Identidad femenina y proyecto etico
 9789707012523, 9707012528

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Las ciencias sociales E s tu d io s de G é n e ro

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d e n t id a d f e m e n in a

Y PROYECTO ÉTICO

U n iv e r s id a d N a c io n a l A u t ó n o m a de M éxico Dr. Juan R am ón de la Fuente R ector D ra. O lga E lizabeth H ansberg Coordinadora de H um anidades Dra. G raciela H ierro D irectora del p u e g

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G énero

C om ité E ditorial D ora C ardaci • M ary G oldsm ith • G raciela H ierro • C laudia Lucotti M ercedes P edrero • G reta R ivara • M artha Judith S ánchez M aría L uisa T arrés • M argarita V elázquez G loria C areaga C oordinadora del C om ité E ditorial B erenise H ernández • M auro C hávez P ublicaciones

Dr. Luis M ier y Terán Casanueva Rector General Dr. Ricardo Solís Rosales Secretario General UNIVERSIDAD AUTONOMA METROPOLITANA

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Casa tibien.i al tiempo A % ( d p 0 lZ d l ('0

Mtro. Víctor M. Sosa Godínez Rector Mtro. Cristian Leriche G uzm án Secretario Lic. G uillermo Ejea M endoza Director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades Dra. María Soledad Cruz Rodríguez Jefa del Departamento de Sociología

Las c ie n c ia s s o c ia le s

E s tu d io s de G é n e ro

DENUDAD FEMENINA Y PROYECTO ÉTICO

Estela Serret

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Universitario de 1 E studios de G énero

MÉXICO

UNIVERSIDAD AUTONOMA METROPOLITANA

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Prim era edición, julio del año 2002

©2002 U n iv e r s id a d N a c io n a l A u t ó n o m a C o o r d in a c ió n d e H u m a n id a d e s

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P r o g r a m a U n iv e r s it a r io d e E s t u d io s d e G é n e r o U n iv e r s id a d A u t ó n o m a M e t r o p o l it a n a U n id a d A z c a p o t z a l c o

©2002 P o r c a ra c te r ís tic a s tip o g r á f ic a s y d e e d ic ió n M ig u e l Á n g e l P o r r ú a , lib r e r o - e d ito r

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im p r e s o e n M é x ic o

PRINTED IN MEXICO

Amargura 4, San Ángel, Alvaro Obregón, 01000 México, D.F.

BIBLIOTECA CENTRAI,

536621 Para Eduardo Thomas y Esperanza Palma Para Lola Bravo

Presentación

trabajo culmina un esfuerzo de investigación realizado a lo largo de varios años. Para llevarlo a cabo he contado con apoyos de diverso tipo -morales, afectivos, académicos e institucionales- a los que deseo brindar mi reconocimiento en este espacio. En primer término, agradezco profundamente a Celia Amorós, quien dirigió una primera versión de este texto como tesis docto­ ral, por la enorme generosidad intelectual y humana con que nos acogió a mi trabajo y a mí. Poder contar con su minuciosa lectura y sus eruditos comentarios ha constituido la experiencia más impor­ tante de aprendizaje en mi formación académica. Si he logrado impulsar la publicación de este libro, además de proyectar y realizar otros trabajos, ha sido gracias al apoyo de Eduardo Tilomas. Sin su ayuda no habría sido capaz de reali­ zar éste ni ningún otro esfuerzo. No hay palabras que puedan nom­ brar esa deuda ni acciones que puedan saldarla. Esperanza Palma y Roberto Gutiérrez han sido también un sos­ tén decisivo en éste y muchos otros rubros. Para ellos, como siem­ pre, mi admiración y gratitud. En la redacción de la primera versión de este texto me brin­ daron un apoyo inapreciable Jesús Rodríguez Zepeda y María José Morales. Miriam Alfie y Alejandra Serret me han alentado y dado ejemplo de tenacidad en la realización de este libro. Mi ami­ ga y colega Liz Hamui me acompañó y fue una brillante interlocutora durante el largo proceso de redacción. A Juan Froilán Martí­ nez, muchas gracias por su amistad y su inteligencia.

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A mi padre, Guillermo Serret, le agradezco el interés y la con­ fianza que ha manifestado siempre por mi trabajo. En el terreno institucional, quiero manifestar mi agradecimien­ to al Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, del que soy miembro, por el apoyo que me ha brindado para la realización de mi trabajo académico, en general, y para la publicación de este texto, en particular. En es­ pecial, a la doctora María Soledad Cruz, jefa del Departamento, que facilitó las gestiones necesarias para la coedición y logró que fuese mucho menos severo para m í el siempre arduo proceso admi­ nistrativo. Mi participación como profesora de distintas materias en el Curso de Especialización en Estudios de la Mujer y en el curso de verano que ofrece el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer (p i e m ) , de El Colegio de México, me ha permitido contar con varios grupos de sagaces interlocutoras que han enriqueci­ do, sin proponérselo, mi perspectiva sobre los temas centrales de este libro. De igual manera, debo agradecer al p i e m el haberme proporcionado desde hace años un espacio para el intercambio aca­ démico a través de sus congresos y simposios, lo cual me ha permi­ tido investigar y desarrollar muchos de los temas que aquí se tratan. Elena Urrutia hizo posible mi colaboración con el Progra­ ma y el resto de las colegas que trabajan en él la han hecho grata y productiva. En particular, este libro tiene una deuda con M er­ cedes Barquet y Marta Torres, interlocutoras inapreciables. Las alumnas del Taller de Género de la UAM-Azcapotzalco me han ayu­ dado, con su vitalidad y entusiasmo, a pensar sobre la identidad tan­ to como las propias discusiones que he sostenido con ellas. A Lorenia Parada le debo el interés del Programa Universita­ rio de Estudios de Género de la u n a m p o r la publicación de este trabajo. Para.concluir, quiero explicar la dedicatoria de este libro a Lola Bravo. Entre las razones para hacerlo se encuentran, desde luego, las afectivas. No obstante, tanto o más importantes que estas últi­ mas son las razones académicas que me guían. Lola Bravo es una

PRESENTACIÓN

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persona irrepetible, en el sentido llano (y no en el pomposo) del término: en particular, cualquier molde de fem inidad saltaría hecho pedazos si alguien quisiera correr el riesgo de aplicárselo. No cabe duda de que es una mujer, pero, al mismo tiempo, no lo es al modo de ninguna otra que yo conozca. Brillante y serena, imper­ tinente y respetuosa, actriz e ingeniera, sociable y solitaria, genial y dogmática, la presencia pertinaz de esta peculiar mujer en mi vida ha constituido un indudable acicate para mis inquietudes teó­ ricas. Teniéndola a la vista es imposible casar las imágenes de fe ­ minidad al uso - o sus desafíos premeditados- con esa forma única de vivirse como mujer y como persona. Por ello, este trabajo es de algún modo y gracias a Lola el resultado de una vivencia infrecuen­ te de la feminidad. Llevada al terreno teórico, esta vivencia me insta a explicar cómo, para todo el mundo, la identidad de género es a la vez un guión preestablecido y el pretexto para desarrollar, a partir, de él, nuestra propia interpretación histórica.

Introducción

hace algunos años el de la ética parece ser un tema re­ currente, no sólo en la filosofía sino en muchos campos del quehacer teórico social. La variedad de los discursos que la consi­ deran un problema central propicia tal diversidad en sus acepciones, que con frecuencia resulta difícil comprender en qué sentido se está hablando de ética. La ambigüedad salta a la vista cuando se asocia el concepto “ética” con el de “fem inism o” : hay tantas m aneras fem inistas de entender aquél como corrientes en este último, e incluso algu­ nas más. Sin embargo, aunque este fenómeno pudiera parecer “natural”, dada la diversidad babélica de nuestros tiempos, en el caso par­ ticular del feminismo no puede sino antojarse paradójico, si tene­ mos en cuenta que su propia existencia se debe -é sa es nuestra convicción- a un tipo muy peculiar de discurso ético. Aunque sin duda el feminismo, en sus facetas de movimiento y de análisis teórico, se define ante todo como un cuestionamiento político, su condición de posibilidad viene dada por la revolución en los valores sociales y en los principios de fundamentación del orden jerárquico emprendida por el proyecto ético y filosóficopolítico de la Ilustración. Este amplio movimiento intelectual se revela y, en gran medi­ da, se resume en la idea de individuo, concepto que recoge varias facetas de la revolución moderna y entre ellas -quizá la primera en orden lógico- la de sujeto moral autónomo. En efecto, el juicio racional recto, absolutamente abstraído de toda relación específi-

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ca con los otros y de toda determinación heterónoma, funda las ideas de ciudadano, de propietario y de sujeto. En este sentido, la ética ilustrada precede y sustenta al femi­ nismo:1su precondición es el planteamiento ético que cuestiona las desigualdades “naturales” entre los seres humanos y funda la legi­ timidad del orden político en un acuerdo racional y autónomo con miras al mayor beneficio de los miembros de una asociación. Gracias a este supuesto ilustrado pueden desafiarse las milena­ rias “razones” que sustentaron la subordinación social de las muje­ res en los órdenes premodernos, construyendo el reclamo propia­ mente feminista que exige el reconocimiento de las mujeres como ciudadanas y como sujetos autónomos. En este sentido, tanto el feminismo como la Ilustración cobran forma gracias a una peculiar transformación en la concepción tra­ dicional de los valores, el deber ser y el bien moral, que tiene inme­ diatas e inevitables consecuencias políticas. Desde luego, aunque el feminismo tenga una raíz ilustrada, es un movimiento que, lejos de correr simplemente parejo con el iluminismo, se constituye en una crítica de él, o, para ser más precisas, como una crítica ilustrada de las contradicciones internas de la propia Ilustración. Este ejercicio crítico fue practicado explícitamente con argumen­ tos teóricos por las y los pensadores feministas y con argumentos políticos por las activistas revolucionarias a partir del siglo xvn, y se dirige fundamentalmente contra las inconsecuencias de un discurso filosófico y una práctica política que, por una parte, aposta­ ban por la emancipación humana a través del reconocimiento de la igualdad natural entre las personas, y, por otra, consideraban que las mujeres debían seguir subordinadas a los hombres a causa de su supuesta inferioridad natural. El feminismo toma, pues, de la Ilustración a la vez los supues­ tos que sostienen su planteamiento y el objeto al que está referida su crítica; siendo los primeros los postulados sobre la igualdad 'C o m o lo dem uestra el trabajo pionero del fem inism o m oderno llevado a cabo por F. Poulain de la Barre. Com o tendrem os oportunidad de señalar, para este filósofo carte­ siano del siglo xvn, la reflexión ética es un m otor fundamental para cuestionar la opresión de las m ujeres. Cfr. Am orós, 1997.

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natural entre los seres humanos, en tanto racionales, y el segundo la inconsecuencia de algunos planteamientos ilustrados que preten­ dían restar a las mujeres la razón y, en consecuencia, el estatuto mismo de igualdad. Pero existe un segundo nivel en esta relación que será explíci­ tamente abordado por el feminismo mucho tiempo después, cons­ truido por la forma que adopta el planteamiento ético iluminista cuando es llevado a sus últimas consecuencias. En efecto, la racio­ nalización del dominio ético emprendida por el proyecto ilustrado, que culminaría con la formalización deontológica kantiana, des­ plaza el énfasis convencional en la concepción del bien hacia el terreno de la justicia, con lo que se institucionaliza, en el nivel de la ética, la separación moderna entre lo público y lo privado. Con ello, las opciones de vida buena quedan fuera del ámbito de regu­ lación del poder político. Pero también, en otra perspectiva, esta ope­ ración excluye el ámbito doméstico, que en la modernidad pasa a ser considerado como femenino,2 de toda regulación pública. De este modo, a pesar de las pretensiones universalizantes del proyecto de la modernidad, las mujeres parecen quedar fuera del es­ tatuto moral por una doble vía: por un lado, son tratadas con cate­ gorías de excepción cuando, sin justificación racional aparente, se les excluye de la categoría de sujeto moral. Por otra parte, al ser relegadas imaginariamente al ámbito de lo privado, todo lo que a ellas se refiere queda excluido del juicio ético, de la consideración pública y de la reflexión científica, política o social. Esta doble ope­ ración garantiza la pervivencia de la invisibilidad femenina. 2 Es importante señalar aquí un punto sobre el que hemos de insistir a lo largo del traba­ jo: por muy “natural” e “incontrovertible” que aparezca, la relación entre mujer y espacio do­ m éstico, que en la sociedad m oderna es otra form a de pensar la relación m ujer-no trabajo, es una construcción im aginaria (C /r. A rm strong, 1989). En realidad, ni en la sociedad moderna las m ujeres se ubican exclusivamente en el espacio doméstico, ni en ninguna socie­ dad conocida se ha prescindido de su trabajo productivo. M olina Petit describe el patriarcado como el poder para distribuir espacios y asignar a las mujeres un “sitio”, que en la era ilustra­ da habría hecho abstracción de su incorporación progresiva al m ercado de trabajo (Molina Petit, 1994: 24) y, debemos agregar, de la ininterrumpida labor productiva en los medios rura­ les. Con esta consideración no pretendemos minimizar la importancia que, en términos de cons­ titución identitaria, ha tenido para las mujeres su asociación imaginaria con el espacio do­ méstico, sino recordar que se trata de una construcción discursiva y no de un fenómeno natural e inm odificable que se correspondería fielm ente con las prácticas sociales efectivas.

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Los artífices de la modernidad en sus diversas variantes pensa­ ban en una muy restringida clase de individuos cuando armaban su bella utopía de reconciliación universal: no les pasaba por la mente que “el sujeto moral autónomo” fuese otro que un varón, blanco, cristiano, jefe de familia, propietario -o , al menos, ilustra­ d o - y civilizado. En realidad, ni siquiera se preguntaban si sería pertinente considerar que las mujeres - o los campesinos, los islámi­ cos, los neg ro s...- pudiesen formar parte de esa categoría: daban por hecho que no. A partir de mediados del siglo xvm comienza a gestarse una amplia corriente estética y filosófica cuyos principales postulados están orientados a desmontar las premisas del iluminismo. El pro­ pio nombre con el que esta corriente fue bautizada -Rom anticis­ m o -1 dice mucho acerca de su carácter: sus defensores empren­ den una verdadera cruzada contra la deshumanización, la pérdida de los valores de hermandad y solidaridad social, el triunfo del egoís­ mo y el frío cálculo racional, presuntas consecuencias perversas del racionalismo ilustrado. Esa es la traducción más inmediata en términos políticos. En términos más filosóficos, la crítica romántica de la Ilustración se endereza contra la despersonalización del indi­ viduo que lleva a ignorar artificialmente los lazos diversos que le constituyen como tal, -y pugna por incorporar en el ámbito ético -aunque en grados d istintos- los diversos espacios en los que transcurre la vida del sujeto. Ahora bien, por lo que respecta a sus ideas sobre la relación en­ tre los sexos, el movimiento romántico y sus secuelas no superan las inconsecuencias y paradojas internas que afectaron a la Ilustra­ ción al referirse a las mujeres. Por el contrario, si bien el roman­ ticismo incorpora en su idea moral valores que, al menos en la primera etapa de su desarrollo, estaban imaginariamente asociados con lo femenino, su discurso sobre las mujeres se torna ambiguo: 3 Por razones de comodidad expositiva, a lo largo del trabajo empleamos los términos romántico y romanticismo en un sentido amplio para dar cuenta tanto de los llamados rom an­ ticism o clásico y rom anticism o decadentista, com o del propio planteam iento hegeliano. En el apartado correspondiente trataremos de justificar la lógica que nos ha movido a utilizar esta term inología.

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mistifica la femineidad para dar paso a la progresiva constitución de la más relevante ideología misógina en la modernidad. En un primer acercamiento, el romanticismo parece ignorar por completo los efectos subversivos que la filosofía iluminista atrajo sobre la relación entre los géneros y se centra aparentemente en criticar fenómenos tales como el egoísmo y la escisión social gene­ rados por las abstracciones racionalistas. Sin embargo, una lectura más cuidadosa de estos discursos llega a hacer evidente que su recalcitrante desprecio por la femineidad y las mujeres surge en el romanticismo como parte de una reacción conservadora frente al poderoso impacto social que había logrado el feminismo. La crítica romántica da pie a la configuración de una ética que, aun reivindicando la autonomía del sujeto, dibuja para éste un esce­ nario más amplio que lo liga de maneras peculiares a una comu­ nidad. De este modo, el sujeto moral en las éticas modernas -unas de corte ilustrado y otras de sello romántico- se planteó, ya como el individuo abstracto, autodefinido y autoconstituido por su propia razón, ya como la encarnación racional de un ethos, del espíritu de una comunidad, caracterizaciones ambas que colocaban en el centro de la idea moral al hombre y/o su mundo, y desplazaban la fundamentación heterónoma. Ciertamente, existen diferencias importantes entre los ilustra­ dos y los románticos en lo que se refiere a su actitud frente a las mu­ jeres: mientras los autores románticos, casi sin excepción, mantuvie­ ron una posición ideológica androcéntrica y patriarcal, muchos ilustrados se declararon abiertamente en pro de la emancipación femenina. Ejemplos destacados los encontramos en Poulain de la Barre, Von Hippel, Taylor, Condorcet, D’Alembert, Diderot, etcéte­ ra. Sin embargo, por lo que toca a sus exponentes tradicionales, tanto la vertiente ilustrada como la romántica trataron a las muje­ res y a lo femenino con categorías de excepción, es decir, como si el tema en cuestión fuese un afluente que corriese por fuera del cauce argumentativo principal. Aunque son muchos los autores que se ocupan en una u otra medidas de explicar este cocerse aparte de las mujeres, sus razones son claramente contrarias a la razón y mar­

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can sus discursos, como veremos, con una tensión lógica inexcusa­ ble. En efecto, los nacientes discursos de la modernidad asumen ese trato de excepción con la fuerza de una evidencia ideológica4 que supone, como un dato, que las mujeres quedan fuera de la categoría de sujeto moral autónomo porque son de una índole esencialmente distinta - y desigual- a la de los hombres; que esa diferencia está relacionada con sus actividades y sus espacios y/o se expresa en ellos. La contradicción interna implicada en este tipo de operaciones se hace tanto más evidente cuanto que los moder­ nos se jactan de haber superado las polémicas medievales en tomo al carácter humano de las mujeres, y les parece que tal cuestionamiento sólo podría explicarse por la barbarie oscurantista (Cfr. Fraisse, 1991: 11-16). Es decir, tenemos, por un lado, en el planteamiento ilustrado, la construcción de una lógica racional que se pretende universa­ lista en cuanto que atiende sólo a la categorización más abstracta de los seres humanos como entes provistos de razón para conside­ rarlos sujetos autónomos con todas las prerrogativas que ello con­ lleva. Esta lógica pone en cuestión radicalmente la organización social y la concepción del mundo estamentales que se basan pre­ cisamente en la excepción y el privilegio sustentados en una con­ sideración de los grupos humanos como fundamentalmente (natu­ ralmente) desiguales. No obstante, por otro lado, nos topamos con que a las mujeres, a quienes se les reconoce el rango de humanidad, no se les considera sujetos autónomos, se pone en duda su calidad de seres racionales y se les sigue aplicando, en plena era de revolu­ ción individualista e igualitarista, un trato de estamento inferior. La paradoja que esto entraña se ve reflejada claramente en el ambiguo tratamiento que dan al concepto de naturaleza tanto ilus­ trados como románticos. Según iremos viendo en el cuerpo del tra­ 4T om am os de Pierre A nsart (1983) el térm ino evidencia ideológica para indicar cóm o un cuerpo de creencias sociales se transmite con la fuerza de un dato incontrovertible, que no ofrece siquiera la posibilidad de cuestionarse, gracias al papel prim ordial que ju e ­ gan en la constitución de identidades. Las evidencias ideológicas se defienden a sí mismas con argum entos siempre tautológicos que conducen en últim a instancia a respaldarse en un acto de fe. Cfr. Ansart, 1983: 158-167.

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bajo, el concepto de naturaleza puede funcionar de dos modos muy distintos: bien como ideal regulativo, si se aplica a la construcción de una normatividad social, edificada y seguida por los individuos (varones), bien como expresión de la inmediatez, de la negación cultural, de las ataduras con el destino biológico, en cuyo caso servirá para definir a las mujeres y sus espacios (Cfr. Amorós, 1997: 151-160). En esta segunda acepción, la identificación de las mujeres con la naturaleza funciona como argumento para ju s­ tificar su exclusión de la categoría de sujetos autónomos y, con ello, la denegación de su derecho a participar en igualdad de condicio­ nes en el pacto social y a ejercer sus facultades como individuos y como ciudadanas. Las contradicciones no pueden estar más a la vista: de un mis­ mo concepto, el de naturaleza, se fabrican dos varas bien distintas para medir los mundos masculino y femenino; una sola categoría, la de ser humano, se define de modo diferente según se aplique a un hombre o a una mujer. En el primer caso -e n lucha contra la definición estam ental- el ser humano varón se explica a partir de una sola categoría m ínim a -q u e a la vez expresa un máximo estatuto ético y existencial-, la de razón. En el segundo, el ser humano mujer curiosamente no participa de la cualidad definitoria de la especie, pues se asume de antemano que no es racional y se le califica, en cambio, como ente intuitivo, sensible y más cercano a la naturaleza. De tales tensiones y aporías se sigue que la ética feminista en sus orígenes se ejerza a la vez como señalamiento crítico de esta extraña exclusión y como intento explicativo de sus causas. Este doble esfuerzo conducirá, en otro nivel, a tratar de pensar positiva­ mente a las mujeres como sujetos. Es decir, cuando el feminismo señala las diversas inconsecuencias internas del discurso moder­ no, se configura como demanda y vindicación que reclama, ante todo, la equiparación de hombres y mujeres en cuanto seres huma­ nos definidos por el mínimo abstracto de su capacidad de razón y, en consecuencia, pide para las mujeres las mismas prerrogativas que esta definición universalista otorga a los varones.

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Hasta aquí el planteamiento se presenta lógicamente sencillo. Los problemas -conceptuales, que como veremos tendrán fuertes consecuencias políticas- comienzan cuando observamos la forma en que se aborda este problema. En la medida en que el feminismo y su ejercicio de crítica ética se ven enfrentados desde sus inicios a la necesidad de desmontar el discurso excluyente sobre las muje­ res, se ven también obligados a inscribirse en la polémica sobre la definición misma del ser mujer para mostrar a sus interlocutores que están equivocados al describir a las féminas como estos curiosos seres humanos exceptuados de la cualidad esencialmente humana. La primera ética feminista reflexiona, pues, sobre si las mujeres son realmente como los grandes pensadores, filósofos y políticos, las pintan, y, a través del rechazo -parcial- de esta imagen, se constru­ ye el argumento ético que condena la exclusión de las mujeres de las bondades del progreso moral. Esto nos indica que en los inicios de la contienda ética femi­ nista la lucha por mostrar la autonomía moral de las mujeres se libró en un campo previamente acotado por los discursos masculinos, modernos y premodernos. Algunos y algunas de las y los primeros ilustrados, las y los feministas que participaron en la redacción de la Enciclopedia, las activistas que formaron parte del movimien­ to rev o lu cio n ario tanto en F ran cia com o en otras partes de Europa, las filósofas, científicas, artistas y literatas que, por diver­ sos medios, hacían ver las enormes incongruencias del proyecto ético de la modernidad, tal como lo expresaban muchos de sus clásicos, lucharon contra las consecuencias de la imagen de las mujeres creada por el discurso androcéntrico. Sin embargo, debe apuntarse que esta lucha se libró en los términos previamente establecidos por ese mismo discurso dominante, es decir, ingresan­ do en el campo de una discusión en última instancia ontológica. Desde entonces, el desarrollo de la ética feminista ha estado atravesado, en mayor o menor medida, por una toma de posición respecto al problema del sujeto mujer. La relación entre un tema y otro ha estado marcada por diversas preguntas, que podrían, sin embargo, sintetizarse en una preocupación fundamental: ¿Tiene

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sentido hablar de un sujeto (moral) femenino? Y esto, la sola formu­ lación de este problem a central como eje de la reflexión ética feminista, tanto si es explícita como implícita, traza por sí mismo un camino escarpado y de difícil tránsito para el pensamiento feminis­ ta porque plantea una labor imposible, o, al menos, sin solución evidente. Efectivamente, al pretender hablar en favor del sujeto femenino, las y los feministas proceden a adjetivar al sujeto: un concepto cuyas máximas virtudes radicaban precisamente en ser inadjetivable, o, mejor aun, en hacer abstracción de casi todos los calificativos para atender solam ente a un mínimo com ún a la humanidad. A esto hay que agregar que el adjetivo en cuestión (lo femenino) representa, por definición, es decir, por la definición del discurso dominante en boga, lo otro del sujeto, sus límites y, en cierto sentido del que más adelante nos ocuparemos, su negación. En su lucha por irracionalizar los discursos de ilustrados que son al mismo tiempo partidarios de regatear a las mujeres su auto­ nomía, el feminismo de este mismo corte emprende un ejercicio complicado que involucra el intento por redefinir la femineidad y a las mujeres de modo tal que se demuestre su compatibilidad con la razón. No obstante, esta empresa parece una y otra vez estar conde­ nada al fracaso porque acepta de entrada la validez de una construc­ ción simbólica5 de definición de los géneros que es intrínsecamente incompatible con la nueva forma -conceptual- de comprensión del mundo, inaugurada precisamente por el pensamiento racionalis­ ta. El feminismo cede ante la inercia de las definiciones simbóli­ cas. Para com plicar el panorama, la crítica ética implícita en las versiones postilustradas del feminismo no hace sino acentuar esta paradoja. En efecto, la crítica feminista a la Ilustración con el correr del tiempo se diversificó y sufrió transformaciones importantes. De ser básicamente una crítica interna que compartía los supuestos generales de aquel movimiento, fue convirtiéndose progresiva­ mente en una operación coincidente con el abrazo feminista de otras 5En el primer capítulo nos explayarem os sobre el uso que hem os de dar a lo largo del trabajo a los términos simbólico, simbólica e imaginario. Baste por lo pronto apuntar que se refieren al ordenam iento arbitrario de signos sociales que construye sentidos culturales.

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posiciones filosóficas y políticas que construyeron críticas exter­ nas de la Ilustración. De este modo, la exaltación romántica de valores fácilmente asociables con una idea tradicional de feminidad jugó un papel importante en las variaciones de la posición ética asumida por muchas fem inistas que, frente al dilem a im plicado por lo que hemos llamado la calificación del sujeto como femenino, optaron cada vez más claramente por sublimar este adjetivo antes que por reivindicar para las mujeres el estatuto llano de sujeto. De igual manera, la relación del feminismo con movimientos de la segunda mitad del siglo xx radicalmente críticos de la moder­ nidad, como los llamados posmodernismo y comunitarismo -en los que también podemos escuchar los ecos del rom anticism o-, ha engendrado una crítica al proyecto de la Ilustración que culmina con la descalificación de su planteam iento ético - “logocéntrico”- , basado en la noción de sujeto autónomo, como masculinista y pa­ triarcal. Al aplicar este giro, se producen diversas posturas feministas frente a la ética -q u e no éticas feministas- 6 Entre ellas se cuen­ tan las que pretenden sublimar las características tradicionalmente consideradas distintivas de las mujeres, erigiendo así una ética de la nutrición y del cuidado, o las que señalan que toda ética -enten­ dida aquí como un código maniqueo de valores- es por definición un instrumento de manipulación masculina y debe ser rechazada totalm ente por las m ujeres.7 A pesar de sus diferencias, estos planteamientos están hermanados por la crítica a los principios de razón universal y de supuesta neutralidad valorativa que permi­ tiría la división entre justicia y vida buena impulsados por las éti­ cas de tradición ilustrado-liberal. '■En efecto, no toda posición ética asum ida desde el fem inism o puede calificarse com o ética feminista. Esta últim a realiza una crítica a toda actitud de apoyo a la subordi­ nación fem enina y frecuentem ente se enfrenta por esta razón con los valores fem eninos a los que acuden, por él contrario, distintas posiciones éticas fraguadas por los fem inism os a los que ahora hacem os alusión. 7A u n q u e hay m uchos ejem p lo s c o n te m p o rá n e o s de la étic a d e l cu id a d o {C fr. Hoagland, 1991, para una visión crítica interna de esta posición) un texto clásico de esta corriente es Daly, 1978. Para ilustrar el rechazo fem inista a toda concepción ética, véase Frye. 1991.

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Si este distanciamiento con respecto a la matriz del feminismo nos parece tan problemático es fundamentalmente porque viene acompañado de la adscripción a una concepción más general sobre la subjetividad y las mujeres que no puede sino resultar paradójica para el feminismo. En efecto, la crítica antiilustrada, tal como ha jugado en el femi­ nismo, se ha visto acompañada de concepciones de la subjetividad que, pese a sus variantes, aceptan de entrada las definiciones pa­ triarcales de mujer y femineidad, delimitando a partir de ellas un ámbito ético convencional propio de una lógica preuniversalista. Aun las llamadas feministas posmodernas que pretenden, si­ guiendo en gran medida las propuestas postestructuralistas, desesencializar la discusión sobre la femineidad,8 ingresan en esta lógica cuando, haciendo suya la declaración de muerte del sujeto autóno­ mo, reivindican la posmodernidad como una era femenina, en la que dominan los signos convencionalmente defínitorios de las mujeres y la femineidad: otredad, ausencia, exclusión del logos, imposibili­ dad de descripción, des-organicidad, etcétera. Aunque aquí no encontremos postulados reivindicativos de las actitudes y los pape­ les femeninos tradicionales, como la maternidad, la atención de los otros, la carencia de egoísmo, la sensibilidad, etcétera, vemos que el feminismo posmodemo reinscribe su discurso -que pretende ser un no/discurso- en la lógica de la oposición individuo-masculino/ género-femenino impuesta por la misma tradición que critican. De nuevo, estos diversos feminismos de corte -inconfesadam ente- romántico dejan a las mujeres sin opción: su definición previa, esencialista o no, a partir de la vieja caracterización como naturaleza, inmediatez y antirracionalismo, no le concede ningún espacio a su voluntad y les hace ajenas toda libertad y capacidad de autodeterminación. En este sentido, las éticas asociadas implícita o explícitamente con tales discursos, opuestas todas ellas a la éti­ ca de corte ilustrado-kantiano, pueden ser femeninas y calificarse así en una asunción acrítica del modelo de femineidad convencional 8Un interesante ejercicio en este sentido se puede encontrar en Butler, 1990b.

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tomado, curiosamente, como dato; pero no pueden ser llamadas propiamente feministas (aunque las defiendan algunas corrientes del feminismo). En su crítica al proyecto ético de la Ilustración, a la universalización tramposa oponen la vieja diferenciación de los géneros, que se revela montada en las mismas bases de siempre pese a sus nuevos ropajes sublimadores de la fem inidad; si el feminismo se gesta en lucha contra ese modelo, que justificó la subordinación de las mujeres y la asignación heterónoma del lugar que les corresponde, ninguna transfiguración voluntarista de los valores tradicionales va a cambiar la realidad de un orden social en que las mujeres no pueden optar por los lugares, la definición y los rangos de sus propias vidas. Por otra parte, si una ética de raigambre ilustrado-liberal es, por los motivos antes señalados, precondición del planteamiento po­ lítico feminista, las éticas femeninas entrañan, en cambio, el inmovilismo político.9 Toda apuesta política amparada en el supuesto de la femineidad tradicional parece conducir a un callejón sin salida: o bien el feminismo se diluye por completo en una lucha que lo engulle y lo reduce a una serie de conceptos de corte conservador, o se convierte en una suerte de ejercicio individual de autoconocimiento y autosuperación que es imposible formular u organizar como movimiento político. La paradoja profunda de estas posturas sustentadas en éticas fem eninas puede explicarse, en parte, por los antecedentes que las constituyen. Como los románticos y Hegel, los posmodemistas, postestructuralistas y comunitaristas, junto con muchas de las fe­ ministas influidas por sus propuestas, pierden de vista algunas de las contribuciones éticas más importantes de la modernidad al emprenderla contra el liberalismo: en su crítica sin matices al sujeto desvinculado pierden la posibilidad, abierta por las tesis universa­ listas, de reclam ar para las y los individuos autodeterm inación y libertad. 9Célia Amorós señala los riesgos de eticismo que corren los planteamientos feministas, influidos por la reacción desencantada que conduce a buscar salidas individuales al malestar social. Cfr. Am orós, 1997: 386.

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Si atendemos a las reflexiones anteriores, debemos admitir que los problemas a los que se enfrentan el feminismo en general y la ética feminista en particular, en el esfuerzo por clarificar su proyec­ to y sus objetivos, entrañan un alto grado de complejidad. ¿Cómo lograr, en efecto, hacer com patibles la apuesta por una ética incluyente que brinde a las mujeres posibilidades reales de autono­ mía y la crítica tanto a las inconsecuencias internas del racionalismo abstracto como a sus insuficiencias objetivas? ¿Cómo enfrentar la lucha por ilum inar y valorizar la historia, las actividades y los espacios de las mujeres sin caer por ello en la tentación de asumir acríticam ente la heterodesignación patriarcal de la que unas y otros han sido objeto? En los últimos diez años la filosofía feminista ha dado impor­ tantes pasos en este sentido. Un ejemplo de ello -que analizare­ mos más pausadam ente en la tercera parte del trab ajo - puede encontrarse en la propuesta teórica de Seyla Benhabib. En efecto, desde una recuperación crítica de la ética comunicativa, podemos encontrar en el trabajo de esta filósofa un inteligente esfuerzo por superar dichas paradojas tomando en cuenta, al mismo tiempo, las críticas al sujeto abstracto y a la invisibilidad de las redes de poder presentes en el espacio privado que son efecto del plantea­ miento ético (neoliberal. La propuesta de Benhabib (1992), de transformar el universalismo sustitutorio en universalismo interac­ tivo, abre la posibilidad de establecer los mismos criterios de dis­ cusión y negociación que la ética discursiva ha planteado para el ámbito de lo público en el espacio doméstico. No obstante, a pesar de sus virtudes, en este ejercicio de ética feminista encontramos una ausencia y una recurrencia. Al hilo de una discusión planteada por Carol Gilligan en su texto In a Different Voice (1982), Benhabib llama la atención sobre la necesi­ dad de cambiar la concepción liberal que excluye del dominio éti­ co los problemas de la vida buena. Esto tiene el sentido prioritario de señalar que debe tomarse en cuenta el valor moral de juicios en los que prevalecen las consideraciones sobre el cuidado y la nutri­ ción, propios de las mujeres, los mismos que han sido tradicional-

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m ente descalificados para la ética y relegados estrictam ente a consideraciones sobre la vida buena. Ahora bien, un planteamien­ to de este tipo ciertamente atiende al hecho de que las mujeres realmente existentes por lo general forman sus esquemas valorativos primordial o exclusivamente en esos térm inos, en tanto que la definición de los géneros sigue troquelando con eficacia espacios e identidades sociales marcados por el sello de las alteridades y las oposiciones. Pero la manera como se construye esta propuesta no brinda la posibilidad de plantear una transformación en ese esquema, que conduzca, por ejemplo, a la desgenerización de los ámbitos sociales, y perm ita a hombres y mujeres compartir valores tanto de la justicia como del cuidado mutuo. Si Benhabib asume la ética feminista, más que como un diag­ nóstico, como un juicio anticipatorio utópico (Benhabib, 1992: 152), su propio ejercicio ético falla en brindar una imagen alternativa de femineidad o una crítica a los modelos de femineidad existentes que permita un encauzamiento político feminista consecuente. En este contexto, el presente trabajo tiene como objetivo pri­ mordial destacar y acotar el que consideramos es un tema central en los planteamientos éticos feministas, aunque generalmente no se le entienda como tal. Éste, ya lo hemos apuntado, es el tema del sujeto femenino, aunque, por razones que tienen que ver con la propia historia del discurso fem inista y de sus relaciones con diversas corrientes teóricas y políticas, ha sido más frecuentemen­ te pensado en términos de identidad femenina. Como veremos, la propia identificación de este cambio terminológico juega un papel importante en la ubicación de la sintomatología que nos permite detectar, en el conjunto del planteamiento feminista, la presencia perniciosa de un mal congénito. En efecto, nuestra labor, motivada por la evidente manifesta­ ción de paradojas irresolubles y conflictos internos en el seno de las muy diversas propuestas éticas y políticas del feminismo, con­ siste en un rastreo del origen -ló g ic o - del mal y de los diversos derroteros que ha seguido su evolución, traduciéndose en casos con distintos niveles de gravedad. Para cumplimentar esta tarea nos

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hemos servido de un instrumental teórico que, si bien tiene oríge­ nes -ec léc tic o s- bien conocidos,10 adquiere un sentido radical­ mente específico al emplearse con fines y desde perspectivas muy distintas a las que animaron su creación. A partir de él intentamos realizar un análisis que señale tanto los problemas internos al dis­ curso de la modernidad que dieron pie al surgimiento del feminis­ mo (teórico, ético y político) como las propias tensiones e incon­ secuencias intrafeministas debidas fundamentalmente a una cierta recuperación, conflictiva y paradójica, del tema de la identidad femenina. La elección de este tema como eje central de la argu­ m entación se debe principalm ente a que, com o procurarem os mostrar, ha fungido (declarada o veladamente) como soporte de los diversos traslapamientos teóricos y analíticos que han acabado por construir una verdadera trampa para los proyectos éticos y polí­ ticos del feminismo. Y usamos el plural porque aunque, en nues­ tra opinión, las tensiones aludidas se aprecian de modo más evi­ dente en los feminismos contemporáneos de corte posmoderno y aquellos que se identifican con una apuesta por la diferencia, otro tipo de corrientes se ven también afectadas por un tratamiento des­ cuidado del tema de la identidad. Para fijar nuestra posición en este tem a hemos elegido hacer uso de las mismas fuentes que han sustentado algunas posturas feministas de las que posteriormente nos desmarcamos, con el fin de enfatizar ciertos fallos lógicos e inconsistencias en el discurso de esos feminismos. Destinamos el primer capítulo de este trabajo a precisar cómo hemos concebido el uso de estas herramientas y adelantar el modo en que, gracias a ellas, hemos destacado el tema de la identidad como el auténtico esqueleto que arma la problemática y las tensiones internas al dis­ curso ético feminista. Por lo demás, parte importante de la revisión crítica que hace­ mos en el resto del trabajo se centra en una idea de cómo los di­ versos feminismos se sitúan frente a los proyectos éticos de la modernidad: la Ilustración y el romanticismo. Dada la importan­ l0N os referim os, sobre todo, a la antropología y el psicoanálisis estructuralistas, a la antropología herm enéutica y a la sociología com prensiva.

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cia que tiene para el feminismo de nuestros días su vinculación con las mencionadas corrientes de herencia romántica, nos ha pareci­ do necesario, además de reconstruir los puntos cardinales del dis­ curso ilustrado, recordar, en el segundo capítulo del libro, algunos de los rasgos fundamentales de la crítica que el romanticismo y Hegel emprenden contra ese proyecto. Debe señalarse, sin embargo, que, tanto la lectura del plantea­ miento iluminista como la de su crítica por el romanticismo se hacen desde una perspectiva totalmente sesgada que pretende, más que dar cuenta con fidelidad del espíritu de ambas corrientes, trazar una ruta a través de sus inconsecuencias relativas a la visión de las mujeres, basadas en la definición de las mismas como (una cierta) naturaleza. Igual parcialidad afecta, en el tercer capítulo, nuestro relato sobre los feminismos: en él redecimos a nuestro modo las pos­ turas que seleccionamos con el fin de indicar la gestación y el desarrollo de los nudos problemáticos antes mencionados y que se muestran en primera instancia como una confusión seria entre los niveles ontológico y normativo. Ambas revisiones sin to m á ti­ cas, según las describimos más arriba- nos dan pie para proponer, en las conclusiones, algunas vías de solución para la intrincada red de confusiones éticas y epistemológicas tejida por la presencia equívoca del tema de la identidad en el feminismo. Como defensa ante tanta parcialidad en las lecturas, sólo pode­ mos argumentar que, con esta forma de proceder, no hacemos sino seguir la tradición del ejercicio teórico feminista que se construye en un quehacer hermenéutico y crítico cuya máxima virtud es su posibilidad de abrir siempre nuevas vías para la inconformidad.

Géneros e identidades. Algunas precisiones conceptuales

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a c o n s t r u c c ió n i m a g i n a r i a

D E L A ID E N T ID A D F E M E N IN A

pretende sostener que existe una relación directa entre las concepciones explícitas o implícitas de las diversas CQrrientes del feminismo acerca de la identidad femenina y las pos­ turas éticas asumidas o implicadas en cada una de esas corrien­ tes. En otras palabras, creemos que las posibilidades de plantear una ética feminista congruente y eficaz, que tenga algo que decir a la justicia sobre las mujeres y a las mujeres sobre la justicia, depen­ den en gran medida de los supuestos a partir de los cuales se tra­ baje sobre una cierta idea de identidad femenina. Como preten­ demos demostrar, los niveles ontológico y normativo referidos a este tema han estado profundamente imbricados en el fem inis­ mo, a la vez que han sido frecuentemente confundidos y entre­ cruzados. En el desarrollo del texto iremos señalando las distintas con­ cepciones del ser mujer que se juegan en varios discursos feminis­ tas tanto como en sus referentes ilustrados y románticos. Asimismo, en la tercera parte del libro enfatizaremos la relación entre tales concepciones y las posiciones ético-políticas de los feminismos abordados. Para mostrar los problemas añejos a las diferentes concepcio­ nes (implícitas o explícitas) de la identidad femenina sostenidas por el feminismo, partimos de una idea de identidad imaginaria s te lib ro

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referida a la simbólica de la feminidad cuyos rasgos principales resumiremos a continuación." Entendemos, en primer lugar a la identidad como el resultado de la confluencia entre autopercepción (nivel de identidad pri­ maria) y percepción imaginaria social (nivel de identidad social o colectiva) que se constituye en un proceso incesante y contin­ gente a través de imágenes entrecruzadas, frecuentemente contra­ dictorias, y con referencia a diversos planos del orden simbólico. Aunque, a nivel individual, se percibe como la caracterización única e irrepetible de la propia persona, el propio término de iden­ tidad nos indica los frágiles cimientos de esta percepción, pues remite a su calidad de idéntica al conjunto de elementos simbóli­ cos con referencia a los cuales se constituye. En este sentido, la percepción de singularidad es imaginaria por una doble vía: por su carácter ficticia (aunque no por ello inmaterial: su materialidad se revela en sus efectos) y por su integración a partir de imágenes organizadas en referencia a un orden simbólico. De este modo, la identidad (primaria y social) se conforma gracias a la conjunción de diversos tipos de imágenes que se refieren, a su vez, a diversos niveles de estructuración del orden simbólico. Uno de ellos, que juega el papel de organizador primario de identidades, pero tam­ bién el de integrador de significados globales sobre el mundo y la existencia, es el de la simbólica del género. En los que llamamos órdenes simbólicos tradicionales -p o r oposición a los modernos- las distintas simbólicas organizan y dan sentido al mundo mediante oposiciones binarias y jerarquizadas que, en distintos niveles, construyen la delimitación necesaria para marcar la diferencia entre el mundo humano y el sinsentido, sobre cuya derrota aquél ha logrado erigirse. En los distintos niveles, definidos por los matices específicos de las diversas simbólicas, se 11 Una exposición detallada de cóm o se construye la identidad femenina en referencia a la sim bólica de la femineidad (parte integrante de un orden sim bólico) puede encontrarse en Serret, 2001. Lo que a continuación ofrecemos es una revisión somera de lo que en ése y otros sitios hem os trabajado en form a detallada para aclarar cóm o entendem os que se procesa la construcción de identidad de género (en especial la fem enina) en los órdenes culturales tradicionales y cóm o y por qué se desconstruye en el orden m oderno.

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repite obsesivamente por asociaciones la relación jerárquica y evaluativa entre el orden -bueno y superior- y el caos -m alo e infe­ rior-, Sin embargo, las valoraciones conllevan una alta dosis de ambigüedad, pues en la representación imaginaria que hacen las culturas tradicionales de sus propios orígenes -q u e se perciben siempre, precisamente, como la emergencia de una previa situación maligna de sinsentido-, la delimitación significante que crea el mundo del orden - la cultura- deja afuera pero no destruye el uni­ verso del caos. Éste permanece allí como una amenaza perenne de destrucción, de engullimiento, que eliminaría para siempre los vínculos del orden cultural, y con ello la viabilidad del ser humano. Así, vemos que la relación entre los dos elementos configuradores de toda sim bólica es ambivalente: las partes que, en cada una, reproduce por asociación el significante del caos no sólo están car­ gadas con la valencia de negatividad e inferioridad -derrota-, sino también con la de peligro. Esto es particularmente cierto en el caso de la simbólica del género, es decir, aquella que organiza el mundo a partir de una carga libidinal, donde se ve implicada la variable del deseo. En efecto, la simbólica del género reproduce, como otras -d e secta, de etnia, de territorialidad, de religión.. .- las asociaciones binarias que remiten a orden-caos; luz-oscuridad; adentro-afuera; cultura-natu­ raleza; nosotros-otro... dotándolas con una carga de deseo que implica las nociones, profundamente contradictorias, de reproducción de la cultura y riesgo máximo de su desintegración. En efecto, la atracción que ejerce el polo femenino de esta simbólica represen­ ta tanto la única posibilidad de dar continuidad al orden cultural, que parece condenado a reproducirse sólo en la cotidiana victoria sobre su negación, como el peligro de atraer sin remedio al polo masculino hacia su perdición, consistente en la des/integración en el reino del sinsentido -representado en este nivel por la propia femineidad-. De este modo, lo femenino no sólo encama (por aso­ ciación, en el nivel de la oposición binaria entre géneros) lo Otro, el afuera, la naturaleza, el caos, la oscuridad, sino que también repre­ senta la profunda atracción que ese reino del sinsentido ejerce sobre

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el de la cultura, atracción que debe ser dominada y regulada para cumplir el doble propósito de reproducirse y no desaparecer. En este sentido, lasim bóhca.delosgéneros ordena, en el nivel más general, la percepción del mundo que organiza significati­ vamente una sociedad -tradicional- y, sólo en un segundo momen­ to lógico, sirve como referente para la constitución de identidades de género. Es decir, la idea de feminidad, en general, no está remi­ tida a las mujeres, sino que éstas se constituyen como tales -con un imaginario peculiar en cada sociedad- por su referencia a la simbólica de la femineidad. Para decirlo más claramente, el grupo humano que una cierta sociedad designa como mujeres (una deno­ minación que constituye su identidad de género en los niveles prima­ rio y colectivo) se constituye en tal a partir de su asociación simbólico-im aginaria con la sim bólica de la fem ineidad, y no al revés. La delimitación de tal grupo, que casi siempre se realiza en función de un cierto fenotipo sexual, obedece a la asociación entre los caracteres fundantes de la simbólica de lo femenino (naturale­ za, deseo, reproducción, peligro...) con un cuerpo que la favorece (por ser más difícil de explicar, estar más ligado a ciclos de la natu­ raleza, producir y reproducir vida, etcétera).12 Plantear correctamente esta relación entre lo imaginario y lo simbólico nos permite comprender, por ejemplo, por qué la di­ visión sexual del trabajo valoriza siempre negativamente las tareas realizadas por mujeres, cualesquiera que estas labores sean. En este sentido, es incorrecto sostener que las mujeres desempeñan siempre las tareas que una sociedad define de antemano como carentes de prestigio. La relación adecuada es la inversa: cualquier l2En realidad, la relación causal entre la definición (lógica) de los cuerpos y las iden­ tid ad es p arece ser ju sta m e n te a la in v ersa de lo que reg u larm en te se piensa. Según podem os com probar a partir de diversas observaciones m édicas y antropológicas (entre otras) no sólo la designación de los géneros es cultural: tam bién lo es la de los sexos. Los cuerpos hum anos posibles no son dos, sino algunos más, en proporciones estadísticas bas­ tante apreciables. Diversas investigadoras fem inistas así lo han dem ostrado (entre otras Ann Oakley en La discriminación de la mujer. Biología y sociedad y Ann Fausto-Sterling en M yths o f Gender). Si nos parece tan incontestable la clasificación de los cuerpos hum a­ nos en dos sexos es porque el pensamiento binario nos conduce a ello. Para explicarlo de otro modo, podem os acudir a tesis com o la de Judith Butler, quien entiende esto como un me­ canismo de legitimación discursiva del pensamiento binario que pasa por prediscursivo (Véase infra. “D e cuerpos, sexos y géneros. R epensando el problem a de las identidades” : 254).

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tarea socialmente asignada a las mujeres carecerá de prestigio por esa razón,13 o, para ser más precisas, porque tanto las tareas como las mujeres se asocian con la simbólica de la femineidad: un cam­ po que representa aquello Otro de la cultura inscrito en la cultura misma, lo que debe perm anecer subordinado para conseguir el doble propósito de la reproducción del hombre (como encarna­ ción del género masculino) y la cultura, y evitar la des/integración que una fusión completa con lo femenino podría suscitar. Así, la identidad femenina, es decir, por una parte, la autopercepción de alguien como perteneciente al genérico mujeres o, más simplemente, su interpelación por el apelativo mujer, y, por otra, la percepción social de lo que son las mujeres, es la traducción imaginaria de un ordenador simbólico primordial. En este sentido, mientras que la simbólica de género sufre pocas alteraciones de una sociedad -tradicional- a otra, los imaginarios hombre y mujer son infinitamente cambiantes, excepto por aquello que los refiere al orden simbólico y les permite seguir jugando como productores de sentido -binario y jerarquizante- en una comunidad específica. Si, en su nivel más complejo, las identidades son internamente contradictorias, en el plano de la identidad de género también lo son. En efecto, los elementos que se juegan en la constitución de la identidad femenina, por ejemplo, se construyen a partir de imá­ genes contradictorias -si no francamente excluyentes-, lo que no impide su fuerza dogmática ni el potente sentido de naturalidad con que se asumen tanto en el nivel de la autopercepción como de la percepción colectiva. La variabilidad de las definiciones imagi­ narias tiene que ver con su contingencia y su pertenencia a un proceso, pero también con el hecho de que están definidas en el marco de relaciones de poder. En este sentido, las representaciones específicas de la identidad femenina responden en parte a la mane­ ra como se fraguan dispositivos de poder que permiten reproducir '3Esta asociación es circular: también todas aquellas labores que, por una u otra causa desempeñen las mujeres (aunque previamente hayan sido desempeñadas por hombres) resul­ tan inmediatamente desprestigiadas. M ana José Guerra ha llamado atinadamente a este efecto el “anti Rey Midas” : cualquier cosa tocada por manos femeninas queda, por este hecho, des­ valorizada. Debo a la amabilidad de Celia Amorós el conocimiento de esta justa etiqueta.

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una cierta relación jerárquica. En otros términos, podemos ver que imágenes de femineidad socialmente aceptadas se adaptan a nuevas realidades sociales y discursos cambiantes, de modo que permitan la subsistencia del código binario de jerarquización que siga haciendo ver, de acuerdo con los nuevos valores, lo femenino -y, por referen­ cia a él, a las m ujeres- bajo la lógica de subordinación-deseotemor propia de su lugar en la simbólica de género. Uno de los supuestos que fundan este trabajo es que la moder­ nidad, en cuanto orden simbólico, rompe con muchas de las formas estructurantes de los órdenes tradicionales, gracias a lo que se ha llamado el proceso de racionalización. La secularización -parte vital de este proceso- ha propiciado la desconstrucción de la lógica binaria-jerarquizadora propia de los órdenes simbólicos tradicio­ nales que se expresa a través de la entronización del concepto y la derrota de las fundamentaciones trascendentes.14 La simbólica del género no ha dejado de verse afectada por esta desconstrucción: el feminismo y sus efectos son la mejor prueba de ello. No obstante, muchos elementos de esta simbólica siguen funcionando eficaz­ mente en la construcción de imágenes de feminidad y masculinidad coherentes con la simbólica tradicional. La actualización del imagi­ nario femenino comporta la incorporación contradictoria tanto de elementos funcionales a la subordinación -aun en las sociedades más claramente tocadas por la m odernidad- como de otros que la contestan. Las líneas que anteceden han servido para sintetizar el con­ cepto de género, entendido como parte constitutiva de un orden simbólico, y revelar, en consecuencia, qué papel juega en la cons­ titución de identidades. Sin embargo, como advertimos más arriba, esta caracterización que, con todo y su nivel de simplicidad, nos sirve para dar cuenta del funcionamiento de construcciones cul­ turales tradicionales o premodemas, debe tomarse con mucho más 14Respecto a la transform ación de los cimientos del orden tradicional impulsada por la secularización, habría que acotar, con M arram ao, que suele interpretarse erróneam ente el “desencanto del mundo” que la secularización acarrea com o divorcio radical de la espiritua­ lidad (Cfr. Marramao, 1989: 28). El mundo moderno genera su propia “fe” : sus principales características son la inmanencia y la lógica conceptual; su expresión, las instituciones.

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cuidado cuando observamos el funcionamiento de órdenes moder­ nos. Efectivamente, como argumentaremos a continuación, en la m edida en que el em bate racionalizador afecta severamente a la propia lógica de configuración del orden simbólico, el propio núcleo de la simbólica de los géneros sufre un proceso de decons­ trucción que se advierte de modo inmediato en las identidades. Trataremos enseguida de perfilar este punto. El

g é n e r o e n l a m o d e r n id a d :

DEL SÍMBOLO AL CONCEPTO

/ Si t o m a m o s el concepto de racionalización, al modo que fue acuñado por Max Weber, como punta de lanza para explicar las profundas transformaciones operadas por los órdenes modernos sobre la propia lógica de configuración de los órdenes culturales tra­ dicionales, nos toparemos ante todo con una variación fundamen­ tal en las operaciones de pensamiento y representación que caracte­ rizan a la modernidad respecto de sus antecedentes^ ¡Explicar los niveles y matices que configuran la lógica de la m odernidad es una de las tareas que acom pañarán a nuestros objetivos a lo largo de los próximos capítulos; sin embargo, para efectos de claridad y precisión, cabe explicitar brevemente el sen­ tido subyacente a esta lógica por contraste con el tipo de representa­ ciones premodernas que constituyen el referente polémico de la modernidad. El surgimiento de la modernidad, entendido como un proceso de secularización,15 puede resumirse, recuperando la propuesta weberiana (que sigue Marramao), en tres principios: 1. Principio de la acción electiva. 2. Principio de la diferenciación y elección progre­

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l5M arram ao nos explica cóm o el térm ino secularización ha sido criticado por diver­ sos autores que, considerándolo excesivam ente jurídico, han propuesto suplirlo por el de legitimación para dar cuenta del proceso de constitución de la m odernidad. Se alega que este últim o expresa el tránsito a la m odernidad más com o una disolución de los elementos definitorios del viejo orden que por ruptura radical. No obstante, M arram ao desm iente estas ventajas y nos hace ver que la legitimación forma parte del proceso de secularización. M arram ao. 1989: 23-25.

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sivas (de papeles, estatus e instituciones). 3. Principio de legitima­ ción, que entraña el reconocimiento, o incluso la institucionalización, del cambio (Cfr. Marramao, 1989: 24). \Por motivos de muy diversa índole, entre los que destacan los políticos, los ideológicos y los académicos,16 lo que terminó per­ filándose como un peculiar entramado cultural comenzó a cobrar cuerpo definido (aunque tuviese tras de sí un largo proceso de con­ formación) a la manera de un proyecto de racionalización integral de la sociedad como forma explícita de oponerse a las bases sus­ tentadoras del orden estam ental. Estos pilares del orden tradi­ cional, aunque de diversa índole, están todos edificados de acuerdo con el único principio de responder y seguir a la verdad revelada, o en otras palabras, están esculpidos de acuerdo con la lógica bi­ naria, asociativa y jerarquizadora del orden simbólico. Lo oposición del proyecto de la modernidad al Antiguo Régimen adopta cierta­ mente muchas facetas (algunas de las cuales han de ser destacadas en los próximos capítulos). Sin embargo, entendido como combate frontal al principio de fundamentación trascendente implicado en la lógica del orden simbólico tradicional, este proyecto puede muy bien ser pensado como la empresa de edificación de una lógica alternativa que permita, ante todo, encontrar la fundamentación inmanente tanto del orden cultural como de los propios sujetos. Esta lógica está basada, antes que en el símbolo, en el concepto;17es decir, no en la estructura binaria, sino en la unitaria; no en la asocia16Experiencias históricas de muy diverso cuño se conjugan aleatoriamente para dar ori­ gen a lo que habría de convertirse, con la m aduración de los siglos, en el conjunto de ele­ mentos propulsores de la cultura moderna. Entre ellos juega un papel destacado la extendida crisis, sufrida al interior del que podría considerarse como el espacio académico medieval, del universalism o cristiano. Habiendo sido una ideología relativam ente unificadora del pensa­ miento medieval europeo, se ve profundamente afectada por la progresiva pulverización de interpretaciones de la verdad revelada, lo cual cuestiona la validez del dogm a -pensam ien­ to sim b ó lico - com o referente único de legitim ación del conocim iento. En contraste, gana terreno la división entre teología y pensamiento profano en donde este último comienza a ser sustentado en referentes terrenos com o la capacidad de análisis y la razón-pensam iento conceptual. 17Es evidente que las categorías sím bolo y concepto han tenido muy diversas acep­ ciones a lo largo de la historia de la filosofía y, en este sentido, a m enudo se las ha hecho coincidir. El ejercicio que aquí proponem os no hace sino subrayar dos maneras distintas -au n q u e a menudo tensam ente coexistentes- de conform arse los referentes culturales de los im aginarios sociales.

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ción, sino en la abstracción; no en la jerarquía, sino en la equipa­ ración. Estas peculiaridades del pensamiento conceptual, entendido como expresión sui generis del orden cultural moderno, están cla­ ramente asociadas con el carácter radical y rupturista de la propia m odernidad, que se plantea a s í misma en una operación sin precedentes. El distanciamiento moderno respecto de todo intento de genealogía legitimadora marca el tiempo nuevo como autogestado, en un movimiento que implica a la vez su autofundamentación estética, normativa y conceptual (Cfr. Habermas, 1989: 11-35).18 Si bien es cierto que esta última se teje con un material propor­ cionado por un pensamiento occidental que fecha sus orígenes en la Grecia clásica, debe admitirse que el nuevo entramado produce resultados totalmente específicos. Es decir, el pensamiento con­ ceptual sufre con la modernidad una serie de modificaciones que hacen imposible identificarlo sin más con las diversas nociones de concepto producidas por la historia filosófica de Occidente.ÍEn particular, Celia Amorós nos hace ver cómo podemos encontrar los antecedentes de la categoría que habría de convertirse en la contraparte de lo simbólico en la contienda medieval encabezada por el nominalismo, curiosamente, contra la tradición conceptual (Cfr. Amorós, 1997: 30-38). Aquí la propuesta nom inalista se empeña contra las generalizaciones universales que, en un senti­ do ontológico, atribuyen tramposamente esencias que impiden el ¡ conocimiento de las singularidades; frente a las abstracciones se desarrolla paulatinamente la noción de individualidad radicalmen­ te antiesencialista. En la continuación renacentista y luego propia­ mente m oderna de esta tesis nom inalista, lo individual sólo se perfila en acto, en devenir, en un proceso que, lejos de tener definición previa, sólo se caracteriza por su indefinición. En este ■ sentido, la (re)configuración del individuo moderno es un signo ^ de su tiempo: el sujeto de la modernidad, como la modernidad •8H aberm as, 1989, nos recuerda cóm o la conciencia moderna de autonom ía transfor­ ma radicalmente incluso la visión de la Historia, que deja de ser pensada como génesis natu­ ralista del tiem po presente para explicarse en retrospectiva desde el sentido moderno.

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misma sólo se explican en su autofundamentación que es, a la vez, autogeneración. Sin embargo, este distanciamiento, impulsado por el nomi­ nalismo, en contra de las ideas abstractas, implicará con el tiempo la consolidación de una lógica conceptual de otra índole, cuyas premisas, delineadas por la idea de individuación, producen un pensamiento a la vez universalista y antiesencialista por la curiosa vía de generar abstracciones a la vez general izadoras como ningu­ na y referidas a mínimos criterios formales.™ 1 La racionalización, que implica el triunfo -relativo- de la lógica del concepto, al imprimir su sello en los diversos procesos sociales, en vez de trenzarlos densamente los pulveriza, introduciendo así criterios de validez particulares en donde había encontrado sólo referentes a una única Verdad. Al emprender este desafío, el concepto es más desconstructor que constructor, pues su labor se dirige contra sólidas edificaciones a las que mina basándose en cuestionamientos y particularizaciones. Pero, a pesar de sus esfuerzos, en la lucha contra la verdad tras­ cendente no se puede, simplemente, poner en su sitio a Una nueva Verdad, en este caso racional, como referente unificador. La para­ doja ha sido puesta en marcha por la propia lógica del concepto que opone la unicidad formal al pensamiento binario, en una opera­ ción donde las consecuencias caen por su propio peso: si el simbo­ lismo binario da expresión múltiple a un único sentido último, su combate por medio del concepto abstracto imprime el sello de lo universal a una pluralidad irreductible de sentidos. : Al desestructurar el núcleo mismo del orden simbólico por la vía de cuestionar la legitimación del orden social por referencia a la verdad trascendente, el concepto ataca el equilibrio ínter e intra simbólico.La simbólica de los géneros, como otras, se ve tocada, mina­ da, por la racionalización, pues con la modernidad las alteridades 19Q uizá podam os encontrar una buena form ulación de la diferencia entre los dos tipos de abstracciones en la sentencia de Berkeley: “La universalidad no consiste, a mi entender, en una realidad absoluta y p o sitiva o concepto puro de una cosa, sino en la relación que ésta guarda con las dem ás particulares a las cuales representa o significa ( ...) ” . Berkeley. Principies o f Human Knowledge, int.: xv.

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se enfatizan de un modo distinto al que privilegiara el pensamiento tradicional. El otro, con minúsculas, entendido aquí no como la ne­ gación sino como el semejante del sujeto, adquiere para el orden moderno una relevancia sin precedente. Esta clase de alteridad funciona en la delimitación subjetiva ya no como amenaza sino como esp eja Sin embargo, en tanto que la modernidad no destruye sino desconstruye, las diversas simbólicas de la exclusión permanecen, aunque lo hagan en un equilibrio inestable, una vez desprovistas de su fundamentación trascendente. Lo simbólico tiene a su favor la fuerza inercial que lo hace coexistir con una lógica que lo contra­ dice. De este modo, aunque la simbólica de la femineidad se torna el referente favorito de los modernos (especialmente a partir del romanticismo) para seguir caracterizando la Alteridad, entendida como margen y límite, esta operación se hace a contrapelo de la lógica del concepto y no en consonancia con él. El concepto irracionaliza las esencias mientras éstas pretendan categorizar a los hom­ bres como estamentos; no obstante, irracionalmente, estos mismos hombres echan mano de la lógica simbólica para legitimar el trato de estamento dado a las mujeres en los inicios de la sociedad demo­ crática. Al hacerlo, sin embargo, no se está actuando de acuerdo con la lógica conceptual sino en contra de ella.20 La interpretación del posmodernismo en boga camina, desde luego, por senderos bien distintos: allí no sólo aparece la identifi­ cación entre símbolo y concepto como base para definir (y defenestrar) al pensamiento de la modernidad, sino que se atribuye a la propia posmodernidad en exclusiva el mérito de desconstruir el pen­ samiento universalista (bajo distintos nombres) sin distinguir (o ha­ ciendo una distinción tramposa) entre las globalizaciones de sentido modernas y premodernas. j

20Con esto no pretendemos ignorar los riesgos de militar en un universalismo ingenuo (Am orós, 1997: 284); esto es, uno que no advierta el peligro inherente a toda pretensión universalista de adjudicar a una cierta particularidad el carácter de universal (universalismo sustitutorio, en términos de Benhabib, 1992). Sin embargo, la prevención contra esta tenden­ cia no tiene por qué derivar en el rechazo de las virtualidades -éticas y liberadoras entre o tras- de un pensam iento universalista conceptual contrapuesto a la lógica simbólica.

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No hemos de abundar por ahora en estos temas: se irán pau­ latinamente decantando en el resto del trabajo. Sólo adelantamos aquí que el proyecto de la modernidad ejerce un claro efecto des­ constructor en la lógica binaria y excluyente del orden simbólico. Y en cambio, como procuraremos argumentar en el tercer capítu­ lo, ciertos posmodernismos (incluidos los que defienden algunas feministas) operan muy en consonancia con las marcas de sentido trascendentes y esencialistas propias de las lógicas tradicionales. Es decir, en la lucha contra el universalismo del concepto se opta por la pluralidad expresiva del símbolo, que remite sin embargo a un único sentido fundante. Pa r a

u n a l e c t u r a e n c l a v e é t ic a

DE LA IDENTIDAD FEMENINA

En g r a n m e d i d a , este libro responde a la necesidad de encontrar respuesta a muchas de las contradicciones internas de los plantea­ mientos - o im plicaciones- éticos de los feminismos a partir de su referencia al complejo y paradójico imaginario mujer - o m ujeresde nuestros días. Las muchas formas de acercarse a la idea de mujer entre las feministas han marcado el sentido de los diversos concep­ tos y propuestas éticos y, en nuestra opinión, han sido frecuentemen­ te las responsables de sus puntos ciegos e inconsecuencias. Como ya m encionam os, nuestro propósito fundam ental es explorar esa relación entre las concepciones de identidad femeni­ na y las nociones éticas del feminismo nacido con la modernidad. Para ello, además de rastrear el surgimiento y desarrollo de las ideas éticas feministas, hemos de tener presente con qué tipo de imagi­ nario femenino nos enfrentamos en las sociedades aludidas. La com­ plejidad de este imaginario es enorme. Se debe ante todo a la propia contradicción entre la simbólica a la que está referido -estructu­ rada según los principios ordenadores tradicionales- y el carácter sustantivo del orden -m oderno, conceptual, racionalizador- en el que está inscrito. Sin embargo, el carácter complejo del imaginario femenino no impide abstraer sus rasgos y su lógica dominantes para

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favorecer los fines de la exposición. En la modernidad, como hemos tratado de argumentar, unos y otra se toman particularmente difíciles de caracterizar, justo por este solapamiento entre referentes de un orden binario y otro conceptual. Para atrevernos a sugerir tal caracterización, vamos a enfo­ carnos a explorar cómo se construyeron de manera específica dos rasgos del imaginario femenino moderno que, aparentemente, serían expresión continuada de concepciones sobre la mujer presentes en ciertas sociedades tradicionales. Señalaremos por qué esta apre­ ciación parece cierta pero no lo es. Las imágenes aludidas son, por un lado, la de la mujer doméstica y, por otro, la del carácter idéntico de las mujeres entre sí. Respecto a la relación entre mujer y domesticidad, que remite a su vez a la división entre los espacios público y privado, suele darse por hecho que tiene sus orígenes en el mundo de la Grecia clásica. Aunque esta asociación es bastante razonable en diversos aspectos que veremos a continuación, lo curioso es que también, tanto el imaginario colectivo como muchas visiones filosóficas tienden a pensar que la mujer doméstica siguió siendo una reali­ dad sociológica incluso cuando la separación griega entre la casa y la Polis hubo desaparecido. Pero, ¿cuáles son entonces los ele­ mentos verídicos de la relación entre las mujeres y el mundo de lo privado en los antecedentes de la modernidad? Desde luego, una de las descripciones más claras que tenemos sobre esta relación puede encontrarse en la definición aristotélica de la política. En ella se deja ver la noción de que las Polis griegas, y la ateniense en particular, están concebidas como espacios de participación equilibrada de ciudadanos libres e iguales. En este sen­ tido, el espacio llamado público se define, entre otras cosas, por una distribución horizontal del poder. Ahora bien, como se sabe, estos ciudadanos están en posibilidad de serlo y de participar en condicio­ nes de igualdad en el manejo de la política gracias a que son jefes en un mundo distinto: el de la domesticidad. En efecto, la condición de posibilidad de la igualdad en la Polis es la desigualdad natural en la casa, donde mujeres, niños y esclavos son inferiores por natu­

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raleza (en virtud) a su señor. La casa se rige por un poder vertical (,monárquico, lo llama Aristóteles) que define quiénes están capa­ citados para participar en pie de igualdad en el mundo político. En cierto sentido, parece claro que los autores iusnaturalistas en el siglo x v i i (que analizaremos detenidamente en el próximo capítulo) recuperan esta visión helénica sobre la división de espa­ cios. Sólo que ellos lo hacen implícitamente. La razón fundamen­ tal, como veremos, de que el racionalismo moderno no reconozca la separación entre lo público y lo doméstico, al menos en sus orí­ genes ilustrados, radica en que esta idea resulta contraria a la tesis de igualdad natural entre los seres humanos que vertebra todo su argumento. Pero, por lo que respecta a las mujeres, esa tesis, aunque innombrada, permanece ahí. O, más bien, es recuperada de los grie­ gos por los autores modernos. No obstante, el imaginario femenino que produce la domestici­ dad de la mujer en uno y otro contextos es de signo diferente. Esta­ mos acostumbradas, incluso por muchos análisis feministas, a pen­ sar esta asociación mujer-hogar, condensada en la figura de la mujer doméstica, como transhistórica y universal, lo que contribuye a generar una sensación de naturalidad en la asignación de ese sitio a las mujeres. También, en consecuencia, parecen asumirse como naturales los diversos conceptos asociados con esta imagen, como la realización de un trabajo no pagado (considerado no-trabajo), el carácter dulce y abnegado de la mujer doméstica, que vive a través del instinto y la emotividad, por y para aquellos que integran su familia. El texto de Nancy Armstrong (1989) demuestra que la mujer doméstica y el hogar modernos, lejos de ser realidades universales, fueron creados y consolidados hacia finales del siglo xvm y a lo largo del xix como parte de una contienda semiótico-política por la hegemonía de los significados sociales de la que resulta triunfa­ dora la llamada ficción doméstica. Tanto en la literatura como en los tratados pedagógicos, la clase media en proceso de consolidación comienza por combatir frontalmente la imagen de mujer deseable dominante en la sociedad feudal de estamentos que, precisamente,

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erigía su ideal de femineidad -el de la princesa, la dama noble, de hermosura sobresaliente, en espera de la conquista de un príncipe o un caballero-21 sobre las bases ideológicas de una sociedad estrati­ ficada. A este ideal de mujer podía cantarle cualquiera, pero sólo era accesible a las élites: la realización del deseo, del ideal de sexualidad, le estaba vedada a todo aquel que no perteneciese a la nobleza. La ficción doméstica transforma a las mujeres ideales en algo muy distinto. En primer lugar, las homogeniza: las cualidades de la domesticidad -n o belleza sino virtud, no cuerpo sino texto- pue­ den ser cultivadas por cualquiera, sin importar a qué clase pertenez­ can. Esta identificación de las mujeres como género permite pensar que cualquiera -cualquier hombre, sin importar sus títulos- puede acceder a la mujer que le plazca y, mejor aún, al espacio que se crea en tomo a la figura femenina. Es decir, la mujer doméstica, sin clase, sin historia, sin individualidad, simple encamación cada una de su género, figura eje de la domesticidad, se configura, en el imaginario social de la modernidad, como uno de los elementos decisivos para establecer la igualdad de los varones, como individuos y como ciu­ dadanos. Sin importar las tribulaciones y los descalabros que los varones deban enfrentar en el mundo público -m asculino- cada uno tiene el consuelo de contar con un remanso -oasis, paraíso terre­ n al- en el que todo funciona para su satisfacción. El último de los miserables en la sociedad de mercado puede estar seguro de contar con un espacio idéntico en su esencia al del primero de los pode­ rosos: el sitio donde su mandato es incontestable y donde, frente a las fierezas del mundo externo, puede encontrar las mieles de la inti­ midad. 21 L a princesa ideal espera, en efecto, la llegada de su caballero; sin em bargo, como apunta N ancy A rm strong, en realidad la m ujer medieval aristócrata circula en los medios apropiados para relacionarse con los hom bres correctos. En este sentido, la dam a se deja ver, y en ello radica parte de su definición. En contraste, la m ujer dom éstica sí que espera constantem ente, tiene una personalidad im aginaria siem pre estática. No dejarse ver forma parte de las virtudes del im aginario fem enino asociado a la dom esticidad. Para acentuar la idea de que lo im portante de la m ujer ideal (dom éstica) no se ve, Charles Dickens defor­ ma el rostro de su heroína en Tiempos difíciles, lo cual no impide que ella obtenga un estu­ pendo marido.

