recibir los frutos de la redención: «Pues lo que quiero, no lo hago; y en cambio lo que detesto, eso hago» (Rm 7, 15). Así pues, al querer hacer el bien encuentro esta ley en mí: que el mal está junto a mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. [Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rm 7, 21-24). La respuesta no puede ser otra que la que da el mismo Apóstol: « ¡Gracias sean dadas a Dios, por Jesucristo Nuestro Señor!» (Rm 7, 25); es Dios mismo el que nos libera por medio de Jesucristo Señor nuestro. LA «IRA» DE DIOS

Un concepto que juega un notable papel en Rm, por estar vinculado al pecado y al juicio de Dios, es el de la «ira» de Dios. Es también un concepto que ha sido malentendido por la exégesis luterana, que ha querido evitar con todas las fuerzas el terror que viene de la simple mención de la ira divina. Lutero consideraba que la «justicia» de la que se habla en Rm era la virtud cardinal y, más concretamente, la «justicia conmutativa». De este modo Dios nos da a cada uno lo que henos merecido según una razón de igualdad y, puesto que el hombre no puede dejar de pecar, todos estamos sometidos a la ira de Dios. En este sentido, la justificación de Cristo se debe a que Dios Padre cargó sobre su Hijo todas nuestras culpas ejerciendo lo que se llama la justicia vindicativa o legal. Pero, en la exégesis luterana, hay dos errores de tipo bíblico (sin contar la equivocada orientación metafísica nominalista, etc.): que la «justicia» en la mentalidad hebrea no tiene nada que ver con la virtud cardinal de la justicia. La justicia bíblica es una propiedad de Dios, por la cual Dios es fiel a lo que ha prometido en la Alianza. Como propiedad divina, Dios puede, además, hacer que un hombre participe de ella. El hombre es «justo» cuando cumple lo que la Alianza le pide, es decir, adora al Dios verdadero, cumple los mandamientos, guarda las fiestas, etc. Nosotros, con nuestras solas fuerzas, no llegaríamos nunca a ser «justos»; por eso Dios nos «justifica» mediante su Hijo; a saber, el sacrificio libre y voluntario de Cristo satisface al Padre y nos merece que Dios nos comunique su justicia. En este sentido, Dios no manifiesta su ira, sino más bien su bondad (hesed) y su misericordia (rahamim). Su «ira» (en griego orgé, en hebreo

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'af) está reservada al «pecado», pero no al pecador (cfr. Rm 1, 18; 2, 5); o también se manifestará contra los pecadores impenitentes en el «día de Adonai» (cfr. 1 Ts 1, 10; 2, 16; Rm 2, 8). Así que la «ira» divina es la condenación escatológica de los que no se hayan arrepentido.

Capítulo XIX LA SALVACIÓN «EN CRISTO» SOLO EN CRISTO HAY SALVACIÓN

La respuesta a la angustiosa pregunta de Rm 7, 24 -«¿quién me librará de este cuerpo de muerte?»- no puede ser sino: Cristo Jesús, es decir, el Hijo de Dios hecho hombre. Lo que ningún hombre puede hacer, lo que incluso «era imposible para la Ley, al estar debilitada a causa de la carne, [lo hizo] Dios enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora y, por causa del pecado, condenó al pecado en la carne» (Rm 8, 3). Y de modo todavía más claro: Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. Cuánto más, habiendo sido justificados ahora en su sangre, seremos salvados por él de la ira. Que, si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo, mucho más, una vez reconciliados, seremos salvados por su vida (Rm 5, 8-10).

En este texto de Rm 5 están, de modo resumido, muchos elementos de la Redención. Destacamos, en primer lugar, el libre y amoroso decreto de Dios. Sin que tuviéramos ningún mérito «Cristo murió por nosotros». Lo que supone que nuestros pecados merecían la muerte y que la muerte de Cristo no se debe a un acto de justicia vindicativa, sino al amor del Padre y del Hijo. La muerte del Hijo supone para nosotros tres cosas: la justificación, la reconciliación con Dios Padre y la salvación. Como sabemos, son tres facetas de la misma realidad que llamamos también redención. La justificación supone que el Sacrificio de Cristo nos quita cualquier culpa y se borra toda nuestra deuda para con Dios. La reconciliación indica que volvemos a una situación de amistad con Dios y, por lo tanto, nuestras obras buenas vuelven a ser meritorias. Como fruto de todo esto está la salvación, es decir, el ganar la bienaventuranza final. Notemos, por fin, que nuestro futuro escatológico es vida, es decir, la resurrección gloriosa como la de Cristo: así que la salvación se debe no solo a la muerte de Cristo en la Cruz, sino también a su Resurrección.

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Dicho con otras palabras: por la misericordia de Dios nosotros somos asociados a los méritos de Cristo y nos configuramos con Él. Como Él resucitó, así resucitaremos nosotros (cfr. Rm 6, 8; 2 Tm 2, 11). Esta es la enseñanza insistente del Apóstol y constituye la clave para entender la obra de la Redención: que Cristo, y solo Él, es el Salvador del hombre. ¿Por qué? Porque solo Él podía ofrecer, en cuanto Dios-Hijo, un sacrificio que diera perfecta satisfacción al Padre; y solo Él, en cuanto hombre perfecto, podía comunicar esta reconciliación a todos los hombres y a todo el hombre. A partir de Orígenes, los Padres griegos repetirán de forma lapidaria: «Lo que ha sido asumido, eso ha sido salvado», aludiendo a la perfecta Divinidad de Cristo y a su Humanidad igualmente perfecta, ambas «necesarias» (por conveniencia) para que la redención del hombre fuera obra de la Misericordia divina, pero también respetara ciertas razones de justicia. La afirmación de san Pablo sobre la Mediación única de Cristo para la salvación no puede ser más contundente. A la luz de este horizonte salvífico, san Pablo irá precisando más detalles de su «conocimiento» de Cristo. La fórmula, por ejemplo, que usa el Apóstol en su primera carta a Timoteo se presenta como un artículo de fe bautismal: Es digna de fe y de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, yo el primero. Pero, precisamente por eso, encontré misericordia, para que Cristo mostrara en mí primero toda su longanimidad, como ejemplo para los que creyesen en Él para alcanzar la vida eterna (1 Tm 1, 15-16).

Nótese que la expresión pistós ho lógos señala un punto especialmente importante en la doctrina: cfr. 1 Tm 3, 1 relativo al episcopado; 4, 9 relativo a la recompensa escatológica; 2 Tm 2, 11 a propósito de la identificación con Cristo; Tt 3, 8 sobre el papel salvífico de Cristo. San Pablo, tal vez en polémica contra los gnósticos, desarrolla sus enseñanzas acerca de Cristo, perfecto Dios y Hombre perfecto, que, por su naturaleza de Mediador y Sacerdote, lleva a cabo la posible Redención de la humanidad (cfr. 1 Tm 2, 3-6). El destino del hombre está definido por este «horizonte salvífico», que consiste, en definitiva, en responder a la llamada del Padre, para morir con Cristo, en el Bautismo, para vivir con Él y ser con Él glorificado. Esta llamada (klésis) a la asamblea (ekklesía) de los que se salvan, revela la altísima naturaleza y misión de la Iglesia, que tiene a Cristo como Fundador, Salvador, Cabeza, Esposo, más aún es el «Cuerpo» de Cristo. Ensalza, al mismo tiempo, la dignidad del hombre, llamado a ser hijo de Dios por adopción, a participar de la misma santidad de Dios en Cristo Jesús. Por lo mismo, todo intento de hacer una síntesis del pensa-

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miento de san Pablo debe tener también siempre como punto de partida y de constante referencia el aspecto salvífico o soteriológico. Todo esto encuentra su correlato en una expresión típica de san Pablo y que se ha hecho comunísima en la doctrina: «en Cristo», «en Cristo Jesús», «en Él». Este «en», que en griego suena muy duro y poco comprensible, es un septuaginismo y equivale a la traducción de la partícula hebrea «be» que tiene sentido instrumental pero también de pertenencia. Así que «en Cristo» equivale a tres cosas: por medio de Cristo, en unión con Cristo, perteneciendo a Cristo. EL «MISTERIO» DE LA SALVACIÓN REVELADO A SAN PABLO

El «Evangelio de Pablo» («mi evangelio», como él mismo lo llama: Rm 2, 16; 16, 25) es, como acabamos de ver, un mensaje de salvación,

esto es, la revelación de un plan o designio de Dios para salvar y glorificar a la humanidad en Cristo; plan eterno que se desarrolla en la historia de modo universal, gracias a la Iglesia, pero que puede y quiere también salvar a cada uno, mediante la libre respuesta de la fe. Este mensaje podía no resultar extraño a un judío piadoso, que sabía que Dios era misericordioso con todos y creía en que al fin de los tiempos todos los pueblos adorarían al Dios verdadero. Pero lo que resultaba incomprensible y misterioso era que Dios quisiese salvar por igual tanto a los paganos como al pueblo elegido. San Pablo expresa esta faceta del plan divino de la salvación -es decir, la llamada dirigida también a los gentiles- con unas breves fórmulas, muy semejantes, empleando la palabra «misterio»: Misterio de Cristo, Misterio del Evangelio, Misterio de Dios, Misterio de su voluntad, Misterio de la fe, Misterio de la piedad o, simplemente, «el misterio». Ahora bien, tanto el léxico como el contenido son una aportación peculiar de san Pablo. Mucho se ha discutido sobre el origen de la palabra mysterion, afirmando su procedencia del paganismo. Pero las semejanzas con el concepto griego son muy remotas y no van mucho más allá de la terminología.

