Humanístas del siglo XVIII

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HUMANISTAS DEL

SIGLO XVIII

HUMANISTAS DEL SIGLO XVIII

BIBLIOTECA DEL ESTUDIANTE UNIVERSITARIO

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HUMANISTAS DEL

SIGLO XVIII Introducción y «elección Je

Gabriel Méndez Planearte

EDICIONES DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL AUTONOMA MEXICO 1941

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DONADO POR: A LA ACADEMIA MEXIÓAN/T

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INDICE

Advertencia............................................................. Introducción............................................................ Francisco Xavier Clavigero

Carácter de los mexicanos Religión de los antiguos mexicanos. Educación de la juventud mexicana. Exhortación de un mexicano a su hijo Exhortación de una mexicana a su hija Lengua mexicana................................ Oratoria y poesía................................ Teatro mexicano................................. Escultura............................................... 197

Págs.

Necesidad del mestizaje..................................................... 33 La esclavitud............................................................................ 39 Francisco Xavier Alegre

Origen de la autoridad........................................................... 43 El comercio de esclavos negros......................................... 55 La Ciudad de México........................................................... 58 El reino de Michoacán........................................................... 61 Don Vasco de Quiroga........................................................... 64 Conquista y evangelizaron..................................................... 67 Rebelión victoriosa de los negros......................................... 69 El P. Ensebio Francisco Kino............................................... 74 La expulsión de los jesuítas............................................... 77 Andrés Cavo

Vida y pasión heroica de Cuauhtemoc............................. 85 Defensa de la libertad de los indios................................... 91 “El yugo de los españoles’’..................................................... 96 Necesidad del mestizaje......................................... La Universidad de México.................................................... 107 Fiestas mexicanas: Los volantines..................................109 Caza a la mexicana................................................................ 110 Andrés

de

Guevara

y

BasoazÁbal

La Filosofía y los filósofos.................................................... 115 Defensa de la filosofía moderna........................................119 198

105

Págs.

La sabiduría griega................................................................ 121 La juventud y la filosofía moderna................................. 123 Elogio de Descartes, Galileo y Bac.on................................. 125 Exhortación al estudio de la filosofía................................. 128 Pedro José Márquez

A la Muy Noble, Ilustre e Imperial Ciudad de México. 131 El filósofo, ciudadano del mundo....................................... 133 Cultura de los antiguos mexicanos..................................135 Por qué ocultaban sus monumentos................................. 136 Los sacrificios humanos.................................................... 137 Otros sacrificios de los mexicanos....................................... 138 Los mexicanos y los griegos.............................................. 140 El chocolate y la jicara.......................................................... 142 Disertación sobre la Belleza.............................................. 144 Manuel Fabri

Francisco Xavier Alegre. (Fragmentos de su biogra­ fía) ................................................................................... 165 Juan Luis Maneiro

Francisco Xavier Clavigero. (Fragmentos de su bio­ grafía)............................................................................. 179

o meros literatos, sino humanistas auténticos, fueron aquellos jesuítas mexicanos que, deste­ rrados a Italia en 1767, difundieron en Europa el “esplendor intelectual autóctono” que Henríquez Ureña certeramente señaló en la cultura mexicana del siglo XVIII. Sobre la base común de una sólida y vasta for­ mación greco-latina, cada uno levantó el propio edi­ ficio: arte o ciencia, historia o filosofía, teología o estética. Pero todos, habitados por un espíritu y coronados por una bandera: espíritu auténticamen­ te cristiano de amor á> 1^.. Verdad y a la Justicia; bandera victoriosa de entrañable y lúcida mexicanidad. v

advertencia

Por ello, la obra total de ese grupo de huma­ nistas ofrece rasgos característicos de suma impor­ tancia en el desarrollo de nuestra cultura y cobra perfiles que, trascendiendo el mero valor literario, adquieren rango perenne de principios constituti­ vos de nuestro ser. La Universidad Nacional Autónoma de México —que siente aún flotar, en los nobles claustros tu­ telares de San Ildefonso, la viva presencia de aque­ llos egregios forjadores de nuestra cultura—, al consagrar este volumen de su Biblioteca del Estu­ diante Universitario a renovar su imperecedera me­ moria, pone en manos de la juventud mexicana al­ gunas de sus más bellas y sustanciosas páginas.

INTRODUCCION Un “dómine” enjuto de carnes y de mollera, fosilizado en la árida disección de lenguas muertas, momificado en la ado­ ración de la antigüedad, preso como una araña en la tupida red de las minucias gramaticales y de las figuras retóricas, acartonado y estéril como todo lo que huye del sol y del libre juego de la vida innumerable: tal es la imagen que surge en la mente de muchos modernos al oír hablar de un “humanis­ ta”. Nada más alejado de la realidad, sin embargo, que esa imagen deforme y caricaturesca — aunque no negaremos que, en algunos de sus representantes inferiores, incapaces de en­ carnar la genuino esencia del humanismo, éste haya asumido a veces tales formas espurias. VII

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El humanista auténtico no es eso. El humanista auten­ tico es el hombre que, mediante la asimilación de los más altos valores de la humanidad precristiana y su síntesis vital con los valores supremos del cristianismo, llega a realisar en sí un tipo superior de “hombre” en el que la esencia humana logra florecimiento y plenitud. Para el genuino humanista, el estudio de las lenguas clásicas no es fin sino medio, no meta sino punto de partida, no mazmorra ni cárcel sino ventana lu­ minosa abierta al pasado y ancho camino abierto al porvenir. Por el dominio del griego y del latín, el humanista se hace capaz de penetrar en una vasta zona de la cultura huma­ na, cerrada al que no posee aquellas lenguas: desde la Hélade prehomérica que floreció en Creta y en Micenas, hasta la Edad Media y el Renacimiento italiano, pasando por la Grecia de Platón y de Pericles, por el Helenismo que irra­ dió desde Alejandría, por la Urbe imperial de Horacio y de Augusto, por la Roma cristiana de Pedro y de las catacum­ bas. No un mundo, sino varios mundos culturales —el griego, el helenístico, el latino, el cristiano-occidental de los quince primeros siglos de nuestra Era, el bizantino—, permanecen ca­ si herméticamente inaccesibles para quien ignora las lenguas clásicas. Pero el humanista no penetra en esos orbes como quien entra en una tumba egipcia y se queda absorto ante la hierà­ tica rigides de las estatuas faraónicas y de las momias que no conservan más que una mueca de muerte que en vano pre­ tende eternizar el gesto y la pulsación de la vida. El huma­ nista va al pasado, pero no se instala en el pasado. Va al pa­ sado sólo para beber en la fuente viva que, bajo los escombros VIH

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de los siglos bárbaros, sigue manando, indeficiente y eterna como los arquetipos platónicos. Va al.pasado para fecundar el presente y alumbrar el porvenir. Lingüística y filología com­ parada, arqueología y erudición de todo género, son sus auxi­ liares,, pero nada más que auxiliares: instrumentos de traba­ jo, dóciles servidores subalternos. E,l mero arqueólogo, el simple lingüista, el puro erudito, no son humanistas sino an­ ticuarios, no son arquitectos sino albañiles. Humanista es quien, sin mengua de la filial devoción a la patria, sabe ser y sentirse "ciudadano del mundo”; sin temor al mentís de la engañosa realidad efímera, sabe creer en la inverosímil pero perdurable realidad: en la victoria final del Derecho sobre la Fuerza, de la Persona dueña de sí misma sobre el “hombre-masa” y sobre el dios-Estado, de la Psicolo­ gía y la Moral sobre la Biología y la Mecánica, del Espíritu libré sobre la esclava Materia, de la Inteligencia ordenadora de Anaxágoras sobre el ciego Acaso de Demócrito, de la libertad de los hijos de Dios Sobre la oscura tiranía del error y del mal, de la Vida sobre la Muerte. Humanista cristiano es el que cree en la humanidad, caída sí, pero redimida por Cristo y sublimada por su gracia a destinos sobrehumanos y eternos. Porque el humanismo cristiano es un superhumanismo; mas no como el de Nietzsche, orgulloso y anticristiano y utó­ pico, sino como el de Dante, como el de Tomás de Aquino, como el de Fray Luis de León, como el de Luis Vives: superhumanismo o sobrehumanismo teocéntrico, pero honda­ mente enraizado en el fecundo limo primordial; sobrenatural IX

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y naturalísimo ; nacional y “cosmopolita" 1 —en la dignidad etimológica de esta noble palabra hoy profanada por los tro­ tamundos vacíos—; fiel a la tradición en lo que ésta tiene de perenne y vivaz, pero ávido de nueva luz y transido siem­ pre por uno como temblor de alumbramiento. Humanista es quien, aspirando el perfume de las viejas rosas inmarcesibles, lo acendra y lo transfunde en las rosas juveniles que hoy abren sus pétalos bajo el ojo paterno y siempre joven del sol, ♦ ♦ ♦

A ese tipo de humanistas —no meros “literatos? sino hombres en plenitud— pertenecen los nuestros, desde el pa­ triarca Cervantes de Solazar, discípulo del inmortal Luis Vives, en el siglo XVI, hasta Pagaza a fines del XIX; y a ese tipo queremos acercarnos quienes pugnamos hoy por reen­ cender la antorcha egregia y transmitirla a las jóvenes ge­ neraciones mexicanas. Pero ningunos han realizado tan ple­ namente ese paradigma superior de humanismo como aque­ lla falange de ilustres jesuítas desterrados que, en la segunda mitad del XVIII, maduraron cultura auténtica y visceral­ mente mexicana e hicieron irradiar sobre el mundo, desde la docta Bolonia, el esplendor del humanismo criollo. 2 Al “vandálico” 3 decreto del Déspota “ilustrado” que —“guardando en el real pecho” sus pretendidas razones— arrojábalos al exilio, respondieron ellos con una montaña de volúmenes, fruto de tenaces vigilias y de operosa dedica­ ción infatigable, en los que —sin dignarse siquiera atacar directamente a su verdugo— hacían resonar por toda Eu-

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ropa el nombre de la patria lejana y formulaban —en la teología, en la filosofía, en la historia, en la poesía y las be­ llas artes— el mensaje de México. Porque lo primero que en ellos notaremos y que consti­ tuye como un rasgo inconfundible de familia en ese grupo de humanistas nuestros, es su acendrado mexicanismo: crio­ llos todos ellos —y algunos, como Clavjgero, 4 hijos inme­ diatos de peninsulares—, no se sienten ya españoles sino mexicanos, y así lo proclaman con noble orgullo en la por­ tada de sus obras; abogan por el mesti2aje entre españoles e indígenas como medio de lograr la fusión no sólo física sino espiritual de ambas rasas y de forjar una sola nación; 5 tie­ nen ya conciencia —profética— de la patria inminente que está gestándose en las entrañas de la Nueva España. Su actitud frente al régimen colonial es, desde luego, ac­ titud de despego y casi diríamos de “extrañeza”: hablan de “los españoles” como quien habla de extranjeros, no de com­ patriotas. Pero tampoco se sienten indios ni sueñan con un imposible retorno al imperio azteca. No son españoles; no son aztecas: ¿qué son, entonces, y cuál es ‘su patria? Son, y quieren ser, mexicanos: nada más y nada menos. México es la patria inolvidable, a la que incesantemente vuelven sus ojos velados por el dolor del exilio y su corazón transido de incurable nostalgia. Tiene la patria no sé qué dulzura que siempre gira el corazón por ella, sin hallar otro bien en su amargura ni en sus viajes ideales otra estrella. . ., XI

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clamaba uno de aquellos desterrados, el P. Juan Luís Maneiro —cuyas poesías castellanas, ignoradas e inéditas has­ ta hoy, he tenido la suerte de encontrar—. 6 y dirigiéndose, con voz ahogada de tristezas”, al Monarca español, de­ cíale: Sepultura, tenor, en patrio suelo pedimos a tu trono soberano; quisiéramos morir bajo aquel cielo que influyó tanto a nuestro ser humano. No pedimos, gran Rey, mayor consuelo; para nosotros todo fuera en vano, a golpes del trabajo consumidos, en las nieves de Italia encanecidos.

La nostalgia —sutil herida que hace manar sangre del corazón y cuya hondura no comprenden quienes no han vi­ vido lejos de la patria— le hace hablar “por suspiros” y sus­ pirar por México “Paraíso de la tierra”: Cedo toda esta Corte soberana, su trato culto, su gentil nobleza; cedo palacios, cedo la romana decantada sin límites grandeza....

porque para las almas que en Roma viven peregrinas aun las romanas rosas crían espinas. XII

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Por eso, a su hermana —que se lamentaba amargamente de la horrible fealdad de Tacuba, donde vivía—, el poeta, “en­ vidiando su suerte”, asegurábale: Yo cedo por Tacuba, pueblo inmundo, Roma, famosa Capital del mundo,

ya que —agregaba con honda y simpática ingenuidad—, no hay tan cerca de México, mal suelo, no hay Purgatorio tan vecino al Cielo. ♦ ♦ ♦

Intimamente ligado con el mexicanismo preséntasenos otro rasgo característico y común a este grupo de nuestros humanistas: su alta estima de las culturas indígenas y su actitud hondamente comprensiva para todas las expresiones de la vida prchispánica, aun las más ajenas y contrarias a nuestra sensibilidad cristiana y occidental. Clavigero traza un magnífico “carácter” de los antiguos mexicanos, elogia fervorosamente la educación que daban a sus hijos y descri­ be con amorosa morosidad sus costumbres domésticas y ci­ viles, las excelencias de su eufónica lengua, sus adelantos en la oratoria, en la poesía, en el teatro, en la escultura y en las demás artes bellas. Cavo nos presenta una magistral etopeya del último de los emperadores aztecas y con voces indelebles dice la vida y pasión heroica de Cuauhtemoc, con­ denando a la vez con viril energía la codicia e “inhumanidad” XIII

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de Cortés. Marques elogia asimismo la “no ínfima” cultura a que habían llegado los pueblos autóctonos “mucho tiempo antes de que fueran visitados por ningún Europeo”, lamen­ ta la irreparable destrucción de muchos códices y monumen­ tos que de ella daban testimonio y llega hasta disculpar en cierta manera los sacrificios humanos, recordándonos que esa atros costumbre religiosa no fué extraña a los pueblos más civilizados de la antigüedad y que aun en tiempos de Augusto Roma conservaba ritos casi iguales o equivalentes a los de los aztecas. 7 Lo mexicano, todo lo mexicano, paréceles digno de amo­ rosa investigación. Mientras Clavigero se consagra a reivin­ dicar del olvido los valores de la cultura precortesiana y a trazar la historia interna de las naciones aborígenes, Cavo toma el hilo de la narración donde lo dejó su compañero, y despliega ante nuestros ojos el cuadro grandioso de casi trescientos años de nuestra vida colonial, desde la conquista de México por Cortés hasta el año fatal —1767— en que, por decreto de Carlos III, México y todos los dominios es­ pañoles viéronse privados de un solo golpe de sus mejores maestros y educadores. Alegre, en su destierro, se echa a cuestas la improba tarea de rehacer “casi de memoria” la Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España, que tenia ya concluida antes de la expulsión y que habíase visto forzado a dejar manuscrita en México. Guevara y Basoazábal escribe sus Instituciones Eilosóficas movido por el amor a su patria y por el anhelo de ser útil, aunque de lejos, a la juventud mexicana. Márquez, doctísimo comentador de Vitruvio y de Plinio, da a conocer en Italia, ante las sabias aca-

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INTRODUCCION demias de Florencia, de Roma y de Bolonia, los antiguos mo­ numentos de la arquitectura mexicana y no se desdeña de ex­ plicar a sus lectores italianos el origen azteca del chocolate y de .la jicara. Fabri y Maneiro, finalmente, consagran su maestría en la lengua del Lacio a levantar —con aquellas biografías dignas de Nepote o de Plutarco— un monumento “aere perennius” a sus egregios hermanos y compatriotas. 8 Canta Landívar en su Rusticado las bellezas del cam­ po, de los lagos, de los montes mexicanos; y no teme profanar el imperial hexámetro que cantó las peregrinaciones del Troyano Éneas y los trágicos amores de la reina de Cartago, ha­ ciéndolo cubrir con su regio paludamente la descripción rea­ lista de cosas y escenas típicamente mexicanas: desde el be­ neficio de la plata en las minas hasta el radioso colibrí de nuestros bosques tropicales; desde la cochinilla que engendra la púrpura competidora de la de Tiro, hasta las floridas "chi­ nampas” de Xochimilco; desde la corrida de toros y la pelea de gallos hasta la popular diversión del “palo ensebado”... 9 Y aun el “Agiólogo” Abad —a despecho del asunto teológico y evangélico de su poema— halla modo de esparcir en él no pocos rasgos mexicanos: el Pico de Orizaba, la flor de “la pasionaria”, la luciérnaga, la Virgen de Guadalupe... 10 “Entraña y símbolo” de México, la Guadalupana está pre­ sente en toda la obra de nuestros jesuítas expatriados. Clavigero, tras de ganar justa fama de historiador con su mo­ numental Storia antica del Messico, no cree indigno de su prestigio científico escribir y publicar su opúsculo sobre la “prodigiosa” Imagen Guadalupana; 11 Alegre compone sus Líricas y Geórgicas al “portento americano”, 12 muestra su

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guadalupanismo en muchos pasajes de su Historia de la Com­ pañía y —cosa increíble pero cierta— encuentra coyuntura para insertar un elogio a la Reina de México donde menos pudiera esperarse: en el poema épico destinado a cantar las victorias de Alejandro Magno. 13 Abad, al ensalzar los triun­ fos de la Fe, no puede prescindir del milagro del Tepeyac. 14 Andrés Diego Fuentes consagra todo un poema latino en tres cantos a narrar las Apariciones y describir la taumatur­ go Imagen. 15 Vicente López compone bellísimos himnos a la celestial Señora y en su Diálogo de Abril nos habla de su imagen como del mayor tesoro que México posee; 16 y Maneiro, describiendo la Capital de la Nueva España, no puede tampoco omitir la filial mención de la Guadalupana. 17 ♦ * ♦

Sin mengua de su granítica fidelidad a la ortodoxia ca­ tólica, nuestros humanistas saben acoger y fecundar las semi­ llas renovadoras que flotan en el ambient-e de su época: Ale­ gre proclama que no hay gobierno legítimo, sino el que se basa en el consentimiento popular, 18 condena como “injus­ tísimo” el infame comercio de esclavos negros 19 y narra —con visible simpatía— una rebelión victoriosa de aquellos miserables; 20 Guevara, conservando las tesis fundamentales de la filosofía cristiana, se aparta de la Escolástica decadente y censura con franqueza sus yerros, al mismo tiempo que no teme prodigar elogios a Descartes, a Bacon y hasta a Galileo; 21 Clavigero, iniciador y abanderado de la renovación fi­ losófica, “se enamora” con juvenil ardor de la “filosofía moXVI

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derna”, defiende la necesidad del método experimental y su supremacía en las cuestiones físicas sobre la autoridad de los antiguos, y contra Paleófilo — “amante de lo antiguo”— le­ vanta victorioso a Filaletes — “amante de la verdad”. 22 No faltaban entonces —como ahora y en todo tiempo— gentes pacatas y asustadizas que veían con malos ojos todo intento de innovación filosófico-científica y se aferraban cie­ gamente a un pasado caduco. Incapaces de distinguir, en la encina venerable de la Filosofía aristotélico-escolástica, el tronco perenne, destinado a arrostrar incólume las tempesta­ des, de los ramajes viciosos y parasitarios que a lo largo de los siglos se le habían sobrepuesto robándole vitalidad y es­ plendor, aquellos laudatores temporis acti veían en toda nue­ va doctrina una amenaza a la ortodoxia religiosa, semejantes —dice Maneiro— a los religiosos Senadores del Capitolio que pretendían poner un dique a la triunfal irrupción de la cultu­ ra ateniense. 23 Contra tal estrechez de visión, contra la obtusa miopía de los “paleófilos” —¡ay, inmortales!—, asestaron certeramente sus tiros Clavigero y Guevara, Campoy y Maneiro, el felipense Díaz de Gamarra 24 y el Bachiller don Miguel Hidal­ go, futuro iniciador de nuestra Independencia. 25 No negare­ mos que estos innovadores fueron quizá demasiado lejos en sus censuras a la antigua Escolástica y dieron excesiva pre­ ponderancia a la Física sobre la Metafísica, al método experi­ mental y positivo sobre el raciocinio y la pura especulación. Toda innovación que reacciona contra envejecidos errores, suele sobrepasar los justos límites. Pero el libre vuelo de las aves marinas sobre la inmensidad azul que las acecha y no poXVII

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cas veces las devora, es siempre mejor y más bello que la in­ fecunda quietud sin riesgos del molusco pegado a su roca o de la tortuga que arrastra consigo, como un galeote, el estig­ ma de su esclavitud.

* * * Réstame exponer brevemente el criterio con que he pro­ cedido en esta selección. Por rosones ineludibles de homoge­ neidad y de espacio, han quedado excluidos de este volumen los poetas: Abad, Landívar, Andrés Diego Fuentes, las obras poéticas de Alegre, el P. José Mariano Iturriaga — a quienes espero poder un día consagrar otro volumen que sería com­ plemento imprescindible del actual. He omitido, asimismo, a aquellos autores, como los Padres Agustín Castro y José Rafael Campoy, que pertenecieron al mismo grupo y fueron probablemente, en buena parte, los ini­ ciadores y guías de aquella renovación filosófico-literaria, pero cuyas obras quedaron inéditas en Italia y por ahora se consi­ deran irreparablemente perdidas. 26 Y aun de aquellos cuyas obras se conservan, he omitido a otros, por diversas razones: al P. Vicente López, porque per­ tenece a la generación anterior al grupo que estudiamos y por ser español de nacimiento; al P. José Ignacio Valle jo, porque sus obras —valiosas en el terreno agiográfico y nada despreciables en sí mismas— no ofrecen particular interés desde el punto de vista de la renovación cultural mexicana; 27 al P. Manuel Mariano Iturriaga, por la índole canónico-moral de sus numerosos escritos. 28 XVIII

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Me he limitado, pues, a presentar una selección de siete prosistas: Clavigero, Alegre, Cavo, Guevara y Basoazábal, Pedro José Marques, Manuel Fabri y Juan Luis Maneiro. De todos ellos, he procurado escoger aquellos fragmentos que ofrecen mayor interés para todo hombre culto en los actuales momentos del mundo. Hoy, que absurdos “racismos” pretenden fincar el dere­ cho de regir a los pueblos sobre la base de una orgullosa su­ perioridad racial de los “arios puros”, bueno es oír a Alegre, príncipe de nuestros teólogos, refutando por anticipado tales teorías —que no son, a la postre, sino formas remozadas de antiquísimos errores paganos—, y estableciendo con solidez inquebrantable el origen verdadero de toda autoridad civil digna de ser obedecida y acatada por hombres libres: no la superioridad física o fisiológica, ni siquiera la mera superiori­ dad psíquica o intelectual, sino Dios —Atttor de la naturale­ za social del hombre— como fuente primera, y el consenti­ miento expreso o tácito de la comunidad como fuente próxi­ ma e inmediata de la soberanía. “La autoridad ya no viene de abajo”, proclama hoy un lamentable anciano que, sobre la Francia vencida y agonizante, imita grotescamente las actitu­ des y las doctrinas de los Dictadores victoriosos. “Todo Im­ perio. .de cualquier especie que sea, tuvo su origen en una convención o pacto entre los hombres”, responde, por boca de Alegre, la genuina tradición democrática cristiana, Y cuando las sirenas totalitarias nos inviten con falaces y halagadores cantos a “llorar la muerte del Imperio" y a rene­ gar de nuestra Independencia política —“obra de la pérfida Albión, de la Masonería... y del Judaismo plutocrático"—, XIX

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bueno será reafirmar nuestra fe en la mexicanidad autóctona y dueña de sus destinos releyendo las páginas de Clavigcro y de Cavo sobre la esclavitud de los indios durante el régimen colonial y su nada envidiable situación bajo “el yugo de los españoles”; bueno será escuchar nuevamente las voces me­ xicanísimas del P. Márquez “A la Muy Noble, Ilustre e Im­ perial Ciudad de México” y las de Alegre acerca de los mons­ truosos crímenes impunes de Ñuño de Guzmán. Y conste que no se trata de fomentar absurdos y rencoro­ sos indigenismos ; trátase únicamente de reducir a sus justos límites el entusiasmo de ciertos “hispanistas” demasiado líri­ cos que no se cansan de entonar loas al “Imperio”, y preten­ den convencernos de la absoluta ausencia de todo prejuicio racial en los españoles de aquellos siglos, 29 en el preciso ins­ tante en que, impulsados por ese mismo prejuicio anti-indígena, llegan algunos hasta pretender macular la impoluta y trá­ gica gloria de aquel a quien llamó nuestro poeta “único héroe a la altura del arte”. 30 Nosotros creemos, con Agustín Yáñez, que “la mexicanidad, como fisonomía cultural vigente, nace del recio ayunta­ miento de fuerzas, entre sí extrañas, que fué la conquista. Ni esa fisonomía es, como algunos quieren, la arcaica forma de las culturas autóctonas, ni tampoco, según la pasión de otros, lo español absoluto que ahoga y suplanta categóricamente —absurdo histórico— cuanto los siglos edificaron en el alma y la tierra aborígenes. No era posible tamaño arrasamiento, ni España se lo propuso”. 31 y juzgamos que esa tesis —igualmente alejada del “indigenismo” barato y del “hispa­ nismo” exclusivista— es verdadera y fecunda. No es destru­

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yendo —o pretendiendo destruir— lo indígena o lo español como llegaremos a integrar la plenitud de nuestra nacionali­ dad, sino consumando vitalmente la fusión de ambos elemen­ tos: fusión, identificación humana que España inició pero que aún está lejos de realisarse plenamente. El “indigenismo” y el “hispanismo” exclusivistas son falsos y suicidas porque mu­ tilan nuestra herencia espiritual —esencialmente doble— y pretenden cortar una de las raíces hondas de la mexicanidad, en su autentica y original fisonomía, para retrotraernos —absurdamente— a las viejas y admirables, pero incomple­ tas, culturas autóctonas, o para convertirnos en una mera cal­ ca de lo europeo, “pastiche” de formas culturales ultramari­ nas sin jugos terrígenas. ¿Cuándo comprenderemos que para admirar lo indígena no es menester abominar de España y que para ser hispanistas no es preciso despreciar o negar lo autóctono? ¿Que podemos —y debemos— amar simultánea­ mente a Cuauhtemoc y a Cortés, las pirámides de Teotihuacán y la Catedral de México, la colonial Nueva España y el México independiente?

* * *

Además de los fragmentos del P. Márquez a que antes he aludido, ofrezco también amplios pasajes de su casi igno­ rado "discurso” o disertación Sobre lo bello en general. A pesar del juicio adverso —y excesivamente "sumario”— de Menéndez y Pelayo, 32 estimo que son rectas sus apre­ ciaciones fundamentales y no encuentro la “confusión de XXI

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ideas” que en él veía reinar el gran crítico de la “Historia de las Ideas Estéticas”. En sustancia, la definición que de la Belleza propone Márquez coincide con la comúnmente admitida por los an­ tiguos Escolásticos: la perfección de las cosas en cuanto que deleita —con placer puro y desinteresado— el ánimo de quien las contempla. Pero hay en nuestro humanista, como en tantos otros de los estéticos españoles, además del ele­ mento puramente intelectual que procede del aristotelismo escolástico, un fervor emotivo y casi místico de indudable origen platónico: así, el magnifico elogio de la luz —“que no sabe envejecer”—, inspirado directamente en los neoplatónicos alejandrinos; así también, el párrafo final, cuyas palabras —según confesión del propio Menéndez y Pelayo— “parecen arrancadas de un diálogo de Platón”. Y aunque el P. Márquez exige con insistencia el acatamiento a las leyes inmutables de la razón, bastarían las férvidas alabanzas que tributa a “la novedad” como engendradora de belleza para convencernos de que no es un frío razonador académico, sino un profundo y delicado artista. De gran valor, asimismo, parccenme sus certeros atisbos acerca del elemento subjetivo —ideas o prejuicios naciona­ les, costumbres, tradiciones antiguas— que tanto influyen en la percepción de la belleza. Y sumamente curiosa, su apolo­ gía de la hermosura varonil y de su victoria sobre la belleza de “las señoras mujeres”. Lo que a Menéndez y Pelayo —defensor acérrimo del arte puro en contra del pretendido arte docente, que ni es arte ni enseña nada— disgustó, sin duda, en el discurso del XXII

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P. Márquez, fue la identificación que este afirma entre be­ lleza, verdad y bondad. Pero su desazón y mal humor se habrían quizá disipado con sólo recordar lo que él, mejor que nadie, sabia: el origen platónico de tal identificación, verdaderísima en el plano ontológico y en Dios, suprema cumbre y fuente primera del Ser, pero falsa en el orden meramente lógico y en el terreno artístico, donde la belleza no necesariamente va unida a la verdad lógica ni a la bondad moral. Hecha esa salvedad —necesaria, por lo demás, en el mis­ mo Platón, inmortal fundador de la ciencia de lo Bello—, creo que la disertación estética de nuestro humanista no es indigna de un verdadero filósofo que había apacentado lar­ gamente su espíritu en la contemplación de las reliquias de la Roma Cesárea, contribuyendo con sus obras “a difundir el gusto de la crítica arqueológica y de la arquitectura clá­ sica”, i3 pero que sabía, a la vez, apreciar —con amplitud de gusto no frecuente en su época— la hieràtica majestad y la sabiduría arquitectónica de nuestros monumentos precortesianos. *

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Un libro entero sería menester —y quizá lo escriba al­ gún día— para valorar cabalmente la aportación ciiltural de los jesuítas mexicanos desterrados a Italia. Baste, por aho­ ra, lo dicho, para revivir su imperecedera memoria y darles —dentro del vasta cuadro de nuestra historia literaria— el puesto de honor que merecen. Por su mexicanismo acenXXIII

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drado pero libre de toda rústica estreches, por su aguda percepción de los hondos problemas —todavía en gran parte insolutos— de nuestra nacionalidad hispano-india, por su viril defensa de los postergados —indios y negros— contra la codicia de los poderosos, por su amor insobornable a la Verdad y a la Justicia, por su aliento innovador en la filoso­ fía y en las ciencias, por su fecunda inquietud y su fidelidad a los eternos valores de la cultura cristiana, realizaron ellos aquel tipo superior de humanismo que casi se identifica con el más noble y pleno sentido de la palabra “humanidad”. Y si Fray Bartolomé de las Casas ha sido llamado, con razón, “Padre y Doctor de la americanidad” por “su acti­ tud afirmativa de la Justicia y la Libertad, que entrega como principios augúrales del Nuevo Mundo, en parte por sus manos forjado”, 34 justo es también saludar a Alegre, a Clavigero, a Cavo, a Márquez y a sus compañeros como plasmadores arquitectónicos de la cultura criolla, sumos re­ presentantes del humanismo entre nosotros, precursores del México independiente, Padres y maestros de la mexicanidad. Gabriel Méndez Plancarte

NOTAS 1 Cfr. el fragmento del P, Márquez sobre “el filósofo, ciuda­ dano del mundo”, Págs. 133-134. 2 “El siglo XVIII fue... acaso el siglo de mayor esplendor intelectual autóctono que ha tenido México”. (P. Henríquez Ureña, en Antología del Centenario. . . México, 1910. II, 661).

3 El calificativo es de Menéndez y Pelayo: Historia Ideas Est. . . Madrid, 1886. T. III, vol. 2, pág. 99.

4 En todos los apellidos de nuestros autores procuramos con­ servar la grafía usada por ellos. Véase, p. e., la firma autógrafa de Clavigero en la ed. de su Historia Antigua de México, hecha por don Luis González Obregón. México, 1917. I, entre las págs. XVIII y XIX. 6 Cfr. los fragmentos relativos de Clavigero y de Cavo. Págs. 38 y 105. 6 Esta colección manuscrita de las poesías castellanas de Maneiro —qUe espero pronto dar a conocer íntegras—, hállase en un vol, misceláneo de opúsculos impresos, titulado Poesías Mexicanas. Polí­ ticas. 3, de nuestra Biblioteca Nacional (Subdirección, M-I-2-3). 7 Todos los pasajes aludidos se hallan insertos en esta antología; y he subrayado, empleando tipo cursivo, aquellos en que más apa­ recen los rasgos característicos que señalo en este prólogo. 8 Los principales datos bíobíbliográficos de los autores incluidos en la antología, se encontrarán en la respectiva nota que precede a la selección de cada uno. 9 “Raphaelis Landiuar RUST1CATIO MEXICANA. Editio altera, auctior, et emendatior. . . Bononiae, MDCCLXXXII. Ex Typographia S. Thomae Aquinatis. . XXV

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10 "Didaci Josephi Abadii Mexicani, ínter Académicos Roboretanos Agiologi, DE DEO DEOQUE HOMINE HEROICA. Editio Tertia Postuma. . . Caescnae MDCCLXXX. Apud Gregorium Blasinium sub Signo Palladis. . .” 1 1 "Breve ragguaglio della prodigiosa e rinomata Immagine della Madonna di Guadalupe del Messico". Cesena, 1782. Imp. de Gregorio Biasini.

12 Estos poemas de Alegre no se conocen más que por la men­ ción que de ellos hace el P. Fabri en "De Auctoris Vita Commentarius”, apud "Institutionum Theologicarum. . I, pág. XIII.

13 "Pontiani Tugnonii Civis Mexicani ALEXANDRIADOS sive de expugnatione Tyri ab Alexandro Macedone Libri Quatuor. Forolivii MDCCLXXIII. Ex Typographia Acchillis Marozzi, et Joseph Sale. Superiorum Licentia”. El pasaje guadalupano está en el L. IV, vv. 594-602 y en la nota correspondiente, pág. 99 (por error de imprenta, 69), La 2& edición, Bolonia, 1776, apareció ya con el nombre de Alegre. 14

Op. cit., Carmen XLII, "Religio Victrix", vv. 610-630.

15 "Andreae Didaci Fontani Sacerdotis GUADALUPANA B. MARIAE V1RGINIS 1MAGO, Quae Mexici colitur, carmine descripta. Faventiae, anno 1773. Ex Typographia Episcopali Josephi Antonii Archii. Praesidum facúltate". Tanto Zelis como Beristáin llaman a nuestro poeta Andrés Prudencio, no Andrés Diego, como aquí leemos; en cuanto a su apellido, Beristáin escribe “Fuente”, y Zelis le llama “Fuentes”.

16 Los "Hymni in laudcm B. Mariae Virginis de Guadalupe” aparecieron por primera vez, anónimos, en la "Maravilla America­ na. . del célebre pintor Miguel Cabrera, citados por el P. F. X. Lazcano en su “Parecer” o aprobación a dicha obra. XXVI

INTRODUCCION El "Aprilis Dialogus” se publicó como preliminar a la "Biblio­ theca Mexicana" de Eguiara (Méx., 1755). Para otros detalles, cfr. "Horacio en México", por Gabriel Méndez Planearte. Méx. 1937. pp. 23-28. 17 "Joannis Aloysii Maneiri Veracrucensis, DE VITIS ALI­ QUOT MEXICANORUM. . . "Bononiae, ex Typographia Laelii a Vulpe 1791". I, p. 11.

18

Cfr. pp. 43-54.

19

Cfr. p. 55-57.

20

Cfr. pp. 69-73.

21

Cfr. pp. 125-127.

22 Desgraciadamente, las obras filosóficas de Clavigero quedaron inéditas y no han podido ser encontradas. Sabemos que escribió un amplio "Cursus Philosophicus" y uno (o dos) Diálogos entre Filaletes (no Fílateles, como dicen varios autores), y Paleófilo, contra el argumento de autoridad en la Física. Cfr, Beristáin, Osores, Valverdc, González Obregón, cit. en la Bibliografía General. 23

Manciro, op. cit.; cfr. aquí, p. 182.

24 "Elementa Recentioris Philosophiae. . . Opera et studio Johann. Benedicti Díaz de Gamarra et Dávalos. . . Mexici: apud Lie. D. Joseph a Jauregui. Armo D. MDCCLXXIV", 2 vols.

