Introduccion A La Epistemologia Genetica 02

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JEAN PIAGET

INTRODUCCION A LA EPISTEMOLOGIA GENETICA 2. El pensamiento físico

PAIDOS Buenos Aires

T ítu lo del original francés IN T R O D U C C I O N A L 'É P IS T É M O L O G IE G É N É T IQ U H ÍI,

L a pensée physique

Publicado por PRESSES U N IV E R S IT A IR E S D E FRA NGE ©

Presses U niversitaires de France

Versión castellana de , M A R IA T E R E S A C E V A S C O V IC T O R F IS C H M A N

1* edición, 1975

IM P R E S O E N L A A R G E N T IN A Q u eda hecho ei depósito q u e previene la ley 11.72" Todos los derechos reservados

© C opyright de la edición castellana, by E D IT O R I A L P A ID O S , S.A .I.C .F . Defensa 599, 3er. piso - Buenos Aires

INDICE

S egunda

pa rte

EL P E N S A M IE N T O F IS IC O

C a p ít u l o 4:

L a n a t u r a l e z a de l a s n o c io n e s c in e m á tic a s y m e c á n ic a s : ............ ......................................................

E L T IE M P O , LA V ELO C rD A D Y LA F U E R Z A

1. 2. 3. 4.

13

Planteo del p r o b le m a ................... ........... ................................................................. 14 19 L a génesis de las intuiciones te m p o r a le s .......................................................... L as operaciones te m p o ra le s .......................... ....................... ................................. 29 El m ovim iento y la v e lo c id a d ........................ ................................................................ 48

5. L a génesis y las form as precientíficas de la idea de f u e r z a ....................... 6. L a evolución de los conceptos m ecánicos y de los sistemas del m undo: del absoluto egocéntrico a la descentración r e la ti v i s t a .............................. 7. Del universo de los “prim itivos” al sistem a del m undo de Aristóteles . . 8. L a m ecánica clásica y la descentración del universo; la evolución de las form as científicas del concepto de fuerza y el problem a de lo v irtu a l. 9. L a teoría de la relatividad y los nuevos “absolutos” ................................... 10. Conclusión ................................................................................................................... C a p ítu lo 5:

C o n s e rv a c ió n

y

a t o m i s m o .......................................................................

1. El objeto fisico y las coordinaciones generales de la a c c ió n .................... 2. Las form as representativas elem entales de la c o n s e rv a c ió n ............. .. 3. Las operaciones físicas elem enatles, el paso de la asim ilación egocéntrica al agrupam iento operatorio y la función de la sensación en física, según E. M ach y M . P l a n c k .............................................................................................. 4. L a génesis del atom ism o y las tesis de H a n n eq u in y de G. Bachelard . . 5. Los principios científicos de conservación y la interpretación de E. M eyerson ...................................................................................................................... C a p ít u l o 6:

E l a z a r , l a ir r e v e r s ib ilid a d

y

55 61 64 72 80 93 97 99 100

115 125 130

l a d e d u c c ió n ............................... 140

1. L a génesis de la idea de a z a r .................................................... ............................ 142 2. El concepto de azar en la historia del pensam iento precientífico y científico ...............................................'. ...................................................................... 148 3. O peraciones reversibles y realidad irreversible: la mezcla y los con­ ceptos de totalidad no aditiva y de h i s t o r i a .................................................... 153 4. Los problem as de la inducción experim ental ................................................. 160 5. L a m etafísica del segundo principio de la term odinám ica; los equívocos de la identificación y los límites de la composición o peratoria ................. 171 6. L a significación del probabilism o f í s i c o .............................................................

179

m i c r o f í s i c a ........................

187

1. La interpretación microfísica de las relaciones espaciales .......................... 2. El concepto microfísico del tiempo y las relaciones entre los espaciostiempos de escalas su p e rp u estas.................................................................... . 3. El objeto y la causalidad microfísicos ............................................................. 4. La función de los operadores y la lógica de la complementariedad . . . . 5. La significación epistemológica de la microfísica .......................

190

C a p ítu lo

C

a p ít u l o

LIDAD

7:

L as

e n se ñ an za s

e p is te m o ló g ic a s

d é la

198 201 208 214

L o s p r o b l e m a s d e l p e n s a m ie n t o f í s i c o : r e a l id a d y c a u s a - . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .............................. 221

8:

1. La génesis y la evolución de la causalidad en eldesarrollo individual . . 2. Las etapas de la causalidad en la historia delpensamiento científico y el problem a de la explicación causal ............................. ................................ 3. La causalidad según A. Comte y la interpretación positivista de la física. 4. El nominalismo de P. D uhem y el convencionalismo de H. Poincaré . . 5. El neopositivismo y ía causalidad según Ph. Frank ......................... .. 6. L a causalidad según E. Meyerson . . ............................................................. 7. La causalidad según L. Brunschvicg ...................................................... .. 8. La epistem ología física de G. Bachelard ............................................... .. 9. La teoría física según G. J u v e t .................................... . ................. .. 10. Conclusiones: causalidad y realidad físicas » . . ............................... .......... ...

223 234 243 249 255 262 268 272 277 281

Según L. Brunschvicg no hay solución de continuidad entre el conoci­ miento m atem ático y el conocimiento físico: ambos presuponen la misma colaboración entre la razón y la experiencia, colaboración tan estrecha, además, que ninguno de los dos términos de la relación podría ser concebido sin el otro. Según F. G onseth, asimismo “no hay que franquear un um bral p ara pasar de la geom etría a la física” .1 P ara E. Meyerson, por lo contrario, se da el hecho de que, m ientras la experiencia no es necesaria al m atem ático p ara creer en el rigor de sus razonamientos, el objetivo de la física consiste en la concordancia entre las teorías y la realidad m ism a: “hay por lo tanto, desde ese punto de vista, u n a distinción fundam ental entre la m atem ática y la física” .2 Pero, según Meyerson, las “cosas” que persigue el físico retro­ ceden a m edida que éste cree alcanzarlas, porque sustituye sin cesar la realidad que se propone m edir y explicar por u n a más profunda. De acuer­ do con los partidarios de la epistemología unitarista vienesa, existe también u n a diferencia esencial entre el conocimiento experim ental o físico y ese simple lenguaje tautológico que constituye la m atem ática; pero, los prin­ cipios físicos más generales, según Ph. F rank, quien destaca el m érito de Poincaré por haber percibido el carácter “convencional” de aquéllos, tarde o tem prano se reducen a simples tautologías o, dicho de otro modo, a cánones m atem áticos.3 Desde el prim er contacto con las epistemología física ños encontramos, pues, en presencia de la dificultad sum am ente instructiva de delim itar los campos entre la física y la m atem ática: o reducimos los dos a uno solo, o nos empeñamos en distinguirlos, pero sin alcanzar u n a frontera estática. D e hecho todos aceptan la necesidad de la experimentación en física y la inutilidad del laboratorio p ara la m atem ática (sea porque se niegue una función a la experiencia en esa disciplina, sea porque la experiencia se considere muy fácil y tam bién muy rápidam ente superada por la deduc­ ción) ; pero se necesita invocar un límite móvil cuando se busca caracterizar la diferencia entre la experiencia física y la construcción m atem ática. 1 F. Gonseth: Les fondem ents des mathématiquet, pág. 115. - Le chem inem ent de la pensée, pág. 391. 3 Ph. Frank: Le principe de causalité et ses limites. París, Flammarion.

Este problem a de fronteras se vuelve particularm ente agudo cuando se trata de d a r su lugar en el sistema de las ciencias a un a geom etría del espacio real, o geom etría física, por Oposición a la geom etría deductiva y axiomática. Esa geom etría de lo real debería existir p o r dos razones com ­ plem entarias. U n a de ellas consiste en que los propios axiomáticos como Hilbert, al rechazar el elemento intuitivo de la geom etría axiomática, acuden a una geom etría física: “E n efecto, la geom etría es sólo la parte de la física que describe las relaciones de posición de los cuerpos sólidos entre sí, en el m u ndo de las cosas reales.” 4 La . otra razón es que los esquemas espaciales construidos por la deducción son variados e incom patibles entre sí, cuando se tra ta de aplicarlos a los objetos mismos; n aturalm ente entonces se plantea el problem a de saber si tal o cual sectof de la realidad física está constituido p o r una estructura euclidiana o no, de tres o de más dim en­ siones, etc. Y, efectivamente, pese a las afirmaciones de Poincaré sobre la falta de ■sentido de tales problemas, qué él considera reductibles a simples problem as de lenguaje, los físicos los h an planteado y resuelto en la práctica a la espera de nueva inform ación. Pero, ¿existe entonces una geometría experim ental a la p a r de la geometría deductiva? En otras palabras, ¿puede encontrarse un capítulo de la física, consagrado única­ m ente a la determ inación del espacio real y que encabezaría las exposi­ ciones sistemáticas antes de introducir los conceptos de m asa y de fuerza? Todos saben, po r el contrario, que el problem a del espacio real no puede separarse de las cuestiones de velocidad, de masa y de campos de fuerza, y que, p a ra determ inar “las relaciones de posición de los cuerpos sólidos entre sí en el m undo de las cosas reales”, como lo pide H ilbert, o p ara verificar, como lo quería Gauss, si la suma de los ángulos de un triángulo geodésico o astronóm ica es igual o no a dos rectos, las medidas que deben efectuarse po nen en juego casi toda ia física en lugar de precederla. El propio Einstein, que fue quien opuso con el máximo de lucidez la geom etría axiomática a la geom etría del m undo real, habla de “física geom étrica” y no de geom etría física, lo cual ya es un m atiz apreciable. G uando G. Bachelard titu la u n a de sus im portantes obras L ’expérience de l’espace dans la physique contem poraine, m uestra tam bién cuánto depende la determ i­ nación del espacio microfísico del conjunto de los caracteres propiam ente físicos de ese nuevo universo que se nos ha abierto recientem ente. Resu­ miendo, el sistema de las operaciones m atem áticas se relaciona con toda la realidad física de un m odo directo y no a través de dominios intermedios (dom aines-tam pons) que no pertenecerían ni a uno ni a otro de los campos delimitados. Hay m ás aún. M ientras que la geom etría del espacio real se sumerge de lleno en el conjunto de la física, las partes más generales de la física se han vuelto enteram ente deductivas y dan lugar a formalizaciones análogas a las de la m atem ática. L a m ecánica racional constituye un a estructura form alizada de ese tipo y se puede construir, al lado d e la axiom ática de la 1 H ilbert: “La connaissance de la nature et la logique” . Enseignement rnathématique, t. X X X , 1931, pág. 2.9.

m ecánica new toniana, la axiom ática de ias mecánicas no newtonianas. Las transformaciones que intervienen en esas mecánicas pertenecen a la teoría de los grupos com o las sustituciones algebraicas y las transform aciones geométricas, y el grupo de la cinem ática galileana puede ser sustituido por el de Lorentz y puede construirse, como lo hizo la teoría de la relatividad restringida, u n a cinem ática' abstracta no galileana.® L a m ecánica tam poco podría sum inistrar una frontera fija entre la m atem ática y la-física, pues aunque estos conceptos tom en en form a m anifiesta algunos elementos de la experiencia, aquélla es rigurosam ente m atem atizable. No obstante, la asim ilación com pleta de las dos disciplinas es imposible a. pesar de la fisicalización del espacio real que responde a la geom etrización de la gravitación y a pesar de la m atem atización cada vez más avanzada de la mecánica y de los vastos campos controlados por ésta. E n efecto, a m edida que nos alejamos de las cuestiones mecánicas p ara incursionar en el terreno de los fenómenos irreversibles, donde intervienen la mezcla y el azar, ese hermoso orden cede su lugar a las investigaciones en las que la actitud m ental es com pletam ente diferente. El cálculo es siempre posible y la deducción, probabilista desde ese m om ento, desempeña un papel siempre esencial; pero las teorías no se adelantan a la experiencia que las confirm aría luegc en bloque, por así decirlo; ésta interviene a cada paso y constituye el verdadero hilo conductor del pensamiento y ya no m era­ m ente su control. A un más, ella impone revisiones, a m enudo fundam en­ tales, de nuestros conceptos corrientes y la aplicación imprevista de instru­ mentos m atem áticos que no estaban destinados prim itivam ente a ese fin. E n él campo fisiccquímico y principalm ente en el terreno lim ítrofe de la biología, en toda esa región del porvenir tan promisorio que constituyen 1a física y la quím ica biológicas así como los confines de la microfísica y el estudio de lo viviente, el conocimiento sólo avanza p o r experim en­ taciones de tanteo, inspiradas pero no dirigidas en el detalle por hipótesis teóricas aún titubeantes. En resumen, aunque el pensam iento físico provenga, e n el momento de la partida, del pensam iento m atem ático, su curva sufre una inflexión muy progresiva y, desde el punto de vista de las orientaciones de conjunto del pensam iento científico, no puede ya considerarse dotada de un a direc­ ción simple y menos aún rectilínea. Con 1a m atem ática nos encontramos en presencia de una vección elem ental de ese tipo: asimilación del objeto a los esquemas operatorios del sujeto, por la libre construcción de éstos y por la reducción de la. verdad a las leves de la composición de las opera­ ciones mismas. Con la biología la situación se invierte casi p o r com pleto: la experiencia constituirá casi el único medio de conocimiento, y a la deducción se le asignará la parte, más reducida. Pero, por una p arad o ja cuyo alcance tratarem os de elucidar, la realidad biológica que así escapa a la deducción resultará ser esa misma realidad en la que se origina la vida m ental y, por consiguiente, con ella, la propia deducción lógicom atem ática. El pensam iento físico se sitúa, por su parte, en u n a posición " Véase G onseth: Les fondem enls des m athém aíiques,

cap.

IX .

interm edia. Es, como la m atem ática, u n a asimilación de lo real a esquemas operatorios; entre éstos los m ás generales d an lugar a construcciones deductivas valederas (además de su acuerdo con la experiencia) p o r su coherencia intrínseca. Por lo demás, esa form a del conocim iento se enfrenta con realidades cada vez más complejas y, por lo tan to , m ás difícilmente asim ilables; se produce por ende u n a inversión grad u al de la situación a polos: aquel en que el objeto se disuelve en las operaciones del sujeto y expensas de la deducción y en provecho de la experiencia. Esencialm ente ligado a lo real, el pensamiento físico se encuentra así oscilando entre dos aquel en que esas operaciones están sometidas a m odificaciones más y más profundas p a ra estar en condiciones de readaptarse sin cesar a u n objeto que se desplaza y cambia de naturaleza a m edida que se desvanecen sus apariencias. El pensam iento físico plantea, pues, a la epistemología genética un problem a esencial de desarrollo. La renovación prodigiosa de los conceptos provocada po r el estudio de los fenómenos en escalas grandes y pequeñas —desde la teoría de la relatividad hasta la m icrofísica co n tem p o rán ea— plantea, contradiciendo' nuestras intuiciones más corrientes y al p arecer las m ás im portantes, u n a serie de interrogantes psicogenéticos del m ayor interés. El principal es sin duda el de las relaciones entre el conocim iento y la acción efectiva, ejercida p o r el experim entador sobre la realidad. Sea cual fuere la inquietud que pueda experim entar el psicólogo o el epistemólogo en presencia d e técnicas tan refinadas de la ciencia actual que le resultan imposibles de com prender en sus detalles, le im porta a toda costa relacionar las transform aciones de los conceptos en uso en el conocim iento físico, con la génesis m ism a de las nociones correspondientes, de m odo que p u ed a cap tar el proceso de adaptación del pensam iento al objeto m aterial.

LA NATURALEZA DE LAS NOCIONES CINEMATICAS Y MECANICAS: EL TIEMPO, LA VELOCIDAD Y LA FUERZA Las nociones m atem áticas h an surgido en nosotros como originadas p o r las coordinaciones generales de la acción, p o r oposición a las acciones particulares que diferencian a los objetos entre sí e inducen a abstraer sus propiedades como datos físicos. A hora bien, puesto que las acciones especializadas deben estar coordinadas entre sí, como las más generales, todo m arco m atem ático tiene un contenido físico posible, au n si el marco supera el contenido, y to d a idea física constituida está referida a una coordinación m atem ática. A cabamos de ver por eso cu án móvil es la frontera entre lo físico y lo m atem ático. Los conceptos cinem áticos y mecánicos plantean a ese respecto un problem a de un gran interés. Constantem ente se ha vinculado el destino epistemológico del tiempo con el del espacio y K a n t en p articu lar h a unido u n a de esas ideas a la o tra como formas a priori de la sensibilidad. A hora bien, hoy sabemos cuánto m ás com pleja es su relación, p o r el hecho de la disociación del espacio en un m arco m atem ático y en un espacio físico. El espacio físico es solidario con el tiem po, y lo es de un m odo m ucho más íntim o de lo que se suponía, puesto que ambos dependen de las velocidades. E n cuanto al espacio m atem ático, es independiente del tiempo. . Pero podríam os p reg u n tarn o s: ¿ po r qué perm anece solo en su especie y no corres­ ponde a un tiempo m atem ático puro? Si quisiéramos axiom atizar este últim o a modo de simple encuadre, sólo encontraríam os, en efecto, u n caso p articular de variedad espacial: la de un continuo unidim ensional, con sus propiedades topológicas. Por el contrario, si quisiéramos introducir la sim ultaneidad de un m odo diferente del de la coincidencia p u n tu al y si tratáram os de definir una m edida tem poral, surgirían enseguida las cues­ tiones de velocidad que son de orden físico. ¿ Por qué entonces la velocidad y el tiempo tienen u n carácter físico, m ientras que existe u n espacio m ate­ m ático? E n otros términos, ¿por qué razón la construcción de los conceptos cinemáticos presupone u n a abstracción a p artir del objeto, m ientras que se puede construir u n espacio por la coordinación de las acciones, abstra­ yendo los elementos necesarios solamente del mecanismo de dicha coordina

ción? Ese es uno de los problem as que debemos exam inar en el presente capítulo. A ello se agregan muchos otros. Por oposición a las coordinaciones generales de la acción, de las que provienen la lógica, el núm ero y el espacio, las acciones particulares que intervienen en la construcción de los conceptos de tiempo, de velocidad y de fuerza parecen contener ya esas realidades como experiencia su b jetiv a: existe una duración interior, un a experiencia kinestésica de la velocidad y, sobre todo, u n sentim iento de la fuerza m uscu­ lar propia, m ientras que, en tanto la lógica y el núm ero están ligados de un m odo m anifiesto a nuestra actividad, el espacio parece estar m ás alejado de nuestra naturaleza psíquica que el tiem p o .. Luego resulta paradójico referir el tiem po al objeto y el espacio al sujeto y parecería que, en una epistemología genética fu n d ad a sobre el análisis de la acción, el tiem po, la velocidad y la fuerza debieran em anar directam ente de la actividad del sujeto. Pero aquí surge-un nuevo interrogante: ¿en qué consiste la “ expe­ riencia interior” y cuáles son sus relaciones con la actividad del sujeto, que está en el origen de las coordinaciones lógico-matemáticas? 1. P l a n t e o d e l p r o b l e m a . Las ideas físicas y especialmente los conceptos cinem áticos y mecánicos que estudiaremos en este capítulo,, plantean a la epistem ología genética un problem a que corresponde en particular a sus m étodos: problem a tan antiguo, bajo su form a clásica, como la teoría m ism a del conocimiento, pero que se renueva, u n a vez traducido en térm inos de u n a génesis real.. ¿Acaso los conceptos físicos provienen sólo de la experiencia — externa o interna— o presuponen una elaboración deductiva y de qué tipo? T al es la, form a tradicional de la cuestión. Pero, com o los conceptos de tiem po, de velocidad, de fuerza, etc., que constituyen el p unto de p artid a de la construcción física, son u tilizad o s, por. el sentido com ún m ucho, antes de convertirse en científicos, el problem a de su formación, h a sido desplazado en el cam po del pensam iento espon­ táneo ; H um e, en cuanto a . la experiencia exterior sobre todo, M ain e de Biran en cuanto a la experiencia interior, Descartes, Leibniz e incluso K a n t en lo que se refiere a la función de la elaboración racional, se rem ontan hasta el análisis del espíritu en general y no solamente del pensam iento científico cuando in te n ta n fundam entar su. teoría del conocimiento físico. Brunschvicg y Meyerson, a pesar de que apelan constantem ente a la historia de las ciencias, llegan tarde o tem prano a recurrir, a las mismas fuentes (véase lo que el prim ero llam a “teoría intelectualista de la percepción” , y el segundo “el itinerario del pensam iento” ), y u n positivista tan estricto como Ph. F rank se ve obligado a ocuparse tam bién del pensam iento espon­ táneo p a ra poder explicar cómo la ciencia “coordina símbolos con los datos inm ediatos” .1 Pero, m ientras que en el cam po del pensamiento científico, cada uno se atiene y con razón a seguir de la m anera más exacta los pasos del proceso intelectual, en cuanto se tra ta del pensam iento común se cree liberado de toda exigencia metodológica precisa, porque im agina conocerla

1 marion.

Ph. F rank: Le principe de causalité. T rad . Duplessis de Grenedan, Flam-

suficientem ente sobre sí mismo. A hora bien, la introspección está muy lejos de inform arnos con respecto a los puntos esenciales. N o podría apreciar ni el aporte respectivo de la experiencia y de la deducción en la elaboración de las nociones cinem áticas y mecánicas iniciales, ni siquiera la m anera en que las estructuras lógicas y m atem áticas elementales (p o r ejemplo la relación entre el tiem po y el espacio recorrido, en el caso de la velocidad) se aplican a lo dado. T a n to la lectura de la experiencia como su estructu­ ración lógico-m atem ática d an lugar, en efecto, a procesos infinitam ente más complejos dé lo que puede suponer u n a conciencia cabal, y solamente u n a com paración sistem ática entre la psicogénesis de las nociones y su desarrollo en. las ciencias puede llegar a conclusiones epistemológicas valederas. T ratem os pues de clasificar las soluciones posibles en cuanto a la form ación de los conceptos cinemáticos y mecánicos, y en términos tales que se pueda responder tan to en el cam pó de la psicogénesis real, como en el de la evolución del pensam iento científico. U n a prim era solución clásica consiste en atrib u ir to d o . conocimiento físico a la experiencia exterior. Péro, ¿q u é significa sem ejante hipótesis? M ás de una vez se h a m ostrado que la lectura de u n a experiencia de laboratorio está lejos de reducirse a la sim ple com probación de lo dado inm ediato. P ara atenernos a las nociones cinem áticas de sentido común, está claro que las m eras determ inaciones de u n a velocidad (uniforme o acelerada), de u n a duración o del instante preciso en que u n objeto pasa ante un elemento de referencia, im plican u n m undo de coordinaciones anteriores y au n de interpretaciones. Las operaciones físicas más elemen­ tales presuponen así u n conjunto de postulados que sería posible destacar y form alizar en diferentes grados.2 A hora bien, si se com para la com plejidad de esas operaciones, cuando se efectúan físicam ente, con su misma .sinrplicidad cuando , son pensa­ das m atem áticam ente, se advierte el carácter quim érico e insostenible, de toda interpretación basada sobre lo “dado inm ediato” . N ad a es más fácil, po r ejemplo, que in troducir geom étricam ente ,1a-idea de congruencia entre dos longitudes, porque esa idea se abstrae directam ente, no de los objetos congruentes, sino de las acciones coordinadas del sujeto, que consisten en superponer los objetos unos sobre los otros y en relacionar esas igualaciones p o r un juego de sustituciones transitivas (au n si las igualaciones y las sustituciones son físicam ente ap ro x im ad as). Si, en cambio, se trata de una m edida física de las longitudes, entonces surge una can tid ad de problemas nuevos y extraños al pensam iento m a tem ático : ¿ Cómo asegurarse de que el segmento de recta m aterial conserva su longitud du ran te el desplazamiento y cuáles son los caracteres de u n a b arra indeform able? ¿ Cómo estar seguros de la hom ogeneidad del espacio y de su isotropía? ¿ E n qué condiciones el espacio físico podrá estar provisto de elementos de referencia? ¿C uál es el papel del “trab ajo ” realizado p ara efectuar el desplazamiento? Etc., etc. ¿A qué precio será lícito constituir una secuencia de congruencias transi­ tivas, qxie serán físicam ente sucesivas en el tiempo? 2 Esto es lo que se propuso hacer E. Stückelberg eu una de sus últimas obras.

A hora bien, si cada contacto con un hecho exterior requiere de ese m odo u n sistema complejo singular de relaciones interdependientes, que excluyen toda inmediatez, los partidarios del empirismo externo salen del paso suponiendo que las nociones cinem áticas o mecánicas, aunque se com plican en función de la precisión ad q u irid a en el laboratorio, resultan sim plem ente del afinamiento de conceptos groseros que el sentido com ún hubiera tom ado directam ente de la realidad en el transcurso de la expe­ riencia cotidiana. Es ahí donde cada uno cree tener el derecho de entregarse ?. reconstituciones conjeturales de la génesis, según el aspecto de las cosas que m ás lo im presiona en su conocimiento ya formado. Por el contrario, el análisis sistem ático de la psicogénesis de las ideas, en el transcurso del desarrollo del niño, pone de m anifiesto un hecho de una im portancia episte­ mológica decisiva: y es que el contacto con el objeto y con el “hecho” experim ental es m ucho más difícil todavía en el p u n to de origen de la evolución m ental que en las etapas superiores y que, cuanto más prim itivo es u n pensam iento, tanto menos cerca está de lo simple “d ado” . Todos los problem as que plantea la lectura de la experiencia en el nivel de] pensa­ miento científico vuelven a encontrarse así « n una form a em brionaria, en el p unto de p artid a de la elaboración de las ideas, y es en ese cam po donde m ás se necesita el exam en de las hipótesis empiristas. Desde los comienzos, el conocimiento no es, en efecto, u n a comprobación de relaciones ya preparadas, sino la asimilación del objeto a la actividad p ro p ia y la construcción de relaciones en función de esa asimilación, deform ante p ri­ mero, luego equilibrada poco a poco con u n a acomodación com plem en­ taria de los esquemas de asimilación a lo real. Es esa asimilación la que se trata entonces de analizar, desde sus fases iniciales hasta esa asimilación racional constituida por el pensam iento físico elaborado. Pero entonces, si el conocimiento físico proviene de un a asimilación de los objetos a los diverses modos de actividad del sujeto, ¿no será que el análisis genético confirmará sim plem ente u n a segunda solución clásica, la que hace derivar los conceptos elementales de la “experiencia interior” ? T an to los positivistas contemporáneos que reducen, desde M ach, lo dado inm ediato a sensaciones o percepciones, como antaño M aine de Biran, en su intento de basar él concepto de fuerza y el de causa sobre el esfuerzo voluntario y las apercepciones del “sentido íntim o”, nos dan el ejem plo de p oder recurrir a la realidad subjetiva (interp retad a según todos los matices, ios más o los m enos metafísicos). A hora bien, esta segunda solución, m ucho m ás que la prim era, requiere una discusión que atañe sim ultáneam ente a la historia de las ciencias y a la psicogénesis de los conceptos. Corresponde a la historia del pensam iento científico m ostram os si los elementos subjetivos,, que han dejado a m enudo sus huellas en los conceptos cinemáticos y mecánicos, han visto crecer o dism inuir su im portancia con los .avances de la física. Esta argum entación em pero no bastaría, pues aun suponiendo elim inada de un m odo cada vez más radical toda adherencia subjetiva en el transcurso de su evolución, los conceptos físicos de tiempo, de velocidad o de fuerza p o drían h aber sido extraídos de simples lecturas de la experiencia interior del sujeto; lo

único que se hubiera hecho entonces es d e p u ra r y form alizar luego lo que al principio era p u ra com probación introspectiva. Sin em bargo, como veremos, el análisis genético d a aquí u n a respuesta tan desfavorable p ara el empirismo de la experiencia interior como p ara el de la experiencia exterior y, lo que es m ás im portan te aún, pone de m ani­ fiesto, desde las etapas m ás elementales, la dualidad esencial que opone la subjetividad como tom a de conciencia egocéntrica a la actividad del sujeto como coordinación operacional que descentra la acción propia para adaptarla al objeto. Desde las cuestiones de simple génesis de las ideas, hasta las interpretaciones de la teoría de la relatividad, es sin lugar a duda la confusión de esa subjetividad egocéntrica y de esa actividad coordinadora del sujeto lo que más ha pesado en las discusiones d e los epistemólogos: o la física se instala en el objeto como tal o sólo traduce las impresiones del sujeto, tal es el falso dilema en el cual se encierran como a propósito m uchas mentes lúcidas. Em pero el análisis de la génesis real $e los conceptos m uestra u n a cosa m uy distinta. Al nacer de la acción ejercida por el sujeto sobre los objetos, los conceptos físicos elem entales constituyen desde el comienzo la asimilación de los hechos a esa actividad. D icha asimilación es entonces deform ante, en cuanto se tra ta de acciones no suficientemente coordinadas entre sí y de las que el sujeto sólo tom a u n a conciencia parcial c in a d ec u ad a: de allí deriva el egocentrismo de las ideas primitivas, fuente de la “subjetividad” que será elim inada en el curso de la evolución ulterior de aquéllas. Pero en la m edida en que las acciones se coordinan y se agrupan entre sí, la actividad del sujeto,, reforzada de ese modo y no dism inuida, da lugar a u n a asimilación a esquemas que ya no son defor­ m antes, sino adecuados a los objetos en función de las coordinaciones en lar que estos últimos están integrados. Así la objetividad creciente de las ideas se debe a una actividad del sujeto, m ayor que la subjetividad egocén­ trica inicial, y es lo que produce la confusión habitual. El sujeto es tan to más activo cuanto m ás logra descentrarse o, m ejor dicho, su descen­ tración es la m edida m ism a de su actividad eficaz sobre el o b jeto : pbr esta razón, como el avance del conocim iento equivale sim ultáneam ente a elim inar la subjetividad egocéntrica y a acrecentar la actividad coordi­ n ad o ra del sujeto, resulta imposible separar, en ningún nivel, el objeto del sujeto. Existen únicam ente las relaciones entre am bos, pero dichas rela­ ciones pueden ser más o menos centradas o descentradas, y es esa inversión del sentido la que caracteriza el pasaje de la subjetividad a la objetividad. T al es la hipótesis que intentarem os verificar en el doble cam po de la génesis y de la historia de las ideas. Em prendem os, pues, el cam ino de la tercera dirección clásica: el conocimiento físico no está originado única­ m ente por la experiencia exterior, ni sólo po r la experiencia interior, sino por la unión necesaria entre las estructuras lógico-matemáticas, que na­ cieron de la coordinación de las acciones, y los datos experim entales asimi­ lados a aquéllas. Pero ¿en qué consiste esa unión indisoluble de la deduc­ ción y de la experiencia? Subsisten aún tres posibilidades entre las cuales una elección válida sólo puede basarse sim ultáneam ente sobre la psico­ génesis y sobre el análisis de las ciencias.

L a p rim era interpretación se la debemos, entre otros, a Com te y a ios neopositivistas actuales: la deducción lógica o m atem ática se reduce a un cálculo, a u n lenguaje o hasta a u n a sintaxis, destinados a enunciar y a an ticip ar los hechos, en cuanto dados en l a . experiencia. Pero la gran lección del análisis genético consiste precisam ente en que, aun en el cam po más precientífico y m ás em brionario, n o existe lo dado inm ediato: luego no podrían existir hechos ánteriores a los vínculos que los coordinan; sean esas coordinaciones sensoriomotrices o m entalizadas en diversos grados, entrañ an ya (com o lo hemos visto en el volum en I) un elemento lógicom atem ático, activo, reflexivo o form alizado. U n a segunda posibilidad es entonces la interpretación a p rio ri: el elemento deductivo propio del conocimiento físico consistiría en encuadres ya hechos y grabados de antem ano en la m ente, y lo dado experim ental vendría a llenarlos después. E l estudio de los hechos genéticos m uestra, en cambio, que d u ran te las fases iniciales de form ación de los conceptos, el marco se. construye en correlación con la organización del contenido y consiste en la p ropia organización. Por u n a parte, las coordinaciones gene­ rales de la acción que constituyen, como lo hemos visto, ei punto de p artid a de las formas lógico-matemáticas, se estructuran y se afinan a m edida que se ejercitan, es decir sólo con referencia a las acciones especializadas (físicas po r lo tan to ) que se tra ta de h acer coordinar. R esulta de aquí que, antes de los 11-12 años, no existe siquiera, en el niño, un a lógic% form al que sea aplicable indistintam ente a todo, sino que los diversos tipos de razonam ientos (por ejem plo A = B; B = C luego A = C o A < B; B < C luego A < C, etc.) deben ser reconstruidos en la oportunidad de cada concepto nuevo que se trata de elaborar (cantidad de m ateria, peso, volumen, e tc .).3 Por o tra parte no existe dato experim ental que rio p re­ suponga, aunque fuera p ara sú lectura, u n a coordinación lógico-m atem ática (de cualquier nivel, aunque fuera el sensoriomotor) a la cual ese dato está necesariam ente referido. E l análisis genético nos llevará pues a verificar un a tercera hipótesis que la historia del pensam iento científico adm ite a su vez: las realidades experimentales y las coordinaciones lógico-m atem áticas se elaboran las unas en función de las otras, según u n doble m ovim iento de externalización y de. internalización conform ándose ai mismo proceso de conjunto. Ese proceso no es sino la descentración gradual de la cual acaba de hablarse. Los conocimientos físicos iniciales nacen de acciones relativam ente aisladas, relacionando directam ente el objeto con el sujeto y aprehendiendo así el objeto bajo su aspecto más exterior y m ás fenoménico, m ientras que las relaciones que lo vinculan con el sujeto siguen siendo egocéntricas, es decir referentes a la actividad propia m om entánea. El avance del conocimiento físico equivale,, p o r el contrario, a coordinar las acciones entre sí refirién­ dolas .al sistema de conjunto; cada una de ellas se convierte en u n a trans­ formación, en tre otras, del sistema (el equilibrio de la coordinación entre 3 Véase Piaget e Inhelder: L e développe'ment des quantités chez l’enjant. D ela­ chaux et Niestlé, Í941.

acciones es alcanzado cuando su composición alcanza el estado reversible, lo que les confiere el rango de operaciones). A hora bien, esa coordinación consiste en una descentración de las acciones iniciales y eso ocurre en dos sentidos com plem entarios. Por u n a parte, en la m edida en que las acciones se coordinan, el sujeto se desprende de su punto de vísta egocéntrico, porque cada u n a de sus acciones se inserta entonces en un sistema que la engloba: la actividad coordinadora, prim a así sobre la acción directa ligada al objeto y esa actividad coordinadora se internaliza o se “refleja” en esquemas operatorios que son tanto m ejor estructurados o formalizados cuanto m ás se a le ja n ' de las acciones concretas inm ediatas. Recíprocam ente el cbjeto se externaliza y se objetiva en cuanto desde ese momento se asimila a las coordinaciones generales de la acción o del pensam iento y no ya a la actividad propia m om entánea. Así el egocentrismo y el fenomenismo reuni­ dos desde un principio se disocian, en una doble coordinación, in tern a o reflejada en estructuras lógico-m atem áticas y externa o desplegada en operaciones físicas. Esta descentración general, al prolongarse en el trans­ curso de la historia de la m ecánica mism a, externaliza el objeto despren­ diéndolo del antropom orfism o, pero lo asimila en cambio a estructuras m atem áticas que están tanto m ejor internalizadas por cuanto h an . sido formalizadas en un sentido contrario a ia intuición empírica.. P ara expresar de u n modo más simple el proceso que queremos des­ cribir, diremos que la física se desantropom orfiza, o sea se libera del sujeto egocéntrico, m ientras que la m atem ática se desconcretiza, luego se libera del sujeto aparente y . que, sin em bargo, am bas se ajustan mejor u n a a la c tra por cuanto se orientan qn sentidos contrarios. L a explicación corriente consiste en. decir entonces que el avance form al de una es sim plem ente el resultado de una esquem atizacíón o de una form ulación más abstracta de los avances experim entales de la otra. En realidad, se tra ta por el con­ trario de ú n a externalización y de u n a internalización com plem entarias, que derivan del hecho de que las acciones físicas especializadas se adelantan tanto más en lo real, cuanto más activam ente están esti'ucturadas sus coordi­ naciones lógico-matemáticas por el sujeto, gracias a un a internalización que las generaliza desprendiéndolas de lo concreto. 2. L a g é n e s i s d e l a s i n t u i c i o n e s t e m p o r a l e s . C uando la teoría de la relatividad hizo tam balear la intuición, que se suponía prim itiva, de la sim ultaneidad a distancia, se asistió a interesantes discusiones entre los defensores del sentido común y los autores que contribuían a ah o n d ar uno de los conceptos fundam entales de nuestra representación del universo. H . Poincaré ya había m ostrado en lúcidas páginas que no tenemos, en realidad, la intuición de la sim ultaneidad; ese concepto se construye gracias a un conjunto de relaciones que im plican muchos otros conceptos físicos y lá ' preocupación inconsciente de hacer lo más simple posible el mundo exterior. Por otra parte, H . Bergson había hecho un análisis del tiem po ■ psicológico, un análisis que hiciera reflexionar sobre la com plejidad de los conceptos temporales y qué prep arara sobre más de un punto las conclu­ siones de los relativistas. N o obstante, por una reacción paradójica eviden­

tem ente p ro d u cid a por el deseo de m antener heterogéneos lo vita] y lo inorgánico, Bergson intentó oponerse a esa extensión del tiempo bergsoniano a la física m ism a ¡ y se convirtió en el defensor de la cinem ática clásica! E n efecto,, si la velocidad de la luz constituye un absoluto que se tom a como referencia p a ra el cálculo de las otras velocidades y por ende de las d u ra ­ ciones, no se puede decir más, com o lo había sostenido Bergson, que los fenómenos m ateriales perm anecerán los mismos, al m ultiplicar todas las velocidades p o r u n coeficiente com ún, en contraste con los fenómenos vitales y sobre todo mentales que estarían vinculados con un ritm o absoluto. Es, p o r lo tanto, indispensable remontarse a las fuentes de las in tu i­ ciones del tiem po p a ra com prender las formas más evolucionadas que ese concepto h a adquirido. Ese estudio se impone incluso desde dos puntos de vista: se trata, p o r una parte de elucidar si la idea de tiem po es anterior a la de velocidad o si la relación inversa se impone desde el comienzo como en las grandes escalas encaradas p o r la teoría de la relatividad; im porta, por otra p arte, determ inar las relaciones iniciales entre el tiem po y el espacio, relaciones que serán naturalm ente distintas según que la velocidad prim e sobre el tiem po desde el principio o que el tiempo corresponda a una intuición prim itiva. Em pecem os p o r una cuestión de método. En la mayoría de los autores se encuentra la m ism a actitud m etodológica algo sorprendente que ya hemos com probado en lo referente al espacio: se parte sólo del adulto y, p ara alcanzar los elem entos primitivos, se estudian simplemente las raíces senso­ riales externas o internas de las relaciones en cuestión, como si los marcos perceptuales no hubieran podido transform arse en el transcurso del desa­ rrollo individual bajo el influjo de la inteligencia; después se salta directa­ m ente de la percepción al pensam iento com o si entre ambos n o interviniera u n conjunto de construcciones generadas por la inteligencia sensoriomotriz, la inteligencia intuitiva- o prelógica y las operaciones concretas. A hora bien, sólo la investigación m etódica de la evolución del pensam iento en el niño puede darnos u n a idea precisa acerca de las etapas interm edias entre la percepción y el pensam iento y acerca del pasaje de la acción a la reflexión. Cierto es que si bien muchos autores desdeñan la acción en favor de la percepción, no es a Bergson a quien podría hacerse sem ejante reproche, puesto que to d a su epistemología está basada sobre la acción: acción sobre los sólidos en 1c que atañe a los conceptos lógico-matemáticos, y acción vivida en lo que a duración m ental y biológica se refiere. Solam ente la serie de las antítesis demasiado elaboradas, inspiradas por su metafísica (entre la m ateria y la vida, el instinto y la inteligencia, etc.) le h a n im pedido ver que toda acción entraña u n a lógica, no en función de los objetos a los que se aplica, sino en función de la coordinación m ism a de los acto s: el esquematism o de las acciones que se encuentra en los orígenes de todo pensam iento se opone así a toda distinción radical entre lo intuitivo y lo operatorio y en p articular entre el tiempo vivido y el tiem po construido por interm edio de nuestras acciones sobre la m ateria. Bergson ha visto muy bien el papel que desempeña el homo faher en la form ación d e la razón, pero h a restringido el alcance de ésta como el de aquél p o r no h aber

buscado su origen com ún en la inteligencia sensoriomotriz misma, que asegura la continuidad entre la asimilación intelectual y los reflejos vitales más im portantes. Si nos liberamos al mismo tiem po de la filosofía bergsoniána y del inteleetualismo estrecho que sólo adm ite percepciones y pensam iento, inten­ taremos hallar las trazas de la génesis del tiempo, como asimismo la génesis de todas las otras categorías esenciales, en el cam po de la acción elem ental; pero entonces podríam os hallarnos en contradicción con la hipótesis de una intuición prim itiva de la duración. L a acción consiste, en efecto, en coordi­ naciones m otrices: es en función de esos movimientos, de su orden de sucesión y de su ritm o (o de la regularidad de sus velocidades) que se van s. plantear los dos problem as centrales de la génesis del tiem p o : el de las relaciones entre el tiem po y la velocidad y el de las relaciones entre el tiempo y la coordinación espacial. Pero se p la n tea rá n en los siguientes térm inos: la expresión m étrica de la velocidad, o sea v ~ e /t, presenta esa idea como si consistiera en u n a relación construida entre dos términos simples, el espacio recorrido y la duración; esos térm inos de la relación son concebidos como medibles, pero sobre todo como dados en estado de intuiciones pri­ meras y no de relaciones. De aquí resulta la sim etría o la correspondencia estrecha que se ha establecido siempre- entre el tiempo y el espacio y que Bergson recoge bajo la form a de u n a antítesis entre el tiem po interior, objeto de u n a intuición vivida o directa y el espacio exterior, producto de nuestras acciones sobre el objeto m aterial. Sólo si el tiempo está vinculado a las acciones elementales y, por ende, a las coordinaciones motrices más primitivas, fuente de to d a actividad m ental, el problem a se com plica por el hecho de que la velocidad que interviene en el ritm o o la cadencia de los movimientos no p odría constituir de entrad a una relación m é trica: ¿debe considerarse entonces como hecho prim ero el tiempo o la velocidad misma? En otras palabras, ¿ existe u n a intuición de la velocidad que precede o acom paña a la del tiempo, o la intuición de la duración gobierna la de la velocidad? L a solución propia de la cinem ática clásica, así como la bergsoniana estarían acordes con ese segundo punto de vista, m ientras que la cinem ática relativista, al subordinar las nociones de sim ultaneidad y aun las de duración a la de la velocidad estaría en favor de la prim era. A hora bien, esa subordinación del tiem po a la velocidad podría muy bien corresponder a hechos genéticos que ya se observan. en el nivel de las coordinaciones propias de la acción elem ental y parecería así m ucho menos sorprendente al referirse a la form ación de la idea del tiempo en el niño que al com pararse con los conceptos va form ados del adulto. E n cuanto a las relaciones entre el tiem po y el espacio, la hipótesis de un a subordinación de fas intuiciones tem porales a la de la velocidad equivaldría a concebir el tiempo como u n a relación, m ientras que el espacio y la velocidad corres­ ponderían a dos intuiciones más simples: sea t = e/v , si se quisieran expresar las cosas en lenguaje m atem ático. Pero, en el lenguaje cualitativo corres­ pondiente a las prim eras coordinaciones de la acción, eso consistiría en atribuir la form ación del espacio a la organización misma de los movi­ mientos, con independencia de sus velocidades (de ahí el carácter primitivo

de las conexiones espaciales), m ientras que el tiem po constituiría la coordi­ nación de las velocidades propiam ente dichas, es decir que resultaría de un carácter de las acciones no condicionado por sus composiciones m ás gene­ rales, sino originado por las diferencias de ritmos y de cadencias. Más precisam ente, la coordinación tem poral se confundiría con la- coordinación espacial m ientras no intervinieran diferencias de velocidades (sea t = e ), y aquélla em pezaría a diferenciarse de ésta desde .el m om ento en que las velocidades diferentes de los diversos movimientos necesitaran u n a coordi­ nación suplem entaria, que constituiría precisam ente el concepto mismo del tiem po (t = e /v ) . Examinemos pues desde esos puntos de vista los hechos genéticos e interroguémoslos sin tom ar partido, es decir sin proyectar sobre 'ellos nuestras ideas adultas ya elaboradas. E n particular, hagamos abstracción de toda relación m étrica y tratem os de reconstituir las intuiciones tem porales y las impresiones o nociones de velocidad sin decidir de antem ano cuáles son primitivas. Com probarem os entonces la indiferenciación prim itiva de los conceptos espaciales y temporales, basados ambos sobre la coordinación de los movimientos, y la diferenciación gradual de ios conceptos tem porales e n . función precisam ente de la intervención de las distinciones entre las velocidades. V am os a com probar en otros términos, un p rim er caso de pasaje de lo lógico-m atem ático a lo físico, en form a de u n a diferenciación de las coordinaciones generales de la acción (espacio) en función de acciones especializadas (regulaciones de velocidades y coordinaciones tem p o rales). E n el plano puram ente sensoriomotor, en prim er lugar, es fácil advertir la conexión estrecha que viricula la construcción de las prim eras relaciones temporales con la coordinación de los movimientos, tanto ep el in terio r de los esquemas que caracterizan las costumbres y las “reacciones circulares” como en la asimilación recíproca de los esquemas que desembocan en el grupo práctico de los desplazámientos y en la noción del objeto perm anente. E n el interior de los esquemas mismos, en prim er lugar, el orden d e sucesión tem poral aparece cuando el sujeto, en lugar de alcanzar u n objetivo siguiendo sim plem ente el orden de los movimientos habituales según un dispositivo espacial ya localizado, se ve obligado a buscar previam ente un interm ediario que le sirva como medio usual: por ejemplo, cuando un bebé, al ver u n objeto nuevo suspendido del techo de su cuna busca el cordón que cuelga de ése techo para sacudir el objeto percibido. En ese caso el orden tem poral (que se p odría expresar p o r la relación “tirar prim ero del cordón, después percibir la sacudida del objeto” ) está todavía casi indiferenciado del orden de sucesión espacial constituido por la conexión habitual de los movimientos, pero comienza a disociarse de él p o r el hecho de que se tra ta de reconstituir ese orden en lugar de seguirlo sin m ás ni más, y que se tra ta sobre todo de reconstituirlo bajo la presión de los objetos que están m om entáneam ente en desorden. D el mismo modo, las prim eras im pre­ siones de duración se vincularán, en ese_ nivel, con los sentimientos de espera o de éxito inm ediato, es decir con la rapidez m ayor o m enor del desarrollo de las acciones. Resum iendo, el orden tem poral se confundirá con el

orden espacial m ientras los objetos no resisten al desarrollo de los movi­ m ientos y la duración perm anecerá indiferenciada en el interior de ese desarrollo, en la m edida en que las resistencias del objeto no lleguen a alterar las velocidades: el punto de p artid a es por lo ta n to la coordinación espacial; ia velocidad y e] tiem po em ergen bajo la form a de coordinaciones suplem entarias ocasionadas por. la intervención de sucesos exteriores a la coordinación inicial. E n cuanto al tiem po relacionado con las acciones de la inteligencia sensoriomotriz (por oposición a los prim eros esquemas habituales) veremos (capítulo V , § 1) cómo la búsqueda del objeto desapa­ recido comienza sin tenerse en cuenta sus desplazamientos sucesivos, perci­ bidos no obstante unos después de otros, y ya hem os visto (vol. I, cap. I I , § 5) p o r qué la perm anencia de los objetos era solidaria con la organización del grupo práctico de los desplazamientos. A hora bien, se sobreentiende que ese grupo práctico contiene en estado indiferenciado un sistema de relaciones tem porales que coinciden con las sucesiones espaciales. Esto es lo que hizo decir a Poincaré que el tiem po precede necesariam ente al espacio, puesto que los movimientos ligados en u n grupo concreto son forzosam ente sucesivos. Pero, desde u n p unto de vista psicológico, el orden tem p o ral no existe m ientras perm anezca indisociado de la sucesión espacial, y la duración no p odría d a r lugar a ninguna conducta p articu lar m ientras no esté ligada ccn u n com portam iento referido a la velocidad. Así es com o las prim eras organizaciones de desplazamientos, que interesan esencialm ente a los cam ­ bios de posición, no im plican u n a intervención de la duración. E n cuanto al orden tem poral, éste se encuentra estrecham ente sometido al orden espacial: hemos descripto en o tra oportunidad lo que habíam os denom inado “series subjetivas”, intervirtiendo el antes y el después pero en función de los desplazamientos previstos erróneam ente, según los aciertos anteriores de la acción, y no del orden objetivo de los sucesos exteriores.4 El tiempo, sensoriomotor perm anece así indiferenciado de la coordinación de los movi­ m ientos y sólo se disocia del espacio en función de la resistencia que oponen los objetos a esa coordinación (teniendo en cuenta el orden habitual de posición o por cambios imprevistos de velocidades). C uando se pasa del tiem po sensoriomotor al del pensam iento intuitivo, es esa indiferenciación de las relaciones temporales y de la s ' relaciones espaciales la que constituye el carácter esencial de las ideas prim itivas tanto acerca de la duración como del orden de los sucesos. M ientras que se trate, en efecto, del orden de sucesión de dos sucesos vinculados con el mismo m ovim iento (por ejem plo, posiciones sucesivas de un móvil único) o del intervalo de duración que los separa (p or ejemplo, que se requiere más tiem po p ara ir de A a C que de A a B en el trayecto A B C D . . . ) , no hay dificultad, porque entonces el orden tem poral corresponde al orden de 4 Véase La construction du réel chez l’enfant, cap. IV. [Hay versión castellana: La construcción de lo real en el niño. Buenos Aires, Proteo, Í970.] Por ejemplo, siguiendo con la m irada un movimiento de traslación ÁBGD en el plano paralelo frontal, estando el segmento BC oculto por una pantalla, el bebé buscará el móvil en A apenas desaparezca en B; luego, después de haber seguido el movimiento par­ cial CD, ¡ lo volverá a buscar en A !

sucesión espacial y la duración se evalúa por la longitud del trayecto recorrido. Si adem ás se trata de los sucesos referidos a m ovim ientos de iguales velocidades, paralelos, de igual dilección y con los mismos puntos de p a rtid a en el espacio y en el tiempo, la dificultad no es mayor, pues se trata de dos casos del mismo movimiento, con un a correspondencia visual continua. Pero en el caso de movimientos paralelos, de igual dirección, con un m ism o p u n to de origen y con sim ultaneidad objetiva de los m om entos de p a rtid a y de llegada, pero con velocidades diferentes, la situación ca m b ia: no solam ente la igualdad de las duraciones, a pesar de ser sincrónicas, entre los instantes de partida y de llegada se niega categóricam ente, sino que tam bién se niega la sim ultaneidad de los instantes de llegada. V ale la p en a insistir sobre esos dos puntos, dada su significación epistem o­ lógica : la indisociación inicial del tiempo y del espacio y la razón d e su disociación próxim a por la influencia de la velocidad aparecen allí con toda claridad. E n lo que concierne a la sim ultaneidad, prim ero hay que distinguir cuidadosam ente dos problemas: el de la sim ultaneidad perceptual y el del concepto, o relación intelectual, de sim ultaneidad. Desde el p u n to de vista perceptual, sólo rara vez existen juicios exactos de sim ultaneidad entre sucesos separados en el espacio, y la interversión del orden d e sucesión temporal, es frecuente, au n en ei adulto (por ejemplo, en el caso de unas lam paritas que se encienden, o bien juntas, o bien a intervalos de uno a dos segundos, a dos o tres metros de distan cia). Como los m ovim ientos de la m irada, necesarios p ara hacer la com paración, tam bién requieren su tiempo, se trata, en efecto de coordinarlos corrigiendo los errores tem p o rales; ahora bien, esas compensaciones no se efectúan m erced a u n razonam iento, sino p o r la vía perceptual y motriz, lo que en trañ a m uchas deformaciones a causa de la centración: el suceso centrado por la m irad a en el m om ento en el que se produce se ve en general como anterior p o r falta de un a descentración lo bastante rápida,5 etc. Pero además del caso de la relación perceptual, se puede estudiar en el niño la relación intelectual de simul­ taneidad y es ésta la que nos interesa sobre todo. Se h ará desplazar, por ejemplo, dos móviles que p arta n al mismo tiem po del mismo p u n to y que se detengan sim ultáneam ente a distancias diferentes, o sea después de haber recorrido trayectos desiguales con velocidades desiguales, pero sobre trayec­ torias paralelas y siguiendo la misma dirección. Se h ará de tal m odo que no haya dificultades de percepción: el sujeto reconocerá así que, cuando el móvil A se h a detenido, el móvil B ha cesado en su m ovim iento y recí­ procam ente. N o obstante, hasta los cinco a seis años el niño o b jeta que los dos móviles se hayan detenido “al mismo tiem po”, y sostiene que uno de ellos h a dejado de moverse “antes” que el otro: luego el térm ino “antes” significa, o bien “delante” o a veces “detrás”, en el sentido espacial de esos térm inos, pero, según el sujeto, esa anterioridad espacial (según uno u otro de los sentidos del recorrido) es acom pañada necesariam ente por u n a anterioridad temporal y las dos significaciones perm anecen indiferen- . 5 Véase Piaget: Le développement de la notion de tem ps chez l’enfant. París, p u f. cap. iv, § 4.

ciadas. A hora bien, haciendo un análisis,6 la razón, por la cual el sujeto no adm ite la sim ultaneidad y sustituye el lenguaje temporal p o r el lenguaje espacial, tra ta n d o de m antener entre ellos la correspondencia, resulta muy sim pler ¡la relación “al mismo tiem po” o “en el mismo in stan te” , etc., todavía no tiene significación por falta de un tiem po que sea com ún a dos movim ientos con velocidades diferentes y de un tiempo que p u d iera estar desprendido de esos movimientos p ara luego englobarlos a ambos! E n otros térm inos, el sujeto comienza por colocarse en el p u n to de vista de tiem pos propios de cada uno de los dos movimientos cuyas veloci­ dades son diferentes y no relaciona todavía esas velocidades p o r m edio de un tiem po com ún u homogéneo. El único tiem po accesible al n iño es pues interior al movim iento mismo y constituye u n solo ente con los carac­ teres espaciales que consisten en un cambio de posición. L a expresión “al mismo tiem po” no tiene significación alguna p ara él, porque no existe todavía un “mismo tiem po” p ara movimientos diferentes. Esto no significa n aturalm ente que el niño sea relativ ista: por el contrario, lo es ta n poco que no logra coordinar dos puntos de vista, apenas difieren las velocidades, y su tiem po propio es, no el de Einstein, sino aquel sobre el cual Aristóteles había construido u n a hipótesis con respecto a movimientos distintos. ¿Cuál es, entonces, la relación entre ese tiem po y el espacio? En ese nivel mental, si el sujeto no logra relacionar dos movimientos de velocidades diferentes por u n a coordinación tem poral, tam poco relaciona las figuras del espacio por medio de u n sistema de coordenadas o de u n a coordinación de los puntos de vista de la perspectiva: apenas conoce relaciones topológicas construidas por aproxim aciones sucesivas, sin sistemas de conjunto, y se po d ría decir por lo tanto que si el tiem po está indiferenciado respecto del espacio, las evolu­ ciones de am bos son paralelas y tienen la misma significación epistemológica. Pero el problem a es un poco m ás complejo. P or un a parte, com o lo hemos visto, toda coordinación lógico-m atem ática atañe desde u n principio a las acciones físicas. N o es sorprendente, pues, que la coordinación espacial de los m ovim ientos englobe, desde el principio, un elemento temporal, puesto que todo m ovim iento real tiene u n a velocidad e im plica así un orden de sucesión de las posiciones en el tiem po y un encadenam iento de las duraciones. Pero ese elemento tem poral no es, por ese m ero hecho, uno de los factores de la coordinación espacial y, mientras no intervengan las diferencias de velocidad, las relaciones tem porales repiten sim plem ente la coordinación espacial po r u n a correspondencia térm ino a térm ino (entre las sucesiones y entre las duraciones y los espacios recorridos) : incluso se diferencian tan- poco que acabamos de com probar la incom prensión de la relación de sim ultaneidad cuando las velocidades son distintas. E l verda­ dero problem a no es entonces el que plantea la indiferenciación inicial, sino el del proceso de la diferenciación u lterio r: el tiempo homogéneo ¿se construirá acaso a la m anera de los sistemas de coordenadas o de proyec­ ciones espaciales, por simple coordinación de las acciones del sujeto, o, por 6 Ib íd ., cap. ni y iv.

