Historias insólitas

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Auguste-Philippe Villiers d’Îsle Adam

AMOR SUPREMO EL SECRETO DEL CADALSO Al señor Edmond de Goncourt Las recientes ejecuciones me recuerdan esta extraordinaria historia: Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las siete, el doctor Edmond-Désiré Couty de la Pommerais, recientemente trasladado de la Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de una camisa de fuerza, en la celda de los condenados a muerte. Taciturno, fija la mirada, apoyaba los codos en el respaldo de la silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez de su rostro frío. A dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, to observaba, cruzados los brazos. Casi todos los detenidos están obligados a un trabajo cotidiano, de cuyo salario la administración deduce, en caso de fallecimiento, el precio de la mortaja, que nunca proporciona. Solo los condenados a muerte no tienen que Historias insólitas

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realizar tarea alguna. El prisionero era de esos que no juegan a los naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza. Treinta y cuatro años; moreno; de talla mediana; bien proporcionado en verdad; las sienes grises desde hacia poco; la mirada nerviosa, semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las manos saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces; modales de estudiada distinción: tal aparecía. (Se recordará que en las audiencias del Sena, no habiendo podido Me. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no obstante lo riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido por los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de M. Oscar de Vallée, M. de la Pommerais, convicto de haber administrado dosis mortales de digitalina a una dama amiga suya, con premeditación y propósitos de lucro, oyó pronunHistorias insólitas

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ciar contra él, en aplicación de los artículos 301 y 302 del Código Penal, la sentencia de muerte.) Esa noche del 5 de junio ignoraba aún el rechazo del recurso de apelación, así como de toda audiencia de gracia solicitada por sus familiares. Apenas si su defensor, más dichoso, había logrado que lo escuchara distraídamente el Emperador. El venerable abate Crozes, que antes de cada ejecución se agotaba en súplicas a las Tullerías, había regresado sin respuesta. ¿Conmutar la pena de muerte en tales circunstancias, no implicaba abolirla? El caso era ejemplar. En opinión del Parquet1, el rechazo del recurso era indudable y debía ser notificado de un momento a otro, y M. Hendreich había sido encargado de recibir al condenado el 9 a las cinco de la mañana. De pronto, sonó en las losas del corredor un Conjunto de los magistrados del ministerio público. (N. del T.)

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ruido de culatas de fusil; la cerradura chirrió pesadamente; la puerta se abrió; brillaron las bayonetas en la penumbra; el director de la Roquette, M. Beauquesne, apareció en el umbral, acompañado de un visitante. M. de la Pommerais, que levantó la cabeza, reconoció de una ojeada en ese visitante al ilustre cirujano Armand Velpeau. A un signo de su superior, el guardia salió, y M. Beauquesne, tras una muda presentación, se retiró también, dejando solos a los dos colegas, frente el uno al otro, mirándose. La Pommerais, en silencio, señaló al doctor su propia silla, y fue luego a sentarse en la cucheta de la cual los durmientes, en su mayor parte, son despertados de la vida en un sobresalto. Como se vela poco, el gran médico se acercó al... enfermo, para observarlo mejor y poder conversar en voz baja. Velpeau entraba ese año en los sesenta. En el apogeo de su renombre, heredero del sillón de Historias insólitas

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Larrey en el Instituto, primer profesor de clínica quirúrgica de París y, por sus obras, todas de un rigor de deducción tan claro y tan vivo, una de las luces de la ciencia patológica, el distinguido médico se imponía ya como una de las cumbres de la ciencia. Tras un frío momento de silencio: –Señor –dijo–, entre médicos debemos ahorrarnos inútiles condolencias. Por otra parte, una afección de la próstata (que, seguramente, me matará dentro de dos anos o dos años y medio) me clasifica también, con una diferencia de pocos meses, en la categoría de los condenados a muerte. Sin preámbulos, pues, vayamos a los hechos. –Entonces, según usted, doctor, mi situación jurídica es... ¿desesperada? –interrumpió La Pommerais. –Así se teme –respondió simplemente Velpeau. –¿Está fijada mi hora? –No lo sé; pero como nada se ha determinado aún a su respecto, puede seguramente conHistorias insólitas

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tar con algunos días. La Pommerais se pasó la manager de la camisa de fuerza por su pálida frente. –Sea. Gracias. Estaré dispuesto: ya lo estoy. Ahora, cuanto más pronto, mejor. –Como su recurso no ha sido rechazado, al menos hasta ahora –continuo Velpeau–, la proposición que voy a hacerle solo es condicional. ¡Si se salva usted, tanto mejor!... Si no... El gran cirujano se detuvo. –¿Si no?... –preguntó La Pommerais. Velpeau, sin responder, extrajo del bolsillo un pequeño estuche, lo abrió, sacó un bisturí y, cortando la camisa en la muñeca izquierda, apoyó el dedo medio sobre el pulso del joven condenado. –Señor de La Pommerais –dijo–, su pulso me reveler una sangre fría y una firmeza raras. El paso que doy ante usted (y que debe mantenerse en secreto) tiene por objeto una suerte de ofrecimiento que, aún dirigido a un médico de su energía, a un espíritu templado en las conHistorias insólitas

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vicciones positivas de nuestra ciencia y bien liberado de los temores fantásticos de la muerte, podría parecer una extravagancia o una irrisión criminal. Pero sabemos, creo, quiénes somos. Usted la tomará, pues, en atenta consideración, por turbador que pudiera parecerle en el primer momento. –Mi atención le está asegurada, señor –contestó La Pommerais. –No ignora usted –siguió Velpeau–, que una de las cuestiones mas interesantes de la fisiología moderna es saber si persiste algún resplandor de memoria, de reflexión, de sensibilidad real en el cerebro del hombre, después de seccionada la cabeza... Al oír este inesperado comienzo, el condenado se estremeció; después, reponiéndose: –Cuando usted entró, doctor –respondió–, estaba justamente preocupado par ese problema, doblemente interesante para mí, como comprenderá... –Está usted al corriente de los trabajos escriHistorias insólitas

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tos sobre el asunto, desde los de Soemmering, Süe, Sédillot y Bichat, hasta los modernos, ¿no es así? –Hasta asistí, una vez, a uno de sus cursos de disección en los restos de un ajusticiado. –¡Ah!... Sigamos, entonces. ¿Tiene usted nociones exactas, desde el punto de vista quirúrgico, sobre la guillotina? La Pommerais, luego de mirar bien a Velpeau, contestó friamente: –No, señor. –He estudiado escrupulosamente el aparato hoy mismo– continuó inconmovible el doctor Velpeau–. Es, lo atestiguo, un instrumento perfecto. La cuchilla actúa a la vez como tuna, como guadaña y como maza, cortando al sesgo el cuello del paciente en un tercio de segundo. El decapitado, bajo el impacto de este ataque fulgurante, no puede experimental mas dolor, pues, que el que siente, en el campo de batalla, el soldado a quien una bala le arranca un brazo. La sensación, por falta de tiempo, es Historias insólitas

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nula y obscura. –Tal vez haya post-dolor; queda lo vivo de dos heridas. ¿No fué Julia Fontenelle quien, dando sus motivos, preguntó si esa misma velocidad no tenía consecuencias mas dolorosas que la ejecución con alfanje o con hacha? –Bérard trató como merecía ese desvarío. Personalmente, tengo la convicción, basada en experiencias y en mis observaciones particulares, de que la ablación instantánea de la cabeza produce, en el mismo momento, en el individuo decapitado, el desvanecimiento anestésico mas absoluto. "El solo síncope provocado por la pérdida súbita de cuatro o cinco litros de sangre que irrumpen fuera de los vasos (a menudo con una fuerza de proyección circular de un metro de diámetro) bastaría para tranquilizar a este respecto a los mas timoratos. En cuanto a los estremecimientos inconscientes de la máquina carnal detenida demasiado repentinamente en su proceso, no constituye mas indicio de suHistorias insólitas

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frimiento que... las palpitaciones de una pierna cortada, por ejemplo, cuyos músculos y nervios se contraen, pero de la que ya no se sufre. Digo que la fiebre nerviosa de la incertidumbre, la solemnidad de los preparativos fatales y el sobresalto del despertar matinal son lo más claro de ese presunto sufrimiento, en estos casos. Como la amputación no es perceptible, el dolor real es imaginario. ¡Vamos! Un golpe violento en la cabeza no sólo no se siente sino que no deja conciencia alguna del choque; tal lesión simple de las vértebras acarrea la insensibilidad atáxica, y la separación de la cabeza, la escisión de la espina dorsal, la interrupción de las relaciones orgánicas entre el corazón y el cerebro, ¿no bastarían para paralizar, en lo mas intimo del ser humano, toda sensación, aún la mas vaga, de dolor? ¡Imposible! ¡Inadmisible! Y usted lo sabe tan bien como yo." –Así lo espero, al menos, más que usted, señor –respondió La Pommerais–. Por lo tanto, Historias insólitas

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no es en realidad un grande y rápido sufrimiento físico (apenas concebido en la turbación sensorial y pronto ahogado por la ascendente invasión de la muerte); no es eso, repito, lo que temo. Es otra cosa. –¿Quiere usted tratar de formularla? –dijo Velpeau. –Escuche –murmuró La Pommerais tras un instante de silencio–. En definitiva, los órganos de la memoria y de la voluntad (si están circunscritos en el hombre a los mismos lóbulos en que los hemos comprobado en... el perro, por ejemplo), esos órganos, digo, ¡son respetados por el paso de la cuchilla! "Hay demasiados precedentes dudosos, tan inquietantes como incomprensibles, para que me deje persuadir fácilmente de la inconsciencia inmediata de un decapitado. Según las leyendas, ¿cuántas cabezas no han vuelto su mirada hacia quien las interrogaba? ¿Memoria de los nervios? ¿Movimientos reflejos? ¡Vanas palabras! Historias insólitas

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“Recuerde usted la cabeza de aquel marinero que, en la clínica de Brest, una hora y cuarto después de la decapitación, cortaba con un movimiento de las mandíbulas –tal vez voluntario– un lápiz colocado entre ellas... Por no citar más que ese ejemplo entre mil, la cuestión real sería, pues, saber si era o no el yo de ese hombre el que, cesada la hematosis, impresionó los músculos de su cabeza exangüe.” –El yo no reside sino en el conjunto –dijo Velpeau. –La médula espinal prolonga el cerebelo respondió M. de la Pommerais–. Esto sentado, ¿dónde estaría el conjunto sensitivo? ¿Quién podrá revelarlo? Antes de ocho días yo sí que to habré sabido... y olvidado. –De usted depende, quizá, que la humanidad lo sepa de una vez por todas –respondió lentamente Velpeau, los ojos clavados en su interlocutor–. Y, hablando con franqueza, es por eso por lo que estoy aquí. "He sido delegado ante usted por una comiHistorias insólitas

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sión de nuestros más eminentes colegas de la Facultad de París, y aquí está el permiso del Emperador. Contiene poderes lo bastante extensos como para prorrogar, llegado el caso, la orden de su ejecución." –Explíquese... no le entiendo –contestó La Pommerais, perplejo. –Señor de la Pommerais, en nombre de la Ciencia a la que amamos y que cuenta ya, entre nosotros, innumerables mártires magnánimos, vengo (en la hipótesis para mí mas que dudosa, de que fuera factible cualquier experimento convenido entre nosotros) a reclamar de todo su ser la mayor suma de energía y de intrepidez que sea posible esperar de la especie humana. Si su recurso de gracia es rechazado, usted resulta ser, como médico, un sujeto competente por sí mismo en la operación suprema que debe soportar. Su concurso sería, pues, inestimable en una tentativa de... comunicación. Claro está, por mas buena voluntad que usted se proponga demostrar, todo parece Historias insólitas

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testimoniar de antemano el resultado mas negativo; pero, en fin, con usted (suponiendo siempre que esta experiencia no sea absurda en principio) se ofrece una probabilidad sobre diez mil de iluminar milagrosamente, por así decirlo, la fisiología moderna. La ocasión debe ser, pues, aprovechada, y en caso de cambiarse victoriosamente un signo de inteligencia después de la ejecución, usted dejaría un nombre cuya gloria científica borraría para siempre el recuerdo de su flaqueza social. –¡Ah! –murmuró la Pommerais, pálido, pero con resuelta sonrisa–, ¡ah! Empiezo a comprender... De hecho, los suplicios revelaron los fenómenos de la digestión, dice Michelot. ¿Y... de que naturaleza sería su experimento? ¿Sacudidas galvánicas?... ¿Excitación del ciliar? ¿Inyecciones de sangre arterial? ¡Poco concluyente todo eso! –Inútil decir que inmediatamente después de la triste ceremonia sus restos irán a descansar en paz en la tierra, y que no lo tocará uno solo Historias insólitas

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de nuestros escalpelos –continuó Velpeau–. ¡No! ... Pero a la caída de la cuchilla, yo, yo estaré allí, de pie, frente a usted, junto a la máquina. Su cabeza pasará de manos del ejecutor a las mías lo más pronto posible. Y entonces, como el experimento no puede ser serio y concluyente más que por su misma simplicidad, yo le gritaré, muy distintamente, al oído: "Señor Couty de la Pommerais, en recuerdo de lo convenido en vida, ¿puede usted, en este momento, bajar tres veces seguidas el párpado de su ojo derecho manteniendo el otro ojo totalmente abierto? Si, en ese momento, cualesquiera sean las demás contracciones de las facies, usted puede, mediante esa triple guiñada, advertirme que me ha oído y entendido, y probármelo, impresionando así, por un acto de memoria y de voluntad permanentes, su músculo palpebral, su nervio zigomático y su conjuntiva (dominando todo el horror, todo el oleaje de las demás impresiones de su ser), ese hecho bastará para iluminar a la Ciencia y revolucioHistorias insólitas