Los «misterios» en las religiones antes de Cristo En el mundo religioso de Grecia, la palabra «misterio» estaba muy difundida en las formas populares de religiosidad pagana (los misterios de Eleusis; los misterios «órficos» o «dionisíacos», los misterios de Isis y Osiris, de Attis y Cibeles). En griego, mysterion viene de la raíz myein,

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que significa «esconder, ocultar» y, en el lenguaje religioso, indicaba, al mismo tiempo, la explicación oculta de un mito (casi siempre relacionado con la muerte y el retorno a la vida) y la acción sagrada y secreta reservada a los «iniciados», que constituía el «culto» asociado al mito. En general, se trataba de «actualizar» el mito mediante gestos y palabras simbólicas. Así, p. ej., en los misterios de Eleusis, se explicaba el ciclo de las estaciones y de la vida mediante el mito del rapto de Perséfone por obra de Hades; y la acción central del culto era la celebración simbólica del matrimonio entre Hades y Perséfone. Asimismo en los llamados «misterios órficos», que se relacionaban con el culto a Dionisos-Baco, se recordaba el mito de Orfeo y Eurídice, y las ceremonias mistéricas tenían su cumbre en un baño sagrado y en un baile. Lo único que se puede deducir de ello es que las religiones grecorromanas tenían algunas «intuiciones» o «visiones borrosas» de la Verdad, sobre todo, en lo que se refiere a la salvación y a la vida en el más allá. Otros autores han buscado los antecedentes en el pensamiento religioso judío examinando no tanto el rabinismo de la sinagoga, sino la espiritualidad de algunos grupos judíos, como los Esenios de la comunidad de Qumrán. Pero la diferencia con san Pablo, más allá de algunas analogías superficiales, es de concepto. Para los Esenios, por ejemplo, el «misterio» (sod) era la acción oculta de Dios en la historia para «convocar» un nuevo pueblo o «congregación» ('edah) que fuese fiel para siempre a su Alianza. La palabra adquirió así un sentido escatológico: el «misterio» era el cumplimiento de la Voluntad divina no tanto en la historia, sino, de modo perfecto, al fin de los tiempos. Para san Pablo, en cambio, el «misterio» de Dios es una realidad ya presente.

El «misterio» escondido desde los siglos A lo largo de los escritos paulinos el tema del «misterio» aparece con tanta frecuencia y constancia, que se puede hablar de una unidad argumental o de una doctrina muy definida. Aunque en alguna Carta tiene un relieve menor, san Pablo, cada vez que habla de ello, lo hace siempre de modo coherente, homogéneo y con mayor profundidad, hasta llegar a la máxima expresión en Efesios. En ella el mysterion adquiere su último desarrollo conceptual (cfr., p. ej., Ef l, 3-22). En efecto, en esta epístola se considera el aspecto eclesiológico del mysterion (cfr. Ef 2, 11-18) pero, sobre todo, el tema medular de la recapitulación (anaketalaiosasthai) en Cristo de todo lo creado. Es precisamente la afirmación que encontramos en el prólogo o acción de gracias inicial:

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... [en Cristo] mediante su sangre, nos es dada la redención (apolytrosin), el perdón de los pecados, según las riquezas de su [de Dios Padre] gracia, que derramó sobre nosotros de modo sobreabundante, con toda sabiduría y prudencia. Nos dio a conocer el misterio de su voluntad, según el benévolo designio que se había propuesto realizar mediante Él [Cristo] y llevarlo a cabo en la plenitud de los tiempos: recapitular (onakeialaiosasthai) en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra.

En Cristo se recapitulan, es decir, encuentran su «cabeza», su perfección y su sentido todos los seres, tanto terrestres como celestiales; en Él recobran su principio y cabeza; en Él es restaurado, unificado y sublimado el primer orden divino de la Creación, descoyuntado por el pecado. La recapitulación de todas las cosas en Cristo viene a ser una formulación nueva, la más profunda y sugestiva, del plan salvífica divino. Un poco más adelante, en otros textos de Ef el Apóstol completa lo que había descrito de modo poético en la introducción de la carta. Así, p. ej., en Ef 3, 3-6: ... mediante una revelación me fue dado a conocer el misterio, como lo he descrito antes con brevedad[ ... ] como ahora ha sido revelado a sus santos Apóstoles y Profetas por el Espíritu: a saber, que los gentiles son coherederos, miembros de un mismo cuerpo y copartícipes de las promesas en Cristo Jesús mediante el Evangelio.

Estas frases vibrantes, como también otros pasajes (cfr. Ef 2, 14-18; 3, 8-12; Col 1, 26-29), nos confirman que el misterio es un plan divino de salvación en favor de todos los hombres, sin distinción de pueblos ni razas, concebido por Dios desde la eternidad, pero revelado solo ahora (en el tiempo apostólico), aunque anunciado en el A.T., y cuya plenitud de realización, aunque ya comenzada en este siglo, solo será alcanzada en el venidero. El sentido, por lo tanto, que san Pablo da a la palabra misterio es muy distinto del habitual. Sin negar el carácter «oculto» del misterio, el Apóstol se apoya en el significado de rats o sod en el A.T. (donde se subraya la trascendencia divina) y, sobre todo, en el sentido que Jesús le dio en su predicación, donde se refiere a lo que el Padre estableció para la salvación de los hombres. Es posible que, incluso, influyera en su interpretación la doctrina tradicional del judaísmo, que consideraba el «misterio» como una dimensión ineliminable entre Dios y el hombre. Ello no quita para que san Pablo, en primer lugar por su esforzada lucha en defensa del «Evangelio de Cristo» contra los judaizantes y, luego, durante la crisis doctrinal de Calosas, para distanciarse netamente del sincretismo religioso y del ocultismo paganos, haya penetrado y formulado con singular expresividad y personalidad ese misterio o «evangelio suyo» (cfr. Ga 1, 11-12).

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Introducción a los escritos de san Pablo LA NATURALEZA DIVINA DE CRISTO SALVADOR

Para Pablo, como se ha dicho, el misterio procede y está en estrecha relación con la Sabiduría divina (cfr. 1 Co 2); él predica y enseña «no una sabiduría humana, hecha de palabras convincentes, sino un mensaje divino, respaldado por el Espíritu y el poder». Pero esta sabiduría es, a su vez, locura para los griegos y escándalo para los judíos, porque esa sabiduría no es otra cosa que Cristo crucificado (1 Co 1, 22-23). Es Cristo mismo quien para nosotros es la Sabiduría, como es también la justicia, la santificación y la redención (1 Co 1, 30). El plan divino de la salvación que Pablo predica, es una sabiduría de Dios, misteriosa (1 Co 2, 7). En Cristo, es decir, en su vida, obras, enseñanza y personalidad, desaparece la oposición que hay a primera vista entre el misterio y la sabiduría. El misterio, aun quedando misterio, se hace accesible, resulta provechoso para la naturaleza humana, es fuente de una sabiduría especial, llena de humildad y docilidad. Es esta una novedad radical introducida por el pensamiento paulino y cristiano. En efecto, para la mentalidad griega un misterio se opone radicalmente a la sabiduría. En la tradición del Antiguo Testamento, por otra parte, siempre presente en el pensamiento paulino, la Sabiduría divina era misteriosa porque así ponía en evidencia la infinita distancia entre el entendimiento divino y el pensamiento humano. Compárese, p. ej., el final del discurso de Job, cuando el patriarca reconoce que delante de Dios él es polvo y ceniza -lb 42, 5-6-, con Rm 16, 25-26. En ambos casos el «misterio» señala la «debilidad» intelectual del hombre. San Pablo en 1 Co «da la vuelta» al argumento: lo que Dios revela no puede ser sino «misterioso» para el hombre. Misterioso, pero, al mismo tiempo, saludable. En Col, san Pablo pone en evidencia que un aspecto del misterio es la «reconciliación»: una reconciliación de todos los seres, realizada en Cristo (cfr. Col 1, 27). Cristo, por lo tanto, si de verdad nos reconcilia entre nosotros y con Dios, no puede ser sino una Persona Divina, y más exactamente aquella Persona Divina que es la Sabiduría y que, en la Creación, dispuso todo con orden, regla y medida. Se explica así que la reconciliación con Dios sea universal y que se extienda también a los paganos, aunque no hayan tenido la Ley mosaica, que va dirigida, en primer lugar, a los judíos, a los que la Ley misma acusaba ante Dios por su incumplimiento. En otros términos, si Cristo es de verdad el Salvador, no puede ser sino Dios. No faltan, por otra parte, afirmaciones claras de la Divinidad de Cristo Jesús, aun fuera de un contexto directamente soteriológico. En el capítulo siguiente las estudiaremos con más detalle. De momento es suficiente considerar algunos textos fundamentales, que vinculan la Divinidad de Cristo con la universalidad y gratuidad de la salvación.