el contrarío, presupondrá una interacción más diferenciada entre esas acciones y los objetos mismos? Se ve enseguida que esta últim a pregunta equivale a preguntarse si la intervención de 1a velocidad atañe a las coordi­ naciones generales de la acción o a la necesidad de com poner la acción con las cualidades físicas de los objetos. H acía los seis años el niño llega a reconocer la sim ultaneidad de los mom entos de llegada de dos movimientos cuyas velocidades son distintas. Pero (y eso m uestra por cierto que sus respuestas no se originan por u n a confusión puram ente verbal del tiempo y del espacio) río deja de concluir p o r ello que hay desigualdad entre duraciones objetivam ente sincrónicas: reconoce que los móviles A y B han p artid o “al mismo tiem po” y se h an detenido “al mismo tiem po” , pero uno de ellos h a m archado “más tiem po” que el otro porque h a ido “más lejos” . Luego el tiem po comienza a des­ prenderse del espacio, puesto que la sim ultaneidad es adquirida entre puntos diferentes alcanzados p o r movimientos de velocidades diferentes. . Pero esa coordinación tem poral sólo interesa a los puntos de llegada y no se gene­ raliza a todos los instantes y los puntos del recorrido, de m anera que las partidas y las llegadas pueden ser reconocidas como sim ultáneas sin que los intervalos lo sean y sin que sean iguales las duraciones interm edias. E n cuanto a la velocidad, veremos enseguida que, lejos de ser considerada como u n a relación entre el tiem po y el espacio recorrido (puesto que no hay todavía un tiem po independiente salvo en lo que se refiere a los puntos de llegada), ella m ism a es concebida en térm inos de orden espacial: se redúce a la intuición de “.sobrepasar” . Por ende, no hay n ad a contradictorio p a ra el sujeto en que uno de los móviles se desplace m ás rápidam ente que el otro, o sea más lejos, se detenga en el mismo instante y sin em bargo ta rd e más, puesto que el m ayor espacio recorrido es a la vez la m edida d e la velocidad y del tiem po. Q ue la duración no sea concebida todavía como inversam ente proporcional a la velocidad se com prueba p o r o tra p arte directam ente, en ese nivel: si u n móvil v a m ás rápido tom a más tiempo, dice el niño, y llega a m enudo a sostener que al correr él mismo de la escuela a su casa invierte más tiempo que al cam inar lentam ente. Por consiguiente, una d e dos: o bien las duraciones son en realidad ¡guales, y “más tiem po” significa entonces u n espacio recorrido m ayor; o bien la duración del m ovim iento m ás rápido ha sido más corta y entonces “m ás tiem po” expresa u n m ayor trab ajo realizado. Es por ende el trab ajo realizado (el espacio recorrido es u n caso particu lar) lo que constituye, al principio, el verdadero criterio del tiempo y de la duración psicológica, así como del tiempo físico. Verifiquemos esta cuestión con un nuevo ejemplo. Se presenta al sujeto un depósito que se vacía, po r medio de u n tubo en Y cuyas ram as dejan pasar el mismo caudal, y am bas son reguladas por un mismo grifo. Bajo cada u n a de las ram as se colocan pequeños recipientes A y B. Se abre entonces el grifo p a ra d ejar salir el líquido'; después, cuando los dos reci­ pientes h a n recibido el contenido suficiente, se detiene el líquido cerrando el grifo. E n este caso, el problem a de la sim ultaneidad se resuelve natural^

m ente m ucho antes que en el caso de las m archas simples, puesto que los movimientos son regulados p o r el mismo grifo. Pero, en lo que se refiere a las duraciones, solam ente en el caso de que los dos recipientes A y B tengan la misma form a e iguales dimensiones, los tiempos parecerán iguales. E n cambio,- si esas condiciones no quedan cumplidas^ se estimará que el líquido se h a escurrido d u ran te inás tiem po en un recipiente que en. el otro “porque hay más agua” , “porque es m ás alto” o h asta a m enudo “porque el nivel del agua h a subido m ás rápidam ente” al llenarlo. Es por ende nuevam ente el trabajo-realizado (por lo menos en apariencia) o el espacio recorrido lo que constituye el criterio de la duración. A hora bien, si el tiem po físico se va diferenciando así poco a poco del orden espacial, en lugar de ser prim ero puram ente tem poral y luego espacializado, ¿ qué será del tiem po psicológico y. cuáles serán las relaciones entre las dos clases de tiem po, interio r y exterior? L a opinión corriente es .que la idea del tiempo deriva de la experiencia interior y que el tiempo físico no es más que el tiem po vivido m ás o menos transform ado. Según Planck, por ejemplo,- los conceptos físicos hab rían nacido de la percepción subjetiva o percepción de las cualidades referentes al sujeto, y el desarrollo de esos conceptos en las ciencias resultaría de su desubjetivación: la noción del tiem po provendría así. de la experiencia vivida de la duración y su evolu­ ción consistiría en elim inar el papel del sujeto. Según Bergson el tiempo h a surgido igualm ente de la duración interior y el tiempo físico debe su constitución a u n a espacialización de la duración, eliminándose por otra p arte los aspectos tem porales m ás característicos. Planck aprecia por lo tan to esa espacialización que Bergson deplora, pero ambos concuerdan en cuanto a las líneas principales del pasaje del sujeto al objeto. A hora bien, si se com paran esas tesis con los hechos genéticos, se com­ prueba, por el contrario, que el niño construye su noción del tiempo sub­ jetivo sobre el modelo del tiem po que atribuye a las cosas, como tam bién la inversa. H ay allí un aspecto im portante desde el punto de vista de la epistemología física en su totalidad. El tiem po (y volveremos a encontrar el m ism o proceso en m uchos otros dominios) no em ana de la tom a de conciencia propia del sujeto p a ra encauzarse en la dirección del objeto, sino que procede de la acción que el sujeto ejerce sobre el objeto, lo cual no es equivalente en absoluto: y, como la orientación seguida por la tom a dé conciencia es centrípeta y n o centrífuga, p arte del objeto p ara rem ontarse al sujetó, es decir que las relaciones tem porales están organizadas en las cosas antes de estarlo en la propia conciencia. Desde luego, el tiempo del objeto en su indiferenciación con respecto al espacio recorrido o al trabajo realizado no es un tiem po objetivo, sino un tiem po ligado a la acción que ejerce el sujeto sobre el objeto (y en p articular a las prim eras coordinacicnes infralógicas y geom étricas de los m ovim ientos). Pero tampoco es subjetivo en el sentido corriente de la p a la b ra : es egocéntrico, lo cual es u na cosa m uy distinta, es decir que, percibido o concebido en el objeto per­ m anece referido a las intuiciones de espacio y de velocidad determ inadas por ¡a actividad propia y ese carácter egocéntrico no coincide ni con lo

subjetivo sensorial de Planck ni con lo subjetivo intuitivo de Bergson. E n cuanto al tiempo racional, éste será operatorio, es decir construido p o r las acciones coordinadas y reversibles del sujeto (véase § 3) y lo será tanto en su form a externa como interna. Resum iendo, en lo que concierne al tiem po como a las otras ideas, la evolución va de lo egocéntrico a lo operatorio y, aunque constantem ente aplicado ai objeto (del cual extrae poco a pcco sus conexiones con la velocidad) , presupone en todos los niveles u n a participación del sujeto, centrado prim ero sobre sus propias acciones, luego descentrándolas y com poniéndolas en tre sí de u n a m an era coherente y reversible. ¿ E n qué consiste, en efecto, el tiem po propio o psicológico en los prim eros niveles del desarrollo del pensam iento? Basta com probar la co n ­ fusión que produce la elección de las preguntas adecuadas que deben form ularse al niño para com probar el carácter tardío, refinado y a u n artificial de la intuición de los “datos inm ediatos de la conciencia” . El niño es, empero, un ser que ni la vida social ni la acción utilitaria sobre los sólidos han deformado todavía. Su sentim iento de la vida tiene a veces una profundidad y una resonancia directa con la cual muchos poetas h an querido reencontrarse. Sin em bargo, no es en él en quien debe buscarse la intuición de la duración, pues — todos lo h an observado— él vive en el presente, m ientras que la duración se construye. El tiem po propio del niño será entonces o la noción que tiene de su edad (tiempo biológico) o las evaluaciones que h ará del tiem po vivido en el transcurso de tal o cual acción. Las ideas referentes a la edad no nos apo rtan nada nuevo, pero confirm an de u n modo singularm ente preciso lo que hemos visto acerca del tiem po físico naciente. L a edad tam bién es evaluada por el espacio recorrido o el trab ajo realizado, es decir, p o r la especie, el tam año o el crecim iento: A es más joven que B “porque es m ás pequeño”, pero esto no es una razón p ara que no se vuelva algún d ía m ás viejo que él. No hay, además, n inguna relación entre la edad como duración y el orden de sucesión de los sucesos, en p articular de los nacim ientos: que A sea m ás joven que B no im plica que haya nacido después que éste.7 E n cuanto a las evaluaciones del tiem po vivido en el transcurso de la acción, originan en el niño com probaciones m uy instructivas y esto ocurre p e r su semejanza con la construcción del tiem po físico mismo. Se p e­ dirá, por ejemplo, que el sujeto ejecute ciertas acciones (repetir un movi­ m iento, dibujar barras, etc.) durante u n mismo tiempo, pero con un ritm o u n a vez lento, otra vez ráp id o : 8 en los pequeños el trab ajo realizado será el criterio de la duración, de modo que la duración más larga corres­ po n d erá a un movimiento m ás rá p id o ; solam ente los grandes encontrarán como nosotros que el trabajo rápido h a parecido m ás corto y el trabajo lento, más largo. Parece que ese descubrim iento introspectivo está en el punto de partida de la inversión de las relaciones entre el tiempo y la 7 Le développement de la notion de tem ps chez, l’enfant, cap. ix. 8 Ibíd., cap. x.

velocidad, porque en la duración vivida d u ran te el acto mismo, el tiempo se contrae (p ara la conciencia) en función de la velocidad, m ientras que en la duración evaluada po r la m em oria, el tiempo bien llenado se dilata y los tiempos vacíos se reabsorben. Resumiendo, en el tiem po psicológico como en el tiem po físico, la duración depende de las velocidades y del trabajo realizado, y es eso lo que ha observado P. Ja n et cuando ha relacionado el sentim iento del tiempo con las regulaciones de la acción, es decir con las aceleraciones y los frenados. Pero debemos precisar que las nociones tem porales elementales no proceden del sentimiento interior, sino del resultado mismo de los actos, es decir de la frontera com ún al sujeto y al objeto. El tiem po prim itivo es pues un tiem po físico, pero egocéntrico, en otras palabras, asimilado a la actividad propia y determ inado tanto por ella como por los datos exteriores. Es de esa fuente indiferenciada de la que evoluciona el tiem po ulterior en la dirección de u n tiem po físico objetivo y a la vez de un tiem po subjetivo cada vez m ejor organizado por las operaciones de las que vamos a hablar. En fin, el tiem po procede de la organización de los movimientos y por ende está dom inado desde el p unto de partid a p e r las coordinaciones espaciales; pero se diferencia del espacio en la m edida en que intervienen las veloci­ dades, es. decir, una relación entre las acciones especializadas del sujeto y las resistencias mayores o m enores de los objetos. 3. L a s o p e r a c i o n e s t e m p o r a l e s . ¿C óm o se construirá, a p a rtir de las intuiciones temporales elem entales que acabam os de describir, el concepto de un tiem po homogéneo, com ún a todos los fenómenos externos e inter­ nos, de escurrim iento uniform e y susceptible de m edida? Antes que ese concepto de u n tiem po absoluto sea superado por la idea de un tiempo relativo respecto de las velocidades que caracterizan los puntos de vista de los observadores (y éstas referidas a su vez a la de la lu z), la construc­ ción de u n tiempo homogéneo ya es el producto de u na coordinación de las velocidades. Partiendo de una indiferenciación com pleta entre el tiem po y la coordinación espacial de los movim ientos, el sujeto llega a distinguir, en efecto, en les m ovim ientos mismos, u n elem ento de desplazamiento que sólo afecta al espacio y un elem ento de velocidad que distingue entre sí los desplazamientos que por lo dem ás son equivalentes. Es la coordinación de esas velocidades la que va a diferenciar el orden tem poral del orden de sucesión espacial, y las duraciones, de los caminos recorridos. Pero esa ccordinación consiste en un conjunto de operaciones que empieza en la acción m ism a y que acaba en operaciones intelectuales. El problem a epistemolcgicó central, planteado por el desarrollo de esas últimas, consiste en determ inar si son puram ente lógico-m atem áticas (y espaciales en p ar­ ticular) , o si su form a análoga a la de las operaciones lógico-matemáticas recubre ya un contenido extraído del objeto. En otras palabras, en el lenguaje que hemos adoptado, la intervención de la velocidad ¿atañe tam bién a las coordinaciones generales de la acción o presupone la orga­ nización de acciones especializadas, diferenciadas por lo tan to en función

de las propiedades físicas del objeto? Y en ese últim o caso, ¿cuál es la relación entre las coordinaciones, lógico-matemáticas y las acciones dife­ renciadas? Señalemos además eí interés que presenta, p ara la epistemología .física, el análisis genético de las operaciones temporales. Todos saben, en efecto, que la m edida del tiem po se encierra en u n círculo: basam os la regulación de nuestros relojes en ciertos procesos físicos cuyo desarrollo tem poral es constan te (tales son la regularidad de los movimientos astronómicos o el isocronismo d e las pequeñas oscilaciones), pero, a la inversa, estamos segu­ ros de esa constancia sólo gracias a las medidas efectuadas precisam ente por m edio de nuestros relojes. Resulta así que cuando los físicos tratan de apoyar la m edida del tiem po en u n reloj natural, se ven reducidos, o a invocar el. conjunto d e . las leyes de. la naturaleza cuya coherencia total presupone la perm anencia de ciertos movimientos y por ende la regularidad de los flujos tem porales, o a. salirse de la física. Es por esta últim a opción p eí la que se h a decidido recientem ente un físico de talento, E. Stueckelberg, al tra ta r de referir el tiem po físico mismo al tiempo psicológico. El tiem po m ecánico, nos dice él,8 sum inistra el entorno de los instantes en la conti­ nuidad de u n a misma trayectoria, pero no determ ina el sentido (o la direc­ ción) del tiem po, puesto que las transformaciones m ecánicas son reversibles. En cuanto al tiempo term odinám ico, im plica u n a dirección general, pero sólo en lo que concierne al conjunto del proceso estadístico expresado p o r el increm ento probable d e la entropía: los elementos mismos (es decir los átomos) perm anecen sometidos, en el esquema de Boltzm ann, al tiem po m ecánico que está privado de orientación definida. E n las fluctuaciones estadísticas, tales como las que caracterizan el m ovim iento browniano, pueden intervenir, en efecto, dos sentidos en el fluir del tiem po. Si pasamos ?. la m icrofísica actual, las trayectorias intraatóm icas mismas están some­ tidas a fluctuaciones, lo que priva nuevam ente al tiem po d e un sentido único. P ara obtener u n a orientación unívoca del tiem po físico, h ab ría que disponer como reloj d e u n cuerpo infinitam ente grande e infinitam ente pesado que contuviera u n a infinidad de elementos. No existiendo tal cuerpo, sólo queda el tiempo biológico y la necesidad de en carar la vida com o un todo (pues, en los detalles, volvemos a caer en las leyes fisicoquím icas); en últim o análisis, será el tiem po psicológico el que nos sum inistrará la orienta­ ción absoluta que buscam os: es porque el universo se refleja en la conciencia y es vivido parcialm ente, por lo que sus movimientos caracterizan en uno de los sentidos, posibles u n desarrollo tem poral de sentido único. E n efecto, el tiem po psicológico tiene, sentido único porque, según E. Stueckelberg: l 9 la m em oria implica el entorno (los sucesos rem em orados son m ás o menos próxim os o a le ja d o s); 29 cada recuerdo ab arca otros recuerdos, según u n a regresión sin fin: los recuerdos constituyen así inclusiones orien­ tadas a > b > c . . ., d e tal m odo que el recuerdo que no contiene otros recuerdos sea el más antiguo y el que contiene a todos los demás (a) sea 9 E. Stückelberg: “L a notion de tem ps” . Disquisitiones mathematicae et physieae. Bticarest, 1942, págs, 301-307.

el más reciente. Sería entonces, en conjunto, el orden de inclusión de los “recuerdos de recuerdos” el que determ inaría el fluir del tiempo. Sea-cual fuere el interés que tiene u n físico en recurrir a la duración m ental p a ra ap u n tala r el sentido del tiempo universal, es difícil p a ra los psicólogos aceptar sem ejante responsabilidad. A penas si es posible, en efecto, adm itir u n a inclusión espontánea de los recuerdos y si los sucesos se incluyen unos en los otros gracias a la m em oria, es como resultado de operaciones propiam ente dichas, pues los recuerdos no pueden seriarse p o r sí mismos. A hora bien, esas operaciones que estructuran la evocación del pasado como estructuran lo dado, cualquiera que éste sea, sé apoyan sobre el tiem po físico y sobre la organización del m undo exterior. E n otros térm inos, no existen “recuerdos de recuerdos” en el sentido de Stueckelberg, o p o r lo menos sólo se tra ta de hechos excepcionales. Yo no recuerdo h aber ido a Viena antes de conocer Cracovia porque en Cracovia tenía el recuerdo de V iena y porque actualm ente tengo el recuerdo de ese recuerdo, m ientras que en V iena no. tenía aú n el recuerdo de Cracovia y com pruebo hoy la ausencia del recuerdo de ese recuerdo: recuerdo haber visto V iena antes de Cracovia, sim plem ente por u n razonam iento que m e perm ite deducir de mis conocimintos geográficos que para ir de G inebra a Cracovia he pasado por Viena, m ientras que al tom ar el tren de G inebra a V iena no he pasado p o r Cra­ covia. L a m em oria, o por lo menos la sucesión de los recuerdos en el tiempo, está hecha, en gran proporción, de reconstituciones razonadas: im plica una actividad que prosigue en todos los niveles de la vida elem ental (pero en un grado m ucho m enor en los niveles prelógicos, de donde resultan Jas lagunas y el desorden de nuestros recuerdos de infancia) y los “recuerdos inconscientes” mismos están influidos por sem ejante reconstrucción his­ tórica. A hora bien, ¿en qué se apoyan esos razonam ientos y esa actividad? E n el tiem po físico mismo y en el conocim iento físico de los movimientos, de las trayectorias, de las velocidades, etc. Si el físico no puede conferir un. sentido de orientación al tiem po sin recurrir a la vida m ental (por lo menos en su aspecto de actividad op erato ria), el psicólogo tam poco llegará a orientar el tiem po interior sin invocar el tiem po físico. E sta interacción del sujetó y del objeto m uestra ya por sí sola que el tiempo, como el espacio, reposa sobre un sistema de operaciones y no constituye el simple producto de u n a lectura, sea exterior o interior. Pero, ¿en qué consisten esas operaciones y cuál es su relación con las operaciones espaciales? Así como en lo que se refiere al espacio, aquéllas em piezan por ser puram ente cualitativas antes de d ar origen a un a metrización. Son las operaciones, ya analizadas (vol. I, cap. II, § 7 ), de coloca­ ción (relaciones asimétricas de orden) y de inserción de las partes en el todo (adición p a rtitiv a ), las que form arán la subestructura “intensiva” del tiempo. Luego la síntesis , de la partición y del desplazam iento engendrará u n a m étrica tem poral sobre el m odelo de la m étrica espacial (véase vol. I, cap. II, § 8 ). L a única diferencia — que es de u n a g ran importancia epistemológica— 'consiste en que el conjunto de esa construcción no se

referirá a las figuras o a los movimientos entendidos como simples cambios de posición, sino propiam ente a las velocidades. Es de destacar que esas velocidades inherentes a la construcción cualitativa (intensiva) del tiem po no están concebidas m ás que en términos de sucesión espacial: no son "de ningún modo relaciones entre espacios recorridos y tiempo transcurridos (sea v = e /t) sino únicam ente “adelantos”, es decir complicaciones del desplazamiento mismo, y las operaciones tem porales iniciales sólo consisten en coordinar esos adelantos sin ninguna relación m étrica. D icho de otro modo, el concepto de tiem po reposa sobre el de la velocidad cualitativa y consiste en poner en relación velocidades cualitativas diferentes; luego, un a vez construido el tiem po po r esa misma coordinación, sirve p ara definir la velocidad métrica. I. L a sucesión temporal. El punto de p artid a de la construcción opera­ toria del tiempo debe buscarse en las relaciones asimétricas de colocación (orden) y desplazamiento (cam bio de orden) que intervienen en la elabo­ ración del espacio. Sea un móvil X que es desplazado según las posiciones sucesivas 1, 2, 3. . . etc. Esas posiciones, siendo sucesivas, abarcan ya en realidad, cierto o rden tem poral, pero dado en el movim iento como acto sensoriomotor en la sucesión de los procesos orgánicos necesarios a la p e r­ cepción y al m ovim iento, etc., y no dado al pensam iento como orden específicamente tem poral, puesto que coincide sim plem ente con el orden de sucesión espacial de los puntos sobre u n a trayectoria. En efecto, el orden espacia] que interviene en un solo desplazamiento no implica lógicam ente el tiempo, pues los cambios de posición podrían tener una velocidad infinita que reduciría la duración a n a d a ; el niño construye su noción de desplazam iento espacial sin tom ar en cuenta los tiempos sensoriomotor o fisiológico, sino como simple cam bio de posición independiente del tiempo. Finalm ente, un orden tem poral indiferenciado del orden de sucesión espacial no constituye todavía un tiempo común, como lo han mostrado los hechos m encionados en el § 2. L a construcción del tiem po rio empieza pues por u n a extracción del orden tem poral im plícitam ente vinculado con la coordinación espacial de los movimientos efectivos, porque ese vínculo no es necesario y sólo es ocasionado por la indiferenciación inicial de las coordinaciones lógico-m atem áticas y de las acciones materiales coordinadas p o r ellas. L a construcción del tiem po se inicia, por el contrario y solamente, con la intervención de la velocidad, concebida como un adelanto, como una acción de sobrepasar; es decir, se inicia con la com paración entre las posi­ ciones sucesivas del móvil X y las posiciones sucesivas de otro móvil que llamaremos Y. Supongamos entonces que X e Y se desplazan en el mismo sentido siguiendo dos caminos paralelos y consideremos dos situaciones distintas: u n a en la cual X se encuentra colocado delante de Y y otra en la cual X se encuentra detrás de Y ; se entiende que esas dos relaciones están tom adas con respecto al mismo sentido del recorrido. C ad a un a de esas dos sitúa-

ciones caracteriza entonces lo que llamaremos un “estado” p articular del cam po espacial. Esa idea de “estado” com prende tam bién un elemento temporal im plícito: la sim ultaneidad (Leibniz ha podido definir el espacio: ti orden de las sim ultaneidades). Pero el estado no im plica genéticamente un?, determ inación de la sim ultaneidad, pues puede d u rar: poco im porta el m om ento preciso en que Y se haya adelantado a X , es decir, en que X e Y estaban sim ultáneam ente uno al lado del otro, o el núm ero de posiciones sucesivas que el estado considerado abarca. L a ú n ica condición que necesita el sujeto p a ra construir u n a relación tem poral es poder com probar espacial­ m ente que X precedía a Y en el estado A y que la inversa se realiza en él estado B. Esa doble com probación no presupone ni sim ultaneidad ni sucesión dadas como elementos de la construcción o peracional: éstas inter­ vienen de nuevo sólo a título de elementos de los actos perceptivos, etc., que perm iten com probaciones espaciales. E n cam bio el sujeto construye una relación tem poral entre los estados A y B, sin que esa relación sea dada directam ente a su pensam iento y lo logra basándose en la relación de las velocidades. E n efecto, m ientras que se atenga a las sucesiones puram ente espaciales, el sujeto sólo puede form ar secuencias con las posiciones suce­ sivas 1 —> 2 —> 3 —> . . . . etc., aplicadas al móvil X o al móvil Y, o a ambos al mismo tiempo (de donde surgen entonces los falsos juicios tem po­ rales mencionados en el § 2 ). Por el contrario, si tiene en cuenta que Y se adelanta a X, debe distinguir dos estados: el estado A en el cual se tiene, desde el punto de vista de la sucesión espacial, Y —» X , y el estado B en el cual X —» Y. Este hecho nuevo introduce u n a diferencia de velo­ cidades, bajo fcrm a de u n cam bio de orden, de u n móvil con respecto a ctro, y no solamente de los móviles con respecto a un elemento de referencia fijo. A hora bien, ese hecho puede com probarse espacialmente. Por otra parte, la sucesión de los estados está tam bién d ad a espacialmente, gracias al sentido de orientación del movim iento mismo. No obstante, la relación de orden entre los estados mismos A —» B —» G —», etc., al descansar así exclusivamente sobre com probaciones referidas al orden espacial, se ha vuelto tem p o ral: por el hecho de que ordena sim ultáneam ente los movi­ mientos de dos móviles, uno de los cuales se adelanta al otro, constituye en efecto u n a coordinación de las velocidades y es esa nueva clase de la coordinación la que le confiere su carácter tem poral. Si designamos con a la relación de sucesión tem poral entre los estados A y B, con a’ la sucesión entre B y C, con b’ la sucesión entre C y D , etc., la prim era de las operaciones tem porales cualitativas (intensivas) será entonces la adición (o la sustracción) de las relaciones de sucesiones de estados, o sea: (1) ( A Í B ) + ( B ^ C ) = ( A ^ C ) ; = ( A - ^ D ) ; (A

(A-ÍC) + (C-^D)

D) - f (D % E) = (A

E ) ; . . . etc.

donde las relaciones a, a', b' . . . o b, c, d, . . . etc., significan entonces “antes” en uno de los sentidos, y “después” en el otro.

L a sim ultaneidad se concebirá entonces como el caso límite de la sucesión, cuando ésta tiende a anularse. Desde el p u n to .d e vista cualitativo y al carecer de m edidas que p erm itan reconstituir el instante preciso en que des sucesos separados (pero puestos en relación m ediante señales acús­ ticas o visuales) se han producido sim ultáneam ente, sólo existe sim ulta­ neidad entre dos posiciones inm ediatam ente vecinas. L a m enor distancia que separe los sitios de los sucesos presupone ya un m ovim iento de la m irada o u n a coordinación de las percepciones, es decir u n a sucesión. La simul­ taneidad constituye po r cierto en ese sentido un caso límite, sea: (2)

( j v i í ^ A a ) o (Ai — Ag) — ( A j - ^ A o )

P ero recordemos que en las intuiciones prim itivas de la sucesión tem ­ poral el niño no reconoce la sim ultaneidad de dos paradas, cuando ■los m ovim ientos tienen velocidades diferentes. La distinción establecida por el sujeto entre las relaciones (1) y (2) presupone afin ar la idea de “estado” . El estado puede incluir por sí mismo, desde el principio, suce­ siones internas sin que las relaciones (1) sean cam biadas, puesto que la segm entación del continuo tem poral en estados A, B, C, . . ., es arb itraria y cualesquiera que sean los valores intermedios o el grosor de la duración de esos estados, éstos serán siempre sucesivos. Pero el sujeto llega entonces, por la distinción de las relaciones de sucesión y de sim ultaneidad, a no atrib u ir a u n estado más que un espesor m ínim o, es decir una sim ultaneidad m áxim a. L a conquista de esa sim ultaneidad, al m argen de la velocidad de los m ovim ientos considerados, se debe seguram ente a u n a descentración progresiva de las intuiciones. Estas pesan exclusivamente, al principio, en el p u n to de llegada de los desplazamientos, a causa del carácter finalista del movim iento. E n cambio, a m edida que los puntos sucesivos de la trayectoria tom an im portancia, se establece u n a correspondencia térm ino a térm ino entre les puntos o segmentos ái b t Ci . . . de la trayectoria de X y los puntos o segmentos a2 b2 c2 . . . de la trayectoria de Y. A hora bien, como cada una de las relaciones aj a-¡; b-t b2 ; c-| c2 . • •, que constituyen esa corres­ pondencia caracteriza un “estado”, se puede decir entonces que los avances de la sim ultaneidad están vinculados con la m ultiplicación de los estados, teniendo en cuenta la serie prim itiva (1). II. L a duración. Hemos visto cómo está vinculada la evaluación de la duración, en las intuiciones tem porales prim itivas, con el cam ino reco­ rrido y con el trabajo realizado (de donde surge ia idea extraña, y sin em bargo bastante sistemática en un cierto nivel, de que la duración es proporcional a la velocidad). ¿C óm o pasa entonces la m ente de-esa idea inicial a la comprensión operatoria de las duraciones? Es interesante com probar, una vez más, desde el punto de vista epistemológico, que la estructura tem poral se organiza por medio de operaciones cualitativas (de carácter intensivo y precediendo a toda m e d id a ), igual que el espacio se constituye lógicam ente (por operaciones infralógicas) antes de ser m atem atizado, y que el núm ero mismo es preparad o p o r la organización de las

clases y de las relaciones asim étricas antes de ser sintetizado p o r éstas. Se objetará quizá que el único medio de desengañar al sujeto que se obstina en igualar la duración o cam ino recorrido, sería m idiéndola ju n to con él m ediante un reloj. Pero antes del nivel en que las estimaciones de la d u ra­ ción son determ inadas p o r un sistema de operaciones cualitativas, el niño a quien se le d a u n reloj com ún o de arena p a ra m edir el tiem po que dura su cam inar en u n a habitación o el recorrido de u n a m uñeca sobre la mesa, estim a que la aguja o la arena se desplazan con u n a velocidad muy distinta según que sirvan como sistema tem poral de referencia p ara m edir un m ovim iento rápido o uno lento del móvil dad o .10 ¡ L a m ed id a del tiem po es por ende imposible m ientras no haya u n a coordinación previa de las relaciones entre la duración, el desplazam iento y la velocidad! E n realidad, el gran descubrim iento que perm ite al sujeto estructurar las duraciones es la posibilidad de p oner operatoriam ente en i elación intervalos de tiem po con el orden mismo de los sucesos; ah o ra bien, como ese orden de los sucesos concierne a los “estados” (véase I ) , es decir a las correspondencias entre puntos alcanzados po r los movimientos independien­ tem ente de la velocidad de éstos, concebir la duración como intervalo entre estados equivale a coordinar velocidades distintas. D ad o un sistema, d e dos movim ientos que p arte n sim ultáneam ente de a t y de a2 p a ra alcanzar sim ultáneam ente b i y b2, luego ci y c2, etc., tales que el espacio recorrido a2 b2 sea m ayor que a; b t y que el espacio recorrido b2 c2 sea m ayor que b] cj, etc., la duración se convierte en el intervalo entre los estados a i a2 y b j b2, entre b x b 2 y Cj c2, etc., en lugar de reducirse sim plem ente a los intervalos espaciales a t b} ó a2 b2í etc., la duración consiste, desde ese m o­ m ento, en un intervalo que atañ e a los espacios recorridos referidos a la velocidad (o a los trabajos realizados referidos a las “potencias” ), es decir en un intervalo entre estados ordenados en el tiempo. Recordam os (§ 2) que esa relación entre la duración y el orden de los sucesos (o estados tem porales), po r m ás evidente que sea p a ra nosotros, escapa a los niños pequeños: ellos rechazarán la idea, p o r ejem plo, de que A haya nacido antes que B, sabiendo que A es el m ayor de los dos, o que C es más joven que D, sabiendo que C ha nacido después qu e D. L a duración, en cambio, es com prendida com pletam ente desde el m om ento en que es encarada ccm o u n intervalo entre los sucesos ordenados, al m argen de las velocidades y de los espacios recorridos (en el caso en cuestión, al m argen de la velocidad de crecim iento y de la estatura alcanzada a cierta ed a d ). Sea entonces la sucesión de los “estados” A, B, C . . . seriados aplicando el agrupam iento ( 1), es decir en función de las relaciones de sucesión a, a \ b’, etc. (que significan “antes” y “ después” ). A un sin m edida alguna y en función de operaciones de inserción propias del agrupam iento de las relaciones simétricas (o dé las p articio n es), el sujeto puede concluir 10 cap. yin.

Véase Le développem ent de la notion de tem ps chez l’enfant, París,

p u f

,

que entre los sucesos o estados A y G ha transcurrido un tiempo m ayor que entre los sucesos o estados A y B; igualm ente entre A y D la duración es mayor que entre A y C, etc. Sin em bargo, conform e a la estructura de las operaciones intensivas, nada se sabe entonces acerca de la relación entre ias duraciones sucesivas AB y BC, o BC y CD , etc. D e ahí el agrupam iento (derivado del orden de la sucesión A —» B —» G —^ D .. . e tc .) : (3) AB -)- BC

A C ; AC -j- C D = A D ; etcétera,

donde las relaciones AB, BC, CD, etc.., son relaciones simétricas de in ter­ valos (y no ya relaciones asimétricas de orden, como en 1). A hora bien, la experiencia m uestra que esas inserciones constituyen la condición de 1a. estructuración cualitativa de las duracio n es: resulta así que p o r debajo de los siete a ocho años el niño llegará a adm itir, según los caminos recorridos sobre dos trayectorias distintas, que la duración ai b¡ es mayor que la duración a2 c2, de donde AB > AC. En cambio desde los sieteocho años, se ten d rá siempre AB < A C < AD < etcétera. Desde ese p unto de vista, la sim ultaneidad, concebida según la opera­ ción (3) com o u n a sucesión nula, puede ser com prendida tam bién como una duración n u la: (4) Si A —» B, entonces AB = 0. Del m ism o modo, de (3) y de (4) el sujeto puede inferir la igualdad de las duraciones sincrónicas. Si hay sim ultaneidad entre los sucesos a x bi y b»; Ci y c2, etc., sea a j a 2 = 0; bj b2 = 0; etc., lo cual define los estados A, B, C, etc., entonces las duraciones a j b x y a « b 2 serán iguales; del mismo m odo b i Ci y b-¿ c2, etc., se red u cirán a las duraciones entre estados A, B, C, etc., o sea AB, BC, e tc .: (5) Si aj ao = 0; b x b2 = 0, etc., entonces a i b i = a2 b2 = AB; b i C] = b2 c2 = BC, etc. \ Así, gracias a esos cinco agrupam ientos d e operaciones (1) a ( 5), el tiempo cualitativo queda enteram ente constituido, independientem ente de toda m é tric a : el sujeto es capaz de construir u n orden de sucesión tem poral entre acontecim ientos (o entre estados caracterizados por sucesos respecti­ vam ente sim ultáneos), de insertar las duraciones unas en las otras en f un­ ción de dicho orden, de concebir sim ultaneidades como sucesión o duración nulas y de ig u alar duraciones sincrónicas en función de la sim ultaneidad de los sucesos entre los cuales ellas están com prendidas. Sin em bargo, como se ve, esa estructuración cualitativa del tiem po, que procede exclusivamente per agrupam ientos aditivos (adición d e relaciones de orden o de intervalo) y m ultiplicativos (correspondencias), está som etida a dos lim itaciones esen­ ciales. L a prim era consiste en que las sim ultaneidades se establecen grad u al­ mente, entre sucesos próximos en el espacio. L a segunda consiste en que las duraciones, com paradas entre sí y que corresponden a m ovim ientos de diferentes velocidades, son sincrónicas en todo o en parte. Esa segunda

y;

lim itación, en especial, es inherente a las operaciones intensivas que sólo im plican relaciones entre u n a p arte y el todo (a < b o AB < AG, etc.) y no relaciones entre las partes (a y a’ o AB y BC, es decir, en este caso, las relaciones entre duraciones sucesivas). En el caso p articular, esta oposi­ ción entre lo intensivo y lo extensivo o lo m étrico es evidente puesto que p er ser las operaciones intensivas im propias p ara inferir alguna conclusión sobre las relaciones entre duraciones sucesivas, no podría h aber igualación entre duraciones isócronas: dicha igualación, empero, constituye la condi­ ción previa a toda m edida de tiempo. Im porta, pues, ver ah o ra cómo la actividad del sujeto perm ite pasar de las operaciones intensivas, simples agrupam ientos infralógicos referentes a las sucesiones e inserciones tem po­ rales, a las operaciones métricas. III. L a m edida elem ental del tiempo. M edir el tiempo a p a rtir de las operaciones cualitativas que lo constituyen será entonces com parar un intervalo a (o AB) no solam ente con la duración b (o AC) , m ás larga, de la cual aquél form a p arte (de donde resulta la simple cuantificación in tensiva: a < b o AB < A C ) , sino con el intervalo siguiente a’ (o BC, es decir a’ = b — a ), que no tiene elementos comunes con a, salvo el instante frontera que los separa. E quivaldrá pues a tran sp o rtar sobre el intervalo a’ la duración de a, pero forzosamente por vía indirecta, es decir por la repetición de un m ovim iento de duración a 2 = o que sirve de m edida com ún entre a y a’. Em pero, se ve de inm ediato que esa repetición de un movim iento, base de la igualación de las duraciones sucesivas, p re­ supone la conservación de la velocidad de dicho movim iento. Pero, ¿ cómo puede saberse que u n a velocidad se conserva si no es m idiendo el tiempo em pleado por el recorrido de una distancia? L a m edida del tiem po implica pues: l 9 que se salga del dom inio de las relaciones exclusivamente tempo­ rales p ara recurrir al m ovim iento, al espacio y a la velocidad (como ya sucedió, además, con la constitución d e. las operaciones tem porales cuali­ tativas) ; 29 que los m ovim ientos utilizados conserven su velocidad, con lo cual se encierra la m edida en un círculo, puesto que la determ inación de u n a velocidad presupone la m edida del tiempo. Ese círculo h a sido señalado por todos los autores que h an analizado la m edida del tiem po.11 Se h an invocado dos clases de circunstancias que perm iten con razón no considerarlo como un círculo vicioso. Por un a parte, el principio mismo de la causalidad obliga a considerar que un movi­ m iento que se repite en las mismas circunstancias conservará la misma velocidad y durará, por consiguiente, el mismo tiempo. ¿Cóm o se sabe empero que el mismo m ovim iento puede repetirse en las mismas circuns­ tancias? Aquí interviene la segunda razón: las m últiples medidas del tiempo basadas unas sobre la astronom ía, otras sobre el isocronismo de las pequeñas cscilaciones, otras sobre la radiactividad, la electricidad, etc., convergen 11 París, Alean.

Véase en p articular G. J u v e t: La itructure des nouvelles théories physiques,

entre sí según .una coherencia creciente y sum inistran así articulaciones m ás precisas p a ra el círculo que las engloba. Ambas respuestas son equivalentes por otra parte, pues la causalidad nos resulta conocida solam ente por la convergencia in te rn a de las coordinaciones que nuestras operaciones nos perm iten establecer entre los fenómenos. L a necesidad de hacer intervenir ia velocidad p a ra m edir el tiempo, y por consiguiente de recurrir a elementos tomados de la realidad exterior, presenta u n a significación epistemológica que conviene destacar. G enética­ m ente, como se acaba de ver, el tiem po no es sino u n a coordinación de las velocidades: sen las diferencias de velocidades que oponen u n obstáculo ?. las evaluaciones intuitivas de las sim ultaneidades y de las duraciones, y es la puesta en correspondencia de las posiciones ocupadas p o r móviles de velocidades distintas la que nos perm ite constituir relaciones tem porales cualitativas. Es n atu ra l p o r lo tanto que las velocidades susceptibles de conservación sean las que sirvan p a ra la m edida del tiem po: esa m edida constituye así la prolongación de las correspondencias qu e ya ac tú a n en las formas más elem entales de la noción del tiempo. H ab lan d o con p ropiedad habría que decir que la intervención de la conservación de las velocidades en la cronom etría no nos hace salir del tiempo y constituye la ú n ica razón de su fluir u n ifo rm e: sin em bargo, por estar. la velocidad ligada siem pre al movim iento de un objeto, que posee una m asa o u n a energía (aun si el objeto en cuestión pierde sus caracteres macroscópicos de “objeto” p erm a­ n en te), resulta que si el tiem po depende de las velocidades, depende por interm edio de ellas del conjunto de las otras nociones físicas. Igual cosa ocurre en cuanto a la m edida de las longitudes reales. C uando el geóm etra invoca el desplazam iento para definir u n a m étrica, define el desplazam iento o m ovim iento puram ente geom étrico com o una transform ación que conserva las congruencias.- Pero, ¿cóm o podem os saber físicamente que u n a longitud desplazada se conserva? T am b ién aquí hay que recurrir a la causalidad: “la idea de longitud absoluta deriva del p rin ­ cipio de causalidad”, escribía, por ejemplo, Lucien Poincaré en 1911.1- Lo cual es un m odo de decir que la m edida de un a d istancia real presupone toda la física, como se com prendió m ejor con la teoría de la relatividad. G enéticam ente esta interdependencia entre la m ed id a del tiem po y la noción de velocidad uniform e aparece claram ente en el siguiente experi­ mento. Se presenta a unos sujetos de cuatro a diez años un frasco piriform e que se vacía por etapas en u n recipiente cilindrico; con cad a nuevo escurrim iento se llega a u n nivel de agua que se m arca sobre el vidrio de los dos frascos com o registro: el problem a consiste en com prender las relaciones entre eses diferentes niveles descendentes (frasco superior) y ascendentes (frasco inferior) y el transcurso del tiempo. U na vez construidos (gracias a las operaciones 1 a 5) el orden de sucesión tem poral y la inserción cuali­ tativa de las duraciones (no sin verse obligado a vencer todas las dificul­ tades señaladas en el § 2 ) , el sujeto llega espontáneam ente h acia los ocho Lucien Poincaré: L a physique moderne. flaznm arion.

años a juzgar la igu aldad de las duraciones sucesivas entre los estados A, B, C, etc. (correspondencias entre los niveles del frasco superior y los del frasco inferior) de acuerdo con la igualdad de las diferencias de nivel en •el frasco cilindrico.13 E l sujeto justifica el asunto invocando el hecho de que se tra ta de iguales cantidades de agua que se escurren con las mismas velocidades (aunque el cam bio de nivel sea m ucho más rápido en el frasco cilindrico que en el p irifo rm e ). El isocronismo de las duraciones sucesivas se constituye así en el terreno m acroscópico, p o r la repetición de un mismo “trabajo”, y po r ende por u n a operación de desplazam iento -(escurrimiento del agua en el presente caso) , u n id a a u n a partición de los espacios recorridos (segm entados aquí en capas superpuestas), lo que concuerda con el principio de cualquier m edición (vol. I, capítulo I I , § 8 ). E n otras palabras, puesto que la iteración de la u n id a d de tiem po se debe a los recorridos, con u n m ovim iento de velocidad uniform e, de un a serie de intervalos espaciales equivalentes, esas unidades representan un a fusión del desplazam iento y de la partición, como en el caso de la m edida espacial: sólo que, en tan to el desplazam iento que interviene en la m edida de una m agnitud geom étrica es u n m ovim iento sin velocidad, el desplaza­ miento constitutivo de la u nidad tem poral es u n m ovim iento físicamente caracterizado por una velocidad. Desde el p u n to de vista de la génesis de las operaciones, el interés de las observaciones que se pueden h acer m ediante ese dispositivo consiste en poner de m anifiesto sobre todo la condición sine qua non no sólo de la m edida del tiempo, sino tam bién de la estructuración cualitativa del orden tem poral y de la d u ra c ió n : ¡ es la reversibilidad necesaria de las opera­ ciones tem porales! E n efecto, el orden de los sucesos se com prende sola­ m ente a p a rtir del m om ento en que puede desarrollarse en los dos sentidos. A m enudo se dice qúe el tiem po es irreversible, pero son los sucesos pro­ piam ente dichos, o sea, por así decirlo, el contenido del tiempo, los im po­ sibles de reproducir físicam ente en sentido inverso del de su orientación causal. En cuanto al tiempo, concebido como operación que vincula m e­ diante el pensam iento esos sucesos entre sí, es asimétrico (es decir que el orden A —» B no equivale al orden B —> A) , pero esencialm ente rever­ sible, o sea que p a ra reconstituir el orden ( A —» B) hay que rem ontarse prim ero de B a A según la relación (B . Esas operaciones son transitivas, asociativas y reversibles para la duración interior como p ara la de los fenómenos exteriores. Finalm ente, el hecho de que existe u n a m étrica del tiempo interior, es decir u n a m etrización que se vuelve factible por la repetición de algunos m ovim ientos (fónicos en p articu la r), realizados con velocidad constante, (al m argen de to da espacialización científica y en función únicam ente de la “intuición” creadora de los poetas y de los m úsicos), lo dem uestra por sí sola la “m étrica” de cualquier sistema de versos o de cualquier ca n to : la cadencia de los versos de la Ilíada y el ritm o de un a cantilena cons­ tituyen un sistema de operaciones tem porales que im plican la iteración de u n a unidad de m edida (sílabas “largas” y “breves” o “longitud” de las notas) y un físico contem poráneo ha llegado h asta a. d eterm inar los “grupos” ligados a los sonidos y al tiem po que intervienen en el lenguaje m usical.14 V. L a m étrica relativista. A dm itiendo que el tiem po sea desde el origen y en todos los niveles, bajo su form a psicológica com o física, un a coordina­ ción de las velocidades som etida a la intuición prim itiva de la velocidad misma, se infiere que todas las m odificaciones que ocurren en nuestras ideas sobre la velocidad producen forzosam ente u n a transform ación de nuestro concepto del tiempo. M ientras que las velocidades no aparecían como lim itadas por u n m áxim o y m ientras que a las velocidades medibles se agregaba la existencia supuesta de u n a velocidad infinita, la de la atracción universal, el tiem po debía ser concebido como absoluto. Las operaciones lógicas de orden y de inserción de las duraciones parecen en efecto asignar al tiem po un carácter com ún a todos los fenóm enos y por' ende un carácter homogéneo en la m edida, por lo menos, en que la acción puede seguir los objetos y seriar los sucesos que se refieren a la m ism a (en oposición a la escala m icrcfísica) ,15 E n cuanto a su fluir uniform e, resulta de! empleo de u n a m étrica que parece disponer del registro de todas las velocidades posibles. Pero desde el m om ento en que las m edidas de M ichelson y Morley han m ostrado el carácter privilegiado de la velocidad de la luz y su com pleta isotropía, las razones genéticas mismas que vinculan la idea del tiem po con la de la velocidad im pusieron u n a m odificación solidaria de ambos conceptos. Es esa fusión de los conceptos físicos esenciales, en función de las ideas de tiem pc y de velocidad, la que Einstein h a realizado con la brillantez que todos conocen.11’ u Psychol., 15 1B sidir en

A. M ercier: “Sur les opérations de la com position musicale”, Arch. de vol. x x v i i , pág. 186. Para el tiem po microfísico, véase el cap. vn, § 2. Desearíamos señalar, desde el punto de vista genético, que Einstein, al pre­ 1928 los primeros cursos internacionales de filosofía y psicología en Davos,

E l hecho de que un observador fijo con respecto a una fu en te luminosa, o que u n observador que avanza a u n a gran, velocidad en la dirección de esa fuente obtengan, m idiendo ambos la velocidad de la luz, el mismo valor de 300.000 km por segundo, independientem ente de la diferencia de sus puntos de vista, sólo puede interpretarse,■en efecto, de tres m a n e ra s: o son víctim as de un error de m edición (es decir que e¡ hecho experim ental de la constancia de la velocidad de la luz es ilusorio), o hay que ren u n ciar a cualquier composición de las velocidades, o finalm ente hay que adm itir que el reloj del observador móvil cam ina m ás len tam en te y que u n segundo indicado en su cu ad ran te ab arca una duración dilatad a con respecto a las unidades de tiem po m arcadas en el reloj del observador fijo. A hora bien, no sólo el hecho de la constancia de la velocidad de la luz, al m argen de los m ovim ientos del observador, se h a verificado con la m ayor precisión, sino que además, com o lo señalara P oincaré y a al comienzo, sem ejante resul­ tado está en la lógica m ism a del principio d e la relatividad de la m ecánica clásica: significa que el éter perm anece fijo con respecto a cualquier obser­ vador, contrariam ente a las propiedades que se le solían atribuir. Por o tra parte, si se renuncia a u n a composición de las velocidades, todo razona­ m iento se vuelve imposible. Sólo quedaba p o r ad m itir 1a. dilatación de la duración en función de la velocidad de la cual está dotado el sistema del observador. Sin em bargo, ¿qu é había de molesto p a ra la m ente en esa dilatación? N o es porque im plique u n símil de contradicción lógica, puesto que el razonam iento más sencillo la im pone, apenas se ad m ite la isotropía com pleta de la luz. El m alestar proviene solam ente del hecho de que contradice nuestra intuición corriente. Pero aquí es donde el p u n to de vista histórico y genético nos p u ed e inform ar sobre la p o ca confianza que conviene depo­ sitar en la intuición que siem pre está en relación con u n nivel m en tal d eter­ m inado. L a relatividad m ism a del m ovim iento, que desde Galileo nos im pide decidir por los movim ientos internos del sistema solam ente si ese sistema está en reposo o en m ovim iento rectilíneo y uniform e, chocaba a l a . intuición de la m ism a m anera antes d e que se llegara a com prender com o la relatividad precisam ente podía explicar que no sintiéram os los movim ientos que anim an a la tierra. L a corrección que la teoría de la relatividad requiere de nuestra intuición del tiem po es sólo u n a extensión de esa corrección im puesta por la cinem ática galileana. P or otra parte, el esfuerzo de coordinación que nos exige esa idea de la relatividad de la duración p ara aju star entre sí los puntos de vista de los observadores arrastrados con velocidades diferentes no, es m ás que la prolongación del esfuerzo de coordinación que necesitara el niño p ara ligar en u n solo tiempo com ún las duraciones heterogéneas que atrib u ía a movim ientos de veloci­ dades diferentes. P o r m ás paradójico que parezca, la duración relativa y los tiempos propios de la teoría einsteiniana son así al tiempo absoluto lo había defendido la anterioridad psicológica de la intuición de la velocidad con respecto a la del tiem po. Nos aconsejó em prender el estudio dei desarrollo de esas nociones en el niño; recogiendo esa sugerencia hemos realizado las investigaciones publicadas ¡en 1946 y resum idas en este capitulo.

que éste es a los tiempos propios o locales de la intuición infantil (así como al tiem po propio cuya hipótesis h a enunciado Aristóteles en pasajes que se in terp retan a veces erróneam ente como si an ticip aran la relatividad mo­ derna) . E n ambos casos, en efecto, el tiem po aparece como un a coordi­ nación de las velocidades, y el p asaje de las velocidades incoordinables a las velocidades coordinadas m erced a u n tiem po com ún homogéneo y uniform e es u n a p rim e ra e ta p a .d e la transform ación de los falsos absolutos egocéntricos en relaciones objetivas, que caracteriza igualm ente el pasaje del tiem po absoluto (con u n a posibilidad de velocidades infinitas) al tiem po relativo vinculado con u n a coordinación m ás precisa de las velocidades. Esto nos conduce a la sim ultaneidad. Si existe u n a velocidad m áxim a, que se m anifiesta constante cualquiera que sea ei p u n to de vista desde el que se la m ida, resulta clafo, por las m ism as razones, que la sim ultaneidad a distancia estará referida a la velocidad del sistema que arrastra al obser­ vador. L a sim ultaneidad de los acontecim ientos que ocurren en sitios ve­ cinos no quedará alterada, com o tam poco el orden de los sucesos: entre dos sucesos A y B que parezcan sucesivos desde el p u n to de vista (I) , B jam ás será determ inado com o si precediera a A desde un p u n to de vista ( I I ) , sino a lo sum o como si le fuera sim ultáneo. Pero en el caso de dos sucesos cuyas localizaciones son distantes, ya no se p o d rá h ab lar de sim ultaneidad absoluta. A quí, nuevam ente, la génesis m ism a de la idea de sim ultaneidad vuelve sum am ente n a tu ra l esa corrección de nuestras intuiciones. Desde el m om ento en. que, a pocos centím etros de distancia, u n niño no cree en la sim ultaneidad de las paradas de dos móviles de velo­ cidad diferente, es p orque la idea de sim ultaneidad se construye en fun­ ción de los movim ientos y de las velocidades y no está d ad a por sí misma. Se deduce de u n intercam bio de señalizaciones que p rin cip ia con la acti­ vidad perceptiva y que llega en el plano operato rio a caracterizar dos sucesos localizados en A y C, tales que u n observador colocado a m itad de cam ino, en B, pu ed a recibir señales de A y de G con velocidades iguales y en el mismo tiempo. Sólo si en la com posición d e esos movim ientos inter­ viene o tra vez la constancia de la v elocidad. relativa de la luz, entonces la noción de sim ultaneidad se vuelve relativa con respecto a las velocidades; pero será p o r otras razones, que conciernen esta vez al movim iento de les sistemas que arrastra n al observador o lo dejan fijo .y no solamente a la velocidad de .los móviles mismos. L a explicación general de las -transform aciones de la idea de tiempo debe buscarse pues en la com posición de las velocidades. E n el nivel intui­ tivo de carácter preoperatorio (por ejem plo en el niño m enor de siete u ocho años o en el prim itivo, etc.) el sujeto no tiene el concepto de velocidad en cuanto relación entre el espacio recorrido y el tiempo, y sólo pesee la intuición del sobrepasar: de aquí surge la falta de- un tiempo com ún a los movim ientos de velocidades diferentes. E n el nivel de las operaciones concretas, logra, poniendo en correspondencia puntos sucesivos de las diversas trayectorias, acceder a la idea de u n tiem po homogéneo y uniform e, y por ende a u n a definición de la velocidad como relación (v = e / t ) , pero sin saber m edir todavía la velocidad ni com poner las

velocidades relativas entre sí, de donde resulta una falta total de cualquier relatividad de movim iento. En el nivel de las operaciones form ales, la com posición ad itiv a de las velocidades (w = v -j- v’) se vuelve posible y se reen cu en tra así (con la aceleración del desarrollo m en tal debida a la educación) con la cinemática galileana, la que a su vez desemboca en la relatividad del movimiento y en la consolidación del tiem po absoluto. F inalm ente, con la intervención de la constancia de la velocidad de la luz, . . . . la com posición de las velocidades de movimientos orientados en el mismo sentido se convierte en w = ,[v -f- v’] / [1 — j—( v . v ’/ c2)] ( donde c = la velo­ cidad de la l u z ) , y esa relación im plica la relatividad de las duraciones y de las sim ultaneidades. De un extremo al otro de ese desarrollo, la construc­ ción del tiem po en la escala de los fenómenos macroscópicos está subor­ dinada pues a la del concepto de velocidad. E n cuan to a la evolución de ideas temporales en la escala m icrofísica (véase capítulo V I I ) , es interesante com probar que con la desapa­ rición de las ideas de objeto perm anente (de móvil en el sentido físico p o r lo ta n to ) y de movim iento caracterizados sim ultáneam ente p o r las posiciones y las velocidades, el concepto del tiempo se transform a de un m odo m ucho más radical. V incu lad a con los cambios de “estados” ( ¿ 4 ’) y con la relación, entre éstos y la energía total (jfip), - la d u ración parece liberarse así de la velocidad: lo que ocurre es que las ideas de trayectoria y. de velocidad pierden su significación macrofísica y son reem pla­ zadas en su función cronógena, por así decirlo, por las relaciones m ucho más generales de cambio de estado y de energía total. M ás aú n en m icrofísica, el tiem po no podría ser captado ni medido d irec tam en te: es cons­ truido, com o siempre, y consiste esencialm ente en un a relación elaborada entre térm inos, tam bién construidos operatoriam ente. U no de los té rm i­ nos de esa relación desempeña el papel de lo que son los espaxios recorridos o cambios de posición p ara el tiempo m acroscópico: los, cambios de estado constituyen el o rden de los acontecim ientos. E n cuanto al fluir del tiem po, está asegurado p o r el otro térm ino de la relación d t = d ij) / Jf \p, es decir por la energía to tal que determ ina el ritm o de los cambios de estado. A pesar de la p rofunda confusión de los conceptos, originada, como lo hemos de ver, p o r el hecho de que las representaciones microfísicas están vinculadas con el límite de nuestra acción posible, sobre el objeto, el tiem po sigue siendo pues, en ese cam po como en los anteriores, u n a relación condicionada a la vez por las operaciones del sujeto y por los cam bios inherentes al objeto. V I. C onclusión: tiempo y espacio. Los hechos que anteceden (I a V ), m uestran suficientem ente por qué la m edida del tiempo, como la del espacio real, constituye u n a operación física, o sea referente a objetos diferenciados, caracterizados p'or sus cualidades de velocidad, masa, e tc .; se opone así a la m étrica de la geom etría pura (form alizada), que es independiente de los objetos particulares y sólo atañe a la coordinación m ás general de las acciones, (y se refiere por consiguiente tanto a los objetos ideales como a los reales).. Se plan tea entonces la cuestión de saber p o r qué al espacio

real, o sea al espacio físico, le corresponde u n espacio enteram ente deductivo cuyos avances son independientes de la experiencia, m ientras que esta o estas “geom etrías” m atem áticas no están dobladas por un a “cronom etría” pura, en el sentido de u n a teoría deductiva del tiem po y que la única cronom etría fecunda perm anece siendo u n a ciencia experim ental y física, es decir un capítulo especial de la cosmometría. Parece, em pero, a p rim era vista, que las relaciones tem porales de duración y sobre todo de orden de sucesión, pertenecen a la coordinación general de las acciones, tanto por lo menos como las relaciones espaciales de entorno y de orden. N o es posible, en efecto, desplazar un objeto de A a C por interm edio de la posición B sin que las tres posiciones A, B y G sean concebidas com o sucesivas en el tiem po como en el espacio, lo que hiciera decir a Poincaré (acerca del grupo de los desplazamientos precisa­ m ente) que el tiem po es anterior al espacio. D el mismo modo, la coordina­ ción de los medios y de los objetivos en el interior de todo acto de inteli­ gencia presupone, a título de coordinaciones reales, el antes y el después temporales adem ás de la sucesión lógica de las prem isas y de las conclu­ siones. Interviene, pues, u n elemento de tiem po en la coordinación m ism a de las acciones. ¿ Acaso se d irá sencillam ente que esos elementos temporales inherentes a la coordinación de las conductas no pueden form ar u n sistema acabado sin la intervención de las velocidades, es decir, de los movimientos físicos exteriores y de los objetos que sirvan como, puntos de aplicación a las acciones, m ientras que la coordinación espacial d a lugar a la construcción de “grupos” cerrados al m argen de su aplicación? Pero sólo m anipulando objetos reales y no ejerciendo acciones en el vacío llegan las coordinaciones espaciales a la construcción de u n espacio coherente. Incluso, p o r ,esa razón esencial las ideas físicas se construyen sim ultáneam ente con las ideas lógico-m atem áticas: las coordinaciones más generales de las accio­ nes sólo se constituyen coordinando acciones que se ejercen sobre los objetos mismos, acciones físicas p o r ende, y por u n proceso de diferen­ ciación gradual las coordinaciones son reflejadas y formalizadas como tales, m ientras que las acciones particulares se especializan cada vez más en función de los objetos. Por esto el niño construye sim ultáneam ente la geom etría experim ental de los objetos reales y la geom etría de su propia acción (por lo tan to coordinaciones de la acción, m ientras que ésta se a p lic a , a los objetos) y esas dos geometrías, indiferenciadas prim ero, se disocian m uy le n tam en te en u n a geom etría física y un a geom etría m atem ática. Sería pues absurdo pretender que la coordinación d e las acciones lleve a la construcción m atem ática al m argen de su ejercicio en el transcurso de las acciones particulares que se aplican a los objetos exteriores, en tanto el tiem po resultaría como dato inm ediato de estas últimas. L a diferencia entre el tiem po y el espacio debe buscarse pues en el proceso mismo de esa aplicación de las acciones o de' las operaciones a los objetos exteriores: en el caso del espacio, basta la coordinación de las acciones, por su ejercicio en el curso de las acciones particulares, p ara

asegurar la construcción de las estructuras, sin utilizar como m ateriales las propiedades de los objetos (au n cuando esas propiedades sugieran a la m ente nuevas construcciones) ; p o r el contrario, en el caso del tiempo, la abstracción a p a rtir de la coordinación de las acciones no basta p a ra la construcción de las estructuras, y éstas tom an de los objetos ciertos carac­ teres que el sujeto abstrae de dichos objetos. En efecto, si es exacto que la coordinación de las acciones presupone u n elem ento de sucesión tem poral, entonces dicho elem ento no es disociable de la sucesión espacial de los m ovim ientos o de la sucesión lógica (o del orden de los medios y de los fin es), es decir, de los factores que, u n a vez abstraídos de las coordinaciones iniciales y reagrupados en operaciones, engendrarán Ja sucesión o el orden lógico-m atem ático: p a ra d a r lu g ar a u n a sucesión específicamente tem poral, esos elementos abstraídos de la acción deberán ser puestos en relación con elementos abstraídos del objeto sobre el cual se ejerce esa acción, es decir con los factores de velocidad. Pero, ¿ p o r qué la velocidad misma no pertenece a la coordinación general de las acciones e im plica la intervención de la experiencia y del objeto? L a cuestión está en que la velocidad o bien es inercial o bien sujeta a aceleraciones variadas positivas o negativas: adm itiendo así la intervención de los conceptos de masa, o de fuerza, la velocidad es solidaria con el conjunto de las relaciones físicas. En cuanto a la experiencia interior de la velocidad (movimientos del propio cuerpo y regulaciones de frenado o de aceleración), consiste precisam ente en u n a experiencia como cualquier otra, com parable a la experiencia exterior y que equivale a considerar el propio cuerpo y sus acciones com o u n objeto entre otros; en com pleta oposición con los conceptos lógico-m atem áticos (clases, números, etc.) que resultan de la actividad del sujeto y no de una experiencia in te rio ró la velocidad de las propias acciones n o constituye u n resultado de la actividad del sujeto, sino un carácter de sus acciones mismas concebidas como objeto. Se sobreentiende que. la experiencia interior de la velocidad o del tiem po no es más in m ed iata ni más. pasiva que la experiencia exterior: presupone como la experiencia exterior una interpretació n y p o r ende u n a organización o u n a reconstrucción. Pero es u n a experiencia que consiste en extraer algo dad o de su objeto, por oposición a las actividades lógico-m atem áticas que . se coordinan p o r sí mismas al ejercerse sobre el objeto. L a diferencia entre el espacio y el tiem po surge con claridad desde ese punto de vista. L a vecindad de dos elementos espaciales puede ser im puesta po r el objeto como ocurre en la percepción, en que el sujeto to m a acto de la vecindad física de dos partes de u n a m ism a figura. A dem ás del hecho de que esa vecindad física siempre está referida a cierta escala de observación y p o r ende a la acción del . sujeto, éste logra construir la idea de la vecindad de dos puntos o em plazam ientos vacíos de objeto, y esa vecindad operatoria y form alizada deriva entonces directam ente de las coordinaciones entre acciones que ya intervenían en la construcción de la relación de vecindad entre objetos o partes de objetos físicos. E n cuanto a la vecindad tem poral entre dos sucesos, tam bién está referida en p a rte a la acción del sujeto que los registra en cierta escala de observación. Pero