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El espacio doméstico es, así, creado como precondición de igualdad en el espacio público y social, y está íntegramente estruc­ turado en tomo a la figura de la mujer doméstica: la reclusión ima­ ginaria de ésta garantiza el funcionamiento del orden público mo­ derno, dominado por el concepto de igualdad y libertad entre los individuos -varones. Este imaginario moderno de la relación entre los géneros sigue referido a la lógica jerárquica de la simbólica tradicional. Como veremos en su momento, importantes tendencias en el interior de los proyectos de la modernidad procuran dejar bastante claro que la racionalización no alcanza a las mujeres y, como lo demuestra la ficción doméstica, aunque ellas también se ven tocadas por la igual­ dad, esto se produce en un sentido muy distinto al que funda la no­ ción de sujeto autónomo. En primer lugar, la homologación de las mujeres no se piensa respecto de los hombres sino entre ellas mis­ mas, y, en segundo lugar, a diferencia de lo que sucede con los varo­ nes, a quienes la igualdad los convierte en individuos, a las muje­ res las homogeneiza como género. En efecto, como afirma Celia Amorós, siguiendo una tesis de Sartre (Amorós, 1994), la igualdad entre varones puede considerarse efecto de un pacto juramentado, del acto fundador de una cofradía en el cual, mediante la mutua deli­ mitación de acceso al poder, todos los miembros garantizan su dere­ cho equivalente al mismo. El pacto termina por resolverse como un vínculo tanto de fraternidad como de terror (en clara alusión a las dos caras de la moneda de los pactos de ciudadanía originados en la Revolución francesa): eres mi par porque por tu palabra me has dado poder sobre ti en la medida en que yo te lo he dado sobre mí por la mía y un ter­ cer cofrade ha sellado nuestro pacto garantizándonos a cada cual nuestra palabra contra el otro y contra sí mismo -p o r ello el anverso de la fraternidad es el Terror- so pena de expulsión del grupo, o de liquidación física (Amorós, 1994: 36). El resultado es la definición del genérico masculino como un conjunto de individuos iguales, donde la igualdad remite precisa­

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mente a la especificidad de cada sujeto que, como tal, es único aunque equivalente a (de igual valor que) cualquier otro miembro de la fraternidad. El otro elemento, además del pacto (de la propia palabra como generadora de una nueva realidad -Lévi-Strauss-), que establece la igualdad entre los hombres, es su posibilidad de acceso, en las mismas condiciones, al genérico de las mujeres. Es decir, la posibilidad de tener un acceso sexual equitativo a las mu­ jeres constituye uno de los niveles más im portantes del pacto masculino en la configuración de una comunidad de individuos.22 Para que esto ocurra, es imprescindible, desde luego, que las mu­ jeres en su conjunto no se consideren como sujetos sino como obje­ to del pacto. Y esto sólo puede suceder si ellas son esencialmente distintas de los hombres. Las mujeres no podrían nunca ser indi­ viduos porque su naturaleza pertenece al ámbito de la infinitud que hace imposible delimitarlas a cada una, y en cambio permite enten­ derlas a todas como pura encamación de su género. Kierkegaard apunta claramente esta idea: En el hombre, lo esencial es lo esencial, y, en consecuencia, todos los hombres serán siempre iguales unos a otros. En la mujer, en cambio, lo accidental es lo esencial y, por tanto, siempre será una diversidad inagotable y nunca jam ás habrá dos mujeres iguales (...). La mujer es una criatura infinita y, en consecuencia, un ser colectivo: la mujer encierra en sí a todas las mujeres (citada en Amorós, 1994: 41). Así, la igualdad en las mujeres se torna identidad; cada una es idéntica a la otra, sin posibilidad de brindar (al entendimiento 22 M ás adelante nos detendrem os a revisar con cuidado en qué consiste este pacto m asculino en torno a la posesión de las m ujeres que Carole Pateman ha llam ado el con­ trato sexual (Patem an, 1992). El texto de Célia Am orós que estam os siguiendo, muestra otras form as del pacto y su sentido -n o intencional- en la configuración de las sociedades igualitarias (Am orós, 1994). Tam bién aquí, la autora especifica que la igualdad no tiene por qué tener la connotación de igual po d er en acto, sino, en todo caso, la prom esa de acceso al poder: “ ...la s relaciones de los varones entre sí, en tanto que patriarcales, cons­ tituyen el ám bito interclasista - e incluso interracista- correlativo a una especie de pacto juram entado por el que cada varón reconoce al otro com o aquel que, si no puede, al menos puede po d er ( ...) ” . Am orós, 1994: 39.

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del sujeto masculino), en su misteriosa infinitud, ninguna cualidad constante que le haga discernible de las otras. Así pues, las muje­ res, para el imaginario moderno, al superar sus diferencias de esta­ mento (en el sentido marcado por Armstrong), se constituyen en el conjunto de indiscernibles con respecto al cual los hombres pueden definirse como individuos equipotentes. Desde luego, esta consideración imaginaria encaja con (más bien está referida a) las condiciones de la simbólica de la feminei­ dad. La homogeneización de las mujeres como un conjunto de indis­ cernibles, frente al colectivo de los varones como individuos (libres y autónomos) específicos, se explica sobre la base de una conside­ ración simbólica de lo femenino como el significante, en clave de géneros, de la delimitación que da a luz a la cultura (y al hombre); la marca que distingue el adentro del afuera, el orden del caos, la cultura de la naturaleza, lo sagrado de lo profano, lo distinto de lo indiscernible. Como antes señalamos, la oposición simbólica mascu­ lino/femenino nos remite en sus propios términos al juego deseo/re­ producción/abism o. En este sentido, lo fem enino no significa propiamente la alteridad radical, sino el límite que da origen con su mareaje a la cultura misma. Por ello, la feminidad tiene diversas traducciones imaginarias que recuerdan su carácter de margen, de signo, de mediación. La apropiación cotidiana de las mujeres por los hombres simboliza (no es) la apropiación de la naturaleza por la cultura. El intercambio de mujeres en las sociedades sin escritura es un medio de reproducción de los lazos sociales entre los hom­ bres; en las sociedades modernas, los hombres se crean a sí mis­ mos como copartícipes igualitarios del mundo público por medio de su pacto de acceder equitativamente a las mujeres. Bajo formas diversas, el imaginario mujer (no sólo históricamente cambiante, sino internamente ambiguo y contradictorio en cualquier momen­ to específico) expresa la polivalencia simbólica de la feminidad: a la vez desprecio, temor y deseo. En el cuerpo del trabajo, veremos cómo se repite consistente­ mente, en los diversos discursos que originan los proyectos éticos de la modernidad, esta idea de las mujeres como margen: las categorías

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que las definen parecen encontrarse fuera de la lógica, se elabo­ ran al margen de los elementos centrales. Las propias mujeres expresan en diversos momentos históricos su autopercepción como extranjeras (Virginia Woolf), como parias (Flora Tristan). Las propias categorías éticas de la modernidad quebrantan, al toparse con las extranjeras, su universalismo: las mujeres no son fines en sí mismas, sino el medio por excelencia a través del cual los verda­ deros fines, es decir, los sujetos varones, se realizan como tales. Los individuos -varones- se hermanan en su promesa mutua de acceso equitativo a la reproducción (del hombre, de la cultura) mediante el sometimiento del objeto del deseo, que garantiza la prevención de su des/integración simbólica en el abismo del sinsentido. Recapitulando, la identidad femenina, entendida como autoper­ cepción y percepción social, es una construcción imaginaria referi­ da a la simbólica de la feminidad. Su carácter imaginario no es con­ trario a su materialidad: las personas no perciben una construcción ideológica bajo la cual se encuentre algo más, algo distinto. Lo que las personas son no es, pues, un dato, ni natural ni metafísico, sino el resultado de una concatenación -cam biante- de elementos signi­ ficativos. Las metáforas de la identidad son tanto el flujo como el caleidoscopio. Ello a pesar de la ilusión contraria; la de ser una(o) misma(o); la expresión de una esencia, de un núcleo duro inmodificable y sin tiempo (el yo ha estado siempre ahí). En la modernidad, el imaginario femenino encuentra su princi­ pal factor de conflicto en la tensión entre las características de la simbólica tradicional a la que se halla referida y los rasgos racionalizadores de la sociedad en la que se inscribe. Esta tensión, que puede pensarse como la tensión existente entre las lógicas del pen­ samiento conceptual y el simbólico, es también el motor de su transformación. La dinámica propia de la configuración del orden moderno llevó a la creación de la ficción doméstica como rasgo pre­ ponderante del imaginario femenino. Este supuso la diferenciación sustancial entre hombres y mujeres a partir de la individuación de unos gracias a la homogeneización de las otras. En ambos casos el concepto de igualdad juega un papel decisivo, pero en un sentido

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y con unos efectos radicalmente distintos: mientras que las mujeres se toman un conjunto de indiscernibles, los hombres se convierten, gracias en parte a lo anterior, en individuos equivalentes. No obs­ tante, las ideas modernas de individuo, de libertad y de igualdad han funcionado, y funcionan, como condiciones de posibilidad para resignificar las identidades de género, cuestionando su interacción desigual. Iremos viendo en qué sentido se produce este cuestionamiento, y plantearemos los efectos de este imaginario femenino sobre las diversas éticas construidas por el feminismo.

Los proyectos éticos de la modernidad

F e m in is m o

y é t ic a il u s t r a d a

Las paradojas de la Ilustración Con el nombre de Ilustración se bautizó algo más que un movi­ miento filosófico: por extrapolación el término describe un cierto espíritu, una promesa y un modo de ser sociales que imprimieron su sello en los orígenes de la cultura que llamamos moderna. Para decirlo con más exactitud, la Ilustración nos habla del modo como, desde nuestro tiempo, hemos resignificado esos orí­ genes, o, en otras palabras, de cómo nos hemos re-inventado.23 Vista como el espíritu de una promesa, como el núcleo de un proyecto que ofrecía abatir las desdichas acarreadas por el dog­ m atism o con la fuerza clarificadora de la razón, la Ilustración entreteje planteam ientos éticos, filosóficos y políticos con que una parte importante de la naciente sociedad moderna busca legiti­ marse y definirse a sí misma. Antes que nada, esta autoexplicación se revela como negación del orden tradicional: rechazo a su fundamentación trascendente, a su dogmatismo, a su inquebrantabilidad. El concepto de razón se torna el ariete con que los ilustrados pretendieron derribar cada uno de los muros ideológicos que res­ guardaron el antiguo orden, y centraron su ataque en dos de ellos: 23 En efecto, en distintos sitios se pone en duda que siquiera haya existido el “proyec­ to ilustrado” en el sentido am plio y cohesivo con que suele interpretarse. Pero, con todo lo errática que pueda ser la definición histórica de ese térm ino, hoy el concepto sirve para dar buena cuenta de un vasto m ovim iento intelectual y social. [47]

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el concepto de desigualdad natural y la fundamentación teológica del orden social. Cuando el iluminismo24 emprende este ataque lo hace con la certeza de enfrentarse a un orden injusto que excluye de privilegios sociales y del acceso al poder político al que ellos consideran el sector productivo y pensante de la sociedad: el de los propietarios burgueses. El principio de desigualdad natural, basado a su vez en la idea de asignación divina de las tareas y los lugares sociales, es combatido porque atenta contra las aspiraciones burguesas a ocu­ par legítimamente un sitio preponderante en las sociedades que ellos han transformado y hecho progresar. Al relacionar las ideas razón-liberación, los ilustrados pensaban estar sentando las bases de una nueva sociedad donde el orden político estuviese al servicio de quienes lo integraban y no éstos al de quienes lo dirigían; una nueva era de autonomía de los individuos que les permitiría no estar sujetos sino a su propia razón. Pero la filosofía política que precede a y culmina con el ilumi­ nismo no se percata de que los alcances de su crítica al orden tra­ dicional exceden con mucho sus preocupaciones iniciales. La propuesta del principio de igualdad natural, el aserto de que toda desigualdad es socialmente construida y de que, para ser legí­ tima, debe estar racionalmente fundamentada como provechosa para todos los miembros del orden social (aun para aquellos que quedan en desventaja al subordinarse a otros en detrimento de su igualdad natural), somete ciertamente a una crítica devastadora las diferencias “naturales” entre nobleza y burguesía a través de la crítica al llamado poder paternal; pero también, inadvertidamente, tiene efectos deslegitimadores sobre otras desigualdades tradicio­ nalmente consideradas naturales, que muchos filósofos de la Ilus­ tración no habían siquiera pensado en cuestionar. Las desigualdades sociales basadas en diferencias interétnicas, interclasistas, interreligiosas e intergenéricas fueron sin duda un ele­ 24Cuando hablamos de iluminismo pensam os en el sentido de “dar luz” con que se designó al m ovim iento de la Ilustración en otras lenguas europeas (E nlightenm ent, Aufklarung) y no en la corriente religiosa que llevó ese nom bre en diversas partes de Europa durante los siglos XVII y xvm.

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mentó conflictivo para el proyecto de “liberación y progreso moral” basado en la razón: invisibles en un primer momento para los impul­ sores de esta doctrina, tales desigualdades van apareciendo inevita­ blemente como problemas irresueltos sobre los que se improvisan soluciones fáciles e inadecuadas.25 Pero, ¿en dónde radica el problema? Es decir, ¿cómo podemos explicar esta flagrante traición a sí misma de la lógica ilustrada? En la lucha por instaurar una era de Luces que posibilitase la emancipación de la humanidad, los ilustrados se sirvieron, muy destacadamente, del concepto de individuo. A través de él, se pre­ tendió tejer un entramado conceptual que mostrase al ser humano como sujeto autónomo, que se define a sí mismo gracias al ejerci­ cio de su propia razón. Esta operación exigió de inmediato abstraer radicalmente todas las cualidades peculiares de las personas concretas, de modo que sólo quedase de ellas lo que las iguala: la razón es universal y prio­ ritaria frente a cualquier característica distintiva. Las diferencias no pueden, legítimamente, implicar desigualdad. Aquí radica el atractivo de la promesa ilustrada. El progreso de la razón entrañará necesariamente un progreso de la moral porque, mientras aquélla reine, las sociedades no podrán permitirse sino dominios legítimos que conserven intactos los derechos fundamen­ tales de todos sus integrantes. Algo falla, sin embargo. Parece ser que cuando algunos ilus­ trados maquinan esta bella idea ética, de corte universalista, algunos de ellos están pensando sólo en un número limitado de hombres. No sólo fueron marginados grupos excluidos del concepto de razón por considerarlo incompatible con su clase, su raza o su reli­ gión, sino, por principio, la mitad del género humano: las mujeres. Fueron pocos, a fin de cuentas, los que cupieron en el concepto de individuo. 25 M encionam os todas estas desigualdades para m ostrar que han sido m uchos los puntos de inconsecuencia del proyecto ilustrado, pero en lo que sigue centrarem os nuestro interés en señalar cóm o se produce la tensión interna a este discurso en lo que toca a la relación de desigualdad entre hom bres y mujeres.

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Las razones de esta inconsecuencia son complicadas, y no se trata, desde luego, de una simple falta de sinceridad.26 Por lo que toca a la exclusión de las mujeres, que es el proble­ ma que nos atañe, parece haber en los pensadores ilustrados una opinión bastante uniforme: las mujeres no son individuos porque, por principio, son consideradas como género, como un colectivo que contrasta, en una oposición de cosas de distinta especie, con los hombres, no considerados como otro conglomerado con diferente sexo, sino como un conjunto de individuos, de sujetos autónomos. En lo que sigue, trataremos de mostrar que el proyecto de la modernidad tuvo un efecto paradójico sobre el destino de las mu­ jeres en cuanto siguió utilizando para pensar en ellas una conceptualización referida a la simbólica tradicional de lo femenino, es decir, a un código de significaciones que forma parte fundamental de todo orden simbólico no moderno en la representación de la marginalidad.27 La revolución lógica, ideológica, conceptual, política y valorativa, emprendida por el iluminismo, deja intocada la zona de la alte­ ridad social, que, precisamente, continúa siendo pensada como y desde la excepción, es decir, como el elemento simbólico que, en los órdenes tradicionales juega el papel de línea divisoria entre la cultura y su afuera, su otredad, el caos, representado también, en no pocas ocasiones, por el concepto de naturaleza. Lo femenino se constituye en un equivalente simbólico de la exclusión y del límite, marcado por la carga libidinal. “ Ofrecem os enseguida una explicación de la fórm ula ética ilustrada centrada en la idea de que sus inconsecuencias internas obedecen tanto a una noción social com partida (estructurante) de lo fem enino y lo m asculino que trae com o consecuencia su elaboración teórico-norm ativa a partir de los conceptos de género e individuo, respectivam ente, com o a la defensa de intereses políticos específicos, sostenidos aun en contra de la coherencia general del planteamiento ético. La m ism a idea preside la revisión, en el siguiente apartado, del pensam iento romántico. Sin em bargo, en la parte final de este apartado expondremos las tesis que desarrolla Carole Patem an sobre este m ism o problem a en su imprescindible texto The Sexual Contract (Patem an, 1992), y que se basan en un supuesto diferente, con el doble propósito de enriquecer el cuestionamiento a los proyectos de la modernidad desde la propuesta central de Pateman, y de retom ar el planteam iento clave de nuestro trabajo a partir de un distanciam iento crítico respecto de los supuestos em pleados por la autora. 27Las mujeres consideradas como límite y mediación en referencia al significante de la fem ineidad, tal com o se explica en el capítulo i.

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Las mujeres, constituidas como tales por su referencia imagi­ naria a la simbólica de lo femenino, siguen siendo consideradas por los modernos en los mismos términos28 en que las definiera un orden cultural contra cuya existencia se rebelan. La consideración de las mujeres como género (como sexo) por los modernos y las representaciones im aginarias que tal consideración conlleva, implicaron una doble paradoja: por un lado, al traicionar la lógica central del propio proceso racionalizador incorporando en su senti­ do tradicional la simbólica de los géneros, con su fundamentación trascendente de las jerarquías, y por otro, al ignorar flagrantemente la contradicción entre esa simbólica - y los imaginarios corres­ pondientes- y la participación real de las mujeres en todas las actividades de la vida económica y social.29 Por otra parte, sin embargo, la lógica de la modernidad, más allá de las intenciones de sus autores, tiene poderosos efectos descons­ tructores sobre los espacios simbólicos de la otredad, o, para decirlo con mayor propiedad, sobre la misma lógica de asociaciones bi­ narias jerárquicas y excluyentes que caracteriza los órdenes tradi­ cionales.30 Como ya mencionamos, esta cualidad de lo moderno ha sido la condición de posibilidad del feminismo. Procederemos a una reconstrucción del discurso ilustrado que nos permita observar ambas tendencias. 28En los m ism os térm inos simbólicos, es decir, en el nivel más abstracto de conside­ ración de lo fem enino, que no sólo define a las mujeres, sino que organiza y da sentido a todo lo existente, aunque en el nivel im aginario la representación cultural sea siempre esp ecífica. En particu lar, com o antes señalam os, el im aginario m u jer sufrió cam bios im portantes en Europa entre los siglos xvn y xix que respondieron, en buena m edida, a un proceso de adaptación de la representación im aginaria social tanto a los cam bios sociales de la época com o a las propias propuestas norm ativas de los proyectos de la modernidad (Cfr. Arm strong, 1989). 29 Regresarem os sobre este tema, pues, curiosam ente, muchas fem inistas pierden de vista la contradicción existente -in clu so en las sociedades occidentales de nuestros d íasentre imaginario social fem enino y prácticas de las mujeres, en una operación que sustancializa la fem ineidad tradicional. 30Al contrario de lo que opinan los autores posm odernos y muchas fem inistas, esta lógica no es fundada por el pensam iento occidental, sino básicam ente quebrantada y, en todo caso, continuada por una parte de él, en lo que constituye una tensión interna. Como parte de la idealización, de las sociedades tradicionales que debem os soportar los días que corren, se ha extendido el mito posm oderno de que la oposición y la jerarquía, propias de sus estructuras sim bólicas, han sido en realidad invenciones de la perversa m odernidad.

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El iusnaturalismo: La esencia humana no define a las mujeres El proyecto ilustrado, que cobra forma inicial a través de la doctri­ na iusnaturalista, tiene sus raíces en el racionalismo cartesiano, en la intención de cientifizar la filosofía y la teoría moral. Debido a esta pretensión, para comprender con alguna claridad el sentido de la mirada iluminista desde la cual han de pensarse la ética y la política propiamente modernas, es imprescindible aden­ trarse en la lógica que construye esa mirada. O, para decirlo mejor, debemos compenetrarnos tanto con esa lógica manifiesta como con las contradicciones y tensiones que respecto de ella implicó la formulación del discurso ilustrado, particularmente en lo que compete a su visión de las mujeres. Nos detendremos por tanto, aunque sea brevemente, en recons­ truir la trama que sostiene el pensamiento iusnaturalista31 y que, en muchos sentidos, sigue siendo el sustrato del pensamiento liberal e individualista con raíces ilustradas. Los autores que se inscriben en la corriente moderna del dere­ cho natural tienen importantes diferencias entre sí, prim ordial­ mente de carácter político, pues cada uno defiende la pertinencia de un tipo distinto de Estado o sociedad civil. No es casual, sin em­ bargo, que a pesar de esas diferencias escojan todos el esquema del iusnaturalismo para demostrar lo incontrovertible de sus pro­ puestas. 31 D eb íam os atender al doble p ropósito de ex p licar la ló g ica interna de la ética ilustrada y, a la vez, hacerlo con brevedad. Creim os cum plir ese objetivo tom ando com o ejem plo el contractualism o porque nos perm ite sim plificar al m áxim o en la m edida en que se basa él m ism o en un esquem a. Por esta razón eludim os ejem plificar mayorm ente con la obra de autores que jugaron un papel más decisivo en la configuración de una ética ilustra­ da, com o Kant, o que se ubicaron de lleno en el quehacer filosófico-político del Siglo de las L uces, com o los enciclopedistas. N o obstante, a m uchos de ellos (salvo m ención específica) puede aplicárseles un examen similar al que realizamos con nuestros tres teóricos, tanto en lo que com pete a sus supuestos com o a sus inconsecuencias. C itam os para la construcción del esquem a contractualista las obras en que éste se expone explícita y amplia­ mente: H obbes, 1992 y 1993; Locke, 1983 y Rousseau, 1984. El texto de Locke, aunque la edición que em pleam os no lo revela en el título, es el Segundo ensayo sobre el gobier­ no civil. Para la descripción del Estado de naturaleza en Rousseau, también acudim os al D iscurso sobre el origen... (Rousseau, 1977).

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Eso se debe, en primer lugar, a que el modelo les ofrece un esquema abstracto, general, al que cada uno puede dar el conteni­ do axiológico deseado si se arman correctamente las relaciones entre las premisas. En segundo lugar, la elección común obedece a que el esque­ ma permite resolver un conflicto crucial para estos pensadores: para combatir los supuestos excluyentes del orden político tradi­ cional que asocia el poder a la cuna, ha de afirmarse la igualdad entre los hombres en el momento de nacer, y, sin embargo, debe admitirse la evidente desigualdad entre ellos que genera el orden político, ¿cómo defender la legitimidad del Estado sin minar los principios de libertad e igualdad? El modelo contractualista ofrece esta posibilidad. En térmi­ nos generales plantea la existencia social de tres estadios: dos antagónicos y uno transitivo, y la presencia de diversas premisas que caracterizan cada uno de ellos como sigue: En principio se supone la existencia -histórica o hipotéticade un estado de naturaleza, regido sólo por la ley natural, que coincide con la razón, es decir, que no necesita haber sido escrita por nadie para que todo hombre,32 en tanto ser racional, la conoz­ ca y la interprete. En este estado, los hombres son libres e iguales entre sí, pues comparten un carácter y una cualidad esencial. Mientras que ese carácter consiste en que son todos entes a la vez de razón y de pasiones,33 la cualidad esencial indica aquello de lo cual no pueden prescindir sin perder la condición humana. Aunque el Estado de naturaleza es de igualdad y de libertad, existe en él un inconveniente que pone en peligro la cualidad esen­ cial de los hombres, quienes, en consecuencia deciden salir de él mediante un pacto o contrato racional. 32 Aunque, en general, limitamos el uso del término hombre a la descripción del varón, en este caso respetarem os el uso que hacen de él los filósofos contractualistas y rom ánti­ cos que lo em plean tam bién com o sinónim o de ser humano. 33Esta división, que, como veremos, es clave en la caracterización de la diferencia sustancial entre hombres y mujeres, juega un papel primordial para los ilustrados, quienes, en términos de Molina Petit, utilizan el concepto pasiones para expresar todo aquello que sigue escapando a la razón y e n esa m edida es tem ido y repudiado. Cfr. M olina Petit, 1994: 33.

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Por medio de este pacto los hombres acuerdan asociarse para constituir un Estado civil,34 es decir, un orden jerárquico que, si bien les hará perder su igualdad y libertad naturales, les permitirá sal­ vaguardar su cualidad esencial. Pero, ¿qué tipo de Estado civil es el que se funda? Este punto de llegada es en realidad el punto de partida desde el cual cada autor, defendiendo su posición política particular, irá dotando de contenido a todas las premisas anteriores de modo que presenten como conclusión necesaria un tipo específico de Estado civil como el único legítimamente cimentado en la razón. Veamos someramente cómo realizan este trabajo los tres auto­ res que hemos elegido. Thomas Hobbes, defensor del Estado absolutista moderno, es decir, no fundado en un principio trascendente sino en uno racional, emplea como eje de su propuesta filosófico-política lo que podría­ mos llamar una idea negativa de la naturaleza humana. Si bien el carácter del ser humano está compuesto por razón y por pasiones, estas últimas, claramente negativas, dominan sobre la primera. Para Hobbes la cualidad esencial del hombre es, simplemente, su vida. Por ello, en Estado de naturaleza la ley natural le prescribe como norma básica hacer uso de todos los medios a su alcance para conservarla, y la razón, que coincide con la ley, le apoya en este esfuerzo. No obstante, el predominio de las pasiones impide a los hom­ bres guiarse por su razón. En Estado de naturaleza la igualdad implica también igualdad de expectativas; los hombres todos desean las mejores condiciones de vida, aun a costa de los otros, desean la máxima riqueza, los mayores honores y el máximo poder. Las pasiones humanas toman a los hombres en seres egoístas, calcu­ ladores y cobardes que actúan sólo movidos por la ambición y el 34El térm ino latino societas civitas ha sido traducido com o sociedad civil, Estado político o Estado civil. En vista de las confusiones a que da lugar el uso contem poráneo de los dos prim eros térm inos, y dado tam bién que refleja m ejor la idea de un estado de cosas distinto al Estado de naturaleza, hem os escogido el tercero para aludir a este concepto.

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temor y, como son iguales por naturaleza, comparten, además de estas características, las mismas expectativas de bienestar, presti­ gio y poder. La mutua desconfianza que esto genera desencadena un Estado de guerra permanente en el cual nadie tiene la seguri­ dad de conservar su propia vida. Así pues, el inconveniente que Hobbes ve en el Estado de natu­ raleza son las propias pasiones de los hombres cuya fuerza desme­ dida impide que la sola razón les ponga freno. El impulso racional que manda a los hombres a buscar la paz les lleva a fraguar un pacto que les permita salir de ese estado de guerra. En él los hombres cederán su derecho (aunque no su obligación) a emplear todos los medios a su alcance para guardar su vida, a un poder soberano35 absoluto. De este modo, para Hobbes, los pactos realizados por temor son válidos, y el propio sometimiento ante un oponente más fuerte es considerado legítimo y racional. Siguiendo esta lógica nuestro autor considera legítimamente fundados los Esta­ dos que han sido sometidos mediante la conquista. Gracias a esta operación se funda, legítimamente amparado en la razón, un Estado civil (por conquista o por institución) absolu­ tista. Que hombre o asamblea de hombres ocupen el sitio del poder soberano, es totalmente indiferente para los fines de la política: la desigualdad social ha sido artificialmente constituida porque la ra­ zón indica que representa un mal menor para los asociados que garantizan así la mejor conservación de su bien supremo. En el caso de John Locke, las conclusiones políticas son radi­ calmente diferentes aunque se apegue a un esquema general prác­ ticamente idéntico. Nuestro autor dedica parte importante de los argumentos políticos de su Segundo ensayo... a combatir las razo­ nes de Grocio y Hobbes para apoyar un poder absoluto.36 Entre otras 35 El poder soberano no participa en el pacto; sólo es constituido por él. La razón es que, siguiendo la propia definición hobbesiana de pacto, todos los contratantes deben ceder algo, y esa fórmula anularía el carácter absoluto del poder soberano, que no está obligado ni siquiera a obedecer sus propias leyes. 36Nos referimos aquí a su oposición contra el absolutismo moderno, pues sus argumen­ tos para desmantelar la posición tradicional que concibe la política como efecto de un mandato divino están formulados básicamente en el Primer ensayo sobre el gobierno civil y en el prim er capítulo del Segundo ensayo...

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cosas, Locke afirmará que ningún poder amparado en la fuerza es legítimo y que quien lo ejerce así se coloca con respecto a su some­ tido en un estado de guerra. En su intento de legitimar un régimen antiabsolutista y parla­ mentario, este autor parte, aparentemente, de una concepción de naturaleza humana opuesta a la que sostiene Hobbes. Y decimos aparentemente porque aquí surge la primera tensión lógica que, como veremos, compete directamente a nuestro tema. Locke sostendría, en principio, que el hombre es fundamental­ mente bueno y que, por lo tanto, el Estado de naturaleza lo es de armonía a la vez que de libertad e igualdad. En contra de la opinión de Hobbes, sostiene que la cualidad esencial del hombre no es la vida sino la propiedad, pues, ¿cómo ha de conservarse la vida sin apropiarse de los bienes necesarios para ello? Por otra parte, y éste es un elemento básico de la con­ cepción propiamente individualista liberal, el hombre, antes que nada, es propietario de s í mismo. En consecuencia, la ley que rige en Estado de naturaleza (y que, recordémoslo, coincide con la razón) indica que todo hom­ bre tiene derecho de conservar su vida y sus propiedades37 mien­ tras no atente contra la vida y las propiedades de los otros. En este marco parece difícil plantear un inconveniente que fuerce a los hombres a salir de tan idílico estado, y, en efecto, el argumento de Locke no sólo es un tanto rebuscado sino en princi­ pio contradictorio. Para castigar las infracciones a la ley natural un hombre no cuenta sino con su propio criterio en Estado de naturaleza, que debe ser siempre racionalmente justo. Pero como cada uno se ve obliga­ do a ser juez de su propia causa, la razón se obnubila y entran en juego las pasiones, las cuales pueden generar la aplicación de un castigo injusto y el peligro potencial de caer en un estado de guerra.38 37 No podemos dejar de anotar, así sea m arginalmente, que para Locke el criterio natu­ ral de apropiación es el trabajo empleado en obtener algo, y los lím ites de esta apropiación son las propias fuerzas y la propia capacidad de consum o, que perm iten no tom ar algo que legítim am ente pertenece a otro. 38En un capítulo posterior que sale de la lógica inicial en la que plantea el tránsito de un Estado a otro, Locke menciona que la aparición del dinero, que es un bien acum ulable,

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Curiosam ente el principio inicial que considera buena a la naturaleza humana debe ser aquí matizado recurriendo a la misma división del carácter del hombre entre la razón (buena) y las pasio­ nes (¿malas?). De nuevo, aunque a través de un rodeo, la consti­ tución del Estado civil es impulsada por la necesidad de controlar con un poder externo la fuerza de las pasiones que la razón de cada hombre no puede dominar. Esta es la tensión a la que aludíamos antes: si el hombre es bueno por naturaleza, ¿por qué son malas sus pasiones -reiteradam ente asociadas con su naturaleza- ? Los hombres se reúnen, pues, y pactan, pero esta vez con el objetivo supremo de salvaguardar la propiedad. Constituyen por ello un Estado civil signado por la división de poderes y que no podrá contravenir jam ás los principios de la ley natural ni las libertades de los hombres que la acaten. Con Jean Jacques Rousseau la aplicación del modelo se com­ plica, y sus contradicciones internas se amplifican. Rousseau se considera no sólo un detractor político del Antiguo Régimen y del Absolutismo moderno, sino que pretende minar también las bases legitimadoras del liberalismo político. A pesar de ello, comparte con Locke el principio inherente a sus argumentos antiabsolutistas, que puede resumirse en la idea de que la fuerza no hace derecho, y de que cualquiera que haya sido sometido por este método tiene no sólo el permiso sino la obligación de liberar­ se de tal dominio en cuanto le sea posible. De los tres autores tratados es el que mayores virtudes encuen­ tra en el Estado de naturaleza39 y en los hombres que en él habitan, a los que considera buenos, aislados y sin haber sufrido corrupción moral. corrom pe el principio natural de los límites de apropiación y por tanto se hace necesaria la intervención de un poder externo que reglam ente en térm inos positivos lo que la natu­ raleza ya no puede norm ar con justicia. 39En la exposición que sigue, en la que Rousseau aparece fiel al esquem a iusnatu­ ralista, retom am os el hilo de El contrato social, pero si tuviésem os en cuenta el Discurso sobre el origen de la desigualdad... (R ousseau, 1977), veríam os que el esquem a sufre algunas modificaciones. Aquí, el autor concibe un estadio intermedio entre el natural y el civil (tam bién llam ado presocial), previo al pacto, en el que la razón, la vanidad y el egoísmo corrom pen al hom bre natural y provocan el dom inio ilegítim o de unos sobre otros. En

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La cualidad esencial de este “buen salvaje” no puede ser ni la vida ni la propiedad, pues, si así fuese, los hombres no se diferencia­ rían de los animales, exclusivamente preocupados por su super­ vivencia y por allegarse los bienes necesarios para conservarla. En cambio, esta cualidad, de carácter moral y, en consecuencia, intrín­ secamente humana, es la libertad. Si un hombre pierde su libertad, si se somete a otro, deja de ser hombre y más le hubiese valido, se­ gún Rousseau, perder la vida que esta dignidad. Así, vemos que el inconveniente del Estado de naturaleza no puede cifrarse en el riesgo de perder la cualidad esencial, puesto que la libertad no puede estar mejor protegida que en un estado de perfecta igualdad y aislamiento. El problem a radica en que, siendo las fuerzas del hombre solitario, pobres para oponerse a los embates de la naturaleza, la razón le indica que más le conviene asociarse con otros para bus­ car el medio de combatirlos.40 Pero esta decisión resulta problem ática, pues ¿no se había concluido que era m ejor perder la vida que la libertad? ¿Y no implica la asociación necesariamente el sometimiento de algunos para que manden otros? Para salvar este escollo, el único medio que encuentra el autor es idear un pacto de tal naturaleza que haga a todos los contratantes ceder todo (ley, derecho, propiedad, libertad, soberanía) pero no a alguno en particular, sino a la comu­ nidad. De esta m anera, cediendo todos todo es como si nadie cediese nada. Y aunque de este modo se pierde la libertad natural, se gana algo mucho mejor: la libertad civil. efecto, com o señalaremos más adelante, este relato paralelo del Estado natural es una más de las curiosas duplicaciones que recorren toda la obra de Rousseau (Cobo, 1995: 209-210). P or su defensa apasionada del hombre natural sobre el social, Rousseau ha sido considerado un precursor del romanticismo. 40 Ésta es la versión que ofrece El contrato social, sin embargo, tanto en el Discurso sobre el origen de la desigualdad com o en el Discurso sobre las ciencias y las artes (ambos en Rousseau, 1977) el autor ofrece una versión distinta; la asociación entre los hom bres en com unidades que congregan a varias familias se ve en esos textos com o fuente de la corrup­ ción del hom bre natural, que crea una sociedad desigual e ilegítim a. La sociedad fundada en el contrato racional sería, por tanto, un tercer estadio, si consideramos el conjunto de la obra rousseauniana.

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El poder soberano en este Estado civil recae en una extraña fórmula: la voluntad general, que no es idéntica a la suma de las voluntades particulares, sino más bien la voluntad del cuerpo político. Cada hombre debe obedecer los designios de esta volun­ tad que él mismo contribuyó a constituir, pues actuar de otro modo sería como no obedecerse a sí mismo. Como puede observarse, en todo este planteamiento, expuesto en El contrato social, hay una ausencia importante, y es la con­ sideración de la diferencia entre razón y pasiones al conformar el carácter del hombre. ¿Significa esto que tal oposición no existe para Rousseau? ¿O que considera benéficas a las pasiones en tan­ to parte de su tan apreciada naturaleza humana? Es francamente curioso que en su texto político más conocido nuestro autor pase por alto la consideración de uno de los temas fundamentales tanto para su epistemología como para sus nociones sobre moral y política. En efecto, la relación entre razón y pasiones es un asunto clave para las concepciones rousseaunianas de individuo y de sociedad. A la vez, es un tem a extenso y disperso, de modo que lo tratarem os brevemente, sólo en lo que concierne al hilo de nuestra exposi­ ción, procurando no sacrificar demasiado su complejidad. Como antes dijimos, para Rousseau el hombre en Estado de naturaleza pudiera ser calificado como buen salvaje. Sin embar­ go, esta definición puede interpretarse erróneamente como reflejo de una concepción un tanto despectiva del hombre natural y del Estado en el que vive, y esta idea podría verse reforzada, si sólo se toma en cuenta el texto de El contrato social, con la promesa de encontrar en el Estado civil una libertad mejor que la natural. No obstante, si atendemos al contenido de otros textos41 veremos que la idea anterior no ofrece la transcripción más fidedigna del espíritu rousseauniano. Por el contrario, nuestro autor sostendría que el hombre natural, es decir, aquel que expresa la verdadera naturaleza humana, es un hombre esencialm ente virtuoso. Su 41 E ntre ello s, el ya m encionado D iscurso sobre el origen de Ia desig u a ld a d ... (Rousseau, 1977) y Emilio (Rousseau, 1993). Para una am plia discusión sobre la concep­ ción ro usseauniana del E stado de naturaleza, véase C obo, 1995, especialm ente cap. ir.

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apego a la conducta moral se debe a la existencia natural de dos principios: el amor de sí y la piedad. Mientras que el primero, una pasión, lleva al hombre natural a procurar la satisfacción de sus necesidades -naturales-, la segunda, una virtud, expresada como preocupación y cuidado ante el sufrimiento de los otros, introduce el equilibrio necesario para una conciencia virtuosa. El resultado de la fusión de ambos principios es la unidad, la identidad del buen salvaje, que es capaz de reconocerse a sí en otro, gracias a la virtud que le inclina hacia él, y de procurar su propio bienestar, gracias al amor de sí. De este modo, el hombre natural no sólo es fundamentalmente bueno, sino moralmente perfecto, porque sus pasiones (vertebradas por el amor de sí) se ven naturalmente equilibradas por su virtud (fundada y expresada por la piedad). Como se ve, a diferencia de lo que ocurre con los demás iusnaturalistas, las pasiones, ni son na­ turalmente malas (porque en estado natural se ven mediadas por la preocupación hacia los otros) ni encuentran su contrapeso en la razón, sino en la virtud. De hecho, para Rousseau, según podemos advertir en los dos Discursos (Rousseau, 1977) los problemas se inician con la socialidad. Una diversidad de elementos se conjuga para obligar al sal­ vaje, naturalm ente aislado, a reunirse con sus semejantes hasta formar, primero, familias y, después, comunidades. La asociación trae consigo la división del trabajo, ésta la acumulación y esta últi­ ma la desigualdad, fuente de corrupción moral. En efecto, la desigualdad corrom pe moralmente al hombre porque destruye la piedad (la inclinación natural por los otros) y transforma el amor de sí en egoísmo. El equilibrio entre virtud y pa­ siones queda roto en favor de estas últimas y en el hombre social la unidad natural se toma en dualidad, escisión, enajenación, así como el quebrantamiento de la igualdad natural da origen a un orden social ilegítimo. Vemos así que en este punto sí coincide Rousseau con otros ilustrados, pues cuando las pasiones pierden su freno natural son consideradas la fuente de corrupción del ser humano.

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La propuesta rousseauniana enfrenta tanto la imposibilidad de retomar al aislamiento primigenio como la necesidad de refundar el orden social bajo nuevas bases que recuperen los principios de mora­ lidad y legitim idad del Estado de naturaleza. Esta refundación que, como ya vimos, tiene su origen en el contrato social, debe ser, sin embargo, cualitativamente distinta al estado natural, en primer lugar porque el hombre natural está aislado por definición, y, en segundo lugar, porque el mismo proceso histórico lo ha transfor­ mado. De este modo, en la sociedad legitimada por la institución de la voluntad general, que sigue los principios naturales pero es una construcción artificial, la razón -artífice del pacto- se toma fuente de moralidad y obliga a recuperar socialmente a la piedad. Sólo así se conjugan la socialidad y la igualdad. En el pensamien­ to de Rousseau vemos concretarse una de las ideas fundamentales de la sociedad moderna que se coloca al lado de la libertad y la igualdad: la fraternidad. La recreación de las virtudes naturales en Estado civil transforma la piedad del hombre aislado en la frater­ nidad de la sociedad moderna. De hecho, como lo sugiere la pro­ puesta de Amorós, la igualdad y libertad naturales se realizan a través de un pacto juramentado que, en este caso, no sólo constituye al orden social, sino que lo constituye como una cofradía mascu­ lina. En este sentido, como lo planteó Rousseau, la fraternidad es condición de posibilidad de la libertad y la igualdad en Estado civil. Éste sería, a grandes rasgos, el esbozo de la propuesta iusnatu­ ralista en cada uno de los autores tratados. Como se ve, en el esfuer­ zo por encontrar la fundamentación racional del Estado, nuestros autores recurren al diseño contractualista y a un método que quiere ser científico-demostrativo. Ambos -diseño y m étodo- los obligan a toparse con el tema de la familia y el problema de la desigualdad social entre hombres y mujeres. Es indudable que los iusnaturalistas abordan este tema obliga­ dos por la polémica que sostuvieron con los defensores del dere­ cho divino de los reyes, quienes establecían una relación inmediata y natural entre el poder del padre y el poder del monarca, razón por

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la cual fueron llamados patriarcalistas. La posición de estos cru­ zados ideológicos, que llegó a contar con sir Robert Filmer como su representante más destacado, pretende fundam entarse en la palabra divina plasmada en las Sagradas Escrituras para demostrar que el poder monárquico está directamente legitimado por Dios. Así, el argumento sustentado por Filmer en diversos escritos,42 siguiendo la lógica tradicionalista de fundamentación del poder político,43 se basa en sustentar que el origen legítimo de todo p o ­ der se halla en la capacidad natural de engendrar. En este sentido, el autor remite al libro del Génesis para mostrar cómo Dios hizo de Adán dueño y señor de todas las criaturas vivientes, de los bienes y de los hom bres, en virtud de que sería el engendrador de su propia descendencia. Del mismo modo, según Filmer, el poder otorgado al primer hombre sobre Eva (Gen., m, 26) debe basarse en que, al haber sido ella creada de una costilla de Adán, él puede considerarse como su padre. Siguiendo esta misma lógica, nuestro patriarcalista establece que el título de dueño y señor del mundo ha de ser transmitido, desde Adán, siguiendo el principio de primogenitura, y acude repetidamente a las Escrituras para señalar cóm o en todos los casos coincide plenam ente el ejercicio del poder patriarcal con el del poder político. En este sentido, los argumentos contractualistas se ven obliga­ dos a enfocar el problema de las relaciones de poder en la familia 42Film er dedica específicam ente al tem a de la continuidad entre poder patriarcal y poder monárquico un texto breve. Patriarca (Filmer, 1966), escrito hacia 1640 pero que no es publicado sino hasta 1680. Sin em bargo, en varios otros escritos posteriores (que ya incluyen, por ejem plo, unas Observaciones sobre Hobbes) com plem enta las tesis patriar­ calistas añadiendo referencias m ucho m ás precisas al poder generativo exclusivo de los padres com o fuente natural del poder político. Cfr. el P rim er ensayo sobre el gobierno de Locke (1966) donde se citan partes sustanciales de esos textos. Tam bién véase Gam bra (1966) y Patem an (1992). 43Bobbio llam a aristotélica (en oposición a la iusnaturalista) a esta lógica denom i­ nada aquí tradicional. Según este autor (B obbio y B overo, 1981), la tradición aristotéli­ ca de fundam entación del poder político, en contra de la cual se erige el contractualism o, tiene un carácter tanto historicista com o naturalista; es decir, considera que el surgim ien­ to de la Polis es la consecuencia de un proceso histórico agregativo que se inicia con la fam ilia com o com unidad natural jerarquizada gobernada por el padre. El poder de este último deriva de la propia naturaleza, que le hace ser el factor decisivo en la generación de la prole.

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para desmontar los supuestos tradicionales de fundamentación del poder político. Su objetivo central, como resulta lógico, será des­ mentir la continuidad entre las dos comunidades -fam iliar y polí­ tica-44 y deslegitimar así todo fundamento natural o histórico del Estado civil. En esta tarea es sin duda Locke, que contesta directa­ mente a las tesis de Filmer, quien se refiere de modo más explícito a los argumentos del patriarcalismo; no obstante, los otros autores son igualmente claros al desmarcarse del sentido de esas tesis. Antes de dar paso a la explicación de cómo se refieren nuestros tres autores al poder ejercido dentro de la familia, es importante ha­ cer notar que en la discusión sobre el poder generativo del padre y sus eventuales consecuencias políticas, entre patriarcalistas y contractualistas se juega algo más que la moderna legitimación del po­ der político. En efecto, los argumentos de los ilustrados en esta polémica se inscriben inadvertidamente en una discusión distinta, de larga data, sobre la propia definición de la sexualidad y las mujeres que, a partir del giro adoptado por el discurso ideológico en los siglos xvn y xvm, contribuirá a configurar la imagen esencialista de la mujer que obra como poderoso referente de identidad feme­ nina en la modernidad. Si, por una parte, Filmer y los defensores del patriarcalismo han de sustentar el origen divino y natural del poder político acudiendo a la figura del padre como único agente generador en la concep­ ción, los contractualistas se ven forzados a revalorizar el papel de la madre en la procreación para anular la base del argumento de sus opositores. Al acudir a la primera figura, Filmer reduce el papel de las mujeres, en palabras de Carole Pateman, al de una vasija vacía45 siguiendo, en lo fundamental, la tesis aristotélica que considera el semen del varón como causa eficiente de la generación, mientras que el de la mujer se reduce a proporcionar la causa material (Laqueur, 1994: 84). Thomas Laqueur nos hace ver que esta sentencia aris­ totélica se inscribe en una antigua confrontación con autores que 44Como de costumbre, será Rousseau el que ofrezca mayor complejidad en este tema. En efecto, según verem os más adelante, la distinción que establece el autor entre el E sta­ do presocial y el Estado civil propiam ente dicho, hace que considere que el prim ero deri­ va directam ente de la com unidad familiar. 45 Véase infra. “El contrato sexual” : 87.

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siguen la línea hipocrática y, posteriormente, la asumida por Galeno, favorable a la idea de que los fluidos femeninos juegan un papel activo en la generación de nueva vida. Sin embargo, en el terreno de los discursos científico y social, esta polémica se vuelve com­ pleja hacia el siglo x v i i cuando se ve solapada por otra oposición modélica: la que enfrenta la idea antigua de un solo sexo con dos grados, a la de dos sexos opuestos y específicos. De acuerdo con la primera tesis, que prevaleció desde la Antigüedad hasta, al menos, el Renacimiento,46 el sexo femenino no es sino una versión infe­ rior, imperfecta, del masculino. Más exactamente, el aparato geni­ tal femenino se consideró un aparato genital masculino invertido (Laqueur, 1994: 55 y ss.), que no había podido llegar a descen­ der a su posición correcta por falta de calor. De este modo, mientras Aristóteles sostiene que esta imperfección hace al semen femeni­ no estéril, Galeno considerará que éste interviene con distintos grados de potencia (igual que el masculino) en la generación. En opinión de Laqueur, la prevalencia durante siglos de un modelo que, con sus variantes, sostiene la existencia de un sexo único, se vio afectada por diversas razones, entre las cuales las médicas no superan a las sociales. Efectivamente, la visión de dos sexos sus­ tancialmente distintos entre sí, se fragua primero, y cobra plena for­ ma después, en estrecha relación con el progresivo éxito de una visión social de las mujeres y los hombres como criaturas esen­ cialmente distintas.47 De este modo, los opositores a Filmer acuden tanto a la razón como a la revelación (Locke) para sostener la intervención equi­ tativa de ambos progenitores, apoyándose en un discurso médico que paralelamente destaca las diferencias esenciales entre ambos sexos. Sin embargo, la exposición del fundamento racional de la familia tropieza con muchos obstáculos, contradicciones e incoherencias 46En el R enacim iento podem os encontrar las prim eras referencias de un discurso m édico que enarbola con relativo éxito la visión de una sexualidad fem enina procreadora. Cfr. D e M aio, 1988: 43-44. 47L a visión de la esencialidad fem enina tendrá su coronación, com o hem os de ver en el apartado correspondiente, con el discurso del rom anticism o. En lo que sigue se verá cóm o en nuestros tres autores (destacadam ente en Rousseau) se percibe la construcción de la lógica que cim entó esa final concepción.

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como resultado, ante todo, de la paradoja implícita en la conside­ ración de lo femenino y las mujeres. Veamos algunos ejemplos. Recordemos que en el Leviatán una de las preocupaciones constantes de Hobbes es demostrar la igualdad natural entre los hombres y deducir de ella la fundamentación racional del poder político. En otros términos, si las diferencias entre los hombres no son suficientes para considerarlos desiguales, la sujeción de unos a otros no se explica por las características naturales de las personas, sino por los consensos racionales que hayan alcanzado: La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las fa­ cultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la di­ ferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cual­ quiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquina­ ciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peli­ gro que él se encuentra. En cuanto a las facultades mentales (...) yo encuentro aún una igualdad más grande, entre los hom­ bres, que en lo referente a la fuerza (Hobbes, 1992: 100). Los efectos de esta igualdad natural no sólo repercuten en la constitución del poder político, sino, según Hobbes, en cualquier relación de sujeción entre hombres: La desigualdad que ahora existe ha sido introducida por las leyes civiles. Yo sé que Aristóteles (...) considera que los hom­ bres son, por naturaleza, unos más aptos para mandar (...) como si la condición de dueño y de criado no fueran establecidas por consentimiento entre los hombres, sino por diferencias de talento, lo cual no va solamente contra la razón, sino también contra la experiencia (Habbes, 1992: 126).

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Por los párrafos anteriores debemos suponer (ya que nunca se nos indica lo contrario) que los términos “hombre” y “hombres” aluden al género humano y no a los varones de la especie,48 en con­ secuencia, y en buena lógica, no habría manera de sostener que las características naturales que supuestamente distinguirían a hom­ bres y a mujeres pudiesen fundar el dominio de unos sobre otras. De hecho, cuando Hobbes trata del dominio masculino, sostiene que éste no puede ser legítimamente fundado en la superioridad de los hombres, “ya que la diferencia de fuerzas no es tan grande como para que el hombre pueda dom inar a la mujer sin lucha” (Hobbes, 1993: 83). Pero el tema parece no ocupar la atención del autor más que cuando debe aludir al poder en la familia y, más específicamente, al dominio sobre los hijos. Así, pese a dar por hecho la superioridad del género masculino, Hobbes no admite que ella sea suficiente para fundar su derecho a mandar en la familia. En realidad, a diferencia de los otros autores, Hobbes defiende la idea de que en Estado de naturaleza el poder sobre los hijos (aunque no sobre el marido) lo tiene la mujer, y da una explicación histórica al traslado de este dominio a los hombres en el Estado civil: El dom inio se adquiere por dos procedimientos: por gene­ ración y por conquista. El derecho de dominio por generación es el que los padres tienen sobre sus hijos, y se llama paternal. No se deriva de la generación en el sentido de que el padre tenga dominio sobre su hijo por haberlo procreado, sino por consen­ timiento del hijo, bien sea expreso o declarado con otros argu­ mentos suficientes. Pero por lo que a la generación respecta, Dios ha asignado al hom bre una colaboradora; y siem pre existen dos que son parientes por igual: en consecuencia el dominio sobre el hijo debe pertenecer igualmente a los dos, (...) lo cual es imposible, porque ningún hombre puede obe­ decer a dos dueños.49 Y aunque algunos han atribuido el 48Por lo demás, el capítulo xm, del que extrajim os este párrafo, lleva por título: De la condición natural del género humano, en lo que concierne a su felicidad y a su miseria. 49E xtrañam ente este argum ento ju g ó un papel im portante para justificar entre los ilustrados y sus herederos la subordinación de las mujeres. Y decimos “extrañam ente” por­

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dominio solamente al hombre, por ser el sexo más excelente, se equivocan en ello, porque no siem pre la diferencia de fuerza y prudencia entre el hombre y la mujer son tales que el derecho pueda ser determ inado sin guerra. En los estados, esta controversia es decidida por la ley civil: en la mayor parte de los casos, aunque no siempre, la sentencia recae en fa­ vor del padre, porque la mayor parte de los estados han sido erigidos por los padres, no por las madres de familia. Pero la cuestión se refiere, ahora, al estado de mera naturaleza (...) (en el cual o bien se acude al contrato o bien) el dominio corres­ ponde a la madre porque (...) no puede saberse quién es el padre (Hobbes, 1992: 163-164). En este caso, el dominio corresponde a la madre porque es ella quien protege al hijo: si lo abandona, el dominio será de quien lo salve, porque, siendo la vida el bien máximo del hombre, su pre­ servación es el único motivo racionalmente válido para someterse a otro. Como vemos, este argumento nos ayuda a fundar racionalmen­ te el dominio sobre los hijos de acuerdo con las mismas reglas lógicas del autor, pero el dominio del hombre sobre la mujer es otra cosa; al parecer se justifica -sin explicarse- en Estado civil, aunque, aparentemente, no en Estado de naturaleza.50 De acuerdo con el propio criterio que Hobbes propone, esto es, el de la supervivencia, no hay modo de justificar que las m uje­ res, como género, acordaran racionalmente su sometimiento a los

que con la Ilustración cobra renovados bríos la noción de negociación política y corres­ ponsabilidad del poder. El argum ento se reproduce casi exactam ente en los m ism os tér­ m inos en casi todo autor ilustrado que aborde el tema. Una de las voces M ujer de la E nci­ clopedia de D iderot dice al respecto: “Pero aunque m arido y m ujer posean los m ism os intereses en su sociedad, es esencial que la autoridad de su gobierno pertenezca a uno u otro” (com pilado en Puleo, 1993: 37). 50 Hobbes no habla de dom inio fem enino en Estado natural: aunque hace alusión al m ito de las Am azonas, las presenta com o guerreras que tenían una sociedad fem enina y un acuerdo con los hom bres para la procreación y el reparto de los niños. En Estado civil sólo habla de las reinas que dominan a su marido cuando éste es un príncipe consorte, el cual es un caso realm ente excepcional.

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hombres, ni en Estado natural ni en Estado civil. Recordemos que para él, la conquista es una forma de legitimar la dominación, y, en ese caso, si un hombre conquista a una mujer podría considerarse legítim am ente su amo pero, ¿qué puede llevar a pensar en una guerra de sexos ganada por los hombres?51 ¿Cuándo se justifica el paso de la concepción de individuos a la de géneros que luchan entre sí? El autor da aquí un salto lógico: Pero en el estado de naturaleza, como el varón y la hembra se unen de tal forma que no haya poder de uno sobre otro, los nacidos de ellos son de la madre (...). Pero en el Estado, si se da un contrato entre hombre y mujer para cohabitar, los hijos que se engendren serán del padre, porque en todos los esta­ dos, es decir, en los constituidos en régimen patriarcal, no matriarcal, el poder doméstico pertenece al varón; y ese con­ trato, según las leyes civiles, se llama matrimonio. Pero si se trata de un mero concubinato, los hijos serán del padre o de la madre, según lo que determinen las leyes civiles de los diver­ sos estados (Hobbes, 1993: 84). Lo que Hobbes intenta en primer término al tratar este tema es, desde luego, desmontar los argumentos tradicionales que esta­ blecen una línea de fundam entación del poder político que va desde el poder (generativo) del padre, al del amo y al del gobernan­ te: al establecer que el dominio sobre los hijos es, inicialmente, de la madre, y que este mismo poder no deriva de la naturaleza sino del pacto, el poder del padre, como tal, sólo puede ser producto de circunstancias precisas en la celebración de un contrato. Así, el poder paterno resulta, bien de la cesión de ese derecho por parte de la madre en Estado de naturaleza, bien del establecimiento de 51 Por lo dem ás nada justificaría, de acuerdo con los argum entos del propio Hobbes, que en esa supuesta guerra ganaran los hom bres. C om o lo señala A ngeles Jim énez, el principio hobbesiano de egoísmo individual no perm itiría justificar una supuesta debilidad colectiva de las mujeres derivada de su necesidad de cuidar a los/as hijos/as, pues, si hacerse cargo de ellos/as las pusiera en riesgo, las m ujeres abandonarían sus deberes m aternos sin dudarlo, y pensar en una razón deficitaria de las m ujeres com o genérico tam bién contradi­ ce los principios nom inalistas del autor (Jim énez Perona, 1992: 232).

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un Estado civil patriarcal, y, de ninguna manera, puede ser con­ siderado un hecho natural. Sin embargo, una vez abordado el pro­ blema del surgimiento y la fundamentación del poder del padre, Hobbes se topa con otro poder que, al parecer, no formaba parte de sus preocupaciones iniciales - y debemos suponer que tampoco ocupaba la mente de los patriarcalistas-, es decir, el ejercido por un sexo sobre otro. Esto es, la subordinación sexual sólo se trata como resultado de la preocupación por el legítimo dominio sobre los hijos, y no como un problema en sí misma. Cuando finalmente se le aborda vemos una solución poco clara. En primer lugar, debe­ mos suponer que en Estado civil las mujeres han sido dominadas por los hombres y, en consecuencia, todo lo que les pertenece, incluyendo el derecho sobre los hijos, pasa al poder del marido. También queda claro que nuestro autor considera el matrimonio -que sólo existe en Estado civ il- como un contrato de sujeción femenina, aunque deja abierta la posibilidad de que existan otros tipos de contrato en los cuales el poder de la pareja recaiga en uno u otro cónyuge según lo determinen las leyes civiles de los diver­ sos estados. Pero lo que no encontramos es el razonamiento que explique la subordinación de las mujeres o el establecimiento de estados patriarcales, sobre todo si hemos de considerar una y otros legítimamente fundados por el pacto. Veamos, Hobbes dice que en Estado de naturaleza “por derecho natural, el vencedor es señor del vencido” (Hobbes, 1993: 83), y también que “si a la madre la han hecho cautiva de guerra, el nacido de ella es de quien la ha cautivado (...)” (Hobbes, 1993: 84). Estoes, en estado natural puede existir dominio legítimo por conquista, en la medida en que, para nuestro autor, un contrato hecho por temor es válido; así, puede darse el hecho de que alguna m ujer sea hecha cautiva de guerra y en esa medida sometida a quien la ven­ ció pero, ¿puede de esto deducirse que las mujeres hayan sido some­ tidas como género a resultas de una conquista? ¿No habrían sido sometidos los hombres que estaban con ellas también? Hobbes mis­ mo asienta que en estado natural no se justifica que la supremacía del sexo masculino implique dom inio sobre las mujeres como tales, es decir, que puede haber conquista, pero ésta no se explica

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por causas naturales, por lo que puede ser comprensible el some­ timiento de unos individuos a otros, pero no el sometimiento de un sexo a otro como conjunto. Por otra parte, al dar por hecho la existencia de estados patriar­ cales y matriarcales, Hobbes da un aval implícito a la guerra de sexos, es decir, al enfrentamiento de hombres contra mujeres, que cuentan como tales y no como individuos. Aquí hay un salto lógi­ co sin justificación explícita. En el Estado civil, nuestro autor da por sentado otro hecho que necesitaría ser explicado: el matrim onio es un contrato de sujeción de las mujeres a los hombres. Los estados patriarcales -que parecen ser la regla-, según se deduce de este razonamiento -aunque no de los principios y supuestos fundam entales de la doctrina tal como son expuestos explícitamente-, han sido funda­ dos, no por la totalidad de los individuos previamente existentes en Estado de naturaleza, sino sólo por aquellos que continuaban siendo libres e iguales después de un proceso de conquista. Si nos atenemos sólo a este razonamiento, la totalidad de las mujeres, no queda claro por qué, ha pactado su sujeción a los hombres (como hombres) en Estado natural y continúa en esa situación al consti­ tuirse el Estado civil. Sin embargo, la inconsecuencia interna de Hobbes es aun más grave: como hace ver Celia Amorós, a pesar de sus afirmaciones explícitas sobre la igualdad entre los sexos en Estado de naturaleza, Hobbes realm ente nunca concibe a las mujeres como individuos, y, en consecuencia, ellas no pudieron haber pactado su sujeción ni entonces ni en Estado civil. Esto se evidencia con esta cita que recoge la propia autora: “Así, halla­ mos en la naturaleza del hombre tres causas principales de dis­ cordia. (...) (Por) La primera hace uso de la violencia para con­ vertirse en dueño de las personas, m ujeres, niños y ganado de otros hombres” (Hobbes, 1993: 102). Las mujeres están claramente definidas aquí como botín de guerra. Si bien los hombres también pueden serlo, esto sucede en tanto que han peleado una guerra y perdido, pero nunca “en tanto que posesión del protagonista de la guerra, nunca en tanto que

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esposos” (Amorós, citada por Jiménez Perona: 1992: 233). Así, al parecer, en Hobbes dom ina en última instancia la visión de las mujeres como sometidas de antemano -p o r naturaleza- y como genérico a los hombres, y nuestro autor omite toda referencia a esta serie de contradicciones. ¿Se trata sólo de un error? No podemos pensar que el error obedezca a la fuerza de las concepciones de su época, que veían a las mujeres como subordinadas naturales de los hombres porque sabemos que se ha gestado ya un pensamien­ to feminista contrario a esta visión.52 A esto se suman otros ele­ mentos que nos alejan de la supuesta explicación historicista. En principio, el propio discurso de Hobbes impide sustancializar cualquier dominación humana, de tal modo que, pretendiendo ser fiel a sí mismo, asienta explícitam ente la igualdad natural aun entre hombres y mujeres (aunque luego traicione de varios modos esta declaración). En segundo lugar, en su época diversas voces se alzaban para denunciar la incompatibilidad de la subordinación fem enina con los m ism os principios de la razón53 que tanto defendió el propio Hobbes. Así, para explicar su inconsecuencia podríamos admitir, con Jiménez Perona, que el interés juega un papel importante: Cabe, sin embargo, sospechar que el error de Hobbes responde en realidad a la clara conciencia que tiene de que el Estado moderno que él teoriza necesita una institución en cuyo seno las mujeres están sometidas. El “supuesto error”, pues, está al servicio de esta necesidad (...) Hobbes, pues, al traicionar su propio discurso crea las condiciones para legitimarlo (Jiménez Perona, 1992: 234). 52T enem os el ejem plo m ás claro en las reflexiones fem inistas de F. Poulain de la B arre (V éase “Fem inism o ilustrado” : 97), contem poráneo de Hobbes, para no hablar del m ovim iento preciosista en Francia. 53 Hablam os, en el caso de Hobbes, principalmente de las voces de m ujeres literatas, que acudían a principios racionalistas para defender la igualdad entre los sexos que desde el siglo xv eran bien conocidas y difundidas en Europa, pero además, para los casos de Rousseau y Locke, tam bién podíam os acudir a hom bres que form aban parte de la fundación del dis­ curso ilustrado, com o es notoriamente el caso de Poulain de la Barre, a cuya obra nos referi­ rem os más adelante (Cfr. Amorós. 1997).

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Llegado este punto es imprescindible introducir una digre­ sión. Si bien la doctrina del derecho natural moderno se plantea como un método apropiado para conseguir los objetivos trazados por el llamado Proyecto de la Ilustración, es decir, para fundar el orden social en un principio inmanente al ser humano y al propio ser humano como libre y autónomo, con el fin -entre otros- de garantizar el progreso de la razón práctica, la lógica del contractualismo nos permite ver un ángulo bastante curioso del citado proyecto. Con independencia de cuál se considere la cualidad esencial del hombre en cada teoría del contrato, es evidente que, para todos los autores identificados con una fundam entación racional del poder político, la libertad natural es un elem ento indispensable en la definición del ser hum ano, del individuo. Pero, ¿cómo se define la libertad? Ciertamente, no como la capa­ cidad de hacer lo que una quiera, sino, curiosamente, como la de sujetarse a los dictados de la propia razón. Esta idea de libertad en realidad permite definir tanto al individuo ilustrado como al con­ cepto de autonomía, ligado a él. La autonom ía es autofundamentación, definición a partir de los propios términos, y esos tér­ minos propios, específicos, humanos, son los de la razón. Por ello la capacidad de ser libre está definida como una prescripción: para ser libre has de someterte a los dictados de tu propia razón, porque sólo así podrás considerarte autónomo, definido en tus propios términos. Sin embargo, ha de notarse que la prescripción es necesaria porque en el ser humano no sólo impera la razón. Las pasiones, según recordaremos, forman también parte integral del ser humano, pero, curiosamente, ellas no definen al individuo, o, para ser más precisas, lo amenazan. Si amenazan su autonomía y libertad quiere decir que, aunque existan en él, representan una fuerza externa a la que ha de dominarse para poder dar cauce a la propia identidad. Esto es lo que permite el Estado civil: al ser creado racionalm ente, como un estado de sujeción a la norma racional, de control de las pasiones, el orden político ofrece las mejores condiciones para el desarrollo de la libertad humana. De este modo, el concepto ilustrado de libertad puede ser visto como una fórmula legitimadora de cierto tipo de subordinación:

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el individuo ejerce su libertad, es decir, se considera autónomo cuan­ do subordina sus pasiones a la razón; atiende a su libertad cuando ingresa en el pacto fundante del orden político y se somete, de este modo, a la soberanía del Estado. La teoría del contrato, tan cara a los pensadores ilustrados, proporciona el modelo perfecto para relacionar estas dos ideas aparentemente contradictorias: alguien puede participar en un contrato sólo si es un individuo, si está defi­ nido por la razón, la libertad y la igualdad, pero el resultado del con­ trato es la cesión de parte de esas cualidades. En efecto, tanto la ficción del contrato originario a partir del cual se fundan el Estado moderno y sus instituciones, como los diversos contratos que tienen lugar en la sociedad civil, particularm ente al nivel del m erca­ do,54 lo que constituyen es una relación de subordinación. Como bien lo señala Carole Pateman (Pateman, 1992), los teóricos del contrato emprenden una fundamentación racional de los diversos poderes, desde el poder del padre y del amo hasta el del gober­ nante y el empresario, que tiene como premisa el establecimiento en pie de igualdad de los contratantes y como resultado la desigual­ dad sustancial, es decir, no sólo una desigualdad formal; la parte subordinada enajena su voluntad (su razón, el derecho a tomar sus propias decisiones) desde el momento en que tiene que obedecer a su contraparte.55 Volviendo a Hobbes, si tomamos en cuenta lo observado en el párrafo anterior, aunque su argumento no se centra en el proble­ ma del poder de los hombres sobre la mujeres, y más bien lo toca marginalmente cuando se ve obligado a ello, queda claro que las mujeres no han participado en el pacto social, porque habían sido subordinadas (como género y no como individuos particulares) en el Estado de naturaleza. Está ausente la explicación del cómo 54 El que C arole Patem an ha bautizado com o contrato sexual, tam bién crea, desde luego, una relación de subordinación, aunque, como veremos más adelante, cuando analice­ mos el trabajo de esta autora, difiere en algunos puntos de otros tipos de contratos. 55Patem an rebate con este argum ento no sólo el discurso contractualista y neocontractualista que proclam a al pacto social com o fundam ento de una sociedad de iguales, sino tam bién im portantes corrientes m arxistas y socialistas que ven en la relación econó­ m ica básica de la sociedad capitalista una relación de explotación sin ver que el sustrato de este efecto es la subordinación.

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y el porqué (como vimos, el argumento de la conquista no puede justificar una sujeción de género), e incluso podemos encontrar que sus argumentos sobre la igualdad fundamental entre hombres y mujeres en Estado natural se contradicen con sus propias men­ ciones sobre la conquista y con su asunción sin más de la consti­ tución de estados matriarcales y patriarcales. En síntesis, Hobbes no sólo diluye un elemento clave para la fundamentación racional del poder al suprimir la explicación de la subordinación general de las mujeres como mujeres, sino que contradice con ello sus propios argumentos sobre la imposibilidad de fundar en la naturaleza huma­ na el dominio de un sexo sobre otro. No deja de llamar la atención, sin embargo, que de los tres auto­ res analizados sea el defensor del absolutismo quien se esfuerza menos en dem ostrar la inferioridad de las m ujeres.56 La expli­ cación de este fenómeno puede encontrarse en el hecho de que Hobbes madura su teoría política en una época en la que las viejas relaciones feudales siguen siendo moneda corriente y esto afecta la visión de las relaciones entre los sexos: como el mismo autor lo hace notar cuando alude al dom inio de una soberana sobre su marido, un príncipe consorte, la sociedad estamental maneja con bas­ tante tranquilidad la idea de que algunas mujeres excepcionales salgan de la norma de subordinación precisamente porque, dentro de su lógica, las excepciones seguirán siendo eso y no hay peligro de que piensen en convertirse en regla. Veremos que, en parte, la lógi­ ca de Rousseau y los jacobinos, presidida por la exigencia democratizadora, temerá en cualquier excepción a la norma un claro peli­ gro de generalización: lo que ha sido válido para una mujer, en una sociedad democrática, podrá ser reclamado como válido para todas.51 56Es significativo, por ejemplo, que, a diferencia de la aplastante mayoría de quienes ha­ bían dedicado hasta entonces alguna línea al libro bíblico del Génesis, Hobbes no hace recaer la culpa de la perdición en Eva sino en Adán (Cfr. Hobbes, 1992, parte tercera: 370). 57 Sobre la aceptación de virtudes habitualm ente reconocidas sólo a los varones, en mujeres excepcionales por la lógica estam ental, Cfr. Amorós, 1997: 67-74. Para un exten­ so análisis de cóm o los dem ócratas revolucionarios durante la Revolución francesa co n ­ sideraron, por estas razones, peligroso que cualquier m ujer participase en la vida pública (llegando algunos a plantear que se prohibiese a las m ujeres aprender a leer), Cfr. Fraisse, 1991.

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Las cosas se toman más difíciles en el caso de Locke. En principio, promete abordar el punto con mayor claridad cuando, con el fin de dejar bien sentado cuál es la fuente del poder político, pretende definirlo y distinguirlo así de otro tipo de poderes: Creo que no estará fuera de lugar, a este propósito, que yo exponga lo que entiendo por poder político, a fin de que pue­ da distinguirse el poder de un magistrado sobre un súbdito, de la autoridad de un padre sobre sus hijos, de la de un amo sobre sus criados, de la de un marido sobre su esposa y de la de un señor sobre su esclavo. (...) Entiendo, pues, por poder político el derecho de hacer leyes que estén sancionadas con la pena cap ital y, en su consecuencia, con penas m enos graves, para la reglamentación y protección de la propiedad (...) (Locke, 1983: 3). A partir del párrafo anterior, nos quedan claras varias cosas: primero, que el poder ejercido en el interior de la familia no es un poder político, segundo, que éste se distingue por la capacidad para disponer de la vida de quienes le están sometidos, y tercero, que en el interior de la familia existen al menos tres distintos tipos de poderes, aunque ejercidos casi siempre por la misma persona; el del padre, el del amo y el del marido. Siendo estos últimos poderes distintos del político, requieren su propia fundamentación. Locke se detiene en ella, en efecto, aunque sobre todo para mostrar que no existe una relación de continuidad entre el poder del padre y el del gobernante y, en consecuencia, que el de este último es totalmente artificial. Incluso, señala nuestro autor, como lo hiciera Hobbes, que el poder del padre sobre los hijos tampoco se funda en el hecho de haberlos engendrado, sino en los cuidados que les proporciona. A rgum entando contra los defensores del poder paternal, Locke explica cómo, en principio, sobre los hijos también tiene poder la madre, porque, al igual que el padre, les ha dado vida y

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cuidados. Pero, a partir de este punto, la lógica del texto se entram­ pa y cada desarrollo se tropieza con su propio supuesto. Comienza por afirmar que: [Es equívoco el término de] poder paternal que parece situar por completo en el padre el poder de los progenitores, como si la madre no tuviese parte alguna en él; m ientras que, si consultamos la razón o la Revelación, veremos que la madre tiene un título igual (Locke, 1983: 40). Este término -poder paternal- se ha mantenido a pesar de todo por convenir así a los intereses de quienes desean legitimar el poder y la autoridad absolutos basándolos en el supuestamente único poder del padre. Si ese término se cambiase por uno más convenien­ te como el de poder parental: Mal apoyo habría constituido para esa clase de monarquía que ellos defienden que en el nombre mismo se hubiese puesto de m anifiesto que la autoridad básica de que ellos derivan el poder y autoridad de una sola persona manifestase que ese poder no correspondía a una, sino a dos personas conjunta­ mente (Locke, 1983: 41) (las cursivas son mías). Así pues, según sus propios términos, aquel poder que en el capítulo uno, distinguiéndolo del poder político, Locke calificase como del padre sobre sus hijos, en el capítulo seis resulta ser del padre y la madre, conjuntamente, sobre sus hijos. Pero, si esto es así, si este poder es conjunto, ¿cómo se explica aquel otro mencionado al principio, del marido sobre su esposa? Pues bien: no se explica. O, más bien, se aportan al respecto argumentos ambiguos y contradictorios. No sólo se trata de que, a lo largo del mismo capítulo sexto del Segundo ensayo... hable nuestro autor unas veces del poder del padre y cada vez menos del de ambos progenitores, sino, sobre todo, de la forma en que des­ cribe la relación entre el marido y la esposa.

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Asienta al respecto que la primera sociedad fue la que se esta­ bleció entre el hombre y la mujer, y que su origen se halla en un pacto voluntario entre ambos. No obstante, un poco más ade­ lante afirma: .. .siendo necesario que el derecho de decidir en últi­ mo término (es decir, de gobernar) esté colocado en una sola per­ sona, va a parar, naturalmente, al hombre, como más capaz y más fuerte. Como se ve, este nuevo argumento no sólo contradice lo afir­ mado más arriba respecto al ejercicio conjunto del poder, sino que se opone a la propuesta lockeana fundamental sobre la estruc­ tura del Estado civil, es decir, aquella que divide el ejercicio del poder soberano en ejecutivo, legislativo y federativo, sosteniendo que, al menos el primero y el segundo, no pueden estar en manos de una sola persona. Lo que es más: Locke considera idónea la monarquía parla­ mentaria como forma de gobierno e insiste en que la concertación de ideas entre quienes legislan desde intereses distintos es la fórmu­ la adecuada para gobernar (capítulos vn, x, xi). ¿Por qué habría de funcionar distinto el poder en la familia ejer­ cido conjuntamente por el padre y la madre? ¿Es legítimo atribuir el dominio al marido porque se le consi­ dera más fuerte y capaz que la esposa cuando ha insistido en que la fuerza no hace derecho (capítulo xvi), ni las características sin­ gulares pueden fincar la desigualdad jurídica?58 A pesar de sus grandes diferencias políticas con Hobbes, las inconsecuencias de Locke respecto al tema de la subordinación de las mujeres como género parecen tener un fondo común con las de aquél, aunque se plantean siguiendo rutas distintas. Si bien es evidente que, como en el caso de Hobbes, Locke tiene un motivo básico para ocuparse de los poderes ejercidos en la fami­ 58Podríam os acudir a m últiples citas al respecto. Es muy explícito el capítulo vi. parágrafo 54: “Los años y las condiciones personales pueden dar a ciertos hom bres un ju s­ to derecho de precedencia. La superioridad de facultades y de méritos puede situar a otros por encim a del nivel general (...) Pero todo eso se com pagina con la igualdad de todos los hom­ bres cuando se trata del derecho de jurisdicción o de la autoridad que uno puede ejercer sobre otro (...) derecho igual que todos los hom bres tienen a su libertad natural, sin estar ninguno som etido a la voluntad o a la autoridad de otro hom bre” (Locke, 1983: 41).

