Iconoclastia La Ambivalencia De La Mirada

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La iconoclastia tiene buena fama. En esto coinciden el creyente puritano, el ilustrado radical, el artista de vanguardia, el revo­ lucionario p rogresista, también el capitalista y su destrucción creativa. El iconoclasta nos liberaría de los falsos dioses, de las falsedades con las que nos engañan y nos engañamos. Su valor y necesidad se dan por descontados. La evidencia-coala que las im ágenes nos engañan, la facilidad con la que se in terpreta la intención del gesto destructivo del iconoclasta en su espect'acularidad y nitidez, nos hacen pasar por alto el hecho de que este gesto solo es posible gracias a su ambivalencia constitutiva. Los textos de esta edición se hacen cargo de está-ambivalencia. Cada uno de ellos abre un punto de fuga con respecto a la al­ ternativa que opone al iconoclasta y a la imagen. La recurrencia de un término señala la dirección de esta fuga: energía. Esta se puede especificar como fuerza, vida, potencia, sentido... Serían diferentes formas de denominar la dinámica compleja, doble, que caracteriza la imagen y que la convierte en él espacio privilegiado -de la libertad. Su carácter radicalmente político deriva de una constatación: la imagen es el lugar del ejercicio de la libertad. En el gesto iconoclasta se prueba de forma eminente esta lib er­ tad, en tanto que en su acto destructivo jam ás tiene lu gar un movimiento de emancipación con respecto a la imagen, sin que al mismo tiempo se origine una situación de servidumbre, de sujeción a la ley, a aquello que trasciende la imagen. Cabría preguntarse, entonces, si la iconoclastia es menos un acto de liberación con respecto al poder de las imágenes que un acto de inmunización fren te.al carácter ambivalente, conflictivo e.inseguro de la ima­ gen. La iconoclastia, paradójicam ente, se m ostraría así como un instrumento al servicio de las políticas y las estéticas del ordén.

LASTDA LA AMBIVALENCIA DE LA MIRADA

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Serie Bauhaus Consejo ed ito r Joaquín Gallego Arturo Leyte

J a n A s s m a n n , Herrschaft und Heil. Politische Theologie in Ágypten, Israel und Europa © 2000 Cari Hanser Verlag Mflnchen-Wien H a n s B e l t in g , D o s echte Bild, 2nd ed. 2006 © 2006 Verlag C. H . Beck o H G München G o t t f r ie d B o e h m , Wie Bilder Sinn erzeugen © 2008 Berlín University Press Berlín R o b e r t o E s p o s i t o , Comunidad, inmunidad y biopolítica © 2009 Editorial H erder Barcelona B o r i s G r o y s , TopoJogie der Kunst © 2003 Cari Hanser Verlag HQnchen-Wien W. J. T. M i t c h e o , íconoíogy. Image, Text, ídeology © 1986 The University of Chicago Press Chicago M a r ie - J o s é M o n d z a in , Image, icóne, e'conomíe. Les sources de Vimaginaire contemporain © 1996 Éditions du Seuil París T h o m a s H o b b e s , Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil © 1989 Alianza Editorial Madrid

de la selección, introducción, notas y traducción del alemán de los textos de G ottfried Boehm, Hans Belting y Boris Groys J o a q u ín C h a h o r r o M i e u e de la traducción del alemán del texto d e Jan Assmann H e l e n a C o r t é s G a b a u d a n de la traducción del francés del texto de M arie-José Mondzain A l ic ia G a r c ía R u iz de la traducción del italiano del texto de Roberto Esposito C a r l o s M e l u z o de la traducción del inglés del texto de Thomas Hobbes M a r ia n o P e y r o u T u b e r t de la traducción del inglés del texto de W. J. T. Mitchell

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Introducción. La imagen como paradoja

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C a r lo s A . O te r o

Iconoclastia. Extinción - Superación - Negación

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G o ttfr ie d B oehm

La iconoclastia como procedimiento: estrategias iconoclastas en el cine

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B o r is G ro y s

La idolatría hoy

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H a n s B e ltin g

Monoteísmo e iconoclastia como teología política Ja n A s s m

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Delenda est el ídolo

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M a r ie - J o s é M o n d z a in

La dialéctica de la iconoclastia

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W . J. T . M i t c h e l l

Inmunización y violencia

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R o b e r to E s p o s ito

Apéndice: Leviatán (fragmentos)

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T h om as H obbes

Notas biográficas

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C a r lo s A. O t e r o La im a g en c o m o paradoja

P o r otra p a r te , s i su pon em os qu e ¡as u nidades y p u n to s qu e corresponden al cu erp o son d is tin ta s de la s del alm a, las u n id a des d e a m b o s ocuparán el m ism o lugar, y a qu e cada una ocupará el lu gar d e un p u n to . Y s i p u e d e h aber d o s p u n to s en el m ism o lugar, ¿qu é im p ed im en to ex istirá p a ra que p u e d a h a b er infinitos? A r is t ó t e l e s L o s p a d r e s , d e p ie ju n to a su s coches, a tu rd id o s p o r el sol, veía n im ágen es d e s í m ism o s p o r to d o s lados. E l bronceado m eticuloso. D o n D e L il l o

S i F loren cia es una ciu d a d obra d e arte, n o m e interesa... N o quiero la im a gen exacta, sin o la im agen qu e p a r tic ip a d el error. G io r g io M a n g a n e l l i L a litera tu ra con tem porán ea p a re c e una alg a rab ía de eunucos en celo. N ic o l á s G ó m e z D á v ila

Tanto en la p ráctica de las vanguardias artísticas com o en la crí­ tica conservadora d e la proliferación incon trolad a de las im áge­ nes, tan to en la crítica de la ideología m arxista com o en la crítica de la época de la im agen del m undo heideggeriana, tan to en la crítica de la id olatría del arte de Lévinas com o en la crítica d e la sociedad del espectáculo de D ebord, se da por descontada u n a condición, u n gesto inaugural p ara to d a práctica artística o p o ­ lítica que se q u ie ra radical, p ara todo pensam iento que se p re ­ tenda auténtico: la im agen debe ser atravesada, la im agen debe ser negada; en cualquier caso, tien e que ser subordinada a un a instancia que le otorgue u n a dirección. E sto es, se da por descon­ tada la evidencia y la necesidad del gesto iconoclasta. H istóricam ente dicha evidencia se m anifestó por prim era vez, al m enos en O ccidente, en dos ám bitos: la religión y la filo­ sofía. Si así se quiere: en Jeru salén y en A tenas. E n u n caso el ad­ versario era el ídolo, en el otro e ra la doxa. Siem pre los m uchos, el

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pueblo o los otros, incapaces de habérselas adecuadam ente con la imagen. M ucho más tarde, la necesidad del gesto iconoclasta se transfirió a la esfera artística. Esto sucedió, no po r azar, en el m om ento en el que se constituía lo que se h a llam ado la «Reli­ gión del arte», en el tiem po en el cual el concepto y la p ráctica de la im agen sufrían u n a transform ación profunda. E ntonces dejó, aparentem ente, de ser un asunto de culto p ara tran sfo rm arse en asunto de estética. E stoy hablando del Rom anticism o, del que aún somos, sabiéndolo o no, herederos. No se encontrará en esta introducción u n a definición del con­ cepto de iconoclastia; del problem a darán cu enta las in tervencio­ nes, variadas en su registro e intención, que siguen a estas páginas introductorias. E stas tien en com o único objetivo p la n tea r un a serie de cuestiones que están p resentes de form a explícita o im ­ plícita en los textos reunidos p ara esta edición, señalando, de este modo, u n a dirección posible p ara la lectura de los mismos. A ello se dedicará la p rim e ra sección de la introducción. E n la segun­ da se p resen tarán los textos uno a uno, justificando su selección. P or lo que se refiere a aquello que los m ancom una, u n a p rim era indicación: en todas las contribuciones recogidas aquí, el autor m atiza o to m a distancia con respecto a la form a generalizada en la que h a venido siendo explicado y valorado el gesto iconoclasta. Así, la selección h a estado regida por la vo luntad de cuestionar la evidencia y necesidad del acto iconoclasta antes m encionadas, po r la voluntad de subrayar su constitutiva am bivalencia que h a­ ría im posible u n a valoración unívoca del fenóm eno. P lanteado en los térm ino s de u n a expresión que no se h a dejado de rep e tir de form a obsesiva a lo largo de los últim os decenios, au n cam uflada bajo otros nom bres: todos los autores se distancian de la, ya es­ téril, crítica de la representación. Y no gracias a u n a alegre, des­ preocupada, inteligentísim a y agudísim a actitud, llam ém osla así, posm oderna. A ctitud irresponsable, hay que decirlo, en tan to que h a p retendido resolver el problem a negando su existencia. E n los

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siete textos que siguen, los autores asum en la gravedad, el peso de la cuestión, es decir, se hacen cargo de las profundas consecuen­ cias estéticas y políticas que derivan del carácter incierto, inse­ guro y am biguo de la imagen, sin por ello entregarse al acostum ­ brado lam ento apocalíptico acerca del p oder que las im ágenes ejercen in advertidam ente sobre nosotros. L am ento tan com ún en un a tradición com o la nuestra, que se inicia con la prohibición bíblica de las im ágenes y con la exclusión platónica de los h a ­ cedores de las m ism as del espacio público. Tam poco se acom o­ dan los autores a la cada vez m ás extendida exigencia de u n uso, de u n a gestión, razonable y sensata, de las im ágenes, com o por ejemplo p roponen los recientes intentos de renoval- u n a teo ría del gusto, sea en su versión n eokantiana o en su versión analítica. Sin duda, la m ayor p arte de los textos que se han selecciona­ do tam bién p ueden leerse com o una continuación de las críticas anteriores a la doxa, al fetichism o, a la industria cultural, a la so­ ciedad del espectáculo, al sim ulacro, etc., pero lo característico de todos ellos reside en la p retensión de evitar una crítica frontal, m eram ente polém ica, así com o en la voluntad de escapar a u n a al­ ternativa (im agen-no im agen) que nos condena a repetir un gesto crítico que se agota en sí mismo; el tiem po lo h a dem ostrado. El núcleo de cada uno de los textos constituye, im plícita o explícita­ mente, un p u nto de fuga con respecto a tal alternativa. La recu ­ rrencia en ellos de u n térm ino, energía, señala la dirección de esta fuga. E sta se pued e especificar com o fuerza, vida, potencia, sen ti­ do... De cualquier m anera, se tra ta de diferentes form as de calificar la dinám ica vibrátil, doble, que tien e lugar en la imagen, dinám ica que la convierte en el espacio p o r antonom asia de la libertad. El carácter radicalm ente político, presente, aunque sea de form a v e­ lada, en todos los textos, deriva de u n a constatación: la im agen es el lugar de u n ejercicio am bivalente de la libertad. El fenóm eno o el procedim iento de la iconoclastia se m anifiesta como lugar privi­ legiado p ara p ro b ar esta libertad, en tanto que en el acto d estru cti­

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La i m a g e n

c o m o p a r a d o ja

vo del iconoclasta jam ás tiene lugar un m ovim iento de em ancipa­ ción con respecto a la imagen, sin que al m ism o tiem po y de form a necesaria se dé origen a una situación de servidum bre, de suje­ ción a la ley, a aquello que trasciende, supuestam ente, la imagen. I

Icono, íd olo e im agen E n p rim er lugar, parece necesario llam ar la atención sobre un a cuestión term inológica. Por iconoclastia entendem os hoy la des­ trucción de im ágenes en general, sin rep a ra r ya en el hecho de que antiguam ente la im agen que debía ser destruid a poseía unas determ inadas características. Por tal razón era nom brada de un m odo específico: icono. F ueron los P adres de la Iglesia, en especial d u ran te la crisis de la iconoclastia en Bizancio, quienes definieron el concepto de u n a form a precisa. La definición clásica es la de Ju an D am asceno que en lugar de determ inar el concepto a p artir del objeto, prefirió hacerlo a p a rtir de las dos diferentes actitudes que to m a el espectador ante la imagen. Cuando la im agen es objeto de veneración, se trata de un icono; cuando la im agen es objeto de adoración, se tra ta de u n ídolo. No in teresa aquí e n tra r en la sutil distinción entre veneración y adoración, solo es necesario reten er que a los ojos de D am asceno quien venera u n a im agen resp eta la distancia entre el soporte representativo y lo representado, m ien­ tras que quien adora u n a im agen tiende a confundir el soporte con lo rep resen tad o 1. D ejando a u n lado las cuestiones teológicas que preocupan al padre sirio, lim itándonos a lo que nos interesa, lo im ­ p o rtan te es entender que, dada esta definición, es la relación como relación con el soporte lo que resu lta decisivo a la h o ra de explicar el acto destructivo del iconoclasta. E ste exige u n respeto a la dis1

Jean D a m a scén e, «C ontre c e u x q ui re je tten t le s im ag es» , III, 1 6 ,2 6 , e n l e V isage d e ¡'invisible, París, É d itio n s J.-P. M ign e, 1994, pp. 76-81.

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ta n d a, en consecuencia destruye aquellos soportes que son sus­ ceptibles de provocar una m irada confundida, que 110 la respete. No es este el lugar para d esen trañ ar las com plejas distincio­ nes entre icono, ídolo e imagen. E n todo caso, el lector encontrará en el texto de M arie-José M ondzain una determ inación precisa de las mismas. A hora solo querría subrayar dos cosas: no toda imagen es u n icono, aunque, h ech a la precisión, a p a rtir de este momento, en esta introducción y en los textos recogidos en este ■libro, el térm ino iconoclastia se utilizará, en la m ayor p arte de los casos, para referirse a la d estrucción de im ágenes en general, sin distinción alguna. Y, segunda cuestión, aceptado este uso laxo del térm ino, el uso com ún, se tien e que en ten d e r que en realidad el iconoclasta no destruye u n icono, salvo en m om entos h istó ri­ cos m uy concretos com o fueron Bizancio y, hasta cierto punto, la Reforma. El iconoclasta destruye un ídolo, p o r lo m enos en su intención, que es otro tipo de im agen. Con propiedad, entonces, tendría que hablarse de idoloclastia, de la m ism a m anera que ta m ­ bién ten d ría que utilizarse el térm ino iconolatría; no lo hacem os. ¿A qué se debe este uso term inológico im preciso, in d eter­ minado, posiblem ente indeterm inable? Con seguridad al hecho de que, salvo desde u n a perspectiva estrictam ente teológica, la única diferencia efectiva que existe entre icono e ídolo reside en que los iconos suelen ser las im ágenes de uno, las im ágenes de los nuestros, m ientras que los ídolos suelen ser las de los o tro s2. Dejando a u n lado las com plejas disquisiciones teológicas y es­ téticas, M ondzain lo d irá de form a lapidaria: el pueblo es idóla­ tra, el pueblo es el idólatra. L a tajante aseveración de la autora francesa hace m anifiesto aquello que da razón del uso vacilante e im preciso del térm in o iconoclastia, que explica po r qué, salvo entre teólogos (hoy entre estetas y fenom enólogos), n un ca h a sido en realidad relevante la distinción en tre icono e imagen: la 2

H an s B eltm g, D a s ec h te B ild, M ú n ich , C. H . B eck, 2 0 0 5 , p. 165.

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i m a g e n c o m o p a r a d o ja

iconoclastia siem pre h a sido la m anifestación de u n a d isp u ta en to rno al p o d e r3. N uestras im ágenes lo tienen, las del otro sim ple­ m ente p rete n d en tenerlo de u n m odo ilegítimo. E n este sentido, en el Leviatán, el gran libro sobre la legitim idad, T hom as H obbes definió la idolatría de u n a form a m uy clara: ad orar lo que no hay, h o n rar o adorar m ás de lo que h ay 4. P ara H obbes un ídolo no es n ada en la m edida en que su p rete n d id a autoridad, es decir, su ca­ pacidad p ara p roducir efectos, no deriva de n ad a real. Siendo así, el ídolo no debería d esem peñar ningún papel en el espacio públi­ co, no es lugar de p oder alguno. Así se entien de que el iconoclasta cum ple u n a función en la delim itación y en la gestión del espacio público; regula distancias, autoriza presencias. D ado el carácter negativo del fenóm eno, lo m ás adecuado será em pezar por la determ inación de aquello co n tra lo que se dirige el acto iconoclasta. ¿Qué p e rtu rb a el respeto a la distancia? ¿Qué se arroga ilegítim am ente el derecho de presen tarse en el espacio público (el tem plo, el ágora, la sociedad civil, p ero tam bién u n m u­ seo)? P uesto que la iconoclastia se refiere ante todo, en esto hay que estar de acuerdo con Ju a n D am asceno, a la relación con el ob­ jeto, la p regunta decisiva será qué tipo de relación suscita la im a­ gen a los ojos del iconoclasta y en qué sentido debe ser regulada. Sin p o d er abordar aquí la inm ensa cuestión de qué sea u n a im agen en general, sí se puede to m a r com o p unto de partida, provisional, u n a definición de la m ism a que precisam ente la entiende en té r­ m inos de relación. P ara Jean-L uc N ancy la im agen es aquello con lo que entram os en u n a relación de placer. D e este modo, N ancy subraya el carácter com plejo, doble, de la im agen. No establece­ m os con ella u n a relación orientada exclusivam ente a en co n trar 3

H . B e ltin g lo ha d ich o c o n claridad: lo d irim id o e n lo s co m b a tes so b r e la im agen es m e n o s su ese n c ia q ue las r e la cio n es d e d o m in a ció n d el esp a c io p ú b lico . L o que está e n j u e g o e s el cu lto. Ibíd., p. 175.

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T h o m as H ob b es, L e via th a n , O xford, O xford U n iv ersity P ress, 1998, p. 108 [L evia ­ tán , ed . y trad. C arlos M e llizo , M adrid, A lia n za Ed itorial, 1989].

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una reproducción o una representación de las cosas. Lo que atrae nuestra m irada no es solo la dim ensión m im ética de la imagen, sino aquello que está al m argen de la representación, es decir, la participación (m éth exisy. D icho de form a m ás sencilla: para que haya placer en la m irada, para que haya imagen, tiene que haber algo más que el objeto de la representación. La intención del que mira, del que e n tra en la relación que es la im agen, no correspo n ­ de solo a la disposición del que o rienta su m irada buscando cono­ cer, ten er noticia de algo, sino tam bién a la disposición p ropia de una tensión ontológica. E n unos térm inos que, quizás, el propio Nancy no aceptaría, en la m irada se d a una tensión física. A ella rem ite lo que se suele deno m inar «el p oder de la imagen»; en to r­ no a ella tiene lugar el com bate en tre iconoclasta e idólatra. Como por otra p arte se confirm a en la definición hobbesiana de ídolo. Se podría d eterm in ar el p lacer al que hace referencia N an­ cy como la com placencia en la participación en un a potencia, en u na energía, en u n exceso;fondo, d irá el auto r francés en otro lugar6. E n el m ism o sentido, G ottfried Boehm , retom ando un a expresión de Gadamer, definirá el proceso esencial de la imagen, que no se lim ita a la repetición de lo dado, com o la capacidad de hacer visible u n aum ento, u n increm ento, u n crecim iento del ser7. De la definición de N ancy se deriva u n a constatación esen­ cial para en ten d e r la am bivalencia de la posición y función del iconoclasta: sin p lacer no hay im agen, así com o sin el exceso o increm ento a que rem ite ese p lacer no hay m otivo p ara la disputa 5

Jean-L uc N ancy, «L’im m agine: m im e sis e m éth ex is» e n C lem en s-C arl H a rle (ed.), A i lim iti dell'im m ag in e, M acerata, Q u od lib et, 2 0 0 5 , pp. 13-28.

6 J ean -L u c N ancy,A u f o n d d es im ages, París, É d itíon s G alilée, 20 0 3 . 7 Y recu erd a q u e G ad am er subrayaba q u e lo s g rieg os u tilizab a n el térm in o zoon, lo vivo, tam b ién para la im agen . G ottfried B o eh m , « D ie W ied erk eh r der B ilder» en G. B o eh m (ed .), W as is t ein Bild?, M u n ich , W ilh e lm F ink , 1994, p. 33. C o n sú lte­ se d el m ism o autor: « Z u w a c h s an Sein: h erm en eu tisch e R eflex ió n u n d b ild en d e Kunst» e n G. B o eh m , W ie B ild er S inn erzeu gen . D ie M a c h t d es Zeigens, B erlín , B erlin U n iv ersity P ress, 20 07, pp. 243-267.

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en tre iconoclasta e idólatra. De ahí que el prim ero no pu ed a re­ n u nciar a un m ínim o de participación en el exceso, de ahí que su gesto destructivo no deje de ser u n dictam en acerca del carácter ilusorio o real de la participación, acerca del acceso al p o d er des­ de dentro de la participación o exceso que es, también, la imagen. La neutralización de la im agen ¿Cuál h a sido el m edio privilegiado p ara reducir, p ara neu tralizar la participación, el increm ento de ser que im plica la im agen8? El relato de la entrega de los m andam ientos a M oisés en el Sinaí en la E scritu ra lo sugiere, H ans Belting lo explícita: h istóricam ente el signo se h a m ovilizado co n tra la im agen con el fin de liberarse de sus efectos p ertu rb ad o res9. Su ser doble se con ju ra m edian­ te el signo. Lutero, iconoclasta, llevará esta neutralización h asta sus últim as consecuencias. La Reforma, segunda gran crisis de la im agen, puede ser en ten d id a com o la aplicación sistem ática de u n a te o ría del signo que instituye u n a separación ontológica insu­ perable entre el cuerpo de la im agen y el signo. E n el cen tro de la d isputa entre reform ados y católicos estaba la in terp retació n de la eucaristía. Para los prim eros, la imagen, el pan, no era el lugar de la presencia de Dios sino que sim plem ente la significaba. El exce­ so, el fondo que acom paña a la im agen com o im agen, no es nega­ do sin más, pero se en tien d e que, com o T rascendente, no puede form ar p arte del m undo bajo ninguna figura. Por tanto, solo la escritu ra puede ser el vehículo de u n a relación legítim a con Dios. 8

S e u tiliz a aquí el térm in o « n eu tra liza ció n » tam b ién , au n q u e n o so lo , en e l sen tid o d e Cari S ch m itt. E s d ecir, c o m o n eu tra liza ció n d el con flicto. C ari S ch m itt, «D as Z eitalter d er N eu tra lisieru n g en u n d E n tp o litisie ru n g e n » e n D a s B e g r ijfd e s PoHtischen, B erlín, D u c k e r & H u m b lo t 1963 (n u eva e d ic ió n ), pp. 79-95 [El con cepto d e lo p o lític o , trad. R afael A gapito, M adrid, A lia n za E d itorial, 1991].

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H an s B eltin g, «N ied er m it d en B íldern . A lie M a c h t d en Z eich n e n . A u s d er Vorg e s c h ic h te d er S em iotík », e n S tefan M ajetsch ak (ed .), B ild-Z eich en . P e rsp ek tiven ein er W issen sch a ft v o m B ild, M u n ich , W ilh e lm Fink , 2 0 0 5 , p. 31.

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Resulta m uy significativo que p ara los reform ados no fuese lícita cualquier escritura: la sospecha lu terana se extendía tam bién a las metáforas, a cualquier im agen literaria que, es cierto, desestabili­ za la dirección unívoca que el signo le im pone. La im agen litera­ ria da cuerpo al signo reintrod uciendo en él la com plicación que se quería conjurar, haciendo im posible el control sem ántico por medio del cual se p reten d ía n eutralizar la imagen. Belting sostie­ ne, con razón, que el concepto de esta en la sem iótica co ntem po ­ ránea está m arcado po r el olvido de la relación de la im agen con su cuerpo10, yo añadiría por la anulación de su dim ensión expresiva. La neutralización de la im agen p o r m edio del signo, sin ser todavía la destrucción efectiva de la im agen, debe considerarse ya como el principio del gesto iconoclasta. La reducción opera­ da en ella anula la potencia h istórica de la imagen, su h isto rici­ dad. El signo solo instaura u n a distancia ontológica insuperable im poniendo u n a determ in ad a tem poralidad, u n uso restrictivo del tiempo. El signo se p rese n ta como la sim plificación de la tem poralidad com pleja de la imagen. E n esta, pasado y futuro insisten sincrónicam ente en u n p resente situado, precisam ente el que corresponde al soporte m aterial de la imagen, a su cu er­ po histórico. E ste soporte sostiene u n a m em oria y un futuro que vuelven inciertas e inestables, conflictivas, las m iradas que se d i­ rigen a la im agen y con ello la articulación de la relaciones que configuran el espacio público. El iconoclasta preten d e resolver el conflicto p o r m edio de u n a agresión ú nica y últim a; resuelve la com plicación elim inando el soporte de la im agen al p resen ­ tarlo como m ero significante. Le da u n a orientación al red ucir el tiem po a sim ple secuencia de presentes que no pueden te n e r 10 Ibíd., pp. 31-34 y H an s B eltin g, D a s ec h te Billd, pp. 163-165. A la hora d e d ifer en ­ ciar su an tro p ología d e la im agen d e la sem ió tica , B eltin g señ a la lo fundam ental: la p ercep ció n d e im á g e n e s e s u n a cto d e an im ación , u n a acció n sim b ólica. C on ­ s ú ltese ta m b ién d el m ism o au tor el seg u n d o y tercer ca p ítu lo s d e B ild-A n th ro palogie, M u n ich , W ilh elm Fink, 2 0 0 1 [A n tropología d e la im agen, trad. G on zalo M aría V élez E sp in osa, B u en o s A ires, K atz E d itores, 2 0 0 7 ],

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la p retensión de contener o de h acer ju stam e n te p resen te aque­ llo que los excede. Así queda n eu tralizad a la historicidad o, lo que es lo mismo, el carácter m ixto y expresivo de la dim ensión participativa de la imagen, su ser doble. El iconoclasta anula la com placencia en la participación, excluye, sobre todo, u n a m e­ m oria abierta, sin fondo, y u n deseo incontrolado, proyectado h acia el futuro sin orden ni dirección. Si el gesto iconoclasta ha sido uno de los procedim ientos privilegiados p ara evitar el feti­ chism o del presente - la reducción de todo lo que hay a lo que está ante los ojos-, no es m enos cierto que el iconoclasta se ha constituido en el guardián excesivo y dogm ático de u n a co n cep ­ ción única, lineal, del tiem po: pasado, p resen te y futuro se suce­ den inevitablem ente, al te n e r todo tiem po su lugar específico de com parecencia, su época. Dios se vuelve u n p retérito absoluto, irrepresentable, o u n futuro que n ada tiene que ver con la com ­ plicación m undana de los tiem pos, la cual constituye el carácter irreductib le de to d a im agen, su ser, a la vez, rep resen tació n y participación. Q uiero d ecir con esto que el iconoclasta, a su p e­ sar, com o el semiólogo, en carn a u n a filosofía de la histo ria que se oculta tras u n a teo ría del signo. Esto es, a su pesar y paradóji­ cam ente, actúa en nom bre de u n a potencia histórica, m undana. Recordém oslo, idólatra es el pueblo. Iletrad o y analfabeto, no establece u n a relación ad ecuad a con la im agen. No distingue el tiem po que le corresponde, no escande adecuad am en te sus tiem ­ pos; no la significa. L a red ucción de la dim ensión ontológica de la im agen y de su histo ricidad constitutiva, la convierte, en el m ejor de los casos, en m ero objeto de lectura, de iconología. Las im áge­ nes, se nos h a dicho con insistencia, son la Biblia de los analfabe­ tos, de los pobres. El catolicism o p o strid en tin o h ará bu en uso de esta E scritura. E n el n o rte de E u ro p a se p o n d rá al pueblo a cantar; el signo v en d rá acom pañado p o r la im agen sonora, inaugurando así u n a m ística, po r no d ecir u n a m istificación, de la m úsica que llega h asta hoy y que solo se puede calificar com o iconoclasta.

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El Estado m oderno se fund am en tará en la convicción in ex tirp a­ ble de la idolatría del pueblo. No debe caer en el olvido la base esencialm ente lingüística del pensam iento de su padre fundador, Hobbes, cuya intención filosófica básica fue evitar la atribución de una dim ensión ontológica a la función copulativa del verbo ser. Tam bién las estrategias del arte contem poráneo y los escri­ tos de sus teóricos m ás conspicuos presu p o n d rán la inextirpable idolatría de su público, tam bién elaborarán ellos u n a teo ría de la soberanía. Convicción política y presuposición estética que, no lo perdam os de vista, derivan del interesado olvido que consti­ tuye la condición de posibilidad de la neutralización del carácter esencialm ente incierto, abierto, com plicado de la imagen. Pero quizás el supuesto idólatra y el mal espectador no se confunden, quizás sim plem ente responden, com o pueden, conflictivam ente, a las com plicaciones del tiem po. Fe y m onoteísm o Al iconoclasta le p reocupa sobre todo la regulación del in crem en ­ to del ser, la duplicidad de la im agen, es decir, la participación en aquello que insiste, todavía, en el espacio delim itado e in m un e de la vida en com ún (tem plo, ágora, sociedad civil, tam bién m useo). ¿Cómo se caracteriza desde su p unto de vista la relación con el exceso? A nte todo se tra ta de u n asunto de fe. Y no solo, com o p o ­ dría parecer en u n p rim er m om ento, porque el gesto iconoclasta pretenda liquidar la im agen del idólatra al entend erlo com o el so­ porte de u n acceso ilegítim o a la potencia que sostiene la fe. No se entiende en v erdad el conflicto si no se com prende que las creen ­ cias del iconoclasta y del id o la trase entrelazan de u n a form a com ­ pleja. Como se h a subrayado: «la iconoclastia es u n a adoración a las im ágenes invertida»11. No solo porque la fe del iconoclasta se 11 B eat W yss, V om

Büd z u m K u n stsy ste m , C olon ia, W alth er K onig, 2 0 0 6 , p. 54.

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apoya, con tra su voluntad, en un determ inado tipo de imágenes. La fe del iconoclasta, y con ella su acción destructiva, depende lógica y cronológicam ente de la fe del idólatra; el iconoclasta n e­ cesita la fe de este. Se trata de u na cuestión previa a aquella que concierne a la falsedad o verdad de la im agen, a su legitim idad o ilegitim idad, por la sencilla razón de que, p o r regla general, el idólatra se siente m enos concernido p or la verdad de su supuesta creencia que el iconoclasta. Si se quiere, vive su placer de u n a for­ m a m enos traum ática que este. No necesita de m odo aprem iante que su com placencia, su participación, sea autorizada. La fe del idólatra suele ser laxa, m ás pragm ática que m ilitante; negociable, siem pre d ispuesta a u n acuerdo sincrético. La legitim idad del ico­ noclasta, en cambio, se fun d am en ta en la exclusividad, p o r ello, paradójicam ente, necesita te n e r fe en la fe del idólatra. N ecesita creer que el idólatra cree en la p resen cia de lo divino en el ídolo que adora. El iconoclasta trae el conflicto o, mejor, externaliza el conflicto in h eren te a la im agen misma. Es el responsable de u n a violencia inexistente an tes de su celo divino, antes de la de­ term inació n del otro com o idólatra. El iconoclasta necesita de la preten d id a fe ciega de este en la m ism a m edida en que u n p oder - e l iconoclasta actúa siem pre en nom bre de u n so b e ra n o - solo se pu ede afirm ar co n tra otro poder. E n térm inos religiosos, Dios solo se p u ed e afirm ar co n tra otros dioses, co n tra otras imágenes. Ú nicam ente hay idólatras p ara los m onoteísm os, el pagano es el objeto de u n a construcción polém ica en la m edida en que el m onoteísm o no se caracteriza en verdad p o r sep arar a u n dios de los m uchos dioses, sino p orqu e distingue u n a religión verd ad era de o tra falsa. Así lo sostiene Ja n A ssm ann, al que sigo en este p u n ­ to 12. Siendo la verdad única, no extrañ ará que a los ojos del m ono­ teísta el resto de las im ágenes, esto es, de las relaciones de placer y de fe, se vuelvan sospechosas. U na vez establecida la distinción, 12 Jan A ssm an n , D a s m o saisch e U nterscheidu ng, M ú n ich -V ien a, Cari H anser, 2 0 0 3 [La d istin ció n m osa ica, trad. G u ad alu p e G o n zá lez D iég u ez , M adrid, Akal, 2 0 0 6 ].

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una vez que se h a hecho e n tra r en juego el criterio de verdad como instancia fundam ental a la hora de ju zg ar a las im ágenes en su conjunto, lo que no es del orden de la ciencia (principios de identidad, de tercio excluso, de contradicción13: todo aquello que delimita un espacio del que se h a excluido el exceso, o el fondo, o el increm ento de ser), deberá ser objeto de una fe legitim ada y ordenada, única. E n los térm inos de lo dicho con anterioridad: al estar en u n ám bito com pletam ente separado, no participable, el acceso a aquello que en la im agen no es del orden de la re p re ­ sentación debe ser regulado de form a estricta. E sta es la función, precisam ente, d e la prohibición bíblica de las imágenes. El m o n o ­ teísmo excluye la dualidad, la am bivalencia propia de las m ismas, tem e la equivocidad de un fondo, de un exceso que no se ha afir­ mado como u n Dios único, absuelto, sin relación. Negando a los dioses que se presentan com o las m uchas im á­ genes, la verdad m onoteísta, com o sostiene Assmann, no trajo al mundo el odio sino u n a form a específica de odio: el odio iconoclas­ ta, teoclasta. Si la religión heb rea es una contrarreligión porque se define contra el p o d er del Faraón, contra la figura del Faraón como imagen de u n d ios14, entonces la falsedad del paganism o se probará de form a destacada en su uso de las imágenes, en su concepto de la representación. L a prohibición bíblica de las im ágenes no afirm a el carácter incom parable de u n Dios único sin negar al mismo tiem po las formas de representación po r m edio de las cuales gobiernan los señores: el dios vivo, verdadero y único Señor de este mundo, no se deja presen tar m ágicam ente en él. El segundo m andato del D ecá­ logo es u n m andato político. No m e detengo en las consecuencias que la prohibición bíblica de las im ágenes tuvo p ara la com pren­ sión de las m ism as en las culturas de tradición monoteísta; serán tratadas con detalle en varios de los textos que se ofrecen aquí. 13 Ibíd., p. 97. 14 E l argu m en to s e d esarrolla p or e x te n s o en op.cit. y en H e rrsc h a ft u n d H e il, M ú n ich-V iena, C ari H an ser, 2 0 0 0 .

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M ultiplicación, historia y productividad Sí q u e rría d eten erm e ah o ra en otro paso que, p o r regla general, se olvida a la hora de abordar el problem a de la im agen en el A ntiguo T estam ento. No parece desaceitad o p en sar que en el G énesis (9,1) se tra ta la cuestión de u n a form a elíptica pero d e­ cisiva: en las E scrituras la prohibición viene preced id a p o r un a exho rtación. Dios se dirige a N oé en los siguientes térm inos: «Sed fecundos, m ultiplicaos y llenad la tierra. In fun diréis tem o r y m iedo a todos los animales... q u edan a v u estra disposición»13. Si el h o m b re está hecho a im agen y sem ejan za de Dios, la única p ro ducción que le será legítim am ente reconocida es la rép lica de la im agen viva creada p o r la divinidad, es decir, su p ro p ia re p ro ­ ducción. Pero la ta re a asignada d eb erá te n e r unos lím ites estric­ tos, d eb e rá resp o n d er a u n a econom ía bien definida: ¿Cómo ju s ­ tificar u n increm ento d el ser cuando Dios posee el m onopolio de la C reación, que en sentido estricto se cerró con la creación del se r vivo?16 ¿Cómo justificar la historia? ¿Cómo ju stificar la im a­ gen? A nte todo: ¿Para qué esta m ultiplicación? ¿Por qué es n e­ cesaria la réplica? Se pu ed e ad elan tar u n a respuesta: Dios tiene necesidad de u n a nación, de u n pueblo, de u n a colectividad que le honre, que dé fe de su po ten cia ante los dioses falsos. La colec­ tividad, p o r su parte, p ara ser com unidad, n ecesita u n dios al que honrar, al que m irar. T iene necesidad de u n dios que la necesite. E ste estado de necesidad abre la p u e rta al peligro: u n a cierta relación de placer se hace indispensable p ara respo nd er a la ex­ hortación, la m ultiplicación se tiene que estim ular. Se entien d e la función del pecado original en esta econom ía: el pecado p ara ser económico, p ara volverse positivo, p ara convertir u n a carencia en 15 B iblia d e Jeru salén , M adrid, A lian za, 1999. Las cita s b íb licas s e dan seg ú n esta ed ició n . 16 H a n s B eltin g, F lo ren z u n d B a gdad. E in e w e sto stlic h e G esch ich te d es B licks, M u ­ n ich , C. H . B eck, 2 0 0 8 .

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una afirmación, debe estar ordenado a un único fin, la rep ro d u c­ ción. La prohibición de las imágenes, de un determ inado tipo de imágenes, aquellas que fingen la vida o confunden lo m uerto con lo vivo, es decir, aquellas que conducen a la esterilidad, no es otra cosa que el m edio para gestionar el encargo de Dios. La voz y la palabra (el signo) encauzan la tarea de la m ultiplicación y la rep ro ­ ducción. Así en el Exodo se delim ita la tarea dem andada en el Gé­ nesis. De este m odo se explica po r qué el iconoclasta no solo tem e por la soberanía de Dios, po r su carácter único, sino tam bién por el resultado de u n a gestión no adecuada de la imagen, de la relación de placer que es esta: puede ap a rtar al hom bre, y digo bien al h om ­ bre, de su destino. La im agen suelta, que desorienta, es u n a im agen de deseo vana, no productiva. E n este sentido, se debería concebir el ídolo com o u n a im agen que h a dejado de ser orgánica, estéril. Como dice otro extraño P adre de la Iglesia, Aristóteles, el alm a está organizada ú n ica y exclusivam ente p ara u n fin, la generación de una perfecta reproducción de sí. Esto es, para la producción de un a im agen de la especie17. E sta singular form a de neu tralizar la participación, esta glorificación de sí del alm a aristotélica, u na vez traducida al léxico m onoteísta, se p resenta com o glorificación de Dios. El iconoclasta sirve a esta glorificación en la m edida en que decide qué im ágenes son ú tiles para la reproducción, que es­ tímulos son adecuados p ara la constitución de u n pueblo de Dios. En la teodicea de Leibniz, prim era gran justificación laica, a pesar de todo, de la histo ria y de la imagen, en la que se funden la tradición bíblica y la aristotélica, se puede en contrar un a p re ­ cisa determ inación de los m ecanism os que regulan la econom ía de la imagen, esto es, el funcionam iento conjunto de la ex horta­ ción a la m ultiplicación y la prohibición de las imágenes. La crea­ ción funciona, sostiene Leibniz, de acuerdo con dos principios: la sim plicidad y la fecundidad. El carácter económ ico de la con17 A ristó teles, A ce rc a d el a lm a , trad. T om ás Calvo, M adrid, G redos, 1978.