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Rm 1, 1-4 El primer texto, sumamente rico y denso, es el prólogo de Rrn, donde, en una forma literaria que recuerda una profesión de fe, el Apóstol nos revela el sentido «fuerte» de la filiación divina de Cristo: .... el evangelio de Dios, que Él [Dios] de antemano prometió por medio de sus profetas en las Santas Escrituras acerca de su Hijo Jesucristo Señor nuestro, nacido del linaje de David según la carne, manifestado Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación por la resurrección de entre los muertos (Rm 1, 1-4). En este texto resalta con gran claridad la doble naturaleza de Cristo: «según la carne» descendiente de David y, al mismo tiempo, Hijo de Dios Padre y «manifestado Hijo de Dios con poder» en la Resurrección. El verbo «manifestado» traduce un participio griego, oristhentos, que quiere decir literalmente «separado, escogido, destinado». Esto quiere decir que Cristo, el Hijo, había recibido del Padre una doble misión: la de «hacerse hombre de la familia de David» y la de llegar a ser «hijo de Dios con poder». No se trata de que Cristo llegue a ser algo que no era (de simple hombre a Hijo de Dios), sino de que tiene una misión eterna: la de encarnarse y, con la Resurrección, ser el Kyrios, es decir, el Señor de todo (Hijo de Dios con poder). Y, puesto que el apelativo de «Hijo de Dios» se atribuía también a hombres como el Rey de Israel, los sacerdotes y los justos, el Apóstol precisa que se trata de algo que pertenece a la intimidad divina: Dios envía a «su hijo» y lo envía mediante «el Espíritu de santificación», es decir, la plenitud de la santidad (y, por tanto, el Espíritu Santo), poniendo como sello de su elección la resurrección. Aunque san Pablo no lo diga de modo explícito, nosotros advertimos tres «momentos» de la existencia de Cristo: antes, como Hijo de Dios, junto al Padre; luego, hombre y Mesías, que sufre la muerte y resucita; finalmente, Señor universal, lleno de santidad y de poder. Ca 4, 3-5 Otro texto muy importante, en su brevedad, es Ga 4, 3-5: Jesucristo es el Hijo enviado por el Padre, que, en la «plenitud de los tiempos» (== una vez cumplido el tiempo previsto), se encama de mujer y bajo la Ley: ... al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley.

Estas palabras confirman lo que acabamos de decir. Hubo un tiempo, por decirlo de algún modo, en que el Hijo estaba cerca del Padre; y de su condición divina y por su condición divina fue enviado a redimirnos.

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Flp 2, 6-8 Si el texto de Ga está claro, no menos claro resulta Flp 2, 6-8 por lo que se refiere a la «preexistencia de Cristo» (No se trata tanto de una cuestión cronológica, sino ontológica). Esta es la descripción de Flp: [Cristo] siendo de condición divina (en morfé Theou hyparkhontos}, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios (to einai isa Theou), sino que se anonadó (ekenosen) a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. ·

Todo se centra en el sentido de «forma», morfé, que aparece para indicar la condición divina y la condición humana. Para un griego la morfé es mucho más que el aspecto externo o «figura»; Aristóteles utilizó esta palabra, en oposición-conexión con hylé (materia), para indicar los coprincipios de las substancias materiales (teoría del hilemorfismo); en concreto la forma sería el «principio de organización» de un ser material y también inmaterial. Para Aristóteles, pues, morfé indica el modo según el cual el ser adviene a un ente. Por esto se puede traducir «condición, situación, modo de ser». Así que el Hijo poseía la misma condición ontológica que la de Dios, y asumió voluntariamente la condición de hombre, para «anonadarse» a sí mismo y obedecer hasta la muerte en la Cruz.

Col 1, 12-20 En las Cartas de la cautividad encontramos otros dos textos fundamentales para entender la naturaleza divina de Cristo. Del prólogo de Ef ya hemos hablado. Nos queda, pues, considerar Col, donde, según casi todos los intérpretes, el Apóstol citaría un «himno» de la primitiva liturgia bautismal: ... dando gracias al Padre, que os hizo dignos de participar en la herencia de los santos en la luz, Él nos arrebató del poder de las tinieblas y trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados. El cual es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura, porque en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, ya sean los tronos o las dominaciones, los principados o las potestades.

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Todo ha sido creado por Él y para Él. Él es antes que todas las cosas y todas subsisten en Él. Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia; el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo, pues [el Padre] tuvo a bien que en Él habitase la plenitud, y por Él reconciliar todos los seres consigo, restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz, tanto en las criaturas de la tierra como en las celestiales.

A pesar del tono poético general, las afirmaciones de san Pablo no dejan lugar a dudas: el mismo Cristo que, como Sabiduría divina, creó todas las cosas, ese mismo es el Redentor y «pacificador» mediante su Sangre. También en este himno hay una expresión que merece una atención especial. El Hijo se dice que es imagen del Dios invisible (eikón tou Theou tou aorátou). ¿A quién se refiere el Apóstol? ¿Al Verbo-Sabiduría, que es el concepto purísimo y perfecto del Padre? ¿ O se refiere más bien al Verbo encamado, a Jesucristo, que es la manifestación visible perfecta del Padre? Él mismo dijo: «quien me ve a mí, ve al Padre» (cfr. Jn 14, 9). Los intérpretes se dividen, pero nosotros pensamos que se trata de ambas cosas: la Segunda Persona, en cuanto Verbo perfecto y único del Padre, es, como afirma Hb l, 3: «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia». La Encamación, por otro lado, es la proclamación de la bondad del Padre y la cumbre de la Revelación (cfr. Tt 2, 11-14; 3, 4-7; Hb l, 1-2), así que es «imagen» visible del Dios invisible y, al mismo tiempo, imagen subsistente y perfecta de la esencia del Padre. LA NATURALEZA HUMANA DE CRISTO SALVADOR

La pertenencia al pueblo elegido Para san Pablo, por lo menos antes de su contacto con el mundo religioso de Asia Menor y las corrientes proto-gnósticas, la afirmación de que Cristo era verdadero hombre no revistió una importancia especial, porque la daba por descontada. Aún más, lo importante era no detenerse en ello; no limitarse a conocer a Cristo «según la carne» (cfr. 2 Co 5, 16). Toda su preocupación se centra en afirmar que no es solo «el hijo de David» o Mesías esperado, sino que es mucho más: es el Hijo de Dios Padre en sentido estricto. Sin embargo, a san Pablo le interesa hacer notar que Cristo pertenece, por nacimiento, al pueblo elegido y es el Mesías esperado. En este sentido destacan las afirmaciones ya vistas de Rm l, 2: «de

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la descendencia de David, según la carne», donde se prepara la afirmación de que es el Mesías esperado. Ga 4, 4: «Dios envió a su hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley», donde se pone de relieve la singular postura de Cristo autor de la Ley que se somete a ella para llevarla a la perfección. Lo que importa es que Jesucristo pertenece al pueblo elegido y por esto, al defender a los israelitas, san Pablo recuerda: « ... son israelitas, de quienes es la adopción de hijos y la gloria y la Alianza y la legislación, el culto y las promesas; de ellos son los patriarcas y de ellos según la carne desciende Cristo, el cual está sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén» (Rm 9, 4-5).

Cristo salvador de todo hombre Pero, así como la experiencia de Damasco dejó en el alma de san Pablo la firme certeza de la Divinidad del Señor, solo poco a poco el Apóstol fue dándose cuenta de lo que llevaba consigo la Encarnación; si Cristo no hubiera sido hombre, no habría podido expiar por nosotros, no habríapodido darnos un ejemplo directo de vida; no habría podido confirmar la bondad de las cosas creadas; y, sobre todo, no habría podido hacernos partícipes de la satisfacción ofrecida al Padre y de los méritos infinitos de su Pasión y su Muerte; ni tampoco, finalmente, habría podido ser la prenda de nuestra resurrección gloriosa y la fuente de la gloria de los cielos nuevos y de la tierra nueva. Nótese que cuando afirmamos: «Dios no habría podido hacer esto o aquello» la frase no puede entenderse, como se suele decir, de potentia absoluta, porque Dios puede hacer todo lo que no es contradictorio. Pero no lo hubiera podido hacer de potentia conditionata, es decir, respetando todas las normas de la justicia y de la misericordia, consiguiendo, además, que el hombre pueda participar de la vida divina. El cuerpo humano, que es parte substancial del hombre, no es extraño a la salvación. Si la misión del hombre es la de ordenar la creación material hacia Dios, el cuerpo es un instrumento necesario para cumplir su misión.

Con Cristo se establece la verdadera y definitiva Alianza En Ga, por primera vez, san Pablo argumenta sobre la conveniencia de que Cristo fuera verdadero hombre. Lo hace de modo indirecto al hablar de la superioridad de la Alianza y las promesas hechas a Abrahán respecto a la Ley de Moisés.

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Hermanos, voy a hablar según lo que pasa entre los hombres: nadie anula ni puede añadir nada a un testamento legalmente reconocido [ ... ]. Con esto quiero decir: el testamento establecido antes por Dios en forma debida no lo invalida la Ley otorgada cuatrocientos treinta años después ( Ga 3, 15-17).

El Apóstol señala que, ya antes de la Alianza del Sinaí, Dios había establecido una alianza con Abrahán y su descendencia. Después estableció la Alianza con Moisés y, finalmente, con su Hijo, de modo definitivo. En este último caso, la víctima que sella la Alianza ha sido el mismo Cristo. Hacía falta, pues, que Cristo pudiera ofrecer un sacrificio con derramamiento de sangre. Y solo Él, por ser Dios, podía ofrecer un sacrificio perfectamente satisfactorio. En Hb san Pablo vuelve sobre este tema desde otro punto de vista: la Alianza, puesto que es unilateral por parte de Dios, puede ser comparada a un testamento; y lo que da firmeza a un testamento es la muerte del testador (Hb 9, 16-17). A la «necesidad» del sacrificio de Cristo para reparar el pecado original y para establecer una nueva y definitiva Alianza, se añade otra profunda razón de conveniencia, que se remonta al paralelismo antitético entre Adán y Cristo. Adán pecó contra Dios y su pecado se comunicó a todos los hombres, porque Adán era el progenitor de toda la raza humana. Jesucristo nos transmite sus méritos, pero, para hacerlo, debe ser, de algún modo, el «nuevo progenitor de los hombres», la verdadera «cabeza» del género humano. De aquí la «necesidad» de que Cristo posea la naturaleza humana, tanto que, según el Apóstol, el primer Adán no era más que «una figura del que había de venir» (Rm 5, 14). En el judaísmo intertestamentario se había desarrollado una línea de reflexión religiosa que afirmaba que los tiempos del «nuevo Israel» y el día de Adonai serían precedidos por la vuelta de Adán a la vida. Tal vez por la influencia de estas corrientes rabínicas o, más probablemente, por la importancia extraordinaria de la Humanidad de Jesús cara a la eliminación del pecado de origen, san Pablo no vacila en afirmar que Cristo es el «nuevo Adán», es la «cabeza» de la humanidad redimida, es el Principio y el modelo del nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. En 1 Co 15, 21-23 encontramos la primera formulación de esta «Teología de los dos Adanes»: Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo.