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lia, es decir, el de contraargumentar la fundamentación del poder del Estado en el poder generativo del padre, el curso que toma su polémica con Filmer, representante conspicuo del patriarcalismo en el siglo xvn, obliga a nuestro autor a seguir su propio rumbo carac­ terizando esos poderes como no políticos. En efecto, el objetivo fundamental del Primer tratado es rebatir a Filmer paso a paso para desmontar los argumentos favorables a la legitimación natu­ ral del poder político. Para ello, sin em bargo, no opera como Hobbes al negar que cualquier tipo de poder tenga un fundamen­ to natural, sino que, más bien, comienza por desmentir el carácter político de los poderes distintos al del Estado. De ese modo, esta­ bleciendo una diferencia cualitativa entre ellos, podrá negar su continuidad natural, el que de un poder (el del padre) se deduzca el otro (del soberano). Así, cuando critica la genealogía del poder político, que Filmer comienza con la mención del dominio natural de Adán sobre Eva, Locke no discute la legitimidad de ese domi­ nio -n i el hecho de que esté fundado en la naturaleza- sino que sea del mismo tipo que el ejercido por un monarca. Lo curioso, en todo caso, es que de los tres poderes no políticos de que se ocupa, sea el poder del marido sobre la esposa el único fundado en la superioridad natural de los hombres (como hombres) sobre las mujeres (como género). En efecto, Locke no estaría dispuesto a sos­ tener que el poder sobre los hijos, aun siendo no político, provenga de un fundamento natural, sino que, como en Hobbes, lo atribuye a un pacto implícito y susceptible de cambiar o terminarse. De igual modo, el poder del amo sobre sus sirvientes o esclavos civiles (Cfr. Pateman, 1992: 50 y ss.) está fundado en un contrato que, no por realizarse en la condición prepolítica del estado natural, deja de estar basado en la condición de individuos libres e igua­ les de sus participantes ni deja de tener una premisa racional. ¿Por qué ha de ser la subordinación femenina un caso distinto? Como vimos, Locke no repara en este trato de excepción y, simplemen­ te, lo da por hecho, aunque al hacerlo incurra en las diversas con­ tradicciones que antes señalamos.

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Com o en el caso de H obbes, el m atrim onio en L ocke se define sin lugar a dudas como un pacto de subordinación de la m ujer al marido, sólo que Locke dibuja su existencia desde el Estado natural, lo que equivale a decir que, ya en Estado de natu­ raleza, las mujeres han sido sometidas (de nuevo, como género) a los hombres. El esquema se repite: si han sido previamente subor­ dinadas, las m ujeres no participan en el contrato que funda el Estado civil porque no son individuos, esto es, han cedido previa­ mente su libertad e igualdad naturales como lo demuestra el pacto de obediencia a su señor implicado en el matrimonio. Ahora bien, ¿significa esto que las mujeres fueron individuos antes de pactar su sujeción? Esto parece un poco dudoso, pues la primera referencia de Locke a la subordinación de las esposas alude al sometimien­ to de Eva, y ella, según el relato bíblico, nace sometida a su amo varón, no sólo porque Yavé la crea de una costilla de Adán, sino por­ que la crea para servirlo. La propia fórmula con que Locke justifica el dominio de los hombres sobre las mujeres menciona explícita­ mente su fundamento natural en las cualidades desiguales de ambos sexos. Parece indudable entonces que, según Locke, las mujeres, p o r naturaleza, están incapacitadas para ejercer la autonomía. Este argumento y su conclusión implican algunos problemas de coherencia interna que ya señalamos, y que podrían resumirse en: 1. El uso de argumentos de excepción para explicar la subordi­ nación de las mujeres, tanto por el recurso, sólo aquí empleado, a una justificación naturalista, como por la asunción, no problematizada, de un contrato que subordina a un grupo humano como conjunto de indiscernibles (Amorós), marcado por una peculiaridad biológica. 2. El empleo de argumentos para justificar la sujeción de las mu­ jeres que habían sido previamente descalificados como posibles legitimadores de cualquier subordinación, entre ellos, el de las capacidades o los méritos desiguales y el fundar el derecho en la fuerza. O bien, contradecir argumentos previamente usados por él mismo para sustentar el poder político, como el de la deseabilidad de un ejercicio conjunto del poder, etcétera.

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Habiendo enumerado rápidamente estas contradicciones queda pendiente, sin embargo, una que se deduce del último problema que hemos referido, es decir, de la condición de subordinación natural de las mujeres, que las niega como individuos y las inhabilita, por tanto, para tomar parte en el contrato social. En efecto, otra de las para­ dojas implicadas por este razonamiento es la de concebir a un gé­ nero que, a la vez, se define sólo como subordinado por el contrato de matrimonio, y que está imposibilitado por naturaleza para tomar parte en cualquier tipo de contratos, al menos en los definidos y de­ fendidos por la propia tradición iusnaturalista. ¿Quiere esto decir que el matrimonio es un contrato de índole no racional? Si así fuera, ¿cómo puede ser considerado legítimo por un pensador que basa toda su filosofía política en la defensa de los contratos entre individuos libres y racionales como única fuente de legitimidad de cualquier relación de subordinación? Si, en cambio, el contrato de matrimonio debe considerarse racional -y esto sólo puede cum­ plirse en condiciones de igualdad- ¿cómo explicar que las mujeres, inferiores como género a los hombres por naturaleza, hayan podido tomar parte en él en Estado natural y sigan haciéndolo en Esta­ do civil? Finalmente, en este último caso, es obvio que en Estado civil las mujeres todas ya están subordinadas a los hombres, dentro y fuera del m atrim onio,59 de modo que cada pacto m atrim onial no hace sino asignar un amo específico a cada encarnación del genérico femenino, pero esta realidad crea para la lógica lockeana un problema -que no enfrenta ni resuelve-: ¿Cómo puede haber un pacto entre desiguales? ¿Qué autoriza a una mujer -que, está claro, no es un individuo- a decir sí quiero, cuando su voluntad ha sido previamente enajenada? Más adelante volveremos a considerar estos 59En efecto, pensar de otro modo equivaldría a considerar que las m ujeres solteras están en pie de igualdad con los hom bres y que sólo se someten, por separado, a uno de ellos cuando firm an el acta de m atrimonio. Sabemos que esto es falso. En el siglo x v ii una m ujer soltera era considerada para todo efecto -ed u cativ o , civil, político, económ ico, jurídico, m o ra l...- inferior por naturaleza al conjunto de los hom bres, de m odo que con el m atrim onio sólo se confirm aba para ella que la regla de obediencia pasaba del padre al m a­ rido, pero, en un sentido más amplio, la subordinación de cualquier m ujer se da respecto de cualquier hombre y de todos los hombres, porque ella no cuenta como persona; sólo como representante de un género sometido. El cam bio de tiem po gram atical obedece a que, en m ás de un sentido, esto sigue siendo válido en nuestros días.

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problemas. Baste por ahora decir que en Locke sólo quedan como conflictos no resueltos que ni siquiera son advertidos por el autor. Parece evidente que, por lo que toca a este punto, Locke es aún menos consecuente con sus propios principios que Hobbes. Pero, sin duda, el caso más conflictivo de los tres lo representa Rousseau. Si nos atenemos al Contrato social, Rousseau no hace alusión al poder del hombre sobre la mujer. Es más; las mujeres no se men­ cionan ni siquiera en el capítulo sobre la familia, en el cual parece que la única relación que existe es la del padre con los hijos: La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la familia; a pesar de que los hijos no permanecen ligados al padre más que durante el tiempo que tienen necesidad de él para su conservación. (...) La familia es, pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, el pueblo de los hijos, y habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su libertad sino a cambio de su utilidad (Rousseau, 1984: 7). Esta escueta imagen de la familia en estado prepolítico no con­ cuerda con la que el mismo autor planteara en su Discurso sobre el origen de la desigualdad... (Rousseau, 1977). En ese texto anterior, considera a la familia desde una perspectiva ambigua pues aunque sea en sí misma positiva, la reunión de varias familias da origen a una suerte de estado presocial: una comunidad corruptora de las condiciones humanas naturales. En pleno Estado de naturaleza, los hijos no están con los padres, a quienes ni siquiera conocen, sino con las madres, quienes se encargan solas de su cuidado mien­ tras ellos las necesiten, aunque no habla de esa relación como de un ejercicio de poder. Es en este mismo texto donde el autor se re­ fiere a la familia como el origen de las funciones diferenciadas para cada sexo: Fue entonces cuando se fijó o consolidó por primera vez la dife­ rencia en la manera de vivir de los dos sexos, que hasta el mo­ mento no había existido. Las mujeres se hicieron más sedenta­

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rias y se acostumbraron a guardar la cabaña y los hijos mien­ tras que el hom bre se dedicaba a buscar la su b sisten cia común (Rousseau, 1977: 132). No explica, sin embargo, las causas para esta distinción de fun­ ciones que, por otra parte, podemos advertir que corresponde más a la idea moderna de la división sexual del trabajo que a ninguna organización real de pueblos, “primitivos” o no. Curiosamente, en este texto tampoco alude Rousseau explíci­ tamente a la dominación del hombre sobre la mujer ni argumenta en absoluto la ausencia de poder de la madre sobre los hijos, hecho que no deja de resultar curioso en dos obras como las antes referi­ das, específicamente abocadas a tratar sobre la desigualdad y el poder. No obstante, en otros escritos se muestra como un defensor a ultranza de la subordinación femenina. La parte de su Emilio, o de la educación (Rousseau, 1993) de­ dicada a explicar la educación idónea que debe darse a las mujeres, ilustra in extenso la concepción rousseauniana del sexo femenino y la clase de contradicciones que esta concepción implica con res­ pecto a sus supuestos generales. De nuevo, como en los casos anteriores, el argumento en que Rousseau basa la legitim idad del dom inio m asculino sobre las mujeres es el de la superioridad natural de los hombres, en tanto que poseen mayor fuerza y mejor entendimiento. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con los otros autores, esta conclusión está disfrazada tras declaraciones simplemente retóricas. Efectivamente, por principio, nuestro autor declara la igualdad de los sexos en aquello que tienen en común como especie, y su dife­ rencia en lo que les distingue como sexos. Esta última, sin embargo, no implicaría desigualdad, pues cada sexo es superior al otro en sus propias cualidades. No obstante, a pesar de declarar esta igualdad, Rousseau acaba por hacernos saber que la ley de la naturaleza para las mujeres es la de estar sometidas a los hombres porque la fuerza de éstos es mayor.

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¿Cómo hacer compatibles aquella igualdad con este someti­ miento? Nuestro autor no se preocupa por ello. Mientras el dominio del sexo femenino por el masculino le resulta, sin más explicación, benéfico, la hipotética consideración del caso contrario le parece aterradora de un modo igualmente inexplicable: “(...) tiranizados éstos por aquéllas, al cabo fueran sus víctimas, y todos se vieran arrastrados a la muerte sin poderse nunca defender” (Rousseau, 1993: 279). ¿Cómo es que la tiranía ejercida por los hombres, a la que, en no pocos pasajes, describe como violenta y brutal, no arrastra a nadie a la destrucción, y en cambio es indispensable para la superviven­ cia de la especie? Una vez asentada, en dos líneas, la igualdad entre los sexos, dedica 200 páginas a mostrar y legitimar la más radical de las de­ sigualdades. Entre sus muchas aseveraciones al respecto, una de las que más claramente tocan nuestro problema es la que sigue: No hay paridad alguna entre ambos sexos en cuanto a lo que es consecuen­ cia del sexo. El varón sólo en ciertos instantes lo es, la hembra es toda su vida hembra, o, a lo menos, toda su juventud: todo la llama a su sexo (...) (Rousseau, 1993: 281). Luego, en lo que resta del texto, complementa esta certeza hablando de las mujeres simplemente como de el sexo (Rousseau, 1993: 290, 291, 303, 310, etcétera). La implicación directa de este razonamiento es que, mientras las mujeres son esclavas de sus funciones naturales y pasan la vida menstruando, pariendo y amamantando, los hombres sólo se deben a la naturaleza en los breves minutos del apareamiento. En consecuencia, la diferencia fundamental que podemos en­ contrar entre unas y otros, es que las mujeres no existen nunca más que como tales, no son personas, sino naturaleza pura, mientras que los hombres, casi nunca naturaleza, son básicamente individuos. La sola afirmación de esta desigualdad bastaría para desm entir aquel primer supuesto igualador con que prometía el autor mirar a los sexos.

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El trato de excepción dado a las mujeres no es accidental en la obra rousseauniana, sino estructural: se extiende incluso al uso dis­ tinto que se da a los mismos conceptos cuando se refieren a ellas o a los hombres. La disparidad en la conceptualización de unos y otras nos muestra que para Rousseau hombres y mujeres, lo mascu­ lino y lo femenino, lejos de ser básicamente complementarios, son incontrastables.60 Esta cualidad sustancialmente distinta - y desi­ g ual- comienza a revelarse desde la idea de hombre natural: se vuelve claro que el concepto excluye a las mujeres cuando Rous­ seau las menciona como objeto del deseo masculino. La aparición de las féminas en Estado de naturaleza es, así, puramente adjeti­ va y sirve para calificar m ejor alguna condición o atributo del sujeto real: el hombre. El siguiente nivel en que se revela la cons­ trucción rousseauniana de una categorización paralela para tratar a las mujeres es el de la definición del Estado de naturaleza. Como lo hace ver Rosa Cobo (1995), la diferencia ontológica que pre­ sume Rousseau entre los sexos, lo obliga a pensar en dos esta­ dos de naturaleza distintos para referirse a uno o al otro. Así, cuan­ do habla del hombre natural lo hace desde la descripción de un estado natural “puro” y cuando se refiere a las mujeres las ubi­ ca en otro Estado de naturaleza, éste “presocial”. Este segundo estado natural se caracteriza por la desaparición del individuo aislado y la creación de la familia. Como hicimos notar en párrafos anteriores, el surgimiento mismo de la familia implica para nues­ tro autor el establecimiento de las condiciones de subordinación de las mujeres y de reclusión en el ámbito doméstico que Rousseau asocia inmediatamente con la naturaleza femenina. Recordemos que para el ginebrino la naturaleza es un paradigma regulador: el hombre social debe, para ser mejor, para ser individuo, para ser libre, descubrir en sí mismo al hombre natural. La mujer, en cambio, “ Esto a pesar de su exposición de la com plem entariedad entre los sexos en el m atri­ monio relatada en el Emilio. En efecto, aunque en ese texto Rousseau alega que la unidad de los esposos es la única vía para la constitución de un individuo moral, es evidente que para esta afirm ación tom a en cuenta al sentido com ún -q u e no al buen se n tid o - de su época que considera al m atrimonio com o la fusión de dos seres en la persona del marido. L a supuesta fu sió n no es sino subordinación privada y anulación pública de la esposa, cuya ontología no puede siquiera com pararse con la del marido.

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encuentra en su naturaleza las razones para subordinarse a los varones. Por otra parte, la naturaleza fem enina parece ser para Rousseau en cierto sentido antinatural: recuérdese que para ella recomienda los artificios que condena enérgicamente en los hom­ bres. Así, desde el estado natural, la naturaleza femenina es sustan­ cialmente distinta de la masculina, motivo por el cual nuestro autor parece obligado a concebir estados originarios diferenciales para describir a cada uno de los sexos. Al mismo tiempo, la distinción entre ambos espacios naturales sirve al autor para fundamentar dos espacios desiguales en Esta­ do civil: se trata, respectivamente, del espacio público y el privado. Veamos el derrotero lógico de esta operación. Si bien, tanto Rousseau como los demás contractualistas omi­ ten la mención específica de la división de espacios en sociedad civil (omisión que será superada por Hegel), es obvio que todos ellos reconocen implícitamente la existencia de un orden no polí­ tico dentro del orden político. Aunque, como veremos, este espacio de excepción tiene, a su vez, distintos niveles, la forma inmediata en que se revela en la lectura de los iusnaturalistas es mediante la inserción en el Estado civil de la familia. En efecto, ya sea que se considere a la familia como existente en el Estado de naturaleza (Locke, Rousseau) o bien como fundada en el cuerpo político (pre­ tendidamente Hobbes), su inserción en este último resulta, a pri­ mera vista, bastante ambigua. Como vimos, nuestros tres contrac­ tualistas dan por hecho que la familia es una estructura de poder (aunque discrepan sobre su carácter político), pero, al mismo tiem­ po, se repita o no el esquema de subordinación existente entre el soberano y los súbditos, lo que está claro es que esa estructura repre­ senta una ínsula en el Estado civil, en la medida en que no todos los miembros de la primera han participado en la creación del último ni, en estricto sentido, forman parte del mismo una vez fundado. La familia que describen casi todos los contractualistas se com­ pone del jefe, es decir el marido, el padre y el amo conjuntados en una sola persona, y sus subordinados, es decir, la esposa, los hijos y los sirvientes y/o esclavos (civiles). De entre estos últimos sólo la esposa (excepto para Hobbes) se encuentra subordinada al mari­

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do por causas naturales. Esta pequeña organización jerárquica se encuentra (a veces se traslada desde el Estado de naturaleza) en el interior del Estado civil, pero no puede ser descrita en sus mismos términos. Primero porque, como vimos, su fundación no se produce mediante un pacto entre iguales, y, segundo, porque el único miem­ bro que participa plenamente en el espacio político es el jefe, que ha sido el único participante en el pacto social. Representa, por lo tanto, un espacio peculiar, a caballo entre lo natural y lo civil, que parece jugar un papel de interm ediación entre ambos. Desde luego, así lo ve Rousseau, quien encuentra en la familia como estruc­ tura de dominación patriarcal o, mejor aún, de subordinación de la mujer, el perfecto limbo que permite al ciudadano su ingreso en el paraíso político.61 La total dedicación de la mujer al hogar, sin importar cuál sea la clase social a la que pertenezca, permite a Rousseau -uno de los fundadores de la ficción doméstica- soñar con el ciudadano de tiempo completo que, relevado de las preocupa­ ciones de la vida familiar por su sierva privada, queda en libertad para dedicarse plenamente a los deberes de la fraternidad. Como apunta Celia Amorós: (...) la mujer no es sujeto del contrato social ni participa en la constitución de la voluntad general, pues su misma inmedia­ tez hace de ella un ente precívico y determina su aptitud como forjadora, en el espacio privado, de las condiciones de posi­ bilidad de lo cívico, es decir, com o reproductora del ciuda­ dano. Ahora bien, para asegurar que cumpla como guardiana de la función reguladora de los valores del estado de naturaleza, los varones deberán constituirse en sus guardianes: pues la 61 Curiosamenle, siendo Rousseau el eterno inquisidor del hombre escindido, y ene­ m igo de las m áscaras, su propuesta de renaturalización (Cobo, 1995) del individuo en sociedad im plica la división del hom bre social en tres personajes distintos que represen­ tan, según el escenario, disím iles (aunque com plem entarios) papeles: en el prim er decora­ do, el de la fam ilia, nuestro actor es el je fe , el patriarca, que ejerce una autoridad natural sobre su esposa y una im plícitam ente consensuada sobre sus hijos; en el segundo set, el del m ercado, el héroe cam bia su vestuario por el del individuo, que sigue sus intereses egoístas y, finalmente, gracias a las anteriores, se obtiene el verdadero protagonista del re­ lato, el ciudadano, que ha recuperado -c o n m atices- las características del hom bre natu­ ral en el m arco proporcionado por el escenario de la vida política.

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inmediatez, por la que la mujer asumía las connotaciones de naturaleza paradigmática, justifica al mismo tiempo que se le haga objeto de una educación diferencial y altamente represi­ va (Amorós, 1997: 152). Recapitulando, para Rousseau el hombre natural es fundamen­ talmente bueno y simple: no conociendo los conceptos de bien y mal, no puede ser malo, y no hay modo de que las diferencias entre hombres en Estado de naturaleza -que, dada la igualdad moral, son necesariamente físicas- constituyan fuente de dominio (Rousseau, 1977: 128). En este sentido, el tránsito a la primera sociedad es necesaria­ mente corruptor, pues, sin haber inaugurado la libertad civil, per­ mite que los hombres pierdan su libertad natural favoreciendo las condiciones en las que la fuerza de unos sí puede generar el some­ timiento de otros. No obstante, este sometimiento no puede de ningún modo ser legítimo, porque no implica para el subordinado ninguna ventaja y sí la pérdida de su cualidad esencial: la libertad. “La fuerza es una potencia física, y no veo qué moralidad puede resultar de sus efec­ tos. (...) Convengamos pues en que la fuerza no hace el derecho y en que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legíti­ mos” (Rousseau, 1984: 10-11). A pesar de esto, no vacila en aplicar para el sometimiento de las mujeres un razonamiento de excepción, pues, aunque resulta del ejercicio de un poder que en cualquier otro caso considera ilegítimo, aquí su legitimidad le parece evidente e incontestable. Veamos: 1. a) En general, las características peculiares de cada persona, cualesquiera que éstas sean, no fundan una desigualdad significa­ tiva en estado natural, es decir, no bastan para establecer el domi­ nio de unos sobre otros. b) Sin embargo, considera las características naturales que su­ puestamente diferencian a uno y otro sexos; argumento necesario y suficiente para fundar el dominio de los hombres sobre las mujeres.

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a) La fuerza no hace derecho. Si en sociedad unos hombres so­ meten a otros por este medio, ello no implica que tal dominio sea legítimo ni moral. b) Las mujeres deben estar sometidas a los hombres porque son, como sexo, más débiles. 3. a) El hombre natural es mejor que el hombre asociado porque no se ha corrompido. b) Las mujeres son inferiores porque están más cerca de la naturaleza que los hombres. Este tipo de inconsecuencias, presentes en muchas de las pro­ puestas clásicas de la Ilustración, afectaron también la coherencia de su proyecto ético. Si bien es Rousseau quien admite explícitamente que la per­ manencia de las mujeres en lo privado es vital para el ingreso de los hombres en lo público, los otros autores no dejan de expresar de un modo u otro esta convicción, y, por el modo en que lo hacen, queda claro el criterio de excepción para juzgar lo relativo a las mujeres y sus espacios. Efectivamente, la inconsecuencia conceptual a la que hemos venido aludiendo se extiende hasta el punto de implicar la utiliza­ ción de la lógica tradicional contra la cual se emprendió la cruzada iluminista para pensar todo lo relativo a las mujeres y la feminidad. Esta traición a las luces se expresa de varias maneras: el poder que ejerce el varón en la familia no va a encontrar otra justificación válida que la apelación a la voluntad divina y a la naturaleza; su autoridad, en consecuencia, sí obedece a los viejos argumentos patriarcales, salvo por el hecho de que las mujeres no se supone que deban someterse al varón en cuanto padre, sino en cuanto hombre {Cfr. Pateman, 1992: 3). La presencia de esta tensión se expresa también con toda cla­ ridad en la formulación ética del proyecto filosófico-político ilus­ trado que alcanza su expresión más acabada en la obra kantiana. Como intentaremos mostrar, Kant no está pensando en las mujeres cuando se propone dar fundamento racional a la ética y, en

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una de las formulaciones del imperativo categórico, llama a consi­ derar a los demás hombres siempre también como fines en sí mis­ mos y nunca únicamente como medios. De acuerdo con los ejem­ plos que hemos visto hasta aquí, y con otros que podríamos tomar del propio Kant, el sexo se distingue precisamente por no ser nun­ ca un fin en sí mismo y funcionar, en cambio, siempre como un medio: las mujeres son las intermediarias por excelencia, entre los hombres y sus hijos, entre la naturaleza y la cultura, e incluso, como lo evidencia Rousseau, entre lo privado y lo público, pues tienden el puente que permite al jefe de familia transitar el cami­ no de ida y vuelta hacia la ciudadanía. Pero ellas, sus intereses, su vida, sus personas, simplemente no existen como tales. No son, no pueden ser, sujetos morales. La explicación de este golpe a su propia idea de universalismo ético (Cfr. Posada, 1998: 14-15) la proporciona Kant en un capítulo de sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (Kant, 1981). Allí nos hace saber que quienes califican, desde el sentido común, a las mujeres como el sexo bello, aciertan por entero en la definición del carácter femenino,62 por oposición al sexo masculino definido por las carac­ terísticas de lo sublime. Esta naturaleza específica de las mujeres tiene desde luego consecuencias morales: conlleva, por principio, la falta de profundidad en el entendimiento, que ha de orientarse no por el razonamiento, sino por la sensibilidad (Kant, 1981: 148). Después de aclarar que, en las mujeres, la virtud es bella, es decir, adoptada, puntualiza en qué consiste y cómo se orienta: [Las mujeres] Evitarán el mal, no por injusto, sino por feo, y actos virtuosos son para ellas los moralmente bellos. Nada de deber, nada de necesidad, nada de obligación. A la mujer es insoportable toda orden y toda constricción malhumorada. Hacen algo sólo porque les agrada y el arte reside en hacer que les agrade aquello que es bueno (Kant, 1981: 149). 62 Este tipo de operaciones han sido designadas por Célia Am orós com o el círculo Poulain. en alusión a la observación del filósofo cartesiano sobre la retroalim entación entre el sentido común del vulgo (que no su buen sentido) que se dice inspirado por las verdades difundidas por los sabios y el discurso de los pensadores, que se afirm a ver­ dadero por estar fundado en la sabiduría popular (Cfr. Amorós, 1997: 161-162).

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Como otros iusnaturalistas, Kant asocia libertad y razón y diso­ cia ambas de la naturaleza (Cfr. Kant, 1979: 78). Es decir, las cua­ lidades que sirven para construir al hombre como sujeto moral, que lo diferencian del resto de la creación y lo colocan, en su desarro­ llo, p o r encima de la naturaleza, no pueden ser atribuidas a las mujeres, que están definidas por sus ataduras naturales. Kant, por una parte, sostiene que la razón es un atributo de la es­ pecie que iguala a los individuos con independencia del grado en que la posean (Cfr. Kant, 1979: 42), lo cual no le impide afirmar en otro sitio que esa misma cualidad distintiva de la especie sólo toca a los varones, pues las mujeres en su conjunto representan la parte delicada aunque no propiamente racional de la humanidad (Cfr. Kant, 1991: 254). Nuestro autor, con base en estas observacio­ nes antropológicas, da por hecho que existe una superioridad natu­ ral del hombre sobre la mujer que justifica la relación de dominio presentada como necesidad femenina de protección masculina, ante la fragilidad inherente al sexo paridor. Las diversas disertaciones que el autor dedica a este tema no difieren mucho en tono y con­ tenido de las que pergeñó Rousseau en el libro quinto del Emilio... y que seguramente fueron la fuente directa de inspiración de las diatribas kantianas. No habría pues, mucho que añadir a la reflexión sobre las tensiones internas que para el discurso ilustrado supone sostener a la vez conceptos morales universalistas y caracteriza­ ciones esencialistas de la mitad del género humano. Sin embargo, en el caso de Kant debemos aún prestar atención a un punto, sobre el cual nos advierte Carole Pateman (1992), que añade una tensión conceptual específica del discurso kantiano. Al hacerlo, no pode­ mos menos que notar cómo aflora la parcialidad de una visión interesada en el abanderado del universalismo moral (Cfr. Posada, 1998: 15). El punto al que nos referimos es la intrincada definición kan­ tiana del derecho personal de naturaleza real que sale a la luz con el tratamiento que da el autor al tema del matrimonio. Pateman nos hace notar que, si bien Kant define específicamente la relación matrimonial como un contrato, lo menos que puede decirse del mis­ mo es que constituye un contrato bastante peculiar. En primer lugar,

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de acuerdo con la tradición contractualista en la que nuestro autor se inscribe, recordaremos que el contrato debe realizarse entre indi­ viduos libres e iguales y, como ya habíamos apuntado antes, esto coloca a las mujeres en una situación bastante paradójica: de acuer­ do con la definición previa que de ellas se hace en Estado de natu­ raleza, queda claro que no son individuos,63 y, sin embargo, se admite que ingresan en una relación contractual al contraer matri­ monio, con lo cual se definen como individuos. Más allá de las consideraciones que hace Pateman sobre la ambigüedad del con­ trato de matrimonio y sus implicaciones para la subordinación de las mujeres (Pateman, 1992; cap. vi), lo importante aquí es des­ tacar que, en la interpretación kantiana de este contrato, lo más relevante no es el consentimiento de los cónyuges frente a una autoridad pública, sino la consumación privada del acto sexual. En efecto, si un m atrim onio contase con el prim ero, pero no con la segunda, estaríamos frente a un simple simulacro. Esta relación privada, sin embargo, también tiene un carácter contractual por­ que implica un intercambio harto peculiar, ya que, según Kant, el matrimonio es “la unión de dos personas de diferente sexo para la posesión recíproca vitalicia de sus facultades sexuales”. Esta definición comienza a mostrarnos la doble vara con que Kant mide, por un lado, las relaciones entre los individuos (varones), y por otro, las relaciones entre los sexos. En efecto, a pesar de su filiación contractualista, Kant discrepa radicalmente del sustento lockeano de las relaciones de intercam­ bio. Mientras que Locke define al individuo como propietario de sí mismo, lo cual, entre otras cosas, lo faculta para ingresar en un contrato laboral cediendo parte de su propiedad (su fuerza de tra­ bajo), Kant afirma que una persona no puede ser sujeto y objeto al mismo tiempo, y que, por lo tanto, es imposible ceder parte de la persona como si fuera una cosa (Cfr. Macpherson, 1979). La per­ sona es un todo unitario, y una pretendida cesión parcial cosificaría al sujeto mismo. En consecuencia, para Kant es ilegítimo 63 Kant llega a decir que las mujeres en Estado de naturaleza son “animales domésticos” (Kant, 1991: 254).

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cualquier pacto de subordinación entre individuos: al desvirtuar el sometimiento la humanidad de la persona, ésta se coloca eventual­ mente en una posición que la desindividualiza. No sucede lo mismo, sin embargo, con el contrato de matrimo­ nio. En él, en principio, los cónyuges se apropian recíprocamente de su sexualidad respectiva, con lo cual, como la persona es una unidad, se apropian del todo. Y como, al ser alguien objeto de pose­ sión, no puede seguir siendo, a la vez, sujeto, la apropiación hace de ellos, precisamente, cosas. Sin embargo, en un recurso retórico que recuerda al contrato social rousseauniano, al cederse ambos a la unidad de la pareja como persona moral, es como si ninguno ce­ diera nada. La mutua posesión les restablece a ambos su huma­ nidad. Por ello este derecho es personal (lo ejercen individuos) pero de naturaleza real, es decir, que permite la apropiación del otro (por la apropiación de su sexo) como una cosa. Lo primero que llama la atención en esta formulación kantia­ na es, precisamente, la incongruencia de aceptar para la relación doméstica lo que parece inaceptable para la relación civil. Pero en seguida encontramos que el motivo para emplear este doble crite­ rio es, a la vez, causa de una segunda tensión argumentativa en su discurso. Es decir, si Kant acude a la figura del derecho personal para definir un tipo de interacción doméstica que le parecería inad­ misible en el ámbito civil, es, precisamente, porque considera que el contrato de matrimonio no se establece entre individuos, sino entre un individuo (sujeto) y una mujer (objeto). Esta idea, que apa­ rece claramente explicitada en varios sitios,64 aparece trucada en una exposición inicial del derecho personal, pero termina por reve­ larse con toda claridad: la unidad en el matrimonio no se debe a la reciprocidad (sólo posible entre individuos) sino a la subsunción de la esposa, que ha sido apropiada como un objeto, en la voluntad del marido. Así, el derecho personal de naturaleza real permite al marido (el único individuo de la pareja) apropiarse de la mujer como un objeto para ser usada por él en tanto persona. La mujer, nunca un 64 Notablemente en los ya citados Antropología desde un punto de vista pragmático y en Observaciones sobre el sentim iento de lo bello y lo sublime.

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individuo por ella misma, sino la mera expresión de una esencia, se convierte, en tanto esposa, en madre y en objeto de posesión sexual. La universalidad del imperativo categórico puede ser pensada por Kant sólo en tanto que las mujeres han accedido al estatus de indi­ viduos por subrogación: el matrimonio permite a las mujeres formar una sola persona moral con el marido, y, siendo éste un individuo, ella pasa a serlo sustitutivamente, por la fusión en la pareja. El contrato sexual En su texto El contrato sexual (Pateman, 1992), Carole Pateman realiza una revisión fem inista de la teoría clásica del contrato form ulada, entre otros, por los autores ilustrados que han sido analizados aquí. Como hemos ido acotando a lo largo del trabajo, muchos de los temas subrayados en la lectura de las inconsecuen­ cias internas de la obra de estos autores han sido vistos a la luz de las tesis que Pateman plantea en ese texto. Sin embargo, su análisis toca muchos otros puntos que no hemos mencionado hasta ahora, en parte porque nuestro interés central (señalar las tensiones inter­ nas al propio discurso ilustrado y mostrar con ello las paradójicas consecuencias sobre la formulación de una ética feminista) no coin­ cide con la preocupación básica de Pateman y en parte porque la ló­ gica de nuestro trabajo difiere de las conclusiones ético-políticas de esta autora. Llegadas a este punto, sin embargo, nos ha parecido fun­ damental exponer, así sea sucintamente, algunas de las propuestas más importantes de Carole Pateman construidas a partir de su lectura crítica del contractualismo clásico. Consideramos fundamental esta exposición por dos motivos: el primero es que la crítica de Pateman ilum ina certeram ente muchos de los puntos ciegos del proyec­ to ilustrado y su prédica de universalismo. Como veremos, respecto a este tema la autora no piensa el contraste entre la promesa mo­ derna de una sociedad igualitaria y la aceptación del sometimien­ to de las mujeres como una inconsecuencia interna, sino como las dos caras de una misma moneda; es decir, para Pateman, la subor­ dinación de las mujeres en el espacio doméstico es necesaria, y no circunstancialmente, la condición de posibilidad de un espacio públi­

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co de libertad e igualdad para los varones. El segundo motivo que nos lleva a relatar brevemente las tesis de esta autora es que los supuestos ético-políticos en que se basa están referidos a una con­ cepción problemática de la identidad femenina, tal como la hemos planteado aquí, de modo que la lógica de su texto nos permite mostrar algunas de las consecuencias de la relación fallida entre los niveles ontológico y normativo, sobre la que pretendemos abundar en el próximo capítulo. Digamos que el análisis de Pateman parte de lo que no dice el relato hipotético de fundación del orden social contado por los con­ tractualistas. Es decir, debemos tomar en cuenta dos órdenes de hechos: por un lado, que la teoría del contrato se vale de la antino­ mia Estado de naturaleza/Estado civil para dar cuenta de la oposi­ ción entre lo político y lo no político, y que el tránsito de un Estado a otro se produce mediante el acuerdo racional entre individuos li­ bres e iguales. Por otro lado, que, según lo muestra el discurso de los contractualistas clásicos, las mujeres son (¿arbitrariamente?) exclui­ das de la categoría de individuo desde el Estado de naturaleza, es decir, que no participan en el contrato fundacional del orden polí­ tico, y que, ya en Estado civil, se encuentran subordinadas como género a los varones, según lo reconocen los teóricos tratados, y se desempeñan exclusivamente en el ámbito de la familia. De este modo, hay dos temas no abordados por la lógica central del rela­ to contractualista, pero que aparecen subrepticiamente, como men­ cionados al margen, en cada uno de los autores: el primero de ellos es el del sometimiento de las mujeres en estado prepolítico y el segundo, el de un espacio no político en el propio orden social al que las mujeres quedan -im aginariam ente- relegadas. En efecto, si bien los contractualistas definen el poder del marido como un poder no político, ya existente en Estado de natu­ raleza, no mencionan el hecho de que en el Estado civil subsiste un espacio no político -según sus propios térm inos- definido pre­ cisamente por el ejercicio masculino del poder marital. Aunque no sea explicitado por los contractualistas, en el Estado civil se opo­ nen una esfera pública y una privada que están respectivamente

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constituidas como reinos masculino y femenino.65 Así, según nos dice Pateman, las mujeres son incorporadas a una esfera que, a la vez, es y no es parte del Estado civil. La antinomia público/privado es otra expresión de natural/civil y mujer/hombre. La esfera priva­ da femenina (natural) y la pública masculina (civil) se oponen, pero obtienen su significado por referencia mutua, y el significado de la libertad civil adquiere relevancia cuando se opone a la sujeción natural en el reino privado. De este modo, Pateman propone que para dar sentido pleno a esta realidad compleja, sólo parcialmente contemplada por la narra­ ción del contrato social, es necesario reconstruir la parte de la his­ toria no dicha; una pieza indispensable para armar el rompecabezas, pero que ha sido omitida por los contractualistas clásicos que o bien la han reprimido o la han ocultado deliberadamente. En cambio, Pa­ teman acude, para develar esta parte perdida de la historia, a un rela­ to del pacto fundante de la sociedad moderna que tradicional mente no toman en cuenta quienes aluden a la tradición contractualista: se trata del mito fundacional freudiano narrado en Tótem y tabú. A diferencia de lo que ocurre con los contractualistas clásicos, Freud da cuenta en este texto del tipo de acuerdo que permite termi­ nar con el patriarcado tradicional entendido como el orden social fundado en el poder generativo del padre. El relato freudiano explí­ cita que el fin del poder patriarcal se produce gracias a la alianza entre los hermanos que deciden poner fin al dominio paterno mani­ festado como acceso monopólico a las mujeres del clan, de modo que el pacto incluye tanto el parricidio como el establecimiento de nuevas reglas de acceso sexual a las mujeres que permitan perpe­ tuar las condiciones de igualdad entre los hermanos -varones, desde luego-. Así, según nos hace ver Pateman, en el relato freudiano se ve claramente que el contrato sexual precede y posibilita la reali­ zación del contrato social, en tanto que establece las condiciones “ Aunque plantear su separación en estos térm inos es bastante engañoso, en primer lugar porque los hom bres se mueven en am bas esferas, y en segundo lugar porque, aunque la esfera privado-dom éstica sea un mundo considerado fem enino (Armstrong) ellos son allí los am os indiscutibles. P o r esto, quizá sería m ejor definir, en principio, la separación público/privado com o las esferas de exclusión o inclusión de las mujeres.

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de igualdad y fraternidad al eliminar la competencia por el acceso a las mujeres como factor de discordia entre los hermanos. Desde luego, el contrato sexual es un pacto entre varones en el que se acuerdan las reglas de sometimiento de las mujeres que posibilitan la constitución de los propios hombres como individuos libres e igua­ les. De este modo, nos dice Pateman, la categoría de individuo es necesariamente masculina: pese a sus pretensiones unlversalizan­ tes no se puede plantear un individuo desgenerizado ni incluir en esa categoría a las mujeres, porque el individuo ha llegado a ser tal gracias a que las mujeres, como género, han sido sometidas a los hombres en Estado de naturaleza y relegadas al espacio privado doméstico, bajo control masculino, en el Estado civil. Ahora bien, si nos atenemos sin más a la lógica que guía la explicación de Pateman sobre las bases de la configuración del Es­ tado civil (entendido como la forma paradigmática de la sociedad política en la modernidad), tendremos que admitir que tanto el proyecto ilustrado como sus ideas centrales (individuo autónomo, razón universal) lejos de construir una oportunidad liberadora para las mujeres, tienen su condición de posibilidad en la subordinación femenina. En efecto, aunque encuentra varios elementos ambiguos y contradictorios en diversas tesis contractualistas,66 la creación de la ficción doméstica y el empleo de categorías de excepción para referirse a las mujeres no son considerados por nuestra autora como signos de una traición a la lógica central de una utopía libertaria universalista, sino como el cimiento inexcusable de una utopía masculina. Veamos: la autora defiende la tesis de que el individuo es necesariamente masculino y de que ningún intento por hacerlo genéricamente neutro - a partir, por ejemplo, de modificaciones legales o institucionales- puede transformar la raíz de las cosas. Pa­ teman sostiene esta idea partiendo de dos tipos de argumentos. El primero, ya lo vimos, está ligado a la propia reconstrucción hipoté­ tica del contrato sexual: sólo es posible fundar una sociedad basada 66La más evidente de estas am bigüedades quizá sea la que se refleja en el contrato de matrimonio: com o antes veíamos al analizar a Hobbes y Kant, Pateman hace notar que, por su naturaleza, el contrato de matrimonio exige que se considere a las mujeres a la vez como individuos y com o no individuos. Cfr. en especial el capítulo 6 del texto citado.

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en la fraternidad (condición de la idea de igualdad definitoria del concepto de individuo) si previamente se ha pactado un acceso equi­ tativo a las mujeres que elimine las potenciales causas de discordia entre los hermanos. Este pacto fraterno tiene como condición de posibilidad la sujeción de las mujeres en la medida en que fungen como la alteridad que designa por contraste al grupo y le permite fundar su equidad frente al otro. El segundo argumento alude a lo que significa la femineidad para el orden civil: subversión y amenaza. Pateman se apoya básica­ mente en los discursos de Rousseau y Freud para mostrar que, entre los principios de la teoría del contrato, se encuentra la consideración de las mujeres como una amenaza para el orden público debido a su cercanía a la naturaleza. Ambos autores consideran que esta cerca­ nía las hace incapaces de sublimar sus pasiones, y esta supuesta incapacidad las inhabilita para crear cultura a la vez que las torna peligrosas para los hombres. Así, las mujeres, sus cuerpos y sus pasiones sexuales representan a la “naturaleza” que debe ser con­ trolada y trascendida para crear y m antener el orden social. De acuerdo con este segundo nivel de argum entación, las mujeres estarían necesariam ente excluidas de la categoría de individuo porque su sometimiento se revela indispensable para la propia pre­ servación del Estado civil (y aun del Estado de naturaleza). A di­ ferencia de los individuos, las mujeres no pueden estar definidas por la razón, la libertad ni la igualdad: su naturaleza, emblematizada por un cuerpo que pare, que sangra y que am am anta, las coloca en una posición necesariamente antagónica respecto al ca­ rácter y los objetivos de la cultura. Este segundo tipo de argumentación, apoyada en declaraciones explícitas de los autores analizados, proporciona un mejor sustento a la tesis del contrato sexual y nos muestra cómo la ideología con­ tractualista está fuertemente influida por lo que antes caracteriza­ mos como un imaginario de las mujeres referido a la simbólica femenina tradicional. No obstante, lejos de concluir que las conside­ raciones sobre las mujeres hechas por los teóricos en cuestión repre­ sentan una contradicción con la propia lógica de la modernidad,

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Pateman asegura la consonancia perfecta entre ambas.67 Una con­ sideración de tal naturaleza lleva a nuestra autora a construir una crítica ético-política a los feminismos que reivindican la apuesta de la modernidad y pugnan por hacer incluir a las mujeres en la cate­ goría de individuo: “Hoy las feministas parecen asumir que los ‘individuos’ pueden separarse de cuerpos sexualmente diferencia­ dos. El problema es que tal asunción descansa en una ficción polí­ tica” (Pateman, 1992: 17).68 El problema, a nuestro juicio, es que la crítica de Pateman se basa en una cierta idea de lo que las mujeres (y los hombres) son, derivada fatalmente de sus cuerpos reales y sus capacidades bio­ lógicas, y no de cómo éstas son significadas por una cierta cultura. Es decir, la autora confunde el nivel de la construcción imaginaria de las identidades, referida, como vimos, a una cierta simbólica, con el nivel de lo real del cuerpo. Aunque en algunos puntos del texto afirma que los cuerpos generizados o las propias mujeres están defi­ nidos como tales por una cierta significación derivada del sitio que ocupan unos u otras en una estructura global, sus afirmaciones polí­ ticas contradicen clara y explícitamente las sugerencias hechas en ese sentido. Así, aunque en cierto momento afirma que “la percep­ ción que las mujeres tienen de sí mismas no es consecuencia de la «socialización», sino de sus posiciones estructurales como mujeres y esposas” (Pateman, 1992: 141), poco más adelante contradice lo que podríamos pensar que es el sustrato de esta idea asentando: “ ...com o trabajadoras están subordinadas a sus patrones de otro modo que los hombres. ¿Y cómo podría ser de otra manera cuando las mujeres no son ni pueden ser hombres?” (Pateman, 1992: 142). 67En diversas ocasiones Carole Patem an alude al proyecto ético-político im plicado en las tesis contractualistas com o a una farsa, básicam ente porque considera la teoría del contrato com o el medio perfecto para vender la subordinación con una envoltura de libertad. Esta visión le parece válida prácticam ente para todos los integrantes del Estado civil: des­ de luego para las mujeres y para los trabajadores, pero también para todos los gobernados, que han acordado dar a su sometim iento civil el nombre de libertad. Así, de acuerdo con la autora, los conservadores de los siglos xvu y xvm se alarmaron injustificadamente, en tanto que la teoría del contrato social sentó las bases de la subordinación civil moderna en lugar de m inarla, com o ellos tem ían (Cfr. Pateman, 1992: 40). 68Las citas extraídas de este texto las reproducim os según la traducción libre que hacem os de las mismas.

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Nuestra autora acude constantemente a este tipo de afirma­ ciones, que nos hacen ver cómo para ella el significado político de los cuerpos reales es inmodificable precisamente porque confun­ de el significado con la realidad de esos cuerpos. Por eso, desde su lógica, una mujer fue, es y será siempre una mujer, es decir, alguien dotado con la capacidad biológica para concebir. No hay ninguna diferencia en el discurso de Pateman entre la identidad de género y la identidad sexual; menos aún entre ambas y el fenotipo biológi­ co.69 Esta confusión se pone de manifiesto en la crítica al discurso patriarcalista, tanto clásico como moderno, según su propia clasi­ ficación, que estaría encamado respectivamente por las tesis de Filmer y de los contractualistas. Cuando analiza la visión sobre las mujeres que tiene el primer tipo de ideología patriarcal, Pate­ man muestra cómo Filmer considera al hombre (al varón) como el más noble y principal agente de la generación; de ahí precisa­ mente proviene el poder del padre, de su capacidad para dar vida a unos hijos sobre quienes ejercerá un dominio perenne legitima­ do por la naturaleza. En esta reflexión, nuestra autora nos hace ver que el patriarcalismo ignora o atribuye una importancia mar­ ginal a un hecho clave: para que un hombre sea padre (y, en esa medida, pueda dominar a sus hijos) debe antes haber sometido a una mujer. En el relato de Filmer se habla del sometimiento natural de Eva a Adán, justificado, de algún modo a partir de la procedencia de aquélla: como Eva nace de una costilla de Adán, él, de cierta forma, es su padre, y, en consecuencia, su amo natural. Sin embargo, mientras que para la creación de la primera mujer Yavé no recurre más que a la materia de Adán, para la generación de la descenden­ cia se necesita de la participación de ambos, una participación que, para Pateman, es trastocada por Filmer invirtiendo las jerarquías. En efecto, mientras que, según la autora, la maternidad se define como la capacidad natural de las mujeres para crear nueva vida, el patriarcalista se apropiaría, en nombre de los varones, de esta capacidad, relegando el papel femenino en la procreación al de un 69Es curioso que, a pesar de esto, la propia autora se queje de que a las m ujeres que no tienen hijos se les trate com o “m enos que m ujeres” (Cfr. Patem an, 1992: 215).

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mero receptáculo para acoger la semilla generadora masculina. El patriarcalismo clásico deriva el poder político absolutista de este poder generativo, y, en consecuencia, considera que el primero tiene su origen y su fundamento en la naturaleza. Ahora bien, para seguir con el análisis de Pateman, si bien el patriarcalismo moderno se revela contrario a esta derivación natu­ ral del poder político, lleva a cabo la misma operación que el patriarcalismo clásico en lo que concierne a la apropiación de las cualidades naturales de las mujeres, sólo que ahora no para otor­ gárselas al padre, sino a los hermanos. De hecho, la fraternidad masculina erige al orden político sobre la superación de la mera naturaleza, es decir, desplaza sus capacidades generativas del cuer­ po a la razón. En este sentido, el hombre artificial nacido del con­ trato sólo puede haber sido creado por aquéllos capaces de superar su inmediatez biológica y adquirir de ese modo un poder generati­ vo superior, es decir, propiamente cultural. Este requisito excluye a las mujeres, que ahora ya no son consideradas vasijas receptoras del semen procreador, sino cuerpos que juegan el papel protagónico en la generación biológica, y que, por lo tanto, están incapacitadas para trascender su propia naturaleza y crear cultura. Con esta reconstrucción, Carole Pateman pretende demostrar que el individuo partícipe en el pacto es, y no puede dejar de ser, un hombre, es decir, alguien a quien su cuerpo no lo ata a la natura­ leza. Todo esfuerzo por hacer al individuo genéricamente neutro se topará siempre con el obstáculo de los cuerpos reales que hacen irremediablemente a los hombres, hombres (generadores de vida política artificial), y a las mujeres, mujeres (creadoras de vida natu­ ral). La autora pasa por alto lo que se hace evidente en la propia crítica que ella realiza al tratamiento del término mujer que hacen los dos tipos de patriarcado. Mientras que en uno, requerido de jus­ tificar el carácter natural del poder político, la fuerza biológica de la maternidad es inferior respecto a la de la paternidad, en el otro, impelido a demostrar el carácter artificial de ese mismo poder, la definición de hombres y mujeres se invierte, definiéndolas a ellas

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por la maternidad, entendida aquí como una capacidad creadora natural de tal magnitud que las hace incapaces de trascender a la na­ turaleza, mientras que los hombres, cuya paternidad biológica se torna aquí irrelevante para su definición, parecen constituidos por su capacidad para crear vida política a partir de su razón. Lo que revela esta constatación, aunque para Pateman pase inandvertido, es que unos mismos cuerpos dan origen a definiciones ontológicas -im aginarias- totalmente distintas, dependiendo del sitio que ocu­ pen en una cierta estructura de significaciones. En contraste, ella parece encontrar que ambos patriarcalismos producen, respecto del juicio sobre las mujeres, un resultado idéntico: “Para unos y otros, las mujeres son política y procreativamente irrelevantes” (Pateman, 1992: 88). Aunque, como vimos, para el patriarcado mo­ derno ellas serían, de acuerdo con la propia exposición de la autora, política, pero no procreativam ente irrelevantes, puesto que es precisamente la definición de las mujeres como biológicamente procreativas la que permite excluirlas de la generación política. Esto lo admite la propia autora más adelante cuando indica: En el patriarcado moderno la capacidad de la que carecen los “individuos” es políticamente relevante, porque representa todo lo que el orden civil no es, y todo ello está encapsulado en las mujeres y los cuerpos de las mujeres (...) ellas son natu­ ralmente deficientes en una capacidad política específica: la de crear derecho político (Pateman, 1992: 96). Así, desde nuestro punto de vista, existe una contradicción entre dos niveles de argumentación de las tesis de Pateman: mientras que en uno de ellos da cuenta de modos diferenciados de construir discursivamente el sitio de las mujeres en un orden significativo y, con ello, la identidad de las mismas, en otro nivel parece atribuir a una cierta definición un carácter inmodificable al ligarla con un dato biológico, considerado de pronto incontestable, ajeno a los efectos de cualquier significación.

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De este modo, la crítica ético-política de esta autora al uso femi­ nista del concepto de individuo pasa por alto el hecho de que, tanto ese término como el marco discursivo en el que se inscribe, entrañan potencialidades emancipatorias no previstas ni deseadas por muchos de los pensadores que contribuyeron a construirlos. Tales potencia­ lidades radican, precisamente, en la oportunidad que brindan de redefinir el significado de los términos hombre y mujer, entre mu­ chos otros, de modo que constituyan referentes de identidad inscri­ tos en una relación no jerarquizada. La enorme brecha que existe entre las condiciones reales de vida de las mujeres que habitan países influidos por la modernización y las habitantes de la Europa occidental del siglo xvi constituye una de las mejores pruebas de este hecho, con todo y que para Carole Pateman tales diferencias parezcan no tener más valor que el de una apariencia engañosa que oculta una relación de dominación idéntica y perpetuada. En el capítulo tercero nos detendremos a considerar las implica­ ciones éticas que tienen para el feminismo diversas formas de con­ cebir la identidad fem enina que, como en el caso de Pateman, tienden a proporcionar una definición ontológica de las mujeres a partir de un dato biológico incontestable o, en el otro extremo, a ne­ gar cualquier posibilidad de definir a un colectivo que lleve ese nombre, arguyendo una visión radicalmente antiesencialista. Vere­ mos cóm o en uno y en otro casos se pasan por alto el papel y el carácter de la significación en el proceso de constitución de iden­ tidades. Mostraremos entonces las inconsecuencias ético-políticas que se derivan de ambas tomas de postura respecto del problema de la identidad. Antes de hacerlo, sin embargo, nos queda camino por recorrer. Una vez que hemos señalado cómo la exclusión de las mujeres del concepto de individuo entraña tensiones lógicas, éticas y epistémicas para el discurso ilustrado, nos detendremos brevemente a observar cómo se plantean las reacciones feministas a esta serie de inconsecuencias. Al hacerlo, comenzaremos a señalar los problemas que para el propio feminismo habrá de implicar ese tratamiento.

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Feminismo ilustrado La lógica ilustrada, cimentada en los principios de universalidad de la razón y de autonomía del sujeto moral, es radicalmente opues­ ta a los valores expresados por el discurso de excepción sobre las mujeres que, orientado por una posición ideológica y sustentado en representaciones imaginarias fieles a la simbólica tradicional, dio origen a la dramática contradicción de fundar una “ética universal” para unos cuantos. A pesar de ello, no cabe duda de que, más allá tanto de las inten­ ciones explícitas como de las tensiones internas al discurso de estos autores ilustrados, los supuestos básicos de su razonamiento afec­ taron a la idea de un fundamento natural de la desigualdad entre los sexos. Muchos hombres y mujeres, en el ámbito de las doctrinas filo­ sóficas como en la práctica política, cuestionaron con el argumento de la razón la legitimidad del dominio masculino. Al hacerlo, procu­ raron llevar hasta sus últimas consecuencias los propios principios planteados por la Ilustración para mostrar así la incoherente e injus­ ta legitimación de la subordinación femenina emprendida por mu­ chos adalides del igualitarismo y la libertad. Como nuestro propósito en este punto no es hacer una recons­ trucción histórica del feminismo ilustrado sino ofrecer una mues­ tra de cuál es la lógica con la que opera, nos limitaremos a citar algunos casos particularmente útiles para cumplir este objetivo. Los ejemplos que destacamos suman a la virtud de ser representati­ vos de la mentalidad feminista imperante entre finales del siglo xvn y finales del xvm, la cualidad de expresar sus argumentos con par­ ticular seriedad y rigor intelectual. Hemos de aludir en primer término a la obra del filósofo carte­ siano Franfois Poulain de la Barre. Tanto por el momento en que esta obra se produce como por el tipo de lógica que emplea (como también, hay que decirlo, por la sistemática obliteración de que ha sido objeto), resulta em blem ática del pensam iento fem inista: Poulain es un exégeta que emplea la crítica ética como punta de lan­

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za y obtiene como resultado un pensamiento innovador y clarifi­ cador (que será posteriormente ignorado u ocultado). En efecto, este seguidor de Descartes publica en 1673 su obra De l ’égalité des deux sexes70 con la intención expresa de someter las conduc­ tas morales al juicio de la razón: en esta medida, como apunta Celia Amorós, nuestro filósofo emprende la peculiar pragmatización del cogito cartesiano que nos hace identificarlo plenamente con los ideales de la Ilustración (Cfr. Amorós, 1997: 116-123). Para llevar a cabo esta empresa, Poulain se propone evidenciar la irracio­ nalidad de los prejuicios y, entre ellos, elige al que defiende la inferioridad natural de las mujeres como punta de lanza para derri­ bar los fundam entos de todos los considerandos basados en la tradición y la costumbre antes que en la razón. Esta elección obe­ dece a que, siendo el supuesto de la inferioridad femenina el más arraigado y más universal de los prejuicios, su desmantelamiento supondrá la consecuente irracionalización del resto de las falacias sociales. Así pues, en términos lógicos, el discurso de Poulain comienza por señalar el absurdo de considerar a las mujeres inferiores por naturaleza a los hombres en la medida en que, siguiendo el principio cartesiano, los seres humanos están definidos por la razón y la mente no tiene sexo. En efecto, Poulain distingue entre el espíritu y el cuer­ po, de modo que (a diferencia de lo que casi un siglo más tarde sostendría Rousseau) concluye que el sexo sólo puede afectar a la particular configuración de corporeidades pero es imposible que establezca diferencias entre las almas racionales. La igualdad natu­ ral está aquí explícitamente referida a todos los seres humanos, sean hombres o mujeres y, en la misma medida, se exige para todos el derecho a ejercer su autonomía. ^ C fr . Am orós, 1997: 143. Poulain escribirá, al menos, dos obras m ás dedicadas a este tem a: D e l'éducation des dam es (hay traducción al español; Cfr. Poulain, 1993), de 1674, y D e l ’excellence des hommes, en 1675. Al parecer en esta últim a obra Poulain se tom a el trabajo de form ular las objeciones que, supone, podrían presentar los varones a sus otros textos, ya que, fuera de las Preciosas, nadie se había tom ado la m olestia de com en­ tarlos. Para el análisis del contenido de estas obras y la interpretación del fem inism o de Poulain nos hem os apoyado en Amorós, 1997: 109-162; capítulos m y iv.

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Poulain, entre los primeros, recurre a la noción de Estado de naturaleza para encontrar los orígenes lógicos de una desigualdad social que la razón denuncia en el mejor de los casos como artifi­ cial y en el peor como ilegítima. En este estado, en efecto, reina una perfecta igualdad entre los individuos de cualquier sexo; ni siquie­ ra las tareas que cada quien desempeña se ven marcadas por la diferencia. Las razones que da Poulain para la transformación de este estado de perfecta igualdad en uno de dominantes y domina­ dos guardan un parecido asombroso con las que habría de esgrimir Rousseau71 cuando le tocase el turno de lamentar la corrupción del Estado de naturaleza: en la medida en que algunos se aprovecharon de sus fuerzas y de su ocio para someter a los demás, la armonía natural se perdió y con ella la convivencia social legitimada por la razón. Con todo, Poulain no parece apostar por la hipótesis de que la subordinación de las mujeres surgiese como resultado de la supe­ rioridad física de los hombres, sino que se le considera el efecto de la corrupción general, de la, digamos, desnaturalización de la socie­ dad humana. Por el contrario, el cartesiano parece encontrar en la debilidad física de las mujeres (tan cara a otros autores para pro­ clamar, por contraste, la excelencia del género masculino) un ele­ mento fortuito que las hace más próximas que los varones a la razón. Se parangona a la razón con la debilidad y al prejuicio con la fuerza y la dureza, de ahí que aquélla suela perder la batalla frente a éstos. Sin embargo, la razón ha de imponerse finalmente por virtud del esclarecimiento. Poulain apuesta por, digamos, un méto­ do dialógico como vía para la imposición del bon sens sobre el pre­ juicio, vale decir, como camino para la moralización social. Siendo el bon sens cualidad innata al ser humano, que se ha ido corrom­ piendo por causa de la civilización, son precisamente las mujeres, forzadamente ignorantes y hurtadas al mundo público, las que me­ nos lo han perdido. Aquí Poulain, a diferencia de Rousseau, será 71 Christine Fauré (citada en Amorós, 1997: 158) proporciona distintos datos que hacen más que plausible que Rousseau haya leído a Poulain, y las notables coincidencias en la concepción de ambos filósofos respecto al Estado de naturaleza prácticam ente no dejan lugar a dudas. Sin em bargo, Rousseau se cuida de citar por su nom bre a un autor del que discrepa radicalm ente en su concepción sobre las mujeres.

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consecuente con su idea de naturaleza virtuosa al reconocer en aquéllas a quienes se ha impedido por la fuerza el contacto con lo cívico, una m ayor cercanía a la condición prim igenia y por ello una mayor capacidad actual de ejercer la razón. Así, el francés, en contraste con el ginebrino, sigue teniendo en mente la noción de naturaleza como ideal regulador cuando alude con este concepto a la condición diferencial de las mujeres. En esta medida, para Poulain “la emancipación de las mujeres ha de tener efectos nota­ bles de calidad civilizatoria -entendiendo por tal la regulación norm ativa de la sociedad por el paradigm a de la naturaleza” (Amorós, 1997: 131). Con esta percepción, nuestro autor, que había dejado bien clara su posición igualitarista al referirse a las relaciones entre los sexos, se decanta también, curiosamente, por una defensa de la excelencia del sexo fem enino. Y decimos curiosamente porque estas dos posiciones suelen estar llanamente enfrentadas: quien se declara admirador(a) de las inmensas y superiores virtudes de las mujeres, suele cobrar bien caras sus lisonjas exigiendo, en nombre precisa­ mente de esa superioridad moral, extraordinarios sacrificios que ningún hombre -pobre y débil m ortal- sería, se asegura, capaz de llevar a cabo. Generalmente, tales sacrificios se ceban con la auto­ nomía: las superiores en virtud deben renunciar a ser ellas mismas, por definición y por acción, en beneficio de los que sin su ayuda se desmoronarían. Poulain, en cambio, a la par que afirma la exce­ lencia femenina conserva para las mujeres el reclamo de igual­ dad. Es más, son precisamente las virtualidades femeninas las que permiten pensar en la reconquista de la igualdad y el reino de la razón para todo el mundo: su mayor identificación con el bon sens hace de las féminas los agentes revolucionarios por excelencia, siempre y cuando puedan ejercer esa acción benéfica rompiendo con las ataduras que les han sido impuestas. Aunque la obra de Poulain de la Barre no es mencionada explí­ citamente por nuestros contractualistas, sí fue conocida y discuti­ da en su tiempo; él mismo acepta que la única recepción entusiasta

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que tuvieron sus ideas corrió a cargo de Las Preciosas. Pero los ecos de su pensamiento no murieron allí; a finales del siglo xvm otra autora feminista sigue, de algún modo, los pasos de Poulain, al escribir una obra polémica que gozara de gran fama en vida de la autora. Se trata de la filósofa inglesa Mary Wollstonecraft. En el pensamiento de esta autora encontramos una coinciden­ cia básica con los presupuestos iluministas, es decir, con el cuestionamiento del origen divino del poder político. La diferencia estri­ ba en que Wollstonecraft hace extensiva esta crítica a otros poderes pretendidamente naturales; prim ordialm ente al ejercido por los hombres sobre las mujeres. Su objeción y su respuesta al modo como los iluministas han tratado este tema siguen, con todo, siendo de corte ilustrado, lo que significa que encuentra en la razón el argumento clave para des­ mentir la supuesta raigambre natural de aquel dominio. Wollstonecraft sostiene que la sujeción de las mujeres a los hombres, defendida incluso por destacadas figuras del iluminismo, lejos de ser efecto de las desiguales constituciones de ambos sexos ha sido generada y reproducida por las sociedades que, educando erróneamente a las mujeres, las crían dependientes de los hom­ bres y faltas de virtud, con resultados perniciosos para ellas y para la misma colectividad. El género humano, nos dice la autora, se distingue de los ani­ males por la posesión de tres características íntimamente relacio­ nadas: la razón, que implica tanto su potencia como su ejercicio; la virtud, cuyo logro eleva a un ser humano sobre otro, y el conoci­ miento, obtenido gracias a la experiencia que da el esfuerzo racional por vencer las propias pasiones (Wollstonecraft, 1993: 81). Al prescribir la subordinación de las mujeres, los más brillan­ tes autores72 han pretendido negarles las cualidades humanas, redu­ ciéndolas a la categoría de seres sin razón ni virtud ni conocimien­ to, en el sentido profundo en que estas cualidades se aplican a los hombres. 72W ollstonecraft debate muy especialm ente con Rousseau y sus ideas sobre la edu­ cación fem enina difundidas en el Emilio...

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Aunque es cierto, según la autora, que existe una clara desven­ taja natural del sexo femenino, derivada de su menor fortaleza físi­ ca, y que esta desigualdad se traduce en una menor potencialidad de su razón por estar ambas cualidades íntimamente relacionadas, no puede negarse a las mujeres su esencia racional. Su debilidad no puede restarles la cualidad de la razón, aunque limite el grado en que podrán hacer uso de ella. Por otra parte, la debilidad física de las m ujeres, un argum ento tan utilizado por quienes pretenden regatearles el reconocim iento de su racionalidad, ha sido más un efecto del prejuicio social que una causa legítima de la subor­ dinación femenina. En efecto: nuestra autora sostiene que tal de­ bilidad, o cuando menos los extremos a los que ha llegado, se debe a una errónea educación que prohíbe a las chicas el ejercicio y el cultivo de su salud y en cambio prescribe para ellas todas las prácticas malsanas que el autor del Emilio desaconsejara para los muchachos. En este sentido, si bien nuestra autora relaciona for­ taleza física con potencialidad de la razón (aunque no con su exis­ tencia como cualidad definitoria de lo humano), no está dispuesta a admitir que sea natural que las mujeres se desmayen a cada momento ni, en consecuencia, que deba atribuirse a un solo sexo lo que en buena lógica caracteriza por igual a todos los seres hu­ manos. Al argumento ontológico para descalificar la desigualdad feme­ nina, Mary Wollstonecraft añade el de la conveniencia social. Las mujeres que las sociedades crean de acuerdo con modelos como los de Rousseau y compañía, no tienen otra motivación en la vida que la de agradar a los hombres. En consecuencia, son amantes encantadoras en lugar de esposas amorosas y madres racionales. Corren siempre el riesgo de su propia perdición y son inútiles para criar una familia. Una sociedad consecuentemente ilustrada deberá terminar con la doble tiranía que hasta entonces ha venido fomentando: de los hombres sobre las mujeres, al negarlas como seres racionales y estimular en ellas sólo las artes -instintivas, pasionales- de la se­ ducción, que las hacen totalmente dependientes del sexo masculino,

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y la de las mujeres sobre los hombres, ejerciendo el poder del so­ metido a través de la manipulación de los deseos y los instintos de sus amos. Ambos poderes son contrarios a la razón, fomentan el vicio y reproducen una sociedad gobernada por prejuicios. En este sentido, la autora reivindica para las mujeres el dere­ cho a ser agentes morales que la sociedad les ha negado sometién­ dolas a una educación que atrofia sus capacidades racionales y estimula aquello que ha sido puesto en el género humano sólo para ser vencido: la pasión. Como puede observarse, Wollstonecraft ataca un punto medular de la inconsecuencia ética de los ilustrados al mostrar que, como parte del género humano, las mujeres comparten las características distintivas de la especie y que, en tal sentido, no puede excluírse­ les legítimamente de la categoría de sujetos morales autónomos ni escatimárseles el derecho a desarrollar plenamente su razón. Lo notable de todo esto es que la ética feminista así nacida se revela como una crítica a una inconsecuencia fundamental del dis­ curso ilustrado (aunque pase de largo otras), a saber, la expulsión de las mujeres de la categoría de sujetos racionales y, en consecuen­ cia, autónomos. Ni siquiera el argumento que admite un menor potencial racio­ nal de las mujeres da pie para justificar su sujeción, pues la cuali­ dad de la razón las convierte en agentes, que no pueden enajenar legítimamente su libertad a un amo. En breve: según esta autora, ni aun si se admitiese una desigualdad natural pueden las mujeres ser sometidas a un dominio arbitrario.73 No obstante, Wollstonecraft, como otras plumas feministas que le sucedieron, tiene un punto de encuentro con aquellos a quienes 73En un artículo de la Enciclopedia se sigue el mismo razonam iento que nos brinda W ollstonecraft: “(La autoridad de un sexo sobre otro se otorga en Europa) de form a uná­ nime al marido com o a aquel que se halla dotado de más fuerza intelectual y corporal y con­ tribuye en m ayor grado al bienestar com ún en materia de cosas hum anas y sagradas. (...) (Sin em bargo) parece lo . Que sena difícil dem ostrar que la autoridad del marido proviene de la naturaleza ya que este principio es contrario a la igualdad natural de los hom bres y de la sola capacidad de m andar no se deriva el derecho de hacerlo efectivam ente” (Puleo, 1993: 37-38).

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critica: su idea acerca del papel de las mujeres en la sociedad. Como vimos, el arma principal de nuestra autora para cuestionar la subordinación femenina, además de señalar la inconsecuencia lógico-ética que implica, es m ostrar que su reproducción fom enta vicios e inhabilita a las mujeres para cumplir su tarea primaria: la maternidad. El ejercicio de la razón las forma mejor para su tarea natural, les proporciona criterio para criar y educar adecuadamen­ te a sus hijos. De nuevo la paradoja: reconocidas como sujetos autónomos, las mujeres se ven condenadas por la naturaleza a no ejercer en abso­ luto su autonomía, pues su misma existencia sólo cobra sentido a través de los otros, en este caso los hijos. Cuando se habla de la relación de dominio existente en la fami­ lia, se piensa siempre en el padre: desde la Biblia, en la llamada cultura occidental, leemos que las mujeres paren, no a sus propios hijos, sino a los hijos de los hombres. Son ellos quienes les dan nombre, educación, honor y linaje. A pesar de ello, nunca se piensa que la paternidad anule a los varones como sujetos ni que les impi­ da ser algo además de padres. La relación parental es cultural (ra­ cional, modificable, buena, prestigiosa, importante) en el caso de los hombres y natural (instintiva, inevitable, dolorosa, sin prestigio, sin mérito) en el de las mujeres. Como lo vimos explícitamente con Rousseau y con la propia Wollstonecraft, el pensamiento moderno-ilustrado hereda y repro­ duce la concepción tradicional que hace a hombres y mujeres sus­ tancialmente diferentes, en una operación conceptual que no permite impulsar con éxito la fórmula igualadora de la razón abstracta y universal. Lo que a estas alturas parece evidente es que la tan reiterada superioridad natural de un sexo respecto a otro (asumida incluso por algunas posturas feministas de la Ilustración) expresa la con­ cepción de que hay una diferencia esencial, ontológica, entre hom­ bres y mujeres. Los unos son concebidos como cultura y las otras como natura­ leza; ¿es adecuado considerarlos parte de la misma especie? Mien­

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tras los unos son pensados como individuos culturales (cada uno importa por sí, se iguala a los demás en tanto racional, y en tanto específico e irrepetible), las otras son pensadas como colectivo natural (todas son una misma y eterna repetición de las caracterís­ ticas del sexo. Indistinguibles esencialmente entre sí, son absoluta­ mente diferenciables respecto de los hombres). De acuerdo con la revisión hecha hasta aquí, encontrábamos que la sola mención de las mujeres implica un cambio de lógica y el empleo de un argumento de excepción en parte importante del dis­ curso ilustrado. Pudimos ver que en la base de esta operación se encuentra una cierta idea de lo que son sustancialmente las muje­ res como grupo, que las distinguiría colectivamente de los hombres. Recapitulemos, pues, la idea de mujer que va construyéndose en las sociedades europeas de los siglos xvn y xvm y se refuerza en el siglo xix, de acuerdo con lo que pudimos percibir en los textos exa­ minados, y siguiendo la pauta que nos brinda Nancy Armstrong. 1. Las mujeres son, por naturaleza, inferiores a los hombres en fuerza y -p o r lo tanto- en capacidad y entendimiento. En com­ pensación, están dotadas de una mayor sensibilidad y una gran astu­ cia que les sirven para conseguir sus dos objetivos fundamentales: criar un hijo y atrapar a un hombre. 2. La función reproductiva de las mujeres y sus manifestacio­ nes dominan por entero la definición de su ser: antes que otra cosa las mujeres son sexo, es decir, animalidad, instinto, naturaleza. Cual­ quier reivindicación de su carácter racional será secundaria o aña­ dida, en el mejor de los casos. 3. El ser más parte de la naturaleza que de la humanidad re­ fuerza su inferioridad respecto de los hombres y justifica el domi­ nio que éstos ejercen sobre ellas. 4. La naturaleza femenina hace a las mujeres aptas para dar a luz y criar un infante, pero no para obtener su propio sustento. En consecuencia, deben desarrollar al máximo sus capacidades de seducción con el fin de atrapar a un hombre que busque el sus­ tento por ellas, de otro modo les sería imposible sobrevivir.

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5. La mujer buena es la m ujer dom éstica, la que hace uso de sus dones innatos para crear y reproducir un m undo de inti­ m idad y privacidad para que los hom bres puedan, a la vez, de­ dicar todas sus fuerzas a la construcción del m undo civil y en­ contrar en lo dom éstico, su reino particular, la paz y el reposo necesarios para compensar los desazones de los espacios públi­ co y laboral. 6. Las cualidades femeninas imprescindibles para cumplir esa función de cimiento privado del orden público, son, pues, las lla­ madas virtudes domésticas. La primera de ellas es la abnegación, es decir, la capacidad para anularse a sí misma en beneficio de sus otros: el marido, los hijos, los viejos, los enfermos. En torno de esta cualidad esencial giran las otras virtudes femeninas: la sensibili­ dad, el recato, la delicadeza, la espiritualidad, la intuición, la mode­ ración, el gusto, la piedad, la modestia, la resistencia, el ahorro... La figura de la mujer dom éstica representa para el imaginario moderno a la mujer culturizada, es decir, sometida a los cánones de la cultura y, por tanto, buena, adecuada para los hombres. La mujer doméstica representa a la vez una figura prescrita y despre­ ciada: se le alaba como mujer en la medida en que está sometida, como genérico, a los hombres. 7. Con esta imagen, sin embargo, coexisten otras referidas a los niveles de temor y deseo de la simbólica femenina. La mujer sexua­ da, atractiva, corporal, deseante, se representa de diversos modos que generalmente coinciden con imágenes temidas y amenazantes, a las que se hace frente con un discurso que combina la cautela y la ridiculización. Esta serie de imágenes que construyen la idea social de lo que son las mujeres, está imbricada asociativamente con otra, que arma la imagen de cuáles son las posiciones que ocupan los sexos en los diversos espacios sociales, su valoración y sus prescripciones. En el próximo apartado, nos ocuparemos, en el mismo sentido en que lo hiciéramos con el pensamiento ilustrado, de la relación en­ tre la ética feminista y el romanticismo, el segundo proyecto ético de la modernidad.