¿puede abstraerse acaso de esa acción la idea de u n a vecindad en tre los m em entos de un tiem po que sería vacío de todo acontecim iento? N o, porque ese tiem po sin velocidades ni contenido irreversible se reduciría al desplaza­ m iento espacial. El orden espacial da lugar a las m ism as reflexiones con respecto al orden tem poral. U n orden de sucesión física está referido a la vez a los objetos recorridos y al sujeto que lo recorre, pero el sujeto, siendo incapaz de colocar los objetos en cierto orden, y obligado inclusive a co ordinar sus propias acciones según cierto orden p a ra engendrar el de los objetos sobre los cuales actúa, es igualm ente ap to p a ra ordenar los puntos ideales d e u n a línea construida po r operaciones form ales en u n espacio vacío de objetos. A hora bien, si la sucesión tem poral de u n a serie de sucesos físicos presupone igualm ente la intervención de datos objetivos y la del sujeto que los ordena, éste no p odría o rdenar los m om entos de u n tiem po vacío: u n espacio vacío de objetos reales pu ede estar, en efecto, poblado de formas ideales que representen las acciones o las operaciones posibles del sujeto, m ientras que u n tiem po vacío no p odría poblarse de sucesos ideales susceptibles de ser ordenados con necesidad, al no poder deducir las velocidades (determ inando sus interferencias), si no es apoyándose sobre leyes experimentales. L a geom etría proyectiva h a surgido psicológicamente de la coordina­ ción de los puntos de vista, pero aun fuera de todo p u n to de vista real (es decir, físico) se pueden deducir las proyecciones y las secciones p o r un a serie d e correspondencias ideales (las "hom ologías” y las “reciprocidades” ) que expresen la coordinación entre las operaciones posibles del sujeto. El tiem po físico, em pero, presupone tam bién un conjunto de correspondencias entre las m edidas de los diversos observadores situados en puntos d e vista diferentes: pero la coordinación entre dichos puntos de vista sólo .puede ser construida en función de las leyes experim entales que conciernen a las velocidades y en especial la invariancia de la velocidad de la luz. Finalm ente, donde la diferencia es m ás palpable es en el cam po m étrico. El espacio real o físico es. euclidiano o riem aniano, o hasta no arquiem ediano, etc., de acuerdo con las escalas de observación y los dominios consi­ derados, lo que presupone u n a interacción entre las propiedades del objeto y las coordinaciones operatorias del sujeto. Pero el espacio ideal, vacío de objetos reales, construido por la geom etría, puede presentar todas esas estructuras y m uchas otras más, ligadas unas a las otras según una je rarq u ía de relaciones lógicas: El tiem po físico, puede, por su lado, ser absoluto o relativo según las escalas de observación, lo que presupone igualm ente una colaboración entre los caracteres del objeto y los esquemas de coordinación del sujeto. Al respecto, se puede com parar el tiem po relativo con las geom e­ trías no euclidianas, como lo ha hecho G onseth: '‘la construcción de los universos relativistas h a roto definitivam ente el carácter de realidad tangible que se atribuía a la cinem ática clásica — com o al espacio euclidiano antes de la construcción de los espacios no euclidianos” .17 Pero subsiste diferencia esencial de qué un tiem po ideal, vacío d e todo contenido físico, no será ni 17 F ondem ents, pág. 148.

absoluto ni relativo sin una determ inación de velocidades. Sin d u d a “llegará acaso u n día en que los m atem áticos — quizá tam bién algunos físicos— en cuentren p lacer y provecho en exam inar todas las m ecánicas abstractas y clasificarlas según las reglas de la A xiom ática” .18 Sólo q u ed ará sin duda el hecho de que (a menos que existan construcciones cronom étricas nuevas y en contradicción con lo que acabamos de decir sobre la ciencia actual del tiem po) se tra ta rá entonces de axiom áticas que s e , refieran a nociones extraídas del objeto, así como abstraídas de la acción, m ientras que las axiom áticas geométricas pueden ser construidas solamente m ediante opera­ ciones aplicadas por el sujeto a los objetos. 4. E l m o v i m i e n t o y l a v e l o c i d a d . Así como la form ación de las nociones de movim iento físico y de velocidad gobierna la constitución de la idea del tiem po, suministra tam bién la clave de la evolución del concepto de fuerza. Corresponde pues que prestemos u na p articu la r atención a aquellas nociones. L a noción de movimiento pertenece a aquellas cuyas raíces penetran p ro fu n d am en te en la actividad del sujeto, puesto que desde el nivel senso­ riom otor los movim ientcs propios y los movim ientos impresos a las cosas e n g en d ran sim ultáneam ente el concepto físico, del objeto y el grupo práctico de los desplazam ientos geométricos. A hora bien, desde sus form as más elem entales, el movimiento presenta dos polos ligados, desde luego, de una m a n era continua, pero que el análisis distingue fácilm ente. Esos dos polos corresponden a lo que hemos llam ado el aspecto general o coordinación de las acciones, fuente de las operaciones de carácter lógico y m atem ático, y el aspecto especial o característico de actos particulares, fuente, de las ope­ raciones físicas. E n su aspecto m ás general (el que está ligado a las coordinaciones comunes a todas las acciones), el m ovim iento es un despla­ zam iento, es decir un cambio de posición o de ‘‘em plazam iento’’. H ay, en efecto, m uchas acciones en las cuales el niño sólo se interesa p o r cierto cam bio de orden, no considerándose la trayectoria sino en función de ese cam bio de lu g ar: ocurre así que el niño saca un. objeto de u n a caja p ara colocarlo en otra, lo que im plica “colocar” el objeto de cierta m anera, luego “ desplazarlo” , p a ra volver a colocarlo en otro sitio, Por o tra p arte hay acciones en las que el movim iento no es un simple desplazam iento, sino u n acto m ás completo que presupone el esfuerzo (y, p o r ende, la velo­ cidad en form a de aceleración) y la duración, adem ás del cambio de posición y de la trayectoria seguida: desplazar.un objeto pesado o im prim ir u n m ovim iento rápido a una. pelota son ejemplos de esos actos especializados. Ese segundo aspecto del movim iento es el que nos interesa aquí y el que configura sus caracteres físicos. E n el m om ento incipiente de la idea de m ovim iento (de la idea, p or oposición a la organización sensoriomotriz, anterior a la representación co n cep tu al), es decir durante todo el'período del pensam iento intuitivo y is ,Jbid., pág. 149.

preoperatoria, el m ovim iento físico y el m ovim iento geométrico no están diferenciados entre sí. Esto no significa en m odo alguno que el uno derive del otro, sino que los dos polos de la acción, que acabam os de distinguir por el análisis, están dem asiado próxim os todavía entre sí p ara que los distinga el propio sujeto. U na experiencia crucial perm ite ponerlo en evidencia: basta preg u n tar a un niño si u n cam ino rectilíneo en . pendiente abarca, en cuanto al espacio recorrido y al m argen del tiem po y de la velocidad, u n a longitud m ayor en la subida que en el descenso. H asta los seis o siete años la solución no presenta d u d a alg u n a: el cam ino es más largo en la subida y cuando el niño acepta efectuar la m edida con u n a tira de papel queda asom brado al encontrar el mismo valor en am bos sentidos.19 Hemos com probado igualm ente qué la distancia es concebida como m ayor entre la cim a de u n árbol pequeño y la de uno m ás alto que en el sentido contrario. Sólo en el nivel de las operaciones concretas (después de los siete años) la distancia o la longitud se vuelven simétricas. Reiterem os que esto no p rueba en m odo alguno que esos conceptos m atem áticos sean extraídos del m und o físico por una simple abstracción: los conceptos m a te­ máticos ya están dados en la acción ejercida por el sujeto sobre los objetos, y la acción los añade a las propiedades del m undo físico que, p o r o tra parte, concuerdan siem pre con aquéllos. D el mismo modo todo concepto físico presupone u n a acción que asimismo agrega algún elem ento a los datos de la realidad, peró los com bina con otros elementos que son extraídos de esa realidad. Es, entonces, en el interior de la acción donde se efectúa la diferenciación progresiva entre lo que es operación geom étrica y operación física, sin que ninguna de las dos clases de operaciones derive de la otra: las acciones u operaciones físicas están sim plem ente ligadas entre sí p o r las coordinaciones generales que engendran las operaciones lógico-m atem áticas; pero las acciones físicas no derivan de esas coordinaciones, como tam poco la inversa es cierta, a pesar de la indiferenciación relativa inicial. Después de efectuada esa diferenciación, el principal aspecto físico del movim iento está caracterizado por la velocidad, y el problem a que debemos tratar aquí es, en esencia, el de la form ación de la idea de velocidad, subor­ dinando a dicho análisis el de los otros aspectos del movim iento real. A hora bien, es im portante señalar que el concepto de velocidad in ter­ viene tardíam ente en la historia del pensam iento científico. Aristóteles, escribe H . C arteron,20 define la velocidad diciendo sim plem ente “que el más veloz es aquél que recorre un espacio igual en u n tiem po m enor, o un espacio mayor en un tiem po menor. Conoce, pues, nuestra función velo­ cidad, pero está lejos de concebirla como autón o m a; prefiere definir el t &t t o p y no el r á x o s ; la expresión r á x o s a m enudo se vincula con un sujeto y se la considera como u n a cualidad de aquél; desde ese p unto de vista, la rapidez debe distinguirse de la lentitud y no es susceptible de 19 Véase Piaget: Les notions de m ouvem ent et de vitesse chez l’enjant. París, cap. iv. 20 H. C arteron: La notion de forcé dans le systéme d’Aristóte. París, Vrin, págs. 4-5. p u f

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más o de m enos; esos dos rasgos definen ei régim en de un m ovim iento, y el régim en no es sino el tiempo, el lugar y el térm ino. No obstante, se puede reconocer en algunos pasajes u n esfuerzo p ara destacar u na idea general de la velocidad: la rapidez y la lentitud se hallan en todas las especies de m ovim iento; por consiguiente no constituyen diferencias especí­ ficas, ni entre los movim ientos, ni en un mismo cuerpo; del mismo m odo existe u n a velocidad de lo que es le n to . . . Sin em bargo esa idea de velocidad tiene poca consistencia en la m ente de Aristóteles y no le presta servicio alguno; se tiene u n a p rueba muy clara de esto en el hecho de que reconoce a los m ovim ientos u n a sola dim ensión por la cual son com parables, y es el tiempo. N o h a form ado, po r ende, el concepto de velocidad rectilínea uniform e que utiliza im plícitam ente” . ¿C óm o explicar esa extraordinaria confusión de la física aristotélica y ese carácter ta rd ío del concepto de velocidad? Con toda seguridad, porque el m ovim iento, vinculado prim ero con el esfuerzo, es concebido p o r esa razón precisam ente, com o si fuera orientado hacia u n a m eta. Esa finalidad psico­ lógica constituyó inclusive un concepto físico esencial hasta el advenim iento del m ecanicism o: n o hace falta recordar, cómo, p ara Aristóteles, todo m ovi­ m iento sublunar (p o r oposición a los movimientos circulares o “perfectos” de los cuerpos celestes) está dirigido hacia un fin, que es el estado d e reposo asignado p o r el lu g ar propio del m óvil. A hora bien, es evidente que aun si la naturaleza inicial del m ovim iento físico está relacionada con. un esfuerzo dirigido hacia u n a meta, la concepción de la velocidad perm anece incluida en la del esfuerzo: éste consiste psicológicamente (insistiremos al respecto al tra ta r el concepto de fuerza) en un a aceleración de la acción e im plica así u n elem ento de velocidad, aunque sometido a u n a regulación intencional y, p o r ende, a la finalidad del acto. M ás aún. Si estamos m al inform ados sobre la historia prim itiv a del concepto de velocidad, podemos seguir su form ación en el niño y com ­ p robar, entonces, que la consideración de la m eta o del térm ino de los movimientos condiciona precisam ente la intuición elem ental de sus velo­ cidades. Al principio, el m ovim iento es concebido en esencia como un impulso intencional que tiende a u n fin, que es su p u n to de llegada. Por otra parte, desde u n enfoque m atem ático, es tam bién su punto de llegada el que lo determ ina primero, al m argen dé su trayectoria. Por ejemplo, los sujetos jovenes, en presencia, de dos caminos rectilíneos y paralelos, tales que el p u n to de origen de uno está corrido con respecto al p unto de origen del otro, estim an que los móviles h a n recorrido el “mismo cam ino largo” cuando se detienen uno enfrente del otro: por lo tanto, la coincidencia de los puntos de llegada, al margen del orden de la sucesión espacial de ios puntos de erigen y de la longitud de los trayectos, es lo que determ ina la igualdad de los desplazamientos. En otras palabras, la intuición del orden prevalece sobre la de las trayectorias, y ese orden de sucesión sólo se aplica al principio a los puntos de llegada, dado el carácter finalista de la idea inicial del m ovim iento: para ser más pi'ecisos, el aspecto m atem ático y el aspecto físico del movimiento son indiferenciados al comienzo, como lo

acabam os de ver, y eso ocurre porque la intuición del orden que basta a los pequeños p ara caracterizar los em plazam ientos y desplazamientos geomé­ tricos, se aplica del mismo m odo a la sucesión de los medios y de los fines, es decir, a las m etas de los impulsos intencionales que caracterizan al principio el aspecto físico de los movim ientos. Es interesante observar que ocurre exactam ente lo m ismo con las velocidades y es lo que perm ite observar paso a paso cómo el concepto físico de velocidad se diferencia poco a poco del concepto geom étrico de desplazamiento. L a intuición elem ental de la velocidad descansa, en efecto, tam bién sobre u n a idea de orden: al comienzo es la intuición de sobrepasar, siendo ei más rápido de dos m óviles aquel que logra sobrepasar al otro.21 M as, si la id ea de sobrepasar llega a im plicar tarde o tem prano u n a coordinación tem poral y adquiere así u n contenido físico, adem ás de la idea de impulso y de esfuerzo, propio de todo m ovim iento, h a b rá que señalar que bajo su form a m ás p rim aria esa noción com ienza po r apoyarse únicam ente en las coordinaciones generales (lógico-m atem áticas por lo tan to ) de orden espacial: por ejem plo, si u n m óvil que ha salido de u n punto más alejado que otro móvil casi llega a alcanzar al prim ero, se juzga que el segundo es a pesar de todo m ás rápido y sobrepasa a aquél; o tam bién cuando dos móviles recorren uno frente a otro dos pistas circulares concéntricas de longitudes m u y desiguales, los sujetos jóvenes p reten d en que ambos móviles tienen la m isma velocidad, p orque ninguno d e los dos sobrepasa al otro (o tam bién, el qüe recorre la pequeña pista es más rápido porque podría llegar m ás pronto, es decir, sobrepasar al o t r o ) . Resum iendo, la intuición de sobrepasar que está en los orígenes de la noción de velocidad, empieza p o r basarse sobre el orden espacial de los punto s.d e llegada, es decir, sobre u n a coordinación general sim ilar a la que constituye la idea de despla­ zamiento. Pero, tarde o tem prano, la intuición de sobrepasar se articula, y esa articulación apela a un contenido m ás diferenciado del orden espacial que las simples nociones de im pulso dirigido hacia u n a m eta, comunes a todos los movimientos. H ay u n a articulación de la intuición, apenas se agrega a la p u ra com probación del orden de los puntos de llegada un a puesta en relación de éstos con los puntos de p a rtid a y, sobre todo, un a anticipación o u n a reconstitución intuitivas que perm iten o bien prever lo que sería de los dos m ovim ientos si continuaran más. allá de su punto de llegada, o bien com parar los movim ientos en el caso de direcciones con­ trarias sobre trayectorias paralelas o trayectorias no paralelas. E n efecto, se com prueba que antes de p o d er concebir la velocidad como un a simple relación entre el tiem po y el espacio recorrido, el niño se lim ita a genera­ lizar la idea de sobrepasar, refiriendo in m ente uno de los trayectos com­ parados al otro, o prolongando in m ente los movimientos p ercibidos: llega así a concebir juicios exactos basados en lo que se po d ría llam ar ‘"sobre­ pasos” virtuales.22 R esulta claro que el sobrepasar, generalizado así, implica 21 Véase Les notions de m ouvem ent et de vitesse chez l'enfant, cap. vi. 22 Ib íd .t cap. vn.

entonces u n elemento físico, tom ado de los objetos mismos y no u n a m era coordinación general referida al orden espacial de los puntos de llegada enfocados como m eta o estado de reposo final. Por un a parte, en efecto, si dos móviles A y B se encuentran, en un principio, en el orden AB y luego en el orden BA, es porque uno tenía más “impulso” que el otro, ecc. Por o tra parte, la inversión del orden espacial no im plica solamente un a diferencia dinámica, sino una coordinación tem poral. A ese respecto, el avance decisivo en cuanto a poner en relación el espacio recorrido y el tiempo (y por ende en cuanto a la velocidad con­ cebida como una relación espacio-tem poral y no como un a m era relación de orden o de “sobrepaso” ) se debe a u n a correspondencia establecida entre puntos cada vez más numerosos de los itinerarios seguidos por dos movi­ m ientos distintos. G eneralizando la idea de sobrepasar y, p ara com parar dos velocidades, el sujeto llega no sólo a considerar los puntos mismos en que u n móvil sobrepasa al otro, sino a poner en correspondencia cualquiera de los puntos sucesivamente recorridos por uno de los móviles, con los puntos sincronizados del camino recorrido por el otro. Esta puesta en correspondencia es la que constituye a la vez los “estados” tem porales y su sucesión cronológica (de la cual habláram os en el § 3, p unto 1), es decir el tiem po, que constituye por lo tanto u n a coordinación de las velocidades p ropiam ente dicha, y el concepto de velocidad en cuanto relación entre el espacio recorrido y la duración. Llegamos aquí al nivel alcanzado por las operaciones cualitativas que conform an el tiempo (véase § 3 ), es decir, el nivel de las operaciones concretas (siete a ocho años). A unque de ese m odo la velocidad se convierte en u n a relación entre el tiem po y el espacio, p o r el m ero hecho de que el tiempo acaba en ese nivel su elaboración en cuanto coordinación de velocidades, debe com prenderse que sigue tratándose de una relación cualitativa, es decir de cantidades sim plem ente intensivas. En otros térm inos, todavía no hay m edida de las velocidades, por no poder com pararse entre ’sí las velocidades de los movi­ m ientos sucesivos; las únicas determ inaciones exactas son las que atañen a m ovim ientos parcialm ente o totalm ente sincrónicos y sólo en los cuatro casos siguientes: 1) de dos móviles que se desplazan durante tiempos iguales, aquel que hace el camino más largo es el más rápido ; 2) de dos móviles que recorren los mismos caminos, el que invierte menos tiem po es el que m a rc h a m ás rápidam ente; 3) el que hace más cam ino en menos tiempo va m ás ráp id o ; 4) el q u e hace menos camino en más tiem po se m ueve más lentam ente. Pero el caso en que un móvil hace m ás camino en más tiempo (o menos cam ino en menos tiem po) queda indeterm inado, si uno no sobre­ pasa al otro por falta de un cálculo posible de las proporciones que se aplique sim ultáneam ente al espacio y al tiempo. Señalemos que Aristóteles, que conocía empero las proporciones geométricas, parece haberse quedado en esa idea cualitativa de la velocidad (como se ha visto en el texto de C a rtero n ). Sólo después de haber logrado esa elaboración cualitativa de la velo­ cidad, es cuando la m edida del tiempo y la conservación de la-velocidad se vuelven posibles sim ultáneam ente apoyándose una sobre la otra. Por

un a parte, la conservación de u n movim iento rectilíneo y uniform e se adquiere por la iteración de u n a u nidad de distancia recorrida A; A + A; A - j - A - j - A ; etc., y p o r la com probación (con referencia a otro movi­ miento que recorra el mismo espacio total en el mismo tiem po) de que perm utando los segmentos Aj ; An ; Ag ; etc., no se modifica la relación entre el espacio recorrido y el tie m p o : el reco rrido de la unidad A se vuelve así unidad de tiem po y, a la vez, principio de cuantificación de la velocidad uniform e.28 En cuanto a la m edida de la velocidad de los movim ientos en general (tanto sucesivos como sim ultáneos), se basa tanto sobre esa m edida del tiem po como sobre la intervención de las proporciones en la forma ei / e 2 = ti / t 2. Finalm ente, en el nivel de las operaciones formales (11-12 añ o s), el niño norm al hace un descubrim iento que resulta esencial p ara la evolución de los conceptos de velocidad y de m ovim iento: el de la composición de las velocidades relativas. Se coloca, por ejem plo, un caracol sobre una tablita y, a p a rtir de u n punto de referencia A, se hace avanzar la tablita hasta B, m ientras que el caracol recorre en la tabla un trayecto igual a la m ism a velocidad. Los sujetos de 11-12 años, al no ver sim ultánea­ m ente los dos trayectos, logran com prender m uy bien que el caracol recorrerá así 2 AB, si cam ina en el mismo sentido, y perm anecerá en el mismo lugar, si cam ina en el sentido inverso: resultará w = v v’ y w = v — v’ según los sentidos. C om prenderán, además, diversas com bina­ ciones de movimientos posibles, m ientras que los sujetos jóvenes no llegan a ninguna com binación, por no saber d ar al movim iento relativo un sistema de referencia que esté a su vez en m ovim iento. A hora bien, ocurre a m enudo en tales experimentos que el sujeto descubre espontáneam ente la relatividad del m ovim iento: “es como si la carretera retrocediera cuando él avanza” , etc.24 En ese nivel el sujeto deja de pensar, con Aristóteles, que u n viajero sentado en u n barco está inmóvil,-25 porque d eja de relacionar el movim iento únicam ente con la actividad del sujeto, p a ra establecer u n a relación con los puntos y los ejes de referencia. T a l es, a grandes rasgos, la evolución de los conceptos de velocidad y de movim iento . físico. Com prueba, como la evolución del concepto de tiempo,- la existencia de dos procesos cuya im portancia debe subrayarse desde el punto de vista epistemológico. E n prim er lugar, aunque esos conceptos presuponen, desde el comienzo, algún elemento relacionado con la experiencia de las acciones propias y con las propiedades físicas de los cbjetos sobre los que esas acciones se ejercen (esfuerzo y resistencia, impulso y finalidad, continuación de la acción, etc.),.e stá n dominados, no obstante, desde el principio, por las coordinaciones generales de la acción en su forma 23 Véase para los detalles: Les notions de m ouvem ent et de vitesse chez l’enfant, cap. x. - 4 Véase Les notions de m ouvem ent et de vitesse chez V enfant, cap. v ,‘§ 4 y cap. v i i i , § 4.

Véase Carteron, loe. cil.. pág. 2.

espacial en p articu la r: es la intuición del orden la que gobierna prim ero el tiempo y el m ovim iento, como una seriación de acontecim ientos y de posiciones, y luego la velocidad misma, como un a idea de sobrepasar. Poco a poco las coordinaciones específicas, correspondientes al m ovim iento físico, a la velocidad y al tiem po se van diferenciando de las coordinaciones gene­ rales de carácter espacial, quedando sin cesar subordinadas a éstas. Estamos aquí en presencia de u n prim er, ejemplo de u n proceso de diferenciación entre las coordinaciones lógico-m atem áticas y las acciones físicas coordi­ nadas p e r ellas, la recíproca de lo que hemos visto acerca de los conceptos m atem áticos. V im os, en efecto (vol. I, cap. I I I , § 7 ), que los concep­ tos m atem áticos em piezan por no diferenciarse de los conceptos físicos (por ejemplo, el grupo de los desplazamientos concierne prim ero a los desplaza­ mientos reales, de velocidades finitas y que se suceden en el tiem p o ), p o r el hecho de que los prim eros resultan de las coordinaciones generales de la acción, y los segundes, de las acciones particulares o especializadas, coordi­ nadas por los prim eros. Resulta, p o r ende, que los conceptos m atem áticos provienen de u n a abstracción que p arte de la acción; la abstracción se origina po r una to m a de conciencia progresiva de las coordinaciones, p ro ­ vocada po r la diferencia creciente entre éstas y las acciones físicas p articu ­ lares que ellas coordinan. Recíprocam ente, vemos cómo esta m isma dife­ renciación llega a disociar gradualmente, las nociones físicas de velocidad y de tiem po, de las coordinaciones espaciales que las dom inan, prim ero con exceso y de un m odelo deform ante, y luego las coordinan de un m odo simple. En cuanto a las intuiciones y nociones físicas diferenciadas así de las coordinaciones iniciales de la acción, obedecen a un segundo proceso de evolución, correlativo con la diferenciación m ism a de aquéllas: la com pa­ ración y la composición de los movim ientos son descentradas poco a poco, teniendo en cuenta los térm inos finales de eáos movimientos, p a ra dar lu g ar a u n a correspondencia entre, los diversos pu n to s de sus trayectorias respec­ tivas. D icho de otro modo, esta evolución procede de u n finalismó inicial y egocéntrico hacia la continuidad racional im plicada en la composición operatoria: de ahí resultan las tres etapas de la constitución del concepto de movim iento que se caracteriza: prim ero por su p unto de llegada y u n a velocidad concebida como el simple hecho de sobrepasar; luego p o r su trayectoria, con la velocidad concebida como un a relación (cualitativa y después m étrica) en tre el tiempo y el espacio recorrido; y, finalm ente, por la existencia de los movim ientos relativos que. se pueden com poner entre sí, y u n a composición m étrica de las velocidades. De hecho, el p asaje del dinam ism o finalista al m ecanism o de estructura operatoria es el que determ ina así esta evolución, en paralelo con el desarrollo histórico desde la física antigua h asta Galileo. L a correspon­ dencia entre los pu n to s de las trayectorias h ab ía sido explicada sin em bargo ccn m ucha precisión por las aporías de Zenón de Elea, con respecto a las cuales Aristóteles m a rc a u n retroceso evidente p o r su retorno a los con­ ceptos del sentido com ún. En cuanto a la id ea de un movim iento relativo, ya estaba en germ en en la hipótesis de los atomistas sobre la posibilidad

de un m ovim iento local en el vacío. ¿ Q ué le h a faltado, entonces, a la A ntigüedad p ara constituir u n a cinem ática y u n a m ecánica racional? U n análisis suficiente de la idea de fuerza, sin duda. El carácter prim itivo de la idea de velocidad, en Aristóteles, no proviene solam ente de su defecto de elaboración operatoria y cu an titativ a: se debe tam bién, y quizá sobre todo, al hecho de q u e en su física, como en la del niño, la velocidad es siem pre la expresión directa de u n a fuerza: el m ovim iento tiende hacia u n a m eta y procede de u n a especie de impulso. D e ahí surge el principio fu n d am ental de la . física de Aristóteles, según el cual la velocidad es directam ente proporcional a la fuerza e inversam ente proporcional a la resistencia (resistencia p roducida por la masa del móvil o el m edio circun­ d an te: el aire, etc., lo que im plica el lleno). Sin resistencia el móvil alcanzaría inm ediatam ente su térm ino, pero sin fuerza no se. p o n d ría en. m ovim iento ni lo conservaría. Luego la fuerza, es p a ra él, no sólo la causa de la aceleración, sino de to d a velocidad y ella m ism a aparece como el p ro d ucto de la velocidad po r la resistencia. Los obstáculos que se oponen al desarrollo de la id e a de velocidad no derivan solamente del finalismo de los movim ientos, com o lo hemos visto en este parág rafo : resultan tam bién y, sin. duda en su m ayor p arte, de la idea insuficientemente, analizada de fuerza, concebida com o causa de todo m ovim iento. Pero, a esté respecto, ccm c en el caso del tiem po y de las velocidades, se form a u n círculo, pues la constitución de la idea científica de la fuerza se debe, como es sabido, al concepto de la aceleración, es decir, nuevam ente a u n concepto de velocidad. . 5. L a g é n e s i s y l a s f o r m a s p r e c ie n t íf ic a s d e l a id e a d e f u e r z a . L a elim inación del finalism o, en favor de la composición operatoria de los m ovim ientos y de las .velocidades, encuentra su paralelo exacto en la elim inación de los factores subjetivos, inherentes a las ideas prim itivas de fuerza, en provecho de u n a concepción operatoria fu n d ad a sobre la idea de aceleración. ■ Todos convenimos en buscar el p unto de p artid a de la idea de fuerza en la experiencia que tenem os de nuestro esfuerzo m uscular, com ponente esencial de la acción. Pero, po r o tra parte, la historia de las ciencias parece m ostrar que esta analogía entre la fuerza física y el esfuerzo m uscular era engañosa, puesto que el concepto objetivo de fuerza se h a desprendido cada vez m ás de la fuerza activa y sustancial im aginada p o r Aristóteles sobre el modelo de nuestra intuición subjetiva. ¿H a b rá que adm itir entonces que la p ropia acción ha provisto, con los conceptos de m ovim iento y de veloci­ dad, de dos ideas que la historia h a revelado como racionales, .mientras que con la idea de fuerza nos h a inducido en error? E sta cuestión h a originado serias confusiones e im porta tra ta r de disiparlas, haciendo u n a com paración entre los desarrollos divergentes o convergentes de esas tres ideas y, sobre todo, p ara em pezar, haciendo u n análisis de la psicogénesis respectiva. E n efecto, si las ideas de m ovim iento y de velocidad h an aparentado ser racionales al em anar de nuestra acción, es p orque se h an plegado, como se acab a de ver, a las

condiciones de u n a disociación rigurosa entre lo que es, en la acción, operatorio o fuente de operaciones posibles (caracterizadas por su com po­ sición reversible), y lo que es, en la misma acción, tom a de conciencia egocéntrica, e inadecuada por ende, por p arte del sujeto: en el caso del movim iento y de la velocidad, el elemento operatorio es sum inistrado por las coordinaciones espacio-temporales, es decir por las operaciones lógicom atem áticas y físicas que aseguran el establecim iento de la relación entre los desplazamientos y la duración, etc., m ientras que el elem ento de defor­ m ación egocéntrica está constituido por la finalidad y las intuiciones que a ella se refieren, o sea por u n a centración privilegiada e ilegítim a del pensam iento sobre el térm ino final de los movimientos. En el caso de la idea de fuerza, ocurre exactam ente lo mismo, e im p o rta efectuar la misma disociación entre los elementos operatorios de la acción y su tom a de conciencia subjetiva y deform ante. N o se trata en m odo alguno de negar que la idea de fuerza haya surgido de nuestra experiencia, del esfuerzo m uscular o del esfuerzo en general. Pero es indispensable desde el punto de vista epistemológico, distinguir el punto de vista de lá. acción objetiva, fuente de operaciones posibles, y el de la tom a de conciencia egocéntrica, pues cada uno ha desem peñado su papel en la historia del concepto de fuerza, pero los valores respectivos de esos papeles eran opuestos. O bjetivam ente, el esfuerzo es una conducta, como lo ha. m ostrado P. ja n e t, basándose en los análisis de J. M. Baldwin y de J. Philippe, y es precisam ente u n a conducta o una regulación de la aceleración: continuar m eram ente u n a acción (como en una carrera de bicicletas) no es un esfuerzo, en tanto q u e esa acción prosiga sola, cualquiera que sea la velocidad de los movim ientos en juego, m ientras que hacer un esfuerzo es agregar un impulso a la acción desfalleciente o pasar de un ritmo dado a u n ritm o superior. Ese elem ento de aceleración de la acción es precisam ente el que corresponde a la idea física de la fuerza. Por el contrario, adem ás de la “conducta del esfuerzo” , existe un “sentim iento del esfuerzo” , es decir, un a tom a de conciencia más o menos adecuada de lá conducta de la aceleración. El papel que h a desem peñado el sentim iento del esfuerzo en la psicología m oderna es sum am ente instruc­ tivo desde el punto de vista de una epistemología de la acción o de la operación. M ainé de Biran ha interpretado el sentim iento del esfuerzo (por oposición a la conducta correspondiente) como la fuente, no sola­ m ente, de la idea de fuerza, sino también de la idea m ism a de cau salid ad : el sentim iento de fuerza estaba relacionado, creía él, con la corriente n er­ viosa eferente que va. del cerebro a los músculos y traduce así, directa­ m ente, la acción de nuestra voluntad, es decir de la “fuerza” psíquica aprehendida inm ediatam ente como un a causa y au n como la única causa d ad a en la experiencia pura. Pero W illiam jam es y los psicofisiólogos contem poráneos se h an visto inducidos a invertir los térm inos de la relació n : el sentim iento del esfuerzo es centrípeto y periférico, y no central o centrí­ fugo. Es la expresión de la resistencia, sentida por los órganos que están en contacto con el objeto y asi es como atribuim os el esfuerzo a nuestro vo

y a la voluntad, por una elaboración derivada de esa impresión periférica. De modo que la tom a de conciencia ligada a la conducta de la aceleración no traduce su mecanismo íntim o, sino solamente el resultado y esto se produce conforme a una ley general, según la cual la tom a de conciencia procede del exterior al interior, es decir del térm ino del acto a sus coordi­ naciones previas. H ay, por lo tanto, en la experiencia de la fuerza vinculada con nuestras acciones u n a dualidad m uy com parable con la que se encuentra en la experiencia activa del m ovim iento y de la velocidad: p o r u na p arte, la acción propiam ente dicha, fuente de operaciones objetivas y, por otra parte, la tom a de conciencia subjetiva, egocéntrica y deform ante de la acción. A hora bien, la acción m ism a es aquí u n a conducta de aceleración, fuente de la idea racional de la fuerza y ligada estrecham ente con la idea de velocidad, m ientras que la tom a de conciencia de la fuerza, fuente de la idea precientífica de u n a fuerza creadora y sustancial, es análoga a la tem a de conciencia inicial del m ovim iento y de la velocidad, es decir, a la idea de finalidad. El paralelism o es, pues, completo. E n efecto, el destino histórico de la idea inicial de la fuerza sustancial h a sido semejante al de la idea de causa final en física, m ientras que la perm anencia de las ideas de fuerza, fundada sobre la aceleración, y de energía, basada sobre las transform aciones de la fuerza, h a dem ostrado ser ta n duradera, si no más, como la de las ideas simples de m ovim iento y de velocidad. Conviene recordarlo en pocas palabras. N acida de u n a tom a de conciencia inadecuada del esfuerzo m uscular, en el plano sehsoriomo.tor, la idea de fuerza se ha vinculado inm ediata­ m ente, en el plano del pensam iento intuitivo y prelógico, con el animismo y el artificialismo. Por una p arte, en efecto, en la m edida en que el yo, consciente e intencionado, se siente como causa directa de los propios movimientos, todas las actividades y todos los movimientos percibidos en el m undo exterior, se asim ilan al principio a ese mismo esquem a: de aquí surge el animismo infantil que empieza por asignar vida y conciencia a toda acción m aterial externa, luego las reserva a los movimientos p ro p ia­ m ente dichos, luego a los movim ientos que parecen autónom os (el viento y los astros) y sólo al final, a los anim ales y a los hombres. Por otra parte, entre los seres a los cuales el sujeto acuerda vida y concie cia, los hay muy poderosos y. fuertes que h an fabricado a los demás y les h an impuesto las reglas que constituyen las leyes de la naturaleza: son los padres o los adultos, o los Dioses. Ese artificialism o n ad a tiene de contradictorio con el animismo, puesto que los bebés, el Sol y la Luna, las m ontañas, etc., son concebidos a la vez como fabricados y vivientes, como “nacidos” y no obstante susceptibles de crecimiento. E n ese nivel m ental, la fuerza es im aginada en las sociedades prim itivas como un “m an á” esparcido en la n aturaleza y en la sociedad, que em ana de la compulsión del grupo, es decir de la voluntad de los antepasados y de la vida de los seres y de los hombres.

L a fuerza prim itiva es. p o r lo ta n to y en esencia la causa de los m ovi­ mientos y de todos los movimientos, desde el simple movim iento de tras­ lación hasta el crecimiento y el cambio en general (esos rnotus ad form am , ad calorem, etc., que Descartes tildaba de ininteligibles). Gomo tal, procede de u n a causalidad alternadam ente biom órfica o sociomórfica y m oral, es decir, egocéntrica en diversos grados y nacida de la tom a de conciencia inadecuad a de la p ropia acción. Los seres, móviles o au n fijos, no están pues determ inados m ecánicam ente, sino desde adentro, m erced a su fuerza viviente, y a la vez desde afuera, m erced a la fuerza de las voluntades creadoras. Así, la luna se m ueve porque es viviente, pero viene a ilum i­ narnos por la noche y no de día “porque no es ella la que gobierna” , etc.2S Sin du d a es esa bípolaridad inicial la que se en cuentra en el p u n to de p artid a del esquema de los dos motores, que volvemos a en co n trar en el nivel siguiente, el de la fuerza, en el sentido aristotélico del térm ino. Señalemos tam bién cuán p areja m archa esa fuerza prim itiva con el finalismo de los movim ientos ( § 4 ) vinculado tam bién con el anim ism o: todo m ovim iento queda así enm arcado entre u n a causa que es u n a fuerza viva y u n fin que es el p unto de llegada, fijado p o r u n a doble intención interna y externa al . mismo tiempo. Esa idea anim ista y artificialista de la fuerza desaparece, por lo general, al térm ino del período intuitivo o preoperatorio. Con el período d e las operaciones concretas (comienzo de las coordinaciones espacio-tem porales) asistimos, por el contrario, en el pensam iento del niño, a un desarrollo de la idea de fuerza que interesa desde el p u n to de vista de las analogías con el dinam ism o de la física de Aristóteles. D efinida la velocidad corno u n a relación cualitativa entre la duración y el espacio recorrido, sin m étrica suficiente y scbre tcdo sin composición de las velocidades relativas, el principio de inercia resulta inconcebible y todo movim iento requiere, adem ás, u n a causa particular, que será precisam ente la fuerza. Pero esa fuerza será entonces sustancial y em anará de los mismos cuerpos, sin tran s­ ferencia posible; y an te todo será activa, en u n sentido creador, p o r ser la m anifestación de u n a actividad espontánea y p o r ten er fin sólo después de haber alcanzado su resultado. H eredera del anim ism o y del artificialism o . del nivel precedente, será una vida, pero sin conciencia, y un a actividad productora, inm anente a la naturaleza y a los cuerpos. U n a consecuencia fundam ental de esa ausencia de cinem ática o de relatividad del m ovim iento, sería entonces la siguiente: cuando un cuerpo actú a sobre otro, no podría haber u n simple, movim iento transitivo, ni transferencia de energía; la fuerza de uno de los móviles se lim itará entonces a excitar la del otro, es decir que el m ovim iento presupondrá u n doble .motor, u n m otor interno que es la pro p ia fuerza del móvil, y un m otor externo que sirve de arranque al prim ero. Un m ovim iento ta n simple, en apariencia, como el del agua de un río que corre p o r u n a p en d ien te se explica, por ejemplo, por la unión de dos causas: el ag u a tiene “su im pulso” que es el m otor in te rn o ; pero, por otra p arte, hace falta que alguna fuerza 28 Véase Piaget: La causalité physique chez l’enfant. París. Alean.

exterior lo excite y ésta puede ser el viento, el aire, etc., pero sobre todo los guijarros, alrededor de los cuales el agua form a remolinos porque “tom a su im pulso” p a ra sobrepasarlos y fran q u ear el obstáculo. L a relación del viento y de las nubes es otro ejem plo notable de ese tipo de explicación: las nubes avanzan a causa del viento que las em puja, pero ¡ ellas mismas producen viento al desplazarse! Esa explicación, cuya frecuencia ha llam ado nuestra atención, nos h a incitado a form ular a nuestros sujetos la célebre p reg u n ta del m ovim iento de los proyectiles, que Aristóteles — según sabemos— se h a visto inducido a p lan tear por las dificultades que presenta en este caso la teoría de los dos m otores: el lugar propio de los cuerpos graves está abajo; ¿cómo ocurre entonces que la flecha, al ab an d o n ar el arco no caiga directam ente en eí suelo, si ya no está m ás acom pañada por su m otor externo? El interés de esta p regunta reside en el hecho de que ella constituye u n a especie de índice de la reacción al m ovim iento inercial: de acuerdo con la id ea p eripatéti-, ca de la fuerza, no se tra ta de que la flecha conserve sim plem ente el impulso recibido, como pareciera ser evidente .para el sentido com ún. A quí es donde el análisis genético se m uestra necesario, pues el sentido com ún no es más que el residuo de las ideas correspondientes al am biente de un a época y en particu lar de las atinentes a las técnicas de la sociedad considerada. N uestro sentido com ún puede estar influido, por lo tanto, p o r la m ecánica clásica a través del m aquinism o; cualquier autom ovilista sabe que el aire que levanta su coche no lo em puja, sino que lo retard a, a menos que se le .dé u n a form a que p erm ita utilizar los remolinos. ¿Q u é ocurre con el niño? Hemos form ulado la p reg u n ta m encionando ya sea el lanzam iento de u n a pelota, ya sea el trayecto de una cerilla proyectada con u n movi­ m iento brusco del índice y que resbala hasta el borde de u n a mesa p ara continuar luego en el aire. A hora bien, las reacciones h an sido muy claras: en el nivel preoperatorio el sujeto se lim ita a decir que la pelota o la cerilla describe su trayectoria “porque usted la lanza” ; pero, en el nivel de las operaciones concretas (en p articu la r hacia los nueve o diez años) el niño sum inistra exactam ente las dos explicaciones com plem en­ tarias invocadas por el mismo Aristóteles. P or u n a p arte el proyectil es im pulsado po r el aire que él mismo desplaza al avanzar (“reacción circundante” o hvTí/nep taraa t? ) y, por la otra, es acom pañado por el aire que la m ano sacude al em p u jar el objeto. E n el vacío, según el niño, la pelota o la cerillla caerían enseguida. Finalm ente, en el nivel de las operaciones formales, el concepto de fuerza, conservando natu ralm en te algunos de los rasgos elaborados durante los períodos precedentes, evoluciona, no obstante, porque el sujeto se vuelve capaz de com poner velocidades y c a p ta r la relatividad del movim iento. La reacción circundante está pues elim inada y el movim iento de los proyectiles se explica por u n a simple conservación del impulso recibido, por analogía con la teoría del ím petus que algunos autores del M edioevo hab ían tom ado de H iparco p ara oponerla a la de Aristóteles. P or el contrario y en oposi­ ción con ese principio de conservación del movim iento que tiende a elim inar el papel de las fuerzas, se ve asom ar, m erced al avance de la

m étrica y de la composición de. las velocidades, u n concepto relativam ente exacto de la aceleración, por ejemplo en el caso del movim iento de caída sobre u n plano inclinado: 2‘ es esta m ism a idea la que se halla en el punto de p a rtid a del concepto científico de la fuerza. Com probamos en resumen que, por analogía con la constitución de los conceptos de tiempo, de movimiento y de velocidad, el desarrollo de la idea de fuerza resulta de una deseentración progresiva de las relaciones, a p a rtir del egocentrismo inicial y o rien tad a a establecer un a puesta en relación operacional. V inculada prim ero ccn u n a tom a de conciencia in ad ecu ad a del esfuerzo inherente a la propia actividad, la fuerza provee u n a ap arente explicación p ara los movim ientos cuyo arranque y cuyo retardo final permanecen en el misterio. Pero, interpretados así en función de la acción intencional, luego, sim plem ente en función de un dinamismo bicm órfico, eses movimientos term inan por escindirse en dos categorías: aquellos que conservan más o menos su impulso inercial y son frenad s sim plem ente por el medio circundante, y aquellos cuya aceleración plantea el v erdadero problem a de la fuerza. Aquí se detiene el análisis embriológico, por así decirlo, del concepto de fuerza y se impone la necesidad de recurrir a la historia dq las ciencias. M ás interesante aú n resulta señalar, que m ientras las representaciones precientíficas de la fuerza se deben a una asim ilación deformante de los fenómenos a los esquemas extraídos del sentim iento del esfuerzo, el concepto científico de la fuerza comienza cuando los movimientos observados en el m undo exterior ponen de m ani­ fiesto esa aceleración cuya conducta del esfuerzo (en cuanto com porta­ m iento ohjetivo y no en cuanto introspección subjetiva) sum inistra precisa­ m ente el equivalente biológico. De modo que, como ocurre a menudo, la descentración de la acción perm ite alcanzar sim ultáneam ente lo dado objetivo externo y las raíces internas mismas de la acción descentrada: esto equivale a decir que, después de elim inar las adherencias subjetivas que falsean la toma de conciencia inicial de la fuerza, el su jeto descubre la aceleración en la experiencia exterior del movim iento de los objetos y. a la vez, en la experiencia interior de los movim ientos propios. A unque, desde luego, aquí como en todas partes, el descubrim iento de un hecho de experiencia (tanto interno como externo) presupone u n a coordinación operatoria que haga posible la lectura de este hecho. E n el caso particular, esa coordinación atañe a la elaboración espacio-tem poral de las velocidades. E n conclusión, así como las ideas de tiempo, de m ovim iento y de veloci­ dades sólo se vuelven racionales eliminando, por u n proceso continuo de descentración, la finalidad inicial que resulta de u n a tom a de conciencia incom pleta, y constituyendo un sistema de coordinaciones operatorias, del mismo modo la idea de fuerza adquiere ese mismo carácter, des­ prendiéndose, por u n a descentración análoga, del sentim iento del esfuerzo, p ara insertar la experiencia de la aceleración en las coordinaciones espaciotemporales y cinemáticas. 27 L es notions de m ouvem ent et de vilesie chez l’enfant. cap. xí.

del

6.

La

m u n d o

:

e v o l u c ió n

del abso luto

de

los

co ncepto s

m e c á n ic o s

y

e g o c é n t r ic o a l a d e s c e n t r a c ió n

de

los

s is t e m a s

r e l a t iv is t a

.

El proceso de evolución que acabamos de analizar, tal como una descentracicn g radual de las ideas de tiempo, de movimiento, de velocidad y de fuerza, presenta el interés de converger con lo que parece ser la ley principal del desarrollo de las ideas mecánicas y de los sistemas del m undo en la historia de las ciencias. No se podría resum ir aquí en algunas páginas la historia de las cosmologías, escrita por tantos buenos autores y au n por físiccs del valor de P. D uhem . Es indispensable, empero, si se quiere tra ta r de explicar los conceptos científicos por su génesis psicológica, destacar, allí donde existen, los mecanismos comunes al desarrollo individual y al desarrollo histórico: no podría haber un terreno más propicio para sem ejánte investigación que el de la eliminación de los factores subjetivos. L a gran lección que im plica el examen de la génesis de las ideas cinem áticas y mecánicas es, en efecto, la dualidad de valor y de destino de los aportes que hace el sujeto en la construcción de tales conceptos: nacidas de la actividad propia, todas esas ideas son, subjetivas prim ero en tanto están condicionadas por el egocentrismo inicial de esa actividad; pero no llegan a descentrarse y a volverse objetivas sino gracias a un sistema de operaciones coordinadas que constituyen u n a segunda form a de la acción del sujeto. Existen pues dos manifestaciones de la actividad del sujeto: u n a es subjetiva por ser egocéntrica, y su im portancia disminuye en el curso del desarrollo, m ientras que la otra es operatoria y se manifiesta por la descentración y la coordinación, aum entando así su im portancia en el curso de la evolución. Al egocentrismo pertenecen el tiem po propio inicial, que im pide la constitución de un orden tem poral común, las sim ultaneidades y las sincronizaciones entre las duraciones cuando los movi­ mientos en cuestión son velocidades diferentes; al egocentrismo pertenecen tam bién el finalismo, inherente a los' movimientos determ inados solamente por su p unto de llegada y a las velocidades caracterizadas únicam ente por el hecho de sobrepasar, finalismo que presenta así un obstáculo a la coordi­ nación y a la m edición de aquéllos, así como el animismo de la fuerza vinculada con el esfuerzo intencional. A la descentración operatoria pertenecen en cambio la constitución de un tiempo homogéneo (en nuestra escala), la m edición y la composición de los movimientos y de las veloci­ dades, y la relación de la fuerza con las aceleraciones distintas de los movi­ m ientos inerciales: ahora bien, la form ación de cada uno de esos conceptos presupone la participación del sujeto que opera, en la m edida en que la objetividad de los conceptos no atañe más a la intuición inm ediata de una cosa — ¡ intuición que sigue siendo siempre egocéntrica por ser fenom énica!— sino a la elaboración de u n a relación con respecto a la cual el observador se ve obligado a situarse, al mismo tiempo que la está construyendo. Todos ven que ese problem a de la descentración está estrechamente em parentado con el que plantea la evolución de las teorías mecánicas y de las cosmologías: converge así con lo que se podría llam ar la cuestión del desplazam iento gradual del absoluto. Form ando un paralelo notable con ¡o que acabam os de m encionar acerca del desarrollo individual rl?

los conceptos, los absolutos falsos, vinculados con el antropocentrism o de las cosmologías, prim itivas, son reemplazados progresivam ente por absolutos nuevos, pero cuyo carácter paradójico consiste en que son alcanzados sólo a través de un sistema de coordinaciones que vuelven relativos los puntos de vista del observador, aunque aseguran la objetividad del conjunto en virtud de su m ism a reciprocidad. El desarrollo de las cosmolo­ gías, así como el de la representación física individual, se caracteriza de esta m anera por el paso del egocentrismo a la descentración y a la coordinación operatoria, y, por lo tanto, del egocentrismo al estableci­ m iento de relaciones y al relativismo. El sujeto se convierte, p o r ende, de poseedor inm ediato, au n q u e egocéntrico, de un absoluto, en el constructor m ediato de nuevos absolutos y está tanto m ás seguro de sus conquistas cuanto más sale de sí mismo y concibe su punto de vista como m ás relativo.. E n otras palabras, el sujeto es un centro de relaciones y, en la. m edida en que se apoya sobre el centro, deform a la realidad de u n a m an era com ún­ m ente llam ada “subjetiva” , m ientras que en la m ed id a en que lo descentra, es decir, lo coordina con todos aquellos de los que p ueden em an ar otras relaciones, va construyendo relaciones de relaciones; dichas relaciones de grados crecientes constituyen entonces las operaciones cuya composición va ciñendo cada vez m ás de cerca el objeto. E n esa descentración coordina­ dora es en la que el sujeto se m uestra más activo, m ientras que su egocen­ trismo inicial es sumisión pasiva desde el punto de vista espontáneam ente ligado a la actividad propia. E n cuanto al objeto, parece retroceder constantem ente; pero de ese retroceso depende su determ inación “objetiva” ; por otra parte, quien dice retroceso dice por ende distancia cad a vez m ayor que debe recorrerse hasta el objeto y, por consiguiente, solidaridad entre dicha objetividad y los actos del sujeto. T al es el proceso que, después de haberse esbozado en la psicogénesis de los conceptos, caracteriza las grandes líneas d e la. historia de las concep­ ciones mecánicas y cosmológicas. El principio de la epistemología genética consiste, en efecto, en tra ta r de determ inar el papel que desem peñan el sujeto y el objeto, no enfocándolos en sí, sino en el proceso mismo del increm ento de los conocimientos. E n lo que a esto respecta, se puede tener la esperanza de captar el alcance de los conceptos m ás evolucionados, relacionando los extremos por medio de las leyes del desarrollo. Se h a querido, po r ejemplo, utilizar la teoría de la relatividad con los fines más diversos, del idealismo al realismo, característicos de todos los m atices m etafísiccs y positivistas. L a cuestión se simplifica quizá si se tra ta sim plem ente de relacionar los pasos que da la m ente, al construir sem ejante concepción, con las actitudes que culm inan, en todos los niveles del desarrollo m ental, en un avance de la objetividad gracias a u n a conquista de la puesta en relación. Si es cierto que la objetividad es función del retroceso del objeto y, po r consiguiente, del aum ento, en núm ero y en com plejidad, de los pasos que da el sujeto, entonces será cuestión de saber hasta qué punto se puede disociar el objeto de la objetividad propiam ente dicha. P ara el realismo, la objetividad es u n a actitud del sujeto que se dispone a alcanzar el objeto. P ara el idealismo el objeto está constituido por la objetividad misma que

se convierte entonces en objetivación o creación dei objeto. Desde el punto de vista de u n a epistemología genética, en cambio, que no ad m ite un sujeto en sí, sino sólo las etapas de form ación del sujeto, ni tam poco objeto en sí, sino solam ente los objetos sucesivos reconocidos por el sujeto en el trans­ curso de dichas etapas, existe evidentem ente u n a relación entre la objeti­ vidad y los objetos, pero la cuestión está en determ inar esa relación por el desarrollo en sí. A ese respecto la historia de las concepciones cosmo­ lógicas es ap ta, más que nin g u n a otra, para precisar sem ejante relación, pues esas concepciones consisten esencialm ente en la investigación del absoluto: podría ocurrir, em pero, que los tipos de objetos reconocidos como tales, en cada nivel m ental y p ara cada sistema nuevo del m undo, fueran solidarios con las coordinaciones que aseguran la objetividad, aproxim án­ dose cada vez más a ese lím ite constituido po r el objeto en sí. No sabríamos n atu ralm ente afirm ar por adelan tad o si ese límite existe o no, ni m ucho menos determ inar en qué consiste: aunque si estudiamos la serie de los tipos de objetos que se suceden persiguiendo tal estado lím ite y si nos limitamos a conocer los térm inos de la serie ya realizados, podem os tener la esperanza de que se llegue, tard e o tem prano, a reconocer si esa serie es divergente o convergente y en el caso de que converja h acia u n límite, a discernir la orientación de éste. M ientras tan to y sin especular sobre los términos que vendrán y cuya estructura no se podría anticipar, la cuestión reside en buscar de establecer la ley de transform ación que gobierne la serie, pues solamente la posesión de tal ley perm ite hab lar de u n a serie. El m étodo que debe seguirse consiste, entonces, en distinguir, en cada una de las etapas de la evolución de las nociones mecánicas y de los sistemas del m undo, lo que constituye el absoluto alcanzado en el transcurso de dicho período, y lo que es relativo. En cada concepción del universo existe, en efecto, un absoluto y todos sabemos que la teoría de la relatividad ha llegado, m ás que ninguna otra, a poner en evidencia el carácter absoluto de algunas leyes de la naturaleza, al m argen de todo sistema de referencia. En esa situación, lo relativo revelará el papel de las operaciones que el sujeto está obligado a usar, observando lo real de los puntos de vista particulares, vinculados con su condición de observador, p a ra poner de manifiesto los rasgos del objeto. E n cuanto a los absolutos sucesivos, su misma sucesión y la destrucción correlativa de los absolutos precedentes nos in form arán-acerca de los rasgos propios del objeto del conocim iento y acerca de su independencia o su solidaridad con respecto a las operaciones del sujeto. D e esta m anera en el desarrollo de los §§ 2 a 5 del presente capítulo, d estudio de la génesis m isma de los conceptos de tiempo, de movimiento, de velocidad y de fuerza nos ha m ostrado ya cómo los falsos absolutos egocéntricos del tiem po propio, de la finalidad de los movimientos y de la fuerza viviente ligada al esfuerzo m uscular h an debido ser reem plazados por absolutos espacio-tem porales descentrados con respecto al yo, pero acce­ sibles a través de las operaciones del sujeto. E n este caso, son el estableci­ m iento de las relaciones activas 'y, por ende, el descubrim iento de la relatividad de los puntos de vista ligados a la actividad propia, los que han

perm itido la objetivación del objeto. L a cuestión consiste, entonces, en saber ti se trata de un accidente especial de la génesis de los conceptos o de un proceso que se vuelve a encontrar en la fabricación de todas las cosmologías. 7.

