Ideas y formas políticas : del triunfo del absolutismo a la posmodernidad
 9788436268805, 8436268806

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Ideas y formas políticas: del triunfo del absolutismo a la posmodernidad

PEDRO CARLOS GONZÁLEZ CUEVAS ANA MARTÍNEZ ARANCÓN Coordinadores

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

IDEAS Y FORMAS POLÍTICAS: DEL TRIUNFO DEL ABSOLUTISMO A LA POSMODERNIDAD

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.

© Universidad Nacional de Educación a Distancia Madrid, 2014 www.uned.es/publicaciones © Pedro Carlos González Cuevas, Ana Martínez Arancón (Coords.). Autores colaboradores: Jesús de Andrés, César Antona, Yolanda Casado, Elena Casas, Alfredo González Martínez, Marisa González de Oleaga, Raquel Sánchez García

ISBN electrónico: 978-84-362-6880-5 Edición digital: marzo de 2014

Autores colaboradores:

JESÚS DE ANDRÉS CÉSAR ANTONA YOLANDA CASADO ELENA CASAS ALFREDO GONZÁLEZ MARTÍNEZ MARISA GONZÁLEZ DE OLEAGA RAQUEL SÁNCHEZ GARCÍA

ÍNDICE

Nota introductoria Tema 1. EL TRIUNFO DEL ABSOLUTISMO (Ana Martínez Arancón y Elena Casas) 1. Juan Bodino 2. Thomas Hobbes 2.1. Introducción 2.2. El individuo. Sus relaciones 2.3. El estado de la naturaleza 2.4. Origen del Estado 2.5. Naturaleza del Estado 3. Spinoza y la libertad Lecturas complementarias Bibliografía Tema 2. DE LA ILUSTRACIÓN AL ESTADO LIBERAL (Ana Martínez Arancón y Elena Casas) 1. John Locke 2. Montesquieu 3. David Hume 4. Emmanuel Kant Lecturas complementarias Bibliografía Tema 3. LOS

FUNDAMENTOS DE LA DEMOCRACIA: DE

ROUSSEAU A LA REVOLUCIÓN FRANCESA (Ana Martínez Arancón y Elena Casas) .. 1. Juan Jacobo Rousseau 1.1. Las obras breves 1.2. El contrato social

INTRODUCCIÓN

A LA

TEORÍA

DEL

DERECHO

2. La Revolución francesa 2.1. Sieyès 2.2. Condorcet 2.3. Robespierre Lecturas complementarias Bibliografía Tema 4. EL IDEALISMO (Ana Martínez Arancón y Elena Casas) 1. El romanticismo alemán 1.1. La naturaleza 1.2. Lo popular 1.3. La libertad 1.4. Lo maravilloso 2. Hegel 2.1. La Filosofía de la Historia 2.2. Teoría del Estado 2.2.1. Los componentes del Estado 2.3. El Derecho 2.4. Relación entre lo social y lo político 2.5. Forma de Estado 2.6. Derecho internacional Lecturas complementarias Bibliografía Tema 5. TRADICIONALISMO Y CONSERVADURISMO (Pedro Carlos González Cuevas) Introducción 1. Edmund Burke: el conservadurismo liberal 2. Joseph de Maistre: el tradicionalismo providencialista 3. Louis de Bonald: la constitución natural de las sociedades Lecturas complementarias Bibliografía Tema 6. EL

PENSAMIENTO POLÍTICO NORTEAMERICANO: DE LOS FOUN-

DING FATHERS A LA CONSOLIDACIÓN DE LA NACIÓN AMERICANA

(Yolanda Casado)

ÍNDICE

1. La adaptación americana a la herencia europea 2. Resistencia, rebelión e independencia: las ideas de la Revolución americana 3. La elaboración de la Constitución: federalistas y antifederalistas 4. El abolicionismo frente al pensamiento proesclavista. La doctrina de los derechos de los Estados de Calhoun 5. La era de la democratización de Andrew Jackson 6. La presidencia de Abraham Lincoln (1809-1865): la construcción de la nación norteamericana Lecturas complementarias Bibliografía Tema 7. EL LIBERALISMO POSREVOLUCIONARIO (Raquel Sánchez García) Introducción 1. Benjamín Constant 2. Los doctrinarios 3. Alexis de Tocqueville Lecturas complementarias Bibliografía Tema 8. UTILITARISMO Y LIBERALISMO EN INGLATERRA (Raquel Sánchez García) Introducción 1. Jeremy Bentham 2. James Mill 3. John Stuart Mill Lecturas complementarias Bibliografía Tema 9. DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL ANARQUISMO (Raquel Sánchez García) Introducción 1. El mundo intelectual británico 2. Robert Owen, el empresario socialista 3. Los orígenes del utopismo en Francia

IDEAS

4. 5. 6. 7.

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Saint Simon y su escuela Fourier: hedonismo y cooperación El socialismo alrededor de 1848: revolucionarios y comunistas Proudhon: el camino al anarquismo

Lecturas complementarias Bibliografía Tema 10. EL ANARQUISMO (Alfredo González Martínez) 1. Definición 2. Origen y desarrollo 3. Características 4. La acción anarquista 5. Organización y programa Lecturas complementarias Bibliografía Tema 11. KARL MARX Y EL MARXISMO (Pedro Carlos González Cuevas) Introducción 1. Karl Marx: formación intelectual y acción política 2. Materialismo dialéctico y materialismo histórico 3. Crítica de las ideologías 4. Del socialismo al comunismo 5. La herencia de Marx: reforma o revolución Lecturas complementarias Bibliografía Tema 12. EL NACIONALISMO EN EL SIGLO XIX (César Antona) Introducción 1. El nacionalismo político. La Revolución francesa y sus consecuencias 2. El nacionalismo cultural. El caso de Alemania 3. La conciencia nacional y la construcción de las naciones 4. G. Mazzini y la unificación italiana 5. La nación y el liberalismo inglés 6. ¿Qué es una nación? E. Renan y H. von Treischke 7. El viraje radical del nacionalismo. El imperialismo y la xenofobia

ÍNDICE

8. Epílogo Lecturas complementarias Bibliografía Tema 13. TOTALITARISMO (I): FASCISMO Y NACIONAL-SOCIALISMO (Pedro Carlos González Cuevas) Introducción 1. Fascismo italiano 1.1. Orígenes ideológicos 1.2. Fascismo: la vía italiana hacia el totalitarismo 2. Nacional-socialismo alemán 2.1. Perfil ideológico de la Alemania Guillermina y weimariana 2.2. La cosmovisión nacional-socialista Lecturas complementarias Bibliografía Tema 14. TOTALITARISMO (II): EL COMUNISMO MARXISTA-LENINISTA (Jesús de Andrés Sanz) 1. Introducción 2. Lenin: su trayectoria vital 3. La revolución ¿en Rusia? 4. Lenin y la conformación del marxismo-leninismo 5. La lucha por la sucesión de Lenin 5.1. León Trotski 5.2. Iósif Stalin 6. La deriva de la Unión Soviética 7. Los sistemas comunistas Lecturas complementarias Bibliografía Tema 15. LOS LIBERALISMOS DE POSGUERRA (Pedro Carlos González Cuevas) Introducción 1. Friedrich von Hayek: el liberalismo conservador 2. Karl Raimund Popper: el racionalismo crítico 3. Raymond Aron: liberalismo y realismo político

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Lecturas complementarias Bibliografía Tema 16. POLITICAS DEL POSMODERNISMO (Marisa González de Oleaga) Introducción 1. La posmodernidad como contexto 2. La condición posmoderna de Jean-Francoise Lyotard 3. La modernidad según Jurgen Habermas 4. Posmodernidad y política 5. El liberalismo posmoderno de Richard Rorty 6. El marxismo posmoderno de Frederic Jameson 7. La democracia radical de Laclau y Mouffe 8. Feminismo posmoderno 9. ¿Es el posmodernismo de derechas o de izquierdas? 10. De incertidumbres, sujetos descentrados, mapas y democracias radicales Lecturas complementarias Bibliografía

NOTA INTRODUCTORIA

Este libro abarca la segunda parte de la asignatura de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas, desde, como su título indica, el triunfo del absolutismo, en el siglo xvii, hasta la crisis de los «grandes relatos» históricos e ideológicos, reflejada en la caída del Muro de Berlín en las postrimerías del siglo xx, y cuya manifestación político-intelectual más novedosa fue el llamado posmodernismo. En general, los autores del libro han seguido un enfoque contextualista. Por ello, se ha buscado la relación de los grandes textos político-ideológicos con el contexto social, político y lingüístico; y, de acuerdo con ello, identificar la intención que los autores tenían a la hora de escribir su obra. Saber las preguntas que estaban enfocando y tratando de resolver, y en qué medida militaban frente a las ideas y planteamientos dominantes en su tiempo. Se trata, en fin, de una historia de las ideas que recupere la sociología, la historia política y de las mentalidades y no se quede en el plano abstracto intelectual. Al final de cada capítulo se han introducido una serie de lecturas complementarias. Su objetivo es situar al alumno en contacto con algunos fragmentos de los autores citados y otros textos de interés para completar su comprensión de los temas. De entre estas lecturas complementarias se extraerán los textos que serán objeto de comentario en los exámenes, por lo que se recomienda que se les preste la mayor atención. Por último, se incluye una bibliografía cuyo objetivo es dar información al alumno sobre el conjunto de los temas tratados. Los temas 1, 2, 3 y 4, han sido escritos por Ana Martínez Arancón y Elena Casas (UNED). Los temas 5, 11, 13 y 15 los ha desarrollado Pedro Carlos González Cuevas (UNED). El tema 6 es obra de Yolanda Casado (Universidad Complutense de Madrid). Los temas 7, 8, 9 fueron encomendados a Raquel Sánchez García (Universidad Complutense de Madrid). El tema 10 es obra de Alfredo González Martínez (Fundación Anselmo Lorenzo). El 12 ha sido escrito por César Antona (Universidad Complutense de Madrid). El tema 14 se encomendó a Jesús de Andrés (UNED). Y el tema 16 a Marisa González de Oleaga (UNED). Pedro C. González Cuevas

Tema 1

El triunfo del absolutismo Ana Martínez Arancón Elena Casas

1. Juan Bodino 2. Thomas Hobbes 3. Spinoza y la libertad Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema abordaremos cómo surge la idea de la monarquía absoluta como única salida para alcanzar la paz, centrándonos en el estudio de dos de sus principales teóricos, a saber, Juan Bodino y Thomas Hobbes, para luego referirnos a la crítica de esta forma de gobierno formulada por Baruch de Spinoza.

1. Juan Bodino Cuando nació Juan Bodino, hacia 1530, Francia llevaba ya mucho tiempo caminando hacia una concentración del poder en las manos del rey. Desde muy pronto la monarquía medieval había ido ganando prestigio, con el apoyo de las universidades. Además, se había procurado acabar poco a poco con los grandes ducados como Aquitania, Borgoña o Bretaña, que suponían un poder demasiado grande, incorporándolos a la corona. Tras el final de la larga lucha con Inglaterra, también basada en querellas dinásticas, que conocemos como la Guerra de los Cien Años, la monarquía había tomado nuevo aliento. Luis XI había conseguido unificar bajo su cetro la mayor parte de los territorios que hoy configuran el mapa de Francia, y la brillante corte de Francisco I había confirmado, también de manera simbólica, el papel central del monarca en el Estado. Sin embargo, que el rey fuera de hecho poderoso y respetado continuaba siendo una cuestión que debía mucho a las circunstancias, pues subsistían numerosas instituciones heredadas de la época feudal que tenían capacidad para controlar y frenar, si así lo deseaban, la política real y de poner en grandes dificultades su autoridad, obstaculizando su acción. Esto se vio con claridad con la repentina muerte de Enrique II, que dejaba el trono en una situación difícil. Su viuda, Catalina de Médicis, actuaba de forma fluctuante y a veces contradictoria, buscando más debilitar a sus numerosos enemigos que fortalecer realmente la corona, y la debilidad física de su prole empeoraba las cosas, haciendo que se sucedieran periodos de minoría. A esto se añadió la fuerte penetración de la doctrina protestante. A la división entre católicos y hugonotes se unió la ambición de diversas

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familias nobles, especialmente dos, los Borbón y los Guisa, que hicieron de las dos facciones religiosas el instrumento de sus ambiciones políticas y de dos conceptos distintos del Estado, uno de ellos más apegado a las tradiciones medievales y a los privilegios nobiliarios y el otro más pendiente de los cambios efectuados en la sociedad y más abierto a una relativa movilidad social. Los enfrentamientos tomaban, en algunos periodos, la forma de una verdadera guerra civil, en otros se limitaban a tensiones políticas, y la reina madre apoyaba a uno u otro grupo, tratando de que ninguno de ellos acumulase excesivo poder o prolongase demasiado su preponderancia, pasando de una postura tolerante y hasta favorable a los hugonotes a otra de rigidez y persecución, actitud contradictoria que alcanza su punto culminante la noche de San Bartolomé de 1572, cuando se produce una espantosa carnicería de protestantes, una matanza terrible que se ha llegado a evaluar en 40.000 víctimas, precisamente cuando se celebraban las bodas de Margarita, hermana del rey de Francia, con Enrique de Borbón, rey de Navarra, cabeza visible de los hugonotes y futuro Enrique IV de Francia. Ambos partidos se atacaban, además de con las armas, con la pluma, y proliferaba una literatura panfletaria en la que, entre otras cosas, se atacaba la figura de los reyes, no solamente con historias salaces sobre su vida privada, sino con argumentos que ponían en duda su legitimidad y defendían la posibilidad de destronarlos o de acabar con su vida. Esta inestabilidad, estas especulaciones y esta violencia no hacían sino ahondar en la herida, y la unidad de Francia, esa obra de siglos, amenazaba con disolverse en un clima de caos generalizado. El último de los Valois, Enrique III, que no carecía de talento político, percibió con claridad este peligro y trató de ponerle remedio aglutinando en torno suyo un buen número de colaboradores inteligentes, para buscar vías de conciliación y tratar de establecer teóricamente la autoridad real sobre nuevas bases. Juan Bodino formaba parte de estos jóvenes ansiosos de encontrar una salida al enfrentamiento entre posturas extremas. De hecho, se le puede relacionar con el grupo denominado «los políticos», que partían de una posición católica abierta y tolerante y que veían como la única solución factible el restablecimiento de la autoridad de la monarquía y el fortalecimiento del poder real. Había nacido en 1530, en una familia de artesanos acomodados de Angers. Estudió primero con los carmelitas de París y luego se trasladó a

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Toulouse, en cuya universidad fue profesor y donde publicó sus primeras obras. Se traslada luego a París donde tiene una carrera política activa pero discreta, pero donde goza de gran prestigio intelectual. Tras el asesinato de Enrique III, se une a las tropas de Enrique IV. Tras la toma de Laôn, se establece allí, muriendo en 1596. De entre su extensa producción literaria, la obra más influyente y famosa es la titulada Los seis libros de la república, publicada en 1576, y esta es la que vamos a comentar brevemente. En el prólogo, justifica su empeño diciendo que, en tiempos de tanta zozobra y peligro, todos están obligados a aportar su esfuerzo para que el barco no naufrague, y que esta tarea es tanto más urgente por cuanto han aparecido peligrosos libros de política donde se desprecia la justicia y la eterna ley de Dios, afirmando, como hace Maquiavelo, que los príncipes pueden entregarse a todos los abusos con tal de robustecer su poder, o sosteniendo, como hacen muchos autores de panfletos, que es lícito rebelarse contra los príncipes, abriendo así «las puertas a una licenciosa anarquía, peor que la tiranía más cruel»1. El libro primero se ocupa del origen y el fin de la república, que define como el «recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano». El hecho de que haya un gobierno, un poder, lo diferencia de una mera agrupación, pues una sociedad política es la que establece una autoridad para lograr así el beneficio común. El hecho de que esta ordenación sea recta la legitima, separándola de las asociaciones de malhechores, y encaminándola a la búsqueda del bien y la felicidad. No es pues el tamaño lo que hace que un grupo de familias sea o no una república, sino el hecho de haberse dado un gobierno y unas leyes justas. Además de la soberanía, se requiere la existencia de algo compartido; en la definición se habla de las cosas comunes, o sea, de las leyes, del tesoro público y del territorio. Por lo que hace a éste, lo ideal es que sea suficientemente amplio para todos los habitantes y que incluya «tierra fértil y ganado abundante», así como materiales aptos para la construcción de viviendas, de modo que pueda garantizar la subsistencia y la necesidad no obligue a ocupar territorios ajenos. También es deseable un clima agradable y sano, que favorezca la salud y el bienestar de los moradores.

1   Bodino, Jean. Los seis libros de la República, Edición de Pedro Bravo Gala. Tecnos, Madrid, 1992, pág. 6.

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La familia es el origen de la sociedad política, que se constituye por la unión de varias de ellas, para establecer una convivencia pacífica y defenderse, aceptando normas comunes, de la violencia, la ambición y el dominio arbitrario de la fuerza. También es su modelo de gobierno: en la familia, todos se someten a la autoridad del padre, y lo mismo en la república, donde todos han de someterse a un gobierno, sea éste personal o colectivo. Ahora bien, lo mismo que la existencia de bienes comunes no excluye la propiedad privada, la autoridad común no niega la libertad individual ni la capacidad de cada cual para gobernar sus asuntos privados. Por eso, una república bien ordenada no tiene esclavos y por eso existe una diferencia entre el súbdito, al que se le impone una autoridad, y el ciudadano, que se somete libremente a la soberanía de otro, cediendo parte de su libertad para obedecer las leyes comunes. A su vez, el que gobierna lo hace para procurar el bien de todos. No es pues la influencia ni el poder ni la posibilidad de acceder a los cargos públicos lo que define la ciudadanía, sino «la obediencia y reconocimiento del súbdito libre hacia su príncipe soberano, y la tutela, justicia y defensa del príncipe hacia el súbdito»2. La reciprocidad es necesaria, porque, si bien el poder soberano es perpetuo, puesto que es condición de existencia de la propia república, se cede de manera temporal a aquellos que lo ostentan, que no deben olvidar nunca que no son ellos, sino la colectividad, la depositaria última del poder. Tienen que velar por sus súbditos porque son los fiadores del acuerdo que fundamenta la convivencia común, y por eso debe guardar la justicia, que es el fin para el que se constituyó la república. Eso sí, una vez cedido el poder, se hace de manera absoluta. El soberano tiene las manos completamente libres y está por encima de las leyes, tanto de las heredadas como de las nuevas que le parezca conveniente dictar. Puede, pues, derogarlas, cambiarlas e imponer otras, que tampoco estará obligado a cumplir. Puede también nombrar a quien desee para los cargos públicos, imponer tasas e impuestos, concluir paces y declarar guerras según su buen entender. En su mano están también el castigo y la gracia. No tiene que rendir cuentas a nadie de sus decisiones ni obedecer sino a su voluntad y buen criterio. El único freno de un príncipe lo constituyen las leyes divinas y naturales, a las que no puede de ninguna manera oponerse.

 Ibídem, pág. 41.

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El libro segundo trata de las distintas formas de organización de la república, según si el poder reside en uno solo, en varios o en todo el pueblo. Bodino difiere de Aristóteles y no piensa que haya más de tres formas de gobierno, pues el que éste se ejerza de manera legítima o tiránica no altera en absoluto su naturaleza. Tampoco está de acuerdo con que lo ideal sea una forma mixta; de hecho, eso es algo que le parece imposible. En teoría estará bien, pero en la práctica, en la realidad, es «incompatible e inimaginable combinar monarquía, estado popular y aristocracia», pues la soberanía es algo único e indivisible, y los repartos no sólo resultan difíciles y problemáticos, sino peligrosos, hiriéndola de muerte en lo más esencial, en su unidad. Por eso precisamente se encuentra mejor depositada en las manos de uno solo, de un monarca que se muestre «tan obediente a las leyes de la naturaleza como él quiere que lo sean sus súbditos hacia él, dejando la libertad natural y la propiedad de los bienes a cada uno»3. Claro que también hay monarcas tiránicos, que consideran a sus súbditos como esclavos y al país como una finca de su propiedad. En este caso, los antiguos no dudaban: era legítimo y hasta loable librarse de ellos mediante un acto violento. Bodino aquí está de acuerdo sólo en parte. Si el mal príncipe es un usurpador, no merece más que el cuchillo vengador, sin más consideraciones, pero si se limita a hacer mal uso de un poder que ha adquirido legítimamente, por elección o por herencia, no es lícito ni atentar contra su vida ni siquiera conspirar contra él o contra su honor, y quien defiende lo contrario comete un error gravísimo y peligroso para el orden social. «El súbdito jamás está autorizado a atentar contra su príncipe soberano, por perverso y cruel tirano que sea»4. Su persona es santa e inviolable, por abominables que sean sus actos, y lo único que puede hacer el súbdito oprimido es huir, exilarse y tratar de evitar el castigo, pero si este llega, sufrirlo sin rebelarse. Y es que lo importante es respetar la autoridad real y preservarla. El usurpador ha atentado contra ella, ha quebrado la soberanía, y por eso el que lo elimina no hace mas que restablecer el orden, mientras que atacar a un príncipe malo, pero legítimo, supone vulnerar la institución misma, un delito de lesa majestad que merece la pena de muerte. El libro tercero trata de la conveniencia de que existan instituciones auxiliares del monarca, como el senado o los consejos. Si el príncipe es sabio, siempre se aprovechará de lo bueno que le sugieran y podrá hacer caso omiso  Ibídem, pág. 97.  Ibídem, pág. 106.

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de lo que no considere conveniente. Si, como suele ser habitual, dado que «el esplendor y belleza de la sabiduría son tan raros entre los hombres», el monarca es de mediana o hasta torpe inteligencia, la ayuda de un grupo de hombres instruidos y prudentes le será imprescindible. Sin embargo, y por útil y necesaria que sea esta institución, nunca hay que olvidar que su función es meramente consultiva y que las decisiones dependen única y exclusivamente de la voluntad del monarca, y así debe ser. El autor insiste en la necesidad de que los magistrados y senadores sean todavía más sumisos y obedientes que el resto de los súbditos, si no quieren traer grandes males a la república. También recomienda a los soberanos que convoquen frecuentemente cortes y estados generales y estén bien dispuestos para oír las quejas y peticiones que allí se les presenten, pues aunque luego no las atiendan, el mero hecho de ser escuchados y de comparecer ante su señor para formular sus reclamaciones hace felices a los demandantes. El cuarto libro trata de la evolución que sufren las repúblicas. Desde su nacimiento, ya se deba éste al mutuo consentimiento o a un acto de fuerza, si están bien ordenadas crecen y prosperan hasta llegar a un estado de perfección. Pero éste no dura mucho, «debido a la variedad de las cosas humanas, tan cambiantes e inciertas»5, así que los reinos e imperios decaen y se derrumban, ya sea de golpe, vencidos por un enemigo, o como consecuencia de un largo debilitamiento. Para evitar o retrasar en lo posible este proceso, lo mejor es que las repúblicas se vayan renovando interiormente, introduciendo cambios graduales que las fortifiquen y adaptando viejas instituciones a nuevos tiempos. Paralelamente a este proceso regenerador, que ha de llevarse a cabo sin sobresaltos ni conmociones, hay que tomar medidas que conserven y aumenten el respeto de los súbditos por el monarca, para lo cual es preciso que se disimulen sus defectos y se pongan de relieve sus cualidades y que se gradúe su comunicación con el pueblo, para que todos lo vean como algo siempre presente, pero sin caer en una familiaridad que deslustre el prestigio sagrado de su persona. Es también importante evitar las banderías y facciones tener exquisito cuidado de que ningún grupo pueda sentirse agraviado o preterido. El quinto libro se ocupa de las modificaciones que deben sufrir las instituciones según los distintos climas y temperamentos, así como de la nece-

 Ibídem, pág. 165.

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sidad de proteger el estado mediante ejércitos, fortificaciones y una sabia política de alianzas. Por último, el sexto se ocupa del modo de organizar la hacienda pública y de distribuir los impuestos, y termina con una exaltación de la monarquía como el modo de organización política más conveniente para lograr los fines del bien común, el más apropiado para conservar el orden y la paz y promover la prosperidad, el más acorde con la razón y la naturaleza y, en fin, «el más hermoso, excelso y perfecto de todos», en el que resplandece toda «la majestad y la dulzura de la armonía divina»6.

2. Thomas Hobbes 2.1. Introducción La Inglaterra de Hobbes (1588-1683) tampoco era territorio pacífico, ni mucho menos. Lo cierto es que la relativa unidad moral y política de la Cristiandad, unidad de formas de vida, modos de gobierno, organización social y creencias, que caracterizó la Edad Media desaparece en la Europa moderna. Sería difícil decir si fueron las disputas sobre cuestiones religiosas la causa de las guerras, cosa que Hobbes creía, o fueron las luchas por el poder político las que se enmascararon y justificaron por medio de doctrinas religiosas. El resultado, en cualquier caso, es el mismo. No sólo queda sin realidad política el concepto de Cristiandad, sino que dentro de los mismos reinos que la componen, la paz es un bien escaso y poco duradero. El estado dejó de considerarse entonces como el tipo perfecto de asociación humana a que el hombre tiende por naturaleza, según reza la doctrina aristotélica, sabiamente adaptada a las circunstancias políticas del s. xiii, por Santo Tomás de Aquino. Ahora no se trata de justificar una situación política dada, como fue el caso entonces, sino de crear una sociedad nueva, sobre las ruinas de la que estruendosamente se derrumba, en la que la paz quede firmemente establecida sobre unas bases teóricas adecuadas a la nueva situación. Los esfuerzos de muchos, «tanto con la pluma, como con la espada», por superar la división entre cristianos y volver a la unidad y a la catolicidad perdidas, fueron vanos. Después de la paz de Westfalia, que  Ibídem, pág. 307.

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pone fin a las guerras de religión, la fragmentación política y religiosa de Europa es un hecho que alcanza hasta nuestros días. Los súbditos tendrán la religión que profese su príncipe, desde luego, y, poco a poco, se irán acostumbrando a la idea de que deberán obedecer a su príncipe en todo, cada vez más, sin escapatoria posible. La Europa de las «potencias», estados soberanos totalmente independientes entre sí, sustituye a la vieja idea de Cristiandad, en la que dos poderes que teóricamente estaban por encima de los reinos y señoríos, el Pontificado y el Imperio, se disputaron la primacía durante la Edad Media. En ausencia de referentes morales universalmente aceptados, la doctrina de la «ley natural», se consideró por los filósofos del siglo xvii, como punto inicial de discusión en materia moral y política. De allí podrían surgir los principios básicos, aceptables por todos, independientemente de sus respectivas confesiones religiosas, como base de una teorización o discusión racional sobre el estado y sus fundamentos legales. La doctrina de Hobbes es uno de los primeros ejemplos de esta tendencia. Hobbes ve el estado de la humanidad actual, la vida civilizada, como un progreso respecto a un estado pretérito de imposible barbarie. Su concepto de «ley natural» no se basa en las leyes de la Razón ordenadora de mundo, a las que el «sabio» deba conformarse. Son preceptos que el individuo, a la luz de su propia facultad de razonar, que es tan natural como cualquiera otra, encuentra útiles para la conservación de su vida. Que todas ellas sean derivables de la Sagrada Escritura, como fehacientemente demuestra Hobbes, muestra que Dios desea la conservación de la humanidad, pero no hace de ellas leyes positivas coactivas, como sería el caso si la sociedad humana estuviera bajo el sólo poder de Dios. Los cristianos esperan un reinado definitivo y directo de Dios, pero no antes del Juicio Final. Mientras tanto, la misma Escritura dice que deben someterse a las leyes del país en que vivan, no a la ley natural. De modo que, para ningún hombre la ley natural es mandato, sino consejo. Por otra parte, delimitar la referencia exacta de las leyes naturales, definiendo las condiciones en las cuales su conculcación se considera delito, es competencia de la autoridad civil, no de la religiosa. Será, asimismo, competencia de la autoridad civil definir qué libros sagrados deban considerarse canónicos para la iglesia cristiana, que no es la iglesia universal, sino el conjunto de los ciudadanos pertenecientes a un estado.

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Hobbes considera impracticable la fundamentación religiosa del poder real, tal como se solía hacer en los tiempos de la remota antigüedad, en que los príncipes no suplicaban por el poder, «simplemente lo ejercían» y el pueblo «veneraba el poder supremo como si fuera una divinidad visible», porque comprendían la sencilla verdad de que de la existencia de ese poder dependía su propia vida. En los tiempos actuales el poder real ha perdido ese prestigio de tipo religioso ante el pueblo, y lo han ganado, en cambio, los diferentes intérpretes de la Sagrada Escritura, que siembran la falsa doctrina de que los reyes «no son los jefes de la multitud, sin sus servidores», o la de «que un súbdito puede matar a un tirano» y tiene, asimismo, derecho a resistir el mandato del su soberano cuando este sea injusto. La autoridad religiosa, en su actual pretensión de autonomía y aún de supremacía frente al poder político, lejos de ser elemento de amalgama y concordia entre los hombres, es el origen de los conflictos que entre ellos se producen. La soberanía es indivisible. Las competencias de la Iglesia y del Estado no están de hecho separadas, y el que detenta la soberanía en un estado, sea un príncipe o una asamblea, tiene y debe tener la potestad de legislar en su estado sobre cualquier materia. Otra cosa es, que algunos príncipes cristianos —dice Hobbes— deleguen su atribución legislativa en materia religiosa en la Iglesia Romana, como hacen muchos, pero eso no quiere decir que la autoridad de la Iglesia en el territorio de dicho príncipe sea absoluta, sino derivada de la autorización del príncipe. La Monarquía Universal, ideal político secular del Imperio Romano, sobre cuyas ruinas, en definitiva, se asientan las pretensiones legislativas de la Iglesia Romana, no es un proyecto político viable, no sólo porque de hecho no haya sido viable, sino porque son suficientes para la autarquía, es decir, para la paz y la defensa de los particulares, comunidades políticas más pequeñas: los estados cristianos independientes. Y es importante recalcar que para lograr la paz civil el soberano no debe sufrir intromisión o competencia de ningún otro poder. Si se admite la potestad de la Iglesia de Roma de legislar en materia religiosa, se están dejando cuestiones importantes y que afectan a la colectividad en manos de una potencia extranjera. Los que tienen poder sobre las almas no son menos temibles para la autoridad que los que tienen poder sobre los cuerpos. Por otra parte, es el poder del Estado lo que hace posible que los hombres puedan vivir según la ley natural, sin peligro para su vida; porque

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en ausencia del poder estatal, único elemento capaz de eliminar conflictos personales y sociales, se produce un desorden tal en la sociedad humana, que impide el seguimiento de los dictados morales. En 1642 comienza la guerra civil en Inglaterra, que adopta la forma de conflicto religioso, y termina en 1649, como es sabido, con la ejecución del rey Carlos I y el triunfo de los «independientes» de Cromwell. Muchas de las aseveraciones de Hobbes sobre el poder y las consecuencias de su ausencia o dejación, se interpretan mejor en este contexto histórico. Según Hobbes, la causa principal de las guerras es un desconocimiento de la verdadera naturaleza y fines del poder político. Es la ignorancia lo que produce la obcecación en la defensa de unos principios absurdos. Se impone la construcción de una teoría política, cuyas deducciones se muestren a todos tan inapelables como las de la geometría. El primer paso de este programa, que a Hobbes le parece hasta cierto punto posible, sería establecer los principios que rigen el mecanismo por el que se forma de hecho el poder estatal dentro de cualquier sociedad y las bases reales de su legitimidad. Una ciencia social lograda, será el punto de partida firme del camino hacia la paz de los individuos pertenecientes a un mismo estado El estado es una construcción de los hombres, no un hecho natural y mucho menos de institución divina. La única nota esencial del estado es que haya un poder público constituido. Esa es la condición necesaria y suficiente para los fines terrenales. Hobbes considera también que es el poder público lo que constituye el estado y que este poder es esencialmente único, no puede dividirse, no porque no «deba» dividirse, sino porque es el poder indiviso del soberano la única garantía del orden social y el orden lo es de la paz que, a su vez, es el fin del estado. Ciertas falsas ideas sobre la necesidad de limitar el poder real, sobre la licitud moral de resistir los mandatos de la autoridad, inculcadas a los ciudadanos por agitadores religiosos interesados, fueron el arma teórica de los partidarios del Parlamento y el verdadero origen de la revolución. «Hobbes recordaba una y otra vez a los moralistas puritanos que el pecado original consistió en un presuntuoso y desobediente deseo de juzgar acerca del bien y del mal»7. Es su escepticismo sobre la posibilidad de decidir entre sistemas de valores rivales la causa de su pragmático aprecio por la autoridad. Es el único árbitro capaz

  J. W. N. Watkins, pág. 183.

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de zanjar disputas interminables y potencialmente sangrientas de gente ociosa. Por otra parte, la actividad legislativa del soberano, tal como Hobbes lo define, no está limitada por privilegios o mercedes concedidas con anterioridad a su mandato, porque él puede legalmente sostenerlos o retirarlos, según su voluntad. En la administración de justicia no hay privilegio alguno, ni tribunales especiales para nobles o eclesiásticos; pues, aunque el orden de la sociedad civil incluya en su concepto jerarquía, y, por tanto, desigualdad; ante el soberano, que es el autor de esa jerarquía, todos los hombres son iguales. En efecto, la filosofía política medieval trata de justificar competencias o derechos al justo ejercicio de la autoridad, del Papa, del Emperador, del Rey y de las diversas corporaciones, en el seno de una sociedad estamental cuyo orden mismo no se cuestiona. Una sociedad en la que los diversos ámbitos de poder o jerarquía, son algo dado, y en que el poder supremo, tanto el civil como el religioso, tiene limitaciones nacidas de la tradición. Hobbes, contrariamente, sostiene que el orden no se establece por que todos estén de acuerdo en que sea un orden justo, ni es algo heredado por tradición, ni lo procuran las leyes, sino que se impone siempre por la fuerza y es el que tiene más fuerza el que impone su voluntad a los que tienen menos y esa voluntad expresa es la ley. En el caso de la sociedad civil, es el soberano (sea un hombre sólo o sea una asamblea) el que establece, según su voluntad, y sin ninguna limitación previa, el orden social de hecho y de derecho. De hecho, porque tiene la fuerza necesaria para hacerlo. De derecho, porque está autorizado a emplearla por los propios ciudadanos, según el pacto que todos ellos han suscrito y por le cuál se instituye el Estado. Por eso decimos que el modelo de Estado construido por Hobbes es apto para el desarrollo de la sociedad de clases, que va a sustituir, a lo largo de un dilatado proceso, uno de cuyos momentos iniciales es el apoyo de la burguesía al poder real frente a los organismos tradicionales, a la antigua sociedad estamental. No hay privilegios que el poder del Estado esté obligado a respetar. El Estado se constituye y mantiene en torno a un único poder. La organización jerárquica de la sociedad depende de la voluntad del gobernante. De otro modo, el gobernante no sería el jefe, sino el administrador de una comunidad, en cuyo caso el poder del Estado no lo tendría él, sino la comunidad, pero el poder mismo sería igualmente único. La justicia del orden social no está fundada en una distinción natural de los

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individuos que componen el grupo, sino en la voluntad del gobernante, cuya expresión es la «ley civil», ante la cuál son todos ellos iguales. Esta paradójica doctrina, es decir, no admitida públicamente en su tiempo, es el inicio de una tendencia constante y revolucionaria, que determina la concentración de todo el derecho público en el Estado, a medida que «destruye, persigue e interviene aquellas formaciones corporativas que no sean de carácter jurídico-privado. Es lo que se esconde tras la oposición moderna entre la Iglesia y el Estado, oposición que la teoría de Hobbes expresa tan radicalmente».8 Queda el individuo en la sociedad civil libre de todo poder coactivo que no sea el estatal, y libre, por el uso de su razón, de supersticiones y costumbres que pongan freno a sus actos. Como, por otra parte, la razón no tiene poder sobre la voluntad del hombre, sino que es su servidora; el resultado será, necesariamente, que el hombre progresará en el sentido de convertirse en un depredador más eficaz. De modo que, cuanto más ilustrado sea el ciudadano, tanto más necesario será construir un Estado que pueda sustraerse a las artimañas de los particulares y que sea efectivamente capaz de dominarlos a todos por igual. La marcha «de la barbarie a la civilización», no la entiende Hobbes como un progreso referente a la moralidad de los individuos, sino a la construcción de los estados. Por eso se propone elaborar, una ciencia del estado, con el método de la ciencia nueva, es decir, descomponiéndolo en sus elementos y reconstruyéndolo de nuevo mentalmente, porque en esto consiste la ciencia política o lo que de científico puede tener la filosofía política. Porque siempre «... que un todo pueda descomponerse en sus partes y reconstruirse a base de éstas, tiene un campo abierto el pensamiento; y, a la inversa, todo lo que se sustrae a esta regla fundamental del comprender no puede ser nunca contenido de un razonamiento seguro».9

Este propósito tiene una dimensión pragmática: lograr el acuerdo de los hombres sobre la esencia y el funcionamiento real del estado, que suelen ser causa de disensión y guerra abierta entre los que sustentan, sin verdadero fundamento, diferentes pareceres. Siguiendo este método será posible

 F. Tönnies, Hobbes, Madrid, Alianza, pág. 311.  Cfr. en E. Cassirer, El problema del conocimiento, México, F.C.E., 1974. T. II, pág. 177.

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dilucidar al menos qué tipo de cuestiones políticas o religiosas serán susceptibles de solución científica. 2.2. El individuo. Sus relaciones Los elementos del modelo teórico de Hobbes son los individuos, no las familias. Los hombres, considerados individualmente, son la materia de que se compone el estado y también sus constructores, sus «autores». El conocimiento de un fenómeno cualquiera implica el conocimiento de las causas que lo producen o generan. Las causas de los fenómenos naturales pueden ser conocidas sólo hasta cierto punto, por eso las leyes de la física no dejan nunca de ser hipótesis. Ello sucede porque los hombres no son los autores de los fenómenos físicos y los hombres sólo pueden conocer con certeza las causas de lo que ellos construyen. La geometría, «única ciencia que Dios se ha servido conceder a la humanidad», que es una construcción humana desde el primer axioma hasta el último teorema, es por eso una ciencia exacta, no hay lugar en ella para suposición, conjetura o hipótesis. Todas sus verdades, por complejas y problemáticas que puedan parecer, se demuestran a partir de principios cuya verdad es evidente. Con la ciencia del Estado podría suceder lo mismo que con la geometría, podría ser el objeto de una ciencia exacta, porque el estado es un artificio en su totalidad. Sin embargo, el interés de los hombres es la causa de que la doctrina de lo justo y de lo injusto sea «... perpetuamente disputada... mientras que la doctrina de las líneas y las figuras no lo es. Pues no pongo en duda que, de haberse opuesto al derecho de dominio de cualquier hombre, o al interés de los dominadores, la doctrina según la cual los tres ángulos de un triángulo deben ser iguales a los dos ángulos de un cuadrado, hubiera sido no ya disputada, sino suprimida de raíz y quemados todos los libros de geometría en la medida del poder de aquél a quien interesara». (Leviatán, I, 11)

Son los comportamientos peculiares de los elementos del estado, fruto de su deseo de dominio y su afán permanente de auto justificación, los que enturbian la filosofía política con sus interminables disputas e impiden el surgimiento de una verdadera ciencia de la sociedad civil. Una verdadera ciencia del Estado, por tanto, debe partir de un conocimiento positivo de la naturaleza de los hombres, que son sus elementos.

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Cada hombre es un sistema único, cuyo mecanismo de acción es el esfuerzo (conatus). El acto voluntario es, como la velocidad, la resultante de diversas fuerzas de atracción o repulsión. Todo objeto despierta en el sujeto conato de acercamiento o repulsión. Cada conato puede ser anulado por su opuesto, pero el conato resultante será la voluntad del sujeto, lo que el sujeto hace y quiere hacer. De manera que nadie es libre de querer una cosa u otra. La voluntad, por otra parte, no puede educarse por medio de la razón, porque el mando del individuo pertenece a la voluntad y no a la razón. Es su voluntad lo que mueve al hombre a la acción, y su razón le facilita los mejores medios para que esa acción resulte conforme sus deseos. El sumo bien, cuya consecución implicaría el reposo de la voluntad, en esta vida no existe, por tanto el hombre no puede dejar de desear, como no puede dejar de sentir. El fin que se propone es la satisfacción de sus deseos y a una satisfacción continuada es a lo que llama felicidad. «La felicidad es un continuo progreso del deseo desde un objeto a otro, donde la obtención del anterior no es sino camino del siguiente.» (Leviatán, XI) Las pasiones o deseos humanos son de diversas clases, según el objeto que ambicionen poseer: riquezas, honor, ciencia etc. Pero lo que todos pretenden obtener por medio de esas cosas es una sola: poder: «Por eso mismo sitúo en primer lugar, como inclinación general de toda la humanidad, un deseo insaciable de poder tras poder, que sólo cesa con la muerte. Y la causa de ello no es siempre esperar un goce más intenso que el ya obtenido, ni tampoco ser incapaz de contentarse con un poder moderado. En realidad el hombre no puede asegurarse el poder y los medios para vivir bien que actualmente tiene sin la adquisición de más. Y por eso los reyes, que son los más poderosos, dirigen sus afanes a asegurarlo en casa mediante leyes y fuera mediante guerras.» (Leviatán, I, 11)

2.2.1. La igualdad Todos los hombres son iguales por naturaleza, en el sentido de que todos necesitan poder para vivir y todos desean tenerlo. También son iguales en lo que se refiere a la fuerza, porque todo hombre tiene la necesaria para inferir a otro el peor de los males: la muerte. Hobbes vio que el de «fuerza» es un concepto relativo y relativa también, y por tanto, precaria, la posesión de los bienes para cuya consecución se ha empleado

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esa fuerza. La victoria en la lucha por los bienes de la vida no la obtiene el «más fuerte», sino cualquiera que haya ejercido una fuerza superior a la de otro en un momento dado. El disfrute del bien conseguido por esa victoria no está garantizado. Cada vencedor debe temer las asechanzas de los otros y la eventualidad, cierta, de ser él el vencido en la siguiente ocasión. Por eso no se puede hablar de «propiedad», en sentido estricto en el estado natural del hombre, sino en el estado civil, en el que los modos de acceder a los bienes están tipificados por las leyes y el cumplimiento de las leyes garantizado por la fuerza pública. Por tanto, no hay una propiedad preexistente que el estado se obligue a garantizar, como sería el caso en la doctrina de Locke y otros teóricos del liberalismo, sino que es el estado el que crea la propiedad, en sentido estricto, al garantizar el seguro disfrute de la posesión del particular. No garantiza el disfrute de los bienes la mera fuerza, aunque se junten las de muchos, porque lo mismo que un hombre fortísimo puede ser muerto por otro mucho más débil, si este último sabe acechar la oportunidad; así, cualquier estructura de poder puede ser deshecha por otra. «La propiedad comenzó con el Estado, y es propio de cada uno lo que puede retener en virtud de las leyes y el poder de todo el Estado». (De Civ., VI, 15). De modo que nadie es propietario de nada por derecho natural, pues en estado de naturaleza «todos tienen derecho a todo» y son todos los hombres igualmente propietarios o no-propietarios, según se mire. En la doctrina de Bodino, como acabamos de ver, se parte de una sociedad previa al estado que está organizada ya en familias, con su correspondiente régimen de propiedad supuestamente establecido, siguiendo el modelo de Aristóteles. Pero en el modelo de Hobbes se supone a los individuos, que luego pactarán para formar el Estado, como si fueran «hongos recién surgidos de la tierra», es decir no vinculados unos con otros por medio de pactos, que la voluntad del soberano esté obligado a respetar, porque el pacto social es de los individuos, no de las familias. En cuanto a las facultades intelectuales, encuentra Hobbes que la igualdad de los hombres es más evidente aún que en el caso de la fuerza. «Lo que quizá haga de una tal igualdad algo tan increíble no es más que una vanidosa fe en la propia sabiduría, que casi todo hombre cree poseer en mayor grado que el vulgo.» (Lev., I, 13).

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La fundamentación que hace Aristóteles del derecho de dominio en el libro primero de la Política, es incorrecta10. En primer lugar porque el hecho de tener más ingenio no implica que el que lo tenga sea «digno de mandar», porque no es el ingenio lo que produce la victoria, cuyo producto es el mando. Por eso es mejor considerar que los hombres son iguales, en lo que se refiere a la capacidad de mando, y que las diferencias de poder no provienen de su naturaleza, sino de los pactos que suscriben en el interminable transcurso de sus luchas. La igualdad natural de los hombres es precisamente la causa de que la lucha continua entre ellos no pueda, técnicamente, cesar, precisamente porque ningún hombre ni grupo es «el más fuerte» por naturaleza.

2.2.2.  La amistad El hombre no es amistoso, sino un lobo para el hombre, dice Hobbes, citando a Plauto. El axioma de Aristóteles que define al hombre como «un animal político», «aunque aceptado por muchos, es, sin embargo, falso y el error procede de una consideración excesivamente ligera de la naturaleza humana». La compañía de otros hombres no se busca por ella misma, «sino por obtener de los demás honor y comodidad» (De civ. I,2) El honor es un placer de la mente que consiste en que los demás refuercen con sus opiniones favorables la buena opinión que cada uno tiene de si mismo. La comodidad es el placer de los sentidos y se identifica con la conveniencia o interés. Toda sociedad se forma por conveniencia o por vanagloria, es decir, por amor propio, no por amor a los demás.   Téngase en cuenta que Aristóteles fundamenta la legitimidad de la esclavitud por medio de un juicio hipotético: «Así pues, todos los seres que se diferencian de los demás tanto como el alma del cuerpo y como el hombre del animal (se encuentran en esa relación todos cuantos su trabajo es el uso de su cuerpo, y esto es lo mejor de ellos), estos son esclavos por naturaleza, para los cuales es mejor estar sometidos a esta clase de mando». (Política I 1245b, 8). Hobbes niega la premisa mayor: «ningún hombre cumple el requisito pedido por ella», y, por tanto, niega la conclusión afirmando que para cualquier hombre es mejor gobernarse a si mismo que ser gobernado por otro. 10

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La gloria se consigue rivalizando con los demás. No aliándose con otros hombres, sino destacando entre ellos. Para la comodidad si es necesaria la unión con otros hombres, pero la ayuda de otros se consigue mejor dominándolos, y los hombres, si no fuera por el miedo que tienen a ser derrotados, preferirían siempre la dominación a la sociedad pactada. Los hombres no se aman por naturaleza, sino que se temen. Las causas del miedo mutuo son dos: la igualdad natural, que hace vulnerables a todos, y los deseos agresivos (la enemistad natural) de unos hombres para con otros. Las causas de la voluntad agresiva son dos fundamentalmente: •

La rivalidad de ingenios por obtener gloria, es decir, reconocimiento de los demás. Porque «no hay guerras más enconadas que las que se dan entre sectas de la misma religión o entre facciones del mismo estado». (De Civ. I,3).



La lucha por los bienes necesarios para proveer a la propia comodidad. Porque «... muchos apetecen a la vez la misma cosa, que muy frecuentemente no pueden disfrutar en común ni dividir; de donde se sigue que hay que dársela al más fuerte. Ahora bien, quién es el más fuerte es cosa que hay que dilucidar por medio de la lucha». (De Civ. I,6).

No debe buscarse el origen de la sociedad humana en la amistad mutua, porque no existe. El hombre busca en la compañía de otros los medios necesarios para su engrandecimiento, y de la asociación que se realiza con ese propósito, no puede esperarse que surja un orden que posibilite la paz, sino, precisamente, otra vez, la guerra. «Por lo tanto, hay que afirmar que el origen de las sociedades grandes y duraderas no se ha debido a la mutua benevolencia de los hombres, sino al miedo mutuo». (De Civ. I, 2). Hay tres razones: «el honor, el temor y el interés»11, por las que los hombres buscan la compañía de otros, y ninguna de ellas es la mutua benevolencia. Hobbes piensa, lo mismo que los sofistas, que el origen y sosteni  Leviatán, I, 13 y Tucídides, I 76,2.

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miento del Estado, una de cuyas formas ejemplares fue, en su opinión, el imperio de los atenienses, debe buscarse en la natural indigencia de los hombres, es decir, en su incapacidad de adquirir en soledad los bienes de la mente (honor), los del cuerpo (interés o conveniencia), y en el temor que todos sienten a las posibles ofensas de otros, temor que les obliga a adelantarse a ellas, estableciendo alianzas interpersonales de ayuda mutua, cuyo caso límite es el Estado.

2.2.3.  La libertad La «libertad» se define, para los cuerpos, como ausencia de impedimento externo de su movimiento natural. La libertad humana consiste en que no haya impedimento externo al acto voluntario. «Un hombre libre es aquél que, en las cosas que le permiten llevar a cabo su fuerza y su destreza, no se ve imposibilitado hacer lo que desea hacer». (Leviatán III). Pues bien, un hombre es libre cuando sus actos voluntarios de acercamiento o repulsa respecto a un objeto, no se ven impedidos por obstáculos externos. Sólo deja de ser libre cuando físicamente se le impide moverse con cadenas y grilletes. Este concepto de «libertad física», es siempre relativo. «La libertad de cada uno es mayor o menor; como tiene mayor libertad el que está encerrado en una cárcel más amplia que el que lo está en una angosta. Y el hombre puede ser libre en un sentido y no en otro, como el caminante se ve impedido por setos y cercas, para que no pise las viñas y los sembrados vecinos» (De civ.IX, 9).

Por otra parte, el concepto vulgar de libertad, es decir, la idea de una libertad física de acción no impedida por nada, «el obrar a nuestro arbitrio e impunemente», es incompatible con la vida social y con «la paz del género humano», pues «sin poder ni derecho de coerción no existe Estado alguno». Existe, por tanto, otro género de libertad, «el derecho de todos a todo», que en el estado de naturaleza es ilimitada, porque obedecer las leyes naturales, sin garantía de que los demás las cumplan también, equivale al suicidio, que a su vez es contrario a la primera de las leyes naturales, la que obliga a cada hombre a su propia conservación.

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Cuando no existe el Estado, cada hombre es forzosamente juez y parte en lo que él personalmente deba o no deba hacer, y hará siempre lo más adecuado para mantener el derecho a su propia conservación, que es lo que, además, debe hacer. El choque de su voluntad con las voluntades de los otros, que actúan de la misma forma, obligados por los mismos motivos, impedirá a todos hacer efectivo su derecho. Es la absoluta libertad legal con la que cada hombre cuenta por naturaleza, lo que, en última instancia, le impide contar con la libertad física adecuada a conseguir su propia conservación, es decir, para hacer efectivo su derecho. Los tres principios o aspectos de la justicia, que, según Platón, eran logrados sólo por la convivencia en una ciudad perfectamente gobernada: la igualdad, respecto a la posibilidad de mando, de los que formaran el cuerpo cívico; la libertad de intervención política, limitada a esa sola clase de hombres, y, por último, amistad inquebrantable entre ellos y su benevolencia con respecto a los productores y propietarios de los bienes materiales, los que formaban el «vientre de la ciudad»; son analizados y redefinidos por Hobbes, cambiando completamente de sentido y valoración. La igualdad no es un logro de la convivencia política, sino una especie de desgracia con la que todo hombre nace y de la que la sociedad civil permite escapar. La amistad entre los hombres no hay que buscarla, sobre todo en estado natural. Es la sociedad civil, al establecer la imposibilidad de agresión mutua, la que permite una vida social relajada y posibilita el trato amistoso ente los hombres. La libertad, entendida a la manera antigua, como posibilidad de intervención política, es incompatible con el concepto de sociedad civil, tal como Hobbes lo entiende. El poder lo ostenta sólo el soberano y no puede dividirse. De modo que al súbdito no le queda más que conformarse con la libertad privada de dedicarse a sus cosas y evitar que lo metan en la cárcel. 2.3. El estado de naturaleza Todos los hombres en estado de naturaleza son iguales, tienen derecho a todo, son absolutamente libres, y es justamente por eso por lo que son enemigos unos de otros.

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El estado natural de los hombres, es de guerra perpetua por «la inclinación de los hombres a dañarse mutuamente» y por el derecho natural que todos tienen a todo. Es perpetuo el conflicto, además, «porque por la igualdad de los combatientes no puede terminar en ninguna victoria». Fácilmente puede verse lo malo que es el estado de guerra o estado de naturaleza para «la conservación del género humano». Nadie puede considerar que vivir en este estado sea bueno. La vida de los hombres en estado natural es tan corta como desagradable. La guerra no es algo incidental, una desafortunada complicación de la convivencia humana, sino que es tan esencial a esa convivencia como el movimiento a los cuerpos. La ciencia política no debe buscar tanto las causas de la guerra, sino las causas de la paz, que es algo que debe ser construido, primero teóricamente, a partir de unos supuestos correctos sobre la naturaleza de los hombres y sobre la naturaleza de sus mutuas relaciones, y después, técnicamente, en la práctica de gobierno.

2.3.1.  Las leyes naturales La ley natural es «un dictamen de la recta razón acerca de lo que se ha de hacer u omitir para la conservación, a ser posible duradera de la vida y los miembros» (De Civ. II,1). Las leyes naturales no pueden considerarse propiamente leyes, pues les falta el concepto de imposición forzosa u obligación, esencial al concepto de ley. Son más bien teoremas deducidos de la primera ley, mencionada más arriba, que se ordenan a mantener la libertad o derecho primero de cada hombre, es decir, el derecho a conservar la propia vida. Lo que ocurre es que los hombres, al no ser capaces de comprender todas las consecuencias de sus acciones, no son capaces de comprender tampoco hasta qué punto la conservación de su propia vida y comodidad depende de la observancia de las leyes naturales. No comprenden, en primer lugar, que todas las leyes naturales están lógicamente derivadas de esa primera ley que sólo obliga a lo que de hecho cada hombre quiere y es su derecho querer: mantenerse vivo. Por eso no las observan.

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Pero tampoco el arte mayeútico de Hobbes, que hace patentes las conexiones lógicas de las leyes naturales entre sí, reduciéndolas incluso a una regla sencilla de recordar,12 es suficiente para que esas leyes se cumplan. Si los hombres, en los cálculos prudenciales que preceden a todas sus acciones, no barajan la seguridad de un castigo, optarán siempre por el beneficio inmediato que supone la violación de la ley, en lugar de hacerlo por el bien lejano, que es la paz. De la ley natural primera, que está ordenada a conservar la vida de los hombres se deriva la ley fundamental, que es buscar la paz, porque en la guerra mueren los hombres. La primera ley especial, que se deriva de esta fundamental, es «que no debe mantenerse el derecho de todos a todo, sino que algunos derechos deben transferirse o se debe renunciar a ellos» (De Civ., II, 3). La renuncia a un derecho no implica una segunda persona, la transferencia, si. Cuando dos se transfieren mutuamente sus derechos a este acto se llama contrato, con la transferencia recíproca y simultánea, finaliza el contrato.

2.3.2.  Los pactos Al contrato en que uno de los dos cumple su parte y el otro promete cumplirla, se llama pacto. Los pactos se refieren siempre a cosas posibles y futuras. Es obligatorio cumplirlos aunque se hayan hecho por miedo, porque el pacto mediante el cuál se forma el Estado también se hace por miedo. Nadie puede obligarse por pacto alguno a recibir muerte o daño corporal sin resistencia, porque es obligarse a lo imposible escoger el mal mayor, es decir, una muerte cierta, en lugar de el menor, la lucha. Y obligarse a lo imposible es contrario a la naturaleza de los pactos. La resistencia es legítima en ese caso. El pacto por medio del cual se instituye el estado obliga a no defender a otros de la fuerza pública, no a dejar de defenderse a uno mismo. «Ni nece12

  «No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti».

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sita el estado para castigar a alguien pactar con él que lo lleve con paciencia, sino que nadie defienda a otros». (Id. II, 18). Tampoco está obligado nadie a declarar contra si mismo o contra su familia en un juicio. La segunda ley natural, derivada de la fundamental, es que hay que cumplir los pactos. El transferir derechos mediante pactos no conduce a la paz si la transferencia no se lleva a efecto, es decir, si el pacto no se cumple; por eso es ley natural cumplir los pactos. A la violación de un pacto se llama injuria, porque se hace sin derecho, es decir, después de haber transmitido ese derecho a otro mediante pacto, lo cual es absurdo. Por eso dice que «la injuria es un cierto absurdo en el trato, como el absurdo es una cierta injuria en la discusión» (Id., III, 3). Sólo hay injuria entre las partes que pactan algo. En la sociedad civil, el delito daña a la víctima, pero el delincuente no comete injuria contra la víctima, sino contra el estado, por no cumplir el pacto. Son justas las acciones que se hacen conforme a derecho y toda acción injusta es una injuria. En lo que se refiere a las personas, al que comete injuria se le llama «culpable», no «injusto», y al que no la comete, «inocente», no «justo». «Justo» e «injusto», son resultado de juicios morales, en los que lo que se juzga es la disposición generalmente observada por un hombre respecto a al observancia de la ley. «Culpable» e «inocente», son denominaciones jurídicas. En un tribunal se juzga la culpabilidad o inocencia del agente respecto a la acción, no la opinión del agente respecto a su deber de cumplir las leyes. Porque un hombre justo puede ser hallado culpable de un delito, lo mismo que un injusto ser hallado inocente. Para el sostenimiento del estado es relativamente poco importante que los hombres sean justos o injustos, siempre que el poder de coerción sea suficiente para impedir que se cometan delitos. Si el temor al castigo es suficiente, se mantiene el estado porque se cometerán pocos delitos, aunque los ciudadanos sean injustos; por el contrario, si el temor es insuficiente, se cometerán muchos, porque tanto los justos como los injustos delinquen. En lo que respecta a la práctica polí-

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tica, es secundario que los hombres sean más o menos justos, porque ambos igualmente incumplen los pactos. Los primeros, no en intención, pero sí por debilidad; los segundos, si creen que podrán escapar al castigo. Toda justicia proviene de los contratos, siempre que sean formalmente válidos, según sus requisitos propios, con independencia de su contenido. En lo que se refiere a la justicia conmutativa (igualdad aritmética de los antiguos), no es injusto intercambiar cosas de distinto valor, siempre que lo que se intercambie sea lo que se había pactado intercambiar. En lo que se refiere a la justicia distributiva (igualdad geométrica de los antiguos), tampoco el que tiene autoridad está obligado a distribuir según el merecimiento objetivo, sino según su criterio, porque eso es lo pactado en cualquier relación de dominio.

2.4. Origen del Estado El origen del estado hay que buscarlo en parte en la pasión y en parte en la razón. La pasión universal en el estado natural de guerra es el miedo que todos los hombres sienten, y la razón sugiere a todos que vivir en paz unos con otros será el mejor remedio de ese temor. Por tanto, el fin del estado y su razón de ser es la paz. Se instituye para terminar con la guerra, que es el estado natural del hombre. Está claro que todos los hombres quieren ese fin, lo importante es que quieran también los medios. La ley natural o moral, prescribe el tipo de comportamiento adecuado para vivir en paz con los demás. Lo que impide que la paz reine entre los hombres no es, pues, la ignorancia de los modos de obtenerla, sino la conformación de la voluntad. Cada hombre preferirá el beneficio inmediato, aunque para conseguirlo viole la ley natural, al beneficio mediato y lejano, es decir, a la paz, cuya condición es vivir respetando la ley natural. «Es cosa clara por si misma que las acciones de los hombres proceden de la voluntad, y la voluntad de la esperanza y el miedo; de tal forma que

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los hombres, cuando ven que de la violación de las leyes van a obtener un bien mayor o un mal menor que de su observancia, las violan sin dificultad.»(De civ. V, 1).

Si los hombres respetaran espontáneamente la ley natural, no sería necesario el Estado. El Estado llega a ser una necesidad porque no la respetan, y el mejor testimonio de ello son sus actos. Para que los hombres cumplieran la ley, y para que, en consecuencia, hubiera paz, sería necesario imponer un contrapeso en ese balance económico que los hombres hacen respecto al provecho de sus acciones, por medio del cuál siempre o casi siempre les resultara de forma inmediata, más provechoso cumplir la ley que violarla. Lo importante es que el miedo a las consecuencias de violar la ley supere la esperanza de beneficios. Lo mejor, en estado de guerra, es decir, en el estado en que el hombre se encuentra de forma natural, es buscar aliados, «para que la invasión de los otros se vuelva tan peligrosa que consideren más acertado el abstenerse de luchar que empeñarse en ello». Por otra parte, aún dentro de las mismas alianzas o grupos, tampoco esta asegurada la continuidad de la concordia interna, pues habrá disensiones entre los miembros «por la diferencia de caracteres y juicios». «De donde se sigue que el consenso de muchos, si consiste únicamente en dirigir sus acciones al mismo fin y al bien común... no proporciona a los consentientes o socios la seguridad que buscamos de ejercitar entre ellos las leyes naturales». (De civ. V,4).

Vemos, según esto, que el «iuris consensu» y la «utilitatis comunione», definición de «pueblo» dada por Cicerón13, no caracteriza, según Hobbes la asociación política. Tampoco le parece válida la rectificación de S. Agustín, que es la que expresamente rebate: conjunto de hombres «asociados en virtud de una participación concorde en unos intereses comunes.» Ninguna de las dos definiciones le parece adecuada porque ninguno de los dos requisitos mencionados es suficiente ni necesario, para asegurar la paz, y la paz, una paz segura y duradera, es el fin del Estado.

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  Ideas y formas políticas. T I, tema 8, pág. 290.

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Después de un análisis profundo de la estructura del Estado y de sus elementos, que son los hombres, Hobbes ha llegado a confirmar su hipótesis inicial de que el fundamento de la vida civil es el poder público.14 El poder público es la causa, no la consecuencia, de que pueda ser duradera en el tiempo y, por tanto un estado, la «participación concorde en unos intereses comunes». Para que exista el estado se requiere que «... los que se han puesto de acuerdo para buscar la paz y la ayuda mutua por el interés común, se vean imposibilitados por el miedo para discutir nuevamente cuando más adelante algún bien privado entre en colisión con el bien común». (De. civ. V,4).

Es imposible que las voluntades de muchos hombres sean concordes de una forma permanente y estable, requisito imprescindible para la paz, de manera que la voluntad del estado debe ser literalmente «una», es decir, la voluntad de un solo hombre o la voluntad mayoritaria, si la soberanía reside en una asamblea. Para que la voluntad de un particular o grupo sea la voluntad pública, el resto de las voluntades privadas deben estarle sometidas. El origen del Estado es ese pacto voluntario de sometimiento suscrito entre particulares, que implica la no resistencia a la voluntad del designado como soberano, excepto en lo que se refiere a la defensa de la propia vida. El producto de ese pacto «es lo que se llama UNIÓN»15. El fin de la unión, del sometimiento de las fuerzas del particular a otro mediante pacto, es lograr que el soberano «sea dueño de una fuerza tal, que por miedo de ella pueda conformar las voluntades de todos». (De civ., V, 8). La creación de ese monopolio de la fuerza, que es el poder público, se produce de forma automática, «mecánica», es el resultado del pacto por el que se constituye el Estado. El Estado no surge naturalmente, tampoco es de institución divina, el Estado es algo que se «constituye» o construye. Es un mecanismo de acción colectiva, integrado por ciertos elementos, en  En su primera obra, Los elementos de la ley (1640), ya formuló claramente que la nota característica de la asociación estatal era el poder inalienable del soberano, en De cive y en Leviatán, corrige y matiza algunas afirmaciones o utiliza otros modos de fundamentarlas, pero siempre en orden a establecer que el fundamento del estado es la soberanía y de la soberanía el poder absoluto. 15  Las mayúsculas son de Hobbes. 14

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cuyo origen y conservación interviene la acción combinada de ciertas fuerzas cuyo fin tiene que ser necesariamente la conservación de la estructura formada, porque de dicha conservación depende, a su vez, la conservación de los elementos que la componen. Una vez constituido, el Estado es una persona civil, con derechos y propiedades, una persona ya irrevocablemente distinta de cada uno de los particulares y de la suma de ellos, pues «ni un ciudadano, ni el conjunto de ellos ha de considerarse como si fuera el estado (a excepción de aquél cuya voluntad está en lugar de las voluntades de los demás)». (De civ., V). Todo súbdito debe obediencia simple, es decir, absoluta a los mandatos de sus respectivos soberanos. Por eso, «... cuando los ciudadanos particulares, esto es los súbditos, exigen libertad, lo que exigen con este nombre no es libertad, sino poder; cosa de la que, por ignorancia, no se dan cuenta. Porque si todos concedieran a los demás la libertad que reclaman para sí, como manda la ley natural, se regresaría al estado de naturaleza en el que todos pueden hacer cualquier cosa con derecho; estado que, si lo conocieran, rechazarían como peor que cualquier sujeción civil». (De Civ. X 8).

Aristóteles, dice Hobbes, «siguiendo la costumbre de su tiempo», confunde «la libertad con el poder». En efecto, la antigua «libertas» aristocrática, que implica participación de los «hombres libres» en el poder político, es incompatible con el modelo teórico de Hobbes, cuyo postulado es que el poder no puede dividirse. Este modelo implica que la autoridad del soberano, tanto si la ostenta un solo hombre, como si pertenece a una asamblea, tenga capacidad de eliminar, con derecho, cualquier excepción legal o privilegio, es decir, cualquier excepción al derecho común, conservada por el gobernante y sancionada por la ley, en una sociedad estamental tradicional. El poder absoluto del soberano, según el modelo de Hobbes, permite, precisamente por la eliminación de esas libertades o privilegios tradicionales, poner las bases de la moderna sociedad de clases, cuyo principio es la igualdad formal de todos los ciudadanos. Lo que se respeta en la sociedad civil es la libertad privada de buscar los medios de vida en forma legal. Esta libertad es la que garantiza a todos los

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súbditos por igual el soberano, pero el poder político, es decir la libertad absoluta, sólo le corresponde a él. El soberano es el único que conserva esa libertad de acción absoluta en el estado civil, porque los demás han pactado no oponerse a sus decisiones y, mediante este pacto, se han sometido voluntariamente a su dominio. La ventaja que del pacto obtienen los súbditos, a cambio del abandono de su primigenia libertad absoluta, que pasa a ser relativa, es un poder mayor, en todo caso suficiente para proteger la propia vida y bienes. La libertad absoluta, si sólo se concede a uno, es decir al gobernante, se transforma automáticamente en poder absoluto, posibilitando la creación de la sociedad civil. La obligación del que tiene el poder absoluto es dominar, efectivamente, a todos por igual, no permitir excepciones. A lo que se obliga el ciudadano, por el contrario, es a no dominar a nadie, usando su fuerza particular, sino al que el soberano le mande dominar. El poder más amplio que el particular obtiene a cambio de renunciar a su libertad absoluta, no implica dominio al margen de lo que el soberano establezca como lícito o como obligatorio, luego no implica poder o libertad política para el ciudadano, sino poder y libertad privada. La fuerza que pone en marcha el mecanismo por el cuál una multitud se transforma en sociedad civil, es la misma que lleva a buscar alianzas defensivas, y la misma que lleva al vencido en la guerra a pactar con el vencedor su servidumbre. Es el miedo que cada uno tiene a las posibles ofensas de los demás. Los hombres, no sufren trasformación psicológica alguna al reunirse formando un Estado. Se hacen aptos para la vida en común porque, al incluirse en el balance de beneficios-perjuicios, que necesariamente preceden a toda acción del particular, el hecho de el castigo seguro, que sólo un poder irresistible a sus fuerzas puede imponer, dicha acción se someterá más frecuentemente a lo ordenado por la ley, cosa que no tiene porqué ocurrir en una alianza defensiva, donde las fuerzas de cada uno permanecen iguales y dicho poder no se ha establecido. Lo que diferencia la asociación política de cualquier otra es, por tanto, que en ella se establece un «poder supremo» o «potestad soberana».

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«Este poder y derecho de mandar consiste en el hecho de que todos y cada uno de los ciudadanos ha transferido toda su fuerza y su poder a un hombre o asamblea. Y el haberlo hecho equivale al derecho a oponerse (ya que transferir su fuerza a otro de forma natural nadie lo puede hacer). Todo ciudadano, así como toda persona civil subordinada se llama SÚBDITO del que tiene el poder supremo» (De civ, V, 11).

Nadie puede, en efecto transferir su fuerza a otro. Según el modelo organicista, de larga tradición, el Estado se supone que es un cuerpo cuya voluntad resulta de la fusión de las voluntades de todos y cuya fuerza resulta de la fusión de todas las fuerzas. Sin embargo esa doctrina no puede entenderse sino de un modo metafórico. En la realidad, ningún hombre puede transmitir a otro su fuerza, ni nadie puede querer con una voluntad común, sino con la suya. El hecho de que el Estado se constituya como persona única no depende ni puede depender de ninguna fusión de fuerzas o de voluntades, porque eso es imposible, sino de que sea literalmente la voluntad de uno (hombre o asamblea) la que quiera los fines comunes y la fuerza de uno (hombre o asamblea), no impedida por la resistencia de los demás, la que los ejecute.

2.5. Naturaleza del Estado Existe un cierto tipo de Estado que se forma de manera natural y espontánea, y es consecuencia de la guerra, es el Estado despótico. Un hombre se somete a otro cuando resulta vencido, mediante pacto de obediencia, para conservar su vida. «La conquista no es la victoria misma, sino la adquisición mediante la victoria de un derecho sobre las personas de los hombres. Quien es muerto resulta vencido, pero no conquistado. Quien es apresado y puesto en prisión o en cadenas no es conquistado, aunque sí vencido, pues sigue siendo un enemigo y puede salvarse si lo consigue. Pero quien mediante promesa de obediencia obtiene su vida y libertad resulta conquistado, y es un súbdito entonces, y no antes» (Leviatán XLVII, pág. 735).

Cuando un hombre consigue tener un número de siervos tan elevado que haga difícil o costoso para otros el atacarle y, por tanto, desistan de ello la mayor parte de las veces, entonces esa agrupación de amo y siervos es un

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estado. Lo mismo sucede cuando esa autoridad proviene de la autoridad natural del padre, no de la guerra, sino de las relaciones familiares, cuando sus miembros son numerosos y se someten a la autoridad del jefe de clan, entonces esa numerosa familia es un reino patrimonial. Finalmente, el Estado por institución se forma cuando, por temor a posibles ofensas de quienquiera que sea, una multitud de hombres se auto constituye en asamblea deliberante, sometiéndose al dictamen de la mayoría, con el fin de designar a una persona (hombre o asamblea), a cuya voluntad se obligan todos a someterse en el futuro, con el fin de vivir en paz unos con otros. En el Estado despótico el «señor adquiere sus ciudadanos por su voluntad», en el instituido, «los ciudadanos, por voluntad suya, se imponen un señor». Por el mismo motivo por el que un hombre se somete a otro, es decir, por temor, los hombres crean la autoridad pública para someterse a ella, y se comprometen al mismo tipo de sujeción. Porque el grado de obediencia que los ciudadanos deben al Estado es tan grande como el de los hijos a los padres y el de los siervos a los amos. No admite la tajante diferencia establecida por Aristóteles entre los distintos modos de autoridad: la autoridad política, que es la propia del gobierno de los hombres libres, la despótica, que es la de los amos respecto a sus esclavos o la paternal, que se refiere al gobierno de la casa. «Una familia grande es un reino y un reino pequeño, una familia», dirá Hobbes, reevaluando la frase de Platón que Aristóteles había criticado. Hobbes piensa, lo mismo que Platón, que es imposible hacer distinciones entre los distintos tipos de autoridad o mando. El hecho esencial de toda autoridad es que la voluntad de todos se someta a la voluntad del que gobierna el conjunto, y, por otra parte, que la existencia misma de tal conjunto dependa de que esto suceda. Hobbes, por otra parte, retoma ciertos postulados de la sofística. Uno de ellos es que la igualdad natural de los hombres, que impide fundamentar un orden jerárquico natural. La jerarquía social es siempre arbitraria, porque depende precisamente del arbitrio, de lo que decida «el más fuerte». Pero «el más fuerte» en un estado instituido es la persona que ostenta el poder soberano. «El más fuerte» es, por tanto, algo que se construye, algo

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que la colectividad añade al hombre natural. Es una realidad artificial, el resultado de un contrato suscrito por todos. En Platón las diferencias naturales entre los hombres eran el fundamento de la jerarquía social justa. En Aristóteles eran las diferencias, tanto naturales como sociales de los hombres encuadrados en organizaciones pre políticas, previas al surgimiento de la «polis», las que serían el fundamento del orden político. La ciudad se forma de manera casi orgánica. Son las aldeas ya jerarquizadas, compuestas, a su vez de familias, los sujetos del pacto político, no los individuos. El poder político, lo mismo en uno que en otro autor, era entendido como un medio para lograr el bien común y, en un estado perfecto, la justicia. Hobbes, como San Agustín, asigna al estado un fin mucho más modesto que la justicia, es decir, la paz. El poder lo entiende Hobbes directamente como dominio y no excluye la posibilidad de que el gobernante lo use para oprimir a sus súbditos. Lo que ocurre es que aun esa eventualidad resulta preferible, según él, a la guerra, que es la opresión de todos sobre todos. Por otra parte, la opresión de la libertad privada de los súbditos, iría contra el interés privado del soberano, pues tener súbditos pobres, en nada le beneficia. En cuanto a la libertad política, es decir a las pretensiones de dominio de unos particulares sobre otros, al margen o por encima de lo establecido por el soberano, es algo que éste tiene la obligación de impedir, en razón de la equidad y con el fin de asegurar la paz. Por otra parte, son los hombres los que se auto imponen de buen grado la autoridad estatal para poder dejar de luchar. El pacto de no resistencia al poder del soberano debe ser doble: cada hombre se compromete con cada uno de los otros a no resistir al poder soberano del designado por la mayoría de esa asamblea constituyente y, por otra parte, cada uno se compromete con el designado como soberano a no resistir su poder para auxiliar a un tercero. Siempre queda a salvo el derecho natural de defensa propia contra la violencia, aunque ésta venga del poder soberano, porque es para la salvaguarda de ese derecho natural a vivir para lo que se construye el estado.

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Ni algunos ciudadanos ni su totalidad pueden despojar con derecho al soberano del poder absoluto, porque según el pacto, cada uno renuncia a usar su fuerza privada, en beneficio de todos, a favor de un hombre o asamblea, que acepta la cesión de ese derecho. El ciudadano, según la forma del pacto, asume una doble obligación: con cada uno de los otros y con el soberano. Por tanto, si uno de los sujetos del pacto, el soberano no lo desea, el pacto no queda disuelto, y los ciudadanos no pueden, por tanto despojarle del poder, porque la fuente del derecho es el pacto. Otra cosa es que, de hecho, pueda formarse una facción capaz de enfrentarse al poder constituido, pero entonces lo que comienza es una guerra civil, que terminará con la imposición del poder soberano del vencedor. Hobbes no cree que sea posible decidir racionalmente sobre cuestiones de valor, de modo que las discusiones morales más bien enemistan a los hombres sin ningún provecho para nadie. Más vale que dictamine uno lo que es justo o injusto antes de que se maten todos sirviendo a sus respectivas ideas sobre lo justo y lo injusto. Serán las disposiciones establecidas por el soberano de forma incontestable y clara, en lo que se refiere a quién debe mandar y quién obedecer, las que disipen el recelo mutuo de los hombres y les permitan establecer relaciones amistosas. Porque Hobbes define al enemigo como aquél que no está incluido en una relación de autoridad: «Y enemigo es para alguien todo aquel que ni le obedece ni le manda». (De Civ. IX, 3). El Estado perfecto, según Hobbes será el que consiga limitar la libertad de los hombres y haga desaparecer la igualdad, que no genera más que miedo recíproco y enemistad. Aquel que haga imposible que resurja el «derecho a la espada privada», es decir, el estado de naturaleza. Porque el estado de naturaleza no es una situación abolida o sustituida definitivamente por la sociedad civil, sino que reaparece tantas veces cuantas el poder soberano se divida. En el estado no puede haber libertad política, lo que los griegos llamaban «isegoría», para nadie sino para el soberano, porque la libertad política implica «libertad de algunos», frente a otros «que están atados», por tanto, privilegio o derecho objetivo de dominio, al margen de la potestad soberana, a la que todos voluntariamente pactaron someterse. Toda pretensión

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de libertad política es pretensión de privilegio y, por tanto, injuria, un incumplimiento de lo pactado. El ciudadano debe contentarse con la libertad privada dentro del marco legal. Sí se da, en cambio, la «isonomía», igualdad de todos ante la ley, porque todos sin excepción están sujetos a la voluntad del soberano, cuya expresión es ley civil. Las tres únicas formas de Estado instituido, se establecen con arreglo al número de los que ostentan la soberanía. No son más que tres, la división tradicional que subdivide los tipos en justo y desviados, es una mera cuestión de nombres. Se llama de tiranía, oligarquía y anarquía al gobierno de un monarca, de una asamblea restringida o de una asamblea mayor, que no concuerda con los particulares intereses del hablante. En caso contrario, como signo de deferencia y honor, designan esos regímenes como monarquía, aristocracia y democracia, respectivamente. El poder del soberano en los tres tipos de gobierno es el mismo, y el grado de obediencia a ellos debida por parte del ciudadano, la misma. El régimen monárquico tiene algunas ventajas obvias, de orden práctico que, según Hobbes mismo admite, no son suficientes para otorgar a este régimen una primacía teórica sobre los otros dos. Los inconvenientes derivados del abuso del poder son el mal menor que contrapesa el beneficio cierto de su existencia. Tampoco el gobierno mixto16, que tan aconsejable parecía a los antiguos, libra al particular de ese inconveniente. Si las diversas partes que componen el régimen mixto (realeza, aristocracia y pueblo) son concordes, el particular está tan sujeto a su soberanía como si fuera la de un solo hombre; pero, si discrepan, «reaparece la guerra civil y el derecho a la espada privada, que es peor que cualquier sujeción». (De civ., VII, 4). El poder del Estado es siempre absoluto, a pesar de que a muchos les repugne incluso el nombre. La causa es que aquel al que el derecho concede fuerzas suficientes para castigar a cualquiera, tiene tal poder que no puede existir otro mayor. Que este tipo de poder, por otra parte, es esencial al concepto de Estado, se entiende fácilmente. Si hubiera sobre el gobernante

 Esta noción antigua de «gobierno mixto» es el antecedente histórico de la de «sistema de gobierno constitucional», en la que la independencia de los tres poderes fundamentales del estado: legislativo, ejecutivo y judicial, está garantizada, por lo menos en teoría, con el fin de evitar el despotismo. 16

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(hombre o asamblea) una curia o consejo que pudiera limitar su poder, sería esa curia o consejo la que tendría el poder supremo. De modo que es necesario llegar a un poder «sin otro límite que el que marcan las fuerzas conjuntas de todos los ciudadanos». (De Civ., VI, 18) Este es el poder supremo que no puede ser, respecto a todo particular o asociación, más que absoluto por derecho, tanto si el que lo ostenta es una sola persona o es una asamblea. Si es una asamblea se llamará «asamblea soberana», y si es un hombre, «señor soberano del Estado». Los que comparan el Estado con un cuerpo incurren en el error de designar al que ostenta el poder supremo como la cabeza de ese cuerpo. La cabeza serían, más bien, los consejeros del soberano, y éste, el alma del estado. Como el cuerpo tiene voluntad por el alma, quiere o no quiere esto o lo otro; así el Estado, por el soberano, tiene voluntad, manda o prohíbe; «porque el oficio de la cabeza es aconsejar, como el del alma es mandar.» El poder soberano tiene las siguientes atribuciones: Espada de la justicia, por el que defiende a la comunidad del enemigo interno. Se concede el derecho a castigar cuando todos pactan no ayudar al que sufre el castigo. Espada de la guerra, por la que se defiende la comunidad del enemigo externo. Para la paz es necesario prevenir los ataques de extraños, por tanto el soberano tiene derecho «a congregar y a armar a tantos ciudadanos como sea necesario para la defensa común». Derecho de juicio. Sólo a él le corresponde juzgar, no a ninguna otra instancia, si la guerra es justa o injusta. Asimismo, sobre los actos de los particulares, juzgarán los tribunales instituidos por él, con arreglo a los casos previstos en la ley. Si no hay ley sobre el caso, el soberano decidirá a su arbitrio. Puede entablar pleito el particular contra el soberano. En este caso no se dilucida si el soberano tiene derecho sobre el bien en litigio, sino si, según la ley, que es la expresión de su voluntad, tuvo voluntad o no de dar al particular ese bien. Derecho legislativo. Promulgar las leyes civiles que definan «tuyo», «mío»; «justo», «injusto»; «bueno», «malo».

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Toda injuria es prohibida por la ley natural, pero la ley civil define qué acto es una injuria. Así, hurto no es quitarle a un hombre lo que tiene, sino lo que es suyo, y qué es lo suyo y lo ajeno lo determina la ley civil. No «siempre es homicidio matar a un hombre, sino al que la ley civil prohíbe matar; ni todo acto sexual es adulterio, sino sólo aquel que prohíben las leyes civiles». (De Civ., IV, 16). Ninguna ley promulgada por el soberano puede ser injusta, porque las leyes se promulgan según el pacto institucional, que deja al arbitrio del soberano disponer de las medidas más adecuadas en orden a la paz y conservación de todos. Lo injusto es no cumplir la ley o no aplicarla igualmente a todos los ciudadanos. Derecho de censura. No tiene derecho de inquirir sobre las opiniones o creencias de los particulares, pero sí sobre la difusión de toda doctrina que considere contrarias a la paz social. Porque las acciones provienen de la voluntad y ésta, de la opinión, de modo que el soberano no debe consentir que se difundan opiniones que propaguen la licitud de la desobediencia civil. Impunidad. El soberano no está sujeto a las leyes civiles. En primer lugar, porque las leyes civiles son la expresión de su voluntad, sus mandatos, y nadie puede mandarse a sí mismo. El soberano se encuentra en estado de naturaleza con respecto a sus súbditos, excluido, por tanto, del pacto de obediencia a la ley civil. Estas atribuciones constituyen en Hobbes la definición de la esencia misma del poder político. Es el primero que demuestra su necesidad teórica, no sólo su conveniencia empírica. En su obra Leviatán desarrolla una teoría del poder por autorización, que es un intento de fundamentar el ejercicio del poder en algo distinto de la mera fuerza. El soberano es ahora un «actor» que «representa» a la colectividad, pero son los miembros de la colectividad los «autores», y por tanto los responsables de las acciones del «actor». Por otra parte, como la colectividad ha pactado conferir a su representante poder ilimitado, el «actor» obrará legalmente según su voluntad, no según las voluntades particulares de los representados. De manera que según esta nueva fundamentación, el poder político se hace aún más absoluto e irresponsable. Es Leviatán, «el rey de todas las bestias feroces». (Job, 41,26).

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3. Spinoza y la libertad En este coro de alabanzas al poder absoluto, contrasta como una nota disonante la voz de Baruch de Spinoza (1632-1677), un judío holandés de ascendencia española o portuguesa y uno de los filósofos más profundos y fascinantes de la historia del pensamiento. Su familia era acomodada y estaba bien relacionada, pero Spinoza, desde muy joven, empezó a manifestar un espíritu crítico, libre e independiente, enfrentándose primero con las autoridades religiosas de su comunidad, lo que le valió ser expulsado de la sinagoga mediante una terrible fórmula de maldición. A partir de entonces, vivió apartado, oscuramente y dedicándose, para sustentarse, a pulimentar lentes, y aunque no podemos asegurar si participó de manera activa en pro de su causa, sí compartió los ideales republicanos de Jan de Witt, cuyo asesinato le impresionó profundamente. Sus simpatías políticas le acarrearon la enemistad del gobierno orangista, mientras que sus obras producían escándalo por su racionalismo y le valieron unos insultos y una mala fama tan injustificada como duradera. La obra más importante de Spinoza, en la que trabajó más de veinte años, es la Ética. En este libro aplica el método de demostración matemática y de deducción lógica para explicar la naturaleza del hombre. Comienza definiendo a Dios como un ser pensante y libre, cuyo esquema mental se refleja en el orden del mundo, de modo que se garantiza que el entendimiento humano es capaz de alcanzar la verdad, ya que forma parte de esa razón única, infinita y eterna que llamamos Dios, y su fin es mejorarse y enriquecerse hasta poder fundirse con Él. Los cuerpos, de algún modo, reflejan la naturaleza del alma, y así el cuerpo humano, que es apto para actividades muy diversas, revela la complejidad y aptitudes del alma humana, y ambos cooperan en el conocimiento, que parte de datos sensoriales y racionales, pero es más perfecto cuanto más tiende a considerar las cosas desde un punto de vista universal y perdurable, lo que nos lleva al conocimiento científico y también a la certeza de que podemos tener una idea bastante exacta de Dios, lo más universal, lo eterno por excelencia. Gracias a esta capacidad, la filosofía nos hace ver que somos parte «de la naturaleza divina, y ello tanto más cuanto más perfectas acciones llevamos a cabo»17. Obrando así, además,

  Spinoza, Baruch. Ética, Madrid, 1975, pág. 176.

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conseguiremos ser felices, pues estaremos de acuerdo con lo mejor de nosotros mismos y, comprendiendo el plan divino, nos será más fácil tomar con paciencia las veleidades de la fortuna. Pero es fundamental también para la vida civil, primero porque, reconociendo en todo ser dotado de entendimiento una parte de Dios mismo, no podremos despreciar ni odiar a nadie y nos sentiremos más obligados a socorrernos mutuamente; segundo, porque como la perfección y la felicidad se logran a través de la vida virtuosa, y la virtud implica elección y voluntad sin trabas, la filosofía nos enseña que no se puede oprimir a los ciudadanos ni convertirlos en siervos, sino gobernarlos de modo que puedan obrar libremente. En el plano individual, la Ética afirma que alma y cuerpo son una unidad, en la que ninguno predomina sobre el otro y que es preciso el concurso de alma y cuerpo tanto para las acciones materiales como para las especulaciones intelectuales. El fin de la ética es ayudar al hombre a obrar libremente del mejor modo, y para ello ha de saber gobernarse entre la gran cantidad de pasiones que le asaltan. Spinoza concibe así al ser humano como un campo de fuerzas donde se dan cita una serie de afectos contrarios, y los perjudiciales sólo pueden ser derrotados cuando se les opone una fuerza mayor, y no simplemente por la obediencia a las normas de la razón, pues no se trata de que ésta luche contra las pasiones, ya que las hay de todas las clases, sino de que pueda discernir y potenciar las positivas y emplearlas contra las negativas, estableciendo una adecuada correlación de fuerzas, e incluso esto sólo puede hacerlo en tanto que ella también es una pasión. Podríamos, pues, decir que la ética es para él una física. El hombre que se conoce, puede aumentar su libertad y su capacidad de obrar y conocer mediante los afectos positivos, el más importante de los cuales es la alegría. Mediante la alegría, la vida se enriquece y el alma se fortifica y perfecciona, mientras que la tristeza la empobrece y la acerca a la muerte. Inseparable de la alegría es el amor, que nos dilata y hermosea, mientras que el odio empequeñece, seca y lesiona al alma misma del que lo deja crecer dentro de sí. Por eso los vengativos o los violentos se hacen a sí mismos un mal irreparable, mayor que el que causan a su víctima. Del amor y del odio se derivan otros afectos secundarios: de la primera, la generosidad o la esperanza, por ejemplo, y del segundo la envidia o el menosprecio. Es bueno todo aquello que nos es útil en el sentido de potenciar nuestra vida y perfeccionarnos, y malo todo lo que produce el efecto contrario. Para reprimir o suprimir un afecto nocivo sólo podemos recurrir

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a «otro afecto contrario y más fuerte que el que ha de ser reprimido»18, y aquí nos sirve de guía la razón, que nos enseña a conocernos y analizarnos, a hacer crecer el amor y la alegría, y cuanto más ejercitemos nuestro entendimiento más fácil nos será este proceso, que ha de llevarnos a la perfección y la felicidad, que no es un premio a este modo de proceder, sino que reside en este modo de proceder mismo. Y no es eso todo: la especulación racional, además de hacernos más libres, más capaces de gobernarnos en el laberinto de las pasiones, nos hace conscientes de nuestra progresiva unión con Dios, razón, libertad y vida eterna y perfección suprema de la que toda razón, toda libertad, toda vida y toda perfección forman parte. De la misma manera, en la sociedad será bueno todo aquello que, bajo la guía de la razón, conduzca a la unidad y solidaridad entre los hombres por los lazos del amor mutuo. Algo todavía más admirable si pensamos que lo afirma un hombre que fue tenazmente perseguido en vida y reiteradamente calumniado y vilipendiado tras su muerte. Spinoza interrumpió la redacción de su Ética cuando llegó a los capítulos dedicados a la vida en sociedad, comenzando otra obra, el Tratado teológico-político. En él, aplica su método racionalista, su gran cultura y su vivo sentido crítico a los textos bíblicos, dado que la política de su tiempo está fuertemente condicionada por las creencias religiosas. Él se inclina a considerar las religiones como un hecho histórico más y, mediante su método, demostrar que la Escritura no es la palabra de Dios, sino una obra humana, que se puede poner en cuestión como cualquier otra. Dios nos habla, sí, pero no a través de ningún texto, sino viviendo en nosotros gracias a la razón, y por eso, la función del Estado, para lograr la felicidad y seguir la ley divina, no ha de ser someterse ciegamente a los dogmas, sino favorecer la plenitud y perfeccionamiento de la razón, lo que sólo se consigue con el fomento de la libertad., que es el mayor tesoro del hombre. Por eso, la mayor tiranía consiste en poner cortapisas a la libertad de pensamiento, atentando así contra la ley de la naturaleza, que es la ley de Dios. Al final de su vida, sistematiza sus ideas sobre los fundamentos del Estado en el Tratado político, que a pesar de haber quedado incompleto, interrumpido por la muerte, es una exposición muy clara de su pensamiento.

 Ibídem, pág. 274.

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Comienza la obra criticando la falta de realismo de la mayoría de las obras de teoría política. Casi todos los autores conciben las pasiones como vicios, y no como algo inherente al hombre, y por ello se dedican a «alabar, de diversas formas, una naturaleza humana que no existe en parte alguna, y a vituperar con sus dichos la que realmente existe»19. De este modo, idean formas de Estado que nunca pueden llevarse a la práctica y que no tienen más valor que el de ser, en el mejor de los casos, entretenidas quimeras. Otros son más realistas, toman sólo a la experiencia por maestra y, aunque no suelen remontar el vuelo ni dar normas generales, resultan mucho más útiles, pero en cambio suelen estar mal vistos y considerados contrarios a la moral. Por su parte, él se propone hacer una obra útil y para ello le parece fundamental enfrentarse a los problemas con libertad de espíritu y, a la hora de analizar las acciones humanas, no lamentarlas ni ridiculizarlas, sino simplemente tratar de entenderlas. Y para ello hay que tener en cuenta que las pasiones son realidades necesarias, propiedades del hombre, que pueden resultar incómodas, pero que son necesarias y con las cuales hay siempre que contar si queremos garantizar la buena administración de los asuntos públicos. El capítulo segundo trata sobre el derecho natural. Spinoza piensa que la naturaleza es algo mucho más amplio que la razón, pues incluye también lo opuesto a ella, lo irracional. La razón procura lo más útil y beneficioso para los hombres, pero el hombre es sólo «una partícula» dentro de la naturaleza. Cuando los hombres se guían por su razón alcanzan su mayor grado de libertad, pero precisamente porque entonces son capaces de procurar su perfeccionamiento y su bienestar valiéndose para ello de su conocimiento de la naturaleza, para lo que la mejoran y alteran, sustrayéndose a la necesidad natural. En cambio, cuando los hombres se guían por sus apetitos lo que hacen es seguir el orden natural sin ponerlo en cuestión. Es la razón, no la naturaleza, la que establece unas normas de convivencia encaminadas al bien común, la que introduce la noción de justo e injusto y, en fin, la fuente de la noción misma de derecho. La base de la convivencia está, pues, en el derecho político, que es objeto del tercer capítulo. Consiste en una serie de normas generales de las que se derivan las leyes, y la sociedad puede castigar a los infractores y premiar a

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  Spinoza, Baruch de. Tratado político, Madrid, 1986, pág. 78.

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los que las cumplan con exactitud, ya que de ello depende su propia supervivencia. Compete, pues, a las autoridades establecidas por la sociedad dar leyes que ordenen el comportamiento de todos, juzgar y castigar a los infractores y también dirigir las relaciones con otras potencias, hacerles la guerra o firmar la paz. Pero su capacidad para imponer conductas o prohibirlas tiene un límite, y así no puede legislarse que un individuo atente contra su propia vida o contra su seguridad, ni tampoco se puede mandar sobre sus afectos, obligándole a amar u odiar tal o cual cosa, ni muchísimo menos sobre sus creencias y convencimientos: todo intento en este sentido, además de ilegítimo, sería perfectamente inútil. En cambio, resulta muy provechoso, a la hora de legislar, apoyarse en la universal tendencia de todos los hombres, ya se guíen por la razón o por el apetito, a su propia conservación y mejora. El cuarto capítulo completa estas atribuciones del poder político otorgándole también la de cambiar las leyes según la conveniencia, sin guiarse por otro principio que su propio provecho y la defensa de sus intereses. El capítulo quinto se pregunta acerca del fin último de la sociedad, «que no es otro que la paz y la seguridad de la vida. Aquél Estado es por tanto el mejor, en el que los hombres viven en concordia y los derechos comunes se mantienen ilesos»20. Pero la verdadera paz nace del acuerdo, no de la ciega sumisión, y por eso exige la voluntaria y consciente aceptación de las normas y el vivir como hombres racionales y libres, único modo de procurar y enriquecer la vida, mientras que el sometimiento no es propiamente vivir, sino «evitar la muerte». Por eso no se puede llamar paz a lo que no es sino esclavitud y barbarie, y por eso podemos resumir que la razón de ser del Estado es proteger la libertad. A partir de aquí, pasa a analizar las diferentes formas de gobierno. Se trata de conseguir que todos, de grado o por temor al castigo, se sometan a unas leyes que han de estar inspiradas en la razón. Por eso no resulta conveniente que el poder descanse en manos de uno solo, ya que, aunque es más fácil conservar la unidad, se estará siempre en riesgo de estar sometido al capricho del monarca, a las veleidades de su carácter. Así que el poder monárquico tiene que estar acompañado de un Consejo numeroso y variado, y se ha de procurar también mantener la igualdad entre los

20

  Spinoza, Baruch de. Tratado político, ed. cit., pág. 119.

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súbditos, restringiendo el acceso a la nobleza a la familia más directa del soberano. También es conveniente que no haya una religión del Estado, pues la devoción y la fe son asuntos absolutamente privados, así que, si los miembros de una confesión religiosa desean edificar un templo o mantener a sus sacerdotes o maestros, habrán de hacerlo exclusivamente a sus expensas. Tampoco deben emplearse los dineros públicos en pagar al ejército, ya que se supone que los soldados luchan por la libertad de su patria, por su propia seguridad y la de los suyos, y asegurar estos bienes es su mayor premio. En cambio, los miembros de los consejos si que merecen ser remunerados, puesto que trabajan por el bien común iluminando, con su saber, las vías para lograrlo. Las acciones del soberano han de ser, además, claras y patentes a todos, pues si se ocultan parecerán torcidas y se prestarán a malas interpretaciones. Aquellos que ocultan los manejos del gobierno diciendo que obran así por utilidad pública, lo que esconden tras tanto secreto es «la más dura esclavitud» de sus súbditos. Gracias a la transparencia, «la multitud» se hará, por el conocimiento y la confianza, partícipe del gobierno y se convertirá en el apoyo del poder real, que sólo así será estable. Procediendo de otro modo, se incurrirá en el «ejercicio de un poder absoluto» que resulta «muy peligroso para el príncipe, muy odioso para los súbditos y contrario a las leyes, tanto divinas como humanas». A estas reflexiones sobre la monarquía se dedican los capítulos sexto y séptimo. Los tres siguientes se refieren al gobierno aristocrático. Como allí el poder no se concentra en una sola mano, en principio es más adecuado que el monárquico para conservar la libertad, fin último del Estado, siempre que se mantenga una cierta igualdad, que no acaparen los cargos unas pocas familias, que se repartan equitativamente las cargas fiscales y que se vele para que los magistrados sean dignos, desempeñen su cargo con rectitud y procuren en todo momento el bien de todos, y no la satisfacción de sus ambiciones privadas. Recomienda también que se fomenten las artes y las ciencias, para disponer de hombres bien preparados. Por último, el undécimo capítulo, que quedó incompleto, trata sobre la democracia, el gobierno más adecuado para conservar la libertad y en el que todos los ciudadanos son iguales y tienen el mismo derecho a elegir y ser elegidos, estando abierto el acceso a las más altas magistraturas a cualquiera que se considere capacitado para ello, siempre que sea varón, pues según Spinoza las mujeres son inferiores en talento y aptitudes y no podrían ejercer el poder «sin gran perjuicio para la paz».

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. La esencia de la república «El recto gobierno de tres familias constituye una república tan perfecta como pueda serlo el de un gran imperio; la señoría de Ragusa, una de las menores existentes en Europa, no es menos república que la de los turcos o la de los tártaros, dos de los mayores imperios que hay en el mundo. Al igual que, en un censo de hogares, una pequeña familia cuenta tanto como la casa más grande y rica de la ciudad, así un pequeño rey es tan soberano como el mayor monarca de la tierra (...). Por tanto, tres solas familias constituyen una república tan perfecta como si hubiera seis millones de personas, a condición de que uno de los jefes de familia tenga poder soberano sobre los otros dos, o los dos juntos sobre el tercero, o los tres en nombre colectivo sobre cada uno de ellos en particular».

Bodino, Juan. Los seis libros de la república. 2. El soberano, por encima de la ley «Puesto que el príncipe soberano está exento de las leyes de sus predecesores, mucho menos estará obligado a sus propias leyes y ordenanzas. Cabe aceptar ley de otro, pero, por naturaleza, es imposible darse ley a sí mismo, o imponerse algo que depende de la propia voluntad. (...) Razón por la cual al final de los edictos y ordenanzas vemos estas palabras: porque tal es nuestra voluntad, con lo que se da a entender que las leyes del príncipe soberano, por más que se fundamenten en buenas y vivas razones, sólo dependen de su pura y verdadera voluntad. En cuanto a las leyes divinas y naturales, todos los príncipes de la tierra están sujetos a ellas, y no tienen poder para contravenirlas, si no quieren ser culpables de lesa majestad divina, por mover guerra a Dios, bajo cuya grandeza todos los monarcas del mundo deben uncirse e inclinar la cabeza con todo temor y reverencia»

Bodino, Juan. Los seis libros de la república.

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3. No es lícito matar al tirano «Si el príncipe es absolutamente soberano, como lo son los verdaderos monarcas de Francia, España, Inglaterra, Escocia, Turquía, Persia o Moscovia, cuyo poder no se discute, ni cuya soberanía es compartida con los súbditos, en ese caso ni los súbditos en particular, ni todos en general, pueden atentar contra el honor o la vida del monarca, sea por vías de hecho o de justicia, aunque haya cometido todas las maldades, impiedades y crueldades imaginables. (...) Afirmo, pues, que el súbdito jamás está autorizado a atentar contra su príncipe soberano, por perverso y cruel tirano que sea. Es lícito no obedecerle en nada contrario a la ley de Dios o de la naturaleza y, en tal caso, huir, esconderse, evitar los castigos, sufrir la muerte antes que atentar contra su vida y su honor».

Bodino, Juan. Los seis libros de la república. 4. Estado de naturaleza «Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto, están en esa condición que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre... En tal condición no hay lugar para la industria, porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable... ni artes, ni letras, ni sociedad; sino, lo que es peor de todo, miedo continuo y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta».

Hobbes, Thomas. Leviatán (Libro 1º, cap. XIII).

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5. Leviatán Una república «es más que consentimiento y concordia; es una verdadera unidad de todos... en una e idéntica persona hecha por pacto de cada hombre con cada hombre, como si todo hombre debiera decir a todo hombre: abandono el derecho a gobernarme a mi mismo y autorizo a este hombre o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tu abandones tu derecho a ello y autorices todas sus acciones de manera semejante... Esta es la generación de ese gran Leviatán o más bien (por hablar con mayor reverencia) de ese Dios mortal a quien debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y defensa».

Hobbes, Thomas. Leviatán (Libro 2º, cap. XVI). 6. La justicia Cumplir los pactos es la tercera ley de la naturaleza. «Y en esta ley se encuentra la fuente y origen de la justicia, pues donde no ha precedido pacto, no ha sido transferido derecho, y todo hombre tiene derecho a toda cosa y, por consiguiente, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha celebrado un pacto, entonces romperlo es injusto, y la definición de INJUSTICIA no es otra cosa que el no cumplimiento del pacto. Y todo aquello que no es injusto es justo».

Hobbes, Thomas. Leviatán (Libro 1º, cap. XV). 7. La libertad, fin del Estado «De los fundamentos del Estado (...) se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad, esto es, para que conserven al máximo ese derecho suyo natural de existir y obrar sin daño suyo ni ajeno. El fin del Estado, repito, no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas, sino lograr más bien que su alma y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que se sirvan de su razón libre, y que no se combatan con odios, iras o engaños, ni se ataquen con perversas intenciones. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad».

Spinoza, Baruch. Tratado teológico-político.

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8. La mayor tiranía «Por consiguiente, si nadie puede renunciar a su libertad de opinar y pensar lo que quiera, sino que cada uno es, por el supremo derecho de la naturaleza, dueño de sus pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por prescripción de las supremas potestades, aunque tengan opiniones distintas y aun contrarias. (...) El Estado más violento será, pues, aquel en el que se niega a cada uno la libertad de decir y enseñar lo que piensa; y será, en cambio, moderado aquél en el que se concede a todos esa misma libertad».

Spinoza, Baruch. Tratado teológico-político. 9. El mejor Estado «Aquella sociedad cuya paz depende de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado, porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien el nombre de soledad que el de sociedad. Cuando decimos, pues, que el mejor Estado es aquel en el que los hombres llevan una vida pacífica, entiendo por vida humana aquella que se define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales, sino, por encima de todo, por la razón, verdadera virtud y vida del alma».

Spinoza, Baruch. Tratado político. BIBLIOGRAFÍA Hay una buena selección de Los seis libros de la República, de Jean Bodino, en la editorial Tecnos. Tanto el Tratado teológico-político como el Tratado político de Spinoza están publicados en Alianza. Una traducción del De cive (Tratado sobre el ciudadano), de Thomas Hobbes, con una buena introducción de J. Rodríguez Feo y bibliografía selecta, ha sido editada por Trotta, colección «Clásicos de la cultura», Madrid, 1999. La edición de Leviatán que hemos utilizado es la de Editora Nacional, Madrid, 1980. La traducción de Antonio Escohotado va precedida por un estudio de Carlos Moya. Sólo es posible encontrarla en biblio-

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teca, pero ha sido reeditada de nuevo por la editorial Losada. Otra edición es la de Carlos Mellizo, Madrid, Alianza, 1989. Hay una traducción de Behemoth o el Parlamento Largo, la tercera de las obras más conocidas de Thomas Hobbes, en la editorial Tecnos, Madrid, 1992, con traducción y estudio preliminar de Antonio H. Andújar. Son muy recomendables, para los que estén interesados especialmente en profundizar en el estudio de la doctrina de Hobbes, estos libros: Tönnies, Ferdinand, Hobbes, vida y doctrina, Madrid, Alianza, 1988. De amenísima y apasionante lectura. Cruz Prados, Alfredo, La sociedad como artificio, Pamplona, EUNSA, 1992. Se trata de una exposición completa, clara y esclarecedora de los aspectos más importantes del pensamiento de Hobbes, seguida de bibliografía actualizada.

Tema 2

De la ilustración al Estado liberal Ana Martínez Arancón Elena Casas

1. John Locke 2. Montesquieu 3. David Hume 4. Emmanuel Kant Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema analizaremos las ideas de dos grandes representantes de la Ilustración, Locke y Montesquieu, para pasar luego al estudio del escepticismo de Hume, que critica algunos de los presupuestos en los que se basaba el pensamiento ilustrado. Por último, veremos brevemente las ideas de Kant acerca de la fundamentación del Estado liberal que se avecinaba.

1. John Locke La Revolución inglesa, influyó notablemente en el pensamiento europeo, no sólo por el impacto que supuso el juicio y ejecución de un soberano, sino sobre todo porque situó las bases de la sociedad sobre otro plano: no se trataba ya de un acuerdo entre colectividades y poder, sino entre individuo y Estado. Así, la soberanía popular tomaba unos tintes más prácticos y concretos y la ley natural se traducía en derechos del individuo. Además, después de la reacción que se produjo tras la restauración monárquica, se hizo patente la necesidad de estabilidad y se buscó la moderación. Para ello, se insiste en establecer sólidamente una justificación teórica de los límites de la autoridad real así como una política de tolerancia, especialmente en asuntos religiosos. Es en este ambiente donde se encuadra la obra de John Locke. Nació este filósofo en 1632, en el seno de una familia de propietarios rurales. A los veinte años se fue a estudiar a Oxford, interesándose no sólo por cuestiones filosóficas, sino también científicas y médicas. En 1666 se traslada a Londres, como preceptor del hijo del conde de Shaftesbury, un personaje muy poderoso en la corte de Carlos II, y cuando éste cae en desgracia se ve obligado a exilarse en Francia y posteriormente en Holanda. Es en estos años cuando escribe sus obras más importantes, como el Ensayo sobre el entendimiento humano, donde aborda cuestiones de teoría del conocimiento desde un punto de vista empirista y con un estilo singularmente claro y comprensible, y los dos Tratados sobre el gobierno civil.

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Cuando en 1688 una segunda revolución derroca a los Estuardos y pone en el trono a la casa de Orange, Locke regresa a Inglaterra, precisamente en el mismo barco que conducía la reina Mary. Se estableció en el campo y allí vivió plácidamente, aunque con delicada salud, escribiendo, entre otras cosas, la Carta sobre la tolerancia, donde define la religión como un asunto que concierne exclusivamente a la conciencia individual, por lo que nadie puede ser perseguido en virtud de sus creencias siempre que no cometa algún delito contra las leyes civiles, pues no está entre las competencias de los magistrados el velar por la salvación de las almas. Murió en 1704. Desde el punto de vista político, el libro más importante es el segundo de sus Tratados sobre el gobierno civil, ya que el primero de ellos tiene un carácter polémico, refutando teorías anteriores, y no tiene tanto interés para nosotros. El segundo Tratado una obra que influyó muchísimo, especialmente en los filósofos ilustrados franceses, como Montesquieu y Voltaire. Comienza con una referencia el primero de los Tratados, donde, a su juicio, ha quedado demostrado que la autoridad no tiene un origen divino, que Dios no otorgó a Adán ningún derecho para ordenar la vida de sus hijos, de donde podría derivarse toda otra autoridad posterior, así que habrá que investigar cuál es la fuente del poder político, si no queremos resignarnos a pensar que no tiene otra legitimidad que la fuerza. Y antes que nada, nos da su definición de este poder, que consiste en la capacidad de dictar leyes cuyo incumplimiento será sancionado con castigos, y en el derecho a hacer uso de la fuerza, tanto para mantener el orden dentro de la comunidad como para defenderla de amenazas exteriores, «y todo ello teniendo como único fin la consecución del bien público». Pasa luego a preguntarse por el origen de esta autoridad. Si se parte del estado de naturaleza, en él los hombres gozan de perfecta libertad para disponer de sus personas y sus bienes, sin otra norma que la razón y el derecho natural grabado en sus corazones, y con una perfecta igualdad, sin que nadie pretenda imponerse a sus congéneres. Pero Locke duda mucho que este estado haya existido alguna vez de esta manera, pues, para que la convivencia no degenere en un absoluto caos, es preciso que alguien se encargue de que nadie traspase los límites de la ley natural, avasallando a sus vecinos, de modo que el hecho mismo de la vida social, por primitiva y simple que sea, trae consigo la necesidad de algún tipo de autoridad. Como quien viola las normas racionales y naturales atenta contra todos, todos

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tienen el mismo derecho a velar por su cumplimiento, así que no hay seres ni familias destinados con preferencia a ejercer la autoridad. «Cualquier hombre tiene el derecho de castigar al culpable y de ser el ejecutor de la ley natural», y cualquiera que haya sido perjudicado por el transgresor, ya se trate de un particular o de la colectividad entera, tiene derecho a exigir la reparación pertinente, pues obraría guiado por el instinto de autoconservación. Esto implica que todo aquél que no vive aislado suscribe un pacto por el que acuerda someterse a estas normas elementales, y este pacto no es posterior al estado de naturaleza, sino compatible con él y simultáneo a cualquier agrupación humana, pues es imposible convivir de otro modo. El estado de naturaleza es, pues, pacífico, y no debe confundirse con el estado de guerra, que se produce cuando un hombre o grupo de hombres tratan de imponerse a otros por la fuerza, para matarlos o someterlos a su voluntad absoluta. Atentan así contra el más sagrado de los derechos naturales, que es la preservación de la vida humana y de la libertad natural de cada uno, y es legítimo usar la violencia para defenderse de semejante amenaza, puesto que quienes así obran «merecen ser tratados como animales de presa, como criaturas peligrosas y nocivas». El derecho a preservar la propia vida es tan evidente que no merece mayor explicación; el de conservar la libertad, exige una definición de ésta, que no consiste en vivir como a cada cual le venga en gana, sino en hacerlo de acuerdo a las normas de la ley natural y a las leyes dictadas por el poder legítimo y por él aceptado y que regulan la convivencia de la sociedad en la que vive. Así entendida, es inseparable de la conservación de la propia existencia, pues quien se convierte en esclavo de otro, se pone a su merced y se expone a ser maltratado y muerto. Así que «esta libertad frente al poder absoluto y arbitrario es tan necesaria y se halla tan indisolublemente ligada a la preservación de la vida, que no cabe renunciar a aquella sin perder la vida y la salvaguardia a un tiempo». De modo que, cuando no hay un pacto o acuerdo que regule la protección de estos derechos, se vive en un estado prolongado de guerra, en la violencia y no en la paz. Además de la vida y de la libertad, hay algo que también forma parte de la naturaleza misma del hombre, algo igualmente inviolable: la propiedad privada. A primera vista, puede parecer excesiva esta afirmación, ya que, al fin y al cabo, lo que poseemos no forma parte de nosotros mismos, pero Locke se apresura a demostrarnos lo infundado de esta primera impresión: aunque en principio la tierra y sus dones han sido entregadas por Dios a la

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humanidad entera, para sacar provecho de estos bienes el hombre pone parte de sí mismo, su trabajo, su esfuerzo, el sudor de su frente. Al aplicar así a algo en principio ajeno y común algo que le pertenece, lo convierte en su propiedad, pues el trabajo no proviene de la naturaleza, sino que es inseparable de la persona. Es, pues, el esfuerzo individual la base y el origen de la propiedad privada. Y esto supone el cumplimiento de la voluntad divina, ya que, aunque «Dios entregó el mundo a los hombres en común», lo hizo contando con sus capacidades y aptitudes, para que le extrajeran la «... mayor cantidad posible de ventajas; no se puede suponer que hubierade permanecer siempre en común y sin cultivar. Se lo entregó para el uso del hombre industrioso y racional, y el trabajo iba a ser el título que le diera derecho sobre él; no para alimentar las fantasías y la avaricia de los pendencieros y facinerosos».

Atentar contra la propiedad equivale a intentar aprovecharse del trabajo ajeno. Bien es verdad que la ley natural piensa que las propiedad no debería exceder demasiado lo que basta a las comodidades de la vida, concepto por cierto bastante elástico. Pero el deseo de tener más de lo necesario, y el acuerdo de otorgar extraordinario valor a unos «pedacitos de metal amarillo», permitiendo cambiarlos por objetos o por trabajo, alteraron el valor de las cosas, hasta hacernos olvidar que es el trabajo el que añade valor y legitima la propiedad. Por otra parte, la complejidad de los utensilios y la división de tareas que trajo consigo el refinamiento de la civilización, hizo cada vez más difícil determinar los distintos grados de derecho sobre un objeto. En un simple pan, intervienen el agricultor, el molinero, el panadero, el carbonero que ha proporcionado combustible para el horno, el herrero que construyó la hoz con que se segó el trigo, los albañiles que construyeron el molino, los mineros que extrajeron el carbón de la mina, los transportistas que lo condujeron, y así sucesivamente. Esto hace bastante complejo el problema de establecer los límites de la propiedad legítima, que Locke resuelve afirmando que, dado que las intenciones de Dios son que los hombres hagan fructificar todo lo posible los bienes naturales, y dado que es el trabajo lo que añade a la tierra la mayor parte del valor, la propiedad se volverá ilegítima no en virtud de la cantidad de bienes acumulados en unas manos, sino por el hecho de permitir que se «estropeen inútilmente en su poder». Por lo mismo, es perfectamente legítimo atesorar dinero o piedras preciosas en cantidades ingnetes, ya que siendo cosas no perecederas, «no se estropean en manos de

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su poseedor». Vida, libertad y propiedad privada son, pues, derechos fundamentales e irrenunciables, y el individuo sólo los pierde cuando, atacando a sus semejantes y vulnerando las leyes, entra en estado de guerra, haciendose acreedor al castigo. Pasa luego a investigar el origen de la autoridad. Aunque todos los hombres nacen libres, la autoridad del padre sobre los hijos es un hecho, derivado además de la necesidad de la prole de ser atendida y protegida. Los padres tienen el deber, pues, de imponer su autoridad para lograr este fin, y es deber de los hijos someterse a ella. Aunque esta situación es transitoria, ya que cuando los hijos crecen pasan a ser hombres libres, y la obediencia filial se convierte en simple respeto y deferencia, se creó un hábito de sometimiento a la autoridad paterna, que consideraban «más una protección que un freno», y los cabezas de familia pasaron a tomar decisiones y administrar los bienes de los demás miembros de ésta, incluyendo no sólo a la parentela, sino a los sirvientes, y ello aunque los así gobernados fueran ya adultos. Fueron también los primeros sacerdotes. Sin embargo, carecían del derecho de vida o muerte sobre los que les estaban sometidos, y en sus decisiones se guiaban por su libre voluntad. Lo que diferencia la mera agrupación familiar de la sociedad política es que, en ésta, los miembros renuncian a su capacidad de decidir y de defenderse por sí mismos, incluso para preservar su vida y sus bienes, despojándose de ese pader natural en favor de la comunidad, excluyendo su juicio privado en favor de la protección de la ley. «La comunidad se convierte en el árbitro que, mediante leyes promulgadas y vigentes, imparciales e iguales para todas las partes, y con el auxilio de hombres que tienen la autoridad que les otorga la comunidad para la ejecución de tales leyes, dictamina sobre todas las diferencias que puedan tener lugar entre los miembros de esa sociedad y (…) castiga las ofensas que cualquier miembro haya cometido contra la sociedad, con las penas que la ley establezca».

Así mismo, queda a cargo de la comunidad organizar la defensa contra agresiones extrañas. Sólo los que viven sujetos a una ley común y disponen de jueces a los que apelar viven en el seno de una sociedad civil. El resto, permanecen en el estado de naturaleza. Es esa delegación de poder el rasgo distintivo de una sociedad política, y no el número de hombres que la formen. Su fin es evitar los

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inconvenientes que se derivan del derecho que asiste a cada uno, en el estado de naturaleza, de ser juez y parte para llevar a buen término sus asuntos. Los individuos se integran voluntariamente en la sociedad política para garantizar su libertad, su vida y el tranquilo disfrute de sus propiedades. Por eso también, la monarquía absoluta no puede ser considerrada sociedad civil, ya que al reunir en una misma persona todos los poderes, no es posible hallar un juez imparcial que castigue los abusos cometidos por el príncipe. Salir del estado de naturaleza para someterse a un rey absoluto es renunciar a la libertad para ssometerse a unas leyes que obligan a todos menos al depositario de la autoridad suprema, lo cual es un verdadero suicidio y «equivaldría a pensar que los hombres son tan locos que para evitar los daños que producen los hurones o los zorros, se avinieran a que los devorasen los leones». La sociedad civil sólo es posible si la ley obliga por igual a todos y si se dispone de una separación de poderes. Es la sociedad civil fruto de un pacto, diferente y más completo que el que dió origen al estado de naturaleza. En este nuevo pacto, se acuerda someterse al dictamen de la mayoría, acatar todas las leyes que se dispongan para ordenar la convivencia, y no sólo las derivadas del mero uso recto de la razón, y obedecer a una autoridad establecida de común acuerdo. Este pacto fundacional se considera renovado, por consentimiento tácito, en las sociedades ya constituidas, y admite varias formas de gobierno. Probablemente, la primera fue la monarquía, ya que la familia había acostumbrado a los hombres a obedecer a una sola persona, por lo que son los usos adquiridos y la voluntad de los primeros en suscribir el pacto, y no la designación divina, lo que está en el origen de la monarquía fundamentando la autoridad real. Además, el pacto heredado que nos lleva a aceptar las normas de la sociedad civil no nos liga a una determinada forma de gobierno. Es evidente que las promesas de los padres no pueden ligar a los hijos. Lo que nos convierte verdaderamente en miembros de la sociedad es nuestro consentimiento expreso. Eso diferencia a los integrantes de una sociedad civil de los que, como los extranjeros, viven en su seno y acatan sus leyes, pero sin formar parte de ella. Dado que es el consenso entre hombres libres lo que nos hace miembros de la comunidad política, nadie nace súbdito por naturaleza y la comunidad conserva siempre el derecho a modificar las condiciones del acuerdo, si considera que no se están cumpliendo adecuadamente los fines para los que fue suscrito.

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Estos fines consisten principalmente en la conservación de la vida, la libertad y las posesiones de los individuos y mantener a la comunidad en paz y seguridad, procurando el bien común. Para conseguirlo, independientemente de las formas de gobierno, el poder más importante es el legislativo, encargado de dictar leyes justas, racionales y posibles. Los gobiernos absolutos, al someter las leyes a la arbitrariedad o el capricho de quien ejerce la autoridad sin ningún control, difícilmente pueden llevar al bien común y crean una sensación de inseguridad. Pese a que es el poder más importante, también está en manos de la comunidad renovar la confianza en él o modificarlo cuando sus medidas sean disparatadas y atenten contra la libertad y las propiedades. Sometidos a este poder están el ejecutivo, que se encargará de hacer cumplir las leyes dentro de la comunidad, y el federativo, encargado de defenderla de agresiones externas. Estos dos poderes, aunque distintos, suelen reunirse en la misma mano, para hacerlos más efectivos. En cuanto al poder judicial, Locke lo considera un aspecto del poder legislativo, aunque depositado en manos de jueces competentes que, normalmente, no son los mismos legisladores. Aunque los jueces y el depositario del poder ejecutivo deben estar siempre en activo, los encargados de legislar normalmente no están continuamente en activo, sino que se reúnen periódicamente y siempre que la ocasión lo requiera. Por eso, al no estar siempre activo el legislativo, los gobiernos pueden hacer uso del derecho de prerrogativa, actuando al margen o aun en contra de la ley, aunque solamente en casos de extrema urgencia y sumo peligro, y siempre con vistas al bien común. Por eso, incluso en esta ocasión, si hay conflicto entre la prerrogativa y los intereses comunes, son éstos los que deben anteponerse. Tras unas digresiones sobre el derecho de conquista, insiste de nuevo en la supremacía de la ley como condición de toda sociedad política, y define la tiranía como «el ejercicio del poder al margen del derecho». La tiranía puede darse en cualquier forma de gobierno, aunque es más habitual en las monarquías. Cuando se produce, la comunidad tiene el derecho y aun el deber de disolver el gobierno y establecer uno nuevo, y esto no rompe el pacto social, sino que lo restaura, volviéndolo a su ser. Para concluir su tratado, responde Locke a quienes objetan que ese derecho puede causar inestabilidad y caos, afirmando que la fuerza de la rutina es muy importante, y que los pueblos sólo se levantan cuando la injusticia es muy grave y prolongada. Es precisamente la seguridad que otorga esta capacidad de emanciparse de los tiranos lo que impide la proliferación de revueltas banales.

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Podemos concluir que Locke resume las principales características de la Ilustración inglesa, basada en el empirismo, el interés por las ciencias, la tolerancia religiosa, el respeto por las peculiaridades individuales y una concepción muy clara de los límites del poder que les lleva a considerar como la mejor forma de gobierno la monarquía parlamentaria.

2. Montesquieu Los ilustrados franceses consideran a Inglaterra como un país modelo, ejemplo de moderación política y de progreso científico, pero presentan unas características propias. En ellos se hace sentir con mayor peso el racionalismo, aunque enfocado a la comprensión de aspectos prácticos y a la deducción de soluciones aplicables. También suelen combinar la argumentación lógica con la erudición, considerada no como simple cúmulo de datos, sino como fuente para nuevas interpretaciones y reflexiones. Un ejemplo perfecto de lo dicho es el autor que ahora va a ocuparnos. Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, nació en 1689. La Francia de su infancia fue la de la severa vejez de Luis XIV; la de sus últimos años, la esperanzada de la primera época de Luis XV. Fue abogado y ejerció cargos en el Parlamento de Burdeos, que llegó a presidir. En 1727 emprendió un largo viaje por Europa. Era hombre de vasta cultura y conocía bien la filosofía contemporánea. Le interesó mucho Descartes y también el pensamiento inglés, sintiendo una especial admiración por Newton. Fue miembro de la Academia Francesa y colaboró en la Enciclopedia. Murió en 1755. Montesquieu es un gran escritor, con una prosa cristalina y precisa. Se ocupó de muy diferentes asuntos, desde la historia romana, a la que dedicó dos ensayos, hasta las peculiaridades del juicio estético. Una obra deliciosa son las Cartas persas, donde satiriza las costumbres de la corte francesa. Aquí nos interesa especialmente Del espíritu de las leyes, que escribió nada más regresar de su largo viaje europeo, publicándolo en 1735. Es una obra muy voluminosa, dividida en seis partes, y en ella se propone determinar cuáles son los límites en los que debe mantenerse la convivencia humana para evitar tanto el desgobierno como la tiranía. En la primera parte, comienza definiendo las leyes, que no son sino «las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas». Así que

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todo tiene sus leyes, desde la propia divinidad hasta los animales y los planetas, pues todo funciona de acuerdo a ellas, y no como fruto de una ciega fatalidad. En el caso de los seres humanos, además de por las leyes naturales se rigen por las que ellos mismos se dan, y por eso los asuntos de los hombres son a menudo los que peor regidos están, ya que, siendo nuestras inteligencias limitadas y falibles, es fácil que cometamos errores. Los hombres nacen iguales por naturaleza, pero apenas se integran en una sociedad pierden esa igualdad primitiva. Comienza así un estado de guerra, sea entre individuos o entre grupos. Es la aceptación de una autoridad y de unas leyes la que convierte ese estado de guerra en estado político. Las leyes que han de regir la sociedad civil han de fundarse en la razón, y desde ese punto de vista, siendo la razón universal, todas mantienen entre sí cierto parentesco y comparten determinado número de principios básicos. Pero deben también «ser adecuadas al pueblo para el que fueron dictadas», y eso las hace tan diferentes y explica que sea tan difícil, por no decir imposible, adaptar las de unos pueblos a otros cuyas circunstancias son distintas. En primer lugar, tienen que ser distintas según el tipo de gobierno adoptado por el pueblo en cuestión. Demostrando sus afirmaciones con numerosos ejemplo extraídos de la historia antigua, dice que, para las democracias, el principio fundamental ha de ser la virtud, mientras que para las aristocracias debería serlo la moderación. En cuanto a las monarquías, parece que no la caracteriza ningún principio salvo, tal vez, el honor, cuando son moderadas, y el temor cuando son despóticas. La educación de los que viven en un Estado debe adaptarse al tipo de gobierno, y así los súbditos de un monarca reciben una formación que tiende a elevar su ánimo y procurar la honra, mientras que los sometidos a un déspota reciben una educación servil, que abate sus aspiraciones, y generalmente yacen sumidos en la ignorancia. Del mismo modo, las legislaciones se adaptan al tipo de gobierno. En una democracia, las leyes tienden ante todo a la igualdad, y para ello promueven la frugalidad y las costumbres austeras. En las aristocracias, se favorece la moderación y la sencillez, para prevenir la soberbia de las grandes familias, mientras que en la monarquía se tienden a conservar los privilegios ligados con el honor y, al mismo tiempo, la justicia como rasgo distintivo del rey, que idealmente debe comportarse como un modelo de

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virtudes. Las leyes de los déspotas, en cambio, pondrán el acento en los castigos. Este tipo de gobierno es el más funesto, entre otras cosas porque no se procura ninguna mejora, poniendo el acento exclusivamente en la seguridad, y las naciones a él sujetas suelen ser pobres y de costumbres rudas. Todas estas afirmaciones vienen ilustradas con gran cantidad de ejemplos, tomados de la historia antigua y también de la moderna. Prosigue luego con unas observaciones sobre las leyes suntuarias, donde concluye que el lujo, si bien contribuye en cierto grado a la prosperidad común, no debe nunca ser tan excesivo que cree un clima de molicie generalizada; por eso mismo, es necesario también que se ponga cuidado en conservar la virtud de las mujeres, para evitar que las pasiones obstaculicen la buena marcha de los asuntos públicos, y concluye esta primera parte con un análisis de las causas de la corrupción de los diferentes tipos de gobierno: la democracia se corrompe o por falta de igualdad o cuando los gobernados pierden el respeto a sus gobernantes; las aristocracias, cuando el gobierno de los nobles se hace arbitrario; las monarquías, cuando crecen demasiado y la autoridad se dispersa y cuando el rey abusa de su poder y se convierte en tirano. El despotismo es ya de por sí un estado corrupto, así que es imposible que degenere aún más. La segunda parte aborda el tema de la seguridad de los estados. Evidentemente, los más pequeños son los más vulnerables, por lo que tienden a agruparse y confederarse. Además, los gobiernos monárquicos son mucho más seguros, por lo que la situación ideal estaría en una monarquía, pero, para evitar los riesgos del despotismo, procurando que admitiese en su seno lo mejor de las otras formas de gobierno. Y es que «la libertad política no se encuentra más que en los estados moderados». Esta libertad es inseparable de la seguridad, ya que es lo que hace que ningún ciudadano tema nada de otro, y no consiste en hacer lo que a uno le venga en gana, sino en «el derecho a hacer todo lo que las leyes permiten». El mejor modo de lograr esa moderación es un adecuado reparto de los poderes. Y es que en todo Estado hay tres clases de poder: el poder legislativo, que «promulga leyes para cierto tiempo o para siempre y enmienda o deroga las existentes», el poder ejecutivo, que «dispone de la guerra y de la paz», se ocupa de las relaciones diplomáticas y vela por la seguridad pública, y el poder judicial, que «castiga los delitos o juzga las diferencias entre particulares». Un Estado moderado es aquél en el cual los poderes no

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se acumulan en la misma persona, bien porque el príncipe se reserve los dos primeros, o porque, como es más conveniente, ostente sólo el ejecutivo dejando los otros dos a cargo de hombres sabios y competentes. Este «magnífico sistema» se dió en algunos pueblos de la antigüedad y en la Inglaterra actual, a la que pone como modelo de moderación y libertad política. Comentando luego cómo afectan los diferentes poderes a la vida de los particulares, hace especial hincapié en la necesidad de que las leyes sean justas y se acuerden con la razón, para no dar a los ciudadanos impresión de arbitrariedad. También han de ser aplicadas con criterio y sensatez, evitando las crueldades propias del despotismo, y comenta algunos delitos que han sido sometidos a castigos excesivos, como los que van «contra natura», que, al mantenerse en el ámbito privado, no tienen la trascendencia que se les ha dado ni merecen penas tan graves, o el de lesa majestad, que siendo gravísimo, debe limitarse a los atentados verdaderamente llevados a cabo contra la vida del príncipe, sin incluir pensamientos, sospechas ni opiniones, ni siquiera libelos u otros escritos cuyo contenido pueda parecer peligroso, pero que en realidad sólo sirven para «divertir a la malicia general, consolar a los descontentos (…) dar al pueblo paciencia para sufrir, y hacerle reír de sus sufrimientos». La misma moderación se recomienda a la hora de fijar los tributos, asunto en el que recuerda que uno de los principales propósitos de un buen gobierno es el fomento de la prosperidad general. La tercera parte trata de las difencias que debe haber entre las leyes, según los distintos climas y las diversas costumbres ancestrales de las naciones a que se apliquen. Es una idea interesante y que nos habla de la voluntad práctica de la obra, que no trata de especular sobre estado ideales, sino de razonar sobre mejoras posibles. Según él, los climas fríos hacen que los hombres sean más vigorosos y valientes, los climas templados, que sean más voluptuosos y sensibles, lo que los hace también más inconstantes y más propensos a dejarse vencer por las pasiones. Los climas excesivamente calurosos provocan que los hombres sean más pasivos y perezosos, así que, por ejemplo, si se quiere fomentar la industria en naciones así, habrá que apelar a algo que los saque de su letargo, como por ejemplo el orgullo. En los climas fríos, se puede, por ejemplo, ser más tolerante con la embriaguez, ya que necesitan el alcohol para combatir el frío, mientras que en los templados hay que poner más cuidado en reprimir las riñas y disturbios a que les lleva la naturaleza apasionada de sus habitantes, y en países cálidos se necesitan más

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normas de higiene, ya que las enfermedades se propagan con mayor facilidad. En países muy cálidos, como los africanos, los hombres, según Montesquieu, son muy indolentes y su inteligencia se desarrolla con mayor lentitud. Esto hace más explicable y menos cruel la esclavitud de los negros. Pero nuestro autor, aunque no la encuentra escandalosa en tales circunstancias, tampoco acaba de admitirla del todo, pues es algo que va contra la Ley Natural, que establece que todos los hombres son iguales. Lo mismo pasa con la poligamia, que se explica más en aquellos lugares donde, por tradición, las mujeres han estado más sometidas y donde, por razón del clima, son núbiles mucho antes y envejecen a edad más temprana, como sucede, también, en los desdichados países cálidos. La diferencia de climas explica también que los países del norte hayan tenido, por lo general, gobiernos libres, mientras que en los del sur y en las zonas tropicales lo más frecuente haya sido el despotismo. Montesquieu insiste que, con lo dicho, no trata de justificar nada, sino de aportar causas que hayan podido influir en los hechos. También hay que tener en cuenta la fertilidad del suelo: cuanto mayor sea, más conformistas son sus habitantes, mientras que los pueblos que lo deben todo a su industria, su trabajo y su ingenio, son más celosos de sus libertades. Los pueblos que viven del comercio requieren especial cuidado a la hora de fijar tributos. Y así sucesivamente. También las costumbres tienen su importancia. Primero, porque no se deben cambiar bruscamente, y así los habituados a la tiranía deben acceder a la libertad de manera gradual. Por otra parte, es no solamente inútil, sino también peligroso el ponerse a legislar en contra del espíritu general de un pueblo, y así, si el carácter de las gentes de un lugar es, por ejemplo, generoso, alegre y despierto, las leyes no deberían ahogar estas buenas cualidades, sino fomentarlas y prevenir sólo los defectos que de ellas puedan derivarse. Pero de la misma manera que la legislación se adapta a las costumbres, también puede ir poco a poco modificándolas, y así es como las naciones progresan y mejoran, cuando son regidas con sensatez. La cuarta parte, muy relacionada con ésta, comenta diferentes casos de legislación sobre comercio y de normas de derecho civil en distintos pueblos y momentos históricos, y termina con unas reflexiones sobre los diferentes modos de evitar un gran problema que preocupaba a los europeos del siglo xviii: la despoblación, que es relativamente fácil de corregir si se ha producido por causas accidentales, como la guerra, la hambruna o la peste, pero casi imposible cuando proviene del desgobierno y la desmoralización.