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F e m in is m o

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de romanticismo se ha bautizado a una variada gama de corrientes estéticas, artísticas, literarias y filosóficas -con influencia sobre distintas vertientes de la ciencia y la política- que surgieron hacia finales del siglo xvm y se desarrollaron durante todo el siglo xix. Muchas autoras y autores califican a las primeras manifestaciones románticas como primer romanticismo o romanti­ cismo temprano y a las que cierran el siglo xix como romanticismo decadentista. No obstante, esta clasificación resulta ser más útil para describir el acuerdo con ciertos contenidos que la ubicación temporal, pues algunos autores clásicos y decadentistas fueron coetáneos. El pensamiento romántico de finales del siglo xvm e inicios del xix constituye a la vez la ruptura y la consolidación de los princi­ pios impulsados por la Ilustración. Implica una ruptura, porque se ubica como una corriente reactiva a los ideales de universalidad, racionalidad, individualidad e igualdad del Siglo de las Luces (Cfr. Valcárcel, 1993), pero, al mismo tiempo, comparte con el espíritu ilustrado las ideas de secularización y contribuye de modo decisivo a consolidarlas -aunque, como veremos, sobre otras bases-. En efecto, en lo que concierne al proyecto ético de la modernidad, la corriente que se inicia con el romanticismo alemán y culmina con la filosofía de Hegel (primer romanticismo), proporciona los funda­ mentos de una postura ética y filosófico-política a la vez moderna y antiilustrada. En efecto, como Habermas nos hace ver, la toma de distancia emprendida por Hegel con respecto a la Ilustración, lejos de impli­ car un rompimiento radical con los principios de la modernidad debe entenderse como el primer esfuerzo por interpretar el signifi­ cado de lo moderno, por brindar un concepto de modernidad, ha­ blando desde ella misma (Habermas, 1989: 15). El solo planteamien­ to de esta operación pone de manifiesto dos hechos paralelos: que la modernidad tiene un carácter autorreflexivo que le lleva a ser autofundada y que, en esa medida, tiene que extraer de sí misma su propia normatividad. Este proceso im plica la com prensión C o n e l n o m b re

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hegeliana de la necesidad de la Ilustración que se dobla de la necesidad de la crítica a la Ilustración como expresión del prin­ cipio distintivo de la Edad Moderna: la subjetividad. El principio de la subjetividad im plica la libertad, la reflexión, el individua­ lismo, la capacidad de crítica, la autonomía de la acción, connotacio­ nes todas que entrañan la paradoja de que la unidad de lo moderno se produzca en un desgarram iento. La labor de la filosofía será entonces superar ese estado: su planteamiento ético, como señala­ remos, estará orientado por el cumplimiento de esta tarea. A esta postura ética, desarrollada y consolidada por Hegel, le corresponde pues, criticar los conceptos ilustrados clave, principalmente los de individuo y razón.74 Con esta compleja operación -poner en duda la existencia del individuo autónomo definido por una razón sustancialista, sin vol­ ver al fundamento teológico de la m oral- el romanticismo sienta las bases de lo que habría de convertirse en la gran alternativa de la oferta ética de la modernidad. En efecto, esta opción entre ética ilustrada y ética romántica, o, por plantearlo en otros términos, entre la propuestas morales de Kant y Hegel, sigue siendo decisiva en la configuración de los pro­ yectos éticos de nuestros días, incluyendo los propuestos por el feminismo. Como sucediera con el apartado anterior, nuestro objetivo en el presente es doble: por un lado, queremos dar cuenta brevemente de la lógica interna de principios éticos que tienen sobrada influen­ cia en las éticas feministas actuales. Por otra parte, deseamos ir mostrando cómo se produce una tensión conceptual interna a este planteamiento ético cuando hace referencia a las mujeres, derivada, en nuestra opinión, del peculiar efecto que genera en estos pensa­ dores una determinada concepción social de la feminidad. Como en el caso anterior, en el presente nuestro recorrido por el roman­ 74En efecto, por este motivo - y pese a las inexactitudes que ello acarrea- hemos inclui­ do a Hegel entre los románticos tempranos. La distancia explícita que el sistema filosófico hegeliano toma con respecto a sus orígenes románticos no impide que su espíritu general haya abrevado de la fuente del rom anticism o tanto com o sus contem poráneos S chelling y Fichte. {Cfr. Valcárcel, 1988.)

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ticismo responde a una selección conveniente de temas y autores que nos permite, si no dar cuenta con fidelidad de la obra román­ tica, sí destacar los puntos que apoyan nuestra argumentación. En este caso, sin embargo, enfrentamos una dificultad adicional a las que nos planteó la exposición del apartado anterior: las diferen­ cias entre los dos romanticismos (temprano y decadentista). Sien­ do este último el más conocido, el que más influencia filosófica ha demostrado tener sobre autores del siglo xx y el que ofrece los mejores ejemplos de una misoginia recalcitrante e inconsecuente, no es el que prefigura, en nuestra opinión, ni la postura ética alternativa a la que antes hicimos referencia ni la concepción epistemológica que tanta influencia ha tenido sobre gran parte del feminismo con­ temporáneo. No obstante lo anterior, el romanticismo tardío o decadentista, reorganiza las tesis del romanticismo clásico como reacción a diver­ sos fenómenos sociales engendrados por los efectos que la mo­ dernidad mostró en el siglo xix, entre ellos, muy destacadamente, las luchas por la emancipación femenina. En consecuencia, las tesis de sus representantes más sobresalientes, en las que se hace una curio­ sa síntesis de algunos principios ilustrados con nociones románticas tempranas, no dejan de tener interés para nuestro trabajo. Procuraremos pues, aunque brevemente, dar cuenta de las carac­ terísticas principales de ambas facetas del romanticismo, siempre en función de mostrar los principios éticos que generan, su influen­ cia sobre el feminismo y las inconsecuencias que implica su con­ cepción sobre las mujeres. Comenzaremos por trabajar en términos muy generales sobre el romanticismo que influyó en Hegel y des­ pués nos detendremos un poco más específicamente en la pro­ puesta ética hegeliana. En seguida, haremos un recuento de las tesis más socorridas del romanticismo decadentista, con su visión misógina y conservadora. Para concluir, revisaremos brevemente la postura feminista decimonónica atendiendo a uno de sus repre­ sentantes mas connotados: el filósofo John Stuart Mili cuya obra nos muestra el desplazamiento, en la mentalidad ética feminista, del concepto de justicia al de vida buena.

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Primer romanticismo. Fuerza de la naturaleza, debilidad de las mujeres El romanticismo, como corriente filosófica -aunque, aun como tal, está muy ligada a concepciones estéticas-, es una de las varias res­ puestas antiilustradas que el tránsito del siglo xvm al xix prohíja en Europa. Pero, a diferencia de otras respuestas como la de la sociolo­ gía positiva de Comte o el socialismo (luego llamado utópico) de Saint-Simon y Fourier, la de los románticos centró sus discrepan­ cias en el modo como había sido usado el concepto iluminista por excelencia: el de razón. La queja romántica, formulada por autores como Fichte, Herder y Schelling75 se dirige sobre todo contra el efecto disruptor que ese concepto tiene sobre la unidad humana. La escisión del hombre, practicada por la filosofía ilustrada, entre su razón y sus pasiones, y la carga evaluativa, claramente negativa para estas últimas, que tal escisión implica, produjeron, desde el punto de vista romántico, una idea artificial del individuo y una perversa normatividad social al fomentar la visión del hom­ bre como sujeto de deseos egoístas al que la naturaleza y la so­ ciedad sólo ofrecían los medios para su realización. En otras palabras, la concepción ilustrada no sólo habría pro­ piciado la escisión interna del hombre, sino también su divorcio del mundo externo y de la sociedad. Esta peculiar lectura román­ tica sobre su antecedente inmediato puede interpretarse como una reacción frente a las convulsiones sociales, políticas y económi­ 75 El resumen de las posturas románticas tempranas que esbozamos a continuación se ha inspirado fundamentalmente en las siguientes obras: Ensayo sobre el origen del lenguaje y Otra filosofía de la historia de J. G. Herder (en Herder, 1982); de Schelling, Filosofía del arte (en Schelling, 1987) y ...sobre la esencia de la libertad humana... (Schelling, 1989); y de J. G. Fichte, El destino del hombre (Fichte, 1970) y Reivindicación de la libertad de pensamiento... (en Fichte, 1986). Este ejercicio de síntesis se hace a sabiendas de lo problemático que puede resultar hermanar bajo una rúbrica tan discutida como la de romanticismo a autores que ofre­ cen diferencias im portantes entre sí. No obstante, creem os que el recorte analítico que aquí hacem os es pertinente y cum ple con los objetivos precisos para los que ha sido invocado.

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cas que hacia finales del siglo xvm parecían desbordar a Europa. J. M. Ripalda señala que el romanticismo construyó un discurso irreal sobre la Ilustración, acusándola de ser una doctrina fría, impulsora del racionalismo abstracto, que había ignorado la exis­ tencia de los sentimientos individuales y colectivos (Cfr. Ripalda, 1978: 14-18). Esta acusación permitió a los propios románticos convertirse en los cruzados de la nación, de los sentimientos popu­ lares y de la reunificación de los colectivos desgarrados. No obstan­ te, la recurrente mención de estos temas por parte de los románticos debe verse más bien como el signo de una cierta fragilidad discur­ siva que acude a un referente polémico un tanto esquematizado para autovalidarse. Asimismo, en la caracterización de la modernidad ilustrada como propiciadora de la fragm entación y el aislamiento de los individuos está presente de manera notoria una fuerte nostalgia de los románticos por la supuesta unidad que habría caracterizado a la cultura griega. La remembranza romántica de la Grecia clásica comporta una resignificación de la polis que la convierte en una suerte de paraíso social perdido. En ella se habrían conjugado tanto la perfecta unidad de mente y espíritu en los ciudadanos como la fusión de éstos en y con la polis. A partir de este mito, tomado como ideal, el romanticismo se manifiesta por la convicción de que cada cultura, como cada indi­ viduo, constituye una unidad expresiva, esto es, que el conjunto de sus características manifiesta armónicamente la esencia de su ser, su peculiaridad irrepetible.76 La expresividad en este caso consiste no sólo en que la conjunción de las diversas partes de esta unidad dicen algo sobre ella, sino también en que tal unidad busca expresarse. 76Por ejem plo, para Herder, la vida hum ana tiene una unidad análoga a la de una obra de arte, cada una de cuyas partes sólo tiene sentido en su relación con los dem ás (Cfr. Herder, 1982: 210). T am bién Schelling dice al respecto: “Si nos sentim os incontenible­ mente im pulsados a contem plar la esencia interna de la naturaleza (...), cuánto m ás nos tiene que interesar penetrar el organism o del arte, en el que se fabrica la suprem a unidad y legalidad y que nos perm ite conocer la maravilla de nuestro propio espíritu, más inmedia­ tam ente que la naturaleza, desde la absoluta libertad” (Schelling, 1987: 173).

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El individuo y la comunidad son expresivos, no sólo porque expresan un todo inclusivo del espíritu o la naturaleza, sino también porque encuentran en la propia naturaleza su medio de expresión. De aquí las diversas ideas de absoluto que presiden los siste­ mas fdosóficos -y las obras artísticas- del romanticismo alemán. Ese concepto nos comunica la percepción de conjunción armónica y necesaria de todo lo existente -naturaleza, sociedad, individuosy a la vez nos hace saber que tal conjunción es dinámica y tiene un sentido. La idea de lo Absoluto es la traducción filosófica de una noción que fue cobrando cada vez mayor fuerza a partir de la llama­ da crisis de la razón: la noción de una idea renovada de naturaleza. Es decir, el romanticismo se refiere a una concepción antiilus­ trada de naturaleza, aunque, como lo ha hecho notar Ripalda, la relación entre ambas tradiciones, incluso en lo tocante a este pun­ to, sea mucho menos rupturista de lo que a los románticos les hu­ biese gustado confesar. En realidad, puede rastrearse una línea de continuidad ascendente (en la que, sin duda, hay que distinguir matices), que se remonta al Renacimiento, en la construcción de la idea romántica de naturaleza. Esta noción se construye en contra­ punto con una cierta idea de las pasiones defendida por la tradición racionalista-ilustrada e ignorando deliberadamente algunas otras líneas de la Ilustración que, tanto en el discurso filosófico como en el político, hicieron jugar un papel destacado a la pasión y a la sen­ sibilidad en la persona y en el colectivo.77 En cambio, en la natu­ raleza romántica, percibimos los ecos de un paradigma renacen­ tista que volvió los ojos tanto al mundo clásico como a diversas tradiciones paganas europeas. Como en el Renacimiento, el ideal rom ántico de la naturaleza se nutre de diversas sim bologías no cristianas como método de fundamentación no religiosa de un dis­ curso que, en el caso del romanticismo, pretende erigir sus propios dogmas. 77 Cfr. Am orós, 1997: 28-29, y Ripalda, 1978: 53. Cuando el rom anticism o acusa a la Ilustración de volver la espalda a las pasiones para centrarse en la razón, por un lado atiende fundam entalm ente a la noción paradigm ática de individuo autónomo, racional, en la cual se juzga a las pasiones com o enem igas de la propia libertad. Por otro lado, (re c o n s­ truye una visión m ítica y alegórica de la idea de naturaleza, con la que edificará su discur­ so de esencialism o laico.

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Para finales del siglo xvm no sólo había argumentos políticos para desconfiar de las bondades de la promesa ilustrada: también el desarrollo científico había transitado de un boom inicial al descon­ cierto frente a los enormes misterios con que topaban progresiva­ mente las ciencias especializadas. La razón, como diosa secular y principio de legitimación, comenzó a mostrar sus fallas. En este marco, diversos pensadores acudieron al pensamiento organicista, muy en boga entre las ciencias naturales, para fundamen­ tar su idea de que el conocimiento no tenía que ser por necesidad explicativo-causal, según el modelo impuesto por el racionalismo ilustrado, sino que debía tener un carácter funcional. Es decir, que ante la incapacidad de la razón de resolver los múltiples misterios del mundo, del ser y la existencia, había que volver los ojos a una explicación que no se centrara en las causas de los fenómenos (siguiendo el esquema del silogismo lógico aristotélico) sino que atendiera a explicarlos según la función que cumplían en un deter­ minado sistema. El concepto de naturaleza ofrecía una oportu­ nidad magnífica para realizar este desplazamiento pues, construido según el modelo organicista, podía concebirse como un gran todo, un organismo vivo que explicaba todo lo existente por la función que desempeñaba. En este sentido, para el romanticismo jugó un papel clave la analogía como método de conocimiento: se pretendía que la natu­ raleza repite y expresa la esencia de su todo en los distintos niveles de su existencia, por ello, en la manifestación de ciertos elemen­ tos se puede descubrir la verdad de otros. Gracias a este método se puede saber, por ejemplo, que, si bien la naturaleza (o el absoluto) expresa una unidad originaria, la expresa en la multiplicidad, gene­ rada por un proceso que constituye oposiciones complementarias, repetidas en cada manifestación de la existencia. Así, los pares día y noche, hombre y mujer, bien y mal, son las mismas manifestacio­ nes, en distintos niveles, de la polaridad universal (Cfr. Puleo, 1992 : 11).

Esta caracterización implica también una transformación valorativa, pues implica una marcada superioridad de lo espiritual sobre

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lo material y, culminando esa lógica, de lo emocional sobre lo ra­ cional,78 Esto no significa, como vimos, que se desprecie el conoci­ miento, sino que se transforme la idea misma de conocer: La epistemología del romanticismo es exclusivamente emo­ cional e intuitiva e insiste en la necesidad de la plenitud de la experiencia y la profundidad del sentimiento, si se quiere com­ prender la realidad. La razón, por ser artificial y analítica es ina­ decuada para comprender el absoluto; el conocimiento es algo vivo y el filósofo debe aproximarse a la naturaleza por medio de la inspiración, el anhelo y la simpatía (Ruñes, 1981: 329). Así, el expresivismo romántico entraña una poderosa reivin­ dicación del lado oscuro del hombre, tan duramente condenado por muchos ilustrados. El reino de las pasiones, que fuese el enemigo a vencer para los contractualistas, y que da cobijo a conceptos tan variados como los de emoción, instinto, impulso, intuición, estuvo, como vimos, tensamente asociado a una cierta idea de naturaleza. Parecía, en efecto, que para los ilustrados hubiese dos conceptos de naturaleza: uno que daba cuerpo a lo no racional, que se pensaba por ello como lo opuesto al hombre y la cultura, y otro que expre­ saba un estadio presocial considerado positivamente por la mayo­ ría de los autores.79 Los románticos, en cambio, aprecian ambas acepciones de la idea de naturaleza y no consideran que los impul­ sos y las emociones nieguen la razón, sino que son su complemento. De hecho, el romanticismo es, en cierto sentido, la versión moder­ na de las mitologías nórdicas y sajonas que confían a la fuerza de los impulsos y los sentimientos la grandeza de la hum anidad.80 raO, quizá, debiéramos decir sobre lo analítico: los románticos reconocieron la racio­ nalidad como cualidad específicamente humana, pero se niegan a considerarla en los términos ilustrados que la conciben com o una cualidad separada de la parte instintiva o animal, y pretenden que tam poco se reduzca a una capacidad analítica (Cfr. Herder, 1982: 196 y ss.). 79Incluso en casos como el de Hobbes, que piensa equivalentes al Estado de naturaleza y al estado de guerra, el primero tiene la virtud innegable de hallarse regido por la ley natural, y, si no fuese por la acción de las pasiones, sería un estado de paz, como la razón lo indica. 80“( ...) el rom anticism o es la prim era victoria m oderna de aquellas fuerzas espiritua­ les cuya continuidad se puede trazar desde su manifestación en Heráclito y los pensadores presocráticos en general, a través de muchas centurias de luchas dirigidas, debido a la heren-

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Los románticos, por cierto, concibieron esta grandeza de un modo curioso, pues el concepto de absoluto exigía afirmar la subor­ dinación del hom bre a los designios del todo: los individuos, como el resto del mundo percibido, son una manifestación parcial de la naturaleza. Aunque, ciertamente, el hombre es una manifestación elevada, porque a través de él, el espíritu intenta volverse cons­ ciente de su propia obra.81 Esto nos muestra que el romanticismo no es un antirracionalismo sin más, pues aprecia la razón como potencialidad exclusiva­ mente humana que juega un papel en la autocomprensión del Espí­ ritu. Sin embargo, como ya mencionamos, la razón humana no es la única que interviene en este proceso de comprensión en el que juegan un papel primordial las capacidades sensitivas del hombre. De hecho, la incapacidad de la razón para operar por una vía distinta al análisis, hace de la intuición y el sentimiento las vías pri­ vilegiadas para conocer -d e un modo peculiar, como integración comprensiva- el espíritu. De la lógica general que esto implica se deriva también una con­ cepción ética que, por un lado, está influida por la ética ilustrada, y por otro, discrepa de ella. La influencia aludida se centra en las ideas de autonomía y de libertad; la discrepancia más fuerte se mantiene respecto de la noción de individuo atomizado, base de la ética ilustrada, que alcanza su expresión más acabada en las pro­ puestas de Kant. Como Kant, en efecto, el romanticismo defiende una idea ética antiheterónoma, es decir, que tiene un fundamento inmanente al individuo. Con ello, esta corriente da cuenta de su carácter claramen­ te moderno. cia racial de los teutones, contra la invasión judaico-cristiana y greco-judaica encabezada por Sócrates, Platón, San Pablo, y finalmente por Kant, el antirrom ántico por excelencia” (Aesch, 1947: 22). 81 “(...) Dios tiende a volverse hom bre a fin de que el hom bre retorne a Dios. Sólo m ediante el restablecim iento de la relación de fundam ento con Dios, reaparece por vez prim era la posibilidad de la salvación” (Schelling, 1989: 217). O bien: “(...) que [el hom ­ bre] se convierta en el recipiente sensible de su D ios para todo lo vivo de la creación, según la m edida de su relación con él” (Herder, citado en Taylor, 1996: 390).

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Sin embargo, una diferencia de matiz termina por constituir una discrepancia de fondo, en tanto que el concepto de individuo en un caso y otro presenta diferencias cualitativas profundas. Si bien el romanticismo no niega la existencia del individuo y su peculiaridad expresiva, se rehúsa a considerarlo un ente aislado para el cual la relación con el mundo externo sería meramente con­ tingente. En cambio, para el primer romanticismo, el individuo sólo tiene sentido porque es parte de una cultura que cobra forma en una de­ terminada comunidad. Su libertad es autónoma porque sigue una norma generada por la comunidad con la cual el individuo en cues­ tión forma una unidad expresiva. Para decirlo con otros términos, el deber moral es uno con el no­ mos comunitario: su autonomía radica en que no ha sido impuesto por ningún agente externo a cada comunidad. Cada individuo sabe -siente, percibe- cuál es la norma ética porque forma parte de su propia existencia expresiva. Para el romanticismo decaden­ tista, la figura de la comunidad se transforma: invierte su valora­ ción. Frente a una convivencia nulificadora, se apuesta por el héroe, el extraordinario, el que logra escapar al destino de la masa. En uno y otro casos, nos enfrentamos a la ausencia del individuo ilustrado, a la vez autónomo, específico y equivalente a otros individuos. Así como, para el individuo kantiano, el deber moral es autoimpuesto porque el único criterio para su formulación es un ejercicio de lógica racional, efectuado por el agente en la enunciación del imperativo categórico, el individuo romántico ejerce su libertad, bien al seguir la norma que expresa la manifestación del Espíritu en su comunidad, bien rompiendo frontalmente con esa norma. El concepto de libertad implica en este caso la certeza de que la conciencia humana no sólo refleja el orden de la naturaleza o la cul­ tura, sino que lo completa o lo perfecciona. Esto se explica por­ que “ ...el espíritu cósmico que se desenvuelve en la naturaleza está esforzándose por completarse en un autoconocimiento cons­ ciente, y la sede de esta autoconciencia es el espíritu del hombre” (Taylor, 1983: 30).

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Frente a la idea equivocada de la razón que impulsaron los ilustrados, culpable del divorcio entre individuo y sociedad, hay que recobrar la importancia ética de los valores comunitarios. La fundamentación ética se desplaza hacia otro tipo de valores (no racionales) que se supone vinculan al bien con la espiritualidad. Los sentimientos en sí mismos tienen un valor ético, porque ellos son expresión (en el sentido amplio arriba señalado) de la natu­ raleza (Cfr. Taylor, 1996: 393). Al mismo tiempo, los sentimientos se asocian con valores que solamente pueden expresarse a través de ellos. Un ejemplo destacado lo constituye el concepto de belleza. Recuperando el ejemplo griego, que identificó bondad y belleza, el romanticismo considera a esta última entre los valores más impor­ tantes: Belleza y valor en sí, o según la idea, son una. Pues la verdad según la idea es justamente como la belleza, identidad de lo subjetivo y lo objetivo (...). La verdad que no es belleza tam­ poco es verdad absoluta y a la inversa (...). Por la misma razón, la bondad que no es belleza tampoco es bondad abso­ luta y a la inversa (Schelling, 1987: 192). No en balde, para los románticos la ética y la estética son prác­ ticamente inseparables. Tan es así, que consideran al arte como la manifestación cumbre del ser de la naturaleza, que conjuga armo­ niosamente las ideas de unidad con la naturaleza y libertad, o, en otras palabras, los ideales de Spinoza y Kant (Cfr. Taylor, 1996: 403). El romanticismo es, de este modo, una filosofía vitalista que transform a los conceptos ilustrados de naturaleza e individuo imprimiéndoles, a la vez, unidad y dinamismo. Ahora bien, entre las vastas repercusiones que se derivan de esta reconceptualización del orden moderno, existe una que no fue ni siquiera considerada por sus impulsores, y es la siguiente: Si el racionalismo ilustrado permitió quebrantar los funda­ mentos de la subordinación femenina mostrando la ilegitimidad de todo dominio que apele a una supuesta desigualdad natural, el

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romanticismo tiene como efecto no previsto la revalorización del campo simbólico tradicionalmente conceptual izado como femeni­ no: el de la naturaleza y el sentimiento. La hipersensibilidad, característica que definiera al imaginario femenino (junto con la supuesta incapacidad de las mujeres para razonar) durante los siglos xvn y xvm, y motivara a caracterizar a las mujeres como entes de puro impulso, pura emotividad, pura intui­ ción, es considerada por los románticos y sus sucesores como la fuente motriz de la expresividad humana. Si las mujeres han estado asociadas con la naturaleza, las pasio­ nes, los instintos, las emociones y, súbitamente, gracias a la influen­ cia romántica, estas características, tradicionalm ente objeto de temor y desprecio, son valoradas como el vehículo del verdadero conocimiento y de la autorrealización humana, sería lógico pen­ sar que las mujeres conquistarían el prestigio social que antes les había sido negado. Sin embargo, como sabemos, esto está lejos de ocurrir así. Tomemos como ejemplo el caso de Herder. En su Filosofía del lenguaje (en Herder, 1982) este autor pole­ miza con las posiciones en boga sobre el origen y la naturaleza del lenguaje, particularmente las nociones instrumentalistas, como la de Rousseau, y las que abogan por un origen divino del lenguaje. En cambio, y en concordancia con la tesis de la unidad expre­ siva, Herder afirma que el lenguaje es vehículo de realización de lo humano: no puede pensarse al hombre sin el lenguaje, y el desarro­ llo mismo del individuo, de la comunidad y de las naciones, su desenvolvimiento, su progreso, su consolidación, están ligados a la complejización y particularización del lenguaje. Así, éste es, más que un medio de comunicación, un medio de expresión del ser hum ano y de la com unidad integrales,82 a la vez manifestación y vehículo de los diversos momentos de su desarrollo. Visto de esta forma, Herder entiende que el lenguaje es acumu­ lativo, es decir, que al transmitirse de generación en generación, la 82En el doble sentido de que se expresan a través de él y de que él expresa lo que son.

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progresión del lenguaje entraña una transferencia de la experien­ cia vital y el ser acumulados de las generaciones pasadas. Este proceso de generación y transferencia pone enjuego las capacidades integrales del ser humano, entre las que, ciertamente, se halla la reflexión, pero que van mucho más allá de ella e incor­ poran de manera privilegiada la sensibilidad, la compasión y el afecto. De hecho, son estas cualidades las que signan el carácter del ser humano como especie que se asocia, que vive en familia y en comunidades y que nunca está atomizada ni es ajena a los intere­ ses de los demás. No obstante, cuando Herder habla del papel de las mujeres en este proceso, la tradicional imaginería social que las asocia con esas cualidades aquí fundamentales, se suspende sin explicación, y el juicio sobre ellas es, como de costumbre, axiomáticamente subordinatorio: ¿No debe la mujer, parte más débil de la naturaleza, acoger la ley del varón, que es el experto, el que cuida, el creador del lenguaje? ( ...) en tantos pueblos de los que hemos puesto ejemplos, el hombre y la mujer poseen casi dos lenguas dis­ tintas, a saber, porque ambos constituyen, según las costum­ bres de la nación, como familia noble y familia innoble, casi dos pueblos completamente separados (...). En sentido pro­ piamente metafísico, jamás es posible una lengua entre hom­ bre y mujer, entre padre e hijo, entre niño y anciano (Herder, 1982: 211 y 214-215). Este tipo de ruptura lógica caracterizó al resto de los autores románticos cuando trataron, aun tangencialmente, el tema de la mujer. Para el romanticismo poético, pictórico y musical, por ejem­ plo, la mujer fue manantial de inspiración pero no protagonista. Su naturaleza, considerada tan próxima a la naturaleza, no les valió a las mujeres para ser valoradas como sujetos de conocimiento. En una curiosa operación conceptual, con la imagen que el primer romanticismo construye de la mujer se acentúan progresi­

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vamente las tipificaciones de debilidad extrema, y se disminuye casi hasta borrarse otra imagen femenina muy en boga en la Europa me­ dieval: la malevolencia. La imagen femenina, hacia finales del siglo xvm, pierde fuerza sexual y poder maligno, se vuelve inocua, intras­ cendente, totalmente ajena a la noción de fuerza de la naturaleza exaltada por los románticos. Las mujeres, asociadas tradicional­ mente - y destacadamente en el romanticism o- con la belleza, no son, sin embargo, verdad, sino simulación. Es decir, nuevamente, se emplea para definir a las mujeres una categoría de excepción. La ruptura lógica en que esto se prueba podría expresarse más o menos así: Las mujeres son naturaleza, belleza y sensibilidad: la naturale­ za es unidad expresiva del absoluto; la belleza, cualidad ética suprema, y la sensibilidad condición de la autoconciencia. Pero las m ujeres no son ni lo uno ni lo otro. Los térm inos naturaleza, belleza y sensibilidad adquieren al describirlas otro significado, un significado sin referente que designa un orden tercero, el orden de la exclusión. La descripción romántica del ideal femenino suele exaltar las características del imaginario que constituyen parte del deber ser de la identidad de las mujeres, pero no se produce jam ás el tránsito desde ese ideal a las mujeres reales: “M aría designa como pro­ totipo el carácter de la feminidad que tiene todo el cristianismo. Según esto, lo predom inante en los antiguos es lo sublime, lo varonil; de lo moderno, lo bello, lo femenino” (Schelling, 1987: 224). La belleza y la bondad pueden ser pensadas como atributos femeninos, pero el juicio sobre las mujeres sigue siendo simplemen­ te despectivo: Herder pone en un mismo saco a las mujeres con los enfermos y los incapacitados, y descalifica su lenguaje como un conjunto de sonidos inarticulados; Schelling acusa a sus oponen­ tes de proferir lamentos mujeriles, etcétera. De nuevo, al no ser manifestación de la autoconciencia, las mujeres no son sujetos para el romanticismo. La enormidad de esta

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paradoja no puede ni siquiera ser pensada por los autores román­ ticos -filósofos o artistas-, quienes se contentan con dar por hecho que las mujeres pertenecen a otra categoría. Sin embargo, esta labor, este intento, sí es emprendido por un heredero a la vez de la Ilustración y del Rom anticism o que se encarga de dar su forma más acabada a la respuesta ética -y, en general, filosófica- que el siglo xix opone a Kant y la Ilustración. Se trata de Georg Willhem Friedrich Hegel. Hegel. Lo femenino como ironía de la comunidad Hegel coincide con el primer romanticismo en la crítica a la visión ilustrada del individuo escindido y recupera la propuesta de pen­ sar la unidad expresiva a través del concepto de Geist o espíritu absoluto. Sin embargo, a diferencia de los románticos, Hegel considera que la sustancia del Geist es la razón, una razón que trasciende al entendimiento y que no puede ser culpada, como éste, de un efec­ to analítico artificialmente disruptivo. El espíritu cósmico hegeliano sigue una teleología interna que le conduce a su autoconocimiento en un proceso de desenvolvi­ miento ontológico e histórico, planteado en términos dialécticos. El proceso es dialéctico porque la realidad misma es nece­ sariamente contradictoria -e n este sentido, la dialéctica no es un método de análisis de Hegel-: para su autoconocimiento, el espíritu, que es absoluto, universal e infinito, ha de autolimitarse, singula­ rizarse, pensarse pues, desde categorías parciales y finitas. En este sentido, tanto la historia como la ontología están mar­ cadas por un proceso evolutivo que señala diversas etapas en la consecución del objetivo cósmico, y, en consecuencia, para el sis­ tema hegeliano se hace imprescindible la noción de jerarquía entre los diversos vehículos del Geist. Hay una jerarquía ascendente entre las diversas etapas históri­ cas, entre las diversas sociedades, que comienzan con un estado

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prácticam ente nulo de autocom prensión del concepto, hasta la expresión más acabada del espíritu cósmico encamado, que es el Estado moderno. Al mismo tiempo, hay una jerarquía entre las objetivaciones del Espíritu, que va desde los seres inanimados hasta el hombre, siguien­ do el mismo criterio evolutivo que signa el progreso histórico. Ambos niveles también están relacionados; los hombres de distintas culturas están, en su conjunto, más apartados o más cerca­ nos al Espíritu, según el grado evolutivo hacia la autoconciencia que cada sociedad exprese, y, también, en cada sociedad hay una jerarquía de estamentos humanos en la cual los hombres expresan con menor o mayor fidelidad los objetivos del concepto. Por otra parte, nuestro autor también acude a la noción kan­ tiana de autonomía radical pero, desde el tamiz romántico, acusa a este concepto ético de vacuidad en su formalismo, y atribuye este efecto a la falsa definición de la autonomía desde el individuo: tal concepto sólo tendría sentido si se aplica en el proceso de autodefmición del espíritu. En el sistema hegeliano el sujeto de la sociedad moderna expre­ sa, efectivamente, la autonomía moral, pero ésta se entiende en un sentido que, a fin de cuentas, difiere mucho del kantiano. Hegel explica sus diferencias éticas con Kant, que parten de este desplazamiento en el sujeto moral, del individuo al Geist, a través de una distinción conceptual entre eticidad (Sittlichkeit) y moral (Mo­ ral i tat). Mientras que la obligación ética o moral, que se identifica con el sentido kantiano, aparece al individuo como un deber ser externo e impuesto, la eticidad se refiere a las obligaciones morales que el sujeto tiene hacia una comunidad viva de la que forma parte (Cfr. Taylor, 1983: 164). Es decir, la eticidad manifiesta el sentido moral del espíritu como unidad: en ella, la obligación y la realidad están conjugadas. Por ello, sólo pueden pensarse dos periodos históricos donde la eticidad esté presente: en la primitiva comunidad griega, que, a pesar de sus bondades, debió disolverse para propiciar el auto-

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conocimiento del Geist, y en la sociedad que comienza a gestar­ se bajo la estructura del Estado moderno, en la que esta unidad se expresa ya como una síntesis superior, obtenida una vez que se han conseguido los fines de autocomprensión del concepto. En todo periodo intermedio (y, desde luego, en el previo a la unidad griega), la obligación aparecía en efecto como una imposi­ ción externa que impedía la identificación plena del individuo con su comunidad.83 Esta tesis teleológica no implica, sin embargo, que Hegel pien­ se en una mera superación de etapas que implicaría el abandono de una anterior y la tendencia a una superior. Por el contrario, el concepto de eticidad, como los otros, impli­ ca un proceso en el cual la ruptura de la unidad primigenia y la subsecuente reconquista de una unidad más compleja se definen también desde la conservación de lo superado: todo forma parte del Geist, su expresión es el todo, y ninguna parte, por insignificante que sea, puede ser excluida. En palabras de Charles Taylor: Esta idea de una dualidad superada sin ser abolida encuentra expresión en dos térm inos-clave hegelianos. El prim ero es Aufhebung. Éste es el término de Hegel para la transición dialéc­ tica en que una etapa inferior es, a la vez, anulada y conserva­ da en otra superior. (...) En segundo lugar, como la unidad no sólo suprime la distinción, Hegel habla de la resolución como una “reconciliación” ( Versdhnung); esta palabra implica que los dos términos permanecen, pero que su oposición ha sido supe­ rada (Taylor, 1983: 102-103). De este modo, a través de la restauración de la eticidad, puede comprenderse que la verdadera vida ética, y, por tanto, la verda­ dera autonomía moral, no tienen ningún sentido para los individuos *3“U n pueblo es, sobretodo, una m oral, un modo de relacionarse con el mundo (...) La moral nunca lo es del individuo abstracto, al modo kantiano, porque incluso esta última es a su vez el resultado de un puebLo” (Valcárcel, 1988: 74)

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aislados y abstraídos de sus lazos comunitarios, y en cambio co­ bran sentido pleno cuando se consideran desde la perspectiva del espíritu. Como puede observarse, Hegel combina la demanda moderna de autodeterminación con un principio característico de la moral tra­ dicional: la identificación de lo ético con un orden preestablecido. Por otra parte, si atendemos a la concepción jerárquica tanto histórica como ontológica de la obra hegeliana desde este concep­ to de la eticidad, veremos claramente que esa idea de orden se ase­ meja a la tradicional pero que no puede, de ningún modo, ser asimi­ lable a ella, no sólo porque el orden aludido ha sido resultado de un proceso de transformación, sino porque no se concibe como externo al hombre, asignándole, simplemente, un lugar. Los hombres son parte de ese orden en un sentido mucho más fuerte, porque tanto los unos como el otro son -e n distintas medidas y de diversos mo­ d o s- expresiones de la razón. De este modo, a pesar de una extracción inicialmente similar, se abre un abismo entre Hegel y sus contemporáneos románticos que, para seguir con los fines de nuestra exposición, podríamos con­ centrar en el sentido valorativo que unos y otro atribuyen a los complejos conceptuales de naturaleza y razón. El concepto romántico de naturaleza, como ya se mencionó, equivale tanto a la idea de medio expresivo como de expresión misma del espíritu: el hombre es naturaleza y manifiesta su ser gracias a la naturaleza, interna y externa, mientras que la razón humana, aunque es parte del todo, es un componente inferior a la sensibilidad y los impulsos en el objetivo de conocer el cosmos y su sentido. Para Hegel, en cambio, si bien la naturaleza no está excluida del concepto de espíritu absoluto, forma los grados inferiores en la jerarquía ontológica. Y esto es válido en los distintos niveles de diferenciación de la realidad, incluyendo los que distinguen a los hombres entre sí y a cada uno internamente. Esta vuelta a la subvaloración de la naturaleza se hace evi­ dente en la concepción hegeliana sobre el proceso de construc­ ción de la autoconciencia. Como antes vimos, la moderna demanda

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de autodeterminación en Hegel se resuelve por una vía antiilustra­ da gracias al tratamiento de sujeto que da al espíritu absoluto. Sin embargo, las manifestaciones finitas del absoluto llevan a cabo, de manera diferenciada, fragmentaria y parcial, el autoconocimiento en sus distintas etapas. En este marco, la autoconciencia individual atraviesa también el proceso que va desde la mera percepción sen­ sible hasta el pleno autoconocimiento (que, en un nivel más eleva­ do, implica la conciencia de ser vehículo para la realización del Geist). Para ello, el sujeto ha de negar su inmediatez, ligada a la pura conservación de la vida, salir de sí para reconocerse en otro. La autoconciencia del espíritu ha de darse en congruencia con la eticidad, como expresión cabal de universalidad. Pero la propia eticidad se bifurca entre un momento de inmediatez y el consecuen­ te, de mediatez, propicio para la autorrealización.84 En su verdad simple, el espíritu es conciencia y desdobla sus momentos. La acción lo escinde en la sustancia y la conciencia de la misma, y escinde tanto la sustancia como la conciencia. La sustancia, como esencia universal, y como fin, se enfrenta con­ sigo misma como la realidad singularizada; el medio infinito es la autoconciencia, que, siendo en sí unidad de sí y de la sustancia, deviene ahora esta unidad para sí (...). La sustancia se escinde pues, en una sustancia ética diferenciada, en una ley humana y otra divina (Hegel, 1990: 261-262). En este sentido, la bifurcación de la eticidad, tal como aparece en la Fenomenología del espíritu, se da entre dos comunidades fundamentales: la familia y el pueblo. La primera implica, desde luego, el nivel de la inmediatez, y el segundo el de la mediatez que posibilita la plena realización de la autoconciencia. 84“Para llegar al dominio de la ética, trasunto elevado de la simple moral, Hegel piensa que el individuo debe adquirir las siguientes certezas universales: no debe oponerse, com o tal sujeto, al m undo; no debe oponer la ley del corazón a la realidad; no debe tratar de resucitar lo que está muerto. Estos tres deberes negativos pueden resumirse en uno positivo: adm itir la m edida del nosotros. ‘L a autoconciencia reconocida que tiene la m edida de sí m ism a en la otra autoconciencia libre y que tiene precisamente en ella su verdad... se abre en este concepto el reino de la ética’” (Valcárcel, 1988: 177).

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Para Hegel no cabe siquiera la duda de que la mujer pertenece a la familia, éste es su único ámbito de intervención y en él se produ­ cen todos los niveles de su desenvolvimiento. Tampoco se cuestiona la relación entre familia y naturaleza: de ahí su nivel de inmediatez. La mujer tiene tres distintas relaciones en la familia que mani­ fiestan otros tantos niveles de su desenvolvimiento: como esposa que se relaciona con su marido, como madre que se relaciona con sus hijos y como hermana que se relaciona con su hermano. Las dos primeras están condenadas para la autoconciencia por­ que se producen en el ámbito de la mera vida, a través del placer, y porque cobran su sentido en un otro fuera de la relación misma: en un caso el hijo y en otro los padres. .. .la relación entre marido y esposa es, ante todo, el inmediato reconocerse de una conciencia en la otra y el reconocer del mutuo ser reconocido. Y como se trata del reconocerse natural, no del ético, es solamente la representación y la imagen del espíritu, no el espíritu real mismo (Hegel, 1990: 268). Algo similar ocurre con la segunda relación, entre padres e hi­ jos. La tercera, en cambio, está mediada por la ley (divina) y hace interactuar a ambos hermanos como singularidades. La hermana, representada por Antígona, es capaz de mostrar como tal en su rela­ ción con el otro el presentimiento de la esencia ética, pero absolu­ tamente incapaz de llegar a la conciencia porque no puede, como mujer que es, trascender del todo la naturaleza. En efecto, las mujeres no podrán por definición acceder a la conciencia porque, en cierto modo, representan, dentro del género humano, el nivel de la inmediatez mediata más próxima a la natu­ raleza. Son, en consecuencia, pura esencia, pura genericidad. Como género, las mujeres no se apartan de la inmediatez y son inca­ paces de singularizar al otro. Sólo la apetencia del varón las indi­ vidualiza, porque ellos desean y eligen como individuos. Ahora bien, la descripción anterior pudiera hacernos pensar que Hegel recupera simplemente un concepto preilustrado de naturaleza,

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esto es, que contrapone a la noción de naturaleza como ideal regu­ lativo la noción simbólica simple que opone la naturaleza a la cultura con toda la serie de asociaciones que esa lógica conlleva (Véase supra capítulo i). Sin embargo, esta idea no corresponde a la verdad: nuestro autor no regresa a la lógica simbólica en este punto ni reto­ ma simplemente la visión ilustrada, sino que realiza una peculiar superación de ambos términos en su oposición a partir del propio concepto de eticidad. En efecto, la eticidad permite a Hegel pensar la realidad propiamente cultural en los distintos niveles de su de­ senvolvimiento, incluyendo aquel que constituye una segunda na­ turaleza para el ser humano (Cfr. Amorós, 1985: 164): La eticidad se relaciona con el conjunto de hábitos y ethos ca­ racterísticos de un determinado pueblo, que constituyen una “segunda naturaleza” , algo que estaría a caballo entre la natu­ raleza y la reflexión, entre la naturaleza y la cultura. El espíri­ tu ético se caracteriza, pues, por constituir una m ediación entre la naturaleza y la cultura y por vivir en la forma de la inmediatez -e s decir, como naturaleza- aquello que constitu­ ye una determ inada m ediación (.Einbildung) de la cultura (Amorós, 1985: 42). Esto es, el espíritu ético permite ser a lo cultural por una doble vía: por un lado, está en los límites que perfilan la cultura y la demarcan de la naturaleza; por otro lado, es el sustrato, la sustan­ cia de la cultura, como momento en ella de cierta naturaleza -de segunda naturaleza-. Como puede percibirse, la eticidad desem­ peña, en la lógica conceptual de Hegel, un papel paralelo al que juega la simbólica de lo femenino para el orden simbólico tradicio­ nal: lo femenino, según vimos, funciona como una categoría límite que a la vez que perfila la identidad de la cultura, ocupa un espa­ cio. Esto le permite ser no sólo negación o alteridad, sino también mediación y referente. Algo similar ocurre con la eticidad hege­ liana: el espíritu ético es, a la vez, cultura y naturaleza, por más que la naturaleza que exprese sea de orden tercero. En este senti-

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do, como nos indica Amorós, la naturaleza que se manifiesta en la eticidad y lo femenino indica la presencia de un reino dentro de otro reino, es decir, del reino de la naturaleza m ediada dentro del reino de la cultura. Este encabalgam iento se revela claramente en la oposición hegeliana entre la ley divina y la ley positiva, civil. La primera expre­ sa la naturaleza dentro de la cultura porque a la vez que manifies­ ta un orden, éste atiende a la preservación de algo más inmediato y ancestral que la polis: el linaje. La ley positiva, en cambio, apunta a lo propiamente humano en el nivel de la autoconciencia, del para sí. Para acceder a la conciencia hay que trasponer el umbral de la mera vida: negarse como vida para lograrse como concepto. Esto sólo lo hacen los hombres, quienes salen de la fa­ m ilia hacia la vida pública, hacia el pueblo, segundo nivel de la eticidad. Sólo aquí puede darse un reconocimiento en el otro que, atendiendo la individualidad, reconozca lo universal. Al parecer, en esta reflexión de Hegel que incapacita a la mujer como autoconciencia, para convertirla así, en cuanto género, en una mediación gracias a la cual el hombre pasa a la conciencia de lo universal, está presente una formulación de la relación entre pú­ blico y privado que no es del todo consecuente con lo que afirma en otras partes. La idea de la eticidad bifurcada en familia y pueblo no deja lugar a dudas para el autor en cuanto al espacio que corresponde a cada sexo, aun cuando, como sabemos, las mujeres no han estado nunca, y desde luego no lo estaban en la época de Hegel, circunscri­ tas realmente (aunque sí imaginariamente) al espacio de la familia. Pero esta relación se complica a los ojos de un lector atento en la nueva versión sobre la eticidad aparecida en la Filosofía del derecho. La bifurcación simple que encontráram os antes se ve aquí complicada por una sucesión de tres niveles que responde al pro­ cedimiento expositivo más característico del sistema hegeliano. De este modo, la eticidad tiene su expresión más inmediata y sustantiva en la familia (considerada como una persona ética y no

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como un contrato entre individuos), que es seguida por el nivel de la sociedad civil, que expresa la ruptura con la unidad originaria y la subsecuente configuración de individuos aislados y egoístas, para acceder finalmente al Estado, expresión acabada de la unidad ética universal y autoconsciente. En lo que concierne al lugar de la mujer y los tres tipos de relación que establece, la fam ilia sigue siendo considerada por Hegel del mismo modo en este texto que en el anterior: la relación de más trascendencia por su presentimiento de la eticidad, sigue siendo para la mujer la que sostiene con su hermano. Nuestro autor es tajante -que no claro en cuanto a sus motivosrespecto a la incapacidad femenina para trasponer este estrato. A los hombres -e n plural en este caso, pues ellos no son definidos como género- les toca ahora romper con su rutina de superviven­ cia para allegarse a otro nivel de la vida ética: aquel en el que se escinden como individualidades, el de la sociedad civil. Este nivel, en la sociedad burguesa, es el del trabajo, el que bus­ ca la resolución de las necesidades por parte de individuos inde­ pendientes. Pero en la unidad suprema en el Estado, donde se superan y se incorporan las diferencias de los otros estratos, las mujeres no son incluidas. No en balde, para Hegel, la mujer representa la ironía de la comunidad (Cfr Benhabib, 1992: 242-259). Es decir, la eticidad como sustrato espiritual, tiende paradóji­ camente a la conservación de un nivel de inmediatez directamente antagónico con los intereses del pleno desenvolvimiento de la sustancia ética hacia un nivel en que se despliega a sí misma por medio de la autoconciencia. Mientras las mujeres, como expresión de lo femenino, sólo atienden al interés de la familia, de la natura­ leza, de la comunidad, de la pura vida, los hombres emprenden la negación de la mera sustancia que permite la plena realización racional de la comunidad. La determinación natural de los dos sexos recibe significado intelectual y ético de su racionalidad. Este significado se determina por la distinción, en la cual la sustancialidad ética,

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como concepto, se dirime en sí misma para procurarse de ella su convivencia, como unidad concreta. (...) aquél en relación hacia lo exterior es el potente y el que obra; éste, el pasivo y el subjetivo (...). El hombre tiene su vida efectiva, sustancial, en el Estado, en la ciencia, etcétera, y, en general, en la lucha, en el trabajo con el mundo externo y consigo mismo; de suerte que sólo en su escisión obtiene com batiendo su autónom a unidad consigo, cuya tranquila intuición y subjetividad ética sensitiva posee en la familia, en la que la mujer tiene su deter­ minación substancial, su carácter ético, en la piedad (Hegel, 1980: 160-161). Al subrayar en este texto la consideración de las mujeres estric­ tamente en términos de género y de los hombres en términos de individuos a través del concepto de sociedad civil al que considera exclusivamente masculino, Hegel proporciona la muestra más clara de que su concepción sobre la relación entre los sexos obedece a un imaginario social limitado y esquemático, aunque sumamente poderoso, y no, en absoluto, a las prácticas reales de las mujeres en sociedad. En efecto, en la primera versión sobre la división entre los sexos proporcionada por la Fenomenología... la noción de pueblo, que aquí se oponía a familia, incluye un concepto simple de lo pú­ blico, en el que cabría la organización de lo social, el poder político, el mundo del trabajo y, en fin, toda manifestación de colectividad que excede el ámbito restringido del clan familiar. En cambio, en la versión de la Filosofía del derecho, como vimos, lo colectivo se presenta en dos momentos; uno correspon­ diente al reino de la necesidad, de la individualidad, de los intereses egoístas, del derecho formal, del contrato, y otro al reino de la liber­ tad y la realización ética. Fuera de la designación formal del poder político, las mujeres no están excluidas en la realidad social de ninguno de los espacios caracterizados como extrafamiliares en ninguna de las dos versio­ nes hegelianas: la presencia masiva de las mujeres en la economía

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formal e informal85 así como su creciente incursión durante los siglos xvm y xix en las demás instancias de la vida colectiva, como el arte, la ciencia, la política, la educación, la salud, la lite­ ratura, etcétera, son llanamente ignoradas por Hegel, que no ve más que una representación im aginaria de Mujer, sumam ente esquemática, que él contribuyó a reproducir. En este sentido, nues­ tro autor nos brinda un ejemplo más de lo que Amorós llama el círculo Poulain:86 las opiniones del sabio sobre las mujeres pre­ tenden fundarse en la sabiduría popular, mientras que el vulgo acude a las lecciones del filósofo para apoyar sus propias opinio­ nes respecto al mismo tema. Como puede verse, la idea ética decimonónica, que encuentra sus primeros cimientos en el romanticismo temprano, consigue construir, a través de una serie churrigueresca de vueltas de tuerca, un discurso que, siendo secular, recupera con fuerza los dogmatis­ mos premodernos respecto a la concepción de las mujeres y lo femenino por la vía de su (re)naturalización. M ujer y fem inidad siguen siendo conceptos de excepción, que fracturan los planteamientos éticos y sus secuencias lógicas tanto en los románticos como en Hegel: para los primeros román­ ticos, la mujer se define como naturaleza, pero aquí el término naturaleza tiene connotaciones distintas de aquel otro, la naturaleza, 85 Para com ienzos del siglo XIX, según los registros parisinos, el 25 por ciento del total de m ujeres adultas percibía un salario, y se sabe que la situación era similar en otras urbes im portantes de Europa (Cfr. Scott, 1993: 409). Esta cifra se refiere, desde luego, al trabajo fo rm a l y registrado oficialm ente (que, por ejem plo, paga im puestos), pero deja fuera a la creciente proporción de em pleos no form ales o proporcionados por em pleadores clandestinos, dueños de fábricas o pequeñas em presas que laboraban al margen de la ley, en las peores condiciones de higiene y sin regulación de las horas de trabajo que, por aña­ didura, bajaban sus costos contratando m ujeres y niños com o m ano de obra barata. Por otra parte, las m ujeres continuaban trabajando en los tradicionales em pleos fem eninos, com o criadas, com erciantes callejeras, nodrizas, bordadoras, etcétera. Todo esto sin con­ tar con que en las áreas rurales ninguna m ujer de ninguna edad estaba exenta de realizar labores diversas para incrementar el ingreso familiar y para reproducir la propia familia. Las cifras oficiales de la época son un mal reflejo de la situación laboral real de las m ujeres, no sólo porque los m étodos estadísticos tenían m uchas fallas, sino, sobre todo, porque tam bién en ellos opera el efecto del im aginario femenino: com o se supone que las mujeres no trabajan, su trabajo, aunque om nipresente, no se ve. 86V éase nota 74.

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sinónimo de potencia, fuerza, voluntad, integración, sentimiento, gracia, que constituyó el concepto eje de la labor unificadora del romanticismo. En el caso de Hegel, aunque la naturaleza sea para las mujeres ley (divina) -e s decir, no llanamente naturaleza-, al mismo tiempo, ha sido definida por la ley (civil) como lo otro de la norma, en tanto se entienda ésta como cultural. Romanticismo decadentista. La misoginia reactiva La propuesta filosófica y ética romántico-hegeliana aparece, pues, ya hacia mediados del siglo xix como un concepto moderno alter­ nativo al que propusiera la Ilustración. En lo que compete a la consideración ética sobre las mujeres, ambas corrientes tuvieron una influencia decisiva tanto en los defensores como en las y los detractores del imaginario femenino tradicional y su consecuente régimen de excepción ética. La obstinación en un bosquejo de lo femenino que iba no sólo contra la progresivamente cambiante realidad social, sino contra el núcleo mismo de las propuestas éticas de la modernidad, no puede interpretarse sólo com o una ceguera de filósofos que hablaban de lo que (no) veían y de cómo (no) lo veían. El siglo xix, por el contrario, muestra una creciente beligerancia tanto entre quienes defienden la imagen tradicional de la mujer, como entre quienes (con mejores o peores argumentos) la cues­ tionan. En efecto, una agria misoginia parece ponerse cada vez más de moda entre filósofos, científicos, artistas y literatos, quienes, con ingeniosas descalificaciones, reaccionan ante la imparable modificación sufrida por el papel de las mujeres en la sociedad y las conceptualizaciones ilustradas. Aunque esta ofensiva conser­ vadora atravesó todo tipo de corrientes e idearios, probablemente haya sido en el romanticism o decadentista donde encontró sus formulaciones más exitosas. Esta segunda etapa del pensamiento romántico se caracteriza por su pesimismo: a diferencia del romanticismo temprano, que

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pregonaba el vitalismo y la libertad humana, los románticos tardíos suelen atribuir a las concepciones de naturaleza y absoluto un sesgo determinista. Este último desplazamiento se puede atribuir al carácter de reacción conservadora de este romanticismo al que antes hicimos alusión. En efecto, como vimos en el apartado anterior, la secularización del pensamiento y la idea de igualdad natural pro­ movidas por la Ilustración trajeron consigo una serie de consecuen­ cias no deseadas. Entre ellas se encuentra, desde luego, la demanda femenina por incluir a las mujeres en los conceptos de individuo, sujeto autónomo y ciudadano, apelando a la incongruencia de fun­ damentar la subordinación femenina en un supuesto orden jerár­ quico natural que se había declarado inexistente. El romanticismo decadentista encuentra la forma de conciliar las ideas de secularización y de un orden jerárquico inmodificable acudiendo al concepto de naturaleza. En efecto, estos filósofos se vuelven hacia las ciencias naturales para construir una teoría de la necesidad. Al sostener que el ser humano es parte integrante del orden cósmico (y no una excepción) podían justificar la desigual­ dad social com o producto de una estructura necesaria. Desde luego, este recurso a la naturaleza para justificar las jerarquías tenía sus trampas. Por ejemplo, da prioridad a la superioridad natural de los hombres sobre las mujeres, subordinando a esta jerarquía la superioridad de unas clases o grupos sociales sobre otros. Es decir, si bien este romanticismo es elitista y defiende la existencia de privilegios para quienes son naturalmente superiores, esta clasifi­ cación sólo compete a los hombres, únicos capaces de diferenciar­ se como individuos, pues todos ellos, no importa a qué estrato social pertenezcan, son en conjunto superiores al genérico de las m uje­ res, indiscernibles entre sí. De esta forma, a ese discurso le interesó desde el primer mo­ mento excluir a las mujeres de la ciudadanía argumentando esa exclusión mediante la creación fantasmática de una esencialidad femenina precívica. La hembra de la especie dejó de ser reconocida por sus características morfológicas visibles y co­

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menzó a ser definida como una esencia intemporal dentro de la secuencia de la naturaleza, de tal modo que se pudiera llegar a suponer que “lo femenino” dentro de cualquier especie ani­ mal guardaba entre sí mayor homogeneidad que la que existía entre varones y mujeres en la misma especie humana (Valcár­ cel, 1993: 15). Este discurso estratificador difiere del discurso estamental tradicional precisamente en que reconoce dos tipos de desigualda­ des sociales naturales: uno, primordial, entre hombres y mujeres y otro entre hombres de distintas clases, lo cual da como resulta­ do que ninguna mujer, sin importar la clase a la que pertenezca, puede igualar o superar a un hombre. Como vimos cuando aludía­ mos a la construcción de la ficción doméstica, la igualdad a la que pueden aspirar los individuos, más allá de sus diferencias de clase, riqueza o talentos, es la que les da acceso equitativo a todas las mujeres. Lo anterior nos muestra cómo, una vez más, para los románticos sólo los hombres son individuos. Y no es escasa la importancia que para esta corriente adquirió el concepto de individualidad. En estos fdósofos encontramos una fuerte tensión entre el deseo de organicidad social y la idea de una individualidad heroica, transgresora. Desde luego, el concepto de individuo único y discernible lo encontram os ya en el prim er rom anticism o. En palabras de Charles Taylor: El expresivismo fue la base para una nueva y más completa individuación. La idea que toma cuerpo a finales del siglo xvm es que cada individuo es diferente y original, y que dicha originalidad determina cómo ha de vivir. (...) Al igual que las manifestaciones del gran torrente de vida en el resto de la naturaleza no pueden ser las mismas que su realización en la vida humana, así su realización en ti puede ser diferente de su realización en mí. Si la naturaleza es una fuente intrínse­ ca, entonces cada uno de nosotros ha de seguir lo que está den-

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tro; y puede ser que ello no tenga precedente (Taylor, 1996: 396 y 397). Como vemos, esta noción de individuo se distingue de la con­ cepción ilustrada que destacaba la igualdad entre sujetos autó­ nomos, establecida a partir de su idéntica capacidad de razonar. La originalidad individual perm ite en el prim er romanticism o pensar la libertad humana vinculada con el absoluto. Sin embar­ go, en el periodo al que ahora aludimos, este concepto se trans­ forma en una transgresión a los mandatos de la naturaleza. Las mujeres, excluidas de la individualidad, están inescapablemente sometidas a esos mandatos. Así, la relación entre mujer y natura­ leza se restablece para el romanticismo decadentista porque per­ mite nuevamente dar cuenta de la inferioridad del genérico fe­ menino. Arthur Schopenhauer (1788-1860) ofrece uno de los mejores ejemplos de la transformación pesimista sufrida por el romanti­ cismo. Este megalómano autor, considerado por muchos -aparte de sí m ism o- un genio de la filosofía, hace una curiosa recu­ peración del budismo y otras doctrinas orientales para explicar a su muy peculiar manera la idea omnicomprensiva de naturaleza. Lejos de lo que sucediera con los exponentes del primer romanticismo, Schopenhauer encuentra que esta naturaleza, que se perpetúa a sí misma a través de una Voluntad intrínseca e irracional, es total­ mente contraria a los impulsos de individuación y de libertad. La voluntad se entiende como una fuerza ciega que sólo busca repro­ ducir un orden cuyos efectos son la crueldad y el dolor de quienes son creados por él. Perpetuar la vida es perpetuar el sufrimiento: ninguna conciencia inteligente, que m ire por su propio bien, debiera prestarse a obedecer los mandatos de la voluntad. Pero la vida tiene sus artimañas: entre los seres humanos, como entre las demás especies, la astucia de la naturaleza emplea al elemento femenino como medio para asegurar su reproducción. Las mujeres, puro género, pura naturaleza, son seres determinados, completa­ mente al servicio de la voluntad. En esa medida, sólo el hombre es

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capaz de ser individuo, capaz de transgredir los fines de la especie y trazar sus propios objetivos: Como las mujeres únicamente han sido creadas para la propa­ gación de la especie, y toda su vocación se concentra en ese punto, viven más para la especie que para los individuos, y toman más a pecho los intereses de la especie que los de los individuos (Schopenhauer, 1993: 94). De aquí se deriva, inmediatamente, una inferioridad moral del género femenino. Como expresiones de la fuerza de la naturaleza, son incapaces de comprender siquiera las ideas de justicia e impar­ cialidad. Sin embargo, en este punto habría que poner en duda que el propio Schopenhauer las comprendiera. Su propia idea de moral no se caracterizaba precisamente por su imparcialidad, ya que, cuando se trataba de juzgar a las mujeres y su papel social empleaba siempre un criterio distinto que cuando juzgaba a los hombres. Para ejemplificarlo basta ver la lógica que emplea para explicar su aversión a la figura de la dama europea. En su opinión, ésta es una de las manifestaciones de la decadencia de la cultura occidental frente al Oriente: mientras que en Europa se han creado falsas diferencias de estatus entre mujeres -que no son sino las diferen­ cias entre los maridos que cada una ha logrado conseguir-, las socie­ dades orientales han sabido dar a las féminas su justo sitio en el enclaustramiento y la homogeneidad. La poligamia es el único método eficaz para evitar las falsas desigualdades entre mujeres y, a la vez, la única vía para impedir que unas cuantas gocen de un prestigio prestado a costa del sufrimiento y la perdición de muchas otras {Cfr. Schopenhauer, 1993: 98-100). Esta conmovedora preocupación de Schopenhauer por el des­ tino de las prostitutas europeas no obvia, sin embargo, las dificul­ tades que supone afirmar categóricamente que todas las personas pertenecientes al género femenino deben, sin excepción,87 per87 “Excepciones aisladas y parciales no cam bian las cosas en nada: tomadas en conjun­ to. las mujeres son y serán las nulidades más cabales e incurables" (Schopenhauer, 1993: 97).

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manecer enclaustradas y sin derechos, sujetas a la voluntad de los verdaderos individuos: los hombres. Lo que permite a nuestro autor afirmar sin pudores una cosa semejante es, como veíamos más arriba, el nuevo esquema legiti­ mador de desigualdades naturales, a la vez secular y conservador, construido por el romanticismo. La visión naturalista se ampara en la cientificidad y en la analo­ gía para dar por hecho, sin necesidad de explicación, verdades que no hacen sino reforzar construcciones ideológicas en boga (que con frecuencia son contradictorias entre sí). Por ello, desde luego, las analogías son siempre selectivas. Si se trata de probar que el ma­ cho domina por naturaleza a la hembra se pone el ejemplo del león; si se quiere demostrar que la hembra es perversa y peligrosa, el de la viuda negra o la mantis religiosa. Schopenhauer, afecto a este tipo de analogías científicas, acude a ellas entusiasta para trans­ formar en su opuesto otro de los ideales del romanticismo tem ­ prano: el de la belleza femenina. En efecto, la tan exaltada belleza de las mujeres es un don fugaz y funcional del que la naturaleza las dota breve tiempo para que puedan atrapar a un hombre y perpetuar la especie. Así, como la hormiga hembra, después de unirse con el macho, pierde las alas, que le serían inútiles y hasta peligrosas para el periodo de la incubación, así también, la mayoría de las veces, después de dos o tres partos, la mujer pierde su belleza (Scho­ penhauer, 1993: 90). Sin embargo, en otra parte, el propio autor parece atribuir la unión entre hembra y macho no a una inexistente belleza femenina, sino a la astucia de la naturaleza manifestada por otros medios: Ha sido menester que el entendimiento del hombre se haya oscurecido por el amor para llamar bello a ese sexo de corta estatura, estrechos hombros, caderas anchas y piernas cortas. Toda su hermosura está en el instinto del deseo que nos impul­ sa hacia ellas. En vez de llamar bello a ese sexo, más justo

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habría sido llamarle inestético (Schopenhauer citado en Valcár­ cel, 1993: 25). En apariencia, otro autor del romanticismo tardío permanece fiel en este punto a los primeros románticos. Soren Kierkegaard, en efecto, parece ser el típico idealizador de la belleza femenina, a la que canta a través de una versión romántica del amor cortés. Sin embargo, no podría decirse que Kierkegaard hable realmente de la belleza de las mujeres, sino del ideal de mujer; una cons­ trucción imaginaria creada por el propio hombre, por el filósofo, para expresar en ella la sublimación del ser. Como en el caso de Schopenhauer, Kierkegaard considera que las mujeres forman un genérico indiscernible: son pura naturaleza (la naturaleza misma es femenina). Sólo el deseo del varón puede distinguir a algunas con su amor y su discurso, pero su existencia no puede traspasar este nivel imaginario. En el nivel de la realidad las mujeres no son, no tienen existencia propia. Son la pura expre­ sión de la esencia de la femineidad (Cfr. Valcárcel, 1993: 19). Por ello, hombres y mujeres no pueden interactuar en el plano de la realidad. Sus niveles de realidad son incompatibles: mientras las mujeres son puro género, pura naturaleza, seres para otros, los hom­ bres son lo absoluto, son individuos (únicos, irrepetibles), existen­ cias que obran según sus propios fines.88 “La mujer es un ser que existe para otros seres... Esta función extrínseca de sí misma es compartida por toda la naturaleza con todo lo que es femenino. La naturaleza tampoco es fin de sí misma” (Kierkegaard, citado en Valcárcel, 1993: 26). Así, aunque aparentemente la idealización kierkergaardiana de la mujer pudiera verse como el reverso del desprecio de Schopen­ hauer, ambos autores llegan al final al mismo punto: el carácter accesorio y subordinado de la fem inidad y las mujeres. Vale la 88 “La única concepción exacta de la m ujer [para Kierkegaard] es la que se obtiene enfocándola bajo la categoría de la brom a. Al hom bre le incum be el ser absoluto, actuar de un modo absoluto y expresar lo absoluto. L a mujer, en cambio, tiene su lugar propio den­ tro de lo relativo. Entre dos seres tan desem ejantes no cabe, pues, ninguna interacción di­ recta y verdadera” (Am orós, 1987: 41).

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pena mencionar que si hoy ambos discursos nos suenan tan familia­ res, tan incorporados al sentido común (de algún modo hay que llamarle), se debe al éxito de las ficciones románticas en la elabo­ ración del imaginario femenino que predomina en nuestros días. El discurso decadentista sobre las mujeres, crisol de muchos otros y enemigo de algunos más, organizó acertadamente tanto el agrio descontento generado por las voces y las luchas feministas como las nuevas condiciones imaginarias de las relaciones sociales.89 Entre estas figuras de fem inidad (quizá no nuevas, pero sí reno­ vadas) encontramos una clara oposición entre la mujer doméstica, presentada como modelo positivo, y el resurgimiento sofisticado -cual corresponde a la época- de la bruja medieval. Aunque éstas son dos figuras en principio antagónicas, sirven igualmente para expresar el tem or y el desprecio masculinos hacia las mujeres. Las sensaciones de inseguridad y pérdida del control masculino suscitadas en amplios sectores por las im ágenes cotidianas de mujeres independientes, influyentes y en lucha por sus derechos, se tradujeron en respuestas furibundas y excesivas plasmadas en la prensa, la filosofía, el arte, el discurso político, la ciencia, la lite­ ratura, etcétera.90 En todos estos medios - y otros m ás- se descali­ ficó a las mujeres peligrosas, bien ridiculizándolas bien por medio de una suerte de exorcismo concretado en la creación de la femme fa ta l91 y sus diversas traducciones científicas y filosóficas. Por otra parte, la mujer buena, el ama de casa, figura modélica ofrecida como posibilidad de redención femenina, si bien permite a quie­ nes la asumen contar con la aprobación social, no las libera de su carga despectiva y subordinante. Como antes vimos, ni siquiera 89 Nos referim os a la creación de la ficción doméstica com o condición de posibilidad de un discurso social igualitarista para todos los varones, según lo describim os en el primer capítulo. 90Son muchos los ejem plos de cóm o el tem or masculino se oculta en la furia. Nietzsche lo declara abiertam ente para sí mismo: “( ...) cuando me enfrenté con el infinito m is­ terio, el enigm a de la m ujer, llegué a asustarm e y, por lo tanto, me colocaba en una posi­ ción de cólera defensiva” (Nietzsche, 1996: 263). 91 El de la m ujer fatal fue uno de los tem as predilectos de la pintura y la literatura de finales del siglo xix y principios del XX. M uchos de los artistas que se ocuparon obsesiva­ m ente de las m ujeres seductoras, vam piresas y perdedoras de alm as (m asculinas), con­ fesaban abiertam ente su tem or hacia las mujeres y sus dificultades para relacionarse con ellas, Cfr. Bornay (1990) y Dijkstra (1994).

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cuando un romántico idealiza a una mujer la aprecia o la respe­ ta: cuando menos no como se aprecia o respeta a otro sujeto. La buena madre, la buena esposa, no es más que pura naturaleza; un ser para otros; pura esencia negada para la existencia. En parte, sus méritos radican en saber sufrir con abnegación (e incluso con de­ leite) su lugar subordinado. Así pues, frente a la demanda femenina de equidad, se de­ clara a la diferencia ontológica entre hombres y mujeres como un obstáculo insuperable para igualar derechos. La felicidad de las mujeres no puede ni debe hallarse en lo público, sino en la entre­ ga y el sacrificio totales realizados en la intimidad del mundo doméstico. Friedrich Nietzsche, otro baluarte del decadentismo expresa muy bien esta asociación: (...) jamás admitiré que pueda hablarse de derechos iguales del hombre y de la mujer en el amor: no existe tal igualdad de dere­ chos. El hombre y la mujer entienden cada uno por amor una cosa diferente, y una de las condiciones del amor entre los sexos es que a los sentimientos del uno no corresponden en el otro sentim ientos idénticos. Lo que la m ujer entiende por amor es clarísimo: abandono completo en cuerpo y alma (no sin abnegación). (...) A la mujer le avergonzaría, por el con­ trario, una entrega sujeta a cláusulas y restricciones. Supuesta esta carencia de condiciones, el amor es una verdadera fe, su única fe. El hombre, cuando ama a una mujer, le exige amor y por lo mismo (...) él está a cien leguas de la hipótesis del amor femenino; suponiendo que haya hombres que sientan la necesidad de aquel abandono completo, esos hombres no son hombres (Nietzsche, citado en Valcárcel, 1993: 30). Si no estuviéramos acostumbradas a escuchar generalizacio­ nes tan contundentes como la anterior, dichas sin la menor necesi­ dad de prueba, siguiendo el método romántico de las analogías y pronunciadas a continuación de alguna idea contraria, podría resultamos sorprendente que fuese precisamente Nietzsche quien

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declarase algo semejante. En efecto, este autor es el mismo que, en confesiones autobiográficas, declara haber estado enamorado sin remedio de una mujer (Lou Andreas Salomé) que no hizo más que ponerle condiciones para amarlo y que finalmente lo aban­ donó ante la insistencia del filósofo en casarse con ella (Cfr. Nietz­ sche, 1996). Pero, estando prevenidas de la fuerza con que operan las evidencias ideológicas (Ansart, 1983), y acostumbradas a la reproducción cotidiana de estas aseveraciones, sólo podemos asom­ brarnos de que haya sido un discurso tan estridente y contradicto­ rio el que lograse configurar con éxito parte del imaginario de la modernidad. Más sorprendente, sin embargo, es la recuperación que muchos feminismos hicieron y hacen de los principios que sustentan esta lógica. Cómo se dio esta recuperación y cuáles han sido sus consecuencias éticas y políticas, son temas que desarrollare­ mos en el resto del trabajo. Para empezar, veremos a continuación cómo impactó tal discurso a una de las mentes más brillantes del feminismo del siglo xix: la de John Stuart Mili. John Stuart Mili. Principios conceptuales del feminismo decimonónico Paralelamente al desarrollo del pensamiento misógino, el siglo xix engendra un creciente número de pensadores, políticos y artistas de ambos sexos que se acogen a los principios -que no a los desarro­ llos- de las propuestas éticas en boga para mostrar la inconsecuencia latente en la exclusión de las mujeres como sujetos éticos, jurídicos y políticos. Entre los casos más sonados de esta última vertiente contamos con John Stuart Mili. Las propuestas éticas de Mili, calificadas de utilitarismo cuali­ tativo, revelan las influencias tanto de la Ilustración como -quizá a su pesar- del romanticismo. En efecto, Mili concibe como base de su propuesta ética los conceptos de individuo y libertad, aunque quizá no en un sentido que pudiéramos calificar llanamente de kantiano o ilustrado. Ni el

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individuo se caracteriza por su sola razón ni la libertad excluye las inclinaciones y los deseos humanos, que, antes bien, parecen funcionar como la base de la libre elección. De hecho, la influencia de su siglo se deja sentir claramente en la obra de Mili cuando atendemos a su concepción sobre lo que la Ilustración había, con frecuencia, agrupado en el rubro de las pa­ siones: para nuestro autor los deseos, las sensaciones, los impulsos y las percepciones de las personas, tanto como sus pensamientos, están lejos de ser un dato, de expresar la animalidad de los indivi­ duos. En cambio, valora las cualidades no racionales junto con la inteligencia como parte de lo que llama la naturaleza humana, a la que considera siempre en proceso de construcción, a través de las acciones, en la compleja interacción de múltiples circuns­ tancias (Cfr. Mili, 1993: 123-149). Esta valoración del individuo como una compleja unidad en construcción se ve acompañada en su teoría ética de una clara raigambre utilitarista, que encuentra el fundamento de la legitimi­ dad del deber moral en un doble criterio: el de la justicia y el del bien común, entendido éste como la mayor felicidad para el mayor nú­ mero. Con base en estos dos criterios, y siguiendo los cuestionamientos políticos feministas elaborados por Harriet Taylor, el autor emprende una crítica ética a lo que denomina el sometimiento (subjection) de las mujeres. En su texto titulado The Subjection ofWomen (Mili, 1988), critica el principio que regula las relaciones sociales existentes entre los dos sexos, es decir, la subordinación legal de un sexo al otro. Este principio, intrínsecamente erróneo, se ha convertido, a decir de Mili, en uno de los mayores obstáculos para el progreso de la humanidad, y debe ser sustituido por un principio de perfecta igualdad, que no admita poder o privilegio para un sexo ni inca­ pacidad alguna para el otro. Para lograr este cambio, admite que deben enfrentarse grandes obstáculos y el mayor de todos quizá sea el arraigado sentimiento social al respecto, apoyado en las costumbres del pasado. Estos sen­ timientos deben someterse a una crítica racional, pues a priori debe­

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mos inclinamos por la libertad y la imparcialidad, que no deben su­ frir restricción alguna si no es ordenada por el bien común, o por razones positivas, ya sea de justicia o de gobierno. La causa contra­ ria, sin embargo, es fuerte, porque se apoya tanto en el abuso uni­ versal como en el sentimiento de un poder extraordinario. Niega que tal costumbre haya tenido en otro tiempo un fin laudable y piensa que sólo sería legítima si se hubiesen ensayado antes todas las formas posibles de relación entre los sexos y se viese que ésta es la más favorable, la que mejor conduce a la feli­ cidad de todos. Como M. Wollstonecraft, Mili también piensa que el origen de la subordinación femenina es la inferioridad de su fuerza, sólo que él no considera que este defecto merme las cualidades racionales de la mujer, sino que cree que su debilidad hizo posible original­ mente la imposición violenta del dominio masculino. En este senti­ do, la pervivencia de la ley del más fuerte en una sociedad que se jacta de gobernarse por la razón y por las leyes morales, es no sólo un anacronismo, sino una aberración. Observa que la sociedad de su época pretende que la mujer haga completa abstracción de sí misma, que no exista sino para sus afec­ tos, es decir, para los únicos afectos que se le permiten: el hombre con quien está unida o los hijos que constituyen entre ambos un lazo indestructible. La característica del mundo moderno es la igualdad natural entre las personas, es decir, que nadie por nacimiento puede estar impedi­ do para cierto destino. Las mujeres son la excepción. El sometimien­ to de las mujeres contradice los principios del liberalismo. No es válido aquí sostener que la naturaleza le señala a cada sexo su posi­ ción: no se puede saber la verdadera naturaleza de los dos sexos observándolos solamente en las recíprocas relaciones actuales. La llamada naturaleza de la mujer es un producto netamente artificial. Sea cual sea el carácter real de las mujeres, sólo a ellas toca decidir cuáles habrán de ser las pautas de su participación social, pues, como en el caso de cualquier otro individuo, no pueden ser

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reemplazadas cuando se trata de decidir sobre su vida y su feli­ cidad. Mili también vuelve sobre el tema recurrente de la supuesta necesidad de que haya un mando único en la familia, como lo hay en el Estado. Así, opina que es falso que en toda asociación volun­ taria entre dos personas deba una tener mando absoluto, y menos aún que deba la ley determinar cuál de ellos ha de detentarlo. La decisión real de los asuntos dependerá de las aptitudes relativas, y como el marido es casi siempre mayor que la mujer, tendrá tam­ bién la preponderancia. Sin embargo, en este contexto, y a pesar de haber afirmado que la naturaleza de la m ujer y con ella sus deseos e inclinaciones reales son imposibles de conocer mientras permanezca su estado de sometimiento, el autor se deja llevar por el tradicional imaginario femenino a este respecto, cuando trata de consolar a sus lectores afir­ mando que, aun con libertad de elección, las mujeres escogerán ser lo que les ha sido impuesto toda la vida: esposas y madres. No es deseable que, en una justa división del trabajo, contribu­ ya la mujer a sostener la familia. Del mismo modo que un hombre elige su profesión, una mujer cuando se casa elige la dirección del hogar y la educación de los hijos, y renuncia a toda ocupación que sea incom patible con esas exigencias prim ordiales. Nada debe oponerse a que las mujeres obedezcan su vocación por tareas pú­ blicas, siempre y cuando eviten que éstas alteren sus labores de amas de casa. Aun en condiciones sociales de igualdad, siempre habrá menos mujeres que hombres desempeñando cargos públicos, por­ que, según asegura el autor, la mayoría de ellas preferirá la única función que nadie puede disputarles. Mili procura probar que la aceptación de las mujeres en mu­ chas tareas vedadas no contraviene, sino favorece, el interés gene­ ral, en primer lugar porque se alcanzaría la ventaja de regirse por la justicia, y, además, porque se duplicarían las facultades intelec­ tuales al servicio de la humanidad. En este punto insiste en que, aunque gran parte de esas facul­ tades femeninas están dedicadas, y seguirán estándolo, al gobierno

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de la casa, la sociedad toma provecho de ellas indirectamente a tra­ vés de la influencia que las mujeres ejercen sobre un hombre. No obstante, sobre las consideraciones sociales, debe verse la felici­ dad de las mujeres como individuos. Como puede apreciarse, algún aspecto de la ética romántica deja su impronta en el pensamiento feminista en un curioso acompa­ ñamiento de la ética ilustrada. Según Mili, quien expresa un modo de ver fem inista que fue cobrando fuerza en el siglo xix,92 una consideración ética de las relaciones entre los sexos debía con­ templar primordialmente a las mujeres en cuanto individuos. En este sentido, se debe subrayar que el utilitarismo cualitativo prac­ ticado por el autor implica diferencias importantes respecto del utilitarismo clásico, en particular del corte practicado por Bentham o James Mili, que se dejan sentir especialmente cuando, tomando el caso que nos interesa, defiende los derechos de las mujeres como individuos. El reconocimiento de esos derechos se persigue como un bien en sí mismo, con independencia de la utilidad social que pudie­ sen reportar, aunque Mili no deja de encontrar argumentos positivos en ese sentido.93 La consideración filosófica que hace a nuestro autor reconocer la individualidad de las mujeres es, según apunta Neus Campillo (1996), la de naturaleza humana. Este término tiene en Mili con­ notaciones antropológicas y le sirve para distanciarse conceptual­ mente de la naturaleza física (Campillo, 1996: 77). En este sentido, la naturaleza humana es única, distintiva de la especie y, como antes dijimos, se compone de un todo integral: inteligencia, sentimientos, impulsos, sensibilidad, capacidades, etcétera. La naturaleza humana constituye el carácter de las personas pero no es una sustancia, sino una condición de posibilidad que podrá ser desarrollada gracias a la 92 E n el prim er apartado del próximo capítulo volverem os sobre la profunda influen­ cia que ejerció Mili en el fem inism o sufragista y la que éste ejerció sobre aquél. 93En palabras de A na de M iguel: “Para Mili ( ...) con la em ancipación de la m ujer gana la justicia, ganan las mujeres y basta. Es decir, aunque a su juicio la igualdad de los sexos redundará en el beneficio de toda la hum anidad, si no fuera así, si por ejem plo el colectivo de los varones perdiese im portantes privilegios y beneficios, esto no sería un im pedim ento para la reform a del patriarcado” (De Miguel, 1992: 293).