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vergencia de ambos principios, señala, reside en la producción de la m ayor perfección posiblels. Tanto el universo leibniziano com o el m undo que se abre ante los ojos de Noé al salir del arca, no son otra cosa que el espacio puesto a disposición del hom bre, un territorio que debe ser poblado po r el m ayor núm ero de fi­ guras acabadas a m ayor gloria del Uno y Único. Por un lado, las m ónadas del universo, del m ejor de los m undos posibles, por el otro, los m iem bros de la nación hebrea, luego de la iglesia cris­ tian a y de la um m a islámica. En este contexto, el iconoclasta se p resenta com o el celoso funcionario de lo im aginario p ara el N e­ gociado de la Fecundidad. Viril y sobriam ente aparta al hom bre de aquellas imágenes, de aquellas m atrices que pudiesen dis­ traerlo, Evas perpetuas. Solo u n a im agen viva h a de desp ertar su deseo, la m adre de sus hijos. El autor de la Sabiduría fue todo lo claro que podía ser: «La invención de los ídolos fue el principio de la fornicación / su descubrim iento, la corrupción de la vida» (14, 12). Hoy, cuando casi se h a olvidado que fornicar significa copular fuera del m atrim onio, quizás sería m ás adecuado y ex­ presivo traducir que la idolatría «fue el principio del putañeo». N o es el lugar p ara h ab lar de N arciso y de Onán, pero si p ara rec o rd a r la fam osa definición del m atrim on io que ofrece K ant en la M etafísica de las costum bres: «el enlace de dos p erso n as de d istin to sexo p ara la m u tu a y vitalicia posesión de sus p ro p ied a­ des sexuales»19. El fin de tal u nión es el en gen dram iento de hijos. E n cierto modo, a lo largo de esta intro d u cció n no se h a hablado 18 E n tre otros lugares, en la q u in ta se c c ió n d el D isco u rs d e M éta p h ysiq u e, París, V rin, 2 0 0 0 [D iscurso d e m etafísica, trad. Ju lián M arías, M adrid, A lian za, 1994]. P erfecció n para la q u e la com p leja tem p oralid ad d e la im ag en sería algo m ás que u n ob stácu lo. A lgo q ue en ten d ía m u y b ien F reu d cu a n d o ex ig ía d e su s p a cien tes q ue le y e se n las im ágen es d e su s su e ñ o s. N o e s e ste el lu gar para tratar d e la d i­ m e n s ió n ico n o c la sta d e l p sico a n á lisis n i d e su au to co m p ren sió n co m o terap ia ilustrad a q u e p resu p o n e la n eu tra liza ció n d e la im a gen p or m ed io d el sign o. 19 Im m a n u el K ant, L a m e ta físic a d e la s co stu m b res, trad. A . C ortin a y J. C on ill, M a­ d rid , T ec n o s, 1989, p. 9 8 . E n e l D iscu rso L e ib n iz co m p a ra a D io s c o n u n p adre d e fam ilia q u e em p le a su s b ie n e s d e tal m an era q u e n o s e d a nada estéril n i in ú til.

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de otra cosa que de la venerable institución del m atrim onio, de la lícita unión, de la legítim a cópula civil. Con su definición del m atrim onio y con su estética, K ant se p resen ta com o bu en m o­ noteísta, com o sereno iconoclasta: cum ple con la exhortación, localizando filosóficam ente el placer en la relación de la pareja reproductiva, o rien tad a a la sim ple y fecunda producción de ciu ­ dadanos, resp e ta la prohibición gracias a u n a teo ría de lo subli­ me que señala lím ites estricto s a la contem plación de las im áge­ nes, reinstaurando, a su m anera, la distinción e n tre v eneración y adoración de D am asceno. Incluso in stau ra con precisión la ex­ cepción que fu nd a el espacio productivo, el espacio com unitario: el genio com o único fo rnicador autorizado. Sus productos son ya iconoclastas p o r su p rocedencia m ism a, su m era p resen cia des­ vela el carácter idolátrico del resto de las im ágenes. El genio es un soberano que no necesita de signos p orqu e es el seño r de los tiempos, sus im ágenes son ind efectiblem ente naturales. Jam ás yerra: sus im ágenes siem pre están p reñadas de futuro, p ara él nunca p u eden se r ram e ra s20. E n tre el código civil y la co rresp o n ­ diente religión del arte, el iconoclasta afron ta el encargo, recoge el testigo: «Tam bién al p rin c ip io ,/m ie n tra s los soberbios gigantes perecían, / se refugió en u n a b arq u ich u ela la esp eran za del m u n ­ do,/y, guiada p o r tu m ano, dejó al m undo sem illa de nueva ge­ neración». Así dicen unos versículos de la Sabiduría (14,6-7) que preceden a los ya citados y que les dan su v erd a d era dim ensión. Inmunidad: la p olítica d e la seguridad De lo dicho h a sta aquí se deduce que m ed ian te la neutralización 2 0 S ch ellin g, q u ien ta m b ién fu n d a m en tó filo só fica m en te la p o sic ió n d el gen io , tu v o que in ven tar to d a u n a filo so fía d e la n aturaleza, q u e term in ó e n u na filo so fía d el arte, para co n c ilia r la ex h o rta ció n a la m u ltip lica ció n co n la irrep resen tab ilid a d d e lo ab solu to p resu p u esta p or e l seg u n d o m a n d a m ien to. D istin g u ió ta m b ién una filosofía p o sitiv a d e u n a filo so fía n ega tiva q u e b ien p u d ieran co r resp o n d er resp ectiv a m en te a e x h o rta ció n y m an dato. In v en tó, así, la p arad ójica figura d el ico n o clasta p rom iscu o .

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La i m a g e n c o m o p a r a d o ja

de las im ágenes se conform a a la com un idad com o com unidad de fieles o pueblo de Dios de dos m aneras: según el m an d ato y según la exhortación. En el p rim e r caso delim itándola, m ás es­ pecíficam ente, trazando u n p erím etro im aginario que in stau ­ ra un ám bito de pertenencia, u n lím ite que se constituye en la fro n te ra polém ica hacia afuera (excluyendo las im ágenes de los otros, ídolos), al tiem po que, hacia dentro, se establece com o el m arco de u n a estricta econom ía. La p ro hib ició n cierra a la co­ m u nidad sobre sí m ism a, señalando, fren te al id ó latra o al sedi­ cente, u n a ú nica dirección a las m iradas. E sta, e n tre otras, sería u n a de las funciones del aparato m onum en tal del poder. Así, el segundo m andam iento no im plicaría ta n to la obligación de ani­ quilar las im ágenes, com o la v o luntad de establecer um brales regulando el o rden im aginario de u n a colectividad. La relación constitutiva de la im agen, luego lim itad a com o fe, y o rien tad a p o r el signo, descubre su últim o rostro: «La fidelidad conduce a la salvación», se h a escrito a p ropósito del Islam com o teología p o lítica21. Por su lado, la exho rtació n a m u ltiplicarse im pele a ocupar, a llenar el espacio delim itado gracias a la prohibición y a g estionar p roductivam ente la com unidad. Se sientan, así, las bases de su perpetuación, justificada com o veneración y glorifi­ cación e te rn a del Señor, objeto eterno, a su vez, de las m iradas, a la m an era del m o to r inm óvil aristotélico. H em os seguido el cam ino de Jerusalén, pero podríam os h ab e r seguido el cam ino contario. Com o en el caso del C om bray proustiano, se llega al m ism o lugar. Se rec o rd a rá que en el libro v d e la R epública se defiende la com unidad de m ujeres, es decir, la com unidad de m atrices o de im ágenes vivas. L a exclusión de la Polis del h a­ ced o r de im ágenes, exigida en el libro x, adquiere, desde esta perspectiva, nuevo sentido. Sus obras rep rese n tan u n a am enaza p ara la reproducción y p erp e tu ac ió n de la com unidad. Platón 21 R ein h ard S ch ü lze, «Islam ais p o litisc h e R eligión ». E n Jan A ssm a n n -H a ra ld Stroh m (ed s.), H e rrsch erk u lt u n d H e ilse n v a rtu n g , M ú n ich , W ilh e m F ink, 201 0 , p. 126.

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entiende que son u n a fu en te de perv ersa distracción. A unque no puedo deten erm e aquí en la cuestión del m ito ateniense de la autoctonía, se debe señalar que en A tenas tam bién se sabía de la exhortación y de la prohibición. Que la obra platónica se cierre con un m ito sobre la salvación del alm a no es casualidad. H oy la salvación es ya solo u n a cuestión de salud, de políti­ ca del bienestar. Se ha cum plido, en cierta m anera, el proyecto aristotélico; el alm a se red u ce a m ero soporte del código gen é­ tico de la especie. Si la prohibición de las im ágenes nos rem ite a la esfera de la sob eranía del Único, entonces se p o drá adm itir sin mayor violencia que aquello que M ichel F oucault h a llam ado biopolítica no es sino el últim o avatar de la ex hortación dirigi­ da a Noé. El h ech o de que el térm in o se haya puesto de m oda, no im plica que no aluda a u n prob lem a realm ente existente, hoy aprem iante: hay biopolítica cuando la política tom a com o objeto directo de sus dinám icas la vida m ism a. ¿Se pu ed e e n ten d e r de otra m anera la relación en tre el segundo m andam iento y el p a­ saje del G énesis al que m e he venido refiriendo? Ambos tom an como objeto la vida m ism a y la tom an, precisam ente, com o ob­ jeto en tan to que im agen. O m ejor, la prohibición la tom a com o objeto ind irectam ente, regulando el uso de las im ágenes m uer­ tas; la exhortación, en cambio, la tom a com o objeto al referirse directam ente a las im ágenes vivas creadas a im agen y sem ejanza del Altísimo. Sabem os que el paradigm a de la soberanía se a rti­ cula alrededor de la p reg u n ta sobre quién p u ed e m atar, m ien tras que el p aradigm a de la biopolítica lo hace alreded or de la p re ­ gunta sobre quién vive, sobre cuántos viven. E n el p rim er caso, una decisión abre y sim ultán eam en te cierra el espacio de aplica­ ción de la ley. E n el segundo, se p o nen las condiciones p ara que la vida se rep ro d u zc a y perpetú e. A hora podem os afirm ar que el iconoclasta se nos p rese n ta com o el vicario del soberano y ta m ­ bién como el g esto r de u n a econom ía dom éstica de las im ágenes. Según lo req u ie ra la ocasión.

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El con trol de las im ágenes, tan to su fom ento com o su p ro h i­ bición, rep rese n ta la p rim era época del proceso de gestión de la vida. U na gestión que está o rien tad a a la constitución y m an ten i­ m iento de u n a com unidad, de u na nación o de un público. Es d e­ cir, la p o lítica de las im ágenes da form a, dirección y contenido a un a colectividad que se constituye com o com unidad de fieles, de «leales súbditos» o de «cuerpos dóciles». La decisión soberana, facto r que prim ab a en la in ten ción del viejo iconoclasta, se dilu­ ye hoy en la p u ra gestión de las im ágenes que v inculan y separan a los esp ectado res en to rn o a u n consenso global. La vocación u n iv ersalista de los tres m onoteísm os y las prácticas iconoclas­ tas que ayudaron a configurar y p reserv ar a sus respectivas co­ m unid ades de fieles ten ían que te rm in a r p o r con vertir la g uerra e n tre las diferen tes «naciones», e n tre las d iferentes com unida­ des, en u n a g u erra ciyil global. La n eu tralización se h a cum plido. La paradójica consecuencia de este cum plim iento h a sido que la n eu tralizació n de la im agen se h a convertido en la actualidad el origen de u n a violencia ilocalizable, d escarn ad a y fría. La inca­ p acidad p ara asum ir el carácter in trín secam en te polém ico de la im agen, su tem poralidad, h a ten id o com o resultado que se haya transform ado en la excusa y en el in stru m e n to de la agresión. El m undo es hoy com p letam en te m onoteísta. P or ello las im ágenes (no n eutralizadas) p ro d u ce n hoy m ás m iedo que n u n ­ ca. Jam ás se h a tem ido ta n to estar an te u n a im agen. Jam ás se ha evitado de form a m ás con secu en te la relación con ella, la rela­ ción con el com plicado tiem po del m undo. Su p resen cia produce ansiedad, am enaza con d e stru ir al fiel, al súbdito y al público, ta n trab ajo sam en te conform ados gracias a la exh o rtació n a la m ultiplicación y a la d estru cció n con secu en te de los ídolos. Y es que la im agen, siendo a la vez rep rese n tac ió n y participación, desrealiza al sujeto, lo desubica. Su ejem plar paradigm ático, el espejo, d em uestra, com o sostiene E m anu ele Coccia, «que la vi­ sibilidad de u n a cosa está rea lm en te sep arad a de la cosa m ism a

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así como lo está del sujeto cognoscente», añadiendo m ás ad e­ lante que «el cogito realm ente form ulable ante el espejo es en el fondo el siguiente: ya no soy a hí donde existo ni ahí donde pienso. O incluso: soy sensible solo ahí donde ya no se vive y ya no se piensa»22. La im agen no roba la vida del S L ijeto - la Biblia y con ella cualquier otro hum anism o diría la vida del h o m b re - sino que lo extrae de la econom ía c e rra d a en la que se apoya. La im a­ gen es el lugar de u n a expropiación que hace in cierta la vida, m ultiplicándola. El iconoclasta siem pre h a estado ahí p ara b lo ­ quear esa expropiación, o p ara d ic tar u n a apropiación adecuada (es la h isto ria de todas las teologías negativas, de todas las te o ­ rías de lo sublim e). H obbes ante el espejo: si el idólatra es el que adora lo que no hay, ¿qué hay en el espejo? Utilizando los térm inos de R oberto Esposito, y este era el destino de esta introducción: el iconoclasta h a sido y será el agente in m unitario de la com unidad, el garante de su seguridad. La operación de inm unización consiste, según el autor italiano, en la fim cionalización positiva de lo negativo. Es decir, a través de la conversión d e lo negativo en positivo se asegura a la com u ­ nidad; si se quiere, se le prop orciona la ficción de su integridad, de su salvación y de su salud 23. Si la im agen es negativa p ara la com unidad p orque señala el lugar de una ausencia, de u n p un to de debilidad (o de u n exceso y desorden tem poral), entonces pa22 E m an uele C occia, L a v ita sen sibile, B olon ia, II M u lin o, 2011, p. 4 2 [La vid a sen si­ ble, trad. M aría T eresa D ’M eza , B u en o s A ires, M area E d itorial, 2011]. A la radical im portancia d el im p erson a l para la p o lítica se refiere R oberto E sp o sito en la s pá­ ginas finales d el te x to reco g id o en e s te libro. Se en con trará u n desarrollo m ás am ­ plio d e la c u estió n en R oberto E sp osito, T e rza p erso n a . P o lítica della v ita e filoso fía dell’im person ale, T u rín ,E in a u d i,2 0 0 7 [T erceraperson a. P o lítica de la vid a yfilo so fia de lo im person al, trad. Cario R. M olin ari M aroto, B u en os A ires, A m orrortu, 2 0 0 9 ]. 23 Roberto E sp o sito , Im m u n ita s. P ro te zio n e e n egazion e della v ita , T urín, E inaudi, 2 0 0 2 [Im m u n itas. P ro te cció n y n egación d e la vid a , trad. L u cian o Padilla, B u en o s Aires, A m orrortu, 2 0 0 5 ]. E sp o sito so ste n d rá añ os m ás tard e q u e lo im p erson al no e s s im p lem e n te lo con trario d e la p erson a sin o aq ü ello q ue en la p erso n a in ­ terrum pe el m eca n ism o in m u n itario d el círcu lo d el yo. T erza p erso n a , op. cit., p. 125. S e en ten d erá q u e el su p u esto q u e m e ha gu iad o a lo largo d e esta s p ágin as es la colu sión , el p a cto ilícito , d e im p erson al e im agen.

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IMAGEN COMO PARADOJA

rece ju sto afirm ar que la función del iconoclasta siem pre h a sido la í'egulación del pequeño mal de la im agen necesario p ara su m ultiplicación y consistencia. La iconoclastia es u n a Teodicea. La com unidad necesita al id ólatra para ce rrarse y afirm arse, ne­ cesita u n a regulación de la energía, de la fu erza o de la vida que la hace posible. N ecesita u n sacrificio, el iconoclasta es su ejecutor. II T odos los tex to s recogidos en este volum en se p u ed e n le er de form a in d e p en d ie n te y h aciend o ab stracción de lo dicho en la p rim e ra p arte de esta in trod ucción , que solo te n ía com o objetivo ev id enciar el criterio que h a guiado la selección de los mismos, así com o explicitar el fondo com ún sobre el que se apoyan. Es el m o m ento de justificar la inclusión en este libro de cada uno de los textos. C ada intervenció n ab o rda el p ro b lem a de la iconoclastia desde u n h o rizo n te específico, qu e se deb e ta m b ié n explicitar aquí. Los fragm entos de H obbes incluidos com o apéndice reci­ b irán su justificación en la p rese n tac ió n qu e allí los p re c e d e 24. E n su texto, G ottfried B oehm analiza y describe con detalle los p resup uesto s y la dinám ica in te rn a del acto iconoclasta. Sien­ do la iconoclastia u n acto de negación, el au to r alem án lo estudia desde la persp ectiv a de la lógica de la im agen en tan to que en esta la negación d esem p eña u n a función com pleja, d iferen te de la que ejerce en u n a lógica predicativa: en la práctica artística, to d a creación, com o dem u estra Boehm , incluye constitutiva­ m ente m om entos de negación que no se deben e n ten d e r como elem entos externos a ella. Se tra ta de la m ás «estética» de todas las contribuciones en la m ed ida en que tien e com o objeto privi­ legiado la obra de arte o, m ás precisam ente, la p in tu ra contem po­ ránea. R ecurriendo a u n a serie de ejem plos paradigm áticos (de 2 4 A g ra d ezco, ahora, la co lab o ració n d e C arm en P érez y L o la K n oeb el. Su in terven ­ c ió n h a h e c h o p o sib le e ste libro, lo h a h e c h o m ejor.

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Kandinsky a D ucham p), B oehm desen trañ a la dinám ica in te rn a y los procedim ientos de la iconoclastia com o gesto artístico, como práctica de las im ágenes d eterm in ad a por u n a p rofunda dim en ­ sión ontológica. La iconoclastia te n d ría com o resultado m ayor la «energetización» de la im agen, el increm ento del ser. Si Boehm se esfuerza po r m o stra r que no hay creación y afirm ación sin n e­ gación; su contribución tam bién p ru eb a que tras el acto negativo del iconoclasta se esconde u n a afirm ación. Las palabras últim as de su texto serán, en consecuencia, energía, fuerza e intensidad. Conocida su afición.a las paradojas, no h a de ex trañ ar que Boris Groys se haya ocupado del problem a de la iconoclastia en diversas ocasiones. E n su texto se p rese n ta de u n a form a b rillan ­ te su carácter am bivalente. Los procedim ientos a través de los cuales se lleva a térm in o el acto iconoclasta están lejos de ser unívocos. La d estrucción p racticada p o r el iconoclasta no es un martirio de la im agen sin ser al m ism o tiem po u n a exaltación de ella. E n él lo que ap a ren tem en te se p rese n ta com o ap e rtu ra radical a lo nuevo gracias a la aniquilación de lo viejo, te rm in a por m anifestarse com o m era reiteración, com o u n revival de lo antiguo. D escubrim os tam bién que la liquidación de la im agen no es u n a victoria, u n a m anifestación de fuerza, sin ser al m ism o tiempo u n a p ru e b a de d e rro ta y debilidad, etc. Tras hacer p a te n ­ tes las am bivalencias que h acen posible el acto del iconoclasta, Groys se ocupa d etalladam ente de las prácticas y las consecuen­ cias de este p rocedim iento en el cine. D esde sus inicios com o cine m udo (B uñuel y Lang) h asta su definitiva instalación en los museos con tem poráneos (W arhol, Jarm an), pasando p o r las p e ­ lículas «m odernistas» de E isenstein o p o r las actuales películas de ciencia ficción o de catástrofes. L a p resentació n de la h isto ria de las m últiples prácticas iconoclastas en el cine p erm ite to m ar conciencia de las diversas funciones y valores que le fueron co ­ rrespondiendo al iconoclasta en u n m edio que, al d ecir de Groys, estaba p redestinado a él. Al final del texto se constata, no podía

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se de o tra m anera, u n a parad oja últim a. Le reservo al lecto r el placer de llegar h asta ella. H ans Belting abre su contribución con la definición neotestam en taria del concepto de idolatría, para p asar inm ediatam ente a exponer las tradicionales, hoy ya ortodoxas, críticas de la im a­ gen, del sim ulacro o del espectáculo en las que, po r descontado, dom inaría u n a pulsión iconoclasta. T ras co nstatar el carácter parcialm ente anacrónico de tales teorías y de sus co rrespondien­ tes diagnósticos, las m atiza y discute cuando lo cree necesario, a m enudo en lo fundam ental. Sobre todo, se esfuerza p o r presen tar la situación real que hoy nos toca vivir: en efecto, en la actuali­ dad las im ágenes nos rodean, hoy las cosas d esaparecen tras ellas, pero, se sugiere, cabría p regu ntarse si lo que nosotros llamamos im ágenes lo son en realidad. Belting term in a la prim era sección de su texto esbozando u n prog ram a de m ínim os: u n a idolatría ilustrada o, quizás mejor, dice el autor, u n a iconoclastia ilustrada. Sigue u n a sección acerca de los m alos usos o abusos de la imagen en la que se co nstata la am bivalencia de la iconoclastia y se cues­ tio n a la eficacia de sus acciones en u n a sociedad que h a cam bia­ do profundam ente. D om ina en el texto la voluntad de escapar al tono som brío de los discursos apocalípticos de Adorno, Anders, Baudrillard, D ebord, etc. D estaca tam b ién la voluntad de Belting de ganar u n m ínim o p u nto de apoyo, ilustrado, desde el cual po­ d er em itir u n juicio crítico sobre el uso de las im ágenes: a pesar de la am bigüedad que las rodea, a p esar de su carácter incierto, siem pre se p od rá afirm ar que en ellas y m ed ian te ellas se ejerce poder. Juicio m ínim o pero decisivo. Con el texto de Ja n A ssm ann se d a u n paso atrás. E n él se pre­ sen ta al lecto r la escena o riginaria que se en c u en tra en la base de todo concepto de la im agen de raíz m onoteísta, el baile en to rn o al b ecerro de oro y su p o sterio r destrucción. Pero con ello A ssm ann no busca h acer p aten te el fundam ento religioso de u n procedi­ m iento artístico, la iconoclastia, com o era el caso en Boehm, sino

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el acto del iconoclasta com o un gesto político situ a­ do en un contexto histórico determ inado. En otras palabras: la prohibición m onoteísta de la im agen se m anifiesta com o un p ro ­ blema de política, m ás específicam ente, de teología política. El lector queda advertido de que antes de llegar a la presentación de la escena originaria, A ssm ann se dem ora, justificada y necesa­ riamente, en el relato de las circunstancias históricas que le dan sentido. La polaridad básica que subyace al concepto de im agen y que desencadenará el acto destructivo del iconoclasta no es ahora aquella que opone a M oisés y a A arón (Boehm ), sino aquella que opone a Moisés y al Faraón. Aquí el ídolo tom a la form a del Estado contra el que se revela u n pueblo oprim ido. El texto de A ssm ann gana en com prensibilidad si se atiende a una convicción arrai­ gada en él y que o rien ta su proyecto intelectual: a diferencia de una concepción m uy extendida, considera que es erróneo pensar que todos los conceptos políticos son conceptos religiosos secu­ larizados. Al contrario, los conceptos teológicos serían conceptos políticos teologizados. Si se acepta este p unto de vista, que im pli­ ca una idea m uy d eterm inad a de la imagen, u n concepto no se­ cularizado, y esto es fundam ental, resulta evidente que cam bian de signo tan to el significado del segundo m andam iento como la función del gesto iconoclasta que vela p o r su cum plim iento. Como resultado de su investigación sobre la relación en tre los términos de im agen, icono y econom ía en los P adres de la Iglesia, en particular d u ran te la crisis iconoclasta bizantina, M arie-José Mondzain p arte de u n concepto restringido de icono que le sirve para tom ar distancia con respecto a la acostum brada identifica­ ción de icono e im agen y, po r tanto, con respecto a las generali­ zaciones y sim plificaciones generadas po r la confusión de am bos términos. Fue p recisam en te la crisis bizantina la que obligó a la delimitación estricta, a veces alam bicada y artificiosa, hay que decirlo, de los conceptos de ídolo, icono e im agen. La d eterm i­ nación precisa de estos térm inos le sirve a M ondzain para definir p re s e n ta r

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con m ayor claridad las posiciones del iconófilo, el iconólatra y el iconoclasta. Sostiene la autora francesa que se tra ta de diferentes i-elaciones im aginarias con la invisibilidad. No p or casualidad, el libro del que procede el texto tiene com o subtítulo Las fuentes bizantinas del imaginario contemporáneo. D eterm inadas las tres posiciones, las tres relaciones con la invisibilidad (en ellas se ju garía n u estra libertad), M ondzain esboza u n a breve caracteri­ zación de las correspondientes posiciones estéticas básicas de la contem poraneidad: el signo y la melancolía; el sím bolo y la nos­ talgia; y el ídolo y la fatalidad. M arcel D ucham p p ara la m elanco­ lía y K azim ir M alévich p ara la nostalgia. ¿Q uién p ara la fatalidad? La autora no da u n nom bre. Idó latra siem pre es el otro. La dialéctica de la iconoclastia de W. J. T. M itchell es el más antiguo de los tex to s recogidos en este libro. El lecto r recono­ ce rá inm ed iatam en te el contexto del que p roced e ya que está claram ente m arcado p o r la crítica de la ideología co rrien te en los años seten ta y o ch e n ta del siglo pasado. Pero precisam ente su valor reside en su c a rácter epocal. T estim onia u n a com pren­ sión de la critica de la m ercancía com o fetiche que se apartaba ya de la concepción generalizad a de la m ism a en aquella épo­ ca -d o g m ática y restrictiva, iconoclasta en últim a in stan ciau n a com prensión que se abría a la posib ilidad de u n concepto de im agen que no la red u c ía necesariam en te a ídolo o fetiche, sino que qu ería le erla en u n sentido «diabólico», que M itchell precisa al final de su tex to de la m ano de W illiam Blake. Con el tiem po esta posición h e tero d o x a se p erfilaría de u n a fo rm a más neta. Por ejem plo, sirva com o m uestra, en u nas líneas recogi­ das en el pen ú ltim o de los libros del a u to r n orteam erican o en las que defiende u n a id o latría crítica com o an tíd oto fren te a la «iconoclastia crítica que g o bierna hoy el discurso intelectual. La id o latría crítica im plica u n a aproxim ación a las im ágenes que no d esea d estru irlas y que reconoce todo acto de desfiguración o de alteración com o u n acto de creación d estru c tiv a del que

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debemos hacern o s responsables», u n acto que « ten d ría com o inspiración... las páginas iniciales de El crepúsculo de los ídolos, en las que N ietzsche recom ienda "hacer resonar" los ídolos con el m artillo o con el diapasón del lenguaje crítico » 23. En ningún lugar de Inm unización y violencia R oberto E s­ posito tem atiza exp resam ente el fenóm eno de la iconoclastia, pero su crítica al m onoteísm o com o h orizonte últim o de la p o ­ lítica contem poránea, h o rizo n te que nos constriñe, y lo seguirá haciendo m ientras no rom pam os con él, a u n a violencia incon­ trolable que no cesa de crecer, justifica, creo, la inclusión de su texto en este libro. La salida de la tradición m onoteísta, resu lta evidente, im plica u n a nueva d eterm inación del concepto de im a­ gen y con ello u n a nueva v aloración de la iconoclastia, objetivo, justam ente, que h a orien tad o la selección de los textos co n ten i­ dos en este volum en. Por otro lado, el p resupuesto que subyace a lo escrito en la p rim e ra sección de esta in troducció n no es otro que la equivalencia de inm unización e iconoclastia. Con el fin de evitar confusiones, debe señalarse que a lo largo de to d a su obra Esposito se h a ocupado reiterad am en te del problem a de la id o ­ latría. Pero concibiéndola de u n a m anera m uy concreta: id ólatra es toda política que p resup on e que el p oder rep resen ta el bien en el mundo. Id ó latra es, p o r tanto, toda teología política. D uran te la prim era p arte de su tray ecto ria intelectual h asta finales de los años noventa del siglo pasado, E sposito llevó a cabo u n a crítica de la idolatría que, con otros, calificó com o im política. Yo añad i­ ría iconoclasta. A ctualm ente insiste en su crítica, pero la ejerce desde u n lugar, desde u n a perspectiva, que cam bia radicalm ente la intención y el h o rizo n te de la m ism a. H oy piensa que es posi­ ble una p o lítica afirm ativa de la vida, es decir, u n a política que no tom e a la vida com o m ero objeto de protecció n y negación.

25 W. J. .T. M itcheJl, W h a t d o p ic tu re s w an t?, C hicago, T h e U n iv ersitv o f C h icago Press, 2 0 0 5 , p. 26.

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C uestiona, así, tan to los p resupuestos m onoteístas de la teología política com o la negatividad gnóstica que subyacía al impolítico com o crítica de la id o latría en el sentido m encionado y cuyo ho­ rizo n te últim o, con todos los m atices que se quiera, no po d ía ser otro que la d estru cció n de la im agen, la d estrucción del mundo. * * *

El m undo insiste e n tre las necesidades y el deseo organizado. E n tre el ham b re y el espectáculo. P ara term inar, co m eteré la indelicadeza de señalar u n a posible le ctu ra de u n a de las citas que encabezan esta introducción: d ond e G óm ez Dávila escribe « literatura» deb ería leerse tam bién «crítica» o «pensam iento», d esde luego «arte». L a intención básica de este proyecto no es o tra que ap u n tar a u n a posible salida de la terrib le condición del eunuco p reñ ad o de celo que em barga la m irad a del iconoclasta. N ada m ás terrib le que el celo de quien no puede, salvo el deseo de aquel que b usca la im potencia p ara fu n d am e n tar el propio celo com o razó n de su existencia. P ara este no h a de faltar un D ios que justifique la violencia. E n su m om ento se dijo, enfáti­ cam ente, que solo u n dios nos podía salvar26. Hoy, si aú n se trata de salvación, ya va siendo h o ra de acep tar que solo las imágenes nos salvan de dios, de cualquier dios. Nos salvan com o el lugar, com o el espacio en el que se ejerce la libertad.

2 6 G ilíes D e le u z e , q u e n o esp era b a a n in gú n d ios, ex p u so la co n d ició n d e la ú n ica fe q u e n o s con ciern e: «E l h e c h o m o d ern o e s q u e ya n o cr eem o s e n e s te m undo. Ni siq u iera cr eem o s e n lo s a c o n te c im ie n to s q u e n o s su c ed en ... L o q ue el cin e tiene q ue film ar n o es el m u n d o, sin o la cr een cia e n e s te m u n d o, n u estro ú n ico vínculo. N ecesita m o s u n a étic a y u n a fe, y e s to h a c e reír a lo s idiotas; no s e trata d e la n ecesid a d d e creer e n otra cosa, sin o d e la n ece sid a d d e creer en e s te m u nd o, del q u e lo s id io ta s form an p arte», L ’im a g e-te m p s, París, L es É d itio n s d e M in u it, 1985, pp. 2 2 3 -2 2 4 \L a im a g en -tie m p o , trad. Iren e A goff, B arcelon a, Paidós, 1986].

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Ex t in c ió n

B oehm I c o n o c l a s t ia . - S u per a c ió n - N e g a c ió n ottfríed

Texto p r o c e d e n te d e Wie Bilder Sinn er zeu g en , Berlín, Berlín UnivgrsiCy Press, 2 0 0 7 , p p . 5 4 -7 1

Tres pasajes Al inicio de la m editación sobre las im ágenes está su prohibición. Se encuentra en el libro del É xodo del A ntiguo Testam ento, uno de los docum entos fundacionales de la religión jud eocristiana1. Una prohibición que tam bién practica la te rc era de las grandes religiones m onoteístas, el Islam , si cabe m ás decididam ente y, en cualquier caso, h asta el día de hoy. Invocam os aquel texto, que sin duda refleja u n a vieja práctica de concurrencia religiosa a p artir de la cual se desarrolló la fe en Yahvé, no bajo u n a perspectiva teológica sino, antes bien, desde el punto de vista de la teoría de la imagen. ¿Qué se dice cuando la legitim idad del Altísimo, del Uno y Único, excluye la legitim idad de la im agen? ¿Qué m otiva en la imagen u n a intervención de tal especie, u n veto, que niega la obra hecha de im ágenes2 y aspira a su ruina? Y: ¿qué se sigue de esta prohibición p ara la lógica de la imagen? Sería posible ahora volver a contar y a analizar los capítulos de la histo ria de los com bates en torno a la im agen. D om ina u n a 1 A ntiguo T estam en to, É x o d o 2 0 , 4, B ib lia d e Jerusalén, M adrid, A lian za, 1994. 2 B ildw erk: escu ltu ra . L ite ra lm en te «ob ra d e im agen », p o r ex te n sió n «obra h ech a de im ágen es». E l seg u n d o m a n d a m ien to d ice: « N o te h arás escu ltu ra n i im a ­ gen alguna». E n lo su c e siv o , p or m o tiv o s d e clarid ad , B ild w erk se traducirá, casi siem pre, p or «im a g e n » o p or «ob ra» s e g ú n el c o n te x to [n. d el trad.].

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com pulsión a la repetición que, bajo diferentes esquem as, apunta a la extinción de las im ágenes. No se ven afectadas las im ágenes en general, sino exclusivam ente aquellas que rep resen tan el arca­ no religioso o, en el ám bito político, las portado ras de poder. Las im ágenes de este tipo alcanzan una elevación cuya altura posibi­ lita p o r p rim era vez u n a caída, haciendo que esta adquiera pleno sentido. De acuerdo con esto, la energía iconoclasta se m anifies­ ta en acontecim ientos significativos en tre los que se cu en tan las crisis de las im ágenes de las grandes religiones. Es decir: Bizancio, la Reform a o tam bién, recientem ente, el Islam . E n el escep­ ticism o con respecto a las im ágenes, en su negación, no solo se esconde violencia destructiva, sino tam bién una concepción que tratarem os de esclarecer. Ya que ninguno de los dem ás sistem as sim bólicos culturales, ni la escritura, ni el núm ero, n i la música, ni tam poco la danza, h an sido expuestos de sem ejante m odo al m andato, po r principio, de la extinción. E n el arte de la M odernidad la antigua exigencia de la p ro h i­ bición se transform ó y generalizó de nuevo de u n a m an era sig­ nificativa. No se tra ta ahora, prim ariam ente, de intervenciones externas p o r m edio de las cuales se extiende u n a n orm a exterior, religiosa o política, a la esfera de los artefactos. E n lugar de esto, el im pulso iconoclasta se desplaza al interior del trabajo artístico y a sus resultados, es decir, a la estru c tu ra de las obras m ism as3. E sta so rp ren d en te «interiorización», que se consum ó en u n arte autónom o, desem barazado de sus funciones religiosas du ran te los siglos x ix y xx, abre u n a perspectiva m ucho m ás am plia en lo que concierne a la te o ría de la im agen. E n su p u nto de fuga se en cu en tra la concepción de que la creación de im ágenes siem pre en cierra y m oviliza m om entos de negación debido al sentido p re ­ tendid o p o r ellas. Así pues, en las im ágenes de la M odernidad 3

B ru n o Latour, P eter W eib e l (ed s.), Icon oclash , catá lo go , Z K M K arlsru he, 2 0 0 2 . C on su ltar para esta arg u m en ta ció n tam b ién : G ottfried B o eh m , « D ie B ildfrage», en: W a s is t ein Bild?, M ú n ich , W ilh e m F ink, 1994, pp. 325-3 43 .

G o t t fr ied B o e h m

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se destacan de form a evidente unas características que son ta m ­ bién atribuibles a las im ágenes no m odernas y que arrojan luz sobre la estru c tu ra de la lógica icónica. Por el contrario, A dor­ no diagnosticó este fenóm eno com o una especificidad privativa del arte m oderno. Cuando en la Teoría estética4 afirm a que «las imágenes estéticas están som etidas a la prohibición bíblica de las imágenes», se hace evidente la paradoja de la inclusión del ex­ tinguir en el hacer. A diferencia de Adorno, para nosofros no se trata, ciertam ente, de un análisis estético del arte m oderno fu n ­ dado en u n a filosofía de la historia, sino tan solo del papel de la negación en el proceso de representación icónica. N uestro te rc e r pasaje a través del territo rio de la iconoclas­ tia se ocupa precisam ente de este papel de la negación en lo que concierne a la teoría de la im agen. Lo discutirem os com o un m o ­ mento constitutivo de la representación m ediante im ágenes. El m ostrar po r m edio de estas, la ap e rtu ra de vistas, se basa en su­ presiones im plícitas e inevitables. La diferencia icónica encierra, según su estru ctu ra, la negación. El hacer visible de las im ágenes descansa en ausencias. D e cam ino hacia esta tesis hablarem os de algunos m odos de la negación am parados por la imagen: recu ­ brimiento, liberación de lím ites, pérd id a de form a, velam iento, decoloración, desvanecim iento de contraste, all-over, borrado, raspado, «blanqueam iento» (E rn st Jiin g er3), ennegrecim iento, por ejemplo en el sentido de las Black Paintings, el tópico del d e­ sierto, de la desertificación, la suspensión o la interferencia. La negación en las im ágenes obedece a los órdenes visuales, no a los órdenes de la predicación o a los m ovim ientos del concepto

4 T h eo d o r W. A d orn o, Á s th e tisc h e T h eorie, Frankfurt d. M ., Suhrkam p, 1970, p.159. [ Teoría e sté tic a , trad. Jorge N avarro P érez, M ad rid, Akal, 2 0 0 4 ]. 5 D ie G rosse W eissun g: « e l gran b la n q u e a m ien to » . E rn st J ü n g er d esig n ó así el p ro ­ c e so d e liq u id a ció n d e tra d ic io n es, le n g u a s y cu ltu ras resu ltad o d el d esp lieg u e p lan etario d e la técn ica . Se p odría decir: el n ih ilism o [n. d e l trad.].

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en el sentido de la lógica especulativa heg elian a6. U na aserción rep etid a a m enudo sostiene que las im ágenes son afirm ativas se­ gún su naturaleza, una segunda realidad que confirm a o acredita participativam ente una p rim era realidad, que son em anación de una efectividad p reced en te que, de un m odo u otro, ellas repiten. En lugar de esto, tratarem os de m o strar que, realizando deícticam ente su lógica, el m ostrar en cierra un negar. M oisés y Aarón El relato de la prohibición de im ágenes en el A ntiguo T estam en­ to, del que solo querem os destacar unos pocos aspectos, form a p arte de u n contexto narrativo en el que se relata la liberación del pueblo israelita de su cautiverio en Egipto y su nuevo asen­ tam iento, tanto físico com o teológico. La en trega del Decálogo que M oisés recibe de Yahvé en el Sinaí sella la N ueva Alianza. Ya al principio de los diez m andam ientos se con stata el carácter in­ com parable de Dios y, al tiem po, se certifica la prohibición de las im ágenes. Yahvé es u n Dios invisible y, en especial, u n celoso que anuncia su presencia en m anifestaciones de fu erza com o la zarza ardiente o la nube sobre la m ontaña, pero sobre todo, en la voz y la palabra. Salvaguarda su d istancia po r m edio de u n m ensaje sin imagen, si bien susceptible de ser escrito; u n a serie de reglas de com portam iento. El Invisible dice: «¡Tú debes...! ¡Tú no debes!». «No te harás im agen alguna... No te p ostrarás ante estas im á­ genes ni les darás culto, p orqu e yo Yahvé, tu Dios, soy u n D ios ce­ loso»7. M ientras se m ostrab a a M oisés en el Sinaí -lo sabem os-,

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H e g e l e m p ie z a la L ó g ica co n el « ser» q u e c o m o « lo in m ed ia to in d eterm in a d o d e h e c h o e s n ada». W isse n sch a ft d e r L og ik , er ster B and, e r ste s B u ch . D a s Sein (1812), F aksim iledru ck d e r E rsta u sg a b e, ed . d e W. W ie la n d , G otinga, 1966, p. 22 [G.W.F., C iencia d e la lógica. I. L a lógica o b je tiv a . 1. E l ser, ed . F é lix D u q u e, M a­ drid, A bada E d itores, 2011].