25 "Dissertacion sobre el verdadero método de estudiar Theologia Escolástica edición y nota preliminar de Gabriel Méndez Plan­ earte, en Abside, IV-9 (sep. 1940), pp. 3-27. 26 Las biografías de Castro y de Campoy se encuentran en Maneiro, op. cit. III, pp. 154-209 y II, pp, 45-87. XXVII

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27 “Vida de la Madre de Dios y siempre Virgen María, escrita por don Josef Ignacio Vallejo, Presbítero, natural del Obispado de Guadalaxara en el Reino de México. . Cesena, Imp. de Gregorio Biasini, 1779. Publicó también una Vida de San José. 28 No debe confundirse a este P. Manuel Mariano Iturriaga, que fué principalmente canonista y moralista (Cfr. Beristáin), con el antes citado José Mariano Iturriaga, mucho menos conocido (Beristáin ni siquiera lo menciona), pero notable poeta latino.

29 Dos botones de muestra: prohibición a los indios, mestizos, negros y mulatos, de ser maestros en el arte de la platería, (A. de Valle-Arizpe: “Notas de Plateria’’, México, Polis, 1941, pp. 155-157 y 169) ; exclusión de los mismos para ocupar puestos de colegiales o patronos en el Colegio de San Pedro y San Pablo, ("Las Primitivas Constituciones del Col. de S. Pedro y S. Pablo", publ, por Luis Chávez Orozco. México, Porrúa, 1941, pp. 22 y 25).

30 R. López Velarde, en "La Suave Patria". ("Las Cien Mejo­ res Poesías Mexicanas Modernas", selección de A. Castro Leal; Porrúa, Méx., 1939, p. 153).

31 Agustín Yáñez: pról. a "Crónicas de la Conquista de Méxi­ co", Bibl. del Est. Univ., 2. Ed. U. N. A., Méx., 1939: p. 1.

32 M. Menéndez y Pelayo: "Hist. Id. Est", Madrid, 1886. III. v. I, 269-272. 33

Id., ibid., III. v. 2, 434.

34 Agustín Yáñez: pról. a "Fray Bartolomé de las Casas: Doc­ trina", Bibl. del Est. Univ., 22. Ed. U. N. A., Méx., 1941: pp. IX y VI.

BIBLIOGRAFIA

GENERAL

Menciono únicamente las principales fuentes biobibliográficas acerca de los autores incluidos en esta antología: — "Joannis Aloysii Maneiri Veracrucensis, De Vitis aliquot Mexicanorum aliorumque Qui sive virtute, sive litteris Mexici imprimís floruerunt. . Bononiae, Ex Typographia Laelii a Vulpe, 1791”. (1792), 3 vols. —- (Manuel Fabri) : Biografía de Abad, con el título “Specimen vitae Auctoris”, en: "De Deo Deoque Homine” del mismo Abad, Cesena, 1730. (ed. tertia, postuma), pp. XVII-XXXVI.

-— (Manuel Fabri) : Biografía de Alegre, con el título “De Auctoris Vita Commentarius", en “Institutionum Theologicarum. . . I. pp. VII-XXXI.

-— “Catálogo de los sugetos de la Compañía de Jesús que formaban la Provincia de México el día del arresto, 25 de Junio de 1767. . . Comenzado en Roma por Don Rafael de Zelis. . .” Méx., Imp. de I. Escalante, 1871. (Después de la muerte del P. Zelis, lo con­ tinuó el P. Pedro José Márquez: ignoro quién lo publicó). — José Mariano Beristáin y Souza: “Biblioteca Hispano-americana Septentrional...’’, Méx., Oficina de Alexandro Valdés, 18161821, 3 vols. 2® ed.: Amecameca, Tip. del Colegio Católico, 1883, 3 vols.

-—■ “Noticias bio-bibliográficas de alumnos distinguidos...’’, por el Dr. Félix Osores. Publ. por Genaro García, Tomos XIX y XXI de la colección de "Documentos inéditos o muy raros para la Hist. de Méx.”, Méx., 1908. ■— “Continuación de la Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España. . por el Presbítero José Mariano Dávila y Arrillaga”. XXIX

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2 vols. Imp. del Col. Pío de Artes y Oficios, Puebla, 1888-1889. Especialmente, cl cap. IV del T. II. — Agustin et Aloys de Backer, S. J.: “Bibliothèque de la Compagnie de Jésus. Nouv. edit. par Charles Sommervogel”. Bruxelles, Oscar Schepens, 10 vols., 1890-1900.

— J. García Icazbalceta: Bibliografía de Alegre en “Opúsculos Inédi­ tos latinos y castellanos del P. F. J. Alegre. . Méx., Imp. F. Díaz de León, 1889.

— Nicolás León: “Bibliografía Mexicana del siglo XVIII''. Méx., Imp. de F. Díaz de León, 1902-1908, 5 vols. — “Bibliografía Filosófica Mexicana por el Presbítero D. Emeterio Valverde Tcllcz. . . ” Méx., Tip. de la Vda. de F. Díaz de León, 1907. — José Toribio Medina: “Noticias bio-bibliográficas de los Jesuítas expulsos de América en 1767’’. Santiago de Chile, Elzeviriana, 1914 (1915).

— “Noticias bio-bibliográficas’’ acerca de Clavigero, por Luis Gon­ zález Obregón, en su edición (Méx., 1917) de la ''Historia An­ tigua de México”: I, pp. V-XXX.

N. B.—Tengo noticia de que el P. Gerard Decorme, S. J., autor de “La Obra de los Jesuítas Mexicanos durante la Epoca Colo­ nial" (2 vols., Ant. I.ibr. Robredo de J. Porrúa e Hijos, Méx., 1941), tiene en preparación el vol. III de dicha obra, que estará consagrado a los jesuítas mexicanos en Italia. Por no haber apa­ recido aún, no me ha sido posible aprovechar dicho volumen, sin duda importantísimo para nuestro tema.

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(1731-1787)

Nació en Veracruz, el 9 de septiembre de 1731. Entró a la Com­ pañía de Jesús el 13 de febrero de 1748. Murió en Bolonia el 2 de abril de 1787, (Aquí mismo, p. 177, puede verse su magnífica bio­ grafía escrita por el P. Juan Luis Maneiro, que incluyo —si bien frag­ mentariamente— en esta antología.) Su obra principal es la celebérrima Storia Antica del Messico, publicada en italiano (Cesena, 1780-1781), y traducida luego a las principales lenguas europeas. En castellano —además del original de Clavigero, que aún permanece inédito—, existen, o existieron, cuatro versiones, hechas respectivamente por J. Joaquín de Mora (Londres, 1826), Dr. D. Francisco Pablo Vázquez, posteriormente Obispo de Puebla (México, 1853), Manuel Troncoso y Buenvecino

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y el P. Miguel Frías, del Oratorio. Estas dos últimas versiones de la obra de Clavigero, quedaron inéditas. Nosotros hemos usado la siguiente:

— HISTORIA ANTIGUA DE MEXICO / sacada de los mejores historiadores españoles y de los / Manuscritos y de las Pinturas antiguas de los Indios / dividida en diez Li­ bros: adornada con mapas y estampas e / ilustrada con diser­ taciones sobre la tierra, los / animales y los habitantes de México / escrita por el / Abate FRANCISCO JAVIER CLA­ VIJERO / Traducida del italiano por / J. Joaquín de Mo­ ra / y precedida de Noticias bio-bibliográficas del Autor, por /Luis González Obregón. (2 vols.) México / Departamento editorial de la Dirección General/ de las Bellas Artes/ 1917.

CARACTER DE EOS MEXICANOS

Las naciones que ocuparon la tierra de Anáhuac antes de los españoles, aunque diferentes en idioma y en algunas costumbres, no lo eran en el carácter. Los mexicanos tenían las mismas cualidades físicas y morales, la misma índole y las mismas inclinaciones que los acolhuas, los tepanecas, los tlaxcaltecas y los otros pueblos, sin otra diferencia que la que procede de la educación; de modo que lo que vamos a decir de los unos, debe igualmente entenderse de los otros. Algunos autores antiguos y modernos han procurado hacer su retrato moral; pero entre todos ellos no he encontrado uno solo que lo haya desempeñado con exactitud y fideli­ dad. Las pasiones y las preocupaciones de unos y la igno­ rancia y la falta de reflexión de otros, les han hecho emplear 3

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colores muy diferentes de los naturales. Lo que voy a decir se funda en un estudio serio y prolijo de la historia de aque­ llas naciones, en un trato íntimo de muchos años con ellas y en las más atentas observaciones acerca de su actual con­ dición, hechas por mí y por otras personas imparciales. No hay motivo alguno que pueda inclinarme en favor o en contra de aquellas gentes. Ni las relaciones de compatriota me inducirían a lisonjearlos, ni el amor a la nación a que pertenezco, ni el celo por el honor de sus individuos, son capaces de empeñarme en denigrarlos: así que, diré clara y sinceramente lo bueno y lo malo que en ellos he conocido. Los mexicanos tienen una estatura regular, de la que se apartan más bien por exceso que por defecto, y sus miem­ bros son de una justa proporción; buena encarnadura; fren­ te estrecha, ojos negros; dientes iguales, firmes, blancos y limpios; cabellos tupidos, negros, gruesos y lisos; barba es­ casa, y por lo común, poco vello en las piernas, en los mus­ los y en los brazos. Su piel es de color aceitunada. No se hallará quizás una nación en la tierra en que sean más raros que en la mexicana los individuos deformes. Es más di­ fícil hallar un jorobado, un estropeado, un tuerto entre mil mexicanos, que entre cien individuos de otra nación. Lo desagradable de su color, la estrechez de su frente, la esca­ sez de su barba, y lo grueso de sus cabellos, están equilibra­ dos de tal modo con la regularidad y la proporción de sus miembros, que están en justo medio entre la fealdad y la hermosura. Su aspecto no agrada ni ofende; pero entre las jóvenes mexicanas se hallan algunas blancas y bastante lin­ das, dando mayor realce a su belleza la suavidad de su ha4

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bla y de sus modales, y la natural modestia de sus sem­ blantes. Sus sentidos son muy vivos, particularmente el de la vista, que conservan inalterable hasta la extrema vejez. Su complexión es sana, y robusta su salud. Están exentos de muchas enfermedades que son frecuentes entre los españo­ les; pero son principales víctimas en las enfermedades epi­ démicas a que de cuando en cuando está sujeto aquel país. En ellos empiezan y en ellos terminan. Jamás se exhala de la boca de un mexicano aquella fetidez que suele ocasio­ nar la corrupción de los humores, o la indigestión de los ali­ mentos. Son de temperamento flemático, pero poco expues­ tos a las evacuaciones pituitosas de la cabeza, y así es que raras veces escupen. Encanecen y se ponen calvos más tarde que los españoles, y no son raros entre ellos los que llegan a la edad de cien años. Los otros mueren casi siempre de enfermedades agudas. Actualmente y siempre han sido sobrios en el comer; pero es vehementísima su afición a los licores fuertes. En otros tiempos la severidad de las leyes les impedía abando­ narse a esta propensión; hoy la abundancia de licores y la impunidad de la embriaguez trastornan el sentido a la mi­ tad de la nación. Esta es una de las causas principales de los estragos que hacen en ellos las enfermedades epidémi­ cas, además de la miseria, en que viven más expuestos a las impresiones maléficas y con menos recursos para co­ rregirlas. Sus almas son radicalmente y en todo semejantes a las de los otros hijos de Adán y dotados de las mismas facul-

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tades; y nunca los europeos emplearon más desacertada­ mente su razón, que cuando dudaron de la racionalidad de los americanos. El estado de cultura en que los españoles hallaron a los mexicanos excede, en gran manera, al de los mismos españoles cuando fueron conocidos por los griegos, los romanos, los galos, los germanos y los bretones. Esta comparación bastaría a destruir semejante idea, si no se hubiese empeñado en sostenerla la inhumana codicia de al­ gunos malvados. Su ingenio es capaz de todas las ciencias, como la experiencia lo ha demostrado. Entre los pocos me­ xicanos que se han dedicado al estudio de las letras, por estar el resto de la nación empleado en los trabajos públicos y privados, se han visto buenos geómetras, excelentes ar­ quitectos y doctos teólogos. Hay muchos que conceden a los mexicanos una gran habilidad para la imitación, pero les niegan la facultad de inventar; error vulgar que se halla desmentido en la histo­ ria antigua de aquella nación. Son, como todos los hombres, susceptibles de pasiones; pero éstas no obran en ellos con el mismo ímpetu, ni con el mismo furor que en otros pueblos. No se ven comúnmen­ te en los mexicanos aquellos arrebatos de cólera, ni aquel frenesí de amor, tan comunes en otros países. Son lentos en sus operaciones, y tienen una paciencia increíble en aquellos trabajos que exigen tiempo y proliji­ dad. Sufren con resignación los males y las injurias, y son muy agradecidos a los beneficios que reciben, con tal que no tengan nada que temer de la mano bienhechora ; pero algunos españoles, incapaces de distinguir la tolerancia de

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la indolencia, y la desconfiança de la ingratitud, dicen a modo de proverbio, que los indios no sienten las injurias, ni agradecen los beneficios. La desconfianza habitual en que viven con respecto a todos los que no son de su nación, los induce muchas veces a la mentira y a la perfidia; por lo cual la buena fe no ha tenido entre ellos toda la estimación que merece. La generosidad, y el desprendimiento de toda mira personal, son atributos principales de su carácter. El oro no tiene para ellos el atractivo que para otras naciones. Dan sin repugnancia lo que adquieren con grandes fatigas. Esta indi­ ferencia por los intereses pecuniarios y el poco afecto con que miran a los que los gobiernan, los hacen rehusarse a los trabajos a los que los obligan, y he aquí la exagerada pereza de los americanos. Sin embargo, no hay en aquel país gente que se afane más, ni cuyas fatigas sean más útiles y más ne­ cesarias. El respeto de los hijos a los padres y el de los jóvenes a los ancianos, son innatos en aquella nación. Los padres aman mucho a los hijos ; pero el amor de los maridos a las mujeres es menor que el de éstas a aquéllos. Es común, si no ya general en los hombres, ser menos aficionados a sus mu­ jeres propias que a las ajenas. El valor y la cobardía, en diversos sentidos, ocupan su­ cesivamente sus ánimos, de tal manera1, que es difícil deci­ dir cuál de estas dos cualidades es la que en ellos predomina. Se avanzan intrépidamente a los peligros que proceden de cau­ sas naturales; mas basta para intimidarlos la mirada severa de un español. Esa estúpida indiferencia a la muerte y a la 7

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eternidad que algunos autores atribuyen generalmente a los americanos, conviene tan sólo a los que, por su rudeza y falta de instrucción, no tienen aún idea del juicio divino. Su particular apego a las prácticas externas de la reli­ gión, degenera fácilmente en superstición, como sucede a to­ dos los hombres ignorantes, en cualquiera parte del mundo que hayan nacido; mas su pretendida propensión a la idola­ tría, es una quimera formada en la desarreglada fantasía de algunos necios. El ejemplo de algunos habitantes de los montes no basta para infamar a una nación entera. Finalmente, en el carácter de los mexicanos, como en el de cualquiera otra nación, hay elementos buenos y malos; mas éstos podrían fácilmente corregirse con la educación, como lo ha hecho ver la experiencia. Difícil es hallar una ju­ ventud más dócil a la instrucción que la de aquellos países; ni se ha visto mayor sumisión que la de sus antepasados, a la luz del Evangelio. Por lo demás, no puede negarse que los mexicanos mo­ dernos se diferencian bajo muchos aspectos de los antiguos; como es indudable que los griegos modernos no se parecen a los que florecieron en tiempo de Platón y de Pericles. En los ánimos de los antiguos indios había más fuego, y hacían más impresión las ideas de honor. Eran más intrépidos, más ági­ les, más industriosos y más activos que los modernos; pero mucho más supersticiosos y excesivamente crueles. (I, 87-92.)

RELIGION DE LOS ANTIGUOS MEXICANOS

La religión, la política y la economía son los tres elemen­ tos que forman principalmente el carácter de una nación; de modo que sin conocerlos, es imposible tener una idea exacta del genio, de las inclinaciones y de la ilustración que la dis­ tinguen. La religión de los mexicanos, de que voy a tratar en este libro, era un tejido de errores, de ritos supersticiosos y crueles. Semejantes flaquezas del espíritu humano son in­ separables de un sistema religioso que tiene su origen en el capricho o en el miedo, como lo vemos aun en las naciones más cultas de la antigüedad. Si se compara, como yo lo haré en otra ocasión, la religión de los mexicanos con la de los griegos y romanos, se hallará que ésta es más supersticiosa y ridicula; aquélla más bárbara y * sanguinaria. Aquellas céle­ bres naciones de la antigua Europa multiplicaban excesiva­ mente sus dioses a causa de la desventajosa idea que tenían de su poder; reducían a estrechos límites su imperio; les atribuían los crímenes más atroces y solemnizaban su culto con execrables impurezas que con justa razón censuraron los Padres del cristianismo. Los númenes de los mexicanos eran menos imperfectos y en su culto, aunque supersticioso, rto intervenía ninguna acción contraria a la honestidad. 9

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Tenían alguna idea, aunque imperfecta, de un Ser Su­ premo, absoluto, independiente, a quien creían debía tribu­ tarse adoración y temor. No tenían figura para representar­ lo, porque lo creían invisible, ni le daban otro nombre que el genérico de Dios, que en su lengua es Teotl, algo más seme­ jante en el sentido que en la pronunciación, al Theós de los griegos; pero usaban de epítetos sumamente expresivos para significar la grandeza y el poder de que lo creían dotado. Llamábanlo Ipalnemoani, esto es, Aquél por quien se vive; y Tlóque Nahuáque, esto es, Aquél que tiene todo en sí. Pe­ ro el conocimiento y el culto de esta Suma Esencia, estaban obscurecidos por la multitud de númenes que inventó su su­ perstición. Creían que había un espíritu maligno, enemigo del gé­ nero humano, ai que daban el nombre de Tlacatecolótotl, o ave nocturna racional, y decían muchas veces que se dejaba ver de los hombres para hacerles daño o espantarlos. Acerca del alma, los bárbaros otomíes creían, según di­ cen, que se extinguía con el cuerpo; pero los mexicanos y las otras naciones de Anáhuac, que habían salido del estado de barbarie, la creían inmortal,.aunque atribuían este mismo don al alma de las bestias, como veremos cuando tratemos de sus ritos fúnebres. Tres lugares distinguían para las almas separadas de los cuerpos. Creían que las de los soldados que morían en la guerra, las de los que caían en manos de los enemigos y las de las mujeres que morían de parto, iban a la casa del Sol, que llamaban Señor de la gloria, y allí tenían una vida llena de delicias; que cada día al salir el Sol, lo festejaban con

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himnos, bailes y música y lo acompañaban hasta el zenit, don­ de le salían al encuentro las almas de las mujeres y con las mismas demostraciones de alegría lo conducían al ocaso. Si la religión no tuviese otro objeto que el servir a la política, como se lo imaginan neciamente algunos incrédulos de nues­ tro siglo, no podían aquellas naciones haber inventado un dog­ ma más oportuno para dar brío a los soldados, que el que les aseguraba tan relevante galardón después de la muerte. Añadían que después de cuatro años de aquella vida gloriosa, pasaban los espíritus a animar las nubes, los pájaros de her­ moso plumaje y canto dulce, quedando desde entonces en libertad de subir al cielo y bajar a la tierra, a cantar y a chu­ par flores. Los tlaxcaltecas creían que todas las almas de los nobles animaban después pájaros hermosos y canoros y cuadrúpedos generosos; que las de los plebeyos pasaban a los escarabajos y a otros animales viles. Así pues, el insensato sistema de la transmigración pitagórica, que tanto se propa­ gó y arraigó en los países de Oriente, tuvo también sus par­ tidarios en el Nuevo Mundo. Las almas de los que morían heridos por un rayo, o ahogados, o de hidropesía, tumores, llagas y otras dolencias de esta especie, como también las de los niños, o al menos, las de los sacrificados a Tlaloc, dios del agua, iban, según los mexicanos, a un sitio fresco y ameno, llamado Tlalocan, donde residía aquel numen y don­ de tenían a su disposición toda especie de placeres y de man­ jares delicados. En el recinto del templo mayor de México había un sitio donde creían que en cierto día del año asistían invisibles todos aquellos niños. Los mixtecas estaban persua­ didos de que una gran cueva que había en una montaña al­

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tísima de su provincia, era la puerta del Paraíso; por lo que todos los señores y nobles se hacían sepultar en aquellas inmediaciones, a fin de estar más cerca del sitio de las deli­ cias eternas. Finalmente, el lugar destinado para los que morían de otra cualquiera manera, se llamaba Mictlan o in­ fierno, lugar obscurísimo, donde reinaba un dios llamado Mictlanteuctli, o señor del Infierno y una diosa llamada Mictlancíhuatl. Según mis conjeturas, colocaban este infierno en el centro de la tierra, pero no creían que las almas sufriesen allí otro castigo sino el de la obscuridad. Tenían los mexicanos, como todas las naciones cultas, noticias claras, aunque alteradas con fábulas, de la creación del mundo, del Diluvio universal, de la confusión de las len­ guas, de la dispersión de las gentes y todos estos sucesos se hallan representados en sus pinturas. Decían que habién­ dose ahogado el género humano en el Diluvio, sólo se sal­ varon en una barca un hombre llamado Coxcox (a quien otros dan el nombre de Teocipactli), y una mujer llamada Xochiquétsal; los cuales habiendo desembarcado cerca de una montaña a que dan el nombre de Colhuacan, tuvieron muchos hijos, pero todos mudos, hasta que una paloma les comunicó los idiomas desde las ramas de un árbol, tan di­ versos que no podían entenderse entre sí. Los tlaxcaltecas decían que los hombres que escaparon del Diluvio quedaron convertidos en monas; pero poco a poco fueron recobrando el habla y la razón. (I, 253-256.)

EDUCACION DE LA JUVENTUD MEXICANA

En el gobierno público, y en el doméstico de los mexica­ nos, se notan rasgos tan superiores de discernimiento políti­ co, de celo por la justicia y de amor al bien general, que parecerían de un todo inverosímiles, si no constasen por sus mismas pinturas y por la deposición de muchos autores dili­ gentes e imparciales, que fueron testigos oculares de una gran parte de lo que escribieron. Los que insensatamente creen conocer a los antiguos mexicanos en sus descendien­ tes, o en las naciones del Canadá y de la Luisiana, atribuirían a fábulas inventadas por los españoles cuanto vamos a decir acerca de su civilización, de sus leyes y de sus artes. Por no violar, sin embargo, las leyes de la historia, ni la fidelidad debida al público, expondré sinceramente cuanto me ha pa­ recido cierto, sin temor de la censura de los críticos. La educación de la juventud, que es el principal apoyo de un Estado, y lo que mejor da a conocer el carácter de cualquiera nación, era tal entre los mexicanos, que basta­ ría por sí sola a confundir el orgulloso desprecio de los que creen limitado a las regiones europeas el imperio de la razón. En lo que voy a decir sobre este asunto tendré por guías 13

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las pinturas de los mexicanos y los escritores más dignos de crédito. “Nada, dice el P. Acosta, me ha maravillado tanto, ni me ha parecido tan digno de alabanza y de memoria, como el orden que observaban los mexicanos en la educación de sus hijos.” En efecto, es difícil hallar una nación que haya pues­ to mayor diligencia en un artículo tan importante a la fe­ licidad del Estado. Es cierto que viciaban la enseñanza con la superstición; pero el celo con que se aplicaban a educar a sus hijos, debe llenar de confusión a muchos padres de fa­ milia de Europa, y muchos de los documentos que daban a su juventud podrían servir de lección a la nuestra. Todas las madres, sin excluir las reinas, criaban los hijos a sus pe­ chos. Si alguna enfermedad se lo estorbaba, no se confia­ ba tan fácilmente el niño a una nodriza, sino que se toma­ ban menudos informes acerca de su condición y de la cali­ dad de la leche. Acostumbrábanlo desde su infancia a tolerar el hambre, el calor y el frío. Cuando cumplían cinco años, o se entregaban a los sacerdotes para que los educasen en los seminarios, como se hacía con casi todos los hijos de los no­ bles y con los de los reyes, o si debían educarse en casa, empezaban los padres a doctrinarlos en el culto de los dioses y a enseñarles las fórmulas que empleaban para implorar su protección, conduciéndolos frecuentemente a los templos pa­ ra que se aficionasen a la religión. Inspirábanles horror al vicio, modestia en sus acciones, respeto a sus mayores y amor al trabajo. Los hacían dormir en una estera; no les daban más alimento que el necesario para la conservación de la vida, ni otra ropa que la que bastaba para la decencia y 14

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la honestidad. Cuando llegaban a cierta edad, les enseñaban el manejo de las armas; y si los padres eran militares, los conducían consigo a la guerra, a fin de que se instruyesen en el arte militar, se acostumbrasen a los peligros y les per­ diesen el miedo. Si los padres eran labradores o artesanos, les enseñaban su profesión. Las madres enseñaban a las hijas a hilar y tejer, las obligaban a bañarse con frecuen­ cia para que estuviesen siempre limpias, y en general procu­ raban que los niños de ambos sexos estuviesen siempre ocu­ pados. Una de las cosas que más encarecidamente recomenda­ ban a sus hijos, era la verdad en sus palabras; y sí los co­ gían en una mentira, les punzaban los labios con espinas de maguey. Ataban los pies a las niñas que gustaban salir mu­ cho a la calle. El hijo desobediente y díscolo era azotado con ortigas, y castigado con otras penas, correspondientes en su opinión a la culpa. (I, 335-337.)

EXHORTACION DE UN MEXICANO A SU HIJO

“Hijo mío, le decía el padre, has salido a luz del vientre de tu madre, como el pollo del huevo, y creciendo como él, te preparas a volar por el mundo, sin que nos sea dado saber por cuánto tiempo nos concederá el cielo el goce de la piedra preciosa que en ti poseemos; pero sea el que fuere, procura tú vivir rectamente, rogando continuamente a Dios que te ayude. El te creó, y El'te posee. El es tu padre, y te ama más que yo: pon en El tus pensamientos y dirígele día y noche tus suspiros. Reverencia y saluda a tus mayores y nun­ ca les des señales de desprecio. No estés mudo para con los pobres y atribulados; antes bien date prisa a consolarlos con buenas palabras. Honra a todos, especialmente a tus padres, a quienes debes obediencia, temor y servicio. Guárdate de imitar el ejemplo de aquellos malos hijos, que a guisa de bru­ tos, privados de razón, no reverencian a los que les han dado el ser, ni escuchan su doctrina, ni quieren someterse a sus correcciones; porque quien sigue sus huellas tendrá un fin desgraciado y morirá lleno de despecho, o lanzado en un pre­ cipicio, o entre las garras de las fieras. “No te burles, hijo mío, de los ancianos y de los que tie­ nen alguna imperfección en su cuerpo. No te mofes del que

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veas cometer alguna culpa o flaqueza ni se la eches en cara: confúndete, al contrario, y teme que te suceda lo mismo que te ofende en los otros. No vayas a donde no te llaman, ni te ingieras en lo que no te importa. En todas tus palabras y ac­ ciones procura demostrar tu buena crianza. Cuando conver­ ses con alguno, no lo molestes con tus manos, ni hables de­ masiado, ni interrumpas o perturbes a los otros con tus dis­ cursos. Si oyes hablar a alguno desacertadamente, y no te toca corregirlo, calla: si te toca, considera antes lo que vas a decirle, y no le hables con arrogancia, a fin de que sea más agradecida tu corrección. "Cuando alguno hable contigo, óyelo atentamente y en actitud comedida, no jugando con los pies, ni mordiendo la capa, ni escupiendo demasiado, ni alzándote a cada instante si estás sentado; pues estas acciones son indicios de ligereza y de mala crianza. "Cuando te pongas a la mesa, no comas aprisa, ni des se­ ñal de disgusto si algo no te agrada. Si a la hora de comer viene alguno, parte con él lo que tienes, y cuando alguno co­ ma contigo, no fijes en él tus miradas. “Cuando andes, mira por dónde vas para que no te tro­ pieces con los que pasan. Si ves venir a alguno por el mismo camino, desvíate un poco para hacerle lugar. No pases nunca por delante de tus mayores sino cuando sea absolutamente necesario, o cuando ellos te lo ordenen. Cuando comas en su compañía, no bebas antes que ellos, y sírveles lo que necesiten para granjearte su favor. “Cuando te den alguna cosa, acéptala con demostraciones de gratitud. Si es grande, no te envanezcas; si es pequeña, 17

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no la desprecies, no te indignes, ni ocasiones disgusto a quien te favorece. Si te enriqueces, no te insolentes con los pobres ni los humildes; pues los dioses que negaron a otros las ri­ quezas para dártelas a ti, disgustados de tu orgullo, pueden quitártelas para darlas a otros. Vive del fruto de tu trabajo, porque así te será más agradable el sustento. Yo, hijo mío, te he sustentado hasta ahora con mis sudores, y en nada he faltado contigo a las obligaciones de padre; te he dado lo ne­ cesario sin quitárselo a otros; haz tú lo mismo. “No mientas jamás, que es gran pecado mentir. Cuando refieras a alguno lo que otro te ha contado, di la verdad pura sin añadir nada. No hables mal de nadie. Calla lo malo que observes en otro si no te toca corregirlo. No seas noticiero, ni amigo de sembrar discordias. Cuando lleves algún reca­ do, si el sujeto a quien lo llevas se enfada y habla mal de quien lo envía, no vuelvas a él con esta respuesta; sino pro­ cura suavizarla y disimula cuanto puedas lo que hayas oído, a fin de que no se susciten disgustos y escándalos de que ten­ gas que arrepentirte. “No te entretengas en el mercado más del tiempo nece­ sario; pues en estos sitios abundan las ocasiones de cometer excesos. v^uanao re oirezcan aigun empieo, naz cuenta que lo Ha­ cen para probarte: así que, no lo aceptes de pronto, aunque te reconozcas más apto que otro para ejercerlo; sino excú­ sate hasta que te obliguen a aceptarlo, pues así serás más es­ timado. “No seas disoluto, porque se indignarán contra ti los dio­ ses, y te cubrirán de infamia. Reprime tus apetitos, hijo mío,

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pues aún eres joven y aguarda que llegue a edad oportuna la doncella que los dioses te han destinado para mujer. Dé­ jalo a su cuidado, pues ellos sabrán disponer lo que más te convenga. Cuando llegue el tiempo de casarte no te atrevas a hacerlo sin el consentimiento de tus padres, porque tendrás un éxito infeliz. “No hurtes, ni te des al robo; pues serás el oprobio de tus padres, debiendo más bien servirles de honra en galardón de la educación que te han dado. Si eres bueno, tu ejemplo confundirá a los malos. No más, hijo mío: esto basta para cumplir las obligaciones de padre. Con estos consejos quiero fortificar tu corazón. No los desprecies ni lo olvides, pues de ellos depende tu vida y toda tu felicidad”. Tales eran las instrucciones que los mexicanos inculcaban en el ánimo de sus hijos. (I, 338-341.)

EXHORTACION DE UNA MEXICANA A SU HIJA

“Hija mía, decía la madre, nacida de mi substancia, pa­ rida con mis dolores y alimentada con mi leche, he procurado criarte con el mayor esmero, y tu padre te ha elaborado y pulido a guisa de esmeralda, para que te presentes a los ojos de los hombres como una joya de virtud. Esfuérzate en ser siempre buena: porque si no lo eres, ¿quién te querrá por mujer? Todos te despreciarán. La vida es trabajosa y es necesario echar mano de todas nuestras fuerzas para obtener los bienes que los dioses nos quieren enviar; pero conviene no ser perezosa ni descuidada, sino diligente en todo. Sé aseada y ten tu casa en buen orden. Da agua a tu marido pa­ ra que se lave las manos y haz el pan para tu familia. Donde­ quiera que vayas preséntate con modestia y compostura, sin apresurar el paso, sin reírte de las personas que encuentres, sin fijar tus miradas en ellas, sin volver ligeramente los ojos a una parte y otra, a fin de que no padezca tu reputación. Responde cortésmente a quien te salude o pregunte algo. “Empléate diligentemente en hilar, en tejer, en coser y en bordar; porque asi serás estimada y tendrás lo necesario para comer y vestirte. No te des al sueño, ni descanses a la 20

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sombra, ni vayas a tomar el fresco, ni te abandones al reposo; pues la inacción trae consigo la pereza y otros vicios. “Cuando trabajes no pienses más que en el servicio de los dioses y en el alivio de tus padres. Si te llaman ellos, no aguardes a la segunda vez, sino acude pronto para saber lo que quieren y a fin de que tu tardanza no les cause disgusto. No respondas con arrogancia, ni muestres repugnancia a lo que te ordenan: si no puedes hacerlo, excúsate con humildad. Si llaman a otra y no acude, responde tú: oye lo que man­ dan y hazlo bien. No te ofrezcas nunca a lo que no puedes hacer. No engañes a nadie, pues los dioses te miran. Vive en paz con todos; ama a todos honesta y discretamente, a fin de que todos te amen. “No seas avara de los bienes que los dioses te han conce­ dido. Si ves que a otras se dan, no sospeches mal en ello; porque los dioses, de quienes son todos los bienes, los dan como y a quien les agrada. Si quieres que los otros no te dis­ gusten, no los disgustes tú a ellos. “Evita la familiaridad indecente con los hombres, y no te abandones a los perversos apetitos de tu corazón; porque se­ rás el oprobio de tus padres y ensuciarás tu alma, como el agua con el fango. No te acompañes con mujeres disolutas, ni con las embusteras, ni con las perezosas; porque infalible­ mente inficionarán tu corazón con su ejemplo. Cuida de tu familia y no salgas a menudo de casa, ni te vean vagar por las calles y por la plaza del mercado, pues allí encontrarás tu ruina. Considera que el vicio, como hierba venenosa, da muerte al que lo adquiere, y una vez que se introduce en el alma, difícil es arrojarlo de ella. Si encuentras en la calle 21

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algún joven atrevido y te insulta, no le respondas y pasa ade­ lante. No hagas caso de lo que te diga; no des oído a sus palabras; si te sigue, no vuelvas el rostro a mirarlo, para que no se inflamen más sus pasiones. Si así lo haces, se detendrá y te dejará ir en paz. “No entres en casa ajena sin urgente motivo, porque no se diga o se piense algo contra tu honor; pero si entras en casa de tus parientes, salúdalos con respeto y no estés ociosa, sino toma inmediatamente el huso, o empléate en lo que sea necesario. “Cuando te cases, respeta a tu marido y obedécelo dili­ gentemente en lo que te mande. No le ocasiones disgusto, ni te muestres con él desdeñosa ni airada: acógelo amorosa­ mente en tu seno, aunque sea pobre y viva a tus expensas. Si en algo te apesadumbra, no le des a conocer tu desazón cuando te mande algo: disimula por entonces, y después le expondrás con mansedumbre lo que sientes, a fin de que con tu suavidad se tranquilice y no te aflija más. No lo denostes en presencia de otro, porque tú serás la deshonrada. Si algu­ no entrase en tu casa para visitar a tu marido, muéstrate agra­ decida y obséquialo como puedas. Si tu marido es desacor­ dado, sé tú discreta. Si no maneja bien tus bienes, dale bue­ nos consejos; pero si absolutamente es inútil para aquel en­ cargo, tómalo por tu cuenta cuidando esmeradamente de tus posesiones, y pagando exactamente a los operarios. Guárda­ te de perder algo por tu descuido. “Sigue, hija mía, los consejos que te doy. Tengo muchos años y bastante práctica del mundo. Soy tu madre y quiero

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que vivas bien. Fija estos avisos en tu corazón, pues así vi­ virás alegre. Si por no querer escucharme, o por descuidar mis instrucciones, te sobrevienen desgracias, culpa tuya será y tú serás quien lo sufra. No más, hija mía: los dioses te amparen”.

(I, 341-343.)

lengua mexicana

No perjudicaban al comercio mexicano las muchas y di­ ferentes lenguas que se hablaban en aquellos países; porque en todos se aprendía y hablaba la mexicana, que era la domi­ nante. Esta era la lengua propia y natural de los acolhuas y de los aztecas, y según he dicho en otra parte, la de los chichimecas y toltecas. La lengua mexicana, de que voy a dar alguna idea a los lectores, carece enteramente de las consonantes b, d, f, g, r y Abundan en ella la l, la x, la t, la ¿r y los sonidos com­ puestos ti y tz; pero con hacer tanto uso de la l, no hay una sola palabra que empiece con aquella letra. Tampoco hay vo­ ces agudas, sino tal cual vocativo. Casi todas las palabras tienen la penúltima sílaba larga. Sus aspiraciones son suaves y ninguna de ellas es nasal. A pesar de la falta de aquellas seis consonantes, es idioma rico, culto y sumamente expresivo: por lo que lo han elogia­ do extraordinariamente todos los europeos que lo han apren­ dido, y muchos lo han creído superior al griego y al latín; pero aunque yo conozco sus singulares ventajas, nunca osaré compararla a la primera de estas dos lenguas clásicas.