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libertad individual: el individuo, en pie de igualdad con los otros a causa de su naturaleza humana, debe ante todo ser libre para defi­ nir su propio carácter. Así, al no haber podido las mujeres desarro­ llarse como individuos libres, no podemos ver en ellas más que los vicios de género, prohijados por el sometimiento. En este sen­ tido, mientras que la naturaleza humana está indisolublemente ligada a los derechos individuales, lo que la sociedad llama na­ turaleza no puede ser otra cosa que la costumbre. De acuerdo con lo anterior, parece claro que Mili se aparta deci­ didamente de las posiciones esencialistas y naturalistas que tan caras les fueron a muchos de sus contemporáneos. Esto es fácil de observar incluso cuando habla de influencia de los sentimientos femeninos en los hombres o la sociedad en general: como nos hace ver Ana de Miguel, nuestro autor nos explica tales rasgos de carác­ ter como producto de una cierta posición subordinada en la socie­ dad (Cfr De Miguel, 1992: 297). Y sin embargo... Sin embargo, no podemos olvidar que nuestro autor concuerda, al menos en un punto, con los misóginos y naturalistas con quienes polemiza, y aunque aislado, este punto muestra una fisura impor­ tante en su discurso feminista. El punto en cuestión es, desde luego, el de la relación (¿natural?) entre las mujeres y el oficio de la ma­ ternidad; o, para ser más precisas, el de ser madres, esposas y amas de casa. Según recordaremos, en The Subjection o f Women, Mili tranquiliza a sus posibles detractores asegurándoles que, aun si les fuera permitido a las mujeres optar libremente por cualquier oficio, ellas, en su mayoría, elegirían aquel que han desempeñado siempre.94 Desde luego, hay que decir que existen razones que nos pueden llevar a comprender por qué aparece este elemento de tensión en el pensamiento del filósofo; razones más bien políticas que teóricas. 94Este problem a tiene en realidad una doble cara: com o señala Neus Cam pillo (Cam ­ pillo, 19%: 87 y ss.), a partir del tema del derecho femenino al trabajo. Mili muestra una po­ sición elitista por la que sólo atiende a los derechos (al voto y al trabajo) de las mujeres que Virginia W oolf llamaría hijas de hombres con educación (Véase infra. “ Antecedentes de la polém ica diferencia-igualdad”).

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E incluso deberíamos agregar que el punto en cuestión no desme­ rece ni la contundencia de los argumentos generales ni la rectitud del espíritu que anima esos argumentos. No obstante, debemos decir que aunque existiesen razones políticas (por ejemplo, la visión estratégica de Mili, quien llevó al Parlamento diversas propuestas de ley para avanzar en el reconocimiento de los derechos civiles de las mujeres) no podemos aducir razones históricas. Es decir, no podría argumentarse en este caso, como se hace frecuentemente, que divorciar la imagen de las mujeres de la maternidad o la dedi­ cación al hogar era impensable en ese momento histórico: la propia Harriet Taylor, coautora y esposa de Mili, se pronunció contra la necesaria elección por parte de las mujeres del oficio de amas de casa (Taylor Mili, 1985). Sin embargo, con independencia del juicio que nos merezcan los argumentos políticos coyunturales, creemos que existe al menos otro motivo, en este caso teórico, que origina esta fisura en el, por otra parte, sólido discurso de Mili. El problema radica en que, como el propio autor lo hace ver, es difícil imaginar qué serían las mujeres si no fueran lo que son ahora, es decir, si no se hubiese modelado su carácter a partir de la opresión. Su propio discurso nos indica que esa subordinación les ha impedido ser individuos y ya antes conclui­ mos que sólo les ha permitido ser un conglomerado, un género. En consecuencia, si quisiéramos pensar en las mujeres como individuos, tendríamos que empezar por dejar de pensar en ellas como mujeres.95 Una mujer con libertad de elección no es simplemente un indi­ viduo con otro nombre; sin embargo, el problema de identificar ambos términos no radica, como piensa Carole Pateman, en los cuer­ pos, sino en el significante. Si a Stuart Mili le cuesta trabajo diso­ ciar la figura de la mujer de la figura de la maternidad entendida como rol social distintivo, esto no depende de que a quien se llama 95Siguiendo a M. Le Doeuf, Am elia Valcárcel señala lo que puede entenderse com o una clara m uestra de esta tensión en el discurso sobre las mujeres: “en el m om ento en que alguien es percibido com o m ujer no se le percibe com o lo que está transm itiendo [como individuo], y si se presta atención a esto último, entonces deja de percibírsele com o m ujer” (V alcárcel, 1997: 225). Esta doble percepción es tam bién indicativa de la no com plem entaridad entre los significantes hombre y m ujer o, en otro nivel, género e individuo.

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mujer tenga la facultad de parir: recordemos que hay sociedades en las que algunos machos fenotípicos ejercen como madres, y que hay otras en las que los hijos varones desde muy pequeños se crían con los hombres (y en las cuales tampoco las mujeres son madres individuales de las niñas, que se educan en colectivo).96 De esta manera, aunque Mili piense que toda persona es un indivi­ duo y que, en esa medida, debe gozar de derechos, tiene que resul­ tarle difícil concretar el término en personas marcadas identitariamente por el significante mujer, la asociación con los diversos significados que cobran forma en la simbólica de la feminidad, tan contrarios a la lógica que prohíja al concepto de individuo, así lo explica. Volveremos en el próximo capítulo sobre las dificultades que ha enfrentado el feminismo a causa de la propia definición del tér­ mino mujer. Por ahora, baste señalar, más allá de estas tensiones, que la lógica romántica y sus secuelas abrieron la vía para la pos­ terior constitución de un feminismo que no sólo hereda las muchas paradojas de esta crítica al racionalismo y al universalismo ilustra­ dos, sino que, además, se funda en una posibilidad abierta aunque no explotada por el propio romanticismo: la de sublimar las cualida­ des de la femineidad tradicional. R eferen tes

d e id e n t id a d f e m e n in a

E N L A M O D E R N ID A D E l r e c o r r i d o realizado hasta aquí nos deja frente a la tarea de reflexionar sobre la manera en que la deconstrucción de la lógica simbólica emprendida por los proyectos de la modernidad afecta al referente identitario de las mujeres - la fem inidad- y al compo­ nente subordinatorio que lleva implicado. Recordemos que en el orden simbólico tradicional (según lo definíamos en el primer capítulo), siguiendo una dinámica binaria 96N os referim os al hecho de que en ciertas com unidades (com o una de las descritas por Margaret Mead en su libro Sexo y temperamento) las niñas son criadas conjuntamente por todas las mujeres adultas.

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y asociativa, la simbólica de la feminidad, organiza en clave libidinal los diversos significantes que expresan exclusión y alteridad, pero también mediación y límites. Por esta asociación, la femini­ dad ocupa, en el nivel de los géneros, el sitio simbólico que en otros niveles corresponde al caos, la oscuridad o la naturaleza. De este modo, las personas cuya identidad imaginaria está constituida en referencia a la sim bólica de la fem inidad suelen asociarse por proximidad91 con significantes provenientes de otras simbólicas de la exclusión. La relación prácticamente intercambiable entre femineidad y misterio, desorden y naturaleza, afecta por ello de­ cisivamente a la identidad de las mujeres, a su autopercepción y a su percepción imaginaria social. No obstante, recordaremos también que la encarnación social del imaginario de la fem inidad, aun referido a una misma sim ­ bólica, presenta considerables variaciones según el tipo de imagi­ nario social que le ponga en acto. En cualquier caso, como todos los discursos significativos que dan expresión a las identidades, el imaginario femenino es un flujo complejo de significados diver­ sos y contradictorios que sin embargo se presentan como coheren­ tes, eternos y necesarios. Como vimos, la propia simbólica a la que están referidas las identidades fem eninas y su im aginario social se caracteriza por la tensión existente entre sus diversos contenidos: desprecio, deseo y temor, son los sentimientos que responden a una simbólica que expresa para la cultura y el sujeto a la vez subordinación, atracción y peligro. Pero, decíamos, la forma y el grado en que el imaginario femenino recoge estas valencias son coyunturalmente variables. Un imaginario social mítico presen­ ta niveles de densidad a este respecto que se ven bastante diluidos en uno religioso. Las consecuencias para la construcción social de la identidad femenina son fuertes: la distinción hecha por las reli­ giones entre lo sagrado y lo profano da pie a una compulsiva cons­ trucción de modelos que permiten mantener cohesión social y regu­ lar conductas, generándose una normatividad mucho más simple 97 Esto es, por proxim idad bien tem poral, bien significativa entre dos significantes que se relacionan por asociación (Cfr. Leach, 1989).

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y mucho más constrictiva. Esto se debe a que la ley divina debe ser refrendada vigorosamente por una ley positiva frente a la ame­ naza de desregulación que representa el espacio profano. En este marco, la identidad femenina en las sociedades regi­ das por un imaginario religioso está referida a modelos del ser y el deber ser que, no obstante sus ambigüedades o llanas inco­ herencias, regulan la percepción social de las mujeres y la normatividad que les afecta. Esto se ve claramente en la cristalización de la asociación entre mujer y naturaleza como un motivo de con­ trol, como expresión de la necesidad de subordinar a las mujeres en beneficio del orden social. En esta lógica, el imaginario femenino se bifurca entre lo que define el ser de las mujeres como misterio, mal y perdición de los hombres y lo que da cuerpo al deber ser, al ideal norm ativo que deben perseguir las m ujeres, presidido siempre por la imagen de su sometimiento radical a la ley de los dioses y de los hombres. Curiosamente, este deber ser implica llanamente la negación del ser tal y como ha sido definido por ese mismo imaginario. Tal vez por esto la mujer buena no es, vale decir, es imposible singularizarla porque la negación del ser la diluye en el magma98 imaginario del género, la mediación que permite a lo uno devenir tal. En el Occidente cristiano, a lo largo de sus distintas etapas, el imaginario femenino ha estado prioritariamente referido a las figuras contrastantes de Eva y María, que expresarían, respectivamente, el ser y el deber ser de las mujeres.99 Y aunque los distintos perio­ dos de la cristiandad prem oderna presenten diferencias impor­ tantes tanto en lo tocante a la reproducción de este imaginario 98T om am os la expresión de Castoriadis: "m agm a im aginario social” (Cfr. Serret. 2001: cap. i). "P rio ritariam en te, aunque, en distintos m om entos históricos y en situaciones par­ ticulares. el im aginario social fem enino ha expresado otros referentes. Entre ellos, cabe destacar la figura de Lilith, que suele cobrar fuerza en situaciones sociales presididas por dis­ cursos peculiarmente misóginos, com o los impulsados por los padres de la Iglesia del cristia­ nism o prim itivo o en distintos m om entos de crisis sociorreligiosa en Europa com batida a través del Santo Oficio. Efectivam ente, durante estos periodos, la figura de Lilith resurge con fuerza, generalm ente acom pañando a otros em blem as de la maldad com o naturaleza fem enina, com o las hechiceras y las brujas.

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como a la situación social concreta de las mujeres, el referente simbólico conservó prácticamente intactos durante toda la Edad Media sus ingredientes significativos. De este modo, la noción de naturaleza1™nos habla -p o r decirlo rápidam ente- de lo otro de la cultura, encarnado por las m ujeres y presente en los hom bres como el propio enemigo viviendo en el interior del alma. La lucha por la salvación atraviesa, en buena medida, por la victoria sobre las fuerzas malignas así encamadas. Como hemos visto, con la llegada de la modernidad la raciona­ lización ejerce una acción deconstructora sobre la lógica de lo sim­ bólico que afecta los propios términos de la significación social. En lo que atañe a nuestro tema, el proyecto de la Ilustración, que deslegitima toda fundamentación trascendente del orden social, altera de manera muy peculiar los significados tradicionales del concepto de naturaleza. En primer término, para el iusnaturalismo se torna vital una idea de naturaleza ajena a la noción de alteridad radical que prima en el orden simbólico y destaca en cambio la acepción de aquello que es querido por Dios. En esta medida, la naturaleza se considera como un ideal regulativo, una autoridad a la cual acudir para saber los verdaderos designios divinos sobre la existencia del hombre y de la sociedad. La noción simbólica rupturista entre naturaleza y cultura es sustituida aquí por una idea continuista que establece una línea entre la naturaleza y el orden social. Por mucho que este último sea resultado de una operación no natural (el acuerdo racional entre individuos), su creación debe asegurar la pervivencia de la ley natural, cuyo espíritu no puede ser traicionado por la ley positiva. Aquella ley, que rige en estado presocial, indica la igualdad natural entre los seres humanos, que funciona como garante de la constitución del Estado civil (pues son los individuos iguales quienes lo fundan). Con todo, esta noción ilustrada de la naturaleza, que atiende a la necesidad conceptual de fundar racionalmente el orden político, 100 lista noción sim bólica de la naturaleza coexiste con otro uso del térm ino com o lo creado p o r Dios. Tal am bigüedad es, por lo dem ás, característica de todo elem ento sim ­ bólico.

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coexiste, no sin tensiones, con una idea paralela en la que podemos percibir las reminiscencias de la lógica simbólica. En esta segunda acepción, la idea de naturaleza expresa el nivel mecánico, instinti­ vo o no racional del ser humano designado genéricamente como las pasiones. Aunque con diversos matices, en general podemos percibir que los ilustrados, y destacadamente los contractualistas, emplean para referirse a las pasiones la idea tradicional de la natu­ raleza como fuerza que entraña altas dosis de misterio y que debe ser controlada o equilibrada (Rousseau) para dar paso a la con­ ducta civil. En su nivel más profundo, esta dualidad en el concepto ilus­ trado de naturaleza está manifestando la pervivencia de la simbó­ lica de los géneros com o clasificador prim ario. La fem inidad permanece como un significante decisivo para caracterizar alteridades en la era de la igualdad y la fraternidad. De hecho, la tría­ da fem inidad-m ujeres-naturaleza se constituye en un referente esencial, por demarcación, de la nueva condición social en la que los hermanos racionales han triunfado sobre el padre simbólico. El contrato sexual se convierte en condición de posibilidad de la fratría masculina al unlversalizar el concepto de individuo como singularidades que se destacan sobre el fondo de un genérico, su afuera constitutivo (Cfr. Amorós, 1997: 281). Los modelos de identidad femenina en esta nueva situación van de las representaciones alegóricas de lo cívico a la progresiva homogeneización de las cualidades personales encarnadas en la mujer doméstica. La definición misma de la mujer y la feminidad se ve afectada por la tensión inherente a esta bifurcación lógica que constituye el espacio civil en una suerte de representación esquizo­ frénica: el Estado social se concibe a la vez como la ruptura y la continuación del Estado natural; la categoría de individuo univer­ sal -g esto r del estado civil- termina por excluir de entrada a la mitad del género humano; en el Estado civil -político, artificial, no natural- permanece semivelado pero imprescindible una especie de enclave de naturalización -el espacio doméstico-, donde no rigen las leyes de la igualdad y la autonomía racionales, sino las de la desigualdad y subordinación naturales.

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En el im aginario fem enino en curso se producen algunas modificaciones que dan cuenta de los cambios producidos. Mien­ tras que el papel activo de la madre en la generación gana terreno en el discurso médico, la generación natural pierde terreno frente a la racional. Puede afirmarse que no es casual que a partir de finales del siglo xvn haya ganado peso hasta convertirse en hegemónico un discurso médico-filosófico que contaba con sólidos argumentos cuando menos desde hacía dos siglos (Cfr. Berriot, 1992; Laqueur, 1994), relativo al papel generativo de la madre; el cambio de enfoque se produce justamente cuando tal poder pierde prestigio social y se le desvincula de la generación del orden po­ lítico. Al mismo tiempo, un discurso que atiende progresivamen­ te a la identificación de la mujer con la maternidad y a la especifi­ cidad del sexo femenino como esencialmente distinto del masculino refuerza y legitima la consideración desigual de hombres y mujeres, su tratamiento con lógicas distintas y su identificación con diferen­ tes espacios. Esta naturalización del género femenino que imprime un sello a la vez secular y dogmático al discurso patriarcal adquiere toda su fuerza con el advenimiento del romanticismo. Como en su mo­ mento señalamos, esta corriente de pensamiento se ve afectada también por una concepción dual de la idea de naturaleza. En la primera acepción, impulsada sobre todo por el primer romanticismo, la naturaleza remite a la expresividad del todo, a la manifestación de la unidad entre lo ético y lo estético. La valoración positiva de esta idea de naturaleza abreva en las fuentes del clasicismo y de las mitologías nórdicas y teutónicas; escapa, en definitiva, de las ca­ racterizaciones judeocristianas. No obstante, como en el caso del ideal regulativo del Estado civil para los ilustrados, los rom án­ ticos divorcian decididamente esta idea de lo natural como poten­ cia y expresividad, de la feminidad encarnada en las mujeres. Un claro reflejo de este hecho lo tenemos, hacia finales del siglo xvm y la primera mitad del xix, en la difusión del ideal femenino como el dolce farniente: la feminidad por excelencia no tiene aquí nada de natural; es el producto de una vida artificiosa y enfermiza que

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pregona la extrema debilidad femenina, que alaba la belleza de una mujer postrada en un diván, alimentada por caramelos y bom­ bones, al borde del desmayo y muriéndose de tisis (Cfr. Bornay, 1990: 72-76). En cambio, el romanticismo -tanto el inicial como el decadentista- impulsa paralelamente otra idea de naturaleza que sostiene cabalmente la imagen de la mujer y la sostiene en su sitio: el hogar doméstico comandado por un hombre. Esta segunda idea, como ya mencionamos, lleva adelante con éxito la radical esencialización de la diferencia entre hombres y mujeres actuando sobre la reminiscencia del binarismo simbólico. En contraste con la lógica simbólica, sin embargo, esta idea de la naturaleza como lo esencialmente femenino no ofrece la posibilidad de excepciones (efecto perverso de la democracia; Fraisse, 1991; Valcárcel, 1997): todas las mujeres son iguales por naturaleza', ¿cómo podría eso alterarse? En este caso una excepción es una perversión, una des­ viación, y resulta inadmisible. Sin embargo, como en todos los ca­ sos, este imaginario femenino, aparentemente monolítico, está car­ gado de ambigüedades y contradicciones. En una clara revelación de sus reminiscencias simbólicas, esta idea de naturaleza como esencialidad femenina termina por concretarse en, al menos, dos tipos antagónicos de representaciones imaginarias. El primero, el de la mujer débil y delicada, ampliamente ilustrado por la icono­ grafía y la literatura del periodo antes mencionado, irá coexistiendo paulatinamente y al final cediendo protagonismo a una represen­ tación femenina que da cuenta cabal de las reacciones masculinas ante los avances sociales del feminismo. Hablamos de la figura de la femme fatale que, aunque presente también desde los inicios del romanticismo, cobra una fuerza decisiva en consonancia con el decadentismo de finales del siglo xix y principios del xx. Esta segunda manifestación del imaginario femenino está tam­ bién naturalizada y da cuenta, no menos que la mujer doméstica o la enferma, de la esencia de la feminidad. Mientras las primeras dan cuerpo a la idea de subordinación, la femme fatale prolifera en las artes plásticas y narrativas de la época como expresión del deseo y el terror masculinos ante el enigma de la mujer (Cfr. Bor­ nay, 1990: 79 y ss.).

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En definitiva, tanto en su vertiente ilustrada como en la román­ tica, la imagen moderna de la fem inidad encarna privilegiada­ mente las diversas tensiones producidas por la pervivencia de una lógica binaria en el seno del discurso racionalizador. El propio discurso feminista ilustrado, si bien acierta al poner en cuestión la definición patriarcal de mujer y subraya que no puede hablarse de la naturaleza de un carácter que no ha sido nunca dejado a su libre arbitrio, encuentra serias dificultades al tratar de despojar conse­ cuentem ente a las m ujeres de los elem entos que conlleva su definición en términos subordinados. Esto sucede particularmente con la identificación de las m ujeres con su papel de madres y esposas; a excepción, quizá, de Poulain, las y los feministas se ven progresivamente atrapados por una definición social de femi­ nidad que naturaliza a las m ujeres hasta hacerlas im aginaria­ mente indiscernibles de la maternidad. El feminismo se ampara cada vez más en un discurso esencialista de la diferencia entre los sexos que le llevará progresivamente por la vía de aceptar la definición patriarcal, de cuño romántico, de las mujeres pero impulsando la valoración positiva de las virtudes femeninas. El tema de la identidad femenina se nos irá presentando, duran­ te el desarrollo del movimiento sufragista y hasta los años cincuen­ ta del siglo xx, cada vez menos cuestionado y más aproblemático. Sin embargo, como veremos a continuación, en la medida en que el feminismo parece tener mayores certidumbres sobre la esencia de la femineidad sus tensiones internas se acentúan visiblemente. Este patrón sufrirá diversas modificaciones que se correspon­ den con la progresiva complejización del movimiento feminista. No obstante, la noción esencialista de identidad femenina irá reapa­ reciendo con diversos -y a veces extraños- ropajes, dificultando sen­ siblemente el planteamiento claro de una ética y una política fe­ ministas coherentes con sus propios principios. De todo ello procuraremos dar cuenta en el capítulo que sigue.

La discusión contemporánea de la ética feminista

feminista, y el feminismo en general, como se vio, han podido plantearse gracias al efecto desconstructivo de los proyectos de la modernidad sobre la simbólica tradicional que se m anifiestan en la Ilustración con el cuestionam iento de la desigualdad natural, y en el romanticismo con el realzamiento de los valores tradicionalmente considerados “femeninos”. Como lo mostró el acercamiento a Wollstonecraft y Mili, la primera forma de acción feminista fue, simultáneamente, de críti­ ca y recuperación del núcleo creativo del proyecto ilustrado. En ese acto, el feminismo no sólo nace como labor teórica y política, sino que se define como ejercicio crítico e interpretativo que se construye a sí mismo. Esto tiene una enorm e ventaja, porque socava los fundamentos tradicionales de la simbólica de género. Sin embargo, también presenta una seria desventaja, porque su fuerte no ha sido construir una imagen alternativa de lo femenino y las mujeres. A pesar de ello, es nuestra convicción que la historia del femi­ nismo ha sido también la del nacimiento de una redefinición de la feminidad. ¿Cómo se resuelve esta tensión aparente? Ya señalábamos en el capítulo anterior que las éticas de la mo­ dernidad actúan de una doble m anera sobre el orden simbólico tradicional: por una parte minan sus fundamentos trascendentes, dando paso a la fundamentación racional, y, por otra, permanecen montadas sobre diversos elementos premodemos, como las estruc­ turas simbólicas binarias y el recurso a un fundamento suprahumano

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para explicar y legitimar ciertas relaciones de poder, entre ellas, destacadamente, la de los géneros. Sin embargo, los elem entos de la tradición aparentem ente intocados sufren una erosión progresiva, resultado de su coexis­ tencia con la lógica racionalizadora del tiempo moderno. En el caso de la simbólica de la feminidad, inscrita para el pensam iento tradicional en una clara relación binaria jerarquizadora, que la hace inteligible sólo por oposición y subordinación a la simbólica de lo masculino, se han visto claramente afectados los fundamentos de sus significados más inmediatos: así, la asocia­ ción de lo femenino con los valores de inferioridad natural y some­ timiento necesario a la masculinidad se hallan en las sociedades modernas cada vez más desacreditados. No obstante, otros valores, como los que asocian lo femenino con la naturaleza (y su equivalente im aginario que relaciona mujer-cuerpo), con la alteridad, con lo indecible, siguen teniendo hoy una enorme fuerza en los órdenes simbólicos y en sus encar­ naciones imaginarias. De este modo, en los complejos simbólicos que estructuran y dan sentido a las sociedades de hoy, tocadas por la racionaliza­ ción, coexisten dos ideas de lo femenino y las mujeres que son lógicamente incompatibles: la que rechaza la inferioridad natural de lo femenino y la que define la propia fem inidad según unas características deducidas del supuesto de inferioridad natural. Podríamos decir que los feminismos en los que sigue deján­ dose sentir la lógica de la Ilustración suelen centrarse en el primer punto, pues tanto en sus propuestas teóricas como en su acción política se encuentra una fuerte preocupación por minar los funda­ mentos de la desigualdad natural entre los sexos y por combatir sus efectos sociales. Estos feminismos ponen de manifiesto que las relaciones de poder, fruto de la concepción tradicional sobre el binom io fem enino-m asculino, a la par que som etim iento, han generado marginación e invisibilidad para los espacios y las accio­ nes de las mujeres que esas mismas relaciones han construido. Así, el pensam iento fem inista de corte ilustrado ha hecho algo más que ilum inar estos espacios: ha pretendido sacar de ellos a las

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mujeres, incorporarlas a los terrenos fincados por la modernidad; los del sujeto, el ciudadano, el agente moral, el actor, el individuo. En contraste, una amplia gama de feminismos pueden ser con­ siderados, en esta primera aproximación esquemática, como aboca­ dos a la elaboración de aquel segundo tema que, provisionalmente, llamaremos sublimación de la feminidad tradicional, un proceso que, por lo demás, no ha sido privativo del feminismo, aunque sí impulsado por él. En efecto, discursos del más diverso tipo coinciden en refor­ zar una imagen tradicional de lo femenino a la que “se le ha quita­ do” la valoración negativa, pretendiendo que esto solo basta para revertir los efectos de dominación que tal referente simbólico y tal identidad imaginaria conllevan. En este recurso coinciden des­ de las iglesias hasta más de un sector del feminismo, político y académico, pasando por gobiernos, diversos partidos políticos y aso­ ciaciones no gubernamentales. La idea que, pese a las diferencias, hermana parcialmente esos discursos, es que las actividades de las mujeres y las cualidades femeninas, es decir, la maternidad, la crianza y la atención de los otros, la capacidad de ponerse en el lugar de un tercero, la preocupación por la calidad de vida, por la cotidianidad, por la naturaleza, la sensibilidad, la emotividad, el instinto, la ternura, etcétera, son todas características valiosas que, lejos de implicar la inferioridad natural de las personas por ellas definidas, deben ser evaluadas positivamente. Más aún, un sector altamente influyente del feminismo, pre­ sidido por las seguidoras de Luce Irigaray, reconociendo que la definición de la feminidad y las mujeres, a partir de un código sim bólico binario y jerarq u izad o s hace de aquéllas elem ento definitorio de la marginalidad, reivindica este ser el afuera, deman­ da para las mujeres el derecho a afirmarse en un orden tercero, que no pasa por el sujeto, que no toca el logos ni puede ser definido por él. A pesar de las muchas diferencias que pueden encontrarse entre los feminismos que nuestro esquema ha conjuntado en este grupo (y que ya iremos dibujando más pausadamente), sus simili­ tudes son importantes y están articuladas por la oposición que asu­ men frente a las principales banderas de la Ilustración: la razón, el

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universalismo y el concepto de sujeto autónomo. En la crítica que enderezan contra tales postulados se asemejan mucho, como preten­ deremos demostrar, al (o, para mejor decir, a los) romanticismo(s). Ahora bien, ¿qué consecuencias éticas tienen estos acentos diferenciados? Si, como antes sostuvimos, la lógica racionalizadora inaugura una concepción ética específica, que se distingue de cual­ quier ética prem oderna en que encuentra un fundamento inma­ nente, y si esta última es condición de posibilidad del feminismo, ¿cómo deben pensarse las diversas posturas éticas que hoy nos brindan los feminismos desde las dos perspectivas mencionadas? Nuestro propósito en el presente capítulo es atender a estas pre­ guntas, para lo cual debemos, en primer lugar, desbrozar el camino que nos llevó a plantearlas. Por principio procuraremos mostrar, haciendo un recorrido breve y selectivo, teniendo como referente la ética, y procediendo por contrastes, cuáles han sido los princi­ pales postulados que han desarrollado las corrientes feministas de cada una de las vertientes planteadas aquí, hasta llegar a las que definen la polémica contemporánea. En nuestro recorrido se irá viendo que la división del feminismo entre corrientes de corte ilustrado y de corte romántico, planteada para efectos analíticos,101 adquiere un sentido mucho más cercano a la realidad si se piensa como la división entre tendencias fre­ cuentemente presentes en el interior de cada corriente feminista: su coexistencia dentro de los diversos feminismos nos ofrece un panoram a de gran com plejidad que, al mismo tiempo, propor­ ciona claves enriquecedoras para el problema ético político que nos ocupa. Desde luego, pese a que esta reconstrucción procura seguir una secuencia cronológica, no pretende ser ni rigurosam ente histórica ni exhaustiva, sino lógica y parcial: de hecho, los cortes que le dan vida, lejos de proporcionarnos una descripción, plantean un problema. En la exposición acotada de las varias corrientes que constituyen, según nuestra hipótesis, ambas vertientes, destacaremos 101 En realidad, la Ilustración en general y el fem inism o ilustrado en particular, se doblaron m uy pronto de rom anticism o, com o lo m ostraran el propio Rousseau y Mary W ollstonecraft.

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el modo en que cada planteamiento ético revela su herencia, bien predominantemente ilustrada, bien destacadamente romántica, al inscribir su discurso en una de las dos perspectivas mencionadas, bien como posibilidad de deconstrucción de la simbólica femeni­ na tradicional y sus correspondientes im aginarios, bien como sublimación y trastocamiento valorativo de estos mismos. Con este ejercicio, pretendemos evidenciar varias cosas. Pri­ mero, que el feminismo, siguiendo su modus operandi tradicio­ nal, ha planteado sus propuestas éticas realizando una labor crítica e interpretativa respecto de corpus teóricos y políticos más am­ plios. Segundo, que las diversas polémicas éticas del feminismo han respondido, en sus trazos más generales, a la lógica última de la confrontación ilustrado-romántica. Por lo demás, en esto últi­ mo el feminismo parece seguir una tendencia más amplia que ha llevado a polémicas tan recientes como la del individualismo vs. el comunitarismo, o la teoría crítica vs. el posmodernismo, a uti­ lizar argumentos que recuerdan la confrontación decimonónica entre defensores y detractores de la razón universal. Tercero, que, en alguna medida, la discusión feminista contemporánea en tomo al tema se encuentra entrampada en un mal planteamiento de la rela­ ción entre sus niveles ontológico y normativo. Con esto queremos subrayar la importancia que tiene para la dis­ cusión sobre ética feminista una crítica epistemológica que cues­ tione algunos de los supuestos generados en la polémica ilustrado-romántica y reproducidos por sus varios herederos. A

n t e c e d e n t e s d e l a p o l é m ic a

DIFERENCIA-IGUALDAD L a p o l é m i c a feminista entre igualdad y diferencia (a la que aquí hemos aludido, en términos más amplios, como la confrontación feminista entre Ilustración y romanticismo) no siempre ha enfrenta­ do de manera clara a dos corrientes opuestas del feminismo. Con frecuencia, sobre todo en los albores y primeros desarrollos del feminismo, esa polémica ha dado cuenta de dos tendencias argu­ mentativas, dos concepciones ontológicas y normativas, y, en

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consecuencia, dos posiciones políticas, que se revelaron en pugna dentro de las diversas corrientes. Para explicar cómo se produce esto y qué relación tiene con nuestro tema, haremos un breve recuento de algunas de las pos­ turas más significativas del feminismo occidental, señalando cómo operan ambas tendencias en sus planteamientos ético-políticos, e indicando por qué hay una relación fundamental entre estos plan­ teamientos y una cierta concepción de la identidad femenina. En el capítulo anterior hicimos un ejercicio en el cual se mos­ traba cómo el feminismo había reaccionado frente a la lógica gene­ ral implicada en los proyectos éticos ilustrado y romántico, y ele­ gimos para ejem plificarlo dos de los discursos fem inistas más reconocidos de sus respectivos momentos: el de Mary Wollsto­ necraft en el siglo xvm y el de John Stuart Mili en el xix. Según pudimos apreciar, ambos discursos, a la vez que recuperan princi­ pios ilustrados, critican sus inconsecuencias, pero también uno y otro parecen seguir sujetos a una lógica que reproduce de algún modo una inconsistencia tanto epistémica como normativa. Por decirlo rápidamente, por un lado Wollstonecraft critica la inconsecuencia ilustrada que implica el definir una categoría igua­ ladora de sujeto con base en el criterio universal de la razón, para luego excluir de la misma a las mujeres con el argumento, previa­ mente descalificado, de su supuesta inferioridad natural. Por otra parte, sin embargo, cuando la propia autora emplea una categoría de mujer definida ante todo como esposa y madre de acuerdo con los cánones difundidos por el imaginario del romanticismo, crea una tensión lógica entre esa categoría y la noción de sujeto autóno­ m o.102 Esta tensión aparece a pesar de las intenciones que animan sus escritos, pues el esfuerzo que propone hacer Mary W olls­ tonecraft a sus lectores para no juzgar a las mujeres de acuerdo con lo que la educación en boga ha hecho de ellas, demuestra la 102 Los apuntes biográficos que nos proporciona Burdiel en su introducción a la edición castellana de la Vindicación de los derechos de la m ujer (Cátedra, Colección Feminismos. Clásicos, 1994) nos perm iten form arnos una idea de cóm o la propia W ollstonecraft lleva la vida de una m ujer rom ántica, coloreada por pasiones desm edidas, im pulsos suicidas, introspección continua, una relación am istosa e intelectual con su marido, etcétera.

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preocupación profunda de la autora por huir de las viejas defini­ ciones. Nuestra feminista se muestra convencida de que la preten­ dida naturaleza de las mujeres, que sirve de base a los argumentos misóginos y patriarcales de quienes defienden la subordinación femenina, no es sino un artificio creado por la sociedad. Pero, si las mujeres no son lo que se ha hecho de ellas (débiles criaturas, puro sentimiento, incapaces de ejercer el raciocinio)... entonces ¿qué sonl Pues bien: no se sabe. Para responder a esa pregunta tendrá que abrirse un compás de espera que permita observar, una vez que las mujeres reciban la educación apropiada al cultivo de las cualidades racionales, cómo se manifiesta su verdadera natu­ raleza. Sin embargo, la incertidumbre es mala consejera y nuestra autora recurre, para convencer a los detractores de la educación igualitaria, a fórmulas conocidas que garantizan armonía social. En ese tenor reaparece la imagen de la mujer como mediación que tan mal se iguala con la de sujeto autónomo. El caso de Mili presenta interesantes similitudes con el anterior. Inspirado en el naciente m ovim iento por la igualdad de dere­ chos,103 este autor, a la vez que demanda la eliminación de la ley que prohíbe el acceso de las mujeres a casi todas las profesiones de clase media y a cualquier puesto público o posición de poder, tranquiliza a sus contemporáneos asegurándoles que la inmensa mayoría de las mujeres seguirá eligiendo aquella profesión para la cual están capacitadas por naturaleza: la de esposa y madre. Con esto, nuestro autor reproduce la paradoja señalada en la obra de Wollstonecraft: el filósofo utilitarista, que rechaza también la naturalidad de las definiciones de mujer al uso, encuentra serias dificultades para hablar en positivo de un sujeto que está entera­ mente por definirse. 103 Es bien conocido el hecho de que el feminismo milleano se ve fuertemente influido por la obra teórico-política de Harriet Taylor, quien siempre fue más radical que el autor en sus ideas sobre el futuro de la m ujer y la fam ilia. No obstante, Taylor no fue la única influencia de Mili en política feminista; Emily Davis, Bessie Parker y Barbara Bodichon, profesionistas y activistas fem inistas inglesas, protagonizaron, por ejem plo, la cam paña política que llevó a Mili al Parlam ento en 1865 (Anderson y Zinsser, 1992: 407-408).

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De ese modo, su discurso se ve en cierto momento entrampa­ do por referirse a ese sujeto con un significante densamente car­ gado de asociaciones simbólicas: ¿cómo poner un simple signo de interrogación en el sitio del significado correspondiente al signifi­ cante m ujerl ¿Cómo, sobre todo, si quienes habrán de encarnar la nueva identidad están allí, siendo mujeres, en ese preciso momen­ to? Esas que ahora son eso, aunque luego hayan quizá de ser otra cosa, ¿no son reales? ¿no son mujeres: hijas, madres, esposas, mediadoras? La fuerza de las percepciones identitarias se revela en la contundente sensación de certidumbre que generan. La tensión que observamos en ambos pensamientos ni se ini­ cia ni termina con ellos; de hecho, podemos encontrar antecedentes prefeministas de este tipo de reflexiones y seguir su rastro hasta nuestros días. En efecto, quizá podamos ubicar los antecedentes de la re­ flexión ética de Mary Wollstonecraft en las polémicas literarias surgidas en la Francia del siglo xv en las que destaca la obra de Christine de Pizan (1365-1430),104 en particular su Libro de la ciudad de las damas de 1405 (Pizán, 1995). En este texto, cuyo propósito manifiesto es formarse una opinión acerca del carácter de las mujeres, Pizan construye una alegoría por medio de la cual intenta rebatir la opinión en boga sostenida por los hombres, tan­ to comunes como eruditos y que, palabras más o menos, declara contundentemente la naturaleza inferior y viciosa del sexo feme­ nino. Guiada por las encarnaciones de la razón, la rectitud y la justicia, la autora llega a la conclusión de que esa extendida pero errónea idea es fruto de la envidia masculina, y que, en todo caso, si existen mujeres que alimentan con su conducta esta mala fama, ello se debe a una deficiente educación. Al mismo tiempo, las '“ C aracterizam os la obra de Christine de Pizan com o “prefem inista” (y no com o “fem inista” ) siguiendo la idea de Celia Amorós (1997: 55-84), que distingue en los discur­ sos sobre las mujeres entre “m em orial de agravios” y “vindicación” : m ientras el primer tipo de discurso articula diversas quejas en contra de los abusos m asculinos sin hacer un cuestionam iento de fondo a la jerarquía sexual existente, la vindicación es un discurso propiam ente m oderno que reclam a la igualdad entre hom bres y mujeres apelando al con­ cepto ilustrado de razón. Com o lo m uestra Am orós, el discurso de Pizan se inscribe clara­ mente en el prim er tipo, por lo que nos parece apropiado entenderlo com o prefeminista.

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mujeres reciben la peor de las formaciones por la costumbre de considerarlas inferiores. Las tres figuras conducen a Pizan a la con­ vicción de que las mujeres son iguales en virtud a los hombres y, en consecuencia, que sus características naturales no tienen por qué ser despreciadas. Al igual que Pizan, diversas autoras europeas entre los siglos xvi y xvn afirmaron la humanidad de la mujer, y pidieron para ella una mejor educación y un mejor trato dentro del matrimonio, y, como la escritora francesa,105 basaron su demanda en la convic­ ción de que hombres y mujeres eran iguales en virtud, es decir, en la posesión de “almas inteligentes”.106 Para estas escritoras resultaba evidente que la injustificable su b o rd in ació n fem en in a era fruto de accio n es in teresad as, com o lo m uestra la siguiente reflexión de M arie de Gournay ( 1566 - 1645): Feliz eres tú, lector, si no perteneces al sexo al que le están prohibidas todas las cosas buenas (...) al que le está pro­ hibida la libertad, sí, y al que gradualmente se le han prohi­ bido incluso todas las virtudes (citada en Anderson y Zinsser, 1992: 390 ). Claramente, para Gournay, la sujeción es impuesta desde fuera; las prohibiciones que un sistema de dominio masculino impone a las mujeres, les hurtan su condición humana. Así, estas antecesoras del feminismo plantean ya el carácter político (para decirlo en términos contemporáneos) de la subordi­ nación femenina, es decir, establecen una similitud entre el poder del Estado y el poder ejercido dentro de la familia, mostrando así la ilegitimidad de este último. A principios del siglo xvm, Mary Astell preguntaba a sus contemporáneos: “Si la soberanía absolu­ 105 A unque Pizan nació en V enecia, se crió y form ó en la corte francesa: vivió y m urió en F rancia, país cuya len g u a contribuyó a enriquecer (aportando un estilo que después seria im itada) y al que proporciona, con su figura, el prim er escritor profesional (Cfr. el prólogo de M arie-José Lem arehand en Pizán, 1995: xi-xlvi). l06Según la sentencia de Mary Astell (1676-1731): “Dios ha dado a las m ujeres lo m ism o que a los hombres: almas inteligentes” (citada en Anderson y Zinsser, 1992: 391).

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ta no es necesaria para el Estado, ¿por qué ha de serlo para la fami­ lia? Si todos los hombres nacen libres, ¿cómo es que todas las muje­ res nacen esclavas?” (citada en Anderson y Zinsser, 1992: 395). En esta misma línea, Wollstonecraft concluye, hacia finales de ese mismo siglo, que la subordinación femenina, en tanto problema político, no puede resolverse por la vía privada, sino que debe inter­ venir el propio Estado en su solución, asentando en la norma pública tanto la igualdad sustancial entre hom bres y m ujeres como su consecuente igualdad de derechos (Wollstonecraft, 1993: 230-241). Sin embargo, mientras que las antecesoras de Wollstonecraft polemizaban con quienes pedían educación para las mujeres en beneficio de su mejor cumplim iento de los papeles tradiciona­ les,107 esta última emprende de algún modo una combinación de ambas posturas. Según vimos en el capítulo anterior, la filósofa esgrime en favor de sus tesis el argumento del beneficio social que acarrearía la apropiada educación de las mujeres, en tanto que les permitiría ser esposas y madres verdaderamente virtuosas. Las antecesoras de Mary Wollstonecraft se limitaron a hablar de la necesidad de restituir a las mujeres su condición de huma­ nidad, pero no se enfrentaron con el problema de describir en qué quedarían transformadas luego de tal restitución. Cuando, como parte de un trabajo filosófico político más sistemático, nuestra autora intenta hacerlo, es decir, intenta mostrar el principio nor­ mativo que, bajo la form a de una imagen de deber ser fem eni­ no, conjugue una cierta idea de fem ineidad con los cánones de subjetividad y autonomía, el resultado es necesariamente una pa­ radoja. 107 A diferencia de tesis en boga en los siglos xv al xvil, com o las de la holandesa Van S churm ann, que pedían educación para las m ujeres con el fin de convertirlas en m ejores cristianas y más obedientes, las prefeministas insistían en la educación, no para me­ jo rarlas d entro de sus papeles tradicionales, sino para que fueran m ejores seres h um a­ nos. E n estas tesis se afirm ab an escrito ras com o B a th su a M akin (1673); M aría de Z ayas (siglo xvil); M ary Lee, lady C hudleigh (1701), etcétera (A nderson y Z insser, 1992: 392).

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La sola afirmación de que las mujeres, como los hombres, están definidas por la cualidad de la razón, sin importar el grado en que la posean, o de que, como los varones, ellas son también almas inte­ ligentes, no destruye (aunque sí altera)108 los efectos acarreados por la consideración de lo femenino en los viejos términos. Wollstonecraft, en su última novela (inconclusa), alude al carác­ ter proscrito de todas las mujeres. Ella lo atribuye a la exclusión que sufren de las leyes y los derechos políticos, pero, desde nuestro punto de vista, al hacerlo confunde causa y efecto; las mujeres no son un género proscrito por haber sido privadas de todo derecho, sino que han sido marginadas de la ley y lo público porque, simbó­ lica e imaginariamente, son la encarnación de lo proscrito. El discurso fem inista m uestra la ilegitimidad del dom inio masculino al recordar a los ilustrados el carácter universal de su criterio de igualación, pero lo cierto es que en los casos citados se aplica fallidamente ese criterio al dejar intocada una imagen de mujer básicamente contradictoria con la noción de autonomía, clave para el principio de igualdad. No obstante, como hemos venido sosteniendo aquí, esa aplica­ ción, aunque forzada, genera ella misma un efecto deconstructor sobre la propia simbólica tradicional de los géneros que los impulso­ res del proyecto de la modernidad pretendieran dejar intocada. Al coexistir ambas tendencias, una conservadora y otra subver­ siva, se manifiestan inconsecuencias de diversa índole, tanto en el nivel epistémico como en el normativo, que hemos de analizar con algún detalle más adelante. Por ahora es importante notar que el sentido en el que se revelan concretamente tales tensiones es muy variado y, en gran medida, se deja ver en las diferentes posturas que, a partir del siglo xix, adopta el feminismo. El problema de la identidad, la pregunta por el ser mujer, la con­ tinua inquietud por la autodefinición recorren al feminismo como una corriente subterránea que, no por permanecer relativamente 108 Es preciso no olvidar que, aunque no destruya el m odelo tradicional de fem ini­ dad, la consideración de las m ujeres com o seres racionales sí lo altera y lo socava. Esto es algo que conviene tener presente para seguir la lógica de nuestro argum ento, aunque en las próximas páginas, por m otivos expositivos, pondrem os énfasis en el prim er aspecto.

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oculta, deja de jugar un papel nutricio fundamental. Así lo perci­ bimos en lo que podríamos considerar el tránsito en el feminismo del pensamiento al movimiento social. Lo prim ero que debem os hacer notar al respecto es que la construcción del sufragismo, que suele ser considerado como El movimiento fem inista del siglo xix, se produce a través de un curioso proceso en cuyas diversas etapas podemos adivinar el impulso motor de la pregunta por la identidad femenina. En efec­ to, la demanda del sufragio para las mujeres no representa el punto de partida, sino el punto de llegada de los primeros movimientos sociales feministas. El tema que se encuentra en el inicio, al me­ nos en Europa, es el de la igualdad de oportunidades educativas, heredado del feminismo ilustrado. Este reclamo, como se percibe claramente en Poulain, Wollstonecraft, Libourne o von Hippel,109 por citar algunos ejemplos destacados, se vincula por derivación lógica con la demanda de derechos legales para las mujeres. La relación de estos temas entre sí y de ambos con el de la identidad parece clara: la educación correcta suele identificarse por el femi­ nismo ilustrado con una racionalización de las mujeres. Se ve en ella la posibilidad de rectificar el daño moral y la deformación a la que han sido sometidas las mujeres por recibir una instrucción contra­ ria a los dictados de la naturaleza humana (vista aquí como el para­ digma regulador) y seguir los de una falsa naturaleza femenina. El derecho a la educación es una demanda que busca lograr que, en un futuro, aflore la verdadera naturaleza, por el momento des109 Aunque el fem inism o por la igualdad de derechos se revela con gran fuerza a par­ tir de la Revolución francesa, la petición tiene antecedentes que se rem ontan, al menos, al siglo x v i i : adem ás del caso de Poulain de la Barre, que ya citam os, podem os ver un ejem ­ plo claro en la dem anda de John Liburne, quien en 1646 afirm aba la igualdad natural entre todos los individuos, hom bres y mujeres, y, por tanto, deslegitim aba la autoridad natural, dom inio o poder m agistral de unos sobre otros/as (Cfr. Anderson y Zinsser, 1992: 397). A finales del siglo xvm las voces de filósofas/os feministas se escuchan en diversos ámbitos europeos, adem ás de Francia o Inglaterra; entre otros, el alem án Von Hippel argum enta en su obra Sobre la mejora civil de la m ujer ( 1794), que “ la razón es un don que la naturaleza ha concedido a todos los seres hum anos en proporción igual (...) ¿Por qué las mujeres no han d e ser cap aces de ele v a rse a aq u ella cate g o ría q u e les c o rre sp o n d e com o seres hum anos después de una sujeción tan larga?” (citado en Evans, 1980: 9). Para un análisis sobre el fem inism o de Von Hippel y sus contradicciones, véase Pérez Cavana, 1992. En este m ism o texto la autora también nos permite conocer las aportaciones de la feminista alem ana A m alia Holst, discípula de Hippel.

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conocida, de la m ujer."0 Pero este requerimiento, el primero en orden lógico, se muestra de inmediato insuficiente para cumplir con el objetivo primordial del feminismo ilustrado: reconocer a las mujeres como individuos. En realidad, desde el primer momento se expresa la tensión existente entre la vindicación (que no puede ser sino abstracción) y la definición de las identidades (que demanda permanentemente contenidos).111 De hecho, si el feminismo ingresa en la polémica sobre la defi­ nición de las mujeres lo hace impulsado por la necesidad de com­ batir a quienes opinan que ellas deben estar privadas de derechos. Sin embargo, la visualización de cuáles son esos derechos es gradual. De ahí la progresiva ampliación de las demandas feminis­ tas, que comienzan por exigir derechos legales, civiles, económicos y laborales (sobre la propiedad, la herencia, la custodia de los hi­ jos; derecho al divorcio, combate al poder supremo del marido; derecho a la educación en todos sus niveles, a trabajar en cualquier empleo, a obtener un salario justo, etcétera) y terminan por recla­ mar el voto y la elegibilidad de las mujeres a cargos públicos (Cfr. Evans, 1980: 37; Miyares, 1994: 74). En la complejización de la demanda parece intervenir la cabal asunción del significado tanto de la exclusión social de que son objeto las mujeres como de lo que implica que ellas sean plenamente individuos. De este modo, la demanda feminista por la igualdad de derechos (que tuvo varias ramificaciones) se ve atravesada por la necesidad de hacer compatibles dos definiciones: la de individuo y la de mujer. El segundo ejercicio, el de definir qué es una mujer, se torna más elaborado en cuanto mayor y más diverso es el número de voces que se suman a él. De hecho, la propia definición de individuo contra la cual se contrasta la noción de mujer se ve alimentada por diversas fuentes que agregan algunos matices peculiares según se abreve prioritariamente en una o en otra. La primera de ellas, ll0Y a vim os que esta lógica entra en tensión cuando ese m ism o discurso parece dejarse atraer, com o por la fuerza de un imán, por los tradicionales contenidos significa­ tivos encarnados en la sim bólica de la fem inidad y sus imaginarios. 11'E sta tensión no es privativa del fem inismo: ya en Rousseau encontram os una ten­ sión parecida en su noción de ciudadano, que se plantea a contrapelo de las identidades facciosas y al m ism o tiem po es la prim era identidad política.

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el liberalismo. Aunque derivado del propio iusnaturalismo, acaba por distinguirse como una corriente con vertientes doctrinarias, filosóficas, políticas y económicas, todas las cuales encuentran su eje en un individualismo riguroso. La segunda, data de más antiguo y tiene una influencia desigual en el entorno europeo: se trata del protestantismo,112 que, defendiendo férreamente la religión como un contacto directo entre cada individuo y la divinidad, muestra su profunda influencia en los feminismos estadounidense y británi­ co, entre otros. Este último, en particular, contribuye a reforzar en las feministas su convicción de que las mujeres (que aplican para sí mismas los preceptos protestantes que instan a los hombres a leer la Biblia y ser sus propios pastores) podían y debían ser suje­ tos autónomos. La profunda relación entre el feminismo y las diversas formas de individualismo no significa, sin embargo, que aquel primero floreciese únicamente entre sectores o movimientos políticos de corte individualista o liberal. De hecho, como veremos más ade­ lante, el feminismo político o militante tuvo sus primeros adeptos de ambos sexos entre las filas de los no muy nutridos pero bastante sonados movimientos socialistas utópicos de principios del siglo xix, esto es, unos veinte años antes de que se organizaran los pri­ meros brotes sufragistas en los Estados Unidos. En cualquier caso, ya fuese en las filas del sufragismo, de alguno de los movimientos o partidos socialistas, en el interior de los sindicatos o en los círcu­ los académicos, la noción de individuo resultaba fundamental para las feministas, en la medida en que les permitía conservarla como referente de lo que habría de definir a la nueva mujer.113 En cada una de esas corrientes se fue fraguando una respuesta a la pregunta sobre la identidad, que nos presenta, cada una a su modo, múltiples ll:2Para un análisis de la relación entre protestantism o y fem inism o, véase Evans, 1980: 13-14 y 39-49; Am orós, 1997: 85-107, y Padilla: 1992. 113El proyecto de re-definición de la m ujer y la fem inidad, siem pre presente pero a m enudo im plícito, se explícita de tarde en tarde con el recurso a la idea de una m ujer nue­ va que aparece reiteradam ente en los discursos del fem inism o socialista, desde las sansim onianas hasta Alejandra Kolontay, quien dedica a este tem a su texto La m ujer nueva y la m oral sexual (Kolontay, 1979).

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aristas. Empecemos por observar cómo se fue delineando la ima­ gen de mujer en el feminismo sufragista. A diferencia de lo que sucedía con las escritoras y literatas de los siglos xv al xvi, con las y los feministas del xvn, y con las revolucionarias del siglo xvm, las participantes en los movimientos por los derechos de la mujer del siglo xix provinieron básicamente de las clases medias, hijas o esposas de terratenientes, profesiona­ les, comerciantes o industriales (Cfr. Evans, 1980: 33-35). Ander­ son y Zinsser atribuyen este hecho a que las mujeres de la aristocra­ cia conservaban en gran medida los privilegios de su grupo, mientras que las mujeres de la clase trabajadora, tanto obrera como campe­ sina, empleaban la m ayor parte de su tiem po luchando por su subsistencia, con lo cual se reducía enormemente su interés en reivindicaciones propias de su género. En cambio, las mujeres de clase media, según esta versión, sufrían tanto por verse privadas de los derechos que los hombres de su clase habían conseguido, como por carecer de oportunidades de trabajo que, en caso de necesidad, las pudiesen mantener en el mismo estrato social (Cfr. Anderson y Zinsser, 1992: 404). Aunque probablemente la participación en el sufragismo de mujeres provenientes de las clases trabajadoras haya sido más importante de lo que se suele asentar,"4 lo cierto es que en las m ujeres de clase m edia se concreta el esquem a de fem inidad característico de la edad moderna. De hecho, la contrastación entre lo público y lo privado en la que éste tiene ante todo la sig­ nificación de doméstico encuentra sustento real en la configu­ ración moderna de las clases medias. No sólo porque, en este sec­ tor, las mujeres se veían realmente recluidas en la domesticidad al prohibírseles trabajar en (casi todos) los empleos accesibles a los hombres de su clase, sino porque también se vieron privadas de los derechos conquistados por los varones. 1I4E1 propio Evans, que defiende la tesis de un predom inio de la clase m edia en las filas - y en la id eología- del sufragism o, nos hace saber que cerca de un 25 por ciento de las mujeres que integraban las dos principales organizaciones sufragistas estadounidenses hacia 1848 pertenecían a la clase trabajadora (Evans, 1980: 34 y ss.).

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La tradicional invisibilidad del trabajo femenino (a la que ya hicimos alusión) se institucionaliza en este grupo que fuerza a sus m ujeres a no realizar ningún tipo de trabajo asalariado y a no disponer de sus propiedades, a la vez que mantiene la concepción de que el trabajo doméstico es un no trabajo."5 Es cierto, enton­ ces, que la enorme brecha entre hombres y mujeres alcanza su máximo, en el siglo xix, en las clases medias. También lo es que las mujeres de esta clase, aunque tuvieron un acceso restringido a la ilustración, éste les bastó para percatarse de la profunda desigual­ dad que marcaba sus relaciones con los varones. Ambos factores constituyeron un poderoso motor en el impulso de los movimien­ tos por la igualdad de derechos. No obstante, sostener que la demanda de igualdad de derechos se corresponde con una ideología burguesa o de clase media implica ignorar la importancia que tal demanda entraña para la propia defi­ nición social de las relaciones entre los sexos. Esto se demuestra no sólo por la constante vindicación de derechos iguales en las filas de los diversos feminismos socialistas (que atenderemos más ade­ lante); el discurso del propio feminismo estadounidense de la se­ gunda mitad del siglo xix, en la figura de su dirigente Susan B. Anthony, combina reivindicaciones de tipo laboral y económico con la exigencia del sufragio femenino (Cfr. Evans, 1980: 50, y Miyares, 1994: 75).116 115 Ya antes m encionam os que el trabajo dom éstico no es el único trabajo fem enino ignorado por los esquem as sociales; de hecho, la invisibilidad es una característica que acom paña a cualquier trabajo desem peñado por mujeres. Así, para el siglo xix, en Europa, las mujeres del cam po en su totalidad (y desde niñas) seguían desem peñando los trabajos más pesados, tanto rem unerados (siem pre subrem unerados) com o de autosubsistencia, y lo m ism o sucedía con la población urbana: aunque el porcentaje de obreras industriales fuese significativam ente menor que el de los varones en esas ramas, esto no significa que, en su m ayoría, las m ujeres de la clase trabajadora en las ciudades no tuviesen em pleos rem unerados (sirvientas, niñeras, obreras clandestinas) o bien trabajasen com o com er­ ciantes. Sin em bargo, a esto debem os agregar que el trabajo dom éstico, único con el que están asociadas las m ujeres de cualquier condición, es considerado un no trabajo porque sólo se considera trabajo lo que se realiza fuera de la domesticidad. ll6 Susan B. A nthony se in co rp o ra al m o v im ien to fem in ista en 1851, es decir, después de la Declaración de Seneca Falls de 1848. En su prim era cam paña extiende al C ongreso de N ueva Y ork tres peticiones: 1. el control por las m ujeres'de sus propios ingresos; 2. la custodia de los hijos en caso de divorcio, y 3. el voto (Cfr. Flexner y Fitzpatrick, 1996: 79-80). Com o indicarem os más adelante, la dem anda por el voto surgió en

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Es bien sabido que en ese siglo el feminismo procede del mo­ vimiento abolicionista en Estados Unidos. En particular, el movi­ miento por la igualdad de derechos mantiene una estrecha rela­ ción con las luchas antiesclavistas, por razones que son fáciles de adivinar: en ambos casos la sociedad capitalista y la cultura de la modernidad se ven enfrentadas con las fuerzas desatadas por sus propias tesis igualitaristas. Es evidente que esta asociación (entre fem inism o y aboli­ cionismo) conlleva una peculiar y controvertida reflexión sobre la naturaleza humana; si los negros y las mujeres no son inferiores por naturaleza a los hombres blancos, ¿por qué su milenario some­ timiento? En Estados Unidos muchas mujeres iniciadas en el abolicionis­ mo por sus padres, maridos o hermanos, terminaron participando en el movimiento feminista. Aparte de este elemento, el feminismo estadounidense se vio favorecido por condiciones sociales especí­ ficas, pues, pese a la discriminación que sufrían las mujeres esta­ dounidenses en el acceso a la educación, el protestantismo favore­ ció la alfabetización femenina que llegó hasta casi el 100 por ciento en estados com o M assachussets, a principios del siglo xix, y hacia 1840 organizaciones semirreligiosas fundaron las primeras universidades femeninas en el país (Nash y Tavera, 1994: 66). La difusión de la doctrina protestante, que tomó como bandera fun­ damental la moralización del país, dio pie al surgimiento de un extendido movimiento reform ista cristiano que contó entre sus bases con un elevado núm ero de m ujeres. Al poco tiem po, el reformismo cristiano sería, como el abolicionismo, un semillero fem inista. Este origen de los movim ientos fem inistas estadou­ nidenses, su vinculación con los m ovim ientos reform istas reli­ giosos y con el abolicionismo, definió la futura polémica entre feministas “radicales” y “moderadas” anterior a la Primera Guerra el movim iento fem inista com o corolario de otras dem andas, com o las que indica el pro­ gram a de A nthony. Sin em bargo, el que estuviese relacionado con otros reclam os no le restaba im portancia al sufragio: por el contrario, la consecución del voto fue entendién­ dose progresivam ente com o un im portante m edio de definición de las m ujeres com o indi­ viduos.

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Mundial, que, de algún modo, remite a la confrontación entre defen­ sa de la igualdad o de los valores femeninos. En efecto, la primitiva incorporación de las mujeres en los movimientos prefeministas mencionados, imprime en la ideología de sus participantes el doble sello de la igualdad y la diferencia. Así, mientras que la lucha abolicionista está guiada por un discurso centrado en el concepto de igualdad (fácilmente traducible de los negros a las mujeres) la participación femenina, tanto en esta lucha como en el reformismo religioso, se hace bajo el supuesto de que las mujeres aportan la excelencia moral femenina. Es decir, se piensa que su participación será útil en la medida en que ellas simplemente desempeñen su papel tradicional y hagan gala de sus cualidades naturales, aunque sea en un espacio y para una causa extradomésticos. Se espera de ellas que m anifiesten com pasión y preocupación por los más desprotegidos. En palabras de Evans: A pesar de cierta resistencia por parte de los pastores, las mujeres pudieron de esta forma capitalizar el valor dado por el “culto de la verdadera fem inidad” a la piedad femenina y convertirlo en m edio de librarse de las lim itaciones a sus actividades públicas (...). Así, al empezar la década de 1840 estaba bastante difundida entre las clases medias norteameri­ canas la idea de que las mujeres tenían un papel activo que desempeñar como guardianas morales del hogar y, por exten­ sión, de la sociedad (Evans, 1980: 47-48). Cuando, en 1868, se consiguió el voto en favor de los negros pero se mantuvo la prohibición del voto femenino, las feministas tomaron su propio camino y más tarde se escindieron. El ala “radi­ cal” com andada por Elizabeth Cady Stanton tenía un discurso mucho más cercano a la Ilustración en su apego a los postulados de igualdad y razón. De forma similar a lo que hiciera Olympe de G ouges con la D eclaración de los Derechos del Hom bre y el Ciudadano, durante la Revolución francesa, las feministas esta­ dounidenses lideradas por la propia Stanton y Lucretia Mott,

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entre las más destacadas, elaboraron la Declaración de Seneca Falls de 1848. Siguiendo en lo fundam ental la declaración de Independencia de los Estados Unidos, mostraron la inconsecuen­ cia con respecto a los principios fundadores de la nación que re­ presentaba la enajenación deliberada de los derechos y libertades de las m ujeres. En muchos casos, se reproducían textualm ente artículos de la declaración de Independencia, agregando sola­ mente y mujeres cuando aquélla aludía a la igualdad y libertad na­ turales de los hombres, y a los derechos derivados de esos princi­ pios. Cuando el feminismo se autonomiza a partir de la concesión del sufragio a los varones negros y se produce la escisión entre “moderadas” y “radicales”, el grupo de Stanton continúa enfati­ zando la lucha por la igualdad haciendo suyo el supuesto ilustrado del individuo racional autónomo. En su discurso prevaleció la con­ vicción de la individualidad de las mujeres (o de su derecho a la misma) sobre el concepto de la mujer como sexo: La cuestión que quiero someterles francamente en esta oca­ sión es la individualidad de cada alma humana; nuestra idea protestante, el derecho de la conciencia y la opinión individua­ les; nuestra idea republicana de soberanía individual. Al exa­ minar los derechos de la mujer, debemos considerar, en primer lugar, lo que le corresponde como individuo, en un mundo que es suyo, el árbitro de su propio destino (...), sus derechos son utilizar todas sus facultades en favor de su propia seguri­ dad y felicidad (...), si la consideramos como ciudadana... debe tener los mismos derechos que los demás miembros, según los principios fundamentales de nuestro gobierno (...) [Sólo en último lugar se han de considerar] las relaciones incidenta­ les de la vida, como ser madre, esposa, hermana, hija, las que pudieran implicar algunos deberes y preparaciones especiales (citada en Evans, 1980: 52-53). En contraste, las feministas “moderadas”, presididas por Stone, manejaron un discurso fiel a la idea de que la participación públi­

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ca de las mujeres representaba una ventaja social por lo que ellas pudieran aportar de visión femenina. El espíritu del sufragismo estadounidense tuvo un gran impac­ to en el feminismo británico. Harriet Taylor Mili, claramente influi­ da por el movimiento feminista estadounidense, obra como mu­ chas de sus contemporáneas cuando compara a los hombres con los dueños de esclavos y a las mujeres con los esclavos, afirman­ do que el prejuicio de la costumbre había negado durante siglos sus derechos a unas y otros. También, como hiciera Mary Wolls­ tonecraft, opina que la dom inación corrom pe a los dos sexos, generando en uno los vicios del poder y en otro los del artificio (Cfr. Taylor Mili, 1985: 114). Como aquélla, encuentra la solución en la igualdad educativa y en el acceso fem enino a la partici­ pación política y al manejo de sus negocios. Harriet Taylor critica la tendencia de algunas feministas a hacerse eco de la propuesta m asculina que afirm aba la supuesta superioridad moral de las mujeres, que a menudo sirvió para justificar su relegamiento a la domesticidad. En este sentido, Taylor exigió para las mujeres igua­ les derechos e igualdad en el acceso a todas las oportunidades sociales, y no una posición aparte, una suerte, dice, de apostolado sentimental. Sin embargo, las activistas de este movimiento en Inglaterra comienzan, cada vez con más fuerza, a desarrollar, junto con el con­ cepto de igualdad jurídico-política, la idea de especificidad gené­ rica, que puede entenderse como el resultado de llevar a sus últi­ mas consecuencias la tesis, ya presente en W ollstonecraft, que hemos definido como la reminiscencia de una idea tradicional sobre las mujeres. De este modo, las sufragistas europeas basaban su reivindica­ ción en un discurso doble: por una parte, exigían la participación de las mujeres en los asuntos públicos con base en su cualidad fundamental de seres humanos, que debía proporcionarles el acce­ so a los mismos derechos que los hombres, argumento en el que se percibe la influencia ilustrada. Pero, por otro lado, se adivina un naciente discurso de tintes románticos, que argumenta en favor de

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los beneficios de la comunidad, y que justifica ya no sólo la legiti­ midad del voto femenino, sino su necesidad, amparándose no en la sim ilitud entre hom bres y m ujeres, sino en sus diferencias. Así lo sostuvo Millicent Garret Fawcet, una de las principales líde­ res del movimiento sufragista inglés: Yo estoy a favor de la ampliación del voto a las mujeres por­ que quiero reforzar una auténtica feminidad en las mujeres, y porque deseo ver que el lado femenino y doméstico de las cosas tenga un peso en los asuntos públicos (citada en Anderson y Zinsser, 1992: 410). Como puede verse, en esta progresivamente influyente manera feminista de razonar, está presente la recuperación del -inadver­ tid o - proceso de sublimación de los elementos tradicionales de la feminidad emprendido por los románticos. Es decir, las sufragis­ tas, como muchas feministas posteriores, acometen la tarea de valorizar las cualidades consideradas propias de la fem ineidad (cercanía con la naturaleza, instinto, intuición, belleza, delicade­ za, sensibilidad, etcétera) por el imaginario tradicional. Para ello argumentan que la recuperación de estas características femeninas librará a la sociedad de los males anejos a las características mas­ culinas, tales como el egoísmo, la ambición de poder, el individua­ lismo, la frialdad, etcétera. Las supuestas cualidades femeninas se consideran, en cambio, favorables a los intereses de la comunidad, a la paz, al altruismo, al cuidado de los desprotegidos, etcétera. Es notable cómo esta mentalidad feminista, ya en auge para la segunda mitad del siglo xix, revela tanto la influencia ilustrada como la romántica, incubando con esta difícil conjunción la ten­ sión interna a la que hemos aludido. A lo largo de los setenta años que duró la lucha por la igualdad de derechos librada por las sufragistas inglesas, la idea de que el voto femenino y la participación de las mujeres en los asuntos pú­ blicos cambiaría para bien a la sociedad entera mediante la inyec­ ción de los valores del cuidado y la paz, fue un punto cada vez

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más importante en la definición de su proyecto y en su estrategia política. En un manifiesto de la Unión Sufragista Alemana, de 1908, se lee: El sufragio femenino fomenta la paz y armonía entre distintos pueblos. El sufragio femenino promueve eficazmente la absti­ nencia y, por tanto, evita la ruina del pueblo por el alcohol. El sufragio femenino se opone a la explotación de los económi­ ca y físicamente débiles, se compadece de los niños y los ani­ males maltratados (citada en Andersson y Zinsser, 1992: 417). Esto se corrobora por el hecho de que incluso las feministas más radicales estaban convencidas de que una sociedad que con­ tase con la influencia pública de las mujeres eliminaría o atenua­ ría su propio carácter violento. La aparente contradicción impli­ cada entre las tácticas y los principios se resolvía, para el grupo encabezado por Emmeline Goulden Pankhurst (1858- 1928), pre­ cisando que en una sociedad dominada por los hombres de ideo­ logía liberal, no había más rem edio que pegar donde más les dolía: en la propiedad. Según sus propias palabras, “El argumen­ to del cristal roto es el más valioso de la política moderna” (citado en Anderson y Zinsser, 1992: 413). Las acciones violentas encabe­ zadas por el grupo de Pankhurst no iban, pues, dirigidas contra las personas, sino contra las propiedades: La única temeridad cometida por las sufragistas respecto a la vida humana ha consistido en poner en peligro sus propias vidas, y no las vidas ajenas. (...) Eso se lo dejamos al hombre en sus guerras. Eso no es una táctica que sigan las m ujeres... Pues, como hay algo que a los gobiernos les importa mucho más, y eso es la seguridad de la propiedad, nuestro ataque al enem igo lo vamos a llevar a cabo a través de la propiedad (citado en Miyares, 1994: 82).