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A unque la génesis de los conceptos deba buscarse en la acción, en el curso del desarrollo m ental individual, cabe suponer que en el cam po colectivo, que es el de la historia de los sistemas del inundo y del pensam iento científico, existe una relación estrecha entre la evolución del pensam iento y el de las técnicas. Con esto no queremos decir n atu ral­ m ente que el progreso de las ciencias se explica por las necesidades de sus aplicaciones; y a m enudo ocurre que la ciencia hace sus conquistas desinte­ resándose de todo fin utilitario. Este es el caso, en particular, de la m ate­ m ática, que los griegos h an liberado celosamente de las preocupaciones empíricas (cálculo concreto, agrim ensura, etc.) en las que se habían inspi­ rado los descubrim ientos de los egipcios. Es cierto que por estar ligadas a las coordinaciones generales de la acción y no a las acciones especializa­ das, las estructuras lógico-matemáticas son seguram ente m ás indepen­ dientes de las técnicas que las ideas fisicoquímicas, aunque esas coordi­ naciones se afinan a menudo a raíz de las conquistas físicas. Pero la relación entre los sistemas del m undo y las técnicas, p o r más simple que sea, no por ello se im pone menos, en el sentido de que los primeros constituyen la filosofía de las técnicas (en sus lagunas y lim itaciones como en su extensión) adquiridas po r la sociedad correspondiente, ya se trate d e técnicas utilitarias o, posteriorm ente, de técnicas propias a las investigaciones físicas mismas. A un la “m entalidad prim itiva” debe ser encarada bajo ese ángulo, como si constituyera precisam ente el sistema del m undo propio de las sociedades cuyas técnicas naturales perm anecen rudim entarias y cuyas subrogaciones mágicas y sobrenaturales desempeñan un papel tanto m ás im portante. Es interesante com probar, en ese sentido, cómo h a llegado a reaccionar Ch. Blondel, uno de los principales partidarios de L. Lévy-Bruhl, contra la insu­ ficiencia de la investigación al respecto, fundando finalm ente su psicología y su sociología de la inteligencia sobre el papel que desempeñan las técnicas.2* Pero no todos adm iten ese punto de vista y Essertier ha escrito todo un lib ro 29 (qye se apoya po r otra parte sobre enfoques especulativos más que sobre u n a encuesta inductiva sistemática) p ara m ostrar que el hombre ha sido d u ran te largo tiem po “un mecánico que ignoraba la m ecánica” , y que la reflexión científica es independiente p o r lo tan to de las acciones efectivas. Si la fórm ula es acertada, llega a dem ostrar precisamente que los actos preceden al pensam iento y se lim ita a p lan tear el problem a de las relaciones entre ellos. P ara resolver ese problem a, habría que liberar, por u n a parte, las conexiones psicológicas exactas entre los esquemas sensoriomotores, los esquemas intuitivos, las operaciones concretas y las operaciones formales y, por la otra, las conexiones sociológicas entre las técnicas y las A

r ist ó t e l e s.

^ -Oh. Bíondeí: “Intelligence et techniques” , Journ. de Psychol., 1938. 39 D. Essertier: Les formes inférieures de l’explication. Alean, 1927.

de

m entalidades colectivas. L am entablem ente aunque el prim ero de esos estudios sea relativam ente fácil, el segundo no está hecho y perm anecerá sin du d a siempre incom pleto, por no poder reconstituir con precisión la historia del pensam iento correlativo con la sucesión de los descubrimientos técnicos del hombre fósil. En cuanto a la “m entalidad prim itiva” actual, única base de partida de la cual disponemos, ofrece el gran interés de proveer un ejemplo de un sistema del m undo que corresponde a técnicas insuficientes: su carácter prelógico, estudiado m uy bien por L. Lévy-Bruhl, se debe, sin duda, a esas insuficiencias o a las causas mismas que las explican. Es de señalar primero que, por más “consagradas” que estén por un ritualismo místico y por más acom pañadas de m agia que sean las técnicas de los “prim itivos”, no dejan de constituir por ello, en tan to son acciones, u n sistema de actos adaptados: sus cabañas resisten a la intem perie, sus canoas, al agua y sus flechas alcanzan su presa. Sería pues de una im portancia evidente conocer en el detalle la inteligencia práctica y las diversas técnicas en uso en una sociedad “prim itiva” p a ra poder situar de un modo fecundo la inteligencia íeflexiva o verbal y las representaciones colectivas que atañ en al universo correspondiente. Desde ese p unto de vista el problem a del pensamiento prelógico es com ún al prim itivo y al niño. Por cierto, existen grandes diferencias entre la m entalidad primitiva y la del niño. Las principales consisten en que la prim era es colectiva m ientras que la segunda sólo está en vías de socializarse; el prim itivo es un adulto que trab aja p a ra vivir, m ientras que el niño actú a en función de intereses m om entáneos; el prim itivo vive en la inquietud que le causan las potencias m alhechoras, en tanto que el niño confía en las que lo rcdean; etc. No obstante, las relaciones entre el pensam iento y la acción son en p arte com parables en ambos casos. A pesar de u n a elaboración sensoriomotriz de las conductas, ya apreciable, pero no consciente de sus mecanismos, el pensam iento simbólico, u n a vez constituido en el niño, sobrepasa enseguida la zona de las verdades controlables por las acciones: en la m edida en que éstas perm anecen cortas e insuficientemente coordi­ nadas, el pensam iento en sus comienzos se evade, en efecto, en el juego, el m ito y el dominio de las explicaciones verbales y oscila entre el egocen­ trismo y la invocación de la om nipotencia adulta. E n el prim itivo, asi­ mismo, la insuficiencia de las técnicas m ateriales y el carácter no reflexivo de las coordinaciones nacientes de éstas es com pensada por un a abundancia de técnicas sobrenaturales (acciones ejercidas por el gesto, la im agen y la palabra) y deja un m argen am pliam ente abierto a la im aginación mito­ lógica y prelógica. E n lo que se refiere, en particular, a las operaciones lógico-aritméticas, no se p odría negar la semejanza entre las participaciones prelógicas y las cantidades intuitivas adheridas a las colecciones mismas que se encuentran en el prim itivo, y las estructuras preconceptuales o prenum éricas en el niño de dos a seis o siete años. Desde el p unto de vista del tiempo, la misma ausencia de u n tiem po com ún y homogéneo se observa en ambos casos. El finalism o anim ista del movimiento constituye igualmente

un rasgo de parentesco (el jefe indio, citado por M ach según P o w ell30 que atribuye el vértigo a u n a p ie d ra que no se logra lanzar al otro lado de u n a garganta, da u n a explicación típicam ente in fa n til), etcétera. A hora bien, desde el p unto de vista del sistema del m undo y de las relaciones, que son las únicos que nos interesan aquí, entre lo relativo y lo absoluto, o entre el sujeto y el objeto, el carácter más notable del universo de los prim itivos es que n a d a en él es concebido con referencia a la posición del observador o del sujeto (salvo n atu ralm en te en lo que atañ e a la percepción de la perspectiva por ejem plo, o de los efectos de profundidad, etc., p o r oposición a ios conceptos correspondientes). Los sueños mismos no son concebidos con referencia al sujeto y form an p a rte de la realidad física; los nombres igualm ente, etc. Los astros (y esto es esencial p a ra la com paración con los niveles ulteriores) son considerados com o objetos pequeños situados a la altu ra de las nubes y cuyo m ovim iento ni es autónom o, ni de u n a regularidad asegurada. Así como el niño se considera du ran te largo tiem po seguido, en sus idas y venidas, p o r la. luna, cuyos m ovim ientos gobierna de ese modo, así tam bién los antiguos chinos consideraban todavía que el H ijo del Cielo regulaba la m arch a de los astros y de las estaciones recorriendo su reino (o dicho en form a m ás simple, su p alac io ). Resum iendo, no hay distinción esencial entre la apariencia y la realidad, entre el indicio o el signo y las cosas significadas: todo es realidad directam ente aprehendida, hasta el m undo oculto que se revela sin cesar po r m anifestaciones visibles, y el absoluto se confunde con esa realidad entera sin nin g u n a especie de relatividad intelectual. C om parado, em pero, con lo que los niveles ulteriores nos h an com u­ nicado sobre lo real, ese absoluto global de p artid a presenta dos caracte­ rísticas sum am ente instructivas por su propio nexo: es. sim ultáneam ente e indisociablem ente egocéntrico y fenoménico. Es .egocéntrico pero en una form a que no es la del pensam iento del niño, puesto que éste se. halla sólo en vías de socialización y qu ed a centrado scbre el individuo y sobre las relaciones con su prójim o (d e'd o n d e se origina el artificialism o condicionado p o r el poder del adulto, etc.). El egocen­ trism o intelectual del prim itivo es, entonces, u n socioc.entrismo o “sociom crfism o” como lo ha dicho acertadam ente D urkheim . Pero si la sociedad consta de pequeñas tribus confinadas en pequeños territorios, la diferencia de escala entre el egocentrismo infantil y el sociomorfismo del prim itivo es desdeñable desde el p u n to de vista de la form ación de las ideas físicas y de los sistemas de] m u n d o : en el sociomorfismo como en el egocentrismo, el hecho esencial consiste en que el universo tiene u n centro y en que ese centro absoluto es el pequeño conjunto interindividual al que pertenece el sujeto. Luego el espacio tiene un centro que es el territorio de la aldea. El tiem po es gobernado po r el calendario social y las secuencias tem porales están subordinadas a los vínculos mágicos y místicos que desprecian el orden y la duración operatorios en favor de algunas intuiciones elemen:u) Véase M ach: págs. 125-126-'

La

connaissance de 1‘erTeur. T rad. D ufour. Fiam m arion,

tales de sucesión y de velocidad. L a fuerza es el “m a n á” del clan. La causalidad es la expresión de las voluntades que gobiernan el grupo social. Gomo lo h a observado 1. M eyerson.81 la asimilación del m undo físico al m undo social desemboca en el concepto de u n equilibrio inestable cuya conservación está ligada al de los usos, y éstos adquieren por este mismo hecho u n aspecto racional (“observamos nuestras viejas costumbres a fin de que se m antenga el U niverso” había dicho a Rasm ussen un viejo esq u im a l); no deja de ser menos cierto que esa necesidad de conservación, afectiva más que intelectual por lo demás, es derivada con respecto a una actitu d egocéntrica. Pero, po r ser al mismo tiem po ego o sociocéntrico, o m ás exactam ente, p orque es egocéntrico, el universo absoluto del prim itivo es fenoménico, es decir, que la superficie de lo real no se distingue de u n a realidad física que sería deducida bajo las apariencias. Así es como los fenómenos están ligados entre sí de acuerdo con sus simples secuencias em píricas: el retrato de la rein a V ictoria puede desencadenar u n a epidem ia, así como las sombras chinescas proyectadas en la lona de la carpa por u n viajero llegan a p roducir al día siguiente u n a pesca m uy fructífera. Pero, ¿ por qué. la ap a­ riencia y la realidad no están diferenciadas? Es porque sem ejante disocia­ ción presupone u n a continua descentración del pensam iento, es decir, una separación posible de lo objetivo y de lo subjetivo, y esa descentración es precisam ente la inversa del egocentrismo intelectual que la tiene en jaque. E n su interesante exam en crítico de las tesis de L. Lévy-Bruhl, I. Meyerson atribuye esos vínculos fenoménicos a “falsos razonam ientos” ; no cabe duda de que es asi, pero no podría haber u n razonam iento correcto sin la descen­ tración necesaria p ara que se establezcan relaciones objetivas. N o cabe aquí buscar las razones, esencialm ente sociales, que hayan podido provocar la declinación de la m entalidad “prim itiva” y su pasaje a la m entalidad característica d e l' nivel de las operaciones concretas. Se han invocado en p articu lar dos factores y existe cierto interés epistemológico en subrayar su estrecha interdependencia y su acción convergente en cuanto a la descentración del pensam iento. El prim ero es la m ezcla de las unidades sociales iniciales que form an totalidades m ás vastas y más densas, de donde resulta a la vez u n a división del trab ajo económico y u n a diferenciación psicológica de los individuos. El otro es el progreso mismo de las técnicas, vinculado con esa división del trab ajo y con esa diferenciación m ental. Ese avance llega tarde o tem prano a u n a internalización de las acciones en operaciones concretas y, po r consiguiente, a la constitución de un a lógica p ráctica (com parable a la de los niños civilizados entre siete y once años). Se tra ta entonces, desde luego, sólo de operaciones concretas y no formales, es decir, que conducen a u n a ciencia em pírica y no teórica. Sólo esas cperaciones concretas bastan para m odificar en algunos puntos esenciales el sistema del m undo.

31 I. M eyerson: A nnée Psychol., t. xxnr, 1922, pág. 214.

T om em os el ejemplo de los caldeos. Im pregnados aún de m itología prim itiva en su representación del universo, y refiriendo en p articu lar sus observaciones en el cielo estrellado a toda un a astrología sociomórfica, no h an dejado de arrib ar pese a ello, por la técnica propia de u n pueblo de pastores, adoradores de los astros, a m edidas del tiem po y a determ in a­ ciones de m ovim ientos celestes que m arcan, ambas, u n avance esencial en la distinción de lo absoluto y de lo relativo y, por consiguiente, en la descentración del m undo con respecto al sujeto. Perfeccionando el gnom on simple hasta conseguir el “polos” hemisférico dividido en partes iguales,32 han llegado a determ inar la hora en función de la trayectoria del sol, m idiendo la dirección y la longitud de las sombras. Q u e el “polos” haya sido inventado, como lo quiere Sageret, por razones místicas inspiradas en el culto de Sam as, el sol, o por razones prácticas, no por eso deja de constituir u n instrum ento, y aun “de prim ordial im portancia, el antepasado de todo el equipam iento astronóm ico” . E l uso de esa técnica, au n sin conducir a la constitución de una geom etría ni de u n a astronom ía teóricas (a pesar del conocimiento caldeo de los eclipses, etc.) h a desem bocado sin em bargo en u n descubrimiento fundam ental en la historia de los sistemas del m undo: los astros tienen u n a trayectoria independiente o autónom a, de la cual depende el grupo social (m aterialm ente y, sin d uda d u ran te m ucho tiem po aún, m ísticam ente) ; pero esa trayectoria ya no esta m ás regulada por las fiestas de las estaciones ni por las m archas y contram archas de los humanos vivos o difuntos. B astará un solo hecho p ara ilustrar la diferencia, de los puntos de vista: m ientras que los primeros astrónomos caldeos tratab an de d eterm inar trayectorias objetivas, la creencia popular atribuía siempre a las estrellas el poder de ac o m p añ ar a los hombres, como lo atestigua la leyenda bíblica de los tres reyes magos guiados por la lum inaria celeste. Com probam os así que, en lugar de una m entalidad aú n profundam ente sociomórfica, y a pesar de todas las supervivencias “prim itivas”, la elaboración de op era­ ciones concretas referentes al movimiento, a la velocidad y al tiempo se traduce por un principio de descentración que afecta al conjunto del universo, y p o r ende, por u n a disminución sim ultánea de egocentrismo y de fenomenismo. Sin em bargo y aunque tal principio de descentración o de objetividad m arca, en efecto, u n a prim era disociación entre lo absoluto y lo relativo (en el caso particular, entre la trayectoria real de ciertos astros y los movim ientos aparentes relacionados ccn la observación directa d e los obser­ vadores en m a rc h a ), ese absoluto perm anece, y en buena p arte, centrado sobre el sujeto: la tierra todavía es concebida como p lan a (cierto es que ya es hem isférica entre los caldeos) ; es lim itada (él tratad o m atem ático chino T scheou-Pei hasta calcula su extensión basándose sobre u n principio gnom ónico) ; 34 flota sobre un líquido o perm anece sin soporte, etc. : pero 32 N ewton. 33 34

Véase su descripción en J. Sageret: Le systeme du monde des chaldéens a A lean, 2* ed., pág. 106. Ib íd ., pág. 111. Sageret, loe. cit., págs. 55-56.

en todos los casos constituye el centro del m undo y sim plem ente está coronada por una costra sólida form ada por el firm am ento. Las líneas verticales, en particular, son absolutas, por ser todas perpendiculares al suelo horizontal. Sólo con el origen de las operaciones formales, entre los griegos, la distinción entre lo absoluto y lo relativo adquiere un valor de principio reflexivo. Los presocráticos ya oponían la verdad a la opinión y a las apariencias ilusorias y buscaban una explicación de la n aturaleza p o r sí misma, reaccionando contra la im aginación mitológica de las causas. Liberándose a la vez del egocentrismo y del fenomenismo de las explica­ ciones corrientes, Empédocles descubre que el aire es u na sustancia y que la som bra o la noche no lo son, contrariam ente a las apariencias y a las interpretaciones anim istas y finalistas inherentes al sentido com ún de aquel entonces. D esde el punto de vista del sistema del m undo esta inversión de sentido con respecto al egocentrismo y al fenomenismo espontáneos d a origen de inm ediato a u n conjunto de concepciones, inuy diversas y a m enudo incom patibles entre sí, pero cuyo rasgo com ún es la descentración decisiva que acarrean con respecto a la cosmología del nivel de las operaciones concretas. Así la esfericidad de la tierra es adm itida, quizá desde Pitágoras (cuando los babilonios sólo habían llegado a la sem iesfericidad), de donde resultó el no paralelism o de las verticales. Los astros están p ro ­ vistos de dimensiones que contradicen su apariencia sensible, y sus m ovi­ m ientos son interpretados en función de modelos geométricos que exceden am pliam ente la com probación em pírica. Esas conquistas orientadas hacia la extensión de las escalas superiores hallan su sim etría en la escala de lo invisible, en las teorías del atomismo del vacío y de la atracción de los elementos, con un comienzo de descentración que tiene en cuenta las ideas de “arrib a” y “abajo” . Finalm ente, las operaciones formales, surgidas de u n a articulación constructiva y reflexiva a la vez de las operaciones con­ cretas, hacen tam balear tam bién el m arco y la realidad sensible en favor de una descentración en todas las escalas y de una elaboración de coordinaciones nuevas. A pesar de esa ab undancia de ideas audaces, entre las cuales las más próxim as de la ciencia m oderna han sido a m enudo utilizadas en un sentido negativo y no constructivo,35 el sistema de Aristóteles m arca un retorno sistemático al sentido com ún, como reacción contra la física de los p re ­ socráticos (el atomism o en especial), como asimismo contra el m atem atismo platónico. Sin em bargo, precisam ente a causa de su posición de “justo m edio” , el sistema peripatético del m undo sum inistra u n a imagen 35 Compárese (adem ás de los argumentos de Zenón tesimal ) la relatividad del m ovim iento en Sexto E m pírico: sentido contrario pueden culm inar en una inmovilidad real; por cam inando sobre Ja cubierta de un barco en dirección opuesta últim o, puede estar inmóvil con respecto a la orilla.

que rozan ei cálculo infini­ dos movimientos en ejemplo, un hombre, a la m archa de este

preciosa de lo que ha podido seguir siendo, p ara la física griega, el absoluto de la realidad a pesar del relativism o naciente. Desde el p unto de vista en que nos colocamos aquí, el hecho dom i­ nante de la cosmología de los griegos, com parada con la de Copérnico y de Galileo, es que el universo tiene un centro. Según una de las concep­ ciones más osadas de la que Aristóteles se ap arta, la de Philolaos, el centro no es la tierra, sino el fuego central alrededor del cual giran en círculo la antitierra, la tierra, la luna, el sol y los cinco planetas (esos diez cuerpos a su vez están rodeados por la esfera de los fijos y el fuego e x te rio r). Pero Aristóteles objeta que la tierra, po r ser pesada, debe ocupar el centro de todo. Es esférica porque su superficie es en todas partes p erpendicular a los radios del mundo, es decir a las líneas de fuerza según ias cuales los cuerpos pesados son atraídos hacia el centro, y es fija porque a! ocupar el centro, la tierra constituye así el núcleo del universo. L a vertical está referida p o r lo tanto al centro de la tierra, pero siempre hay un “arrib a” y un “abajo” absolutos, puesto que están determ inados por el hecho de que el centro de la tierra se confunde con el del m undo. D e donde se deduce la consecuencia principal de que el espacio no es hom ogéneo ni isótropo, q u e no adm ite similitudes y que es finito. D e aquí resulta un dualismo de principio m uy característico del pensam iento an tig u o : éste opone, en efecto, al espacio geom étrico de Euclides, que es homogéneo, isótropo, insensible a la escala de m agnitud de las figuras, e infinito, un espacio físico contrario a esas propiedades.30 Pero es sobre todo el espacio físico de Aristóteles el que actú a sobre los cuerpos en virtud precisam ente del hecho de ser centrado: asigna a todos los objetos m ateriales un “lugar propio” , como cualidad inherente de su naturaleza o como condición de la realización de ésta: de ahí resulta el m ovim iento de los graves hacia abajo y de los cuerpos ligeros hacia arriba, m ovim ientos “n aturales” puesto que son condicionados por u n a tendencia inm anente a cada cuerpo y que form a parte de sus atributos esenciales. Se deduce u n a serie de consecuencias fundam entales en cuanto a la interpretación del m undo físico y de la m ecánica. Al principio, por no ser homogéneo este m undo, im plica una jerarq u ía de los seres, según su grado de perfección, es decir u n a diferencia esencial de com portam iento según su posición en el espacio. D e m odo que en el m undo celeste donde los cuerpos ya no tienen peso por estar formados por el éter divino, su m ovi­ m iento es circular porque es conform e a la trayectoria más perfecta y de velocidad constante.37 E n cambio, en el m undo sublunar, los cuerpos se separan según que tiendan hacia arriba o h acia abajo. En segundo lugar, los movimientos circulares o rectilíneos son los únicos “naturales” en tan to son originados p o r la tendencia de cada cuerpo a realizar su n aturaleza; pero entonces existe toda u n a categoría de movimientos “contra n a tu ra ” 36 Véase R. W avre: “A propos de Copernic". R e v . de théol. et de philos. L ausana, 1944. 37 Esta constancia de la velocidad, sin relación con el principio de inercia es, sin duda, uno de los muy pocos casos en que un concepto de conservación depende directam ente de la identidad ineyersoniana y no de una construcción operatoria.

o “violentos” p o r ser impuestos al móvil y sin que resulten enteram ente de su tendencia interna (tal es en p articular el movim iento de los proyectiles m encionado en el § 4 ). L a finalidad y la idea de fuerza sustancial están pues im plicadas en un alto grado en el conjunto del sistema. No carece de interés en ese modo de pensar, form al a la vez, pero en reacción contra la formalización m atem ática, y en retroceso hacia las operaciones concretas, que converja, en la escala de u n sistema integral del m undo con lo que nos m uestra la psicogénesis de los conceptos en el nivel situado a m itad de camino entre las operaciones concretas y las operaciones form ales: que el finalismo y el biomorfismo están ligados necesariam ente a la hipótesis de una centración del universo, que em ana a su vez de u n a centración sobre la actividad h u m ana misma, es decir, de ese egocentrismo intelectual inherente al pensam iento espontáneo (como el del niño o del sentido co m ú n ). Los móviles son concebidos así po r Aristóteles como clases de seres vivientes, menos la conciencia: tendiendo hacia m etas asignadas p o r su naturaleza, tienen p o r consiguiente la capacidad in tern a de alcanzarlas; p o r cierto los cuerpos inanim ados no tienen, como los vivos, el p o d er d e desplazarse por sí mismos, pero poseen el movim iento en potencia, en tanto éste tiende a realizar la form a de aquéllos, y es esta tendencia la que constituye su fuerza interna y sustancial. C arteron h a m ostrado de un m odo d esco llan te88 cómo esa noción de la fuerza se opone a que se hable de u n a m ecánica de Aristóteles, a pesar de P. D uhem . E n la teoría de los dos motores, en particular, la fuerza exterior ac tú a sobre la fuerza in tern a como u n a especie de proceso químico en el cual la reacción es desencadenada po r el contacto, sin ser directa­ m ente su resultado. D iríam os m ás bien, u n proceso biológico, a pesar de la distinción de Aristóteles entre lo anim ado y lo inanim ado: la fuerza externa no se com bina, p a ra hab lar con rigor, con la fuerza interna, sino que desencadena sim plem ente la activación, según u n a especie de relación “estímulo X respuesta” ; y esto ocurre en función de la naturaleza propia de esa fuerza interior, com parable con u n instinto elem ental o con un “tropism o” . Q uedan el azar y el accidente, irreducibles a la teleología y a los cuales Aristóteles rehúsa asignar, como a los movim ientos “violentos” , la función esencial en la econom ía de la naturaleza que la física m oderna se h a visto obligada a atribuirles. L a naturaleza obra como el arte, y un texto asaz instructivo, citado po r L. Brunschvicg, nos m uestra cómo,así como el gram ático puede com eter errores y el m édico equivocarse de poción, la naturaleza tam bién es susceptible de errores y de producciones fortuitos.38 D e modo, pues, que dos aspectos fundam entales parecen caracterizar la física de Aristóteles. E n prim er lugar la ausenciá'de composición operacional de los movimientos, de las velocidades o de las fuerzas, a pesar de 38 H. C arteron: La notion de forcé dans le systeme d’Aristote. Vrin. 89 L, Brunschvicg: L ’expérience húm am e et la causalité physique, pág. 150.

sus conocim ientos geométricos: es la cualidad y no la cantidad 1o que es esencial p a r a esas realidades mecánicas y u n a cualidad que d a origen a simples descripciones sin una composición efectiva. Así C arteron insiste, y con razón, sobre el hecho de que cuando Aristóteles pasa de los principios r. las explicaciones de detalle, se con ten ta en general con describir las relaciones em píricas en lugar de ded u cirlas: lo que m anifiesta un feno­ menismo m uy resistente, que m antiene en jaq u e la construcción operatoria. E n segundo lugar el universo está centrado y ¡os seres están jerarquizados en función de esa centración. L a naturaleza y los cuerpos físicos en su diver­ sidad perm an ecen a m itad de cam ino entre lo que nosotros concebimos como m ecánico o inanim ado y lo que concebimos como v iviente: de aquí se infiere el finalism o de los movimientos, el biomorfismo de las fuerzas y las relaciones tam bién em inentem ente biomórficas entre la form a y la m ateria, e n tre los cuatro tipos de causalidad y entre la potencia y el acto. R esulta evidente que los diversos aspectos de la física aristotélica form an psicológicam ente u n todo. El biocentrism o de Aristóteles es al mismo tiem po la clave de su sistema del m u n d o y la culm inación últim a de ese egocentrism o preoperatorio que, en las etapas sucesivas, cada u n a de las cuales está m ejo r descentrada con respecto a las precedentes, reaparece sin cesar bajo form as cada vez más refinadas como la causa esencial de las dificultades en disociar lo relativo y lo absoluto. Asimismo, al estar cad a ser, en el sistema, centrado sobre sí mismo p o r analogía con el organism o viviente, y como todo lo que en nuestra- m ecánica constituiría la puesta en relación de los cuerpos está concebido ya sea como finalidad in tern a, ya sea como m ovim iento contra natura, el absoluto form ado por el conjunto del m undo real está también centrado según u n principio jerárquico que se traduce en u n simple fenomenismo en el detalle de las explicaciones. Así, pues, e ta p a por etapa, y a pesar de las conquistas lentas y g ra­ duales d e la descentración relativista que h a conducido la física casi al um bral de la composición racional, el egocentrismo intelectual y su corre­ lativo, el fenom enism o, reaparecen bajo form as cada vez más am plias que, sin em bargo, no dejan de obedecer a las mismas leyes constantes, com unes a la psicogénesis de los conceptos y a su evolución histórica, . 8. l u c ió n

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d e l o v i r t u a l . AI quitarle a la tie rra su carácter privilegiado de centro del m u n d o y al m ostrar que las direcciones de las estrellas no varían d u ran te los desplazamientos de nuestro planeta alrededor del sol, C opérnico situó la mente ante u n a obligación com pletam ente nueva, la de distinguir los movimientos aparentes de los movimient.os reales: de allí surgió la necesidad de una composición objetiva de los movim ientos y de las velocidades. El hecho de que el sol sea concebido como si no girara alrededor del globo terrestre, a pesar de la experiencia inm ediata, y de que su m ovim iento aparente sea atribuido al desplazam iento del objeto sobre el cual estamos colocados como observadores, constituye u n a tercera etap a de los razonamientos cinemáticos, com parable a aquella a l principio pro blem a

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de la cual el hom bre había descubierto que los astros no lo seguían, sino que poseían trayectorias independientes de él: la objetividad qu ed a así subordinada a u n a descentración sistem ática de la inteligencia prolongando todas las experiencias que, desde la percepción hasta las operaciones con­ cretas, han m arcado ya los avances del conocimiento. Pero hay m ás aún. ¿P or qué no se siente el m ovim iento de la tierra? ¿P o r qué un proyectil lanzado desde u n p u n to A en la dirección de uno de los m ovim ientos de la tierra no cae m uy atrás, si antes de reunirse con la tierra, ésta se ha desplazado por sí m ism a a una velocidad considerable? L a disociación del m ovim iento y del espacio iniciada de ese modo, h a culm inado en la relatividad de ese m ovim iento, sistem atizada por -Galileo y D escartes: el m ovim iento rectilíneo y uniform e se conserva por sí mismo, sin la inter­ vención de u n a fuerza, y los movim ientos interiores de u n sistema no perm iten decidir si éste es arrastrado o está en reposo. El espacio se vuelve pues indiferente al movim iento y, tanto por esta razón como p o r la desaparición correlativa de todo “centro” del universo, vuelve a encontrar la' hom ogeneidad, la isotropía, la infinidad y la sim ilitud entre escalas diferentes, es decir, las propiedades del espacio geométrico. L a m ecánica concilia o reconcilia de esa m anera el universo con el espacio eu clid ian o : 40 eso significa, em pero, que el pasaje de la subjetividad a la objetividad, que procede del egocentrismo a la descentración de acuerdo con lo que se ha visto anteriorm ente, consiste asimismo en una subordinación creciente de las acciones físicas a las coordinaciones lógico-m atem áticas en tan to éstas son productos de esa m isma descentración. ¿C uál es la significación de esa relatividad del m ovim iento, si se tienen en cuenta las interacciones entre el sujeto y el objeto? E n el sistema de Aristóteles, el observador ocupa una posición absoluta en el espacio y los movim ientos que constata son igualm ente reales porque los sitios de p artid a y de llegadá son tam bién posiciones absolutas del mismo espacio. Según la relatividad galileana, en cambio, ya no existe m ovim iento con relación al espacio, sino solam ente con respecto a sistemas de referencia constituidos por objetos fijos los unos respecto de los otros (pero no con respecto al exterior del sistema) : luego el sujeto no posee m ás posición absoluta, sino sólo u n a posición referida a esos mismos objetos. El movi­ m iento cuya existencia se ve obligado a adm itir ya no es más el resultado de u n a simple com probación, sino el producto de u n a composición opera­ toria: así, por ejem plo, el desplazam iento del sol registrado p o r un observador desde su posición sobre la tie rra es sólo u n dato a p a rtir del cual se tra ta de construir la representación del movim iento de la tierra invirtiendo las relaciones aparentes; en cuanto a los movimientos de las estrellas o a los del sol con respecto a las estrellas fijas, etc., su conoci­ m iento exige una com posición deductiva que se aleja m ucho más aú n de la com probación em pírica. Esas trivialidades en trañ an u n a lección cuyo alcance no h a sido agotado a pesar de los tres largos siglos que h an trans­ currido desde que h an dejado de ser.p arad o jas: y es que la coordinación 40 Véase R. W avre, loe. cit.

de las relaciones objetivas y la descentración del objeto con relación al sujeto constituyen un mismo y único acto de la m ente. Desde la relatividad galileana, en efecto, las acciones m ediante las cuales el observador com pone operatoriam ente los movimientos que están en juego constituyen u n a parte integrante, del fenóm eno que se observa. Ya en el sistema de Aristóteles el observador está en el espacio y form a parte integrante del sistema de posiciones entre las que establece relaciones para determ inar u n m ovim iento: pero el espacio es fijo y la deducción de las posiciones corresponde a . una com probación em pírica posible. Cierto es que las com probaciones mismas necesitan de una interpretación y que la esfericidad de la tierra en particular h a im plicado u n esfuerzo considerable de descentración con respecto a la percepción inm ediata, aun en el caso de las observaciones efectuadas en el m ar. No p o r eso deja de ser cierto que. el observador perm anece, en u n sentido, exterior a los fenómenos obser­ vados, puesto que, suponiéndoselo fijo, él relaciona sim plem ente desde afuera las otras posiciones del espacio con la suya: por esta razón su esfuerzo coordinador sólo presupone u n débil grado de descentración. E n la cinem ática galileana, po r el contrario, las acciones del observador (es decir, el conjunto de las com probaciones ligadas a su actividad sensoriomotriz, a su intuición en imágenes y a las operaciones concretas o form ales que lo vinculan . a los objetos, sin contar los instrum entos de m edida empleados p a ra reforzar esas acciones) son partes integrantes del fenóm eno total, puesto que el observador mismo está sin cesar en movim iento. D ecir que sólo su cuerpo se desplaza entre, los movimientos del sistema, m ien­ tras que su m ente perm anece como espectadora v exterior al fenómeno, sería inoperante puesto que el sujeto logra dom inar el tiem po y el espacio sólo en virtud de las composiciones operatorias reversibles, o sea por m edio de una serie com pleja de acciones internalizadas que coordinan las observa­ ciones y reconstituyen su m archa em pírica. El observador, p o r consiguiente, se encuentra en el curso mismo de la deducción operatoria, arrastrad o en el desplazam iento general cuyo sistema debe reconstituir: tal es el hecho nuevo y capital, im plicado en la relatividad del movimiento. Desde ese p u n to de vista, resulta exacto pues decir, como lo sostuvié­ ramos en el parágrafo 6, que lo relativo, en u n sistema del m undo, es la m edida de las operaciones a las que se ajusta el sujeto cognoscente. E n la concepción de Aristóteles, esa relatividad consiste en corregir algunas intuiciones (esfericidad de la tierra, e tc .), pero en el conjunto, su física sigue siendo u n a m era traducción fenom énica de la apariencia sensible, y, por ende, de! carácter egocéntrico y absoluto que torna como referencia. En la descentración galileana y copernicana, u n a p arte esencial de ese falso absoluto bio y geocéntrico és transform ad a pues en relativo, p o r la relatividad del movimiento, y esa relatividad se convierte p ara el su­ jeto en necesidad de nuevas coordinaciones operatorias. Resum iendo, la relatividad es la m edida de la descentración y ésta no es sino el revés (o el aspecto interior, es decir, referido al sujeto) de la coordinación operatoria. Pero el precio que se paga así por la composición deductiva es com­

pensado por la determ inación de nuevos absolutos más resistentes que los absolutos biocéntricos de Aristóteles. E n prim er lugar, la relatividad misma del movim iento y la com posición operatoria que aquélla presupone origi­ n an la constitución de u n invariante: el principio de la conservación del movim iento rectilíneo o uniform e (inercia) no afirm a la identidad de una ccsa, como volveremos a ver en el capítulo V , pero constituye un invariante de grupo, es decir la afirm ación de una coherencia necesaria en el seno de las transformaciones relativas. E n segundo lugar, si los movim ientos son relativos, su suma, que no es aritm ética como lo afirm ara p o r error Descartes en su'principio de la conservación de la can tid ad total de los movimientos, sino geom étrica (los m ovim ientos son vecciones afectadas por u n signo), perm anece igualm ente constante, lo que constituye esta vez- u n absoluto superior a las transform aciones, pero que resulta de su composición misma. E n tercer lugar, y po r sobre todo, si los movim ientos son relativos, perm iten descubrir en las propias velocidades u n absoluto constituido por la aceleración. E n efecto, u n a aceleración puede ser m edida en cualquier sistema en movim iento (inercial u otro) o en reposo, puesto que el obser­ vador situado sobre un objeto en m ovim iento acelerado puede determ inar su propia aceleración. G alileo descubre así la aceleración constante del m ovim iento de caída de u n cuerpo. Sin duda, esa aceleración po d ría haber sido descubierta en el seno del absoluto aristoteliano, pero sólo en algunos casos particulares: la generalización que le d a N ew ton, al definir la fuerza por el producto de la m asa y de la aceleración, presupone la disociación de la •fuerza y en especial de la gravitación con respecto al espacio y convierte a la vertical y a la horizontal en propiedades del espacio físico y ya no geométrico, lo que contradice la idea de u n a pesantez concebida como una tendencia de dirigirse hacia el centro del universo. El absoluto de la aceleración es, en verdad, u n a conquista de la relatividad del m ovi­ m iento y no puede deducirse del absoluto de un universo centrado a la m an era peripatética. A hora bien, el problem a de la aceleración indujo a p lan tear n u ev a­ m ente el del concepto de fuerza. Tocam os aquí u n a fase particularm ente sugerente de la historia de ese concepto cuyas am bigüedades se originan, como lo vimos en el § 5, p o r el doble sentido, subjetivo y objetivo, de la experiencia del esfuerzo m uscular. R eaccionando contra el egocentrismo intelectual que im pulsaba ya a Aristóteles a concebir la fuerza como una especie de actividad vital sin conciencia, D escartes expulsa de la física las ideas de fuerza y de finalidad cuyo parentesco epistemológico bajo la doble form a antrcpom órfica que les había conservado el estagirita ha captado perfectam ente. U nicam ente la figura y el movim iento constituyen el universo, y los m ovim ientos se conservan po r sí mismos en su suma aritm ética. Pero Leibniz recoge el “error m em orable” de Descartes y sustituye su ecuación del universo por una “equivalencia de la causa y efecto” que culm ina en la conservación de la fuerza m v2 o más ex acta­ m ente J/j m v2: la aceleración de la caída de los cuerpos ofrece así una ocasión para volver a in troducir el concepto, de fuerza. El descubrimiento

de la gravitación universal por N ew ton llega igualm ente a introducirla, y tam bién en función de la aceleración, pero extendiendo considerablemente el cam po de esta última. “Galileo, escribe L. Brunschvicg, había deter­ m inado el movimiento de los proyectiles componiendo, como elementos independientes, las determ inaciones resultantes de la ley de la caída de los cuerpos con las determ inaciones de la ley de inercia. Newton, p ara d a r cuenta del movimiento de los astros tra ta asimismo de calcular dos com ponentes: un movimiento del mismo orden que la ley de inercia, el m ovim iento centrífugo, cuyas condiciones ya había estudiado H uyghens, y otro m ovim iento que representaba esa atracción cuya existencia ya habían sospechado G ilbert y K epjer y m ás de u n científico después de ellos” .41 L a fuerza se convierte así en u n a re a lid a d : f = rng. L a célebre fórm ula de p ru d en c ia “todo ocurre como si” m uestra claram ente que N ewton distinguía la realidad observable, es decir la masa y la aceleración, de la fuerza propiam ente dicha concebida com o causa de esta últim a. Pero perm ite que Roger Cotes im prim a, en el prefacio de la segunda edición de los Principios, la aseveración sobre la existencia de u n a fuerza de atracción, causa de la ley observada. L am entablem ente esa atracción debía obrar instantáneam ente, p ara lograr su efecto, con u n a velocidad infinita sobre todo el universo. L a fuerza de la atracción se convertía así en el escándalo de la física m oderna, hasta la teoría de la relatividad; el escán­ dalo ya fue denunciado por los leibnizianos que acusaron a N ew ton de volver a las entidades escolásticas. Por curiosa que sea desde el p unto de vista epistemológico no se trata de reescribir la historia, tantas veces y ta n bien contada, de los avatares del concepto de fuerza en el.transcurso de los siglos xvm y xix. T odo el m undo se h a puesto de acuerdo sobre el contenido cinemático de ese concepto, es decir sobre el hecho de la aceleración. E n cambio renacían sin fin las discusiones apenas se tratab a de atribuir u n a causa a la aceleración, es decir, de d ar a la noción de fuerza u n contenido sustancial. A ese respecto nos . conform arem os con exam inar dos puntos: uno es la significación episte­ m ológica de los conceptos de lo “p o ten cial” y de lo “v irtu al” que in ter­ vienen en la composición de las fuerzas; el otro se refiere al papel de la experiencia interna en la determ inación del concepto de fuerza. El problem a esencial que plantea esta historia es el de com prender po r qué se mantiene y se resucita sin cesar una idea tan controvertida. ¿E s acaso,en función de una necesidad causal, en el sentido de Aristóteles, que refiere el movimiento a la actividad de una sustancia, de u n a necesidad de explicación en el sentido de Meyerson, según el cual la fuerza sería la . causa ,d e la ley, o de u n a necesidad de composición operatoria? La respuesta iio ofrece dudas: a pesar de la resistencia que oponen los físicos p ara in v o c a r. lo que podría parecerse, d e cerca o de lejos, a entidades antropom órficas, la idea de fuerza se h a m antenido en la m edida en que h a resultado indispensable a las composiciones operatorias. Existe, en 41 L. Brunschvicg: L ’expérience húm am e et la causalité physigue, pág. 229.

efecto, u n a com posición de fuerzas, que no se reduce a la composición de velocidades, porque, si sólo se com ponen aceleraciones reales, como lo ha intentado M ach en lo referente al principio new toniano de acción y. de reacción, no se tienen en cuenta todos los datos de la gravitación (en sus relaciones con el peso, po r ejem plo). L a id e a de fuerza se impone, pues, por su aspecto operatorio, es decir, en cuanto es susceptible de com po­ sición reversible: dos o varias fuerzas equivalen a u n a fuerza única bien d eterm inada, su “resultante”, y esas sustituciones nó sólo son conm utativas, sino asociativas. y reversibles, esto es, form an u n “g ru p o ” definido. Además, esa composición de fuerzas im plica principios de equivalencia, tales como los principios de sim etría estática (simetría de fuerzas en equi­ librio) y el, célebre principio dinám ico d e ' la igualdad de la acción y la reacción, ya enunciado po r Newton. Por o tra parte, la form a inicial de] principio de la conservación de la energía lia sido la. conservación, estable­ cida por Leibniz, de la “fuerza viva” m v2, de donde Lazare C arn o t ha extraído la idea de “fuerza viva laten te”, análoga a nuestra “fuerza potencial” . E l concepto tan im portante de equilibrio de las fuerzas ha sido generalizado finalm ente m erced a consideraciones dinámicas, hasta d a r origen a u n principio que sirvió de base a. Lagrange p ara su “mecánica analítica” : el principio de los trabajos (o velocidades) virtuales. Se sabe que L agrange h a construido u n a m ecánica puram ente analítica (sin figuras ni construcciones m ecánicas em píricas) según el modelo de la geometría analítica de Descartes. Su. principio fun d am en tal es el siguiente: la condi­ ción n ecesaria. y suficiente p ara que u n sistem a sometido a fuerzas cuales­ quiera esté en equilibrio es que los trabajos realizados por esas fuerzas, que siguen los desplazam ientos virtuales conform es a los nexos del sistema, sean nulos. Estos principios variados de com posición nos enseñan dos cosas: que adem ás de las velocidades o aceleraciones reales, el concepto de fuerza recurre a velocidades “virtuales” (es esto lo que constituye su aporte propio) y que las fuerzas, concebidas así como aceleraciones, reales y virtuales se dejan asim ilar a los esquemas generales de coordinación lógico-matemática, del mismo m odo que el tiempo, los movim ientos y las velocidades: de aquí resulta que se m antengan en el terreno de la física positiva. Pero entonces se plantea un prim er problem a epistemológico: si las composiciones operatorias de la fuerza apelan así a las nociones de “potencial” o de “virtual” ¿es esto un retorno disfrazado a la “potencia” que Aristóteles oponía al “acto” , lo que aseguraría la continuidad del concepto de fuerza, de peripatetismo', a la física m oderna? Por otra parte, tanto el concepto aristotélico de la “potencia” , como los conceptos modernos de lo virtual o de lo potencial constituyen, si se los reduce los unos a los otros, formas de identificación: j hemos de decir entonces que la verdadera razón de la resistencia de la idea de fuerza en el curso de to d a la historia de las ciencias deba buscarse en la identidad meyersoniana ? L a gran diferencia, empero, entre la “potencia” de Aristóteles y los trabajos “virtuales” reside en la ausencia de toda composición operato­ ria que relacione la potencia con el acto y po r consiguiente, de todo criterio

que regule de « a m odo objetivo la intervención de la. prim era. E n efectos la condición necesaria p a ra que la idea de lo virtual adquiera u n a signi­ ficación racional consiste en que sea invocada en el interior de un sistema operatorio catado,, de m odo que se pu ed a te n er la certidum bre de que* los movimiento» virtuales pertenecen a£ conjunto de las transform aciones que im plica el! sistema. Los conceptos • de Ib v irtu al y de lo potencial san entonces relaciones- de. equivalencia operatoria cuyo criterio de validez es el d e ser interiores-a un- conjunto de composiciones bien, determ inadas-y de ser indispensables a la reversibilidad dfe. ese sistema.. Así resultó que cuando el físico KL Píetefí “-osó”, com o dJec Gouturat, asim ilar la libertad del a ln a a u n potencial! «kl cerebro, su afirm ación quedó-ers m eras palabras3 por carecer de un? sistem a de transformaciones, que perm itieran com poner esas energías potenciales*. A hora bien, 1a, “p o ten cia” de Aristóteles consiste precisam ente en im aginar u n v irtu al sin- composiciones determ inadas: decir que B estaba contenida- en p o tencia en¡ A significaría que A y B son interiores a u n m ism o sistema cerrado, lo» qae no se puede saber ju sta­ m ente sin u n a com posición operatoria, definida. T odo - ell co n cep to , aristoteliano de la fuerza descansa así sobre la hipótesis gratu ita de qpe los cuerpos Constituyen ;tales sistemas cerrados:. Señalemos,, además, que por m ás que los conceptos de los físicos m odernos ya nada), taimen que v,er con la “potencia” peripatética, n o p odría decirse lo mismo) de los bielogos: cuando un rasgo hereditario salta de u n abuelo a su nieto® se pueder.ssstener por cierto que h a quedado “latente”, es dfecir, virtual! en el p ad te, pero, cuando u n rasgo nuevo aparece en una: lfesea pura;, e a u n medí© d eter­ m inado, y que el biólogo nos dice que. ell m edio ha» actualizad® sim ple­ m ente lo que estaba contenido virtualmenfte en 1a. estmictura genética d e la línea, postula, sin poder componerlo), el carácter; cerrado deli sistema y hace aristoteiismo. É n cuanto a la identidad meyersonÍMBa, se pmedte. afirmar?, p o r ciert% que lo virtual y lo potencial son identificaciones «®aw» la “potencia” , peso ésta sigue siendo verbal mientras q u e las primeras; deben su \wlor a uaa-a composición operatoria precisa. T ocam os aq u í las dificultad central de- la interpretación p o r ia identificación;; esta últimas conduce taaato al e n w como a la verdad. E n la historia de- l'as ciencias h ay sin d u d a más identifi­ caciones falsas (desde la de Tales-J que verdaderas. M eyejson lo adm ite puesto que extrae sus argumentosa en trem ezclao s, de todos- los niveles del desarrollo de las ciencias y de las; teorías erroaeas como tam bién d e las otras"; pero no d eja de sostener p o r ello que la identificación es el único acto posible de la razón: sólo el experim ento nos inform a sobre la validez o la falsedad de las identificaciones, pero todas ellas son. racionales, tanto unas como las otras. Sin embargo, en el caso de la potencia aristoteliana v de lo virtual d e los físicos m odernos no es: únicam en te el experim ento el que decide: éste es radicalm ente incapaz d e m ostrarnos que u n a propiedad constatada “en acto” no existía “en potencia” anteriorm ente, pues siempre es posible arreglarse p a ra encontrar las definiciones susceptibles de satis­ facer los datos. Q ue el opio hace d orm ir porque tiene u n a virtud somnífera es u n a identificación inobjetable desde el p unto dé vista de la experiencia.

Lo que h a dado fin a ese tipo de razonam ientos es su esterilidad, m ientras que la identidad que obra en la composición operatoria está vinculada con el juego de operaciones directas e inversas, y lo propio de la razón es construir o “com poner” y no identificar. Si pasam os ahora al problem a general que nos p lan tea la epistemología sobre el concepto de fuerza, resulta evidente que su supervivencia se. debe a las composiciones operatorias a las que se presta y que dichas composi­ ciones son las que constituyen las verdaderas “causas” de las leyes que se constatan en form a de relaciones de aceleraciones. A hora bien, es notorio que E. M ach, en su célebre Histoire de la M écanique propone atenerse únicam ente a la aceleración y reconstruir sobre esa base la m ecánica celeste, m ediante las relaciones entre las aceleraciones y las masas. F. Enriques, en su herm osa obra que ya hem os tenido la ocasión de discutir ( “In tro d .”, § 3 ), basándose en las preocupaciones genéticas que le hacen relacionar directam ente las operaciones del pensam iento con los datos de la percepción, responde a esto lo que sig u e: “la existencia ■de u n a fuerza es un hecho físico definido po r sensaciones musculares de esfuerzo y de presión. Desde ese p unto de vista el concepto de, fuerza n a d a tiene de misterioso ni de metafísico, no m ás que el m ovim iento o cualquier otro fenómeno, cuya definición real siem pre se reduce, en últim o análisis, a un grupo de sensaciones que se producen en ciertas condiciones provocadas voluntariam ente” .42 Este pasaje es m uy revelador en cuanto a las dificul­ tades a las.que uno se ve expuesto si quiere fu n d ar la epistemología sobre la sensación y no sobre lá acción. P or u n a parte, en efecto, u n a sensación es un hecho psíquico y no físico ; se tra ta ría por consiguiente d e determ inar con cuidado las relaciones entre ese hecho m ental y el hecho físico corres­ pondiente: de atenernos únicam ente, al hecho sensorial, en su aspecto inm ediato, justificaríam os tanto el finalismo de Aristóteles como el concepto de fuerza ¡ puesto que todo m ovim iento percibido en sí mismo m erced a sensaciones cinestésicas es acom pañado de intencionalidad! Por otra parte, hablando desde un punto de vista psicológico (puesto que nos colocamos en ese terreno) la sensación, form a p arte de u n a acción; Enriques parece, reconocerlo, en verdad, puesto que añade la precisión restrictiva “sensaciones que se producen en ciertas condiciones provocadas voluntariam ente”, lo cual im plica toda la acción. Es el desarrollo de esa acción, desde el. plano sensoriomotor al plano operatorio, el que interesa a la física y a la episte­ mología- científica, y no la sensación cuya función es sólo señalizadora. Entonces, desde el plano sensoriomotor, como hemos visto anteriorm ente (§ 5 ), la conducta del esfuerzo es precisam ente u n a conducta de acele­ ración : ¡ invocar la sensación de esfuerzo m uscular es sim plem ente rem on­ tarnos a la aceleración! Lo que el concepto de fuerza agrega al de acelera­ ción p u ra son, por ende, las composiciones operatorias a las que aquél d a erigen y, en particular, el m odo en que se em plean las velocidades o Les concepts fondam entaux de la Science, pág. 114.