En Rm 5, 15-19, esta consideración se encuentra más desarrollada, con la importante precisión de que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». En las cartas de la Cautividad, Cristo no es solo el representante más destacado, la «cabeza» del nuevo pueblo de Dios, sino que su redención es universal en doble sentido: porque se dirige a todos los hombres, sin distinción de origen, edad, sexo, ocupación; y porque no

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está limitada solo a los hombres, sino que abarca el universo entero. Y esta doble dimensión de universalidad encuentra en la Humanidad de Cristo su motivo de conveniencia: todo hombre tiene como cabeza a Cristo, y la creación material tiene como cumbre al hombre. Desde otra perspectiva, era conveniente que Cristo, como Sumo Sacerdote, fuera un hombre perfecto, como aclara Hb 2, 17-18; 4, 14; 5, 5-10. Cristo conoce nuestra debilidad, comparte nuestra condición en todo menos el pecado; puede compadecerse de nosotros, es verdaderamente «hermano» nuestro, y es «precursor», es decir, corre por delante para señalar el camino y abrirlo. San Pablo llega, en 1 Tm, a la formulación más concisa y más exacta, probablemente también para contestar al mito gnóstico de un «redentor» que no se mezcla con la carne: Porque hay un solo Dios y un solo mediador entré Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó como rescate por todos (1 Tm 2, 5-6).

La Humanidad de Cristo es la del Siervo de Adonai Vale la pena citar dos textos que iluminan, de algún modo, el misterio de la Encarnación. En 2 Co 8, 9: Conocéis bien la gracia de nuestro Señor Jesucristo, porque, siendo rico, se hizo pobre por vosotros; para que vosotros os hicierais ricos por supobreza.

San Pablo hace hincapié en la antítesis riqueza-pobreza. Pero es evidente que no se deben tomar en sentido exclusivamente material: la «riqueza» de Cristo y de los cristianos es la Gracia sobrenatural que el Redentor, fuente y origen de la Gracia, nos concede; la «pobreza» es, en el caso de Cristo, la situación de indigencia, de desprecio, de hostilidad y odio, en que quiso vivir. En nuestro caso, la «pobreza» es la necesidad de ser salvados. El Apóstol quiere decir que Cristo asumió una humanidad indigente, necesitada, destinada a sufrir, para transmitirnos su gracia. La Humanidad del Redentor, lejos de reflejar la gloria divina, ha sido humillada para rescate nuestro. El mismo concepto, expresado de modo aún más dramático, lo encontramos en el «himno» de Flp: ... se anonadó (ekénosen) a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

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Siempre ha llamado la atención de los lectores la fuerza del «se anonadó» (lit. ekenosen es aoristo indicativo de kenóo, que quiere decir «hacer vacío, vaciar»), Los puntos a considerar son: a) ¿en qué consiste exactamente la kénosis?; b) ¿qué quiere decir «la forma de siervo»?; c) ¿y la expresión «semejante a los hombres ihomoioma)» y la otra: «mostrándose igual que los demás hombres» no corren el peligro de hacernos pensar que Cristo asumió solo una apariencia humana? Pero las respuestas a estos interrogativos nos permiten descubrir la compenetración entre Encarnación y Redención. a) La kénosis no puede ser la Encarnación en sí. Porque para Dios asumir en la unidad de la Persona y la inalterabilidad de la Naturaleza Divina una naturaleza humana no es una humillación. El acento va puesto en que, en la Encarnación, Cristo asumió una condición servil, es decir, despojada de la «redundancia» de la gloria de la Divinidad en el hombre. En efecto, en la vida terrenal de Cristo solo hay un momento en que su humanidad aparece como es: en la Transfiguración. Por consiguiente, y contra algunas interpretaciones luteranas, que consideran la naturaleza humana como necesariamente pecadora, la kénosis debe ser entendida según el en morfé doulou. Cristo quiso encarnarse para servir, para obedecer, para morir en la Cruz. b) Ya sabemos que en griego la «forma» (morfé) no indica la apariencia, sino la condición real, ontológica. Esto quiere decir que el Hijo, que por naturaleza poseía la condición divina, «tomó» realmente la condición de siervo, es decir, una verdadera naturaleza humana. Esta naturaleza humana era del «Siervo», es decir, de la persona descrita por Isaías como el «Siervo de Adonaí», la cual repararía nuestros pecados con sus llagas. c) Esto aclara de modo definitivo también el sentido de la frase: «haciéndose semejante a los hombres; y mostrándose igual que los demás hombres». El «Hacerse semejante» es, en el original, homoioma ginomai, donde se percibe un recuerdo preciso del texto de Gn l, 26: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (en griego eikon kai homoioma). En otros términos: si Cristo se hace homoioma de los hombres, está recorriendo, en sentido contrario, el itinerario de Adán, que fue hecho en homoionati de Dios. Esto subraya que Cristo es el «hombre nuevo», el «nuevo Adán», y, por lo tanto, verdaderamente hombre. CRISTO NOS SALVA POR SU PASIÓN Y MUERTE

Ya se ha dicho que san Pablo reconoce en Cristo los rasgos del Siervo de Adonaí. Pero lo que en la profecía quedaba borroso, ahora es de una claridad absoluta: Cristo murió «por nuestros pecados» y murió en la Cruz.

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La muerte de Cristo tiene las características de un sacrificio ofrecido por el pecado, y más exactamente de un holocausto. En este sentido es fundamental el texto de Rm 3, 23-26, leído en el contexto de otros lugares de Rm. Y se nota cómo la revelación encuentra su expresión más exacta en Hb.

1 Ts: Cristo nos salva de la ira del Padre Ya desde sus primeras cartas, san Pablo quiere poner en evidencia que nuestra liberación del pecado es fruto de la muerte del Señor. En 1 Ts encontramos dos breves afirmaciones que tienen el sabor de una primitiva profesión de fe: Ellos mismos [es decir, los conversos de Macedonia y de Acaya] cuentan ... cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar la venida desde los cielos de su Hijo Jesús, a quien resucitó de entre los muertos y que nos librará de la ira venidera (1 Ts l, 10).

En 1 Ts 5, 10 el Apóstol exhorta a los fieles de Tesalónica para que se mantengan unidos a Cristo, superando toda prueba: Porque Dios no nos ha destinado a la ira, sino a alcanzar la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, para que[ ... ] vivamos junto con Él.

Estas palabras, cargadas de sabor escatológico, se convierten, en Gay Rm, en una afirmación de naturaleza absoluta. Dios tomó la iniciativa y sacrificó a su hijo, para que cada uno de los que creen quede realmente justificado ya ahora. Así, p. ej., en Ga san Pablo afirma que su vida es la vida de Cristo crucificado: Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ca 2, 20).

Dejando de lado, por el momento, el aspecto de identificación mística con Cristo, señalemos que la respuesta de Pablo ( «vivo en la fe del Hijo de Dios») es la correspondencia a la entrega de Cristo ( «me amó y se entregó ... por mí»).

Las «grandes Epístolas»: la gratuidad de la Salvación Lo que en Ga era todavía una relación personal entre Cristo y Pablo, se convierte en Rm en una Ley universal, porque todos los hombres nacen en pecado:

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... porque todos han pecado y carecen de la gloria de Dios y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que está en Cristo Jesús, al cual Dios ha puesto como propiciatorio en su sangre, mediante la fe (Rm 3, 23-25).

En estas densas frases, san Pablo recurre a una de las instituciones sagradas del Antiguo Testamento para explicar la obra de Cristo. Sellamaba «propiciatorio» (kapporeth) la tapa del Arca de la Alianza. Se consideraba la «sede» de la presencia de Dios, y el solemne día de yom kippur (día de la expiación) el Sumo Sacerdote podía entrar en el Sancta Sanctorum, donde se guardaba el Arca, y rociaba el kapporeth con la sangre de los animales ofrecidos como expiación de los pecados suyos y de todo el pueblo. El paralelismo que san Pablo revela, equivale a decir que Cristo es al mismo tiempo la víctima expiatoria y él que otorga el perdón. La importancia de este texto estriba en que se afirma, de modo implícito, que todos los sacrificios expiatorios de la Antigua Alianza eran figura del Sacrificio perfecto Cristo, y tenían eficacia para perdonar los pecados solo por la fe en la venida de Cristo. El sentido se aclara más si se considera la visión de Hb, que contempla el mismo asunto desde el valor de las ceremonias judías: en Hb 9, 1-14, después de haber descrito las purificaciones rituales que el Sumo Sacerdote llevaba a cabo en yomkippur, san Pablo concluye: Todo ello es una alegoría del tiempo presente, según la cual se ofrecen sacrificios y víctimas que no pueden perfeccionar al oferente en su conciencia (v. 9);

y considera, por contraste, la eficacia del Sacrificio de Cristo: Pero Cristo, presentándose como Sumo Sacerdote de los bienes futuros [ ... ], no por medio de la sangre de machos cabríos y becerros, sino por su propia sangre, entró de una vez para siempre en el Santuario, consiguiendo así una redención eterna. Porque, si la sangre de machos cabríos y toros[ .... ] pueden santificar a los impuros en cuanto a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a Dios, limpiará de las obras muertas nuestra conciencia para dar culto al Dios vivo!

Otros dos textos de Rm completan lo que Rm 3 había esbozado. La Redención de todos los hombres se debe no a méritos personales, sino al Sacrificio de Cristo: sacrificio cruento que, con su sangre, expía y satisface para siempre al Padre. En Rm 5, 8-9, se afirma: Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. Cuánto más, habiendo sido justificados ahora en su sangre, seremos salvados por él de la ira.