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É x o d o 2 0 ,4 .

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el pueblo buscaba bajo la dirección de Aarón, el herm ano sacer­ dote, su salvación en una adoración ejem plar a la imagen, en el ritual orgiástico del becerro d e oro. ¿Qué dice este relato sobre el estatuto de las imágenes? En prim er lugar, es evidente que el dios lejano e invisible asegura su irrenunciable alterid ad frente al m undo de los ho m ­ bres no to lerando equivalente alguno. Pero to da obra h ech a de imágenes tiene que crear u n equivalente tal y así, m enoscabar la soberanía de Dios. Por otro lado, la d istancia de Yahvé no sig­ nifica en ningún m odo ausencia. Al contrario, según G énesis I, 26, Dios afirm a qu e el hom bre será form ado a su im agen y se­ m ejanza8, com o el artefacto vivo de su divino productor. Por eso se podría decir: Yahvé se g aran tiza la au toría de aquellas im á­ genes vivas que se llam an A dán y Eva, es decir, de los hom bres. Solo al creador divino le co rresp on de el derech o de disposición sobre la im agen originaria, que rep rese n ta el p roto tip o sagrado por antonom asia. Dios se h ace m últiples im ágenes con la figura de la estirpe hum ana, ta n num erosas com o las estrellas del cie­ lo. Él conform a la apariencia de cuerpo y alm a del hom bre. Lo contrario sería u n acto sacrilego: la im agen de Dios elaborada por el hom bre d estru ye el derech o de alteridad a través del cual únicam ente se m anifiesta el Creador. D esde el p un to de vista de la teoría de la im agen, la relación de la im agen está caracterizad a por un a asim etría irreductible. La m editada concepción que se en cu en tra en la prohibición mosaica de las im ágenes está relacionada, precisam ente, con esta asim etría. E n ella reside el reconocim iento de que se d a lo im presentable que, no obstante, posee presencia. Aquello que, de este modo, se e n c u en tra fu era de to da com paración pensable, y 8 E b en bild s e p od ría trad u cir p or «viva im a g en » o «retrato fiel», m ás litera lm e n te por «im agen p rec isa » . P ero G é n e sis 1, 2 6 dice: «H a g a m o s al ser h u m a n o a n u e s ­ tra im a g e n , c o m o s em eja n za nu estra» . B ib lia d e J eru sa lén . D a m o s e n to d o ca so la v ersió n trad icion al [n. d e l trad.].

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esto quiere decir tam bién: m ás allá de las im ágenes. La revolución teológica consum ada p o r M oisés se opone a la posición de Aarón, ceñida a una práctica de adoración de im ágenes que, con segu­ ridad, era la más antigua9. Sin em bargo, verem os en seguida que am bas posiciones no se deben p en sar independ ientem en te la una de la otra, se com unican en tre ellas de u n m odo subterráneo, por más que tam bién se hayan independizado com o m agnitudes his­ tóricas. La teología de la prohibición atraviesa, siguiendo el ritm o de los com bates en to rn o a las im ágenes y com o teología negativa, la en tera historia del cristianism o, incluida la M odernidad. P or el contrario, lo que pone en m archa A arón es u na teología positiva de la corporeización. C onjura la presencia m aterial de Dios p o r medio de u n a profunda fusión de artefacto y significado, de figura asible y referencia distante. Su concepto fue retom ado en la d o ctrin a ca­ tólica de la eucaristía. La d isputa de la R eform a en torno a la co­ m unión hace e n tra r en escena, renovada, la vieja polaridad de la p areja de herm anos cuando establece en el estatus del pan del sa­ cram ento una diferencia característica e n tre «esto es mi cuerpo» (inherencia) y «esto significa mi cuerpo» (rem isión, recuerdo). La d ependencia argum entativa de M oisés con resp ecto a A arón resu lta evidente. T am bién el b ecerro de oro es algo h e­ cho, tam bién p erm an ece siem pre p o r d etrás de la p resen cia que lo funda. Es u n a cosa sin vida a la que solo u n ritu a l p ro cu ra vi­ talid ad de m an era tem poral. A la inversa, tam bién el iconoclas­ ta m ás estricto tie n e que evitar d esm an telar to das las analogías e n tre lo visible y lo invisible divino si quiere aten erse a su p ropia inten ción teológica. Esto es, a p esar de todo, tien e que mostrarse, de u n a u o tra m anera, la so beranía del Todopoderoso. In clu so la posición de u n a ex tre m a distan cia que ú n ic am e n te to le ra la im a­ gen com o u n a cifra sobria, no sem ejante, com pletam en te vacía o 9

Jan A ssm a n n , D ie m o sa isch e U nterscheidu ng, M ú n ich -V ien a , Cari H an ser, 2 0 0 3 . [Jan A ssm an n , L a d istin c ió n m o saica, trad. G u ad alu p e G o n zá lez D iég u ez , M a­ drid, A kal, 2 0 0 6 ].

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reducida a signo lingüístico y m andato, resu lta ta n solo plau si­ ble cuando la im agen o la co n d u cta según m an dato p u ed en ser capaces, en principio, de salvar esta p rofun da distancia. P or su lado, el cu m plim iento del m an dato gracias a un a vida ju sta y sa­ tisfecha, rep rese n ta u n a analogía bajo la figura de u n a praxis de vida ejem plar. E n tre la m era rem isión, incluida la ren un cia a la semejanza, y la in h eren cia icónica, se abre, po r prim era vez, el amplio y diferenciado cam po de posibilidades de la re p re se n ­ tación icónica. Así, lo co n trad icto rio de la prohibición m osaica de las im ágenes vuelve a llevar al cam ino de la im agen. Solo la mezcla de los aspectos rep rese n tad o s po r los dos h erm an os h a hecho posible u n a h isto ria religiosa de la im agen y h a contenido o reprim ido el fu ro r de la aniquilación de la m ism a. D icho d esde el punto de v ista de la te o ría de la im agen, nos las habernos con un quiasma. Las im ágenes im plican u n a lim itación in tern a, u n a reflexividad procesual, contraste icónico o diferencia icónica10. Sus m om entos «juegan» e n tre la corpo reizació n y la rem isión, entre la m aterialid ad y el efecto de sentido. D el papel de la n e­ gación con resp ecto a la deixis de las im ágenes se hab lará m ás tarde, en la ú ltim a sección. La praxis de la im agen iconoclasta Durante los siglos x ix y x x los artistas plásticos fueron liberados totalm ente de sus roles heredado s dentro de la Iglesia, el Estado o la Polis. El aislam iento y la independencia de la existencia del

10 G. B oeh m trabaja c o n e s te c o n c e p to d e s d e 1978, re c ie n te m e n te h a o frec id o una d efin ición s in té tic a d el m ism o: «T od o artefacto ic ó n ic o s e org an iza bajo la for­ ma d e u n a d ifer en cia visu al, in te le c tu a l, así co m o d eíc tica , y e s to q u iere d ecir n o-lin g ü ística », « Ik o n isc h e D ifferen z» , e n R h e in s p r u n g l- Z e its c h r iftfu r B ild k r itik, B asilea, 2011, p. 171. En el m ism o artícu lo subraya q ue, rasgo esen cia l, « la d i­ ferencia ic ó n ica g en er a se n tid o sin d e c ir «es»... Las im á g e n e s so n a c o n te c im ie n ­ tos d eícticos...» (p. 174). El au tor s e o cu p a d e es to s a su n to s d e form a esp ecífica en la se c c ió n final d el p r e se n te te x to [n. d e l trad.].

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artista se vinculan a una reflexión profund a sobre las prem isas de la configuración, sobre las condiciones m ateriales y conceptuales del acto representativo. Los motivos históricos y los factores des­ encadenantes de esta autofundación progresiva del arte a través de y en el trabajo del artista no se pueden discu tir con am plitud en este contexto. D esde la Revolución francesa y el R om anticis­ mo sus consecuencias son, po r lo dem ás, fam iliares. A p a rtir de entonces, al hacer se asocia u n a especie de deseo de fundación que op era en el interio r del trabajo artístico y (o) lo acom paña de form a reflexiva. Es cierto que se había observado u n a autorreflexividad del arte ya desde el m anierism o y que se en cuentran ejem plos d entro del género del trom pe-l’oeil, en p arte desconcer­ tantes, de u n a interrogación irónica del «sistem a» de la pintura, y tam bién singulares variantes de género. Pero la autén tica ofensi­ va co n tra los fundam entos m ism os de la rep resentación se llevó a cabo p o r prim era vez de form a consecuente a p a rtir del siglo xix. E ste hecho se deja ilustrar con num erosos ejem plos. El ataque dinam itó, en prim er lugar, el sistem a norm ativo de los géneros de las artes que había reglado las vías legítim as de u n a posible representación hasta en lo m ás singular. Lo que las im ágenes11 podían ser, en el sentido del arte, ya se había decidido p o r anti­ cipado en su ordenación je rárq u ica de acuerdo con la historia, el acto, el retrato, el paisaje, la p in tu ra de género o la naturaleza m u erta (incluidas sus variantes). F ren te a ello, a principios del siglo xx, perm anecía po r p rim e ra vez com pletam ente abierto el aspecto que podía te n e r u n a «obra pictórica». Así, sus lím ites y presupuestos fueron desplazados de form a perm anente. E ra una m agnitud abierta y a exam inar p o r los artistas a través de u n p ro ­ ceso de evaluación y legitim ación de sus m edios y procedim ien­ tos. E n esta fase no se utilizaron actos de negación in te rn a para 11 B ild e n alem án sirve ta n to para d esig n a r la «im a g en » , co m o para d esig n a r el «cu ad ro». S egú n el c o n te x to s e h a o p ta d o p or u n o u o tro térm in o . E n to d o caso, el le cto r n o d eb e o lvid ar la p o lisem ia d e la palab ra [n. d e l trad.].

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poner en discusión la posibilidad de la im agen en general, sino para clarificar o am pliar sus posibilidades de representación. La ofensiva iconoclasta que el artista efectúa pintando se vincula con el proceso de producción. ¿Qué autoriza a calificar com o «iconoclasta» este giro hacia el análisis, hacia el descubrim iento de presupuestos, hacia la ex­ tinción, hacia la indiferenciación de las totalidades respectivas? Y más precisam ente: ¿con respecto a qué actos se tratab a de un a destrucción constructiva? Ante todo, parece extraño y necesitado de explicación que estos ataques a la im agen se en cu en tren en el centro m ism o de la elaboración de im ágenes. H asta entonces la iconoclastia sig­ nificaba colocar las obras bajo u n a n orm a externa y, si se diese el caso, descartarlas, aniquilarlas. Pero nuestras observaciones so ­ bre los p resupuestos teológicos de la prohibición de im ágenes ya nos han m ostrado que negación y m ostración, incluso en su más acusada oposición, todavía p erm anecen referidas la un a a la otra. También la ru in a fáctica de la im agen deja a m enudo tras de sí un zócalo vacío que em pieza a ser ocupado por p retensiones de p o ­ der, etc. H asta la p ropia iconoclastia12 produjo los rudim entos de una iconografía. Así p arece legítim o e instructivo en ten d e r ahora la categoría de iconoclastia com o un m om ento de la configura­ ción. Un p ar de ejem plos de esto. E n algunas ocasiones, en el p ro ­ ceso de la abstracción, K andinsky eligió com o p u nto de p artid a escenarios del fin d e los tiem pos, escenarios liberados de lím ites, como el diluvio universal o el Juicio Final, p ara desencadenar un proceso de caotización, de desvanecim iento del orden, pero también p ara d esen cad enar de inm ediato u n increm ento de la intensidad. Los contrastes, p o r no h ablar de las reglas de com po­ 12 B ild erstu rm : n o rm a lm e n te s e tra d u ce p or « ic o n o c la stia » , p ero el térm in o se su e le u tiliza r p ara d esig n a r la s rev u elta s con tra las im á g e n e s tan to e n B iza n cio , com o en la R eform a. D e ahí q u e el au tor s e refiera a la co n stitu c ió n d e u n a cierta iconografía tras el m o m e n to d estru ctiv o [n. d el trad.].

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sición o incluso de la lógica de la perspectiva, que habían senado com o orientación del cuadro hasta ese m om ento, son reducidos h asta desaparecer. El recuerdo del m undo visible, p o r ejem plo el paisaje, se desvanece en beneficio de u n a vista com pletam ente nueva. M alévich operaba con diferencias indecisas, p o r ejem­ plo la cruz blanca sobre fondo blanco o el cuadrado negro, que no habían sido valorados po r los contem poráneos solo com o un acto de iconoclastia. De esta m anera, hab rían pasado p o r alto a sabiendas el hecho de que la negación no solo dejaba u n vacío tras de sí, sino que conducía a u n a densidad visual increm enta­ da, que desplazaba los lím ites de la p ercepción y conseguía otras sutilezas. E n esta fase se m ultiplicaban, sobre todo, las m etáforás absolutas o universales que hacían experim en tab le lo real como u n a m agnitud «suprem atista», sin objeto p ero p len a de energía13. Tam bién es iconoclasta el ataque co n tra el espectro estableci­ do de distinciones form ales y de contenido que se había desarro­ llado en la historia de la M odernidad. E n este caso, se tra ta de un ataque que reduce frecuentem ente la im agen a u n único contras­ te que som ete la estru c tu ra de la imagen, la figuración, la n arra­ ción, etc., a un acto de indiferenciación, que viene acom pañado tam bién de u n a supresión de los lím ites del sentido. A esta reduc­ ción de la im agen a u n a últim a o p rim e ra posibilidad la llamamos acto iconoclasta. A lcanza al arte en sus procesos endógenos. D esde la acción con c a rácter de m anifiesto de R obert Rauschenberg, que b o rró u n dibujo de su colega de K ooning efec­ tu an d o u n «blanqueado» o u n a «desertificación» que in d u cía al observado r a la le ctu ra de las huellas de lo desaparecido, acción que estim u laba su fantasía p ara la restitución , desde entonces, este tipo de ataque d irecto co n tra u n a ob ra ya ex isten te se ha 13 K a zim ir M alévich , D ie geg e n sta n d slo se W elt. N eu e B a u h au sbü ch er, ed ita d o por H .M . W in gler, c o n p ró lo g o d e S tep h a n v. W ie se , F lorian K u p ferb erg V erlag M a in z-B erlín 1980, p. 6 4 y ss. [K azim ir M a lév ich , E s c r ito s M a lév ich , trad. M i­ g u el Etayo, M adrid, S ín tesis, 2 0 10].

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convertido en u n a p arte esencial de las convicciones artísticas modernas. Por ejem plo, A rn u lf R ainer suprim e cruces o fotogra­ fías de rostros, incluido el suyo propio. Tam bién se tra ta aquí de alcanzar o tra im agen, adecuada, po r m edio de la negación. R ai­ ner elige con tal fin el procedim iento del sobrepintado, que cu­ bre visiblemente todo lo an terio rm en te visible. Se anulan los m o ­ mentos de recuerdo, de com presión, tam bién de purificación. Los densos sobrep intad os negros se m anifiestan com o sarcófa­ gos de color en los cuales u n a realidad antig uam ente recon o ci­ ble h a sido e n te rra d a p ara siem pre. La extinción de lo visible energetiza la im agen, u n proceso que se p one en funcionam iento por m edio de m edidas de represión, recubrim iento, extinción. En el so brepintado de cruces se m anifiesta este proceso de for­ ma singularm ente p regnante. P orque la cru z cristian a m uestra muerte y aniquilación bajo el signo de la superación. Igualm ente señala la catástrofe y el escándalo com o p ro m esa de u n a red e n ­ ción en otro sentido. Las cruces sob repin tad as de R ainer se in ­ corporan a esta trad ició n d esde u n a p erspectiva com pletam ente diferente. Lo desaparecido ap arece asum ido, trad ucid o en un estado físico pictórico que niega la iconografía cristian a para, precisam ente así, actualizarla. Pero difícilm ente otro artista h a reconocido ta n claram ente las consecuencias de la sustracción icónica y las h a llevado hasta el final como el p in to r am ericano Ad R einh ard t (1913-1967). Esto lo m uestran ya los títulos de sus obras, en cuyo negro desaparece una ordenación distinguible del cuadro y, p o r ello, las h a llam ado también Últimos cuadros. El gesto de despedida, de hundim iento y extinción del que ah ora el a rtista m ism o se sirve como com pen­ dio de su productividad, es de n atu raleza iconoclasta. Y m erece la pena, precisam ente, p orque las obras que así surgen no ofrecen aparentem ente nada p ara reconocer, ingresan sin rodeos en la su­ tileza y la lógica del acto de superación. E sto solo es posible en tanto que describim os la secuencia de su elaboración. R einhardt

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elige con el cuadrado vacío u n sím bolo cósm ico antiquísim o, lo divide en nueve cuadrados interiores que, en p rim er lugar, son cubiertos de tres en tres, con uno de los tres colores prim arios. E n u n segundo, tercer, cuarto paso, etc., las respectivas superfi­ cies son recubiertas en su extensión con los colores contrarios m ediante la técnica del b arn iz h asta que h an p erd id o su valor de color y su luz tran sp aren te, y todos, sin excepción, se aproxim an a u n a oscuridad de diferencias m ínim as. Los Black Paintings se consiguen sin n ingún rastro de pigm ento negro. Su ap aren te ne­ gro es el resultado de u n a sustracción su p e ra d o ra de las diferen­ cias crom áticas y lum ínicas. Las energías inten sas de los colores prim arios, rojo, azul, am arillo, aparecen transferidas, p o r medio de u n recubrim iento consecuente y recíproco, a u n estado de sim plicidad tautológica. Lo que vem os es el resultado de u n a A uftiebung en el sentido de Hegel, que con tal térm ino designó al m ism o tiem po supresión y conservación. Los cuadros negros desvelan al pacien te observa­ do r los recuerdos m ínim os de las diferencias disueltas, lo condu­ cen a la angosta cum bre donde ve h u n d irse un com plejo m undo de colores. Es este m om ento de la desaparición lo que proporcio­ n a esta pintura. U n abism o crepuscular que devora to da luz, pero tam bién a p artir del cual se anuncia. R ein hard t se h a aventurado en un lím ite donde la im agen desem boca en u n a escenificada invisibilidad, ya no rep resen ta sino que in te ractú a con el observa­ d or en u n a luz negra que expone la desaparición p aulatin a de la lum inosidad y la densidad de la oscuridad. Si los cuadros negros de R einhardt se p u ed en d escribir como u n a últim a apoteosis de la pintura, que se lleva a térm in o m e­ diante u n rígido proceso de superación p ara así renovarla, Barn e tt N ew m an concibió el cuadro m ism o com o el rep resen tan te de energías alternativas que conducen al observador h asta sus lím ites. La p in tu ra de N ew m an se h a discutido lo suficiente, por eso nos podem os lim itar solam ente a la caracterización de sus

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c o n s e c u e n c i a s iconoclastas14. Sus Color F ieldPaintings13 p r e s c i n ­ den de todas las divisiones salvo de las bandas verticales y deben ser contem pladas a corta distancia, com o sugiere el artista al ob­ servador. Este pierde, con la vista de conjunto, la capacidad para percibir los lím ites del cuadro, la seguridad de la distancia. La desproporción, el desvanecim iento de las m edidas y las distincio­ nes, devienen acontecim iento. «The sublime now!» Así decía su exigencia que tam bién form uló teóricam ente. Lo que caracteriza a la concepción del cuadro de N ew m an en nuestro contexto es su resolución de tran sferir el acto de negación del cuadro a la re ­ lación con el observador. R educción y desproporción, entonces, no aluden p rim ariam ente a u n proceso en la imagen, sino a u n a negación de su capacidad de percepción. A lo que en la im agen, a lo que como im agen visible sobrepasa - e n la m irada ce rcan a - la capacidad de conocim iento del ojo10. Lo que se m uestra es dem a­ siado grande, dem asiado fuerte, sin concepto, inaprensible. Estos atributos de lo sublim e que Burke y K ant habían renovado en la estética filosófica, los realiza N ew m an ahora en el acto de expe­ riencia mismo. No p in ta los ejem plos de lo sublime: el m otivo del cielo estrellado, furiosos huracanes, escarpadas y elevadas m on­ tañas o el infinito vacío del mar, sino que pinta nuestro fracasar, el fracaso, la negación del observador m ism o al que le falta la vista.

14 Entre otros: F ra n z M eyer, B arn ett N ew m a n s, The s ta tio n s o f th e C ross, D ü sseldorf, L en a S ab a ch th an i, 2 0 0 3 ; G ottfried B oeh m , « D ie E p ip h a n ie d er L eere. B arnett N ew m a n s «V ir h ero icu s su b lim is» » , en: K laus M an ger (ed .), D ie W irk lic h k e itd e r K u n s t u n d d a s A b e n te u e r d e r In terp re ta ría n , F estsch rift a H o rst-Jü rgen Gerigk, H e id elb erg , 1999, pp. 23-35. 15 «Pintura d e ca m p o s d e co lo r» , llam ad a asi p orq u e lo s cu ad ros c o n siste n en grandes cam p os d e color, m ás o m e n o s h o m o g én eo s, d is p u e sto s a lo largo d e la tela. Se h a op ta d o p or la ex p re sió n in g le sa q u e e n alem án se traduce, así lo h a c e B oehm , p or «B ild feld er» : ca m p o s d e im agen [n. d el trad.]. 16 En este p u n to e s e s p e c ia lm e n te im p o rta n te n o olvid ar la referid a p o lisem ia d e la palabra Bild: im ag en o cuadro. E l le c to r p odrá ju gar p ro d u c tiv a m en te co n tal p olisem ia a la h ora d e in terp retar las d o s ú ltim a s frases [n. d el trad.].

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N egación icónica La estética iconoclasta de la M odernidad nos conduce, finalm en­ te, a u n a concepción m ás am plia de los fundam entos de la repre­ sentación imagina]. C oncierne a la capacidad de las imágenes p ara explicitar sentido y significado con m edios visuales, es decir, p o r la vía del m ostrar. La deixis -a s í en cualquier caso nuestra te s is - depende de la negación. Por de pronto, afirm ar esto está com pletam ente fuera de todo lo plausible. P ues lo que es visible en las im ágenes siem pre se co­ loca ostensiblem ente «delante», p erm an ece ante los ojos. Si, por tanto, es inheren te u n m om ento de negación al m o strar ¡cónico, entonces lo es de u n a m anera sum am ente velada. Pero se desvela cuando asimos, po r decirlo así, literalm ente, la diferencia consti­ tutiv a que abren las im ágenes y la analizam os con precisión. Nos m ovem os en u n m undo visual en el que se m anifiestan contras­ tes que dan «algo» a conocer. Q uien hace u observa u n a imagen siem pre en cu en tra posiciones de tal naturaleza, posiciones que, sin em bargo, poseen sin excepción la propiedad de ocultar el lu­ gar en el que se vuelven visibles. E sto es ya válido p ara la p in tu ra ru p estre o p ara lo artefactos neolíticos, com prende toda configuración que llam em os icóni­ ca, incluidas las im ágenes técnicas o digitales. El discurso sobre la figura y el fondo, que h a sido popularizado sobre todo p o r la psicología de la G estalt, goza de u n uso irreflexivo, p orque justa­ m en te no alcanza a explicar este aspecto sencillo en apariencia desde u n a perspectiva decisiva. Pues sugiere u n a lapidaria co­ existencia, u n «y» en el sentido de u n a sum a: la figura se añade al fondo. Con ello se pasa p o r alto el acto de carácter conflictivo de la extinción parcial que es, sin em bargo, necesario p ara que lo representado en cada caso en cu en tre sostén y contexto. La figura atrae al fondo, lleva u n m om ento de negación con ella. Por consi­ guiente, con la posición de la diferencia icónica, la negación entra

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en juego, se in troduce la ausencia en la im agen. El «es» que vem os implica un «no es» que reviste y posibilita lo visible. Solam ente la negación funda una relación m ostrativa, hace que algo parezca cómo o luzca como... El m enos de la negación se lim ita con el más de una afirm ación y funda la evidencia de la representación. La lógica de las im ágenes no se deja discutir sin una conside­ ración de la organización de nuestros órganos sensoriales. E n tre otras razones es el m otivo de que de form a constante abram os el espacio visual frontalm ente, de que lo visible se m uestre a través de sus «partes anteriores», de que sus partes posteriores co nstitu ­ tivamente perm anezcan escondidas porque el m ostrar al m ism o tiempo las oculta. El espacio visual se abre en vistas que están fu n ­ dadas por ausencias. E n relación con la visualidad de la imagen, esto significa dos cosas: lo que siem pre fij a u n contraste tiene otras propiedades que el contexto m ism o en el que se m anifiesta. Por otro lado: todo contraste hace d esaparecer el sustrato de su aparición. Ambos m om entos fundam entan una negación icónica que se distingue tanto de la negación predicativa com o del m ovim iento especulativo del concepto. Lo que se m uestra se adelanta así ante su fondo, para que este desaparezca aquí y solam ente aquí. Por sí m ism as, las relaciones de contraste visual no m otivan las imágenes. E ncontram os contrastes p o r todas partes: sobre su ­ perficies cualesquiera - p o r ejem plo, p are d es-, en la naturaleza, mirando a las nubes del cielo, etc. Tan solo cuando el contraste visual organiza el cam po de su aparición, de tal m anera que se puede m anifestar com o m agnitud apreciable suigeneris, es decir, cuando se obliga con m edida y lím ites, hablam os de u n a im agen. Es necesaria la división artificial de la m irada que -sim u l etsingulariter- refiere la figuración al campo, de m odo que lo singular es justificado tan to com o la sim ultaneidad de la imagen. E n consecuencia, la d iferencia icónica h ace del hech o físico de u n a superficie m aterial el cam po de u n a atención articulada. Dicho de form a m ás aguda: solo el co n traste p rod uce su fondo

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com o el de la co rresp o n d ien te im agen. Con ello la negación del lugar físico en el que se establece es negada a su vez. Pasamos p o r alto la desaparición porque sim u ltán eam en te lo mostrado nos sale al en cu en tro en el cam po separado. Ya la m ás sencilla relación foco-cam po establece lo que llam am os u n a vista que guía n u e stra percepción. C on ello surge, al m ism o tiem po, un lím ite e n tre d en tro (la im agen) y fu era (su contexto). M iram os dentro, nos m ira. E n este en tre cru za m ie n to se m uestra lo rep re­ sentado, se abre su sentido. M ostrar presupone, po r tanto, ocultar. Con sus cuadros de cristal, M arcel D ucham p reflexionó sobre las condiciones de es­ tos entrecruzam ientos. E ntretanto, p o r u n lado, hem os observado que la diferencia icónica incluye u n a opacidad m aterial y, p o r otro lado, que en la m edida en que las im ágenes son calles de dirección ú n ica sus partes posteriores, in tern as o externas, perm anecen «fuera de observación». Los paradójicos cuadros tran sp aren tes de D ucham p elim inan la opacidad y p erm iten que el cuadro sea observado po r delante y po r detrás. No obstante, tam bién la mi­ rad a p o r la p arte posterior abre, de nuevo, u n a visión delantera. E stam os acostum brados a com pletar categ orialm en te lo siem pre fragm entario, lo parcial de los constru cto s ópticos que nos salen al en cu en tro en el espacio visual o en las im ágenes. Basta u n a m uy ru d im e n taria p ercepción visual de algo p ara que hable­ m os de u n a cosa o de u n objeto: algo se m u e stra com o algo en una posible resolución17. P recisam ente p orque u n a síntesis cognitiva de tal índole circula p erfectam ente, p arece im p o rtan te captar con la m irad a la fu erza d é la ausencia. E n to d a v ista que abre una 17 B e stim m th e it, térm in o h eg elia n o q u e h a ob lig a d o a crear u n n e o lo g ism o e n cas­ tellan o, « d eterm in id ad ». E n el g lo sa rio d e su re c ie n te e d ic ió n d e Va F enom enolo­ g ía d e l esp íritu , A n to n io G ó m e z R am os o fr e c e la sig u e n te d efin ición : «E s la co n ­ d ic ió n d e esta r d eterm in ad o, y a la v e z , la cu alid ad p rop ia d e la cosa... u n lím ite q u e la p recisa ». A bad a E d ito re s, M adrid, 2011. Si o p ta m o s p or « r e so lu c ió n » es p o rq u e el c o n te x to lo c o n s ie n te . U n a im a g e n tie n e r e so lu c ió n , u n a im a g e n e s de alta r e so lu c ió n , etc. [n. d e l trad.].

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imagen, la ausencia vibra com o im penetrable opacidad. D icho de otra forma: todo lo que se m uestra podría tam bién haberse m ostrado de otra manera. La evidencia de lo m ostrado resulta de la potencialidad del fondo, de su susten tad o ra energía óptica. Para term inal-, destacam os u n a últim a cuestión del am plio campo de la te o ría de la im agen. H em os discutido y form ulado la negación im plícita del co ntraste visual: el contraste produce por prim era vez su co rrespondiente fondo. D icho de form a más precisa: el contraste hace que el fondo deje de ser un arbitrario pedazo de facticidad, trasform ándolo en u n a p arte efectiva de la misma. Así se valida, y de ello hay que hablar p ara term inar, una asimetría característica de la imagen. D icho sencillam ente: nunca se puede recoger la m ultiplicidad de elem entos figurativos con la realidad del fondo que instituye la unidad. Esto o esto otro, algo discontinuo se coloca d elante de su continuo. Precisam ente porque am bos aspectos son todo lo contrario que hom ogéneos o equivalentes, g en eran conju ntam ente lo que querríam os llam ar el m om entum ¡cónico: u n exceso interno característico de las im á­ genes que se diferencia de la superficie del m undo. El m om entum opera el m ostrar; la deixis icónica, opera el operar. El m om entum se despliega bajo las condiciones de la correspon d ien te m ateria­ lidad. Pero no se tra ta exclusivam ente de u n estado físico. Surge de un significante m ás allá de. Con el fin de que pu ed a n acer en general necesita, com o vimos, sus correspondientes contrastes que, precisam ente porque niegan el lugar de su aparición, abren un cam po de atención, de interpretación, es decir, de sentido. La idea de la asim etría de la diferencia icónica está cerca de la idea de que las im ágenes no se deben com prender com o sistem as fijos de signos, sino com o el lugar de u n a configuración de energías. De hecho, consideram os u n a im agen com o inapropiada cuando solo constatam os sus correspondientes elem entos; sin em bargo, tenemos que in troducirno s en la m ovilidad de las relaciones in ­ ternas, realizarlas, co m pren d er la im agen com o u n acto visual.

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Con esto afrontam os, definitivam ente, otro tem a: con la nega­ ción im plícita, vinculada a la asim etría constitutiva de la organi­ zación de la imagen, estam os cerca de in te rp re tar la lógica de la im agen, precisam ente, no com o u n a estru c tu ra de relaciones de guanta, sino com o u n a lógica de fuerzas e intensidades.

B o r is G r o y s L a ic o n o c l a s t ia c o m o pr o c e d im ie n t o :

E strategias

ic o n o c l a sta s en el c in e

Texto p r o c e d e n te d e T o p o lo g ie d er Kunst, M unich-Víena, Car] H anser, 2 0 0 3 , p p . 7 7 - 9 6 .

El cine jam ás h a estado en el co ntex to de lo sacro. D esde el p rin ­ cipio se m ovió en los bajos fondos de lo profano, de lo com ercial: en el contexto del barato e n tre ten im ie n to de masas. Tam poco ninguna de las te n tativ as de sacralizarlo, tal y com o fu ero n em ­ prendidas p o r los regím enes to talitario s del siglo xx, tuvo éxito; no fueron o tra cosa que el em pleo tem p o ral del cine p a ra los correspo n dientes fines propagandísticos. Las razones de ello no se pueden b u sc ar sin reserv a en su con stitu ció n com o medio. El cine llegó, sencillam ente, d em asiado tarde. E n la época de su nacim iento la cu ltu ra había perd id o su p o ten cial de sacralización. Así, siendo el cine p o r sus orígenes secular, a p rim e ra v ista parece in o p o rtu n o q u ere r h ab lar de iconoclastia en su contexto. A lo sumo, el cine p arece capaz de escenificar e ilu stra r las es­ cenas h istó ricas de la iconoclastia, pero n u n ca p arece p o d er ser iconoclasta él m ism o. Al m ism o tiem po, a pesar de ello, es posible afirm ar que el cine com o m edio h a conducido a lo largo de to d a su h isto ria u n combate abierto co n tra otros m edios, com o po r ejem plo la p in ­ tura, la escultura, la arq u itectu ra o el te atro y la ópera, que p u e­ den exhibir orígenes sagrados y que, po r ta l motivo, todavía valen en la cultu ra actual com o artes elevadas, aristocráticas. E sta es la razón de que el cine haya escenificado y celebrado de form a

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reiterad a la destrucción de estos bienes de cu ltu ra aristocráticos. Es decir, la iconoclastia cinem atográfica no actúa en el contexto de u n com bate religioso o ideológico, sino en el contexto de un com bate entre m edios. No se ha dirigido co ntra sus propios orí­ genes sagrados, sino co n tra otros m edios. S im ultáneam ente, en la larga historia de esta contienda en tre m edios, el cine h a ganado el derecho de servir com o icono de la M odernidad secularizada. Y esto tiene la consecuencia de que el cine m ism o sea som etido de form a creciente a un gesto iconoclasta ya que, habiendo sido transferida a los espacios artísticos tradicionales, la im agen cine­ m atográfica es d etenida y diseccionada gracias a nuevos aparatos técnicos como, po r ejemplo, el video, el o rdenad or o el d v d . 1. H istóricam ente, el gesto iconoclasta n u n ca h a funcionado com o expresión de u n a actitu d atea o escéptica. Tal actitud en c u e n tra su co rrespo nd en cia, m ás bien, en u n d esin terés to ­ le ra n te hacia los extravíos religiosos de todo tipo y en u n a be­ névola m usealización de los testim o n io s h istó rico s de estos ex­ travíos; en n ingún caso, sin em bargo, en la d estru c ció n d e estos testim onios. La destru cció n de viejos ídolos solo tie n e lu g ar en n om bre de otros nuevos dioses. E sto es, la iconoclastia quiere pro b ar que los viejos dioses se h a n vuelto im p o ten te s y que, por tanto, ya no p u ed e n d efe n d er sus tem p lo s y rep resen tacio n es terrestre s. El iconoclasta se to m a en serio la reiv ind icació n de p o d er de los dioses en ta n to que, a través de sus acciones des­ tructivas, refu ta el p o d er de los viejos dioses y afirm a el poder de los suyos. Así, p o r m en cio n ar solo algunos ejem plos, fueron destru id o s los tem plos de las religiones paganas en no m b re del cristianism o. Las iglesias católicas fu ero n expoliadas en nom bre de u n a in te rp re tac ió n p ro te sta n te del cristianism o. M ás tard e fu ero n devastadas todas las iglesias cristian as en n om b re de la religión de la razón, que se con sid erab a m ás p o te n te todavía que el p o d er del viejo dios bíblico. A su vez, el p o d er d e la razón, que

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se m anifestaba a través de u n a d eterm in a d a im agen del ho m bre acuñada de form a hum anista, fue m ás ta rd e atacado iconoclás­ ticam ente en nom bre de la o ptim ización estatal de las fuerzas productivas, la om nip o ten cia de la técnica y la m ovilización to ­ tal, por lo m enos en el cen tro y el este de E uropa. Y, todavía m ás recientem ente, fueron d errib ad o s y destru id o s con cerem onia los ídolos del socialism o real. E n verdad, en nom bre de la aún más poderosa religión del consum o ilim itado. Pues en algún m omento se com p ren dió que el desarrollo tecnológico d ep e n ­ día en ú ltim a instancia, del consum o, de acu erdo con la vieja máxima de que la o ferta es p ro d u cid a p o r la dem anda. Y, así, las m arcas com erciales (com m odity brands) quedarán, provisio­ nalmente, com o n u estro s últim o s dioses lares, h asta que la ira iconoclasta se alce tam b ién co n tra ellas. La iconoclastia fun ciona com o m ecanism o de innovación histórica - e s decir, com o m ecanism o de transv aloració n de los valores que co n tin u am en te d estru y e viejos valores e in stau ra otros nuevos. Así, el gesto iconoclasta p arece señ alar siem pre en la m ism a direcció n h istó rica. P or lo m enos cuando se en ­ tiende esta, en la trad ició n de N ietzsche, com o la h isto ria del increm ento de poder. D esde esta perspectiva, la iconoclastia se m uestra com o la o b ra de m ovim ientos progresivos, h istó ric a­ mente ascendentes, que desp ejan el cam ino de todo lo an ticu a­ do, im poten te e in te rn a m e n te vacío y, de este m odo, p re p a ra n el camino p ara lo venidero. E sa es la razó n p o r la cual la crítica a la iconoclastia h a ten id o trad icio n alm en te u n regusto reaccio ­ nario. Y es ta m b ié n el m otivo p o r el cual hoy ya no lo tiene. Ya que n u estra sociedad id o la tra la innovación, la creatividad y el progreso, la c rític a de la icono clastia d esp ierta crecien tes sim ­ patías, pues, e n tre tan to , se h a ap ren did o a valorar críticam en te los costes del progreso. Sin em bargo, la estrech a vinculación de la iconoclastia con el progreso histórico no es lógicam ente necesaria. Esto es, la icono-

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clastia no solo se ha dirigido co n tra lo viejo, sino tam bién contra lo nuevo: los partidarios de los nuevos dioses, en el estadio ini­ cial de su misión, siem pre estaban expuestos a persecuciones y a la destrucción de sus sím bolos, com o po r ejem plo los prim eros cristianos, los revolucionarios, los m arxistas o tam bién los hippies, m ártires del consum o y la m oda. E n el fondo, se tra ta en estas persecuciones, tam bién, de u n gesto que debe p ro b ar que los nuevos dioses no son lo suficientem ente poderosos; en todo caso no m ás poderosos que los viejos dioses. Y m uy a m enudo este gesto se h a m ostrado com o efectivo: los nuevos m ovim ientos religiosos fueron oprim idos y el p o d er de los viejos dioses volvió a ser afirmado. P or supuesto, si se quiere, se pu ed e ver en ello, a la m anera hegeliana, la astucia de la razón en obra en el sentido de u n servicio reaccionario al progreso. Sin em bargo, de modo característico, se tiende a no designar este gesto de opresión y d estrucción de lo nuevo com o iconoclasta: se habla, antes bien, del m artirio de lo nuevo. De hecho, la iconografía de las nuevas religiones se com pone en la m ayor p arte de las ocasiones de las im ágenes del tem prano m artirio así com o de la superación de ese m artirio. E n este sentido, se puede decir que la iconografía de cada religión anticipa ya siem pre un gesto iconoclasta potencial­ m ente dirigido co n tra ella. La diferencia en tre esta anticipación y la destrucción efectiva consiste únicam en te en que en el pri­ m er caso es anhelada y celebrada la supervivencia, en el últim o caso el hundim iento. Se trata, tam bién, de la diferencia en tre las posiciones del vencedor y del vencido, con ello el observador es dueño de decidirse p o r u n a posición o p o r la otra. Siem pre según su p ropia im agen de la historia. Al m argen de esto, la h isto ria se com pone m enos de innova­ ciones que de reviváis: la m ayoría de las innovaciones se p resen ­ ta n com o reviváis y la m ayoría de los reviváis com o innovaciones. Así, co n u n a observación m ás precisa, se p ie rd e g radu alm en te la capacidad de d ecidir qué fu erza h a triu n fad o histó ricam en te en