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De su abundancia tenemos una buena prueba en la Histo­ ria Natural del Dr. Hernández; pues describiendo en ella mil y doscientas plantas del país de Anáhuac, doscientas y más especies de pájaros y gran número de cuadrúpedos, rep­ tiles, insectos y metales, apenas hay un objeto de éstos al que no dé su nombre propio. Pero ¿qué extraño es que abunde en voces significativas de objetos materiales, cuando ninguna le falta de las que se necesitan para expresar las cosas espi­ rituales? Los más altos misterios de nuestra religión se ha­ llan bien explicados en lengua mexicana, sin necesidad de em­ plear voces extranjeras. El padre Acosta se maravilla de que teniendo idea los mexicanos de la existencia de un Ser Supremo, creador del cielo y de la tierra, carezcan de una voz correspondiente al Dios de los españoles, el Deus de los latinos, al Theós de los griegos, al DI de los hebreos y al Aláh de los árabes; por lo que los predicadores se han visto obli­ gados a servirse del nombre español. Pero si este autor hu­ biese tenido alguna noticia de la lengua mexicana, hubiera sabido que lo mismo significa el Teotl de aquel idioma, que el Theós de los griegos; y que la razón que tuvieron los predi­ cadores para servirse de la voz Dios, no fué otra que su ex­ cesivo escrúpulo, pues así como quemaron las pinturas histó­ ricas de los mexicanos, sospechando en ellas alguna supersti­ ción, de lo que se queja con rasón el mismo Acosta, así tam­ bién desecharon el nombre TEotl, porque había servido para ■significar los falsos númenes que aquellos pueblos adoraban. Pero ¿no hubiera sido mejor adoptar el ejemplo de San Pa­ blo, el cual hallando en Grecia adoptado el nombre Theós, para expresar unos dioses mucho más abominables que los de

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los mexicanos, no sólo se abstuvo de obligar a los griegos a adorar el El o el Adoncñ de los hebreos, sino que se sirvió de la voz nacional, haciendo que desde entonces en adelante se entendiese por ella un Ser infinitamente perfecto, supremo y eterno? En efecto, muchos hombres sabios que han escrito después en lengua mexicana, se han valido sin inconveniente del nombre de Teotl, así como se sirven de Ipalnemoani, Tlóque Nahuáque y otros que significan Ser Supremo, y que los mexicanos aplicaban a su Dios invisible. En una de mis di­ sertaciones daré una lista de los autores que han escrito en mexicano sobre la religión y sobre la moral cristiana; otra de los nombres numerales de aquella lengua, y otra de las voces significativas de las cosas metafísicas y morales, para confundir la ignorancia y la insolencia de un autor francés que se atrevió a publicar que los mexicanos no podían con­ tar más allá del número tres, ni expresar ideas morales y me­ tafísicas, y que por la dureza de aquella lengua no ha habido español que haya podido pronunciarla. Daré sus voces nu­ merales con que podían contar hasta cuarenta y ocho millo­ nes, a lo menos, y haré ver cuán común ha sido entre los es­ pañoles aquella lengua, y cuán bien la han sabido los que en ella han escrito. Faltan a la lengua mexicana, como a la hebrea y a la fran­ cesa, los nombres superlativos, y como a la hebrea y a la mayor parte de las vivas de Europa, los comparativos; pero los suplen con ciertas partículas equivalentes a las que en aquellas lenguas se adoptan con el mismo fin. Es más abun­ dante que la italiana en diminutivos y aumentativos, y más que la inglesa y todas las conocidas, en nombres verbales y

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abstractos, pues apenas hay verbo de que no se formen ver­ bales y apenas hay substantivo y adjetivo de que no se for­ men-abstractos. Ni es menos fecunda en verbos que en nom­ bres, pues de cada verbo salen otros muchos de diferente sig­ nificación. Chihua, es hacer; chichihua, hacer aprisa; chihuilia, hacer a otro; chihualtia, mandar hacer; chihuatiuh, ir a hacer; chthuaco, venir a hacer; chiuhtiuh, ir haciendo, etc. Más pudiera decir sobre este asunto, si me fuera lícito tras­ pasar los límites de la historia. El modo de conversar en mexicano varía según la condi­ ción de la persona de quien se habla, o con quien se habla; para lo cual sirven ciertas partículas que denotan respeto y que se añaden a los nombres, a los verbos, a las preposiciones y a los adverbios. Tatli quiere decir padre; amota, vuestro padre; amotatsin, vuestro señor padre. Tleco, es subir; pero usado como mandato a una persona inferior, es xitleco; si co­ mo ruego a un superior o persona respetable, ximotlecahui; y si aun se quiere manifestar todavía más sumisión, maximotlecahuit2Íno. Esta variedad, que tanta urbanidad y cultura da al idioma, no lo hace por eso más difícil, porque depende de reglas fijas y fáciles, en términos que no creo que exista uno que lo exceda en método y regularidad. Los mexicanos tienen, como los griegos y otras naciones, la ventaja de componer una palabra de dos, tres y cuatro simples; pero lo hacen con más economía que los griegos, porque éstos adoptan las voces casi enteras en la composición y los mexicanos las cortan, quitándoles sílabas, o a lo menos letras. Tlazotli quiere decir apreciado o amado; mahuitstic, honrado y reverenciado; teopixqui, sacerdote; voz compuesta

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también de Teotl, Dios, y del verbo pia que significa guardar ; tatli es padre, como ya hemos dicho. Para formar de estas cinco palabras una sola, quitan ocho consonantes y cuatro vo­ cales y dicen, por ejemplo, notlazomahuizteopixcatatzin, que quiere decir : mi apreciable señor padre y reverenciado sacer­ dote, añadiendo el no, que corresponde al nombre mío, e igualmente el tón, que es partícula reverencial. Esta palabra es familiarísima a los indios cuando hablan con los sacerdotes y especialmente cuando se confiesan ; y aunque se compone de tantas letras, no es de las mayores que tienen, pues hay algu­ nas que por causa de las muchas voces de que se componen, tienen hasta quince o dieciséis sílabas. De estas composiciones se valen para dar en una sola voz la definición o la descripción de un objeto. Así se ve en los nombres de animales y plantas, que se hallan en la Historia Natural de Hernández, y en los de los pueblos, que tan fre­ cuentemente ocurren en la historia. Casi todos los nombres que impusieron a las ciudades y villas del imperio mexicano, son compuestos, y expresan la situación o localidad de aquel punto, o alguna acción memorable de que fué teatro. Hay muchas locuciones expresivas, que son otras tantas hipotiposis de los objetos, y particularmente en asunto de amor. En fin, todos los que aprenden aquella lengua, y ven su abundan­ cia, su regularidad y sus hermosísimas expresiones, son de parecer que semejante idioma no puede haber sido el de un pueblo bárbaro.

(I, 349-397.)

ORATORIA Y POESIA

En una nación que poseía tan hermoso idioma no podían faltar oradores y poetas. Cultivaron, en efecto, los mexicanos, aquellas dos artes, aunque estuvieron muy lejos de conocer sus ventajas. Los que se destinaban a la oratoria, se acos­ tumbraban desde niños a hablar con elegancia y aprendían de memoria las más famosas arengas de sus mayores, que la tradición conservaba, transmitiéndolas de padres a hijos. Su elocuencia lucía especialmente en las embajadas, en los. consejos y en las arengas gratulatorias que se dirigían a los nuevos reyes. Aunque sus más célebres arengadores no, pueden compararse con los oradores de las naciones cultas, de Europa, es preciso confesar que sabían emplear graves raciocinios y argumentos sólidos y elegantes, como se echa de ver en los trozos que se conservan de su elocuencia. Aun hoy, reducidos a tanta humillación y privados de sus antiguas instituciones, hacen en sus juntas razonamientos tan justos y bien coordinados, que causan maravilla a quien los oye. Los poetas eran aún más numerosos que los arengadores. Sus versos observaban el metro y la cadencia. En los frag­ mentos que aún existen, hay versos que en medio de las vo29

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ces significativas, tienen ciertas interjecciones, o silabas pri­ vadas de significación, que sólo sirven para ajustarse al me­ tro; mas quizá éste era un abuso de que sólo echaban mano los poetastros. Su lenguaje poético era puro, ameno, brillan­ te, figurado y lleno de comparaciones con los objetos más agradables de la naturaleza, como las flores, los árboles, los arroyos, etc. En la poesía era donde con más frecuencia se servían de las voces compuestas, y solían ser tan largas que con una sola se formaba un verso de los mayores. Los argumentos de sus composiciones eran muy varia­ dos. Componían himnos en honor de sus dioses o para im­ plorar los bienes de que necesitaban, y los cantaban en los templos y en los bailes sacros; poemas históricos en que se referían los sucesos de la nación y las acciones gloriosas de sus héroes, y éstos se cantaban en los bailes profanos; odas que contenían alguna moralidad o documento útil; finalmen­ te, piezas amatorias, o descriptivas de la caza, o de algún otro asunto agradable, para cantarlas en los regocijos públicos del séptimo mes. Los compositores eran, por lo común, los sacerdotes y enseñaban las poesías a los niños, a fin de que las cantasen cuando llegasen a mayor edad. En otra parte he hecho mención de las composiciones poéticas del célebre rey Nezahualcóyotl. El aprecio que aquel monarca hacía de la poesía, impulsó a sus súbditos a cultivarla, y multiplicó los poetas en su corte. De uno de éstos se cuenta en los ana­ les de aquel reino, que habiendo sido condenado a muerte por no sé qué delito, hizo en la cárcel unos versos, en los cuales se despedía del mundo de un modo tan tierno y tan 30

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patético, que los músicos de palacio, sus amigos, formaron el proyecto de cantarlos al rey, y éste se enterneció de tal manera, que concedió la vida al reo; suceso extraordinario en la historia de Acolhuacan, en que sólo se hallan ejemplos de la mayor severidad. (I, 397-399.)

teatro MEXICANO

No solamente apreciaban los mexicanos la poesía lírica, sino también la dramática. El teatro en que representaban sus dramas era un terraplén cuadrado, descubierto, situado en la plaza del mercado o en el atrio inferior de algún tem­ plo, y bastante alto para poder ser visto por todos los es­ pectadores. El que había en la plaza de Tlaltelolco, era de piedra y cal, según afirma Cortés: tenía trece pies de alto, y de largo por cada lado treinta pasos. Boturini dice que las comedias mexicanas eran excelen­ tes, y que entre las antigüedades que poseía en su curioso museo, había dos composiciones dramáticas sobre las céle­ bres apariciones de la Madre de Dios al neófito mexicano Juan Diego, en las que se notaba singular delicadeza y dul­ zura en la expresión. Yo no he visto ninguna obra de esta especie, y aunque no dudo de la suavidad del lenguaje usado en ellas, jamás podré creer que observasen las reglas del drama, ni que mereciesen los pomposos elogios que les da aquel escritor. Algo más digno de crédito, y más conforme al carácter de aquellos pueblos, es la descripción de su tea­ tro y de sus representaciones dada por el P. Acosta, en que 32

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hace mención de las que se daban en Cholula, con motivo de la fiesta del dios Quetzalcóatl. “Había, dice, en el atrio del templo de aquel dios, un pequeño teatro de treinta pies en cuadro, curiosamente blanqueado, que adornaban con ra­ mos y aseaban con el mayor esmero, guarneciéndolo con ar­ cos de plumas y flores y suspendiendo en ellos pájaros, co­ nejos y otros objetos curiosos. Allí se reunía el pueblo des­ pués de comer. Presentábanse los actores, y hacían sus pre­ sentaciones burlescas, fingiéndose sordos, resfriados, cojos, ciegos y tullidos, los cuales figuraban ir a pedir la salud al ídolo. Los sordos respondían despropósitos; los resfriados, tosiendo; los cojos, cojeando y todos referían sus males y miserias, con lo que excitaban la risa del auditorio. Seguían otros actores que hacían el papel de diferentes animales: unos vestidos a guisa de escarabajos, otros de sapos, otros de lagartijas, y se explicaban unos a otros sus respectivas funciones, cada uno ponderando las suyas. Eran muy aplau­ didos, porque sabían desempeñar sus papeles con sumo in­ genio. Venían después unos muchachos del templo con alas de mariposa y de pájaros de diferentes colores y subiendo a los árboles dispuestos al efecto, les tiraban los sacerdotes bolas de barro con las cerbatanas, añadiendo expresiones ri­ diculas en favor de unos y en contra de otros. Por fin se hacía un gran baile compuesto de todos los actores y así ter­ minaba la función. Esto se hacía en las fiestas más solemnes”. Esta descripción del P. Acosta recuerda las primeras escenas de los griegos, y no dudamos que si el Imperio mexicano hubiera durado un siglo más, su teatro se hubiera reforma­ do, como el de los griegos se fue mejorando poco a poco.

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Los primeros religiosos que anunciaron el Evangelio a aquellas gentes, viéndolas tan inclinadas al canto y a la poe­ sía, y notando que en todas las composiciones del tiempo de su gentilismo había muchas ideas supersticiosas, compusie­ ron cánticos en lengua mexicana, en loor del verdadero Dios. El laborioso franciscano Bernardino Sahagún, compuso en puro y elegante mexicano, e imprimió en México, trescien­ tos sesenta y cinco cánticos, uno para cada día del año, lle­ nos de los más devotos y tiernos sentimientos religiosos, y aun hubo indios que escribieron muchos sobre los mismos asuntos. Boturini cita las composiciones de don Francisco Plácido, gobernador de Azcapozalco, en loor de la Madre de Dios, y cantadas por él en los bailes sacros que, con otros nobles mexicanos, hacía delante de la famosa imagen de la Virgen de Guadalupe. Los celosos franciscanos de aquel país hicieron también composiciones dramáticas en mexicano so­ bre los misterios de nuestra religión. Entre otras fué muy celebrada la del Juicio Final, que compuso el infatigable mi­ sionero Andrés de Olmos, y fué representada en la iglesia de Tlaltelolco, en presencia del primer virrey y del primer arzobispo de México, con gran concurso de nobleza y pueblo.

(I, 399-401.)

escultura

Más felices que en la pintura fueron los mexicanos en la escultura, en la fundición y en el mosaico; y mejor expre­ saban en la piedra, en la madera, en el oro, en la plata y con las plumas, las imágenes de sus héroes, o las obras de la naturaleza, que en el lienzo o en el papel: bien fuere por­ que la mayor dificultad de aquellos trabajos excitaba más su aplicación y su diligencia, o porque el sumo aprecio que de ellos hacían los pueblos, despertaba su ingenio y aguijoneaba su industria. La escultura fué una de las artes conocidas y practicadas por los antiguos toltecas. Hasta el tiempo de los españoles se conservaron algunas estatuas de piedra, trabajadas por los artistas de aquella nación, como el ídolo de Tláloc, colo­ cado en el monte del mismo nombre, que tanto reverenciaban los chichimecas y los acolhuas, y las estatuas gigantescas eri­ gidas en los dos célebres templos de Teotihuacán. Los me­ xicanos tenían ya escultores cuando salieron de su patria Aztlán; pues sabemos que en aquella época hicieron el ídolo de Hitzilopochtli que llevaron consigo en su larga peregri­ nación.

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Sus estatuas eran por lo común de piedra o de madera. Trabajaban la primera sin hierro ni acero ni otro instrumen­ to que uno de piedra dura. Toda su incomparable paciencia y constancia se necesitaba para superar tantas dificultades y sufrir la lentitud de aquella clase de trabajos; pero lo con­ seguían en despecho de la imperfección de los medios que empleaban. Sabían expresar en sus estatuas todas las acti­ tudes y posturas de que es capaz el cuerpo humano, obser­ vando exactamente las proporciones, y haciendo, cuando era preciso, las labores más menudas y delicadas. No sólo hacían estatuas enteras, sino que esculpían en la piedra figuras de bajo relieve, como los retratos de Moteuczoma II y de un hijo suyo, que se veía en una piedra del monte Chapoltepec, citados y celebrados por el P. Acosta. Formaban también es­ tatuas de barro y madera, sirviéndose para éstas de un uten­ silio de cobre. El número increíble de sus estatuas se puede inferir por el de los ídolos, de que ya hablé en el libro pre­ cedente. Aun en esto tenemos que deplorar el celo del primer obispo de México y de los primeros predicadores del Evan­ gelio; pues por no dejar a los neófitos ningún incentivo de idolatría, nos privaron de muchos preciosos monumentos de la escultura de los mexicanos. Los cimientos de la primera igle­ sia que se construyó en México, se componían de fragmen­ tos de ídolos; y tantas fueron las estatuas que se destrozaron con aquel objeto, que habiendo abundado tanto en aquel país, apenas se hallan algunas pocas en el día, aun después de la más laboriosa investigación. La conducta de aquellos buenos religiosos fué sumamente loable, ora se considere el motivo, ora los efectos que produjo: mejor hubiera sido, sin embargo, 36

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preservar las estatuas inocentes, de la ruina total de los si­ mulacros gentílicos, y aun poner en reserva algunas de és­ tas, en sitios en que no hubieran podido servir de tropiezo a la conciencia de los recién convertidos. (I, 414-415.)

necesidad DEL MESTIZAJE

La nobleza mexicana era por lo común hereditaria. Con­ serváronse hasta la ruina del Imperio con grande esplendor muchas familias descendientes de aquellos ilustres aztecas, fundadores de México, y aun ahora existen ramas de aque­ llas casas antiquísimas, aunque envilecidas por la miseria y confundidas entre la plebe más obscura. No hay duda que hubiera sido más sabia la política de los españoles, si en ves de conducir a México mujeres de Europa y esclavos de /¡fri­ ca, se hubiesen empeñado en formar de ellos mismos y de los mexicanos, una sola nación, por medio de enlaces matrimo­ niales. Si la naturaleza de esta obra lo permitiera, haría aquí una demostración de las ventajas que de aquella medida se hubieran seguido a las dos naciones, y de los perjuicios que del sistema opuesto han resultado. (I, 353.)

LA ESCLAVITUD

Los conquistadores, que se creían poseedores de todos los derechos de los antiguos señores mexicanos, tuvieron muchos esclavos de aquellas naciones; pero los reyes católicos, infor­ mados por personas doctas, celosas del bien público y bien instruidas en los usos de aquellos países, los declararon li­ bres a todos, prohibieron bajo las más graves penas atentar contra su libertad y recomendaron enérgicamente tan impor­ tante negocio a la conciencia de los virreyes, de los tribuna­ les superiores y de los gobernadores. Ley justísima y digna del celo cristiano de aquellos monarcas; porque los primeros que se emplearon en la conversión de los mexicanos, entre los cuales había hombres de gran doctrina, declararon des­ pués de un diligente examen no haberse hallado entre tantos esclavos uno solo que hubiera sido privado de su libertad por medios legítimos. (I, 365.)

FRANCISCO XAVIER ALEGRE (1729-1788)

Nació en Veracruz, el 12 de noviembre de 1729; entró a la Compañía el 19 de marzo de 1747; pasó a Italia en 1767; murió cerca de Bolonia, el 16 de agosto de 1788. De su interesantísima biografía, escrita en latín por su compañero el P. Manuel Fabri, he incluido en esta selección los pasajes principales (ver p. 163), en la versión de don Joaquín García Icazbalceta. Dejando a un lado sus obras poéticas —algunas de ellas, impor­ tantísimas, como su versión latina de la litada y su poema épico la­ tino la Alejandrtada—, me he limitado a espigar algunos fragmentos de sus dos principales obras en prosa: sus Instituciones Teológicas y su Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España. (De esta última obra existen, como se sabe, dos redacciones, salidas ambas de

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la pluma del P, Alegre: la que dejó escrita y casi terminada en Mé­ xico al tiempo de la expulsión, y que fue posteriormente editada por don Carlos María Bustamante (México, Imp. de J. M. Lara, 3 vols., 1841-1843), y el compendio de ella que redactó en Bolonia "casi de memoria’’ y que acaba de ser publicado por don J. Jijón y Caamaño (México, Porrúa, 2 vols., 1940-1941). Por su mayor concisión y viveza, he preferido valerme de este compendio y tomar de él los; pasajes que inserto.) He aquí las indicaciones bibliográficas de ambas obras: — FRANCISCI XAVERII / ALEGRII / Presbyteri Veracrucensis / INSTITUTIONUM THEOLOGICARUM / Libri XVIII / In quibus omnia Catholicae Ecclesiae Dogmata, Praecepta, My- / steria, Sacramenta, Rítus aduersus Paganos, Haereticos, / et Recentiores Philosophos Asseruntur, et Explicantur. / Tomus. . . / Complectens. . . / Venetiis, / Typis Antonii Zattae, et Filiorum. / Superiorum Permissu, ac Pri­ vilegio. (7 vols.; los tres primeros, de 1789; el cuarto y quinto, de 1790; el sexto y séptimo, de 1791.)

— MEMORIAS PARA LA HISTORIA / DE LA PRO­ VINCIA QUE TUVO LA / COMPAÑIA DE JESUS EN NUEVA ESPAÑA / Escritas por el Padre / JAVIER ALE­ GRE / de la misma Compañía. / Publicadas / J. Jijón y Caamaño / Individuo de número de la Academia Nacional de Historia de / Quito. . . / México, (2 vols.), 1940 (y 1941).

ORIGEN DE LA AUTORIDAD

1.—No es la superioridad intelectual

Hay entre los hombres, a pesar de la absoluta igualdad de naturaleza, desigualdad de ingenios. Porque unos son inte­ lectualmente torpes y tardos, otros agudos y perspicaces. Y por este capítulo piensan algunos que nace en éstos el dere­ cho de mandar y en aquéllos la necesidad de obedecer: juz­ gan que los torpes y tardos son por naturaleza siervos de los sabios y talentosos, en el sentido en que dijo Eurípides (en su Ifigenia) que los griegos debían imperar a los bárbaros, porque los griegos —afirmó— son por naturaleza libres y los bárbaros por naturaleza siervos. Sostuvieron tal senten­ cia, con Ginés de Sepúlveda, algunos españoles, a quienes 43

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egregiamente refutaron Bartolomé de las Casas y Domingo Soto. Engañáronse aquéllos, en verdad, por el texto de Aris­ tóteles en el Libro I de su Política (cap. 1), que dice: “El que es capaz de conocer y preordenar lo que debe hacerse en el futuro, es por naturaleza príncipe y señor; mientras que los que por su fuerza y robustez corporal pueden ejecu­ tar los mandatos, son por naturaleza súbditos y siervos ; por lo que dijeron los Poetas ser justo que los griegos dominaran a los bárbaros”. Engañáronse, digo, por tales palabras del filósofo. Porque Aristóteles no habla de un dominio en acto (para decirlo en términos de la Escuela), sino de la idonei­ dad para el dominio, como lo interpretan Santo Tomás, Henisio, Grocio, Pufendorf y todos los buenos estimadores de las cosas. Así pues, si algunos han de mandar, es más con­ veniente a la naturaleza que los prudentes manden a los ne­ cios y no los necios a los prudentes : por lo que los dotados de prudencia y de ingenio parecen nacidos para mandar, los dotados de corporal robustez para servir. Porque —como dijo Apuleyo— aquel que ni por dotes naturales ni por in­ dustria personal es capaz de ordenar rectamente su vida, es mejor para él ser gobernado por otro y no tener potestad de mandar. En tal sentido debe entenderse aquello de Agesilao que leemos en Plutarco: que los pueblos de Asia dejados a su libertad son malos, y buenos si se les somete a la servi­ dumbre; y lo que de Calígula se dice en Tácito: que nunca hubo un siervo mejor ni un peor amo que él. Ahora bien: para que los hombres sufran alguna dismi­ nución de la natural libertad que todos por igual gozan, me­ 44

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nester es que intervenga su consentimiento —expreso, tácito o interpretativo—, o algún hecho de donde otros adquieran el derecho de quitársela aun contra su voluntad. La desigual­ dad, por tanto, de ingenios no pudo por sí sola dar derecho a mandar; pudo, sí, ser ocasión de desigualdad política, ya sea por voluntad propia como en el caso en que uno espon­ táneamente se someta a la dirección de otro, o bien por públi­ ca autoridad como cuando el Pretor asigna un tutor a los pupilos o un curador a un pródigo. (...)

2.—Mucho menos es la superioridad física o fisiológica

Hay también entre los hombres desigualdad natural en cuanto a la robustez y fuerza corporal: son unos más cor­ pulentos y poderosos, otros más débiles. Y de esta fuente pensó Hobbes (de la Ciudad, c. 15) que provenía el derecho de mandar en los más fuertes y en los débiles la necesidad de obedecer, diciendo: “El derecho de reinar y de castigar las transgresiones a las leyes viene de la sola potencia a la que no se puede resistir... A aquellos, pues, a cuya potencia no se puede resistir, de su misma potencia les nace el derecho de mandar.” Porque, como se lee en Dionisio de Halicarnaso (lib. I): una ley eterna y a todos común ha establecido que los peores obedezcan a los mejores. Y esa ley —dice el lega­ do de los Atenienses en la historia de Tucídides (lib. 5)— no fuimos nosotros los primeros en darla ni los primeros en usarla, sino que la recibimos de la antigua costumbre y usa­ mos de ella creyendo que durará perpetuamente: porque siem­ 45

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pre se ha usado entre los hombres que los vencedores man­ den a quienes vencieron. Antiquísima, en verdad, es la ley (leemos en Plutarco, Vida de Camilo) que otorga a los fuer­ tes el dominio de los cobardes, y tal ley rige desde Dios hasta a los ínfimos animales, pues también entre éstos ha estable­ cido la naturaleza que los más fuertes sean preferidos a los débiles. Y Calicles dice en el Gorgias de Platón: La natura­ leza misma, según pienso, demuestra ser justo que los más poderosos y robustos sean en todo superiores a los demás. Debe, sin embargo, absolutamente rechazarse tal sentencia, digna de hombres feroces y tiranos: en parte, por la razón que antes dimos al hablar de la fuerza coactiva de la ley, 1 y en parte porque, como argumenta Pufendorf, la sola fuer­ za física puede, sí, moverme contra mi inclinación a sujetar­ me por algún tiempo a la voluntad del que me fuerza, con el fin de evitar sus violencias; mas apenas desaparezca ese te­ mor, nada me impide obrar según mi voluntad y despreciar sus mandatos. Y cuando uno no puede alegar más que su fuerza para pretender que yo me conduzca según su arbitrio, nada me prohibirá —si mis propias razones me inducen a obrar de otro modo— que ensaye todos los medios para sacu­ dir aquella violencia y reivindicar mi libertad. Porque —como dijo un poeta— “el que cumple su oficio movido sólo por la amenaza del castigo, se cuida un poco mientras cree que su acción será conocida, pero si espera que permanecerá oculta 1 Alegre probó anteriormente (L. VIII, Prop. I, n. 5) que la mera coacción física no constituye la esencia de la ley, aunque la justa potestad coactiva forma parte de la autoridad de mandar.

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torna de nuevo a obrar conforme a su inclinación natural”; por lo que San Pablo (Efes., VI) dice que los tales obedecen sólo “al ojo” y bajo la mirada del amo. Confesamos, ciertamente, ser como ley de la naturaleza que los más fuertes dominen a los débiles, pero tal es la ley de la naturaleza animal —que nos es común con los brutos—, no de la naturaleza racional. Y la razón, no el apetito sensi­ tivo, es la regla y norma de las acciones humanas. Por lo cual —dijo admirablemente Plinio el Joven en el Panegírico de Trajano—, la ley de la naturaleza no otorgó el imperio entre los hombres a los más fuertes, como sucede entre los brutos. (...)

3.—La autoridad se funda en la naturaleza social del hom­ bre, pero su origen próximo es el consenti­ miento de la comunidad Decimos en primer lugar que los principados y reinos han sido establecidos por el Derecho de Gentes. 1 Mas este De­ recho de Gentes se basa en la natural necesidad del hombre y en la equidad natural. Porque es natural para el hombre —dice Santo Tomás (I de Regimine Principum, c. 1)— el 1 Para Alegre, como para muchos de los antiguos Escolásticos, el Derecho de Gentes no es un derecho meramente positivo o conven­ cional, sino que sus preceptos son a manera de “conclusiones inmedia­ tas" o casi inmediatas de la Ley Natural. (Cfr. L. VI, Prop. IX, n. 5; y L. VI, Prop. XI, n. 12.)

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vivir con muchos en sociedad, y es necesario que haya entre los hombres quien gobierne y dirija a la multitud. Porque mientras cada uno provee a sus propias conveniencias, la multitud se dispersa hacia objetos diversos si no hay quien cuide del bien común, ya que las utilidades de los particulares son contrarias entre sí, y lo que a una persona o familia es útil, es dañoso o pernicioso para otras. Por lo cual dice el Libro de los Proverbios (c. 29) : “Donde no hay gobernante, el pueblo se disipará”. Porque no basta la multitud desorgani­ zada para constituir una sociedad civil; sino que es menester que, además del interés privado que a cada quien mueve a su propio bien, haya también quien promueva el bien común de la multitud. Por eso entre los brutos —donde cada uno bus­ ca sólo su propio bien y nadie el de todos— no puede haber estado o sociedad civil. Los hombres, por su parte, reunidos al principio en hor­ das sin ningunos pactos o convenciones —como leemos en Platón (en el “Protágoras”)—, causábanse mutuamente in­ jurias y daños en una común guerra de todos contra todos, que Hobbes llamó “cuasi natural”. Por tal causa veíanse for­ zados a apartarse los unos de los otros; mas así dispersos o agrupados sólo por familias, padecían los asaltos de las fie­ ras y se hallaban expuestos a las acometidas de grupos ene­ migos más fuertes o más numerosos. Fué, pues, necesario que vivieran reunidos en sociedad y congregados bajo una autoridad, que mantuviera a todos en el cumplimiento del deber. Y en este sentido pienso que dijo rectamente Hora­ cio (I Sat., 3) : Es preciso confesar que los derechos nacieron del temor a la injusticia. Porque si no fuera por el temor a los

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enemigos no podría la ciudad mantenerse unida: por temor a los enemigos, pues, uniéronse los hombres en una ciudad y después en una comunidad de muchas ciudades, que es lo que llamamos un reino. Quita de las ciudades a los Príncipes —di­ ce el Crisóstomo (Homilía 6 al pueblo de Antioquía)—, y llevaremos una vida irracional semejante a la de las fieras irracionales, mordiéndonos los unos a los otros, mutuamente devorándonos: el más poderoso al más débil, el más audaz oprimiendo al más tímido. Por lo que dice Grocio que los hombres se unieron en sociedad civil, no por mandato ex­ preso de Dios —que en ninguna parte se encuentra—, sino espontáneamente impulsados por la experiencia que tenían de la debilidad de las familias aisladas y de su impotencia para resistir a las violencias de los otros. Para la conservación, pues, de la sociedad civil se intro­ dujo y estableció la civil autoridad. Pero al reunirse muchas familias para fundar una ciudad, o bien establecieron que to­ do lo referente al bien común debería ser decretado por el común sufragio de todo el pueblo, y éste es el que se llama Imperio o régimen democrático; o confiaron el cuidado del bien común a unos pocos, los más dignos y prudentes, y éste es el llamado Imperio o dominio aristocrático; o bien se entregó a uno solo, por común consentimiento, la admi­ nistración de la cosa pública, y éste se llama Imperio Monár­ quico. Todo Imperio, por tanto, de cualquier especie que sea, tuvo su origen en una convención o pacto entre los hombres. Porque ningún reino —bien lo dijo Pufendorf— nació de la guerra o de la mera violencia, aunque muchos con guerras se hayan acrecentado. (...)

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4.—La autoridad civil no viene inmediatamente de Dios a los gobernantes, sino mediante la comunidad A lo que antes dijimos parece oponerse la opinión de quienes juzgan que todo derecho de mandar, y por tanto to­ do reino e imperio, viene de Dios: luego no procede de la voluntad o institución de los hombres.. Y prueban el ante­ cedente con muchos testimonios de los mismos Príncipes: así, en la ley I, cap. de Summa Trinitate se dice que el sobe­ rano recibe su poder “por voluntad celeste”, y en otra ley (c. de quadr. praescript), se afirma: “Por voluntad divina recibimos las insignias imperiales”. Y expresiones semejan­ tes se hallan muchas en la recopilación auténtica del Nuevo Derecho. Además, todos los reyes cristianos han usado fór­ mulas como estas: Carlos, por la gracia de Dios, Emperador de los Romanos; Felipe, por la gracia de Dios, rey de las Españas; Ludovico, por la gracia de Dios, rey de Francia y de Navarra; y otras semejantes. Además, Hornio y otros se esfuerzan en probar por la razón el mismo antecedente. Porque —dicen— ni los hombres aislados, ni la mera multi­ tud desorganizada, tienen el derecho del mando supremo: luego no pueden darlo al gobernante por ellos elegido. Agre­ gan el texto de la Escritura que dice: “No hay potestad si no es venida de Dios” (A los Romanos, 13) ; y el que se lee en el evangelio de San Juan (c. 19): “No tendrías contra mí potestad alguna si no te hubiera sido dada de arriba”. Así pues, concluyen, los hombres eligen o designan a la persona, pero Dios es quien inmediatamente confiere al elegido la autoridad o jurisdicción. (...)

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Mas todos esos argumentos son de ninguna fuerza. Por­ que el que los príncipes afirmen haber obtenido el imperio por la clemencia, favor, benignidad y gracia de Dios, es algo ciertamente dicho con gran verdad y sabiduría. Porque —co­ mo dice Tulio (en el “Sueño de Escipión”)— nada hay en la tierra más agradable a Dios, soberano que rige todo este mundo, que los concejos y asambleas de hombres jurídica­ mente asociados que son los estados o ciudades. Y Aristó­ teles igualmente había dicho (I Polit., c. 2) : el primero que instituyó una ciudad, fue ciertamente autor de grandísimos bienes para los hombres. Y sin autoridad —dice el ya citado Cicerón (3 de Las Leyes)— nada puede subsistir: ni una casa, ni una ciudad, ni un pueblo, ni menos la humanidad en­ tera. ¿Cuál don, por tanto, más augusto y excelente puede hacer Dios a un mortal, que el constituirlo como su vicario en la tierra para común salud y tranquilidad de los hombres, pastor de pueblos y gobernante, custodio y vengador de las leyes divinas y una a manera de ley viva y animada ? Nada hay, en verdad, más divino entre las cosas creadas —escribe Dionisio (de la Jerarquía celeste, c. 3)— que el cooperar con Dios; y como entre las creaturas es el hombre la más noble, cooperar con Dios a la común felicidad terrestre del género humano y a su moralidad, tranquilidad e incolumidad, es sin duda lo mayor y más glorioso: y tal es la misión principal de los reyes y príncipes, así como también de toda autoridad civil. Con razón, pues, reconocen tal don como recibido de Dios: porque si El no hubiera destinado a éste o a aquél, a Carlos o a José, a ocupar la cima del Imperio, ni los hom­ bres lo hubieran elegido y creado rey, ni al otro le hubiera

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tocado la sucesión en el reino, ni el de más allá hubiera al­ canzado la victoria en la guerra. Pero para ello no es necesa­ rio que Dios inmediatamente elija rey a éste, o le confiera la jurisdicción, ya que bien puede conferírsela por medio de los hombres, de acuerdo con el orden natural de las cosas. Y lo que decía Hornio, que la multitud desorganizada no puede conferir la suma autoridad que ella misma no tiene, es falso. Porque, al someterse cada uno con solemne pro­ mesa de fidelidad al imperio del soberano, cada uno trans­ fiere al rey el derecho que en sí mismo tenía. Y de todas estas obligaciones de los particulares resulta el derecho del rey sobre todos y cada uno de los ciudadanos. Lo cual una vez establecido, nace la potestad coactiva, mediante la cual nadie pueda impunemente despreciar los mandamientos del rey así constituido y ayudado por la fuerza de todos los que a él se ligaron y sometieron; ni tampoco podrá alguno preten­ der que se transfiera a otro la autoridad regia. No hay, pues, potestad que no venga de Dios, pero o inmediata o me­ diatamente. Porque también la potestad de los Pretores o Gobernadores o de cualquier otro magistrado inferior viene de Dios, pero no inmediatamente, sino por medio de la vo­ luntad del rey o soberano que los elige y les confiere la ju­ risdicción. Por lo que Pilatos tenía potestad dada “de arri­ ba”, en cuanto que, aunque Tiberio era quien lo había cons­ tituido gobernador de la Palestina, Tiberio eligió y confirió la potestad a aquel a quien Dios había decretado que se le confiriese. (...) Y aunque a veces los hombres elijan mal o pequen en tal elección, sin embargo y a pesar de su mala 52

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voluntad, siempre es elegido aquel rey o magistrado que Dios decretó y preordenó.