La Salvación se presenta así como una iniciativa de la bondad del Padre, que mueve a Cristo, a través del Amor, a dar su vida por nosotros. Se

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entrevé la presencia del Espíritu, que es declarada explícitamente en Rm 8, 1-4: Así pues, no hay ya ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu de la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte.

Así la salvación va adquiriendo un perfil más completo: es obra de las tres Divinas Personas, de modo que, por la pasión y la muerte del Hijo encarnado, nosotros alcancemos el perdón de nuestros pecados, la posibilidad de vivir con Cristo, llenos del Amor del Espíritu Santo para ser hijos de Dios.

Las Epístolas de la cautividad: dimensión cósmica de la salvación Las Cartas de la Cautividad añaden a este concepto de Salvación una dimensión universal y cósmica. El Sacrificio de Cristo no solo permite la reconciliación del hombre con Dios, y, al mismo tiempo, la reconciliación o, mejor dicho, la perfecta sumisión de todo lo creado a Cristo. En ellas, el Apóstol, recogiendo tal vez un anhelo sincero de los gnósticos, rechaza todo dualismo y afirma con gran entusiasmo la universalidad de la obra de Cristo. En Ef la universalidad de la salvación está simbolizada por la misma Cruz. En ella el Señor da muerte a la enemistad entre judíos y paganos, para hacer un solo pueblo: Ahora, sin embargo, vosotros que en otro tiempo estabais lejos habéis sido acercados por la sangre de Cristo. Él es, en efecto, nuestra paz; el que hizo de los dos pueblos uno solo y derribó el muro de la separación, la enemistad [ ... ] estableciendo la paz, reconciliando a ambos con Dios en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad (Ef 2, 13-16; cfr. Col 2, 14-15).

En otro texto famoso, que es una de las oraciones más elevadas del Apóstol, la Cruz no se nombra explícitamente, pero la Tradición cristiana no ha dudado en leer su descripción; Doblo mis rodillas ante el Padre[ .... ] para que, conforme a la riqueza de su gloria, os conceda ser fortalecidos en el hombre interior mediante su Espíritu, que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, para que, arraigados y fundamentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad; conocer en suma el amor de Cristo, que excede todo conocimiento (Ef 3, 14-19).

Cristo es descrito, en estas Cartas, como aquel que triunfó contra el pecado y la muerte mediante su propia muerte en la Cruz (cfr. Ef 1, 19-

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20). La victoria de Cristo se extiende también a los Ángeles y a los Demonios (cfr. Col 2, 9-15). Ante Él se dobla toda rodilla y es proclamado «el Señor» (cfr. Flp 2, 10-11). Los que tienen fe en Cristo toman parte en su muerte, para la remisión de los pecados, mediante el Bautismo, para tomar parte también en su Resurrección (cfr. Ef 2, 4-7; Col 2, 10-13). El pensamiento de san Pablo se hace más profundo: la Pasión y la Muerte del Señor no tienen como fin solo la expiación de los pecados, sino que son la premisa de la glorificación del cosmos. Esta verdad había sido revelada ya en las «grandes Epístolas», debido a la solidaridad del mundo con el hombre. El texto más significativo es el de Rm 8, 18-21: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros. En efecto, la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. Pues la creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió, con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios.

A este pasaje puede hacerle contrapunto, en sentido positivo, el recuerdo de la Resurrección del Señor (J Co 15, 20-24): Cristo ha resucitado entre los muertos, como primicia de los que mueren. Pues, como por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos. Y así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su propio orden: como primicia, Cristo; luego, en su parusía, los que son de Cristo. Después, el fin, cuando entregue el Reino a Dios Padre.

En las Cartas de la Cautividad se considera también el aspecto positivo. La glorificación de la Humanidad de Cristo es la prenda de la glorificación de todo lo creado (cfr. Col 3, 1-4). En definitiva, la Humanidad perfecta de Cristo es lo que permite que el Señor sea Mediador perfecto. Su redención es, por eso, perfecta, y reúne en sí, perfeccionándolas, todas las otras mediaciones de la Antigua Alianza; Cristo es el nuevo Adán, es el nuevo Abrahán, Padre de una muchedumbre, es el nuevo Moisés, que lleva a su pueblo a la verdadera Patria, es el nuevo David, Rey de justicia y de Paz, es el nuevo Salomón, porque es la Sabiduría misma de Dios. Cristo es no solo el Mesías esperado, sino también Sumo Sacerdote, Profeta y Rey. Y como Sacerdote ofrece el Sacrificio perfecto1. Se po1 La teología clásica resumió en tres las prerrogativas de la Redención de Cristo: en primer lugar, Jesús repara la ofensa del hombre per modum sacrifi.cii, pues su muerte no es sino un sacrificio libremente ofrecido; luego, Jesús nos redime per modum satisfactio-

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drían citar en apoyo muchos textos, pero el más claro es el de Hb 2, 1018, que compendia varias de estas ideas: Convenía, en efecto, que aquel para quien y por quien son todas las cosas, habiéndose propuesto llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase mediante los sufrimientos al autor de su salvación. Porque quien santifica y quienes son santificados vienen todos de uno solo; por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos, y dice: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos en medio de la Iglesia te alabaré» (Sal 22 [23]) [ ... ] Por eso hubo de asemejarse a sus hermanos, a fin de ser misericordioso y Sumo Sacerdote en las cosas que se refieren a Dios, para expiar por los pecados del pueblo. Por haber sido puesto a prueba en los padecimientos, es capaz de ayudar a los que también son sometido a prueba.

LA SALVACIÓN Y EL SENTIDO DE LA HISTORIA

La Salvación de Cristo no es para san Pablo un acontecimiento más de la Historia, sino que es el «centro de la Historia», en el sentido que Dios Pádre dispuso un largo período de preparación a la venida de Cristo y es previsible un tiempo, que no sabemos cuánto durará, para la difusión de la doctrina y los sacramentos -es el tiempo de la Iglesia- hasta la segunda venida de Cristo glorioso. En este sentido, todos los acontecimientos de la historia profana pueden ser leídos y adquirir su última significación a la luz de Cristo. Es lo que se llama un punto de vista «histórico-salvífico » (heilsgeschitliche). San Pablo, en este sentido, ha sido considerado el iniciador de una «Teología de la Historia». Ciertamente en esta afirmación hay algo de verdad. Pero hace falta precisar bien los términos, para no caer en el peligro de considerar que toda la historia es historia de la salvación, y reducir, en consecuencia, la salvación al fin inmanente de la historia humana. Lo que san Pablo quiere decir es una idea ya muy clara en el A.T.: Dios orienta providencialmente los acontecimientos del mundo para llevar a cabo su designio de salvación. Los iniciadores de una «Teología de la historia» son, por lo tanto, los hagiógrafos del A.T.: sobre todo los Profetas y los autores de los libros históricos fuera del Pentateuco (Jueces, Reyes y Crónicas en particular). Y, tal vez, más que hablar de una «Teología de la historia», deberíamos hablar de una «Teología del plan divino en la historia». Con estas premisas, es absolutamente cierto que san Pablo pone a Cristo en el centro de la historia: hay un tiempo de espera y un tiempo de nis, porque dio más gloria al Padre con su amor y obediencia, que lo que exigía la ofensa cometida por el hombre; finalmente, nos redime per modum meriti, porque sus méritos son infinitos y nos los puede comunicar.

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realización, que desembocará en la eternidad gloriosa. Para el Apóstol, de todos modos, el tiempo de la gloria ya empezó con la Encarnación, pero solo será completo con el triunfo definitivo de Cristo. Dos textos de Rm son particularmente importantes porque nos permiten apreciar que el Apóstol consideraba la historia del mundo según épocas de salvación: Rm 3, 21-26 y 5, 13-14. Ahora, en cambio, la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los Profetas, se ha manifestado con independencia de la Ley: justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay distinción [ .... ]. Dios ha puesto [a Cristo] como propiciatorio en su sangre mediante la fe, para mostrar su justicia tolerando los pecados precedentes, en el tiempo de lapaciencia de Dios; con el fin de mostrar su justicia en el tiempo presente ...

Vemos que san Pablo distingue entre varias edades: el tiempo de la paciencia de Dios y ahora; y varias etapas de la Revelación: Ley, Profetas, Jesucristo. El segundo texto, que tiene en cuenta el pecado original, precisa todavía más: Pues, hasta la Ley había pecado en el mundo, pero no se puede acusar de pecado cuando no existe ley; sin embargo la muerte reinó desde Adán hasta Moisés ...

Así que, en conjunto, hay una época de Adán hasta Abrahán; otra desde Abrahán hasta Moisés; una tercera desde Moisés hasta Jesucristo; y, finalmente, la época de Cristo. En la primera, de Adán hasta Abrahán, no hay Ley y el pecado no puede ser imputado, pero lleva igualmente a la muerte. En la segunda, de Abrahán hasta Moisés, tampoco hay Ley, pero hay promesas y, aunque domine el pecado, existe la esperanza firme de la Redención. En la tercera época, la que va de Moisés y la Ley del Sinaí hasta Jesucristo, el pecado, denunciado por la Ley, se hace culpable de malicia y, aunque la Ley sea buena en sí, el pecado aumenta en gravedad hasta afectar a todos. En la cuarta época, en la que nos encontramos, Jesucristo cumple y elimina la Ley para volver a las Promesas: es el tiempo de la salvación universal. Las tres épocas anteriores, en que el pecado no podía ser perdonado en justicia, se llaman «el tiempo de la paciencia de Dios». Ahora es también «el tiempo de la Iglesia». Las cuatro edades del Mundo se unificarán y desaparecerán todas las limitaciones, cuando Cristo vuelva con poder y gloria, para juzgar a todos. En esta última y definitiva edad, Cristo someterá todo, inclusive la muerte, y entregará lo que ha sometido a Dios Padre, para que Dios sea todo en todas las cosas (cfr. 1 Co 15, 25-28).