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el resultado final con el objetivo de diferenciar la iconoclastia del martirio. Es decir, este resultado final no concurre; la h isto ­ ria se presenta com o u n a serie de transvaloraciones de valores cuya dirección g eneral no se da a conocer. Y, an te todo, no sabe­ rnos verdad eram ente si una d e rro ta significa un a dism inución de poder o u n a victoria un increm ento de poder. A saber: la d e­ rrota y el m artirio co ntien en en sí u n a prom esa que la victoria no contiene. La victoria conduce a u n «ingreso» en lo vigente, la derrota, tal vez, conduce a u n a victoria definitiva en la que todo lo vigente será transvalorado. Por lo m enos desde la m u erte de Cristo, el gesto iconoclasta deja de funcionar, esencialm ente p o r­ que se p resen ta de form a inm ediata com o la m ás elevada victoria de su supuesta víctim a. Es decir, a la luz de la trad ición cristiana, la im agen de la d estru cció n que deja atrás el gesto iconoclasta se transform a casi autom áticam ente en u n a im agen del triu n ­ fo de lo destruido. Y en v erdad m ucho antes de que tenga lugar «realmente» la resu rrecció n tardía, la revalorización histórica. Nuestra im aginación iconográfica, e n tre n ad a largo tiem po p o r el cristianism o, no n ecesita esp erar p ara recono cer la v ictoria en una derrota: aquí la d erro ta es desde el principio u n a victoria. Se puede m o star con suficiente evidencia cóm o funciona este mecanismo en la m odernidad poscristiana con el ejem plo d e la vanguardia histórica. Se puede decir que la vanguardia no esceni­ fica otra cosa que u n m artirio d e la im agen que sustituye a la im a­ gen cristiana del m artirio. Es decir, la vanguardia som ete el cu er­ po de la im agen tradicional a todas las posibles torturas, que en todos los aspectos recu erd an las to rtu ras a las que era som etido el cuerpo del santo en las im ágenes de la E dad M edia cristiana. Así la imagen es (sim bólica o realm ente) cortada, despedazada, frag­ mentada, perforada, atravesada, arrastrad a p o r el barro y, al m is­ mo tiempo, entreg ad a a la risa. No por casualidad, la vanguardia histórica u tiliza repetid am en te en sus m anifiestos el vocabulario de la iconoclastia: se habla de h ac er explotar la tradición, de la

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ru p tu ra de las convenciones, de la destrucción del viejo arte, de la aniquilación de los viejos valores. A p esar de ello, no se trata, con seguridad, de un placer sádico en el tratam iento cruel del cuer­ po de im ágenes inocentes. Tam poco se tiene la intención de que surjan, después de tod a esta devastación y destrucción, nuevas im ágenes o deban de ser instaurados nuevos valores. M uy al con­ trario: las im ágenes m ism as de la devastación y la aniquilación sirven com o nuevos iconos de los nuevos valores. El gesto icono­ clasta se pone en práctica aquí com o u n procedim iento artístico que se despliega m enos para la aniquilación de los antiguos ico­ nos que, m ás bien, para la producción de nuevas im ágenes; si así se quiere, de nuevos iconos. Sin em bargo, esta posibilidad de in stau rar estratégicam ente la iconoclastia com o procedim iento artístico, tien e com o resulta­ do que la vanguardia artística desplace su atención del m ensaje al medio. La destrucción de las antiguas im ágenes que daban cuer­ po a u n determ inado m ensaje no debe llevar ya a la producción de nuevas im ágenes que den cuerpo a u n nuevo m ensaje, sino, m ás bien, a h acer aparecer el m edio m aterial oculto detrás de cualquier m ensaje «espiritual». E sto es, el m aterial de que está hecho el arte solo se hace visible cuando la im agen deja de servir com o m anifestación de u n m ensaje artístico d eterm inad o «cons­ cientem ente». Se puede decir, tam bién, que en la práctica artís­ tica de la vanguardia el gesto iconoclasta debe servir asimismo para abolir lo viejo e im potente y afirm ar en su derecho lo pode­ roso. Sin em bargo, no se tra ta ya de u n nuevo m ensaje religioso o ideológico, sino de la p otencia del m edio mismo. No p o r casuali­ dad, M alévich habla del «suprem atism o de la p intura» que quiere alcanzar con su arte. Y con ello quiere d ecir la p in tu ra com o pura form a m aterial, que se en cu en tra p o r encim a del espíritu. Se pue­ de afirm ar que la vanguardia artística celebró, de esta m anera, la victoria de los m edios artísticos plenos de poder, p or ser medios m ateriales, sobre el m edio-cero del espíritu, al que hab ían estado

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sojuzgados du ran te dem asiado tiem po. Así, el procedim iento de destrucción de viejos iconos se vuelve idéntico al procedim iento de generación de nuevos iconos, esta vez los iconos del m ateria­ lismo. La imagen se convierte en el lugar de epifanía de la m ate­ ria, dejando de ser el lugar de epifanía del espíritu. 2 Sin embargo, este tránsito de lo espiritual a lo m aterial d en tro de la artes tradicionales, com o la p in tu ra o la escultura, p erm a­ nece, a la postre, incom prendido p o r el gran público. A m bos m e­ dios no eran sentidos com o lo suficientem ente p otentes. El cam ­ bio decisivo llegó con el cine. E n este contexto, W alter B enjam ín ya observó que los procedim ientos de fragm entación y collage (esto es, la to talid ad del m artirio de la im agen), si ten ían lugar en el cine, eran aceptados sin esfuerzo por el m ism o público que rechazaba con indignación la p resen cia de estos m ism os p ro ce­ dimientos en el ám bito de las artes tradicionales. B enjam ín ex­ plicaba el fenóm eno sosteniendo que el cine com o nuevo m edio no estaba cargado culturalm ente: el cam bio de m edio funciona, por consiguiente, com o justificación de la in trod ucción de n u e ­ vos procedim ientos artísticos. Se puede añadir: el cine p arece ser m ás p o te n te que los an ti­ guos m edios. La raz ó n de ello no reside solam ente en su reproductibilidad y en el sistem a de su difusión m asiva, com ercial: el cine parece se r de igual condición que el esp íritu en tan to que él mismo tam bién se m ueve en el tiem po. E n consecuencia, el cine opera de form a análoga al funcionam iento de la co ncien ­ cia; se m u estra capaz de su stitu ir el m ovim iento de la mism a. Como observa Gilíes D eleuze con razón, el cine trasfo rm a a sus espectadores en autóm atas espirituales: la película co rre en la cabeza del esp ec tad o r en lugar de su p ro p ia co rrien te de co n ­ ciencia. Así, la constitu ció n fundam ental del cine se revela com o profundam ente am bivalente. P or u n lado, celebra el m ovim iento y d em uestra con ello su superio rid ad frente a otros m edios. Por

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otro, sin em bargo, tran sfiere al esp ectad o r a u n estado de inmo­ vilidad corporal y espiritual sin igual. E sta am bivalencia dicta u n a v aried ad de estrategias cinem atográficas, incluidas las es­ trategias iconoclastas. De hecho, com o m edio del m ovim iento, el cine m anifiesta a m enu do y g ustosam ente su su p e rio rid a d fre n te a otros medios cuyos logros m ás elevados se o b tien en bajo la form a de teso­ ro s cu ltu rales y m on um entos inm óviles, y lo h ac e celebrando y escenificando la d estru c ció n de estos m onum entos. D e este m odo, el cine m u estra, al m ism o tiem po, la típ ic a fe m oderna en la su p erio rid ad de la vita activa sobre la vita contem plati­ va. Todo tip o de iconofilia se funda, en ú ltim a instancia, en una actitu d esencialm ente contem plativa, en la d isposición a tratar determ in ad o s objetos, vistos com o sagrados, exclusivam ente com o objetos de u n a contem plación veneradora. Se fú n d a en el tab ú que protege estos objetos del contacto, de la invasión de su in te rio r y, en general, de su p rofanación p o r m edio de su inclu­ sión en las p rácticas de la vida cotidiana. P ero p a ra el cine no se d a n ad a sagrado qu e deba o p u e d a ser p ro teg id o de esta inclu­ sión en el m ovim iento general. Todo lo qu e se m u e stra en el cine es tran sferid o a m ovim iento, siendo así profanado. D esde este p u n to de vista, m anifiesta su com plicidad con las filosofías de la praxis, del im pulso vital, del «élan vital»y del deseo que, tras las huellas de M arx y N ietzsche, d om in ab an la im aginación de la h u m an id ad eu ro p ea a finales del siglo x ix y prin cip io s del xx, es decir, en la época en la que surgió el m edio cine. La ac titu d de co n tem p lación pasiva, que solam ente p u ed e m odificar el pen ­ sam iento p ero no la realidad, fue su stitu id a en esta ép o ca p o r la v en eració n del m ovim iento de las fu erzas m ateriales p len as de poder. El cine jugó u n p apel ce n tral en esta adoración. D esde el p rin cip io celebró todo lo que se m ovia co n rapidez: el tren , el coche, el avión. Y tam b ién todo lo que in sistía bajo la superficie: espadas, bom bas, balas.

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y asimismo, desde sus m ás tem pranos inicios el cine orga­ bajo la form a de la slapstick-com edy1, verdaderas orgias de destrucción de todo lo que no se m ovía sino que perm anecía fijo 0 colgat>a>incluidos los bienes culturales honrado s trad icion al­ mente o tam bién las m anifestaciones com o el teatro o la ópera, que encarnaban el espíritu de la vieja cultura. E stas escenas ci­ nematográficas de destrucción, devastación y aniquilación, que debían provocar la risa general del público, recu erd an la teoría bajtiniana del carnaval, que ta n to subraya com o afirm a su cara cruel y destructiva. No por casualidad, de en tre las artes p receden ­ tes, el cine prim itivo solo m ostró su p referen cia m anifiesta p o r el circo y el carnaval. Bajtin describió este últim o com o u n a celebra­ ción iconoclasta que, sin em bargo, no funciona seria, patética o revolucionariam ente, sino llena de alegría. No conduce a la diso­ lución de los iconos del viejo orden, profanados p o r m edio de los iconos del nuevo orden, sino que, m ás bien, nos invita a d isfru tar del hundim iento de lo vigente. Al m ism o tiem po, Bajtin escribe sobre la carnavalización general de la cu ltu ra en la M odernidad, que com pensa el ocaso de la práctica social «real» del carnaval. Bajtin tom a sus ejem plos sobre todo de la literatura, pero sus d es­ cripciones del arte carnavalesco se p ued en aplicar de u n a m an e­ ra señalada al pro cedim iento p o r m edio del cual h an sido p ro d u ­ cidas algunas de las im ágenes m ás fam osas de la historia del cine. Además, la te o ría bajtiniana del carnaval hace tam bién evi­ dente cuán contradictorio en sí m ism o es este carnavalism o ico­ noclasta del cine. El carnaval histórico es participativo. Se tra ta de una iconoclastia alegre en la que tom a p arte el conjunto del pueblo reunido. Sin embargo, cuando se usa estratégicam ente la n iz ó ,

1 C asos ejem p la res d e e s te tip o d e c o m e d ia s o n la p elícu la s d e B u ster K eaton o de Laurel y H ardy. L a situ a ció n có m ica tie n e lu ga r cu a n d o la irru p ció n d e u n p er­ son aje e n un m a rco o rd en a d o p o n e en m archa, fa talm en te, u n a d in ám ica d e s ­ tructiva. E l o rd en p revio, está tico , s e d esco m p o n e . E s un a ca ra cterística esen cia l del g én ero q ue el m o v im ien to d estru ctiv o , la ca o tiza ció n , siga, h a cié n d o la v is i­ ble, la relació n ló g ic a q u e vin c u la a lo s e le m e n to s d e la e s c e n a [n. d el trad.].

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iconoclastia com o procedim iento artístico, el pueblo permanece fuera, convirtiéndose en público. Y de hecho: cuando el cine como tal celebra el movim iento, produce sim ultáneam ente, en compa­ ración con las artes tradicionales, una elevada inm ovilidad en el espectador. M ientras que este puede circular relativam ente libre cuando lee un libro, y se m ueve libre en el espacio de una exposi­ ción, en la sala de cine es transferido a la oscuridad y encadenado a su asiento. Así, la situación del espectador de cine parece una grandiosa parodia de la vita contem plativa desvalorizada por el cine mismo. E sto es, el sistem a cinem atográfico m anifiesta la vita contem plativa com o tiene que aparecer desde la perspectiva de su crítico m ás radical (digamos, u n nietzscheano consecuente), es decir, com o resultado del debilitam iento de la vida, de u n a fallida iniciativa propia, com o consuelo com pensatorio, com o signo de la insuficiencia de la vida real. E ste es el punto de partid a de la crítica del cine que p rep ara un nuevo gesto iconoclasta. Es decir, u n gesto iconoclasta que se dirige contra el cine mismo. Al principio esta crí­ tica puso a p rueba la pasividad del espectador, trató de activar, de m ovilizar políticam ente, de p o n er en m ovim iento a la m asa de los espectadores p o r m edio del cine. Así, por ejemplo, Sergei Eisenstein trató de u n a m anera m odélica, po r m edio de la combinación de un choque estético y de la propaganda política, de d esp ertar al espectador, de arrancarlo de su condición contem plativa, pasiva. Con el tiem po se te n ía que com prender, sin em bargo, que es la ilusión de m ovim iento m ism a pro d u cid a p o r el cine la que arrastra al espectador a la pasividad. E n ningún lugar es expre­ sada m ejor esta idea que en el libro de D ebord La sociedad del espectáculo, cuyos tem as y figuras retóricas están om nipresentes en la crítica actual de la cu ltu ra de masas. D ebord describe, no sin motivo, el conjunto de la sociedad contem poránea, que está de­ te rm in ad a p o r los m edios electrónicos, com o u n a única vivencia cinem atográfica. El m undo en tero se h a convertido p ara Debord en u n a sala de cine en la cual los hom bres están absolutam ente

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separados unos de otros y de la vida real y, po r ello, están con­ denados a la m ás absoluta pasividad. F rente a esto ya no basta, como m uestra D ebord de m anera p articularm en te p enetran te en su última película In girim im us nocte et consum im ur igni (1978), con el increm ento de la velocidad, con la intensificación del m o­ vimiento, con la efervescencia de las em ociones, con el choque estético, ni tam poco con la propaganda política. Más bien tiene que ser desm ontada la ilusión de m ovim iento que produce el cine -solo entonces el espectador recibe la oportunidad de m overse de nuevo. Ahora, en nom bre del m ovim iento real de la sociedad, el movimiento cinem atográfico es frenado, llevado a parada. Así com ienza el m ovim iento iconoclasta contra el cine y, en consecuencia, el m artirio del cine mismo. E sta protesta icono­ clasta contra las im ágenes cinem atográficas tiene el m ism o o ri­ gen que los otros m ovim ientos iconoclastas: u n a revuelta contra la actitud pasiva, contem plativa, en nom bre del m ovim iento y de la actividad. No obstante, en el caso del cine esta protesta condu­ ce a un resultado que, a p rim era vista, parece paradójico. P ues­ to que las im ágenes cinem atográficas son realm ente im ágenes en movimiento, el gesto iconoclasta contra el cine conduce a la congelación, a una in terrupción de su dinám ica propia. Lo n u e­ vos medios técnicos sirven com o instrum entos del m artirio de la película: videos, ordenadores, d v d s , etc., p erm iten interru m p ir el movimiento propio de la película en cualquier lugar deseado y hacer evidente que el m ovim iento cinem atográfico no es un m o­ vimiento real, m aterial, sino que es ilusorio, que tam bién puede simularse digitalm ente. Estos dos gestos iconoclastas -ta n to la destrucción cinem atográfica de los iconos religiosos y culturales rigentes, como el desenm ascaram iento del m ovim iento cinem a­ tográfico com o u n a ilu sió n - p u eden ser esclarecidos por medio de ejemplos escogidos que, com prensiblem ente, no p ueden en absoluto ilu strar todos los aspectos de estas prácticas iconoclas­ tas, pero que a pesar de todo ofrecen u n a im agen de su lógica.

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3.1 El cortom etraje A rtist (1999), de T racy Moffat, cita u n a serie de largom etrajes, más o m enos conocidos, en los que se cuenta la h isto ria de u n artista. Al principio de cada un a de estas his­ torias se encu en tra siem pre la esperanza de crear una obra de arte, después sigue la orgullosa p resentación de la o bra realiza­ da. Y esta historia term ina, en cada caso, con la d estrucción de la obra a m anos del desengañado, desesperado artista. Al final de su collage cinem atográfico T racy M offat escenifica, utilizando el m ontaje adecuado, u n a v erdadera orgía de destrucción artística. C uadros y esculturas de diversos estilos son cortados, quema­ dos, agujereados y reventados. Así, este collage cinematográfico repro duce de form a m uy precisa la m anera en que son tratadas las artes tradicionales en el cine. A unque no debe callarse que la artista som ete al m edio m ism o del cine a u n a deconstrucción. Se fragm entan largom etrajes singulares, su m ovim iento es inte­ rrum pido, su tem a se hace irreconocible. Los fragm entos de estas películas, m uy heterogéneas en sus propios estilos, son montados conju ntam ente en u n cuerpo fílmico nuevo, m onstruoso. A pesar de ello, el collage cinem atográfico resu ltan te no está destinado, m anifiestam ente, a las salas de cine sino a la proyección en es­ pacios artísticos tradicionales com o galerías, m useos o salas de exposiciones. D e este modo, la película de T racy M offat no solo reflexiona sobre el m altrato del arte en el cine sino que, al mismo tiem po, de form a sutil, se tom a venganza de ello. 3.2 E n el video collage Iconoclastic Delights, específicam ente pro­ du cida p ara la exposición Iconoclash2, cito im ágenes cinem ato­ gráficas que celebran el gesto iconoclasta y que, al m ism o tiempo, p u eden valer com o iconos de la h isto ria del cine. 2

B oris G roys, Ic o n o cla stic D elig h ts, v id e o in sta la c ió n (K inoraum , V id eo co lla g e 20 m in .). P royectad a e n el m arco d e la e x p o s ic ió n Ico n ocla sh e n el Z en tru m für K u n st und M e d ie n te c h n o lo g ie (Z K M ), K arlsru hé, 4 d e m ayo -1 d e septiem bre de 2002.

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imagen del ° j° cortado de Un perro andaluz (1929), de Luis se cuenta en tre los iconos cinem atográficos de este tipo. Aquí no se proclam a m eram ente la destrucción de un determ in a­ do icono, sino la supresión de la actitud contem plativa como tal. La mirada contem plativa, teórica, que quiere observar el m undo c o m o un todo y, con ello, reflexionarse a sí m ism a como p u ram en ­ te e s p i r i t u a l , descorporeizada, es rem itida a sus condiciones m ate­ riales, fisiológicas. Gracias a ello, el m irar m ism o deviene m aterial y, si así se quiere, actividad ciega, com o será escrito un poco m ás tarde por M erleau-Ponty: com o palpam iento del m undo con el ojo. Se puede hablar en este caso de u n gesto m etaiconoclasta. Un ges­ to que hace totalm en te im posible la veneración visual desde u n a distancia religiosa o estética. El ojo es m ostrado com o m aterial y, de este modo, com o susceptible de ser tocado e incluso destruido. Esta im agen en m ovim iento que dem uestra la supresión de la con­ templación po r m edio de u n a violencia física y m aterial, funciona, por lo tanto, com o u n a epifanía de la pu ra m aterialidad del mundo. Esta fu erza destructiva, ciega, p u ram en te m aterial, es en ­ carnada -b ie n que de una m an era algo m ás in o c e n te - p o r la fi­ gura de Sansón en la película Sansón y Dalila (1949), de Cecil B. DeMille. E n la escen a central de la película, Sansón destru y e un tem plo pagano ju n to con los ídolos allí erigidos y, así, sim bó­ licamente, con du ce al colapso del viejo o rd en en su totalidad. Sin embargo, Sansón no es m ostrado aquí com o p o rtad o r de una nueva religión o de la ilustración, sino com o u n ciego T itán, como u n h om b re que destruye ta n ciegam ente como, p o r ejem ­ plo, u n terrem o to. T am bién ac tú a p recisam ente a la m an era de un terrem oto la m u ltitu d revolucionaria e iconoclasta en las p e­ lículas de Sergei E isenstein. E n el plano d é la acción social y p o lí­ tica, la m asa m anifiesta las fuerzas m ateriales y ciegas que rigen secretam ente la h isto ria h u m a n a vivida de m an era consciente, exactam ente com o son d escritas estas fuerzas en la filosofía de la historia m arxista. E sto es, las m asas de hom bres d estruyen con La

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ICONOCLASTIA COMO PROCEDIMIENTO...

su m ovim iento histórico los m onum entos m erced a los cuales el único (el Zar) debia ser eternizado. Pero al entusiasm o universal p o r esta obra d estru ctiva anónim a, que hace evidente la «factu­ ra» m aterial de la cultura, co rresponde en E isenstein tam bién un p lacer sádico y voyerista en la contem plación de la crueld ad del que se hace cargo sinceram ente en sus m em orias. E ste com ponente erótico-sádico de la iconoclastia es todavía m as fácil de d etec tar en la fam osa escena de la incineración de la «falsa M aría» en M etrópolis (1927), de F ritz Lang. La ira ciega de la m asa que se descarga aquí no es revolucionaria sino contra­ rrevolucionaria: u n a agitadora revolucionaria es qu em ad a como u n a bruja, su figura rec u erd a claram ente a las figuras fem eninas sim bólicas que, po r lo m enos desde la época de la Revolución francesa, en carnan el ideal de la L ibertad, la R epública y la Re­ volución. Sin em bargo, esta bella y fascinante figura femenina, que «levanta» a las m asas, se revela en el tran scu rso de la inci­ neración, com o un robot, es decir, com o la «falsa M aría». D e este m odo, el ídolo fem enino de la revolución es deco n stru id o y des­ enm ascarado com o u n constru cto m ecánico no hum ano. Pero, al m ism o tiem po, la en tera escena funciona de form a com pleta­ m en te cruel. Sobre todo al principio, cuando no es evidente que se tra ta de u n a m áquina que no p u ed e se n tir dolor, y no de u n ser h um ano vivo. La caída de este ídolo de la revolución p repara, por lo' dem ás, la venida de la v erd a d era M aría que resta u ra la paz so­ cial gracias a la reconciliación en tre pad re e hijo, así com o entre las clases altas y las clases bajas. L a iconoclastia aquí no sirve a la nueva religión de la revolución social, sino a la restauració n de los viejos valores cristianos. Sin em bargo, los m edios cinem ato­ gráficos con los cuales L ang escenifica la m asa iconoclasta no son d iferentes de aquellos de E isenstein: en am bos casos esta masa actú a com o u n a fu erza m aterial elem ental. U n cam ino directo lleva de estas viejas películas a innum e­ rables películas recientes en las que la tie rra mism a, que en la

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actualidad oficia de icono de la m ás nueva religión de la globalización, es d estru id a por las fuerzas que vienen del universo. 'gnArmaggeddon (1998), de M ichael Bay, se tra ta de fuerzas cós­ micas puram ente m ateriales, que actúan según las leyes n atu ra­ les y Para las clue carece de significado la tie rra y la civilización que porta. Así, la destrucción de iconos civilizatorios, com o p o r ejemplo París, m uestra ante todo la caducidad m aterial de todas las civilizaciones hum anas y de sus iconografías. De u n a m anera todavía más radical actúan los alienígenas en Independence D ay (1996) de Rolland E m m erich, que, ciertam ente, po r un lado son inteligentes y civilizados, sin em bargo, po r otro, actúan según una ley de necesidad in te rn a que exige de ellos la aniquilación de aquellos que no son de su especie. E n la escena clave de la pelícu­ la en la que se relata la d estrucción de N ueva York, el espectador puede, sin esfuerzo, reconocer u n a polém ica indirecta co ntra la famosa escena de la llegada de los alienígenas en Encuentros en la t e r c e r a fase, la película de Spielberg. M ientras que para Spielberg la elevada inteligencia de los alienígenas im plica autom ática­ mente la disposición p ara la paz, los alienígenas de Independence Day com binan u n a elevada inteligencia con u n a incondicional voluntad p ara el m al absoluto: el otro no se m u estra aquí com o compañero, sino com o am enaza m ortal. Todavía de form a m ás abierta y consecuente es llevada a térm ino esta inversión en las películas de T im Burton. E n M ars Attacks!, el jefe de los m arcianos com ienza su cam paña de des­ trucción con u n expreso gesto iconoclasta: disp ara a una palom a de la paz que los habitantes de la tierra, crédulos e indoctrinados de m anera hum anista, h an liberado com o signo de bienvenida. Aquí el gesto iconoclasta no anuncia a la hum anidad el inicio de la ilustración, sino el inicio de su aniquilación física. Y esto no se limita solo a la violencia co n tra las palom as, se extiende tam bién a la violencia co n tra ía s im ágenes. El antihéroe del B atm an de Bur­ ton (1989), Joker, es presentado com o u n artista de vanguardia,



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c o m o p r o c e d im ie n t o ...

iconoclasta: destruye los cuadros clásicos de un m useo sobrepintándolos con una especie de p in tu ra expresionista. La com pleta escena del sobrepintado está rodada com o un alegre videoclip m usical. La escena de iconoclastia artística es represen tad a como carnavalesca en un sentido absolutam ente bajtiniano. El tono carnavalesco, sin em bargo, solo subraya y radicaliza la m aldad del gesto iconoclasta, en lugar de darle significado cultural, neutrali­ zándolo p or m edio de su inscripción en la tradició n del carnaval. A hora bien, en las películas m ás recientes las escenas de ico­ noclastia no son celebradas de ningún modo. El cine actual no es revolucionario, aun cuando todavía se alim ente de la tradición de la iconoclastia revolucionaria. Es decir, com o siem pre, el cine tem atiza la im posibilidad de paz, de estabilidad, de descanso en un m undo de m ovim iento y de violencia. Y, con ello, tam bién, la ausencia de las condiciones m ateriales p ara u n a actitud iconófila, protegida y contem plativa. Como siem pre, todo lo p erm an en te es llevado a ru in a y se ironiza sobre la confianza de las artes tradicio­ nales en la eficacia de sus im ágenes inmóviles: después de todo, el sím bolo de la palom a de la paz procede del fam oso cuadro de Picasso. Sin em bargo, la iconoclastia no se com prende ya com o la expresión de la esperanza de liberar a la hum an idad del p o d er de los viejos ídolos. P uesto que la p resente y d om inante iconografía h um anista sitú a al hom bre m ism o en el centro, el gesto iconoclas­ ta necesariam ente se entiende com o expresión de lo inhum ano, del m al radical, com o obra de alienígenas malignos, de vampiros, o de enloquecidas m áquinas sem ejantes al ser hum ano. Pero la inversión en relación con la iconoclastia no solo viene dictad a por el actual giro ideológico, sino tam bién p o r el desarrollo in m an en ­ te del cine com o medio. Es decir, el gesto iconoclasta m ism o es encerrado de form a creciente en el dom inio del entretenim iento. Las películas sobre catástrofes, sobre alienígenas, sobre final del m undo, sobre vam piros son percibidas, de m an era general, como blockbusters. P recisam ente p orque celebran d e la fo rm a m ás ra­

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dical la ilusión cinem atográfica del m ovim iento. Esto ha p ro d u ­ cido una crítica del cine interna, inm anente al cine com ercial, que quiere llevar el m ovim iento cinem atográfico a su detención. Como expresión y cum bre p recursora de esta crítica in m a­ nente puede ser en ten d id a sobre todo la película M atrix (1999) de Andy y L arry W achow ski que, ciertam ente, está rodada en un tempo vertiginoso y con m últiples escenas de m ovim iento ace­ lerado, pero, al m ism o tiem po, pone en escena el final de todo movimiento, incluido el cinem atográfico. Al final de la película, el héroe, Neo, logra la capacidad de percib ir la totalidad d e la realidad visible com o u n a película digital: ve el código a través de la superficie visible del m undo, un código que se m ueve in ­ cesantem ente, que corre, com o la lluvia, de arrib a a abajo. Así, el movimiento cinem atográfico es desconstruido, desen m ascara­ do; m ostrando que no se tra ta ni de un m ovim iento vivo, ni de un movimiento de la m ateria, ni de u n m ovim iento del espíritu, sino del m ovim iento m uerto de u n código digital. Nos las habernos aquí, en com paración con las anteriores películas revoluciona­ rias de los años veinte y trein ta, con o tra sospecha y, en conse­ cuencia, tam b ién con u n gesto iconoclasta orien tado de m an e­ ra diferente. Neo, que se p rese n ta com o u n héro e n eo bu d ista y neognóstico que lucha co n tra el C reador maligno, co n tra los malins génies que gobiernan este m undo, ya no se rebela co n tra el espíritu en nom bre de la m aterialidad del m undo, sino co n tra la ilusión del m undo m aterial en nom bre de u n a crítica de la si­ mulación. Al final de la película, Neo es recibido con las palabras «He is th e one». Y p ru eb a su vocación p ara ser u n nuevo C risto gnóstico, p recisam ente p arando el m ovim iento d e la película del mundo, de m odo que incluso las balas que deb erían alcanzarle perm anecen d eten id as en el aire. Aquí H ollyw ood trascien d e m anifiestam ente la crítica a la industria del cine, exten d id a desde hace tiem po, p ara conver­ tirla en su propio tem a y, al m ism o tiem po, p ara radicalizarla.

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Com o es sabido, esta crítica h a acusado a la in d u stria cinem ato­ gráfica de g en erar u n a ilusión se d u cto ra p ara nosotros, u n a bella escenificación del m undo destin ada a cubrir, ocu ltar y negar su fea realidad. A hora bien, M a trix en realidad no afirm a o tra cosa. Solo que en este caso no se exhibe la « apariencia bella» genera­ d a cinem atográficam ente com o una única escenificación, sino el com pleto y cotidiano m undo «real». E sta así llam ada realidad es presentada, en películas com o E l show de Trum an o, todavía más con secuentem ente, en M atrix, com o u n reality show que lleva ya tiem po en antena, producido con m edios casi cinem atográficos en u n estudio oculto detrás de la superficie del m undo. El héroe de tales películas es u n ilustrado, un crítico de los m edios y, al m ism o tiem po, u n d etective privado que q u iere desenm ascarar no solo la cu ltu ra en la que vive, sino tam b ién su m un do cotidia­ no al com pleto com o u n a ilusión g enerada artificialm ente. Por supuesto, a pesar de sus pretensiones m etafísicas, tam ­ bién M a trix perm anece, en últim o térm ino, en el contexto del en tretenim iento de masas. Lo cristiano, en todo caso, no con­ duce m ás allá de este contexto. E sta idea es ilustrad a d e una m anera irónica y convincente en La vida de Brian de los Monty Python: en esta película no solo se parodia y profana la vida de Cristo, tam bién se rep resen ta la m uerte de C risto en la cruz bajo la form a carnavalesca de u n videoclip m usical. Se tra ta de u n elegante gesto iconoclasta que no solo coloca el m artirio de C risto en el contexto del entretenim iento, sino que tam bién es extrem adam ente entretenido. E n nu estros días se practica u n tipo m ás serio de iconoclastia dirigido co n tra el cine, cuan­ do este es transferido al contexto de lo serio, del arte elevado, precisam ente al contexto en el que el tem p ran o cine revolu­ cionario quería liberar u n a alegre destrucción carnavalesca. 4. C uando se p resen tan im ágenes de cine o de video en los es­ pacios de exposición o en los m useos, su percep ción está d eter­

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minada, esencialm ente, po r las expectativas que vinculam os en general con u n a visita al m useo. Es decir, po r las expectativas que surgen de la larga p reh isto ria de n u estra contem plación de imágenes inm óviles, sean estas pinturas, fotografías, escu ltu ­ ras u objetos readymade. E n el m useo tradicional el espectador tiene, por lo m enos en el caso ideal, el com pleto control sobre el tiem po de la contem plación: puede, en todo m om ento, in te ­ rrum pir la contem plación de u n cuadro para volver m ás ta rd e a él y retom ar la observación en el p unto en el que antes la había interrum pido. La im agen inm óvil perm anece, d u ran te el tiem po de la ausencia del observador, idéntica a sí m ism a y, por ello, no escapa a u n a observación repetida. En n u e stra cu ltu ra disponem os p rin cip alm en te de dos d i­ ferentes m odelos que nos p erm iten o b te n er control sobre el tiempo d u ran te la observación de u n a im agen: la inm ovilización de la im agen en el m useo y la inm ovilización del esp ectad o r en la sala de cine. Sin em bargo, am bos m odelos fallan cuando las imágenes m óviles son tran sfe rid a s a u n espacio m useístico. En este caso las im ágenes siguen circulando, pero los esp ectadores em piezan igualm ente a circular. El videoarte de los últim os d e­ cenios h a in te n ta d o resolver el conflicto e n tre estos dos tipos de m ovim iento de diversas m aneras. U na estrateg ia m uy ex ten d i­ da consistía, y consiste todavía, en configurar las secuencias del video o de la p elícu la d e la fo rm a m ás b rev e posible, con ello el tiempo que p asa el o bservador ante ellas no sob rep asa esencial­ mente, según la m edia, el tiem p o que estaría dispuesto a p asar ante, digamos, u n b u e n cuadro en el m useo. Si b ien no hay n ad a que objetar c o n tra esta estrategia, sin em bargo, p erm an ece d es­ aprovechada en ella la posibilidad de te m a tiz a r explícitam en te la in certid u m b re que g en era la instalación de im ágenes m óviles en el m useo. U na te m atiza ció n de ta l tipo se logra d e fo rm a m u ­ cho m ás acerta d a a través de las películas en las que u n a d e te r­ m inada im agen solo se m odifica m uy len tam en te - s i lo h ace en

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alguna m e d id a-, aproxim ándose, de esta m anera, a la presen­ tación m useística trad icional de la im agen individual, inmóvil. Como ejem plo tem prano de una película «inmóvil» seme­ jante, que funciona ciertam ente de m anera iconoclasta porque lleva la im agen cinem atográfica a la detención, se puede mencio­ n ar Em pire State Building, de A ndy W arhol. No p o r casualidad, su au tor fue m uy activo en la escena artística. Nos hallam os aquí ante u n a im agen estable que apenas se m odifica con el paso de las horas. Con ello, a diferencia del espectad or de cine, u n visitante de la exposición que entendiese esta película com o p arte de una instalación cinem atográfica no te n d ría que aburrirse. Pues el vi­ sitante de exposiciones puede, e incluso debe, com o se h a dicho, m overse librem ente p o r el espacio de la exposición, abandonarlo, volver al él, etc. Así, al final de la película de W arhol, el visitante de la instalación, a diferencia del espectad or de cine, no puede decir si aquella consistía en u n a im agen móvil o inmóvil, porque siem pre tiene que contar con la posibilidad de que se le hayan pasado p o r alto determ inados acontecim ientos de la película. Precisam ente, gracias a esta incertidum b re se tem atiza de forma explícita la relación en tre las im ágenes m óviles y las imágenes inm óviles en el espacio de la exposición. Aquí el tiem po no es vi­ vido com o tiem po del m ovim iento en la im agen cinematográfica, sino com o incierta, problem ática duración de la im agen cinem a­ tográfica com o tal. Así, las proyecciones de im ágenes cinem ato­ gráficas casi inm óviles en los espacios expositivos tradicionales dem uestran el carácter precario, incierto, ilusorio de to d a identi­ dad de la im agen, incluida la identidad de las im ágenes inmóviles tradicionales que tienen u n soporte «duro», «sólido». Lo m ism o p odría ser dicho de la fam osa p elícula Blue (1993), de D erek Jarm an así com o de Feature Film (1999), de Douglas Gordon, que desde el inicio fue concebida com o u n a videoinsta­ lación. E n ella, Vértigo, la p elícula de H itchcock, es su stitu id a en toda su extensión po r u n a película en la que solam ente suena la

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música de Vértigo, y en la que se m uestran tam bién, d uran te el tiemp0 en el que la m úsica suena, las im ágenes del d irecto r que la dirige- El resto del tiem po la pantalla perm anece negra: el movi­ miento de la m úsica sustituye al m ovim iento d é la imagen cinem a­ t o g r á f i c a . De esta m anera, esta m úsica funciona com o un a especie de código cuyo m ovim iento es seguido por la película, incluso si también genera en su superficie la ilusión de u n m ovim iento real del mundo. El gesto iconoclasta recorre aquí el círculo com ple­ to: si al principio de la h isto ria del cine se atacaba la observación quieta de la película, vuelve al final la quietud al cine, pero com o observación ciega d e la nada negra. Cuando uno se m ueve a tie n ­ tas en el espacio negro de la instalación p ara orientarse m ejor, no puede sino reco rd ar la im agen del ojo cortado de la película de Buñuel; un gesto que prom ete trasladar el m undo a la oscuridad.

Hans B

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L a IDOLATRIA HOY Texto p r o c e d e n te d e Das ec h te Bild. Bildfragen ais G lau b en fragen , Munich, C. H. Beck, 2 0 0 6 , pp. 14 -3 0

El concepto de idolatría contiene u n a censura que ya se en cu en ­ tra en la palabra m ism a1. E stigm atiza a aquellos que hacen de las imágenes un objeto de adoración (latreiá), pero sobre todo a aque­ llos que adoran las im ágenes falsas (eidola). El concepto de ídolo tenía ya una larga h isto ria tras de sí en la filosofía griega cuando tomó un significado negativo. C on este significado com parece en la traducción griega del A ntiguo T estam ento (Septuaginta). Podía designar una ilusión, u n fantasm a, tam bién nu estras im ágenes in ­ teriores, ta n efím eras que difícilm ente podem os captarlas. Pero en el Antiguo T estam ento tam bién se alude con este concepto a las imágenes de culto de otras trib u s que estaban hechas de m ateria muerta. D aban cuerpo a los m uchos dioses que, desde la p erspec­ tiva judía, no eran dioses vivos, sino ídolos vacíos. La adoración de imágenes m ateriales era p ru eb a suficiente del hecho de que se trataba de falsas religiones que n ad a sabían del verdadero Dios. El uso de im ágenes m uertas era ya por sí m ism o un a falsifica­ ción del Dios invisible, que lo había prohibido en el segundo m an ­ damiento. Por eso en sus epístolas Pablo ataca a los paganos con esta censura. E n la p rim e ra epístola que les escribió, ex h o rta a los 1 La sig u ien te s e c c ió n e s un d esarrollo d e u n tex to q ue p u b liq u é en su p rim era versión e n el F r a n k ju rt A llg em e in e Z e itu n g , 29-12-1999.