5.—Mucho menos puede decirse que la autoridad civil pro venga del Romano Pontífice y que él la confiera a los Príncipes Mucho más gravemente yerran y se alejan de la verdad muchos de los antiguos intérpretes del Derecho Canónico y teólogos, que afirman que, después de fundada la Iglesia por Cristo, toda potestad civil proviene y depende del Romano Pontífice, y que de él reciben los reyes toda su jurisdicción y potestad. (...) Tal opinión es ya enteramente anticuada, y todos los au­ tores están de acuerdo en que ni la potestad de los Empera­ dores Romanos, ni la de los Príncipes supremos, ni tam­ poco la jurisdicción de los magistrados civiles inferiores, pro­ viene de la Iglesia ni depende de la autoridad del Romano Pontífice. (...) En otro lugar explicamos los hechos de algunos Romanos Pontífices, con los que pretenden confirmar aquella opi­ nión. Dió ocasión a tales hechos y a dicha opinión de algu­ nos escritores, la eximia piedad y religiosidad de los Prínci­ pes cristianos que acostumbraron ser ungidos, coronados, proclamados reyes y recibir sus insignias de manos de los Sumos Pontífices, así como también hacer sus reinos tribu­ tarios de la Iglesia y de San Pedro, pedirles consejo como a Padres y Maestros comunes, sujetar muchas veces a su ar­ 53

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bitraje la resolución de sus disputas, y aun implorar su ayuda en contra de otros príncipes. Mas todo lo que se dice o se hace simplemente como expresión de honor o de piedad, no es de por sí fundamento de un derecho. (...)

("/«JíitwtwM. Theologic”, Lib. VIII, Prop. IX, nn. 8-17; T. IV, 67-78.) Versión de G. M. P.

EL COMERCIO DE ESCLAVOS NEGROS

(...) Qué deberemos decir de la multitud innumera­ ble de esclavos etíopes que durante estos doscientos años han sido llevados a las colonias españolas, lusitanas y otras de América, y que todavía siguen siendo llevados? Porque los portugueses, habiendo ocupado por el año de 1448 las Islas de las Hespérides o de Cabo Verde y pasando fácilmente de allí a las costas de Africa, empezaron a comerciar y a com­ prar esclavos que les ofrecían a vilísimo precio los bárbaros reyezuelos de aquella región, en la que había casi tantas len­ guas y naciones como familias, enemistadas entre sí con anti­ quísimos rencores y mutuamente combatiéndose. Viendo, pues, a los portugueses avidísimos de tal mercancía, pues no pocos —a quienes llaman Tangostanes— penetraban hasta las pro­ vincias interiores encargándose de hacer las compras de es­ clavos y de conducirlos a las naves; aquellos bárbaros de­ dicáronse con mayor ardor y entusiasmo a guerrear y perse­ guir a sus enemigos con el fin de adquirir cautivos para ven­ derlos. De allí se extendió tal negociación por la Guinea, Angola, el Congo, la Isla de Santo Tomás y otras provincias de Africa, sobre todo cuando —descubierta la América y

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prohibida la servidumbre personal de los indígenas por las humanísimas y santísimas leyes de Carlos V y de Felipe II— hubo algunos que aconsejaron al Rey que fueran enviados los esclavos etíopes a aquellas nuevas tierras. Así aquellos buenos varones, que tenían celo por las cosas de Dios pero no un celo iluminado y conforme a la razón, mientras protegían la libertad de los americanos, impusieron a las naciones de Africa una perpetua deportación y el durísimo yugo de la esclavitud. Por tanto, siendo así que estos etíopes ni son escla­ vos por su nacimiento, ni por sí mismos o por sus padres fue­ ron vendidos por causa de urgente necesidad, ni han sido condenados a la servidumbre por sentencia de legítimo juez, ni pueden ser considerados como cautivos en guerra justa —ya que sus bárbaros reyezuelos guerrean entre sí por mero antojo o por causas insignificantes; más todavía, después de que los europeos establecieron aquel comercio, las más de las veces hacen la guerra sólo por coger hombres para venderlos, como claramente se ve por las mismas historias de los por­ tugueses, ingleses y holandeses (de los cuales los últimos dedícanse con gran empeño a tal comercio) ; síguese que esa esclavitud, como expresamente escribió Molina, es del todo injusta e inicua, a no ser que los Ministros Regios a quienes les está encomendado este asunto tengan noticia del justo tí­ tulo que la haga lícita en casos particulares y den testimonio acerca de él; sobre todo si consideramos que en los reinos de Angola y del Congo, en la Isla de Santo Tomás y en otros lugares hay muchísimos cristianos que son hechos cautivos 56

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por los infieles y que no es lícito a los cristianos comprar­ los. (...)

(“Institution. Théologie.”, L,ib. VI, Prop. XI, n. 32; T. III, 289-290.)

Versión de G. M. P.

LA CIUDAD DE MÉXICO

La ciudad de México, capital de toda la Nueva España, se cree haber sido fundada cerca de trescientos años antes de la conquista de Cortés, sobre las dos lagunas de Texcuco y Chalco, de que arriba hablamos. Su asiento es plano, unido y parejo. El terreno al norte de la ciudad, salitroso y estéril, al oriente y sur húmedo y cenagoso; al poniente, muy fértil como también en las alturas vecinas. Las lagunas le son de mucha comodidad para el transporte de todo lo necesario a la vida, que con una increíble abundancia viene a la ciudad de todos los pueblos comarcanos. El comercio de toda la Amé­ rica tiene a México por centro. Todo el oro y plata de sus minas, todos los granos, todas las manufacturas, todos los ga­ nados, reciben de allí su precio y su destino, al mismo tiempo que el comercio de Veracruz y de Acapulco la provee abundantísimamente de todos los géneros y preciosidades de Asia y de Europa. Está la ciudad situada en 20 grados y pocos minutos de latitud septentrional, en 278 de longitud, según los mejores geógrafos. El terreno es húmedo en extremo; la región no mucho. Las lluvias son abundantes, las aguas cristalinas y puras, aunque tomadas del mismo valle, no las 58

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más provechosas a los estómagos; de donde proviene sea la disentería como la enfermedad regional del país. Son tam­ bién frecuentes las fiebres malignas que llaman tabardillos y los dolores de costado. México no siente ni los ardores del estío, ni los rigores del invierno, y la distancia de una a otra estación, como se dice haber dicho con gracia un soldado a Carlos V, es la misma que la del sol a la sombra. Las com­ plexiones de los mexicanos, o sea por influjo del clima, o lo que creemos más, por defecto de la educación, son débiles y enfermizos; los genios afables y de un género de mansedum­ bre que declina en pusilanimidad, más propios para las cien­ cias que para las artes mecánicas o para los ejercicios de va­ lor y de fatiga. Las calles son alegres y anchas, de trece a catorce varas, derechas de norte a sur, cortadas perpendicu­ larmente de este a oeste, y bastantemente limpias respecto al número de sus habitadores. Tiene una catedral erigida por Bula del Señor Clemente VII, año de 1534, y fué su primer Obispo D. Fr. Juan de Zumárraga, del Orden de San Fran­ cisco, cuyos religiosos pueden llamarse con razón los primeros apóstoles y padres de la fe en aquellas regiones. El edificio de la Catedral es suntuoso y comparable con los más célebres de la cristiandad; tanto por la belleza y am­ plitud, como por la riqueza de sus adornos y por la majestad y decoro con que se celebran los divinos oficios. Se dedicó el año de 1656, a diligencias del Excmo. Sr. Virrey D. Fran­ cisco Guzmán de la Cueva, Duque de Alburquerque el pri­ mero. Se cuentan dentro de México once parroquias, vein­ ticinco comunidades de religiosos, veinte conventos de monjas, tres sujetos a los religiosos de San Francisco, uno a los Domi-

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nicos y los demás al Ordinario; once hospitales, cuatro con­ victorios de mujeres virtuosas y dos recogimientos, uno de mal casadas y otro de solteras escandalosas; siete colegios semi­ narios, y más de sesenta templos fuera de muchas capillas, que pudieran merecer este nombre. Son de particular hermosura, fuera de la Catedral, el de San Agustín, Santo Domingo y la que fue casa Profesa de la Compañía. El tribunal de la Inquisición se estableció en México el año de 1557, como también la Universidad, trasladándose allí, la que antes en Tiripitío, lugar de Michoacán, habían funda­ do los PP. Agustinos, de la cual religión tomó los primeros maestros, Fr. Agustín de Chávez y Fr. Alonso de la Veracruz, uno y otro —fuera de su insigne virtud y literatura— clarísimos por haber renunciado los honores de la Mitra. (Memorias,.I, 57-59.)

EL REINO DE MICHOACAN

Esta gran provincia, que en lo antiguo fue reino indepen­ diente del Imperio Mexicano, tiene por límites al norte y po­ niente la Nueva Galicia, al oriente el Arzobispado de Méxi­ co, y al sur, el Mar Pacifico. Sus fundadores pretenden al­ gunos haber sido algunas familias de los antiguos mexicanos, que pasando en su peregrinación por aquel país, encantados de su hermosura y fertilidad fijaron allí su asiento. Esto se hace del todo inverosímil, atendiendo no sólo a la diversidad de costumbres de una y otra nación, y a la continuada ene­ mistad y emulación que tuvieron siempre entre sí en el tiempo de su libertad; sino aún más en la diferencia del idioma, que en naciones consanguíneas y vecinas nunca pudiera sufrir tanta alteración, cuanto menos una variación total aun en los primeros elementos, y es una observación que se viene luego a los ojos, que la lengua mexicana carece de r, y apenas hay nombre sin ella en la lengua tarasca, que es la principal y cuasi la única de Michoacán. Este nombre tuvo entre los me­ xicanos aquel país por la abundancia de peje, que se coge en sus lagunas y sus ríos. Estos contribuyen a la abundancia y exquisita sazón de todo género de frutas, que en granos y se61

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millas puede llamarse con razón una de las trojes principales de la Nueva España; de maíz en muchas partes, y aun de trigo en algunas, se cogen duplicadas las cosechas. La varie­ dad de simples medicinales, de baños saludables, y otras co­ sas muy exquisitas de historia natural nos llevarían, si qui­ siéramos referirlas, muy lejos de nuestro asunto. Tzintzuntzan, lugar hoy poco considerable, se dice haber sido en un tiempo la Corte de los reyes de Michoacán, y Pátzcuaro, un lugar de recreación de aquellos monarcas, a quien la muche­ dumbre y variedad de pájaros hizo dar también el nombre de Huitsitsila. El último rey de Michoacán, a quien los mexica­ nos llamaron Caltzontzin, estando Cortés en México le envió embajadores, convidándolo con su amistad; pero como no podía haber alianza con los españoles, sin sujetarse y rendir vasallaje a los Reyes de Castilla, el Conquistador de México, después de haber asustado a los enviados con algunos tiros de su pequeña artillería y con algunas evoluciones y escaramu­ zas de los hombres de armas, los hizo volver a su país acom­ pañados de Cristóbal de Olid, uno de sus compañeros y al­ gunos soldados, para obligar aquellas naciones a la obedien­ cia del Rey de España. El Caltzontzin hubo de tener la mis­ ma suerte que sus vecinos; perdió como ellos la corona y el reino, aunque tuvo la dicha de recibir la fe, con el bautismo, convertido por un religioso de San Francisco, que le impuso el nombre de su Santo Patriarca. Aunque cristiano y vasallo del Rey de España, era muy amado de los suyos y tenía fa­ ma de grandes riquezas. Esto bastó a Ñuño de Guzmán, en­ viado por Presidente y Reformador de la Segunda Audiencia de México, para hallar en el infeliz Caltzontzin sospechas de

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su fidelidad y mandarlo quemar vivo. En el triste suplicio nada se le repetía sino que indicase el lugar donde tenía ocul­ tos sus tesoros. La gran reina doña Isabel, mandó que el impío Presidente fuese conducido a España y se hiciese en México sumaria información de este y otros gravísimos de­ litos de aquel malvado. Hemos visto los autos llenos de las acusaciones más negras, y probadas con gran número de tes­ tigos ; sin embargo, o fuese que la revuelta de los tiempos no dejase lugar para semejantes negocios, o que el oro de las Indias cerrase el paso hasta el trono a las voces de la Justicia, cosa muy frecuente en aquellos tiempos, ello es que no se sabe que se le diese castigo alguno, y la sangre del miserable Prín­ cipe quedó sin otra venganza que la de dar voces al Cielo, como la de tantos otros millones de Indios que, a pesar de las piadosísimas leyes y sabias precauciones tomadas a su favor por los Reyes de Castilla, fueron victimas de la codicia y de la crueldad de los Conquistadores. Esta injusticia enajenó en­ teramente del Bautismo y de la Religión los ánimos de los ta­ rascos, en cuya reducción trabajaron con mucha loa los Reli­ giosos de San Agustín, y el limo. Sr. D. Vasco de Quiroga, entonces Oidor de la Real Audiencia de México y después primer Obispo de Michoacán. (I, 86-88.)

DON VASCO DE QUIROGA

Pocos Obispos ha tenido la Iglesia en estos dos últimos si­ glos, de la religión, de la entereza, del celo y prudencia del Señor Don Vasco. El era uno de aquellos grandes genios que produce tarde la Naturaleza. Todo era raro y extraordinario en este hombre insigne. Una corpulencia más que regular y casi gigantea, una presencia amabilísima y que infundía al mismo tiempo singular veneración y respeto, una complexión vigorosa, una vida cuasi centenaria pero sin sentir las flaque­ zas de la decrepitud, tanto que en la edad de 95 años visitaba actualmente su vastísima Diócesis. Redujo por sí mismo a poblaciones y regularidad de vida civil a innumerables indios; en cuasi todos los pueblos considerables fundó hospitales, en que con un orden maravilloso, sin dispendio de sus haciendas y labranzas, se remudaban a servir a los enfermos algunas familias de indios. Los que habían de emplearse en este ofi­ cio de caridad iban muy limpios y aseados a la iglesia, con ramos y guirnaldas de flores, los sábados en la tarde. Allí rezaban el rosario y algunas devotas oraciones en honra de la Santísima Virgen, y en la misma forma de procesión salían de la iglesia para el hospital, donde se empleaban aquellos 64

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ocho dias en todos los ministerios de la enfermedad, con tan­ to amor, con tanta limpieza, y con tan bello orden, que aun los casados se abstenían en aquel tiempo del uso del matrimo­ nio, en honra de la pureza inmaculada de la Virgen Madre de Dios, a cuya Concepción estaban consagrados todos los hos­ pitales. Para desterrar de sus amados indios la ociosidad, hi­ zo conducir de muchas partes maestros de todas las manu­ facturas más necesarias a la vida: arquitectos, carpinteros, herreros, fundidores y semejantes, a quienes señaló tierras y pensión para que enseñasen en sus pueblos sus diferentes ar­ tes. Estas, fuera de lo indispensablemente necesario, no per­ mitía que se practicasen indiferentemente en todas partes, an­ tes dispuso que tuviese cada una como su propio territorio. En unos pueblos se miraba como propia la fábrica de loza, en otros se trabajaba el fierro, en otros el cobre. Aquí las sogas y cordeles, allí las telas. Las curtidurías estaban en una parte, en otra las pinturas, las imágenes de pluma en otra. Esto tenía siempre en un mismo valor las mercadurías, conservaba con la mutua dependencia el comercio de los pue­ blos; los hijos aprendían desde muy tiernos por una especie de necesidad el oficio de sus padres; cada cual comunicaba a los suyos sin envidia sus propios inventos; se cultivaban ca­ da día más las artes, y por todas partes reinaba en el país la abundancia, el tráfico y comercio, y por consiguiente, el buen orden, la tranquilidad y la felicidad en toda la nación. ¡ Qué no puede una grande alma desnuda de todo propio interés y aplicada enteramente a hacer felices a los hombres, conforme a los principios y máximas de la Santa Religión! ¡y cuánto confunde y humilla este grande ejemplo las impías políticas 65

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y los inhumanos arbitrios de los cortesanos del mundo! Don Vasco de Quiroga estableció su primera residencia en Tzintzuntzan, en donde después de cuatro años, reducida a forma de ciudad, no sin grandes fatigas, y aun según es fama, a costa de algunos milagros, la antigua población de Páztcuaro, pasó allí la Sede Episcopal, que después se mudó a Valladolid, como diremos en su lugar. En este Obispado estuvo, en Tiripitío, lugar entonces muy grande, a dirección de los RR. PP. de San Agustín, la primera Universidad de Nueva Es­ paña. Hállanse en él las ciudades de Valladolid, Pátzcuaro, Guanajuato, Celaya, San Luis Potosí y San Miguel el Gran­ de, con las Villas de León, Zamora, Jacona y Colima, fuera de otras muy considerables poblaciones. Guanajuato, León y Potosí son famosos Reales de Minas, como también Sumatlán y Tlalpujahua. Baste esta pequeña digresión por me­ moria de una Provincia, de una ciudad y de un Obispo a quienes debió nuestra Compañía tan particular estimación.

(I, pp. 88-90.)

CONQUISTA Y EVANGELIZACION

El terror de las armas (...), aun cuando fuese allí prac­ ticable, no hace más que una impresión muy pasajera y muy odiosa para que pueda durar largo tiempo. Se hace muy pe­ sado el yugo que se impone con violencia y las máximas de tina vida civil, política y cristiana como se pretende introducir en los salvajes, no se aprenden bien con ejemplos de tiranía. ¿Y de qué sirve al Rey que salgan los capitanes a casa de indios, como de fieras; que maten muchos en el campo, y que por este temor traigan en collera a otros muchos a vivir en los pueblos ? ¿ Pueden ser vasallos útiles aquellos a quienes sólo la prisión y la cadena tiene corporalmente en poder del soberano? ¿Qué les falta sino la ocasión para volverse con­ tra su poseedor, como aquel tigre que se ha tenido siempre en jaula? Tal vez algún conquistador bien intencionado procu­ rará persuadirles con dulces palabras el conocimiento del verdadero Dios y la obediencia del Rey; pero ¿concordarán bien estas palabras con la embriaguez, con la lascivia, con la codicia y con la crueldad de los soldados? ¿O están los sal­ vajes en estado de creer que sean reprensibles entre nosotros unos desórdenes cometidos con tanta frecuencia e impunidad ? ¡ Cuántos gastos se ahorrarían al Real Erario si en vez de ca67

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pitanes y soldados se enviasen varones apostólicos que los su­ jetasen primero al evangelio con la luz de la doctrina y con el ejemplo de la vida! Costearía el Rey su manutención y la de uno u otro presidio para su defensa y amparo; pero en poco tiempo darían a S. M. unos vasallos dóciles, voluntarios, fieles, útiles, así por sus personas como por sus tierras y sus trabajos. (7, 158-159.)

REBELION VICTORIOSA DE LOS NEGROS

Por el estío de 1609 una masa de más de 500 negros es­ clavos fugitivos, se había juntado en los montes de Orizaba, población hoy en día muy considerable, y que entonces, como la Villa de Córdoba, no era sino un valle, habitado de pocos españoles y gran número de negros ocupados en el trabajo de los ingenios o haciendas de azúcar y vegas de tabaco. La rudeza de esta ocupación, los malos tratamientos de sus amos y la oportunidad del sitio entrelazado de cerros altos, espesos e impenetrables, los convidó a la fuga. De allí se convidaron compañeros y partidarios ya en buen número, hurtaban mu­ jeres y niños de su color, que criaban a su usanza en los mon­ tes hasta llegar a formar una competente población. Distri­ buidos en diversas cuadrillas, conforme a las naciones, se de­ jaban caer de noche sobre los ranchos y haciendas vecinas, que tenían bien conocidas, para proveerse de alimentos y ar­ mas. La frecuencia de estos robos y talas, tenía en una con­ tinua inquietud a los paisanos, que hubieron de llevar sus quejas al Virrey. Se mandaron salir de Veracruz algunas compañías para reprimir estos insultos, y aun quitar de raíz la causa del mal. El Comandante de aquella difícil y peligro­ sa expedición, pretendió llevar consigo dos jesuítas para te­

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ner primero todos los medios suaves, y especialmente el de la religión, cuyas impresiones se sabía no estar enteramente borradas de los ánimos de los alzados. Se había observado que jamás robaron iglesia, ni capilla alguna y aun se decía que quisieron llevarse un sacerdote con la condición de no haber de salir jamás del recinto. Condescendió el Padre Pro­ vincial que era actualmente el Padre Alonso Castro, y señaló con otro compañero al P. Juan Laurencio, de no menos celo y espíritu, que sagacidad y destreza en tratar los ánimos de semejante gente. El suceso fué muy vario, pero por lo co­ mún con pérdida de los españoles, que por dos o tres ocasio­ nes fueron forzados a retirarse, y rehacerse de gentes y de provisiones de guerra y de boca. Cada pulgada de terreno costaba sangre y tiempo. Forzarles por hambre no se podía, pues en lo interior de las montañas tenían ya siembras y crías, con muchos arbitrios que habían tomado para procurarse allí una habitación segura e independiente. En esta incertidumbre e imposibilidad, uno de los negros prisioneros, viendo la hu­ manidad y dulzura con que lo trataba el Padre Juan, le preguntó si tenía valor para entrar a verse con el Jefe de los negros, que este era el único modo que él hallaba de poner fin a aquella discordia, que por armas no era posible que los es­ pañoles consiguiesen ventaja alguna considerable: que a su Reverencia le sería muy fácil atraer a su voluntad los escla­ vos, que se acordaban muy bien cómo llegados al puerto des­ nudos, hambrientos y maltratados, los jesuítas eran los que sin interés alguno solicitaban se les proveyese de vestidos; los que procuraban que las personas ricas les socorriesen aquellos primeros días con abundantes y regalados alimentos;

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los que buscaban intérpretes para instruirlos en las obliga­ ciones de cristianos y los que exhortaban siempre a sus amos a la caridad y dulzura con ellos, y a que les dejasen tiempo libre para los negocios del alma. Oyó el Padre este discurso con extraordinario consuelo, habló con el Comandante, supli­ cándole que cesase toda hostilidad, mientras pasaba a verse con los enemigos. Este se opuso fuertemente diciendo que sólo lo permitiría acompañándole competente escolta. Replicó el Padre que no podía salir acompañado ni aun de la puerta de la tienda sin faltar a la confianza que de él se había hecho; que de su vida no temiese, antes estuviese seguro que iba a entregarle aquella roca. Cedió finalmente el Comandante, y el Padre, con el mayor secreto, salió hasta una pequeña que­ brada donde lo aguardaban ya los guías. Llegado el Padre a la presencia del Jefe, quedó maravillado, así de los caminos im­ practicables, como de la amenidad y belleza del sitio, del or­ den y limpieza de sus casas, de la multitud, decencia, abun­ dancia y uniformidad hermanable de sus moradores. El que entre ellos tenía el mando, era un negro gentil y bien hecho de talle, que se explicaba perfectamente en el castellano, y mostraba unas luces muy superiores a su esfera. En nada se distinguía de los demás en la habitación ni en el traje. Reci­ bió al Padre con sencillez y sin alguna de aquellas ceremonias que suelen afectar mucho los ruines cuando se ven sublima­ dos. El se dió a conocer inclinándose a besar la mano al sa­ cerdote de Dios y lo mismo hicieron cuasi todos los presentes. El jefe expuso al Padre los motivos que habían tenido para tomar aquella resolución, y cuánto habían deseado hacerlo sin perjuicio de la conciencia; concluyó diciendo que si no 71

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juera el deseo de vivir como cristianos nada habría en el mun­ do que pudiese obligarlos a tratar de paz, que allí tenían sus mujeres y sus hijos, un país abundante y seguro, donde si no era a costa de inmensos gastos y de mucha sangre, jamás podría forzárseles; que el tiempo, en lugar de disminuir, antes había de aumentar su seguridad, su comodidad y sus fuerzas. Pidióle que hablase con el Comandante y le propusiese las siguientes condiciones: La primera que luego que se firmase el tratado habían de dejar aquel sitio y bajar a vivir en po­ blado. La segunda, que no se les había de hacer extorsión ni castigo alguno, sino un perdón general de lo pasado. La ter­ cera, que cuantos allí hubiese esclavos, habían de quedar li­ bres, llevándoles escritura de sus amos o libertad general en nombre del Rey, de modo que en ningún tiempo, bajo pretexto ni color alguno, se pudiese alegar derecho para reducir a ser­ vidumbre a ellos o a sus descendientes. La cuarta, que a toda aquella multitud se hubiesen de dar en nombre, asimis­ mo, del Rey, sitios donde habitar en aquellas cercanías y tie­ rras de qué mantenerse conforme al número de las familias. La quinta, que en dicha población se hubiesen de gobernar por ministros subalternos de su nación y color, sin interven­ ción de español o de blanco alguno fuera del párroco y un ministro de justicia. La sexta, que a ningún español o blanco les sería permitido establecerse en dicho pueblo,, ni aun morar en él, fuera de un caso de necesidad, si no es veinte y cuatro horas, entre las cuales la comunidad sería obligada a proveer­ le por su dinero lo necesario para su viaje. El Padre Juan Laurencio prometió hacer cuanto estuviera de su parte, pidió que se le diesen dichas condiciones por escrito, y con tanto 72

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después de haberlos exhortado a guardar y anteponer siem­ pre la ley de Dios a todas las comodidades de la vida pre­ sente, dió la vuelta al Real, donde se le esperaba con ansia. El plan de composición parecía demasiadamente altivo e in­ decoroso a los españoles. Singularmente levantaban la vos muchos de los amos de Ingenio y ricos-hombres del país, que tenían mucho que perder en la libertad de los negros, dicien­ do que no era justo que los amos recibiesen la ley de sus es­ clavos, y que la impunidad de aquéllos sería de un ejemplo perniciosísimo para que los demás sacudiesen el yugo. El Vi­ rrey, informado de las razones por una y otra parte, mandó que se firmasen las condiciones propuestas, añadiendo que reconociesen al Rey, con un pequeño tributo. Tacharon los negros esta condición, poniendo en su lugar, que en las nece­ sidades del Reino se ofrecían a servir con un determinado número de lanzas y caballos, estar siempre de parte de Es­ paña en cualquier otro alzamiento o palenque de esclavos fu­ gitivos, que se pudiese formar con el tiempo, y asimismo, en los trabajos públicos de murallas, puentes, etc., mantener de­ terminado número de obreros en algunas leguas al contorno de su población. Firmadas y ratificadas estas condiciones, se entregó la roca. Los Padres hicieron una fervorosa misión, y con facultad concedida del Santo Obispo de Puebla, reva­ lidaron muchos matrimonios contraídos sin presencia del pá­ rroco, y remediaron muchos otros desórdenes ocasionados de las revueltas pasadas. A la nueva población de negros, se dió el nombre de San Lorenzo, con que es conocida hasta el pre­ sente. (I, 204-209.)

EX P. EUSEBIO FRANCISCO KINO

Era este insigne jesuíta natural de Trento, y había entra­ do en la Compañía en la Provincia de Baviera, cuyo sobera­ no Elector lo pidió para maestro de matemáticas de la Uni­ versidad de Ingolstad. Renunció todos estos aplausos por las misiones de Indias, a que se consagró, con voto hecho a S. Francisco Javier, por cuya intercesión consiguió la salud cua­ si milagrosamente en una peligrosa enfermedad, desde la cual añadió a su antiguo nombre el de Francisco. Llegado a la América, primero en California, y después en la Pimería, se ocupó por más de 25 años en la conversión de los gentiles, aprendió diversos idiomas, formó diccionarios, compuso cate­ cismos, bautizó más de cuarenta y ocho mil gentiles, entre adultos y párvulos, redujo a vida política innumerables Pimas, caminó más de siete mil leguas en continuos viajes, eri­ gió muchas iglesias y cuanto hizo en la Pimería en 24 años, apenas es la centésima parte de lo que hubiera hecho si se le hubiese ayudado con misioneros, y dado oídos a sus in­ formes. Predicó el Evangelio a los Pimas, Sobas, Sobaipuras, Seris, Tipocas, Yumas, Quiquimas, Opas, Copas, Bajiopas, Hoabonomas, Himuras, Cocomaricopas, Californianos, y otras naciones extendidas a una y otra ribera de los ríos Gila 74

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y Colorado. Ni por fieros, ni por remotos, pudieron ocultar­ se al ardor de su celo los Apaches y los Moquis, a quienes envió diferentes embajadas y que seguramente harían hoy una muy considerable parte de aquella cristiandad, si se hubieran aprovechado aquellos momentos preciosos en que el Padre lo pretendió, y en que ellos parecían estar tan dispuestos a recibir la Semilla Evangélica. En más de treinta pueblos que formó, y que puede decirse con verdad, administró solo hasta su muerte, no sólo les instruía en las obligaciones de los cristia­ nos y de vasallos fieles, sino que trabajando con ellos perso­ nalmente, los enseñó a fabricar casas, construir iglesias, ser­ vir a los divinos oficios, formar barcas y canoas en el pasaje de los ríos, cultivar las tierras, cuidar ganados y proveerse de todo género de alimentos. Cuatro prendas, sin embargo, se hacen más admirar en este ejemplar de misioneros. La pri­ mera, aquel ascendiente y superioridad sobre los ánimos de los salvajes, que lo hizo siempre respetar, de suerte que en tan dilatados y tan desiertos caminos, en tantas entradas a gentes indómitas, en un país tan infestado de enemigos, las más veces sin escolta y sin armas algunas, jamás se atenta­ se contra su vida. La segunda, aquella blandura y suavidad con que se insinuaba en los ánimos más bárbaros, acontecien­ do muchas veces, que a solos sus mensajes andaban muchas leguas para venir a visitarle, y ofrecerse a cuanto quería, las naciones enteras. La tercera, su paciencia nunca bastantemen­ te ponderada para sufrir calumnias, vejaciones, contradiccio­ nes y una constante y fuerte oposición no sólo de los seculares, pero aun de los religiosos y con misioneros suyos, empeña­ dos, digámoslo así (sin querernos hacer jueces de su inten75

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ción) en desvanecer cuanto informaba de ventajoso a aquellas naciones, desde sus primeros pasos hasta el momento mismo de su muerte. Contra este torrente tuvo que luchar por 24 años el mansísimo P. Kino, sin que en los informes repetidos, que le fué forzoso hacer en favor de la verdad y de aquellas almas a los Virreyes y Provinciales nombrase siquiera una vez, o dejase de disculpar modestísimamente la intención de los que informaban lo contrario. A estas grandes dotes, se allegaba finalmente una constante religiosidad, y una de­ voción cuasi jamás interrumpida en medio de tantas y tan diversas ocupaciones exteriores. En tan continuos viajes, ja­ más omitió el Santo Sacrificio, jamás en los caminos se le vió sino recogido interiormente, en oración mental o rezando ya solo, ya con sus compañeros, ya cantando salmos y alaban­ zas al Señor y a su Madre. Una austeridad de vida inimi­ table. Caminaba como el más triste indio, con sólo maíz co­ cido o tostado ; jamás usó colchón, ni en su casa ni en los ca­ minos, sirviéndose en todas partes como de lecho de los malos avíos de su caballo. El capitán Matheo Mange, trae en comprobación de lo dicho esta copla, que dice se cantaba vulgarmente en toda la Pimería, y aunque poco digna de la gravedad de la historia, da mucha idea del sujeto de que tra­ tamos, poco conocido por otra parte, para que podamos omi­ tirla :

Descubrir tierra, convertir indios, son los negocios del Padre Kino.

Todo el día reza vive sin vicio, ni humo, ni polvo, ni cama, ni vino.

(II, 128-130.)

LA EXPULSION DE LOS JESUITAS

A la mitad de junio de 1767 se supo haber llegado a los señores Virrey y Visitador pliegos misteriosos de la Corte, en cuya virtud se despachaban comisarios con des­ pachos secretos, que no debían abrirse hasta tal o tal parte, conforme a los destinos de cada uno. Muchos que obser­ varon, que dichos comisarios iban a todas y solas aquellas partes en que había casas de la Compañía, no dejaron de sospechar que la tempestad caería sobre los jesuítas. Cesó toda duda la mañana del 25 del mismo mes. La instrucción dada a dichos comisarios, prevenía que la víspera de la ejecución preparase la tropa del lugar, u otros hombres de armas, que examinase con atención la situación interior y exterior de la casa, y a la hora ordinaria de abrirse las puertas o antes, se apoderase de ellas por dentro, sin dar lugar a que se abriese la iglesia; que en todas las puertas de la casa, iglesia y campanario, se pusiese centinela doble, y juntando en nombre del Rey al Superior y los sujetos to­ dos de la casa, se les intimase el Real Decreto en que eran mandados salir de todos los dominios de la Corona. El obe­ decimiento debían firmar todos los sujetos de la casa, con 77

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sus nombres y grados en compañía de el Comisario y testigos, después de lo cual se procedía al inventario y secuestro de bie­ nes muebles y papeles, los cuales eran uno de los puntos más importantes y recomendados en la real instrucción. Entre­ tanto, estaban los Colegios cercados de soldados, corriendo la voz de los centinelas, como en una frontera de enemigos. Se prohibía a los padres toda comunicación de palabra o es­ crito, con todo género de personas, sin expresa facultad del Comisionado, estando todos reducidos a las piezas que él que­ ría señalarles, entregadas las llaves de sus respectivos apo­ sentos y comunes oficinas. Estas providencias se ejecutaban con más o menos rigor, conforme el genio, carácter y afecto de los particulares comi­ sionados. En México tomó para sí la ejecución en el Colegio Máximo el Visitador D. Joseph de Gálvez, que en medio de la presencia de ánimo y sangre fría, que encargaba S. M., no pudo en diversas ocasiones contener las lágrimas. Quedó maravillado de la prontitud y uniformidad con que todos, como de concierto, clamaron que obedecían al Real Decreto. Pasó al registro de los aposentos, y hallando en los de nuestros estudiantes tan pocos y tan pobres muebles, y lo mismo con poca diferencia en los de los padres, les dijo que podían retirarse a ellos. En uno se halló por contingencia un real de plata que se entregó luego al Visitador, mientras és­ te, hallando por otra parte unos cilicios y mostrándolos a los circunstantes: éstas son, dijo, las riquezas y los tesoros de los Padres jesuítas. En la Profesa, se le pidió al Comisionado que, para común consuelo, pues no era contra las órdenes de S. M., 78

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permitiese comulgar a los Padres. ¿Y qué, respondió admi­ rado, estarán Vuestras Reverencias para comulgar? Se le respondió, que las afrentas y los trabajos temporales, nunca debían perturbar tanto el ánimo de un cristiano, y mucho menos de un religioso, que no le dejasen atender primeramen­ te a las cosas divinas, fuente de donde mana únicamente el sólido consuelo en las adversidades. El hombre quedó tan aturdido que en todo el tiempo de la Comunión estuvo como fuera de sí, vuelto por largo rato hacia otra parte de donde estaba el aitar. Con la misma resignación, modestia y mansedumbre se procedió en los demás Colegios, tanto, que habiendo el Virrey, cuidadoso del éxito, mandado a saber el estado de las cosas, se le respondió estuviese sin cuidado, pues había sido mayor la turbación de los comisionados en notificar el Decreto, que la de los Padres en oírlo y obedecerlo. En el Colegio Real de S. Ildefonso, a causa de la numerosa juventud que allí se educaba, temía el Comisario D. jacinto Concha alguna in­ quietud. Propuso a los Padres el embarazo en que se hallaba y quedó admirado de la facilidad con que de una leve insi­ nuación obedecieron, bien que con dolor y con lágrimas que se oían de todas partes al dejar el Colegio y sus Padres y maestros solos, en poder de las guardias, sin las cuales a la vista no se daba un paso en los Colegios. En la Casa de Ejer­ cicios, anexa al Colegio de S. Andrés, se hallaba actualmen­ te en oración, cercado de una numerosa tropa de ejercitan­ tes su director el Padre Agustín Márquez. Intimado el Real Decreto, volvió el Padre a despedirlos a sus casas, con tan sereno semblante, que los dejó a todos pasmados. Reflexiona-

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ron entonces, como refirieron algunos después, que habiendo sido costumbre en el Padre insistir las otras veces que daba ejercicios en el fruto que debían sacar de aquellos ocho días de retiro, en esta ocasión sólo repetía: el fruto que debemos sacar de estos tres días, que tantos iban corridos puntual­ mente la mañana del 25 de junio, ni dudaron aquellas gen­ tes piadosas que el padre en los días antecedentes había ha­ blado con luz sobrenatural. Entretanto toda la ciudad estaba en la mayor consterna­ ción, las calles ocupadas de soldados y rondadas de patru­ llas, las iglesias cerradas, las campanas en silencio, las gentes por las calles solitarias y aturdidas, sin permitirse formar jun­ tas ni hablar unos con otros. En esta confusión se estuvo, hasta que se promulgó y fijó en las esquinas el bando con la nue­ va determinación de S. M. Al mismo tiempo, se enviaron diputados a las demás órdenes religiosas, que asegurasen la confianza y aprecio que merecían al Rey por su fidelidad, doctrina, observancia de vida acética y monástica y abstrac­ ción de negocios de gobierno. Asimismo, se dió a entender a los prelados, ayuntamientos, cabildos y cuerpos políticos, que en la Real persona quedaban reservados los justos y graves motivos que a pesar de S. M., habían obligado su Real áni­ mo, a aquella necesaria providencia. Sin embargo de estas precauciones, era universal el llanto y el dolor en toda la ciudad. Prescindiendo de los motivos ocultos y políticos, de que se decía movido el Soberano, sus vasallos de Indias no veían en los jesuítas sino unos hombres observantes de su profesión, recogidos en sus colegios, sinceros y honrados en su trato, pobres en su vestido, aplicados al trabajo de púlpito

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y confesonario, sin excepción, cuidadosos del culto divino, en el cual y en alivio de los pobres empleaban todo el sobran­ te de sus colegios; a quienes el silencio, la modestia, y el decoro de las acciones distinguían de todos los demás: a quie­ nes el estudio, el consejo, la devoción, la explicación de la Doctrina Cristiana, las visitas de cárceles y hospitales, el auxilio de los ajusticiados, la dirección de los monasterios, y más que todo la educación de la juventud, hacía ver como los más útiles y necesarios al público. Era constante que no se hacía cosa alguna, que mirase al bien público espiritual o temporal, en que los jesuítas, ya por su dirección, ya por su consejo, ya por su autoridad, ya por su personal diligencia, no hubiesen sido la principal o muy considerable parte. Fuera de esto, apenas había familia en toda Nueva España que no tuviese con la Compañía particular relación, o de paren­ tesco, o de amistad, o de alguna dependencia, a que se añadía el título general de los estudios, en que se habían formado la mayor parte de cuantos hombres ocupaban los coros, las pa­ rroquias, los magistrados, los ayuntamientos, las cátedras, los claustros y lustrosos empleos de la República. (...) Sea Dios bendito, que por tantos medios y caminos ha querido humillarnos y mortificarnos, para despegar de todo lo tem­ poral nuestros corazones!