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La quinta parte trata de la relación entre las leyes y la religión, algo que interesaba profundamente a los hombres de la Ilustración, uno de cuyas principales batallas era la tolerancia religiosa. Aunque Montesquieu se cura en salud, afirmando que, puesto que la «religión verdadera» ordena que los hombres se amen entre sí, y por ello inclina a las mejores leyes posibles, advierte que tratará de analizar los diferentes credos y su influencia en la organización política. Siempre es mejor tener una religión que no tener ninguna, ya que todas suponen «una garantía de probidad», el respeto a unas reglas morales, pero no todas son igual de adecuadas para todas partes, y a veces un cambio de creencias, por una conquista o gracias a la labor misionera, influye en el cambio de modo de gobierno. La religión islámica, por ejemplo, conviene más a los estados despóticos, mientras que la cristiana combina mejor con los moderados, y dentro de ésta, la católica es más adecuada para los países monárquicos y la protestante a los republicanos, pues «una religión que no tiene cabeza visible conviene más a la independencia». Por eso, la Europa cálida y monárquica del sur es católica, mientras que los pueblos del norte, más celosos de su libertad, se inclinaron mayoritariamente por el protestantismo. En cuanto a las relaciones con el Estado, no tienen por qué ser conflictivas: como las reglas morales de las religiones y las leyes civiles tienden al mismo fin, es decir, a que los hombres se comporten bien, en general se ayudan y complementan. Eso sí, siempre hay que procurar que las riquezas del clero no aumenten excesivamente. Hay un número de sacerdotes ideal, y la iglesia debe contar con bienes suficientes para proporcionarles medios de vida y para ejercer la caridad, pero todo lo que salga de esos límites es perjudicial: si los sacerdotes son muchos, disminuye la población y faltan brazos para el trabajo, si las riquezas son excesivas, la economía del país se estanca y se entorpece. Del mismo modo, el Estado tiene derecho a exigir que las religiones que se practican en su territorio no perturben el orden. También es necesario establecer la perfecta tolerancia religiosa, tanto por parte de los gobiernos como de las distintas creencias en sus mutuas relaciones, evitando así mismo que se apliquen castigos penales a faltas contra la religión, como la herejía o el sacrilegio, que son faltas que ya encontrarán su pena en el más allá, pero que no corresponde a los humanos juzgarlas. Por último, para evitar posibles conflictos, hay que tener en cuenta que la conducta humana se regula por legislaciones muy distintas: está la ley divina, la legislación eclesiástica, las diversas leyes civiles, el derecho de

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gentes... y la razón debe dirimir qué tipo de cosas ha de regular cada uno de esos códigos, a fin de que no haya confusión ni conflictos. Dios no cambia nunca y sus normas son inmutables, pero los hombres y las sociedades están en perpetuo movimiento, sometidos a circunstancias muy variables. Por eso, como principio general, «no se debe estatuir por medio de leyes divinas lo que debe hacerse por medio de leyes humanas, ni regular por las leyes humanas lo que debe ser regulado por las leyes divinas». La sexta parte viene a ser un complemento o comentario de la anterior, ilustrando todo lo dicho con multitud de ejemplos sobre la evolución de las leyes romanas, de las francesas, de los antiguos procedimientos judiciales, como las ordalías, de la importancia del honor en las distintas sociedades y de las costumbres feudales. Entre todo ese alarde de amena erudición, destacan algunas ideas: la necesidad de hacer buenas leyes y de que sean adecuadas a las gentes que habrán de cumplirlas, ya que una misma ley no ejerce el mismo efecto sobre dos poblaciones diferentes; la constatación de que lo que es bueno para un sitio y un momento puede no serlo tanto en otras circunstancias, por lo que los legisladores han de cambiarlas cuando ya no se adapten a la realidad, y la advertencia de que han de ser claras, con argumentos sencillos y expresadas en un lenguaje comprensible, pues no son piezas de retórica destinadas a la ostentación, sino normas que han de ser entendidas por quienes están obligados a cumplirlas. Como vemos, Montesquieu se preocupa mucho por los aspectos prácticos. Para él, lo único universal es la razón, y fuera de ese patrimonio común, es poco lo que puede reconocerse como base para una ley capaz de abarcar a la humanidad entera. No hay principios generales: todo depende del lugar y del tiempo, todo cambia. A pesar de los grandes y variados conocimientos que exhibe, le interesa sobre todo lo concreto, la manera de aplicar las leyes. Esto, unido a su aprecio por la moderación constituye la característica más representativa de su pensamiento, del que se deduce una pérdida de interés por el derecho natural, en favor de las diferentes legislaciones positivas. 3. David Hume David Hume nació en Edimburgo en 1711. Vivió unos años en Francia y, de retorno a su tierra, optó sin éxito a varias cátedras. En 1752 consigue

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la plaza de bibliotecario en la Facultad de Derecho de Edimburgo, lo que le resulta muy útil para sus investigaciones. También realiza varios viajes, formando parte de misiones diplomáticas, entrando así en contacto con diferentes filósofos y cientificos. Su obra es muy extensa y sus intereses intelectuales muy variados, abordando, con una prosa clara y atractiva, desde problemas de teoría del conocimiento a estudios históricos. Dedicó una cantidad considerable de sus breves y sugerentes ensayos a asuntos de moral y de teoría política. Por su formación y sus intereses, es un pensador ilustrado, pero más interesado en establecer los límites de la razón que en cantar sus alabanzas: le parece más seguro un conocimiento que no se aparta de la experiencia, y su desconfianza por la teoría puramente especulativa no se limita a la crítica de la metafísica, sino que se extiende también a cuestiones políticas. Murió en 1776. En su Tratado de la naturaleza humana Hume opta por una postura relativista y escéptica. Nuestro conocimiento proviene de la experiencia, de los datos de los sentidos, y las ideas son el producto de la elaboración de estos datos por la memoria y por la imaginación. De modo que las ideas son menos de fiar que las sensaciones, y sólo son adecuadas si se comprueba su correspondencia con los objetos externos. Por eso es peligroso dedicarse a especulaciones, ya que es fácil que nos engañemos. Incluso el principio de causalidad, que nace de una deducción basada en la experiencia repetida, no puede llevarnos a afirmar certezas, sino tan sólo altas probabilidades. Y tampoco debe remontarse muy allá, buscando causas primeras cuya existencia estaremos muy lejos de comprobar. Es necesario controlar nuestra razón, poniendo coto a sus tentaciones especulativas y resignándonos a ignorar lo que queda fuera del alcance del humano entendimiento. Hume declara su carencia de ambiciones metafísicas: «Me contento con conocer perfectamente la manera en que los objetos afectan mis sentidos y sus conexiones recíprocas, en tanto que la experiencia me informa acerca de ello. Esto es suficiente para la conducta de la vida, y esto también basta para mi filosofía».

La misma actitud de desconfianza hacia las especulaciones teóricas se mantiene en los diversos Ensayos que dedica a temas políticos. Para él, los hombres se agrupan y se someten a una autoridad por su propio interés, para estar más seguros, para proteger su vida y sus bienes, pero no lo hacen según unos «principios evidentes» que se manifiestan de manera cierta y

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natural. Los gobiernos nacen «de manera más casual e imperfecta» y no se puede prever las modificaciones que va a traer el futuro, con los consiguientes cambios de intereses. Desde luego, toda autoridad implica un cierto grado de consentimiento, y la sociedad civil debió de tener su origen en alguna especie de pacto, pero la teoría del contrato no deja de ser eso, una teoría; pasó hace mucho tiempo, nadie se puede jactar de haber sido testigo y no hay ningún hecho ni documento que lo pruebe. Y aunque los hubiera, datarían de tiempos tan remotos que tal contrato habría perdido completamente su vigencia. Por el contrario, «... casi todos los gobiernos que hoy existen, o de los que queda recuerdo en la historia, fueron originalmente fundados sobre la usurpación o la conquista, cuando no sobre ambas, sin ninguna pretensión de libre consentimiento o sujeción por parte del pueblo»,

así que no puede decirse, de ningún modo, que tal consentimiento sea lo que otorgue legitimidad a un gobierno. Además, la obediencia a la autoridad no se deriva, en modo alguno, de nuestra naturaleza. Algunos de nuestros deberes morales sí pueden llamarse naturales, porque están en correspondencia con nuestros instintos, como sucede, por ejemplo, con el deber de velar por los hijos. Hay otros que no se basan en la naturaleza, sino que incluso la contradicen, pero que se cumplen «al considerar las necesidades de la sociedad humana y la imposibilidad de mantenerla si estos deberes se descuidan», pero lo hacemos por obligación, ya que por naturaleza cada uno se ama más a sí mismo que a los otros y nuestros instintos nos llevan más bien a «concedernos una libertad ilimitada o tratar de dominar a los demás», y si se nos pregunta por las razones de nuestra obediencia a una autoridad determinada, solemos basarnos en el interés de mantener el orden y la seguridad, así como en la tradición y la costumbre. Consideramos legítimo a un rey porque ha heredado la corona de su padre, no porque haya suscrito un contrato, y en general se mantiene la obediencia mientras que los súbditos no ven amenazados gravemente sus intereses, que tampoco son entidades abstractas, sino algo tan concreto como la vida y los bienes. Quienes especulan, pues, sobre fundamentaciones teóricas de la legitimidad hacen castillos en el aire y se apartan totalmente de lo que enseña a cada paso la experiencia. Eso no quiere decir que no se pueda preferir un gobierno a otro. Para Hume, lo ideal es el sistema inglés, esa forma de organizarse «no del todo

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monárquica ni enteramente republicana». Y lo prefiere basándose en los hechos: en el escaso terreno que se deja a la arbitrariedad, poniendo por encima de todo la autoridad de las leyes, y en la prosperidad que ha traído al país como consecuencia de la gran libertad de opinión que permite, gracias a la cual se trasmiten con facilidad las nuevas ideas y prosperan extraordinariamente las artes, las ciencias, las técnicas, haciendo crecer la riqueza. Pero sólo se da en un único país en toda la tierra, a pesar de sus ventajas, luego tal vez no sea adecuado para todas partes, ya que los hombres no son tontos y tratan de lograr su conveniencia y proteger sus intereses. Pero aunque fuera realmente la encarnación misma de la perfección, eso no querría decir que sea la forma ideal para siempre, pues el progreso puede traer nuevas necesidades y diferentes formas de vida que conviertan ese tipo de gobierno en obsoleto y propongan otro aún mejor. Con todo esto, Hume asesta un duro golpe a la teoría del contrato social, que en lo sucesivo deberá definirse sobre nuevas bases, al tiempo que deja entrever la imposibilidad de algo parecido a un derecho natural válido para cualquier tiempo y lugar y basado en principios evidentes, pues si existiera, debería limitarse a normas tan sumamente amplias y generales que no tendrían ninguna utilidad práctica. Además, en ningún caso podría incluir la renuncia a una parte de la propia libertad ni la necesidad de colaborar en el bienestar común, ya que tales cosas, lejos de encontrarse en nuestra naturaleza, la contradicen y violentan.

4. Enmanuel Kant Para cerrar el capítulo, daremos una breve ojeada a las teorías de este hombre tímido y metódico, que sin moverse de su ciudad natal, dedicando su vida al estudio con una admirable pasión, concibió ideas amplias y generosas que han influido de una manera decisiva en el pensamiento contemporáneo. En el siglo xviii, Alemania era un mosaico de principados bastante desiguales entre sí. La pertenencia al Imperio era más o menos simplemente nominal, aunque seguía existiendo la Dieta, que se reunía en Frankfort, y el antiguo dinamismo comercial también se había ido debilitando. Muchos principados eran bastante pobres, aunque algunos, como Sajonia o Prusia, destacaban por su empuje, el primero como lugar rico y

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centro cultural, en torno a la esplendorosa ciudad de Dresde, y el segundo por su buena organización y creciente poderío militar. También variaban los estados en su estructura: aunque casi todos seguían muy dependientes de la agricultura, la zona oriental estaba llena de latifundios y en varios principados aún existían los siervos, mientras que el oeste y el sur veían crecer una clase media de campesinos propietarios bastante acomodados. Lo mismo sucedía con los aspectos culturales: algunos príncipes se preciaban de ilustrados y protectores de las letras, mientras que otros lugares eran muy conservadores y atrasados culturalmente. A esto se añadían las diferencias religiosas, pues había principados católicos y protestantes, y entre ellos, no todos consideraban con igual entusiasmo la adhesión a la fe. En este escenario variopinto, en la ciudad de Könisberg, nació Kant en 1724. Su familia era bastante humilde y a él le costó mucho trabajo abrirse camino. Finalmente, logró un puesto de profesor en la universidad de su ciudad natal yse dedicó a escribir obras absolutamente imprescindibles para la historia de la Filosofía, aunque sus méritos tardaron mucho en ser reconocidos. De hecho, tenía más de sesenta años cuando alcanzó un cierto prestigio. Murió en su ciudad natal a los ochenta años. Sus escritos más conocidos son los que versan sobre teoría del conocimiento. En ellos, concilia racionalismo y empirismo, estableciendo que el hombre ordena los datos que recibe del exterior a través de los sentidos gracias a una serie de estructuras mentales que le permiten clasificarlos, nombrarlos y manejarlos para obrar en consecuencia, ampliar su experiencia, comprender el funcionamiento del mundo y formular hipótesis científicas. Lo que sucede es que este conocimiento, que es fiable desde el punto de vista de lo que percibimos, no nos dice nada de la verdadera naturaleza de los objetos, ni siquiera de su existencia real, fuera del campo de nuestra experiencia. Sólo sabemos cómo se comportan las cosas en cuanto que afectan a nuestros sentidos, que funcionan de determinada manera, y son organizados por nuestra razón, que tiene una estructura determinada. Esto nos basta para la vida práctica y para elaborar teorías científicas, pero no nos permite aventurar nada sobre la «verdadera esencia» de las cosas. Con esta sencillez, Kant elimina la posibilidad de la metafísica y da un vuelco a toda la filosofía occidental. También son importantes sus escritos sobre ética y estética, pero aquí nos vamos a limitar a sus ideas sobre la historia y la vida en común e los hombres.

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Para él, la razón es la fuerza emancipadora por excelencia, y conocer nos hace, no sólo más sabios, sino más libres: cuando el pensamiento puede ejercerse sin cortapisas, la tiranía se vuelve imposible. Por otra parte, la razón es igualitaria por definición: la especie humana comparte unas estructuras mentales fundamentales, conoce y juzga de similar manera. Así pues, sí que es posible establecer algunas afirmaciones generales que valgan para todos los hombres, sean cuales fueren sus circunstancias. La historia es un recorrido llevado a cabo por la especie humana en su conjunto, incluyendo todos los pueblos y naciones. Este recorrido parece caótico a primera vista, pero tiene un sentido, se encamina en una dirección, que es la de ir acrecentando su racionalidad, organizándose de la manera más acorde posible con las normas de la razón. Así que el fin último, aún lejano, de la humanidad, sería el libre acatamiento a una ley universal, que traería la justicia y la armonía general a una especie humana libre y feliz. El progreso hacia ese fin deseado es lentísimo, pero inexorable, pues el hombre, al fin y al cabo, es parte de la Naturaleza, y ésta tiende siempre a su perfección. Una de las obras más hermosas en las que expone estas teorías es el breve tratado La paz perpetua, publicado en 1795 y que constituyó un verdadero éxito editorial. En él intenta establecer las bases para una concordia duradera entre las naciones, y coloca como primer principio la sinceridad de los deseos de paz, el no hablar de acuerdos cuando se tiene la idea de una simple tregua entre dos hostilidades. Después, indica que es necesario respetar la independencia de todos los estados, por débiles que sean, y que ninguno de ellos pueda ser incorporado a otro, sea mediante medios violentos o diplomáticos. Por último, señala que ninguna nación debe inmiscuirse por la fuerza en los asuntos internos de otra, por mucho que le moleste su forma de gobierno o que la considere equivocada, pues no tiene ninguna justificación para hacerlo. Por último, ni aun en tiempo de guerra puede recurrirse a medios crueles, como las matanzas, o engañosos, como la traición o el uso de asesinos a sueldo, pues eso no solamente es inmoral, sino que genera rencores y acabaría envenenando las posibilidades de una paz sincera. Con estas premisas, lo ideal, y también lo lógico, sería que los ejércitos permanentes acabaran por desaparecer. En opinión de Kant, constituyen siempre una amenaza y una molestia, además de impedir la prosperidad, ya que los estados «se empeñan en superarse unos a otros en armamentos, que aumentan sin cesar», y tales gastos acaban haciendo la paz

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más insoportable que la guerra misma. Además de estas consideraciones prácticas, hay otra más profunda, y es que «tener a hombres a sueldo para que mueran o maten, parece que implica un uso del hombre como mera máquina», lo que es contrario a los derechos de la humanidad. En lugar de esto, hay que favorecer el comercio, que no solamente enriquece a las naciones, sino que favorece la comunicación entre distintos pueblos y hace que los gobiernos se inclinen más por las negociaciones que por la violencia, ya que el dinero odia y teme la guerra y necesita la estabilidad para hacer negocio. Para que esta situación pueda llevarse a la práctica, no todas las formas de gobierno son igualmente apropiadas. Lo mejor es una constitución republicana, ya que en ella se necesita «el consentimiento de los ciudadanos para declarar la guerra», por lo que se está menos expuesto a sufrir las ambiciones de los monarcas absolutos que, por si fuera poco, no sufren alteración alguna en su vida y en su bienestar cuando embarcan a sus súbditos en una contienda. Pero Kant advierte de que no hay que confundir democracia con república. Para él, república es un sistema donde los diferentes poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, son independientes y así sirven de freno y control, mientras que la democracia es la tiranía de la mayoría, un sistema «donde todos deciden sobre uno y a veces contra uno» y que le parece un despotismo atroz. Suponiendo que todos los pueblos siguieran estas reglas, podría establecerse un nuevo derecho de gentes, basado en una confederación de estados libres, con una ciudadanía universal y un universal derecho de hospitalidad. Aquí critica Kant los excesos de las naciones poderosas, que confunden visitar una tierra con conquistarla y que comenten injusticias «que espantan» en sus relaciones con países menos desarrollados, a cuyos habitantes no parecen considerar como parte de la humanidad. El mayor garante de la paz, sin embargo, estaría en la Naturaleza, cuya voz podemos escuchar a través de un uso recto de la razón, ya que, sea guiada por el azar o encaminada por la Providencia, lo cierto es que siempre tiende hacia la armonía y la perfección, así que bastaría con no poner constantes obstáculos en su camino para encontrarnos más cerca de la perfección en las relaciones humanas. Por último, y a manera de cláusula secreta, nos sorprende Kant con un consejo de sabor platónico. No es que clame exactamente por el filósofo rey,

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ya que, según él, el hecho de detentar el poder «perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón», pero sí pide que «las máximas de los filósofos» sean tenidas verdaderamente en cuenta, pues ellos pueden ver con mayor claridad y además, si verdaderamente son fieles servidores de la verdad, resultan invulnerables al proselitismo y a las «banderías de club», con lo que su opinión será más acertada e imparcial y hallará más fácilmente el camino de la armonía. Con esta preciosa (e ingenua) defensa de los filósofos termina este tratado, que incluye un apéndice sobre las relaciones entre moral y política donde reconoce que, dada la limitación de la humanidad, tanto las leyes como las normas morales han de ser posibles, es decir, que puedan cumplirse sin exigir para ello un heroísmo sublime, pero, al mismo tiempo, afirma con rotundidad que ninguna política es digna de tal nombre si rompe los límites de la moral, y que los derechos humanos han de ser considerados siempre sagrados, por mucho sacrificio que cause a los intereses del momento. Y concluye con firmeza: «No caben aquí componendas, no cabe inventar un término medio entre derecho y provecho, un derecho condicionado en la práctica». La política debe subordinarse siempre a principios más elevados. De otro modo, es una política tenebrosa, cuyas leyes no se diferencian del bandidaje. Para evitar estas inmoralidades, el remedio es la transparencia: si no hay nada oculto, es más difícil que existan cosas vergonzosas o inmorales. Por último, termina exhortando a todos a contribuir en el pronto advenimiento de un estado de cosas que haga posible la paz perpetua, basada en el respeto mutuo y la benevolencia universal, un fin que vemos lejano, pero que no es «una fantasía vana, sino un problema que hay que ir resolviendo poco a poco», cuya solución está más cerca cada vez, porque Kant, ya anciano, tenía joven la esperanza y una firme y conmovedora fe en el progreso.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. El estado natural como fundamento racional de la sociedad «Para entender el poder político correctamente, y para deducirlo de lo que fue su origen, hemos de considerar cuál es el estado en que los hombres se hallan por naturaleza. Y es este un estado de perfecta libertad para que cada uno ordene sus acciones y disponga de posesiones y personas como juzgue oportuno, dentro de los límites de la ley de naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún hombre. Es también un estado de igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son recíprocos, y donde nadie lo disfruta en mayor medida que los demás»

John Locke. Segundo tratado sobre el gobierno civil. 2. Legitimidad del poder político «Así, lo que origina y de hecho constituye una sociedad política cualquiera, no es otra cosa que el consentimiento de una pluralidad de hombres libres, que aceptan la regla de la mayoría y qye acuerdan unirse e incorporarse a dicha sociedad. Esto es, y solamente eso, lo que pudo dar origen a los gobiernos legales del mundo»

John Locke. Segundo tratado sobre el gobierno civil. 3. Ilegitimidad del absolutismo «De aquí resulta evidentemente que la monarquía absoluta (...) es ciertamente incompatible con la sociedad civil, y que excluye todo tipo de gobierno civil. Pues el fin al que se dirige la sociedad civil es evitar y remediar esos inconvenientes del estado de la naturaleza que necesariamente se siguen del hecho de que cada hombre sea juez de su propia causa; y ese fin se logra mediante el establecimiento de una autoridad conocida a la que todos los miembros de la sociedad pueden apelar cuando han sido víctimas de una injuria, o están envueltos en cualquier controversia que pueda surgir; y todos deben obedecer esa autoridad».

John Locke. Segundo tratado sobre el gobierno civil.

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4. Relación entre las leyes y las sociedades «La ley, en general, es la razón humana en cuanto gobierna a todos los pueblos de la tierra; las leyes políticas y civiles de cada nación no deben de ser más que los casos particulares a los que se aplica la razón humana. Por ello, dichas leyes deben ser adecuadas al pueblo para el que fueron dictadas, de tal manera que sólo por una gran casualidad las de una nación pueden convenir a otra. Es `preciso que las mencionadas leyes se adapten a la naturaleza y al principio del gobierno establecido, o que se quiera establecer, bien para formarlo, como hacen las leyes políticas, o bien para mantenerlo, como hacen las leyes civiles. Deben adaptarse a los caracteres físicos del país, al clima helado, caluroso o templado, a la calidad del terreno, a su situación, a su tamaño, al gñénero de vida de los pueblos según sean labradores, cazadores o pastores. Deben adaptarse al grado de libertad que permita la constitución, la religión de los habitantes, a sus inclinaciones, a su riqueza, a su número, a su comercio, a sus costumbres y a sus maneras».

Montesquieu. Del espíritu de las leyes. 5. La moderación como garantía «La democracia y la aristocracia no son estados libres por su naturaleza. La libertado política no se encuentra más que en los estados moderados; ahora bien, no siempre aparece en ellos, sino sólo cuando no se abusa del poder. Pero es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente inclinación a abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites. ¡Quién lo diría! La misma virtud necesita límites. Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder».

Montesquieu. Del espíritu de las leyes.

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6. La libertad política «La libertad política de un ciudadano depende de la tranquilidad del espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad. Y para que exista la libertad es necesario que el gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro. Cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona, o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que el monarca o el senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente. Tampoco hal libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo. Si vaunido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor».

Montesquieu. Del espíritu de las leyes. 7. Contra las generalizaciones «Quienes emplean sus plumas en temas políticos, libres de vehemencia y prejuicios de partido, cultivan una ciencia que contribuye más que cualquier otra a la utilidad pública, e incluso a la satisfacción privada de quienes se consagran a su estudio. Con todo, me inclino a sospechar que el mundo es todavía demasiado joven para establecer en política un número considerable de verdades generales capaces de conservar su valor ante la posteridad. Nuestra experiencia no alcanza ni a tres mil años; de modo que no sólo el arte de razonar es aún imperfecto en esta ciencia, como en todas las demás, sino que nos falta materia suficiente sobre la que ejercitarlo. No sabemos con certeza qué grado de refinamiento es capaz de alcanzar la naturaleza humana en la virtud y el vicio, ni lo que a la humanidad puede deparar una gran revolución en su educación, costumbres y principios»·

David Hume. Ensayos políticos.

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8. La república, aliada de la paz La constitución republicana, además de tener la pureza de su origen, de haber nacido en la pura fuente del concepto de derecho, tiene la vista puesta en el resultado deseado, esto es, en la paz perpetua. Si es preciso el consentimiento de los ciudadanos (como no puede ser de otro modo en esta constitución) para decidir si debe haber guerra o no, es natural que se piensen mucho el comenzar un juego tan maligno, puesto que ellos tendrían que decidir para sí mismos todos los sufrimientos de la guerra»

Kant. La paz perpetua. 9. Escuchar a los filósofos «No hay que esperar que los reyes filosofen ni que los filósofos sean reyes, como tampoco hay que desearlo, porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón. Pero es imprescindible para ambos que los reyes o los pueblos soberanos (que se gobiernan a sí mismos por leyes de igualdad) no dejen desaparecer o acallar a la clase de los filósofos, sino que los dejen hablar públicamente».

Kant. La paz perpetua. 10. Moral y política «La verdadera política no puede dar un paso sin haber antes rendido pleitesía a la moral, y aunque la política es por sí misma un arte difícil, no lo es, en absoluto, la unión de la política con la moral, pues ésta corta el nudo que la política no puede solucionar cuando surgen discrepancias entre ambas. El derecho de los hombres debe mantenerse como cosa sagrada, por grandes que sean los sacrificios del poder dominante. En este asunto no se puede partir en dos e inventarse una cosa intermedia».

Kant. La paz perpetua.

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BIBLIOGRAFÍA Hay varias ediciones del Segundo tratado sobre el gobierno civil, de Locke. Por ejemplo, en Espasa Calpe y en Alianza. Para profundizar más en su estudio, podemos recomendar el libro de E. García Sánchez, Locke (Orto, Madrid, 1995. En cuanto a Montesquieu, su obra Del espíritu de las leyes está en edición asequible en la editoria Tecnos. También recomendamos el estudio de C. Iglesias, El pensamiento de Montesquieu (Alianza, Madrid, 1984) o el más reciente de J. Starobinski, Montesquieu (F.C.E., México, 2000). Los sugerentes Ensayos políticos de Hume pueden encontrarse en Tecnos. En cuanto al tratado sobre La paz perpetua de Kant, está editado tanto en Tecnos como en Espasa Calpe.

Tema 3

Los fundamentos de la democracia: de Rousseau a la Revolución Francesa Ana Martínez Arancón Elena Casas

1. Juan Jacobo Rousseau 2. La Revolución francesa 2.1.  Sieyès 2.2. Condorcet 2.3. Robespierre Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema analizaremos la superación de los presupuestos de los Ilustrados y la apertura del camino que llevaría a las democracias modernas. Para ello, comenzaremos por un disidente vocacional: Juan Jacobo Rousseau, que tanto habría de influir en los revolucionarios franceses, para terminar con una referencia a estos últimos.

1. Juan Jacobo Rousseau Como le gustaba recordar, nació Rousseau en Ginebra, en 1712, en el seno de una familia modesta. Aunque evoca a su padre como un ciudadano ejemplar, un obrero que leía a Plutarco y a Tácito, la verdad es que era un hombre un tanto fantasioso e irresponsable, y que si nuestro filósofo recibió una educación fue gracias a la protección de una viuda, Madame de Warens, que más tarde se convertiría en su amante. Sus primeros empleos, en casas aristocráticas, sólo le trajeron disgustos y desprecios. Herido en su sensibilidad, viaja, tratando de ganarse la vida en varios oficios, especialmente como maestro de música, pues tenía especial gusto por este arte. Regresa junto a su protectora pero pronto se ve desplazado por otro amante, un peluquero, por lo que, profundamente herido, se marcha de nuevo, esta vez con destino a París. Allí conoce a los grandes filósofos de la época: D’Alambert, Voltaire, Diderot… Le animan a colaborar en la Enciclopedia, le buscan un buen empleo como secretario del embajador francés en Venecia (empleo que le dura muy poco porque se enemista con su jefe), estrena con éxito una ópera y una comedia y gana el premio de la Academia de Dijon con su Discurso sobre las ciencias y las artes. Parece que todo le sonríe, pero su difícil carácter hace que se enemiste con todos sus amigos y protectores. Se gana la vida copiando música y sigue escribiendo: el Discurso sobre el origen de la desigualdad, el Contrato social, el Emilio, que es prohibido por la Iglesia. Intenta establecerse de nuevo en Suiza, pero es expulsado y perseguido. Vive un tiempo en Londres, invitado por Hume,

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pero a los pocos meses se enemista con él y lo califica de traidor. Lo mismo sucede con otros protectores, como Mirabeau. En 1788, un noble culto y humanitario pone a su disposición su pequeña, pero agradable y tranquila, posesión de Ermenonville, pero está ya cansado y enfermo y muere apenas instalado allí. Aunque su carácter le condenó a una vida bastante solitaria, sus obras alcanzaron un éxito casi sin precedentes y le ganaron, a distancia, innumerables afectos. Supo dar voz a una nueva generación, que se apartaba de la Ilustración y su culto por la razón ya la ciencia y buscaba un modo de traducir las exigencias crecientes del corazón. Sus Confesiones, donde habla sin recato de sí mismo y de sus impulsos más íntimos, su novela La nueva Eloísa, de un tono fuertemente sentimental, hablaban un lenguaje nuevo. Su gusto por la naturaleza, íntimamente ligado a las emociones, su reivindicación de la sensibilidad como cualidad fundamental de su personalidad y prácticamente como base de su moralidad, todo ello impresionaba profundamente a sus lectores, que lo consideraban no sólo como un autor predilecto, sino como una especie de hermano espiritual. Es «el amigo Juan Jacobo», como le llama un lector entusiasta en una carta a su librero. Tiene devotos prácticamente en todos los estamentos sociales, pero principalmente en las clases medias, y entre las mujeres. Esto hizo que su influencia fuese profunda y la expansión de sus ideas muy grande.

1.1. Las obras breves Su Discurso sobre las ciencias y las artes parte de la hipótesis de que las ciencias y las artes tejen «guirnaldas de flores» sobre las cadenas, y así consolidan los tronos que elevó la fuerza, haciendo que los esclavos del despotismo se sientan felices y, en consecuencia, corrompiendo a la humanidad. El saber es un arma peligrosa y la ignorancia es «venturosa», nos acerca al estado de naturaleza. «los hombres (...) serían mucho peores aún si tuvieran la desgracia de nacer sabios». Con los conocimientos, la vida se hace más refinada, progresan todas las artes y crece el lujo, y en ese ambiente, el valor y la moralidad decaen hasta desvanecerse. Por eso, afirma, en este ilustrado siglo «tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos y pintores, pero no tenemos ya ciudadanos, y si nos quedan aún algunos, dispersos en nuestros campos abandonados, perecen

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allí menos preciados e indigentes». Se rebela contra un tiempo que dedica toda clase de alabanzas a los logros de la inteligencia pero, al mismo tiempo, menosprecia la virtud, y juzga que los progresos en la educación, lejos de hacer más felices a los hombres, les dejan entrever cosas que hacen crecer en ellos expectativas ambiciosas y los apartan de una vida tranquila y útil, dedicada al trabajo, para embarcarlos en una persecución frustrante de metas ilusorias. Naturalmente, semejantes asertos resultaban muy chocantes en el contexto de la Francia ilustrada, lo que suscitó muchas críticas pero también acarreó una inmediata popularidad al joven autor. El Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres lo dedica a la república de Ginebra. Partiendo de la base de que en el estado de naturaleza los hombres sólo disponen de su cuerpo y, por tanto, son todos iguales, diferentes sólo en fuerzas y capacidades, deduce que todo perfeccionamiento que lleve al nacimiento de otros privilegios no puede ser sino fuente de desgracias, puesto que se opone a la igualdad natural. Los «hombres salvajes» son buenos, porque en ellos los sentimientos priman sobre la racionalidad, y se manifiestan así piadosos y compasivos, tendentes a la unidad. La razón, en cambio, separa y establece distinciones, es más fría y despiadada, rompe la primitiva armonía. Una vez que el hombre empieza a razonar, comienzan sus desdichas, y la mayor de todas es el nacimiento del derecho de propiedad, verdadero origen de la sociedad, piensa Rousseau, pero fuente al mismo tiempo de todo tipo de desdichas. La propiedad fue primero colectiva, y eso todavía tenía alguna ventaja, fomentando sentimientos de solidaridad entre el grupo, pero, a medida que se hacía individual, más corruptora resultaba. «El primero al que, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir: Esto es mío, y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil». Lo mismo sucedía con la vida social: las reuniones primero parecen favorecer el mutuo cariño, pero luego, en su seno, se empiezan a establecer preferencias en favor de los más atractivos, los mejores contadores de historias o los más habilidosos, y así van naciendo la envidia, la ambición y demás vicios que envenenan la bondad natural del hombre y le hacen desgraciado. Con el nacimiento de la agricultura y la metalurgia, las capacidades y la fuerza resultan decisivos a la hora de procurar la subsistencia, y así nacen las diferencias entre pobres y ricos, que no harán sino acentuarse con el paso de los siglos. Desde ese momento, la usurpación, el latrocinio, el abuso y todo tipo de pasiones, «sofocando la piedad natural y la

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voz todavía débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y perversos». Provoca esto un estado de guerra que origina que, movidos por la necesidad de preservar vidas y haciendas, decidan los hombres sacrificar su libertad sometiéndose al yugo de la autoridad, y nacieron así los gobiernos. Piensa nuestro autor que los ricos tenían más que perder, por lo que les resultaría ventajosa esta cesión de libertad, pero que los pobres, que poco tenían que proteger, salvo una vida tan mísera que se diferenciaba poco de la muerte, y que eran mucho más numerosos, no se hubieran avenido a ella de no ser porque adoptó, al principio, la forma de un pacto, un «verdadero contrato entre el pueblo y los jefes que por sí eligió, contrato por el cual las dos partes se obligaban al cumplimiento de las leyes» con miras a un beneficio común. De este modo, todos corrieron al encuentro de sus cadenas, creyendo asegurar su libertad». Pero lo que sucedió fue que algunos grupos siguieron sometidos a las leyes y otros, en cambio, pasaron pronto a obedecer a otros hombres que no se guiaban sino por su criterio o su voluntad, y esa primera imperfección de los gobiernos no ha hecho sino empeorar, corromperse más y generalizar el despotismo y la injusticia, haciendo olvidar las condiciones del pacto primitivo. Por eso la desigualdad ha llegado a hacerse intolerable. Termina el Discurso con una comparación entre la vida feliz y tranquila que llevan los pueblos que todavía no se han alejado mucho del estado de naturaleza, los «salvajes», y los civilizados. Los primeros son felices, respirando «calma y libertad» y sin desear otra cosa que vivir trabajando lo menos posible, lo justo para atender a su subsistencia. Los segundos tienen necesidades falsas que les obligan a agitarse día y noche, trabajando sin parar y sin colmar nunca sus ambiciones. Por eso el hombre moderno, bajo sus apariencias de civilización, sólo tiene cosas superficiales y engañosas: «honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad». Pero ese no es el destino del hombre, nacido para una vida más simple y dichosa. Solo que «el espíritu de la sociedad y de la desigualdad que ésta engendra son los que cambian de este modo todas nuestras inclinaciones naturales». Los gobiernos no pueden tratar de justificarse alegando que se apoyan en el derecho natural, porque toda sociedad nace de la decisión humana y de la creación de unas normas, o sea, del derecho positivo, que a menudo es contrario a las leyes de la naturaleza, como lo demuestra el hecho de que «un grupo de personas rebose de superfluidades mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario». Esta aguda sensibilidad ante la injusticia es uno de los rasgos que más contribuyeron a

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hacer de Rousseau un precursor de la Revolución, aunque no le ganaron precisamente amigos entre los escritores ilustrados, siempre partidarios de reformas más tranquilas. 1.2.  el contrato social La obra comienza con una declaración de intenciones: quiere averiguar si es posible alguna norma para la convivencia que sea legítima, teniendo en cuenta cómo son los hombres y cómo pueden ser las leyes, y se considera autorizado para esa investigación por el hecho de haber nacido en un Estado libre. Pues esa es la condición humana en su origen, y por eso son tantas las desdichas: «El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado». Puede preguntarse por qué, pues, no sacude el yugo, ya que en ocasiones no le falta la fuerza para ello. Y la respuesta es que el orden social es un derecho sagrado, pero un derecho que no se basa en la naturaleza, sino en una convención. La asociación humana es una obra de los hombres, no de la naturaleza. Por lo tanto, los derechos y las leyes no pueden basarse en la naturaleza, sino establecerse sobre convenciones justas, pues el hombre en cuanto tal, en cuanto simple animal racional, no es sujeto de derecho. El derecho se deriva del hecho social, y todos los derechos y libertades, todos los deberes, las leyes, la autoridad, se basan en una convención, así que, para establecer una sociedad justa, habrá que asentar esa convención social sobre bases que lo sean. Esto suponía una tremenda revolución en el pensamiento, ya que se echaba por tierra el derecho natural como posibilidad, y por lo tanto como base de los derechos particulares. Por otra parte, establecía un concepto diferente de la libertad. Ya no pertenecía al individuo como tal, sino que correspondía al ciudadano. Antes, un individuo podía sentirse libre sin más limitación que la fuerza de los otros para impedírselo, y podía por tanto llevar, en casos extremos, su libertad individual hasta donde su capricho o sus pasiones le impulsaran, hasta encontrarse con el freno de una coacción que podía considerar irremediable pero, en el fondo, ilegítima. Esta libertad individual desbocada podía acabar incluso en el crimen, como se expone con meridiana claridad en las obras de Sade o, con menos talento literario, de Restif de la Bretonne. Y la íntima convicción de la posibilidad de este

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exceso la expresa admirablemente el propio marqués de Sade, encarcelado, en una carta a su esposa: «La causa de mis desgracias no es mi manera de pensar, sino la manera de pensar de los otros». Con el nuevo planteamiento, ya no es posible, sin crimen, invocar ese exceso de la libertad individual fuera de cualquier norma, ya que no es el hombre, sino sólo el ciudadano el que es libre, y su libertad, como basada en una convención, tiene desde su origen el límite de la ley, y así no sólo las capacidades públicas, sino la conducta privada, tienen como origen de su legitimación la condición de ciudadano. Por último, al decir que para acabar con la injusticia era preciso establecer la sociedad sobre nuevas bases, se distanciaba del reformismo ilustrado, ya que presuponía la necesidad de un cambio radical, de una verdadera revolución. Volviendo a Rousseau, sigue demostrando cómo los lazos entre los hombres no son naturales. Incluso la familia sólo puede considerarse asociación natural mientras los hijos no pueden valerse por sí mismos: a partir de ese momento, si sigue unida no es por la naturaleza, sino por la voluntad o la costumbre. Critica también a Grocio y Aristóteles y niega que la fuerza pueda ser fundamento de derecho alguno. Refuta también la pretendida esclavitud natural, afirmando que a los esclavos se les despoja de todo, hasta del deseo de ser libres, pero que eso no legitima su sujeción. Coloca, pues, el origen de la sociedad en un acuerdo, un pacto, para mutua protección y beneficio, y que se origina en la voluntad de los hombres, en su deseo, no en la «naturaleza humana». Este pacto es el contrato social y produce «un cuerpo moral y colectivo», la ciudad, como decían los antiguos, convirtiendo al mismo tiempo a cada individuo en ciudadano. Este pacto es el origen de toda asociación política, que no es posible ni imaginable sin él. En virtud de este acto, cada ciudadano queda ligado y comprometido a todos los demás como particulares y, a la vez, al todo que han construido. Cuando se ataca a un particular, se lesiona a todo el cuerpo social, ya que se va contra el compromiso que le da sentido. A la vez, como todos han participado por igual de la construcción del todo, la soberanía reside en el colectivo y, por tanto, «... el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo pueda perjudicar a todos sus miembros. (...) El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser».

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En cambio, los ciudadanos particulares, a pesar del interés común, no dejan de ser individuos, y como tales, pueden tener una voluntad que sea contraria o simplemente distinta a la voluntad general, y eso puede llevarlo a sentirse desvinculado de un pacto que, en su opinión privada, no ofrece tantas ventajas. Por eso, para evitar la disolución del cuerpo social, éste puede y debe obligar al disidente a acatar la voluntad general, pero eso no es ninguna opresión, sino todo lo contrario, «no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre», pues la libertad es, no lo olvidemos, un término civil, e incluye el acatamiento de aquellas leyes y normas que el colectivo se ha dado, sustituyendo el instinto y el capricho, que no tienen más límite que las fuerzas de cada uno, por la moralidad y la justicia, que se basan en un acuerdo primitivo que les otorga legitimidad y funda el derecho. Así que el estado civil fundamenta «la libertad moral, única que hace al hombre dueño de sí mismo, porque el impulso exclusivo del apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que se ha prescrito es la libertad». El cuerpo social garantiza, además, la propiedad, ya que los individuos se incorporan al pacto social con aquello que poseen, y así lo que antes se tenía simplemente por haberlo ocupado se legitima mediante esta adhesión y se convierte en legítima propiedad. Con esta importante puntualización termina el libro primero. El segundo libro comienza con una declaración inequívoca: La soberanía es colectiva, tiene por objeto el bien común y no es otra cosa que el ejercicio de la voluntad general; por tanto, es inalienable y tampoco puede cederse ni delegarse: «El poder es susceptible de ser transmitido, mas no la voluntad». Una voluntad particular puede concordar con la general y hacerse su intérprete, pero esa armonía necesariamente será frágil y poco duradera. Además, la voluntad general es indivisible, siempre es recta, nunca se equivoca y siempre procura el bien común. Eso no quiere decir que el pueblo sea siempre infalible, pues con frecuencia lo engañan, lo extravían y no es capaz de distinguir la voz certera de la voluntad general. El Estado es, pues, «una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros», y los lazos y obligaciones que con él nos ligan son sagrados y obligatorios porque son mutuos. Procurando el bienestar común se procura y obtiene el propio. Cada acto de soberanía, pues, no pone en ejecución un contrato entre un superior y sus súbditos, sino de la comu-

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nidad con cada uno de sus miembros, con la legitimidad del pacto social. Por eso, sometiéndose a estas decisiones, los ciudadanos «... no obedecen a nadie sino a su propia voluntad; y preguntar hasta dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es preguntar hasta qué punto pueden éstos comprometerse consigo mismos, cada uno de ellos respecto a todos y todos respecto a cada uno».

Por eso el contrato social no supone ninguna renuncia verdadera, ninguna enajenación. Los castigos a los criminales, incluso su ejecución, se explican por el hecho de que éstos han violado el pacto social y se han colocado fuera de él: ya no son, pues, miembros de la comunidad, sino sus enemigos. Las leyes son las normas que la comunidad se da a sí misma. Es el pueblo quien las dicta y las hace cumplir. Cualquier otra cosa sería usurpación ilegítima. Por eso, «todo gobierno legítimo es republicano». Puede haber, eso sí, un gran legislador que se haga intérprete de la voluntad general y de expresión formal a sus normas, pero estos grandes legisladores, como Licurgo entre los antiguos, son tan raros que en tiempos pasados casi se les tuvo por dioses. Tampoco todos los pueblos son igualmente aptos para regirse a sí mismos por leyes: algunos no han alcanzado todavía su madurez y necesitan luz y tutela hasta alcanzarla, y otros están ya pasados y corrompidos y precisan ser reformados antes de reconocerse a sí mismos. El objetivo de las leyes puede cifrarse en dos palabras: han de procurar la libertad y la igualdad. Y, junto a las leyes escritas, hay otras que residen en el corazón de los ciudadanos y que son las que hacen la fuerza de los estados: son las buenas costumbres, los rectos hábitos y la sana opinión. Las leyes escritas determinan la forma del edificio, pero éstas normas implícitas son sus más sólidos cimientos. El libro tercero se ocupa del gobierno, que es el cuerpo «encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política». Puede adoptar diversas formas, según el número de personas que ejerzan la magistratura, es decir, nuestros antiguos conocidos: monarquía, aristocracia y democracia. La democracia convendría sobre todo a comunidades pequeñas y, sobre todo, muy puras, de costumbres muy rectas; es un gobierno tan perfecto que no parece propio para seres imperfectos como

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los humanos. La aristocracia encierra en sí una desigualdad, por lo que exigiría en los ricos y en los poderosos una grandeza de alma y una generosidad que tampoco son comunes. En cuanto a la monarquía, para que fuera buena, el monarca debería ser una persona de dotes excepcionales y, además, estar atento a la voluntad popular, que en la práctica pocas veces puede llegar a sus oídos. Habrá que buscar, pues, fórmulas mixtas, adecuadas al carácter de los pueblos, en los que también influyen factores climáticos, así como el grado de civilización que han alcanzado y el peso de su propia historia. Un buen barómetro para ver si los gobiernos son buenos es el aumento de población. Pero en cualquier caso, todos los gobiernos, por buenos que sean en principio, tienden a degenerar. Incluso «el más perfectamente constituido morirá». Y hay una fuerza que los regenera y refunda: volver a su fuente, a la soberanía popular, que reside especialmente en el poder legislativo. Mientras esto se mantenga activo, hay esperanza: «El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazón del Estado; el poder ejecutivo, el cerebro que da movimiento a las partes. El cerebro puede sufrir una parálisis y el individuo seguir viviendo pese a todo. Un hombre se queda imbécil y vive; pero cuando el corazón cesa en sus funciones, el animal muere».

Por eso las asambleas son la savia del Estado, lo que le proporciona su fuerza vital, y han de ser convocadas con frecuencia. En estos momentos, la autoridad ejecutiva queda suspendida y pendiente de las decisiones del soberano. Las asambleas son, por tanto, periodos de suspensión y fortalecimiento donde se vuelven a anudar los lazos de la cohesión social, renovándose. En las grandes naciones y en aquellas que, aun siendo pequeñas, han visto entibiarse el amor patrio y los ciudadanos ya no quieren servir con sus personas a los intereses patrios, no es todo el pueblo el que se reúne, sino unos representantes elegidos. Pero como la soberanía no puede ser enajenada y consiste en la voluntad general, tampoco puede ser representada. Por lo tanto, «los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes; no son sino sus comisarios; no pueden acordar nada definitivamente. Toda ley no ratificada en persona por el pueblo es nula, no es una ley». De manera que las decisiones de la asamblea, para ser legitimadas, han de ser confirmadas recurriendo a la consulta general. Y lo mismo pasa

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con los gobiernos: ya sean monárquicos o republicanos, no son fruto de un compromiso eterno con el pueblo, sino que éste se ha limitado a dar «forma provisional a la administración, hasta que le plazca ordenarla de otra manera», así que es legítimo y aconsejable cambiar la forma de gobierno cuando convenga al interés común, aunque hay que reconocer que son cambios tan radicales que suelen entrañar algún desorden, por lo que sería deseable no abusar de ellos. Esto explica la anterior afirmación de que todo buen gobierno es republicano, aunque haya adoptado temporalmente las formas monárquicas, ya que sobre el derecho de los herederos del rey prima la conveniencia y la decisión de la voluntad popular. Todo gobierno no legitimado por el expreso consentimiento popular se puede considerar, pues, usurpador. Y termina así el libro tercero. Cuando los hombres se reconocen como un solo cuerpo social, con una sola voluntad que procura el bienestar general, es decir, cuando son conscientes de su soberanía, el Estado se asienta sobre resortes «vigorosos y sencillos», cobre leyes justas, pocas y claras, y no precisa de sutilezas políticas ni de ardides. El sufragio legitima las normas y las decisiones, y todos están acordes. La voluntad general es la norma suprema y a la vez el territorio ideal de la soberanía: cuando la voluntad de un particular se opone a ella, no le queda más recurso que someterse, pues de lo contrario se excluye a sí mismo de la ciudad, se convierte en extranjero. Se puede discrepar, opinar, criticar, votar en contra, pero una vez tomada la decisión por parte de la voluntad popular, es preciso no sólo acatarla, sino hacerla nuestra. La libertad de cada cual se garantiza precisamente por esa identificación, que va más allá del sometimiento a la voluntad común y a ley por todos dictada, aunque no esté de acuerdo con ella o vaya en contra de sus intereses, pues el ciudadano, al votar, da o no su apoyo a tal o cual medida concreta, pero sobre todo refrenda y ratifica la soberanía de la voluntad general y, por tanto, se somete ya, por ese acto, implícitamente a ella. El libro termina con algunas reflexiones sobre las instituciones romanas y con otra, interesante, sobre la religión. Opina Rousseau que la fe religiosa es algo muy bueno para la moral privada, pero que en un Estado bien constituido se necesita, además, una especie de religión civil y de moral ciudadana, cuyos artículos inculquen el amor a la justicia, a la patria y al deber y que alienten a cumplir todo lo que exija el bien común y a ser un ciudadano libre, consciente y responsable. Con todas estas afirmaciones, Rousseau se separaba radicalmente de los presupuestos de los ilustrados, aún

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compatibles con un absolutismo reformista, y abría el camino a la revolución, ofreciéndole una base teórica. 2. La Revolución francesa La gran influencia de Rousseau, el impacto de la Revolución americana, que había contado con la ayuda francesa, las dificultades económicas y las constantes críticas a la Corte en tertulias y cafés habían creado un clima de descontento en el que se unían los burgueses y buena parte de la aristocracia ilustrada (Lafayette, Tayllerand, Mirabeau, Orleáns). Para tratar de apaciguar a los descontentos, se convocan en Versalles los Estados Generales. Cada provincia prepara sus cuadernos de quejas y peticiones, para ser allí presentados. Los Estados Generales se abren, con la presencia de Luis XVI, el 5 de mayo de 1789. Pronto se hace patente que las pretensiones del Tercer Estado (o sea, los que no eran ni nobles ni eclesiásticos, los burgueses) y de una porción de los otros dos estamentos va mucho más allá de lo que la Corte piensa conceder. A los intentos de disolución, los diputados responden encerrándose en el Juego de Pelota, constituyéndose en Asamblea Nacional y jurando no separarse ni disolverse en tanto no se haya redactado una Constitución. En la Asamblea estaba el Tercer estado en pleno y buena parte del clero y la nobleza. El catorce de julio el pueblo de París toma la Bastilla, la prisión del Estado, y Lafayette organiza la Guardia Nacional, de la que asume el mando. El rey es informado y pregunta. «¿Es, pues, una revuelta?». «No, Señor. Es una revolución», le responden. Al movimiento de París se unen muchas provincias, que crean ayuntamientos revolucionarios (comunas). Durante el mes de agosto, la Asamblea deroga el régimen feudal y proclama, el 26, la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano. En octubre se nacionalizan los bienes de la Iglesia y de la Corona. La Revolución, que se irá radicalizando cada vez más, le costará la cabeza a los reyes y atravesará periodos de terror, además de resistir a los ejércitos de las monarquías europeas (en las Lecturas complementarias hay un discurso de Danton que consiguió el milagro de organizar la resistencia y salvar a Francia cuando parecía todo perdido), está en marcha, y cambiará la faz de Europa, instaurando en ella, poco a poco, las democracias modernas. Pero en su seno también hubo discrepancias y debates ideológicos, que en ocasiones no infrecuentes acababan en la guillotina. Fue una época sangrienta que fundamentó la posibilidad de paz;

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llena de arbitrariedades, pero que inauguraba un mundo más justo, una época cruel inspirada por los sentimientos más humanitarios. Se intentó cambiar todo, desde las leyes hasta el calendario, con la alegre voluntad de alumbrar una nueva era de fraternidad humana. Un tiempo de generosidad y de entusiasmo juvenil, donde las ideas parecieron más valiosas que la propia vida. Baste recordar el número de primeras figuras del drama (Desmoulins, Danton, Robespierre, Saint Just, Madame Rolland, Luis XVI, María Antonieta...) que murieron violentamente antes de cumplir los cuarenta años. Son años espléndidos, innovadores, despiadados, complejos y brillantes, difíciles de abarcar. Aquí vamos a fijarnos brevemente en tres autores: Sieyès, Condorcet y Robespierre. 2.1.  sieyéès Manuel José Sieyès nació en 1748 y fue destinado por su familia a la carrera eclesiástica, llegando a ser obispo de la hermosa ciudad de Chartres. Sin embargo, su vocación le llevaba, al parecer, más por los caminos de la teoría política que por los de la teología. Así que en 1788 publicó dos opúsculos, Ensayo sobre los privilegios y ¿Qué es el tercer estado? que, si bien no le ganaron demasiadas simpatías en el alto clero, garantizaron su inmortalidad futura. Desempeñó un papel muy importante en la primera época de la Revolución, siendo el artífice de la transformación de los Estados Generales en Asamblea Nacional y el inspirador del juramento del Juego de la Pelota, y se las arregló para sobrevivir al Terror, pese a que sus posturas políticas eran bastante moderadas. Respetado, pero mantenido a distancia, por Napoleón, sufrió el destierro con la Restauración por haber votado a favor de la muerte de Luis XVI. Regresó a Francia en 1830 y murió apaciblemente seis años después. La más famosa de sus dos obritas, ¿Qué es el tercer estado?, comienza precisamente con tres preguntas: «¿Qué es el tercer estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político? Nada. ¿Qué pide? Llegar a ser algo»... Demuestra la primera de las afirmaciones por el hecho de que, si una nación subsiste, es gracias al trabajo y la administración, y todo el primero y el ochenta por ciento de la segunda recaen en los hombros de los no privilegiados, de los que no son ni clero ni nobleza, o sea, del tercer estado. Además, se puede decir que constituyen casi la totalidad del cuerpo social,

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ya que, si una nación se puede definir como «un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y representados por la misma legislatura», los privilegiados, por el mero hecho de serlo, parecen excluidos y aparte. En cuanto a la segunda de las respuestas, comienza afirmando que la nación no será libre mientras el tercer estado no lo sea, y éste ha estado despojado de todo acceso al poder. A regañadientes han aceptado los nobles a algunos ennoblecidos, y éstos, ya privilegiados, no pueden ser totalmente representativos de aquella clase de la que proceden, ni llegan a integrarse en las filas de los realmente poderosos, así que se puede decir que el tercer estado ha carecido, hasta la fecha, de derechos políticos. Y eso es lo que nos lleva a la tercera pregunta, pues justamente por esa razón piden contar para algo en los destinos de la patria. Piden tener al menos una influencia igual a la de los privilegiados. En los Estados generales, por ejemplo, sus votos deberían contar tanto como los de los dos otros órdenes juntos, y sus representantes elegidos con cuidado, de manera que no sean hombres de paja de los privilegiados ni personas dóciles a su influencia. También se deberían repartir los impuestos con más equidad, de forma que no recaigan exclusivamente sobre sus hombros. En general, propone la necesidad de una Constitución que se inspire en la inglesa, aunque sin imitarla servilmente, pues cada país tiene sus costumbres, y esta carta fundamental debería consagrar el principio de la unidad de todos los ciudadanos, de su libertad política y su igualdad ante la ley. El reconocimiento de estos derechos políticos es algo urgente y necesario, y supone realmente una restitución, ya que, si carece de ellos, es porque han sido acaparados por los privilegiados. Pero para lograr este acto de justicia, el tercer estado no debe esperar mucho de la corona ni de los nobles, sino que tendrá que luchar por él y conquistarlo con su inteligencia y su habilidad. Lo que logre, será por el bien de todos, pues no teniendo prebendas que defender, su interés será el interés común. Como vemos, la influencia de Rousseau se une, en él, a una voluntad decidida de acción, que puso de manifiesto, como vemos por su biografía, en cuanto tuvo la menor oportunidad para ello. 2.2.  Condorcet Juan Antonio María Nicolás de Condorcet fue un hombre de gran talento y copiosa erudición. Además de filósofo y político, fue un notable

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matemático. Sus opiniones en contra de la esclavitud y a favor de la educación femenina fueron de las más radicales de su tiempo. Pasó los primeros años de su vida dedicado al estudio. Ya mayor, casó con una mujer mucho más joven, muy inteligente y con gran encanto, Sofía de Grouchy, en quien encontró no sólo una amante esposa sino una eficaz colaboradora intelectual. Al llegar la Revolución, interviene activamente en política; es diputado en la Legislativa y en la Convención. Su aportación más notable es un plan de instrucción pública muy avanzado. Sin embargo, es perseguido por su amistad con los girondinos y tiene que huir. Cambia de escondite varias veces, pero ninguno de ellos es seguro, así que acabó siendo detenido y se suicidó en su celda. Es indicativo de la grandeza de su ánimo y de su generosidad que, fugitivo y errante, escribiera la obra que vamos a comentar aquí, el Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, donde alaba a la Revolución como un logro universal y definitivo del espíritu humano en su perpetua búsqueda de lo mejor. En esta obra, considera que la historia humana es un camino hacia delante, donde en cada etapa se alcanza una mayor perfección. Al principio, en los primeros años, los progresos fueron muy lentos, por la dureza de la vida y la cantidad de tiempo empleada en lograr la simple subsistencia. Luego, sobre todo con el descubrimiento de la escritura, que facilitaba la trasmisión del pensamiento, se fue acelerando el ritmo. Y hay que señalar que, para Condorcet, el motor del progreso es la inteligencia, y que por lo tanto la educación es absolutamente primordial, una necesidad urgente y de la mayor importancia, ya que tiene la capacidad de acelerar el camino hacia el bienestar o de poner obstáculos en su marcha con tanta o mayor eficacia que las convulsiones revolucionarias: «La historia de los progresos del espíritu humano debe abarcar la de los errores generales que los han retrasado más o menos, o que los han suspendido, o que frecuentemente incluso han hecho retroceder al hombre hacia la ignorancia tanto como los acontecimientos políticos»1.

Por ello es fundamental prevenir y destruir errores y prejuicios mediante la educación. Así se acelerará el progreso, que, según el autor, puede dividirse 1   Condorcet. Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid, 1980, pág. 87.

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en tres etapas.La primera, la de las primeras agrupaciones humanas. La segunda, la de los pueblos pastores y la invención de la agricultura. La tercera, la del descubrimiento de la escritura. En esta época, la vida más sedentaria posibilita unas costumbres más dulces, una mayor consideración de la mujer y una mejor educación de los jóvenes, que aprenden las leyes y los poemas de su pueblo. Sin embargo, la vida política sigue dominada por la violencia y la tiranía, aunque a veces los tiranos, por sus propios excesos, provocan hasta tal punto el descontento que son asesinados. La cuarta época es el esplendor de Grecia, la democracia ateniense y el florecimiento de la filosofía. Sin embargo, no hay que dejarse llevar demasiado por la admiración, pues cree Condorcet que los griegos no trataban de eliminar el error o los vicios, sino de neutralizarlos, y que esto no es la verdadera solución, pues los progresos de las luces han de ir acompañados por los de la virtud; de otro modo, resultan estériles, y eso explica la brevedad de esta primavera griega. La quinta etapa es la del helenismo y el imperio romano. Aquí, la filosofía decae y va convirtiéndose en palabrería, y en cuanto al mundo romano, ahogó la libertad y no trajo demasiados progresos al espíritu, fuera de la jurisprudencia, que es la única aportación intelectual que les concede, y aun con reservas, pues «hemos debido al derecho romano un pequeño número de verdades útiles y un número mucho mayor de prejuicios tiránicos». En este periodo la duda, la crítica, instigadoras de toda reflexión que impulsa hacia delante, prácticamente desaparecen. La sexta época se corresponde con la primera Edad Media. Una «noche profunda», según nuestro autor. Allí reinan las supersticiones, la intolerancia religiosa, la violencia y la opresión impune de los más débiles. Pero cuando parecía que no volvería a asomar la luz de la libertad y el conocimiento, volvió de mano de los árabes, que, en sus contactos con Europa, aportaron savia nueva y una lectura diferente de los clásicos griegos, despertando así las mentes y los corazones. La séptima época abarca la baja Edad Media y sus progresos en el saber, con la creación de las universidades y el progresivo prestigio de las letras. Además, se activa el comercio, las ciudades se hacen más prósperas y conocen nuevas libertades y los reyes comienzan a emanciparse de la Iglesia. Todavía las costumbres son rudas. Todavía los hombres no confían en el poder de su pensamiento y escuchan más a los libros que a la razón, pero se estaba abonando el campo para que germinaran nuevas ideas, y la invención de la imprenta fue el instrumento idóneo para propagarlas.

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La octava época se identifica con el Renacimiento, y ve el despertar de la razón y su progresiva emancipación de la autoridad. La curiosidad humana se aviva y amplía los límites del conocimiento, y los horizontes se agrandan también geográficamente gracias a los descubrimientos, aunque éstos, realizados por verdaderos «héroes de la navegación», se ven enturbiados por la ambición y el despotismo de los reyes y por la «codicia baja y cruel» de los conquistadores que sólo piensan en las riquezas de los mundos recién abiertos. Los despojos de los indígenas de las nuevas tierras constituyen, afirma Condorcet, un monumento eterno y elocuente contra los principios que llevaron a su destrucción y contra las falsas justificaciones que absolvían las terribles violencias con la excusa de la difusión de la religión y de la utilidad política. Es una época, además, ensangrentada por luchas y persecuciones religiosas entre católicos y reformados. Sin embargo, a pesar de que persistían tantas cadenas, los hombres al menos entrevieron que podían ser libres, y esto era abrir definitivamente la puerta al futuro y a la esperanza. Así, en la novena época vemos cómo las ciencias cada vez progresan más, cómo la autoridad retrocede y el prestigio de la Iglesia merma, cómo se dulcifican las costumbres, avanza la tolerancia, se despiertan sentimientos de humanidad y compasión. Y por último, llega el momento en que se considera absurda esa división de la humanidad «en dos razas diferentes, una de ellas destinada a gobernar y la otra a obedecer». Gracias a la difusión de la filosofía y a la mayor extensión de la educación, estas ideas pasan a convertirse en la de todos los hombres ilustrados, convirtiendo en un ideal muy generalizado el de una libertad que garantizase los derechos del hombre y favoreciese los progresos del comercio y de la industria. Y estas «nuevas verdades» fructificaron en hechos. Primero, con la Revolución americana, donde se pudo ver «a un gran pueblo, liberado de todas sus cadenas, proveerse a sí mismo, pacíficamente, de la constitución y de las leyes que creía más idóneas para hacer su felicidad». Luego, con la francesa, «más completa que la de América» por ser más profunda y radical, tanto porque su punto de partida era de una mayor injusticia como por apoyarse sobre una sociedad mucho más culta y capaz de aplicar los conocimientos científicos a todos los aspectos de la vida, desde la medicina a la construcción de las casas y desde la agricultura a las bellas artes y la poesía. A partir de este momento, la historia, que hasta la fecha era cosa de unos pocos, de los poderosos, de los privilegiados, pasa a ser de toda la especie humana. Es el último eslabón de una cadena. A partir

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de aquí empieza verdaderamente el futuro. Y ese futuro, que constituiría una décima época, no puede predecirse, pero puede prepararse, y para que conduzca a un progreso más rápido y seguro, a la paz y a la felicidad de los ciudadanos libres, ha de tener por cimiento una instrucción generalizada e igual, que posibilite que todos y cada uno «puedan gobernarse igualmente por sus propias luces», sin depender de la inteligencia de otros. A partir de ahí, se puede esperar cualquier cosa: un perfeccionamiento constante que hará la vida más pacífica y mejor, que producirá mayor riqueza y generará descubrimientos y adelantos en todas las ciencias y mejorarán también la vida cotidiana, y una mayor conocimiento de sí mismos que provocará el más importante de los perfeccionamientos: el moral, haciendo a los hombres no solamente más sabios, sino más buenos y, en consecuencia, mucho más felices. Ese avance seguro y majestuoso de la verdad y la virtud, esa visión de la especie humana avanzando unida y libre, consuela al autor «de los errores, de los crímenes, de las injusticias que aún ensucian la tierra», constituye el premio anhelado de sus esfuerzos y «... es para él un refugio en el que no puede alcanzarle el recuerdo de sus perseguidores; en el que, viviendo en su pensamiento con el hombre restablecido en los derechos y en la dignidad de su naturaleza, olvida al que la codicia, el temor o la envidia atormentan y corrompen. Es ahí donde verdaderamente existe con sus semejantes, en un Elíseo que su razón ha sabido crearse y que su amor por la humanidad embellece con los más puros goces».

2.3.  robespierre Entre los muchos personajes que destacan en el periodo revolucionario, hemos elegido a Robespierre no sólo porque de hecho ejerció el poder durante un periodo de tiempo, sino porque además mantuvo una postura muy clara, bien argumentada y sostenida y prácticamente invariable desde sus primeras intervenciones como diputado de los Estados generales hasta su muerte. Había nacido en Arras en 1758, en una familia burguesa, y ejerció como abogado en su ciudad natal hasta que se trasladó a París, como diputado por el Tercer Estado. Pronto destacó por la firmeza y radicalidad de sus opiniones y, aunque era de natural tímido, pronto destacó en el club de los Jacobinos, donde fue perfeccionando y afilando su oratoria,

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a un tiempo razonada y brillante. También por su estricta moralidad y su vida austera, que le valió ser conocido como «El Incorruptible». Es severo, trabajador, sin el encanto personal de otros líderes revolucionarios. Su influencia va creciendo: es uno de los impulsores de una nueva constitución que sustituya a la, demasiado moderada, de 1791 y, además de ser uno de los líderes de la Convención, forma parte del poderoso Comité de Salud Pública. Desde allí, luchará tanto contra los moderados como contra los izquierdistas exaltados mientras sostiene la política del Terror como periodo necesario y transitorio que asegure la paz interna, al menos mientras las fronteras estén amenazadas. Todo ello le gana cada vez más enemigos, que con el pretexto de poner freno a su ambición e impedir que se convierta en dictador, traman un complot en julio de 1794, logran impedirle que hable en la Convención, temerosos de que su elocuencia pueda persuadir a los diputados de lo recto de sus intenciones y afirmarlo de nuevo en el poder, y lo detienen, junto con Saint Just y otros estrechos colaboradores. Tras un intento fallido de suicidio, es guillotinado el 28 de julio, de manera apresurada y casi clandestina. Robespierre está muy influido por Rousseau. Como él, cree en la libertad, en la nación como comunidad de hombres libres. Piensa que es importante la unidad de leyes y costumbres, para garantizar de hecho la igualdad de los ciudadanos. Defiende la legitimidad de la propiedad privada, pero piensa que, al menos mientras no exista una conciencia cívica tan elevada que la generosidad sea la regla general, es preciso que el Estado intervenga con el fin de regular los excesos y garantizar una existencia digna a los más humildes, pues sin justicia no hay verdadera libertad ni es posible la democracia. Así, dice: «La esencia de la República o la Democracia es la igualdad, el amor a la patria incluye necesariamente el amor a la igualdad». Considera también, en estrecha relación con lo anteriormente dicho, que es preciso educar al pueblo en los sanos principios y rectos hábitos de la nueva sociedad. Deísta convencido, rechaza el ateísmo, que le parece una patente de corso para todo tipo de desenfreno, y propone sustituir la opresora y supersticiosa religión de los tiempos pasados por un culto al Ser Supremo, que convierte casi en una apuesta personal, presidiendo la fiesta organizada en su honor. Por último, piensa que República y Virtud son dos términos complementarios, y está convencido de que sólo perdurará la

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libertad en un pueblo de costumbres puras, por lo que las leyes han de promover una conducta intachable y los magistrados velar para que se cumplan. La virtud es «el principio fundamental del gobierno democrático o popular, es decir, el resorte fundamental que lo sostiene y que le hace moverse». Gracias a la virtud podemos anteponer el interés público a los particulares y procurar el bien de la patria aunque nos cueste grandes sacrificios. Es, por lo tanto, un concepto que no tiene que ver sólo con la conducta privada, aunque en ésta, y en la austeridad y disciplina que presiden el día a día, encuentre su fuente, sino también con la proyección pública, con la contribución de todos a la obra común, que constituye el fin más elevado de la acción humana. Por eso se puede decir que la virtud sólo existe en las democracias, pues sólo allí hay ciudadanos con una patria, es decir, con un país de cuya soberanía se participa y sobre cuyo destino puede decidir.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. El salvaje y el hombre social «El hombre salvaje y el hombre social difieren de tal modo en el fondo del corazón y en sus inclinaciones, que lo que constituye la suprema dicha de uno, pone en desesperación a otro. El primero sólo respira calma y libertad, y no quiere más que vivir y estar ocioso, y aun la misma ataraxia del estoico no da una idea bastante exacta de su profunda indiferencia por cualquier otro objeto. Por el contrario, el ciudadano, siempre activo, suda, se agita, se atormenta sin cesar en busca de ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja hasta morir, incluso corre hacia la muerte para ponerse en condiciones de vida o renuncia a ésta por adquirir la inmortalidad. A los grandes, a los que aborrece, y a los ricos, a quienes desprecia, les hace la corte. Nada economiza para obtener el honor de servirlos; con orgullo se envanece de la protección de aquéllos y de su propia bajeza, y arrogante con su esclavitud, habla desdeñoso de aquellos que no tienen el honor de sufrirla. ¡Qué espectáculo para un caribe son los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas muertes crueles preferiría ese indolente salvaje al horror de semejante vida, que con frecuencia ni siquiera está dulcificada por el placer de hacer el bien!»

Rousseau. Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. 2. El pacto social «Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental, al cual da solución el contrato social. (...) Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno po entero, la condición es la misma para todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás».

Rousseau. El contrato social.

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3. Libertad natural y libertad política «Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar: lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural, y un derecho ilimitado a todo cuanto le apetece y puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no equivocarse en estas complicaciones, es preciso distinguir la libertad natural, que no tiene más límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es sino el derecho de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede fundarse sino sobre un título positivo. Según lo que precede, se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad moral, la única que verdaderamente hace al hombre dueño de sí mismo, porque el impulso exclusivo del apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que se ha prescrito es la libertad».

Rousseau. El contrato social. 4. Primacía del poder legislativo «Desde el instante en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo y la persona del último ciudadano es tan sagrada e inviolable como la del primer magistrado, porque donde se encuentra el representado, no hay representante»

Rousseau. El contrato social. 5. Sometimiento a la mayoría «Por tanto, si respecto al pacto social hay quienes se opongan, su oposición no invalida el contrato: impide solamente que sean comprendidos en él: éstos son extranjeros entre los ciudadanos. Una vez instituido el Estado, el consentimiento está en la residencia; habitar el territorio es someterse a la soberanía. Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor número obliga siempre a todos los demás: es una consecuencia del contrato mismo. Pero se

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pregunta cómo un hombre puede ser libre y obligado a conformarse con las voluntades que no son las suyas. ¿Cómo los que se oponen son libres aun sometidos a leyes a las que no han dado su consentimiento? Respondo a esto que la cuestión está mal planteada. El ciudadano consiente en todas las leyes, incluso en aquellas que han pasado a su pesar, y aun en aquellas que le castigan cuando se atreve a violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella son ciudadanos y libres».

Rousseau. El contrato social. 6. Los derechos del hombre y del ciudadano «En consecuencia, la Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, los siguientes derechos del hombre y del ciudadano: Art. 1.- Los hombres nacen y permanecen iguales en sus derechos. Las distinciones sociales no pueden estar fundadas más que en la utilidad común. Art. 2.- El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Constitución Francesa de 1791.

7. Tomar las riendas de la historia «Ante la evolución de los acontecimientos y de los espíritus, el Tercer Estado tiene que darse cuenta de que no puede esperar nada salvo de sus luces y de su coraje. La razón y la justicia están de su parte, y tiene que asegurar toda su fuerza».

Sieyès. ¿Qué es el tercer estado?

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8. La educación popular, base de la libertad «La igualdad de instrucción (...) es la que excluye toda dependencia, forzada o voluntaria (...). Mediante una afortunada elección, tanto de los conocimientos como de los métodos de enseñarlos, se puede instruir a la masa entera de un pueblo acerca de todo lo que cada hombre tiene necesidad de saber para la economía doméstica, para la administración de sus asuntos, para el libre desarrollo de sus facultades; para conocer sus derechos, para defenderlos y ejercerlos; para instruirse acerca de sus deberes, para poder cumplirlos bien; para juzgar sus actos y los ajenos según sus propias luces, y no ser extraño a ninguno de los sentimientos elevados o delicados que honran a la naturaleza humana; para no depender ciegamente de aquellos a quienes el hombre está obligado a confiar el cuidado de sus asuntos o el ejercicio de sus derechos; para estar en condiciones de elegirlos o de vigilarlos. (...) Desde ese momento, los habitantes de un mismo país, al no distinguirse entre sí por el uso de un lenguaje más tosco o más refinado, al poder gobernarse igualmente por sus propias luces, al no estar ya imitados al conocimiento maquinal de los procedimientos de un arte y de la rutina de una profesión, al no depender ya, ni para los asuntos menores, ni para procurarse la menor instrucción, de hombres hábiles que los gobiernen por un ascendiente necesario, de todo ello resultará una igualdad real, puesto que la diferencia de las luces o de los talentos ya no puede levantar una barrera entre hombres a quienes sus sentimientos, sus ideas y su lenguaje permiten entenderse, de los que unos pueden tener el deseo de ser instruidos por los otros, pero sin tener la necesidad de ser conducidos por ellos; pueden querer confiar a los más ilustrados el cuidado de gobernarlos, pero sin estar obligados a entregarse a ellos con una confianza ciega».

Condorcet. Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano.

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9. El servicio a la patria, por encima de todo «Os pedimos que no estorbéis nuestras operaciones. Os pedimos que colaboréis con nosotros para dirigir este movimiento sublime del pueblo, nombrando comisarios que secunden nuestras medidas extraordinarias. Pedimos que a cuarenta leguas de la línea de batalla todos los ciudadanos que tengan armas estén obligados a marchar contra el enemigo; los que queden se armarán con picas. Pedimos que quien rehúse servir en persona o entregar sus armas sea castigado con la muerte. Son necesarias estas medidas severas; nadie, cuando la patria está en peligro, nadie, puede rehuir su servicio sin ser declarado infame y traidor a la patria. Pronunciad la pena de muerte contra todo ciudadano que rehúse marchar o ceder su arma a un conciudadano más magnánimo, o que contraríe directa o indirectamente las medidas tomadas para la salvación del Estado. (...) Suena un toque de rebato que va a propagarse por toda Francia. No es, de ningún modo, una señal de alarma: es el toque de carga contra los enemigos de la patria. Para vencerlos, señores, nos hace falta audacia, más audacia aún, audacia siempre, y Francia está salvada».

Danton. Informe de 2-IX-1792. 10. La religión es republicana «La idea del Ser Supremo y la inmortalidad del alma es una llamada constante a la justicia, es una idea social y republicana. La naturaleza ha dado al hombre el placer y el dolor, acepciones que le resultan provechosas. La obra maestra de la sociedad sería generar en el hombre, respecto a los objetos morales, un instinto inmediato que sin la ayuda, más lenta, de la razón, le impulsase a buscar el bien y evitar el mal, pues la razón de los particulares, engañados por las pasiones, es con frecuencia la de un sofista que aboga por su causa. Ahora bien, lo que produce o sustituye a ese instinto sublime, lo que suple los fallos de la autoridad humana, es la religión, que graba en las almas la idea de una sanción sobre los preceptos morales, dictada por un poder superior al hombre».

Robespierre. Discurso de 7-V-1794.

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11. Necesidad de la intervención estatal «Quienes proponen una libertad de comercio sin límites, dicen una gran verdad en términos generales, pero se trata de los males de una revolución, se trata de hacer una República (...) se trata de establecer la confianza, se trata de educar en la virtud a los hombres duros que sólo viven para sí mismos. Lo que hay de asombroso en esta revolución es que se ha construido una república con vicios: hacedla con virtudes; la empresa no es imposible. (...) La libertad sin ley no puede regir un Estado; no hay medidas que puedan poner remedio a los abusos cuando un pueblo carece de un gobierno próspero. (...) Aquí se protege la libertad de comercio de los granos y se acapara en nombre de la libertad. Contened a los propietarios, perseguid a los especuladores: el terror es la excusa de los comerciantes».

Saint Just. Discurso sobre las subsistencias.

BIBLIOGRAFÍA Son muchas las ediciones del Contrato social de Rousseau (Tecnos, Espasa Calpe...). Para saber más del ambiente intelectual de la época es interesante el libro de D. Mornet, El pensamiento francés en el siglo xviii (Encuentro, Madrid, 1988). Hay dos antologías de textos de la Revolución francesa: El discurso jacobino en la Revolución francesa, coordinado por B. Muniesa (Ariel, Barcelona, 1987) y La Revolución francesa en sus textos, compilada por A. Martínez (Tecnos, Madrid, 1989). Para un panorama de la época, La mentalidad revolucionaria, excelente libro de M. Vovelle (Crítica, Barcelona, 1989).

Tema 4

El idealismo Ana Martínez Arancón Elena Casas

1. El romanticismo alemán 1.1. La naturaleza 1.2. Lo popular 1.3. La libertad 1.4. Lo maravilloso 2. Hegel 2.1. La Filosofía de la Historia 2.2.  Teoría del Estado 2.2.1. Los componentes del Estado 2.3. El Derecho 2.4. Relación entre lo social y lo político 2.5. Forma de Estado 2.6. Derecho internacional Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema, haremos primero un resumen del clima intelectual en que se desarrolló el idealismo, es decir, el romanticismo en su versión alemana, que ofrece rasgos muy peculiares. Luego, profundizaremos en el autor más representativo y más influyente del idealismo: Hegel.

1. El romanticismo alemán El romanticismo aparece en Alemania en fechas muy tempranas, casi coincidiendo con el cambio de siglo. Como en todas partes, se opone a la Ilustración, pero aquí dependiendo estrechamente de ella y admirando y reconociendo como maestros a muchos de sus principales representantes, especialmente a Kant, a Goethe y a Séller. De hecho, es bastante difícil trazar una frontera, y podemos decir que estos tres grandes ilustrados no la traspasan por una expresa voluntad de medida. Así, por ejemplo, Kant abre la vía a las certezas no racionales y, cuando habla de estética, percibe la superioridad de lo sublime e incluso lo terrible a la hora de impresionar la sensibilidad, pero al mismo tiempo establece férreamente los límites del conocimiento racional, afirmando que la filosofía debe mantenerse en ellos; en cuanto a lo sublime, aun reconociendo su capacidad perturbadora, lo excluye de la esfera de lo bello. Por lo que hace a Goethe, son muchas las cosas que le acercan a los románticos: su percepción de la naturaleza, la idea, presente en muchas de sus obras, de que el amor es una inclinación fatal y que da sentido a la vida entera, de modo que ante la imposibilidad de poseer al ser amado no queda más salida que el suicidio, como ocurre en Las tribulaciones del joven Werther, y sobre todo, el hecho de que su obra más famosa, Fausto, se base en una leyenda medieval, aparezcan en ella demonios y brujas, se mezclen episodios trágicos, cómicos y filosóficos y, en cuanto a su estilo, sea tan variado como el argumento mismo. Sin embargo, Goethe estaba muy satisfecho en su papel de poeta oficial y consejero de un pequeño principado, era cualquier cosa menos un rebelde,

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y manifestaba una ceguera respecto a los méritos de los jóvenes románticos que fueron a visitarle que sólo puede atribuirse a una franca hostilidad1. En cuanto a Schiller, si bien se muestra mucho más alentador para con las jóvenes generaciones, y si es cierto que en algunas de sus obras se inspira en el pasado alemán, y que en muchas de ellas defiende la libertad y la rebelión contra el poder, estéticamente se mantiene en los límites de la estricta poética dieciochesca. Los rasgos principales que caracterizan al romanticismo alemán pueden resumirse en una rebelión contra la razón que se concreta en cuatro puntos: Rebelión contra una racionalidad urbana que asfixia a la naturaleza; rebelión contra una estética racional que encorseta y somete a norma lo espontáneo y popular; rebelión contra una política que oprime la libertad; rebelión contra una reflexión racional que excluye lo maravilloso.

1.1.  la naturaleza Para los románticos alemanes, la naturaleza es algo sagrado, viviente y dotado de alma, animado de espíritus. La razón utilitaria ha profanado este templo, buscando sin respeto la riqueza, devastándolo todo y sustituyendo los bosques y las aldeas por ciudades enormes donde los hombres, ocupados en ganar su pan, no tienen ya oídos para las voces sagradas. Y si nadie les rinde el debido culto, estos espíritus inmortales huyen, y la naturaleza permanece entonces muerta, inerte, sin poder hablar ya al alma de los hombres, porque «Siempre buscan y necesitan, sí, siempre requieren para su gloria los sagrados elementos, como los héroes su corona, el corazón del hombre sensible»2

La naturaleza, por otra parte, no tiene una única canción. Cada paisaje se acomoda especialmente a un pueblo, y sólo quienes allí han nacido pueden apreciar plenamente su belleza. Sólo para ellos despliega sus posibilidades de infinito, porque su hermosura peculiar se acomoda con el 1   Por ejemplo, a Hegel lo encontraba aburrido y taciturno, a Bettina Brentano la consideraba una marisabidilla y a Hölderlin le recomendó que se dedicara a escribir pequeños poemas breves sobre episodios y experiencias conocidas. 2   Hölderlin. El Archipiélago.

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alma, con el carácter que anima a ese pueblo y que constituye su identidad colectiva, diferenciándolo de los otros. Por eso cada paisaje nos dice algo de lo inmortal, de lo divino que es común a todos, y algo también de las gentes que allí habitan, cuyo espíritu se funde de laguna manera con el de la naturaleza circundante. Por eso también, se experimenta una especial emoción ante el paisaje de la tierra natal: «Me llevas a la región cuyas floridas sendas tan bien conozco. A los hermosos valles del Neckar y sus sagrados bosques, Donde armonizan las encinas con hayas y abedules Y entre las montañas, un poblado me retiene dulcemente cautivo»3

Este aspecto de la naturaleza lo reflejan muy bien los cuadros de Friedrich, donde, en el marco de un paisaje, generalmente espectacular y sobrecogedor, aparecen algunas figuras humanas, siempre vistas de espaldas y casi siempre ataviadas con el traje nacional alemán. Es toda una declaración de principios nacionalista, donde el hombre aparece fundiendo su alma a un tiempo con el infinito y con la patria, a través de la contemplación de la naturaleza, y en la que el atavío, unido al hecho de que la figura no muestra su rostro, indica una fusión del individuo con el espíritu colectivo de su pueblo. También se identifica con la naturaleza a la mujer, a la que consideran menos contaminada por la racionalidad que el hombre, menos artificial, tanto por su peculiaridad física, su belleza y su capacidad de ser madre, como por su temperamento, que se piensa que está más inclinado al sentimiento y a la sensibilidad que a la reflexión; permanece ligada al mundo de lo natural y no ha perdido el contacto con lo divino. Es así exaltada como ejemplo, como objeto de adoración amorosa, como musa, como puerta de acceso a lo trascendente, colocada en un altar, pero es un altar que se parece mucho a un cárcel, pues la excluye de toda participación en la vida pública, participación que supuestamente la contaminaría. Esta consideración de la mujer, por otra parte, está también en la base de la imposibilidad del amor romántico: para no decepcionar, el enamoramiento tiene que ser breve o trágico: una visión tan excelsa no es compatible con la vida cotidiana. Los jóvenes amantes, si de verdad quieren mantenerse a la altura de su amor, apenas tienen otra salida que la muerte.   Hölderlin. Retorno al país, a los míos.

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La visión romántica de la naturaleza también tiene como consecuencia una idealización profunda de Grecia. A pesar de su anticlasicismo, los románticos aman intensamente a Grecia, y tienen de ella una visión mucho menos encorsetada y formalista, mucho más moderna que la de los ilustrados. Grecia es para ellos un momento histórico lleno de belleza y espontaneidad, donde los hombres estaban todavía muy cerca de la naturaleza, donde las ciudades la embellecían en vez de profanarla, donde los mortales estaban aún muy próximos a los dioses. En Grecia, además, lo cívico y lo individual parecían fundirse en armonía, la libertad y la vida parecían identificarse como una sola cosa, y la alegría reinaba entre los hombres. Es una visión soñada, ideal, la de esa «preciosa primavera griega» que invoca Hölderlin, comparada con la cual, su mundo y su tiempo le parecían oscuros y otoñales. Ese lugar donde el hombre se despliega en un «movimiento libre y bello», en palabras de Hegel, sabiéndose «libre en sus obras» y donde en la dignidad de lo humano se honra lo divino4.

1.2.  lo popular Para los románticos, cada pueblo tenía un alma, un alma colectiva, que era la que inventaba su lenguaje común y la que inspiraba sus leyendas tradicionales, y también la que le daba una identidad diferente. Cada habitante del país tenía una especie de comunión mística con los demás a través de este espíritu común. Por eso se rebelan contra el cosmopolitismo racional de los ilustrados, que tiende a reprimir esas peculiaridades, a olvidar esas tradiciones y a construir un mundo más uniforme, Por eso reivindican la espontaneidad de lo popular, y piensan que en el pueblo, que no ha sido demasiado corrompido por la educación racionalista, es donde debe buscar su inspiración el poeta. Ellos creían que la inspiración popular, anónima, había creado las leyendas y cantares de gesta, y todavía hoy se mantenía cerca de las raíces más profundas del alma colectiva. Era además depositaria de todo un tesoro de tradiciones, transmitido oralmente. Por eso los románticos elaboran colecciones de cuentos populares o, como en el caso de Tieck y en ocasiones de Kleist, se inspiran ahí para componer otros nuevos. También se vuelven a los antiguos cantares y tradiciones buscando tema para sus propios poemas.  Hegel. Filosofía de la historia, 2.ª parte, II, 3.

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La admiración por lo popular les lleva a una nueva valoración de la Edad Media, que gracias a ellos deja de ser una edad oscura e inculta. Ellos descubren y aprecian el valor de las producciones artísticas de ese periodo, que les fascina doblemente por ser el escenario en el que se desarrollan las leyendas fundadoras de la identidad nacional, por un lado, y porque lo consideran como un tiempo en que el pueblo se expresaba artísticamente de manera libre, directa y comunitaria, y contemplan el cantar de gesta y la catedral como los símbolos más completos de este tipo de creación. La reivindicación de la espontaneidad del pueblo va unida a la de la libertad creadora del artista, que se identifica con él por estar atento no a lo aparente, sino a otra realidad más profunda que él es el único que puede descifrar: «Cierra tu ojo físico con el fin de ver ante todo tu cuadro con el ojo del espíritu»5. El pueblo fue creador y ahora es depositario de una tradición preciosa, pero en la sociedad moderna se siente oprimido y su inventiva parece agotada. Es el poeta ahora el que toma el relevo, y para ello debe seguir su ejemplo, es decir, estar atento no a su propio yo ni a la exterioridad de lo que lo rodea, sino a la doble voz de la naturaleza y del alma colectiva, que se armonizan en un solo acorde: «Sus palabras nos descubren un mundo maravilloso que antes no conocíamos. (...) La voz del poeta tiene un poder mágico: hasta las palabras más usuales adquieren en sus labios un sonido especial y son capaces de arrebatar y fascinar al que las oye»6.

Por eso los poetas antiguos eran capaces de amansar a las fieras o de hacer florecer los campos a su paso, y por eso los pueblos los consideraban seres sagrados y hacían de ellos sus educadores.

1.3.  la libertad El deseo de libertad tiene en los románticos una doble vertiente: individual y colectiva. En cuanto a la libertad individual, se rebelan contra las normas que impiden el desarrollo de la espontaneidad del yo, y sobre todo   Friedrich. Diario.   Novalis. Enrique de Ofterdingen.

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exigen que sean liberadas de toda traba las que consideran las dos pasiones fundamentales: el amor y la amistad. Con respecto al amor, ya hemos visto cómo su idealización de la mujer los colocaba en un estado de exaltación constante. Consideran el amor como fruto del destino y declaran nula cualquier institución que se oponga a tan trascendentales lazos. El amor es para ellos, además, algo próximo a la poesía y como ella sagrado, pues constituye un modo de conocimiento, una vía de acceso hacia lo absoluto donde el ser humano alcanza su total plenitud: «Es únicamente por el amor y por la conciencia del amor como el hombre llega al fondo del hombre»7. Los románticos alemanes profesan también un auténtico culto a la amistad. Es para ellos una especie de sociedad secreta, un pacto que une a seres escogidos en una tarea común: la de la búsqueda de la belleza o de la verdad. Este carácter firme y comprometido de la amistad aparece con mucha frecuencia no sólo en la literatura, sino también en las artes plásticas (pensemos por ejemplo, de nuevo, en los cuadros de Friedrich y en cómo asocia frecuentemente a un amigo a su contemplación de lo sublime), y hasta en la música (recordemos el final de la Novena sinfonía de Beethoven). Así lo expresa de forma admirable Hegel en un poema dedicado a Hólderlin, su amigo y compañero de estudios. «... ...Placer de la certeza de hallar más firme, más madura aún la lealtad de la vieja alianza, alianza sin sellos ni promesas, de vivir solamente para la libre verdad y nunca, nunca en paz con los preceptos que opiniones y afectos reglamentan»8

La unión de libertad y amistad, y el carácter de compromiso moral que ésta ostenta no pueden expresarse de manera más clara. En cuanto a la libertad política, ella es precisamente el objeto de este tema, por lo que aquí solamente me limitaré a apuntar algunas generalidades. En primer lugar, que para los románticos alemanes democracia y nacionalismo son inseparables, pues ambos responden a la necesidad de expresarse libremente, según su espíritu propio y con fidelidad a su herencia común, de un pueblo como colectivo. Alemania era entonces una idea, cuya realidad se fragmentaba en una constelación de principados. La unificación   Schlegel. Ideas.   Hegel. Eleusis.

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alemana va a encontrar en los textos de los románticos una gran abundancia de justificaciones teóricas. En segundo lugar, recordemos la fascinación que sobre ellos ejerció el ejemplo de la Revolución francesa, como expresión colectiva de la libertad9.

1.4.  lo maravilloso Dejamos para el final este aspecto, que es el que más ha perdurado del romanticismo alemán, pues sus ideas sobre la realidad oculta influyeron mucho en el arte y la literatura posteriores, interesando a genrtes tan diversas como los psicoanalistas, con Freud a la cabeza, o las vanguardias artísticas, especialmente el surrealismo. Los románticos tenían fascinación por lo maravilloso, por lo que se salía de lo común. Basta leer sus relatos más populares, como la preciosa Ondina de La Motte-Fouqué o los cuentos de Hoffmann para percatarse de ello. Pero esta inclinación hacia lo extraño no procedía sólo del gusto por una fantasía sin trabas, sino también de su creencia en que, a través de lo inusual, podría entreverse algo de esa realidad más profunda que subyace a la aparente, a la cotidiana, y es la que encierra las verdades más trascendentes: «Siempre hubo una realidad secreta en el universo, más preciosa y màs profunda, más rica en sabiduría y júbilo»10. Esta realidad constituye la verdadera esencia de las cosas, el fondo más íntimo del hombre, y es el lugar donde lo sagrado resulta tangible. Para alcanzarla, hay varios caminos, como el desarrollo de la sensibilidad mediante la contemplación de la naturaleza, la práctica rigurosa de la poesçia, que por eso para ellos es algo místico y sumamente serio, completamente opuesto a la amable exhibición de poemitas de circunstancias que constituía una de las habilidades sociales de los ilustrados. Otro camino consiste en dar rienda suelta a la fantasía. Sin frenarla con consideraciones racionales. Pero una de las fuentes más abundantes de datos sobre la realidad oculta nos la proporciona el sueño. El sueño derriba, verdadera-

9  Durante toda su vida, incluso en sus últimos años, cuando era la imagen misma de la respetabilidad académica, Hegel se encerraba cada 14 de julio para celebrar el aniversario de la toma de la Bastilla bebiendo una botella de vino. 10   Achim von Arnim. Los guardianes de la corona.

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mente, todas las fronteras: «Se dice con frecuencia que Dios no puede hacer que lo que es deje de ser. El sueño prueba lo contrario»11. Así se expresa Bettina Brentano en una carta a su marido, Achim von Arnim, y el sueño aparece con mucha frecuencia en los poemas y relatos de los románticos, siempre con ese carácter perturbador. Recordemos por ejemplo esa confusión entre desmayo, pesadilla y vigilia que está en el origen de la trama de La marquesa de O., de Von Kleist, o la importancia del suelo y de la noche en la poesía de Novalis, así como el papel central de la ensoñación en la obra de Jean Paul, que la relaciona con lo originario del hombre: «La infancia y sus terrores, más que sus alegrías, vuelven a adquirir alas y luz en el sueño, y vibran como luciérnagas en la pequeña noche del alma. ¡No aplastéis esas palpitantes chispas! ¡Dejadnos incluso los sueños densos y angustiosos! ¡Penumbra que mejor exalta la realidad!»12

Una consecuencia inevitable de esa exaltación de lo soñado como superior a lo cotidiano es la entrada en conflicto con la realidad, lo que provoca una desilusión, una decepción más o menos profunda que, en el caso de los románticos alemanes, se resuelve habitualmente mediante la ironía. En este punto, es inevitable mencionar a Heine, uno de los líricos más delicados del siglo xix europeo y uno de los que con más amargura y sarcasmo supieron manifestar su profundo rechazo, su asco incluso, hacia una realidad que les resultaba intensamente dolorosa13. Por ello, para terminar este apartado dedicado al romanticismo, vamos a ver cómo expresa Heine su repugnancia hacia una Alemania materialista y prosaica, dándole la vuelta irónicamente a las canciones de emocionado reencuentro con el país natal: «¡Ah, vosotros, bacalaos de mi patria, os saludo! ¡Qué sabiamente nadáis en la mantequilla! Para cualquier corazón sensible Es la patria su eterno anhelo, A mí también me gustan, bien dorados Los arenques y los huevos fritos».14   Bettina Brentano. Cartas.   Jean Paul. Desde lo alto del edificio del mundo... 13  La intensidad de este dolor y su expresión mediante la ironía se resumen ejemplarmente en esta frase suya: «Señora, le digo a usted que tengo dolor de muelas en el corazón». 14   Heisa. Alemania, un cuento de invierno, IX. 11 12

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2. Hegel Quien habría de ser el máximo representante del idealismo alemán y abrir nuevos caminos al pensamiento nació en 1770 y fue compañero de estudios de Schelling y Hölderlin. Profesor primero en Jena y luego en Berlín, tuvo una enorme influencia, pese a que publicó bastante poco y la mayoría de sus obras son compilaciones realizadas a partir de los apuntes de sus alumnos. Murió en 1831. 2.1.  la Filosofía de la historia Frente al apresurado progresismo ilustrado y frente a las sombrías previsiones de la tópica romántica, Hegel admite un lento desenvolverse de lo mejor en la historia. El movimiento que el progreso de la libertad describe en la historia no es lineal, pero tampoco caótico o de signo negativo. «Las ficciones» de un estado original con su pueblo original correspondiente, propias del historicismo romántico, tanto como las del progreso ininterrumpido, propias de la Ilustración, falsifican el verdadero sentido de la historia. Ambas desconocen el trabajo de la cultura, el modo en que el espíritu produce su propia realidad luchando contra el obstáculo que es para él su inmediatez. El hombre abandona el estado de inocencia animal cuando conoce la diferencia entre el bien y el mal, este es le primer hecho cultural, y en la cultura la humanidad, luchando contra ella misma, llega a ser ella misma, a reconciliarse consigo misma. En el estado acultural y ahistórico conviven indiferenciadas dulzura y barbarie, pero es lo negativo, la violencia, la dominación de un hombre por otro, lo que pone en marcha la historia. Con todo, esta sola negatividad no es capaz de poner el espíritu objetivo, aunque sea un momento necesario de su dialéctica. La violencia, aunque sea el origen histórico del Estado, no es el fundamento del derecho. La dominación es la condición preliminar de un orden estable y, a través de la dominación se accede a su opuesto: el orden político. La historia describe una especie de movimiento en espiral, lleno de desvíos y tropiezos en el que no sólo prevalece globalmente el bien, como en la Teodicea más antigua, sino en el que los sucesos negativos dan lugar a un estado de cosas siempre mejor: el mal es la causa del bien. Toda afir-

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mación, toda realidad lleva en sí su propio aspecto negativo, es una contradicción no resuelta. Lo negativo se concreta como lucha contra el estado anterior, y de esa lucha surge una nueva positividad más rica que la primera. La lucha, pues, no es un mero accidente, sino el resorte de la historia, que es ese movimiento continuo, esa confrontación de lo que existe frente a lo que se le opone. La paz es el periodo en que la antítesis no se ha levantado todavía. El fin de todo el proceso histórico es la existencia de la libertad en y para sí: el espíritu absoluto. La etapa intermedia en el desenvolvimiento absoluto de la libertad es el espíritu objetivo, cuya realización concreta es el Estado. La historia comienza con la aparición de Estado. No todos los pueblos tienen Estado, por tanto no todos tienen historia. Los acontecimientos que registra la historia son los llevados a efecto por los individuos que o bien pertenecen a un estado y lo hacen avanzar (grandes hombres) o bien lo fundan (héroes). Los pueblos ahistóricos no han salido del estado de naturaleza. Aunque Hegel combatió la noción iusnaturalista de «estado de naturaleza», lo hizo a un cierto respecto: En primer lugar, la contraposición «hombre natural bueno»-«hombre natural malo» es abstracta y, por ello, engañosa. Tanto el hombre adánico del mito de la caída como el buen o mal salvaje de Rousseau y Hobbes respectivamente, representan el estadio prehumano en la historia del hombre. Es el conocimiento del bien y de el mal o el contrato social lo que señala el paso de la animalidad (estado de necesidad) a la humanidad (estado de la libertad, cuya concreción es conquistada lentamente). La narración del pecado original y el de la maldad originaria del hombre muestran que el hombre tiene que ser primero lo que no debe ser (rebelde a Dios, violento) para poder llegar a ser lo que debe ser: libre. Por eso dice Hegel que, a causa de su noción de «pecado original», la religión cristiana es «la religión de la libertad». El estado de verdadera inocencia es el de lo animales porque no distinguen el bien del mal. Ellos no desobedecen la voluntad de Dios, pero el hombre, porque desobedeció, conoce esa diferencia. La característica específica del hombre es precisamente que puede llegar a ser libre. En su estado natural el hombre es libre «en sí», es decir la libertad es sólo posibilidad: algo pensado, abstracto e irreal. Es en la

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historia donde esa posibilidad abstracta llega a ser concreta y real. La historia no es el mero transcurso del tiempo, sino los hechos memorables que llevan a cabo los individuos concretos y permiten el desarrollo de la libertad. Si algunos pueblos no tienen historia, como se ha dicho, otros son, en su momento los agentes de ella, los guías de los demás. El espíritu del mundo más bien que dirigir y guiar a esos hombres, se encarna en ellos, y aprovechando sus cualidades subjetivas, sus fuertes pasiones, logra su fin universal. Así deben interpretarse las palabras que Hegel escribió cuando vio a Napoleón en Jena, después de la batalla: «He visto al espíritu del mundo, al Emperador». De todos modos, advierte Hegel, para prevenir la envidia hacia esos grandes personajes que hacen la historia, César, Napoleón etc., que la vida personal de ellos tiene un fin desgraciado, que parece que la historia los usa y, una vez cumplida su misión, los deshecha como a algo ya inútil. Ese es el destino de los héroes. La idea que Hegel tiene de la historia es finalista: el transcurso de la historia es la marcha del Espíritu divino en el mundo. 2.2.  Teoría del estado La teoría del Estado deriva de, o se fundamenta en, su Filosofía de la Historia. El Estado es la esencia de la vida política, su principio y su fin. Si en la Historia está la realidad y no en la Naturaleza, y el requisito de la Historia es el Estado, entonces el Estado es «la encarnación del Espíritu del mundo», «la idea divina tal como existe en la tierra». Para probar su tesis polemiza con las teorías del Estado mecanicistas (el estado es una construcción humana, un mecanismo) y contractualistas (el estado tiene su origen conceptual en un cierto contrato suscrito tácitamente entre él y el individuo). Si el origen del Estado fuera un contrato, su acción se vería impedida por restricciones morales o legales. Pero la moralidad es una noción subjetiva, es deber ser como opuesto a la realidad de las cosas e impotente ante ellas. Este conflicto entre el deber ser y la naturaleza física da lugar a inútiles y continuas lamentaciones y discursos sobre lo bueno que debería ser todo y lo malo que es. Por eso el Estado, la sustancia ética no se encuentra en la ley moral. «Dios en la tierra» no puede estar atado por prescripciones morales abstractas ni por ningún contrato con el individuo. Por el contrario él es un organismo, un todo, en el que se

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integran los individuos que lo componen como los miembros de un cuerpo vivo, es el espíritu que vivifica y da realidad a esos miembros. Por eso es la eticidad, no la moralidad, es su sustancia, porque la eticidad es el bien realizado en el mundo físico, no lo opuesto al mundo físico. La moral es la forma de la libertad subjetiva. En el acto moral lo que importa es la forma, como dijo Kant, la intención del sujeto, su «buena voluntad»; no lo que efectivamente haga. El derecho es la forma de la libertad colectiva, expresa los requisitos formales que deben acompañar a la realización de un acto para que sea aceptable en la sociedad que se rige por él. La ética es el contenido de ambas formas: la libertad concreta, diversamente lograda según época y lugar. Es, como se ha dicho, la sustancia del estado y también el fundamento, en cuanto a posibilidad real, del derecho y de la moral. La totalidad ética (religiosa, lingüística, cultural) es un pueblo; una nación es un pueblo que no ha llegado todavía a adquirir configuración estatal. «En el ser ahí de un pueblo la meta sustancial es ser un estado y conservarse como tal». Así como en el hombre existe la posibilidad de llegar a ser libre, y por eso se dice que el hombre es libre según su naturaleza o esencia, que es libre «en sí», así en la nación existe la posibilidad —no la necesidad— de llegar a constituir un estado. La obligación de ambos (hombre, pueblo) es llegar a conseguir ese fin que les es propio, aunque no siempre lo logren; por eso la esclavitud, que es la negación de la idea de hombre, fue una institución, y por eso existen pueblos sometidos. La libertad no es inmediata, «sino que debe ser adquirida y conquistada, y esto por la mediación infinita del saber y del querer». Sólo en el seno de la institución política (espíritu objetivo) la naturaleza libre del hombre deja de ser un postulado teórico y llega a su realidad concreta. La libertad del individuo (autodeterminación de la voluntad subjetiva) depende de condiciones ajenas a ella misma, por tanto la voluntad objetiva (Estado) sólo es negación de la voluntad subjetiva cuando ésta se piensa como autosuficiente. El estado es»reino de la razón objetiva y de la vida ética», tiene primacía sobre el individuo y sobre la sociedad, no está sometido a las obligaciones morales de los individuos, porque el único deber que tiene el Estado es mantenerse. El príncipe es un técnico del mantenimiento del estado y su actuación debe estar por encima de la moralidad vigente en la sociedad cuya libertad hace posible. El Estado es, sin embargo, una institución ética y objetiva, por tanto, racional: impide la proliferación de la violencia en el seno de la sociedad y regula la violencia dirigida contra el exterior.

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2.2.1.  Los componentes del Estado La familia es la unidad ética primera. Está formada por los padres y los hijos, ese es su límite; su fin es la educación de los nuevos individuos para hacerlos capaces de llevar una vida libre por sí. La obligación y el derecho de los hijos es recibir esa educación. La familia está unida por el amor y la confianza mutua de sus miembros. Es una institución ética y fuente de la eticidad de la sociedad. Es su condición de posibilidad. Aunque es una totalidad ética y condición de posibilidad de toda sociedad, sus atribuciones y derechos están limitados por la sociedad de la que ella es sólo una parte. Así, la educación de los hijos, derecho y obligación de los padres, es también obligación y derecho de la sociedad. En el seno de ésta, si es que quiere formar ciudadanos independientes y respetuosos del orden social, deberían formarse las instituciones de enseñanza pública adecuadas para tal fin. Debe también hacerse cargo la sociedad de la protección del menor que por circunstancias accidentales se vea desprotegido por la acción familiar y constituir para él una segunda familia. En efecto, si la sociedad moderna arranca al individuo de la protección de la familia extensa o clan, cuyo concepto mismo desaparece en ella, debe, en contrapartida dar al individuo las mismas prestaciones que aquél le brindaba. La educación que el individuo recibe en el seno de la familia y la sociedad forma en él una «segunda naturaleza», el hábito, que lo lleva a actuar de una forma verdaderamente humana. En la sociedad civil se integran los individuos ya desligados de la institución familiar, y, por tanto, independientes. La relación que se establece entre estos individuos no es una relación ética, sino su negación. Cada uno defiende sus intereses particulares. En la sociedad civil se genera una situación de conflicto que no puede ser superada por sus propios medios. Es la sociedad civil el antitipo del orden político, el espacio en que se ejerce todo tipo de violencia e injusticia excluyendo únicamente la fuerza física. Pero en la sociedad civil está presente también lo universal, aunque sea de un modo formal. Por una parte, el mercado funciona sólo, es la mano invisible que hace de la satisfacción de los propios intereses el medio por el que se satisfacen los intereses de los otros. Sin embargo este mecanismo del sistema de las necesidades produce necesariamente la acumulación de riqueza en pocas

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manos y el aumento de la plebe: la masa de desheredados no propietarios que tampoco encuentran empleo. El aumento de esta clase amenaza la sociedad civil y, por otra parte, los individuos que la componen son incapaces por si mismos de redistribuir la riqueza, por tanto se hace imprescindible la intervención del estado en el sistema de las necesidades. La característica de la sociedad civil es la escisión, la negatividad, pero esa negatividad es necesaria para la adquisición mediata de la positividad. Lo negativo no es accidental, sino exigido por el propio concepto, que es siempre sujeto de su propio proceso. El Estado que es «la efectividad de la libertad concreta» es también la superación de la escisión de la sociedad civil. La sociedad civil en tanto que contradicción no resuelta, es parecida al estado de naturaleza: es una situación conflictiva que no puede ser superada por los mismos medios que la crean. Sigue Hegel en este análisis un esquema parecido al de Hobbes: las luchas de la sociedad civil, en el seno de la economía de mercado, son al orden político lo mismo que la guerra de todos contra todos del estado de naturaleza a la vida en sociedad. Pero en la sociedad civil, al contrario que en el estado de naturaleza, lo universal está presente, aunque de modo formal en el derecho privado y en el mecanismo que rige las relaciones económicas. El mercado es creación de los hombres pero no propiamente humano, es una «astucia de la razón»que hace que funcione por si mismo el sistema de las necesidades. En la sociedad civil se da la dialéctica de los términos necesidad (lucha de todos contra todos), y libertad (el orden producido por ese libre juego de intereses que es la mano invisible del mercado). Por otra parte, las tensiones de la sociedad civil producen la cultura en tanto que son capaces de arrancar a individuo de la naturalidad y llevarlo a lo universal. La necesidad económica determina una complejidad en la producción de bienes cada vez mayor, que, a su vez, produce la división del trabajo. Esta alienación extraña al hombre del objeto inmediato de su deseo y produce la humanidad: el hombre en su generalidad abstracta. La voluntad libre en sí es la voluntad natural e inmediata. El hombre es racional en sí, pero no lo es por sí hasta que la cultura adquirida realice esa racionalidad. El hombre es también en sí libre pero no lo es por sí, realmente, hasta que no logre obtener sus medios de subsistencia trabajando.

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El contenido de la voluntad libre «en sí» son los instintos, deseos e inclinaciones. La posibilidad de decidir a favor o en contra de los instintos constituye la voluntad libre. Por otra parte, es básico decidirse, porque no es un mero permanecer en la posibilidad universal, sino la muerte. Esto es el arbitrio, la primera representación de la voluntad, el término medio entre la libre reflexión y el fin pretendido. El arbitrio es la conciencia abstracta que la voluntad tiene de su libertad, es su universalidad formal, pero no su verdad. En el arbitrio la voluntad no es libre porque depende de la contingencia de su contenido. Los instintos en tanto que tendencias inmanentes, son buenos; en tanto que obstáculos impuestos a la libertad y al espíritu, son malos. Pero los instintos purificados por la reflexión, constituyen la cultura. La felicidad sólo es el contenido de la voluntad subjetiva: su adquisición en siempre contingente y momentánea. El contenido o fin de la voluntad es la libertad. La voluntad tiene dos momentos: voluntad subjetiva, que es el arbitrio, y voluntad objetiva, la voluntad que quiere lo que debe ser querido. Pero la actividad de la voluntad consiste en superar la antítesis entre lo subjetivo y lo objetivo. El Derecho es la libertad en cuanto idea, pero su fundamento no es el arbitrio, sino la voluntad racional. Si se acepta que el fin es la voluntad individual, se llega a la fórmula kantiana según la cual la libertad es negación de si misma, limitación ante la libertad de los otros. Por tanto la libertad del derecho es abstracta y exterior. «Este punto de vista… ha sido condenado por el concepto filosófico por cuanto ha producido en las mentes y en la realidad acontecimientos cuyo horror sólo tiene paralelo en la trivialidad de los fundamentos en los que se fundaban». Frente al derecho formal el espíritu tiene un derecho más elevado: la moralidad, la eticidad y el interés del Estado lo superan. Sin embargo, la razón encuentra en el entendimiento separador, que produce el derecho, su mediación. El estado de naturaleza se caracteriza por la inmediatez del objeto de la voluntad. No existe el deber ni la ética. La unidad de la voluntad con su objeto, con el bien, es semianimal. En la sociedad civil, por el contrario, el hombre sólo obtiene el bien mediante el trabajo. Es, por tanto, el objeto de su voluntad mediato. Es ese bien obtenido mediante el trabajo lo que convierte al sujeto en «persona jurídica», y el bien obtenido pasa de ser posesión a ser propiedad. La propiedad es la posesión cuyo procedimiento de obtención es reconocido como válido por el resto de los miem-

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bros de la sociedad. El hombre por medio de a propiedad deja de ser libre sólo en sí y pasa a ser libre por sí. El contrato es el modo formalmente válido de intercambiar bienes entre personas jurídicas. El contenido del derecho abstracto es la formalidad que debe seguirse en la obtención y enajenación de propiedades. Este momento de la libertad por sí del sujeto, que implica necesariamente la desigualdad, es necesario para el desarrollo del concepto de libertad. Gracias precisamente a estas escisiones la forma moderna de estado es más libre que sus precedentes históricos. La sociedad civil se organiza necesariamente en grupos o estamentos según el trabajo de las personas. Esta división de la sociedad forma parte esencial del concepto de estado y su historia puede resumirse en la historia de la formación de esas divisiones. Lo que diferencia los estamentos (clases) del estado moderno respecto a los del estado antiguo es la mediación del arbitrio de cada persona para incluirse en uno de ellos. Los estamentos son tres fundamentalmente: A) El sustancial o inmediato, formado por los propietarios de tierras y los campesinos. Se dice sustancial porque es la agricultura junto con la institución familiar el primer paso en el desarrollo de la comunidad humana y sigue siendo su soporte material y ético. B) El reflexivo, formal o industrial: en el se unen la reflexión personal y la mediación del trabajo de otros. Se subdivide en artesanal, fabril y comercial. En este estamento el papel de la reflexión individual es más acentuado, por eso se dice que la libertad y el orden surge en las ciudades. C) El universal: se ocupa de los intereses generales de la sociedad. La formación de clases se opera por el principio de particularidad, que requiere necesariamente el concepto de estado, pero este principio no es conforme a la libertad cuando son los gobernantes los que asignan los individuos a las clases, como en la República de Platón, o el nacimiento, como en el régimen de castas de los hindúes. La particularidad en estos casos es hostil al orden social y lo corrompe. La libertad en el sistema de la sociedad civil es universal pero abstracta, se basa en el derecho a la propiedad, protegido por la Administración de Justicia.

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2.3. El Derecho El Derecho tiene realidad objetiva, vigencia, por ser algo universalmente reconocido, sabido y querido. Aunque es conceptualmente necesario, debe su existencia empírica a que es útil al sistema de las necesidades, y aparece sólo cuando este sistema es lo suficientemente complejo. El derecho en sí pasa a ser algo positivo cuando adquiere la forma de ley, que es un mandato conocido y válido. La opinión reacia a la codificación de las leyes no comprende que por el hecho de que «se reúnan o escriban las leyes de una nación, no dejan de ser su costumbre». El resultado de esa compilación, que tiene lugar cuando el pueblo ha adquirido alguna cultura, es un código, que se perfeccionará cuando sea posible ordenarlo según los principios universales del derecho. Que la sociedad se regule por el llamado derecho consuetudinario y por leyes no escritas, produce confusión, pues cada juez es también legislador en el caso concreto. Un código no es un sistema de leyes nuevas según su contenido, sino la ordenación racional de la legalidad vigente en una sociedad. Sólo tiene derecho a obligar lo que existe como ley. El derecho positivo es lo conforme a la ley. La ciencia positiva del derecho deduce a partir de datos positivos, el juzgar sobre la racionalidad de una determinación jurídica excede su competencia. La ley, para serlo, debe darse a conocer, pero este requisito encierra una antinomia. En sus determinaciones universales es entendible por todos, pero en su aplicación a la materia, que conduce a nuevas determinaciones sin fin, sólo es entendible por los juristas. De modo que ningún código puede ser completo porque en su aplicación a la realidad surgen siempre nuevas determinaciones jurídicas. «Pero un árbol viejo se ramifica cada vez más, sin por eso convertirse en un nuevo árbol» y sería insensato no plantarlo por temor a sus futuras ramificaciones. En la sociedad civil el derecho deviene ley, y el derecho individual pasa a ser reconocido como una existencia sabida y querida por el universal existente. La adquisición pasa a ser propiedad «por el contrato y las formalidades que la hacen susceptible de demostración y jurídicamente válida». Lo importante de la forma es hacer que aquello que en sí es justo sea recono-

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cido como tal. Desaparecen las subjetividades (mía y de los otros) y la voluntad es objetiva, segura y firme por medio de esa forma. El delito no es lesión al infinito subjetivo, sino a la forma universal. En un miembro de la sociedad son lesionados todos, de modo que el concepto de peligrosidad social es esencial en la consideración del delito en la época moderna. El código penal pertenece a la época, y muestra el grado de desarrollo y consistencia de la sociedad en la que surge. Así, lo que más agrava el delito, considerarlo una ofensa a la totalidad, es lo que más contribuye a la levedad de las penas cuanto más fuerte es la sociedad. Si la sociedad e vacilante, las penas son más fuertes porque deben servir de contraejemplo al mal ejemplo del delito. No es más injusta una legislación penal dura si se corresponde con el grado de desarrollo de la sociedad que le corresponde. Por otra parte, en una sociedad de hombres libres, la pena impuesta por un tribunal sólo puede justificarse racionalmente si se entiende como algo querido por el delincuente mismo que, conociendo y queriendo la ley, al cometer el delito, demostró querer también sus consecuencias. La ley se aplica por medio de los tribunales. Todo miembro de la sociedad tiene el derecho de acudir a él y el deber de comparecer. El poder del príncipe en la época moderna no está por encima del tribunal en asuntos privados, y la prueba es que suele perder los procesos. La aplicación de la ley penal por medio del tribunal transforma la venganza en justicia y cierra la inflación de violencia entre individuos que la aplicación de la justicia por medio de la venganza produce. La corporación es la asociación de profesionales para la convivencia y el socorro mutuo. Se trata del término medio entre el individuo y el Estado. En la corporación vuelve lo ético a la sociedad civil. El amor en la familia y el honor en la corporación constituyen las raíces éticas del Estado aunque, como es natural deben estar bajo su control. Las corporaciones cumplen la función de dar un fin ético al hombre que no se conforma con ocuparse sólo de sus propios intereses y al que tampoco corresponde ocuparse de los intereses generales. 2.4.  relación entre lo social y lo político El Estado y la sociedad civil no son realidades separadas, la segunda media como se ha dicho, para la existencia de la primera.

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La sociedad civil es un concepto moderno, desconocido por la filosofía política antigua. El Estado ha precedido en el tiempo a la sociedad civil y el derecho público al derecho privado. Las sociedades antiguas eran más vulnerables a la diversidad. El apartarse de la norma universal, de la costumbre, era para ellas síntoma de decadencia y ruina de la comunidad. Asumir las variaciones particulares (potencialmente infinitas) manteniendo la comunidad es la tarea del Estado moderno. Las dos causas de la libertad particular, que es un deber para la razón, una etapa imprescindible en el despliegue de la idea, son: la teoría del contrato del Derecho Romano y el Cristianismo. «El principio de la personalidad independiente y en sí misma infinita del individuo, de la libertad subjetiva, que interiormente surgió con la religión cristiana y exteriormente —y por lo tanto ligada con la universalidad abstracta— con el mundo romano».

El Estado moderno asume el hecho de la libertad subjetiva y de las reivindicaciones particulares, pero conserva un modo de existencia propio y superior a esas reivindicaciones, y eso es precisamente la causa de que la libertad individual exista. El origen histórico del Estado no incumbe a su idea. Su autoridad se basa en el derecho, pero en el derecho público. Rousseau entendió correctamente que el principio del Estado es la voluntad, pero entendía esa voluntad como «lo común», no como «lo en sí y por sí racional», es decir, lo universal. Lo común surge de la voluntad individual en cuanto consciente, por eso vio la unión de los individuos en un estado como contrato, que implica el asentimiento consciente de cada uno. Pero esta visión excluye del concepto de Estado «lo divino en sí y por sí y su absoluta autoridad», lo cual tuvo como consecuencia algo realmente inédito: la creación por el entendimiento de un nuevo estado real, derribando lo dado, y dotándolo por base de «lo pretendidamente racional que… por ser abstracción sin idea ha convertido su intento en el acontecimiento más terrible y cruel». El Estado no puede resultar de un contrato, operación que regula el intercambio de bienes entre las voluntades subjetivas, porque el Estado es la voluntad objetiva. Es «lo en sí racional» tanto si el individuo lo reconoce y lo quiere como si no. «La subjetividad de la libertad es sólo un momento (por tanto, unilateral) de la idea de la voluntad racional». Al oponerse el ideal ético de la Revolución Francesa, como tal ideal abstracto, a lo realmente existente, Antiguo Régimen, dio lugar a Terror: la

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negación en la práctica de su propio concepto. La causa es la negación unilateral de «lo otro» concreto por parte del mero concepto, de lo solamente pensado por el entendimiento. La Revolución Francesa ha dado lugar a una sociedad de hombres formalmente iguales pero desiguales en la práctica, que, además, se han despojado de la dimensión política (lo universal, lo en sí y por sí racional), asumiendo lo común, en el mejor de los casos. Sociedad en la que el derecho privado predomina sobre el derecho público. La fortísima sociedad civil, producto de la revolución burguesa, regida por el principio del libre mercado, contradice su propio concepto fundacional. Los hombres en esta comunidad no son libres, pues su vida está condicionada por las exigencias del mercado, no son iguales, pues la opulencia convive con la miseria y tampoco son fraternales en ningún sentido. Reaparece en esta sociedad el «bellum omnia omnium». El propósito de la Filosofía del Derecho es crear una entidad política, el Estado, un poder público, capaz de superar, de dar un sentido ético a la falta de ética de la sociedad civil. En lo que se refiere al «sistema de las necesidades», la economía, lo mejor es que cada uno persiga su propio interés abiertamente, pues el mercado regula internamente, mejor que cualquier ordenamiento externo, la concurrencia de intereses. Pero es que el Estado no asume como su fin primario remediar la indigencia material del hombre, aunque accidentalmente lo haga, sino su indigencia ética. Y precisamente la indigencia ética del ciudadano: del tipo de hombre que es producido por la sociedad burguesa. Este hombre formalmente libre que sólo puede serlo realmente bajo la tutela del Estado. En el Estado, el concepto se reconcilia consigo mismo realizándose, llegando a ser idea, no mero proyecto. Ahora bien, el Estado hegeliano no se presenta como lo completamente otro de la sociedad civil, sino como su complemento adecuado. El Estado no es una mera constitución abstracta e independiente de la realidad social, sino que cada realidad social requiere el Estado que le es adecuado. Es ilustrativo de este hecho que Hegel llame a la sociedad civil «Estado externo». El Estado en general sería la realidad ética de la que puede ser capaz una sociedad determinada. El Estado moderno sería la realidad ética condicionada por la economía de mercado y el derecho privado. El mismo Hegel alude a la anécdota que cuenta Plutarco sobre Solón, el legislador de

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Atenas: alguien preguntó al sabio si había dado las mejores leyes a los atenienses, y él respondió: «De las que podían recibir, las mejores». La esfera ética es totalidad, se integran en ella como momentos lógicos los estratos que la componen, por eso el Derecho y la Moralidad son prefiguraciones abstractas de la libertad real, que no viene dada de suyo en el concepto sólo, sino en el efectivo cumplimiento. No hay ética sin Estado porque éste representa la condición mínima de orden fuera de la cual no hay reglas, pero a su vez, la ética del estado se forma en la interacción de éste con la sociedad civil. El pluralismo no sólo no es una amenaza para el Estado moderno, sino su elemento constitutivo. La tensión entre los momentos o estratos de la totalidad es algo previsto. Ahora bien, si el Estado es el reino de la razón objetiva lo es gracias a su primacía sobre la sociedad civil. El mundo de la economía y del derecho privado es incapaz de producir las mediaciones y universalidades capaces de prevenir los desórdenes causados por el enfrentamiento de intereses. Hegel subraya que el Estado no es lo mismo que la sociedad civil, y que la función sustancial del Estado no es proteger la vida, libertad y propiedad de los ciudadanos. Parece ser entonces una especie de prótesis innecesaria de la sociedad civil. Sin embargo no es así, porque la relación entre el Estado y la sociedad no es unívoca. El Estado manteniéndose mantiene la sociedad civil, y esta última produce el desarrollo del Estado. 2.5.  Forma de estado El Estado representa la libertad concreta y es para el individuo la garantía de desenvolvimiento de su libre voluntad. En el Estado moderno la libertad privada es compatible con la libertad pública y por eso el Estado es una institución de la libertad, no de la opresión. Ahora bien, el gran desarrollo que en la época moderna ha tenido la sociedad civil no debe inducir a que se confunda a ésta con el Estado mismo. De esta confusión nace la representación de la independencia absoluta de los tres poderes del Estado como garantía contra el despotismo. Los poderes de legislar, gobernar y juzgar no son independientes en ese sentido absoluto ni deben serlo, tampoco se limitan el uno al otro. El Estado no es un artefacto que tiene partes, sino un organismo que consta de órganos. La pretendida independencia de los poderes no conduciría a la eliminación del despotismo, sino

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a la destrucción de la soberanía y del estado, porque los elementos independientes no pueden constituir una unidad. Por otra parte el poder judicial no pertenece a la esfera de lo político. El Estado político de divide en las siguientes diferencias: A) El   poder de establecer lo universal, el poder legislativo pertenece a la multitud. B) El poder de subsumir lo particular e individual bajo lo universal pertenece al gobierno, a unos pocos. C) La decisión soberana pertenece a la subjetividad, a uno sólo, al príncipe. La monarquía constitucional es la forma del Estado moderno. La antigua pregunta sobre cuál sería la mejor de las tres formas constitucionales, como si fuese posible elegir un u otra, no tiene demasiado sentido. Lo esencial es responder que son «unilaterales todas las constituciones políticas que no sepan conservar en su interior el principio de la libre subjetividad y no sepan corresponder a una razón cultivada». Frente a la constitución el pueblo debe sentir «que es su derecho y su situación

2.6.  derecho internacional A Hegel la «paz perpetua» kantiana conseguida por medio de una sociedad de naciones le parece un ideal abstracto y engañoso. Cada sociedad presupone un Estado soberano, es decir, dotado por definición del derecho de llevar la guerra contra otros estados. La soberanía del Estado es su principio constituyente por eso está por encima de los acuerdos internacionales. La efectividad de estos acuerdos se mantiene en lo abstracto, es un ideal regulativo (pertenece al deber ser) no constitutivo (pertenece al ser), porque «no hay pretor entre Estados» que haga cumplir los acuerdos. Por otra parte, esta idea, para ser coherente, debe mezclar lo político y lo moral y subordinar lo primero a lo segundo. Exige al Estado obligaciones del mismo tipo de las que son exigibles al individuo. Pero el Estado no es un individuo, sino una totalidad de ellos, y la única libertad o derecho que

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no tiene es el de autonegarse en la entrega a un supuesto deber superior, ni el príncipe, por cuya institución deviene unidad la colectividad frete a otras individualidades semejantes, tiene potestad para ello. Su deber es, por el contrario, mantener el Estado como tal totalidad. «El gobierno es una sabiduría particular, no la providencia universal». (Filosofía del Dcho. 337). Esto no quiere decir que los crímenes políticos queden impunes, todos los estados están sometidos al tribunal de la Historia y serán juzgados por la Razón.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. La aurora de la libertad «El amor baja de lo alto del cielo; El coraje viril y la nobleza del corazón renacen. Tú, hija de la edad ingenua, dulce simplicidad, Nos entregas el tiempo de los dioses. Triunfa la fidelidad. Por salvar a sus amigos, Los héroes caen semejantes a majestuosos cedros, Y los salvadores de la patria se encaminan Triunfalmente hacia un mundo mejor. ¡Que tal día mis despojos, ya para entonces encerrados en estrecha morada, puedan dormir en paz! Me basta con haber probado del cáliz de la esperanza, Con haber saboreado la dulce aurora. Así es como a lo lejos, sin nubes, Veo brillar este nombre sagrado: Libertad»

Hölderlin. Himno a la libertad. 2. La historia como realización de la razón «El fin de la historia universal es, por tanto, que el espíritu llegue a saber lo que es verdaderamente ya haga objetivo este saber, lo realice en su mundo presente, se produzca a sí mismo objetivamente».

Hegel. Filosofía de la Historia. 3. La historia, expresión del progreso de la libertad «Los orientales sólo han sabido que uno es libre, y el mundo griego y el romano que algunos son libres, y nosotros que todos somos libres, que el hombre es libre como hombre»

Hegel. Filosofía de la historia universal.

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4. El Estado y la libertad «El Estado es la realidad efectiva de la libertad concreta. Por su parte la libertad concreta consiste en que la individualidad personal y sus intereses particulares, por un lado tengan su total desarrollo y el reconocimiento de su derecho (en el sistema de la familia y de la sociedad civil), y por otro se conviertan por sí mismos en interés de lo universal, al que reconozcan con su saber y su voluntad como su propio espíritu sustancial y tomen como fin último de su actividad. De este modo el universal no se cumple ni tiene validez sin el interés, el querer y el saber particular, ni el individuo vive meramente para estos últimos como una persona privada, sin querer al mismo tiempo lo universal y tener una actividad consciente de esa finalidad. El principio de los Estados modernos tiene la enorme fuerza y profundidad de dejar que el principio de la subjetividad se consume hasta llegar al extremo independiente de la particularidad personal, para al mismo tiempo retrotraerlo a su unidad sustancial, conservando así a ésta en aquel principio mismo».

Hegel. Principios de la Filosofía del Derecho. 5. Ética y Estado «Si la moralidad es la forma de la voluntad según el lado de la subjetividad, la eticidad no es ya meramente la forma subjetiva y la autodeterminación de la voluntad, sino el tener como contenido su propio concepto, es decir, la libertad. Lo jurídico y lo moral no pueden existir por sí y deben tener lo ético como sostén y fundamento».

Hegel. Principios fundamentales de la Filosfía del Derecho. BIBLIOGRAFÍA Una bonita aproximación al romanticismo alemán lo tenemos en el libro de M. Brion, La Alemania romántica, 2 vols. (Barcelona, 1971). En cuanto a Hegel, uno de sus libros más hermosos, aunque procede, como tantos otros, de la reunión de apuntes de clase es la Filosofía de la Historia, de la que existen varias ediciones. En cuanto a libros sobre el filósofo, es clara y profunda la visión que nos da J. M. Ripalda en su obra La nación dividida (Madrid, 1977).

Tema 5

Tradicionalismo y conservadurismo Pedro Carlos González Cuevas

Introducción 1. Edmund Burke: el conservadurismo liberal 2. Joseph de Maistre: el tradicionalismo providencialista 3. Louis de Bonald: la constitución natural de las sociedades Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema, se describe la aparición del conservadurismo y del tradicionalismo filosófico-políticos como ideologías políticas a partir de las experiencias de discontinuidad social fruto del tiempo de la Revolución francesa de 1789. Coincidentes en su rechazo del individualismo y del racionalismo revolucionario, conservadurismo y tradicionalismo son dos estilos de pensamiento claramente diferenciados. El tradicionalismo tiene varios fundamentos claramente teológicos y se basa en una idea de tradición inalterable; mientras que el conservadurismo resulta más afín a la perspectiva historicista, pragmática y evolucionista.

Introducción Para comprender la aparición del pensamiento conservador y tradicionalista es preciso comenzar por el desafío que supuso para las sociedades europeas de Antiguo Régimen la emergencia del racionalismo y, sobre todo, la Revolución francesa de 1789. En este aspecto, intervinieron las características propias de la mentalidad conservadora. Mientras los liberales o los revolucionarios tienden siempre a la teorización, con el conservador o el tradicionalista no ocurre lo mismo. La mentalidad conservadora y tradicionalista es, como señaló Karl Mannheim, una estructura mental en armonía con una realidad social y política que ella misma ha dominado a lo largo del tiempo. No reflexiona, en principio, sobre su proceso histórico. Sólo se hace consciente cuando se ve aguijoneada por las ideologías y teorías sociales contrarias; descubre y elabora sus ideas ex post facto. Dicho en otras palabras, una actitud tradicional o conservadora existe únicamente donde lo que hasta entonces se consideraba como tradición ha de afirmarse contra posibles interrupciones o cuando su continuidad es puesta en duda. Los sectores tradicionales se encontraban tan adaptados a las situaciones incardinadas en aquellas estructuras sociales que tendían a considerarlas como producto de un determinismo propio de la «naturaleza» y no como una construcción sociohistórica. Tanto el tradicionalismo como el conser-

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vadurismo nacen como ideologías políticas a partir de una experiencia de discontinuidad entre el pasado y el presente, a partir, sobre todo, de la Revolución francesa de 1789. Hoy, resulta sencillo sumergir el gran acontecimiento que fue la Revolución francesa, con sus rasgos distintivos, en procesos de cambio a largo plazo. Sin embargo, para los contemporáneos aquellos cambios fueron radicales y los percibieron como si del fin de un mundo se tratase. No hay duda de que con la Revolución francesa los principios de «autonomía», «libertad» e «igualdad» comenzaron a imponerse, como puso de relieve el historiador François Furet, como una nueva matriz del imaginario social, es decir, se constituyeron como el punto nodal de la construcción de «lo» político. Esta mutación significa el cuestionamiento radical de un tipo de sociedad jerárquico y desigualitario, regido por una lógica teológico-política. El momento clave del comienzo de lo que podríamos denominar revolución democrática se ubica, así, en 1789, aunque la consecución de ese proyecto político a que dio lugar hubo de esperar mucho más tiempo para consolidarse en las sociedades europeas. De ella surgió la afirmación política del poder absoluto del pueblo. Bajo el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad, los constituyentes franceses abolieron el sistema feudal, proclamaron las libertades de opinión religiosa, de prensa, del comercio de granos, colocaron los bienes del clero al servicio de la nación y, entre otros asuntos, pusieron en cabeza de la Constitución de 1791 la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, que la Asamblea Nacional había adoptado en agosto de 1789. En ese sentido, fue muy importante su choque con la Iglesia católica. Sobre todo, a partir de la proclamación de la I República francesa, se inició un claro proceso de descristianización de la sociedad con el objetivo de cancelar la influencia de la religión católica y reemplazarla por una teología cívica. Se difundió rápidamente el culto a la Diosa Razón. La Convención instituyó el culto nacional al Ser Supremo, que oficializó el deísmo panteísta y racionalista de los ilustrados, y que sustancialmente correspondía a la religión cívica propugnada por Jean Jacques Rousseau. Se trataba de una auténtica religión política, muy apreciada por Maximilien Robespierre, quien pretendía ofrecer al pueblo, aún profundamente religioso, una alternativa al catolicismo. Coincidentes en su crítica y rechazo del individualismo y del racionalismo de las ideologías revolucionarias, conservadurismo y tradicionalismo se presentan, no obstante, como estilos de pensamiento y proyectos polí-

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ticos claramente diferenciados y aún contrapuestos. El tradicionalismo, representado principalmente por Joseph de Maistre y Louis de Bonald, tiene unos orígenes claramente teológicos y se funda en la idea de una tradición inalterable ante las vicisitudes del tiempo. Se trata, ante todo, de una teología política que intenta la sistematización del hecho religioso como legitimador de la praxis política. La denuncia de la razón y de su general aplicación pública forma parte de todo un complejo de intereses primariamente políticos. Esa denuncia se realiza con el objetivo de rechazar las pretensiones críticas de la razón frente a la autoridad política y religiosa; y, sobre todo, para erradicar sistemáticamente lo que entiende como el gran pecado originario de la Ilustración y de la Revolución francesa: la idea de autonomía del hombre. Este proceso político-intelectual implica la funcionalización de la religión cristiana y de sus contenidos dogmáticos en aras de la restauración del sistema político prerrevolucionario, es decir, la alianza del Trono y del Altar y la concepción monárquica de la soberanía frente a la idea de voluntad nacional o popular. El conservadurismo, representado sobre todo por Edmund Burke, es, en contraste, más afín a una perspectiva historicista y, por lo tanto, abierto a la idea de cambio. Se muestra, así, como un estilo de pensamiento secularizado, pragmático y evolutivo. Su idea predominante no es la inmutabilidad, sino el cambio o devenir. La tradición es valorada como algo potencialmente perfectible, no porque sea acabada o insuperable. Como ha señalado entre otros François Furet, existen, pues, pocas afinidades entre el conservadurismo liberal de Edmund Burke, el providencialismo de Joseph de Maistre o el monarquismo organicista de Louis de Bonald, porque: «La contrarrevolución francesa no compartió con Burke ni su sentido de las libertades, ni su canto a las instituciones representativas, ni su concepción jurisprudencial del tiempo y menos aún el supuesto valor ejemplar que otorga la historia inglesa. La contrarrevolución sólo retendrá de su obra la condena de la Revolución francesa, pero sus planteamientos serán muy diferentes en sus representantes, escritores y políticos».