los trabajos virtuales, es decir, determ inados movimientos, por volverse nece­ sarios cu ando ciertas situaciones posibles se realizan, pero no por ser actuales. E n definitiva, como relación operatoria entre las aceleraciones y las masas, etc., la fuerza constituye el modelo de los conceptos que no podrían d a r lu g a r a u n a percepción o a una intuición representativa directas. Sum i­ n istra po r consiguiente el ejem plo más claro de la construcción de los conceptos mecánicos y físicos esenciales p o r su descentración, a p a rtir de intuiciones egocéntricas iniciales. Simple asimilación, al principio, de los m ovim ientos percibidos en el esquem a del esfuerzo m uscular — esquem a que resulta, corno lo viéramos, de u n a tom a de conciencia incom pleta de las con­ ductas de aceleración— la fuerza es descentrada poco a poco de la actividad p ropia en función de la descentración general inherente a la elaboración de les sistemas del m u n d o : ah o ra bien, precisam ente en la m edida en la que se disocia así de los elementos egocéntricos de la acción, la fuerza da lugar a composiciones reversibles entre operaciones que. se efectúan sobre las velocidades y las aceleraciones de les objetos de m asas diferentes; y esa descentración con respecto al sujeto se traduce p o r ú na coordinación operatoria susceptible de unirse a las coordinaciones lógico-matemáticas m ás generales, como lo prueba la naturaleza deductiva y form alizable d e la m ecánica racional. D e este modo, la asimilación egocéntrica a la actividad propia, u n a vez descentrada, se convierte en asimilación a las coordinaciones generales de la acción; este pasaje o m ejor dicho esta inversión progresiva de sentido es el que ilustra la historia de la fuerza, a p a rtir de sus formas biocéntricas iniciales hasta su m atem atización final. Por lo demás la m ecánica clásica no m arca la etap a últim a de esa evolución. Q ueda p o r exam inar, en efecto, la suerte de la “fuerza de atracción” y la m anera en que la teoría de la relatividad h a entreabierto el velo . que la cubría: vamos a com probar, empero, que la relatividad einsteiniana h a obtenido ese resultado, en lo que se refiere a la fuerza de gravitación m ediante u n nuevo y poderoso esfuerzo de descentración ge­ neral, haciendo cesar así el “escándalo” vinculado con su representación sustancialista, último refugio de las intuiciones egocéntricas de. la fuerza. 9. L a t e o r í a d e l a r e l a t i v i d a d y l o s n u e v o s “ a b s o l u t o s ” . U n o de les progresos esenciales de la m ecánica clásica y en especial de la teoría n ew toniana de la gravitación, com paradas con la física de Aristóteles, fue la de disociar del espacio y del tiempo los fenómenos inherentes al m ovi­ m iento, a la velocidad y a la fuerza. El espacio y el tiem po se han con­ vertido así en absolutos del sistema new toniano, vastos continentes en cuyo interior se desarrollan los fenómenos físicos, pero que son indiferentes a su contenido. Desde el p unto de vista genético, sin em bargo, hay en eso algo sorprendente, pues el espacio es la coordinación de los movimientos, y el tiem po,. la coordinación de las velocidades. Sin duda, como ya lo viéra­ mos, si se concibe el m ovim iento como simple desplazamiento, es decir, cambio de posición independiente de las velocidades, se tra ta entonces de u n aspecto bastante general de la acción p ara que p u ed a ser separado

de los objetos a los que se aplica, de donde surge la independencia de la geom etría m atem ática con respecto al espacio físico. Pero cuando se trata de coordinar los movim ientos de esos mismos objetos en cuanto se los considere especializados según sus velocidades, la acción constituida p o r esa coordinación parece inseparable de las acciones físicas propiam ente dichas, tales como em pujar, levantar, acelerar, etcétera. N ew ton h a salido airoso de esa dificultad psicológica de un m odo muy interesante, atribuyendo a Dios mismo las sensaciones constitutivas del espacio y del tiem po (¡siem pre las sensaciones y no las acciones!) : el espacio y el tiem po se transform an, entonces, en el sensorium D ei (m ientras que K a n t los transform a en u n sensorium hom inis, pero propio del sujeto trascen d en tal). Sin em bargo, en este absoluto teológico, se descubre ense­ guida la índole egocéntrica de los absolutos aristotélicos. H acer de Dios el centro del espacio y del tiem po, por cierto, significa un progreso de la decentración con respecto a la concepción de u n espacio centrado sobre la tierra misma, y N ew ton p o d rá contestar, parafraseando a Pascal, que el centro de ese círculo divina está en todas partes y su circunferencia, en n inguna; em pero y a pesar de todo, hay u n cierto antropom orfism o en encom endar así, al creador del m undo, el control perm anente de los movi­ m ientos y velocidades, pues ei único fin de esta coordinación sobrenatural es, en últim a instancia, el de regular nuestros propios metros y relojes, ¡ erigidos en reflejos directos de la sensación divina! Además, la misma diferenciación de tiem po y de .espacio es fácil de llevar a cabo a las veloci­ dades reducidas con que vivimos, las que nos perm iten desplazar u n guijarro en nuestro ja rd ín sin tener en cuenta u n crecimiento acelerado de los árboles, u n a erosión inm ediata de las m ontañas o u n próxim o levanta­ miento de la corteza terrestre. Por o tra parte, ya no podemos ubicar una estrella con relación a otra, sin preguntarnos si su apariencia percibida corresponde a su posición actual o ha sido expedida hace algunos miles de años. De m odo que, al vivir en o tra escala, estaríamos afligidos sin cesar, por esta clase de problem as, al vernos obligados a coordinar en el espacio objetos cuya percepción corresponde a mom entos diferentes del tiempo. Además, si los absolutos new tonianos pudieran apoyarse sobre las coordinaciones racionales, constituidas por la relatividad del movimiento y la com posición de las velocidades, requerirían, aparte, la existencia de r n a acción a distancia de la fuerza gravitacional y de una velocidad infinita, atribuida a esa acción: es evidente que, sobre estos dos últimos puntos, el teocentrismo del sensorium espacio-tem poral sólo podía enm ascarar el carácter casi m ágico-fenom énico de la hipótesis, últim a herencia debida a los orígenes subjetivos de la noción sustancialista de la fuerza. A hora bien, desde el m om ento en que se descubrió la constancia de la velocidad relativa de la luz y la imposibilidad de superarla, no sólo se volvió imposible una acción a distancia, de velocidad infinita, sino que resultó m odificado el conjunto de las composiciones espacio-tem porales: dilatación de las d u ra ­ ciones y contracción de las longitudes en función de la velocidad del sistema de referencia, nueva form a de la composición de las velocidades,

estrecha solidaridad entre espacio, tiempo y movim ientos físicos, etcétera, (véase § 3, en V ) . Además, a p artir del m om ento en que la composición de las velocidades depende de su relación con la de la luz, la m asa m ism a (por lo menos, en determ inadas formas que dependen de la aceleración: p or ejem plo, relación entre la fuerza y la aceleración, capacidad de im ­ pulso, etc.) debe ser concebida como variante de la velocidad. D e m odo que tam bién la m asa deja de conservar u n valor absoluto, salvo bajo su único aspecto de ca n tid ad de m ateria, evaluada en núm ero de electrones. L a energía, por su p arte, es arrastrad a en este m ovim iento de relativización, pero adquiere u n a relación de equivalencia con ¡a m asa volviéndose in te r­ cam biable con ella (con la aproxim ación de coeficiente de proporciona­ lidad que es la inversa del cuadrado de la velocidad de la lu z ). Estos resultados, ya obtenidos por la teoría de la relatividad restringida, que acordaba todavía u n privilegio a los sistemas de referencia galileanos, h an encontrado, de inm ediato, u n a generalización sorprendente por la asim ilación de la gravitación m ism a a las fuerzas de inercia (es decir, fuerzas com o la centrífuga o aquella fuerza cuyo efecto sentimos sobre un vehículo en movim iento rectilíneo, que cam bia bruscam ente de velocidad). El peso, o expresión de la gravedad, se hace, así, asimilable a la m asa inercial y, así como el peso varía según los puntos del campo gravitacional, tam bién la fuerza de inercia, que en adelante, equivale á un a fuerza gravi­ tacional, puede ser ligada a un “punto del universo” determ inado, es decir, a u n punto del continuo espacio-tem poral que constituye un “u n i­ verso” en el lenguaje de los relativistas. A p a rtir de entonces, p ara rendir cuenta de esas “fuerzas” de inercia, o de gravedad, será suficiente adm i­ tir que el continuo form ado por el espacio-tiempo no sea euclidiano, sino que presente “curvaturas” : de ahí que la gravedad recibe, de la m anera m ás directa, una explicación geométrica, y traduce sim plem ente la estruc­ tu ra del espacio-tiempo. Pero, a la inversa, si el continuo presenta esas curvaturas, es porque se m odifica por el contacto con las masas, y la fuerza se vuelve de ese m odo u n a expresión de las estructuras espacio-temporales* influidas po r su contenido de masas. Ya no hacen m ás falta las acciones a distancia, y la gravitación se transm ite gradualm ente a lo largo de las “líneas de universo” . L a m edida de las curvaturas puede hacerse directa­ m ente, com o ya lo había m ostrado Gauss p a ra u n a superficie, por el empleo de las coordenadas que llevan su nom bre: generalizadas al continuo espaciotem poral, perm iten entonces el cálculo del famoso ds2 o aplicación del teorem a de Pitágoras al sistema de coordenadas así concebido. Esa sacudida de los conceptos que p arecían firm em ente establecidos dio como resultado, al m argen de la significación intelectual considerable aportada a la solución del problem a de la gravitación, poder atribuir u n a form a invariante a las leyes naturales, cualesquiera que fueran los sistemas de referencia adoptados: “las leyes de la naturaleza son indepen­ dientes del sistema de referencia elegido p ara representarlas” ; tal es la significación últim a del principio de relatividad. Se com prueba así la extensión alcanzada por la teoría de Einstein a p artir de la relatividad galileana, con u n mismo sentido de orientación epistemológica.' M ientras

que se concebía únicam ente el movim iento como relativo, sólo los movi­ mientos internos de un sistema arrastrado por un m ovim iento rectilíneo y uniform e p odían ser estudiados haciendo abstracción del movim iento de arrastre. Con la asimilación de la gravitación a las fuerzas de inercia, las leyes de. la naturaleza pueden llegar a concebirse idénticas a sí mismas, al m argen de todos los sistemas de referencia. L a prim era cuestión que se plantea, desde el p unto de vista epistem o­ lógico es, por lo tanto, la de determ inar la relación entre lo absoluto y lo relativo, condición previa p a ra la com prensión de las relacicnes que existen éntre el objeto y el sujeto cognoscente, en la física de la relatividad. A ese respecto se puede decir de la teoría de la relatividad que constituyó un g ran paso en dirección de lo absoluto. E n u n capítulo sum am ente intere­ sante y m uy objetivo de sus Initiations á la Physique, titulado “D e lo relativo a lo absoluto” , M ax Planck llega a la siguiente conclusión: “la teoría de la relatividad, tan a m enudo m al com prendida, no solam ente no h a suprimido lo absoluto, sino que h a destacado m ás que nun ca cu á n ligada está la física a u n m undo exterior absoluto” .43 E. Meyerson insiste sobre el hecho de que la relatividad és u n a “teoría de lo real” .44 C ae de su propio peso el hecho de que así deba ser, y sólo puede ser objetado p o r esos positivistas de m atiz solipsista p ara los cuales “lo absoluto sólo se en cuentra en nuestras impresiones personales” como lo dijo Planck al pensar sin d u d a en los discípulos de M ach. En cuanto a la epistem ología genética, cuyo principio defendemos aquí y que es relativista por el m étodo y en todos los campos, se sobreentiende que ella no podría negar a priori la .existencia de un absoluto; pero, p a ra tener el derecho de hab lar de ella, h a ría falta que se la pudiera alcanzar al m argen de los sistemas de referencia constituidos p o r las m entalidades históricas sucesivas. P artiendo de allí y p ara perm a­ necer fiel a sus m étodos psicológicos e histórico-críticos, la epistemología genética p la n tea el'in te rro g a n te de si este absoluto, puesto de manifiesto p o r la teoría de la relatividad, es definitivo y si tiene p o r lo menos el mismo carácter que los absolutos a los que h a n llegado las interpretaciones de los niveles históricos precedentes. E n cuanto al prim er punto, la au toridad de Planck, quien h ab la del absoluto como técnico de la ciencia y no como teórico, es u n testimonio de u n valor excepcional: “ ¿Q u ién podría garantizarnos que u n concepto al que atribuim os hoy en día un carácter absoluto, no ha de concebirse más tarde como relativo, al colocarse en u n nuevo p un to de vista y al ceder su lugar a otro absoluto de un carácter m ás elevado? H ay u n a sola respuesta a esa p re g u n ta : de acuerdo con lo que sabemos actualm ente y lo que hemos aprendido, no hay. nadie que pueda darnos esa seguridad. M ás aú n , de­ bemos tener po r cierto que nu n ca llegaremos a ap reh en d er realm ente el absoluto. Este es p a ra nosotros m eram ente u n a m eta ideal: lo tenemos siem pre ante la vista, pero nun ca lo alcanzarem os” (pág. 143). E n cuanto 4S Pág. 142. 44 E. M eyerson: La déduction relaiiviste, cap, y,

a la “realidad” de Meyerson, está conform ada en p arte, como lo sabemos, con conceptos “deducidos”, luego “hipostasiados” en el m undo exterior; y en p arte con la diversidad irracional derivada del propio m u n d o : se trata, pues de u n a realidad “vicariante” , por así decirlo, que cam bia de aspecto a m edida que se elaboran las teorías, como lo h a probado el propio Meyerson. E l fiel com entarista del gran epistemólogo, A. M etz, se pregunta cómo “se h a podido equivocar” L. Brunschvicg (cuyo pensam iento h a captado bas­ ta n te m al, por lo dem ás). “Es porque la realidad, la ontología postulada por la nuev a teoría (la relatividad) no es la del sentido com ún, y se ap arta de éste m ás que las ontologías construidas por las teorías científicas an te­ riores,” 40 Esa variedad de las “ontologías” reconocida p o r A. Metz, es el argum ento principal sobre el que se apoya la tesis de Brunschvicg, en cuyas antípodas cree hallarse 'A. Metz, reduciéndola a lo siguiente: “ ¡ que el concepto de causalidad ha variado m ucho desde los orígenes del pensa­ m iento científico!” Si se encaran las cosas sin un juicio preconcebido h ab rá que reconocer que ca d a teoría científica, desde Aristóteles hasta Einstein, trata de liberar u n absoluto a través de los sistemas de referencia supuestam ente relativos, pero ese absoluto se transform a de u n a m anera apreciable de u n a teoría a otra. N ad a resulta más instructivo, en ese sentido, que la com paración d e los absolutos einsteinianos con los de la m ecánica clásica. Todos los grandes principios se salvan, según nos dice Planck, y ello es cierto. Pero al mismo tiempo todos son transformados. El principio de inercia ya no es el de G alileo: abarca la gravitación y no solam ente el m ovim iento recti­ líneo y uniform e en el sentido galileano. S e .convierte así en un a conserva­ ción de u n “impulso del universo” y no solamente de un m ovim iento en el espacio. Se m antiene la conservación de la energía, pero ya no se tra ta del mismo principio, puesto que en él queda incorporada u n a “energía de reposo”, interior, a las masas, y la energía adquiere u n a inercia. T am bién se m antiene la conservación de la m asa en cierto, sentido, pero bajo u n a form a fusionada con la energía misma y disociando los diferentes aspectos del concepto de m asa: la conservación de la cantidad de m ateria se reduce entonces a la del núm ero de electrones (h asta el d ía en que se vea cómo' algún electrón se disocia). Resumiendo, todo se conserva, aunque en u n a nueva form a que hubiera dejado estupefacto a un físico en los alrededores de 1880; desde entonces, algunos absolutos antiguos se h an convertido en relativos y a la inversa, algunas realidades esencialm ente relativas se han convertido en absolutos como la velocidad relativa de la luz, que hasta h a adquirido el rango de velocidad m áxim a (en u n sentido com parable al cero absoluto de la te m p eratu ra ). L a invariancia de las leyes de la naturaleza al m argen de los sistemas de referencia, que se vuelve m ayor en la teoría de la relatividad que en la física clásica, toma u n nuevo sentido, con u n evidente alcance epistemo­ lógico. Los términos que intervienen en las relaciones que constituyen esas leyes varían de un sistema de referencia a otro, en cuanto expresan un 45 A. Metz: Une nouvelle p h ilo s o p h ie des Sciences: le causalisme, pág, 175.

espacio, u n a duración, u n a masa, u n a form a, etc. Pero esas variaciones son solidarias entre sí y constituyen, pues, un sistema de covariancias: esa covaliancia de los términos es la que asegura la estabilidad de las relaciones, es decir de las leyes de la naturaleza, cuya invariancia es el resultado de una covariancia y no de u n a fijeza estática (e ilusoria p o r ser relativa au n solo sistema de referencias considerado). A firm ar que las leyes de la naturaleza se han independizado de todo sistema de referencia, es decir, que existe un absoluto distinto del relativo m ediante el cual se lo alcanza, im plica expresar la siguiente verdad episte­ mológica : la invariancia del absoluto depende del sistema de transform a­ ciones operatorias utilizadás p ara coordinar entre sí los sistemas de refe­ rencia. D icho de otro modo, si se devuelve al espacio, al tiempo, a la masa, etc., su carácter absoluto anterior, entonces las leyes de la naturaleza d e ja rá n ' de ser invariantes, pero si se relativizan esos antiguos absolutos espacic-temporales, entonces se volverán invariantes los nuevos absolutos. Esto no significa, desde luego, que el sistema de las transform aciones op era­ torias, usado p ara coordinar los sistemas de referencia, sea arbitrario y no conform e con los datos de la experiencia: pero, por m ás íntimas que sean las relaciones entre la experiencia y las nuevas transformaciones opera­ torias, o m ás bien, precisam ente porque esas relaciones son cada vez más íntimas, existe la solidaridad necesaria entre los nuevos absolutos y las nuevas relativizaciones adoptadas. ¿C uál es entonces la p arte del sujeto y la parte del objeto en el cono­ cimiento constituido por sem ejante física? E n prim er lugar, m ucho más que en la relatividad galileana, las acciones del sujeto form an p arte del sistema de las transform aciones objetivas que él trata de conocer. E n el universo de Aristóteles, el sujeto contem pla desde afuera u n m undo fijo, y todo el esfuerzo de descentración que se le pide es el de situarse espacial­ m ente como u n a parte en el todo: las otras partes del todo le son-dadas entonces por intuición directa. E n el universo de Copérnico, de Galileo, de N ew ton, el sujeto está en m ovim iento y sus acciones ya constituyen un a p arte integrante de u n sistema cinem ático y mecánico que él llegará a dom inar sólo por u n a descentración operatoria que consiste en p oner los movim ientos en una relación recíproca entre sí. Desde ese p unto de vista, ya no existe u n a intuición directa de los movim ientos: el sujeto se sitúa por la deducción y el cálculo, o sea por u n a Construcción operatoria. Pero, por lo dem ás, poseedor de un espacio y de un tiempo absolutos, cree alcanzar directam ente un vasto dominio de lo real, sustraído a cualquier relatividad. E n la m ecánica relativista, por el contrario, sus estimaciones espaciales y temporales, con todo lo que entrañan, son por sí mismas relativas, es decir que form an parte integrante de u n sistema de transformaciones objetivas con las cuales perm anecen solidarias; el m etro y el reloj, que el sujeto construye, ya no son exteriores a las longitudes o a las duraciones que deben medirse, sino que están modificados por transformaciones que aquéllos nc alcanzan a constatar sim plem ente y que se trata de reconstituir por deducción. El que m ide y lo m edido, como lo expresara L. Brunschvicg,

se h an vuelto interdependientes y la cuestión reside en extraer de su reci­ procidad la invariancia de las leyes que se h an de establecer. Mas, ¿ qué significa esto desde el p unto de vista del carácter de lo real (lo real concebido en ese nivel, desde luego) y del carácter de la actividad del sujeto? Sobre ese p u n to ta n delicado se h an producido los más serios m alentendidos y las discusiones se h an vuelto tan confusas que no hay seguridad en cuanto al sentido de las palabras que em plean los autores. Unos hablan del sujeto en el sentido exclusivo de la percepción y de las sensaciones, m ientras que otros entienden por sujeto al que juzga y al que mide, es decir al que lee las indicaciones de su m etro y de su reloj y que deduce lo real de la coordinación de sus lecturas. Pero tam bién desde ese segundo p u n to de vista hay u n equívoco en el vocabulario: E. Meyerson llam a “objeto” al producto de la m edida y de la deducción, m ientras que L. Brunschvicg vincula con el sujeto 1a. actividad de m edir (de donde surgen los m alentendidos de A. M etz que ya citam os). Dichos m alenten­ didos dem uestran, adem ás, por sí mismos cuán nuevo es el tipo de in terac­ ción entre el sujeto y el objeto, ante el que nos encontram os en la teoría de la realidad. P ara liberarnos de ellos, conviene ante todo elim inar la deplorable psicología que ha hecho creer a tantas mentes sensatas que la fuente de los conocimientos era la sensación sola, cuando, en realidad, ella tam bién está referida a la acción. D e aquí se infiere que M ach, seguido p o r Enriques y muchos otros, cree alcanzar a la vez al sujeto y al objeto haciendo “el análisis de las sensaciones” . Su discípulo Petzoldt in terp reta la relatividad consiguientemente, com para a Einstein con Protágoras y reduce lo relativo a la subjetividad sensible. Lo inverso ocurre, con E. Meyerson, quien por falta de una teoría suficiente de la percepción (vol. I, capítulo I I I , § 4 ) , se facilita algo la tarea, en su refutación del idealismo, y declara que “el retorno hacia un idealismo que tenga su punto de arran q u e en lá sensación será tan to más incóm odo cuanto más se haya alejado la física del yo que siente” .46 En efecto, si fundam os, con Brunschvicg, el idealismo sobre el juicio, es decir justam ente sobre esa “deducción” que, según Meyerson, conduce a lo real, podem os ver en la relatividad u n a corriente favorable a la interpretación idealista. E n lo que concierne a la psicología que defen­ deremos, ésta consiste precisam ente en sostener que la actividad del sujeto tiende a liberarlo de su egocentrismo, es decir, entre otras cosas, a alejarlo de la intuición sensible en favor de un sistema de operaciones que rela­ cionan indisolublemente al sujeto con el objeto. N i el vocabulario realista, ni el lenguaje idealista convienen pues a la expresión del relativismo einsteiniano que es una m anifestación, por excelencia, de esa descentración. L a teoría de la relatividad reserva, en efecto, un a parte infinitam ente m ayor a la actividad del sujeto así enteridida que la m ecánica clásica, y a fortiori, que la física de Aristóteles. Y no sólo increm enta la necesidad 46 Déduction relativiste, pág. 75. Véanse págs. 74-75, la alusión a P latón: “y esa circunstancia sería suficiente, según parece, para dem ostrar que u n a concepción idealista no se halla excluida” .

de su intervención, sino que prolonga, con singular claridad, en el plano del pensam iento científico, la serie de las etapas que orientan dicha acti­ vidad, desde el egocentrismo perceptivo hasta la descentración operatoria y, en el cam po del desarrollo histórico de las operaciones, desde el egocen­ trism o de Aristóteles hasta, la descentración copernicana y cartesiana. Comenzando^ por la percepción misma, la actividad del sujeto queda m a rc ad a por u n a descentración que corrige, coordinándolas, las centra­ ciones sucesivas con electos respectivos deform antes (vol. I, cap. II, § 4 ). A p a rtir de ese trabajo inicial de la actividad perceptiva y de la inteli­ gencia, que constituye ya en cierto sentido u n establecim iento de recipro­ cidad entre los sistemas de referencia, se p lan tea el problem a (como ya lo hemos visto anteriorm ente, § 2 y 3 del presente capítulo) de corregir las falsas impresiones de sim ultaneidad y de sucesión, las dilataciones o con­ tracciones de la duración, y tam bién, como lo m ostráram os anteriorm ente (vol. I, cap. I I , §.-§ 4-7) de corregir contracciones y dilataciones de las longi­ tudes aparentes. Se sobreentiende que los hechos en cuestión n ad a tienen en com ún directam ente con las m edidas científicas del tiem po y del espa­ cio en; la- física de la relatividad,47 pero dem uestran del m odo más evidente (y eso» es todo I» qué queremos inferir aquí) que la actividad del sujeto se m anifiesta desde el nivel sensoriomotor m ás elem ental por u n a “descentrac iák ”’ (hemos, denom inado así, en teoría de las percepciones, la coordina­ ción! efe las centraciones sucesivas), es: decir por un a reciprocidad de los puntos; de vista'.. Hemos visto, asimismo que, en el nivel de la representaciife in tu itiv a y preoperatoria, las, dificultades esenciales de la intuición estaban ocasionadas po r una “centracién” originada no ya p o r las'fijaciones d e las m irad a o de los órganos sensoriales, sino por la asimilación de los d&jetos a la actividad propia instantánea, siendo corregido poco a poco ese “egocentrismo” por las articulaciones progresivas de la intuición, cuya m ovilidad y reversibilidad crecientes culm inan en operaciones concretas. El Esacimienta de las operaciones racionales se debe pues esencialmente a una 47 Pero podría ocurrir que i:m día la relatividad intervenga en la fisiología de la percepción, cuando se conozcan m ejor las corrientes eléctricas del sistema nervioso y los “campos” polisinápticos. L lam a la atención comprobar, por ejemplo, que la centración de un objeto dilata et espacio percibido, como si la atención perceptiva m odificara su estructura: hay aquí una interacción entre la energética del cam po y su estructura espacio-tem poral que podría presentar alguna analogía con el modo en que la m asa introduce curvaturas en el espacio físico. C uando Petzoldt, en un texto citado por E. Meyerson, dice que “ es inevitable que, por la teoría de la relatividad, la física se encuentre más próxim a de la fisiología de las sensaciones’' (véase Déduc­ tion relativiste, pág. 121), enuncia una verdad posible que form ularíam os, por nuestra parte, en sentido inverso y sin aceptar que tenga la interpretación de la relatividad que nos da el autor. Nos parece que Meyerson, al no distinguir esas dos cuestiones de la interpretación de la m ecánica relativista dada por Petzoldt y de las analogías posibles entre los mecanismos perceptivos y los hechos físicos, ha tratado a la ligera ese problem a, al oponer de una vez y p a ra todas las ciencias del espíritu y las ciencias físicas, y ai afirm ar inclusive “que el abismo que separa esas dos ramas del saber hum ano, por el contrario, se ha ensanchado considerablem ente” (Ibíd.. Pág- 122).

descentración y a u n a coordinación correlativas de los puntos de vista o de los diferentes sistemas de referencia ligados a las acciones o a las intui­ ciones sucesivas; se debe sobre todo a una descentración y a u n a coordina­ ción de los puntos de vista o sistemas de referencia ligados a los diferentes individuos (observadores), obligados a poner sus perspectivas en recipro­ cidad. Hemos com probado a ese respecto que las prim eras medidas espa­ ciales o temporales presuponían u n mecanismo operatorio ya muy complejo y, por ende, una actividad del sujeto que descentra sus acciones en provecho de la coordinación y del movimiento. L a función del sujeto en el conoci­ m iento no se reduce, p o r ende, a la sensación, sino que está form ada por composiciones operatorias, y la confusión de esos dos términos opuestos, situados en las verdaderas antípodas uno con respecto al otro, es la única que explica los m alentendidos que com plican las discusiones acerca del papel que desempeña el sujeto en el conocimiento relativista. C uando el capitán Metz, con el realismo propio de un oficial de artillería, nos ad v ierte: “Q ue nadie se engañe aq u í; en efecto, cada vez que hablamos de un observador opuesto a otro, no se trata, de ninguna m anera, de una oposición más o menos filosófica de dos concepciones o de dos imágenes mentales, sino de u n a diferencia registrada realm ente por los aparatos de m edida”,48 d a la impresión de creer que el tiempo relativo Se impone a nosotros gracias a las simples comprobaciones que podría efectuar, con un reloj, el sujeto m ás pasivo inventado por la filosofía em pirista. Y bien, acabam os de recordar que ya la lectura del tiem po y del espacio absolutos, con un reloj o con un m etro, suponen un mecanismo operatorio muchísimo menos simple de lo que uno. pu ed a im aginarse antes de haber estudiado, de cerca, su form ación en el niño. C uando se trate ahora de coordinar las lecturas realizadas con dos relojes colocados a cierta distancia sobre móviles de velocidades m uy diferentes, ¿ qué signi­ ficará la comprobación del hecho? Considerando que los. observadores (y hablamos de físicos que leen sus instrumentos y no de “filósofos” lim i­ tados por “imágenes m entales” ) están sujetos a sus propios sistemas de referencia y que los medidores son modificados p o r el proceso a medirse, la comprobación de la relatividad del tiempo ya no consiste, entonces, en un a simple percepción producida por la posición de las agujas: se trata, por el contrario, de in terp retar este d ato por medio de u n grupo de operaciones que coordinan el conjunto de las relaciones en juego, es decir, el conjunto de las relaciones establecidas entre las lecturas perceptuales.49 L a acti­ vidad del sujeto no es m ás asimilable, por. ende, a u n a “sensación” que aprehende uno o varios objetos sensibles, sino a u n a inteligencia obligada 48 A. Metz: Tem ps, espace, relativiti, pág. 66. 49 Esas operaciones se expresan por la fórm ula: t> = [t — ( v /C2) x] / V 1 — (vV c2) donde t ’ es el tiem po medido en el sistema en movimiento, v la velocidad de dicho sistema, t el tiempo en el sistema fijo, x la distancia al origen y c la velocidad de lá luz.

a descentrarse de todo lo que constituye su absoluto habitual, p ara poner en reciprocidad su propio sistema de referencia con los otros y extraer la covariancia. ¿C uál es aquí el tipo de “realidad” que cap ta esta inteli­ gencia? Y a no se tra ta de u n a realidad sensible, como la cualidad propia de un objeto, ni de u n a cualidad general característica de u n a clase de objetos, ni de una relación simple, sino de u n a especie de relación de rela­ ciones, es decir, de u n a realidad ta n difícil de percibir que la ciencia occidental necesitó m ás de 25 siglos p a ra sospechar su existencia. No negamos en absoluto que ese sistema de relaciones sea “real” , aunque tengamos que buscar lo que ese térm ino significa en especial, pero debemos darnos cuenta de que, p a ra captarlo, el sujeto queda constreñido de allí en adelante a u n trabajo m ucho m ás activo que el del peripatético que sincronizaba con la som bra lu n a r de su “polos” el pasaje de u n a estrella localizada con respecto a la tierra, o que el del new toniano que tenía en .cuenta los m ovim ientos relativos pero que confiaba en el tiem po absoluto. L a actividad operatoria del sujeto, constructora de relaciones y coordinadora de acciones, es pues proporcional a la : Sportancia de los elementos “relativos” que deben com ponerse entre sí; esto ocurre porque los elementos en cuestión requieren u n a m ayor descentración con respecto al yo perceptor. H asta ese p u n to creemos perm anecer en la evidencia pura. H echo este planteo, el problem a consiste, en caracterizar el m odo de realidad que se refiere, po r u n a parte, a los elementos covariantes que definen, pues, lo “relativo” del sistema y, po r la otra, a los elementos inva­ riantes que constituyen los absolutos propios de la teoría de la relatividad. L a epistemología genética n o necesita elegir en bloque entre el realismo y el idealismo, sino que sólo debe, delinear las “direcciones” del pensam iento; por lo tanto se trata esencialm ente de determ inar en qué dirección se ha orientado desde ese doble p u n to de vista la física relativista con respecto a la m ecánica clásica o a la física de Aristóteles. E n la m edida en que la sucesión de esas tres grandes etapas del pensa­ m iento físico se caracteriza po r u n a serie de descentraciones exigidas del sujeto, cada vez más grandes y, p o r ende, por u n a actividad operatoria cada vez m ás necesaria p ara asegurar el contacto con los “hechos” , se puede sostener recíprocam ente que el objeto físico retrocede a u n a distancia creciente a p a rtir de la experim entación directa. L a experiencia es, en efecto, tanto más fenom énica cuanto m ás egocéntrico perm anezca el sujeto: el fenomenismo expresa la superficie de lo real tal como aparece ante el sujeto, y el egocentrism o expresa el aspecto más inm ediato o el más local, po r lo tanto el m ás superficial, de la actividad p ro p ia ; se puede decir entonces que la unión inicial del fenomenismo y del egocentrismo expresa así el lím ite com ún al objeto y al sujeto, el m ás exterior respecto de ambos. Y, a la inversa, cuanto más activo sea el sujeto en el sentido de la descen­ tración coordinadora, Con ta n ta mayor razón se producirá u n movimiento correlativo: -movimiento de intem alización en el sujeto, que, al m ultiplicar sus composiciones operatorias, las subordina en mayor grado a las coordi­ naciones generales de su acción y elabora dichas coordinaciones en sistemas tanto más generales cuanto m ás se profundicen por u n análisis reflexivo

(es decir, por reconsideración de principios) ; m ovim iento de externalización, po r o tra p arte en el objeto que, a m edida que se produce la descen­ tración operatoria, es tanto m ás construido o “deducido” y tan to más se aleja de los objetos inm ediatos o próximos concebidos, d u ran te los estadios anteriores, como, independientes del observador (au n q u e reconocidos a continuación como referidos a él). Es evidente, desde luego, que ese doble proceso sólo puede resultar significativo adm itiendo la hipótesis de u na actividad deductiva que no se lim ita únicam ente a la identificación. Si se supone que la razón perm anece siempre sem ejante a si m ism a y que su única función se reduce a la identificación, la aseveración anterior desem­ boca en la siguiente tautología: cuanto m ás deduce el sujeto, tan to más es deducido el objeto. En cambio, si se postula la hipótesis de que la razón se elabora po r etapas y en función de sus descentraciones sucesivas a p a r­ tir de la acción perceptual inm ediata, sus composiciones operatorias se desarrollarán según un proceso que es a la vez constructivo y reflexivo: p ro d u cirán el efecto de hacer retroceder sin cesar el objeto, desprendiéndolo ca d a vez m ás de sus adherencias subjetivas iniciales, y de externalizarlo en función de las coordinaciones que relacionan los procesos con los sistemas d e referencia y con sus transform aciones “relativas” . E n otros térm inos, a m edida que se. construye la razón, se externaliza el objeto, pues sólo podría objetivarse apoyándose sobre las composiciones operatorias del sujeto, en virtud (u n a vez más) del hecho de que los procesos de descentración constituyen la condición necesaria ü e la coordinación. A ese respecto, la com paración entre la form ación de los instrum entos deductivos y ios diversos m odos de la experim entación en los tres niveles d e la física, el de Aristóteles, de la m ecánica clásica y de la m ecánica relativista, llam a poderosam ente la atención. En la física de Aristóteles, la experiencia sigue siendo fenom énica y la deducción, que es puram ente cualitativa, la sigue casi servilmente. La m ecánica clásica h a surgido, por el contrario, de la constitución sim ultánea de un tipo nuevo de experiencia, sistem ática y objetiva, así como de formas de deducción m atem áticas nece­ sarias p a ra la lectura y su interpretación: la geom etría analítica y el cálculo infinitesimal. En, la teoría de la relatividad, em pero, la situación se invierte de u n a m anera realm ente asombrosa: la construcción de los instrum entos geométricos y analíticos ha precedido, en m ucho, a su aplica­ ción experim ental. L a geom etría riem aniana, que expresa las curvaturas de un cam po gravitacional, nació de una generalización del espacio que hacía abstracción de un postulado de evidencia intuitiva, pero cuya no dem ostrabilidad lo había signado como no necesario. E n cuanto al cálculo tensorial creado po;r Riccí y Lévi-Civita, cuyo empleo resultó indispensable a la m ecánica relativista, surgió tam bién de una generalización com pleta­ m ente teórica, volviendo absoluto el cálculo diferencial al desprenderlo de todo sistema de referencias. Así fue como los productos de la generalización m atem ática form al llegaron a servir, m ucho después de su elaboración, como m arco p ara los experimentos de la física relativista. E n otros térm inos (ccm c lo vimos en el vol. I, capítulo I I I ) , los instrum entos deductivos a d a p ­ tados a la experimentación m ás profunda se han construido d an d o la

espalda, por así decirlo, a la realidad inm ediata (en escalas sin relación con la experiencia cotidiana) y esto ocurría años antes de im aginar siquiera la posibilidad de esos nuevos contactos con lo real. Existe, pues, una relación evidente entre la externalización progresiva del objete que retrocede a una distancia cada vez mayor con respecto a la experiencia inm ediata y la internalización gradual de las operaciones del sujeto, que se alejan correlativam ente de la acción real p ara transform arse en acciones virtuales y cada vez más irrealizables, .pero cuya form alización trad u c e las coordinaciones cada vez m ás generales de aquéllas. El p unto de encuentro inicial entre el objeto y el sujeto es el espacio; hemos visto su doble naturaleza m atem ática y física según que exprese sim plem ente, las coordinaciones generales de la acción o que incorpore en ella las acciones especializadas ejercidas sobre los objetos. Al principio, esos dos espacios, el de la acción propiam ente dicha y el de los objetos sobre los cuales ella opera, están indiferenciados, aunque disociables po r el análisis. Pero luego se diferencian cada vez más y dicha diferenciación cons­ tituye precisam ente la expresión más directa del proceso m ás extenso que estudiamos ah o ra: en la m edida en que el sujeto descentra su p u n to de vista con respecto al objeto, externaliza a éste, por un a parte, pero por la c tra se obliga recíprocam ente a efectuar coordinaciones operatorias que producen el doble efecto de internalizar su pensam iento y enriquecer el objeto con los m arcos nuevos en los cuales lo integra. De aq u í se infiere que cuanto m ás afine el sujeto sus esquemas m atem áticos, ta n to m ás se com probará que la naturaleza del objeto descentrado y externalizado es dis­ tin ta de esa realidad del sentido com ún que aún está im pregnada con elementos subjetivos, o sea egocéntricos, po r seguir siendo fenom énica. Pero al externalizarse gradualm ente, el objeto no pierde en m odo alguno el contacto con el sujetó puesto que son las coordinaciones operatorias de éste las que perm iten esa descentración y esa externalización. ¿ E n qué consisten entonces esos modos de realidad más y más externalizados, por ser menos antropom órficos, que alcanza el pensam iento físico? Por una parte, lo “relativo” , es decir el conjunto de las covariacicnes inherentes a los sistemas de referencia, traduce las coordinaciones operatorias mismas que el sujeto elabora por el m ero hecho de su descen­ tración. Por o tra parte, los “absolutos”, es decir los invariantes descubiertos a través de esas transform aciones covariantes, son deducidos sólo m erced a la relativizacicn creciente de éstas. Se form a un ciclo cerrado y p o r esta razón dichos absolutos jam ás son alcanzados en sí mismos. E n el caso particu lar de la teoría de la relatividad, ese contacto p erm a­ nente del sujeto y del objeto se traduce con una claridad nu n ca igualada hasta entonces (a pesar del sueño cartesiano), por u n a geom etrización de la realidad misma. E sta resulta en parte, en efecto, de los progresos íeflexivos realizados por la geom etría abstracta a la que dieron origen.las cccrdinaciones m entales del sujeto. Pero esa geom etrización del objeto físico tom a adem ás un rum bo que ni Descartes, ni la m ecánica clásica hubieron podido prever y que es conform e precisam ente al esquem a de descentración y al de coordinación combinados, que expresan el conjunto

del desarrollo: esa geometrización se orienta en el sentido de una diferen­ ciación m ayor entre el espacio físico y el espacio geométrico, au n q u e éste sirva como u n instrum ento necesario de coordinación p a ra aquél. En efecto, el espacio físico, según la teoría de la relatividad, form a cuerpo con su propio contenido en lugar de constituir un simple continente. E l espacio que, p a ra Aristóteles, dirigía los móviles asignándoles com o fin u n lugar propio, se había tornado indiferente a los m ovim ientos en la mecánica clásica. E n la mecánica de la relatividad, hay, en verd ad , isotropía de la luz y subsisten los movimientos inerciales, pero son las cu rv a­ turas del espacio las que determ inan las trayectorias, .de donde surge la geometrización de la gravitación. M ás aún, la m ateria se reabsorbe p arcial­ m ente en el espacio, cuyas “arrugas” expresan las cualidades físicas en sí. L?, física se fusiona así en parte con la geom etría de los objetos, en el sentido de que el espacio ya no es más un continente que ac tú a sobre su contenido, como en Aristóteles, o indiferente a su contenido, com o en D escartes: ya no hay ni contenido ni continente, sino un todo único cuyos diversos aspectos se m antienen indisolubles, y un todo cuatridim ensional, que incorpora el tiem po a las dimensiones del espacio. El m odo d e exis­ tencia entonces, al que tiende la realidad m aterial bajo su aspecto relativo no es otra cosa que un sistema de coordinaciones espaciales que inco rp o ra las propias covariaciones físicas, m ientras que los absolutos son las singu­ laridades del cam po espacio-temporal, que se puede descubrir de u n m odo invariante por m edio de todos los sistemas de referencia. Deducimos entonces dos consecuencias d e u n a im portancia epistem o­ lógica considerable. L a prim era, a la cual hemos de volver, está v inculada ccn la naturaleza de la explicación física. Al vincular la física con lo espacial, no se identifica sin más lo superior con lo inferior, en ta n to com ­ plejo y simple, de donde surgen las resistencias irreductibles de lo “diverso” a la identificación (tales qüe, según M eyerson, “la ciencia al progresar, incluye más elem entos irracionales en sus explicaciones” 50). P or el contrario, resulta que la asim ilación es recíproca: aun q u e la cu rv atu ra del universo explica el hecho físico, ella misma depende de la cantidad de partículas m ateriales presentes. E n otras palabras, la explicación no es u n a reducción en un sentido ni en el otro, sino u n a composición que ab a rca lo superior y lo inferior en u n mismo sistema de transformaciones.. E xplicar una propiedad m aterial por una curvatura del espacio no es entonces suprim ir la prim era e n favor de la segunda, ni a la inversa, ni am bas en favor de un tercer térm in o : es reu n ir las características de un a y d e . otra en un sis­ tem a operatorio que tenga en cuenta a la vez sus transform aciones respec­ tivas y sus intercam bios; es decir, que explique al mismo tiem po lo diverso y lo idéntico. D esde luego, las ideas invocadas (masa, energía, m ovim iento, espacio, etc.) adquieren, por lo mismo, un sentido diferente del que tenían en el sistema anterior, en el cual su asimilación recíproca no era posible; en esto consiste la descentración que los desubjetiviza y los externaliza con respecto a la acción ordinaria; pero ese nuevo sentido que ad q u ieren no 50 D éduction relativiste, pág. 368.

anula su diversidad: perm ite simplemente componerla, en un todo único organizado de transform aciones solidarias. Ese proceso de composición, que constituye propiam ente la causalidad, no es ni la simple inclusión lógica de las leyes unas en otras, que satisface al positivismo, ni la identificación que fracasa p o r definición, puesto que provoca la resistencia de lo no idén­ tico: ese proceso es esencialm ente operatorio, es decir, reconstruye la variación y al mismo tiem po el invariante, conform e a lo que es el esfuerzo constante de todo pensam iento físico (y m atem ático). E n segundo lugar, por el hecho de que la composición así obtenida en la explicación einsteiniana de la gravitación se asocia al espacio mismo, esto es, al p u n to de p a rtid a com ún a la externalización del objeto y a la intem alización de las operaciones deductivas del sujeto, la teoría de la relatividad provee u n a indicación asaz sugerente sobre lo que podría ser la dirección propia del pensam iento físico. Q ue la externalización cada vez más descentrada del- objeto culm ine finalm ente en u n a geometrización, ¿ no es acaso el m ejor indicio de que dicha externalización es solidaria con la intem alización del sujeto y que, si se disuelve lo real antropom órfico por querer alcanzar la realidad en sí misma, m ientras que el yo se desprende de su egocentrismo p ara construir sistemas operatorios de intem alización creciente, se llega finalm ente a un mismo resultado total, que es lá asimi­ lación de las cosas a las operaciones y a sus coordinaciones? Cuando E ddington declara, en u n pasaje célebre, que “considera la m ateria y la energía, no como factores que producen los diferentes grados de curvatura del universo, sino como elem entos de percepción de esa cu rv atu ra” y añade que la m ateria “es un indicio y no una causa”,51 p a ra concluir diciendo “no teníamos en absoluto la intención de construir u n a teoría geom étrica del universo, pero esa teoría geom étrica tuvo origen en la investigación de u n a realidad física”, por los “m étodos verificados del físico”,52 expresa en términos m uy sugerentes la descentración de lo real con respecto al yo y la asimilación del universo a las operaciones del sujeto. Vimos en el vol. I, capítulo I I I que, después de u n período en el cual los matem áticos atribuían sus operaciones a u n a simple síntesis subjetiva, habían llegado a adm itir u n a especie de “objetividad intrínseca” . A hora vemos a los físicos que, después de u n largo período de simple realismo, llegan a lo que casi podría llam arse “subjetividad extrínseca", ¿A cabarán ambos grupos por encon­ trarse? 1 0 . C o n c l u s i ó n . L a prim era conclusión que puede extraerse de lo que antecede es la convergencia de los datos genéticos y de los datos tomados de la historia de las ciencias en lo que se refiere a las ideas cine­ m áticas y mecánicas. Es n a tu ra l que exista una relación entre la evolución histórica de las ideas de n úm ero o de espacio y el proceso genético que ha presidido su form ación, puesto que tanto uno como otro son producto

51 E d d in g to n : Espace, tem ps, gravitation, pág. 234. 52 Ibíd., pág. 223; véase tam bién en Meyerson (D éduction relativiste) la cita de Weyl, pág. 192 y las notas de la pág. 193.

de nuestra actividad. Pero que las ideas físicas, tom ando u n elemento esencial de los objetos mismos, evolucionen, en el curso del desarrollo de las ciencias, de u n modo tal que se pueda vincular con su psicogénesis, resulta m ás interesante y m uestra la u n id ad de las leyes de la adaptación intelectual al objeto. L a conexión del tiempo y de la velocidad se afirm a desde el principio de la construcción de esos conceptos, en el niño, p ara vclver a encontrarse en la m ecánica relativista. El doble aspecto objetivo (aceleración) y subjetivo (esfuerzo) del concepto de fuerza h a condicionado en dos sentidos contrarios su evolución, como asimismo sus fases iniciales; igual ocurre con el p a r finalidad X desplazam iento en lo que se refiere al movim iento. Pero sobre todo, la descentración progresiva que h a conducido las ideas m ecánicas del realismo antropom órfico a la objetividad relativista procede de un pasaje análogo del egocentrismo al establecim iento de rela­ ciones, proceso que se observa desde los estadios m ás prim itivos e infantiles de constitución del pensam iento físico. D e aq u í extraemos la segunda conclusión. T an to el exam en de los estadios de la génesis de las ideas m ecánicas como el de su historia en el seno m ismo de las ciencias ponen de manifiesto un a ley esencial de la evolución: indiferenciados prim ero, los conocimientos lógico-matemáticos y físicos . se separan luego cada vez más según un doble m ovim iento de internalización y de externalización, y en la m edida en que se diferencian em prendiendo direcciones contrarias es cuando m ejor concuerdan entre sí. Por más trivial que sea, esta com probación no deja de encubrir u n misterio sorprendente. H em os visto (vol. I, cap. I I I ) el aspecto m atem ático: al alejarse de lo concreto, esto es, del objeto inm ediato y al profundizarse reflexivam ente por u n a form alización m ás abstracta, el conocim iento lógicom atem ático llega a anticipar del m odo m ejor las experim entaciones u lte­ riores hechas sobre lo real. No por ello resulta m enor la p a ra d o ja en cuanto a 1a. recíproca física de ese proceso lógico-m atem ático de desconcretización y de internalización: al alejarse de lo subjetivo por u n a externalización que los descentra cada vez más, los conceptos mecánicos obedecen m ejor a las coordinaciones operatorias generales, que resultan, sin embargo, de la actividad efectiva del sujeto. No h ab ría en ello ningún m isterio si los entes lógico-matemáticos fueran extraídos de la experiencia, y si el conoci­ m iento físico sólo fuera a su vez “m atem ática aplicada” . A unque ambas tesis hayan sido defendidas, son ta n superficiales tanto u n a como la otra, porque desdeñan el esfuerzo com plem entario de u n a abstracción, extraída, en un caso, de la acción del sujeto y no del objeto y, en el otro caso, de un a experim entación realizada sobre el objeto como ente descentrado y com portándose de u n a m anera imprevisible p ara el sujeto. E l invento de 1a. geom etría riem aniana y el descubrim iento de M ichelson y M orley son en ese sentido dos símbolos cuya oposición y arm onía es difícil d ejar de ver: el carácter no experim ental de aquel invento es tan claro como el carácter imprevisible y por ende no deducible de antem ano de este descubrim iento; y, no obstante, el prim ero se ha unido luego al experim ento, m ientras que el segundo se h a dejado integrar, u n a vez asimilado, en el m arco de un a deducción. T oda la p arad o ja de la fí&ica m atem ática reside en esa corres-

pendencia, que se vuelve a establecer en cada nueva etapa del desarrollo, entre las fases sucesivas de la internalizacíón y las de la externalización. No basta, desde ese p u n to de vista, hablar de acuerdo entre la deducción y la experiencia, como cuando la deducción, aunque ya formal, se referia a evidencias intuitivas, y cuando el experim ento, aunque ya sistemático, se realizaba con objetos accesibles a la acción directa del sujeto: desde el m om ento en que la deducción, que se to rn a axiom ática, le d a la espalda, por así decirlo, a la realidad, y en que el experim ento, saliendo de nuestra escala de acción, sobrepasa el horizonte del sujeto, se tra ta entonces en verdad de dos actividades orientadas en sentido inverso, y es esta doble descentración a p a rtir del fenomenismo y del egocentrismo, de la experi­ m entación y de la deducción concretas luego, la que constituye el carácter sorprendente de la arm onía actual entre el sujeto lógico-m atem ático y el objeto físico. Tercera conclusión: aunque el contacto entre el sujeto y el objeto jamáí' se pierde, se presenta no obstante bajo tres formas distintas que corresponden a las etapas sucesivas de dicha descentración. L a prim era fase es la de una indiferenciación (de diversos grados) entre los datos exteriores, que son fenoménicos, y las ideas del sujeto que siguen siendo egocéntricas: por u n a parte, lo real queda así deform ado en función del yo, proyectándose los elementos subjetivos y de finalidad, de esfuerzo, de tiem po \ivido, etc,., en las cosas; mas, por otra p arte, los razonam ientos del sujeto, vecinos todavía de la intuición sensible, no en trañ an disociación alguna cstricta entre las coordinaciones lógico-m atem áticas y las acciones u o p era­ ciones físicas. Esa mezcla de elementos subjetivos y objetivos, deform ados los unos en función de los otros, es la que caracteriza las fases de génesis, incluida esa sistematización de la cinem ática y de la m ecánica de sentido ccm ún, constituida por la física de Aristóteles. L a segunda fase es la d e un paralelo entre la deducción y el experim ento y llega a su apogeo en la m ecánica clásica: el experim ento físico, conducido sistem áticam ente y des­ centrado con respecto a los elementos egocéntricos, encuentra su in stru ­ m ento de coordinación en una lógica y u n a m atem ática que se h an vuelto operatorias y se h an desprendido del fenom enism o: de aquí surge un paralelism o tan estrecho que la deducción prevé toda la experim entación, y ésta se integra po r com pleto en aquélla ta n bien que se ha podido concebir 1a. m ecánica racional, ya como un modelo a priori, ya como un m odelo de perfecta adecuación em pírica. Luego viene una tercera fase en la que el experim ento sobrepasa nuestra escala de observación espacio-tem poral y en que la deducción se libera de sus resultados intuitivos: esta últim a con­ quista sobre el egocentrismo de las escalas hum anas y sobre el fenomenismo de las intuiciones inicíales se traduce entonces por u n a mayor externaliza­ ción del objeto y po r una internalización correlativa de los instrum entos lógico-matemáticos del sujeto, de tal m odo que a la indiferenciación y al paralelismo característicos de las dos prim eras fases les sucede un a simple correspondencia entre los hechos experim entales y los esquemas internos: esta correspondencia, aunque incom pleta, es ta n precisa allí donde se p ro ­ duce que habría de preguntar si, por u n a inversión de los papeles, com pa-

rabie al cam bio de espadas en H am let, el sujeto no llega acaso a reencontrar el objeto en las fuentes psicofisiológicas y orgánicas de su propio pensa­ miento, y sí no vuelve a encontrarse a sí m ismo en el objeto, a m edida que va expulsando a éste al exterior de su y o . . . T al es el verdadero sentido del proceso esencial de la descentración. D escentrar la acción propia no im plica sim plem ente añadir otras acciones al acto inicial y relacionarlas luego por u n proceso de p u ra extensión- acum u­ lativa. D escentrar es invertir las relaciones mismas y construir u n sistema de reciprocidades que es cualitativam ente nuevo con respecto a la acción de partida. Im plica pues desprender el objeto de la acción inm ediata p ara situarlo en un sistema de relaciones entre las cosas, que correspondan térm ino a térm ino al sistema de operaciones virtuales que el sujeto podría etectuar sobre aquéllas desde todos los puntos de vista posibles y en reci­ procidad con todos los otros sujetos. Por este motivo cada descentración constituye u n doble progreso sim ultáneo en la construcción del objeto y en las coordinaciones operatorias del su je to : descentrar la acción o el punto de vista propios no implica, pues, privarse sim plem ente de algunas relaciones incom pletas, ni completarlas por u n a simple adición de relaciones nuevas, sino que implica invertir el sentido de la asimilación y renunciar ?. las perspectivas privilegiadas para construir, en función de esta m ism a conversión, u n doble sistema objetivo y lógico. D escentrar significa “agru­ p a r”, y es gracias a las reciprocidades alcanzadas al abandonar el p unto de vista necesariam ente deform ante y egocéntrico de partida, que se elabo­ ran correlativam ente las conexiones reales y la reversibilidad operatorias. Es por esta razón que el progreso intelectual no es lineal ni sim plem ente acum ulativo, sino constructivo y reflexivo al mismo tiempo, porque surge de u n doble movim iento de integración externa y de coordinación interna.

CONSERVACION Y ATOMISMO El cam po general de los conceptos cinemáticos y mecánicos no es el que con m ayor exactitud perm ite estudiar el problem a de las relaciones que la actividad lógico-m atem ática del sujeto .m antiene con el objeto físico. C ierto es que el desarrollo de, aquellos conceptos nos perm ite asistir a una descentración gradual del. universo y a u n a coordinación correlativa de las estructuras físicas de conjunto; no obstante, las relaciones entre el sujeto y el objeto se concentran en determ inados puntos privilegiados, que consti­ tuyen los invariantes de cada sistema. A este respecto, los principios de conservación plan tean u n problem a- capital, cuyo carácter p arad ó jico se pone de m anifiesto ya en su propio enunciado: si constituyen sim ultánea­ m ente los absolutos de la re a lid a d . considerada y los invariantes operato­ rios del proceso deductivo que perm ite aprehender esa realidad, las diversas formas de conservación, ¿procederán acaso de la experiencia, de la p rop ia deducción o de u n a elaboración que vincula los elementos reales ccn los racionales? E n cada uno de estos tres casos subsiste el hecho de que la concordancia entre la m ente y la realidad parece preestablecida. No porque el sujeto conozca de antem ano lo que perm anece invariable en el objeto, sino porque p ara poder pensar necesita adm itir la existencia de invariantes, y porque por su parte el objeto parece exigir la posesión de tales invariantes com o condición de su propia existencia. Por eso, E. M eyer­ son, cuya epistemología está centrada en los principios de conservación, los considera, según el caso, ya como la expresión más directa de la actividad de la razón, ya como la m ás auténtica p rueba de la realidad del objeto. Es pues evidente que nos encontramos, en este terreno, ante puntos de contacto de particu lar im po rtancia entre el sujeto y la realidad, y que conviene aprovechar al m áxim o, a este respecto, las posibilidades que b rinda el modo de análisis propio de la epistemología genética. A hora bien, el problem a ño es solamente esencial en el cam po dé la epistemología física: su discusión echa luz tam bién sobre las relaciones entre el pensam iento físico y el pensam iento lógico-matemático como tal. Existen, en efecto, principios de conservación específicamente lógicos o m atem áticos, sin relación inm ediata con los invariantes físicos: así, un conjunto o un num ero se conservan, independientem ente de las operaciones

realizadas con sus elementos, y u n grupo algebraico o geom étrico posee propiedades que perm anecen invariantes en el curso de las transform a­ ciones. M ientras que tales formas de conservación conciernen únicam ente a los procesos deductivos, las constancias .físicas conciernen, en cambio, a propiedades del objeto que desbordan las estructuras formales lógicom atem áticas. El análisis de los principios físicos de conservación nos inform a pues, no sólo acerca del funcionam iento del pensam iento físico, en cuanto unión entre la deducción y la experiencia, sino tam bién acerca de sus rela­ ciones con el pensam iento lógico-matemático, en cuanto pensam iento p u ra ­ m ente deductivo. E n las páginas que siguen será éste nuestro doble punto de vista. El problem a del atomismo lleva a parecidas consideraciones. In tim a ­ m ente enlazado con ciertas form as de conservación, como la invariancia de 1a. m asa por ejemplo, la historia del atomismo lo h a mostrado ésencialmente como u n conjunto de procedim ientos de composición. A hora bien, sucede que esta composición adm ite, indudablem ente, modelos m atem áticos, bajo la form a de la composición discontinua de los núm eros racionales o incluso de la reconstrucción del continuo espacial a p a rtir de los puntos, y son suficientem ente conocidas las interferencias históricas que se h an producido entre estos diversos campos. Pero hay más. T a n to el concepto de conservación como el de atomismo surgieron m ucho antes de cualquier experim entación científica exacta. Por esc, adem ás de presentar u n interés particular en el terreno de la ciencia constituida, desde el doble p unto de. vista del mecanismo del pensam iento físico y de sus' relaciones con el pensam iento lógico-matemático, tales cons­ trucciones ofrecen u n a ocasión m uy favorable p ara el análisis sim ultánea­ m ente histórico y genético. Los primeros “físicos” y m atem áticos griegos descubrieron sucesivamente la perm anencia de la sustancia, sus transform a­ ciones por condensación y rarefacción, y por fin su composición atomística, al mismo tiem po que reconocían las propiedades de las figuras geométricas y las de los números. Esta correlación entre la invención física y la. inven­ ción m atem ática, con la anticipación del atomismo, 25 siglos antes de cualquier confirm ación en el laboratorio, plantea u n a serie de problem as históricos cuya solución sería de suma im portancia. Así, G. M ilhaud con­ sidera como prim er atom ista a Pitágoras, que identificaba los números con los elementos de las figuras del espacio real: es de im aginar el interés que adquiriría, desde ese p u n to de vista, un estudio detallado de las enseñanzas pitagóricas, si éste fu era posible. A hora bien, si en cualquier cam po el análisis histórico-crítico requiere corno com plem ento una investigación psiccgenética, la cuestión de las formas precientíficas de la conservación y del atomism o en trañ a a este respecto u n a respuesta precisa: el niño accede a ciertos conceptos de conservación y a cierto atomismo, en los mismos niveler. en los que elabora sus estructuras lógicas y numéricas, así como sus prim eros invariantes geométricos. E n este terreno, no sólo es posible, por lo tanto, captar en su raíz la conexión intelectual de las operaciones físicas y de las coordinaciones lógico-matemáticas, sino tam bién poner de m an i­ fiesto con exactitud apreciab’le el papel que los factores de experiencia y

los factores de deducción desem peñan en la form ación de los conceptos de conservación, precisando en p articu la r el mecanismo constante del m odo de deducción utilizado. E n resumen, los diversos problem as epistemológicos que plantea la form ación de los conceptos de conservación y de atomismo, tan to en el plano genético como en el del análisis del pensam iento científico, son interdependientes, porque el tipo de conexión entre la experiencia y las construcciones operatorias que intervienen en la elaboración de estas ideas es revelador de la relación general entre las acciones físicas y las coordinaciones lógicom atem áticas. T a l como más adelante com probaremos, es la estructura m a­ tem ática de grupo la que al coordinar aquellas transform aciones físicas, desemboca en la constitución de las distintas formas de conservación. Pero m ientras que en las etapas superiores es posible disociar dicha form a m ate­ m ática de su contenido experim ental, en las fases iniciales, por el contrario, la form a y el contenido, es decir la coordinación y las acciones coordinadas, constituyen u n todo único cuyas interdependencias son reveladoras en lo que se refiere a la naturaleza del pensam iento físico. E n efecto, por un lado, antes de cualquier m atem atización explícita de la realidad m aterial, la, experiencia física p o r sí sola presupone ya una estructuración lógica de las acciones de las que p ro ce d e: ah o ra bien, esta estructuración tom a entonces la form a de “agrupam ientos” , es decir de composiciones reversibles cualitativas, aú n no extensivas ni métricas. V am os a tra ta r de m ostrar que las prim eras form as de conservación se desprenden de tales agrupam ientos, antes de que éstos se transform en en grupos m ediante la introducción de la cantidad m atem ática. Es pues la reversibilidad operatoria, y no la identificación, la que genera, ya en este plano lógico o prem atem ático, los primeros invariantes físicos. Por o tra parte, al ser las estructuras de agrupam ientos y de grupos, características de las coordinaciones opera­ torias del sujeto, es necesario ad m itir que la explicación física consiste en asimilar las transform aciones de lo real a las propias operaciones: pero esto no es cierto solam ente p a ra la identidad, sino tam bién, y con igual validez, p ara la variación propiam ente dicha, reestructurada en función de las transform aciones inherentes a to d a composición lógico-m atem ática, y concebida como ligada por u n vínculo necesario con los propios invariantes. 1.