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Este tipo de ideas nos muestran que el sufragismo europeo, a pesar de ser un movimiento por la igualdad, no se planteó la mo­ dificación de la concepción social sobre lo femenino, sino sólo su transmutación valorativa. Aun las feministas radicales, como las que integraban el grupo de Pankhurst, que en una cierta etapa la emprendieron contra los hombres, tenían la consigna de feminizar la sociedad como una vía para la regeneración social. Estas, en par­ ticular, llegaron a incluir en sus demandas la de castidad masculi­ na, arguyendo que con ello se combatirían las enfermedades de transm isión sexual y la prostitución (Cfr. Anderson y Zinsser, 1992: 414). Es significativo el hecho de que, durante la Primera Guerra Mundial, las sufragistas británicas suspendieran su lucha para incor­ porarse a los movimientos nacionalistas de apoyo al gobierno, así como que los brillantes resultados de esta tarea motivaran al go­ bierno inglés a concederles el voto al término del conflicto, por­ que la imagen de las mujeres se jugó, de nuevo, en la conjunción de referentes contradictorios. Primero, el argumento sufragista de que el voto femenino serviría para reforzar valores sociales como la paz, la comprensión mutua y el respeto a la emociones y las peculiaridades de cada persona, no resultaba muy coherente con el súbito entusiasmo de las feministas por ayudar a su país a ganar una guerra. Segundo, los antisufragistas, antes de la guerra, califi­ caron a menudo de antinatural la concesión de derechos civiles y políticos a las mujeres. Sin embargo, esas mismas personas apoya­ ron decididamente la incorporación masiva de las mujeres a tareas masculinas cuando los hombres se vieron obligados a pelear en el frente. Las mujeres, además de los servicios que prestaron a sus respectivos países en labores más femeninas, como enfermería y atención de los soldados, sostuvieron sus economías incorporán­ dose a la industria (aun en labores tan poco delicadas como la fa­ bricación de armamento), el comercio, la mensajería y el espio­ naje. Las mujeres de clases medias en general y las sufragistas en particular, jugaron un papel destacado en este proceso como organizadoras y promotoras de la ayuda femenina. Sin embargo, una

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vez terminada la guerra, las mujeres regresaron a su sitio tradi­ cional -y /o a la valoración habitual de ese sitio-117 aunque con el premio, conquistado paulatinamente en todos los países europeos y en Estados Unidos, del reconocimiento de sus derechos civiles y políticos. Pronto, la conquista del voto femenino decepcionó a muchas de quienes lo promovieron por décadas con la ilusión de que con él se construiría una sociedad más justa, porque se hizo evidente que las distintas mujeres lo emitían en un sentido prácticam en­ te idéntico al de los hombres de su clase. Quienes confiaban en las virtudes de la feminización de la sociedad se toparon con que la participación en lo público lejos de revelar la especificidad del género, la ocultaba. El espacio jurídico político de la modernidad, una vez ausente ese factor de cohesión y exacerbación de los nacionalismos que es la guerra, parecía estar conformado más de acuerdo con los cánones de abstracción universalista encarnada en el concepto de individuo -traducido, en este caso, como ciu­ dadano- que con los parámetros románticos. Sin embargo, el movimiento feminista por la igualdad de dere­ chos no fue el único en sufrir los efectos de la conjunción de las tendencias romántica e ilustrada. Otro movimiento contemporáneo, el feminismo socialista, evidenció también, por los mismos moti­ vos aunque en diverso sentido, tensiones y descalabros. Charles Fourier es el primer utopista del siglo xix en plantear un estrecho vínculo entre la liberación de la mujer y la de toda la sociedad en su conjunto. Este autor francés dedica varios textos (algunos de los cuales permanecerían inéditos durante su vida) a exponer su com plicada propuesta de reform a del orden social basada en un plan de armonización de las distintas esferas de la vida. Como parte primordial de este plan, Fourier incluye un proyecto para term inar con la represión de los sentidos impuesta por la n7 Es decir, las mujeres de las clases medias efectivam ente regresaron a casa, y las mujeres de las clases trabajadoras, que nunca estuvieron del todo allí - a l m enos no en el sentido de una dedicación exclusiva al trabajo dom éstico- tornaron a la situación habitual de sufrir el desprecio y desconocim iento de su trabajo, tanto dom éstico com o remunerado.

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moral civilizada (Cfr. Fourier, 1973). Acudiendo al concepto de naturaleza como referente, este autor afirma que la clave de la felicidad y la armonía humanas estriba en dejar aflorar los instin­ tos sexuales de hombres y mujeres de modo que las relaciones entre ambos se produzcan de una m anera más libre y natural. Critica, en consecuencia, la educación deformante que reciben las mujeres, de la cual aprenden a ser esclavas de los hombres y a disim ular sus pasiones. Los propios hom bres han creado este sistema de subordinación fem enina sin darse cuenta de que no son sólo los intereses de las mujeres los que se ven afectados. En efecto, Fourier trata de convencer a los varones de todo lo que ellos pierden, a pesar de ser los amos, por culpa de la institución del matrimonio monógamo. Para contrarrestar los males acarreados por las prácticas represivas de las instituciones civilizadas, nues­ tro autor propone una política galante que impulse una planeación de la promiscuidad. Lo más destacable de este proyecto es que, aunque la libertad sexual es un eje fundamental de su utopía so­ cial, Fourier la reconoce como un privilegio de ambos sexos. Esto implica que la política galante no es un conjunto de reglas que seguirán los hom bres para la apropiación de las mujeres, sino algunas disposiciones matemáticamente planeadas para que ambos sexos vean satisfechos sus deseos. Por otra parte, aunque el autor da muestras de considerar que las diferencias naturales entre hom­ bres y mujeres tendrán consecuencias en la distribución diferencia­ da de tareas sociales, propone que el cuidado de los hijos sea una labor colectiva. Aunque Charles Fourier no fundó un movimiento social, sus ideas habrían de tener una clara influencia, hacia las postrimerías del siglo, en la obra de August Bebel: otro socialista, en este caso marxista, cuyas ideas sobre la mujer, de inspiración fourierista, tendrían una gran influencia entre las feministas de su época. Pero, antes de ocuparnos de Bebel, debemos mencionar que las ideas de Fourier sobre la relación entre liberación femenina y libertad sexual son muy similares a las que encontramos en la doctrina de otros

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utopistas, en particular entre los seguidores de Henri de SaintSimon. Efectivamente, los sansimonianos coinciden con Fourier en su crítica a la opresión de la mujer y, con ella, al matrimonio como la clásica institución donde ésta se concreta. La emancipación fem enina tiene una fuerza especial para el sansimonismo en la medida en que se identifica con los ideales místicos de redención social que fueron constituyéndose en el eje de la doctrina a la muerte de Saint-Simon (Cfr. Campillo, 1992: 314). Este carácter místico (podríamos incluso decir milenarista) se ve confirmado por el objetivo que acabarán trazándose los miembros de la secta como condición necesaria para dar cuerpo al espíritu del movi­ miento: el hallazgo de “la mujer” ; una suerte de mesías a través de cuya palabra se pueda encontrar la definición verdadera de las m ujeres y con ella, la de la pareja hum ana, el individuo social. El proyecto sansimoniano atravesó por distintos periodos mar­ cados por proclamas y objetivos a veces efímeros o contradictorios: el grupo sufrió diversas escisiones que estaban signadas por el entronizamiento temporal de alguna de esas posturas. Entre ellas, jugó un papel importante la discusión sobre la libertad sexual que, como en el caso de Fourier, era una libertad regulada, aquí por medio de la rotación de parejas. Al parecer, sin embargo, este proyecto resultó fuertemente cuestionado por los inconvenientes que repre­ sentaba para asegurar la paternidad. Como muestra este ejemplo, o el de la búsqueda de “la mujer mesías” decretada por Enfantin, líder masculino de la secta, el feminismo sansimoniano presen­ ta hondas ambigüedades provenientes de haber sido pergeñado e impulsado por los varones. A pesar de ello y de las dificultades que tuvieron que enfrentar en el interior mismo del grupo, las mujeres sansimonianas recuperan la idea feminista y terminan por impri­ mirle su propio sello. Entre sus propuestas y diferencias internas (emprendidas entre otras por Clara Démar, Suzane Voilquin y Jeanne Dervin) se encuen­ tran el cuestionamiento a la tesis de que ambos sexos tienen natu­ ralezas diferenciadas (constante los hom bres e inconstante las

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mujeres) y la crítica al exacerbado misticismo de la doctrina. Pero lo interesante es que estas feministas recuperan para sí la preocu­ pación por definir a la mujer entendida como una reinvención: (...) lo que las sansimonianas trataban de proclamar era que la mujer nueva estaba por inventar. La búsqueda de la identi­ dad fem enina “en tanto que m ujer” quedaba rem itida así a algo no definido, que dependería, en última instancia, de cada mujer individual. De este modo, sansimonianas como Clara Démar confirmaban la profunda relación entre la preocupación feminista por redefinir el ser femenino y la referencia a la individualidad. De hecho, esta militante sostenía que, como representante de la carne, la mujer tenía la misión de individualizar, de defender los intereses del indi­ viduo frente a los de la sociedad. A medida que avanzaba el siglo, se hizo patente la presencia de las feministas en los diversos movimientos de corte socialista en Europa. Pero la relación entre ambos distaba mucho de ser fluida. Las feministas fueron duramente estigmatizadas en la práctica (aun­ que frecuentemente no en la teoría) por sus compañeros dentro de los partidos o los sindicatos. Entre otras cosas, se les reprochaba sus supuesta vinculación con el sufragismo, al que acusaban de ser un movimiento de carácter burgués. En consecuencia, aunque las feministas socialistas consideraban importante el sufragio femeni­ no, con frecuencia debieron enmascarar esa demanda o relegarla a segundo plano para privilegiar la obtención del voto “universal” para los varones, con el fin de ganar legitimidad. Esto llevó a la para­ doja de plantear reivindicaciones específicamente feministas en el seno de movimientos que, al contrario de sus antecesores utopistas, veían la liberación de la mujer como la consecuencia necesaria de la emancipación general a través del socialismo. A partir de la década de 1830, las feministas socialistas hicieron notar su presencia dentro del movimiento promoviendo mejores salarios y condiciones laborales, así como el acortamiento de jom a­ da para las trabajadoras. Frente a esta posición, la respuesta del

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resto de los socialistas fluctuaba permanentemente entre la acep­ tación y el rechazo. La primera, porque gracias a la acción femi­ nista, el socialismo ganaba para su causa grandes contingentes de obreras. El segundo, porque las feministas pedían salario igual para trabajo igual, y esto generaba un conflicto con muchos de los sindicatos de varones. De hecho, los obreros, tanto europeos como estadounidenses, se opusieron frecuentemente al empleo de las mujeres en la industria, con el argumento de que abarataban el sa­ lario y/o expulsaban a muchos hombres al ejército industrial de reserva. Pero tampoco estaban de acuerdo en igualar salarios entre ambos sexos por razones básicamente ideológicas. La mentalidad sexista prevalecía incluso entre los cuadros diri­ gentes de los movimientos socialistas, y su comportamiento resul­ taba en actitudes contra las que sus compañeras feministas tenían que librar una constante batalla. En palabras de la destacada diri­ gente socialista y feminista Clara Zetkin: “En teoría todos los ca­ maradas tienen los mismos derechos, pero, en la práctica, a los camaradas varones les cuelga por el cuello la misma coleta filistea que a los mejores pequeñoburgueses con peluca” (citada en Anderson y Zinsser, 1992: 421). Esta ambigüedad se revelaba en el propio pensamiento de Marx y Engels, quienes, si bien afirmaban que “la manumisión de la mujer exige, como condición primera, la reincorporación de todo el sexo femenino a la industria social” (Engels, 1980: 84), antes ha­ bían declarado que “la disolución de los lazos familiares es terri­ ble y repugnante” y que “el trabajo asalariado de una esposa le quita al marido virilidad y a la esposa sus cualidades femeninas” (citados en Anderson y Zinsser, 1992: 422). Estas ideas tradicionales sobre la división de papeles en fun­ ción de la naturaleza sexuada se revelan en m últiples declara­ ciones y escritos socialistas, como la que incluye la proclama de la Asociación de Trabajadores Alemanes Lasallianos en 1866: El trabajo adecuado de las mujeres y las madres está en el hogar y en la fam ilia (...). Junto con los solem nes deberes

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del hombre y del padre en la vida pública y en la familia, la mujer y la madre deberían representar lo acogedor y poético de la vida doméstica, aportar gracia y belleza a las relaciones sociales, y ser una influencia ennoblecedora que aum ente el disfrute de la hum anidad en la vida social (Anderson y Zinsser, 1992: 422-423). A pesar de esto, no cabe duda de que en el terreno teórico, el socialismo en general y el marxismo en particular prestaron a las feministas herramientas valiosas. Así lo demuestra la gran influen­ cia entre las fem inistas del libro La mujer y el socialismo, de August Bebel, el cual interpeló a un gran número de mujeres que, de ese modo, se convirtieron al socialismo. Otro ejemplo lo cons­ tituye El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado que, aunque pasó casi inadvertido en su época, motivó, en el feminismo del siglo xx, un interesante debate teórico sobre los orígenes de la opresión femenina. Los propios textos de los “padres del socialismo” alimentaron otra paradoja en el activismo y el pensamiento de las feministas de la época, pues en ellos se comenzó a asociar la opresión sexual con la opresión económica y al marido de una familia con el bur­ gués de la sociedad capitalista, generando la confusión de si debía lucharse contra el marido y la opresión sexual en sí mismos o sólo esperar a que sucumbieran, con el resto de los males causados por el capitalismo, al arribar el triunfo socialista. De cualquier modo, diversos círculos socialistas, como las orga­ nizaciones revolucionarias rusas o la socialdemocracia alemana siguieron siendo para el feminismo (aunque con problemas que ya veremos) un bastión privilegiado para abordar el tema de la liberación sexual. Las feministas socialistas de este primer perio­ do, aunque no siempre de acuerdo con los términos, construyeron alrededor de él lo que podríamos considerar su propuesta ética, y en sus consideraciones sobre este tema podemos adivinar sus con­ cepciones ontológicas, es decir, relativas al problema de la identi­ dad femenina.

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Ante todo, la liberación sexual hacia finales del siglo xix y principios del xx se identificaba con la liberación de las condi­ ciones de esclavitud matrimonial que soportaban las mujeres. Es decir, el objetivo más importante era librar a las relaciones de pare­ ja de la connotación de dominio que las caracterizaba, consagrada por un contrato matrimonial que despojaba a las mujeres de toda personalidad jurídica y política, sometiéndolas por entero a la vo­ luntad del marido. No obstante, esta posición transitó paulatina­ mente hacia una idea más amplia de libertad sexual que incluía el derecho de las mujeres a reivindicar el placer sexual para sí mismas y el derecho a decidir sobre su propia fertilidad. Estas mismas mu­ jeres (ya desde las sansimonianas) fueron quienes impulsaron la socialización del trabajo doméstico, decisiva para la transforma­ ción de la calidad de vida de millones de mujeres en todo el mun­ do, que entraña a la vez la posibilidad de transformar la idea social sobre la maternidad. Ambos conceptos, libertad sexual y responsabilidad colectiva de la crianza y el cuidado, constituirían con el tiempo los puntales de una de las más importantes revoluciones ideológicas de la moder­ nidad impulsadas por el feminismo, pues en ellos se concentra una noción radicalmente transgresora de la concepción tradicional de lo femenino y las mujeres. Sin embargo, el solo planteamiento de esta nueva visión tuvo costos personales muy altos para las mujeres que lo impulsaron, a tal punto que debieron en muchos casos dar marcha atrás y abrazar de nuevo las posturas convencionales, defendidas incluso por mu­ chos socialistas y en particular, ya durante el stalinismo, por las posiciones oficiales soviéticas y prosoviéticas. La imagen alternativa de mujer que comenzara a gestarse en el seno del feminismo socialista resultó a tal punto amenazante para los “camaradas” que, en una retractación pública, Alejandra Kollontay escribe en 1948 que el gobierno de Stalin acierta al perm itir a la m ujer “realizar su deber natural: ser m adre y edu­ cadora de sus hijos y señora de su casa” (citada en Anderson y Zinsser, 1992: 448).

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En la propuesta del socialismo feminista y en su posterior retrac­ tación vemos condensarse de una manera peculiarmente intere­ sante los efectos contradictorios de la transformación racionalizadora sobre la sim bólica y el im aginario fem eninos. Por una parte, el concepto de liberación sexual puede pensarse como el primer ingrediente de una nueva imagen femenina, en contraste con la mera revaloración de la imagen tradicional. La novedad de esta imagen radica, en primer lugar, en el hecho de que transgrede el milenario rechazo de la sexualidad femenina, tradicionalmente entendida como la expresión de un ser maligno y fuera de la nor­ ma al que es preciso someter. En segundo término, al reivindicar la libertad sexual y el derecho al placer, las feministas están diso­ ciando al sexo tanto de la maternidad como del matrimonio, y con ello hacen saber que las mujeres pueden ser otra cosa que esposas y madres; pueden ser por sí mismas y autodefinirse, como un sujeto singular. Por otra parte, con la idea de colectivizar las la­ bores domésticas y la crianza y el cuidado de los hijos, hacen evi­ dente que no existe una relación indiscernible entre domesticidad y mujer, con lo que, en principio, se abre la posibilidad de volver ilegítima la consideración de la participación pública y laboral de las mujeres como accesoria. La feroz resistencia que encontraron las feministas, dentro y fuera de las filas del socialismo, a la aceptación de estas ideas, se pone de manifiesto del modo más sorprendente en la recuperación parcial que de ellas hace el régimen stalinista que, si bien conserva la socialización de las tareas domésticas como una fórmula ade­ cuada para el pleno aprovechamiento de la fuerza de trabajo feme­ nina, acompaña la medida con un discurso profundamente conserva­ dor sobre el papel de las mujeres en la sociedad, que debe ser, ante todo, de madres y esposas. Esta tendencia regresiva afectó las posiciones de prácticamente todo el feminismo socialista mien­ tras duró la influencia del régimen soviético, es decir, hasta antes de la crítica emprendida por la llamada “nueva izquierda” al socia­ lism o real, y se hizo evidente tanto en los discursos públicos como en los escritos políticos y en el perfil de las organizaciones. Así, en los años de entreguerras, el periódico de las socialistas ale­

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manas comenzó a llevar un suplemento regular titulado La Mujer y su Casa. La falta de lógica que entraña este proceder no es óbice para su eficacia, que, en última instancia, responde a dos poderosas fuerzas sociales: una que demanda (en ciertos periodos más que en otros) la incorporación de las mujeres al trabajo industrial y otra que se opone a la desaparición de una relación de poder que, ade­ más de sus efectos de dominación, estructura identidades y sitios basados en una de las pocas certezas que permiten a muchas per­ sonas (hombres y mujeres), frente a la desestabilizadora moderni­ dad, encontrar un sentido y un orden para su universo. No obstante, sería incorrecto deducir de lo anterior que sólo el feminismo socialista se vio tocado por la idea de libertad sexual: esta propuesta deja sentir su influjo en diversos círculos intelectuales europeos, de finales del siglo xix y principios del xx, no necesaria­ mente identificados con el socialismo o expresamente feministas. Sin embargo, ni entre estos últimos ni entre las militantes feminis­ tas no socialistas (incluidas quienes llegaron a ocupar posiciones de gobierno) prosperó adecuadamente un concepto de singularidad femenina que desafiase la visión convencional. Por el contrario, la creciente presencia pública de las mujeres se justificaba gracias al argumento, ya esgrimido por las sufragistas, de que los atributos femeninos podían aportar grandes beneficios a la política. Así, se consideró adecuada la participación de las mujeres en puestos de gestión y organización de la beneficencia pública, la atención a los enfermos, el cuidado de los infantes, etcétera. Los movimientos en boga durante y entre las dos guerras mundiales con los que se en­ ganchó el feminismo (impulso al bienestar social, pacifismo, anti­ fascismo), contaron con una decidida participación femenina y feminista que enfatizaba esta valoración positiva de lo femenino. Así, por ejemplo, la diputada de la República de Weimar, Marie Juchacz (1880-1956), al pronunciar el prim er discurso de una mujer con esa investidura en el Reichstag alemán, afirmó: Todo lo referente a la política social, incluyendo la protección materna y el bienestar infantil debe pasar a ser, en el sentido más amplio, el cometido especial de las mujeres. La cuestión de la

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vivienda, la medicina preventiva, el cuidado infantil y el desem­ pleo, son áreas en las que el sexo femenino tiene un especial interés y para las que está especialmente capacitado (citada en Anderson y Zinsser, 1992: 449). La lucha feminista asociada a movimientos como el pacifis­ mo y el antifascismo, se enfrenta a la misma paradoja. Sus mili­ tantes consideran que entre ambas corrientes hay una relación natural, en la medida en que asocian a las mujeres con valores como la paz y la conservación de la especie y a los hombres con la guerra. Hélene Brion (1882-1954), maestra feminista francesa acusada de traición por su pacifismo, declaró en 1918: Soy enemiga de la guerra porque soy feminista. La guerra re­ presenta el triunfo de la fuerza bruta, mientras que el feminismo sólo puede triunfar por medio de la fuerza moral y los valores intelectuales. Entre ambos (la guerra y el feminismo) hay una contradicción total (citada en Anderson y Zinsser, 1992: 454). No obstante, aunque durante este periodo menudearon este tipo de argumentos, fundados sin duda en una concepción ontológica de las mujeres, en una cierta percepción, empatada con la construcción simbólico-imaginaria tradicional que remite a las propias feminis­ tas a una idea convencional de la esencia femenina asociada a la naturaleza y la maternidad, también encontramos que las feministas comienzan a elaborar un discurso más complejo. En él se combi­ nan el reconocimiento de la incertidumbre sobre lo que serían las mujeres en una sociedad organizada bajo distintos patrones con la aceptación de que hay una cierta forma de vida y autopercepción de las mujeres en las circunstancias actuales. La política feminis­ ta debe, ciertamente, plantearse un proyecto, pero partiendo de las mujeres realmente existentes. En esta línea podríamos ubicar la reflexión de la feminista Helena Swanwick (1864-1939): Yo creo que las mujeres de verdad odian la guerra más fervien­ temente que los hombres y no porque sean mejores que ellos

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o más sabias, sino porque la guerra las golpea más duram en­ te y tiene muy poco que ofrecerles a cambio (citada en Ander­ son y Zinsser, 1992: 457) Es el caso, también, de la postura feminista-pacifista de Vir­ ginia Woolf. En efecto, la literata inglesa que, además de su abier­ to feminismo, se sumó a la lucha antibélica, a la par que afirma la relación entre la condición femenina y el anhelo de paz, no conci­ be esta condición en un sentido esencialista, sino fáctico; admite que lo que las mujeres son no es un destino, pero que lo que quie­ ren ser está por definirse. Ella misma no tiene muchas pistas sobre lo que podríamos llamar un proyecto de mujer en positivo, pero su idea sobre lo que no debieran ser las mujeres nos orienta acerca de su propia percepción normativa en este tema. Vayamos por partes. Respecto del primer tema, es decir, la relación existente entre lo que en ese momento son las mujeres y la lucha pacifista, Woolf encuentra que lo que perm ite al género fem enino sentirse más cercano a la paz es su condición marginal. Esta marginalidad (que hemos entendido aquí como marginalidad simbólica) es descrita por la autora en términos de extranjería, lo que tiene pleno senti­ do si consideramos que el discurso nacionalista se encontraba en el centro del im pulso bélico. Las m ujeres, dice Woolf, no tienen patria, no saben lo que significa porque han estado permanentemen­ te excluidas de ella. No pueden, entonces, actuar coherentemente en defensa de valores como la nación, el pueblo o la gloria, que nunca han sido sus valores. En tanto eternas extranjeras, el único valor de importancia universal para ellas es el de la paz. Sin embargo, su carácter marginal tampoco les permite luchar por la paz en los mismos términos que los hombres; sus razones, como sus recur­ sos, son totalmente diferentes. La única manera coherente en que las mujeres pueden actuar en favor del pacifismo es tomar en sus manos, como una opción, la misma condición marginal que hasta entonces les ha sido impuesta. Es decir, el trabajo femenino por la paz se da no participando en favor de la guerra (con lo cual, como recordaremos, se actuaba en contra de la corriente feminista repre­

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sentada por el sufragismo inglés durante los conflictos bélicos en Europa), pero también, absteniéndose de participar en los actos pacifistas de los hombres. “Somos diferentes (dice Virginia), y por lo tanto, tenemos que luchar de manera diferente.” Esta diferen­ cia, sin embargo, no está planteada en términos de la dulzura, la maternidad, el amor por los otros o la cercanía con la naturaleza, sino de la marginalidad. Woolf encuentra la manera de tomar esa exclusión impuesta en un arma. Con ello, a la vez se asemeja y se distancia del modo de operar de otros feminismos antecedentes y contemporáneos: se parece porque convierte un elemento clave de la percepción simbólico-imaginaria tradicional sobre la fem i­ neidad en un argumento feminista, pero difiere en que no sublima la idea de marginalidad, sólo advierte que en un contexto especí­ fico se vuelve contra el mismo sistema de dominación que la ha generado. En este sentido, y atendiendo al segundo tema, Woolf no considera que las mujeres deban eternizarse en su condición de extranjería, pero no sabe cómo deben salir de ella ni hacia dónde hay que encam inarse. Lo que está claro, desde su punto de vista, es lo que no deben ser (lo que no queremos ser, según sus palabras), y este modelo en negativo incluye tanto características considera­ das tradicionalmente femeninas como otras masculinas. Un ejem­ plo que condensa ambas es el exhibicionismo, la apariencia, basar el juicio en el aspecto y el poder en el lucimiento, una actitud que comparten tanto las mujeres a quienes no queda otra salida que el artificio para conservar un sitio en la sociedad, como los típica­ mente masculinos estados fascistas: Teniendo a la vista el ejemplo que nos dan el poderío de las medallas, de los símbolos y de las órdenes de mérito, (...) todo ello dirigido a hipnotizar a la mente humana, nuestro deber ha de consistir en negamos a la sumisión de ese hipnotismo (Woolf, 1980: 155). Excluidas, apátridas, marginadas, las mujeres tienen delante de sí todo el camino de su autodefinición por recorrer, y ese trayecto

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no aparece ante nuestra autora como la vía para ser como los hom­ bres. El mundo masculino se presenta fascinante y seductor por las libertades que ofrece y el conocim iento que perm ite, pero también se muestra indeseable en la ferocidad de sus luchas, en su meritocracia, en su vanidad desmedida, en su violencia sin lí­ mite. ¿Cómo, pues, encaminar esa búsqueda? ¿Qué sentido ha de tener la lucha de las mujeres, ya sea por su propio perfilamiento, ya sea por la paz? Para Woolf las pautas tradicionales de la lucha por la igualdad de derechos han quedado rebasadas; el derecho a ganarse la vida que han obtenido las hijas de los hombres con edu­ cación es, junto con la consecución del sufragio, la mejor mues­ tra de que el solo cambio legislativo no transforma el fondo de la dominación. Con la fina ironía que la caracteriza, Virginia explica a un interlocutor masculino que le pide su ayuda contra la guerra, por qué el término feminista debe dejar de ser utilizado: ¿Habrá algo más pertinente que destruir una vieja palabra bru­ tal y corrupta que, en su tiempo, hizo mucho daño y que aho­ ra ha caducado ya? Se trata de la palabra “feminista”. Según el diccionario esa palabra significa “quien defiende los dere­ chos de la mujer”. Como sea que el único derecho, el derecho a ganarse la vida, ha sido ya conquistado, la palabra ha deja­ do de tener significado (Woolf, 1980: 139). En su discurso, como en el de muchas de sus contemporáneas, prevalece la percepción de que, pese a los cambios de forma, algo en el fondo permanece intocado; lo que las mujeres son, lo que la sociedad ha hecho de ellas y la forma en que esa misma sociedad reacciona ante su hechura, no ha sido mayormente modificado a partir de la consecución del voto y otras prerrogativas legales. Llegado este punto es muy interesante advertir la manera impredecible en que han jugado las tendencias ilustrada y román­ tica en el interior de estos diversos feminismos, contradiciendo a menudo las expectativas que su lógica aparente genera en un primer momento.

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Para comenzar, debe subrayarse algo que ya se hizo evidente en el curso de la exposición: el feminismo sufragista, a pesar de la clara influencia ilustrada que muestra en su combate por la igual­ dad de derechos, revela también un fuerte sesgo romántico en su esfuerzo por sublimar las características femeninas y ofrecer sus virtudes como centro de su apuesta política. Este feminismo de la igualdad tiene también ingredientes de un feminismo de la diferen­ cia. La igualdad de derechos por la que clamaban las sufragistas coexistió con la necesidad de mostrar que la peculiaridad femeni­ na tenía virtudes suficientes como para merecer el acceso a la par­ ticipación pública y que esa participación redundaría, a fin de cuen­ tas, en un beneficio para la comunidad. En estos dos argumentos vemos de nuevo coexistir los sellos de nuestras dos corrientes; el primero (las diferencias entre las personas no anulan su cualidad de iguales en tanto seres humanos, ni, por tanto, la igualdad de dere­ chos a los distintos) hace honor a la exigencia feminista de hacer extensivos a las mujeres los principios ilustrados, y el segundo (las mujeres contribuyen al bienestar de la comunidad aportando a la organización pública las valiosas características femeninas, tales como la belleza, la intuición, la capacidad de dar, etcétera) se hace eco del espíritu del romanticismo. Con todo, para continuar con el símil, podría pensarse que este tipo de sufragismo se encuentra más cercano a las posteriores propuestas de la diferencia que a las de la igualdad. En el caso del feminismo socialista, la tensión ilustrado-romántica parece funcionar en sentido inverso. Las diversas vertientes del socialismo que influyen en él comparten una fuerte herencia del romanticismo, tanto por su crítica al individualismo liberal como por su concepción ética. El feminismo socialista está, en esa me­ dida, imbuido por un espíritu historicista y por valores comunita­ rios, a pesar de lo cual, plantea una imagen de feminidad alterna­ tiva a la tradicional que apunta a la singularización de la mujer como individuo. Si bien la reivindicación de la sexualidad y del placer provienen de la radicalización de la lógica romántica, el hecho de separar al sexo de la procreación y el matrimonio implica la posi­

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bilidad de pensar en positivo a las m ujeres, com o una que es quien goza (y no sólo hace gozar), posee su propio cuerpo y toma sus propias decisiones acerca de él. Hacia allá apunta también la propuesta de socializar el trabajo doméstico que, si bien está elabo­ rada a partir de un principio comunitarista, genera el doble efecto de colocar a las mujeres en una posición distinta en el espacio público; si el Estado se encarga de colectivizar las tareas domés­ ticas, ellas pueden considerar prioritario su desempeño laboral, y si la sociedad entera provee la crianza y el cuidado, éstos pueden dejar de verse como el destino natural de las mujeres. Aunque el feminismo socialista se haya visto obligado a arriar velas y sumar­ se a la corriente conservadora que afectó a todo el movimiento, su espíritu inicial abrió las puertas a una construcción positiva del sujeto mujer, y con ello a concretar la posibilidad de un auténtico universalismo en la propuesta ética que tiene como eje a la razón ilustrada. El feminismo que se asocia con los movimientos pacifistas y de bienestar social tiene también rasgos románticos e ilustrados que actúan con frecuencia en sentidos inversos dentro de los propios movimientos. Como vimos, una parte de ellos repite el esquema sufragista al dem andar participación pública para las mujeres, entendidas a la usanza tradicional, con el argumento básico del beneficio colectivo. Las acciones emprendidas por esta corriente redundaron en la noción de que existen actividades públicas pro­ pias de mujeres, que son, en última instancia, las que repiten a nivel colectivo las tareas desem peñadas por ellas en el ámbito doméstico. De este modo, la incorporación de algunas mujeres a las tareas de gobierno o al trabajo profesional no amenaza la jerar­ quía tradicional en la simbólica de los géneros y contribuye, de hecho, a reproducir, desde la reivindicación de la diferencia, la lógica de la desigualdad. Sin embargo, en el interior de estos mismos movimientos se produjeron posiciones de diversa índole que, al recuperar la tradi­ ción de proceder desde la crítica, permitieron también cuestionar la feminidad tradicional. Posiciones feministas como la de Virginia

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Woolf, aunque contrastan continuamente la precaria situación so­ cial de las mujeres con la situación de privilegio que disfrutan los hombres como género118 y reconocen que las diferentes form a­ ción y posición de unas y otros se traducen en diversos compor­ tamientos y exigen diferentes políticas, aceptan también que la transformación efectiva de esa situación de desigualdad requiere condiciones que permitan a las mujeres ver el mundo y participar en él de otra manera. Ciertamente, no está claro cuál pueda ser esa otra manera, pero sí existe una propuesta de cómo acceder a ella: las mujeres pueden transformar su marginalidad (el eje mismo de su condición subordinada) en una forma de resistencia contra el orden de dominación y aprovechar la experiencia que les da esa posición para construir una situación diversa, que no pretenda imitar a los hombres, pero que consiga minar la subordinación. De hecho, la noción de experiencia jugó un papel más impor­ tante para el feminismo, algunas de cuyas corrientes comenzaron a derivar progresivamente de ella una (crítica a la) ontología y una posición normativa bastante peculiares. La corriente del feminis­ mo, floreciente en diversos países europeos y en los Estados Uni­ dos, que en los años sesenta y setenta del siglo xx se denominó M ovim iento por la Liberación de la M ujer ( m l m ) , se basó en gran medida en la valorización de la experiencia femenina como fuente de conocimiento y autoconocimiento de las mujeres. Con la idea de que era necesario recuperar una historia y un discurso propios, re-decir a las mujeres con sus propias palabras a fin de construir una autoimagen que no fuese la impuesta por los hom­ bres y el patriarcalismo, las feministas del m l m no encontraron mejor recurso que compartir sus experiencias, contrastarlas, sis­ tematizarlas y extraer de allí la enseñanza necesaria. Esta práctica política encontró sus antecedentes teóricos en la propuesta existencialista de Simone de Beauvoir, quien, al publicar El segundo niiSi bien la propia W oolf se preocupa fundamentalm ente por contrastar la situación en que viven los hom bres y las m ujeres de su clase (en la que probablem ente se producen desigualdades m ás evidentes que en las dem ás), otras fem inistas de estos m ovim ientos hacían consideraciones generales sobre el abismo que separaba a hom bres y m ujeres de todos los estratos de la sociedad.

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sexo, en 1949 (De Beauvoir, 1981), organiza de modo magistral un pensamiento que había estado gestándose por décadas procu­ rando romper el vínculo entre sumisión femenina y destino. En realidad, la lucha contra esa asociación es tan vieja como el feminismo. Como recordaremos, los clubes literarios a los que pertenecían mujeres como Christine de Pizan pugnaban por dar a las mujeres una educación adecuada, que revelase su inteligencia en lugar de ocultarla, como lo hacía la tradicional educación femeni­ na. Mary Wollstonecraft usó este mismo argumento, y John Stuart Mili deja muy claro que no puede saberse cuál es la naturaleza femenina porque se desconoce lo que serían las mujeres viviendo bien en un estado original, bien en un sistema que las proveyese de una educación distinta y no enejenase sus derechos. Ya en Virginia W oolf veíam os concretarse la percepción que hacía a muchas activistas rebelarse contra la noción de naturaleza femenina, a la vez que reconocía la necesidad de atender la condición actual de las mujeres. Con la recuperación de esta tradición en una reflexión teórica sistemática, el trabajo de De Beauvoir da inicio a una forma de pensamiento que se habría de convertir en el eje de la polémica feminista años más tarde. De algún modo, El segundo sexo marca el inicio de la concepción de los géneros como construidos por la cultura y del rechazo a que la asociación tradicional de la mujer con la naturaleza sea un hecho de la biología. Al trabajar este problema desde la óptica existencialista, De Beauvoir emprende también una severa crítica a la ontología esencialista y define a las mujeres no desde su ser sino desde su existir, de tal modo que abre la posi­ bilidad para transformar las bases mismas de esa existencia. El feminismo del m l m actuará sobre el supuesto de que las mujeres hemos sido constituidas como tales por un orden patriar­ cal, y que la mejor forma de revelar las claves de ese devenir se halla en las propias experiencias, en la visión adquirida al mirar al mundo desde una perspectiva de mujer. El término mujer parece convertirse, pues, en una situación, más que en un ser. Esta nueva forma de considerar la realidad femenina se tradujo, en muchos

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casos, en la práctica de crear grupos de mujeres en los que, ade­ más de sesiones de discusión y análisis feminista, las participantes solían contrastar sus propias experiencias, con frecuencia conside­ radas únicas por cada una de ellas, y organizar así una autopercepción hasta entonces oscura, amorfa y dominada por la culpa. Al hablar desde y de sus experiencias, muchas mujeres construyeron una identidad como feministas a través de su identificación con las otras. Curiosamente, sin embargo, en este juego de paradojas, la naciente identidad se ve desde un inicio amenazada porque viene al mundo a través de un ejercicio que conlleva la oposición a la cualidad de sujeto. Veamos: Según recordaremos, la asociación mujer-género plantea la indiferenciación del conglomerado femenino; para el imaginario tradicional, la categoría de igualdad no se aplica a las mujeres, porque éstas no son individuos particularizabas sino un conjunto de indiscernibles, de modo que ellas, al revés que los hombres, no son iguales en tanto sujetos, sino idénticas en tanto género. Aho­ ra bien, la propuesta teórico política del m l m genera la posibili­ dad de desarrollar una práctica mediante la cual las mujeres por fin se singularicen; ingresen al mundo de la individualidad al establecer sus propias fratrías, sus propios códigos de interpretación de aque­ llo que, a la vez, las constituye peculiares y semejantes a las otras. Sin embargo, al fundar esta práctica en el concepto de experiencia femenina se producen múltiples tensiones en el proceso de indi­ viduación, que equivale a decir de construcción de una feminidad simbólico imaginaria alternativa a la tradicional. En efecto, como sucede con Virginia Woolf o Flora Tristan, las mujeres comienzan por reconocer y compartir sus experiencias de marginalidad y opresión, su peculiaridad atraviesa por advertir que son el otro para los hombres y para la sociedad en general, que esa alteridad las marca con un afuera en todos los sentidos, que los discursos y la lógica dominantes son incapaces de designarlas por­ que su ser se produce más allá de los límites del orden racional. En ese reconocimiento, el feminismo adopta una postura transgresora y su acción política corona la más profunda revolución ideológica

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de la modernidad. Sin embargo, del reconocimiento y denuncia de la marginalidad no se sigue tan fluidamente su superación. Las feministas conquistan, es cierto, una identidad, pero identificarse como lo otro, querer hacer a la alteridad central, es un acto com­ plicado que desdibuja la subjetividad prácticamente en el mismo trazo que la perfila. La vivencia de este ejercicio promovió la paulatina escisión del fem inism o surgido del m l m en dos corrientes, una de las cuales prefirió apostar al fortalecimiento de un mundo femenino valorizando positivamente la experiencia de las mujeres, explo­ rando las potencialidades liberadoras de lo otro de la razón y del sujeto, centrándose a menudo en la vivencia del cuerpo femenino para explicar el carácter único de la experiencia femenina resul­ tante en una percepción incontrastable con los términos de la lógi­ ca, y que se traduce en fuerza pasional, impulso, belleza, fusión... y muchos otros de los valores que tan vehementemente defendiera el rom anticism o. La otra corriente, en cam bio, recuperando, primero implícita y luego conscientemente el proyecto de la Ilus­ tración, prefiere enfrentar a la modernidad con su propio desafío y retarla a reconocer para las mujeres un efectivo estatuto de suje­ tos. Con ello, estas feministas se plantean una tarea de enormes implicaciones, pues conlleva la radical redefinición (y ya no sólo revaloración) de lo femenino en términos legibles para la razón universal. Su apuesta, sin embargo, comienza por exigir el acceso a un reconocimiento de igualdad en términos de individuos, que no se limite a la cofradía de mujeres, que rompa el dique de la experiencia común para reclamar la identificación en tanto suje­ tos (nada más, pero tampoco nada menos). El feminismo de la igualdad contribuye pues a superar la paradoja implicada por el intento de compatibilizar los conceptos de mujer y de sujeto, pero deja pendiente la definición positiva (o el rechazo a toda defini­ ción generizada) de las mujeres. La polémica contemporánea de la ética feminista, heredera de esta historia, debate sobre el telón de fondo dibujado por los múlti­ ples entrelazamientos de las posturas ontológico-normativas ilus­

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tradas y románticas. El posicionamiento feminista actual frente al problema de la identidad femenina -que incluye diversas formas de negación de la m ism a- se ha visto complejizado por las polé­ micas recientes entre el posmodemismo y sus detractores, entre comunitaristas y neoindividualistas, etcétera, polémicas que, en lo sustantivo, nos remiten también al enfrentamiento entre los plan­ teamientos racionalistas de la Ilustración y su crítica romántica. En lo que sigue nos proponemos mostrar cómo juegan estas tendencias en las principales corrientes de ética feminista, de modo que podamos señalar algunos de sus yerros y avanzar una propues­ ta que los tome en cuenta. ^ I m p l ic a c io n e s é t ic a s d e LA POLÉMICA IGUALDAD-DIFERENCIA

L a in f lu e n c ia que sobre el fem in ism o del sig lo x x tuvieron las corrientes estructural i sta y posm odernista es tan relevante que, antes de continuar con la lógica de nuestra exp osición, debem os puntualizar a qué aludim os cuando hablam os de estas corrientes y explicar en qué sentidos se ha producido su relación con el fem i­ n ism o .119

El estructuralismo, como aquí se entiende, surge de una recu­ peración de las propuestas que entraña la lingüística estructural elaborada por Ferdinand de Saussure a finales del siglo x ix . Aun­ que el estructuralism o tiene m uchas vertientes, su traducción epistem ológica podría sintetizarse en el cuestionam iento de la idea tradicional sobre la relación de correspondencia entre lengua­ je y realidad, según la cual el primero tendría la función simple y llana de designar a la segunda, previamente existente. En contras­ te, a partir de las elaboraciones filosóficas del análisis estructural emprendido por de Saussure, se llega a la conclusión de que lo que llamamos realidad se genera, reproduce y transforma gracias al proceso que tiene lugar en la configuración estructural del lenguaje. U9Podem os encontrar una buena síntesis de las propuestas estructuralistas y una reflexión sobre su utilidad para el fem inism o en Weedon, 1987.

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Siguiendo el método saussuriano -aunque llevando a otros terrenos sus conclusiones-, teóricos franceses pertenecientes a diversas disciplinas cuestionan los supuestos epistemológicos en boga para afirm arse, en últim a instancia, contra las nociones humanistas de hombre, cultura y sociedad. Así, estas elaboracio­ nes del estructuralismo saussuriano dan origen en la antropología, el psicoanálisis, el marxismo, y la filosofía120 a la corriente que habría de designarse com o postestructuralista. Nom bres como los de Lévi-Strauss, Lacan, Althusser y Foucault cobraron fama por afectar sus disciplinas con el método y los supuestos estructuralistas. Basándose en esta perspectiva cuestionaron, por ejem­ plo, la idea dieciochoesca del sujeto autoconstituido, soberano de sí mismo, por obra y gracia de su propia razón. En contraste, con las tesis provenientes de esas diversas disciplinas se conformó un concepto de sujeto sujetado, por oposición a autodefinido, sos­ tenido por la ilusión de ser la fuente del saber y el discurso, pero en realidad producido por un discurso que le precede: definido por las ideologías dominantes, estructurado por la ley del padre y condicionado por el tabú del incesto, el sujeto estructuralista pre­ tende hacer que el sujeto ilustrado se enfrente con la patraña de su propio señorío, con lo ficticio de su propia razón. La noción estructuralista de sujeto hace algo más que cues­ tionar su autofundamento racional: también sostiene que el suje­ to, lejos de ser un dato, es un constructo, es decir, el resultado de un proceso y de ninguna manera algo preexistente. Por ello, en términos estructuralistas se habla de la construcción de la subje­ tividad como de un desarrollo en el que, además, no puede ponerse punto final. El sujeto, pese a su ilusión en sentido contrario, tiene una autopercepción en constante cambio, la identidad fluye en un 120 Parte de la peculiaridad de los llamados estructuralism o y posm odernism o radica en la dificultad para definir en términos disciplinarios tradicionales la obra de sus autores. Así, por ejemplo, Michel Foucault realiza algo que podríamos llamar un ejercicio de crítica histórica -q u e él denomina a veces genealogía o arqueología- con una lógica y una perspec­ tiva filosóficas. Esta m ism a am bigüedad se aplica en el caso del análisis ¿sem iótico? que em prende, filosóficam ente. Derrida, o de los em bates antifilosóficos del filósofo Lyotard.

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cauce cambiante e impredecible, afectada por la coexistencia con fuerzas psíquicas y sociales de las que poco sabe y frente a las que nada -ló g ic o - tiene que decir. En efecto, en el seno -p síquico- del individuo perviven ins­ tancias ajenas al yo subjetivo cuya marginación y expulsión al inconsciente -com o efecto de la represión- han permitido la con­ figuración del propio sujeto. De este modo, las tesis del psicoa­ nálisis estructuralista nos permiten suponer que el sujeto, definido por su ilusión de ser fuente del poder y del significado lógico, coexiste con fuerzas psíquicas definidas por lo Otro del orden cul­ tural y del concepto que, paradójicamente, son también su condi­ ción de posibilidad y es amenazado por las mismas. Como el orden simbólico, su Otro también es organizado por el lenguaje, pero por un lenguaje no lógico, regido por cánones marginales a la orga­ nización subjetiva. Tanto en la teoría psicoanalítica como en la antropología estruc­ turalista podemos encontrar una clara asociación entre lo femeni­ no -s i no las m ujeres- y estas diversas definiciones de lo Otro de la subjetividad y la cultura. Para Lacan, esto está claramente repre­ sentado por el falo como el símbolo universal de la completud y de la falta, referente primordial de toda subjetividad. La identifi­ cación del falo con el orden simbólico, es decir, con la fuente de poder y significado, muestra claramente la asociación lacaniana entre el discurso lógico, organizador de lo cultural y lo subjetivo, y la simbólica de la masculinidad. Para Lévi-Strauss, el intercam­ bio de mujeres y la división sexual del trabajo como fuentes de cohesión social muestran el carácter de medios y mediaciones de las mujeres y las actividades fem eninas, que no son cultura ni son personas, pero tampoco plenamente naturaleza o animales, sino un puente entre ambas dimensiones que sirve a los hombres para acceder a la humanidad y la socialidad y mantenerse allí. Desde luego, los puentes pueden recorrerse en dos sentidos, y las mujeres y sus actividades también tienen para los hombres y la cultura una connotación peligrosa porque constituyen una amenaza: la de

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emprender el camino de regreso y perderse en el mundo del sin­ sentido que se encuentra del otro lado.'21 Por supuesto, este discurso sobre las mujeres y lo femenino no se inaugura con el estructuralismo, excepto por su perspectiva y sus objetivos. A diferencia de los discursos sempiternos con los que las culturas y las sociedades han pretendido explicarse a sí mismas, o de las sentencias puram ente ideológicas de diversos pensadores que, acudiendo a esta evidencia, afirm an su dicho esencialista sobre las mujeres, desde el estructuralismo se quiere generar un conocimiento sobre los procesos que llevan a establecer estas identificaciones simbólica e imaginariamente. En algunos casos, también se pretende comprender cuál sería la presunta fun­ cionalidad de la simbólica y el imaginario femeninos a la consti­ tución de la cultura y lo subjetivo, tal como los conocemos.122 Como quiera que sea, en la reflexión que esbozamos aquí puede adivinarse el doble sentido en que se produce la influencia del estructuralismo sobre la práctica académica feminista: en primer lugar, la concepción del sujeto y la cultura como construcciones en vez de como preexistentes ha permitido a una cierta corriente del pensamiento feminista dar un fundamento explicativo a la con­ cepción no esencialista de la feminidad y, en consecuencia, de la subordinación femenina. Sin embargo, la misma idea de la cons­ titución de lo subjetivo y lo cultural también se ha prestado para una lectura feminista de repercusiones totalmente distintas, pues se ha centrado en la descripción de lo femenino como otredad y de la cultura como masculinista (falologocéntrica) para reivindicar las potencialidades y la especificidad de ese espacio alternativo que constituye y define a las mujeres. Esta última lectura se ha sumado a 121 D ebem os rem itir al prim er capítulo de este texto para encontrar una exposición algo más precisa de la explicación estructuralista de la feminidad. Sólo recordarem os que la posibilidad de la perdición para el hombre y la cultura está abierta por el hecho de que lo fem enino constituye la simbólica de lo que es, a la vez, tem ido y despreciado porque tiene una carga libidinal: aquello que se desdeña a la vez se teme porque suscita un deseo de fusión, de retorno, de unidad con todo lo que la propia dim ensión fem enina representa. 122Es im portante no olvidar que el rom anticism o se cuenta entre los discursos que acuden a la contrastación entre el logos y las fuerzas de la naturaleza, inaprehensibles para la sola razón, y que en este reconocim iento fundan parte im portante de su crítica al con­ cepto ilustrado de individuo.

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la crítica de la racionalidad y el sujeto autónomo derivada de la noción de sujeto sujetado en un sentido extraordinariam ente curioso. En efecto, las feministas que se han enganchado con esta interpretación del estructuralismo destacan, ante todo, la precarie­ dad de lo subjetivo y su carácter decididamente masculino para cen­ trarse en la recuperación de los espacios otros de la subjetividad y la racionalidad, que no sólo son pretendidam ente femeninos, sino en los cuales se supone que se han jugado las identidades de las mujeres, sus prácticas y sus espacios, tan temidos como des­ preciados por las reglas de un sistema al que, según veremos en seguida, denominan falologocéntrico. Las imágenes característi­ cas de este ser fem enino que representa para la norma masculinista peligro, desviación e inferioridad, son las de las brujas, las locas, las prostitutas, las histéricas... las feministas. Para la per­ cepción feminista a la que aludimos, si bien estas imágenes dicen lo cierto sobre las mujeres, lo dicen desde el efecto de miedo y desprecio que ellas suscitan en el orden masculino: para traducir esas m ism as im ágenes a una perspectiva fem enina habrá que decirlas con un lenguaje distinto al que estructura el orden sim­ bólico, es decir, el del orden semiótico (Cfr Kristeva, 1984), un lenguaje cuya lógica, valga la expresión, no es la del logos, sino la de la metáfora, que rige en espacios como el arte o la poesía, cuya falta de adecuación a las leyes de la racionalidad podría lle­ varnos a calificarlos como femeninos. Una traducción semiótica de las imágenes femeninas condenadas por el orden masculinista conlleva, fundamentalmente, su revaloración y, para las mujeres, la renuncia a sujetarse a los cánones de un orden que es incapaz de decir nada sobre ellas, porque sólo puede hablar (del)sujeto. La idea del orden semiótico también nos permite percibir la vincu­ lación entre el añejo concepto fem inista de experiencia como fuente del autoconocimiento y el discurso estructuralista, pues la experiencia femenina es inclasificable en los términos del sujeto, pero, en cambio, puede ser pensada y organizada en términos semióticos, es decir, en los del lenguaje extrarracional que muestra la cons­ titución de la identidad en proceso, y no como un dato fijo.

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Sin duda, la importancia y repercusión, ya no académicas, sino sociales y políticas, de las tesis estructuralistas se acrecentaron enormemente hacia finales de los años ochenta, cuando el mundo occidental hubo de enfrentar lo que se ha (mal)llamado el derrum­ be de las ideologías o, en otra formulación, de los grandes paradig­ mas. En ese contexto, el cuestionamiento radical a los baluartes de la modernidad, entre los que destaca el sujeto racional, se mues­ tra pleno de sentido para sociedades progresivamente pulveriza­ das (por oposición a cohesionadas) y en las que los proyectos y va­ lores comunitarios se desintegran cotidianamente. La cada vez más contundente evidencia de quebrantamiento de los principios sustentadores del llamado proyecto de la moder­ nidad lleva, por su parte, a un número creciente de filósofos a pro­ ducir un pensamiento que, desde su perspectiva, da expresión a un mundo social que no puede seguir siendo pensado en los tér­ minos tradicionales de la filosofía occidental y que, básicamente por esa razón, se bautiza como posmoderno. Por lo que respecta a sus supuestos epistemológicos, el posmodernismo coincide con los definidos por el espíritu estructuralista que se traducen en una serie de preocupaciones-postulaciones que podríamos sintetizar, siguiendo una propuesta de Seyla Benhabib, en tres grupos de problemas: 1. La muerte del sujeto. El yo autónomo de la razón ilustrada ha dejado paso al sujeto sujetado, constituido por procesos y estructuras que lo preceden. 2. El fin de la historia. La idea de progreso histórico que cul­ mina con la modernidad se ve ampliamente cuestionada por las propias perversiones del proyecto moderno. 3. El fin de la Metafísica. Las metanarrativas que pretenden ser la única fuente de sentido, y perciben a éste homogéneo, universalista y racional (típicas, según esta visión, del pensa­ miento occidental moderno), han mostrado su agotamiento sin retorno frente a la pluralización progresiva de las sociedades posmodemas en las que múltiples sentidos y “juegos de len­

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guaje” coexisten sin que haya posibilidad de afirmar la superio­ ridad de alguno. Ahora bien, por diversos motivos, el feminismo contemporá­ neo se ha visto progresivamente involucrado en las propuestas epistémicas y políticas del posmodernismo aunque, como vere­ mos, lo ha hecho de maneras muy distintas. Es decir, tenemos, por un lado, un feminismo que se ha visto vinculado con una cierta lectura del psicoanálisis lacaniano a la vez que ha desarrollado sus postulados en consonancia con los antecedentes filosóficos y las propuestas del posm odernism o. Por otro lado, tenem os un feminismo más bien ligado al estructuralismo tanto psicoanalítico como antropológico que no vincula sus conclusiones al espíritu sostenido por los defensores de la posmodemidad. De la primera línea puede decirse que desarrolla a fin de cuentas una visión remozada de la propuesta sublimadora de la feminidad tradicional. En efecto, el feminismo francés de los setenta, encabe­ zado por nombres como Luce Irigaray, Hélén Cixous y Monique Wittig, lleva adelante una operación que guarda enormes semejan­ zas con el tipo de crítica realizada por el romanticismo decimonó­ nico a las propuestas ilustradas. Básicamente, Irigaray recupera del estructuralismo la idea de la mujer como Otredad radical, para reivindicarla y hacer de ella bandera de identidad ontológica y política de las mujeres. Al fundamentar su crítica contra los inten­ tos feministas por hacer asequible a las mujeres el sitio y la fun­ ción de sujetos, Irigaray sostiene que este propósito no sólo es indeseable sino imposible, en tanto que la experiencia propor­ cionada por vivir desde un cuerpo femenino se torna simplemen­ te incontrastable con la de los hombres y marca la identidad de las mujeres con categorías innombrables en términos del logos y el discurso racional, propios de la experiencia -d o m in a d o ra masculina. En efecto, la autora trata de demostrar que la cultura occiden­ tal, desde la Grecia clásica hasta nuestros días, está edificada sobre la base de categorías masculinistas de comprensión del mundo

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que no sólo han subordinado a las mujeres, sino que han hecho invisibles sus experiencias, sus cuerpos, sus placeres... su peculia­ ridad. Los hombres piensan a las mujeres como sus Otros,123 sus objetos de intercam bio, como m ediaciones; construyen desde estas ideas su imaginario de lo femenino que no puede sino ser falso e impreciso, porque designa a las mujeres con categorías absolutamente inapropiadas para decir lo que ellas son. Para Iri­ garay, entonces, está claro que hay un ser de las mujeres perfec­ tamente identifícable a pesar de la distorsión ocasionada por la imaginarización masculinista, falologocéntrica (concepto de la auto­ ra) y patriarcal. Y la clave de ese ser, que las hace peculiares e incontrastables con los hombres, es la anatomía femenina. Según nuestra autora, la cultura occidental está toda ella fundada en las ideas de sujeto e individuo,'24 porque la anatomía (sexual) mascu­ lina conduce a la conceptualización desde la unicidad; el hombre está centrado en su pene y éste da perfecta cuenta de la asociación simbólico-imaginaria con el individuo que es solo, desprendible y, en gran medida, autónomo. Las mujeres, en cambio, no pueden ser pensadas en términos de individuo ni de otro (como semejante, opuesto, complementario) porque su anatomía (sexual) no es una sino dual, aunque no compuesta por dos que se puedan separar y oponer. De esta visión sobre el sexo femenino, Irigaray deduce que ellas, como los labios de sus vulvas, están en permanente contacto consigo mismas, en una introspección incesante que multiplica los roces y los placeres (Cfr. Irigaray, 1980: 100). 121R ecu p eram o s la d istin ció n lacan ian a en tre O tro , con m ay ú scu la, y otro. El prim ero rem ite a la alteridad en el orden simbólico, y por tanto al límite del afuera, de lo indesignable, lo que está en los m árgenes de la Verdad. Las mujeres, por asociación con lo fem enino, son fácilm ente identificables con esta idea de alteridad radical. En contraste, el otro, con m inúscula, es el sem ejante, el par, aquel con respecto al cual establecen los individuos su imagen especular. l24Éste es uno de los elem entos m enos defendibles de la propuesta de Irigaray, tan­ to porque entraña una idealización implícita de las culturas no occidentales en lo que toca a la situación de las m ujeres, com o porque no puede sostenerse la ecuación entre masculinism o/anatom ía fálica y occidente/sujeto autónomo: en todas las culturas los hom bres tienen pene y las mujeres vulva, y según la propia autora la experiencia de ese cuerpo los hace peculiares e incontrastables, a unos fundándolos com o individuos y a otras como plu­ ralidades: ¿por qué entonces, debe entenderse la cultura occidental com o la culpable de im poner la visión masculinista del mundo?

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Para explicar cabalmente lo que las mujeres son, es imposible acudir al mismo idioma, al mismo alfabeto, hay que acudir a unos, previos a la historia, propios de una civilización arcaica de la que no se tiene noticia (o cuyos rastros han sido cuidadosamente borra­ dos desde que el occidente impuso su lógica), que expresaban la singularidad del deseo femenino. El deseo de ese ser que, como su sexo, no ofrece nada a la vista, un ser y un sexo que no son tales, y no pueden, en consecuencia (transgrediendo la obsesión de la cultura dominante), enumerarse, cifrarse, contarse por unidades, inventariarse como individualidades. El (no) sexo femenino y (en consecuencia) las mujeres, al no poder contar (en el doble senti­ do) como uno, ni ser enumerados en cualquier sentido, pueden ser concebidos sólo en la radical multiplicidad, como pluralidades. Haciendo una crítica de algunos discursos de la cultura occi­ dental que han tratado el tem a de la mujer, desde Platón hasta Freud, Irigaray admite a la vez la caracterización de la feminidad que ha hecho, en lo fundamental, ese discurso, y señala en él la imposibilidad de pensar a la mujer desde las categorías patriar­ cales. Es decir, por un lado, la autora coincide con ellos en afirmar que la mujer es un Otro (“Ella es indefinidamente un otro en ella misma. Ésa es indudablemente la razón por la que se le llama tem­ peramental, incomprensible, perturbada, caprichosa.” {Cfr. Irigaray, 1980: 103) pero, por otra parte, señala la invisibilización de que han sido objeto las mujeres al no poder ser comprendidas por un discur­ so que no puede designarlas - “la exclusión del imaginario femeni­ no indudablemente coloca a las mujeres en una posición en que sólo pueden autoexperimentarse fragmentariamente, como desper­ dicio o exceso, en los márgenes restringidos de la ideología domi­ nante, ese espejo confiado al sujeto (masculino) con el objetivo de reflejarlo al doble de su tamaño” (Cfr. Irigaray, 1980: 104)-. Cuando intenta establecer un objetivo político en consonancia con su pro­ puesta teórica, Irigaray señala: Permítase a las mujeres (...) forjar un estatus social de mayor prestigio, permítaseles ganar su sustento para dejar atrás su con-

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dición de prostitutas. Éstos son, ciertamente, pasos indispensa­ bles en el esfuerzo por escapar a la proletarización en el mercado de intercambio. Pero, si su meta es revertir el orden existente -si esto fuera posible- la historia simplemente se re­ petiría a sí misma y regresaría al falocratismo donde ni el sexo femenino, ni su imaginario ni su idioma pueden existir (Iri­ garay, 1980: 106).125 Con ideas como ésta, la autora no sólo deja en claro su distan­ cia política con el que habría de llamarse feminismo de la igual­ dad. Esta lógica discursiva nos permite, asimismo, ubicar una serie de contradicciones en la propuesta irigariana: 1. La autora acepta sin reservas como un dato ontológico la definición que la simbólica tradicional construye sobre lo fe­ menino: margen, límite, caos -naturaleza indescifrable para el discurso lógico y racional. 2. Pese a lo anterior, Irigaray piensa que su comprensión de lo femenino desafía el imaginario dominante al denunciar la re­ presión de la sexualidad femenina (a la que identifica con el ser y el pensar femeninos) y su conversión en objeto y mediación al servicio del sujeto (necesariamente masculino). Al parecer la vuelta de tuerca estaría indicada por un cambio de actitud que reivindicara la Otredad femenina (recuperara para las mujeres su propia y radical alteridad, reconociéndose en ella y explo­ tando todas las posibilidades que ofrece para su autocons­ trucción y su placer) en lugar de utilizarla para la sujeción y negación de la sexualidad femenina y las mujeres. Con estas premisas, el pensamiento de Irigaray muestra, al menos, dos elementos de tensión interna. Por una parte, la autora falla al pensar occidente como un continuum y equiparar llana­ mente -p ara estos efectos- la cultura griega con la Ilustración. 125Las tres últim as citas corresponden a una traducción libre que hem os hecho del texto en inglés.

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Pese a las apariencias, este error es de vital importancia para nues­ tro tema porque oculta un hecho fundamental: que la simbólica de los géneros en que lo femenino es construido como subordinado a lo masculino estructura los órdenes culturales que llamamos tradicionales precisamente por oposición al de la modernidad. Este último, producto de un proceso de racionalización, no crea sino altera la simbólica de desigualdad entre los géneros, y produce, en todo caso, las condiciones para su cuestionamiento y transfor­ mación. Al contrario de lo que Irigaray -entre otras fem inistasparece sugerir, entre las culturas no occidentales encontramos los ejemplos más brutales de opresión de las mujeres, y al parecer no contamos con ningún dato confiable que señale la existencia his­ tórica de ancestrales regímenes culturales donde primara un po­ der femenino.126 En segundo lugar, la propia autora se ve entrampada en las redes de la crítica que ella dirige contra Freud (Cfr. Irigaray, 1989) por deducir los elementos fundantes de la identidad genérica a partir de la función sexual de las gónadas masculinas o femeni­ nas, pues Irigaray misma elabora un discurso en el que los órganos sexuales definen no sólo la autopercepción, sino los modos de pensamiento, los sentidos de los placeres y la relación con los otros que desarrollan diferencialm ente hombres y mujeres. En este sentido, creemos que no son vanas las críticas de esencialismo que se han dirigido contra la obra de Irigaray y sus seguido­ ras, pues si bien su noción de identidad se centra en el concepto no sustancialista de experiencia, ésta tiene como premisa el dato de un cierto fenotipo biológico. La propuesta política (y sus conse­ l26Los m itos del m atriarcado han sido convenientem ente contrargum entados por la investigación antropológica fem inista desde hace, al menos, dos décadas. Sin em bargo, todavía es com ún encontrarse con un discurso fem inista que añora la supuesta situación de privilegio de las mujeres en culturas com o la del Antiguo Egipto o la civilización Azteca. En todo caso, no dejan de ser lecturas idealizadas que resignifican una realidad brutal para las mujeres comunes a la luz de las lecturas posmodernas que, al radicalizar su crítica de la m odernidad, parecen apostar a que todo tiem po pasado fue m ejor y toda com unidad no racionalizada en nuestros días también lo es. Para darse una idea de lo que pueden ofrecer actualm ente las culturas no m odernas a las mujeres basta dar un vistazo a las comunidades indígenas en México o a las sociedades islámicas.

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cuencias éticas) que la autora deduce de aquí da origen paradóji­ camente a una despolitización del feminismo: para Irigaray se tra­ ta de hablar mujer, de sacar a la luz el ancestral lenguaje ignorado y oprimido de las mujeres. La tarea, que en un principio se anto­ ja complicada, se toma inocua, al menos en términos políticos. Para sumarse a esta propuesta, muchas feministas abandonan el dis­ curso académico, expresión esencialmente lógica, para volcarse a la literatura, en especial la poesía, y otras manifestaciones artísticas cuyo régimen de verdad no es el del concepto sino el de la metá­ fora. Los resultados, juzgados en su propia dimensión (estética), pueden ser alentadores: encontramos muestras de un arte femenino (feminista) valioso y expresivo. Parte de la obra de Monique Wittig, otra feminista francesa contemporánea de Irigaray, constituye un valioso ejemplo. En su libro El cuerpo lesbiano (1977), Wittig desarrolla un dis­ curso que pretende m ostrar cóm o hablar mujer en el sentido antes revisado. Aunque está escrito en primera persona, la pun­ tuación y la sintaxis nos hacen saber que la autora no es Una, sino escindida, que revela en su lenguaje, no conceptual sino imagina­ rio, la pluralidad construida por estampas, sensaciones, corporei­ dades. Así, este texto es una obra literaria que deja ver la coinciden­ cia con la visión irigariana tanto en la percepción de un ser mujer deducido de la vivencia de cierta anatomía, como en la necesidad de reescribir la economía sexual patriarcal desde un imaginario feme­ nino como vía de liberación. La sexualidad femenina vivida para sí no puede entenderse cabalmente en la heterosexualidad, al menos como relación de penetración, dominación y ruptura que quebran­ ta la autosatisfacción permanente del cuerpo femenino. El cuerpo lesbiano explora detenidamente las potencialidades de la reapro­ piación integral del cuerpo femenino y encuentra en ella la propia identidad. Con independencia de las virtudes estéticas de trabajos como éste, la acción política fem inista se ve francamente afectada al quedar reducida a un proceso prácticamente personal de redes­

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cubrimiento y transformación,127 o, a lo mucho, a una labor menu­ da de retraducción existencial a través de la experiencia artística. Abundaremos más adelante sobre las consecuencias políticas de esta idea feminista de Otredad y experiencia. Por lo pronto, importa abrir un paréntesis para dar cuenta de las relaciones teórico políticas fraguadas por este feminismo. Cuan­ do Irigaray define a las m ujeres como pluralidad, se pregunta: ¿(son) plurales como la cultura hoy desea ser plural? (Cfr. Iriga­ ray, 1980: 102). Con ello se refiere, desde luego, a las tendencias diversifícadoras de las sociedades occidentales que han constituido el núcleo de las propuestas posmodernistas. Esta pregunta es uno de los muchos indicadores que hemos de encontrar en la obra de feministas como Irigaray del tipo de vínculo que desean estable­ cer con las corrientes aludidas. Tal vínculo, sugerido también por algunos de los más destacados posmodernistas, alienta sin duda las esperanzas de estos feminismos al establecer una clara identi­ ficación entre las tendencias de la posmodemidad y las supuestas características del ser fem enino tal como son recuperadas por Wittig, Irigaray y muchas de sus seguidoras. Es decir, la sociedad posmoderna, como las mujeres, no puede ser descrita ni conceptualizada por las mismas categorías de la modernidad, a saber, la razón universal, el logos, el individuo. En contraste, una y otras están marcadas por la multiplicidad, la imposibilidad de ser enu­ meradas, fijadas, encasilladas por el Concepto. El tiempo posmo­ derno es el de la muerte del sujeto, de la Historia con mayúscu­ las, del Saber con mayúsculas; como las propias mujeres, sólo puede darse cuenta de él a partir de narrativas localizadas, experienciales, cuyo único sentido está dado por el momento en que se viven y la sensibilidad de quien las relata. l27No puede tom arse muy en serio, com o propuesta política, el relato de ficción que hace M onique W ittig en su fam oso libro Les Guerrilleres. Pensar en arm ar un ejército de mujeres que term ine con la sociedad patriarcal esclavizando a los hom bres y dejando sólo a los necesarios para efectos de procreación, parece tan poco plausible com o seguram ente indeseable para muchas.

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A este respecto, conviene subrayar que la crítica de los pos­ modernistas a las pretensiones universalizantes de la razón moder­ na, si bien se realiza desde una mirada a posteriori de los efectos teóricos y políticos producidos por lo que ellos llaman las gran­ des narrativas de la modernidad, y con instrumentos conceptuales y analíticos propios de nuestra era, está íntimamente emparentada con la crítica romántica a la Ilustración, algunos de cuyos rasgos más importantes destacamos en el capítulo anterior. Este parentesco se revela sobre todo en los ataques a los conceptos de individuo-sujeto, y razón universal. En este sentido, el feminismo, que a partir de los setenta se engancha con el discurso de la posmodernidad, puede considerarse como una condensación de aquellas tendencias que aquí hemos calificado como de corte romántico, presentes en el feminismo occidental moderno desde sus inicios. Así, en él se ven concentrados los problemas tanto teóricos como éticos y po­ líticos que hemos advertido en la tendencia señalada. No obstante, por lo que respecta a la visión ética feminista deri­ vada de estas propuestas, debemos adelantar dos cosas: primero, que el énfasis de la idea romántica de lo ético como expresión de los valores que configuran una comunidad empata con la idea ética posmoderna de atribuir igual legitimidad e igual valor a diferen­ tes visiones del m undo am paradas por tradiciones específicas. Ambas nociones -finalmente teleológicas- del bien moral dependen de una lógica común que apuesta en última instancia por la inexis­ tencia de la ética basada en el deber moral y, en consecuencia, de cualquier noción racionalmente válida de Justicia. En otras pala­ bras, como el romanticismo, la posmodemidad no cree en valores morales defendibles más allá de los contextos específicos de una comunidad, y considera que todo ideal regulativo es, en el mejor de los casos, vacío, y en el peor, impositivo. Sin embargo, el pensamiento estructuralista ha ejercido tam­ bién una influencia decisiva sobre una lógica feminista de corte muy distinto a la que antes reseñam os. G racias fundam ental­ mente a los trabajos de antropología estructural de Lévi-Strauss, las antropólogas feministas de los años setenta del siglo xx revolu­

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cionaron los estudios sobre la m ujer al construir categorías y enfoques propios que permitieron explicar el problema de la subor­ dinación femenina desde una óptica no sólo novedosa sino espe­ cífica. Al explicar - y no sólo suponer- la subordinación femenina como producto de un modo peculiar de construirse las estructu­ ras culturales, científicas sociales, como Michel Zimbalist Rosaldo, Sherry Ortner, Gayle Rubin o Joan Bamberger, por citar sólo algunas de las más destacadas, abrieron también la puerta a una reconsideración de la política feminista, pues sus hipótesis permitie­ ron pensar en la necesidad de transformar algo más que la estruc­ tura jurídico-política de las sociedades y la valoración tradicional de lo femenino y las mujeres. El ejercicio teórico de estas antropólogas es un ejemplo sobre­ saliente del peculiar quehacer académico feminista. Su desarrollo representa un reto, no sólo para la lógica tradicional de las cien­ cias sociales, sino para los propios juicios feministas. En efecto, las tesis de estas autoras están planteadas a partir de otra lectura feminista de autores contra los que se habían endere­ zado algunas de las más virulentas acusaciones de misoginia, en particular, Freud, Lévi-Strauss y Lacan. En una operación que evidencia los resultados del entrenamien­ to feminista en las filas de la academia por décadas, la antropo­ logía feminista consigue ir más allá de los planteamientos ideológi­ cos -sexistas, misóginos o patriarcales- de los grandes clásicos, para recuperar vetas de análisis y herramientas teóricas propuestas o sugeridas por ellos, en favor de la investigación feminista. En esta línea, Sherry Ortner acude a categorías del análisis estructuralista en antropología para intentar armar una respuesta al problema del origen (quizá debiéramos decir de las raíces, para indicar que el tér­ mino no alude a un tiempo histórico sino a un proceso lógico) de la subordinación de las mujeres. Ortner parte del supuesto de la universalidad de esta subordinación, cuestionando con ello la vera­ cidad de las tesis matriarcalistas, y aclara que el criterio empleado para afirmarla es el de la carencia de prestigio de las mujeres y

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sus actividades en todas las culturas conocidas. Más allá de la for­ ma específica que tengan las relaciones entre los géneros, impli­ can siempre la subordinación de las mujeres, cualquiera que sea el significado concreto de ese término. En efecto, una de las premisas del pensamiento antropológi­ co feminista, obtenida a partir del análisis comparado de diversas sociedades, es que lo que cada cultura entiende por ser hombre o mujer puede ser infinitamente variable, mientras que el único ele­ mento permanente es la subvaloración de las mujeres y de todo aquello que se percibe como femenino. De este modo, la defini­ ción de los géneros, expresada en atributos y actividades que siem­ pre se consideran naturales (aun cuando, como sucede en algunas culturas, cambien del momento del nacimiento al del matrimonio, por ejemplo), aunque puedan ser diferentes y hasta radicalmente antagónicos de una cultura a otra, tiene como único elemento es­ tructural la relación de jerarquía que atribuye un rango superior a lo masculino. Este razonamiento logra desplazar el problema de la relación de poder entre los géneros de lo natural a lo simbólico, y es allí don­ de Sherry O rtner (entre las prim eras) buscará darle respuesta. Para ello se plantea proceder precisamente al modo como opera lo simbólico: por asociación. ¿Qué puede haber en la estructura general y en las condicio­ nes de existencia comunes a todas las culturas que conduzca, en todas las culturas, a conceder un valor inferior a las mujeres? Concretamente, mi tesis es que la mujer ha sido identificada con - o si se prefiere, parece ser el símbolo d e - algo que todas las culturas desvalorizan, algo que todas las culturas entienden que pertenece a un orden de existencia inferior a la suya. Aho­ ra bien, al parecer sólo hay una cosa que corresponda a esta descripción y es la “naturaleza” en su sentido más general (Ortner, 1979: 114).