Con todo, tradicionalismo y conservadurismo favorecieron, con su crítica al liberalismo y a la Ilustración, la reflexión sobre los fundamentos del orden social. La sociología nace, de hecho, como una parte del pensamiento contrarrevolucionario o, al menos conectada a él. «Comunidad», «autoridad», «tradición», «lo sacro» o «legitimidad» fueron temas socioló-

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gicos cuyo origen se encuentra en las especulaciones de los pensadores conservadores y tradicionalistas. Igualmente lo fueron los presentimientos de alienación, de la emergencia de los poderes totalitarios que habría de surgir con la democracia de masas. Frente al carácter ahistórico y abstracto de ciertos contenidos de la Ilustración y del liberalismo, conservadores y tradicionalistas, desde una perspectiva en la que se mezclaban la clarividencia y la ceguera, plantearon la problemática de si el rechazo o la destrucción de los recuerdos y de las tradiciones en su conjunto significaban, sin más, un incremento de la libertad y madurez o abrían el paso a nuevas formas de manipulación o embrutecimiento. 1. Edmund Burke: el conservadurismo liberal La situación política y social de Gran Bretaña era muy distinta a la del Continente. A diferencia de Francia, Gran Bretaña no desarrolló una Monarquía absoluta. A lo largo del siglo xvii, tuvo lugar una disputa encarnizada por la soberanía entre el monarca y el Parlamento, tendiendo ambos al aumento de sus prerrogativas y acusándose mutuamente de usurpación. El intento de Carlos I de prescindir de facto de la institución parlamentaria provocó una sangrienta guerra civil, la derrota de los partidarios del rey y la ejecución del propio monarca. Tras el paréntesis de la dictadura de Oliver Cromwell y la restauración de la Monarquía en 1660, el Parlamento gozó de mayores atribuciones y la posibilidad de un gobierno absoluto del rey desapareció prácticamente del horizonte político. El sucesor de Carlos II, Jacobo II desarrolló una política contraria a las posiciones e intereses del Parlamento, provocando su caída, en 1688, en beneficio de Guillermo de Orange. Aunque todo el proceso fue rápido y bastante pacífico, posteriormente se interpretó como la «Gloriosa Revolución» de 1688; y la Constitución de 1689 se convirtió en un modelo para la práctica política posterior. A partir de entonces fue fraguándose un sistema de partidos, se perfilaron los límites de los distintos poderes, el Parlamento aumentó gradualmente su poder y el gobierno resultó ser cada vez menos un asunto del monarca y más la tarea de un gabinete de ministros. El rey conservó, eso sí, poderes esenciales, sobre todo de rango negativo, aparte de la elección de los ministros. Andando el tiempo, surgió la figura del primer ministro como máximo responsable del gabinete y encargado de coordinar a los demás. La figura de un primer ministro surgió de la costumbre de Jorge I y Jorge II de no

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asistir a las sesiones del gabinete. Pero la figura del primer ministro, perfilada hacia 1740, era mucho menos poderosa que en la actualidad: ni era el encargado de formar gobierno, ni tenía que ser necesariamente jefe del partido, ni tenía por qué tener una mayoría de seguidores en el Parlamento. Por otra parte, las elecciones al Parlamento no eran tampoco comparables a las actuales. El voto procedía de las diversas comunidades y distritos a través de numerosos intermediarios y la capacidad de influir en el sentido de las votaciones —que eran públicas—, mediante todo tipo de prebendas y corrupciones, los famosos «burgos podridos», era la práctica general. Durante este período, se consolida el sistema bipartidista inglés. En términos generales, los tories favorecieron, en un primer momento, el retorno de los Estuardos como monarcas legítimos; los whigs apoyaron la «Gloriosa Revolución» de 1688. Los reyes fracasaron en la elección de ministros, al pretender ignorar la existencia de los partidos y se vieron obligados al reconocimiento de éstos y a tomar del Parlamento a sus propios consejeros. El triunfo del partido whig, asegurando la sucesión de los Hannover, a la muerte de la reina Ana, en 1714, les consolidó en el poder de tal modo, que no apareció otro gobierno tory hasta mediados de la centuria. A lo largo del período, existe una mayor separación entre los partidos, según sus distintas aspiraciones políticas. Progresivamente, los tories abandonaron la doctrina del derecho divino de los reyes y las esperanzas de la restauración de un descendiente de los Estuardos; mientras que los whigs, cuando asumen el poder, dejan de desconfiar del rey y de los gobiernos fuertes. Poco a poco, las divisiones de los partidos se fundan más que en diferencias políticas y doctrinales, en contiendas por la posesión del poder. Ambos partidos apoyan y ensalzan el sistema constitucional y parlamentario, y las discusiones políticas giran en torno de su carácter y naturaleza o de la interpretación de sus principios por el grupo que ocupa el poder. Por otra parte, Gran Bretaña se expande por la India, consolidando su poder imperial. La riqueza y el desarrollo económico durante esta etapa favorecieron las posturas sociales conservadoras. La nobleza terrateniente había alcanzado una gran prosperidad económica e igualmente un notable desarrollo cultural. Muchos de sus recursos materiales los invirtieron en beneficio de las técnicas y de las artes. A la elite aristocrática se incorporaron banqueros, comerciantes y mercaderes. Igualmente fue creciendo el poder y el tamaño de la clase media, que disfrutaba ahora de una vida más cómoda, con posibilidades de ocio, sobre todo en las ciudades. Las clases

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trabajadoras, en cambio, concentradas en su mayor parte todavía en el campo, siguieron padeciendo unas condiciones de vida muy duras, que no mejoraron significativamente a lo largo del siglo xviii. Por último, se produjo el nacimiento de la industria y el despegue de la red de carreteras. La producción de carbón se multiplicó por cuatro desde comienzos del siglo xviii hasta principios del xix; y las industrias se expandieron una vez que el trasporte del carbón desde las minas era factible y barato. Hacia 1770 la máquina de vapor estaba lo suficientemente perfeccionada para que su uso fuese rentable, pero su empleo generalizado no se produjo hasta el siguiente siglo. Tal es el contexto político y social en que se desarrolla la vida y la obra de Edmund Burke. Nacido en Dublín el 12 de enero de 1729, Burke era hijo de católica y anglicano. Fue educado en la religión paterna. En la escuela cuáquera de Balitre, recibió una profunda formación humanista y clásica. En 1744 ingresó en el Trinity College de Dublín. Sus lecturas se centraron en autores como Aristóteles, Cicerón, Tomás de Aquino, Locke, Hume, Hobbes, etc. A los diecinueve años se distingue ya como un profundo teórico de la estética, con su obra Indagación filosófica sobre el origen de las ideas acerca de lo sublime y lo bello, que no publicó hasta 1757. Para Burke, la clave de la estética consiste en la oposición de lo sublime y lo bello. La evocación de lo sublime va mezclada con la tristeza. La emoción de lo bello tiene por contenido el placer. Todo lo que puede excitar ideas de peligro; todo lo que de algún modo infunde terror o asombro, es principio y fuente de sublimidad. Todas las posiciones generales son sublimes: el vacío, la oscuridad, la soledad, el silencio. A partir de tales planteamietos Burke se mostró como un precursor de ciertos aspectos de movimiento romántico. En 1750, se establece en Londres, en el Middle Temple, para estudiar Derecho. Su obra Vindication of Natural Society, le proporcionó una temprana fama. Se trata de un sátira en contra del racionalismo filosófico y político. Para Burke, el hombre no está completo hasta que no se convierte en un individuo plenamente civilizado. Adquiere su naturaleza más elevada cuando se hace miembro de una cultura y de un orden social. En el salvaje, la auténtica naturaleza del hombre sólo se encuentra en estado latente. Así, en Vindication of Natural Society, Burke se burla de Henry Bolingbroke, que había argumentado que el individuo no necesita de los dogmas ni de las doctrinas e instituciones de la Iglesia cristiana, ya que basta con una reli-

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gión «natural» fundamentada en los instintos y en el juicio privado. Burke expone con ironía las consecuencias de estas teorías cuando se aplican a la política. La religión «natural» lleva al individuo a la anarquía espiritual y moral, porque tanto las cuestiones espirituales como las materiales necesitan de una autoridad adecuada, de la sabiduría tradicional y de las instituciones que han sido elaboradas a lo largo del tiempo. En esta obra, ya puede percibirse su desdén hacia el racionalismo de la Ilustración. Burke se sintió atraído por una de las facciones del Partido Whig, liderada por el marqués de Rockingham. Este grupo whig pretendía ser el único y auténtico depositario de las tradiciones de la «Gloriosa Revolución» de 1688. Rechazaba cualquier intento de alterar el equilibrio de las instituciones inglesas y de debilitar su influencia mediante medidas reformistas del Parlamento. Era partidario, además, de limitar el poder de la Corona mediante la actuación de un partido organizado y de un gabinete ministerial de corte moderno. Burke fue el secretario privado y principal colaborador de Rockingham. En 1756 fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes por Wendower, gracias al sistema de los «burgos podridos». En 1774 ocupó un escaño por Bristol, ahora por votación popular. Seis años más tarde fue elegido diputado por Malton, escaño que ocuparía hasta su muerte. Al formar parte de este grupo, Burke estuvo, a lo largo de su vida política, casi enteramente en la oposición. Y nunca fue elevado al rango de ministro de un gabinete. El político irlandés fue un firme defensor de la institución parlamentaria y de la existencia de partidos políticos que contrapesaran el poder de la Corona. De hecho, Burke se convirtió en uno de los principales teóricos de la representación parlamentaria, sobre todo por su concepto de interés nacional. Burke se mostraba contrario al mandato imperativo y partidario del mandato representativo. El diputado es representante de toda la nación y del Imperio en el Parlamento con carácter derivado de la representación que lleva a cabo por medio de cada uno de sus miembros. Estos miembros son un grupo de elite que descubre y decreta lo que es mejor para la nación. Cada representante electo es libre de votar de acuerdo con su conciencia y juicio. No forma parte de su papel trasmitir una voluntad política ya formada fuera de los muros del Parlamento. No es portavoz de los electores, sino «fideicomisario». Para justificar su elitismo, Burke sostiene que las desigualdades son naturales e inevitables en cualquier sociedad, porque

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la masa del pueblo es incapaz de gobernarse a sí misma, pues no está hecha para pensar o actuar sin guía, ni dirección. Esta labor está encomendada a la minoría dirigente integrada por una «aristocracia natural». Por lo tanto, un Estado bien organizado es aquel engendra y educa a esa «aristocracia natural» y le permite gobernar reconociendo que puede llevar a cabo mejor esta función. La fundamental característica de esta minoría dirigente radica en su «capacidad de razonamiento práctico», en el juicio, la virtud y la sabiduría y no en la voluntad. El bien de la nación emerge no de la voluntad, sino de la razón general. Por ello, un representante parlamentario no debe consultar sus deseos a los electores, ya que las decisiones políticas han de surgir de la discusión racional en el Parlamento, que facilite el acuerdo y lo ilumine a través del intercambio de ideas y el razonamiento. De este modo, el proceso de debate de ideas en el Parlamento es un elemento esencial en el descubrimiento de las respuestas correctas a las cuestiones políticas. Así, la representación parlamentaria no tiene nada que ver con la obediencia a los deseos de los votantes, sino que se trata de la promulgación del bien nacional por parte de la «aristocracia natural», que no tiene otro interés que el bien común o interés nacional. En ese sentido, las elecciones son simplemente un medio para seleccionar a los miembros de la «aristocracia natural» y, por lo tanto, cualquier otro medio de selección sería asimismo aceptable si fuese igualmente eficaz para escogerlos. De ahí que Burke apoye un sufragio muy restringido en el que los electores pertenecieran, a su vez, a un grupo de elites capaces de seleccionar a sus gobernantes pertenecientes a la minoría superior, que gobernará al pueblo que lo eligió y a los que no participaran en la decisión. Se trata de lo que Burke denomina «grandes intereses del reino», es decir, hacendados, comerciantes, industriales, etc. Burke contemplaba la existencia de partidos políticos como una alternativa a la excesiva influencia de la Corona y de la aristocracia cortesana, al igual que a la corrupción política y electoral generalizada. Sólo si se hacía depender a todo gobierno del apoyo de un partido podía evitarse la degradación de la función tradicional del Parlamento. Si se establecía este principio, podía derrotarse tanto la táctica de la camarilla de la Corte como la corrupción electoral. Sólo unos hombres honestos, comprometidos públicamente a mantenerse o caer juntos, podían ser inmunes al soborno con ofertas de puestos o cargos. «El partido es —dirá Burke— un conjunto

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de hombres unidos para promover, con sus esfuerzos aunados, el interés nacional, sobre la base de algún principio en el que todos concuerden». Como parlamentario, Burke se distinguió por su defensa de las reivindicaciones de los colonos norteamericanos, criticando la actitud de Jorge III y su gobierno, sobre todo en materia de impuestos. Las libertades que apoyaba, en el caso de Norteamérica, eran las libertades concretas de comerciar, de vender los propios productos, de elegir sus propias autoridades. Sin embargo, no se mostraba partidario de que los norteamericanos tuvieran escaños en la Cámara de los Comunes, entre otras cosas porque no se podía dar representación a unas colonias que admitían la esclavitud. De la misma forma, Burke se convirtió, desde su escaño, en un crítico acerbo de la Compañía Británica de las Indias Orientales y del gobernador general de Bengala, Warren Hastings, por lo que entendía era una política depredatoria de las tradiciones y de los derechos históricos de la población hindú. En lo relativo al orden económico, Burke se encontraba muy cerca de Adam Smith; siempre fue partidario de una economía de mercado libremente competitiva. La regulación estatal de los salarios o la intervención en el mercado de trabajo era juzgada inútil por Burke. Eran las reglas del mercado las que constituían «los principios de justicia». En definitiva, la justicia distributiva era la justicia del mercado. Hasta el estallido de la Revolución francesa, Burke no pretendió ser un teórico político, y aún en 1790 sólo contra su voluntad se vio obligado a teorizar. No obstante, una de las constantes de sus discursos y escritos había sido la crítica de las teorías abstractas como fundamento de la acción política. Sus argumentaciones solían ser pragmáticas; apelaba a la historia y a la observación, no al derecho natural racionalista. Sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia fueron publicadas el 1 de noviembre de 1790. La obra se concibió como una carta a su amigo Charles Dupont, con quien había iniciado una correspondencia en las primeras etapas de la Revolución. En noviembre de 1789, Burke se sintió alarmado por un sermón de Richard Price, en el que se hizo referencia a los «reyes degradados» y a la «Gloriosa Revolución» de 1688 comparándola con los sucesos de Francia. Frente a tales planteamientos, Burke se esforzó en demostrar que la Revolución inglesa no constituyó una ruptura radical con las tradiciones nacionales, sino más bien la preservación de las instituciones establecidas. Las libertades de los ciudadanos ingleses no eran

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producto de los abstractos derechos humanos promulgados por los revolucionarios franceses, fundados a partir de una metafísica del sujeto, sino de una historia particular cristalizada en unas tradiciones también particulares, la common law y la Constitución inglesa. Su crítica a la Revolución francesa tuvo, pues, por base la afirmación de las diferencias existentes en el desarrollo social y político de las sociedades inglesa y francesa, diferencias de las que se derivan idiosincrasias divergentes. Y es que, para Burke, la sociedad podía concebirse, sin duda, como un «contrato», pero en un sentido muy diferente al defendido por Rousseau y los revolucionarios franceses. No podía considerarse al Estado como una «sociedad de insignificantes intereses transitorios susceptible de disolverse a gusto de las partes». Se trataba de una asociación que «participa de todas las ciencias, de todas las artes, de todas las virtudes y perfecciones». Pero como muchas generaciones no bastan para alcanzar los fines de semejante asociación, el Estado se convierte en una asociación «no sólo entre los vivos, sino igualmente entre los vivos y los muertos y aquellos que van a nacer». Los contratos de cada Estado particular no son, para Burke, «... sino claúsulas del gran contrato originario de la sociedad eterna que reúne las naturalezas más bajas a las naturalezas más elevadas, une al mundo invisible al visible conforme a un pacto inalterable sancionado por inviolables juramentos que sostienen a las naturalezas morales y físicas cada una en su sitio determinado».

Este concepto de sociedad se encuentra ligado a una concepción de la naturaleza como cuerpo orgánico. Existe un cuerpo orgánico, la naturaleza, que tiene sus propias leyes por encima de los individuos que lo componen. Los individuos y las corporaciones «... no son libres moralmente para, por su gusto y según especulaciones de un posible mejoramiento desunir enteramente y romper en pedazos los lazos de la comunidad subordinada y disolverla en el antisocial e incivil caos de la confusión de las fuerzas elementales».

Los revolucionarios franceses intentaban construir desde los cimientos una sociedad que respondiese a principios abstractos y a una lógica desnuda, de un modo tal que únicamente haciendo tabla rasa de todo lo existente podría erigirse la ordenación del mundo tal y como los filósofos de la Ilustración —Rousseau, Voltaire, Helvetius, etc.—, en alianza con la

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nueva burguesía, habían concebido como paso hacia una Humanidad perfecta y feliz. Los ingleses, por el contrario, consideraba Burke, «gracias a nuestra cotidiana resistencia a todo lo que sea novedad, gracias a la fría lentitud de nuestro carácter nacional, estamos aún junto al hogar de nuestros antepasados». En lugar de luchar contra las instituciones tradicionales, los ingleses procuraban mantenerse fieles a ellas. Los revolucionarios defendían una concepción puramente abstracta de lo que era el hombre. El ser a que hacía referencia la Declaración de los Derechos del Hombre era una entidad inexistente, intemporal, producto de una síntesis meramente racional. El error de los iusnaturalistas racionalistas radicaba, a su juicio, en la creencia de que el hombre es el mismo a través de las épocas históricas, el mismo a través de las latitudes geográficas, siempre fundamentalmente el mismo por encima de las diferencias de raza, cultura o educación. No es que Burke, como liberal y cristiano, negara que los hombres tuvieran derechos naturales, a la vez originarios y comunes; lo que negaba es que estos derechos universales y abstractos, por definición asociales y apolíticos, pudieran tener una significación política. Su tesis no es que los derechos del hombre sean una ficción, sino que no son la causa, ni el fundamento de las instituciones políticas. Al racionalismo individualista, Burke opone la razón general fruto de la experiencia colectiva; lo que él denomina prejuicios generales, es decir, las tradiciones. Para el político irlandés, el prejuicio es la experiencia cristalizada, el testimonio de una auténtica sabiduría; es como el suelo firme sobre el cual se vive, pues la vida no consiste en razonar y hay veces en que la conciencia del hombre necesita reposar sobre convicciones sólidas, anteriores al individuo, que de ellas se vale, y cuya garantía procede de la estabilidad que el tiempo las ha brindado. El tiempo crea, no sólo destruye. Los prejuicios han sido trasmitidos por los antepasados y era preciso interpretarlos como un acervo de posibilidades y no como una rémora al progreso. Intimamente ligado al prejuicio se encuentra la prescripción como título constitutivo de derechos. Se trata de la acción creadora del tiempo en las relaciones humanas. Lo que confiere a las instituciones en general y a la Constitución en particular su eficacia jurídica es el paso del tiempo, la permanencia, la lealtad de quienes se sienten ligados a su desarrollo. Aún antes de la Revolución francesa y de la publicación de sus Reflexiones, Burke había sostenido ya que la Constitución británica era una constitu-

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ción prescripta: «Es una Constitución cuya única autoridad consiste en que ha existido desde tiempo inmemorial». Frente al racionalismo de los constituyentes franceses, Burke estima, desde sus premisas conservadoras y liberales, que la única alternativa son las reformas sociales y políticas concretas, una práctica, por otra parte, característica de la cultura política británica: «Un Estado en el que no se pueda cambiar nada carece de medios para su conservación. Sin tales medios se corre el riesgo de perder aquellas partes de la Constitución que se querrían conservar con religioso cuidado. Estos dos principios de la conservación y de la corrección actuaron grandemente en los dos períodos críticos de la Restauración y de la Revolución, cuando Inglaterra se encontró sin rey».

Según afirmó en una carta a su hijo Richard, Burke no se planteaba un retorno al Antiguo Régimen en Francia; y propugnó una política reformista siguiendo el modelo de la Monarquía constitucional inglesa, con un gobierno parlamentario. La Monarquía restaurada debía apoyarse en «una constitución libre», obra de la acción legislativa de una cortes elegidas según el antiguo orden legal, que debía abolir «todas las Lettres de Cachet1 y demás mecanismos arbitrarios de encarcelamiento». Los impuestos debían de ser establecidos conjuntamente por los tres estados y el Rey; al mismo tiempo, se establecerían responsabilidades políticas, y que la renta pública no se encontrara interferida por el poder, ni por los abusos o malversaciones. Se convocaría un sínodo de la Iglesia francesa para reformar los abusos. Burke pensaba que los supuestos en los que descansaba la Revolución llevarían, tarde o temprano, a la sociedad francesa a una profunda crisis, lo que obligaría a la intervención del Ejército y a la posible instauración de una dictadura militar: «Ante la debilidad de las distintas clases de de autoridad y lo transitorio de todas ellas, los oficiales del ejército continúan en el motín y la facción, hasta que algún general popular que posea la habilidad de conciliar a los soldados y tenga dotes de mando, atraiga sobre sí la atención y el ejército le obedezca en virtud de sus méritos personales».

1  Las Lettres de Cachet eran órdenes del Rey referidas a personas concretas a las que se obligaba, mediante una carta, a hacer alguna cosa. Básicamente, imponiendo castigos.

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Los planteamientos burkianos generaron una amplia polémica en la sociedad inglesa. Las más célebre crítica a las Reflexiones fue la de Thomas Paine, en su obra The Rights of Man, escrita entre 1791 y 1792. Paine defiende la Revolución francesa. En contra de Burke, estima que cada generación ha de disfrutar de libertad absoluta para cumplir su destino, sin estar obligados al acatamiento de las instituciones tradicionales o al respeto de las leyes injustas. Paine distingue entre Estado y Gobierno, términos que, a su juicio, Burke había confundido. El Estado es una institución necesaria que tiene por base la naturaleza y las necesidades del hombre; mientras que el Gobierno es una creación artificial, aunque necesaria, porque sirve para refrenar las pasiones humanas. El Gobierno es un instrumento que puede caer en la injusticia. Por ello, no tiene un carácter inmutable y sagrado. El pacto sobre el que descansa el Estado, se establece, según Paine, entre individuos bajo un pie de igualdad, a diferencia de la teoría de Burke, a base de un contrato entre el Gobierno y el pueblo. La existencia de una constitución escrita y la forma de gobierno republicana representan las condiciones necesarias en el establecimiento de una organización donde impere la voluntad popular. Los reyes, los sacerdotes y los diplomáticos que preparan las guerras, son elementos peligrosos para la sociedad. Paine fue un defensor ardiente del derecho natural racionalista y, en consecuencia, de la Declaración de Derechos. Los hombres son libres e iguales; todos poseen los derechos naturales de seguridad, libertad y propiedad; la autoridad se deriva del pueblo. El Estado existe para la utilidad del hombre. En el segundo volumen de The Right of Man esbozó Paine un programa crítico y constructivo a favor de la educación obligatoria, la reforma de la Poor Law y la exposición de un plan para una liga de las naciones. Sin embargo, la repercusión de las Reflexiones en Inglaterra y en el Continente fue muy importante. La evolución del régimen revolucionario y, sobre todo, la ejecución de Luis XVI fue interpretada por el establishment británico como el cumplimiento de las predicciones de Burke. Los whigs que había mostrado su simpatía por los revolucionarios franceses fueron desautorizados; y Jorge III ordenó la embajador francés abandonar el país, rompiendo las relaciones diplomáticas. En sus Cartas sobre una paz regicida, Burke criticó a los partidarios de establecer negociaciones con el Directorio. Su principal enemigo era el jacobinismo, al que definió como un intento de «suprimir los prejuicios de la conciencia humana, con el objetivo de poner todo el poder y la autoridad en manos de personas capaces de

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iluminar ocasionalmente la mente del pueblo»; «la rebelión de las mentes atrevidas de un país contra la propiedad», para quien la individualidad se encontraba «al margen de su esquema de gobierno» y, en definitiva, para quien «el Estado lo era todo». El deber de Inglaterra era redimir a Europa de tal «herejía». Edmund Burke murió el 9 de julio de 1797. Tras la derrota de Napoleón, fue cuando se acuñaron los términos conservateur y conservatif para designar un concepto político fundado en sus ideas. Sin embargo, éstas tuvieron una doble «lectura» en Gran Bretaña y en el Continente. Como ya señalamos, la sociedad inglesa no era ya una sociedad de «Antiguo Régimen». Era una sociedad donde el capitalismo se encontraba ya relativamente estabilizado y lo mismo ocurría con su sistema parlamentario, no existiendo, de hecho, una Monarquía absoluta. En el Continente, la realidad social y política era muy distinta. De ahí que la «lectura» continental de Burke sirviera a menudo para pertrechar, no un conservadurismo de carácter liberal, sino el tradicionalismo ideológico.

2. Joseph   de Maistre: el tradicionalismo providencialista Edmund Burke realizó las críticas a la Revolución francesa en sus comienzos, alrededor de 1790; pero posteriormente se produjo, como él mismo señaló, una clara radicalización del proceso revolucionario. El asalto a las Tullerías fue seguido, a finales de 1792, de la detención de la familia real, que permanecería confinada durante meses en sus aposentos y en una situación de arresto domicilario. Se instauró la I República. Luis XVI acabó destronado, más tarde juzgado culpable por los miembros de la Convención y, finalmente ejecutado a comienzos de 1793. El golpe de fuerza de los jacobinos contra los girondinos marcó el debut de un gobierno revolucionario caracterizado por la concentración de los poderes en manos de la Convención, que había sido depurada de sus miembros juzgados contrarrevolucionarios. El gobierno se apoyó en el terror, que se aplicó tanto a los monárquicos como a los republicanos a los que se acusaba de excesivamente moderados. La oposición de manifestó principalmente en la revuelta de La Vendée, que terminó en un auténtico genocidio de la población. La emigración fue otra de las formas de oposición, cuyo comienzo fue

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la proclamación de la I República y se amplió con la muerte de Luis XVI y el régimen del Terror. La oposición se desarrolló igualmente en el plano del pensamiento político, con las críticas de Joseph de Maistre y Louis de Bonald. Nacido el 1 de abril de 1753, en Chambéry, capital del ducado de Saboya y una de las provincias del reino de Cerdeña, Joseph Marie de Maistre era hijo del presidente del Senado de Saboya, Françóis Xavier de Maistre, uno de los grandes fautores de las reformas sociales y políticas del reino; lo que le había valido el título de conde. Joseph de Maistre estudió con los jesuitas y luego derecho en Turín, antes de convertirse en senador del Reino en 1788. Gran lector y gran bibliófilo, constituyó una gran biblioteca, una de las más ricas de Saboya, en la que destacaban los grandes textos del pensamiento ilustrado: Maquiavelo, Bacon, Naudé, Gassendi, Descartes, Grocio, Bayle, Fenelon, Locke, Voltaire, Condillac, Diderot, Montesquieu, Rousseau, Turgot, Smith, etc. Al mismo tiempo, ingresó en la Francmasonería, siendo nombrado Gran Orador de la Logia de Saint Jean Trois Mortiers de Chambéry. Su fervoroso catolicismo estuvo siempre atraído por diversas formas de iluminismo, de esoterismo y de ocultismo, en particular por el pensamiento de Louis Claude de Saint Martin, Jacob Boehme y Martinés de Pasqually. Antes de la Revolución, De Maistre se mostró como un conservador ilustrado próximo al liberalismo, muy influido por Montesquieu y los fisiócratas. Era partidario de reformas económicas y políticas y de una Monarquía limitada. Tras ser ocupada Saboya por las tropas francesas, en 1793, buscó refugio en Lausana, donde residió durante cuatro años, hasta que el Directorio francés logró que fuese expulsado de territorio suizo, por sus posturas ya claramente contrarrevolucionarias. En 1791, había leído las Reflexiones sobre la Revolución en Francia de Burke, junto a otros libros de Mallet du Pan, madame de Staël, Saint-Martin y Benjamín Costant. A partir de 1793 comenzó a publicar sus escritos críticos frente a la Revolución. En Lettres d´un Royaliste savoisien à ses compatriotas, sigue a Burke, oponiendo las verdades de la experiencia a las abstracciones revolucionarias. Como en Burke, la tradición es el depósito de la experiencia de las generaciones pasadas. El prejuicio no carece de valor por se un prejuicio, porque «existen excelentes prejuicios, que son las más viejas y las más santas leyes». No existe contradicción entre la razón y la tradición, porque la tradición es la «razón heredada». Y es que la razón no puede dirigir la realidad allí donde la historia y la experiencia decretan su imposibilidad. La historia

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enseña que «la igualdad es imposible» y que, por lo tanto, la «aristocracia hereditaria es inevitable». De ahí la superioridad de la Monarquía sobre los otros regímenes políticos; es el régimen «pacífico, seguro y duradero más que ningún otro». Dirigiéndose a los saboyanos, señalaba que la revolución había puesto fin a una «paz inalterable» que la Monarquía había garantizado a lo largo de cuarenta y cinco años. La Monarquía era el régimen más pacífico, puesto que se oponía al ideal revolucionario como el ideal liberal de la vida pacífica se opone al ideal de la guerra y del poder. El ideal democrático no podía producir, a su juicio, más que una sociedad desigualitaria donde la desigualdad, que era «necesaria», resultaba «ilegítima»; una sociedad como esta es estructuralmente inestable, porque su ideal igualitario contradice la realidad de su organización social, que supone inevitablemente un reparto desigual del poder. La democracia no es más que una fachada de un poder oligárquico ya que se propone realizar un sueño imposible mediante la violencia extrema del despotismo desordenado de las masas. El rechazo teórico de lo real lleva directamente al Terror. En ese sentido, la Monarquía se oponía a la democracia no como la servidumbre a la emancipación, sino como la libertad al despotismo. Así, Maistre se esfuerza por demostrar que la Monarquía es el régimen de la verdadera libertad y de la verdadera igualdad, porque asegura la libertad al garantizar la paz civil, sancionando la inevitable desigualdad de las clase bajo la forma institucional de la nobleza; y da a esta desigualdad un sentido igualitario porque hace de la nobleza una «sucesión de reconocimiento acordado por los Soberanos en una sucesión de servicios». Los privilegios de la nobleza son así compatibles con «la igualdad de derechos», porque favorece que «todas las aspiraciones» estén abiertas a todos y cada familia puede por sus esfuerzos acceder a la nobleza. La existencia de una nobleza hereditaria y abierta tiene dos virtudes, para Maistre: de un lado, recompensa los méritos de los servidores del Estado y evita que la desigualdad social se reduzca a la desigualdad de fortunas; de otro, confiere a la desigualdad de los individuos una legitimidad cuasinatural. Sin embargo, las virtudes de la nobleza no son tales salvo en y por la Monarquía, ya que solo ella puede hacer que la desigualdad hereditaria devenga en principio de estabilidad; algo que ni los regímenes democráticos ni los aristocráticos son capaces de lograr. Porque si la democracia es inestable y violenta a fuerza de igualitarismo, una sociedad puramente aristocrática corre el riesgo de ser no menos inestable, no menos violenta a fuerza de privilegios.

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Con todo, en esta obra Maistre señala que el error fundamental de la Revolución ha sido la destrucción del orden y, sobre todo, del imaginario monárquico. La auténtica catástrofe ha sido simbólica: «La fuerza moral de los gobiernos ha recibido un golpe terrible. He aquí precisamente la Revolución, porque los crímenes y las exageraciones pasan». El verdadero crimen de los revolucionarios es la transformación de las condiciones de la autoridad. De ahí que la Revolución haya hecho que la autoridad perdiera su evidencia. Así, pues, el problema político radicaba en la restauración de la autoridad monárquica sobre nuevas bases: la «reflexión» y la «ciencia». Joseph de Maistre se mostraba en Lettres d´un Royaliste savoien próximo al reformismo de Burke. No obstante, los acontecimientos posteriores radicalizaron sus posiciones políticas y doctrinales. Su cambio de postura resulta evidente en una de sus obras más célebres, Considerations sur la France, cuya primera edición data de 1796. El libro es una respuesta a las posiciones de los monárquicos liberales exiliados, partidarios, tras la caída de Robespierre, de una alianza con el Directorio. Se trataba de un grupo dominado por madame de Stäel, hija de Necker, y por el escritor Benjamín Costant, que, en mayo de 1796, publicó un folleto titulado De la force du Gouvernement actuel et de la necésite de s´y rallier, donde se instaba a los franceses emigrados a que acataran la República, régimen de la regeneración del hombre y representante de las «Luces». Unas ideas y unos planteamientos que ponían claramente en peligro las posibilidades de restauración monárquica en Francia en la persona de Luis XVIII y descorazonaba a sus partidarios. En Considerations sur la France, Maistre se propuso desentrañar el carácter de la Revolución, la inviabilidad histórica de la Constitución y del gobierno republicano del Directorio; y la consiguiente necesidad del retorno del monarca legítimo. La base de la construcción maistriana es el providencialismo, donde se pueden percibir ecos de Bossuet, Saint-Martin y de las tendencias masónico-esotéricas en las que se había educado el escritor saboyano. Esta perspectiva masónico-esotérica puede percibirse en su modo de designar a la divinidad como Ser Supremo o Eterno Geómetra, que rige el acontecer de la Historia y el destino de los hombres. El providencialismo implica la refutación del racionalismo y del voluntarismo político-social propio de los revolucionarios. Sólo una voluntad suprahumana podía explicar no sólo el

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estallido de la Revolución, sino, sobre todo, su impetuoso impulso. La mano de Dios había inflingido la Revolución para castigar al pueblo francés por su irreligiosidad, su adhesión a la filosofía de las Luces y al libertinaje. Cada uno de sus momentos, incluyendo a los jacobinos y al Terror, habían sido elementos esenciales y necesarios de un designio providencial para salvar a Francia y para expiar las culpas del siglo xviii. Además, la Revolución se había convertido en un proceso autónomo, que sus protagonistas eran incapaces ya de controlar y encauzar. Uno de los ejemplos concretos aducidos por Maistre para demostrarlo era la instauración de la República: «Los que han establecido la República lo han hecho sin desearlo y sin saber lo que hacían; los acontecimientos les han llevado a ello. Un proyecto previo no hubiese triunfado». Maistre combina el providencialismo con el historicismo. El escritor saboyano se mostraba completamente escéptico en lo que respecta a la capacidad humana de crear de la nada constituciones y sistemas políticos. Contra Rousseau y el enciclopedismo en general, Maistre afirma, como Burke, que la sociedad no es una convención racional de los individuos; y que resulta absurdo pensar que las instituciones puedan ser creadas y que subsistan mediante la aplicación pura y simple de preceptos racionales. La Revolución pretendía fundamentar sus pretensiones como fruto de la decisión libre y racional de un pueblo que quiere dictar sus propias leyes y su propio destino; lo que conducía a la conculcación de un orden natural tradicionalmente evolucionado. De ahí el proyecto revolucionario de hacer una Constitución, algo que a Maistre le parece absurdo, porque, a su juicio, el hombre podía «modificarlo todo en la esfera de su actividad, pero no podía crear nada: esa es su ley, en lo físico como en lo moral». El legislador nunca hace otra cosa que reunir los elementos preexistentes en las costumbres y en el carácter de los pueblos. Una nación no se constituye por deliberación, ni por actos de voluntad o un pacto, sino a partir de los datos suministrados por la Historia: «Qué es una Constitución? No es otra cosa que la solución al siguiente problema: Dadas la población, las costumbres, la religión, la situación geográfica, las relaciones públicas, las riquezas, las buenas y las malas cualidades de determinada Nación, hállanse las leyes que le convienen».

Fuera de la historia concreta, las constituciones no son sino «pura abstracción, una obra escolástica, hecha para ejercitar el ingenio partiendo

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de una hipótesis ideal». Pero es que, además, las constituciones elaboradas por la República francesa habían sido hechas para el hombre abstracto, para un hombre que no existía en el mundo: «La Constitución de 1795, como las precedentes, está hecha para el hombre. Ahora bien; el hombre no existe en el mundo. Yo he visto durante mi vida, franceses, italianos, rusos… y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: en cuanto al hombre, declaro que no me lo he encontrado en mi vida; si existe, lo desconozco».

Por otra parte, Francia disponía de su propia Constitución, fruto de su historia particular, y basada en las Leyes Fundamentales de la Monarquía, la Iglesia, los órdenes y las cortes estamentales. Desde la perspectiva del historicismo providencialista maistriano, la República no podía durar. A su entender, una «gran república indivisible» resultaba imposible; de ahí su desdén hacia Norteamérica. La República francesa, frente a los sostenido por Costant y los monárquicos liberales, no se había consolidado, ni había acabado con el espíritu antirreligioso de la Revolución, ni con la superación de la Iglesia y Estado. Los fundamentos en que descansaba seguían siendo puramente abstractos. En consecuencia, ¿cómo podría retornar el rey legítimo y en qué condiciones? Maistre consideraba que el pueblo no decidía nada en las revoluciones; y que tampoco tendría oportunidad de decidir en la restauración de la Monarquía. Frente los que, como Costant, temían las represalias monárquicas contra el Ejército y los compradores de bienes nacionales, Maistre estimaba que no habría venganzas. Los emigrados carecían de fuerza política y militar. A los propios compradores de bienes nacionales les convenía la restauración monárquica, porque así sabrían a qué atenerse, pues «todo es estable bajo un gobierno estable». Además, después de tantas convulsiones, los franceses, ya cansados, reposarían «deliciosamente» en los brazos de la Monarquía. Por todo ello, Maistre estimaba que la contrarrevolución no sería «una revolución de signo contrario, sino lo contrario de una revolución». Tras la publicación de la obra, que fue bien recibida por Luis XVIII y sus consejeros, Maistre profundizó, en su opúsculo Reflexions sur le protestantisme, sobre las relaciones entre política y religión. Para el saboyano, existía una clara relación entre el protestantismo y las ideologías políticas revolucionarias. El protestantismo significaba «la insurrección de la razón individual contra la razón general», convirtiéndose, de hecho, en una «herejía

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civil» más que en una herejía religiosa. Se trataba de una «doctrina de resistencia y de insurrección». Las palabras «contrato social», «pacto primitivo» o «resistencia legítima» tenían un origen claramente protestante. La raíz de todo ello se encontraba en el principio de libre-exámen, que ponía en discusión los principios de autoridad y de soberanía. Y es que la soberanía y la autoridad disponían de fuerza, unidad y estabilidad siempre que fuesen «divinizadas» por la religión. En definitiva, el protestantismo era «el sansculottisme de la religión»: «El uno invoca la palabra de Dios; el otro los derechos del hombre; pero en el hecho es la misma teoría, la misma marcha y el mismo resultado. Estos dos hermanos han dividido la soberanía para distribuirla en la multitud». En octubre de 1802, Maistre fue nombrado por el rey de Cerdeña ministro plenipotenciario en Rusia, convirtiéndose progresivamente, sobre todo a partir de la ruptura de la alianza entre Napoleón y el Zar, en uno de los consejeros más influyentes de Alejandro I, que incluso llegó a ofrecerle un ministerio. Frente a las tendencias reformistas y liberales del ministro ruso Speranski, Maistre escribió y publicó su Essai sur le principe générateur des constitutions politiques, en cuyas páginas continua y perfecciona algunos razonamientos expuestos en Considerations sur la France. Su punto de partida es la idea de que todo poder legítimo no puede venir más que de Dios. Es imposible que exista un poder humano sin la sanción del poder divino. Fiel a sus principios historicistas y experimentales, estima que no ha existido ley fundamental alguna que haya sido fruto de una «deliberación». Y es que la decisión de algunos individuos reunidos en una asamblea e incluso la propia voluntad humana no constituyen, en derecho, un fundamento demasiado sólido para comprometer a los pueblos durante mucho tiempo. Puesto que ninguna seguridad humana es suficiente para garantizar el poder, resulta preciso buscar los fundamentos de la autoridad fuera del mundo, del lado de la divinidad. Allí donde se cede a las ilusiones del racionalismo o del relativismo políticos se está condenado a que los fundamentos del derecho sean objeto de una perpetua puesta en cuestión, corriendo el riesgo fatal de ir hacia la disolución de toda verdadera autoridad. Sin el dogma del «Dios legislador» toda obligación moral resulta imposible. La Providencia legitima, además, el orden político social a través del «Tiempo», es decir, de la Historia. Una institución política a la que el tiempo ha consagrado disfruta de una legitimidad de la que carecen las innovaciones nacidas de la pura razón. Este privilegio fundado sobre la

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duración tiene su justificación, como en el caso de Edmund Burke, en una concepción orgánica del desarrollo social, tomando como modelo la vida vegetal y animal. Según Maistre, «las más grandes instituciones» nunca son objeto de una decisión fundadora que las estableciera en la transpariencia de un acuerdo original —tal era la ilusión a la que habían sucumbido los seguidores de Rousseau—, sino que son invariablemente resultado de «las circunstancias». Como tales, las circunstancias implican factores de una extrema complejidad, que juegan un papel determinante, a menudo imperceptible. Ninguna institución escapa a esta ley de germinación lenta, que es, sin embargo, la garantía de su solidez «en todos los órdenes posibles». En ese sentido, Maistre toma como ejemplo la sabiduría de los legisladores ingleses, caracterizada por su pragmatismo. Fruto de ello era un conjunto de instituciones que habían conseguido, a través de múltiples combinaciones y pactos, «la unidad más complicada y el más bello equilibrio de fuerzas políticas que jamás ha dado el mundo». En consecuencia, el escritor saboyano valoraba no sólo el carácter propio de las constituciones nacionales, sino la idea de un orden social orgánico, fundado sobre la tradición, comprendido como una memoria colectiva y reserva de leyes no escritas. En otra de sus obras, Les soirées de Saint Pétersbourg, Maistre no sólo somete a dura crítica al conjunto de los filósofos ilustrados, y en particular a Voltaire, desarrolla su célebre exaltación del verdugo —«toda la grandeza, todo poder, toda disciplina descansan en el verdugo»—, sino que fundamenta su antropología política en el dogma del pecado original. Y es que si consideramos a la Humanidad como un todo, como hace Dios, descubrimos, según Maistre, que todos somos partícipes del pecado humano. El pecado es nuestra herencia común; y todos debemos contribuir a pagar por él: «Cada hombre, en su calidad de hombre, está sujeto a todas las enfermedades de la Humanidad». Desarrolla igualmente su concepción de la soberanía y de la Constitución, producto de la tradición y de la historia, que parte del reconocimiento de un orden dictado por la Providencia. En la Corte rusa, Maistre había contribuido, dada su influencia en el Zar, a fomentar la presencia de los jesuitas y la conversión de algunos miembros de la alta aristocracia al catolicismo; lo que suscitó los recelos de la Iglesia ortodoxa. Tras las expulsión de los jesuitas, Alejandro I propuso a su antiguo consejero, a la altura de 1816, su regreso a la corte de Turín. Al año siguiente, dejó San Petesburgo y llegó a París, donde fue recibido por Luis XVIII, que le trató con frialdad, descontento por la publicación en

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Francia del Essai sur le principe générateur des constitutions politiques, porque suponía una desautorización de la Charte otorgada por la Monarquía restaurada. La Restauración francesa, por la que tanto había luchado, no le satisfizo. De hecho, la Charte mantuvo las principales conquistas revolucionarias en lo concerniente a las libertades y derechos. Admitía la división de poderes: el rey controlaba el poder ejecutivo; el judicial quedaba en manos de jueces permanentes nombrados por el monarca; y el poder legislativo se compartía por la Cámara de Diputados —electos— y la Cámara de los Pares, designada por el rey. Posteriormente, Maistre fue nombrado regente de la Gran Cancillería en Turín y ministro de Estado, cargos más bien honoríficos que efectivos. En 1819 publicó Du Pape, obra inicialmente destinada al público ruso para refutar una apología de la Iglesia ortodoxa, donde sostiene, de nuevo, la importancia de la soberanía política como elemento irrenunciable de las sociedades, porque no puede existir comunicación humana que no lo sea a través del poder. Al mismo tiempo, se planteaba, en este libro, la necesidad de limitar la acción de los soberanos, ya que ésta tendía espontáneamente a degenerar en tiranía. Pero una fuerza en condiciones de moderar a los Estados modernos debía, sin embargo, ser externa y superior a ella; y, por lo tanto, insistirá de nuevo Maistre, debería provenir de Dios. En el jefe de la Iglesia católica, el Pontífice, recaía la misión y el deber de guiar a los soberanos de Europa, de manera que en el orden político estuviesen activas dos autoridades: la de los monarcas que gobiernan las naciones, y la del Papa, que interviene para regular con su supremacía espiritual la vida de los Estados. El argumento esencial de Du Pape es que en virtud de las leyes sociales toda soberanía es infalible naturalmente, y que Dios diviniza esta ley en su Iglesia, que es una sociedad sumisa a todas las leyes de la soberanía. Así, la infalibilidad en el orden espiritual y la soberanía en el orden temporal son dos palabras perfectamente sinónimas. No puede haber sociedad humana sin gobierno, ni gobierno sin soberanía, ni soberanía sin infalibilidad; y esta supremacía indispensable no puede ser ejercida más que por un órgano único. Todo lo cual lleva al reconocimiento de la soberanía espiritual del Papa sobre la Iglesia a través del principio de infalibilidad que proviene del derecho de toda soberanía. El contenido de la obra no fue bien recibido por Pío VII. Sin embargo, esta obra sentó las bases de lo que luego se denominaría ultramontanismo.

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Y en 1870, durante el Concilio Vaticano I, se estableció el dogma de la infalibilidad pontificia en materia de fe. Joseph de Maistre había muerto el 28 de febrero de 1821. 3. Louis de Bonald: la constitución natural de las sociedades Louis-Ambroise Gabriel, vizconde de Bonald, nació en Millau el 2 de octubre de 1754. Pertenecía a una familia de la nobleza de toga. Estudió en París en el Colegio de Juilly, que regentaban los Oratianos, donde se familiariza con las lectura de autores como Descartes, Pascal, Bossuet, Malebranche, etc. Quiso dedicarse a la carrera militar, perteneciendo a los Mosqueteros del Rey desde 1774 a 1776, año en que fue disuelto este cuerpo de elite. En 1785 se convierte en alcalde de Millau. Al principio, se mostró favorable a las reivindicaciones de la Revolución; y organizó una federación de guardias municipales en Millau y en tres pueblos vecinos. Miembro de la Asamblea departamental, se opuso a la Revolución tras las reformas de los constituyentes y el voto de la constitución civil del clero. A finales de enero de 1791, Bonald dimitió y para evitar represalias emigró a Heildelberg, donde se encontraba el Ejército del Principe de Condé, que resistía a la Revolución. En Heidelberg, leyó autores alemanes como Leibniz, cuya influencia se manifestó en su obra. En 1796, publica anónimamente Theorie du pouvoir politique et religieux dans la societé civile, demontre par le raisonnement et l´histoire. Seis años más tarde publicaría Legislation primitive. El punto de partida de estas obras es la crítica de la concepción contractualista de la sociedad y su correlato, la antropología individualista. Para Bonald, como para Burke y Maistre, la sociedad no puede ser consecuencia de un acuerdo de voluntades individuales. La sociedad tiene su origen en Dios. Similarmente, lo que constituye al hombre como ser humano no es el cogito, sino el vínculo, la lengua, otorgado por Dios a los hombres. Para poder pensar, y así adquirir conciencia de sí mismo, el hombre necesita del lenguaje, que le es trasmitido por la sociedad. Nadie puede inventar de la nada el lenguaje. Es preciso, por tanto, aceptar que el hombre recibió al principio el lenguaje de alguien previo a sí mismo: Dios. El lenguaje se halla indisolublemente unido a lo social. Como el lenguaje, también la sociedad es previa al hombre. Es la sociedad la que hace al hombre, y no a la inversa,

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como afirmaban Rousseau o Voltaire. El lenguaje y la sociedad son los vínculos del ser humano con Dios. Y Dios debe continuar siendo el origen de esta relación. Dios adquiere, así, para Bonald, un sentido funcional: existe para poder preservar la sociedad humana. De ahí que el catolicismo sea una religión absoluta, que no permite la distinción entre la esfera interna y la externa, entre la conciencia y la sociedad. Los hombres únicamente pueden vivir unidos entre sí cuando esta unión tiene lugar en el interior y en el exterior, en su conciencia y en la vida social. Sólo mediante la unión de las voluntades individuales puede ser la vinculación política algo distinto a un puro acto externo de creación. Para Bonald, la sociedad es una comunidad entre los hombres y Dios, con el fin de preservar mutuamente su existencia. Dicho de otra forma, la sociedad es la propia naturaleza del hombre, su ser histórico. Como para Maistre, para Bonald no podía considerarse aisladamente el poder político y el poder religioso, el Trono y el Altar, principios esenciales de la constitución «natural» de las sociedades. Con toda coherencia, Bonald consideraba ambos poderes íntimamente imbricados en lo que denomina sociedad civil, expresión que, en su caso, no designa, como en el pensamiento liberal, la sociedad temporal como distinta a la sociedad espiritual, es decir, el Estado que conquista su autonomía con respecto a la Iglesia, sino a la realidad resultante de la reunión de ambas. De aquí resulta que lo religioso y lo político se encuentran necesariamente vinculados en mutua correspondencia. Los cambios de la religión son las vicisitudes de la política y viceversa, como lo demostraba el proceso de secularización social y político que arrancaba fundamentalmente de la Reforma luterana, origen remoto de la Ilustración, del liberalismo y de la democracia. En esta correspondencia veía Bonald el principio fundamental de la sociedad. Bonald identificaba el ateísmo con la democracia; el teísmo con la Monarquía; y el deísmo con un paradójico intento de mediación entre ambos extremos, cuya traducción política era la Monarquía constitucional. El origen fáctico de la sociedad, como sabemos, no se encuentra en el individuo, sino en la familia. Sólo la familia monogámica era natural; y el trío padre-madre-hijo era el prototipo de la organización social y política: el padre era la imagen del poder —necesariamente uno—, a quien pertenece el mando; la madre era la imagen del misterio y de los consejeros que trasmiten las órdenes; y los niños son los súbditos, a los que se refieren las funciones anteriores. De ello se deduce que la Monarquía es el único

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gobierno legítimo, porque es la forma de gobierno acorde y conforme con la naturaleza humana, como ser natural y necesariamente social; mientras que la República es un régimen contrario a la naturaleza, ya que contempla al hombre como individuo aislado: «En la Monarquía todo es social: religión, poder, distinción; en el estado popular, todo es individual: cada uno, su religión, su poder, cada uno pretende distinguirse o dominar por su talento, por su fuerza. En la Monarquía, porque es poder social, su límite está en las instituciones sociales; en la democracia, porque son poderes individuales, su límite está en el hombre».

El hombre no adopta la libre resolución de convivir con determinados congéneres, sino que nace en sociedad. Pero no se trata de una sociedad genérica, sino de varias concretas que se conjugan entre sí de distintos modos: la familia, la corporación, la aldea, la ciudad, el Estado. Esta concepción de la sociedad llevaba, en el ámbito de lo político, a la representación estamental-corporativa. Bonald se refiere, en ese sentido, a la representación en los estados, es decir, de la Iglesia, la nobleza y el pueblo, junto al Rey. Bonald se mostró como un crítico precoz de la incipiente sociedad industrial. Su objetivo de restauración de una sociedad integrada, estructurada jerárquicamente y ordenada por estrechos lazos familiares, iba ligada a la defensa de la sociedad agraria y al rechazo de la sociedad industrial. La comunión moral religiosa pretendía compensar la desunión creada por el materialismo mercantil y el racionalismo liberal. La familia agrícola era autosuficiente y podía alimentarse y proveerse a sí misma; no dependía de otros hombres para asegurar su existencia permanente. En la familia agrícola se respetaba, además, el orden natural y divino, porque el padre era la autoridad. Esto no sucedía en la familia industrial, en la que sus componentes se encuentran aislados y la unidad de la familia y, en definitiva, de la sociedad, se veía alterada. La industria socava la unidad social; impone una dura labor a los hijos, con lo cual impide su educación y destruye la salud en un ambiente artificial y sucio. La agricultura unifica a la sociedad; mientras que la industria tiende a dividirla en clases hostiles y antagónicas. Así, dirá Bonald: «Las manufacturas amontonan en las ciudades una inmensa población de obreros carentes de las virtudes que inspiran el gusto y la cultura de las propiedades campestres, entregados a todos los vicios que produce la

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corrupción de las ciudades que ofrecen goces para el libertinaje y recursos para la holgazanería».

En 1797, Bonald volvió clandestinamente a París, donde comenzó a colaborar en el Mercure de France. Com partidario de la restauración monárquica, rehusó la oferta de Napoleón de hacer reimprimir su Theorie du pouvoir si retiraba el nombre del Rey de la misma. En 1807, rehusó igualmente el puesto de director del periódico oficial Journal de l´Empire. Sin embargo, como en el caso de Maistre, no se identificó plenamente con la Restauración monárquica, por su carácter ecléctico y, en el fondo, liberal. No obstante, Luis XVIII le colmó de honores. Fue elegido diputado en 1815 y constantemente reelegido hasta 1823, año en que fue nombrado Par de Francia. Desempeñó cargos como el de Ministro de Estado, miembro del Consejo Privado del Rey o el de Presidente del Comité de vigilancia de periódicos y revistas. Bonald era partidario de la censura. No se trataba, a su juicio, de atentar contra la libertad de pensamiento, ni contra la libertad de expresión. Lo que propugnaba era la reglamentación de la libertad de publicar, es decir, de actuar sobre los demás en el espacio público. La palabra y la escritura publicada eran acciones y ningún gobierno, ni ninguna sociedad podían conceder a sus súbditos o a sus miembros una libertad de actuar ilimitada, porque se corría el peligro de volver a caer, como en el período revolucionario, en el estado salvaje de la guerra de todos contra todos. Sin embargo, sus posiciones no triunfaron. La Restauración no fue lo lejos que él hubiera deseado. El mal del individualismo no había sido extirpado en todas sus raíces. A la caída de Carlos X, Bonald escribió unas Reflexiones sobre la Revolución de Julio de 1830, donde afirmaba que el reinado de Luis XVIII había supuesto en el fondo, no la restauración de la Monarquía, sino «la restauración de la revolución», porque todos sus errores y todas sus injusticias «fueron aprobadas por la Carta arrancada a la debilidad del rey». Louis de Bonald murió el 23 de noviembre de 1840.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. Crítica de la abstracción política «Me precio de ser tan amigo como cualquiera de los miembros de ese club de una libertad viril, moral y ordenada, y quizá haya dado durante el transcurso de mi vida pública buenas pruebas de su adhesión a tal causa. Estimo tanto como ellos, me parece, la libertad de otra nación; pero no puedo ponerme en primera fila y tributar alabanzas o censuras a aquellos que traten de las acciones humanas o de los intereses de los hombres considerando el asunto tan sólo en lo absoluto, en la desnudez y el aislamiento de la abstracción metafísica. Son las circunstancias, esas circunstancias que algunos caballeros pasan por alto, las que, en realidad, dan a todo principio político su matiz peculiar y su particular efecto. Son las circunstancias las que hacen a los sistemas civiles benéficos para la Humanidad».

Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa. 2. Revolución de 1688 y Revolución Francesa «La Revolución se hizo para conservar nuestras antiguas e indiscutibles leyes y libertades y la antigua Constitución, que es nuestra única garantía (…) Sus franquicias no en virtud de principios abstractos como «los derechos del hombre», sino como derecho de los ingleses y como patrimonio legado por sus mayores».

Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa.

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3. Prejuicio y religión como bases de la sociedad «Muchos de nuestros filósofos, en lugar de desacreditar los prejuicios generales, emplean, por el contrario, su sagacidad en descubrir la sabiduría oculta que contienen (…) El prejuicio hace a la razón activa, por el cariño que inspira la permanencia. Los prejuicios se aplican inmediatamente en las dificultades; primero unen al espíritu en un encadenamiento seguro de sabiduría y virtud, y no dejan dudar en el momento de la decisión al hombre escéptico, embarazado e irresoluto. El prejuicio convierte a las virtudes en hábitos y no en una serie de actos inconexos. Por todo esto, el deber forma parte de nuestra naturaleza».

Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa. 4. Historicismo versus voluntarismo «La Constitución de 1795, como las precedentes, está hecha para el hombre. Ahora bien; el hombre no existe en el mundo. Yo he visto, durante mi vida, franceses, italianos, rusos, y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa; en cuanto al hombre, declaro que no me lo he encontrado en mi vida; si existe, lo desconozco (…) ¿Qué es una Constitución? No es otra cosa que la solución al siguiente problemas: Dadas la población, las costumbres, la religión, la situación geográfica, las relaciones políticas, las riquezas, las buenas o malas cualidades de determinada Nación, hallénse las leyes que le convienen».

Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia. 5. Pesimismo antropológico «El pecado original, que lo explica todo, y sin el que nada se explica, se repite desgraciadamente a cada instante, aunque de manera secundaria (…) Hay una enfermedad original, así como hay un pecado original; es decir, que en virtud de esta degradación primitiva estamos sujetos a toda clase de padecimientos físicos en general, así como en virtud de esa misma degradación, estamos sujetos a toda clase de vicios en general. Esta enfermedad original no tiene, pues, otro nombre. No es más que la capacidad de sufrir todos los males, como el pecado original (hecha abstracción de la imputación) no es sino la capacidad de cometer todos los crímenes, lo que excluye el paralelo (…) El hombre es malo, horriblemente malo».

Joseph de Maistre, Las veladas de San Petesburgo.

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6. El hombre como producto social «No solamente no pertenece al hombre constituir la sociedad, sino que es la sociedad la que debe constituir al hombre, es decir, formarle por medio de la educación social. El hombre no existe sino para la sociedad, y la sociedad no lo forma sino para ella: debe, por lo tanto, el hombre emplear al servicio de la sociedad todo lo que ha recibido de la naturaleza y todo lo que ha recibido de la sociedad, todo lo que es y todo lo que tiene. Servir a la sociedad es administrarla conforme a la fuerza de esa expansión o ejercer una función en una parte cualquiera de la administración».

Louis de Bonald, Teoría del poder político y religioso. 7. Contraposición entre la sociedad agraria y la sociedad industrial «Las manufacturas amontonan, en las ciudades, una inmensa población de obreros, carentes de las virtudes que inspiran el gusto y la cultura de las propiedades campestres, entregados a todos los vicios que produce la corrupción de las ciudades que ofrecen los goces del libertinaje y recursos de la holgazanería. La menor disminución en su trabajo, la menor variación en el gusto de lo objetos que produce, envían al hambre y a la desesperanza a esa multitud imprevisora, que trabaja poco para consumir mucho; y que estas frecuentes alternativas de comodidad y miseria, ese paso súbito de la intemperie al hambre, la vuelve (a esta multitud) según el Estado esté tranquilo o agitado, causa del desorden o instrumento de la revolución».

Louis de Bonald, Teoría del poder político y religioso.

BIBLIOGRAFÍA 1. Obras de Bonald, Burke y De Maistre Bonald, Louis de, Teoría del poder político y religioso. Tecnos. Madrid, 1988. Burke, Edmund, Reflexiones sobre la revolución en Francia. Alianza. Madrid, 2003. —  Textos políticos. Fondo de Cultura Económica. México, 1984.

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Burke, Edmund, Revolución y descontento. Selección de escritos políticos. Edición, presentación y revisión de la traducción de Noelia Adanes González. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2008. —  Investigación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello. Alianza. Madrid, 2002. —  Vindicación de la sociedad natural. Trotta. Madrid, 2009. Maistre, Joseph de, Consideraciones sobre Francia. Rialp. Madrid, 1956. —  Oeuvres. Robert Laffont. París, 2007. —  Ecrits sur la Révolution française. PUF. París, 1989.

2. Bibliografía complementaria Castro Alfín, D., Burke. Circunstancia política y pensamiento. Tecnos. Madrid, 2006. Cioran, E., «Ensayo sobre el pensamiento reaccionario (A propósito de Joseph de Maistre)», en Ejercicios de admiración y otros textos. Tutsquets. Barcelona, 1992. Furet, F., La Revolución a debate. Encuentro. Madrid, 2000. Kirk, R., Edmund Burke. Redescubrimiento de un genio. Ciudadela. Madrid, 2007. —  La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos. Rialp. Madrid, 1956. Koyré, A., «Bonald», en Études d´histoire de la pensée philosophique. Gallimard. París, 1971. Macpherson, C.B., Burke. Alianza. Madrid, 1984. Mannheim, K., «El pensamiento conservador», en Ensayos sobre sociología y psicología social. Fondo de Cultura Económica. México, 1963. Múgica, L. F., Tradición y revolución. Filosofía y sociedad en el pensamiento de Louis de Bonald. Eunsa. Pamplona, 1988. Nisbet, R., Conservadurismo. Alianza. Madrid, 1995.

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Nisbet, R., La formación del pensamiento sociológico. Amorrortu. Buenos Aires, 1969. —  «Conservadurismo», en Bottomore, T. y Nisbet, R., Historia del análisis sociológico. Amorrortu. Buenos Aires, 2001. Osés Gorráiz, José María, Bonald o el absurdo de toda revolución. Universidad Pública de Navarra. Pamplona, 1987. Palacios, L. E., Estudios sobre Bonald. Speiro. Madrid, 1982. Pranchère, J.Y., L´Autorité contre les Lumiêres. La philosophie de Joseph de Maistre. Droz. Gèneve, 2004. Tierno Galván, E., Tradición y modernismo. Tecnos. Madrid, 1962.

Tema 6

El pensamiento político norteamericano: de los founding fathers a la consolidación de la nación americana Yolanda Casado

1. La adaptación americana a la herencia europea 2. Resistencia, rebelión e independencia: las ideas de la Revolución americana 3. La elaboración de la Constitución: federalistas y antifederalistas 4. El abolicionismo frente al pensamiento proesclavista. La doctrina de los derechos de los Estados de Calhoun 5. La era de la democratización de Andrew Jackson 6. La presidencia de Abraham Lincoln (1809-1865): la construcción de la nación norteamericana Lecturas complementarias Bibliografía

En estas páginas vamos a tratar de exponer el pensamiento más influyente en la formación de los EEUU, a partir de las trece colonias independientes, la puesta en marcha de la nueva República federal. Abordaremos las contribuciones del pensamiento esclavista y antiesclavista, la permanencia de la esclavitud «esa peculiar institución», la secesión de los estados del Sur y la guerra civil, pasando por la época histórica conocida como era de las reformas democráticas. Aunque el territorio de los EEUU no se completa hasta el siglo xx, el pensamiento y la acción de gobierno de dos generaciones de hombres excepcionales resulta fundamental en la formación de la Nación. Si consideramos que el establecimiento de un orden político democrático depende de una complicada interacción de problemas coyunturales, cálculos y actitudes políticas, creencias y con frecuencia objetivos mal definidos o contradictorios, puede afirmarse que entre la Guerra de la Independencia (1775-1776) y la guerra de Secesión (1861-1865) se forjan los Estados Unidos de América gracias a la impronta de unos hombres que a pesar de las extremas disparidades en edad, formación, temperamento, valores éticos, actitudes religiosas, orígenes familiares y status social, comparten un gran proyecto, la necesidad de crear una Unión basada en la confianza recíproca. La imposibilidad de tratar en unas pocas páginas a todos ellos hace que pongamos el énfasis en aquellos hombres —Franklin, Washington, Jefferson, Adams, Madison, Hamilton, Lincoln— cuyas ideas, acciones e interacciones crearon y condujeron la nueva República desde el proceso de la independencia hasta su consolidación como nación moderna tras el fin de la guerra civil. Por tanto, trataremos el origen y las influencias ideológicas de la Constitución de los Estados Unidos, los poderosos retos del pensamiento esclavista y sus consecuencias y, por ultimo, el influjo de algunos escritores y filósofos excepcionales cuya contribución a la democratización, durante la época jacksoniana, forma parte de la tradición política norteamericana y de su cultura.

1. LA ADAPTACION AMERICANA DE LA HERENCIA EUROPEA Los ingleses habían empezado a colonizar las costas de América del Norte a finales del siglo xvi, en dura competencia con otros países europeos.

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En los dos siglos siguientes, los colonos afluyeron en número creciente y dieron lugar a un total de 13 colonias, dotadas de muy distinto status jurídico y social, pero unidas por la geografía, la obediencia a un mismo soberano, la amenaza de los nativos y de los franceses del Canadá y la Luisiana. De los 102 pasajeros del barco Mayflower que desembarcaron en Cap Cod, cincuenta pertenecían a una secta religiosa y recibieron el nombre de pilgrims (peregrinos). Los atentados contra la independencia de las opiniones religiosas en Europa poblaron América. Allí buscaron asilo las heterodoxias europeas, es decir, los disidentes respecto a las confesiones nacionales profesadas por los Estados europeos modernos. Para conservar y practicar libremente su fe estos inconformistas dejaron sus bienes y tierras y comenzaron una lucha por la existencia cuya consolidación necesitaría el fortalecimiento y la exaltación de sus creencias. Huyendo de las persecuciones religiosas en Inglaterra, puritanos, católicos, cuáqueros, anglicanos, presbiterianos, nutrieron de población a estas colonias.. Las Cartas acordadas por el Rey a los emigrantes o a las compañías colonizadoras popularizaron la idea del contrato como origen de la organización política y social. Tanto la iglesia como la comunidad política se formaban por individuos que aceptaban el pacto voluntariamente, es decir, por consentimiento. Las colonias obtenían el derecho a organizar sus propias asambleas para legislar y aprobar impuestos, mientras que el rey se reservaba el derecho de nombrar a los gobernadores que ejercían el poder de gobernar en su nombre. El individualismo y la idea del self government (autogobierno) fueron, por lo tanto, principios que estuvieron presentes desde la misma formación de las colonias y pasaría a formar parte del legado cultural de los EEUU. Durante el siglo xviii un torrente de acontecimientos sacuden Inglaterra y sus colonias. El conflicto entre la Corona británica y sus colonias de Norteamérica daría lugar a un prolongado y difícil proceso y a la formación de los Estados Unidos. Frente a las ideas de Robert Filmer sobre el derecho divino de los reyes y de Thomas Hobbes sobre el «soberano absoluto», John Milton aboga por la necesidad del gobierno de los mejores, de los «elegidos» y James Harrington expresa su preferencia por las constituciones escritas y la separación de poderes. La influencia de la Revolución Gloriosa en América, con el triunfo del ideal parlamentario sobre la doctrina del derecho divino de los reyes, deja una impronta en el pensamiento político americano enorme-

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mente interesante y fundamental para entender los procesos constitucionales un siglo mas tarde. John Locke, uno de sus mejores defensores, mantuvo que los pueblos confían a los gobernantes el poder, la autoridad publica, pero en el pacto que llevan a cabo, no renuncian a sus derechos naturales y en caso de violación de éstos pueden retomar el ejercicio de la soberanía a la espera de encontrar manos mas dignas en quien confiar el depósito. Además, su convicción sobre la limitación del poder, le llevo a dividirlo en ejecutivo y legislativo Las condiciones en las colonias inglesas serían el campo de experimentación de las ideas de J.Locke y de otros autores. Los cuáqueros liderados por George Fox y el movimiento de los levellers (niveladores) de John Lilburne aportaron el germen de la idea de soberanía popular Estos últimos, firmes defensores de la libertad individual, deseaban la emancipación de los artesanos y pequeños propietarios a través de la conquista de los derechos civiles y políticos. La Bahía de Massachussets, colonizada por puritanos, estableció una forma de gobierno teocrático como la Ginebra de Juan Calvino. John Winthrop (1588-1649) gobernó con mano de hierro la comunidad, impuso una rígida moral puritana basada en la estructura familiar patriárquica y en la escolarización de todos los niños. Bajo la égida de la Iglesia, el autoritarismo social coexistió con una descentralización del gobierno local basada en los town meetings en los que las decisiones requerían el acuerdo unánime de cada colono con derecho a voto perteneciente a la comunidad. Para el doctrinario John Cotton (1584-1652), la mejor forma de gobierno sería la teocracia según las Escrituras. El criterio religioso y no el económico es el único para detentar la autoridad política en la comunidad. Convencido de la existencia del Mal, y de la propensión de los humanos a abusar del poder propuso una limitación de éste como garantía de una comunidad cristiana bien organizada que alcanzaba todas las esferas de la vida. La particular mezcla puritana de dogmatismo moral y de democracia política constituiría una de los legados más influyentes en América. Otra experiencia de convivencia y organización política coexistió con la rigidez de Massachussets. La Colonia de Rhode Island fue fundada por el también calvinista Roger Williams (1603-1683) pero sobre el principio de la distinción entre sociedad civil y religiosa como fundamento de la tolerancia religiosa, de la libertad de conciencia y de la democracia participativa. La extensión del derecho de sufragio, el reconocimiento del derecho de iniciativa y de referéndum a las comunidades, y el instrumento de revocación de

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los magistrados, junto a una legislación civil más permisiva fueron algunos de las innovaciones mas importantes llevadas a cabo en la sociedad y en la organización política de la colonia, y constituirían otro de los legados fundamentales del pensamiento político Americano. 2. RESISTENCIA, REBELION E INDEPENDENCIA: LAS IDEAS DE LA REVOLUCION AMERICANA: George Washington, Thomas Paine, John Adams, Benjamin Franklin Es un hecho incontestable que la política enérgica del rey Jorge III hacia las colonias de Norteamérica desembocó en una crisis que culminaría en ruptura. Las necesidades de recursos de la Corona Inglesa llevó a la imposición de gravámenes a los comerciantes de Nueva Inglaterra con la aprobación de una batería de legislación, las leyes de Navegación y posteriormente la ley del Timbre que provocarían una resistencia fuerte en las colonias. A la desobediencia siguió la oposición organizada y el boycot a ciertos productos ingleses. La represión militar provocó el establecimiento de gobiernos propios en las colonias. Frente a las bien entrenadas tropas inglesas se formaron las milicias populares, «ejércitos de patriotas», entre 1775 y 1783. Entre los revolucionarios más activos cabe mencionar a Samuel Adams y a su sobrino John Adams, quien argumentaría jurídicamente el derecho de resistencia y la independencia frente al Parlamento de Londres. El Rey había otorgado unas Cartas a las colonias de Norteamérica y el Parlamento no podía sustituir al Rey, ya que en ellas se establecía un vínculo contractual que no podía ser suplantado. Por otra parte (Adams) expuso brillantemente el principio de que «no hay Gobierno legítimo sin representación». Uno de las personalidades más polifacéticas y atractivas, Benjamin Franklin, consideraba por el contrario que el Parlamento sí tenía derecho y poder para establecer gravámenes al comercio con las colonias pero (argumentaba que) en virtud de las cartas acordadas, carecía de poder para establecer impuestos dentro de las colonias sin el consentimiento de sus representantes legítimos. La asamblea nombró al delegado de Massachussetts J. Adams, al filosofo e inventor Benjamin. Franklin de Pennsylvania, a Robert Livingston de Nueva York, a Roger Sherman de Connecticut y al virginiano Thomas Jefferson, quien redactaría el texto de la Comisión. Hubo representantes de

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la totalidad de los intereses presentes en ese momento, sudistas y norteños. Las ideas de J. Locke sobre la ley y los derechos naturales, y el Gobierno por consentimiento de los gobernados estarían presentes en el texto de la Declaración de Independencia de las trece colonias, aunque quedó sustituida la palabra «propiedad» por la expresión « búsqueda de la felicidad»: «Es una verdad evidente por si misma», exaltaba la Declaración de Independencia, «que todos los hombres han sido creados iguales y su Creador los ha dotado de ciertos derechos inalienables... entre los que figuran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad»

La Declaración de Independencia, proclamada el 4 de Julio de 1776 por el Congreso de Filadelfia, expresaba en el párrafo principal: «Las colonias unidas son, y por derecho deben serlo, Estados libres e independientes, que se han liberado de toda subordinación a la Corona Británica, que todo lazo político entre ellas y el Estado de Gran Bretaña debe ser y estar completamente aniquilado; y que como Estados libres e independientes, poseen el pleno poder para declarar la guerra, concertar la paz, establecer alianzas, instaurar el comercio, y llevar a cabo todos los demás actos y asuntos, como corresponde a Estados independientes según el Derecho».

Lo novedoso de la Declaración es el reconocimiento del derecho del pueblo para organizar jurídicamente su propio Estado independiente y soberano que, inicialmente, formaría una Confederación y años mas tarde, tras su fracaso, una federación que constituiría el primer gran Estado federal moderno de la historia y modelo de organización política y territorial para Estados posteriores. B. Franklin tuvo un papel destacado en todas las fases del proceso, desde la fase de conflicto entre el Parlamento de Londres y las asambleas coloniales a la fase posterior que se desarrolla entre el Congreso bajo los Artículos de la Confederación, y las legislaturas de los estados. Inventor extraordinario, ensayista y satírico notable de la buena sociedad puritana de Boston, líder ciudadano y político, dejó una impronta única en el carácter del americano y es considerado uno de los Padres Fundadores del país. Como activo legislador en la asamblea de Pensylvania, dominada por los cuáqueros, fundadores de la colonia, impulsó la creación de sociedades cívicas de defensa de intereses diversos, el establecimiento de la primera

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milicia y la fundación del college que posteriormente sería la universidad de Pensylvania. Dividido entre la admiración que sentía por la rica vida social e intelectual de Inglaterra y los crecientes deseos de un autogobierno limitado para Pennsylvania, entre 1775 y 1776 se sentará en el Congreso Continental que adopta los Artículos de la Confederación, propone una nueva Constitución para Pennsylvania y ayuda a redactar la Declaración de Independencia. Junto a John Jay representa a los EEUU en la firma del Tratado de París (1783). Durante siete años había sido el primer enviado en misiones de tipo diplomático representando a los Estados Unidos en Francia. Uno de los propietarios de plantación más importantes de Virginia, George Washington fue nombrado por el Congreso comandante en jefe de los «patriotas» resistentes de las colonias. Y siete años después de ganar la guerra de la Independencia, las 13 colonias rebeldes, arruinadas por las deudas contraídas durante el conflicto bélico, inquietas por las rebeliones como la liderada por el capitán Daniel Shays, héroe revolucionario que sublevó a Massachussets, y unidos débilmente por los Artículos de la Confederación, llegaron hasta el punto de ofrecerle la Corona a G. Washington. Pero aquel hombre, que había derrotado a la Corona Británica, difícilmente podía aceptar una nueva monarquía en el nuevo mundo, y puso todo su prestigio e integridad para liderar un nuevo orden republicano.

Tom Paine: Expresión de la demanda de Independencia y los Derechos del Hombre Thomas Paine (1737-1809) fue uno de los pensadores más atractivos de la Revolución americana. Ciudadano de Francia por elección de la Convención Nacional, era descendiente de una familia cuáquera de artesanos corseteros ingleses y, sin una educación de elite pero basada en los principios del humanitarismo y de la igualdad de los cuáqueros, supo transmitir las ideas esenciales de la revolución americana de forma sencilla al pueblo El radical T. Paine cristalizó el sentimiento de los Americanos hacia la causa de la independencia en un folleto titulado Common Sense (Sentido Común), profusamente difundido entre las colonias británicas desde 1776, en el que se subrayaban los beneficios económicos de la independencia, la inherente superioridad del gobierno republicano sobre la monarquía hereditaria y la igualdad de derechos de todos los ciudadanos. Llamó «bandido

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coronado» al rey Jorge III, y embebido de anticatolicismo, lo comparó con el Papa y se alistó voluntario en las milicias contra Inglaterra. En 1761 fue designado miembro de la delegación norteamericana que, en representación de las Colonias Inglesas, gestionó la ayuda del gobierno de Francia en la revolución contra Inglaterra. De vuelta a Inglaterra, publicó su obra mas conocida, The Rights of Man (Los Derechos del Hombre) donde criticaba con ardor al defensor de la monarquía inglesa, Edmund Burke, y defendía la Revolución Francesa. Encontramos en T. Paine prácticamente todos los argumentos contra la forma monárquica de gobierno: Puesto que los hombres nacen todos iguales, la forma monárquica de gobierno atenta contra la dignidad humana y es una violación de los derechos y libertades del hombre. Es un gobierno constituido por encima del pueblo y para el pueblo no debe haber otro monarca que la ley que surge de la voluntad popular. La monarquía inglesa es producto del «orgullo nacional antes que de la razón», es un gobierno bárbaro que separa a los hombres absurdamente en «reyes y súbditos» y carece de sentido ya que «la virtud no es hereditaria». Defensor de la soberanía nacional y del gobierno representativo, apoyó como legítima toda revolución contra un gobierno despótico o una tiranía. Sin embargo, al igual que expresaran otros políticos de su época que detestaban la esclavitud, admitió una solución contemporizadora en el momento de discutirse la elaboración de la Constitución en la que se proclamaba formalmente la igualdad de los hombres. El Sur agrario podría conservar su «peculiar estilo de vida», ya que sin ella los plantadores no podrían mantener su producción. Con ello admitía de facto la legalidad y la legitimidad de la esclavitud. Esta solución antidemocrática no solucionaría definitivamente el problema como la Historia se encargaría de demostrar en 1860.

3. LA ELABORACIÓN DE LA CONSTITUCIÓN: FEDERALISTAS Y ANTIFEDERALISTAS Resulta difícil encontrar un debate de un proceso constituyente con una altura filosófica, histórica y de profundos conocimientos sobre el arte de gobernar, como el que mantuvieron los 55 delegados de la Convención que se reunió en Filadelfia en 1787 con el propósito inicial de revisar el Articu-

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lado de la Confederación que había funcionado desde 1781 con un desarrollo desigual y caracterizado por la ineficacia y el creciente desprestigio. El «plan de Virginia» ideado por James Madison proponía la creación de un nuevo Gobierno nacional, y durante los meses siguientes las discusiones sobre principios de gobierno como la forma de estado, el tipo de representación, la relación entre las ramas del gobierno y sus competencias, hizo que la Convención se constituyera en Constituyente y alumbrara una nueva Constitución que se sometería posteriormente a la ratificación de los Estados. B. Franklin, uno de los autores de la Constitución de los EEUU, al salir de la Sala de Convenciones respondió al pueblo ante la demanda de información sobre lo que se había hecho durante ese verano a puerta cerrada: «Una república... si son ustedes capaces de conservarla». De toda la producción política de este periodo tan interesante destacan por su ingenio, rigor y claridad de argumentaciones y objetivos la labor de aquellos que históricamente ganaron la partida, los conocidos como Federalistas: Alexander Hamilton, James Madison y John Jay en defensa de la Constitución de los EEUU. Sus escritos aparecerían en periódicos de Nueva York entre octubre de 1787 y abril de 1788 con el seudónimo de Publius. Recopilados los 85 ensayos en un libro conocido como The Federalist Papers (El Federalista) hoy sigue siendo un texto fundamental de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional. En el debate de elaboración de la Constitución estuvieron presentes las argumentaciones de los grandes filósofos del pensamiento político ingles y francés como Th. Hobbes, J. Locke, Montesquieu y J-J. Rousseau, cuyas ideas sirvieron de substrato para el debate a los forjadores de la primera constitución escrita de la historia. El «Segundo ensayo sobre el Gobierno Civil» (Locke) aportaría la idea de libertad y de gobierno por consentimiento, «El Espíritu de las Leyes» (Montesquieu) insuflaría la necesidad del respeto a la ley y la separación de poderes. Los hombres que redactaron la Constitución tenían un sentido calvinista del Mal en la naturaleza humana, de su fragilidad y de la necesidad de controlar el poder. Aunque compartían con Hobbes el egoísmo presente en la naturaleza humana no estaban convencidos de que cualquier tipo de gobierno fuera aceptable para salir del caos o para vivir con seguridad. Sentían un desdén considerable por las muchedumbres y su falta de competencia para gobernar, como quedó de manifiesto en las intervenciones de la mayoría de los delegados, debates celebrados a puerta cerrada, entre los que cabe señalar las expresiones al respecto de Edmund Randolf,

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R. Sherman, W. Livington, E. Gerry, A. Hamilton, G. Morris, G. Mason, pero como herederos del republicanismo ingles del siglo xvii rechazaban la arbitrariedad del poder y apreciaban, al menos algunos de ellos, el principio de la soberanía popular. Las experiencias en cada una de las colonias y los años turbulentos como estados independientes confederados pondría la nota de realismo en el proyecto constitucional. Los Padres Fundadores de la Constitución fueron juristas, intelectuales, pero sobre todo hombres políticos que examinaron los problemas a los que se enfrentaban y aportaron soluciones prudentes de gobierno. Los delegados de la Convención Constitucional presentaron a los Estados la Constitución para su ratificación. Pennsylvania, Delaware y New Jersey la ratificaron inmediatamente, pero en otras convenciones estatales se debatió la división de poderes entre el Estado central y los Estados. Se formaron dos facciones: los Federalistas y los Antifederalistas. Entre los primeros se encontraban grandes propietarios de la industria, profesionales y comerciantes. Entre los Antifederalistas había plantadores, granjeros e individuos con deudas substanciales. En el debate de los Founding Fathers (Padres Fundadores) la cuestión central estuvo en las distintas posiciones que adoptaron como consecuencia de los diferentes objetivos que perseguían: los Federalistas aspiraban a un gobierno central fuerte y a la soberanía del todo sobre las partes, mientras que los Antifederalistas deseaban la autonomía relativa de los estados y la soberanía de las partes sobre el todo. Pero unos y otros compartían algo: la futura Constitución tenía que ser el instrumento de los derechos, tenía como objeto la preservación de los derechos (Benjamin Barber). Ilustres nombres de lideres coloniales como Samuel Adams, Patrick Henry, Tomas Paine y Thomas Jefferson no tomaron parte, aunque por motivos distintos, en la Convención constitucional. Descontentos con la Constitución tal y como se sometía a la ratificación de los Estados, exigieron una serie de garantías sobre las libertades que constituirían mas tarde las 10 primeras Enmiendas que serán consideradas parte de la Constitución. James Madison y la limitacion y control del poder Filosofo de la Constitución y uno de los grandes defensores de la libertad religiosa, James Madison (1751-1836) fue Secretario de Estado de T. Jefferson

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y cuarto Presidente de los EEUU entre 1808 y 1816. Autor del famoso e intemporal Manifiesto, redactado en 1785, constituye una defensa de la de la libertad religiosa de las mas claras y rotundas. Tras las experiencias de las tiranías coronadas en nombre de la religión en el Viejo Mundo, que América quería dejar atrás, este texto fue escrito bajo el dominio larvado de la Iglesia Anglicana de Inglaterra, que conservaba sus privilegios económicos tras la independencia, así como de la influencia de otras sectas y confesiones como los presbiterianos y puritanos. El intento de reintroducir en Virginia la confesionalidad cristiana del Estado y la intención de someter a votación un proyecto legislativo que creaba un tributo con el que subvencionar con dinero público la enseñanza de todas las religiones cristianas, provocó la reacción de J. Madison, quien propugnó la estricta separación entre el Estado y la Religión. Libertad de religión «el igual derecho de todo ciudadano a practicar libremente su religión de acuerdo con los dictados de la conciencia» e igualdad de todas las religiones son las premisas básicas del texto filosófico que comentamos. La esencia de la filosofía política de Madison la encontramos en la siguiente aseveración: «Al tratar de articular un modelo que será administrado por hombres sobre otros hombres, la gran dificultad descansa en que, ante todo, debe dotárselo de los medios para controlar a los gobernados; y, en segundo lugar, obligársele a que se controle a sí mismo».

Madison, estudioso de los textos clásicos, no era partidario de una democracia directa, es decir, tal y como la habían practicado los antiguos griegos. En la línea de los clásicos Aristóteles y Polibio, deseaba un gobierno equilibrado, alejado tanto de la democracia directa como de un tipo de régimen aristocrático extremo. Temeroso de las pasiones del pueblo, su apuesta para el gran territorio americano fue la Republica, es decir, un gobierno representativo con «frenos y equilibrios»(checks and balances). Uno de los arreglos constitucionales que actuarían como filtro fue la elección del Presidente por un colegio electoral. En los números 47 y 48 del Federalista se recoge el principio de la separación de los poderes y el sistema de «frenos y equilibrios» diseñados para prevenir el ejercicio arbitrario del poder. Se otorga a cada una de las ramas de gobierno los medios y razones necesarios (para impedir que ninguna rama del gobierno invada los limites legales sin ser contenido y reprimido eficazmente por los otros.

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De acuerdo con la consideración que había hecho J-J. Rousseau sobre las facciones, en el numero 10 del Federalista Madison preconiza sin embargo la solución opuesta a la del filosofo ginebrino, su conocido «remedio republicano» contra los abusos de la mayoría sobre la minoría, la tiranía de la mayoría. Las facciones civiles y las sectas religiosas son inevitables, son el mal de la sociedad civil, e imposibles de suprimir, ya que representan intereses y sentimientos presentes en la sociedad. Por tanto, el remedio pasa por la multiplicación de estas, como medio de debilitarlas e impedir o dificultar la formación de un interés predominante La limitación y el control efectivo del poder es el eje más importante del discurso del constitucionalista republicano Madison. En el Federalista número 51 expuso un razonamiento que sigue siendo central en la argumentación de la democracia moderna: «Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario. Si los ángeles gobernasen a los hombres, no sería necesario imponer controles externos o internos al gobierno. Cuando se crea un gobierno que ha de ser administrado por los hombres sobre los hombres, la gran dificultad es la siguiente: primero, que es necesario que esté en condiciones de controlar a los gobernados; y en segundo lugar, que también resulta necesario obligarle a autocontrolarse».

Es decir, las facciones son grupos que persiguen metas egoístas. Uno de los medios constitucionales de control de las facciones es la creación de una gran república que permita la dispersión de las facciones y reduzca su influencia en la legislatura nacional. En el número 39 señalaba que la Constitución es al tiempo «federal» y nacional, requiriendo el acuerdo entre los estados en asuntos de interés común, y permitiendo al gobierno nacional el poder de actuación directa sobre asuntos de carácter nacional La creación de un gobierno federal impediría que una facción pudiera dominar y destruir el gobierno (Federalista número 10). En un Estado puede surgir una facción, pero si los Estados están ligados por una federación, el Estado federal podría intervenir e impedirlo En cuanto al mecanismo de representación en el buen gobierno constitucional propuso la elección indirecta de los representantes. Entre los

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«remedios republicanos» para aliviar los «vicios republicanos» está la creación de un cuerpo de ciudadanos elegidos que actuaría como filtro, refinando y ampliando las opiniones públicas, de forma que la prudencia y la mesura se impondría sobre las multitudes. En los números 53, 56, 57, 58, 62, 63, del Federalista, Madison detalla las funciones de la Cámara de Representantes y del Senado. La primera, tendrá un mandato de 2 años y será elegida por el pueblo y representará sus intereses en materias de asuntos locales. El Senado, elegido indirectamente y con un mandato de seis años, será la cámara de reflexión, conservadora y deliberativa. La función principal del Senado es actuar de control sobre la Cámara de Representantes. Thomas Jefferson, James Madison, y The Bill of Rights (1791) Al hilo de los debates en varios Estados sobre la ratificación de la propuesta Constitución de los Estados Unidos, quedó patente para los autores del documento la necesidad, de cara a su adopción, de añadir la Carta de Derechos (Bill of Rights) como una Enmienda a la Constitución. Aunque en un principio se consideró innecesario ya que la Constitución estipulaba claramente los poderes del Gobierno, muchos americanos tenían en mente los recientes abusos perpetrados por el Parlamento de Londres. Con la promesa de que la Constitución tendría su Carta de Derechos, Estados como Virginia y Nueva York ratificaron la Constitución. Madison llevó a cabo una labor extraordinaria, examinó y sopesó las Cartas de Derechos recogidas en las diferentes constituciones de los Estados y por mandato del Congreso elaboró las diez primeras Enmiendas, inspirándose en la labor que George Mason había realizado en 1776 cuando redactó la Constitución del Estado de Virginia y que Jefferson convertiría en la piedra angular de la Declaración de Independencia. Con ello quedaba prohibido al Congreso la aprobación de cualquier ley que atentara contra los derechos civiles. Se garantizaban explícitamente: la libertad de palabra, la libertad de prensa y la libertad de religión (Enmienda I); el derecho de reunión y de petición al Gobierno; Contenía garantías en materia de procedimiento jurídico de inspiración inglesa como el juicio mediante jurado, el establecimiento de fianzas poco onerosas y la prohibición de castigos crueles o desusados (Enmienda VII), y la privación de la vida, la propiedad y la libertad sin el debido proceso legal (Enmienda IV). También quedaron

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recogidos el derecho a la no incriminación propia en un caso criminal (Enmienda V), el derecho a un juicio justo y rápido por un jurado imparcial y a la debida asistencia legal (Enmienda VI). Asimismo quedaba garantizada la protección de los estados frente a las arbitrariedades del gobierno Federal: el derecho a tener y llevar armas (Enmienda II) y el derecho de los estados a mantener milicias y la prohibición del acuartelamiento de soldados en tiempos de paz (Enmienda III). Finalmente, quedaba recogido que no por el hecho de que la Constitución enumerara ciertos derechos tenía que entenderse que niega o menosprecia otros que retiene el pueblo (Enmienda IX) y que los poderes que la Constitución no delega a los Estados Unidos ni prohibe a los estados, se atribuyen a los estados respectivamente o al pueblo (Enmienda X).

Alexander Hamilton y el monarquismo, el federalismo, y la independencia del poder judicial Colaborador estrecho durante años y Secretario del Tesoro con el primer presidente de los EEUU, George Washington, Alexander Hamilton, ha sido considerado posteriormente como la «eminencia gris» de la Oficina Ejecutiva del Presidente (TH. Sorensen). Inmigrante y de una familia sin influencia, tuvo sin embargo una formación excepcional en materias como la filosofía política de los grandes clásicos griegos y romanos y de los principios de gobierno de los países contemporáneos. Como uno de los Padres de la Constitución, A. Hamilton aportó a la creación del federalismo americano algunos de sus pilares básicos: escribió en los números 16 y 17 del Federalista sobre la necesidad de creación de un gobierno nacional que pueda actuar directamente sobre los ciudadanos de los estados para regular los intereses comunes de la nación. Se había inclinado durante la Convención constitucional hacia la creación en Norteamérica de una monarquía cuyo modelo fuera la de Inglaterra, pero al no ser posible, propugnó una república en la que el poder ejecutivo recayera en un Presidente con carácter vitalicio y con poderes amplios (Federalista numero 70). La posibilidad de un mandato vitalicio fue rechazada por la Convención pero luchó para que el Jefe del Ejecutivo, el Presidente, tuviera poderes amplios y para que la responsabilidad de sus ministros ante el Poder Legislativo fuera casi inexistente. Además de un ejecutivo enérgico, defendió la

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creación de un Senado como freno para la aprobación precipitada de las leyes inconvenientes para el gobierno. Considerando que la ignorancia y la inconstancia eran defectos del pueblo llano, sostuvo la necesidad de crear un censo de propietarios para la concesión de derechos políticos, convencido de que debido a su holgada riqueza y cultura estarían en condiciones de gobernar con acierto la nueva República. Hamilton preveía un gobierno en que los miembros ricos de cada rama de actividad representarían a los demás de su industria o comercio. Finalmente, en El Federalista número 78, aboga por la necesidad de diseñar un poder judicial independiente, cuyos miembros tuvieran carácter vitalicio y que controlara las leyes inconstitucionales o arbitrarias aprobadas por el Congreso. Algunas interpretaciones consideran a Hamilton el mas lucido de los Padres Fundadores y el primer nacionalista político liberal, cuyo modelo ideológico será un referente para autores como Lord Acton, Max Weber o Ernest Gellner (M. Pastor). Las ideas de Hamilton, ya como Secretario del Tesoro en el primer gobierno de George Washington, expresadas y difundidas en el periódico United States Gazette de John Fenno, sobre la centralización del poder, la política fiscal, especialmente la aprobación de impuestos sobre el consumo, de fomento del comercio, proyectos sobre banca y crédito a las manufacturas, hacen de él un nacionalista económico y se convertirían en el núcleo del Partido Federalista, creado bajo su inspiración y liderado por el en el periodo entre 1787-1800. Tanto Samuel Adams como su sobrino John Adams participaron en la Independencia de los Estados Unidos y fueron firmantes de la Declaración por la Bahía de Massachusetts. Redactor de su Constitución, Vicepresidente electo con George Washington, el federalista más dogmático en el campo del pensamiento y el menos popular de su generación fue John Adams, segundo presidente de los EEUU y padre del sexto presidente, John Quincy Adams. Los Adams constituyen la primera dinastía americana, formada por cuatro generaciones de hombres ilustres que cubren el periodo que va desde la Revolución hasta la primera Guerra mundial. Si los tres primeros de la familia están unidos a la historia colonial, revolucionaria y constitucional americana, el cuartoAdams, Henry Adams (1838-1918), destacó como intelectual e historiador, autor de la monumental obra History of the United States During the Administration of Jefferson and Madison.

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El profundo pesimismo del puritano John Adams acerca de la naturaleza humana, la insistencia en los valores morales y el temor al gobierno de la plebe le inclinan hacia la defensa de las experiencias coloniales en la Costa Este como forma de gobierno, aunque en su obra The Defense of the Constitutions of Government of the United States (1787-1788) expresa también una inclinación por el sistema de gobierno de Inglaterra, con su sistema de dos ramas hereditarias y una rama popular con igualdad representativa. Sin embargo, para los Estados Unidos deseaba un gobierno que a diferencia del de Inglaterra «estuviera purgado de la corrupción». Convencido de que las aristocracias son naturales y están basadas en el nacimiento, la propiedad y el conocimiento y de que la experiencia histórica demuestra que «las democracias acaban suicidándose», expuso en la Convención la necesidad de que la representación de la aristocracia y del pueblo tuvieran cada una de ellas su cámara legislativa con la finalidad de buscar un equilibrio, de que se neutralizaran entre sí. Sobre las cámaras debía existir un ejecutivo fuerte, neutral e imparcial, armado con el poder de veto. El establecimiento de una judicatura independiente coronaría el sistema de gobierno. El primer gobierno de la recién estrenada república americana fue presidido por George Washington y como vicepresidente, J. Adams presidiría el Senado, Henry Knox el ministerio de la Guerra, Edmund Randolph el de Justicia y John Jay el Tribunal Supremo. Se trataba de poner en marcha el nuevo experimento del Gobierno popular. J. Adams deseaba unos Estados Unidos que favorecieran los intereses de la industria y de las finanzas y que estos llegaran a identificarse con los intereses del gobierno nacional. La elección de 1800 cambió los Estados Unidos en ciertos aspectos fundamentales para siempre, constituyendo un momento decisivo la resolución del duelo de titanes entre T. Jefferson y J. Adams, con dos visiones antagónicas sobre como debía gobernarse la nación. Adams lideraba a los Federalistas y Jefferson a los Republicanos. Se produjo un empate en el Colegio Electoral, que llevaría a Jefferson a la Presidencia. John Jay, al igual que Washington y Adams, participó en el Primer Congreso Continental (1774) en el que se adoptaron las primeras medidas colectivas de carácter revolucionario y fue uno de los firmantes de la Declaración de Independencia. Con una relevancia algo menor que Hamilton y

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Madison tanto en la labor pedagógica y divulgativa de la Constitución como en la acción de gobierno, era sin embargo experto en relaciones exteriores. Sin (tener) ascendencia inglesa, abogado y perteneciente a una de las adineradas familias de Nueva York escribió únicamente 5 de los 85 ensayos del Federalista, pero ocupó el puesto del primer Presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

John Marshall y la revisión constitucional La revisión judicial ha tenido fundamental importancia en el esquema constitucional estadounidense, pero no se encuentra una referencia explicita en la Constitución. Marshall, Secretario de Estado de Adams, fue nombrado presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos tras la dimisión de Jay. Fueron los jueces federales «federalistas» nombrados por Adams en 1803 quienes guiados por el espíritu de la Constitución descubrieron la revisión judicial, que se explica y establece en la celebre sentencia de Marbury vs Madison: es responsabilidad exclusiva del poder judicial determinar la legalidad de los actos de las otras ramas del gobierno, incluyendo declarar la inconstitucionalidad de las leyes estaduales y federales en los casos en que se plantee la cuestión dentro de la jurisdicción del tribunal. Thomas Jefferson (1743-1826) y la posición Antifederalista Resulta complejo describir en pocas frases la personalidad, la obra y la extensa contribución en su dilatada carrera política de Th. Jefferson, convertido en un mito de la Historia de los EEUU. Fue el teórico político más sistemático de la revolución norteamericana. Escritor brillante y erudito, mantuvo una extensa correspondencia con las personas más interesantes de su época, fue gobernador de Virginia en 1781, delegado en el Congreso de la Confederación en el que redactó el proyecto para el gobierno provisional de los territorios occidentales, conocido como «Ordenanza para el Territorio del Noroeste» y presidente de los EEUU entre 1801 y 1809. Bajo su mandato tomó una de las decisiones mas polémicas y acertadas, la compra del enorme territorio de la Luisiana a Francia (1803) y la adquisición de otros territorios a los indios (Kaskaskia). Su preocupación por la

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educación le llevó a fundar la Universidad de Virginia, la primera universidad en territorio americano que estuvo libre de vínculos con la iglesia oficial. Hijo de su época y de su cultura sureña, encontramos en los escritos producidos a lo largo de su dilatada experiencia política ciertas ambigüedades y contradicciones con respecto a la esclavitud, ya que la consideraba como «ese gran mal político y moral» que desaparecería cuando nuestros ciudadanos «madurasen» pero como plantador tuvo mas de cien esclavos a los que nunca liberó e incluso formó una extensa familia negra con hijos en paralelo a su relación matrimonial. En las Notas sobre Virginia llegó a proponer como solución a la esclavitud la devolución de los esclavos a Africa, aunque en la Ordenanza del Noroeste intentó excluir la esclavitud de los Nuevos Territorios. Como redactor de la Declaración de Independencia, quiso incluir un párrafo que condenara el comercio de esclavos «como contrario a la naturaleza humana» pero fue excluido en la redacción final del texto para salvaguardar los intereses de los plantadores del Sur. Como terrateniente decidió oponerse a los gravámenes ingleses sobre las mercancías coloniales, fue miembro de la Convención del Estado de Virginia y de su Asamblea como representante por su condado y contribuyó enormemente a la elaboración de su Constitución cuya filosofía y principios de gobierno servirían de inspiración para el futuro. En sus conocidas Notas sobre el Estado de Virginia, escrito entre 1781 y 1783, tras su dimisión como Gobernador de Virginia, encontramos observaciones científicas, morales y políticas sobre cuestiones como el clima, la fauna, flora, recursos minerales, vías fluviales, agricultura, población, y sistema de gobierno. Queda reflejado su pensamiento sobre el futuro de lo que, a su juicio, debería ser la nación americana y tuvo una gran influencia en los liberales franceses con respecto a como deberían ser las instituciones libres del gobierno republicano. Para Jefferson, las virtudes sociales provienen de la tierra y de su trabajo, fundamento esencial de la economía. Para el partidario de los valores agrarios, los pequeños granjeros son «el pueblo escogido por Dios» para cimentar la nueva República democrática. Por ello mas tarde, ya como Presidente, sería partidario de la necesidad de expansión del territorio de los Estados Unidos y de la apertura de las nuevas tierras a la colonización. Sostuvo una polémica personal y política constante con Hamilton, representante a su juicio de los privilegiados, refutó la tesis de Montesquieu, sostenida por los federalistas Hamilton y Madison, en cuanto a que la forma republicana era inadecuada para los países de grandes

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extensiones territoriales. Su idea de la democracia descansaba en el gobierno libre y equilibrado, en una gran descentralización, el derecho de los Estados y un poder local fuerte que acercara el poder al pueblo. El acercamiento facilitaría la corrección de los abusos. La educación era la base de la virtud y de la felicidad, y condición básica para el autogobierno. Satisfecho finalmente, en términos generales, con la organización federal que recogía la Constitución de 1787, alabó el texto del Federalista con las siguientes palabras: «Descendiendo de la teoría a la práctica, no hay un libro mejor». Como firme creyente en los derechos naturales de los hombres fue crítico con la Constitución de 1787 ya que no incluía una declaración de Derechos, especialmente la libertad de palabra, de prensa y de religión, y la inexistencia de una disposición que impidiera la reelección en periodos sucesivos de los Presidentes de la República. Es importante resaltar el Estatuto de Libertad Religiosa de Jefferson, redactado en 1779 como continuación y desarrollo del articulo 16 de la Declaración de Derechos de Virginia: Habiendo nacido todos los hombres «iguales e independientes» no están atados por un contrato social original. Nadie puede gobernar a los otros «por su bien, como obligación moral». El gobierno recibe el poder únicamente del pueblo. El contrato social celebrado entre los hombres debe tener como finalidad la mejor satisfacción de las necesidades comunes, pero debe asegurar un derecho igual en la formación y control del poder. Por ello, hacia extensivos los derechos a los individuos sin tierras ni propiedades aunque constituyeran la mayoría. Su apoyo al sufragio universal nunca pasó de ser una mera declaración de principios ya que nunca trato de introducirlo ni en Virginia ni en ninguna otra parte. El Jefferson más radical sostuvo la renovación constante del contrato social, es decir, la revisión de la Constitución, cada periodo corto de tiempo, ya que no debía mantener prisioneras a las generaciones futuras con una Ley Constitucional aprobada 20 años atrás. Conocedor del proceso revolucionario en Francia desde la posición privilegiada de Embajador de los Estados Unidos en esos años, la polémica con Hamilton, Secretario del Tesoro y anglófilo, se tensó cuando ocupó la Secretaria de Estado y apoyó la validez de los tratados firmados y el mantenimiento de las buenas relaciones con la Francia republicana. Jefferson formaría el Partido Republicano para defender los intereses de la mayoría

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de los propietarios, de los plantadores y agricultores. Elegido Presidente de los EEUU en 1801 por el Partido Republicano, expresó el principio fundamental de su gobierno como una llamada a la moderación y a la concordia que acabaría con la década crispada entre los partidos federalistas de Adams, Marshall, Hamilton, Madison y los lideres republicanos de Jefferson. Bajo su mandato se llevo a cabo la derogación de la ley de deportación de radicales y liberales, de la ley de Sedición contra la prensa opositora; la reducción de impuestos, la sobriedad del Gabinete y una deuda pública mínima, que constituirían el credo republicano. La reducción de la máquina federalista que Hamilton había construido durante la década anterior fue gradual en algunas políticas pero en lo esencial los intereses financieros comenzaron a ser parte de la política republicana. Las guerras frente a Napoleón, con la necesidad de establecer tarifas y la producción de manufacturas acabaron con las distinciones entre federalistas y republicanos. La Constitución de los Estados Unidos es el fruto de un largo proceso histórico iniciado en Inglaterra con la Reforma del siglo xvi. Puritanos, presbiterianos y calvinistas tuvieron un gran influjo en la política y en la educación universitaria y cuando estalló la revolución americana en el siglo xviii su peso demográfico era decisivo. El pesimismo antropológico de los puritanos es una de las fuentes de pensamiento innegables de la Constitución así como también lo serán algunos de los principios políticos y filosóficos de la Ilustración inglesa y escocesa. Tras mas de dos siglos de rodaje de la Carta Magna, resulta interesante preguntarse por la idea de libertad que manejaban los delegados que participaron en los debates. Aunque no exclusivamente, tal y como hemos visto, las libertades que defendían eran las libertades negativas. Como señala un clásico del estudio de la tradición política norteamericana « deseaban estar libres de la incertidumbre fiscal y de las irregularidades de la moneda, de las guerras comerciales entre los estados, de la discriminación económica por gobiernos extranjeros más poderosos, de los ataques a la clase deudora o a la propiedad, y de la insurrección popular» (Hofstadter: 40). La idea de democracia, era la república como sistema mixto de gobierno y por lo tanto la aplicación practica de los principios constitucionales adolecía de ciertas limitaciones: determinadas condiciones de propietario, especialmente en bienes inmuebles, para el ejercicio del sufragio o el desempeño de cargos públicos; exclusión de ateos y de católicos en algunos de los estados de la

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Unión para el ejercicio de la ciudadanía; mantenimiento de la esclavitud en los Estados del Sur, exclusión de varios derechos inalienables a las tribus y naciones indias e inferioridad civil y política de la mujer. Una de las cuestiones centrales sobre el periodo de elaboración de la Constitución de los Estados Unidos ha merecido una atención especial desde la finalización del proceso hasta nuestros días: ¿Fue la elaboración de la Constitución de los Estados Unidos un proceso elitista o bien un proceso democrático? Una de las principales posiciones es juzgar a los Padres Fundadores en su época y examinar el experimento americano como un proceso novedoso Según éste enfoque los Padres Fundadores fueron revolucionarios radicales (Robert R. Palmer, Richard B. Morris). Otro conocido enfoque sugiere que la Constitución fue, en gran medida, el resultado de negociaciones políticas entre las delegaciones de los estados y probablemente no fue ni la conspiración de una elite ni el resultado de consideraciones de tipo teorético (John P. Roche). Por último, una interpretación ya clásica pero más radical, defiende que los forjadores de la Constitución «representaban sólidos intereses conservadores, los intereses comerciales y financieros del país» (Charles A. Beard). Siguiendo esta argumentación, fueron una elite económica cuyo objetivo fue preservar su propiedad. Desconfiaban de la regla de la mayoría e intentaron con cada uno de los mecanismos posibles estructurar el gobierno con la intención de prevenir los excesos de la democracia y salvaguardar los intereses de la clase propietaria. La tradición norteamericana en sus formas federalista y antifederalista, «tenía un sesgo básicamente antidemocrático». «Para los primeros, el asunto era cómo resguardar el poder, en el cual se expresaban los derechos y por el cual la libertad y la propiedad se debían salvaguardar de los envites de las mayorías populares y de los vaivenes de la opinión publica.. Para los segundos, el objetivo era limitar el gobierno, vigilar y restringir el poder central, como el ejercicio de una soberanía unitaria popular» (B. Barber).

¿Producto avanzado de su tiempo? ¿Ingenioso artificio constitucional antidemocrático? El hecho cierto es que la Constitución ha durado mas de doscientos años y con el periodo excepcional de la guerra civil, sigue en vigor en el siglo xxi. Ha podido ser adaptada a los grandes cambios sociales y políticos sin que ello haya provocado crisis profundas por medio de las Enmiendas constitucionales, y es venerada por sus ciudadanos, por lo que

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muy pocos países en el mundo pueden presumir de una herencia clásica tan excepcionalmente rica.

4. El abolicionismo frente al pensamiento proesclavista. La doctrina de los derechos de los Estados de Calhoun Los primeros esclavos africanos fueron comprados en 1619 por los plantadores de tabaco de Virginia, veinte años después de la fundación de Jamestown. Este fue el primer paso en la implantación de la llamada eufemísticamente «institución peculiar» que sobrevivirá mas de 200 años, causará problemas a las promesas de igualdad de la revolución norteamericana y llevará al país a la única guerra civil de su historia. Si al comienzo de la época colonial un esclavo resultaba una compra cara, hacia finales del siglo xvii el precio fue cayendo a medida que mejoraba la producción y las condiciones de vida de las colonias. Las plantaciones de arroz de Carolina del Norte, situadas en terrenos pantanosos e infestadas de mosquitos necesitaron la importación masiva de esclavos de Africa. La esclavitud florecería en el Sur como un sistema económico —cultivos de arroz, índigo (utilizado para teñir los uniformes de los soldados), tabaco y algodón— y como un sistema de control racial estricto ya que Carolina del Sur aprobó códigos negros que permitían libertad total a los propietarios sobre sus «bienes». La controversia sobre Missouri hizo que la esclavitud se convirtiera en un problema importante. Mientras el Norte y el Sur se beneficiaron mutuamente del sistema, el equilibrio de los intereses sectoriales fueron las bases firmes de un consenso implícito. La industrialización rápida del Norte rompería este compromiso de intereses. En los años posteriores a la Independencia de Inglaterra muchos de los Padres Fundadores que habían sido propietarios de esclavos, los liberaron, entre ellos J. Dickinson, C. Rodney, W. Liwingston, G. Washington, J. Randolph... pero ciertamente los Padres Fundadores de Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia, estaban a favor de la esclavitud. Ya desde 1774 B. Franklin y B. Rush fundaron la primera sociedad antesclavista y J. Jay fue presidente de una similar en Nueva York. La razón de que los estados de Ohio, Indiana, Illinois, Michigan y Wisconsin prohibieran la esclavitud fue un acto federal firmado por Washington y el segundo presi-

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dente, J. Adams, nunca tuvo esclavos. Muchos de los conflictos que emergieron durante la Convención constitucional, sin embargo, fueron reflejo de estas diferencias que, como Madison comprendería en su momento, eran el clivage (fractura) decisivo en las votaciones de los delegados. El resultado para conseguir la aprobación de la Constitución fue el Acuerdo de los TresQuintos: cinco esclavos contarían como tres personas en cuanto a la distribución de escaños según la «población» en la Cámara de Representantes pero los esclavos no podrían evidentemente votar. El 90% de todos los esclavos vivían en cinco estados —Georgia, Maryland, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Virginia— y suponían el 30% de la población en ellos. La época del Presidente Jackson trajo el deseo de reconstrucción de la sociedad en el sentido de acercar el espíritu que llevó al reconocimiento de los derechos del hombre recogidos en la Declaración de Independencia a la realidad del Sur, planteándose en la sociedad desde diversos puntos de vista —político, económico, filosófico y moral— la institución de la esclavitud. Los intereses sobre el algodón, la apertura de tierras para colonizar al Oeste, la naturaleza de la Unión, y otras cuestiones vitales fueron centrales durante este periodo. Los abolicionistas del Norte pedían la reafirmación de los derechos naturales de los hombres. Se enfrentarían dos sistemas de valores que años mas tarde culminaría en la Guerra de Secesión.

La defensa de la esclavitud: Calhoun, Fitzhugh, Harper La idea de que los hombres han nacido libres e iguales es completamente falsa, mantendrán una serie de escritores sudistas del siglo xix como William Harper (1790-1847), George Fitzhugh (1806-1881) y J C. Calhoun (1782-1850) quien llegaría a ser Vicepresidente del país en 1828 bajo la Presidencia de John Quincy Adams, y con él como Secretario de Estado se iniciaría el proceso de anexión de Tejas. La prohibición de la esclavitud a partir de 1846 en los nuevos Estados que entraron en la Unión —Nuevo México, California, Iowa, Wisconsin...— fue desequilibrando la situación de paridad en el Senado de los EEUU. La emancipación voluntaria era vista como inaceptable ya que hundía el sistema económico al sustituir mano de obra esclava por mano de obra contratada y acababa con la supremacía blanca en el Sur.

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El partidario más inteligente de las ideas proesclavistas fue John C. Calhoun, nacido en el estado de Carolina del Sur, donde el cultivo de los campos de algodón se veía, hacia 1830. Como un negocio interesante y por lo tanto la esclavitud como una institución a defender. Sus intervenciones en el Senado tuvieron una argumentación jurídica, aunque fueron expresión del pensamiento tradicional del viejo Sur. Darwinista social, ve la historia humana como una lucha entre desiguales que buscan mejorar su situación. Su razonamiento parte de la idea de la imposibilidad del contrato social por lo cual el hombre no puede esperar otros derechos que los que la sociedad quiera otorgarle «... dado que el estado de naturaleza no ha existido nunca y no pudo existir jamas, los hombres han nacido de hecho en el seno de una organización política y social; y, en lugar de haber nacido libres e iguales, han nacido no solamente sometidos a la autoridad de sus padres sino también a las leyes y a las instituciones del país en el que han nacido o bajo la protección de aquel en el que dieron sus primeros pasos».

Los Estados del Sur tenían intereses diferentes a los del Norte y sentimientos de opresión y desigualdad de trato por parte del gobierno federal. Diversos incidentes habían estallado entre Carolina de Sur y la Unión a causa de las tarifas proteccionistas aprobadas por la Unión. Los estados del Norte temían que los bajos precios de las tierras del Oeste llevarían al Tesoro a la bancarrota y pidieron tarifas para proteger sus industrias. De otro lado, las ideas abolicionistas se extendían rápidamente por el Norte. El Sur, dedicado a la producción de materias primas, estaba a favor de tarifas bajas y precios bajos en el Oeste y se sintieron agredidos por las peticiones de abolición de la esclavitud. En 1832 el Congreso aprobó una nueva tarifa que el Sur consideraría excesiva, punitiva. Con la finalidad de proteger el Sur frente a las leyes aprobadas en el Norte, Calhoun expuso la Teoría de la Nullification (Anulación) desde 1828 y del Derecho de los Estados. Argumentaba el carácter absoluto e indivisible de la soberanía de cada uno de los Estados que habían ratificado la Constitución y, por lo tanto, se pronunció a favor del derecho de los Estados a declarar nula una ley aprobada por el Congreso y del derecho a su no aplicación si violaba los derechos constitucionales. Es decir, si una ley aprobada por las Cámaras y sancionada por el Presidente, una ley de los EEUU, resulta nociva para un Estado, dicho Estado tiene derecho a pronunciar la nulidad de la ley hasta que dicha ley sea adoptada como enmienda de la Constitución con el voto

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de tres cuartos de los Estados. La labor de este líder sureño consistió en defender un interés cada vez más minoritario dentro de la Unión evitando la secesión, algo que se convertiría en un imposible. G. Fitzhugh adoptará una perspectiva más primaria, menos sofisticada intelectualmente y paternalista, típica de la mentalidad sureña de entonces. Critico feroz del sistema económico del Norte, donde para él los trabajadores aunque son libres en el sistema capitalista son ferozmente explotados y carecen del sistema de protección que proporcionan los dueños del Sur al responsabilizarse de la manutención de los negros. Para este autor, la esclavitud es una institución protectora y eficaz en el objetivo de mantener un orden y una situación de estabilidad. La esclavitud era siempre mejor que las relaciones laborales libres.

El pensamiento antiesclavista: William Lloyd Garrison, Frederick Douglass, William Ellery Channing y Abraham Lincoln Un acontecimiento literario y gran éxito comercial en el mundo entero contribuyó de forma importante a extender actitudes y a reforzar el movimiento abolicionista en el país. Tras la aprobacion de una ley que formaba parte del Compromiso de 1850, la Fugitive Slave Act, por la que se otorgaba el derecho de persecución a los propietarios de esclavos que hubieran cruzado la frontera de los estados libres o de los territorios, Harriet Beecher Stowe publica en 1852 Uncle Tom’s Cabin (La Cabaña del Tio Tom). A. Lincoln se refirió a ella en una entrevista personal como «the little lady who wrote the book that made this big war» («esa mujer pequeñita que causó, con su libro, un conflicto tan grande»). La defensa del antiesclavismo tuvo en W. Garrison, nacido en Massachussets, uno de los propagandistas mas ardientes. Llegó a quemar la Constitución en una sesión pública como protesta por el mantenimiento de la esclavitud. Fundó la American Anti-Slavery Society en 1833 y fue redactor jefe del periodico Liberator. La esclavitud es criticada desde el plano de la moral cristiana: ningún hombre cristiano puede aprobar la esclavitud ni poseer esclavos ya que atenta contra los principios fundamentales de la humanidad. Fue una de los inspiradores de la Declaration of Sentiments of the American Antislavery Convention,

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en la que se reconocía que según la Constitución, la esclavitud no puede ser suprimida por el Congreso de los Estados Unidos, ya que cada estado es soberano en la cuestión. Sin embargo, el gobierno Federal es competente en cuanto al comercio entre los estados y a los territorios bajo su control. Es decir, el Estado Federal, por esa vía, está protegiendo de hecho la esclavitud y solicitó la inmediata abolición de la institución, incluso si debía ser destruida la Unión en el proceso. El eco de sus proclamas fue enorme, ayudando a fortalecer el movimiento abolicionista. En 1845, un esclavo emancipado y autodidacta de Maryland, Frederick Douglass, publicó su autobriografía, Narrative of the Life of Frederick Douglass, con gran impacto, en la que pedía no solo la emancipación sino la igualdad. Contrariamente a la posición mantenida por Garrison defendía la liberación de los esclavos pero trabajando dentro de la Constitución. Douglass fue un instrumento importante en la formación de regimientos de afro-americanos durante la guerra Civil. Después de la Guerra Civil y la emancipación de los esclavos, continuo la presión a favor de la igualdad y por lo tanto en contra de las recién aprobadas leyes Jim Crow y la practica de los linchamientos. Editorialista y autor de libros prolífico, sus escritos son un clásico de la literatura sobre los derechos civiles. Una defensa completa ya que abarca todos las esferas de la critica a la esclavitud, la encontramos en Hinton R. Helper, originario de Carolina del Norte. Su obra The Impending Crisis of The South: How to Meet It (La Crisis del Sur y como hacerla frente). Willian Ellery Channing, pastor unitario, destacó por ser uno de los mas activos miembros del movimiento abolicionista, llevando a cabo una fuerte presión ante el Presidente Lincoln para que este apoyara públicamente la «causa» y diera un giro a su discurso político durante los primeros momentos de la guerra. Autor de varios ensayos sobre la esclavitud, el abolicionismo y la emancipación, su argumentación se basa en una encendida defensa de los derechos humanos. 5. La era de la democratización de Andrew Jackson: Fenimore Cooper, Ralf Waldo Emerson, Walt Whitman, D. Henry Thoreau La Presidencia de Andrew Jackson, constituye un giro con respecto tanto a las elites culturales y financieras del Este o a las preocupaciones del

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viejo Sur. Los EEUU entraban en otra Era a partir de finales de los años veinte del siglo xix, como queda reflejado en algunos de sus más ilustres representantes de esas décadas. Jackson supo articular las aspiraciones democráticas del hombre común, del pueblo llano; representaba el hombre de la frontera, de las oportunidades para una clase media en una sociedad regida por el laisez-faire y un gobierno poco intervencionista en los asuntos públicos, incluidos aquellos que tienen privilegios financiados por el gobierno, de la extensión del derecho de voto, es decir, del sufragio universal para los hombres blancos (al que el Este se resistiría durante mucho tiempo) y de una mayor participación directa en los asuntos locales. Ha sido definida como la Era de la dispersión de los Americanos por todo el continente, de la conquista del Oeste y de la presión emigrante sobre las ciudades del Este, una Era de apertura a la ambición y al talento en un mundo que viviría la revolución de los transportes, nuevos modelos de organización económica y nuevas formas de tecnología que remodelarían la naturaleza del trabajo. El heterogéneo Partido Demócrata que apoyó a Jackson estaba constituido por granjeros de todo el país, pioneros, tenderos de pueblo, y emigrantes trabajadores de las fábricas y de los astilleros del Este Durante su segundo mandato, impulsó medidas democratizadoras como que los electores presidenciales dejaron de ser escogidos por las legislaturas de los estados y fueron elegidos por voto popular. América se enfrenta a grandes cambios que desafían el discurso político y distorsionan la imagen que tiene de si misma. «El primer impulso verdaderamente poderoso y extenso contra el intelectualismo en la política americana fue dado por el movimiento jacksoniano» (R. Hofstadter:145-146) Pusieron en tela de juicio el sistema de gobierno heredado del siglo xviii, y su deseo de desarraigar el valor especial de las clases educadas en la vida pública. Theodore Parker, Wendell Philips, Thomas Wentworth Higginson entre otros, apoyaron a los grupos organizados de mujeres que se lanzaron a la batalla por la lucha de sus derechos en los tribunales, la política, la vida profesional y las escuelas. Algunos escritores como Fenimore Cooper, Orestes Brownson, Walt Whitman, R. Waldo Emerson y Henry D. Thoreau apoyaron la democratización con distintos grados de simpatía y constancia. James Fenimore Cooper. Tras la guerra de 1812 con Inglaterra, y la decepción con respecto a la «madre patria», no aparece una literatura

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propiamente norteamericana, con temas y escenas americanas. En una época en que los EEUU estaban experimentando grandes cambios, el interés se dirige hacia las nuevas tierras del Oeste. F. Cooper constituye un hito en la descripción del choque de culturas entre los indígenas y los blancos. En sus conocidas novelas —Los pioneros (1823), El último mohicano (1826), La pradera (1827), La guarida del ciervo (1841) entre otras—, presenta una imagen épica, vívida de la América salvaje que se va desvaneciendo, del ideal del hombre de la Frontera, inocente, autosuficiente y perfectamente adaptado a la naturaleza. Mas allá de la influencia que tuvieron sus obras de ficción, F. Cooper puede ser considerado con todo derecho brillante autor de novelas sociológicas al describir la sociedad norteamericana en el Nueva York rural y urbano. Fue uno de los mas ilustres defensores del sufragio universal, al hilo de su extensión en el vasto territorio de los Estados Unidos, de la frecuencia de procesos electorales y defensor del derecho de propiedad en una era dominada por el acceso del «hombre corriente» a la política por medio del incipiente desarrollo de las organizaciones políticas de masas en las maquinarias de los partidos, captadores de los lideres locales y sus clientelas. La irrupción de prácticas deshonestas cuando no el fraude de los lideres políticos contribuían a la formación de coaliciones inestables y tumultuosas que manipulaban la participación política nacional por lo que incluso un demócrata como F. Cooper llegaría a expresar que el sufragio universal dejaba «el poder de controlar a sus gobiernos en las manos de la peor parte de la sociedad» Entre 1826 a 1833 vive en Suiza, Francia, Italia e Inglaterra. La experiencia le proporcionó una visión muy crítica de su propio país, reflejada en un trabajo de análisis social, The American Democrat. Ralf Waldo Emerson, representante del espíritu de Nueva Inglaterra, ensayista, poeta y «filosofo de quienes no tenían otro filósofo», en su conocida conferencia en al Universidad de Harvard, The American Scholar (1837) hacia un llamamiento a los estudiantes, escritores, artistas de la nación para que se lanzaran a la apertura de nuevos caminos intelectuales tal y como habían hecho los Padres Fundadores en el terreno de la política. Usar la libertad para traspasar las fronteras del conocimiento tal y como los pioneros habían explorado las fronteras geográficas del Continente. A principios de la Era de la Reforma, Emerson se preguntaba: «¿Para qué ha nacido el Hombre, si no para ser reformador, rehacedor de lo que el hombre ha hecho, para renunciar a la mentira y restablecer la verdad y el bien?» Un

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reformista claro contra la superstición, la esclavitud la pobreza y el analfabetismo: «La fuerza que es, a la vez, el resorte y el regulador de todos los esfuerzos de reforma es la convicción de que hay un valor infinito en el hombre, que aparece cuando se le convoca a un ideal por el que luchar, y que todas las reformas prácticas consisten en la supresión de los obstáculos que se lo impiden».

El filosofo de la fraternidad no podía sino tener una actitud positiva hacia la inmigración (ingleses, irlandeses y alemanes), señalando que es la mejor parte de Europa, «la aventurera, sensible, amante de América, del clan y de la familia» la que pasa el tamiz del Atlántico». Para Walt Whitman, oriundo de Brooklyn la democracia implica y necesita un orden moral, tiene que descansar en la virtud cívica, tiene que ser algo mas que el ilustrado interés propio, la mente abierta y la tolerancia. Henry David Thoreau: espíritu inquieto e independiente de la Costa Este de los Estados Unidos, rebelde y original, el hombre de Concord, es el máximo representante del espíritu individualista de corte libertario, ideó el concepto de desobediencia civil en 1848. Negándose a pagar los impuestos en su Estado de Massachussetts como forma de protesta ante la guerra de su país con México y contra la esclavitud, expuso el deber de la desobediencia civil ante la injusticia, en nombre de los derechos humanos. En Walden describió el experimento propio del apartamiento de la sociedad «corrupta» y de la posibilidad de una autosuficiencia vital contribuyendo a plasmar una de las imágenes más románticas y bucólicas de una existencia integrada en la naturaleza que un individuo despegado de la sociedad como forma de crítica social pudo realizar. Con ello se coloca en la tradición filosófico-política liberal de la obediencia basada en el consentimiento, de la legitimidad de expresión de la conciencia moral y de la autoafirmación individualista. Su obra formará igualmente parte de la tradición de la cultura norteamericana. 6. La presidencia de Abraham Lincoln (1809-1865): La construcción de la nación norteamericana Fue un destacado político vocacional desde una edad muy temprana, ya que consiguió ser diputado en la legislatura de Illinois en 1834, y desde

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entonces su vida se centró en pronunciar discursos, asistir a convenciones, planificar campañas electorales e idear estrategias partidistas. Perteneciente al Partido Demócrata (Whig) en su juventud, que ponía el énfasis en la igualdad de los hombres, pronto lo abandonaría para militar en las filas del Partido Nacional Republicano en el que encontró mejores oportunidades para desarrollar su vocación. Los acontecimientos se fueron desarrollando de tal modo que tuvo la gran oportunidad histórica para convertirse en un mito de la política norteamericana al mantener la integridad y el carácter indivisible de la Unión. Para la gran mayoría de la población del Norte, la secesión desafiaba la base ideológica del nacionalismo americano. La Unión se identificaba con la libertad y la democracia, y el mantenimiento de la integridad territorial era clave para el éxito del experimento que comenzara en 1776. El brillante discurso que Lincoln pronunció en Gettysburg (1863) canalizó y galvanizó el sentir de una gran parte del pueblo. Sería a partir de este momento histórico, cuando comenzaría a utilizarse la palabra «Nación» en sustitución del término «Unión». Como presidente de los EEUU y maestro en el arte de gobernar ideó una estrategia que obligaría al Sur confederado al primer ataque, ya que no podía reconocer la legalidad de la secesión. Fue un político prudente y pragmático cuyo objetivo inicial fue el mantenimiento de la Unión (e incluso después de) iniciada la rebelión, la vuelta de los estados separados a la Unión, incluso con la esclavitud intacta. Estaba decidido a conservar la lealtad de los cuatro estados fronterizos (Maryland, Kentucky, Missouri y Delaware) renuentes a participar en una guerra en contra de la esclavitud. La inesperada prolongación de la guerra dio la oportunidad política para que aflorase el sentimiento antiesclavista de Lincoln, considerando que si la «peculiar institución» permanecía, la estructura social quedaba intacta y acapararía la mayoría en el Congreso de los EEUU. La Proclama de la Emancipación (1863) basaba la emancipación en la «necesidad militar».En 1861 el Congreso aprueba una ley que confiere status de contrabando con respecto de todos los esclavos que hubiera sido utilizados en la guerra en el lado confederado. Al año siguiente se aprueba otra ley que prohíbe a los oficiales del Ejército la devolución de esclavos fugitivos. El curso de la guerra, no del todo positivo para la Unión, obligaría a Lincoln a privar de toda la fuerza de trabajo que pudiera al Sur, aprobándose una batería de leyes sobre confiscación, es decir, liberación de esclavos que hubiera pertenecido a propietarios «rebeldes», y autorizando al presidente a enrolar a los

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esclavos libres en el ejercito, como trabajadores o incluso como soldados. Con su difícil y estratégica decisión política benefició la industria del Norte y a los trabajadores contratados al no permitir la competencia de los esclavos en la Unión. Evidentemente también fue un enemigo sincero de la esclavitud a la que consideraba una injusticia, su abolición como un imperativo moral, y porque «... impide a nuestro ejemplo republicano tener toda las influencia que debería tener en el mundo; permite a los enemigos de la libertad de las instituciones considerarnos con justicia hipócritas y permite a los verdaderos amigos de la libertad dudar de nuestra sinceridad...» (1854).

Pero como político fue más cauto y posibilista ya que bajo la bandera del abolicionismo y dentro del Partido Republicano Lincoln se presentó a las elecciones al Senado por el estado de Illinois contra el candidato favorable a la esclavitud. En realidad y en esos momentos, 1858, ninguno de los candidatos proponía otra cosa que eliminarla en los territorios, pero no abolir la esclavitud por medio de la acción política en el Senado, siempre y cuando fuera posible evitarlo sin provocar un colapso en el país. Mas tarde, y con el Sur declarando que si un republicano alcanzaba la presidencia propondrían la separación, la elección de un republicano Lincoln provocaría la secesión, seguida de la guerra. y la Proclamación de la Emancipación en 1863. La Constitución protegía la esclavitud en los estados esclavistas y Lincoln como Presidente se vio constreñido por la prudencia política temiendo que los Demócratas del Norte en la frontera con el Sur pudieran unirse a la Confederación. La aprobación de tres leyes en un corto espacio de tiempo marcaría el camino hacia la emancipación. Con la Proclamación, se consiguió que en todos los Estados excepto en cinco se lograra la libertad, pero fue su decidido impulso posterior a la aprobación de la decimotercera Enmienda (1865) para alcanzar los dos tercios requeridos lo que le haría pasar a la historia como el Emancipador. El 14 de abril de 1865, un actor maníaco asesina a Lincoln como un acto de venganza del Sur, constituyendo el primer Presidente de la Historia de los EEUU muerto en un acto violento. Tras su muerte, los republicanos radicales se hicieron con la mayoría en el Congreso e iniciaron sin dilación el duro proceso de Reconstrucción, encontrando una resistencia mayoritaria y prolongada en el tiempo en «los blancos del Sur», una resistencia al cambio social que tomaría los caminos de la segregación.

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Lecturas complementarias 1. Defensa de las libertades norteamericanas, por E. Burke «En el carácter de los americanos, el amor a la libertad es el rasgo predominante y el que imprime su sello a todo lo demás; y como los afectos apasionados son siempre celosos, vuestras colonias se tornan intratables, inquietas y desconfiadas cada vez que les parece percibir el menor intento de arrancarles por la fuerza o mediante la astucia lo que consideran principio vital (...) Los individuos que habitan esas colonias tienen ascendencia inglesa. Inglaterra es una nación que respeta todavía su libertad, y que antaño la adoró. Los colones abandonaron su patria chica en una época en que tal sentimiento se hallaba en su cenit, y al abandonaros se llevaron consigo esa inclinación…La libertad se refiere a algo en concreto, y cada nación se ha formado sus preferencias,…en nuestro país los mayores conflictos en lo que se refiere a la libertad han tenido como origen el derecho de aplicar impuestos…El consentimiento acerca de las contribuciones es una cuestión a la que se ha dado tanta importancia...que el pueblo debe tener el derecho de otorgar su propio dinero; pues de lo contrario no existiría ni sombra de libertad…Las colonias toman de vosotros, como su sangre, tales ideas y principios…»

Extractos del discurso pronunciado por Burke ante la Cámara de los Comunes el 22 de marzo de 1775, al tiempo que presentaba ante los diputados una moción encaminada a tratar de conseguir la reconciliación con las colonias americanas. 2. Descripción de la realidad norteamericanas «Me puse a estudiar con atención las circunstancias que rodeaban las vidas de los americanos, y las comparé con las que predominaban en el Viejo Mundo: me parecieron fundamentalmente diferentes…He aquí lo que pude observar: 1.º Que en ese país se lleva la tolerancia a grandes extremos hasta el punto de ser totalmente ilimitada, puesto que ninguna religión domina sobre las demás, al no contar con ningún tipo particular de protección; y que en el no se considera dogma del Estado ningún dogma religioso, sino

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que coexisten multitud de religiones diferentes, ya que todas las que son propuestas hacen prosélitos, y que todos tienen libertad para proponer religiones nuevas... 2.º Que en él no existía ningún grupo privilegiado, ningún tipo de nobleza, ningún resto de feudalismo, ya que el feudalismo no existió en él jamás. 3.º Que no había en el país familia alguna que se hallase a lo largo de varias generaciones en posesión de los cargos públicos principales; que, por consiguiente, nadie consideraba la ocupación de gobernar como patrimonio propio… 4.º Que el carácter de uno de los primeros fundadores de las colonias inglesas del Nuevo Mundo, el celebre Penn, era el carácter dominante de la nación americana; que esa nacion se mostraba en general esencialmente pacífica, laboriosa y ahorradora..»

Claude-Henri de Saint-Simon, L’industrie, 1871. 3. Defensa de la independencia «Para garantizar estos derechos (a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad) se constituyen entre los hombres los gobiernos, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados (…).Siempre que cualquier forma de gobierno se convierta en destructiva de estos fines, es un derecho del pueblo el alterarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno».

Declaracion de Independencia, 1776. 4. Definición de la felicidad individual «La política de cada país merece estudiarse en lo que toca a los asuntos internos. Examinad su influencia en la felicidad del pueblo. Aprovechad cuanta ocasión se os presente de entrar en las casas de los trabajadores, y especialmente a la hora de la comida; observad lo que comen, como visten, si están obligados a trabajar demasiado; si el gobierno o su patrono les quitan una parte injusta de su trabajo; cual es la condición de la tierra que llama suya, su libertad personal, etc.»

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En «Notas de viaje para Mr Rutledge y Mr Shippen», del 3 de junio de 1788, Jefferson puntualiza que entiende por felicidad en sus observaciones como americano en Francia.

5. Límites a la soberanía del Estado «Es inherente a la naturaleza de la soberanía que no sea susceptible de adaptarse a cualquier individuo sin su consentimiento. Este es el sentir y la práctica general de la humanidad, y su excepción, como uno de los atributos de la soberanía, la disfrutan ahora los gobiernos de cada Estado en la Unión…Los contratos entre nación e individuos sólo se asocian a la conciencia de la soberanía y no pretenden ser una fuerza compulsiva. No dan derecho de actuar independientemente del deseo soberano (…) Autorizar reclamaciones contra Estados por lo que deben (…) no podría hacerse sin iniciar una guerra contra el Estado contratante (…) Un poder que tuviera tales consecuencias sería a la vez forzoso e injustificado».

Hamilton, el mas firme defensor de un poder gubernamental centralizado se manifiesta en el Federalista n.º 81 contra la utilización de la fuerza contra un Estado por cualquier razón.

6. Defensa de la República Federal «Entre las numerosas ventajas que presenta una Unión bien configurada, ninguna merece un desarrollo mas preciso que su tendencia a disolver y controlar la violencia de las facciones. (...). Por facción entiendo un numero de ciudadanos, ya sea una mayoría o una minoría de la totalidad, unidos y animados por un impulso común de una pasión o de un interés, opuesto a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses permanentes y globales de la comunidad. »Igualmente, existen dos métodos para eliminar las causas de las facciones: uno consiste en suprimir la libertad que es esencial para su existencia; el otro, en ofrecer a todos los ciudadanos las mismas opiniones, las mismas pasiones y los mismos intereses. Del primer remedio puede con toda justicia afirmarse que es peor que la enfermedad. La libertad es para las facciones

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como el aire para el fuego, un alimento sin el cual expiran inmediatamente (...) Pero abolir la libertad, esencial para la vida política, porque nutre a las facciones, no sería menor disparate… La segunda vía es tan impracticable como imprudente sería la primera. Mientas la razón humana continúe siendo falible, y el hombre pueda ejercitarla con libertad, surgirán diferentes opiniones, (y) la fuente mas común y duradera de las facciones ha sido la diversa y desigual distribución de la propiedad. Los que tienen y no tienen propiedad… los acreedores y los deudores… La conclusión que hemos de extraer es que las causas de las facciones no pueden ser eliminadas y el único remedio consiste en hallar los medios de controlar sus efectos... »Una democracia pura, por lo que entiendo una sociedad integrada por un reducido número de ciudadanos, que se reúnen y administran personalmente el gobierno, no puede evitar los peligros del espíritu sectario... Una republica, o sea, un gobierno en el que tiene efecto el sistema de representación (…) promete el efecto que buscamos... »Las dos grandes diferencias entre una democracia y una republica son: primera, que en la segunda se delega la facultad de gobierno en un pequeño numero de ciudadanos, elegidos por el resto; la segunda, que la república puede comprender un número mas grande de ciudadanos y una mayor extensión de territorio...La Constitución federal constituye una mezcla feliz; los grandes intereses generales se encomiendan a la legislatura nacional, y los particulares y locales a la de cada Estado…»

Madison expone la inevitabilidad de las facciones, y su apoyo a la república federal, que diferencia de lo que denomina la democracia pura, en el Federalista n.º 10. 7. Defensa del derecho de resistencia «Todos en todas partes, si lo pretenden y poseen la capacidad de hacerlo, tienen derecho a alzarse y zafarse del gobierno existente y formar uno nuevo que les plazca más. Este es un derecho inmensamente valioso y sagrado, un derecho que esperamos y creemos que liberará al mundo. Tampoco este derecho se limita a casos en los que todo el pueblo pueda elegir ejercitarlo. Cualquier parte de ese pueblo, que sea capaz, puede hacer la revolución y hacerla por si mismo en el territorio en el que habite».

Abraham Lincoln, 12 de enero de 1848.

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8. Crítica de la esclavitud «El que la esclavitud llegue a Nebraska, o a cualquier nuevo territorio, no es un asunto que preocupe exclusivamente a la gente que pueda ir allí. Toda la nación tiene interés en que se haga el mejor uso de esos territorios. Los queremos como hogar para la gente blanca libre, lo que no puede ocurrir en modo alguno, si se implanta en ellos la esclavitud. Los Estados esclavistas son los lugares desde los que debe trasladarse la gente blanca pobre…Los nuevos Estados libres son lugares para que la gente vaya y mejore su condición»

A. Lincoln, en Speech at Peoria, Illinois, 16 Octubre de 1854. 9. Defensa de la unidad nacional «Mi objetivo prioritario es esta lucha es salvar la Unión y no salvar o destruir la esclavitud. Si pudiera salvar la Unión sin liberar ningún esclavo, lo haría; y si pudiera salvarla liberando alguno y dejando en paz a otros, también lo haría. Lo que hago acerca de la esclavitud y la raza de color, lo hago porque creo que ayuda a salvar la Unión.