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nar nuestras convicciones. Y yo sabre, no to dude, darlo a conocer de manera que, en el futuro, su memoria sea no tanto la de un criminal como la de un héroe. Al oír estas insólitas palabras, M. de la Pommerais pareció presa de una conmoción tan profunda que, las pupilas dilatadas fijas en el cirujano, permaneció durante un minuto silencioso y como petrificado. Después, sin decir palabra, se levantó, dio algunos pasos, muy pensativo, y al fin, meneando la cabeza: –La horrible violencia del golpe me arrancará fuera de mí mismo. Realizar tal cosa me parece superior a toda voluntad, a todo esfuerzo humano dijo–. Además, se dice que las probabilidades de vitalidad no son las mismas en todos los guillotinados. No obstante... vuelva, señor, la mañana de la ejecución. Le contestaré si me presto o no a esa tentativa a la vez espantosa, repelente e ilusoria. Si mi respuesta es negativa, cuento con su discreción para dejar que mi cabeza sangre tranquilamente su Historias insólitas

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postrera vitalidad en el cubo de estaño que ha de recibirla. –Hasta pronto, pues, M. de la Pommerais – dijo Velpeau levantándose también–. Reflexione. Ambos se saludaron. Un instante después, el doctor Velpeau abandonaba la celda, el guardia volvía a entrar y el condenado se extendía, resignado, en el lecho de campaña, para dormir o pensar. Cuatro días después, hacia las cinco y media de la mañana, M. Beauquesne, el abate Crozes, B. Claude y M. Potier, escribano de la Corte imperial, entraron en la celda. Despertado, M. de la Pommerais, a la noticia de la hora fatal, se irguió en su asiento muy pálido y se vistió rápidamente. Después habló diez minutos con el abate Crozes, cuyas visitas ya había recibido amablemente: bien se sabe que el santo sacerdote estaba dotado de esa unción de inspirado que infunde valor en la última hora. Luego, viendo llegar al doctor Velpeau: Historias insólitas

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–He trabajado –dijo–. ¡Mire! Y durante la lectura de la sentencia, mantuvo cerrado el párpado derecho mirando fijo al cirujano con su ojo izquierdo totalmente abierto. Velpeau se inclinó profundamente y luego, volviéndose hacia M. Hendreich, que entraba con sus ayudantes, cambió con el ejecutor una rápida señal de inteligencia. La toilette fue breve: se notó que el fenómeno del pelo encaneciendo a ojos vistas bajo las tijeras no se había producido. Una carta de adiós de la esposa del reo, leída en voz baja por el capellán, humedeció sus ojos de Lágrimas que el sacerdote enjugó piadosamente con el jirón cortado del cuello de su camisa. Una vez de pie y con la casaca echada sobre los hombros, debieron aflojar las trabas de sus muñecas. Después rehusó el vaso de aguardiente, y la escolta se peso en marcha por el corrector. Al llegar a la puerta, como encontrara en el umbral a su colega: –¡Hasta luego! –le dijo en voz baja–... y adiós. Historias insólitas

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De pronto, las grandes hojas de hierro se entreabrieron y giraron ante él. El viento de la mañana entró en la prisión; amanecía; la gran plaza se extendía a lo lejos, rodeada por un doble cordón de caballería. Enfrente, a diez pasos, en un semicírculo de gendarmes a caballo, que a su aparición desenvainaron los ruidosos sables, se alzaba el cadalso. A cierta distancia, entre los enviados de prensa, algunos se quitaban el sombrero. Allá lejos, detrás de los árboles, se oían los rumores de la multitud, excitada por la noche de espera. Sobre los techos de las fondas, en las ventanas, muchachas disipadas, pálidas, vestidas con sedas chillonas, empuñando aún algunos una botella de champaña, se asomaban en compañías de sombríos trajes negros. En el aire matinal, sobre la plaza, volaban aquí y allá las golondrinas. Sola, llenando el espacio y limitando el cielo, la guillotina parecía prolongar sobre el horizonte la sombra de sus dos brazos erguidos, Historias insólitas

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entre los cuales, muy lejos, allá arriba, en el azul del alba, se veía titilar la última estrella. Ante esta fúnebre visión, el condenado se estremeció; luego se encaminó resueltamente hacia el pasadizo... Subió los escalones. Ahora la cuchilla triangular brillaba sobre la negra armazón, velando la estrella. Ya en la plancha fatal, besó, después del crucifijo, el mechón de sus propios cabellos recogido durante la toilette por el abate Crozes, que le rozó con él los labios. –Pares ella... –dijo. Los cinco personajes se destacaban, en silueta, sobre el cadalso. El silencio se hizo tan profundo en ese instante, que el ruido de una rama rota, lejos, bajo el peso de un curioso, llegó mezclado con gritos y risas odiosas hasta el grupo trágico. Entonces, al dar la hora cuyo último toque no debía escuchar, M. de la Pommerais vio en frente, del otro lado, a su extraño experimentador, quien, posada una mano en la plataforma, lo observaba. Se reconcenHistorias insólitas

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tro un segundo y cerró los ojos. Bruscamente, la báscula se movió, cayó el yugo, cedió el botón y el resplandor de la cuchilla pasó. Un choque terrible conmovió la plataforma; los caballos se encabritaron al olor magnético de la sangre, y el eco del ruido vibraba aún cuando ya la cabeza ensangrentada de la víctima palpitaba entre las manos impasibles del cirujano de la Pitié, enrojeciéndole a raudales los dedos, los puños y la ropa. Era un rostro espantoso, horriblemente blanco, con los ojos abiertos y como distraídos, de cejas revueltas, de rictus crispado: los dientes entrechocaban; el mentón, en el extremo del maxilar inferior, había sido interesado. Velpeau se inclinó rápidamente sobre esa cabeza y formulo, en el oído derecho, la pregunta convenida. Firme como era ese hombre, el resultado lo hizo estremecer de una especie de frío terror: el párpado del ojo derecho bajó, mientras el ojo izquierdo, distendido, lo miraba. –¡En el nombre de Dios mismo y de nuestro Historias insólitas

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ser, haga dos veces más esa señal! –gritó, algo trastornado. Las pestañas se separaron, como por un esfuerzo interior, pero el párpado no volvió a levantarse. La cara, de segundo en segundo, se tornaba rígida, helada, inmóvil. Era el fin. El doctor Velpeau devolvió la cabeza muerta a M. Hendreich, quien, reabriendo el cesto, la colocó, como es costumbre, entre las piernas del cuerpo ya inerte. El gran cirujano sumergió sus manos en uno de los cubos destinados al lavado, que ya comenzaba, de la máquina. En torno de el la muchedumbre se deslizaba inquieta, sin reconocerlo. Se enjugó, siempre en silencio.

Después, a paso lento, la frente pensativa y grave, se dirigió a su coche, estacionado en el ángulo de la prisión. Cuando subía a el, vio el furgón de la justicia que se alejaba al trote hacia Montparnasse. Historias insólitas

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CATALINA Al señor Victor Wilder Mi deliciosa y solitaria villa, situada a orillas del Marne, con su cercado y su fresco jardín, tan umbrosa en verano, tan cálida en invierno; mis libros de metafísica alemana; mi piano de ébano de sonidos puros; mi bata de flores apagadas, mis confortables zapatillas; mi apacible lámpara de estudio, y toda esta existencia de profundas meditaciones, tan gratas a mi gusto por el recogimiento. Una hermosa tarde de verano decidí sacudirme el encanto de todas estas cosas tomándome unas semanas de exilio. Así fue. Para relajar el espíritu de aquellas abstractas meditaciones, a las que por demasiado tiempo –me parecía– había consagrado toda mi juvenil energía, acababa de concebir el proyecto de realizar algún viaje divertido, en el que las únicas contingencias del mundo fenomenal distraerían, por su frivolidad misma, el ansioso estado de mi entendimiento en lo Historias insólitas

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que concierne a las cuestiones que, hasta entonces, lo habían preocupado. Quería... no pensar más, dejar descansar la mente, soñar con los ojos abiertos como un tipo convencional. Semejante viaje de recreo no podía –así lo creí– sino ser útil a mi querida salud, pues la realidad es que yo me estaba debilitando sobre aquellos temibles libros. En resumen, esperaba que semejante distracción me devolvería al perfecto equilibrio de mí mismo y, al regreso, apreciaría sin dudar las nuevas fuerzas que esta tregua intelectual me procuraría. Queriendo evitar en aquel viaje cualquier ocasión de pensar o de encontrarme con pensadores, no hallaba sobre la superficie del globo –salvo países completamente rudimentarios–, no hallaba sino un único país cuyo suelo imaginativo, artístico y oriental no hubiera dado nunca metafísicos a la Humanidad. Con estos datos, reconocemos, ¿no es cierto? la Península Ibérica. Aquella tarde pues –y tras esta reflexión deHistorias insólitas

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cisiva– sentado en el cenador del jardín donde, al tiempo que seguía con la mirada las espirales opalinas de un cigarrillo, saboreaba el aroma de una taza de café puro, no me resistí –lo confieso– al placer de exclamar: «¡Vamos! ¡viva la fuga alegre a través de las Españas! Quiero dejarme seducir por las obras maestras del bello arte musulmán! ¡por las ardientes pinturas de los maestros del pasado! ¡por la belleza contemplada entre los movimientos de vuestros abanicos negros, pálidas mujeres de Andalucía! ¡Vivan las ciudades soberanas, de cielo embrujado, de seductores recuerdos, que por la noche, a la luz de mi lámpara, he vislumbrado en los relatos de los viajeros! ¡A mí, Cádiz, Toledo, Córdoba, Granada, Salamanca, Sevilla, Murcia, Madrid y Pamplona! Está decidido: en marcha.» No obstante, como no me agradan sino las aventuras sencillas, los incidentes y las sensaciones tranquilos, los acontecimientos acordes con mi apacible naturaleza, decidí antes que Historias insólitas

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nada comprar una de esas Guías del Viajero, gracias a las cuales se sabe de antemano, lo que se va a ver y que preservan los temperamentos nerviosos de cualquier emoción inesperada. Una vez que hube cumplido con este deber, me hice con una cartera modesta, pero suficientemente repleta; cerré mi ligera maleta; la cogí y, dejando a mi ama de llaves estupefacta al cuidado de la casa, en menos de una hora me puse en la capital. Sin detenerme en ella, pedí al cochero que me condujera a la estación de Mediodía. Al día siguiente, desde Bordeaux, llegué a Arcachon. Después de un buen y refrescante chapuzón en el mar seguido de un excelente almuerzo, me dirigí a la rada. Vi un vapor, Le Véloce, a punto de salir hacia Santander, y compré un pasaje en el mismo. Levaron anclas. Hacia el atardecer, el viento de tierra nos trajo súbitos efluvios de limoneros y, pocos instantes después, podíamos divisar la costa española que domina la encantaHistorias insólitas

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dora ciudad de Santander, rodeada en el horizonte por verdes montañas. La tarde le daba un tono violeta al mar, aún dorado por Occidente; contra las rocas de la rada venía a romper una espuma de pedrería. El vapor se abrió camino entre los barcos; un puente de madera, lanzado desde el malecón, vino a engancharse a la proa. Siguiendo el ejemplo de los demás pasajeros, abordé, eché a andar por el muelle enrojecido por el sol en medio del gentío. Estaban descargando. Los paquetes, llenos de productos exóticos, las jaulas con pájaros de Australia, los arbustos, topaban con las cajas de productos de las Islas; un perfume de vainilla, piña y coco flotaba en el aire. Enormes fardos, con etiquetas de marcas coloniales, eran izados, cargados, se entrecruzaban y desaparecían rápidamente hacia la ciudad. Por lo que a mí respecta, como el balanceo del barco me había fatigado un poco, había dejado mi maleta a bordo y me dirigía a buscar un hotel provisional donde pasar una primera noche Historias insólitas

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cuando, entre los oficiales de marina que se paseaban por el malecón tomando el aire del mar, creí ver el rostro de un amigo de otros tiempos, un amigo de la infancia, de Bretaña. Tras haberlo mirado bien, lo reconocí. Llevaba uniforme de teniente de navío; me dirigí a él: –¿No es al señor Gérard de Villebreuse al que tengo el honor de hablar? –pregunté. Apenas tuve tiempo de terminar. Con la efusión cordial que se intercambia de ordinario entre compatriotas que se encuentran en suelo extraño, me había tomado las dos manos. –¿Tú? –exclamó– ¿Cómo? ¿Qué haces aquí, en España? En dos palabras lo puse al corriente de mi inocente escapada. Y tomados del brazo, nos alejamos charlando como dos viejos amigos que se encuentran. –Yo estoy aquí desde hace tres días –me dijo– . Llego después de haberle dado la vuelta al mundo varias veces, y ahora concretamente de las Guayanas. Traigo para el Museo zoológico Historias insólitas