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En este sentido, la Cruz de Cristo implica la superación de la etapa preparatoria del Antiguo Testamento, sustituida por la nueva etapa de la salvación en Cristo (cfr. Col 2, 13-15). Más aún, todo el A.T. es una preparación para la nueva edad de Cristo y de la Iglesia, que san Pablo considera «la plenitud de los tiempos» (cfr. 1 Co 10, 6.11). CRISTO NOS SAL VA POR SU RESURRECCIÓN

Como se ha visto, es imposible separar, en Cristo, la obra de la Salvación de la Glorificación; y esto es así porque Jo que nos salva y devuelve la gracia es todo el misterio pascual de Cristo (cfr. 1 Ts 5, 9-10): desde la Pasión y Muerte hasta la Resurrección gloriosa y la Ascensión a la dere-. cha del Padre. En efecto, como argumenta el Apóstol ~n 1 Co 15, 12-28, si Cristo no hubiera resucitado, esto querría decir que estábamos todavía bajo el imperio de la muerte y del pecado. La victoria sobre la muerte es el sello del triunfo de Cristo (cfr. 1 Co 15, 26; 15, 54-56) y, por esto, es también prenda de nuestra futura resurrección (Rm 6, 5-11.20-23), por la solidaridad en el Cuerpo Místico (cfr. Ef l, 16-2, 10). Allí donde está la cabeza estará también el cuerpo (Cfr. Col 2, 9-13). Cristo nos asocia a su muerte mediante el Bautismo (Rm 6, 8-7), para asociamos también a su resurrección (Rm 6, 8-11). Se puede establecer un paralelismo: en la «justificación individual» no solo se borran los pecados, sino que se participa de la filiación divina (cfr. Rm 8, 5-9; 14-17); del mismo modo, a nivel del cosmos no solo se reparan los daños del pecado, sino que el mundo y el hombre participan de la gloria de Dios (cfr. Col 2, 1-10). Por eso san Pablo afirma repetidas veces que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (cfr. Rm 5, 20; 11, 32); y habla del bautizado como una «nueva criatura». Es como si Dios volviese a crear en el Hijo lo que ya creó mediante Él (Ga 6, 15; 2 Co 5, 17; Col 1, 15-20). No se trata, por lo tanto, de una «simple» resurrección, sino una resurrección gloriosa, como la del Hijo que culminó con la Ascensión. Nos espera un futuro glorioso, es decir, la visión beatífica, la reunión con nuestro cuerpo que habrá recuperado los dones preternaturales (cfr. 2 Co 5, 1-10). Lo que queda claro es que la salvación y glorificación del hombre son dones divinos inmerecidos. El hombre, sin embargo, tiene que corresponder a la llamada de Dios. Es lo que consideraremos en los próximos capítulos.

Capítulo XX LA CRISTOLOGÍA PAULINA CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA CRISTOLOGÍA PAULINA

Como se ha visto en el capítulo anterior, para san Pablo, Cristo es fundamentalmente el Redentor, aquel que nos salva mediante su sacrificio, y, al mismo tiempo que nos justifica, nos une a Él y nos hace participar de su filiación divina. Por lo tanto, Cristo, considerado a la luz de la Misión que el Padre le confía, es: el Redentor, por su sacrificio; el Maestro, por su excelsa doctrina y porque nos da ejemplo de vida; y, sobre todo, es la Cabeza y Principio de su Cuerpo, que es la Iglesia, porque los que creemos en Él, con Él nos identificamos. En términos forjados en el s. IV y que se hicieron comunes, podríamos decir que es así desde un punto de vista «económico», es decir, que tiene en cuenta solo la disposición providencial de Dios en la historia. Estos tres aspectos de la Misión de Cristo: ser Sacerdote y Víctima, en cuanto Redentor; ser la Sabiduría Divina encarnada; ser la Cabeza o el primogénito de la nueva creación, vienen necesariamente de lo que el Hijo es en sí eternamente, es decir, remiten a la «teología» o estudio de la Trinidad subsistente y eterna. En efecto, lo que nosotros notamos como despliegue en el tiempo ya está todo presente en la mente divina, y lo que es sucesivo en la ejecución, es anterior en la concepción. En este capítulo, por exigencias didácticas, vamos a considerar la Persona del Hijo en sí, con independencia de sus actuaciones, bien conscientes, sin embargo, de que esta separación es artificial y no real, porque el Hijo recibió su misión del Padre, precisamente por ser Hijo, y desde la eternidad. Pero plantearse en abstracto las Propiedades del Hijo ~os ayuda a comprender mejor el porqué y el cómo de su misión. Y con esto descubrimos una vez más que el cristocentrismo paulino remite inmediatamente a la vida trinitaria, que es principio y fin de nuestra existencia. La experiencia de Damasco marcó, sin duda, de modo muy profundo el alma del Apóstol, porque lo que entonces el Resucitado le manifestó o le hizo entrever dejó una huella imborrable en san Pablo. Tan es así que

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su cristología se apoya sobre las tres verdades que el Resucitado hizo ver a san Pablo de modo casi experimental en el camino de Damasco: a) que Él era el Mesías (cfr. Hch 26, 15-18); b) que era el Kyrios resucitado con poder (cfr. 1 Co 15, 8; Hch 9, 15) y e) que era el Hijo de Dios verdadero (cfr. Hch 22, 14). Y tanto la primera como la segunda prerrogativas de Jesús vienen de la tercera: la filiación divina natural. El episodio narrado en Jn 10, 22-39, relativo a un enfrentamiento entre Jesús y los judíos el día de la Dedicación del templo, es significativo: los fariseos no querían matar a Jesús por sus buenas obras, sino porque se hacía a sí mismo Dios. Con toda probabilidad esta misma acusación había movido al joven Pablo a perseguir a la Iglesia y había provocado la muerte de Esteban. En el camino de Damasco aquel Jesús al que tanto odiaba se le muestra como Señor (Kyrios), es decir, con un título divino y como resu-citado de entre los muertos. Por esto san Pablo no duda en ofrecerle toda su vida, aunque no puede entender. Algunos decenios después no tendrá recato en encabezar sus cartas a los Tesalonicenses poniendo en el mismo plano «Dios, nuestro Padre» y «nuestro Señor Jesucristo». La aparición en el camino de Damasco fue, sin duda, una «teofanía». Pero, en ella, la Divinidad se manifiesta ya como tres Personas: el Dios de nuestros padres (Hch 22, 14), que es la fuente de todo; Jesucristo, el Señor, y el Espíritu Santo (Hch 9, 17). LOS «NOMBRES» DE CRISTO

San Pablo es bien consciente de que él anuncia o habla de un «hombre» Jesús. Pero relativamente pocas veces emplea el nombre propio. Cuando san Pablo habla de Él, suele utilizar los nombres de Señor o de Cristo. Para aclararlo más, hagamos un pequeño cuadro de comparación con los siguientes datos: número de presencia de una palabra en CP ( Corpus paulinum sin Hb); Hb; N.T. (total de las presencias): término

I T]O"OU~

Xptcr1:6~ Kúpto~ u't6~

CP 213 379 275 40

Hb 13 12 16 24

N.T.

905 529 718 375

Este cuadro deja muy claro que san Pablo prefiere el nombre mesiánico -Cristo- para indicar a Jesús. El segundo en orden de preferencia es Kyrios. El nombre propio sigue a notable distancia, mientras es, con mucho, el más empleado en el N.T., debido sobre todo a los evangelios. Llama

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la atención en Pablo el empleo de «hijo» para designar a Jesús (21 veces), respecto al uso no específico del nombre (19 veces), es decir, más de la mitad de las veces; proporción que se invierte en el resto del N.T.: aprox. 150 veces contrá'225.

a) El nombre «Cristo» Es el nombre mesiánico por excelencia. En san Pablo tiene la peculiaridad de sustituir el nombre propio y aparecer solo, mientras que en los evangelios son más frecuentes las formas «Jesucristo» o «Cristo Jesús». Otro aspecto importante es que san Pablo no se preocupa de demostrar la «rnesianidad» de Jesús, la da por descontada. En coherencia con el mesianismo del A.T. (que asumió tres formas: el mesianismo real; el mesianismo sacerdotal y el mesianismo apocalíptico), en sus escritos el nombre Cristo va asociado con frecuencia a la idea de poder, de autoridad, de santificar, de dominar, regir, guiar y enseñar y, por lo tanto, son características las locuciones «en el nombre de Cristo» o, simplemente, «en Cristo». No ignora san Pablo, por otro lado, la figura del Mesías-Siervo de Adonaí, propia de los cantos de Isaías y del Sal 21 (22). Es evidente, en cambio, que san Pablo entiende el mesianismo en un sentido trascendente y universal. El Mesías establecerá el reino de Dios en la tierra para todos los hombres; un reino de fidelidad, de justicia y de santidad.

b) El nombre «Señor» (Kyrios) Es un nombre con una clara connotación teofórica. En primer lugar, porque en el judaísmo tardío no se pronunciaba por reverencia el nombre del tetragrammaton, es decir, YHWH, sino que se solía decir en su lugar Adon o Adonaí, que querían decir, respectivamente: el Señor o mi Señor. Por otra parte, en el mundo oriental la autoridad de un Rey o de un Señor se consideraba de origen divino y podía llevar a la deificación del monarca. En Egipto, por ejemplo, se consideraba que el Faraón era «hijo de Ra» o «hijo de Toth» o de alguna otra divinidad, como Ammon, de donde los nombres Ra-ms o Tuth-ms, puesto que el sufijo ms (pronunciado mes) quiere decir «hijo de»; de aquí los nombres helenizados de Ramsés o Tutmosis. En Mesopotamia, el Rey no era un dios, pero era un «enviado» o «representante» suyo. Estas ideas influyeron en las monarquías helenistas de los diádocos, que pronto recibieron honores divinos (los Psameticus en Egipto, los Antiocos en Siria y los Attálídes en Pérgamo).