A. Lincoln en Letter to Horace Greeley, carta abierta dirigida al director del periódico New York Tribune el 22 de Agosto de 1862. 10. Defensa de la autonomía individual «Debemos aprender a despertarnos de nuevo y a mantenernos vígiles, no con ayuda mecánica sino en la infinita espera de que la Aurora no nos abandone en nuestro sueño mas profundo. No sé de hecho más estimulante que la incuestionable capacidad del hombre para elevar su vida por medio del esfuerzo consciente. Es algo, ciertamente, el poder pintar un cuadro particular, el esculpir una estatua o, en fin, esculpir o pintar la atmósfera misma, el medio a través del que miramos, lo cual es factible moralmente. Influir en la calidad del día, esa es la mas elevada de las artes... Fui a los bosques porque quería vivir con un propósito; para hacer frente solo a los hechos esenciales de la vida, por ver si era capaz de aprender lo que aquella tuviera por enseñar, y por no descubrir, cuando llegare mi hora, que no había siquiera vivido... Quería vivir profundamente de modo tan duro y espartano que eliminara todo lo espúreo, haciendo limpieza drástica de lo

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marginal y reduciendo la vida a su mínima expresión; y si esta se revelare mezquina…dársela a conocer al mundo; pero si fuere sublime, conocerla por propia experiencia y ofrecer un verdadero recuento de ella…»

Reflexiones de H. D. Thoreau plasmadas en el experimento personal de Walden.

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Tema 7

El liberalismo posrevolucionario Raquel Sánchez García

Introducción 1. Benjamín Constant 2. Los doctrinarios 3. Alexis de Tocqueville Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema, se aborda el proceso ideológico que lleva a la adaptación de la ideología liberal al nuevo contexto político y social, la caída de Napoleón y el advenimiento de la Restauración y la emergencia de las reivindicaciones democráticas. Todo lo cual llevó a la búsqueda de un nuevo rol para la institución monárquica, la reflexión sobre el problema de la concentración del poder y el advenimiento de la democracia.

Introducción Tras la Revolución Francesa, el pensamiento político se enfrentará con importantes desafíos: cómo construir un régimen representativo, cómo hacer frente a las demandas de representación política de la burguesía y, especialmente, cómo servirse de la herencia revolucionaria eliminando los matices radicales de sus planteamientos. Corresponderá principalmente al liberalismo francés emprender tan ardua labor. El liberalismo posrevolucionario llevará a cabo una amplia reflexión sobre las múltiples cuestiones que se entretejen entre el pensamiento político y las tareas de gobierno. De entre ellas destacan algunas por su especial trascendencia. En primer lugar, el liberalismo posrevolucionario aspirará a buscar un nuevo papel político para la monarquía. Abandonada ya la vieja legitimidad divina del poder, los liberales recurrirán a nuevas fórmulas para asentar a la Corona como el más sólido de los poderes del Estado. En esta tarea encontrarán múltiples obstáculos, como los planteados por la alternativa republicana o la dificultad de definir las fuentes del poder real. Otro de los grandes temas de reflexión del liberalismo posrevolucionario va a ser la constante preocupación por la concentración del poder. Esta preocupación les conducirá a buscar múltiples soluciones que van desde el equilibrio de los poderes hasta su distribución en múltiples entidades sociales y políticas.

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La libertad, por último, será la tercera gran cuestión sobre la que mediten los liberales franceses que nos van a ocupar en estas páginas. En unos casos por la aparición de la sociedad democrática, en otros casos por el miedo al reforzamiento del ejecutivo, y en ocasiones por sus reticencias ante la omnipotencia del legislativo, los liberales intentarán abrir un hueco a la defensa de lo que consideran el valor máximo: la libertad. Si en líneas muy generales pudiéramos describir el gran debate del pensamiento político del siglo xix, diríamos que éste se estableció entre la igualdad y la libertad. Los autores que se van a analizar en estas páginas se decantarán, sin la menor vacilación, por la segunda. 1. Benjamin Constant El pensamiento de Benjamin Constant es, como ha señalado M.ª L. Sánchez Mejía, la respuesta liberal a Rousseau. Sus ideas se enmarcan en el contexto histórico que sigue al principal producto del pensamiento rousseauniano: la Revolución Francesa. Tomando como campo de experiencias la Revolución, Constant reflexionó sobre las limitaciones que los planteamientos rousseaunianos ejercían sobre las libertades y sobre el control de los abusos del poder. Los análisis de Constant tienen lugar en dos periodos bien distintos: el Imperio napoleónico (1805-1815) y la Restauración de los Borbones en Francia (1815-1830), lo que tendrá no pocas consecuencias en su forma de entender la política. Benjamin Constant (1767-1830) era suizo de nacimiento, aunque trató de conseguir la ciudadanía francesa desde que en 1795 se afincó en París de la mano de madame de Stäel, con la que mantuvo una duradera relación personal e intelectual. Permaneció Constant en Francia durante el Directorio, momento en que publicó algunas de sus obras como De la force du gouvernement actuel de la France et de la nécéssité de s’y rallier (1796), Des réactions politiques (1797) o Des effects de la Terreur (1797). Tras el golpe del 18 brumario (10-IX-1799), Constant fue elegido miembro del Tribunado. Sin embargo, sus ideas no le acercarán a Napoleón Bonaparte, en quien desde muy pronto empezó a observar tendencias hacia la extralimitación en el uso del poder. En 1803 Constant acompañó al extranjero a madame de Stäel, expulsada de Francia por su oposición al futuro emperador.

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A partir de este año, Constant y Stäel iniciaron una serie de viajes por Europa que les permitieron entrar en contacto con las principales figuras de la literatura y el ensayo contemporáneos (Goethe, Schiller, Schelling, etc.). En 1814 dio a la luz su De l’Esprit de conquête et de l’usurpation, obra en la que muestra claramente su discrepancia con Bonaparte y lo que considera la forma nueva del despotismo: el que se ejerce en nombre del pueblo. Sin embargo, cuando el emperador regresó a París durante los Cien Días, Constant se acercó a él con el objetivo de redactar un proyecto constitucional, para lo cual Napoleón le nombró Consejero de Estado. Fue éste el momento en el que publicó una de sus obras clave: Principes de politique applicables à tous les gouvernements (1815). Comportamientos como el narrado con respecto a Bonaparte, han dado a Constant fama de voluble en política, aunque muchos de sus estudiosos creen ver ahí uno de los elementos fundamentales de su pensamiento: su acercamiento a Napoleón, así como su posterior aceptación de la monarquía, evidencian la escasa importancia que otorgaba a las formas de gobierno, que para él siempre estuvieron por debajo de la garantía de la legalidad y la protección a las libertades. Pese a haber sido expulsado de Francia por la monarquía restaurada, pronto pudo regresar de nuevo a París para dedicarse al periodismo político por medio del Mercure de France. Durante la Restauración, Constant llegaría a ser diputado en la Cámara baja en dos legislaturas (1819 y 1824), formando parte del sector más progresista de la misma y poniendo gran énfasis en la defensa de la libertad de expresión. En 1830, el año de su muerte, Constant tuvo tiempo para mostrar su apoyo al nuevo rey Luis Felipe de Orleans, llegado al poder tras la revolución de julio de ese año, aunque pronto se desencantó de la deriva que tomaba el nuevo régimen, en el que tantas esperanzas había depositado. El asunto principal sobre el que gira el pensamiento de Constant son las relaciones entre el individuo y el poder. A partir de este tema central, irá elaborando una teoría sobre la necesidad de limitar el poder, el concepto de soberanía y la defensa de las libertades, en tanto que éstas son expresiones de la individualidad. Desde su punto de vista, es inherente al poder traspasar sus propios límites, desbordar los cauces establecidos para su ejercicio y usufructuar parcelas individuales de libertad que deberían estarle vedadas. El peligro que

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para Constant encerraba la teoría revolucionaria de la soberanía, basada en las ideas del contrato social elaborada por Rousseau, es que no marcaba con nitidez los límites del poder. Señalaba Constant que la voluntad general, en tanto que depositaria de las voluntades individuales, podría arrogarse (como lo había hecho durante la Revolución) la representación de la nación y, apoyada con esta rotunda legitimidad, atacar los derechos de las minorías, aprobar leyes injustas o permitir la instalación de instituciones opresoras. El mayor peligro, señala nuestro autor, se halla en la identificación que hace el poder entre gobierno y sociedad, es decir, entre el poder ejecutivo y la legitimación de su ejercicio, entre los derechos del gobierno y los de la sociedad. Esto no significa que Constant rechace la afirmación rousseauniana de que toda autoridad debe emanar de la voluntad popular. Justo todo lo contrario. Para Constant está fuera de toda duda el hecho de que el gobierno de una nación debe ejercerse sobre la base de la voluntad general. Superados ya los viejos criterios acerca del origen divino del poder, no caben ya más fuentes de legitimidad que el consentimiento de la mayoría o la fuerza. Constant eliminará toda argumentación a favor de la fuerza señalando que ésta sólo puede producir un poder ilegítimo que en su propia ilegitimidad lleva la semilla de su destrucción: la misma fuerza que llevó a un gobierno al poder puede apartarle del mismo. Sin embargo, el ejercicio del poder sobre la base de la soberanía nacional puede acabar en el acaparamiento de atribuciones si no se establecen límites. La tiranía contemporánea procede, por tanto, de un ejercicio sin límites de la voluntad general que se produce cuando se deposita un exceso de poder en manos de los gobernantes. Uno de los caminos para controlar al poder es, lógicamente, dividirlo. Constant retoma aquí las reflexiones de pensadores precedentes como Locke y Montesquieu, adaptando las aportaciones de estos autores a su propia forma de entender la política. Recoge Constant la división clásica entre ejecutivo, legislativo y judicial, aunque introduce matices de gran interés. Por lo que respecta al legislativo, apunta Constant la conveniencia de que se bifurque en dos: lo que llama el «poder representativo de la continuidad», es decir, el que se ubicaría en la Cámara de los Pares; y el que denomina «poder representativo de la opinión», que se asentaría en la Cámara de los Diputados. El primero correspondería a la nobleza y tendría como objetivo buscar un papel político a esta clase social que tras la Revolución Francesa habría

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perdido su destino anterior y no habría encontrado aún el que le sería propio en la nueva sociedad política, basada en unos fundamentos bien distintos de los de la monarquía absoluta. Le adjudica Constant a la aristocracia el papel de elemento intermedio entre el rey y el pueblo, colchón entre la majestad de la realeza y la fuerza de las demandas sociales, contemplándola como un fiel reflejo del peso de la tradición en las sociedades modernas. El segundo, el poder de la opinión, sería ejercido por los propietarios, verdaderos representantes del mundo moderno. La Revolución había liberado la propiedad de las ataduras del Antiguo Régimen y había permitido el acceso a la misma de personas hábiles y con talento, por lo que su posesión era imagen del dinamismo de la sociedad contemporánea y ponía de manifiesto el fin de la tiranía de los privilegios heredados. Constant pensaba que sólo aquellos que disfrutan de la propiedad y de los beneficios que ésta dispensa, pueden disponer del ocio necesario para atender los requerimientos de la política, que se condensan en dos necesidades básicas: conocimiento y tiempo. Ahí estriba su defensa del derecho de sufragio censitario, es decir, de la concesión del derecho de voto (activo y pasivo) a aquellos varones que alcanzasen la renta fijada por la legislación electoral. Por lo que respecta al poder judicial, Constant fue un ardiente defensor de su independencia, que creía salvaguardada por la inamovilidad de los jueces y el juicio con jurado. El tratamiento que hace Constant del poder ejecutivo es de enorme interés por el papel que va a adjudicar al rey. Según sus propuestas, el ejecutivo debería estar separado en dos: el poder que corresponde al rey y el poder que corresponde a los ministros. De este modo, busca Constant dos cosas: la irresponsabilidad política del rey y la responsabilidad política de los ministros. Desde su perspectiva, el rey debe quedar apartado del ejercicio directo del poder: su función es situarse por encima de los otros poderes, convertirse en poder supremo del Estado y ser, a la vez, garantía de estabilidad en el presente y de continuidad en el futuro. El rey no ha de tener intereses políticos. El rey, en definitiva, es un poder neutro. Los ministros, por el contrario, son los verdaderos agentes del poder ejecutivo. Sobre ellos recae la puesta en marcha de las acciones del gobierno y por eso han de ser especialmente vigilados. Para ello establece Constant el expediente de la responsabilidad ministerial, según el cual el ministro

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debe dar cuentas de sus actuaciones y someterse al juicio, si tal cosa fuera necesaria, de la Cámara de los Pares. Sobre estos pilares construye Constant su teoría de la monarquía constitucional. Pese a que, como se ha dicho antes, era bastante indiferente a las formas de gobierno, no dejó de destacar la preeminencia que, desde su punto de vista, correspondía a la monarquía. Los valores simbólicos de continuidad y respeto social que proporciona una monarquía, con una dinastía hereditaria, son muy superiores a los de una república, carente de estos elementos que sirven de alegorías de la nación y de su historia. Todo el entramado político que construye Constant en su definición de la monarquía constitucional no tiene otra función que la defensa de la libertad que, en última instancia, no es otra cosa que la reivindicación de la individualidad. Sólo en el ejercicio de las libertades puede el hombre mostrar lo que es específico a él, sus intereses. Como dice en sus Principios de política, la libertad es todo lo que los hombres tienen derecho a hacer, «lo que la sociedad no tiene derecho a impedir». Esta definición de la libertad le permite afirmar que las libertades forman parte de la esencia del hombre y que, por tanto, existen antes de que se genere la soberanía popular, son derechos preexistentes. De ahí que afirme convencido que las leyes no están para restringir la libertad de acción de los hombres, sino para garantizar su protección, para evitar que se traspasen los límites de la capacidad de acción individual tanto por parte del Estado como por parte de los demás hombres. La noción que sobre la libertad sostiene Constant pertenece a un concepto negativo de la misma. En su clásico trabajo «Dos conceptos sobre la libertad», Isaiah Berlin distinguía entre un concepto de la libertad positivo («la libertad que consiste en ser dueño de si mismo») y otro negativo («la libertad que consiste en que otros hombres no me impidan decidir como quiera»). Consideraba Berlin que Constant ha de ser incluido, junto con John Stuart Mill y con Alexis de Tocqueville, entre los defensores de la idea negativa de la libertad. En uno de sus escritos más importantes, base del estudio de Berlin, Constant reflexionó a fondo sobre la cuestión de la libertad. Se trata de De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, conferencia pronunciada en el Ateneo de París en 1819. En esta conferencia traza Cons-

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tant las diferencias entre el ejercicio de la libertad y de la participación política en los pueblos antiguos y en su época. La libertad antigua consistía en el ejercicio de distintos aspectos de la soberanía de forma colectiva, en un espacio público. Todas las actividades estaban vigiladas, no quedando nada para el ámbito individual ni para el juicio privado, de modo que «el individuo, soberano casi siempre en los asuntos públicos, era un esclavo en todas las cuestiones privadas». La libertad moderna, por el contrario, pone el énfasis en el individuo, se sale de lo colectivo para entrar en lo individual. Nos describe Constant lo que es la libertad en un párrafo largo pero muy significativo: «Es el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser arrestado, ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos. Es el derecho de cada uno a expresar su opinión, a escoger su trabajo y a ejercerlo, a disponer de su propiedad, y abusar incluso de ella; a ir y venir sin pedir permiso y sin rendir cuentas de sus motivos o de sus pasos. Es el derecho de cada uno a reunirse con otras personas, sea para hablar de sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieran, sea simplemente para llenar sus días y sus horas de la manera más conforme a sus inclinaciones, a sus caprichos. Es, en fin, el derecho de cada uno a influir en la administración del gobierno, bien por medio del nombramiento de todos o de determinados funcionarios, bien a través de representaciones, de peticiones, de demandas que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración».

La importancia que otorga Constant al ejercicio de la libertad como el despliegue de los intereses individuales no implica una dejación de sus intereses públicos, sino que, por el contrario, la libertad política y la participación son las mejores garantías con las que cuenta el individuo para la protección de la libertad individual. No es que Constant insista en el papel de las asociaciones y agrupaciones intermedias como medio de articulación de la sociedad civil (tal y como preconizará Tocqueville), pero sí señalará la importancia que una descentralización del poder pudiera tener para facilitar tanto la participación política como el control del ciudadano al poder. De hecho, la centralización administrativa y política propugnada por Bonaparte fue objeto de las duras críticas de Constant. Para él, es en las instituciones locales de gobierno donde pueden llegar a confluir de forma más

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evidente los intereses individuales con los públicos, de ahí que se hiciera necesario fomentar su actividad, dotarles de contenido específico. De entre las libertades analizadas por Constant destacaremos aquí el derecho a la propiedad, la libertad de expresión y la libertad religiosa. La propiedad es, como ya se dijo, elemento indispensable para el ejercicio de la política. El derecho a la propiedad garantiza el conocimiento y la dedicación suficiente para analizar y conocer los asuntos públicos y a la vez disponer de fuertes razones para buscar la estabilidad social y política. La propiedad permite, además, que las puertas de la promoción social queden abiertas para aquellos que, por su talento o por su trabajo, pudieran llegar a tener acceso a ella. Sin embargo, y a diferencia de otros liberales (en especial, John Locke), para Constant no es la propiedad un derecho natural, sino que el respeto a la misma procede de la conformidad social, es una convención. Las consecuencias que se derivan de tales planteamientos son muchas y han sido objeto de análisis por los estudiosos de su obra. La libertad de expresión, entendida como libertad de prensa e imprenta, se alza como garante del resto de libertades. El principio de publicidad permite, por un lado, dar a conocer las injusticias del poder y, por otro, formar a la opinión pública. Y para Constant, una opinión pública formada es uno de los más valiosos puntales con los que puede contar una sociedad, ya que en la manifestación de la opinión pública concurren los intereses individuales y los colectivos. El conocimiento, la discusión de las ideas, las denuncias de atribuciones excesivas por parte del gobierno, la libre circulación de las opiniones políticas, facilitan que los ciudadanos sean conocedores de sus derechos y que se atrevan a reclamarlos de forma pacífica. El impedimento a la libre expresión de las ideas no puede acarrear más que el desorden o, en casos extremos, la revolución. Ambos representan el deseo de alcanzar dichos derechos por la violencia. Y así, en De la libertad de folletos, panfletos y periódicos considerada en relación con el interés del gobierno, afirmará: «Una persona a quien el deseo de dar a conocer sus ideas lleve a una primera desobediencia, que no habría franqueado los límites de la legalidad si las hubiera podido manifestar libremente, no teniendo ya nada que perder traspasará esos límites o para dar más fama a su escrito, o porque estará irritada o trastornada por el peligro mismo que afronta».

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La creencia religiosa se inserta, más que ninguna otra clase de creencia, dentro de lo individual, de lo íntimo. De ahí que para Constant no deba tolerarse ningún tipo de intromisión ni de la sociedad ni del Estado. Forma parte de las obligaciones del Estado, eso sí, el fomento y la protección de las iglesias que pudieran llegar a tener cierta importancia social, pues de este modo se garantiza la pluralidad. La religión en cuanto sentimiento íntimo constituyó en Constant un elemento compensador de la racionalidad política; la religión se convirtió para él en un marco de referencias y de esperanzas ante los desafíos de la vida. Sin embargo, no concebía la religión como un conjunto inmutable de ritos y creencias, sino como una serie de valores cuya manifestación cambia a la vez que lo hace la evolución de la inteligencia y la cultura de los hombres. Constant había hecho hincapié en las funestas consecuencias que para el espíritu humano pudiera tener el vacío existencial en que el escepticismo religioso de algunos ilustrados había dejado al hombre. Aun así, él mismo se vio preso de ese escepticismo en muchas ocasiones, cuando no le era posible conciliar sus deseos de libertad con sus necesidades de trascendencia. La práctica de las libertades en el sentido en el que Constant las concebía, en el sentido moderno, implica necesariamente una gran responsabilidad individual por el grado en que su ejercicio pudiera traspasar el ámbito de libertades de los demás hombres. Al contrario que en autores utilitaristas como Bentham, para quienes el último punto de referencia es la utilidad y la felicidad, Constant no cree que el hombre haya de actuar guiado únicamente por sus instintos egoístas, por la utilidad que sus acciones le reporten, sino que opina que el hombre es un ser moral. Es la moralidad el principio que debe guiar el ejercicio de las libertades individuales y no la utilidad. Esta moralidad procede de la conciencia individual de cada hombre, y no de dictados exteriores, de ahí que insista en la obligación de resistirse a obedecer leyes injustas: «Nada justifica al hombre que colabora con una ley que considera inicua».

2. Los doctrinarios Por el nombre de doctrinarios se conoce a un grupo de pensadores y políticos que ejercieron su actividad durante la Restauración y la Monarquía de julio en Francia (entre 1814 y 1848). Al contrario de lo que indica

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su denominación, no puede decirse que los doctrinarios fueran hombres de doctrina o de planteamientos rígidos, pues sus ideas se fueron gestando y modelando con la práctica política. Por supuesto, hubo entre ellos auténticos filósofos e historiadores de la política, pero sus creaciones intelectuales proceden más que de la reflexión abstracta, del cotejo entre los productos del pensamiento y sus plasmaciones en el quehacer cotidiano, en la legislación y en las instituciones que componen el Estado. Al igual que para Constant, también para los doctrinarios fue la Revolución Francesa un campo de análisis de primera magnitud. En ella creyeron constatar la aparición de los factores que configuran la política moderna como la omnipotencia del Estado o la tiranía de las mayorías. Sin embargo, fueron conscientes de dos evidencias fundamentales: primera, no era posible ni deseable una vuelta atrás; segunda, se hacía necesario salvar ciertas conquistas revolucionarias ante las presiones de los más reaccionarios. Su propósito se centraba, por tanto, en conciliar lo que mereciera la pena rescatarse del Antiguo Régimen (en especial el llamado gobierno mixto, por lo que tenía de equilibrio de poderes) y las herencias más valiosas de la Revolución (la participación política de las clases medias). Se trataba, en definitiva, de hallar el justo medio entre el pasado y el presente para proyectar el futuro. Este concepto del justo medio resulta clave en el pensamiento de los doctrinarios y resume en buena medida el objetivo de sus reflexiones sobre la política y sobre la historia. El pensamiento doctrinario está fuertemente impregnado de filosofía, pues los doctrinarios buscaron el modo de refutar las consecuencias radicales de los conceptos que acerca de la soberanía y la libertad podrían desprenderse de la teoría política revolucionaria. Pero también se hallan sus postulados profundamente insertos en la historia, por cuanto la historia es el proceso de configuración y desenvolvimiento del gobierno representativo, la más alta conquista de la razón humana. Los doctrinarios no fueron un grupo numeroso. De entre los políticos y pensadores más destacados podría mencionarse a Prosper Barante, Camille Jordan, Pierre François Serre, Victor de la Broglie, Pierre-Paul Royer-Collard, François Guizot y Charles de Rémusat. Contamos también con otros pensadores más o menos afines como el ecléctico Victor Cousin, o políticos como el conde de Molé. Los más importantes, tanto por sus aportaciones teóricas como por su actividad política, fueron Royer-Collard y François

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Guizot. Particularmente significativa es la obra de este último, quien escribió trabajos como Historia de la revolución en Inglaterra, Historia del gobierno representativo, De la democracia en Francia o Memorias para escribir la historia de mi tiempo. Entrando de lleno en la teoría política de estos autores, habría que señalar que, para los doctrinarios, el gobierno representativo constituye, como ya se ha dicho, el máximo logro político pues representa la razón encarnada en la sociedad, es decir, la aplicación de procedimientos pertinentes para la solución de los problemas políticos que presenta la realidad. Este gobierno representativo se sustenta sobre tres pilares: la división de poderes, la elección y la representación políticas y la libertad de prensa. Se analizarán estos aspectos más adelante, pues antes se hace necesario indicar que el fundamento, la base legitimadora de este sistema, se halla en la soberanía de la razón. Con la soberanía de la razón los doctrinarios quisieron encontrar una forma de legitimación política que fuera capaz de superar las otras dos concepciones: la soberanía de la monarquía y la soberanía de la nación. Fue Guizot el máximo teórico de la soberanía de la razón. Sus reflexiones presentan claras influencias de Hegel, aunque transformadas y adaptadas a su particular forma de entender la política. Guizot constata la existencia de un orden objetivo en el mundo que da sentido y ordena los acontecimientos y los fenómenos sociales e individuales. Esta objetividad no es otra que la razón. Para Guizot, a diferencia de lo propuesto por la mayoría de los racionalistas franceses precedentes, la razón tiene su origen en Dios y se plasma en cada hombre. De ahí que Guizot pueda afirmar que existen una razón individual y una razón social o pública, constituyendo ésta última una entidad de superior categoría por cuanto personifica el momento objetivo de la razón. La razón individual sería, por tanto, el momento subjetivo. Las implicaciones que de cara al análisis de la libertad tiene este concepto de la soberanía de la razón son de gran interés, como se verá más adelante. Subrayan los pensadores doctrinarios el hecho de que el poder tiene tendencia a no dejarse regular por la razón, que manifiesta una marcada preferencia por la extralimitación en sus atribuciones. La división de poderes sería, por tanto, su principal freno. Fraccionando el poder, el peligro de arbitrariedad queda conjurado y el gobierno representativo puede cumplir sus funciones. La fragmentación de la soberanía propuesta

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por los doctrinarios va más allá de la clásica división en tres del poder: ejecutivo, legislativo y judicial. Cada poder y cada instancia que lo ejerce han de estar, a su vez, disociados, por lo que ninguna persona o institución podrá ejercer el mando de forma completa o autónoma. El objetivo último sería el establecimiento de un sistema de equilibrios, de compensación entre unas instancias y otras. El equilibrio de poderes se constituye, por tanto, como otro de los elementos clave del liberalismo doctrinario. A diferencia de Constant y otros teóricos de lo que se ha considerado el cuarto poder, es decir, la monarquía como poder neutro, los doctrinarios no participan de la limitación al poder real en esos términos. Desde su perspectiva, el poder del rey es un poder superior a los demás poderes del Estado porque está en estrecha unión con el ser y el acontecer de la nación. El rey representa al conjunto de la sociedad tanto en su presente como en su devenir histórico. El poder real es garante de la unidad de la nación, está por encima de las divisiones políticas. La Carta Constitucional de 1814 manifiesta el compromiso y la responsabilidad del rey, que es rey de todos. Ahí encuentra su sentido el interés de los doctrinarios por sostener en el trono a Luis XVIII, la preocupación por la actuación política de Carlos X y la inquietud por la falta de legitimidad histórica de Luis Felipe de Orleans. Royer-Collard reflexionará ampliamente sobre estas cuestiones y atribuirá al rey la prerrogativa de dictar normas extraordinarias (nunca leyes, pues ésa es tarea de las Cámaras) que se apliquen a situaciones particulares. Eso no significa que el poder del rey no se halle limitado en la vida ordinaria por la labor de las Cámaras. Desde este punto de vista, y si el rey es una potestad efectiva, no puede disociarse su función de la del resto del ejecutivo. Por lo tanto, los doctrinarios no apoyarán la idea de que los ministros se sitúen al margen del rey, sino que, desde su perspectiva, los ministros son los encargados de esclarecer, iluminar y allanar la voluntad del monarca. Ambos, ministros y rey, constituyen una entidad única (el ejecutivo) con funciones distintas. Mientras que consagran la irresponsabilidad política del rey para salvaguardarlo como poder supremo, los doctrinarios reivindicarán la responsabilidad de los ministros, que deben dar cuentas de su actuación a las Cámaras y defender ante ellas sus decisiones. Para poder hacer frente a las acometidas del legislativo, los ministros han de estar reforzados en su esencia como poder ejecutivo, y ese refuerzo viene, precisamente, del rey. El objetivo es,

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en última instancia, poner coto a la omnipotencia parlamentaria, que sólo puede ser frenada por una instancia superior a ella: la monarquía. La monarquía sería, pues, la razón objetiva (la nación en su devenir histórico) y las Cámaras la razón subjetiva (la nación en su momento concreto). Encontramos aquí un buen ejemplo de cómo los doctrinarios entendían el equilibrio de los poderes. El segundo gran pilar sobre el que se sustenta el gobierno representativo es el de la representación política. La representación política se encarna en las Cámaras, residencia del poder legislativo. Los doctrinarios aceptaron la división entre la Cámara de los Pares y la Cámara de los Diputados, establecida por la Carta Constitucional de 1814 y recogida posteriormente en la Carta Constitucional de 1830. Será en esta segunda carta, la del reinado de Luis Felipe de Orleans, en la que aparezca el postulado más propiamente doctrinario del gobierno de las Cortes con el Rey. Según la Carta de 1814 correspondía sólo al rey la iniciativa legislativa; la Carta de 1830 amplía esta prerrogativa a la Cámara de los Pares y a la Cámara de los Diputados departamentales, haciendo, además, una especial mención a que toda ley de impuestos habría de ser votada en primer lugar en la Cámara de los Diputados (artículo 15), lo que es buena prueba del carácter burgués del régimen. Asunto de especial importancia es el de a quién corresponde ejercer los derechos de la representación política. Por lo que respecta a los pares, los doctrinarios admitieron que su nombramiento correspondía al rey, salvo los que lo eran por pleno derecho, como los príncipes de sangre. Más interés presenta la representación de diputados, que nos enlaza directamente con la legislación electoral. Para los doctrinarios, el derecho de sufragio no es algo que corresponda a todos los ciudadanos, sino que, por el contrario, sólo es atribuible a aquellos que son capaces de manifestar y representar el interés verdadero de la sociedad. Esta idea de la capacidad es un puntal determinante en el tema que nos ocupa, pues justifica la inclusión o la exclusión del censo electoral. La capacidad es capacidad política, es capacidad de comprensión de los asuntos y visión racional del interés social. La forma exterior de su manifestación es la propiedad, por cuanto la propiedad permite presuponer facultades de comprensión de las que no disponen otros sectores sociales. Sin embargo, la razón que fundamenta la exclusión electoral no se halla en

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la propiedad, sino en la capacidad, que proporciona claridad de juicio y entendimiento. Su manifestación exterior, su forma de evaluación, es la propiedad, que facilita las condiciones para la ilustración de la mente y el conocimiento de las vicisitudes políticas y sociales. La capacidad para ejercer los derechos políticos habrá de buscarse no sólo en los que han de ser elegidos, sino también en los que han de elegir. No podría esperarse claridad de juicio en los elegidos sin la inteligencia de los que eligen: si no, la Cámara baja caería en manos de demagogos. De este modo, la legislación electoral doctrinaria establecerá un mínimo de ingresos para ejercer los derechos políticos, pero a partir de ese mínimo no habrá distingos en cuanto a la capacidad. Es decir, que mayor riqueza no implica mayores derechos políticos. La clave se encontraba en abrir el camino de la representación política a la burguesía y a la clase media, en la que, al decir de Royer-Collard, se personalizaban todos los intereses de la sociedad. Royer-Collard manifestó siempre su intención de fundar las bases de la representación sobre elementos distintos a los de la voluntad popular, origen del despotismo de las mayorías y de la tiranía. Guizot persiguió el mismo objetivo de forma más concienzuda, fundamentándolo filosóficamente. Para él, la razón subjetiva se halla en todos los hombres, pero sólo algunos son capaces de penetrar en la razón objetiva y su realización, de ahí que escribiera: «El gobierno representativo reposa sobre el reparto del poder de hecho en razón de la capacidad de actuar según la razón y la justicia, de las cuales dimana el poder del derecho». El tercer pilar del gobierno representativo es la libertad de prensa. Los doctrinarios estaban plenamente convencidos de las bondades de un régimen de publicidad, de conocimiento y de intercambio de opiniones. Ellos mismos publicaron un periódico, de breve vida, con el nombre Le Courier (con una sola «r» en recuerdo del inglés The Courier). Las ideas doctrinarias sobre la prensa se plasmaron en la legislación elaborada durante la gestión de Pierre Serre como ministro de Justicia en 1818, siendo Élie Decazes presidente del Consejo de Ministros. Serre delegó en el duque de Broglie y en Guizot para la redacción de las tres leyes que recogen las ideas doctrinarias. La primera de las leyes se centró en los crímenes y delitos de imprenta y partía del supuesto de que ninguna opinión se convierte en criminal por hacerse pública. El objetivo de esta ley fue deter-

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minar los supuestos de delito que abarcaban la difamación y la injuria hacia los particulares, hacia el rey, hacia las autoridades y hacia la moral pública y religiosa. No se establecían, como vemos, limitaciones a la libre expresión política. La segunda ley recoge una de las clásicas demandas liberales: que los delitos de imprenta no fueran vistos por tribunales correccionales, sino por jurados competentes. En la legislación sobre prensa, señalan los doctrinarios, no puede establecerse una casuística de los delitos más que a grandes rasgos (las difamaciones e injurias ya mencionadas, que forman parte del delito común), es decir, que no se puede hacer una detallada relación de cuáles son esos delitos. De ahí infieren que los potenciales procesos no han de ser contemplados por tribunales normales, sino por personas competentes en la materia, que sean capaces de dilucidar cuándo se han traspasado los límites. Es decir, que abogaron por el establecimiento de jurados para el tratamiento de tales asuntos y así lo decretaron en la segunda ley de prensa. La tercera ley responde también con claridad a la mentalidad doctrinaria y a la sociedad burguesa en la que ésta se inserta. Imponía la ley como condición para la publicación de un periódico el depósito de una garantía económica, de una fianza, lo que remitía, como es evidente, a la responsabilidad empresarial. Se trataba de evitar de esta manera la proliferación de periódicos y otras publicaciones que, no teniendo nada que perder, pudieran comportarse sin la prudencia deseable en uno de los soportes principales del gobierno representativo. La legislación doctrinaria en materia de prensa no disfrutó de larga vida, pues el asesinato en febrero de 1820 del duque de Berry (miembro de la familia real) condujo a Luis XVIII a abandonar su política aperturista. Sin embargo, contribuyó a sentar las bases de un régimen de publicidad. El tratamiento teórico que los doctrinarios dan a la libertad y a los derechos individuales merece una atención especial. Pese a constituir una de las diversas tendencias del liberalismo del siglo xix, los doctrinarios no pueden ser englobados entre los mayores defensores del individuo y del ejercicio voluntarista de sus prerrogativas. No encontraremos en ellos la defensa a ultranza de la parcela de autonomía que corresponde a cada persona, como vimos en Constant y que será común entre liberales ingleses como John Stuart Mill.

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Guizot, que es el teórico doctrinario más interesado por estas cuestiones, enlaza su reflexión sobre la libertad con la ya mencionada división entre la razón objetiva y la razón subjetiva. Para él, lo que caracteriza la sociedad contemporánea no es el enfrentamiento entre el individuo y el conjunto social, como afirman los liberales individualistas. Para Guizot, lo que define a la sociedad es la existencia de una razón objetiva, una ley que está por encima de las razones subjetivas de los individuos concretos, que las comprende a todas ellas y que las explica. Por tanto, la libertad no sería el ejercicio de la voluntad individual (con los límites que marcan las esferas individuales de los demás), sino la capacidad de realizar en la práctica la norma objetiva y, por tanto, la moral que lleva implícita. Es decir, la adecuación de la razón subjetiva a la razón objetiva. Si el gobierno representativo ha sido capaz de fijar la ley objetiva, ha de conducir a los hombres a su cumplimiento, velando para que éstos no estén sometidos a más ley que la emanada de la razón objetiva, que será la plasmación jurídica de la justicia (el derecho). Según estos planteamientos doctrinarios, no puede existir más libertad que la libertad que se halla en la sociedad. La libertad no es algo que lleva aparejado el hombre por naturaleza, sino que sólo se concibe en sociedad. El derecho sólo existe en sociedad y únicamente el derecho es garantía de libertad. En palabras de Guizot, el derecho a la libertad procede del derecho de cada hombre a no obedecer más que a la razón. De este modo, resulta prácticamente imposible descifrar en los planteamientos doctrinarios el límite entre la esfera individual y la esfera social, trazar la línea divisoria entre la esfera privada y la esfera pública. El hombre participa de ambas dimensiones: no es un ser aislado que se socializa, sino que es hombre en tanto que se socializa. Y cuando se socializa, el hombre debe obedecer una regla común, que es el derecho. El cumplimiento de la normativa jurídica (producto de la razón objetiva) es lo que preserva las parcelas de libertad de las que goza el individuo, y no al revés. En otras palabras, el derecho no tiene como función proteger los ámbitos de libertad individual, sino que la protección se genera cuando se cumplen las normas. Para los doctrinarios no habría, en definitiva, relación conflictiva entre individuo y sociedad. De este modo, en la concepción doctrinaria, la libertad tendría una dimensión esencialmente política, pues es la proyección del individuo en

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sociedad, y la participación política se constituiría en su máxima expresión. La participación política es el ejercicio por el que el ciudadano busca la plasmación de la razón objetiva a través del control del poder, al que puede reconducir para evitar que éste desborde sus límites. Por consiguiente, la libertad del individuo estriba en su participación política. La revolución de 1848 dio al traste con el entramado político construido por los doctrinarios. Uno de los principales objetivos de los hombres de Guizot, el sostenimiento de la monarquía, será el primero en caer, proclamándose una efímera república que preludiará la futura forma de gobierno en Francia. En efecto, salvo el reinado de Luis Napoleón Bonaparte (18521870), Francia no volverá a ser gobernada por un rey. El intento doctrinario de refundar los pilares de la monarquía sobre los principios del gobierno representativo no demostró tener gran éxito. 3. Alexis de Tocqueville Alexis de Tocqueville nació en París el 29 de julio de 1805 en el seno de una familia de rancio abolengo aristocrático en la que se unían el servicio en el ejército con el desempeño de funciones en la administración de la monarquía francesa. Tocqueville tuvo ilustres antepasados como el filósofo Malesherbes. Fue educado en un entorno completamente opuesto a la Revolución de 1789 y sus consecuencias. Sin embargo, tal circunstancia no hizo de él ni un simpatizante de la Revolución por reacción a su familia, ni un legitimista por los recuerdos del Terror. Siempre contempló los acontecimientos de 1789 con gran realismo, como un hecho histórico que había cambiado la faz, no sólo de Francia, sino de toda Europa, un suceso que había creado e iba a crear un mundo nuevo. Entre 1823 y 1826 Tocqueville estudió derecho en París para dedicarse a la magistratura. En 1831 realizó un viaje a los Estados Unidos con su amigo Gustave Beaumont para examinar el sistema penitenciario norteamericano. Permanecieron en Norteamérica desde mayo de 1831 hasta febrero de 1832. Este viaje fue la base de su famoso estudio La democracia en América. La publicación de La democracia en América en 1835 permitió a Tocqueville abandonar la carrera judicial y convertirse en un escritor famoso. El libro no es sólo un análisis de la joven república norteamericana, sino que se trata de un estudio de la democracia y de sus consecuencias sociales y políticas. En

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1840 publicó una segunda parte de la obra, más reflexiva y profunda, que no obtuvo la misma acogida. Pese a todo, la fama de la primera le lanzó al terreno de la política como representante de Valognes, uno de los distritos de Normandía, de donde procedía su familia. Tocqueville se dedicará con intensidad a esta actividad incluso durante la revolución de 1848. Pese a sus discrepancias con los sublevados del 48, su sentido del deber en el servicio público le conminó a permanecer en la política. Formó parte de la comisión que redactó la constitución republicana y llegó a ser ministro de Asuntos Exteriores en el gabinete de Odilon Barrot (entre junio y noviembre de 1849). Se retiró de la política en 1851, tanto por el enfrentamiento político con Luis Napoleón Bonaparte (que llegaría a encarcelarle) como por su enfermedad. Fue por esta época cuando comenzaron a manifestarse los problemas de salud que le llevarían a la muerte. Tras el abandono de la política, Tocqueville se dedicará sobre todo a la escritura. En 1856 publicó El Antiguo Régimen y la Revolución, obra en la que analiza el proceso que condujo a la revolución de 1789. El libro conoció un gran éxito, tanto por el tema que trataba como por la defensa de la libertad que llevaba a cabo en un momento tan poco propicio para ello como era el Segundo Imperio. Ya antes de la publicación del Antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville se había retirado al castillo familiar de Normandía y había iniciado la redacción de lo que serían los Recuerdos de la revolución de 1848, obra que no llegó a terminar. El agravamiento de su estado de salud le obligó a abandonar su residencia y a trasladarse al sur de Francia, buscando un mejor clima para restablecerse. Murió en Cannes el 16 de abril de 1859 a causa de la tuberculosis. El pensamiento de Tocqueville es una reflexión sobre la libertad y el advenimiento inevitable de la democracia, con los peligros que ello implica para el mantenimiento de la independencia personal. Tocqueville no se planteó un retorno más o menos melancólico a tiempos pasados, como harán los tradicionalistas, sino que, sobreponiéndose a la inquietud que ello le causaba, aceptó la Revolución y sus consecuencias. El realismo político de Tocqueville es uno de sus rasgos más destacados y base de la distancia con la que elabora su análisis. Como ya se ha visto, comenzó su carrera publicística con un estudio sobre los Estados Unidos en La democracia en América. Con este trabajo, pretendía llegar a comprender el desarrollo de la democracia en un país sin

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aristocracia. Durante los primeros años del siglo xix los Estados Unidos recién independizados habían llegado a convertirse en un interesante laboratorio político. Sus características demográficas y sociales le hacían aparecer ante los ojos europeos como una tierra sin herencias del pasado en la que era posible comprobar los resultados de los proyectos políticos elaborados en el siglo xviii. Uno de los hechos que más llamó la atención a Tocqueville fue la existencia de una comunidad aparentemente sin clases. El otro fue la llegada de la sociedad democrática sin un previo proceso revolucionario. Sin embargo, no hay que pensar que sus observaciones sobre el avance de la democracia y el tipo de sociedad que crea hayan de ser aplicadas sólo a los Estados Unidos, sino que pueden hacerse extensibles a Europa pues el fenómeno es el mismo. Para Tocqueville, el advenimiento de la democracia es un acontecimiento histórico inevitable y anunciado por la crisis de las formas sociales y políticas anteriores. El gran desafío está, desde su perspectiva, en explorar a fondo sus manifestaciones para evitar que desemboque en el despotismo y la intolerancia o en la anarquía y el desorden. En su estudio sobre la democracia, distingue Tocqueville varios niveles de análisis. El primer nivel sería el social. La característica más llamativa de la democracia es la demanda de igualdad, igualdad de condiciones, dice el autor. En la sociedad democrática todo hombre se siente igual a los demás hombres, independientemente de su posición socioeconómica; todo hombre sabe que puede ascender o descender en la escala social porque la movilidad es un rasgo definitorio de la sociedad democrática. La igualdad de condiciones genera aspiraciones de ascenso y, por lo tanto, expectativas que no siempre pueden ser cumplidas. De ahí que el hombre democrático viva en un continuado desasosiego que engendra tensión en la sociedad. La alternativa de la que dispone el hombre ante la potencial frustración de sus expectativas es la limitación de sus deseos por las dificultades en su consecución. En definitiva, la moderación de las aspiraciones y la caída en la mediocridad. Esta mediocridad, disfrazada de sensatez, se convierte así en elemento consustancial de la sociedad democrática y resulta una buena prueba de su limitación en el terreno de lo moral. Una de las deficiencias que reprocha Tocqueville a la sociedad democrática es la falta de referentes de excelencia. Sin la aristocracia, en la sociedad democrática el hombre no tiene adónde mirar, a quién imitar o a quién

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admirar. Los héroes de la sociedad democrática adquieren la condición de tales en cuanto que son como los demás, por lo que una de las primeras reacciones del hombre democrático será la disminución de los logros ajenos y, por ende, la envidia. La presencia de la aristocracia, en el sentido más puro del término, servía en las sociedad antiguas como freno al rencor de clases y a la desazón producida por la situación social, en una suerte de traslación de las aspiraciones generales a aquellos que podían cumplirlas. El carácter acomodaticio del hombre democrático se manifiesta en su deseo de reposo y de desahogo material. Para ello, la sociedad democrática impone el retiro a lo más cercano, a lo más próximo, al disfrute de lo conseguido y al olvido del compromiso público del individuo. Así se genera un individualismo asociado al aislamiento y la atomización que separa al hombre del resto de la esfera social y fomenta en él el desentendimiento de los problemas colectivos. El individualismo democrático que Tocqueville analiza tiene una estrechísima conexión con la igualdad, ya que procede de ella. La igualdad genera dos rasgos que caracterizan al individualismo contemporáneo: la indiferencia entre los hombres, que se perciben a si mismos como tan equivalentes que podrían ser perfectamente intercambiables; y el egoísmo, que se desprende del sentido de aislamiento y de la preocupación exclusiva por los propios intereses. El siguiente nivel de análisis nos lo proporciona la política, y nos enlaza con lo anteriormente mencionado. El hombre democrático, imbuido por un individualismo que lo aísla y confina en su ámbito particular, se convierte en un ser débil y vulnerable en lo político. La aparente tranquilidad que se desprende de una sociedad democrática no es otra cosa que desinterés por lo público, cuya consecuencia primera es la delegación en entidades superiores como el Estado o el inicio del camino hacia la anarquía. La primera opción conduce directamente al despotismo, al no existir corporaciones que vigilen al Estado. La segunda empuja al desorden si aquél, el Estado, es débil. Así, dirá Tocqueville: «Después de todo, qué me importa que exista siempre una autoridad que vigile que mis placeres sean tranquilos, que se adelante a mis pasos para alejar todos los peligros, incluso sin que yo tenga necesidad de pensar en ello, si esta autoridad, al mismo tiempo que suprime las menores espinas de mi paso, es dueña absoluta de mi libertad y de mi vida, si monopoliza el movimiento y la existencia hasta el punto que sea necesario que todo lan-

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guidezca a su alrededor cuando ella languidece, que todo duerma cuando ella duerme, que todo perezca cuando ella muere».

La única forma que permite superar tal estado de inercia es la implicación en la política, el desarrollo de un espíritu de alerta en los hombres, el fortalecimiento de las virtudes cívicas. En definitiva, la conversión de los hombres en ciudadanos, persuadidos de que su interés particular se halla intrínsicamente unido al interés de la sociedad. La democracia, fundada sobre el dogma de la soberanía popular, tiende a la tiranía de las mayorías que se manifiesta en la omnipotencia del legislativo, el poder en el que reside la sociedad igualitaria. Tocqueville, que además de profundo analista político demuestra ser un gran sociólogo de la política, señala que la tiranía de la mayoría se impone por medio de la uniformidad en el juicio, avalada por esa cualidad tan apreciada en las democracias que es la sensatez que, como ya nos advirtió, no es más que mediocridad de intereses. Paradójicamente, en una sociedad de individualistas, la independencia de criterio, el pensamiento individual, corre el peligro de ser censurado, además de ser aplastado por el rodillo de la mayoría. Cuando la democracia igualitaria manifiesta una profunda incapacidad para convivir con la discrepancia, se abre la puerta al despotismo. En este sentido, y al contrario de lo que pensaban otros autores, para Tocqueville el papel de la opinión pública como defensora de la libertad es nulo: «Ella es la que forma la mayoría, la cual la obedece ciegamente». Por lo que respecta a la división clásica de poderes y a la asignación de sus funciones, Tocqueville, aunque partidario de un sistema bicameral, no se detiene mucho en ello. La razón es que sus intereses, más que en el control del Estado, se centran en el análisis del todo social y de su comportamiento político. Sin embargo, a lo que presta una singular atención es a la distribución del poder (y no tanto a su división). Al estudiar la democracia en los Estados Unidos, Tocqueville hace notar cómo se ha establecido tácitamente un mecanismo que permite la actitud vigilante ante las posibles extralimitaciones del Estado: la descentralización de las actividades relacionadas con el poder, y especialmente las administrativas. De este modo, las tareas de gobierno más cercanas al individuo, las de su propio municipio, se realizan bajo el auspicio de la asamblea que elige, durante un tiempo breve, a los magistrados que se encargarán de llevarlas a cabo. Entre estas labores destaca especialmente la del jurado (en el que

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Tocqueville no deja de ver, pese a todo, una posible vía para la acción de la tiranía de la mayoría). Por tanto, es en este nivel local en el que cree apreciar una mayor vivacidad política y una mayor actitud vigilante del poder. Hay otros elementos que, desde el punto de vista de Tocqueville, pueden contribuir a suavizar las limitaciones del individualismo excesivo y los peligros de la sociedad democrática. Uno de ellos está estrechamente entrelazado con la idea de la descentralización y es el fomento de asociaciones de tipo político, científico, comercial, cultural, etc. que puedan suplir el papel de la aristocracia, es decir, que contribuyan a asentar los principios de la excelencia y los referentes inspiradores de un comportamiento elevado, traspasando la superioridad de una clase social a personas concretas. La obsesión de Tocqueville por la superación de la apatía y la mediocridad democráticas le condujo también a impulsar la vigorización de las virtudes cívicas por la vía ya mencionada de la participación en los asuntos públicos. Creía necesaria una renovación de tipo moral que pudiera fundar un nuevo sentido de la responsabilidad ciudadana. Para esta tarea veía en la religión un instrumento de primera magnitud. No era Tocqueville un hombre profundamente religioso, pues siempre estuvo instalado en una dualidad de sentimientos con respecto a la creencia en Dios, sin embargo, sí supo apreciar el valor de la religión como ancla de estabilidad en medio de los vaivenes de la vida. De ahí que, al analizar la sociedad democrática y sus inestabilidades, encontrara en la religión una fuente de quietud y de moralidad. La dimensión económica de la aparición de la sociedad democrática no es algo que atraiga especialmente a Tocqueville. Ha llamado la atención de muchos expertos en su obra que no dedique nuestro autor un análisis más profundo a las transformaciones sociales que llevaba aparejado el capitalismo y, sobre todas ellas, a la industrialización. Aparecen en su obra, desde luego, referencias a esta cuestión, pero como una consecuencia del comportamiento del hombre en la sociedad democrática. Observa el surgimiento de los potentados empresariales, a los que considera agentes productores de desigualdad, y la aparición del obrero como hombre debilitado en su capacidad de actuación. Aun así, y como se verá en los Recuerdos de la revolución de 1848, no sintió Tocqueville la menor simpatía por los socialistas, a los que consideraba materialistas y generadores de desorden. En El Antiguo Régimen y la Revolución se va a centrar en el análisis del fenómeno revolucionario, explicando la revolución como un proceso

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que había comenzado en 1789 y que aún no había alcanzado su culminación. Entenderá la revolución de 1789 como un acontecimiento de gran magnitud que trastocó todos los órdenes de la vida: el político, el social, el económico, el ideológico, etc., acabando con una sociedad basada en los privilegios y creando otra, que aún no se hallaba formada, y que anunciaba el advenimiento de la democracia. Para Tocqueville, la revolución, aunque fue un hecho de magnitudes europeas, tuvo lugar en Francia por varias causas. De entre las más importantes podrían destacarse las siguientes. En primer lugar, y como elemento coyuntural, destaca Tocqueville el papel jugado por los intelectuales ilustrados, quienes contribuyeron a difundir una ideología política a la que se pudieron adherir muchos grupos sociales descontentos. Algunos la aplicaron como camino a la transformación y otros como vía para la revolución. La apropiación de tales ideas por parte de las masas (y, dentro de ellas, los colectivos en ascenso social) fue radical e intransigente, lo que para nuestro autor explica la violencia y el fanatismo del levantamiento. El otro gran conjunto de causas que explica la revolución lo encuentra Tocqueville en la situación política de la Francia (y, por extensión, Europa) del Antiguo Régimen. Desde su perspectiva, la monarquía impulsó un régimen de centralización política que iba a acabar con las instituciones y la sociedad antigua. Insiste Tocqueville en la importancia que tiene comprender que la centralización comenzó antes de la revolución, y que es en la centralización en donde se encuentra el origen de la crisis del sistema. Por lo tanto, se desprende de tal afirmación que el régimen podría haber caído sin revolución. ¿Por qué fue la centralización la causa primordial?, se pregunta Tocqueville. La centralización fue poco a poco poniendo fin a la distribución del poder entre la multiplicidad de instituciones y estamentos que caracterizaban la organización política del Antiguo Régimen, aglutinando todo el poder alrededor del monarca. Con la liquidación de los poderes intermedios, también se puso fin a la autonomía local y a otras formas de ejercer la tradicional política de contrapesos y equilibrios del poder. La centralización arrastró además a la aristocracia, que perdió sus parcelas de potestad y pasó a depender de la Corona, haciéndose cortesana. De este modo, como dice Tocqueville, se perdió la noción de la aristocracia como ideal, como

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referente, pasando a ser nobleza, sin los componentes morales que habían acompañado su trayectoria. Aparte de la eliminación de los poderes periféricos, y dentro de estas políticas centralizadoras de la monarquía, Tocqueville hace hincapié en la importancia de otro elemento: el incremento de tasas impositivas entre las clases contribuyentes. Esto hizo que, unido al desprestigio de la aristocracia, dichas clases desarrollaran un creciente sentido de incomodidad por el sostenimiento de un grupo social que había perdido su acostumbrada función en la sociedad estamental y que, pese a todo, seguía reivindicando sus privilegios. Llegado a este punto, extiende Tocqueville su noción del individualismo a las clases sociales, hablando de la existencia de un individualismo colectivo en este periodo pre-revolucionario. El individualismo colectivo consiste, explica nuestro autor, en la ya mencionada indiferencia hacia el resto de las clases sociales y hacia los problemas públicos, desatándose los lazos que, de forma imperceptible, cohesionaban la sociedad del Antiguo Régimen. De este modo, la llegada de la democracia, tal y como ya ha sido descrita, encontraría en la sociedad el caldo de cultivo necesario para su desarrollo sin muchas dificultades. Los Recuerdos de la revolución de 1848, escritos en gran parte antes de El Antiguo Régimen, reflexionan también acerca del hecho revolucionario para confirmar su primera hipótesis de que los acontecimientos de 1848 son una manifestación más de la gran crisis revolucionaria que llevaba azotando a Francia desde finales del xviii. La peculiaridad, en este caso, es que este nuevo trastorno está protagonizado por un nuevo agente: el mundo del trabajo. Se trata, por tanto, de una revolución social, y no política. El mundo del trabajo se rebela, sin que esta insurrección pueda sorprender, pues ya en la primera revolución quedó subvertido el orden social, despedazándose los referentes estamentales. Si los ilustrados hicieron la labor pedagógica en la primera crisis revolucionaria, ahora corresponderá al socialismo el cometido de ilustrar las conciencias obreras, la tarea de dar contenido a una protesta latente. Tocqueville ve en el socialismo la consecuencia inevitable de la revolución. Para él el socialismo es una teoría política basada en el más burdo materialismo, que desprecia los derechos individuales y la libertad en favor de un igualitarismo extremo, que ataca a la propiedad, el último bastión que le queda al orden. Para Tocqueville, el

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socialismo es incompatible con la libertad por su tendencia al igualitarismo extremo y a la centralización. En su narración y análisis de los sucesos de 1848, Tocqueville trata de reflejar cómo se fue produciendo esa centralización del poder. Al describir las reuniones de la Asamblea, cuenta cómo los revolucionarios trataban de arrogarse la representación nacional: «Se sostenía que el pueblo, siempre superior a sus mandatarios, no enajena jamás completamente su voluntad en manos de éstos, principio verdadero del que se sacaba, muy falsamente, la consecuencia de que los obreros de París eran el pueblo francés».

Tales situaciones no pueden tener más que una salida que es, efectivamente, la centralización del poder. Ante la necesidad de sosiego y frente al peligro de disolución social, no cabía más recurso que el ejército, que se manifestó en la persona de Luis Napoleón Bonaparte, de quien Tocqueville desconfió desde el primer instante: «Luis Napoleón era, incluso, el mayor y el más constante peligro, tanto para nosotros como para la república». Al contrario que otros conservadores contemporáneos, Tocqueville no temía tanto el desorden como la pérdida de libertad. Y el régimen bonapartista conducía precisamente a eso: centralización del poder, ausencia de participación política y fin de las libertades, y todo ello amparado en la soberanía popular. El desorden podía ser algo pasajero, pero la pérdida de las libertades no, sobre todo teniendo en cuenta que el recorte de las mismas se hallaba amparado en un régimen, el bonapartista, que alardeaba de haber llegado al poder tras un plebiscito popular. El realismo de Tocqueville, es decir, su observación objetiva de los acontecimientos políticos y su aceptación de lo inevitable alcanzan, ante estas circunstancias, el punto clave. Tocqueville es ante todo un liberal y no puede aceptar que la centralización del poder acabe con lo que para él es el máximo valor: la libertad. Como ya se dijo, la libertad no puede existir cuando el poder está concentrado en un núcleo: los caracteres que definen su concepto de libertad son intrínsecamente discrepantes de la unidad del poder y de una sociedad democrática carente de vitalidad. Para Tocqueville, la libertad se distingue por tres elementos: la participación política, la independencia y la responsabilidad moral. Sobre la primera ya se ha hablado anteriormente. Por su parte, la independencia permite al hombre tomar

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conciencia de su individualidad, de su diferenciación en el seno de la multitud, de su propio valor como hombre y le impulsa a lanzarse a la búsqueda de su propia excelencia. La independencia supera las limitaciones del igualitarismo extremo sin negar la igualdad de todos los hombres. Por su parte, la noción de responsabilidad asociada a la libertad se entrelaza directamente con los otros dos principios mencionados al implicar la obligación de cada individuo consigo mismo (su propia exigencia personal) y con los demás (servir de referente aristocrático, en el sentido etimológico de la palabra). En definitiva, el pensamiento de Tocqueville pretende convertir a la libertad en el principal elemento tutelar de la sociedad democrática. Por otra parte, sus propuestas para vivificar la vida política, impulsando la participación ciudadana, y el rescate de lo que podríamos llamar el valor cívico, responde a sus intentos de evitar la concentración del poder.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. La monarquía constitucional «La monarquía constitucional nos ofrece, como ya he dicho, ese poder neutral, tan necesario para el ejercicio normal de la libertad. El rey, en un país libre, es un ser aparte, superior a la diversidad de opiniones, sin otro interés que el mantenimiento del orden y de la libertad, sin poder jamás entrar en la condición común, inaccesible, en consecuencia, a todas las pasiones que tal condición hace nacer y a todas las que la perspectiva de volver a ella alienta en el corazón de los agentes que están investidos de una potestad momentánea. [...] El monarca flota, por decirlo así, por encima de las agitaciones humanas, y constituye un gran acierto de la organización política haber creado, en el seno mismo de los disentimientos sin los cuales ninguna libertad es posible, una esfera inviolable de seguridad, de majestad, de imparcialidad, que permite el despliegue de esos disentimientos sin ningún peligro, siempre que no excedan ciertos límites y que, cuando aquél se perfila, le ponga término por medios legales, constitucionales y no arbitrarios. Todo ese inmenso beneficio se pierde si se rebaja el poder del monarca al nivel del poder ejecutivo o se eleva éste al nivel del monarca».

Benjamin Constant. Principios de Política. 2. La libertad de los antiguos y la libertad de los modernos «Preguntémonos lo que en este tiempo entienden un inglés, un francés o un habitante de los Estados Unidos de América por la palabra libertad. Ella no es para cada uno de ellos otra cosa que el derecho de no estar sometido sino a las leyes, no poder ser detenido ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos; es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla y de disponer de su propiedad, e incluso de abusar de ella si se quiere, de ir y venir a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso [...] Comparemos ahora esta libertad con la de los antiguos. Esta consistía en ejercer colectiva pero directamente muchas partes de la soberanía toda entera; en deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz; en concluir con los extranjeros tratados de alianza; en votar las leyes,

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pronunciar las sentencias, examinar las cuentas, los actos, las gestiones de los magistrados, hacerlos comparecer delante de todo el pueblo, acusarlos o absolverlos. Pero al mismo tiempo que era todo esto lo que los antiguos llamaban libertad, ellos admitían como compatible con esta libertad colectiva la sujeción completa del individuo a la autoridad de la multitud reunida. [...] Así, entre los antiguos el individuo, soberano casi habitualmente en los negocios públicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas. Como ciudadano decidía sobre la paz y sobre la guerra; como particular estaba circunscrito, observado y reprimido en todos sus movimientos. [...] El objeto de los antiguos era dividir el poder social entre todos los ciudadanos de una misma patria; esto era lo que ellos llamaban libertad. El objeto de los modernos es la seguridad de sus goces privados, y llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones para estos goces».

Benjamin Constant. Curso de política constitucional. 3. Orden y libertad «Hay momentos en que es menester dar preferencia al orden en interés mismo de la libertad».

Duque de la Broglie. Recuerdos. 4. La razón según los doctrinarios «Por encima de la voluntad del individuo se cierne cierta ley llamada sucesivamente razón, moral o verdad, y a la cual no puede sustraer su conducta sin hacer de su libertad un uso absurdo o culpable».

François Guizot. Curso de Historia del Gobierno representativo. 5. Libertad y orden «La libertad, cuyas semillas se siembran con el viento de las revoluciones, no enraíza ni crece más que en el seno del orden y bajo un poder regular y estable».

François Guizot. Discursos parlamentarios.

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6. La tiranía de la mayoría «El público ejerce en los pueblos democráticos un poder singular, del que las naciones aristocráticas ni siquiera tienen idea. No persuade de sus creencias; las impone y las hace penetrar en las almas, mediante una especie de presión inmensa del espíritu de todos, sobre la inteligencia de cada uno. En los Estados Unidos la mayoría se encarga de suministrar a los individuos una masa de opiniones propias. Existe un gran número de teorías en materia filosófica, moral o política, que de este modo cada uno adopta, sin examen, sobre la fe del público; y, si se mira de cerca, se verá que la religión misma impera allí menos como doctrina revelada que como opinión común. Yo sé que entre los norteamericanos las leyes políticas son tales que la mayoría rige soberanamente la sociedad, lo cual aumenta demasiado el imperio que ejerce sobre la inteligencia, porque nada le resulta más familiar al hombre que reconocer una sabiduría superior en quien le oprime [...]. Hay que buscar en la igualdad misma el origen de esta influencia, y no en las instituciones más o menos populares que hombres iguales pueden darse. Debiera creerse que el imperio intelectual del mayor número será menos absoluto en un pueblo democrático sometido a un rey que en el seno de una democracia pura; pero lo cierto es que será siempre muy absoluto y, cualesquiera que sean las leyes políticas que rijan a los hombres en los siglos democráticos, se puede prever que la fe en la opinión común vendrá a ser una especie de religión cuyo profeta será la mayoría».

Alexis

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Tocqueville. La democracia en América.

7. Igualdad frente a libertad «Siento una inclinación racional por las instituciones democráticas, pero soy aristócrata por instinto, es decir, desprecio y temo a la masa. Amo con pasión la libertad, la legalidad, el respeto a los derechos, pero no la democracia. Esto es lo que siento en el fondo del alma. Odio la demagogia. [...] No soy ni del partido revolucionario ni del partido conservador. No obstante, en última instancia, me siento más identificado con el segundo que con el primero. Del segundo difiero de los medios más que del fin, mientras que del primero difiero tanto de los medios como del fin. La libertad es mi primera pasión. Esta es la verdad».

Alexis

de

Tocqueville. La democracia en América.

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8. Los peligros de la demagogia «Yo no me fío, lo confieso, del espíritu de libertad que parece animar a mis contemporáneos; veo bien que las naciones de nuestros días son turbulentas; pero no descubro claramente que sean liberales y temo que al salir de estas agitaciones que hacen vacilar los tronos, se encuentren lo soberanos más poderosos que lo hayan sido antes»

Alexis

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Tocqueville. La democracia en América.

BIBLIOGRAFÍA 1. Obras de Constant, los doctrinarios y Tocqueville Constant, B., Escritos políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989. —  Del espíritu de conquista, Tecnos, Madrid, 1988. Guizot, F., Historia de la revolución en Inglaterra, Orbis, Barcelona, 1986. —  De la democracia en Francia, edición de D. Negro, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1981 (1849). —  Historia de los orígenes del gobierno representativo en Europa, KRK, Oviedo, 2009. —  Historia de la civilización en Europa: (Desde la caída del Imperio Romano hasta la Revolución Francesa), Sarpe, Madrid, 1990. Tocqueville, A. de, El Antiguo Régimen y la Revolución, Alianza Editorial, Madrid, 1982. —  La democracia en América, Alianza Editorial, Madrid, 1985. —  Recuerdos de la Revolución de 1848, Editorial Trotta-Comunidad de Madrid, Madrid, 1994.

2. Bibliografía complementaria Béjar, H., «Alexis de Tocqueville: la democracia como destino», en F. Vallespín (ed.), Historia de la teoría política, vol. 3, Alianza Editorial, Madrid, 2002, pp. 317-357.

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Berlin, I., Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Universidad, Madrid 1996. Díez del Corral, L., El liberalismo doctrinario, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984. —  El pensamiento político de Tocqueville, Alianza Editorial, Madrid, 1989. Jardin, A., Alexis de Tocqueville, 1805-1859, F.C.E., México, 1988. —  Historia del liberalismo político. De la crisis del absolutismo a la Constitución de 1875, F.C.E., México 1989. Mayer, J. P., Alexis de Tocqueville, Gallimard, París, 1948. Rosanvallon, P., Le moment Guizot, Gallimard, París, 1985. —  La monarchie impossible. Les Chartes de 1814 et de 1830, Fayard, París, 1994. Sánchez Mejía, M.ª L., Benjamin Constant y la construcción del liberalismo revolucionario, Alianza Universidad, Madrid, 1992. Starzinger, V. E., The juste milieu in theory and practice. France and England, 18151848, Transaction Publishers, New Brunswick-Londres, 1991. Valenisse, M. (comp.), François Guizot et la culture politique de son temps, Gallimard-Le Seuil, París, 1991.

Tema 8

Utilitarismo y liberalismo en Inglaterra Raquel Sánchez García

Introducción 1. Jeremy Bentham 2. James Mill 3. John Stuart Mill Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema, se expone la reformulación del liberalismo inglés a través utilitarismo de Bentham, James Mill y su hijo John Stuart Mill.

Introducción El liberalismo nace en Gran Bretaña estrechamente unido al desarrollo social y económico de la burguesía. La economía británica, orientada al capitalismo desde fecha temprana, había conocido un gran progreso desde finales del siglo xviii y había encontrado sus teóricos en las figuras de Adam Smith y David Ricardo. En la centuria anterior, había estallado una revolución que había dado como resultado un reforzamiento del poder del parlamento frente al rey. De este modo, a finales del xviii, en Gran Bretaña ya se habían producido las condiciones propicias para dar el salto a las demandas de representación política de esa clase burguesa que comenzaba a identificar su trayectoria con la del Imperio. El liberalismo político fue el producto ideológico de este proceso. Sus orígenes hay que buscarlos también el siglo xvii cuando, arrasado el país por los enfrentamientos civiles, algunos autores trataron de buscar un camino para la convivencia mediante la secularización de la política y la creación de mecanismos para controlar el poder. En este contexto, las obras de Jeremy Bentham, James Mill y John Stuart Mill responden a un intento por reformular y adaptar el pensamiento liberal a necesidades nuevas. Los dos primeros, Bentham y Mill padre, aportaron al liberalismo inglés un amplio desarrollo del concepto de utilidad y la confianza en que, mediante la aplicación de una legislación racional, sería posible conseguir la mayor felicidad para el mayor número de personas. La obra de John Mill se inserta en un contexto distinto, en el que el liberalismo tuvo que hacer frente a sus propias incongruencias y a los desafíos para la libertad que traía consigo la sociedad urbana e industrial. Mill, tratando de encontrar una vía de renovación, reformulará los

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viejos principios liberales sobre bases nuevas, intentando superar los tradicionales enfoques empiristas de los que procedía el liberalismo en Gran Bretaña e introduciendo en su país ideas de pensadores europeos, y en especial de Comte y Tocqueville.

1. Jeremy Bentham Bentham nació en 1748. Su familia, perteneciente a la clase media acomodada, pudo pagarle los estudios en la Universidad de Oxford, estudios que comenzaría precozmente a los doce años. Más adelante fue admitido como abogado, aunque le repugnaba el ejercicio de esta profesión, por lo que acabó abandonándola. Su disgusto por la abogacía procedía tanto del propio sistema legal inglés, que a Bentham le parecía desorganizado y sin procedimientos claramente establecidos, como de las prácticas de las que se valían los abogados, llenas de artificios y falsedades que poco tenían que ver con la búsqueda de la verdad. Bentham optó por dedicarse a escribir sobre la ley, a diseñar proyectos que facilitaran la vida en sociedad y a especular acerca de los efectos de la legislación sobre los individuos. Sus primeros trabajos siguen esta línea. Los Preparatory Principles trataban de crear una terminología legal más adecuada a las necesidades reales, más precisa y de más fácil comprensión. En estos primeros años como autor independiente, arremetió también contra uno de los clásicos de la literatura legal inglesa: los Commentaries on the Laws of England, de William Blackstone, publicados pocos años atrás y que habían alcanzado un gran éxito por ser una exhaustiva recopilación y exposición de la ley inglesa. Sus críticas aparecieron en gran parte en A Fragment on Government (1776), el primer libro importante de Bentham. Por estos años comenzó su interés por el derecho penal. Siguiendo las doctrinas de Cesare Beccaria, Bentham reflexionó acerca de la mejor forma de tratar el delito y al delincuente. Aunque en esta etapa de su vida sus trabajos y sus ideas apenas hallaron eco en Gran Bretaña, no perdió el ánimo, pues decidió ponerse en contacto epistolar con diversos gobernantes e intelectuales extranjeros entre los que esperaba encontrar mejor acogida. Así, se carteó con D’Alembert, Voltaire y los zares Catalina y Alejandro I, por poner algunos ejemplos. A comienzos de la década de los 80 se inició su amistad con el duque de Shelburne quien, atraído por las propuestas de Bentham, le introdujo en su

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círculo de amistades y en la alta sociedad. Fue precisamente a través de lord Shelburne como conoció a Étienne Dumont, que sería su traductor al francés y uno de los mayores difusores de su obra fuera de Gran Bretaña. Durante esta misma década emprendió un viaje a Rusia que tendría importantes repercusiones en su pensamiento. Samuel Bentham, hermano de Jeremy, se hallaba por aquel entonces trabajando para el príncipe Potemkin. Samuel era un experto en cuestiones de ingeniería y mecánica, y de la aplicación práctica del trabajo teórico de su hermano desarrolló Jeremy la aspiración de dedicarse con el mismo afán pragmático a las tareas que le habían ocupado hasta el momento, pero dándoles una orientación nueva. El largo viaje de ida y vuelta a Rusia, pasando por diversos territorios, y su estancia en este país, le ofreció a Bentham la oportunidad de conocer otras realidades diferentes a las de su Inglaterra natal. Su vuelta al hogar coincidió con el estallido de la Revolución Francesa, que le inspiró la idea de crear y enviar a Francia diversos textos legislativos. También para su país creó proyectos como el de la penitenciaria panóptica de Londres, o la construcción de centros de trabajo para los pobres, que no alcanzaron su culminación. Este interés por los códigos legislativos lo extendió Bentham no sólo a Francia, sino que proporcionó ideas para los liberales españoles y portugueses entre 1820 y 1823 y para las nuevas repúblicas independientes del Sur de América. El interés por la aplicación de la ley a la reforma de aspectos concretos de la realidad (como las prisiones o las leyes de pobres) fue conduciendo poco a poco a Bentham hacia la reforma política. Anteriormente, sólo había creído factibles las transformaciones impulsadas por los gobernantes, en una suerte de despotismo ilustrado. El paso a la petición de la reforma política y, después, a la democracia lo daría de la mano de James Mill, con quien empezó a tener un trato asiduo desde 1808-1809. Con la misma tenacidad con la que se había dedicado a la aplicación de la legislación como instrumento de los gobernantes para transformar la sociedad, se consagró a estudiar las posibilidades de la ley como mecanismo de control de dichos gobernantes. Su apuesta firme por la democracia y el sufragio universal respondía al intento de diseñar una forma de democracia alejada de las teorías contractualistas y ligada a los principios de la utilidad. Las teorías del radicalismo político propugnadas por Bentham y James Mill se difundieron por medio de la Westminster Review, revista creada en

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1823 que llegaría a convertirse en un referente del mundo intelectual británico. Bentham alcanzó el reconocimiento público en la edad madura y en sus últimos años se vio rodeado por sus admiradores e incondicionales. Murió en 1832, el año de la reforma electoral en Gran Bretaña. El pensamiento de Bentham se organiza alrededor de la viabilidad que ofrece la legislación como instrumento de reforma social y política. Para explorar las posibilidades que ofrece la ley, Bentham cree necesario reformularla sobre nuevos principios que la alejen tanto de la casuística del sistema legal inglés como de las creaciones especulativas del iusnaturalismo. Su ideal es una ley positiva, concreta y efectiva. El principio sobre el que Bentham pretende reformular la ley va a ser el de la utilidad, que definirá en función de la filosofía sensualista británica y de algunos pensadores materialistas franceses como Helvecio. Junto al principio de utilidad, Bentham querrá depurar el lenguaje jurídico, como ya se dijo anteriormente, para evitar la proliferación de términos con significados confusos, a los que dedicó un libro: Anarchical Fallacies. Entre esas falacias anarquistas incluía también a los productos del iusnaturalismo, entre ellos las declaraciones de derechos. Escribía Bentham: «Concedednos nuestros derechos, dicen miles y millones..., sin embargo, de todos los que lo piden quizás ni uno pueda decir, quizás ni uno pueda jamás entender claramente, qué es lo que está solicitando, es decir, qué tipo de objeto es un derecho».

También rechazó Bentham el contractualismo, tanto en su versión francesa como en la de sus precedentes ingleses como John Locke o los comentarios del citado Blackstone. La idea del contrato le parecía poco realista, pues en su opinión el impulso a la formación de las comunidades políticas hay que buscarlo en la fuerza, y no en el acuerdo. El principio de utilidad constituye, pues, la base para entender el razonamiento de Bentham. Aunque comenzó a trabajar sobre él en An Introduction to the Principles of Morals and Legislation (1789), el concepto fue revisado posteriormente. En una conocida cita Bentham define claramente lo que entendía por principio de utilidad: «La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el dominio de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Son ellos los que señalan lo que debemos hacer, a la vez que determinan qué haremos. Por una parte el criterio

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de lo correcto y lo incorrecto, por otra, la cadena de causas y efectos, están sujetos a su trono».

Por lo tanto, el comportamiento humano está primariamente regido por dos sensaciones: la de dolor y la de placer, que determinan el resto de sus actuaciones. Presupone Bentham que el hombre siempre va a tender a buscar el placer, es decir, su propio interés, la utilidad que una determinada acción pueda reportarle. En función de este criterio es posible predecir o evaluar los comportamientos humanos y decidir si una acción es correcta o incorrecta en función de su capacidad para producir felicidad a un mayor número de personas. Mediante el principio de utilidad, entendido como una regla objetiva, cree posible diseñar una teoría de la moral. Es consciente de que el principio de utilidad es una regla que no puede ser probada o demostrada, pero su aplicabilidad le parece suficiente validación de la fiabilidad que ofrece como instrumento de análisis. Mediante la utilidad pueden estudiarse las conductas de los hombres y, en definitiva, la naturaleza humana, del mismo modo que se estudian otros fenómenos de la naturaleza física. No es de extrañar que algunos autores le hayan considerado el Newton del derecho. De este modo, Bentham se remite a una metodología puramente empirista para el análisis de las actuaciones humanas. El uso del término interés y las derivaciones que de él pudieran extraerse ha conducido en ocasiones a hacer una interpretación demasiado individualista y egoísta de la teoría de la utilidad. Es cierto que está basada en el pesimismo antropológico, pues cuando Bentham habla de interés, del interés individual de cada persona como motor de su comportamiento y de sus elecciones, no se hace ilusiones respecto a la bondad intrínseca del hombre: «La conducta de cada ser humano está en cada ocasión determinada por la idea que en el momento tiene de su propio interés individual». Pero esto no significa que el individuo no pueda tener un interés social, una «conducta benevolente», en palabras de Bentham. El hombre puede alcanzar placer con una conducta que también producta felicidad a los demás. Es más, como escribió en una de sus últimas obras, Deontology, existe lo que se llama la «sanción de la simpatía», que se produce cuando un individuo recibe alguna gratificación por la felicidad obtenida por otro ser humano (siempre y cuando él no haya recibido un perjuicio a cambio).

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Aplicando un criterio puramente aritmético, Bentham afirmaba que el interés de la comunidad era la suma de los intereses individuales. Por lo tanto, la definición clásica del objetivo del utilitarismo es la consecución de la mayor felicidad para el mayor número, y no para la mayoría, como él mismo señaló en varias ocasiones. Bentham era consciente de que en la sociedad no se iba a producir una conciliación de intereses sino que, por el contrario, los conflictos serían la nota predominante. Por otra parte, la idea de la mayoría implicaba, desde su punto de vista, un sometimiento de la minoría. Tal situación, señala Bentham, aboca a que haya que procurar una armonización artificial de los intereses por medio legales y/o políticos. Evidentemente, estos medios legales habrían de estar regidos por la norma de regulación de los comportamientos humanos: el principio de utilidad. Como consecuencia, la ley debe producir una maximización de la felicidad entre los individuos en todos aquellos ámbitos sobre los que se aplique el criterio de utilidad. ¿En qué se concreta esta propuesta? Por ejemplo, en el uso del castigo por parte del legislador, es decir, el dolor como advertencia y amonestación para aquel que pretenda obtener su felicidad causando dolor a los demás. En otras palabras, el uso de sistemas punitivos para quien quiera hacerse con su parcela de felicidad disminuyendo la cantidad de felicidad de la comunidad. Los dos polos sobre los que gira el principio de utilidad, el placer y el dolor, son sensaciones mensurables, en opinión de Bentham, de ahí que sea posible su regulación a la hora aplicarlas o valorarlas. Aparte de una medición de las sensaciones por sus efectos en el individuo, señalaba que el dinero como un elemento muy operativo para medir la naturaleza de las cosas. Reconocía, eso sí, el diferente valor que las personas otorgan al dinero, pero encontraba en este instrumento de cambio la mejor herramienta para cuantificar en moral y política. A partir de esta apreciación, desarrolló Bentham uno de sus conceptos más innovadores: la utilidad marginal, y sobre todo, la utilidad marginal decreciente. En otras palabras, una unidad de dinero aporta menos valor cuando más cantidad de dinero o bienes posee el individuo que la recibe. Bentham era consciente de que el principio de utilidad marginal decreciente restaba precisión a su cuantificación de la moral, por lo que dejó escrito que no se podría alcanzar la misma exactitud en la medición de los fenómenos humanos que en los naturales. El principio de utilidad puede garantizar el objetivo de la seguridad jurídica en los comportamientos de la sociedad, es decir, que la ley ha de tener

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como propósito facilitar a las personas un entorno de seguridad en los contratos, en la protección de la propiedad, en el comercio, etc. El mejor medio para alcanzar la seguridad es el desarrollo económico y la redistribución de la riqueza. Mediante la creación de una sociedad igualitaria, las garantías para la seguridad serían mayores. Para ello, impulsó medidas como la creación de seguros de vejez, de enfermedad y de vida, la supresión de los impuestos en los bienes de primera necesidad, la regulación de las leyes de la herencia, etc. Todo ello, por supuesto, en un marco de protección a la propiedad privada y partiendo de la base de que, según su concepto de utilidad marginal, el perjuicio causado a los ricos por la pérdida de una unidad de su patrimonio es menor que la utilidad que la redistribución de la riqueza produce, en términos de felicidad, a la comunidad. En estas propuestas de Bentham es posible ver un adelanto de las teorías del bienestar que han inspirado las políticas sociales de los estados contemporáneos. La ley es, por tanto, el mecanismo para lograr el bienestar para el mayor número. Bentham fue el inventor del término codificación. La primera parte del siglo xix conoció un florecimiento en la elaboración de códigos, pero a nuestro autor le parecían poco sistemáticos y carentes de utilidad práctica. En cualquier caso, siempre eran mejor que el «common law», la doctrina legal inglesa, basada en prácticas consuetudinarias y en la jurisprudencia. Para Bentham, los códigos debían, primordialmente, suprimir los daños y asegurar los derechos, y así entendía el derecho penal como la parte represora del daño y el derecho civil como la parte aseguradora de los derechos. En su estudio del derecho penal se inspiró en el teórico italiano Beccaria y su doctrina de la proporción entre los delitos y las penas. El deseo de Bentham era la racionalización del derecho penal inglés, que no ajustaba los castigos a los daños causados, pues era habitual la imposición de penas de mutilación, destierro o muerte por delitos menores. Diseñó un modelo de prisión, el Panóptico, que consistía en un edificio circular vigilado desde el centro. En el Panóptico se pondría fin a los castigos corporales y se buscaría la vía para la reinserción de los presos. El derecho civil, también guiado por el principio de utilidad, debería buscar la compensación entre la igualdad y la seguridad, de ahí las propuestas de Bentham de conciliar la protección jurídica de la propiedad y la distribución de la riqueza y el crecimiento económico.

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El pensamiento político de Bentham, como ya se dijo, puede dividirse en dos fases claramente diferenciadas. Durante sus primeros tiempos, más o menos hasta los inicios del siglo xix, fue partidario de que las reformas que creía necesarias en las sociedades contemporáneas corrieran a cargo de los gobernantes, que formaban parte de la minoría ilustrada. Sin embargo, con el paso del tiempo comenzó a ser consciente de la proliferación de lo que llamaba «sinister interests» (intereses perversos) entre los detentadores del poder, es decir, advirtió de que los gobernantes no siempre perseguían los intereses de la comunidad, sino que, por el contrario, utilizaban el poder para buscar el mayor beneficio para ellos mismos y para las personas a las que protegían o por las que eran presionados. Avisaba, por tanto, de la formación de grupos de presión alrededor de las esferas del poder. De ahí que comenzara a desconfiar sistemáticamente de aquellos que lo ejercen, y que insistiera en su vigilancia. Su propio país le sirvió de ejemplo y llegó a afirmar que la tan admirada constitución mixta inglesa no era más que «un despotismo mixto compuesto por la monarquía y la aristocracia», aplicando a estos dos agentes (rey y aristócratas) el nombre humorístico de «Corruptor General and Company». El trato con James Mill a partir de 1808-1809 reforzó estas ideas en Bentham y le fue conduciendo hacia la reforma política. Definió con más claridad la razón que justifica el control de políticos y administradores mediante la noción del «egoísmo de los gobernantes». Afirmaba Bentham que es una incongruencia sostener que las personas, que se rigen en su comportamiento privado por la búsqueda de su propio interés, cuando llegan a puestos de poder modelan su conducta según principios altruistas. Esta errónea apreciación es la que, al decir de nuestro autor, ha sostenido la idea del Estado como ente neutral, protector por igual de los intereses de todos los ciudadanos. Los gobernantes persiguen también su propio interés y, en ocasiones, pueden poner en peligro el interés común. De ahí que sea imprescindible desarrollar mecanismos de control de sus actuaciones. Entre estos mecanismos algunos nos pueden parecer extraordinariamente modernos para su tiempo. Apoyó que los electores pudieran designar o deponer a sus elegidos, a los ministros, jueces o cualquier otro agente público. Propuso que, para evitar el influjo de los «intereses perversos», se ejerciese un escrupuloso control del gasto público, orientado según el

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criterio de la maximización del beneficio y la minimización del coste; abogó también por que la selección del personal de la administración se hiciera mediante exámenes y que dicho personal pudiera ser expulsado de sus puestos en caso de ineficacia o corrupción. Por último, y de cara a la consecución de los máximos beneficios en la convivencia política, Bentham creía necesario estimular comportamientos que favorecieran el interés común o los intereses compartidos, pues los intereses individuales serían siempre más fácilmente servidos en un marco de seguridad y de bienestar. Junto a este criterio, la idea de la política que sostiene Bentham está presidida por otro elemento: todos los individuos son perfectamente capaces de perseguir su interés para la consecución de sus ideales de felicidad. Por lo tanto, todos los individuos están capacitados para participar en política. Cuando habla de este asunto, Bentham está solicitando el sufragio universal, masculino y femenino, y su ejercicio en secreto. Bentham consideraba que las mujeres podían perseguir su felicidad con la misma competencia que los hombres. Sin embargo, pese a dejar constancia de esta propuesta en varios de sus escritos, no insistió públicamente en ello por temor a la burla que esta petición pudiera desatar, lo que podría haber restado eficacia al contenido de sus obras al focalizar la atención de la opinión pública en esta cuestión. El único criterio que encontraba imprescindible para el ejercicio del voto era la alfabetización. El voto secreto, por su parte, garantiza la independencia del elector respecto a potenciales presiones exteriores. En resumen, la propuesta democrática de Bentham se apoyaba sobre el control de los gobernantes y la presunción de la igualdad de todos los individuos para perseguir sus intereses: «La causa eficiente de la libertad constitucional o del buen gobierno, que no es sino otro nombre para la misma cosa, no es la división de poderes entre las distintas clases de hombres a los que se les ha confiado, sino la dependencia inmediata o mediata de todos ellos del conjunto del pueblo».

Uno de los estudiosos de las teorías de Bentham, J. M.ª Colomer, ha incidido en el hecho de que con sus reflexiones, Bentham trataba de construir una democracia que no tuviera su origen en las teorías contractualistas, cimentadas en el supuesto de que hay un interés superior al interés individual que es interpretado por la voluntad general. Por el contrario, lo

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que habría logrado Bentham es diseñar una teoría de la democracia en la cual el objetivo hallaría en la maximización de los intereses de los individuos y especialmente de aquellos intereses que fueran masivamente compartidos. Por lo tanto, en la teoría de Bentham no se crearían derechos individuales subjetivos, sino garantías legales que además de proteger los derechos de los individuos, servirían como salvaguardia para limitar y controlar a quienes ejercen el poder. Las ideas de Bentham acerca de la democracia fueron expuestas en diversos libros y folletos, pero sobre todo en Constitucional Code, que fue escrito a petición de las Cortes de Portugal para la organización del sistema político liberal y que sirvió de inspiración en latitudes americanas. Se publicó en 1830. En este texto nos plantea algunas cuestiones de gran interés. Una de ellas está relacionada con el sufragio universal, de lo que ya se ha hablado anteriormente. Otro interesante asunto es su manifiesta oposición a la idea de soberanía absoluta. Bentham hablaba de la autoridad constituyente del pueblo, pero rechazaba cualquier noción de soberanía, a la que atribuía rasgos de imprecisión y vaguedad. Pese a sus apelaciones a la autoridad constituyente del pueblo, no dejaba de ser consciente de la certeza de uno de los argumentos esgrimidos por los liberales contra la democracia: la tiranía de las mayorías. Reflexionó en varias ocasiones sobre ello, creyendo posible la compatibilidad entre el respeto a las minorías y la democracia. Puso como ejemplo a los Estados Unidos, donde era compatible la convivencia entre la existencia de instituciones democráticas y el respeto a elementos fundamentales de la sociedad como la propiedad o el orden. La obra de Bentham reúne las aportaciones de sus precedentes empiristas y sensualistas británicos, los remodela y ofrece unos proyectos para el futuro que han enlazado sin dificultad con planteamientos políticos, económicos y sociales contemporáneos, como la teoría de la elección racional. 2. James Mill De origen escocés, James Mill nació en 1773. Estudió en la Universidad de Edimburgo para ser sacerdote, aunque sus dudas en materia de religión le condujeron a abandonar esta carrera profesional. Desempeñó diversos trabajos, entre ellos el de traductor y el de preceptor de los hijos de familias

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nobles. A comienzos del siglo xix decidió marcharse a Londres, donde desde muy pronto se vinculó al mundo de la escritura colaborando en diversas publicaciones periódicas como el St. James’s Chronicle y el Literary Journal, del que llegaría a ser director. En 1819 entró a trabajar en la India House, que era un departamento del gobierno encargado de los asuntos coloniales. Su fama como experto era conocida desde que en 1818 publicara su History of the British India. En este libro Mill realizaba una dura crítica del colonialismo. Su empleo en la administración de la India House, aunque moderó un tanto sus censuras al gobierno, no le convirtió en un conformista. James Mill fue un hombre concienzudo y metódico que se ocupó personalmente de la educación de sus hijos y en particular de la de John Stuart, como éste último relata en su Autobiografía. James Mill no dispuso de la profundidad ni de la agudeza de Bentham en el análisis de los fenómenos sociales y políticos. Su pensamiento, además, no destacó por su originalidad. Sin embargo, lo que dio más realce a la trayetoria de Mill fue su tarea como divulgador de la obra de su gran amigo Bentham (en lo que contribuyó no poco a simplificar el pensamiento del teórico más importante del utilitarismo, no obstante). También sobresalió como activista político. Al igual que Bentham en sus últimos años, Mill fue siempre un ferviente convencido de la viabilidad del activismo político como medio para reclamar las reformas que necesitaba la sociedad. Y así, se implicó en las campañas en pro de la extensión del derecho de sufragio emprendidas por los radicales finiseculares, y las continuó ya en el siglo xix. Antes de su muerte en 1836 Mill llegó a ver promulgada la reforma de la ley electoral en 1832, reforma que, aunque de forma limitada, abría la puerta de la Cámara de los Comunes a los sectores burgueses más pujantes. Una parte importante del trabajo de Mill estuvo enfocado al estudio de la economía. En 1821 publicó Elements of Political Economy, que reflexionaba sobre los postulados de la obra de David Ricardo Principios de economía política y tributación, aparecido en 1817. Mill se adhería, en líneas generales, a los postulados de Ricardo, en especial a la teoría del valor-trabajo, según la cual el precio da una adecuada idea del trabajo invertido en la fabricación de una mercancía, y compartía la concepción ricardiana acerca del carácter productivo del capital y del beneficio. Igual-

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mente, aceptó las especulaciones de Ricardo sobre de la capacidad de la economía para autorregularse conciliando los intereses colectivos con los individuales, aunque las matizó un tanto por la desconfianza utilitarista hacia el funcionamiento espontáneo de los procesos sociales y económicos. Algunas de las ideas económicas de James Mill, como su teoría de los salarios y las rentas de la tierra, fueron posteriormente retomadas por su hijo John Stuart Mill. Una de sus últimas publicaciones fue Analysis of the Phenomena of the Human Mind (1829). En ella Mill daba rienda suelta a otro de sus intereses: la psicología humana, aunque también trató estas cuestiones en otras obras como Essay on Government. Llevó a cabo una reflexión sobre el hombre y sus procesos de pensamiento muy influido por la filosofía asociacionista de David Hartley y los moralistas ingleses del siglo xviii. Las ideas de Mill sobre psicología se basaban en la labor que puede realizar la educación sobre los hombres. Pensaba Mill que mediante la educación era posible que cada individuo, en la búsqueda de su propia felicidad, llegara al conocimiento del interés común. El hecho de que una acción sea correcta depende, por tanto, de las consecuencias que traiga aparejadas. Por lo tanto, la asociación entre las ideas y su plasmación en determinadas realidades es lo que nos permite evaluar su moralidad. En función de estos criterios, llegó a escribir: «Lo justo es lo que promueve la felicidad general, no la felicidad de la gente. La alabanza y el insulto moral, la recompensa y el castigo constituyen un mecanismo social para animar artificialmente a las acciones útiles a la sociedad y desanimar respecto a las que son perjudiciales».

Sus reflexiones sobre el poder se plasmaron en Essay on Government (1820). Este texto procedía de un artículo escrito por Mill para la Enciclopedia Británica que, ampliado posteriormente, se publicó en forma de libro. Pues bien, será en este libro donde Mill exponga sus ideas acerca del gobierno. Para analizar el pensamiento político de James Mill hemos de tener en consideración esa vertiente suya de activista político, su capacidad para la acción y su participación en las campañas reformistas. También es necesario tener en cuenta los presupuestos teóricos de los que parte en su análisis. El pesimismo antropológico que ya constatamos en Bentham alcanza en Mill un grado mayor, pues la influencia del pensamiento de Hobbes se halla más acentuada. Esto lleva a Mill a señalar que el Estado no

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tiene, por supuesto, un origen en el contrato o en el pacto, sino en el miedo a la autodestrucción. Los hombres constituyen una forma de organizarse políticamente porque tienen miedo a perder sus bienes y su seguridad. Estos hombres deseosos de protección delegan en unos cuantos de entre ellos para instituir el gobierno. Éste es el punto de partida clave para entender el pensamiento de Mill respecto a las cuestiones de la política. Ya que esto es así, Mill pone su atención en cómo controlar a los que ejercen ese poder delegado. Al igual que el Bentham de la última etapa, Mill desconfía de los gobernantes. Sin embargo, en vez de poner su empeño en diseñar detallados mecanismos para el control de éstos, Mill insistirá en la reforma política como principal instrumento de vigilancia y de este modo, se convertirá en el gran defensor de la democracia representativa. No le parece que el sistema político británico, tal y como estaba organizado, fuera lo suficientemente representativo de la realidad social. Además, dicho sistema no establecía medios para vigilar a los dos partidos que ejercían el poder en Gran Bretaña, el tory y el whig, que para Mill (como para tantos otros en su tiempo) personificaban los mismos intereses y la misma clase social: la aristocracia. Mill, conocedor de la realidad económica de su país, abogaba por la presencia en la Cámara de los Comunes de la clase media industrial, financiera y comercial. De ahí que sus campañas políticas en favor de la reforma insistieran en la ampliación del derecho de sufragio a estos nuevos representantes del poderío británico. Llegó incluso a señalar que la cámara electa, al ser la única institución en la que se producía la identificación entre los intereses de la sociedad y los de sus representantes, tendría que ser la institución predominante en el sistema político, a la que deberían estar subordinadas todas las demás. La democracia representativa era, a juicio de nuestro autor, la forma política más adecuada para maximizar el interés de la comunidad. Este párrafo resume con claridad el pensamiento político de Mill: «Los hombres necesitan el gobierno para defender sus vidas e intereses de los otros hombres: pero todo gobierno está hecho por hombres que tendrán intereses privados en saquear y esclavizar a sus súbditos. Por tanto, se necesita un poder que actúe como comprobador de los ‘intereses perversos del gobierno’. El único modo efectivo de establecer tal poder es eligiendo representantes. ¿Pero cómo podemos asegurar una identidad de intereses entre la comunidad y sus representantes? Mediante elecciones frecuentes».

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Sin embargo, no era partidario de ampliar el sufragio a toda la sociedad, sino sólo a la clase anteriormente mencionada. El interés de los electores ignorantes puede dificultar el interés de la comunidad, de ahí que deban ser excluidos del derecho del voto. Esto no obsta para que creyera necesario formar a la población con el objetivo de que los más preparados pudieran ilustrar sus decisiones políticas de cara al futuro. Mill hizo mucho hincapié en el valor de la educación a través de la escolarización y de las libertades de prensa y de expresión. El discurso de Mill sobre el sufragio restringido no se queda sólo ahí, sino que también excluye del voto a todas aquellas personas cuya defensa pudiera quedar incluida en otros grupos. Opinaba que los intereses de dichas personas quedaban subsumidos en los de aquellas otras más conocedoras del interés general bajo cuya protección se hallaban. Entre los colectivos mencionados se hallarían los niños (defendidos por sus padres), las mujeres (amparadas por padres y maridos) o los menores de cuarenta años. Se ha señalado que el pensamiento político de James Mill cae en algunas contradicciones al presuponer que la clase media industrial y comercial pudiera contemplar entre sus intereses los de las clases más bajas, a la vez que defiende una concepción del hombre radicalmente volcada a la consecución del interés individual. Es decir, que su creencia en que la burguesía conciliaría comportamientos egoístas y altruistas (que irían en contra de sus intereses) es poco realista. La democracia representativa ideada por Mill cae en estas inconsecuencias por su certidumbre de que a través de ella se lograría la armonización de los intereses en la sociedad (convicción trasladada por Mill del mundo de la economía clásica al de la política). Su idea resulta opuesta a la sostenida por Bentham, quien como vimos, sólo creía posible una armonización artificial de tales intereses, pues la existencia del conflicto era, en cierto modo, inherente a la convivencia humana. 3. John Stuart Mill La obra de John Stuart Mill se encuadra en un momento de redefinición del liberalismo, un momento en que las consecuencias sociales de la industrialización y el acceso de la burguesía a la representación política estaban demandando nuevos planteamientos ideológicos con los que afrontar tales desafíos.

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Con frecuencia se ha señalado la escasa originalidad de John Stuart Mill, e incluso se ha llegado a decir que más que un pensador, el hijo de James Mill era un ideólogo. Es cierto que su obra no presenta la coherencia y la fuerza de otros autores contemporáneos, pero si hay algo que no se le puede negar es que sus libros son un fiel reflejo de su época, de las preocupaciones latentes en el liberalismo victoriano y de los cambios sociales que se estaban produciendo. Mill era un ferviente convencido del viejo ideal dieciochesco de que la humanidad se encuentra en un continuado proceso de mejora, como dejó escrito en su System of Logic: «Mi creencia es que la tendencia general es, y continuará siendo, salvo ocasionales y pasajeras excepciones, una tendencia a mejorar, dirigida al logro de un estado de cosas mejor y más feliz». Al igual que su padre, creía que la educación era el camino por el cual podía encauzarse la mente humana hacia la apreciación de los placeres superiores, el desarrollo moral del hombre y el progreso del entendimiento. De hecho, la punta de lanza de su pensamiento era la formación de una sociedad liberal, única salvaguardia de la libertad, una sociedad liberal en la que pudieran ser expresadas las opiniones sin restricciones, una sociedad en la que la discrepancia política fuera posible. Para llegar a este objetivo, no había más camino, pensaba Mill, que la educación de los individuos. Aunque después se verá con más detenimiento, es importante mencionar las principales influencias en la formación intelectual de Mill. Su Autobiografía da buena cuenta de ellas. Mill se educó en el ambiente del radicalismo filosófico en el que se movían su padre y Bentham. Absorbió los principios de la escuela clásica de economía y del empirismo inglés desde niño y ello formó la base de su pensamiento, que es plenamente utilitaria. Sin embargo, tras una crisis juvenil, empezó a interesarse por sistemas de pensamiento muy diferentes al utilitarista. La lectura de Coleridge (sobre quien llegó a escribir un ensayo) introdujo a Mill en la filosofía idealista y en el romanticismo, lo que tendría no pocas consecuencias en su pensamiento, tan volcado hacia el pragmatismo y el empirismo. La escuela de Saint-Simon, y en particular Auguste Comte, ejercieron en Mill una influencia determinante. Escribe nuestro autor en su obra autobiográfica que en ningún momento estuvo dispuesto a seguir a los saint-simonianos de primera hora hasta sus últimos extremos, pero confiesa que le impresionaron «su visión del orden natural del progreso humano, cosa que ellos me presentaron por primera vez, y especialmente su división de la Historia en

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periodos orgánicos y periodos críticos». Por último, la otra gran influencia sobre Mill la ejerció Alexis de Tocqueville con su obra La democracia en América, que le abrió los ojos a los peligros para la libertad en la sociedad democrática. John Stuart Mill nació en Londres el 20 de mayo de 1806 y fue el hijo mayor de James Mill. Recibió de su padre una severa educación tendente a desarrollar su espíritu crítico; una educación por la cual, a la edad en que otros niños jugaban, Mill hijo leía a Adam Smith y a David Ricardo y discutía con su padre y los amigos de éste sobre temas políticos, económicos y filosóficos. John Stuart fue el producto más conseguido de la fe ciega de los utilitaristas en el poder de la educación. Dispuso de una cultura enciclopédica, lo que no fue óbice para que, como dicen algunos expertos en su obra, en muchas ocasiones pecase de ingenuidad al evaluar los trabajos de otros autores y se dejase deslumbrar fácilmente. En 1823 entró a trabajar en la Compañía de las Indias Orientales a la vez que continuaba su proceso de formación y mientras iniciaba, junto a su padre, las tareas de publicación de la Westminster Review. Tan formidable preparación no fue suficiente barrera para detener la crisis personal e intelectual en la que cayó John Stuart Mill en 1826, una crisis que contribuyó a remodelar completamente los esquemas de pensamiento sobre los que se había estado moviendo hasta entonces. Como confiesa en su Autobiografía, quedó despedazada su certeza del poder de unas instituciones modélicas para crear un sistema político ideal. Por el contrario, se afirmó en su mente la idea de que sólo podrían diseñarse principios generales que sirvieran para orientarse en la creación de instituciones en función de situaciones políticas y sociales concretas. Es decir, que empezó a abrir en su pensamiento una vía al relativismo y a la consideración de las circunstancias particulares en el análisis político. Fue éste el momento en que se introdujo en la lectura de los románticos, del idealismo y de los escritos de Carlyle. Igualmente, por estos años se acercó a la filosofía comteana que tanta importancia tendría en su obra. De Comte iba a tomar Mill la aspiración de construir una ciencia de la sociedad, un sistema general en el que insertar ciencias como la política y la economía. Una ciencia de la sociedad que permitiera construir la convivencia sobre fundamentos morales. Se puede apreciar una clara influencia de Comte en System of Logic (1843).

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La etapa final en la vida intelectual de John Stuart Mill estuvo marcada, según él mismo señaló, por la influencia de su mujer Harriet, que le impulsó a la reevaluación de sus teorías sociales y le condujo hacia una aproximación matizada al socialismo. De la mano de su mujer, Mill reivindicó al derecho de la mujer a la participación política con las mismas facultades que los hombres. De este último periodo son sus obras más conocidas, como Principles of Political Economy (1848), On Liberty (1859), Considerations on Representative Government (1861) y Utilitarism (1863). John Stuart Mill murió en Francia en mayo de 1873. Una de las principales tareas intelectuales que se impuso Mill fue la redefinición del utilitarismo en el que se había educado. Se suele señalar que el utilitarismo propugnado por Mill es un hedonismo idealista, y también se ha advertido de las dificultades que tal propuesta entraña. Mill aceptó la idea de Bentham sobre la felicidad, según la cual, las acciones de los hombres son buenas si les producen la felicidad y son malas si les producen dolor. Pero esto, dice Mill, no significa que el utilitarismo responda a criterios egoístas, sino que, por el contrario, lo que pretende el utilitarismo es la búsqueda de la felicidad de todos, pues la felicidad es un bien en si misma. Abunda en una circunstancia que otorga a su visión del utilitarismo unos rasgos que le son peculiares. Afirma que si bien el placer es el elemento de medición de la bondad o maldad de las acciones, hay que considerar que existe en una gradación en los placeres, y que no son iguales unos placeres que otros. En concreto, no es igual el placer producido por las facultades superiores del hombre que el producido por las facultades inferiores. Escribió una famosa frase que explica con rotundidad sus palabras: «Es mejor ser un hombre insatisfecho que un loco satisfecho. Y si el loco o el cerdo son de distinta opinión es porque sólo conocen su propio lado de la cuestión». De nuevo, vemos aparecer aquí el papel de la educación en el desarrollo del individuo: es la educación la que da al hombre la capacidad de apreciar la calidad de los placeres. Pero si resulta mejor ser un hombre insatisfecho que un loco satisfecho, ¿sigue siendo la felicidad el criterio de distinción entre las acciones? Evidentemente no se trata de cualquier forma de felicidad, sino la que promueve la elevación espiritual del hombre. Aquí el pensamiento de Mill se encuentra en un conflicto entre su punto de partida utilitarista y la introducción de principios morales en lo que era en principio un criterio para

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juzgar la bondad o maldad de las acciones en función de los resultados que producen en el hombre (y no para otra cosa). De este modo, el principio de utilidad, de felicidad para el mayor número, queda filtrado por consideraciones de tipo ético que poco tienen que ver con el utilitarismo y bastante más con los principios kantianos. Así, la felicidad orientada al desarrollo moral del hombre será el instrumento de medición de los placeres. De esta guía se derivan la consideración del ser humano como un ente moral y digno de respeto. Otra de las revisiones del utilitarismo realizadas por Mill fue de tipo metodológico. Uno de los muchos intereses de nuestro autor giraba en torno a la metodología de trabajo en las ciencias sociales. Los utilitaristas, apresados por su racionalismo, tenían una marcada preferencia por los procedimientos deductivos, lo que fue duramente criticado por sus opositores. En concreto, James Mill recibió una severa invectiva de Lord Macaulay por el uso exclusivo de este método en su Essay on Government (1829). John Mill reflexionó en varios trabajos acerca de este asunto, viéndose muy influido por el sistema de trabajo de Comte. En vez de seguir el deductivismo de los utilitaristas o el empirismo propuesto por Macaulay, Mill apostó por un sistema mixto de deducción e inducción, en que la inducción permitiría obtener algunas leyes del desarrollo histórico de las sociedades, aunque la generalidad de estas leyes habrían de ser deducidas de la psicología que mueve la conducta política de los hombres. En 1861 Mill publicó sus Considerations on Representative Government. En este libro reflexiona acerca de cuestiones políticas prácticas y nos ofrece un panorama general de sus opiniones al respecto, opiniones que, aun así, se hayan diseminadas por toda su obra. Parte de la idea de que el gobierno representativo es la mejor forma de gobierno. Mill se opone a todo despotismo pues, por un lado, en un gobierno despótico, los ciudadanos no tienen la menor posibilidad de intervención para controlar al poder, no existe un fomento de la política de vigilancia de las acciones del ejecutivo. Por otro lado, el despotismo, mediante la aniquilación de la crítica, genera un tipo de individuos que no se atreve a emitir su propia opinión, es más, al no haber desarrollado su espíritu crítico, se trata de individuos pasivos incapaces de identificar sus propios intereses que delegan en una entidad superior. El gobierno representativo, por el contrario, presenta una mayor capacidad para fomentar en las personas sus mejores cualidades en el terreno

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de la moralidad y en el ámbito intelectual, cualidades de las que, además, sabe aprovecharse para el mejor funcionamiento de la comunidad. Es decir, que el gobierno representativo es el más eficaz a la hora de conciliar los intereses privados con los comunes. Una vez más, vemos aparecer la educación como elemento clave en tanto que Mill está valorando especialmente la independencia de juicio de los hombres (con lo que de ella se desprende) como criterio que marca las distancias cualitativas entre unas formas de gobierno y otras. Por lo tanto, el gobierno ha de tener una función educativa que permita a sus ciudadanos hacerse con una opinión informada. De hecho, Mill piensa que es la opinión informada lo que otorga capacidad de participación activa de los individuos en la política. Y así lo recoge en sus reflexiones sobre el gobierno representativo al decir que cada ciudadano debe tener «no sólo voz en el ejercicio del poder sino, de tiempo en tiempo, intervención real por el desempeño de alguna función local o general». De las propuestas de Mill se deducen varias cuestiones. En primer lugar, que el poder reside en los ciudadanos, pues a ellos corresponde la facultad de controlar: «La nación debe poseer este poder en el sentido más absoluto de la palabra». Eso significa, como es lógico, una clara defensa del sufragio universal, incluidas las mujeres. Las únicas reticencias que manifestó Mill al sufragio universal fueron las de orden educativo. Le preocupaba, como veremos en Sobre la libertad, que la falta de ilustración de una parte importante de la población pudiese acarrear grandes males a la totalidad de la sociedad. Cuando Mill afirma que el poder reside en los ciudadanos, no está haciendo referencias al contractualismo ni a la voluntad general, sino que parte del principio utilitarista de que «cada uno es el único custodio seguro de sus derechos e intereses», y, por lo tanto, nadie es el mejor juez de lo que le conviene y de su camino a la felicidad que uno mismo. Por lo tanto, el gobierno representativo ha de partir de la idea de que la sociedad se constituye por la confluencia de los intereses de seres individuales, defendidos por seres morales y responsables. Y ahí estriba su poder. En segundo lugar, se observa en Mill (y no sólo en Considerations on Representative Governement) la clásica preocupación liberal por la concentración del poder. Su propuesta de hacer activa la participación ciudadana y de implicar a los individuos en ella procede de la necesidad de dispersar el poder, de crear varios núcleos ejecutivos, de distribuir el mando entre varias instancias, no sólo políticas, sino también sociales. Compartimenta-

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ción no ha de significar, según Mill, pérdida de eficiencia. Al igual que Bentham, Mill pensaba que uno de los criterios utilitaristas que determinan la bondad de una forma de gobierno es la eficacia. Si para Bentham este criterio era prácticamente exclusivo, para Mill resulta necesario combinarlo con otros elementos, sobre todo la capacidad del gobierno para garantizar la libertad del ser humano. Por eficacia va a entender Mill tanto la protección de estas cualidades de tipo ético, como otras de carácter material como son el progreso y la prosperidad, que en última instancia (y por lo que se desprende de su pensamiento) contribuyen de forma importante a la consecución de las primeras. Si nos introducimos en cuestiones más concretas, resulta interesante comentar cómo va a explicar Mill las funciones del parlamento. Para Mill, el parlamento es sobre todo un espacio para la representación política de la sociedad y por lo tanto, su función primordial será la de control del poder, el ejercicio de la vigilancia activa de los ciudadanos frente a los que desempeñan puestos en el gobierno. El tradicional cometido del parlamento, la labor legislativa, queda sustraída a la cámara baja pues opina Mill que quien mejor puede realizar las tareas de codificación, dada la complejidad de las mismas, es una comisión experta, una comisión legislativa. Por otro lado, y por lo que respecta más puramente a la representación política, Mill se fue decantando por el sistema proporcional. Desde su punto de vista, el sistema mayoritario no dejaba lugar para las minorías, y en particular para las minorías ilustradas, que tanto podrían aportar al buen funcionamiento del gobierno representativo. Con el sistema proporcional, se daba entrada en el parlamento a colectivos que, aunque pequeños en cantidad de representantes, cumplían una alta función por su peso moral. Dadas las características con las que Mill describe el gobierno representativo, le resultaba evidente que no todas las sociedades de su siglo se encontraban en las mismas condiciones. No todas habían alcanzado un grado de desarrollo político y, sobre todo, social que permitiera la implantación del gobierno representativo con éxito. Es necesario recodar aquí que para Mill la protección de la libertad sólo podría quedar garantizada cuando la sociedad misma fuera liberal. Por lo tanto, no era recomendable el gobierno representativo a cualquier pueblo, sino sólo a aquellos en los que sus habitantes lo aceptasen y estuvieran dispuestos a mantenerlo. El pueblo en que estas características se hallaban más claramente marcadas en Gran Bretaña.

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Si, en líneas generales, las obras de John Stuart Mill han sido muy populares y leídas, hay una que destaca sobre todas las demás. Se trata de On Liberty (Sobre la libertad), publicada en 1859. Mill pretendía que este libro fuera la punta de lanza de la necesaria renovación que necesitaba el liberalismo de mediados del siglo xix, una renovación que fuera capaz de conciliar las importantes transformaciones sociales de su época (imposibles de eludir) con una ardiente defensa de la libertad. Es decir, que Mill se impuso como objetivo contextualizar la libertad en la sociedad moderna, en la sociedad democrática que estaba empezando a gestarse. En esta cuestión la influencia de Tocqueville fue determinante, como el mismo Mill confesó. Tocqueville, que perseguía un objetivo similar, le permitió a nuestro autor darse cuenta de por dónde iban las sendas que trazaba la sociedad democrática, de hasta qué punto podían afectar a la libertad individual. Mediante la obra de Tocqueville, Stuart Mill pudo ser consciente de la trascendental relación que a partir de ese momento se iba a establecer entre el individuo y la sociedad en la que se halla inserto. Por eso Mill convirtió a la libertad en un bien social, aparte de considerarla como un bien individual, según la clásica interpretación del liberalismo. La importancia que ha alcanzado On Liberty, con independencia de sus valores y limitaciones, ha sido tal, que muchos la han comparado con otros dos grandes hitos de la defensa de las libertades: las Cartas sobre la tolerancia, de John Locke (1689), y la Areopagítica, de John Milton (1644). La obra está presidida por la concepción ética de Mill acerca del ser humano que, como ya vimos, unía elementos del idealismo kantiano con un claro telón de fondo utilitarista, lo que dio como resultado una visión del hombre como un ser con responsabilidad moral y con dignidad que ha de ser respetado en sus intereses. El rasgo distintivo de la responsabilidad moral del individuo es la libertad. Según esta concepción ética, Mill sostenía la idea de que para que se cumpla la condición primera, la libertad ha de poder realizarse en la sociedad. Es decir, que en la sociedad han de darse las condiciones para que el hombre, que es libre en tanto que ser moral (y que es moral en tanto que ser libre), pueda manifestar socialmente su capacidad para la libertad (que se sustanciaría en una serie de libertades concretas que se verán más adelante). De este modo, Mill concebiría la dualidad de la libertad entre libertad individual y libertad social (o civil, como también la llama). En la introducción a su libro, Mill nos explica que su objetivo va a ser el análisis de «la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítima-

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mente la sociedad sobre el individuo». Es decir, los peligros que sobrevuelan a la libertad social o civil. Mill comparte la opinión liberal sobre la tendencia a la extralimitación del poder y la extiende a la sociedad. No sólo es el poder el que suele aspirar a situarse por encima del individuo y sus parcelas de autonomía, sino que la misma sociedad gusta de imponer sus reglas de conducta y sus formas de pensamiento, amparada por el criterio de la mayoría. El peligro que corre la independencia es evidente, de ahí que Mill insista en que no debe haber justificación para la coacción sobre un individuo por parte del Estado o de la sociedad, salvo circunstancias excepcionales que él mismo nos explica: «Que el único propósito para el que puede ejercitarse legítimamente el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás». Mill afirmaba que el propio bien de un individuo, ya sea un bien de tipo físico o de tipo moral, no es justificación suficiente para que se intervenga coaccionando su libertad. La defensa radical que hace Mill de la libertad de cada individuo es buena prueba de la consideración de la libertad como un valor intrínsecamente superior a los demás. De hecho, y una vez más siguiendo la tradición utilitarista, sostenía la opinión de que la libertad era el placer más elevado del hombre. Mill sabía que la mayor parte de nuestras acciones afectan a los demás de una forma o de otra, eximiéndose así de las acusaciones de unilateralidad en su interpretación que se había levantado contra él. Sin embargo, dice, sólo se justifica la intervención sobre un individuo cuando esas acciones puedan dañar a los demás, y sólo en ese caso, independientemente de que el individuo en cuestión se esté dañando a si mismo, pues eso formaría parte de su propia libertad. La línea de demarcación no está clara, pero corresponde al estado y a la sociedad presentar pruebas que evidencien que las acciones de un individuo dañan a los demás, y que, por lo tanto, está justificada la coacción. Según han señalado los expertos en su obra, es en esta cuestión en la que aparece la mayor debilidad de la argumentación de John Mill. La relación individuo y sociedad, y en particular la correspondencia entre libertad y responsabilidad moral, hubiera necesitado de una fundamentación más sólida que permitiera explicar hasta dónde llega cada una de ellas. La defensa radical que hace de la no intromisión en la libertad individual no acaba de entenderse cuando esta libertad aparece focalizada hacia la

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sociedad. Mill parece presentarlas como dos caras de la misma moneda, pero lo cierto es que pueden colisionar. Si ambas entran en conflicto, dónde esta el límite, sobre cuál de las dos recae el peso en la toma de decisiones. Mill no nos da la clave que permita hacernos entender de forma más concreta cómo es establece la conexión entre la libertad y la responsabilidad de cada hombre con su vertiente social, es decir, con los derechos y los deberes que le impone la vida en sociedad. La apología que hace Mill de la libertad tiene como base su convicción de que si hay algo que han de promover los estados es la infinita riqueza de la naturaleza humana. Cada hombre es diferente y expresa con su individualidad una faceta de la complejidad de los comportamientos humanos. Por eso, coaccionar al individuo es coartar las posibilidades de aportación a lo colectivo que tiene cada persona, lo que empobrece a la sociedad. El progreso de la humanidad se produce por la confluencia de la multitud de intereses que se enriquecen en su relación dinámica. Lo peor que puede sucederle a una sociedad, escribe Mill, es que se estanque, que sólo fomente la imitación de los comportamientos. Eso es propio del despotismo, que no permite la expresión de la múltiple variedad de opiniones, pues como dirá el propio Mill, un hombre que no conoce más que su propia opinión, no conoce apenas nada. En peor situación se halla un hombre que ni siquiera puede formarse una opinión, un hombre que ha sido conducido a adoptar opiniones impuestas. La conformidad sólo produce mediocridad, que es lo opuesto a la individualidad. En el desarrollo de la propia originalidad es donde sitúa Mill la responsabilidad humana. El uso «correcto» (como dice el propio autor) de la propia vida consiste en el trabajo sobre uno mismo: «Cada persona se hace más valiosa para si misma en proporción al desarrollo de su individualidad y es, por consiguiente, capaz de ser más valiosa para los demás». En este contexto, para nuestro autor el genio no tiene el sentido que le dio su contemporáneo Carlyle, para quien el genio era el hombre de carácter capaz de convencer a los demás a seguirle en su camino aceptando sus órdenes. Desde la perspectiva de Mill, ese comportamiento va en contra de la libertad individual. El genio es el hombre que se atreve a cumplir su vocación de originalidad en el pensamiento y en la acción. El individuo, según dice Mill, está perdido en la masa, y el esfuerzo que ha de hacer y el valor con que ha de arrostrar las tendencias a la conformidad a que le

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arrastra la sociedad lo convierten en un héroe. Como es fácil de apreciar, las influencias de Tocqueville son muchas. Como se dijo anteriormente, la libertad social o civil que regula la relación entre el individuo y la sociedad se sustancia en libertades concretas. Sus manifestaciones más genuinas son la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y la libertad de asociación. Son éstas las garantías primeras de la independencia del individuo y las que permiten que las minorías puedan estar presentes en el debate público. Si un sistema político no permite la libre expresión de las opiniones estará, en palabras de Mill, robando a la raza humana, pues una opinión no manifestada impide el progreso del hombre al no poderse producir el progreso del entendimiento. El impulso que pretende dar Mill a la expresión y al cotejo de las opiniones tiene como objetivo la búsqueda de la verdad, a la que concibe como una categoría absoluta que procede de la depuración del intelecto: «La ventaja real de la verdad consiste en que, cuando una opinión es verdadera, puede ser extinguida una, dos o muchas veces pero, en el transcurso de los siglos, se encontrarán casi siempre personas para redescubrirla». Las razones que encuentra Mill para vivificar las libertades de opinión y expresión son resumidas por él en cuatro. En primer lugar, señala que una opinión silenciada puede ser verdadera, pues la generalización de una idea preconcebida no es indicador de que ésta sea cierta. En segundo lugar, si esta opinión silenciada fuera falsa, podría contener algo de verdad, por lo que su omisión redundaría negativamente en el progreso del razonamiento. En tercer lugar, si no hay debate de ideas, una opinión que consideremos verdadera será sostenida como una creencia sin comprender sus fundamentos racionales. La cuarta razón que esgrime es que si esa creencia se convierte en dogma, su contenido de verdad perderá su capacidad para producir el bien al ser aceptada sólo desde el punto de vista formal. D. Negro Pavón, uno de los especialistas en John Stuart Mill, ha señalado que el planteamiento de este autor sobre las libertades adolece de un problema de fondo. Tal y como presenta Mill las libertades, es decir, como derechos morales del individuo, se corre el peligro de que aparezcan como una nueva versión de los derechos naturales. Si el hombre debe a la libertad su esencia como ser moral y si este postulado es trasladado a la política, inevitablemente habrá de prevalecer la moral sobre la política y, por tanto, sobre el derecho. Por lo tanto, si el gobierno ha de proteger estos derechos,

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se corre el peligro de que el Estado se crea con todos los argumentos para saltar por encima de los requerimientos y garantías legales. Entendidas como libertades morales más que como libertades políticas, se hallarían en un ámbito superior al de la ciudadanía. En definitiva, y en palabras de este especialista, el gran problema de la argumentación de Mill sobre las libertades se resume así: «Los derechos son libertades concretas, reales, protegidas; la doctrina de los derechos morales introduce una peligrosa distinción entre libertades naturales y libertades artificiales, que otorga el poder que las crea apoyándose en la moral» (Mill, 1991).

Mill dedicó su reflexión a otros muchos asuntos, entre ellos la religión, la lógica o la psicología. Sin embargo, de entre todos ellos destaca la economía. Se había formado en los principios de la escuela clásica, en las obras de Adam Smith y en las de David Ricardo a quienes, como ya se vio anteriormente, leyó a temprana edad. En su deseo de renovar el liberalismo, se aplicó también con ahínco a la economía, intentando insertarla en el conjunto social, tratando de establecer las relaciones entre las instituciones sociales y los principios que rigen el funcionamiento de la producción y el intercambio económicos. No es éste el lugar para tratar a fondo esta cuestión, pero sí es interesante mencionar algunas de sus aportaciones para entender la totalidad de su pensamiento. Como en otras ocasiones, las observaciones de Mill están dispersas por toda su obra, pero el libro que dedicó expresamente ello fue Principles of Political Economy with some of their Applications to Social Economy (1848), obra muy conocida en su tiempo y que le proporcionó un gran éxito entre el público. Hay que tener en cuenta que estos Principles of Political Economy aparecieron en un momento especialmente importante para el desarrollo del capitalismo. Si por un lado, el capitalismo estaba empezando a extenderse por el mundo en forma de colonialismo, era más que evidente que la igualdad de condiciones en el intercambio no se producía tal y como habían descrito los economistas clásicos. Por otra parte, la autorregulación de la economía, si bien era el credo de la Inglaterra victoriana, resultaba a todas luces insuficiente para explicar los desastres del industrialismo. Una de las cuestiones primordiales es el hecho de que Mill consideraba que la propiedad no es un derecho natural, es decir, que la propiedad no se encuentra al margen del acontecer histórico. Según Mill, la propiedad y sus

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formas han variado a lo largo del tiempo, por lo que su protección legal está en función de lo que resulta útil para el bien público en cada momento. También se acercó a uno de los principios sagrados de la economía clásica: el «laissez-faire». No se puede decir que prescindiera de él, ciertamente, sino que lo reelaboró para adaptarlo a otras circunstancias. Si los economistas clásicos pensaban que no era tolerable la intervención del Estado en la economía bajo ningún concepto, Mill admitió algunos supuestos, pero siempre en caso de necesidad absoluta, y nunca por la utilidad que ello pudiera reportar al colectivo. Esta última observación es especialmente importante, pues su objetivo es deslegitimar toda posible intromisión del gobierno en aras de su carácter democrático. Una vez más, vemos cómo sale a la luz el liberal que hay en Mill para prevenirnos de los peligros del predominio de la mayoría. Dirá Mill al respecto que en cada parcela de las cuestiones concretas de la vida, es necesario dejar que las lleven a cabo los que tienen intereses directos en ellas, pues sólo estas personas pueden alcanzar un nivel de eficacia suficiente. El individuo aprende a ver cuáles son sus intereses y a defenderlos en la práctica diaria, y no por decisiones que le afectan a él y que son tomadas en instancias superiores como el Estado. En algunos aspectos técnicos nuestro autor llevó a cabo una revisión de los planteamientos ricardianos. Mill estableció una clara distinción entre las leyes de la producción y las leyes de la distribución. Sobre las primeras señaló que la producción se lleva a cabo en función de las condiciones físicas en las que se hallan los recursos y del nivel de conocimiento del que dispone el hombre en cada momento para explotarlos. Por lo tanto, el nivel de producción de bienes siempre está determinado por estos dos factores. Las leyes de la distribución, por el contrario dependen de las instituciones humanas, representadas tanto en las leyes como en las costumbres. El objetivo de la economía política, por tanto, está en tratar de dilucidar cómo se organizan las determinaciones que las leyes y las costumbres ejercen sobre los procesos de distribución de la riqueza producida.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. El principio de utilidad «Utilidad es un término abstracto que expresa la propiedad o la tendencia de una cosa a preservar de algún mal o procurar algún bien: mal es pena, dolor o causa de dolor; bien es placer o causa de placer. Lo conforme a la utilidad o al interés de un individuo es lo que es propio para aumentar la suma total de su bienestar; lo conforme a la utilidad o al interés de una comunidad es lo que es propio para aumentar la suma total del bienestar de los individuos que lo componen. [...] Para el partidario del principio de utilidad, la virtud no es un bien sino porque produce los placeres que se derivan de ella, y el vicio no es un mal sino por las penas que son consecuencia de él. El bien moral no es bien sino por su tendencia a producir males físicos, y el moral no es mal sino por su tendencia a producir males físicos; pero cuando digo físicos entiendo las penas y los placeres de los sentidos. Yo considero al hombre tal cual es en su constitución actual»

Jeremy Bentham. Principios de legislación. 2. Legislación «Podrá pensarse que las leyes han llegado a su máximo de perfección, y los hombres al máximo de felicidad por lo que respecta a las leyes, cuando los grandes delitos solamente sean conocidos por las leyes que los prohíben; cuando en el catálogo de los actos prohibidos ya no haya delitos imaginarios; cuando los derechos y las obligaciones de las diferentes clases de los hombres estén tan bien definidos en el código civil que no haya discusiones sobre puntos de derecho [...]; cuando por la perfección de la ley constitucional estén tan bien distribuidos los derechos y los deberes del público, y tan bien atemperadas las disposiciones del pueblo a la sumisión y a la resistencia, que la prosperidad resultante de las causas precedentes esté a cubierto del peligro de las revoluciones; y, en fin, cuando la ley, que es la regla de las acciones de los hombres, sea concisa, inteligible, sin ambigüedad, y esté en manos de todo el mundo».

Jeremy Bentham. Tratados de legislación civil y penal.

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3. La ley y su interpretación «La ley no es enemiga del hombre, el derecho no es rival del hombre. Pregúntese a la vociferante y desenfrenada multitud: jamás el derecho es injusto; es siempre algún perverso intérprete del derecho quien lo ha corrompido y ha abusado de él».

Jeremy Bentham. Fragmento sobre el gobierno. 4. Felicidad y utilidad «La felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es correcto en una conducta no es la propia felicidad del agente, sino la de todos los afectados. Entre la felicidad del agente y la de los demás, el utilitarista obliga a aquel a ser tan estrictamente imparcial como un espectador desinteresado y benévolo».

John Stuart Mill. El utilitarismo. 5. Participación política y gobierno representativo «Según las consideraciones antedichas es evidente que el único gobierno que satisface por completo todas las exigencias del estado social es aquel en el cual tiene participación el pueblo entero; que toda participación, aun en las más humildes de las funciones públicas, es útil; que, por tanto, debe procurarse que la participación en todo sea tan grande como lo permita el grado de cultura de la comunidad; y que, finalmente, no puede exigirse menos que la admisión de todos a una parte de la soberanía. Pero puesto que en toda comunidad que exceda los límites de una pequeña población nadie puede participar personalmente sino de una porción muy pequeña de los asuntos públicos, el tipo ideal de un gobierno perfecto es el gobierno representativo»

John Stuart Mill. Del gobierno representativo. 6. El individuo y la sociedad «Cada persona se hace más valiosa para sí misma en proporción al desarrollo de su individualidad, y es por consiguiente capaz de ser más valiosa para los demás. Hay mayor plenitud de vida en su existencia, y cuando hay

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más vida en las unidades, hay también más vida en la masa que componen. [...] Para jugar limpio con la naturaleza de cada uno, es esencial que se permita a personas diferentes llevar vidas diferentes. Una época será digna de mención para la posteridad según la proporción en que se haya practicado esa tolerancia. Ni siquiera el despotismo produce sus peores efectos en la medida en que subsiste la individualidad; pero cualquier cosa que aplaste la individualidad es despotismo, sea cual sea el nombre que se le dé, tanto si se pretende estar haciendo cumplir la voluntad de Dios como si se pretende hacer cumplir mandatos de los hombres».

John Stuart Mill. Sobre la libertad.

BIBLIOGRAFÍA 1. Obras de Bentham, Mill y John Stuart Mill Bentham, J., El panóptico, La Piqueta, Madrid, 1979. —  Tratados de legislación civil y penal, Editora Nacional, Madrid, 1981. —  Falacias políticas, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990. —  Nomografía o el arte de redactar leyes, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000. —  Un fragmento sobre el gobierno, Tecnos, Madrid, 2003. Mill, J., Ensayos sobre derecho y política, Comares, Granada, 1997. Mill, J. S., Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1984 (prólogo de I. Berlin). —  La utilidad de la religión, Alianza Editorial, Madrid, 1986. —  Autobiografía, Alianza Editorial, Madrid, 1986. —  El utilitarismo, Alianza Editorial, Madrid, 1986. —  Bentham, Tecnos, Madrid, 1993. —  Sobre la libertad y Comentarios a Tocqueville, Austral, Madrid, 1991 (edición de D. Negro Pavón).

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Mill, J. S., Ensayo de algunas cuestiones disputadas en economía política, Alianza, Madrid, 1997. —  Consideraciones sobre el gobierno representativo, Alianza, Madrid, 2001. Mill, J. S. y Mill, H., Ensayos sobre la igualdad sexual, Cátedra, Madrid, 2001.

2. Bibliografía complementaria Abellán, J., «John Stuart Mill y el liberalismo», en F. Vallespín (dir.), Historia de la teoría política, vol. 3, Alianza Editorial, Madrid, 1995, pp. 339-396. Berlin, I., «John Stuart Mill y los fines de la vida», en Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 1996, pp. 244-277. Colomer, J. Mª, El utilitarismo. Una teoría de la elección racional, Montesinos, Barcelona, 1987. —  «Ilustración y liberalismo en Gran Bretaña: J. Locke, D. Hume, los economistas clásicos, los utilitaristas», en F. Vallespín (ed.), Historia de la teoría política, n.º 3, Alianza Editorial, Madrid, 1995, pp. 11-96. Dinwiddy, J., Bentham, Alianza Editorial, Madrid, 1995. Gray, J., Mill on Liberty: A Defence, Routledge, Londres, 1996 (2ª edición). Halévy, Élie, La formation du radicalisme philosophique, Alcan, París, 1901-1904, 3 vols. Macpherson, C. B., La democracia liberal y su época, Alianza Editorial, Madrid, 1982. Negro Pavón, D., Liberalismo y socialismo. La encrucijada intelectual de Stuart Mill, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975. Pendás, B., Bentham: política y derecho en los orígenes del estado constitucional, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1988. Robson, J. M., The Improvement of Mankind: the Social and Political Thought of John Stuart Mill, Toronto-Londres, 1968. Rosen, F., Jeremy Bentham and representative democracy, Oxford University Press, Oxford 1983.

Tema 9

Del socialismo utópico al anarquismo Raquel Sánchez García

Introducción 1. El mundo intelectual británico 2. Robert Owen, el empresario socialista 3. Los orígenes del utopismo en Francia 4. Saint Simon y su escuela 5. Fourier: hedonismo y cooperación 6. El socialismo alrededor de 1848: revolucionarios y comunistas 7. Proudhon: el camino al anarquismo Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema, se aborda el desarrollo de las primeras alternativas, socialistas y anarquistas al orden liberal y capitalista.

Introducción El movimiento socialista europeo durante el siglo xix es sumamente complejo y de difícil sistematización. El interesado se encuentra con una gran pluralidad de enfoques, ideas y personajes de muy distinto cariz. Algunos de estos personajes son sobre todo teóricos, otros se hallaban más volcados a la acción política. En algunos casos nos hallamos ante planteamientos sumamente idealistas; en otros, ante soluciones pragmáticas. Sin embargo, es posible encontrar un punto de unión entre ellos que viene dado por la gran preocupación que manifiestan por las consecuencias sociales de la revolución industrial. En última instancia, se trata de regular un mundo que contemplan como profundamente injusto para el que ofrecen recetas que pretenden buscar una armonía entre los intereses de los empresarios y los de los trabajadores, ya que la mayoría de los socialistas utópicos no conciben las relaciones laborales en términos de lucha de clases, sino como intereses que han de ser ajustados en beneficio de las dos partes. Temas de debate La palabra socialismo, en el sentido que le atribuimos en la actualidad, comenzó a generalizarse en la década de los treinta del siglo xix y recogía una difusa herencia filosófica apoyada en la Ilustración, en la Revolución Francesa, en el igualitarismo e incluso en ciertas manifestaciones del cristianismo. Puede decirse que uno de los primeros pensadores que utilizaron el término como ahora lo conocemos fue el saintsimoniano Pierre Leroux, y se consolidó con el folleto de Robert Owen What is Socialism? (1841), en el que ya se explicitaban los planteamientos reformistas que se hallaban

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detrás de tal doctrina política. Sin embargo, el apelativo de «utópico» le fue atribuido primero por Louis Blanqui en 1839, aunque alcanzó su significado más claro con el uso que del término «socialismo utópico» hicieron Marx y Engels, y lo consolidó posteriormente este último en su opúsculo Del socialismo utópico al socialismo científico (1880). Para los padres del llamado socialismo científico, los socialistas utópicos se habían preocupado por la situación de los trabajadores, pero no habían sabido plantear las formas de transformación de esa situación injusta pues, o habían elaborado proyectos ilusorios y quiméricos, o se habían limitado a «interpretar» el mundo, pero no se habían atrevido a modificarlo. El tono peyorativo con el que los padres del marxismo hablaban del socialismo utópico se ha consolidado a lo largo del tiempo y ha ocultado una tradición profundamente asentada en el pensamiento europeo: el uso de la utopía como forma de crítica social, política y económica. Esta tradición, que cuenta con ilustres precedentes en Thomas More o en Tomasso Campanella, se desarrolló ampliamente en el siglo xviii con autores como Mably, Morelli o Mandeville, por lo que no debe resultar extraño que los primeros socialistas se sirvieran de este instrumento para realizar sus análisis sociales. Hasta tal punto ha tenido éxito la calificación de Marx y Engels que habitualmente se da por punto de inflexión y decadencia de esta corriente el año de 1848, famoso por la revolución europea y por la publicación del Manifiesto comunista, aunque lo cierto es que las huellas de los utópicos pueden seguirse al menos hasta el estallido de la Comuna de París en 1871. Como se ha dicho anteriormente, los socialistas utópicos se hallaba profundamente conmocionados por las transformaciones sociales que había traído consigo el proceso de industrialización. En esto, desde luego, no eran los únicos, pero sí se mostraron lo suficientemente preocupados como para reflexionar al respecto. Una buena parte de ellos pertenecían a lo que en la actualidad llamaríamos clases medias o altas, por lo que, salvo algunos casos, no puede decirse que conocieran de primera mano la realidad económica de los más empobrecidos. Por otra parte, el público al que se dirigían se hallaba formado sobre todo por artesanos en proceso de proletarización que veían cómo se disolvía su mundo. Salvo en Gran Bretaña, en el resto de Europa la revolución industrial aún no había alcanzado un gran desarrollo, por lo que el proletariado no se había consolidado como grupo social. Sin embargo, lo que ya parecía ser evidente es el proceso de empobrecimiento y desclasamiento que las transformaciones de la legis-

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lación económica (en especial, la liberalización de la propiedad y del factor trabajo) estaban produciendo. Este proceso afectaba sobre todo a artesanos y menestrales, que empezaban a perder sus empleos por la producción de las industrias manufactureras. Por otra parte, como esta realidad era observada por otros sectores sociales indirectamente afectados por las transformaciones del liberalismo económico, no es de extrañar que algunos pensadores socialistas tuvieran eco en entornos que se desentenderían completamente del problema social cuando éste afectara al proletariado, grupo que les iba a resultar ajeno, desconocido y potencialmente peligroso. Podemos concluir, por tanto, que la expansión de la revolución industrial rompió los lazos comunitarios de la sociedad tradicional y estableció una polaridad muy marcada entre las clases. Marx y Engels consideraron este fenómeno, la lucha de clases, el principio básico de la sociedad de su tiempo y elaboraron a partir de él su pensamiento. El socialismo utópico presenta unas facetas muy diversas. Sin embargo, hay una serie de debates que, salvo excepciones, pueden encontrarse en la mayor parte de los autores. Uno de ellos gira alrededor del papel del estado. Aquí las discrepancias son notables, pues mientras que autores como SaintSimon o Cabet contemplan una organización social guiada por la autoridad y el conocimiento de un estado centralizado, Robert Owen o Fourier son partidarios de entidades organizativas a menor escala, autónomas y autodirigidas en las que el estado no debe intervenir. Este debate está en relación con el valor que los pensadores otorgan a la comunidad y a su capacidad de organización, así como al grado de autogestión que la comunidad es capaz de desarrollar. Al hablar de intervención del Estado y de desconfianza en la autogestión, no debemos entender que se esté propugnando un sistema autoritario (en el sentido en que lo conocemos en la actualidad), ya que estos autores no se muestran dispuestos a prescindir del disfrute de una serie de libertades mínimas arrebatadas a la sociedad tradicional a través de los procesos revolucionarios. En este sentido, podría decirse que los menos proclives a las concesiones democráticas fueron Saint-Simon y sus discípulos. Los especialistas han querido ver aquí también los restos de la herencia política que arrastraban los trabajadores asociados a una u otra tendencia del socialismo, aunque lo cierto es que en la época en la que se expandió el socialismo utópico ningún trabajador europeo (y casi ningún miembro de la clase media) participaba en los procesos políticos de sus países de origen.