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de Madrid colecciones de pájaros mosca, semejantes a pequeñas piedras preciosas con alas; cebollas de grandes orquídeas de Brasil, futuras flores cuyos colores y embriagadores perfumes son encanto y sorpresa para los europeos; y además... ¡un tesoro, amigo mío!... ya te lo enseñaré. Un espléndido y rutilante... (¡vale por lo menos seis mil francos!) –Se detuvo, luego acercándose a mi oído añadió con un tono extraño–: ¡Adivina! ¡ah! ¡ah! ¡adivina qué es! En ese momento confidencial de la frase, una pequeña mano fina, color topacio muy claro, deslizándose entre él y yo, se posó como el ala de un ave del paraíso, sobre la charretera dorada del teniente. Nos volvimos. –¡Catalina! –dijo alegremente Villebreuse– ¡estoy de suerte esta tarde! Era una chica de color, apenas una niña, con un turbante rojizo del que se escapaban alrededor de su bonito rostro mil bucles rizados de un negro azulado. Sonriente, jadeaba suaHistorias insólitas

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vemente por su carrera hacia nosotros, y mostraba unos dientes espléndidos. Los labios gruesos, intensamente rojos, se entreabrían y respiraban rápido. –¡Hola! –dijo. Y la movilidad de sus pupilas, de un negro resplandeciente, avivaba la cálida palidez ambarina de sus mejillas. Sus fosas nasales de salvaje, se dilataban al percibir los olores de las lejanas Antillas. Una muselina, de la que salían sus brazos desnudos, se movía con el ligero movimiento de su seno. Sobre la seda oscura de una falda con rayas de un amarillo dorado, llevaba sujeto a la altura de la cintura un ligero cesto trenzado, cargado de rosas, capullos en flor, nardos y flores de azahar. En el brazalete de su puño izquierdo tintineaba un par de sonoras castañuelas de madera de caoba. Sus pequeños pies de criolla, con zapatos bordados, tenían la excitante forma de andar habitual de las perezosas chicas de La Habana. Realmente, había sutiles voluptuosidades que Historias insólitas

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emanaban de aquella amable jovencita. En su cadera brillaban por momentos, bajo los últimos rayos el crepúsculo, las sonajas de su pandereta. En silencio, nos colocó dos capullos de rosa en la solapa obligándonos con este gesto a respirar el olor de sus cabellos impregnados de los perfumes de la sabana. –¿Cenamos juntos los tres? –preguntó el teniente. –Es que... No tengo aún alojamiento para esta noche, acabo de llegar. –contesté. –Mejor que mejor. Nuestro albergue está allí, sobre el acantilado, con vistas al mar. Es aquella casa aislada, a unos doscientos pasos de aquí. ¿Sabes? Nos gusta no perder de vista nuestros barcos. Cenaremos en el comedor de oficiales con algunos amigos míos y, sin duda, con algunos ejemplares más de la flora femenina de Santander. El hotelero tiene un jerez

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nuevo. ¡Ese jerez-de-los-caballeros2 se bebe como el agua clara...! Pero hay que acostumbrarse a él. ¡Vamos! –dijo enlazando por la cintura a la linda mulata que se dejó hacer mientras nos miraba. La noche recibía los últimos adioses de un viejo y magnífico sol. Los islotes, a ras de horizonte, parecían brasas movedizas. El viento del oeste soplaba sobre la playa un áspero olor marino. Nos apresurábamos sobre la luz rojiza de la arena. Catalina corría delante de nosotros intentando atrapar con su pandereta las mariposas que las sombras flotantes empujaban desde los naranjos hacia el Océano. Y Venus se elevaba ya en el azul pálido del cielo. –Tendremos una noche sin luna –me dijo Villebreuse– ¡qué lástima! Podríamos habernos 2

Villiers confunde en esta frase Jerez de la Frontera (Cádiz), productor de los vinos mundialmente conocidos, con Jerez de los Caballeros (Badajoz), importante foco de producción ganadera y cerealista. Historias insólitas

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paseado por la ciudad, pero, en fin, haremos algo mejor. –¿Es tuya esta encantadora chica? –pregunté. –No, es una florista del muelle. Puede vivir de naranjas, de cigarrillos y de pan negro, pero no ama sino a los que le gustan. En los muelles españoles, amigo mío, son muy numerosas estas chicas vendedoras de rosas. En París es distinto ¿verdad? Y en los demás países del mundo; la cosa cambia cada quinientas leguas. Mi capricho se encuentra en el 44º de latitud sur. Si te apetece, cortéjala. Eres libre. Aquí está el albergue. El hotelero, con redecilla en el pelo, apareció y nos acogió jovialmente... Pero, en el momento de entrar, el teniente se sobresaltó y se detuvo, palideciendo de repente a ojos vista. Sin ningún tipo de transición, el simpático joven mostró una gravedad en el semblante de las más impresionantes. Me tomó de la mano, y después de un momento de ensimismamiento, me miró fijamente y me dijo: Historias insólitas

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–Perdóname querido amigo, pero en la sorpresa que me ha causado tu inesperado encuentro, he olvidado que no debo ni puedo divertirme esta noche. Es día de luto para mí. Es un aniversario cuyas horas son sagradas para mí. Hace tres años que perdí a mi madre. En mi camarote tengo las reliquias de aquella santa y querida mujer y, naturalmente, voy a recogerme con su recuerdo. ¡Dame tu mano! ¡hasta mañana! Consolaos de mi ausencia lo mejor que podáis –añadió mirándonos–; vendré mañana a despertarte. ¡Una habitación para el señor! –le dijo al hotelero. –Lo lamento, pero no me quedan habitaciones libres –contestó éste. –Entonces, toma –me dijo Villebreuse preocupado– toma mi llave; dormirás bien; la cama es buena. Su mirada era triste y distraída; me dio un nuevo apretón de manos, saludó a la chica y se alejó deprisa hacia la rada sin añadir palabra. Algo sorprendido por lo repentino del inciHistorias insólitas

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dente, lo seguí por un instante con esa mirada a la vez escéptica y pensativa que significa: «A cada cual con sus muertos.» Luego entré. Catalina me había precedido, había entrado en el comedor, había elegido, cerca de una ventana que daba al mar, una mesita cubierta con un mantel blanco, a la francesa, y sobre la que el hotelero colocó dos velas encendidas. Pese a la sombra de tristeza que las palabras de mi amigo habían dejado en mi espíritu, he de reconocer que obedecía, no sin gusto, a los ojos prometedores de aquella bonita hechicera, y me senté junto a ella. La ocasión y la hora eran tan dulces como inesperadas. Cenamos frente a las olas que, bajo las estrellas, besan con auténtico amor aquella costa afortunada. Comprendía la divertida charla de Catalina cuyo español cubano se mezclaba con términos desconocidos. Otros oficiales, pasajeros y viajeros cenaban también a nuestro alrededor en la sala con bellísimas hijas del país. De repente, y tras el quinto vaso de jerez, comHistorias insólitas

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prendí que la opinión del teniente estaba bien fundamentada. No veía claro y la humareda dorada de aquel vino se me subía a la cabeza con brusca intensidad. Catalina también tenía los ojos muy brillantes. Y dos cigarrillos que me tendió después de haberlos encendido, acabaron de completar la embriaguez más imprevista. Colocó un dedo sobre mi vaso impidiéndome beber, riendo a carcajadas. –¡Demasiado tarde! –le dije. Y, deslizando en su mano dos monedas de oro, le dije–: Toma; eres encantadora pero... tengo la cabeza muy pesada. Quiero dormir. –Yo también– contestó. Le hice un gesto al hotelero y le pregunté cuál era la habitación del teniente. Salimos del comedor. Cogió una palmatoria en el platillo metálico de la cual puso un buen pellizco de cerillas; y tras haber encendido el cabo de vela, subimos iluminados de esta forma. Catalina me seguía, apoyándose en la barandilla, ahogando su risa algo descarada. En el primer piHistorias insólitas

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so recorrimos un largo pasillo al extremo del cual el hotelero se detuvo ante una puerta. Cogió mi llave, abrió y, como lo requerían abajo, me tendió la palmatoria con rapidez diciéndome: «Buenas noches, señor.» Entré. A la confusa luz de mi palmatoria y con los ojos cada vez más velados por el vino de España, observé vagamente una habitación de un albergue ordinario. Ésta era más larga que ancha. Al fondo, entre dos ventanas, un macizo armario con espejo, colocado allí de ocasión y sin duda por casualidad, nos reflejaba a la mulata y a mí. Una chimenea con mampara y sin reloj. Una silla de paja junto a la cama cuya cabecera rozaba la puerta. Mientras le daba una vuelta a la llave, la chiquilla cuyos pasos, tan sorprendidos como los míos por aquella insidiosa y absurda embriaguez, vacilaban un poco, se echó sobre la cama vestida. Había dejado en la mesa del comedor su pandereta y su cestillo. Dejé la palmatoria sobre la silla. Me senté en la cama junto a Historias insólitas

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aquella risueña chica que, con la cabeza bajo uno de los brazos, parecía ya casi dormida. Un movimiento que hice para besarla me apoyó la cabeza sobre una de las almohadas. Cerré involuntariamente los ojos. Me tendí a su lado completamente vestido y, rápidamente, sin darme cuenta, caí en un profundo y bienhechor sueño. Hacia las doce, despertado por una sacudida indefinible, creí oír en la oscuridad (pues la vela se había consumido mientras dormía) un ruido débil, como el de la vieja madera que cruje. No le presté mucha atención, pero abrí por completo los ojos en la oscuridad. Y la llegada, la playa, la velada, el teniente Gérard, Catalina, el aniversario, el jerez, todo se me vino a la mente siguiendo líneas netas de la memoria. Un sentimiento de añoranza de mi pequeña villa tranquila a orillas del Marne evocó en mi ensueño mi habitación, mis libros, mi lámpara de estudio y la alegría del recogimiento intelectual que había abandonado. Así Historias insólitas

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pasó medio minuto. Oía junto a mí la acompasada respiración de la criolla dormida. De repente, el viento trajo hasta mí el ruido de un reloj de alguna vieja iglesia, allá, en la ciudad: eran las doce. ¡Cosa realmente sorprendente! Me pareció (era una idea que sin duda tenía relación con el sueño; una absurda e insólita idea... aunque estaba bien despierto), me pareció desde las primeras campanadas que caían de la torre a través del espacio, que la péndola de aquel reloj lejano se encontraba en la habitación y que con sus choques lentos y regulares golpeaba alternativamente la mampostería de la pared o el tabique de una habitación vecina. En vano intentaron mis ojos escrutar las sombras en medio de la habitación donde aquel ruido de badajo continuaba escandiendo la hora a derecha e izquierda. No sé por qué, me puse muy inquieto al oírlo. Y además, si hay que decirlo todo, el sonido de aquel viento del mar que, me parecía, pasaba a través de los inHistorias insólitas

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tersticios de las ventanas, empezaba a parecerme también bastante extraño: producía el sonido de una especie de silbato de madera mojado. Por lo que, acompañadas del golpeteo de la invisible péndola y de aquel desagradable ruido del viento del mar, aquellas lentas campanadas de medianoche me parecieron interminables. ¿Eh?... ¿Qué? ¿Qué ocurría en el albergue? En las plantas superiores y en las habitaciones contiguas había cuchicheos en voz baja, breves, ansiosos; un ir y venir de gente que vuelve a vestirse apresuradamente; fuertes pisadas de zapatos militares sobre el pavimento, eran pasos precipitados de personas que huían... Tendí la mano hacia la mulata para despertarla. Pero la chica estaba despierta desde hacía unos minutos, pues agarró mi mano con una fuerza nerviosa que me causó, magnéticamente, una impresión de terror insuperable. Y además, –¡ah! eso, eso fue lo que aumentó en mí el sudor frío que me dejó helado de la caHistorias insólitas

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beza a los pies– quería (de verdad), pero no podía hablar, pues yo oía sus dientes castañetear en el oscuro silencio. Su mano, todo su cuerpo, estaba sacudido por un temblor convulsivo. ¿Ella sabía pues? ¡Reconocía pues lo que aquello significaba! De repente, me incorporé y mientras vibraba aún en la lejanía la última campanada de la vieja medianoche, grité con todas mis fuerzas en las oscuridad. –¡Ah! ¿qué hay aquí pues? A esta pregunta, voces roncas y duras, que un evidente pánico ensordecía y entrecortaba, me respondieron desde todos los rincones del albergue: –¡Ah! ¡usted sabe muy bien qué es lo que hay! –Me tomaban por el teniente; las voces continuaban–: ¡Al diablo! – ¡Hay que estar realmente loco para dormir con el Diablo en la habitación! –Y huían por los pasillos y la escalera en tumulto. Por el tono de sus palabras sentí, de forma confusa, que debía estar soñando beatíficamente en medio de algún gran Historias insólitas

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peligro. Si huían con aquella prisa era, sin duda, porque lo terrible de aquella cosa desconocida debía ser inminente. Con el corazón oprimido por una mortal ansiedad, empujé a la mulata y, a tientas, cogí las cerillas de la palmatoria. –¡Ah! ¿no se consumirían al instante?– Busqué rápidamente en mi bolsillo, encontré un periódico aún doblado que había comprado en Bordeaux. Lo retorcí en la oscuridad para formar una especie de antorcha, y froté febrilmente sobre la madera de la cabecera de la cama todas las cerillas a la vez. ¡El humeante azufre tardó en prender! Finalmente, el destino me permitió encender mi antorcha improvisada y miré en la habitación. El ruido se había detenido. Nada; ¡no se veía nada! Sólo a mí mismo, reflejado en el espejo de aquel viejo armario y detrás de mí a la chica, ahora de pie sobre la cama, con la espalda pegada a la pared, las manos con los dedos separados colocadas a plano sobre la mampostería blanca, con los ojos dilatados, fijos, miranHistorias insólitas