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corintios a que «huyan de la Eidolo-Latria. Os hablo com o a pru. dentes» (1.10.14.). En su lugar rem itía a los cristianos a la eucaris­ tía, al pan y al vino, que hacía posible u n sacrificio de nuevo tipo, «Pues, ¿un eidolon es en realidad algo? No, pues lo que se le sacri­ fica no se sacrifica a Dios sino a los dem onios». El C risto viviente era p ara él la única im agen adm isible de Dios. La acusación de idolatría se hizo de nuevo plenam ente actual d u ran te la Reforma. E sta vez los católicos eran sus víctim as. Caían bajo el veredicto de p racticar el «culto a los ídolos», así fue com o tradujo L utero el concepto de Pablo, y de ofender a la religión incluso cuando ado­ raban im ágenes cristianas. La acusación servía a la polém ica con­ tr a los «otros», que estaban en el error, m ientras u no m ism o poseía la verdad, que no q uería sacrificar a im ágenes falsas. E n resu­ m en, el concepto de id olatría tiene u n a p ro fu nda carga religiosa Q uien hoy habla de idolatría tiene, en consecuencia, que re­ belarse co n tra to da p ráctica que im plique im ágenes. Sin embar­ go, se en co ntraba en el concepto u n a alternativa, puesto que se apoyaba en la diferencia en tre im ágenes verdaderas e imágenes falsas. P recisam ente sobre esta diferencia son oportu n as hoy las dudas que Jean B audrillard planteó en su libro Simulacres et sim ulation2. Los simulacro com o som bras y com o im ágenes iluso­ rias correspo nd en en el latín al eidola griego. B audrillard com­ p ren d e con ellos las apariencias que anulan la diferencia entre im agen y realidad. «La im agen es su propio sim ulacro puro», en lugar de com portar todavía la referencia a la realidad y a la ver­ dad. T am bién la auto rreferencia de los signos que se h an vaciado de to d a o tra referencia es lo contrario de la rep resentació n y de­ viene «irreferencia divina de las im ágenes». C uando las imágenes sim plem ente sim ulan significado ta n solo p u ed e n significarse así m ism as. Si antiguam ente se m edían con la realidad, hoy se ponen en el lugar de la antigua experiencia de la realidad. Así sucede 2

Jean Baudrillard, S im u lacres e tS im u la tio n , P a r ís, Éd. G alilée, 1981, p. 9 y ss., 13 y ss.

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q u e ya no se da u n «Juicio Final» y tam poco u n a últim a instancia para diferenciar lo verdadero de lo falso. C uando todas las im áge­ nes tan solo sim ulan la realidad com o si ya no existiese sin ellas, se viene abajo la diferencia m ism a entre icono e ídolo. B a u d r i l l a r d sigue aquí una ontología d e lo r e a l . Lo real tom a el Ingar que antiguam ente ocupaba Dios en el debate de los teólo­ gos. Hoy se tiene la sospecha, sostiene el autor, de que Dios siem ­ pre había sido su propio sim ulacro. Esa es la razón de que en el i n u n d o actual lo real se haya perdido com o vivencia fundadora de sentido. D e ahí que las im ágenes ya no se dejen distinguir de lo real en ningún modo. Peor todavía, sim ularían lo real h acién ­ donos creer que p o d ría seguir existiendo sin ellas. E staríam os en una situación en la que ta n solo consum iríam os signos, en lugar de com unicarnos con ellos y dejar que sean interm ediarios del mundo. Con su arrogante arbitrariedad, los sim ulacros retiran de antemano el valor a los hechos de la realidad. «La ilusión ya no es posible porque lo real tam poco es ya posible»3. Tan solo podem os estar de luto po r lo real, ya que solam ente lo poseem os en im áge­ nes que lo niegan en tan to que lo afirman. No obstante, se debe rec o rd a r que B audrillard se sitúa aquí en un discurso posm oderno que niega to d a realidad incluso en la com presión del texto y que, p o r tanto, no solo deconstruye las imágenes, sino tam bién los textos. P ara los protagonistas de dicho discurso, estos últim os son figuras retóricas sin refe­ rencia que, lo m ism o que las im ágenes, solo sim ulan su antigua referencia a la realidad, aunque de hecho ú n icam ente se refie­ ren a sí m ism os. El lam ento a propósito de las im ágenes tiene un trasfondo religioso, p recisam ente porque p resu po ne la fe en una realidad que p o stu la de fo rm a absoluta y que hoy no v u el­ ve a en c o n trar en las im ágenes. P or lo dem ás, se debe señalar la circunstancia de que cuando lam enta la p érd id a de lo real en el

3. Ib íd .,

p.

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m undo actual, B audrillard siem pre extrae sus ejem plos de l0s e e u u . De ahí que defina a D isneylandia com o «un m odelo p e r ­ fecto de todos los órdenes de sim ulacros enm arañados» a nivel infantil, en donde se b u scaría «ocultar el hech o de que lo real ya no es lo real»4. N aturalm ente, se tra ta de una persp ectiv a eu­ ro pea (se pod ría casi d ecir de la vieja E uropa) que solo puede ser ad o ptada si todavía se cree p o seer u n em plazam iento pro­ tegido desde el cual se deja aparecer a los e e u u a distancia. El futuro, que ya h a com enzado allí, se m anifiesta com o el tiempo p o ste rio r al pecado original. E sto ya reso nab a en T h eo d o r Ador­ no y M ax H ork h eim er cuando, d u ra n te los años de la Segunda G uerra m undial, criticaban el m undo de H ollyw ood con el con­ cepto de in d u stria cultural. Evelyn W augh escribía el tex to más fam oso de este género en 1948 con la publicación de la novela The L oved Ones, que recibió en la trad u cció n alem ana el título de Tod in H ollyw ood (M uerte en H ollywood). D esde el p unto de vista europeo, el escándalo consistía en que en H ollyw ood se falseaba la verdad de la m u e rte y el aspecto de los m uertos. Al transform arlos en im ágenes de vivos, se m ataba tam bién toda la verdad de la vida. G ü n th er A nders observaba pocos años más ta rd e que en los cem enterios que describía Evelyn W augh se h ab ía en terra d o «no al m uerto, sino a la m u erte» 0. C uando vida y m u e rte ya no se diferenciaban sino que devenían sem ejantes en la im agen, tam poco se p o d ían ya sep arar v erd ad e ilusión. Sin em bargo, se d ebería distinguir el p un to de vista de Bau­ drillard respecto de su tem a. P orque el te m o r a que se haya perdi­ do la diferencia entre im agen y hecho en las im ágenes producidas

4

Ib íd ., p. 2 4 y 26.

5

G ü n th er A n d ers, D ie A n tiq u ie r th e it d es M en sch en , Band 1: Ü b er d ie Seele im Z e ita lte r d e r z w e ite n in d u stríellen R ev o lu tio n , M u n ich , C. H . B eck , 1956, p.280. [G ü n ther A n d ers, L a obsolescen cia d e l h om bre. S o b re el a lm a en la época d e la seg u n d a revolu ción in d u stria l, v o l. I, trad. J o se p M o n ter P érez, V alen cia, PreT ex tos, 2011],

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p o r n o s o t r o s se ha vuelto hoy general. T am bién se ve afectado por ello el discurso sobre la idolatría. Vilém Flusser dice que las im á­ genes ya no son ventanas, sostiene que «en lugar de rep resen tar el m u n d o , lo desfiguran», h asta el p un to de que el hom bre, en lu33

y dicho deseo en cu en tran las figuras de su resolución, gracias a una reticulación de lo visible que está regida p or los signos de sus efic a c e s rituales. Y así es com o esos hom bres a los que se tach a ¿e idólatras esperan de su ídolo u n servicio com pletam ente real y llegarán a d estruirlo si él no les cum ple el contrato, si se sienten defraudados en sus expectativas o si alguna divinidad más fuerte viene a reem plazarlo. E n tal caso se volverán hacia las nuevas d i­ vinidades. H e aquí po r qué los idólatras inspiran un inm enso te ­ rror. ¿A quién? A los ídolos vivos del p oder que tem en la fatalidad de su destrucción. El Dios único tam bién tem e a los ídolos; m a­ nifiesta co n tra ellos su cólera y exige su destrucción. Jean Pouillon describe el fetiche com o u n a « tram pa p ara dioses»10, esto es, como un vínculo de inm anencia del signo con el sentido, pero a mí me gustaría añadir que en el caso del ídolo esta «tram pa p ara dioses» solo es tal tram p a en la m edida en que condena a los d io­ ses a m uerte. El Dios todopoderoso del m onoteísm o lo sabe m uy bien y por eso odia a los ídolos y a los idólatras. Sabe que los ídolos so n la m uerte de Dios, el lím ite de su poder, su propia im potencia. Y, en efecto, los ídolos m antien en u n a doble relación con la m u er­ te. D estruidos p o r los iconócratas, que se sienten radicalm ente amenazados p o r ellos, se exponen ellos m ism os a la fractura, a ser rotos, y a esa m ism a m uerte de la que constituyen in trín se­ camente el significante; y luego, cuando po r fin ya están rotos, lo que revelan es la inanidad de esa divinidad que se suponía al­ bergaban en ellos. Obviam ente, el Dios de la Biblia no podía to le­ rar sem ejante destino. Por lo tanto, nada de im agen, a m enos de producir u n a que sea con to d a seguridad indestructible. Pablo se ocupó de ello de m anera activa y, gracias a él, la Iglesia h a podido instalarse en el p o d er de su iconocracia virginal e im putrescible. El idólatra es p o r excelencia aquel que causa horror. E n todos los m onoteísm os se vuelve uno a en co n trar la m ism a abom inación, 10 J. P ou illon , « F é tich es sa n s fétich ism e» , N o u v eíle R e v u e d e P sych an a lyse, n ú m . 2, o to ñ o 1970, París, G allim ard, pp. 135-147.

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ya sea en los textos hebraicos, en el m ensaje coránico o en el pen. sam iento cristiano. La idolatría, acusada de ser creación de falsos dioses, adoración sacrilega de la m ateria, adhesión satánica alpensam iento mágico y talism ánico, tiene la función de darle cuerpo a las figuras del espanto y a las legitim aciones del odio. El poder del ídolo se basa en que su destrucción no pued e sino confirm ar su in­ fernal recurrencia. Es tan irreductible com o n u estra mortalidad. Cuando habla de los ídolos, N icéforo se cuida m ucho de recordar­ nos que no se parecen a nada verdadero. Siem pre seudónim os, su p o der es m isterioso, lejos de toda la sim ilitud im aginal e icónica del enigm a. El icono quiere ser u n m em orial de la vida p o r medio de la transfiguración de su carne, m ientras que el ídolo es, desdé ef origen, ese m em orial que vuelve p resente el cuerpo de un muerto y, en consecuencia, form a p arte de las som bras. R em itim os al aná­ lisis que J. P. V ernant consagra al eidolon y al colossos11, en donde califica al eidolon de «categoría del doble». «El doble -esc rib e Ver­ n a n t- es algo com pletam ente distinto a u n a im agen. No es un ob­ jeto «natural», pero tam poco es u n p roducto m ental: no es ni una im itación de un objeto real, ni u n a ilusión del espíritu ni u n a crea­ ción del pensam iento. El doble es u n a realidad exterio r al sujeto pero que, incluso en su propia apariencia, se opone p or su carácter, insólito a los objetos fam iliares, al decorado habitual de la vida»12. Som bra, hum o o efigie m oldeada, el caso es que el eidolon forma p arte de las invocaciones de la m u erte y de los gestos que fun­ dam entan n uestro trato con los m uertos. El ídolo seguirá con­ servando todas estas características en la d o ctrin a cristiana, que construye todo el pensam iento icónico a base de u n a oposición térm ino a térm ino con esos signos del paganism o griego indiso11 J. P. V ernant, M y th e e t P en sée ch e z Ies G recs, París, La D éco u v erte , 199 0 , pp. 325338 [J. P. V ernant, M ito y p e n s a m ie n to en la G recia a n tig u a , B arcelon a, A riel, 1983]. 12 Ibíd., p. 330.

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ciables de los ritos sacrificiales. El icono se niega a ser un m ero doble a base de adm in istrar de m anera com pletam ente diferen ­ te por la vía económ ica, el pensam iento dual. Pero ya se ha visto en varias ocasiones hasta qué p un to el rechazo a la duplicación no conseguía escapar a las tram pas de la duplicidad. ¿No podría ocurrir que la Iglesia sucum biera algún día a las tentaciones ¿e la duplicación fotográfica, pese a lo m ucho que la tem en los que están fam iliarizados con el pensam iento de las so m b ras13? gu naturaleza a m enudo tridim ensional, pone al ídolo del lado de las cosas, de los objetos m anipulables, de los que u n a p arte escapa a la visión directa o frontal. El ídolo p erten ece a u n m undo sin vida, sin luz y sin voz, sin todo aquello p o r lo que, a contrario, se define la n aturaleza icónica. A m enudo tam bién se en cu en tra del lado de los m uñecos, es decir, de esa ex trañ a población de objetos duplicadores y de réplicas incubadas al calor am enazante de las m anipulaciones femeninas. Las b rujas no and an lejos. No es casualidad que la iconocracia eclesiástica haya situado en su m ism o centro el icono de una m adre sin profun didad y sin som bra, p reñ ad a de u n ser que no la llena. E sta yugulación del im perio idólatra seguram ente for­ ma p arte in trínseca de la desviación de todo el poder fem enino en aras de u n p o d er que tuvo la habilidad de situ ar en su centro fundador al icono de u n a m ujer. ¿Pues acaso las m ujeres no están imbuidas de u n p o d er m isterioso de vitalización de la m ateria del cuerpo, esas m ujeres adoradas a las que al final tam bién h ab rá que acabar p o r romper...? E sa m ujer en gañadora y reptil, a la que habrá que p ro h ib ir que engañe... La ido latría es u n espacio de m ovilidad incesante atravesada por erupciones abrasadoras y fragores de exterm inio. Es el lugar mismo en que se pone en relación la fascinación de lo fem enino 13 Cf. infra, « H isto ir e d ’u n sp e ctre» , p. 2 35 y ss. [M o n d za in s e refiere al ca p ítu lo q ue sig u e en el libro d el q u e p r o c e d e el p resen te tex to , n. d el ed.].

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con el m isterio de la vida y el e stu p o r14 de la m uerte. No cabe duda de que es ella la que m antiene vivo el m ortífero espectácu­ lo de la corrida en los países cristianos m ás espantados por l0s placeres del cuerpo y que gozan tanto de la ten tació n como de la m ortificación y el sacrificio. Se m ata recu rrien d o a la estrata­ gem a y al engaño, en u n a p rueba que no ob stante se dice prue­ b a de verdad. Los países idólatras se dan al regocijo y sus fiestas rezu m an u n a extraña dicha m acabra, u n a su e rte de alegría des­ esperada. El carnaval es el regocijo carnívoro de los cuerpos en los funerales de la carne transfigurada. La esencia del ídolo es antieucarística: sustituye las esperanzas de resurrecció n por la estricta repetición de los ritm os calendarios. Los ídolos tienen sus estaciones. La aren a de la plaza es u n alto lugar de la idolatría cristiana, en donde se aplaude la m u erte de lo que se h a adorado. ¿Saben todavía las m ujeres cuál es en realidad su lu gar en ese rito sacrificial? E xisten algunos «vía crucis» que no están m uy lejos de im itar la m ism a operación en la festividad sacrificial. Exquisi­ to m odo de d ar m u erte a la im agen adorada. Picabia1=. La fotografía de M an R ay nos m uestra a la víctim a de la corrida, la bestia poderosa y desnuda que tiene a bien m orir bajo las banderillas y la espada de los sacerdotes del arte. [...] E ste irrespe­ tuoso reclama el respeto porque va a morir. Todo le fu e posible, porque la realidad no tuvo para él ni un es­ tatus filosófico ni una dignidad teológica. L a realidad no es m ás que esa estupefaciente desesperación del cuerpo que se encuentra con su m ortalidad en el m om ento en que goza. Obra de un gozador poten­ te y grave que no tiene nada de infantil [...] N unca vivió engañado, aunque seguramente siempre temió estarlo. Una obra que pasó por 14 T rad u cción libre d el fran cés sid éra tio n , q u e s e ap lica a u n esta d o sú b ito d e estu­ p o r e in an id ad , sim ila r a la m u erte, a n tes atrib u id o a la in flu en cia d e lo s astros, a la fu lm in a ció n sú b ita, etc. [n. d e l trad.]. 15 M .-J. M on d zain , « L e d e s tru cteu r éta it id olatre», ca tálo g o d el M u seo d e Ixelles, 1983.

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¡nanos que nunca supieron retener nada, m anos que pierden, manos que dilapidan [...] hasta a su m ism o talento le gusta verlo escurrirse entre sus dedos indiferentes.

En España se ama desesperadamente a los ídolos [...]. El teatro del sufrimiento se convierte en el lugar de un verdadero sentim ien­ to de desgracia extrañam ente mezclado con la explosión del placer. España ha conservado el secreto de esa dolorosa idolatría. Paganis­ mo violento que hincha las venas de las bellas españolas. Picabia es una de esas mujeres. La bestia sacrificada en la arena es la víctim a de Dios, su preferida, p otente y seductora. Picabia viene de ahí [...]. la s mujeres, los toros, las máquinas, todo es puro autorretrato. Pi­ cabia ha nacido sin pecado de ese suelo idólatra que nunca ha teni­ do miedo de la sangre y que m antiene con la m uerte relaciones de insolente seducción y de sublim e coquetería. Risa española [...]ju sto antes de que se escuche el grito que de­ bería dejar todo en suspenso, antes de que el gran arte caiga a su vez rendido bajo el cuerpo terriblem ente herido del artista. No se puede separar a la idolatría del p oder fem enino, com o si el poder irónico, la p otencia de su virginidad m aternal, hubiera echado fuera de ella todo lo que la vuelve tem ible y que solo p u e­ de condenarla a la destrucción. P orque eso a lo que se h a echado fuera no cesa de volver y de desplegarse en pleno día en m edio del cotidiano batiburrillo de ídolos m ás o m enos dom inables: desde fantasm as perdidos alrededor de u n a estrella del cine, al paganismo ru tilan te de u n a procesión española y h asta el sacri­ ficio expiatorio de M arilyn M onroe o la organización m etódica de la transfiguración virginal de M ichael Jackson, que p areciera querer resu c ita r an tes de que tengam os tiem po de abatirlo. To­ dos son efím eros, porque to d a adoración acaba p o r m a ta r16. 16 ¿Qué d ecir d e la re c ie n te se n te n c ia d e u n ju e z q u e co n d en a b a a Bernard T ap ie co n esta s palabras: « Q u e q u ien h a v iv id o p or la im a g en m u era p or la im agen»? E sa m ism a n o c h e la te le v is ió n m ostrab a esa im a g e n rota en p ed azos.

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Todo el m undo está de acuerdo con este delenda, digno de C a­ tón: el ídolo debe ser destruido. Yo h asta diría de b uen a gana qne la definición de ídolo no es m ás que la de u n a im agen a la que hay que m atar. La h isto ria abunda en relatos de ro tu ra de íd o lo s incluso llegando a la m ás recien te actualidad, en la que se des­ tru y en cantando ídolos y banderas, no sin volver a restablecer los cultos ¡cónicos. A eso se red u ce to d a esa in q u ietan te ambi­ güedad im plícita en el reto rn o a la o rto do xia en los países que acaban de d e stru ir sus ídolos. Es el gesto de u n id ólatra dispues­ to a su stitu ir un ídolo p o r otro. C u an d o u nicon od ejad eserun aim agen .seco nv ierteen u n íd o lo y exige su sacrificio. Los iconoclastas d estru y ero n los iconos para dem ostrar su n atu raleza de ídolo, es decir, p ara d em o strar su mor­ talidad. P orque p arael Dios del iconófilo, el icono es indestructible. M ientras que la d estru cción del cu erp o cristiano m artiriza­ do nos p erm itía v er to d a su econom ía y p o r lo tan to su función reden tora, u n a vez destruido, el ídolo confiesa su vacío y m ues­ tra su nulidad, su verd ad era n atu ra lez a de cadáver. Vacío de la gracia, refu ta la vacuidad kenó tica de las en trañ as carismáticas. Los pedazos rotos de los ídolos n u n ca se con vierten en reliquias y, por tanto, cada fragm ento m o stra rá esa n ad a qu e lo habita. U na vez abandonado p o r el espíritu, com o u n ju g u e te roto o una m áquina desm ontada, el ídolo, que n u n ca se alzó a las alturas del enigm a im putrescible e irrom pible, ya no conserva ningún m isterio. Ya nadie cree en él, p u es solo se m an ten ía gracias a los reso rtes de la creencia pasional. El ídolo no es m ás que el destino de u n a im agen p resa en el flujo de la pasión. La Pasión del sacri­ ficio crístico no es sino su reverso, la inversión redentora. Pero, ¿quién pu ed e asegurar que en la secreta intim idad de n uestras encarnaciones los objetos resp e tan la o rden que les da la Iglesia de no ceder a los m aleficios de la confusión?

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[Melancolía, n o sta lg ia o fata lid a d : e l signo, e l sím bolo y el íd o lo

p elo dicho h asta ahora se d esp ren d e que existen varios polos de ja producción de im ágenes y de la reflexión sobre la ¡conicidad que p erm iten distinguirlos: el signo iconoclasta antifigurativo o desfigurativo, el símbolo iconófilo ya sea figurativo o abstracto y el doble com o objeto de la idolatría. E n los tres casos nos las habernos con figuras de la sacralidad nítid am en te distintas. No ¡e trata en absoluto de una clasificación de los objetos, sino de una distinción en el seno de la relación imaginaria con la invisibilidad. Un m ismo objeto pu ed e p asar de u n estatus al otro, es u n a p u ra cuestión de in te rp re tac ió n y de uso. Los P adres de la Iglesia ya habían localizado el equivalente a la p u rez a de intenciones en la producción e in te rp re tac ió n de lo visible. Y es que, en cuestión de im ágenes, todo d ep en d e del papel que queram os que ju e ­ guen. ¡Por sí m ism as no tie n en ningún p o d er de decisión! Por éso m ism o no se m e alcanza la razó n de te m e r a tal clase de im a­ gen visible m ás que a tal otra. L a im agen se lim ita a ofrecerse, es luego al p ensam ien to al que le toca d isp o n er de ella . Lo que sí es tem ible es el p o d er que dejam os en m anos de quienes tie ­ nen el m onopolio y co n tro l de su m anipulación e interpretació n . Los verdaderos am os son los am os de los signos y los sím bolos: en cuanto a los ídolos, siem pre nos qu ed a la posibilidad de d es­ truirlos y sustitu irlo s p o r otros. Al p o d er le in te resa d isfrazar a los ídolos de signos y sím bolos del sentido y la verdad, pues así se asegura su p eren n id ad . P orque los que g obiernan tien en m ie­ do de los ídolos, ya que están fatalm ente abocados al sacrificio y siempre d ispuestos a la revolución. ¿Qué h acen los partidarios del signo? Sacralizan el duelo y cuando digo duelo no m e refiero a la m uerte. Producen tan to las obras com o los discursos de la melancolía, p ri­ vilegiando en nom bre de u n a ausencia irreparable los em blem as

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de u n faltar, u n abrirse en el vacío1'. Son las obras de lo desga­ rrado, lo abierto e inacabado. A m enudo tam bién son las obras de la insolencia, la risa y la derrisión, que adem ás de fustigar todos los cerem oniales idólatras, tam poco p erd o nan los sueños icónicos ni las am biciones iconófilas. En mi opinión, habría que m eter en sus filas a los dadaístas, los expresionistas «abstractos» los partidarios del A rt Brut, los cam peones del Pop A lt... incluso si tales asociaciones p u eden chocar y sorprender. E n realidad, y h asta cuando practican lo no-figurativo, los cam peones del signo siem pre se m antienen lejos de la abstracción, porque ignoran el retraim iento18 que h ab ita la vida icónica. No es posible confundir el vacío que deja la figura del duelo con el exigido po r la opera­ ción de la gracia. O, p ara decirlo de otro modo, el vacío del signo no tien e nad a de kenótico: sencillam ente es ese distanciam iento definitivo que nos separa de la inm anencia de u n sentido. Los practican tes del signo tien en en com ún la m elancolía del duelo y la d estru cción de todas las com placencias de la memoria. El objeto deja de ser u n a m anifestación de la p resencia y pasa a se r el signo de u n a in com pletitud definitiva y un distanciam ien­ to infranqueable. La d u d a que lo h ab ita no tien e n ad a que ver con la expresión o la expresividad, sino con la posibilidad misma de com unicación del sentido o de la existen cia de u n a verdad. Lo insensato, el contrasentido, el sinsentido, la contradicción, el escepticism o, todas esas tensio n es le confieren a estas pro­ ducciones u n a violencia p ro p ia que a m enu d o las convierte en figuras revolucionarias o contestatarias, ya sea en el ám bito de lo plástico o en el propio cam po de lo social. S ospechando eter­ n am en te de las infidelidades de la m em o ria y riéndo se de las certezas científicas y de todas las form as apodícticas, los signos

17 T rad u cim o s m a n q u e y béan ce r e sp ectiv a m en te [n. d e l trad.]. 18 T ra d u cim os re tra it, ta m b ién p o sib le c o m o retirada, retiro, retracto [n. d e l trad.].

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iconoclastas sirven de fu nd am ento a obras que a prim era vista no presentan e n tre ellas n ingún tipo de p arentesco estilístico. Y es que a estos signos no les im p o rta nada el estilo y tan pronto pueden adoptarlos todos y experim entarlos todos, com o sep a­ r a r s e lib rem ente de ellos sin nostalgia alguna. A m antes de los códigos y h asta virtu osos de su uso, p u ed en incluso inventarlos solo para gozar m ejor de su com binatoria y su pluralidad. N ada de m archa atrás ni de reto rn o suprem o: ni proyecto ni nostalgia. El m elancólico no es u n nostálgico, com o lo será el p artid ario iconófilo del sím bolo. H ablaba líneas m ás arriba de la form a de la sacralidad. Pues bien ¿cuál es aquí su form a? Se tra ta de u n a sacralidad de tipo negativo, m arcada po r el sello de la profanación, anim ada p o r el dinamismo del sacrilegio y el aliento de la blasfem ia. Y, ¿qué es esto, sino la sacralidad del deseo mismo, que tom a prestadas to ­ das las vías que se le presen tan sin g uardar m iram iento alguno por las idealidades ni p o r las convenciones institucionales, sea cual sea su naturaleza? El reino de los signos ignora la censura e ignora el castigo. Es siem pre soberano en sus dom inios propios y no reivindica peren n id ad alguna. Es el arte propio de los p rín ci­ pes sin Iglesia, un arte de com batientes hostiles a toda su e rte de feudalismo. M elancolía de u n D on Q uijote que peregrina co n tra vientos idólatras y m areas icónicas. M arcel D ucham p. ¡Cuán distinto es el linaje de los am antes de la im agen que no renuncian a las ilum inaciones del sím bolo icónico! E ntendiendo aquí la palabra «sím bolo» en u n sentido que m e p erm itirán lla­ mar «niceforiano». Convencidos de la n aturalidad invisible de la imagen y de su econom ía carnal, se ponen al servicio de su total manifestación. Sea o no sea figurativo, el sím bolo icónico tra ta la ausencia de u n m odo com pletam ente distinto, puesto que la convierte en u n objeto intencional del que produce su trazo, ilu­ m ina su huella y p rep a ra su resurrección. Su cuita no es de tipo

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melancólico, sino nostálgico. Se h a perdido algo y hay que volver a encontrarlo, se ha olvidado algo y hay que volver a recordarlovivim os en el exilio y hay que regresar a la p atria de origen... Técnicos de la transfiguración, los pro du cto res de iconos m antienen abierto o cerrado el discurso sobre la verdad y la sal­ vación. P artidarios de un arte redentor, em piezan p o r ser ellos m ism os los redento res del arte. Siem pre divididos en tre las es­ peran zas de la anam nesis y la desesp eran za de la nostalgia, son hom bres de m em oria y gravedad. Su violencia no es producto de la insolencia, sino que es la p ropia de una llam ada al o rden y un regreso a las fuentes. Este tipo de artistas han sabido plantearle a la im agen la cuestión de su origen y destino en todas las épocas. P rod u cen obra y p rod ucen cuadros. D efienden la causa del espí­ ritu y prom eten la libertad. Y, adem ás, se to m an realm ente dicha libertad y no tien en te m o r alguno al m artirio. Su alegría habla en favor de ellos tan to com o su abandono y d esam paro 19; su causa es lo suficientem ente universal p ara justificar su soledad. Figurativos o abstractos, la verdad es que poco importa, puesto que lo que h ace falta es en co n trar aquí y aho ra las figuras operativas de la vida, la v erdad y el sentido. Se tra ta de u n a em­ p resa económ ica que gestiona históricam ente las visibilidades de n u estra encarnación. La abstracción en el sentido estilístico del térm in o no es m ás que la figura explícita de ese histórico aparta­ m iento lejos de las am enazas de la idolatría. A rte espiritual y viril siem pre fiel a su m isión icónica. Es en este linaje en el que seguram ente figuran los m ás altos lugares de la visibilidad que se m antienen d entro de la economía icónica, desde M iguel Á ngel h asta M alévich. Todos h an comba­ tido a favor de u n a visibilidad au tén tica a resguardo de to d a ido­ latría. Es u n com bate que co ntin ú a y que d u rará tan to com o siga

19 T rad u cim os d érélictio n (se n tim ie n to d e a b an d o n o y d esam paro, aislam ien to , so ­ le d a d ) [n. d el trad.].

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durando la esperanza en un a libertad del espíritu y la convicción de una verdad. El contrasentido que convertía a los pintores no figurativos de principios de siglo en los últim os cam peones de la ¡conoclastia, se resistió m ucho tiem po a desaparecer. Todo vasa­ llo fiel de la visibilidad es iconófilo, sobre todo cuando sostiene el discurso de la invisibilidad. El iconófilo siem pre está alentado por su fe. Y no es necesario que dicha fe sea religiosa o esté inves­ tida de las insignias de la teología. De lo que se tra ta es de la fe en la imagen y del entusiasm o p o r lo imaginario. Y p o r lo tanto dicho entusiasmo puede adoptar el rostro de Dios, de la ciencia o de la técnica....sin dejar de ser siem pre un regocijo sim bolizador y un dinamismo económ icam ente productivo. Allí, la sacralidad es la de la vida mism a, asum ida en la carne de sus pasiones y su espera d e la gracia. El icono m antiene sin desfallecer su relación con el enigm a. Reclam a a los h erm eneu tas de todas las transustanciaciones, puesto que hay m ateria que toma vida. El arte iconófilo es siem pre u n a operación eucarística que transform a la m ateria en im agen viva y en m irada red e n to ­ ra. En su tesis sobre Jaw lensky20,1. G oldberg hacía observar que la n aturaleza m u e rta estaba en connivencia con el tram pantojo por el lado de la cosa inanim ada. «¿Han visto ya alguna cru ci­ fixión en tram pantojo?», preguntaba. R especto a la p ertin en cia de tal p regunta yo resp o n d ería que la natu raleza m u e rta es, sin duda, el género icónico en el que se juega del m odo m ás cerca­ no el escenario m oderno de la encarnación de la im agen. Esas cosas inanim adas y consum ibles, son en su silencio el eco que responde a la voz solitaria de la carne crucificada. C onjurando las ficciones idolátricas, la n atu ra lez a m u e rta reactiv a la cuestión icónica sacudiéndose poco a poco el yugo de la representación especular. Es u n h ito de la m ayor im portancia en la reconquis­ ta de la iconicidad d en tro del arte europeo, p orque adem ás lo 20 I. G oldberg, J a w le n s k y ou le v isa g e p ro m is , tesis, U n iversid ad d e París 1 , 1991.

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hace bajo u n a form a espiritual que resu lta ta n to m ás nueva por lo m ism o que ya no es religiosa. I. G oldberg ya dem ostró de ®añ era m agnífica com o pu ede desplegarse usan do el ejemplo de las caras pintadas por Jawlensky. Y su ejem plo m e lleva a de­ signar a la Gioconda com o p rim e ra n atu ra lez a m uerta. Lo qUe p o r o tra parte, no h a im pedido p ara n ad a su transform ación en ídolo, desatando al albur de los vaivenes del hu m o r la rabia de d estrucción. E n este sentido es el m ejor ejem plo del estre­ cho lím ite que separa to d a ¡conicidad del destino del ídolo, una am en aza que, sin em bargo, no p esa en absoluto sobre el mun­ do de los signos antiicónicos. D esde la persp ectiva del signo, la cuestión de la carne de las im ágenes q u ed a elim inada; d e s d e li del sím bolo, son inevitables los deslizam ientos en tre la encar­ nación y la incorporación. Si la carne no tom a cuerpo, el paso de lo especulativo a lo institucional es im posible; po r el contra­ rio, si tom a cuerpo, no ta rd a m ucho en verse invadida por las figuras de la idolatría. Y en tonces se p o n en en m arch a todos los procesos de la fascinación p o r el consum o y el sacrificio. F ren te a estas dos actitudes, m elancólica o nostálgica, disyunti­ va o m ediatizadora, se alza el ídolo, ofrecido a la adoración y al sacrificio. Siendo inexplicable, su m isterio resiste a to d a herm e­ néutica. El ídolo sostiene el discurso ininteligible del cuerpo, de la creencia y del placer, ren u n cia a la inm ortalidad de la carne redim ida p ara prom over la m isteriosa vitalidad de los cuerpos corruptib les y las som bras im palpables. No es ni m elancólico ni nostálgico, p orque sencillam ente no tien e alm a y p o r ende ignora todos sus estados. M ateria activa y operativa, im ita la inmanencia de la m u e rte h asta en sus últim os pedazos. Inanim ado, poderoso, m aterializa el m isterio pero no lo encarna. Lo in co rpo ra y des­ aparece con él, arrastrán do lo a su silencio y regresando, tenaz, a m anifestar la obstinación física de sus poderes y de sus am ena­ zas. T oda visibilidad p u ed e con vertirse en ídolo y todos los ico-

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nócratas tiem blan de m iedo de que regí-ese. Y de hecho regresa, pues al cabo no es sino la figura de la fatalidad. ¿D ejarem os algún día de querer destruirlo? Para eso habría que dejar de amarlo. pero el ídolo, que no opera nunca en el cam po de la sim ilitud, sí habita el del doble, es decir, el de la sem ejanza. En una palabra, el ídolo se nos asemeja: com o nosotros, quiere que lo am em os, como nosotros, sabe que tien e que morir. Decir que el ídolo es fatal, es volver a rep e tir que al p artidario del signo, tanto com o al del símbolo, le fue im posible no con tar con él. M ateria p ro d u cto ra de im ágenes, p oder ineludible, esa invisíbilidad que den o ta ya no tiene nada de económ ico. Ya no opera en pro de la legitim idad de una gestión ni de la justicia d istrib u ­ tiva. Por el contrario, se extiende, vagabundea y en la prodigali­ dad de sus efectos y la seducción de sus prom esas se exhibe a sí mismo bajo la am enaza de su desaparición. Ya no es sino energía viva que se despliega desde el íntim o saber de su desaparición y que ya solo vive de sus repeticiones. G usta de esos rituales incan­ descentes que acom pañan tanto sus m om entos de gloria com o su sacrificio: le gusta la sangre, que sacraliza su indignidad y en la que se escribe su contrato con el deseo de los hom bres. ¿Y acaso esa energía no nos hace p en sar en ese hagion21 que el iconoclas­ ta prefería m a n ten e r en el secreto p ro tec to r de los tem plos y los tabernáculos, p ero que el iconófilo osaba gestionar y tran sfo rm ar con el fin de adm in istrar sabiam ente sus provechosas tu rb u le n ­ cias? E n ella se juega la relación viva en tre el arte y las m ujeres. Si el acceso a la articulación sim bólica es lo que m arca el ad­ venimiento de la Ley, se puede en ten d e r la im posible confronta­ ción del ídolo y la Ley. Cuando M oisés baja del Sinaí la p rim era vez, hace pedazos la Ley frente al ídolo. C uando M oisés regresa por segunda vez con la Ley, le toca al ídolo ser hecho pedazos. 21 El térm in o hagion tie n e q u e v er co n lo sagrado. E n lo s E v a n g elios, p n eu m a ha­ gion , d esig n a al E sp íritu S an to v e n i a Bib lia h agia hagion s u e le d esig n a r al tab er­ n á cu lo o santu ario.

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La incom patibilidad en tre la Ley y el ídolo se ve reforzada por ]a p rop ia Ley, que enuncia ya la prohibición del ídolo, puesto que el ídolo es u n a am enaza p ara la Ley. El ídolo solo puede erigir sus m onum entos sobre los signos de su abolición. El ídolo organiza en pleno día sus escenarios, esos en los que, he­ cho añicos una y otra vez, él erige sus propios fragm entos en calidad de cenotafios de la creencia misma. Si esto es así, la im agen no es sino un sudario hallado en un a tum­ b a vacía y sobre el que siguen inscribiéndose n u estro s deseos de resurrección. Las doctrinas h an elim inado los ídolos, pero no a los idólatras, so p en a de elim inar a la hum anid ad entera. H an clasificado los ob­ jeto s de la sacralidad en la categoría de buenos o m alos, intentan­ do arm arse de los m edios necesarios p ara utilizar esa energía sin que se revuelva co n tra ellos ni co n tra las legitim idades que han ido instaurando. A p a rtir de ah ora contarem os con objetos a los que ya nun ca tendrem o s el derecho de d estru ir sin condenam os. La v erdadera iconoclastia no es sino u n a idoloclastia destinada a p ro hibirnos los cam inos de la destrucción. Así las cosas, nos encontram os sum idos en u n a extrañ a topología de las instancias que debem os d estru ir o respetar. El pensamiento especulativo nos abre el cam po de las producciones imaginarias y de todas las esperanzas de libertad, al tiem po que funda el poder institucional que aterro riza a esa m ism a libertad conquistada, a la que quiere co ntrolar o incluso destruir. Y esa es la razón p o r la que la cuestión de la im agen, el icono y el ídolo nos desgarra: porque sostiene sim ultáneam ente el discurso de la vida y de la muerte. Así es la im agen, en todo su p o d er económ ico, falaz y verídico a u n tiem po. Pone siem pre en m archa el cuestionam iento sobre

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las relaciones en tre nuestro deseo y n uestra identidad. El famoso «conócete a ti mismo», ¿no sería en esencia un «conoce tu imao-en»? Para que no parezca, por culpa de esta pregunta, que estoy cediendo a alguna debilidad retórica, preferiría decir que todo parece estar dispuesto para que las especies de visibilidad elegi­ das por cada uno p uedan m anifestar claram ente la relación que mantienen con su sim ilitud esencial. Un p unto de vista sem ejante podría dar lugar a u n a historia del narcisism o en la que se desple­ garían las figuras anagógicas o m ortíferas de nuestras libertades y nuestras servidum bres, nuestras desesperanzas y nuestras u to ­ pías. U na suerte de econom ía política del narcisism o que no te n ­ dría por qué acabar siendo siem pre el relato de u n ahogam iento. Pues, al final, puede que el pensam iento filosófico de la im agen no sea m ás que u n a m anera de que N arciso aprend a a nadar. En la actualidad, parece com o si los artistas se dedicasen a reco ­ rrer en todos los sentidos el te rrito rio rebosante y contradictorio de las im ágenes, los iconos y los ídolos. Pasando de los unos a los otros sin ni siquiera ser siem pre conscientes de ello, vuelven a explorar ese m ism o dom inio que el pensam iento paulino ya defi­ nió hace dos mil años. ¿Podem os im aginarnos un a redistribución com pletam ente distin ta de las figuras y funciones de lo visible? Para conseguirlo, tendríam os que d errib ar la arq u itectu ra econó­ mica sobre la que reposan todas esas com binaciones y que h a sa­ bido d arle su lugar y su función a lo que la am enaza: el ídolo. ¿Va­ mos a tom arnos alguna vez la libertad de pen sar la im agen de o tra manera, aunque solo sea saliendo del te rren o del m onoteísm o?

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La d i a l é c t i c a de l a i c o n o c l a s t i a Texto p r o c e d e n te d e Icon ology. Im age, te x t, id e o lo g y , C h ic a g o , The U n iv e rs ity o f C h ic a g o Press, ¡98 6, p p . ¡ 9 6 -2 0 8 .