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Otro de los grandes debates del socialismo utópico es el que tiene que ver con la dualidad entre el maquinismo y la industrialización. Una vez más, nos encontramos con distintas posturas al respecto, pero lo más significativo es, tal vez, lo que revelan las reflexiones sobre esta cuestión, pues se pone de manifiesto hasta qué punto los planteamientos teóricos estaban o no adaptados a la realidad social. El rechazo a la sociedad industrial revela muy a menudo el anhelo de un tiempo en el que parecía reinar la armonía social y se manifestaba en la defensa de un agrarismo en el que autores como Fourier o Weitling veían personificarse los valores más nobles del trabajo y la cooperación entre las personas. Los defensores del agrarismo solían ser también grandes valedores de la artesanía como forma de complementar la producción agraria. Sin embargo, los partidarios del industrialismo abogaban por el carácter beneficioso de las máquinas, que permitían redoblar la producción de los trabajadores en lo que Saint-Simon y sus discípulos denominaban «sistema industrial», del cual eran profundos entusiastas. Los incondicionales del maquinismo fueron, a pesar del fervor saint-simoniano, una minoría, pues en esta época se produjeron numerosos ataques a las máquinas que, desde el punto de vista de los obreros, les quitaban el trabajo. Los luditas ingleses o el movimiento de los tejedores de Silesia en pro de la destrucción de fábricas mecanizadas fue la expresión práctica de estas inquietudes. La postura con respecto a la propiedad privada constituye otra de las grandes cuestiones de debate, ya que no encontramos una posición homogénea al respecto. En buena medida, y para una gran mayoría de socialistas utópicos, la propiedad privada es la clave que explica el sistema de explotación económica existente, pero no sólo eso. Como ha señalado un especialista en esta escuela de pensamiento (K. Taylor), la propiedad privada marca diferencias físicas claramente perceptibles por los individuos (el aspecto, la salud). Además, no sólo trae aparejadas unas obvias ventajas de tipo económico, sino que también implica unos privilegios de tipo político, como el derecho de sufragio. Por lo tanto, la propiedad privada responde a todo un sistema de explotación basado en la plusvalía, concepto desarrollado por Marx a partir de la teoría del valor-trabajo de David Ricardo y presente en algunos utópicos como Considérant. Para los socialistas utópicos más recelosos de la propiedad privada, la opción pasaba por otras formas de propiedad, como por ejemplo la propiedad comunitaria que alcanzó diversas manifestaciones. Una de ellas fue la creación de comuni-

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dades experimentales, como las que se verán en las páginas que siguen, con distinto éxito. Otras fueron las cooperativas dedicadas a las mutualidades, al abastecimiento, etc. Una última forma que adopta la propiedad comunitaria para algunos autores es, lógicamente, el comunismo, que no alcanzó la misma acogida en los artesanos que en los trabajadores fabriles, ya que mantenían conceptos diferentes sobre el igualitarismo económico. Dentro del primer movimiento socialista también se plantearon diversas opciones acerca del método de transformación de la sociedad. Una corriente abogaba por el camino del gradualismo, que se sustanciaría en reformas lentas, pero progresivas que irían mostrando por la experiencia el mejor camino para mejorar las condiciones de vida de las clases menesterosas. Esta tendencia recogía la impronta pacifista de una buena parte de los movimientos de transformación social vigentes desde el siglo xviii que desconfiaban del uso político de la violencia. Otra corrientes se mostró partidaria de la vía revolucionaria, como único camino para erradicar las injusticias. La opinión popular, sobre todo en Francia, donde la corriente revolucionaria era más fuerte, solía identificar a todo el movimiento con la vía insurreccional, por lo que era más que frecuente que se calificase de «comunista» a todo el grupo socialista, cuando los comunistas eran el sector más radicalizado, como se verá más adelante. La inclinación por la revolución o por la reforma también ubica a los socialistas utópicos en relación con la política. La confianza en la participación política y en la presión a los gobiernos para la consecución de reformas se halla presente en los seguidores de la vía gradualista, mientras que la tendencia revolucionaria se mostraba una profunda desconfianza en la política liberal. 1. El mundo intelectual británico Gran Bretaña fue el país en el que los efectos de la revolución industrial se hicieron notar antes. Su grado de desarrollo económico ya era a finales del siglo xviii más elevado que el del resto de los países europeos, por tanto, no es de extrañar que fuera allí donde aparecieran los primeros críticos a la industrialización. Por otra parte, a finales del siglo xviii Gran Bretaña se encontraba con una situación política bastante difícil, pues al perder las trece colonias de América del norte, su imperio se redibujaba y se orientaba hacia otros objetivos. A ello habría que añadir el impacto de la Revolución Francesa y de las guerras napoleónicas en el país. De este modo, en Gran

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Bretaña el conflicto era tanto social como político. El movimiento radical de las últimas décadas del xviii recogía con amplitud esta dualidad de demandas. En el terreno que aquí nos ocupa, habría que señalar la tendencia agrarista que propugnaba un retorno a la armonía del mundo agrario frente a los desgarros producidos por la industrialización en autores a los que no se puede considerar plenamente como socialistas utópicos, pero que recogen las preocupaciones de este movimiento. Entre ellos cabría destacar a Thomas Spence (1750-1814) con The Restorer of Society to its natural State (1801) y a William Ogilvie (1736-1813), autor de An Essay on the Right of Property in Land with its foundations in the law of nature (1781). El primero, Spence, abogaba por una reforma social basada en la propiedad colectivizada en manos municipales. Ogilvie, por su parte, era partidario de un tipo socialismo agrario que presenta muchas muestras de arcaísmo. Incluso el mismo Thomas Paine se mostró cerca de esta línea de pensamiento en la segunda parte de The Rights of Man y en Agrarian Justice expposed to Agrarian Law (1796), en los que realiza un análisis de la situación económica y de la propiedad. De Paine se ha llegado a decir que puede ser considerado un precursor del estado del bienestar. En una línea similar se movieron autores que en algunos aspectos presentan rasgos de más modernidad, como Charles Hall (1740-1820), quien en The Effects of Civilization on the People in European States (1805) realiza una profunda crítica a la sociedad industrial y llega a prefijar el concepto de lucha de clases, ya que según su punto de vista, se observa en la sociedad contemporánea la existencia de una relación destructiva entre los grupos sociales. Lo mismo puede decirse con respecto a sus reflexiones acerca de lo que luego se denominará la teoría de la plusvalía, de la que también iba a hablar desde una perspectiva muy diferente, como ya se ha visto antes, el economista David Ricardo. Retomaría estos principios el más combativo Thomas Hodgskin (17871869), que fue uno de los primeros autores que llamó a la lucha para deshacer la injusticia social. Hodgskin sólo aceptaba el derecho de propiedad si existe alguna forma de restitución digna al trabajador del producto de su trabajo. Opiniones similares fueron las mantenidas por John F. Bray en Labours’s Wrong and Labour’s Remedy (1839). De este grupo de pensadores el más original es quizá William Godwin (1756-1836), a quien se suele situar en una línea difusa entre el radicalismo, el anarquismo y el liberalismo radical. Profundamente individualista y racionalista, Godwin es un pensador que resulta extraño en el ambiente intelec-

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tual europeo continental, por ello no es de extrañar que, aunque buena parte de sus reflexiones hubieran podido servir de base al anarquismo del siglo xix, no resultara muy conocido entre los anarquistas continentales y su influencia se ejerciera en entornos menos tradicionales como los Estados Unidos. No así en Gran Bretaña donde, salvo algunas excepciones, es tenido por un pensador más o menos excéntrico precisamente por su racionalismo extremado. Al igual que sucede con casi todos los primeros socialistas (y aunque Godwin no puede ser incluido entre los socialistas de ninguna manera), sus ideas mezclan conceptos modernos con principios arcaicos. En su análisis de la sociedad, Godwin realiza una sagaz censura a las formas políticas existentes, no sólo de las monarquías continentales, sino también de la propia Gran Bretaña, que entre los siglos xviii y xix era considerada un modelo político a imitar por el liberalismo europeo. En varios de sus escritos, pero sobre todo en su novela Caleb Williams or the things that they are (1794), que alcanzó gran éxito, Godwin trató de desmontar el mito del «inglés nacido libre», es decir, la vieja leyenda de que el pueblo inglés era libre por la naturaleza de su sistema político, ofreciendo las vicisitudes de la trayectoria vital de un personaje de origen humilde en una sociedad profundamente aristocrática, jerárquica e injusta en materia de leyes. Se trataba, en última instancia, de mostrar lo que Godwin llamaba la «impostura política», es decir, la falsedad e hipocresía del sistema político inglés. En buena medida, la novela ponía en forma de relato y para un público amplio las ideas recogidas en su An Enquiry Concerning Political Justice and its Influence on General Virtue and Happiness (1793), más conocida por Political Justice, que había sido escrita en la polémica intelectual y política desatada por el impacto de la Revolución Francesa en Gran Bretaña. Sin embargo, los comentarios de Godwin en Political Justice no se quedaban en su país, sino que realizaba un estudio genérico de las formas de gobierno, tratando de hallar la más justa y la más adecuada a las características del ser humano. Godwin partía de la consideración de que el ser humano debía ser guiado por la razón, y no por los prejuicios sociales, que en última instancia sólo servían para justificar la opresión y la injusticia. Sin embargo, su propuesta era plenamente pacifista, pues estaba convencido de que el uso de la violencia para la transformación social era una forma de opresión para imponer otros prejuicios igualmente injustos. Desde su perspectiva, los cambios sólo podrían llevarse a cabo por la reflexión individual y por la búsqueda personal a través de la razón. Cada individuo, llevado por su propio racionalismo, sería capaz de ver el camino para la convivencia pací-

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fica y justa entre los hombres. Se trataría de un proceso largo, pero inevitable si el objetivo era el equilibrio social. Godwin se había visto muy influido a este respecto por una parte de la novela de Jonathan Swift Los viajes de Gulliver (1726), en la que éste se halla en el país de los houyhnhnm (que representarían el ideal godwiniano de comportamiento racional) y de los yahoo, que responderían al actual estado del ser humano, que se caracteriza por el primitivismo, el egoísmo y la violencia. La novela de Swift tuvo mucha influencia entre los reformistas británicos de los siglos xviii y xix. Una buena parte de la obra de Godwin está dedicada al contraste con las ideas de la escuela clásica de economía. Frente al avance del industrialismo y a lo que éste estaba implicando en la sociedad de su tiempo, Godwin llevó a cabo una reflexión que fue más allá del viejo anhelo por la sociedad agraria. Es bien cierto que mostró una gran preocupación por algo que ahora nos resulta muy familiar como es la destrucción del paisaje y de la naturaleza por el avance de la industria, y en esto coincidió con personas de ideología poco afín a la suya, como Thomas Carlyle (este último tal vez muy influido por su amistad con el pensador estadounidense Emerson). Una de las cuestiones más interesantes en esta faceta de su pensamiento son tal vez sus propuestas frente al industrialismo, propuestas que han sido retomadas por algunos movimientos anarquistas y ecologistas contemporáneos. Godwin consideraba que el incremento de la producción no debe ser el último fin del desarrollo económico, sino que éste debía buscarse en la perfectibilidad humana. Por tanto, la economía debía estar al servicio del hombre y no al revés. Al poner el énfasis en la moralidad, en lugar de en el economicismo, Godwin no encontraba lógico volcarse en la producción, por lo que proponía una forma de vida sencilla que permitiese a todos disponer de lo suficiente sin tener que explotar a los demás. Se ha dicho que Godwin minusvaloró el papel de la industrialización en la generación de riqueza y que fue precisamente su racionalismo el que no le permitió ver el componente irracional del ser humano. Lo cierto es que más que focalizarse en la producción económica, Godwin se hallaba más interesado en el desarrollo de las personas, por el marcado carácter ético de su pensamiento. Mantuvo una larga polémica con Thomas Malthus a propósito del desigual crecimiento de la población y de los recursos que se condensó en su libro Of Population: An Enquiry Concerning The Power of Increase in the Numbers of Mankind: Being an answer to Mr. Malthus’s Essay on that Subject (1820). En este trabajo criticaba las ideas malthusianas expuestas en An

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Essay on the Principle of Population, as it affects the future improvement of society (1798, 1803) acerca de que la población crecía en una proporción geométrica, mientras que los recursos lo hacían en una proporción aritmética. Proponía Godwin un sistema económico que fuera capaz de mantener a toda la población, cuya clave habría de estar en un reparto equitativo de la riqueza y en la colonización de aquellas partes del mundo que estuvieran deshabitadas. Antes de entrar a hablar sobre quien es tenido por uno de los socialistas utópicos clásicos, Robert Owen, sería interesante recapitular las tendencias generales del pensamiento reformista inglés. Como se ha visto a lo largo de las páginas previas, en Gran Bretaña ya existían desde muy pronto pensadores que censuraban las consecuencias sociales de la revolución industrial, que conocían de primera mano. Era ésta una tendencia bastante generalizada en el mundo intelectual inglés, pues no sólo es posible encontrarla en los reformistas, sino también en autores conservadores que veían en el industrialismo la destrucción de la sociedad tradicional y de la herencia histórica y natural del país. En este sentido puede decirse que los auténticos defensores del industrialismo en Gran Bretaña fueron los liberales. Por otra parte, y salvo algunas excepciones, no se observa entre los pre-socialistas ingleses una vocación revolucionaria, sino que solían ser partidarios de otras estrategias para la transformación social. Ello no quiere decir, por supuesto, que no se ejerciera la violencia como modo de protesta. El caso más evidente es el de los ya mencionados luditas, llamados así por su legendario líder Ned Ludd. En la década de los años diez del siglo xix los luditas se dedicaron a atacar las máquinas de las fábricas porque quitaban el trabajo a los obreros y a los artesanos. Sin embargo, lo que predominó fue la polémica intelectual que después se sustanciaría en forma de organizaciones para la defensa de los derechos de los trabajadores, las trade unions, cuyo alcance nacional se debió, entre otros, al irlandés John Doherty que impulsó la creación de la National Association for the Protection of Labour en 1830.

2. Robert Owen, el empresario socialista Owen (1771-1858) es un buen ejemplo de la pluralidad de procedencias, orígenes e influencias del movimiento utopista. Nacido en Gales, y de

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orígenes humildes, empezó a trabajar cuando tenía aproximadamente diez años, por lo que su formación escolar fue muy escasa y todo lo que aprendió después se debió a su carácter curioso, a las recomendaciones y conversaciones con los amigos intelectuales que conoció a lo largo de su existencia y su propia trayectoria vital. Owen fue un hombre muy despierto y hábil para los negocios, lo que le permitió abandonar su condición de obrero en plena juventud e instalarse por su cuenta antes de cumplir los veinte años en Manchester. En esta época Manchester era una ciudad en pleno desarrollo económico y fabril en la que el joven Owen pudo contemplar de primera mano las consecuencias del industrialismo en las condiciones de vida de las clases bajas. Sensibilizado por estas cuestiones, no dudó en implicarse en asociaciones y actividades para mejorar la situación de los trabajadores como las organizadas por el Health Council de Manchester, o participar en la creación de otras como el Manchester College, una sociedad de debates sobre los problemas sociales. Desde su perspectiva, el hombre era un ser bondadoso en el estado de naturaleza, pero las características de la sociedad le habían convertido en un individuo egoísta. De este modo, las condiciones exteriores adquieren para Owen una importancia fundamental, pues son ellas las que determinan el carácter de los individuos. Por tanto, si se cambian las condiciones exteriores, se podrá transformar a los hombres. Ahí alcanza un papel fundamental la educación, que proporcionará a las personas conciencia de su valor y les conducirá a buscar no ya sólo lo que es bueno para ellas, sino también lo que es bueno para los demás. Desarrolló estas ideas en A New View Of Society, Essays on the Formation of Human Character (1813). Como se puede observar, Owen se vio muy influido por Rousseau, y en general, por el racionalismo francés, aunque su talante pragmático le inserta plenamente en el mundo intelectual británico. Su preocupación por la moral, no en un sentido religioso, sino social, le convirtió en un fervoroso creyente de la reforma como medio de transformación de la sociedad. Owen no entendía que las clases sociales tuvieran que vivir en permanente conflicto, ya que estaba convencido de que se podían encontrar formas para conciliar los intereses de unos y otros. En última instancia, de lo que se trataba era de conseguir la armonía social, de ahí que en sus escritos no se encuentre ninguna llamada a la revolución ni al uso de la violencia. Owen puso en práctica sus ideas en diversas colonias obreras con resultados distintos. El primer intento tuvo lugar en New Lanark (Escocia), en la

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empresa de su suegro. Su objetivo se centró en la reforma de las costumbres de los trabajadores poniendo en marcha planes para, por ejemplo, acabar con el alcoholismo, o implementando medidas para que tanto los trabajadores como sus hijos pudieran recibir educación. La organización del trabajo en la colonia se llevó a cabo a través de una reordenación de los horarios de trabajo, haciéndolos más humanos, y de una remuneración más justa. El éxito de su primer intento condujo a Owen a hacer un llamamiento al gobierno para que pusiera en marcha una legislación laboral más racional, ya que había comprobado por propia experiencia que eso no iba a mermar los beneficios de los empresarios industriales. También se acercó a las primeras trade unions, interesado en trasladar los resultados de sus experimentos fabriles a las organizaciones obreras. Además de New Lanark existieron otras colonias que siguieron el espíritu owenita en Gran Bretaña y sobre todo en los Estados Unidos, sobre todo la muy significativamente llamada New Harmony (Indiana). New Harmony acabará en fracaso, así como algunos otros asentamientos, pero estas colonias marcaron un precedente acerca de nuevas formas de organización empresarial que en el futuro servirían de inspiración para reformas parciales del sistema productivo. Por otra parte, tuvo interesantes intuiciones económicas que se desarrollarían posteriormente, como confiar en que un incremento del salario de los obreros podrían contribuir a incrementar la demanda y, por tanto, los beneficios de los productores. En el proceso de fundar nuevos asentamientos, Owen se arruinó y se enriqueció varias veces, creando empresas, cooperativas y colonias industriales experimentales, por lo que, independientemente de la coherencia de algunas de sus ideas, puede decirse que nos encontramos con una persona que se ajusta poco a la definición que hizo Marx acerca de los socialistas utópicos: «Hasta este momento los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo: ahora, sin embargo, se trata de cambiarlo» (Tesis sobre Feuerbach, 1845). El modelo de comunidad productiva que Owen consideraba viable a la luz de su propia experiencia se organizaría en grupos humanos que oscilarían entre las 500 y las 3.000 personas, asentadas en un territorio que fluctuaría entre los cuatro y los seis kilómetros cuadrados. Vivirían en un edifico común, aunque cada familia dispondría de sus propias habitaciones. Compartirían espacios, como un comedor comunitario. Los niños mayores de tres años serían educados por la comunidad. Estas comunidades podrían ser creadas por los propios individuos, por los condados o por el estado, si

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éste pretendía colonizar algún espacio o región, pero habrían de estar vigiladas por personas capacitadas para la organización del trabajo y la convivencia. Las comunidades cooperativas tendrían su base en la agricultura, pero también se apoyarían en la mecanización del trabajo para obtener mejores resultados y para librar al ser humano de los trabajos más pesados. Owen mantuvo una relación ambigua con la política. Por una parte, entabló contactos con los gobiernos por medio de los que trataba de concienciar a la clase dirigente de la necesidad de tomar en consideración los resultados obtenidos con sus proyectos de reforma del sistema productivo. Para ello publicó varios folletos como Observations on the Effect of the Manufacturing System (1815) o Two memorials on behalf of the working classes (1818). Owen estaba convencido de que sin la intervención de los gobiernos y de las instituciones políticas existentes no se podrían extender los beneficios de las reformas, ya que había que conseguir que el parlamento aprobara medidas en materia de legislación laboral. Por otra parte, mantuvo contactos con los cartistas, con los que, por otra parte, no dejó de enfrentarse en numerosas ocasiones. El cartismo había nacido en 1838 como un movimiento en pro de la reforma política que acabó teniendo importantes derivaciones sociales, sobre todo por su oposición a las leyes de pobres y por su petición de disminución de la jornada laboral. Su denominación procede de la «Carta del Pueblo», texto que recogía sus demandas y que fue presentado al público en 1838. Sus acciones políticas consistían en marchas y manifestaciones populares y, en ocasiones, en llamamientos a la huelga. La represión policial acabó en algunos casos en que algunos de los miembros del movimiento contemplaran la violencia como una forma de lucha, aunque no era éste el espíritu de la gran mayoría. Estas estrategias disgustaban profundamente a Owen, quien era partidario de la vía negociadora y repudiaba la huelga. También alejaba a Owen del cartismo la vocación popular de sus dirigentes, es decir, la apelación al pueblo como elemento legitimador de sus peticiones, que se puso de manifiesto en la abortada marcha de Kennington Common el 10 de abril de 1848. Owen se sentía más inclinado a tratar directamente con los dirigentes políticos a través del parlamento y a separar la política de las demandas laborales. Esta razón es la que explica su compromiso con los líderes de las trade unions para crear la Great Trade Union en 1833, aunque también con ellos mantendría discrepancias con respecto al empleo de la huelga. Sin embargo,

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y pese a sus reticencias hacia las acciones violentas, en 1848 marchó a París para contemplar de primera mano la revolución que acababa de estallar. La labor de Owen tuvo, como ya se ha dicho, un eco especial en los Estados Unidos de la mano de su hijo mayor Robert Dale Owen. De hecho, varios de los hijos de Owen se convertirían en ciudadanos norteamericanos. Robert Dale Owen impulsó en el estado de Indiana varias medidas de tipo social, y mantuvo el contacto que su padre había establecido con Josiah Warren, antiguo miembro de la comunidad New Harmony y primer anarquista norteamericano. 3. Los orígenes del utopismo en Francia La tradición utópica tenía ya raíces en Francia en el siglo xviii aunque sus planteamientos se reforzaron mucho con las ideas de Rousseau quien, aunque no puede ser considerado un pensador utópico, manejó en su reflexión muchos conceptos propios del pensamiento utopista, como su creencia en la bondad innata del hombre, y sobre todo, con su igualitarismo. El igualitarismo será una característica propia del primer socialismo francés, que el mismo Rousseau había compartido con otros pensadores de su siglo como Linguet o Restif de la Bretonne, o con filósofos del siglo anterior como Jean Meslier, a quien se ha considerado con frecuencia como un protosocialista. Por lo tanto, no es de extrañar que cuando estalló la Revolución Francesa el ambiente ya estuviera preparado para la aceptación popular de ideas políticas y sociales que en otros entornos políticos hubieran parecido extremadamente radicales. Por otra parte, hay que hacer la salvedad de que cuando se habla de la agitación y diversidad política francesa, a menudo hay que tener en cuenta que se está haciendo referencia a París más que al resto de Francia en su conjunto, más conservadora y rural. En este contexto, el personaje más destacado es François Babeuf (17601797). La vida política de Babeuf empieza a ser conocida con la revolución, momento en que se convertirá en un agitador político al margen de los grupos revolucionarios principales, jacobinos y girondinos. Babeuf es el precursor del revolucionario moderno, y en particular de los revolucionarios del siglo xix, pues en él se unen todos los ingredientes de una vida consagrada a la agitación política, con confinamientos, persecuciones y ejecución sumaria. Durante la dictadura de Robespierre en 1793-1794,

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Babeuf lanzó desde la prensa todo tipo de acusaciones al Incorruptible que se tradujeron en su encarcelamiento. Estuvo en la prisión hasta diez días antes del guillotinamiento de Robespierre, en julio de 1794. A partir de su liberación y desde su periódico Le Tribun du peuple escribió multitud de artículos bajo el seudónimo que le haría famoso: Graccus Babeuf, inspirado en los hermanos Graco Sempronio y sus ideas igualitarias. En estos artículos arremetía contra los seguidores de Robespierre, pero también contra la reacción termidoriana, cuyos líderes consideraba traidores a la revolución y represores de los sans-culottes. La ideología de Babeuf se hallaba fuertemente impregnada de contenido social, ya que demandaba la supresión de la propiedad privada y del derecho de herencia. Su propuesta descansaba sobre una revolución social que implantase una colectivización de la tierra que garantizase a todos los individuos un medio de vida. No descartaba, en caso de ser necesario, el uso de la violencia. El igualitarismo que emana de sus escritos inspirará posteriormente a pensadores y agitadores políticos que años después se considerarán sus herederos, a los que se estudiará más adelante. Algunos de estos herederos ideológicos lo recordarán como el padre del comunismo. Debido al camino hacia la reacción en el que se fue sumiendo el proceso revolucionario francés después de la caída de Robespierre, Babeuf se fue sintiendo cada vez más desplazado a la vez que observaba cómo sus objetivos sociales eran dejados de lado ante otras preocupaciones. Fue éste el momento en que se vinculó al Club Panthéon, la que asistían elementos progresistas y jacobinos. El club resultó sospechoso a los ojos de quien en ese momento detentaba el puesto de jefe del ejército para el interior de Francia, que no era otro que Napoleón Bonaparte. El cierre del club envió a Babeuf y a los suyos a la clandestinidad, en la que organizaron una conspiración cuyo objetivo era la agitación de las clases populares. Los miembros del comité clandestino pretendían derrocar al Directorio, que era el órgano de gobierno, implantar la constitución de 1793 y dar inicio a la revolución social. Es lo que se llamó la «Conspiración de los Iguales», que iba a tener lugar en la primavera de 1796. Sin embargo, la trama fue descubierta por el capitán Grisel, uno de los espías a sueldo del siempre vigilante José Fouché, quien facilitó la información a Paul Barras, principal líder del Directorio. Babeuf fue ejecutado el 27 de mayo de 1797, junto con su compañero del comité de insurrección Darthé; otros, como Buonarroti, fueron deportados. Años después, el capitán Grisel fue asesinado a balazos por el hijo de Babeuf.

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La herencia política de Babeuf es innegable: sus ideas han tenido un eco muy poderoso y a pesar de sus limitaciones, el babuvismo supuso en el contexto de la Revolución Francesa un movimiento muy diferente de las tendencias políticas principales, precisamente porque sus preocupaciones eran prioritariamente sociales. Su pensamiento presenta arcaísmos como el hecho de basar su propuesta de renovación social en la tierra, sin tener en consideración la industrialización, pero lo cierto es que este fenómeno no era tan evidente en Francia como en Gran Bretaña. Puede interpretarse como una demanda ancestral de justicia social en contextos problemáticos y de vacío de poder, pero a la vez, con unos elementos de modernidad como la apelación a unos sectores concretos de la sociedad en los que Babeuf creía ver la fuerza social. Sin embargo, fue en este punto en el que el revolucionario Babeuf sobreestimó el atractivo que las ideas de revolución social podían tener en unos sectores populares anclados en una mentalidad artesanal. La conclusión no es clara: Babeuf puede ser considerado un pensador arcaico por su mesianismo igualitario o un precursor de ideologías modernas en un contexto social tradicional.

4. Saint-Simon y su escuela Muy lejos de las ideas y los orígenes de Graccus Babeuf nos encontramos con Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825). Después de una juventud viajera que le llevó a luchar en los Estados Unidos a favor de su independencia al lado del marqués y futuro general Lafayette, retornó a Francia. Con el estallido de la revolución, se convirtió en un político activo que en la Asamblea Nacional pidió el fin de los privilegios de la aristocracia, clase a la que él pertenecía. Sin embargo, desde muy pronto se sintió incomodado por la deriva radical que iba adoptando la revolución, por lo que decidió alejarse de la política y dedicarse a otras tareas. Dado que pretendió vivir sin las comodidades de la clase noble, tuvo que buscarse diversos empleos, lo que le permitió conocer el mundo laboral y productor de su tiempo y entrar en contacto con algunos jóvenes que serían después sus discípulos, como Augustin Thierry y Auguste Comte. Pese a sus intentos de poner en marcha diversos negocios, la mayor parte de su vida la vivió con muchas estrecheces económicas. Las ideas de Saint-Simon constituyen un fondo interesante para el análisis del pensamiento del siglo xix, pues anticipa concepciones que se

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podrán observar desarrolladas en algunos discípulos, como Comte, y pone en marcha el análisis de lo que denominará la ciencia social, es decir, el estudio de la sociedad, la sociología. El fundamento de su reflexión descansa sobre la convicción de que el hombre se halla en proceso continuo de mejora, lo que denota la procedencia ilustrada de su pensamiento. Este proceso se aprecia en la evolución de la historia de las sociedades humanas, en la que una fase es superada por el inicio de otra etapa en la que los hombres van logrando un mayor grado de desarrollo técnico y moral. En función de estos criterios, Saint-Simon pensaba que en su época se estaba asistiendo al final del feudalismo y que estaba dejando paso a una nueva fase en el desarrollo de la humanidad, lo que él llamó la sociedad industrial, que estaría constituía no sólo por el proceso manufacturero, sino por el predominio de las actividades de la producción por encima de otras que en épocas anteriores habían tenido una mayor importancia, como la guerra en el sistema feudal. La sociedad industrial se caracterizaba por su objetivo primordial: el aumento de la producción en todos los órdenes sociales que se manifestaba en el dominio creciente de la naturaleza, sujeta cada vez más a las necesidades de los hombres. Los protagonistas de la nueva sociedad serían los industriales o productores, agentes activos de transformación social, a quienes SaintSimon opone las clases parásitas del feudalismo. Los cambios en el orden social traen consigo unas nuevas relaciones entre los individuos y, mientras en la sociedad feudal predominaban las relaciones de dominación y jerarquía, en la sociedad industrial se imponen las de asociación para los fines de la producción. La preponderancia de la clase industrial implica un orden social del que hasta ahora ha carecido la sociedad, ya que las necesidades de la producción requieren una organización racional y una planificación, lo que convierte a la sociedad industrial en el único sistema que ha sido capaz de servir a los verdaderos intereses de las personas. Para Saint-Simon la sociedad industrial era la más alta realización de la sociedad humana, precisamente porque se ajustaba a las exigencias del ser humano en su conjunto, y no a las ambiciones o privilegios de un grupo social concreto. Europa, decía Saint-Simon, tenía la obligación de dar a conocer esta forma de vida al resto del mundo. Sin embargo, rechazaba cualquier vía violenta de acceso a la sociedad industrial, pues estaba convencido de que vendría por si sola. Todo ello se desarrolla principalmente en sus obras L’industrie y Le systéme (1823).

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En este conjunto de ideas tan aparentemente asépticas y racionales, Saint-Simon insertó su libro Le nouveau christianisme (1825), que pretendía elaborar una suerte de religión civil que inspirase los principios de la sociedad industrial, una especie de renovación ética que complementase a la ciencia como fundamento de la sociedad industrial. ¿Qué implicaciones tiene la sociedad industrial? Si anteriormente se hablaba de que la sociedad industrial se caracterizaba por su planificación y organización racional, habrá que señalar que ello trae consigo una sociedad básicamente dedicada a la «administración» de las cosas, y por tanto, al desarrollo de un cuerpo de «organizadores», que serían los productores, los responsables máximos del buen funcionamiento social. Ello implica también que se necesita un buen conocimiento de la sociedad que permitiese a los individuos ser conscientes de su papel. Se trataría del nacimiento de la ciencia social, también llamada «fisiología social» o «física social», que recogería el saber político, el económico y el social. Las ideas de Saint-Simon, expandidas por su escuela, supusieron un revulsivo importante y muy diferente a las propuestas de otras corrientes utopistas. La sociedad del siglo xix entendió el Saint-simonismo como una llamada a la rebelión por parte de las clases productoras (empresarios y trabajadores) frente a las clases parásitas (nobles y religiosos) y sobre todo, una apología de los grupos sociales pujantes: los industriales. Sus seguidores se encargaron de difundir sus ideas tras su muerte por medio de dos publicaciones periódicas: Le Producteur y Le Globe. Dada la ambigüedad de interpretaciones que podía tener el pensamiento de SaintSimon, pueden encontrarse distintas tendencias a la hora de adaptarlo a la realidad. Los especialistas hablan de una corriente que podría ser considerada socialista que habría influido en pensadores como Marx, al poner de manifiesto la importancia de lo económico en el funcionamiento social. Por otra parte tendríamos la tendencia liberal, que hace de los empresarios los líderes sociales. Durante la época de Napoleón III (Segundo Imperio, 18511870) muchos empresarios y banqueros franceses creyeron ver en las ideas de Saint-Simon una exaltación de su capacidad como generadores de riqueza, por lo que fue muy frecuente que se hicieran continuadas referencias a su pensamiento en los círculos empresariales. También se habla, en una interpretación más moderna, de que Saint-Simon diseñó una sociedad tecnocrática dedicada a la planificación y a la consecución del desarrollo

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económico. Lo cierto es que buena parte de las interpretaciones posteriores han correspondido a las exégesis de sus discípulos. Recordemos que SaintSimon murió en 1825, aunque su influencia persistirá con fuerza hasta la guerra franco-prusiana (1870). Entre estos discípulos, con distintas inclinaciones, cabe mencionar a Auguste Comte, a Adolphe Blanqui, al economista Prosper Enfantin, al carbonario Bazard, al político y periodista Philippe Buchez, etc. Algunos de ellos se apartaron del grupo, entre ellos cabe distinguir a Pierre Leroux quien, movido por un afán espiritualista que estaba lejos de la religión de la ciencia saint-simoniana, publicó el ensayo Individualisme et socialisme (1834) a través del cual se introdujo la palabra «socialismo» en el mundo intelectual francés. Lo mismo puede decirse del ya citado Philippe Buchez quien, vuelto a la fe católica, se dedicó a la política y estrechó sus vínculos con el mundo obrero por la vía de la creación de cooperativas y el fomento del asociacionismo. Buchez tuvo una gran influencia en el movimiento asociacionista obrero cristiano en Gran Bretaña, particularmente en el grupo de los Christian Socialist.

5. Fourier: hedonismo y cooperación Charles Fourier (1772-1837) fue un pensador procedente de la clase media, de la clase productora, que pasó una parte de su vida introducido en el mundo de los negocios, ajenos y propios, hasta que tanto por razones económicas como por elección vital, decidió dedicarse a la escritura y la reflexión. Su pensamiento va más allá de una propuesta de organización del trabajo, el falansterio. Realizó una crítica completa a la sociedad industrial y por extensión a las estructuras sociales, mentales y familiares que la sustentaban. Para entender correctamente sus ideas, es necesario partir de su crítica a la moral cristiana. Desde su punto de visa, el cristianismo había implantado una moral basada en la represión y, como él mismo señaló, el masoquismo mental, que consistía en la anulación de las pasiones individuales y de las preferencias personales en aras de un orden social perverso, fundado en la hipocresía y en el conflicto que se deriva de tales represiones. Para él, el ser humano ha de poder desarrollar sus pasiones, ya que éstas son la manifestación exterior de su propia personalidad. Los individuos deben buscar cuál es su verdadera personalidad despojándose de las constricciones de la religión cristiana por medio del ejercicio de las sus pasiones

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y de la expansión de sus sentidos. En última instancia, Fourier estaba abogando por la persecución de la felicidad como objetivo básico de toda existencia humana. La búsqueda de la felicidad evitaría los conflictos generados por la represión de la moralidad cristiana y ayudaría a construir el estado de equilibrio o armonía que los hombres necesitan para desarrollar sus vidas. De acuerdo con la valoración de las personas en cuanto tales, y no por su situación en el orden social, Fourier fue uno de los primeros utópicos que empezó a hablar de la igualdad entre hombres y mujeres, y en especial, de la emancipación de las mujeres. La familia tradicional había sido una cárcel no sólo para los hombres, sino sobre todo para las mujeres. Asociaba el progreso de la mujer al progreso social general, como señaló en esta frase: «la extensión de los privilegios de las mujeres es el principio general de todo progreso social». En definitiva, no habría progreso y evolución en una sociedad, sin que tales principios de desarrollo partieran de una igualdad entre los sexos. Por supuesto, no fue el primero en apuntar estas ideas, pues ya en algunos simpatizantes de la Revolución Francesa (aunque no tantos como podría parecer), en autores del siglo xviii o en la escritora inglesa Mary Wollstonecraft (esposa de William Godwin), podemos encontrar afirmaciones semejantes. De la crítica a la moral tradicional deriva Fourier una censura a las estructuras del capitalismo, tanto en la organización del trabajo, como en el comercio y el consumo. Para Fourier el comercio era muy pernicioso porque desarrollaba en las personas adineradas un talante parasitario del trabajo del resto de la población. Tengamos en cuenta que el padre de Fourier fue comerciante y que él mismo se dedicó a esta actividad durante una parte de su vida. Su propuesta no partía de los presupuestos del máximo beneficio y la máxima producción, sino que, como tantos autores del ámbito libertario, pensaba que las personas no había nacido para producir, sino para desarrollar su personalidad. De ahí su rechazo al comercio y a su derivación, el consumo. Proponía la creación de unas unidades de producción llamadas falansterios o falanges, que se organizarían como unas cooperativas autosuficientes en las que el trabajo se distribuiría en función de las capacidades individuales y los beneficios obtenidos se repartirían entre los miembros de la cooperativa. Elemento arcaizante del pensamiento de Fourier fue su completo rechazo al industrialismo,

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causante, desde su punto de vista, de la indigna e inhumana vida de los obreros de las fábricas. Las ideas de Fourier en difundieron ampliamente gracias a algunos de sus seguidores, entre los que cabe destacar a Victor Considérant. Considérant reflexionó ampliamente acerca del trabajo como derecho, ideó la representación proporcional para las cámaras, pidió el voto para la mujer y fue el editor de los periódicos Le Phalanstère y La Phalange y sobre todo de La Démocratie Pacifique que, fundado en 1843, tuvo una gran influencia en los revolucionarios de 1848. En 1849 participó en una manifestación de protesta por la ayuda que Luis Napoleón Bonaparte había prestado al papa Pío IX contra la República romana sin tener en cuenta la constitución francesa que no aceptaba la intervención militar en otros territorios sin permiso de la cámara. Como consecuencia, tuvo que marcharse de Francia y recaló en los Estados Unidos, donde inspiró la creación de comunidades fourieristas como El Falansterio, en Texas, que resultó ser un fracaso. Se crearon, también en los Estados Unidos, otras comunidades fourieristas que los nombres de Utopia (Ohio) y La Falange (Nueva Jersey). El fourierismo entró en el siglo xx por la inesperada vía de la poesía, en concreto a través de algunos surrealistas desencantados del estalinismo, como André Breton, así como en el freudiano Herbert Marcuse, en los situacionistas y en la actualidad, restos de sus ideas se pueden percibir en algunos movimientos libertarios.

6. El socialismo alrededor de 1848: revolucionarios y comunistas La revolución de 1848 marca un punto de inflexión en la evolución del socialismo europeo. Muchas de las ideas que anteriormente tan sólo habían servido como lectura en la prensa radical saltaron a la palestra del debate público y, en algunos casos, pudieron ponerse en práctica con mejores o peores resultados. Fue en Francia donde este proceso alcanzó su mayor auge, ya que el componente social de la revolución de 1848 fue considerablemente más fuerte en Francia que en otros países de Europa, en los que el nacionalismo o las demandas de libertad política constituyeron el centro de las peticiones de los revolucionarios. Independientemente del fracaso final de la revolución, lo interesante es comprobar cómo el movimiento socialista europeo se reforzó y adquirió una capacidad de organización

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mayor, así como una relación internacional más fuerte. Los pensadores y políticos a los que se va a hacer referencia a continuación se enmarcan en este contexto, aunque no comenzaron su actividad en 1848, sino que la mayoría de ellos habían empezado a escribir o a implicarse en proyectos políticos desde mucho antes. En su gran mayoría ofrecían propuestas políticas más radicales que los autores que se han visto hasta este momento, por lo que muchos especialistas han considerado que en ellos hay que buscar el paso del socialismo al comunismo. Uno de los más significativos fue Louis Blanc (1811-1882), nacido en España (Zamora) ya que su padre era funcionario del José Bonaparte. Blanc escribió L’organization du travail en 1840, que le dio fama. El folleto resumía sus ideas acerca del trabajo, ideas que desarrollaría a lo largo de su vida. En el pensamiento de Blanc están muy presentes dos principios: el papel que atribuye al estado y el rechazo a los efectos del capitalismo sobre los seres humanos, y en particular la competencia, que degrada a los más débiles. Su frase más conocida es la que dice: «a cada cual según sus necesidades, a cada cual según sus facultades». Proponía Blanc la creación de unos talleres nacionales apoyados por el estado que constituirían una especie de sector público que poco a poco iría sobreponiéndose al sector privado, hasta que prevaleciera el primero completamente. Su idea se intentó aplicar con los talleres nacionales de la revolución del 48, pero el experimento resultó un fracaso completo. Blanc denunció en repetidas ocasiones que los talleres revolucionarios no respondían a sus principios, ya que más que una forma de organizar el trabajo se habían convertido en formas de ejercer la caridad estatal. Tuvo que huir de Francia y refugiarse en Inglaterra, donde continuó la obra de su vida: la Histoire de la Révolution Française, en doce volúmenes, que terminó en 1862. Permaneció en Inglaterra hasta la caída del Segundo Imperio. No simpatizaría con el radicalismo de la Comuna de 1871. Mayor defensor del papel del Estado en la regulación económica fue Constantin Pecqueur, no tan conocido ya que su actividad política fue mínima, pero de gran influencia en Marx. Pecqueur conoció a fondo el pensamiento de las escuelas socialistas de su tiempo, y a partir de ellas desarrolló sus propias ideas. Consideraba que el único garante de la libertad del individuo era el estado, al que había que reforzar para que pudiera ejercer su función de protección de los más débiles. El Estado debía tener

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en sus manos los mecanismos para la distribución del trabajo, así como la regulación de la producción para ajustarla a las necesidades de la población. Reflexionó acerca del valor del trabajo de los obreros En el terreno social, el estado también garantizaría una educación gratuita y la asistencia a los enfermos y ancianos. Pecquer consideraba que la transición hacia este tipo de sociedad habría de hacerse sin violencia, pues en última instancia, Pecqueur, pese a que estaba convencido de que eran las diferencias económicas las que determinaban las injusticias sociales, siempre buscó un fundamento espiritual a la nueva sociedad que era necesario construir, como dejó escrito en su De la République de Dieu; union religieuse pour la pratique immédiate de l’égalité et de la fraternité universelles (1844). Su trabajo más conocido fue Théorie nouvelle d’économie politique et sociale, ou études sur l’organization des sociétés (1842). La vertiente más revolucionaria de este grupo de autores se encuentra en Filippo Buonarroti (1761-1837), seguidor de Babeuf e inspirador del comunismo babuvista, y en Auguste Blanqui (1805-1881). Blanqui puede ser considerado el prototipo del revolucionario europeo del siglo xix. De familia burguesa y con estudios universitarios, muy pronto se vinculó a sociedades secretas como los carbonarios, la sociedad «Amigos del Pueblo», etc. Su compromiso revolucionario fue perenne y se implicó en una buena parte de las revueltas y conspiraciones que tuvieron lugar en la Francia del siglo xix, en particular en las revoluciones de 1848 y 1871. Pasó tantos años en prisión que llegó a tener el sobrenombre de «el Encarcelado». Detallar su vida revolucionaria nos llevaría muchas páginas, por lo que será mejor centrarse en sus ideas. Para Blanqui, el cambio social habría de pasar necesariamente por un proceso revolucionario. Sin embargo, más orientado a la acción y más pragmático que otros utópicos, no quiso establecer recetas para un mundo futuro, sino que se limitó a señalar que tras la revolución, y para consolidarla, sería necesaria una dictadura popular. Sus ideas políticas más importantes quedaron recogidas en su libro póstumo Critique sociale (1885). Más concreto en sus escritos y, por tanto, más susceptible de error, fue Étienne Cabet (1788-1856). Cabet sostiene la idea de que las instituciones sociales han generado la desigualdad y la miseria en la que vive la humanidad, y entre esas instituciones la más perniciosa ha sido la propiedad privada, que ha marcado fronteras económicas, sociales y morales entre los

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individuos. Precisamente por su crítica a la propiedad privada Cabet se convertirá en un ferviente defensor del igualitarismo, no sólo en las condiciones económicas, sino también en el resto de los ámbitos de la existencia humana. Su proyecto social está explicado en el Voyage à l’Icarie (1842), obra en la que diseña una sociedad comunista en la que no existe la propiedad privada y prevalece el igualitarismo. Sin embargo, la Icaria de Cabet, al contrario que otros utópicos, no contempla la disolución de la familia ni la religión, y concibe esta última como la verdadera realización del Evangelio a través de la fraternidad. Como puede observarse, las ideas de Cabet no pasan por el uso de la violencia para cambiar la sociedad, sino que considera más útil la práctica del ejemplo y la instauración de una dictadura provisional, aceptada por el pueblo, que conduzca a las personas a la comunidad igualitaria. Cabet intentó poner en marcha sus proyectos en los Estados Unidos, ya que en Francia fue perseguido por su oposición a la monarquía de Luis Felipe de Orleans. Los experimentos comunitarios en los Estados Unidos resultaron fracasados. La obra de Cabet está muy influida por la Utopia de Thomas More y por Robert Owen, a quien conoció en Londres durante su exilio. Su proyecto social ha sido considerado como el primer esbozo de la sociedad comunista moderna. Las propuestas de Cabet y sus seguidores tuvieron cierto eco en España a través del periódico barcelonés La Fraternidad, editado por Narciso Monturiol en 1847.

7. Proudhon: el camino al anarquismo Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) es uno de los personajes más significativos del pensamiento de la izquierda en el siglo xix. Sus ideas han quedado aplastadas entre el peso teórico del marxismo y la fama de los anarquistas rusos, sin embargo, con sus obras nutrió intelectualmente a buena parte de estos movimientos, sobrepasando a ambos en un elemento crucial como es su reflexión acerca de la libertad en los postulados de la izquierda. Perteneció a una familia trabajadora, y él mismo fue trabajador manual (tipógrafo) durante una buena parte de su vida. Su formación estuvo basada en el autodidactismo. La obra que le dio popularidad en los inicios de su carrera como pensador fue la célebre ¿Qué es la propiedad? (1840), texto que tuvo una gran repercusión tanto en Francia como fuera de ella por su carácter polémico y provocador. Más adelante publicaría otros

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trabajos como La creación del orden en la humanidad (1843) y Sistema de contradicciones económicas o Filosofía de la miseria (1846). Este último recibió una fuerte crítica de Marx, quien hasta ese momento se había sentido próximo a las ideas de Proudhon, a través de Miseria de la filosofía (1847). Proudhon fue diputado en la Asamblea Nacional francesa de 1848 en la que se mostró siempre defensor del proletariado. Posteriormente, y a causa de sus críticas a Napoleón III, tuvo que exiliarse a Bélgica en varias ocasiones. En 1858 apareció otra de sus obras: Sobre la justicia en la Revolución y en la Iglesia, aunque habría que esperar hasta 1863 para que viera la luz uno de sus trabajos más importantes: El principio federativo. En 1865, año de su muerte, se publicó De la capacidad de la clase obrera, que alcanzó gran eco entre los impulsores de la Primera Internacional. Su pensamiento parte de la existencia en el hombre de dos dimensiones: la individual y la social. Considera que el pensamiento liberal ha tomado en cuenta tan sólo la primera de las dos facetas humanas, lo que ha fomentado el egoísmo y la desigualdad. Por otra parte, opina que las escuelas socialistas y comunistas ahogan el individualismo en el todo social. Desde su punto de vista, es primordial lograr el equilibrio entre el individuo y la sociedad, ya que el individuo sin sociedad es «materia explotable», es decir, pierde su cualidad humana, y la sociedad sin individuos (o sea, sin personas claramente discernibles) es una masa amorfa. La concepción proudhoniana del individuo consiste en reconocer a cada persona como ser único (la individualidad) que tiene algo en común con todos los demás: su condición de ser social (la sociabilidad). De este modo, la sociedad humana se constituye a través de ese equilibrio del que se hablaba antes que no deja de ser un equilibrio inestable. Sin embargo, la vida se halla precisamente ahí: en la oposición, el conflicto. Como vemos, el concepto de armonía, tan caro a los utópicos, no adquiere en Proudhon la importancia que tiene para estos, pues para Proudhon existe en la vida colectiva un ingrediente de tensión que se deriva de la diversidad de individuos y que proporciona fuerza y creatividad al todo social. Trasladadas estas reflexiones al análisis de la sociedad contemporánea, Proudhon achaca a la sociedad capitalista haber entronizado el «atomismo individualista» como principio inspirador, un atomismo individualista que no entiende la sociedad más que como una suma de individuos sin intereses comunes. En esta sociedad basada en el individualismo radical, la «fuerza

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colectiva», es decir, el trabajo del grupo, genera un excedente productivo que se atribuye a los capitalistas, reverenciados por ser los únicos generadores de riqueza. Es éste el momento en el que Proudhon trae a colación el concepto de plusvalía que ya había adelantado Victor Considérant. La clave hay que buscarla en la revalorización del trabajo que lleva a cabo Proudhon al convertirlo en la verdadera fuerza motriz de la sociedad humana considerada históricamente. Al poner el énfasis en el trabajo, Proudhon desvía el interés liberal por la inversión y las capacidades de ahorro de los capitalistas hacia lo que estima la verdadera fuerza creadora: el trabajo y los trabajadores. El trabajo para Proudhon no es una carga ni una lacra social, sino el motor de la actividad humana, de la creación y de la liberación de los individuos y las sociedades. En este punto tendría cabida su reflexión acerca de la propiedad. Una de las frases más célebres de Proudhon ha sido aquella de «la propiedad es un robo», que ha contribuido no poco a simplificar sus ideas al respecto. Para Proudhon, la propiedad es un robo cuando no procede del trabajo, o sea, cuando tiene su origen en los medios de producción (la plusvalía, por tanto). La propiedad generada por el trabajo es legítima en cuanto que garantiza la independencia del trabajador. Toda propiedad que no se engendre en el trabajo produce desigualdad. Los sistemas utópicos comunistas y socialistas que han luchado contra la propiedad lo han hecho imponiendo la igualdad a través de la autoridad, lo que, desde el punto de vista de Proudhon, va en contra de la justicia social, ya que no hay ninguna razón para que una institución, unas personas o una sociedad tenga poder sobre el resto. La autoridad mata la independencia, por eso debe ser eliminada. Los estados liberales, por su parte, han tratado de limar los efectos de la desigualdad por medio de la representación política. Otro error, según Proudhon, pues todo derecho que se cede es un derecho perdido. ¿Cuál es, por tanto, su propuesta de organización social? La organización de la sociedad debería basarse en el mutualismo, que establece un sistema en el que a todos se les garantizan los mismos derechos y las mismas obligaciones sociales y económicas, según un esquema de ventajas mutuas. Estas organizaciones mutualistas, a su vez, se federarían para que pudiera existir un sistema de ordenación de las relaciones políticas entre las mutualidades en el nivel regional, nacional e internacional. La organización mutualista es, por tanto, una organización sin

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estado: el anarquismo, que en otra famosa frase de Proudhon queda explicado de la siguiente manera: «anarquía es orden» (Confesiones de un revolucionario). En su obra El principio federativo matizó un tanto sus posturas antiestatalistas con respecto a la organización federativa de más amplia extensión, hablando de la posible existencia de un gobierno federal. Curiosamente, y al contrario que muchos utópicos, Proudhon sostenía unas ideas muy tradicionales en lo que respecta al sistema patriarcal y a la subordinación de las mujeres, a pesar de que tuvo una cierta amistad con mujeres de gran actividad política e intelectual como George Sand y Flora Tristán. De él procede otra conocida frase: «Las mujeres son seres de cabellos largos e ideas cortas». Como se dijo al principio, Proudhon tuvo una gran repercusión en la izquierda no marxista del siglo xix, y en particular en Bakunin. Marx reconoció su valor como pensador y su experiencia como trabajador, pero nunca aceptó las tesis anarquistas y antiestatalistas proudhonianas y le calificó de «burgués socialista». Sin embargo, sus ideas no se hundieron con el paso del tiempo, sino que a lo largo del siglo xx han revivido de sorprendentes formas. Por supuesto, el movimiento anarquista, los revolucionarios de 1968 y otras formas de protesta social han abanderado su figura como referente (sobre todo en lo que se refiere a la «autogestión»), pero llama más la atención su utilización por parte de una rama de la derecha francesa en la que se encuentra George Valois (fundador del fascio francés en 1925) y algunos miembros del grupo de Action Française, que se apellidaron la derecha revolucionaria.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. Babeuf y la igualdad «Hemos planteado que la igualdad perfecta es de derecho primitivo; que el pacto social, lejos de atacar a este derecho natural, debe dar a cada individuo la garantía de que este derecho no será nunca violado, que desde aquel momento no hubieran debido existir nunca instituciones que favorecieran la desigualdad, la codicia, que permitieran que lo necesario de unos pueda ser secuestrado para formar lo superfluo de los otros. Que sin embargo, había sucedido lo contrario; que absurdas convenciones se habían introducido en la sociedad y habían protegido la desigualdad, habían permitido que un pequeño número despojara a la gran mayoría; que hubieron épocas en las que el resultado de estas mortíferas reglas sociales era que la universalidad de las riquezas de todos se encontraba en manos de unos pocos; que la paz, que es natural cuando todos son felices, forzosamente debía perturbarse; la masa no podía subsistir, porque encontraba todo fuera de su alcance, y corazones sin piedad en la casta que todo había acaparado; estos efectos determinaban la época de estas grandes revoluciones, fijaban estos periodos memorables anunciados en el libro del Tiempo y del Destino, cuando un trastorno general en el sistema de la propiedad se hace inevitable, cuando la revuelta de los pobres contra los ricos se convierte en una necesidad que nada podrá vencer. Hemos demostrado cómo, desde el año 89, habíamos llegado a este punto, y que por ello estalló entonces la revolución. Demostramos cómo desde el 89, y muy particularmente desde el 94 y el 95, la aglomeración de las calamidades y de la opresión pública habían acelerado singularmente la urgencia del levantamiento majestuoso del pueblo contra sus espoliadores y sus opresores. Se necesitan tribunos, en tales circunstancias, para hacer oír los primeros. toques de alarma, para poner en guardia y dar la señal a todos sus hermanos que sufren. Los primeros que muestran suficiente energía para atacar con gran envergadura a los opresores, son reconocidos y adoptados por los oprimidos.»

Gaco Babeuf. El Manifiesto de los Iguales, 1794.

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2.  Consejos a los propietarios de fábricas «Viéndolo así con claridad meridiana, convencido con la certeza de la misma convicción, no perpetuemos los males realmente innecesarios que nuestra práctica presente inflige a esta gran proporción de compatriotas nuestros. Incluso si sus intereses pecuniarios se vieran de alguna manera perjudicados por adoptar la línea de conducta que ahora es tan necesaria, muchos de ustedes poseen tanta riqueza que el gasto de fundar y continuar en sus respectivos establecimientos las instituciones necesarias para mejorar sus máquinas animadas ni siquiera se sentirá. Pero cuando tengan la demostración ocular de que, en vez de una pérdida pecuniaria, una atención adecuadamente dirigida a la formación del carácter y el aumento del bienestar de aquellos que están completamente a su merced, aumentará de forma esencial sus ganancias, prosperidad y felicidad; verán que no existe razón alguna, excepto aquella basada en la ignorancia de su propio interés, para que en el futuro no dediquen su mayor atención a las máquinas vivas que ustedes emplean. Y al hacerlo evitarán un aumento de la miseria humana, de la que ahora difícilmente podemos hacernos idea.»

Owen. A New View of Society, 1813. 3. Los productores como clase dirigente «La tranquilidad pública no se establecerá sólidamente en tanto no se dé a la sociedad una base de moral positiva; los jefes de los trabajos industriales son los protectores natos de la clase obrera: mientras los fabricantes formen bando aparte con los obreros, mientras no utilicen aquéllos un lenguaje político que pueda ser entendido por éstos, la opinión de esta clase, muy numerosa y todavía muy ignorante, no hallándose guiada por sus jefes naturales, siempre podrá dejarse seducir por intrigantes, quienes querrán realizar revoluciones para adueñarse del poder.»

Saint-Simon. El liberalismo y el industrialismo.

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4. El trabajo «A un obrero le falta ese trabajo de que depende su subsistencia y lo pide en vano, ensayando a veces uno en el cual el fruto es para el dueño y no para él u otro cuyo mecanismo desconoce. El obrero civilizado experimenta una tercera desgracia por las enfermedades que suele contraer por el exceso de fatiga que se le exige ... y hasta una quinta desgracia: la de ser desgraciado y tratado de mendigo porque, falto de lo necesario, consiente en adquirirlo mediante un trabajo repugnante. Padece, en fin, una sexta desgracia, y es la de no obtener adelanto ni salario suficiente y que al fastidio de una dolencia presente se une la perspectiva de dolencias futuras y la de ser enviado a un calabozo cuando reclame ese trabajo que puede faltarle cualquier día. El trabajo, sin embargo, hace las delicias de determinadas criaturas [...] Dios les ha provisto de un mecanismo especial que las aficiona a sus tareas, y les hace encontrar la felicidad en la industria. ¿Por qué no nos habría concedido el mismo beneficio que a esos animales? ¿Qué diferencia existe entre su condición industrial y la nuestra? Un ruso, un argelino, trabajan por temor al látigo o al palo; un francés, un inglés, por temor al hambre que golpea las puertas de su pobre hogar [...] El trabajo socialista deberá, para ejercer una fuerte atracción sobre el pueblo, diferir radicalmente de las odiosas formas con que nos lo presenta el estado actual.»

Fourier. El Falansterio. 5. La propiedad «Si tuviese que contestar la siguiente pregunta: ¿qué es la esclavitud? y respondiera en pocas palabras: es el asesinato, mi pensamiento se aceptaría desde luego. No necesitaría de grandes razonamientos para demostrar que el derecho de quitar al hombre el pensamiento, la voluntad, la personalidad, es un derecho de vida y muerte, y que hacer esclavo a un hombre es asesinarle. ¿Por qué razón, pues, no puedo contestar a la pregunta qué es la propiedad, diciendo concretamente la propiedad es un robo, sin tener la certeza de no ser comprendido, a pesar de que esta segunda afirmación no es más que una simple transformación primera? Me decido discutir el principio mismo de nuestro gobierno y de nuestras instituciones, la propiedad; estoy en mi derecho. Puedo equivocarme en la conclusión que de mis investigaciones resulte; estoy en mi derecho. [...] Un autor enseña que la propiedad es un derecho

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civil, originado por la ocupación y sancionado por la ley; otro sostiene que es un derecho natural, que tiene por fuente el trabajo; y estas doctrinas tan antitéticas son aceptadas y aplaudidas con entusiasmo. Yo creo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la ley, pueden engendrar la propiedad, pues ésta es un efecto sin causa. ¿Se me puede censurar por ello? ¿Cuántos comentarios producirán estas afirmaciones? ¡La propiedad es el robo! ¡He ahí el toque de rebato del 93! ¡La turbulenta agitación de las revoluciones!»

Proudhon. ¿Qué es la propiedad? 6. La federación «Ése es todo el sistema. Las unidades que forman el cuerpo político de la confederación no son los individuos, ciudadanos o súbditos; son los grupos, formados a priori por la naturaleza, cuyo tamaño promedio no supera el de la población de un territorio de cien leguas cuadradas. Esos grupos son pequeños Estados en sí mismos, organizados democráticamente bajo protección federal, y sus unidades componentes son los jefes de familia o ciudadanos. Sólo la federación así constituida resuelve el problema, teórico y práctico, de armonizar la Libertad y la Autoridad, dándole a cada una su justa medida, su verdadera competencia y toda su iniciativa. Por consiguiente, sólo ella garantiza el respeto inviolable del ciudadano y el Estado, así como el orden, la justicia, la estabilidad y la paz. En primer lugar, el Poder federal o central —órgano de la colectividad mayor— ya no puede absorber las libertades individuales, corporativas y locales que le son previas, puesto que éstas le dieron nacimiento y son las únicas que lo sostienen; además permanecen superiores al Poder central por la constitución que han dado a éste y por la que se dan a sí mismas. Sólo la Federación puede satisfacer las necesidades y derechos de las clases trabajadoras, armonizar el trabajo y el capital y solucionar los problemas de la asociación, del impuesto, del crédito, de la propiedad, del salario, etc. La Federación satisface ampliamente las aspiraciones democráticas y los sentimientos burgueses de conservación, dos elementos inconciliables de cualquier otra manera. ¿Cómo es esto? Precisamente por ese garantismo político-económico, que es la expresión más alta del federalismo.»

Proudhon. El principio federativo.

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BIBLIOGRAFÍA 1. Obras Babeuf, G., El sistema de despoblación, genocidio y Revolución Francesa, Ediciones de la Torre, Madrid, 2008. Cabet, E., Viaje por Icaria, Folio, Barcelona, 1999. Engels, F., Del socialismo utópico al socialismo científico, V.O.S.A., Madrid, 1989. Fourier, Ch., La armonía pasional del nuevo mundo, Taurus, Madrid, 1973. —  El nuevo mundo industrial y societario, Fondo de Cultura Económica, México, 1989. —  Elogio de la poligamia, Abraxas, Barcelona, 2005. —  El falansterio, Ediciones Godot, Buenos Aires, 2008. Godwin, W., Investigación acerca de la justicia política, Júcar, Madrid, 1985. Lenin, V. I., El socialismo utópico y el socialismo científico: recopilación de artículos y discursos, Progreso, Moscú, 1978. Owen, R., Una nueva visión de la sociedad, Hacer, Barcelona, 1982. —  The life of Robert Owen: written by himself, Effingham Wilson, Londres, 1858. Proudhon, P.-J., Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria, Júcar, Madrid, 1975. —  El principio federativo, Sarpe, Madrid, 1984. —  La pornocracia o La mujer en nuestros tiempos: obra póstuma, Huerga & Fierro, Madrid, 1995. —  Contradicciones políticas: teoría del movimiento constitucional en el siglo Analecta, Pamplona, 2004.

xix,

—  ¿Qué es la propiedad?: investigaciones sobre el principio del derecho y del gobierno, Libros de Anarres, Buenos Aires, 2005. Saint-Simon, H., Catecismo político de los industriales, Aguilar, Madrid, 1960. —  Nuevo cristianismo, Biblos, Buenos Aires, 2004.

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2. Bibliografía complementaria Bravo, G.M., El primer socialismo: temas, corrientes y autores, Akal, Madrid, 1998. Cabo, I. De, Los socialistas utópicos, Ariel, Barcelona, 1987. Cappeletti, A., Etapas del pensamiento socialista, La Piqueta, Madrid, 1978. Claeys, G., Machinery, Money and the Milennium. From Moral Economy to Socialism, 1815-1860, Polity Press, Cambridge, 1983. Cuviller, A., Proudhon, FCE, México, 1939. Dolléans, E., Proudhon, Gallimard, París, 1948. Droz, J. (dir.), Historia general del socialismo: vol. 1: de los orígenes a 1875, Destino, Barcelona, 1984. Elorza, A. (ed.), Socialismo utópico español: selección, Alianza Editorial, Madrid, 1970. García Moriyón, F., Del socialismo utópico al anarquismo, Editorial Cincel, Madrid, 1985. Gurvitch, G., Proudhon: Sa vie, son oeuvre avec un exposé de sa philosophie, PUF, París, 1965. —  Proudhon y Marx: una confrontación, Oikos-Tau, Barcelona, 1973. —  Los fundadores de la sociología contemporánea, Hacer, Barcelona, 2001. Lichtheim, G., Los orígenes del socialismo, Anagrama, Barcelona, 1970. Petitfils, J.-C., Los socialismos utópicos, E.M.E.S.A, Madrid, 1979. Picard, R., El romanticismo social, FCE, México, 2005 (1944). Sánchez García, R., La razón libertaria. William Godwin (1756-1836), Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid, 2007. Taylor, K., The Political Ideas of the Utopian Socialists, Frank Cass, Londres, 1982. Thompson, E. P., La formación de la clase obrera en Inglaterra, Crítica, Barcelona, 1989 (1968). Tierno Galván, E., Baboeuf y los iguales: un episodio del socialismo premarxista, Tecnos, Madrid, 1967.

Tema 10

El anarquismo Alfredo González Martínez

1. Definición 2. Orígenes y desarrollo 3. Características 4. La acción anarquista 5. Organización y programa Lecturas complementarias Bibliografía

Para muchos, todavía hoy la palabra anarquía sigue siendo sinónimo de caos, de desorden. Y el anarquismo se ha visto como la materialización de la violencia desatada o, en el mejor de los casos, un maravilloso sueño, pero imposible de realizar. A estas opiniones ha contribuido, y no poco, la crítica marxista. Pero, realmente, ¿qué es el anarquismo?

1. Definición Si nos fijamos en el significado original de la palabra anarquía (del griego, an: carencia de; arjía: gobierno) podemos definir el anarquismo como un sistema político y filosófico basado en una sociedad sin gobierno. Este ideal se enmarca dentro de los parámetros del socialismo, pues sin la solidaridad y otros valores semejantes que propugna el socialismo, una sociedad sin gobierno se convertiría en un auténtico caos. El anarquismo se define además como socialismo libertario en oposición al socialismo autoritario o marxista, que plantea un cambio social sin abolir el gobierno ni las estructuras de poder. También sinónimos de anarquía y anarquista son los vocablos acracia y ácrata (del griego, a: carencia de; kratos: autoridad). Piotr Kropotkin (1842-1921) en su definición de la palabra anarquismo para la Enciclopedia Británica dice: «Anarquismo es el nombre que se da a un principio o teoría de la vida y la conducta que concibe una sociedad sin gobierno, en que se obtiene la armonía, no por sometimiento a ley, ni obediencia a autoridad, sino por acuerdos libres establecidos entre los diversos grupos, territoriales y profesionales, libremente constituidos para la producción y el consumo, y para la satisfacción de la infinita variedad de necesidades y aspiraciones de un ser civilizado. En una sociedad desarrollada sobre estas directrices, las asociaciones voluntarias que han empezado ya a abarcar todos los campos de la actividad humana adquirirían una extensión aún mayor hasta el punto de

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sustituir al Estado en todas sus funciones. Representarían una red entretejida, compuesta de una infinita variedad de grupos y de federaciones de todos los tamaños y grados, locales, regionales, nacionales e internacionales, temporales o más o menos permanentes, para todos los objetivos posibles: producción, consumo e intercambio, comunicaciones, servicios sanitarios, educación, protección mutua, defensa del territorio, etcétera; y, por otra parte, para la satisfacción de un número creciente de necesidades científicas, artísticas, literarias y de relación social. Además, tal sociedad no se pretendería inmutable. Por el contrario, como sucede en todo el conjunto de la vida orgánica, derivaríase la armonía de un ajuste y reajuste perpetuo y variable del equilibrio de la multitud de fuerzas e influencias, y este ajuste se obtendría, dicho brevemente, si ninguna fuerza gozase de la protección especial del Estado». El anarquismo nació de las exigencias de la vida práctica. Es una concepción global basada en una explicación mecánica de todos los fenómenos y abarca toda la naturaleza: incluye la vida de las sociedades humanas y todos sus problemas. Utiliza como método de investigación el de las ciencias exactas y, al pretender ser científico, verifica sus conclusiones con métodos científicos. El objetivo es la elaboración de una filosofía que abarque todos los fenómenos de la naturaleza y, por ello, la vida de las sociedades. En consecuencia, el anarquismo no presenta un carácter homogéneo ni responde a una doctrina determinada y rígida. Tampoco es meramente la manifestación de la protesta individual o del espíritu rebelde sin planteamientos de cambio y mejoramiento social. En el ámbito filosófico y de las ideas, el anarquismo puede considerarse como la manifestación más extrema del proceso de laicización del pensamiento occidental, que llega al rechazo de toda forma de autoridad exterior o superior al ser humano, tanto si se arroga un carácter supuestamente «divino» como humano, y niega todos los principios que, en todos los tiempos y bajo formas y modalidades diferentes, han sido utilizados por los poderosos para justificar su explotación y su dominio sobre el resto de la población. En el ámbito político y social, el anarquismo se presenta como la continuación de la obra de la Revolución francesa, con la consecución de una verdadera igualdad económica y social junto a la igualdad política. Esta igualdad no puede nacer más que de la lucha contra el capitalismo y el Estado, y mediante la abolición del trabajo asalariado.

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El anarquismo nace en el seno del movimiento obrero como expresión de la protesta de los trabajadores contra la explotación, al mismo nivel que otras corrientes del socialismo. Puede ser considerado como una reacción radical ante la condición obrera del siglo xix, caracterizada por la generalización del proletariado y la consiguiente nueva división en clases de la sociedad.

2. Orígenes y desarrollo Desde su nacimiento, las ideas anarquistas entran en conflicto con las teorías reformistas que propugnan el cambio progresivo de las estructuras de la sociedad capitalista, y con las teorías marxistas, particularmente en lo que concierne a la dictadura como método revolucionario. Evidentemente la teoría anarquista no surgió ni de una sola cabeza ni en un momento determinado. Hasta llegar a las formulaciones de PierreJoseph Proudhon (1809-1865), considerado el «padre» del anarquismo, pasó por un largo periodo de maduración que va desde los filósofos griegos hasta los pensadores del siglo xix. Aparte de la aparición de obras con una crítica social precursora del anarquismo, como Investigación acerca de la justicia política, de William Godwin (1756-1836), o El único y su propiedad, de Max Stirner (1806-1856), fue Proudhon el primero en esbozar la teoría anarquista y, también, quien le dio el nombre. Su crítica a la propiedad es radical, acabando por definirla como un robo: «Si tuviera que responder a la siguiente pregunta: ¿Qué es la esclavitud? y respondiera simplemente es un asesinato, mi pensamiento sería inmediatamente comprendido. No necesitaría una larga parrafada para demostrar que el poder de privar al hombre de su pensamiento, voluntad y personalidad es un poder de vida y de muerte, y que convertir a un hombre en esclavo es asesinarlo. Así pues, ¿por qué a esta otra pregunta ¿qué es la propiedad? no puedo responder también es un robo, sin tener la certeza de ser entendido, aun cuando esta segunda proposición no sea más que la primera transformada? (…) Tal autor enseña que la propiedad es un derecho civil, nacido de la ocupación y sancionado por la ley; ese otro sostiene que es un derecho natural, que tiene su origen en el trabajo: y estas doctrinas, por opuestas que parezcan, son promovidas, aplaudidas. Yo pretendo que ni el

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trabajo, ni la ocupación, ni la ley pueden crear la propiedad; que la propiedad es un efecto sin causa».

En sus obras critica la guerra, el centralismo, el parlamentarismo, el capitalismo, la Iglesia, la justicia burguesa… Precisamente el tema de la justicia le subyuga. Para él el paradigma de sociedad ideal será el de aquella que tenga un respeto máximo con la justicia, obviamente no como institución sino como principio rector humano. Su obra Sistema de las contradicciones económicas o Filosofía de la miseria fue atacada por Marx en su libro Miseria de la filosofía, pero hay que reconocer que la teoría económica marxista debe mucho a Proudhon. Será Mijaíl Bakunin (1814-1876) quien contribuya a estructurar no solamente el pensamiento libertario sino también la organización de los anarquistas. Activo revolucionario por media Europa, sufrió cárcel y destierro. Creó la Alianza Internacional para la Democracia Socialista, organización que se integró en la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT, fundada en 1864). Sus discrepancias con el bloque autoritario, capitaneado por Marx en la Internacional, provocan su expulsión y la de sus amigos. Su reacción fue la celebración de congreso internacional de Saint-Imier (Suiza), en el que se fijaron las bases de lo que sería la Internacional libertaria y también el sustrato de todos los movimientos anarquistas: el primer deber del proletariado no es la conquista del poder político sino su destrucción. Kropotkin aporta al anarquismo el método científico. En sus obras demuestra la posibilidad de la economía autogestionada (La conquista del pan), la inutilidad y perversión del sistema punitivo estatal (Las cárceles y su influencia moral sobre los presos), las ventajas de la combinación del trabajo manual e intelectual y de las labores agrícolas e industriales (Campos, fábricas y talleres) o la maldad intrínseca del Estado (La ciencia moderna y el anarquismo). También escribió una historia de la Revolución francesa, estudios de crítica literaria, un tratado de ética y numerosos folletos de propaganda. Mención aparte merece la obra El apoyo mutuo. Un factor de evolución, su estudio científico más difundido, en el que expone el principio de cooperación mutua de las especies como fuerza principal de supervivencia, protección y progreso. Errico Malatesta (1853-1932) es el gran difusor del anarquismo a través de todos los medios a su alcance (prensa, conferencias, propaganda por el

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ejemplo, controversias públicas, folletos…, ¡hasta teatro!). Considera como objetivo de la propaganda anarquista destruir el principio de autoridad, pues la revolución destruirá toda fuerza organizada que pueda obligar a los hombres a actuar contrariamente a su voluntad. Era un entusiasta partidario de la organización del movimiento anarquista en grupos y federaciones con el fin de propagar la ideología, agitar las conciencias e impulsar la revolución. A estos grandes teóricos hay que añadir otros como Pietro Gori (18651911), Johann Most (1846-1906), Federico Urales (1864-1942), Rafael Barrett (1876-1910), Luigi Fabbri (1877-1935) o Rudolf Rocker (1873-1958) por citar unos pocos. En el ámbito de los estudios históricos destaca Max Nettlau (1865-1944) y en pedagogía Paul Robin (1837-1912), Domela Nieuwenhuis (1848-1919), Ricardo Mella (1861-1925), Sébastien Faure (1852-1942) y Francisco Ferrer (1859-1909), el creador de la Escuela Moderna de Barcelona, autor de la famosa frase: «educar equivale actualmente a domar, adiestrar, domesticar». Jean-Marie Guyau (1854-1888) trató de una nueva moral, sin obligación ni sanción. En Geografía estableció nuevas teorías, vigentes aún, Élisée Reclus, que consideraba que «la Geografía es la Historia en el espacio lo mismo que la Historia es la Geografía en el tiempo». Emma Goldman (1869-1940) aportó al anarquismo su crítica a la sociedad patriarcal y al machismo, por lo que es considerada como una precursora del moderno feminismo. Émile Armand (1872-1962) teorizó sobre el individualismo anarquista y, también, sobre el amor libre y la camaradería amorosa. Ricardo Flores Magón (1874-1922) introduce el indigenismo en los planteamientos libertarios, de la misma forma que Murray Bookchin (19212006) aporta al anarquismo su crítica ecologista radical. 3. Características El anarquismo desea el nacimiento de una sociedad de personas libres e iguales. Libertad e igualdad son las dos palabras-clave en torno a las que se articulan todos los proyectos libertarios.

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Los anarquistas, como socialistas que son, están por la propiedad colectiva de los medios de producción. Como libertarios, piensan que el ser humano no puede ser libre más que en una sociedad de personas verdaderamente libres y que la libertad de cada uno no limita sino que confirma la libertad de los demás. La libertad tal como la conciben los anarquistas, no es abstracta sino que tiene como objetivo una igualdad concreta, es decir, social, fundada en el reconocimiento igual y recíproco de la libertad de todos. Decía Bakunin: «Soy partidario convencido de la igualdad económica y social porque sé que al margen de esta igualdad, la libertad, la justicia, la dignidad humana, la moralidad y el bienestar de los individuos, así como la prosperidad de las naciones, no serán más que engaños; pero, partidario de la libertad, esta condición primaria de la humanidad, pienso que la igualdad debe establecerse a través de la organización espontánea del trabajo y de la propiedad colectiva de las asociaciones de productores libremente organizadas y federadas territorialmente, no a través de la acción suprema y tutelar del Estado». Para realizar tal sociedad, la única que podrá realmente suprimir cualquier forma de explotación y de privilegio, los anarquistas consideran indispensable combatir todas las formas de dominación política de carácter estatal o gubernativo. Para los anarquistas, todos los gobiernos, todos los poderes estatales, cualquiera que sea su composición, origen o legitimidad, permiten la dominación y la explotación de una parte de la sociedad por la otra. Como apuntó Proudhon, el Estado no es más que un parásito de la sociedad que la libre organización de productores y consumidores debe y puede hacer inútil. En este punto las concepciones anarquistas son totalmente diferentes de los postulados liberales, que hacen del Estado el árbitro necesario para asegurar la paz civil, y de las prácticas marxistas-leninistas, que creen posible utilizar el poder político y dictatorial de un Estado «obrero» para suprimir los antagonismos de clase. A partir de 1917 en Rusia, y posteriormente en los demás países que siguieron ese modelo, el fracaso de las tentativas de realizar el socialismo a través del uso de la dictadura demuestra claramente el acierto de la crítica libertaria sobre ese particular. Decía Malatesta que la revolución no se puede defender con medios que contradicen sus fines: «Si, para vencer, hay que levantar horcas en las plazas públicas, preferiría perder».

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La utilización de la dictadura, definida proletaria, no condujo a la desaparición del Estado sino al desarrollo de una enorme burocracia que sofocaba la vida social y la libre iniciativa individual. Por otra parte, hasta su caída y antes de su reconversión en el nuevo poder «democrático», esa misma burocracia era la fuente principal de desigualdad y de privilegios en estos países que habían abolido la propiedad privada capitalista. Como subrayaba Bakunin en su polémica con Marx, «... la libertad sin igualdad es una ficción malsana; la igualdad sin libertad es el despotismo del Estado, y el Estado despótico no puede existir ni un solo día sin apoyarse en una casta explotadora y privilegiada: la burocracia».

Al modo actual de organización de la vida social, gubernativa y centralizadora, el anarquismo opone un modo de organización federalista que permita sustituir al Estado y toda su máquina administrativa a través de la implicación colectiva por parte de los interesados en todas las funciones inherentes a la vida social que actualmente se encuentran monopolizadas y gestionadas por organismos estatales, situados por encima de la sociedad. El federalismo, como modo de organización, constituye el punto de referencia central del anarquismo, el fundamento y el método sobre el que se construye el socialismo libertario. Hay que aclarar que el federalismo así entendido tiene bien poco que ver con las formas de federalismo político practicado por algunos Estados. Para el anarquismo no se trata de una simple técnica de gobierno sino de un principio de organización social completa, capaz de englobar todos los aspectos de la vida de una colectividad humana. En resumen, o el federalismo es integral o no es verdadero federalismo. El pensamiento anarquista en ningún momento niega el problema de la necesidad y de la importancia de la organización, por lo que se plantea otra manera de organizarse que asegure la autonomía de los componentes de la organización respondiendo a la vez a los imperativos colectivos. En la base, el federalismo se apoya en la autonomía de los trabajadores y de las industrias así como en la de los municipios. Los unos y los otros se asocian para garantizarse mutuamente la provisión de las necesidades individuales y colectivas. De esta forma, si la autogestión en las empresas posibilita la sustitución del trabajo asalariado por el trabajo asociado, la organización federal de los productores, los municipios y las regiones permite

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la desaparición del Estado. El federalismo se convierte en el complemento indispensable para la realización del socialismo y en la mejor garantía para la libertad individual. El fundamento de tal organización es el contrato, igual y recíproco, voluntario, no teórico sino efectivo, que se puede modificar por voluntad de los contratantes (asociaciones de productores y de consumidores, etc.) y capaz de reconocer el derecho de iniciativa de todos los componentes de la sociedad. Así definido, el contrato federativo permite precisar incluso los derechos y deberes de cada uno, y también desarrollar los principios de un verdadero derecho social capaz de regular los eventuales conflictos que surjan entre individuos, grupos o colectividades, o incluso entre regiones, sin coaccionar en ningún momento la autonomía de sus componentes, lo que permite a la organización federal oponerse tanto al centralismo como al «dejad hacer» del individualismo liberal. Como es lógico, una organización de estas características no puede pretender suprimir todos los conflictos, y es importante subrayar cómo los conflictos se pueden producir a todos los niveles en la sociedad federal. El federalismo no es considerado por los anarquistas como un credo religioso más o como la promesa de una sociedad perfecta, sino que es visto como un concepto social dinámico, abierto, operativo, en un marco que puede modificarse con el paso del tiempo. Es un modo de resolver de la mejor manera posible las cuestiones sociales, respetando la máxima libertad de cada uno sin recurrir a arbitrajes gubernativos, fuente de nuevos privilegios.

4. La acción anarquista Las modalidades de la acción anarquista son el reflejo de las ideasfuerza hasta aquí esbozadas. Es decir, entre los anarquistas existe una unión indisoluble entre el fin perseguido y los medios utilizados para conseguirlo. Contrariamente a las justificaciones de otras escuelas políticas, los anarquistas piensan que el fin no justifica los medios y que éstos deben siempre, en la medida de lo posible, estar de acuerdo con el fin perseguido.

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El objetivo de la acción anarquista no es en ningún caso la conquista del poder o su gestión. Generalizando, podemos decir que los anarquistas oponen las soluciones sociales a las soluciones políticas. Históricamente los libertarios han puesto siempre en guardia a los trabajadores contra la ilusión de poder utilizar el arma electoral o el parlamentarismo para cambiar realmente sus condiciones de vida dentro de la democracia burguesa. Frente a la acción política y parlamentaria, encaminada a la conquista del poder, los anarquistas prefieren la acción directa, es decir, la autogestión generalizada sin delegar poderes a nadie. Los trabajadores no tienen necesidad de intermediarios para expresar sus reivindicaciones o para conducir una lucha, ya que pueden y deben hacerlo directamente. Los anarquistas consideran que la práctica de la acción directa, y en particular la huelga, es el mejor método de lucha posible, el más eficaz que tienen los trabajadores para defender sus intereses, incluidos los más inmediatos. El pensamiento libertario se opone siempre a todos los intentos de manipulación del movimiento obrero o revolucionario, y preconiza la auto-organización, la acción colectiva y autónoma de los trabajadores. Los anarquistas ni son ni aspiran a ser una vanguardia o a adoptar un papel dirigente, ya que consideran que nadie puede ocuparse mejor de sus propios asuntos que el propio interesado. Pero para que esto sea posible es necesario que los trabajadores tomen conciencia de su capacidad política. Los trabajadores representan la fuerza real de una sociedad y solo a través de ellos puede llegar una transformación profunda. La acción anarquista tiene siempre como objetivo, antes que nada, la defensa de los explotados, y apoya todas las reivindicaciones que van dirigidas a la mejora de las condiciones de vida y al progreso social. Numerosos anarquistas han visto en las organizaciones sindicales no solamente la defensa de los intereses de los asalariados, sino también una forma de transformación social, siempre que se sepan utilizar sus posibilidades. Desde este punto de vista, el federalismo libertario no puede ser realizado sin la activa participación de los sindicatos obreros, ya que están cualificados para organizar la producción. Desde el punto de vista libertario, una organización sindical debe, tanto en su funcionamiento como en sus principios:

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—  mantener su autonomía ante todas las organizaciones políticas que quieren controlarla y ante el Estado; —  practicar el federalismo y una auténtica democracia directa, única garantía sólida contra cualquier forma de burocratización; —  intentar a la vez la obtención de las reivindicaciones inmediatas, materiales, y preparar a los trabajadores para asegurar la gestión futura de la producción. Este último punto es muy importante porque el sindicato y la acción sindical no son ni pueden ser considerados como una finalidad en sí mismos. Su autonomía no puede significar «neutralidad» ante el poder o los partidos políticos porque eso significaría perder gran parte de la posibilidad de cambio y de ruptura. Es preciso que el sindicato, si no quiere acabar siendo un elemento más del capitalismo, se dote de un programa de transformación social y de una práctica consecuente. Este tipo de sindicalismo preconizado por los anarquistas se denomina sindicalismo revolucionario o anarcosindicalismo. En 1922 los diferentes sindicatos revolucionarios del mundo reconstruyeron la AIT. En cualquier caso, para los anarquistas, la acción sindical no es el único método de lucha con que cuentan los trabajadores, que pueden dotarse de las formas organizativas y de resistencia que consideren más útiles y oportunas dependiendo de las circunstancias. 5. Organización y programa Para difundir sus ideas, ya sea por la propaganda o por el ejemplo, los anarquistas se organizan en grupos, normalmente no muy numerosos; los diferentes grupos de una misma zona geográfica se organizan en una federación, pero manteniendo siempre su autonomía. En el anarquismo organizado las decisiones se toman por unanimidad, no existiendo por ello la responsabilidad colectiva sino una muy fuerte responsabilidad individual. Cada uno es responsable de aquello que ha suscrito y nadie toma decisiones en nombre de los demás. Las diferentes federaciones no consideran que tengan que ostentar una especie de monopolio del anarquismo en sus zonas de influencia ni, lógicamente, hablan en nombre de los anarquistas que no están federados. Los anarquistas consideran los grupos y federaciones

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como instrumentos útiles para difundir su ideal, pero nunca como algo obligatorio ni imprescindible. Si bien el anarquismo está muy lejos de establecer un programa único, para exponer su doctrina ha elaborado en ocasiones compendios de sus ideas y pretensiones. Reproducimos a continuación el programa elaborado por Malatesta en 1903 y adoptado por todas las organizaciones anarquistas: 1. Abolición de la propiedad privada de la tierra, de las materias primas y de los instrumentos de trabajo, a fin de que nadie pueda tener un modo de vivir explotando el trabajo ajeno y, teniendo todos los humanos garantizados los medios de producir y vivir, puedan ser verdaderamente independientes y puedan asociarse a los demás libremente en función del interés común y conforme a las propias simpatías. 2. Abolición del gobierno y todo poder que haga ley y la imponga a los demás, o sea: abolición de las monarquías, repúblicas, parlamentos, ejércitos, policías, magistraturas y de todas las demás instituciones dotadas de medios coercitivos. 3. Organización de la vida social a través de libres asociaciones y federaciones de productores y de consumidores hechas y modificadas a tenor de la voluntad de sus componentes, guiados por la ciencia y la experiencia, y libres de toda imposición que no derive de las necesidades naturales, a las cuales, vencido el hombre por el sentimiento de la misma necesidad inevitable, voluntariamente se somete. 4. Garantizar los medios de vida, de desarrollo y de bienestar a los niños y a todos los que no estén en estado de proveer a sus necesidades. 5. Lucha contra las religiones y todas las mentiras, aunque se oculten bajo el manto de la ciencia, e instrucción científica para todos, hasta su más elevado grado. 6. Lucha contra el patriotismo. Abolición de las fronteras; confraternización de todos los pueblos. 7. Reconstitución de la familia, de modo que resulte la práctica del amor, libre de todo vínculo legal.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. Lo que significa ser gobernado I.  Ser gobernado significa ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, regulado, inscrito, adoctrinado, sermoneado, controlado, medido, sopesado, censurado e instruido por los hombres que no tienen el derecho, los conocimientos ni la virtud necesarios para ello. II. Ser gobernado significa con motivo de cada operación, transacción o movimiento, ser anotado, registrado, controlado, gravado, sellado, medido, evaluado, sopesado, patentado, autorizado, licenciado, aprobado, aumentado, obstaculizado, reformado, reprendido y detenido. III. Es con el pretexto del interés general, ser abrumado, disciplinado, puesto en rescate, explotado, monopolizado, extorsionado, oprimido, falseado y desvalijado, para ser luego, al menor movimiento de resistencia, a la menor palabra de protesta, reprimido, multado, objeto de abusos, hostigado, seguido, intimidado a voces, golpeado, desarmado, estrangulado, encarcelado, fusilado, juzgado, condenado, deportado, flagelado, vendido y por último, sometido a escarnio, ridiculizado, insultado y deshonrado. ¡Esto es el gobierno, esto es la justicia y esto la moralidad!

Pierre-Joseph Proudhon. Idea general de la revolución en el siglo xix, 1851. 2. Autoridad y libertad Primeramente es la rebelión contra la tiranía del fantasma supremo de la teología, contra Dios. Es evidente que en tanto que tengamos un amo en el cielo, seremos esclavos en la tierra. Nuestra razón y nuestra voluntad serán igualmente anuladas. En tanto que creamos deberle una obediencia absoluta, y frente a un dios no hay otra obediencia posible, deberemos por necesidad sometemos pasivamente y sin la menor crítica a la santa autoridad de sus intermediarios y de sus elegidos: mesías, profetas, legisladores, divinamente inspirados, emperadores, reyes y todos sus funcionarios y ministros, representantes y servidores consagrados de las dos grandes instituciones que se imponen a nosotros como establecidas por Dios mismo para la dirección de los hombres: de la Iglesia y del Estado. Toda autoridad temporal o humana procede directamente de la autoridad espiritual o divi-

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na. Pero la autoridad es la negación de la libertad. Dios, o más bien la ficción de Dios, es, pues, la consagración y la causa intelectual y moral de toda esclavitud sobre la tierra, y la libertad de los hombres no será completa más que cuando hayan aniquilado completamente la ficción nefanda de un amo celeste.

Mijaíl Bakunin. Dios y el Estado, 1871. 3. Rechazo de las leyes El principal objetivo del anarquismo es, en consecuencia, despertar esos poderes constructivos de las masas del pueblo trabajador, que surgen en todos los grandes momentos de la historia para lograr los cambios necesarios, y que, con el auxilio de los nuevos conocimientos acumulados, lograrán el cambio que piden todos los mejores hombres de nuestra propia época. Ese es también el motivo de que los anarquistas rechacen las funciones de legisladores o funcionarios del Estado. Sabemos que la revolución social no se logrará por medio de leyes. Las leyes sólo pueden seguir a los hechos consumados; e incluso si honradamente los siguen (no suelen hacerlo) la ley se convierte en letra muerta si no siguen actuando las fuerzas vivas necesarias para convertir las tendencias expresadas por la ley en hecho consumado.

Piotr Kropotkin. La ciencia moderna y el anarquismo, 1913. 4. Anarquismo y violencia Los anarquistas están en contra de la violencia. Todo el mundo lo sabe. La idea central de la anarquía es la eliminación de la violencia en la vida social; es la organización de las relaciones sociales fundadas sobre la libre voluntad de los individuos, sin intervención policiaca. Por eso somos enemigos del capitalismo que obliga, apoyándose en la protección policial, a los trabajadores a dejarse explotar por los poseedores de los medios de producción, o incluso a quedar en situación de paro y a pasar hambre cuando a los patronos les conviene explotarlos. Por eso somos también enemigos del Estado, que es la organización coercitiva, o sea violenta, de la sociedad.

Errico Malatesta. La violencia y la revolución (Umanità nova, 25 agosto 1921).

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5. Educación libertaria Algunos educadores comprenden ya que su objetivo consiste en ayudar al niño a desarrollarse conforme a la lógica de su naturaleza, en hacer que florezca en la joven inteligencia lo que ya posee en forma inconsciente y en secundar estrictamente el trabajo interior, sin precipitación, sin conclusiones prematuras. No ha de abrirse la flor a la fuerza ni cebar el animal o la planta dándole antes de tiempo un alimento demasiado sustancial. El niño ha de ser sostenido en su estudio por la pasión, y ni la gramática, ni la literatura, ni la historia universal, ni el arte pueden todavía interesarle; sólo puede comprender esas cosas bajo una forma concreta: la feliz elección de las formas y de las palabras, las relaciones y las descripciones, los cuentos, las imágenes. Poco a poco lo visto y oído le suscitará el deseo de una comprensión de conjunto, de una clasificación lógica, y entonces será tiempo de hacerle estudiar su lengua, de mostrarle el encadenamiento de los hechos, de las obras literarias y artísticas; entonces se apoderará de las ciencias de una manera diferente a la de la memoria y su naturaleza misma solicitará la enseñanza comparada.

Élisée Reclus. El Hombre y la Tierra, 1906.

BIBLIOGRAFÍA Es interesante la lectura de ¿Qué es la propiedad? de P.-J. Proudhon como origen de la crítica social del anarquismo. El texto de M. Bakunin El Imperio knuto-germánico y la revolución social (más conocido como Dios y el Estado) proporciona las bases de la teoría anarquista. En Palabras de un rebelde se agrupan una serie de folletos de P. Kropotkin que dan una idea de conjunto de lo que propugna el anarquismo. Vida e ideas de Errico Malatesta ofrece una especie de prontuario de la ideología anarquista. De entre las varias antologías de textos libertarios, quizá es Ni dios ni amo, de Daniel Guerin, la más completa.

Tema 11

Karl Marx y el Marxismo Pedro Carlos González Cuevas

Introducción 1. Karl Marx: formación intelectual y acción política 2. Materialismo dialéctico y materialismo histórico 3. Crítica de las ideologías 4. Del socialismo al comunismo 5. La herencia de Marx: reforma o revolución Lecturas complementarias Bibliografía

En es tema, se aborda el estudio del desarrollo de la variante marxista del socialismo europeo. Su originalidad se basa en la creencia de la importancia de la ciencia social a la hora de construir una alternativa al capitalismo. Marx pretendió hacer del socialismo una «ciencia».

Introducción A lo largo del siglo xix, las ideas socialistas y comunistas surgen al socaire de las consecuencias políticas de la Revolución francesa y de las consecuencias sociales de la Revolución industrial. La Revolución francesa ofreció a las sociedades un ideal individualista. La teoría de los derechos naturales y del pacto social, el principio utilitarista de la felicidad del mayor número, consideraban al individuo como el elemento más importante del Estado. La Revolución industrial convirtió al «hombre económico» en el miembro más respetable de la sociedad. Ensanchó y amplió los mercados y produjo el régimen fabril. En el período que media entre 1830 y 1848 apareció, en consecuencia, el proletariado como una fuerza activa a nivel social y político. El régimen industrial fomentó la existencia de una enorme masa obrera desposeída y mediante la concentración de trabajadores se hizo posible la creación de un espíritu reivindicativo en las masas y la posibilidad de acción conjunta. La amplitud de las relaciones comerciales ensanchó el campo de actividad de quienes tenían intereses comunes. Los obreros solicitaron, en progresión constante, una participación en los beneficios de las grandes empresas y mejoras económicas. Por otra parte, la entronización del «ciudadano-rey», Luis Felipe, en Francia en 1830 y la aprobación del Reform Bill en 1832 en Inglaterra marcan y señalan importantes cambios en la vida social y política de los países más adelantados. Progresivamente, la lucha entre la aristocracia tradicional y las burguesías industriales se vio desplazada por las batallas económicas de capitalistas y proletarios. El capitalismo y la industria resul-

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taron desestabilizadores para las sociedades tradicionales, pero rara vez derrocaron al antiguo régimen. De hecho, en más de cien años sólo hubo en Europa dos revoluciones sociopolíticas, en Francia y Rusia, en comparación con la multitud de revoluciones fracasadas y de reformas limitadas de la mayoría de los países. El Antiguo Régimen y las clases ligadas al nuevo capitalismo lograron fundirse, finalmente, en una clase gobernante a lo largo del siglo xix; después hicieron concesiones de ciudadanía, que contribuirían a domesticar en gran medida a las clases medias, a la clase obrera y al campesinado. Ante esta realidad, el resultado principal de las ideas socialistas y comunistas, defendidas en un primer momento por Owen, Cabet, Fourier, etc., fue la convicción de que la concentración incontrolada de la riqueza y la desenfrenada competencia darían lugar a una miseria y una crisis cada vez mayores y que el sistema capitalista liberal debía ser sustituido por otro en que la organización de la producción y el intercambio acabara con la pobreza y la opresión y produjera una redistribución de los bienes sobre la base de la igualdad. Esto podía suponer la completa igualación de la riqueza o el principio de «a cada cual según su trabajo» o, eventualmente, «a cada cual según sus necesidades». Pero por encima de la concepción de la igualdad, los programas e ideas socialistas diferían en muchos aspectos. Algunos veían en el socialismo la causa de la clase trabajadora, mientras que otros veían en él un ideal de humanismo universal, a lograr con la ayuda de todas las clases sociales. Unos eran revolucionarios; otros reformistas. Ni siquiera todos ellos defendían la abolición de la propiedad privada. Algunos creían que el socialismo llevaba consigo la abolición del Estado; otros pensaban que las formas estatales resultaban imprescindibles. Unos apelaban al interés internacional de las clases oprimidas, otros eran nacionalistas. Finalmente, unos se limitaban a imaginar la sociedad perfecta, mientras que otros estudiaban el curso de la evolución a fin de identificar las leyes naturales que aseguraban el advenimiento del socialismo. Durante cierto tiempo, la democracia y el socialismo se presentaron en formas mixtas e intermedias; sólo la revolución de 1848 trazó una clara línea entre ambos movimientos. Similarmente, los términos «comunista» y «socialista» no se distinguieron claramente a lo largo de mucho tiempo. Sin embargo, en 1830 empezó a usarse el primer nombre para designar a los reformadores y utopistas radicales que exigían la abolición de la propiedad privada, primero de la propiedad de la tierra y luego también de las facto-

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rías, lo mismo que la absoluta igualdad de consumo, y que no confiaban en la buena voluntad de los gobiernos o de los propietarios, sino sólo en el uso de la fuerza por los explotados. Uno de los precursores inmediatos del ideal comunista había sido Gracchus Babeuf (1760-1797), cuya doctrina, lo mismo que la de sus seguidores, se encuentra en el Manifiesto de los Iguales, redactado por Sylvain Maréchal, bajo la inspiración de su jefe. La tesis de estos revolucionarios de la época de la Convención montañesa eran muy precisas y ordenadas a la acción política. No en vano Karl Marx reconocería a los Iguales como «el primer movimiento comunista agitador». Para Babeuf y sus seguidores, la Revolución francesa no había hecho sino anunciar la gran revolución, la última, la de la igualdad real, que debía establecer la comunidad de bienes. Se trataba de un comunismo esencialmente agrario, de acuerdo con la estructura económica de la Francia de la época. Babeuf concebía la revolución como fruto de la violencia organizada y preparada mediante una propaganda semiclandestina, que desembocaría en una dictadura del proletariado apoyada sobre la fuerza armada. Luis-Auguste Blanqui (1805-1881) retomó las tesis de Babeuf y constituyó por sí mismo una relación directa entre el babouvisme y las sociedades comunistas en las que Marx y Engels desarrollaron sus primeros escarceos políticos. Como Babeuf, Blanqui preconizó una dictadura posrevolucionaria armando al pueblo para desarmar y acabar con la burguesía. Su principal papel en la historia de los movimientos revolucionarios estriba en haber sido uno de los primeros en subrayar la importancia de la organización revolucionaria y en desarrollar la técnica de la conspiración. En la jerga de los socialistas y reformistas, el término «blanquismo» vino a significar lo mismo que «voluntarismo revolucionario», es decir, la creencia en que el éxito de un movimiento comunista no depende de las circunstancias económicas «objetivas», sino que un grupo conspirador adecuadamente organizado puede hacerse con el poder si la situación política es favorable y que puede entonces ejercer una dictadura en beneficio de las masas trabajadoras y establecer un sistema económico comunista independientemente de las demás condiciones sociales. Por aquel entonces, se constituyeron en París y otras capitales europeas sociedades clandestinas «comunistas», a menudo inspiradas en la masonería o la Carbonería italiana. Estos grupos revolucionarios estaban

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compuestos de minorías muy reducidas, pero, al mismo tiempo, muy activas, y buscaban una doctrina capaz de guiar su acción revolucionaria. Algunos grupos adoptaron el lema de «a cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades». El nombre de estos grupos evocaba los temas de la Revolución francesa: «Sociedad de los derechos del Hombre», «Sociedad de los Amigos del Pueblo», o bien simbología masónica; otras se denominan Federación de los Justos. Este último grupo estuvo implicado, en 1839, en una tentativa insurreccional en París y decidió, tras su fracaso, instalarse en Londres, con el nombre de Liga de los Justos. Durante los primeros momentos de la revolución de 1848 en Francia, los trabajadores apoyaron los esfuerzos de Louis Blanc (1813-1883), en la creación de los llamados «Talleres nacionales», sostenidos por el Estado y dirigidos por los obreros, bajo la vigilancia de áquel. Según Blanc, cada hombre tiene derecho al trabajo y a la satisfacción de sus necesidades dedicándose a la producción con arreglo a su capacidad y a las exigencias de la vida. A diferencia de otros socialistas, que confiaban su obra a la virtud de la educación y el esfuerzo de las sociedades voluntarias, Blanc hacía del Estado el promotor fundamental de su proyecto social. El fracaso de Blanc y de los socialistas en la revolución de 1848 contribuyó, sin embargo, al descrédito de ese modelo socialista; y puso, en cambio, de relieve y actualidad las concepciones radicales de Pierre Joseph Proudhon (1809-1865). En contra de Louis Blanc, que se inclinaba por la democracia, Proudhon rechazó todas las formas de gobierno. Sus ideales giraban en torno a los temas económicos, concentrando todos sus ataques en el derecho de propiedad, al que consideraba el resultado de la injusticia y el despojo: un «robo». Se oponía igualmente, por ello, a la propiedad colectiva, tal y como la propugnaban los comunistas. Quería generalizar la propiedad. Proudhon proclamaba el trabajo como única forma productiva; sin trabajo, tanto la tierra como el capital eran inútiles y estériles. La forma más adecuada a la naturaleza de la sociedad era la asociación libre. Desde el momento en que aparecía la autoridad con poderes coactivos, existía la opresión. Las doctrinas de Proudhon tendrían gran influencia en otros líderes e intelectuales revolucionarios como Bakunin, Kropotkin y Reclus. El llamado socialismo de Estado tuvo un mayor desarrollo e influencia en Alemania. Su gran defensor, aparte de Rodbertus (1805-1873), fue Ferdinand Lassalle (1825-1864). Discípulo de Fichte y de Hegel, Lassalle puso en

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relación las doctrinas económicas con las teorías de los idealistas alemanes sobre el valor del Estado. Lassalle fundaría el Partido Democrático-Social; criticó el individualismo liberal y aconsejó la unión de todos los obreros alemanes en una asociación general. Los obreros, según su doctrina, deben ejercer el control de la vida del Estado; no pueden confiar la dirección de la economía a la iniciativa privada; era necesaria la intervención gubernamental. El Estado era la consecuencia de un proceso histórico a través del cual se hace necesaria la unión de los individuos más desamparados para vencer los obstáculos de la naturaleza y abatir la injusticia y la opresión. El Estado es el instrumento indispensable para que la humanidad pueda cumplir los fines de su existencia, alcanzando el más alto grado de cultura. Era necesario, por ello, llevar la actividad del Estado al límite más extremo, con el fin de conseguir el bienestar general. Lassalle era, además, un ferviente nacionalista alemán, partidario de la unificación de su país y que llegaría a colaborar con Bismarck. En ese contexto político, social y cultural, surge el marxismo como doctrina filosófica, económica y política. Lo específico del proyecto político-social elaborado por Karl Marx (1818-1883) no fue el impulso ético, la denuncia de la pobreza y sus consecuencias materiales, espirituales y sociales, algo que, por otra parte, era común a los autores cristianos, anarquistas o socialistas, sino su creencia en la importancia de la ciencia social para, a partir de un conocimiento de la realidad lo más exacto posible, construir un movimiento revolucionario capaz de destruir el sistema y la sociedad burguesa-capitalista. Marx consideró injusto y explotador el capitalismo, pero no iba a teorizar la necesidad de su superación basándose en sentimientos morales, sino fundamentando la necesidad del comunismo en factores objetivos, que tenían que ver con los intereses de las clases obreras, la dinámica de las fuerzas productivas, los conflictos entre capitalistas, etc. En definitiva, Marx pretendió hacer del socialismo una «ciencia».

1. Karl Marx: formación intelectual y acción política Nacido en Tréveris, una pequeña villa de Renania, el 5 de mayo de 1818, Karl Marx tuvo una formación familiar y universitaria que le situó en la elite intelectual. Su padre, Hirschel Marx, era hijo de un rabino y fue un jurista ilustrado que ejerció un cargo público de cierta importancia en

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representación de sus colegas ante los tribunales. Se había convertido al protestantismo en 1817. Era un ilustrado a la alemana, que se consideraba kantiano y admirador de Voltaire, Diderot, Rousseau y Lessing. El itinerario político e ideológico de Karl Marx iría desde un liberalismo de izquierda al comunismo. En 1835, Karl Marx comenzó sus estudios universitarios de Derecho en Bonn; y después en Berlín estudió historia y, sobre todo, filosofía. Era el momento del apogeo de la influencia de Hegel, cuya filosofía se consideraba como la filosofía definitiva. En Berlín, Marx asistió a las clases del hegeliano Eduard Gans y a las del fundador de la Escuela Histórica del Derecho Von Savigny. Por entonces, leyó las obras de Hegel, de cuyo contenido discrepaba, pero que, sobre todo su filosofía de la historia, ejerció una profunda influencia sobre su pensamiento. Conoció en Berlín a Bruno Bauer, Moses Hess, Arnold Ruge y a otros representantes de la denominada «izquierda hegeliana», muy críticos con el régimen político representado por la monarquía de Federico Guillermo IV. Los jóvenes hegelianos se mostraban insatisfechos y defraudados por la política oficial prusiana. Propugnaban un racionalismo especulativo, romántico en la forma y a la vez idealista e ilustrado, y contraponían los ideales de la Revolución francesa a la realidad del Estado prusiano. Todos los componentes del grupo tenían la convicción de estar viviendo una época de transición, los comienzos de una nueva era. Interpretaban la historia a partir de los supuestos de la dialéctica hegeliana; tenían fe en la potencia de las ideas y magnificaban la crítica de la existente y la función renovadora de la teoría. En lo político, los jóvenes hegelianos se veían como una parte del movimiento liberal y pretendían concretar la idea hegeliana del Estado ético en un sistema constitucional y se oponían al Estado confesional y, por derivación, al pietismo religioso dominante. Con ese bagaje ideal varios de los exponentes de la izquierda hegeliana participaron en el proyecto publicístico de la Gaceta Renana, cuyo primer número apareció en 1841. Pero pronto descubrieron que sus ideas chocaban frontalmente con la política de Federico Guillermo IV, sobre todo en el mantenimiento de la censura de prensa y la confesionalidad del Estado. La Gaceta Renana fue suspendida. Y el hegelianismo de izquierdas pasó rápidamente de la crítica de la religión oficial a la crítica de la religión en general. Para los más radicales, como Bauer o el propio Marx, la crítica

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tenía que ser ya sinónimo de afirmación del ateísmo y, a nivel político, de republicanismo. En 1841, bajo dirección de Bauer, Marx defendió una tesis doctoral sobre La diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro, con el objetivo de emprender una carrera universitaria. La tesis exaltaba el papel de Epicuro en el marco de una crítica radical de la autoridad religiosa y contra la subordinación o equiparación de la filosofía a la religión. A su juicio, Epicuro fue el más grande ilustrado griego. Buscó y encontró una fundamentación común de la física —o filosofía de la naturaleza— y de la ética —o filosofía moral— epicúreas en la autoconciencia singular caracterizada como posibilidad abstracta de libertad. Además, Marx relacionó el carácter crítico de la filosofía epicúrea con el mito de Prometeo e, implícitamente, con la contemporánea batalla de los jóvenes hegelianos contra la religión oficializada en Alemania. Junto a Hegel, uno de los autores más leídos por Marx fue otro representante de la izquierda hegeliana, Ludwig Feuerbach, sobre todo de su obra La esencia del cristianismo, publicada en 1841, y cuya crítica de la religión perfiló su criticismo y le llevó a combinar su ateísmo con la antropología y un programa filosófico para el hombre emancipado. Marx se sintió entusiasmado con la inversión de tipo materialista que Feuerbach realizó de la filosofía hegeliana y también por la formulación de la idea de alienación práctica del hombre religioso que crea sus fantasmas y se somete luego a ellos; pero enseguida se separó parcialmente de la filosofía de Feuerbach con la consideración de que éste concedía excesiva importancia a la naturaleza y demasiado poca a la política y al análisis de la sociedad. Marx se identificó con el proyecto político de Arnold Ruge en la Gaceta Renana, de la que fue director; y luego, ya en Francia, colaboraría igualmente en los Anales Franco-Alemanes. Sus artículos mostraron las líneas generales de su nuevo concepto de filosofía enfrentado con las ideologías y realidades vigentes. Esta es la significación que hay que atribuir al proyecto de crítica general a las manifestaciones más características del Estado prusiano, que pensó desarrollar en una serie de artículos sobre religión, filosofía y derecho. Esta polémica discurrió en dos direcciones, la primera se centró en el mismo concepto de filosofía y sus relaciones con la realidad social; la segunda se movió en la crítica de las ideologías conservadoras. Frente a la

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concepción de la filosofía como mera formulación abstracta de principios, Marx propugnó la «mundanización» de la filosofía, es decir, el análisis de lo concreto y determinado históricamente como principio metódico. Lo cual se concreta en la crítica de las ideologías conservadoras: la religión, la filosofía especulativa de Hegel y la Escuela Histórica del Derecho de Savigny. Cada una a su manera, desde puntos de vista distintos, las tres coinciden en consagrar la realidad dada como única posibilidad, revestida de un fundamento absoluto que reducía al absurdo todo intento de transformación revolucionaria. La religión posee una función justificadora y encubridora de las relaciones de poder y de las contradicciones de una sociedad determinada. En ese sentido, la crítica a la religión era «el supuesto de toda crítica». La última consecuencia de esa crítica era la superación de la religión, la comprensión de la realidad social filosóficamente, como praxis, no a través del mundo fantástico que la religión construye. La superación de la religión por la filosofía consistía en hacer posible el imperativo revolucionario de transformación de un mundo contradictorio, es decir, la eliminación de la felicidad ilusoria del pueblo fruto de la religión, sustituyéndola por la exigencia de «felicidad real». La crítica marxista a la construcción hegeliana de la realidad políticasocial revestía otro carácter. El error de Hegel era, como el de toda filosofía especulativa, el de en lugar de ascender desde la realidad concreta a sus determinaciones abstractas, lo que hacía era independizar éstas convirtiéndolas como «idea» en la única realidad verdadera, y procediendo enseguida a deducir de ésta como movimiento dialéctico los distintos momentos de aquella realidad concreta, los cuales quedaban así revestidos de una necesidad lógica que en sí no poseían. La Escuela Histórica del Derecho consagraba, a juicio de Marx, «la abyección de hoy, por la abyección de ayer, que tiene por rebelión el clamor del siervo contra el látigo, cuando él es vetusto, ancestral, histórico». Marx no mencionó en su crítica a Savigny, sino a Gustav Hugo. Contra su posición, hizo un alegato de racionalismo basado en Spinoza y Kant, quienes habían rechazado la equivalencia entre lo positivo y lo racional. En otros artículos de la Gaceta, Marx sacó a la luz lo que consideraba inutilidad de los debates políticos de la Dieta renana, dominada por los grandes propietarios agrarios, en el caso concreto de una ley votada que sancionaba la represión contra los ladrones de leña. Para Marx, esta ley no

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era la expresión del interés general, sino de los intereses particulares que dominaban la Dieta. Finalmente, Marx acabó dimitiendo como director de la Gaceta ante las constantes censuras de que era víctima por parte de las autoridades prusianas. El periódico dejó de publicarse en marzo de 1843. A finales de octubre de aquel año, Marx emigró a París, donde vivía ya Ruge y donde entró en contacto con los poetas Georg Herwegh y Hienrich Heine. Luego, se relacionó con Proudhon, Bakunin y otros representantes del socialismo y del anarquismo. Más importante fue su encuentro con Friedrich Engels, su gran amigo, protector económico y colaborador. Nacido en Renania en 1820, Engels era hijo de un rico industrial de Düsseldorf, con empresas de hilaturas de algodón en Manchester. Había realizado estudios de filosofía que le introdujeron, como a Marx, en los círculos hegelianos de izquierda. Enviado por su padre a la filial de Manchester, se relacionó con los militantes comunistas. En París, Marx colaboró en los Anales Franco-Alemanes, con dos escritos de singular importancia: La cuestión judía y la Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. La cuestión judía es un comentario a dos trabajos de Bruno Bauer, en los que se planteaba el tema de la emancipación política de la minoría judía en la sociedad alemana. Para Bauer, mientras el cristiano siguiese siendo cristiano y el judío siguiese siendo judío ambos eran incapaces de emanciparse debido a sus prejuicios religiosos. La emancipación exigía superar y suprimir la religión. Lo más relevante del comentario de Marx fue la distinción entre emancipación política y emancipación humana. La emancipación política es, en lo sustancial, emancipación del Estado con respecto a la religión o, mejor aún, de las religiones. La emancipación humana es la liberación del hombre de las situaciones derivadas del modo de vida de la sociedad burguesa, en particular respecto de la doble moral, en lo público y en lo privado, como burgués y como ciudadano, que caracteriza la existencia de las personas en el Estado político. Marx discutía la distinción entre los derechos del ciudadano y los derechos del hombre. Los derechos del ciudadano eran de orden político; se expresaban en la participación del hombre en la universalidad del Estado y reflejaban la esencia social del hombre —aunque de forma totalmente abstracta— y la reivindicación de esa esencia daría lugar a la emancipación humana. No ocurría lo mismo con los derechos del hombre en general:

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siendo expresión de la división de la sociedad burguesa, nada social había en ellos. Los derechos del hombre eran egoístas y antisociales. La libertad, por ejemplo, no se basaba, según Marx, en la unión del hombre con el hombre, sino en la separación del hombre respecto del hombre. La propiedad era el «derecho al egoísmo». La igualdad no era sino el mismo derecho a la libertad previamente descrito; y la seguridad, la garantía del egoísmo. Así, ninguno de los sedicentes derechos del hombre iba más allá del hombre egoísta, separado de la comunidad como miembro de la sociedad civil. Por otra parte, Marx reflexionó, en este artículo, sobre el significado secular del judaísmo. Su base profunda era el interés; el culto profano del judío era el dinero, el chalaneo. En el fondo, era la metáfora e incluso el paradigma de la cultura o de la civilización burguesa. El judaísmo alcanzaba su apogeo, según Marx, con la maduración de la sociedad burguesa. Y es que el espíritu práctico de los judíos había engendrado el espíritu práctico de los pueblos cristianos. En el fondo, los judíos se habían emancipado ya, hasta el punto de que los cristianos se habían convertido en judíos. El contenido del artículo valió a Marx fama de antisemita. En su artículo sobre Hegel, Marx sometió a crítica la idea de que el Estado es, por su origen y valor, independiente de los individuos empíricos que lo componen. Hegel había afirmado que las funciones del Estado estaban conectadas con el individuo de forma accidental, mientras que, de hecho, existía entre ellos un vínculo esencial. Hegel había concebido las funciones del Estado de manera abstracta y en sí mismas, considerando a los individuos empíricos como una antítesis de éstas. Sin embargo, para Marx, las funciones del Estado no eran sino «nada más que las formas de existencia y actuación de las características sociales del hombre». En segundo lugar, Marx, siguiendo a Feuerbach, criticaba la «inversión de la relación entre predicado y sujeto» en la filosofía de Hegel, por la que los individuos, que son sujetos reales, se convierten en predicados de una sustancia universal. En realidad, todo lo que es general no es más que un atributo del ser individual, y el verdadero sujeto es siempre finito. Marx se propuso así reducir todas las instituciones políticas, como objetos de reflexión teórica, a sus orígenes reales humanos. Al mismo tiempo, subordinaba el Estado real a las necesidades humanas y despojaba a ésta de la apariencia de valor independiente, aparte de su función de instrumento para la satisfacción de los individuos empíricos. En el fondo, para Marx, la doctrina hegeliana del Estado reflejaba la ideología de la burocracia

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prusiana que se persuadía a sí misma de que era la suprema personificación del bien general. La Introducción se considera un texto crucial de Marx porque es donde expresa por vez primera la idea de misión histórica del proletariado y la interpretación de la revolución no como la violación de la historia, sino como el cumplimiento de su tendencia intrínseca. En el contexto alemán, no cabía, a juicio de Marx, una revolución política como en Francia, ya que no existía una clase burguesa capaz de llevarla cabo. En consecuencia, la revolución esperable tenía que ser un revolución radical, no parcial, como había sido en Francia, sino una revolución de las necesidades radicales del hombre, una emancipación general de los hombres, de manera que la emancipación universal pasase a ser la condición imprescindible de la emancipación. El prerrequisito para ello lo veía Marx en la formación de una «clase con cadenas radicales», que expresase la disolución de la sociedad civil burguesa, representante del sufrimiento universal, es decir, el proletariado. Y, precisamente por ser todo eso, podía ser el sujeto universal de la emancipación. El proletariado encontraba en la filosofía sus armas espirituales y la filosofía encontraba en el proletariado sus armas materiales. Durante su estancia en la capital francesa, Marx redactó igualmente sus célebres Manuscritos de París o Manuscritos filosóficos de 1844, donde comenzó a desarrollar algunos de los temas de la economía política como salario, beneficios del capital y renta de la tierra; lo mismo sus críticas a los planteamientos de los grandes economistas de la época: Ricardo, Smith, Mill, Say, Sismondi, etc. De la misma forma, comentó el pensamiento de algunos teóricos y líderes socialistas como Proudhon, Bakunin, Fourier, Saint Simon, Cabet, etc., centrando sus críticas en lo que denominaba comunismo «basto» e «inconsciente». Las ideas principales que aparecen en los Manuscritos son los de enajenación del trabajo o la relación entre capital y trabajo. En 1844, Marx publicó, junto a Engels, La Sagrada Familia, una crítica a los planteamientos filosóficos de los jóvenes hegelianos, sus antiguos compañeros de lucha cultural y política. En sus páginas, se afirma el comunismo como movimiento por excelencia de la clase trabajadora. En otra obra, La ideología alemana, Marx y Engels criticaron a Feuerbach, Stirner y otros autores; pero sus ideas centrales fueron las relativas a la relación entre el pensamiento humano y las condiciones de vida; éstas contienen la base de la interpretación materialista de la historia.

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Expulsado por las autoridades francesas a Bélgica, en enero de 1845, Marx prosiguió en sus reflexiones filosóficas en sus Tesis sobre Feuerbach, donde afirma que la tarea fundamental no es ya interpretar el mundo, sino transformarlo. Y más allá de las categorías emanadas de la filosofía y de la economía, elabora nuevos conceptos como clase social, lucha de clases, Estado, etc., entendidos ya según la problemática del «modo de producción» que vinculaba estrechamente lo técnico, lo político y lo cultural. Paralelemante, estuvo inserto, junto a Engels, en la labor de organización y coordinación de las diversas asociaciones obreras en toda europea. Su influencia se hizo cada vez más preponderante frente a otros líderes como Proudhon o Bakunin. Proudhon fue objeto de una incisiva crítica de sus ideas, en Miseria de la Filosofía, réplica marxista a la proudhoniana Filosofía de la Miseria. La Liga de los Justos y el Comité de Correspondencia Comunista, creado por Marx y Engels, se fusionaron en la Liga de los Comunistas, para la cual redactaron el célebre Manifiesto del Partido Comunista. Marx participó con Engels en el movimiento revolucionario de 1848 en Alemania, creando en Colonia la Nueva Gaceta Renana, que apoyó la insurrección obrera de País y propuso una alianza con la burguesía liberal, en contra del régimen prusiano. Exiliado, Marx vivirá, desde entonces, en Londres, en condiciones materiales muy difíciles, alternando el activismo político y el trabajo teórico. Vivió entonces de su trabajo como periodista para el New York Tribune, donde publica El 18 de Brumario de Luis Bonaparte. Preside la organización de la Asociación Internacional de Trabajadores, la I Internacional, redactando el Discurso Inaugural y sus estatutos. Marx pretendió que la Internacional se convirtiera en un cuerpo centralizado y uniforme; se esforzó por hacer que todo el movimiento compartiera las bases ideológicas que él había elaborado; y esperó hacer de la Internacional un arma contra Rusia, bastión de la reacción universal, a su juicio. A pesar de su prestigio, fracasó en estos tres objetivos; y su política terminó por producir una ruptura dentro de la Internacional. El propio Marx sólo asistió a un congreso de la Internacional, el último, celebrado en La Haya, en 1872. Marx combatió los supuestos de Bakunin y Proudhon, a quien criticó el irrealismo político de su anarquismo; y a Lassalle, a quien acusó de nacionalismo alemán y de connivencia con Bismarck, igualmente censuró su socialismo estatista. La I Internacional se destruyó por los conflictos internos, de una parte; y, por otra, por la guerra franco-prusiana y las consecuencias de la Comuna de París.

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Con todo, a partir de los años sesenta, el marxismo se convirtió en la más importante de las ideologías socialistas rivales, en el sentido de que las doctrinas y programas de todo el mundo definieron sus posiciones por referencia a él. Marx había logrado presentar el cuerpo de doctrina más consistente y elaborado, lo que se debió, en gran medida, a la publicación en 1867 del primer volumen de El Capital. Su tesis fundamental es que la explotación deriva de la venta de la fuerza de trabajo por los trabajadores asalariados. En ese sentido, la importancia de Karl Marx en la historia de las ideas socialistas no fue principalmente política, sino doctrinal. El marxismo aportó a la ideología socialista una filosofía —el materialismo dialéctico—, una sociología —el materialismo histórico— y un proyecto político revolucionario.

2. Materialismo dialéctico y materialismo histórico A) El materialismo dialéctico. Karl Marx no llegó a emplear la fórmula «materialismo dialéctico». Ésta se puede deducir de sus escritos y podría hablarse, por tanto, de materialismo dialéctico teniendo en cuenta dos especificaciones: en el aspecto metodológico, es decir, al ser expuesta, la nueva concepción usa profusa y hasta retóricamente categorías de la dialéctica hegeliana —superación/abolición, negación de la negación—; y que, al referirse a la evolución, desarrollo o progreso de las sociedades humanas, matiza la idea del continuo, de la continuidad físico-biológica y sociocultural, para dar primacía al papel que juegan en esta evolución las contraposiciones, los conflictos, las crisis y los saltos históricos. Así entendido, lo dialéctico es la base cultural sobre la que se ha creado la base del materialismo práctico, histórico y económico. Materialismo dialéctico quiere decir para Marx un materialismo que no se limita a captar la realidad bajo la forma de un objeto o como mera contemplación; que rompe con la oposición fijista sujeto/objeto y concibe alternativamente la actividad humana como una actividad objetiva y transformadora al mismo tiempo. Este materialismo afirma que el asunto de dilucidar la verdad y la objetividad de las representaciones humanas es un problema, pero añade que es un problema sólo resoluble en el ámbito de la praxis, de la acción, pues es en ella, y sólo en ella, donde el hombre puede probar —no en el sentido lógico-formal, sino como experimentación— la verdad de su pensamiento.

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El materialismo marxista postula que el hombre es, a la vez, fruto de las circunstancias históricas y agente del cambio de las mismas; y, por ello, no se queda en el reconocimiento de la enajenación real de los miembros de la especie, sino que aspira a la conciencia plena de esa contradicción y a superarla por la vía revolucionaria. Para el materialismo marxista el hombre es naturaleza; y parte de la tensión entre naturaleza e historia cultural humana, pero contempla esa tensión desde una perspectiva evolutiva, porque estima que, en el mundo moderno, gran parte de lo que entendemos por naturaleza exterior al hombre es ya naturaleza humanizada, artificializada por la actividad de los seres humanos. El materialismo marxista niega la idea de que la naturaleza humana sea empíricamente verificable o tenga que reducirse a la conciencia; y postula que puede hablarse de una naturaleza humana siempre que ésta se entienda como el conjunto de las relaciones sociales. Y es que el materialismo de Marx es un inmanentismo y es un realismo. Parte de la perspectiva antropológica de que los seres humanos son individuos reales, materiales, sensibles, que establecen relaciones reales entre sí, relaciones de poder y de explotación, así como de cooperación, y con el resto de la realidad natural mediante el trabajo y la producción. En la explicación de los individuos y sus relaciones no considera válido ningún tipo de explicación trascendente, basada en dioses o demonios, o en conceptos abstractos como Humanidad o Espíritu. De la misma forma, rechaza el mito del homo aeconomicus, el atomismo social, el idealismo político-ético, la moral kantiana, etc. Por último, a diferencia de los materialismos anteriores, el materialismo dialéctico cree poder explicar lo que los individuos son y las formas que han tomado sus sentimientos religiosos o políticos a partir de la comprensión de las formaciones sociales en que estos sentimientos han nacido. Y puesto que el criterio de la praxis es esencial para él, este materialismo no se quiere limitar a la comprensión de lo que hay o de lo que ha habido históricamente, sino que aspira a transformar el mundo teniendo como horizonte ya no la sociedad civil, burguesa, sino un proyecto alternativo, la sociedad comunista. B) El materialismo histórico: El materialismo dialéctico se hace histórico porque pretende mantenerse en el terreno de la evolución y el desarrollo real de los hombres. Para ello, hay que dejarse, según Marx, se abstracciones especulativas y partir de lo que ocurre a los individuos reales,

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de su acción y de sus condiciones materiales de existencia. Marx escribió, junto a Engels, en La Sagrada Familia, que la Conciencia, el Espíritu e incluso la Historia —con mayúsculas y en abstracto— no actúan. La Historia no hace nada; no es Ella la que libra el combate; son los hombres reales quienes lo hacen. La historia, con minúsculas, no es otra cosa que la actividad del hombre persiguiendo sus propios fines. La concepción materialista de la historia trata de captar el proceso real de producción partiendo de la producción material de la vida y de la forma de intercambio que corresponde a cada modo de producción. A partir de este planteamiento, y en base a ello, esta concepción intenta explicar los diversos productos teóricos y las formas de conciencia —religión, filosofía, moral, política— y estudia la relación recíproca entre ellos. Lo que los individuos son o llegan a ser depende de las condiciones materiales de producción. Estas se hallan condicionadas, a su vez, por los factores infraestructurales, es decir, la división del trabajo, el nivel de las fuerzas productivas y las distintas formas de propiedad. En este proceso cambiante es donde los hombres producen sus representaciones, sus ideas; y lo hacen siempre en función del desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas y por el intercambio que a él corresponde. La conciencia es un producto social. Las ideas de los hombres cambian de acuerdo con las cambiantes relaciones socioeconómicas. Y las ideas que dominan son las de las clases dominantes, de las clases poseedoras de los medios de producción. Las ideas y las instituciones políticas, el mismo Estado pertenecen al ámbito de las superestructuras. Los motores de las transformaciones sociales son dos y están interconectados. De un lado, el conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción y de propiedad existentes. De otro, las revoluciones, fruto de la lucha entre las distintas clases sociales. Las relaciones sociales se hallan íntimamente ligadas a las fuerzas productivas y, en particular, al nivel alcanzado por las técnicas aplicadas a la producción. Al crear y desarrollar nuevas fuerzas productivas los hombres cambian su modo de producción y, al cambiar el modo de producción, cambian también, con él, las relaciones sociales. Como diría Marx en Miseria de la filosofía: «El molino a brazo os dará la sociedad con el señor feudal; el motor a vapor, la sociedad de capitalismo industrial». Pueden distinguirse así, desde la perspectiva marxista, cuatro modos de producción: antiguo,

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feudal, burgués y asiático. Cada uno de ellos se caracteriza por un tipo de relaciones entre los hombres que trabajan. El modo de producción antiguo se caracteriza por la esclavitud; el feudal por la servidumbre; el burgués, por el trabajo asalariado; y el asiático, por la subordinación de todos los trabajadores al Estado. Factor de primer orden en los cambios sociales es la lucha de clases. Marx transformó el método dialéctico hegeliano en una dialéctica materialista. La realidad sólo es conducida a un nuevo estadio y sólo existe historia, por tanto, allí donde una parte de la sociedad —un grupo, una clase— representa el futuro del todo social y hace de su causa una causa general. Si un sector de la sociedad se convierte en el soporte de un principio general, la clase opuesta reviste igualmente una significación específica; es la representante del pasado en el presente, el «estado de injusticia general», «la encarnación de las barreras y obstáculos generales». La misma realidad social posee una estructura dialéctica; y la dialéctica histórica aparece como oposición de intereses entre las clases sociales. El primer gran ejemplo en el que Marx percibió esta estructura de la dialéctica histórica fue en la Revolución francesa, a partir de la lectura de historiadores liberales franceses como Guizot y Thierry. La nobleza y el clero corporeizan el viejo sistema social; mientras que en el tiers état se encuentra el futuro histórico. La clase burguesa representa naturalmente sus propios intereses y combate por ellos. Lo esencial es, sin embargo, que, al hacerlo así, lucha por lo general, es decir, por el futuro de toda la sociedad. Lo que aquí Marx traduce en sociología son ideas hegelianas. La oposición dialéctica que en Hegel era una contradicción entre ideas y principios, se convierte en Marx en una lucha entre fuerzas sociales, en lucha de clases. El Manifiesto Comunista parte de esta concepción fundamental para trazar un esbozo de la historia universal. Meditar sobre el curso histórico significa buscar la lucha ininterrumpida, unas veces abierta y otras latente, que tiene lugar entre las clases sociales por razón de sus intereses reales, luchas que terminan siempre con una transformación revolucionaria de la sociedad. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros artesanos y aprendices, burgueses y proletarios; sólo estas contraposiciones de intereses y en estas luchas se hacen reales la sociedad y la historia. Sin embargo, aún cuando el concepto de lucha de clases y de la dialéctica material revisten validez para toda la historia, su aplicación específica tiene

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lugar en la época de la sociedad burguesa. Las clases anteriores nacen, desde luego, también como necesidad en el seno de la sociedad que ellas mismas revolucionan y que, por fin, destruyen. En general, no obstante, se trata de procesos múltiples y dilatados, que sólo paulatinamente llevan a la formación de las clases respectivas. La burguesía, por ejemplo, se ha formado en un proceso secular que parte de la Edad media, y fue preciso que pasara un dilatado proceso histórico para que llegara a convertirse en rival histórico del orden social feudal. Además, las épocas anteriores de la historia presentan casi siempre una pluralidad de grupos y de estratos sociales. El orden capitalista, en cambio, ha simplificado radicalmente las oposiciones de clase, escindiendo cada vez más a la sociedad en dos grandes grupos enemigos, en dos clases opuestas: la burguesía y el proletariado. La razón interna de esta simplificación radical de la estructura social es que la oposición de clases fundamental no sólo se da dentro del orden social dominante, sino que surge creada por él. Una necesidad y consecuencias objetivas hacen que las dos clases surjan simultáneamente. La exclusión o la participación en la propiedad de los medios de producción —edificios de fábricas, maquinaria, materias primas y aquellos bienes de consumo que forman parte del presupuesto de los trabajadores— constituye el principio estratificador de las clases sociales. Así tenemos fundamentalmente dos, y sólo dos, clases: la de los propietarios o capitalistas y el proletariado o clase trabajadora, integrada por todos los desposeídos que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo. Marx no negó, por supuesto, la existencia de grupos intermedios, como los clérigos y los profesionales, o los campesinos, arrendatarios y artesanos que además de emplear trabajo ajeno realizan por sí mismos labores manuales; pero tales grupos son tratados como anomalías que tienden a desaparecer en el curso del proceso capitalista. Las dos clases fundamentales, en virtud de la lógica de su situación e independientemente por completo de las voluntades individuales, son esencialmente antagónicas. El único antagonismo no incidental, sino inherente a la estructura básica de la sociedad capitalista se funda en el control privado de los medios de producción: la lucha de clases es la verdadera naturaleza de la relación entre capitalistas y proletarios. Con el principio de la burguesía, el capital, se ha dado también el principio del proletariado, el «trabajo libre». El materialismo histórico se convierte así en una crítica a la economía política clásica, que es la teoría del orden económico capitalista, y en una crítica de ese orden. En El capital, su obra cumbre, Marx presentó los conceptos fundamentales —mercancía, capital, plusvalía,

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ganancia, renta, etc.—, «leyes» del modo de producción capitalista —ley de acumulación capitalista, ley de tendencia a la disminución del índice de ganancias—, marcos institucionales —manufacturas, sociedades por acciones— mecanismos —crédito, crisis—, fases históricas —la acumulación del capital—, etc. Y quiso poner al desnudo la relación capitalista, la estructura de clases que opone a capitalistas y proletarios. Su base es la teoría de la explotación capitalista, es decir, la de la plusvalía. Su demostración, el análisis de sus engranajes, la denuncia de sus disfraces, constituye el fundamento teórico de la obra y la justificación de su pretensión político e ideológica. Y es que el materialismo histórico no es un sistema puramente teórico. La práctica y la teoría se funden íntimamente en su doctrina. Todos los conceptos de su sistema se hallan concebidos prácticamente. Marx concibe toda la realidad social desde el punto de vista de la acción política. Y lo que busca no es una imagen teórica de la efectiva posición de las clases sociales, sino el principio político de la agrupación para la lucha de clases en el presente. Así, pues, existe explotación cuando una fracción de la sociedad se apropia de una parte del resultado del trabajo de otra fracción. A diferencia de otros modos de producción, en el capitalismo los procedimientos implican la compra y la venta de la capacidad de trabajo del trabajador, la propiedad privada de los medios de producción, de los mecanismos de transferencia y de las subdivisiones de la plusvalía en diversas fracciones. En los fundamentos del capitalismo, en los hechos de la mercancía, del capital, de la máquina, del mercado libre de trabajo, se va poniendo al descubierto el proceso dialéctico que ha de conducir al derrumbamiento de todo el sistema. Acumulación y concentración del capital, empobrecimiento relativo y absoluto del proletariado son las leyes internas del orden económico capitalista. Desde la perspectiva del materialismo histórico marxista, el Estado pertenece, como ya señaló Marx en su crítica a la teoría política hegeliana, al ámbito de la superestructura. El Estado no es una potencia autónoma capaz de decisiones propias. Ni siquiera es capaz de superar, en realidad, las contradicciones sociales. Al contrario, la existencia del Estado significa, para Marx, la confesión de que éstas resultan insuperables; lo más que puede hacer es aminorarlas o mediar entre las clases temporalmente. Por su naturaleza real, es siempre un órgano en manos de las clases dominantes. En apariencia coherente, la gran aporía del materialismo histórico marxista radica, sobre todo a nivel de práctica política, en la posibilidad de conciliar el evidente contenido determinista de la doctrina, donde todo

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parece suceder según leyes científicas inquebrantables, con la libertad y la indeterminación que suponen la voluntaria unión de los trabajadores y su acción revolucionaria para un designio común. Determinismo y voluntarismo se encuentran imbricados de forma insuperable en el marxismo; lo que, como luego veremos, tuvo importantes consecuencias de orden filosófico y político.