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do algo... que el exceso mismo de mi pasmo me impedía ver. De repente, eché hacia atrás la cabeza sofocado por un horror tan glacial que creí desmayarme. ¿Qué era lo que había visto allá, en el espejo, reflejado también? No me atrevía a dar fe al testimonio alocado de mis pupilas. ¡Ah! ¡demonios! Miré de nuevo y me sentí desfallecer: mis ojos se quedaron clavados, por así decirlo, en el objeto evidente que aparecía en mi habitación. ¡Ah! ¡era ése pues el tesoro de mi amigo, el piadoso teniente Gérard, el buen hijo que en aquel momento estaría sin duda rezando en su camarote! Desesperadas lágrimas de angustia me velaron horriblemente los ojos. Alrededor de las cuatro patas del armario, atada por un entrecruzamiento de meollares de marina, se encontraba enrollada una constrictor de especie gigante, una formidable pitón de diez a doce metros como las que se encuentran, a veces, bajo los horrendos nopales de las Guayanas. Despertado de su tibio sueño Historias insólitas

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por el dolor que le produían las cuerdas, el aterrador ofidio, por un lento deslizamiento, había sacado unos tres metros y medio del cuerpo fuera de los nudos que lo retenían. ¡Aquel largo trozo del animal era pues la péndola viva que, hace un instante, durante las campanadas de medianoche, golpeaba los muros a derecha e izquierda para librarse de sus ataduras! Ahora el animal, sujeto en parte, se erguía de abajo arriba, hacia mí, al fondo de la habitación; la longitud hinchada de la parte libre del cuerpo, de un marrón verdoso manchado de placas negras con escamas brillantes, se mantenía recta, inmóvil, frente a nosotros; y, de la enorme boca de mandíbulas paralelas horriblemente distendidas en ángulo obtuso, salía, agitándose, una larga lengua bífida, mientras que las brasas de sus ojos feroces me miraban fijamente mientras yo lo iluminaba. Los rabiosos silbidos de furor que durante el apacible bienestar de mi despertar yo había tomado por Historias insólitas

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el ruido del viento del mar en las junturas de las ventanas, brotaban, entrecortados, del agujero ardiente de su garganta, a menos de dos pies de mi cara... Ante esta inesperada visión, sentí angustia: me pareció que toda mi vida se reproducía al fondo de mi alma. En el momento en que me sentía caer en un síncope, un grito de sollozante desperezación lanzado por la mulata, –por ella que había reconocido en la oscuridad el silbido– me despertó. La cabeza furibunda se acercaba a nosotros dando pequeñas sacudidas... Espontáneamente, salté por encima de la cabecera de la cama sin soltar mi antorcha cuyas amplias llamas iluminaban aún la habitación entre el humo. Y abrí la puerta con una mano que, realmente, el pánico hacía temblar: la chica permitió palpitante que la cogiera en mis brazos, sin dejar de mirar al dragón que, al vernos huir, redoblaba sus esfuerzos y sus horribles silbidos. Me lancé con ella al pasillo, cerrando rápida y violentaHistorias insólitas

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mente la puerta, mientras que un siniestro ruido de armario roto que caía, mezclado con los golpes de los pesados anillos del animal, monstruo enfurecido, golpeaban en la habitación donde caían los muebles, nos llegaba desde el interior. Bajamos con la rapidez de un relámpago. Abajo no había nadie; el comedor estaba desierto y la puerta que daba al acantilado abierta. Sin perder tiempo en ociosos comentarios nos precipitamos fuera. Una vez en la playa, la mulata, olvidándose de mí, huyó despavorida hacia la ciudad. Al verla fuera de peligro corrí hacia la rada cuyas farolas lucían a lo lejos, imaginando que el espantoso animal deslizaba sus anillos a lo largo de la playa tras mis talones, e iba a alcanzarme de un momento a otro. En unos minutos, y tras recoger mi maleta a bordo del Véloce, corrí al embarcadero del vapor La Vigilante, en el que sonaba la campana de salida hacia Francia. Tres días después, de regreso a mi querida y Historias insólitas

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tranquila casa a orillas del Marne, con los pies en mis zapatillas, sentado en mi sillón, envuelto en mi cómoda bata, volvía a abrir mis libros de metafísica alemana, considerando que mi espíritu estaba suficientemente descansado como para aplazar hasta fecha indefinida todos los proyectos de nuevas incursiones recreativas a través de las contingencias del Mundofenomenal.

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EL DERECHO DEL PASADO El 21 de enero de 1871, reducido por invierno, por el hambre, por el retroceso de las expediciones insensatas, París, visto desde las posiciones inexpugnables desde las que, casi impunemente, el enemigo lo fulminaba, enarboló finalmente con brazo febril y ensangrentado la bandera que indica a los cañones que deben detenerse. Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación germánica observaba la capital, y al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda, introdujo Bruscamente uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al príncipe de Mecklemburgo-Schwerin que se encontraba a su lado: «La bestia ha muerto.» El enviado del Gobierno de la Defensa nacional, Jules Favre, había franqueado los puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas de cerco, había llegado al cuartel general del ejército Historias insólitas

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alemán. No había olvidado la entrevista del Château de Ferrières donde, en una sala obstruida por los cascotes y los escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones. Hoy, era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento helado pese a las chimeneas encendidas, donde los dos mandatarios enemigos volvían a encontrarse. En un determinado momento de la entrevista, Favre, pensativo, sentado ante la mesa, se había sorprendido a sí mismo contemplando en silencio al conde de Bismarck–Schönhausen, que se había levantado. La estatura colosal del caballero del Imperio de Alemania con uniforme de general adjunto, proyectaba su sombra sobre el parqué de la sala devastada. Al brusco resplandor del fuego brillaba la punta de su casco de acero pulido, cubierto con la sombra de la dispersa crin blanca, y en su dedo, el pesado sello de oro, con el escudo Historias insólitas

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de armas siete veces secular de los vidamos del Obispado de Halberstadt, más tarde barones: el trébol de los Bisthums-marke, sobre su antigua divisa: «In trinitate robur.» Sobre una silla se encontraba su levita militar de amplias bocamangas color vino, cuyos reflejos coloreaban su mostacho con un tinte púrpura. Tras sus talones provistos de largas espuelas de acero, de cadenillas bruñidas, sonaba por instantes el sable arrastrado. Su cabeza pelirroja de dogo altivo que guardaba la Casa alemana –cuya llave, Estrasburgo, acababa lamentablemente de exigir– se erguía. De toda la persona de aquel hombre, semejante al invierno, brotaba su adagio: «Nunca suficiente». Con un dedo apoyado en la mesa, miraba a lo lejos por una ventana como si, olvidado de la presencia del embajador, no viera ya sino su voluntad planear en la lividez del espacio, como el águila negra de su bandera. Había hablado. Y la rendición de los ejércitos y de las ciudadelas, el brillo de una inmensa Historias insólitas

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indemnización de guerra, el abandono de algunas provincias, se habían dejado entrever en sus palabras... Fue entonces cuando, en nombre de la Humanidad, el ministro republicano quiso apelar a la generosidad del vencedor, –el cual en aquellos momentos no debía acordarse de otra cosa que de Luis XIV cruzando el Rin y avanzando sobre suelo alemán, de victoria en victoria; y luego de Napoleón dispuesto a borrar Prusia del mapa europeo; y luego de Lützen, de Hanau, de Berlín saqueado, de Jena... Y lejanos retumbos de artillería, semejantes a los ecos de una tormenta, cubrieron la voz del parlamentario que, por un sobresalto del espíritu, recordó en aquel momento que era el aniversario del día en que, desde lo alto del patíbulo, el rey de Francia había querido también apelar a la magnanimidad de su pueblo, cuando el redoble de los tambores cubrió su voz... Sin querer, Favre se estremeció al comprobar la coincidencia fatal en la que, por la confusión de la derrota, nadie había pensado Historias insólitas

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hasta aquel instante. Era, efectivamente, del 21 de enero de 1871 del que debía datar en la historia, el inicio de la capitulación en la que Francia dejaba caer su espada. Y como si el Destino hubiera querido subrayar, con una especie de ironía, la cifra de la fecha regicida, cuando el embajador de París preguntó a su interlocutor cuántos días de armisticio serían concedidos, el canciller dio esta respuesta oficial: –Veintiuno; ni uno más... Entonces, con el corazón oprimido por la vieja ternura que uno siente por su tierra natal, el rudo parlamentario de mejillas hundidas, de apellido de obrero, de máscara severa, bajó la frente temblando. Dos lágrimas, puras como las que vierten los niños ante su madre agonizante, brotaron de los ojos a las pestañas y rodaron silenciosamente hasta las comisuras crispadas de sus labios. Pues, si hay algo que incluso los más escépticos de Francia sientan palpitar al mismo tiempo que su corazón frenHistorias insólitas

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te a la altanería del extranjero, es la patria. **** Caía la tarde encendiendo la primera estrella. Allá lejos, rojos relámpagos seguidos del ruido prolongado de los cañones de asedio, y del chasquido lejano de los disparos de los batallones surcaban a cada instante el crepúsculo. Solo en aquella memorable sala, después de intercambiar un frío saludo, el ministro de nuestros Asuntos Exteriores pensó durante algunos momentos... Y sucedió que, desde el fondo de su memoria surgió de repente un recuerdo que, las concordancias, ya confusamente observadas por él, convirtieron en algo extraordinario... Era el recuerdo de una historia confusa, de una especie de leyenda moderna acreditada por testimonios y circunstancias, y a la que él mismo se encontraba extrañamente ligado. En otros tiempos, hacía ya muchos años, un desgraciado de origen desconocido, expulsado Historias insólitas

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de una pequeña ciudad de la Prusia sajona, había aparecido cierto día en París, en 1833. Allí, expresándose con dificultad en nuestra lengua, extenuado, deteriorado, sin asilo ni recursos, se había atrevido a declarar que era el heredero de Aquel... cuya augusta cabeza había rodado el 21 de enero de 1793 en la Plaza de la Concordia, bajo el hacha del pueblo francés. Con la ayuda –decía– de un acta de defunción cualquiera, de una oscura sustitución, de un rescate desconocido, el delfín de Francia, gracias a la abnegación de dos nobles, había escapado ciertamente de los muros del Temple, y el evadido real... era él. Tras mil reveses y mil miserias, había regresado a justificar su identidad. Al no encontrar en su capital sino un catre de la beneficencia, aquel hombre que nadie acusó de demencia sino de mentira, hablaba del trono de Francia como heredero legítimo. Abrumado bajo la casi total persuasión de una impostura, aquel personaje no escuHistorias insólitas

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chado, rechazado por todas partes, había ido a morir tristemente, en 1845, en la ciudad de Delft, en Holanda. Al ver aquel rostro muerto, se habría podido decir que el Destino había exclamado: «Te golpearé la cara con mis puños hasta que tu madre no pueda reconocerte.» Y cosa más sorprendente aún, los Estados generales de Holanda, con el consentimiento de las cancillerías y del rey Guillermo II, le habían otorgado a aquel enigmático personaje funerales de honor como a un príncipe, y habían aprobado oficialmente que se escribiera este epitafio sobre la lápida de su tumba: «Aquí yace Carlos Luis de Borbón, duque de Normandía, hijo del rey Luis XVI y de María Antonieta de Austria, XVIIº de su nombre, rey de Francia.» ¿Qué significaba aquello?... Aquel sepulcro – desmentido al mundo entero, a la Historia, a las convicciones más firmes– se levantaba allá lejos, en Holanda, como una cosa de ensueño Historias insólitas

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en la que no se quería pensar demasiado. Esta inmotivada decisión del extranjero no podía sino agravar las legítimas desconfianzas y se maldecía la terrible acusación. Sea como fuere, un día de otros tiempos, aquel hombre de misterio, de miseria y de exilio había ido a visitar al abogado ya famoso, que sería después el delegado de la Francia vencida. Como un aparecido fantasmagórico, había solicitado hablar con el orador republicano y le había confiado la defensa de su historia. Y, por un nuevo fenómeno, la indiferencia inicial –por no decir la hostilidad–, del futuro tribuno, se había disipado al primer examen de los documentos presentados para su apreciación. Conmovido, impresionado, convencido (con razón o sin ella, ¡eso no importa!) Jules Favre tomó a pecho aquella causa que iba a estudiar durante treinta años y defender un día, con toda la energía y el acento de una fe viva. Y, de año en año, su relación con el inquietante proscrito se había hecho más amisHistorias insólitas

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tosa hasta el punto de que un día, en Inglaterra, donde el defensor había ido a visitar a su extraordinario cliente, éste, sintiéndose próximo a morir, le había regalado (como muestra de alianza y de gratitud profundas) un viejo anillo flordelisado cuya procedencia original no reveló. Era una sortija de chatón plano, de oro. En un ancho ópalo central, con brillos de rubí, había sido grabado primero el escudo de Borbón: tres flores de lis de oro sobre campo de azur. Pero, por una especie de triste deferencia, –con el fin de que el republicano pudiera llevar sin problemas aquella prueba de afecto–, el donante había hecho borrar, en la medida de lo posible, el escudo real. Ahora, la imagen de una Belona tendiendo la fecha en su fatídico arco, también por derecho divino, velaba con su símbolo amenazador el escudo primordial. Según los biógrafos, aquel pretendiente temerario era una especie de inspirado y, a veces, de iluminado. Según él, Dios lo había faHistorias insólitas