E

l

o b je t o

f ís ic o

y

las

c o o r d in a c io n e s

generales de

l a a c c ió n

D e ser cierta la tesis precedente, n o.será el terreno de los conceptos supe­ riores de conservación el que m ás facilite su dem ostración, porque las deducciones propias de la física m atem ática se referirán en ese caso a relaciones ya altam ente elaboradas, de las que sólo el sistema de conjunto (es decir, la “teoría” considerada) es confrontado con la experiencia, p ara ser aceptado o rechazado en bloque. Se tra ta por el contrario de descubrir, en 1a. zona de tom a de contacto elem ental entre la m ente y la realidad, es decir en el proceso de form ación de las nociones más simples, cómo procede la construcción correlativa de los invariantes y de las leyes de variación. Existe, a este respecto, u n a p rim era form a de invariante fisico, cuyo profundo parentesco con los conceptos de conservación elaborados p o r el

.

pensam iento científico ha sido subrayado con frecuencia por E. M eyerson: es el esquem a del objeto perm anente, que se constituye ya en el terreno de la acción sensoriomotriz previa a la representación conceptual. Este esquema del objeto, principio de solidificación del universo práctico y p er­ ceptual del sentido común y de la p ropia ciencia macroscópica, plantea por sí solo todos los problem as de los que tendrem os que ocuparnos en relación ccn los invariantes más refinados. Por un a parte, por más físico que sea el concepto del objeto exterior, sustrato sustancial de todas las cualidades percibidas en el m undo sensible y que el físico estudiará cuantitativam ente una por u n a, su constitución im plica de en trad a la intervención de coordi­ naciones de tipo lógico-matemático, puesto que el objeto perm anece idéntico a sí mismo, está localizado en el espacio, y, sobre todo, su elaboración se vincula m uy estrecham ente con la del grupo práctico de los desplazamientos invocados p o r H. Poincaré como raíz del propio espacio total. Por otra parte, por m ás ligado que esté a los mecanismos perceptivos, y prim ordial­ m ente a las “constancias” del color, el tam año y la forma, el objeto físico presupone sobre todo acciones, tales como la acción de reencontrar, y plantea así el problem a de las relaciones entre la sensación y el acto, y por lo tanto entre la identificación directa y la composición operatoria (cuya reversibilidad y asociatividad prácticas intervienen precisam ente en los retornes y los desvíos característicos del grupo de los desplazamientos em pí­ ricos ). L á form ación del objeto perm anente origina pues, de entrada, tanto el problem a de las relaciones entre las acciones físicas y la coordinación lógico-m atem ática, como el del m odo de constitución de los invariantes físicos. A hora bien, el gran interés de esta idea de objeto m aterial, debido precisam ente a su carácter elem ental, reside en m ostrar con total claridad que, por m ás que retrocedam os hacia los orígenes de las acciones e in tu i­ ciones físicas, éstas no se presentan nu n ca en form a independiente de las coordinaciones generales de la acción, es decir, de los orígenes de la coordi­ nación lógico-m atem ática. N o existen esquemas espaciales o esquemas de carácter lógico-numérico (equivalentes prácticos de la clase de relación o de cantidad num érica) por un lado, y por otro cualidades físicas o sensibles (color, resistencia, peso, e tc .). P or el contrario, las acciones que llevan a individualizar estas cualidades físicas sólo son posibles, desde el principio, si se hallan vinculadas entre sí p o r u n mínimo de coordinación que ya es de naturaleza lógico-m atem ática. Es cierto, por lo tanto, como quería E. M eyerson, que el análisis del concepto de objeto ofrece la clave p a ra el análisis de los conceptos ulteriores de conservación, aunque tal vez en un sentido distinto del que suponía dicho autor. Tom em os p o r ejemplo la cualidad física del color. Sabemos que el objeto es percibido según u n color relativam ente constante: un a h o ja de papel blanca sigue siendo blanca a la sombra, y un gris claro sigue siendo gris a plena luz. D e tal m anera, percibim os el albedo, o poder invariante de reflexión del objeto, y n o la luz reflejada p o r él. Por lo demás, esta

propiedad perceptual es propia del objeto. K a r d o s 1 ha m ostrado, en efecto, m ediante u n ingenioso experim ento, que los colores de “fondo” no son constantes: así, u n a hoja de papel gris sólo conserva un color constante si se le ven los bordes; si, en cambio, éstos perm anecen ocultos y percibimos la h o ja gris a través de la ab ertura practicada en u n a pan talla (o sea en cuanto “fondo” n e u tro ), este gris d eja de ser constante al no poder ser atribuido a u n objeto delim itable. Tales hechos, empero, lejos de apoyar una interpretación epistemológica del objeto basada en las “sensaciones” y en relaciones de sim ple identificación m utua, destacan p o r el contrario el papel de la acción y de las coordinaciones activas. Por una parte, Piéron 2 h a subrayado con exactitud el papel funcional de la percepción del albedo, que constituye un m edio de individualización de los objetos, p o r oposición a la individualización de los colores: se tr a ta pues de un procedim iento práctico con fines utilitarios, y, en este caso como en los demás, la percep­ ción es u n indicio al servicio de la acción, y no una tom a de posesión de lo “dado” inm ediato. Por otra parte, el m ecanism o causal (es decir, el “cóm o”, por oposición al “por qué” funcional) de esta constancia de los colores debe ser buscado en regulaciones perceptuales que, sin llegar al nivel operatorio, anticipan sin em bargo la operación e im plican ya una coordinación elem ental en la cual intervienen factores em parentados con la coordinación lógico-m atem ática. H ering atrib u ía esta constancia a regulaciones fisiológicas dem asiado elementales (ajuste de la pupila a la ilum inación y de la sensibilidad retiniana a la lu z ). K atz h a mostrado, en cambio, la existencia de u n a desproporción cuantitativa entre estos mecanismos y las cantidades de luz. Además, la explicación de H ering deja sin explicar la no constancia de los colores de “fondo” . L a teoría de la G estalt h a invocado leyes de organización perm anentes, pero la constancia de los colores evoluciona con la edad hasta aproxim adam ente los 10 a 11 años (B eyrl). Sólo queda pues ad m itir la intervención de las regulaciones activas (consistentes, por ejemplo, en desplazamientos virtuales del objeto, como sucede en el caso de la constancia de la form a, y en el estableci­ miento de relaciones entre su color y los del c o n to rn o ). Así pues, la p ro p ia percepción de los colores constantes del objeto está ligada a un sistema de acciones. E n cuanto a la percepción del peso, es bien conocido el papel que en ella desem peñan las anticipaciones m o­ trices : un objeto voluminoso, pero de poco peso, es percibido como menos pesado de lo que es en realidad, porque se prevé u n a proporcionalidad entre el peso y el volumen, y esta previsión errónea engendra u n a ilusión de contraste, etc. Pero, sobre todo, las constancias del tam año y de la form a perceptiva del objeto, lejos de darse en función de leyes de organi­ zación puram ente receptivas, evolucionan con la edad y reposan sobre un juego de regulaciones y de anticipaciones en el que intervienen elementos de acción (traslados perceptivom otores, e tc ,).3 En resumen, el objeto 1 L. K ardos: “D ing und Schatten” . Z eitschrift jür Psychologie. Leipzig, 1934, 23. “ H. Piéron: Psychologie expérimentale. París, Alean. 3 Véase en el vol. i, cap. ir, § 4.

no es, en n inguna de sus propiedades perceptivas, producto de puras “sensaciones” , fusionadas entre sí por identificaciones directas: ya desde la percepción de los objetos, intervienen acciones (específicamente físicas), así como coordinaciones reguladoras que im plican el m ovim iento, el espacio y un sistema de com paraciones efectivas o virtuales, es decir, elementos lógico-matemáticos. ¿Cómo, se explica, pues, la form ación del esquema del objeto? y, ¿cuáles son, a su respecto, las relaciones entre la acción física, o se a , gene­ rad o ra de percepciones cualitativas especializadas, y la coordinación lógicom atem ática, es decir, la coordinación general de las acciones? El problem a está centrado en el carácter “sustancial” de este esquema. E n efecto, el objeto no es solam ente u n haz de cualidades transform adas en constantes m ediante las regulaciones m otrices perceptuales: es, prim ordialm ente, el sustrato de estas cualidades, es decir, u n a “sustancia” concebida como existente au n fuera de todo cam po perceptual. A hora bien, este carácter de sustancialidad se form a precisam ente al mismo tiem po que las cons­ tancias perceptuales, y a su respecto se d a 1a m ayor evidencia del papel de las acciones 4 y de su coordinación: esta coordinación no es sino el “grupo” práctico de los desplazamientos, m ientras que las acciones a á coordinadas son precisam ente las acciones adaptadas a las cualidades físicas de color, peso, etc., características de cada objeto particular. Hemos recordado, a propósito de la génesis del espacio (vol. I, cap. I I, § 5 ), cómo H . Poincaré atribuía la distinción entre las relaciones geo­ métricas y las relaciones físicas a u n a oposición, a la que consideraba elemental, entre cambios de posición y cambios de estado: los primeros, al poder ser anulados po r desplazamientos correlativos del propio cuerpo, son efectivam ente reversibles, m ientras que los segundos perm anecen irre­ versibles al no poder ser modificados por los movimientos de nuestros m iem bros y de nuestros órganos sensoriales. D e ser cierta esta tesis, tan sugerente en su sencillez, resolvería por sí sola, ya desde las fases prim itivas, todos los problem as que nos hemos p lan tead o : los cambios de posición, al interesar sim ultáneam ente a los movim ientos del objeto y a los del sujeto, constituirían a la vez el espacio físico de los objetos exteriores y el espacio geom étrico de las coordinaciones de la propia acción, siendo este último u n a condición necesaria p a ra la construcción del prim ero. Por o tra parte, de no producirse ningún cambio de estado, la perm anencia del objeto se debería a su situación de invariante del grupo de los desplaza­ mientos exteriores o físicos. Por el contrario, en función de los cambios de estado, v ariaría en espera del reconocimiento de nuevos variantes de peso, de masa, etc., en el seno de estos mismos cambios, (y de que estos últimos term inaran por reducirse a su vez a simples movimientos, aunque de escala in ferio r). Pero es psicológicamente inexacto que los cambios de posición se diferencien de los cambios de estado en virtud de u n a distinción prim era, 4 Véase La construction du réel chez l’enfant. D elachaux et Niestlé, cap. t. Véase nota 4 cap. anterior.

presente ya desde las percepciones y los movimientos m ás elementales. En realidad, la tesis de Poincaré presupone el concepto de objeto y no explica su constitución: distinguir u n cam bio de posición de u n cambio de estado, llegando a an u lar el prim ero por u n desplazam iento correlativo del propio cuerpo es, en efecto, declarárse sim ultáneam ente capaz de asegurar la identidad del móvil exterior y de diferenciar su m ovim iento de los del propio cuerpo. Supongam os u n sujeto que vuelve a en co n trar constan­ tem ente u n objeto en m ovim iento o que no lo pierde de vista, aunque no tiene conciencia de desplazar su m irada, ni le atribuye, a este objeto el valor de u n móvil que se m ueve en relación con otros: en ese caso, este sujeto percibiría todo el fondo, sobre el que se destaca el móvil, como en transform ación, y según el m odo de los cambios de estados. E n realidad, el bebé es al principio incapaz de distinguir sus propios movimientos de los m ovim ientos de los objetos, de relacionar el m ovim iento de u n objeto con un sistema de referencia fijo, y de asegurar al móvil su identidad. D e esa m anera, todo cambio de posición se le presenta, al principio, como un cambio de estado, y el problem a se plantea en los térm inos siguientes, muy distintos de los de Poincaré: ¿cóm o se construirán, sim ultáneam ente, la perm anencia del objeto móvil, el grupo de sus desplazamientos físicos y el grupo de los desplazam ientos propios? A este respecto, el gran interés epistemológico que encierra la cons­ trucción del objeto, reside en m ostrar la íntim a unión de las acciones particulares, fuente del conocim iento físico y de sus coordinaciones, fuente del conocim iento lógico-m atem ático. Por. u n a p arte, la criatu ra ejerce una serie de actividades sobre las cosas, que le perm iten descubrir y dife­ renciar sus cualidades p erceptuales: las sigue con la m irada, las . escucha tratan d o de vincular los sonidos, con las imágenes visuales, las palpa, las frota, las sacude, las levanta, etc. Y sólo en relación con estas actividades se organizan los distintos elementos perceptuales: resistencia, dureza o elasticidad, peso, color y sonido, etc.. Pero estas percepciones de las pro p ie­ dades físicas distan de ser suficientes para constituir p o r sí solas un esquema de sustancia o de cuerpo, es decir, de objeto perm anente. P or otra p arte, estas acciones sólo pueden realizarse coordinándose entre sí: no sólo ocurre que u n a im agen visual, sonora, táctil, etc., puede ser percibida únicam ente en función de otras imágenes del mismo carácter, sim ultáneas o previas —lo que equivale a afirm ar la dependencia de cada acción respecto de las anteriores— , sino que, adem ás, los distintos cam pos están coordinados entre sí. m e d ia n te . coordinaciones entre los propios esquemas de acciones (así, la audición és rápidam ente vinculada con la visión, ésta se coordina con la prensión hacia los 4 /5 meses, e tc .). A hora bien,, estas coordinaciones que, como es esencial com prender, no son “asociaciones” entre “sensaciones”, sino asimilaciones o integraciones de las propias acciones unas en otras (por ejemplo, tom ar lo que se m ira, o m irar lo que se tom a, etc..), constituyen precisam ente el punto de p a rtid a de las estructuraciones espaciales y del esquematismo del que procederán las clases, las relaciones y los núm eros: así, a los espacios heterogéneos del comienzo (bucal,, táctil, visual, so-

ncro, etc.) , seguirán, gracias a la coordinación de las acciones, espacios que incluyen varios campos perceptuafes y motores a la vez. Por otra parte, la coordinación d e los movimientos sucesivos, algunos de los cuales consti­ tuyen medios, m ientras que otros llegan a las metas perceptuales deseadas, representan el p u n to de p artid a p a ra el establecimiento de relaciones, es decir, p a ra las estructuras lógicas y prenuméricas (vol. I, cap. I I I , § 7 ). R esum iendo, desde que se inicia la actividad sensoriomotriz, las accio­ nes particulares, que dan lugar a los primeros conocimientos físicos, im pli­ can una coordinación m utua, y esta coordinación constituye la prim era form a de lo que habrán de ser las vinculaciones lógico-matemáticas, espa­ ciales en particu lar. Inversam ente, no podría existir, en el plano d e la acción, n in g u n a coordinación general sin acciones particulares que coordi­ nar. Existe pues, desde el comienzo, unión de lo físico con lo lógicom atem ático, no en forma de dos realidades, independientes en un principio, que entran en contacto, sino en form a de dos aspectos a la vez indisociables e irreductibles, de la misma totalidad activa. Y es precisam ente esta co­ nexión sui géneris la que explica la formación del esquem a de los objetos p erm an en tes: en la exacta m edida en que las acciones particulares ejercidas sobre las cosas son coordinadas entre sí, estas coordinaciones propias del sujeto, que ac tú a n sobre la realidad, van a engendrar, efectivam ente, el grupo práctico de los desplazamientos, el invariante de grupo que representa el objeto perm anente, y las regulaciones que perm itirán atrib u ir a este objeto determ inadas cualidades perceptuales convertidas así en constantes (en el sentido de constancias de color, de tamaño, e tc .). La m ejor p rueba de la estrecha solidaridad entre los cuatro procesos de coordinación de las propias acciones, de agrupam iento de los desplaza­ m ientos externos, de constitución del objeto sustancial, y de regulación de las constancias perceptuales, está en el hecho de que pueden seguirse paso a paso sus progresos correlativos, en función de la descentración grad u al de las acciones del sujeto (en cuanto al paso del egocentrismo a la coordina­ ción que incorpora recíprocam ente al cuerpo propio den tro del sistema constru ido: vol. I, cap. I I I ) . Al principio no existen conductas en relación con los objetos desaparecidos, ni, por lo tanto, objetos p erm an en tes: por ejemplo, au n después que el bebé haya aprendido a to m ar lo que ve, sucederá d u ra n te un largo período que, si se cubre con u n paño el objeto hacia el que ya dirigía la m ano, la retirará (por m ás que sepa perfecta­ m ente retirar u n paño colocado sobre su ro stro ). T odo sucede como si el objeto, al d ejar de ser visible, se resorbiera en el paño, es decir, como si los cambios de posición fueran concebidos como cambios de estados. Es cierto que, a veces, después de haber interrum pido u n a acción com enzada, el sujeto la reinicia, y espera así volver a hallar los objetos en su sitio; pero este principio de perm anencia está precisamente ligado a la continuación de la propia acción, y aún no a transformaciones im puestas desde el exterior. M ás adelante el niño llegará (hacia los 8 a 10 meses), a buscar el objeto desaparecido detrás de las pantallas, pero, cosa sum am ente interesante, sin tom ar en cuenta aún la continuidad de los desplazam ientos: p o r ejemplo, habiendo encontrado un objeto bajo u n a p an talla A, a su izquierda,

la criatura, al ver cómo el objeto es colocado a su derecha bajo una p an talla B, ¡ volverá d e inm ediato a buscarlo bajo A! Esta curiosa reacción es doblem ente instructiva: en prim er térm ino, m uestra que el objeto no está aú n individualizado, sino que está integrado en el contexto de conjunto de u n a acción lograda (el objeto X y la p antalla A form an así u n a espe­ cie-de totalidad indivisa, sim ilar a cuando se buscan los lentes en un estuche después de haberlos extraído de él) ; en segundo lugar, m uestra que los desplazamientos sucesivos del móvil no están aú n “agrupados” , sino que perm anecen centrados en función de la acción propia. Finalm ente, la creciente coordinación de las acciones tiene por efecto ag ru p ar los despla­ zamientos en sistemas reversibles (retorno) y asociativos (desvíos) de con­ junto, tales que el sujeto, en vez de relacionar con su posición y su acción los distintos movim ientos de los móviles, se coloca, por el contrario, él mismo, como elem ento de este todo perceptivo y m o to r: entonces, y sólo entonces, el objeto se desprende de la acción inm ediata, p ara hacerse sustancia perm anente, es decir, un invariante susceptible de ser reencontrado en función sim ultánea de sus desplazam ientos y de los movimientos dél propio cuerpo; de donde se originan, a la vez, las regulaciones perceptuales ligadas a les desplazamientos virtuales y que aseguran las constancias cualitativas de este in variante substancial, m ediante u n a estabilización correlativa del sustrato y de sus cualidades. D e tal m anera, la construcción del objeto perm anente, prim era form a de conservación m aterial, m uestra cómo se presenta, desde el principio, la necesaria unión entre las acciones especializadas, fuentes de conocimiento fí­ sico, y las coordinaciones generales de la acción, fuentes de conocim iento lógico-matemático. ¿E n qué se diferencian acciones tales como em plazar o desplazar, reu n ir o disociar, ordenar, sustituir, etc., de otras como pesar, em pujar, m irar un color, localizar u n sonido, o incluso reencontrar el objetivo p articular que se busca? E n prim er térm ino, aquéllas (tal como lo hemos visto en el volum en I ) , al ser adquiridas tanto m ediante el ejercicio com o m ediante la m aduración, no tom an sus características d e los objetos: resultan de experiencias que el sujeto realiza con sus propios m ovi­ mientos, por m edio de objetos cualesquiera, y conducen así a estructurar tanto las acciones propias com o los datos exteriores. Por tal razón, estas acciones, las m ás generales, en vez de abstraer su estructura del objeto, equivalen a agregar por el contrario al objeto caracteres surgidos de la actividad del sujeto, y p o d rán algún día ser ejecutadas de u n modo re­ flexivo y “abstracto” sin necesidad de aplicación alguna a objetos reales. Por el contrario, las acciones de em pujar, o de pesar, etc., au n consti­ tuyendo tam bién actos (igualm ente relativos por lo tanto al su je to ), culm i­ nan en u n a acom odación a ciertos caracteres particulares del objeto (su masa, su peso, etc.) e im plican en consecuencia una experiencia referida al objeto, así como u n a abstracción a p a rtir del objeto. Pero además, y sobre todo, y ésta es la diferencia que aquí nos interesa, las prim eras de estas acciones intervienen necesariam ente en el seno de las segundas, m ien­ tras que no es verdad la recíp ro ca: p ara poder em pujar un objeto, sopesarlo,

evaluar su color, localizar el sonido que produce, encontrarlo después de escondido, etc., etc., hay que coordinar movimientos, asim ilar estas acciones a esquemas anteriores, seriar los elementos de la conducta, reunir algunos de ellos y disociar otros, etc. E n otras palabras, desde la más elem ental acción sensoriomotriz, se hacen necesarias u n a lógica y una geom etría p ara cap tar las cualidades físicas, m ientras que, p o r m ás que la coordina­ ción general de las acciones presuponga la existencia de acciones p articu ­ lares que es necesario coordinar, éstas pueden ser cualesquiera y no in te r­ vienen por su especificidad en el m ecanism o de la coordinación. Sería, pues, falso decir que el objeto perm anente debe su invariancia a la aplicación de esquemas lógicos (identidad) o m atem áticos (grupo de los desplazam ientos), a datos físicos previos o, incluso, a un a inserción de los datos físicos en esquemas lógico-matemáticos previos: las acciones físicas, al proporcionar el conocimiento de las cualidades del objeto, son las. que, en virtud de su propia coordinación, atribuyen estas cualidades a un sustrato dotado de conservación; y esta coordinación, que se inicia ju n to con tales acciones especializadas, es la que constituye la raíz de los esquemas lógico-matemáticos mencionados; ¿E n qué consiste entonces la coordina­ ción específica de la construcción del esquema del objeto sustancial? No podría tratarse sólo de identificación, puesto que el concepto de objeto surge relativam ente ta rd e y su constitución sólo queda term inada con el cierre del grupo de los desplazamientos prácticos. L a reversibilidad, en cambio, que es propia de esta organización de los desplazamientos, sí explica la invariancia del o b je to : las acciones de reencontrar se vuelven constitu­ tivas de u n esquema de sustancia,!desde el mom ento en qu e se organizan en relación con el grupo cualitativo de los movimientos del sujeto, y es en función de este grupo práctico que los desplazamientos exteriores del móvil son agrupados con la finalidad de otorgar a dicho móvil la cualidad de peder ser encontrado de nuevo." L as cualidades perceptuales de. color, tam año, form a, etc., logran, por su parte, gracias al mismo proceso, u n a estructura que, si no es com pletam ente reversible (ya que la percepción no alcanza nunca a este respecto el nivel de la m o tricid ad ), está al menos estabilizada por regulaciones que tienden hacia la reversibilidad p ro p ia de los movim ientos. E n conclusión, el objeto perm anente resulta de u n a solidificación de las cualidades físicas inherentes al modo de composición reversible de las acciones que las diferencian, y queda así inserto como invariante en los sistemas de las transform aciones percibidas en la realidad, por correspondencia con la coordinación de las acciones del sujeto. 2. L as f o r m a s r e p r e s e n t a t iv a s e l e m e n t a l e s d e l a c o n s e r v a c ió n . Las dos enseñanzas que pueden extraerse de la form ación del esquem a del objeto perm anente son, pues, la íntim a conexión de las coordinaciones lógicom atem áticas con las acciones físicas, y el carácter correlativo de la solidi­ 5 Como lo dijera tan bien Bachelard (U expérience de Vespace dans la physique contem poraine) , el realismo es ante todo u n a doctrina de la localización: es lo que se percibe aquí desde el plano sensoriomotor de la acción.

ficación de lo real con la descentración de las acciones del sujeto. Pero, aun q ue estas cosas están ya claras en el plano sensoriomotor, es obvio que sólo u n análisis de las formas representativas de conservación perm itirá en tra r en detalle, y sobre todo reconocer con alguna precisión lás partes correspondientes a la identificación y a la reversibilidad operatoria en la constitución de los invariantes. Así pues, cuando se inicia el pensam iento con el lenguaje y la im agen m ental, el esquem a del objeto sustancial práctico, u objeto de acción, está ya term inado, al m enos en lo que concierne al espacio cercano. Pero esto no significa que dicho esquem a sea generalizado de inm ediato, p o r la naciente representación, a todas las situaciones que sobrepasan esta utiliza­ ción del contorno espacial del sujeto. Es necesario, en p articu lar, distinguir dos situaciones en las que va a ser necesaria u n a nueva construcción, análoga a la del objeto práctico; y sólo cuando estas construcciones queden term inadas p o d rá hablarse de sustancia física en el sentido general del térm ino, es decir, susceptible de u n a especie de conservación elem ental de la m ateria. L a p rim e ra de estas situaciones es la de los objetos lejanos (en el tiem po y en el espacio), y la segunda es la de los objetos compuestos, form ados po r partes m ás o m enos móviles unas respecto de otras. La segunda situación sólo puede estudiarse experim entalm ente, .en el niño, m ientras que la prim era puede ser analizada m ediante simple observación, tanto en el niño com o en el “prim itivo” . E n lo que se refiere a los objetos lejanos, es fácil establecer que el niño de dos a cuatro años no atribuye a ú n en sus paseos u n a form a constante a las m ontañas: éstas crecen y se achican, algunas aristas se resorben y luego resurgen, etc., como los objetos m anipulados p o r la criatu ra hacia los cinco a ocho meses (ésta succionará, por ejemplo, u n a m am adera p o r eí revés, ai no h ab e r com prendido, en el curso de u n a visible rotación previa, que el chupete h a pasado al otro la d o ). D e la m ism a m anera, el sujeto no está seguro de la identidad de la luna, de algunos animales, de ciertos personajes, que son a la vez uno y varios, y cuyas diversas m anifestaciones “p articip an ” unas de otras, a m edio cam ino entre lo genérico y lo individual.8 Es a este tipo de “preconcepto” . interm edio entre lo general y lo singular, al que hay que referir sin d u d a el aspecto lógico de las “participaciones” que L . Lévy-Bruhl h a descripto en los prim itivos; pero en éstos, la participación adquiere u n aspecto colectivo y místico. D esde el p u n to de vista físico, es m ás interesante el problem a del objeto com puesto, ya que perm ite analizar el propio mecanismo de fo rm a­ ción de los esquemas de conservación. Sea, por ejemplo, u n a bolita de plastilina, que se pu ed e estirar como u n panecillo, aplastar como un a 8 P ara el detalle de estos hechos véase L a jorm ation du symbole chez l'enjant. D elachaux e t Niestlé, cap. ix, § 5. [Hay versión castellana: La formación del símbolo en el niño. México, Fondo de C u ltu ra Económica, 1962.]

galleta, etc., o desmenuzar en trozos diversos. L a cuestión que se le plantea al sujeto es decidir si el objeto así transform ado (o el conjunto de sus fragm entos) contendrá la misma cantidad de m ateria que la bolita inicial (o el mismo peso, etc., pero lim itémonos por ahora sólo a la conservación de la m a te r ia ) . Se ve de en trad a que este problem a es la prolongación lógica del de la perm anencia del objeto práctico mismo, aunque con la com plicación de que se refiere ya no m eram ente a, la conservación del objeto total, sino a la de sus partes, se encuentren éstas fraccionadas o continuas y sólo sean desplazadas unas con respecto a otras, con modifica­ ción de la form a del conjunto. T am bién se ve de inm ediato que, aunque la p erm anencia del objeto práctico puede ser construida p o r la acción efectiva, la conservación de la bolita en cu an to objeto com puesto no puede q uedar asegurada más que por el pensam iento, es decir, p o r intuiciones que internalicen las acciones, o por operaciones p ro piam ente dichas. El problem a reside entonces en establecer si la conservación su rg e. desde los orígenes intuitivos del pensam iento, y p o r lo tan to desde que la representación puede sobrepasar la acción inm ediata, o si, p o r el contrario, en el plano de las, acciones m entalizadas o internalizadas, la conservación supone, com o ■en el plano de la acción sensoriomotriz, u n sistema de composiciones reversibles (lo que, en el pensam iento, equivale a un juego de operaciones reguladas y no sólo de intuiciones representativas). Se conoce am pliam ente de qué m anera E. M eyerson h a pretendido explicar los conceptos de conservación por u n acuerdo entre la experiencia y u n a anticipación de la razón, que se m anifestaría p o r u n a exigencia de identi­ ficación. Si tal fuera el caso, podría esperarse que los conceptos de conser­ vación m ás elementales, como la invariancia. de la can tid ad de m ateria, en el curso de las variaciones de form a del objeto com puesto, se consti­ tuyeran en cuanto la experiencia b rin d ara al pensam iento los elementos de una posible identificación^ ó sea desde los comienzos de la representación intuitiva. A hora bien, así como el concepto de objeto p erm an en te es el resul­ tado, en el plano sensoriomotor, de la composición reversible de los despla.zamientos organizados en un grupo práctico, y no de u n a simple identifi­ cación qu e en trara en actividad a p artir de la percepción de las sucesivas m anifestaciones del objeto, así tam bién la conservación d e la m ateria en el m om ento de las deformaciones o del seccionam iento de la bolita de barro es el p roducto de un agrupam iento operatorio, prim ero sim plem ente cuali­ tativo (en sentido intensivo y no m atem ático ), y no de u n a identificación directa. Es más, resulta fácil establecer que ésta, cuando aparece, constituye el resultado y no el m otor del sistema de las operaciones mencionadas, cuyo principio es la composición reversible y no la m e ra identidad. E ñ efecto, durante todo el período de intuición preoperatoria, es decir, hasta los siete u ocho años en prom edio, el panecillo presenta, p ara el niño, menos m ateria que la bola de la que procede, porque se h a afinado; o, por el contrario, presenta m ayor cantidad d e m ateria porque se h a alargado. Asimismo, la bolita desm enuzada p ierd e m ateria porque

está en pedazos, o la adquiere porque el núm ero de unidades aum enta ( ¡ reacciones parecidas se dan ante u n a tableta de chocolate fraccio n ad a!). Es decir que las respuestas varían de contenido, pero su principio perm a­ nece co n stan te: la cantidad de m ateria h a variado.7 Lo mismo sucede cuando se tra ta de líquidos transvasados de u n recipiente a otro: todo cam bio de form a de los recipientes im plica u n a no conservación de la cantidad de -líquido p ara beber.8 Sin em bargo, ya se trate de estos líquidos o de la cantidad de barro p a ra m odelar, cada sujeto sabe perfectam ente que n a d a se h a quitado ni agregado du ran te el cam bio de form a, puesto que él mismo se encarga de la transform ación o del trásiego; pero esta posible identificación lo deja indiferente en presencia de las modificaciones percep­ tuales, a las que centra en u n a o o tra de las relaciones en cuestión sin efectuar una composición com pleta de las relaciones. Por el contrario, en la etapa, de las operaciones concretas (siete a ocho añ o s), la conservación siempre es afirm ada, después de u n a etap a in ter­ m edia en la q u e sólo es presupuesta (aunque sin certeza) p a ra las transfor­ maciones pequeñas, y rechazada p ara las grandes. A hora bien, lo que es de sum o interés y que indica de inm ediato la intervención de la deducción, es que esta invariancia de la cantidad de m ateria, al ser generalizada a todas las transform aciones de la bolita o del líquido, es tam bién sentida como necesaria y evidente; pero, tal necesidad y tal evidencia se imponen de esta m anera al térm ino de la evolución considerada, ¡ y no en sus co­ mienzos! ¿Q u é h a sucedido, pues, entre la no conservación propia de la intuición y esta conservación necesaria, y cuál es el m ecanism o de las operaciones q u e actú an en la constitución de sem ejante invariante, físico y deductivo a la vez? A esta altura, conviene analizar más de cerca los térm inos del p ro ­ blem a y desconfiar de 'todas las fórm ulas corrientes, porque éstas se basan en el análisis de invariantes de nivel m uy superior, en cuya estru ctu ra es relativam ente fácil — y por ello peligrosam ente tentador— separar, por un lado, u n a form a m atem ática (grupo, etc.) o lógica (identidad, e tc .), y por otro, u n contenido experim ental o físico. A hora bien, en el caso del que nos estamos ocupando, se tra ta de u n a form a de conservación que ya presenta el doble aspecto típico de todos los invariantes ulteriores, es decir, un contenido m aterial ligado a la experiencia y un a form a deductiva sentida como necesaria o racionalm ente evidente, ¡ por m ás qu e se consti­ tuya en u n nivel m ental en que aú n no existe ni cálculo m atem ático ni lógica form al! Nos encontram os pues en presencia de u n sistema opera­ torio particularm ente elem ental y fácil de analizar, situado no obstante en la fuente m ism a del pensam iento físico: en efecto, sin necesidad de un a previa definición precisa de lá masa, la conservación de la m ateria es sin ~ Piaget e In h e ld e r:. £ e développem ent des quantités chez l’enfani. Delachaux et Niestlé, cap. i. 8 Piaget y Szeminska: L a genése du nombre chez l’enfant. Delachaux et Niestlé, cap. r. [H ay versión castellana: L a génesis del número en el niño. M adrid, G uadalupe, 1967.]

du d a tan indispensable a cualquier razonam iento macrofísico como lo es la conservación de los conjuntos o de los núm eros p a ra el razonamiento matem ático. A hora bien, tan to en el caso de este p rim er invariante, propio del pensam iento representativo, como en el del invariante sensoriomotor constituidti por el objeto práctico perm anente, el contenido experim ental y la form a lógico-m atem ática se organizan sim ultáneam ente y no por ‘‘aplicación” de ésta en aquél, y se organizan según u n esquem a de composición reversible, y no por sim ple identificación de lo diverso. E n otras palabras, nos encontram os nuevam ente . ante u n a coordinación de acciones; éstas constituyen el contenido físico o experim ental de la estructura, m ientras qúe su coordinación constituye la form a lógico-m atem ática de dicha estructura. Pero esta coordinación, a diferencia del esquema sensoriomotor del objeto perm anente, tiende a internalizarse en esquemas reflexivos, m ientras que las acciones coordinadas se externalizan en acomodaciones experimentales (anticipaciones, e tc .). Existe pues progreso en la internalización y la externalización com plem entarias de las operaciones (véase cap. I V ) , pero este doble proceso se arraig a en un juego de coordinación de acciones como en el caso del objeto perm anente. N o obstante, como tales coordinaciones no podrían constituirse si no hubiera acciones particulares que coordinar, y como éstas no podrían sucederse unas a otras sin coordinaciones, el aspecto lógico-matemático o deductivo del invariante en cuestión y su aspecto físico o experim ental son indisociables, aunque irreductibles entre sí. Observemos, ante todo, que la experiencia no puede, por sí sola, infor­ mal' al niño sobre la conservación de la can tid ad de m ateria. Por u n a parte, el sujeto no busca ningún control experim ental de sus afirmaciones ni procede a. medición alguna, ni du ran te la e tap a en que niega la conser­ vación rii a p a rtir del m om ento en que la afirm a. Por otra parte, no se sabe qué podría m edir, puesto que no se expresa en térm inos de peso o de vo­ lum en (invariantes de constitución m uy p o sterio r), sino en términos de sustancia, es decir, de u n concepto carente de caracteres definidos y que sólo tiene todavía u n lejano parentesco con los dem ás aspectos de la masa. Así pues, la experiencia no p o d rá fundam en tar la conservación,- p o r m ás que coincida con ésta. Veamos entonces los motivos realm énte invocados p o r los sujetos; Se presentan tres tipos diferentes, que son por cierto com unes a todas las formas espontáneas de conservación, pero cuyos respectivos papeles son diferentes y fáciles de caracterizar. E l prim er argum ento se basa en la id e n tid a d : n ad a h a sido quitado ni agregado, dice el niño, por lo tan to la m ateria se h a conservado a pesar de los cambios de form a o de los fraccionam ientos. E sta es pues la. identidad m eyersoniana en su estado más puro e ingenuo, pero nó constituye el móvil verdadero del razonam iento, porque su repentina ap ari­ ción plantea, como se ve de inm ediato, un problem a que la identificación por sí sola no podría resolver: ¿p o r qué razón surge este juicio de identidad sólo a u n a determ inada edad, y a veces de repente, cuando los sujetos más jóvenes ya tenían en realidad el mismo conocimiento de que n ad a había

sido quitado ni añadido? ¿C óm o explicarse que, en los pequeños, la no conservación sea adm itda a pesar de la identidad reconocida de los datos, y que hacia los siete u ocho años la conservación sea afirm ada en razón de esta identidad? L a causa reside con seguridad en que algo m ás interviene, y en que la identificación debe ser entonces concebida como u n resultado o como u n a parte del proceso operatorio de conjunto (como producto de las operaciones directas e inversas) y no como el m otor mismo del razo­ nam iento. E l segundo argum ento aducido por los sujetos es m ucho m ás revelador de la naturaleza de este proceso de conjunto: se tra ta de la reversibilidad de las acciones efectuadas. “U sted h a alargado (o si no, he alargado) la bolita: podem os por lo tan to volverla a d ejar como estaba antes”, dice el sujeto. O tam bién: “ ¡U sted la h a p artid o : sólo hace falta volver a pegar los pedazos!” A hora este llam ado a la reversibilidad nos enseña dos cosas. E n prim er térm ino, se refiere a acciones reales y físicas, que h a n sido ejecu­ tadas sobre el objeto: estirarlo, aplastarlo, h acer con él u n a pelota, cor­ tarlo, e tc . . . Observemos, a este respecto, que el argum ento basado en la identidad tam bién se expresaba en térm inos de acción: n ad a h a sido “quitado” ni “agregado” . Pero se tra ta b a de acciones no realizadas, lo que m uestra que la identidad aludida se refería a la llam ada “operación idén­ tica” en lenguaje de grupo, es decir precisam ente a operaciones o acciones nulas. Por el contrario, en el caso de la reversibilidad, el sujeto se refiere a acciones efectivas, pero que se desarrollan en sentido directo (- f -) o inverso (— ). A hora bien, son precisam ente estas acciones, en cuanto acciones propiam ente dichas, las que brindan al sujeto el conocimiento de lo que él llam a m a te ria : la sustancia es lo que puede ser agregado, quitado, m odificado en su form a, seccionado o unido en u n todo, etc., y su conser­ vación se traduce igualm ente po r u n a acción, que consiste en reencontrar, es decir en localizar, etc. (en cuanto a las propiedades de la m ateria, su resistencia, su peso, etc., tam bién se relacionan natu ralm en te con las acciones de apretar, levantar o sopesar, etc,, po r más que su solidificación en invariantes no se efectúe sino más tarde, ya veremos m ás adelánte p o r 1qué ra z ó n ). Pero, en segundo térm ino, el hecho de recurrir a la reversibilidad m uestra que las acciones aludidas, no perm anecen relativa­ m ente no coordinadas, como en , la etap a preoperatoria (decimos relati­ vam ente, porque están ya en p arte’ligadas entre sí gracias a las regulaciones intuitivas de las que volveremos a h a b la r), sino que en adelante son coordinadas según el modelo • de los agrupam ientos de operaciones, que com prenden operaciones directas, inversas, nulas, y la posibilidad de com­ ponerlas a todas entre sí de m an era asociativa. Y ocurre que de inm ediato puede verse que esta composición reversible y asociativa no está agregada desde el exterior a las acciones físicas precedentes, sino que constituye la coordinación in terna progresiva de dichas acciones, sin intervención externa de relaciones matem áticas, o de la lógica form al. El tercer argum ento aducido por los sujetos parece p o r el contrario recurrir a ■dichas relaciones: el niño dirá que el panecillo h a ganado en longitud, con respecto a la bolita inicial, lo que ha perdido en ancho, y que

la can tid ad h a permanecido por lo tanto igual; o dirá, tam bién, que frac­ cionándolo cada vez más, el objeto gana en cantidad de trozos lo que éstos p ierden en tam año, etc. D icho de o tra m a n e ra : el objeto total está form ado p o r un conjunto de partes (adición partitiv a) o de relaciones (m ultiplicación lógica de las relaciones) y cualquier deform ación o seccionam iento d e ja invariante la to talidad en v irtu d del agrupam iento de estas partes o de estas relaciones: en efecto, este agrupam iento perm ite poner en evidencia las compensaciones que se establecen necesariam ente entre m odificaciones de sentido inverso. Claro es que este tercer tipo de argu­ m entación no hace más que continuar el segundo: el conocimiento de las relaciones y de las partes no es en este caso el resultado de u n a m era lectura perceptiva, ya que de serlo, el sujeto no llegaría, p o r falta de mediciones, a considerar necesaria la com pensación de sus respectivas transform aciones; dicho conocimiento surge directam ente de las acciones de deformación (estiram iento, etc.) y de seccionamiento. L a única diferencia entre esta tercera argum entación y la segunda consiste en que la tercera se apoya en la com posición reversible del resultado de las acciones, y la segunda en la composición d e las propias acciones. Pero en ambos casos se trata de composiciones reversibles que coordinan las acciones, sea en su totalidad, sea en el detalle de sus efectos, y sólo la coordinación d e las acciones mismas asegura la de estos efectos. E sta tercera argum entación m arca, sin embargo, un progreso sobre la anterior, en el sentido de la extem alización y de la intem alización com plem entarias de la actividad del sujeto: componer las relaciones construidas por la acción y ya no las acciones globales en sí, equivale en efecto, por u n a parte, a engendrar la posibilidad de m edir las modificaciones exteriores y, por o tra parte, a elaborar reflexivamente el agrupam iento de las operaciones en sí, de u n a . m an era m ás general que en el caso de las m eras acciones globales. Q u ed a claro, pues, en qué consiste, en este caso, el proceso form ador de la conservación. D e ninguna m anera está ausente, de él la identidad, ni es ésta despreciable, pero constituye sólo u n aspecto de la construcción de conjunto: es el producto y no la fuente de la reversibilidad, porque la operación idéntica resulta de la composición entre las operaciones, directas y sus inversas, es cierto, pero en el seno del sistema operatorio total. Se com prende pues, ahora, por qué el argum ento de la identificación (el prim ero de los tres encarados) sólo aparece en u n a etap a determ inada, hacia los siete u ocho años, y no resulta convincente p a ra la mente del sujeto en las etapas anteriores: sucede que es solidario d e . los otros dos y que la composición reversible y asociativa no po d ría constituirse más que en form a progresiva, en cuanto expresión de las coordinaciones sucesivas de la acción, d e sus retornos y desvíos, así como de las articulaciones corre­ lativas del pensam iento intuitivo. H asta aquí, las coordinaciones sólo con­ sistían en regulaciones: la corrección de u n a estimación (por ejemplo, que el panecillo aum enta de peso al alargarse) sólo está asegurada por su p ro ­ pia exageración (porque al seguir alargándose, el p a n se hace demasiado fino y parece entonces más liviano, e tc .). Estas compensaciones, al asegurar así composiciones parciales, desembocan en la reversibilidad a m edida que

las compensaciones se hacen más com pletas: el agrupam iento operatorio constituye pues un término, o una form a final de equilibrio, que va acom ­ pañada por la necesidad deductiva en cuanto queda obtenido el equilibrio (es decir, cuando la reversibilidad, indicio de todo equilibrio, es en tera), pero no antes de esta especie de cierre móvil del conjunto de las articula­ ciones activas e intuitivas que la p rep aran . Desde el punto de vista de las relaciones entre la coordinación lógicom atem ática (es decir, el agrupam iento de las operaciones o de las rela­ ciones por ellas engendradas) y el contenido físico o experim ental (es decir, las acciones particulares respecto del objeto, y que sólo el agrupam iento transform a en operaciones), es pues igualm ente claro, tan to en eí caso de este prim er invariante representativo, como en el del objeto sensoriomotor perm anente, que estos dos tipos de elementos son indisociables: por Una parte,, no podrían existir coordinaciones sin acciones que co o rd in ar; por o tra parte, en cuanto a éstas, nu n ca se d an en estado aislado, sino que están desde el comienzo vinculadas por coordinaciones susceptibles de regulaciones diversas, cuyo equilibrio progresivo lleva a la composición reversible. A hora bien, durante este progreso estructural de la coordinación las acciones se transform an tam bién, y recíprocam ente, en u n a organización estrecham ente correlativa de la form a y del contenido. Así pues, tanto en los comienzos del pensam iento como en el plano de la acción, el conocimiento físico presenta u n carácter que im p6rta analizar, puesto que gobierna la interpretación epistemológica de las etapas ulteriores, en las que lo lógico-m atem ático se diferencia de lo experim ental: la experiencia y su form a deductiva son estructuradas sim ultáneam ente por Una y la m ism a organización de conjunto de la acción. E n el caso p a r­ ticular, los agrupam ientos operatorios que están en juego consisten en adiciones lógicas de pártes y en m ultiplicaciones lógicas de relaciones (sin que intervenga desde- el principio n in g u n a cuantificación m a tem ática): podría, por lo tanto, suponerse que son los agrupam ientos lógicos corres­ pondientes, aplicados a clases y relaciones cualesquiera, o los agrupam ientos infralógicos de orden espacial (vol. I, cap. I I, § 7 ), los que, en tanto form as previas, vienen a aplicarse al problem a físico de la conservación de la m ateria, y esto puede parecer tanto más verosímil, cuanto que estos agrupam ientos lógicos o infralógicos (espaciales) d an lugar, por su parte, a invariantes isom orfos. del de la conservación de la cantidad de m ateria (conservación de los conjuntos como totalidades, ile las corresponden­ cias, etc., en vol. I, cap. I, §§ 3-6, o conservación de las m agnitudes geomé­ tricas: cap. II, § 7 ). No obstante, sem ejante interpretación sería errónea, porque de ninguna m anera hay “aplicación” de agrupam ientos anteriores, lógicos o infralógicos, al problem a nuevo de la conservación física de la m ateria. Lo que sí se da, es la organización paralela y convergente de las acciones que operan sobre los conjuntos de objetos discontinuos (clases y relaciones), sobre las propiedades espaciales del objeto y sus propiedades físicas. M ás adelante, al ser relacionadas reflexivamente todas estas estruc­ turas, quedará constituida la lógica form al. Y no cabe d u d a de que la coordinación de las acciones físicas, que genera el invariante de cantidad

d e m ateria, es una coordinación lógica (que luego será m atem atizada) : p ero no es el resultado de la aplicación de otras coordinaciones lógicas, sino que constituye sim plem ente u n a estructuración p aralela a la de otros campos. L a m ejor prueba de este carácter, lógico ya, pero aú n no formalizado ( que p o r lo ta n to no pu ed e ser generalizado sim plem ente de un campo a o tro ), de las coordinaciones operatorias que actú an en la conservación d e la m ateria, es el hecho siguiente, m uy instructivo tam bién en cuanto a la insuficiencia de la interpretación por medio de la m era identificación.9 U n a vez adquirida la conservación de la m ateria (hacia los siete u ocho años), si a los mismos sujetos se les plantean exactam ente las mismas preguntas en relación con la conservación del peso de la bolita deform ada, se descubre con sorpresa el hecho siguiente: durante otros dos años más, en promedio, es decir hasta los nueve o diez años, el niño, que ta n correctam ente razona p a ra deducir la conservación de la m ateria, objeta la. invariancia d el peso, precisam ente con los mismos argum entos que él rechaza con respecto a la can tid ad de m ateria, au n q u e los adm itiría entre los cuatro y siete años tam bién desde este p u n to de vista. A dm itirá, por ejemplo, que la bolita de barro alargada en form a de p an pierde peso porque se hace más fina, ¡ m ientras afirm a que conserva la m ism a m ateria, ya que su delgadez está com pensada p o r su alargam iento!, etcétera. Es más, hacia los nueve a diez años el niño descubrirá la conservación del peso, y la justificará en razón de los mismos tres argum entos (y utilizando las mismas expresiones verbales) que ya utiliza desde hace dos años en lo referente á la m ateria. Pero hay u n hecho aú n más curioso; cuando se lo interroga sobre la conservación del volum en físico (m edido por el lugar ocupado en el agua de un reci­ piente, cuyo nivel se desplaza de acuerdo al volum en de la bolita o del panecillo), el niño niega este invariante hasta aproxim adam ente los doce años, en nom bre de las m ism as apariencias que h a sabido descartar en los cam pos del peso y de la m ateria .in H acia los doce años, en cambio, acepta este invariante de volum en, en nom bre de los mismos tres argum entos ya utilizados desde hace dos y cuatro años p ara el peso y la m a teria: ¡ identidad, reversibilidad de las acciones y composición reversible de las relaciones! E sta sorprendente evolución por etapas, en la que exactam ente los mismos procesos actúan prim ero contra la conservación, y luego exacta­ m ente las mismas coordinaciones operatorias, en favor de la conservación, pero según desfasajes de dos en dos años en prom edio, encierra dos tipos de enseñanzas. E n cuanto a la hipótesis de la identificación, confirm a e incluso refuerza las dificultades subrayadas con an te rio rid a d : si la identifi­ cación fuera el verdadero m otor de la conservación, n o sólo debería provocar el reconocim iento de la invariancia de la cantidad de m ateria al descubrir el sujeto que n ad a h a sido quitado ni agregado, sino que 9 Véase p a ra lo que sigue, Piaget e Inhelder: Le développem ent des quantités chez l’enfant, cap. u y m. 10 El niño dirá por lo tan to que la bolita transform ada en panecillo hará subir menos el nivel del líquido porque se h a vuelto más delgada, etc.

además, y sobre todo, debería asegurar la conservación del peso y del volumen u n a vez reconocida la se suceden d e acuerdo con u n o rd en tem poral y adm iten u n a duración. A h o ra bien, esta d u ració n tam bién constituye u n a relación, y es com parable en este sentido con las relaciones tem porales m acroscópicas.19 E n efecto, podem os ex tra er d e la ecuación de S chrodinger la siguiente relación elem e n ta l20 : d t — d \p / jf d onde Jf i|> es la “energía to ta l” del sistema. P ero la existencia de ta l relación no es suficiente p a ra resolver todos los problem as fundam entales que origina el concepto microfísico del tiem po. E n p rim er térm ino, si, p a ra u n solo sistema se concibe que los cam bios de estado y los estados estacionarios situados en tre estos cambios, constituyen u n a secuencia d eterm in a d a y por consiguiente u n o rd en de sucesión tem ­ poral, ¿cóm o establecer u n a relación de sucesión o de sim u ltan eid ad en tre los acontecim ientos que pertenecen a varios sistem as separados? P or o tra p arte, ¿e n q u é consiste la d u ración de los estados estacionarios? ¿Podem os situarlos a ú n en el tiem po? Por fin, ¿cóm o seguir el detallé de las tran si­ ciones bruscas y cóm o conciliar la discontin u id ad esencial qüe las ca racte­ riza con la idea de u n a duración, a u n expresada en la fo rm a m u y general dé la relación que acabam os de m encionar? P or eso h an existido dudas sobre la significación de las relaciones tem porales allí donde ni las -trayectorias ni las velocidades son en teram en te determ inables. Según N . Bohr, nos dice L. d e Broglie, “la existencia de estados estacionarios del átom o, colocados en cierto m odo fu era del tiem po, y la im posibilidad de describir las transiciones bruscas qu e h acen p a sa r el átom o de u n estado estacionario a otro, ya le sugerían la p ro fu n d a idea de que u n a descripción com pleta de los fenóm enos cuánticos d e la escala atóm ica debe trascender, al m enos en ciertos aspectos, el m arco clásico 18 V éase cap. iv, § 3 (cap. v, ai fin a l). 2o V éase A. M ercier: Stabilité, com plém entarité et déterm inabilité. L ausana, Rouge, 1942.

del espacio y del tiem po” .21 Y de Broglie añade; “la idea de un espacio físico de tres dimensiones que constituye el m arco n atu ra l en cuyo interior se localizan todos los fenóm enos físicos., y la idea de u n tiem po form ado por la sucesión de los instantes y que constituye un continuo de una dim en­ sión, son ideas extraídas de la experiencia sensible. . . ” y, en la escala “muy sutil de los fenómenos atómicos, en que el valor del cuanto de acción deja de ser despreciable, la localización de u n fenóm eno en el .espacio y en la duración ya no parece independiente de sus propiedades dinámicas y en p articu lar de su m asa” .22 Y G. Bachelard, al com entar la axiomática de Destouches, dice que las definiciones de los puntos “no com prom eten ni siquiera la continuidad del tiem po. Por ejemplo, la definición del centro de gravedad de un sistema de puntos m ateriales sólo será válida en los instantes, necesariam ente separados, en que los puntos estén localizados, es decir en los instantes en que se conozca la localización” .23 E n sum a, al ser desquiciadas las determ inaciones de posiciones, trayec­ torias y velocidades, quedan cuestionadas la continuidad tem poral y el propio tiem po, igual que el espacio continuo, cosa psicológicamente com ­ prensible. N i la sim ultaneidad, con la seriación de las relaciones de orden, ni la igualación de las duraciones sincrónicas, con el encastre de las d u ra ­ ciones en u n continuo unidim ensional, pueden concebirse según el modelo macroscópico sin estas determ inaciones cinemáticas. L a m icrofísica sustituye el concepto macroscópico de la velocidad (fundam ento del tiempo, si es que en realidad el tiempo constituye, como lo m uestra el desarrollo psico­ lógico, u n a coordinación de las velocidades), por la “velocidad dinám ica” , producto de la m asa p o r la cantidad de m ovim iento, siendo ésta definida de m anera m ás general que en la m ecánica clásica. P o r lo tanto, sólo quedan, como principio de form ación del tiempo, los cambios de estado, tal como lo recordábam os al principio, pero con las lim itaciones que im pone la regla esencial del pensam iento microfísico de atenerse exclusivam ente a los observables, con sus lagunas y sus discontinuidades, sin vincularlos por m edio de m arco alguno que desborde la acción actu al y efectiva del experim entador. Pero si bien estas conclusiones p erm iten verificar, gracias a su aspecto negativo, la interpretación epistemológica según la cual el espacio físico y el tiem po son el resultado, tan to de las acciones efectuadas p o r el sujeto en nuestra escala, como de los caracteres globales propios de los objetos m acros­ cópicos — “el espacio-tiempo, dice de Broglie, aparece así sólo con un valor medio y macroscópico” ,24— originan, po r o tra parte, un problem a en relación con su aspecto positivo: ¿cóm o explicar las relaciones entre la génesis psicológica de estos conceptos y su génesis física, por así decirlo, a p artir de u n a escala inferior en la que sólo son parcialm ente valederas? En el sustancial prefacio de su obra sobre Le continué et le discontinu en 21 Le continu et le discontinu, pág. 69. 22 Ibíd., págs. 70-71. 23 L ’expérience de Vespace, pág. Í35. 24 Le continu, pág. 202.

physique moderne, L. de Broglie p lan tea el problem a de u n a m an era sum a­ m ente sug erente: “ ¿Q u é son, en efecto, el espacio y el tiem po? Son marcos sugeridos p o r nuestras percepciones usuales, es decir m arcos en que pueden alojarse los fenómenos esencialm ente estadísticos y macroscópicos que nuestras percepciones nos revelan. ¿P o r qué sorprenderse, entonces, de ver que el grano, realidad fundam entalm ente elem ental y discontinua, se niega a insertarse con exactitud en este m arco burdo que sólo sirve p a ra repre­ sentar promedios? Ni el espacio ni el tiempo, conceptos estadísticos, nos p erm itirán describir las propiedades elementales de los gran o s; por el contrario, u n a teoría lo suficientem ente hábil debería p oder deducir, a p a rtir de las medias estadísticas obtenidas sobre las m anifestaciones de entidades elementales, ese m arco de nuestras percepciones macroscópicas, constituido por el espacio y el tiem po.” 23 A hora bien, si los granos eluden la localización espacio-temporal, “en cambio las probabilidades de sus localizaciones posibles dentro de este marco están representadas p o r fun­ ciones generalm ente continuas, que tienen el carácter de m agnitudes de cam po: estos «campos de probabilidad» son las ondas de la m ecánica ondulatoria, o por lo menos m agnitudes que se calculan a p a rtir d e estas ondas” . . . Podemos por lo tanto “suponer que el m arco continuo consti­ tuido por nuestro espacio y nuestro tiempo está generado, en cierta m anera, po r la incertidum bre de H eisenberg; la continuidad m acroscópica es enton­ ces el resultado de una estadística que opera sobre elementos afectados de in certidum bre” ,íe Es clara la interesantísim a significación de estas afirm aciones, que en u n prim er m om ento sorprenden: el espacio físico y el tiem po son consti­ tuidos p o r el sujeto a m edida que las acciones de éste operan sobre con­ juntos m ás estables y m ás-determ inables de acuerdo con u n a probabilidad que tiende hacia la certeza característica de to d a coordinación operatoria. Recíprocam ente, la ausencia de relaciones espacio-tem porales generales en la escala inferior, dependerá de la imposibilidad de efectuar coordinaciones simples entre las acciones del experim entador, p orque éstas, al no tener influencia sobre el detalle de los fenómenos, no alcanzan a determ inarlos de acuerdo con las composiciones necesarias p ara la construcción de un espacio-tiem po: la consideración de los cambios de estado y de los estados estacionarios intercalados entre dichos cambios proporciona los elementos de un orden tem poral y de la construcción d e las duraciones, y perm ite así iniciar la construcción del tiem po en función del cam bio en general y de su dinam ism o; pero esta consideración no satisface aú n , ni m ucho menos, las condiciones de u n continuo de duración, el que sólo se constituirá m ediante una coordinación de las velocidades m acroscópicas. A hora bien, lo que en microfísica anuncia con mayor claridad el m odo de coordinación que ha de engendrar el m arco espacio-temporal, es que el m odo de sistema­ tización m ás coherente encontrado p ara coordinar las localizaciones de las partículas según un “conjunto espectral”, consiste ' precisam ente en u n a 25 Ib íd., pág. 9. 26 Ibíd., pág. 10.

composición operatoria en la que los operadores constituyen “grupos” , como los que se aplican a las transform aciones cinemáticas en escala m acros­ cópica ; pero estos grupos no describen solamente las reparticiones de los corpúsculos en cuanto ta les:. incluyen tam bién las acciones realizadas p o r el experim entador p ara reencontrar estas partículas (acciones de selección u “operadores selectivos” ). A nte este m odo de composición tan p articu lar, característico de las operaciones de los microíísicos, es como m ejor se entiende la doble naturaleza de la construcción que, a p a rtir de los cambios de estado, llega, con la coherencia estadística Creciente de los conjuntos en juego, a u n a sistematización espacio-tem poral gen eral: esta construcción se apoya p o r cierto en lo real, en el sentido de que, si en el universo no existieran ni el cam bio ni el m ovim iento, no conoceríamos el tiem po; pero es además el resultado, en participación indisociable con los aportes del objeto, de la coordinación de las acciones ejercidas sobre las cosas. A este respecto, la epistem ología microfísica del tiem po coincide con las enseñanzas del espacio microcósmico en cuanto a las relaciones entre la génesis de los conceptos y los limites inferiores de la acción. 3. E l o b j e t o y l a c a u s a l i d a d m i c r o f í s i c o s . A lo largo de esta obra, hemos insistido a m enudo en el hecho de que el concepto de objeto no depende, como alguien lo ha sostenido, de una m era identificación apoyada en las percepciones, sino de u n a coordinación efectiva de las acciones o de las operaciones: el objeto individual es, esencialmente, lo que puede ser reencontrado, prim ero gracias a m eras conductas de rodeo y de retorno coordinables en u n “grupo” práctico de los desplazam ientos; luego, m ediante operaciones m entalizadas que internalizan estos rodeos y retornos efectivos bajo la form a de operaciones inversas y de asocia ti vi dad, propias de todos los grupos y agrupam ientos deductivos elementales. A hora bien, si este origen activo de la idea de objeto es evidente, desde el p unto de vista psicológico, a p a rtir de la etapa sensoriomotriz (en que la percepción no basta por sí sola p a ra generar la perm anencia de los objetos ind iv id u ales), es ■sum am ente instructivo redescubrir, en la otra p u n ta del desarrollo m ental, un mismo mecanismo, a la vez práctico e intelectual, de form ación del objeto: el hecho de que dificultades debidas a las limitaciones, no ya iniciales sino term inales de las acciones de localización, que constituyen la individualidad del objeto, coincidan con lo que nos m uestra la génesis m ental del objeto, confirm a la interpretación general de los conceptos microfísicos, considerados como la expresión de un pensam iento condi­ cionado por los límites de la acción. R esulta u n lugar com ún m encionar el célebre “um bral de indeterm i­ nación” de H eisenberg, p o r debajo del cual no podemos asignar de m anera invariante a u n m icroelem ento, ni la naturaleza de un corpúsculo u “objeto” en el sentido macroscópico del térm ino, ni la de u n a onda p ropia­ m ente dicha, puesto que es a veces uno y a veces otra. R etom ando el ejemplo de los experim entos fotoeléctricos, citado en el § 1 a propósito de la imposibilidad de u n a localización espacial, el análisis del fenóm eno de

las interferencias ocasionado por el paso de un fotón a través de u n a p an talla perforada, lleva, según L. de Broglie, a la siguiente contradicción. Por u n a p arte, u n solo fotón al pasar por la p an talla “produce un fenóm eno de interferencia en que todos los agujeros desem peñan u n papel simétrico, sin que se pueda decir que el fotón haya pasado por uno o por otro” : por lo tanto, es onda, ya que si fuera objeto, tendríam os que atribuirle “dimensiones inaceptables” . Pero, por o tra p arte, “el efecto fotoeléctrico nos m uestra cómo el fotón ap o rta to d a su energía a un a m uy pequeña región del espacio y produce en ella u n efecto totalm ente localizado”27 : es p o r lo tan to objeto, ya que está localizado. P ara salir de estos atolladeros, los microfísicos h an concebido al elem ento como onda y corpúsculo a la vez. Se tra ta en prim er térm ino de m odificar el concepto de corpúsculo, m anteniendo u no de sus aspectos, el de “agente, sin posibilidad de descom­ posición, capaz de p roducir efectos observables, bien localizados, en los que se m anifiesta la totalidad de su energía” ,23 y dejando el otro aspecto a u n lado, “el de pequeño objeto que tiene en cada instante u n a posición y u n a velocidad bien determ inadas en el espacio, y que por lo tanto describe u n a trayectoria lineal” . Luego, hay que m odificar paralelam ente, el propio concepto de onda, cuya fase y cuya am plitud tam poco se pueden determ inar sim ultáneam ente. L a on d a u n id a a cada corpúsculo, según la herm osa hipótesis teóricam ente establecida por L. de Broglie y confirm ada p o r el experim ento de la difracción de los electrones por los cristales (análoga a la difracción de la lu z ), es u n a onda cuyo “cam po” es en realidad u n cam po de probabilidad: la intensidad de esta onda representa “en cad a p unto la probabilidad de que la partícu la se manifieste por u n a acción observable, localizada en este p unto”.m L a teoría de estas ondulaciones y de su vinculación con los efectos observables de las partículas, constituye la m ecánica ondulatoria. D e estas concepciones se desprende, no sólo que un mismo elem ento no tiene po r qué ser perm anente, sino tam bién que dos microobjetos pueden confundirse en determ inado m om ento; “puede entonces producirse entre ellos un intercam bio de papleles sin que posteriorm ente podam os darnos cuenta de ello” .80 E sta indiscernibilidád y esta discernibilidad alternadas, se encuentran hasta en el formalismo- de la m ecánica ondulatoria, lo que constituye un ejem plo de cónio, en microfísica, los límites de la acción se. traducen en operaciones: ciertas “funciones de ondas” perm anecen in v a­ riables, o sim plem ente cam bian de signo, cuando se p erm u ta en ellas el papel de dos corpúsculos. Por otra p arte existen partículas con función de ondas “antisim étricas” (las principales son los electrones) : com o no puede haber nu n ca dos de ellas con el mismo “estado de m ovim iento” , surgen funciones de ondas cuyas formas estadísticas difieren con arreglo a estas “exclusiones” . 27 28 29 30

L e continu, págs. 32-33. Ibíd., pág. 35. Ibíd., pág. 40. Ibíd., pág. 122.