3. Crítica de las ideologías A) Concepto de ideología: El materialismo histórico lleva implícita una crítica de las ideologías políticas contemporáneas. No obstante, Marx nunca escribió una obra dedicada a las ideologías. En la mayoría de sus escritos, cuando quiso precisar, nunca entendió por ideología un simple conjunto articulado de ideas y valores o una concepción del mundo sin más. Tampoco pretendió que pudiera haber representaciones de la realidad sin supuestos previos. Usó, por lo general, el término ideología en su sentido peyorativo: se trataba de un cuerpo de ideas que aspiran a la universalidad y a la verdad más absoluta, pero que representan sólo —unas veces de manera consciente y otras de manera dogmática— intereses particulares de una determinada clase social. Ideología es, en suma, falsa conciencia, elaboración más o menos teórica de las ilusiones de una clase. La ideología es la suma total de ideas —opiniones, convicciones, etc.— relacionadas, ante todo, con la vida social —opiniones sobre filosofía, religión, economía, historia, derecho, utopías de todas clases, programas políticos y económicos— y que parecen existir por propio derecho en la mente de quienes las defienden. Marx y Engels sometieron a crítica desde esos supuestos las ideologías políticas contemporáneas, tales como los socialismos que calificaron de «utópicos», el anarquismo, el liberalismo, la democracia y el nacionalismo. B) Crítica del socialismo y del anarquismo: En el Manifiesto Comunista, Marx y Engels sometieron a una crítica radical, la propaganda socialista de la época. En primer lugar, el socialismo de denominaron «feudal» o reaccionario, que se oponía al capitalismo desde el punto de vista de la aristocracia arruinada por el sistema de propiedad burgués-capitalista —los legitimistas franceses, la Joven Inglaterra—: invocando la felicidad patriarcal de los tiempos antiguos, atacaba a la época burguesa por subvertir el viejo

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orden y, sobre todo, por crear al proletariado revolucionario. Lo mismo podía decirse, según Marx y Engels, del socialismo cristiano, «agua bendita con la que el sacerdote consagra el rencor de la aristocracia». El socialismo pequeño-burgués, representado por Sismondi, era reflujo del miedo de los pequeños productores a que la industria les quite la vida. Este socialismo afirma que la creciente mecanización, la concentración de capital y la división del trabajo llevaban inevitablemente a la crisis, la pobreza y las grandes desigualdades, la guerra y la desintegración social. Para Marx y Engels esto era cierto, pero el remedio propuesto suponía un retroceso al sistema precapitalista de producción e intercambio con gremios y una economía agrícola patriarcal; lo que resultaba reaccionario e inútil. El socialismo de Proudhon no salía mejor parado. Proudhon intentaba preservar las condiciones existentes eliminando todo lo que tiende a revolucionar la sociedad, a conservar la burguesía y deshacerse el proletariado. Confiaba en slogans filantrópicos y en reformas administrativas, sin hacer esfuerzo alguno por abolir el sistema de propiedad burguesa. Proudhon ya había sido objeto de una crítica global por parte de Marx en su obra Miseria de la filosofía, réplica a Filosofía de la miseria del francés. A juicio de Marx, Proudhon incurría en el vicio metafísico, muy común en los filósofos, que consiste en tomar por realidades los conceptos que inevitablemente hay que componer y usar para referirse a aquéllas. La miseria de una doctrina revolucionaria puramente especulativa, sin conocimientos científicos, consiste en no poder pasar de una definición vaga de sus objetivos. No puede mostrar lo realizable de éstos, ni descubrir el agente que mueve la sociedad hacia ellos. Este agente era tan fantasmal para Proudhon, que era incapaz de analizar la realidad social. Y es que Proudhon no advertía las inevitables consecuencias de la competencia y, en su afán por eliminar sus aspectos negativos, adoptaba el punto de vista de un moralista a expensas del análisis económico; lo que se ponía de relieve en el slogan «La propiedad es un robo». En segundo lugar, Marx acusó a Proudhon de la reaccionaria y desesperada empresa de revivir los métodos de producción medievales basados en la artesanía individual, de cara a la abolición de la división social del trabajo. Y es que la industria dominada por la competencia suponía una cada vez mayor división del trabajo en aras de una producción mayor, y sólo era posible imaginar su abolición tras la abolición de la competencia y

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la regulación de la producción según las necesidades humanas. La doctrina de Proudhon era una fantasía pequeñoburguesa, un sueño consistente en conservar la burguesía eliminando al proletariado, es decir, hacer de toda persona un burgués. Y, en tercer lugar, Proudhon intentaba aplicar esquemas hegelianos de forma fantástica y arbitraria. Proudhon imaginaba que la realidad social podía ser transformada por la manipulación intelectual de las categorías económicas. Sin embargo, éstas no eran más que abstracciones, el reflejo en la mente humana de las condiciones sociales de una determinada etapa histórica. Finalmente, el socialismo «utópico», predicado por Saint Simon, Owen o Fourier, siendo consciente de la lucha de clases y de la opresión del proletariado, no alcanzaba a percibir el decisivo papel de éste último y lo constituía en un mero objeto pasivo de planes reformadores. Estos teóricos rechazaban la perspectiva de la revolución y ponían sus miradas en la comunidad general o en bien en las clases privilegiadas. Habían desempeñado una útil función en la crítica de la sociedad burguesa u la propuesta de reforma; pero, al intentar obviar la lucha de clases, sus sucesores se convertían en reaccionarios, cuyo fin era extinguir los antagonismos de clase y evitar una acción política independiente del proletariado. Con respecto al anarquismo de Bakunin, Marx discrepaba del revolucionario ruso en que la revolución podía acabar con toda forma de Estado desde el principio. Marx creyó que el Estado futuro no tendría por misión «gobernar personas», sino «administrar las cosas», es decir, organizar la producción. Por otra parte, la idea de Bakunin de una actividad económica completamente libre desarrollada por pequeñas comunas autónomas no era, para Marx, otra cosa que la utopía proudhoniana y se encontraba sometida a las mismas objeciones. Sobre todo, el hecho de que una economía compuesta de pequeñas unidades tendría que reproducir necesariamente el sistema de competencia y da acumulación del capital. Las discrepancias con Lassalle fueron igualmente radicales, y en particular sobre el papel del Estado en su programa político, como agente de la emancipación de la clase obrera en las condiciones capitalistas, algo que era contrario a la idea de Marx del Estado como arma defensiva de las clases privilegiadas. De la misma forma, criticó el patriotismo lassealliano,

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más interesado en enfocar los asuntos de la época, incluidas las guerras, desde el punto de vista nacional que internacional. C) Crítica de la democracia liberal: Como ya hemos visto, el joven Marx veía en las libertades del ciudadano una consecuencia de las fuerzas del dinero y del mercado. En los derechos del hombre, lo verdadero eran los intereses; lo falso era la ciudadanía. Lo que Marx denominó «abstracción democrática» significaba que la igualdad política era una tensión constante de los individuos hacia un objetivo que no les resultaba accesible. El individuo democrático se creía igual y semejante a cualquier otro individuo, mientras que la sociedad capitalista no dejaba de producir individuos desiguales. Marx denunció esta contradicción entre el hecho y su representación como característica de una ilusión. Teóricamente constituida, como el mercado, para individuos iguales y libres, la democracia política era una mentira. La verdad del mercado era la división del mercado y de las clases, la explotación del débil por el fuerte y del pobre por el rico. La ciudadanía democrática disfrazaba y expresaba, al mismo tiempo, esas restricciones, ya que era incapaz de modificarla; y materializaba la política de la clase dominante bajo la apariencia de una soberanía igualmente compartida por todos los miembros de la sociedad. La implantación del sufragio universal no cambiaba nada de la realidad de esa dominación clasista. Lejos de ser una eventual amenaza para el orden burgués, el sufragio universal era la traducción política de una sociedad definida por el mercado. D) Crítica del nacionalismo: En el pensamiento de Marx y Engels la nación ocupa un lugar claramente subordinado. La célebre frase contenida en el Manifiesto Comunista según la cual «los proletarios no tienen patria» ha sido citada a menudo como sintomática de la superficialidad política y conceptual con que los fundadores del socialismo «científico» consideraron el fenómeno de las naciones, precisamente en un período histórico en que toda Europa era presa de una auténtica fiebre de nacionalidad. En realidad, si bien es cierto que el contenido de los escritos de Marx y Engels sobre el tema de la nación son consideraciones asistemáticas, reflexiones fruto de las contingencias políticas, a menudo impregnadas de espíritu polémico, a las que falta, por lo tanto, una visión orgánica y articulada del concepto, también es cierto que de todos modos existe una teoría más o menos implícita de la nación en su obra. Marx y Engels postularon la subordinación de la nación y del Estado nacional a las leyes inexorables

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del progreso histórico, en su convencimiento de que la unificación económica del mundo favorecida por el modo de producción capitalista volvería superflua la existencia de las naciones y anularía los conflictos políticos nacionales. Las primeras referencias al concepto de nación contenidas en La sagrada familia y en La ideología alemana, se apoyaron en la experiencia francesa. Marx y Engels atribuyeron el nacimiento de la nación, entendida como formación histórica y no natural, al ascenso de la burguesía. La nación expresaba la politización de la sociedad civil burguesa, la que, al adquirir conciencia de sí misma, de su propio dinamismo económico, de sus propios intereses de clase y de su propia función histórica, al proponerse como clase nacional, conquista el Estado, de sus aparatos legales y productivos, en detrimento de los viejos estamentos feudales y aristocráticos. Por estas razones, representa una forma de egoísmo. Al representar una forma histórica determinada, fruto de relaciones de clase específicas y de intereses económicos particulares, la nación constituye algo muy distinto de una totalidad homogénea. En tanto producto exclusivo de la burguesía, se trata de un fenómeno histórico transitorio, estrechamente ligado a las dinámicas de evolución del sistema capitalista y, como tal, está destinado a ser superado por la desaparición de éste último. Los proletarios no tienen motivos para ocuparse de la nación o para reconocerse en ella, como no sea en la medida en que el desarrollo de la sociedad capitalista, dentro del marco centralizado del Estado nacional, pueda servir de instrumento a la causa de la revolución social y a la persecución del objetivo final: la desaparición de las diferencias de clase en el marco de un mundo unificado en el que, por definición, las diferencias nacionales tampoco tendrían significado alguno. Las revoluciones de 1848 representaron probablemente el acontecimiento histórico más importante. Precisamente, de la reflexión sobre las causas que llevaron al fracaso de los movimientos revolucionarios, inspirados en el principio de las nacionalidades en toda Europa, se originó la distinción establecida en particular por Engels entre «nación» y «nacionalidad» y, sobre todo, entre naciones con «historia» y naciones «sin historia».

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La lección que surgió del desarrollo de las revoluciones del 48 fue, por un lado, que la revolución social no puede realizarse en simple marco nacional, sino que necesitaba, en cambio, el contexto europeo; y, por otro, el desenlace socialmente conservador y antirrevolucionario que podía asumir la lucha por la nacionalidad, como lo demostraba la actitud de las fuerzas democráticas y burguesas de los países de Europa oriental, prestos a disociarse del impulso popular y de las luchas por la emancipación con tal de favorecer sus objetivos políticos nacionalistas. De ahí la necesidad de distinguir entre las «grandes naciones históricas» europeas —Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, España, Polonia y Hungría— con su propia vitalidad objetiva y su intrínseca dinámica, en las que ya existen amplias unidades estatales en condiciones de favorecer el desarrollo económico y el progreso social, premisas necesarias para la revolución social; y las «naciones sin historia», esencialmente «naturales», de la Europa centro oriental y balcánica, carentes de futuro político y destinadas a desaparecer, a «desnacionalizarse», o a ser absorbidas por las primeras incluso por la fuerza. Lo implícito en esta distinción, que desmorona cualquier principio generalizado de autodeterminación, resulta evidente: las primeras, en tanto insertas en el flujo de la historia y potencialmente dotadas de una organización política interna y de una base territorial que, al favorecer el nacimiento de las actividades industriales y el crecimiento del comercio, permiten al mismo tiempo la lucha de clases de los proletarios, son «progresivas», en cuanto resultan útiles para la causa de la revolución socialista; las segundas resultan, en cambio, reaccionarias e históricamente inútiles, dado que no aportan ninguna ventaja a la causa del proletariado. Las «naciones históricas» son los Estados nacionales —los existentes o potenciales— de los países capitalistas e industriales avanzados, en los que a un poder centralizado de la burguesía pueda oponérsele una clase obrera a la vez organizada y compacta sólo dentro del Estado nacional, y donde pueda reivindicar su propia hegemonía en tanto «clase nacional». En su celebración del progreso capitalista, Marx justificó la destrucción de las viejas culturas que acompañó en la India y en otros lugares a la expansión británica. E igualmente aplaudió la anexión de California y otros territorios mexicanos a Estados Unidos, en 1845, caracterizando a los mejicanos como personas incapaces de explotar las riquezas naturales de sus territorios.

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4. Del socialismo al comunismo Marx y Engels llegaron a la conclusión de que el capitalismo era irreformable, y que, a pesar de todas las luchas económicas y políticas, la clase trabajadora estaría esclavizada en tanto prosiguiera ese sistema de producción. El capitalismo preparaba, a juicio de Marx, las condiciones previas de una nueva sociedad no sólo revolucionando la tecnología y desarrollando nuevas formas de producción, sino exasperando la lucha de clases y la conciencia revolucionaria del proletariado. De acuerdo con su teoría, Marx y Engels pusieron mayores esperanzas en las sociedades desarrolladas, pero en ocasiones también pensaron en que en la atrasada Rusia podría producirse una revolución. Sin embargo, ni uno ni otro indicaron formalmente cuáles eran las condiciones para el estallido de las revoluciones; sus observaciones dispersas no forman un todo coherente. Resulta evidente que, como ya señalamos, existía en su concepción una contradicción entre la impaciencia revolucionaria y la teoría de que el capitalismo debía alcanzar primero su «madurez» económica, algo que, según Marx, no había alcanzado ningún país excepto Inglaterra; y uno y otro de estos puntos de vista era el que prevalecía según el curso de los hechos. Marx llegó a creer con el tiempo que no podía haber una transición inmediata al sistema socialista. En la Crítica al Programa de Gotha, observó que tendría que haber un período intermedio entre la revolución y la realización final de las esperanzas socialistas: la dictadura del proletariado. La transición era en sí un acto político y no económico. Sin embargo, según el aforismo de Marx en El capital: «La fuerza es la comadrona de toda sociedad preñada de una nueva. Es en sí una fuerza económica». En 1895, Engels rechazó, en cambio, la posibilidad de una vía violenta y se planteó el acceso al poder por medios legales en el Parlamento y en el terreno de la propaganda, acumulando fuerzas para el conflicto decisivo. Sin embargo, Engels limitaba esta esperanza a Alemania, cuando fueron revocadas las leyes antisocialistas, como Marx lo había limitado a Inglaterra, los Estados Unidos y Holanda. En segundo lugar, no lo consideró en sí como un resultado inevitable que el poder pudiera alcanzarse por medios parlamentarios: esto dependía por completo de la actitud de la burguesía, siendo aún posible una revolución violenta. En tercer lugar, mientras esperaba un «conflicto decisivo» en la forma de un asalto al poder por la clase trabajadora, creía que éste podía ser un acto no sangriento debido a la

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fuerza de ésta última, su conciencia desarrollada y su capacidad para contar con la ayuda de las clases medias bajas. No rechazó la idea de la revolución como principio necesario e inevitable en la práctica, pero creía que podía ser no violenta. No dijo expresamente que pensaba que la clase trabajadora podía alcanzar el poder simplemente obteniendo la mayoría en las urnas. Sin embargo, incluso en este caso no podemos atribuirle la idea de cooperación entre clases o la de la extinción de los conflictos de clase. En cualquier caso, según el esquema marxista, el advenimiento de la nueva sociedad se desarrolla en tres etapas: la revolución, la dictadura del proletariado y la sociedad comunista. La revolución es necesaria e inevitable. El progreso dialéctico no puede realizarse más que por la negación violenta de los contrarios: la burguesía y el proletariado. La dictadura del proletariado es explícitamente prevista por Marx como una fase intermedia entre la revolución y el comunismo. Tras la victoria de la revolución, el proletariado, según establecieron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, se valdría de la dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado. Lo cual no podía realizarse más que mediante una «violación despótica» del derecho de propiedad y de las relaciones burguesas de producción. Estas medidas serían: la expropiación de la propiedad territorial y el empleo de la renta de la tierra para los gastos del Estado; fuerte impuesto progresivo; abolición del derecho de herencia; confiscación de la propiedad de todos los emigrados y sediciosos; centralización del crédito en manos del Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y monopolio exclusivo; centralización en manos del Estado de todos los medios de transporte; multiplicación de las empresas fabriles pertenecientes al Estado y de los instrumentos de producción, roturación de los terrenos incultos y mejoramiento de las tierras, según un plan general; obligación de trabajar para todos; combinación de agricultura e industria, medida encaminada a hacer desaparecer gradualmente las diferencias entre la ciudad y el campo; educación pública y gratuita de todos los niños, abolición del trabajo infantil, régimen de educación combinado con la producción material. En cuanto a la sociedad comunista o sin clases, estadio último emergente de la extinción del Estado proletario, Marx y Engels fueron muy lacó-

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nicos sobre su caracterización. Ambos hicieron referencia a la «reglamentación comunista de la producción» y de la «producción cooperativa», de la «supresión del poder político propiamente dicho» y del «sufragio universal» al servicio del proletariado, de la supresión de la división del trabajo y de la abolición de las diferencias entre el campo y la ciudad. En sus escritos juveniles, Marx defendió la idea del hombre total, es decir, el que no se encuentra mutilado por la división del trabajo. En algunos textos idílicos, Marx trazó el cuadro de una sociedad futura en la cual los hombres irían de pesca por la mañana; a la fábrica por la tarde; y se retirarían por la noche con el fin de cultivar su espíritu. En la sociedad comunista, se haría realidad el slogan de «a cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades». En cuanto a la abolición del Estado, ésta no significaba, en el pensamiento de Marx, abolir las funciones administrativas para la dirección de la producción, pero estas funciones no serían un ejercicio del poder político. Lo que implica una sociedad en la que hubieran desaparecido todos los conflictos sociales. Y es que en la obra de Marx y Engels está ausente una reflexión profunda sobre el factor político, las formas de gobierno y el Estado. A pesar de que se propuso escribir en sus primeros años una «crítica de la política» y que mostró interés, como sabemos, por la teoría del Estado de Hegel, Marx no publicó nunca una obra dedicada específicamente al problema del Estado. Tan es así que la teoría política marxista debe ser deducida de pasajes, generalmente breves, tomados de obras dedicadas a la economía, la historia, la literatura, etc. La única obra general sobre el Estado es la de Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, aunque el problema de allí se trata es, en gran parte, el de la formación histórica del Estado; y no el de la organización del poder político. La razón última de esta ausencia parece ser su concepción negativa del Estado. Como ya señalamos, Marx considera al Estado como un puro y simple instrumento de dominación, una superestructura que refleja la situación de las relaciones sociales determinadas por la base social; el aparato o los aparatos de los que se vale la clase dominante para mantener su dominio, razón por la cual el fin del Estado no es un fin noble, sino pura y simplemente el interés específico de una parte de la sociedad, no del bien común, sino del bien particular de quien gobierna. Marx denomina «superstición política» a toda concepción que por sobrestimar el Estado termina

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por hacerlo, como Hegel, un «Dios terrenal», al que debemos sacrificar incluso la vida en nombre del interés colectivo, que sólo el Estado fatalmente representa. Lo que cuenta para Marx y Engels es la relación real de dominio, que es lo que hay entre la clase dominante y la dominada, cualquiera que sea la forma institucional en que esté revestida la relación. Por lo tanto, la forma institucional no cambia sustancialmente la realidad de la relación de dominación que hunde sus raíces en la base real de la sociedad, es decir, las relaciones de producción. Desde este punto de vista, todo Estado es una forma de despotismo. En concreto, como diría Marx en un pasaje de El 18 de brumario de Luis Bonaparte, la república burguesa en Francia equivalía a «despotismo ilimitado de una clase sobre otras». En su análisis del bonapartismo, Marx consideraba que su novedad se encuentra en el hecho de que el poder ejecutivo cobra preponderancia sobre el legislativo. Mientras en el Estado representativo el centro del poder estatal es el parlamento, del que depende el poder ejecutivo, en el Estado bonapartista el poder ejecutivo margina al poder legislativo y se apoya en el «espantoso cuerpo parasitario» de la burocracia. Sin embargo, este cambio de papeles no modifica la naturaleza del Estado, que siempre es un Estado de clase y es, en cuanto Estado, el portador de un poder despótico. Con respecto al bonapartismo, Engels agregó, sin negar la tesis de que el Estado es siempre el de la clase más poderosa, que en tiempos excepcionales, cuando las clases antagónicas tienen fuerzas casi iguales, el poder estatal puede asumir el papel mediador entre las clases y adquirir cierta «autonomía» frente a ambas; y entre los ejemplos históricos destacó «el bonapartismo del primero y especialmente del segundo Imperio que se valió del proletariado contra la burguesía y de la burguesía contra el proletariado». En cualquier caso, lo que cambia es el titular del poder político, más que la naturaleza despótica del Estado. El Estado, cualquier Estado, por su índole, en cuanto Estado, es despótico: al cambiar la forma de gobierno se modifica la manera de ejercer el poder, pero no la sustancia de éste. Para Marx, la categoría de despotismo adquirió un sentido general y sirve para indicar la esencia del Estado. Pero, en el lenguaje marxista, como sabemos,

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el término que ha tenido más éxito para indicar el dominio de una clase sobre otra, ha sido el de «dictadura» con expresiones como «dictadura de la burguesía» y «dictadura del proletariado», para designar respectivamente al Estado burgués y al Estado proletario. Suele decirse que Marx tomó de la experiencia de la Comuna de París la idea del Estado proletario, es decir, el Estado como «dominación organizada del proletariado»; como contrapunto a la democracia liberal representativa del Estado burgués, la democracia directa, es decir, la participación de los ciudadanos en las diversas sedes en que se ejercer el poder, no filtrada a través de representantes, por muy libremente elegidos que hayan sido. Al hacer el elogio de la Comuna, Marx tendió a resaltar sobre todo el ejercicio directo del pueblo en los diversos niveles del poder estatal, en las diferentes funciones gubernamentales, y enumeró algunos rasgos que le parecieron una renovación radical frente a las formas de gobierno anteriores: supresión del ejército permanente por el pueblo armado; elección por sufragio universal de los consejeros municipales, responsables y revocables en cualquier momento; transformación de la Comuna en lugar de trabajo, al mismo tiempo ejecutivo y legislativo; privación a la policía de sus atribuciones políticas y su conversión en instrumento responsable de la Comuna; disolución y expropiación de las iglesias «en cuanto entes poseedores»; apertura gratuita para el pueblo de todos los institutos de enseñanza; magistrados y jueces elegidos, responsables y revocables como todos los demás funcionarios públicos. Sin embargo, Marx no consideró a la Comuna —cuyo nombre no es más que francés según el municipio de París, y carece de significación ideológica— como algo específicamente socialista o proletario. En 1891, ya muerto Marx, Engels hizo referencia a ella como «dictadura del proletariado»; pero Marx nunca se expresó en esos términos. En febrero de 1881, en una carta a F. Domela Necuwenhuis, Marx estimó que la mayoría de la Comuna no era socialista y que su único curso correcto y posible hubiera sido pactar con Versalles en beneficio de todo el pueblo francés. En cualquier caso, parece ser que para Marx la mejor forma de gobierno es la que permite el proceso de extinción de cualquier forma posible de gobierno, es decir, que da lugar a la transformación de la sociedad estatal en su sociedad no-estatal. Si el proletariado necesitase un modo de coerción temporal, éste consistiría en el dominio realmente ejercido por la gran

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mayoría de la sociedad. Pero el objetivo de este dominio sería terminar su propia existencia y poner fin a la política como esfera separada de la vida social. En ese sentido, Karl Marx fue el último socialista utópico. Y dejó un peligroso vacío teórico sobre el factor político. 5. La herencia de Marx: reforma o revolución Marx murió en Londres el 14 de marzo de 1883. Engels le sobrevivió por espacio de doce años; murió también en Londres el 5 de agosto de 1895. En 1889 se fundó la II Internacional, cuyo período de existencia, hasta 1914, puede ser denominado, como señala el filósofo Leszek Kolakowski, «la edad de oro del marxismo». El marxismo impregnó la ideología de la mayoría de los partidos socialistas europeos, salvo en Inglaterra. Y apareció en los medios intelectuales como una doctrina seria. Tenía incluso defensores importantes como Karl Kautsky, Rosa Luxemburgo, Yuri Plekhanov, Vladimir Lenin, Max Adler, Otto Bauer, Rudolf Hilferding, Antonio Labriola, etc.; lo mismo que críticos eminentes como Benedetto Croce, Werner Sombart, Georg Simmel, Rudolf Stammler o Giovanni Gentile. Sin embargo, tanto a nivel político como doctrinario, estallaron varias crisis del pensamiento marxista, fruto, sobre todo, de las ambigüedades de sus planteamientos. La primera fue la denominada crisis del «revisionismo», la de la socialdemocracia alemana en los primeros años del siglo xx. Sus protagonistas fueron Eduard Berstein y Karl Kautsky. Su tema esencial fue si la economía capitalista estaba transformándose según las previsiones de Marx. Berstein, el representante de las posiciones revisionistas, estimaba que los antagonismos de clase no se habían agudizado; que la concentración económica no se producía de una forma tan veloz como estaba previsto; y que, por lo tanto, no era probable el estallido de una revolución. Además, insistía Berstein, las clases medias no se habían extinguido; y las instituciones parlamentarias contribuían a facilitar las reformas sociales. Desde el punto de vista filosófico, Berstein criticaba la dialéctica, a la que acusaba de ser el «elemento pérfido en la doctrina marxista»; y de ser el obstáculo para lograr una observación justa de las situaciones sociales. Reivindicaba, en fin, a Kant y los imperativos éticos en la lucha por el socialismo. En consecuencia, el socialismo podía desarrollarse en el Estado liberal y parlamentario, porque la democracia era «la ausencia de

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dominación de clase», es decir, un Estado social en el que ninguna clase disfrutaba de privilegios sobre el resto de la comunidad. La ortodoxia marxista fue defendida, al menos en teoría, por Kautsky, para quien si los revisionistas estaban en lo cierto el socialismo carecía de razón de ser. Sin embargo, en la práctica el Partido Social-Demócrata alemán, pese a la fraseología revolucionaria de Kautsky, se comportaba, de hecho, como una organización reformista. El propio Kautsky estaba muy compenetrado con las instituciones parlamentarias y liberales, como luego se vería en sus disputas con Lenin. Pronto, Kautsky pasaría a ser tildado de revisionista, con el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia. Desde 1917 a 1920, se desarrolló en los partidos adheridos al marxismo una querella cuyo eje central podía resumirse del siguiente modo: el poder soviético, ¿es una dictadura del proletariado o una dictadura sobre el proletariado? Los dos grandes protagonistas de esta nueva crisis, que fueron Lenin y Kautsky, utilizaron dichas expresiones. En la crisis del «revisionismo». Kautsky estuvo del lado de los ortodoxos; en la crisis del bolchevismo, creyó que estaba en la ortodoxia marxista, pero ahora se había delineado una nueva ortodoxia. La tesis de Lenin y de León Trotsky era simple: el Partido Bolchevique, que se declaraba marxista, representa al proletariado en el poder; el poder del Partido Bolchevique es la dictadura del proletariado. Como, después de todo, jamás se había determinado con certidumbre en qué consistía exactamente la dictadura de proletariado, la hipótesis leninista parecía atractiva y nada impedía sostenerla. Kautsky defendía que una revolución en un país no industrializado, donde la clase obrera era minoritaria, no podía ser una revolución auténticamente socialista, sino que llevaba a la dictadura de un partido sobre el proletariado. A partir de ahí se delinearon dos escuelas de pensamiento marxista, defensora una de las realizaciones del régimen bolchevique; otra contraria a éstas.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. La lucha de clases como motor de la historia «La historia de toda sociedad hasta nuestros días ha sido la historia de la lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros artesanos y compañeros, en una palabra, opresores y oprimidos, en lucha constante, mantuvieron una lucha ininterrumpida, ya abierta, ya disimulada, una guerra que terminó siempre, bien por una transformación revolucionaria de la sociedad, bien por la destrucción de las dos clases antagónicas».

Karl Marx-Friedrich Engels, El Manifiesto Comunista. 2. Crítica de la religión como alienación «La miseria religiosa es, por una parte, la expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado del alma de un mundo agobiado, el estado de un mundo desalmado, porque es el espíritu de los estados de alma carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo. Sobreponerse a la religión como la dicha ilusoria del pueblo es exigir para éste una dicha real. El pugnar por acabar con las ilusiones acerca de una situación significa pedir que se acabe con una situación que necesita de ilusiones. La crítica de la religión es, por tanto, en germen la crítica de este valle de lágrimas que la religión rodea de un halo de santidad».

Karl Marx, En torno a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. 3. Crítica de la Declaración de Derechos del Hombre «Les droits de l´homme, los derechos humanos, se distinguen en cuanto tales de les droits du citoyen, los derechos políticos. ¿Quién es ese hombre distinto del citoyen? Ni más ni menos que el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por qué se le llama «hombre» a secas? ¿Por qué se llaman sus derechos derechos humanos? ¿Cómo explicar este hecho? Por la relación entre el Estado político y la sociedad burguesa, por lo que es la misma emancipación política. Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen,

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y el marxismo

los llamados derechos humanos, los droits de l´homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad (…) el derecho humano de la libertad no se basa en la vinculación entre los hombres, sino al contrario en su aislamiento. Es el derecho de este aislamiento, el derecho del individuo restringido, circunscrito a sí mismo. La aplicación práctica del derecho humano, de la libertad, es el derecho humano de la propiedad privada».

Karl Marx, La cuestión judía. 4. La emancipación humana como emancipación social «Toda emancipación consiste en reabsorber el mundo humano, las situaciones y las relaciones, en el hombre mismo. La emancipación política es la reducción del hombre por una parte a miembro de la sociedad burguesa, el individuo independiente y egoísta, por otra parte, al ciudadano, la persona moral. Sólo cuando el hombre real, individual, reabsorba en sí mismo al abstracto ciudadano y, como hombre individual, exista a nivel de especie en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones individuales; sólo habiendo reconocido y organizado sus «fuerzas propias» como fuerzas sociales, ya no separe de sí la fuerza social en forma de fuerza política; sólo entonces se habrá cumplido la emancipación humana».

Karl Marx, La cuestión judía. 5. En torno a la emancipación judía y el espíritu de la sociedad burguesa «No busquemos el secreto del judío en su religión, sino el secreto de la religión en el judío real. ¿Cuál es el culto profano del judío? La usura, el chalaneo. ¿Cuál es su dios profano? El dinero. Bueno, pues la emancipación del chalaneo y del dinero, o sea, del judaísmo práctico, real, será la emancipación inmanente propia de nuestro tiempo (…) El judío se ha emancipado a lo judío y no sólo apropiándose de la fuerza del dinero; gracias al judío e independientemente de él, el dinero se ha convertido en el poder universal, y el espíritu práctico de los judíos se ha convertido en el espíritu práctico de los pueblos cristianos».

Karl Marx, La cuestión judía.

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6. Sobre el imperialismo económico «La intromisión inglesa, que colocó al hilador en Lancashire y al tejedor en Bengala, o que barrió tanto al hilador hindú como al tejedor hindú, disolvió las pequeñas comunidades semibárbaras y semicivilizadas, al hacer saltar su base económica, produciendo así la más grande, y, para decir la verdad, la única revolución social que jamás se ha visto en Asia (…) Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostan, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no se puede, entonces, y pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución. En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe: ¿Quién lamenta los estragos/si los frutos son placeres?/¿No aplastó miles de seres Tamerlán en su reinado?».

Karl Marx, «La dominación británica en la India», en Daily Tribune, 11-VII-1853. 7. El materialismo histórico «El conjunto de estas relaciones de producción es la estructura económica, su base real, sobre la que se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia».

Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política.

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8. La revolución socialista «Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concertado toda la producción en manos de individuos asociados, el poder público perderá su carácter político. El poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una clase para la opresión de la otra. Si en la lucha contra la burguesía, el proletariado se constituye indefectiblemente en clase; si mediante la revolución se convierte en clase dominante y, en cuanto clase dominante, suprime por la fuerza las viejas relaciones de producción, suprime, al mismo tiempo que estas relaciones de producción, las condiciones para la existencia del antagonismo de clase y de las clases en general y, por tanto, su propia dominación de clase. En sustitución de la antigua sociedad burguesa con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos».

Karl Marx-Friedrich Engels, El Manifiesto Comunista.

BIBLIOGRAFÍA 1. Obras de Karl Marx y Friedrich Engels —  Escritos sobre Epicuro. Crítica, Barcelona, 1982. —  (Con Friedrich Engels), La ideología alemana. Crítica, Barcelona, 1982. —  Miseria de la Filosofía. Aguilar, Madrid, 1969. —  Las luchas de clases en Francia. Espasa-Calpe, Madrid, 1982. —  El 18 de brumario de Luis Bonaparte. Ariel, Barcelona, 1985. —  (Con Friedrich Engels), Revolución en España. Ariel, Barcelona, 1960. —  Contribución a la crítica de la economía política. Alberto Corazón, Barcelona, 1970. —  La cuestión judía. Antrhopos, Barcelona, 2009. —  (Con Friedrich Engels), La Sagrada Familia. La situación de la clase obrera en Inglaterra. Crítica, Barcelona, 1978.

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—  Manuscritos de París. Anuarios francoalemanes 1844. Crítica, Barcelona, 1978. —  (Con Friecrich Engels), Acerca del colonialismo. Progreso, Moscú, s/f. —  (Con Friedrich Engels), El Manifiesto Comunista. Alianza, Madrid, 2005. —  El Capital. Fondo de Cultura Económica, México, 1976.

2. Sobre Marx y el marxismo Aron, Raymond, «Marx», en Las etapas del pensamiento sociológico. Siglo XX, Buenos Aires, 1980. Berlin, Isaiah, Karl Marx. Alianza, Madrid, 1968. Furet, François, Marx y la Revolución francesa. Fondo de Cultura Económica, México, 1992. Hobsbawm, Eric J., Historia del marxismo. Bruguera, Barcelona, 1979-1981. Kolakowski, Leszek, Las principales corrientes del marxismo. I. Los fundadores. Alianza, Madrid, 1981. —  Las principales corrientes del marxismo. II. La Edad de Oro. Alianza, Madrid, 1982. Mayer, Gustav, Friedrich Engels. Biografía. Fondo de Cultura Económica, México, 1979. Mclellan, David, Carlos Marx. Historia de su vida. Grijalbo, Barcelona, 1988. Schumpeter, Joseph, «Karl Marx», en Capitalismo, socialismo y democracia. Folios. Buenos Aires, 1995.

Tema 12

El nacionalismo en el siglo

xix

César Antona

Introducción 1. El nacionalismo político. La Revolución francesa y sus consecuencias 2. El nacionalismo cultural. El caso de Alemania 3. La conciencia nacional y la construcción de las naciones 4. G. Mazzini y la unificación italiana 5. La nación y el liberalismo inglés 6. ¿Qué es una nación? E. Renan y H. von Treischke 7. El viraje radical del nacionalismo. El imperialismo y la xenofobia 8. Epílogo Lecturas complementarias Bibliografía

En es tema, se abordan las distintas tendencias nacionalistas europeas desde la Revolución francesa hasta finales del siglo xix.

Introducción «El nacionalismo no es un problema. Es una realidad histórica. Tiene como veremos, múltiples acepciones: teoría política (…), estrategia y discursos políticos, reacción emocional, sentimiento de identidad y de grupo o movimiento social». De este modo, Juan Pablo Fusi, definió muchas de las características que definieron algo tan natural, o tan naturalizado, como fue el nacionalismo a lo largo de su historia. El nacionalismo fue un conjunto de ideas políticas, sentimientos y realidades sociales que se desarrollaron en Europa a lo largo de todo el siglo xix, y que han llegado hasta hoy, que se referían a la identificación del individuo con un grupo, la nación, que había que proteger y ensalzar los elementos que la definían como tal. Fue a partir del inicio del siglo xix cuando esta idea se generalizó como elemento de movilización política, bien por afinidad con su significado y sus consecuencias o por oposición a éstas. Pero desde ese momento, el nacionalismo, como idea política, desarrolló múltiples facetas, lo que demostró que el nacionalismo fue una idea política sumamente cambiante y amoldable, como así lo demostraron los acontecimientos a lo largo del siglo xix, el periodo acerca del cual se realiza este estudio. A grandes trazos, el contenido del tema intentará reflejar la evolución del nacionalismo, desde el comienzo de siglo, cuando estuvo relacionado con la libertad, modernidad y progreso, hasta el final del mismo, cuando en general significó lo contrario, ya que en este periodo el nacionalismo se relacionó con ideas reaccionarias, integristas y racistas, en otras, que marcaron el camino hacia el nacionalismo en los años siguientes, hasta que como punto culminante apareció el fascismo. Por esa razón, aun ya en el siglo xix, por sus significados,

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por sus influencias y por sus orígenes, será necesario hablar de «nacionalismos», que así se reflejará mejor las aportaciones que en cada país se produjeron al desarrollo de las ideas nacionalistas, como también variedad de ideas nacionalistas que se produjeron en un mismo país. Un hecho que supondrá una complicación añadida, pues hablar de nacionalismo o de nacionalismos fue, y es hoy, hablar de algo sumamente complejo, y eso lo demuestra el hecho que a los diferentes especialistas, desde la disciplina que fuera, les ha sido imposible elaborar una teoría del nacionalismo que fuera lo suficientemente concisa para que fuera aceptada por todos. Como señaló en su día José M. Nuñez Seixas, no hay hoy un consenso definitivo entre especialistas a la hora de definir conceptos como «nación», «minoría nacionalista» o «nacionalismo». También, es necesario resaltar el hecho de que como el nacionalismo fue una idea política que nació en el tiempo emparejada a otras, es muy difícil situar su fecha de nacimiento. Es cierto que, en cierto sentido, se podía hablar de la existencia de nacionalismo durante la Revolución Inglesa (1688), como también habría que hablar de nacionalismo en el caso del nacimiento de los EEUU. Con todo y con eso, el punto de partida de este estudio, por el periodo del que se ocupa y porque a partir de ese momento se convirtió en un hecho general, será la Revolución Francesa (1789). El propio Eric J. Hobsbawm situó el inicio del nacionalismo en los años precedentes a esta fecha, lo que destacó la importancia del acontecimiento, porque a partir de ese momento los países europeos occidentales iniciaran el proceso de construcción del Estado-nación moderno, basándose en el imperio de la ley, la soberanía nacional y el desarrollo de valores cívicos, como la libertad y la igualdad. También E. Kedourie le puso fecha cuando afirmó que el nacionalismo «fue un invento político que se desarrollo en Europa a partir de los primeros años del siglo xix» para destacar que éste fue un invento elaborado por J. G. Fichte, puesto que fue él quien reinterpretó el romanticismo alemán, relacionando la existencia de una cultura propia con la existencia de la nación alemana. Sobre estos dos modelos girarán los nacionalismos a lo largo de todo el siglo xix. 1. El nacionalismo político. La revolución francesa y sus consecuencias Desde el inicio del siglo xix el nacionalismo empezó a ser un vector de fuerza y de movilización política para la construcción de la nación. Here-

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deros de la teoría del contrato y de las ideas ilustradas francesas, principalmente de Voltaire, Montesquieau y Rousseau, la nación se relacionó en Francia con la voluntad política del grupo que, haciendo uso de la soberanía nacional, aquí la herencia del contrato, expresó jurídicamente su deseo de convivir y que desea ser gobernados por un mismo gobierno. Por lo tanto, el nacionalismo estaba relacionado con el proceso de construcción de los Estados modernos, en los que la nación, entendida como comunidad humana, soberana y definida de forma política por la soberanía del Estado sobre un territorio, hacía mención a la relación de vínculo político existente entre los ciudadanos y su lealtad hacia las instituciones comunes a través de los valores, derechos y deberes cívicos que el Estado garantiza. La liberalización del Tercer Estado rompió con el orden del Antiguo Régimen y se estableció jurídicamente la igualdad, la libertad y la justicia de todos los ciudadanos, con el Estado como garante de estos derechos, codificados jurídicamente mediante la Constitución y el resto del corpus legislativo. Desapareció así la arbitrariedad y el privilegio propio de los Estados teocráticos, así como el poder absoluto del monarca, y en este proceso el nacionalismo apareció como una ideología revolucionaria y una fuerza liberadora, que junto al liberalismo, aspiraba a romper con este pasado y establecer una concepción nueva del poder centrándose en el desarrollo de valores como la libertad, la igualdad y la justicia. El súbdito se convirtió ciudadano, y eso implicaba que este debía asumir unos derechos y unas responsabilidades, lo que implicó la generalización de lo político, por el cambio en la concepción de la soberanía, por el respaldo del ciudadano por la ley y el desarrollo de estos valores cívicos. Como en los casos de la Revolución inglesa de 1688 y la Revolución de las colonias americanas, la toma de conciencia de algún grupo social como grupo oprimido o desplazado por el propio desarrollo del sistema fue muy importante para que el proceso se pusiera en marcha. Esta percepción de grupo menospreciado por el ejercicio del poder, con el paso del tiempo se transformará en irredentismo que, justificado o no y sin importar el ámbito que se produjera, fue una característica de la que se alimentaron los movimientos nacionalistas a lo largo de su historia. La existencia o la percepción de una desigualdad, sirvió para desarrollar conciencia y solidaridad de grupo, útil para la movilización política de los individuos. En el caso francés, el discurso de E. Sieyés acerca del Tercer Estado fue bastante aclaratorio de la importancia política que puede tener un grupo político conver-

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tido en nación. El Tercer Estado lo «era todo», y los estamentos privilegiados eran una rémora para el desarrollo social y político de Francia, eran una carga. El Tercer Estado, que será lo que Sieyés ejemplifique con el pueblo y éste con la nación ejemplificaba el impulso modernizador y los valores propios de la Francia del momento. La nación, a partir de este momento pasará a ser el grupo benefactor de la política desarrollada por el Estado. El individuo se desvinculó de la tierra y de su señor, la racionalidad pasó a ser la base de la acción del gobierno para el beneficio de todos, un hecho que también se llevó a la recaudación de impuestos. La sociedad se convirtió en una sociedad más abierta, con más oportunidades para los ciudadanos para progresar en todos los ámbitos y unido a que todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, y se recalcaba el interés de los ciudadanos por vivir juntos bajo una misma ley y un mismo gobierno con la instauración de la Constitución como norma jurídica suprema. Como se puede apreciar, este nacionalismo estaba relacionado con la difusión de valores cívicos de carácter político, pero también se puede apreciar que es un proceso que se dirige desde el Estado. Desde este momento, fue ésta la institución que dirigió esta unidad hacia la modernidad, hacia el desarrollo industrial, económico y científico, que impregnó todas las esferas de la vida, y lo hizo por causas tan importantes como su propio funcionamiento como institución. El Estado se convirtió en una institución moderna, y para ello tenía que convertirse en una institución nacional, para el beneficio de todos, y nacionalizadora, para asegurar su buen funcionamiento. Por esta razón, también una de las consecuencias de estos cambios jurídicos y políticos a los que antes he hecho mención fue la, cada vez, mayor vinculación entre el ciudadano y el Estado. El creciente desarrollo político y social del ciudadano que alcanzó el ciudadano con las ideas de la revolución, supuso que, al Estado proporcionarle los medios para ello, la relación del ciudadano y el Estado se convirtiera en mucho más estrecha. Ya no se limitaba a la recaudación de impuestos, a la militarización en caso de guerra, sino que el ciudadano estaba vinculado al propio funcionamiento del Estado y al propio ejercicio de la acción de gobierno. Esta es una idea a tener en cuenta porque los Estados modernos no sólo gobernaban a las personas, sino que también administraban las cosas. De este modo la nación, se definió como un grupo político vinculado a un territorio, y que se encuentra dirigida por un mismo gobierno y ejercen

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sus derechos políticos como ciudadanos. De este modo se vinculó el Estado con un territorio delimitado por los derechos y deberes cívicos que en éste desarrollan los ciudadanos. Para ello, las normas del desarrollo estaban marcadas por la Constitución, como norma suprema, y el resto de las leyes. Así, para el buen funcionamiento del sistema y que se pudiera garantizar su supervivencia, se llevaron a cabo unas medidas para que esa solidaridad de grupo que era la nación se hiciera cada vez más fuerte. Para ello se legisló la obligatoriedad de la educación primaria, se desarrollaron los nuevos medios de comunicación (el ferrocarril el periódico), que estaba muy relacionado con el desarrollo del capitalismo, muy vinculado éste al liberalismo y a la construcción del Estado, se implantó el servicio militar obligatorio, se asistió a la proliferación de las ciencias, vinculado a los procesos de modernización y a la idea de progreso, aparecieron los museos, vinculado a lo anterior, pero que también ayudaron a los ciudadanos a tomar conciencia por su pasado, todos ellos elementos que ayudaron al ciudadano a desarrollar una identidad nacional vinculaba con el resto de los ciudadanos en pos de un destino común. De este modo, comenzó a hacerse realidad la ecuación nación= Estado=pueblo. Una ecuación en la que se identificaba a la «nación» como la preponderancia de los intereses comunes frente a los particulares, de la supremacía del bien común y del desarrollo frente al privilegio. Como se puede ver, el ideal ilustrado de progreso continuo se encontraba presente en este modelo de nacionalismo y en el proceso de construcción del Estado moderno, como también la idea de la igualdad de los ciudadanos y la libertad de los mismos. Unos valores que se difundieron desde el Estado de forma consciente, en ocasiones, e inconsciente, pero también desde el resto de las instituciones, que se convirtieron no sólo en instituciones nacionales, sino también nacionalizadoras. El nacionalismo, según E. Gellner, se convirtió así en una herramienta de movilización, socialización y politización del individuo, con el Estado como principal elemento de los procesos de modernización que caracterizaron la sociedad europea de finales del siglo xviii y los años siguientes. Un hecho que también estuvo presente en la génesis y el desarrollo de las diferentes revoluciones que se produjeron en varios de los países de Europa en 1830 y 1848. La conjunción de movimiento revolucionario, liberalismo y nacionalismo era la alternativa propuesta frente al gobierno de los grandes Imperios teocráticos. Gobierno representativo, imperio de la ley y soberanía nacional, que se podía identi-

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ficar con autodeterminación popular, fueron la base del progreso, ideas que se podía rastrear hasta el racionalismo kantiano, y que se expresaron en la Declaración de Derechos del Ciudadano de 1795, que pese a que se añadió a la constitución francesa, es importante recordar que se tenía la voluntad de que tuviera una validez universal, y en su texto se afirmaba que «Cada pueblo es independiente y soberano, cualquiera que sea el número de individuos que lo componen y la extensión de territorio que ocupa. Esta soberanía es inalienable». Para L. Greenfeld, fueron bajo estas premisas bajo las cuales se inició el proceso de construcción del Estado-nación en Francia a partir de 1789. Un mensaje que, con las guerras napoleónicas, se difundió a buena parte del continente europeo. El hecho nacional comenzó a tener importancia, y poco a poco se irá convirtiendo en un elemento cotidiano que afectara a la vida del ciudadano. De este modo, el nacionalismo se vinculó al liberalismo como ideología modernizadora y emancipadora del viejo orden estamental y constructora del nuevo orden social, desarrollándose el nacionalismo, tal y como lo entendió E. Gellner, como «el principio que afirmaba que la unidad política y nacional debía ser congruente». El Estado, se definió una cultura oficial, una educación oficial, una lengua oficial, todo ello para cumplir con su función de Estado moderno. Por ello, en este tipo de nacionalismo, más que hablar de la existencia de una conciencia nacional, a partir de la cual se forje una identidad de grupo, se comenzó a desarrollar un proceso de construcción nacional con el Estado como principal elemento de desarrollo. A partir de este momento, la nación y el Estado, pasaron a tener una vinculación tan estrecha que va a ser difícil separar al uno del otro. Como se puede observar, en el caso francés inmediatamente posterior a 1789, el desarrollo de este nacionalismo se vinculó al desarrollo del liberalismo y al desarrollo del Estado moderno. Este tipo de nacionalismo se desarrolló en la medida en que se desarrollaron esta ideología y se desarrollaba el Estado moderno. El liberalismo y el nacionalismo, unidos como cuerpo teórico ideológico para desarrollar un modelo de Estado y de soberanía, el Estado-nación, en el que se destacaba su sentido territorial como organización jurídica y político-admisnistrativa. El hecho de que el ciudadano pudiera llevar a cabo sus derechos y deberes, era la característica que le convertía en francés.

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Esta conjunción de liberalismo y nacionalismo, como consecuencia del desarrollo histórico de los acontecimientos en la Francia posterior a 1789, el ascenso al poder de Napoleón, y el desarrollo en Europa de las guerras napoleónicas, se difundió al resto del continente europeo, aunque éste no fue el único modelo de nacionalismo que comenzó a desarrollarse en este periodo.

2. El nacionalismo cultural. El caso de Alemania En 1807, Napoleón, emperador de Francia, se encontraba en guerra con los Imperios europeos. En este contexto, las tropas francesas invadieron Europa central, poniendo fin al Sacro Imperio Germánico, y ocupando los territorios gobernados por príncipes alemanes. En ese momento, como tal, no existía un Estado alemán, pero sí a lo largo de los años anteriores existía una cultura y una literatura en alemán con la que se identificaban un buen número de personas. Ante la derrota, la reacción de la élite cultural alemana fue inmediata y tuvo como principal protagonista a J. G. Ficthe, quien en Discursos a la nación alemana conjugó las ideas del romanticismo alemán, influenciado principalmente por J. Herder (1744-1803), F. Schelling (1775-1854) o F. Holderling (1770-1843), del irracionalismo, principalmente de G. Hamman (1730-1788) y su crítica a la razón como fuente de conocimiento de la naturaleza, con sus influencias pietistas acerca del significado de la identidad nacional y de la nación alemana. De este modo, Fichte reivindicó la existencia de la nación alemana por la existencia de una cultura propiamente alemana, de la que la manifestación más importante era, sin duda, la lengua, con la que se había producido un renacimiento literario en los años anteriores y que era, para él, el elemento principal a partir del cual se forjaba el espíritu alemán. A esto ayudó el hecho de que Fichte entendiera la lengua, no sólo como instrumento de comunicación, sino como la manifestación de que el pueblo alemán tenía una cosmovisión un modo de vida y una visión propia del mundo. Como bien señaló R. Safranski, la lengua era un elemento otorgado por Dios al pueblo alemán para demostrar su superioridad sobre el resto. De este mismo modo, en ese momento, también Tal y como también así lo expresaron en ese momento personajes de la talla de F. Schiller (1759-1802), Novalis (1772-1801) y algún otro. El ser alemán

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se definió por la semejanza cultural, que se convertía en el vínculo principal de los miembros del grupo. Ya J. Herder (1744-1803), antes que Fichte, resaltó la existencia un espíritu alemán que estaba relacionado con el desarrollo de una cultura alemana. Pero, al contrario que Fichte, no lo hizo para demandar la necesidad de la creación de un Estado alemán, ya que Herder veía con bastante recelo el hecho de que el mundo pudiera estar dividido en Estados, ya que los consideraba algo nocivo para el desarrollo del espíritu humano, sino que lo importante, para él, era que el hombre fuera coherente con la misión que Dios le había encomendado. Por eso apostaba por un mundo dividido en naciones, pero en naciones culturales, que no se debían corresponder con un Estado, todas con una lengua propia y con una ingente producción literaria que pusiera de manifiesto su espíritu y su creatividad. Por eso, para Herder, como luego para Fichte, la lengua, no era sólo un vehículo de comunicación entre los seres humanos, sino que era algo que era la prueba de que Dios había conferido al pueblo alemán la idea de progreso, y lo había hecho dándole esta reserva perpetua de sabiduría que era la cultura alemana. La existencia de una lengua alemana justificaba la existencia de la nación alemana, pero sobre todo lo que implicaba era que el pueblo alemán una misión divina que debía llevar a cabo. De este modo, se asoció la idea de progreso alemán al desarrollo de la cultura alemana. El desarrollo y el progreso espiritual de Alemania sólo podía producirse natural y coherente bajo estas premisas, la nación alemana era un hecho que venía otorgado por Dios, un hecho que se tenía, y que servía para diferenciar a los alemanes del resto de los hombres. En el inicio del siglo xix todas estas ideas se encontraban vivas en el momento en el que Napoleón liquidó el Sacro Imperio. Fichte argumentó que la causa principal de esta derrota era el hecho de que la nación alemana se encontraba en declive. Era una nación que había perdido su espíritu, sus valores, su cultura y sólo recuperando todo esto volvería a tener en el mundo el lugar que le pertenecía. Sobre estas bases, J. G. Fichte desarrolló un nacionalismo cultural, de tipo étnico y esencialista, con la idea de recuperar la cultura alemana como elemento del espíritu alemán, pero también como elemento de movilización política frente a los valores que personificaba la Francia de Napoleón, que no era sino el modelo político inspirado por la conjunción del liberalismo y el

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nacionalismo político al que antes me refería, relacionado con el desarrollo del Estado como Estado moderno. Todo esto, unido al hecho de que los alemanes pudieran ser gobernados por un gobierno extranjero, fue la causa de la obra de Fichte, estaba en la base para su demanda de crear un Estado alemán que pudiera garantizar la pervivencia, la autonomía y la autoexpresión de la nación. Porque como se puede deducir de lo anterior, en Fichte ya estaba presente la idea de que sólo mediante la creación de un Estado la nación podía desarrollarse y expresarse. Un hecho que dejó muy claro en su conferencia cuando recalcó que «Voy a hablar puramente para alemanes, de cosas alemanas, sin cuidarme de las castas que sucesos desgraciados han producido, siglos ha, en esta nación». Y continuó diciendo que «La característica del alemanismo consiste precisamente en impedir nuestra fusión con cualquier pueblo extraño, y nuestra confusión con él, y en crearnos una nacionalidad independiente de todo poder ajeno (...) Mi espíritu, de quien emanan estos discursos, ya ve esa Nación perfecta en que cada ciudadano ha de mirar como suyo propio el destino de los demás; esa Nación puede y debe formarse, si queremos evitar nuestra ruina; mi espíritu la ve aquí nacer, desarrollarse y aparecer al fin completamente realizada».

La conciencia de tener un origen, una historia, una lengua, una cultura y una voluntad de un futuro común se tomó como elemento movilizador de la nación alemana contra el racionalismo y el universalismo ilustrado francés, frente al dominio por parte de un gobierno extranjero, contra sus formas jurídicas, políticas y sociales, y esto significaba una ruptura con su esencia y con su herencia histórica como pueblo y el alejamiento de la misión que se le había encomendado. Un hecho que así lo reflejó J. G. Fichte cuando habló del honor, la libertad y la independencia como «(...) sentimientos (que) deben servir únicamente para excitaros a la reflexión, a la decisión, a la acción; de otra suerte, nos arrebatarían el poder reflexionar y las demás fuerzas que aun nos quedan, y ultimarían nuestra ruina (....)».

Como se puede ver, para J. G. Fichte, la nación era un grupo vivo y activo a la hora de llevar a cabo la misión que se le ha encomendado. Esto requería acción, para mostrar su esencia y originalidad, forjada lo largo de la historia por la voluntad divina, lo que reflejaría también la voluntad de reflejar las diferencias entre los hombres. La identidad nacional se refle-

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jaría así en un pasado común, pero también en una acción para un futuro en común. Fue esto lo que se identificó como el volk, ser coherente con lo que uno es y no perder su propia esencia como individuo dentro del grupo, porque ésta era otra de las características a destacar de este tipo de nacionalismo. La cultura define a la nación, y el individuo que forma parte ella se define en la medida en que posee esta cultura. Entonces la nación definía al individuo. En un caso hablamos de ciudadano, de derechos y de progreso, en el otro hablamos de esencias, de tradición, de memoria histórica y de la voluntad de seguir siendo fiel a sí mismo. En los dos casos hablamos de naciones y de nacionalismo, pero en uno hablamos del poder del Estado para construir una nación, mientras que en el otro la existencia de una nación justificaba la creación de un Estado, como garantía de poder seguir siendo tal. 3. La conciencia nacional y la construcción de naciones Todo el siglo xix fue un periodo caracterizado por el proceso de construcción de naciones, aparejado al desarrollo del Estado-nación moderno o a la demanda de él como garantía de la pervivencia de la nación. A lo largo de todo este periodo el liberalismo era una idea política cada vez era más fuerte y aunque aun no lo suficiente como para derrocar a los grandes Imperios, si lo suficiente como para socavarlos y convertirse en una ideología de referencia. Este hecho se pudo ver en las revoluciones de 1830 y 1848, que trajeron como consecuencia la independencia de Grecia y de Bélgica, aunque el equilibrio europeo entre las grandes potencias no se rompió, marcó el instante en el que se convirtió en la idea política preponderante, y como tal, también tuvo momentos de crisis en los que tuvo que hacer frente a otros discursos que aparecieron como alternativa. A la altura de 1848, los dos tipos de nacionalismo que mencionaba anteriormente eran ya ideas recurrentes y movilizadoras. Francia se encontraba en una situación delicada, que desembocó en la llegada de Napoleón III y el nacimiento del II Imperio. Mientras, en los territorios alemanes, la conciencia de nación alemán era suficientemente madura como para demandar la creación de un Estado que reuniera a todos los alemanes, lo

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que se llevará a cabo entorno a Prusia de manera clara tras 1848. Como señaló en su día L. Namier, si en los años anteriores, desde el propio gobierno prusiano se había ayudado a crear una alternativa liberal, que tuvo un peso específico importante incluso en la Dieta de Frankfurt, el fracaso de la revolución de 1848 supuso que el nacionalismo alemán se vinculara definitivamente al autoritarismo prusiano. Por otro lado, los hechos sucedidos en la primera mitad del siglo xix en el ámbito económico ayudaron a que se tomara conciencia del hecho de que desarrollar la ecuación nación = Estado = progreso era una garantía de éxito económico. En la medida en la que el Estado-nación se hiciera más fuerte el desarrollo económico sería mayor. Sin duda, el desarrollo del capitalismo, la industrialización y el Estado como institución directora de los procesos de modernización fueron elementos que contribuyeron a la industrialización y al desarrollo económico de la zona. Pero en este tiempo, las ideas acerca de la nación alemana, de su existencia y de sus derechos, no sólo seguían vivas, sino que habían dado un paso más hacia delante. Con vistas a que se pudieran conjugar ambas cosas, se puso en marcha un proyecto económico ideado por F. List (1789-1846), por el que se creó una unión aduanera, el Zollverein, entre los principados alemanes, que ayudó a tener una conciencia en común del significado de la nación alemana. Esta unión aduanera entró en vigor en 1934, y tuvo una gran importancia para que se produjera el desarrollo industrial de la zona. Pese a que este proyecto tuvo su origen en las medidas liberalizadoras impuestas por Napoleón con la promulgación del Código Civil francés, a la larga, también sirvió para consolidar el proyecto de unificación alemana, marcando un punto de no retorno hasta el éxito, pues consolidó la idea de destino común del pueblo alemán y creó un sistema económico nacional. Una de las más claras intenciones que tuvo F. List cuando ideó el proyecto. De este modo, el éxito económico del proyecto, unido al mito en que se convirtió el discurso de Fichte y el desarrollo del determinismo hegeliano, fueron elementos muy importantes para que los alemanes tomaran conciencia nacional, iniciando la recta final hacia su unificación. Ya sólo hubo que esperar la oportunidad política para que ésta se llevara a cabo. Ésta pareció llegar durante la revolución de 1848. Desde la Dieta de Frankfurt y otras instituciones se apoyó, con el liberalismo como ideología

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dominante y el progreso económico como garantía, la creación de un Estado alemán, aunque no se tenía muy claro cuáles eran sus atribuciones y cuál era su territorio soberano, y estas fueron las causas, entre otras, de su fracaso. Pese a los progresos que se llevaron a cabo con el Zollverein, el fracaso de la rebelión de 1848, dejó claro que si el proceso estaba en marcha, pero que se llevaría a cabo bajo la dirección del gobierno prusiano. Lo que implicaba el abandono del liberalismo como idea directora del proceso, ya que el Estado prusiano se caracterizó por su autoritarismo, su rigor y la eficiencia. Como en su día reflejó A. J. P. Taylor la revolución liberal trajo a los países europeos el sufragio universal, mientras que a los ciudadanos de Prusia les otorgó el servicio militar obligatorio. Esta idea, el que Prusia se erigiera en la fuerza que dirigiera el movimiento para crear un Estado alemán, ya la expuso Karl von Stein (17561831). Este personaje fue un ministro reformador prusiano en el inicio del siglo xix, aunque no fue ni mucho menos una personaje de marcado talante liberal, sino más bien al contrario. Pero fue a partir de 1848, cuando Prusia pudo conquistar Alemania, y para ello se ayudó del hecho de que con el Zollverein, los príncipes alemanes, y principalmente el rey de Prusia, habían fortalecido su poder, con lo que los príncipes alemanes consideraron la idea de que Prusia debía de ser la pieza angular del proceso de unificación alemana. En la década de los años cincuenta del siglo xix, los problemas nacionales se encontraban localizados principalmente en el seno del Imperio Austríaco y en Rusia, y tenían ya su importancia en el desarrollo de las relaciones internacionales. El juego de poder que se desarrollaba en el continente varió dependiendo del nacionalismo, de quién reivindicaba un Estado y de a qué Imperio afectaba. En ese momento se encontraba candente la cuestión polaca, que desde su desaparición como Estado estará presente en los círculos intelectuales de toda Europa, y será un caballo de batalla de los polacos hasta el final de la I Guerra Mundial, así como también intelectuales alemanes e italianos pedían la creación de un Estado propio, para los que había ya en marcha algunos proyectos políticos, como también había nacionalismo en los Balcanes que afectaban principalmente a la soberanía del Imperio Austríaco y el Imperio Otomano. La propia historia del siglo xix, hasta ese momento, había sido principalmente un periodo que se había caracterizado por el desarrollo de los

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procesos de modernización, la construcción de naciones y el desarrollo de los Estados modernos. Una constante que se mantuvo a lo largo del siglo, pero que a partir de la década de los años cincuenta entró en un nuevo periodo. A partir de este instante, la clara separación que podía existir entre ese nacionalismo político y cultural se va a hacer más difusa en algunos casos. A esto va a favorecer el hecho de que desde los propios Estados se vaya a tomar conciencia del potencial de socialización que tenía el nacionalismo. Con lo que se va a potenciar el discurso nacionalista y nacionalizador desde diferentes ámbitos, como fue el caso de la enseñanza obligatoria o la aparición del servicio militar, para que se consolide el poder del Estado. Un hecho que también se vio complementado con el desarrollo de los medios de comunicación, que a partir de ese periodo ya van a tener un peso más importante en la sociedad y van a crear opinión pública, el desarrollo de los transportes y los avances científicos, que fueron elementos todos que van a conformar una cultura nacional que va a ser interpretada tanto como elemento de socialización como elemento propagandístico para resaltar las virtudes del espíritu nacional. Además, por otro lado, las unificaciones de Alemania e Italia ayudaron a que esta mezcla se llevara a cabo en la práctica, ayudando a que se desarrollaran las conciencias nacionales de los individuos. La reinterpretación de elementos protonacionales existentes, unido a la creación de elementos nacionales modernos, ayudaron a consolidar los discursos nacionalistas allí donde existían, pero también a que se desarrollaran nuevos. La conciencia de haber pertenecido o pertenecer en ese momento a una entidad política duradera se convirtió en un referente de primera magnitud para consolidar la construcción del Estado-nación al que se pertenecía o demandar para la nación un Estado en el que poder desarrollarse y autorealizarse. Un hecho que ayudó a que ambos nacionalismos desarrollaran unos puntos en común que hasta ese momento no lo habían tenido.

4. G. Mazzini y la unificación italiana G. Mazzini (1805-1872) fue uno de los principales protagonistas del desarrollo del discurso nacionalista durante el siglo xix, y no sólo porque fuera uno de los principales instigadores de la unificación italiana, que lo fue y muy activo a partir del final de la década de los años veinte de este

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siglo, sino porque su pensamiento fue una síntesis que de los dos tipos de nacionalismo, el político y el cultural. Un hecho que le supuso convertirse en un referente intelectual del pensamiento nacionalista de su tiempo y una de las referencias más claras de los nacionalismos posteriores. Mazzini fue una de las personalidades más activas del nacionalismo italiano anterior a la unificación. Ya era un referente del nacionalismo a nivel europeo en ese momento, pero el éxito de este proceso, puso a G. Mazzini lo puso en la vanguardia del panorama intelectual europeo, a la vez, tal y como lo argumentó J. Breuilly, oscureció las limitaciones del nacionalismo italiano en ese periodo. Para él, estas limitaciones no sólo las tenía el nacionalismo italiano, sino también hizo referencia en estos mismos términos al caso del nacionalismo alemán y a su proceso de unificación. Argumentó que en ambos casos el nacionalismo no fue la causa principal de los procesos de unificación, sino más bien una consecuencia de los mismos, ya que el autoritarismo prusiano y la determinación de Cavour fueron vectores de fuerza lo suficientemente importantes como para concluir el proceso. Pese a todo esto, es necesario recalcar que el discurso de de Mazzini podía ser débil o incompleto en algunos puntos, como era el caso de la creación de una estructura económica nacional, además de tener en cuenta que una vez concluido el proceso de unificación el pensamiento de Mazzini no se tuvo muy en cuenta a la hora de construir el Estado-nación italiano, pero fue, si duda, muy importante para iniciar el proceso revolucionario contra el Imperio Austríaco y fue lo suficientemente sólido como para que el pueblo italiano pudiera desarrollar una conciencia nacional lo suficientemente importante como para aceptar este proceso. En el pensamiento de Mazzini podría sintetizarse en el hecho de que el Estado italiano debía ser liberal y democrático, ya que sólo el ser humano podría desarrollarse plenamente en cuanto a su autonomía y su capacidad creativa bajo estos valores, a la vez que sólo bajo un Estado la nación podría desarrollar su sentido social de asociación para fomentar su propio bienestar y progreso. Mazzini, desde muy joven estuvo interesado en resolver el problema nacional italiano, lo que se solucionaría con la creación del Estado, pero creía firmemente no sólo sufría Italia este problema, sino que era Europa, en general, la que lo sufría. Por esa razón, era partidario de que cada nación tuviera su Estado, ya que era, en su opinión, la forma natural de que el ser humano pudiera canalizar su progreso moral, el ámbito prin-

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cipal en el que el ser humano debía desarrollarse, más allá de que también se pudiera desarrollar en el ámbito económico o social, a la vez que eso supondría el final del Imperio Austríaco, el invasor de Italia. Para Mazzini, la idea de que Europa se dividiera en Estados-nación era una muestra de la voluntad de Dios y del pueblo ya que, para Mazzini, la nación era el paso natural intermedio entre el individuo y la humanidad, ya que más allá de cualquiera de los tres, todos estaban relacionados y no tenían sentido los unos sin los otros. Apostó por una Europa de naciones, con sus Estados, que sirviera de punto de partida para desarrollar la idea de progreso que se desarrollo en el Ilustración como consecuencia de la ley natural que emana del mandato divino de Dios y de su política social que hacía a todos los hombres iguales. Por esa razón, cuando fundó el movimiento La Joven Italia (1831), para canalizar el independentismo italiano, quiso que este tipo de asociaciones se extendiera al resto de las naciones europeas que vivían dentro de los Imperios, para que después, mediante la colaboración entre ellas, se pudiera cumplir su deseo de crear una Europa de naciones libres y demócratas sobre las que se pueda gestar el progreso de la humanidad. En el pensamiento de Mazzini estaba muy presente la idea de sólo mediante la creación de un Estado, bajo la que ésta pueda desarrollarse. Pero también, por otro lado, también tenía muy claro cual era el papel de Dios en el proceso de construcción de naciones, como juez del devenir de los acontecimientos y referente para las acciones de los hombres. Así se puede ver cuando afirmó que «estamos escalando una pirámide cuya base abraza la tierra, y cuyo vértice se levanta hacia Dios. La subida es lenta y penosa, y podemos realizarla sólo uniendo nuestras manos, uniendo nuestras fuerzas, cerrando filas, como la falange macedonia, si uno de nosotros cayera exhausto por la fatiga. En esta necesidad reside la legitimidad de la democracia, de sus aspiraciones hacia la emancipación, la mejora, la cooperación de todos». En esta idea de progreso, la nación jugaba para Mazzini un papel esencial. Primero porque la nación «es misión y deber común» y en el caso italiano, como en el resto, la nación era para él «un instinto que Dios infundió en vuestro corazón (el de los italianos), una voz que os llega del sepulcro de vuestros mayores, un signo que la naturaleza poderosa de Italia marcó en vuestra frente y en vuestra mirada, os dice que sois hermanos,

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llamados a tener una única bandera, un solo pacto, un solo templo, en lo alto del que resplandezca, con caracteres visibles a todas las gentes, la misión italiana, el encargo que Dios encomendó a la nación italiana para el engrandecimiento de la humanidad». De esta manera se conjugaban para Mazzini los dos tipos de nacionalismo que hasta ese momento se habían desarrollado en Europa. Uno intentando haciendo mención al mandato divino que hizo de Italia un pueblo elegido para mostrar al ser mundo su capacidad y su creatividad, a través de la cultura, tal y como lo había hecho en el Renacimiento, pero también desarrollando la ecuación Estado = nación = progreso, bajo las que el Estado sería el instrumento modernizador bajo el que se lograrían las conquistas sociales y morales, principalmente la libertad, bajo las que pudiera el ser humano autorrealizarse. La nación fue el instrumento ciudadano para liberarse de la opresión del poder absoluto y la forma natural de asociación de las familias para favorecer el progreso de la humanidad. Mazzini relacionó el nacionalismo con la idea ilustrada de progreso, pero también los conjugó con algunos elementos culturales propios del discurso de Fichte. La cultura italiana, con el Renacimiento como referente, mostró la unidad de origen, para luego relacionarla con la misión divina encomendada al pueblo italiano. Unido a esto, la organización de la humanidad establecida por Mazzini, en la que estableció las escalas de familia, nación y humanidad, se asemejaba más a un discurso conservador y tradicional que a una ruptura con lo anterior. En esto Mazzini lo tuvo claro, el sentimiento nacional era algo intrínseco del ser humano, algo que habían tenido sus antecesores pero que no lo habían podido desarrollar plenamente. «El hombre está en el mundo para continuar con la raza humana, no para refundarla» llegó a afirmar, y esa línea de continuidad la tuvo muy clara con respecto a su nacionalismo. Atacó a Saint Simon, Fourier, a sus seguidores y en general a todo el socialismo, por romper los lazos con el pasado, porque, para él, el sentimiento nacional era algo intrínseco a los ciudadanos de cualquier periodo, con lo que el socialismo, como el absolutismo, se alejaba de la idea de progreso, porque destruían al individuo como sujeto creador y moral y, en el caso del socialismo, no tenían en cuenta la sociedad en la que se desarrollaba. Su nacionalismo no aspiraba a romper con todo lo anterior, pero sí darle un nuevo sentido a vida del ser humano. Para él, la humanidad tenía una historia de la que debía aprender, y desde la que debía avanzar hacia el futuro y lo haría mediante

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el desarrollo lógico que ofrecía la escala de la que formaban parte la familia, la nación y la humanidad. 5. La nación y el liberalismo inglés En Inglaterra, el fenómeno del nacionalismo como idea política recurrente para la construcción del Estado-nación moderno fue un hecho que ya tuvo su importancia antes de la Revolución francesa. Desde la revolución de 1688, en Inglaterra, el liberalismo se consolidó a través de la filosofía de J. Locke, y su relación con la construcción del Estado moderno ya era muy estrecha durante buena parte del siglo xviii. Por eso, en Inglaterra, la conjunción entre el liberalismo, Parlamentarismo y construcción del Estado se convirtió en un precepto innegociable en los años posteriores. Por esta razón, en Inglaterra, el nacionalismo, como idea política, que se desarrollaba en el continente europeo a se convirtió en un objeto de estudio por parte de filósofos y especialistas, que se centraron en su relación con el liberalismo y la construcción del Estado-nación moderno. En este sentido, la obra de J. S. Mill fue bastante reveladora del interés que el nacionalismo despertó en los círculos académicos ingleses. En Sobre el gobierno representativo, por ejemplo, dedicó algunas reflexiones acerca de la nacionalidad y su relación con el gobierno del Estado. En primer lugar, definió la nación como «(...) la reunión de hombres atraídos por simpatías comunes que no existen entre ellos y otros hombres, simpatías que les impulsan a obrar de concierto mucho más voluntariamente que lo harían con otros, a desear vivir bajo el mismo Gobierno y a procurar que este gobierno sea ejercido por ellos exclusivamente o por algunos de entre ellos».

Para luego afirmar que las causas por las que existían los sentimientos nacionales eran por «identidad de raza y de origen; frecuentemente contribuyen a hacerle nacer la comunidad de lenguas, otras las de religión», con lo que ya se tenían identificados los rasgos principales que distinguieron a los dos nacionalismos que se habían desarrollado en los años anteriores. En primer lugar, su relación con la construcción del Estado-nación moderno bajo la soberanía nacional, que como se puede apreciar era una de las características principales que definían a la nación, pero también el senti-

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miento de solidaridad intergrupal existente entre individuos de una misma raza, que aquí tiene un sentido estricto, con una misma lengua o algún otro elemento que denote un mismo origen, ya fuera histórico o mítico. Todos estos elementos fueron los propios del nacionalismo cultural, que con el paso del tiempo, desde la mitad del siglo xix se fueron plasmando en un nacionalismo de corte radical e integrista, que fue una de los elementos centrales del discurso de los partidos conservadores y reaccionarios de los diferentes países de Europa. Principalmente, lo que le preocupaba a J. Stuart Mill, no era el nacionalismo, sino la construcción del Estado-nación moderno y de cómo el liberalismo sirvió de ideología dominante para tal propósito, desarrollando valores como la igualdad y la libertad, y el ejercicio de soberanía por parte del ciudadano y el ejercicio de la acción de gobierno por parte del Estado. Por esa razón, tal y como lo había promulgado con anterioridad Mazzini, habló de la creación de un Estado para cada nación, ya que en su opinión «las instituciones libres son casi imposibles en un país compuesto por nacionalidades diferentes, en un pueblo donde no hay lazos de unión, sobre todo si ese pueblo lee y habla distintos idiomas». Era bastante escéptico con respecto que la administración en estos Estados fuera eficaz, así como también pensó se pudieran desarrollar instituciones libres, un gobierno representativo o que los ciudadanos pudieran ejercer la soberanía nacional, porque, entre otras cosas, el Estado, contaría con la deslealtad de algunos ciudadanos. Los que se sintieran en inferioridad. Para J. S. Mill, sólo en un caso, cuando el pueblo no tenía la preparación suficiente como para asumir sus responsabilidades, era necesario que se estableciera un gobierno de transición, una dictadura, con lo que la construcción del Estado liberal, con un gobierno representativo, debería retrasarse hasta que se cumpliera la primera premisa. De este modo, J. S. Mill justificó el establecimiento de gobiernos coloniales fuera del ámbito europeo que en ese momento estaban creando las potencias europeas, y la Inglaterra de la Reina Victoria principalmente. En este periodo, el gobierno británico estaba creando un imperio colonial muy importante en América, África, Asia y Oceanía, y a este respecto afirmó que «... este sistema de gobierno es tan legítimo como los demás, si es el que, dadas las condiciones de pueblo sometido, facilita su elevación a este a un rango superior. Hay (…) condiciones sociales en que un despotismo vigoro-

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so es en sí el gobierno que antes inculcará al pueblo las cualidades particulares que le faltan para ser capaz de una civilización superior».

Aunque para ello, claro, el gobernante debe de ser un buen déspota, ya que el gobierno de éste debería de producir el bien de los pueblos atrasados, que él identifica con su progreso, y no con ningún mal. En este momento, empezaron a establecerse diferencias de grado entre individuos. Unas diferencias que fueron remarcadas con más ahínco en los años posteriores, estableciendo diferencias de capacidad entre razas y, de este modo, resaltando la superioridad de unas sobre otras. Un elemento que se convirtió en parte del nacionalismo en el último tercio de siglo. En Inglaterra, en ese momento, no todos los intelectuales estaban de acuerdo con las afirmaciones de J. Stuart Mill. De hecho hubo discrepancias que, principalmente, tuvieron como protagonista a uno de los referentes intelectuales más fuertes de su tiempo, Lord Acton (1834-1902). Este político, historiador e intelectual pronto captó el poder revolucionario del nacionalismo, pero también su posible deriva integrista, como así lo plasmó en su obra Nationalism (1862), donde reflejó la alianza que entre el nacionalismo y el liberalismo se había producido en los años anteriores, pero también que el nacionalismo podía ser una ideología contraria a éste. Por eso Lord Acton era partidario de separar el desarrollo de la acción de gobierno y la construcción del Estado, de la cultura y la lengua de los ciudadanos. Así, lo que para algunos era el ejemplo de convivencia imposible de nacionalidades distintas, el Imperio Austro-húngaro, para Lord Acton era la prueba claro de que todas las nacionalidades podían tener cabida en un Estado. A la altura de la década de los años sesenta, más que la naturaleza liberadora del nacionalismo, lo que Lord Acton percibió fue el carácter esencialista e integrista del principio de unidad nacional que había promulgado en los años anteriores intelectuales como Mazzini o J. Stuart Mill. Por eso para él una cosa era la política y otra la cultura, y el hecho de que el Imperio Austro-húngaro perviviera y su gobierno evolucionase hacia una forma de Estado liberal cosmopolita significaría el éxito del liberalismo y de la convivencia de los ciudadanos. A esta percepción contribuyó el hecho de que Lord Acton era un hombre muy cosmopolita. Nació en Italia, ya que su padre era diplomático, y se educó en Alemania e Inglaterra, lo que unido a sus viajes constantes y su

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inquietud intelectual, estudiara varios idiomas y se interesara por la cultura de varios países, lo que le hizo preocuparse por la relación existente entre el desarrollo de lo político y la cultura. Pensaba que el nacionalismo étnico era un problema de falta de formación, de libertad y de instituciones liberales. Por esta razón, como Lord Acton veía las diferencias culturales como signo de riqueza intelectual y no como causa de problema político. Para él, al contrario que J. Stuart Mill, la variedad de culturas nacionales era fuente de riqueza, y no sólo no era imposible que se pudieran desarrollar en un mismo Estado, sino que eran muestra de su riqueza y éxito de convivencia. Al igual que J. S. Mill, la preocupación de Lord Acton era el desarrollo del liberalismo y su papel para construir el Estado moderno.

6. ¿Qué es una nación? E. Renan, H. von Treischke A la altura del último tercio del siglo xix ya era clara la distinción entre una nacionalismo político y un nacionalismo cultural, y el debate acerca de lo que significaba la «nación» o qué era el «nacionalismo» y cuáles eran sus implicaciones políticas se encontraba en un momento creciente. Se había producido una reorganización del mapa de Europa, con la unificación de Alemania e Italia, con cambios en los Balcanes, y también con Francia, tras el desastre de Sedan (1871), se preguntaban qué significaba Francia y cuál era su esencia. En este contexto de incertidumbre política y de reflexión acerca del significado de la revolución y qué significaba ser francés, en 1882, E. Renan promulgó una resonante en la Sorbona, con el título ¿Qué es una nación?, en la que, en la más firme tradición francesa, habló de la nación como «un plebiscito cotidiano», pero también como «el resultado histórico inducido por una serie de hechos que convergen en un mismo sentido» y que hicieron a los ciudadanos expresar su firme voluntad de tener un futuro en común. Pero además, E. Renan también resaltaba lo erróneo de equiparar a la nación con la raza o la lengua, como también era necesaria la nación como garantía de la existencia de la libertad, que se demuestra en la firme voluntad detener un futuro en común. En este sentido las ideas de Renan no eran algo novedoso. La nación era un hecho político, no un hecho cultural o racial, pero si aceptaba que ésta

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se fortaleciera mediante el desarrollo de elementos que crearan solidaridades de hecho, como así fueron a largo del siglo xix la educación obligatoria, el desarrollo de los museos, la vertebración del espacio, el servicio militar obligatorio, todos elementos que ayudaron, como explicó E. Weber, a que el ciudadano tomara conciencia de su nacionalidad. En el otro lado del Rhin, el debate acerca de qué era una nación también se encontraba en pleno apogeo. Allí, como antes he dicho, el discurso de Fichte sobre la nación alemana se convirtió en mito, pero, además, la filosofía de Hegel, ayudó a que la nación alemana se convirtiera en una realidad primordial del alemán. Además, con la victoria en Sedan (1871), quedó demostrado el poder y la fuerza de la nueva Alemania. Un hecho que consolidó el discurso nacionalista bajo el que se había llevado a cabo la unificación. Heinrich von Treitschke (1834-1896) fue uno de los principales protagonistas del discurso nacionalista alemán. Este historiador, hijo de un general, fue un ferviente defensor de la unificación alemana bajo la dirección del Estado prusiano. Fue un admirador de Bismarck y la dinastía de los Hozenzollern. En él se conjugaron buena parte de la herencia de la filosofía alemana, sobre todo los Discursos a la nación alemana de Fichte y del irracionalismo, pero también la filosofía de Hegel, ya que creía firmemente en el papel del Estado como director de la vida del ciudadano, a lo que unió la justificación de la institucionalización del autoritarismo y de la fuerza para lograr sus objetivos. Para él, la nación alemana era una realidad latente por el hecho de existir una cultura alemana, que era la prueba de su unidad de origen, con lo que se puede ver que era un claro heredero de las ideas de Fichte acerca de la nación alemana. Pero también, y aquí se vio que también tenía influencia de la filosofía hegeliana, en su opinión era necesario que el pueblo alemán cumpliera la misión que se le había encomendado y para la que estaba determinado, y esa era que mostrara al mundo, a través de la fuerza, si fuera necesario, la grandeza de su filosofía, de su política y de su legado cultural, para que sirviera de elemento civilizador, y así poder desempeñar un papel protagonista en las relaciones internacionales. Para él, como para los nacionalistas culturales alemanes, ser alemán era hablar alemán, ser poseedor de la cultura alemana y todos los obstáculos que impidieran esto había que destruirlos. Por esa razón, L. von Treichske fue un ferviente defensor de la patria y la nación alemana, y por ello fue un declarado antisemita y un xenófobo, en general.

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Una vertiente de su personalidad que quedó patente como miembro del Reichstag, donde fue partidario de que Alemania entrara de lleno en la carrera imperialista, enfrentándose al resto de potencias europeas, como una forma de hacer más grande y próspera la nación alemana. Una misión para la que no dudo en justificar el uso de la fuerza militar. 7. El viraje radical del nacionalismo. El Imperialismo y la xenofobia En el último tercio del siglo xix, las grandes potencias europeas iniciaron una carrera por crear un imperio colonial, y en ello influyeron tanto motivos económicos como políticos, relacionados con el prestigio internacional. Para Niall Ferguson, el imperialismo fue un proceso de colonización, cristianización, capitalización y conquista, por parte de las potencias coloniales, principalmente europeas, de grandes extensiones territorio que principalmente se encontraban en África, América y Asia. En este proceso, se desarrollaron una gran multitud de sistemas políticos de gobierno de estas colonias, lo que marcó la forma y la extensión en la que se desarrolló el imperialismo sobre las colonias. En el desarrollo del imperialismo, también tuvo que ver la idea nacional de las metrópolis. En general, los grupos conservadores relacionaban el imperialismo con la idea de la superioridad de las naciones europeas. Superioridad que se manifestaba en las formas de gobierno y en el desarrollo económico, lo que ha llevado a que se pueda interpretar el imperialismo como una prolongación política de las potencias coloniales más allá de sus fronteras. Eso sí, relacionada siempre ésta con la idea de que la nación, la de la metrópoli, era un elemento que había que reforzar y ampliar. De este modo, entre las potencias europeas, se produjo el reparto de África, tras la conferencia de Berlín se produjo el reparto de influencia en los Balcanes y se consolidaron los enclaves portuarios de ingleses, portugueses y franceses en la India y Sureste asiático, donde se inició un comercio mundial a gran escala, pero también un trasvase de formas políticas, económicas y sociales. En todo este proceso, el nacionalismo tuvo un papel protagonista como elemento de legitimación política del discurso imperialista. De una parte por el establecimiento de nuevas rutas comerciales que ayudaba a que

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aumentara el nivel de vida en la metrópoli, pero también por el hecho de que también buscaban conseguir prestigio internacional. El colonialismo y el imperialismo no sólo tuvieron que ver con el desarrollo de la lógica del capitalismo y de sus modos de producción, como así lo pusieron de manifiesto las estudios marxistas sobre la cuestión, sino que también tuvo que ver con el ejercicio de gobierno autoritario, basándose en la idea de superioridad, sobre extensiones de terreno cada vez mayores. Se buscaba la grandeza y la hegemonía en las relaciones internacionales, romper con el equilibrio europeo del periodo anterior. En el desarrollo de esta idea de superioridad también incidieron algunos otros factores como el darwinismo social, cuyo principal representante fue H. Spencer (1820-1903), y del racismo, representado por Joseph A. Gobineau (1816-1882), que ayudaron a que en el discurso imperialista se conjugaran exaltaciones nacionales y que hicieron que el nacionalismo desarrollara su versión más étnica, esencialista y xenófoba. Fue así como se elaboró un discurso en el que la superioridad de unas razas sobre otras se convirtió en uno de sus pilares centrales. Un discurso que no solo se aplicó a las colonias, sino que también apareció en el debate político de los Estados europeos. En Francia, por ejemplo, la derrota en Sedán (1871), fue un trauma de primera magnitud, que llevó a intelectuales y políticos a reflexionar sobre qué era Francia y cuáles debían de ser los valores nacionales. Comenzaron a aparecer partidos políticos, que se autodenominaban como nacionalistas, que cuestionaron las conquistas de la revolución y que rechazaban incluso la propia idea de República, en favor de la tradición, el catolicismo y la monarquía como los valores esenciales de Francia. En su opinión, Francia debía recuperar estos valores para salir del caos y la abyección en la que había caído. Éste fue a grandes rasgos este fue el corolario político de Action Francaise, el partido político ultranacionalista que abanderó este discurso xenófobo, reaccionario y antisemita. Un discurso que se hizo muy popular en Francia con el «affaire Dreyfuss», pero que se inició en la sociedad francesa tras la derrota en Sedán. 8. Epílogo En la segunda mitad del siglo xix, el nacionalismo era una idea política que desarrollaba una fuerza creciente que, si en el pasado había

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servido como ideología revolucionaria para liquidar con el Antiguo Régimen, para a final de siglo convertirse en una idea reaccionaria, xenófoba y radical. Era un fenómeno recurrente e importante en el desarrollo político de las relaciones internacionales en Europa, así como también era un vector de fuerza en política interior de algunos de estos Estados. Si el nacionalismo apareció ligado al liberalismo y al desarrollo de los Estados-nación modernos, con el paso del siglo, la filosofía de Fichte se convirtió en mito, contribuyó a naturalizar la existencia de las naciones, y la raza, la xenofobia y el autoritarismo se impusieron al liberalismo como idea política recurrente. Un hecho que se pudo ver a la luz de los acontecimientos. Por ejemplo, a la altura de la década de los años setenta del pasado siglo xix, el mapa de Europa había sufrido algunos cambios, y en esto las cuestiones nacionales habían tenido mucho que ver. En los Balcanes, y en otros lados del Imperio Austro-húngaro, se estaban dibujando los nuevos países que tendrán una importancia decisiva en los años venideros con el inicio de la I Guerra Mundial. Nacieron los Estados de Italia y Alemania, había problemas en Irlanda, en España. Todo relacionado con el problema político que se generó cuando las naciones tomaron conciencia de su identidad como tal y demandaron unos derechos políticos por ello. Más adelante, con el desarrollo de los imperios coloniales de las potencias europeas, el nacionalismo desarrolló su vertiente más xenófoba y autoritaria. No sólo con los individuos de las colonias, sino que como también el colonialismo tenía como causa el ganar protagonismo en el ámbito de las relaciones internacionales, la creación de nuevas colonias se veía como una muestra de grandeza nacional, frente al resto de las potencias europeas con las que se competía en esta carrera. Así, a la altura del último tercio de siglo, los ciudadanos europeos ya habían desarrollado una conciencia nacional lo suficientemente fuerte como para que se auto-identificara con todas estas cuestiones e hiciera de su nacionalidad una causa de derechos políticos adquiridos. A ello las contribuyó el hecho de que el Estado se hiciera cada vez más presente en la vida del ciudadano, a través de la generalización de la educación primaria, de la creación de nuevos censos, con una función estadística indudable para la recaudar impuestos, la presencia de las fuerzas de seguridad, la

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introducción del servicio militar obligatorio, la mejora de mejor vertebración del territorio, el desarrollo de los medios de comunicación, todos elementos importantes que ayudaron al ciudadano a desarrollar una conciencia de pertenencia común. Elementos nacionales y nacionalizadotes a través de los cuales el individuo tuvo conciencia de la nación y de los derechos y deberes políticos que ello conformaba.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. La inauguración de la soberanía nacional «Cada pueblo es independiente y soberano, cualquiera que sea el número de individuos que lo componen y la extensión de territorio que ocupa. Esta soberanía es inalienable».

Declaración de derechos del hombre y del ciudadano (1789). 2. El nacionalismo cultural «Voy a hablar puramente para alemanes, de cosas alemanas, sin cuidarme de las castas que sucesos desgraciados han producido, siglos ha, en esta nación».

J. G. Fichte. Discursos a la nación alemana. «La característica del alemanismo consiste precisamente en impedir nuestra fusión con cualquier pueblo extraño, y nuestra confusión con él, y en crearnos una nacionalidad independiente de todo poder ajeno (...) Mi espíritu, de quien emanan estos discursos, ya ve esa Nación perfecta en que cada ciudadano ha de mirar como suyo propio el destino de los demás; esa Nación puede y debe formarse, si queremos evitar nuestra ruina; mi espíritu la ve aquí nacer, desarrollarse y aparecer al fin completamente realizada».

J. G. Fichte. Discursos a la nación alemana. «(...) sentimientos (que) deben servir únicamente para excitaros a la reflexión, a la decisión, a la acción; de otra suerte, nos arrebatarían el poder reflexionar y las demás fuerzas que aun nos quedan, y ultimarían nuestra ruina (....)».

J. G. Fichte, Discursos a la nación alemana.

El

nacionalismo en el siglo xix

3. El nacionalismo universal «Estamos escalando una pirámide cuya base abraza la tierra, y cuyo vértice se levanta hacia Dios. La subida es lenta y penosa, y podemos realizarla sólo uniendo nuestras manos, uniendo nuestras fuerzas, cerrando filas, como la falange macedonia, si uno de nosotros cayera exhausto por la fatiga. En esta necesidad reside la legitimidad de la democracia, de sus aspiraciones hacia la emancipación, la mejora, la cooperación de todos».

G. Mazzini. Pensamientos sobre la democracia en Europa y otros escritos. «Un instinto que Dios infundió en vuestro corazón (el de los italianos), una voz que os llega del sepulcro de vuestros mayores, un signo que la naturaleza poderosa de Italia marcó en vuestra frente y en vuestra mirada, os dice que sois hermanos, llamados a tener una única bandera, un solo pacto, un solo templo, en lo alto del que resplandezca, con caracteres visibles a todas las gentes, la misión italiana, el encargo que Dios encomendó a la nación italiana para el engrandecimiento de la humanidad».

G. Mazzini. Pensamientos sobre la democracia en Europa y otros escritos. 4. La nación «la nación es la reunión de hombres atraídos por simpatías comunes que no existen entre ellos y otros hombres, simpatías que les impulsan a obrar de concierto mucho más voluntariamente que lo harían con otros, a desear vivir bajo el mismo Gobierno y a procurar que este gobierno sea ejercido por ellos exclusivamente o por algunos de entre ellos».

J. S. Mill. Del gobierno representativo.

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5. El nacionalismo y el imperialismo «Este sistema de gobierno es tan legítimo como los demás, si es el que, dadas las condiciones de pueblo sometido, facilita su elevación a este a un rango superior. Hay (…) condiciones sociales en que un despotismo vigoroso es en sí el gobierno que antes inculcará al pueblo las cualidades particulares que le faltan para ser capaz de una civilización superior».

J. S. Mill. Del gobierno representativo.

Bibliografía 1. Obras de autores nacionalistas Lord Acton, Lectures on modern history, Collins, London, 1960. Fichte, J. G., Discursos a la nación alemana, Ed. La España Moderna S.A, Madrid, s.a. Mazzini, G., Pensamientos sobre la democracia en Europa y otros escritos, Madrid, 2004. Stuart Mill, J., Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1997. — Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 2002. Renan, E., ¿Qué es una nación?, Sequitur, Madrid, 2006. Sieyés, E., Qué es el Tercer Estado, Alianza, Madrid, 2003.

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Tema 13

Totalitarismo (I): fascismo y nacional-socialismo Pedro Carlos González Cuevas

Introducción 1. Fascismo italiano 1.1. Orígenes ideológicos 1.2. Fascismo: la vía italiana hacia el totalitarismo 2. Nacional-socialismo alemán 2.1.  Perfil ideológico de la Alemania guillermina y weimariana 2.2. La cosmovisión nacional-socialista Lecturas complementarias Bibliografía

En es tema, se analiza la emergencia del fenómeno totalitario en su variante nacionalista, como alternativa al orden liberal. Esta variante está representada por el fascismo italiano y el nacionalismo alemán, como movimientos político-intelectuales. Pese a sus ulteriores alianzas, fascismo y nacional-socialismo fueron movimientos ideológicamente diversos. Mientras la interpretación fascista del fenómeno nacionalsocialista es político-estatal, la nacional-socialista es étnico-racial.

Introducción La discusión sobre el concepto y la idea del totalitarismo no ha perdido nada de la importancia científica y de la actualidad política de que disfrutó desde su aparición en las primeras décadas del siglo xx. Con frecuencia, se ha tendido a subestimar la dimensión analítica de este concepto, acusándole de ser una mera invención liberal o conservadora, producto de la guerra fría, que intentaba asimilar las formas políticas de dominación comunista con las que caracterizaron a los regímenes fascista o nacional-socialista. Sin embargo, los que los defensores de este concepto resaltaron, en su momento, frente a las tendencias deterministas y economicistas de un cierto marxismo, fue, entre otras cosas, la autonomía del factor político e ideológico. En ese sentido, defendieron la similitud en las formas de gobierno de los regímenes fascista y nacional-socialista con los de la Rusia comunista, no que dichas formas hubieran llegado a conformarse de la misma manera sobre la base de ideologías idénticas o medidas políticas o económicas similares. En general, se consideran elementos indispensables para que un régimen político pueda ser caracterizado como totalitario los siguientes: 1. Una ideología suficientemente elaborada y con pretensión abarcadora y exclusiva que descansa, en parte, en el rechazo de los valores tradicionales y en la recusación del pasado, y, en parte, en la invocación de expectativas quiliásticas de futuro. El totalitarismo resulta inseparable del proyecto de construcción de una nueva sociedad e incluso de un «hombre nuevo».

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2. Un movimiento de masas uniformado, centralizado y políticamente unificado, que se considera como portador de una politización tan total como sea posible y una integración de los ciudadanos y de una superación de la sociedad liberal y de clases, a través del monopolio de una clase social y la superación de las demás o mediante la inclusión de todos los grupos en una proclamada comunidad del pueblo. 3. Pleno control de todos los medios relevantes de comunicación y de coacción. 4. Control burocrático de la economía y de las relaciones sociales por el camino del dirigismo estatal, de la socialización o de las nacionalizaciones. 5. Liderazgo carismático: sus dirigentes tienen un carácter claramente popular, no son conservadores aristocráticos, sino demagogos bajo cuya dirección el movimiento político logra la unificación y la movilización. 6. Democracia plebiscitaria o directa, tal y como la entendía Carl Schmitt, es decir, basada en la aclamación como mecanismo idóneo de expresión de la voluntad popular. Desde esta perspectiva, el sufragio universal y secreto no es un mecanismo democrático, sino liberal. Mediante el voto individual y secreto quien decide no es el pueblo, sino el individuo privado, es decir, el burgués. El paso de lo privado a lo público sólo podía tener lugar cuando el individuo manifestaba su opinión formando parte de la multitud reunida en la plaza pública. Los totalitarismos tienen como objetivo esencial la supresión de las fronteras entre el Estado y la sociedad. Dicho de otro modo, postulan la absorción de la sociedad civil, hasta su aniquilamiento, en el Estado. En sus orígenes remotos, el totalitarismo pertenece a la modernidad. Se trata de un producto de la era democrática que arranca de la Revolución francesa. Como han destacado historiadores como Jacob Talmon y François Furet, aunque no se discutan las salidas liberales de la Revolución francesa e incluso se separe claramente el momento liberal del momento jacobino, resulta evidente que la furia y la virtud revolucionarias son elementos indispensables para la materialización de la doctrina democrática y que éstas resultan una clara anticipación de las dinámicas totalitarias. La doctrina rousseauniana de la voluntad general y su proyecto de religión cívica dotaron a la democracia de su propia sacralidad. Ambas doctrinas compren-

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Fascismo y nacional-socialismo

dían necesariamente la constitución de un Estado pedagogo, que debía educar al individuo, integrándole en la comunidad política. Esta educación debía garantizar una fe común, inspiradora de la virtud cívica, de la fidelidad y de la adhesión al Estado y a la Patria. Los totalitarismos, en su variante fascista y nacional-socialista, presuponen la sociedad de masas. Surgen de lo que el historiador George L. Mosse ha denominado la nacionalización de las masas, es decir, de la construcción de la identidad nacional a través de instituciones como la escuela o el Ejército, de monumentos, festividades, liturgias, lugares sagrados, etc. Estos movimientos políticos necesitan de las masas que someten y reclutan en el mismo momento que las movilizan. Como un producto más de la era democrática, el totalitarismo está marcado por el ingreso de las masas en la vida política, en el seno de unas sociedades que han abandonado las antiguas jerarquías de casta y rango. Por un lado, los movimientos totalitarios sólo pueden afirmarse destruyendo los sistemas demoliberales en sus planos jurídicos, políticos e institucionales. Por otro, sin embargo, despliegan un dispositivo de reclutamiento y de movilización de las masas que implica necesariamente el advenimiento de las sociedades democráticas, en el sentido que las definía Alexis de Tocqueville. Estas tendencias se vieron favorecidas por el nuevo clima intelectual provocado por la crisis del positivismo y de las filosofías racionalistas; y la consiguiente aparición de nuevos paradigmas intelectuales y filosóficos, como el irracionalismo y el vitalismo, cuyo máximo representante fue Friederich Nietzsche. Todo lo cual iba a minar los fundamentos del liberalismo y del régimen parlamentario. Esta rebelión contra el positivismo dio lugar a nuevas tendencias intelectuales y culturales, como el psicoanálisis, el historicismo idealista de Benedetto Croce y Giovanni Gentile; el intuicionismo de Henri Bergson; la sociología de Max Weber; el existencialismo de Martin Heidegger; el marxismo antipositivista de Georges Sorel, Antonio Gramsci, Georg Lukács y Karl Korsch; el decisionismo de Carl Schmitt, etc. Frente a la razón plenamente establecida del positivismo, lo irracional resurgía. La razón histórica y vital se manifestaba e intentaba ajustar cuentas con la razón abstracta reinante. Sus orígenes más próximos se encuentran, sin embargo, en la experiencia movilizadora de la Gran Guerra, que contribuyó decisivamente a transformar la mentalidad y la cultura política de las masas. La moviliza-

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ción general y la experiencia de las trincheras condujo al fenómeno que George L. Mosse ha denominado brutalización de la política. La indiferencia ante la muerte en masa y el deseo de destruir totalmente al enemigo fueron factores fundamentales de esa brutalización, que se perpetuó a lo largo del llamado período de entreguerras (1919-1939). Esa experiencia agravó la tendencia presente en el nacionalismo de imponer un rígido conformismo para integrar al individuo en la colectividad y agudizó la mentalidad maniquea, afirmada en la neta distinción entre amigo/enemigo, propia de los tiempos de guerra, favoreciendo la creación y extensión de los estereotipos deshumanizadores. Por otra parte, el mito de la camaradería y el culto a los caídos, al igual que los mitos del sacrificio y la regeneración reforzaron la concepción mística de la nación. Al final de la Gran Guerra, las sociedades europeas entraron en un período de profunda inestabilidad política. Las viejas elites sociales se batieron en retirada. Las legitimidades tradicionales entraron en una crisis prácticamente irreversible. La Monarquía cayó en Alemania, Grecia, Rusia, Hungría, Austria, etc. Este eclipse de la legitimidad tradicional favoreció el desarrollo y el triunfo de las legitimidades alternativas como la democrática y la carismática. De otro lado, la nueva coyuntura abrió un período descrito por el historiador Charles S. Maier como de refundación del sistema capitalista europeo, en el que fueron fraguándose alternativas sociales y políticas a un liberalismo y a un parlamentarismo cada vez más debilitados por la experiencia de la guerra y por el desafío que supuso el triunfo de la Revolución bolchevique en Rusia. Maier denomina corporativo al nuevo sistema institucional, cuya edificación implicaba la creación de nuevos mecanismos para la transacción entre los intereses sociales, en detrimento del parlamentarismo y a favor de las fuerzas organizadas de la economía. No en vano el economista rumano Mijail Manoilescu hizo referencia al siglo xx como el «siglo del corporativismo». Siguiendo a Philippe C. Schmitter, cabe definir al corporativismo como un sistema de representación de intereses en el cual las unidades constituyentes —es decir, los sectores sociales y económicos— están organizados en un número limitado de categorías singulares obligatorias, no competitivas, ordenadas jerárquicamente y diferenciadas funcionalmente, reconocidas o autorizadas —si no creadas— por el Estado, a las que se concede un monopolio deliberado de representación dentro de sus categorías respectivas a cambio de observar determinados controles.

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Al mismo tiempo, el triunfo de la Revolución bolchevique coadyuvó a que las diversas organizaciones obreras y de la izquierda revolucionaria se hicieran más potentes en sus deseos de transformación social. Lo que provocó una gran movilización y, por ende, la aparición de nuevos movimientos sociales y nuevos planteamientos políticos. Se iniciaba así lo que el historiador Ernst Nolte ha denominado guerra civil europea. Fascismo y Nacional-Socialismo, pese a ulteriores alianzas, fueron movimientos políticos, sociales y culturales ideológicamente diversos. Coincidían, sin duda, en una serie de aspectos ideológicos y organizativos: antimarxismo, interclasismo, fijación del liderazgo carismático, legitimidad plebiscitaria, populismo, corporativismo. Sin embargo, como tendremos oportunidad de ver, el nacional-socialismo rechazó lo que denominaba estadolatría italiana. Por su parte, el Fascismo, al menos hasta 1938, rechazó el racismo y el antisemitismo. De hecho, el movimiento mussoliniano contó con la adhesión de numerosos judíos, sobre todo entre los intelectuales. De la misma forma, fascismo y nacional-socialismo diferían en su interpretación del hecho nacional. La interpretación fascista era estatal y proyectiva, que no se define ni por la tradición, ni en función del origen étnico de sus componentes, sino a partir de la memoria colectiva, de un culto común y de una voluntad de integrarse en la comunidad nacional. Por el contrario, la concepción nacional-socialista era racial.

1. FASCISMO ITALIANO 1.1. Orígenes ideológicos Durante muchos años, el fascismo italiano ha sido descrito por los historiadores de las ideas y por los sociólogos de la cultura como un movimiento político meramente oportunista, irracional y antiideológico. Ya en los años veinte, Karl Mannheim y posteriormente Georges Sabine, sintetizando una opinión muy extendida en algunos círculos académicos e intelectuales, describieron al fascismo como expresión de unos sectores sociales burgueses víctimas de un período de decadencia capitalista, carente de ideología, activista e irracionalista. Sin embargo, los estudios de un nutrido grupo de historiadores —Renzo de Felice, George L. Mosse, Zeev Sternhell, A. James Gregor, Emilio Gentile, etc.— han puesto de

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relieve que el fascismo italiano ha sido una ideología tan coherente como cualquier otra del siglo xx. De hecho, la definición aideológica del fascismo se nutre de insipiencias tales como pretender que pueda existir cualquier sistema político sin un conjunto más o menos elaborado de pautas ideológicas que legitime su propia existencia y el apoyo de la población. Ideológicamente, el fascismo italiano fue la expresión política de posguerra de los movimientos intelectuales nacidos del Risorgimento y de la crisis del positivismo iniciada a finales del siglo xix. Las corrientes ideológicas que desembocan en el fascismo se nutren de diversos aspectos del nacionalismo italiano, del sindicalismo revolucionario y del neohegelianismo. La nacionalización de las masas en Italia tuvo mucho menos éxito que en Alemania o en Francia. A pesar de ser una sociedad de tradición católica, el Risorgimento tuvo como consecuencia la ruptura de la alianza entre el Trono y el Altar. La supresión de las dinastías preunitarias por el Piamonte saboyano y la consiguiente invasión de la Roma papal en 1870, intensificó el foso alzado entre la Casa de Saboya y el Papado, algo que apenas dejó resquicio para la supervivencia del legitimismo católico. El nacionalismo italiano decimonónico tuvo por principal adalid a Giuseppe Mazzini, portavoz de un nacionalismo laico basado en la «Religión de la Patria». Mazzini defendía que no podía existir la unidad política nacional sin una unidad moral en torno a una fe colectiva y una conciencia de misión. En el fondo, la nación era una comunión de creyentes. El líder de la Joven Italia no aceptó el contenido concreto del Risorgimento. Su modelo era republicano, unitario y revolucionario. De tal crítica nació el mito del Risorgimento como «revolución nacional incompleta», porque a la unidad política le faltaba la unidad de una fe común. Con todo, la clase política italiana no ignoró el problema de la «Religión de la Patria», ya que era necesario integrar en las instituciones del nuevo régimen y en la nación a unas masas en su mayoría ajenas y aún hostiles al proceso de unificación. El nuevo Estado italiano inició una ambiciosa campaña de expansión colonial en Africa, que recibió un duro golpe en la batalla de Adua, donde el Ejército italiano fue derrotado por las tropas del emperador de Abisinia. Más favorable fue la posterior expansión en Libia.

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Los fracasos del primer imperialismo italiano dieron origen a las primeras publicaciones de carácter nacionalista como La Voce, Leonardo, Il Regno, L´Idea Nazionale, Lacerba, etc., en cuyas páginas colaboraron jóvenes literatos y políticos como Giovanni Papini, Enrico Corradini, Franceso Coppola, Alfredo Rocco, Gabrielle D´Annnunzio, Giuseppe Prezzolini, etc. A la altura de 1910, apareció la Asociación Nacionalista Italiana, cuyo principal teórico fue Corradini. El nuevo nacionalismo italiano tenía como objetivo la lucha contra el liberalismo y la articulación de una cultura y de una mística nacional unitaria, a través de los mitos de la Roma antigua, de la Italia medieval y del Renacimiento. Además, los nacionalistas italianos glorificaban el progreso económico, las elites burguesas, al igual que reivindicaban la expansión colonial. El nacionalismo italiano se tiñó de tendencias populistas, con el célebre concepto de nación proletaria, elaborado por Enrico Corradini. Italia era una nación pobre, subdesarrollada, explotada por las «plutocracias» francesa e inglesa, cuya unidad política era aún incipiente. En consecuencia, el objetivo común, por encima de las clases y de las ideologías, debía ser la expansión colonial, sobre todo en África; y no la democracia o la lucha de clases. Igualmente, surgieron tendencias nacionalistas de izquierda, como la representada por Angelo Oliviero Olivetti, cuyo proyecto político era acercar el movimiento nacionalista al sindicalismo revolucionario, coincidentes ambos en el rechazo hacia la democracia liberal y el pacifismo, a favor de una común visión heroico-aristocrática, mística y activista de la política. A ello se unión la incidencia cultural de la escuela neoidealista, cuyos máximos representantes era Benedetto Croce y Giovanni Gentile. Ambos filósofos estuvieron profundamente comprometidos en el redescubrimiento de los contenidos y de las sugerencias de la tradición cultural italiana y vieron en el Estado la misión ética característica de la filosofía hegeliana, subrayando la necesidad de una amplia labor formativa y educativa de las nuevas generaciones, opuesta tanto al catolicismo como al positivismo y el marxismo. En particular, Gentile realizó una interpretación filosófica del Risorgimento, cuya esencia era, a su juicio, el espiritualismo dominante en las obras de Rosmini, Gioberti y Mazzini. Croce y Gentile fundaron en 1902 una revista, La Crítica, en cuyas páginas se combatió el positivismo y el marxismo. La victoria de los neoidealistas fue arrasadora y cambió no sólo la concepción general de la filosofía, sino el gusto, el estilo, las aficiones de toda una época cultural.

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Las vanguardias artísticas y, en particular, el Futurismo de Filippo Tomasso Marinetti contribuyeron igualmente a la modernización y nacionalización de la cultura italiana, mediante la exaltación de la innovación tecnológica y económica, de la velocidad y el riesgo. El Futurismo suponía no sólo una ruptura con la cultura tradicional; era una filosofía de la vida, concebida como una lucha inagotable, que exaltaba, entre otras cosas, la guerra como «sola higiene del mundo». De la misma forma, fue importante el desarrollo de la ciencia política italiana, con la obra de los sociólogos elitistas Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto. En las obras de uno y otro, no exentas de mutuas discrepancias, resalta un claro realismo político. Tanto Mosca como Pareto eran liberales, pero no demócratas. En general, el liberalismo italiano rechazó siempre la concepción rousseauniana del gobierno popular. Uno y otro tomaron como premisa científica el fundamento siempre minoritario del poder, a través de su teoría de la élite o de la clase política. Para Pareto, la vida social, y no sólo la política, está caracterizada por una continua circulación de elites de diverso tipo y valor. Pareto insistió igualmente en el hecho de que en la vida social y en la historia, las acciones no-lógicas prevalecen definitivamente sobre las acciones lógicas. A Mosca y Pareto habría que añadir la figura del alemán, nacionalizado italiano, Robert Michels, en un principio socialdemócrata, discípulo y amigo de Max Weber, y luego partidario convencido del fascismo y de Mussolini. La obra principal de Michels, Los partidos políticos, abordó el tema de la compatibilidad entre los ideales democráticos y la férrea ley de la oligarquía, que rige a lo modernos partidos políticos de masas. A todo ello es preciso añadir la formación político-intelectual de Benito Mussolini, como futuro líder del movimiento fascista italiano. Nacido en 1883, Mussolini militó, desde muy joven, en el Partido Socialista Italiano, dentro de su sector más revolucionario y maximalista. Su formación fue, sin embargo, ecléctica. Durante una estancia en Suiza, tuvo ocasión de asistir a las clases de Pareto en la Universidad de Lausana. Su teoría de la élite marcó profundamente su pensamiento político. A esta influencia se unía la de Karl Marx, Friedrich Nietzsche y los sindicalistas revolucionarios Georges Sorel, Hubert Lagardelle, Paolo Orano, Angelo Oliviero Olivetti, etc. El marxismo de Mussolini tenía una clara impronta voluntarista, nacida de sus lecturas de Nietzsche y Sorel. Mussolini encontró en la obra

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de Sorel una munición aprovechable en su lucha contra el reformismo social-demócrata y el liberalismo: la burla de la democracia liberal, el voluntarismo, el llamamiento al activismo y al conflicto como tal en cuanto acto creativo. Como Sorel, el joven Mussolini soñaba con el derrocamiento del régimen liberal mediante la huelga general y con la formación de un sistema proletario regido por los sindicatos. Sin embargo, la idea de Sorel más influyente en el político italiano fue la del mito como director e inspirador de las energías y de las acciones políticas. El mito, en el sentido de Sorel, no es una especie de utopía, sin todo lo contrario: no la descripción de una perfecta sociedad del futuro, sino la llamada a una batalla decisiva. Su valor no es cognitivo; no se trata de una predicción científica; es una fuerza que inspira y organiza la conciencia militante de un grupo autosuficiente. El mito del proletariado es la huelga general. Sólo mediante un mito puede un grupo combativo mantener su solidaridad, heroísmo y espíritu de autosacrificio. Se trata de un estado mental que espera y se prepara para la violenta destrucción del orden existente. Sorel y Marx se complementaban con Nietzsche, cuya lectura dotó a los escritos de Mussolini de un lenguaje antiburgués, de un pathos de lucha heroica frente a los convencionalismos y, sobre todo, impregnó toda su producción ideológica de un profundo y acusado voluntarismo. Tras sus campañas contra la guerra de Libia, Mussolini consiguió convertirse en una figura nacional, que encabezaba la corriente revolucionaria del socialismo italiano, una corriente que salió vencedora en el Congreso celebrado en Reggio Emilia en julio de 1912. Mussolini fue designado redactor-jefe del diario Avanti! Sin embargo, a partir de esa fecha se inició un proceso de ruptura con las ideas tradicionales del socialismo. Desilusionado por la incapacidad revolucionaria del proletariado y de los socialistas, evolucionó, al estallar la Gran Guerra, hacia posiciones nacionalistas e intervencionistas. Se trataba de un nacionalismo de nuevo tipo, que busca la síntesis con un socialismo que ya se autodefinía como antimarxista, y que apostaba por la colaboración entre las distintas clases sociales. Su objetivo era la modernización de la sociedad italiana, a través de una tercera vía entre el capitalismo liberal y el socialismo marxista. El mito por excelencia ya no sería la huelga general, sino la nación italiana. Tras su decisión de apoya la entrada de Italia en la Gran Guerra, Mussolini fue expulsado del Partido Socialista y fundó su propio periódico Il Popolo d´Italia.

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1.2. E Fascismo: la vía italiana hacia el totalitarismo La participación italiana en la Gran Guerra significó para el país afrontar un considerable esfuerzo de integración espiritual mediante la movilización de millones de soldados y más de seiscientos mil muertos a lo largo del trienio 1915-1918. Al lado de la movilización militar, estuvo la movilización civil y productiva en términos industriales, que presentó un gran crecimiento del país. Sin embargo, a pesar de que Italia estuvo en el lado de los vencedores, el país fue marginado por Inglaterra y Francia respecto a sus reivindicaciones territoriales. En consecuencia, la posguerra estuvo llena de contradicciones y violencias destructivas. El nacionalismo italiano consideró que la participación en la Gran Guerra había supuesto una «victoria mutilada». Una de las manifestaciones más significativas de esta posición fue la ocupación de Fiume por las tropas italianas dirigidas por el poeta Gabrielle D´Annunzio, que instauró en la ciudad una regencia y promulgó la llamada Carta del Carnaro, obra del sindicalista revolucionario e intervencionista de izquierdas Alcestes de Ambris. En las instituciones de la Regencia y de la Carta del Carnaro muchos fascistas vieron el ideal del futuro Estado italiano. La Carta establecía simultáneamente, en un modelo común, dos dimensiones esenciales del futuro régimen fascista: la dimensión socioeconómica, que refleja el modelo corporativo y productivista; y la dimensión cultural, que se plasmó en la introducción de criterios y modos estéticos en la política. Por otra parte, la Revolución bolchevique inflamó a las masas populares de izquierda que habían visto la guerra siempre con hostilidad, pero que no lograron nunca articular una estrategia para la conquista del poder. El período de 1919-1920 pasó a la historia italiana con la denominación del «bienio rojo», caracterizado por la conflictividad social, la ocupación de las fábricas, la indecisión socialista-maximalista y la división del movimiento obrero. Mussolini fundó en Milán en marzo de 1919 los Fasci Italiani di Combatimento, que en el lapso que va de 1919 a 1922 consiguieron articular una fuerza política, consistente, armada y violenta. Organizados como partidomilicia, los Fasci había surgido de la fusión de varias fuerzas políticas dispares: nacionalistas, futuristas, sindicalistas revolucionarios, excombatientes, etc. Hábil político, Mussolini logró, gracias a su movimiento, inte-

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grar alrededor suyo no solamente a los sectores de la alta burguesía industrial y agraria, sino, sobre todo, a una vasta coalición de clases medias emergentes y de excombatientes, que, durante el «bienio rojo», observaron la total negación de los ideales políticos y de los grandes sacrificios efectuados a lo largo de la Gran Guerra. Su programa político se autodefinía como «revolucionario, por ser antidogmático y antidemagógico». Se insistía en la valoración positiva de «la guerra revolucionaria por encima de todos y de todo». Propugnaba el sufragio universal y la elegibilidad para las mujeres; la abolición del Senado; la instauración del sistema corporativo de relaciones laborales; la jornada de ocho horas; el salario mínimo; participación de los trabajadores en el funcionamiento técnico de las industrias; institucionalización de la Milicia Nacional; nacionalización de las fábricas de armamento y explosivos; política exterior nacional «entendida en un sentido de valorizar a la Nación italiana en el mundo en la competencia pacífica de la civilización». Los inicios del poder fascista se dieron confusamente en la llamada Marcha sobre Roma en octubre de 1922, que marcó la claudicación del Estado liberal ante la presión de grupos armados que de todo el país bajo las banderas fascistas marcharon sobre la capital de Italia. El fascismo, a pesar de ser una fuerza política minoritaria en el Parlamento, vio llamar a su jefe a la presidencia del Consejo de Ministros. El filósofo Giovanni Gentile manifestó que la Marcha sobre Roma había sido, en el fondo, una reacción contra todas las ideologías del siglo anterior: la democracia, el socialismo, el positivismo y el racionalismo; era la vindicación de la filosofía idealista. Desde el acceso al poder de Mussolini pudo observarse, si bien las instituciones parlamentarias fueron respetadas hasta comienzos de 1925, una clara política de subversión total de los ordenamientos liberales. De hecho, el adjetivo totalitario tuvo su cuna en Italia, pero no fueron los fascistas, en un principio, los inventores del término. Probablemente, fue Giovanni Amándola, representante de la oposición al gobierno de Mussolini, quien describió por vez primera al fascismo y su gobierno como totalitarios, porque manifestaban una clara tendencia hacia el dominio absoluto e incontrolado de la vida política y administrativa. El totalitarismo representaba, para Améndola, un desafío inaudito jamás lanzado antes a las bases en que se había fundado la política europea desde hacía más de un siglo.

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En el mismo sentido, se expresaron liberales, democristianos y socialistas reformistas como Nitti, Sturzo, Mosca, Ferrero, Gobetti, etc. Y es que, una vez en el poder, Mussolini logró, a un mismo tiempo, la dictadura personal y la del Partido Nacional Fascista, que en 1922 se había fusionado con los nacionalistas, aboliendo progresivamente las instituciones del régimen liberal. Tras la superación de la «crisis Mateotti»1, el propio Mussolini asumió, en junio de 1925, durante el IV Congreso del Partido Nacional Fascista, el término totalitario de forma positiva, afirmando «nuestra feroz voluntad totalitaria» y su deseo de «fascistizar la Nación de modo que el día de mañana ser italianos equivalga a ser fascista». Paulatinamente, el régimen liberal fue transformado en régimen totalitario. Los partidos políticos fueron declarados fuera de la ley, lo mismo que los sindicatos de clase. El derecho de huelga quedó abolido de facto. Los sindicatos fascistas lograron ser considerados como la única representación legal de los intereses de la clase obrera. El Gran Consejo Fascista se convirtió en el órgano supremo encargado de coordinar todas las actividades del nuevo régimen presidido y convocado por el jefe de gobierno. En el fascismo existió, pues, una profunda voluntad totalitaria, que, sin embargo, nunca llegó a hacerse realidad. El proceso fue muy diferente al desarrollado en la Unión Soviética y en la Alemania nacional-socialista. Mientras que tanto en la Unión Soviética como en Alemania, el Estado estuvo subordinado al partido único, en la Italia fascista el proceso fue inverso. El centro del régimen fue el Estado y el partido quedó relegado a un papel secundario; y si la construcción del Estado y su seguridad lo exigieron, el partido fue totalmente sacrificado en sus aspiraciones. De hecho, el régimen fue resultado de una serie de pactos con la Monarquía, la Iglesia católica, el Ejército y la alta burguesía; todo lo cual limitó sus aspiraciones totalitarias. Sin embargo, el proyecto político totalitario existió. Y el fascismo pudo contar con el apoyo de un importante sector de la intelectualidad italiana. El propio Mussolini tuvo ocasión de nombrar senador y representante italiano en la Sociedad de Naciones a Vilfredo Pareto; pero el sociólogo, ya  Crisis provocada por el asesinato del diputado socialista reformista Giacomo Matteoti, que se había distinguido por sus críticas al gobierno de Mussolini, por miembros extremistas del Partido Nacional Fascista; lo que provocó el abandono del Parlamento por parte de la oposición y un serio peligro para el Fascismo, que estuvo a punto de perder el poder político. Todo lo cual favoreció la instauración del nuevo régimen de partido único. 1

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anciano, murió en 1923, sin tener oportunidad de dar su opinión sobre la ulterior evolución del sistema político italiano. No logró, sin embargo, la adhesión de Gaetano Mosca, que fue uno de los firmantes del Manifiesto de los Intelectuales Antifascistas, propiciado en 1925 por Benedetto Croce. El intelectual fascista más significado fue Giovanni Gentile. Nacido en 1875, Gentile había sido discípulo del filósofo idealista Donato Jaja, heredero del hegeliano Bertrando Spaventa, y siempre su sintió muy compenetrado con los valores de la tradición del Risorgimento, interpretados desde una perspectiva laica. Junto a Benedetto Croce, combatió el positivismo y la escolástica. Igualmente, ofreció su propia interpretación del marxismo, en su libro La filosofía de Marx, centrando su interés como filosofía de la praxis; una obra, por cierto, luego alabada por Lenin. Gentile ofreció, además, su propia interpretación del idealismo hegeliano, el actualismo. Según esta doctrina, el espíritu universal es substancialmente acto de pensar, autoconsciente, infinito, libre, creador de sí mismo, como sujeto que piensa, y creador de la naturaleza, como objeto de pensamiento; el espíritu posee la doble característica, ya que es síntesis del sujeto que piensa y objeto pensado al mismo tiempo. Formas reales de este espíritu son el arte, como subjetividad; la religión, como objetividad; y la filosofía, como síntesis dialéctica. El actualismo se presentaba como un historicismo absoluto, para el que nada es y todo deviene. No hay más realidad que la realidad querida; no hay más obstáculos a la voluntad que lo que ésta permite que sean tales, ni siquiera existe más historia pasada que la apelada por el presente. Para el actualismo, no hay ni puede haber un corte neto entre el pensamiento y la acción, entre la cultura y la vida moral y civil. En ese sentido, Gentile entendió la filosofía desde una perspectiva política y pedagógica. Antes de su adhesión al fascismo, Gentile se consideraba liberal; pero distinguía entre dos tipos de liberalismo. El filósofo italiano condenaba el liberalismo del siglo xviii, al que juzgaba individualista y materialista, basado en las abstracciones del contractualismo rousseauniano. Gentile consideraba el genuino y auténtico liberalismo aquel que atribuye al Estado el valor primario y absoluto frente a los individuos y a sus intereses particulares. El límite de fondo del liberalismo clásico nacido del siglo xviii y convertido en creado de la revolución está en presuponer la libertad del Estado y en concebirlo como condicionado por la voluntad y por los

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derechos de los individuos. Por el contrario, el único liberalismo consecuente era el derivado del renacimiento espiritualista del siglo xix, que revalorizaba la libertad dentro del Estado y el Estado concebido como realidad ética universal. Frente al liberalismo individualista, Gentile estima que el individuo sólo se realiza plenamente cuando llega a ser consciente de sí mismo como algo intrínseca y sustancialmente relacionado con los otros. Esta consciencia surge previamente en la familia, a través de la cual el hombre se realiza a sí mismo como persona. Trabajando en interés de la familia, el individuo trabaja verdaderamente por ese yo más profundo. Esta conciencia se articula más ampliamente por la pertenencia del individuo a entidades no sólo a las que representan un interés colectivo inmediato, sino también por su pertenencia a aquellas que para realizarse a sí mismas deben ponerse en consonancia con la totalidad de los diversos intereses —por ejemplo, el interés del sindicato dentro de la totalidad orgánica de la economía nacional—. Todos estos intereses son, en definitiva, momentos del complejo total que es el Estado. El individuo se crea a sí mismo como personalidad a través de sus agentes, y esos agentes, la familia, la corporación, el sindicato, la Iglesia, etc., reciben todo el reconocimiento jurídico del Estado, que es su encarnación concreta. El derecho de cada uno de ellos a existir es garantizado por el Estado, pues el Estado realiza su contenido sustancial en ellos y a través de ellos. Por medio de ellos, el Estado se desprende el individuo de su particularidad momentánea y se hace con su verdadero yo. La humanidad sólo se hace realidad a través de la Nación, y el individuo sólo puede alzarse hasta la conciencia de su humanidad a través y como miembro de la Nación. El desarrollo del hombre como hombre necesita de una regular y esencial implicación con otros hombres en el amor, en el lenguaje, en el arte, en la religión y en la conciencia, y en las instituciones e intereses en que él se encuentra inserto en un tiempo y un lugar determinados. Esto constituye la sociedad, la sociedad concreta en la nación, que es mantenida, engendrada, definida y protegida por el Estado como voluntad concreta. Y puesto que la Nación es el medio a través del que estas implicaciones tienen lugar y la sociedad sólo es posible concretamente por virtud de un Estado como voluntad autoconsciente dado históricamente, el Estado se revela como fundamento ético dirigido hacia la articulación de la huma-

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nidad real de los individuos, que son sus momentos constitutivos. Como tal, el Estado representa la voluntad real, distinta de los momentáneos e irreflexivos deseos de los yos particulares. Tal voluntad libera e impone obligaciones. Al manifestar esa voluntad revela su ordenamiento como acuerdo con la Ley Moral. Gentile fue ministro de Instrucción Pública en el primer gobierno Mussolini, entre 1922 y 1924. Luego, ocupó la presidencia de la Comisión de los Quince y posteriormente de los Dieciocho para la reforma constitucional. En 1925, fundó el Instituto de Cultura Fascista. Presidió el Consejo Superior de Instrucción Pública desde 1923 a 1928 y de 1925 a 1929. Gentile contribuyó decisivamente a relacionar a un sector de la alta intelectualidad italiana con los fascistas. Fue el redactor del Manifiesto de los Intelectuales del Fascismo, publicado el 21 de abril de 1925, y al que dieron su apoyo, entre otros, Luigi Pirandello, Ardego Soffici, Ugo Ojetti, Curzio Malaparte, Gioachino Volpe, Ugo Spirito, Margherita Sarfatti, Giuseppe Ungaretti, Guglielmo Marconi, Filippo Tomasso Marinetti, etc. En el texto, se definía al fascismo como un «movimiento político y religioso», cuyos orígenes se encontraban en el Risorgimento y en los movimientos como la Joven Italia. Su carácter religioso explicaba su intransigencia y su recurso a la violencia frente a un Estado, como el liberal, al que se definía como «agnóstico» y «abstencionista». El Manifiesto fue contestado por un contramanifiesto, auspiciado por Benedetto Croce, y firmado, entre otros, por Guido de Ruggiero, Rodolfo Mondolfo, Gaetano Mosca, etc., en el que se criticaba la violencia fascista y se defendían las instituciones liberales. Aunque en un primer momento había apoyado a Mussolini, Benedetto Croce se convirtió en el líder de la oposición político-intelectual al régimen fascista. A partir de ese momento, Gentile pretendió elaborar el perfil filosófico del nuevo régimen, en obras como ¿Qué es el Fascismo?, Orígenes y doctrina del Fascismo, Fascismo y Cultura, etc., confirmando, a la vez, el paso de la fase «heroica y movimientista» a la «estatalista». Por encargo de Mussolini, que añadió algunos planteamientos de su antiguo ideario sindicalista revolucionario, Gentile redactó los puntos de La Doctrina del Fascismo, que fue publicada en la Enciclopedia Italiana, en abril de 1932. En sus páginas, se fijaron los elementos fundamentales de la concepción fascista del Estado. El Fascismo, en un principio, se autodefinía como antiindividualista. No

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obstante, en la medida en que el individuo coincidía con el Estado, Gentile se pronunciaba también por el individuo y reafirmaba el Estado como «auténtica realidad del individuo». Se pronunciaba igualmente por la libertad, en la medida en que ésta era «el atributo del hombre real y no del fantoche abstracto que predicaba el liberalismo». Una libertad, pues, que coincidía con el Estado y con el individuo en cuanto perteneciente al Estado, ya que, para el fascista, «todo está en el Estado y no hay nada humano y espiritual que tenga valor fuera del Estado». En ese sentido, el Fascismo se definía como totalitario, y el Estado se autoafirmaba como «síntesis y unidad de todos los valores», que «interpreta, potencia y desarrolla toda la vida del pueblo». La doctrina fascista se presentaba como antidemocrática sólo si el concepto de pueblo se reducía a una entidad numérica, pero, señalaba Gentile, «es la forma más genuina de democracia si el pueblo se concibe, como debe serlo, en su aspecto cualitativo», «que se encarna en el pueblo como conciencia y voluntad de un pequeño número o de uno solo, como un ideal que tiende a realizarse en la conciencia y en la voluntad de todos». Para Gentile, la Nación no es una realidad natural; tampoco fruto de la voluntad de los individuos; se trataba de la realización de un proyecto político encarnado en el Estado, «que da al pueblo, consciente de su propia unidad moral, una voluntad, y por consiguiente una existencia efectiva». La Nación, como Estado, es una realidad ética, que existe y vive en la medida en que se desarrolla. En ese sentido, tenía derecho a expandirse fuera de su marco territorial, como fruto de su voluntad de Imperio. De ahí el que Fascismo rechazara el pacifismo, «que oculta una renuncia a la lucha y una cobardía ante el sacrificio». De la misma forma, se oponía al marxismo, «que paraliza el movimiento histórico en la lucha de clases e ignora la unidad estatal que funde las clases en una sola realidad económica y moral»; lo mismo que al sindicalismo de clase. Sin embargo, sostenía que las exigencias reales que habían dado nacimiento al sindicalismo y al socialismo podía ser reconocidas por el Estado, a través del sistema corporativo. De hecho, esta transformación de las instituciones políticas se acompañó de un cambio en las relaciones entre economía y política. Detrás de ello se encontraba la exigencia de intervencionismo estatal en la economía, nacido del proceso de corporativización de las sociedades europeas posteriores a la Gran Guerra y, sobre todo, de la crisis del capitalismo liberal. Para Mussolini, el Estado era quien podía «resolver las dramáticas constra-

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dicciones del capitalismo». El Fascismo fue, en el terreno económico, una tentativa capitalista de superar la crisis de posguerra y de reorganizar la producción sobre nuevas bases centralizadas. Mussolini estableció ciertas afinidades y paralelismos entre su Estado «ético» y el New Deal que Roosevelt construía en Estados Unidos, si bien la reprochaba no haber acabado con las instituciones liberales. La intuición más persistente en Mussolini y de los fascistas en el marco económico fue la crisis del capitalismo liberal. En 1927 se promulgó la Carta de Trabajo, obra del jurista nacionalista Alfredo Rocco, en la que se trazaban las líneas del Estado corporativo, es decir, del Estado que debería armonizar las fuerzas del trabajo en nombre de los intereses superiores de la Nación. En la primera declaración estaba contenida la definición oficial de la concepción orgánica del Estado. La Nación italiana era un «organismo cuyos fines, vida y medios son superiores por duración a los individuos», «una unidad moral, política y económica que se realiza integralmente en el Estado fascista». El corporativismo fascista era diferente al defendido tanto por los católico-sociales y tradicionalistas como por un sector de la socialdemocracia europea. Mientras el corporativismo católico tiene como objetivo reducir los poderes gubernamentales y estatales para establecer la autonomía de los «cuerpos intermedios», el corporativismo fascista, lejos de ese pluralismo social, era monístico; no en vano se encontraba ligado al idealismo actualista; y, en consecuencia, subordinaba las corporaciones al Estado. En sus formulaciones más radicales, como las defendidas por el discípulo de Gentile Hugo Spirito, suponía la subordinación de todos los elementos de la sociedad al Estado, concebido éste como síntesis de los intereses materiales y espirituales de la nación; lo que conduciría a la abolición del conflicto de clases. Para diferenciarlo de otros tipos de corporativismo, Mussolini afirmaba que el corporativismo fascista estaba ligado a la existencia del Estado totalitario y del partido único. De otro lado, el Fascismo, como señalaron Walter Benjamín y luego George L. Mosse, se configuró, al mismo tiempo, como una concepción estética de la política. En el Estado totalitario, la vida civil se convertía en un espectáculo continuo, donde el hombre nuevo fascista se exaltaba en el flujo de las masas, con la repetición de ritos, la exposición y veneración de símbolos, como vehículos de solidaridad colectiva. La organización fascista del consenso de masas se fundaba en esas ceremonias. El Fascismo reducía, casi inevitablemente, la participación política al espectáculo de masas.