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vorecido con visiones reveladoras, y su naturaleza estaba provista de una poderosa agudeza de presentimientos. Frecuentemente, el misticismo solemne de sus discursos comunicaba a su voz acentos de profeta. Fue por tanto con una entonación extraña y con los ojos fijos en los de su amigo, como dijo en aquella velada de despedida al entregarle el anillo estas singulares palabras: –Señor Favre, en este ópalo que usted ve está esculpida, como una estatua sobre una lápida funeraria, una figura de la antigua Belona. Traduce lo que recubre: ¡En nombre del rey Luis XVI y de toda una dinastía de reyes cuya herencia desesperada ha defendido, lleve este anillo! ¡Que sus manes ultrajados penetren con su espíritu esta piedra! ¡Que su talismán lo guíe y sea para usted algún día, en algún momento sagrado, testigo de su presencia! Favre ha declarado con frecuencia haber atribuido entonces a la exaltación producida por una demasiado pesada sucesión de dificultaHistorias insólitas

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des, esta frase que durante mucho tiempo le pareció ininteligible, pero a la orden expresa de la cual obedeció, por respeto, colocándose en el anular de su mano derecha el Anillo prescrito. A partir de aquella noche, Jules Favre había llevado la sortija de aquel «Luis XVII» en el dedo de su mano derecha. Una especie de oculta influencia lo había preservado siempre de perderla o de quitársela. Era para él como esos aros de hierro que los caballeros de antaño conservaban en su brazo hasta la muerte, como testimonio del juramento que los consagraba por entero a la defensa de una causa. ¿Con qué incierto fin le había impuesto la Suerte la costumbre de esta reliquia a la vez sospechosa y real?... ¿Había sido necesario pues que a cualquier precio esto fuera posible: que aquel republicano predestinado llevara aquel Signo en la mano, a lo largo de su vida, sin saber dónde lo conducía aquel Signo? No se inquietaba por ello, pero cuando alHistorias insólitas

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guien en su presencia intentaba burlarse del apellido germánico de su delfín de ultratumba, murmuraba pensativo: «¡Naundorf, Frohsdorf!» Y he aquí que, por un encadenamiento irresistible, lo imprevisto de los acontecimientos había elevado, poco a poco, a aquel abogadociudadano hasta constituirlo de repente en representante de Francia. Para llegar ahí había sido necesario que Alemania hiciera prisioneros a más de ciento cincuenta mil hombres, con sus cañones, sus banderas al viento, sus mariscales y su Emperador, –¡y ahora, con su capital!– Y eso no era un sueño. Fue por eso por lo que el recuerdo del otro sueño, menos increíble después de todo que éste, vino a asediar al señor Jules Favre durante un instante, aquella tarde en la sala desierta en la que acababan de debatirse las condiciones de salvación de sus conciudadanos. En aquel momento, aterrorizado y en contra de su voluntad, lanzaba sobre aquel Anillo coHistorias insólitas

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locado en su dedo, miradas de visionario. Y bajo las transparencias del ópalo impregnadas de resplandores celestiales, le parecía ver brillar, en torno a la heráldica Belona vengadora, los vestigios del antiguo escudo que irradiaba en otros tiempos, al fondo de los siglos, sobre el escudo de san Luis. **** Ocho días después, cuando las estipulaciones del armisticio fueron aceptadas por sus colegas de la Defensa nacional, el señor Favre, provisto de su poder colectivo, se había dirigido a Versalles para la firma oficial de la tregua que traía consigo la horrible capitulación. Los debates habían terminado. Los señores Bismarck y Favre había releído el Tratado y, para concluir, añadieron el artículo 15 que rezaba lo siguiente: «Art. 15. Para dar fe de ello, los susodichos han revestido con sus firmas y sellado con sus sellos las presentes capitulaciones. Hecho en Versalles, el 28 de enero de Historias insólitas

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1871. Firmado: Jules Favre –Bismarck.» Tras haber puesto su sello, el señor de Bismarck rogó al señor Favre que cumpliera con la misma formalidad para regularizar aquel protocolo depositado hoy en Berlín, en los Archivos del imperio de Alemania. El señor Jules Favre declaró que, en medio de las preocupaciones de aquella jornada, había olvidado traer el sello de la República Francesa, y quiso enviar a alguien a buscarlo a París. –Eso produciría un retraso inútil –respondió el señor de Bismarck–, su sello bastará. Y, como si hubiera sabido lo que hacía, el Canciller de Hierro indicaba, lentamente, el Anillo regalado por el Desconocido, colocado en el dedo del embajador. Al oír aquellas palabras inesperadas, ante aquel súbito y helador requerimiento del Destino, Jules Favre, sorprendido y recordando el deseo profético del que aquella sortija soberana estaba impregnada, miró fijamente, como con el sobrecogimiento de un vértigo, a su imHistorias insólitas

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penetrable interlocutor. En aquel instante, el silencio se hizo tan profundo que se oyeron en las salas vecinas, los golpes secos del telégrafo que comunicaba ya la gran noticia hasta el último punto de Alemania y del mundo; y se oyeron también los silbidos de las locomotoras que transportaban las tropas a las fronteras. Favre miró de nuevo el Anillo... Y tuvo la sensación de que las presencias evocadas se erguían confusamente a su alrededor en la vieja sala real, y esperaban en lo invisible el instante de Dios. Entonces, como si se sintiera el procurador de algún decreto expiatorio de allá arriba, no se atrevió desde el fondo de su conciencia a negarse a la solicitud enemiga. No se resistió más al Anillo que le llevaba la mano hacia el sombrío Tratado. Gravemente se inclinó y dijo: ES JUSTO. Y al pie de aquella página que costaría a la patria tantos ríos de sangre francesa, dos amplias provincias ¡entre las más bellas de las Historias insólitas

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hermanas!, el incedio de la sublime capital y una indemnización de guerra mayor que el numerario metálico del mundo, sobre la cera púrpura donde la llama palpitaba aún iluminando, en contra de su voluntad, las flores de lis de oro en su mano republicana, Jules Favre, pálido, imprimió el sello misterioso en el que bajo la figura de una Exterminadora olvidada y divina, se afirmaba, pese a todo, el alma, repentinamente aparecida en su hora terrible, de la Casa de Francia.

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LA AVENTURA DE TSE-I-LA «Adivina o te devoro». LA ESFINGE Al Norte de Tonkín existe, internándose tres leguas, la provincia de Kouang-Si, de ríos auríferos, y cuya grandeza se extiende hasta las fronteras de los principados centrales del Imperio de en medio, desparramando sus ciudades en la vasta extensión de la selva. En esta región, la serena doctrina de Lao-Tsé no ha extinguido aún la violenta credulidad hacia los Poussah, especie de genios populares de la China. Gracias al fanatismo de los bonzos de la comarca, la superstición china, aun en las clases elevadas, fermenta con más vigor que en los estados más próximos a Pekín, y difiere de las creencias de los manchúes en cuanto admite las intervenciones directas de los dioses en los asuntos del país El penúltimo virrey de esta inmensa depenHistorias insólitas

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dencia imperial fue el gobernador Tche-Tang, que dejó la memoria de un déspota sagaz, avaro y feroz. Véase a qué ingenioso secreto aquel príncipe, escapando a mil venganzas, debió vivir y morir en paz en medio del odio de su pueblo, al que desafió hasta el fin, sin pena ni peligro, ahogando en sangre el más ligero descontento. Una vez –quizá ocurriese esto unos diez años antes de su muerte– un mediodía estival, cuyo ardor hacia arder los estanques y rajaba las hojas de los árboles, arrojando destellos de fuego sobre los altos tejados de los quioscos, TcheTang, sentado en una de las salas más frescas de su palacio, sobre un trono negro incrustado de flores de nácar y embutido de oro puro, y reclinado con languidez, se acariciaba la barba con su mano derecha, mientras que la izquierda se posaba sobre el cetro tendido en sus rodillas. Detrás la estatua colosal de Fo, el dios inescrutable dominaba su trono. Sobre las gradas Historias insólitas

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de la escalinata vigilaban sus guardias cubiertos con armaduras de cuero negro, con la lanza, el arco o la larga hacha en el puño. A su derecha, de pie, su verdugo favorito lo abanicaba. Las miradas de Tche-Tang erraban sobre la multitud de mandarines, de príncipes de su familia y sobre los grandes oficiales de su corte. Todas aquellas frentes eran impenetrables. El rey se sentía odiado, rodeado de asesinos, y consideraba, lleno de mil sospechas indecisas, cada uno de los grupos donde se hablaba en voz baja. No sabiendo a quién exterminar, se extrañaba a cada momento de vivir aún y reflexionaba taciturno y amenazador. Se abrió una puerta, dando paso a un oficial que conducía, de la mano, a un joven desconocido, de grandes ojos azules y de bella fisonomía. El adolescente vestía túnica de seda escarlata, recogida con un cinturón de oro. Se prosternó delante de Tche-Tang, bajo la mirada del virrey. Historias insólitas

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–Hijo del Cielo –dijo el oficial–, este joven ha declarado no ser más que un oscuro ciudadano de esta población y llamarse Tse-i-la. Sin embargo, despreciando los tormentos y la muerte, él ofrece probar que trae para ti una misión de los Poussah inmortales. –Habla –dijo Tche-Tang. Tse-i-la se levantó. –Señor –dijo con reposada voz–, sé lo que me espera si no estoy acertado en mis palabras. Anoche durante un terrible sueño, los Poussah me favorecieron con su visita, haciéndome dueño de un secreto que espantaría a los mortales entendimientos. Si te dignas a escucharme, reconocerás que no es de humano origen, porque sólo con oírlo despertará en tu ser un nuevo sentido. Su virtud te comunicará al momento el don misterioso de leer, con los ojos cerrados y en el espacio que media entre la pupila y los párpados, los nombres, en caracteres de sangre, de todos aquellos que pueden conspirar contra tu trono o tu vida, en el momento Historias insólitas

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preciso en que sus espíritus conciban tal designio. Estarás, pues, al abrigo, para siempre, de toda funesta sorpresa y envejecerás apaciblemente en el uso de tu autoridad. Yo, Tse-ila, juro aquí por Fo, cuya imagen proyecta su sombra sobre nosotros, que el mágico poder de este secreto es tal como te digo. Ante un discurso tan extraño hubo en la asamblea un estremecimiento seguido de un silencio sepulcral. Una vaga angustia conmovió la cotidiana impasibilidad de los rostros. Todos examinaron al desconocido, que, sin temblar, testimoniaba así que era el depositario del mensaje divino de que se decía portador. Muchos se esforzaron en vano por sonreír, pero no osaban mirarse, palideciendo de la seguridad dada por Tse-i-la. Tche-Tang observó aquel malestar denunciador. En fin, uno de los príncipes, sin duda para disimular su inquietud, exclamó: –¿A qué escuchar los disparates de un insensato borracho de opio? Historias insólitas

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Los mandarines añadieron algo animados: –¡Los Poussah sólo inspiran a los viejos bonzos del desierto! Y uno de los ministros: –Debe someterse previamente a nuestro examen el secreto de que ese joven se cree depositario, antes de ser sometido a la alta sabiduría del rey. Replicando irritadísimo uno de los oficiales: –Además de que es posible que no sea más que uno de esos cuyo puñal espera el momento en que el rey esté distraído para clavarse en su corazón. –Que se le encierre –gritaron todos. Tche-Tang extendió sobre Tse-i-la su cetro de oro, donde brillaban caracteres sagrados: –Continúa –dijo impasible. Tse-i-la repuso entonces, agitando un pequeño abanico de varillaje de ébano y refrescando con él sus mejillas: –Si algún tormento fuese suficiente a persuadir a Tse-i-la de traicionar su secreto, reveHistorias insólitas

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lándolo a otro que no fuese el rey, los Poussah, que escuchan invisibles, no me hubiesen escogido por intérprete. ¡Oh príncipes, no! Yo no he fumado opio, no tengo nada de loco, no llevo armas. Únicamente escuchen lo que añado. Si afronto la muerte lenta, es porque un secreto como el mío vale, si es cierto, una recompensa digna de él. Tú solo, ¡oh rey!, juzgarás, pues, en tu equidad, si merece el premio que te pido. Si, repentinamente, al oír las palabras que lo anuncien, sientes dentro de ti, bajo tus ojos cerrados, el don de esa virtud viviente y su prodigio, habiéndome hecho noble los dioses y habiéndome inspirado con su soplo de luz, me concederás la mano de Li-tien-Se, tu radiante hija, la insignia principal de los mandarines y cincuenta mil liangs de oro. Al principiar aquellas palabras «liangs de oro», un imperceptible tinte rosa subió a las mejillas de Tse-i-la, que procuró ocultar aproximándose el abanico al rostro. La exorbitante recompensa reclamada proHistorias insólitas

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vocó la sonrisa de los cortesanos y apretó el corazón sombrío del rey, donde se agitaban el orgullo y la avaricia. Una cruel sonrisa pasó por sus labios mirando al joven, que añadió con intrepidez: –Espero de ti, Señor, el real juramento, por Fo, el dios implacable que se venga de los perjuros, que tú aceptas, según mi secreto te parezca positivo o quimérico, concederme la recompensa pedida o la muerte que te plazca. Tche-Tang se levantó y dijo: –¡Lo juro! ¡Sígueme! Algunos momentos después, bajo bóvedas que una lámpara suspendida sobre su hermosa cabeza alumbraba, Tse-i-la, amarrado con finos cordeles a un poste, miraba en silencio al rey Tche-Tang, cuya alta estatura aparecía en la sombra a tres pasos de él. El rey estaba de pie, arrimado a la puerta de hierro de la caverna; su mano derecha se apoyaba sobre la frente de un dragón de metal cuyo ojo único pa-recía observar a Tse-i-la. El traje verde de TcheHistorias insólitas