Ahora bien, a estas profundas transformaciones del concepto de objeto, vinculadas hasta la evidencia con la imposibilidad de “reencontrar” un corpúsculo mediante una acción especializada y con la necesidad de sustituir estas acciones diferenciadas por operaciones estadísticas, las acompañan modificaciones correlativas de las relaciones causales, tan esenciales como aquéllas. Así, la indiscernibilidad espacial de las partículas provoca la constitución de formas nuevas de interacción; la “interacción de inter­ cambio” y la “interacción de exclusión” que traducen en términos de causalidad los resultados de la no permanencia del objeto. “Existe cierta antinomia, escribe L. de Broglie, entre la idea de individualidad autónoma y la de sistema, en que todas las partículas actúan unas sobre otras. En todos ios campos, la realidad paréce ser intermediaria entre estas dos idealizaciones extremas y, para representarla, debemos tratar de establecer entre ellas una especie de compromiso”.31 En otras palabras, para emplear el lenguaje utilizado en el capítulo V I (§§ 3 y 6 ), la existencia de objetos individuales sobre los cuales podemos actuar, permite la constitución de composiciones aditivas, mientras que su indiscernibilidad en distintos grados sólo permite la utilización de composiciones no aditivas que. expresen una mezcla. En escala macroscópica, estas últimas composiciones se imponen ya en los casos de indiscernibilidad práctica y L. de Broglie cita, como ejemplo del compromiso que menciona, la idea de “energía potencial de interacción entre partículas”,82 pero en situaciones en que sin embargo “podemos razonar con bastante aproximación como si los corpúsculos con­ servaran una masa, una localización y por lo tanto una individualidad bien definidas”.33 Pero, agrega, tras haber comparado la individualidad y la interacción a las realidades “complementarias”, “la idea de energía po­ tencial, cuyo aspecto misterioso a menudo ha sido visto como uno de los escándalos de la física, traduce en realidad, en forma profunda aunque un tanto desmañada, la coexistencia y la limitación reciproca de la indivi­ dualidad y de la interacción en el mundo físico”.34 En microfísica, por el contrario, la extensión de la idea de interacción expresa con total claridad el desmembramiento de la individualidad del objeto. A falta de esta indivi­ dualidad, así como de las localizaciones y del posible cálculo de las distancias, la mecánica ondulatoria ha resuelto el problema del análisis de estas inter­ acciones situándolas en los “espacios de configuración” a los que h e m o s aludido. En resumen, la causalidad microfísica consiste sobre todo en relaciones ■de interacción, creadoras de “totalidades” distintas de la suma de sus partes, por oposición a las interacciones de la mecánica clásica que dependen de una composición aditiva completa (la composición de las fuerzas, por ejemplo). Estas interacciones, correlativas de la n o permanencia del objeto, explican, en definitiva, la imposibilidad de constituir en microfísica un 31 Ibid., pág. 128. 32 Ibíd., pág. 128. 38 Ibíd., pág. 117. 34 Ibíd,, pág. 117.

m a rc o espacio-temporal en general, ya que el espacio físico y el tiempo son solidarios con su contenido dinám ico y puesto que este contenido consiste en objetos y acontecimientos a la vez discontinuos e interactuantes entre sí, sin composición aditiva posible. Espacio y objeto, tiem po y causalidad, form an, ta n to en microfísica como en las demás escalas, un sistema interd ependiente de conceptos, puesto que el espacio físico y el tiem po expresan la composición de las acciones efectuadas sobre los objetos y sus relaciones causales. N o obstante, en nuestra escala, estas acciones pueden ser directa y totalm ente compuestas entre sí, porque se han desarrollado en función de los objetos accesibles de in m ed iato : como resultado, el espacio y el tiem po parecen constituir marcos independientes de su contenido, p orque consti­ tuy en el m arco de toda acción referida a la realidad y porque así se con­ fu n d en sin solución de continuidad con las operaciones lógico-matemáticas, verdaderas coordinaciones generales de la acción. Por el contrario, en los lím ites superior e inferior de nuestra actividad, la disociación entre el m arco y su contenido deja de ser posible, p erq u é las composiciones de nuestras acciones no son ni directas ni completas. En los límites superiores, como ya hemos visto, el sujeto está incluido en los fenómenos que deben ser m edidos y por consiguiente sus m etros ti sus relojes son solidarios con las transform aciones que deben ser detectadas, en lugar de perm anecer exte­ riores a ellas: existe entonces indisociación entre el espacio o el tiem po y el p u n to de vista de los observadores, que depende de las velocidades, de las masas, de los campos de gravedad, etc. En el lím ite inferior, se produce la recíproca: es el fenómeno el que está incluido en la acción del sujeto, puesto que los objetos perm anecen referidos a la acción que los reencuentra y puesto que las interacciones im plican el “intercam bio”, es decir la posible confusión de los objetos. P or eso, el espacio no puede d a r lugar a la m edi­ ción directa de las distancias y de las trayectorias, sino que queda dom inado po r la vecindad o la dispersión probables, y por eso el tiempo no puede ser el resultado de una- coordinación de las velocidades, ya que éstas se m a n ­ tienen com o “velocidades dinám icas” , sin constituir relaciones entre el espacio y el tiempo: de ahí la interdependencia entre el m arcó espaciotem poral,. o m ejor dicho los primeros lineamientos de la composición espacio-tem poral, y el contenido form ado por los objetos y todas sus in te r­ acciones. E n cuanto a ía solidaridad entre la naturaleza causal p articular de las interacciones microfísicas y la no individualización del objeto, tiene un a evidente im portancia epistemológica. Podemos distinguir dos aspectos de la cuestión: uno, m atem ático, relacionado con las operaciones probabilísticas, y el otro, experim ental, relacionado con las acciones del observador. D esde el punto de vista m atem ático, la interacción está incorporada á la probabilidad en sí m ism a: “no llegamos, dice E ddington, a la distribu­ ción de las probabilidades iniciales de u n enjam bre de partículas, con sólo com binar las distribuciones de las partículas aisladas como si fueran in d e­ pendientes. Por tal razón, se dice que u n enjam bre de partículas eléctricas obedece a la «nueva estadística» o estadística de Ferm i-D irac, en oposición a la «estadística clásica» que representa el resultado burdo que se obtendría

com binando las probabilidades independientes unas de otras.” 35 Este artificio operatorio del pensam iento pone de m anifiesto las limitaciones de la acción, en el sentido de que la interacción de intercam bio, expresada por la “nueva estadística”, puede ser considerada como el resultado directo de la im posibilidad en que se encuentra el observador de disociar los elementos individuales. E ddington, con su habitual hum or, d a u n ejemplo “p ara m ostrar cómo la intercam biabilidad puede crear fuerzas. En astro­ nom ía, los dos com ponentes de una estrella doble son tratados como p a r­ tículas discemibles. Pero ocurre a veces que son totalm ente sem ejantes y que después de un pasaje periastral m uy apretado, el observador las in te r­ cam bia po r descuido. ¡ El resultado es una «órbita» que. corresponde a u n a fuerza desconocida po r New toh! Si en vez de ser excepcional, dicha circunstancia fuera la regla, seríamos incapaces de verificar la ley de Newton en los sistemas de estrellas dobles. L a astronom ía de las estrellas dobles.. . debería apoyarse en u n a ley de fuerza, apropiada a estrellas discernibles y que adm itiera cierta probabilidad de intercam bios realizados p o r inadvertencia. Se diría entonces que esta fuerza adicional corresponde a la energía de intércam bio” .36 Esta hum orada del célebre astrónom o explica la íntim a solidaridad entre las interacciones de intercam bio y la composición no aditiva im plicada por la no perm anencia del objeto indivi­ dual, en oposición a las composiciones aditivas de la m ecánica reversible. Recordem os, en efecto, la distinción introducida (cap. V I, § 3) á p ro ­ pósito de los procesos reversibles e irreversibles. Existen en la realidad física (como tam bién en la m ente hu m an a) sistemas (de transform a­ ciones, etc.) tales que la totalidad del sistema es igual a la sum a de los elem entos: son los sistemas reversibles, como u n a composición de fuerzas, u n conjunto de desplazamientos o u n grupo de operaciones algebraicas. Existen tam bién sistemas cuyas totalidades son distintas de la suma de los elementos correspondientes, es decir caracterizados por un a composición no aditiva o irreversible (lo que corresponde en psicología a la estructura llam ada de “G estalt” , característica de las percepciones, etc., por oposición a las operaciones reversibles d e la inteligencia). A hora bien, co m o . ya dijimos a propósito del azar, la irreversibilidad es precisam ente la caracte­ rística de los sistemas en que intervienen interferencias fortuitas, es decir u n a mezcla, por oposición a los sistemas reversibles que tienen vincules nítidos, de donde surge su composición aditiva. M ás sencillo aú n : los sistemas reversibles, o de composición llam ada aditiva, son aquellos cuya composición posible es com pleta, m ientras que los sistemas irreversibles, cuya to talidad no es igual a la sum a de los elementos, son aquellos cuya composición perm anece fatalm ente incom pleta, ya sea (al principio) a causa de. u n a mezcla cada vez m ayor que excluye, las combinaciones poco probables, ya sea (en el lím ite) por los “intercam bios” que destruyen la individualidad de los elementos. Y a en el terreno de la “estadística”, 35 A. E d d in g to n : Nouveaux sentiers de la Science. T rad . Guém ard, Herm ann, 1936, pág. 310. 36 Ib íd ., págs. 312-313.

aplicada a la realidad, se da la composición incom pleta y, por consiguiente, la irreversibilidad, porque aunque las probabilidades de conjunto son com­ posiciones de las probabilidades individuales, el sistema total desprecia sin em bargo las probabilidades dem asiado débiles: p o r lo tanto, aunque u n sistema de probabilidades m atem áticas, basado en combinaciones aleatorias ideales, es u n sistema enteram ente deductivo,' es decir, de composición aditiva o com pleta, no p u ed e com parárselo con un sistema estadístico real, porque éste no conserva sino las composiciones m ás probables y llega así a valores totales irreductibles a la sum a de valores elementales (de donde surge la irreversibilidad de .la mezcla term odinám ica y el carácter de composición no aditiva de to d a m ezcla). Pero en el caso de la “nueva estadística” y de las interacciones de intercam bios microfísicos, el carácter no aditivo de la totalidad de u n sistema y su irreversibilidad, a la vez que son el resultado del carácter esencialm ente estadístico de la composición dada, están acen­ tuados adem ás po rq u e ya no sólo hay mezcla, s in o /‘intercam bio”, y porque, desde el principio, las probabilidades de conjunto se suponen diferentes de la sum a de las probabilidades individuales. Sea, por ejemplo, u n sistema total form ado por dos partes cuya energía respectiva tiene los valores Ex y E2. L a energía total no será E = (E i -j- E 2) sino E = (E i + E 2 ) + e, donde £ representa la energía de interacción o de intercam bio entre las dos partes. Este m odelo de no composición aditiva se explica por el hecho de que las partículas im plicadas no están sólo mezcladas, sino que son intercam biadas d u ra n te el proceso, sin retorno posible a la discernibilidad, lo que constituye sin duda el m áxim o de irreversibilidad: en tal caso, se m anifiesta claram ente que u n a composición que llega a agregar caracteres de conjunto a la sum a de las partes, consiste, no en una composición m ás com pleta que la m eram ente aditiva o reversible, sino en u n a composición incom pleta, por fa lta dé vínculos nítidos sobre los que la acción experi­ m ental o la operación deductiva pudieran ac tu a r por separado. . Pero entonces, esas totalidades, ¿son subjetivas u objetivas? La- in ter­ acción de intercam bio, ¿se basa en u n a “confusión” subjetiva del obser­ vador, como en el caso del astrónom o distraído de Eddington, que confunde sus estrellas dobles, o en u n a real indisociación? A quí tocamos el problem a epistemológico m ás im portante planteado por la microfísica, tan to en lo que se refiere a la objetividad experim ental como a las nociones de “in d e­ term inación” y de probabilidad, que tam bién pueden ser tom adas en sentido subjetivo u objetivo. Es sabido que el principio de indeterm inación, form ulado p o r H . Heisenberg, expresa la incapacidad del microfísico p ara determ inar simul­ táneam ente los valores de determ inados pares, valores que p ueden ser asociados con facilidad en el plano m acroscópico: la figura y el m ovi­ miento, la posición y la velocidad de una partícula, o la fase y la am plitud de u n a onda. E sta incapacidad se debe a las propias condiciones experi­ m entales: si determ inam os u n a posición, nos vemos obligados a localizar la acción de u n corpúsculo en movim iento, pero proyectando sobre él fotones que alteran la trayectoria y aum entan la velocidad, etc. Esta inde­ term inación excluye el determinismo “absoluto”, en provecho de un. deter-

minismo m eram ente estadístico. C abe preguntarse si este últim o encubre, como pensaba Planck (véase cap. V I, § 6 ), leyes absolutas de escala inferior, o u n indeterm inism o subyacente, es decir u n a indeterm inación experim ental ineluctable. Pero esta últim a puede recibir dos interpretaciones epistemológicas: una, subjetiva, es decir relacionada con nuestras im posibilidad de ejecutar en form a sim ultánea las acciones necesarias p ara la determ inación, sin que esto im plique pronunciam iento acerca de la existencia o no existencia de u n infradeterm inism o a la m anera de P lanck; otra, objetiva, que atribuye la indeterm inación a las propiedades inherentes a la m ateria. A hora bien, la solución de los microfísicos equivale, a la vez a descartar el m fradeterm inism o absoluto (tom ando p o r lo ta n to partido en cuanto a la n a tu ­ raleza de lo rea l), y a negarse, sin em bargo, a dejarse encerrar en la antítesis de lo subjetivo y lo objetivo: en efecto, este últim o problem a adquiere en escala microfísica un nuevo sentido, porque en ella los fenómenos físicos engloban, como com ponente, la acción del investigador destinada a .d etec­ tarlos, o, lo que es igual, están englobados en las acciones ejercidas p o r el experim entador. Así, la indeterm inación se referiría en form a sim ultánea al proceso experim ental y a las propiedades de la realidad, porque la acción del sujeto y las transform aciones del objeto constituyen un a totalidad indiso­ ciable. M ás aún, esta indeterm inación se im pone no sólo desde el punto de vista de las operaciones y del experim entador, sino desde el p u n to de vista de las operaciones m atem áticas necesarias p ara su representación teórica. “P ara salvar el determ inism o, dice L. de Broglie, podríam os pensar en invocar la existencia de parám etros ocultos: en tal caso, las incertidum bres que nos im piden establecer u n determ inism o causal de los fenómenos en escala cuántica, se deberían sólo a nuestra ignorancia sobre el valor exacto de estos parám etros ocultos. Es sum am ente curioso que sea posible dem ostrar la im posibilidad de aceptar sem ejante escapatoria. E n efecto, la propia form a de las incertidum bres cuánticas nos im pide atrib u ir su origen a nuestra ignorancia de los valores de determ inados parám etros ocultos. Nos parece que la razón p ro fu n d a de este hecho reside en que las incertidum bres cuánticas derivadas de la existencia del cuanto de Acción, expresan en últim o análisis la insuficiencia de la concepción de un espaciotiem po independiente de los fenómenos dinám icos que se desarrollan en él.” 37 E n estrecha solidaridad con la no individualización del objeto, con las interacciones de intercam bio y con los sistemas de composición no ..aditiva cuya naturaleza expresa, el principio de indeterm inación m arca esencial­ m ente el carácter incom pleto de nuestras composiciones operatorias y los límites de nuestras acciones espacio-tem porales efectivas. Pero ni este carácter incompleto, ni estas limitaciones, significan falta de eficacia. Por u na p arte, es posible, p o r “correspondencia”, como dice N. Bohr, con los dates macroscópicos, reencontrar el determ inism o objetivo, la individuali­ zación de los macroobjetos, etc., pero ajustando u n a a otra las dos escalas 87 Le continu, pág. 74.

de observación diferentes, a la vez en e l plano de las acciones del e x p e r i ­ y en el de las operaciones del matem ático. Por otra parte, este “lím ite recíproco de tipo com pletam ente nuevo”, como denom ina de Broglie al principio de indeterm inación, m arca, con toda la microfísica, un a interdependencia muchísim o m ayor de lo que se h u b i e r a podido suponer, e n t r e lo s datos de la realidad y la acción o l a s operaciones del suj'eto: p u ed e incluso decirse que en la misma m edida en que las acciones del sujeto están lim itadas p o r la escala del objeto, se observa con m ayor claridad la solidaridad entre lo “observable” y las intervenciones del obser­ v ador; los límites de la acción constituyen algo así como la frontera entre la realidad física y la operación intelectual, dado que esta operación no es sino la traducción, en térm inos de pensam iento o de relaciones cognosci­ tivas, de la acción m i s m a como tom a de contacto experim ental en tre el sujeto y la realidad. Pero p ara poder extraer la e n s e ñ a n z a epistemológica esencial que entraña t a l resultado, debemos exam inar ahora el papel de los propios “operadores” . m e n ta d o r

4,

La f u n c ió n d e l o s o p e r a d o r e s y l a ló g ic a d e l a c o m p le m Si el análisis de los conceptos directam ente originados e n la acción experim ental de los microfísicos tiene gran interés epistemológico, otro tanto sucede con el exam en de los procedimientos m atem áticos de in te r­ pretación de la experiencia. Este examen perm ite com probar, en este terreno microcósmico, la existencia de u n a solidaridad, au n m ás estrecha que en otros casos, entre los operadores m atem áticos utilizados en la deduc•ción de los hechos y las acciones que perm iten mostrarlos. En efecto, los “observables” detectados p o r la acción so b re. la realidad se trad u cen en form a de “operadores” que prolongan esta acción, simbolizándola, m ien­ tras que las “iricertidumbres” originadas por las limitaciones de la acción experim ental culm inan en la constitución de u na nueva lógica, o al menos de una lógica más operatoria aú n q u e la que se aplica a las relaciones m acroscópicas:, la lógica de la com plem entariedad. ta r ie d a d .

El principio de “correspondencia” entre los fenómenos macrofísicos y microfísicos, induce en prim er térm ino a buscar ecuaciones com unes a la m ecánica clásica y a la m ecánica ondulatoria ó c u á n tic a : estas ecuaciones comunes se reducen a la form a de las ecuaciones canónicas de la m ecánica racional. P ero aunque conservamos esta forma, modificamos en cambio p o r com pleto la significación de los térm inos: m ientras que en m ecánica racional los símbolos representan valores coordinados de u n modo espaciotem poral, los símbolos microfísicos por el contrario representan esencial­ m ente operadores, que sustituyen a las posiciones, velocidades, energías, etc. D ir a c 38 distingue los “estados”, representados por funciones de ondas (función cuyo sentido es el de u n a distribución p ro b ab le ), de los obser­ vables, representados por los operadores. A hora bien, estos últimos no sólo vinculan térm inos dados exteriorm ente a ellos: consisten en esquem as de 38 P. A. M. D ira c : Principie of quantum mechanics. Oxford, 1930.

en-

operaciones colocadas, en cierta m anera, sobre el mismo plano que los términos a los que se refieren, ¡ como si la transform ación efectuada en form a abstracta po r el m atem ático form ara parte integrante de los objetos físicos a los que se aplica la ecuación! Como dice Bachelard, el sentido del operador está entonces tan alejado del realismo como del simbolismo puro: el operador no traduce u n a reali­ dad, una realidad sim plem ente exterior a nosotros, puesto que expresa la posibilidad de acciones propiam ente dichas ejercidas sobre lo rea l; pero tam poco es un m ero símbolo en el sentido nom inalista del térm ino, puesto que se refiere a u n a experiencia posible. No viene después de u n a expe­ riencia ya acabada, a la que describiría posteriorm ente, ni se coloca por sobre cualquier experiencia, com o m era expresión sim bólica: es u n o de los ingredientes de la experiencia que la ecuación interpreta. Es más, al elimi­ n a r las m agnitudes fijas que intervienen en las ecuaciones, en escala macrofísica, m antiene con las m agnitudes probables de la escala m icrofísica una relación de m ucho in te rés: “la m icrofísica no construye sus promedios fragm ento por fragm ento, no los calcula después de la experiencia; los encuentra en el nivel de su inform ación m atem ática’’. ... puesto que él operador “inscribe la tom a del prom edio en la operación m atem ática p rincipal” .39 M ás categóricam ente aún, E ddington declara, en un pasaje de gran alcance al que hemos de volver: “lo que la física encuentra finalm ente en el átomo, o en cualquier o tra entidad estudiada por los métodos físicos, es la estructura de un conjunto de operaciones. Podemos describir ún a estruc­ tu ra sin especificar los m ateriales em pleados: por eso puede ocurrir que las operaciones que constituyen la estructura perm anezcan desconocidas. . . Considerada individualm ente, ca d a operación podría ser cualquier cosa; lo que nos interesa es la m a n era cómo se encadenan unas con otras. La ecu ació n . Pb Pa = Pe [ = el producto de dos operaciones da o tra del mismo conjunto] es un ejemplo de u n tipo de concatenación . muy sencillo” . “Yo no quisiera inducirlos a pensar, po r error, que la física sólo puede extraer del átomo esta ecuación. . . Pero lo único que se extrae del estudio efectivo (en extrem o difícil) del átom o, es u n conocimiento del mismo tipo, a saber, el conocimiento de un grupo de operadores desconocidos” .40 A unque es evidente que el gran astrónom o fuerza u n tanto la nota idealista, todo él capítulo que h a consagrado a la teoría de los grupos, aplicada a los operadores que se usan en la m ecánica microcósmica, origina uti problem a de gran interés. E n efecto, po r un a parte, las m agnitudes im plicadas en las ecuaciones se orientan hacia la m era probabilidad, lo que parecería excluir cualquier tipo de coordinación reversible en las opera­ ciones que vinculan estas m agnitudes entre sí. Pero, p o r o tra parte, Edding­ ton nos m uestra, con total diafanidad, cómo los operadores que intervienen en las mismas ecuaciones, constituyen “grupos” bien definidos, es decir, modelos de composición reversible. Así, los probables saltos del electrón 39 V expérience de Vespace, págs. 102-103. 40 Les nouveaux sentiers de la science, págs, 341-342.

de u n a ó rbita a otra, alrededor del núcleo del átomo, constituyen un grupo: “dos saltos de ó rbita sucesivos proporcionan u n estado que se podría haber alcanzado m ediante u n salto único” .41 A unque n ad a sabemos de estas órbitas ni de la form a del electrón, ni tam poco de la trayectoria que sigue en lo que llamamos u n “salto” (o de la falta de trayectoria), podemos “ag ru p a r’’ estos saltos como operaciones posibles. D e la m ism a m anera, los ‘‘operadores selectivos” que corresponden a u n a especie de selección destinada a determ inar la probable localización de un a partícula, consti­ tuyen u n grupo, el que determ ina un conjunto espectral, ya que analiza cualquier agregado en sus constituyentes puros, de m anera' análoga a cómo un prism a descompone la luz.42 A hora bien, “uno de los efectos de la introducción de operadores selectivos es que descarta la distinción entre operadores y operandos” ,43 contrariam ente a los operadores de “salto” . E n efecto, el físico “atiende no a la naturaleza de lo que d a la operación, sino a la naturaleza de la propia operación selectiva” .44 E ddington m uestra igualm ente cómo un grupo de operadores, que form an u n a estructura abstracta bien definida, h a perm itido a D irac poner de manifiesto u n observable que consiste en una nueva propiedad oculta en el electrón y que se h a vuelto célebre bajo el nom bre de “spin” . Q u ed a claro entonces el problem a: ¿cómo explicar la relación, en el conocim iento microfísico, entre los datos experim entales probables y en gran p arte irreversibles, y los sistemas de operadores agrupados de m anera reversible? O , si se prefiere u n a fórm ula de Bachelard, ¿cóm o explicar que “la m agnitud se deslice hacia la probabilidad al mismo tiempo que el operador tom a un aspecto m atem ático m ejor definido” ? 45 A hora bien, la razón reside en que, como el conocimiento microfísico supone u n a solida­ ridad entre la acción del observador y la realidad observada, m ucho m ás estrecha que en el plano macrofísico, podemos concebir sin contradicción las acciones del observador como operaciones reversibles capaces de form ar “grupos”, y la realidad observada como sujeta a dispersiones estadísticas, a mezclas e intercam bios, a disgregaciones, etc., en g ran p arte irreversibles. E l físico J. W eigle ha com parado la realidad estudiada p o r su ciencia con u n m ecanism o com plicado encerrado en u n a ca ja bien cerrada, p ero cuyas paredes están perforadas por agujeros de donde salen hilos: al tira r de uno de ellos se alarga otro, se acorta u n tercero, algunos quedan fijos, etc. El teórico tra ta entonces de reunir todos estos “observables” en u n a ecuación que coordine los hechos, y sólo lo logra agregando de vez en cuando más hilos a los ya dados, y sobre todo construyendo paso a paso u n a represen­ tación hipotética del m ecanism o oculto. Se concibe entonces que, aunque las transform aciones reconstituidas son en p arte irreversibles, las acciones de tira r de los hilos, de volverlos a colocar en sus posiciones anteriores y de 41 42 43 44 45

Ibíd., pág. 339. Ibíd., págs. 342-343. Ib íd ., pág. 346. Ibíd., pág. 345. L-expérience■de l’espace, pág. 99.

unirlos por m edio de hilos suplem entarios, puedan dar lugar a la construc­ ción de u n grupo de operaciones. Si ahora agregamos a esta im agen la restricción de que es parcialm ente imposible distinguir los movim ientos reales de los hilos de las acciones ejercidas por el experim entador, se en ten ­ derá la simbiosis inextricable que se establece entre los operadores rev er­ sibles y los estados reales irreversibles descubiertos gracias al p oder de aquéllos. U n ejem plo paradójico de esta especie de indiferenciación entre las operaciones del sujeto y las transform aciones del objeto lo constituye lo que J. L. Destouches ha denom inado el “principio de homomorfismo” .48 La descripción de la evolución de u n sistema en el curso del tiempo, es decir, la evolución de las previsiones, se expresa m ediante un operador de evolución U. A hora bien, J. L. D estouches h a establecido el principio de que “con la única excepción de cierto homomorfismo, la evolución de un sistema entre dos instantes / y t -|- A t puede compensarse m ediante un a rotación en torno de u n eje de referencia geom étrico del observador considerado” . Se produce así u n a transferencia, del objeto al sujeto, de la propiedad de la evolución en el tiem po, po r u n proceso de subjetivación, que consiste en u n pasaje de la sucesión tem poral a uña operación espacial (reversible) de rotación. Pero hay m ás aún. Com binando, los símbolos m ediante operaciones multiplicadoras, podem os construir, com o decíamos al principio de este capítulo, u n a nueva álgebra no conm utativa, tal que AB no equivalga a BA. A hora bien, dos observables A y B que rio conm utan, no pueden ser determ inados en la,acción experim ental de un m odo sim ultáneo: si medimos con precisión u no de ellos, el otro queda sin determ inar, y a la inversa. Es ésta la expresión m ás general del principio de indeterm inación. Pero esto no significa de ningún m odo que u n a de las dos posibilidades — tan to la m atem ática com o la experim ental— excluya definitivam ente a la o tra: son verdaderas ambas, aunque no sim ultáneam ente. Por ejem plo: un microobjeto no es ni onda ni corpúsculo, es am bas cosas alternadas, según qué acción experim ental ejerzamos, o según tratem os el form alism o m a te ­ m ático en uno u otro de los dos sentidos no conm utativos de la asociación AB o BA. Niels Bohr h a propuesto la adopción de un nuevo concepto lógico p a ra expresar esta relación entre dos propiedades de un mismo ser, que no son 46 Véase J. L. D estouches: “Le role de l’activité subjective dans l’élaboration des notions de la-- physique m oderne”. Synthése. Amsterdam, t. vil, 1948-1949, pág. 77. Leemos en el mismo artículo (resum en de la conferencia de St. G raveland en 1948): “Ayer Piaget distinguía dos clases de abstracciones: las provenientes de los objetos y las provenientes de las acciones. El cambio que se opera cuando se pasa de la física clásica a la m oderna es el pasaje de las abstracciones obtenidas de los objetos a las abstracciones obtenidas de la acción: ya no se tra ta de las propiedades intrínsecas de los objetos sino de medidas efectuadas por observadores, es decir, de un cierto tipo de acciones, y de previsiones o sea de la evaluación a n ti­ cipada del resultado de ciertas acciones” (pág. 76).

ni compatibles en form a sim ultánea ni incom patibles en form a sucesiva: el concepto de “com plem entariedad” . Este “principio de com plem enta­ ried a d ”, como se lo llam a en la actualidad, tiene u n manifiesto interés epistemológico, ya que caracteriza u n nuevo p u n to de vista lógico: no es que introduzca, entre dos juicios simples, contradictorios entre sí, tales como A es x y A es no-*, un tertium a m itad de cam ino entre lo contradictorio y lo no contradictorio, sino que establece la posibilidad de u n a relación nueva entre dos sistemas operatorios de conjunto. P or lo tanto, m ientras que la “incertidum bre” es un concepto que caracteriza sobre todo lo real o el objeto, la “com plem entariedad” es u n concepto que se refiere más que n a d a a las operaciones del sujeto, carácter operatorio éste que nos gustaría subrayar. El principio de contradicción nunca nos indica por sí solo qué es contradictorio y qué no lo es: sólo nos im pide afirm ar a la vez A y no-A ; p ero para saber si A es o no contradictorio con respecto a B, hay que saber si B implica a no-A o lo excluye. Esto lo establecemos definiendo A y B de m anera unívoca y “agrupando” las clases o relaciones que resultan de estas definiciones: así pues, la contradicción entre A y B sólo tiene sentido en función de “agrupam iento” (en el sentido del vol. I, cap. I, § 3 ), o de u n “grupo” de operaciones. Este sentido expresa la posibilidad o la imposi­ bilidad de u n a composición reversible que englobe al mismo tiem po los dos términos. Por lo tanto, la contradicción o la no contradicción de dos juicios aislados referidos a A y B siempre está relacionada con u n ag ru p a­ m iento o sistema operatorio de conjunto. L a “com plem entariedad11 no consiste en un a relación entre térm i­ nos aislables, sino entre las totalidades operatorias. El hecho, de que un microobjeto pueda ser unas veces o nda y p artícu la otras significa que podemos insertarlo en un sistema de relaciones o en otro, pero nunca en los dos a la vez. A hora bien, por más nuevo que sea este modo de razona­ m iento, hay que subrayar que u n a vez establecido p o r los físicos, ilum ina m uchos otros campos en que intervienen las totalidades operatorias, ya a p artir de las relaciones lógico-aritméticas elementales. Sea, por ejemplo, u n a secuencia de elementos A, A’, B’, C ’, etc.. Pode­ m os reunidos de acuerdo con sus semejanzas y constituir clases lógicas tales com o A -¡- A’ = B; B-(- B’ = G; C -j- C’ = D ; etc. T am bién podemos reunirlos según sus diferencias y form ar series de relaciones asimétricas, un a de las cuales será A —> A ’ B’ —> C ’. . . etc. E n esta serie, llam arem os a a la relación A —» A*; a’ a la relación A’ —> B’; b’ a la relación B’ —> C ’; etc., de donde a -\- a’ = b; b b ’ ■==. c\ c c’ — d; etc., referido a los té r­ m inos A, A’, B’, etc., aunque po r interm edio de sus relaciones. A hora bien, estos dos agrupam ientos, uno de clases ( A - ¡ -A ’ = B ; etc.) y otro de relaciones (a -f- a' = b; etc.), aunque isomorfos, no pueden ser efectuados al mismo tiempo, es decir, que no se los pu ed e reu n ir en un solo ag ru p a­ miento que com prenda ambos tipos de operaciones a la vez, porque es imposible reunir los mismos elementos sim ultáneam ente, en cuanto sem ejan­ tes y en cuanto diferentes: si agrupam os las semejanzas (A -j- A’ = B; etc.),

formamos clases (o relaciones sim étricas) y procedemos p o r sum a conm u­ tativa, por cuya razón hacemos abstracción de las diferencias; si en cambio agrupam os las diferencias (a -{- a’ — b; etc.) establecemos relaciones asim é­ tricas transitivas po r sum a no conm utativa (conservando p o r lo tanto el o rd en ), haciendo abstracción de las semejanzas. Ambos sistemas de op era­ ciones (la clasificación y la seriación) son pues incompatibles sim ultánea­ mente, ya que no podem os reunirlos en u n todo único ni com poner sus operaciones entre sí; pero son sucesivamente com patibles y pueden ser aplicados a los mismos elementos A, A’, B’, etc., considerados unas veces como semejantes (lo que son en parte) y otras como diferentes (lo que tam bién son en parte) : estos dos sistemas son por lo tanto “com plem en­ tarios”, en el sentido que dan al térm ino los físicos,47 al menos en la m edida en que se tom an en cuenta cualidades propias de los elementos conside­ rados. Si, por el contrario, hacemos abstracción de las cualidades, y to m a­ mos a cada individuo A, A ’, etc., como u n a unidad, podemos clasificarlos y ordenarlos sim ultáneam ente, cosa que hacemos al enum erarlos (vol. I, cap. I, § 6 ), puesto que el núm ero entero resulta de un a fusión operatoria entre las operaciones realizadas con clases y las efectuadas con relaciones asimétricas. Pero en tal caso volvemos a encontrarnos con la com plem entariedad, aunque bajo u n a nueva fo rm a : no podemos contar los objetos y englobarlos en un sistema de clases o de relaciones asimétricas cualitativas en form a sim ultánea (o sea por medio de u n sistema único de operaciones), porque las operaciones de num eración no tom an en cuenta las cualidades, m ientras que los sistemas mencionados en segundo térm ino la rein tro d u cen : hay por lo tanto com plem entariedad entré la lógica cualitativa y las opera­ ciones numéricas. Así pues, la com plem entariedad es en realidad una propiedad general que caracteriza las relaciones, no entre elementos u operaciones simples, sino entre totalidades operatorias. No obstante, en la lógica usual, que se refiere a la realidad en escala macroscópica, la perm anencia de los objetos individuales facilita el paso de un sistema operatorio a los sistemas que le son com plem entarios, de tal m anera que los mismos objetos .pueden ser tratados alternativam ente como elementos calificados de u n a jerarquía de clases lógicas, como unidades .numéricas, como partes de u n a configu­ ración espacial, etc., sin que la m ente encuentre ninguna dificultad p a ra vincular en uno solo todos los caracteres sim ultáneam ente virtuales, pero sucesivamente actualizados, de cada objeto individual. E n la escala de las limitaciones de la acción experim ental y, p o r consiguiente, del álgebra que la expresa, la. pérdida de la individualidad que caracteriza al microobjeto obliga por el contrario a la m ente a tom ar conciencia de la sucesión de las operaciones que determ inan los caracteres alternativos de este objeto e im piden conectar estos caracteres en un solo todo perm anente. Por eso es n atural que sean los microfísicos quienes hayan descubierto la complemen47 Es lo que una vez tratam os de m ostrar, en nuestra obra Classes, relations et nombres. V rin, 1942, pág. .257.

tariedad y enunciado esta relación fundam ental en form a concreta y no abstracta: u n a vez más, los resultados de la lim itación del cam po de la acción convergen con los que perm ite descubrir la génesis de las acciones en su tom a de contacto con la realidad. 5. L a s i g n i f i c a c i ó n e p i s t e m o l ó g i c a d e l a m i c r o f í s i c a . Según los puntos de vista, el sistema de los conceptos microfísicos puede aparecer como u n a gran novedad en la historia de las ideas o por el contrario como resultado lógico y n atu ral del conjunto de los procedim ientos de pensa­ m iento anteriores del físico. Com o ha dicho W . Heisenberg, m ientras que la teoría de la relatividad aún perm ite determ inar las coincidencias espaciotem porales y, po r consiguiente, m antener u n a separación más o menos n ítid a entre el objeto y el sujeto, en microfísica p o r el contrario, “los con­ ceptos de «coincidencia a la vez en el espacio y en el tiempo» y de «observación» exigen u n a revisión radical. En la discusión de algunos expe­ rimentos, tomaremos en p articu lar consideración la acción recíproca entre el objeto y el observador. E n.las teorías clásicas siempre se h a considerado que esta interacción puede ser omitida, o aun elim inada de los cálculos, m ediante experimentos de control. E n la física atóm ica, tal hipótesis es inadm isible porque, debido, a la discontinuidad característica de los hechos atómicos, esta interacción puede provocar modificaciones relativam ente grandes e incontrolables” .48 A dem ás: “N uestra m an era h abitual de describir la naturaleza, y en p articular nuestra creencia en la existencia de leyes rigurosas entre los fenómenos naturales, se basan en la hipótesis de que es posible observar los fenómenos sin influir en ellos en form a . sensible. A sociar u n a causa determ inada a un determ inado efecto sólo tiene sentido si- podemos observar a la vez la causa y el efecto, sin intervenir ni, interferir en su relación. P or lo tanto, dado su propio carácter, sólo, podem os definir la form a clásica de la ley de causalidad en un sistema cerrado. E n microfísica empero, la «com plem entariedad» de. l a . descripción en el espacio y en el tiempo, por u n a parte, y el encadenam iento causal por otra, dan como resultado la indeterm inación característica del concepto de «obser­ vación». E n efecto, siempre decidimos en form a arb itraria qué objetos considerarem os parte del sistema observado, y qué otros, instrum entos de observación.” 49 E n otras palabras, la relación entre el sujeto y el objeto es en cierto sentido la m ism a en microfísica que en física clásica, con u n a diferencia de grado en el orden de m agnitud de las intervenciones del sujeto; pero en otro sentido, esta diferencia de grado alcanza un lím ite en el control y en las posibles correcciones, pasado el cual puede hablarse de u n a diferencia de naturaleza. A. E ddington, com parando tam bién la microfísica con la física macros­ cópica, agrega en el pasaje ya citado (§ 4) sobre la realidad y las opera­ ciones ag ru p ad as: “El m odo de encadenam iento m u tu o de las operaciones, 48 W. H eisenberg: Les principes physigues de la théorie des quanta, TradCham pion y H ochard, págs. 2-3. 49 Jb id ., págs. 51-52.

y no su naturaleza, es el responsable de estas manifestaciones del universo exterior que alcanzan nuestros sentidos. Según nuestra actitud actual, éste es el principio fundam ental de Iá filosofía de la ciencia.” 30 Principio común, po r consiguiente, a todas las escalas consideradas por la física, pero que resalta con p articu lar nitidez en la escala microcósmica, en la que los operadores desem peñan u n papel de especial im portancia en el proceso del conocimiento. P uede decirse, por lo tanto, que el conocimiento microfísico constituye la prolongación lógica del conocimiento físico en general, pero las dificul­ tades de la acción en este lím ite inferior de las escalas m uestran con p a r ­ ticular claridad las relaciones entre la acción experim ental y las operaciones deductivas que sirven p a ra la interpretación de la experiencia, m ientras que las mismas relaciones im presionan menos la m ente en las escalas superiores. ¿E n qué consisten pues dichas relaciones? L a respuesta a esta pregunta fundam ental debemos buscarla en las enseñanzas de los m icrofísicos. A hora bien, lo esencial de esta respuesta se refiere a un hecho que se ha vuelto m uy natural, y que dom ina hoy día toda la interpretación del pensam iento físico. E n la física de los principios, podíamos distinguir, por u n a parte, los hechos experimentales detectados gracias a las técnicas de laboratorio, y p o r o tra parte, u n m arco deductivo cad a vez m ás alejado de estos hechos, pero en el que éstos tenían que en trar de buena o m ala gana. El pensam iento deductivo com pletaba (y a veces deform aba) los hechos en v irtu d de exigencias a priori. Bajo la influencia de la microfísica observamos po r el contrario que las operaciones deductivas que sirven para, reproducir e in te rp re tar los hechos de la experiencia constituyen la prolon­ gación de las acciones efectivam ente realizadas p o r el observador en el curso de su experim entación. Así pues, ya no es el pensam iento directa­ m ente el que enriquece la realidad con su aporte, sino la acción; la acción experim ental y la realidad constituyen una simbiosis indisociable, m ientras que el pensam iento prolonga la acción, sin som eterla por adelantado a exigencias inalcanzables. Así, cuando el m arco espacio-tem poral deja de perm itir u n a representación adecuada, el microfísico no titubea en dejarlo de lado, en vez de m antenerlo m ediante esas “ayudas” tan sutilm ente anali­ zadas por Poincaré: la representación cede entonces el peso a u n a form u­ lación en apariencia m ucho más abstracta, de naturaleza algebraica y analítica, pero que en los hechos se ad ap ta m ucho m ejor a las líneas y sinuosidades de la acción. Por eso E ddington h a podido atrib u ir el conocimiento físico en general, incluido su aspecto sensible, más al encade­ nam iento de las operaciones que a su naturaleza, ya que en efecto un sistema de acciones se vuelve operatorio po r el solo hecho de su conca­ tenación. Al hacernos com prender que lo mismo sucede en cualquier escala, la microfísica ha hecho a la epistemología un inmenso favor. Pensemos, por ejemplo, en la m edición espacial más elem ental; transportar la distancia Nouueaux sentiers, pág. 342.

AB sobre o tra distancia A’B’, separándola del contexto de las masas, del trabajo, de las velocidades, etc., y com binando sim plem ente una partición y u n desplazamiento (vol. I, cap. I II , § 8 ), como si estas particiones y estos desplazamientos fuesen cosas físicamente simples. T al operación consiste en prolongar u n a acción efectiva, de sum a com plejidad, irrever­ sible tanto desde el p unto de vista físico como desde el psicológico, pero que se convierte en simple y reversible en cuanto se la considera como u n a u nidad componible con otras. Guando el microfísico, al no poder deter­ m in ar a la vez una posición y u n a velocidad, traslad a su m anera de actu ar o de experim entar a un sistema algebraico no conm utativo, referido a operadores que corresponden a los observables, y a funciones de ondas que corresponden a los estados, construye él tam bién un sistema de op era­ ciones que prolonga lo más directam ente posible u n sistema de acciones, cuya coordinación se h a vuelto m ás difícil debido a la escala de los objetos a los que se refiere. El problem a consiste entonces en caracterizar esta relación general entre el sujeto y los objetos. L a acción experim ental de la que procede desde el punto de vista psicológico la operación deductiva, es en realidad u n a interacción entre el observador y lo observado: ¿ cómo determ inar p o r lo tanto la parte de cada uno, o la naturaleza de sem ejante interacción, si estas partes son indisociables? E n el caso de la m edición simple, el observador actúa sobre lo obser­ vado desplazando real o m entalm ente su m etro, y seccionando efectiva o m entalm ente la realidad que debe m edir; pero al desplazar o seccionar, se somete a sí m ism o a las necesidades'que le im pone la realidad exterior, de tal m anera que sus propios movimientos expresan esta realidad espacial y mecánica, tanto como los objetos desplazados o seccionados traducen su acción. Pero como esta interacción sigue siendo superficial por estar en una escala en la que basta u n análisis global y estadístico (en relación con los m icroobjetos), las modificaciones recíprocas del objeto por el sujeto, (asimilación) o del sujeto por el objeto, (acom odación) no alteran las cosas en p ro fu n d id a d : como resultado, el sujeto tiene la ilusión de conocer u n a realidad en sí, independiente de su acción, y de existir como sujeto en sí, independiente de la acción de los objetos. Pero en las mediciones de grandes velocidades de los relativistas, cuando se tra ta de desplazar m entalm ente unidades de longitud a veloci­ dades solidarias con mediciones temporales realizadas p o r medio de señali­ zaciones, la interacción del sujeto y del objeto presenta caracteres ya m uy diferentes. L a acción del sujeto se ve p rofundam ente m odificada por las distancias en el espacio y en el tiempo y por la constancia — independiente de él— de la velocidad relativa de la luz, que le im ponen limitaciones extrañas y desacostum bradas en la determ inación de las sim ultaneidades y de las longitudes. A la inversa, su actividad de sujeto será tanto m ás considerable cuanto más aum enten el núm ero y la com plejidad de las rela­ ciones que haya que construir: lejos de lim itarse a registros pasivos, sus señalizaciones y las ecuaciones que las expresen lo obligarán a establecer un sistem a. de reciprocidades m últiples entre los distintos puntos de v ista

posibles, de tal m anera que será llevado a destruir sin cesar la realidad inm ediata, en provecho de u n a realidad más despojada, au n q u e enrique­ cida por o tra p arte po r un conjunto de operaciones bien “concatenadas” . El producto de estas operaciones, al obligar al sujeto a situarse a sí mismo en el universo así originado, le dará la ilusión realista de un conjunto de relaciones independientes de él. E n el plano microfísico, por fin, es decir en el otro extrem o de las escalas de observación, la interacción entre el sujeto y los objetos se presen­ ta rá con o tra apariencia, desapareciendo estas ilusiones realistas caracterís­ ticas; de las escalas mayores. E n efecto, p ara conocer los objetos, el sujeto siempre se ve obligado a ac tu a r sobre ellos, es decir a m odificarlos de una u o tra form a. Pero, m ientras que en las. escalas m edianas y sobre todo en las superiores, , esta m odificación consiste más que n ad a en enriquecerlas con relaciones nuevas sin alterarlas en profundidad, los objetos son en este, caso de u n orden de m agnitud m uy inferior al del sujeto y sus aparatos, las acciones de localización o de m edida de las velocidades, etc., introducen cambios m uy grandes en la disposición de estos objetos. R esulta entonces que la realidad cognoscible está constituida por un com plejo indisociable de relaciones, debidas unas a los objetos y otras a la intervención opera­ tiva del sujeto: éste, al encontrarse perm anentem ente en presencia de este complejo, no podría volver a caer en la ilusión de alcanzar una realidad situada fuera de los límites de su acción. Pero, a la inversa, esta actividad está condicionada por las propiedades de los objetos, puesto que es el valor del cuanto de Acción el que, como el de la velocidad de la luz en el otro extrem o de las. escalas, obliga al sujeto a las. complicaciones experim entales que conocemos. L a cuestión epistemológica se expresa con precisión de la siguiente m anera: en todas las escalas el conocimiento físico im plica que el sujeto actúe sobre los objetos y a la inversa, o en otras palabras, que haya asimilación de los objetos a las operaciones del sujeto y acom odación de éstas a aquéllos. ¿Puede entonces concebirse u n estado de interacción entre los objetos y el sujeto tal que las operaciones que transform an a los objetos se confundan con los. efectos detérm inados por el objeto sobre el sujeto? A tal precio sería posible u n conocimiento integral, gracias a u n a especie de fusión funcional entre sujeto y objeto, o sea gracias a u n a correspon­ dencia exacta entre las operaciones del prim ero y la causalidad del segundo. A hora bien, el prim er punto que debemos tener en cuenta a este respecto es que, por m ucho que bajemos hacia el. límite de, la determinabilidad, siempre nos encontram os en presencia de un com prom iso inevitable entre ciertas operaciones reversibles, que se caracterizan p o r bosquejar la tram a de las posibles acciones del sujeto sobre los objetos, y u n a distribu­ ción probable, en parte fortuita, que señala, la frontera de estas acciones. L a “incertidum bre” de Heissenberg, que im pide profundizar el análisis, no es suficiente p ara excluir la eventualidad, no ya de la existencia de parám etros ocultos (lo hemos m ostrado), sino de operaciones que emanen de sujetos con estructuras fisiológicas y m entales distintas de las nuestras y que alcanzarían determ inaciones más. profundas. Por eso, el dualismo

entre u n a realidad estadística sólo probable, y operaciones de concatena­ ciones ciertas, perm anece irreductible en relación con nuestra estructura de sujetos hum anos de u n determ inado nivel m ental, y hay que reservar el p unto de vista del “observador microscópico” de L. de Broglie, o de un sujeto cuyas coordinaciones reversibles no fueran espacio-temporales y se refirieran directam ente a los cambios de estado. Pero desde el único punto de vista legítimo p ara nosotros, encontramos en el térm ino actual del análisis físico, por u n lado operadores “concebidos como distribuidores de valores probables” 51 y por otra parte, estos valores probables, expresión de la realidad sobre la cual operan los primeros. El segundo p unto que hay que anotar es el de que, en escala atómica, tanto estos instrumentos intelectuales como estas realidades dejan de dar lugar a “representaciones” propiam ente dichas. A unque los microfísicos han dependido por mucho tiem po de las imágenes atomísticas, h an venido a p a ra r— como ya en 1922 dijera L. Brunschvicg— en u n “atomismo sin átom o”, en el sentido etimológico del térm ino.,M “E n resumen, concluye Louis de Broglie al final de un estudio sobre la relación de las teorías abstractas con las representaciones concretas, parecen tener razón en prin­ cipio los físicos de la escuela abstracta, que rechazan las representaciones concretas, y ven en las fórm ulas que vinculan los fenómenos lo esencial de las teorías, y el desarrollo de las teorías cuantitativas contem poráneas confirm a sus puntos de vista.” 5it Podríamos objetar, es cierto, que el aparente triunfo de lo discontinuo parece hablar en favor de las intuiciones representativas, pero es exagerado ver en las teorías cuánticas u n triunfo total de lo discontinuo sobre lo continuo, porque si la idea d e cuanto introduce la discontinuidad en lo que se concibe como continuo, las nociones microfísicas de “interacción” y de “cam po” restablecen u n a con­ tinuidad rela tiv a:. tal vez la cadena de conquistas alternativas de lo continuo y lo discontinuo, descrita por Hoeffding, n o esté p o r lo ta n to cerca de su final. . D e tal m anera, el dualismo relativo de la reversibilidad operatoria y de la irreversibilidad estadística, unido a la creciente irrepresentabilidad de los fenómenos, obliga, desde el p unto de vista del conocimiento, a distinguir dos partes posibles en la realidad microfísica. H ay prim ero u n a acción recíproca e indisociable entre las operaciones, líneas de acción virtual del sujeto, y los sectores de la realidad sobre la que a c tú a n : los valores probables son, en efecto, ta n relativos a las operaciones que los ordenan como estas operaciones lo son a la distribución de las cosas sobre las que ac tú a el sujeto. E n otras palabras, el sujeto se reencuentra en la realidad asimilada, tanto como la realidad se reencuentra en la acción y el pensam iento asimi­ ladores. Pero, por otra parte, está lo inasimilado, y tal vez — porque es preciso no prejuzgar nada n i . en un sentido ni en otro— lo inasimilable por sujetos de nuestra escala y de. nuestra estructura m e n ta l: lo inasimilado G. Bachelard, loe. cit., pág. 28. 52 L . Brunschvicg: V expérience et la causalité physique, pág. 385. 53 L. de Broglie: Le continu et le discontinu dans la physique moderne, págs.

107-108,

no es sólo lo no representado, porque la representación intuitiva es sólo el simbolismo en im agen de la operación pura, sino tam bién lo no formulado, en p articular todo lo que se refiere a la acción detallada de los elementos semiindividualizados de los que la estadística cuántica nos ofrece un cuadro de conjunto.. A hora bien, el verdadero problem a del idealismo y del realismo se refiere a lo inasim ilado: p ara dar respuesta a la cuestión definitiva que p lantea el conocimiento, h ab ría que saber si este asimilado — y no la reali­ dad asimilable— es en definitiva de naturaleza exterior a los actos del sujeto — de cualquier sujeto— o si su estructura es isomorfa de la del pen­ samiento vivo y h ab rá de provocar una asimilación indefinida. Pero la ciencia aún no h a dicho su últim a palab ra sobre este tema. E n efecto, este juicio definitivo no pertenece sólo al físico, n i desde luego tam poco al epistemólogo. E n realidad, es de com petencia del “observador microscópico” o del “bebé atómico” , que podría d a r la razón ya sea al idealista, poniéndonos en guardia contra las ilusiones realistas ligadas a nuestras representaciones hum anas, ya sea al realista, inform ándonos de que tam bién hay que lu char contra una realidad hostil y resistente; o podría asimismo coincidir con ambos a la vez (lo que significaría no darle la razón a ninguno de los dos) m ostrándonos que estas acciones sostienen con la realidad la m ism a relación que nuestras operaciones con la nuestra. A hora bien, este “observador microscópico”, quimérico, si lo im aginamos con los rasgos de un dim inuto ser hum ano, podría tom ar su lugar u n d ía entre las cosas observadas o entre los propios “observables”, bajo la form a de un microorganismo lindante con los “microobjetos” . Com o lo dijera con pro­ fundidad Ch. E. Guye, u n a física más “general” que la nu estra (y ya no p articular) englobaría en su dominio los mecanismos elementales de la vida, y el problem a de las “fronteras de la física y de la biología” está desde ya planteado por los microfísicos. Si nos colocamos en el punto de vista realista, conforme al cual las acciones de nuestro organismo y las operaciones de nuestro espíritu son el reflejo de la realidad, no será por cierto bajo la form a dem asiado simple de u n a presión de la experiencia inm ediata y exterior, ejercida p o r in ter­ medio de los órganos de los sentidos individuales, que la realidad inter­ vendría del m odo más eficaz sobre el sujeto: lo h aría p o r el canal de los mecanismos form adores de la propia organización viviente, de la que depende la organización m ental. Y como el espíritu hum ano es tributario, desde este punto de vista, de la historia m ultim ilenaria que liga al hombre de una m anera continua a los organismos m ás primitivos, el problem a de las relaciones entre sujeto y objeto se encuentra, en definitiva, descentrado con respecto al hom bre y situado en el seno mismo de las relaciones entre la organización viviente y la m ateria inorgánica que le sirve de am biente o quizá de origen primero. N o corresponde a la epistemología especular sobre lo que podría sum inistrar alguna vez el estudio de las regiones limítrofes situadas entre la microfísica y la biología a la teoría de las relaciones entre el organismo y el ambiente. Conviene, pues, cerrar este capítulo. Pero si la prudencia se

impone de este modo, debe aplicarse tan to en un sentido como en el otro. Lo real aún no asim ilado y eventualm ente no asimilable en la escala de los límites de nuestra acción experimenta], puede constituir el modelo d e esos obstáculos exteriores que resisten a todas las tentativas del espíritu. Pero igualmente podría sum inistrar alguna vez la clave de las relaciones en tre lo viviente y lo inerte y, por consiguiente, tarde o tem prano, relaciones entre el com portam iento activo del organismo y el medio físico sobre el cual se ejerce su acción. Ese día la hipótesis realista y la hipótesis idealista serán capaces de llegar a relaciones muy distintas de las de u n a m era antítesis. Es lo que veremos acerca de los seres vivientes reales y conocidos, al pasar del estudio del pensam iento físico al del pensam iento biológico (volum en I I I : caps. IX y X ) .