(II, 207-211, y 237.)

ANDRES CAVO (1739-1803)

Nació en Guadalajara, el 13 de febrero de 1739; entró a la Compañía el 14 de enero de 1758; desterrado en 1767, vivió en diversas ciudades de Italia y finalmente en Roma, donde murió el 23 de octubre de 1803. Publicó en Roma ("ex officina Salomoniana", 1792) una es­ pléndida biografía latina de su maestro el P. José Julián Parreño, cubano. Pero su obra principal fueron los Anales de la ciudad de México desde la conquista española hasta el año de 1766, obra a la que se consagró impulsado por "el amor de la patria” y el deseo de "servir a (su) nación”. No deja de ser altamente significativo el hecho —atestiguado por el propio Cavo (II, 18) y por Bustamante (I, p. I)— de que el Ayuntamiento de México colaboró en la obra

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del ilustre desterrado, comisionando a uno de sus miembros, el Regi­ dor don Antonio Rodríguez de Velasco, para recoger de los archivos y remitir al P. Cavo todas las noticias que pudieran serle útiles. Pero la obra permaneció inédita hasta 1836, en que fue publicada por don Carlos María Bustamante bajo el titulo de Los Tres Siglos de México. Los fragmentos que a continuación inserto están tomados de esa primera edición, cuya portada es la siguiente:

— LOS TRES SIGLOS DE MEXICO / durante el Go­ bierno Español, / harta la entrada / del Ejército Trigarante, / Obra escrita en Roma / por el Padre ANDRES CAVO / de la Compañía de Jesús. / Publícala / con Notas y Suple­ mento, / el Lie. Carlos María de Bustamante, / y la dedica / a los Señores suscritores de ella, y protectores / de la Lite­ ratura Mexicana. / Tom. I (II). / México. / Imprenta de Luis Abadiano y Valdés, / Calle de Tacuba núm. 4. / 1836. (La obra del P. Cavo ocupa sólo los dos primeros tomos; el tercero es el Suplemento añadido por Bustamante.)

VIDA Y PASION HEROICA DE CUAUHTEMOC

Luego que los mexicanos supieron el desgraciado fin de su rey (Moctheuzoma), conforme a sus leyes eligieron por su señor a Cuitláhuatl, hermano del difunto, hombre de va­ lor y acreditada experiencia, como lo probó en aquella no­ che que huyeron de México los españoles y llamaron triste. Pero la suerte privó a los mexicanos de tan gran rey, que murió de viruelas, enfermedad desconocida hasta entonces de aquella nación. Por muerte de éste, los votos de los electores se acordaron en Cuauhtémoc, sobrino de los reyes preceden­ tes y cuñado de Moctheuzoma, hombre de espíritu y dotado de tal grandeza de ánimo que aun sus enemigos lo estimaron. Este fué el que soportó los trabajos del largo sitio de Méxi­ co, en el cual —considerando sus generales que no se podía

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por más tiempo defender la plaza— lo obligaron a salvarse en una canoa que fue apresada por Holguin, a quien Cuauhte­ moc conjuró que tratara con el respeto debido a la reina y da­ mas que la acompañaban. Llevado Cuauhtémoc a la presen­ cia de Hernán Cortés, le habló en estos términos: ‘'Habien­ do cumplido con los deberes de rey, defendiendo a mi nación, por voluntad de los dioses vengo cautivo a tu presencia”; y extendiendo la mano al puñal que Cortés traía a la cintura, le dice: “Ea, español, con este puñal pásame el corazón y quítame la vida, que es ya inútil a mis pueblos”. Esta acción sucedió el 13 de agosto del año de 1521, y desde ella comenzó la historia de la ciudad de México, por haber pasado entonces el imperio de aquel Nuevo Mundo a los españoles. Este día se celebra anualmente con un paseo a caballo en que marchan los tribunales y nobleza llevando con gran pompa a San Hipólito el pendón que sirvió a la con­ quista de la ciudad, que se conserva en las Casas de Cabildo. Es digno de notarse que en toda la carrera no se ven mexica­ nos, como lo aseguran hombres de verdad. Tan profunda es­ tá en sus ánimos la herida que después de más de dos siglos Parecía ya curada. (...) Cortés, entretanto, no omitía diligencia por descubrir los tesoros de los mexicanos; pero éstos, siempre constantes en la máxima de no revelarlos, frustraban sus pesquisas. No obs­ tante, habiendo llegado a sus noticias (que), por la voz co­ mún de los adivinos que del Oriente vendrían naciones que los sojuzgarían, habían los mexicanos zampuzado en la la­ guna de México las piedras preciosas y alhajas de oro y

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plata, hizo Cortés venir los buzos más diestros que se halla­ ron; pero sus diligencias fueron vanas, porque fue tan poco lo que sacó, que ni menos se compensaron los gastos. Visto esto por Cortés, pasó a destruir los sepulcros de los caciques, que se veían en varias partes, sabedor de que los mexicanos enterraban a sus muertos con lo más precioso que poseían, y una piedra preciosa en la boca. De éstos es verdad que se sacaron alhajas de valor y algún oro; pero no por eso se em­ botaron en Cortés ni en los demás españoles los deseos de adquirir los tesoros de aquella nación; antes bien se aguzaron de tal manera, que se amotinaron los soldados pidiendo su parte, que decían haber ocultado Cortés de inteligencia con el tesorero del ejército. Agregábase a esto, que el mismo tesorero Alderete amenazaba a Cortés con el Emperador, por haber escondido las riquezas que secretamente había recibido de los mexicanos. Ni le valió a Cortés el protestar que era falso cuanto se decía, ni menos que no quería hacerse aborre­ cible de aquella nación ni atraerse la ira del Cielo haciendo nuevas extorsiones. Esto no satisfizo a los soldados, que hi­ cieron que Cortés perdiera la paciencia, y casi desesperado (como él decía), con acuerdo de varios, se determinó a co­ meter uno de los hechos más bárbaros en la histeria; al va­ leroso Cuauhtémoc, rey de los mexicanos, y a un caballero o su confidente o secretario, mandó dar el tormento de fuego lento, aplicado a las plantas de los pies ungidas; inhumanidad que se usaba en aquellos tiempos. Este tormento lo toleraron aquellos dos héroes con tal silencio y constancia de ánimo, que los españoles que asistían quedaron atónitos. El ca­ ballero, después de tiempo, volvió la cara a Cuauhtémoc; pe­ 87

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ro éste, pareciéndole que aquella demostración era efecto de delicadeza, le dijo: “Hombre muelle y de poco corazón: ¿es­ toy yo acaso en algún deleite?” Poco después expiró aquél, y Cortés casi avergonzado de su inhumanidad, mandó con despecho a aquellos ministros que dejaran de atormentar a Cuauhtémoc. (...)

Cortés, sin haber caído de ánimo por las innumerables di­ ficultades que tenía que vencer en su empresa, seguía en su viaje a Hibueras. Pero así como a la historia de la capital del Nuevo Mundo no pertenece el contar estos trabajos, así a muchos no parecerá cosa ajena de ella el referir el infortu­ nado fin de su último rey. Corrían más de dos meses que Cortés iba en pos de Olid, cuando hizo alto en un lugar que nombran Izancanúc, y en el silencio de aquella misma noche mandó ahorcar a Cuauhtémoc, rey de México, Cohuanatcox, de Tetzcoco, Tetepanquétzal, de Tlacopan, con otros caciques de los más nobles de entre los mexicanos. Para un procedimiento tan indigno y atroz, que denigraba tanto el nombre español, alegaba Cortés que de Mexicatzincatl había sabido que Cuauhtémoc con los demás ajusticiados se había conjurado contra él, y acaso contra todos los españoles que se habían esparcido por aquel vasto reino. Y a la verdad nada era más fácil a los mexicanos, que poner en obra este proyecto y acabar con sus enemigos; no sólo con los que habían quedado en México, que no pasaban de doscientos, sino también con todos los que hacían aquella jornada, que por muchos que fueran, siempre eran pocos respecto de tres mil mexicanos que había en aquel real. Añadía Cortés que el

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orden de esta trama se le había presentado en una manta de algodón, en la cual todos los autores de aquella conspira­ ción se hallaban pintados con sus símbolos que los caracteriza­ ban, conforme al modo que tenían los mexicanos de comunicar sus ideas a los ausentes; que sabedor de esto, y asegurado de la verdad por la confesión de los reos, con el parecer de sus capitanes los ahorcó. Pero Torquemada, autor imparcial y uno de los más versados en las historias de los mexicanos, dice que este suceso se lee de otra manera en una historia tetzcocana, manuscrita en lengua mexicana, de cuya sinceridad tenía repetidas pruebas en muchos hechos que había verifica­ do. La dicha historia se expresa de esta manera: ‘‘Llegados los españoles a cierto lugar (Izancanac) muy entrada la no­ che, los señores mexicanos discurrían de sucesos, y uno de ellos, Cohuanatcox, rey de Tetzcoco, les dijo: ‘Veis aquí, se­ ñores, que de reyes hemos venido a ser esclavos, y son ya tantos días que el español Cortés nos trae caminando. Si nosotros no fuéramos los que somos, y no miráramos a la fe que debemos, y a no inquietarnos, bien pudiéramos hacerle una burla que le acordara lo pasado y el haber quemado los pies a mi primo Cuauhtémoc *. Este al punto le interrumpió aquella conversación, dícíéndole: ‘Dejad, señor, esa plática, no se entienda que de veras tratamos de esto’. Esta conversa­ ción la refirió a Cortés un hombre plebeyo, y creída, consultó el caso con los suyos, y en aquella noche los hizo ahorcar de un árbol que llaman pochotl o ceibo. Esto sucedió en las carnestolendas de este año de 1525”. El mismo Torquemada juzga que la verdadera causa de la muerte de estos reyes y caciques, fue que le eran a Cortés 89

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carga muy pesada; que mientras vivían, era preciso lo traje­ sen sobresaltado. ¡Este fué el fin del valiente Cuauhtemoc! Hecho tan bárbaro a la verdad, que aun Gomara, familiar de aquel conquistador cuyas acciones engrandece, vitupera ésta, y con razón, pues la grandeza de ánimo de aquel último rey de los mexicanos, su constancia en las adversidades, y otras virtudes que si caracterizan de hombres grandes a los parti­ culares, en los reyes los ensalzan al grado de héroes, pedían —para honra de los españoles y granjear la benevolencia de los mexicanos— que Cortés hubiera colmado de beneficios a su rey, y no que con esta indigna acción oscrireció la fama de sus proezas.

(Lib. I, nn. 2-3, 5; Lib. II, n. 8; I, 2-3, 5-6, 46-48.)

DEFENSA DE DA LIBERTAD DE LOS INDIOS

(1529). Los obispos de México y Tlaxcala informaron al Emperador que el Presidente y Oidores pedían se les diesen naturales para hacer granjerias, y que ya de poder absoluto se los tomaban, obligándolos a trabajar en molinos, huertas, etc., y así no causaba admiración que en menos de tres años hubieran perecido más de cuatrocientos mil, y al paso que iban presto acabarían con la casta de los mexicanos; que ellos a ley de protectores de éstos, leá habían suplica­ do que les prohibiesen la bárbara costumbre de vender a sus hijos, que no los herraran, conforme al mandamiento librado años atrás; pero en todo esto cantaban a los sordos: propo­ nerles que cumplieran con las cédulas a favor de los indios, era en vano: su respuesta ordinaria era que no convenía. (...) Los padres franciscanos, que tenían a su cuidado las doc­ trinas de la mayor parte de los mexicanos, explicábanse en estos términos: “Lo que el presidente con sus oidores, por sugestión de los encomenderos de la Nueva España, proponen de enfeudar estos pueblos para el mejor tratamiento, conver­ sión a la fe y obediencia al Rey de aquellos vecinos, no es pa­ ra otra cosa que para continuar —con el pretexto de la reli91

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gión y buen trato— en el modo tiránico con que hasta este día han gobernado a los mexicanos que se les encomendaron. ¿Cuándo jamás estos hombres despiadados han tenido algún pensamiento de la conversión de estas naciones? ¿Cuándo de tratarlos humanamente ? Nosotros somos testigos del mo­ do de proceder en los últimos cinco años, de estos encomen­ deros, y en ellos hemos visto que las vejaciones que les hacían parecían tener por fin su destrucción; y de aquí inferimos cuánto más crueles habrán sido los otros tres años que ha­ bían pasado después de la conquista. Ha sido una providen­ cia particular de Dios que, con todos los medios que han puesto para destruir a los mexicanos, aún no lo hayan con­ seguido. El arbitrio de hacer a las naciones del Nuevo Mun­ do esclavas para su reducción a la fe y a la obediencia del Rey, es sin duda inicuo, porque Dios prohíbe a los hombres toda abominación, bien que de ella hubiesen de resultar los mayores bienes. Los sacrificios jamás son gratos si las ma­ nos que los ofrecen son impuras. Menor mal es que ningún habitador del Nuevo Mundo se convierta a nuestra santa Re­ ligión, y que el señorío del Rey se pierda para siempre, que el obligar a aquellos pueblos a lo uno y a lo otro con la escla­ vitud”. (Lib. II, n. 31; I, 84-86.)

(1543). Estas leyes se juzgaron de poco momento en comparación de otras que, por solicitud de Fray Bartolomé de las Casas, la misma Junta creyó conveniente se publica­ ran. Carlos I, Rey de España, como se colige de los manda­ 92

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mientos que había librado desde la conquista del reino de México, eficazmente deseaba que éstos se hubieran ejecuta­ do, y estaba persuadido a que bajo el gobierno de Mendoza se observarían : pero cuánto no debió de quedar sorprendido su ánimo al oír de la boca de este Padre dominicano, que había declarádose por los indios, que en punto de impedir las vejaciones de los mexicanos, poco había conseguido el Vi­ rrey, pues aún dominaba el interés particular que siempre es de perjuicio al bien común, y que las cosas seguirían en el mismo estado si la fuerza no obligaba a los españoles a ceder? En virtud de esta representación se hicieron estas otras le­ yes : Que por ninguna causa, ni aun de guerra, se hicieran es­ clavos, y que de contado se ahorraran todos los que había, si sus dueños no probaban la legitimidad de la esclavitud ; que se tuviera cuidado de que los españoles trataran bien a los na­ turales, pues eran tan libres como ellos. (...) (Lib. III, n. 29; I, 137-138.)

(1546). El visitador Tello seguía en el cumplimiento de su comisión ; y siendo uno de los puntos principales de ella el convocar a los obispos de la Nueva España para que arregla­ ran lo que convenía al bien espiritual de los indios, desde fi­ nes del año anterior les había participado estos deseos de Carlos V. Efectivamente, en este año se juntaron : todos en México, menos el Obispo de Chiapa, que ya lo era don Fray Bartolomé de las Casas, que estaba detenido algunas jorna­ das de la capital por insinuación de Mendoza, que temía de 93

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los encomenderos grandes alborotos al ver aquel obispo, pues les constaba que había sido el principal autor para despojar a sus herederos de los repartimientos (de indios). Después de algún tiempo que Mendoza dispuso los ánimos de aquellos españoles, le alzó la prohibición de entrar en la ciudad, y con uno de sus familiares lo envió a cumplimentar por su bienve­ nida ; pero aquel íntegro prelado respondió a su recado, que no le causara extrañeza que él no pasara en persona a agra­ decerle su favor, porque lo tenía por excomulgado con toda la Audiencia, a causa de haber dado sentencia del corte de la mano contra un clérigo de Oaxaca. Juntos entretanto los obispos y los superiores de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín y otros eclesiásticos de probada virtud y ciencia, determinaron ante todas cosas tratar de poner reparos en la intolerable licencia de los espa­ ñoles de hacer esclavos a los indios, porque este bárbaro mo­ do de proceder con gente pacífica era uno de los mayores impedimentos para su reducción. No puede menos de causar admiración al que leyere esta historia, que después de los re­ petidos decretos de los reyes de España sobre esta materia, después de lo que trabajaron el presidente Fuenleal y el ac­ tual Virrey Mendoza en abolir esta inhumana costumbre de los españoles, aun en este tiempo continuara. Pero esta es la condición del vicio de la codicia, que si a los principios no se sofoca, arraigado es muy difícil de extirpar. Pero vamos a la historia: luego que Mendoza supo esta determinación de los obispos, les suplicó que de aquel punto no trataran. Pro­ hibición muy sensible a aquellos Padres, que se veían congre­ gados inútilmente. No obstante, encomendaron a Dios el ne­ 94

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gocio, seguros de que tocaría el corazón de Mendoza, y les alzaría aquella prohibición, como en efecto sucedió. Con esta ocasión se celebraba no sé qué función en Catedral, a que asis­ tió el Virrey, y el predicador fué el Obispo de Chiapa, quien entre otras cosas trajo a cuento el capítulo 30 de Isaías en que Dios, hablando al pueblo de Israel, le dice que había pro­ vocado su ira por no querer oír su ley; de aquí sacó el obispo lo peligroso que era atar las lenguas a los prelados sobre la ley de Dios, De lo que proveyó después el Virrey se cono­ ció la eficacia que dió Dios a aquel sermón, pues permitió que los eclesiásticos que no eran obispos trataran el punto de si era o no lícita la esclavitud de los indios. No quiso que a dicha conferencia asistieran los obispos, porque siendo pro­ tectores de ellos, los encomenderos decían que seguramente resolverían a su favor. En el convento de dominicanos se juntaron estos eclesiásticos, y unánimes resolvieron que por ningún título era licita la esclavitud de los indios, y que los que hasta entonces habían sido esclavos se ahorraran. Esta decisión, con aplauso de los naturales de la Nueva España, se publicó por toda ella, y aun por las Islas, para que constara que cuanto en aquella materia habían ejecutado los españoles, era contrario al derecho divino y humano.

(Lib. III, nn. 33-34; I, 143-145.)

"el

yugo de los españoles”

(1523). En estos despachos hizo el Emperador a Cortés gobernador del reino de México y capitán general. En los mismos anulaba los repartimientos que Cortés había dado a sus oficiales y veteranos, dando desde aquel día por libres de toda servidumbre a los mexicanos y demás naciones de aquel continente, conforme al parecer de sus teólogos y consejeros, que tenían por cierto que la despoblación de las Islas de la América nacía de esta raíz. Y a la verdad, si hemos de creer a Fray Bartolomé de las Casas, que vivió en ellas, ya en su tiempo faltaba la mayor parte de los isleños. Estos despachos llegaron a México en este año, y luego que se publicaron se dividieron los españoles en partidos: los hombres íntegros ensalzaban la determinación del Empera­ dor de dar por libres a los mexicanos, como dictada de la equidad; al contrario los conquistadores que disfrutaban los repartimientos, prorrumpían en expresiones poco decorosas a la Majestad, tachando de injusticia manifiesta aquella sa­ bia resolución, por privar de aquel beneficio a hombres que con su espada se lo habían ganado, y que con aquella provi­ dencia el mérito quedaba sin galardón; y como casi siempre 96

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sucede por vicio de la naturaleza humana, que mediando los intereses de los particulares, éstos prevalecen al bien común, a fuerza de representaciones obligaron los mismos a Cortés a sobreseer en aquel punto e informar al Rey de los inconve­ nientes que abultaban.

(Lib. I, nn. 18,19, 21; I, 22-24.)

(1528). Después que el Emperador hubo otorgado al Mar­ qués del Valle de Oaxaca estas súplicas, pasó con él a tratar del modo de impedir los inconvenientes que continuamente nacían en el reino de México, en donde cada uno de los es­ pañoles quería tener poder absoluto sobre aquellos naturales, no de otra manera que si fueran bestias. Ni habían valido las repetidas leyes que desde el descubrimiento de aquel Nuevo Mundo se habían pregonado; porque dependiendo éstas de la vigilancia de los gobernadores, el interés los hacía prevaricar. La libertad de los mexicanos, y el eximirlos de los excesivos trabajos con que eran sobrecargados, eran los dos puntos que acongojaban al Emperador por lo tocante a aquel reino. (El Emperador mandó, entre otras cosas) que no se herraran (los indios) ni se sacaran de sus tierras. A más de esto se renovó la pena de muerte contra los que entraban por sus pueblos haciende) cautivos, y se mandó que cuantos de éstos se hallaran sin que constase de la legitimidad de su cautive­ rio, se pusieran en libertad. (...)

(Lib. II, n. 29; I, 80-81.) 97

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(1530). La resolución de éste (el Emperador) en nego­ cio tan importante, fue mandar instalar una junta de conseje­ ros calificados, que unánimes decidieron: no haber duda en el señorío de los reyes de Castilla sobre el reino de México, y que así se debía ordenar que los indios de la Nueva España que no hicieran resistencia a los españoles gozaran de su li­ bertad, pagando un corto tributo, y que hasta pasados algu­ nos años, ni se dieran en encomiendas ni menos se enfeuda­ ran sus pueblos. Este parecer, que se dió en Barcelona en donde estaba la Corte, fué aprobado de Carlos V, y se hu­ biera puesto en observancia si los encomenderos de aquellas partes no se hubieran valido de tales empeños y manejos que aquella justa decisión que iba a poner en libertad a innume­ rables indios, no se hubiera sofocado. (Lib. II, n. 33; I, 88-89.)

Y para cerrar para siempre todo portillo a la avaricia y crueldad de los españoles, mandó la Emperatriz a los Oidores que luego que llegaran hicieran publicar la ley que prohibía hacer esclavos, y de poner en libertad a cuantos hasta aquel tiempo se habían hecho. (...)

(Lib. II, n. 34; I, 93.)

(Fuenleal) sostuvo con integridad la ley publicada de que los indios de la Nueva España eran tan libres como los espa98

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ñoles; que por ningún motivo se hicieran esclavos y que des­ de luego se ahorraran los que lo habían sido.

(Lib. III, n. 5; I, 108.)

(El Virrey don Luis de Velasco, en 1551) para comen­ zar su gobierno con la bendición de Dios, mandó otra vez promulgar la ley de que se ahorraran todos los esclavos in­ dios que tenían los españoles, ley que siete años antes —por las importunas súplicas de los conquistadores— el Empera­ dor se había visto precisado a mandar que se sobreseyese. Este inesperado golpe sobrecogió de tal manera a los ricos españoles, que trataban ya de impedir la ejecución. A la ver­ dad, se les hacía muy duro perder las granjerias que el su­ dor de aquellos infelices les procuraban; pero Velasco, que siempre en hacer justicia a los oprimidos se mostró inexora­ ble, a los ruegos de los conquistadores no dió oído, ni a ra­ zones de interés del erario: escollo en que tropiezan, contra el dictamen de su conciencia, muchos gobernadores. A cuan­ tas voces le representaron inminente la ruina de las minas si aquella ley se cumplía, respondió que más importaba la liber­ tad de los indios, que las minas de todo el mundo, y que las rentas que de ellas percibía la Corona no eran de tal natura­ leza que por ellas se hubieran de atropellar las leyes divinas y humanas. En virtud de estas razones, en este año en todo el Virreinato los gobernadores y corregidores dieron cumpli­ miento a esta ley, ahorrando ciento cincuenta mil esclavos, sin 99

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contar una multitud de niños y mujeres que seguían la con­ dición de sus madres. Al mismo tiempo renovó Velasco el mandamiento tantas veces publicado, de que los indios —aunque se les pagara en jornal— no llevaran a cuestas cargas: conocía muy bien aquel Virrey que aquellos miserables por un pequeño interés arrui­ naban su salud. Estas providencias, al paso que recrearon a los naturales, les fueron sensibilísimas a los poderosos con­ quistadores.

(Lib. IV, n. 10; I,158-159.)

(1572). Con todo que habían pasado varios años des­ pués de la última expedición de la Florida, aquellos natura­ les estaban de guerra contra los españoles; por esta razón los virreyes habían tenido cuidado de recoger los residuos de aquellas jornadas infelices. Esta constancia de aquellas na­ ciones en mantenerse independientes, que probaba un genio superior a las demás del Nuevo Mundo, movió a muchos va­ rones apostólicos, fiados solamente en la protección del Se­ ñor, a penetrar en aquellas tierras; pero siempre sus espe­ ranzas fueron fallidas, bien que entraran solos y sin el apa­ rato de guerra, no siendo aquellos indios capaces de discer­ nir entre los extranjeros quiénes iban por sojuzgarlos, quié­ nes por convertirlos. El nombre español era para ellos muy aborrecible, mucho más después que supieron lo que había pasado en las Islas y Tierra Firme, y lo que ellos habían probado en las guerras que habían sostenido contra ellos, por

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lo cual cuantos españoles llegaban a sus tierras eran sin mi­ sericordia muertos.

(Lib. V, n. 2; I,195.)

(1575). Los mexicanos en aquel tiempo comenzaban ya a tolerar el yugo de los españoles, y parecía que se olvidaban de sus antiguos reyes. De esta quietud que se gozaba en toda la Nueva España, y de la índole apacible de aquellos natura­ les, esperaban todos tantos aumentos, que aquella parte del Nuevo Mundo sería dentro de pocos años la admiración de la Europa. (Lib. V, n. 5; I, 200.)

Entretanto (1579) el Virrey Enríquez, considerando lo que aquellas naciones se habían disminuido con la peste, y lo que seguirían disminuyéndose con los trabajos excesivos a que los obligaban los españoles, pensó dar tales providen­ cias, que si no las dejaban enteramente libres, a lo menos les minoraran el trabajo de tal modo, que podrían atender a sus haciendas sin detrimento de su salud. Hemos visto en esta historia que los reyes católicos en sus mandamientos siempre inculcaban a los virreyes y gobernadores de las Indias que les mantuvieran a los naturales su libertad, como se hacía con los españoles, y que, por lo mismo, no los compelieran a tra­ bajo alguno, mucho menos al de las minas. Pero como los regidores y encomenderos tenían granjerias en aquel trabajo,

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habían seguido obligándolos. De ahí nacía que los indios, que por su naturaleza son más débiles que los españoles y los ne­ gros, después de algún tiempo que trabajaban en las minas, por los efluvios venenosos de éstas, o morían prontamente, o llegaban a tal consunción, que lo poco que les quedaba de vida la pasaban infelizmente. (Lib. V, n. 10; I, 207.) Si mis conjeturas no son fallidas, en este año (1598) el Conde de Monterrey, precisado de los repetidos mandamien­ tos de Felipe II y de los consejos de otros, determinó obligar a los mexicanos y otomites que habitaban en las sierras y despoblados, a juntarse en congregaciones o pueblos. Se ad­ mirará quien leyere la historia de estos tiempos, al ver que volvía a tratar de una materia que ya estaba agotada por las diligencias de los virreyes Moya y Velasco, y que el Conde de Monterrey se echara a pechos un proyecto que iba a arrui­ nar el virreinato. Pero ésta es la condición de los que gobier­ nan grandes reinos, que muchas veces representan como úti­ les las cosas que ceden en menoscabo. Pensando las causas que pudieron moverlo a volver a tomar este partido, parece que fueron ya las quejas de los recaudadores de tributos que se excusaban de exigirlos de todos los naturales, por no estar encabezados en partido alguno, o el deseo de algunos espa­ ñoles ricos que habían echado el ojo alas tierras de los indios que estaban en las sierras y valles esparcidas, o para dehesas de sus ganados, o para otros fines; o ya finalmente, porque algunos para quienes en nada contaban con los que fueron due­ 102

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ños de aquel Nuevo Mundo, decían que el reducirlos a po­ blaciones era el único medio para que abandonaran sus usos y se amoldaran a la vida civil. Movido, pues, de estas razo­ nes, sin perdonar gasto, despachó el Conde cien comisarios para que visitaran los lugares en que habitaban aquellos in­ dios, y los parajes más oportunos para fundar pueblos en que se recogieran. A cada uno de éstos se les dieron dos escribanos, cuya renta era de quinientos pesos, y la de los co­ misarios de mil. En las instrucciones que llevaron, se les encargaba no dar paso sin el cura o doctrinero de aquel par­ tido, con quien debían visitar todos aquellos ranchos, ya fuera en las sierras, ya en los llanos, y cuyo parecer sobre el lugar más a propósito para pueblo debían copiar. En esto se gastó la mayor parte del año. Vueltos a México los comi­ sarios, hicieron su información bajo juramento presentando los pareceres de los curas; pero a algunos de éstos les pu­ sieron excepción; y es el caso, que los españoles ricos los habían cohechado para que dejaran intactos los sitios que convenían a sus granjerias. Con este modo de proceder tan inicuo, se prefirieron para pueblos algunos lugares peores; y otros mejores, por la comodidad de las aguas, bosques, etc., se abandonaron. El Conde de Monterrey, que era ministro integérrimo, previo esta superchería, y publicó bando en que mandaba que a los naturales que se juntaban en pueblos, se les conservaran las tierras que dejaban, para sus sementeras, etcétera, y por más empeños que tuvo para que se vendieran, jamás cedió.

(Lib. V, n. 31; !■, 229-230.) 103

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En estos tiempos (1610) el Marqués de Salinas, con­ forme al mandamiento del Rey, arregló los repartimientos de los indios que habían establecido don Martín Enríquez y el Conde de Monterrey, tasando el jornal que debían haber, las horas que habían de trabajar, y los ministerios en que los podían los españoles ocupar, para conservarles su liber­ tad y salud. Por regla general, quedó establecido que se em­ plearan en labranza; pero no en los trabajos recios de las minas. (...) De los obrajes que estaban al derredor de México, juzgó el Marqués de Salinas despedir a todos los mexicanos que allí trabajaban; ni los empeños pudieron de él conseguir que se obligara a los naturales a aquel trabajo. Esta inte­ gridad que mostró en la ejecución de esta orden, fué la cau­ sa de que los ricos españoles que hacían granjeria de las vidas de los mexicanos hablaran mal del Marqués; pero éste, que no atendía sino al cumplimiento de su obligación, despreciaba sus murmuraciones. (Lib. VI, n. 11; I, 252-253.)

necesidad del MESTIZAJE

Ya el dominio de los españoles en el reino de México estaba tan asegurado, que nada había que temer de aquellas naciones: unas veces el rigor, otras el buen trato, iba dis­ poniendo a los pueblos para reportar el nuevo gobierno. Solamente afligía a Cortés, para la estabilidad de su con­ quista, la falta de mujeres españolas; pues de aquella colo­ nia se podía decir que era de soldados y no de familias. Así que, para la firmeza de aquel imperio, y para quitarles a los mexicanos la esperanza de recobrar sus derechos, determi­ nó a toda costa llevar mujeres de las Islas y de España. Sin esto, parece que Cortés hubiera afianzado más su conquista, ganándose a los mexicanos, si desde el principio los espa­ ñoles se hubieran casado con las indias; pero Cortés y los otros conquistadores no pensaban tan justamente, y por eso son zaheridos de haber sido la causa de la destrucción de unos reinos los más poblados. En efecto, si desde la con­ quista los matrimonios entre ambas naciones hubieran sido promiscuos, con gran gusto de los mexicanos en el discurso de algunos años, de ambas se hubiera formado una sola na­ ción, y tántas ciudades florecientes que en tiempo de aque105

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líos reyes estaban sembradas por aquellas vastas regiones, se conservarían intactas, y lo que es más, los españoles no serian malquistos de los naturales, cosa aun en nuestros días la más lamentable y que tiene unas consecuencias fu­ nestísimas. (Lib. I, n, 14; I, 17.)

LA UNIVERSIDAD de MEXICO

El 25 de enero (1553), día dedicado a la Conversión del Apóstol San Pablo, por solicitud de Velasco se hizo en México la apertura de los estudios en la nueva Universidad. Esta función se ejecutó con toda la pompa que pedía la pri­ mera Universidad en la más noble colonia del mundo. Cele­ brada una solemne misa en el Colegio de San Pablo, de Pa­ dres Agustinos, allí se formó el paseo. Iban por delante los catedráticos que se habían escogido; los seguían cuan­ tas personas literatas había en aquella capital; cerraban el acompañamiento los tribunales, Ciudad y Audiencia. Con este orden llegaron a la Universidad, en cuya aula —según con­ jeturo— dicha por uno de aquellos maestros una oración latina, se instalaron los catedráticos. El padre Fray Alonso de la Veracruz, agustino, fué el maestro de Sagrada Es­ critura; de Teología, el maestro Fray Pedro Peña, domi­ nicano, y Juan Negrete, célebre matemático; de Cánones, el doctor Marrones y Arévalo Sedeño; de Instituía, el doctor Frías, doctísimo en la lengua griega, que también dió lec­ ciones de Filosofía, con Juan García; de Retórica, el céle­ bre Juan (sic)l Cervantes Salazar, cuyas obras atestiguan

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Ea sabido que Cervantes de Salazar se llamaba Francisco.

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su buen gusto; y de Gramática, don Blas Bustamante. Tengo bastantes conjeturas para persuadirme que, así como en las Universidades célebres de la Europa hay cátedras de len­ guas extranjeras, así en México se instituyeron desde los principios cátedras de lengua mexicana y otomí, que son las más extendidas en lo que comprende aquel Reino. (Lib. IV, n. 12; I, 160-161.)