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Walter Benjamin señaló, en su momento, que el Fascismo, tal y como él lo conocía, ofreció al pueblo, no sus derechos, sino la oportunidad de expresarse, introduciendo la estética en la política. Su finalidad era, por supuesto, conjurar el espíritu nacionalista, infundir respeto al régimen y crear un estado de ánimo para la guerra. De hecho, en el ámbito de lo simbólico radicaba la importancia de la religión política fascista. En torno a 1926 y 1932 se consolidó la liturgia política fascista, que llegó a confundirse con el culto a la Patria. El partido único, como nueva elite política dirigente, fue concebido para el reclutamiento de las elites y para la educación de las masas, a través, sobre todo, de las organizaciones juveniles, los Balillas (Hijos de la Loba), o de las organizaciones recreativas y culturales, como el Dopolavoro (Después del Trabajo). Así, el partido único se configuró como una especie de seminario, donde se criaba y educaba a los apóstoles y a los nuevos dirigentes del Estado totalitario. Lss juventudes fascistas tenían que pasar por una serie de ritos semejantes a la confirmación católica. El culto a los caídos suponía la exaltación del sentido comunitario de la sociedad, que integraba al individuo en el grupo. Las sedes del Partido Nacional Fascista disponía de una capilla colectiva, de un sagrario, y en su interior tenía lugar la bendición de los gallardetes. Cada Casa del Fascio debía tener una Torre Victoria, con campanas que tañían con ocasión de los ritos del régimen. Sin embargo, el elemento esencial de la religión fascista fue el mito Mussolini, a cuyo carisma se atribuían efectos taumatúrgicos. Era el Duce, el estadista, el escritor, el profeta, el mesías, el apóstol. Se trataba, en definitiva, del prototipo del nuevo italiano. Para la burguesía, el salvador de la Patria; para las clases populares que no habían sufrido la violencia fascista, el hijo del pueblo. Las relaciones del nuevo régimen con la Iglesia católica pasaron por diversas fases. Mussolini y no pocos fascistas eran profundamente anticlericales. No obstante, una de las preocupaciones del Duce fue evitar conflictos con el clero. Además, consideraba que el catolicismo podía ser utilizado para la expansión nacional. En su exposición de la doctrina fascista, Mussolini y Gentile consideraron la religión como «una de las manifestaciones más profundas del espíritu», que debía ser no solamente respetada, «sino también protegida y defendida». Los Acuerdos de Letrán, de febrero de 1929, acabaron con la cuestión romana; y fueron muy favorables para la

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influencia católica en la sociedad italiana. Pero fueron mal recibidos por los sectores laicos y anticlericales del partido y del régimen, porque consideraban que los pactos entraban en contradicción con el totalitarismo proclamado por el Fascismo. Lo cierto es que los conflictos entre la Iglesia y el régimen no tardaron en estallar, como ocurrió en 1931, con Acción Católica, en cuya existencia vieron los fascistas un claro peligro para su hegemonía en las nuevas generaciones. Mussolini optó por clausurar sus clubes. Pío XI publicó la encíclica No abbiamo bisogno, donde condenaba los principios del Estado totalitario. En otra encíclica, Quadraggesimo anno, criticó los supuestos del corporativismo fascista. En 1934, las obras de Gentile, lo mismo que las de Croce, fueron incluidas en el Indice de Libros Prohibidos. Sin embargo, el régimen fascista, como demostró el historiador Renzo de Felice, disfrutó hasta 1939 de un consenso generalizado en la sociedad italiana. La llegada de Hitler al poder tuvo un profundo impacto en el régimen italiano. En un principio, los fascistas no simpatizaban con los nacional-socialistas. En los años veinte, consideraban al partido de Hitler con displicencia. Sus preferencias iban hacia los Stalhelm (Cascos de Acero) y rechazaban su racismo y su antisemitismo. Hasta 1936, la Italia fascista fue un serio obstáculo para la creación de la Gran Alemania, mediante la anexión de Austria. Por entonces, el Fascismo se consideraba un movimiento político de carácter «universal». Sin embargo, la conquista de Abisinia, y las consiguientes sanciones de la Sociedad de Naciones y la enemistad inglesa, unido a la participación italiana en la guerra civil española, tuvieron como consecuencia el acercamiento entre Hitler y Mussolini, luego plasmado en el Eje Roma-Berlin. Lo cual influyó en la evolución ideológica del régimen italiano. El 6 de octubre de 1938 se promulgó la Declaración de la Raza, donde se establecían una serie de medidas discriminatorias sobre todo contra la población de estirpe hebrea y de religión judía. Lo que afectó a no pocos antiguos simpatizantes y militantes fascistas. Un caso significativo fue el de Giorgio del Vecchio, filósofo del Derecho afecto al Fascismo. Sin embargo, esta legislación fue fruto no sólo de la alianza con Alemania, sino igualmente de los problemas derivados de la guerra de Abisinia y el objetivo de regular las relaciones entre los italianos y la población africana, así como del proyecto de crear una nueva conciencia racial en los italianos. Estas medidas contaron con la oposición de Gentile y otros jerarcas del partido.

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La desastrosa intervención de Italia en la Segunda Guerra Mundial provocó la caída del régimen fascista en 1943, con la destitución de Mussolini, por parte del rey Victor Manuel III, y su ulterior prisión. Liberado por los alemanes, el Duce y sus partidarios fundaron la República Social Italiana. El Manifiesto de Verona concretó los puntos esenciales del nuevo régimen: abolición de la Monarquía, socialización de las industrias, edificación de un sistema político donde, al menos en teoría, se contemplaba la posibilidad de crítica institucionalizada a la labor del gobierno, lo mismo que la creación de una comunidad europea al margen de Inglaterra. Existió igualmente algún proyecto constitucional, como el elaborado por Bruno Spampanato, donde se propugnaba un Estado de Derecho, basado en la socialización, el corporativismo y la existencia de partidos políticos al margen del Partido Nacional Fascista. Con la derrota en la guerra, el Partido Fascista fue declarado ilegal, aunque sus seguidores se agruparon en torno al Movimiento Social Italiano.

2. NACIONAL-SOCIALISMO ALEMÁN 2.1. Perfil ideológico de la Alemania guillermina y weimariana Historiadores y politólogos como Kart Dietrich Bracher, Klaus Hildebrand o Andreas Hillgrüber han destacado que el nacional-socialismo fue no sólo en su forma, sino en su esencia, un fenómeno específicamente alemán. Las características peculiares que distinguen al nacional-socialismo sólo pueden ser entendidas dentro de las estructuras y condiciones de los desarrollos socioeconómicos e ideológico-políticos alemanes a lo largo de los siglos xix y xx. Alemania fue, según George L. Mosse, el máximo ejemplo de nacionalización de las masas en las sociedades europeas. La división confesional existente en la sociedad alemana y lo tardío de su unificación política, obligó a las elites dirigentes y a los intelectuales a la elaboración de ideologías de carácter secular que pudieran abarcar bajo su influencia al conjunto de la población. Se recurrió, pues, a factores como el Estado, la Cultura, la Nación e incluso la Raza. El sociólogo Ralf Dahrendorf, al plantearse el tema de la Ideología alemana, llegó a la conclusión de que ésta no era otra que la doctrina hegeliana del Estado. Y es que el grueso de la clase política

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germana, lo mismo que sus elites intelectuales, creyeron que el Estado encarnaba un valor autónomo como la forma más elevada de comunidad humana. El Estado representaba el interés universal; era superior a los intereses particulares; estaba incorporado en la conciencia de los funcionarios, puesto que solo ellos pueden identificar sus intereses particulares con el universal y hacer posible la síntesis del bien general con las aspiraciones de los distintos estratos sociales. La nacionalización de las masas alemanas se articuló a través de una estética clasicista, helénica, visible en los grandes monumentos convertidos en lugares sagrados, como las célebres Torres Bismarck o las estatuas dedicadas a Arminio y a Lutero, como representantes históricos de la historia alemana. Los recursos a la mitología germana fueron permanentes, como el monumento al Walhalla. No menos importantes fueron los festejos públicos, con los homenajes a los representantes de la cultura alemana como Goethe y Schiller. Las organizaciones gimnásticas contribuyeron decisivamente a la configuración de una mentalidad deportiva y, sobre todo, patriótica. Un sector del movimiento obrero alemán, capitaneado por Ferdinand Lassalle, influido por Hegel y enemigo de Marx, tuvo un claro carácter nacionalista germano. Lo mismo podemos decir de otros teóricos del socialismo alemán, como Eugen Dühring. Otro elemento nacionalizador de gran eficacia fueron las óperas de Richard Wagner, cuyo contenido contribuyó a la articulación de una auténtica mitología germánica, con una hábil simbiosis de elementos cristianos y paganos, de leyendas, cuentos y baladas. Antisemita radical, Wagner fue el creador de una auténtica religión laica racista, muy influída por el conde de Gobineau y su célebre Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, donde se defiende un determinismo étnico que define a las naciones. Para Gobineau, la cuestión étnica dominaba todos los problemas de la historia y la desigualdad de las razas humanas contribuía a explicar el destino de los pueblos. El hundimiento de las culturas era producto de la mezcla de razas. Si bien el complejo racial de aristócrata francés apenas ocultaba su desprecio por la «contaminada sangre plebeya» y el resentimiento de clase de una capa social dominante en trance de desaparición, su Ensayo inspiró todo tipo de literatura racista, muy popular en Alemania. La obra de Gobineau tuvo su continuidad en el libro de Vacher de Lapouge, L¨Aryen et son rôle social, defensor de la «antroposociología», cuyo propósito era una definición biológica de las etnias, presentando a la raza aria como raza superior por excelencia, algo demos-

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trable por su gran estatura, sus cabellos rubios, su cráneo dolicocéfalo; mientras que las otras razas, por el contrario, se caracterizan por pequeña estatura, los cabellos negros y el cráneo braquicéfalo. Influencia igualmente perceptible en la obra de Houston Stewart Chamberlain, Los fundamentos del siglo xix, que articuló una curiosa mezcla de cientifismo ilustrado, esteticismo clasicista y romanticismo. Entre otras cosas, Chamberlain defendió los orígenes arios de Jesucristo. La raza aria era la raza superior y su antípoda era el judío. Chamberlain, que llegó a conocer a Hitler, contribuyó decisivamente a la creación del tipo-ideal ario, luego recogido por los nacional-socialistas. Al mismo tiempo, se desarrolló a través de las obras de autores como Paul de Lagarde y Julius Langbhen, la corriente ideológica völkisch, basada en el culto al Volk (Pueblo), a la tierra y la sangre. Según los teóricos völkisch, la naturaleza del alma de un Pueblo se concretaba en un determinado paisaje de origen. Así, los judíos eran el pueblo del desierto y, en consecuencia, fueron considerados superficiales, áridos, secos, desprovistos de profundidad y carentes de creatividad. A causa del carácter solitario de los paisajes desérticos, los judíos eran un pueblo espiritualmente estéril, en oposición total a los alemanes, que, viviendo en bosques sombríos, son profundos y misteriosos. Como están constantemente bajo la bruma, buscan el sol y son verdaderas gentes de luz. Los völkisch consideraban esencial la correspondencia íntima entre el individuo, la tierra natal, el Pueblo y el Universo. Eran contrarios al parlamentarismo, generador de divisiones y opuesto a la unidad popular. Se mostraban igualmente críticos con la sociedad burguesa e industrial, a la que juzgaban materialista y contraria al espíritu alemán. El pensamiento völkisch centraba sus críticas en la figura del judío como representante de la modernidad en su dimensión más destructiva: industrialismo, afán de lucro, materialismo, etc. Tras la Gran Guerra, se gestó en Alemania un nuevo nacionalismo conservador muy distinto del nacionalismo völkisch, heredero de la perspectiva ideológica de la crítica finisecular al proyecto de la Ilustración y que, además, encontró una nueva fuente de legitimación en la experiencia vivida en las trincheras. La denominada Revolución conservadora englobaba diversos autores, con frecuencia opuestos en temas y perspectivas filosóficas, pero unidos en el propósito de desarrollar nuevos valores para

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una nueva época, de la que se consideraban intérpretes y profetas. Su punto de partida era la crítica a la modernidad liberal, en pro de un nuevo conservadurismo que no mirara al pasado. Despreciaban tanto a la Alemania guillermina como a la República de Weimar. Sus figuras más representativas fueron Oswald Spengler, Carl Schmitt, Othmar Spann, Max Scheler, Jacob von Uexkull, Thomas Mann, etc. Spengler se dio a conocer con su célebre obra La decadencia de Occidente, en cuyas páginas describía el ocaso de la cultura occidental, progresivamente convertida en mera civilización, caracterizada por ser un período de «barbarie», sin filosofía ni arte. A nivel político, aparecían los fenómenos del cesarismo y del imperialismo. Radicalmente contrario a la República de Weimar, Spengler concretó su proyecto político en Prusianismo y socialismo. En esta obra, distingue entre socialismo inglés y socialismo prusiano. Marx era un socialista inglés, un materialista imbuido de ideas irraealistas, románticas, un cosmopolita liberal. Por contra, el socialismo prusiano se basa en que el poder pertenece al todo. El individuo sirve siempre al todo. El rey es tan sólo el primer funcionario del Estado. Cada uno tiene su lugar; hay órdenes y obediencia. Y esto desde el siglo xviii, es decir, desde Federico El Grande, ha sido el socialismo prusiano, autoritario, antiliberal, que los alemanes del siglo xx deben actualizar frente al liberalismo, la democracia y el bolchevismo. Carl Schmitt se mostró como un crítico agudo del liberalismo y del parlamentarismo. Frente al normativismo de Kelsen, teorizó sobre la decisión como acto existencial; elaboró el concepto de «lo» político como distinción entre amigo/enemigo; la noción de soberano como aquel que decide sobre el estado de excepción, etc. Al mismo tiempo, elaboró una doctrina plebiscitaria de la democracia y sometió a crítica los fundamentos espirituales del parlamentarismo. Para Schmitt, los supuestos básicos del régimen parlamentario —equilibrio de poderes, discusión pública, publicidad y representación proporcional— eran ya, a la altura de los años veinte, anacrónicos, dada la evolución de la sociedad y de los sistemas políticos tras la Gran Guerra. El parlamento había caído en manos de los partidos políticos de masas, que se comportaban como grupos de poder social o económico, calculando los intereses en juego y llegando así a compromisos y coaliciones; y ganaban a las masas mediante la propaganda, apelando a las pasiones y no a la razón.

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Otros representantes de la Revolución conservadora tuvieron una menor relevancia política e intelectual. El economista Werner Sombart desarrolló una crítica idealista y romántica al capitalismo liberal. Von Uexkull era un biólogo organicista enemigo del darwinismo. Scheler, fenmenologo en un principio, evolucionó hacia una cosmovisión panteísta y romántica detractora de los valores liberales y burgueses. Othmar Spann era un teórico católico del corporativismo y de la sociología «universalista», muy crítico respecto al liberalismo y la democracia. Thomas Mann desarrolló, en sus Consideraciones de un apolítico, la contraposición entre Cultura y Civilización; luego evolucionaría hacia la social-democracia. Los representantes de la Revolución conservadora no simpatizaron con el nacional-socialismo. No eran antisemitas ni racistas; y apostaban por un régimen autoritario, no totalitario. Sus críticas a la República de Weimar influyeron, no obstante, en la caída del régimen. 2.2. La cosmovisión nacional-socialista La derrota militar de Alemania, el contenido punitivo y abiertamente injusto del Tratado de Versalles, la proclamación de la República de Weimar, la crisis económica, la inflación, el aumento de los prejuicios antisemitas favorecieron la emergencia del extremismo político, una de cuyas variantes fue el Partido Nacional-Socialista. Su programa de veinticinco puntos fue redactado, en 1920, por Antón Drexler, fundado del partido, el economista Gottfried Feder y Adolf Hitler; y propugnaba la protección de la clase media, apoyaba la nacionalización de los «trust» y las más poderosas compañías; la abolición de las ganancias de guerra; la expropiación de las tierras atendiendo al interés nacional; la abolición de las rentas de la tierra y la prohibición de la especulación del suelo. Los grandes almacenes debían ser municipalizados y arrendados a pequeños comerciantes. En lo que respecta a la política exterior, estipulaba la abolición del Tratado de Versalles y exigía el desarrollo de un programa encaminado a la creación de la Gran Alemania, uniéndose a Austria y al territorio de los Sudetes. Finalmente, declaraba que los judíos debían ser excluídos de la nacionalidad alemana y de todo cargo público. Adolf Hitler pronto destacó por sus dotes políticas y oratorias como el principal dirigente del partido. Nacido en 1889, Hitler era un autodidacta muy

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influido por el socialdarwinismo, la literatura volkisch, Gobineau, Stuart Chamberlain, admirador ferviente de Richard Wagner y del antisemita alcalde de Viena Kart Lueger. Tras el fallido intento de golpe de Estado en Munich, Hitler redactó, en la cárcel de Lamsberg, su obra Mein Kampf (Mi Lucha), donde expuso no sólo las bases de su proyecto político, sino los fundamentos de la Welstanchaung (concepción del mundo) nacional-socialista. Hitler pretendía ser el profeta de una nueva religión, de una nueva concepción del mundo, centrada en las nociones de pueblo y raza. Para Hitler es la comunidad de raza la que crea el Estado y el Estado no la puede rebasar. El Estado no era un fin, sino un medio para la formación de una civilización humana de valor superior basada en la existencia de una raza apta para la civilización. La antítesis del ario era el judío, cuya figura era presentada, en la obra, como el enemigo por antonomasia: un ser infernal, grotesco, de aquelarre, «una excrecencia sobre toda la tierra», el «Señor del Contramundo». Los judíos eran los representantes del capitalismo y del bolchevismo. El racismo hitleriano desembocaba en un utópico constructivismo biológico. A diferencia de Gobineau, Hitler se mostraba optimista y mantenía que no era inevitable la decadencia de la raza aria. La raza, para Hitler, no era un ente estático, sino un proyecto encaminado a la construcción de un hombre nuevo. Entre los objetivos primordiales del nuevo Estado se encontraba el de poner freno a la «hibridación continuada», «salvar al matrimonio del nivel actual de vergüenza racial constante». La base ideal para que predominase nuevamente el tipo puro de ario debía ser conseguida mediante la planificación biológica. El Estado nacional-socialista debía, pues, ser el auxiliar de la naturaleza. No admitiría más que «las leyes y las necesidades de la vida que el hombre alcance por su razón y su conocimiento», porque «el derecho a la libertad individual lo cede ante el deber de salvaguardar la raza». A la democracia liberal, Hitler contraponía «la verdadera democracia alemana», basada en el principio de caudillaje, «en la cual el jefe libremente elegido debe tomar sobre sí la responsabilidad total de todos sus actos y gestos». Este tipo de régimen no admitía que los diferentes problemas fuesen resueltos por el voto de la mayoría; sólo uno decidía, «respondiendo después de su decisión, sobre sus bienes y sobre su vida». Hitler reconocía que la soberanía podía residir en el pueblo alemán; pero añadiendo que su voluntad debía ser interpretada por la elite del pueblo, es decir, por el Partido, y ejercida por uno sólo, el Führer.

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Al mismo tiempo, Hitler se mostraba partidario del expansionismo germano. La comunidad völkisch no podía soportar miembros extranjeros en su sangre; pero debía expandirse en los países no germánicos. El pueblo alemán tenía derecho a lo que denominaba espacio vital. La política exterior del Estado racista debía asegurar «... los medios de existencia sobre este planeta de la raza que agrupa el Estado estableciendo una relación sana, viable y conforme a las leyes de la naturaleza entre el número y el crecimiento de la población de una parte; la extensión y valía del territorio de otra parte».

El lugar privilegiado para la expansión alemana sería los países del Este europeo, y en particular la Unión Soviética. Sin embargo, el más ambicioso intento de sistematizar la cosmovisión nacional-socialismo corrió a cargo de Alfred Rosenberg, en su obra El mito del siglo xx. Alemán del Báltico, Rosenberg había nacido en 1893. Tras estudiar ingeniería en Riga y arquitectura en Moscú, huyó de Rusia tras la Revolución de 1917, trasladándose a París y luego a Munich. En 1919, ingresó en el Partido Nacional-Socialista. Hitler le asignó la dirección del Völkischer Beobachter (El Observador Nacional). En 1929, fundó la Liga de Combate por la Cultura Alemana. Y un año después, en 1930, sacó a la luz su obra capital, El mito del siglo xx. Esta obra es producto de varias influencias: Gobineau, Stewart Chamberlain, Nietzsche, Jacob Burckhardt, Bachofen, Leo Frobenius, Paul de Lagarde y, sobre todo, Hans F.K. Günther, autor de una Etnografía del pueblo alemán. Según defiende Rosenberg en esta obra, a lo largo de todas las épocas históricas los hombres de han movido en torno a un mito, a una fuerza aglutinante: la Religión, en la Edad Media; la Corona, en la época del absolutismo; la Nación, a partir de la Revolución francesa; la Clase, el mito creado por el marxismo. Unos mitos que van siendo sustituidos por otros en un proceso histórico continuo. Frente a todos esos mitos surge, según Rosenberg, un nuevo y definitivo mito que aglutina a los hombres; se trata del mito de la Raza, que será el mito del nacional-socialismo, su inspirador; y que llevará a la creación de un nuevo socialismo. Para Rosenberg, la raza —la religión de la sangre— era la única fuerza que podía combatir lo que él consideraba los principios motores de la desintegración social: el individualismo y el universalismo, productos ambos de la

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mentalidad judía. El individualismo se encarnaba en el liberalismo; el universalismo tanto en el marxismo como en el cristianismo. En ese sentido, uno de los principales objetos de su crítica era el cristianismo en general y el catolicismo en particular. Rosenberg acusaba al catolicismo de ser una religión oscurantista, defensora de supersticiones tales como el pecado original, la vida eterna, etc.; y era, por lo tanto, contrario al espíritu científico. Como Stewart Chamberlain, negaba que Jesucristo hubiese sido judío; y acusaba a Pablo de Tarso de haber tergiversado el mensaje cristiano en un sentido universalista, proasiático, judío y africano. La Reforma luterana significó, en ese sentido, «el alzamiento de la voluntad germánica de libertad, de la vida racial autónoma, de la creencia personal» contra la tiranía del Papado. En ese mismo espíritu se encontraban Arminio, Herder, Wagner, Kant, Goethe, el maestro Eckhart, Schiller, Rembrandt, etc. Por su universalismo, tanto el judaísmo como el catolicismo eran el origen del humanismo francmasónico, del internacionalismo y del marxismo. Su influencia llevaba, en fin, a la «descomposición del Occidente nórdico-germánico». Especialmente negativa fue, en ese sentido, la influencia de la Compañía de Jesús, cuyo fundador era «el símbolo de la lucha más inescrupulosa contra el alma germánica».De ahí que España no saliera demasiado bien parada de las reflexiones del ideólogo racista. Era el país «menos protestante de Europa» y el que había sentido «más amargamente el dominio de Roma», lo que había provocado su «retraso anímico-espiritual». La aceptación del determinismo biológico de los hechos culturales llevaba a plantear una alternativa orgánica y jerarquizada de la sociedad. La raza era la forma del espíritu o del alma, lo que establece el determinismo de la naturaleza. El mito de la raza orientaría a la comunidad en la restauración y renovación del Volk, de acuerdo con su auténtica identidad biológica. El hombre germánico se caracterizaba por el sentido heroico de la existencia, el honor, la voluntad de poder y la entrega a la comunidad. Frente a los diversos universalismos, el nacional-socialismo se presentaba como el movimiento restaurador de aquellas cualidades y de aquellos principios comunitarios. Como en el caso de Hitler, Rosenberg consideraba que el Estado era un medio para «la preservación del Volk». Y concebía al partido como una especie de orden militar, cuyo ejemplo histórico serían los Caballeros Teutónicos. Su misión era seleccionar los elementos racialmente selectos de

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la población. En su forma, el régimen nacional-socialista sería «una monarquía sobre fundamentos republicanos». La publicación de El mito del siglo xx provocó fuertes polémicas. La obra fue incluida en el Indice de Libros Prohibidos por el Vaticano. Y el propio Hitler dudó a la hora de identificarse plenamente con su contenido, principalmente por motivos electorales. Sin embargo, la llegada al poder de los nacional-socialistas, en enero de 1933, supuso que el III Reich se convirtiera en el primer Estado europeo de la historia en fundar firmemente su política sobre el racismo. En consecuencia, la religión política nacional-socialista tuvo, de acuerdo con los principios de su filosofía, un claro componente anticatólico. Su símbolo por excelencia, la Cruz Svástica, se consideraba como una representación de la fortuna y de la salud; su antítesis era la cruz cristiana, símbolo del sometimiento y la humillación. No obstante, la influencia de la liturgia cristiana tradicional fue significativa en el movimiento. Hitler y Goebbels hablaban, en sus discursos, del «milagro de la fe»; y apelaban retóricamente a la Providencia, aunque el dios a que invocaban no era trascendente, sino identificado con las fuerzas telúricas, con la raza y la naturaleza. Mein Kampf era el «libro sagrado» del nacional-socialismo. A los compañeros más íntimos del Führer se les llegó a denominar «apóstoles». Como en el Fascismo, pero con mayor virulencia, el Nacional-Socialismo supuso la estetización de la política; algo perceptible en la obra cinematográfica de Leni Reinfelstahl, El triunfo de la voluntad o en Olimpia. Ante todo, destacaba la liturgia de los congresos del Partido: antorchas, uniformes, estandartes, desfiles, celebraciones del solsticio. La estética nacional-socialista era clasicista. El artista oficial del régimen, Arno Breker, expresaba, en sus obras, el ideal del hombre ario nacional-socialista; atlético y valeroso. El mito de Hitler, creación de Joseph Goebbels, fue esencial, como en el caso italiano, para la articulación de la nueva religión política nacional-socialista. Hitler era el «Salvador de Alemania», el tribuno del pueblo, el estadista infalible. Una vez en el poder, los nacional-socialistas instauraron el Führerprinzip como princio dominante en toda la organización política y social del III Reich. A su llegada al poder, Hitler no sólo disolvió los partidos políticos, sino los sindicatos de clase y todas las instituciones patronales y obreras. Los

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reemplazó por el Frente Alemán de Trabajo, corporación mixta dividida en dieciocho organizaciones regionales. En 1934, instituyó un nuevo Código de Trabajo; y a semejanza del Dopolavoro italiano, creó Fuerza por la Alegría. Al año siguiente, la Agencia para la Organización Corporativa de la Economía, basada en la trasformación de la empresa en una comunidad de trabajo, dirigida por un führer. En cada circunscripción administrativa, las comisiones de trabajo regulaban el empleo personal de las empresas y las condiciones de trabajo. El Frente Alemán de Trabajo tomó a su cargo las obras sociales y la educación profesional. En caso de conflicto entre patronos y obreros, el arbitraje del Ministerio de Trabajo decidía definitivamente. La organización no tenía por objetivo asegurar la independencia de los obreros frente a los patronos, sino plegar éstos y aquéllos a la disciplina comunitaria garantizada por el Estado. En el Servicio de Trabajo, los estudiantes pasaban unos meses al año realizando trabajos que les llevaran a entrar en contacto con los obreros y los campesinos. El Nacional-Socialismo logró un gran «consenso» en la sociedad alemana. Sociólogos como Ralf Dahrendorf e historiadores como David Schoenbaum han destacado que el Nacional-Socialismo preparó el terreno para el triunfo final de la modernidad en la Alemania posbélica. Con sus políticas totalitarias, populistas y movilizadoras, quebró el tejido de la vieja sociedad y sus lazos de carácter religioso y corporativo, nivelando, de hecho, la nación alemana. La ruptura brutal con la tradición, a lo que luego se sumarían las consecuencias sociales, económicas y políticas de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, constituyó un paso crucial a la modernidad. De la misma forma, se han destacado la importancia de las políticas ecológicas y de salud pública a lo largo de la historia del III Reich. El Nacional-Socialismo no consiguió el apoyo de los intelectuales. Dicho fracaso fue consecuencia, como ya señalara Jürgen Habermas, de la elite política y cultural del régimen, que, finalmente, rechazó a los intelectuales que, en un primer momento, pretendieron participar en las instituciones del nuevo régimen y dotarle de un proyecto político-cultural coherente. La mayoría de los representantes de la Revolución conservadora fueron marginados o perseguidos a lo largo del III Reich. Oswald Spengler fue considerado por Alfred Rosenberg un reaccionario incapaz de interpretar el papel esencial de la raza en la historia y en la configuración de las sociedades. Por su parte, Spengler no simpatizó con los nacional-socialistas. Su libro Años decisivos fue una crítica a la política seguida por Hitler desde su acceso al

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poder. Igualmente, rechazó el contenido de El mito del siglo xx. Carl Schmitt intentó teorizar sobre la estructura del nuevo régimen, en su obra Estado, Movimiento y Pueblo. Pero sus planteamientos fueron rechazados por los juristas específicamente nacional-socialistas, como Otto Kollreuter, Gerhard Neese y Hans Kruger. Finalmente, Schmitt quedó marginado en la Alemania nacional-socialista. El filósofo Martin Heidegger manifestó, en su célebre Discurso del Rectorado, en Friburgo, su apoyo al nuevo régimen. Su ambición fue proporcionar al III Reich una filosofía más rigurosa intelectualmente, oponiéndose al pensamiento eugenesico y racista. Pero chocó con la influencia de Rosenberg y de otros sectores intelectuales del nacional-socialismo. Sin embargo, lo más importante y, digámoslo así, lo más trágico del sistema nacional-socialista estuvo en la aplicación efectiva de los postulados antisemitas y racistas, con las Leyes de Nüremberg de 1934, y el posterior y terrible exterminio de toda una raza, la judía, y de otras etnias, en nombre de una presunta superioridad del pueblo ario representado por la nación alemana.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. Partido y Nación «El partido es la Nación en cuanto que es un programa; en cuanto que tiende a su propia realización; en cuanto es germen y energía animadora y propulsora, es la Nación futura que no nace aún o que ha alcanzado la madurez que la hace válida en toda su unidad. Aquel que es incapaz de distinguir en sí mismo de su propia persona la idea que representa que, quien quiera que sea, es diferente y está separado de los demás dentro o fuera del Partido, no merece el nombre de fascista. No conoce a la Nación, sólo la facción».

Giovanni Gentile. Análisis del Partido. 2. Fascismo italiano e intervencionismo económico «Cuando declina el sentido del Estado y prevalecen las tendencias disociadoras y centrífugas de los individuos o de los grupos, las sociedades nacionales se encaminan al crepúsculo. Desde 1929 hasta hoy, la evolución económico-política universal ha reforzado aún más estas posiciones doctrinarias. Quien sobresale es el Estado. Quien puede resolver las dramáticas contradicciones del capitalismo es el Estado. Aquello que se llama crisis ni puede ser resuelta sino por el Estado, dentro del Estado».

Benito Mussolini. La doctrina del Fascismo. 3. Concepción fascista del Estado «La concepción fascista antiindividualista, es para el Estado; es para el individuo en tanto que éste se armoniza con el Estado, conciencia y voluntad universal del hombres en su existencia histórica…En ese sentido, el fascismo es totalitario y el Estado fascista, síntesis y unidad de todo valor, interpreta, desarrolla y domina toda la vida del pueblo».

Benito Mussolini. La doctrina del Fascismo.

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4. La raza como base de la cultura «Todo lo que tenemos hoy día ante nosotros de civilización humana, de productos de arte, de la ciencia y de la técnica es casi exclusivamente el fruto de la actividad creadora de los arios. Este hecho permite sacar en conclusión por reciprocidad, y no sin razón, que ellos han sido los únicos fundadores de la humanidad superior y, por consecuencia, representan el tipo primitivo de lo que nosotros entendemos con el nombre de «hombre». El ario es el Prometeo de la humanidad. Si se le hiciese desaparecer, una profunda oscuridad descendería sobre la tierra; en pocos siglos la civilización se desvanecería y el mundo se convertiría en un desierto».

Adolfo Hitler. Mi lucha. 5. El régimen político nacional-socialista «El Estado racista, desde el municipio hasta el gobierno del Reich, no poseerá ningún cuerpo representativo que decida lo que sea por vía de mayoría, sino sólo cuerpos consultivos que estarán sin cesar al lado del Jefe y que recibirán su tarea de él; aunque, a veces, en caso de necesidad, podrán, en ciertos aspectos, tomar responsabilidades absolutas, como fue siempre en el caso de los jefes o presidentes corporativos».

Adolfo Hitler. Mi lucha. 6. El nacional-socialismo y sus enemigos «El siglo xix mostró en toda Europa tres sistemas existentes, uno al lado del otro. Uno era el Occidente nórdico originario, basado en la libertad del alma y la idea de honor; el otro, el dogmatismo perfecto del amor humilde y sumiso al servicio de un sacerdocio gobernado centralizadamente; el tercero era el franco precursor del caos, el desenfrenado individualismo materialista, con el fin de un dominio mundial políticoeconómico del dinero como fuerza unificadora y formadora de tipos. Estos tres poderes lucharon y luchan por el alma de todo europeo. Para el combate y la muerte se llamaba también en el último siglo en nombre de la libertad, el honor y la nacionalidad. Pero en 1918 habían vencido las potencias de la plutocracia y la Iglesia romana. Sin embargo, en

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medio del más espantoso derrumbe despertó la vieja alma racial nórdica a una nueva y más elevada conciencia. Ella comprende finalmente que no puede haber una yuxtaposición en igualdad de derechos de distintos máximos que necesariamente se excluyen, como antaño poder concederlo magnánimamente para su presente perdición. Ella comprende que lo racial y anímicamente emparentado puede ser incorporado, pero que lo extraño debe ser imperturbablemente segregado y, de ser necesario, vencido».

Alfred Rosenberg. El mito del siglo

xx.

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2. Estudios generales Allegri Sidi-Maamar, Nadia, Entre philosophie et politique: Giovanni Gentile. Un philosophe engagé sous le fascisme. Lamarttant. París, 2001. Bobbio, Norberto, Ensayos sobre el Fascismo. Universidad Nacional de Quilmes/ Prometeo. Buenos Aires, 2006. Bracher, Karl Dietrich, Controversias de historia contemporánea sobre fascismo, totalitarismo y democracia. Alfa. Barcelona, 1983. Breuer, Stefan, Anatomie de la Révolution conservatrice. Editions de la Maison des Sciences de L´Homme. París, 1996. Cumin, David, Carl Schmitt. Biographie politique et intellectuelle. Cerf. París, 2005. Dahrendorf, Ralf, Gesellchaft und Demokratie en Deutschland. DTV. München, 1971. De Felice, Renzo, El Fascismo. Sus interpretaciones. Paidós. Buenos Aires, 1975. —  Mussolini il fascista. La conquista del potere. Einaudi. Torino, 1974. —  Brève histoire du Fascisme. Audiffrent. París, 2002. Fest, Joachin C., Hitler. Noguer. Barcelona, 1973. Gaeta, Franco, Nacionalismo italiano. Laterza. Nápoles, 1965. Gentile, Emilio, Le origini dell´ideologia fascista, 1918-1925. Il Mulino. Bologna, 1996. —  La vía italiana al totalitarismo. Siglo XXI. Buenos Aires, 2006. —  El culto del Littorio. La sacralización de la politica en la Italia fascista. Siglo XXI. Madrid, 2007. —  Fascismo. Historia e interpretación. Alianza. Madrid, 2004. —  Le religioni Della politica. Fra democracia e totalitarismi. Laterza. Roma-Bari, 2007. Hamilton, Alasdair, La ilusión del fascismo. Luis de Caralt. Barcelona, 1973. Jäckel, Eberhard, Hitler idélogue. Calmann-Lévy. París, 1973. Kershaw, Ian, El mito de Hitler. Paidós. Barcelona, 2002.

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Tema 14

Totalitarismo (II): El comunismo marxista-leninista Jesús de Andrés Sanz

1. Introducción 2. Lenin: su trayectoria vital 3. La revolución ¿en Rusia? 4. Lenin y la conformación del marxismo-leninismo 5. la lucha por la sucesión de lenin 5.1. León Trotski 5.2. Iósif Stalin 6. La deriva de la Unión Soviética 7. Los sistemas comunistas Lecturas complementarias Bibliografía

En este tema, se describe el proceso de constitución ideológico y político del marxismo revolucionario, a través de las obras de Lenin; la consolidación de la URSS y las polémicas entre Stalin y Trotski solo el significado de la revolución socialista.

1. Introducción Como vimos en el tema 11, Marx y Engels realizaron en sus textos un profundo análisis del funcionamiento y evolución del sistema capitalista tal y como lo conocieron en su época, a mediados del siglo xix. En un primer momento describieron y definieron sus características para, a continuación, desde el credo en la existencia de leyes históricas objetivas, en la posibilidad de anticipar el futuro a partir de las teorías desarrolladas por ellos mismos, predecir la llegada de una nueva sociedad, la comunista. Para Marx y Engels la sociedad capitalista, apoyada en unas relaciones económicas radicalmente injustas en las que la clase privilegiada, la burguesía, oprimía a la clase más débil, el proletariado, tenía sus días contados: la revolución acabaría con el yugo impuesto por una clase a otra. Según este esquema, para el capitalismo el Estado no era más que un instrumento al servicio de la lucha de clases, un mecanismo utilizado por la burguesía para reprimir a la clase obrera. La concepción que el marxismo clásico tenía del Estado era la de un ente represivo al servicio de una clase social cuyo objetivo consistía en asegurar el correcto funcionamiento de los engranajes del sistema. Como resultado de ello, el proletariado sólo podía abandonar su condición de clase oprimida a través de una revolución violenta que tuviera como fin la conquista y destrucción del Estado burgués para sustituirlo por el Estado proletario, en un primer momento, y por la supresión del propio Estado, después.

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Sin embargo, para alcanzar ese estadio deseado en el que reinaría la libertad y se superaría la división en clases era necesario recorrer tres etapas: la dictadura del proletariado, el socialismo y el comunismo. Tal y como exponen Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, «... el proletariado utilizará su dominio político para arrebatar progresivamente todo el capital a la burguesía, para centralizar todos los instrumentos de producción en el Estado, esto es, en el proletariado organizado como clase dominante».

Será la dictadura que instaure el proletariado, tras alcanzar el poder estatal, la que permita ese primer paso, que, como aclaran Marx y Engels, «naturalmente, sólo puede ocurrir, al principio, por medio de operaciones despóticas sobre el derecho de propiedad y las relaciones burguesas de producción». Las dos primeras etapas, la dictadura del proletariado y el socialismo, son concebidas como un tiempo de preparación para la última y definitiva fase en la historia de la humanidad: la sociedad comunista, en la que no habrá conflicto alguno y resplandecerán la libertad y la igualdad. Planteado el recorrido a seguir, la disputa sobre la necesidad de abolir el Estado inmediatamente o, por el contrario, después de una etapa de transición fijó el debate entre los anarquistas, partidarios de la primera posibilidad, y los marxistas, defensores de la dictadura del proletariado. La ruptura de la Primera Internacional, escenificada en la expulsión del dirigente anarquista ruso Mijaíl Bakunin tras el Congreso de La Haya celebrado en 1872, se produjo precisamente como consecuencia de la oposición de los anarquistas a la creación de un Estado proletario, tal y como defendía el modelo de Marx. No obstante, a pesar de la aparente claridad del recorrido histórico a seguir, ni Marx ni Engels realizaron, más allá de estas consideraciones, tan siquiera un pequeño esbozo de cómo debía ser ese Estado, qué características debía tener, cómo debía organizarse o cuál sería su estructura. No lo describieron, no elaboraron su concepto, no aclararon sus componentes y no profundizaron en su articulación. De hecho, el propio Marx había reconocido esta deficiencia y previsto realizar un análisis amplio y riguroso del Estado en un cuarto libro de El capital, trabajo que no completaría jamás. De igual forma, tampoco Marx y Engels dieron muchas pistas sobre cómo tendría lugar la revolución, quién organizaría la misma o en qué

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momento debía producirse. En sus escritos, las referencias a esta cuestión no están organizadas y, en ocasiones, son incluso contradictorias ya que unas veces plantean la revolución como una movilización violenta de masas, como un proceso natural en el que desembocará una oleada de agitación y entusiasmo transformador colectivo, mientras que otras llegan a considerar que en algún caso la revolución no recurrirá necesariamente a la violencia. Una vez descrito el funcionamiento del sistema capitalista y destacadas sus características y contradicciones, Marx y Engels, absorbidos también por su participación directa en la actividad política, por su labor de agitación crítica y por sus múltiples actividades, no dieron respuesta a algunas cuestiones clave para completar sus teorías, dejando a las mismas con no pocas lagunas. Décadas más tarde, sería Lenin quien, consciente de estas carencias fundamentales y condicionado por sus necesidades revolucionarias, completó las teorías marxistas del partido revolucionario, la revolución socialista o el Estado. Más allá de las líneas generales definidas por Marx y Engels, la organización de un partido político revolucionario dirigido a la consecución del poder y las características del nuevo Estado surgido tras la revolución fueron el objetivo de Lenin. Sus aportaciones conformarían lo que se ha dado en llamar marxismo-leninismo, cuya ideología y programa político condicionaron, a través de su aplicación práctica en docenas de países en todo el mundo, la historia del siglo xx y también, en sus últimas manifestaciones, del siglo xxi. 2. Lenin: su trayectoria vital Vladímir Ilich Uliánov, conocido como Lenin, nació en abril de 1870 en Simbirsk (Rusia), ciudad que durante décadas, en su honor, se denominaría Uliánovsk, en el seno de una acomodada familia de clase media. Sus rasgos asiáticos, herencia genética de una abuela de etnia calmuca, serían utilizados en el futuro por sus hagiógrafos para disfrazar su biografía inventando un pasado humilde que no fue tal. Tanto su padre, profesor de matemáticas e inspector de educación, como su madre, una instruida ama de casa que hablaba varios idiomas y sabía tocar el piano, poseían título de nobleza hereditaria. Lenin pasará su infancia y adolescencia en un ambiente confortable y conservador.

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La muerte de su padre, en 1886, cuando apenas contaba con dieciséis años, vino a trastocar el equilibrio familiar. Un año después, su hermano Alexander, alumno de la Universidad de San Petersburgo, quien estaba relacionado con el grupo revolucionario Narodnaia Volia (Libertad del Pueblo), se vio implicado en un intento de atentado contra el Zar. Tras ser juzgado, fue condenado a muerte y ejecutado. Esta tragedia marcaría en buena medida el futuro de Lenin, que en ese mismo año, 1887, se matriculó en la Universidad de Kazán. Acusado de actividad revolucionaria, sobre todo por la sospecha que las autoridades rusas proyectaron al tratarse de un hermano de Alexander, fue condenado poco después a arresto domiciliario en la hacienda familiar de su abuelo materno. Durante su retiro se dedicó a la lectura de literatura social rusa y de autores como Marx o Chernishevski. En 1892 acabó sus estudios de derecho en la Universidad de San Petersburgo, ejerciendo durante algún tiempo la abogacía en la ciudad de Samara y en la entonces capital rusa. Allí, en San Petersburgo, conocería a la que con el tiempo sería su mujer, Nadiejda Krúpskaia, quien le introdujo en los ambientes políticamente más comprometidos. En 1895, tras realizar un breve viaje a Suiza para establecer contacto con las figuras más destacadas del marxismo ruso, especialmente con Plejánov, fue detenido por su actividad subversiva y pasó una temporada en la cárcel antes de ser desterrado a Siberia, donde permaneció hasta 1900. Nadiejda, que también había sido deportada, fue autorizada a instalarse junto a Lenin, con quien se casaría en 1898 en una ceremonia religiosa ortodoxa. Durante meses, ocuparon su tiempo realizando traducciones, leyendo y estudiando, así como disfrutando de la salvaje naturaleza que les rodeaba. Será al finalizar su destierro siberiano, en 1900, cuando Vladímir I. Uliánov, que hasta ese momento había utilizado distintos seudónimos para firmar sus escritos (como «Tulin», en referencia a la ciudad de Tula), tome el nombre del río Lena como propio, adoptando desde ese momento el apodo de «Lenin». Tras el destierro en Siberia, Lenin huyó a Suiza, esta vez no con la intención de establecer contactos, sino con la idea firme de permanecer alejado de Rusia. En esta nueva etapa editaría, junto a otros refugiados rusos, entre los que se encontraba Plejánov, Iskra (La Chispa), un periódico de agitación socialista. En 1902 escribió una de sus más importantes obras, ¿Qué hacer?, que puso las bases para la creación de un partido rígidamente disciplinado, obediente, en parte clandestino, profesionalizado y dirigido a la consecución rápida del poder. Precisamente, el diseño del Partido fue el asunto que

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acabó dividiendo a los miembros del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia en dos facciones: tras la celebración en Londres de su II Congreso, en 1903, los seguidores de Lenin formarían parte del grupo denominado bolchevique (mayoritario) y sus opositores, encabezados por Martov, del menchevique (minoritario), designaciones que se mantendrían en el tiempo a pesar de que la relación de fuerzas variara en uno y otro sentido. Hasta 1917, Lenin apenas regresó unos meses a Rusia tras la revolución de 1905, levantamiento que escapó a sus previsiones y al que apenas contribuyó. En 1909 publicó su principal obra filosófica, Materialismo y empirocriticismo, donde además de desarrollar algunos conceptos clave de la filosofía marxista (materia, causalidad, tiempo y espacio, libertad y necesidad…) realizó una dura crítica del empirocriticismo, corriente filosófica idealista del siglo xix centrada en el análisis crítico de la experiencia. Durante los años de exilio dedicó la mayor parte de su tiempo al trabajo político, tanto a su actividad en el Partido como a su labor de agitación periodística. La revolución de febrero de 1917, que derrocó al zar en una Rusia desgastada por efecto de la primera guerra mundial, cogió a Lenin por sorpresa y le empujó a una actividad frenética. Hasta el inicio de la revolución y la formación del Gobierno Provisional, el 2 de marzo según el viejo calendario juliano, se había dedicado a ultimar su libro El imperialismo, fase superior del capitalismo, donde desarrollaba su teoría imperialista del capitalismo a través del estudio de la tendencia de éste a formar monopolios, del papel de la banca y del capital industrial en la creación del capital financiero, del movimiento de los grandes capitales y del reparto del planeta entre los más importantes países capitalistas. Un mes después regresaría a su país, atravesando una Europa inmersa en el conflicto bélico, gracias al apoyo del Estado Mayor alemán, que organizó el viaje para favorecer la presencia en Rusia de quien abogaba por la retirada inmediata de las tropas y el fin de la guerra. En las semanas y meses siguientes redactaría las Tesis de abril (donde defendió el abandono de la guerra, la retirada de apoyo al Gobierno Provisional y la entrega de todo el poder a los soviets), se vería obligado a esconderse en Finlandia al ser buscado por el Gobierno (como respuesta al intento de insurrección ocurrido en julio), redactaría El Estado y la revolución y organizaría y dirigiría el proceso revolucionario que acabó conquistando el poder para los bolcheviques. A partir de este momento, durante apenas cinco años, ejerció el poder prácticamente sin oposición: creó la Cheka (policía secreta), disolvió la Asamblea Constituyente, cola-

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boró con Trotski en la organización del Ejército Rojo, firmó la paz con Alemania y tuvo que hacer frente a la guerra civil. En 1921 prácticamente había aplastado toda la oposición a los bolcheviques, en especial al resto de fuerzas de izquierda, había vencido en la guerra civil a los ejércitos blancos y había puesto en marcha la Nueva Política Económica. Tras transformar el viejo imperio ruso en la nueva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en 1922 sufrió varios ataques de hemiplejía que le fueron retirando del poder hasta su fallecimiento en 1924.

3. La revolución ¿en Rusia? Pese a lo que cabía esperar, el primer país en llevar a cabo una revolución socialista fue Rusia. La revolución de octubre de 1917 no sólo no encajó en el modelo de levantamiento proletario anticipado por Marx y Engels, previsto para una potencia industrial como Inglaterra o Alemania, sino que tuvo un carácter específicamente ruso. La historia de Rusia en el siglo xix descubre, tras la apariencia imponente del Imperio y de la monarquía zarista, un país atrasado, con unas estructuras políticas y estatales rígidas, de espaldas a los movimientos liberales que se consolidaban en el resto de Europa. Los zares, en su pretensión de conservar el sistema heredado, mantuvieron una política exterior que avivaba la ilusión de ser equiparables al resto de las potencias europeas. En realidad, tras la fachada imperial no había más que un país agrícola en el que pervivía un atraso feudal y una pobreza extrema. La derrota zarista en la guerra de Crimea (1853-1856), contra Francia y Gran Bretaña, evaporó el espejismo y obligó a poner en marcha algunos cambios. De esta forma, las reformas emprendidas decretaron la abolición de la servidumbre, lo que posibilitó la aparición de una mano de obra que tendría gran importancia en el desarrollo industrial posterior. Sin embargo, la apertura política, lejos de llevarse a cabo, se evitó por todos los medios, radicalizando más, si cabe, a los pequeños grupos de oposición revolucionaria, especialmente anarquistas y marxistas. La industrialización comenzada en 1890, además de aprovechar la mano de obra existente y facilitar su organización política, trajo consigo la aparición de una clase industrial que reivindicó las ideas liberales. De este modo, la revolución de 1905 enfrentó a la anticuada autocracia zarista (la vieja nobleza, el ejército y la Iglesia Ortodoxa) con los dos nuevos grupos

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formados o reforzados en los tres lustros anteriores: una clase media liberal y una clase trabajadora. 1905 fue la suma, por tanto, de un movimiento reivindicador impulsado por los valedores de las ideas liberales y, a la vez, de una revuelta obrera y campesina. Una serie de concesiones liberales, como la creación de un Parlamento (la Duma), tranquilizaron a la nueva clase urbana; por su parte, la formación del primer sóviet de diputados de San Petersburgo relajó los ánimos en las clases más desfavorecidas. En febrero de 1917, en plena primera guerra mundial, la situación volvió a repetirse. En esta ocasión las protestas sólo se detuvieron con la abdicación del monarca. De nuevo el frente fue doble: un Gobierno Provisional de corte liberal acabó con el poder de la autocracia y se recuperó el sóviet de 1905. A partir de la revolución de febrero regresaron numerosos revolucionarios al país, entre ellos Lenin, quien dedicó sus esfuerzos a analizar la situación y preparar la definitiva revolución. En sus Tesis de abril definió los acontecimientos de febrero como una revolución burguesa que daría paso a una revolución socialista, haciendo encajar lo ocurrido y sus deseos con la teoría marxista clásica. En agosto, unos meses después, estudió y describió las características de la futura estructura estatal postrevolucionaria. El triunfo de la revolución de octubre, que culminó todo un período de entusiasmo transformador, de creación continua de soviets locales, de agitación social, de movimiento de masas, supuso la ruptura con el Gobierno liberal y el comienzo del Estado socialista. Un último obstáculo para el definitivo triunfo bolchevique fue la elección de la nueva Asamblea Constituyente, que había sido prevista con anterioridad por el Gobierno Provisional surgido en febrero y cuyos miembros fueron finalmente elegidos el 25 de noviembre de 1917, un mes después del definitivo asalto al poder. En estas elecciones, pese a haber encabezado el proceso revolucionario, los seguidores de Lenin apenas consiguieron el 24 por ciento de los votos (tan sólo 170 de 707 escaños en disputa, que fueron ocupados por opositores a los bolcheviques). Ante este contratiempo, Lenin disolvió por la fuerza la Asamblea, dejando expedito el camino al control del poder por los bolcheviques.

4. Lenin y la conformación del marxismo-leninismo Como se ha señalado, la aportación de Lenin al marxismo consistió en completar aquellas lagunas que Marx y Engels habían dejado en su trabajo,

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en tratar todas aquellas cuestiones que habían sido aplazadas y no vueltas a tratar, en adaptar a los nuevos tiempos algunas cuestiones capitales y, en definitiva, en trasladar a un escenario como el de Rusia y sus circunstancias los problemas de organización política prerrevolucionaria y postrevolucionaria que el Partido y sus líderes podrían encontrar. El marxismo-leninismo pondría así las bases del desarrollo real de los numerosos sistemas políticos comunistas que como tales se reivindicaron durante el siglo xx y perviven todavía —en algún caso— en el xxi. Lenin, consciente de las carencias teóricas del marxismo y de sus necesidades revolucionarias fue articulando poco a poco, mezclando teoría y acción, su aportación a la historia de las ideas (el marxismo-leninismo) y también de las formas políticas (el comunismo). En ¿Qué hacer?, publicado en febrero de 1902, planteó algunas cuestiones fundamentales relacionadas con los objetivos, organización y estrategia de todo partido revolucionario que pretendiera conseguir su fin, esto es, que triunfara la insurrección revolucionaria. De esta forma llenaba un vacío dejado por Marx, el que definía las características y táctica a seguir por el partido, y se lanzaba a la acción política al frente del mismo. En ese momento esa era la pregunta fundamental, qué hacer. Tras rechazar una política dirigida exclusivamente a la mejora de las condiciones salariales y de vida del proletariado, por considerarla insuficiente, Lenin plantea que el objetivo es la victoria revolucionaria, pero entendiendo la revolución como un objetivo a corto plazo y no como un horizonte difuso de lucha. Para ello es necesario establecer una estrategia bien organizada y guiada por el partido político con mano firme. Al frente del partido, orientando la acción, un pequeño núcleo centralizado, constituido por auténticos revolucionarios que hagan de la revolución su trabajo, y un periódico que organice colectivamente, difunda ideología y propague las actividades realizadas y por realizarse. Otra aportación decisiva consistió en completar la teoría marxista del Estado. Más allá de las líneas generales definidas por Marx y Engels, para Lenin el control del Estado era necesario. Necesario no sólo con la vista puesta en alcanzar el comunismo sino para, a corto plazo, acabar con el enemigo; necesario para que el proyecto revolucionario tuviera alguna posibilidad de ser llevado a la práctica. En El Estado y la revolución, obra escrita en el verano de 1917, una vez decidido a poner en marcha el definitivo

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asalto al Estado ruso, sistematizó el anterior pensamiento marxista y sentó las bases de lo que se debía hacer, de las primeras funciones del Estado tras la revolución: ser instrumento de represión que asegurara la supervivencia del proyecto revolucionario; mantener la organización social; modificar la estructura económica, social y política; y, por último, preparar la llegada del socialismo y del comunismo. El debate con los anarquistas quedaba aclarado: «Nosotros no discrepamos en modo alguno de los anarquistas en cuanto al problema de la abolición del Estado, como meta final. Lo que afirmamos es que, para alcanzar esta meta, es necesario el empleo temporal de las armas, de los medios, de los métodos del poder del Estado contra los explotadores, como para destruir las clases es necesaria la dictadura temporal de la clase oprimida».

La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario tendría lugar, tal y como se había anunciado, a través de una revolución violenta. Sin embargo, según Lenin «la supresión del Estado proletario, es decir, la supresión de todo Estado, sólo es posible por medio de un proceso de extinción». En un primer momento, toda vez que el Estado burgués era utilizado por la minoría (la burguesía) para controlar a la mayoría (el proletariado), Lenin suponía que muchas de las funciones estatales se simplificarían, ya que es más sencillo el control de la minoría por parte de la mayoría. Las funciones de instituciones represivas como el ejército, la policía o la administración de justicia podrían ser asumidas por otras formas de organización alternativas como los soviets (consejos). En cualquier caso, Lenin, pese a seguir considerando al Estado como una maquinaria al servicio de la clase dominante, admitirá que, en determinadas circunstancias, puede gozar de cierta autonomía que le haga desempeñar un papel de árbitro en el conflicto entre clases. Son los casos del Estado francés en tiempos de Napoleón III o del Gobierno de Kerensky en la Rusia de 1917: cuando coinciden una clase en decadencia y una clase en ascenso el Estado asegura el equilibrio entre ambas. Lenin dejó clara la necesidad de hacerse con el control del Estado existente para, desde él, permitir la transición al comunismo, aunque sin especificar cómo se produciría esta última. Al fin y al cabo, la urgencia teórica partía del hecho de que Marx y Engels no habían aclarado qué debía hacerse con el Estado y resolver la cuestión apremiaba, ya que la coyuntura

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política posibilitaba un derrocamiento violento del Gobierno Provisional. Lenin resolvió el problema de la manera más sencilla: era necesario apoderarse del Estado, ya que sólo controlándolo se podría proceder a su modificación. El planteamiento teleológico de la cuestión, que convertía a los escritos de Marx en dogma de fe, evitaba el cuestionamiento de lo que ocurría realmente en Rusia y los hechos sólo interesaban en tanto en cuanto encajaban en el modelo. Al fin y al cabo, Marx había desvelado las leyes del desarrollo humano y su modelo historicista hacía predecible, e inevitable, el destino final de la sociedad: el comunismo, el radiante porvenir del que durante años habló la propaganda soviética. El problema radicaba en que no aclaró cómo se llegaría a él. Al referirse a la transición del capitalismo al comunismo, en la quinta parte de El Estado y la revolución, Lenin hace profesión de fe: «bajo el capitalismo tenemos un Estado en el sentido estricto de la palabra, una máquina especial para la represión de una clase por otra, y, además, de la mayoría por la minoría (...); en la transición del capitalismo al comunismo la represión todavía es necesaria, pera ya es la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los explotados (...), la necesidad de una máquina especial para la represión comienza a desaparecer; (...) finalmente, sólo el comunismo suprime en absoluto la necesidad del Estado, pues bajo el comunismo no hay nadie a quien reprimir, «nadie» en el sentido de clase, en el sentido de una lucha sistemática contra determinada parte de la población. (...) Sabemos que la causa social más importante de los excesos, consistentes en la infracción de las reglas de convivencia, es la explotación de las masas, la penuria y la miseria de éstas. Al suprimirse esta causa fundamental, los excesos comenzarán inevitablemente a extinguirse. No sabemos con qué rapidez y gradación, pero sabemos que se extinguirán. Y, con ellos, se extinguirá también el Estado». El propio Lenin tendría tiempo, a pesar de su prematura muerte, de intuir que algo fallaba en los pronósticos de la teoría. Tras el triunfo de la revolución, en su primera intervención ante el sóviet de Petrogrado (antigua San Petersburgo y futura Leningrado), Lenin antepuso como primera labor la construcción del Estado socialista proletario. Tras disolver la Asamblea Constituyente, convocada por el Gobierno Provisional con anterioridad a la revolución de octubre, se aprobó la creación de la República Soviética Socialista Rusa y comenzó la elaboración de una

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constitución que fue presentada en julio de 1918. Su principal tarea era la de establecer «la dictadura del proletariado urbano y rural y del campesinado pobre», justificada como un instrumento provisional para «establecer progresivamente el socialismo, en el que no habrá ni división de clases ni poder estatal». La articulación de la dictadura del proletariado la realizarían los soviets. Ellos eran, siguiendo el modelo de la Comuna de París, la institución que permitiría erigir un nuevo tipo de Estado en el que no habría diferencias entre gobernantes y gobernados. La disputa sobre si debía predominar el poder de los soviets o el de los niveles superiores de la estructura soviética fue resuelta a favor de estos últimos a través del principio del «centralismo democrático»: la fuente del poder eran los soviets, mientras que su ejercicio correspondía al Congreso de los Soviets de Rusia y a su Comité Ejecutivo Central. La necesidad de vencer en la guerra civil que siguió a la revolución (que extendió sus operaciones militares hasta 1922) tuvo un tremendo coste material, humano y político para los bolcheviques. Una vez finalizada la guerra se procedió a organizar el sistema político más allá de los principios constitucionales que, en ocasiones, poco tenían que ver con la realidad. Un ejemplo claro es que la Constitución defendía el principio federal pero no establecía cuáles eran los territorios federados ya que el control de los bolcheviques sobre buena parte de Rusia era inexistente. En 1922 las repúblicas rusa, ucraniana, bielorrusa y transcaucásica firmaron la creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y determinaron la elaboración de una nueva constitución que sería finalmente aprobada en 1924. Este nuevo texto definía mejor la nueva organización territorial que se caracterizaba por su complejo sistema de autonomías y por la desigualdad existente entre los distintos miembros que la integraban: repúblicas federadas, repúblicas autónomas y regiones autónomas. La organización estatal, pese a estas reformas, fue modificada apenas superficialmente al extender los órganos de la República Federada de Rusia al resto del Estado federal. Es más, pese a lo que pudiera parecer en realidad se avanzó hacia mayores cotas de centralismo político al crearse el Presidium del Comité Ejecutivo Central y destacar por encima del mismo su presidente, que en la práctica ejercía funciones de jefe de Estado.

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5. La lucha por la sucesión de Lenin La muerte de Lenin en 1924 dio paso a la lucha por su sucesión, en la que se enfrentaron dos concepciones distintas del modelo que debía seguir el Estado Soviético. Por un lado, Trotski defendía la necesidad de que nuevos Estados abrazasen la causa socialista. Según él, difícilmente podría sobrevivir un único Estado y menos preparar el camino para el comunismo, por lo que defendió la necesidad de la revolución permanente, es decir, de una revolución mundial que acabara totalmente con el capitalismo. Por su parte, Stalin defendió la construcción del socialismo en un solo país. Lo importante en este caso era que la Unión Soviética se hiciera fuerte para, de esta forma, facilitar su acceso al comunismo. 5.1. León Trotski Lev Davidovitch Bronstein, conocido como Trotski, nació en Yavovka (Ucrania) en noviembre de 1879. Fue miembro del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia y colaborador de Iskra (La Chispa), publicación en la que colaboró junto a Lenin y Plejánov apenas iniciado el siglo xx. Trotski fue uno de los organizadores del sóviet de San Petersburgo durante la revolución de 1905, tras cuyo fracaso fue encarcelado y deportado a Siberia. Aunque al comienzo de los años diez se había opuesto a los postulados de Lenin sobre la necesidad de concentrar el poder en un partido fuertemente centralizado, participó junto a él durante el año 1917 —como destacado bolchevique— en la revolución rusa, desempeñando un papel fundamental en la insurrección de octubre que llevaría a los bolcheviques al poder. En ese momento apoyó sin matices a Lenin, quien consideraba que su objetivo principal era el derrocamiento del Gobierno Provisional. Para ello, dotado de una gran oratoria y de una gran capacidad de análisis y organización, Trotski movilizó todos los recursos a su alcance, convirtiéndose en el más firme apoyo de Lenin. Tras encargarse de negociar la paz con Alemania, firmando el tratado de Brest-Litovsk, pasó a organizar el Ejército Rojo para combatir en la guerra civil rusa recién iniciada. A partir de la enfermedad y muerte de Lenin en 1924 y como consecuencia de su enfrentamiento a Stalin, sería desposeído de todos sus cargos, expulsado del Partido, deportado y, por último, obligado a exiliarse. Fue asesinado en el año 1940 en México, país en el que su presidente Lázaro Cárdenas le había concedido

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asilo, tras el brutal ataque de un agente estalinista español, Ramón Mercader. Trotski desarrolló una amplia labor intelectual a lo largo de toda su vida, escribiendo obras como 1905. Resultados y perspectivas (1919), Literatura y revolución (1923) o Historia de la Revolución Rusa (1931-1933), entre otros destacados títulos. Su contribución doctrinal al marxismo, sin embargo, llegaría de la mano de la disputa abierta tras la muerte de Lenin, al enfrentarse a las posiciones defendidas por Stalin. En La revolución permanente (1930) y La revolución traicionada (1936) Trotski realizará sus principales aportaciones teóricas al marxismo-leninismo. Frente a la defensa del socialismo en un solo país, Trotski defenderá la revolución permanente: «El triunfo de la revolución socialista es inconcebible dentro de las fronteras nacionales de un país. (…) La revolución socialista empieza en la palestra nacional, se desarrolla en la internacional y llega a su término y remate en la mundial. Por lo tanto, la revolución socialista se convierte en permanente en un sentido nuevo y más amplio de la palabra: en el sentido de que sólo se consuma con la victoria definitiva de la nueva sociedad en todo el planeta».

Si Marx y Engels habían definido la futura sociedad comunista y Lenin había dado los pasos necesarios para su creación, Trotski abundará en el sentido que la revolución deberá tomar para su triunfo definitivo. Al fin y al cabo, Marx y Engels no habían predicho, ni tan siquiera imaginado, que la revolución tendría lugar en Rusia, y Lenin había construido su armazón teórico a la par de sus necesidades tácticas. En un delicado momento coyuntural en el que había que decidir el rumbo a tomar, en los años veinte, las teorías de Trotski supusieron una contribución más al desarrollo del marxismo-leninismo aunque, en este caso, sin posibilidad de aplicación debido a su derrota. En cualquier caso, tras la aprobación de la Constitución soviética de 1936, a la que haremos referencia a continuación, en un contexto de persecución de todo tipo de disidencia y de purgas internas (es el momento en que tienen lugar los denominados «procesos de Moscú»), Trotski definirá al sistema soviético, en La revolución traicionada, como un sistema intermedio que no podía ser calificado como capitalista pero tampoco como socialista ya que ni se habían eliminado las desigualdades sociales ni

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tampoco las clases sociales, sobre todo por la preeminencia de una casta dominante que acaparaba el poder y los recursos. Otra aportación original de Trotski estará relacionada con su labor política para erigir una nueva Internacional Comunista, la Cuarta, independiente tanto de la Segunda Internacional (o Internacional Socialista) como de la Tercera (comunista bajo control soviético). En su Programa de Transición (1938), Trotski, convencido de la madurez de las condiciones revolucionarias objetivas, considera que es necesario ayudar a las masas a encontrar el puente entre sus reivindicaciones concretas y un programa más ambicioso que conduzca a la revolución socialista, es decir aproximar el programa mínimo y el programa máximo del proletariado.

5.2. Iósif Stalin Iósif V. Dzhugashvili, conocido como Stalin, nació en Gori (Georgia) en diciembre de 1878. Cursó estudios en el seminario de Tiflis y pronto se adhirió a los movimientos revolucionarios georgianos. En 1907 asistió al V Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, celebrado en Londres. Aunque no destacó como intelectual ni como pensador, en 1913 escribió El marxismo y la cuestión nacional, una reflexión sobre el nacionalismo desde una óptica marxista ortodoxa que, pese a su escasa trascendencia, le sirvió para ser nombrado, tras la revolución de 1917 y hasta 1923, Comisario del Pueblo para Asuntos Nacionales. En abril de 1922 fue nombrado Secretario General del Comité Central del Partido Comunista, cargo que, pese a su importancia menor en aquel momento, fue acaparando cada vez más poder hasta situarse en primer plano coincidiendo con la enfermedad de Lenin. Tras la muerte de éste, en enero de 1924, Stalin se posicionó, junto a Zinóviev y Kámenev, contra Trotski, inicialmente mejor situado. En el XV Congreso del Partido Comunista, celebrado en 1927, Stalin consiguió la expulsión de Trotski, pero también de Zinóviev, así como que Kámenev fuera expulsado del Comité Central, gracias a su alianza con el sector más a la derecha del partido, representado por Bujarin y Ríkov. Tampoco éstos tardarían en caer, consiguiendo concentrar todo el poder del Partido y del Estado en sus manos, extendiendo el terror a las purgas entre los propios miembros del Partido Comunista, dando comienzo a los planes de industrialización y colectivización agraria (cuyo coste en vidas humanas

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se cifra en varios millones) y alentando, tras la derrota de Trotski y frente a su revolución permanente, la construcción del socialismo en un solo país, la Unión Soviética. El refuerzo estatal, la concentración de poder, la centralización y, en definitiva, la construcción del socialismo en un solo país quedaron reflejados en el texto constitucional de 1936. En él se recogieron los principios económicos y sociales del Estado socialista configurado por Stalin. Entre ellos destacan la propiedad socialista de los bienes de producción (estatal o de los koljoses —cooperativas—), la planificación estatal y el seguimiento del principio «de cada uno según su capacidad, a cada uno según su trabajo». Como novedad institucional, la Constitución de 1936 incluía el reconocimiento efectivo del Partido Comunista como guía del Estado. La constitucionalización del sistema de partido único tan sólo venía a recoger legalmente la situación existente desde 1921, cuando fueron eliminadas el resto de organizaciones políticas. Mayores fueron las reformas institucionales que consistieron, principalmente, en la fusión del Congreso de los Soviets de la URSS y del Comité Ejecutivo Central, dos instituciones engendradas durante la revolución que acumulaban funciones legislativas y administrativas, en un nuevo órgano: el Sóviet Supremo de la URSS. Poco suponían, sin embargo, para un régimen personalista y sometido por el terror, sustentado en la idolatría y en las continuas purgas indiscriminadas. De esta forma, la victoria de las tesis de Stalin condicionó la historia del comunismo hasta su práctica desaparición como modelo estatal: supuso el exterminio de toda oposición a su figura, acabó con la presencia de formas de economía privada, puso en marcha los planes de planificación centralizada, agudizó el aislamiento internacional y fijó, como uno de los objetivos principales, el fortalecimiento del Estado. El estalinismo no fue tanto una doctrina teórica apoyada en disquisiciones intelectuales sino una forma política: la aplicación sin límites del poder individual en nombre, eso sí, de la doctrina marxista-leninista, que le dotaba de la legitimidad y argamasa institucional necesarias para su permanencia, para la pervivencia de un dictador, Stalin, que fallecería en su cama. Paradójicamente, el hecho de que la Unión Soviética se encontrase años después entre los países vencedores tras la segunda guerra mundial permitió la expansión de los sistemas comunistas por Europa. La exportación de la revolución, impuesta en los países bajo ocupación de las tropas soviéticas,

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echó al olvido la teoría del socialismo en un solo país para ampliar su presencia internacional. En un primer momento, a Europa, luego, como resultado de la competencia con la potencia norteamericana, ampliando la esfera de influencia soviética a prácticamente todo el planeta. De esta forma, podemos distinguir tres momentos en el incremento del número de Estados socialistas que analizaremos más adelante: uno inicial que corresponde a su implantación original en Rusia, aquel que coincide con la extensión del comunismo por la Europa del Este tras 1945 y, por último, el resultante de la confrontación entre las dos superpotencias.

6. La deriva de la Unión Soviética Tras la muerte de Stalin en 1953, el período conocido como el «deshielo» trajo consigo una tímida apertura y una pequeña liberalización del régimen a medio camino entre el reconocimiento de las atrocidades cometidas y la necesidad de articular cambios indispensables para la supervivencia del propio régimen. En el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), en 1956, Jruschov (quien había sido elegido Secretario General al morir Stalin) denunció el culto a la personalidad; en el XXII Congreso, en 1961, anunció el comienzo de una nueva etapa que incluía la transformación estatal, pasando del «Estado de la dictadura del proletariado» al «Estado de todo el pueblo». En realidad, el desajuste entre el sistema político y el texto constitucional hacían recomendable, por mera coherencia interna, una transformación profunda de la Carta Magna. En 1962 comenzó el trabajo para la elaboración de una nueva constitución, proceso que se vio frenado tras la caída de Jruschov en 1964. La llegada de Brézsniev dio paso a un período caracterizado por el estancamiento económico, el atraso tecnológico, el crecimiento del gasto y de las dimensiones del sector militar, y por la intensificación de la presencia internacional. Hasta 1972 no se emprendió, de nuevo, el proyecto de elaboración del nuevo texto constitucional. Además de su pertinencia, la elaboración de la nueva constitución permitiría su uso como propaganda internacional así como la inclusión de los derechos humanos suscritos por la URSS tras los acuerdos de Helsinki. Una de las mayores críticas que recibía la Unión Soviética, su falta de respeto a los derechos humanos, podía ser soslayada por la vía de su inclusión constitucional. La nueva constitución, finalmente

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aprobada en 1977, no modificó sustancialmente la estructura estatal fijada por el anterior texto de 1936. Una vez más se hacía referencia al objetivo final del Estado soviético: su propia disolución. Curiosamente, en cada uno de los cuatro textos constitucionales (1918, 1924, 1936 y 1977) la presencia estatal fue en aumento. Una novedad importante fue el reconocimiento de un hecho incontrovertible: el Partido Comunista, en el artículo sexto, era considerado como «la fuerza dirigente y orientadora de la sociedad soviética y el núcleo de su sistema político y de las organizaciones estatales y sociales». A pesar de las reformas, el sistema soviético comenzó a dar señales, en los años setenta inicialmente y en los ochenta con mayor fuerza, de lo que luego resultó ser una enfermedad incurable. En 1982 murió Brézsniev, siendo sustituido por Andrópov y, tras su fallecimiento en 1984, por Chernienko. Tras la muerte de éste, en 1985, fue elegido Secretario General del PCUS Mijaíl Gorbachov, en un momento en que la imparable crisis hacía evidente la necesidad de introducir cambios en el sistema. Fue el período conocido como perestroika (reestructuración), que trajo consigo grandes cambios al relajarse la política exterior, liberalizarse la economía y flexibilizarse la política informativa (la denominada glásnost). Los siguientes años, hasta la desaparición de la URSS en 1991, conformaron una época de luchas internas de la élite soviética por salvaguardar su posición y por hacerse con el control del poder, en una contienda que fue planteada como la lucha entre dos grandes proyectos, uno que formalmente apostaba por la democracia y el capitalismo, representado por un Borís Yeltsin que pretendía la aceleración de las reformas, y otro de corte conservador dispuesto a todo con tal de preservar los privilegios alcanzados. Las modificaciones del Estado se reflejaron en las continuas reformas constitucionales llevadas a cabo, entre las que destacaron la de diciembre de 1988, que instituyó un nuevo Congreso de Diputados Populares y dio paso a unas elecciones en condiciones semidemocráticas, y la de marzo de 1990, que creó la figura del Presidente de la Unión Soviética (siendo elegido Gorbachov primero y último) y suprimió el artículo sexto para acabar con el monopolio del PCUS sobre el sistema político. A partir de este momento, la inevitable y progresiva profundización en los cambios agrandó la distancia entre las posturas intensificando su radicalización a favor o en contra de las reformas. La oscilación de Gorbachov entre un grupo y otro,

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la presión nacionalista y el empeoramiento de la situación económica terminó concitando la oposición a su figura que tuvo su máxima expresión en el golpe de Estado de agosto de 1991, cuyo fracaso aceleró vertiginosamente los cambios haciendo inevitable la desaparición de la Unión Soviética en las navidades de ese mismo año.

7. Los sistemas comunistas La expansión de los Estados socialistas por todo el planeta tuvo, tal y como hemos destacado, tres grandes momentos. Un primero coincidente con la instauración y consolidación del Estado soviético. Un segundo, entre los años 1945 y 1948, en el que numerosos países del este de Europa, aquellos en los que al finalizar la segunda guerra mundial estaba presente el Ejército Rojo, constituyeron gobiernos dominados por los comunistas. Y un tercero, finalmente, que coincidiría con la propagación a distintas zonas de África, Asia y América Latina en las que, con apoyo soviético en la mayoría de los casos, tuvieron lugar determinados procesos revolucionarios. La constitución del bloque soviético en la Europa del Este fue un proceso en cadena que tuvo lugar en la zona de protección ganada por los rusos al Tercer Reich. En 1943, todavía en plena guerra, el Gobierno checoslovaco en el exilio firmó un tratado de amistad con la Unión Soviética. Posteriormente, en los primeros años tras el fin del conflicto harían lo propio el resto de países conformando toda una red de relaciones económicas y diplomáticas que serían el primer paso para la consecución del poder por parte de los comunistas. Pese a la aparente homogeneidad del grupo habría que distinguir entre aquellos países que habían formado parte del grupo de vencedores, como Polonia, Yugoslavia y Checoslovaquia, y aquellos otros que habían sido aliados de Alemania, como Rumanía, Hungría y Bulgaria. En cualquier caso, la división del mapa de Europa en áreas de influencia tras los acuerdos de Yalta (1945) tuvo como consecuencia la aceleración de la llegada de los partidos comunistas al poder, bien a través de elecciones libres, bien a través de métodos más oscuros. En Polonia, por ejemplo, el Frente Democrático, integrado por comunistas y socialistas, obtuvo el 88% de los escaños, mientras que en Checoslovaquia el partido comunista consiguió el 38% de los votos; por el contrario, en Rumanía las elecciones fueron fraudulentas y en Bulgaria se presentó una

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única lista. Una vez en el poder, los nuevos Estados socialistas reprodujeron en su interior el referente soviético conformando sistemas políticos de corte estalinista. A partir de ese momento, con pequeñas excepciones, la tónica dominante fue marcada por el curso de los acontecimientos en la URSS: del estalinismo se pasó al «deshielo» y de éste al «estancamiento» para llegar, por último, a la liberalización con la perestroika. Los nuevos Estados reflejaron en sus textos constitucionales las características del sistema soviético sin escapar, en casi ningún caso, de su control absoluto, incluso en los períodos de mayor relajación aparente. Las crisis e intervenciones soviéticas en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968) dejaban claro que la autonomía estatal de estos países quedaba condicionada por la presencia del Ejército Rojo en sus respectivos territorios. Sólo la disolución del poder soviético permitió la desaparición del bloque del Este al librarse estos países de sus ataduras. La expansión y derrumbe de los sistemas comunistas en Europa País

Año inicio sistema comunista

Año derrumbe sistema comunista

Unión Soviética (URSS)

1922

1991

Bulgaria

1944

1989

Yugoslavia

1945

1992

Hungría

1945

1989

Albania

1945

1991

Polonia

1947

1989

Rumanía

1947

1989

Checoslovaquia

1948

1989

Alemania Oriental

1949

1990

Elaboración propia

Por lo que respecta al resto de casos, el tercer momento señalado, éstos se incorporaron al bloque marxista-leninista en un contexto internacional de competencia entre las dos grandes potencias, los Estados Unidos y la URSS, la conocida como guerra fría. En un escenario caracterizado por la descolonización de las antiguas colonias europeas la lucha consistía en conseguir atraer a los nuevos Estados hacia uno de los dos grandes modelos, como ocurrió en Vietnam o Corea. De esta forma, la contienda dentro de

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los Estados por el control del poder dio lugar al apoyo de las potencias a los distintos grupos en lucha. Numerosos movimientos revolucionarios contaron con ayuda económica y militar soviética (o china, en ocasiones). Es el caso de algunas antiguas colonias africanas, asiáticas y latinoamericanas, donde diferentes grupos comunistas alcanzaron el control estatal gracias a este respaldo. Algunos regímenes han logrado incluso perdurar más allá de la desaparición de la propia Unión Soviética en 1991, como por ejemplo ha ocurrido en Cuba o Corea del Norte. El caso chino, por sus particulares características, tiene connotaciones diferentes. Aunque sus transformaciones y evolución posterior no han seguido igual camino, su modelo de Estado fue semejante en lo esencial al soviético. De hecho, el maoísmo (o Pensamiento Mao Tse Tung), teoría desarrollada por Mao Zedong (1893-1976), máximo dirigente del Partido Comunista de China y fundador de la República Democrática China, se reclama parte de la tradición marxista-leninista más ortodoxa. Tanto Mao como sus seguidores adaptaron a la realidad china de los años cuarenta el pensamiento leninista de cara a la consecución del poder, el cual alcanzaron en 1949. Mao utilizó los planteamientos del marxismo-leninismo (partido de vanguardia fuertemente centralizado, objetivo revolucionario, conquista del poder estatal, dictadura del proletariado, etc.) pero reservando un papel principal al campesinado en lugar de a la clase obrera. Si para Lenin o para Stalin los campesinos eran una clase de la que había que desconfiar dada su escasa ideologización y menor movilización, además de sus tendencias burguesas propietarias, para Mao eran el motor de la revolución, un potencial movilizador que, bien dirigido por el Partido, permitiría alcanzar el Estado. Además, su planteamiento de la estrategia política en términos de lucha armada y su teoría sobre la guerra de guerrillas hicieron de él un referente y modelo para no pocos grupos terroristas y movimientos guerrilleros en todo el mundo. Algunos autores consideran que puede hablarse del marxismo-leninismo-maoísmo, y de hecho numerosos partidos y movimientos se han reclamado como tales: grupos revolucionarios, guerrillas y partidos comunistas en Asia, sobre todo, pero también en Latinoamérica, como Sendero Luminoso en Perú, o en España, como los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO), por ejemplo. Hoy en día, la figura de Mao tiene en China un papel meramente simbólico, habiéndose alejado radicalmente su teoría de la práctica política y, sobre todo, de la realidad económica del país.

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Lecturas complementarias 1. La necesidad de un periódico revolucionario según Lenin «Hemos llegado, pues, a la última razón que nos obliga a hacer particular hincapié en el plan de una organización formada en torno a un periódico central para toda Rusia, mediante la labor conjunta en este periódico común. De la revolución misma no debe uno forjarse la idea de que sea un acto único, sino de que es una sucesión rápida de explosiones más o menos violentas, alternando con períodos de calma más o menos profunda. Por tanto, el contenido fundamental de las actividades de la organización de nuestro partido, el centro de gravedad de estas actividades debe consistir en una labor que es posible y necesaria tanto durante el período de la explosión más violenta como durante el de la calma más completa, a saber: en una labor de agitación política unificada en toda Rusia que arroje luz sobre todos los aspectos de la vida y que dirija a las más grandes masas. Y esta labor es inconcebible en la Rusia actual sin un periódico central para toda Rusia que aparezca muy a menudo. La organización que se forme por sí misma en torno a este periódico, la organización de sus colaboradores (en la acepción más amplia del término, es decir, de todos los que trabajan en trono a él) estará precisamente dispuesta a todo, desde salvar el honor, el prestigio y la continuidad del partido en los momentos de mayor «depresión» revolucionaria, hasta preparar la insurrección armada de todo el pueblo, fijar fecha para su comienzo y llevarla a la práctica.»

Vladímir I. Lenin. ¿Qué hacer? 2. La desaparición del Estado según Lenin «Bajo el capitalismo tenemos un Estado en el sentido estricto de la palabra, una máquina especial para la represión de una clase por otra y, además, de la mayoría por la minoría. Más adelante, durante la transición del capitalismo al comunismo, la represión es todavía necesaria, pero es ya la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los explotados. Es necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para la represión: el Estado. Pero es ya un Estado de transición, no es ya un Estado en el sentido estricto de la palabra, pues la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los esclavos de ayer es algo

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relativamente fácil, sencillo y natural. Por último, sólo el comunismo suprime absolutamente la necesidad del Estado, pues no hay nadie a quien reprimir, «nadie» en el sentido de clase, en el sentido de una lucha sistemática contra determinada parte de la población. No somos utopistas y no negamos lo más mínimo que es posible e inevitable que algunos individuos cometan excesos, como tampoco negamos la necesidad de reprimir tales excesos. Pero, en primer lugar, para ello hace falta una máquina especial, un aparato especial de represión; esto lo hará el propio pueblo armado, con la misma sencillez y facilidad con que un grupo cualquiera de personas civilizadas, incluso en la sociedad actual, separa a los que se están peleando o impide que se maltrate a una mujer. Y, en segundo lugar, sabemos que la causa social más profunda de los excesos, consistentes en la infracción de las reglas de convivencia, es la explotación de las masas, su penuria y su miseria. Al suprimirse esta causa fundamental, los excesos comenzarán inevitablemente a «extinguirse». No sabemos con qué rapidez y gradación, pero sabemos que se extinguirán. Y con ello se extinguirá también el Estado.»

Vladímir I. Lenin. El Estado y la revolución. 3. Las Tesis de Abril de Lenin «2.ª La peculiaridad del momento actual en Rusia consiste en el paso de la primera etapa de la revolución, que ha dado el poder a la burguesía por carecer el proletariado del grado necesario de conciencia y de organización, a su segunda etapa, que debe poner el poder en manos del proletariado y de las capas pobres del campesinado. Este tránsito se caracteriza, de una parte, por el máximo de legalidad (Rusia es hoy el más libre de todos los países beligerantes); de otra parte, por la ausencia de violencia contra las masas y, finalmente, por la confianza inconsciente de éstas en el gobierno de los capitalistas, los peores enemigos de la paz y el socialismo. Esta peculiaridad exige de nosotros habilidad para adaptarnos a las condiciones especiales de la labor del partido entre masas inusitadamente amplias del proletariado, que acaban de despertar a la vida política.»

Vladímir I. Lenin. Las Tesis de Abril.

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4. Lenin y la insurrección armada «El paso del poder a los soviets significa hoy, en la práctica, la insurrección armada: renunciar a la insurrección armada equivaldría a renunciar a la consigna más importante del bolchevismo: «Todo el poder para los soviets», y a todo internacionalismo proletario-revolucionario en general. Pero la insurrección armada es un aspecto especial de la lucha política sometido a las leyes especiales, que deben ser profundamente analizadas. Aplicado a Rusia y al mes de octubre de 1917 quiere decir cercar y aislar a Petrogrado, apoderarse de la ciudad mediante un ataque combinado de la flota, los obreros y las tropas: he aquí una misión que requiere habilidad y triple audacia. Formar con los mejores elementos obreros destacamentos armados de fusiles y bombas de mano para atacar y cercar los centros del enemigo (escuelas militares, centrales de telégrafos y teléfonos, etc.). La consigna de estos elementos debe ser: «Antes perecer todos que dejar pasar al enemigo». El triunfo de la revolución rusa y de la revolución mundial depende de dos o tres días de lucha.»

Vladímir I. Lenin. «Carta al Comité Central». 5. La crítica de Trotski al centralismo partidista «Bien o mal (más bien mal), conducimos a las masas a la revolución despertando en ellas los instintos políticos más elementales. Pero en la medida en que tenemos que ver con una tarea compleja —transformar esos «instintos» en aspiraciones conscientes de una clase obrera que se determina a sí misma políticamente—, tendemos a recurrir a los atajos y simplificaciones del «pensar por los demás» y el «sustitucionismo». En la política interna del Partido esos métodos conducen a «sustituir» al Partido por la organización del Partido, a la organización del Partido por el Comité Central y, finalmente, a sustituir al Comité Central por el dictador.»

León Trotski. «¡Abajo el sustitucionismo político!», en Defensa de la Revolución.

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6. La revolución permanente según Trotski «La conquista del poder por el proletariado no significa el coronamiento de la revolución, simplemente su iniciación. La edificación socialista sólo se concibe sobre la base de la lucha de clases en el terreno nacional e internacional. En las condiciones de predominio decisivo del régimen capitalista en la palestra mundial, esta lucha tiene que conducir inevitablemente a explosiones de guerra interna, es decir, civil, y exterior, revolucionaria. En esto consiste el carácter permanente de la revolución socialista como tal, independientemente de que se trate de un país atrasado, que haya realizado ayer todavía su transformación democrática, o de un viejo país capitalista que haya pasado por una larga época de democracia y parlamentarismo. El triunfo de la revolución socialista es inconcebible dentro de las fronteras nacionales de un país. Una de las causas fundamentales de la crisis de la sociedad burguesa consiste en que las fuerzas productivas creadas por ella no pueden conciliarse ya con los límites del Estado nacional. La revolución socialista empieza en la palestra nacional, se desarrolla en la internacional y llega a su término y remate en la mundial. Por lo tanto, la revolución socialista se convierte en permanente en un sentido nuevo y más amplio de la palabra: en el sentido de que sólo se consuma con la victoria definitiva de la nueva sociedad en todo el planeta.»

León Trotski. «¿Qué es la revolución permanente?», en Defensa de la Revolución. 7. Comentario de Stalin a la Constitución soviética de 1936 Como veis, la clase obrera de la URSS es una clase obrera completamente nueva, desprovista de explotación, como jamás se ha conocido en la historia de la humanidad. La base de la nueva Constitución está en el sostenimiento de los principios del socialismo, y por tanto de la socialización de la tierra, las fábricas y todos los elementos de la producción, de la desaparición de las clases explotadas. También figura la liquidación de la miseria y el lujo; la desaparición de las huelgas, el establecimiento del trabajo como obligación y deber, y el bienestar de todo ciudadano apto para el trabajo según la fórmula «quien no trabaja no come». Se establece el derecho al trabajo, es decir, todo ciudadano tendrá garantizado el trabajo, el descanso, la instrucción, etc. Parte nuestra Constitución del hecho de la no existencia de clases antagónicas.

Iósif Stalin. «Discurso en la presentación de la Constitución de 1936».

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8. Stalin y la cuestión nacional Las naciones tienen derecho a organizarse con arreglo a sus deseos, tienen derecho a conservar las instituciones nacionales que les plazcan, las perniciosas y las útiles: nadie puede (¡nadie tiene derecho!) inmiscuirse por la fuerza en la vida de las naciones. Pero esto no quiere decir que la socialdemocracia no haya de luchar, no haya de hacer propaganda en contra de las instituciones nocivas de las naciones, en contra de las reivindicaciones inadecuadas de las naciones. Por el contrario, la socialdemocracia está obligada a realizar esta propaganda y a influir en la voluntad de las naciones de modo que éstas se organicen en la forma que mejor corresponda a los intereses del proletariado. Precisamente por esto, luchando en favor del derecho de las naciones a la autodeterminación, realizará, al mismo tiempo, una campaña de propaganda, por ejemplo, contra la separación de los tártaros y contra la autonomía cultural-nacional de las naciones caucásicas, pues tanto una como otra, si bien no van en contra de los derechos de estas naciones, van, sin embargo, en contra del sentido preciso del programa, es decir, de los intereses del proletariado caucasiano. Evidentemente, los «derechos de las naciones» y el «sentido preciso» del programa son dos planos completamente distintos. Mientras que el «sentido preciso» del programa expresa los intereses del proletariado, formulados científicamente en su programa, los derechos de las naciones pueden expresar los intereses de cualquier clase: de la burguesía, de la aristocracia, del clero, etc., con arreglo a la fuerza y a la influencia de estas clases. Allí son los deberes del marxista, aquí los derechos de las naciones, integradas por diversas clases. Los derechos de las naciones y los principios de la socialdemocracia pueden ir o no «ir en contra» los unos de los otros.

Iósif Stalin. El marxismo y la cuestión nacional. 9. La guerra y la política según Mao ¿Cómo explicar el estímulo al espíritu heroico de sacrificio en la guerra? ¿No está en contradicción con «conservar las fuerzas propias»? No, no lo está. Uno y otro son contrarios que se condicionan entre sí. La guerra es política con derramamiento de sangre y exige un precio, a veces sumamente elevado. El sacrificio (la no conservación) parcial y temporal es indispensable para la conservación permanente del todo. He aquí precisamente por

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qué decimos que el ataque, que es en lo fundamental un medio para destruir las fuerzas del enemigo, sirve al mismo tiempo para conservar las propias. He ahí también por qué la defensa debe ir acompañada del ataque; y no ser una defensa pura.

Mao Tse-Tung, Sobre la guerra prolongada, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1976 (ed. orig. 1938).

Bibliografía 1. Obras de Lenin, Mao, Marx y Engels, Stalin y Troski Lenin, Vladímir I., El Estado y la revolución, introducción de Jesús de Andrés, Alianza, Madrid, 2006 (ed. orig. 1919). —  El imperialismo, fase superior del capitalismo, Fundación Federico Engels, Madrid, 2007 (ed. orig. 1919). —  ¿Qué hacer?, Alianza, Madrid, 2010 (ed. orig. 1902). —  Las Tesis de Abril, Fundación Federico Engels, Madrid, 2004 (ed. orig. 1917). —  Materialismo y Empirocriticismo, Ed. Pueblo y Educación, La Habana, 1990 (ed. orig. 1909). Mao Tse-Tung, Sobre la guerra prolongada, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1976 (ed. orig. 1938). —  La revolución china y el Partido Comunista de China, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1976 (ed. orig. 1939). Marx, Karl, El Capital (3 volúmenes), Fondo de Cultura Económica, México, 1999 (ed. orig. 1867-1894). —  El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, traducción, introducción y notas de Elisa Chuliá, Alianza, Madrid, 2003 (ed. orig. 1852). Marx, Karl, y Engels, Friedrich, Manifiesto Comunista, introducción y traducción de Pedro Ribas, Alianza, Madrid, 2005 (ed. orig. 1848). Stalin, Iósif, El marxismo y la cuestión nacional, MIA, Viena, 2002 (ed. orig. 1913).

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Trotsky, León, 1905. Resultados y perspectivas, Fundación Federico Engels, Madrid, 2005 (ed. orig. 1919). —  Historia de la Revolución Rusa (2 volúmenes), Veintisiete Letras, Madrid, 2007 (ed. orig. 1931-1933). —  La revolución permanente, Fundación Federico Engels, Madrid, 2001 (ed. orig. 1930). —  La revolución traicionada, Fundación Federico Engels, Madrid, 2001 (ed. orig. 1936). —  Defensa de la Revolución, edición de Jaime Pastor, Catarata, Madrid, 2009.

2. Bibliografía complementaria Aguilera de Prat, Cesáreo R., La teoría bolchevique del Estado socialista, Tecnos, Madrid, 2005. Biagini, Antonello, y Guida, Francesco, Medio siglo de socialismo real, Ariel, Barcelona, 1996. Carr, Edward H., La revolución rusa: de Lenin a Stalin, 1917-1929, traducción de Ludolfo Paramio, Alianza, Madrid, 1991. Carrère D’Encausse, Hélène, Lenin, traducción de Mauro Armiño, Espasa Calpe, Madrid, 1999. De Andrés, Jesús, «Lenin, el Estado ruso y las necesidades de la revolución», introducción a El Estado y la revolución de Vladímir I. Lenin, Alianza, Madrid, 2006, pp. 7-30. —  «Octubre de 1917 ¿Golpe o revolución?», en El voto de las armas, Catarata, Madrid, 2000, pp. 37-60. De Esteban, Jorge, y Varela, Santiago, La Constitución Soviética, Universidad Complutense, Madrid, 1978. Figes, Orlando, y Kolonitskii, Boris, Interpretar la revolución rusa. El lenguaje y los símbolos de 1917, traducción de Pilar Placer, Biblioteca Nueva / Universidad de Valencia, Madrid, 2001.

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Flores, Marcello, y Madrid, 2007.

de

Andrés, Jesús, Atlas Ilustrado del Comunismo, Susaeta,

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Taibo, Carlos, Historia de la Unión Soviética (1917-1991), Alianza, Madrid, 2010. Volkogónov, Dmitri, El verdadero Lenin, traducción de Andrea Morales, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1996. Zizek, Slavoj, Repetir Lenin, Akal, Madrid, 2004.

Tema 15

Los liberalismos de posguerra Pedro Carlos González Cuevas

Introducción 1. Friedrich von Hayek: el liberalismo conservador 2. Karl Raimund Popper: el racionalismo crítico 3. Raymond Aron: liberalismo y realismo político Lecturas complementarias Bibliografía

Este tema describe el proceso intelectual de reafirmación y reelaboración teórica del liberalismo, frente a los retos del socialismo «real» y del Estado benefactor occidental. Este proceso está protagonizado por intelectuales como Hayek, Popper y Aron. A pesar de las diferencias entre estos autores, los tres tuvieron en común sus críticas al marxismo, su defensa del individualismo y del reformismo social.

Introducción Ya en las últimas décadas del siglo xix, la ideología liberal comenzó a dar señales de un profundo desfallecimiento. Pero fue tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918) cuando se produjo el auténtico derrumbe del orden liberal, el auge del corporativismo y el ascenso del bolchevismo y de los regímenes fascista y nacional-socialista. En las sociedades de tradición liberal, como Inglaterra y Estados Unidos, tuvo lugar el ascenso del intervencionismo estatal y la construcción del llamado Estado del bienestar (Welfare State). En la Inglaterra de entreguerras, John Maynard Keynes, lord Beveridge y otros liberales revisionistas intentaron llegar a un punto de encuentro entre el viejo orden liberal-capitalista y los nuevos ideales socialistas. En Estados Unidos, en plena depresión económica, se produjo un giro radical de la política económica con el New Deal, mediante el cual el gobierno federal del presidente Franklin Delano Roosevelt llevó a cabo una regulación de las relaciones económico-sociales que, aunque moderado, permitió a sus críticos liberales y republicanos denunciar una amenaza «socialista» que, según ellos, se cernía sobre el país. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, todo parecía indicar que el ideal liberal había llegado finalmente a su término, mientras que el futuro aguardaba a formas socialistas y/o totalitarias de gobierno y de sistema económico. A pesar de la derrota de Alemania e Italia en la contienda, el impacto de la Segunda Guerra Mundial produjo por doquier una ampliación en el ámbito y la intensidad de la actividad estatal, incluso en los países de tradi-

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ción liberal. En Inglaterra, el Plan Beveridge para la implantación de una economía mixta tuvo una clara influencia socialista, mientras que en Estados Unidos, su participación en la contienda afianzó las tendencias dirigistas e intervencionistas del New Deal. En Europa, el resultado de la guerra supuso el confinamiento de la Europa central y oriental en la esfera del sistema totalitario soviético, así como el ascenso al poder de los gobiernos socialistas en gran parte del resto del Continente. Allí donde la opinión política no era franca y explícitamente socialista, reinaba el consenso general de que el futuro se encontraba en el Estado interventor y una economía, no de mercado libre, sino mixta y dirigida por el Estado. El éxito de la planificación de guerra convenció a la mayoría de los líderes políticos de que las misma técnicas podrían y deberían usarse para promover el pleno empleo en el contexto de un rápido crecimiento, y pareció otorgar la autoridad de la experiencia prácticas a las ideas económicas de Keynes, con su defensa de la capacidad del Estado para controlar la demanda en la economía de mercado a través de una intervención adecuada, aumentando el gesto público durante las recesiones, sobre todo para mantener el pleno empleo. Los años de posguerra asistieron, pues, a la consolidación del Estado del bienestar, cuyos orígenes se encontraban en la Alemania de Bismarck, a partir de las ideas de Lorenz von Stein sobre la Monarquía social. Su objetivo era corregir por el sector público los efectos disfuncionales de la sociedad industrial competitiva, no sólo por una exigencia ética, sino también por una necesidad histórica, dado que era preciso optar, primero, ante la presión de las clases trabajadoras, y luego ante el desafío comunista, entre la reforma y la revolución. Tras la Segunda Guerra Mundial, esta alternativa fue asumida por los partidos democristianos y social-demócratas. Sin embargo, ya durante la Segunda Guerra Mundial y los años inmediatamente posteriores se produjeron importantes contribuciones a la renovación del liberalismo clásico, tanto a nivel político y filosófico como a nivel económico. En la década de los años cincuenta del siglo xx, el historiador israelí Jacob Talmon esgrimió, desde supuestos liberales, una crítica a la democracia, en su célebre obra Los orígenes de la democracia totalitaria, publicada en 1952. Talmon colocaba a la democracia o, mejor dicho, a la idea de democracia elaborada por las Luces, puesta en acto por el jacobinismo y desarrollada en la utopía igualitaria de los primeros comunistas como Babeuf. El historiador israelí veía en la Ilustración el origen de las

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corrientes democráticas: el liberalismo empirista y pluralista; y el totalitarismo holístico y mesiánico. El primero encaminado hacia el mejoramiento gradual y pragmático de la sociedad y respetuoso de la autonomía frente al Estado. El segundo deseoso de imponer a la humanidad un orden ideal preestablecido. Estas dos corrientes manifiestan, según Talmon, dos concepciones distintas de la democracia, pero derivadas de una cultura común —las Luces— nacida, en última instancia, de la secularización. El totalitarismo era, entonces, considerado, por Talmon, como un hijo legítimo de la modernidad, al mismo tiempo que la democracia liberal. En cuanto movimiento universalista y racionalista, el comunismo era considerado como un totalitarismo de izquierdas, al cual se opone un totalitarismo de derechas, representado por el fascismo y el nacional-socialismo. En otros términos, Talmon señala una doble genealogía: por un lado, la mitología racial era el origen del nacional-socialismo; por otro, la democracia rousseauniana era el origen del comunismo, sistematizando la crítica a la tradición republicana encarnada por el autor de El contrato social. Rousseau era el teórico del Estado como encarnación de la «voluntad general»; el jacobinismo buscaba restaurar un «reino de la virtud» y desembocó en el Terror. Babeuf fue el primer comunista y organizador de la primera conspiración revolucionaria igualitaria. Por su parte, el historiador y filósofo Isaiah Berlin, con su libro Dos conceptos de libertad, publicado en 1958, ofreció una reafirmación del concepto liberal clásico de libertad, enfatizando la importancia de las denominadas libertades negativas, es decir, las que consisten en la ausencia de restricción y coerción. Las libertades negativas se vinculan con el individualismo por el hecho de que el concepto implica la existencia de una esfera personal y privada de acción sin trabas en la cual los individuos pueden hacer lo que desean y no se encuentran inhibidos para hacerlo por una fuerza exterior a ellos mismos. Un aspecto esencial es el hecho de que la libertad negativa no puede ser violada por las consecuencias imprevistas de acciones humanas como la costumbre, la distribución de la riqueza o las estructuras no planificadas. Al mismo tiempo, Berlin desarrolló su teoría de la libertad en el conflicto de valores propio de la existencia humana. Su tesis fue que la experiencia humana es puesta a prueba por la existencia de una diversidad de valores en conflicto para los que no existe ningún criterio decisivo de elección. El valor de la elección, y por lo tanto de la libertad humana, deriva precisamente de este pluralismo radical de valores.

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No obstante, podemos considerar a Friedrich von Hayek, a Karl Raimund Popper y a Raymond Aron como los principales representantes de la reafirmación del liberalismo político en las sociedades posteriores a la Segunda Guerra Mundial. A pesar de sus diferencias, estos autores tienen en común sus críticas al marxismo; su defensa del individualismo, que afirma la primacía moral de la persona frente a las exigencias de cualquier colectivismo social; y el reformismo, por su creencia en la posibilidad de mejora social sin el recurso a la violencia o a la revolución.

1. Friedrich von Hayek: el liberalismo conservador Friedrich August von Hayek nació en Viena el 8 de mayo de 1899. Su padre pertenecía a la baja nobleza austriaca. Entre sus primos se encontraba el filósofo Ludwig Wittgenstein. En la Universidad de Viena, tuvo como profesor, entre otros, a Hans Kelsen; y consiguió el título de doctor en Derecho. Igualmente, estudió ciencias políticas. En un primer momento, sus ideas políticas eran de corte fabiano. Sus intereses se fueron centrando en cuestiones económicas. En ese sentido, fue decisivo su encuentro con Ludwig von Mises, uno de los representantes de la Escuela Austriaca de Economía. Esta escuela se había iniciado con la publicación de los Principios de Economía Política de Carl Menger, en 1870. Junto con las obras de León Walras y Stanley Jevons, éste provocó la llamada revolución marginalista y subjetivista en la teoría económica. Sus conceptos fundamentales son el subjetivismo, el individualismo, el proceso de mercado y la capacidad empresarial. El subjetivismo es la doctrina metodológica que considera que las ciencias sociales no se ocupan de hechos objetivos o regulaciones rígidas, sino de las acciones de los individuos sujetos a restricciones; por ejemplo, la escasez. El individualismo metodológico es la doctrina que sostiene que los procesos económicos sólo pueden ser entendidos en términos de acciones y voluntades individuales. Las proposiciones colectivas sobre «economía», «estado» y «sociedad» sólo tiene sentido cuando se pueden reducir a proposiciones sobre las motivaciones individuales. Con respecto al proceso de mercado, los austriacos no creen, frente a las teorías económicas neoclásicas, que el sistema de intercambios esté siempre en equilibrio. La teoría del equilibrio es estática; nunca explica cómo se produce la coordinación perfecta. En la teoría

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austriaca la coordinación tiene lugar porque el mecanismo de los precios está indicando constantemente la información acerca de las oportunidades de beneficio de los empresarios. En los procesos de mercado, el empresario tiene un papel crucial, ya que es su atención a las discrepancias de precios la que puede aprovecharse para obtener ganancias que empujan al mercado hacia el equilibrio. La capacidad de empresa no se define en términos de posesión de recursos, sino como un tipo de sensibilidad mental a posibles oportunidades económicas. Esto significa que en las economías realmente existentes siempre habrá beneficio empresarial, es decir, por encima de lo que se requiere para mantener un factor de producción en funcionamiento. Hayek y Mises utilizaron algunos de estos planteamientos para refutar las demandas socialistas e intervencionistas a la hora de mejorar el mercado. Sus argumentaciones consistían en que los gobiernos carecen del conocimiento suficiente como para reproducir el equilibrio perfecto de la teoría pura y que la marginación del empresario, y en consecuencia de los beneficios, significa que los administradores no tienen incentivos para realizar una eficiente asignación de recursos. Una vez centrado en los asuntos económicos, Hayek adquirió una cierta reputación. Y en 1931 fue invitado por Lionel Robbins a Londres. En un principio, tenía el encargo de impartir de una serie de conferencias en la London School of Economics; pero finalmente se estableció en Inglaterra. En 1938, adquirió la nacionalidad británica. Y, desde entonces, siempre se consideró «culturalmente británico». De hecho, sus planteamientos políticos son, en buena medida, herederos de la Ilustración escocesa: Hume, Mandenville, Ferguson, Smith, Burke, etc. En ese nuevo contexto, Hayek destacó por su enfrentamiento intelectual con Keynes, lo que le condujo, al ostracismo intelectual durante gran parte de su vida. En 1944, Hayek publicó una de sus obras más conocidas, Road to Serfdon (Camino de servidumbre), donde defendió que en la planificación económica socialista se encontraba la causa última de las diversas formas de totalitarismo del siglo xx, unidas por una misma hostilidad hacia el mercado y por una misma voluntad de control estatal de la economía. Según Hayek, los fascistas y los nacional-socialistas no habían tenido que inventar nada, porque su tradición estaba fijada por el socialismo. En suma, el totalitarismo era la antítesis de una sociedad libre, es decir,

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fundada en las libertades negativas y en las fuerzas impersonales del mercado. El socialismo era portador de una amenaza mortal no tanto para la democracia, sino sobre todo para las libertades negativas. Intervencionismo estatal en la economía, desarrollado en Europa después de 1918; partidos de masa, cuyo modelo era la socialdemocracia alemana; y antiindividualismo, socialista, comunista o nacionalista: he aquí las tendencias originarias, según Hayek, de los regímenes totalitarios del siglo xx. Camino de servidumbre teorizaba una concepción neoliberal —el mercado como fundamento armonioso y autosuficiente del orden social, la defensa de la propiedad, Gobierno de la Ley, etc.—, que Hayek desarrollaría en sus libros posteriores. Sin embargo, no se oponía a una cierta intervención del Estado, defendiendo «la certidumbre de un mínimo dado de sostén para todos», es decir, un mínimo de alimentos, techo, vestidos suficientes para preservar la salud y la capacidad de trabajar, así como un seguro asistido por el Estado contra la enfermedad, los accidentes y los desastres naturales. Tres años más tarde, en 1947, Hayek y otros treinta y ocho intelectuales adscritos a diversas ramas del conocimiento decidieron fundar la Sociedad Mont Pèlerin, cuyo objetivo era crear una asociación internacional de pensadores comprometidos en la defensa de los valores del liberalismo clásico. Hayek fue el principal inspirador de la iniciativa y, además, el primer presidente de la asociación. Entre sus miembros, se encontraron Milton Friedman, Bertrand de Jouvenel, Lionel Robbins, Karl Raimund Popper, Michael Polanyi y Ludwig von Mises. En 1949, Hayek se traslada a los Estados Unidos, donde se le ofreció un puesto de profesor de ciencias morales y políticas en la Universidad de Chicago. Allí tuvo oportunidad de relacionarse con Milton Friedman, Frank Knight, George J. Stigler y Gary Becker, unidos todos por su antikeynesianismo. Tres años después marchó a la Universidad de Friburgo, donde, como ocurrió en Chicago, tomó contacto con los representantes de la escuela ordoliberal alemana: Alexander Rüstow, Wilhelm Röpke y Walter Eucken, vinculados igualmente a la Sociedad Mont Pèlerin y a la revista Ordo. Su tarea consistió en asesorar a los gobernantes alemanes en su afán de reemplazar la economía planificada del período de la guerra por otra basada en el libre mercado. Entre 1969 y 1977, residió en Salzburgo. Desde entonces, su labor se centró en la crítica del socialismo y la defensa del liberalismo clásico. Tal es el proyecto que subyace en sus obras

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más célebres: Los fundamentos de la libertad, Derecho, legislación y libertad, La fatal arrogancia, La contrarrevolución en la ciencia, etc. Su punto de partida es la crítica epistemológica a lo que él denomina cientificismo y constructivismo, cuyos antecedentes ideológicos y filosóficos se encuentran en Descartes, Bacon, Rousseau, Saint-Simon, Comte y Hegel. El cientificismo consiste en la falsa aplicación de los métodos de las ciencias naturales a las ciencias morales y sociales. Intimamente ligado a esta perspectiva se encuentra el racionalismo constructivista, es decir, toda forma de pensamiento que considere que la razón puede llevar a edificar una sociedad nueva y mejor, creando de la nada sus instituciones o, lo que es lo mismo, despreciando las tradiciones y el aspecto evolutivo de las normas morales, del derecho, así como de las instituciones económicas fundamentales: el mercado y el dinero. Los constructivistas consideran que las instituciones ya existentes son productos de la creación deliberada de alguien, por lo menos en todos los aspectos que racionalmente se consideran positivos. El cientificismo y el constructivismo son el origen de todos los modernos intentos de planificación, de control de la sociedad y, sobre todo, de la planificación económica. Y es que el enfoque científico y constructivista es inherentemente colectivista. Frente al cientificismo y al constructivismo Hayek cree que la base epistemológica de la sociedad liberal es el racionalismo evolutivo, cuya tesis central es que el orden social es espontáneo. Según Hayek el error de los cientificistas y los constructivistas radica en pretender buscar leyes que determinen el desarrollo histórico allí donde es posible hallarlos. El científico social no puede aislar y experimentar con fenómenos y eventos que son en esencia únicos e irrepetibles, pretendiendo una extrapolación de los mismos al margen de las circunstancias concretas y fuera del marco espacio-temporal determinado en que se desarrolla. Cada situación analizada es resultado de una infinidad de sucesos interrelacionados que no permiten su selección y aislamiento del resto. Sobre las bases de estas circunstancias, la mente del hombre, por su privilegiada que sea, jamás podrá captar un todo de tales dimensiones y complejidad. La acción racional en el sentido cartesiano implica, sin embargo, el reconocimiento exhaustivo de todos los hechos que resultan relevantes para llevarla a cabo, no llegando a comprender que en la sociedad el desarrollo de la actividad humana depende de tal número de factores que hacen imposible que el ser humano pueda llegar a conocerlos todos o si los que efectivamente conoce son los más relevantes. Siguiendo a

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Hume y a Kant, Hayek estima que la mente humana no es una instancia independiente del mundo exterior; es un elenco de normas cuyo origen se encuentra en ese mundo exterior. Por todo ello, Hayek mantiene que debido a la necesaria e irremediable ignorancia a la que estamos sometidos en relación a la mayor parte de los acontecimientos particulares que determinan el comportamiento de los integrantes de la sociedad, nuestra civilización debe basarse en la posibilidad de que el hombre pueda otorgar fiabilidad a muchas realidades que no pueden ser conocidas plenamente en el sentido cartesiano. Y este es precisamente el papel desempeñado por la tradición y por las instituciones de la sociedad: dar estabilidad y seguridad a la acción humana en su proyección hacia el futuro. Hayek entiende por tradición el conjunto de los hábitos, de normas y de instituciones que conforman la sociedad. La tradición es la depositaria de las mejores prácticas. Son las instituciones, las normas y los hábitos que han cristalizado, superando la prueba del tiempo, debido a que son las más eficaces para el grupo. En ese sentido, y a pesar de su agnosticismo, Hayek alaba a las instituciones religiosas como principales guardianes de la tradición. Siguiendo esta línea de pensamiento, Hayek elabora una concepción del devenir histórico como algo totalmente abierto, al ser el resultado involuntario del actuar individual de una infinidad de seres humanos, que persiguen sus propios fines sobre la base de valoraciones subjetivas que varían según cada contexto de acción, y disponiendo de una razón y unos conocimientos limitados, lo que hace que resulten imprescindibles los escasos puntos de apoyo que proporcionan los únicos instrumentos de los que dispone el científico social: las teorías que permiten elaborar leyes económicas y la información contenida en las instituciones sociales. Un ejemplo típico de este proceso es el constituido por la aparición del mercado. Hayek descarta la posibilidad de que el mercado haya sido creado de manera consciente y deliberada. Por más atrás que vayamos en el tiempo, siempre se hallan rastros de intercambio mercantil, más o menos evolucionado en sus formas. El mercado se crea inadvertidamente, una vez que los hombres se dan cuenta de que es más útil llegar a un acuerdo con gentes que producen otros bienes que emplear la violencia para hacerse con esos mismos bienes. La legislación viene después de que se haya tomado nota de la eficacia de prácticas que fueron asentándose por el método de ensayo y error. Otro tanto puede decirse de la propiedad privada: no ha sido «inventada» por nadie. Surgió en algún momento de la historia porque

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resultaba ser más funcional que otras formas de entender la relación del hombre y la naturaleza. Su aparición no fue fácil, ni estuvo mediada por impulsos políticos, ni puede ceñirse a un momento histórico concreto. Surge porque se abandonaron otras prácticas que ya no satisfacían las necesidades del grupo. En ese sentido, Hayek estima que va produciéndose una eliminación selectiva de las conductas menos convenientes, a la vez que, como contrapartida, la civilización progresa gracias a la incorporación de los instrumentos y las instituciones que hayan probado su superioridad. En síntesis, se trata de demostrar que las normas que se difundan serán las que rigen las prácticas y costumbres de los grupos de mayor éxito. En tales casos, la propia historia opera a modo de filtro, en la medida en que sus vicisitudes nos obligan a poner a prueba diferentes opciones de adaptación y supervivencia. Lo decisivo, para no truncar ese progreso, es que se mantenga incólume la confianza en una forma de comportamiento que en el pasado ha demostrado su utilidad. Esto significa que nos encontramos ante una evolución que, lejos de recomendar una deliberada intervención del ser humano para dirigirla a su antojo, aconseja la adopción de una postura prudente y hasta pasiva. De hecho, el progreso, tal y como es visto por Hayek, no es otra cosa que el premio a esa prudencia y a esa pasividad. El resultado es un progreso autogenerado. De ahí que en muchas ocasiones Hayek haga referencia a un orden espontáneo para aludir al tipo de proceso descrito. Las consecuencias de esta visión del proceso histórico son evidentes. Si el hombre ha sido incapaz de crear la civilización, tampoco puede pretender cambiarla a su antojo. De esta forma, la ciencia de nuestras limitaciones, en el plano epistemológico, nos lleva a la prudencia en el campo político. Como corolario de esta teoría, Hayek rechaza no sólo las teorías del contrato social, el optimismo emanado de la Ilustración o cualquier forma de utopismo, sino todos los proyectos de reforma económico-política auspiciados por la socialdemocracia, el liberalismo utilitarista o el positivismo jurídico. Todos ellos son, para Hayek, variantes del constructivismo político. De la misma forma, rechaza los fundamentos del decisionismo político de Carl Schmitt y del positivismo jurídico de Hans Kelsen. A partir de esta perspectiva epistemológica e histórico-filosófica, Hayek realiza una defensa del gobierno estrictamente limitado, el mercado libre, el impersonal gobierno de la ley, al igual que del desarrollo social por

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mediante del crecimiento espontáneo y no mediante la planificación consciente y la coerción. Hayek parte de una defensa contundente de la libertad negativa, que define como ausencia de coacción o como la «condición de los hombres en cuya virtud la coacción que algunos ejercen sobre los demás queda reducida, en el ámbito social, al mínimo», de tal manera que esa libertad «presupone que el individuo tenga cierta esfera de actividad privada asegurada; que en su ambiente exista cierto conjunto de circunstancias en las que los otros no puedan interferir». En ese sentido, una sociedad libre es la que permite al individuo realizar sus proyectos dentro de sus posibilidades, sin que ninguna autoridad pública —elegida o no— ni ninguna persona privada se arroguen la facultad de impedir a nadie el camino a seguir. La libertad se caracteriza por el respeto a ese margen de decisión personal. Especial importancia tiene, en ese contexto, la libertad económica. Consiste en que el marco legal vigente no ponga trabas ni a la acumulación de bienes, ni al libre acceso de los mismos por parte de cada ciudadano. Libertad y evolución espontánea son las dos caras de la misma moneda. Cada una necesita de la otra para poder realizarse. Y, a su vez, ambas quedan supeditadas a logro de los resultados finales apetecidos: un modelo de sociedad basado en la primacía del mercado, en la retirada del Estado y en la responsabilidad individual. La igualdad en el pensamiento de Hayek es sinónimo de igualdad ante la ley; sólo ésta es compatible con la garantía de la libertad negativa. La implantación de cualquier otra destruiría la propia libertad y el orden social espontáneo. Este tipo de igualdad supone que el marco de la competencia entre individuos y grupos será completamente homogéneo y estable. La desigualdad social es entendida por Hayek como un rasgo natural y un elemento beneficioso para fomentar el progreso social, porque auspicia las ansias de emulación. Una sociedad igualitaria es una sociedad irremisiblemente condenada al estancamiento y, con el tiempo, al declive económico y cultural. Hayek no admite el principio de justicia distributiva porque lo juzga incompatible con el Estado de Derecho, dado que supone la vulneración de la libertad negativa. A su juicio, la justicia distributiva es «el caballo de Troya del totalitarismo». En ese sentido, la propia expresión justicia social comienza por ser un mero pleonasmo, ya que la justicia sólo existe en y por

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la sociedad. Pero es, además, una noción carente de significación rigurosa, puesto que nadie puede determinar al margen del mercado cuál sería la distribución absolutamente justa de los patrimonios y de las rentas en una sociedad de masas. En opinión de Hayek, sólo el comportamiento de los individuos puede ser enjuiciado éticamente. El resultado del juego de las fuerzas económicas será más satisfactorio para unos que para otros; pero no puede calificarse de justo o injusto. Medir la moralidad del mercado es como medir el azar. La justicia social exige planificación económica y atribución al poder político de la facultad de asignar funciones, remuneraciones y recompensas a cualquier ciudadano. De la misma forma, Hayek expresó su temor hacia las transformaciones de las democracias contemporáneas. En su discurso, la libertad positiva, es decir, la participación política, ocupa un lugar secundario. Liberalismo y democracia no eran sinónimos. La democracia se ocupa del problema de quién debe dirigir el gobierno. El liberalismo requiere que todo poder y, en consecuencia, también el de la mayoría, sea limitado. Sin embargo, la democracia contemporánea había llegado a considerar a la opinión popular de la mayoría como el único criterio de legitimidad de los poderes del gobierno. La diferencia entre los dos principios se destacaba más claramente si se consideraban sus opuestos. Lo contrario de la democracia era el gobierno autoritario; mientras que lo contrario del liberalismo era el totalitarismo. Ninguno de los dos sistemas excluía al otro. Una democracia podía empuñar poderes totalitarios; y era concebible que un gobierno autoritario pudiera actuar sobre principios liberales. El liberalismo era, así, incompatible con todas las otras formas de gobierno ilimitado. Presupone la limitación de poderes, aún de los representantes de la mayoría, comprometiéndose o bien con principios explícitamente establecidos en una constitución o aceptados por la opinión general para limitar eficazmente la legislación. En cualquier caso, la opinión de la mayoría sería menos sabia que las decisiones individuales. Para Hayek, en definitiva, la democracia era esencialmente un medio, un expediente utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual. Como tal, no era en modo alguno infalible o cierta. Hayek denuncia que los poderes elegidos democráticamente han sido empleados para recortar sistemáticamente las libertades negativas, mediante la planificación económica, la presión fiscal, políticas de nacionalización, control de precios o de salarios. Y en otras

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ocasiones, poderes elegidos democráticamente han optado por restringir otras libertades esenciales, como las de pensamiento o la religiosa. Para ser legítimo, el principio mayoritario ha de estar sometido a una serie de límites, que respeten la esfera privada de los individuos. El imperio de la ley exige que los poderes coactivos del Estado no pueden emplearse sino en conformidad con las normas generales; exige que estas normas sean conocidas y ciertas, que las personas reciban igual trato, que la ley no haga excepción de personas; exige la independencia de los jueces y que éstos no estén sometidos a ambiciones políticas; y exige, en fin, que se proteja el ámbito reservado para la acción y para la propiedad. Para restaurar la impersonalidad y la universalidad de las leyes, Hayek propone diferenciar el Estado y el gobierno, estableciendo un sistema bicameral. La cámara legislativa estaría compuesta de sabios de más de cuarenta y cinco años, elegidos por representación proporcional. La cámara gubernativa será elegida por escrutinio mayoritario y tendría por objeto el control del gobierno. Existiría también un Tribunal Constitucional, compuesto por jueces profesionales y antiguos miembros de las dos asambleas. Su función sería dirimir los conflictos de competencias entre ambas cámaras. Hayek no discute la existencia del Estado; pero sus funciones son muy diferentes a la del Estado socialista y a las del Estado benefactor. Corresponde al Estado la defensa y protección de los derechos derivados de la evolución espontánea. En el ámbito económico, debería intervenir para reforzar el propio mercado, ya sea por vía legislativa o a través de políticas públicas. Igualmente, Hayek se muestra partidario de que el Estado asuma aquellas tareas que sean de utilidad pública cuando no puedan llevarse a cabo mediante la iniciativa privada: red de carreteras, ferrocarriles, puertos y aeropuertos. Admite igualmente la existencia de un sistema público de sanidad y de seguridad social. Tras un largo período de ostracismo intelectual, Hayek recibió, en 1974, el Premio Nobel de Economía. Sus ideas políticas y económicas disfrutaron a partir de esa fecha de una gran influencia, sobre todo en los gobiernos presididos por Margaret Thatcher en Inglaterra, y de Ronald Reagan en Estados Unidos. En 1991 recibió la Medal of Freedon, a instancias del entonces presidente norteamericano George Bush. Hayek falleció en Friburgo en 1992.

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2. Karl Raimund Popper: el racionalismo crítico Kart Raimund Popper nació en Viena el 28 de julio de 1902. Su padre era doctor en Derecho por la Universidad de Viena y trabajaba como abogado y procurador. Tanto su padre como la madre nacieron en la fe judía, pero se bautizaron en la comunidad luterana, deseando asimilarse a la sociedad mayoritariamente cristiana en la que vivían. Las inquietudes filosóficas de estuvieron presentes desde muy joven en la vida de Popper, quizás en parte por la influencia de su padre, muy interesado en la tradición helenística y por el pensamiento de los siglos xviii y xix, y de cuya biblioteca Popper afirmó conservar las obras de Platón, Bacon, Spinoza, Locke, Kant, Mill y Darwin, entre otros. Igualmente, desde muy joven tuvo profundas preocupaciones políticas y sociales. En el año 1918, en la época de penuria y conflictos sociales posterior a la Gran Guerra, decidió dejar la escuela para estudiar en la Universidad sin estar matriculado, al mismo tiempo que se hizo miembro de una asociación socialista marxista, llegando a considerarse comunista durante unos meses. Pero el año 1919 fue decisivo tanto para su evolución filosófica como política. En ese año, Popper se enfrentó con el comunismo, para luego alejarse por completo del socialismo; se enfrentó asimismo con la psicología de Alfred Adler y el psicoanálisis de Sigmund Freud, aunque su enfrentamiento con el marxismo fue con mucho el principal. Por otra parte, creyó encontrar en la actitud de Albert Einstein ante sus logros científicos la clave de su racionalismo crítico, que es la base de toda su filosofía. Su alejamiento del marxismo fue provocado por un incidente ocurrido en Viena, en el que varios jóvenes obreros socialistas fueron muertos por la policía en un tiroteo. Popper advirtió que el marxismo convertía en un deber el arriesgar la vida de otras personas, al propugnar la lucha de clases para acelerar la llegada del socialismo, en base al pretendido conocimiento científico de unas leyes necesarias del desarrollo histórico-social, advirtiendo a la vez que no había ninguna garantía que justificase las teorías marxistas. De esta manera, Popper llegaría a la conclusión del carácter pseudocientífico del marxismo. Después de rechazar el marxismo, siguió siendo socialista durante varios años, hasta haber llegado a la conclusión de que era imposible armonizar el socialismo con la libertad individual, indispensable para que pudiese existir la igualdad.

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Al mismo tiempo, Popper estudió las teorías físicas de Einstein. La mecánica de Newton y la mecánica de Maxwell eran consideradas entonces como verdades incuestionables, pero Einstein había propuesto nuevas teorías, que, en mayo de 1919, fueron contrastadas con éxito cuando dos expediciones británicas comprobaron que las predicciones de Einstein acerca de un eclipse eran correctas. Según Popper, esto significaba que, a pesar de que la física newtoniana pareciese definitivamente establecida debido a sus indudables éxitos, la física de Einstein significaba un avance sobre la de Newton. Además, Popper comparó la actitud de Einstein con la de Marx, Freud y Adler, extrayendo consecuencias que influirían en toda su filosofía. Lo que impresionó fue la afirmación de Einstein de que consideraría su teoría como insostenible si no resistía ciertas tesis. Popper consideraba que esta era la verdadera actitud científica. Actitud completamente diferente a la actitud «dogmática» que constantemente pretendía hallar «verificaciones» para sus teorías. Así llegó a la conclusión de que la actitud científica era una actitud crítica, que no buscaba verificaciones, sino constataciones cruciales; constataciones que podrían «refutar» la teoría contrastada. Así, pues, la experiencia de Popper en 1919 le llevaron a adoptar lo que vino a ser el núcleo de su actitud filosófica: la actitud crítica. En lo esencial, la actitud crítica consiste en no dar nunca un valor definitivo al acceso a la realidad, y en buscar siempre la manera de refutar los conocimientos ya adquiridos como medio para progresar, a través del principio de falsación. Por otra parte, bajo la influencia de Kant, Popper advirtió que no existían experiencias puramente pasivas, y que toda observación se realiza dentro de un contexto de expectaciones previas. Las hipótesis están presentes antes de la observación: tenemos conocimiento innato en formas de expectaciones latentes a ser activadas por estímulos, ante los cuales reaccionamos. De ahí que el método inductivo de la ciencia hubiera de ser reemplazado por el método deductivo, de ensayo y eliminación de error. Según Popper, todo conocimiento seguiría el mismo proceso básico: ante una situación determinada (problema) se conjetura una teoría que se somete a confrontación con la experiencia y el choque de la teoría con la experiencia determinará la sucesivas «falsaciones» a que se han de someter las teorías (elimación de error), creándose una nueva situación problemática que dará lugar a otro proceso semejante y así sucesivamente. Este sería

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el proceso básico no sólo del conocimiento ordinario, sino también del científico: la diferencia fundamental entre ambos procesos consistiría en que en el caso de la ciencia las teorías se encuentran elaboradas de modo peculiar y las contrastaciones experimentales se realizan de modo sistemático. Según la terminología de Popper, la fase propuesta de una teoría es la fase «dogmática» y vendría seguida de la fase «crítica» en la que ninguna se somete a contrastación experimental o falsación. Estas ideas fueron desarrolladas en sus principales obras filosóficas: La lógica de la investigación científica, Conocimiento objetivo, El desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutaciones, etc. Popper terminó dedicándose profesionalmente a la filosofía. En 19351936, realizó dos largas visitas a Inglaterra, donde pronunció conferencias y leyó artículos, tomando contactos con filósofos y científicos como Alfred Ayer, Gilbert Ryle, Bertrand Russell, etc. Igualmente entabló relaciones, en Austria, con miembros del Círculo de Viena. Ante los progresos del nacional-socialismo en su patria, Popper, de origen judío como sabemos, emigró en 1937 a Nueva Zelanda, donde se le ofreció un puesto de profesor en la Universidad; y permaneció allí hasta 1946. Durante su estancia en Nueva Zelanda, redactó dos libros sobre temas sociopolíticos, y que consideró como su aportación a la lucha por la democracia liberal a lo largo de la Segunda Guerra Mundial: Miseria del historicismo y La sociedad abierta y sus enemigos. En estos dos libros, Popper aplicó su teoría del conocimiento a los temas sociales y políticos. Según él, la actitud crítica en el cuerpo del conocimiento corre paralela a la sociedad abierta, que él defiende. Se trata de oponerse a cualquier tipo de totalitarismo político y social. Así como en el plano teórico Popper sostiene que no pueden alcanzarse verdades definitivas y que el progreso del conocimiento se realiza mediante la crítica de las teorías conjeturales, en el plano social y político llevará a renunciar a cualquier teoría que pretenda poseer la verdad única acerca de los problemas prácticos evitando así toda postura totalitaria. El progreso social se logrará también mediante la eliminación de errores: el ideal de una sociedad perfecta debería sustituirse por la progresiva eliminación concreta de los defectos existentes en la sociedad, dentro del respeto a la libertad individual y a las diversas opiniones. Una política determinada es una hipótesis que debe ser confrontada y corregida a la luz de la experiencia. La detección de errores y los peligros a ellos inhe-

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rentes mediante la discusión crítica y el examen previo es un procedimiento totalmente racional, que permite, por lo general, una economía de recursos, gente y tiempo mayor que la que se consigue esperando a que los defectos se descubran en la práctica. Así, las autoridades que prohíben un examen crítico previo de sus políticas, no sólo se condenan a sí mismos a cometer numerosos errores, que resultarán más caros y se descubrirán más tarde de lo necesario, sino que también se condenan a sí mismos a continuar con sus errores durante cierto tiempo, cuando se han comenzado a producir consecuencias inesperadas y perniciosas. La sociedad abierta popperiana se identifica básicamente con la democracia liberal. En su teorización, Popper sostiene que lo importante no es saber donde reside la soberanía, sino cómo se fiscaliza a los gobernantes. En consecuencia, define la democracia como «el derecho del pueblo a juzgar y expulsar del poder a los gobernantes». Dicho en otras palabras, en una democracia, el gobierno puede ser expulsado sin derramamiento de sangre. Popper no comparte, en ese sentido, la definición de la democracia como gobierno de la mayoría. Por ello, renuncia a construcciones especulativas tales como «voluntad general», «soberanía popular», etc. En posteriores obras, Popper rechazó estas ideas: «el pueblo no manda en ningún lado; quienes rigen en todas partes son los gobiernos»; «es una teoría superada de la democracia como soberanía del pueblo»; «esta teoría es moralmente errónea e incluso insostenible; ha quedado superada por la teoría del poder destitutorio de la mayoría». Para evitar las situaciones que atenten contra la esencia misma de la democracia, que es la posibilidad de que los gobernados destituyan a los gobernantes sin recurso a la violencia, Popper preconizó, en sus últimos escritos, el bipartidismo como sistema electoral de distritos unipersonales de sufragio mayoritario, es decir, el vigente en Inglaterra; y rechazó el sistema proporcional. A su juicio, los partidos no debían representar distintas concepciones del mundo, porque la función del ganador era simplemente gobernar y la del perdedor es fiscalizar. La sociedad abierta ha de considerarse como un agregado de individuos, en oposición al holismo —globalismo— característico de los regímenes totalitarios. Una sociedad abierta requiere igualmente un mercado libre. Sin éste ningún sistema económico puede cumplir su único propósito racional, es decir, satisfacer las demandas del consumidor. A menos que los productores compitan a favor de los consumidores, la capacidad de elección de éstos se reduce drásticamente. No obstante, el Estado debe ejercer alguna

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intervención para evitar los abusos de poder de los monopolios, trust y sindicatos, que restringen mucho la competencia entre los productores. Siguiendo a Hayek, Popper estima que la intervención económica debe ser institucional e indirecta, en vez de personal y directa. La sociedad cerrada se identifica con el totalitarismo. Popper pretendió comprender y explicar el atractivo de las ideas totalitarias mediante el concepto sociopsicológico de «tensión de civilización». La mayoría de la gente no desea realmente la libertad, porque la libertad implica responsabilidad. Y es que aceptar la responsabilidad implica enfrentarse continuamente a elecciones y decisiones difíciles, y sufrir sus posibles malas consecuencias. Por ello, llevada por la necesidad de seguridad, la mayoría está dispuesta a transferir su responsabilidad sólo a alguien o algo que nos inspire mayor confianza que nosotros mismos. Las certezas inmutables de las sociedades precríticas o cerradas, con autoridad, jerarquías, rituales, tabúes, etc., estaban destinadas a satisfacer esas necesidades de seguridad. Pero con la desaparición del tribalismo y la aparición de la tradición crítica, aparecieron nuevas exigencias: los individuos deben cuestionar la autoridad, poner en duda las tradiciones y asumir responsabilidades. El totalitarismo es un intento de retorno a las certezas de la sociedad cerrada. A juicio de Popper, los profetas del retorno a la sociedad cerrada son tres: Platón, Hegel y Marx. El programa del autor de La República, legado posteriormente a las filosofías dialécticas, se configura como el primer proyecto totalitario. Platón, para huir de la ley cósmica de la degeneración, endureció, y hasta petrificó, la articulación interna del Estado en un gobierno autárquico y rígidamente clasista. No menos dura es la crítica de Popper a Hegel como padre del nacionalismo, del racismo moderno y del totalitarismo alemán. Marx es presentado como una víctima inconsciente de la fe en la cientificidad y la posibilidad de la historia. Se trata del profeta del advenimiento de la sociedad sin clases. Una profecía que considerará legítimo el uso de cualquier medio que posibilite su cumplimiento. Tanto Platón como Hegel y Marx fueron víctimas de su perspectiva historicista. Popper entiende por historicismo un enfoque de las ciencias que supone que la predicción histórica es el fin primordial de éstas, y que supone que este fin se puede alcanzar mediante el descubrimiento de «ritmos» o «modelos, «leyes» o «tendencias» subyacentes a la evolución histórica. La misma apelación a la necesidad histórica se producía tanto en el racismo nacional-socialista como en la socialización comunista, las dos versiones

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actuales del historicismo. Si en el racismo el pueblo elegido es sustituido por la raza elegida, en el comunismo sería sustituido por la clase elegida. Ambas doctrinas tienen por base la convicción de que el proceso histórico se encuentra regido por leyes inexorables e inmutables. Para el racismo, se trata de una ley natural de la superioridad biológica; para el marxismo, de la ley económica de la lucha de clases. Según Popper, el historicismo no es racionalmente sostenible; porque no es falsable. En consecuencia, la lucha contra el totalitarismo ha de partir de las premisas epistemológicas del racionalismo crítico, desde cuya perspectiva el futuro no está predeterminado; es libre y abierto. Popper es un indeterminista que cree que los cambios son resultado de nuestros intentos de solucionar problemas y que estos intentos implican, entre otros factores impredecibles, imaginación, elección y suerte. Frente al historicismo, Popper estima que ningún sistema de predicción, sea científico o una calculadora, puede predecir científicamente sus propios resultados futuros. Con el colapso de la noción de que el futuro es predecible científicamente, lo noción de una sociedad totalmente planificada debe ser también abandonada. Por todo ello, se debe abandonar no sólo la idea de una sociedad perfecta, sino la de revolución. En la sociedad abierta, el político ha de seguir el método de la ingeniería social fragmentaria, es decir, reformista, frente a la ingeniería social holística, propia de los revolucionarios. La ingeniería social fragmentaria es susceptible de falsaciones, abandona los supuestos de la omnipotencia profética y de las motivaciones utópicas para dedicarse a programas políticos, que, con sentido del límite y de la falibilidad humana, no se propongan una revolución de la totalidad, sino la eliminación gradual de los problemas sociales concretos. A ese respecto, el principio general que debería guiar a la política pública sería el de «reducir al mínimo el sufrimiento evitable» y «aumentar al máximo la libertad de los individuos para vivir como quieran». En 1945, Popper recibió un ofrecimiento de Hayek para trabajar como profesor en la London School of Economics. A comienzos de 1946, Popper llegó a Londres, donde se instaló definitivamente y comenzó una nueva época de su vida. Su reputación fue en aumento y se convirtió en un prestigioso profesor universitario, cuyas ideas fueron influyendo no sólo a través de la docencia, sino también por su participación en diversos

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congresos y la publicación ininterrumpida de libros y artículos. En 1965 recibió el título de «Sir» por la reina Isabel II. Cuatro años después, se retiró de la vida académica activa. Murió en Londres el 17 de septiembre de 1994.