LOS PROBLEMAS DEL PENSAMIENTO FISICO: REALIDAD Y CAUSALIDAD Después de hab er estudiado algunos problem as relacionados con la m ecánica, los principios de conservación, el azar y la microfísica, podemos preguntarnos ahora qué es la explicación en física y cuál es la realidad que tiende a aprehender el pensam iento del físico. El pensam iento m atem ático term ina por asimilar lo real a las opera­ ciones del sujeto. En su punto de partida num érico o espacial, prolonga aun directam ente las acciones cuyas operaciones constituyen la composición reversible, pero, en lugar de extraer, m ediante esa actividad, los caracteres experim entales de la realidad, que las estructuras analíticas o geométricas traducirían así en abstracciones, la m atem ática consiste esencialmente en cccrdinar las acciones o las operaciones entre, sí: lo que expresa, entonces, no es tanto lo real com o las acciones operatorias ejercidas por el sujeto sobre lo real, y retiene de ellas sólo su aspecto de composición general y no su contenido cualitativo. Por esta razón, aunque el pensamiento m ate­ m ático no proviene de la experiencia física, no se adapta menos a ella, y hasta se pread ap ta constantem ente a la realidad, porque la coordinación exacta de las acciones corresponde necesariam ente a las transformaciones de lo real: esa coordinación se sumerge, de hecho, en la realidad por interm edio de un organism o psicobiológico surgido de ella, es decir, por un a vía interior y no por el canal de la experiencia externa como tal. Con el pensam iento físico se inaugura la conquista de la pro p ia realidad en oposición a las coordinaciones operatorias que la asimilan simplemente p. la actividad del sujeto. T am bién esa realidad sólo se conoce por inter­ medio de las acciones ejercidas sobre ella. Pero, además de la coordinación de éstas que posibilita la m atem atización del objeto, interviene ahora su contenido o su diferenciación, es decir los aspectos cualitativos particulares de diversos tipos de acciones; de modo que a una misma coordinación espacial de la acción, fuente de verdad geométrica, pueden corresponder diferentes velocidades del sujeto, esfuerzos, acciones de sopesar, etc.; esas experiencias de la velocidad, de ia aceleración o del peso van a engendrar conceptos que sobrepasan lo m atem ático puro, y a constituir así el punto de p artid a de las relaciones físicas (queda entendido, repitámoslo un a vez más, que las dos clases de conocimiento se establecen sim ultáneam ente).

L a relación entre el sujeto y los objetos en este conocimiento físico inicial es a la vez m uy próxim a a la relación correspondiente p ro p ia del pensam iento m atem ático y sin em bargo ya diferente de ella. G uando el sujeto desplaza un objeto de A a B le im prim e sin duda u n movim iento objetivo, siem pre que aquél se m ueva p ara producir ese movim iento. MaSj por u n lado, el movimiento del sujeto sería en cada p u n to sim ilar (en cuanto al espacio únicam ente), si no hubiera objeto real que le sirviera de punto de apoyo; y, po r el otro lado, ese m ovim iento sólo se concibe m ediante u n sistema complejo de relaciones de orden y de distancia (coordenadas), de congruencias, etc., en fin, según toda un a estructuración del espacio que atestigua cómo las acciones del sujeto enriquecen con rela­ ciones nuevas la realidad sobre la que operan. C uando se trata, por el contrario, de im prim ir una velocidad al objeto o de evaluar su velocidad, de pesarlo, etc. (o inclusive, lo que pertenece igualm ente al conocimiento físico, de determ inar sus propiedades espaciales intrínsecas), la acción se diferencia entonces, no sólo en sus modos indefinidos de coordinaciones o composiciones, sino tam bién en sus cualidades específicas. A un sin m é­ trica, la velocidad ya supone, por ejemplo, la com probación del adelantarse entre dos móviles que recorren trayectorias paralelas en el mismo sentido, con iguales puntos de p artid a y el mismo instante inicial. Se tra ta todavía de coordinaciones y, por ende, de composiciones susceptibles de tratam iento lógico y m atem ático, pero se agrega a la coordinación como ta l un elemento de experiencia o de intuición que ya no atañe solamente a las acciones, en cuanto están coordinadas entre sí, sino tam bién a su resultado exterior: la velocidad y el tiempo implican, en efecto, una puesta en relación entre los propios objetos; este relacionam iento objetivo se reconoce, p o r oposición a las coordinaciones simplemente formales, en la acción del sujeto, p o r la intervención de efectos musculares y de u n a resistencia de los objetos, que no están im plícitos en u n desplazamiento puro efectuado o concebido sin tener en cu en ta la necesidad de vencer obstáculos. D icho esto, el problem a esencial planteado p o r el pensam iento físico reside en com prender el mecanismo de esa tom a de contacto entre la m ente (por lo tanto, en su punto de partida, entre la acción) y la experiencia de la realidad exterior. Se acepta com únm ente que esa tom a de contacto se realiza prim ero por medio de las percepciones y del canal de los órganos sensoriales. Pero n ad a es más inexacto, como lo hemos visto constante­ mente, que esta afirm ación, si no se com pleta con ú n a referencia a la acción. Las percepciones que suministran, por ejemplo, un a impresión de peso, una velocidad, etc., son esencialmente relativas a las acciones de levantar, de moverse m ás o menos fácilmente o de seguir un movim iento con la vista, etc.; traducen entonces, sim ultáneam ente, un dato exterior y un estado activo del sujeto asimilándose el prim ero al segundo. T an to el pensam iento físico como el m atem ático reposan, por ende, sobre las acciones del sujeto, pero sobre acciones particulares inseparables de su resultado exterior, y no sobre las coordinaciones generales, fáciles de abstraer de esas acciones particulares. De modo que el problem a reside en com prender cómo el desarrollo del pensam iento físico llega a disociar, hasta u n cierto grado, esos elementos

subjetivos y objetivos inherentes a las acciones especializadas (a p artir de la acción sensoriom otriz), p ara construir, en la m edida de lo posible, u n a realidad independiente del yo. Hemos estudiado esa construcción en u n cierto núm ero de casos: el tiempo y la velocidad, la fuerza, los conceptos de conservación, el azar, etc. Pero queda por buscar las líneas generales de' ts t proceso com ún a todos los conceptos físicos. A tal efecto, el prim er problem a que se presenta es el de la evolución en sí de la explicación o de la causalidad, siempre que se puedan descubrir las leyes de desarrollo que rigen este conjunto de conceptos. Después de lo cual surgirá la cuestión de saber en qué consiste esa explicación física: ¿se reduce acaso, como lo quiere el positivismo, a un^ simple descripción de hechos generales, dicho de o tra m anera, a establecer leyes que esquem a­ ticen las com probaciones y posibiliten la previsión? o, por el contrario, ¿recurre el pensam iento físico, como el m atem ático, a las operaciones mismas, con el fin, em pero, de producir y explicar el modo en que se originan los fenómenos reales? Si éste es el caso, ¿en qué consiste entonces la causalidad? ¿H a b rá que ver en ella, con K a n t y sucesores, u n a aplicación de la deducción a la experiencia? ¿ Pero cuál es el carácter y la función de esa deducción o esa aplicación? Por último, y ésta es la cuestión principal, si la deducción física es u n a especie de producción o de reproducción ¿ qué tipo de realidad constituye entonces, p a ra el físico, lo real externo? ¿Se distribuye esa realidad sobre un plano único, el mismo en el p unto de p artid a perceptual como en el de llegada, representado por la teoría física más elaborada, o se distribuye según planos variables cuya ley de sucesión sería posible determ inar?

1.

La

g é n e s is

y

la

e v o lu c ió n

de la

c a u s a lid a d

en

e l d e s a rro llo

Sin prejuzgar qué es la causalidad, se puede no obstante estudiar al respecto la historia de las interpretaciones elaboradas p o r la inteligencia acerca de la realidad. Es posible que esas interpretaciones, que aparecen o se m anifiestan seguram ente en un cierto nivel por la construc­ ción de causas propiam ente dichas, term inen por elim inar todo concepto causal en favor de conceptos sim plem ente legales: en tal caso habría, sin embargo, evolución de la causalidad, pero con un a tendencia a elim inar dicho . concepto. El exam en previo de la evolución de la causalidad no presupone pues solución alguna a priori, sino que contribuye, por el con­ trario, a establecer u n a solución a pcsteriori y objetiva. Desde este p unto de vista, es indispensable p artir de la psicogénesis de la idea de causa pues este concepto, cualesquiera que sean las form as en que interviene en física, es el modelo de los conceptos de sentido c o m ú n : por esa razón los teóricos de la causalidad siempre han com enzado por ubicarse en el cam po del pensar espontáneo antes de pronunciarse sobre el valor de ese concepto en el conocimiento físico mismo. T an to es así que siempre se h a intentado justificar el origen empírico de la relación causa] poi el análisis de las form as más elementales de la causalidad. in d iv id u a l.

I. E n efecto, en las reacciones más prim itivas del niño se descubren ciertos aspectos d el relacionamiento causal que parecen abogar en favor de una p rim acía de la experiencia externa, m ientras que otros parecen ligar la causalidad a la experiencia interior. L a com paración de esas dos clases de m anifestaciones y sobre todo su evolución posterior parecen m ostrar, al contrario, que al principio la causalidad es esencialm ente asimilación de las secuencias a las acciones del sujeto, después de lo cual se desarrolla en función de la composición de éstos; dicha composición ya es fuente de operaciones lógico-matemáticas, pero la composición causal o explicativa engloba adem ás u n elemento de sucesión tem poral tom ado de la experiencia externa o in te rn a ; por esta razón, la composición es causal en vez de p er­ m anecer sim plem ente deductiva o im plicativa, mas el elem ento de sucesión no bastaría p a ra crear el nexo causal sin u n a asim ilación a las acciones propias, y luego a la composición operatoria. Es v erd ad que ciertas formas inicíales de la causalidad ilustran de m anera p aten te el fenomenismo de H um e y parecen favorecer así la génesis em pírica de la causalidad en función de la experiencia en general, sobre todo exterior, y de los hábitos contraídos a través de su contacto. Al tirar, por casualidad, de u n cordón suspendido del techo de su cuna, un bebé de cuatro a cinco meses ve el techo venirse abajo arrastran d o consigo todos los objetos colgados de él: de inm ediato establece u n a relación causal entre todos los elem entos del espectáculo a pesar de no com prender en modo alguno el detalle de las conexiones.1 P ara dem ostrar la puesta en relación basta con colgar otro muñequito en el techo p ara v er cómo el niño procura tirar del cordón que lo pondrá en m ovim iento. L a p ru eb a de que hay incom prensión en cuanto a las conexiones reales (contactos espaciales, etc.) consiste en que, al presentar objetos suspendidos a dos m etros del sujeto, sin conexión alg u n a ni con la cuna ni con su techo, el niño ag itará igual­ m ente el mismo cordón p ara poner el objeto en m ovim iento, como si el procedim iento p u d iera funcionar indistintam ente y a cualquier distancia, con todos los juguetes suspendidos. Este ejemplo puede tom arse como prototipo de un conjunto de conductas que se m antienen h asta bastante tarde: po r ejem plo, se observan chicos que alrededor de los cuatro años todavía atribuyen a un trazo de tinta, m arcado delante de ellos en u n frasco de vidrio unos instantes antes, el hecho de que el nivel del agua no vuelva a descender después de haberse disuelto el azúcar sum ergido; o atribuir la m a rc h a de u n a bicicleta a su faro l; etc. Al com probar la frecuencia de tales hechos, sería tentador pensar con H um e q ue la causa­ lidad en sus comienzos se reduce sim plem ente a las asociaciones h ab itu ales: entre dos fenóm enos cualesquiera próximos en u n a experiencia, el que antecede sería considerado como causa del que sigue, en la m ed id a en que se consolida la asociación por la fuerza del hábito y sin razón intrínseca alguna. 1 Véase para este experimento La construction du réel chez l’enfant. DeJachaux et N iestlé, cap. m , § 2. Véase nota 4 del cap. iv.

Sin em bargo, existen dos circunstancias que im piden aceptar el esquema de H um e como satisfactorio. En prim er lugar, no son acercamientos cuales­ quiera entre un suceso A y otro B los que desencadenan la construcción de u n a relación ca u sa l: durante todo un prim er período del desarrollo m ental es necesario que A constituya una acción del sujeto mismo p ara que sea considerada como causa de B. En el ejemplo recién citado del cordón suspendido del techo de la cuna, la causa A del suceso B (el m ovi­ m iento del techo) no es simplemente el m ovim iento del co rd ó n : es el acto global de tira r del cordón, es decir, la causa consiste en u n a acción del propio sujeto, acción que engloba ciertos objetos que sirven de interm e­ diarios. Sólo más ta rd e y secundariam ente un poder causal es delegado en los objetos como tales, aunque el prim ero de esos objetos esté constituido generalm ente por el cuerpo de otra persona,2 No basta, pues, que durante casi todo el prim er año del desarrollo los hechos se sucedan ante los ojos del niño, aunque sea en form a regular, p ara constituir secuencias causales: po r sí mismos perm anecen como simples imágenes sucesivas y p ara que adqu ieran un carácter causal hace falta la intervención de la acción propia. Sólo m ás tarde se podrá concebir que “cualquier cosa” produzca “cualquier cosa”, pero en determ inadas situaciones excepcionales, a causa de la incom ­ prensión com pleta de los mecanismos en ju e g o : por ejemplo, la m arca de tin ta o el farol de la bicicleta citados antes. L a prim era form a de causalidad está ligada, entonces, a la acción propia y, sólo por u n a especie de dele­ gación de poderes de ésta, ciertos objetos son investidos después, pero solam ente después, de virtud causal. E n segundo lugar, cuando esos objetos exteriores al propio cuerpo son considerados como causas independientes de la acción individual no son sim plem ente percibidos o concebidos tal cual aparecerán cuando se desa­ rrolle u n pensar físico capaz de objetividad: son revestidos de cualidades que em anan del sujeto mismo o de sus actividades! Así el farol concebido como causa de m ovim iento de una bicicleta, o la m arca de tin ta que supone la retención del agua en el nivel indicado serán concebidos como animados de intenciones, de fuerzas, etc., o com o investidos de poderes que em anan de la voluntad a d u lta ; serán asimilados en definitiva a los esquemas de la acción propia. Y bien, u n hecho como éste sería inexplicable si la causa­ lidad resultara exclusivamente de asociaciones o hábitos impuestos ú n ica­ m ente por la experiencia, m ientras que esa asimilación se explica fácilmente si la causalidad prccéde de la acción. II. Pero entonces ¿no debería invocarse sim plem ente la experiencia interior y considerar la causalidad, con M aine de Biran, como el producto de u n a lectura directa de la acción voluntaria, o de u n a “inducción” analógica que hace im aginar las . cosas según el modelo del yo? Y, en realidad, la evolución de los conceptos de causalidad en el niño parece a prim era vista justificar la doctrina biraniana, aunque sobrepase el fenomenismo puro de H um e: la función necesaria de la acción propia en la 2 Véase La construction du riel chez l’enjant, cap. ni, §1 2 y 3.

génesis del nexo causal y los conceptos animistas de fuerza, finalidad, etc. parecen resultar de la experiencia directa de la causalidad voluntaria, en el sentido que el célebre filósofo diera a estos conceptos en sus ensayos de análisis reflexivo. Em pero, im porta repetir nuevam ente que la intervención de u n a acción en el desarrollo de u n a idea no im plica, de manera alguna, que ésta provenga de la “experiencia interior”, pues u n a cosa es actuar sobre lo real asimilando las cosas a los esquemas de esa acción, y otra, hacer la introspección correcta de la acción misma, hasta poder captar de inm e­ diato el mecanismo de su causalidad efectiva. En el prim er caso puede darse u n a asimilación de objetos al esquem a de un a acción, sin que éste produzca u n a tom a de conciencia adecuad a: desde el p u n to de vista de la conciencia ese esquema desempeñará entonces el papel de una estructura a priori, por así decirlo, aun cuando las acciones anteriores que le h an dado origen hayan consistido en interacciones entre el sujeto y los objetos. Sin embargo, p ara M aine de Biran, la idea de causa se originaría en u na introspección adecuada del papel que desem peña la voluntad en la acción, m ientras que el exam en de los datos psicogenéticos parece llegar a la conclusión inversa: si la acción es la fuente misma de la causalidad, lo es solamente en cuanto impone sus esquemas a los objetos; de esta relación entre el objeto y el esquematismo parcialm ente inconsciente de la acción nace la tom a de conciencia del sujeto, y ésta no constituye un a lectura directa del mecanismo íntimo de los actos. E n efecto, lejos de descubrir en sus prim eras acciones intencionales la función de su voluntad y la existencia de su yo, el bebé tard a (sólo á l final del prim er año) en alcanzar la disociación entre su yo y el m undo exterior, y su tom a de conciencia procede desde la periferia hacia el centro y no a la inversa. T am bién las prim eras experiencias sensoriomotric.es de la causalidad carecen de experiencias internas puras: al principio el esquem a causal siempre engloba una relación externa de carácter fenoménico, así como u n a acción propia. En el ejemplo citado anteriorm ente del cordón que acciona los movimientos del techo de la cuna, vemos esa relación feno­ m énica que conecta los desplazamientos del cordón con los del techo, y esta relación, percibida en función del propio acto de tirar del cordón, in ter­ viene tanto como éste en la construcción del nexo causal inicial. L a tom a de conciencia no parte, por ende, del centro, es decir de la corriente de inervación que liga el cerebro con la m ano, sino del resultado global de la acción. Sólo posteriorm ente la conciencia llegará sim ultáneam ente a rem on­ tarse de esos resultados a las intenciones, y a descender de un antecedente externo a su consecuente igualmente exterior. E n resumen, el punto de partida psicológico de la causalidad no debe ser buscado en las relaciones puram ente fenoménicas suministradas por }a experiencia externa, ni en los datos introspectivos de esa experiencia, sino en una. asimilación de los datos experim entales a los esquemas de la acción propia. E n otros térm ino, H um e y M aine de Biran vieron sólo u n aspecto de la realidad cada uno, pero se corrigen m u tuam ente: con esto se afirm a

que la causalidad no p odría resultar de ninguna “experiencia” propiam ente dicha, sino realm ente desde los comienzos, de u n a organización de la expe­ riencia en función del esquem atism o de la acción. E m pero ¿en qué consiste ese esquem atism o asim ilador? ¿Es afín al que engendra las operaciones lógico-m atem áticas y espaciales en particular, con la diferencia de que ap o rta la intervención de datos tom ados de lo real, o es de o tra naturaleza? Y, afín o no, ¿aparece acaso únicam ente en el plano de la inteligencia, o bien origina, como las intuiciones espaciales y las prelógicas y prenum éricas, u n a “percepción de la causalidad” que precede, del mismo m odo que la inteligencia p ráctica (o sensoriom otriz), a la representación m ism a de la causalidad? III. E n unos experim entos m uy interesantes,8 A. M ichotte logró d e­ m ostrar recientem ente la existencia de u n a percepción de la causalidad, com parable po r sus leyes de estructuración de conjunto con la percepción de formas espaciales, y quería in terp retarla según el modelo de explica­ ciones llam ado “guestáltico” . Presentó a sus sujetos diversas figuras; u n a de ellas, A, de form a rectangular, provista de u n m ovim iento de traslación, se dirige hacia un objeto de form a análoga B: éste, a causa del impacto, em pieza tam bién a moverse. Y bien, resulta que en algunos casos los sujetos “perciben” el movim iento de A como si provocara causalm ente (p o r choque, arrastre, etc.) el desplazam iento de B, m ientras que en otros los dos m ovi­ m ientos son percibidos como independientes y sim plem ente sucesivos. Según M ichotte, no se tra ta de m an era alguna de u n juicio sobre percepciones, sino, en el sentido m ás estricto, de u n a percepción del nexo causal visto como propulsión. Y el gran interés de estos hechos reside en que atestiguan u n a diferenciación precisa al respecto: basta m odificar tan sólo un poco las m agnitudes en juego (distancias, dimensiones, duraciones y velocidades) p a ra transform ar la percepción y d a r lugar a impresiones m uy distintas, cad a u n a relativam ente constante. P ara em pezar, precisem os que los hechos en sí parecen indiscutibles. Los reprodujim os en nuestro laboratorio (con L am bercier) y com probamos las mismas reacciones perceptivas que M ichotte; actualm ente, las estudia­ mos en el niño. Desde luego, la cuestión previa sería d eterm in ar hasta qué p u n to tales reacciones son constantes en todas las edades (incluidos los prim eros meses de vida) y en qué m edida ellas dependen de factores hereditarios (m aduración, etc.), lo que según el caso rem itiría los p ro ­ blemas de génesis a la biología. M as, sin solución en esos pu n to s fu n d a­ m entales, es posible desde ya extraer las principales enseñanzas epistemo­ lógicas a p a rtir de los datos conocidos actualm ente. E n prim er lugar, los hechos descubiertos por M ichotte presentan el interés de constituir, en cuanto “prefiguración” de la causalidad conceptual en la causalidad perceptual, u n nuevo caso de ese fenóm eno tan general que es la repetición de las mismas construcciones genéticas de un nivel a 3 A. M ichotte: L a perception de la causalité. Lovaina, 1946,

otro en la jerarq u ía de las conductas, con desfasaje en él tiempo y am plia­ ción de la construcción en cada fase nueva. L a organización, prim ero perceptual, después conceptual, de la causalidad es com parable a este res­ pecto con lo que hemos visto ya de la estructuración del espacio o del tiem po por etapas sucesivas (cap. IV , § 2 ) , etcétera. E n efecto, hay que distinguir dos estadios o tipos sucesivos en la causa­ lidad p erc ep tu a l: la percepción táctil-kinestésica, ligada a los movimientos propios de los miembros y de la cabeza (y en actividad desde la vida f e ta l), y la percepción visual ulterior que puede ejercerse, tan to sobre los contactos entre móviles independientes del propio cuerpo como sobre las acciones de este último. Y bien, estas dos etapas de la causalidad perceptual corres­ ponden en form a asombrosa a lo que serán, en el nivel de la causalidad con­ ceptual, la causalidad por asim ilación a la acción p ropia y la causalidad por composición propiam ente dicha, es decir, por asim ilación a un a coordi­ nación de acciones o de operaciones. Efectivam ente, en el caso de la percepción visual de la causalidad (arrastre de un objeto por otro, propulsión, “disparo”, e tc .), el fenóm eno general de la “am pliación” percep tu al del movim iento 4 se presenta, según insiste el mismo M ichotte, con todas las características de u n a composición m ecánica (es decir, no sólo cinem ática sino muy dinám ica, en virtud de las aceleraciones positivas y n e g a tiv a s). E n el caso del efecto de “arrastre” , ya tenemos hasta la percepción de u n movim iento in e rc ial: se ve el objeto B inmóvil con respecto al objeto A que lo arrastra, aunque cam bia de posición con respecto al sistema de referencia exterior (ocurre entonces lo que M ichotte llam a “desdoblam iento fenom énico”, independientem ente de la cuestión de saber en qué nivel m ental aparece tal desdoblam iento). L a im presión de “productividad” (com o dice M ich o tte), propia de la causa­ lidad, se debe por ende a la com posición en sí de los movim ientos perci­ bidos (o de los cambios de posición y de fo rm a ), y no a uno de ellos p o r oposición a los otros. En otras palabras, la causalidad en cuanto producción de u n efecto nuevo no se relaciona con u na cualidad p articu lar percibida en los objetos A o B (dimensiones, masa, e tc .), sino con la descomposición y recomposición de los movim ientos, es d ecir con lo que M ichotte llam a la “am pliación” : la causa perceptual del cam bio de B no es entonces el objeto A, ni siquiera el m ovim iento (o el cambio de form a) de A sino, por cierto, la composición total de las relaciones espaciales (dimensiones e intervalos), tem porales (sucesiones y duraciones) y cinem áticas (velocidades y aceleraciones) que determ inan la im presión de comunicación del m o vi­ m iento. D e aquí se infiere que la im presión perceptual de la causalidad se debe a u n a resultante global, determ inad a con precisión p o r las relaciones en juego, y que perm anece global en cuanto no em ana de u n a relación p articu la r entre las otras, sino de la composición de conjunto justam ente de todas las relaciones dadas. * M ichotte, loe. cit., págs. 213-219. L a ampliación es la descomposición del m ovim iento del agente en dos m ovim ientos o desplazamientos percibidos como ligados uno al otro: el del paciente y el del propio agente.

Com paremos, por ejemplo, la percepción de un cuadrado (fijo) con la de un efecto de propulsión. E n el prim er caso, se percibe la figura como u n a reunión a de todos los elementos y de sus relaciones (igualdad de lados y de ángulos, cierre, e tc .) : cada elem ento es visto entonces com o una parte (o una relación constitutiva parcial) del cuadrado. En el caso de la p ro ­ pulsión, por el contrario, se ven longitudes, sucesiones tem porales, veloci­ dades, modificaciones de velocidad (aceleració n ), etc., pero la causalidad no se percibe en absoluto como una simple reunión sim ultánea o sucesiva de esos elementos c relaciones, sin lo cual sólo se percibiría un sistema exclusivamente cinemático. Por el contrario, la causalidad es percibida como resultante de la com posición: se ve un móvil g anar en movim iento lo que pierde el m o to r; o se ve el m óvil ponerse en m ovim iento (arrastre) a la misma velocidad que el objeto m otor después que este últim o lo hubo alcanzado (de ahí la im presión de in e rc ia ). E n todos los casos en que se percibe u n a causalidad, se efectúa una especie de juego de compensaciones entre los movimientos (o cambios de form a) del motor y los movim ientos (o cambios de posición o de form a) del móvil, es decir, se produce el equivalente perceptual de u n a especie de cálculo de velocidades. Si esto falta h abrá sim plem ente percepción de sucesiones cinemáticas. En otros términos, estará lejos de ser percibida como u n a reunión de elementos o relaciones (o a fortiori como un juego de transform aciones) cuya resultante global constituye fenom énicam ente.8 Precisam ente como composición total, la causalidad agrega a las relaciones geom étricas y cinemáticas percibidas una impresión de p roductividad; ésta sería inexplicable si no resu ltara de la composición en sí, y, efectivam ente, n inguna de las relaciones en juego (intervalo, sucesión, m ovim iento, etc.) es percibida como un a “p arte” dé esa productividad (a la m anera del lado de un cuadrado, o de la igualdad de sus ángulos, etc.) : no constituye sino una de las condiciones de la transform ación percibida. En resumen, esa “productividad” causal, aunque es leída perceptualm ente en la sucesión de los cambios de form a y de posición, supone las composiciones de un sujeto psicológica y fisiológicamente activo, es decir, im plica u n a actividad perceptual de u n nivel superior a la percepción de un punto o de u n a línea. Así como la causalidad racional resu lta de una composición operatoria producida por la actividad del sujeto y atribuida a los objetos, tam bién la causalidad perceptual em ana ya de u n a actividad B R eunión no en el sentido de un sistema de asociaciones entre elementos preexistentes, desde luego, sino en el de una configuración de conjunto. 8 La m ejor prueba de esto consiste en que, hablando objetivam ente, es decir, poniéndose en el punto de vista de los datos físicos presentados, hay simple sucesión cinem ática y no causalidad en los cuadros presentados a la percepción del sujeto: éste introduce entonces la causalidad por interm edio de un sistema de transform a­ ciones perceptuales que se com paran con la causalidad electiva como los movi­ m ientos estroboscópicos con el m ovim iento real. Si la causalidad real es percibida como la causalidad en el efecto M ichotte (del mismo modo en que se percibe el movimiento real como el m ovim iento estroboscópico), esto implica que hay siempre composición perceptual, y por ende actividad del sujeto en la percepción de un nexo causal cualquiera.

del sujeto (puesto que surge en ocasión d e ciertas relaciones cinemáticas, pero sin corresponder necesariam ente a u n a causalidad físicam ente real) siendo percibida a la vez en el objeto. Se sobreentiende po r lo tan to que el concepto de causalidad no po d ría ser extraído por abstracción de los propios objetos o sucesos percibidos. Por de pronto, p o d ría ocurrir que las composiciones operatorias que constituirán la causalidad racional no obtengan sus elementos directam ente de la causalidad p erceptual (así com o las form as lógico-m atem áticas y físicas de conservación tam poco se apoyan directam ente sobre las “constan­ cias” perceptuales del tam año, etc.). Pero aun q u e la causalidad op era­ toria extraiga sus com ponentes indirectam ente de la causalidad perceptual, siempre se tratará de u n a abstracción basada, no en el espectáculo de los objetos mismos en q u e la composición perceptual introduce la im presión específica de productividad, sino en esta m ism a composición perceptual, es decir en la actividad perceptiva del sujeto que une en un todo p e r­ ceptible el conjunto de las relaciones dadas (según u n a estructuración casi inm ediata e independiente de la presencia real de u n a causalidad física en los objetos p resen tad o s). E n el caso de la causalidad táctil-lcinestésica, las cosas ya suceden de o tra m an era: el concepto de causalidad por asim ilación del efecto a la acción propia no es extraída de la percepción táctil-kinestésica como percepción de los m ovim ientos corporales solam ente o de las resistencias externas, sino como composición de todas las relaciones en juego que dependen, en este caso, de la acción enfocada en su organización m ism a.7 E n ambos casos no se da, po r ende, u n em pirism o causal en el sentido de H um e o de M ain e de Biran, sino u n ap rio rism o 8 o u n a relación inseparable entre sujeto y objeto: la razón de esto, en u n a palabra, reside en que la percepción de la causalidad resulta, como la causalidad op era­ toria, de la composición en sí de las relaciones en juego, y no de u n a cualquiera de las relaciones compuestas. IV . U n a acción aislada, fuente de u n a relación causal definida (por ejemplo, el em p u jar un objeto), es com parable a u na acción aislada, fuente de u n a fu tu ra relación operatoria de tipo lógico-m atem ático (p o r ejemplo, reunir dos objetos en u n a to ta lid a d ), pero la diferencia entre ellas reside en que, desde el principio, la p rim e ra de esas dos clases d e acción engloba elementos tom ados de! objeto (su resistencia o rnasa, etc.), m ien ­ tras que la segunda no tom a n ad a de los objetos y se lim ita a im ponerles una estructura o disposición que em ana de la m ism a acción (sin to m ar en 7 Asimismo M ichotte subraya (págs. 263-269) el acuerdo posible entre sus resul­ tados y los nuestros, interpretando lo que habíam os denom inado la “ eficacia” de la causalidad sensoriomotriz prim itiva en un sentido que él supone más próximo a M aine dé B iran de lo que hubiéram os querido (pág. 265) : la eficacia ya es asim ila­ ción, es decir, composición en u n sentido que prefigura la “productividad” p ropia de. ¡a causalidad perceptiva bajo su aspecto táctil-kinestésico. 8 E n el caso de herencia de estructuras causales,' y de herencia de origen endógeno.

cuenta la resistencia, etc., de los objetos en su u n ió n ). E n cuanto a !as acciones coordinadas entre sí (por ejem plo, servirse de u n objeto con el fin de em p u jar a o tro ), se las puede com parar con aquellas que originan las composiciones operatorias de carácter lógico-m atem ático (por ejem ­ plo, servirse de u n térm ino m edio como instrum ento de co m p aració n ), pero la secuencia causal constituida p o r las prim eras de esas coordinaciones produce, adem ás de la coordinación de las acciones, u n a nu ev a m odifica­ ción en los objetos (interacciones mecánicas, etc.), m ientras que las coordi­ naciones del segundo tipo (seriaciones, inclusiones, etc.) se lim itan a ligar las acciones del sujeto. Se com prueba así que la causalidad, del mismo m odo que las operaciones lógico-matemáticaS, se basa desde su comienzo en la actividad del sujeto, y que la conexión causal se apoyará tard e o tem prano sobre las coordinaciones entre acciones, es decir, precisam ente sobre nexos del mismo tipo que los lógico-m atem áticos (de ahí el parentesco ulterior entre causalidad y deducción) ; em pero, m ientras que esa actividad del sujeto,, en el caso de los nexos o de las operaciones lógico-matemáticas, se lim ita a agrupar los objetos sin m odificarlos, salvo p o r enriquecim iento o p o r aporte de relaciones nuevas, en el caso de los nexos causales ella m odi­ fica los objetos y engloba esas m odificaciones en las composiciones, mismas. M as, si bien esas modificaciones sum inistran el conocim iento de las cuali­ dades físicas del objeto (peso, resistencia, etc.), sólo pueden ser concebidas p o r analogía con las acciones u operaciones del sujeto, cuyo ejercicio o composición b rinda la única ocasión p ara descubrir tales modificaciones del objeto: así nace la causalidad, por u n a extensión de la acción o de la operación al objeto cuyas m odificaciones serán asimiladas, en la m edida de lo posible, a las operaciones propiam ente dichas. D icho m ás sucinta­ m ente, las operaciones lógico-m atem áticas consisten en acciones ejercidas p o r el sujeto sobre los objetos, m ientras que la causalidad agrega a esas acciones (abarcadas igualm ente po r ella), acciones análogas prestadas al objeto como tal: en la causalidad, po r cierto, las transform aciones del objeto se vuelven operaciones en cuanto son englobadas en la composición de las operaciones propias del sujeto. L a evolución de la causalidad séguirá, entonces, exactam ente las etapas del desarrollo operatorio, en la m edida en que este progreso llegue a estru cturar las interacciones entre el sujeto y ios objetos, así como entre los objetos mismos, y no sólo las coordinaciones de 1a. acción. Y bien, el desarrollo de las operaciones lógico-m atem áticas consiste al principio en u n a coordinación de las acciones sensoriomotrices, más ta rd e en u n a recons­ trucción de esas mismas acciones, con las carencias de composición y de reversibilidad características de to d a intuición y, p o r fin, en un a composición reversible de operaciones concretas, y formales luego. El desarrollo de la causalidad consiste recíprocam ente en u n a asimilación, prim ero egocéntrica de las m odificaciones de lo real a las acciones del sujeto, y m ás tarde en u n a asimilación descentrada a sus operaciones propiam ente dichas. Empero, debido al hecho de que la realidad exterior interviene de un modo diferente en el nexo causal y en las operaciones lógico-matemáticas, la

acom odación a los objetos, concom itante con esa asimilación, no se traduce sim plem ente, com o en el caso de estas operaciones, por una sumisión inicial a los datos perceptivos actuales, después por u n a liberación a su respecto y por u n a correspondencia con todas, las situaciones perceptuales posibles; se trad u ce al principio por un fenomenismo sistemático que decrece luego y, después, por u n a acom odación a los aspectos cada vez m ás profundos de la realid ad (profundo en el sentido de alejarse cada vez m ás de la acción in m e d ia ta ). E n otros térm inos, en los niveles inferiores del desarrollo individual de la causalidad^ los pequeños (hasta cerca de los siete años) están, al mismo tiem po, m ás cerca y m ás lejos de las cosas que nosotros; m ás cerca por atenerse a la apariencia fenom énica, pero m ás lejos p o r duplicar esas relaciones em píricas con adherencias subjetivas presentes en su asimilación a la acción propia. Sucede así que los chicos hasta alrededor de los seis a siete años creen que la luna los sigue (véase cap. IV , § 7) porque la apariencia fenom énica sugiere efectivam ente esta creencia, m as no pueden evitar u n a interpretación de esos movim ientos, sea atribuyéndose el poder de hacer avan zar la luna, sea adm itiendo que es ella la que desea seguirlos. A p a rtir del nivel de las operaciones concretas, p o r el contrario, la causa­ lidad se libera a la vez del fenom enism o y del egocentrismo p a ra encauzarse en dirección a la deducción aplicada a lo real. T o d a la evolución de la causalidad, en el transcurso del desarrollo individual, es d irigida entonces por esos dos procesos: uno de desubjetivación y otro, de reem plazo de la apariencia em pírica por el descubrim iento de modificaciones m ás profundas, no perceptibles pero deducidas operatoriam ente. D e ese origen sim ultáneam énte subjetivo, p o r asimilación egocéntrica a la acción pro p ia, y fenom énica de la causalidad, y de ese doble proceso de liberación con respecto al yo y a la ap ariencia de las cosas, resulta u n a evolución en q u e se suceden cuatro períodos principales, sin to m ar en cuenta el período sensoriomotor tratad o al comienzo de esta sección. C uando, al proceder de la acción p u ra a la representación im aginada y verbal, los pequeños de dos a cuatro o cinco años com ienzan a im aginar las causas y no a producirlas sólo por el m ovim iento, se reconocen (en virtud de u n desfasaje general del acto h acia el pensam iento) form as de causalidad a la vez egocéntricas y fenom énicas en grado m á xim o, como en el ejem plo sensoriomotor anteriorm ente citado del cordón suspendido sobre la cuna, que se vuelve interm ediario p ara ac tu a r sobre cualquier cosa. D e este m odo, u n niño de cinco años,9 al descubrir que agitando la m ano en form a de abanico se produce u n a leve corriente de aire, se sirvió de la idea, bau tizad a por él mismo, la “am ano” , p a ra explicar diversos fenó­ menos que le llam aban ía ate n c ió n : po r ejemplo, girando sobre sí mismo hasta darse vértigo, atribuía el hecho de que todo daba vueltas alrededor de él a u n a sacudida real de los objetos, provocada por la “am ano” a con9 Véase La formation du symbote chez l'enfant. D elachaux et Niestlé, págs. 272-274. [Hay versión castellana: L a form ación del símbolo en el niño. México, Fondo de C u ltu ra Económica, 1962.]

secuencia de su propio m ovim iento g irato rio ; los adultos, p o r el contrario, no veían n a d a de las vueltas porque, al ser m ás altos, se encontraban ubicados en la “am ano azul” fija (es decir, en el aire del cielo) en oposición a la “am ano blanca” ( = transparente) sujeta al torbellino. Se ve cómo ese concepto de la “am an o ” ilustra a la vez la asimilación egocéntrica de fenómenos a la acción propia y el fenom enísm o de las apariencias externas. E n el mismo nivel se encuentran m uchos otros ejemplos de esa misma causalidad ligada a la acción p ro p ia: las som bras y la noche, el m ovi­ m iento de los astros, etc., son vinculados, como el del aire, con la actividad egocéntrica. D urante u n segundo período (cuatro-cinco a siete-ocho años, tér­ m ino m edio) esa precausalidad se sistem atiza po r delegación en los objetos mismos. El aum ento de los “po r qués” o de preguntas de carácter a la vez finalista y propiam ente causal, el anim ism o y un artificialismo mezclados con u n a noción egocéntrica de la fuerza (cap. IV , § 5 ), etc., m anifiestan así u n a causalidad siempre ligada a la acción, p ero atribuida a las cosas. E n este nivel, entonces, no hay todavía conceptos de conservación necesaria (cap. V, § 2 ) , ni azar (cap. V I, § 1 ), ni composición de m ovim ien­ tos, de velocidades y de tiem po (cap. IV , §§ 2-4). E n el nivel de las operaciones concretas lógico-aritm éticas y espaciales, el fenomenismo y el egocentrismo em piezan, p o r el contrario, a dism inuir en beneficio de u n a causalidad que ya no procede de la simple acción, sino de composiciones del tipo operatorio: tales son los primeros esquemas atom istas que se originan en la conservación naciente de las cantidades físicas (véase cap. V, §§ 2 y 4) y las composiciones cinemáticas elementales. Sin em bargo, las tendencias anim ístas y artificialistas subsisten en estado residual en un dinam ism o bastante general que se observa especialmente en la explicación infantil del m ovim iento de proyectiles (cap. IV , § 5 ). P or fin, en el nivel de las operaciones formales (hacia los 11-12 añ o s), la construcción de los últim os esquem as elem entales de conservación y de > atomismo, el comienzo de la com posición de los movimientos relativos con sus velocidades, la com prensión com binatoria del azar, etc., señalan la culm inación de las form as comunes de la causalidad. Proviniendo de form as iniciales a la vez egocéntricas y fenoménicas, nacidas de la acción simple, la causalidad culm ina así en u n a deducción v erdadera que surge de la coordinación de las acciones, capaz de disolver las apariencias y sustituirlas por u n conjunto de composiciones inteligibles q ue oscilan entre lo operatorio propiam ente dicho y la com binación p ro ­ bable. T al evolución de las estructuras causales no podría explicarse ni p o r la experiencia externa ni por la in tern a ú n icam en te: por el contrario, atestigua coordinaciones operatorias crecientes, surgidas de la actividad propia, y que descentran esta últim a en beneficio de la composición en sí. Pero esta composición, en lugar de atenerse sólo a las operaciones del sujeto, engloba u n elem ento real extraído de los objetos por medio de la experiencia y reem plaza así la p u ra sucesión lógica de las implicaciones, p o r u n a sucesión tem poral. Sólo la realidad alcanzada por la causalidad, en oposición a las operaciones puras, es una. realidad sucedánea: partiendo

de la apariencia sensible se aleja luego de ella cad a vez más, p a ra refugiarse en los datos inm ediatos y p ara hacerse accesible sólo a la deducción, verifi­ cada y no ya sojuzgada por la experiencia. 2. L

as

etapas

de

la

c a u s a l id a d

en

la

h is t o r ia

del

p e n s a m ie n t o

E n SUS f o r m a s iniciales, la evolución de la causalidad en el transcurso de la historia es análoga a la que acabam os de ver en el desarrollo individual. Pero, elevándose enseguida a niveles m ucho más altos, p lan tea sim ultáneam ente, p o r su desenvolvimiento propio y por la com paración de las estracturas m ás evolucionadas con las m ás elementales reveladas p o r la psicogénesis, el problem a central de la causalidad: si ésta es, en todas sus etapas, u n a asim ilación de lo real a las acciones y después a las composiciones opera­ torias del sujeto ¿cuáles son los elementos de la realidad que la deducción causal llega a integrar o, m ejor dicho, en qué clase de realid ad culm ina esa reducción del universo físico a las operaciones constructivas del sujeto? Desde el pensam iento precientífico o “prim itivo” hasta la identificación, concebida por Descartes, entre la causa física y la “razón” deductiva (causa seu ratio) , se puede distinguir en 3a ab u n d an cia de los tipos históricos de explicación causal, anteriores a la física m oderna, u n cierto núm ero de m o­ delos tales como la causalidad m ágico-fenom énica, la anim ista y artificialista, el dinam ism o aristotélico y po r fin el m ecanism o espacio-tem poral. Y bien, su sucesión perm ite, a pesar de todas las sinuosidades y regresiones m om entáneas, reencontrar u n proceso de elaboración de la causalidad, análogo al que ya m anifiesta la form ación psicogenética de la idea de c a u sa : prim ero u n a asimilación egocéntrica de lo real a la simple acción con la acom odación que se m antiene fenom énica, y después u n a . asimilación a las acciones com puestas, o coordinaciones operatorias, con delegación de la operación a transform aciones de lo real, cada vez más alejadas de la a p a ­ riencia inm ediata. C I E N T ÍF IC O

Y

EL

PROBLEM A

DE

LA

E X P L IC A C IO N

CAUSAL.

E n efecto, es sorprendente com probar en qué m edida todas las form as precíen tíficas de causalidad consisten en asimilaciones directas de lo rea] a las acciones hum anas ejecutadas individualm ente y sobre todo en com ún. Así es como la m agia, que es según todos los indicios la p rim e ra form a de causalidad representativa (en oposición a la causalidad sensoriomotriz que perm anece inm anente a las técnicas elem entales) sólo constituye el des­ pliegue de creencias en 1a eficacia de los actos, es decir de los gestos y aun de las palabras. E n la m agia im itativa en particular, se establece una participación directa entre las nubes o la lluvia, por ejem plo, y el hum o del fuego encendido po r el hechicero o el agua que éste d erram a sobre eí suelo: la puesta en conexión causal, im plicada en la acción directa sobre cierto objeto y en la técnica, se prolonga así, independiente de contactos y distancias, en una acción generalizada que se constituye en causa p rim era y se une, a los ojos del hechicero, a la causalidad n atu ral. P or cierto, esta causalidad inicial representa la quintaesencia del egocentrismo y del fenomenismo com binados pues, por u n a parte, somete las cosas a la acción

p ropia y, po r la otra, im ita el fenóm eno en sus vínculos m ás aparentes. Estos dos polos de la causalidad inicial se vuelven a en co n trar en todas las formas “prim itivas” de causalidad, en proporciones diversas. Desde la causalidad llam ada mística que atribuye los sucesos a la intervención de poderes ocultos, hasta las conexiones fenom énicas tales como la de atribuir el estallido de una epidem ia al retrato de la reina V ictoria o un a pesca excepcional a las sombras chinas hechas por u n viajero en la víspera, las form as elementales de causalidad oscilan así entre el acto h u m an o y la sucesión em pírica, pero siem pre con u n a mezcla de ambos. Es cierto que M eyerson, en su p ro funda crítica de la obra de L. Lévy-Bruhl, consagrada a la causalidad m ística,10 insiste sobre el elem ento de conservación que ya interviene en el ritualism o de los primitivos. Pero esa actitu d de conserva­ ción naciente sólo podría ser derivada con respecto a la form ación de sus antiguas costum bres; y éstas siguen sie n d o .en su origen, a la vez sociomórficas, es decir, egocéntricas y fenoménicas, desde el p u n to de vista intelectual. E n las form as superiores de causalidad precientífica, esa asimilación de la realidad m aterial a la acción adquiere un aspecto, al mismo tiempo m ás general y m ás descentrado, en el sentido de que las cosas mismas se vuelven fuentes sistemáticas de acciones conform e al modelo de las hum anas pero tam bién conform e al de otros seres vivientes cualesquiera. D e ese modo, el ‘‘O rden del m undo” de lois antiguos chinos,11 así com o su jerarq u ía de los “ Poderes” sum inistra u n ejem plo de esa transferencia de la acción a la realidad mism a. L a causalidad o, m ás bien, las 'múltiples formas de conexión causal em pleadas por los presocráticos sum inistran u n ejemplo contrario, p articu ­ larm ente sugestivo, de transición de- la causalidad-acción a la causalidad p o r composición operatoria concreta. L a reducción del universo a una sustancia única susceptible de conservación y capaz de transform arse, gracias a un juego de compresiones y descompresiones, hasta ad o p tar las diversas form as sensibles de la m ultiplicidad de los cuerpos constituye en form a m anifiesta un avance considerable en el sentido de la causalidad opera­ toria; la cuestión es t.m to más clara cuanto que estos nuevos esquemas de explicación, fundados sobre las composiciones cualitativas analizadas en el capítulo V culm inaron en u n atomism o sistemático. Si los procesos de partición, de rarefacción y de condensación, etc., son concebidos, de ahí en adelante, no ya sobre el m odelo de acciones simples atribuidas a los objetos, sino de acciones com puestas o de operaciones reales, no cabe d uda de que la sustancia única de los milesios, fuente de esté principio de coordinación racional, es considerada, en p arte, como u n ente activo, en u n sentido todavía biom órfico: sin h ab lar del “hilozoísmo” de esos primeros físicos, que p odría haber sido u n a filosofía simple superpuesta a sus con­ ceptos causales efectivos; el mismo térm ino de ¡púais con que designaron 10 I. M eyerson: “ L a m entalité prim itive” , A nnée psychol., t. xxin, 1922, pág. 214. 11 M . G ran et: La religión des Chináis. París, G authier-V illars, 1922.

la “sustancia prim ordial”, conserva u n sentido de crecim iento v ita l12 (por ejem plo, en la expresión i^úatc S e v S p d v — el crecim iento de los árboles) o de actividad creadora. L a úctc y < (pág. 164), pero en cuya “categoría” “no se encuentra operación alguna a la vez conm u­ tativa y asociativa que pueda merecer el nom bre de adición y ser rep re­ sentada por el signo la m edida, surgida del concepto de adición, no podría operar, entonces, sobre la cualidad” (pág. 166). Sin embargo, la física expresa con núm eros las diversas intensidades de u na m ism a cualidad, (pág. 170), m as la escala m étrica reposa entonces sobre “ algún efecto cuantitativo que tiene p o r causa esa cualidad” (pág. 175), la cual, por ende, no es m edida en sí m ism a pues “en el dotninio de la cualidad el concepto de adición no tiene cabida; pero se vuelve a encontrar cuando se estudia el efecto cu antitativo que sum inistra una escala apropiada p ara referir las diversas intensidades de una cualidad” (pág. 175). Después de esto se com prende que una teoría física supone toda un a elaboración de lo real. P ara la teoría “u n experim ento físico no es simple­ m ente la observación de u n fenóm eno” (pág. 217) porque entre el hecho bru to tal como la oscilación de u n a cinta sobre un espejo, y el hecho físico correspondiente, por ejem plo la resistencia eléctrica de u n a bobina, se intercala to d a u n a interpretación referida en esencia a las teorías adm itidas (págs. 217-218) : “esta interpretación sustituye los datos concretos real­ m ente recogidos por la observación, por representaciones abstractas y sim­ bólicas que les corresponden en virtud de las teorías adm itidas p o r el observador” (pág. 222). El experim ento físico es, por ende, com pleta­ m ente distinto del experim ento fisiológico, “relato de hechos concretos, obvios” (pág. 222). Y esa interpretación es m ás que un lenguaje, puesto que un enunciado abstracto puede realizarse de m uchas m aneras diferentes (págs. 224-229) y, a la inversa, “a un mismo hecho práctico pueden corres­ ponder un sinfín de hechos teóricos lógicam ente incom patibles” (pág. 229). Las leyes físicas mismas no son propiam ente hablando ni verdaderas ni falsas sino aproxim adas, provisorias y relativas, por ser esencialmente sim bó­ licas (pág. 263) y por basarse en una correspondencia “de ningún m odo inm ediata” , “entre u n a cosa significada y el signo que la reem plaza” (pág. 251) : cada ley constituye así el producto de una abstracción solidaria con “ todo un conjunto de teorías” (pág. 254). R esulta entonces que “un expe­ rim ento físico nunca puede invalidar u n a hipótesis aislada sino solamente todo un conjunto teórico” (pág. 278) : “el experim entum crucis es imposible en física” (pág. 285). A dem ás, ciertos principios escapan a la verificación experim ental al intervenir en teorías de conjunto sometidas a esta verifi­ cación; en efecto, “la contradicción experim ental afecta siempre la totalidad de un conjunto teórico sin que n ad a pueda indicar cuál es la proposición en ese conjunto que debe ser rechazada” (pág. 229) : por esta razón se es siem pre libre de conservar los principios, es decir, “esas hipótesis que se han convertido en convenciones um versalm ente aceptadas” , salvo “que se las m odifique radicalm ente” (pág. 322) cuando uno “se h arta de atribuir a alguna causa de error” los desvíos observados en el curso de los experimentos. T a l es, a grandes rasgos, el “nom inalism o” de D uhem . A parte de la im portancia que tuvo su concepción simbolista de la teoría m atem ática en

física, retom ada y refundida por Sos neopositivistas (véase § -5), el interés principal de su obra reside en el análisis de la elaboración intelectual tan com pleja que conduce del hecho bruto al hecho y a la ley físicos y, luego, a la teoría de conjunto. Con respecto a estos últimos puntos sólo podríam os tom ar nota de la convergencia entre los resultados obtenidos por D uhem y los de la investigación psicológica: el hecho bruto no es simplemente im itado por el hecho conceptualizado o físico: es asimilado a los esquemas lógico-matemáticos, y el producto de esa asimilación es lo que constituye la ley. ¿ H a b rá que concluir por eso que la teoría física, que “representa” las leyes en u n esquema de conjunto, sólo tiene un alcance “simbólico” y fracasa ante to d a explicación ? Es posible que D uhem , metafísico ontólogo, no se haya percatado de cuán grande fue la p arte que concedió D uhem , crítico del conocimiento físico, a la actividad del sujeto en la elaboración del sa b er: pues solamente u n sujeto capaz de todas las construcciones opera­ torias logrará elaborar el dato hasta traducirlo sim bólicam ente en coordi­ naciones m atem áticas superpuestas a la realidad cualitativa. O, por el contrario, lo captó dem asiado bien y, por eso mismo, quería reducir el sujeto al rango de simple fabricante de sím bolos: así el nom inalism o cientí­ fico de D uhem se erigía en precaución contra lo que u n a excesiva actividad del sujeto p odría tener de contradictorio con u n a m etafísica hecha de ontología aristotélica. Se podría responder que esto n a d a tiene que ver con la v erdad epistemológica de la doctrina. Sin em bargo, si bien D uhem ha tenido el doble mérito de corregir el positivismo de C om te restableciendo el papel del sujeto por un lado y, por el otro, basando sus juicios epistemo­ lógicos sobre u n a inform ación histórica m uy am plia y m uy precisa (se conocen sus hermosos trabajos sobre L e systéme du m onde. Histoire des doctrines cosmologiques de Platón á Coper'nic), su perspectiva históricocrítica es, a veces, influida de m anera peculiar p o r su m etafísica: ¿acaso no llegó a com parar la term odinám ica, cuyo segundo principio indica un a tendencia h ac ia el reposo final, con la teoría peripatética del “lugar propio” , interpretando los “movimientos naturales” de Aristóteles com o increm ento (estadístico y probabilístico) de la entropía, p o r un avance hacia “un estado de equilibrio ideal, de tal m odo que esta causa final es al mismo tiem po su causa eficiente” ? (págs. 470-471). El problem a de saber si la elaboración m atem ática originada por la actividad del sujeto term ina en un simple simbolismo está seguram ente ligado, como insistiera tanto D uhem , con el pasaje de cualidad a c a n tid a d : en la m edida en que la cualidad perm anece irreducible a la cantidad, el lenguaje m atem ático, por cierto, puede ser llam ado p u ram en te simbólico, y po r eso D uhem insiste tanto sobre esta irreducibilidad recurriendo a la concepción aristotélica (hoy insostenible después de todos los trabajos reali­ zados en m atem ática cualitativa) de dos “categorías” distintas y sin ver que no existen cualidades sin cantidad y viceversa. E n efecto, es sorpren­ dente aceptar que las cualidades conocen las relaciones > , = y < , sin concluir que conocen tam bién la adición, pues, si (A < B) y (B < C ), resulta entonces: (A < C ) = (A < B) -f~ (B < C ), es decir, la diferencia cualitativa entre A y C es la adición de las diferencias parciales o Ínter-

medias AB y BG: esto no es una m edida, pero sí una adición 30 y, tanto la cantidad como la m edida proceden de u n a composición operatoria de tales operaciones iniciales (vol. I, cap. I, §§ 3 y 6, y cap. II, § 8 ). Com o hemos visto antes (vol. I, cap. I, § 3), la cantidad no es sino la relación de extensión entre los térm inos calificados, y entre las canti­ dades intensivas y las extensivas (inclusive m étricas) sólo existe la dife­ rencia entre lo lógico y lo m atem ático : y bien, esta diferencia no depende de la adición conm utativa y asociativa de las partes en u n todo, como lo quiere D uhem (porque esta adición ya es constitutiva de la adición ló g ica), sino de la puesta en relación de las partes entre sí y de la cons­ titución de la u nidad en particular. A hora bien, al no existir oposición alguna entre la cualidad y la cantidad y sí en cam bio una interdependencia estrecha, n ad a im pide que la teoría física se ajuste cada vez m ejor a la realidad y presente así un carácter explicativo y no sólo simbólico. Sobre este punto se sostuvo, en la historia de las ideas, el energetismo puro de D uhem , en el mom ento preciso del renacim iento del atom ism o y al comienzo de los trabajos del atomismo experim ental. Ya se sabe cuál prevaleció después. . . Pero el nom inalism o de D uhem encontró en el convencionalismo yen todo el pensam iento de H. Poincaré u n a expresión m ucho m ás rigurosa y a la vez u n a refutación de sus exageraciones. L a m atem ática es ante tcdo p ara la física un lenguaje preciso, sostiene con el positivismo Poincaré. M as un lenguaje es m ucho más q u e un simple simbolismo: es, ante todo, un instrum ento de generalización. “ T o d a verdad particular, evidentem ente, puede ser' extendida de u n a infinidad de m a­ neras”, dice Poincaré con D uhem , pero “en esta elección ¿quién nos g u iará?” . “ El espíritu m atem ático, que desdeña la m ateria p a ra adherirse sólo a la fo rm a pura. Es él el que nos h a enseñado a llam ar p o r el mismo nom bre a los entes que sólo difieren por la m ateria; a llam ar p o r el mismo nom bre, por ejemplo, la m ultiplicación de los cuaterniones y la de los núm eros enteros” .17 E sta alusión a los cuaterniones nos m uestra, de entrada, la diferencia entre la generalización puram ente lógica, pensada por D uhem ( quien critica en p articu la r el uso de cuaterniones y de álgebras com plicadas de los ingleses, ¡porque consisten en modelos operatorios!) y la generalización operatoria pensada po r Poincaré. “M axwell logró — dice Poincaré— los progresos conocidos en electrodinám ica porque reco­ noció que las ecuaciones, al ser enfocadas desde u n nuevo ángulo, se vuelven m ás simétricas cuando se les agrega un térm ino; p o r otra parte, ese térm ino era dem asiado pequeño p ara producir efectos apreciables con los m étodos antiguos. Se sabe que las ideas a priori de M axw ell. . . se adelantaron en veinte años a la experim entación. ¿Cóm o se obtuvo este 18 A unque la adición de las diferencias (A