FIESTAS MEXICANAS

Los volantines Los españoles en este año (1571) celebraron el cincuen­ teno año de la conquista de la capital del Nuevo Mundo, México; y los indios, como si se gloriaran de su esclavitud, tuvieron gran parte en estos festejos. (...) A más de toros, juegos de cañas y otras diversiones a la española, los mexicanos con sus danzas habladas repre­ sentaron lo,que pasó antes y después del sitio de México, y renovaron varios juegos que muchos años atrás los es­ pañoles les habían prohibido y en que deliciábanse en tiem­ po de sus reyes. El principal de éstos era el que llaman vo­ lantines, que en ésta y. otras ocasiones jugaban en la plaza que hasta hoy llaman del Volador. En el medio se fijaba una viga altísima cilindrica, en cuyo remate encajaba un gran mortero que tenía debajo un bastidor bien afianzado que giraba. A éste subían con gran destreza ocho o diez mexicanos; los cuatro de ellos vestían o de grifos o de águilas, o ’también de otras aves; alternativamente bailaban dentro del mortero, divirtiendo al pueblo con . sus monerías^

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Después, atados a las cuerdas que pendían del bastidor, y que daban trece vueltas al derredor del cilindro —número entre ellos misterioso, pues de trecenas se servían para sus cálculos—, uno después de otro se descolgaba, y en ademán de volar deshaciendo con destreza las trece vueltas de la cuerda, sin impedir al compañero que lo seguía, mientras más se acercaba al suelo, mayor circunferencia cogía, reci­ biendo entretanto los aplausos de los asistentes. (Lib. V, n. 1; 193-194.)

Caza a la mexicana Es notable este año (1540) por una ruidosa caza hecha a la mexicana en obsequio del Virrey Mendoza. Había éste oído decir que los mexicanos, en tiempo de sus reyes, se divertían en este ejercicio al que salían con grande aparato, y deseoso de hallarse en algunos de estos divertimientos, significó a los mexicanos sus deseos: éstos, que le estaban obligados por el cuidado que de ellos tenía, escogieron entre Xilotepec y San Juan del Río, una hermosa llanura para darle gusto. Allí en sitio oportuno formaron una quinta, que al parecer era magnífica. Esta llanura, treinta y cinco leguas al Poniente de México, está situada de tal manera, que los que a ella van de esta ciudad, subida una cuesta fácil, descubren un llano tan grande como si fuera un ancho mar, en donde la vista se pierde en los montes que a uno y a otro lado quedan bien distantes. Allí se apostaron más

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de quince mil mexicanos, que ojeando aquellos brutos y fieras se iban formando en círculo, y las arreaban hasta la quinta, en donde esperaba Mendoza con sus amigos y comi­ tiva; quien, después de haber saciado la vista con tal espectáculo, hizo señal para que comenzara la matanza en punto de medio día, y se prolongó hasta puesto el sol. Se halló que solamente los venados montaron a seiscientos, fuera de innumerables fieras y brutos de que abunda la Nueva España. Quedó Mendoza tan pagado de este diver­ timiento, que ofreció de allí a dos años asistir a otra parti­ da. Y para perpetuar la memoria de esta caza, se llamó desde entonces aquel llano del Cazadero, nombre que aún conserva. (Lib. III, n. 23; I, 130.)

ANDRES DE GUEVARA Y BASOAZABAL (1748-1801)

Nació en Guanajuato, el 30 de noviembre de 1748; era colegial de San Ildefonso de México en 1760; entró a la Compañía el 18 de mayo de 1764; pasó a Italia en 1767; murió en Placencia, el 25 de marzo de 1801. De sus Instituciones elementales de Filosofía existen probable­ mente tres ediciones: la primera, hecha en Roma, según afirma en su prólogo el propio Guevara (I, 6) ; otra, impresa en Guatemala, de la que da noticia Osores (I, 296) ; y una tercera, hecha en Madrid, 1833, que es la que conocemos y hemos usado para esta antología: — INSTITUTIONUM / ELEMENTARIUM / PHILOSOPHIAE / ad usum studiosae juüentutis / ab ANDREA DE

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GUEVARA / ET BASOAZABAL, / Guanaxuatensi Presbytero. / Tomus. . / complectens / ... / Matriti / Ex Typo graphia Regia. / 1833. (4 vols.)

LA FILOSOFIA Y LOS FILOSOFOS

No hay, ciertamente, bajo la bóveda del cielo cosa al­ guna que con mayor certidumbre y solidez nos demuestre ser nacido el hombre para grandes y sublimes empresas, que el nobilísimo deseo que lo arrastra e impele, lo excita y lo urge a la ciencia. Hubo en todo tiempo varones ilustres por su ingenio, que con laudables esfuerzos e ininterrumpidos sudores, sobresalieron en la gloria de las letras: lanzáronse a la conquista de la ciencia a través de lugares abruptos y sin sendas usadas, pugnando entre sombras por llegar a la inteligencia de las cosas, guiados sólo por la destreza de su mente; traspasaron los mares, recorrieron el mundo y por largo tiempo hiciéronse peregrinos siguiendo las huellas de 115

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la sabiduría; echaron mano de cuantos recursos posee la debilidad de los mortales, para arrancar sus secretos a la muda naturaleza que parece resistirse a entregarlos. Son éstos, en verdad, aquellos hombres por cuya labor llegó a su adolescencia la gloria y el decoro del género humano: bien supieron ellos ser hombres y no haber nacido sólo para consumir los frutos de la tierra o envejecer en vanos place­ res, sino para cultivar la mejor y principal parte de sí mis­ mos con la investigación de la soberanamente hermosa Ver­ dad. Ojalá que tal cosa comprendieran ciertos jóvenes que —con tanto daño de la república y tan grande sonrojo para la humana dignidad— entréganse a los placeres sin poner jamás término a su ociosidad, bostezando noche y día, pú­ blica y privadamente, y dejando entorpecerse sus faculta­ des en increíble inacción. ¡Ojalá entendieran no ser casi dignos de la humana convivencia y sociedad quienes —po­ diendo fácilmente aprender— desdeñan el estudio y la cien­ cia que los haría distinguirse de los animales carentes de razón, ni se esfuerzan por experimentar alguna vez la capa­ cidad intelectual de que están dotados! Lucha en el hombre la avidez de saber, ingénita en su naturaleza, con el atrac­ tivo y halago de los placeres; y no pocas veces, engañados por falsas apariencias, espontáneamente nos dejamos arras­ trar al mal. Mas no sería tan común esa errada elección si con se­ riedad y madurez meditáramos cuán suave, cuán tranquila, cuán hermosamente viven quienes por entero se consagran al estudio de las ciencias. Y en verdad, nada anhelo con más ardor que el que vosotros, jóvenes mexicanos —a quie-

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nes con tanta frecuencia recuerdo a despecho de la inmensa distancia que me separa del suelo patrio, a quienes hablo desde lo más hondo de mi alma y cuyo bien principalmente me importa—, abandonéis el prejuicio, que por desgracia se ha apoderado de muchos, de que los estudios filosóficos dañan a la salud, abrevian la vida y hacen al hombre inde­ ciso, difícil en el trato y conversación humana, pertinaz despreciador de los demás y vanamente orgulloso. Por lo que toca al perjuicio de la salud y a la abreviación de la vida, Tulio, Lucano y recientemente Feijóo, han podido tejer una serie de clarísimos varones que, habiéndose consagrado sin interrupción a las letras, llegaron robustos y fuertes a los ochenta, noventa, cien y aun más años de vida. (...) Por lo que atañe a los defectos que malignos calumniadores achacan como privativos a los literatos, advertid que tales defectos no son en manera alguna consecuencia de las letras, sino de nuestra miserable naturaleza mortal. Porque de­ cidme: ¿cuál género de vida hay, cuál don de Dios, cuál beneficio de la naturaleza o de los amigos, del cual no podáis fácilmente abusar si así lo quisiereis? Mas todos vuestros esfuerzos deben enderezarse a perfeccionar cuanto podáis la inteligencia que liberalmente recibisteis del Supremo Artí­ fice, a reunir para vosotros —por la investigación de la ver­ dad— un tesoro nobilísimo, a emprender el camino de las ciencias —camino, en verdad, ingrato y espinoso en sus co­ mienzos—, ordenando vuestra alma según la norma de una templada modestia; a adquirir, en suma, un juicio prudente, humano y sobrio en todas las cosas. Y no temo aseguraros 117

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que gustaréis un día la suprema suavidad de las eruditas meditaciones, lograréis ascender a la cumbre de la sabiduría y seréis honra y decoro de la patria. (I, 13-15.)

DEFENSA de la FILOSOFIA MODERNA

Lo que con mayor vehemencia me impulsó a terminar con todos mis esfuerzos la obra que había comenzado, fué el deseo de que enteramente caiga por tierra y desaparezcan hasta las últimas raíces de aquel prejuicio que en otro tiempo habíase robustecido en la mente de muchos —con grandísimo daño de los estudios—: que la filosofía moderna insensible­ mente conduce a la licencia irreligiosa, y que sus cultivadores, por consiguiente, se exponen de voluntad al riesgo de vol­ ver las espaldas a la religión católica. He sabido, en verdad, con sumo placer que tal error de algunos cada día más es combatido y derrotado entre mis conciudadanos. Pero si que­ da alguno todavía, que tenazmente sostenga ese dictamen nada conforme a la razón, ruégole que advierta cómo en esta gloriosísima Urbe en que reina el Vicario de Cristo y Cabeza de la Iglesia, esta moderna filosofía públicamente se cultiva y se enseña en todas las escuelas; y cómo estas Institucio­ nes Filosóficas se imprimen en esa misma Roma, sede mag­ nífica de la catolicidad. Es verdad que muchos de los mo­ dernos filósofos han caído en graves errores; mas igualmen­ te erraron muchos antes de esta restauración de la filosofía, 119

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y no hay por qué atribuir a doctrinas que versan sobre asun­ tos de física los errores o crímenes que nacen de un corrom­ pido corazón. (A 5-6.)

LA SABIDURIA GRIEGA

Entre los pueblos antiguos sobresale Grecia, cuyos filó­ sofos dejaron a la posteridad, en multitud de libros, el tesoro de su sabiduría. Grecia, en verdad, trajo a la filosofía un nue­ vo esplendor, a tal grado que puede decirse que fué un como almacigo de filósofos; no hubo en ella —como en otras partes en aquellos tiempos— uno que otro filósofo que, aun­ que envueltos en diversas supersticiones, dieran los primeros pasos, lentos pero felices, en el camino del saber, y que por medio de sus escritos y el renombre de su ingenio ennoble­ cieran la filosofía y comunicaran a los hombres luces no despreciables —si bien fugaces como relámpagos y destina­ das en breve a perecer—. Dij érase, en cambio, que Grecia recibió del cielo el singular don de engendrar en su seno y alimentar hasta su perfecta robustez, por larga serie de si­ glos, una gran copia de sabios, y de ser toda ella como una nación de filósofos que con todas sus fuerzas se consagraran a la investigación de la verdad, que enriquecieran con su in­ cesante labor los conocimientos adquiridos por sus antepasa­ dos, que por conquistar la sabiduría no dudaran en abando­ nar la tranquilidad del ocio y los bienes paternos, ni temie121

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ran dejar a sus amados conciudadanos y aun la patria dul­ císima, y que —despreciando todo lo demás— encanecieran en la profunda meditación, investigando y contemplando los arcanos de la naturaleza y comparando entre sí los aconte­ cimientos y fenómenos del universo.

(/, 25.)

LA JUVENTUD Y LA FILOSOFIA MODERNA

No puedo pasar en silencio lo que algunos falsamente creyeron : que la moderna filosofía es poco adecuada a la ca­ pacidad intelectual de los adolescentes, y estar ya comproba­ do por la experiencia que los jóvenes obtienen mayor fruto de la antigua que de la nueva filosofía. No es de este lu­ gar la refutación de semejantes prejuicios; mas séame per­ mitido desatar brevemente la dificultad. Los actuales filósofos aman un estilo más culto y armo­ nioso, el cual maravillosamente deleita el ánimo y presenta con aspecto más amable las imágenes de las ciencias: por lo que nadie debe admirarse de que algunos oyentes -—que vie­ nen a los estudios sin dominar la lengua de los maestros— saquen poco o ningún provecho. ¿Cómo quieres pulsar sa­ biamente la lira sin haber antes aprendido las notas musica­ les que son como la lengua del arte? ¿Cómo te arrojarás a realizar una labor de artesanía sin conocer el lenguaje de los artesanos y los primeros elementos del oficio ? Mas no sé por qué errado consejo suele suceder que, en los países donde los maestros enseñan en latín, lleguen los jóvenes al estudio de la filosofía sin haber antes adquirido la necesaria perfec123

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ción en la gramática y en las humanidades. De donde nace un gravísimo mal: pues no pocos ascienden a los estudios de fi­ losofía que —si no se les traducen a la patria lengua los es­ critos latinos del maestro— son para ellos tan ininteligibles como las obras en griego de Aristóteles.

(í 8-9.)

ELOGIO DE DESCARTES, GAL ILEO Y BACON

Durante el siglo décimosexto —siglo, en verdad, sapien­ tísimo en la Teología, en la ciencia de las costumbres y en las bellas letras— no se logró, a pesar de todo, restituir la fi­ losofía a su genuino esplendor. Porque aunque en ese tiempo —como en el siglo anterior— quejábanse muchos de que en la filosofía entonces comúnmente enseñada se echaba de menos la auténtica filosofía, nadie acertaba a proponer otra más digna del ingenio humano; y así, en aquel siglo tan lleno de luz no hubo quien fuera capaz de sacudir el yugo de la esclavitud. Estaba reservado ese triunfo a Renato Descartes, filóso­ fo francés. Puso el pie en el siglo decimoséptimo cuando ape­ nas contaba cuatro años de edad, ilustre por su prosapia pero muy más ilustre después por su noble libertad de opi­ nar en asuntos científicos y por las fértiles fatigas con que casi diríamos que creó la filosofía o a lo menos enriquecióla magníficamente de dignidad y esplendor. Mas tampoc. uetraudaremos —pasando en silencio su de­ bida alabanza— a Galileo Galilei, varón en verdad famoso, nacido en Florencia treinta y dos años antes que Descartes. Por su vastísima erudición en asuntos geográficos, por sus 125

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ingeniosísimos descubrimientos en la mecánica y sobre todo a causa de sus doctrinas astronómicas, Galileo provocó en torno suyo férvidas discusiones durante su vida, mas dejó a la posteridad un nombre celebérrimo. Contemporáneo de Galileo floreció en Inglaterra Fran­ cisco Bacon, marqués de Verulamio, que concibió grandes y sublimes proyectos enderezados a lograr la verdadera restau­ ración de las ciencias. Tara el bien de las mismas escribió sus libros tan elogiados acerca del progreso de los conoci­ mientos humanos, de la dignidad y el Nuevo Organo de las ciencias, de los fenómenos del universo, y otros muchos de primerísima utilidad e importancia, mal que les pese a cier­ tos malignos envidiosos de la gloria británica. (...) Pero fue ciertamente Descartes el primero que cambió toda la faz de la filosofía; quien, con generoso impulso, que­ brantó las antiquísimas cadenas de la servidumbre, y con su ingenio libre y robusto sacudió los viejos prejuicios; quien se atrevió a luchar él solo contra el formidable ímpetu de todas las Escuelas, puso en tela de juicio todas las opiniones filosóficas hasta someterlas a la prueba de un severo exa­ men, y altamente proclamó que la razón debía anteponerse a la autoridad humana y la verdad reciente al encanecido prejuicio. Claro es que este filósofo, llevado por su férvido ingenio, no siempre alcanzó las verdaderas causas con las que intenta explicar los fenómenos de la naturaleza; sino que a veces gratuitamente afirmó haberlas encontrado. Mas la grandeza de su obra está, sobre todo, en haber destronado al gigantesco coloso de la entonces reinante filosofía, que —mien­ tras permaneciera incólume— no dejaba nacer la luz de la 126

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verdad; y en haber echado los cimientos de un nuevo método de filosofar, preparando así el camino para que los hombres —en cuanto lo permite nuestra natural limitación— bebié­ ramos la verdad en la juente purísima de la razón.

(I, 62-64.)

EXHORTACION AL ESTUDIO DE LA FILOSOFIA

Réstame sólo, oh jóvenes mexicanos, dirigiros nuevamente la palabra para rogaros con la mayor insistencia que améis el estudio con especial predilección y os entreguéis con toda el alma al cultivo de la Filosofía. Ya sea que os sonría la fortuna o que os agobien las adversidades, ora prosigáis los estudios teológicos o bien los de la Jurisprudencia, sea que vistáis la toga o que os arrebate la gloria de las armas, o que militéis entre los ministros de Dios; ricos o pobres, en el retiro de vuestra casa o en las públicas asambleas, en la ciudad o en el campo; ya sea que converséis con un conciu­ dadano o con un extranjero, con un sabio o con un ignoran­ te, o que alguna vez —lejos de vuestra patria— recorráis las más remotas regiones del mundo : siempre y en todas par­ tes la Filosofía será para vosotros noble y erudito reposo, consuelo en las tribulaciones, útil y suavísimo solaz en to­ das las circunstancias y vicisitudes de la vida. (I, 69-70,)

Versión de G. M. P.

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PEDRO JOSE MARQUEZ (1741-1820)

Nació en Rincón (León), el 22 de febrero de 1741; entró a la Compañía de Jesús el 4 de marzo de 1761; desterrado a Italia en 1767, vivió muchos años en Roma, donde publicó sus obras —es­ critas en italiano— sobre temas de arqueología y de estética: Delle Case di Cittá degli Antichi Romani secondo la dottrina di Vitru­ bio . (1795), Delle Ville di Plinio il Giovane... (1796), Due Antichi Monumenti di Architettura Messicana. . . (1804), Esercitazioni Architettoniche sopra gli Spettacoli degli Antichi... (1808), Illustrazioni delta Villa di Mecenate in Tivoli. . . (1812). Vuelto a México en 1817, murió el P. Márquez el 2 de septiembre de 1820. En castellano sólo publicó una disertación Sobre lo bello en ge­ neral (Madrid, 1801), que después, vertida al italiano, insertó como

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apéndice a sus Esercitazioni Architettoniche. . . No habiéndome sido posible tener a mano la edición española (citada por Menéndez Pelayo: Hist. Ideas Estét., t. III, vol. I, p. 269. Madrid, 1886), he traducido del italiano los fragmentos que inserto de dicha obra. Los otros pasajes que presento del P. Márquez —interesantísimos por su acendrado mexicanismo— están tomados de la obra en que estudia "dos antiguos monumentos de arquitectura mexicana": la pirámide de Papantla y la de Xochicalco. La descripción bibliográfica sumaria de ambas obras es la siguiente: — DUE ANTICHI MONUMENTI / DI ARCHITETTURA MESSICANA / Illustrati / da D. PIETRO MAR­ QUEZ / Socio delle Accad. di Belle Arti / Di Madrid, di Firenze, e di Bologna / dedicati / Alia Molto Nobile, ¡Ilustre ed Imperiale / Cittá di Messico / Roma / Presso il Salomoni / 1804 / Con Permesso.

— ESERCITAZIONI / ARCHITETTONICHE / Sopra gli Spettacoli / degli Antichi / con Appendice sul Bello in ge­ nérale / Opera / dedicata alia Real Assemblea / di Governo / del Commercio di Catalogna / da DON PIETRO MAR­ QUEZ / Messicano. / Roma / Presso il Salomoni, / M.DCCC. VIII,

A LA MUY NOBLE, ILUSTRE E IMPERIAL

CIUDAD DE MEXICO

A quién sino a Vos, Ilustre e Imperial Ciudad que dáis nombre a un vastísimo Reino, donde floreció antaño la sin­ gular cultura de sus primeros fundadores y donde ahora flo­ recen las letras y toda suerte de erudición europea: a quién, digo, sino a Vos debía dedicarse una producción que habla precisamente de vuestros antepasados y reúne pequeña par­ te de algunas ramas de su sabiduría? A quién, si no a Vos, que teniendo presentes tantos otros monumentos de los an­ tiguos mexicanos, poseéis también luces en abundancia para ilustrarlos cabalmente? A quién, torno a repetir, debía de­ dicarse un ensayo imperfecto de cómo en Europa se desean 131

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las antiguas noticias de tantas y tan vastas poblaciones? Por práctica ciencia me es conocido que entre nuestros grandes, ciudadanos existen talentos e ingenios capaces de emprender el estudio y sacar a la luz con mejor método y modo, y con más sabias y oportunas dilucidaciones, las no pocas antigüe­ dades que allí se conservan, y que industriosamente inda­ gando podrían encontrarse, para así satisfacer los deseos de los numerosos eruditos de la cultísima Europa que, exten­ diendo sus miras a ambos mundos, querrían no estar pri­ vados de ninguno de los conocimientos americanos. Estad ciertos, conciudadanos míos, de que no son otros los votos de tantos sabios imparciales, que hartos ya de las feas pinturas, así de los antiguos como de los actuales americanos, vendi­ das sin justo examen por algunos escritores, esperan con an­ sia vuestras obras y vuestras defensas. Os ruego que las hagáis; os lo ruego por consideración a vuestro honor y por la estima que el puro patriotismo me hace conservar hacia vosotros. Recibid, pues, de buen grado mis votos y deseos, y acoged benignos esta pequeña obrilla que desde la lejana Italia os ofrece quien protesta haber sido y ser todavía afnantísimo y obsequiosísimo hijo y servidor de la común patria:

P. J. M, (“Due Antichi Monumenti..

pp, I-IR)

EL FILOSOFO, CIUDADANO DEL MUNDO

De tantas naciones, que cubren nuestro globo, no hay una sola que no se crea mejor que las otras, así como no hay cosa más ordinaria entre los habitantes de la tierra que el burlarse uno de otro cuando lo oye hablar un lenguaje que no es el suyo nativo : efecto de ignorancia que se observa aun en mu­ chos que se tienen por doctos y discretos. Pero el verdadero filósofo, así como no asiente a tales opiniones, así tampoco acusa inmediatamente de error a todos en un solo haz. Es cosmopolita (o sea ciudadano del mun­ do), tiene por compatriotas a todos los hombres y sabe que cualquier lengua, por exótica que parezca, puede en virtud de la cultura ser tan sabia como la griega, y que cualquier pueblo por medio de la educación puede llegar a ser tan culto como el que crea serlo en mayor grado. Con respecto a la cultura, la verdadera filosofía no reconoce incapacidad en hombre alguno, o porque haya nacido blanco o negro, o por­ que haya sido educado en los polos o en la zona tórrida. Da­ da la conveniente instrucción —enseña la filosofía—, en todo clima el hombre es capaz de todo. La suerte de un pueblo consistirá, pues, en haber adopta­ do los más sabios principios para que con ellos se instruya y 133

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ejercite su juventud, y de acuerdo con los cuales se dirija y gobierne la comunidad y cada uno de sus individuos. Que la nación mexicana gozó de tal suerte en su tiempo, se deducirá de las luces que —aislada, como estaba, y lejanísima del Asia y de la Europa— había adquirido; luces tales, que no podían no ser causa o efecto de no vulgares instrucciones. En la pre­ sente obrita damos una muestra de todo ello, para que los lectores sin prejuicios e imparciales, y dotados de sana filo­ sofía, puedan dar juicio sobre este asunto. Al final de la misma agregamos algunos trozos de las relaciones que los conquistadores —testigos oculares de todo— escribieron des­ de el principio: relaciones que, siendo de autoridad no sos­ pechosa, confirman el no ínfimo grado de civilización y de cultura a que habían ascendido aquellos pueblos mucho tiem­ po antes de que fueran visitados por ningún europeo. (Op. cit., pp. III-IV.)

CULTURA DU LOS ANTIGUOS MEXICANOS

La nación mexicana, cuyos descendientes y sucesores aún existen, fue una de las de la raza tolteca que habitaba en el gran país de Anáhuac, llamado hoy la Nueva España. Es la más nombrada entre todas, porque habiéndose extendido en aquel gran reino por medio de conquistas, y por ello encon­ trada la más fuerte por los españoles, con ella tuvieron que emprender las sangrientas y bien conocidas batallas, para subyugarla primero a ella y después a todas las circunvecinas. Era también la más culta y bien organizada, por haberse es­ tablecido una ciudad, México, que —a la manera de las prin­ cipales Cortes —llamaba a sí las riquezas, el comercio y la afluencia no sólo de las ciudades súbditas o subalternas, sino aun de las otras naciones y reinos, así vecinos como lejanos. El haber llegado a ser por tales medios la dominadora no quie­ re decir que no hubiese otras igualmente cultas y de no poco poder. Había, por ejemplo, los tlaxcalenses con otros pueblos rivales y casi siempre enemigos de los mexicanos, los cuales, reunidos en número de cerca de 200,000 soldados bajo las banderas españolas, destruyeron el imperio mexicano; había también los tezcucanos, sus aliados, los michoacanos confi­ nantes, etc. 135

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En todas estas naciones, además de la cultura del gobier­ no político, que las mantenía en equilibrio, y de las leyes con que se conservaba el orden interno, crecía el comercio y se guardaban las propiedades; cultivábase también el estudio de las cosas científicas así prácticas como especulativas. Sin ha­ blar de las curiosas manufacturas en oro, plata, cobre y pie­ dras duras, tan alabadas por los primeros historiadores y con­ quistadores, que las vieron; ni de las muchas telas que en gran número y variedad sabían tejer y de las cuales se dedu­ ce su gusto artístico, deberían recordarse en particular sus conocimientos astronómicos y arquitectónicos, ya que de se­ mejantes conocimientos entre los caldeos, asirios y egipcios se deduce indudablemente su antigua ciencia. Del mexicano saber persuadirán las no pocas noticias sobre sus calendarios, que frecuentemente se leen en los historiadores, a los cuales remitimos a quien de ello quiera informarse, y especialmente a la docta disertación del señor Gama sobre una piedra des­ enterrada en México hace pocos años, disertación publicada allí por el mismo y que dentro de poco se verá traducida en estos países. (Op. cit., pp. 1-2.)

Por qué ocultaban los indios sus monumentos

. . .Aquellas gentes, viendo que les arrancaban de las ma­ nos sus libros para ser dados al fuego con el pretexto o per­ suasión de que no contenían más que cosas diabólicas, procu­ raron —como les fué posible— esconder los que pudieron y 136

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ocultar sus más preciadas antigüedades para salvarlas de la ruinosa destrucción. Habrán entonces de intento hecho im­ practicables los caminos que conducían a sus antiguos mo­ numentos, así como consta que bajo tierra escondieron libros, estatuas, vasijas de barro y otras riquezas: y ello no tanto por motivo de religión, cuanto por la estima que merecida­ mente tenían de aquellos libros y demás monumentos en que se contenían sus historias y sus ciencias.

(Op. cit., p. 13.) Los sacrificios humanos Si es verdadero el uso de aquellos gentiles de sacrificar hombres a sus dioses, tal uso —en primer lugar— no íué ni tan continuo ni en aquel número exorbitante que exageraron algunos escritores. Además, no sólo ofrecían víctimas huma­ nas, sino que también sacrificaban conejos, codornices, tortolillas y otros animales ; ofrecían, asimismo, inciensos, como el copalli, droga de aquellos países que ya es conocida en Eu­ ropa, y flores en abundancia. Que no fuesen en tan gran número ni tan frecuentes los sacrificios de víctimas humanas, aíírmanlo otros autores, y se deduce del hecho que los hombres sacrificados eran habitual­ mente los esclavos de guerra y aquellos otros que fueran me­ recedores de la muerte. Y en tanto que algún apologista de los mexicanos y de la humanidad logre poner en claro los errores de que nació la equivocación de los primeros escri­ tores, que aumentaron tanto el número de las víctimas hu137

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manas (número que fué repetido, sobre la fe de aquéllos, por los posteriores); en tanto, digo, yo observo que casi no ha habido nación alguna en el mundo que en algún tiempo no ha­ ya usado semejantes sacrificios ; los mismos hebreos, a pesar de que conocían al verdadero Dios, alguna vez cayeron en la impiedad de ofrecer sus hijos al ídolo Moloch. Los romanos, aun en los tiempos de su cultura, hacían morir hombres, si no en el templo, sí a la vista de su dios Júpiter. Porque qué otra cosa significa aquello que, llegado el Emperador —des­ pués de la gran pompa del triunfo— cerca del templo de Jú­ piter Capitolino, y bajando inmediatamente del carro, pro­ nunciaba sentencia de muerte contra los esclavos que habían tomado parte en su triunfo, y arrodillado fuera del templo no se levantaba hasta que venía el aviso de haberse ejecutado la sentencia; y sólo después de recibir tal aviso entraba al tem­ plo, inmolaba el toro y ofrecía a Júpiter la corona que había merecido con su triunfo? Todavía hoy se nos presentan, dan­ do de ello testimonio, en los pedestales del Arco de Septimio desenterrado en estos días, los melancólicos esclavos repre­ sentados en relieve, que a tal sacrificio eran destinados. Es­ te rito era diverso del de los mexicanos, pero ambos causa­ ban la muerte a los esclavos prisioneros en las guerras y tal cosa verificábase en homenaje a la divinidad.

Otros sacrificios de los mexicanos

Que los mexicanos ofreciesen incienso, es indudable: usan todavía de ciertos incensarios de barro cocido, en los que aun 138

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ahora queman perfumes en las iglesias. Pero lo que más sir­ ve a nuestro intento es recordar la oblación de las flores. Tenían una diosa llamada Coatlicue, a la cual no ofrecían otra cosa; los xochiutaqui, o sea los que formaban ramilletes de flores, celebraban en México en un templo allí existente su fiesta en la primavera, ya que entonces componían los más bellos ramilletes de toda clase de flores para ofrecérselos. Y yo me inclino a creer que a otros dioses tributasen la misma ofrenda, porque no todos eran sanguinarios; y estoy persua­ dido de que habrán hecho para con sus ídolos en tiempo de su gentilidad, lo mismo que hacen al presente en honor de nuestros santos. A quien viaja por lugares de indios y entra en sus iglesias, la primera cosa que se le hace notable es la fragancia de la flores que ponen sobre los altares. (Op. cit„ pp. 19-20.)

LOS MEXICANOS Y LOS GRIEGOS

Después de tales reflexiones, dejo a los eruditos la facul­ tad de hacer otras, según su genio y sus luces; mas quiero suponer que se dedicarán a hacerlas con imparcialidad y pres­ cindiendo del estado presente de la nación mexicana, del mis­ mo modo que lo hacen los sabios viajeros que recorren ac­ tualmente la Grecia. No juzgan a los antiguos sabios de Ate­ nas, de Esparta, etc., considerando a los actuales habitantes de las miserables poblaciones que ocupan el lugar de aquellas célebres ciudades. Los mexicanos de ahora están destinados a hacer, en la gran comedia del mundo, el papel de la plebe ; mas sus antepasados eran educados de muy otra manera: te­ nían maestros y libros; tenían otro gobierno, y —en suma— eran los amos. Por lo cual, así como de la Grecia antigua se admiran las ciencias por los escritos que nos quedan, y los monumentos por los restos que se encuentran, así —querien­ do hacer justicia— se deberá buscar la antigua cultura de los mexicanos en los poquísimos restos que existen de su arqui­ tectura y en los jeroglíficos que en corto número se han sal­ vado. (Op. cit., pp. 23-24.)

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Sábese por un autor que escribió en los principios acerca de las cosas mexicanas, que a veces uno de aquellos maestros indios empleaba horas enteras en explicar y discurrir sobre alguna de las figuras de sus libros. Si se hubieran sagazmen­ te separado las ideas supersticiosas de las históricas y cientí­ ficas, en vez de juntarlas todas en un haz con el fin —por lo demás bueno— de hacer arder en las llamas la idolatría, ¿cuánto no se sabría de sus antigüedades y de sus conoci­ mientos ? (Op. cit., p. 25.)

EL CHOCOLATE Y LA JÍCARA

Séatne permitido recordar una curiosa erudición acerca del nombre mexicano Xicalli: éste, en su lengua, significa ciertos vasos que usan para sus bebidas y en especial para el tan gustado chocolate, por ellos mismos inventado. Ahora bien, así como el nombre de dicha famosa bebida se derivó de la lengua mexicana, así también el nombre de la jicara en la cual se toma. El nombre originario del chocolate es el mexicano chocolatl, que los españoles pronuncian así: choco­ late, y los italianos “cioccolata”, porque el cho español co­ rresponde al ció de los italianos. Que el nombre “jicara” (en italiano: “chíccara”), venga del mexicano xicalli, se cono­ cerá advirtiendo que los españoles para pronunciar según su propio dialecto las palabras mexicanas con frecuencia cam­ bian el xi, que los mexicanos pronuncian como el italiano sci, diciendo ji con aspiración fuerte; y además, puesto que los mexicanos no conocen la r, muchas veces los españoles la po­ nen en lugar de la ll de las palabras mexicanas; y estas dos mutaciones plúgoles dar al mexicano Xicalli, diciendo Jica­ ra ; y después de eso los italianos, que cuando se esfuerzan por pronunciar la J aspirada dicen qiti (y escriben chi), convir­ 142

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tieron en “chíccara” (quícara) el jicara español nacido del Xicalli mexicano. He aquí, pues, cómo de aquella lengua vino originariamente el nombre de la bebida, y también el del vaso en que se bebe. (Op. cit., pp. 28-29.) Versión de G. M. P.

DISERTACION SOBRE LA BELLEZA

(Fragmentos)

Hubo una ley entre los antiguos lacedemonios, según la cual debían los jóvenes comparecer de tiempo en tiempo en presencia de los écforos para que éstos les señalaran los ali­ mentos de que debían nutrirse y los ejercicios en que habían de emplearse, para que se conservara y acrecentara la belleza de sus cuerpos. Celebrábanse también, en algunas ciudades griegas como Nassos y en la misma Esparta, públicos juegos en que se distribuían premios a quienes fueran reconocidos como más hermosos por los jueces nombrados. Costumbres éstas a primera vista extrañas; pero si escudriñáramos su fin y la manera de ejecutarlas, llegaríamos quizá a formarnos la idea que de la belleza concebían aquellos antiguos y en cuya búsqueda se afanan desde hace tanto tiempo los modernos. La idea que hemos concebido de la belleza, más que nues­ tra, será sacada de aquellas extrañas costumbres de los grie­ gos, reflexionando en los fines que parecen ellos haber tenido presentes y en el modo que observaban al dar sus sentencias. El fin que se proponían no habrá sido ciertamente el mero 144

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deseo de tener en sus ciudades una bella juventud: tal cosa sería un fin vano e infructuoso, indigno de varones tan sóli­ dos y moderados como ellos se mostraban. Mucho más lau­ dable y útil habrá sido el procurar por tales medios que sus jóvenes fueran de gallarda complexión, a la cual va unido el vigor necesario para los ejercicios y las ocupaciones de la edad viril. Pero además pueden haber tenido de mira otro fin más particular y muy de acuerdo con el buen gusto de aquellos pueblos: el cultivo de las bellas artes era entre ellos negocio de mucha consideración y grande estima; y como sa­ bían que cuanto más fuese fecundada la imaginación de los artistas con verdaderas y variadas ideas de lo bello, tanto más serían capaces de producir las obras maestras de arte que de hecho produjeron: por eso los vemos empeñados en lograr que dondequiera se presentaran ante los ojos de los artistas hermosos objetos, bellas formas que ellos pudieran escoger e imitar. Tal habrá sido, pues, a lo menos uno de los más ra­ zonables fines de aquellas costumbres griegas. A su vez, la manera de conducirse en la ejecución de esas leyes y en las sentencias a favor de lo bello, no habrá sido menos razonable. Eran los griegos y sobre todo los esparta­ nos, extremadamente sobrios y austeros, y en particular los jueces éranlo en mayor grado a causa de su régimen de go­ bierno y de su legislación. Por lo cual su conducta al dar sentencia y juzgar acerca de la belleza habrá sido en verdad espartana, es decir, que no la pasión sino la sola razón tenía parte y que en el juicio sobre la belleza solamente la razón intervenía. (...)