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e) El nombre «Hijo de Dios» Es de exclusiva procedencia semítica, pues en el helenismo los «hijos de los dioses» eran los antiguos héroes de los que nos habla la mitología: Hércules, Teseo, los Dióscuros, etc., se consideraban como «semidioses». En el judaísmo, en cambio, la expresión equivale a «hombre santo», pero, al comienzo, no hacía referencia tanto a las cualidades morales, sino a una misión recibida: eran «hijos de Dios» los sacerdotes, los Reyes fieles al yahvismo, los profetas verdaderos. Más tarde su uso se extendió para indicar todo judío practicante y, en el tardo judaísmo, los «justos». De los evangelios sabemos cómo la predicación de Cristo distinguió definitivamente la filiación divina de los hombres, de la filiación del mismo Cristo. Cristo es el «unigénito» del Padre, es el «primogénito», es el «hijo predilecto», «el hijo de su amor», hasta llegar a las afirmaciones de Jn: el hijo «vive en el seno del Padre» y es con el Padre «una sola cosa». San Pablo no ignora la catequesis de san Juan y, obviamente, la comparte. También para él, el nombre de «hijo» sugiere una intimidad especialísima con el Padre. El Padre es «Padre de nuestro Señor Jesucristo» y el Hijo es el Hijo eterno, resplandor de la gloria y sello de la sustancia del Padre (cfr. Hb l). Puesto que san Pablo habla muy poco del «hombre» Jesús, cabría preguntarse por qué san Pablo no llama a Jesús directamente «Dios». Plantearse esta pregunta es, en cierto sentido, ocioso, porque la contestación consiste en la afirmación de la libertad del hagiógrafo y de Dios. Pero, por esto mismo, descartados motivos de necesidad, se pueden encontrar numerosos argumentos de conveniencia. El primero y más inmediato es que ni siquiera Jesús se dio a sí mismo el nombre de Dios. Tal nombre hubiera resultado incomprensible y blasfemo para los judíos que lo hubieran entendido en sentido politeísta e idólatra. Los gentiles estaban tal vez más predispuestos a aceptarlo, pero su concepción de la Divinidad distaba mucho de la trascendencia. Por eso Jesús emplea una cuidadosa «pedagogía», para que los Apóstoles y discípulos lleguen poco a poco al convencimiento de su Divinidad (es la llamada fe «pre-pascual»), que queda plenamente confirmada por su Resurrección gloriosa y Ascensión a los Cielos. Algo parecido hace san Pablo con los nuevos cristianos; para que no caigan de nuevo en la idolatría o confundan a Cristo con una de las numerosas figuras divinas y semidivinas forjadas por el sincretismo religioso (Osiris, Sérapis, Attis, Mitra, etc.), hace que ellos mismos saquen las consecuencias de los hechos. Al mismo tiempo, al emplear los nombres de «Padre» e «Hijo», que están mutuamente relacionados, san Pablo no «rompe» la Unidad divina, sino que revela en Ella una «vida», de la cual participan coeternamente tres Personas. Por eso, aunque la frase «Je-

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sús es Dios» es verdadera en abstracto, es más exacto decir «Jesús es el Hijo de Dios Padre: su naturaleza es perfectamente divina, pero, al mismo tiempo, es una persona distinta del Padre». No faltan, en este sentido, expresiones trinitarias, sobre todo doxologías, que expresan con precisión y fuerza esta misteriosa realidad. Tal vez se pueda citar, como ejemplo, un texto de Ef, que viene probablemente de una antiquísima profesión de fe bautismal: Siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que es sobre todos los seres, por todos y en todos (Ef 4, 4-6).

Como se ve esta profesión de fe se articula en un acto de fe en el Espíritu Santo, en el Señor y en Dios Padre. Las expresiones más profundas de esta fe trinitaria se encuentran en las «grandes Epístolas». Es obligado, en este sentido, citar el conocido texto de Rm 8, 15-17 con su paralelo de Ga 4, 4-7: En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, también herederos. Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y, como eres hijo, también heredero por gracia de Dios.

En estos textos, densos y cargados de significación, lo más claro es que la experiencia de nuestra filiación divina nos lleva a descubrir que somos «hijos en el Hijo» y que en nosotros vive el Espíritu del Hijo. Por lo que la filiación divina es una participación en la vida de la Trinidad. Pero lo importante es darse cuenta de que, en relación con el mundo y con nosotros, las Personas Divinas no actúan aisladamente, sino que están siempre profundamente relacionadas. Así, por ejemplo, un famoso texto sobre el conocimiento que se puede tener de Dios afirma: A nosotros, en cambio, Dios lo reveló [el estado glorioso futuro] por medio del Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios[ ... ]. Así también, lo que hay en Dios nadie lo ha conocido, sino el Espíritu de Dios [ .... ]. Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo (1 Ca 2, 10-11.16).

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Y es muy de notar esta coincidencia entre «la mente» de Cristo y el Espíritu que escudriña hasta las profundidades de Dios. Al Hijo de Dios se aplican las propiedades de la Sabiduría y del Entendimiento divino. En las Cartas de la Cautividad se acentúa esta relación entre Padre e Hijo, comparada al modelo sujeto-entendimiento, y se nota una notable proximidad al enfoque joánico, que ve las cosas desde el punto de vista del Hijo como Palabra perfecta del Padre. Así, p. ej., en los himnos cristológicos se alude a la preexistencia de Cristo, es decir, antes de la Encarnación; Flp 2, 6 afirma: «siendo de condición divina» (lit. existiendo en la morfé de Dios); Col 1, 15-16.17 precisa: «El cual es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra[ .... ]. Él es antes que todas las cosas»; y Ef l, 3-4 completa esta noción: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo[ .... ] pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha». En tonos muy parecidos se expresa el Apóstol en otro himno, esta vez de 1 Tm 3, 16: «Unánimemente confesamos que es grande el misterio de la piedad: Él ha sido manifestado en la carne; justificado en el Espíritu; mostrado a los ángeles; predicado en las naciones; creído en el mundo; ascendido en gloria».

EN POLÉMICA CON LOS JUDÍOS Y JUDAIZANTES: LA DMNIDAD DE CRISTO ES PERFECTA Y ES LA DEL «HIJO»

Dos son, como se ha dicho, las declaraciones explícitas de la Divinidad de Jesús. En la más antigua, san Pablo, defendiendo la radical novedad del ser cristiano frente a los judaizantes, llega a decir que vive «en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20). Casi al final de su vida, frente al peligro de doctrinas dualistas o, tal vez, proto-gnósticas, repite que en la Creación todo es bueno y que los cristianos esperan la gloria futura de lo creado, ya que Jesucristo es nuestro gran Dios y Salvador que se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad (Tt 2, 13-14); y es sobre todas las cosas Dios bendito porlos siglos (Rm 9, 5). Por lo tanto, Jesús existía antes de todos los seres; y, por ser destinado a Encarnarse, es el «primogénito de toda la creación», porque en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra( ... ). Todo fue creado por Él y para Él; y existe con anterioridad a todo y todo tiene en Él su consistencia (cfr. Col 1, 15-17). En la misma epístola, saliendo al paso de los gnósticos y aceptando, al mismo tiempo, su terminología, el Apóstol, con una frase audaz y ge-

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nial, afirmará que en Cristo reside la plenitud ( el pléroma) de la divinidad corporalmente (cfr. Col 2, 10).

Cristo «plenitud» de la Divinidad . El término pléroma -por lo que podemos reconstruir de escritos gnósticos muy posteriores a san Pablo y que nos han llegado a través del Adversus haereses de san Ireneo (muerto aprox. 180 d.C.)-, es un concepto vago que equivale a nuestro Cielo empíreo. Concretamente, el pléroma, para la secta de los valentinianos -sobre la cual estamos mejor informados- era el «conjunto», en el sentido de «suma» y también de «lugar donde», de las divinidades luminosas o del bien, recíprocamente vinculadas en parejas y descendientes por emanación de la «ogdoada» primitiva (ocho dioses en cuatro parejas). Al pléroma se oponía el kénoma o mundo de la creación material, fruto, a su vez, de las potencias de las tinieblas o del mal. A partir de esta dualidad cosmológica y moral, el gnosticismo recurría a un mito para explicar la historia del mundo. El mito se desarrollaba en tres tiempos: en el primero, una de las potencias buenas, el «Hombre Primordial», entablaba una tremenda lucha contra el Abismo, o sumo Poder del mal. El Hombre Primordial era derrotado y «engullido» por las tinieblas. De esta mezcla de luz y tinieblas viene el mundo material. El segundo tiempo se abre con el envío de un Redentor, hijo de la Sabiduría o Sabiduría él mismo, para rescatar al Hombre Primordial de su cárcel y liberar todas las partículas de luz que se habían mezclado con las tinieblas. En este tiempo de redención las partículas de luz, escuchando a la Sabiduría, vuelven en sí y se reúnen con el pléroma. El proceso de purificación es puramente intelectual: se trata de «comprender» quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde tenemos que volver. El último tiempo es el del Gran Juicio: el Absoluto o Padre Primordial encerrará las tinieblas en una gran esfera que será precipitada en el Abismo para siempre. Los hombres que hayan seguido a la SabiduríaRedentor, una vez purificados de toda materia, entrarán en el pléroma: son los «hombres espirituales». Los hombres, en cambio, que hayan rechazado la Sabiduría serán condenados para siempre en el mundo de las tinieblas y son los «hílicos» o «materiales». De toda esta fantasiosa construcción, que nosotros a duras penas podemos reconstruir uniendo obras de distinta época y de distintos autores -y mucho habría que matizar si se consideran las sectas particulares-, de todo este «torbellino filosófico-cosmológico-religioso» san Pablo supo sacar partido para su evangelización: en primer lugar, atribuyendo a Cristo

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la figura y el papel del Redentor, en el cual «reside» todo el poder del pléroma, pero «corporalmente», es decir, como hombre. En segundo lugar, enderezando el conocimiento de la Sabiduría hacia la Sapientia Crucis: no nos salvan los conocimientos humanos, sino la vida de Jesús (cfr. 1 Co 1, 24ss comparado con Flp 2, 6-8). De este modo, en las cartas de la Cautividad, empleando en parte términos o intuiciones del gnosticismo, el Apóstol consigue poner en evidencia una faceta de la Redención: Cristo vino para salvar no solo a los hombres, sino a la creación entera (cfr. ya en Rm 8, 22 y, luego, en Flp 2, 10s; Ef l, 17-23; 3, 8-12; Col 1, 19s).