L a religión cristia n a solo logró co n trib u ir a u na com prensión ob je tiv a de las m ito lo g ía s an teriores cu an do tu vo suficiente ca p a c id a d d e a u to crítica , a l m en os en p o te n c ia . D e l m ism o m odo, solo cu an do co m en zó la a u to crítica d e la so cie d a d burguesa, la econ om ía p o lític a bu rgu esa p u d o com p ren der las econom ías feu d a l, an tigu a y orien ta l. E n la m e d id a en qu e la econom ía p o lític a bu rgu esa no se iden tificaba con el p a s a d o de un m od o m itológico, su crítica de las eco n o m ía s an terio res - y so b re to d o del sistem a feu d a l, con tra el qu e to d a v ía ten dría qu e c o m b a tir - se asem eja a la crítica qu e dirigió el c ristia n ism o con tra el pa ga n ism o , o a la qu e el p r o te s ta n tism o dirigió con tra el catolicism o.

Ma r x , C on trib u ción

a la crítica d e la ec o n o m ía p o lítica 1

La crítica que dirigió el cristianism o contra el paganism o, y el protestantism o co n tra el catolicism o, consistió, claro está, en la acusación de fetichism o o idolatría. De hecho, para u n p u ritano devoto, la diferencia entre el fetichism o pagano y la idolatría ca­ tólica no era dem asiado significativa. W illem Bosman, cuya D es­ cripción de Guinea proporcionó a De Brosses b u en a p arte d e su material, afirm ó que «si fuera posible convertir a los negros a la religión cristiana, los católico-romanos te n d rían m ás éxito que nosotros, puesto que están de acuerdo en diversos particulares, sobre todo en sus ridiculas cerem onias»2. E sta clase de «acuer­ do» entre diversos tipos de idolatría sugiere la existencia de un a sim ilitud no solo en tre diferentes form as de adoración a las im á­ genes sino tam bién en tre diferentes form as de hostilidad h acia 1 Karl M arx, C o n trib u tio n to th e C ritiq u e o fP o litic a l E con om y, N u ev a York, In ter­ n ation al P u b lish ers, 1970 [Cf. Karl M arx, C on tribu ción a la crítica de la econ om ía p o lític a , trad. P edro S caron , M é x ico , S ig lo x x i, 2 4 a ed ., 200 1]. 2

C itado a partir d e B u rton F eld m an, R obert D. R ich ard son, The rise o f M o d e m M y th o lo g y 1680-1860, B lo o m in g to n , In d ian a U n iv ersity P ress, 1972, p. 4 6 . O rigi­ nal francés: C h arles d e B rosses, D u cu ite d es dieu x fé tic h e s, G in eb ra 17d0.

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la adoración a las im ágenes, es decir, entre distintas variedades de iconoclastia. Los rasgos típicos de la iconoclastia ya deberían ser conocidos.(La iconoclastia im plica una doble acusación: de insensatez y vicio, de e rro r epistem ológico y depravación moral. El id ólatra es ingenuo y se engaña, es una víctim a de un a religión falsa. Pero su ilusión nu n ca es inocente ni inofensiva; desde el p unto de vista iconoclasta, siem pre es u n e rro r peligroso y malin­ tencionado que no solo d estruye al idólatra y a su tribu, sino que tam bién am enaza con d estru ir al iconoclasta. H ay u n a c uriosa am bivalencia, pues, en la re tó ric a de la ico­ noclastia. Si se h ace hin cap ié en la in sen satez del idólatra, este­ se con sid era digno de lástim a y se d a p o r hech o que n ecesita una ed u cación y u n a conversión te ra p éu tica «p or su p ro pio bien». El id ó la tra h a «olvidado» algo - s u propio acto de p ro y e c c ió n -y por lo ta n to debe ser cu rad o p o r m edio de la m em o ria y de la concien­ cia h istó ric a3. El iconoclasta se ve a sí m ism o situado a u n a cier­ ta d istan cia h istó ric a del idólatra, en u n a fase m ás «avanzada» o «desarrollada» de la evolución hum ana, y p o r ello cree estar en u n a p osición adecu ad a p ara h a c e r u n a in te rp re ta c ió n evemerísta e h istó ric a de los m itos que el id ó latra se to m a literalm en te4. Si, por el contrario, se hace hin capié en su depravación, el idólatra se convierte en objeto de u n juicio iracundo que, en prin­ cipio, carece de lím ites. La ilim itada severidad de los juicios se deriva lógicam ente del carácter p eculiar de la idolatría, que no es solo u n defecto m oral com o tan to s otros sino u n a renuncia a la p ro p ia hum anidad, u n a proyección de d icha hum anidad sobre los objetos. El idólatra es, p o r definición, infrahum ano, y hasta que se dem uestre que p u ed e se r educado y volverse plenam ente 3

La an alogía co n la teoría d el fe tic h ism o d e Freu d y el p ro ce so tera p éu tico es evi­ d en te. H e ev ita d o d elib era d a m en te in clu ir a F reu d en esta ex p o sició n p or m oti­ v o s h istó ric o s ob vios, p ero su s id ea s está n p resen tes en to d o m om en to .

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El ev e m e rism o e s la d o ctrin a d e E v ém e ro d e M e sin a (s. I II a. C .), s e g ú n la cual lo s d io s e s y p erso n a jes d e la m ito lo g ía s e tie n e n q u e in terp ereta r co m o seres h u m a n o s d iv in iz a d o s [n. d e l ed.].

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humano, es m erecedor de la persecución religiosa, la expulsión de la com unidad de creyentes, la esclavitud o la elim inación. La h istoria de la iconoclastia es al m enos tan antigua com o [a de la idolatría. A unque siem pre aparece com o un hito relati­ vamente reciente y revolucionario que acaba con algún culto establecido de adoración a la im agen (la R eform a protestan te rompe con el catolicism o rom ano, los iconoclastas del im perio bizantino se oponen al P atriarca, los israelitas huyen de Egipto), con regularidad se p rese n ta com o la form a m ás antigua de reli­ gión: u n retorno al cristianism o prim itivo, o a la religión de las prim eras criaturas hum anas, an terio r a u n a «caída» que siem pre se entiende com o u n a caída en la idolatría0. D e hecho, se p o d ría afirmar que la iconoclastia es sim plem ente el anverso de la ido­ latría, que no es m ás que idolatría vuelta hacia afuera, hacia la imagen de u n a trib u rival o am enazadora. El iconoclasta prefiere creer que no adora n inguna clase de im ágenes, pero bajo presión suele aceptar que sus im ágenes son m ás puras o más verdaderas que las de los m eros idólatras, lo cual es m uy diferente. A través de los textos de F euerbach, M arx se fam iliarizó con una form a de in te rp re ta r la relación entre la iconoclastia y la ido­ latría que podríam os llam ar «antropológica». Todas las im ágenes religiosas, desde los fetiches m ás rudim entario s h asta las versio­ nes m ás refinadas de la imago dei, fueron tratad as «antropológi­ cam ente» por F euerbach, es decir, com o proyecciones de la im a­ ginación hum ana. M arx tam bién aprendió de F euerbach a p en sar en el judaism o com o el pro totipo del autoengaño iconoclasta. «Los 5

El tra ta m ien to q u e h a c e M ilto n d el n arcisism o d e E va y la e x c esiv a fascin ación d e A dán p o r la b e lle z a d e E va tal v e z sea la v ersión m ás su til d e la id ea tra d icio ­ nal d e la caída c o m o c o n s e c u e n c ia d e la idolatría. V éase E l p a ra íso p erd id o , X I, 50 8 -5 2 5 , d o n d e M ig u e l ex p lica a A dán có m o la verdad era im a g en d e D io s s e v e d esp lazad a, e n el h om b re, p or la caíd a en la idolatría: «L a im agen d e su C reador [...] e n to n c e s / lo s ab and on ó, cu a n d o s e en v ileciero n / al en tregarse a su s a p etito s d esco n tro la d o s y s e trocaron / e n la im agen d e aq uel a q u ien servían: u n vicio salvaje / q ue lo s co n d u jo a pecar, sob re tod o a Eva» [El p a ra íso p erd id o , ed ic ió n d e E n riq u e L ó p ez C a stelló n , M adrid, A bada E d itores, 2 0 0 5 ].

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hebreos», escribe Feuerbach, «se elevaron desde la adoración de los ídolos hasta la adoración de Dios»6. Pero esta «elevación» para Feuerbach, es en realidad una degradación. La idolatría pa­ gana «es sim plem ente la contem plación prim itiva de la naturale­ za p o r parte del hom bre»', una actividad de los sentidos «estéti­ co» y «teórico» que en cu en tra su m anifestación m ás refinada en la religión y la filosofía griegas: «el politeísm o es la percepción franca, abierta y carente de envidia de todo lo que es hermoso sin distinción»8. Por el contrario, el judaism o quiere dom inar la naturaleza, p or lo que crea u n «ídolo del deseo egoísta» en la per­ sona de Jehová en tan to cread o r y en la vida p ráctica d é lo s judíosen tanto m eros consum idores (Feuerbach afirm a que «comer es el acto m ás solem ne [...] de la religión judía», m ientras que la «contem plación» es la actividad característica de los paganos)9. El antisem itism o de M arx se expresa en térm inos económicos más crudos y directos; el judío es el archiiconoclasta que quiere d estru ir todos los fetiches tradicionales y reem plazarlos por la m ercancía: «El dinero es el celoso dios de Israel, ante el cual ningún otro dios puede existir. El dinero degrada a todos los dioses de la hum anidad y los convierte en m ercancía»10. En ciertas ocasiones, 6

The E ssen ce o f C h ristia n ity (1841), trad. G eorge E lio t (1854). L a cita se h a extraí­ d o d e la re ed ició n q u e h iz o H arp er T orch b ook d e la tra d u cció n d e E lio t (1957), p. 116 [La esen cia d e l cristia n ism o , tra d u cció n d e J o sé L. Ig lesia s, M adrid, Trotta, 2 0 0 9 ,4 a ed ic ió n ],

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Ibíd.

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Ibíd., p. 114.

9

J o sep h G u tm an n afirm a en N o G raven Im a g e s (N u e v a York, Ktav, 1971, pp. 2 4 2 5 ), q ue la ic o n o c la stia es e s e n c ia lm e n te un p retex to religioso para la centraliza­ c ió n d el p o d e r p olítico, so cia l y ec o n ó m ico , y su g iere q u e la ic o n o c la stia egipcia, ju d ía, b iza n tin a y cristian a tie n e n e n co m ú n el tem a d e la ce n tra liza c ió n política y q u e la id olatría p o lite ísta tie n d e a ser d iversificad a, p lu ra lista y descen tralizad a en d iv er so s cu lto s lo c a les y en su s d eid ad es.

10 « T h e J e w is h Q u estion », en W ritin g s o f th e Y o u n g M a rx on P h iloso ph y a n d S o ciety, ed . d e L oyd E a sto n y K urt G uddat, D oub leday, Garden City, N u eva York, 1967, pág. 2 4 5 . D e aquí e n ad ela n te cita d o co m o Y M [«L a c u e s tió n ju dia», Barcelona, A nth rop os, 2 0 0 9 ].

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esta clase de retórica se justifica diciendo que es solo lenguaje figu­ rad o . Los editores de M arx dicen que su «anim adversión se dirigía sobre todo contra la deshum anizadora alienación de la sociedad civil»11, y el propio M arx afirm a que el judío, entendido literaria e históricamente, «es solo una m anifestación particular del judaism o de la sociedad civil»12. Pero queda claro que M arx quería expresar una anim adversión tanto literal com o figurada hacia el judaism o, y que consideraba la hegem onía figurada de los judíos como el re ­ sultado final de u n a transform ación real y m aterial. La historia de la econom ía política de M arx va desde una época en que el judío era marginal, era u n com erciante nóm ada «en los poros» de las so­ ciedades que todavía no han interiorizado la form a de la m ercan­ cía, hasta el m undo m oderno, en que esta form a es central y donde, a todos los efectos, «los cristianos se han convertido en judíos»13. La form a en que M arx recalca la identidad de los judíos y los cristianos en la sociedad b urguesa supone u n desplazam iento de su invectiva hacia los protestantes, sobre todo los puritanos: los iconoclastas cristianos que destruyen la econom ía política del catolicismo feudal, em pleando los textos de H abacuc y la N ue­ va Jeru salén 14, del A ntiguo Testam ento. Según M arx, la cultu ra judeocristiana racionaliza la econom ía política m oderna con su filosemitismo liberal y sus program as p ara la «em ancipación» de los judíos. A dam Sm ith es u n M oisés13, pero tam bién u n M artín 11 Ibíd., p. 216. 12 Ibíd., p. 2 45. 13 Ibíd., p. 2 4 4 . 14 El Libro d e H a b a cu c e s el octa v o d e lo s d o c e lib ros d e lo s p rofetas m en o res. E l seg u n d o v e r síc u lo d ic e así: «¿H asta cu án d o, Yahvé, p ed iré a u x ilio / s in q ue tú e scu ch es, / clam aré a ti: « ¡V io le n c ia !» / sin q ue tú sa lv es» . C on N u e v a J eru ­ sa lén s e h a c e refe ren cia a la p ro fecía reflejada, en tre o tro s lu gares, en el L ibro d e E ze q u ie l o e n el A p ocalip sis. E n ella se an u n cia la restau ra ción d e la J eru ­ sa lén d estru id a. C om o e s sabid o, tras su e x p u lsió n d e Inglaterra, lo s p u rita ­ n o s p en sab an fu nd ar u n a N u e v a J er u sa lé n en la n u e v a In glaterra [n. d e l ed.]. 15 K. M arx, C on tribu ción a ¡a c rític a d e la econ om ía p o lític a , op. cit., pág. 37.

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L utero16. El m onoteísm o es el efecto religioso de un sistem a de valores abstracto y uniform e; p ara una sociedad que som ete «el trabajo individual y privado a u n criterio basado en la homogenei­ dad [...], el cristianism o, con su culto al hom bre abstracto, sobre todo en sus m odalidades burguesas, el protestantism o, el deísmo, etc., es la form a de religión más apropiada»17. El puritanism o, más específicam ente, con su hebraísm o y su ética del trabajo duro y del ahorro, está m uy cerca de p ro po rcion ar la figura que sintetice al cristiano / judío m oderno que M arx necesita: «si quien acumu­ la dinero com bina el ascetism o con la diligencia, es intrínseca­ m en te u n p rotestante, en lo religioso, y aú n m ás u n puritano»18^ L a síntesis que se produce en esta figura no es solo entre ju­ daism o y cristianism o, sino tam bién en tre iconoclastia e idolatría. El cristiano iconoclasta m oderno es el idólatra; el fetichism o de la m ercancía es u n m onoteísm o iconoclasta que destruye a todos los dem ás dioses19. P ara en c o n trar u n em blem a apropiado para este paradójico «fetichism o iconoclasta», M arx recu rre a la ima­ gen que se había vuelto, con la estética m oderna, sinónim o de la «purificación» de los elem entos supersticiosos y religiosos del arte. No sorprende que esta im agen sea el Laocoonte. M arx su­ giere que el puritano pu ed e rep resen tarse com o u n a perversión o inversión de la iconografía del Laocoonte: «el hab itan te de Nueva Inglaterra, pío y libre políticam ente, es u n a especie de Laocoonte que no hace ni el m en or esfuerzo p o r liberarse de las serpientes 16 V éase F. E n gels, O u tlin es o f a C ritiq u e o fP o Iitic a l E co n o m y (1 84 4), e n Economic a n d P h ilosoph ical M a n u scrip ts o f l8 4 4 , ed . d e D irk J. Struik, In tern a tio n a l Publish ers, N u eva York, 1964, pág. 2 0 2 [E scrito s econ óm icos va rio s, M é x ico , Grijalbo, 1962], 17 Karl M arx, E l ca pita l, (1867), ed . F rid rich E n g els, tra d u cció n d e la tercera edi­ ció n alem an a (1883) p o r S am uel M oo re and E dw ard A veling, 3 vol., N e w York, In te rn a tio n a l PubVishers, 1967, v ol. 1, p. 79. [Eí ca p ita l, ed . y trad. P ed ro Scaron, A rgen tin a, Siglo x x i E d ito res, 1984, d ecim o q u in ta ed ició n .]. 18 Karl M arx, C on tribu ción a una crítica de la econ om ía p o lític a , op. cit., p. 130. 19 G u tm an n, en N o g ra ven Im a g es, o frec e su p u n to d e v ista so b re la ic o n o c la stia y el m o n o teísm o .

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que lo están estrangulando. Su ídolo es M am m ón, al que no adora s o l a m e n t e con sus labios, sino con toda la fuerza de su cuerpo y je su alma»20. R ecordem os que L essing pensaba que las serpien ­ tes, en las esculturas antiguas, eran em blem as de la divinidad que le restaban valor a su pu ra belleza, y las consideraba ídolos que alimentaban las fantasías fem eninas, pero nunca aplicó este aná­ lisis a la iconografía del L aocoonte luchando con las serpientes. Marx parece h ab e r aplicado la crítica de la idolatría de L essing a la escultura del Laocoonte, e in te rp re tar la lucha del sacerdote y sus hijos com o u n a im agen del com bate co n tra la idolatría. Si Laocoonte se q uedara quieto m ientras las serpientes lo atenazan, estaría rindiéndose a M am m ón y convirtiéndose en un idólatra, en térm inos de M arx, o en u n ídolo, en térm ino s de Lessing21. Al considerar que el Laocoonte es u n a im agen del iconoclasta volviéndose idólatra, M arx m uestra algo m ás que una ligera íronía. Es com o si estuviera convirtiendo al Laocoonte en un em ­ blema del intento de L essing de liberar el arte de la superstición, una intención que L essing nu n ca declara de form a explícita, pero que está latente en su análisis del arte religioso prim itivo y del simbolismo de la serpiente com o am biguo fetiche. En tan to que Laocoonte lucha co n tra las serpientes, sim boliza el com bate ico­ noclasta co n tra el fetichism o y los valores de la estética de la Ilu s­ tración frente a la superstición prim itiva. Pero Laocoonte tam bién simboliza, precisam ente en esa lucha, u n nuevo fetichism o: el culto burgués a la «pureza estética» que se define por oposición al arte religioso tradicional (una clase de arte en la que los ho m ­ bres no lu chan co n tra las fuerzas naturales y generativas re p re ­ sentadas p o r las serpientes sino que las abrazan, considerándolas 20 Karl M arx, Y M , op. cit., p. 2 4 4 . 21 M arx m en cio n a el L a o c o o n te d e L e ssin g p or p rim era v e z en un a lista de lib ro s de la q ue co p ió fragm en tos cu a n d o era u n estu d ian te, e n B erlín . V éase su « L etter to (fath er) H e in ric h M arx», 10 d e n oviem b re d e 1837, en The L e tte rs o f K a r l M a rx , ed . d e Saúl K. P ad over (P r en tice-H a ll, E n g lew o o d C liffs (N u e v a Jersey), 1979), p. 8. [K. M arx- F. E n gels, G esam tsau sgabe, B erlín , D ietz, 1975 y ss., T. III, I, pp. 9-18].

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iguales a ellos). P ara p oder em plear el Laocoonte de este modo M arx tiene que deshistorizarlo, quitarle el estatus ejem plar que le había proporcionado la estética de la Ilustración y dejar de lado m om entáneam ente el hecho de que si alguna vez hubo un judeocristiano que cuestionó el antisem itism o alem án, fue Lessing, el cristiano filosem ita que escribió N athan el sabio y que defendió a M oses M endelssohn, el pionero de la estética se cu lar22. Si M arx h u b iera pensado en algún m om ento en com binar su crítica de la cuestión ju d ía con una crítica del arte bajo el capitalism o, sin duda h abría considerado que la «estética» era otro subterfugio judío, una m istificación de la m ercancía tras los velos de la «pureza», la «belleza» y la «expresividad espiritual». Su caracterización de la m ercancía en térm inos que vacilan en tre la idealización (la «meta­ física» y «trascendente» aura del arte) y la degradación (el fetiche com o objeto de u n culto grosero, vulgar y obsceno) la convier­ te n en un em blem a apropiado p ara todo el p ensam iento m arxista u lte rio r sobre el arte. E sta vacilación aparece en W alter Benja­ m ín y su am biguo enfoque del aura, que considera «anticuada» y profu n dam ente atractiva, y en las objeciones que pone Theodor A dorno a la crítica posterior de B enjam ín, de la que dice que es a un tiem po vulgar e idealista y que se en cu en tra «en u n a encruci­ ja d a e n tre la m agia y el positivism o»23. Tal vez u n a m anera m ás sencilla de d ecir todo esto sea señalar que la estética es el p unto ciego de M arx, el único te m a filosófico 22 M e n d elsso h n p en sab a q u e «el d e ísm o d e la Ilu stración , q ue él co n v irtió e n una religió n u n iversal d e la razón, e n realidad era id én tic o al ju d a ism o » . V éase Giorg io T on elli, « M e n d elsso h n » , e n The E n cyclopedia ofP h ilo so p h y, 5:277. La su scep ­ tib ilid ad d e M arx a estas alian zas in telectu a les q u ed a su gerid a p o r la despectiva co m p a ración q u e h a ce d e lo s jó v e n e s h eg elia n o s, « q u e tratan a H e g e l d el m ism o m o d o e n q u e e l v a lien te M o ses M e n d elsso h n trató a S p in o za e n la ép o ca d e L es­ sin g». V éase el «E p ílogo a la seg u n d a e d ic ió n alem ana» d e E l c a p ita l [p. 19]. 23 C arta d e A d orn o a B en jam ín d el 2 d e agosto d e 1935, e n A e s th e tic s a n d P o litic s, ed. d e Perry A n d erso n e t a ] , N e w L eft B ook s, N u eva York, 1977, p. 126. [C orresponden­ cia (1928-1940), trad. H e n r i L on itz, M ad rid, Trotta, 1998]. L o s le cto res in teresa­ d o s en u n b u en an álisis sob re esta p o lém ica p u e d e n co n su lta r E u g en e Lunn, M arx ism a n d M o d e m ism , U n iv ersity o f C alifornia P ress, B erkeley, 1982, pp. 166-167.

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im portante que está relativam ente poco desarrollado en su obra, el único asunto sobre el que sus opiniones tienden a ser conven­ cionales y m anidas. Lessing, D iderot, G oethe y H egel fueron sus principales influencias en m ateria de estética, y por m ucho que pueda discrepar de su idealism o en el cam po de la econom ía polí­ tica, sus fragm entarias opiniones sobre estética reflejan un acuer­ do, en lo esencial, con la idealización ilustrada del arte. Por ello, la estética y la trad ición m arxista siem pre se han sentido incóm o­ das al en co n trarse24. El m arxism o se siente incóm odo porque, si sigue la lógica del pensam iento económ ico de M arx, parece in ­ evitable caer en una vulgar reducción del arte a m era m ercancía, o en unos «reflejos» m ecánicos en la cám ara oscura de la ideolo­ gía. Si acepta el idealism o de las opiniones de M arx sobre el arte, apoyadas en el hum anism o de sus prim eros textos, la «estética marxista» parece volverse blanda, neohegeliana y no m arxista. La estética, p o r su p arte, tam bién se siente incóm oda ante el desafío m arxista. Sus nociones de pureza, autonom ía y sig­ nificación atem poral resu ltan sum am ente vulnerables a la d e­ construcción histórica. No es necesario que uno sea u n vulgar m arxista p ara percib ir cierta fu erza en la afirm ación de que la «estética» es u n a racionalización elitista, u n a m istificación de objetos de culto que (sobre todo en el cam po de las artes visua­ les) están rodeados po r u n «aura» que huele com o el dinero. De hecho, no solo las artes, sino todos los m edios de com unicación de la econom ía po lítica m o d ern a - la televisión, la p ren sa escrita, el cine, la ra d ío - parecen te n e r en com ún la p erte n en c ia a u n a red global, algo que p o d ría llam arse «m ediolatría» o «fetichism o semiótico». La «creación de im ágenes» en la publicidad, la p ro ­ paganda, los m edios de com unicación y el arte h a reem plazad o a la p roducción de m ercancías m ateriales en la vanguardia de las econom ías capitalistas avanzadas, y es difícil p en sar en p lan tear 24 A cerca d e e ste p rob lem a , v éa se H an s R obert Jauss, «T h e IdealistE m b arrassm en t: O b servations o n M a r x ist A e s th e ú c s » ,N e w L ite r a r y H is to r y 7:1 (1975), pp. 191-208.

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u n a crítica co n tu n d en te de estos nuevos ídolos sin recurrir, en alguna m edida, a la retó rica m arx ista de la iconoclastia. Y sin em bargo, tam bién es difícil p en sar cóm o dicha retó rica pueda evitar agotarse en u n a iconoclastia desesp erad am en te aliena­ da com o la que podem os en c o n trar en u n radical de izquierdas com o Je an B audrillard, que concluye que el capitalism o h a fagocitado a las artes y los m edios de com unicación h asta tal p u n ­ to que no solo es im posible u n a «reform a» sino que tam bién lo es h acer cualquier esfuerzo p ara llevar a cabo u n a conversión dialéctica con fines p rogresistas y liberadores. B audrillard ridi­ culiza la idea de que el m useo de arte, p o r ejem plo, pued a res-,, titu ir las obras de arte «a u n a especie de p ro pied ad colectiva v con ello a su función estética «auténtica». D e hecho, el museo actúa com o caución del intercam bio aristocrático [...] así como se necesita u n fondo-oro [...] p ara que se organicen la circulación del capital y la especulación privada, se necesita igualm ente la reserva fija del m useo p ara que p u ed a funcio nar el intercam b io / signo de los cuadros»23. L a posibilidad de que los fetiches de la estética capitalista, los objetos percibidos y entendidos com o «bellos», «expresivos», etc., p u edan te n e r para sus usuarios u n a función tanto auténtica com o in au tén tica es precisam ente la posibilidad que el iconoclas­ ta radical no p uede aceptar. D e u n m odo similar, B audrillard d enun cia que los m edios de com unicación son m odos de producción que, en sí mismos, son hostiles a la verd ad era com unicación hum ana: «No es en tanto p ortad ores de u n contenido, es en su form a y su operación mis­ m a com o los m edios de com unicación ind u cen u n a relación so­ cial [...]. Los m edios d e com unicación no son coeficientes sino efectuadores de ideología [...]. Lo que caracteriza a los m edios de 2 5 J ea n B au d rillard , F or a C r itiq u e o f th e P o litic a l E c o n o m y o f th e Sigrt (1972), trad. C h a rles L evin , San L u is, T elo s P ress, 1981, p. 21 [C rític a d e la econom ía p o lític a d e l sig n o , trad . A u r elio G a r zó n d e l C am in o, M a d rid , S ig lo x x i , 2010].

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com unicación es que son antim ediadores, intransitivos, que fa­ brican la no com unicación»26. La única respuesta, desde el p un to de vista de B audrillard, es «una sacudida de toda la e s tru c tu ra de los m edios de com u­ nicación. No es posible ninguna otra teo ría o estrategia. Cual­ quier vago im pulso p ara d em o cratizar el contenido, sub vertir­ lo, resta u rar la « transp arencia del código», co n trolar el proceso de inform ación, in ventar uno s circuitos reversibles o to m ar el poder de los m edios es inútil, salvo que se rom p a el m onopolio del discurso». B audrillard concluye que la ún ica com unicación revolucionaria «auténtica» de las revueltas estudiantiles de fi­ nales de los años sesen ta se hallaba en los actos sim bólicos que evitaban a los m edios de com unicación y a los circuitos oficiales de las artes: conversaciones personales, grafiti y «ocurrencias» que p ro d ucían u n a «inversión tran sg reso ra del discurso»2'. Los radicales de París, en 1968, no te n d rían que h ab e r ocupado las em isoras de radio p ara p rom u lgar sus m ensajes revolucionarios. ¡Tendrían que h ab e r roto los transistores! Cito este p u n to de vista u ltra izq u ie rd ista sobre la estética y la sem iótica p ara m o stra r cóm o p o d ría aplicarse lógicam ente la iconoclastia de M arx a las arte s y a los m edios de com unicación, y p ara se ñ alar lo poco m arx istas que son los resultad os debido a su rech azo de los m odos de p rod ucción m od erno s y a su lla­ m am iento se n tim e n tal a m odelos de com unicación m enos d e­ sarrollados. B aud rillard p arece olvidar co n stan tem e n te su idea más lúcida: que el fetichism o es p a rte de u n a retó ric a iconoclas­ ta que se vuelve co n tra sus usuarios. Y sin em bargo, es difícil negar qu e h ay algo de v erd ad en su ca rica tu ra del m useo com o un b anco y de los m edios de com unicación com o fabrican tes de «no-com unicación». L a cu e stió n es cóm o p u ed e n articu larse 26 Ibíd ., p. 169. 27 Ibíd ., pp. 170,176,1 83 -1 84 .

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estas v erdades en u n a relación co h e ren te con el hecho de que el m useo (a veces) es el lugar de u n a ex perien cia e stética autén­ tica, y los m edios de com unicación (a veces) son el vehículo de u n a com unicación y u n a ilu stración reales. ¿Cómo pued e la re­ tó rica de la iconoclastia fun cio n ar com o u n in stru m e n to de crí­ tica cu ltu ral sin convertirse en u n a ex agerada retó ric a de la alie­ nació n que im ita al despotism o in telectu al qu e ta n to desprecia? E n sus m ejores m om entos, en las obras de Benjam ín, Althusser, W illiam s, Lukács, A dorno y otros autores, esta retórica ha hech o que el m arxism o y la estética se sien tan incóm odos de un m odo dialéctico y fructífero. E n sus p eores m om entos, en las obras de los m ism os pensadores, h a d egenerado en u n a ico­ noclastia dogm ática con su h ab itual letanía de acusaciones. Si la retó ric a de la iconoclastia p rete n d e llevar a cabo u n trabajo dialéctico apropiado, sin em bargo, debe com enzar, com o pensa­ ba M arx, p o r la auto crítica y su anverso, u n acto de imaginación com prensivo desde el p u n to de vista histórico. Los conceptos de fetichism o e ideología, en particular, no p u ed e n ser em pleados m eram ente com o instru m en to s teórico s p ara realizar u n a ope­ ración quirúrgica en el «otro» burgués. P ara h acer u n uso apro­ piado de ellos es necesario considerarlos com o «conceptos con­ cretos», figuras localizadas h istó ricam en te que tran sp o rta n con ellas u n inconsciente político. Se basan en lo que A dorno y la Es­ cuela de F ra n k fu rt h an llam ado «im ágenes dialécticas» o «cons­ telaciones objetivas en las que la condición social se rep rese n ta a sí m isma». El problem a del concepto de la im agen dialéctica de la E scuela de F ra n k fu rt es que depende, com o señala Raymond W illiam s, «de u n a distinción e n tre «el v erdadero proceso social» y las diversas form as fijas de la «ideología» o de los «productos sociales» que solo ap aren tem en te lo rep rese n tan o lo ex p re­ san»28. E sta distinción vuelve a in stau rar el cism a iconoclasta: las 28 R. W illiam s, M a rx ism a n d L itera tu re, N u ev a York, O xford U n iv ersity Press, 1977, p, 103 [M a rx ism o y literatu ra , trad. Pablo D i M asso, B arcelon a, Pen ín su la , 1980].

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«imágenes dialécticas» son auténticas, genuinas y verdaderas, en oposición a las im ágenes falsas y cosificadas de la ideología y el fetichismo. T ienen el m ism o estatus utópico que esas im ágenes transparentes y no fetichistas, producto del trabajo posrevolu­ cionario, que M arx pensaba que «serían m últiples espejos en los que veríam os reflejada n u estra n atu raleza esencial»29. De lo que tenemos que darnos cu en ta es que los conceptos concretos de fetichismo e «ideolatría» fotográfica son, tam bién ellos, im áge­ nes dialécticas: «jeroglíficos sociales», síntesis am biguas cuyos aspectos «auténticos» e «inauténticos» no p u eden desen m ara­ ñarse po r m edio de u n a cuestionable invocación al «verdadero proceso social» o a n u estra « n aturaleza esencial». La esencia de la im agen dialéctica es su polivalencia, com o objeto que form a parte del m undo, com o representación, com o in stru m en to an a­ lítico, com o recurso retórico, com o figura, y p o r encim a de todo, como u n em blem a bifronte de n uestros aprietos, u n espejo de la historia y u n a v en tan a que d a m ás allá de ella. M arx em pleó el fetichism o com o m etáfora de la m ercancía en el m om ento en que E u ropa O ccidental (y sobre todo In g late­ rra) estaba cam biando su im agen del m undo «subdesarrollado», que dejaba de ser u n espacio desconocido y vacío, u n a fuen te de esclavos, y se convertía en u n lugar oscuro que había de ser ilu­ minado, u n a fro n te ra p ara la expansión im perialista y la escla­ vitud del trabajo asalariado. «Fetichism o» era u n a p alabra clave en el vocabulario de los m isioneros y antropólogos del siglo x ix que q u erían convertir a los nativos para que disfru taran de los privilegios del ilustrado capitalism o cristiano. La abolición h a ­ bía concluido su trabajo, y estaba sustituyéndose p o r u n evangelismo que puso a la iconoclastia p u rita n a cara a cara con «el horror» de su p ropia antítesis30. 29 C o m m e n ts on J a m e s M ili, W orks, P ro g ress P u b lish ers o f th e S o v iet U n io n , L aw r e n c e & W ish a n t (L o n d r es), In te rn a tio n a l P u b lish ers (N u e v a York), 1973, p. 2 2 8 . 30 V éa se Patrick B ran tlinger, «V ictorian s and A frican s», C ritic a lln q u iry , 12:1 (1985).

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El em pleo que hizo M arx de la retó rica de la iconoclastia con­ tra sus principales usuarios fue u n a brillante m aniobra tácticateniendo en cuenta la obsesión que había en la E u rop a del sigl0 x ix con las culturas prim itivas, orientales y «fetichistas» que eran el objeto fundam ental de la expansión im perialista, es difícil ima­ ginarse un m ovim iento retórico m ás eficaz. Por o tra paite, la his­ to ria del em pleo de este arm a ta n p articu lar indica que siempre vuelve para perseguir a quienes olvidan dicha historia, a quienes la abstraen de la crítica histórica p ara po n erla al servicio de la teoría. El concepto de fetichism o, com o señala Jean Baudrillard, «casi tien e vida propia. E n vez de funcionar com o u n metalenguaje del p ensam iento m ágico de los otros, se vuelve co n tra quienes lo em plean»31. E sta clase de autosubversión es, en mi opinión, lo que vem os en funcionam iento en la cosificación de la fotografía que hace Benjam ín, en la infinita sala de espejos ideológicos de A lthusser y en la caída de M arx en el antisem itism o. No podemos evitar com eter ese tipo de fallos, pero tam poco podem os permi­ tirno s no reconocerlos, ni suponer que con reconocerlos basta. La form a evidente de fom entar este reconocim iento, en la tra­ dición m arxista, sería recordar la descripción que hizo M arx de la iconoclastia religiosa tradicional (lo cristiano con tra lo pagano, el protestantism o contra el catolicism o) com o m ovim ientos históri­ cos que llevaron a cabo u n a autocrítica antes de dirigirse hacia un objeto exterior: «La religión cristiana solo logró co ntribu ir a una com prensión objetiva de las m itologías anteriores cuando tuvo suficiente capacidad de autocrítica, al m enos en potencia»32. Del mism o modo, la retórica de la iconoclastia m arxista debe cuestio­ n ar sus propias prem isas, su propia reivindicación de la autoridad. T endría que q uedar claro, tras el análisis p recedente, que este es precisam ente el paso que suele evitar d a r la crítica m arxista; al 31 J. B audrillard, CPS, op. c i t , p. 90. 32 K. M arx, CPE, op. c i t , p. 211.

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hacerlo, paga el precio de rep e tir ciertos pecados de sus icono­ clastas padres. A lthusser define esta evitación com o el m om ento en que surge la ideología: «los que están inm ersos en la ideología se creen, p o r definición, fuera de ella; este es uno de los efectos de la ideología: la denegación práctica, po r parte de la ideología, del carácter ideológico de la ideología: la ideología nunca dice “soy ideológica”». M ás precisam ente, A lthusser podría hab er dicho que la «autocrítica», cuando se convierte en u n ejercicio teórico con todas las opciones predeterm inadas, suele caer en esta v er­ sión de la p aradoja de Epim énides. A lthusser parece reconocer el carácter alienante y despótico de la crítica ideológica («Como se sabe m uy bien, la acusación de estar en la ideología solo se aplica a los dem ás, n u n ca a uno mismo»), pero después lo retira todo en u n paréntesis crucial: «(a m enos que uno sea verdaderam ente spinozista o m arxista, lo cual a este respecto es exactam ente lo m is­ mo)»33. Si la autocrítica es, com o afirm a A lthusser, «la regla de oro del m arxism o», él m ism o com ienza a violarla en el m om ento en que plantea que «ser m arxista» supone te n er el privilegio exclu­ sivo (ju n to a los ilum inados spinozistas) de la m irada autocrítica,. El m arxism o, en la vida intelectual occidental m oderna, des­ em peña el papel de u n a especie de puritanism o o judaism o secu­ lar, u n a iconoclastia profética que desafía el pluralism o politeísta de la sociedad burguesa; tra ta de reem plazar este politeísm o con un m onoteísm o en el que el proceso histórico cum ple la función del Mesías, y los ídolos capitalistas de la m ente y del m ercado se reducen a fetiches dem oníacos. La p ro testa pluralista y liberal contra la intolerancia de su retórica iconoclasta suele contestarse con u n rechazo m arxista de la «tolerancia» pequeñoburguesa, a la que se acusa de ser u n lujo de u n a m inoría privilegiada. E n el campo de la política real - la guerra, la paz, la econom ía, el p o d er

33 L ouis A lth u sser, L en in a n d P h ilo so p h y, p. 175 [Lénine e t la p h ilo so p h ie, París, M aspero, 1969; L en in y la filosofía, trad. F e lip e Sarabia M é x ico , Era, 1970].