3. Raymond Aron: liberalismo y realismo político Mientras Hayek y Popper, a pesar de sus orígenes austriacos, vivieron y desarrollaron el conjunto de su obra en un contexto cultural, social y político anglosajón, donde las tradiciones liberales disponían aún de muchas reservas y donde el marxismo carecía de influencia política, Raymond Aron hubo de desenvolverse en un ambiente muy distinto, como era el de la sociedad francesa. Durante el período de entreguerras, las tradiciones antiliberales —jacobinas, tradicionalistas, fascistas y socialistas— disfrutaban de una amplia influencia; y después de la Segunda Guerra Mundial, el marxismo se convirtió en objeto de atracción por parte de los intelectuales franceses más carismáticos: Henri Lefebvre, Alexandre Kojève, Simone de Beauvoir, Louis Aragon, Louis Althusser, Maurice Merleau-Ponty; y, sobre todo, Jean Paul Sartre. Tal fue el contexto en el que se desarrolló la vida y la obra de Raymond Aron. Nacido en París el 14 de marzo de 1905, Aron procedía de una familia de origen judío totalmente asimilada en las tradiciones francesas. En su juventud, Aron simpatizó con el pacifismo y con el socialismo sin ser marxista; en 1925, se afilió a la SFIO (Section Françáise de la Internacional Ouvrière) y en 1936 votó al Frente Popular. Dos elementos contribuyeron a su formación intelectual: su estancia en la Ecole Normal, donde estudió el pensamiento social de los clásicos franceses; y su etapa en las universidades de Colonia y Berlin, donde se introdujo en el pensamiento filosófico y sociológico alemán: Georg Simmel, Ferdinand Tönnies, Karl Mannheim, Max Weber y Wilhelm Dilthey. Fruto de esta etapa fueron sus dos primeras obras: La sociología alemana e Introducción a la filosofía de la historia. De la primera destaca su valoración positiva de Max Weber, sobre todo por su enfoque histórico de la sociología y su realismo político. En Introducción a la filosofía de la historia, Aron puso a punto una concepción del papel de las ciencias sociales y de la relación entre el científico social y la política. Inspirándose en Dilthey y en Weber, recuperó la tesis fundamental del histori-

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cismo alemán sobre las diferencias entre ciencias de la cultura y ciencias naturales, exaltando la necesidad de «comprensión» en las ciencias del hombre; desmontó las pretensiones científicas de las filosofías de la historia en su vertiente hegeliano-marxista, spengleriana y comtiana; y propuso una concepción de las tareas de la ciencia social. Dado que los éxitos históricos son indeterminados y dado que los actores históricos modifican el curso de la historia con sus decisiones y sus acciones, la tarea del científico social es la de favorecer las decisiones «razonables». Poniendo a disposición de los actores, estadistas o simples ciudadanos, el conocimiento acumulado sobre los «determinismos parciales» —es decir, las regulaciones descubiertas en los comportamientos o en las interacciones sociales—, el científico social puede ayudar a los hombres de acción a tomar conocimiento de los vínculos en los cuales se podría encontrar su actuación y hacer buen uso, es decir, un uso razonable, de su libertad de decisión. Tras la derrota de Francia ante Alemania, Aron se trasladó a Londres y colaboró con el general De Gaulle, dirigiendo el períodico La France Libre. Sus relaciones con el estadista galo fueron, en algunos momentos, tensas, tanto durante el conflicto como después, sobre todo tras la instauración de la V República. Para Aron, De Gaulle siempre encarnó los peligros inherentes a la «tentación bonapartista». Finalizada la contienda, era ya un liberal convencido. Su proyecto político-intelectual consistió en un intento de reconstrucción filosóficopolítica del liberalismo. A diferencia de Hayek y Popper, su liberalismo no pretendía estar fundado en principios abstractos, sino, siguiendo el ejemplo de aquellos autores de los que se consideraba heredero, es decir, Maquiavelo, Montesquieu, Tocqueville, Weber o Pareto, en un análisis concreto y realista de la política y de la sociedad. Buscó las condiciones económicas, sociales y políticas que pudieran dar una oportunidad a la supervivencia del «pluralismo», es decir, del liberalismo a la vez político e intelectual. Uno de los momentos clave de esa lucha fue su libro El opio de los intelectuales, cuyo objetivo fue denunciar el nefasto papel desempeñado por Jean Paul Sartre y otros intelectuales de izquierda, como Merleau-Ponty o Simone de Beauvoir, con su apoyo a los comunistas y su interpretación del marxismo. A su juicio, el marxismo se había convertido, para estos intelectuales, en una especie de religión secular, que sacralizaba una serie de mitos como el sentido predeterminado de la historia, el papel del proletariado, la

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revolución, la lucha de clases, etc. Aron predice, en esa obra, el «fin de la era ideológica». Sin embargo, Aron distinguió siempre entre el marxismo dogmático y superficial de los intelectuales como Sartre, que ignoraba los saberes de la ciencia económica y de la sociología, y que era, además, incompatible con el individualismo característico de la filosofía existencialista; o el marxismo imaginario de Louis Althusser y sus discípulos, de lo que él denominaba el marxismo de Marx. El marxismo vulgar o el marxismo «imaginario» estaba vinculado a un sistema filosófico utópico, es decir, al materialismo dialéctico, al análisis de las contradicciones sociales, la lucha de clases y la visión historicista de la sociedad, mientras que el marxismo de Marx se encontraba fundamentalmente en El Capital y en los análisis de la estructura productiva de la sociedad, es decir, al materialismo histórico. En ese sentido, Marx había aportado pautas de análisis científico de las sociedades capitalistas. No obstante, sostenía que esos análisis habían perdido vigencia temporal y valor científico; y que de él sólo quedaba su parte «religiosa», escatológica, es decir, utópica e ideológica, tal y como la defendían los regímenes de socialismo real tras la Segunda Guerra Mundial. Aron contrapuso la figura y la obra de Alexis de Tocqueville a las de Marx. El autor de La democracia en América no sólo había puesto de relieve la importancia de las ideas y su influencia en la realidad social, sino la autonomía del factor político frente al determinismo económico, así como la exaltación de la libertad como una opción, por la cual es preciso luchar política e ideológicamente. De la misma forma, Tocqueville había sabido prever la emergencia de la sociedad democrática, es decir, basada en la eliminación de las aristocracias hereditarias, la ciudadanía universal y la extensión del bienestar, el respeto a las libertades personales y a los procedimientos constitucionales: «ciudadanía burguesa, eficiencia técnica y derecho de cada cual para elegir el camino de salvación». Desde esta perspectiva, Aron elaboró su concepción de la sociedad industrial, a la que definió como aquélla en que la gran empresa industrial era la forma de producción predominante. Esta sociedad tiene una serie de características universales: la gran empresa supone una economía progresiva con sostenida acumulación de capital; tiene necesidad de cálculo económico racional para invertir, comerciar, fijar precios de su producción, etc.; la unidad productiva industrial introduce la división tecnológica del

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trabajo y crea un tipo de proceso laboral original; y produce, en fin, una significativa concentración obrera sobre los lugares de trabajo. En aquellos momentos, existían, para Aron, dos tipos de sociedad industrial: el capitalista y el soviético de economía planificada. En la capitalista, los medios de producción son objeto de propiedad privada; la regulación de la economía estaba descentralizada; el reparto de los recursos se regía principalmente por los mecanismos de las leyes de mercado; y el objetivo central de la economía consistía en la búsqueda de ganancias. En la sociedad de economía planificada, los medios de producción eran de propiedad estatal; la regulación estaba centralizada; el reparto de recursos se fijaba por el Plan; y el objetivo principal de la economía parecía ser el fortalecimiento del poder estatal. A pesar de esta diferencias, existían algunos caracteres comunes entre ambos modelos de sociedad industrial: la transferencia de la mano de obra de la agricultura a la industrial; el aumento de la producción global y el incremento de la cantidad de valor producido per cápita; crecimiento de la productividad; voluntad de poseer más y vivir mejor; progresiva homogeneidad entre las distintas clases sociales. A ese respecto, Aron creía posible que el capitalismo estuviese cada vez más regulado por el Estado; y que el sistema soviético adoptase mecanismos de mercado. A nivel político, la sociedad industrial no implicaba una determinación unívoca del régimen de Estado. No existía, a juicio de Aron, una determinación unilateral de lo social sobre lo político; más aún, el régimen político era el fundamento del grado de conciencia, personalidad y organización de las clases sociales y del sistema económico. En consecuencia, la característica esencial de cada sociedad industrial dependía de lo político; y las sociedades industriales se diferenciaban por la organización de los poderes públicos. Por una parte, se definen los regímenes constitucional-pluralistas, en los cuales las libertades y los derechos son salvaguardados por la división de poderes establecida por la constitución y por la heterogeneidad de los grupos sociales múltiples, representados por diversos partidos políticos en competencia entre sí. Para Aron, la democracia se define sociológicamente como «la organización de la competencia pacífica como miras al ejercicio del poder»; y no por la soberanía del pueblo, concepto de Aron calificaba de

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«malabarismo ideológico», ya que era imposible definir qué era el pueblo. Ideas como la «voluntad general» de Rousseau, podían llevar a la «dictadura del pueblo» o, mejor dicho, a la de «aquellos que dicen representarlo». La competencia electoral era la traducción posible de la idea de soberanía popular. Lo fundamental era, en ese sentido, el respeto a las minorías y la aceptación del compromiso de respetar la competencia pacífica. Por el otro lado, el sistema soviético se basa en un régimen de partido único o monopolístico, que se legitima por el proceso de revolución permanente que intenta llevar a cabo. La capacidad de acción del partido único es casi ilimitada en su voluntad de transformar la sociedad, como reflejaba la experiencia de la URSS; y llevaba a la supresión de todos los grupos independientes o de los grupos intermedios; el dirigismo ideológico e incluso el terror. En la sociedad industrial, se podía optar entre los regímenes constitucional-pluralistas y los de partido único; no imponía ningún sistema concreto. Ello explica por qué un país tan desarrollado como Alemania escogió el camino del nacional-socialismo. Las economías y las sociedades occidental y soviética tendían a aproximarse social y económicamente, pero ello no significaba que evolucionaran hacia la democracia liberal. En realidad, una sociedad capitalista podía evolucionar hacia regímenes de partido único; y que la soviética se transformase en pluralista. A pesar de admitir y denunciar los defectos de los regímenes constitucional-pluralistas y de jactarse de haber desmitificado la democracia, sobre todo con sus críticas a la hegemonía de las oligarquías políticas y sociales, Aron fue siempre un fervoroso partidario de las instituciones de la democracia parlamentaria. Un régimen constitucional-pluralista era preferible a los del monopolio político, cuyos defectos eran esenciales. La justificación más pertinente de la democracia liberal no radicaba en la eficacia de los hombres que se gobiernan a sí mismos, sino en la protección que aporta contra los excesos de los gobernantes, los límites y controles del poder. La democracia liberal era incompatible con la revolución, porque consideraba que las decisiones políticas eran revocables y aceptaba recíprocamente las diferencias en busca de un consenso común. Por otra parte, las llamadas «libertades formales» eran muy importantes a la hora de garantizar las conquistas sociales y el principio de igualdad. La democracia liberal tenía por fundamento, no el optimismo, sino la «filosofía de la desconfianza».

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A diferencia de Hayek, Aron no condenó el Estado benefactor; y no dudó en apoyar las políticas keynesianas. Aron creía que los efectos del Estado benefactor eclipsarían cualquier forma apoyo a proyectos revolucionarios y difundirían entre las masas, sobre todo obreras, el escepticismo político. De ahí su referencia a un posible fin de las ideologías y de las religiones seculares, como el marxismo-leninismo. De hecho, Aron no recató sus críticas al liberalismo hayekiano. Aron estimaba que su concepción negativa de la libertad excluía ideas que los hombres del siglo xx asociaban comúnmente a la idea de libertad. En primer lugar, la libertad comprendida como participación en el orden político, la libertad nacional o la libertad concebida como poder del individuo o de la colectividad para realizar sus propios fines. Para Aron, el concepto de libertad negativa no rendía suficiente cuenta de las diferentes modalidades de las relaciones interhumanas. Su definición no permitía distinguir claramente entre las influencias coactivas y no-coactivas. Algo que resultaba indispensable, ya que toda vida en sociedad implicaba una coordinación de actividades individuales, exigentes, no sólo de reglas, sino igualmente, como había señalado los teóricos de las elites, de una jerarquía de autoridad. Así, la definición hayekiana de la coacción, por su carácter excesivamente general, asimilaba bajo la misma categoría todas las actividades sin preguntarse suficientemente si disfrutaba o no de consentimiento. Si se reconocía la importancia crucial del consentimiento, ello conducía a introducir, entre la libertad-actividad personal y la coacción, una categoría neutra, porque el individuo, en tales situaciones, no era ni libre ni verdaderamente coaccionado, puesto que reconocía la necesidad o la legitimidad del mando, de la dominación. Reducir la libertad a la ausencia de coacción parecía al sociólogo francés muy problemático. Ciertamente Hayek no desconocía el hecho de que la vida en sociedad exigía un cierto número de coacciones, pero consideraba que, en una sociedad libre, el gobierno de los hombres debía atenuarse lo más posible ante el reino de la ley que se impone a todos en razón de su abstracción y de su generalidad. La libertad se confunde entonces con la obediencia a leyes impersonales como la sola condición de que las leyes no sean opresivas. Como sociólogo, Aron responde a la idea hayekiana diciendo que si se reconoce que la ley general esconde una voluntad humana, entonces la oposición sobre la que se funda el conjunto de su doctrina queda muy debilitado. Porque, en el fondo, la perspectiva hayekiana daba a los grupos sociales y económicos dominantes

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un derecho moral de veto sobre la legislación. La incapacidad del liberalismo hayekiano para justificar la distinción entre ley impersonal y mando, porque convertía a las leyes generales en poco menos que leyes naturales. Asimismo, la concepción hayekiana le parecía utópica porque no daba cuenta de fenómenos tan importantes en el mundo contemporáneo como las relaciones entre Estados y el hecho nacional. Hayek desconocía que nunca había existido una sola colectividad humana, sino una pluralidad de entidades colectivas, que desarrollan unas relaciones tanto amistosas como hostiles. La política exterior era obra de los hombres concretos y no de las leyes; lo que contradecía, en gran medida, el ideal de gobierno de las leyes. Y es que toda colectividad ha de tener una política exterior y, en consecuencia, un poder ejecutivo confiado a ciertos individuos, que los ciudadanos se ven impulsados a obedecer a sus mandatos específicos. El liberalismo, tal y como la concebía Hayek, no podía explicar la esencia de lo político. La exclusión a priori de la libertad positiva, como garantía de participación política y como voluntad de independencia nacional, le parecía al sociólogo francés difícilmente sostenible. Aron estimaba que existían motivos si no razonables, sí, al menos, inteligibles en la primacía dada por algunos a la independencia de su nación por encima de sus libertades individuales. Mientras en el liberalismo de Hayek no aparece el tema de las reivindicaciones nacionales, Aron las acepta a condición siempre de poder medir los riesgos políticos y para la libertad individual que pueden comportar los movimientos de emancipación nacional. De esta manera, Aron dejaba abierta la cuestión de saber como plantearse el problema de la libertad nacional desde una perspectiva liberal. Más crítico se muestra aún Aron con el liberalismo económico de Hayek. Para el sociólogo francés, la competición económica y la competición política no se armonizan de forma espontánea; y no constituyen, de hecho, dos modalidades de una sola e idéntica lógica. Por el contrario, existe una relación dialéctica entre un régimen económico de pura concurrencia y un régimen de competición política. Lejos de acompañar como una sombra al sistema económico liberal, la libre competición política permite a los individuos y a los grupos sociales protestar contra las consecuencias de la libre concurrencia económica. Si la competición política no conduce inevitablemente a la destrucción del principio de libertad económica, favorece, sin duda, la instauración de una economía mixta. Esto no

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es, como señalara Hayek, producto de una alteración inventada por los ideólogos socialistas, herederos del constructivismo de Saint-Simon y sus seguidores, sino que se inscribe en la propia lógica de los sistemas de democracia pluralista. La cuestión es entonces saber hasta donde debe llevar esta regulación, para que no ponga en peligro las libertades fundamentales y la eficacia económica. En cualquier caso, Aron cree que el liberalismo económico sin trabas resulta incompatible con la democracia, es decir, con el sistema de competición política. Estaba convencido de que el régimen político competitivo conducía de manera casi fatal a un sistema de economía mixta; y que un liberalismo económico como lo concebía Hayek y otros liberales de su escuela conducía a la dictadura política. Existían, sin embargo, puntos de convergencia ocasionales entre Aron y Hayek. El sociólogo francés se apoyó en algunos planteamientos liberales clásicos hayekianos para mostrar a las democracias occidentales la necesidad de respetar exigencias esenciales de la tradición liberal, como la libertad de pensamiento y el respeto a los derechos individuales. Sin embargo, el liberalismo de Hayek reposaba, para Aron, sobre una base filosófica limitada e insatisfactoria. Y es que cuando Aron invocaba el fin de las ideologías designaba no sólo al marxismo dogmático, sino también al «otro sistema global de interpretación», es decir, a «los liberales a lo Hayek». A partir de 1958, Aron fue profesor en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Sorbona. Su independencia política e intelectual le granjeó un profundo aislamiento. Las derechas nacionalistas no le perdonaron su apoyo a la independencia de Argelia; mientras que las izquierdas nunca olvidaron sus críticas al marxismo, a la realidad dominante en los países socialistas, lo mismo que su rechazo intelectual y político a la significación de los sucesos de Mayo del 68. Aron falleció en París el 17 de octubre de 1983.

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. Crítica del constructivismo «Es necesario presentar el término «constructivismo» como una denominación específica para un modo de pensar que en pasado ha sido con frecuencia, aunque equivocadamente, descrito como «racionalismo». El concepto básico del constructivismo puede ser tal vez expresado en la forma más simple mediante la inocente fórmula ortodoxa según la cual, puesto que el hombre creó las instituciones de la sociedad y de la civilización, él debe ser capaz de modificarlas a voluntad para satisfacer sus errores y anhelos (…). Al principio, la frase corriente que afirma que el hombre «creó» su civilización y las instituciones de ésta pueda parecer más bien inofensivo y vulgar. Pero no tan pronto como se extiende su uso, como ocurre con frecuencia, con el significado de que el hombre estaba capacitado para hacerlo porque estaba dotado de razón, las consecuencias se tornan controvertibles. El hombre no poseía la razón con anterioridad a la aparición de la civilización. Ambas evolucionaron juntas. Necesitamos simplemente examinar el idioma del que nadie cree que haya sido «inventado» por un ser racional para entender que la razón y la civilización evolucionaron en el curso de una interacción constante y recíproca. Pero lo que ya no nos preguntamos con respecto al lenguaje —aunque eso todavía es comparativamente reciente—, por lo común de ningún modo lo encontramos con relación a la moral, el derecho, las técnicas de artesanía, las instituciones sociales. Todavía se nos induce fácilmente a suponer que estos fenómenos, que son claramente los resultados de la acción humana, también deben haber sido diseñados conscientemente por una mente humana en circunstancias creadas por los propósitos a los que sirven (…). En resumen, nos equivocamos al pensar que la moral, el derecho, las técnicas y las instituciones sociales pueden justificarse solamente en la medida en que corresponden a algún propósito preconcebido».

F. A.

von

Hayek. Los errores del constructivismo.

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2. Liberalismo y democracia «La democracia se ocupa del problema de quien debe dirigir el gobierno. El liberalismo requiere que todo poder y, en consecuencia, también el de la mayoría, sea limitado. La democracia ha llegado a considerar a la opinión popular de la mayoría como el único criterio de legitimidad de los poderes del gobierno. La diferencia entre los dos principios se destaca más claramente si consideramos sus opuestos: con democracia es un gobierno autoritario; con liberalismo es totalitarismo. Ninguno de los dos sistemas excluye al otro. Una democracia bien puede empuñar poderes totalitarios, y al menos es concebible que un gobierno autoritario pueda actuar sobre principios liberales. El liberalismo es así incompatible con la democracia ilimitada, como es incompatible con todas las otras formas de gobierno ilimitado. Presupone la limitación de poderes, aun de los representativos de la mayoría, comprometiéndose o bien con principios explícitamente establecidos en una constitución, o aceptados por la opinión general para limitar eficazmente la legislación».

F. A.

von

Hayek. Liberalismo.

3. Reformismo versus Revolución «El ingeniero fragmentario sabe, como Sócrates, cuán poco sabe. Sabe que sólo podemos aprender de nuestros errores. Por tanto, avanzará paso a paso, considerando cuidadosamente los resultados esperados con los resultados conseguidos, y siempre alerta ante las inevitables consecuencias indeseadas de cualquier reforma; y evitará el comenzar reformas de tal complejidad y alcance que le hagan imposible desenmarañar causas y efectos, y saber lo que en realidad está haciendo (…) La ingeniería social utópica u holística, como opuesta a la ingeniería social fragmentaria, nunca tiene un carácter «privado», sino sólo «público». Busca remodelar a «toda la sociedad» de acuerdo con un determinado plan o modelo; busca apoderarse de las posiciones clave y extender el poder del Estado…hasta que el Estado se identifique casi totalmente con la sociedad; y busca, además, controlar desde posiciones clave las fuerzas históricas que moldean el futuro de la sociedad en desarrollo, ya previendo su curso y adaptando la sociedad a dicho curso».

Karl R. Popper. Miseria del historicismo.

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4. Sociedad abierta y sociedad cerrada (…) seguiremos llamando sociedad cerrada a la sociedad mágica, tribal o colectivista y sociedad abierta a aquella en que los individuos deben adoptar decisiones personales. Una sociedad cerrada puede ser comparada correctamente con un organismo. La llamada teoría organicista o biológica del Estado puede aplicársele en grado considerable. La sociedad cerrada se parece todavía al hato o tribu en que constituye una unidad semiorgánica cuyos miembros se hallan ligados por vínculos semibiológicos, saber, el parentesco, la convivencia, la participación equitativa en los trabajos, peligros, alegrías y desgracias comunes (…) Los aspectos a que nos referimos se hallan relacionados con el hecho de que, en una sociedad abierta, son muchos los miembros que se esfuerzan por elevarse socialmente y pasar a ocupar los lugares de otros miembros. Esto puede conducir, por ejemplo, a fenómenos sociales de tanta importancia como la lucha de clases (…) La sociedad cerrada, por el contrario, ignora, prácticamente, estas tendencias. Sus instituciones, incluyendo las castas, son sacrosantas, tabúes. En este caso, la teoría organicista ya no se acomoda tan mal. No debe sorprendernos, por lo tanto, que la mayoría de las tentativas de aplicar la teoría organicista a nuestra sociedad no sean sino formas veladas de propaganda del retorno al tribalismo. Como consecuencia de su pérdida de carácter orgánico, la sociedad abierta puede convertirse, gradualmente, en lo que cabría denominar «sociedad abstracta», Con la palabra «abstracta» nos referimos a la pérdida —que puede llegar a un grado considerable— de carácter de grupo concreto de hombres o de un sistema de grupos concretos».

Karl R. Popper. La sociedad abierta y sus enemigos. 5. La democracia liberal según Aron «De modo más sencillo: creo que la democracia puede ser definida, sociológicamente, como la organización de la competencia pacífica con miras al ejercicio del poder. Esta definición se realizará a través de instituciones y no de las ideas, lo que para mí es esencial. En efecto, si se dice que la democracia es la soberanía del pueblo, habría al menos dos palabras oscuras en la definición: las palabras «soberanía» y «pueblo». Los juristas discuten indefinidamente para saber con exactitud qué es la soberanía. A cambio, nosotros podemos ponernos de acuerdo sobre la idea de que en toda sociedad hay hombres que ejercen el poder. En ciertas sociedades es una realidad institu-

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cional que quienes ejercen el poder no están designados desde el inicio sino al término de un proceso de competencia pacífica. Por otra parte, cuando se dice «soberanía del pueblo» es posible cualquier malabarismo ideológico. Si, puesto que ya no se sabe muy bien qué es el pueblo (¿es el conjunto de los individuos de una sociedad o bien aquéllos que son ciudadanos por excelencia?, ¿una minoría activa puede denominarse pueblo con más propiedad que una mayoría pasiva?); y, puesto que en la ideología política existen todo tipo de manipulaciones de la noción de pueblo, vale más dejar de lado nociones tan oscuras y partir de hechos más sencillos».

Raymond Aron. Introducción a la Filosofía Política. 6. Autonomía del factor político «Sin quererlo (los bolcheviques) incluso han refutado su propia doctrina. Según ésta, el socialismo sólo podía sobrevenir tras el desarrollo de las fuerzas de producción y en el plan de heredero del capitalismo. Ellos han demostrado de forma admirable que el tipo de Estado que denominamos socialista puede surgir en cualquier fase del desarrollo económico, con una única condición de que un partido marxista-leninista se haga con el poder. Una revolución de este tipo es más o menos probable según las circunstancias económicas pero posible en todas partes. Han creado un Estado apoyado en un partido único, que se reserva el monopolio de la interpretación ideológica y de la actividad política, es decir, un tipo de Estado que los marxistas de antes de 1917 no conocían y que los propios bolcheviques no habían previsto en ningún grado. La fórmula trivial: «los hombres hacen su historia pero no saben que la hacen», se aplica ciertamente a los propios discípulos de Marx. Lo que han hecho los bolcheviques, bien o mal, difiere grandemente de la idea que tenían de antemano de lo que debían o querían hacer».

Raymond Aron. Democracia y totalitarismo. BIBLIOGRAFÍA 1. Obras de Fredrich von Hayek —  Los fundamentos de la libertad. Unión Editorial. Madrid, 1982. —  Derecho, legislación y libertad. Unión Editorial. Madrid, 2008.

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—  Camino de servidumbre. Alianza. Madrid, 1978. —  La fatal arrogancia. Los errores del socialismo. Unión Editorial. Madrid, 1990. —  Nuevos estudios de filosofía, política, economía e historia de las ideas. Eudeba. Buenos Aires, 1981. —  La contrarrevolución en la ciencia. Unión Editorial. Madrid, 2004.

2. Obras de Karl Raimund Popper —  La lógica de la investigación científica. Tecnos. Madrid, 1981. —  Conocimiento objetivo. Tecnos. Madrid, 1979. —  Búsqueda sin término. Autobiografía intelectual. Tecnos. Madrid, 1977. —  Miseria del historicismo. Alianza. Madrid, 1973. —  La sociedad abierta y sus enemigos. Paidós. Buenos Aires, 1982. —  Conjeturas y refutaciones. Paidós. Buenos Aires, 1979. —  La responsabilidad de vivir. Escritos sobre política, historia y conocimiento. Paidós. Buenos Aires, 1994.

3. Obras de Raymond Aron —  Introducción a la filosofía de la historia. Losada. Buenos Aires, 2007. —  Democracia y totalitarismo. Seix Barral. Barcelona, 1968. —  Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial. Seix Barral. Barcelona, 1967. —  La lucha de clases. Seix Barral. Barcelona, 1966. —  Introducción a la filosofía política. Paidós. Barcelona, 1999. —  L´opium des intellectueles. Calmann-Lévy. París, 1955. —  Ensayo sobre las libertades. Alianza. Madrid, 1974. —  Penser la liberté, penser la démocratie. Gallimard. París, 2005. —  Estudios políticos. Fondo de Cultura Económica. México, 1994. —Le marxisme de Marx. Fallois. París, 2005.

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4. Otros autores Berlin, Isaiah, Dos conceptos de libertad y otros escritos. Alianza. Madrid, 2001. Talmon, Jacob, Los orígenes de la democracia totalitaria. Aguilar. Madrid, 1952. —  Mesianismo político. Aguilar. Madrid, 1953.

5. Obras generales Antiseri, Darío, La Viena Popper. Unión Editorial. Madrid, 2001. Audier, Serge, Raymond Aron. La democratie conflictuelle. Michalon. París, 2004. Baverez, Nicolás, Raymond Aron. Un moraliste au temps des ideologies. Flammarion. París, 1993. Butler, Eamon, Hayek. Su contribución al pensamiento político y económico de nuestro tiempo. Unión Editorial. Madrid, 1989. Baqués Quesada, Josep, Friedrich Hayek. En la encrucijada liberal-conservadora. Tecnos. Madrid, 2005. Casado, Yolanda, El pensamiento histórico y político de Raymond Aron. Universidad Complutense de Madrid, 1988. Cubeddu, Raimundo, La filosofía de la Escuela Austriaca. Unión Editorial. Madrid, 1997. Foucault, Michel de, Nacimiento de la biopolítica. Akal. Madrid, 2009. Gray, John, Liberalismo. Alianza. Madrid, 1994. Magee, Bryand, Popper. Grijalbo. Barcelona, 1974. Mahoney, D. J., Le liberalisme de Raymond Aron. Fallois. París, 1998. Martínez Meseguer, César, La teoría evolutiva de las instituciones. La perspectiva austríaca. Unión Editorial. Madrid, 2009. Nash, George H., La rebelión conservadora en Estados Unidos. Grupo Editorial Latinoamericano. Buenos Aires, 1987. Nuez, Paloma de la, La política de la libertad. Estudio sobre el pensamiento de F.A. Hayek. Unión Editorial. Madrid, 1994. Parekh, Bhikhu, «Karl Popper», en Pensadores políticos contemporáneos. Alianza. Madrid, 1982.

Tema 16

Las políticas del posmodernismo Marisa González de Oleaga

Introducción 1. La posmodernidad como contexto 2. La condición posmoderna de Jean-Francoise Lyotard 3. La modernidad según Jürgen Habermas 4. Posmodernismo y política 5. El liberalismo posmoderno de Richard Rorty 6. El marxismo posmoderno de Fredric Jameson 7. La democracia radical de Laclau y Mouffe 8. Feminismo posmoderno 9. ¿Es el posmodernismo de derechas o de izquierdas? 10. De incertidumbres, sujetos descentrados, mapas y democracias radicales Lecturas complementarias Bibliografía

En este capítulo se analizarán las formas de articulación de la modernidad y la posmodernidad, las características generales de la sensibilidad posmodernista y se describirán algunas ideas y propuestas políticas recientes.

INTRODUCCIÓN Desde fines de la Segunda Guerra Mundial se han producido en el mundo cambios económicos, sociales, políticos y culturales de notable envergadura. La internacionalización del capital, el aumento vertiginoso del consumo, los procesos de globalización, la expansión del capitalismo, o la dramática proliferación de los medios de información y comunicación son sólo algunas de sus señas características. Estas transformaciones han afectado la forma de concebir e interpretar la realidad, así como la manera de experimentarla y todo ello ha puesto en tela de juicio los modelos de organización política. Muchos de estos cambios evidentes han contribuido a pulverizar nuestras certezas sobre el mundo, sobre cómo interpretarlo y también sobre nuestro papel en él. Todos estos procesos de cambio se han asociado a un adjetivo complejo y ambiguo, el de posmoderno. Con este término se alude a dos realidades diferentes aunque íntimamente imbricadas: la posmodernidad y el posmodernismo. La primera de ellas hace referencia a una época con características específicas que la diferencian de otro momento, el de la modernidad. Con el segundo término, en cambio, se intenta definir una lógica cultural, una manera de entender el mundo y la realidad. Si bien no es fácil rastrear su surgimiento, casi todos los autores coinciden en señalar el final de la década de los ’70, los ’80 y los primeros ’90 como el período en el que ambos conceptos adquieren una presencia dominante en las culturas europeas y norteamericana. Lo posmoderno ha sido definido de muy diversas maneras pero, tal vez, la fórmula más aceptada para hacerlo sea la que describe esta lógica cultu-

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ral como una reacción contra la modernidad, una nueva sensibilidad que pone en tela de juicio los presupuestos «naturalizados» de ese gran período histórico que se desarrolla en torno al programa de la Ilustración. Se trataría, entonces, de un movimiento cultural muy amplio que adopta una actitud escéptica hacia muchos de los principios y presupuestos del mundo occidental en los últimos siglos. ¿Cuáles son esos presupuestos o esas ideas contra las que reacciona el posmodernismo? En primer lugar, la idea de realidad y su correlato, la noción de verdad; en segundo lugar, la idea de tiempo y la fe en el inexorable progreso humano y, en tercer lugar, la noción moderna de sujeto. La llegada de la modernidad fue una auténtica revolución en el mundo occidental que, con el tiempo, afectaría a todo el planeta. En el orden de las ideas se cuestionaron las especulaciones religiosas de la realidad y se impuso una perspectiva humanista y racional del mundo. La incertidumbre, la duda, la experimentación y el debate entraron en escena. Todo lo recibido, fueran ideas o las condiciones de vida de los ciudadanos, comenzaron a ser cuestionadas públicamente gracias al concurso de la razón. El tradicional poder de la iglesia o de la monarquía fue cuestionado. Florecieron la ciencia y la técnica dando paso a la imagen de un mundo y una naturaleza mejorada, ordenada y dominada por el hombre. El deseo de controlar la naturaleza llevó consigo el de domesticar la sociedad y la historia. Pero el programa ilustrado nunca llegó a buen término, no se concretó, repitiendo algunos vicios del período precedente. Algunos posmodernos establecen una distinción entre los objetivos políticos de la modernidad ilustrada, libertad, igualdad y fraternidad y sus fundamentos filosóficos, insistiendo que los primeros están plenamente vigentes y que aún merece la pena luchar por ellos, mientras que los segundos son los que han mostrado su ineficacia. Dentro de esos fundamentos la idea de la realidad como un todo, ordenada y coherente ha sido uno de los blancos preferidos por los posmodernos. Para ellos la modernidad sustituyó la idea de «verdad como un todo», propia de las visiones religiosas monoteístas, por el llamado «mito de lo dado», la creencia en una realidad que tiene una naturaleza intrínseca, que es estable, que tiene significado y que, por tanto, puede ser conocida. Las ideas de realidad y verdad de la modernidad serían formas secularizadas de la idea de Dios. Para la mayoría de los posmodernos la realidad no es un todo articulado y como no es una entidad estable y coherente no puede haber una verdad sobre ella, sólo perspectivas que dan cuenta de

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aspectos cambiantes de esa realidad. Esto no significa que no podamos decir nada sobre lo que pasa en el mundo, sólo significa que nadie puede arrogarse una sola interpretación como la que mejor se ajusta a lo real. A veces, y muchas de forma mal intencionada, se dice que los posmodernos son anti-realistas, que no creen en la existencia de la realidad y que, por ello, todo vale y cualquier interpretación es igualmente válida. No es así, decir que no puede haber una única interpretación de la realidad no convierte a toda interpretación en buena. Para algunos la bondad de una interpretación o su superioridad respecto a otras formas de relacionarse con aspectos de la realidad se juzga por su utilidad: «la mejor interpretación es la que nos es más útil». La modernidad erosionó la visión religiosa del mundo en la que los hombres estaban a merced de los designios divinos. Este giro humanista rescató la idea de libertad individual y la posibilidad de que los hombres fueran constructores de su propia historia y de su propio destino. Si los ciclos y el tiempo circular, el eterno retorno marcado por la divinidad, era la noción de tiempo dominante en el mundo pre-moderno, la llegada de la modernidad inaugura una nueva configuración temporal, la del tiempo lineal y progresivo. Porque son los hombres los constructores de la sociedad, utilizando para ello el juicio racional, es de esperar que esa sociedad esté en constante mejora y desarrollo. La modernidad pretende, gracias al concurso de la razón, convertir el reino de la necesidad en el reino de la libertad. En lo que no parecen haber reparado los pensadores modernos es en los costos de este supuesto progreso ilimitado: la crisis ambiental, por ejemplo. La perspectiva posmoderna está permeada de cierta sensibilidad trágica surgida de la convicción de que los humanos no pueden escapar ni controlar totalmente la red de poder que los envuelve o constituye, sea éste el poder de la naturaleza, el poder del lenguaje o las exigencias de la identidad. Los sujetos posmodernos son sujetos en el doble sentido de la palabra: como agentes que acometen acciones y como entidades sometidas a las reglas de fuerzas como el lenguaje y la identidad. Y esto nos lleva a la tercera idea moderna contra la que se rebelan los posmodernos: la idea de sujeto. La modernidad creó al sujeto como una entidad privilegiada en el centro mismo de la escena cultural, como reacción a la visión religiosa, y lo creó como una entidad unificada, con una identidad nuclear, única en cada individuo, motivada fundamentalmente por el poder

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de la razón. La modernidad promocionó la idea de un sujeto emprendedor que explota y controla el mundo natural. A este sujeto se le adscriben derechos y privilegios y su desarrollo y auto-realización se convirtieron en objetivos centrales de la cultura occidental. Para los modernos los sujetos poseían una identidad que era la expresión externa de su naturaleza interior. Todas estas ideas comenzaron a ser cuestionadas hace tiempo por pensadores que afirmaban que existen estructuras profundas, no conscientes ni conocidas por el sujeto, que operan a través de él, por ejemplo el inconsciente o el lenguaje. Los sujetos no controlan enteramente lo que dicen o escriben porque lo que dicen o escriben contiene más significación (inconsciente, cultural, social) que la que esos sujetos estarían dispuestos a reconocer. Los significados de cualquier enunciado no pueden reducirse al consabido «querer decir», a la intención del hablante. Si así fuera no podríamos hablar del lenguaje como una construcción social, como un producto colectivo con su propio desarrollo histórico. Para los posmodernos el sujeto es un ente fragmentado que no posee una identidad fija o una identidad esencial. Los sujetos se identifican con ciertos aspectos de la realidad y ese proceso de identificación impone cursos de conducta. Por ello las identidades han servido como instrumentos de dominación. Las ideologías han obtenido su poder y su fuerza no tanto por decirle a la gente qué tiene que hacer como por asignarle identidades. Las identidades siempre llevan adosados códigos de conducta, un protocolo de tareas y deberes que definen nuestro lugar y nuestro rol en la naturaleza, la sociedad o la historia. Con una idea de realidad caótica y un tipo de conocimiento perspectivista, una noción de tiempo no progresivo y un sujeto descentrado, los modelos políticos tradicionales, heredados de la modernidad no podían salir indemnes de tanto terremoto. Tanto el liberalismo como el socialismo, en sus más variadas formas, son producto de esas ideas modernas de realidad, tiempo y sujeto. Debido a esas rupturas con las nociones tradicionales, las políticas de la posmodernidad no pueden aparecer como otros modelos de organización colectiva, alternativos, cerrados, coherentes y diseñados con antelación. No encontrarán en las páginas que siguen alternativas políticas posmodernas sino preguntas ante las modernas certezas. Los cambios han afectado no sólo a la idea de modelo político sino también a la agenda que manejan los investigadores. Si los académicos modernos, sobre todo aquellos comprometidos con el cambio social, tendían a investigar sobre macro-procesos o intentaban describir grandes sistemas totalizadores, los

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posmodernos se ocupan de aspectos mucho más pequeños y no tienen ninguna voluntad o intención totalizadora. No se trata de ideólogos que intentan simplificar la realidad para poder operar sobre ella sino de ironistas que cuestionan el mundo y las ideas recibidas para problematizarlas y que no oferecerán un panorama claro hacia el que dirigirse sino un paisaje complejo y ambiguo sobre el que reflexionar. Ya que mencioné al ironista, podríamos decir que la ideología es la posición propia de los sujetos modernos mientras que la ironía lo es de los sujetos posmodernos. Pero ¿qué es esto de la ironía? La ironía es la negación del sentido literal o de un único sentido. Sócrates puede ser considerado como el primer ironista, no tanto por querer decir otra cosa de la que decía como por reconocer que la verdad es algo que no podemos poseer tan sólo intuir o atisbar, aproximarnos a ella. Porque las palabras tienen significados inestables y los conceptos forman conexiones ambiguas. La ideología sistematiza el mundo para proveer respuestas prácticas, mientras que la ironía deconstruye el mundo para proveer preguntas problemáticas. A diferencia del ideólogo, el ironista no está seguro de sus ideas y cree que los principios políticos que nos rigen hoy siguen anclados en la razón, como si se tratara del ojo de Dios. El perspectivismo desaprueba los enunciados autoritarios sobre el mundo como un todo. No hay forma de tener un vocabulario neutral que pueda establecer, de una vez y para siempre, cuál es la mejor visión del mundo o cuál es la mejor interpretación de la realidad. Marx decía que la burguesía traía consigo las semillas de su propia destrucción. Los posmodernistas sugieren que todos los conceptos, ideologías o sistemas de pensamiento traen consigo o acarrean las semillas de su propia deconstrucción. Las palabras, los conceptos y los tropos lingüísticos son esas semillas con las que los sistemas de pensamiento están inestablemente construidos. Marx añadió que la única clase a salvo de ese principio de auto-destrucción era la clase obrera, por lo que la revolución comunista sería la última revolución que vería el mundo. Los posmodernos, en cambio, saben que su propia revuelta epistemológica está sujeta para siempre a los esfuerzos deconstructivos de los otros. No hay final en el juego de la política. Llevan hasta tal punto el escepticismo que en su afán por mostrar que no hay verdad última que nunca podrán estar seguros de que esto sea cierto. Su falta de certidumbre incluye la certidumbre de que no hay verdad. Por ello, porque la verdad es inalcanzable o no sabemos si podremos alcanzarla es por lo que el conocimiento adquiere valor. En resumen, los

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posmodernos critican a la modernidad el haber confundido el conocimiento con la verdad como en la antigua historia zen que habla de un maestro que les pidió a sus discípulos que miraran la luna. Intentó llamar su atención apuntando hacia el astro con el dedo. Los jóvenes monjes budistas se quedaron mirando el dedo tomando aquello que apuntaba o señalaba hacia el conocimiento con el conocimiento mismo. Un movimiento complejo, el del posmodernismo, que desarma las certezas heredadas pero, más aún, desestructura los fundamentos sobre los que se construyeron esas certezas. Sigamos nuestro viaje abundando en las caracterizaciones que de la modernidad y de las posmodernidad hacen algunos autores contemporáneos. En primer lugar, repasaremos las características económicas, sociales y culturales de esta nueva época para, a continuación, abundar en las caracterizaciones que han hecho autores contemporáneos tanto de la modernidad como de la posmodernidad. Desde posiciones distintas, Jean François Lyotard y Jürgen Habermas, intentarán dar cuenta de las articulaciones entre el mundo moderno y posmoderno. Caracterizar lo posmoderno como reacción contra la modernidad parece concitar cierto consenso y esa reacción consiste, por un lado, en el profundo cuestionamiento a la idea de progreso histórico; y, por otro, un profundo escepticismo hacia la concepción de sujeto autónomo, racional y centrado que acompañaron a la emancipación política de la modernidad. Para algunos esa crítica será el fin del camino, para otros en cambio, el inicio de uno nuevo. No pocos posmodernos han abrazado la anti-política y se han abandonado al escepticismo, el cinismo y el nihilismo. Otros han regresado a territorio conocido y han apostado por los buenos, aunque aggiornados, valores liberales, como Richard Rorty. Pero los hay que se han adentrado en mares desconocidos y han intentando buscar nuevas respuestas a las viejas preguntas de la convivencia colectiva. Tal es el caso de los otros tres teóricos que examináramos en estas páginas: Fredric Jameson, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.

1. LA POSMODERNIDAD COMO CONTEXTO No resulta fácil definir la posmodernidad como período histórico ni rastrear su aparición en algún momento concreto del pasado. Tampoco encontrar definiciones comprensibles de esta época compleja. En primer

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lugar, porque hay muy pocos trabajos sobre las características generales del Estado o de la economía en esta etapa histórica. En segundo, porque las definiciones claras y concisas son producto de la racionalidad moderna, que critican y desautorizan los posmodernos. Los teóricos posmodernos han mostrado resistencia hacia los análisis macro que intentan dar cuenta de los grandes procesos globales. Estos teóricos son anti-representacionistas (significa que no creen que exista una esencia en la realidad que pueda ser conocida y representada) y ello implica un rechazo a analizar teóricamente la sociedad. No obstante, algunos autores como John Gibbins y Bo Reimer, utilizando los análisis parciales de otros teóricos, han intentado caracterizar la posmodernidad y han singularizado los siguientes aspectos: 1. El capitalismo desorganizado. 2. Los procesos de globalización. 3. Las sociedades de medios de comunicación de masas. Estos tres elementos les han permitido hablar y concentrarse en un aspecto interesante, el de la incertidumbre de las sociedades contemporáneas que las convierte en entidades cada vez más complejas donde los cambios se suceden a una velocidad vertiginosa. La posmodernidad está dominada por el capitalismo pero por un tipo de sistema distinto al que dominaba la modernidad. En las sociedades contemporáneas la circulación de capital y de mercancías se ha internacionalizado. Hay un flujo creciente de productos y personas que se mueven a más velocidad y que alcanzan grandes distancias, haciendo imposible la sincronización de los procesos de producción y distribución, dando ese aspecto de desorganización al capitalismo. El fordismo caracterizaba a la producción en el capitalismo organizado. Se trataba de producir mercancías a gran escala tan baratas como fuera posible y para el mayor número de consumidores. Para ello los productos debían de estar estandarizados y el planeamiento centralizado. Sin embargo, en la posmodernidad este proceso ha cambiado: los consumidores valoran, por sobre todas las cosas, la capacidad para elegir entre productos alternativos. Si el planeamiento era la clave del fordismo, en el posfordismo lo es la flexibilidad. Además ya no se producen sólo bienes sino también signos. Cada vez se producen y consumen objetos no materiales con componentes estéticos (cine, música…). Pero el valor como signo de los productos materiales también está creciendo y se observa en la estetiza-

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ción de la mercancía de parte de productores y consumidores. El componente cultural y estético de un producto determina cada vez más su valor. Por ello los productores gastan mucho dinero en publicidad y diseño y los consumidores compran aquellos productos cuyo uso envía señales adecuadas a otra gente. El posfordismo es igual de racional que el fordismo pero con una racionalidad distinta. Intenta que la organización económica sea tan eficiente como sea posible pero esa eficacia la tiene que conseguir en un contexto menos seguro y más incierto donde las preferencias de los consumidores son cada vez más cambiantes e impredecibles. En cuanto a los procesos de globalización, éstos están moldeando la posmodernidad. Vivimos en un mundo en el que las cosas que pasan en una parte del planeta pueden afectar en otro lugar del mundo. Y esto es así tanto para lo que ocurre en la bolsa como para lo que acontece en una planta nuclear. Esta interdependencia ha llevado a algunos autores a hablar de sociedades de riesgo. La globalización es un proceso que puede ser detectado ya en el siglo xv pero es en el siglo xx cuando tiene un mayor impacto en un número creciente de lugares. Se trata tanto de la compresión del mundo (cada vez más pequeño) como de la intensificación de la conciencia de ese mundo como un todo interconectado. No sólo involucra a las nuevas tecnologías sino que significa también la aparición de corporaciones transnacionales, el crecimiento del comercio internacional, el creciente aumento de las migraciones y de los viajes. Vivimos, pues, en una sociedad común, en la que un espacio determinado ya no protege a sus ciudadanos y a la nación de accidentes y desastres que ocurren en otros países o en otros continentes. Una de las cuestiones fundamentales que afectan a la globalización es política, es el papel del Estado Nación y su futuro. Hay una serie de factores que amenazan el papel jugado hasta ahora por el Estado: las corporaciones transnacionales, los lazos culturales entre la gente de distintos estados, movimientos sociales como Green Peace o Friends of the Hearth, que tienen un foco global y las organizaciones supranacionales como ONU, OTAN, UE y OPEC. Otra cuestión importante de la globalización es económica: el comercio entre estados se ha intensificado pero es un comercio muy estructurado basado en la división internacional del trabajo, una división que sitúa a la producción intensiva de capital en unos países, y en otros la aportación de trabajo y mano de obra. Esto conlleva una distancia cada vez mayor entre países ricos y países pobres. Pero la globalización también es cultural: las relaciones culturales también están desigualmente

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distribuidas. Algunos países, con los EEUU a la cabeza, exportan productos de la cultura, mientras que otros los consumen, ejerciendo de esta manera una suerte de imperialismo cultural. Siempre ha habido mutuas influencias entre las culturas pero nunca este proceso había sido tan sesgado ni había beneficiado, de manera tan clara, a unos países en detrimento de otros. Por si esto fuera poco, nuestra sociedad también se caracteriza por ser una entidad atravesada por los medios de comunicación que mediatizan y condicionan nuestra experiencia de la vida cotidiana. A causa de esta influencia se percibe una pérdida en el sentido de la realidad o la existencia de límites, a veces poco claros, entre realidad y ficción. Cuatro tendencias de los medios pueden hacer inteligible este proceso de pérdida del sentido de lo real. En primer lugar, la cultura de los medios es cada vez más visual. Lo periódicos no han desaparecido pero están siendo paulatinamente sustituidos por las imágenes que parecen más reales que los relatos porque es un medio al que puede tener acceso todo el mundo, incluso aquellos sin alfabetizar. En segundo lugar, los medios de comunicación están cada vez más implicados en procesos transnacionales. Los periódicos sirvieron en sus orígenes para crear esa noción de «comunidad imaginada» de los estados nacionales. Gente en distintos puntos de un país podía sentir, gracias a las noticias en la misma lengua, que pertenecían a una misma comunidad. Hoy los medios no sólo fomentan las culturas nacionales sino ciertas formas de cultura transnacional. Tal es el caso de la exportación de programas de televisión. Otro ejemplo de esta tendencia es la reterritorialización de los inmigrantes que pueden recrear su versión de la lejana cultura nacional gracias al acceso a los canales de televisión de sus respectivos países. En tercer lugar, los medios obedecen a criterios más acusadamente comerciales. No es que esto no fuera antes así, pero junto a lo comercial también aparecían razones ideológicas o culturales. En la posmodernidad el ángulo comercial se ha tornado en imperativo. La cuarta tendencia señala la concentración de la propiedad de los medios en torno a un conjunto pequeño de corporaciones. Pero, y al mismo tiempo, las nuevas tecnologías —Internet, la televisión por satélite— suponen que la gente tiene libre acceso a un tipo de información que antes estaba en manos de los dueños tradicionales de los medios. Por último, aunque no menos importante, la significación de los medios en la vida cotidiana ha provocado un aumento de la intertextualidad, esto es de la autorreferencialidad de los medios de comunicación que cada vez se refieren más a sí mismos y a su propia producción y menos a la supuesta realidad externa.

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En resumen, la incertidumbre que acompaña a la economía posfordista transnacionalizada, a la globalización y al impacto creciente de los medios de comunicación ha hecho mella en una pieza clave de la modernidad, el sujeto y también en los grupos a los que ese sujeto pertenece. Los sujetos modernos estaban localizados en el centro de un conjunto de estructuras regionales y nacionales, normativizadas y eficientes provistas por los pueblos y las ciudades. Si bien la socialización se canalizaba a través de la familia, la comunidad, la clase social y la iglesia, los mensajes eran coordinados por el Estado que tenía el monopolio. La producción, reproducción y el consumo de alternativas que se le ofrecían al sujeto como modelos de identificación se multiplicaron en la modernidad, poniendo en tela de juicio el control del saber tanto de la iglesia como, más tarde, de las propias instituciones estatales. El sujeto moderno es más materialista, utilitario, nacional y racional que los sujetos pre-modernos, ese núcleo espiritual poseído por Dios que habitaba un cuerpo temporal y un mundo que invitaba al pecado. En cambio, el sujeto posmoderno está localizado en un espacio mucho más inseguro, en la intersección entre un conjunto plural de localidades, nacionalidades y estructuras internacionales. La producción, reproducción y consumo de narrativas de sujeto ha proliferado de manera increíble. Los sujetos nunca antes han tenido tanta autoconciencia de su situación y de su origen, lo que les permite desprenderse de muchos de los límites tradicionales y nunca antes han tenido tanta capacidad para construir sus propias identidades tomando elementos de distintas fuentes. Esta capacidad para autoidentificarse y proyectarse hacia el futuro puede ser muy liberadora pero también traumática. El sujeto posmoderno tiene que hacer constantes elecciones incluso cuando preferiría no tener que elegir o tomar decisiones. El mundo posmoderno obliga a los sujetos a elegir pero no proporciona fundamentos o criterios para saber qué elecciones son mejores. Esto ha llevado a algunos sociólogos a hablar de procesos de individualización por los cuales los sujetos harían sus elecciones atendiendo únicamente a sus preferencias personales. Pero parece que las cosas no son así: la identidad de los sujetos, incluso la de los sujetos posmodernos, sigue siendo una construcción social, lo que significa que sus elecciones tendrán en cuenta las experiencias relacionadas con el grupo o medio cultural concreto. Si bien es cierto que el sujeto posmoderno, como nunca antes ningún otro sujeto, se mueve entre numerosas alternativas, su elección está condicionada por

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su pertenencia a una clase o a un grupo étnico y su capacidad de elección dependerá en buena medida del lugar que ocupe en el espacio social y del capital (simbólico) de que disponga. Este sujeto descentrado, condenado a la elección y responsable de su futuro entra en contradicción con las formas políticas propias de la modernidad que exigen un sujeto más racional y centrado. Pero antes de ver cómo el sujeto posmoderno ha cuestionado las formas políticas de la modernidad veamos cuáles son los valores que lo caracterizan. Los valores son las creencias que tenemos sobre lo que está bien y lo que está mal y son importantes porque son principios que ordenan las acciones políticas. Los valores posmodernos son poco evaluativos o lo son a un nivel muy general. En este sentido son menos una orientación y más un esquema cuya regla esencial consiste en que cada quien debe ordenar sus preferencias, valores y actitudes por sí mismo. El sujeto posmoderno se siente contento y confiado de que los individuos y grupos exploren otras posibilidades en sus esquemas de valores, permitiendo con ellos la variedad y el eclecticismo. Tampoco parece preocuparle los cambios de valores o su constante resignificación ni que cada comunidad, sociedad o grupo de individuos apueste por los suyos propios. Cambios en la realidad que han afectado nuestra forma de entenderla y de situarnos en ella. Pero esta descripción más o menos «realista» sobre las transformaciones nacionales, internacionales y sus efectos en los sujetos es sólo una aproximación al fenómeno de la posmodernidad. Mientras algunos teóricos se afanaban por caracterizar la posmodernidad como ese momento histórico de cambio social, político y económico, otros autores han intentado dar cuenta de ella como condición o en su faceta cultural, como es el caso de los análisis de Jean-François Lyotard.

2. LA CONDICIÓN POSMODERNA DE JEAN-FRANCOIS LYOTARD Tal vez sea Jean-François Lyotard uno de los teóricos con más empeño en perfilar lo posmoderno. En sus trabajos no intenta describir las características estables de esta época histórica que se ha dado en llamar posmodernidad sino algunos de sus efectos. Como señalamos con anterioridad, los anti-representacionistas no creen en la realidad como una entidad estable, susceptible de ser descrita o de ser representada. Antes bien, para los anti-representacionistas la realidad o las realidades son flujos en constante cambio y

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movimiento. Por ello Lyotard ha definido lo posmoderno como «una condición», esto es, como un estado o situación en la que se halla algo o alguien. Esa condición, la condición posmoderna, se caracteriza a decir de Lyotard por el lugar que ocupa el conocimiento en las sociedades posindustriales y en las culturas posmodernas. En estas sociedades y culturas el control del flujo de ideas y quién tiene acceso a ellas es un tema central, capital. Vivimos en una economía atravesada por el conocimiento, en la que la innovación tecnológica y la habilidad para acceder y manipular ideas de forma rápida es clave para la supervivencia, el desarrollo y la rentabilidad. Nos hemos convertido en consumidores de un conocimiento que se ha transformado en mercancía. Para ello Lyotard, para destacar y analizar las diferencias entre las formas modernas y posmodernas de conocimiento y la manera en que las ideas son generadas y comunicadas, analiza el conocimiento como narrativa: la manera en que se entiende el mundo a través de las historias que contamos sobre él. Lo que quiere enfatizar es que nuestra visión del mundo es producto de las muchas maneras que lo experimentamos y de las discusiones que entablamos sobre la realidad. Cada narrativa —sean las historias sobre el pasado que cuenta la historiografía, los relatos con los que la psicología estructura nuestra experiencia, o aquellos que intentan explicar cómo funciona el mundo natural— está anclada en un conjunto particular de reglas y procedimientos, explícitos o no, como por ejemplo lo que se considera como argumento científico legítimo. Lyotard llama al conjunto de reglas que determinan la legitimidad de las formas particulares de narrativa metanarrativas y señala que esas metanarrativas proveen criterios que permiten a uno juzgar qué ideas y enunciados son legítimos, verdaderos y éticamente aceptables para cada forma de narrativa. Por ejemplo la frase «mi amor es como una rosa roja» puede ser pertinente dentro del discurso poético pero no lo es dentro del discurso botánico, porque no se ajusta a las reglas de la verificación experimental y de la clasificación de acuerdo con el género y la especie, propia de este disciplina científica. En cada disciplina se dan estas reglas del género que convierten un enunciado en inapropiado sin que por ello sea falso y pudiendo ser adecuado para otra disciplina. Además de las metanarrativas, Lyotard añade otro concepto clave, el de las grandes narrativas, que son los principios rectores de la modernidad y es

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a través de su análisis como Lyotard define este período y explica el paso a la posmodernidad. Las grandes narrativas dan cuenta de cómo funciona el mundo, cómo se ha desarrollado a lo largo de la historia, y el lugar que los humanos ocupan en él. En resumen, las grandes narrativas construyen explicaciones de la sociedad humana y de su progreso. Lyotard distingue en su obra La condición posmoderna dos tipos de grandes narrativas: las especulativas y las emancipatorias. La gran narrativa especulativa traza el progreso y el desarrollo del conocimiento como un movimiento hacia una verdad sistemática: una gran teoría unificada en la que nuestro lugar en el universo será finalmente comprendido. La gran narrativa de emancipación, por su parte, ve el desarrollo del conocimiento como una fuerza impulsora de la libertad humana que permitirá la liberación de la especie del misticismo y del dogma a través de la educación. El conocimiento es visto como un instrumento para mejorar la condición humana, liberar a los humanos del prejuicio, la opresión y la ignorancia. Poniendo juntas las metanarrativas y las grandes narrativas de la modernidad, Lyotard señala que la idea central en ambas es el desarrollo del conocimiento como progreso hacia la iluminación y la libertad. Los cambios que se producen en la posmodernidad han afectado de manera decisiva el estatuto del conocimiento y han pulverizado esa convicción de que su desarrollo es un camino inexorable hacia el bien común. Las transformaciones en el capitalismo y en los sistemas políticos que lo acompañan han destrozado los objetivos sistemáticos o emancipatorios de las grandes narrativas, de la gran narrativa de la modernidad. La pérdida de peso de las grandes narrativas y su idea de progreso ha hecho tambalear las estructuras que legitiman el conocimiento, las metanarrativas, lo que le ha llevado a pronunciar su frase más célebre y mal entendida «Defino lo posmoderno como la incredulidad hacia las metanarrativas». Lo que quiere decir con este enunciado es que los criterios que organizan el conocimiento, que distinguen el conocimiento legítimo del ilegítimo en cada disciplina y que conducen el desarrollo del pensamiento no son persuasivos ni convincentes, como cuando formaron parte de la moderna gran narrativa. En su lugar, los criterios de universalismo y emancipación han sido reemplazados por un único criterio: el beneficio. La condición posmoderna se caracteriza por la demanda suprema de la economía capitalista y todos los desarrollos del saber están determinados por la lógica pragmática de los mercados y no por el sueño del bienestar humano.

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Lyotard señala que el saber se ha convertido en una mercancía y que es la base del poder. La gente más poderosa y las sociedades más poderosas son y serán las que tengan acceso y produzcan conocimiento: las que tengan mejor tecnología, las comunicaciones más avanzadas y los mejores armamentos; las que dispongan de medicinas más sofisticadas, y de los mejores medios para recolectar información sobre sus oponentes. La competición global por el poder, es a juicio de Lyotard, una lucha por el saber y el objetivo es la eficacia. El criterio para valorar una narrativa es su eficacia en hacer que el capitalismo funcione más rápido y mejor. Los efectos de este criterio operativo se ven en nuestros días en las discusiones sobre la educación como estrategia para dotar de destrezas productivas a los estudiantes, convirtiéndolos en fuerza de trabajo más competitiva. Para Lyotard este es el mayor peligro que deben enfrentar los miembros de las sociedades posmodernas: la reducción de todo conocimiento a un sistema cuyo único criterio es la eficacia. Los mercados financieros determinan el valor de todo, incluso de la vida humana y toda creencia sobre los objetivos emancipatorios de la gran narrativa moderna generan cada vez más incredulidad. Si antes los estudiantes, el Estado o las instituciones educativas se preguntaban ¿es esto cierto? o ¿para qué sirve?, en el contexto de la mercantilización del conocimiento las preguntas son: ¿se puede vender? o ¿es o será eficiente? La teoría de Lyotard ha sido contestada desde muchos frentes. Tal vez uno de los más significativos haya sido el de Steven Connor, quien ha señalado que Lyotard hace demasiado hincapié en la fractura de la gran narrativa científica sin darse cuenta que, si bien es cierto que la investigación está condicionada por el uso y la rentabilidad, nunca antes se había pretendido construir teorías unificadas que dieran cuenta de todas las fuerzas conocidas en la naturaleza: «una verdadera gran narrativa si es que alguna vez hubo alguna», señala Connor. Tal vez esta tendencia a reducir una formación social tan compleja como la posmodernidad a una sola tendencia tenga que ver con el propio concepto que la define. El prefijo pos parece querer señalar que lo posmoderno viene después de la modernidad. Consciente de este problema, Lyotard intenta reconducir el asunto, señalando que la relación entre moderno y posmoderno toma la forma de una estructura tripartita. En la primera versión, Lyotard identifica lo posmoderno como un nuevo período, estilo o

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moda que reemplaza a las anteriores. El problema con esto es que presenta lo posmoderno como un estadio más, el próximo, en el desarrollo histórico: otro escalón en el progreso de la gran narrativa de la modernidad. La segunda versión afirma que lo posmoderno es un momento en el que innovación y desarrollo no pueden identificarse con progreso. Según esto lo posmoderno se identifica como una pérdida de fe en el progreso y una ruptura con el proyecto universal de especulación y emancipación. El problema con esta versión es que si la aceptamos y rompemos totalmente con la razón y la realidad, ¿con qué criterios podremos evaluar la validez de la teoría? La tercera versión señala lo posmoderno como una continua relectura y crítica de los valores modernos y de sus proyectos. No lo sustituye sino que lo reconfigura. Así, la posmodernidad no sería una nueva época sino el nombre que le damos a un conjunto de críticas que persiguen desafiar las premisas de aquellos discursos que han modelado la experiencia moderna. Es una actitud crítica ante lo moderno más que su reemplazo. El problema con esta versión es que deja fuera las grandes transformaciones que se han producido y se están produciendo en la tecnología y comunicación así como en las formas colectivas de vida. Si todavía, como parece sugerir esta versión, vivimos en la modernidad, que por otro lado ha sido más que crítica consigo misma, ¿para que utilizar nuevos conceptos como el de posmodernidad? Lyotard no plantea que haya que elegir una de las tres versiones sino que las tres deben ponerse en juego para definir este momento complejo. Como vemos no resulta fácil definir este fenómeno en marcha. Steven Best y Douglas Kellner han propuesto dos conceptos, uno tomados del marxista inglés Raymond Williams y otro del marxista alemán Ernst Bloch, como apoyaturas para definir esta época histórica, evitando los reduccionismos en uno u otro sentido. Williams apela en sus trabajos a tres conceptos: culturas residuales, culturas dominantes y culturas emergentes. Por su parte Bloch hace uso de la noción de no-sincronicidad para explicar momentos históricos en los que podemos vivir en diferentes tiempos y espacios, como fue el caso de la Alemania nazi, en donde se celebraba un pasado mítico al tiempo que el advenimiento de un futuro tecnológico. Con esta ayuda se podría definir el fenómeno posmoderno como una tendencia emergente en una modernidad dominante, atravesada, no obstante, por

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varias formas de culturas residuales o tradicionales que ayudarían a intensificar ciertas dinámicas clave de la modernidad, como la innovación y la fragmentación. Best y Kellner hablan de un borde, un horizonte y de un espacio transicional como imágenes con las que hablar de lo posmoderno. Todos estos intentos teóricos muestran los esfuerzos que se han hecho para caracterizar esta época histórica y los problemas que ello conlleva. Deja también al descubierto la profunda preocupación de todos estos autores por no reducir fenómenos complejos a representaciones simples y claras. No obstante, la mayoría de los trabajos sobre el tema aceptarían la tercera versión de Lyotard como una definición más o menos ajustada del fenómeno posmoderno. Lo posmoderno, dadas sus notables diferencias internas, es una reconfiguración crítica de los valores y proyectos modernos. Esto implica que no es una etapa totalmente nueva pero tampoco una mera continuación de lo existente y se acerca bastante a los conceptos de Williams y Bloch con los que trabajan Best y Kellner. Ahora bien si lo posmoderno es una reacción a la modernidad, ¿en qué consiste esa posición? ¿No deberíamos primero preguntarnos por algún tipo de caracterización de esa época, aún presente en muchos aspectos entre nosotros?

3. LA MODERNIDAD SEGÚN JÜRGEN HABERMAS Es importante, dado que el concepto de posmodernidad arrastra consigo aquello que critica, preguntarse en qué ha consistido la modernidad. Todos los autores parecen coincidir en que la modernidad implica novedad. Como señala Marshall Berman en su obra Todo los sólido se disuelve en el aire «ser moderno es ser parte de un universo en el que, como señaló Marx, ‘todo lo sólido se disuelve en el aire’». Si se toma en serio esta noción de modernidad que apunta a la lucha, la desintegración y la contradicción, la idea de que lo posmoderno es la fase novedosa que la reemplaza resulta insostenible. Si la modernidad es cambio, la posmodernidad sería más de lo mismo. De hecho muchas de las características que Berman señala como modernas aparecen mencionadas por Lyotard, Jameson y Hutcheon como posmodernas: ruptura, discontinuidad y cambio. Así, para poder advertir la potencialidad de lo posmoderno, entendido como esa posición crítica hacia lo moderno, merece la pena enunciar las ideas cuestionadas.

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Berman apunta a que la modernidad es por sobre todas las cosas cambio, rápido e inevitable, que afecta la vida de los seres humanos. Ser moderno es tener constantemente que enfrentarse a la transformación de la realidad. Berman sitúa el inicio de la modernidad en torno a la Revolución Industrial a fines del siglo xviii y su desarrollo en todo el siglo xix en EEUU y Europa. Sin embargo hay otros hitos en la formación de la modernidad: la Independencia Americana, que supuso el nacimiento de las grandes potencias; la Revolución Francesa, con su invocación de la igualdad y los derechos humanos, o las revoluciones en filosofía, ciencia y arte que acompañaron estos sucesos. Sean cuáles sean los hitos elegidos todo parece indicar que la modernidad se identifica con la lucha de la humanidad por el progreso continuo. Lyotard afirma que no tiene sentido buscar un suceso porque la modernidad es, sobre todo, una estructura narrativa: la forma en la que una sociedad conecta los sucesos, la gente o las ideas del pasado para poder producir sentido y esto permite entender el presente como resultado de lo acontecido y precursor de un futuro en el que proyectar los deseos individuales. Por ejemplo una versión capitalista de la modernidad escogerá los sucesos de la Revolución Industrial y los verá como un signo del progreso en el que la sociedad produjo más riqueza y esto permitió a la gente mayor libertad para elegir su forma de vida. Mientras que una visión socialista de los mismos hechos podría enfatizar las desigualdades entre ricos y pobres y la creciente explotación de los trabajadores que se convirtieron en poco más que autómatas en las fábricas, con el único destino de enriquecer a los patrones. Una perspectiva sociológica de la modernización se podría centrar en los cambios de las instituciones culturales y en las interacciones entre comunidades, mientras que otra, basada en la historia de las ideas, podría analizar el desarrollo de la ciencia y de la filosofía como acumulación del saber. Uno de los trabajos imprescindibles en el análisis de la modernidad y posmodernidad lo representa «Modernidad: un proyecto inacabado» del filósofo alemán Jürgen Habermas (1929-…). Originalmente el ensayo fue el texto de una conferencia pronunciada en 1980, en la que defiende el proyecto moderno. Al igual que Berman considera al período como una etapa de continua transformación. Pero señala que la modernidad tiene muchos puntos de origen y precursores. Precisamente por ello su objetivo es el análisis del discurso filosófico, como discurso auto-comprensivo. Sitúa este discurso, el de la modernidad en el comienzo del siglo xix con el giro auto-

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reflexivo que toman los filósofos, científicos y artistas cuando empiezan a cuestionar las relaciones de sus respectivas disciplinas con los cambios revolucionarios que están teniendo lugar en aquel momento. Aún cuando lo moderno pudiera haber hecho aparición antes, su autocomprensión como movimiento comienza con los sistemas filosóficos de Kant y Hegel. Habermas señala tres aspectos clave del discurso de la modernidad: 1. La emancipación de la subjetividad de las visiones míticas y religiosas. 2. La idea de historia como el relato del progreso racional de la humanidad. 3. Las posibilidades de resistencia y lucha contra la mercantilización de la vida cotidiana. Una de las consecuencias del desarrollo de la ciencia y la lógica aplicadas a la existencia humana que comienza con la Ilustración fue la pérdida de peso de las mitologías religiosas y la aparición de explicaciones nuevas sobre la naturaleza, la moralidad y la experiencia. La cuestión sobre qué es ser humano se hubo de plantear nuevamente a la luz de la naturaleza, la moralidad y la psicología. La subjetividad se convirtió en una categoría clave de pensamiento y las diferentes aproximaciones a la experiencia humana que cada disciplina generó permitieron explorar el mundo en términos de verdad, justicia y belleza o, para ser más precisos, epistemología, ética y estética. Las formas diferentes en que estas disciplinas entran a jugar en la constitución de la experiencia subjetiva dieron paso a diferentes formas de organización social y política y permitió poner al sujeto en el centro del discurso moderno. Este es uno de los puntos de fricción con los posmodernistas que consideran que la noción de sujeto moderna es «un universal concreto», un espacio donde anclar nociones ambiguas y polémicas como verdad, justicia y belleza. Pero el segundo punto señalado por Habermas es el que hace referencia a la historia. El rechazo de la mitología como fundamento del conocimiento hace aparecer a la historia como pieza clave en la construcción de la identidad humana y de la cultura. Habermas cita a Hegel, en concreto su Fenomenología del Espíritu, como el primer filósofo en desarrollar un concepto claro de modernidad. La idea básica desarrollada por Hegel es que la realidad y la racionalidad están históricamente determinadas, y que la humanidad es capaz de transformarse a sí misma según avanza hacia la libertad, la verdad y la comprensión.

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Habermas encuentra en Marx otro aspecto clave de la modernidad: toda vez que la naturaleza humana no fue dada por Dios y no es inmutable sino que se desarrolla en determinados contextos sociales, cambiantes históricamente, esa naturaleza puede ser alterada o transformada. En otras palabras, sostiene que la modernidad es un discurso político y social al igual que filosófico. Así el discurso moderno no sólo pretende comprender el mundo, sino también transformarlo. Cada uno de los tres aspectos señalados como centrales a la modernidad ha sido contestado y cuestionado desde el posmodernismo. Además del cuestionamiento a la subjetividad moderna y la crisis de la idea de progreso de la historia, el posmodernismo ha criticado severamente los ideales políticos de transformación radical de la sociedad o tal vez, también se podría decir, ha mostrado su decepción porque esos ideales no se han visto materializados. 4. POSMODERNISMO Y POLÍTICA Si en algo coinciden todos los estudiosos del tema es en que no existe un pensamiento posmoderno sino un conjunto de voces críticas a la modernidad. Algunos autores han intentado clasificar genéricamente a los posmodernos y todos visualizan dos grupos. Uno de ellos estaría formado por los pensadores posmodernos escépticos, a decir de Pauline Roseneau o extremos, según la clasificación de Best y Kellner. El autor más representativo de este grupo sería Baudrillard y, en cierta medida, los primeros trabajos de Lyotard podrían encajar en esta categoría. Para este grupo la política o el cambio radical no tienen sentido. La realidad social es indeterminada y no maleable, y lo mejor que podemos hacer es vivir dentro de los fragmentos de un orden social desintegrado. Rechazan la idea de sujeto autónomo, racional. No sólo creen que el sujeto sea una construcción, es también una ficción y una ilusión. Sin embargo, esta crítica podría ser compartida por los posmodernos afirmativos o reconstruccionistas, el segundo grupo, quienes, no obstante, no predican el fin del sujeto sino su reconstrucción. Estarían dentro de este grupo el filósofo Richard Rorty (1931-2007), el crítico cultural Fredric Jameson (1934-…) y los politólogos Ernesto Laclau (1935-…..) y Chantal Mouffe (1943-…). Para estos el discurso posmoderno es un horizonte con-

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tra el que redefinir y reestructurar la teoría y la política modernas. Reconocen una forma de experiencia fragmentada, descoyuntada y discontinua como característica de la subjetividad posmoderna. Pero mientras los escépticos o extremos proponen el nihilismo y el pesimismo como la única base posible para la emancipación histórica, sin aclarar qué o quienes surgirán de ese proceso, los reconstruccionistas o afirmativos apelan a la necesidad de nuevas formas de subjetividad y conciencia y aspiran a emancipar la imaginación de la racionalidad instrumental. Los posmodernos extremos rechazan toda utopía mientras que los reconstruccionistas reclaman su importancia. Para los primeros los valores utópicos son formas de perpetuar la dominación porque pensar o imaginar otro sistema es extender nuestra participación en éste. Para los reconstruccionistas, en cambio, esos valores permiten no sólo criticar lo existente sino buscar en esos momentos críticos rasgos positivos susceptibles de ser potenciados. Lo utópico es importante, en la visión de los posmodernos afirmativos, porque puede contribuir a la constitución de un nuevo imaginario radical. Los posmodernos extremos son los defensores de la tesis del fin de la historia, la prohibición de un pensamiento global, el ataque a la macropolítica y a la lucha de masas, y defensores del cinismo y del malestar. Este pensamiento surge en los ’80 y cabría preguntarse si esta reacción nihilista no habrá sido una etapa de malestar intelectual ante la marginación de las humanidades, y de sus portavoces, los intelectuales, en un mundo cada vez más tecnificado. Un malestar relacionado con el fracaso de las políticas radicales de los 60. Los intelectuales han visto reducido su campo de acción, y han presenciado su paso de legisladores a meros intérpretes de la política y la cultura. Sin embargo y a pesar del pesimismo y del nihilismo que proponen algunos teóricos el sujeto posmoderno es un sujeto políticamente activo que participa aunque a través de formas y canales diferentes a los tradicionales. Estas son algunas características de la participación política de esos sujetos: 1. Participan de maneras diferentes, favoreciendo la acción directa y las actividades de base, organizados, llegado el caso, a través de los movimientos sociales en lugar de partidos y grupos de interés. Las actividades políticas están menos estructuradas, son menos constantes en cuanto a membresía y agenda a lo largo del tiempo. Están menos relacionadas con la estratificación social y económica y tienen menos que ver con la ideología, el interés y el poder. Los nuevos

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movimientos sociales, como los pacifistas, feministas y ecologistas son modélicos en este sentido. 2. Los sujetos posmodernos están más orientados hacia el presente y motivados por el objetivo de la expresión, mientras que los sujetos modernos lo están hacia el futuro y hacia la auto-realización. Un miembro de la liga por el derecho de los animales que protesta contra el sufrimiento animal están impulsado más por la necesidad de parar el sufrimiento que por asegurar en el largo plazo la salvación o el bienestar de las especies animales y, lo hace, para expresar su disgusto más que para afianzar cierta característica de su personalidad o carácter. No hay un sujeto fijado con valores nucleares, sino un sujeto en constante construcción con valores que se reposicionan regularmente. 3. Los sujetos posmodernos tienden a nuclearse en nuevos movimientos sociales que son organizaciones que imprimen un nuevo estilo de política: más performativa, con prácticas retóricas que propician el diálogo abierto, la discusión, la disensión y el compartir información. Una política más politizada: que trae a la arena política asuntos antes excluidos. En ambos casos queda clara la importancia concedida al discurso. Descreimiento hacia las grandes narrativas que pronosticaban la liberación humana e intensa participación parecen ser dos de los elementos característicos de la política posmoderna. A continuación veamos cómo incorporan a estos sujetos en sus propuestas políticas los posmodernos afirmativos o reconstruccionistas, como es el caso del liberal posmoderno Richard Rorty, del neo-marxista Fredric Jameson y los casos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe como representantes de pensadores posmarxistas.

5. EL LIBERALISMO POSMODERNO DE RICHARD RORTY Richard Rorty ha sido uno de los pocos pensadores posmodernos que se autodefinió políticamente: se consideraba un liberal posmoderno de izquierdas. ¿Cómo puede ser que este filósofo posmoderno defendiera un sistema político como la democracia liberal, que ha sido el paradigma de la modernidad, y al mismo tiempo se considerara como parte de esa constelación de pensadores posmodernos? Para Rorty la modernidad ilustrada

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fracasa en sus concepciones y fundamentos filosóficos, pero sus objetivos políticos (libertad, igualdad y fraternidad) siguen estando aún vigentes. Para él la democracia liberal es el sistema que debe promover la libertad individual y la tolerancia y minimizar la crueldad y el sufrimiento. Pero este sistema político está siendo amenazado. Rorty define en su trabajo Achieving Our Country: Leftist Thought in Twentieth Century América (Forjar nuestro país: el pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX), al menos, cuatro niveles en las crisis que afectan a las democracias liberales contemporáneas y, específicamente, a la democracia americana tal y cómo los describe Miklós Nyíro: 1. Las políticas de izquierda. 2. La identidad nacional americana. 3. La presión de la globalización sobre las democracias. 4. La auto-imagen de las democracias liberales contemporáneas. Para Rorty las dos tendencias del izquierdismo norteamericano son minoritarias. La primera, la tendencia radicalizada, considera a la moderna sociedad liberal como imperfecta y afirma que nada va a cambiar si no se produce una revolución radical, que altere los propios cimientos del sistema. Esta izquierda radicalizada promueve el desprecio por los Estados Unidos, convirtiendo a las políticas reformistas en sospechosas e impracticables. La segunda tendencia de izquierdas es la que está preocupada por las identidades, de género, étnicas, religiosas. Se trata de las políticas identitarias o también llamadas políticas de la diferencia o del reconocimiento. Esta tendencia está más concentrada en las inclinaciones psicosexuales de la ciudadanía en lugar de estarlo por la codicia o la desigualdad económica, alejando a los sectores menos favorecidos de la tradicional lucha de clases. La emergencia de esta izquierda cultural es la prueba de que la frustración ha ocupado el lugar de la esperanza. Esta frustración se ha visto reflejada, también, en la falta de orgullo nacional. Para Rorty, América tiene una identidad nacional basada en la promesa de una sociedad igualitaria. Uno de los síntomas de la crisis de esta meta o aspiración, es que a pesar del crecimiento económico, la brecha entre ricos y pobres es cada vez más profunda. Rorty hablaba del peligro de la brasilerización, la emergencia de una pequeña y poderosa clase dominante junto a la pauperización de las grandes mayorías. Precisamente por-

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que la izquierda se ha centrado en la mejora de la situación racial, sexual o étnica de ciertos grupos, la idea de igualdad económica parece haber perdido fuerza, provocando lo que él considera como una declinación moral. El decline moral es obvio para Rorty. Y América ha desistido de representar la vanguardia o de ser la abanderada de la utopía igualitaria global. La globalización lo que hace es agudizar la crisis moral. Por ejemplo, la situación económica de los ciudadanos de un estado ya no depende de las leyes nacionales. La legislación estatal ya no puede controlar ni al capital internacional ni el mercado de trabajo. Esto implica que ninguna economía nacional es lo suficientemente autónoma como para establecer una planificación propia a largo plazo. Las economías nacionales ya no dependen de sus gobiernos o de la decisión de sus ciudadanos. Existe una elite política global que es la que toma las decisiones más importantes, con independencia total de legisladores y votantes. La declinación moral de América y de todas las democracias liberales contemporáneas se puede definir como un desplazamiento de la noción igualitaria de democracia (en referencia al ideal social de igualdad de oportunidades) a la de noción de constitucionalidad (referido a un sistema de gobierno representativo, libremente elegido). Dicho de otro modo: cuando hablamos de democracia solemos pensar en el voto de los representantes políticos y no en un sistema garante de la igualdad de oportunidades para sus ciudadanos. La diferencia fundamental entre estas dos nociones es que mientras la igualdad presupone la constitucionalidad, el carácter constitucional de la democracia no implica la necesidad de progreso moral en el sentido del desarrollo de un sistema igualitario. Para Rorty, la pérdida de esperanza social manifiesta en este desplazamiento, y en el olvido del igualitarismo democrático, tiene que ver con los vocabularios políticos y con las ideas políticas vigentes que gobiernan y encuadran nuestras prácticas públicas. Un vocabulario que limita las posibilidades de pensamiento, que marca hasta dónde puede llegar nuestra imaginación. Estos vocabularios parecen pertinentes para sostener el constitucionalismo, pero ya no sirven o no son apropiados para preservar el igualitarismo. Y esto es así porque ninguno de los dos escenarios o modelos disponibles que prometían conducir a la utopía igualitaria parecen realizables. La versión marxista, que exigía una revolución proletaria y la abolición de la propiedad privada, ha fracasado. El otro modelo, que

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creía que la esperanza en el crecimiento económico conllevaría sucesivas reformas políticas y eventualmente un estado del bienestar que aseguraría igualdad de oportunidades, se ha mostrado como ilusorio o poco estable. El crecimiento económico no es garantía de políticas igualitarias. Por ello Rorty intenta reavivar y reformular las esperanzas de la sociedad liberal. Para ello, cree necesario que tanto la sociedad como las instituciones políticas se impliquen con la idea de igualdad a través de los sentimientos sociales de fraternidad y solidaridad. Para Rorty, para salir de la crisis moral no se debe apelar a estrategias racionales sino a procedimientos emocionales porque la moralidad tiene que ver con la capacidad para empatizar con la desgracia ajena. La cuestión es cómo realzar o relanzar esa habilidad. La perspicacia moral o, lo que es lo mismo, una mayor capacidad para «ponerse en los zapatos del otro», no es un asunto de reflexión racional como las matemáticas, es más una cuestión de imaginarse un futuro mejor y de observar los resultados de los intentos por concretarlo. Tiene, además, dice Rorty que producirse un giro en las convicciones de los políticos que valore la relación entre los órdenes morales y políticos y ese habría de ser el principal cometido de la clase política. Deben moverse más allá de la imparcialidad legal que promueve la injusticia social. Desde esta perspectiva igualitaria, la primera tarea de un Estado debería ser prevenir las desigualdades sociales y económicas. Esto se opone a la actual situación en la que la única obligación moral de los gobiernos consiste en asegurar la igualdad ante la ley. Teniendo en cuenta que la injusticia social no es sólo un asunto legal, sino una exigencia práctica que se alimenta de los sentimientos sociales de fraternidad y solidaridad, un cambio radical debería producirse en las prácticas políticas y en nuestro vocabulario público. En el presente ese vocabulario político —originado en el racionalismo de la Ilustración— se centra fundamentalmente en la noción de derechos. Esa noción, que duda cabe, ha jugado un rol decisivo en el establecimiento y desarrollo de las democracias constitucionales. Pero como no promueve los sentimientos sociales igualitaristas, no resulta apropiada o suficiente para conducirnos hacia los ideales liberales y para mantener vivas las esperanzas igualitarias. Son estos los argumentos que le permiten a Rorty apelar a una reconstrucción del sujeto político, solidario e irónico. Veamos, a continuación, la propuesta de Jameson.

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6. EL MARXISMO POSMODERNO DE FREDRIC JAMESON Fredric Jameson (1934-….) intenta vincular la crítica cultural y literaria marxista con los debates posmodernos. Profesor de literatura y humanidades ha intentado aprovechar las contribuciones del posestructuralismo y del posmodernismo para enriquecer la teoría cultural marxista. En su obra más emblemática y conocida El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío (1984) Jameson define la escena posmoderna como un estadio en el desarrollo del capitalismo. De igual forma que los análisis de Marx sobre la modernidad, Jameson pretende aprehender posmodernismo y capitalismo tardío como un momento de verdad, límite y posibilidad, «como catástrofe y progreso al mismo tiempo». En su propuesta Jameson intenta actualizar, gracias a las aportaciones de la nueva lógica cultural del posmodernismo, las herramientas teóricas del marxismo para poder reformular nueva estrategias y políticas de resistencia al capitalismo. Para este autor el posmodernismo no es sólo un estilo o una estética sino una forma de conciencia y una manera de experimentar el mundo, propias del tardo capitalismo. Esta relación causal entre modo de producción y lógica cultural la va a tomar de los análisis de Ernest Mandel (19231995) quien en su obra emblemática, El capitalismo tardío, señala que a cada fase del capitalismo moderno le corresponde un estilo cultural. Así, el realismo, el modernismo y el posmodernismo son las formas culturales características del capitalismo de mercado (siglo xix), el capitalismo monopolista (finales del siglo xix y comienzos del siglo xx) y, por último, del capitalismo multinacional (siglo xx). Este último se corresponde con el tardo capitalismo y se caracteriza por la aparición de las corporaciones multinacionales, la desregulación de los mercados en los que las barreras al comercio entre distintos países prácticamente han desaparecido. La primera y hasta cierto punto la segunda fase del capitalismo ya habían sido analizadas por Marx pero la organización económica del tardo capitalismo se presenta tan diferente que plantea nuevos retos a su caracterización y algunos teóricos consideran que son necesarios otros enfoques. Los efectos de este tercer estadio, el del capitalismo multinacional, son analizados por Jameson, quien señala que no se trata sólo de la emergencia de nuevas formas de organización de los negocios, con las multi y las transnacionales, sino de una visión del sistema capitalista mundial muy distinta a la del imperialismo. Con una nueva división internacional del trabajo, una verti-

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ginosa dinámica en el sistema bancario internacional y en la bolsa, con nuevos sistemas de comunicación, el traslado de la producción a zonas avanzadas del Tercer Mundo, además de todas las consecuencias sociales que nos resultan familiares, como la crisis del empleo tradicional, la aparición de los profesionales urbanos y el aburguesamiento a escala global. Así el capitalismo multinacional ha generado su propia estética, su conciencia propia, el posmodernismo, la lógica cultural de ese estadio económico. Las características de esa forma de experiencia son muy variadas pero Jameson reconoce: 1.-una ruptura en la distinción entre cultura de elite y cultura popular; 2.-la capacidad de esta lógica cultural para desnaturalizar aportes de la modernidad haciéndoles perder su carácter crítico o subversivo; 3.-la mercantilización de la cultura que ha provocado la disminución de la distancia crítica desde la que resistirse y oponerse al capitalismo; 4.-la fragmentación de la subjetividad; 5.-la aparición de un presentismo debilitador que borra toda noción de pasado histórico y, por tanto, el sentido de diferencia respecto del futuro; 6.-el surgimiento del hiperespacio posmoderno con su correlato de desorientación y desconcierto. El punto tres es fundamental para entender el diagnóstico y el pronóstico de Jameson: la mercantilización de la cultura. En realidad, Jameson habla de la mercantilización de todos los órdenes de la vida (el conocimiento, el saber y el inconsciente) como la característica básica del capitalismo tardío. Introduce un concepto, el de inconsciente, reformulado a partir de la propuesta de Freud, para explicar el alcance de la colonización capitalista. Como consecuencia de este proceso el sujeto se ha visto partido, roto, fragmentado, desorientado y es sobre esta desorientación sobre la que Jameson intentará actuar. Esta infiltración del capitalismo en todos los aspectos de la vida humana, le lleva a negar la desaparición de las metanarrativas señalada por Lyotard y a advertir que los grandes relatos siguen operando de manera soterrada como alegorías que estructuran «el inconsciente político». Los cambios en los sistemas económicos y en los sistemas de comunicación se han desarrollado a la par que el uso de imágenes con las que convocar a los consumidores. El sistema económico se debe esforzar, para ser rentable, por generar nuevos productos a un ritmo vertiginoso. Esta carrera ha provocado el desarrollo de la publicidad y de la estetización creciente de

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casi cualquier producto, convirtiendo al consumo en algo más que la adquisición de productos necesarios: en la compra de identidades y signos. La necesidad del sistema económico exige un consumo más o menos constante de productos que, para resultar atractivos, deben diferenciarse de otros productos parecidos. Para ello ha sido necesario dotar a esos productos de un valor distinto al original. Si antes los productos se evaluaban de acuerdo con su utilidad (valor de uso), ahora su valor depende de lo que son capaces de significar (valor de cambio). Esta tendencia a adquirir productos por lo que significan más que por su utilidad sirve tanto para la cirugía estética como para las cambiantes melodías de los teléfonos móviles. Esta estetización de los productos y de nuestras vidas ha generado, según Jameson, una «nueva superficialidad» en la que cada mercancía no es más que una nueva imagen intercambiable que el consumidor puede comprar para realzar su estilo de vida. Para representar esta nueva superficialidad, Jameson apela a un comparación visual y muy gráfica entre dos pinturas: «Par de botas» (1886) de Vincent Van Gogh y «Zapatos de polvo de diamantes» (1980-1) del artista pop Andy Warhol. Los zapatos de Van Gogh, unas botas muy usadas y manchadas de tierra, evocan la dureza de la vida campesina, mientras que en la pintura de Warhol se presenta un conjunto de zapatos femeninos de colores flotando en el espacio y libres de cualquier contexto de referencia. Nada en la imagen de Warhol parece estar destinada a comunicar algo al observador. Los zapatos de colores flotan en la nada y no parecen sugerir ni evocar más que su propia presencia. Con este contraste Jameson intenta identificar las transformaciones de la experiencia en la posmodernidad. Como vimos antes, los objetos que nos rodean que una vez fueron vistos y experimentados en relación con su valor de uso se han mercantilizado de tal manera que el valor de cambio es el centro de toda nuestra experiencia del mundo. Los zapatos de Warhol son infinitamente reproducibles, intercambiables, superficiales (no están ligados a ningún contexto), una mercancía de una colección interminable en la que el valor de uso se ha vuelto totalmente irrelevante. Esta es la base, según Jameson, de la cultura consumista posmoderna. Las transformaciones de la experiencia social en un flujo intercambiable de mercancías en el que todo se vende tienden a producir una pérdida de sentido de la realidad que es, a un tiempo, terrorífico y excitante. No hay fundamentos o anclajes para la experiencia, toda vez que las costumbres y la tradición han sido desterradas. Somos la suma total de nuestras compras.

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Lo que le preocupa a Jameson es la falta de espacio para la crítica y para la resistencia activa que parece ofrecer la posmodernidad, habitada por consumidores que han perdido todo sentido de la totalidad. Atrapados en esta superficialidad esquizofrénica, en la que todo, desde la comida a la moda se han convertido en mercancías intercambiables, los anclajes tradicionales del contexto cultural, la costumbre, la clase o incluso la organización familiar han desaparecido bajo sus pies. La labor del crítico es desafiar este orden de cosas. Lo que Jameson pretende es rechazar la cultura consumista del tardo capitalismo e intenta generar una versión posmoderna, actualizada de crítica que se resista a la mercantilización de la experiencia: un marxismo posmoderno que desafíe al capitalismo tardío. Para poder formular esto propone un proceso que llama «mapeado cognitivo» o «cartografía cognitiva» que les permitirá a los sujetos descentrados y desorientados de la posmodernidad reconocer el terreno que pisan e idear estrategias de resistencia. Los mapas cognitivos de los que habla Jameson suponen la reconquista práctica de un sentido de espacio y la construcción o reconstrucción de un todo articulado que pueda ser recordado y que el sujeto pueda mapear y remapear a lo largo de sus trayectorias móviles y alternativas. Como es imposible retornar a la fase capitalista anterior, en las que las relaciones tradicionales y las formas de crítica podían evitar la superficialidad contemporánea, el crítico, a través del análisis de objetos culturales particulares o de estructuras, debería ser capaz de dar cuenta de cómo surgieron, encajan hoy y podrían irrumpir o alterar mañana los sistemas aparentemente universales del capitalismo: generar un mapa que provea de contexto y profundidad a la experiencia del sujeto de la cultura del consumo. Una cartografía que articule al conjunto de objetos e imágenes que constituyen su vida cotidiana y que le permitan situar su posición en relación con un todo irrepresentable que estaría constituido por las estructuras sociales. Esta nueva cartografía puede ser producida tanto a través de la teoría como del arte posmoderno. El nuevo arte político, «si algo así fuera posible», señala Jameson, deberá ser la invención y proyección de una cartografía cognitiva global en este mundo de confusión espacial y social. Uno de los problemas del sujeto posmoderno es la brecha entre su experiencia de vida o existencial y todas las relaciones y estructuras que lo condicionan y mediatizan. La función de la ideología es inventar una forma de articular estos dos espacios, de permitir al sujeto apropiarse de aquello que

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no ve pero que le afecta. Para ello Jameson revisa los fundamentos lacanianos de la teoría de la ideología de Althusser y advierte la falta de uno de los ejes de los tres elementos que para Lacan constituían la estructura psíquica de todo individuo. Mientras que lo imaginario de Lacan se correspondía con el concepto de ideología de Althusser, lo real con el de ciencia, faltaba el concepto de simbólico que en la lógica lacaniana, anuda el deseo del individuo al discurso e integra a cada sujeto en la cultura. Lo simbólico desplaza el eje del análisis de la realidad y de su representación a la lógica —los códigos, lenguajes…— de esa representación. Esta estructura, lo imaginario, lo real y lo simbólico es trasladado por Jameson de la estructura individual a la estructura social y con ello pretende definir ese mapeado cognitivo que sitúa a los individuos en la totalidad social. El mapeado cognitivo de Jameson supone la necesidad de una metodología totalizante (lo que le permite a él conectar fenómenos muy diferentes como la hermenéutica y la arquitectura) que los posmodernistas rechazan por reduccionista. Jameson señala que la diferencia no puede ser entendida fuera del contexto sistémico y relacional y que un análisis totalizante es necesario para mapear los efectos homegeneizadores del capitalismo. Más aún, añade que esa tendencia a enfatizar lo diferente, lo discontinuo, lo particular, tan característico del posmodernismo, puede servir para reificar la diferencia y ocultar la tendencia del capitalismo a uniformizar a través de la propaganda, el consumo y las relaciones de mercado. Para Jameson sin esa idea de totalidad cognitiva no hay política socialista. Sin la categoría de totalidad las alternativas políticas son el reformismo o la reproducción de las dinámicas represivas. Lo que más le importa a Jameson en términos políticos es la desorientación espacial de los sujetos en este mundo descentrado de redes de comunicación capitalista. Un mundo en el que los sujetos no saben cómo posicionarse individual y colectivamente, no tienen la noción de diferencia que proporciona la conciencia histórica. Señala que los espacios posmodernos vician la capacidad de acción y lucha. Señala los mapas cognitivos como una forma posible de política cultural radical. La idea de mapa cognitivo no es la representación mimética de la realidad (ahí hace suyas las críticas al representacionismo de los posestructuralistas) y niega la idea de Baudrillard y Lyotard de que la realidad es irrepresentable. En términos políticos la apuesta de Jameson es una apuesta marxista pero no del tipo obrerista sino cercana a la política de alianzas de los nuevos movimientos sociales. A

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pesar de las diferencias de cada caso y de las propuestas que puedan surgir en cada país o en la forma en la que cada grupo experimenta la privación y la dominación, es común a todos ellos la opresión del capitalismo tardío. Jameson es el téorico más comprometido con mantener vivas las políticas de resistencia heredadas del marxismo. Señala que cada posición que uno adopte sobre el posmodernismo es, inevitablemente, una postura política hacia la naturaleza del capitalismo multinacional hoy. Para Jameson, como para Marx, el posmodernismo es una superestructura determinada por la transformación de las bases económicas de la sociedad tardo-capitalista. 7. LA DEMOCRACIA RADICAL DE LACLAU Y MOUFFE Si Jameson intenta reconstruir la capacidad crítica del marxismo a través de los mapas cognitivos que permitan a los sujetos posicionarse ante la totalidad de lo social, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe son un ejemplo de estrategia política que busca resistirse a las totalidades contemporáneas. Por ello podríamos decir que la propuesta de Laclau y Mouffe es una propuesta política sin fundamentación o sin fundamentos últimos, en el sentido de esa realidad esencial de la que reniegan los intelectuales posmodernos. Intentan repensar el marxismo a través de la teoría posestructuralista para llegar a una teoría y una práctica políticas de pluralismo radical y democrático. La democracia radical será el modelo político postulado por estos dos teóricos. Para ambos la tradición marxista —desde Marx a Gramsci y Althusser— sufre de un reduccionismo lógico e impide la comprensión o el entendimiento de ciertos aspectos como: la naturaleza plural de la sociedad, la autonomía de los diversos grupos oprimidos, el carácter contingente y abierto de toda identidad y lucha políticas. Critican a esta tradición de reducir la realidad a la producción, la lucha de clases y toda la multiplicidad de posiciones de sujeto (clase, raza, género, nacionalidad y generación) a posiciones de clase. Todos los cambios que se operan después de la Segunda Guerra Mundial (como los nuevos procesos de mercantilización, burocratización, y homogeneización que repolitizan las relaciones sociales; la disolución de antiguas solidaridades y formas de comunidad; la extensión de las relaciones capitalistas en la vida personal y social; la emergencia del

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Estado del Bienestar, y la proliferación de los medios y de la cultura de masas) han generado nuevas formas de resistencia que se expresan en los nuevos movimientos sociales que no pueden ser reducidos a lógicas productivistas o a posiciones de clase. Laclau y Mouffe analizan la sociedad desde la perspectiva de la teoría del discurso que abre la posibilidad de una creación lingüística de la realidad. Adoptan posiciones posetructuralistas, posmarxistas y posmodernas pero se resisten al nihilismo y al cinismo de los radicales. Al igual que Habermas consideran que la modernidad es un proyecto inacabado pero son mucho más críticos con el racionalismo y el universalismo ilustrado que el autor alemán. La propuesta de Laclau y Mouffe aparece muy clara en un ensayo titulado «Política y los límites de la modernidad», en el que intentan ver cómo la crítica posmoderna puede desafiar lo moderno sin por ello renunciar a sus propósitos emancipatorios. Para Laclau en la teoría política contemporánea lo que está en discusión es el estatus ontológico de las categorías centrales del discurso de la modernidad sino sus contenidos. Y esa erosión de su estatus se ve a través de la sensibilidad posmoderna, que no tiene porqué ser un fenómeno negativo porque significa una enorme amplificación de los contenidos y de la operatividad de los valores de la modernidad. La posmodernidad no es sólo un cambio en los valores de la modernidad ilustrada sino el debilitamiento de su carácter absolutista. Para Laclau el paso de lo moderno a lo posmoderno no implica el abandono de valores como la justicia, la libertad o la verdad sino un cambio en su estatus ontológico: en su certidumbre, en la forma en la que esos valores fueron definidos, justificados y defendidos. No hay que abandonar esos valores, pero sí redefinirlos de tal forma que puedan ser considerados y practicados sin el recurso a las categorías universalistas como la de hombre, totalidad social o el concurso de las grandes narrativas. El anti-representacionismo, los cambios en la subjetividad introducidos por los discursos feminista y poscolonialista, las transformaciones que la tecnología ha introducido en las formas de identificación han hecho estallar esa idea de totalidad de la historia y la realidad. Este fractura o fragmentación de lo real no tiene por qué tener como consecuencia la paralización. Como ejemplo Laclau señala la situación de una sociedad amenazada por un poder exterior que no sabe dónde va a recibir el ataque. Esa falta de

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certidumbre no tiene por qué llevar a la pasividad sino más bien a un análisis táctico de las posibilidades disponibles con la evidencia de que se dispone. De igual forma, para un crítico posmoderno el no disponer de grandes narrativas no lo convierten en alguien que no puede decir nada sino en alguien que busca en los signos y marcas indicios con los que trabajar. Pero la incertidumbre sí introduce nuevas formas de argumentos, lo que Laclau llama la transición desde el argumento como descubrimiento (de principios fundamentales) al argumento como construcción social. Los argumentos que utiliza el crítico posmoderno pueden ser diferentes —más inciertos, posibilistas— pero siguen siendo intervenciones en el mundo, en lugar de renuncias a todo tipo de compromiso. Los cambios en los tipos de argumentos empleados por la crítica hacen que ésta se desplace de una estructura fundacional (gracias a los argumentos como descubrimiento) a una estructura «horizonal» y por horizonte Laclau entiende un locus vacío, un punto en el que la sociedad simboliza su propia no fundamentación, la imposibilidad de su fundamentación, en el que las prácticas argumentativas concretas operan sobre un fondo de libertad y de contingencia radical. Una formación social, explica, que está unificada en relación con un horizonte es una formación sin fundamentación: se constituye a sí misma como una unidad en la medida que se delimita ella misma de aquello que niega. El discurso de la igualdad y de los derechos no necesita una esencia humana común como fundamento, es suficiente con declarar una lógica igualitaria cuyos límites operativos vienen dados por las prácticas argumentativas concretas existentes en la sociedad. Así la crítica posmoderna crea el campo en el que interviene, construye operativamente esas realidades. Si para Laclau y Mouffe es posible repensar los contenidos emancipatorios de la modernidad, esa reconsideración debe partir de un nuevo imaginario radical. Para ello, para poder repensar ese imaginario emplean una categoría, la de hegemonía. Construyen la genealogía del concepto mostrando cómo ha recibido definiciones muy diferentes en contextos distintos. Muestran cómo ese concepto fue usado para retotalizar el campo social, en abierta fragmentación, alrededor del concepto de clase. Por tanto ha estado atada a una lógica esencialista que cree en la existencia de una esencia por debajo de la diversidad social y que sitúa a la clase obrera como el único sujeto universal y verdadero de la historia. Si la categoría de hegemonía se detotaliza, se transforma en un instrumento fundamental para el análisis político de la izquierda. Para ello hegemonía implica una lógica

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detotalizadora de articulación y contingencia que rechaza cualquier preconcepción sobre la unidad o la superioridad de la clase obrera o de cualquier otra posición de sujeto. En lugar de esto, las identidades culturales y políticas nunca están dadas, deben ser constituidas o articuladas en torno a diversos elementos. Basándose en las perspectivas posestructuralistas del lenguaje de Derrida y Foucault, consideran que la sociedad está constituida discursivamente a través de un sistema inestable de diferencias. Las identidades sociopolíticas y el campo social nunca están cerrados y no son estructuras definitivas; son abiertos, inestables, desunidos y contingentes, siempre con la posibilidad de nuevas articulaciones. Esto no significa, y en esto se diferencian de las teorías posestructuralistas de la indeterminación, que crean que la sociedad está constituida por fragmentos radicalmente desconectados. Ven a estas teorías como otras formas de esencialismo: el esencialismo de los elementos. Entre la total indeterminación de los posestructuralistas radicales y el esencialismo social ellos sitúan un concepto clave, el de «punto nodal» para teorizar las estabilizaciones temporales de significados e identidades (por ejemplo, las formas de identidad étnica o de género). También usan el concepto foucaultiano de «regularidad en dispersión» para analizar las formaciones discursivas. Políticamente, esto significa que una vez que se abandona el centro constituido por la clase obrera, las posiciones de sujeto pueden ser articuladas dentro de un «bloque histórico» que entabla una guerra de posiciones contra el capitalismo. Para ellos es tan peligroso forzar la unidad como negarla y señalan que si bien es cierto que el género es irreductible a la clase, las mujeres son explotadas por los hombres y el capitalismo y por lo tanto, existe un punto de contacto objetivo entre la lucha contra la subordinación de las mujeres y la lucha anticapitalista. Pero para que estos puntos de contacto objetivos se conviertan en enganches políticos efectivos se deben articular en un discurso democrático que encuentra su realización en instituciones socialistas. Los nuevos movimientos sociales exigen una reformulación del proyecto socialista, que ellos definen como «una democracia radical y plural». El modelo político propuesto por Laclau y Mouffe se autodefine como plural porque estará constituido por la multiplicidad de identidades políticas y ese pluralismo se convierte en radical porque esas identidades son validadas como autónomas y sujetas a una alianza. El pluralismo radical es democrático porque ningún grupo se verá privilegiado y cada grupo exten-

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derá la revolución democrática burguesa a todos los aspectos de la vida. ¿Cómo es el socialismo al que está atada la democracia pluralista radical? Algo bien diferente al socialismo marxista tradicional. Por un lado, rechazan la visión obrerista del socialismo, como una lucha por la consecución de una sociedad sin clases liderada por los trabajadores que crearán un nuevo modo de producción; y por otra, también rechazan la concepción revolucionaria del socialismo como una ruptura milenarista con el pasado. Critican todas las formas estatistas de socialismo que conducen a la burocratización y a la supresión de las libertades individuales y propugnan una visión libertaria de la política radical. En su concepción el socialismo no es una ruptura con el pasado sino un momento interno de la revolución democrática. El socialismo implica la erradicación de las jerarquías y de la desigualdad a favor de la equidad y de la autonomía y una extensión de la revolución democrática iniciada por la burguesía. Hay una ruptura en esta concepción con el marxismo clásico y un acercamiento a ciertos principios liberales. Señalan que el papel de la izquierda no es renunciar al legado liberal o a la ideología democrática, sino profundizarla y extenderla en la dirección de una democracia plural y radical. Laclau y Mouffe defienden el discurso liberal-democrático que tanto criticó la tradición marxista clásica. Por ejemplo el concepto de derechos, que ha producido tanto cambio social, y para el que el socialismo no ha sido capaz de producir lenguaje alternativo. Para ellos hay que articular en la izquierda ese lenguaje o el discurso liberal. La democracia es un significante flotante (una palabra con exceso de significado o con significados diseminados) que hay que anclar. La tradicional subordinación de lo cultural a la infraestructura ha tenido consecuencias desastrosas, ya que dejaba el campo de la definición de la realidad, cuyo cambio advendría después, al trabajo de la derecha. La política de izquierda que propugnan convierte lo cultural en un campo de lucha por las condiciones de formación identitaria como precondición de un movimiento democrático radical. Más concretos que Jameson a la hora de formular propuestas políticas, los trabajos de Laclau y Mouffe han recibido numerosas críticas. Entre ellas, se ha señalado su peculiar lectura de la tradición marxista, el uso de la teoría discursiva y de sus teorías sobre la democracia, el socialismo y la política de alianzas. En cuanto a la consideración que hacen de la tradición marxista como esencialista, reduccionista y teleológica no parece que esto sea una novedad, dentro de la propia tradición se habían hecho críticas

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muy parecidas. Además se ha calificado su lectura de una tradición larga y compleja como monista y totalizante. Otra crítica se dirige al uso de la teoría discursiva que les lleva a la arbitrariedad de la sociedad y la historia. Se dice también que ellos hablan de conexiones pero nada dicen sobre la importancia de esas conexiones, sobre cómo jerarquizarlas históricamente. Privilegian el discurso antes que las instituciones o las prácticas. También se les critica porque no reparan en que no puede haber democracia si se renuncia al discurso de lo universal. Laclau y Mouffe son muy críticos con el socialismo obrerista y con la noción de que la clase obrera debía ser la vanguardia revolucionaria. Gracias a su concepto de hegemonía integran en el juego político a muy diferentes actores sociales, entre los que las mujeres son un grupo muy importante.

8. FEMINISMO POSMODERNO A partir de los ’60 la aparición de nuevos movimientos sociales ha desafiado la tradicional política de lucha de clases y ha evidenciado la multiplicidad de lugares y mecanismos de poder y de dominación que no pueden reducirse a la clase y la explotación laboral. Laclau y Mouffe hablaron de la necesidad de distintas formas de lucha y Jameson, así como las feministas, la importancia de una política cultural y de políticas cotidianas. En los ’80 se puso énfasis en las políticas de género, raza, etnicidad y de posiciones de sujeto. Esto se conoce como políticas de identidad y políticas de diferencia. Hay cierta tensión entre estas dos formas de llamar a algo que se parece. Cuando se habla de política de diferencia se alude a un proyecto de construcción de nuevas formas de agrupación política con categorías tradicionalmente negadas como género, preferencia sexual o etnicidad. Las políticas de la identidad intentan movilizar políticas basadas en la construcción de identidades a través de la lucha política y el compromiso. Lo primero que resulta sospechoso, desde una perspectiva posmoderna, es el propio concepto de identidad. Las propias feministas han sido cautelosas y críticas con la modernidad que ha negado su posición de sujeto (esa fuente sobredeterminada de subjetividad individual y de formas de agrupación diferente). La idea de hombre ocluye las diferencias

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entre hombres y mujeres y justifica la dominación de aquellos sobre éstas. El discurso humanista entronizó como común a todos los seres humanos lo que eran valores masculinos (razón, producción, deseo de poder). Por cosas como ésta se ha dicho que el discurso posmoderno y el feminista se pueden ayudar mutuamente. Así, el discurso posmoderno, tan crítico con la modernidad ha ido codo con codo con el discurso feminista. Pero hay categorías modernas que le han dado a las mujeres armas para pelear contra la opresión. De hecho el propio discurso de la emancipación es moderno, junto con la idea de derechos humanos, igualdad, libertad o poder democráticos. El feminismo ha intentado hibridarse con el marxismo dando resultados muy desparejos. Así, algunas feministas se reafirman modernas y otras no. Hay diferentes articulaciones entre feminismo y teoría posmoderna. Algunas feministas consideran a la teoría posmoderna como invalidante para el feminismo, otras apelan a una síntesis entre feminismo y teoría y, aún otras, han llamado la atención sobre las afinidades y tensiones entre ambos. Dentro del feminismo algunas aportaciones de Derrida o de Foucault son importantes para deconstruir las ideologías de la dominación masculina, y para criticar la teoría feminista esencialista (existe una realidad estable en todas las mujeres) que invierte las oposiciones binarias (hombre/ mujer, razón/emoción, activo/pasivo) en lugar de subvertirlas. Así también el reconocimiento del carácter construido del discurso, del género o de la subjetividad permite criticar versiones esencialistas que ven cierta comunidad en la experiencia de las mujeres. La teoría posmoderna sirve para validar cierto tipo de feminismo: el feminismo socialista, o el materialista y para criticar el liberal o esencialista. De igual forma ciertos feminismo o cierta teoría feminista sirven para criticar la teoría posmoderna al señalar que el fin de las metanarrativas de Lyotard, de toda macroteoría y de todas las críticas a las estructuras sistémicas como el de la dominación masculina, desanima la lucha de las mujeres o de aquellos que necesitan saber de la naturaleza sistémica de su opresión y justificar su lucha. Algunas teóricas han criticado a la teoría posmoderna desde el feminismo señalando los peligros de una liquidación, demasiado rápida, de conceptos como razón, igualdad, emancipación y han advertido de la irracionalidad en la que han caído algunos autores básicos

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para esta teoría y que lo que escondían era disgusto por la igualdad de sexos. Otras desconfían de una teoría que ataca al sujeto, a nuestra noción de sujeto, en un momento en que las mujeres están intentando aumentar su subjetividad y adquirir derechos negados. En cambio otras, señalan que la postura anti-esencialista de los posmodernos es de gran ayuda para el feminismo, que así ve como se desplaza la atención hacia las instituciones que conforman y crean esas subjetividades. Las hay que creen que la teoría posmoderna, al acentuar la diferencia y la heterogeneidad, permite articular las muy diferentes necesidades e intereses de las mujeres: color, clase, etnia, preferencia sexual. Hay quien como Jane Flax apela a un feminismo posmoderno que juegue con el psicoanálisis, el feminismo, y la teoría posmoderna para completar lo que a cada una de estas teorías le falta. Critica a Derrida, Rorty y a Foucault por los análisis inadecuados de género y subjetividad. Señala que, a pesar, de la deconstrucción de las oposiciones binarias (hombre/mujer, razón/emoción) que hace Derrida, él sigue operando con esas categorías. Apunta que hay fuerzas poco consideradas, como la memoria o la historia, que forman un núcleo más o menos estable de nuestra personalidad. Plantea la necesidad de una teoría de la intersubjetividad para desarrollar una teoría de la subjetividad. Tampoco parece que el feminismo posmoderno haya encontrado respuestas fáciles o articulaciones sencillas a los complejos problemas de la posmodernidad.

9. ¿ES EL POSMODERNISMO DE DERECHAS O DE IZQUIERDAS? Esta parece ser una pregunta obligada que, de ser respondida en uno u otro sentido, haría más fácil tomar partido o permitiría una mejor posición ante el fenómeno. Pero no puede decirse que el posmodernismo sea de derecha o de izquierdas, tal y cómo señala Pauline Roseneau. Hay representantes de la derecha política que apoyan la lógica posmoderna y gente de izquierda que también lo hace, al igual que miembros de una y otra fracción que deploran esta lógica. Existen, no obstante, ciertas incompatibilidades sustantivas entre posmodernismo y algunas corrientes de izquierda, como el marxismo.

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Así por ejemplo, los marxistas ortodoxos, materialistas y deductivistas rechazan el posmodernismo por considerarlo decadente y representativo del conservadurismo y del fundamentalismo religioso de las últimas décadas; frívolo e irresponsable por hacer demasiado hincapié en los fenómenos culturales en lugar de en los problemas económicos, olvidando con ello las relaciones de poder y exculpando, así, a los responsables de la explotación; inmovilista, porque se dedican a criticar lo existente pero no proponer alternativas claras y viables; reaccionario por haber abandonado la búsqueda de estándares universales de verdad, justicia y gusto, convocando al relativismo (las interpretaciones de la realidad carecen de fundamento último), pervirtiendo el compromiso político y abriendo el camino al totalitarismo. Pero no son pocos los posmarxistas y los neomarxistas que apoyan el posmodernismo, adhesión que se ha visto acelerada por la crisis del marxismo ortodoxo. De hecho en este capítulo tres de los autores que hemos analizado han sido clasificados dentro de estas dos corrientes: Fredric Jameson al neomarxismo y Ernesto Laclau y Chantal Mouffe al posmarxismo. Estos últimos creen que el posmodernismo es una continuación crítica del marxismo. Aceptan el abandono de ciertos principios centrales del marxismo ortodoxo (como la centralidad de la estructura de clases en cualquier análisis social o la primacía de la clase obrera como sujeto transformador) porque el posmodernismo puede ser un buen corrector de los excesos del marxismo y puede contribuir a la creación de instituciones económicas y políticas más justas y acordes con una sociedad socialista igualitaria y no jerárquica. Por su parte, los neomarxistas como Jameson, mantienen la identidad básica del marxismo pero miran al posmodernismo como una fuente de inspiración en este momento histórico. Lo consideran una posición constructiva porque advierte a la izquierda de sus propios fallos, de la debilidad de sus presupuestos y de la tendencia a naturalizar sus concepciones. Creen que algunas perspectivas del posmodernismo critican y cuestionan el orden de cosas existente, atentan contra el discurso hegemónico y cuestionan la jerarquía y la burocracia. Además, ofrecen una concepción no represiva del orden y son radicales en el sentido literal del término: van a la raíz, esto es, a la forma de ver y de representar la realidad. Por otra parte, el posmodernismo, ofrece una salida, un lugar en el mundo social, a los desposeídos, a los marginados —sean mujeres, minorías étnicas, enfermos mentales— del capitalismo.

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Pero aunque haya consenso en algunos puntos entre posmodernos neomarxistas y posmodernos posmarxistas subsisten importantes diferencias que alejan a los neomarxistas de algunos presupuestos básicos del posmodernismo, a saber: el problema de las metanarrativas; la autoridad y el reconocimiento de los sujetos. Los posmodernos rechazan las metanarrativas, como veíamos en el análisis de Lyotard, y el marxismo es una de ellas. Para los posmarxistas todo metanarrativa es totalizante (intenta dar cuenta de la realidad como un todo) y totalitaria (prescriben una única forma de ver las cosas dejando de lado, excluyendo, censurando o reprimiendo, todo visión que no concuerde con esa forma). En cambio para los neomarxistas las metanarrativas (en el caso de Jameson el mapeo de la realidad) son fundamentales, son como diarios de ruta en un viaje, en la transformación del sistema social. El posmodernismo es anti-autoritario y esto también afecta a la autoridad del marxismo. Si bien el marxismo ha tendido a cuestionar la autoridad de algunas instituciones como la Iglesia católica se ha mostrado renuente a hacer lo propio con la suya. Los posmodernos neomarxistas han tenido grandes problemas con este aspecto porque la lucha revolucionaria depende de sujetos centrados y racionales, mientras que para los posmarxistas ha supuesto una oportunidad para subvertir la autoridad, para descentrar al sujeto moderno y para convocar sujetos más reflexivos y flexibles. En cuanto al reconocimiento de los sujetos revolucionarios o portadores del cambio, los posmodernos posmarxistas rechazan el rol especial concedido en el marxismo a la clase obrera, mientras que los neomarxistas muestran mayores resistencias a la hora de abandonar estos análisis y proponen hacer ciertos ajustes pero manteniendo la primacía de esos sujetos. Esto por lo que se refiere a la izquierda y el posmodernismo. Pero ¿y la derecha que ha dicho sobre esta lógica y esta forma de ver el mundo? Muchos autores considerados como miembros de este eje del espectro político se han opuesto al posmodernismo por considerarlo decadente, amoral, hedonista, oportunista, desestabilizador, rupturista, anarquista, izquierdista y lo han calificado como refugio de ex marxistas. Los conservadores difieren de los posmodernos en puntos muy importantes: la verdad, la razón y la importancia de la historia como forma de transmisión de las tradiciones humanas de generación en generación. Se oponen al relativismo posmoderno que, según ellos, no distingue el bien del mal, lo verdadero de lo falso.

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Incluso algunos conservadores han llegado a considerar al posmodernismo como la indeseable herencia del radicalismo de los años sesenta. Se pueden encontrar algunos puntos muy genéricos de contacto entre posmodernismo y derecha, pero éstos no sólo son muy vagos sino que las razones que llevan a unos y otros a apoyar esas ideas son muy diferentes. Así tanto los posmodernos como los conservadores son anti-estatistas y están en contra de la burocracia. Ambos piden gobiernos mínimos, el desmantelamiento del Estado, la descentralización, una mayor libertad individual, la desregulación y el fin de la historia. Resultan interesantes las coincidencias que manifiestan marxistas ortodoxos y conservadores en su crítica al posmodernismo. Ambas corrientes critican a este lógica cultural de decadente, representante, para unos del neoconservadurismo actual y, para los otros, del radicalismo sesentista; frívola e irresponsable porque su posición antifundacionista, antirepresentacionista y relativista impide, para unos, el cambio revolucionario y para otros, ataca los fundamentos de la tradición; reaccionaria y radical porque intenta subvertir la autoridad y se opone a las jerarquías. ¿Cómo explicar, entonces, que ideologías tan diferentes encuentren adjetivos o apelativos comunes para caracterizar y evaluar al posmodernismo? Tal vez porque la distancia entre los presupuestos del marxismo ortodoxo y del conservadurismo no sea tal y participen de un mismo universo de sentido y significación en el que el posmodernismo ha irrumpido con una lógica irreductible.

10. DE INCERTIDUMBRES, SUJETOS DESCENTRADOS, MAPAS Y DEMOCRACIAS RADICALES Como señala Jim Powell en el comic documentado Postmodernismo para principiantes, «todas las culturas del mundo, los rituales, las razas, los bancos de datos, los mitos y las piezas musicales se están mezclando (en esta nueva era) como un smörgasbord en medio de un terremoto». La imagen de un bufet con muchos platillos conteniendo pequeños bocados en movimiento y a punto de mezclarse o mezclándose con otras viandas resulta muy sugerente para describir este momento histórico que se ha llamado posmodernidad. Y también lo es para calificar a esa forma de interpretar y experimentar esta época. Tanto la posmodernidad como el

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posmodernismo se asemejan a esa realidad fracturada, diferenciada pero interconectada, descentrada e incierta que, vimos, parece caracterizar al capitalismo tardío. En las distintas aproximaciones al fenómeno posmoderno los teóricos parecen haber desplazado el eje de análisis de la realidad económica a los efectos culturales. Así Lyotard centra su estudio en torno a la producción de conocimiento. La incredulidad hacia las grandes narrativas, esos relatos que explican cómo funciona el mundo, parece ser uno de sus rasgos más notables. Incredulidad que no significa, como se ha dicho muchas veces, su fin o la desaparición de los grandes relatos sino la pérdida de su eficacia, de su condición de guías para la acción. Si, como señala Habermas, la modernidad, a su juicio un proyecto inconcluso, supuso la aparición de una nueva subjetividad, la incorporación de la idea de progreso histórico y la introducción de la idea de cambio social radical, el posmodernismo se puede considerar como una reacción crítica hacia esos tres supuestos. La modernidad prometió el fin del reino de la necesidad y auguró un nuevo inicio para la humanidad. El conocimiento científico y el desarrollo técnico liberarían al género humano de las más variadas dependencias y lo conducirían al reino de la libertad. Casi un siglo y medio después de esas promesas esa realidad no se ha hecho presente, ni siquiera se atisba en el futuro cercano y las consecuencias del desarrollo técnico y del conocimiento científico parecen conducirnos a otros «paraísos». Por eso nadie se atreve, según señala Lyotard, a llamar al desarrollo progreso. En medio de este panorama incierto y desconcertante algunos teóricos han intentado buscar alternativas, salidas políticas. Si el liberalismo y la democracia parecen ser la idea y la forma políticas dominantes, eso no significa que no sean cuestionables o que no debamos imaginarnos otros mundos posibles. Han sido los herederos del marxismo, los llamados posmarxistas y neomarxistas, los más interesados en reflotar y resignificar esa tradición de crítica y de resistencia políticas. Otros teóricos han decidido adoptar posturas más acomodaticias o simplemente abandonarse a toda suerte de escepticismo y nihilismo, dando por liquidados los ideales de emancipación o de cambio social radical. Como señala Laclau no son los ideales de la modernidad los que se han puesto en tela de juicio en la posmodernidad sino la forma de entenderlos y justificarlos. Por ello, para Laclau y Mouffe, dos de los teóricos posmarxistas más reputados, la democracia liberal debe ser contestada desde la democracia pluralista radical.

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Una democracia donde no caben sujetos preferentes sino estabilizaciones políticas —hegemonías— provisionales. La democracia pluralista y radical de Laclau y Mouffe consistiría en una ampliación de la revolución democrática iniciada por la burguesía. A diferencia de Laclau y Mouffe, Jameson no arriesga una propuesta política pero traza una estrategia a partir de la cual los sujetos sociales estarían en mejores condiciones de formularla. Es la desorientación de los sujetos posmodernos lo que preocupa a Jameson, esa incapacidad para ligar la experiencia individual y ubicarla en la totalidad que conforman las estructuras sociales. Para articular un posible camino propone la creación de mapas cognitivos a través de los que situarse y diseñar posibles frentes de resistencia y lucha. El feminismo posmoderno es un ejemplo de hibridación de distintas tendencias: el anti-esencialismo posestructuralista y la idea de emancipación moderna. Ni de izquierdas ni de derechas, el posmodernismo parece apelar a otra lógica y por ello resulta, a veces, tan difícil de entender y representar. Se ha naturalizado de tal manera una forma de ver y entender el mundo que resulta difícil concebir nada fuera de ella; incluso, como en el relato de Borges, cuando esa representación se ha mostrado históricamente como una verdadera amenaza: … En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol de los Inviernos (…).

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LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1. La sociedad post-industrial «Estas concepciones de la racionalidad están arraigadas en las ideas del siglo xix sobre la relación del hombre con la naturaleza y la sociedad, y son ampliaciones, en cierto sentido, de las concepciones sobre el progreso que habían surgido al final del siglo xviii. Cualesquiera que sean sus matices filosóficos, los conceptos de racionalidad recibieron una personificación práctica en la industria, y en la guerra. El desarrollo de toda sociedad industrial avanzada, y la aparición de la sociedad post-industrial, depende de la extensión de una dimensión particular de la racionalidad. Pero es precisamente esa definición de la racionalidad la que está siendo puesta en cuestión hoy en día (…)».

Daniel Bell. El advenimiento de la sociedad post-industrial. 2. La posmodernidad «La modernidad, al menos desde hace dos siglos, nos ha enseñado a desear la extensión de las libertades políticas, de las ciencias, de las artes y de las técnicas. Nos ha enseñado a legitimar este deseo porque este progreso —decía— habría de emancipar a la humanidad del despotismo, la ignorancia, la barbarie y la miseria. La república es la humanidad ciudadana. Este progreso se encara actualmente bajo el más vergonzoso de los nombres: desarrollo. Pero ha llegado a ser imposible legitimar el desarrollo por la promesa de una emancipación de toda la humanidad. Esta promesa no se ha cumplido. El perjurio no se ha debido al olvido de la promesa, el propio desarrollo impide cumplimentarla. El neoalfabetismo, el empobrecimiento de los pueblos del Sur y del Tercer Mundo, el desempleo, el despotismo de la opinión y, por consiguiente, el despotismo de los perjuicios amplificados por los media, la ley de que es bueno lo que es “performante”, todo eso no es consecuencia de la falta de desarrollo sino todo lo contrario. Por eso, ninguno se atreve a llamarlo progreso».

Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños).

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3. La modernidad inacabada «Los jóvenes conservadores se apropian de la experiencia fundamental de la Modernidad estética, del descubrimiento de una subjetividad descentrada, liberada de todas las limitaciones de la cognición y de la actividad finalista, de todos los imperativos del trabajo y de la rentabilidad. Y, tras habérsela apropiado, ignoran el mundo moderno. Fundamentan un antimodernismo irreconciliable con actitudes modernistas. Remiten a tiempos lejanos y arcaicos las fuerzas espontáneas de la imaginación, de la experiencia propia, de la afectividad y, de una forma maniquea, contraponen a la razón instrumental un principio que ya sólo es accesible mediante evocación, tanto si se trata de la voluntad de poder o de la soberanía, del ser o de la fuerza dionisiaca de lo poético. En Francia, esta línea lleva de George Bataille a Derrida, pasando por Foucault. Sobre todo ello flota, por supuesto, el espíritu de un Nietzsche redescubierto en los años sesenta.»

Jürgen Habermas. «Modernidad: un proyecto inacabado». 4. Perfil del fin de siglo «(…) Pero disponemos hoy en día de los medios de poner en práctica tanto nuestro origen como nuestro fin. A través de la arqueología, exhumamos nuestro origen, a través de la genética remodelamos nuestro capital original, a través de las ciencias y de las técnicas operacionalizamos desde ahora los sueños y las utopías más disparatadas. Saciamos nuestra nostalgia y nuestras utopías in situ e in vitro. Estamos pues ante la imposibilidad de soñar un estado pretérito o futuro de las cosas. Literalmente, el estado de las cosas es definitivo, ni finito, ni infinito, sino definitivo, es decir, privado de su fin. Pero el sentimiento de lo definitivo, aun cuando fuera el de un estado paradisíaco, es melancólico. Mientras que en la labor de luto las cosas encuentran su fin, y por lo tanto la posibilidad de un retorno eventual, en la melancolía ya ni siquiera conservamos el presentimiento del fin ni del retorno, tan sólo el resentimiento de la desaparición. Ése es un poco el perfil de este fin de siglo, según el doble caso de figura de un orden lineal del progreso y de una regresión ella misma lineal de los fines y de los valores».

Jean Baudrillard. La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos.

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5. La lógica cultural del capitalismo «Un nuevo arte político —si tal cosa fuera posible— tendría que arrostrar la posmodernidad en toda su verdad, es decir, tendría que conservar su objeto fundamental —el espacio mundial del capitalismo multinacional— y forzar al mismo tiempo una ruptura total con él, mediante una nueva manera de representarlo que todavía no podemos imaginar: una manera que nos permitiría recuperar nuestra capacidad de concebir nuestra situación como sujetos individuales y colectivos y nuestras posibilidades de acción y de lucha, hoy neutralizadas por nuestra doble confusión espacial y social. Si alguna vez llega a existir una forma política de posmodernismo, su vocación será la invención y el diseño de mapas cognitivos globales, tanto a escala social como espacial».

Fredric Jameson. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. 6. Democracia radical y hegemonía «Cuando aceptamos que todo consenso existe como un resultado temporario de una hegemonía provisional, como una estabilización del poder, y que siempre implica alguna forma de exclusión, podemos empezar a considerar a la política democrática en una forma diferente. Una perspectiva democrática que, gracias a las percepciones de la desconstrucción, es capaz de conocer la real naturaleza de las fronteras y reconocer las formas de exclusión que esconden, en vez de tratar de disfrazarlas bajo el velo de la racionalidad o la moral, nos puede ayudar a pelear contra los peligros de la complacencia. Dado que no se le escapa el hecho de que la diferencia es la condición de posibilidad para constituir la unidad y la totalidad, al mismo tiempo que provee los límites esenciales, esta perspectiva puede contribuir a subvertir la tentación siempre presente en las sociedades democráticas de naturalizar sus fronteras y esencializar sus identidades. Por esa razón, un proyecto de “democracia radical y plural” realizado por desconstrucción será más receptivo a la multiplicidad de voces que abarca una sociedad pluralista y a la complejidad de la estructura de poderes que implica esta red de diferencias. En realidad, será capaz de comprender que la especificidad

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de la democracia moderna y pluralista no reside en la ausencia de opresión y violencia sino en la presencia de instituciones que permite que esos aspectos sean limitados y rechazados».

Chantal Mouffe. «Desconstrucción, pragmatismo y la política democrática» en C. Mouffe (comp.), Deconstrucción y pragmatismo. 7. Sujetos posmodernos y diferencia «Hacernos responsables es situarnos con firmeza dentro de contextos contingentes e imperfectos, reconocer los privilegios diferenciales de raza, género, adscripción geográfica o identidades sexuales. La responsabilidad implica resistirse a las peligrosas y recurrentes esperanzas de redención sobre el mundo ajeno a nuestro control. Debemos aprender a hacer reclamos propios y en beneficio de los demás y escuchar a los que no están de acuerdo con nosotros. En última instancia no hay nada que justifique esos reclamos más allá del deseo y de la necesidad de cada persona y de las prácticas discursivas en las que esos reclamos se desarrollan, están integrados y legitimados. El bienestar de cada persona depende del desarrollo de comunidades discursivas que acojan (entre otros cometidos) el aprecio y el deseo por la diferencia, la empatía, incluso la indiferencia de los otros. Si carecemos de esos sentimientos, como han descubierto los judíos en Europa o la gente de color en Estados Unidos (entre otros), todas las leyes y toda la cultura que la civilización pueda ofrecer no nos salvará. Está lejos de estar claro qué contribuciones el conocimiento o la verdad pueden hacer al desarrollo de esos sentimientos y comunidades».

Jane Flax. Disputed Subjects. Essays on Psicoanálisis, Politics and Philosophy, New York, Routledege.

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8. Contra el posmodernismo «La odisea política de la generación de 1968 es, a mi juicio, crucial para entender la extendida aceptación de la idea de un época posmoderna en los años ochenta. Fue ésta una década en la que aquellos jóvenes radicalizados de los sesenta y primeros setenta entraban en la madurez. Por lo general lo hicieron sin esperanzas en la revolución socialista —de hecho, muy a menudo no teniendo ya deseo alguno de que tal revolución tuviera lugar—. Muchos de ellos por entonces habían llegado a ocupar algún tipo de posición administrativa o profesional, se habían convertido en miembros de una nueva clase media en un momento en que la dinámica de sobreconsumo del capitalismo occidental le ofrecía a esta clase mejoras en su nivel de vida. Esta coyuntura —de prosperidad de la nueva clase media occidental combinada con la desilusión política de muchos de sus miembros más destacados— proveyó el contexto para expansión de la idea (…)».

Alex Callinicos. Against Postmodernism. A Marxist Critique. BIBLIOGRAFÍA 1. Obras de Jean Baudrillard —  De la seducción, México, editorial Rei, 1990. —  Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós, 1978. —  La guerra del Golfo no ha tenido lugar, Barcelona, Anagrama, 1991. —  La ilusión del fin, Barcelona, Anagrama, 1993. —  El intercambio imposible, Madrid, Cátedra, 1999.

2. Obras de Jean-Françoise Lyotard —  La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 1987. —  La posmodernidad: (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1994 —  Moralidades posmodernas, Madrid, Tecnos, 1996. —  Lecturas de infancia: Joyce, Kafka, Arendt, Sastre, Valéry, Freud, Buenos Aires, Eudeba, 1997. —  La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1999

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3. Obras de Jürgen Habermas —  El discurso filosófico de la modernidad, Barcelona, Katz, 2008 —  Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 2007 —  Acción comunicativa y razón sin trascendencia, Barcelona, Paidós, 2002. —  Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Madrid, Cátedra, 1999.  —  Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1987-1988 (2 vol.) —  «Modernidad: un proyecto inacabado» en J. Habermas, Ensayos políticos, Barcelona, Península, 1988.

4. Obras de Richard Rorty —  La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1989. —  El giro linguístico, Barcelona, Paidós, 1990. —  Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991. —  Against Bosses, Against Oligarchies, Chicago, Prickly Paradigm Press, 1998. —  Pragmatismo y política, Buenos Aires, Paidós, 1998. —  «Notas sobre deconstrucción y pragmatismo», «Respuesta a Simon Critchley», «Respuesta a Ernesto Laclau» en Chantal Mouffe (comp.), Deconstrucción y pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998, págs, 35-43; 87-96; 137-.149. —  Philosophy and Social Hope, London, Penguin Books, 1999. —  Forjando nuestro país: el pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX, Barcelona, Paidós, 1999. —  «The Decline of Redemptive Truth and the Rise of a Literary Culture» en http:// olincenter.uchicago.edu/pdf/rorty.pdf 2000 —  «Democracy and Philosophy» en http://www.eurozine.com/articles/2007-06-11rorty-en.html 2007

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5. Obras de Fredric Jameson —  El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1995. —  Teoría de la posmodernidad, Madrid, Trotta, 1996 —  Las semillas del tiempo, Madrid, Trotta, 2000 —  Estudios culturales: reflexiones sobre el multiculturalismo, Barcelona, Paidós, 1998 —  Teoría de la posmodernidad, Madrid, Trotta, 1996. —  Documentos de cultura, documentos de barbarie: la narrativa como acto socialmente simbólico, Madrid, Visor, 1989

6. Obras de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe —  Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987 —  Desconstrucción y pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998. —  El retorno de lo político: comunidad, ciudadanía, pluralismo y democracia radical, Buenos Aires, Paidós, 1999 —  «Política y los límites de la modernidad» en Debates políticos contemporáneos, Editores Plaza y Valdés, 1996.

BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA Anderson, Perry, Los orígenes de la posmodernidad, Anagrama, Barcelona, 2000. Bauman, Zygmunt, Legisladores e intérpretes: sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales, Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1997. —  En busca de la política, Fondo de Cultura Económica, México, 2001. —  Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa, Barcelona, 2000.

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