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Mas al excluir la pasión, no queremos decir que lo bello no tenga que gustar; por el contrario, afirmamos que la com­ placencia producida por lo bello es tan indispensable, que de la unión del placer con el juicio de la razón resulta que sólo es bello y puede llamarse tal aquello en que la razón, o sea el espíritu, encuentra complacencia. Y he ahí el concepto que de la belleza en general nos hacen formar aquellas leyes y cos­ tumbres de los antiguos griegos. Veámoslo más en particular, examinando cómo son o no son bellos los objetos que de alguna manera nos agradan. Es­ tos son de tres géneros por ser igualmente de tres géneros las facultades del hombre, en las que se reciben las impresiones primarias de los objetos, y de tres modos distintos los pla­ ceres que causan en ellos las impresiones. El primer género de objetos es el de aquellos que produ­ cen placeres puramente sensibles, los cuales se experimentan por medio del olfato, del gusto, del tacto. Estos objetos, o sea, lo oloroso, lo sabroso, lo suave o mórbido, producen sus impresiones en dichos sentidos, y el placer que causan es pro­ pio del ser sensitivo o sensible: lo cual no puede ponerse en duda, pues bien sabemos que el mismo placer es experimen­ tado de igual manera por los hombres y por los brutos. No es, pues, hecho este género de placer para las potencias del racional; y por ello los objetos que lo causan no podrán ser llamados bellos. Queden, pues, excluidos del concepto de la belleza los ob­ jetos del primer género, ya que —como sensibles que son— no interesan al espíritu con sus placeres. Y si en algún caso un hombre, al percibir la fragancia de las flores, por ejemplo, 146

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puede complacerse intelectualmente con las ideas del olor transmitidas a su espíritu, entonces tal objeto podría ser cla­ sificado como bello, mas no de por sí y en cuanto meramente sensible, sino en cuanto espiritualizado —por así decirlo— y convertido en objeto agradable del espíritu. Es éste en el hombre un compañero íntimo del cuerpo, y por eso los obje­ tos de los sentidos materiales fácilmente pasan a ser objeto de las potencias incorpóreas. Mas fuera de tales casos el es­ píritu nada tiene que ver cuando la nariz ejercita el olfato o cuando el paladar gusta los sabores; de donde resulta que tales objetos en cuanto sensibles no se deben contar entre los objetos hermosos. El segundo género es el de aquellos objetos que se nos comunican por medio de los otros dos sentidos corporales, la vista y el oído. Distínguense de los primeros en que las sensaciones agradables que producen no acaban su efecto en los sentidos, como aquéllos: pasan sólo sus ideas por dichos órganos sensibles y van a producir sus principales impresio­ nes en el espíritu, que es el que percibe el placer que son ca­ paces de excitar. Ven también los brutos, cierto, y oyen tam­ bién ; pero con otros fines puramente materiales y endereza­ dos sólo a su bienestar corporal. Mas el hombre dotado de razón es el único capaz de hallar complacencia en la armonía de las voces o sonidos, y en la perfección de las formas bellas. Debe, sin embargo, advertirse que —así como el primer género de objetos, que por sí solos no engendran placer para el espíritu, a causa de la intrínseca unión de éste con el cuer­ po le transmiten sus ideas, como hemos dicho—, así también por la misma unión mutua de las potencias espirituales con 147

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el cuerpo, del placer que percibe el espíritu en la armonía de los sonidos, por ejemplo, redunda al cuerpo una cierta participación: de ello dan testimonio las agradables sensa­ ciones del corazón que con frecuencia resultan de la dulce satisfacción del espíritu. Pero sigue siendo verdad que lo armónico y lo bien formado, o sea, los objetos hermosos del oído y de la vista, son hechos para el espíritu y no para el cuerpo, y por eso son realmente bellos. El tercer género es el de los objetos que causan placer al hombre por medio de las potencias espirituales, sin que sea necesaria la intervención de los sentidos corporales. El primer género produce sus impresiones placenteras prima­ riamente en los sentidos y casi diríase que sin dependencia del espíritu; el segundo género las causa en el espíritu, mas tocando primero los sentidos; mientras que el tercero pre­ séntase al espíritu sin acción alguna, a lo menos inmediata,, de los sentidos, y en el espíritu produce su entero efecto. Hablo, como se comprende, de los objetos espirituales e in­ dependientes de la materia, tales como la Verdad, la Justicia, la misma Razón, y sobre todo Dios que es Verdad primera, primera Justicia y Razón primera y soberana. Y engendrando estos objetos los más nobles placeres en las almas raciona­ les, ¿quién negará ser ellos indudablemente hermosos? Téngase, pues, por establecido que a éstos del tercer gé­ nero, y a los del segundo, con exclusión de los del primero, conviene sólo el concepto de la real Belleza, como ya los platónicos antiguamente habíanlo afirmado. (...) 148

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Bello, según nuestra definición, es aquello que causa pla­ cer al espíritu. Habrá, pues, en los objetos cualidades que puedan ser agradables al espíritu; y en éste deberá haber acciones por medio de las cuales perciba las impresiones de aquellas cualidades. ¿Qué acciones son éstas y qué cualidades aquéllas? Las acciones del espíritu no pueden ser sino las de las dos po­ tenzas con las cuales obra: las del querer y del entender; y por tanto las cualidades de los objetos que den alimento agra­ dable a esas dos potencias serán las que los harán hermosos y constituirán su hermosura. ¿ Y qué otra cualidad de un ob­ jeto puede dar alimento agradable al entendimiento si no lo verdadero, y a la voluntad si no lo bueno? Lo verdadero, pues, y lo bueno son las cualidades de los objetos que los pueden hacer hermosos. Pero expliquemos esta verdad y esta bondad que constituyen la belleza de los objetos. Con el nombre de verdadero queremos significar todo aquello que es conforme a la razón, o sea, a los principios racionales y a las reglas fundadas sobre tales principios; y con el nombre de bueno, si se trata del bien moral, entende­ mos aquello que es conforme a la honestidad, o sea, a los principios de justicia y a las máximas de la rectitud; y si del bien físico, aquello que por ser conforme a determinados principios es considerado como perfecto en su género. Pero esto debe entenderse de lo verdadero y de lo bueno consi­ derados metafísicamente, o por sí mismos; ya que en la rea­ lidad no existe bondad que no tenga también verdad, ni hay 149

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algo verdadero que no sea al mismo tiempo bueno. Una vir­ tud, por ejemplo, es buena porque su ejercicio es conforme a las máximas de la moralidad, y participa de lo verdadero en cuanto que tales máximas son conformes a la razón y a los principios de la verdad. (...) De donde resulta que, en presencia del objeto verdadero y bueno, ambas facultades espirituales —inteligencia y vo­ luntad— ejercen sus respectivas acciones y con ellas ínti­ mamente unidas el espíritu percibe lo bello y en él se com­ place. (...) Hállanse muchos presentes en una bella sinfonía, y por más atención que pongan en escucharla no sienten deleite alguno: de estos tales se dice que no tienen oído: es nece­ sario, pues, el buen oído para saber sacar placer de los ob­ jetos que se oyen, así como es menester buen ojo para gus­ tar de los objetos que se ven. (...) Mas en eso mismo que llamamos buen ojo y buen oído se encuentra lo que metafóricamente llamamos buen gusto por la semejanza que existe entre la percepción de lo bello y la sensación de los sabores. Un paladar sano y bien con­ formado, apenas toca un alimento, inmediatamente percibe su dulzura o amargor; y por semejante manera, quien posee buen gusto para las artes, en el acto mismo de ver o escuchar sus producciones, percibe su belleza o su fealdad. Y así como el paladar, según el grado de sensibilidad que alcance, es más o menos rápido en distinguir los sabores, así cuanto mayor o menor sea la aptitud del ojo y del oído para el co­ nocimiento de las bellezas artísticas, tanto más perfecto —o 150

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cimientos. (...) Cuál sea y cómo se forme el buen gusto de las bellas ar­ tes según el sistema propuesto, podrá deducirse de lo hasta aquí insinuado; y sólo podemos añadir que el buen ojo y el buen oído de tal modo conformados que constituyan el buen gusto, no suelen ser universales para todas las especies de objetos, tal como tampoco suele serlo el buen gusto: uno tendrá buen oído para la música y no lo tendrá para la elo­ cuencia; otro tendrá buen ojo para la escultura y no para la arquitectura. Tal cosa proviene de las diversas aptitudes de las personas, aptitudes que —según los hábitos o facili­ dades naturales o adquiridas— se extenderán ora a éstos, ora a aquéllos objetos, y a mayor o menor número, de una o de varias especies. Y por ende el buen gusto será tanto más amplio cuanto mayor sea la cantidad de objetos que alcance a discernir, y será más o menos perfecto según la mayor o menor perspicacia con que sepa juzgar acerca de su be­ lleza. (...) Los principios en que se funda la belleza natural son tan eficaces que causan en nosotros una persuasión que casi necesariamente nos domina. Esta persuasión es de dos espe­ cies, según sean los principios de donde proviene: interna y externa. La interna es la que nace de los principios que se per­ ciben fácilmente, como son aquellos que influyen en nuestras acciones sin que precedan discursos o raciocinios. Contém­ plase un cielo estrellado, la salida del sol, un ameno y florido

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prado, y sin más reflexiones nuestro espíritu se alegra y se complace en su belleza. Escúchanse las palabras de una ama­ da madre, de un amigo fiel, y nuestro ánimo queda satisfecho con la belleza que contienen, sin detenerse a investigar las cau­ sas del placer que nos producen. Y es porque estamos ínti­ mamente persuadidos de que estos y semejantes objetos es­ tán bien ordenados y por sí mismos conformes a las naturales razones. La persuasión externa, en cambio, es causada por aque­ llos principios que son comunes en cada nación: así, la idea o modelo del rostro, que suele ser diferente en las diversas naciones, hace las veces de regla común, con la cual los res­ pectivos pueblos deciden acerca de la belleza de los semblan­ tes. De igual manera influyen en la percepción de lo bello las demás ideas nacionales, las costumbres aprobadas, las an­ tiguas tradiciones, las máximas generalmente admitidas y to­ dos los principios adoptados por la mayor y mejor parte de una sociedad, pero excluidas siempre —como condición in­ dispensable— las pasiones, así las particulares de los indivi­ duos como las generales de todos. No hay tierna madre que no esté persuadida de que sus hijitos son los más bellos del mundo: ¿y cuál es la causa de ello si no aquel amor natural que les tiene y que es una ver­ dadera pasión —aunque comprensible y hasta necesaria—? Los partos del ingenio son tan amados por sus autores, que si los compara con otros, siempre le parecen más hermosos. Pero quien considere con indiferencia aquellos hijos o estos frutos del ingenio, y examine con la razón sus cualidades, 152

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¡cuán diversamente juzgará! Y esto será debido a que no estará cegado por pasiones particulares, como lo están aquéllos. Igual discurso puede hacerse acerca de las pasiones ge­ nerales o, por decirlo así, trascendentales a casi todos los hombres. Dícese que en nuestra especie humana la hembra es más bella que el macho. Mas ¿no será éste un sentir que nace más bien de la general pasión que de la razón? Yo veo que, al ponérsenos delante los dos sexos de las otras especies de animales, nuestros ojos hallan siempre, o casi siempre, más hermosos los machos que las hembras: cada uno puede hacer la experiencia y reflexionar acerca de ella. Y siendo tal cosa verdadera, ¿ qué deberemos decir ? ¿ Acaso la naturaleza obró con diverso método al formar a los hom­ bres, contrario al que siguió al embellecer a los pájaros, a los cuadrúpedos y a todos los demás animales? ¿O nos persuadiremos de que la razón nos engaña reconociendo como más perfectos y más bellos a los machos de las otras especies? ¿O diremos mejor que la pasión es la que, tra­ tándose de la especie humana, nos hace pensar lo contrario? En efecto, si con la pura razón se reflexiona y se con­ sidera al hombre, no ya en los años del perfecto desarrollo natural, sino sólo en la edad más tierna y en el tiempo de la vejez, se encontrará que en los jovencitos hay rasgos tan bellos como en las más hermosas mujeres de igual edad; y en los viejos se observará que entre dos individuos, uno de cada sexo, que hayan sido a su tiempo igualmente bien for­ mados, en el varón se conservan más restos de su primitiva

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perfección que en la mujer. De estos y otros semejantes accidentes naturales, ¿qué deberá deducir la razón, supuesto que la verdadera belleza consiste precisamente en la per­ fección querida por la naturaleza? Deberá deducir que, si la naturaleza al formar un hombre perfecto desprecia y como que rechaza las bellezas de los jovencitos —esto es, aquellas que son comunes a las hembras—éstas no constituyen la verdadera belleza de la especie humana; y que ésta más bien se encuentra en un perfecto varón, en quien la naturaleza es capaz de resistir a las inclemencias del tiempo y a las mo­ lestias de una larga vida. Así yo lo pienso, con libertad y persuadido por las ra­ zones expuestas, sin temor por lo demás de ofender o per­ judicar a las señoras mujeres. Porque no diré yo como Aris­ tóteles, que en la naturaleza sean las hembras un animal imperfecto; sino que son realmente perfectas en su sexo y pueden estar seguras de que jamás les faltarán adoradores, y por ello más bien podrán vanagloriarse de que el sexo más perfecto les rinda homenaje: si puede llamarse vanagloria una persuasión fundada en la razón, que ellas poseen con más fino discernimiento, pues opinan con mayor penetra­ ción que los varones al juzgarlos más hermosos, como en realidad lo son, mientras ellos llevados sólo por la pasión se dan a creer o a quererse persuadir de lo contrario. (...) Muy bien —se me dice—: admitamos que el buen gusto fundado en la razón sea el medio por el que el espíritu per­ cibe la belleza así natural como artística; concedamos que los objetos en tanto pueden decirse bellos en cuanto son perfectos en su género respectivo, y que la real belleza con­ 154

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siste en la conformidad con los principios de lo verdadero y de lo bueno. Pero nada de esto, sin embargo, nos hace concebir de qué secreto influjo proviene aquel eficaz atrac­ tivo que se experimenta en presencia de lo bello, que roba el corazón y casi nos arranca y subyuga nuestra atención y nuestros afectos; en una palabra, aquel encantamiento, aquel no sé qué de las cosas bellas, no está aún suficientemente explicado. ¿Será por ventura una incógnita cualidad no sujeta a ley alguna? (...) La novedad, pero dentro de las leyes de la naturaleza o del arte, y la sabia elección de éstas según los casos, son las dos fuentes de donde puede nacer la sublimidad de la belleza. (...) Mas digamos cómo la novedad puede influir en que las bellezas nos encanten y casi con violencia nos arrastren en pos de sí. Todas las cosas mudan de aspecto con la novedad. Be­ llísimo es el sol a toda hora, pero nos gusta más cuando nace, porque entonces aparece como renovado. La naturaleza en primavera no hace sino renacer como nueva, y por ello ¡ cuánto nos encanta! Hasta los vestidos, sin variarse en cuan­ to a la substancia, con sólo ser lavados parecen más hermo­ sos, porque así se renuevan. Las mujeres, que tanto se afa­ nan por la belleza, ¿qué otra cosa hacen para aparecer más bellas sino renovar siempre la figura de sus vestidos? Más aún: ¿por qué agrada a todos la primera juventud, si no porque en ella la naturaleza está como nueva, aunque toda­ vía no del todo perfecta? Y la adolescencia, cuando se halla en la plenitud de su vigor y antes de afearse con las enfer­ medades, fatigas o desórdenes, agrada mucho más, porque

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en ella es nueva la misma perfección. (...) En suma, toda cosa perfecta que se presente como nueva —o porque co­ mience a serlo, o porque (como la luz) no envejezca— agradará siempre por su perfección y por su novedad. (...) Mas ¿por qué esta novedad, sin acrecer la intrínseca per­ fección de los objetos, viene a ser la causa de los mayores atractivos de su belleza? Parq. responder a tal pregunta, será menester filosofar un poco. Entre las simples creaturas visibles, es la luz la más bella que conocemos; y no tanto en sí misma, como en su comunicación a las otras cosas be­ llas y en hacer que nos muestren la belleza que tienen. Para expresar la belleza de toda suerte de objetos, diríase que no sabemos usar metáforas más adecuadas que las que se toman de la naturaleza de la luz: de las bellezas que se per­ ciben con la vista, decimos que son lúcidas, resplandecien­ tes; de los objetos bellos para el oído, que son claros y ní­ tidos; en las virtudes alabamos su lustre y esplendor; en las operaciones del entendimiento, satisfácenos la perspicui­ dad y las luces; Dios mismo, Belleza substancial, fué llama­ do Luz por Aristóteles y más enfáticamente por San Juan: “porque Dios es Luz, y en El no hay tiniebla alguna” (la. Juan, I). De modo que casi podríamos figurarnos lo que se imaginó un filósofo de la escuela platónica: “Se me presen­ taba —dice— uno como inmenso espectáculo: todas las co­ sas convertidas en luz, luz suave y jocunda sobre toda me­ dida y en cuya contemplación admirablemente me deleita­ ba”. (Trismeg. in Pimand.) ¿Y qué se sigue de todo esto? Síguese que si con la luz o con las cualidades de la luz se da a entender lo bello de 156

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cualquier cosa, debe haber alguna particular razón: y no creo que sea otra sino la de tener la luz la singular prerro­ gativa de adunar lo perfecto con el nunca envejecer y ser siempre nueva, no dejando jamás de ser bella. (...) Además de tales objetos, cuyas ideas pasan primero por los sentidos, hay otros en los que la mente se ocupa sin que los sentidos tengan participación. Los admirables teoremas de la Geometría, las conclusiones y proposiciones más abs­ trusas de las otras ciencias y otras verdades semejantes, son tan elevadas que —si bien muchas se toman de objetos ma­ teriales— levántase de ellos la mente de tal manera que di­ chos objetos se pierden en la lejanía. Quienes contemplan tales ideas están entre las apariencias sensibles como estaría un cuerpo dentro del agua pero sin mojarse, o como quien viese sin luz u oyese en el mayor silencio. (...) Mas no son estos objetos realmente hermosos sino en cuanto son perfectos, y no son perfectos sino a causa de la verdad y bondad que en los mismos existe, sin faltar por lo demás la circunstancia de la novedad, que concurre a que el espíritu en ellos se complazca. Una verdad científicamen­ te demostrada, por ejemplo, ¡cuán fecunda es de muchas otras nuevas verdades! Y ¿cuándo se excita más la com­ placencia del espíritu, que cuando uno tras otro se van pre­ sentando los corolarios deducidos por una palpable demos­ tración? Mas qué sería cuando llegase el espíritu a gustar una gota de la eterna Verdad? Esta, como infinitamente fecunda e indefectible, apacienta sin acabar jamás a quienes se le acercan, mostrándoles sus inmarcesibles y siempre nue­ vas perfecciones, (...) 157

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Séanos, pues, lícito concluir recapitulando así todo lo que hemos dicho: Dios, primera y esencial Belleza, siendo como es la fuente y principio de toda verdad y bondad; en se­ guida, las virtudes, las cuales más que cualquier otra cosa participan de las prerrogativas de la Divinidad; luego, las otras verdades que tienen tanto de divino; y finalmente to­ dos los objetos bellos, cada uno en su orden, que según su propia naturaleza participan más o menos de tales perfec­ ciones. (...) Y aquí, antes de terminar el discurso, detengámonos por un momento a admirar una y mil veces la sapientísima ar­ monía que el Autor de la naturaleza ha querido que reluzca en las innumerables obras de su mano, en virtud de la cual se conserva el orden —nunca bastantemente alabado— con que todas están dirigidas a un solo fin. La verdad y la bon­ dad son, por una parte, el fin de todas las creaturas; y por otra, son la fuente manantial de donde nacen las máximas y principios con los que las mismas creaturas se conforman. Pues a lo verdadero tienen que ajustarse las leyes con que las causas y sus efectos se rigen; y a lo bueno tienen que conformarse las cualidades físicas o morales, ya que sólo así pueden decirse buenas las causas y buenos sus efectos. Pero más particularmente admiraremos este orden de la Sabiduría en las creaturas racionales. Lo verdadero y lo bueno, separadamente considerados, son los universales objetos de sus dos potencias; y unidos, son la causa del pleno contento del espíritu, a tal punto que en la percepción de am­ bas cualidades puede sólo encontrar éste la felicidad que le es 158

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propia. Porque ¿en qué otra cosa consiste la felicidad de un racional si no en el reposo y satisfacción que gusta al conse­ guir el fin de sus deseos? Y a qué otro fin puede racional­ mente aspirar, si no a conocer lo verdadero y amar lo bueno ? Si, pues, la felicidad de los racionales consiste en la quieta y tranquila posesión de la verdad y del bien, y en lo verda­ dero y lo bueno consiste la belleza real, ésta será en fin de cuentas la causa de su misma felicidad. Tal será por ventura el significado del nombre mismo de ‘‘bello”, que en las len­ guas derivadas del latín se da a los objetos en que hay be­ lleza. Porque tal nombre en ese significado no es latino: para expresar en latín lo bello la palabra más propia es ésta: “pulchrum”. ¿De dónde, pues, habrá venido que dicho nom­ bre de “bello” signifique la hermosura? Inclinóme a creer que haya sido sacado como de su raíz, del verbo latino “beare” —que significa “hacer feliz”—, y que con él nuestros antepasados, quién sabe desde cuándo, hayan querido expre­ sar que lo bello es lo que hace feliz al hombre. (...) Concluyamos, pues, nuestro discurso llamando verda­ deramente felices a los que sepan gustar, no ya de los obje­ tos puramente sensibles, sino de la verdadera belleza, que aun por medio de la vista y del oído se puede comunicar al alma; y más felices los que logren hallar placer en lo bello eleyado por encima de la materia, y tanto más cuanto los objetos que gocen más se acerquen a Dios, fuente y origen de la verdad y del bien, puesto que en razón de lo que po­ sean o participen de estas divinas prerrogativas, se hallarán constituidos en mayor y más alto grado de belleza, hasta

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aproximarse al infinito, y los que de ellos gocen serán tanto más felices cuanto con mayor perfección conocerán la ver­ dad, amarán el bien y se deleitarán en la belleza que en tales objetos descubran. (Del Bello in generale, ap. “Esercitazioni Architettoniche.. pp. 126-144.) Versión de G. M. P.

NOTA

Ya en prensa estas páginas, mi excelente amigo don Manuel Toussaint tuvo la gentileza de poner en mis manos un ejemplar de la edi­ ción española del discurso Sobre lo Bello en general. Siendo esta edición la primitiva y la que presenta el texto original del P. Márquez, pensé desde luego aprovecharla y sustituir con ella la versión que yo había hecho de la edición italiana. Pero al buscar en el texto español los pasajes correspondientes, me di cuenta de que algunos de los más interesantes —como, por ejemplo, el elogio de la luz y la discusión acerca de la belleza viril en comparación con la femenina— no existen en aquel texto y fueron sin duda agregados por nuestro autor al re­ fundir su trabajo para publicarlo en italiano. Por otra parte, el cas­ tellano del P. Márquez, si bien ofrece rasgos curiosos y expresiones no pocas veces pintorescas, adolece de graves defectos (muy explica­ bles en quien tenía ya para entonces más de treinta años de vivir en Italia) ; defectos que Menéndez y Pelayo —con generosa pero no laudable infidelidad— subsanó en los fragmentos que cita de este discurso. He decidido, pues, presentar mi versión del texto italiano —éste sí, elegantísimo— que fue la expresión definitiva del pensa­ miento estético de nuestro humanista.

G. M. P.

MANUEL FABRI (1737-1805) Nació en la ciudad de México —probablemente de origen italia­ no—, el 18 de noviembre de 1737; entró a la Compañía el 31 de enero de 1754; expulsado a Italia en 1767, murió en Roma el 17 de marzo de 1805. Como Maneiro, consagróse especialmente a hacer conocer el mé­ rito de sus compatriotas y hermanos en Religión, escribiendo en mag­ nífico latín ciceroniano sendas biografías de los Padres Diego José Abad y Francisco Xavier Alegre, La de Abad se publicó por primera vez en la edición "tertia, postuma” (Cesena, 1780) de los De Deo, Deoque Homine Heroica, firmada sólo con las iniciales E. F.; pero en la edición siguiente (Cesena, 1793), dichas iniciales aparecen ya sustituidas por el nombre completo: “Emmanuel Fabri”.

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La biografía del P. Alegre, con el título De Auctoris Vita Commentarius, se publicó anónima, en el tomo I de las Instituciones Teo­ lógicas (pp. VII-XXXI) del propio Alegre. Traducida al castellano, incluyóla don Joaquín García Icazbalceta en su edición de los

— OPUSCULOS INEDITOS / Latinos y Castellanos / del P. Francisco Javier Alegre / (Veracruzano) / De la Com­ pañía de Jesús. / México. / Imp. de Francisco Díaz de León / Avenida Oriente 6, núm. 163. / 1889.

FRANCISCO XAVIER ALEGRE

(Fragmentos de su biografía)

(...) En la ciudad de la Veracruz, célebre puerto y ri­ quísimo emporio del comercio de la América Septentrional, nació Francisco Xavier el 12 de noviembre de 1729. Fueron sus padres Juan Alegre e Ignacia Capetillo, no menos no­ bles por su linaje que por su piedad, quienes cuidaron, sobre todo, de que sus hijos José, Francisco y Ana fuesen educa­ dos desde la primera infancia en la religiosidad, buenas cos­ tumbres y honradez que eran como patrimonio de la fami­ lia. (...) Cuando Francisco Xavier hubo salido de la niñez y reci­ bido en su casa la enseñanza propia de aquella edad, pasó

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por disposición de su padre, a estudiar los primeros rudimen­ tos de la Gramática latina en una escuela pública, donde so­ bresalió notablemente, aventajándose a todos sus condiscí­ pulos en la prontitud para aprender, en la fecundidad de ingenio, en la admirable memoria; y comenzó a recibir insen­ siblemente las primeras semillas de las bellas letras, que en tiempos adelante habían de extenderse por campo casi ilimi­ tado. En su patria, como en todas las ciudades marítimas acontece, había siempre gran concurso de navegantes experi­ mentados y de matemáticos insignes. Su padre, por ser pro­ veedor de las flotas, iba con frecuencia al puerto, y llevaba a veces consigo al niño Francisco, ya como premio de sus adelantos en el estudio, ya para estimular su aplicación. Mos­ traba éste desde entonces grande sed de aprender, e iba a bordo, examinaba la aguja y demás instrumentos náuticos, es­ tudiaba una y más veces las regiones demarcadas en las cartas de marear, preguntaba a los pilotos, y en fin, ponía los primeros cimientos de aquel gran edificio que más adelante había de excitar la admiración de todos. En esto, cumplidos los doce años, y bien instruido en Gramática, fué enviado al Real Colegio de San Ignacio de la Puebla para que estudiase Filosofía; mas fuera por no es­ tar aún en edad propia para las intrincadas cuestiones de la Escuela, o porque no se aficionaba a ellas entonces, fué cierto que no sacó todo el fruto que debía esperarse de tal ingenio. Bastante instruido, sin embargo, para pasar con bue­ na nota a otros estudios, fué enviado a México, cabeza de la Nueva España, a estudiar allí ambos Derechos. Pasado un año, y sin haber obtenido tampoco el éxito deseado, volvió 166

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a Puebla y emprendió la Ciencia Sagrada, única digna de un ingenio noble, como él decía después en edad madura. Aplicado totalmente a ella, al cabo, por haberse sazonado su juicio, o —según otros opinan— por haber adquirido su ce­ rebro el vigor necesario, sintió como que iluminaba su mente una luz súbita; y no tan sólo las nociones de Teología, sino también de Filosofía, de Derecho y de otras materias, que antes parecían delineadas ligeramente en su entendimiento, resaltaron al punto con viva claridad, y apareció un ingenio de primer orden, aptísimo de allí en adelante para todas las ciencias; de tal suerte que antes de dos años sustentó acto público con aplauso general. No sin razón decía Verulamio, que en los ingenios tiernos conviene echar semillas de muchas ciencias, así como depositar en ellos a tiempo nociones de toda especie, las cuales, ocultas y como olvidadas en los rincones de la memoria, echan raíces, y luego producirán frutos que colmarán los deseos de los padres y las esperanzas de la patria. Mientras contemplaba Alegre en sus estudios de Teolo­ gía los misterios de nuestra Sagrada Religión, y se consa­ graba enteramente al conocimiento del Dios Uno, sintió infla­ marse su amor a El, y renunciando al mundo y sus vanidades, se acogió a la Compañía de Jesús, para consagrar a Dios y al provecho del prójimo el ingenio y demás prendas del alma, que le habían cabido en suerte. (...) (Entró al noviciado el 19 de marzo de 1747. Durante ese tiempo —además de consagrarse con fervor a la piedad— apren­ dió por su cuenta la lengua italiana y empezó a estudiar el griego y el hebreo. ‘‘Aprendió, asimismo, la lengua mexicana, 167

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al grado de poder predicar en ella a un numeroso auditorio de indígenas.)

(...) Adornado de tales conocimientos, y adquiridas en el curso del noviciado las virtudes que se les allegan, hizo al cabo de los dos años con gran fervor los votos acostum­ brados de la Compañía, y pasó a estudiar Humanidades en el mismo Colegio Seminario, donde encontró un sobresaliente profesor de la materia, que atraído por la suavísima índole del joven, por su amable virtud y por su insaciable deseo de aprender, soltó la rienda a la extremada afición del discí­ pulo a la lectura. Día y noche estudiaba Alegre los princi­ pales autores de la antigua latinidad; una, dos y tres veces los recorría, devoraba volumen tras de volumen, y nunca apagaba su sed de leer. Sacó de allí tan admirable facilidad para expresarse en prosa o verso, que no parecían ser suyos el estilo, los vocablos y los giros, sino de Virgilio o de Cice­ rón mismos. Así lo conocerá quienquiera que lea lo que produjo en aquella edad, como la Alejandríada, o sea la con­ quista de Tiro por Alejandro Magno, que por entonces escri­ bió en verso latino, y corregida publicó después en Ita­ lia. (...) (Fué después enviado a enseñar Gramática en México, donde “se dió a leer los mejores autores españoles, latinos y franceses, pues había aprendido ya también esta lengua”. Por motivo de salud, se le envió a Veracruz, donde enseñó tam­ bién Gramática por dos años. Volvió a México para conti­ nuar el comenzado curso de Teología; pero, por haberla ya estudiado anteriormente en Puebla, logró se le admitiera a exa­ men final de dicha materia.)

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En ese examen debía decidirse si poseía toda la doctrina necesaria para enseñar Teología en una Universidad católi­ ca. Alegre se preparó a la prueba valiéndose para los estu­ dios propios del caso, no de otros autores, sino de San Agus­ tín, San Anselmo, Santo Tomás, Escoto, Suárez, Petavio y otros príncipes de la Teología. Durante tres meses enteros, con sumo estudio y aplicación estuvo meditando y escribiendo sobre los argumentos que le ofrecían aquellos autores, hasta componer para su uso varios opúsculos dignos de un doctor graduado y de la luz pública. Nada había en ellos que no fuese doctrina sólida sacada de las mejores fuentes, copiosa y completa; nada que no fuese claro, ordenado, erudito, agu­ do : en una palabra, perfecto. Provisto de esas armas —suyas sin duda, pues él ordenó las doctrinas—, suscitó en los jue­ ces tal sentimiento de extraordinaria admiración, que aun cuando tenían jurado mantener secretos sus votos, todos los circunstantes conocieron por la alegría de los ojos y de los rostros, que Alegre alcanzaría en aquel acto, no gloria común, sino grande y singular. Y el presidente mismo del acto es­ cribió confidencialmente a un grande amigo suyo estas pa­ labras: “Nuestros jueces pueden afirmar con juramento, que no han examinado hoy a quien puede enseñar Teología don­ dequiera, sino a quien dará honra al lugar donde la enseñe, aunque sea la Universidad más famosa”. (Ordenado ya de sacerdote, sus superiores lo envían a La Habana, donde recobró plenamente la salud y permaneció sie­ te años, enseñando Retórica y Filosofía. Tuvo allí por com­ pañero a¡ P. José Alaña, jesuíta siciliano doctísimo, bajo cu­

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ya dirección se perfeccionó en su conocimiento de la lengua griega y ‘‘penetró los secretos de las Matemáticas”.)

Alaña estimaba asimismo tanto una Arte Retórica for­ mada por Alegre conforme a los preceptos de Cicerón, que la juzgó digna de ser enviada a Sicilia, donde se diera a la prensa y sirviera para la enseñanza de aquella juventud, no menos que para dar a conocer en Europa los ingenios me­ xicanos. (En La Habana, Alegre aprendió también la lengua in­ glesa. De allí fue trasladado a Metida, en cuyo Colegio ocupó la cátedra de Derecho Canónico.)

Mas no fué dado a la Academia Meridana gozar mucho tiempo de su doctor predilecto, cuyo mérito era tal, que no debía pertenecer a un solo colegio, sino a toda la Provincia. La historia de ella, comenzada ya, pero interrumpida duran­ te largo tiempo, aguardaba un continuador de juicio firme y maduro, lleno de toda erudición, de gran facilidad y ele­ gancia en el estilo, adquiridas con la inmensa lectura de an­ tiguos y modernos, y avezado en el trabajo de composición: a Alegre, en una palabra. Designado para ese cargo, y ha­ biéndose despedido de los meridanos con gran sentimiento de todos, emprendió el viaje, y fué a morar en el Real Co­ legio Seminario de S. Ildefonso de México, donde, dejando todo lo demás, se dedicó enteramente a aquel trabajo. Mien­ tras le proseguía, tuvo necesidad de consultar no sé qué au­ tor, y entró con tal objeto a una librería. El librero, que tenía de venta un abundante y selecto surtido de obras de todas ciencias, iba enseñándolas a Alegre. Tan pronto como 170

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éste las tomaba en las manos discurría acerca del mérito de cada autor, del crédito que merecía y del asunto de la obra; y como hiciese esto repetidas veces, el librero —que veía por primera vez a aquel padre— le dijo: “Vos sois Alegre, sin duda alguna, pues según lo que he oído de él, no hay otro que pueda tener tan vasto conocimiento de las obras capitales y de sus autores”. De paso referiremos un caso semejante que le aconteció a Alegre en Italia algunos años después. Hallándose en Fano, donde moró varios meses por causa de enfermedad, un ca­ ballero de la ciudad, gran cultivador de las letras, que no podía acabar de creer lo que se contaba del saber y de la vastísima erudición de Alegre, quiso desengañarse por sí mismo. Al efecto le convidó a su casa con gran cortesía, y le condujo a su biblioteca particular, bien provista de auto­ res, donde le mostraba ya éste ya el otro libro, raro en su concepto; y como quien consulta, le preguntaba acerca del mérito de los autores y asunto de las obras. Alegre, con dar­ le noticia circunstanciada de cada uno de aquellos libros, le demostró que los tenía ya vistos y bien leídos antes en México; y no sólo eso, sino que también le informó de que existían allá e igualmente había leído otras obras raras y de precio que faltaban en aquella biblioteca y en otras de Ita­ lia. No sabía el cortés caballero qué admirar más: si la in­ mensa lectura que aquel extranjero dejaba descubrir en su conversación; o que en América hubiese, de años atrás, aque­ llos valiosos libros que él creía reservados a Italia, y aun otros muchos. Error, por cierto muy arraigado en Europa, y de que ni aun los literatos están libres, es creer que cuando

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han concedido a los americanos sus inmensos tesoros de me­ tales preciosos y sus grandes riquezas, han hecho bastante por ellos; pero que pueda hallarse entre gentes que llaman bárbaras el amor a las letras y el cultivo de las ciencias pro­ fundas, es lo que niegan con gran desenfado. Si en ello acier­ tan, díganlo quienes saben estimar las cosas en su justo valor, y en estos veinte años han tratado a los así llamados bárba­ ros y visto sus obras en todas ciencias; entre los cuales —pa­ ra no hablar de los que aún viven— los tres ilustres mexica­ nos Abad, Clavigero y nuestro Alegre, en letras griegas y la­ tinas, Historia, Filosofía, Teología y demás ciencias altas, han alcanzado renombre entre los eruditos, así en Italia como fue­ ra de ella. Mas dejando esta digresión —perdonable, creo, a un mexicano—, volvamos a nuestro Alegre. (Mientras escribía la Historia de la Provincia mexicana de la Compañía de Jesús, Alegre formó una Academia pri­ vada "para cultivar las Bellas Letras y las Matemáticas”.)

Se consagraba mientras tanto, a la obra que se le había encargado, y en menos de tres años presentó acabada la His­ toria de aquella Provincia, en dos grandes volúmenes. Ya se ponía empeño en publicarla con elegantes caracteres en la imprenta del Colegio, cuando se vió obligado a dejar manus­ crito el fruto de tantas vigilias y trabajos, y a navegar para Italia, a consecuencia de la repentina expulsión que sorpren­ dió a todos los sujetos mexicanos. No es pequeña alabanza de Alegre decir que, habiendo dejado en México la Historia y cuantos documentos le sirvieron para escribirla, movido de las instancias de sus amigos, empleó sus ocios de Bolonia en 172

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redactar un Compendio de ella; admirando todos con razón, que conservara no solamente los hechos, sino hasta las fechas y muchos pormenores, sin otro auxilio que su estupenda me­ moria. (...) (...) Llegado a Italia después de varios contratiempos, se fijó primero en San Pedro, pueblo inmediato a Bolonia, y luego en Bolonia misma, donde pasó casi veinte años hasta el fin de su vida, con gran provecho de sí propio y de los de­ más. (...) (Entre otras obras que entonces compuso "aquel gran aprovechador del tiempo”, publicó entonces su Alejandrada y su versión de la litada en hexámetros latinos.)