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A partir de esta idea la autora procura demostrar que la aso­ ciación entre mujer y naturaleza determina su desvalorización y sometimiento, en la medida en que el proyecto de la cultura es subsumir y trascender la naturaleza. Ortner indica que esta relación se actúa en todas las culturas, pese a ser evidente que las mujeres desempeñan siempre actividades culturales, incluida la más funda­ mental: socializar e introducir en el lenguaje a los niños y las niñas. Esta dualidad coloca a las mujeres en lo que la autora llama una posición intermedia entre la naturaleza y la cultura que explica la imaginarización como mediación o tránsito que se repite una y otra vez, bajo distintas formas, en todas las culturas y bajo las más diversas modalidades en cada cultura. Ahora bien, el vínculo simbólico entre las mujeres y la natura­ leza se produce, según Ortner, en razón de que el cuerpo femeni­ no, mucho más ligado a funciones naturales que el de los hom­ bres, incita la asociación entre ambas. De este modo, el principio de distinción entre los géneros no es llanamente el cuerpo, sino la manera como la mirada de la cultura lo inscribe en el orden sim­ bólico. Con la lectura del texto ya clásico de Gayle Rubin, El tráfico de mujeres: notas sobre la “economía política” del sexo, publi­ cado en 1975, podemos arribar a conclusiones similares. Rubin procede para su análisis de las causas de la subordinación femeni­ na haciendo una recuperación parcial de tesis de diversos autores, desde Marx y Engels hasta Freud, Lévi-Strauss y Lacan para mostrar cómo tanto la lógica marxista como el estructuralismo antropológico y psicoanalítico tienen mucho que sugerir, al mar­ gen de las críticas que puedan merecer, al análisis feminista. En particular, Rubin cree que una lectura acertada de las tesis de estos autores puede proporcionar las claves necesarias para com­ prender cómo se constituye y reproduce el sistema de dominación que oprime a las mujeres, dando por sentado (a partir de la evi­ dencia antropológica sobre la variabilidad de las definiciones de género) que la explicación no proviene de la biología. Rubin nos propone realizar esta lectura desde el antecedente de un concepto

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ad hoc (que habría de sentar un precedente decisivo para el desarro­ llo futuro del feminismo académico): el de sistema sexo/género: Como definición prelim inar, un sistem a sexo/género es el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transfor­ madas (Rubin, 1996: 37). Entre las reflexiones más importantes que encontramos en su esfuerzo por desarrollar tal concepto está la revisión que hace la autora de las tesis de Lévi-Strauss, por un lado, y Freud y Lacan por otro, relativas al tabú del incesto, bajo las formas del inter­ cambio de mujeres y el complejo de Edipo, respectivamente. Por lo que concierne a la idea del primero, Rubin sostiene que el intercambio de mujeres, como fundamento de un esquema cul­ tural en que las relaciones sociales se establecen exclusivamente entre hombres a través de sus mujeres, ha dejado de ser funcional para prevalecer como mero esqueleto que no da sentido sino a las propias relaciones genéricas de dominación. Es decir que, acep­ tando la tesis de Lévi-Strauss sobre el papel que juegan tanto el tabú del incesto como la división sexual del trabajo en la preser­ vación y diversificación de los lazos sociales, Rubin señala que el hecho de que la cultura, en su sentido más general, se haya con­ formado de tal modo que la diferenciación jerárquica entre los géneros parezca ser su condición de posibilidad, no significa que no pueda construirse una estructura cultural con claves desgenerizadas. Esto se vería favorecido, por otra parte, por el hecho de que los mecanismos de reproducción y socialización en las socieda­ des contemporáneas no pasan ya por los lazos de interdependen­ cia forzosa establecidos por aquellos mecanismos sexistas. En su análisis del complejo de Edipo, la autora llega a conclu­ siones semejantes. En primer término, muestra que la conceptualización freudiano-lacaniana sobre este punto sólo puede ser inte­ ligible si se comprende que detrás del complejo de castración, como de los términos falo y carencia, no se encuentra un orden natural

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inmodificable, sino una construcción simbólico-imaginaria con­ tingente, dominada por una valoración específica de la diferencia sexual, los géneros y sus papeles respectivos. En este sentido, una valoración social del género no desigual o una concepción no generizada de los sujetos tendría que verse acompañada de una transformación en el modo de estructurarse el aparato psíquico a partir de un distinto proceso edípico. Para Gayle Rubin es evidente que un replanteamiento como el que ella avizora tiene inmediatas consecuencias en la política feminista: Si mi lectura de Freud y Lévi-Strauss es correcta, sugiere que el movimiento feminista debe tratar de resolver la crisis edípica de la cultura reorganizando el campo del sexo y el género de modo que la experiencia edípica de cada individuo sea menos destructiva. (...) Personalmente, pienso que el movimiento feminista tiene que soñar con algo más que la eliminación de la opresión de las mujeres: tiene que soñar con la eliminación de las sexualidades y los papeles sexuales obligatorios. El sueño que me parece más atractivo es el de una sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo), en que la anato­ mía sexual no tenga ninguna importancia para lo que uno es, lo que hace y con quién hace el amor (Rubin, 1996: 79 y 85). Como puede verse, las investigaciones de la antropología feminista tienen efectos decisivos sobre las maneras tradicionales de entender no sólo la desigualdad genérica, sino la propia iden­ tidad femenina. En efecto, si lo que las mujeres son no depende de un dato biológico, pero tampoco de alguna clase de esencia espiritual, sino del modo circunstancial y contingente como un cierto orden simbólico genera los significados de lo femenino y lo masculino -que, además, salvo por su valoración, han sido infini­ tam ente variables-, entonces el concepto de identidad deja de remitir a la idea de sustancia y nos permite pensar en autopercepción y percepción social, que, por lo demás, es siempre contra­ dictoria, internamente conflictiva y en permanente transformación.

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En consecuencia, la política fem inista, como lo sugiere Gayle Rubin, lejos de estar atada por el eterno femenino puede darse el lujo de pensar en la transformación radical de la definición simbólico-imaginaria de las mujeres, e, incluso, en una imbricación de significados sociales que no esté atravesada por el género y que, por ello, pueda excluir a éste de los referentes identitarios. Las posibilidades éticas y políticas abiertas por la form u­ lación de esta propuesta son ricas y complejas, pero poco claras. En efecto, las tesis de la antropología feminista derivaron en la prefiguración de una acción política difícil y difusa enfocada a la transformación de las propias estructuras culturales que susten­ tan la subordinación. Es decir, si las mujeres han sido subordinadas por su asociación simbólica con la naturaleza, que se piensa subor­ dinada a la cultura, es imprescindible subvertir esa asociación (Ortner, 1979). O bien, si la clave de la subordinación de las muje­ res se encuentra en un tipo de estructuras sociales fundadas en el intercambio de mujeres como condición de las relaciones de paren­ tesco y en el complejo de Edipo como ordenador de las relaciones familiares, debe enfatizarse el carácter arbitrario de esas estruc­ turas para sustituirlas por otras donde el género no juegue un papel organizativo, e incluso, donde desaparezca por completo como ele­ mento de caracterización de identidades (Rubin, 1996). Sin embargo, el sentido político de estas deducciones no es tan evidente como pudiera sugerir un primer acercamiento. Una lectu­ ra posible es que la política feminista debe oponerse a la asocia­ ción mujer-naturaleza. Como lo entendió la propia Ortner, esta asociación ni siquiera es congruente consigo misma, pues la manera como parece entender realmente a las mujeres es como mediación entre la naturaleza y la cultura, y al jugar este papel -m u y evi­ dente en la etapa prim aria de educación del infante, en que la madre es quien lo introduce en el mundo simbólico a través del lenguaje- por definición, no son ya naturaleza. Esta perspectiva privilegiaría la acción conducente a hacer evidente -e n los niveles simbólico e im aginario- que las mujeres son parte de la cultura y que su relación con la naturaleza puede y debe ser quebrantada. En términos prácticos esto se tradujo en acciones encaminadas a

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impactar en la noción social sobre las mujeres: la demanda de hacerlas visibles en el lenguaje -científico, filosófico, artístico, téc­ nico, político y cotidiano-, la de considerar la maternidad como una opción y no como un destino, la de hacer corresponsables a los hombres en las tareas de la crianza y el cuidado, etcétera. En cuanto a su concepción del bien moral, aunque no hay en los tra­ bajos aludidos una mención explícita al respecto, creemos que si se piensa incluso en la posibilidad de desgenerizar las relaciones sociales, existen sobrados motivos para apostar por las premisas de una ética racionalista universal. Efectivamente, la propuesta teórica encamada por esta antro­ pología feminista es un magnífico ejemplo de cómo se vinculan en el feminismo los niveles epistémico, ontológico y normativo. En este entendido, si quisiéramos hacer un primer ejercicio para observar cómo puede deducirse la relación entre tal concepción epistemológica y una posición ética feminista de corte ilustrado, sin duda partiríam os de nuevo del concepto de identidad, que condensa privilegiadamente esta relación. Ante una concepción radicalmente opuesta a esencializar la identidad femenina y que, al mismo tiempo, entiende que el carácter imaginario de esa iden­ tidad no es óbice para constituir en acto ideas, prácticas y modos de relación, parece claro que debe optarse por una visión ética fundada en una noción mínima de sujeto definido por su capaci­ dad para ejercer el juicio moral autónomo. Es decir, si las identidades no son ni idénticas a sí mismas a lo largo del tiempo, ni coherentes ni inmutables; si los múltiples referentes que las constituyen (entre los cuales el género ha juga­ do como ordenador primario) son mutuamente contradictorios e interactúan en sentidos im predecibles; si, en suma, este carác­ ter inestable inherente a las identidades no ha hecho sino subrayarse en los tiempos que corren, parece fácil deducir que la norma de convivencia sólo puede esta garantizada si se aplica con un criterio universalista. Tal criterio debiera garantizar el derecho a las pecu­ liaridades que da la pertenencia a la categoría mínima y formal de sujeto racional autónomo.

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Con esto queremos dejar sentado que la desesencialización del concepto de identidad femenina, resultado de una reflexión científica (básicamente histórica y antropológica) sobre la desi­ gualdad, parece ser la precondición necesaria para un adecuado planteamiento contemporáneo de una postura ética feminista más cercana a lo que este trabajo ha entendido como lógica ilustrada. Sin embargo, lo que el párrafo anterior dibuja es sólo un esbozo inicial de tal ética que, como veremos, ha de resultar bastante complejizado a la luz de influencias teóricas ejercidas sobre el feminismo por corrientes diversas que van desde el ya citado pos­ m odernism o hasta las que podríam os llam ar postilustradas o (filosófíco-políticamente) neoliberales y neoindividualistas. La reconstrucción que presentamos de la antropología femi­ nista y del feminismo filosófico-psicoanalítico francés, con todo y resultar esquemática, nos permite enfrentar el problema de la polémica contemporánea de la ética feminista como si se tratase de un dilema: o bien se apuesta por una noción universal de Jus­ ticia que, teniendo en cuenta las desigualdades de género (o de raza, clase o religión), decida incorporarlas a la propia noción de sujeto en lugar de ocultarlas y actuar como si no existieran, o bien se opta por dar la espalda a cualquier noción de justicia, en función de su presunta tendencia ilegítima y autoritaria a homogeneizar lo inidentificable, y se corre el riesgo de mirar por la infinita diver­ sidad moral y axiológica, resultado inevitable de experiencias incontrastables que no pueden producir sino éticas particulares fundadas en nociones peculiares de vida buena. Con el dibujo de este dilema pretendemos dar una primera ima­ gen de cómo se plantea la polémica ético-feminista contemporánea en sus rasgos más generales que son los que, finalmente, recogen la herencia de las diversas posiciones epistémico-normativas que han atravesado al feminismo político y académico, marcadas por la disputa Romanticismo-Ilustración. Una diferencia fundamental entre el dilema que plantea este apartado y sus antecedentes es que, al parecer, las tendencias ilustrada o romántica se perfilan mucho m ás claram ente com o defm itorias de dos corrientes epistémi-

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co-normativas confrontadas, mientras que, en los casos anterio­ res, observábamos el juego de ambas tendencias en el interior de algunas corrientes feministas. Lo que hace posible esta diferencia, en nuestra opinión, es la gestación de un estudio teórico-científico que consigue consolidar como un conocimiento la intuición que gobernó el pensamiento feminista desde sus inicios, es decir, que la subordinación de las mujeres no es la consecuencia natural de una inferioridad biológica, sino un hecho social construido y, por ende, transformable. Mientras esta idea no se elaboró como conocimiento resultaba imposible para las feministas -com o pudimos apreciar- escapar cabalmente de una imagen de mujer que parecía emanar de un ser esencial inm odificable. Se luchaba contra la correspondencia mujer-inferioridad, pero cargando con el lastre de un concepto de fem inidad y de m ujeres que no sólo perm ite sino propicia la subordinación. Sin duda, esa idea del género ha sufrido modificaciones impor­ tantes en ambas visiones. En efecto, no sólo la desesencialización del concepto de mujer, emprendida por corrientes que empatan con la antropología feminista aquí mencionada, ha transformado las nociones tradicionales de mujer y feminidad (aunque, como hemos de subrayar más adelante, no haya tenido éxito en brindar una imagen alternativa en positivo). Para hablar con claridad, tam­ poco el feminismo actual emparentado con la crítica romántica continúa aludiendo a la imagen tradicional de mujer en los mis­ mos términos que los feminismos que le anteceden. La diferencia, básicamente conceptual, tiene importantes repercusiones en la forma como estos nuevos feminismos se autoperciben y en cómo piensan y desarrollan su (distancia con la) práctica política. Tam­ bién, como intentaremos dem ostrar en el próxim o apartado, el m atiz introducido por ellos en la recuperación del imaginario femenino tradicional, ha tenido notables repercusiones políticoepistemológicas en importantes sectores del feminismo de hoy en día marcados, en nuestra opinión, por una notoria confusión de niveles y por el riesgo eminente de inmovilismo político.

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Lo que establece, pues, la diferencia entre estas corrientes y su antecedente romántico-sublimacionista, además de marcar el ini­ cio de una importante influencia fem inista sobre muchas otras posiciones teóricas y políticas que han aprendido de él una manera peculiar de definir las identidades en acto, es el concepto de expe­ riencia. En lo que antecede, mencionamos someramente la forma en que Luce Irigaray piensa la identidad femenina como la expe­ riencia vivida a partir de un cuerpo de mujer. En lo que sigue, y dada su importancia para nuestro tema, hemos de abundar en el significado y las implicaciones que la adopción de este concepto como eje explicativo ha tenido para el feminismo. En el siguiente apartado m atizarem os y com plejizarem os ambas partes del dilema. Para ello, tomarem os com o pretexto algunas tesis relevantes de la filosofía feminista actual que se han definido, bien desde una posición más proclive a las tesis neoilustradas o bien desde las versiones actuales de la crítica romántica al sujeto y la razón universal, enriqueciéndolas y, en buena medi­ da, redefiniéndolas gracias a su labor exegética. É t ic a s

f e m in is t a s :

POSTURAS FRENTE A LA IDENTIDAD

D e l a r e f le x ió n hecha en el apartado anterior, no puede menos que llamar la atención el que las dos posiciones feministas que dibujamos, abiertamente confrontadas entre sí, tengan en común la lectura e interpretación de los más connotados estructuralistas. Pero tan notable como el hecho de que se hayan podido derivar lecturas tan distintas de un mismo cuerpo de autores o de teorías, aun desde una misma preocupación política, es el que hoy en día la prim era corriente de interpretación ética parezca tener una difusión mucho mayor tanto entre los círculos académicos como entre la opinión pública, al menos entre los países influidos por el feminismo estadounidense. Respecto al primer punto, el atractivo ejercido por las tesis (post)estructuralistas sobre el fem inism o en general se explica

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bastante bien por la carga fuertemente crítica contra algunos de los temas que más han preocupado a las feministas desde los orí­ genes de la modernidad: el psicoanálisis (aun el preestructural), la antropología y la lingüística han sido, junto con las filosofías del lenguaje, disciplinas que sentaron las bases para la construc­ ción de una mentalidad crítica, característica del siglo xx, que ha osado cuestionar desde el protagonism o del sujeto hasta la su­ premacía de la cultura occidental. Sin embargo, la crítica postestructuralista tiene, al menos, dos facetas, una más epistemológi­ ca y analítica y otra más normativa, de modo que los dos tipos de feminismo aludidos no sólo realizan lecturas distintas, sino que se ven influidos, de hecho, por una de estas dos facetas, respectiva­ mente. En efecto, aunque pueda sonar incongruente calificar de nor­ mativas o prescriptivas a corrientes que, como el posmodernismo, se declaran contrarias a la norma, lo cierto es que su lectura de la “sociedad posm oderna” se inscribe en el terreno de la pres­ cripción moral: su régim en de verdad se ubica en el nivel de las normas y los valores y no en el del conocimiento. La panrelativización actual que siguió a la utopía de certezas absolutas engendrada por los siglos xvm y xix en occidente ha sido cons­ picuam ente señalada por los filósofos de la posm odernidad, quienes, además, han hecho de ella su proyecto y su blasón. Los posmodemos, en efecto, cantan las alabanzas de lo que ellos lla­ man la muerte del sujeto, de la historia y de la filosofía occiden­ tal, en un discurso que probablemente tiene mucho más de es­ peculativo y prescriptivo de lo que algunos estarían dispuestos a admitir y que ha sido un verdadero canto de sirenas para muchas feministas. Esto último parece explicar el segundo punto al que antes aludíamos, es decir, que la relación entre feminismo y posestructuralismo que ha dominado sea la establecida con aquella ver­ tiente de este último centrada en una crítica filosófico-política de la modernidad, que recuerda en mucho a la crítica romántica; en parte, porque el discurso normativo tiene, de suyo, más éxito que

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el analítico, y en parte porque este discurso normativo en particu­ lar ha hecho las veces de un credo sustitutivo en una sociedad a la que señala precisamente por su falta de certezas. Amén de que volvamos más adelante sobre este carácter ideológico de las (anti)filosofías posmodemas, queremos sólo adelantar que la confusión que, a nuestro entender, ha dejado su influencia sobre el feminis­ mo se debe, ante todo, al solapam iento de niveles (teóricos, analíticos y normativos) que su mismo desarrollo ha propiciado. En este apartado esperamos m ostrar cómo ha actuado este solapamiento en la discusión actual en torno al carácter y la per­ tinencia de la ética feminista, generando con ello algunos nudos difíciles de deshilar. Nuestra apuesta es aclarar cuáles han sido esos puntos problemáticos y mostrar cómo pudieran comenzar a desenmarañarse empleando para ello el concepto de identidad, pues, como ya lo hemos señalado, de la forma como se entienda o se suponga este concepto pueden deducirse los supuestos epistémicos, ontológicos y normativos de cada corriente feminista. Comenzaremos por ofrecer un muestrario de las manifestacio­ nes de la visión ética feminista afín a la crítica filosófico-política posmodema que, si bien evidencian diferencias notables entre sí, se hermanan en la común debilidad por la lógica normativa de esta crítica. En seguida señalaremos una posición ético-feminista que toma distancia de la posmodernidad, si bien, curiosamente, no presta atención explícita a las posibilidades abiertas por una lec­ tura feminista-interpretativa del estructuralismo como la segunda que mostramos en el apartado anterior. Una ética feminista desde la experiencia vital Es difícil precisar dónde y cuándo el concepto de experiencia comienza a devenir crucial para el feminismo. De algún modo, su importancia se revela ya en las tesis con que Simone de Beauvoir describe la diferencia entre hom bres y mujeres en El segundo sexo; en este sitio, la filósofa existencialista m uestra tanto su oposición a una idea sustantiva del ser mujer como su aceptación

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de que los procesos en que ellas se constituyen como tales definen las condiciones existenciales de su subordinación. En el terreno político, la categoría de experiencia cobró una enorme centralidad para el M ovimiento por la Liberación de la Mujer ( m l m ) en tanto que, según una idea bastante generalizada, para muchas mujeres la perspectiva feminista resulta del conflicto entre las definiciones institucionalizadas dominantes de la natu­ raleza y el papel social de las mujeres, por un lado, y su experiencia de estas instituciones, por el otro, en el contexto de un discurso libe­ ral sobre las libertades y derechos de los individuos (Cfr Weedon, 1987: 5). En otras palabras, lo que habría llevado a muchas muje­ res del llamado primer mundo a volverse hacia el feminismo sería la experiencia conflictiva de verse compelidas por dos discursos socia­ les, ambos normativizadores, flagrantemente contradictorios. Si esta experiencia lleva a muchas mujeres al feminismo, su experiencia del mundo como mujeres, al ser compartida con otras, difundida, sacada de las tinieblas, valorizada, les proporciona un criterio propio para juzgarse a sí mismas, sus sentimientos, su rela­ ción con los demás, y les da la impresión de que este criterio no requiere ser validado por los juicios masculinos dominantes. De este modo, la experiencia juega un papel fundamental como categoría política y de autoconocimiento.128 En nuestra opinión, las razones para que las feministas del m l m conviertan la noción de experiencia en puntal de su concepción política tienen mayor peso histórico y conceptual de lo que ellas mismas perciben a simple vista. Recordemos que ya en el siglo XV, Christine de Pizan, en La ciudad de las damas, llama a las mujeres a confiar en su propio juicio, para saber la verdad sobre sí mismas, antes que en lo que han 128Graciela Hierro recupera esta m ism a lógica cuando apuesta por una ética fem i­ nista entendida com o la negación de los valores m orales patriarcalistas y su sustitución por otros propiam ente fem eninos, es decir, surgidos de la experiencia de ser mujer: “ [Hay que] construir una ética desde la experiencia, en este caso la femenina, m odelarla desde una visión de la m oralidad de acuerdo con el sentir femenino; es, pues, propiam ente una ética fem inista que pone en evidencia la consideración del placer, en la vida tradicional fem enina, de allí que se trate de una ética hedonista” (Hierro, 1995: 145).

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dicho o escrito los hombres sabios. El juicio masculino, por muy erudito que sea, es interesado y por tanto carente de confíabilidad. Como las mujeres han sido enajenadas de su derecho al saber, no les queda más que confiar en su percepción y su experiencia. En efecto, de acuerdo con esta lógica, el feminismo desde sus orígenes (modernos) ha debido apelar a la experiencia por no po­ der apelar a la razón129 que, aun para los ilustrados, parece estar naturalmente asociada con los varones. Como vimos en el capítu­ lo anterior, pese a su declarado universalismo, la cualidad huma­ na por excelencia no toca más que marginalmente a la mitad del género humano. Aun para las feministas ilustradas, como Mary W ollstonecraft, el sistem ático divorcio m ujeres-razón operaba con tal fuerza que su reclamo incluyente se revelaba titubeante y hasta contradictorio, pues no sólo se perciben los efectos de una práctica social que deja fuera a las mujeres de los beneficios de la educación racional, sino que, además, pesa decisivamente en las mentes de fem inistas y no fem inistas la disociación inmediata entre el imaginario femenino tradicional y las cualidades del racio­ cinio. Como ya se mencionó en la parte inicial de este capítulo, las feministas debieron cargar con el lastre de una feminidad a la que no sabían cabalmente entender ni manejar, una definición de mujer que, se quiera o no, constituía -y constituye- un problema con fuertes repercusiones políticas, epistemológicas y normativas. Así, al menos desde el siglo xvil, el feminismo ilustrado se vio enfrentado a una doble lucha; por una parte, quiso reivindicar la razón para las mujeres -co n las prerrogativas que ello implica-, pero, por otra, una exclusión persistente y defacto le hizo recurrir a lo único que de hecho han tenido las mujeres al alcance de su mano: la intuición, la percepción, la experiencia. Paulatinamente, pues, este concepto -que conjunta los otros- se fue cargando de importantes connotaciones políticas y ontológicas, en la medida en que se le demandaba la respuesta a una pregunta básica para la l29Excepto para Poulain: recordem os que para el cartesiano las m ujeres tienen una m ejor disposición para el bon sense a partir de que su experiencia de la subordinación las ha protegido al m enos de la corrupción civilizatoria. Véase supra, “Referentes de identidad fem enina en la m odernidad” : 148.

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reflexión y la política feministas: ¿qué significa ser mujer? En este sentido, la pregunta por la identidad femenina, que ha sido la pre­ gunta por las razones de la subordinación, ha intentado ser res­ pondida, desde los comienzos de la reflexión feminista, acudiendo al concepto de experiencia, como el recurso dejado a las mujeres para su autoconocimiento, toda vez que para ellas está proscrita la razón. El mlm recoge, desde luego, la histórica relación entre femi­ nismo y experiencia, sólo que convierte en motivo de reflexión política sistem ática la experiencia colectiva de las m ujeres - a diferencia de consideraciones anteriores que toman en cuenta la experiencia de cada mujer como persona- y hace de la práctica de compartir experiencias un baluarte político feminista que implica no sólo autoconocimiento, sino la posibilidad de contestar la ver­ sión masculina sobre las mujeres. Con ello, la experiencia se con­ vierte para estas m ujeres en el centro de un modo de actuar y conocer peculiarmente femenino por oposición a los que conside­ ran recursos tradicionales masculinistas, generalmente asociados con la racionalidad. De nuevo, lo paradójico del caso radica en que esta oposición se monta sobre una definición de los géneros propia de la sim­ bólica tradicional y sobre una definición de lo racional caracterís­ tica de la crítica romántica. No sorprende, pues, que el mlm se de­ clarara con frecuencia contrario al discurso académico e incluso a la teorización de la experiencia, tomando en cuenta que la teoría, de acuerdo con sus reglas internas de coherencia conceptual, resulta desde esa lógica un discurso masculino por excelencia. En este sentido, es el feminismo político el que da forma y consistencia a las implicaciones antirracionalistas de la idea de experiencia. De manera casi inevitable, parte del discurso académico femi­ nista que coincide con el mlm se ve afectado por este creciente embate antirracionalista que reivindica como la sola fuente de cono­ cimiento femenino la percepción y la experiencia, en contra del conocimiento masculino incorporado a las leyes de la teoría y la lógica. En particular, durante los años setenta vemos surgir una

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importante corriente del feminismo francés -citada más arribaque se ve paralelamente afectada por la influencia del, entonces muy en boga, estructuralismo y sus derivaciones en las filosofías posmodernas.130 De este modo, si encontramos sobradas razones para justificar el interés del feminismo por las teorías explicativas estructuralistas, el atractivo que sobre él ejerce la crítica filosófico-normativa de la posmodernidad es evidente a primera vista. En efecto, aun en sus orígenes ilustrados el feminismo criticó las ideas de sujeto y razón sostenidas por el proyecto de la modernidad debido a su inconsecuente universalismo. Pronto, esa crítica se radicalizó y tomó, a la vez, un sentido distinto que paulatinamente se centró en cuestionar el proyecto moderno, ya no por cerrar la puerta a la consideración de las mujeres dentro de la categoría de sujeto, sino por hacer de la traducción sociopolítica y ética del sujeto racional la única manifestación del ser social aprobada por la norma. En este desplazamiento, una cierta crítica feminista deja de clamar por una noción universalista auténticamente incluyente para aseve­ rar que las propias ideas de sujeto autónomo y razón universal son masculinistas sin remedio y las mujeres no podemos -n i debemospretender ser definidas por ellas. La relación entre esta perspecti­ va fem inista y los puntos clave del argum ento posmoderno se demuestra por sí sola. En ambos casos, encontramos una apuesta por la validación de lo múltiple, lo marginal, lo sinsentido: para una y otro, la experiencia vivida parece ser factor suficiente para legi­ timar -s i hablamos en términos éticos- una forma de vida y un proyecto. Regresamos, así, a la conexión entre la idea feminista de expe­ riencia y su vinculación con el posm odernism o. Desde luego, l30No podem os dejar de señalar, al menos m arginalm ente, que no sólo es importante la influencia del estructuralism o y el posm odernism o sobre los fem inism os político y académ ico, sino que tam bién la influencia inversa es y ha sido fundam ental, aunque fre­ cuentem ente negada. En efecto, los profundos cuestionam ientos de fondo a la legitimidad de la dom inación masculina, así com o el quebrantam iento de las certezas racionalistas y el debate sobre los efectos de una inclusión pública del discurso fem enino entre muchas otras secuelas de la acción fem inista, se perciben claram ente en las digresiones estructuralistas y posm odernas sobre la desconstrucción, la otredad, el orden simbólico, etcétera.

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tanto en un caso como en otro podemos encontrar variaciones en la forma de percibir las implicaciones éticas, políticas y epistémicas del concepto de experiencia, pero los supuestos que lo fundan son básicamente idénticos. En el discurso académico feminista podemos ver consolidarse paulatinamente la influencia de esta idea con diversos matices e implicaciones. En una de sus formas, quizá la más conflictiva, en la que podemos incluir a Luce Irigaray y a muchas de las represen­ tantes del feminismo académico francés, el concepto de experiencia se trabaja teóricamente en el mismo sentido que en el feminismo político, es decir, como única vía de acceder al (auto)conocimiento de las mujeres, impensables e indecibles por la lógica racional masculinista. Decíamos que estas versiones son internamente con­ flictivas porque se trata de mujeres que hacen teoría para explicar que la teoría no tiene nada que decir a las mujeres. Esto es válido incluso para los casos de autoras como Cixous y Wittig, que pre­ tenden desplazarse hacia el discurso literario, pues este desplaza­ miento está justificado por una previa reflexión conceptual. Las reglas de su quehacer académico son, básicamente, las mismas que siguen sus colegas varones. Paradójicamente, esta tradición femi­ nista termina por aceptar la construcción simbólica tradicional (que, recordémoslo, no se inaugura con la modernidad y sí, en cam­ bio, ha podido ser cuestionada gracias a su lógica racionalizadora) inseparable de una concepción jerárquica de los géneros, como un dato, y apuesta por contestar, en sus mismos términos, a la definición “masculinista” : las mujeres, en efecto, no podemos ser nombradas por su lógica, pero en lugar de conformarnos con este dicho em itido por los hom bres, por su lenguaje y su mundo, vamos a tom ar nuestra otredad en nuestras propias m anos, a definirnos en positivo desde ella, a decirnos con nuestro lenguaje, que es ajeno a la lógica conceptual, y a hacer valer para el mundo esta palabra peculiar, este orden-caos que habrá de hacerse oír aunque utilice un idioma paralelo. La experiencia femenina, se nos dice, es comparable con la experiencia posmoderna: múltiple, fragmentaria, específica, tanto

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si se le considera producto de una vivencia peculiar de la anatomía femenina, como de las prácticas y espacios creados de facto por las relaciones de dominación. En uno y otro casos, la visión femi­ nista se torna incompatible con la ética y con la política: ante la peculiaridad de las experiencias cualquier propuesta de conjunto, cualquier proyecto que pretenda hablar en nombre de las mujeres, resulta desvirtuante de las lecciones aprendidas desde la margi­ nalidad. La ética y la política operan sobre bases universalizantes y sólo adquieren sentido para los colectivos. Si las m ujeres no existen como tales, si cada experiencia es incontrastable y, aún más, incodificable, no puede haber algo similar a un programa feminista. La única opción posible es que cada u/na hable y diga de s/í lo que s/u vivencia le permite decir, y en s/u propio lenguaje. A partir de los años ochenta este discurso teórico-político tiene una clara traducción ética. Se suele tomar como punto de partida para la discusión de hoy sobre la ética feminista el texto In a Different Voice, de la psicóloga Carol Gilligan, publicado en 1982. En él, la autora se propone rebatir a su colega Lawrence Kohlberg la interpretación de diversos estudios sobre desarrollo moral a la que él había arribado utilizando un código de interpretación pro­ pio. Así, para realizar diversas mediciones de desarrollo moral, Kohlberg parte de una categorización ética que corresponde a las nociones universalistas e individualistas generadas por el pen­ samiento ilustrado-liberal. De acuerdo con ellas, el ámbito moral, en el que operan los criterios de justicia, está delimitado por el espacio público, mientras que los valores pertenecientes al espa­ cio doméstico, calificados como parte de las opciones particulares de vida buena, se piensan ajenos al ámbito propiamente moral. A partir de estas consideraciones, Kohlberg obtiene resultados que muestran una clara desigualdad por género en los estándares de desarrollo moral: las mujeres de todas las edades y condiciones obtienen bajos puntajes que reflejan una débil o muy débil con­ formación valorativa relacionada con los principios de la justicia y la ley.

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En su crítica a estos resultados, Gilligan subraya que ellos obe­ decen a las limitaciones intrínsecas del instrumento de Kohlberg y no a una inferioridad moral de las mujeres, en la medida en que, precisamente, el código de mediciones excluye de toda con­ sideración ética aquellos valores respecto de los cuales las muje­ res configuran su yo moral. En otras palabras, el reclamo de Gilligan va en contra de la tradición ética ilustrada que resta todo estatuto moral a los valores engendrados en el interior de la domesticidad, tales como la responsabilidad, la vinculación y la solidaridad, para considerar exclusivam ente los anejos a la noción de individuo abstracto. Para apoyar su crítica, la autora vuelve sobre algunos de los estudios de Kohlberg y realiza otros nuevos bajo la luz de un código de interpretación distinto que tome en cuenta tanto la éti­ ca de la justicia como la que habrá de llamar ética del cuidado. Esta última noción está inspirada por las tesis de Nancy Chodorow, entre otras, quien construye una peculiar interpretación psicoanalítica de la constitución de identidades de género. Según Chodorow, la identidad genérica se ve impactada por el hecho de que, al asignar la sociedad papeles sexuales diferenciados, son las madres quienes se hacen cargo, casi por entero, de la crianza y el cuidado de las y los infantes. De acuerdo con esta autora, esto produce inevitablemente que los niños, al constituir su identidad como varones por diferencia con la madre y no contar con el padre para establecer lazos de cercanía con su propio sexo, asocien masculinidad con separación y ruptura de vínculos estrechos. Por oposi­ ción, las niñas aprenden a ser m ujeres identificándose con la madre, con quien no se ven precisadas a rom per los estrechos lazos de afecto y cuidado que las unen, sino que, por el contrario, asociarán la afirmación de su feminidad con las relaciones íntimas y la responsabilidad hacia las personas cercanas (Cfr. C hodo­ row, 1978). Recuperando esta tesis, Gilligan asume que el desarrollo de la identidad fem enina en estas condiciones es incom patible con la asunción de un código moral que privilegie los valores de la ley

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y la justicia abstractas en la medida en que éstos son valores que requieren una clara noción del yo como un individuo separado e independiente. Tal noción sólo puede obtenerse a partir de una experiencia masculina. Gilligan sostiene que tanto los instrumen­ tos de medición del desarrollo moral como la propia noción de normalidad en este terreno, lejos de estar diseñados para crear un patrón universalista que dé cabida a las diferencias, responden sólo a las características de un grupo específico: Los problemas de las mujeres para cuadrar en los modelos existentes de desarrollo humano, pueden estar apuntando un problema en la representación, una limitación en la concep­ ción de la condición humana, una omisión de ciertas verdades sobre la vida. (...) Al adoptar implícitamente la vida de los hom bres como la norma, (los teóricos de la psicología) han intentado vestir a las mujeres con ropas masculinas (Gilligan, 1982: 2, 6).131 El supuesto de Gilligan no es que hombres y mujeres tengan por naturaleza códigos morales diferenciados, sino que la forma­ ción de las identidades femeninas y masculinas en ciertos contex­ tos propicia cierto tipo de experiencias diferenciadas que con­ ducen a la adopción de esas visiones éticas. En este caso, al estar basada en una peculiar elaboración del trabajo de Chodorow, la concepción de Gilligan sobre la experiencia no parte del cuerpo sexuado (como en el caso de Irigaray), sino de un proceso de cons­ titución de identidad de género producido en un cierto marco de relaciones parentales. Este desplazamiento permite, en principio, eludir muchos de los problem as planteados por el enfoque del feminismo irigariano, pero no deja de enfrentarnos con diversas tensiones. Además, debemos admitir que las intenciones explíci­ tas que Gilligan señala en la introducción a su texto se ven contra­ riadas tanto por el propio desarrollo del mismo como por análisis posteriores. 131 Las citas de este texto se hacen según nuestra traducción libre del original en inglés.

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El prim er problem a se relaciona con el contexto expresa­ mente ético del trabajo de Gilligan. La investigación de nuestra autora, enfocada com o está al tem a del desarro llo m oral, se expone implícitamente a la necesidad de definir qué es lo moral­ mente válido y qué no lo es. En efecto, si tomamos los aportes de su investigación al pie de la letra, podremos concluir que la lla­ mada ética del cuidado debe ser considerada moralmente tan váli­ da como la llam ada ética de la justicia. Pero, ¿qué elem entos aportan esta validez? Si se argumentase simplemente que la ética del cuidado es válida porque está integrada por valores derivados de la experiencia real de las mujeres, nos encontraríamos de nuevo frente a un procedimiento de sublimación de valores femeninos no sólo arbitrario sino esencialista. No obstante, este tipo de razo­ namientos siguen encontrando defensoras entre diversos grupos de pensadoras y militantes feministas. A pesar de sus intenciones expresas, el trabajo de la propia Gilligan puede dar origen a esta lec­ tura y conducir con ello a concluir, por ejemplo, que las mujeres son “mejores” moralmente que los hombres. Por mucho que el punto de partida se haya desplazado del cuerpo a la formación de identidad, el tratam iento dado a la inform ación recabada por nuestra autora desemboca prácticamente en el mismo tipo de lógi­ ca que caracteriza al discurso feminista francés. Tal lógica, debe­ mos insistir en ello, está entrampada en una confusa consideración de la feminidad: tanto si ésta se entiende como ineludiblemente producida por la vivencia del mundo desde un cuerpo de mujer como si se sostiene que es el efecto de un proceso de construcción de la identidad de género en el marco de ciertos patrones cultura­ les para luego olvidar las consecuencias de este razonamiento. En efecto, el problema con el trabajo de Gilligan es que la decla­ ratoria antiesencialista formulada en las primeras páginas de In a Different Voice se toma inocua cuando su análisis ignora las con­ secuencias que se derivan de ella para elaborar un discurso que empata perfectamente con la lógica esencialista. Otra de las formas que reviste la reflexión sobre ética femi­ nista a partir de la categoría de experiencia supone un modo dis­

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tinto de sublimación de los, así llamados, valores femeninos. Esta segunda idea no centra sus esfuerzos en la reivindicación de la ética del cuidado: más bien considera que el feminismo no puede pretender fundar una ética en el sentido tradicional porque tanto los códigos morales en curso como las concepciones teóricas que los analizan son irremediablemente patriarcales. Para Joyce Treblicott (1991), por ejemplo, las propias reglas de la teoría son patriar­ cales porque obedecen a procedimientos como la universalización y la coherencia interna que son ajenos a la experiencia femenina. Las mujeres no pueden a la vez romper con la subordinación y sujetarse a normas (teóricas o éticas) que modelan necesariamen­ te un mundo masculino. En cambio, deben construir formas espe­ cíficas de comunicación e interacción que tengan el sello femeni­ no. En este sentido, la autora piensa que una teoría feminista sólo puede concebirse como el resultado de contar las experiencias personales vividas desde la opresión. Esto, desde luego, produce un resultado fragmentario, pero, en su opinión, la teoría feminista no tiene por qué ser universal. Por la forma como se identifican quienes hacen teoría, ella prefiere hablar de “contar historias” en vez de “teorizar”. Del mismo modo, en lugar de hablar de ética, prefiere hacerlo de “ética del método” feminista o lésbico, es decir, para ella es bueno que mujeres cuenten sus historias. Como vemos, la posición de esta autora concuerda con las conclusiones a las que podemos arribar desde la lectura de Iri­ garay y otras feministas francesas: el discurso femenino, derivado de una experiencia específica, es múltiple, fragmentario, no puede organizarse como Uno y, en consecuencia, no es susceptible de con­ figurar ni una teoría ni una ética. Es curioso observar que la no­ ción de ética feminista queda reducida para esta autora a la idea de lo que es bueno para “mujeres” 132 dejando fuera de la conside­ ración ética la dimensión normativa, que establece juicios sobre la validez y congruencia morales de las relaciones sociales. 132No “las mujeres”, porque esta lógica se revela contraria necesariamente a la gene­ ralización: cuando más se puede hablar de (algunas) “ m ujeres” que cuentan historias siem ­ pre peculiares.

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Las evidentes tensiones que se producen entre una lógica como ésta y la formulación de una propuesta ética llevan a otra autora seguidora de esta corriente a cuestionar directamente la viabilidad de una ética feminista. Marilyn Frye (Frye, 1991) denun­ cia tam bién que desde el fem inism o se cae frecuentem ente en hábitos de acción e interacción que expresan los valores del patriar­ cado aun cuando intente generarse una ética nueva, feminista. Desde su punto de vista el problema radica en que el propio planteamiento de la necesidad de una ética revela la introyección de una visión patriarcal. En efecto, según Frye, toda ética responde a cierta situación de poder: los hombres crean una idea de bien y mal para manipular a las mujeres obligándolas a actuar de acuerdo con las conveniencias de su sistema de dominación. Según podemos de­ ducir de su discurso, la ética está también reducida a la dimensión privada de lo bueno, y en esa medida se pregunta ¿por qué querría una mujer ser buena? Las mujeres pretenden responder con códi­ gos de bondad a la opresión que han sufrido, pero se ven entonces atrapadas en un proyecto de ser buenas que es fundamentalmente defensivo e intrínsecamente autodenigratorio. Las mujeres pueden ser buenas y entonces merecer o acceder a los derechos, privilegios y la seguridad garantizada a los ciudadanos (hombres) como un de­ recho de nacimiento. Este sigue siendo el proyecto de muchas éticas feministas. Siguiendo esta lógica, y para cuestionar esas supuestas pre­ tensiones de “muchas éticas feministas”, Frye asegura: “Muchas m ujeres de otras subculturas en los Estados Unidos no tienen oportunidad de ser ciudadanas y, por lo tanto, no están preocu­ padas por ser buenas” (Frye, 1991: 57). Vemos reaparecer aquí en lenguaje ético el mismo tipo de reflexión que ya hemos referido antes como inscrito en la lógica crítica del romanticismo. Para las dos autoras citadas la ética y la teoría que critican están claramente identificadas con el proyecto universalista ilustrado-liberal. Aunque sus cuestionamientos no lo refieran explícitamente, las alusiones a la unicidad de la teoría, a

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las pretensiones de coherencia interna y a la relación entre el se­ guimiento de la norma moral y el estatuto de ciudadanía, nos re­ velan claram ente cuál es el concepto teórico-ético que juzgan masculinista y patriarcal sin remedio. Frente a él, nuestras autoras responden con argumentos que ya nos son familiares: las mujeres y lo femenino no pueden (ni deben) intentar su incorporación en la categoría de sujeto autónomo o de ciudadano porque estas cate­ gorías, pretendidamente neutras y universales, han sido en realidad modeladas a imagen y semejanza del ser masculino. La alternati­ va parece más radical que la propuesta por Carol Gilligan: lo bueno radica en asumir el carácter disperso e infinitamente diferenciado de lo femenino y las mujeres; hacer hablar a cada una sin pretender que nadie más saque lecciones sobre ese discurso, salvo la de la peculiaridad de cada experiencia. En última instancia, se extiende una carta de defunción tanto para la ética como para la política feministas, pues ¿cómo plantear un proyecto emancipador (o va­ rios) para un sujeto inaprehensible e, incluso, indecible? Una propuesta más interesante en este sentido podemos encon­ trarla en el trabajo de Graciela Hierro. La obra de esta filósofa se orienta también a pugnar por construir una ética feminista enten­ dida como femenina, es decir, como emanada de una experiencia vital de las mujeres que, tomando en cuenta sus propios intereses -definidos a partir de una autonom ía construida justam ente en contestación a los modelos de vida patriarcales-, diseñe sus pro­ pios valores morales. Estos últimos, no obstante, lejos de estar en consonancia con la lógica del cuidado, deben partir, según Hierro, de la reivindicación del placer femenino. De este modo, la ética femenina se identifica con una dimensión hedonista de la experien­ cia femenina que, sin lugar a dudas, resulta transgresora de los modelos de feminidad tradicional (Cfr. Hierro, 1985 y 1995). Por otra parte, la propuesta de esta autora tampoco empata con la no­ ción irigariana que hace depender el placer femenino, y la propia subjetividad de las mujeres, de la peculiar configuración de los genitales, con lo cual se plantea, como vimos, una relación bas­ tante mecanicista entre cuerpo e identidad.

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No obstante, aunque encontram os en Graciela Hierro apun­ tes orientados a la construcción de un m odelo de identidad fe­ menina alternativo que permita dotar de contenido específico a la idea de una ética fem enina y feminista, no se encuentran lo sufi­ cientem ente desarrollados com o para resolver las paradojas de fondo que plantea para el fem inism o la reivindicación de la fe­ minidad. Una ética feminista desde la idea de sujeto A pesar de que el éxito de las posiciones arriba comentadas se ha multiplicado en las últimas dos décadas, ha logrado sobrevivir en el feminismo una visión ética y política que aún apuesta por las ventajas ofrecidas por el proyecto de la modernidad a las mujeres, que podrían sintetizarse en el concepto de igualdad: la igualdad natural entre seres humanos garantizada por su definición prima­ ria como sujetos racionales, más allá de las características especí­ ficas que los distingan, garantiza la igualdad de derechos, oportu­ nidades, respeto y consideraciones. En términos éticos y políticos este proyecto representa para el feminismo ventajas importantes derivadas de la defensa de con­ ceptos como autonomía y libertad. Ya antes hemos mencionado que, en ausencia de valores como éstos, resulta difícil sostener la pertinencia de un proyecto político feminista. No obstante, y con todos los cuestionam ientos que puedan m erecer tanto las ver­ siones posmodernistas del feminismo como los supuestos sobre identidad femenina basados en la noción de experiencia, las críti­ cas de corte neorromántico no pueden ser simplemente ignoradas. Los cuestionamientos a los fundamentos epistemológicos y éticos del proyecto ilustrado han sido recuperados por los herederos del rom anticism o, subrayando las debilidades e inconsecuencias intrínsecas a los conceptos iluministas de sujeto, universalidad y razón. Entre otras cosas, estos conceptos han sido criticados por su vacuidad y formalismo; por ocultar tras una pretendida univer­

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salidad la imposición autoritaria de un proyecto parcial, diseñado por unos cuantos e impulsado para unos cuantos. Posmodernistas, comunitaristas y feministas han desarrollado ampliamente las dis­ tintas implicaciones de esa crítica. Sin embargo, no todos los cuestionamientos al proyecto ilustrado-liberal han venido de fuera. Algunos discursos filosóficos que pueden considerarse herederos de ese proyecto han realizado diversas reform ulaciones del m ism o para tratar de salvar lo valioso y responder a las críticas que consideran pertinentes. Entre ellos se encuentran algunos de los más connotados expo­ nentes de la filosofía política de nuestros días, como John Rawls y los constructores de la ética comunicativa: Habermas y Appel, principalmente. Las tesis de estos autores han intentado, de modos diferentes, tanto superar los escollos implícitos en las primitivas nociones ilustradas como desarrollar una lógica ética y filosófico-política que logre adecuar el espíritu iluminista a las complejas realidades ofrecidas por la sociedad contemporánea. Sin embargo, sus esfuer­ zos no han sido lo suficientemente exitosos como para zanjar los problemas apuntados. Esto se hace particularmente evidente para el feminismo que, desde sus distintas corrientes, ha hecho notar la ceguera frente al género de las teorías rawlsiana y de la acción comunicativa. Ante este panorama, ¿qué hace un feminismo que no quiere renunciar a las posibilidades abiertas por la ética ilustrada y, a la vez, no puede dejar de reconocer la validez de muchos aspectos de las críticas romántica y neorromántical La respuesta ha sido conciliar: recuperar el potencial emancipatorio de las tesis neoilustradas a la luz de las reformulaciones críticas que requieren mu­ chos de sus supuestos fallidos. Desde luego, esta apuesta es contraria a las que vimos con autoras como Irigaray o Pateman, quienes considerarían que el propio proyecto de la Ilustración no tiene remedio desde una perspectiva feminista. El reto, para quienes siguen sosteniendo la pertinencia para el feminismo de construir

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una ética desde la categoría de sujeto, consiste en mostrar cómo se puede reconsiderar la lógica universalista racional evadiendo los problemas que ésta presentara en sus orígenes. Veamos cómo se realiza este intento recuperando los esfuerzos de dos filósofas feministas empeñadas en lograr este cometido. La propuesta de Seyla Benhabib procura, en efecto, recuperar las críticas feministas, posmodernistas y comunitaristas al modelo ético-racionalista liberal sin perder el potencial liberador de éste último. Su posición puede interpretarse como una crítica interna al proyecto ético de la Ilustración, es decir, una crítica que parte, ante todo, de las reformulaciones planteadas por la línea interpre­ tativa que va de Hannah Arendt a Jürgen Habermas: ( ...) estoy convencida de que el proyecto de la modernidad sólo puede ser reformado desde dentro de los recursos intelec­ tuales morales y políticos que ha hecho posibles el desarrollo de la m odernidad en una escala global desde el siglo xvi. Entre los legados de la modernidad que todavía necesitan ser reconstruidos mas no totalm ente desm antelados se encuen­ tra el universalism o político y moral com prom etido con el hoy aparentem ente anticuado y sospechoso ideal del respe­ to por cada persona en virtud de su hum anidad; la autono­ m ía moral del individuo; la justicia económica y social y la igualdad; la participación democrática, las más amplias liber­ tades políticas y civiles compatibles con principios de justicia y la formación de asociaciones humanas solidarias (Benhabib, 1992: 2). Según nuestra autora, es importante que todo proyecto ético aprenda hoy de los puntos críticos que han señalado los detrac­ tores del individualismo racionalista. En particular, vale la pena poner atención en tres temas: 1. el cuestionamiento de la razón legislativa-, 2. la idea abstracta y desvinculada de Hombre autónomo; y

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3. la incapacidad de la razón universal para dar cuenta de la multiplicidad e indeterminación de los contextos y situacio­ nes de vida con los que la razón práctica está siempre con­ frontada. Sin embargo, el hecho de que estas críticas deban ser escu­ chadas no significa para Benhabib que deba desecharse sin más todo el legado de la Ilustración, pues ni la pretensión de una razón legislativa, ni la ficción de un yo masculino autónomo desincardinado ni la insensibilidad frente al razonamiento contextualizado constituyen elementos irremplazables de la tradición universalista en la filosofía práctica. “Una defensa postilustrada del universa­ lismo, sin propuestas metafísicas ni engreimientos históricos es aún viable. Este universalismo debiera ser interactivo, no legisla­ tivo. Consciente de la diferencia de género y no ciego a ella, sen­ sible al contexto y no indiferente a la situación” (Benhabib, 1992: 3). Para defender su tesis del universalismo interactivo, Benhabib somete al universalismo ilustrado a una serie de reformulaciones que afectan las nociones mismas de razón, sujeto y sociedad, y el punto de vista m oral. En principio, recuperando la propuesta habermasiana, emprende un desplazam iento desde el concepto sustancialista de racionalidad empleado por los ilustrados hacia una concepción discursiva de la misma. En segundo término, rechaza la noción del sujeto como un yo abstracto y desvinculado, con una caracterización inmutable y transhistórica, para abogar por una visión del yo como un ser humano situado en un contexto histórico-cultural y constituido en una identidad narrativa, que integra tanto las capacidades y acciones presentes y futuras del o la suje­ to como las expectativas, deseos e intenciones que otras/os pro­ yectan sobre ella o él. Por último, con respecto al punto de vista moral, en lugar de ubicarlo como un centro arquimédico, como el punto de partida incuestionable e inamovible, lógicamente anterior a cualquier acción y ubicado indefectiblemente sobre todas ellas, ha de considerarse como un cuestionamiento hipotético, un telón de fondo sobre el que se producen los debates sociales acerca de

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reglas y procedimientos entre personas específicas y en contextos culturales determinados. Hasta aquí, podríamos decir que la propuesta de Benhabib se ajusta sin problemas a las reformulaciones del racionalismo ilus­ trado que pudieran suscribir autores como Appel y Habermas. No obstante, ella va más allá de los ajustes emprendidos por los im­ pulsores de la ética comunicativa cuando los somete, a su vez, a la mirada crítica del feminismo. Sin embargo, para nuestra autora es vital dejar sentado que su crítica feminista a la versión renovada del proyecto ilustrado no se deja seducir por la tentación de asumir un posmodernismo fuerte como, en su opinión, le ha sucedido a muchas otras feministas. Para clarificar la diferencia entre ambas miradas, Benhabib nos muestra cómo su propia crítica se realiza a partir de la noción ética de la reversibilidad de perspectivas y de las posibilidades abiertas por el térm ino arendtiano de pensa­ miento representativo. A través de la aplicación de estos concep­ tos como raseros críticos a las ideas de bien moral defendidas por autores como Habermas, Rawls o Kohlberg, puede demostrarse que la exclusión de una mirada atenta al género no sólo conlleva una falla ética y política, sino, de hecho, una inconsecuencia epistemo­ lógica. Veamos: Como ya hemos indicado, el llamado proyecto de la moderni­ dad se apoyó, entre otras cosas, en un proceso de fundamentación racional de la moral que tuvo como principal objetivo distinguir entre las esferas del interés común, como aquellas en las que resultaba racionalmente válido establecer una norma social, y las del interés individual o privado que, consecuentemente, se conside­ raron intocables por el juicio ético. En otras palabras, la desaparición de un criterio trascendente para juzgar el bien y el mal, el ser y el deber ser, condujo al fortalecim iento de una división tajante entre justicia y vida buena que concibe al ámbito público como el campo de acción natural de la primera, mientras que deja al ám­ bito privado sometido al único juicio de las opciones particulares. Estas asociaciones, que establecen las bases de la ética moderna al proporcionarle una vía de ruptura con el juicio moral tradicional, fincan también los fundamentos de su inestabilidad interna.

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El primer punto débil de esta estructura ha sido señalado tiem­ po atrás por el feminismo: radica en la ambigua e ideológica ca­ racterización de lo público y lo privado. No sólo los límites que dividen a uno y otro ámbitos se mueven constantemente según las intenciones y necesidades del discurso en turno, sino que, sin impor­ tar el número y profundidad de las redefiniciones, la única noción que no se transgrede es la que ubica a lo público como el ámbito del que están excluidas las mujeres. Dicho de otro modo, lo domés­ tico, el espacio femenino por excelencia, ha sido caracterizado por la modernidad como un ámbito de reproducción, ajeno al tra­ bajo, ai poder y a la discusión pública. Al divorciar la justicia de la vida buena y sostener que el juicio ético sólo es pertinente en el espacio público, este discurso ha hecho invisibles las relaciones de poder y dominación que se juegan en el ámbito doméstico, dejan­ do las interacciones familiares absolutamente desreguladas y a sus miembros más débiles indefensos. Pero eso no es todo; también ha hecho imposible pensar en la dimensión moral de la experiencia de aquellas a las que el mismo orden cultural moderno ha dejado fuera de lo público: Mientras que el hombre burgués celebra su transición de la moralidad convencional a la posconvencional, de las reglas de la justicia socialmente aceptadas a la generación de éstas a la luz de los principios del contrato social, la esfera doméstica permanece en el nivel convencional (...) restringida a satisfa­ cer las necesidades afectivas y reproductivas del paterfamilias burgués. (...) Todo un dominio de la actividad humana; el de la crianza, la reproducción, el amor y el cuidado, que en el curso del desarrollo de la sociedad moderna pasa a ser el lote de la mujer, es excluido de consideraciones políticas y morales y relegado al ámbito de la “naturaleza” (Benhabib, 1992: 155). En otras palabras, Benhabib defendería la idea de que una teo­ ría moral que se pretende universalista no puede, sin contradecir sus principios, tanto epistémicos como normativos, excluir de su consideración la experiencia de vida de las mujeres (al menos la

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mitad del género humano) junto con la de todos aquellos grupos que se consideran marginales a la lógica de la razón y la subje­ tividad. Sin embargo, tampoco cree que la salida correcta para el fem inismo sea apostar por la crítica radicalizada de toda ética universalista, sino situar esa crítica en sus justos términos. Para ejemplificar la diferencia entre ambas críticas, nuestra autora propone distinguir entre las versiones fuerte y débil del cuestionamiento posmoderno sintetizado en tres rubros: 1. La primera es la tesis posmodernista de la muerte del Hom­ bre. La versión débil de esta tesis apuesta por un sujeto situado, es decir, no un ente abstracto definido por una razón sustancialista (que, a fin de cuentas, se identifica exclusivam ente con un cierto tipo de hombre), sino una persona ubicada en un contexto de diversas prácticas: sociales, lingüísticas y discursivas. Esta crítica implica la reformulación, pero no el abandono, de los atri­ butos tradicionales del sujeto de la filosofía occidental, como la autorreflexión, la capacidad de actuar de acuerdo con principios, el dar cuenta racionalmente de los propios actos o la habilidad para trazar un proyecto de vida; en síntesis, alguna forma de autonomía y racionalidad. En contraste, en la versión fuerte de esta misma tesis, ninguno de estos atributos puede, bajo ninguna forma, sostenerse: el sujeto pasa a ser solam ente una posición más en el lengua­ je . Este sujeto sujetado no puede ser capaz de tom ar distancia respecto de la cadena de significaciones en la cual está inmerso, de modo que pueda tanto reflejarla como alterarla creativamente. Por todo esto, Benhabib nos asegura que, si bien el feminismo puede y debe adoptar la perspectiva crítica que supone la versión débil de la tesis sobre muerte del Hombre, la versión fuerte es incom­ patible con los objetivos del fem inismo; el sujeto situado y generizado ha sido heterónomamente determinado, pero, aún así, lucha por su autonomía. 2. La segunda tesis posmoderna a la que alude Benhabib es la de la muerte de la historia. En su versión débil, ésta podría ser la apuesta por el fin de las “grandes narrativas” esencialistas y monocausales, que tendría repercusiones teóricas y políticas. En el primer caso, porque los grandes relatos pretendidamente omni-

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abarcantes, han demostrado su inoperancia,133 y en el segundo por­ que el cuestionamiento de todo metarrelato debilita las pretensiones de un grupo limitado de personas de convertirse en representante, im pulsor o intérprete de las fuerzas de la historia. La versión fuerte, que Benhabib identifica en el discurso de Lyotard, propon­ dría el total abandono de una visión histórica de largo plazo que conjunte historiografía con memoria histórica y procure dar senti­ do a los diversos relatos fragmentarios, para dar voz solamente a estos últimos, sin ningún intento por codificar sus voces. Al igual que en la tesis 1, nuestra autora considera que la versión fuerte de la muerte de la historia resulta incoherente con los objetivos fe­ ministas: negar la posibilidad de armar relatos de largo plazo que sinteticen las diversas vivencias y perspectivas implicaría invali­ dar los logros de la historiografía feminista que no sólo ha conse­ guido m ostrar la historia de las m ujeres previamente ignorada y ocultada, sino reconstruir la historia conocida revalorizando las actividades, prácticas, saberes y peculiaridades de las mujeres, tra­ dicionalmente carentes de importancia y de prestigio. 3. Finalmente, Benhabib se enfrenta con el desafío de articu­ lar una reflexión similar de cara a las versiones fuerte y débil de la muerte de la metafísica. La versión débil, cuya formulación, nos dice, ha corrido a cargo de Richard Rorty, sostiene que la filosofía, vista como un metadiscurso de legitimación, puede articular los criterios de validez de la acción y el pensamiento correctos, que serán tomados como punto de partida por otro tipo de discursos. Esta visión contrasta con la versión fuerte, tal com o ha sido difundida, por ejemplo, por Derrida, que, pronunciándose contra la llamada metafísica de la presencia, busca identificar la tradi­ ción filosófica occidental con un espantajo. Frente a este muñeco de paja, convenientemente construido, que supuestamente sosten­ 133A quí Benhabib ejem plifica con la inutilidad de hablar de la esencia de la m ater­ nidad, com o una realidad universal transhistórica y transcultural, o el intento de producir una gran teoría única de la opresión fem enina que dé cuenta del fenómeno en todo tiempo y lugar (Cfr. Benhabib, 1992: 219).

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dría una tesis sustancialista del vínculo entre verdad y realidad, incluso el papel de la filosofía como discurso sobre la legitimidad estaría seriamente cuestionado, condenado de antemano por el estig­ ma de su autoritarismo y de sus (presuntos) presupuestos ortoló­ gicos. Según Benhabib, para el feminismo es fundamental asumir que la crítica social no es posible sin algún tipo de filosofía y que, sin crítica social, el proyecto de una teoría feminista, a la vez com­ prometida con el conocimiento y con los intereses emancipatorios de las mujeres, es inconcebible. Así, Seyla Benhabib nos muestra cómo, desde su punto de vista, las críticas planteadas por el posmodernismo a la modernidad (y a su proyecto ético-racionalista) pueden convertirse en instru­ mentos eficaces en la construcción de una ética feminista siempre y cuando se adopte de ella una versión débil que permita conser­ var aquellos elementos de la definición del sujeto, la sociedad y el punto de vista moral útiles para un proyecto emancipatorio. Con este propósito, ella misma nos ofrece algunas claves teóricas y morales desde las cuales realizar una crítica pertinente del univer­ salismo racionalista. Las primeras ya han sido señaladas aquí: se trata de la adopción de los criterios de reversibilidad y del pensa­ miento representativo. Explicaremos un poco más detenidamente en qué consisten. Cuando Benhabib observa las teorías universalistas, desde Hobbes a Rawls, señala que su idea de universalismo se basa en el principio de la reversibilidad de perspectivas, es decir, una acción o un juicio pueden considerarse moralmente válidos porque se generan en un contexto donde cada sujeto juzga a los demás tan capaces de autonomía moral como él mismo. Sin embargo, como ha sido apuntado diversas veces por el feminismo, estos otros a los que alude la tradición ilustrada y neoilustrada, han sido despo­ jados de concreción a tal punto que señalan a cualquiera y a ninguno(a). La reversibilidad de perspectivas se toma vacua cuan­ do el sujeto sólo ha de considerar al otro en tanto que igual a sí mismo. Este yo conceptualizado a través del velo de la ignorancia

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rawlsiano, al ignorar a los otros como diferentes, está constituyen­ do su propia particularidad en universalidad. Por ello, Benhabib apunta que lejos de llevar a cabo una auténtica reversibilidad de perspectivas, esta visión moral, a la que califica de sustitucionalista, convierte a un tipo particular de individuo en el modelo del sujeto autónomo, excluyendo a todas y todos los demás. Para que se cum­ plan las condiciones de un auténtico universalismo, deben tomarse en cuenta a otras y otros específicos que, precisamente en cuanto difieren del yo, permiten hablar con sentido de la acción moral de colocarse en un sitio distinto del propio para juzgar éticamente las propias acciones y las de los y las demás. En este sentido, el con­ cepto de pensamiento representativo permite pensar que el juicio no es un acto de razonamiento puro sino pensamiento que se anticipa a la comunicación con los otros y juzga a partir de los resultados de ese diálogo imaginario. Con la reformulación de ambos térmi­ nos (reversibilidad de perspectivas y pensamiento representativo), Benhabib imprime una dirección distinta a la ética comunicativa habermasiana, pues, si bien recupera de ésta las nociones de ra­ cionalidad dialógica y conversación moral, también las subvierte en dos sentidos: Primero, porque considera que el diálogo ético-racional que lleva a construir el punto de vista moral no puede ni debe limitarse a juzgar sobre el ámbito de la justicia, sino que precisa incluir el ámbito de la vida buena. Segundo, a diferencia de Habermas (cuyas ideas al respecto resultan con frecuencia ambiguas), no considera que la conversación moral deba suponer el consenso, sino la posi­ bilidad de negociar algún acuerdo. En este punto es evidente que si el diálogo moral no se desarrolla sólo entre otros abstractos (y por lo tanto iguales entre sí) sino también entre otras y otros es­ pecíficos, los consensos perfectos deben ser sustituidos por la vo­ luntad de alcanzar un entendimiento razonable con las y los otros a través de procedimientos abiertos y justos para todo mundo. A este modelo, Benhabib lo llama de universalismo interactivo, por oposición al universalismo sustitucionalista que describimos más arriba.

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Para precisar esta perspectiva, Benhabib entiende que el diálo­ go moral se produce en dos niveles respectivamente caracteriza­ dos por lo que denomina el punto de vista del otro generalizado y el de la otra concreta,134 Mientras el primero nos demanda con­ siderar a todos los individuos como seres racionales, con los m is­ mos derechos y deberes que desearía cada persona para sí misma, el punto de vista de la otra concreta, por el contrario, nos fuerza a considerar a cada uno de los seres racionales como un individuo con una historia, una identidad y una constitución afectivo-emocional concretas. Cuando el yo se pone en el sitio del otro generalizado hace abstracción de la persona concreta, teniendo en cuenta sola­ mente que es un agente racional que habla y actúa, igual que él mismo. Esta relación se rige por las normas de igualdad y reci­ procidad, y sus categorías morales son el derecho y la obligación, como sus sentimientos morales el respeto, el deber, el mérito y la dignidad. En contraste, desde el punto de vista de la otra concre­ ta el yo hace abstracción de lo que constituye lo común, esforzán­ dose por comprender las necesidades específicas, motivaciones y deseos de la otra. La relación se rige por normas de equidad y reci­ procidad complementaria que obligan a las partes a considerar las necesidades, cualidades y demandas concretas de las demás, así como les dan razones para esperar que sus propias demandas y características serán tomadas en cuenta y respetadas. Aquí, las dife­ 134Es difícil traducir este término. En inglés los sustantivos y los adjetivos no están, por lo regular, generizados, de m odo que the concrete other es un concepto que sin duda se puede referir a cualquier persona particular de la cual debam os saber sus características específicas, incluido el género. Sin em bargo, aunque en español debiéramos, en principio, decir el otro concreto para cum plir con la regla de que el género m asculino designa tam ­ bién el conjunto de los m iem bros fem eninos y m asculinos de un grupo, este uso sería claram ente contradictorio con la intención del concepto. En efecto, con esta categorización, Benhabib se propone distinguir entre un térm ino que neutraliza e iguala por la vía de abstraer y uno que perm ite designar no sólo al sujeto de la m odernidad sino tam bién a quienes han perm anecido en sus m árgenes, especialm ente las m ujeres. A sí pues, hablar de otro concreto nos retrotraería a la m ism a operación que se quiere superar: em plear un género que pretende incluir a las mujeres cuando en realidad las ignora. Por razones teórico-políticas hem os decidido, entonces, traducir el concepto desgenerizado concrete other por otra concreta, apuntando que con tal form ulación se alude a todas las personas situa­ das y contextualizadas: no nos cabe duda de que bajo esta fórm ula hacem os m ás justicia al original.

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rencias no son excluyentes: las normas de la relación -privadas más que institucionales- son de amistad, amor y cuidado; sus cate­ gorías morales, la responsabilidad, la vinculación y la colaboración; y sus sentimientos morales, el amor, el cuidado, la empatia y la solidaridad. Benhabib no pretende que el punto de vista de la otra concre­ ta -u n a visión generada en el ámbito de la vida buena- sustituya al del otro generalizado; por el contrario, le parece que las pers­ pectivas de la justicia y la imparcialidad que aquella visión implica son condición necesaria, aunque no suficiente, para el planteamien­ to de una ética universalista consecuente. Si bien el punto de vista de la otra concreta, por sí mismo, no puede constituir un hori­ zonte moral de imparcialidad y justicia, juega un papel impres­ cindible como (...) un concepto crítico que designa los límites ideológicos del discurso universalista. Significa lo no pensado, lo no visto y lo no oído por esas teorías. (...) Debe impulsarse un discurso de lo no pensado para eludir la apropiación de la universalidad por una particularidad no explicitada.135 La propuesta de Alison Jaggar (Jaggar, 1991) comparte con la de Benhabib la lógica de corte universalista (postilustrado) aco­ tada y criticada por consideraciones románticas, es decir, tanto comunitaristas como posmodernas. A pesar de incorporar estas con­ sideraciones, como en el caso anterior el concepto de sujeto (contextualizado y no sustancialista) funciona como el eje rector del pro­ yecto ético feminista. Para revelar su propia postura, Jaggar procede a desbrozar el campo de la ética feminista, integrado por discursos diversos y hasta divergentes. No obstante, en medio de tal pluralidad distin­ 135Esta cita proviene de una versión de este texto previa a la que se incluye en Situating the S e lf (Benhabib, 1992), cuya ficha es: S. Benhabib (1987), “The G eneralized and the Concrete Other” , en Benhabib y Com ell (com ps.), Feminism as a Critique, University o f M innesota Press, M inneapolis, p. 92.

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gue al menos dos premisas compartidas por la que puede desig­ narse como la comunidad feminista. Ellas son: 1. el supuesto de que la subordinación de las mujeres es moral­ mente incorrecta, y 2. el supuesto de que la experiencia moral de las mujeres mere­ ce respeto. Como vemos, ambas premisas, que conforman, según Jaggar, el piso mínimo para la definición de feminismo, pertenecen al dominio moral. Ambas, también, incorporan el supuesto de que existe un colectivo que puede designarse con el término mujeres. Sin embargo, este último supuesto implica diversos problemas tanto teóricos como políticos que se derivan de la definición par­ ticular que se dé a las propias categorías mujer y mujeres. Así, puede apuntarse que una gran porción de las éticas feministas con­ temporáneas parten de (o se hallan en concordancia con) las ideas derivadas del trabajo de Carol Gilligan que, a grandes rasgos, seña­ lan la existencia de un dominio ético femenino producto de la expe­ riencia moral de las mujeres. Los discursos que se estructuran en esta lógica presentan diversos problemas de congruencia, a saber: Primero, aunque es imprescindible que una ética feminista tome en cuenta áreas y temas negados, ocultados o menospreciados por la teoría tradicional, ello no implica que deban bautizarse como temas de mujeres o de ámbitos femeninos. Al hacerlo se comete un error porque se clausura la posibilidad de universalizar la cuali­ dad moral de esos temas y con ello se da carta de legitimidad a la misma lógica sexista que establece una división -ideológica- entre los ámbitos público/masculino y privado/femenino. Si bien los espacios público y privado se viven de diferente manera por hom­ bres y mujeres, las personas de ambos géneros viven conjunta­ mente en ellos. La ética feminista no puede reproducir sino cues­ tionar los principios masculinistas que asignan sitios, prácticas e ideales de conducta diferenciados por género. Por otra parte, al pretender que la ética feminista se ocupe de temas femeninos se ignora que, precisamente, una de las virtudes de la contribución

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feminista a la ética ha sido la de ampliar (y no restringir) las pre­ ocupaciones éticas tradicionales. Esto se ha hecho tanto por la vía de identificar temas éticos previamente no reconocidos como me­ diante la introducción de nuevas perspectivas en tem as éticos tradicionales (Cfr Jaggar, 1991: 86). En segundo lugar, cualquiera que sea la definición de femini­ dad a la que acudamos, es decir, ya sea que se piense como una característica empírica, un ideal social o una asociación simbólica, tal definición ha sido construida inevitablemente en circunstancias de dominación masculina y, en consecuencia, su valor para el femi­ nismo parece muy cuestionable. Por otra parte, si bien la ética feminista no puede ignorar las críticas a la noción sustancialista de la universalidad y debe estar atenta a las peculiaridades de los contextos, debe tener cuidado de no caer en las tentaciones del relativismo ético al que conducen con frecuencia las posiciones comunitaristas, entre otras razones, porque las más de ellas entrañan justificaciones de normatividades sociales francamente sexistas y violatorias de los derechos humanos de las mujeres. El relativismo moral también ha afectado a la ética feminista en otro sentido: quienes cuestionan la validez de proponer Una norma moral de carácter feminista porque discrepan de la supues­ ta uniformidad de las mujeres, parten de preguntas equivocadas y problemas mal planteados. Ciertamente, la ética feminista debe ser sensible tanto al hecho de que hombres y mujeres (como quiera que se les defina) nunca ocupan sitios equivalentes - o no los ocupan de modo equivalente- como al hecho de que las normas de gé­ nero son distintas para diferentes grupos de mujeres, o son las mis­ mas pero afectan de modo distinto. Sin embargo, esto no se opone a que la preocupación fem inista sólo tenga sentido si su objeto son todas las mujeres, aun si debe preocuparse permanentemente por atender a las diferencias entre ellas y ofrecer respuestas es­ pecíficas. De este modo, para Jaggar la ética feminista debe ser univer­ salista, aunque no sustancialista; debe atender (aunque de modo distinto) tanto a lo público como a lo privado; debe señalar expre-

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sámente los prejuicios masculinistas en la ética y la teoría tradi­ cionales; debe revelar (y, en ocasiones, reivindicar) ámbitos y temas ocultados por la ética tradicional, casi siempre por que han sido etiquetados como fem eninos y en consecuencia han sido desvalorizados, pero mostrando que competen a toda la humanidad. No obstante, esta última propuesta no ha de sugerir que la ética feminista adopte un lenguaje supuestamente neutral en términos de género, que no haría sino contribuir a desvanecer la discrimi­ nación y el prejuicio sexistas por la vía de ocultar ficticiamente la desigualdad: ésta debe ser señalada mientras exista. Para lograr sus objetivos, toda ética fem inista -e n tanto se identifique como tal al compartir los objetivos mínimos arriba señalados- debe: 1. Articular críticas morales de acciones y prácticas que per­ petúan la subordinación de la mujer. 2. Prescribir modos moralmente justificables de resistir tales acciones y prácticas. 3. Trazar alternativas moralmente deseables que promuevan la emancipación femenina (Jaggar, 1991: 98). Como se ve, tanto Benhabib como Jaggar intentan realizar una labor conciliatoria entre perspectivas de corte ilustrado y romántico, aunque claram ente el espíritu ético-político de sus propuestas obedece a la perspectiva libertaria desarrollada por el iluminismo. Sin embargo, este intento sigue presentando diversos problemas, probablemente derivados de la manera compleja y pa­ radójica como se han relacionado históricamente el feminismo y las corrientes mencionadas. Como hemos visto, después de un primer pensamiento racio­ nalista y luego ilustrado, el feminismo comenzó muy pronto a dar un sentido problemático a la idea de igualdad. Éste fue incluso el caso de las sufragistas y luchadoras decimonónicas por la igualdad de derechos, pues su defensa de la incorporación de las mujeres al orden público y de la plena garantía de sus derechos como ciudada­ nas comenzó paulatinamente a basarse en un discurso que desvir­

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tuaba los fundamentos mismos de la idea iusnaturalista de igualdad. Efectivamente, ellas mismas cuestionaron, tal como lo hiciera la ideología tradicional, la relación de las mujeres con la razón, apo­ yándose más bien, para justificar sus demandas, en la convenien­ cia de que las cualidades femeninas (en su sentido tradicional, que por supuesto no incluye al raciocinio o la capacidad de autodeter­ minación) ocuparan un lugar destacado en el orden público, en beneficio del conjunto de la sociedad. En este sentido, de acuerdo con el recorrido lógico-histórico que hemos hecho de diversas posturas feministas, parece que la re­ cuperación del espíritu original de la tesis ilustrada sobre la igual­ dad (aunque con profundas modificaciones en sus contenidos con­ cretos) sólo ha sido retomada por una vertiente feminista en este siglo. Esto ha sido posible, en gran medida, gracias a las repercusio­ nes políticas de los desarrollos científicos del propio feminismo que, como vimos en el segundo apartado de este capítulo, permi­ tieron consumar un radical cuestionamiento explicativo a la idea de una femineidad natural o innata. La consecuencia filosófica, éti­ ca y política ha sido la posibilidad de cuestionar la construcción tradicional de la simbólica de los géneros en su sentido necesaria­ mente jerarquizado, e incluso poner en duda la propia necesidad de la existencia del género como referente primario de identidades. Ciertamente, no contamos en la antropología feminista con un de­ sarrollo cabal de esta intuición, y eso deja, para esta vertiente, un largo camino por recorrer. Pero la sola demostración de la no sustancialidad de lo femenino y de la funcionalidad de la simbólica tradicional del género a la reproducción de órdenes culturales no modernos (y a la pervivencia de su lógica en los modernos) abre las puertas a una reconsideración feminista de las ventajas de asumir una versión crítica y revisada de los principios de universalidad, sujeto y razón que fueron el motor de su aparición primera. Como antes señalamos, en un primer nivel, una parte del feminismo de la igualdad ha propuesto, ante todo, la desaparición de los géneros, aunque no han sido muy claros el significado y los alcances de esta operación. Sin embargo, en un segundo nivel, esta vertiente parece

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haber ido dejando progresivamente de lado la preocupación onto­ lógica para centrarse en una discusión en términos más bien polí­ ticos y norm ativos con las defensoras de las tesis posm oder­ nistas. En efecto, en últimas fechas, lo que en algún momento se llamó el feminismo de la igualdad se ha enganchado, como vimos, con diversas propuestas filosófico-políticas a menudo calificadas como neoindividualistas o neoliberales con el propósito de, recuperando críticamente algunas de sus tesis, contestar las posiciones del(os) fem inism o(s) posm oderno(s) y defender la pertinencia de una política y una ética feministas basadas en los principios de la racio­ nalidad. Los argumentos fundamentales en este debate se relacionan con el vacío político que implica para el feminismo la crítica radical de los conceptos sujeto y razón, en los dos sentidos apuntados más arriba, es decir, tanto por la imposibilidad de fraguar una política feminista si el mismo concepto de mujer (o incluso de mujeres) ha sido cuestionado, como por la inoperancia de cualquier esfuerzo político que pretendiera reducirse a dejar en libertad las autodesignaciones infinitas, localizadas y fragmentarias de cada persona femenina. La cara propositiva de este argumento, por otra parte, ha tenido diversas vías de solución. En varias de las más conocidas, incluidas las que hemos tomado como ejemplo, podemos percibir un cierto vacío o punto ciego que entrampa la lógica de su discurso. En efecto, en posturas como las de Jaggar y Benhabib, herederas de la tradición de la igualdad, que buscan la construcción congruen­ te de una ética feminista, encontramos tanto un reconocimiento de los aportes del estructuralismo y el posmodernismo al análisis feminista, a través de su cuestionamiento a una visión esencialista de la identidad y la historia, como una advertencia respecto a los peligros de asumir una versión radical de esos cuestionamientos. El problema básico, desde nuestro punto de vista, surge por una coexistencia mal resuelta entre la asunción de los principios éticos y políticos de una tradición humanista y la aceptación de la crítica que se ha hecho desde fuera a los postulados epistémicos y onto-

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lógicos derivados de esa misma tradición. Es decir, según parece deducirse del discurso de estas - y otras- autoras, la aceptación de la crítica epistém ico-ontológica estructuralista sim plem ente se pone en paralelo con una revisión y actualización de los principios ético-políticos de la modernidad sin resolver una contradicción entre ambas que, en último análisis, debiera llevar a la construc­ ción de una propuesta alternativa del concepto de sujeto. Esta reconstrucción, a la vez que asumir la idea de constitución y pro­ ceso, debe perm itir tam bién pensar los espacios de voluntad y autonomía más allá de la mera especulación sobre su necesidad política para hacer congruente la práctica feminista. En este sen­ tido, creemos que una crítica desde la ética feminista al feminismo posm oderno debe incorporar algo más que una carta de inten­ ciones sobre el sujeto, que señale la necesidad de pensarlo a la vez construido y capaz de ejercer su autonomía. Esto es, debe deci­ dirse por una reflexión seria sobre el proceso de constitución de identidades, y en particular de las identidades de género, que per­ mita dar una salida cabal a este dilema. De R epen sa n d o

c u er po s, sex o s y g én er o s.

e l p r o b l e m a d e l a s id e n t id a d e s

A lo largo de este trabajo hemos sostenido que el tema de la identidad femenina ha constituido un problema para el feminismo desde sus orígenes. Por una parte, la lucha contra la subordi­ nación de las mujeres ha estado permanentemente atravesada por la pregunta sobre el ser mujer, y, por otro lado, las diversas respues­ tas, implícitas o explícitas, que se han dado a esa pregunta parecen cerrar más que abrir horizontes al feminismo. En parte, el proble­ ma, según lo hemos entendido aquí, ha provenido de no prestar atención a que tal problema existe. O, por plantearlo de otra forma, nos enfrentamos con un conflicto engendrado por permitir que el tema de la identidad -tanto si se ignora como si se da por hechosobredetermine nuestro discurso. Qué significa ser mujer es, en efecto, un tema del que se ha hecho depender incluso la viabili­

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dad y el sentido del feminismo como discurso académico y como proyecto ético y político. De este modo, el empeño fundamental de este trabajo ha sido m ostrar cómo y por qué el tem a de la identidad ha estructura­ do los diversos feminismos desde su nacimiento (en sus vertientes teórica, ética y política) y señalar en qué medida su tratamiento ha llevado consigo múltiples paradojas y tensiones. En este sentido, podemos considerar nuestro esfuerzo ante todo como una llama­ da de atención que, al realizarse desde una cierta perspectiva y echando mano de determinados supuestos, define un posicionamiento respecto al propio tema de la identidad y, con él, respecto al de la ética. No obstante, no quisiéramos concluir sin antes agregar a lo que ya se ha dicho sobre la identidad en el primer capítulo, algu­ nas consideraciones finales apoyadas en una breve revisión de las tesis de Judith Butler sobre este tema. Esto, en razón de que en el trabajo de Butler se entreveran varios de los elementos que han articulado el presente texto derivando de ellos, sin embargo, con­ clusiones éticas disímiles a las que extraemos aquí. Por otra parte, amén de que nos ofrece un trabajo serio y sugerente, la obra de esta autora es interesante porque sale de los parámetros con los que, en los dos últimos apartados de este capítulo, hemos distin­ guido algunas trayectorias del pensamiento feminista, incluidas sus conclusiones sobre ética e identidad. Efectivamente, en primer lugar, la preocupación fundamental de Butler gira en tomo al problema de la identidad femenina, y las fuentes en que se apoyará para abordarlo son, por un lado, los auto­ res estructuralistas y postestructuralistas más destacados (LéviStrauss, Lacan y Foucault), y por otro, distintas vertientes del femi­ nismo francés representadas por Wittig y de Beauvoir.136 A pesar de estas coincidencias, no podríamos enmarcar el trabajo de esta autora ni junto al de Irigaray ni junto a la antropología fem inis­ ta estructuralista, aunque converge en algunos puntos con una y 136Aunque Butler hace im portantes referencias a la obra de Luce Irigaray, casi siem ­ pre tienen el carácter de referente polémico.