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Tang resplandecía; su collar de piedras preciosas relampagueaba; sólo su cabeza, rebasando el disco de la lámpara, permanecía en las sombras. Bajo el espesor de la tierra nadie podía oírlos. –Te escucho –dijo Tche-Tang. –Señor –dijo Tse-i-la–, yo soy un discípulo del maravilloso poeta Li-tai–pe. Los dioses me han concedido en inteligencia tanto como a ti te han concedido en poder, y me han regalado la pobreza para que ella engrandezca mis pensamientos. Yo les agradecía diariamente tantos favores y vivía apaciblemente, sin ambiciones, sin deseos, cuando una tarde, sobre la terraza elevada de tu palacio, en la parte alta de los jardines, el ambiente plateado por los rayos de la luna, vi a tu hija Li-tien-Se, cuyos pies besaban las flores de los árboles copudos, perdiéndose con las brisas de la noche. Después de aquella noche, mi pincel no ha vuelto a trazar una sola línea, ¡y siento que ella también piensa en este rayo de amor en que me abraso!... Historias insólitas

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Harto de languidecer, prefiriendo la muerte más espantosa al suplicio de vivir sin ella, he querido por un rasgo heroico, de una sutilidad casi divina, elevarme, ¡oh rey!, hasta tu hija. Tche-Tang, por un movimiento de impaciencia, sin duda, apoyó su pulgar sobre el ojo del dragón. Las dos hojas de una puerta se abrieron sin ruido, dejando ver el interior de una caverna próxima. Tres hombres con traje de cuero estaban al lado de un brasero donde enrojecían hierros de tortura. De la bóveda pendía una fuerte cuerda de seda, bajo la cual brillaba una caja de acero, redonda, con una abertura circular en medio. Aquello era el aparato de la muerte terrible. Después de atroces quemaduras, la víctima era suspendida en el aire, atado un brazo a aquel cordel de seda, en tanto que el pulgar de la otra mano era amarrado por detrás al pulgar del pie opuesto. Se ajustaba entonces la caja de acero en la cabeza de la víctima, y, cuanHistorias insólitas

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do descansaba sobre los hombros, se metían dentro dos ratas hambrientas. El verdugo imprimía un movimiento de balance a todo aquel horrible conjunto y luego se retiraba dejando al reo entre las tinieblas para volver al siguiente día. Ante tal espectáculo, cuyo horror de ordinario impresionaba aun a los más resueltos: –¡Olvidas –dijo fríamente Tse-i-la– que nadie, excepto tú, debes escucharme! Las puertas se cerraron. –¿Tu secreto? –gruñó Tche-Tang. –Mi secreto, ¡tirano!, es que mi muerte precederá a la tuya esta noche –dijo Tse-i-la con el rayo del genio en los ojos–. ¿Mi muerte? ¿Pero no comprendes que es lo único que esperan allá arriba los que aguardan temblando tu regreso? ¿No significará ella que mis promesas han sido falsas? ¡Qué alegría no sentirán, riendo silenciosamente en el fondo de sus corazones de tu credulidad burlada!... ¡Y ésa será la señal de tu perdición!... Seguros de la impuniHistorias insólitas

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dad, furiosos por la angustia pasada, ¿cómo delante de ti, que te habrás empequeñecido por la esperanza abortada, vacilará aún su odio? Llama a tus verdugos: seré vengado. Pero conozco que estás ya casi convencido de que al hacerme morir tu vida será sólo cuestión de horas; y que tus hijos, degollados, según la costumbre, te seguirán, y que Li-tien– Se, tu hija, flor de delicias, será también víctima de tus asesinos. ¡Ah! ¡Si fueses un príncipe profundo! Supongamos que de pronto, al contrario, regresas, con la frente como agravada por la misteriosa clarividencia predicha, rodeado de tus guardias, la mano sobre mi espalda, a la sala de tu trono, y que allí, habiéndome tú mismo revestido de la túnica de los príncipes, y enviado a llamar a Li-tien-Se, tu hija y mi alma, luego de habernos prometido, ordenas a tu tesorero que me cuente, de una manera oficial, los cincuenta mil liangs de oro. ¡Ah! Entonces yo te juro, que, a semejante vista, todos esos cortesanos cuyos puñales en la Historias insólitas

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sombra han salido a medias de la vaina contra ti, caerán desfallecidos y prosternados, y que en el porvenir nadie osará admitir en su espíritu un mal pensamiento contra ti. ¡Así, pues, medita! Todo el mundo sabe que eres razonable y clarividente en los consejos de estado; no será, pues, creíble que una vana quimera haya sido suficiente para transfigurar, en algunos instantes, la desagradable expresión de tu cara, que debe aparecer victoriosa y tranquila!... ¡Cómo! ¡Tú, tan cruel, me dejas vivir! ¡Se conoce tu soberbia, y me dejas vivir! ¡Se conoce tu avaricia, y me prodigas tu oro! ¡Se conoce tu orgullo paternal, y me das tu hija por una palabra, a mí, desconocido transeúnte! ¿Qué duda podría subsistir ante todo esto? ¿Y en qué quieres tú que consista el valor de mi secreto, inspirado por nuestros seculares genios, sino en la absoluta creencia de que lo posees? Únicamente se trataba de crear ese secreto, y eso lo he hecho yo. El resto depende de ti. Yo he cumplido mi palabra. Además, haberte exigiHistorias insólitas

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do la dignidad principal y el oro, que yo desprecio, no ha sido más que para aumentar el precio, y por consiguiente, dejar imaginar por esa munificencia arrancada a tu famosa sordidez la espantosa importancia de mi imaginario secreto. "Rey Tche-Tang: yo, Tse-i-la, atado por tu orden a este poste, exalto, ante la muerte terrible, la gloria del augusto Li-tai-pe, mi maestro de los pensamientos de luz, y te declaro que la sabiduría habla por mí. ¡Volvamos, te repito, con la frente alta y radiante! ¡Prodiga hoy los indultos en acción de gracias al cielo! ¡Luego promete ser inexorable en lo por venir! Ordena que se celebren fiestas luminosas en honor del divino Fo, que me ha inspirado esta sublime astucia. Yo, mañana, habré desaparecido. Iré a vivir con la elegida de mi corazón a cualquier provincia lejana y feliz, gracias a los liangs de oro. El botón diamantino de los mandarines, que habré recibido de tu munificencia, con tantos transportes de orgullo, no será Historias insólitas

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jamás usado por mí, porque tengo otras ambiciones; yo creo solamente en los pensamientos armoniosos y profundos que sobreviven a los príncipes y a los reinos; siendo rey en el imperio inmortal, no ambiciono ser príncipe en los de ustedes. ¿Has comprendido que los dioses me han dado la firmeza de corazón y una inteligencia tan grande, por lo menos, como la de cualquiera de tus cortesanos? Puedo, pues, mejor que uno de ellos, llevar la alegría a los ojos de una joven. Pregunta a Li-tien-Se, ¡mi sueño! Estoy seguro de que, al mirarse en mis ojos, ella te lo dirá. En cuanto a ti, cubierto por una protectora superstición, reinarás, y, si abres tu corazón a la justicia, conseguirás que el temor se convierta en aprecio hacia tu trono afirmado. ¡Ese es el secreto de los reyes dignos de serlo! No tengo otro que facilitarte. ¡Pesa, escoge y falla! He dicho. Tse-i-la calló. TcheTang, inmóvil, pareció meditar algunos momentos. Su enorme sombra se prolongaba, Historias insólitas

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truncándose sobre la puerta de hierro. De repente, fue hacia el joven y, poniéndole ambas manos sobre los hombros, lo miró fijamente, en el fondo de los ojos, como presa de mil sentimientos indefinibles. Después, tirando del sable, cortó las cuerdas que sujetaban a Tse-i-la y echándole el regio collar sobre las espaldas: –¡Sígueme! –le dijo. Subió los escalones de la cueva y apoyó su mano sobre la puerta de la luz y la libertad. Tse-i-la, a quien el triunfo de su amor y de su repentina fortuna habían desvanecido bastante, contempló el regio presente. –¡Cómo! ¡Este collar también! –murmuró–. ¿Por qué, pues, te calumnian? ¡Esto es mucho más de lo prometido! ¿Qué quiere pagar el rey con este collar? –¡Tus injurias! –contestó desdeñosamente Tche-Tang, abriendo la puerta frente a los rayos del sol. Historias insólitas

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TRIBULAT BONHOMET EL ASESINO DE CISNES Al señor Jean Marras Los cisnes comprenden los signos. VICTOR HUGO, Les Miserables A fuerza de consultar tomos de Historia Natural, nuestro ilustre amigo, el doctor Tribulat Bonhomet había terminado por aprender que «el cisne canta bien antes de morir». Efectivamente, –nos confesaba aún en fechas recientes– desde que la había escuchado, sólo esa música le ayudaba a soportar las decepciones de la vida, y cualquier otra ya no le parecía sino una cencerrada, puro «Wagner». ¿Cómo había conseguido esa alegría de aficionado? Así: En los alrededores de la antiquísima ciudad fortificada en la que vive, el práctico anciano había descubierto un buen día en un parque secular abandonado, a la sombra de grandes árboles, un viejo estanque sagrado, Historias insólitas

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sobre el sombrío espejo del cual se deslizaban doce o quince apacibles aves; había estudiado meticulosamente los accesos, calculado las distancias, observado sobre todo al cisne negro, el vigilante, que dormía, perdido en un rayo de sol. Éste, permanecía todas las noches con los ojos bien abiertos con un guijarro en su largo pico rosa, y si la más mínima alarma le revelaba peligro para aquellos a quienes guardaba, con un movimiento del cuello, lanzaba bruscamente al agua el guijarro, en mitad del blanco círculo de los dormidos para que los despertara: al oír aquella señal, el grupo, guiado por su guardián, habría echado a correr en medio de la oscuridad hacia avenidas profundas, hacia lejanos céspedes, hacia alguna fuente en la que se reflejaban grises estatuas, o hacia cualquier otro refugio conocido por su memoria. Y Bonhomet los había contemplado largo rato en silencio, sonriéndoles incluso. ¿No era, pues, con su último canto con el que, como perfecto diletante, soñaba regalarse muy Historias insólitas

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pronto los oídos? A veces, pues, cuando sonaban las doce de alguna otoñal noche sin luna, fastidiado por el insomnio, Bonhomet se levantaba de repente y se vestía de forma especial para asistir al concierto que necesitaba volver a escuchar. Tras introducir sus piernas en descomunales botas de goma forradas que prolongaba, sin sutura, una ancha levita impermeable convenientemente forrada también, el huesudo y gigantesco doctor introducía las manos en un par de guanteletes de acero blasonado provenientes de alguna armadura de la Edad Media (guanteletes de los que se había convertido en feliz propietario después de abonar treinta y ocho hermosas monedas –¡Una locura!– a un anticuario). Hecho esto, se ceñía su amplio sombrero moderno, apagaba la vela, descendía y, con la llave de su casa en el bolsillo, se encaminaba, a la burguesa, hacia la linde del parque abandonado. Enseguida, se introducía por oscuros sendeHistorias insólitas

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ros hacia el retiro de sus cantantes favoritos, hacia el estanque cuya agua poco profunda, y bien sondeada por todas partes, no le pasaba de la cintura. Y, bajo la bóveda de arboleda próxima a los aterrajes, ensordecía sus pasos al pisar ramas secas. Cuando llegaba al borde del estanque, lenta, muy lentamente –¡sin hacer ruido alguno!–, introducía una bota, luego la otra, y avanzaba dentro del agua con precauciones inauditas, tan inauditas que apenas se atrevía a respirar. Como el melómano ante la inminencia de la cavatina esperada. De tal manera que, para dar los veinte pasos que le separaban de sus queridos virtuosos, empleaba normalmente entre dos y dos horas y media, hasta tal extremo temía alarmar la sutil vigilancia del guardián negro. El soplo de los cielos sin estrellas agitaba lastimeramente las altas ramas en la oscuridad que rodeaba el estanque, pero Bonhomet, sin dejarse distraer por el misterioso susurro, seguía avanzando insensiblemente y tan bien que, hacia las tres Historias insólitas

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de la madrugada, se encontraba, invisible, a medio paso del cisne negro, sin que éste hubiera percibido ni el más mínimo indicio de su presencia. Entonces, el buen doctor, sonriendo en la oscuridad, arañaba suave, muy suavemente, rozando apenas con la punta de su índice medieval, la superficie anulada del agua, delante del vigilante... Y arañaba con tal suavidad que éste, aunque algo sorprendido, no juzgaba esta vaga alarma como de una importancia digna de lanzar el guijarro. El cisne escuchaba. A la larga, cuando su instinto se percataba vagamente de la idea de peligro, su corazón, ¡oh! su pobre corazón ingenuo se ponía a latir horriblemente, lo que llenaba de júbilo a Bonhomet. Y los bellos cisnes, uno tras otro, perturbados por ese ruido en lo profundo de su sueño, sacaban ondulosamente la cabeza de debajo de sus pálidas alas plateadas y bajo el peso de la sombra de Bonhomet, entraban poco a poco en un estado de angustia, percibiendo no se sabe qué confusa consciencia del Historias insólitas