Cristo y la Iglesia Otro aspecto que se va perfilando mejor en las distintas epístolas es, como veremos, la relación Cristo-Iglesia-cada fiel. De momento basta decir que, en las cartas de la Cautividad, la Iglesia es descrita como el «cuerpo» de Cristo, del cual Cristo es «cabeza», es decir, el miembro más eminente (cfr. Ef l, 22ss; Col 1, 18ss; 1, 24). Y, así como en Cristo reside la plenitud delpléroma de la Divinidad, así la Iglesia es, en cierto sentido, elpléroma de Cristo, es decir, la plenitud de su poder redentor (cfr. Ef l, 22). Entre Cristo y la Iglesia no se puede dar separación, precisamente porque la Iglesia está llena de todo el poder de Cristo. Así cada fiel, en la medida en que se une a la Iglesia, se une a Cristo. Y la «divinidad» de Cristo, que tanto costaba a los judíos y judaizantes, se entiende mejor como «plenitud de divinidad» que el Padre da al Hijo, engendrándolo en la identidad de naturaleza. Todas las propiedades de Dios (aseidad, eternidad, omnipotencia) quedan garantizadas porque Dios es Padre, es decir, Principio sin principio de todo ser. El Hijo lo recibe todo del Padre, nada hay en él que no sea del Padre, excepto la pura relación de ser Hijo. En definitiva, la Divinidad de Cristo -que permanece en misterio- es contemplada por san Pablo desde dos puntos de vista complementarios. Cristo es el Mediador perfecto para la salvación, luego es Dios-Hijo porque es el reflejo y la imagen de toda la plenitud divina del Padre. No es «otro» Dios, ni es «una faceta» de Dios, sino que es otra Persona Divina indisolublemente relacionada con el Padre. Por otro lado, Cristo es también la Sabiduría creadora de Dios y el fin del Universo y, por lo tanto, su Divinidad es la del Padre; no es un dios «subordinado», sino el único Dios, pero como Hijo. Por todo esto, creer en la Divinidad de Cristo no es una forma de «politeísmo» disfrazado, sino que es penetrar en la intimidad de la vida trinitaria.

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CRISTO CAMINO DE ACCESO A LA TRINIDAD

Subrayamos de propósito «vida trinitaria», porque la unión con Cristo es, para el Apóstol, «vivir la vida de Cristo», es decir, poseer «su Espíritu». Este Espíritu no es una propiedad abstracta, sino que es una Persona. Por eso se explica un texto fundamental (Rm 8, 9-11) en el cual san Pablo juega con los dos sentidos de «espíritu», como facultad humana, y «Espíritu», como Persona Divina. El hecho es que el Espíritu Divino actúa en nuestro espíritu, moviéndolo a vivir según Dios: Ahora bien, vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu (a), si es que el Espíritu de Dios (b) habita en vosotros. Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo (c), ese no es de Él. Pero, si Cristo está en vosotros, ciertamente el cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el espíritu (d) tiene vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en vosotros.

Analicemos un poco este texto. Nos encontramos que la palabra «espíritu» aparece seis veces, pero en contextos distintos, que hemos indicado con mayúscula y minúscula (cosa que no está en los Códices ni Papiros). Más exactamente, cuatro veces el Espíritu es atribuido a una persona divina: «el Espíritu de Dios», «el Espíritu de Cristo», «el Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo», «su Espíritu». Notemos enseguida que el Espíritu es, al mismo tiempo, de Dios Padre y de Cristo. No solo, sino que parece tener una relevancia especial en transmitir la vida (caso b) y en hacemos «de Cristo». Este Espíritu «habita» en nosotros, lo que quiere decir que no pertenece a nuestra naturaleza, sino que nos es dado, y «habita» en nosotros, como Cristo, que también «está» en nosotros. Por otro lado, la palabra «espíritu» aparece como algo del hombre que se opone a la «carne» (caso a), y que es un principio vital, a diferencia del «cuerpo», que es mortal, pero «vive a causa de la justicia». En definitiva, se nos dice que existe un Espíritu de Dios y de Cristo, y que este Espíritu «habita» en nosotros, produciendo tres efectos: que «seamos de Cristo», que vivamos de una manera no «carnal» y que nuestros cuerpos mortales vuelvan a la vida. Para completar esta comprensión del Espíritu y del espíritu hay que recurrir a otros textos de san Pablo: señalamos entre ellos: Ga 3, 2-5; 6, 16-22; Rm 5, 5; 8, 16.26.27; 1 Co 2, 10.12-15; 12, 3.7-11; 2 Co 3, 17ss, en las grandes Epístolas; Ef l, 13ss; 4, 3ss; 4, 30; 2 Tm l, 14. Del conjunto de estos textos se desprende que el Espíritu «actúa» en o sobre nuestro espíritu; está vinculado a la fe; nos sella de modo imborrable en el Bautismo; es principio de vida individual «según Dios» y produce frutos de

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bien, paz y gozo; es también vínculo de unidad y de caridad entre todos los fieles; alienta y da fuerza a nuestra oración y es fuente del amor derramado en nuestros corazones. Particularmente significativo resulta, en este sentido, 1 Ts 1, 5ss y 4, 8, por ser el primer escrito del Apóstol, donde ya aparece perfilada la existencia y la actividad del Espíritu Santo, tanto por lo que se refiere a la «santificación» individual, como colectiva: Nuestro evangelio no se os predicó solo con palabras, sino de modo convincente, con poder y con [la fuerza] del Espíritu Santo. ( ... ) Ciertamente os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, acogiendo la palabra con el gozo del Espíritu Santo, aun en medio de grandes tribulaciones. [ ... ] Por lo tanto el que menosprecia esto [es decir, el Evangelio], no menosprecia a un hombre, sino a Dios, que, además, os concede el don del Espí-: ritu Santo. Estas frases del Apóstol se completan con su enseñanza a los Efesios, unos diez años después: · Por Él [Cristo] unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así que «conocer» a Cristo, es decir, aceptar y vivir su doctrina, quiere decir entrar en relación vital también con el Padre y con el Espíritu Santo. Así que no hay una religión monopersonal, sino que del paganismo se pasa, gracias a la justificación, a la participación de la vida trinitaria. CONTRA LOS DOCETAS: LA REALIDAD DE LA ENCARNACIÓN

Podría pensarse al considerar todo esto que, en san Pablo, falte una adecuada consideración de la Humanidad de Jesús o que, en la Encarnación, el Hijo asumiera una simple apariencia de humanidad o, también, que Cristo viniera del Hijo por una «mezcla» con la humanidad. Como se sabe por los estudio de Cristología, estas posturas corresponden, respectivamente, a los docetas (de doxa = apariencia); a los apolinaristas, que afirmaban que el Hijo asumió una humanidad sin alma; y a los monofisitas, que afirmaban que el Hijo se unió a una naturaleza humana para dar lugar a una naturaleza distinta, «divinizada». Todos pretendían citar en su apoyo algunos textos de san Pablo. Pero, si se considera el contexto literario y la totalidad de la doctrina paulina, es imposible pensar que Cristo no fuera un hombre verdadero. Es suficiente, para rechazar estas interpretaciones equivocadas, recordar la célebre afirmación de 1 Tm 2, 5; es el «hombre» Jesucristo el que es «mediador»: ... uno solo [es] el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre ...

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Otro texto muy claro, con una estructura de profesión de fe, lo encontramos en 2 Tm 2, 8. Este texto conecta, además, con Rm 1, 3 y es una prueba de la constancia de la doctrina paulina sobre este tema. Y, tratándose de una profesión de fe, probablemente de tipo bautismal, es posible y aun probable que fuera anterior a san Pablo; en este caso, se trataría de un «artículo» o elemento de la Catequesis de los Apóstoles: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos y descendiente de David, como predico en mi evangelio. Por lo tanto, san Pablo manifiesta con claridad que Cristo es hombre, y hombre «perfecto» en cuanto a su naturaleza humana. En efecto, como recuerda en Flp, Cristo «se anonadó a sí mismo (Éau"'COV ÉKÉvwcrev)» al encarnarse en forma de siervo y «haciéndose semejante a los hombres (É. V Óµo twµa't t cx.v0pwn:wv YE vÓµE voc;)». Ahora bien el «hacerse semejante» es en griego en homoiómati genómenos, es decir, «parecido en lo substancial», porque homoioma en griego es palabra de sentido fuerte, que literalmente se debería traducir «rnísmedad» o «de la misma esencia». Se percibe en esta palabra una resonancia del texto de Gn 1, 26: «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» que en la Septuaginta es E V Et KÓv t K