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con otra. Y, a nuestro parecer, lo que determina las diferencias entre el trabajo de Butler y el de las otras autoras, es el tratamien­ to filosófico explícito aplicado por la primera al problema de la identidad femenina (abordado, además, como problema). Así pues, el punto de partida de la reflexión de esta autora137 puede fijarse en la discusión que sostiene con las implicaciones esencialistas de diversos discursos feministas. El feminismo, nos dice, se ha visto en años recientes enfrentado con un problema político de urgente solución: el concepto de mujer, que tradi­ cionalmente ha sido el eje del movimiento feminista y en nombre del cual tal m ovim iento se ha atrib u id o derechos de rep re ­ sentación, está (cada vez más) lejos de referir a una realidad unita­ ria y aproblemática (Cfr. Butler, 1990b: 1-6). Esta consideración de la idea de mujer (o mujeres) como sujeto del feminismo oblitera las profundas distinciones entre quienes proceden de diferente raza, etnia, religión, nacionalidad, posición social, opción sexual o contexto cultural; una negligencia que no se corrige mediante agregados o ejemplos. Parece evidente, pues, la necesidad de abo­ carse a reconsiderar el significado del término mujer y replantear en esa medida sus alcances políticos dentro del feminismo. En esta empresa, Butler regresa sobre los senderos que el propio dis­ curso feminista ha trazado en su elaboración del término citado, es decir, recorre de vuelta los caminos de la definición del género. Su guía, en principio, es Simone de Beauvoir y su afirmación de la diferencia entre el sexo y el género: así interpreta Butler la conocida sentencia de la filósofa existencialista en la que afirma que no se nace mujer, sino que se llega a serlo. Esta formulación implica la convicción por parte de Beauvoir de que el género es una elección, no realizada desde un hipotético antes pregenérico, sino desde una cierta situación corpórea que a la vez incluye y reinterpreta los significados sociales sobre el género (Cfr. Butler, 1990b: 198). Podemos pensar, en este sentido, que las normas 137Para este breve repaso de las tesis de B utler sobre la identidad nos apoyam os sobre todo en dos textos: G ender Trouble (1990b) y su artículo “V ariaciones sobre sexo y género” (1990a).

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culturales no preexisten llanamente al cuerpo, porque sólo toman cuerpo a través de él; pero en este mismo proceso las normas sobre el género son otra cosa porque son interpretadas desde la situación (a la vez locus y proceso) específica de una cierta cor­ poreidad. A través de esta idea del cuerpo como situación, De Beauvoir se opone a la concepción del cuerpo como sexo que ha sido recurren­ temente invocada en la apreciación de un mundo humano escindi­ do entre mente y cuerpo. Esta vieja idea apoya la división entre un Yo (social y, por tanto, identitario) masculino que da vida a una conciencia trascendente, y un Otro femenino, que no es nada más que cuerpo y sexo. Así, la propuesta del género como elección desnaturaliza al cuerpo y abre la posibilidad de desplazar la iden­ tidad femenina fuera de la órbita de la sexualidad. Sin embargo, Butler advierte que esta operación deja sin resol­ ver diversos problemas inherentes a la conceptualización del cuerpo, del género y de la relación entre ambos. Por ejemplo, si hemos con­ cluido que el género es una construcción cultural (y, siguiendo a De Beauvoir, personal), si el cuerpo es un cuerpo en situación, ¿dónde quedan la naturaleza y el sexo? ¿Debemos afirmar, como lo hizo en algún momento Sherry Ortner, que el sexo corresponde a la natura­ leza como el género corresponde a la cultura? Y, en último término, ¿qué papel ocuparía el sexo en la constitución de identidades? La asociación feminista entre sexo y naturaleza ha generado, sin proponérselo, una lógica de legitimación del discurso de dominación masculina al continuar reproduciendo la idea de un telón de fondo prediscursivo al cual se refiere necesariamente el discurso. Es decir, la idea del sexo natural se inscribe en la división dicotómica del mundo (interpretada por Butler como fruto de la racionalidad uni­ versal) que sacraliza la distinción entre dos sexos, que luego se consideran punto de partida para construir la división cultural entre los géneros. El resultado salta a la vista cuando constatamos la imposibilidad de imaginar algo distinto a la oposición tradicional entre los géneros femenino y masculino con sus correspondencias identitarias encamadas en los términos hombre y mujer. Así pues,

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la construcción discursiva del sexo como un referente legitimador prediscursivo se opone al propósito de pensar al género (es decir, a la propia identidad) como proyecto; no se puede siquiera consi­ derar la propuesta de una proliferación de los géneros cuando no podemos imaginar nada que esté más allá del referente binario. La crítica del modelo dicotómico es fundamental en una crítica a los referentes de identidad al uso en tanto que ha sido precisa­ mente este modelo el que ha permitido naturalizar la imagen de lo femenino y las mujeres como la Otredad. Sin embargo, lo dicho más arriba nos permite ver que no basta con criticar al género: hay que cuestionar al sexo mismo. Para realizar esta empresa, Butler nos señala, siguiendo a Wittig, que la supuesta naturalidad de la divi­ sión sexual entre masculino y femenino está irremediablemente ligada a una concepción dicotómica del deseo que normativiza la heterosexualidad. Con ello se muestra que los referentes de iden­ tidad que deben ponerse en cuestión no se limitan al género, sino que se extienden a los cuerpos, el sexo y el deseo. Butler nos propone acudir a Foucault para encontrar las herra­ mientas que nos permitan llevar adelante una crítica consistente de este fenómeno. En particular, la autora recupera la noción foucaultiana del modelo jurídico del poder para mostrar que el femi­ nismo ha sido con frecuencia víctima de sus propias categorizaciones. Es decir, Foucault denuncia por improductiva una visión puramente negativa del poder que lo concibe sólo como la acción de sometimiento de los opresores sobre los oprimidos, y se propo­ ne explorar las potencialidades productivas del propio poder. En este movimiento muestra cómo la reproducción de aquel modelo jurídico de interpretación dicotómica del poder juega un papel crucial de autofundamentación al establecer su propia estructura como un principio prediscursivo (y por tanto incuestionable). Como respuesta, Foucault lleva a cabo una reconstrucción genealógica del poder que permite pensarlo fuera de los cánones establecidos por el modelo jurídico y produce el resultado inmediato de su pul­ verización: los poderes que proliferan polim orfos muestran su papel en la producción de relaciones sociales y permiten cuestio­ nar los propios fundamentos de su legitimidad inamovible.

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Butler se propone, pues, llevar acabo una operación similar con los géneros, lo cual involucra los cuerpos, los sexos, el deseo y las identidades. Para ello, propone radicalizar la genealogía foucaultiana que deja intocada la premisa de los cuerpos. Es decir, Butler propone realizar una genealogía también del proceso mediante el cual los cuerpos aparecen como entidades inertes que serán objeto de la significación. Todo ello conduce a un mismo objetivo: cues­ tionar no sólo los límites del género, sino también los del sexo; preguntarse por los contornos significativos del cuerpo sin partir de las verdades, pretendidamente prediscursivas, ofrecidas por el dis­ curso del poder como fundamento de su autolegitimación. Para consumar esta genealogía, para des-ontologizar el discurso sobre el sexo (y los cuerpos, los géneros, los deseos y las identida­ des), Butler recurre a la noción de performatividad. Las acciones y los gestos que comúnmente consideramos expresión de nuestro género, de nuestro sexo, de nuestra esencia, pasan a ser percibidos como una fabricación (Butler, 1990b: 136). El ser del género y el sexo es en realidad una actuación, en el doble sentido de una representación y de una realización en acto (por ello la definición identitaria no es nunca estática sino siempre fluida). Pensar el género y el sexo como performativos también le da oportunidad a Butler de explorar las posibilidades de su decons­ trucción a través del desdibujamiento de los límites. Los límites que perfilan las identidades expulsan todo elem ento amenazante o que, una vez expulsado, sirve como referencia de la alteridad. Butler señala que las prácticas homosexuales representan (en el sentido histriónico) constantemente la transgresión de los límites estable­ cidos por los códigos binarios a través de la modificación de los cuerpos (en el trasvestismo, el transexualismo, la propia relación homosexual) y el intercambio no convencional de fluidos. Sobre esto último, se analiza cómo los fluidos forman parte de los lími­ tes constitutivos del afuera configurador de identidades al conside­ rarse como lo abyecto. Lo abyecto debe ser expulsado del cuerpo para definir el cuerpo propio por oposición a lo que, al abandonar­ lo, se ha convertido en su Otro. En el amor homosexual, y en muchas

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otras formas de amor no convencional, lo abyecto forma parte de la propia relación: no define a sus participantes por su expulsión, sino por su incorporación. Así, las definiciones identitarias de hecho se actúan, son performativas, tanto si responden al código binario como si lo cuestio­ nan. El reto consiste en interpretar correctamente estos datos a fin de desesencializar radicalmente el concepto de mujer y desplazar la pregunta por la identidad femenina, la compulsión por encontrar una definición unitaria de mujeres como referente político del femi­ nismo. Como puede verse, la concepción sobre la identidad que trata de pensarse en nuestro trabajo coincide en muchos puntos con la teoría de Butler (a cuya complejidad no hace justicia el breve exa­ men que ofrecemos aquí). Sin embargo, creemos que tan impor­ tantes como las coincidencias son las discrepancias que podríamos tener con esta autora en lo que se refiere a las conclusiones éticas y políticas que deriva de sus tesis sobre la identidad. Ante todo, creemos que, al tomar como punto de partida para su análisis la crítica al uso esencialista del concepto de mujer por el feminismo, Butler confunde dos tradiciones irreconciliables. En efecto, en sus consideraciones introductorias a Gender Trouble, nuestra autora se declara crítica de ese esencialismo representado, según nos informa, por el feminismo humanista, al que piensa en sintonía con los principios del liberalismo clásico. Esta aprecia­ ción se justifica porque es precisamente la noción contractualista la que supone la asunción prevaleciente de la integridad ontológi­ ca de un sujeto anterior a la ley, al igual que el sujeto mujeres se concibe unitario y previo a su representación política por el fe­ minismo. De este modo, Butler relaciona el esencialism o fem i­ nista con la tradición universalista y considera a sus defensoras culpables de asumir que el término mujeres denota una identidad común. En contra de esta consideración, en este trabajo hemos trata­ do de sostener que la idea esencialista de la mujer y de lo femeni­ no está construida a contrapelo de (y no en consonancia con) la lógica conceptual que se encuentra en la base del proyecto uni­

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versalista ilustrado. Si es cierto que, como han apuntado Fraisse y Valcárcel, la naturalización de la subordinación femenina (efecto de la esencialización de las mujeres) se ha producido como efec­ to perverso de la democracia, esto indica que, en su sentido recto, las premisas de la universalización fundamentan lo contrario. En parte, el error de Butler y de otras críticas feministas a los supuestos normativos del proyecto ilustrado radica, a nuestro entender, en no considerar que la crítica a la noción de sujeto (por masculinista, desincardinado, autoritario...) no tiene por qué impli­ car la pérdida de sus potencialidades, ya no sólo éticas, sino epis­ tem ológicas, para el feminismo. Por su carácter conceptual, el sujeto nos permite desplazar la idea de mujeres de la lógica simbó­ lica: si las identidades son construidas discursivamente, lo mejor para desencializar su percepción es que las constricciones norma­ tivas del discurso social se reduzcan al mínimo. En este sentido, un planteamiento ético y político consecuentemente universalista supone la posibilidad de contar con referentes conceptuales para las percepciones identitarias que den cabida a la flexibilización so­ cial del discurso sobre los sexos y los géneros. Quizá esto plan­ tearía una salida a la proliferación de los géneros que sugiere Butler pero libre de los tintes voluntaristas que su propio discurso le impone.

Conclusiones

central que hemos perseguido a lo largo de este trabajo ha sido mostrar que buena parte de las dificultades enfrentadas por los distintos feminismos cuando se trata de hacer un planteamiento ético se deben a la forma como asumen, implíci­ ta o explícitamente, el problema de la identidad femenina. Cuan­ do se parte de una concepción de lo femenino y el ser mujer acorde con la construida por órdenes culturales basados, en gran medida, en la subvaloración de lo femenino y la subordinación de las mujeres, difícilmente podrá un proyecto de ética feminista cumplir una tarea emancipadora. No cabe duda, sin embargo, que cualquier intento por superar esta contradicción presenta dificultades enormes. En primer lugar, porque ningún feminismo puede -ni debe- evitar partir de las muje­ res realmente existentes: personas cuya identidad sigue estando en buena medida constituida en referencia a una simbólica subor­ dinante, y cuyas prácticas contribuyen a reproducir un orden de dominación sexista. En esa medida, es comprensible que el femi­ nismo en general haya dedicado gran parte de sus esfuerzos a mostrar el mundo femenino, a sacar de la oscuridad y la irrelevancia los ámbitos femeninos y las vidas de las mujeres. Sin embar­ go, por medio de este ejercicio reiterado se ha llegado a un calle­ jón sin salida, pues la preocupación por valorizar un m undo tradicionalmente despreciado ha rebasado a la necesidad de redefinir unos parámetros de identidad que son estructuralmente funcio­ nales a un orden de dominación. l o b je t iv o

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El segundo problema radica, desde luego, en cómo hacer esto, cómo redefinir ya no el concepto de feminidad, sino la propia sim­ bólica de los géneros. Cuando Gayle Rubin proponía la desapari­ ción de los géneros ponía el dedo en la llaga: si la modernidad com o orden cultural racionalizador trastoca la lógica binaria y jerarquizadora de los órdenes tradicionales, la generización del mundo (su apropiación significativa en términos de lo femenino y lo masculino) puede y debe ser cuestionada por entero. Desde luego, la dificultad que implica una tarea como ésta es enorme, ante todo porque atenta contra las certezas (imaginarias) que hacen viables las identidades. Es decir, si el género ha funcio­ nado como referente primario de identidades, esto implica tam­ bién que se ha constituido en el núcleo duro de la subjetividad, aquel conjunto de representaciones que hacen al o la sujeto tener la cer­ teza de su propio yo. Se entiende, pues, que un discurso social que atente contra la (auto)percepción genérica se lea como una ame­ naza a la propia constitución identitaria. No obstante, y a pesar de todas las resistencias, el proceso de racionalización ha dejado su impronta en las identidades de gé­ nero. Con todo y sus reivindicaciones sublimadoras, aun los femi­ nismos que apuestan por la diferencia han contribuido a la deses­ tabilización de las ideas tradicionales sobre los géneros. No sólo eso: las transformaciones de todo tipo sufridas por el orden mun­ dial en los últimos años han llevado a muchas interpretaciones a decretar una vuelta atrás en el proceso de m odernización cultu­ ral -aunque no económica-. Sin embargo, creemos que la crisis de la razón, expresada en la aparición de las llamadas tendencias posmodernas, obliga a pensar en proyectos políticos alternativos que tomen en cuenta tanto el fracaso de los “grandes paradigmas” como la fragilidad de las subjetividades y su consecuente búsque­ da perm anente de certidum bres y referentes organizadores que restituyan el sentido de la vida. En nuestro caso particular, el reto consiste en pensar, en este contexto, una filosofía política en función de las mujeres; un suje­ to colectivo cuya definición misma no parece muy clara de acuerdo con las tendencias trazadas a futuro desde las sociedades modernas.

CONCLUSIONES

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El acceso progresivo de las mujeres al espacio público es un hecho, más que relevante, sobresaliente, que no puede ser ignorado en el recuento de las vertiginosas transformaciones que definen el rostro de la convivencia social en el m undo contem poráneo. Sabemos, sin embargo, que tanto las condiciones de ese acceso como sus consecuencias se han dado en circunstancias complejas y polivalentes que nos impiden afirmar, sin más, que la presencia femenina fuera del ámbito doméstico sea reflejo de que las muje­ res en occidente hemos alcanzado plenamente la otrora llamada “emancipación” . Y esto no se debe sólo a que, con todo, la presen­ cia femenina en los mundos de la política, la economía formal y los ámbitos civil y cultural, por citar algunos, siga enfrentando grandes obstáculos, ni al hecho objetivo de que, pese a que encon­ tramos mujeres en todas partes, las encontramos poco. El problema es más de fondo que de grado. Es decir, no se trata de que se plantee difícil y tortuosa la conquista fem enina de lo extradom éstico porque ésta sea reciente y deba, en esa medida, ir venciendo iner­ cias “naturales”. Por el contrario, lo que salta a la vista es que, a cada paso y en cada espacio, la presencia de las mujeres fuera de su casa es destacada justamente como femenina, se le atribuye, no importa cuán extendida esté, un carácter especial. Y esto empeora mien­ tras más jerarquía o más prestigio implica la posición que una mujer o un grupo de mujeres ocupa. Cuando, por ejemplo, se ataca a una mujer en la política, sus enemigos, de forma más o menos abierta pero siempre contun­ dente, utilizan en primer lugar su condición de mujer. La fem i­ nidad, en no pocas ocasiones, se trata como un defecto, un proble­ ma, una anormalidad. En el terreno del arte y la cultura, se suceden las discusiones acerca de si hay una expresión específicamente femenina o no; en el mundo empresarial, las mujeres siguen bus­ cando ganar espacios argumentando con frecuencia que su condi­ ción no les impide mandar y organizar, sino que les hace mandar y organizar de otra manera. Por todas partes vemos multiplicarse los argumentos en pro y en contra de la participación pública de

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las mujeres que se centran en aludir a lo perjudicial o conveniente de su peculiaridad, es decir, de lo que se supone conlleva el ser mujer. En este sentido, lo que nos interesa subrayar es que la con­ quista de espacios sociales por las mujeres, sobre todo la que se ha producido en el siglo xx, se ha visto obstaculizada y entram­ pada fundamentalmente por la percepción social y la autopercepción de lo que significa ser mujer. Y esto ante todo porque, como hemos tratado de mostrar en el cuerpo de este libro, ese significa­ do resulta contradictorio con la construcción simbólico-discursiva del espacio público moderno: Su lógica intrínseca resulta frontal­ mente contradictoria con la idea de feminidad construida en pa­ ralelo, y con referencia a la cual se constituyen identitariamente las mujeres en nuestras sociedades. Al margen de lo que ya argumentamos antes al respecto, nos gustaría añadir algunas reflexiones sobre cómo, en el debate con­ temporáneo feminista, se está entendiendo esta relación y sus conse­ cuencias para la participación política de las mujeres. Un primer problema que enfrenta la teoría política feminista de hoy en día es, justam ente, la definición misma del espacio público y su oposición con el privado. Al respecto, Nancy Fraser, entre otras, ha procurado hacer una recuperación crítica de algunas tesis de Habermas para mostrar los problemas implícitos en seme­ jante definición. Esta autora considera que la conceptualización habermasiana de la división de espacios sociales en el mundo moderno resulta muy superior y considerablemente más útil que otras propuestas al uso, en la medida en que permite hacer un análisis más pulcro y menos ideologizado de las diferentes lógicas y pautas de fun­ cionamiento que caracterizan a las acciones sociales en las socie­ dades complejas. Así, en lugar de hablar simplemente de la diferencia entre lo público y lo privado, empleando una división extremadamente vaga y confusa que permite cambiar convenientemente de sitio el

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límite según las necesidades, casi siempre ideológicas, del momen­ to, Habermas propone cruzar estos términos con los de mundo sistémico y mundo de la vida, para obtener así una geografía social mucho más precisa. Por este método, podemos dar cuenta con claridad, por ejemplo, de que no todo lo que no es doméstico es público y, atendiendo a la otra cara de la moneda, de que el mundo privado, lejos de ser homogéneo, se rige por más de una lógica y atiende a diversos tipos de interacción social. En efecto, en el cruce del mundo pú­ blico con el sistémico, Habermas ubica a las grandes estructuras del Estado, mientras que en la conjunción entre ese mismo público y el mundo de la vida tenemos a los espacios cívicos de participa­ ción social. Por contraste, donde se intersecan el mundo sistémico y lo privado encontram os las grandes estructuras económicas, y en la reunión del mundo de la vida con el ámbito privado podemos distinguir tanto al trabajo como labor individual como al espacio doméstico. Aunque en principio Fraser reconoce la utilidad de la clasifica­ ción habermasiana, indica con toda precisión sus fallas, las mayores de las cuales descansan en la ceguera del autor respecto de las rela­ ciones de poder entre los géneros y cómo afectan a la definición de los diversos espacios a partir de acciones y supuestos que repro­ ducen la desigualdad. Ahora bien, para el tema que aquí nos ocupa, lo principal es tomar en cuenta que la definición del espacio público, complejizada por el cruce con los mundos de la vida y sistémico, no se opone a la definición del espacio privado de manera simple, sino que, en todo caso, se le enfrenta de modos variables y diversos. En primer lugar, debemos señalar que entre todos los espacios que delimita Habermas, el que resulta del cruce entre el mundo de la vida y el espacio privado es el más conflictivo. Esto en la medida en que en este cuadro se plasma la convivencia de dos esferas de acción que están lejos de funcionar, de hecho, a partir de la misma lógica: nos referimos al trabajo privado y al mundo doméstico. Estas dos esferas son distintas en muchos sentidos, aunque, proba­

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blemente, la manera en que se distinguen sea la peor captada por el propio Habermas. Nancy Fraser m enciona, por ejem plo, la incapacidad del filósofo alemán para comprender que el trabajo realizado por las mujeres en la esfera doméstica, de crianza de los hijos, está lejos de tener un carácter exclusivamente simbólico. Hacer sociables a los niños y niñas y reproducir las condiciones de funcionamiento de la domesticidad implica también, si no es que de manera privilegiada, un trabajo material con repercusiones eco­ nómicas de primer orden. Por otra parte, Fraser nos muestra cómo Habermas equivoca totalmente su análisis al despojar artificialmente a la esfera domés­ tica de la incidencia del poder público: la dominación de género que se da al interior de este espacio no sólo marca a la casa y la familia como sitios donde se ejerce un poder vertical y autoritario, sino que, según nos muestra una observación más cuidadosa, las condiciones de ejercicio de ese poder están dadas justamente por las fórmulas de organización de la comunidad política en su con­ junto. En efecto: el poder masculino, en torno al cual están por entero diseñadas la casa y la familia, se sanciona y reconoce en el espacio del poder político. Aún más: podemos agregar que, tal y como ha sido construida la propia noción de comunidad política en la modernidad, siguiendo en buena medida el diseño de la Polis griega consignado por Aristóteles, el acceso al mundo político en condiciones de igualdad y equivalencia sólo está garantizado para aquellos que son jefes de familia, es decir, que ejercen un poder vertical y autoritario en el marco doméstico. Efectivamente, como ya señalábamos en el primer capítulo, tanto en el modelo heléni­ co como en el que se construye en occidente a partir del siglo x v i i , la lógica de intercambio horizontal entre individuos libres e iguales que se tom a como supuesto para la legitim ación de un orden político racional tiene como condición de posibilidad la existen­ cia de un espacio extrarracional regido justamente por la noción contraria, esto es, por el supuesto de la desigualdad natural, de la no equivalencia, de la jerarquía, que coloca, de entrada, a los va­ rones, en tanto varones, como los amos naturales de las mujeres,

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los hijos y los sirvientes. Es por esto que Celia Amorós califica al espacio doméstico como un enclave de naturaleza en la sociedad política. Pero, siguiendo con este razonamiento, la vida política -enten­ dida aquí como com unitaria- no es llanamente homogénea, de modo que no podemos sin más decir que la distinción de esferas se reduce a la que existe entre lo político y lo doméstico, como, probablemente, consignara Aristóteles. Como hoy sabemos, en el mundo de la comunidad, entendida como aquella que se distingue de la casa aunque esté soportada por ella, los sujetos actúan de modos diversos y guiados por distintos objetivos. Puede ser que persigan sus intereses particulares en un sentido pecuniario o bien en uno cívico; puede ser también que se ubiquen en la perspectiva de la consecución del bien común y lo hagan también de distintas mane­ ras. En cada caso, no sólo varía el sentido de sus acciones sino, des­ de luego, el marco formal en el cual éstas se desarrollan. Sin embar­ go, sigue habiendo algo que hermana a todas estas esferas y sigue haciendo pertinente que las enfrentem os al mundo doméstico: cualesquiera que sean los móviles y las formas de interacción, el mundo no doméstico en la modernidad está construido (al menos ése es su supuesto) por relaciones entre individuos, es decir, entre sujetos equivalentes que, más allá de sus peculiaridades, acceden a él con un estatuto de igualdad. Por ello, el mundo de la vida privado en el que Habermas quiere hacer caber por igual a la esfera del trabajo oficial individual y al mundo doméstico resulta un concepto inadecuado y obliterador. No da cuenta tampoco del hecho de que el propio término “priva­ do” tiene muy distintas acepciones cuando lo aplicam os a los hombres y a las mujeres. En el primer caso, lo privado remite a pri­ vacidad, intimidad, a lo propio del individuo que no puede ni debe ser interferido ni acotado por la sociedad: es, propiam ente, el espacio de la libertad y la autonom ía del individuo. En cambio, para las mujeres, el concepto de privado tiene una acepción muy diferente: en su caso no alude a privacía sino a privación: las mu­ jeres son sujetos, por definición, privados de autonomía, en tanto

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que deben estar sometidas, por su naturaleza, a la autoridad del varón entronizado como jefe de familia. En este sentido, hablar de la casa como del reino de las mujeres no deja de ser una ironía. En efecto es el reino de las mujeres porque ellas allí pertenecen por definición, pero, en un sentido estricto de ejercicio de autoridad reconocida como tal, no reinan tampoco en ese espacio. Este planteamiento tiene como corolario inevitable la consig­ nación de un hecho decisivo para fijar las diferencias identitarias entre hombres y mujeres en la modernidad, y que, como expre­ samos siguiendo una tesis de Celia Amorós, mientras ellos son individuos, ellas son género. Esto significa, en primer lugar, que para ellos y a través suyo se instituye el espacio de los iguales, en el sentido de equivalentes, el espacio del poder horizontal que permite vincular los intereses republicanos por el bien común con los intereses liberales por el bien individual. Gracias a su singula­ ridad, a su condición de unicidad (en el doble sentido de ser ínte­ gro y de ser único), los individuos mantienen entre sí el estatuto de igualdad: son igualmente singulares y tienen igual derecho a su autonomía y a su libertad de acción. Pero este espacio de los iguales no puede ser pensado, como su­ geriría la aparente universalidad del concepto de individuo, como radicalmente incluyente. De hecho, como ha demostrado, entre otras, Carole Pateman, el falsamente universal individuo, además de otros sesgos, tiene el de ser sexuado: es claramente masculino. Esto, entre otras razones, porque el espacio colectivo que él funda descansa, como dijimos, sobre la base de un espacio de orden muy distinto: jerarquizador y excluyente, que es el espacio doméstico. La casa, el reino de la privacidad para el individuo y de la privación para su esclava doméstica, crea las condiciones de posibilidad para la comunidad política y para la economía oficial porque le permite al individuo y a sus traducciones como ciudadano y trabajador de­ dicarse por entero a la cosa pública y a la reproducción privada de sus intereses gracias a que tiene resueltas todas sus necesidades domésticas, incluidas la producción y crianza de sus hijos e hijas,

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por el ama de casa, esto es, por la mujer moderna, burguesa por antonomasia. El hecho de que la imagen de la mujer doméstica sea de fac­ tura burguesa no significa que se circunscriba a definir a las mujeres de ese sector. Por el contrario, uno de los síntomas más evidentes del triunfo del proyecto burgués sobre el proyecto estamental fue, a partir del siglo xvm y muy destacadam ente en el siglo xix, la difusión de la imagen de la mujer doméstica como descriptiva de la fem inidad. A partir de entonces, el concepto de ser m ujer se ha identificado a tal punto con la mujer doméstica que barre con toda diferencia de sector cultural, linaje o clase social. De hecho una de sus virtualidades ha sido justamente la de homogeneizar a las mujeres, justam ente en tanto genérico, haciendo imposible distinguirlas como individuos. Según este exitoso discurso, una mujer es una mujer, es decir, la encarnación de una esencia fe­ menina, y no se distingue de otra más que en lo accidental. “Las mujeres no tienen categoría”, decía Napoleón. Su nombre, su ran­ go, su opinión y su estatuto se deben por entero a un hombre; generalmente su padre o su marido. En este sentido, si, como sabemos bien, la diferencia sexual es construida, vale la pena hacer notar que la manera como se cons­ truye esa diferencia en las sociedades forjadas por el proyecto bur­ gués ilustrado, afecta de manera decisiva la delimitación de espa­ cios sociales. Sin lugar a dudas, el ideal de la ciudadanía universal ha cons­ tituido uno de los ejes más importantes de la teoría y la práctica políticas en la modernidad. Su construcción y reivindicación estu­ vieron y están íntimamente ligadas a los más notables proyectos de emancipación y a los más importantes logros de justicia en la convivencia política de los que se tenga noticia. A pesar de ello, tanto el propio concepto de ciudadanía como sus implicaciones han sido sometidos, prácticamente desde sus inicios, a fuertes críticas provenientes de los más diversos campos ideológicos, lo cual no necesariamente representa un problema. Antes bien, parece bastan­ te claro que el potencial emancipatorio del concepto de ciudada­

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nía ha podido desarrollarse gracias precisamente a que ha estado sometido a la permanente revisión y al cuestionamiento crítico, tanto desde dentro del propio proyecto de la modernidad que lo ha engendrado como desde fuera de él. Entre las primeras y más pregnantes críticas a los ideales de democracia, ciudadanía e igualdad, se cuentan sin duda las prove­ nientes del feminismo. De hecho, la problematización de temas como la tensión que implica, por ejemplo, pensar una ciudadanía universal que se concibe a la vez generalizante y garante de la pluralidad, o que se diseña con un sesgo no explícito, redundante en la exclusión efectiva de un gran número de personas, se debe, en primer lugar, a la reflexión feminista. El feminismo se plantea el cuestionamiento de estos temas desde sus propios inicios como feminismo ilustrado hacia media­ dos del siglo xvn, con lo cual se hace evidente que su intervención no es a posteriori, sino que toma parte -n o por silenciada menos decisiva- en la propia construcción del proyecto político de la modernidad. Sin embargo, desde estos inicios en que el pensamien­ to feminista se constituye como un crítico interno de los programas políticos ilustrados y republicanos hasta nuestros días, la situación ha cambiado notablemente. Hoy nos encontramos con que las posi­ ciones feministas se han diversificado y, en consecuencia, con que se ha com plejizado la relación sostenida con las propuestas de la teoría y la política democráticas. Incluso, podríamos afirmar que las más influyentes críticas feministas contemporáneas a la noción de ciudadanía universal se conciben como externas al proyecto que le dio origen y, desde esa posición, cuestionan por entero la via­ bilidad de un orden político fundado en los principios impulsados por la democracia liberal del que al mismo tiempo pudiera espe­ rarse justicia para las mujeres. Las tesis feministas ilustradas señalan enfáticamente que el ideal universalista, que ha comenzado a encarnar políticamente en la figura del ciudadano, debe a la vez dar cobijo a la noción de generalidad y a la de pluralidad (recordemos al respecto los recla­ mos de las feministas durante la Revolución francesa). Lo prime­

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ro, porque define y fundamenta un espacio común donde coexisten los intereses colectivos. En este nivel, la universalidad alude tam­ bién a que tal espacio está constituido por individuos autónomos. La calificación del sujeto moral, y por ende del ciudadano, se basa en una descripción mínima que hace de él materia y artífice del orden público. En segundo lugar, el ideal de ciudadanía encarna tam­ bién la noción de pluralidad, precisamente porque al estar defini­ dos el individuo, el sujeto moral autónomo y el ciudadano a partir de un mínimo abstracto, se garantiza la pertenencia a tal categoría a personas con las más variadas peculiaridades. En este sentido, el discurso universalista no justifica la exclusión de nadie con base, por ejemplo, en la diferencia de talentos, pero tampoco a partir de su sexo, su raza, su religión, preferencia sexual, clase social o cualquier otra peculiaridad. A pesar de los graves embates en su contra, las feministas man­ tuvieron su fidelidad a los principios del discurso teórico-político universalista durante las primeras décadas que precedieron al mo­ vimiento revolucionario francés. Sin embargo, esta coincidencia con la lógica racionalista ilustrada se fue minando paulatinamente a medida que cobraba fuerza la naturalización y consecuente esen­ cialización de la diferencia entre los sexos em prendida por la naciente tradición romántica. La canonización de las diferencias intrínsecas entre los espacios sociales que culmina con la generización de los mismos emprendida por la distinción hegeliana entre el Estado, la sociedad civil y el espacio doméstico, parece clausu­ rar de una vez y para siempre las expectativas de las mujeres de formar parte del espacio público en las mismas condiciones de igual­ dad y autonomía que los varones. Las feministas comienzan desde entonces a reclamar las virtudes de su participación diferenciada y buscan mostrar que el espacio público saldría beneficiado con los aportes de la visión femenina al gobierno de la colectividad. Esto se da por la vía de los hechos políticos. Sin embargo, la toma de distancia teórica respecto de los principios universalistas y su encarnación en el ideal de ciudadanía se produce mucho más tarde. Concretamente, el debate teórico político del feminismo con

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los supuestos liberales y republicanos que se ha producido a par­ tir de la consolidación del feminismo académico hace dos décadas, genera conclusiones muy distintas a las que emanan de sus ante­ cedentes ilustrados. A diferencia de aquéllos, hoy se cuestiona la vinculación del feminismo con el proyecto teórico político que en­ cama en el ideal de ciudadanía universal por considerar que son los propios supuestos ilustrados, y no su aplicación incorrecta, los que resultan incompatibles con cualquier proyecto de emancipación femenina. Las razones de esta incompatibilidad han sido amplia­ mente desarrolladas por Carole Pateman, como ya vimos, en su mi­ nucioso estudio sobre los fundamentos de legitimación del orden político de la modernidad, que parte de la teoría contractualista y se desarrolla con el liberalismo. Si recapitulamos sus rasgos fundamentales, recordaremos que la crítica de Pateman se centra en mostrar cómo el individuo es una categoría necesariamente masculina que se ha construido a partir de la previa exclusión de las mujeres del mundo público y su enclaustramiento y sometimiento en el mundo doméstico. Desde una perspectiva un tanto diferente, obedeciendo a un pensamiento mucho más cercano a la práctica política que a sus supuestos de legitimación, Iris Marión Young se cuenta también entre las más influyentes teóricas feministas contemporáneas que cuestionan la validez del principio de ciudadanía universal por con­ siderar que sus propias premisas impiden la construcción de un espacio público que ofrezca justicia para las mujeres. Young coincidiría con Pateman en afirmar que las nociones de individuo y ciudadano, pretendidamente universales, se construye­ ron desde sus inicios con sesgos excluyentes; la universalidad ha funcionado más bien como la coartada para imponer cierto tipo de perfil -que corresponde con el de los grupos dom inantes- como el del ciudadano normal. Así, a pesar de que actualmente en los países democráticos la ciudadanía se ha ampliado formalmente a todas las personas adultas, sigue siendo evidente que existen gran­ des desigualdades de diverso tipo que impiden un ejercicio equiva­ lente de idénticos derechos ciudadanos. El núcleo de la cuestión

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radica para Young, de nuevo, en la pretensión de universalidad. Y, otra vez, el problema se enfoca prioritariamente en el tema de la diferencia. Si bien Iris Young se deslinda de una consideración esencialista de las mujeres, identificadas por su capacidad de parir, como un gru­ po homogéneo e incontrastable con el de los varones, su reflexión se inscribe de lleno en el marco de la política democrática, enten­ dida como la coexistencia de colectivos, muy al estilo de lo que ha signado el espacio público estadounidense las últimas décadas. En este tenor, los individuos parecen haber dejado de ser políticamen­ te relevantes: sus demandas, preferencias y reivindicaciones sólo tienen sentido si aparecen como parte de una identidad avalada por la pertenencia a colectivos con una historia, un lenguaje, una cul­ tura y un código de percepciones propios. Estos grupos, en parti­ cular si se consideran en desventaja frente a la normalidad domi­ nante, son quienes demandan que la abstracción de la ciudadanía universal desaparezca para dar paso a una ciudadanía diferencia­ da, esto es, a reglas y canales institucionales que les permitan re­ presentar en el espacio público sus intereses específicos. La per­ cepción común de los intereses comunes supuesta por la noción de ciudadanía, nos dice Young, es un mito. Las personas “necesaria y correctamente” consideran los asuntos públicos influidos por su experiencia y percepción de las relaciones sociales. Por ello, es imprescindible dar cabida a estas perspectivas en la toma de deci­ siones que competen al ámbito público. De este modo, aquellas per­ sonas a quienes se ha discriminado históricamente a partir de su pertenencia a un grupo sojuzgado tendrán la oportunidad de hacer oír una voz y plantear un punto de vista que de otra manera perma­ necerían silenciados y subordinados a la perspectiva de los grupos dominantes. Las mujeres se contarían sin duda entre tales grupos en desventaja. Pero, ¿cómo define Young la pertenencia a este co­ lectivo? La respuesta a esta pregunta no es tan sencilla como parece. Para empezar, nuestra autora deja en claro que discrepa de cual­ quier definición esencialista de la identidad de grupo. Nos dice.

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por el contrario, que para ella un grupo social implica una afinidad con otras personas a través de la cual se identifican mutuamente y los otros las identifican a ellas. Muchas definiciones de grupo pro­ vienen del exterior; en tales ocasiones los miembros de esos gru­ pos encuentran afinidad en su opresión. Un grupo social, afirma, no debería concebirse como una esencia o una naturaleza dotada de un conjunto específico de atributos comunes. Por el contrario, la identidad de grupo debe concebirse en términos relaciónales. ¿Cómo definir entonces a las mujeres como grupo? En un pri­ mer nivel, Young sostiene que la definición burguesa de las muje­ res como irracionalidad y pasión constituye el argumento básico para excluirlas del ámbito público: el mundo moderno instituyó una división moral del trabajo entre razón y sentimiento. La fami­ lia es el lugar, opuesto al ámbito público racional, al que deben relegarse las emociones, los sentimientos y las necesidades cor­ porales, todos ellos caracterizados como femeninos. Atendiendo a esto, podríamos afirmar que para Young las mujeres constituyen un grupo socialmente subordinado conformado por heterodesignación: es decir, son los varones, al constituirse en colectivo por oposición al colectivo de las mujeres, quienes instituyen las reglas y el discurso que dan cuerpo e identidad a estas últimas. En esta medida, como grupo subordinado, las mujeres sólo pueden tener acceso a la representación de sus intereses efectivos en el espacio público por medio de la ciudadanía diferenciada; de un proceso de institucionalización de la diferencia que les permita reclamar su peculiaridad y desde allí mostrar sus perspectivas, necesidades y problemas específicos. Un primer problema implicado en esta definición y este recla­ mo es que si bien la representación de las mujeres como mujeres en el espacio público permite incluir sus perspectivas y preocupacio­ nes -que derivan particularmente de su estatus de subordinación-, también contribuye a reproducir la identidad del colectivo en los propios términos en que ha sido designado por la representación patriarcal.

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Un segundo problema radica en que la lógica de dar prioridad a la representación grupal sobre la individual como vía de redefinición del espacio público democrático ha derivado actualmente en una dificultad cada vez mayor para definir las prioridades de per­ tenencia identitaria, particularmente para el caso de las mujeres. En efecto, al hablar en nombre del respeto a la diferencia -n o de personas sino de colectivos- muchas mujeres de grupos margina­ dos en los Estados Unidos han rechazado la propia definición -c u ­ riosamente no la patriarcal sino la feminista- de mujer como tram­ posamente homogeneizante. En estos casos ha resultado evidente que se privilegia la pertenencia a un grupo -d e negros o de chicanos, por ejem plo- sobre la identidad de género. Así, la identidad colectiva marginal, generada básicamente a partir de códigos externos que definen a ciertos grupos como la otredad social, no se cuestiona sino se sublima. La autoafirmación orgullosa de la diferencia, nos dice Young, confronta una normali­ zación tramposa y homogeneizante. Pero lo que Young no dice es que esta diferencia que se afirma con orgullo ha sido forjada sobre la desigualdad: al vanagloriarse estos grupos de una definición iden­ titaria subordinante, los códigos de opresión se han reproducido y consolidado. Desde todos los puntos de vista, por lo que toca a las mujeres, insistir en la necesidad del reconocimiento y la represen­ tación social de la diferencia -que, ella sí, asigna inescapablemente a los individuos una identidad hom ogeneizante- sublimando sus significados y reclamando para ellos la valorización social, lejos de representar una opción emancipatoria se ha traducido en un triste hacer de la necesidad virtud. Para el problema político que esto implica no se vislumbran salidas fáciles. Por un lado, es ciertamente indispensable reconocer el estatus subordinado de las mujeres en las sociedades democráti­ cas y establecer los mecanismos adecuados para atender los efec­ tos de esa subordinación. Sin embargo, esto no debiera conducir a la conclusión de que, para el mediano y el largo plazos, en térmi­ nos culturales basta con modificar la apreciación social de lo que han significado para el pensamiento occidental las mujeres y sus

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espacios. Esto es, no se trata sólo de ver con buenos ojos una defi­ nición identitaria que ha sido hasta aquí menospreciada y discri­ minada, porque son los términos mismos de esa definición los que implican la marginalidad y la subordinación. Si alguna virtud han tenido los principios de ciudadanía universal y de sujeto moral autó­ nomo ha sido la de permitir desadjetivar los referentes de identi­ dad: no en balde la sociedad fundada sobre esos principios ha pre­ senciado una redefinición y una pluralización sin precedente de las identidades sociales. Sin ignorar los sesgos y limitaciones que el feminismo, entre otras voces críticas, ha destacado en las distin­ tas categorías signadas por la universalización, es imprescindible recordar que han sido precisamente estas categorías las impulsoras de un proceso racionalizador que sigue ofreciendo a las personas, cualquiera que sea hoy o pueda ser en el futuro su definición de género, la posibilidad de reivindicar su peculiaridad como indivi­ duos en el marco de un ámbito moldeado por los intereses comunes. Com o apuntam os en la prim era parte del libro, propuestas provenientes de diversas disciplinas sociales nos han ayudado a pensar lo im aginario como el nivel específico de actuación de la subjetividad; lo subjetivo se produce, se reproduce, opera y se transforma en el plano de lo imaginario, aunque siempre en refe­ rencia a un orden simbólico. La existencia del sujeto como imaginario habla de los dos pro­ cesos que lo originan; el de la identificación (con respecto a una imagen) y el de la re-presentación ficticia. El mundo imaginario, y por ende subjetivo, no es el mundo de la verdad. En este sentido, hablar de sujeto supone siempre hablar de identidad. Las identidades, individuales o colectivas, permiten al yo delimitarse como tal, fundado en la ilusión de que es eterno, irrepetible y sólido. En realidad, su acceso a la unidad subjetiva, internamente contradictoria, frágil y cambiante, implica además su referencia a Otro gracias al cual obtiene “su” identidad (es, o quiere ser, idéntico a). En contra de lo que esto pudiese sugerir a simple vista, el orden simbólico referente del sujeto no es tampoco el espacio de la ver­

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dad. En realidad, lo simbólico no “es” por sí mismo; se habla de él como un ente activo al decir que ordena, asigna sentidos, atribuye lugares al mundo y los sujetos, pero con ello sólo se quiere indi­ car que funciona así. La ordenación aleatoria de elementos simbó­ licos cuya relación específica conform a una estructura signi­ ficante, es eso: una ordenación formal y contingente de elementos caracterizados por no ser nunca lo que representan. El sujeto es, en esta medida, resultado de la organización y sig­ nificación “artificiales” de un mundo real sin orden ni sentido pro­ pios, que asume, sin embargo, como incuestionables y eternos. Importa en este punto aclarar que este modo de comprensión del sujeto y la constitución de identidades, si bien sugerido por algunas tesis estructuralistas, no puede identificarse sin más con la versión corriente de muchas de ellas. Desde el punto de vista de algunos estructuralistas, el sujeto no es concebido como idén­ tico a sí mismo ni como portador de una esencia pronta a revelar­ se, sino como determinado en su configuración específica por una estructura que lo precede y que, sin darse él cuenta, determina el sentido de su ser y de su acción. Sujeto es, simplemente, una posi­ ción en el discurso. Si ello fuese así, deberíamos calificar peyorativamente como voluntarista todo intento de pensar que el sujeto cambiará la realidad estructural a partir de sus intereses, fines o voluntades, porque estos m ism os fines -aunque el sujeto mismo no se percate de e llo están predeterminados por la estructura que lo ha constituido; vale decir, son predecibles. Así, la situación de subordinación de las mu­ jeres o bien su identidad como género -por oposición a individuoses estructuralm ente necesaria, y esto vale para la forma como se construyen tanto las estructuras psíquicas como las sociales. El problema aquí estriba en que desde este tipo de razonamien­ to no podemos explicar que las estructuras se transformen, aunque sea en otro tipo de estructuras. Por plantearlo de otra manera, nos enfrentam os con una tesis circular que no m uestra por ningún lado dónde está el factor dinám ico que produce la transform a­ ción efectiva de unas formas estructurales por otras, amén de que

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nos coloca en la difícil posición de tener que pensar la estructura como una especie de Dios fundador que se crea a sí mismo y luego a los sujetos. Enfrentaríamos así la paradoja de que la estructura terminaría por explicarse como un gran sujeto. Desde nuestro punto de vista, en cambio, la existencia imagi­ naria del sujeto no implica que sea ficticia. La materialidad de lo imaginario se hace patente, antes que nada, en la acción; no hay sujeto -n i identidad- fuera de lo imaginario, y no hay práctica que no se realice desde una identidad. Aunque su ser imaginario sí implica la fragilidad del sujeto, cuya constitución no está referida a la verdad, tiene que operar como si lo estuviera. Su referente es su condición de posibilidad; debe aparecer como una certeza. Y es en este nivel en el que, pese a su construcción en el discurso, se evidencia el carácter de actor del sujeto. Por un lado, porque la identidad está en acto: se realiza siempre en la práctica, y por otro porque esa práctica está guiada por los fines subjetivos trazados desde la certeza (imaginaria) de ser un yo. En esta lógica, la modernidad se revela como un proyecto atra­ vesado por estigmas diversos y hasta contradictorios. El iluminis­ mo promete el cuestionamiento de los dogmas, la muerte de las verdades trascendentes, y quiere inaugurar una relación transpa­ rente del hombre con la realidad. La razón (contra la fe) ilumina el horizonte que parecía oscurecido por la muerte de Dios. Pero es destino del sujeto que su vida cotidiana no pueda es­ capar a la invención de lo imaginario. El único camino de acceso a la verdad, la construcción del conocimiento, no deja tampoco de implicar una mediación a través de lo simbólico. Quien se ubica en el concepto -fuera de lo im aginario- no accede llanamente a lo verdadero como universal. Llegamos por este camino a un contrasentido. En lo social -e n lo psíquico, en lo político- la verdad no existe. Pero el sujeto -social, psíquico, político- no puede prescindir de certezas que aparezcan como la verdad.

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Lo que la Ilustración ofreció fue sustituir la verdad trascen­ dente del dogma con la verdad inmanente de la razón. El nuevo proyecto universalizador debió coexistir tensamente con otro pro­ ducto de la modernidad; la progresiva diversificación social y cul­ tural que, a la larga, multiplicó los referentes. ¿De la razón de quién estamos hablando? La crisis de la modernidad es, de nuevo, la del criterio de ver­ dad, de la apuesta por unlversalizar la fuente de las certezas. Frente a esta crisis, llamada por algunas/os posmoderna, impor­ ta pensar qué tipo de apuestas deben formularse. En el entendido de que ella ha afectado ya la configuración de identidades, difícil­ mente se sostienen la propuestas o los diagnósticos de “vuelta atrás” en el sentido de la tradición, o de “resistencia” (¿desde dónde?) de cara a los cambios futuros. Cuando se habla de la vuelta a los nacionalismos, del resur­ gimiento de las religiones, del regreso de los fundamentalismos, se evidencia una falta de precisión en el conocimiento del objeto y en el acercamiento al mismo. Porque los credos y adscripciones del pasado no están de vuelta. Se han construido, con viejos nom­ bres, nuevas formas de integración y nuevos referentes de perte­ nencia. La constitución imaginaria de las identidades colectivas no tien­ de a ser tradicional sino, precisamente, posmoderna. Son identi­ dades de otro tipo, y requieren proyectos que no sólo se propongan enmendar errores del pasado, sino que tomen en cuenta la diferencia y especificidad de la subjetividad social en construcción. Pensar desde la teoría una apuesta alternativa de normatividad social implica enfrentar, entre otros, los dilemas planteados por la necesidad subjetiva de certezas que se concilie con una Etica social de la pluralidad; por un mundo diverso y tolerante que no renuncie a la posibilidad de una justicia universalista. Parece difícil, en el marco de lo que tradicionalmente ha sig­ nificado hacer filosofía política, plantear un proyecto que no se pretenda unlversalizante y concluyente, y que al mismo tiempo represente opciones válidas de vida para grupos de sujetos sin

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excluir otras posibilidades. Creemos, sin embargo, que la com­ plejidad del reto no lo hace menos imprescindible en un marco de políticas autoritarias y utopías racionalistas como el que parecen definir las tendencias dominantes de la llamada posmodemidad. No obstante, por lo que concierne al eje de nuestras preocupa­ ciones, parece muy difícil pensar que la identidad femenina pueda simplemente redefinirse como tal y ocupar un sitio central despla­ zando sin más su carácter marginal. Y es difícil porque, como ya sostuvimos reiteradamente, lo femenino está por definición refe­ rido a una simbólica binaria y jerarquizadora: ¿Pueden salir los géneros de una lógica de exclusión? A diferencia de lo que han pregonado hasta quedarse sin voz tanto los detractores del feminismo como las feministas defenso­ ras de la diferencia, la lógica de los géneros no asegura la diver­ sidad sino la homogeneidad. Para las mujeres lo hace en un doble sentido: primero porque la pertenencia al genérico femenino homogeneiza por la vía de hacer inidentificable a una mujer respecto de otra de modo que, como vimos una y otra vez en distintos discur­ sos, no queda para cada mujer más alternativa que expresar una esencia intemporal. Segundo, porque la identidad de género, aquí sí para hombres y mujeres, encasilla en una serie de cláusulas las constantes de la identidad. No pueden transgredirse normas de con­ ducta, gustos, preferencias sexuales, actitudes y valores estrecha­ mente diferenciados por género. En este sentido, la defensa de la feminidad, sostenida por los feminismos de la diferencia desem ­ boca en la más llana indiferenciación. Cuando, por el contrario, se propone como proyecto la pluralización de los géneros, se está defendiendo el derecho a la diversidad, a la autodefinición y a la autonomía. Sin embargo, vale la pena no confundirse: el plantear un pro­ yecto anticipatorio utópico no significa que ignoremos el presente sobre el cual debe ejercerse la acción política y la propuesta ética: un presente donde existen hombres y mujeres (aunque, estamos seguras, también personas cuya identidad no se interpela con nin­

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guno de esos apelativos) y donde éstas sufren los efectos de la su­ bordinación, la injusticia y la discriminación. Estamos convencidas de que una propuesta ética feminista (pen­ sada para un mundo prefeminista, como diría Jaggar) debe tomar en cuenta a las mujeres reales, con identidades y prácticas consti­ tuidas en referencia a la feminidad tradicional; pero, al mismo tiem­ po, ofrecer alternativas para transformar ese esquema referencial en uno que no condene a la mitad del género humano a la homogenei­ dad y la subordinación.

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W o lls to n e c r a f t,

Indice

P r e s e n t a c i ó n ...................................................................................................

7

I n t r o d u c c i ó n ...................................................................................................

11

G é n e r o s e id e n t i d a d e s . A l g u n a s p r e c is io n e s c o n c e p t u a l e s .........................................

27

La construcción imaginaria de la identidad fem enina. . . El género en la modernidad: del símbolo al co n c e p to ................................................... Para una lectura en clave ética de la identidad fem enina........................................................

27

Los

33 38

proyectos éticos de la m o d e r n id a d ...............................

47

Feminismo y ética ilu stra d a .................................................

47

Las paradojas de la Ilustración....................................... El iusnaturalismo: La esencia humana no define a las m ujeres................................................. El contrato sexual.............................................................. Feminismo ilustrado..........................................................

47 52 93 103

Feminismo y romanticismo...................................................

113

Primer romanticismo. Fuerza de la naturaleza, debilidad de las m ujeres.............................................. 116 Hegel. Lo femenino como ironía de la comunidad . . . 127 Romanticismo decadentista. La misoginia reactiva................................................... 138

John Stuart Mill. Principios conceptuales del feminismo decim onónico..................................... ..147 Referentes de identidad femenina en la m odernidad..................................... ......................... ..154 L a d i s c u s ió n c o n t e m p o r á n e a d e l a é t ic a f e m in is t a ..............1 6 3

Antecedentes de la polémica diferencia-igualdad..............1 6 7 Implicaciones éticas de la polémica igualdad-diferencia............................................................ 205 Eticas feministas: posturas frente a la identidad..............228 Una ética feminista desde la experiencia vital..............230 Una ética feminista desde la idea de sujeto...................243 De cuerpos, sexos y géneros. Repensando el problema de las identidades................ 260 C o n c l u s i o n e s ...................................................................................................2 6 9 B i b l i o g r a f í a ...................................................................................................2 9 1

Títulos de la colección

Las ciencias sociales D ir e c to r d e la co lec ció n H

um berto

R o s a lía W in o c u r

Algunos enfoques m etodológicos para estudiar la cultura política en M éxico B e rth a L e rn e r

Am érica Latina: los debates en política social, desigualdad y pobreza M an u e l V illa

Los años furiosos: 1994-1995. La reforma de! Estado y el futuro de M éxico

M

uñoz

A

G

a r c ía

A. M

braham

o les

Las ciencias de lo impreciso L e o n e l C o ro n a T re v iñ o (C o o rd in a d o r)

Cien empresas innovadoras en M éxico M A

ig u e l b il io

A

V

A

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erg a ra

g u il a r ,

(C

A

m paro

S

e v il l a

o o r d in a d o r e s )

La ciudad desde sus lugares. Trece ventanas etnográficas para una metrópoli A lic ia Z ic c a rd i (C o o rd in a d o ra )

I sa a c M . K

atz

La apertura com ercial y su impacto regional sobre la economía mexicana

Ciudades y gobiernos locales en la Am érica Latina de los noventa F

A r t u r o A n g e l L a r a R iv e ro

Aprendizaje tecnológico y m ercado de trabajo en las maquiladoras japonesas M a n u e l V illa A g u ile ra

¿A quién le interesa la democracia en M éxico? Crisis del intervencionismo estatal y alternativas del pacto social A b e la rd o V ille g a s

A ra r en el mar: la dem ocracia en Am érica Latina R o b e r t o E ib e n s c h u tz H a r tm a n (C o o rd in a d o r)

B ases para la planeación del desarrollo urbano en la ciudad de México. Tomo 1: Econom ía y sociedad en la metrópoli Tomo II: Estructura de la ciudad y su región Ó s c a r F . C o n tr e r a s , A le ia n d r o C o v a rr u b ia s M ig u e l A n g e l R a m íre z J u a n L u is S a r ie g o R o d ríg u e z

Cananea. Tradición y m odernidad en una mina histórica

r a n c is c o

L ó pez C

ám ara

La clase media en la era del populism o J u d it h H

errera

M

o n telongo

Colaboración y conflicto: el sindicato petrolero y el cardenismo J uan-M (C

anuel

R

a m ír e z

S

á iz

o o r d in a d o r )

¿Cómo gobiernan Guadalajara? Demandas ciudadanas y respuestas de los ayuntamientos J u d it h V (C

il l a v ic e n c io

B

lanco

o o r d in a d o r a )

Condiciones de vida y vivienda de interés social en la ciudad de M éxico J u l iá n R

ebón

Conflicto arm ado y desplazamiento de población: Chiapas 1994-1998 C é s a r C a n s in o

Construir la democracia: límites y perspectivas de la transición en M éxico

A n a P a u la de T e re sa

Crisis agrícola y economía campesina. El caso de los productores de henequén en Yucatán F e rn a n d o C o rté s , Ó s c a r C u é lla r (C o o rd in a d o re s )

Crisis y reproducción social. Los com erciantes del sector informal A r m a n d o C is n e ro s S o s a

Crítica de los movimientos sociales. Debate sobre la modernidad, la democracia y la igualdad social L o u r d e s A r iz p e

Cultura y desarrollo: una etnografía de las creencias de una com unidad mexicana R o b e r t o B lu m V a l e n z u e l a

D e la política mexicana y sus medios. ¿Deterioro institucional o nuevo pacto político? E n r iq u e S u á r e z Iñ ig u e z

De los clásicos políticos A b e la r d o V ille g a s , Ig n a c io S o s a A n a L u is a G u e r r e r o , M a u r ic io B e u c h o t J o s é L u is O r o z c o , R o q u e C a r r i ó n W a m J o rg e M . G a rc ía L a g u a rd ia

Democracia y derechos humanos R a ú l Á v ila O r tiz

El derecho cultural en M éxico: una propuesta académica para el proyecto político de la m odernidad A n d rés R oem er

D erecho y economía: políticas públicas del agua A lb e r to D Iaz C a y e ro s

Desarrollo económ ico e inequidad regional: hacia un nuevo pacto fed era l en M éxico E

n r iq u e

C

abrero

(C

M

endoza

o o r d in a d o r )

Los dilem as de la modernización municipal. Estudios sobre la gestión hacendaría en municipios urbanos de M éxico

Gina Z a b l u d o v s k y S o n ia d e A v e l a r

E m presarios y ejecutivas en M éxico y Brasil R o g e lio H e rn á n d e z R o d ríg u e z

Empresarios, Banca y Estado. El conflicto durante el gobierno de José López Portillo, 1976-1982 C

arlos

A

r r ió l a

W

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Los em presarios y el Estado ( 1970-1982) E

I barra C

duardo

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olado,

L

u is

M

ontano

H

E nsayos críticos para el estudio de las organizaciones en M éxico Ig n a c io S o s a Á lv a r e z

Ensayo sobre el discurso político mexicano C a rlo s A r r ió la

Ensayos sobre el PAN A le ja n d ro P o rte s

En torno a la informalidad: Ensayos sobre teoría y medición de la economía regulada L

udger

P

r ie s

Entre el corporativism o productivista y la participación de los trabajadores. Globalización y relaciones industriales en la industria automotriz mexicana Á lv a r o M a tu te , E v e lia T re jo B ria n C o n n a u g h to n (C o o rd in a d o re s )

Estado, Iglesia y sociedad en México. Siglo XIX A

rturo

B

o r ja

El Estado y el desarrollo industrial. La política mexicana de cómputo en una perspectiva comparada V íc to r M a n u e l D u r a n d P o n te

Etnia y cultura política: los m exicanos en Estados Unidos M a r ía d e l a P a z L ó p ez , V a n ia S a l l e s ( C o m p ila d o ra s )

Familia, género y pobreza

Jo rg e C a r r illo

Dos décadas de sindicalismo en la industria m aquiladora de exportación: examen en las ciudades de Tijuana, Juárez y M atamoros

ir o s e

o m p il a d o r e s )

A

lenka

G

u z m An

Las fu en tes del crecimiento en la siderurgia mexicana. Innovación, productividad y competitividad

J e n n ife r C o o p e r, T e r e s ita d e B a rb ie ri T e re sa R en d ó n , E s te la S u á re z E s p e r a n z a T u ñ ó n (C o m p ila d o ra s )

Fuerza de trabajo fem enina urbana en M éxico Volumen I: Características y tendencias Volumen II: Participación económica y política E n riq u e C a b re ro M e n d o z a G a b rie la N a v a C am pos (C o o rd in a d o re s )

G erencia pública municipal. Conceptos básicos y estudios de caso G u s ta v o G a rz a V illa r r e a l

La gestión municipal en el Área Metropolitana de M onterrey, 1989-1994 R ic a r d o V a le r o ( C o m p ila d o r)

Globalidad: una mirada alternativa A lic ia Z ic c a rd i

Gobernabilidad y participación ciudadana en la ciudad capital

M

V

anuel

il l a

A

g u il e r a

La institución presidencial. El poder de las instituciones y los espacios de la democracia R a ú l B é ja r N a v a rr o H é c to r H . H e rn á n d e z B rin g a s

La investigación en ciencias sociales y humanidades en M éxico T e resa P ach eco M éndez

La investigación universitaria en ciencias sociales. Su prom oción y evaluación J ordy M

ic h e l i

(C

o o r d in a d o r )

Japan Inc. en México. Las empresas y m odelos laborales japoneses J o rg e F u e n te s M o rú a

José Revueltas: una biografía intelectual R a f a e l G u id o B é ja r ,

O rro

F e rn á n d e z R eyes

M a r I a L u is a T o r r e g r o s a ( C o m p ila d o re s )

El juicio al sujeto. Un análisis global de los m ovim ientos sociales A b e la r d o V i l l e g a s , J o s é L u is O r o z c o Ig n a c io S o s a , A n a L u is a G u e r r e r o

T o n a tiu h G u illé n L ópez

Gobiernos municipales en México: entre la modernización y la tradición política

M a u r ic io B e u c h o t

Laberintos del liberalismo V íc to r A le ja n d ro P a y á P o rre s

O r la n d in a d e O liv e ira M a r i e l l e P e p in L e h a l l e u r , V a n i a S a l l e s ( C o m p ila d o ra s )

Grupos dom ésticos y reproducción cotidiana E m ilio D u h a u

H ábitat p o p ular y política urbana C é s a r G ila b e rt

E l hábito de la utopía. Análisis del im aginario sociopolítico en el m ovim iento estudiantil de M éxico, 1968 A lb e r to R é b o ra T o g n o

¿H acia un nuevo paradigm a de la planeación de los asentam ientos hum anos'! Políticas e instrumentos de suelo para un desarrollo urbano sostenible, incluyente y sustentable. El caso de la región oriente en el Valle de M éxico M a r I a E u g e n ia d e l a O M a r tín e z

Innovación tecnológica y clase obrera. Estudio de caso de la industria m aquiladora electrónica R.C.A. Ciudad Juárez, Chihuahua

Laguna Verde: La violencia de la modernización. A ctores y movim iento social M a r c o s T o n a tiu h Á g u ila M .

El liberalismo mexicano y la sucesión presidencial de 1880: dos ensayos J u l io L ó p e z G . ( C

o o r d in a d o r )

M acroeconomía del empleo y políticas de pleno empleo para M éxico J u l io L ó p e z G

allardo

La macroeconomía de México: el pasado reciente y el fu tu ro posible J u l ia n a G

o n zá lez

El malestar en la moral F reud y la crisis de la ética M

a r io

(C

o o r d in a d o r e s )

B

a sso ls,

P

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M

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M edio ambiente, ciudad y orden jurídico José

A

y al a E s p i n o

Mercado, elección pública e instituciones. Una revisión de las teorías modernas del Estado

C ris tin a P u g a

M éxico: em presarios y poder M a n u e l G a r c í a y G r ie g o , M ó n ic a V e r e a C am p o s

M éxico y Estados Unidos fre n te a la migración de los indocumentados R o d o lf o O . d e l a G a r z a Je s ú s V e la s c o (C o o rd in a d o re s )

M éxico y su interacción con el sistem a político estadounidense

R

olando

(C

C

ordera,

A

l ic ia

Z

ic c a r d i

o o r d in a d o r e s )

Las políticas sociales de M éxico al fin del milenio. Descentralización, diseño y gestión C

lara

J u s id m a n

La política social en Estados Unidos L ilia n a K u s n ir

La política social en Europa M a r th a S c h te in g a r t (C o o rd in a d o ra )

E sp e ra n z a T u ñ ó n P a b lo s

M ujeres que se organizan. El Frente Unico Pro D erechos de la M ujer (1935-1938)

Políticas sociales para los pobres en Am érica Latina M a u r ic io B e u c h o t

R o d o lf o G a r c ía D e l C a s t i ll o

Los municipios en México. Los retos ante el fu tu ro E n riq u e C a b r e r o M e n d o z a

La nueva gestión m unicipal en México. A nálisis de experiencias innovadoras en gobiernos locales M a r ía L u is a T a r r é s ( C o o r d in a d o r a )

Observar, escuchar y com prender sobre la tradición cualitativa en la investigación social J o s é L u is M é n d e z ( C o o r d in a d o r )

Organizaciones civiles y políticas públicas en M éxico y Centroamérica M a n u e l P e rló C ohén

El paradigm a porfiriano. Historia del desagüe del Valle de M éxico A r tu r o B o rja T a m a y o (C o o rd in a d o r)

Para evaluar al TLCAN R a ú l B e n íte z Z e n te n o

Población y política en M éxico. Antología H u m b e r to M u ñ o z G a r c í a (C o m p ila d o r)

Población y sociedad en M éxico

Posmodernidad, hermenéutica y analogía M a r io R a m íre z R a n c a ñ o

La reacción mexicana y su exilio durante la revolución de 1910 J orge H

e r n á n d e z - D ía z

Reclamos de la identidad: la form ación de las organizaciones indígenas en Oaxaca L

a r is s a

A

dler

L

o m n it z

R edes sociales, cultura y poder: ensayos de antropología latinoamericana J u a n P a b lo G u e rre ro A m p arán T o n a tiu h G u illé n L ópez

Reflexiones en torno a la reforma municipal del artículo 115 constitucional D a v id A r e l l a n o , E n r iq u e C a b r e r o A r tu r o d e l C a s tillo (C o o rd in a d o re s )

Reformando al gobierno: una visión organizacional del cambio gubernamental G r a c ie la B e n su sá n A re o u s (C o o rd in a d o ra )

E n r iq u e S u á r e z - I ñ ig u e z ( C o o r d in a d o r )

El poder de los argumentos Coloquio internacional Karl Popper M ó n ic a V e r e a C am p o s Jo s é L u is B a r r o s H o r c a s ita s (C o o rd in a d o r e s )

La política exterior norteamericana hacia Centroamérica. Reflexiones y perspectivas E n riq u e C a b r e r o M e n d o z a (C o o rd in a d o r )

Las políticas descentralizadoras en M éxico (1983-1993). Logros y desencantos

Las relaciones laborales y el Tratado de Libre Comercio C

arlos

H

errero

B

ervera

Revuelta, rebelión y revolución en 1810. Historia social y estudios de caso B la n c a S o la re s

El síndrom e Habermas J o sé L

u is

O

rozco

Sobre el orden liberal del mundo

H u m b e r to M u ñ o z G a r c í a R o b e r to R o d ríg u e z G ó m ez (C o o rd in a d o re s )

La sociedad mexicana fre n te al tercer milenio 3 tomos A q u ile s C h ih u A m p a r á n ( C o o r d i n a d o r )

Sociología de la identidad G in a Z a b lu d o v s k y

Sociología y política, el debate clásico y contemporáneo A lic ia Z ic c a rd i (C o o rd in a d o ra )

La tarea de gobernar: gobiernos locales y dem andas ciudadanas G ra c ie la B en su sán , T e re s a R en d ó n (C o o rd in a d o ra s )

Trabajo y trabajadores en el M éxico contemporáneo

L i l ia D o m ín g u e z V i l l a l o b o s F lo r B ro w n G ro ssm a n

Transición hacia tecnologías flexibles y com petitividad internacional en la industria mexicana U

go

P

i p it o n e

Tres ensayos sobre desarrollo y frustración: A sia oriental y A m érica Latina B

S

lanca

olares

Tu cabello de oro M argarete... Fragmentos sobre odio, resistencia y modernidad M a s s im o L . S a l v a d o r i , N o r b e r t L e c h n e r M a r c e lo C a v a r o z z i, A l f r e d P f a l l e r R o la n d o C o r d e r a , A n to n e lla A t t i li

Un Estado para la democracia

J o s é L u is B a r r o s H o r c a s ita s , J a v ie r H u r ta d o G e rm án P é re z F e rn á n d e z d e l C a s tillo (C o m p ila d o re s )

Transición a la democracia y reforma del Estado en M éxico M a r t h a S c h t e i n g a r t , E m ilio D u h a u

R

aúl

M P

B

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o m p il a d o r e s )

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S o u za

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a d il l a

a m po s

Viejos desafíos, nuevas perspectivas: M éxico-Estados Unidos y América Latina

(C o o rd in a d o re s )

Transición política y democracia municipal en M éxico y Colombia C a m b io X X I , F u n d a c ió n M e x ic a n a (C o o rd in a d o ra )

Las transiciones a la democracia

G e rm án P é re z F e rn á n d e z d e l C a s tillo A r tu r o A lv a ra d o M . A

rturo

(C

S

ánchez

G

u t ié r r e z

o o r d in a d o r e s )

La voz de los votos: un análisis crítico de las elecciones de 1994

C a r l o s B a r b a S o la n o J o s é L u is B a r r o s H o r c a s i t a s J a v i e r H u r t a d o (C o m p ila d o re s )

Transiciones a la democracia en Europa y Am érica Latina

L u is F . A g u i l a r V i l l a n u e v a

Weber: la idea de ciencia social Volumen I: La tradición Volumen II: La innovación

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ISBN 970-701-252-8 MAP: 041495-01