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L a DIALÉC TIC A DE LA I C O N O C L A S T IA

del E sta d o -, el m arxism o y el liberalism o no tien en m ucho que decirse. Ambos se niegan a asum ir la m etafísica del otro. El úni­ co espacio en el que pueden dialogar -so b re todo en el ambien­ te intelectual n o rtea m eric an o - es el de la crítica histórica de la cultura, donde, en cierto sentido, lo que está en juego no es tari inm ediato, y hay u n a larga tradición de acuerdos con respecto al significado y al valor de los textos canónicos. E n este campo, la incom odidad del m arxism o y la estética, el m arxism o y el idea­ lism o liberal de la Ilustración, el m arxism o y la iconoclastia judio p rotestante, tiene p o r lo m enos la opo rtu n id ad de ser dialéctica. E n este contexto, u n intelectual occidental com o Je rro ld Seigel p u ed e decir: «mi relación con el m arxism o es francam ente ambi­ valente; aunque m e siento atraído m oral e in telectu alm en te por el enfoque de M arx, no soy capaz de acep tar su teo ría social ni de identificarm e con su visión política»34. Y u n m arx ista como R aym ond W illiams, com prom etido con un m arxism o abierto y liberalizado que reconoce la pluralidad y la h istoricidad de sus tradiciones, puede reaccionar sin el reflexivo «rechazo de cual­ qu ier o tra form a de p ensam iento p o r ser antim arxista, revisio­ nista, neohegeliana o burguesa»33. E n cualquier caso, este es u n contexto en el que el liberalis­ m o p o d ría aceptar la difícil p re g u n ta que le p la n tea el m arxis­ m o y en el que el m arxism o p o d ría te n e r in terés p o r escuchar las resp uestas del liberalism o. Es la clase d e contexto que he in tentado crear en este libro36 al estu d ia r las com plejas relacio­ nes en tre la iconofobia y la iconofilia, e n tre el am or y el miedo a las im ágenes, e n tre los p u n to s de vista «blando» y «duro» de la crítica ideológica. Si esta am bivalencia m etodológica m erece 3 4 Jerrold S eigel, M a r x ’s Fate: T he S h a p e o f a L ife, P rin ceto n U n iv ersity Press, 1978, p. 318. 35 R. W illiam s, M a rx ism a n d L itera tu re, op. cit., p. 3. 36 M itc h e ll s e refiere al libro d el cu al e s te te x to e s e l ú ltim o ca p ítu lo : Iconology. Im a g e, Text, Id eo lo g y [n. d e l ed.%

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un nom bre, supongo que sería el de «pluralism o dialéctico», que jie definido en o tra p a rte 3', y que bien puede ilustrarse reco r­ d a n d o los dos m odelos de diálogo que Blake proporciona en The ¡tfarriage o fH ea ven andH ell. El prim ero insiste en la necesidad estructural de «opuestos» que no p uedan reconciliarse nunca, cuyo conflicto es necesario p ara el «progreso» de la existencia humana: «estas dos clases de hom bres existen en la tie rra y serán siempre enem igos; cualquiera que in te n te reconciliarlos, d es­ truirá la existencia». El segundo m odelo es el de la conversión, en el que el ángel se convierte en u n diablo y acepta leer la Biblia «en su sentido infernal o diabólico». E ste libro tra ta de em plear el segundo m odelo, el de la conversión y la reconciliación, com o un p unto de vista desde el que estu d iar el prim ero: para h acer que n uestro am or y n u estro odio a las «m eras im ágenes» fun cio ­ nen com o opuestos en la dialéctica de la iconología.

37 « C ritica l In q u iry and th e Id e o lo g y o f P luralism o, C ritica/ In q u iry 8:4 (1982), pp. 609-618.

R o b e r t o E s p o s it o

In m u n iza ció n y v io le n c ia Texto p ro ce d en te de Comunidad, in m u n id a d y b io p o lític a , B a rce lo n a , H erder, 2 0 0 9 , pp. í09-121.

1. E n un texto dedicado a K ant com o in térp rete de la Ilustración, M ichel F oucault individúa la ta re a de la filosofía contem poránea en un preciso sentido. Se tra ta de esa relación, ten sa y afilada, con el presente, que denom ina con la expresión «ontología de la ac­ tualidad». ¿Cómo hay que en ten d e r estas palabras? ¿Qué significa situar la filosofía en el punto, o sobre la línea, en la que la actuali­ dad se revela en la densidad del propio ser histórico? ¿Qué quiere decir exactam ente «ontología de la actualidad»? E sta expresión alude, antes que nada, a u n cam bio en la m irada sobre nosotros mismos. Relacionarse ontológicam ente con la actualidad signifi­ ca considerar la m odernidad no ya com o u n a época en tre otras, sino com o la actitud, la voluntad, de asignarse el propio presente como tarea. H ay en esta opción algo - u n a tensión, u n impulso, eso que F oucault llam a u n éthos- que va, sin embargo, m ás allá de la definición hegeliana d e la filosofía com o el propio tiem po aprehendido en el pensam iento, porque h ace del pensam iento la palanca que sustrae el presen te a la continuidad lineal del tiem po, suspendiéndolo en la decisión sobre aquello que somos y aquello que podríam os ser. Ya p ara K an t la adhesión a la Ilustración no significaba solam ente ser fiel a ciertas ideas, afirm ar la autonom ía del hom bre, sino sobre todo activar u n a crítica p erm an en te de la p ro pia historicidad. No rechazando o negando el presente, ni

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abandonándolo a favor de una u topía irrealizable, sino invirtiendo la noción de posible contenida en él -h ac ien d o de él un punto de apoyo para una diferente lectura de la realidad. E sta es la tarea de la filosofía com o ontología de la actualidad: p ara em pezar, sobre el plano del análisis, identificar la diferencia entre aquello que es esencial y aquello que es contingente, entre los efectos de superficie y las dinám icas profundas que m ueven las cosas, que transform an las vidas, que m arcan la existencia. Se tra­ ta de captar el m om ento, el um bral crítico, a p a rtir del cual la cró­ nica adquiere el espesor de la historia. Aquello que se necesita po­ n e r en m archa es una p regunta de fondo sobre el sentido de lo que llam am os «hoy». ¿Qué es el hoy en su significado global? ¿Qué lo caracteriza esencialm ente -e s to es, e n su efectividad, en sus con­ tradicciones, en su potencialidad? Pero estas p reguntas no agotan la ta re a de la ontología de la actualidad. Son la condición para otra pregunta, que esta vez tiene la form a de u n a elección y de u n a de­ cisión. ¿Qué debe, del presente, asum ir com o dado el pensam ien­ to y qué, en cambio, pu ed e desvelar y liberar com o posibilidades latentes? ¿Cuál es la p arte del p resente con la que com prom eter­ se, p o r la que arriesgarse, p o r la que apostar? El pensam iento no debe lim itarse a describir aquello que es, las líneas de fuerza que atraviesan nuestro tiem po, sino reconocer en la actualidad el epi­ centro de u n enfrentam iento y de u n en cuentro en tre perspecti­ vas distintas y contrapuestas, en cuyo in terio r se sitú a él mismo. El p ensam iento se sitúa, está siem pre situado, sobre el confín móvil e n tre d entro y fuera, entre proceso y acontecim iento, en tre real y posible. E ste confín, este límite, este frente, es el lugar m ism o de la filosofía - s u ho rizonte de sentido y su destino contem poráneo. M i trabajo de estos años h a nacido de esta pregunta, de esta opción. Se tra ta de la tentativa, p ara n ad a fácil, de individuar las palabras clave, los paradigm as, en to rn o a los que se estruc­ tu ra n las coordenadas de u n cierto m om ento histórico -incluso e n u n a form a no siem pre perceptible a sim ple vista. E sta es, al

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menos, la interrogación de la que partí y que todavía hoy trato de responder: cuáles son los conflictos, los traum as, los dem onios _pero tam bién las exigencias, las esp eran z as- que caracterizan de m odo profundo nuestro tiem po. Personalm ente, he creído encontrar esta palabra clave, este paradigm a general, en la cate­ goría de inm unidad o de inm unización. ¿Qué significa esta ca­ tegoría? Todos sabem os que, en lenguaje biom édico, se entiende por inm unidad u n a form a de exención, de protección, fren te a una enferm edad infecciosa, m ientras que en el léxico jurídico representa u n a suerte de salvaguardia, que coloca a alguien en situación de ser intocable p ara la ley com ún. E n ambos casos, la inm unización se refiere a u n a situación p articu lar que coloca a alguien a salvo de riesgos a los que, en cambio, está som etida to d a la com unidad. Ya aquí se delinea la oposición de fondo en tre co­ m unidad e inm unidad de la que nace mi recien te reflexión. Sin poder e n tra r dem asiado en d etalle respecto a com plejas cuestio­ nes etim ológicas, digam os que la inm unidad, o, en su form ulación latina, la im m unitas, resu lta el contrario, el reverso, de la com m unitas. Ambos vocablos derivan del térm ino m unus -q u e significa «don», «oficio», «obligación»-, pero uno de ellos, la communitas, lo hace en sentido afirmativo, m ientras que el otro, la im m unitas, en sentido negativo. Es por ello po r lo que, si los m iem bros de la com unidad se caracterizan po r esta obligación de donación, por esta ley del cuidado frente al otro, la inm unidad im plica la exención o la derogación de tales condiciones: es inm une aquel que está a salvo de las obligaciones y de los peligros que afectan a todos los dem ás. Es aquel que rom pe el circuito de la circulación social colocándose fuera de la misma. Así pues, las tesis de fondo que p reten do sosten er son esen­ cialm ente dos. La prim era es que este dispositivo inm unitario -e s ta exigencia de exención y de p ro tecció n -, en origen p e rte ­ neciente al ám bito m édico y jurídico, progresivam ente se h a ido extendiendo a todos los sectores y los lenguajes de n u estra vida,

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hasta convertirse en un factor de coagulación, real y simbólico, de la ex periencia contem poránea. Cierto, to d a sociedad h a manifes­ tado u n a exigencia de autoprotección, toda colectividad ha plan­ teado una pregunta radical sobre la conservación de la vida. Pero mi im presión es que solo hoy, en el fin de la edad m oderna, tal exi­ gencia h a devenido la bisagra en torno a la cual se construye tanto la práctica efectiva com o el im aginario de to d a u n a civilización. P ara hacernos u n a p rim era idea, b asta co nsiderar el papel que la inm unología -e s to es, la ciencia dedicada al estudio y el refuerzo del sistem a in m u n itario - h a asum ido no solo en el ám bito m édi­ co, sino tam bién en el plano social, jurídico o ético. Piénsese solo en lo que h a significado el descubrim iento del síndrom e de inmunodeficiencia adquirida, el sida, en térm inos de norm alización esto es, de sujeción a norm as precisas no solo higiénico-sanitaria s - de la experiencia individual y colectiva. E n las barreras, no solo profilácticas, sino socioculturales, que el fantasm a de la en­ ferm edad h a determ inado en la esfera de todos los vínculos inter­ personales. Si pasam os del ám bito de las enferm edades contagio­ sas al ám bito social de la inm igración, encontram os u n a prim era confirm ación: el hecho de que el creciente flujo inm igratorio sea considerado, todo un despropósito, uno de los m ayores peligros p ara n u estra sociedad indica, tam bién por esta parte, la centralidad que está asum iendo la cuestión írim unitaria. P or doquier van surgiendo nuevas barreras, nuevos diques, nuevas líneas de separación respecto a algo que am enaza, o p o r lo m enos pare­ ce am enazar, n u e stra identidad biológica, social, am biental. Es com o si se estuviera exasperando el m iedo a ser rozados -incluso in a d v ertid a m en te- que ya C anetti h abía señalado en el origen de nu estra m odernidad, com o u n circuito perverso en tre tacto, con­ tacto y contagio. El contacto, la relación, el se r en com ún, apare­ ce inm ediatam ente m arcado con el riesgo de la contam inación. Lo m ism o puede decirse en relación con las tecnologías infor­ m áticas: tam bién aquí el problem a central, la pesadilla de todos

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los usuarios, está rep resentado por los llam ados virus de los or­ denadores -n o de nuestros pequeños aparatos, sino de los gran ­ des aparatos inform áticos que regulan las relaciones financieras, políticas o m ilitares a escala planetaria. Hoy todos los gobiernos occidentales dedican enorm es cifras a la p uesta a punto de p ro ­ gramas antivirus capaces de inm unizar las redes inform áticas de la infiltración de agentes patógenos, incluso de posibles ataques terroristas. El hech o de que tam bién en el centro de las grandes controversias nacionales e internacionales esté hoy la batalla ju ­ rídica sobre la inm unidad de algunos personajes políticos -co m o sucedió con P in o ch et o M ilosevic, así com o con tantos o tro s - es una p ru eb a m ás de cuanto digo. Lo que se tem e, m ás allá de los casos particulares, es un debilitam iento del p o der soberano de los Estados, u n a ru p tu ra de los confines jurídicos de los ord en a­ m ientos nacionales en beneficio de una form a, todavía p o r cons­ truir, de justicia internacional. E n sum a, se m ire donde se m ire todo que lo está sucediendo hoy en el m undo, desde el cuerpo individual al cuerpo social o desde el cuerpo tecnológico al cu er­ po político, la cuestión de la inm unidad está en el cruce de todas las trayectorias. Lo que cu en ta es com batir con todos los m edios la difusión del contagio donde quiera que este se pueda localizar. Como digo, esta preocupación au toprotecto ra no perten ece solo a n u estra época. Pero el um bral de conciencia frente al riesgo ha ido perfilándose a lo largo del tiem po h asta alcanzar su p u n to álgido en nuestros días. Esto se debe a u n a serie de causas con­ com itantes que no son ajenas a eso llam ado globalización, en el sentido de que cuanto m ás se com unican y en trelazan los seres hum anos -p e ro tam b ién las ideas, los lenguajes, las técn icas-, tanto m ás se genera com o co n trap artid a u n a exigencia de in m u ­ nización preventiva. Los nuevos repliegues localistas p ueden ser explicados com o u n a su erte de rechazo inm unitario de esa con­ tam inación global que es la globalización. C uanto más tien d e a hacerse el «sí m ism o» algo «global», cuanto m ás se esfuerza p o r

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incluir aquello que se e n cu en tra en su exterior, cuanto más busca introyectar toda form a de negatividad, tanto más la reproduce Ha sido el derribo del gran m uro, real y simbólico, de Berlín lo que h a producido el levantam iento de m uchos pequeños muros -h a s ta transform ar, y pervertir, la idea m ism a de com unidad en la form a de una fortaleza asediada. Lo que cuen ta es im pedir un exceso de circulación y, con ello, de potencial contaminación D esde este punto de vista, el virus h a devenido la m etáfora gene­ ral de todos n uestros fantasm as. E n realidad, h ub o u n momento en n u estra sociedad en el que el m iedo - p o r lo m enos, el de tipo biológico- se atenuó. M e refiero a los años cincu enta y sesenta cuando se difunde la idea optim ista de que la m edicina antibiótica podía errad icar algunas enferm edades m ilenarias. Así fue, h asta que apareció el sida. Fue entonces cuando cayó el dique psicológico de contención. Los virus, sim bólicos y reales, reapa­ recieron invencibles -v erd ad ero s y propios dem onios, capaces de p en e trar dentro de nosotros y arrastrarn o s hacia su vacío de sen­ tido. Es entonces cuando la exigencia in m u n itaria crece desme­ suradam ente hasta convertirse en n uestro em peño fundamental, en la form a m ism a que hem os dado a n u estra vida. 2. Es ju stam en te aquí, no obstante, donde se in se rta m i segunda tesis: la idea de que la inm unidad, necesaria p ara proteger nues­ tra vida, llevada m ás allá de cierto um bral, te rm in a p o r negarla. E n el sentido que la aprisiona en u n a especie de ja u la o arma­ d u ra en la que se p ierde no solo n u estra libertad, sino el sentido m ism o de n u e stra existencia individual y colectiva, esto es, esa circulación de sentido, ese asom arse a la existencia fu era de uno mismo, que defino con el térm in o com m unitas, aludiendo al ca­ rá c te r constitutivam ente expuesto de la-existencia. Al ex de la existencia, com o diría H eidegger. H e aquí la te rrib le contradic­ ción sobre la cual se ce n tra la atención: aquello que salvaguarda el cuerpo individual y colectivo es tam bién aquello que im pide su

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Aquello que, pasado u n cierto punto, acaba po r d es­ truirlo. Se podría d ecir - p o r u sar el lenguaje de W alter Benjamín, muerto él m ism o por el cierre de un a fro n te ra - que la inm u n i­ zación, a altas dosis, es el sacrificio del viviente, esto es, de toda forma de vida cualificada, en aras de la sim ple supervivencia. La reducción de la vida a su desnu da base biológica, del bíos a la zoé. para perm anecer tal, la vida es forzada a plegarse a u na potencia extraña que la p e n e tra y la destruye. A in co rpo rar aquella n ad a que quiere evitar, quedando aprisionada en su vacío de sentido. Por o tra parte, esta contradicción -e s ta conexión antinóm ica entre protección y negación de la v id a - está im plícita en el p ro ce­ dimiento m ism o de la inm unización m édica: com o es bien sabido, para vacunar a u n paciente frente a u n a enferm edad, se le in tro ­ duce en el organism o u n a porción co ntrolada y sostenible de la misma. E sto significa que, en ese caso, la m edicina está h echa del mismo veneno del que debe p ro teger -c a si com o si para conser­ var la vida de alguien hu b iera que hacerle p ro b ar la m uerte. Por lo demás, el vocablo phárm akon contiene desde su origen el doble significado de «cura» y «veneno» - u n veneno com o cura, o un a cura a través del veneno. Es com o si los m odernos procedim ien­ tos inm unitarios h ubiesen llevado a su m áxim a intensidad tales contradicciones: cada vez más, la cura se d a en la form a de un veneno-m edicina. Al llevar esta p ráctica inm unológica al in terio r del cuerpo social, se ve la m ism a paradoja: elevar continuam ente el um bral de atención de la sociedad frente al riesgo -co m o desde hace tiem po estam os habituados a h a c e r- significa bloquear su crecimiento, haciéndola regresar a su estadio prim itivo. Es com o si, m ás que ajustar el nivel de la protección a la m agnitud real del riesgo, se adecuase la percepción del riesgo a la creciente exi­ gencia de protección, esto es, com o si se creasen artificialm ente riesgos para poderlos controlar, como, p o r lo dem ás, hacen con frecuencia las com pañías de seguros. Todo esto form a p arte d e la experiencia m oderna. A hora bien, mi im presión es que estam os d e s a rro llo .

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alcanzando un punto, un lím ite, a p a rtir del cual este mecanismo de recíproca recarga en tre aseguración y riesgo, en tre protección y negación de la vida, corre el riesgo de irse de las manos, de sa­ lirse de control. P ara hacernos u n a idea no m etafórica de ellopiénsese en lo que sucede en las así llam adas enferm edades autoinm unes; cuando el sistem a inm unitario se p o ten cia tanto que se vuelve co ntra el m ism o m ecanism o que d ebería proteger, destru­ yéndolo. C iertam ente, los sistem as inm unitarios son necesarios ningún cuerpo individual o social p o d ría evitarlo, pero cuando crecen desm esuradam ente acaban p o r cond ucir a la com pleta ex­ plosión o im plosión del organism o. Esto es exactam ente lo que am enaza con suceder a partir de los trágicos sucesos del 11 de septiem bre de 2001. Porque yo creo que la g uerra en curso está ligada doblem ente al paradigm a in­ m unitario, que esa es la form a de su exasperación y su locura. El epílogo trágico de la g uerra p od ría llam arse «crisis inmunitaria», en el m ism o sentido en el que René G irard usa la expresión «cri­ sis sacrificial» en la m edida en que la lógica del sacrificio rompe los diques que rodean a la víctim a elegida p ara arrastra r a la so­ ciedad en tera a la violencia. Es entonces cuando la sangre salpica p o r todas p artes y los hom bres, literalm ente, se h acen pedazos. Q uiero d ecir que el actual conflicto se origina po r la presión con­ ju n ta de dos obsesiones in m un itarias opuestas y especulares: la de u n integrism o islám ico resuelto a p ro teg e r h asta la m uerte su p rete n d id a p u rez a religiosa, étn ica y cu ltural de la contamina­ ción de la secularización occidental y la de u n O ccidente empe­ ñado en excluir al resto del p lan eta d e la posibilidad de com partir su bienes excedentes. Cuando estos dos im pulsos contrapuestos se en trelazan de m odo irresoluble, el m u nd o en tero se agita en u n a convulsión que tien e los rasgos de la enferm edad autoinmune m ás destructiva: el exceso de defensa frente a los elementos extraños al organism o se vuelve co n tra él, con efectos poten­ cialm ente letales. Lo que h a explotado, al m ism o tiem po que las

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Gemelas, h a sido el doble sistem a inm unitario que hasta ahora había m antenido unido al mundo. No hay que p erd er de vista el hecho de que este trágico suce­ so se ha desarrollado p or entero en el triángulo del m onoteísm o -cristiano, hebraico e islámico, con un epicentro, real y sim bóli­ co, en Jerusalén. Todo h a sucedido, se ha encadenado y desenca­ denado d entro del cerco fatal del m onoteísm o -n o en el m undo budista ni en la galaxia del hinduism o. ¿Por qué? Yo diría que la civilización islám ica y cristiana, a través de la hebraica, están en ­ frentadas no en cuanto diferentes y opuestas, tal com o vienen diciendo los teóricos del choque de civilizaciones, sino, por el contrario, en cuanto dem asiado sim ilares, vinculadas todas ellas, en sus categorías constitutivas, a la lógica del Uno, al síndrom e monoteísta. Que este asum a en O riente la figura del único Dios y en O ccidente la de n uestro verdadero Dios, el dinero com o va­ lor absoluto, no obsta para que am bas lógicas estén som etidas al principio de la U nidad, p ara que am bas in te n te n unificar el m u n ­ do sobre la base del propio p unto de vista. Es esta -antes que el petróleo, el territo rio o las bom bas- la que q u erría definir com o la apuesta m etafísica de esta guerra. P aradójicam ente lo que está en juego en ella es la cuestión de la verdad. El encu en tro sin cuartel entre dos verdades parciales que am bicionan p resentarse com o la verdad global, com o p o r lo dem ás es propio del m odelo m o ­ noteísta - o al m enos del m on oteísm o político, politizado, ya que los m onoteísm os religiosos contienen tesoros m uy diferentes de espiritualidad. Por u n lado, la verdad p lena del fundam entalism o islámico, p ara la que la verdad coincide consigo m ism a - a q u e ­ lla escrita en el Corán, y desde allí extendida a la conquista del mundo. Por el otro, la v erdad vacía del nihilism o occidental, de su cristianism o secularizado -se g ú n el cual la verdad es que no existe la verdad, desde el m om ento en que lo que cuenta es solo el principio de com petencia técnica, la lógica del beneficio y la p ro ­ ducción total. Son estas dos verdades, la una, plena y la otra, vacía; T o rres

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la una, presente a sí m ism a y la otra, retira d a a la propia ausencia pero am bas absolutas, exclusivas y excluyentes, las que se enfrentan, d entro de la m ism a obsesión inm unitaria, p o r la conquista del m undo global, de la globalidad de un m undo reflejado en sí mis­ mo, lleno de sí h asta reventar. El m onoteísm o político - la idea de que a u n único Dios debe correspo nd erle un único rey y un único re in o - expresa la esencia m ism a de la inm unización en su ver­ sión m ás violenta: el cierre de fronteras que no toleran nada ex­ te rn o a lo propio, que excluyen la idea m ism a de u n afuera, que no adm iten nada ajeno que pu ed a am enazar la lógica del Uno-todo. 3. Sin abrir p o r el m om ento el discurso sobre la responsabilidad política, social o cultural de tal estado de cosas, yo m e atendría a este dato indubitable: si se adhiere a un régim en autoinmunitario -v u elto obsesivam ente hacia la identidad del propio sí mismo-, el m undo, esto es, la vida h u m ana en su totalidad, no tiene gran­ des posibilidades de supervivencia. La protección negativa de la vida, potenciada h asta tran sform arse en su opuesto, acabará por destruir, ju n to con el enem igo externo, el propio cuerpo. La vio­ lencia de la in teriorización - la abolición del afuera, del negativop od ría transfo rm arse en absoluta exteriorización, en negatividad integral. Y, entonces, ¿qué hacer, cóm o ro m p er esta lógica de m uerte? ¿D ónde reconocer, com o desea la ontología de la actua­ lidad, el punto de inversión de este p resen te hacia otro posible? Es difícil p ara cualquiera d ar u n a resp u esta com pleta a semejante interrogación. Lo que está claro es lo que ya no es posible hacer. No se puede, desde luego, volver al «m odelo W estfalia», al con­ cierto de E stados plenam en te soberanos en su in terio r y libres fren te a los otros en el exterior, que h a ocupado el escenario in­ tern acional d u ran te al m enos cinco siglos. No es posible recons­ tru ir u n equilibrio en tre bloques con trapu esto s com o el que ha dom inado el m undo desde el final de la S egunda G uerra mundial h a sta el últim o decenio del siglo pasado. Tam poco es imaginable,

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ni m ucho m enos, un retorn o a una constelación de lugares definidos étnicam ente, soldados en tre sí por una relación exclusiva entre tierra, sangre y lengua. El cam ino po r recorrer, creo yo, no pasa por la dialéctica, solo aparentem ente enfrentada, entre glo­ bal y local, a la que reenvían todas las filosofías políticas actuales, sino más bien p o r la construcción de una relación inédita en tre lo singular y lo m undial. Pero esto es, a su vez, pensable solo fuera _en la ru p tu ra - del paradigm a m onoteísta y de su lógica consti­ tutivamente inm unitaria. La cuestión, planteada en sus térm inos más radicales -lo s únicos que convienen a un pensam iento críti­ co en el p resen te y del p rese n te-, es la de la salida hacia fuera del léxico teológico-político en el cual, pese a todo, nos encontram os aún inm ersos, com o d em uestra el síndrom e m onoteísta del que acabamos de hablar. Y no hablo ahora del m undo islámico, sino de Occidente, im buido de teología política en su m ism a seculari­ zación, com o ya h a explicado C ari Schm itt. N aturalm ente -s a lir del léxico teológico-político del que p ro ­ ceden todas nuestras categorías, desde la de soberanía h asta la de persona ju ríd ic a - no es fácil. Pero no hay o tra vía. No es posi­ ble retroceder a u n m undo constituido por piezas autónom as en su interior y potencialm ente hostiles a su exterior. Pero tam poco proceder a u n a globalización de u n «sí mismo» incapaz de salir de sí y de prolongarse en su afuera. Esto significaría p erm anecer en la lógica destructiva y autodestructiva de la im m unitas, cuando de lo que se trata, en cambio, es de volver a p en sar en su revés - e n la forma abierta y plural de la communitas. El m undo -h o y irreversi­ blemente u n id o - necesita no solo ser pensado, sino «practicado» como unidad de diferencias, com o sistem a de distinciones, en el que distinción y diferencia no sean puntos de resistencia o resi­ duos respecto a los procesos de globalización, sino su form a m is­ ma. N aturalm ente, sé bien que transform ar esta fórm ula filosófica en práctica real, en lógica política, es u n a em presa que dista de ser fácil. Y, sin em bargo, hace falta encontrar los modos, las formas,

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el lenguaje conceptual necesario p ara convertir la declinación in m unitaria que han asum ido todos los fiindam entalism os políticos en u n a lógica singular y plural en la que las diferencias devengan precisam ente aquello que m antiene unido el mundo. Creo q u e O ccidente - s i se quiere u sar esta categoría de form a no defensiva u ofensiva contra lo que no lo e s - tien e en sí la fuerza, los recur­ sos, las fuentes culturales p ara in te n ta r esta operación de radical conversión, usando este térm in o en su sentido m ás intenso. Y e l lo pese a su tentació n rec u rren te de hom ologar el m undo a un único modelo. D esde H eráclito, la idea de que se p u ed e estar unidos no p o r la hom ogeneidad, sino en la distinción y en la diversidad fo rm a p a rte de la tradició n que O ccidente h a producido, pero nu n ca h a llevado a la práctica. B uena p arte de su violenta historia está m arcada po r esta rem oción y este olvido. La trágica paradoja que vivim os hoy d ía estriba en el hecho de que aquellos que han declarado la g uerra a O ccidente no h an hecho sino reproducir y po ten ciar h asta el paroxism o la m ism a obsesión fóbica, la misma convicción de que no pued e existir com unidad, relación, entre diferentes, que no sea aquella, autoinm une, que se da en el en­ frentam iento m ortal. E n esta situación, en la que las ten d en cias m ás destructivas se reflejan y m ultiplican en u n a m ism a c a rre ra hacia la masacré, la ú n ica posibilidad es la de q u eb ra r el espejo en el que el «sí mis­ m o» se refleja sin v er o tra cosa que no sea él, de ro m p er el hechi­ zo. E l g ran lingüista francés É m ile B enveniste recu erd a que el pro n o m b re latino «se», así com o sus derivados m odernos, lleva en su in te rio r u n a antigua raíz indo euro pea, de la cual derivan los latinos suus y soror, así com o los griegos éthos y étes, que significa parien te, aliado. B enveniste dedu ce que de esa raíz parten dos líneas sem ánticas distintas. L a p rim e ra reenvía al s í1 individual y 1

C on el fin d e evitar co n fu sio n e s, a lo largo d e to d o el tex to siem p re s e h a traducido « sé» p or « sí m ism o». En lo q u e resta, dado q u e la c u e s tió n s e tem a tiz a d e forma e x p re sa a partir d e e s te p un to, lo s térm in o s s e trad u cen sin m o d ifica ció n alguna.

R o b e r t o E s p o s it o

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privado, que se expresa en el ídios (lo que perten ece a sí m ism o), mientras que la segunda lo hace a un círculo m ás am plio en el . que los sujetos se relacionan unos con otros, donde los térm in o s ]ietairos y sodalis, am bos expresivos de un vínculo com unitario de algo que es com ún a aquellos que se caracterizan por él, com o precisam ente sucede con el m unus de la com m unitas. De ahí la relación com pleja e n tre el «sí» reflexivo del «sí m ism o» y el «se» distintivo y disyuntivo del sed, que atestigua cómo, en el origen de aquello que llam am os «sí», hay ju stam e n te u n nexo indisolu­ ble de u nidad y distinción, de identidad y alteridad. A unque no confiramos n in gú n privilegio p articu la r a las etim ologías, tal vez en la profu n d id ad de n u e stra trad ició n lingüística podríam os buscar las claves p ara invertir, com o decía Foucault, la línea del presente. P ara liberar, en la actualidad de su historia, o tra posibi­ lidad, tam bién p resente, pero h asta ahora n u n ca experim entada.

R e fe r e n c ia s b ib lio g r á f ic a s

W a lte r B e n ja m ín , « H a c ia la c r ít ic a d e la v io l e n c ia » e n O b r a s , lib r o I I / v o l.I . M ad rid , A b a d a E d it o r e s , 2 0 0 7 . É m ile B e n v e n is t e , V o c a b u la r io d e la s in s titu c io n e s in d o e u r o p e a s , M a d r id , T aurus, 1 9 8 3 . M a s s im o C a c c ia r i, G e o filo s o fia d e E u r o p a , M a d r id , A ld e r a b á n E d ic i o n e s ,

2001. E lia s C a n e tti, M a s a y p o d e r , e n O b r a s C o m p le ta s , v o l. I . B a r c e lo n a , G a la x ia G u ten b erg , 2 0 0 2 . J a c q u e s D e r r id a , « A u t o in m u n id a d . S u ic id io s r e a le s y s im b ó lic o s » , e n L a f i ­ losofía e n t i e m p o s d e te r r o r . D iá lo g o s c o n J ü r g e n H a b e r m a s y J a c q u e s D e r r i d a de G io v a n n a B o r r a d o r i, M a d r id , T a u r u s , 2 0 0 3 . R o b e rto E s p o s ito , I m m u n it a s . P r o te c c ió n y n e g a c ió n d e la v id a , B u e n o s A ir e s , A m o r r o r tu E d it o r e s , 2 0 0 5 . R en e G irard , L a v io le n c ia y lo s a g r a d o , B a r c e lo n a , A n a g r a m a , 198 3. G ia c o m o M a r r a m a o , P a s a je a O c c id e n te , B u e n o s A ir e s , K a tz E d it o r e s , 2 0 0 7 .

N ota d e l e d i t o r

Quizás requiera u n a breve justificación la inclusión de dos frag­ mentos de la obra de T hom as H obbes com o apéndice de u n li­ bro dedicado a la iconoclastia. T iene tres objetivos. Prim ero, sugerir una posible lectura del L eviatán: el tratad o hobbesiano bien puede ser entend ido com o u n gesto iconoclasta, ejecutado de form a no m enos sistem ática y consecuente que en M alévich, Duchamp, R einhardt, B uñuel o cualquiera de los artistas m encio­ nados en los textos precedentes. Segundo, subrayar el hecho de que u n gesto de tal especie fue esencial para configurar lo que conocemos com o Estado m oderno, tam bién para h acer posible lo que llam am os sociedad civil. U na determ in ad a decisión sobre el estatuto de la im agen h abría sido necesaria p ara su fundación. Así, cabe p reguntarse si la am bivalencia p ropia de todo gesto iconoclasta está igualm ente presente en el acto fundacional de ambas instituciones. A m bivalencia que hoy, llegado su tiem po, se habría sustanciado de form a crítica en eso que ha sido calificado como «sociedad de la imagen», «sociedad del espectáculo» y, p o r extensión, «sociedad de la inform ación». El te rc er objetivo de la inclusión del apéndice hobbesiano en este libro resp o n d ería al deseo de evidenciar la estrech a relación de las esferas de la reli­ gión, de la estética y de la política. E n la obra de H obbes tal rela­ ción alcanzaría u n a feliz, p o r clara y autoconsciente, expresión.

L e v ia t á n (f r a g m e n t o s )

Los fragm entos se en cu en tran en la cu arta p arte del Leviatán titu lad a «Del reino de las tinieblas». Se trata de la últim a parte dei libro, generalm ente olvidada en beneficio de las tres anteriores com prensiblem ente, todo hay que decirlo. El prim er fragm entó procede del capítulo 45, «De la dem onología y otros residuos de la religión de los gentiles». El segundo del capítulo 47, último de la obra, exceptuando la conclusión, se titu la «De las tinieblas de­ rivadas de la vana filosofía y de tradiciones fabulosas». Agradece­ m os tan to a su editor y traductor, Carlos Mellizo, com o a Alianza E ditorial la generosa y d esinteresada cesión de estos textos para su reproducción en este volum en.

T homas H obbes

Leviatán (frag m en to s) Textos p ro ce d en tes d e Leviatán, e d . y tr a d . d e C arlo s M ellizo, M a d rid , A lia n z a E d ito ria l, 1989, pp. 5 2 7 - 5 3 9 / 5 6 5 - 5 6 6 .

Otro residuo del paganism o es la adoración de las imágenes, cosa que no fue instituí,

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,

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O tr a reliq u ia d e l p a g a n is m o , la a d o r a c ió n d e im á g en es, f u e c o n s e r v a d a en la I g le sia n o a d o p ta d a p o r ella

da p o r M oisés en el A ntiguo T estam ento, ni por C risto en el Nuevo; tam poco fue adoptada p o r im itación de los gentiles, sino que estos la co n ­ servaron cuando se convirtieron a Cristo. A ntes de que nuestro Salvador predicase, fue la religión com ún de los gentiles adorar como a dioses a esas apariciones que quedan en el cerebro tras la im presión ejercida po r los cuerpos exteriores en los órganos del sentido, apariciones que reciben el nom bre de ideas, ídolos, fantasmas, conceptos, siendo representaciones de esos cuerpos exteriores que las causan, y no teniendo m ás realidad que las co­ sas que se nos p rese n tan cuando soñam os. Y esta es la razó n p o r la que San Pablo dice (1 C orintios v iii, 4): ahora sabemos que un ídolo no es nada; no es que estuviera diciendo que u n a im agen de metal, o de piedra, o de m adera, fuese nada, sino que la cosa que los corintios reverenciaban en la im agen, y tenían com o dios, era un a m era ficción, sin lugar, sin hábito, sin m ovim iento y sin existencia in dependientes de las m eras nociones del cerebro. Y la adoración a estos ídolos rindiéndoles h o n o r divino es lo que la E scritura llam a idolatría y rebelión co n tra Dios. Pues siendo Dios el Rey de los Judíos; y siendo sus lugartenientes M oisés y,

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después de él, el sum o sacerdote, si al pueblo se le hubiera per m itido adorar y rezar a im ágenes que solo son representacione de la fantasía, no habría dependido ya m ás del Dios verdadero al cual no hay nada que se le asemeje; y tam poco de sus m inistros principales, es decir, de M oisés y de los sum os sacerdotes. Por el contrario, cada hom bre se h ab ría gobernado a sí mismo según su propio apetito, h asta llegar a la total disolución del Estado, y a su p ro p ia destrucción, po r falta de unidad. Por tanto, la p rim e ra ley de Dios fue que no deberían tom ar p o r dioses a los a l í e n o s d é o s es decir, a los dioses de otras naciones, sino solo al Dios verdadero el cual condescendió comunicarse con Moisés, dándoles, a través de él, leyes y preceptos para el logro de la p a z y para que se salvaran de sus enemigos. Y la segunda fue que no se fabricaran imágenes de su propia invención con el fin de adorarlas. P ues es lo m ism o deponer a u n rey que som eterse a otro, ya sea este últim o im puesto por u n a nación vecina, o po r nosotros mismos P e a je s d , 1, E scritu ra , u e s0„ alegados para pro b ar la perm isibilidad de fabricar im ágenes con el fin de adorarlas, o de erigir­ las en todos los lugares donde se adora a Dios, son, en prim er lu­ gar, estos dos: uno, el que habla de los querubines que adornaban el arca de Dios; el otro, el de la serpiente de bronce. E n segundo lugar, se aducen algunos textos en los que se nos ord ena adorar a ciertas criaturas p o r la relación que estas tie n en con Dios, como la adoración a su pedestal. Y, p o r últim o, se aducen otros textos en los que se autoriza la veneración religiosa de objetos santos. Pero antes de d eten erm e a exam inar la validez de estos pasajes, debo explicar, prim ero, lo que debe en ten d e rse po r adoración y lo que debe enten d erse p o r imágenes e ídolos. Q u é e s a d o r a c ió n Ya h e m ostrado en el capítulo 20 de este discurso que h o n rar es valorar altam ente el p o d er de u n a persona, y que esta valoración es m edida com parando a esa persona con otras. Pero com o no hay n ad a que p u ed a com pararse con Dios la a d o r a c ió n a la s im á g e n e s

T h om as H o bbes

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cuanto a poder, no lo honram os, sino que lo deshonram os al com pararlo con algo que sea m enos que infinito. Y así, h o n ­ rar es, po r naturaleza, un ho n o r secreto e íntim o que reside en el corazón. Pero los pensam ientos interiores de los hom bres se manifiestan exteriorm ente en sus palabras y acciones, las cuales son los signos de nuestro ren d ir ho n o r y reciben el nom bre de adoración, en latín cultus. Por tanto, orar, jurar, obedecer, ser d i­ ligente y obsequioso en el servicio y, en sum a, to da palabra y ac­ ción que indica m iedo a ofender o deseo de agradar es adoración, independientem ente de que esas palabras y acciones sean since­ ras o fingidas; y com o son m anifestadas com o signo de ren d ir h o ­ nor, son de ordinario denom inadas honores. j •/ . . D is tin c ió n e n tr e a d o ra ció n La adoracion que m ostram os a quienes , . . . ., n ^ d iv in a y a d o ra c io n c iv il consideram os solam ente com o seres hu m a­ nos, com o a reyes y hom bres que tienen autoridad, es adoración civil; pero la adoración que m ostram os p ara con lo que estim a­ mos com o Dios, cualesquiera que sean las palabras, cerem onias, gestos y actos que utilicem os, será adoración divina. Postrarse ante u n rey es, p ara quien considera a ese rey solo como u n ser humano, únicam ente adoración civil; y quien se quita el som bre­ ro en u n a iglesia porque piensa que está en la casa de Dios, está realizando un acto de adoración divina. Q uienes buscan la d istin­ ción en tre adoración divina y adoración h u m an a basándose, no en la intención que tien e quien adora, sino en las palabras Souleía y lazp&ía., se están engañando. Pues existen dos clases de servi­ dores: una, la de quienes están to talm ente en p o der de sus amos, como los esclavos que se tom an en la guerra, y sus descendientes, los cuales carecen de p otestad sobre sus propios cuerpos (pues sus vidas dep en d en de la voluntad de sus amos, hasta el p unto de que p u ed en ser castigados por la m enor desobediencia), son com prados y vendidos com o las bestias, y son llam ados 5ouXoi, esto es, esclavos p ropiam ente dichos; y el servicio que prestan es denom inado SouAeía. La o tra clase es la de aquellos que sirven en