Estos trabajos, y otros menores que omitimos, no fueron para Alegre sino distracción y descanso de estudios más gra­ ves: porque entregado a Dios y a la contemplación de su perfección infinita cuanto al hombre le es dado, meditaba ha­ cía tiempo otra obra mucho mayor y más digna de aquella elevada inteligencia. Solía decir que el conocimiento de las lenguas y el estudio de las bellas letras eran propios de la juventud; pero que la meditación de las cosas divinas era lo único digno y lo primero en la edad madura del hombre, pues fué criado para la inmortalidad. Lleno de tales pensamientos, empleó los últimos dieciocho años de su vida en escribir su Teología, en la cual, valiéndose especialmente de los Libros Sagrados, de los Santos Padres y de los Concilios -—que son las fuentes principales de la verdadera Teología—, expusocon claro método todos los dogmas de nuestra fe y cuanto conduce a conocer y amar la Majestad Divina, desterrando de

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su obra el método de las Escuelas y las cuestiones inútiles e intrincadas, introducidas por los extravíos de los siglos ante­ riores. (Desde joven se había formado un método para sus estu­ dios, inspirado en la obra de Natal Argonne. “Tratado de la lectura de los Santos Padres’’. Sus autores predilectos eran San Agustín y Santo Tomás de Aquino, “las dos grandes lum­ breras de la Iglesia”. Daba la última mano a sus Instituciones Teológicas cuando le sobrevino el primer ataque de apoplejía.)

(...) El 16 de agosto de 1788, estando a la mesa, le vino el tercer ataque de la mortal enfermedad; y sin valerle auxilio de la medicina, falleció una hora después de puesto el sol, a los cincuenta y ocho años, nueve meses y cuatro días de su edad. Al día siguiente fué trasladado a Bolonia —pues en busca de mejor aire se había retirado a un pueblo inmediato entre sus amigos—, y enterrado honradamente en la iglesia de San Blas, aguarda allí la resurrección de la carne. Lo que perdieron los mexicanos con la muerte de Alegre bien se conoció por el dolor que a todos causó la noticia, y con mucha razón, porque quien sepa estimar a los hombres conocerá que aquél era dignísimo del amor y del dolor de to­ dos. Dotado por la naturaleza de excelente índole, y educado con grande esmero por sus padres, se atraía a todos por sus limpias costumbres, su trato suave, su exterior modesto, y la copiosísima erudición que descubría cuando se le daba oca­ sión ; de tal modo que, a pesar de vivir apartado del comercio con los hombres, como suelen los literatos, con todo, en Mé­ xico, en la Habana, en Mérida, en Bolonia, en Fano y en

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cuantas partes estuvo, donde muchas personas notables bus­ caron su trato y le acogieron honoríficamente, mostró, con admiración de todos, que excedía a su reputación y fama. Su­ mamente afable en su trato, a nadie fué nunca molesto, sino con todos obsequioso; parco en palabras, no era fácil penetrar todo su mérito, si, con sincero deseo de aprender, no se le excitaba repetidas veces a que hablase. (...) (...) En lo que toca a letras humanas, fué de ingenio vi­ vo, claro, penetrante y propio para toda clase de ciencias, co­ mo lo acreditan sus obras: de gran facilidad para expresarse: de memoria tan tenaz, que lo leído una vez —-y leía con rapi­ dez increíble— se le quedaba impreso en maravillosa manera: dotes que dieron inmenso vuelo a su talento y le adornaron de refinado gusto. En sus escritos, lo mismo que en sus ser­ mones, de los cuales dejó tres tomos, lució un estilo florido, conveniente y templado, ya por ser más conforme a su ca­ rácter suave, ya porque le desagradaba lo vehemente; pero cuando traducía al latín o al castellano, como en ciertas odas y sátiras de Horacio, sabía conservar admirablemente la ele­ vación y pureza del original. Pues por lo mismo que la na­ turaleza y el arte le dotaron de tales prendas, duélense con justicia los mexicanos de esa prematura muerte y de ver apa­ gada la luz de aquel ingenio soberano, digno de ser contado entre los mayores ornamentos de su patria. (...) Fué Alegre, en fin, de estatura regular, envuelto en car­ nes, de nariz delgada y corva, aguileño de rostro, con grave­ dad amable, y tan bien conformado en todo, que no se le ad­ vertía defecto. Pasado aquel primer riesgo de su adolescen175

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cia, gozó siempre de salud robusta que le permitió dedicarse largo tiempo a un continuo estudio; y ojalá que en sus últi­ mos años, particularmente, hubiera moderado un poco el tra­ bajo, atendiendo algo a sus fuerzas postradas, para que la re­ pública literaria no perdiera prematuramente a aquel insigne mexicano y a un varón nacido para dar vuelo a las ciencias con su poderoso ingenio. (Versión de D. Joaquín García Icazbalceta, en: “Opúsculos Inéditos...”, pp.

xx-xxxvii.)

JUAN LUIS MANEIRO (1744-1802)

Nació en Veracruz, el 2 de febrero de 1744; entró al Seminario de San Ildefonso de México en 1753, y vistió la beca hasta 1759, en que tomó la sotana de la Compañía de Jesús en el noviciado de Tepotzotlán (4 de febrero.) En 1767 partió a Italia con sus her­ manos "y allí acabó de formarse un sabio completo”. Volvió a Mé­ xico en 1799, pero tuvo que sufrir “una reducción de pocos meses en el convento de San Diego... y algunos desaires de aquel antiguo espíritu antijesuítico que ya hace ridículos a los hombres en una so­ ciedad justa e ilustrada”. Murió en México, el 16 de noviembre de 1802, y fué enterrado con pompa y solemnidad por los Carmelitas Descalzos en su iglesia de San Sebastián, donde se le erigió un deco­ roso sepulcro en el que se grabó una hermosa inscripción latina es­

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crita por el célebre Provincial de los Carmelitas, Fray Antonio de San Fermín. Su obra principal —de la que he traducido para esta antología los fragmentos que doy a continuación, de la biografía de Clavigero—, es la siguiente:

— JOANNIS ALOYSII MANEIRI / Veracrucensis / DE VITIS / ALIQUOT / MEXICANORUM / Aliorumque / Qui sive virtute, sive litteris Mexici / inprimis floruerunt. / Pars Prima (Secunda, Tertia). / Bononiae / Ex Typographia Lcelii a Vulpe 1791 (1792, 1792). / Superiorum permissu.

F. JAVIER CLAVIGERO

(Fragmentos de su biografía) El nombre de este preclaro varón es ya bastante conocido por la Historia Antigua de México que publicó hace diez años. Su elogio, si bien demasiado breve, lóenlo ya en su lengua los italianos; ni dudamos que en algún tiempo lo leerán los hispanos en la suya. Nosotros, por nuestra parte, en es­ tos retratos latinos de mexicanos, no podemos pasar en si­ lencio a un mexicano de tan grandes méritos. (Los padres de Clavigero fueron don Blas Clavigero, de noble familia oriunda de León en España, y doña María Isabel Echeagaray, de ilustre familia originaria de las pro­ vincias vascongadas. De este matrimonio, ya establecido en

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México, nacieron once hijos, el tercero de los cuales fue nues­ tro historiador, nacido en la Veracruz, el 9 de septiembre de 1731.)

Hallábase aún Xavier envuelto en los pañales de la infan­ cia, cuando ya peregrinaba en el séquito de su padre, el cual había sido designado Prefecto con potestad primero sobre los Tetzuitlanos y luego sobre los Xicayanos, fértilísima Pro­ vincia en las Mixtecas. Y ya por estos principios parécenos ver claramente que el excelso espíritu de Clavigero fué desti­ nado por la Providencia Divina a las arduas labores que des­ pués acometió, de investigar las antigüedades de los mexica­ nos y sacarlas de la profunda oscuridad en que yacían ocultas. Bien sabemos que, si acaso lo leyeren, acogerán con burlas esto que decimos, aquellos que —como decía Tulio— quieren a Dios en perpetuo ocio y entorpecimiento, porque temen que no pueda ser feliz si se conmueve por los acontecimientos hu­ manos. Ojalá que quienes se mofan de tales cosas hubieran escuchado al mismo Cicerón cuando dice: “Tanto nuestra Ciudad como Grecia produjeron muchos varones singulares; pero debemos creer que ninguno de ellos hubiera sido tal sin el auxilio de Dios”. Mas rían en buena hora los que niegan que Dios gobierna conforme a su voluntad todas las cosas; nosotros, cuando escribimos, no tomamos en consideración a tales ingenios cegatones, compañeros de Epicuro, de Helve­ cio o de Voltaire. Tuvo, pues, Clavigero desde niño una índole vivaz, una inteligencia perspicacísima y una maravillosa propensión a investigar todos los arcanos. Tuvo también un padre liberal­ 180

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mente dotado por la naturaleza, muy cultivado en las más pulidas letras y diligentísimo en la educación de sus hijos; padre que fué ciertamente para Xavier lo que en otro tiempo Cornelia para los Gracos, de quienes nos enseña el orador ro­ mano que no debieron tanto al regazo cuanto a la palabra de su madre. Tuvo, asimismo, un ánimo conformado a la noble franqueza y hecho para cosas grandes, siempre agradecido a los beneficios, naturalmente misericordioso e inclinado a fa­ vor de aquellos pueblos que descendían de los primitivos in­ dígenas de aquel orbe. Tuvo, además, desde muy niño, opor­ tuna ocasión de tratar íntimamente con los mismos indios y de escrutar a fondo su índole y costumbres, e investigar con suma curiosidad cuanto produce aquella tierra de peculiar, ya sean plantas o animales o minerales. Porque los indígenas, a quienes el Prefecto don Blas trataba con gran humanidad, queriendo complacerlo, consagraban a su hijo un amor singu­ lar y competían en su servicio y regalo: no había monte pro­ cer, ni obscura caverna, ni ameno valle, ni fuente, ni río, ni lugar alguno que excitara la curiosidad, a donde no llevaran al niño, deseosos de agradarle; ni había ave o cuadrúpedo, flor o fruto, o planta tenida como rara, que no le presentaran como obsequio y cuya naturaleza no descubrieran —en cuan­ to ellos podían— respondiendo a las preguntas infantiles. Todo lo cual, ciertamente, si les acaeciere a niños de in­ genio vulgar, quizá de nada les aprovecharía; mas para Clavigero —a quien Dios había destinado a grandes empresas literarias— no fueron vanos tales acontecimientos y contri­ buyeron no poco a llenar su mente de eruditas noticias que inflamaran más y más su avidez de aprender y lo pre­ 181

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pararan para ser un historiador idóneo y rico en personales experiencias. Recuerdo las palabras de un sabio que, hablan­ do de esta primera educación de Clavigero, nos decía: “Esa unión y fortuita convergencia de muchas y diversas cosas es a modo de aquel almacigo de conocimientos cuyas semillas quería Bacon de Verulamio que se arrojaran indistintamente en las almas nobles apenas comiencen a usar de la razón: por­ que de tal almácigo, cuando el ingenio desarrolle sus propias fuerzas, cultivará aquellas artes a las que tenga natural pro­ pensión; y cuanto más temprano hubieren sido echadas las semillas, tanto mejores y más bellos frutos nacerán en la edad de la madurez”. Y en verdad, yo pienso que este feliz concurso de circunstancias que gozó Clavigero, tanto por la región en que pasó su niñez como por los obsequios de los indios y la empeñosa diligencia de su cultísimo padre, ende­ rezó y conformó su mente a la prolija investigación de la na­ turaleza y a una como insaciable avidez de conocer. Esas mismas circunstancias fueron, sin duda, las que sembraron y nutrieron en su ánimo agradecido aquella constante benevo­ lencia hacia los indígenas que lo impulsó ciertamente a con­ sagrar su labor y la elegancia de su pluma a salvar del olvido los fastos de su historia antigua. r >

(Después de recibir de su mismo padre las primeras no­ ciones de Religión y de ciencias —especialmente de historia, geografía y cosmografía, Clavigero fué enviado a Puebla, donde estudió gramática (latina) en el colegio de San Je­ rónimo y más tarde Filosofía en el Seminario de San Ig­ nacio.)

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Demostró clarísima y aguda inteligencia en el estudio de aquella filosofía que entonces se enseñaba y de la cual más tarde, ya Maestro, él mismo se esforzaría por eliminar mu­ chas cosas inútiles, para substituirlas por la genuina filosofía de Aristóteles. (Pasó después a estudiar Teología, con gran éxito.)

Pero aunque entonces fué la Teología su principal ocupa­ ción, dedicábase solícitamente en. sus horas libres a los estu­ dios amenos. Complacíase admirablemente en la lectura de los escritores españoles más sobresalientes por su ingenio y doctrina, por la prudencia de juicio y por la perfección de la lengua nativa: leía con particular empeño en aquel tiempo, a Quevedo, Cervantes, Fcijóo, al angelopolitano Parra y a la egregia poetisa mexicana Juana Inés de la Cruz. En una palabra, todos los afanes de Clavigero se endere­ zaban a las ciencias y a toda suerte de disciplinas liberales ; y parecía no tener otro amor ni otro deseo que el de instruirse en todo género de conocimientos. Y mientras así obraba, ape­ nas había alcanzado los dieciséis años de edad. (Después de algunas luchas consigo mismo, Clavigero entró en la Compañía de Jesús, el 13 de febrero de 1748. Después de los dos años de noviciado, pasó a repetir los es­ tudios de Humanidades y se dedicó por su cuenta a estudiar el griego y el hebreo, el náhuatl, el francés y el portugués. Llegó a tener, asimismo, nociones de alemán, de inglés y de otras muchas lenguas.)

Tan vastos conocimientos en un joven de veinte años de edad, serían ciertamente merecedores de grande alabanza aun

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cuando hubiera tenido por maestros a Aristóteles o a Marco Tulio y hubiera crecido en el siglo de oro de la literatura. Mas él había nacido en un tiempo en que aún no desaparecía del todo la corrupción del gusto literario, y había sido educa­ do en una región del mundo en que exageradamente se temía que, con las nuevas luces doctrinales, se introdujeran los erro­ res contrarios a la religión cristiana que en otros países pulu­ laban y se difundían por todas partes: no de otra manera te­ mieron antiguamente los religiosos Senadores del Capitolio que la literatura de los griegos corrompiera las costumbres de la romana juventud. Por lo que Clavigero, a quien costó no poco trabajo combatir —en compañía de unos cuantos— tales prejuicios, es digno de mayor alabanza y de la perenne grati­ tud de la posteridad. Pasó en seguida a la Angelópolis, según la costumbre de la Compañía en México, a repetir durante un año los estudios de Filosofía. Inmediatamente sobresalió, sin ningún trabajo, y pudo en poco tiempo prepararse a defender noventa tesis filosóficas en el examen acostumbrado. Y ello, decíamos, sin ningún trabajo: pues quedábale libre gran parte del día para satisfacer su insaciable deseo de estudiar y enriquecer su mente con útilísimas doctrinas. Tomando como guías a Feijóo y a Tosca, había llegado a enamorarse de aquella filosofía que —adulta ya en tiempos de las Olimpíadas griegas— es por nosotros llamada moderna: amóla Clavigero, por así decirlo, con furtivo amor y cultivóla en sus estudios privados, leyendo durante ese año asiduamente las obras de Regio, Duhamel, Saguensio, Purchot, Descartes, Gassendi, Newton, Leibnis; cuyas vidas leía también con suma delectación, y estimaba

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muchísimo a Fontenelle por sus hermosos retratos de aque­ llos filósofos. (...) Después de un año, lleno de la misma sed de saber se dirigió a México para estudiar la Teología, y allí encontró un escenario como apenas hubiera podido desearlo, para llevar a cabo admirables progresos en las letras y obtener de sus estudios fecundo solaz. Dióse entonces la feliz coyuntura de que, entre los jesuítas destinados a la Teología, se reuniera un grupo selectísimo de jóvenes que —por sus ingenios sin­ gulares y llamados a grandes empresas, por su encendido anhelo de saber y su magnánima fortaleza en la realización de sus proyectos— produjo en aquel país una entera renova­ ción de las ciencias, o a lo menos la fomentó y difundió en gran manera. Lo cual está muy de acuerdo con la acostum­ brada providencia de Dios, que administrando sabiamente es­ te mundo que es suyo, cada vez que quiere llevar a feliz tér­ mino una gran innovación, hace surgir varones de ingenio vivaz, llenos de espiritual fortaleza y con todas aquellas dotes que los hagan idóneos para realizar la deseada renovación. En íntima convivencia con ellos, Clavigero aguzaba más y más su ingenio, recibía de ellos luces y a su vez les comuni­ caba las que él atesoraba con sus propios esfuerzos. (...) Pero especialmente útil fué entonces para Clavigero la amistad con José Rafael Campoy, su compañero de estudios y guía que le señaló el mejor camino en la adquisición de las ciencias, y a quien oportunamente elogiamos por la vastedad de sus conocimientos. Bajo su dirección conoció por primera vez Clavigero el tesoro de selectísimos autores en todo género de ciencias que se encontraba en aquel Colegio de San Pedro 185

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y San Pablo; y en tal tesoro, guiado siempre por la sabiduría de su amigo, fatigábase Clavigero largas horas investigándolo todo con incansable esfuerzo y leyendo cuanto juzgaba le se­ ría útil para la anhelada restauración de las ciencias. Por el mismo Campoy tuvo noticia de que allí se encontraban los preciosos monumentos literarios que en el siglo XVII había legado a aquel Colegio Carlos de Sigüenza y Góngora, mexi­ cano de eximia fama y cuya sabiduría tuvo pocos rivales du­ rante el pasado siglo. Hallábanse entre esos monumentos al­ gunos antiguos códices de los antiguos mexicanos salvados por el mismo Sigüenza de la común ruina que nunca llorarán suficientemente las Musas. A Sigüenza tomó desde entonces Clavigero por guía en tales estudios; y contemplando aque­ llos viejos códices llenábase de sumo placer, por la sincera benevolencia con que amaba a los indígenas mexicanos. Y no se cansaba de admirar el pulimento de aquel papel usado por los antiguos indios antes de conocer la cultura europea; con tenaz memoria retenía en la mente los jeroglíficos y se esfor­ zaba incansablemente por interpretarlos. Por ello, si no por otras causas, debemos llorar la muerte de Clavigero: porque con él desapareció uno de los primeros hombres que en nues­ tra edad hubiera logrado entender y explicar aquellos enig­ mas de los antiguos mexicanos. Hallábase en esta para él suavísima ocupación, cuando re­ cibió el nombramiento de Prefecto de los alumnos en el Se­ minario de San Ildefonso de México. Mostramos ya en otra parte de cuánta responsabilidad era tal puesto, ya que de di­ cho Prefecto dependía en gran parte el porvenir de la nación mexicana. No ignoraba Clavigero de cuán grande importan-

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cia sea el bien público ; y con suma perfección conocía los de­ beres para con los jóvenes confiados a su cuidado. (...) Por lo cual deseaba ardientemente contribuir a la gloria de Dios y fomentar la inteligencia y el corazón de los jóvenes de acuerdo con la sublimidad, de sus propios ideales. Pero vien­ do cuán arduo y peligroso le sería tratar de extirpar ciertas costumbres que se habían arraigado en los colegios mexicanos de aquel tiempo, juzgó más oportuno guardar silencio y no introducir por lo pronto novedad alguna. Calmaba entretanto los aguijones de su conciencia con el pensamiento de que de­ bía cumplir su oficio no según su propio parecer, sino de acuerdo con el del Rector; atormentábale, sin embargo, con vehemencia el pensar que se veía obligado a obrar en contra de lo que él estimaba más saludable y a exigir a los alumnos cosas que él juzgaba superfluas. Pocos meses duró en tal fluctuación de ánimo : porque siendo la sinceridad una de sus principales virtudes, decidióse a mandar al Superior de la Provincia un escrito en que, tras exponer el método que él juzgaba deberse adoptar en la instrucción de la juventud, abiertamente manifestaba el profundo dolor que le causaba tener que seguir un camino diferente de aquel que estimaba recto, y en vez de marchar por la senda deseada verse for­ zado a seguir otra que en manera alguna conducía a la meta propuesta. Gobernaba entonces la Provincia el P. Juan An­ tonio Baltazar, germano de origen y varón de gran pruden­ cia y madurez de juicio, el cual habiendo pasado su juven­ tud en el célebre Seminario de Parma, había recibido una educación noble y limpia de prejuicios. Admiró Baltazar y elogió grandemente el talento de aquel Prefecto, cuyo plan

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parecíale digno de un hombre ya célebre y encanecido en lar­ gos años de gobierno. Por lo que no pudo menos de alabar, en presencia del propio Clavigero, la elegancia de su estilo, el orden de todo su escrito, la rectitud de sus apreciaciones y también la modestísima templanza con que había preferido callar antes que ser causa de inoportunas agitaciones. Con­ cedióle, pues, dejar aquel oficio que desempañaba con tanta repugnancia interior, para que no sufriera ya las angustias que lo atormentaban; pero aquel prudente Superior alentó a Clavigero con estas palabras: “No dudes que estos proyectos tuyos alcanzarán a su tiempo un éxito feliz”. (Desempeñó después la cátedra de Retórica, combatiendo el "gerundianismo” que reinaba todavía en la oratoria pro­ fana y sagrada. Ordenóse de sacerdote y presentó en Puebla el examen final de Teología y Derecho Canónico. Y después de la "tercera probación”, pidió a sus superiores que lo de­ dicaran a trabajar por el bien de los indios en el Colegio de San Gregorio, donde pasó cinco años enteramente con­ sagrado a esa labor espiritual y al estudio de los códices in­ dígenas.)

Por aquel tiempo comenzó también a procurar con todo esfuerzo la pública utilidad, escribiendo y publicando breves opúsculos, de los cuales algunos aparecían con su nombre, otros anónimos y algunos finalmente bajo el nombre de alguno de sus amigos, para que el lector —decía él— justi­ preciara la obra por su mérito intrínseco y no por mero prejuicio la despreciara. Era, pues, manifiesto que en tales publicaciones Clavigero no buscaba su propia gloria sino la 188

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reivindicación de la verdad. Y en cuanto a sus temas, todos sus trabajos tendían a la deseada renovación de las ciencias; ya en lo literario, procurando introducir el buen gusto, deste­ rrar la corrupción que había invadido la oratoria y promover el estudio de las lenguas ; ya en lo filosófico, ensalzando la pu­ ra y limpia filosofía1; o bien dilucidando alguna curiosa con­ troversia en asuntos históricos. (Entre sus escritos de esta época, deben mencionarse las dos cartas de San Francisco de Sales, traducidas y ampliamen­ te anotadas por Clavigero; la biografía de su hermano, el presbítero secular Manuel Clavigero, y una Vida de San Juan Ncpomuceno traducida del italiano. Fué después enviado a Puebla, y en el Colegio de San Francisco Xavier prosiguió su labor en favor de los indios.)

Lo único que sintió Clavigero al tener que partir, fué el dejar en México a aquel grupo de jóvenes inteligentes y es­ forzados con quienes gustosamente comunicaba sus proyec­ tos y de donde esperaba que nacería en breve aquella nueva edad de las ciencias por la que desde ya largo tiempo suspi­ raba. Quedan hoy día algunos de aquellos adolescentes, que han sido honra y prez de su patria, y sobresale entre ellos José Alzate, de cuyos asiduos trabajos nos llegan de vez en cuando noticias a despecho del inmenso mar que nos separa. (En Puebla pronunció su célebre panegírico de San Fran­ cisco Xavier, que movió al Provincial a emplearlo en estudios más altos y honoríficos, encomendándole la cátedra de Fi­ losofía en Valladolid.)

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Tardío honor, ciertamente, y que Clavigero algunos años antes se había rehusado a aceptar cuando se le designó para ir a Guadalajara. Mas dijérase que así lo decretó la Provi­ dencia divina para que la nueva o restaurada filosofía que Clavigero osaba enseñar se viera corroborada por la madurez y autoridad del maestro y por la justa fama que ya para entonces habíase ganado. Era ya tiempo, en verdad, de resti­ tuir a su nativo decoro la filosofía, que en aquel país se ha­ llaba muy decaída y con frecuencia degeneraba en fútiles ba­ gatelas. Y ya en los años precedentes, varios maestros de la Provincia mexicana de la Compañía —en México, Guate­ mala, Querétaro, la Habana— habían intentado lograr que los jóvenes saborearan algunas cuestiones, tan útiles como interesantes, que en tales colegios desde hacía muchos años no se trataban. Mas . «o hubo, antes de Clavigero, ninguno que enseñara allí una filosofía enteramente renovada y per­ fecta. Tan ingente obra sólo podía emprenderla un varón intrépido y dotado de valerosa constancia para los grandes esfuerzos, y a quien adornara —además del ingenio eminen­ te— una noble grandeza de ánimo. Tal se mostró Clavigero desde el principio, en la oración latina que pronunció en la inauguración de las clases: porque desconociendo los artifi­ cios del disimulo manifestó con ingenua sinceridad que él no enseñaría aquella filosofía que fatigaba la mente de los jó­ venes con ninguna, o muy poca, utilidad, sino aquella que antaño enseñaran los griegos y que los sabios modernos al­ tamente elogiaban, aquella que aprobaba la culta Europa y que se enseñaba allá en las públicas escuelas, aquella que él juzgaba útil y muy adecuada a la inteligencia de los adoles­

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centes. Pero todo ello propúsolo con mansedumbre y tem­ planza, no como quien rechaza inveterados vicios didácticos, sino a la manera de un generoso amigo y óptimo ciudadano que distribuía para el público bien el escondido tesoro saca­ do de las minas de los antiguos sabios. No pudo menos de tributarle grandes aplausos y sinceras felicitaciones, el Cabil­ do Eclesiástico de Valladolid, que acostumbraba asistir en cuerpo y con gran solemnidad a tales discursos; y del aplauso de los Canónigos, difundióse el nombre de Clavigero por toda aquella región. Crecía sin cesar la fama de la sabiduría de aquel maes­ tro; y admiraban todos con sumo agrado la novedad de la filosofía por él enseñada. Era ésta una síntesis construida con orden admirable, en hermoso latín y enteramente límpida, libre de toda superfluidad en temas y en palabras. En ella encontrábanse, admirablemente concentrados y dilucidados con suma perspicuidad, los filósofos griegos, así como tam­ bién todos los útiles conocimientos descubiertos por los sabios modernos, desde Bacon de Verulamio y Descartes hasta el americano Pranklin. Y aquellos que antes nunca habían escu­ chado tales cosas, deleitábanse sumamente en ellas y admi­ raban al maestro casi como un prodigio; aquellos otros que ya las habían saboreado aunque someramente, aplaudían al nuevo Doctor con inmensa alegría y se congratulaban de poseer a aquel ciudadano que merecía bien de la Patria. Y a la pericia y destreza del maestro en el enseñar —dotes que no a todos los sabios les son concedidas—, correspondían los progresos de sus discípulos. ¡ Cuán hermoso era ver el es­ fuerzo con que los jóvenes se consagraban a aprender tales

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doctrinas! Con lo que una vez más se confirmó plenamente ser la ciencia de las cosas (de las cosas, digo, no de los mis­ terios y sombras de las palabras), el genuino alimento del hombre. Con dificultad, ciertamente, se encontrará •—entre una gran multitud de jóvenes— alguno que no se empeñe con diligencia en aprender lo que se refiere a las cosas de la naturaleza y que está, por así decirlo, ante nuestros pro­ pios ojos: con tal que el maestro sepa ganarse la benevolen­ cia de los oyentes y proponerles las cuestiones bien diluci­ dadas y acomodadas a su alcance. Porque nacemos todos los hombres vehementemente inclinados a la ciencia; y Quien creó tanto a nosotros como al mundo, nos lo entregó para que lo investigáramos. (Durante ese tiempo visitó el colegio de Valladolid el Provincial P. Francisco Zevallos, quien aprobó plenamente la enseñanza de Clavigcro y lo exhortó “a llevar a feliz tér­ mino aquella saludable reforma de los estudios filosóficos”. Ayudóle mucho también su amigo el sacerdote poblano Vi­ cente Torija, enviándole cuantos libros necesitaba. Al termi­ nar el curso, los discípulos de Clavigcro presentaron muy lucidos exámenes públicos defendiendo las nuevas enseñanzas de su maestro. Fué luego enviado a Guadalajara, donde enseñó también filosofía, a la vez que se dedicaba a los ministerios sacerdo­ tales y en particular a la predicación. Por ese tiempo también parece haber empezado a escribir su famoso Diálogo entre Filaletes y Paleófilo, defendiendo la necesidad de la experi­ mentación y la supremacía de la razón sobre la autoridad hu­ mana en las ciencias físicas y naturales. Terminado el curso de filosofía, había sido nombrado prefecto de la Congregación Mariana de Guadalajara, cuan-

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do —por el decreto de expulsión— se vió obligado a partir para Italia, a donde llegó después de haber sufrido una gra­ ve enfermedad en la Habana y un terrible naufragio cerca de Córcega. Se estableció primeramente en Ferrara, donde el Conde Aquiles Crispí y su hijo Benedicto le brindaron ge­ nerosa amistad.)

Aún no había descansado Clavigero de las penalidades de aquel larguísimo y difícil viaje por mar y por tierra, cuando ya buscaba la manera de emplear útilmente su tiempo y de procurar el adelanto de las ciencias. Habiendo escrito a varios de sus compañeros con quienes lo unía íntima amistad, expúsoles su proyecto de establecer una Academia de Cien­ cias entre los mexicanos refugiados en Italia; la que debería constar de muchas y diversas ramas, de modo que no se omitieran ni las artes o ciencias mayores, ni las bellas letras, ni la copiosa variedad de las lenguas, ni la bellísima historia, ni las doctrinas matemáticas, ni los descubrimientos humanos en asuntos relativos a la física, ni el estudio de las leyes de la crítica. Pero estas diversas ramas de la Academia, aunque sus cultivadores estuvieran en distintos lugares para que cada uno pudiera con mayor tranquilidad consagrarse a sus parti­ culares estudios, deberían prestarse mutuamente auxilio con una especie de fraternidad y mutuamente comunicarse sus luces. (...) Pero las dificultades de los tiempos impidieron que ese plan tan útil para el adelanto de las letras pudiera llevarse íntegra y plenamente a cabo. (Poco después, Clavigero pasó a vivir a Bolonia, en compañía de Alegre y de otros de los más ilustres jesuítas mexicanos, consagrados del todo al estudio y a la enseñanza.

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Por lo cual “no pocos, con jocosa urbanidad, llamaban a aquella casa de los mexicanos Sede de la Sabiduría". Entonces se dedicó a escribir su gran obra de la Historia Antigua de México, a pesar de las dificultades con que tropezaba por la falta de libros y documentos.)

Pero Clavigero demostró con su ejemplo ser el mundo entero la patria del sabio: ni su pobreza —bastante visible hasta en su manera de vestir—, ni su calidad de extranjero impidiéronle obtener fácil acceso no sólo a todas las públicas bibliotecas de Bolonia, sino también a las privadas que son tan numerosas entre los cultísimos boloñeses. (Pudo también conocer y estudiar los antiguos códices y monumentos mexicanos que se conservaban en las bibliotecas de Ferrara, Módena, Roma, Florencia, Genova, Milán, Ñapó­ les y Venecia. Después de varios años de pacientísimas inves­ tigaciones, escribió su Historia, primero en español, y después en italiano, lengua en que se publicó, con el título de Storia Antica del Messico. Fue recibida con sumo aplauso de los doctos, y poco después vertida a las principales lenguas de Europa: francés, alemán, inglés, etc. Escribió después, en italiano, su Historia de California, publicada después de su muerte por su hermano Ignacio. Y tenía en preparación otras obras importantísimas, como la Historia eclesiástica mexicana y muchas biografías de mexi­ canos ilustres. Su última obra publicada íué un opúsculo en italiano sobre la historia de la Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe en México. Durante cuatro años soportó con extraordinaria fortale­ za la enfermedad que habría de causarle la muerte, el 2 de

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abril de 1 787. Se le hicieron solemnes funerales en la parro­ quia de los Santos Cosme y Damián, y su cadáver fue se­ pultado en la iglesia de Santa Lucía, que había sido de los jesuítas.)

Fué Francisco Xavier Clavigero un varón sólidamente cristiano, en cuya conducta no hubo jamás aquella vana apa­ riencia de virtud ni aquellos defectos que nacen de un ánimo estrecho o imprudente y que no constituyen la genuina pie­ dad, sino más bien la recargan y falsean. (...) Fue honrado y probo por la íntima justicia que regía todos sus actos, no por afectada simulación. Profesó la vida religiosa porque se sintió llamado a ella por Dios; y elevado a la dignidad del sacerdocio, guardó siempre intacta su altísima dignidad. (...) Fué literato, sin ninguna de aquellas artimañas de que suele valerse la humana flaqueza para adornarse con ajenas galas. Fué un varón de gran mérito, pero nunca supo lo que era la ambición de los honores. (...) En todo lo que hacía —para pública utilidad, o bien en servicio de algún particular—, jamás lo movía el deseo de lucro; y en ese desinterés quizá podría decirse que no obser­ vó los justos límites. Vivía feliz en su pobreza, con recursos apenas bastantes a las necesidades de la vida. Amaba el si­ lencio y la soledad, con el fin de consagrarse a las letras; pero fué siempre benévolo en el trato con los hombres, urba­ no, de carácter festivo, enteramente sincero y ajeno a toda hipocresía en hechos o en palabras, veraz por naturaleza y fidelísimo en la amistad. No perdió la serenidad de su sem­ blante por las continuas vicisitudes y grandes calamidades que 195

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lo atormentaron principalmente en los últimos cuatro lustros de su vida. Por lo demás, la imparcial posteridad juzgará, por las obras que dejó, cuán grande fue Clavigero! (III, 28-78.)

Versión de G. M. P.

INDICE

Advertencia............................................................. Introducción............................................................ Francisco Xavier Clavigero

Carácter de los mexicanos Religión de los antiguos mexicanos. Educación de la juventud mexicana. Exhortación de un mexicano a su hijo Exhortación de una mexicana a su hija Lengua mexicana................................ Oratoria y poesía................................ Teatro mexicano................................. Escultura............................................... 197

Págs.

Necesidad del mestizaje..................................................... 33 La esclavitud............................................................................ 39 Francisco Xavier Alegre

Origen de la autoridad........................................................... 43 El comercio de esclavos negros......................................... 55 La Ciudad de México........................................................... 58 El reino de Michoacán........................................................... 61 Don Vasco de Quiroga........................................................... 64 Conquista y evangelizaron..................................................... 67 Rebelión victoriosa de los negros......................................... 69 El P. Ensebio Francisco Kino............................................... 74 La expulsión de los jesuítas............................................... 77 Andrés Cavo

Vida y pasión heroica de Cuauhtemoc............................. 85 Defensa de la libertad de los indios................................... 91 “El yugo de los españoles’’..................................................... 96 Necesidad del mestizaje......................................... La Universidad de México.................................................... 107 Fiestas mexicanas: Los volantines..................................109 Caza a la mexicana................................................................ 110 Andrés

de

Guevara

y

BasoazÁbal

La Filosofía y los filósofos.................................................... 115 Defensa de la filosofía moderna........................................119 198

105

Págs.

La sabiduría griega................................................................ 121 La juventud y la filosofía moderna................................. 123 Elogio de Descartes, Galileo y Bac.on................................. 125 Exhortación al estudio de la filosofía................................. 128 Pedro José Márquez

A la Muy Noble, Ilustre e Imperial Ciudad de México. 131 El filósofo, ciudadano del mundo....................................... 133 Cultura de los antiguos mexicanos..................................135 Por qué ocultaban sus monumentos................................. 136 Los sacrificios humanos.................................................... 137 Otros sacrificios de los mexicanos....................................... 138 Los mexicanos y los griegos.............................................. 140 El chocolate y la jicara.......................................................... 142 Disertación sobre la Belleza.............................................. 144 Manuel Fabri

Francisco Xavier Alegre. (Fragmentos de su biogra­ fía) ................................................................................... 165 Juan Luis Maneiro

Francisco Xavier Clavigero. (Fragmentos de su bio­ grafía)............................................................................. 179

En

la

Imprenta Universitaria,

BAJO LA DIRECCIÓN DE FRANCISCO MONTERDE,

FUÉ

IMPRESO

ESTE

LIBRO QUE ILUSTRÓ JULIO PRIETO.