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mortal peligro que los amenazaba. Pero, en su infinita delicadeza, sufrían en silencio como el vigilante, al no poder huir puesto que el guijarro no había sido lanzado. Y todos los corazones de aquellos blancos exiliados se ponían a dar latidos de sorda agonía, inteligibles y claros para el oído maravillado del excelente doctor que sabía muy bien lo que moralmente les producía su cercanía y se deleitaba, en pruritos incomparables, con la terrorífica sensación que su inmovilidad les hacía padecer. «¡Qué dulce resulta estimular a los artistas!» se decía en voz baja. Tres cuartos de hora, más o menos, duraba este éxtasis que no habría cambiado ni por un reino. ¡De repente, un rayo de la Estrella de la Mañana, deslizándose entre las ramas, iluminaba de improviso a Bonhomet, así como las aguas negras y los cisnes con ojos repletos de sueños! El vigilante, aterrorizado por aquella visión, arrojaba el guijarro... ¡Demasiado tarde!... Con un grito horrible en el que parecía desenmascararse su Historias insólitas

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almibarada sonrisa, Bonhomet se precipitaba, con las garras en alto y los brazos tendidos, hacia las filas de las aves sagradas. Y eran rápidos los apretones de los dedos de acero de aquel paladín moderno, y los puros cuellos de nieve de dos o tres cantantes eran atravesados o rotos antes de que se produjera el vuelo radiante de los demás pájaros-poetas. Entonces, olvidándose del buen doctor, el alma de los cisnes moribundos se exhalaba en un canto de inmortal esperanza, de liberación y de amor, hacia los Cielos desconocidos. El racional doctor sonreía de este sentimentalismo del que, como serio conocedor, sólo se dignaba saborear una cosa: EL TIMBRE. No apreciaba musicalmente nada más que la singular suavidad del timbre de aquellas simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía. Con los ojos cerrados, Bonhomet aspiraba en su corazón las vibraciones armoniosas, luego, tambaleándose, como en un espasmo, iba a dejarse caer en la orilla del estanHistorias insólitas

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que, se tendía sobre la hierba, se acostaba boca arriba, dentro de sus ropas cálidas e impermeables. Y allí, aquel Mecenas de nuestra era, perdido en un estupor voluptuoso, volvía a saborear en lo más recóndito de su ser el recuerdo del canto delicioso –aunque viciado por una sublimidad según él pasada de moda– de sus queridos artistas. Y, reabsorbiendo su comatoso éxtasis, rumiaba así, a la burguesa, aquella exquisita impresión hasta el amanecer.

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LOS AMANTES DE TOLEDO Al señor Émile Pierre ¿Habría sido justo pues que Dios condenara al Hombre a la Felicidad? Una de las respuestas de la Teología romana a la objeción sobre el Pecado Original Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio. Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredoHistorias insólitas

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res, fríos e interminables, hacia diversos retiros..., los refectorios, la biblioteca. En una de aquellas habitaciones, –en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones–, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada. Historias insólitas

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A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar. De repente, el Inquisidor General de España tiró de la argolla de un timbre que no se oyó sonar. Un monstruoso bloque de granito, con su tapicería, giró en el grueso muro. Tres familiares, con las cogullas bajadas, aparecieron – saliendo de una estrecha escalera excavada en la oscuridad–, y el bloque volvió a cerrarse. Fue cuestión de dos segundos, de un relámpago. Pero aquellos dos segundos habían bastado para que un resplandor rojo, refractado por alguna sala subterránea, iluminara la habitación y una terrible, una confusa ráfaga de gritos –tan desgarradores, tan agudos, tan horrorosos, que no se podía distinguir ni adivinar la edad o el sexo de las voces que los lanzaban– pasara por la rendija de aquella puerta, como una lejana bocanada del infierno. Luego, el profundo silencio, los soplos fríos y, en los coHistorias insólitas

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rredores, los ángulos de sol sobre las losas solitarias, que apenas alteraba, a intervalos, el ruido de una sandalia de inquisidor. Torquemada pronunció algunas palabras en voz baja. Uno de los familiares salió y, pocos instantes después, entraron delante de él dos bellos adolescentes, casi niños aún, un chico y una chica, dieciocho y dieciséis años sin duda. La distinción de sus rostros, de sus personas, daban testimonio de una familia importante, y sus ropas –de la más noble elegancia, discreta y suntuosa– indicaban el elevado rango que ocupaban sus linajes. ¡Habríase dicho que era la pareja de Verona transportada a Toledo: Romeo y Julieta!... Con una sonrisa de inocencia sorprendida, –y algo ruborizados por encontrarse juntos– miraban ambos al santo anciano. –Dulces y queridos hijos, –dijo, imponiéndoles las manos, Tomás de Torquemada– os amábais desde hacía casi un año (lo que es mucho a vuestra edad), y con un amor tan casHistorias insólitas

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to, tan profundo, que temblorosos uno ante el otro y con los ojos bajos en la iglesia, no os atrevíais a confesároslo. Por eso es por lo que, sabiéndolo, os he hecho venir esta mañana para uniros en matrimonio, lo que ya hemos hecho. Vuestras prudentes y poderosas familias han sido prevenidas de que ya sois marido y mujer y el palacio en el que se os espera está preparado para ofrecer vuestro banquete de bodas. Estaréis allí muy pronto e iréis a vivir, en el rango que os corresponde, rodeados más tarde sin duda de bellos hijos, flor de la cristiandad. ¡Ah! ¡hacéis bien en amaros, jóvenes corazones de elección! Yo también conozco el amor, sus efusiones, sus llantos, sus ansiedades, sus temblores celestiales. Mi corazón se consume de amor, pues el amor es la ley de la vida, el sello de la santidad. Así pues, si he decidido uniros es con el fin de que la esencia misma del amor, que es sólo el Buen Dios, no se viera perturbada en vosotros por las demasiado carHistorias insólitas

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nales apetencias, por las concupiscencias que retrasos demasiado largos en la legítima posesión uno del otro entre novios, pueden encender en sus sentidos. ¡Vuestras oraciones iban a ser distraídas! La obsesión de vuestras ensoñaciones iba a oscurecer vuestra pureza natural. Sois dos ángeles que, para recordar lo que es REAL en vuestro amor, estábais ya deseosos de calmarlo, debilitarlo y agotar sus delicias. ¡Que así sea! Os encontráis en la Habitación de la Felicidad: sólo pasaréis aquí vuestras primeras horas conyugales, luego, bendiciéndome –así lo espero– por haberos entregado a vosotros mismos, es decir a Dios, volveréis a vivir la vida de los humanos, en el puesto que Dios os asignó.» Tras una mirada del Inquisidor General, los familiares desvistieron rápidamente a la encantadora pareja, cuyo estupor –algo absorto– no oponía resistencia. Los colocaron uno frente a otro, como dos juveniles estatuas, y los enHistorias insólitas

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volvieron juntos en anchas tiras de cuero perfumado que los apretaban suavemente, luego los transportaron, tendidos, corazón sobre corazón, labios sobre labios, al lecho nupcial, en un abrazo que inmovilizaban sutilmente sus ataduras. Un instante después eran dejados solos, para su intensa alegría –que no tardó en dominar su turbación–, y fueron tan grandes las delicias que gustaron que entre besos ardientes se decían en voz baja: –¡Oh! ¡si esto pudiera durar hasta la eternidad!... Pero nada aquí abajo es eterno, y su dulce abrazo sólo duró, desgraciadamente, cuarenta y ocho horas. Tras las cuales los familiares entraron, abrieron de par en par las ventanas para que entrara el aire puro de los jardines: les quitaron los correajes, y un baño –que les resultaba indispensable– los reanimó a cada uno en una celda cercana. Una vez que se vistieron de nuevo, cuando flaqueaban, lívidos, mudos, graves y con los ojos huraños, apareció TorHistorias insólitas

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quemada y dándoles un último abrazo, el austero anciano les dijo al oído: –Ahora, hijos míos, que habéis pasado la dura prueba de la Felicidad, os devuelvo a vuestra vida y a vuestro amor, pues creo que, de ahora en adelante, vuestras oraciones al Buen Dios serán menos distraídas que en el pasado. Una escolta los condujo a su palacio en fiesta, donde se les esperaba; ¡todo fueron muestras de alegría! Sólo que, durante el banquete de bodas, todos los nobles invitados observaron, no sin sorpresa, que entre los nuevos esposos había una especie de incomodidad, breves palabras, miradas que se desviaban y frías sonrisas. Vivieron, casi separados, en sus apartamentos y murieron sin descendencia pues –si hay que decirlo todo– no volvieron a amarse nunca más, ¡por miedo a que todo aquello volviera de nuevo!

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CUENTO DE FINAL DE VERANO Al señor René Baschet ¿Cómo la cadena de seres creados se acabaría en el Hombre? Platónicos del s. XII En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades, –hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño– se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales. Es la hora en la que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos –«clases de Buenas Maneras»– suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislaHistorias insólitas

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miento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos. Pero, cada día, a esta hora vespertina, en una de esas pequeñas ciudades, y en la avenida más desierta del paseo, se encuentran habitualmente dos paseantes, habitantes bastante antiguos ya de la localidad. Ambos deben, sin duda, haber superado la cincuentena: su atuendo rebuscado, su fina camisa de encajes, lo anticuado de sus largas chaquetas, el brillo de los sombreros de ala ancha, su forma de vestir aún despierta, sus maneras a veces exHistorias insólitas

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trañamente conquistadoras, todo, hasta las hebillas de sus zapatos demasiado elegantes, denuncian no se sabe qué verts–galants empedernidos. ¿Qué sentido tienen esos aires triunfantes, en medio de un conjunto de seres negativos, de una bisexualidad cualquiera, en la mente de los cuales no podría brotar la exclamación: ¡Qué hacer!? Con un bastón de puño dorado en la mano, el primer llegado entra bajo los árboles solitarios donde pronto aparece su amigo. Uno tras otro, caminando misteriosamente de puntillas, se aproximan; luego acercándose al oído del otro, y protegiendo con la mano el cuchicheo de sus palabras, susurra frases sorprendentes análogas, por ejemplo, a éstas (salvo en los nombres): –¡Ah! amigo mío, ¡la Pompadour estuvo encantadora anoche! –¿Debo felicitarlo? –replica, no sin una sonrisa bastante ufana, el interlocutor. –¡Puf!... Si hay que decirlo todo, yo prefiero a la deliciosa Du Deffand... En cuanto a Ninon... Historias insólitas

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(El resto de la frase se pronuncia en voz baja, y tras haber pasado el brazo por debajo del del confidente) –¡De acuerdo! –prosigue entonces éste, con los ojos dirigidos al cielo–, ¡pero la Sévigné querido!... ¡ah! ¡la Sévigné!... (caminan juntos, bajo las viejas sombras; la noche va a teñirse de azul y a iluminarse). –Hoy mismo debo esperarla hacia las nueve, lo mismo que a la Parabère, pese a que ese diablo de regente... –Le felicito, mi querido amigo. Sí, no salgamos del gran siglo. En mi libro de memoria no cuento más que a tres adoradas del tiempo antiguo: primero, Eloísa... –¡Chut! –Luego, Margarita de Borgoña. –¡Brrr! –Y finalmente, María Estuardo. –¡Ay! –Pues bien, he reconocido que el encanto de esas damas de antaño era inferior al de las daHistorias insólitas

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mas de ahora. –Dicho esto, el sorprendente hastiado de todo gira sobre sus talones que tiñe de púrpura o rubifica a veces, a través de los ramajes quejumbrosos, el último rayo de sol. –Permanezcamos a partir de ahora en los Watteau –concluye con aire entendido, conocedor y perentorio. –O en los Boucher, que es superior. Continuando con voz discreta, se introducen por las avenidas laterales. En las casas, allá lejos, los visillos blancos de las ventanas se inundan, aquí y allá, de resplandores claros e intensos; y, en la oscuridad de las calles palpitan las repentinas farolas. Tras nuestros dos conversadores se alargan sus propias sombras, que parecen reforzadas por todas aquellas de las que hablan. Pronto, después de un ceremonioso y cordial apretón de manos, el dúo de aquellos más que extraños celadones se separa y cada cual se dirige a su casa. ¿Quiénes son? ¡Oh! simplemente dos ex viHistorias insólitas

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vidores de lo más amable, incluso de bastante buena compañía, uno viudo y otro soltero. El destino los había conducido e internado, casi al mismo tiempo, en esta pequeña ciudad. ¿Sus medios de vida? Apenas unas inalienables rentas, escapadas del naufragio que no permiten nada superfluo. Aquí, en un primer momento, intentaron frecuentar «la buena sociedad» pero, tras las primeras visitas, se retiraron horrorizados a sus modestas viviendas. Sin recibir a nadie más que a su cotidiana asistenta, se han recluido en una perfecta soledad. Todo antes que relacionarse con los honorables habitantes del lugar. Para escapar al momificante tedio que destila la atmósfera, intentaron leer. Luego, asqueados por los libros cogidos al azar en el horrible gabinete de lectura, en el momento de renunciar a la lectura y limitar sus esperanzas a monótonas charlas (interrumpidas a veces por desenfrenadas partidas de cartas) entre ellos dos, he aquí que cayeron en sus manos fantasmagóricas obras que traHistorias insólitas