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U na

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v oluntariam ente (por un salario, o en la esperanza de recibir al gún beneficio de sus am os) y son los llam ados 0í)Tec, es decir, ser­ vidores dom ésticos, sobre cuyo servicio los am os no tienen más derechos que los estipulados en los contrato s establecidos entre ellos. Estos dos tipos de siervos tie n en en com ún el que su trabajo les es indicado po r otros; y la palabra Aá-ptc es el nom bre general que se da a am bos, y significa todo aquel que trabaja para otros ya sea esclavo o servidor voluntario. De m an era que la-zptía signi­ fica, en general, todo servicio; pero SouAeÍcc significa únicamente el servicio obligado y la condición de esclavitud. Ambos términos son utilizados en la E scritura in d istintam en te (p ara significar el servicio de Dios): SouXeíct, porque som os esclavos de Dios; Ict-rosía p orque lo servim os. Y en toda clase de servicio no solo va impli­ cada obediencia, sino tam bién adoración, esto es, acciones, gestos y palabras que significan honor. im a g en : q u é es. F a n ta s m a s U na imagen, en la acepción más rigurosa de la palabra, es la rep resentación de algo visible. E n este sentido, las form as producidas p o r la fantasía, las apariciones o sem blanzas de cuerpos visibles son solam ente imá­ genes. Tales son las réplica de u n hom bre o de cualquier otra cosa sobre la superficie del agua, ya sea con reflexión o p o r refracción, o las im ágenes del sol o de las estrellas, debidas a u n a visión di­ rec ta en el aire; pues esas im ágenes no son n ad a real en las cosas que vem os, ni están en el lugar que parecen estar, n i son sus mag­ n itud es y figuras idénticas a las del objeto real, sino que cambian según las variaciones de los órganos de la vista, o p o r el uso de lentes; y o curre con frecuencia que dichas im ágenes están pre­ sentes en n u estra im aginación y en n uestros sueños cuando los objetos que ellas rep rese n tan están, de hecho, ausentes; o cam­ bian de color y de form a, com o cosas que dep en d en únicam ente de la fantasía. Todas estas son las imágenes que, originariam ente y con m ayor propiedad, son denom inadas ideas e ídolos, con pa­ labras derivadas del lenguaje de los griegos, p ara quienes el tér-

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jjjjno elSii) significa ver. Tam bién son llam adas fantasm as, palabra que en esa m ism a lengua significa apariciones. Y es debido a estas imágenes e l que llam em os imaginación a u n a de las facultades n a t u r a l e s del hom bre. De todo esto resulta m anifiesto que ni hay ni puede h ab er im agen alguna de algo que sea invisible. Es tam bién evidente que no puede hab er u n a im agen de algo i n f i n i t o . Porque todas las im ágenes y fantasm as que son p rodu ci­ dos por la im presión de cosas visibles, tien en figura, y la figura es siempre u n a cantidad perfectam ente determ inada. Por tanto, no puede hab er im agen de Dios, ni del alm a hum ana, ni de los espí­ ritus, sino solo de cuerpos visibles, esto es, de cuerpos que tien en luz en sí m ism os, o son ilum inados por estos. Mas, así com o u n hom bre pued e im aginar figuras que F ic cio n es nunca h a visto, com poniéndolas con p artes de criatu ras d i­ versas, tal y com o hacen los poetas cuando fabrican centauros, quimeras y otros m o nstruos n u n ca vistos, puede tam bién m a­ terializar esas figuras m odelándolas en m adera, I m á g e n e s m a te r ia le s arcilla o m etal. Y estos objetos se llam an tam bién imágenes, no po rq u e rep rese n ten n inguna cosa real corpórea, sino p orque se asem ejan a los h abitantes im agina­ rios que residen en el cerebro de quien los fabrica. Pero en estos ídolos, com o p ro ced en o riginalm ente del cerebro, y com o están después pintados, esculpidos, m odelados o vaciados en alguna materia, hay u n a sem ejanza e n tre estos y aquellos, y po r eso p u e ­ de decirse que el objeto m aterial fabricado p o r el artesano es la imagen del ídolo que se form a la fantasía de u n m odo natural. Pero en u n a acepción m ás am plia de la palabra imagen, p u e ­ de qu erer significarse cualquier representación de u n a cosa por otra. Así u n soberano de la tie rra puede ser llam ado im agen de Dios y u n m agistrado subordinado puede ser llam ado im agen de u n soberano de la tierra. M uchas veces, en la idolatría de los gentiles, no se po n ía atención en si había o no había sem ejanza entre el ídolo m aterial y el ídolo de la fantasía; sin em bargo, aquel

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era siem pre llam ado im agen de este. Pues u n a piedra sin labrar h a llegado a tom arse com o represen tació n de N eptuno, y se han fabricado m uchas figuras que son sobrem an era diferentes de las que los gentiles im aginaban ser dioses suyos. Y, en el día de hoy, vem os m uchas im ágenes de la Virgen M aría y de otros santos, qué son m uy diferentes en tre sí y que no se corresp on den con la fan­ tasía de ningún hom bre. Y, sin em bargo, sirven p ara lo que fueron fabricadas; pues solo con darles nom bres, rep resen tan a las perso­ nas que se m encionan en la historia; y cada ho m bre les aplica una im agen m ental, o ninguna im agen en absoluto. Y así, u n a imagen en su m ás am plio sentido, es la sem blanza o la representación de algo visible o las dos cosas, com o p o r lo com ún suele ocurrir. Pero el nom bre de ídolo tiene u n a extensión aún m ayor en la Es­ critu ra y puede tam bién significar el sol, o u n a estrella, o cualquier cosa visible o invisible, cuando esas cosas son adoradas como dios. H abiendo ya m ostrado lo que es adoración y lo que es na.- q u e es u n a jm ageil) p on dré am bas ju n ta s y exam inaré qué es esa i d o l a t r í a que se nos pro híbe en el segundo man­ dam iento y en otros pasajes de la E scritura. A dorar a una im agen es realizar vo luntariam ente esos actos externos que son signos de estar rindiendo honor, bien a la mate­ ria de la im agen - q u e puede ser m adera, piedra, m etal o alguna o tra cosa creada visible-, o bien a los fantasm as del cerebro, como representaciones o sem blanzas de aquello que la form a y figura de la m ateria quiere representar, o bien am bas cosas, como cuan­ do se tra ta de u n cuerpo anim ado com puesto de la m ateria y del fantasm a, com o u n cuerpo con alma. D escubrirse ante u n h om bre de p o d er y autoridad, o ante el trono de u n príncipe, o en aquellos lugares que él h a designado en su ausencia, es adorar a ese hom bre, o a ese príncipe, con adoración civil. Pues no hay signo que indique que se está rindiendo honor al trono mismo, o al lugar, sino a la persona. Y esto no es idolatría. Pero si quien está haciéndolo supone que el alm a del príncipe está en el

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o si p resen tara u n a petición al trono mismo, entonces e sta­ ría com etiendo un acto de adoración divina, y eso sería idolatría. Rogar a un rey po r cosas que él puede hacer po r nosotros, será solo adoración civil, aunque lleguem os a p ostrarnos ante él; pues jo reconocem os en él más p oder que un poder hum ano. Sin em ­ bargo, rezarle p ara que haga bu en tiem po, o po r cualquier o tra cosa que solo Dios puede h acer p o r nosotros, sería adoración di­ vina y, por tanto, idolatría. Por o tra parte, si u n rey obliga a un hombre a h acer eso aterrorizándolo con darle m u erte o con otro gran castigo corporal, entonces no es idolatría; pues la adoración que el soberano o rdena que le rin d a sirviéndose del te rro r que inspira sus leyes, no es una indicación de que quien lo obedece está rindiéndose el ho n o r que se rin d e a Dios, sino más bien un a señal de que quiere librarse de la m uerte o de u n a vida miserable. Y lo que no es señal de u n ho n o r interno, no es adoración; y, por tanto, no es idolatría. Tam poco puede decirse que quien actúa así está escandalizando o poniendo a su herm ano en ocasiones de pecado; pues po r m uy p ru d en te y sabio que es el que se ad ora de este modo, ningún otro hom bre p odrá de ello dedu cir que quien así adora lo h ace de bu en gusto, sino que lo hace p or miedo, y que lo que está haciendo no es un acto suyo, sino de su soberano. A dorar a Dios en algún lugar especial, o volver la cabeza hacia una im agen o sitio determ inado, no es adorar u h o n rar el lugar o la im agen en cuestión, sino reconocerlos com o santos, es decir, reconocer que la im agen o el lugar h an sido separados del uso común. Pues ése es el significado de la palabra santo, lo cual no implica n inguna nueva cualidad en el lugar o en la imagen, sino solo u n a nueva relación po r h ab e r sido reservados para Dios. Y, por tanto, no es idolatría, com o tam poco lo fue ado rar a Dios ante la serpiente de bronce, o que los judíos, cuando estaban fu era de su propio país, volvieran su rostro, cuando rezaban, hacia el te m ­ plo de Jerusalén; o que M oisés se q u itara las sandalias cuando estuvo ante la z a rza ardiente, en te rren o que era p arte del M onte tro n o ;

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Sinaí, lugar que Dios h ab ía elegido p ara aparecerse y dictar sus leyes al pueblo de Israel; y fue aquel te rre n o santo, no porque poseyera un a santidad inherente, sino porque se había reservado para uso a Dios. Tam poco es idolatría que los cristianos adoren en la Iglesia. Pero adorar a Dios com o algo que da vida a imágenes o lugares y que h abita en ellos, es idolatría. P ues estos dioses finitos son únicam ente ídolos del cerebro, y no constituyen nada real- y en la E scritura son llam ados vanidad, m entiras y nada. Asimismo ad orar a Dios, no com o algo que d a vida o que está presente en u n lugar o en u n a im agen, sino con el fin de recordarlos a Él o algunas de sus obras, es ido latría si ese lugar o esa imagen han sido dedicadas p o r alguna au to rid ad privada, y no por autoridad de quienes son n uestro s pastores soberanos. P ues el mandamien­ to dice: N o te fabricarás ninguna imagen esculpida para ti mismo. Dios ordenó a M oisés erigir la serpien te de bronce; y Moisés la erigió, pero no p ara sí mismo; p o r tanto, no fue en con tra del man­ dam iento. Pero la fabricación del becerro de oro p o r Aarón y por el pueblo, com o fue llevada a cabo sin autorización de Dios, fue idolatría; y no solo porque tom aron el becerro p o r Dios, sino tam­ bién porque lo erigieron p ara uso religioso, sin la aprobación de su Dios soberano, ni la de Moisés, su lugarteniente. Los gentiles ad oraban com o dioses a J ú p ite r y a otros que d u ran te su vida hab ían sido h om b res que q uizá habían conse­ guido realizar grandes y gloriosas acciones. Y tom ab an p o r hijos de Dios a u n a d iversidad de h om b res y m ujeres, a quienes supo­ n ían engendrados p o r la u n ió n de u n a deid ad inm ortal y de un h o m bre m ortal. Eso fue idolatría, po rq u e se fab ricaron aquellos dioses p ara sí m ism os, sin au to rid ad d e D ios que se manifestase en su ley e te rn a de la razón, ni en su v o lun tad positiva y revelada. Pero aunq ue nuestro Salvador era hom bre, y nosotros creemos que es tam bién D ios in m ortal e H ijo de Dios, no h ay en ello ido­ latría; pues no basam os n u e stra creencia en n u e stra propia ima­ ginación, ni en n u estro propio juicio, sino en la P alabra de Dios

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que nos h a sido revelada en las E scrituras. Y en cuanto a la ad o­ ración de la E ucaristía, si las palabras de Cristo, este es mi cuerpo, significan que Él m ism o y el pan que se m uestra en sus manos, y ¡10 solo ese pan en particular, sino todos los pedazos de pan que han $00 y serán consagrados p o r sacerdotes, serán otros tantos cuerpos ¿e Cristo, siendo todos ellos, sin embargo, un solo cuerpo, entonces ¡io es idolatría, p o rq u e eso está autorizado p o r nu estro Salvador; p e r o si el texto no significa tal cosa (pues no hay ningún otro que pueda alegarse p ara apoyarlo), entonces se tra ta d e u n a adoración instituida po r los hom bres, y es idolatría. P orque no es suficiente decir que D ios p u ed e tran su stan c iar el p an en el cuerpo de C ris­ po; los gentiles tam bién afirm an que Dios es om nipotente, y sin embargo, no p o d ría excusarse su ido latría aduciendo, e n tre otras cosas, que la m adera y pied ra de sus ídolos hab ía ex perim entado una tran su stanciación convirtiéndose en Dios Todopoderoso. Siem pre que se p re te n d e que la in sp iració n divina es la en ­ trada del E sp íritu S anto en u n ho m bre, y no u n a adquisición de las gracias de D ios a través de su d o ctrin a y del estudio, creo que se está en u n peligroso dilem a. P orque si quien es así p ie n ­ san no ad oran al h o m b re que cre en que h a sido in spirad o de ese modo, estarán cayendo en im p iedad p o r no ad o ra r la p resen cia sobrenatural de D ios. M as si lo ado ran , estarán com etiendo un acto de id olatría, p ues ni los apóstoles m ism os h u b iesen p e rm i­ tido jam ás que se les adorase de esa m anera; y cuando C risto atentó sobre ellos cuand o les dio el E sp íritu Santo; y cuando hizo eso m ism o im ponién do les las m anos, ello debe en ten d e rse como signos que D ios se h a com placido en u tiliz a r o h a o rd e n a ­ do que se usen, p a ra in d ic ar su p ro m esa de a sistir a las perso n as que se esfu erzan en p re d ic a r su reino, y p ara q ue lo que digan no resu lte escandaloso p ara otros, sino edificante. Además de la idólatra adoración de im ágenes, hay tam b ién u n a adoA d o r a c ió n es c a n d a lo s a d e im á g e n e s ración escandalosa, de las m ism as, lo

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cual es tam bién pecado, aunque no de idolatría. Porque idolatría es adorar dando m uestras de un h o n o r interno y auténtico; pero adoracióri escandalosa es solo un a adoración aparente, y puede ir a veces unida a un a íntim a repulsión de la im agen y del fantástico demonio o ídolo al que está dedicada; y esa falsa adoración provie­ ne solam ente del tem o r a la m u erte o a algún otro grave castigoy hay pecado en quienes así adoran, en el caso de que sean hom­ bres cuyas acciones son observadas p o r otros com o luz por la que guiarse; porque al im itarlo en esto, no p od rán evitar tropezar y caer en el cam ino d é la religión; p ero el ejem plo de aquellos a quie­ nes no tenem os en alta consideración no nos afecta en absoluto sino que deja que nos guiem os p o r n uestro propio criterio y pru­ dencia, y, consecuentem ente, ésos no son causa de n u estra caída. Por tanto, si un p astor que h a sido legalm ente nom brado para en señ ar y dirigir a otros, o cualquier perso n a cuyo conocimien­ to es altam ente respetado, rin d en h o n o r externo a un ídolo sola­ m ente p or miedo, a m enos que esa p erso n a haga de su miedo y de su repulsión algo ta n evidente com o la adoración misma, estará escandalizando a su herm ano al d ar la im presión de que aprueba ese culto de idolatría. P orque su herm ano, basándose en la acción de su m aestro, o de aquel cuyo saber tiene en gran estima, con­ cluirá que esa m an era de actuar es legítim a en sí mism a. Y este escándalo es pecado, y es u n escándalo probado1. Pero si uno que no es p astor ni tien e u n a em in en te repu tación de conocer la doc­ trin a cristiana h ace lo mismo, y otro le sigue, ello no será escán­ dalo probado, porque quien im ita su acción no te n ía motivo para seguir su ejemplo; y que p rete n d a h ab e r sido escandalizado, no es sino u n a excusa que él se inventa p ara d iculparse ante los hom­ bres. Si u n hom bre sin conocim iento es obligado po r su Estado, bajo p en a de m uerte, a ad orar a u n ídolo, y este hom b re detesta en 1

La ex p re sió n u tiliza d a p o r H o b b es e s sca n d a l g iv en , cu ya trad u cció n literal sería « escán d alo d ado», e n el sen tid o d e « escá n d a lo in d iscu tib le, probado, m anifies­ to » [ n . d el trad.}.

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su corazón lo que le obligan a hacer, estará actuando bien; pero actuará aún m ejor si tiene la fortaleza de sufrir m u erte antes que adorarlo. Pero si un p astor que, com o m ensajero de Cristo, se ha com prom etido a enseñar la do ctrin a cristiana a todas las nacio­ nes, hiciera lo mismo, ello no solo seria un escándalo pecam inoso con respecto a las conciencias de otros cristianos, sino que ta m ­ bién sería un pérfido abandono de su misión. El resu m en de todo lo que hasta aquí he dicho en lo referen ­ te a la adoración de im ágenes es este: a quien, en u n a im agen o criatura, adora la m ateria de que está hecha, o alguna fantasía de su propia creación, la cual él piensa que reside en ella, o am bas cosas; o cree que esas cosas son capaces de o ír sus oraciones o de ver sus actos de devoción sin te n e r oídos ni ojos, com ete idola­ tría. Y quien finge u n a adoración así por m iedo a algún castigo, si es p erso n a con g ran influencia sobre sus herm anos, com ete un pecado. Pero quien a través de u n a im agen ado ra al C reador del mundo, y lo h ace en u n lugar que él no h a escogido p o r sí mismo, sino que h a sido adoptado siguiendo el m andato de la p alab ra de Dios -co m o lo hiciero n los judíos cuando adoraron a Dios ante los qu eru b in es y an te la se rp ie n te de b ronce d u ra n te algún tiem ­ po, o cuando p restab an adoración dirigiéndose al Tem plo de J e ­ rusalén-, no com ete idolatría. E n cuanto a la adoración de santos, im ágenes, reliquias y otros objetos, p ráctica hoy en uso en la Iglesia de Roma, digo que tal ad o ­ ración no está perm itid a p o r la palabra de Dios, ni fue el resultado de la doctrina enseñada en dicha Iglesia. Fue, m ás bien, algo d eja­ do allí p o r los gentiles d espués de su conservación; y fue después conservado, confirm ado y aum entado p o r los obispos de Roma. E n lo referente a las pruebas que se aducen basándose en textos de la E scritura, a saber, ejem ­ plos de cuando D ios ordenó que se R e s p u e s ta a l a r g u m e n to d e lo s erigieran im ágenes, estas no fúeron ^niW nesy d e la s e r p ie n te d e b ro n ce erigidas p ara el pueblo, ni p ara que

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ho m bre alguno la adorase, sino solo para ad orar a Dios a través de ellas. Así ocurrió en el caso de los q uerubines que se colocaron sobre el arca, y en el caso de la serpiente de bronce. Pues no lee­ mos en ninguna parte que ni el sacerdote ni ninguna otra perso­ n a adorase a los querubines m ism os; m uy al contrarío, leemos (2 Reyes x v m , 4) que E zequías hizo pedazos la serp iente de bronce que M oisés había erigido, porque el pueblo quem ó incienso ante ella. Además, esos ejem plos no se nos dan p ara que los imitemos y p ara que con el p retexto de adorar a Dios a través de ella, tam­ bién erijam os nosotros im ágenes. P orque las palabras del segun­ do m andam iento, no te fabricarás ninguna imagen esculpida para ti m ismo, distinguen en tre las im ágenes que D ios ordenó erigir y las que son erigidas p ara nosotros m ism os. Por tanto, argum entar p artiendo de los querubines y de la serpiente de bro nce para con­ cluir en favor de las im ágenes que son p u ra invención humana; o pasar de la adoración que fue o rdenada p o r Dios, a la adoración de hom bres, no son razonam ientos válidos. H a de considerarse tam bién que Ezequías hizo pedazos la serp ien te de bronce por­ que los judíos la adoraron; y la destrozó con el fin de que no lo hicieran más. Según ese ejemplo, los soberanos cristianos deben h acer pedazos las im ágenes que sus súbditos h a n tom ado la cos­ tu m b re de adorar a fin de que no tengan m ás ocasión de caer en tal idolatría. Pues, en el día de hoy, allí donde se ad ora a las imá­ genes, la gente ignorante cree firm em ente que dichas imágenes tien en u n p oder divino; y sus pastores les dicen que algunas de esas im ágenes h a n hablado, h an sangrado y h a n realizado mila­ gros, lo cual el pueblo entiende que h a sido hecho p o r el santo que ellos identifican con la im agen m ism a, o q ue creen que reside en ella. Cuando los israelitas adoraron al becerro, pensaban que estaban adorando a Dios que los había sacado de Egipto; y, sin em bargo, eso fue idolatría p orque p ensaban que el becerro, o era Dios, o te n ía a Dios en su vientre. Y aunque alguien pued a pensar que es im posible que el pueblo sea ta n estúpido com o p ara pen-

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sar que una im agen es lo m ism o que Dios o que un santo; o que adore basándose en esa noción, es, sin em bargo, m anifiesto en la E scritura ju stam en te lo contrario. Pues cuando el becerro de oro fue hecho, el pueblo dijo (Éxodo x x x n , 4): Estos son sus dioses, oh Is ra e l; y leem os tam bién (Génesis xxxi, 30) que Labán llam aba a sus im ágenes sus dioses. Y vem os diariam ente, por propia ex p e­ riencia, en tre to d a clase de gentes, que aquellos hom bres que solo se preocupan de su com ida y de su com odidad, prefieren creer en cualquier absurdo antes que tom arse el trabajo de exam inarlo, y m antienen su fe com o sí fuese algo inalienable, y solo la abando­ nan cuando se les dicta expresam ente u n a nueva ley. Pero hay algunos que infieren, ba­ sándose en otros pasajes, que es legítim o p i n t a r f a n ta s ía s n o e s id o la tría ; ,

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p e r o a b u s a r d e ella s

pin tar angeles, y tam bién al m ism o Dios, utí,izándolas m é cuko como cuando se p in ta a D ios paseando d e a d o ra c ió n relig io sa , s í lo es por el Paraíso, o a Jacob viendo a Dios en lo alto de la escala, u otras visiones y sueños. M as las visiones y sueños, ya sean naturales o sobrenaturales, no son sino fan tas­ mas; y quien p in ta la im agen de alguno de ellos no está p in tan d o la im agen de Dios, sino de su propio fantasm a, lo cual es estar fabricando u n ídolo. No digo que p in ta r u n cuadro guiándose por la p ro pia fantasía sea pecado; p ero cuando es pin tad o con la p re ­ tensión de estar rep rese n tan d o a Dios, ello v a co n tra el segundo m andam iento, pues su uso no p u ed e ser otro que el de la ad o ra­ ción. Y lo m ism o p u ed e decirse de las im ágenes de ángeles y de hom bres m uertos, a m enos que se tom en com o m o num entos en m em oria de am igos o de h om bres que son dignos de reco rd a­ ción. P ues este segundo uso de u n a im agen no im plica la ad o ­ ración a d icha im agen, sino u n re n d ir h o n o r civil a u n a p erso n a que ya no existe, pero que existió. Pero cuando nos dirigim os a la im agen que hacem os de u n santo, y la honram o s porque cre e­ m os que el santo va a oír n uestras oraciones y va a com placerse en que le honrem os, estam os atribuyéndole u n p o d er m ás que

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hu m an o al estar hablando a u n m u e rto que está ya privado de sentidos; y eso es, p o r tanto, idolatría. Visto, pues, que no hay nada en la ley de M oisés ni en el Evan­ gelio que autorice la adoración religiosa de im ágenes de criaturas que viven en el cielo, en la tierra, o bajo la tierra; y que los reyes cris­ tianos, que son vivos representantes de Dios, no deban ser adora­ dos po r sus súbditos con expresiones que im pliquen que se les está atribuyendo u n p oder m ayor del que es capaz la naturaleza huma­ na, no cabe im aginar que la adoración religiosa hoy en uso haya en­ trad o en la Iglesia po r causa de u n m alentendido en la interpreta­ ción de la Escritura. Y la única explicación que podem os d ar es que esa práctica fue dejada en la Iglesia por los gentiles conversos, los cuales no destruyeron las im ágenes m ism as que antes adoraban. La razón de esto fue que ten ían excesiva estima ¡a

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Y aPreciaban sobrem anera el valor artístico de

dichas im ágenes. Lo cual hizo que sus propie­ tarios, aunque se habían convertido y ya no las adoraban reli­ giosam ente com o a dem onios, las conservaron, sin embargo, en sus casas, bajo p retex to de estar haciéndolo en h o n o r de Cristo, de la V irgen M aría y de los A póstoles y otros p asto res de la Igle­ sia prim itiva; y les resultó fácil d ar a aquellas im ágenes nuevos nom bres, haciendo, p o r ejem plo, que u n a estatu a de Venus o de Cupido se convirtiese en im agen de la V irgen M aría o de su hijo, nu estro Salvador; o haciendo que u n J ú p ite r se convirtiese en un B ernabé, u n M ercurio en Pablo, etcétera. Y conform e la ambi­ ció n h u m a n a fue creciendo e n tre los pastores, se esforzaron en com placer a aquellos cristianos de nuevo cuño en la esperanza de que, com o a dichos pastores em pezaba a gustarles esa forma de honrar, p u d ie ra n tam bién, después de m uertos, ser honrados de la m ism a m anera. Y así, la adoración de im ágenes de Cristo y de sus apóstoles fue haciéndose m ás y m ás idólatra. Es cierto que, algo después de la época de C onstantino, v arios em perado­ res, obispos y concilios generales rep a ra ro n en la ilegitim idad de

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esta p ráctica y se opusieron a ella, pero esa reacción fue dem a­ siado tard ía o dem asiado débil. La canonización de santos es otra reliquia C a n o n iza c ió n d e s a n to s del gentilism o. No está basada en una erró n ea interpretación de la E scritura, ni es tam poco una nueva inven­ ción de la Iglesia rom ana. Es, m ás bien, una costum bre ta n antigua como el E stado rom ano mismo. El prim ero que fue canonizado en Rom a fue R óm ulo2, com o consecuencia de la declaración de Julio Próculo, el cual ju ró ante el Senado que hab ía hablado con Rómulo tras la m u erte de este, y que Róm ulo le había asegurado que estaba en el cielo, que allí había recibido el nom bre de Quirino, y que favorecería el establecim iento de su nueva ciudad. Y a raíz de esto, el Senado dio testim onio público de su santidad. J u ­ lio C ésar y otros em p erado res que vinieron después de él o b tu ­ vieron ese m ism o testim onio, es decir, fueron canonizados com o santos. P ues la c a n o n i z a c i ó n es d eterm in ad a según u n te sti­ m onio parecido, y es lo m ism o que la a iz o d é io a ic de los paganos. Es tam bién de los paganos rom anos de q u ie­ nes los Papas h an recibido el nom bre y el p o d er E l n o jn b re d e P o n tife x de p o n t i f e x m a x i m u s . E ste era el nom bre de quien en el antiguo E stado de Rom a te n ía la su prem a autoridad, bajo el Senado y el pueblo, p ara reglam entar todas las cerem o ­ nias y d octrinas con cern ien tes a la religión. Y cuando C ésar Au­ gusto cam bió el E stado a u n a m onarquía, asum ió ese cargo y el de trib u n o del pueblo, es d ecir el p o d er suprem o en m aterias de estado y de religión. Y los em peradores subsiguientes d isfru ­ taro n esos m ism os poderes. Pero en vida del em p erador C ons­ tantino, el cual fue el prim ero que profesó y autorizó la religión cristiana, su profesión de fe llevó consigo el que la religión fuese reglam entada, bajo su au toridad, p o r el O bispo de Roma, aunque no p arece que el nom b re de Pontifex fuese adoptado ta n pronto, 2

F u n d ador d e R om a en el añ o 753 a. C. [n. d el trad.].

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p ara afirm ar su poder sobre los obispos de las provincias roma­ nas pues no fue ningún privilegio de San Pedro, sino el privilegio de la ciudad de Roma, el cual los em peradores estuvieron siem­ pre dispuestos a m antener, lo que les dio esa au to rid ad sobre los dem ás obispos. Ello pued e verse claram ente en el hecho de que cuando el em perador hizo de R om a la sede del im perio, el Obispo de C onstantinopla p reten d ió ser igual al O bispo de Roma; mas finalm ente, y no sin confrontación en tre am bos, el Papa ganó la c o n tien d a y se convirtió en Pontifex M axim us, si b ien solo ejer­ ciendo el derecho que le había dado el em p erad o r y únicam ente d entro de los lím ites del im perio. Y cuando el e m p erado r perdió su p o d er en Roma, el P apa no lo tuvo en n in g u n a parte; mas. el P apa m ism o lo asum ió, apropiándose el que el em p erad or había tenido. D e todo lo cual podem os d ed u cir que no hay razón para que el P apa disfrute de su perioridad sobre los dem ás obispos, excepto en aquellos territo rio s en los que él es el soberano civil, y allí d o n de el em p erad o r h a elegido expresam en te al Papa, bajo su autoridad, com o p asto r suprem o de sus súbditos cristianos. E xh ib ir im ágenes en las procesiones es otro resiP r o c e sió n d e im á g e n e s dúo de la religión de los griegos y rom anos. Pues ellos tam b ién p aseaban a sus ídolos de un lugar a otro, llevándolos en u n a especie de c a rro z a que estaba espe­ cialm en te d estin ad a a ese uso, y que los latino s llam aban thensa y vehiculum D eorum . Y la im agen e ra colocada en u n pabellón o te m p le te que ellos llam aban ferculum . Y lo qu e ellos llam aban pom pa es lo m ism o que h oy recibe el no m b re de procesión. De acuerdo con esto, e n tre los h o n o res divinos qu e le e ra n rendi­ dos a Julio C ésar p o r el Senado, este e ra u no de ellos: que en la p o m pa o p rocesión que te n ía lugar en los juegos circenses, él h ab ía de te n e r thensan et ferculum , es decir, u n a carro z a sagrada y u n pabellón, lo cual im plicaba que d ebía se r llevado de u n lado a otro com o si fu era u n dios. Es lo m ism o que se h ace hoy día cuando el P apa es conducido bajo palio p o r la G uardia Suiza.

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A estas procesiones perten ecía tam bién la costum bre de llevar antorchas y velas encendidas delan te de las im ái

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genes de los dioses, costum bre que se observaba a n to r c h a e n c e n d id a s tanto en tre los griegos com o en tre los rom anos. Pues, p o steriorm en te, los em perad ores de Rom a recibieron el mismo honor, com o cuando leem os que Calígula al ser recibido en el im perio, fue llevado de M isenum a Rom a en m edio de un a m uchedum bre, con los cam inos decorados con altares, bestias para el sacrificio y antorchas encendidas. Y leem os que C aracalla fue recibido en A lejandría con incienso, e n tre u n a lluvia de flo­ res, y con SaSoüyiaíc, es decir, con antorchas; porque los SaSoüpi eran quienes, en tre los griegos, llevaban antorchas encendidas en las procesiones de sus dioses. Y, con el paso del tiem po, la gente devota, aunque ignorante, h o n ra m uchas veces a sus obispos con pom pa parecida, llevando velas d e cera e im ágenes de n u estro Salvador y de los santos. E sto o cu rre con stantem ente, aun d en ­ tro d e la m ism a Iglesia. Y así tuvo su origen el uso de las velas de cera, siendo luego establecido p o r algunos Concilios antiguos. Los paganos tam bién tenían su aqua lustralis, es decir, agua bendita. Tam bién los im ita la Iglesia de Rom a en la cuestión de los días festivos. Pues los paganos ten ían sus bacchanalia, y nosotros tenem os n uestras vigilias, im itando esa costum bre; y ellos ten ían sus satum alia, y nosotros tenem os nuestros carnavales y la m a­ num isión de los siervos en la víspera del M iércoles de C eniza3. Ellos ten ían su procesión de Príapo, y nosotros tenem os la reco ­ gida, erección y danza en to rn o a las cucañas de m ayo4, pues la d anza es una especie de adoración. Ellos ten ían su procesión lla­ m ada Am barvalia, y nosotros n u estra procesión po r los cam pos d uran te la sem ana de rogativas. N o creo que sean estas las únicas

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T ra d u zco a sí la ex p r e sió n S h ro ve-T u esd a y, M artes d e C o n fe sió n [n. d el trad.].

4

M a y -p o le s , e r ig id o s e l d ía p rim e ro d e m a yo se g ú n la co stu m b r e m e d ie v a l [n. d e l tra d .].

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en to s)

cerem onias que fueron conservadas en la Iglesia tras la primera conversión de los gentiles, pero no puedo p ensar en más en este m om ento. Si alguno lee con atención lo que se nos cuenta en las historias acerca de los ritos religiosos de griegos y romanos, no dudo que enco ntrará m uchos de estos odres vacíos del gentilis­ mo, que los doctores de la Iglesia rom ana, p o r negligencia o por am bición, han vuelto a llenar con el nuevo vino de la Cristiandad y que necesariam ente habrán de d estru ir a su debido tiempo.

§ C o m p a r a c ió n d e lP a p a d o co n e l re in o d e la s b r u ja s

P ero d espués que esta d o ctrin a de queX a Igles¡-fl gue a ftora m ilita es el reino de Dios del que

se habla en el A ntiguo-y en el N uevo Testamen­ to fue recibida en el m undo, la am bición y el deseo de obtener pu esto s eclesiásticos, esp ecialm ente el im portan tísim o cargo de se r el re p re se n ta n te de Cristo, y la p o m p a que se derivaba de o b te n e r los cargos públicos principales, fue algo que gradual­ m e n te se hizo ta n claro, que los eclesiásticos llegaron a perder el resp eto debido a su función pastoral; h a sta ta l p u n to que los ho m b res m ás p ru d en tes, que te n ía n alguna p o te sta d civil, solo n ec esitaro n la au to rizació n de sus prín cip es respectivos para neg arles a los pasto res la o bediencia que an tes se les debía. Así, desd e el m om ento en que el O bispo d e R om a consiguió ser reco­ nocido com o obispo u niversal bajo p re te n sió n de se r el sucesor de San P edro, to d a la je rarq u ía, o rein o de las tinieblas, pudiera m uy b ien c om pararse al reino de las brujasD, es decir, a los cuen­ tos de viejas que se n a rra n en In g la te rra y que se refieren a fan­ tasm as y espíritus, y a los h echos p o rten to so s que realizan du­ ra n te la noche. Y si u n h o m b re se p usiese a co n sid erar el origen 5

F aires e n el origin al, e s d ecir, h adas. H o b b es n o e m p le a el térm in o w itch es, bru­ ja s . C reo, s in em b argo, q u e esa e s la tra d u cció n m ás a d ecu a d a en e s e co n tex to y e n e l q u e sig u e [n. del trad.].

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de este gran dom inio eclesiástico, fácilm ente se daría cu en ta de que el Papado no es m ás que el fa n ta sm a del ya fallecido Im perio romano, sentado y coronado sobre la tu m b a del mismo. Pues, efectivam ente, el P apado surgió rep e n tin am en te de las ruinas de aquella p o te sta d pagana. Asimismo, la lengua que usan, tanto en las iglesias com o en sus actos públicos, siendo el latín, idiom a que no suele utilizarse ahora en n inguna nación del m undo, ¿qué es sino el fan tasm a del antiguo lenguaje romano'? Las brujas, cualquiera que sea la nación en la que se junten, tienen u n solo rey universal, al que algunos de nuestros poetas dan el nom bre de Rey Oberón, pero al que la E scritu ra d a el n om ­ bre de Belcebú, prín cip e de los demonios. Los eclesiásticos, de m anera sem ejante, solo reconocen a un rey universal, el Papa. Los eclesiásticos son hom bres espirituales y padres espiritua­ les. Las brujas son espíritus y fantasm as. Las brujas y fantasm as habitan en las tinieblas, en los lugares solitarios y en las tum bas. Los eclesiásticos deam bulan en la oscuridad de sus doctrinas, en los m onasterios, iglesias y cam posantos.

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Go ttfried B o eh m (Braunau, A lem ania, 1942) Filósofo e h isto ria d o r del arte, fue alum no de H ans-G eorg Gadamer. E nseña en la U niversidad de Basilea. D irector del Centro N acional Suizo para la investigación Bildkritik-Eikones. D estacan d entro de su producción: Paul Cézanne. M ontagne Sainte-Victoire, Insel, 1988; Was ist ein Bild? (editor), W ilhelm Fink, 1994; MeB¡7derS¡nnerzeu,gren,B erlm U m versityP ress, 2007. BORIS G roys (Berlín, A lem ania, 1947) E studió Filosofía y M atem áticas en la U niversidad de L eningrado. Trabajó en el In situ to de Lingüística E structural y A plicada de la U niversidad de M oscú. D esde 1994 es catedrático de Filoso­ fía, Teoría del A rte y de los M edios de C om unicación en la E scue­ la Superior de D iseño en K arlsruhe. M iem bro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte. Se han traducido al castellano, entre otras: Bajo sospecha. Una fenom enología de los medios, PreTextos, 2008; Obra de arte total Stalin, Pre-Textos, 2008; Política de la inmortalidad. (Cuatro conversaciones), K atz E ditores, 2008. H a n s Beltin g (A ndem ach, A lem ania, 1935) Profesor de H istoria del A rte en las U niversidades de H am burgo, H eidelberg, M únich, H arvard y Columbia. Enseñó H istoria del A jte y Teoría de los M edios en la E scuela S uperior de Diseño en K arlsruhe. Se h an traducido al castellano: ¿Qué es una obra maestra?, E ditorial Crítica, 2002; Antropología de la imagen, K atz Editores, 2007; E l Bosco. E l jardín de las delicias, A bada Ediciones, 2009; e Im agen y culto, Akal, 2010. J an A ssm an n (Langelsheim , A lem ania, 1938) Profesor E m érito de Egiptología en la U niversidad de H eidel­ berg. H a publicado u n a am plia o bra que no se restringe solo a la disciplina que im parte, sino que aborda los cam pos de la teoría de la cu ltu ra y de la teo ría de las religiones. Se han traducido: Egipto.

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H istoria de un sentido, A bada E ditores, 2005; La distinción mosai­ ca, Akal, 2006; H istoria y m ito en el m undo antiguo, Gredos, 2008Religión y m em oria cultural, Lilm od Ediciones, 2008. M a r ie -J osé M on d za in (Francia) P rofesora de la eh ess d irectora de investigación en el cnrs en París, filósofa. E ntre su producción destactan: Image, icóne, économie. Les sources de l’imaginaire contemporain, É ditions du Seuil, 1996; L e commerce des regarás, É ditions du Seuil, 2003 y H om o spectator, Bayard, 2007. W. J. T. M it c h e l l (e e u u , 1942) P ro feso r en el D ep artam en to de L engua In g lesa y L ite ra tu ra de la U niversidad de Chicago. E d ito r de la revista Critical Inquiry. Al castellano se h a trad u cid o Teoría de la imagen, Akal, 2009. D estacan del resto de su obra: Iconology. Im age, text, ideology, 1986; Landscape and Power, 2002; W h a t do pictures want?, 2005; Cloning Terror. The W ar o f Im ages, 9/11 to the present, 2011; todos ellos publicados en T he U niversity o f Chicago Press. R oberto E spo sito (Nápoles, Italia, 1950) P rofesor de Filosofía T eorética en el In stitu to Italiano de Cien­ cias H um anas en N ápoles y Florencia. H an sido tradu cid as al cas­ tellano, entre otras: Communitas. Origen y destino de la comuni­ dad, A m o rrortu E ditores, 2003; Im m unitas. Protección y negación de la vida, A m orrortu E ditores, 2005; Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal, A m orrotu E ditores, 2009. Re­ cientem ente ha publicado en italiano Pensiero vívente. Origine e attualitá della filosofía italiana, E inaudi, 2010.