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taban de fenómenos llamados de espiritismo. Para matar el tiempo y movidos también por una cierta curiosidad escéptica, se arriesgaron a grotescas y divertidas experiencias. Separándose del «mundo», se esforzaban por crearse relaciones con «el otro mundo». ¡Remedio heroico!, de acuerdo, pero bien considerado todo, jugar con las bellas difuntas (si era posible) les parecía mucho menos insípido que escuchar la conversación de las gentes del lugar. Por lo que, en sus sedosas salitas, una malva y otra azul claro, especie de gabinetes amueblados con un gusto tiernamente sugestivo que iluminaba apenas el resplandor –tamizado por la rica pantalla de cintas– de la lámpara bajada, se entregaron a anodinas y torpes evocaciones. ¡Ah! ¡qué fuente de agradables veladas, no obstante, si tarde o temprano lograban distinguir encantadores manes, exquisitas sombras sentadas sobre cojines de tonos apagados, que ellos preparaban a tal efecto! Por lo que, cuando después de varias tentativas pasableHistorias insólitas

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mente insignificantes sus respectivos veladores se pusieron –allí, de repente, ante sus pupilas a la larga hipnotizadas– a removerse, girar y hablar, fue una inmensa alegría para todo su ser. Un filón de oro surgía ante aquellos deliciosos contramaestres perdidos en una mina de insignificancia. Su nostalgia debía prestarse, rápida y de buena gana, a todo un conjunto de concesiones que, por otra parte, ciertos efectos reales pueden sugerir. Tomarle gusto hasta ilusionarse con emociones semificticias, ayudar al sortilegio con algo de buena voluntad, con el fin de VER –pese a todo y a todo precio– tramarse, sobre la transparencia y palidez de la penumbra ambiental, las formas de las bellas desaparecidas, adquirir, a fuerza de paciencia, una especie de paradógica credulidad con la que resultaba agradable engañar melancólicamente sus sentidos, y no resistieron más. De tal forma que, pronto, sus veladas transcurrieron en sutiles y tenebrosas conversaciones que, a veces, se hacían vagamente viHistorias insólitas

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sionarias. Y, cuando la costumbre se afianzó, las sensaciones de presencias maravillosas, flotando a su alrededor, se les hicieron familiares. Ahora, ofrecen el té, cada tarde a aquellas visitantes. Les hacen la corte, y sus batas de seda, una marrón carmelita y otra gris mínimo, con adornos tabaco de España, huelen ligeramente a almizcle, por una cortesía de ultratumba que tal vez agradezcan. En medio de coloquios ideales, notan el perfume de acercamientos encantadores, de una tenuidad fugitiva, es cierto, pero con la que se contenta la sonriente melancolía de su rozagante senectud. En esta pequeña ciudad, cuyo vecindario habían sabido anular, su madurez transcurre así, preferentemente, en mil vagas buenas fortunas, de favores retrospectivos, de los que deshojan las póstumas rosas; y, al día siguiente, se hacen mutuas confidencias, bajo la sombra de los altos ramajes que acarician las brisas del crepúsculo en «la clase de Buenas Maneras». En la confusión de los comienzos, dejaHistorias insólitas

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ron desfilar por sus inquietantes salitas a todas las damas de la Historia; pero en el momento presente, ya no flirtean sino con los excitantes fantasmas del siglo XVIII. Sus veladores, con taraceas que ellos cubren con flores del tiempo, oscilan bajo sus manos galantes y, como bajo el peso de sombras graciosas, se balancean con ritmos que recuerdan con frecuencia determinados columpios enguirnaldados de Fragonard. (¡Oh! se suelen retirar hacia las diez y media, a no ser que, por casualidad, hayan venido reinas o emperatrices, entonces y por deferencia, permanecen hasta las once). Por supuesto, con vulgares viejos verdes semejante pasatiempo podría conllevar graves peligros y de muchos tipos; pero afortunadamente, en lo más recóndito de su pensamiento, nuestros finos y dulces personajes no se engañan... ¿Cómo serían tan tontos de olvidar que la Muerte es algo decisivo e impenetrable?... Solamente, a la vista de los bailes alfabéticos esbozados por sus veladores, aquellos médiaHistorias insólitas

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nimisés –de un cristianismo algo somnoliento sin duda, pero inviolable en sus últimas reservas– han terminado por persuadirse de que tal vez en el aire haya diablillos juguetones, espíritus graciosos, dotados de travesura que, al aburrirse como los paseantes humanos, para matar el tiempo, aceptan prestarse a este inocente juego de Ilusión (bajo el velo de los fluidos y sobre todo con vivos amables), como los niños que se colocan alguna antigua bata estampada y se empolvan entre risas... y de que esos espíritus y esos vivos pueden entonces buscarse a tientas, aparecerse a veces, ayudándose con una sospecha de mutua credulidad, rozarse, cogerse incluyo de repente la mano... y luego desaparecer, por una parte y por otra, en el inmenso escondite del universo.

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ENTRE LOS PASEANTES EL SORPRENDENTE MATRIMONIO MOUTONNET Al señor Henri Mercier Lo que produce la auténtica felicidad amorosa en determinados seres, lo que constituye el secreto de su placer, lo que explica la unión fiel de determinadas parejas es, entre todas las cosas, un misterio cuyo aspecto cómico causaría terror si la sorpresa permitiera analizarlo. Las extravagancias sensuales del hombre son como la cola de un pavo real, cuyos ojos no se abren sino en el interior de su alma, y que sólo cada uno conoce su libido. Una radiante mañana de marzo de 1793, el célebre ciudadano Fouquier-Tinville, en su gabinete de trabajo de la calle de Prouvaires, sentado ante su mesa, con la mirada perdida sobre numerosos expedientes, acababa de firmar la lista de una hornada de ci-devants cuya ejecución debía llevarse a cabo al día siguiente, Historias insólitas

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entre las once y media y las doce. De repente, un ruido de voces –las de un visitante y un ordenanza de guardia–, llegaron hasta él desde el otro lado de la puerta. Levantó la cabeza prestando atención. Una de las voces, que hablaba de ignorar la consigna, le hizo sobresaltarse. Se oía decir: «Soy Thermidor Moutonnet, de la sección de Hijos del deber... Dígaselo». Al escuchar aquel nombre, Fouquier-Tinville gritó: –Déjelo pasar. –¿Ve? ¡estaba seguro! –vociferó mientras entraba en la sala un hombre de unos treinta años, y de expresión bastante jovial, aunque de la impresión que causaba al verlo se desprendiera una incomprensible socarronería–. Buenos días. Soy yo, querido, tengo que decirte un par de cosas. –Sé breve: aquí no soy dueño de mi tiempo. – El recién llegado cogió una silla y se acercó a su amigo. –¿Cuántas cabezas para la próxima? –preHistorias insólitas

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guntó indicando la lista que su interlocutor acababa de firmar. –Diecisiete –respondió Fouquier-Tinville. –¿Queda espacio entre la última y tu firma? –¡Siempre! –dijo Fouquier-Tinville. –¿Para una cabeza de sospechoso? –Habla. –Te la ofrezco. –¿Cómo se llama? –preguntó Fouquier–Tinville. –Es una mujer... que... debe estar en algún complot... que... ¿Cuánto tiempo se llevaría el proceso? –Cinco minutos. ¿Cómo se llama? –Entonces, ¿podrían guillotinarla mañana mismo? –¿Cómo se llama? –Es mi mujer. Fouquier–Tinville frunció el ceño y dejó caer la pluma. –¡Márchate, estoy muy ocupado!... –dijo– ya bromearemos más tarde. Historias insólitas

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–Yo no bromeo: ¡acuso!... –exclamó el ciudadano Thermidor con expresión fría y grave, y un gesto solemne. –¿Con qué pruebas? –Con indicios. –¿Cuáles? –Los presiento. Fouquier-Tinville miró de través a su amigo Moutonnet. –Thermidor, –dijo– tu mujer es una digna sans-culotte. Su paté del jueves pasado, unido a las tres botellas de viejo Vouvray (que lograste descubrir en tu bodega detrás de haces de leña de mejor calidad que los que me despachas a mí), fue muy bueno, fue excelente. Presenta mis saludos afectuosos a la ciudadana. Cenaremos juntos mañana en tu casa. Dicho esto, vete o me enfado. Ante esta respuesta casi severa, Thermidor Moutonnet se arrodilló bruscamente, juntando las manos, y con lágrimas en los ojos susurró como sofocado por una dolorosa sorpresa: Historias insólitas

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–Tinville, somos amigos desde la cuna; te creía como otro yo. Crecimos en los mismos juegos. Permíteme apelar a esos recuerdos. No te he pedido nunca nada. ¿Vas a negarme el primer favor que te imploro? –¿Qué has bebido esta mañana? –Estoy en ayunas. –respondió Moutonnet abriendo mucho los ojos y sin comprender la pregunta. Después de un silencio: –Todo lo que puedo hacer por ti es ocultarle, mañana por la noche, a tu esposa tu gestión incongruente. No puedo creer que te atrevas a bromear aquí, ni que te hayas vuelto loco... aunque, después de oír lo que me pides, esta última suposición sea admisible. –Pero... ¡yo no puedo seguir viviendo con Lucrèce! –gimió el solicitante. –Tienes ganas de convertirte en cornudo, lo estoy viendo. –¡Así que me lo niegas! –¿El qué? ¿cortarle el cuello porque habéis Historias insólitas

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tenido una discusión? –¡Oh! ¡la perdida! Por favor, mi buen Tinville, por la amistad que nos une, pon su nombre en ese papel... para darme gusto. –¡Una palabra más y el que pondré será el tuyo! –refunfuñó Fouquier-Tinville volviendo a coger la pluma. –¡Ah, vamos!... ¡de eso nada! –gritó Moutonnet, lívido, incorporándose–. Vale, –suspiró– está bien; me voy. Pero, –añadió con una voz de falsete histéricamente singular, por así decirlo, y que su amigo no le conocía– confieso que no te creía capaz de negarme, después de tantos años de amistad, este primer, este insignificante favor que no te habría costado nada más que un garabato. Ven a cenar mañana, pese a todo y ni palabra de esto a mi mujer; esto debe quedar entre nosotros dos –dijo con tono serio y, en esta ocasión, natural. Thermidor Moutonnet salió. Al quedarse solo, el ciudadano Fouquier-Tinville, después de reflexionar un momento, se tocó la frente con Historias insólitas

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el dedo sonriendo fríamente; luego, tras encogerse de hombros a guisa de conclusión cogió la lista, introdujo la hoja en un ancho sobre, escribió la dirección, lo cerró, y llamó a un timbre. Un soldado apareció. –Para el ciudadano Sansón –dijo. El soldado cogió el sobre y se retiró. Sacando un reloj de oro de su chaleco de paño napolitano estampado con arabescos tricolor, y mirando la hora, Fouquier-Tinville musitó: «Las once. Vamos a almorzar.» **** Treinta años después, en 1823, Lucrèce Moutonnet (una morena de cuarenta y ocho años, aún rolliza, fina y taimada) y su esposo Thermidor, exiliados a Bélgica tan pronto como oyeron los cañonazos del Imperio, ocupaban una casita con una abacería floreciente y un trocito de jardín, en un arrabal de Lieja. Durante aquellos lustros, y desde el día siguiente de la conocida gestión, un misterioso Historias insólitas

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fenómeno se había producido. El matrimonio Moutonnet se había mostrado como el más perfecto, el más dulce, el más ferviente de todos los que el amor pasional unió jamás con sus deliciosos lazos. Parecían una pareja de tórtolos. Realizaron el modelo de existencia conyugal. Nunca surgió entre ellos ni la menor nube. Su fervor fue extremo; su fidelidad sin límite; su confianza recíproca. Y, sin embargo, el mortal al que se le hubiera concedido el poder de leer en lo más profundo de aquellos dos seres, se habría sentido tal vez muy sorprendido al conocer el verdadero motivo de su felicidad. Efectivamente, cada noche, en la oscuridad donde sus ojos brillaban y parpadeaban, mientras besaba conyugalmente a la que le era tan querida, Thermidor decía para sus adentros: «No lo sabes, no; no sabes que intenté todo lo posible para que te cortaran la cabeza... ¡Ah! Si lo supieras no me besarías. Pero, yo soy el único que lo sabe, y eso me embriaga». Y esta idea Historias insólitas

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lo avivaba, le hacía sonreír suavemente en la oscuridad, lo deleitaba, lo hacía apasionarse hasta el delirio. Pues se la imaginaba sin cabeza, y esa sensación, de acuerdo con la naturaleza de sus apetencias, le producía un tremendo morbo. Lucrèce por su parte, por contagio, se decía con la misma claridad de ideas, en sus malsanas enervaciones: «Sí, elemento, ríes, estás contento, estás encantado... Me seguirás deseando siempre. ¡Crees que ignoro tu visita al bueno de Fouquier-Tinville... y que quisiste que me cortaran la cabeza, infame! Pero, mira por donde, lo sé... Soy la única que sabe lo que estás pensando sin que tú lo sepas. Hipócrita, conozco tus sentidos feroces. Y me río en voz baja, y soy feliz, pese a ti, amigo mío.» Así lo más bajo de la insania sensorial del uno había ganado al otro, por lo negativo. Así vivieron engañándose el uno al otro (y el uno por el otro) en ese detalle necio y monstruoso del que ambos extraían un terrible y continuo Historias insólitas

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coadyuvante de sus macabros placeres; así murieron (ella antes) sin haber traicionado jamás el secreto mutuo de sus extrañas, de sus taciturnas alegrías. Y el viudo, Thermidor Moutonnet, sin hijos, permaneció fiel a la memoria de aquella esposa, a la que sólo sobrevivió unos cuantos años. Además, ¿qué mujer habría podido reemplazar a su querida Lucrèce?

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